Orlando Furioso

Ludovico Ariosto


Poema épico



Canto I

Huye Angélica sola, mientras Reinaldo procura alcanzar á su fiel caballo que se le ha escapado.—Encendido este guerrero en ira y en amor, ataca al orgulloso Ferragús.—Este pronuncia un nuevo juramento, más terminante que el primero con respecto á apoderarse de un casco.—El Rey de Circasia encuentra con alegría á su amada, y Reinaldo estorba la realizacion de sus planes.

Canto la galantería, las damas, los caballeros, las armas, los amores y las arriesgadas empresas del tiempo en que los moros atravesaron el mar de África é hicieron grandes estragos en Francia, imitando el impetuoso y juvenil ardor de su rey Agramante, el cual se jactaba de vengar la muerte de Trojan en la persona de Carlos, emperador de romanos.

Con respecto á Orlando, referiré cosas que jamás se han dicho en prosa ni en verso; manifestaré cómo se convirtió en un loco furioso aquel hombre tenido siempre como modelo de cordura: ojalá que aquella por quien me falta poco para verme en tal estado, segun lo que va amortiguando mi escaso ingenio, me conceda el suficiente para llevar á cabo lo que prometo.

Y vos, ¡oh Hipólito!, generoso descendiente de Hércules, ornato y esplendor de nuestro siglo, dignaos acoger complaciente este trabajo, única muestra de agradecimiento que le es dable ofreceros á vuestro humilde súbdito. Con mis palabras ó mis escritos puedo solamente pagaros lo que os debo: corto es su valor, pero os aseguro que con ellos os doy todo cuanto me es posible daros.

Entre los esclarecidos héroes que me propongo celebrar en mis versos, oireis recordar á aquel Rugiero, que fué el antiguo tronco de vuestra ilustre familia. Escuchareis el relato de su preclaro valor y memorables hazañas, si os dignais prestarme atencion, y si mis versos logran ocupar un lugar entre vuestros elevados pensamientos.

Enamorado Orlando, largo tiempo hacía, de la bella Angélica, habia alcanzado por causa de esta infinitos é inmortales laureles en la India, en la Media y en la Tartaria. Con ella habia regresado al Occidente, y llegado al pié de los elevados Pirineos, donde las huestes reunidas en Francia y Alemania, esperaban al rey Cárlos para emprender la campaña contra los reyes Marsilio y Agramante, á quienes se proponian hacer arrepentir de su loca arrogancia por haber traido del África, el primero, cuantos hombres eran aptos para llevar las armas, y haber aprestado el segundo todos sus soldados que á la sazon dominaban en España, para destruir el hermoso reino de Francia.

Orlando se presentó oportunamente en aquel lugar; pero pronto se arrepintió de su llegada, pues al poco tiempo le fué robada su dama: ¡tan sujeta está al error la inteligencia humana! Aquella mujer por quien habia tenido que sostener tantos combates desde las costas orientales á las occidentales, fuéle arrebatada cuando se hallaba en su patria, entre sus amigos, y sin poder requerir la espada para impedirlo. El prudente emperador, queriendo prevenir mayores males, fué quien la hizo desaparecer; pues habiéndose originado poco antes una viva disension entre el conde Orlando y su primo Reinaldo, llevados ambos de un apasionado y ardiente amor hácia la extraordinaria belleza de Angélica, disgustóse Cárlos en alto grado por tal querella, cuyo efecto inmediato era el de que se debilitase la ayuda que pudieran prestarle ambos paladines; y se apoderó de la doncella, entregándola al duque de Baviera, y prometiéndola como recompensa á aquel de los dos que matara por su mano mayor número de infieles y más se distinguiera en la batalla que se preparaba.

El éxito, sin embargo, fué contrario á sus deseos; pues habiendo sido derrotados y puestos en fuga los cristianos, cayó el Duque prisionero juntamente con muchos de los suyos, y quedó abandonada su tienda de campaña. Angélica, previendo que la Fortuna se mostraria aquel dia adversa á los soldados de Cristo, habia montado á caballo, poco antes de trabarse la batalla, y huyó cuando vió el giro que esta tomaba.

Entró en un bosque, y en uno de sus estrechos senderos divisó á un caballero que, á pié, cubierto con su coraza, puesto el casco, con la espada al cinto y embrazado el escudo, corria por la floresta más ligero que el aldeano que medio desnudo disputa el premio de la carrera. La tímida pastorcilla que tropieza con una serpiente cruel no huye más veloz de lo que Angélica revolvió su corcel al ver al guerrero que hácia ella se dirigia.

Este era el paladin gallardo, hijo de Amon, señor de Montauban, á quien por un extraño suceso se le habia escapado su caballo Bayardo. En cuanto fijó sus miradas en la jóven y pudo distinguir, aunque desde léjos, su bello y angelical semblante, quedó preso en las redes del amor. La doncella volvió las riendas á su palafren y lo lanzó á toda brida por la espesura de la selva, sin seguir un camino determinado. Pálida, temblorosa, y sin ser dueña de sí misma, dejó al instinto del caballo la eleccion del sendero, y despues de dar infinitas vueltas por la selva, en todas direcciones, llegó al fin á la orilla de un rio.

Cubierto de sudor y lleno de polvo encontrábase en el mismo sitio Ferragús, atormentado por la sed y el cansancio despues de la batalla: á pesar suyo, se veia detenido allí; pues en la precipitacion por refrescar su ardorosa garganta, habia dejado caer el yelmo en el agua, y hacia desesperados esfuerzos por recobrarlo.

La atemorizada doncella llegaba á escape y gritando con todas sus fuerzas: el sarraceno, al oir sus voces, saltó á la orilla, contempló un momento á la jóven, y á pesar de su palidez y turbacion, y de hacer mucho tiempo que no la habia visto, conoció bien pronto que era la hermosa Angélica la que se aproximaba.

Enamorado sin duda de ella, como los dos primos, y lleno de galantería, le prestó todo el auxilio que le fué posible, y sin cuidarse de que el yelmo no resguardaba su cabeza, tiró de la espada, y corrió amenazador hacia Reinaldo, á quien no intimidaba su feroz aspecto: ambos se habian encontrado ya muchas veces frente á frente, y ambos conocian tambien el temple de sus armas. Trabóse entre ellos un combate cruel, á pié y desnudos los aceros, descargándose recíprocamente tan terribles golpes, que no ya las corazas ni las delgadas mallas, sino ni aun los más fuertes yunques los resistirian. Pero, en tanto que los dos combatientes procuraban herirse, el caballo de Angélica necesitó valerse de todo su instinto; pues la jóven, aguijándole cuanto le era posible, lo lanzó á todo escape por el bosque y por el campo.

Cansados los dos guerreros de procurar aunque en vano derribarse el uno al otro, y de emplear todo su valor y destreza, que era igual en ambos, para alcanzar la victoria, el Señor de Montauban, en cuyo corazon ardia de tal modo el fuego del amor, que lo ocupaba por completo, se dirigió al sarraceno, diciéndole:

—Crees ofenderme á mí solo, y sin embargo ahora te estás tambien perjudicando: si combatimos porque los rayos refulgentes de ese nuevo Sol te han abrasado el pecho, ¿qué consigues con detenerme aquí? Aun cuando logres someterme ó darme la muerte, no por eso será tuya aquella doncella; pues mientras nosotros perdemos aquí el tiempo, ella huye precipitadamente. ¡Cuánto mejor seria, si es que la amas, que la alcancemos en su camino, y procuremos detenerla antes de que se aleje más! Cuando la tengamos en nuestro poder, entonces el acero decidirá á quién ha de pertenecer: de lo contrario, y despues de un prolongado combate, solo resultará perjuicio para entrambos.

Aceptó el infiel esta proposicion, y quedó aplazado el desafío. Establecióse por el momento entre ellos una tregua inusitada, llegando á olvidar sus iras y rencores hasta tal extremo, que el pagano, al apartarse de aquella fresca corriente, no consintió que fuera á pié el buen hijo de Amon; y habiendo conseguido despues de varias súplicas que montara á la grupa de su caballo, se dirigieron en seguimiento de Angélica.

¡Oh extraordinaria bondad de los caballeros antiguos! Ambos eran rivales, de diferentes creencias; aun se resentia todo su cuerpo del rigor de los golpes que acababan de darse, y sin embargo, atravesaron juntos y sin mútua desconfianza los tortuosos senderos de aquella selva oscura. El corcel, hostigado por las aceradas puntas de cuatro acicates, llegó velozmente á un sitio donde se bifurcaba el camino. Vacilantes, por ignorar el que habria seguido la doncella, pues en las dos sendas se veian huellas recientes y parecidas, se entregaron al acaso; Reinaldo siguió por una, y el sarraceno por la otra. Despues de haber dado Ferragús muchas vueltas por el bosque, fué á parar al mismo sitio de donde habia partido, y encontróse junto al rio en que habia perdido su casco. Desesperando de alcanzar á la doncella, dedicóse á buscarlo, y con este objeto se metió en el agua; pero estaba aquel tan enterrado en la arena, que necesitaba emplear muchos esfuerzos antes de recobrarlo.

Valiéndose de una larga rama, despojada de hojas, que habia arrancado de un álamo, empezó á sondear el rio y á reconocer su lecho minuciosamente. Profundamente irritado estaba ya al considerar la inutilidad de sus esfuerzos y su prolongada permanencia en aquel sitio, cuando vió que sacaba el cuerpo fuera del rio, y hasta el pecho solamente, un caballero, de feroz aspecto, y armado completamente, aunque con la cabeza descubierta, el cual sostenia en su diestra mano el mismo casco que por tanto tiempo habia buscado Ferragús infructuosamente.

Con ademan airado, le dirigió la palabra en estos términos:

—¡Infame, hombre sin fé! ¿por qué te pesa tanto dejar aquí este yelmo, que há tiempo debiste haberme devuelto? Acuérdate, infiel, de cuando diste muerte al hermano de Angélica: ese soy yo. Recuerda que me prometiste arrojar al rio mis armas y mi casco. No te turbes, pues, porque la suerte haya cumplido mis deseos, ya que tú no has querido cumplirlos; tu turbacion ha de causarla más bien tu falta de fé y lealtad. Ya que tanto deseas poseer un casco bien templado, procura adquirir otro, pero con honor: el paladin Orlando tiene uno; otro, y quizá mejor, posee Reinaldo: el uno fué de Almonte; el otro de Mambrino. Conquista cualquiera de ellos con tu valor: en cuanto á este, ya que has prometido dejármelo, harás bien en renunciar á él.

Al aparecer repentinamente fuera del agua aquella sombra, cambióse el color del semblante del sarraceno y se le erizaron los cabellos, expirando además las palabras en sus labios. Pero cuando oyó la voz de Argalía (que así se llamaba) á quien habia dado allí mismo la muerte, reconvenirle de semejante modo por su deslealtad, se sintió abrasado por la ira al par que por el rubor. Permaneció silencioso, sin ánimo ni tiempo para procurar excusarse, por lo mismo que reconocia que era verdad cuanto le habia dicho; pero tanto pudo en él la vergüenza, que juró por la vida de Lanfusa no cubrir su cabeza con más casco que con el que arrancó Orlando en Aspromonte al feroz Almonte, y observó mejor este juramento que el anterior. Tan pesaroso se alejó de aquel sitio, que durante muchos dias no pudo apartar aquella escena de su memoria, ni dedicarse á otra cosa más que á buscar, aunque en vano, al paladin por todos los sitios donde suponia encontrarlo.

No habia andado mucho Reinaldo al separarse del sarraceno, cuando vió á su caballo saltar delante de él.—Detente, detente, Bayardo mio, exclama el caballero, que me perjudica mucho encontrarme sin tí!—Pero el corcel, sordo á tales voces, no solo no obedecia á su amo, sino que huia con mayor velocidad; y Reinaldo, inflamado de corage, echó á correr en pos de él.

Pero volvamos á la fugitiva Angélica que, vagando por selvas espantosas y sombrías, atravesando sitios deshabitados, yermos y salvajes, de tal temor estaba poseida, que el más leve movimiento de las hojas ó de las ramas, cualquier sombra que veia en el monte ó en el valle, le parecia que era Reinaldo que iba en su seguimiento. Cual tierno gamo ó jóven cervatilla, que al ver á su madre, entre la enramada del bosquecillo que le sirve de guarida, con los hijares desgarrados por los dientes del feroz leopardo, huye de selva en selva ante la terrible fiera, temblando de pavor y creyendo que todo, hasta el arbusto con que tropieza, es el fiero animal que abre la boca para devorarla, así Angélica volaba despavorida durante la noche y la mitad del siguiente dia, sin saber adonde dirigir sus pasos: al fin encontróse en un embalsamado bosquecillo, blandamente oreado por el fresco céfiro. Dos claros arroyuelos, murmurando en torno suyo, mantenian tierna y siempre nueva la verdura de aquel agradable sitio, y halagaba suavemente al oido el rumor del agua al correr lentamente entre las guijas. Creyéndose allí en completa seguridad y muy léjos de Reinaldo, determinó reponerse algun tanto del cansancio producido por su precipitada carrera y por un calor abrasador. Apeóse entre las flores; y quitando la brida al palafren, le dejó en libertad de pacer la fresca yerba en que abundaban las claras márgenes de aquellos arroyuelos.

No léjos de aquel sitio divisó una espesura de floridos espinos y de encarnadas rosas, que se reflejaban en el espejo de las movibles ondas y estaban preservados de los rigores del Sol por la sombra de altas y pobladas encinas: bajo aquella verde bóveda, que ofrecia un oculto al par que fresco retiro con sus ramas espesas y entrelazadas, donde el Sol no entra, y donde tampoco podia penetrar la mirada humana, habia un lecho de verde musgo que convidaba al reposo. La hermosa jóven se dirigió á él, y se entregó confiada á un sueño reparador; pero apenas lo habia conciliado, cuando le pareció oir las pisadas de un caballo: levantóse silenciosa y vió á un caballero armado, que estaba junto al rio. Ignorando si era amigo ó enemigo, su corazon palpitaba entre el temor y la esperanza, y se decidió á esperar el fin de aquella aventura, conteniendo en lo posible su respiracion para no ser descubierta.

El caballero se sentó á la orilla del rio, y apoyando su cabeza en una mano, cayó en tan profunda meditacion, que parecia convertido en mármol. Más de una hora permaneció inmóvil y entregado á sus pensamientos; despues con tono aflijido y lastimero prorumpió en tan suaves quejas, que hubiera conmovido á las piedras ó ablandado á las fieras. Surcaba sus mejillas el llanto entrecortado por los suspiros, y su pecho parecia abrasado como un volcan.

—¡Oh pensamiento, que hielas y abrasas alternativamente mi corazon, decia, y eres causa del dolor que continuamente le oprime! ¿qué debo hacer puesto que he llegado tarde y otro se ha anticipado á coger el fruto? Apenas he conseguido una palabra ó una mirada, mientras que otro ha alcanzado los más preciados tesoros. Si para mí no hay ya frutos ni flores, ¿por qué he de atormentar inútilmente mi corazon?... La doncella es como la rosa, que mientras descansa sola y segura en un bello jardin sobre su espinoso tallo, no se le acerca ni el pastor ni el ganado: el aura suave, el alba sonrosada, el agua, la tierra, todo la favorece. Los amantes y las jóvenes enamoradas gustan de adornar con ella su pecho ó su cabeza; pero en cuanto se la arranca del materno tallo y de su verde tronco, pierde todo el favor, gracia y belleza que le concedieran el cielo y los hombres. Del mismo modo la doncella, privada por un amante de esa flor que debe tener en más que la hermosura de sus ojos y que su propia vida, pierde el favor de los demás amantes. Sea pues despreciable á los ojos de los otros, por más que la ame entrañablemente aquel á quien se entregó. ¡Ah fortuna cruel y despiadada! Triunfan los demás, mientras yo muero de despecho. ¿Y podrá suceder que deje de amarla? ¡Ah, prefiero morir antes que olvidarla!

Aquel guerrero que aumentaba con sus lágrimas el caudal del rio, era el enamorado Sacripante, rey de Circasia. La causa de su amarga pena consistia en el amor que profesaba á Angélica, de quien fué bien pronto reconocido. Llevado de sus amorosos deseos habia pasado desde Oriente á Occidente; en la India supo con gran dolor que la jóven habia seguido á Orlando hácia Europa; en Francia tuvo noticia de que el Emperador se habia apoderado de ella y la habia prometido en premio á aquel que más servicios prestara á la causa de las doradas lises. Sacripante se presentó en el campo de batalla, tuvo ocasion de contemplar la derrota de los cristianos, y despues procuró descubrir las huellas de Angélica, cosa que aun no habia podido conseguir. Tal es la triste causa que en su amoroso desvarío ocasiona su tristeza, obligándole á lamentarse y á prorumpir en quejas, que serian capaces de detener al Sol en su carrera.

En tanto que el guerrero se entregaba á su quebranto y derramaba torrentes de lágrimas, quiso su buena suerte que llegáran sus lamentos á oidos de Angélica, y aquel instante inesperado fué para él más favorable que mil años de afanosa espectativa. La hermosa estuvo atenta á las palabras, al llanto y á los movimientos del que le consagraba ferviente amor; no era ciertamente aquella la primera vez que escuchaba tales quejas, pero jamás pudieron conmover su duro y helado corazon, como sucede al que desdeña á sus semejantes por no encontrar á ninguno digno de él. Pero viéndose entonces sola y en medio de los bosques, juzgó que Sacripante podia servirle de guia fiel; pues muy obstinado es el mortal que, próximo á ahogarse, no demanda socorro. Dejando escapar aquella oportunidad, le seria difícil encontrar mejor compañía, por lo mismo que en las diferentes y constantes pruebas de amor que aquel rey le habia dado, tuvo ocasion de conocer que era el más leal de sus adoradores. No desistió, sin embargo, de oponerse siempre á sus deseos, ni se proponia inundar de júbilo su corazon y reparar el daño que en él habia causado, concediéndole lo que todo amante anhela; pero sí entretenerle con lijeras esperanzas mientras pudiera serle útil, para volver despues á su frialdad y dureza habituales.

Saliendo, pues, fuera de aquella oculta espesura, se presentó de improviso tan bella y radiante como Diana ó Citerea pudieran presentarse al salir de una selva ó de una oscura cueva; y al mostrarse á Sacripante le dijo:

—La paz sea contigo. Dios proteja contigo nuestra fama, y no consienta que, contra toda razon, formes tan equivocada opinion de mí.

Jamás madre alguna fijó con tanto gozo al par que estupor la vista en el hijo, que habia llorado y tenido por muerto cuando supo que sus compañeros de armas volvian sin él, como contempló el sarraceno la figura, los seductores movimientos y el angélico semblante de aquella que se presentaba de improviso ante sus ojos. Lleno de afecto dulce y amoroso se precipitó hácia su divina señora, la cual le recibió en sus brazos, como tal vez no lo hubiera hecho en el Cathay. En el corazon del guerrero renació la esperanza de volver á ver en breve su palacio, mientras que ella contaba con el apoyo del Rey para regresar al hogar paterno.

Angélica le refirió minuciosamente cuanto le habia acontecido, y cómo desde el dia en que le envió á pedir auxilio en Oriente á Nabateo, rey de los Sericanos, la habia preservado Orlando de la muerte, de la deshonra y de toda clase de peligros; añadiendo que, gracias á él, habia podido conservar su virginidad, y mantenerse tan pura como cuando salió del vientre materno.

Quizás era verdad lo que decia, pero con dificultad lo hubiera creido cualquier hombre dueño de su razon. La de Sacripante, sumida en los más graves errores, dió fácil crédito á las palabras de Angélica; pues el amor hace invisible lo que el hombre vé, al paso que le hace ver lo invisible. La narracion de Angélica fué creída; pues el que es desgraciado cree con facilidad lo que desea.

El rey de Circasia se decia en tanto á sí mismo:

—Si el caballero de Anglante dejó pasar desapercibida neciamente la ocasion oportuna, en su perjuicio redundó: en cuanto á mí, no estoy dispuesto á imitarle; pues si en este momento dejara de aprovecharme del bien que se me concede, me arrepentiria eternamente. Arrancaré inmediatamente esa fresca y pura rosa, que andando el tiempo pudiera marchitarse. Harto sé que por más que una jóven se muestre ya desdeñosa, ya triste ó airada, le es siempre grata una violencia semejante; así es que ni su negativa ni su fingido desdén serán bastantes á impedir que yo realice mis deseos.

Dijo, y cuando se preparaba á llevar á cabo su determinacion, oyó en el bosque vecino un gran rumor que le obligó á pesar suyo á abandonar su temeraria empresa: calóse el yelmo, pues por costumbre antigua iba siempre completamente armado; corrió hácia su caballo, lo enfrenó, se colocó en la silla y empuñó la lanza.

En aquel momento vió llegar un caballero de gallardo al par que altanero continente; blancas cual la nieve eran sus vestiduras y blanco tambien el penacho que se agitaba en su casco. No pudiendo Sacripante soportar la inoportuna aparicion de aquel guerrero, que de tal modo habia estorbado la realizacion de sus deseos, le dirigió una mirada impertinente y provocativa; y apenas estuvo cerca de él, le retó á singular batalla, esperando hacerle morder el polvo. El desconocido, cuyo valor y denuedo no debian desmerecer en nada de los de su contrario, despreció las orgullosas amenazas de este, clavó los acicates en los hijares de su caballo y enristró á su vez la lanza: Sacripante revolvióse entonces furioso, y ambos paladines empezaron á descargarse golpes, procurando herirse en la cabeza. Dos leones ó dos toros irritados que se lanzan fuera de sí uno contra otro, no es posible que se ataquen con tanta violencia como aquellos dos guerreros. A los primeros golpes quedaron atravesados los escudos; el choque fué tan terrible, que hizo retemblar desde la base hasta la cima de los pelados cerros y de los verdes valles: únicamente el fino temple de sus petos pudo resistirlo, resguardando los pechos de ambos campeones. Los caballos por su parte no corrian, sino que saltaban á guisa de carneros; pero el del pagano, á pesar de ser un corcel excelente, cayó en breve muerto, arrastrando en su caida á su señor, á quien cogió debajo: el otro cayó tambien, pero se levantó al sentir en sus hijares la aguda punta del acicate.

El campeon desconocido, viendo tendido á Sacripante bajo su caballo, se dió por satisfecho y no se cuidó de renovar el combate, sino que aflojando la brida á su corcel, se alejó á todo escape; y antes de que el pagano pudiera levantarse, se hallaba casi á una milla de distancia.

Así como el labriego, á quien el fragor de un rayo ha dejado aturdido y tendido en el suelo junto á sus bueyes muertos, se levanta y contempla despojado de todas sus ramas el pino que solia ver desde léjos, del mismo modo se levantó Sacripante teniendo á Angélica por testigo de su triste aventura: gemia y suspiraba, no porque se le hubiera roto ó dislocado algun brazo ó pierna, sino por la vergüenza que sentia y que nunca hasta entonces habia enrojecido tanto su semblante y más aun al considerar que la jóven fué quien hubo de sacarle de debajo del caballo.

Mudo hubiera quedado, segun creo, si ella no le hubiese devuelto la voz y la palabra.

—Señor, exclamó Angélica, no os apesadumbre esa caida, cuya culpa no ha sido vuestra, sino de vuestro caballo, que necesitaba reposo y alimento más bien que un nuevo combate. Además, aquel guerrero no reportará gloria alguna de este encuentro, pues con su rápida desaparicion claramente demuestra, á lo que entiendo, que se ha dado por vencido.

En tanto que de esta manera procuraba consolar al Sarraceno, vieron llegar un mensajero cansado y triste, que traia pendiente de sus hombros una trompa y una bolsa, é iba montado en un mal rocin. Luego que llegó junto á Sacripante, le preguntó si habia visto pasar por aquella selva á un caballero vestido de blanco y con un penacho blanco tambien. Sacripante le respondió:

—Ese guerrero me ha puesto en el estado que puedes ver: ahora mismo acaba de alejarse de aquí; mas como deseo saber quien me ha derribado del caballo, espero que me digas su nombre.

El mensajero contestó:

—Voy á satisfacer tu deseo. Sabe que te lanzó fuera de la silla el esforzado valor de una doncella gallarda, pero más que gallarda, hermosa: no pretendo ocultarte su nombre, antes bien te diré que la que en un momento te ha quitado todo el honor que hasta ahora has podido adquirir en tus combates, se llama Bradamante.

Dichas estas palabras, se alejó el mensajero á rienda suelta, dejando tan abatido al Sarraceno, que no supo qué decir ni qué hacer, abrasado como se hallaba por el fuego de la vergüenza. Cuanto más pensaba en su derrota, y en que esta la habia causado una mujer, más vivo era su dolor. Sin pronunciar una palabra montó en el otro corcel, colocó á Angélica en la grupa y se alejó, difiriendo el logro de sus planes para ocasion y sitio más tranquilos.

Aun no habian andado dos millas, cuando oyeron resonar en la selva que les rodeaba un rumor tal, que no parecia sino que temblaba la floresta, apareciendo poco despues un gran caballo adornado con ricos paramentos de oro. El hermoso bruto saltaba riscos y matorrales, arrastrando en su veloz carrera cuanto se oponia á su paso.

—Si el intrincado ramaje de este bosque y su poca claridad no engañan mi vista, dijo la doncella, creo que es Bayardo ese corcel que con tanto estrépito se abre camino al través de la arboleda: y en efecto, es Bayardo; lo reconozco. ¡Ah, cuán oportunamente llega para utilizarnos de él y aliviar á nuestra cabalgadura del doble peso que ahora soporta!

Desmontó el circasiano, y acercóse á Bayardo creyendo poder sujetarle; pero el caballo, dando una vuelta rápida, despidió un par de coces, que de haber alcanzado al caballero, lo hubiera pasado mal, pues las tiró con tal fuerza, que habria hecho pedazos una montaña de bronce. En seguida, saltando como un perro que vuelve á ver á su amo despues de algunos dias de ausencia, se acercó manso y humilde á la doncella, recordando sin duda los cuidados que le habia prodigado en Albraca, cuando Angélica amaba á Reinaldo. La jóven cojió las riendas con la mano izquierda, y con la derecha acarició el cuello y el pecho del soberbio animal, que dotado de un instinto maravilloso, se sometia á ella como un corderillo. Sacripante aprovechó entonces este momento; saltó sobre Bayardo, y oprimiéndole con fuerza los lomos, consiguió sujetarle: la doncella, por su parte, dejó la grupa y se colocó en la silla de su aliviado caballo.

Mas al volver al acaso la vista atrás, divisó un guerrero á pié y cuyas armas resonaban fuertemente: encendida en ira y despecho reconoció en él al hijo del duque Amon; que la amaba y deseaba más que á su vida, al paso que ella le odiaba y huia de él más que la paloma del halcon: en otro tiempo, sin embargo, amó apasionadamente á Reinaldo, mientras que él la aborrecia más que á la muerte; ahora hánse trocado los papeles. Tal cambio lo han causado dos fuentes cuyas aguas producen diferentes efectos; ambas corren en las Ardenas, inmediata la una á la otra; una llena el corazon de amorosos deseos; la otra los extingue, y torna en hielo el primitivo ardor. Reinaldo bebió de una, y el amor le abrasaba: Angélica de la otra; y le odiaba y huia de él.

Aquel licor saturado de misterioso veneno, que trueca en odio el cariño, hizo que los ojos de la doncella perdieran su brillo y serenidad, y que con acongojado semblante y temblorosa voz suplicase á Sacripante que huyera, sin dar lugar á que se acercase más aquel guerrero.

—¿Tan miserable soy á vuestros ojos, exclamó el Sarraceno, y tan inútil me creeis, que no pueda ampararos como debo? ¿Habeis dado ya al olvido las batallas de Albraca, y aquella noche en que, solo y apenas armado, contuve por salvaros á Agrican y todo su ejército?

Calló indecisa la jóven. Reinaldo en tanto íbase acercando, y prorumpió en amenazas contra el Sarraceno luego que conoció su caballo, y sobre todo cuando pudo distinguir el semblante angelical de la mujer que habia inflamado su corazon.

Lo que sucedió entre los dos soberbios rivales servirá de materia para el canto siguiente.

Canto II

Un ermitaño, valiéndose de fingidos mensajeros, hace que los dos rivales suspendan el combate.—Reinaldo acude donde le llama el Amor, pero el emperador Carlos le envia á Inglaterra.—Buscando la atrevida Bradamante á su amado Rugiero, encuentra en su lugar al traidor Pinabel de Maguncia, por quien casi perece sepultada.

¡Oh injustisimo amor! ¿Por qué te muestras tan avaro en hacer que simpaticen nuestros deseos? ¿Por qué te complace ¡oh pérfido! la desunion de dos corazones? ¿Por qué en vez de permitirnos ir por el vado fácil y tranquilo, nos arrastras á los abismos más profundos? ¿Por qué, en fin, me separas de la que me ama, mientras me obligas á amar á la que me aborrece?

Haces que Reinaldo adore la belleza de Angélica, cuando á la jóven le parece el guerrero odioso y desagradable; al paso que cuando ella le amaba y él era agradable á sus ojos, llevó hasta el último límite su despego hácia la doncella. Reinaldo se aflige ahora y se desespera en vano; pues Angélica le odia de tal modo, que preferiria la muerte á su amor.

Reinaldo dirigióse al Sarraceno con gran arrogancia, diciéndole:

—Ladron, baja de mi caballo, pues no puedo sufrir que me arrebaten lo que es mio, ni al que á tanto se atreve, deja de costarle caro. Tambien intento apoderarme de esa dama, pues vergüenza seria dejarla en tu poder: tan hermosa doncella y caballo tan perfecto no son dignos de un ladron como tú.

—Mientes, replica el Sarraceno con igual arrogancia: el dictado de ladron se te podria aplicar con más verdad que á mí, á juzgar por lo que de tí dice la fama. Pronto se verá quien de ambos es más digno de la dama y del corcel; si bien, en cuanto á ella, convengo contigo que no hay en el mundo nada que pueda comparársele.

Y cual dos furiosos canes que, impulsados por el odio ó por la envidia, se acercan uno á otro rechinando los dientes, con ojos centelleantes y más encendidos que las brasas y erizado el pelo, hasta que llegan á morderse con rabia, así el de Circasia y el de Claramonte se acometen furiosos, pasando de las injurias á las estocadas. Hallándose á pié el uno y á caballo el otro, cualquiera creeria que la ventaja estaba de parte del Sarraceno; pero no sucedió así, pues el corcel que montaba se negaba por instinto natural á ir en contra de su amo Reinaldo: así es que por más que Sacripante se valia del freno ó del acicate, no conseguia dirigirlo á su voluntad. Ora retrocedia si queria hacerlo avanzar, y ora avanzaba si deseaba detenerlo; ya bajando la cabeza despedia coces, ya por fin se encabritaba receloso. Conociendo el Sarraceno que aquella no era la ocasion más á propósito para domar su fiereza, se apeó de él con rapidez.

En cuanto el pagano se vió libre de la obstinada furia de Bayardo, trabóse entre ambos caballeros un combate digno de su denuedo, y empezaron á chocar en todas direcciones los aceros con tal fuerza y rapidez, que no podian comparárseles los martillos con que se forjaban en la ennegrecida caverna de Vulcano los rayos de Júpiter. Con sus diferentes acometidas, golpes y ataques falsos demostraban claramente su maestría en el manejo de las armas; ora se les veia erguidos, ora inclinados; ora cubriéndose, ora mostrándose á pecho descubierto; adelantarse unas veces y retirarse otras; dar vueltas en torno del lugar del combate y ocupar rápidamente uno de los combatientes el terreno perdido por el otro.

Reinaldo descargó una terrible cuchillada sobre Sacripante; pero este la paró con su escudo, que era de hueso, forrado de una excelente plancha de acero. A pesar de su espesor, quedó partido; el ruido del golpe resonó por todos los ámbitos de la selva; volaron hechos pedazos cual si cristales fueran el hueso y el acero, y el Sarraceno quedó con el brazo impedido por la violencia del golpe.

Cuando vió la temerosa doncella el estrago causado por aquel golpe, palideció de terror, como el reo que se aproxima al patibulo; y reflexionando que no debia perder tiempo, si no queria caer en manos de aquel Reinaldo á quien tanto aborrecia y que tanto la adoraba, volvió las riendas á su caballo y lo lanzó por un estrecho y áspero sendero, no sin volver la cabeza repetidas veces pareciéndole que Reinaldo la perseguia.

No se habia alejado gran trecho, cuando en un valle tropezó con un ermitaño de venerable y piadoso aspecto, cuya barba blanca le llegaba á la cintura. Extenuado por los años y los ayunos, venia caballero en un pausado jumento: al contemplarle podia creerse que su conciencia era la más escrupulosa y estrecha que tuviera ser humano. Sin embargo, cuando el ermitaño se fijó en el rostro delicado de la doncella que se le acercaba, no pudo menos de conmoverse caritativamente á pesar de su debilidad y extenuacion. La jóven le preguntó por el camino que más directamente la condujese á un puerto de mar, pues deseaba ausentarse de Francia para no volver á oir siquiera el nombre de Reinaldo. El hermanito, que era nigromante, procuró reanimar á la abatida dama, ofreciéndole apartarla de todo peligro; despues, metiendo la mano en sus alforjas, sacó de ellas un libro, y apenas hubo acabado de leer la primera página, cuando un espíritu, disfrazado en forma de criado, apareció poniéndose á sus órdenes.

Obligado por los conjuros del anciano, alejóse el espíritu, y se dirigió al sitio donde se hallaban los dos campeones frente á frente; lanzóse en medio de ellos audazmente y les dijo:

—¿Quereis decirme, por favor, qué ventaja reportará aquel de vosotros que salga vivo de este combate, con haber muerto á su enemigo? ¿Qué mérito, qué recompensa tendrán vuestros esfuerzos, una vez terminada la lucha, cuando el conde Orlando, sin riesgo ni peligro alguno, y sin sacar rota una sola malla de su cota, conduce hácia Paris á la doncella, causa de vuestra terrible pelea? A cosa de una milla de aquí he encontrado á Orlando, que se dirigia á Paris con Angélica, riéndose ambos de vosotros y motejándoos porque os mateis sin resultado alguno. Mejor haríais en seguir sus huellas antes que se alejen más; pues si Orlando logra llegar á Paris con ella, jamás volvereis á verla.

Al oir estas palabras, confusos y turbados quedaron ambos caballeros, y echándose á sí mismos en cara su lijereza y poco seso por haber dado lugar á que un rival más afortunado se burlara de ellos: el buen Reinaldo, acercándose á su caballo, juró lleno de despecho y de furor, y entre abrasados suspiros, atravesar el corazon de Orlando si llegaba á alcanzarle. Saltó sobre Bayardo, y lo hizo partir á galope, sin cuidarse de su adversario, á quien abandonó desmontado en medio del bosque, sin despedirse de él ni invitarle siquiera á que montara en la grupa. El animoso caballo, hostigado por su señor, arrolló cuanto se opuso á su paso, no siendo bastantes á detenerle en su carrera, ni las zanjas, ni los rios, ni las zarzas, ni los peñascos.

No quiero, Señor, que os parezca extraña la facilidad con que Reinaldo se ha apoderado ahora de su corcel, despues de haberlo perseguido en vano muchos dias sin poder coger una sola rienda. Si aquel caballo, que estaba dotado de una gran inteligencia, habia corrido tanto trecho huyendo de su amo, no fué por mero capricho ó por resabio, sino por guiarle hácia donde se encontraba su dama. Cuando Angélica se escapó de la tienda de campaña, aquel excelente corcel, que á la sazon se hallaba suelto, por haberse apeado de él Reinaldo para combatir con un guerrero no menos valeroso que él, siguió desde léjos sus huellas, deseoso de contribuir á que la encontrara su dueño. Así fué que tras ella se metió por aquel gran bosque sin permitir que Reinaldo lo montase, no fuera que le hiciese tomar otro camino. Por dos veces y merced á él encontró Reinaldo á la doncella, aunque sin éxito; la primera se interpuso Ferragús; la segunda el rey de Circasia. Dando ahora crédito Bayardo á aquel demonio que comunicó á su señor la falsa noticia del viaje emprendido por Angélica, permaneció tranquilo y sumiso á su voluntad.

Reinaldo, ardiendo en ira y amor, le lanzó á toda brida hácia Paris, y tal volaba su deseo, que no ya su caballo, sino hasta el viento le pareceria poco rápido. Prestando entera fé á las palabras del mensajero del astuto nigromante, no daba treguas de dia ni de noche á su desalentada carrera, en la esperanza de encontrar al señor de Anglante; y tal era su precipitacion, que pronto divisó la ciudad donde el rey Cárlos habia reunido los restos de su roto y dispersado ejército. Esperando estaba el monarca que el rey de África le presentase una nueva batalla, ó pusiera cerco á la ciudad; y ante semejante alternativa procura solícito reunir bajo sus banderas lo más escogido de sus generales, y ordena que se hagan abundantes provisiones de víveres, que se abran anchos fosos, que se reparen los muros con objeto de prolongar la resistencia, y atiende por fin á todo cuidadosamente, sin darse punto de reposo y sin diferir nada. Piensa enviar á Inglaterra un mensajero, con objeto de solicitar refuerzos que le permitan formar un nuevo campamento, pues desea salir otra vez á campaña y volver á probar la suerte de la guerra. Poniendo por obra su determinacion, elige á Reinaldo para que pase inmediatamente á Bretaña, á aquella region que despues se llamó Inglaterra. Este viaje desagrada al paladin, no porque sintiera odio hácia aquel país, sino porque siendo la voluntad del Emperador que parta inmediatamente, apenas le concede un dia de reposo: sin embargo, á pesar de que en su vida hizo cosa alguna con menos voluntad que aquel viaje, por cuanto le impedia continuar sus pesquisas en busca de su amada, obedeció las órdenes de Cárlos, y emprendió la marcha con tal celeridad, que á las pocas horas llegó á Calais, en cuyo puerto se embarcó el mismo dia de su llegada.

Contra el parecer y la voluntad dé todos los marinos, y escuchando solamente la imperiosa voz de su corazon que le excitaba á dar pronto la vuelta, se hizo á la mar en ocasion en que esta estaba furiosamente alborotada y amenazando una fuerte borrasca. El viento, indignado por el desprecio que de él hacia el arrogante guerrero, suscitó en torno del bajel la tempestad que se esperaba, levantando con tal rabia montañas de espumosas olas, que llegaban hasta las gabias. Los expertos marinos arrian precipitadamente las velas mayores, y se preparan á virar poniendo la proa al puerto de donde en mal hora habian zarpado; mas el viento, como si pareciera decir: «es preciso que yo castigue la libertad que os habeis tomado,» sopla y ruge con más fuerza, amenazándoles con naufragar en el caso de que intentaran seguir un derrotero distinto del que él les marcaba con sus embates. Aumentando sin cesar en intensidad, ataca á la débil embarcacion tan pronto por la popa como por la proa; mientras que los marineros maniobrando acá y allá van corriendo la tempestad. Pero como para la obra que he emprendido, necesito urdir varios hilos y diferentes telas, dejo á Reinaldo y á su combatida nave, y vuelvo á ocuparme de su Bradamante.

Hablo de aquella ínclita doncella que derribó del caballo á Sacripante. Hija del duque Amon y de Beatriz, y hermana de Reinaldo, su valor y audacia, comparables á los de su hermano, no eran menos apreciables que los de este para Cárlos y para toda la Francia. La amaba ardientemente un caballero que pasó desde el África con el ejército de Agramante, el cual era hijo de Rugiero y de la desgraciada hija de Agolante. La jóven, cuyos sentimientos é instintos no eran los de una fiera, no se mostró con él desdeñosa; pero la caprichosa fortuna les impidió tener más de una entrevista. Por esta razon iba Bradamante buscando á su amante, llamado tambien Rugiero como su padre, y á pesar de emprender esta excursion completamente sola, tan tranquila caminaba como si llevara en pos de sí una fuerte escolta.

Despues que hubo obligado al rey de Circasia á herir con su cuerpo el rostro de la antigua madre, la tierra, atravesó un bosque y un monte, hasta llegar á una hermosa fuente, que serpenteaba por en medio de una pradera rodeada de árboles seculares que le prestaban grata sombra: el dulce murmullo de las cristalinas aguas convidaba á los viandantes á apagar en ellas su sed, y lo apacible del lugar, resguardado además del calor del mediodia por una colina que se elevaba hácia la izquierda, á disfrutar algunos momentos de reposo.

Al llegar Bradamante á aquel sitio, echó de ver que á la sombra de un bosquecillo y en la márgen verde, blanca, sonrosada y amarilla del líquido cristal estaba sentado un caballero, pensativo, mudo y solitario. No léjos de él, pendian su escudo y su almete de una haya, á cuyo tronco estaba atado su caballo. En los ojos del desconocido podian verse las huellas del llanto, y su inclinado semblante parecia melancólico y dolorido.

Ese deseo, innato en el corazon humano, que nos impulsa á averiguar las vicisitudes de los demás, hizo que la doncella preguntara á aquel caballero las causas de su dolor. Conmovido él por la cortesía con que se le dirigiera semejante pregunta, bastándole una sola mirada para apreciar el talante altivo de la dama en quien supuso un gallardo guerrero, le confió la historia de sus cuitas, expresándose en estos términos:

—Iba yo al frente de unos cuantos ginetes y peones, conduciéndoles al campo donde Cárlos esperaba á Marsilio para disputarle el paso de las montañas, llevando además en mi compañía una hermosa jóven á quien amaba con ardorosa pasion, cuando cerca de Rodona encontré á un caballero armado, ginete en un caballo alado. No bien aquel ladron, que ignoro si es un ser mortal ó un horrible aborto del Infierno, hubo contemplado mi hermosa é inolvidable dama, se precipitó hácia nosotros como el halcon que se lanza sobre su presa, y en un momento se apoderó de ella, cogiéndome tan desprevenido, que me apercibí de su accion cuando ya mi dama volaba por el espacio lanzando penetrantes gritos. No de otra suerte arrebata el rapaz milano al mísero polluelo del lado de su madre, que en vano se lamenta despues de su imprevision, y le llama y le grita en vano. En cuanto á mí, me fué imposible seguir por los aires al raptor: hallábame encerrado entre montañas, al pié de una roca elevada, y con mi caballo tan fatigado, que apenas podia caminar por aquel terreno escabroso y lleno de fatigosas peñas. Habria preferido entonces que me hubieran arrancado el corazon: así es que, pensando solamente en mi desgracia, abandoné sin jefe y sin guia á mis soldados, y emprendí al través de aquellos riscos el camino que Amor me designaba, y hácia donde me parecia que aquel bandido habia de llevar consigo mi paz, mi consuelo y mi vida.

»Durante seis dias enteros anduve por simas y pendientes horrendas, donde no habia vestigio alguno de camino ni sendero y donde jamás se habia impreso la huella de planta humana, hasta que llegué á un valle inculto y salvaje, rodeado de ásperas montañas y cavernas espantosas, y en medio del cual se alzaba una escarpada roca sirviendo de base á un castillo de excelente construccion y maravillosamente bello. Brillaba desde léjos cual fúlgida llama; sus murallas, segun pude comprender al acercarme, no estaban hechas ni de mármol ni de ladrillo; el conjunto en general me pareció admirable. Despues he sabido que los demonios, obligados por ciertos conjuros y palabras mágicas, habian amurallado aquel sitio de acero forjado en el fuego del Infierno y templado en las aguas de la laguna Estigia: así es que cada torre centellea con el brillo del acero no empañado por el moho ni por mancha alguna.

»En aquel castillo habita un feroz bandido, que recorre el país dia y noche, apoderándose de cuanto le viene en mientes, sin que ningun obstáculo sea capaz de detenerle, y sin que hagan mella en él las maldiciones ni los lamentos de sus víctimas. Allí ha ido á parar la señora de mi corazon, á quien pierdo la esperanza de recobrar. ¡Desventurado de mí! ¿Qué otra cosa puedo yo hacer más que contemplar desde léjos el peñasco donde se encierra mi bien, semejante á la raposa, que al oir los gritos de su hijuelo colocado en el alto nido del águila, da vueltas en torno de él, sin saber qué partido tomar? Tan elevado es aquel peñasco, tan fuerte el castillo, que únicamente las aves pueden llegar hasta él.

»Mientras permnanecia como petrificado en aquel sitio, ví llegar dos caballeros guiados por un enano, que á mi deseo dieron esperanzas; pero bien pronto conocí que uno y otras eran en vano. El uno de ellos era Gradaso, rey de Sericania; el otro Rugiero, jóven fuerte, y muy apreciado en la corte de África.

—«Vienen, me dijo el enano, para dar pruebas de su valor contra el señor de aquel castillo, que cabalgando en el cuadrúpedo alado, hace frecuentes excursiones de una manera tan extraña, inusitada y nueva.

—«¡Ah señores! les dije, apiadaos de mi desventura, y si, como espero, salís vencedores, os ruego que me devolvais mi dama.

»Y referíles cómo me fué arrebatada, atestiguando con mi llanto el dolor que me afligia. Me prometieron firmemente su apoyo, y empezaron á bajar por la áspera roca. Yo me preparé á contemplar desde léjos la pelea, rogando á Dios que concediera la victoria á aquellos guerreros. Al pié del castillo habia una planicie reducidísima. Así que ambos llegaron al pié de la elevada roca, se pusieron á tratar de quien habia de ser el primero en combatir, pues cada uno de por sí lo deseaba. Bien fuese por suerte, ó porque á Rugiero no le importase mucho, Gradaso se encargó de desafiar á su adversario, y llevando su bocina á la boca, sacó de ella sonidos tan fuertes que hicieron retemblar al peñasco y la fortaleza. Ábrense de pronto las puertas, y aparece un caballero cubierto con su armadura y montado en el caballo alado. Momentos despues empezó á elevarse, y como las grullas viajeras, que primeramente corren veloces por el suelo y poco á poco van separándose de él, hasta que esparcidas todas por el aire extienden velozmente sus vuelos, del mismo modo el nigromante empezó á agitar las alas remontándose á una altura donde no llegan las águilas. Cuando lo tuvo á bien, revolvió su caballo que replegó las alas y se dirigió verticalmente hácia la tierra, cual suele descender el halcon amaestrado para apoderarse del ánade ó de la paloma. El ginete hiende los aires, enristrada la lanza, con horrible fracaso, y antes de que Gradaso se aperciba de su descenso, se precipita sobre él y le hiere, rompiendo el asta de su lanza; la fuerza del golpe hace doblar las piernas de su hermoso alfana, el mejor y mas gallardo corcel de cuantos han llevado silla. Gradaso quiere herir á su enemigo; sus golpes sin embargo solo hieren el aire, pues el nigromante, sin cesar de agitar sus alas, se habia remontado de nuevo, y repitiendo la diversion anterior, baja otra vez con igual celeridad y cae impetuosamente sobre Rugiero, que mirando atentamente á su compañero, no tuvo tiempo de defenderse. Rugiero esquiva como puede el golpe violento, que hace que su caballo retroceda, y cuando quiso herir á su vez á su enemigo, ya le vió confundido en las nubes.

»El ginete del caballo alado golpea á su antojo y alternativamente á Gradaso y á Rugiero en la frente, en el pecho ó en la espalda, mientras que los dos paladines daban sus botes siempre en vago; porque era tal la rapidez de aquel, que apenas lo veian. Describiendo anchurosos círculos en el espacio, cuando amenazaba á uno, heria al otro, llegando á turbarles la vista y ofuscarles en tales términos, que ya no podian comprender por donde les acometia.

»Aquella lucha entre los dos guerreros, que peleaban desde la tierra, contra otro que desde el cielo acometia, duró hasta la hora en que tendiendo la noche su opaco velo priva de su color á los objetos. Tal como os lo refiero, así ha sucedido, sin que me haya permitido añadir ni un solo detalle: lo ví, lo presencié; y no tengo inconveniente en relatarlo á cualquiera, por más que suceso tan maravilloso parezca increible.

»El aéreo ginete sostenia en el brazo un escudo cubierto con una hermosa tela de seda. No sé cómo pudo tenerlo tapado tanto tiempo, pues por lo que se vió, tenia la propiedad de dejar al que lo mira deslumbrado completamente, y de hacerle caer como un cuerpo inanimado en poder del nigromante. Brilla el escudo como rojo granate, despidiendo incomparables resplandores: á su vista ambos caballeros cayeron deslumbrados y desfallecidos. Yo mismo, á pesar de la distancia en que me encontraba, perdí el sentido, y cuando despues de trascurrido un largo espacio pude recobrarlo, no ví ya á los guerreros ni al enano, sino desierto el campo, y el monte y la planicie envueltos en la mas profunda oscuridad.

»Calculé, por consiguiente, que el encantador se habia apoderado á un mismo tiempo de los dos guerreros, y que valido de la eficacia de su escudo, les habia arrebatado á ellos la libertad y á mí la esperanza. Así es que me despedí de aquel sitio que encerraba mi felicidad. Juzgad por lo que os he referido si de las penas que el amor pueda causar hay alguna comparable á la mia.»

Al concluir su narracion, volvió el caballero á abismarse en su profundo dolor. Era el conde Pinabel, hijo de Anselmo de Altaripa, de la casa de Maguncia; que siendo como todos los suyos desleal y descortés, no solo se igualó á ellos en sus vicios nefandos y abominables, sino que los sobrepujó á todos.

La hermosa dama, que estuvo escuchando silenciosa la narracion del caballero, y en cuyo semblante se pintaban los distintos sentimientos que esta le excitaba, apenas oyó nombrar á Rugiero demostró la mayor alegría; mas quedó turbada en cuanto supo que su amante estaba en peligro, é hizo que Pinabel le repitiera diferentes veces aquella parte de su relato. Cuando ya no le quedó duda alguna, le dijo:

—Caballero, espera; pienso que nuestro encuentro podrá ser para tí tan grato, como venturoso este dia. Trasladémonos pronto á aquel castillo que nos oculta tan rico tesoro: no temas, pues casi puedo asegurarte que no nos fatigaremos en vano, si me presta su auxilio la fortuna.

El caballero respondió:

—¿Quieres que atraviese de nuevo las montañas y te sirva de guia? A mí poco me importa perder el tiempo, cuando he perdido todo cuanto amaba; pero tú no vacilas en caminar por riscos y peñascos para encerrarte voluntariamente en una oscura prision: sea en buen hora. No podrás quejarte de mí, puesto que de antemano te advierto la suerte que te espera, á pesar de lo cual te empeñas en seguir adelante.

Así dice; y volviendo las riendas á su caballo, emprende la marcha guiando á aquella animosa dama, que por amor de Rugiero se expone á que el Mago la aprisione ó le dé muerte. Pocos pasos habian dado, cuando les alcanza el mensajero que dijo á Sacripante el nombre de la que lo habia derribado.—«¡Deteneos, deteneos!» les grita con todas sus fuerzas: y cuando á ellos se reune, participa á Bradamante que Montpellier y Narbona con toda la costa de Aguas-muertas habian alzado el estandarte de Castilla; y que Marsella, no viendo dentro de sus muros á la que debia guardarla, está alarmada, y le envia un mensajero recomendándole mucho que le pida ayuda y consejos. El Emperador habia confiado la defensa de aquella ciudad y la de una considerable extension de territorio situado entre el Ródano y el Var á la hija del duque Amon, en la que tenia cifrada su esperanza; pues acostumbraba á mirar asombrado su heróico valor cuando la veia cubierta con su arnés.

Aquel mensajero, repito, acudia desde Marsella en demanda de socorro. La jóven se quedó al pronto indecisa, dudando si debia acudir á tal llamamiento: por una parte, el deber y el honor la impelen á retroceder; por otra, el fuego del amor la incita á seguir adelante; por último, decídese á realizar su empresa y á sacar á Rugiero del castillo encantado, dispuesta á quedar prisionera á su lado si su valor no es bastante á libertarlo. Excusóse, sin embargo, de tal modo, que el mensajero se retiró contento y satisfecho.

En seguida continuó su viaje acompañada de Pinabel, que no parecia muy tranquilo; pues al descubrir que su compañera pertenecia á aquella familia á quien pública y secretamente aborrece la suya, prevé todo género de disgustos si llega á ser reconocido. Tan preocupado estaba con su inveterado odio, con sus dudas y su temor, que inadvertidamente apartóse del camino, y se encontró en una selva oscura, en medio de la cual se alzaba un monte, cuya pelada cima terminaba en una piedra dura.

Viendo el de Maguncia que la hija del duque de Dordoña no se apartaba un momento de su lado, quiso aprovecharse de la espesura del bosque para huir, y á este efecto le dijo:

—Antes que extienda la noche su denso velo, conviene buscar un albergue, y si no estoy equivocado, me parece que tras ese monte se levanta en un valle un magnífico castillo. Espérame aquí, mientras reconozco el terreno desde esa roca.

Así diciendo, encamina su caballo hacia la cumbre del solitario monte, mirando de paso si descubre algun sendero por donde encapar. Pero en medio de aquel peñasco encontró una caverna que tenia más de treinta brazas de profundidad. La peña estaba cortada á pico en sentido vertical, y en el fondo se veia una anchurosa puerta, que daba á otra cueva más extensa, de la que salia un resplandor semejante al de una antorcha que ardiera en la horadada montaña. Mientras el traidor la estaba contemplando silencioso, Bradamante que le seguia desde léjos, presumiendo que intentaba alejarse de ella, se unió á él junto á la caverna. Al ver el infame Pinabel malogrado su primitivo proyecto, buscó en su imaginacion un nuevo medio para alejarla de sí ó para hacerla morir. Encontrólo, é incitándola á que se aproximara á la peligrosa abertura, le dijo que habia visto en el fondo una doncella de semblante placentero, en cuyo aspecto y vestiduras se echaba de ver su elevada alcurnia; pero que en su turbacion y tristeza demostraba claramente lo desagradable que le era aquel encierro: añadió que, cuando se preparaba á bajar á la sima para protejer á la desconocida doncella, vió salir del interior un hombre, que la habia obligado á retirarse enfurecido.

Bradamante, incauta al par que animosa, dió crédito á las palabras de Pinabel; y deseando acudir en auxilio de la jóven, empezó á buscar el medio de bajar á la cueva. Volviendo á todos lados la vista, divisó en la frondosa copa de un olmo una rama larga, que se apresuró á cortar con su espada, inclinándola despues hácia la caverna. Encargó á Pinabel que sostuviera la rama por el extremo recien cortado, y cogiéndose despues del otro extremo quedó suspendida de él en el interior de la cueva. Sonrióse falazmente Pinabel, y le preguntó cómo pensaba saltar; en seguida abrió las manos, dejó ir la rama y exclamó:

—¡Ojalá cayesen contigo todos los de tu raza para exterminarla así de una vez!

Sin embargo, la suerte de la infeliz jóven no fué la que Pinabel se prometia; porque tocando en el fondo antes que la doncella la rama sólida y fuerte, por más que se partió, la sostuvo tanto, que merced á ella se libró de la muerte. Bradamante quedó únicamente aturdida, como seguiré diciendo en el canto siguiente.

Canto III

Vuelta en sí la hermosa Bradamante, encuentra á Melisa en aquella gruta, y oye el relato de las señaladas y heróicas acciones de todos sus descendientes.—En seguida, se informa del modo cómo se apoderará del anillo del vil Brunel, con objeto de hacer inútiles todas las malas artes del nigromante que tenia aprisionado á Rugiero, y de librar á su amante y demás cautivos.

¿Quién me prestará el estro poético, la inspiracion que requiere el noble asunto que me propongo cantar? ¿Quién dará á mis versos alas para remontarse hasta la altura de mis ideas? Preciso es hoy que encienda mi pecho el fuego de la poesía con más vehemencia de lo acostumbrado; porque esta parte de mi narracion va consagrada á mi Señor, de cuyos nobles ascendientes voy á ocuparme.

Entre tantos príncipes ilustres como descendieron desde el Cielo á gobernar la Tierra, no has visto, ¡oh Febo, que iluminas el mundo! raza tan gloriosa en la paz ó en la guerra, ni que por tanto tiempo haya sabido conservar el inmaculado brillo de su nobleza, como sin duda lo conservará, si no me engaña la profética inspiracion que en mí siento, mientras el mundo gire sobre sus polos.

Para celebrar completa y dignamente la gloria de sus virtudes se requiere, no la mia, sino aquella lira que dió gracias al Soberano del éter despues de la derrota de los gigantes. Si me fuera dable poseer mejores cinceles para reproducir en tan digna piedra sus gloriosas imágenes, no dejaria de emplear en semejante trabajo todo mi ingenio y mis desvelos. Mi inexperto buril procurará no obstante bosquejar esta obra, hasta que quizás consiga, á fuerza de estudio, perfeccionar del todo mi trabajo.

Pero volvamos á aquel infame cuyo pecho no podrán resguardar en adelante ni escudos ni corazas: hablo de Pinabel de Maguncia, que creyó haber dado muerte á Bradamante. El traidor pensó que la doncella se habia destrozado al caer por el alto precipicio; y apartándose entonces con faz pálida y torva de aquella triste abertura, volvió á montar á caballo, y cometiendo delito sobre delito, llevóse el corcel de la jóven. Dejemos á aquel traidor que, procurando con falacias la muerte de otros, corria sin saberlo en busca de la suya, y volvamos á la doncella que, por efecto de aquella felonía, estuvo á punto de recibir á un mismo tiempo muerte y sepultura.

Cuando se hubo levantado, aturdida todavia por el golpe que recibió contra la dura piedra, se dirigió hácia la puerta que daba paso á una segunda y más anchurosa cueva. Aquella estancia, cuadrada y extensa, parecia una venerable y silenciosa iglesia; la bóveda estaba sostenida por columnas de alabastro de bella arquitectura; en el centro se levantaba un bien dispuesto altar, ante el que ardia una lámpara, que con sus claros resplandores iluminaba todos los ámbitos de ambas cavidades.

Impulsada la doncella por una devota humildad, al verse en aquel lugar sagrado, arrodillóse y dirigió á Dios una fervorosa oracion. En tanto se oyó rechinar sobre sus goznes una pequeña puerta, que dió paso á una mujer cubierta de holgadas vestiduras, descalza y con los cabellos sueltos, la cual llamó á Bradamante por su nombre diciéndole:

—¡Oh generosa Bradamante! sabe que no es la casualidad, sino la voluntad divina la que te ha conducido hasta aquí: sabe tambien que hace muchos dias, el espíritu profético de Merlin me habia anunciado que debias venir á visitar sus santos restos por caminos inusitados, y te estaba esperando para revelarte lo que los cielos han determinado con respecto á tí. Esta es la gruta antigua y memorable que edificó Merlin, el sábio mago de quien quizás hayas oido hablar alguna vez, y á quien engañó aquí mismo la Dama del Lago. Aquí debajo existe su sepulcro, donde yace corrompida su carne, y donde se acostó vivo y halló el sueño de la muerte, por satisfacer los caprichos de aquella mujer. Muerto está su cuerpo, pero su espíritu continuará animado hasta que se deje oir el sonido de la angélica trompeta, que le cierre las puertas del cielo ó á él le remonte, segun lo que resulte del juicio de sus acciones. Su voz tambien permanece viva, y si te acercas á la marmórea tumba, podrás oirla con claridad, pues nunca dejó sin respuesta las preguntas que se le dirigen sobre cosas pasadas ó futuras. Muchos dias hace ya que vine á este cementerio desde un apartado país, para que Merlin me resolviera un árduo misterio referente á mi profesion, y como tuve grandes deseos de conocerte, he permanecido aquí más de un mes; pues Merlin, que siempre me ha predicho la verdad, fijó en este dia el de tu llegada.

La asombrada hija de Amon escuchó inmóvil y atenta aquellas palabras; y tan maravillada la dejaron, que no sabia si estaba soñando ó despierta. Confusa y ruborizada bajó los ojos, y replicó modestamente:

—¿Quién soy yo, qué mérito es el mio, para que los profetas prevean mi venida?

Y alegre con tan extraordinaria aventura, se dirigió hácia la Maga, que la condujo al pié del sepulcro donde estaban encerrados el alma y los huesos de Merlin. Aquel monumento era formado de una piedra dura, reluciente, tersa y tan brillante, que á pesar de no penetrar el Sol en la estancia, la iluminaban perfectamente los resplandores que de él salian. Ya sea que algunos mármoles tengan cual pequeñas antorchas la propiedad de disipar las sombras, ó bien, y esto me parece mas verosímil, efecto de diferentes encantos, conjuros y signos de astrología, ello es que el resplandor de aquellas piedras permitia distinguir en torno de aquel sitio venerable las más bellas pinturas y esculturas.

Apenas Bradamante separó el pié del umbral de la puerta para penetrar en el secreto recinto, cuando el espíritu vivo de aquellos restos mortales le dirigió en voz clara estas palabras:

—Favorezca la fortuna tus deseos, ¡oh casta y nobilísima doncella, de cuyas entrañas saldrá el gérmen fecundo que honrará á Italia y al mundo entero! La antigua sangre de los reyes de Troya, reunida en tí por sus dos fuentes mejores, producirá el ornamento, la flor, la alegría de todos los pueblos que ilumina el Sol entre el Indo, el Tajo, el Nilo y el Danubio, y desde un polo al otro polo. Tus descendientes, colmados de los mayores honores y dignidades, serán marqueses, duques y emperadores. De tu raza saldrán los capitanes y valientes guerreros que restituirán á la Italia el antiguo honor de sus invictas armas, despues de lo cual empuñarán el cetro reyes justos, que, imitando á Numa y al sabio Augusto, harán renacer la Edad de oro bajo su gobierno benigno y paternal. Por tu parte, debes cumplir los decretos del Cielo, que te ha designado por esposa de Rugiero, siguiendo animosamente tu camino: nada habrá que pueda oponerse á este designio; en prueba de lo cual, pronto caerá bajo tus golpes el malvado que tiene encadenado á tu amante.

Calló Merlin, y acto continuo se preparó Melisa á hacer comparecer ante la vista de Bradamante su numerosa posteridad. Obedeciendo las órdenes de la maga empezaron á reunirse en un punto y bajo diferentes trajes, un número considerable de espíritus elegidos, no sé si procedentes del Infierno ó de otro lugar. En seguida Melisa hizo que la doncella se colocara en un punto al rededor del cual habia trazado un círculo de mayor diámetro que su altura; la proveyó además de un excelente talisman á fin de que la respetaran los espíritus, y encargóle que callara y permaneciera inmóvil. Hecho esto, cogió un libro y conjuró á los demonios.

De repente empiezan á salir de la primera cueva numerosos espíritus, que se fueron amontonando al rededor del sagrado círculo: en vano era que intentasen penetrar en él; pues un poder misterioso se lo impedia, cual si estuviera resguardado por fosos y murallas. Las sombras iban entrando sucesivamente en aquella estancia donde estaba la tumba que encerraba los huesos del gran profeta, despues de haber dado las tres vueltas á que estaban obligadas.

—Si pretendiera referirte los nombres y hechos de cada uno de los encantados espíritus que ves en tu presencia antes de que hayan nacido, dijo la encantadora á Bradamante, no sé cuando pondria fin á mi relato, porque no basta una noche para tanto; así es que me limitaré á indicarte algunos, segun el tiempo y la oportunidad.

»El primero que ves, y que se te parece en su semblante bello y placentero, será el tronco de tu familia en Italia, el digno hijo tuyo y de Rugiero. Espero ver la tierra enrojecida por la sangre de Pontier, derramada por su mano, y vengada la traicion y la perfidia de aquellos que habrán dado muerte á su padre. Por su valor se verá despojado Desiderio del reino de Lombardia, valiéndole tan notable hazaña el señorío de los estados de Este y Calaon.

»El que ves detrás de él es tu sobrino Uberto, honor de los combates y de La Hesperia, que más de una vez salvará á la santa Iglesia de los ataques de los infieles.

»Contempla ahí á Alberto, invicto capitan, que ostentará merecidos lauros: con él está su hijo Hugo, conquistador de Milan, que desplegará con honor el estandarte de las culebras. Más allá vése á Azzo, que sucederá á su hermano en el reino de los insubres, y á Alberto Azzo, cuyos prudentes consejos serán causa de que se arroje de Italia á Berengario y á su hijo, haciéndose además digno de que el emperador Oton le conceda la mano de su hija Alda.

»Allí tienes á otro Hugo: ¡oh admirable descendencia, que sigue las huellas de sus virtuosos progenitores! Ese será el que castigue con justa razon el orgullo de los romanos, y libre de sus furores á Oton III y al Pontífice, apoderándose de la ciudad y de su castillo. De ahí á Folco, que haciendo donacion á su hermano de todo cuanto tiene en Italia, pasa á gobernar otro gran ducado en Alemania. Heredero por línea materna de la casa de Sajonia, próxima á desaparecer, contribuirá á mantenerla en su esplendor, y á que siga sosteniéndose en sus descendientes.

»Ese que se adelanta entre sus dos hijos Bertoldo y Alberto Azzo, es el segundo Azzo, más amigo de la galantería que de la guerra. Su primogénito vencerá al emperador Enrique II, enrojeciendo en sangre alemana los campos de Parma: al otro le harán digno sus virtudes de contraer con la gloriosa, casta y prudente Matilde un enlace tan ventajoso, que además de llevar en dote casi la mitad del reino de Italia, alcanzará la honra, digna de tenerse en cuenta en aquella época, de enlazarse con la sobrina de Enrique I.

»He ahí á Reinaldo, hijo querido de aquel Bertoldo, el cual conseguirá la alta gloria de salvar á la Iglesia de las manos del impío Federico Barbaroja. Por allí se aproxima otro Azzo, que será el que posea á Verona con su hermoso territorio, y á quien el emperador Oton IV y el papa Honorio II conferirán el título de marqués de Ancona.

»No acabaría nunca si hubiera de designarte á todos aquellos de tus descendientes que, defendiendo el pendon sagrado, han de llevar á cabo portentosas hazañas en favor de la Iglesia romana. Mira ahí á Obizzo, á Folco; á otros Azzos y otros Hugos; á los dos Enriques, padre é hijo, y los dos Güelfos, uno de los cuales subyuga la Umbría, y viste el manto ducal de Espoleto. Ahí tienes al que restañará la sangre y curará las heridas de la afligida Italia, tornando en risa el llanto; de ese hablo, añadió designando á Azzo V, por quien será derrotado y muerto aquel Eccelin, tan funesto tirano, que, tenido por hijo del Demonio, aniquilará á sus súbditos y asolará el hermoso territorio de la Ausonia, y á cuyo lado parecerian varones piadosos y humanos Mario Sila, Neron, Cayo y Antonio. El mismo Azzo derrotará al emperador Federico II, y regirá despues con cetro más feliz la hermosa tierra regada por el rio desde donde Febo llamó con dolorido plectro al hijo que no supo guiar su ardiente carro, cuando se convirtió el llanto de las Heliades en fabuloso ámbar, y Cienus, cubriéndose de blanco plumage, fué transformado en cisne; aquella tierra le será dada por la Santa Sede como recompensa de sus señalados y notables servicios.

»Y, ¿dónde dejo al hermano Aldobrandino? Ese héroe, por socorrer al Pontífice, no vacilará en atacar á Otton IV y á los gibelinos, que cercarán el Capitolio despues de haberse apoderado de todo el territorio vecino, sujetando á los habitantes de la Umbría y del Piceno; mas viendo que no le será posible continuar auxiliando á la Iglesia por falta de dinero, lo pedirá á Florencia, dejando en prenda, á falta de otra seguridad, su propio hermano. Desplegará en seguida sus banderas victoriosas, y destrozará el ejército aleman reponiendo en su silla al Pontífice, y castigando merecidamente á los condes de Celano. Tan activo guerrero se verá sorprendido por la muerte en la flor de su edad, estando dedicado al servicio de la Santa Sede.

»Su hermano Azzo heredará no solo los dominios de Ancona, Pisa y de todas las ciudades comprendidas entre el mar, el Apenino, el Isar y el Tronto, sino tambien la lealtad, virtud y grandeza de ánimo de su hermano, cualidades más preciadas que el mayor tesoro; pues estos los da ó los quita la fortuna, al paso que no tiene ningun poder sobre aquellos. Hé ahí á Reinaldo, cuyo valor resplandecerá con no menor brillo; pero la suerte le arrebatará la vida, envidiosa de la exaltacion de su ilustre prosapia. El duelo causado por su muerte resonará hasta aquí desde Nápoles, donde el valeroso mancebo se hallará en rehenes de su padre.

»Ahí viene Obizzo que, niño aun, sucederá á su abuelo en el gobierno de sus estados, acrecentándolos con la alegre comarca de Regio y la feroz Módena. Será tal su valor, que los pueblos le aclamarán unánimes por soberano. Mira á Azzo VI, uno de sus hijos, sostenedor de la bandera de la sagrada cruz, que por su matrimonio con la hija de Cárlos II de Sicilia, será duque de Andria. Contempla ese gallardo y amistoso grupo, donde se reunen príncipes tan excelentes como Obizzo, Aldobrandino, Nicolás el Cojo y el amoroso y clemente Alberto. Por no entretenerte demasiado, dejaré de referirte cómo harán que se agreguen á su bello patrimonio Faenza y Adria, ciudad que ha dado su nombre al mar agitado que la baña; el país conocido con un agradable nombre griego á causa de las muchas rosas que produce, y la ciudad que, elevada en medio de lagunas cenagosas, está siempre temiendo los desastrosos efectos de las dos bocas del Pó, donde habitan gentes deseosas de ver siempre enfurecido el mar y agitados los vientos. Tampoco me ocuparé de Argenta, ni de Lugo, ni de otros mil castillos y ciudades populosas.

»Ahí tienes á Nicolás, elegido por el pueblo para el supremo gobierno de su país cuando aun no ha salido de la pubertad. Contra él agitará Tadeo la tea de la guerra civil, pero sabrá hacer completamente inútiles sus esfuerzos rebeldes. Sus entretenimientos juveniles consistirán en el manejo de las armas y en los trabajos de la guerra; y acostumbrado así desde la infancia á los peligros que unas y otros ofrecen, llegará á ser la flor de los guerreros de su tiempo. Destruirá los planes de sus rebeldes súbditos, convirtiéndolos en daño de los mismos; y merced á su perspicacia, tan conocidas le serán toda clase de estratagemas que ninguna podrá perjudicarle. Tarde le conocerá por su desgracia Oton III, feroz tirano de Reggio y de Parma; pues Nicolás le despojará á un mismo tiempo de ambos estados y de su culpable vida. Sus dominios irán siempre extendiéndose, sin que para ello se aparte del camino recto. A nadie causará jamás perjuicio alguno, como no se vea antes provocado; por lo cual el Supremo hacedor, satisfecho de sus virtudes, no pondrá límites á su elevacion, que irá en aumento mientras el mundo gire sobre sus ejes.

»Fija tu vista en Leonelo, y despues en el ínclito Borso, primer duque de Ferrara y prez de su tiempo, que siendo amigo de la paz, alcanzará no obstante los triunfos más envidiables de cuantos se hayan visto en otros paises; pues conseguirá domeñar al sanguinario Marte, y encadenar al Furor. La única aspiracion de este príncipe consistirá en hacer la felicidad de su pueblo.

»Ahora se adelanta Hércules que, con el pié medio quemado y débil paso, reconviene al que va inmediato á él por haber impedido la fuga de Budrio, aun cuando este en premio le declarará luego la guerra y pasará hasta el Barco para arrojarle de Ferrara. Príncipe es ese de quien no sé explicarme si alcanzará mayor gloria en la paz ó en la guerra. Los habitantes de la Pulla, la Calabria y la Lucania, en cuyas provincias alcanzará un glorioso triunfo sobre el rey de Aragon, conservarán memoria de sus hechos; las repetidas victorias le harán famoso entre los más invictos capitanes, y con su valor recobrará un señorío cuya posesion le habrá sido disputada por más de treinta años. Cuanto agradecimiento puedan tener á príncipe alguno sus vasallos, se lo deberán á ese, no ya por haber convertido en campos fertilísimos lagunas cenagosas, ni por atender á la defensa de las ciudades amparándolas con muros y fosos, hermoseándolas además con templos y palacios, anchurosas plazas, teatros y otros mil monumentos, ni tampoco por haber sabido defender á su país de las garras del leon alado de Venecia, ni por sacarlo ileso de los tributos y desastres que ocasionará en toda la Italia la guerra con Francia: por ninguno de estos y otros beneficios deberán á Hércules tanto afecto y agradecimiento sus súbditos, como por la gloria que les proporcionarán sus ínclitos descendientes, el justo Alfonso y el benigno Hipólito. De ambos hermanos podrá decirse lo que la tradicion refiere de los hijos del tindáreo cisne, que se privaban alternativamente del calor del Sol para sustraerse mútuamente á los rigores de la maligna atmósfera que les rodeaba; pues cada uno de aquellos estará pronto á acudir en auxilio del otro aun á costa de su propia vida.

El afecto que se profesarán los dos hermanos hará que su pueblo esté más seguro y tranquilo que si por obra de Vulcano se rodeasen las murallas de las ciudades con un doble cinturon de hierro. Alfonso verá reunidas en sí la bondad y la ciencia de tal modo, que en los futuros siglos creerán los mortales que Astrea ha vuelto desde el cielo á la Tierra, así como á ella vuelven sucesivamente el verano y el invierno. De mucho le servirán la prudencia y el valor, semejante al de su padre; pues desprovisto de ejército, llegará á habérselas por una parte con las escuadras de Venecia y por otra con la que no sé si llamar madrastra ó madre, aunque de concederle este último título, será para él tan cruel como con sus hijos lo fueron Medea ó Progne. Cuantas veces salga con su pueblo fiel, sea de dia ó de noche, fuera de los límites de su país, otras tantas causará á sus enemigos derrotas memorables, tanto por mar, como por tierra, de lo cual darán fé por su desgracia los habitantes de la Romanía, que por haber hecho causa comun con los enemigos de Alfonso, regarán con su sangre las tierras que están entre el Pó, el Santerno y el Zanniolo. En los mismos confines sentirán la fuerza de su brazo los españoles, soldados mercenarios del Pastor Supremo, á quienes arrebatará la Bastia, dando muerte á su gobernador despues de apoderarse de él; en seguida hará perecer á toda la guarnicion desde el más ínfimo soldado hasta el capitan, de suerte que no habrá quien pueda llevar á Roma la noticia de tal desastre.

»Ese mismo Alfonso, con su valor y prudencia, alcanzará la gloria de dar el triunfo al ejército francés en los campos de Romanía contra los de Julio II y de España, cuyo combate será tan terrible, que los caballos se hundirán hasta la silla en la sangre de los muertos, y no habrá gente bastante para enterrar á tanto Aleman, Español, Griego, Italiano y Francés como allí sucumbirá.

»Aquel que, revestido de hábitos pontificales, va cubierto con el sagrado capelo cardenalicio, es el liberal, magnánimo y sublime Hipólito, gran cardenal del Colegio romano, cuyos hechos darán sobrado asunto para ser celebrados tanto en prosa como en verso, en todos los idiomas conocidos; y en cuya edad florida querrá el cielo que haya un Maron, como lo tuvo la edad de Augusto. Así como el Sol, con su fulgente resplandor ilumina al mundo mucho más que la Luna y las estrellas, ese será el esplendoroso astro que más brille entre todos los de su estirpe. Véole salir á campaña triste y con muy pocos guerreros, y regresar en triunfo, despues de haber apresado en las costas de sus dominios quince grandes galeras, además de otras mil embarcaciones menores.

»Repara en los dos Sigismundos, y en Alfonso con sus cinco hijos, cuya fama, atravesando montes y mares, llenará el mundo. Uno de ellos es Hércules II, yerno del rey de Francia; el otro, (pues á todos debes conocerlos), es Hipólito, que tan célebre como su tio, no desdecirá de su brillante prosapia. El tercero es Francisco, y los dos restantes se llaman Alfonsos.

»Si, como te he dicho antes y repito ahora, hubiera de designarte uno á uno á todos tus descendientes por cuyo valor y mérito tanta elevacion alcanzará tu estirpe, tendería la noche su denso velo y apareceria la aurora muchas veces antes de que yo hubiera dado fin á mi tarea: por lo cual, si convienes en ello, será ya tiempo de que permita á las sombras retirarse y de que yo guarde silencio.»

Diciendo esto, y mediante el beneplácito de la doncella, cerró su libro la docta encantadora, y en el acto desaparecieron precipitadamente aquellos espíritus por el sepulcro de Merlin. Entonces Bradamante, comprendiendo que ya podia hablar sin cortar á su interlocutora el hilo de su narracion, le preguntó:

—¿Y quiénes son aquellos dos de aspecto triste que hemos visto entre Hipólito y Alfonso? Se adelantaban suspirando, y tenian los ojos bajos y como privados de movimiento, mientras que sus hermanos se mantenian apartados de ellos cual si desdeñáran su compañia.

Al oir esta pregunta, alteróse el semblante de la Maga, y rompiendo en llanto, exclamó:

—¡Ah infortunados! ¡A qué abismo os arrastrarán los incesantes consejos de hombres perversos! ¡Oh estirpe generosa, digna del eminente Hércules! no mancharán el brillo de tu excelencia las faltas de aquellos dos. Por las venas de ambos circulará, sin embargo, tu sangre: ceda, pues, la justicia á la piedad.

Despues añadió en voz mas baja:

—No es necesario ni conveniente que sepas más. Conténtate con saborear las dulzuras que en sí encierra el brillante cuadro que he presentado ante tu vista; y no desees amargarlas á lo último. En cuanto aparezca en el cielo el primer albor matutino, emprenderemos juntas el camino que más directamente conduce al castillo donde gime Rugiero bajo el poder de otro. Yo te guiaré hasta dejarte fuera de esa áspera selva, y cuando lleguemos á la orilla del mar, te enseñaré el camino de modo que te sea imposible extraviarte.

La atrevida jóven permaneció toda la noche en aquella cueva, y estuvo hablando largo rato con Merlin, que le dirigió vivas instancias á fin de que cuanto antes acudiese en auxilio de Rugiero. Apenas empezó á rayar el dia, salió de aquella mansion subterránea por un camino oculto y oscuro, acompañada de Melisa, yendo á parar á un barranco escondido entre montes inaccesibles á toda planta humana. Saltaron zanjas, atravesaron torrentes, y á fin de hacer más agradable tan molesto camino, procuraron mitigar las fatigas que la marcha les causaba, suavizándolas con sabrosas y halagüeñas pláticas, que consistian principalmente en los medios de que deberia valerse Bradamante, y en los que la aleccionaba la Maga, para libertar con maña y astucia á su Rugiero.

—Aunque fueses Palas ó Marte, le decia, y llevases á tus órdenes más gente de la que reunen el rey Cárlos y el rey Agramante, no podrias resistir al nigromante; pues además de estar ceñida la roca inexpugnable de murallas de acero, y de ser tan alta; además de que su caballo se abre camino al través del aire, donde salta y galopa, posee el escudo mortal que, apenas descubierto, hiere los ojos del que lo mira con su resplandor irresistible, quita la vista, y se apodera en tal grado de los sentidos que es forzoso caer en tierra desfallecido. De su brillo no podrás precaverte al combatir teniendo cerrados los ojos; pues entonces, ¿cómo podrias saber en lo más fuerte de la pelea si te acercabas á tu adversario ó te alejabas de él? Un medio, y muy rápido, existe, sin embargo, para huir del fulgor que deslumbra, y para hacer vanos todos los demás encantos, y ese medio que voy á indicarte, es el único que existe en el mundo. El rey Agramante de África ha dado un anillo, robado á una reina de la India, á uno de sus barones llamado Brunel, que se encuentra á pocas millas de aquí: la virtud de ese anillo es tal, que quien lo lleva en el dedo no ha de temer maleficios ni encantos. Sin embargo, Brunel es tan experto en toda clase de hurtos y engaños, cuanto lo es en encantamientos el raptor de Rugiero. El rey Agramante, confiado en la práctica y astucia de Brunel, y en el auxilio del anillo, más de una vez probado en cosas semejantes, le ha dado el encargo de sacar á Rugiero de aquella fortaleza; y Brunel, vanagloriándose de conseguir su intento, ha prometido á su señor devolverle aquel guerrero, que merece toda la preferencia del monarca. Pero á fin de que sea á tí, y solo á tí, á quien deba tu amante su libertad, voy á manifestarte la conducta que has de seguir. Irás durante tres dias caminando por la orilla del mar, que descubriremos dentro de pocos instantes: al tercer dia te encontrarás en una posada con el portador del anillo; le conocerás fácilmente por su corta estatura que no llega á seis palmos, y por su encrespada cabeza; su cabello es negro y atezada su piel; la faz pálida, la barba desmesuradamente larga, saltones los ojos, la mirada torva, aplastada la nariz y ásperas las cejas. Terminaré la pintura que de él te hago diciéndote, que sus vestidos son estrechos y cortos y semejantes á los de un mensajero. Procurarás entablar conversacion con él hablándole de aquellos encantos extraños; y hazle creer que deseas, como en afecto lo desearás, medir tus armas con las del mago, pero guárdate de darle entender que tienes noticia del anillo que destruye toda clase de encantos. Él, entonces, se brindará á servirte de guia y compañero hasta la roca. Síguele, y en el momento en que llegueis á descubrir el castillo, dále la muerte, sin que la piedad detenga tu brazo hasta que pongas por obra mi consejo. Sobre todo, cuida de que no adivine tu pensamiento y tenga tiempo de hacer uso del anillo; porque desapareceria de tu vista en el momento en que se lo metiera en la boca.

Hablando de esta suerte, llegaron al mar, donde desemboca el Garona cerca de Burdeos. Allí se separaron ambas, no sin derramar algunas lágrimas, y la hija de Amon, que no tenia sosiego hasta conseguir romper las ligaduras que sujetaban á su amante, caminó tanto, que llegó una noche á un albergue donde ya se encontraba Brunel.

Le reconoció apenas le hubo visto, pues llevaba bien impresa en la memoria la pintura que de él le hiciera la Maga; preguntóle de dónde venia y á donde iba, cuyas preguntas satisfizo él con otras tantas imposturas. La doncella, prevenida de antemano, no le fué en zaga en engañarle, y le ocultó del mismo modo su patria, linage, religion, nombre y sexo. Temerosa siempre de ser robada, ni separaba sus miradas de las manos de Brunel, ni dejaba que se le acercase demasiado, por lo mismo que conocia sus mañas. Observándose estaban mútuamente, cuando hirió sus oidos un fuerte rumor, cuya causa os diré, Señor, luego que haya descansado un momento.

Canto IV

Bradamante vence en singular batalla al viejo Atlante, valiéndose del anillo misterioso, y pone en libertad á su Rugiero.—Cabalga este en el Hipogrifo, que remontándose hasta el cielo, le transporta á regiones remotas.—Llega Reinaldo á Bretaña, cumpliendo las órdenes de su rey, y se le ofrece en seguida ocasion de salvar á la princesa Ginebra.

Aunque el disimulo es siempre reprensible por dar indicios de mala condicion en quien lo usa, sucede, sin embargo, que en más de una ocasion ha producido evidentes beneficios, y hasta evitado daños, querellas y muertes; pues no siempre hablamos con amigos verdaderos en esta vida mortal, llena de envidia y más intranquila que serena. Si para encontrar uno de aquellos en quien puedan depositarse los secretos y las penas del corazon se han de hacer antes muchas pruebas y pasar no menos trabajos, ¿qué conducta deberia observar la hermosa amiga de Rugiero con aquel Brunel tan poco sincero, y de cuya astucia y disimulo le habia advertido de antemano la Maga? Disimular á su vez, tal como era necesario con aquel que podria pasar por padre de la mentira; y segun dije antes, no separar los ojos de sus manos diestras y rapaces.

Cuando se oyó el rumor que he indicado, exclamó la doncella, dirigiéndose con presteza al sitio de donde procedia:

—¡Oh Madre gloriosa! ¡oh Rey del Cielo! ¿qué podrá ser eso?

Vió al huésped y toda su familia asomados á las ventanas y á la puerta, con los ojos fijos en el espacio, como si contemplaran un eclipse ó un cometa. Tendió ella vista en la misma direccion, y vió una cosa maravillosa y apenas creible: divisó un gran caballo alado, que cruzaba los aires, montado por un caballero armado. Las alas del corcel eran grandes y de diferentes colores, y tersa y luminosa la armadura del caballero: dirigia su vuelo hácia Poniente y descendiendo un tanto, desapareció tras las montañas. Segun dijo el posadero, y decia la verdad, aquel era un nigromante que solia á pasar por allí con frecuencia, haciendo excursiones más ó menos lejanas. Unas veces elevaba su raudo vuelo hasta llegar á las estrellas; otras pasaba rozando la tierra, y se apoderaba de todas las mujeres hermosas que divisaba por aquellas comarcas. Por esta causa, las miseras doncellas que tenian ó creian tener alguna belleza, al ver que las arrebataba á todas, no se atrevian á salir durante el dia.

El huésped seguia refiriendo cómo aquel ginete poseia en los Pirineos un castillo encantado, construido de acero, y tan bello y reluciente, que en el mundo no habia otro tan admirable. Muchos eran los caballeros que habian llegado hasta él, pero ninguno habia podido alabarse de volver.—«Así es que yo temo, añadia el huésped, que estén encadenados ó muertos.»

La jóven escuchó atenta aquella narracion, congratulándose de ella, porque abrigaba la esperanza de hacer con el anillo tan admirable prueba, que consiguiera destruir el poder del Mago y su castillo. Dirigiéndose al huésped, le dijo:

—Búscame un guia que conozca mejor que yo el camino que conduce á ese castillo; porque, siguiendo los impulsos de mi corazon, no puedo contener mis deseos de pelear con ese nigromante.

—No te faltará guia, le respondió entonces Brunel; yo iré contigo. Llevo conmigo la descripcion del camino, así como tambien otras cosas que te harán agradable mi compañía.

Brunel se referia al anillo; pero no quiso enseñarlo ni aventurarse á decir más por no exponerse á las consecuencias.

—Tu compañía me será grata, le respondió Bradamante, queriendo decir que de ese modo podria apoderarse del talisman. Siguiendo la regla de conducta que se habia trazado, decia lo que le era útil, y callaba lo que podia hacerla sospechosa al Sarraceno.

El posadero tenia un caballo que agradó á Bradamante, pues era á propósito para viajar y para la guerra: se lo compró, y al amanecer del siguiente dia emprendieron la marcha, yendo Brunel unas veces delante y otras detrás de ella. De monte en monte y de selva en selva, llegaron al punto más alto de los Pirineos, desde donde pueden contemplarse cuando está despejada la atmósfera las diferentes comarcas de Francia y de España, así como en lo alto de los Apeninos, se descubre el mar de Toscana y el Adriático desde los desfiladeros que conducen á Camaldoli. Desde allí, descendieron por una áspera garganta á un profundo valle en medio del cual se elevaba un gran peñasco, cuya cúspide se veia toda cercada por un brillante muro de acero. El peñasco era tan enhiesto, que todo cuanto le rodeaba parecia diminuto, y perderian tiempo y trabajo los que pretendieran llegar á su cumbre á menos que tuviesen alas. Brunel dijo entonces:

—Hé ahí el sitio donde el Mágico guarda cautivos á las damas y á los caballeros.

La enorme roca estaba cortada á pico perpendicularmente por todos sus cuatro costados: por ninguno de ellos se veia escala ó sendero que facilitaran el acceso: en resúmen, aquel sitio era propio únicamente para morada de las águilas ó de otro animal alado.

Bradamante conoció que habia llegado el momento de apoderarse del anillo y dar muerte á Brunel; pero teniendo por una vileza ensangrentarse con un hombre desarmado y de baja esfera, cuando podia fácilmente hacerse dueña del talisman, sin necesidad de darle muerte, cogió á Brunel, que no sospechaba nada, y atándole fuertemente á un abeto corpulento y elevado, le sacó el anillo del dedo. En seguida bajó á pasos lentos de la montaña, sin que á pesar de las lágrimas, gemidos y lamentos de Brunel, le quitara sus ligaduras; y cuando estuvo en el llano al pié de la torre, retó al nigromante á singular batalla, haciendo resonar su trompa, y llamándole á la pelea con gritos amenazadores.

Apenas oyó el Encantador aquellos sonidos, salió de la fortaleza, y montando en su corcel alado, se precipitó hácia su provocador. La jóven se tranquilizó desde luego; pues observó que su adversario poco daño podia hacerle, por no llevar lanza, espada ni maza; solo tenia en la mano izquierda el escudo cubierto con una tela de seda roja, y en la derecha un libro abierto, cuya lectura le servia para sus encantamientos; de tal modo que tan pronto parecia vérsele volar enristrando la lanza y dando muerte á su adversario, ó bien herirle con la maza ó con la espada, como alejarse rápidamente, sin que ningun golpe le alcanzara.

El caballo no era un fantasma, sino un ser viviente, engendrado por una yegua y un grifo; tenia como su padre la pluma y las alas, la cabeza y las patas delanteras armadas de garras. Los miembros restantes eran iguales á los de su madre: llamábase Hipogrifo. Se ven algunos de su especie, pero en escaso número, en los montes Rifeos, procedentes de la otra parte de los helados mares del Norte. El nigromante, valido de su arte mágico, lo habia sacado á la fuerza de aquellas apartadas regiones, y tanto trabajó y empleó tanto cuidado, que al cabo de un mes consiguió hacerlo dócil al freno, montarlo y dirigirlo á su voluntad por la tierra, por los aires y por todas partes. En esto no habia como en lo demás nada sobrenatural, sino realidad. En cuanto á las restantes acciones del Mago, que era capaz de convertir lo encarnado en amarillo, todas llevaban el sello de sus diabólicas artes, mas estas eran impotentes con Bradamante, á quien protegia su anillo.

Durante largo rato estuvo la jóven dando tajos al viento y volviendo y revolviendo su caballo, esforzándose en vencer al Mago, segun le aconsejara Melisa. Cansada de combatir á caballo, apeóse de él, para cumplir hasta el fin las órdenes de la encantadora, al mismo tiempo que el Mago echaba mano de su último recurso, contra el cual no conocia ni creia que hubiese precaucion alguna, descubriendo el escudo, confiado en que su encantado resplandor bastaria para derribar á su contrincante. Desde luego podia emplear este medio como el mas eficaz de todos, sin tener entretenidos á sus adversarios, pero se complacia en manejar la lanza y esgrimir la espada durante algun tiempo, del mismo modo que el astuto gato se complace en jugar con el ratoncillo que cae entre sus uñas, y una vez cansado de este entretenimiento, le estruja entre sus dientes. Lo mismo que el gato con el raton, habia hecho hasta entonces el nigromante con sus contendientes; pero no fué así en aquella ocasion, pues Bradamante se valió del poder oculto de su anillo.

Atenta y fija la doncella á cuanto pudiera impedir que el mago se le acercára, mientras combatia; y cuando vió que este descubria su escudo, cerró los ojos y se dejó caer en el suelo, no porque la hubiera deslumbrado, como á tantos otros, el fulgor del luciente metal, sino para conseguir que el mago bajara del caballo y se dirigiera al sitio en que yacia tendida. Su designio se realizó tal como deseaba; pues apenas la vió en el suelo el volador ginete, hizo que su caballo extendiera las alas y que se posara en tierra despues de describir un gran círculo en el espacio.

El nigromante colgó del arzon el escudo que ya habia tapado, y se dirigió á pié hácia la doncella, que le esperaba como el lobo espera oculto en un matorral al tierno cabritillo. En cuanto le vió á su lado, se levantó apresuradamente, y le estrechó con fuerza entre sus brazos. El miserable habia dejado en el suelo el libro que le servia para sus encantos: así es que la jóven le sujetó con la misma cadena que el mago llevaba siempre consigo para semejante uso, y que en aquella ocasion no habia olvidado, esperando aprisionar con ella por detrás á aquel nuevo adversario como habia aprisionado á tantos otros.

Bradamante le derribó al suelo, sin que el mago opusiera resistencia alguna: y se comprende muy bien, pues no cabia resistencia entre un débil viejo y una jóven tan esforzada. Dispuesta á cortarle la cabeza, levantó con viveza su mano victoriosa; pero al fijarse en el rostro del vencido, detuvo el golpe, como desdeñándose de tomar una venganza impropia de su valor. Entonces pudo ver que aquel á quien habia puesto en tan apurado trance era un anciano venerable, de faz rugosa y blancos cabellos, cuya edad frisaba en los setenta años.

—Quítame, por Dios, la vida ¡oh jóven! decia el viejo lleno de ira y de despecho; pero ella mostraba tanta repugnancia á quitarsela, como tenia él deseos de perderla, Bradamante anhelaba saber quién era el hechicero, con qué objeto habia edificado el castillo en un sitio tan salvaje, y por qué habia declarado la guerra á todos sus semejantes.

El viejo encantador le respondió vertiendo lágrimas:

—¡Desventurado de mí! No me guió una intencion dañina al construir la hermosa fortaleza en la cumbre de esa peña, ni es la avaricia lo que me incita al robo, sino mi solicitud por salvar la vida á un caballero gentil, que, segun me ha avisado el cielo, debe morir á traicion dentro de poco tiempo, despues de haber abrazado la religion cristiana. No alumbra el Sol entre uno y otro polo á un jóven tan hermoso y arrogante; llámase Rugiero, y desde pequeño ha sido educado por mí. Mi nombre es Atlante. Su adversa suerte, al par que el deseo de alcanzar honores y laureles, le han conducido á Francia siguiendo al rey Agramante, mientras yo, que le he amado siempre más que á un hijo, procuro sacarle de este país y librarle de toda clase de peligros. He edificado ese magnífico castillo con el único objeto de guardar con más seguridad á Rugiero, de quien conseguí apoderarme, así como esperaba hoy hacerme dueño de tí; y el objeto de aprisionar á tantas damas, caballeros y demás noble gente como verás, no ha sido otro que el de procurar una grata compañía á Rugiero, á fin de hacerle más llevadera su cautividad. He procurado satisfacer todos sus deseos, excepto el de salir de ese castillo; pues cuantos placeres ofrece el mundo del uno al otro confin, todos se encuentran reunidos en él: músicas, vestidos, cantos, juegos, manjares, en fin, todo cuanto puede desear el corazon ó apetecer el paladar. Tranquilo cogia ya el fruto que habia sembrado, cuando has venido tú á desbaratar por completo mis planes. Ahora bien: si tu corazon es tan bello como tu rostro, espero que no te opondrás á mi humanitaria empresa. Conserva ese escudo, que te cedo; apodérate de ese corcel, que tan velozmente atraviesa los aires; pero no penetres en el castillo. Si tal es tu empeño, pon en libertad á los caballeros que elijas, y permite que conserve los demás; y si deseas libertarlos á todos, sea como quieras: no me opondré, con tal de que me dejes á mi querido Rugiero. Si no obstante mis súplicas, tu designio es el de arrebatármelo tambien, ¡ah! te ruego, que antes de volverlo á conducir á Francia, arranques su podrida corteza á esta alma afligida!

La doncella se apresuró á responder:

—Estoy resuelta á ponerle en libertad, por más que digas. En cuanto al escudo y el caballo que ofreces darme en recompensa de mi condescendencia para contigo, debo advertirte que ya han dejado de pertenecerte y que son mios; pero aun cuando te pertenecieran, no creo que el cambio pudiera convenirme. Para detener á Rugiero supones que quieres preservarlo del mal influjo de su estrella; cuando, ó esta suposicion es una impostura, ó si es cierta, eres impotente para evitar lo que el Cielo ha prescrito, pues si no has podido prever el daño que te amenazaba, estando tan próximo, menos preverás el de otro, que no lo está tanto. En vano has de rogarme que te dé la muerte: si en tan poco estimas la vida, aunque todo el mundo se niegue á complacerte, tú mismo podrás quitártela mientras tu corazon sea fuerte y valeroso. Ahora, vamos á abrir las puertas de su prision á todos tus cautivos.

Así dijo la jóven, y arrastró al mago hácia el peñasco.

Atlante iba atado con su propia cadena y la doncella junto á él; pues le inspiraba tal desconfianza, que no se separaba de su lado á pesar de verle humillado y abatido. Pocos pasos habian dado, cuando encontraron al pié del monte una hendidura: penetraron en ella, y subiendo por una estrecha escalera de caracol, llegaron á la puerta del castillo.

Atlante levantó una piedra que estaba al pié del umbral de aquella, llena de caracteres desconocidos y de signos misteriosos. Debajo de la piedra aparecieron unos vasos ú ollas llenos de un fuego oculto que despedian un humo denso: el encantador los hizo pedazos, y en un momento quedó aquel sitio desierto, inhospitalario y salvaje, desvaneciéndose como por encanto las murallas y la torre, cual si jamás hubiera existido el castillo.

Simultáneamente con la fortaleza, desapareció el Mago del poder de la dama, como se escapan muchas veces los tordos de la red en que han caido presos, dejando en libertad á todos los cautivos. Las damas y caballeros se vieron sin notarlo fuera de sus soberbias estancias y en medio del campo, y hubo muchos de ellos que no agradecieron una libertad que les privaba de los placeres que allí habian encontrado.

Allí estaban Gradasso, Sacripante, Prasildo el noble caballero que vino de Levante con Reinaldo, y á su lado Iroldo su más fiel amigo. Al fin encontró allí Bradamante á su deseado Rugiero, que la acogió primero con ternura, y luego con inmensa gratitud, apenas tuvo noticia de que le era deudor de su libertad.

Desde el dia en que Bradamante se quitó en su presencia el yelmo para restañar la sangre que manaba de su herida, la amó Rugiero más que á sus ojos, más que á su corazon y más aun que á su propia vida. Seria largo referir cómo y por quién fué herida, así como las infructuosas pesquisas que para volverse á encontrar hicieron noche y dia por la áspera é intrincada selva: baste decir que hasta entonces no habian podido volverse á ver.

Tal alegría inundó el corazon del guerrero al reconocer á la doncella y al saber que á ella solamente era deudor de su libertad, que se tuvo por el más feliz y afortunado de los mortales. Bajaron ambos el monte y fueron á parar al valle, testigo de la victoria de Bradamante, donde encontraron todavia al Hipogrifo con el escudo colgado del arzon de la silla, pero cubierto. La jóven fué á coger las riendas, y el corcel permaneció quieto hasta que la vió junto á él, en cuyo momento extendió las alas, hendió los aires, y fué á posarse á corta distancia en la pendiente de la montaña. Persiguióle Bradamante, y el caballo volvió á remontar el vuelo, sin alejarse demasiado, cual suele hacer la corneja perseguida por los perros, que dá revueltas á través de los campos para hacerles perder su pista.

Rugiero, Gradasso, Sacripante y los demás caballeros que habian bajado al valle juntos, se fueron colocando en diferentes sitios, esperando poder apoderarse del caballo, el cual, despues que los tuvo cansados, haciéndoles subir inútilmente en su persecucion hasta la más empinada cumbre de los montes, ó bajar á profundos barrancos entre aquellas peñas, se quedó al fin quieto junto á Rugiero.

Este era un lazo que le tendia el viejo Atlante, que insistiendo en su constante y piadoso deseo de librar á Rugiero del peligro que le amenazaba, solo pensaba en los medios de realizarlo, y solo se lamentaba de no poder conseguirlo. Por eso le enviaba el Hipogrifo, esperando que, saliéndole bien su astucia, alejaria á Rugiero de Europa. El guerrero lo cogió é intentó hacerle seguir tras él, mas el caballo permaneció inmóvil resistiéndose á obedecerle. Entonces Rugiero se apeó de Frontino, que así se llamaba su caballo, y montando en el Hipogrifo, le clavó en los costados el acicate: el corcel salió corriendo durante algunos momentos; despues, afirmando sus patas en el suelo, dió un rápido salto y se remontó por los aires con más rapidez que el halcon, á quien el cazador quita la caperuza enseñándole su presa.

Al ver á tanta altura y tan en peligro á su Rugiero, la hermosa dama se quedó tan atónita, que durante algun tiempo no le fué posible recobrarse de su asombro. Recordando el rapto de Ganimedes, que fué arrebatado del palacio de sus padres y transportado al cielo, temió que llegara á suceder otro tanto á su amante, no menos gentil y bello que Ganimedes. Con los ojos fijos en el cielo, le fué siguiendo mientras alcanzó su vista; y cuando sus miradas fueron ya impotentes para divisarle, dejó que su corazon enamorado fuera en pos de él, prorumpiendo despues en amargas quejas y suspiros. Así que Rugiero hubo desaparecido de su vista, volvióse hácia el excelente Frontino, y le cogió de las riendas, decidida á conservarlo en su poder y no permitir que corcel tan bueno cayera en manos del primer advenedizo, hasta que le fuera dable restituirlo á su dueño.

El Hipogrifo en tanto continuaba remontándose, y Rugiero, imposibilitado de refrenarlo, veia á sus piés las cimas de las montañas más elevadas, cuya altura fué poco á poco haciéndose menos perceptible, hasta el extremo de no serle posible distinguir donde se elevaba el terreno, ni donde se aplanaba formando extensas llanuras. Cuando llegó á tanta altura, que desde la tierra parecia un imperceptible punto, dirigió su vuelo hácia la region donde el Sol cae á plomo cuando entra en el signo de Cáncer, y continuó hendiendo los aires como el lijero bajel impulsado en el mar por un viento favorable.

Dejémosle proseguir su viaje, rápido por demás, y volvamos al paladin Reinaldo.

Este guerrero, cuya nave continuaba siendo impelida por un viento tempestuoso, que soplaba siempre con igual fuerza, recorrió durante dos dias mortales una gran extension de mar, viéndose arrastrado por las olas, tan pronto hácia el Oeste como hácia el Norte. Al fin fué á parar á las costas de Escocia en el punto en que está situada la selva Caledonia, entre cuyos poblados cerros se oia con frecuencia resonar antiguamente el estruendo de las armas. Allí acudian los caballeros andantes más famosos de toda la Bretaña; así los de apartadas como los de las más próximas regiones; los guerreros, en fin, de Francia, Noruega y Alemania. El que no tuviera un valor á toda prueba, debia desistir de penetrar allí, pues donde iba en busca de lauros, solia encontrar la muerte: aquella selva fué mudo testigo de las portentosas haza­ñas de Tristan, Lancelote, Galaso, Artús y Galvan, y otros muchos caballeros famosos de la antigua y la moderna Tabla redonda, de cuyas proezas queda aun más de una memoria esculpida en monumentos y trofeos pomposos.

Reinaldo apercibió inmediatamente sus armas y su caballo, y se hizo desembarcar en aquellas costas umbrosas, dando órden al piloto de que se alejara de nuevo y fuese á esperarle al puerto de Berwick. Internóse el guerrero por aquella selva inmensa, sin escudero ni compañía alguna, siguiendo diferentes caminos, en la esperanza de que se le presentara alguna aventura extraordinaria. El primer dia de jornada pernoctó en una abadía, en donde se dispensaba hospitalaria y amable acogida á cuantas damas y caballeros llamaban á su puerta. El abad y los monjes recibieron con su proverbial agrado á Reinaldo, que les preguntó, así que hubo restaurado sus fuerzas con una comida apetitosa, qué debian hacer los caballeros para encontrar por aquella comarca frecuentes aventuras, en que, llevando á cabo alguna accion heróica, pudieran demostrar si eran dignos de fama ó de censura. Se le contestó que, vagando por aquellos bosques, podria encontrar muchas y extrañas aventuras pero que las más honrosas acciones permanecian tan ignoradas y oscuras, como oscuros eran aquellos sitios; pues la mayor parte de las veces ni siquiera se tenia noticia de ellas.

—Busca, le decian, otro sitio donde conozcas que tus obras no han de quedar ignoradas, á fin de que, al peligro y la fatiga, siga el renombre merecido. Pero ya que deseas dar una prueba de tu valor, ahora justamente puedes aprovechar la ocasion que te ofrece la empresa más digna que ni en la edad antigua ni en la moderna haya emprendido caballero alguno. La hija de nuestro rey tiene en este momento necesidad de ayuda y defensa contra un baron llamado Lurcanio, que pretende arrebatarle á un tiempo mismo la vida y la honra. Ese Lurcanio la ha acusado ante su padre, dejándose quizá llevar del odio más bien que de la razon, de haberla sorprendido una noche ayudando á subir á un amante al balcon de su palacio. Las leyes del reino la condenan á las llamas, si en el término de un mes, que está para acabar, no encuentra un campeon que pruebe la impostura del inícuo acusador. La rigorosa ley de Escocia, impía y severa, manda dar la muerte á toda mujer, sea cual fuere su clase, que se una á un hombre sin haberse desposado con él, como la acusen de este delito; é imposible de todo punto es impedir tal castigo, á no ser que acuda en su defensa un guerrero, y sostenga que es inocente, y por lo tanto, no merecedora de la muerte. El Rey, aflijido por la suerte de la hermosa Ginebra, que así se llama su hija, ha hecho publicar por ciudades y castillos, que si alguno se encarga de su defensa y consigue desvanecer tan indigna calumnia, recibirá en recompensa, con tal de que sea de noble estirpe, la mano de la princesa, que llevará además en dote un estado correspondiente á su elevada alcurnia; pero si en el término de un mes no acude nadie en su auxilio, ó si el que acuda no vence, será muerta irremisiblemente. Tamaña empresa te conviene mucho más que ir vagando á la ventura por esos bosques; pues además de proporcionarte honor y fama perdurables, conseguirás no tan solo la mano de la más hermosa de cuantas doncellas existen desde el Indo hasta las columnas de Hércules, sino tambien riquezas, un dominio que te asegurará para siempre una vida halagüeña, y la gracia del Rey, que te deberá su honor, del que hoy casi se vé desposeido. Siendo caballero, estás por otra parte obligado á vengar de semejante ultraje á una dama que, segun opinion unánime, es un modelo acabado de pudor y castidad.

Reinaldo permaneció algunos momentos pensativo, y despues contestó:

—¿Es decir, que una doncella debe morir, porque recibió apasionada entre sus amorosos brazos á su amante? ¡Maldicion sobre el que tal ley ha sancionado! ¡Maldicion mil veces sobre los que la toleran! Con mayor razon debe morir una mujer cruel y desdeñosa, que la que dá la vida á su fiel amante.... Poco me importa que Ginebra haya ó no hecho feliz al suyo: por mi parte, no puedo menos de aplaudirlo, en caso de ser cierto, con tal de que haya evitado el escándalo. Decidido estoy á defenderla: así pues, proporcionadme un guia que me conduzca rápidamente al encuentro del acusador; porque si Dios me ayuda, como espero, pronto renacerá la calma en el corazon de Ginebra. No quiero suponer que la doncella sea inocente; porque si tal dijese, podria equivocarme, cuando no tengo antecedente alguno: lo que sí sostengo, es que ninguna ley debe castigar semejante falta; que fué injusto ó por lo menos loco el primero que impuso tal pena á los que incurrieran en ella, y que tales leyes deben revocarse inmediatamente y ser sustituidas por otras más razonables. Si un mismo ardor, si igual deseo hace que se busquen y se unan los dos sexos para disfrutar del tierno desenlace que proporciona el amor, y que el ignorante vulgo considera como un crímen, ¿por qué se ha de censurar ó castigar á la mujer por haber hecho con uno ó con varios lo mismo que el hombre pone por obra siempre que bien le parece, quedando, no solo impune sino aplaudido y alabado? Con tan desigual ley se han cometido verdadera y expresamente grandes injusticias contra la mujer, y Dios mediante, no tardaré en demostrar el gran mal que se ha causado soportándola por espacio de tanto tiempo.

Todos los circunstantes convinieron unánimes con Reinaldo en que los antiguos fueron tan injustos como imprudentes al consentir que rigiese ley tan inícua, y en que obraba mal el Rey que, pudiendo, no la reformaba.

Apenas la sonrosada luz del dia siguiente apareció por el horizonte, Reinaldo cogió sus armas, cabalgó en Bayardo, y precedido de un escudero que le proporcionaron en la abadía, y que le fué acompañando en el trascurso de muchas millas, se encaminó á través del horrible bosque en direccion del país donde debia combatir en favor de la calumniada doncella. A fin de abreviar el viaje, dejaron el camino, dirigiéndose por senderos tortuosos, cuando de pronto oyeron gemidos cercanos que resonaban en todas las sinuosidades de la selva.

Reinaldo y su escudero lanzaron sus caballos hácia un valle, de donde al parecer salian aquellos lamentos, y vieron, en llegando á él, á una jóven, que desde tan larga distancia les pareció hermosa, sujeta por dos malhechores. La doncella lloraba y suplicaba tanto cuanto puede hacerlo una persona: ellos con los aceros empuñados se preparaban á regar la pradera con su sangre, sin que les conmovieran las reiteradas instancias de la jóven, que con ellas procuraba diferir su funesta suerte. Apenas reparó Reinaldo en aquel espectáculo, cuando se dirigió velozmente hácia ellos prorumpiendo en gritos y amenazas. Los malandrines volvieron las espaldas, al ver tan inesperado socorro y se ocultaron por las fragosidades del terreno. El guerrero no se cuidó de perseguirlos, sino que se acercó á la doncella; le preguntó cuál era la causa de tan gran castigo, y haciéndola montar, para no perder tiempo, á la grupa del rocin de su escudero, prosiguió su interrumpida marcha. Mientras cabalgaban, la fué contemplando mejor, y vió que era muy bella y de modales distinguidos, á pesar de que aun se veia retratado en sus facciones el espanto que le causara el temor de su próxima muerte. Reinaldo repitió la pregunta que le dirigiera, y ella empezó con voz humilde á referir lo que dejaré ahora para el canto siguiente.

Canto V

Dalinda refiere á Reinaldo su historia y la de la princesa Ginebra.—Lurcanio persuadido de que su hermano Ariodante se habia dado la muerte por creer que la princesa despreciaba su amor, mientras que se entregaba al Duque de Albania, la acusa ante el Rey su padre de impúdica y deshonesta.—Acude Reinaldo y dá la muerte al duque de Albania, obligándole antes á confesar sus imposturas.

Todos cuantos animales existen sobre la Tierra viven tranquilos y en paz, ó si entre ellos se origina alguna contienda, jamás el macho ataca á la hembra. La osa vaga segura por la selva con el oso; la leona descansa confiada junto al leon; la loba no abriga temor alguno hácia el lobo, como la vaca tampoco lo tiene al toro. ¿Qué abominable peste, qué Megera ha venido, pues, á turbar el corazon del hombre? ¿Por qué hemos de ver con frecuencia al marido prodigar los más injuriosos dicterios á su mujer, dejar impresas en su rostro las huellas de una mano atrevida, y hasta empapar en llanto, y no solo en llanto, sino en sangre derramada por una ira estúpida, el lecho nupcial?—Todo esto es en mí concepto criminal y punible; y por lo mismo jamás tendré por un ser humano, sino por un espíritu infernal revestido de forma humana, al que, rebelándose contra la naturaleza, ó contra Dios, hiere el rostro de una débil mujer ó le arranca un solo cabello, y mucho más al que le quita la vida, ya se valga del veneno, de la cuerda ó del acero.

Tales debian ser los dos ladrones puestos en fuga por Reinaldo, que habian conducido á aquella doncella hasta un valle tan sombrío y desierto con objeto de hacerla desaparecer de entre los mortales. La dejé en el momento en que se preparaba á referir á su salvador la historia de su desgracia; continuaré, pues, mi interrumpida narracion.

La jóven empezó á hablar de esta manera:

—Prepárate á oir el doloroso relato de una crueldad mayor que las que se cometieron en Tebas, Argos ó Micenas, ó en cualquier otro lugar célebre por los horrores que haya presenciado. Yo creo que si el Sol en su rotacion diaria acerca menos sus rayos vivificantes hácia este que hácia los otros paises, es porque le repugna llegar hasta nosotros, evitando en cuanto puede el ver gentes tan crueles. En toda época se han presenciado ejemplos de la crueldad que tiene el hombre para con sus enemigos; pero dar la muerte al que solo procura su bien y piensa continuamente en él, es además de injusto, impío. Mas dejando reflexiones aparte, te manifestaré desde luego la causa de que aquellos bandidos intentasen castigarme con el último suplicio, á pesar de mi edad juvenil, á fin de que conozcas la verdad entera.

»Niña era todavia, cuando entré al servicio de la hija del Rey, ocupando en la corte un puesto honroso y distinguido. Iba creciendo al par de mi señora, cuando el cruel Amor, envidioso de mi dicha, consiguió atraerme y sujetarme á sus leyes, haciendo que el Duque de Albania me pareciera el más gallardo de los caballeros y el más apuesto de los donceles. Juróme él amor sin límites, y yo le amé con toda mi alma, sin reflexionar en que por más que se escuchen las palabras y se contemple el rostro, no es posible juzgar lo que el corazon encierra. Creyendo y amando, me dejé seducir por él, sin reparar en que le recibia frecuentemente en la cámara predilecta de la bella Ginebra, donde ella guardaba sus más preciados objetos y donde dormia las más de las veces. Yo hacia que mi amante subiera á dicha estancia, colgando del balcon yo misma la escala por donde subia siempre que deseaba permanecer algun tiempo junto á él, lo cual sucedia tantas veces cuantas Ginebra me proporcionó la ocasion cambiando de cámara, molestada por el calor ó por el frio. Aquellas frecuentes ascensiones de mi amante pasaron siempre desapercibidas para los demás, porque hácia aquella parte del palacio habia algunas casas arruinadas, por donde no pasaba nadie ni de dia ni de noche.

»Por espacio de muchos dias y aun muchos meses continuaron en secreto nuestros desahogos amorosos; crédula yo y tan confiada en su cariño, que en mi corazon ardia cada vez con más fuerza el fuego del amor, el cual me cegaba hasta el extremo de no permitirme comprender que él fingia mucho y amaba poco, á pesar de que más de un indicio debiera descubrirme su proceder engañoso. Llegó, sin embargo, un dia en que tuvo el atrevimiento de revelarme que estaba enamorado de la bella Ginebra. Ignoro si empezó entonces este amor, ó antes de estar cansado del mio. Fácilmente comprendereis su arrogancia, y el imperio tan grande que ejercia sobre mi corazon, cuando os diga que no solo no le causó rubor alguno hacerme revelacion semejante, sino que me rogó le ayudara en su nueva amorosa empresa. Decíame, no obstante, que su naciente pasion no era tan verdadera ni igual á la que por mí sentia, sino que, fingiendo estar enamorado, esperaba contraer un legítimo himeneo. Parecíale cosa fácil obtener del Rey la mano de su hija cualquiera que fuese la voluntad de esta; pues en cuanto á posicion y estirpe no habia en todo el reino otro caballero más digno, despues del monarca.

»Procuró persuadirme que, si por mi auxilio llegaba á ser yerno del Rey, estando como estaba dispuesto á encumbrarse hasta donde con respecto á su rey le es dado encumbrarse á un súbdito, confesaria que me lo debia todo, y que jamás olvidaria tamaño beneficio; añadiendo por último, que su amor hácia mí seria siempre antes que su mujer y todo cuanto pudiera alcanzar.

»Yo, dedicada constantemente á satisfacer sus menores deseos, no supe ó no quise contradecirle nunca, teniéndome por verdaderamente feliz el dia en que podia complacerle: así es que, siguiendo sus insinuaciones, aproveché cuantas ocasiones se me presentaron de hablar de él y de encomiarle, no perdonando trabajo ni astucia alguna para conseguir que Ginebra correspondiese á la pasion de mi amante. Bien sabe Dios que hice cuanto me dictó mi corazon ó mi cabeza mientras me fué posible; pero nunca alcancé de Ginebra una respuesta satisfactoria para las aspiraciones del Duque; pues mi jóven señora tenia á su vez todos sus pensamientos y todos sus deseos cifrados en el amor que le inspiraba un caballero apuesto, gentil y cortés, que jóven aun, habia venido á Escocia desde Italia en compañia de un hermano suyo, con objeto de residir en esta corte. Aquel gallardo jóven adquirió pronto tal perfeccion en el manejo de las armas, que no habia otro que se le igualara en toda la Bretaña; el Rey le distinguia con su afecto, y tanto era así, que le hizo generosa y liberal donacion de castillos, villas y jurisdicciones, concediéndole además otras dignidades que le encumbraron al par de los principales nobles del reino.

»Si Ariodante, que tal era el nombre de aquel caballero, gozaba de la amistad del Rey por su maravilloso valor, no era menos querido de su hija; pero cuando esta conoció que el corazon del jóven ardia en vivo fuego por su amor, ni el Vesubio, ni el Etna, ni la misma Troya despidieron tantas llamas como el de la hermosa Ginebra.

»Esta pasion tan sincera como leal hizo que mi Señora se manifestara siempre insensible á mis instancias con respecto al Duque, y que jamás me diese una respuesta que pudiera infundirle la más mínima esperanza; así es que cuanto más reiteradas eran mis súplicas en favor de mi amante, y con más entusiasmo abogaba por él, más le censuraba y aun le despreciaba ella, y mayor enemistad sentia hácia él. Con frecuencia aconsejé á mi amante que abandonase tan vana empresa, por no ser posible reducir el ánimo de Ginebra, reconcentrado por completo en otro amor; á cuyo fin le demostré claramente, que su pasion hácia Ariodante era tan viva, que ni toda el agua del Océano conseguiria apagar el menor átomo de aquella inmensa llama. Habiendo oido muchas veces Polineso (que así se llama el Duque) esto mismo de mis labios, y visto y comprendido por sí mismo lo mal correspondida que era su ardorosa pasion, no desistió sin embargo de ella, antes bien montó en cólera y despecho, por no poder soportar en su soberbia que se le despreciara por otro; y valiéndose de torpes maquinaciones, se dedicó á producir entre Ginebra y su amante tanta enemistad, tal discordia y tan celosas sospechas, que originaron la ruptura de sus amorosas relaciones, hasta el punto de que no volvieran á reanudarlas: á este fin procuró hacer recaer sobre Ginebra una ignominia inmensa de que no pudiera verse libre ni viva ni muerta.

Tomada esta determinacion, me dijo:—«Dalinda mia, (tal es mi nombre) te confieso que, así como el árbol cortado varias veces suele renacer de sus propias raices, del mismo modo mi desgraciada pertinacia, aunque tronchada por sucesos desagradables, no cesa de germinar, queriendo conseguir el logro de sus deseos. Tambien te confesaré que no me incita el atractivo del placer, sino la satisfaccion del vencimiento. Ahora bien, con este objeto he imaginado un plan en el que espero que tambien me ayudes, no pudiendo llevarlo á cabo por mi solo. Deseo que una de las veces en que me recibas, segun costumbre, por el balcon, en ocasion en que Ginebra descansa en su lecho, cojas todos los vestidos de que ella se haya desnudado y te los pongas, procurando adornarte y arreglar tus cabellos como ella, imitar sus ademanes, y parecerte á ella en todo y por todo; hecho esto, me echarás desde el balcon la escala; mi acalorada imaginacion verá representada en tí á la princesa con cuyo traje estarás vestida, y engañándome á mí mismo de esta suerte espero que en breve se irán amortiguando mis vehementes deseos.»

»Así dijo; y yo que no era dueña de mi razon ni de mi albedrío cuando él me pedia alguna cosa, no comprendí que lo que me acababa de proponer era un ardid de los más groseros; y cumplí exactamente sus órdenes, vistiéndome con las ropas de Ginebra, y echando desde el balcon la escala por donde él habia subido tantas veces. Cuando eché de ver el lazo que se me habia tendido, ya estaba hecho el daño.

»Por aquel tiempo, el Duque habia tenido una entrevista con Ariodante, de quien habia sido íntimo amigo antes de que el amor los convirtiera en rivales, y en ella se entabló la siguiente conversacion:

—«Maravíllome, empezó á decir mi amante, de que habiéndote guardado más consideraciones y querido más que á todos los de nuestra clase, tan mal hayas pagado esta amistad y deferencia. Estoy seguro de que no ignoras el amor que Ginebra y yo nos profesamos ha ya mucho tiempo, y de que estoy decidido á pedirla por esposa á mi soberano. ¿Por qué, pues, te atraviesas en nuestro camino? ¿Por qué te has de obstinar en obsequiarla, á pesar de conocer la inutilidad de tus esfuerzos? Si estuvieras en mi lugar y yo en el tuyo, por Dios te aseguro que respetaria tu felicidad.

—«Mayor asombro me causa tu conducta, replicó Ariodante, pues ni siquiera habias visto tú á Ginebra, cuando ya mi corazon le pertenecia. Además, me consta que no ignoras cuán grande es nuestro mútuo amor, tan ardiente como el que más; que sus deseos más vehementes se cifran en ser mi esposa, y tambien me consta que estás perfectamente enterado de que no te ama. ¿Por qué, pues, no has de guardar á mi amor ese respecto que nuestra amistad exige, y que antes solicitabas tuviera al tuyo, como indudablemente lo observaria yo si ella te distinguiera con su cariño más que á mi? Abrigo, como tú, la esperanza de poseer la mano de Ginebra; pues aunque tus riquezas sean superiores á las mias, no soy menos apreciado del Rey que tú, y en cambio soy más amado por su hija.

—«¡Oh! exclamó el Duque: ¡en qué error tan grande te ha hecho incurrir tu insensato amor! Crees ser el preferido; yo creo lo mismo: por lo tanto es preciso apelar á las pruebas. Dame cuenta, con toda sinceridad, de los favores que has conseguido; yo te revelaré ingénuamente todos mis secretos con respecto á este amor, y aquel de los dos que haya sido el menos favorecido, cederá el puesto al vencedor, y procurará consolarse con otros amores. Pronto estoy á jurarte que no diré jamás una palabra de lo que me reveles, si así lo deseas: en cambio espero que á tu vez me ofrezcas no revelar nada de cuanto yo te diga.»

»Convinieron ambos en esta proposicion, y pronunciaron su respectivo juramento con la mano puesta sobre los Evangelios; hecho lo cual, Ariodante tomó la palabra para referir al Duque la historia de sus amores. Participóle con entera franqueza y sin apelar á viles mentiras, que Ginebra le habia jurado de palabra y por escrito, que jamás consentiria en dar su mano á otro que á él; que en el caso de que el Rey su padre se opusiera á sus deseos, ella le aseguraba y le prometia oponerse á su vez á todo otro enlace, y que pasaria el resto de sus dias en la soledad. Añadió Ariodante que le animaba la esperanza de conseguir sus deseos en gracia del valor que habia demostrado en todas ocasiones, así como la de alcanzar mayores lauros y honores en beneficio de su Rey y de su patria, para hacerse tal lugar en el ánimo de su señor que llegara á tenerle por digno de desposarle con su hija, en cuanto conociera que tal enlace era del agrado de la princesa.

»Despues añadió:

—«Tal es mi actual situacion: no temo que rival alguno llegue á conseguir lo que yo; no procuro alcanzar más, ni deseo testimonio más irrecusable del amor de Ginebra; así como tampoco aspiro á mayor premio hasta que Dios me lo otorgue por medio de un legítimo himeneo; pues, por otra parte, estoy convencido de que seria completamente inútil solicitar nuevos favores á pesar de la extremada bondad de mi adorada.

»Así que el verídico y leal Ariodante concluyó de manifestar el galardon que esperaba de sus amorosos desvelos, Polineso, que ya se habia propuesto enemistarlo con Ginebra, empezó á hablar de esta suerte:

—«Veo que estás mucho menos adelantado que yo, y espero hacerte convenir en ello, y más aun, obligarte á confesar que soy el verdaderamente dichoso, cuando te descubra las circunstancias que á mi amor acompañan. Finge Ginebra que te ama; pero no te profesa cariño ni estimacion alguna, limitándose á alimentarte de vanas esperanzas y palabras: además de esto, siempre que habla conmigo atribuye tu amor á necedad y se mofa de él. En cuanto á mí, recibo con frecuencia pruebas de su ternura, más tangibles y terminantes que ridículas promesas; pruebas que te revelaré fiando en tu juramento, si bien haria mejor en callar. Has de saber que no transcurre mes sin que pase tres, cuatro, seis, y á veces hasta diez noches en sus brazos, gustando de las voluptuosidades del amor. Por esto podrás comprender si los favores que hasta ahora has recibido pueden igualarse á los que yo alcanzo continuamente. Cédeme, pues, el campo, y procura consolarte en otra parte, ya que soy el más afortunado de los dos.

—«No debo ni quiero dar crédito á tus palabras, repuso Ariodante; estoy seguro de que mientes, y de que has inventado todo ese tejido de falsedades con el objeto de obligarme á renunciar á mi empresa. Mas como todo lo que has dicho es altamente injurioso para Ginebra, es preciso que lo sostengas en todas partes; pues espero probarte ahora mismo que no solamente eres un impostor, sino tambien un vil traidor.

»El Duque replicó:

—«No seria justo que llegáramos á las manos, cuando te ofrezco hacerte ver por tus propios ojos, y siempre que gustes, la verdad de mis palabras.

»Al oir esto quedó atónito Ariodante, y empezó á sentir en todo su cuerpo tan frio temblor que, á haber dado entero crédito á lo manifestado por Polineso, allí mismo acabara su existencia. Con el corazon traspasado, pálida faz, voz temblorosa y amargo acento, respondió:

—«En cuanto me proporciones la ocasion de presenciar esa dicha, que, segun acabas de decir, alcanzas tan frecuentemente, huiré del lado de la que es tan liberal en sus favores para contigo y tan avara de ellos para mí: pero mientras no sea yo mismo testigo de mi desgracia, no esperes que dé crédito á tus palabras.

—«Cuidaré de avisarte cuando se presente la ocasion, respondió Polineso: y separóse de su rival.

»Dos noches habian pasado, cuando avisé al Duque que podia acudir á visitarme. Este, dispuesto ya á completar la trama tan artificiosamente urdida, aconsejó á su rival que á la siguiente noche se escondiera entre las solitarias ruinas que habia hácia aquella parte del palacio, y señalóle un sitio á propósito en frente del balcon por donde solia subir. Ariodante sospechó desde luego que Polineso habia procurado atraerle hácia un lugar tan desierto con el objeto de tenderle una emboscada y darle la muerte, bajo el pretexto de que queria probarle cuanto habia dicho con respecto á Ginebra, lo cual le parecia imposible. Resolvió, sin embargo, acudir á la cita; pero de modo que no le encontrase desprevenido cualquier asechanza que se le preparara. Ariodante tenia un hermano, tan valeroso como prudente, y el más famoso entre los caballeros de la corte por su destreza en el manejo de las armas: llamábase Lurcanio, y yendo acompañado por él, estaba más seguro que si le prestasen su auxilio otros diez defensores cualesquiera. Rogóle que fuera en su compañía y que acudiese convenientemente armado; y al cerrar la noche encamináronse ambos al sitio designado, sin que Ariodante revelara á su hermano el secreto que se le habia confiado. Hizo que se colocara como á un tiro de piedra apartado de él, y le dijo:

—«Si me oyes llamarte, ven en mi auxilio; pero si no es así, te ruego que, si me profesas algun cariño, no te muevas de aquí antes de que yo te llame.»

—«Te lo prometo, contestó Lurcanio.

»Tranquilo Ariodante por este lado, fué á ocultarse entre las ruinas que estaban frente á mi balcon, á tiempo que por la parte opuesta se adelantaba el infame que se complacia de antemano con la deshonra de Ginebra: hízome la señal acostumbrada, y yo, ignorante por completo de aquella perfidia, apenas la oí salí al balcon, que estaba de tal modo construido, que se me podia ver por todas partes, vestida con un trage blanco, adornado con franjas de oro en su centro y en derredor, y engalanada la cabeza con una redecilla de oro y pequeñas borlas de púrpura; moda que ninguna dama de la corte usaba más que Ginebra.

»Lurcanio, en tanto, temiendo que acaeciera alguna desgracia á su hermano, ó impulsado por ese deseo que todos tenemos de saber lo que á otros sucede, le habia ido siguiendo silenciosamente, resguardándose con la sombra, hasta que llegó á colocarse á menos de diez pasos de distancia. Ignorante yo de cuanto estaba pasando, y vestida como he dicho, salí al balcon como habia salido tantas y tantas veces. La luz de la Luna daba de lleno sobre mis vestidos, y como mi aspecto y rostro eran bastante semejantes á los de Ginebra, fácilmente podrian confundirme con ella, tanto más cuanto que entre el palacio y aquellas casas arruinadas media una regular distancia.

»El Duque se aproximó á los dos hermanos, á quienes ocultaba la sombra, y les hizo creer diestramente en aquella superchería. ¡Juzgad cuál seria el dolor y la desesperacion de Ariodante! En seguida se acercó Polineso á la escala, que ya le habia yo arrojado, y subió apresuradamente al balcon: apenas llegó á él, le eché los brazos al cuello, creyendo no ser de nadie vista, y le prodigué las más tiernas caricias, como solia siempre que venia en tales horas á visitarme. Él por su parte me acarició con más solicitud y ternura que nunca, con el único objeto de disipar hasta la menor duda que pudiera quedar en el corazon de Ariodante, el cual contemplaba desde léjos el terrible espectáculo que en mal hora habia deseado presenciar. ¡Su dolor fué tal, que intentó darse allí mismo la muerte, y desenvainando su espada, apoyó en el suelo la empuñadura para clavarse la punta en el corazon! Lurcanio, que habia visto con el mayor asombro al Duque subir al balcon, pero sin conocerle, reparando en la accion de su hermano, se precipitó hácia él y evitó que se traspasara el pecho con su propia mano, llevado de la desesperacion. Si hubiera tardado un solo instante, ó se hubiese encontrado un poco más léjos, no habria estado á tiempo de evitar aquella desgracia.

—«¡Ah, hermano desgraciado é insensato! exclamó: ¿has perdido por ventura la razon, para que por una mujer intentes arrancarte la vida? ¡Así desaparecieran todas como ante el viento la niebla! Procura más bien su muerte, pues la tiene merecida: tú debes morir de un modo más honroso y más digno de tí. Pudiste muy bien amarla cuando te era desconocida su perfidia; pero ahora que la has descubierto, debes aborrecerla con toda tu alma. Conserva, pues, ese acero, que has vuelto contra tu pecho, y que debe servirte para denunciar al Rey la deshonrosa falta de su hija.

»Cuando Ariodante vió junto á sí su hermano, abandonó su criminal empresa; pero no el intento que habia formado de librarse de la vida. No ya herido, sino traspasado el corazon de angustia y de dolor, se alejó de aquel sitio con su hermano, fingiendo que habia desaparecido ya el furor que le puso fuera de sí.

»A la mañana siguiente se ausentó sin ser visto de nadie y sin decir una palabra á su hermano, guiado por la desesperacion, ignorándose durante muchos dias qué habia sido de él. A excepcion del Duque y de su hermano, todo el mundo ignoraba la causa de su desaparicion, sobre la cual se hicieron mil diversos comentarios, tanto en palacio, como en toda la Escocia. Al cabo de ocho ó más dias se presentó á Ginebra un viajero, portador de una noticia desastrosa: tal era la de que Ariodante habia perecido en medio de las olas, y no á consecuencia de alguna tempestad, sino por haberse dado voluntariamente la muerte, arrojándose de cabeza al mar desde una peña que se elevaba bastante fuera del agua. El portador de tan triste nueva añadió:

—«Antes de llegar á tal extremo, me dijo Ariodante, á quien casualmente habia encontrado en el camino:—«Ven conmigo, á fin de que puedas referir á Ginebra la suerte que me espera; y díle que la causa de lo que vas á presenciar consiste en que he visto demasiado. ¡Dichoso yo, si antes hubiera quedado sin vista!»—Nos encontrábamos entonces cerca del promontorio de Cabo-bajo, que penetra algun tanto en el mar en direccion á Irlanda; y así diciendo, ví que desde lo alto de un peñasco se precipitó de cabeza en el mar desapareciendo entre las olas. Allí le dejé, y he venido presuroso á traerte esta noticia.»

»El dolor de Ginebra fué tan grande que cubrió su rostro una palidez mortal, perdió el conocimiento y quedó algun tiempo como muerta. Cuando, vuelta en sí, se encontró sola en su lecho virginal ¡oh Dios! cuál manifestó su desesperacion en sus acciones! Golpeábase el seno, desgarraba sus ropas, y se mesaba furiosamente los dorados cabellos, repitiendo incesantemente las últimas palabras de Ariodante: que la causa de su triste y desgraciada muerte procedia de haber visto demasiado!

»En breve circuló por todas partes el rumor de que el valiente caballero se habia dado la muerte llevado de su desesperacion. El Rey, lo mismo que las damas y caballeros de su corte, derramaron abundantes lágrimas por su memoria, pero sobre todos ellos, Lurcanio, que quedó sumido en tal luto y desolacion, que estuvo próximo á imitar á su hermano, dándose á sí mismo la muerte. A fuerza de repetirse una y otra vez que Ginebra era quien habia privado á su hermano de la vida, y que el motivo de su muerte no fué otro sino el haber sido testigo de la infame deslealtad de la princesa, se apoderó de su corazon tan insensato afan de venganza, y tanto fué lo que el dolor y la ira le dominaron, que con tal de satisfacerla no titubeó en arrostrar la ira del Rey y del país entero, y mucho menos en perder la gracia del monarca.

»Presentóse, pues, al Rey en el momento en que se hallaba rodeado de toda su corte, y con ademan sombrío, le dijo:

—«Sabe, señor, que la única causa de que mi hermano perdiera la razon, hasta el extremo de darse la muerte ha sido tu hija. Tan agudo fué el dolor que traspasó su alma al presenciar su deshonestidad, que desde entonces le fué odiosa la vida. Ambos se amaban, y hoy me atrevo á hacerte esta revelacion, porque los deseos de mi desgraciado hermano eran respetuosos al par que honestos, como lo prueba el que esperaba merecer la mano de la princesa por medio de su valor y de sus leales servicios. Pero mientras el desdichado se contentaba con aspirar desde léjos el perfume de las hojas, vió que otro subia por el árbol reservado y cogia el anhelado fruto.»

»Y continuó refiriendo cómo habia visto á Ginebra salir al balcon, afirmando que la habia visto echar desde él una escala por donde subió un amante, cuyo nombre ignoraba, el cual, para no ser conocido, habia recurrido á un disfraz y se habia ocultado los cabellos. Por último, añadió, que estaba dispuesto á probar con las armas en la mano la verdad de cuanto habia dicho.

»Fácilmente comprenderás el estupor del angustiado padre cuando oyó semejante acusacion, ya por el asombro que le causaba una revelacion que jamás se le hubiera ocurrido, ya tambien porque se veria obligado á condenar á muerte á su hija, en el caso de que no se presentara un caballero que, tomando la defensa de la jóven, probara la falsedad de lo aseverado por Lurcanio. Nuestras leyes condenan á muerte á toda mujer, sea casada ó doncella, convencida de haber cedido á una pasion criminal, y se aplican con todo rigor, llegándose hasta el extremo de entregar la esposa muerta al marido engañado, si en el término de un mes no encuentra la acusada un caballero de ánimo tan varonil que sostenga, contra lo asegurado por el falso acusador, que es inocente é inmerecedora del suplicio.

»El Rey, que no puede dar crédito á la acusacion de su hija, ha hecho proclamar con el objeto de libertarla, que entregará su mano y además un gran dote, al que se presente en defensa de su honra mancillada. Hasta ahora nadie se ha presentado; todos vacilan, y se limitan á observar al terrible Lurcanio, cuyo valor infunde al parecer miedo en el ánimo de todo guerrero. Por una coincidencia funesta, Zerbino, hermano de la princesa, se halla ausente de su patria; hace muchos meses que viaja por lejanos paises, señalándose en numerosos hechos de armas. Ah! si aquel gallardo jóven estuviera más cerca, ó en un punto donde pudiera llegar á su noticia la suerte de su hermana, no se veria esta, como hoy se vé, abandonada.

»Procurando el Rey en tanto averiguar, por otros medios distintos de las armas, lo que esta acusacion tenga de calumniosa ó verdadera, para saber si es ó no justo que muera su hija, ha hecho prender á ciertas camareras, que por su posicion al lado de su señora deberian estar forzosamente en el secreto; por cuya razon preví que, si llegaban á apoderarse de mí, correriamos un grave riesgo tanto el Duque como yo. Esta consideracion me obligó á alejarme precipitadamente de la corte aquella misma noche y buscar un asilo en casa del Duque, á quien hice presente el peligro que corrian nuestras cabezas, si me reducian á prision. Aplaudió mi determinacion, por la que me prodigó las mayores alabanzas, y me dijo que nada temiera; despues me aconsejó que confiara en él, y que me refugiara en una fortaleza que posee cerca de aquí, á la que hizo que me acompañaran dos servidores suyos.

»Ya has oido, señor, las repetidas pruebas de amor que dí á Polineso; por ellas comprenderás si tenia ó no derecho á esperar de él el acendrado cariño de que me era deudor: oye, sin embargo, el galardon que recibí por mis amorosos desvelos: oye la gran merced que á mis grandes merecimientos ha hecho; y juzga si por el solo delito de haber amado demasiado, puede esperar una mujer el más completo olvido! Aquel amante pérfido, cruel é ingrato ha llegado al fin á sospechar de mi fidelidad, y temeroso de que tarde ó temprano se me escapara la revelacion de sus fraudulentas acciones, ha fingido enviarme á uno de sus castillos, bajo el pretexto de que en él podria esperar con seguridad á que se mitigaran la ira y el furor del Rey, cuando en realidad donde me encaminaba era á la muerte; pues habia encargado secretamente á mis dos guias, que en cuanto nos internáramos en la espesura de esta selva, me inmolaran sin compasion; é indudablemente se hubieran realizado sus deseos, á no haber acudido tú al oir mis gritos. ¡Este es el premio que Amor da al que le sirve bien!»

Tal fué la triste historia que refirió Dalinda al paladin mientras proseguían su viaje. Regocijó en gran manera á Reinaldo aquel encuentro, que le proporcionó la ocasion de profundizar un secreto que así le patentizaba la inocencia de Ginebra; y si se habia propuesto salir en su defensa cuando no le constaba si la acusacion tenia algun fundamento cierto, con mucha mayor energía la abrazaba ahora siéndole tan evidente la calumnia.

Apretó, pues, el paso hácia la ciudad de San Andrés, donde se hallaba el Rey con toda su familia, y donde debia tener efecto el combate que decidiera de la suerte de la princesa. Pocas millas le faltaban para llegar, cuando encontró á un escudero á quien supuso portador de noticias más recientes. Habiéndole dirigido algunas preguntas, el escudero le manifestó que habia llegado un caballero dispuesto á defender á Ginebra, en cuya armadura se veian emblemas desusados, y á quien nadie habia podido conocer, porque procuraba esquivarse á todas las miradas; que desde que en aquella ciudad se encontraba, nadie habia conseguido verle el rostro, por llevar siempre calada la visera de su yelmo, y que hasta su mismo escudero juraba que ignoraba completamente quién pudiera ser.

Continuando su camino, llegaron en breve al pié de los muros de la ciudad. Dalinda manifestaba un gran temor de seguir adelante; pero Reinaldo la tranquilizó; y como viese cerradas las puertas, preguntó la causa de ello al centinela, el cual le dijo, que era por haber ido todo el pueblo á presenciar el combate que debia tener efecto, entre Lurcanio y un caballero desconocido, en una pradera llana y espaciosa situada al otro lado de la ciudad; añadiendo, que ya habia comenzado la lucha.

El señor de Montalban hizo que le abrieran la puerta, que volvió á cerrarse en cuanto él y Dalinda la traspusieron, y atravesó la desierta ciudad, despues de haber dejado á la doncella en una posada, encargándole que permaneciera tranquila en ella hasta su regreso que no se haria esperar. En seguida se dirigió precipitadamente á la palestra donde ya se habian dado y se estaban dando tremendos golpes los campeones. A Lucarnio le animaba su furiosa cólera contra Ginebra, mientras que su adversario sostenia con no menos ardor la empresa que habia abrazado.

Encontrábanse con ellos en la estacada seis caballeros, á pié y armados de corazas, á cuyo frente, y montado en un magnífico caballo de pura raza, estaba el Duque de Albania, que en su calidad de gran Condestable, tenia á su cargo la custodia del campo y del terreno de la liza. Polineso se gozaba en la apurada situacion de Ginebra, á la que dirigia orgullosas miradas.

Reinaldo atravesó la apiñada multitud, abriéndole camino su brioso Bayardo; pues al sentir su fuego, se retiraba la gente presurosa. Descollaba entre todas la figura del paladin, flor y nata de la gallardía; detúvose al llegar frente al sitio en que se hallaba el Rey, y todos se aproximaron á él para saber lo que pretendia. Reinaldo dirigió entonces la palabra al monarca, expresándose en estos términos:

—Ruégote, gran señor, que hagas suspender ese combate; pues debes tener por seguro que sea cualquiera de los dos campeones el que sucumba, tolerarás que muera injustamente. El uno cree que le asiste la razon, y se equivoca lastimosamente, pues sostiene lo que es falso, ignorando que miente, porque el mismo error que ha causado la muerte de su hermano es el que le hace empuñar las armas; al paso que el otro no sabe si defiende lo justo ó lo injusto, y solo su generosidad y compasion le hacen arrostrar la muerte, á fin de no consentir en la de una dama de tan sin par belleza. Yo traigo conmigo la salvacion de la inocencia; conmigo va el castigo del impostor; pero, por Dios te suplico que hagas cesar esa lucha, y despues concédeme algunos momentos de atencion.

Causó tal impresion en el ánimo del Rey la autoridad de un caballero tan digno como por su talante y apostura parecia Reinaldo, que hizo inmediatamente la señal de que se suspendiera el combate. El paladin entonces descubrió en presencia del Monarca, de los magnates, de los caballeros y de toda la muchedumbre allí reunida la infame trama que habia urdido Polineso contra la inocente Ginebra, añadiendo al terminar su narracion que estaba dispuesto á probar con las armas en la mano la verdad de cuanto habia dicho.

Llamóse á Polineso, que se acercó turbado y pálido, si bien lo negó todo con cínica audacia. Reinaldo entonces apeló al acero, y como ambos estaban armados y el campo abierto, vinieron á las manos sin tardanza. ¡Oh! ¡cuán vivamente desea el Rey, y con él su pueblo entero, que brille en todo su esplendor la inocencia de Ginebra! Todos abrigan la firme esperanza de que Dios patentizará lo injustamente que se la habia tratado de impúdica y deshonesta. Nadie duda ya de que Polineso, tenido siempre por cruel, soberbio y avaro, y además inícuo y fraudulento, ha sido el autor de tan vil calumnia.

El duque de Albania, macilento, con el corazon tembloroso y rostro pálido, enristra la lanza al oir la tercera señal de las trompetas: en cuanto la oye Reinaldo se precipita sobre él procurando atravesarle de un lanzazo á fin de terminar el combate con un solo golpe. El resultado correspondió al deseo, pues le escondió en el pecho la mitad del asta. Clavado en la lanza le arrancó de la silla y le arrojó contra el suelo á más de seis brazas de distancia de su caballo. Reinaldo se apeó con suma celeridad, llegóse á su vencido adversario, y antes de que pudiera incorporarse, le desató el yelmo; pero aquel que no se encontraba ya en estado de combatir, le pidió humildemente perdon con rostro acongojado. Entonces confesó Polineso, siendo testigos el Rey y toda la corte, la infame calumnia que le habia conducido á tan desastrosa muerte. No pudo concluir, pues en medio de su confesion, le faltó el aliento y la vida.

Al contemplar el Rey á su hija libre de la muerte y recobrada su honra, experimentó mayor alegría, gozo más vivo y más consolador que si le acabaran de restituir la corona despues de haberla perdido. Colmó de honores á Reinaldo, á quien lo debia todo, y cuando al quitarse el yelmo el guerrero le conoció, pues habia tenido ocasion de verle otras veces, alzó las manos al cielo, dando á Dios infinitas gracias por haberle concedido tal defensor.

En tanto que el monarca daba espansion á su alegría, el caballero desconocido que habia acudido primeramente en defensa de Ginebra se mantenia modesta y respetuosamente retirado hasta ver el desenlace de aquella escena. El Rey le llamó rogándole que le dijera su nombre, ó por lo menos que se descubriera, á fin de que pudiera recompensarle tal cual merecia su meritoria accion. Despues de muchas instancias, accedió el desconocido á quitarse el yelmo, y descubrió lo que se verá en el canto siguiente si es que os agrada escuchar esta historia.

Canto VI

Ariodante se enlaza con su amada Ginebra, obteniendo en dote el ducado de Albania.—Rugiero, atravesando los aires en su caballo alado, llega al reino de Alcina.—Un mirlo humano le refiere las infamias de Alcina, por lo cual Rugiero se propone huir de ella, más se vé rechazado en su camino por una turba de mónstruos, y salvado de ellos por dos damas que le obligan á emprender nuevos combates.

¡Desgraciado del hombre perverso que confia en que siempre han de permanecer ocultas sus malas acciones! El aire, la tierra misma que encubra su delito lo harán patente, á falta de alguna persona que la denuncie, y Dios mismo permite muchas veces que el pecador, arrastrado por su intranquila conciencia, y aun cuando haya conseguido su perdon, se descubra á sí mismo por imprudencia ó por casualidad. El miserable Polineso creyó encubrir completamente su crímen haciendo desaparecer de la faz de la tierra á Dalinda, su única cómplice y la sola persona que podia revelarlo; y uniendo un crímen á otro crímen, precipitó el funesto desenlace que podia muy bien haber diferido y evitado quizá; pero impotente para contener su impaciencia, él mismo aceleró su muerte, perdiendo á un tiempo mismo amigos, vida, hacienda, y sobre todo el honor, principal castigo de su perfidia.

Dije antes que se habian dirigido insistentes ruegos al caballero desconocido para que revelara su nombre. Accedió al fin á descubrirse, y quitándose el yelmo, dejó ver el tan conocido rostro de Ariodante, á quien poco antes habia llorado por muerto la Escocia entera; de Ariodante, por quien aun llevaban luto Ginebra, su hermano, el Rey, la corte y el pueblo todo, y que se mostraba admirable de valor y gallardía.

Su presencia venia á desmentir la narracion del viajero: este, sin embargo, habia dicho la verdad, pues le vió en efecto precipitarse en el mar desde la roca; pero como suele suceder á más de un desesperado, que anhela y llama á la muerte cuando está léjos, y al verla llegar le causa pavor, segun lo terrible y amargo que le parece aquel trance, otro tanto le sucedió á Ariodante que, despues de sumergido en el agua se arrepintió de morir, y echando mano de toda su fuerza, destreza y singular osadía, se puso á nadar hasta que ganó la orilla: una vez en ella, abandonó como loco é insensato el deseo de arrancarse la vida que hasta entonces le habia atormentado, y empapado aun en el agua del mar, se puso á caminar hasta que encontró un asilo en el albergue de un eremita, donde se propuso permanecer hasta que tuviera noticia de si Ginebra se habia alegrado de su muerte, ó si, por el contrario, la habia entristecido y angustiado.

Llegó primeramente á sus oidos que el dolor que experimentó la princesa, estuvo á punto de hacerla bajar al sepulcro: noticia que se esparció rápidamente por toda la isla. ¡Resultado bien diferente del que esperaba despues de lo que con gran pesadumbre habia presenciado! Supo luego que Lurcanio habia denunciado á Ginebra como criminal ante su padre, y su ira contra su hermano no fué menos vehemente que el amor que volvió á sentir hácia la princesa, por parecerle aquella determinacion tan cruel como impía, por más que hubiera sido adoptada en favor suyo. Poco despues tuvo noticia de que no se presentaba caballero alguno que quisiera abrazar la defensa de la doncella; porque todos tenian reparo en ponerse frente á frente de la pujanza y valor de Lurcanio, pues el que le conocia, apreciaba en tanto su discrecion, prudencia y perspicacia, que no podia presumir que arrostrara la muerte, si fuera falso lo que sostenia; razon por la cual la mayor parte de los caballeros temian exponerse á defender una causa injusta. Ariodante, despues de mil reflexiones, se decidió á aceptar el reto de su hermano.

—¡Infeliz de mí! se decia á sí mismo: no, no podré consentir que ella perezca por mi causa: mi muerte seria demasiado cruel y desastrosa, si la viera expirar antes que yo. Ella es aun mi esposa y la diosa que idolatro; ella es aun la luz de mis ojos. Es preciso, pues, que justa ó injustamente vuele en su auxilio, y pierda por ella la vida. Sé que defiendo el delito; enhorabuena: sé tambien que pereceré, pero esto tampoco me desconsuela; lo que sí me atormenta es que mi muerte no podrá salvar la vida de tan hermosa doncella. Solamente un consuelo encontraré al morir: el de que, si es cierto que la ama su Polineso, habrá podido ver claramente que no se ha movido para socorrerla; mientras que á mí, á quien tan cruelmente ha ofendido, me verá morir á su lado. De este modo me vengaré tambien de mi hermano, causa de tanto escándalo; porque habrá de arrepentirse dolorosamente del desenlace de este asunto, en el momento en que contemple con terror que ha dado muerte á su hermano cuando creia vengarle.

Apoyado en tales reflexiones, se procuró nuevas armas y nuevo caballo, así como una sobrevesta y un escudo negros, listados de verde y amarillo. La casualidad le proporcionó un escudero desconocido en aquel país, y de esta suerte disfrazado se presentó á combatir contra su propio hermano. He referido ya todos los incidentes de tan triste aventura, y cómo fué por fin conocido Ariodante. La alegría que sintió el Rey al verle en su presencia no fué menor que la que tuviera poco antes viendo á su hija justificada. Reflexionó entonces el monarca que nunca se podria encontrar amante más tierno y leal que aquel, cuando á pesar de tanto ultraje, no habia vacilado en defender á la princesa aun contra su mismo hermano; é impulsado por esta consideracion, por su propia inclinacion que hácia Ariodante le arrastraba, y finalmente por los ruegos de toda la corte, así como por la singular insistencia de Reinaldo, le entregó la mano de su hija y con ella el ducado de Albania, que providencial y oportunamente habia vuelto á poder del Rey por la muerte de Polineso. Reinaldo alcanzó el perdon de Dalinda, la cual, ya fuese por estar desengañada del mundo, ó por haber hecho algun voto, dirigió á Dios sus pensamientos, y ausentándose de Escocia sin demora, fué á tomar el velo en un monasterio de la Dacia.

Pero tiempo es ya de volver á Rugiero, á quien dejamos recorriendo los cielos montado en su rápido corcel.

Aunque el ánimo de este guerrero era entero y varonil, y el terror jamás habia hecho palidecer su rostro, no puedo asegurar que en aquellos momentos no temblara su corazon como la hoja en el árbol. Habia dejado ya muy atrás la Europa, y se encontraba á gran distancia del monumento levantado por el invencible Hércules como aviso á los navegantes. El Hipogrifo, ave inmensa y sobrenatural, lo conducia con tan vertiginosa rapidez que aventajaria seguramente en celeridad al ave de Júpiter, portadora de sus fulmíneos dardos: no hiende los aires ser tan ligero que pudiera igualársele en velocidad, y aun creo que el trueno ó la saeta invertirian más tiempo que él en llegar desde el cielo á la tierra. Despues de haber recorrido un inmenso espacio, siempre en línea recta y sin moderar el vuelo, empezó el Hipogrifo á describir anchos círculos en los aires, como si ya estuviera satisfecho de atravesar sus solitarias regiones, y fué descendiendo poco á poco hácia una isla muy parecida á aquella donde pasó en vano, á través de un camino oculto por debajo del mar, la ninfa Aretusa, á fin de librarse de un amante á quien tanto despreciaba y del que tanto se habia preservado.

En su viaje aéreo, no habia recreado la vista de Rugiero un país tan bello ni de tan halagüeño aspecto; ni aunque recorriera el mundo entero, llegaria á encontrar otro tan pintoresco y maravilloso como aquel, donde por fin se posó el enorme pájaro con su ginete, no sin describir antes un último y prolongado círculo en el aire. Por do quiera empezó á descubrir fértiles llanuras, collados de pendiente suave, aguas cristalinas, márgenes umbrosas y frescas praderas. Numerosos y encantadores bosquecillos de agradables laureles, de palmeras, de mirtos amenísimos, de cedros y de naranjos, cargados de frutas y flores de múltiples formas, todas bellas, ofrecian con sus espesas ramas un grato refugio contra los calores del estío, mientras que el ruiseñor saltando de rama en rama con vuelo seguro, halagaba el oido con sus dulces cantos. Entre las purpúreas rosas y las blancas azucenas, á las que el céfiro con su templado aliento conservaba en toda su frescura y lozanía, se veian triscar, tranquilos y seguros, conejos, liebres y ciervos de frente elevada y orgullosa, que sin temer una traidora muerte ó el escondido lazo, pastaban ó rumiaban la yerba, mientras que los corzos, las gacelas y los vivaces cabritillos saltaban y retozaban por la campiña en crecido número.

Apenas se encontró el Hipogrifo tan cerca de la tierra, que el salto desde él no ofreciera peligro, se deslizó Rugiero precipitadamente de la silla y puso el pié sobre el esmaltado césped. No abandonó, sin embargo, las riendas, y para impedir que su corcel tornara á remontar el vuelo, lo ató al tronco de un mirto que crecía en aquella costa entre un laurel y un pino. En seguida se dirigió hácia donde brotaba un manantial de trasparentes aguas, rodeado de cedros y de fecundas palmas; dejó el escudo, quitóse el yelmo y las manoplas; y volviendo el rostro, ora hácia la playa, ora hácia los montes, se puso á aspirar con delicia el ambiente embalsamado de aquellas frescas y puras auras, que agitaban con dulce murmullo las elevadas cimas de los abetos y de las hayas. Refrescó luego sus ardientes labios en el agua límpida é incitante del arroyo, y metiendo despues en él las manos, la estuvo agitando durante largo rato á fin de mitigar el calor que sentia en sus venas cansado por el contínuo peso de la armadura. Debia sentirse en efecto abrasado de calor y abrumado de cansancio, si se atiende á que habia atravesado, siempre corriendo y completamente armado, más de tres mil millas de distancia.

De pronto el caballo, que habia dejado atado á la sombra de una espesa enramada, se encabritó procurando huir espantado de un objeto que proyectaba su sombra por el bosque, é hizo plegarse de tal modo al mirto á que estaba ligado, que las hojas de la copa rodearon todo el tronco, alfombrando el suelo al desprenderse; no obstante, le fué imposible romper sus ligaduras. Así como cuando se pone en el fuego un tronco falto de sávia y que tiene seco el corazon, se nota que el aire encerrado en su interior va dilatándose por medio del calor, haciendo que el leño empiece á dar chasquidos y á resonar con estrépito, hasta que aquel se abre un camino para escapar, del mismo modo se puso á murmurar, á rechinar y retorcerse el ofendido mirto, hasta que por último abrió la boca, y con triste y débil voz pronunció distinta y claramente estas palabras:

—Si eres tan piadoso y cortés como lo indica tu gallarda presencia, aparta este animal de mi tronco; harto grande es ya el dolor que me atormenta, para que otras penas y otros dolores vengan á aumentarlo.

Apenas oyó Rugiero los primeros acentos de aquella voz, volvió el rostro hácia el sitio de donde procedia y levantóse precipitadamente, y cuando se cercioró de que salian del árbol, quedó tan estupefacto cual nunca lo habia estado. Corrió á desatar el caballo, y cubiertas de rubor las megillas, contestó:

—Quien quiera que seas, espíritu humano ó divinidad de esta floresta, perdona mi indiscrecion. No sabiendo que bajo ruda corteza se ocultase un alma humana, me he dejado llevar del atractivo de esa hermosa enramada, cometiendo una falta con tu florido mirto. No dejes, sin embargo, de manifestarme quién eres, tú, que conservas voz y alma racional bajo un cuerpo áspero y erguido; así te preserve el cielo de las injurias del granizo! En cambio te prometo por el nombre de aquella á quien he dado la mejor parte de mi ser, que si ahora ó en cualquiera ocasion puedo prestarte algun servicio, lo haré sin vacilar, ya sea de palabras ó por obra, y de modo que tengas motivo para congratularte de mí.

Luego que Rugiero hubo concluido de proferir estas palabras, empezó á temblar el mirto desde sus raices hasta la copa; despues cubrióse la corteza de un sudor semejante al que se desprende de una rama verde cuando empieza á sentir el calor del fuego, del que por algunos momentos le habia preservado su natural humedad, y contestó:

—Tu cortesía me induce á revelarte á un tiempo mismo quién fuí yo, y quién me ha convertido en este mirto que ves colocado á orillas del mar. Astolfo fué mi nombre, y yo fuí un guerrero francés muy temido en la guerra: primos mios eran Reinaldo y Orlando, cuyo renombre no conoce límites, y esperaba suceder á mi padre Oton en el trono de Inglaterra. Fuí tan galan y enamorado, que causé la desesperacion de más de una dama; pero al fin solo yo salí perjudicado. Volvia de aquellas apartadas islas que baña en Oriente el mar Indico, donde habíamos permanecido largo tiempo encerrados en oscuros calabozos Reinaldo y yo con otros caballeros, hasta que el poderoso esfuerzo de Orlando nos devolvió la libertad, é íbamos siguiendo en direccion á Occidente las arenosas costas azotadas con frecuencia por el viento Norte, cuando una mañana, impulsados quizá por nuestro cruel destino, saltamos en tierra en una hermosa playa, donde se elevaba el castillo de la poderosa Alcina, á quien encontramos fuera de su fortaleza, y sentada sin compañia alguna en una roca, desde la cual hacia salir á la orilla todo cuanto pescado se le antojaba, sin necesidad de redes ni anzuelos. Hácia la playa se dirigian veloces los delfines; los pesados atunes acudian á ella con la boca abierta, lo mismo que los becerros marinos, que aun no habian logrado sacudir su perezoso sueño; y los sargos, las rayas, los barbos, y los salmones que nadaban con toda la velocidad de que eran capaces, formando prolongadas hileras: las focas, los cachalotes y las ballenas sacaban fuera del mar sus gigantescos lomos. Vimos á una de aquellas ballenas, indudablemente la mayor que hasta entonces habitara los mares, elevar su enorme espalda más de once pasos fuera de las saladas ondas. Su extraordinaria magnitud hizo que todos cayéramos en un error; pues como estaba parada y no notamos en ella movimiento alguno, la tomamos por un islote, tanta era la distancia que separaba sus dos extremidades.

»Alcina continuaba atrayendo á los peces, valiéndose de palabras misteriosas y encantadas. Alcina era hermana de la hada Morgana; pero no sé si vió la luz al mismo tiempo, ó antes ó despues que esta. La solitaria pescadora fijó su vista en mí, y sin duda hube de agradarle, pues bien lo demostró en su semblante; formó al momento el proyecto de separarme de mis compañeros con astucia y maña, y consiguió su intento. Dirigióse hácia nosotros con placentera sonrisa, y dando muestras del mayor agrado al par que reverencia, nos dijo:

—Caballeros, si os dignais aceptar hoy mi hospitalidad y mi pesca, os daré á conocer mil clases de pescados, unos escamosos, otros de lisa piel y otros cubiertos de pelo tosco, todos de formas variadas y más numerosas que las estrellas del cielo; y si os place ver una sirena, cuyo dulce canto aplaca el furor del mar tempestuoso, pasemos desde aquí hasta aquella orilla, donde suele dejarse ver á estas horas.

»Y al decir esto nos designaba aquella ballena, que, segun he dicho, parecia una isla. Yo, que siempre fuí voluntarioso y temerario, ¡harto me pesa! salté sobre la ballena, á pesar de que Reinaldo y Dudon me hacian señas en contrario. La hada Alcina saltó tras de mi con risueño semblante y sin cuidarse de mis dos compañeros, mientras que la ballena, desempeñando diligente su cometido, se alejó surcando velozmente las aguas. Pronto me arrepentí de mi impremeditacion; pero cuando conocí el engaño, ya estaba muy apartado de la orilla. Reinaldo se arrojó al mar y se esforzó en nadar cuanto pudo para auxiliarme; pero habiéndose levantado un viento furioso que cubrió de sombras el cielo y el piélago, quedó casi sumergido. Ignoro completamente lo que despues le aconteció.

»Alcina procuró solícita tranquilizarme: todo aquel dia y la noche siguiente continuamos navegando sobre aquel mónstruo, hasta que llegamos á esta hermosa isla, cuya mayor parte posee Alcina por habérsela usurpado á una hermana suya á quien su padre dejó por heredera de todos sus dominios por ser la única legítima; pues Alcina, y Morgana son fruto de un amor incestuoso, segun me ha revelado quien lo sabe positivamente. Estas dos hermanas son pérfidas é inícuas, y están poseidas de los vicios más feos é infames, mientras que la otra, viviendo castamente, ha cifrado toda su dicha en la virtud. Contra ella se han conjurado las dos, y han armado más de un ejército para arrojarla de la isla, habiéndole arrebatado en diferentes veces más de cien castillos. Ya no le quedaria un palmo de tierra á Logistila, que así se llama la mejor de las tres, si no estuvieran sus posesiones separadas de las de Alcina por un golfo y una montaña salvaje, del mismo modo que Inglaterra y Escocia están divididas por un monte y un rio; á pesar de esto, Alcina y Morgana no quedarán satisfechas hasta que hayan despojado á su hermana de lo poco que aun le queda. Los crímenes y vicios que á las dos mancillan no pueden sufrir el eterno reproche que la castidad y virtud de Logistila les dirije.

»Pero volviendo á mi interrumpido discurso, para que sepas cómo fuí convertido en planta te diré que Alcina, abrasada enteramente por mi amor, me colmaba de delicias y atenciones; yo, por mi parte, al contemplarla tan bella y obsequiosa, no pude menos de corresponder á su pasion. Extasiado ante los placeres que la posesion de la hermosa Alcina me proporcionaba, pareciame que en ella estaba reunido todo el bien que tan repartido se halla entre los mortales, tocando á unos mucho, á otros menos y á ninguno demasiado. A su lado me olvidaba por completo de Francia y de todo, dedicado exclusivamente á contemplar su rostro; todos mis pensamientos, todos mis proyectos iban á parar á ella y no pasaban más adelante. En cuanto á Alcina, su pasion era tal vez mayor que la mia: todo lo habia abandonado por consagrarse á mí, y por mí habia despreciado á los varios amantes á quienes correspondia antes de conocerme. Confidente yo de sus más íntimos pensamientos, no se apartaba de mi lado ni de dia ni de noche: yo era el que á todos dictaba órdenes con aquiescencia y por encargo de mi amada; solo á mí daba crédito, de mí se aconsejaba, y por último con nadie hablaba más que conmigo.

»¡Ah! ¿Por qué voy renovando mis heridas, cuando no espero remedio alguno para cicatrizarlas? Por qué he de evocar el recuerdo de un perdido bien, cuando me encuentro en tan extrema desdicha! Cuando más feliz me contemplaba y estaba más persuadido de que el amor de Alcina iria aumentando, me arrebató el corazon que me habia dado y echóse en brazos de otro amante. Tarde conocí por mi desgracia su veleidoso genial, acostumbrado á amar y á olvidar á un tiempo mismo. Apenas habian trascurrido dos meses, cuando terminaba mi reinado: aquella voluble hada me apartó desdeñosamente de su lado apenas hube perdido su gracia. Despues he sabido que del mismo modo habia tratado á otros mil amantes, y á fin de evitar que vayan publicando por el mundo los secretos de su vida lasciva, puebla este fértil terreno con aquellos desgraciados, convirtiéndolos en abetos, olivos, palmas, cedros ó en el arbusto en que está encerrada mi alma: á muchos de ellos los transforma en fuentes, y en fieras á algunos, como mejor cuadra á tan caprichosa y altiva hada.

»Ahora bien ¡oh tú! que á través de caminos inusitados has puesto el pié en esta isla fatal, para que por tu causa se vea algun amante convertido en piedra, en agua ó cosa parecida: reinarás seguramente en el corazon de Alcina, y serás el más feliz de todos los mortales; pero desde ahora te advierto, que no tardarás en llegar al amargo trance de quedar transformado en fiera, en fuente, en árbol ó en peñasco. Voluntariamente te aviso el peligro que corres, aunque no creo que esté en el deber de prestarte auxilio alguno; sin embargo, será muy conveniente que no te precipites, y que conozcas á fondo las costumbres de la hada; pues así como no hay dos rostros iguales, tampoco son iguales el ingenio y la astucia, y quizás consigas tú reparar el daño que otros mil y mil no han sabido apartar de sus cabezas.»

Rugiero habia oido decir más de una vez que Astolfo era primo de su amada, por cuya razon dolióse doblemente de verle trasformado en una planta infecunda: por amor hácia la hermosa guerrera (y así hubiese deseado que lo supiera) le habria prestado una generosa ayuda; pero en aquella ocasion no podia ofrecerle más que estériles consuelos, que le prodigó del mejor modo que supo, preguntándole despues si existia algun camino que le condujera al reino de Logistila, ya fuese por llanuras ó por cerros, con tal de que no tuviera precision de pasar por los dominios de Alcina. El árbol le contestó que en efecto existia uno, pero erizado de rocas y de barrancos, y que para encontrarlo deberia dirigirse un poco á la derecha, y subir despues hasta la pelada cima de aquella montaña agreste; pero le advirtió que no debia prometerse seguir muy adelante por aquel camino, pues forzosamente habria de tropezar con una multitud de mónstruos, que le cerrarian el paso á todo trance, y que á guisa de muralla estaban colocados allí por Alcina á fin de impedir que alguien traspusiera la montaña.

Rugiero dió las gracias á aquel mirto, y separándose de él, perfectamente instruido de lo que habia de hacer, se dirigió á donde estaba el hipogrifo, le desató, cogióle de las riendas é hizo que le siguiera á pié; pues no se atrevió á montar en él como antes, por temor de que le llevara por donde no fuera de su agrado. Mientras caminaba iba pensando en los medios de que se valdria para llegar al país de Logistila, dispuesto como estaba á intentarlo todo antes que dejarse dominar por los encantos de Alcina. Una vez se decidió casi á cabalgar en el hipogrifo y hacer su viaje por los aires; pero desistió de su intento á fin de no incurrir en una nueva imprudencia, en vista de lo rebelde que aquel corcel era al bocado y al freno.—«Yo me abriré camino á todo trance, dijo, si no me engañan mis fuerzas.»—Mas apenas habia andado dos millas, costeando la orilla del mar, cuando descubrió la hermosa ciudad de Alcina.

Veíase á lo léjos una espaciosa muralla que, formando un vasto círculo, encerraba una inmensa extension de territorio, y cuya altura casi llegaba al cielo. Toda ella parecia construida de oro, aunque no falta quien diga que era de alquimia: no sé si esta opinion será más acertada que la mia; pero su resplandor era tal, que yo sostendria siempre que era de oro. Cuando Rugiero llegó cerca de aquellos muros tan soberbios, que no tienen igual en el mundo, dejó el camino ancho, que á través de la llanura, se dirigia en línea recta hácia las puertas de la ciudad, y siguió el sendero de la derecha, que con más seguridad conducia al monte; pero no tardó en tropezar con la horrible avanzada de que ya tenia noticia, y que le interceptó furiosamente el paso.

Jamás se han visto formas más extrañas, ni rostros tan hediondos y asquerosos como los de aquel tropel de mónstruos. Unos tenian forma humana desde el cuello hasta los piés, pero su cabeza era de mono ó de gato: otros mostraban sus piés de cabra; otros eran centauros ágiles y fuertes: la fisonomia de los jóvenes era sobrado impúdica; la de los viejos estúpida y embrutecida: muchos de ellos iban completamente desnudos, y algunos cubiertos de pieles raras: estos galopaban en caballos sin freno ni silla; aquellos caminaban lentamente sobre un asno ó un buey; muchos cabalgaban á la grupa de un centauro, y no faltaba quien iba caballero en un avestruz, un águila ó una grulla. Veíanse por fin allí en confuso tropel los unos resonando sus bocinas; los otros, vaciando copas en frecuentes libaciones: las hembras estaban mezcladas con los machos, así como con los que de ambos sexos participaban: quién llevaba un garfio y una escala de cuerda, quién una barra de hierro, y quién, por último, estaba provisto de una lima sorda.

El jefe de aquella turba, de voluminoso vientre y abultado rostro, iba sentado en una tortuga que caminaba con lentitud suma. A un lado y á otro iban algunos de sus extraños guerreros, dirigiendo la marcha del animal; porque el estado de embriaguez en que se encontraba el Jefe no le permitia hacerlo por sí mismo, al paso que otros cuidaban de enjugarle la frente y la barba, y de agitar lienzos para hacerle aire.

Uno de aquellos mónstruos, que tenia cuerpo humano y cuello, orejas y cabeza de perro, empezó á ladrar á Rugiero, á fin de que retrocediera á la ciudad en que no habia querido entrar.—«No haré tal cosa, gritó el paladin, mientras mi brazo tenga fuerza para manejar este acero;»—y mostróle la espada que habia desenvainado, dirigiendo la punta contra el pecho del mónstruo. Este quiso entonces traspasarle con su lanza; pero Rugiero se precipitó rápidamente sobre él, y le atravesó el vientre de tal estocada, que el acero salió más de un palmo por la espalda. Embrazó en seguida el escudo, y á pesar de ser considerable el número de sus enemigos, empezó á repartir tajos y mandobles á diestro y siniestro, atravesando á unos, derribando á otros, y acometiendo á todos, volviéndose y revolviéndose incesantemente. Contra sus cuchilladas era ineficaz la resistencia de los almetes, escudos ó corazas, pues de cada una de ellas hendia á un enemigo hasta el cuello ó hasta la cintura; pero vióse por fin tan estrechado por todas partes, que le serian necesarios más brazos y manos que los que tuvo Briareo para mantener á raya á aquel inícuo tropel de séres monstruosos, y abrirse paso á través de ellos. Si hubiese tenido la ocurrencia de descubrir el escudo del nigromante, aquel escudo que quitaba la vista, y que Atlante habia dejado pendiente del arzon de su caballo, hubiera vencido sin duda á todos sus horrendos adversarios, derribándolos á sus piés sin resistencia; pero quizá tuvo á menos echar mano de tan innoble artificio por esperarlo todo de su valor.

Sea lo que quiera, lo cierto es que se proponia morir antes que entregarse á gente tan vil; pero de pronto se vieron salir de las puertas de aquel muro, que supongo era de oro, dos hermosas jóvenes, en cuyo ademan y aspecto se conocia que no habian nacido en humilde cuna ni se habian criado bajo rústicos techos, sino entre las delicias de los palacios. Una y otra iban montadas en unicornios más blancos que el armiño; una y otra eran bellas, y sus trages tan vistosos, y de tan peregrina elegancia, que el hombre que las contemplara necesitaria tener los ojos de un dios para emitir su juicio sobre ellas: eran, en fin, la gracia y la belleza personificadas.

Dirigiéronse ambas hácia el sitio en que Rugiero se encontraba á punto de sucumbir al gran número de sus enemigos, y al verlas, toda la turba se retiró sumisa; ellas pusieron su mano sobre el caballero, que encendido de rubor les dió las gracias por tan humanitario acto, dándose por muy satisfecho, accediendo á sus deseos, de emprender el regreso hácia la ciudad de las doradas puertas.

Delante de cada una de estas puertas, habia un pórtico algun tanto saliente, y tan enriquecido de las piedras más preciosas de Levante, que apenas se divisaba sitio alguno que no las contuviera. Este pórtico estaba sostenido por cuatro gruesas columnas de diamante puro, y ya fueran falsos ó verdaderos estos diamantes, el caso era que su brillo y hermosura recreaba la vista. Por debajo del pórtico y en derredor de las columnas corrian jugueteando lascivas doncellas, cuya belleza seria quizá mayor, si guardaran más los respetos que la mujer se debe á sí misma. Todas ellas estaban vestidas de verdes faldas y coronadas de frescas hojas. Adelantáronse á recibir á Rugiero, y con obsequiosos ofrecimientos y agradable semblante, le hicieron entrar en aquel paraiso, al que creo poder dar este nombre por figurárseme que allí debió nacer el amor.

Allí las danzas alternan con los juegos; las horas transcurren veloces en contínua fiesta sin que logre abrirse paso en la imaginacion ningun pensamiento sombrío, ni penetren jamás el hastío ni la indigencia; pues la abundancia derrama allí sus más predilectos tesoros. Allí, donde parece que sonrie siempre el placentero Abril con frente alegre y serena, viven multitud de jóvenes bulliciosas: unas cantan junto á las fuentes con dulce y melodioso acento; otras á la sombra de un árbol ó de una loma, juegan, danzan ó se entregan á entretenimientos no menos inocentes, mientras que otras, separadas de sus compañeras, revelan á un amante sus amorosas quejas. Por las copas de los pinos, de los laureles, de las elevadas hayas y de los abetos empinados revolotean pequeños amorcillos, unos cantando alegres sus triunfos, otros dirigiendo la puntería para flechar los corazones, ó tendiendo las redes, y algunos templando sus dardos en la corriente de un arroyo, ó bien aguzándolos en piedras movedizas.

Allí presentaron á Rugiero un magnífico caballo alazan, fuerte y arrogante, cuyos ricos arneses estaban recamados de piedras preciosas y franjas de oro, confiando el alígero corcel, que antes obedecia únicamente al viejo nigromante, al cuidado de un jóven que seguia los pasos del paladin.

Las dos solícitas jóvenes que habian sacado á Rugiero de entre las manos de la monstruosa turba, le dijeron estas palabras:

—Señor: la fama de vuestras hazañas, que ha llegado hasta nosotros, nos presta la suficiente audacia para que impetremos vuestro auxilio en nuestro obsequio. En nuestro camino encontraremos pronto un rio que divide en dos partes esta llanura. Una mujer cruel, llamada Erifila, defiende el puente que las une entre sí, y acomete, burla y repele á todo el que pretende pasar á la otra orilla. Su estatura es gigantesca; largos son sus dientes y venenosa su mordedura; tiene afiladas las uñas, y araña y desgarra como un oso. Además de interceptarnos el camino, que á no ser por ella estaria libre, hace frecuentes excursiones por este jardin, difundiendo entre todos el espanto. Es preciso tambien que sepais que muchos de los asesinos que os acometieron durante vuestro viaje son hijos suyos, y los demás están á sus órdenes, teniendo la misma inhumanidad, alevosía y rapacidad que ella.

Rugiero respondió:

—No una, sino cien veces estoy dispuesto á combatir en vuestro servicio. Disponed de mi persona á vuestro arbitrio en todo aquello que creais puede seros útil; porque si visto acero y malla no es para conquistar tierras ni tesoros, sino para hacer cuantos beneficios pueda, sobre todo tratándose de damas tan bellas cual lo sois vosotras.

Las damas le agradecieron sus corteses ofrecimientos en términos dignos de tan galante caballero, y entre parecidas pláticas llegaron al sitio donde se descubria el rio y el puente. En él vieron á la temible mujer que lo guardaba, cubierta con una armadura de oro, sembrada de esmeraldas y zafiros. Pero en el canto siguiente referiré el peligro que corrió Rugiero al combatir con ella.

Canto VII

Vencida la giganta Erifila por Rugiero en favor de las damas que así se lo habian rogado, se dirige el paladin hácia el inextricable laberinto en que Alcina habia aprisionado á otros muchos.—Melisa le hace ver el error en que ha caido, y le trae el oportuno remedio; y Rugiero, avergonzado de su falta, se decide á huir rápidamente de aquel país.

El que se ausenta léjos de su patria suele ver cosas que hasta entonces le habrian parecido increibles; y al referirlas, cuando á ella regresa, nadie le quiere dar crédito teniéndole por embustero; que el vulgo necio, como no vea y toque clara y palpablemente las cosas, desconfia de todo. Por esta razon sé que los hombres inexpertos darán poca fé á lo que me propongo narrar en este canto. Pero ya sea mucha ó poca la que yo adquiera, nada me importa: no es al vulgo ignorante y grosero al que me dirijo, sino á vos, Señor, de cuya clara inteligencia espero que no tendrá por mentirosa mi relacion; á vos, á quien van dedicados mis fatigosos desvelos, en la esperanza de que sabreis recompensarlos.

Quedamos en el momento en que se divisó el rio y el puente custodiado por la arrogante Erifila. Las armas de esta eran del metal más fino, y sus colores participaban de los matices de distintas piedras preciosas, como el encarnado rubí, el amarillo crisólito, la verde esmeralda y el naranjado jacinto. Servíale de cabalgadura, no un caballo, sino un lobo membrudo y fuerte, cuyos arneses eran de una riqueza nunca vista y sobre el que atravesaba el rio. No creo que en la Apulia haya existido un animal de tal magnitud, pues era más alto y grueso que un toro, ni comprendo cómo podia ella dirigirlo á su voluntad, porque en su espumante boca no se veia freno alguno. La sobrevesta de aquella hembra, maldita como la peste, era de color de tierra, y por su corte y hechura, se asemejaba á la que usan los obispos y prelados en sus actos oficiales. En la cimera, lo mismo que en el escudo, ostentaba la imágen de un sapo hinchado y venenoso.

Las dos damas hicieron que el caballero fijase en ella su atencion, mientras que Erifila, dispuesta á combatir, empezó á mofarse de él y á cerrarle el paso, como hacer solia con tantos otros. Al ver que Rugiero avanzaba, le previno imperiosamente que retrocediera; pero él, sin hacer caso de sus amenazas, empuñó la lanza y la retó á singular combate. Entonces la giganta, rápida y atrevida, afirmándose en la silla, enristró la lanza y espoleó al lobo, cuyos presurosos pasos hicieron temblar la tierra. Al primer choque quedó tendida sobre la yerba, pues el valiente Rugiero le metió la lanza por debajo del yelmo, arrancándola de la silla con tal furia, que la arrojó á seis brazas de distancia. Sin detenerse á más, sacó la espada que hasta entonces no habia desenvainado, y se dispuso á cortar aquella orgullosa cabeza, como sin riesgo alguno podia hacerlo, por yacer Erifila como muerta entre la yerba y las flores, cuando las dos damas le gritaron:

—Conténtate con haberla vencido: no te vengues más cruelmente de ella. Envaina el acero, ¡oh cortés paladin! y pasando el puente, prosigamos nuestro camino.

Emprendieron, en efecto, su marcha al través de un bosque por un sendero áspero y escabroso, que á pesar de su angostura y de las dificultades que presentaba, les condujo directamente á la cumbre de la colina. Cuando llegaron á ella se encontraron en una pradera dilatada, donde contemplaron el palacio más admirable que pudiera verse en el mundo.

Apareció la bella Alcina fuera del pórtico, y se adelantó un buen trecho á recibir á Rugiero, á quien acogió brillante y agradablemente en medio de su fastuosa corte. Tantos y tales fueron los obsequios, reverencias y ofrecimientos prodigados por todos indistintamente al valiente guerrero, que más no podrian dirigirse al mismo Dios, si se hubiera dignado descender desde su trono celestial.

El encantador palacio era menos digno de admiracion por las riquezas increibles que encerraba, que por la gracia, agrado y gentileza, de sus moradoras: estas, en cuanto á juventud y belleza, se diferenciaban muy poco entre sí; pero Alcina las sobrepujaba á todas, así como el Sol sobrepuja en esplendor á los demás astros. Las formas de su cuerpo eran tan perfectas, cual no pudiera imaginarlas el más inspirado pintor; más que el oro brillaban las trenzas de sus cabellos blondos, largos y sedosos: sus delicadas mejillas ostentaban los suaves matices de la rosa y del ligustro, y su ebúrnea frente completaba graciosamente el conjunto inimitable de su rostro. Bajo dos arcos negros y sutiles veíanse dos ojos, negros tambien, ó mejor dicho, dos claros soles, de dulcísima mirada y parcos movimientos: no parecia sino que el amor jugueteaba revolando en su derredor, y que desde ellos despedia todas las flechas de su carcaj, arrebatando visiblemente los corazones. La envidia no hubiera podido hallar defecto alguno en su bien delineada nariz, que en líneas regulares dividia el rostro; bajo ella aparecia, como entre dos pequeños valles, la boca matizada con los rojos colores del cinabrio más puro, y en la que se descubrian dos hileras de escogidas perlas, que un bello y dulce labio ocultaba y permitia ver alternativamente: de ella salian halagüeñas palabras, capaces de ablandar el corazon más duro y resistente: en ella se formaba por último aquella encantadora sonrisa, que hacia entrever á su arbitrio las delicias del Paraiso. Su hermoso cuello era blanco como la nieve, y cual la leche su pecho: el primero torneado; el segundo lleno y elevado. Sus pechos, que parecian de marfil, oscilaban blandamente, como las olas que movidas por una apacible aura, van á morir en la cercana orilla. Las demás partes de su cuerpo eran impenetrables aun para las miradas de Argos; pero podia suponerse que lo oculto no desmereceria en nada de lo visible. Sus dos brazos eran de una dimension proporcionada, y en su blanquísima mano, algun tanto larga y de afilados dedos, no se dibujaba el más pequeño hueso ni siquiera se traslucian las venas. Por último, dos piés pequeños y redondeados servian de sosten á cuerpo tan perfecto, que cual los de los espíritus celestiales, no podia ni debia ocultarse bajo velo alguno. Sus palabras, su sonrisa, su acento, sus ademanes, eran otros tantos lazos tendidos á los corazones de los que la contemplaban; por lo cual no es de extrañar que Rugiero quedara prendido en ellos al encontrarse frente á tan sin igual belleza.

De nada le sirvieron ya las prevenciones que le hiciera el mirto con respecto á la perfidia y maldad de Alcina, porque se resistia á creer que bajo sonrisa tan suave pudieran ocultarse el engaño y la traicion. Prefirió por lo mismo creer que el comportamiento de Astolfo, ingrato y desleal, le habia hecho merecedor de un castigo mucho mayor que el de verse convertido en mirto; así como tuvo por una calumnia todo cuanto de Alcina le habia dicho, y que únicamente la venganza, el hastío y la envidia habian hecho que Astolfo pronunciara tales blasfemias y dijera tantas imposturas.

Súbitamente habíase borrado del corazon de Rugiero la imágen de la hermosa dama á quien tanto amaba; porque Alcina, valiéndose de sus encantos, habia cerrado sus antiguas heridas amorosas, y solo por ella estaba ocupado entonces, y ella sola estaba en él grabada: débese por lo tanto excusar á Rugiero, que se mostrara en aquella ocasion tan voluble é inconstante.

Sentados á una mesa opípara y suntuosa, escuchaban con delicia la dulce melodía que esparcian por los aires las cítaras, las arpas y las liras. No faltaban tampoco agradables voces que cantaran los goces y transportes del amor, ó recitaran sonoros y fantásticos versos, inspirándose en las galanas ficciones de la poesía. Los suntuosos y celebrados banquetes de los sibaríticos sucesores de Nino, ó los ofrecidos por la famosa Cleopatra al romano vencedor, no podian compararse con el que la amorosa hada dió en obsequio del valiente paladin, y aun es dudoso que lleguen á igualarse á él los que celebra en el Olimpo el sumo Júpiter dispuestos por su copero Ganimedes.

Cuando se levantaron las mesas, entregáronse todos los comensales, formando círculo, á un juego entretenido, que consistia en preguntarse recíprocamente al oido el secreto que mejor les pareciese. Este pasatiempo ofrecia gran comodidad á los amantes, pues así podian revelarse su escondido amor sin dificultad ninguna. Alcina y Rugiero no desperdiciaron tan excelente ocasion, y se prometieron reunirse de nuevo aquella misma noche.

Aquel juego cesó más temprano de lo que se acostumbraba en otras ocasiones, y entonces entraron varios pajes con antorchas cuya viva luz disipó las sombras del crepúsculo vespertino. Rodeado de hermosas doncellas pasó Rugiero á descansar en una cámara fresca y elegante, que se le habia destinado como la mejor de aquel palacio. Ofreciéronse allí de nuevo á los convidados dulces exquisitos y aromáticos vinos, despues de lo cual se fueron retirando á sus aposentos respectivos, no sin repetir antes sus reverencias y ofrecer una vez más sus respetos á Rugiero. Metióse este entre sábanas perfumadas, que parecian salidas de las manos de Aracnea, poniéndose á escuchar con toda atencion por ver si percibia el rumor de la llegada de Alcina. Al menor ruido que sentia, levantaba la cabeza, creyendo que fuese ella; se le figuraba oirla, y las más de las veces no oia nada, lanzando un suspiro cuando reconocia su error: otras veces saltaba del lecho, abria la puerta, miraba hácia fuera y nada veia, y se retiraba maldiciendo mil veces las horas que retrasaban el momento anhelado. Con frecuencia decia entre si:—«Ahora viene.»—Y empezaba á contar los pasos que suponia haber desde la estancia de Alcina hasta la suya, donde continuaba esperando en vano. Estos y otros pensamientos le estuvieron ocupando todo el tiempo que tardó en reunírsele la hermosa dama, y hasta hubo momentos en que creyó que algun obstáculo imprevisto le privara de coger el fruto que ya tocaba con sus manos.

Alcina se entretuvo largo rato en perfumarse con los olores más gratos; y cuando conoció que era ya tiempo, por reinar en el palacio la quietud y el silencio, salió sola de su cámara, y se dirigió silenciosa por un pasadizo secreto á la estancia en donde Rugiero se encontraba con el corazon anhelante entre el temor y la esperanza.

Apenas vió el sucesor de Adolfo aparecer aquella riente estrella, sintió circular por sus venas un fuego tan abrasador, que apenas podia contenerlas la piel: sus miradas engolfáronse con avidez en aquel mar de delicias y perfecciones, y sin darle tiempo á más, saltó del lecho y la estrechó entre sus brazos. Alcina venia envuelta en un ligero cendal que se habia echado sobre uno camisa blanquísima y sumamente sutil. Al abrazarla Rugiero, cayó el manto que la envolvia, y quedó el velo sutil y transparente, que no encubria sus perfecciones más de lo que un diáfano cristal oculta los primores de las rosas ó azucenas.

No se adhiere tan estrechamente la hiedra á la planta en tomo á la cual se ha abrazado, como se enlazaron mútuamente ambos amantes, cogiendo en sus labios la flor del espíritu, flor tan suave cual no la producen las odoríferas arenas índicas ó sabeas. Los amorosos trasportes á que entonces se entregaron solo ellos pueden referirlos y comprenderlos, pues más de una vez se encontraron sus labios, y más de una vez aspiraron su aliento mútuamente.

Estas escenas permanecian secretas en el palacio, y si no secretas, por lo menos discretamente calladas; que el silencio raras veces ha sido objeto do censura, y casi siempre de alabanza. Cumpliendo los deseos de Alcina, los astutos moradores de aquella mansion acogian con semblante agradable á Rugiero, y le prodigaban toda clase de atenciones, inclinándose contínuamente ante él. En su placentera estancia no se echaba de menos ninguno de los deleites que pudiera ambicionar el más refinado deseo: diariamente cambiaban dos ó tres veces de trajes de distintas y caprichosas hechuras; menudeaban los banquetes, y las horas transcurrian en medio de las fiestas, de los juegos, de las justas, de las luchas y representaciones escénicas, ó bien disfrutando de los placeres del baño y de la danza: otras veces á la sombra de los bosquecillos y sentados á las orillas de los arroyuelos leian antiguas historias de amores; muchos ratos perseguian á la tímida liebre á través de los floridos valles y de suaves collados, ó guiados por excelentes sabuesos, hacian salir con estrépido á los atolondrados faisanes de entre las zarzas y rastrojos: y ya tendian á los tordos lazos y varillas de liga entre los enebros olorosos, ó ya turbaban la grata tranquilidad de los peces con anzuelos cebados ó con redes.

Mientras Rugiero se entregaba sin reserva á aquella vida tan placentera, el rey Cárlos luchaba contra Agramante, cuya historia no debo olvidar por hablaros de la de Alcina, así como tampoco debo descuidar á Bradamante que por espacio de muchos dias derramó lágrimas de desesperacion y angustia, pensando en su deseado amante, á quien habia visto desaparecer por camino desusado hasta entonces, sin saber donde iria á parar.

Me fijaré en Bradamante con preferencia á los otros, y diré que durante muchos dias fué buscando en vano por bosques umbrosos, por abiertas campiñas, por villas, ciudades, montes y llanuras, sin conseguir la menor noticia de su adorado amigo, que tan apartado de ella estaba. Con frecuencia se aventuraba tambien en el campo sarraceno, sin encontrar la menor huella de su Rugiero: no cesaba de interrogar á unos y otros, explorando cuidadosamente los alojamientos, barracas y tiendas de campaña, aunque siempre sin resultado. En estas pesquisas no corria peligro alguno; pues pasaba entre los infantes y ginetes sin ser vista, merced á aquel anillo que la hacia invisible cuando se lo metia en la boca.

No quiere ni puede creer que haya muerto; porque la pérdida de un héroe como Rugiero habria resonado desde las orillas del Hidaspes hasta las regiones en que el Sol se oculta. No sabe decir ni imaginar siquiera qué camino haya podido seguir por el Cielo ó por la Tierra, y sin embargo, la desventurada no cesa de buscarle, llevando por compañía sus lágrimas y suspiros, y la pena más aguda.

Resolvió al fin volver á la cueva donde descansaban los huesos del profeta Merlin, y prorumpir en tales exclamaciones al rededor de la tumba, que movieran á compasion al frio mármol, presumiendo que si vivia Rugiero, ó si nuestro fatal destino hubiera tronchado su adorada existencia, allí podria saberlo, y tomaria en consecuencia la determinacion que más conveniente le pareciera.

Emprendió con tal intento el camino que guiaba á las selvas próximas á Poitiers, donde existia, oculta en un sitio agreste y sombrío, la tumba oral de Merlin; pero aquella Maga que tanto se interesaba por la suerte de Bradamante; aquella que en la gruta le diera á conocer las condiciones de su posteridad; aquella encantadora sábia y benigna que velaba con solicitud por la jóven, sabiendo que de su seno habrian de salir tantos guerreros invictos, tantos semidioses, procuraba conocer diariamente sus menores acciones y palabras: así es que habia tenido noticia de la libertad y de la pérdida de Rugiero, y tambien de su forzoso viaje á la India. Habíale visto sobre aquel desenfrenado corcel, que no podia dirigir, recorrer un trayecto inmenso por vias peligrosas é inusitadas: y no ignoraba que despues el guerrero, olvidando á su señor, á su dama y hasta su honra, pasaba la vida entregado á los juegos, las danzas, los banquetes, y por fin, á la molicie del ocio más afeminado. En tan prolongada inercia podria haber llegado á consumir tan gentil caballero la flor de sus años, para perder despues no solo el cuerpo y el alma á un tiempo, sino aquella honrosa fama, única cosa que de nosotros queda cuando desaparece de la tierra nuestro débil cuerpo.

Pero la bondadosa Melisa, que estaba consagrada al cuidado de Rugiero más que él mismo, se propuso atraerle nuevamente al camino áspero y fatigoso de la verdadera virtud, aunque fuera á pesar suyo, como un excelente médico que emplea para curar el hierro y el fuego y hasta el veneno, y si bien al principio causa agudos dolores con tan crueles medios, devuelve con ellos la salud al enfermo, que no puede menos de mostrársele agradecido. No le cegaba, sin embargo, tanto su cariño hácia Rugiero que, como Atlante, pensara tan solo en conservarle la vida, ni, como este, queria prolongarla aun á costa de su honor y su renombre, despreciando todos los elogios y la admiracion del mundo con tal de que ni en un solo año se anticipara su muerte. Atlante era el que le habia enviado á la isla de Alcina, con objeto de que en su corte olvidara la gloria de las armas: y como mágico experto y consumado, habia unido el corazon de aquella reina al de Rugiero con un lazo tan amoroso y fuerte, que jamás hubiera podido romperse, aunque el guerrero llegara á una edad más avanzada que la de Néstor.

Volviendo, pues, á la encantadora que tan bien conocia el porvenir, diré que, siguiendo el mismo camino por donde acudia errante la hija de Amon, se encontró con ella. Al ver Bradamante á su querida Maga trocóse su primitiva pena en esperanza: Melisa no tardó en anunciarle todo cuanto á su Rugiero habia acontecido. La jóven quedó casi inanimada al saber que su amante estaba tan apartado de ella, y mucho más al comprender que su amor peligraba si no se ponia un pronto y eficaz medio; pero la solícita Maga la tranquilizó, derramando con sus palabras un bálsamo consolador en la herida que con sus noticias habia abierto, y prometiéndole y jurándole que lograria hacer que volviera á ver á su Rugiero dentro de pocos dias.

—Puesto que tienes en tu poder, le dijo, el anillo que destruye todas las artes mágicas, no dudo un momento que si yo lo llevo al palacio donde Alcina tiene cautivo á tu bien, conseguiré deshacer sus encantamientos, y devolverte tu amante. Emprenderé la marcha en cuanto aparezca el crepúsculo vespertino, y llegaré á la India al despuntar la aurora.

Y continuó dándole cuenta del plan que habia trazado para arrancar al paladin de aquella corte muelle y afeminada y hacerle volver á Francia.

Bradamante se quitó el anillo del dedo, y no solamente este, sino hasta el corazon y la vida le habria dado con tal de que salvara á su amante. Recomendóle mucho la conservacion de aquella alhaja, y encargóle mucho más aun el cuidado de su Rugiero, á quien, por su conducto, enviaba mil ternezas. Tomó en seguida el camino de la Provenza, mientras que la encantadora se encaminó por opuesta via.

Para llevar á cabo su proyecto, al empezar la noche hizo Melisa aparecer un palafren enteramente negro, pero con una pata roja, que probablemente seria uno de los duendes ó espíritus infernales revestido de aquella forma. La mágica montó en él, llevando desceñida la túnica, descalza, y con los cabellos sueltos y horriblemente desordenados, habiéndose quitado de antemano el anillo del dedo á fin de que su virtud eficaz no destruyese aquel encanto. Emprendió despues tan veloz carrera que al amanecer del siguiente dia se encontró en los dominios de Alcina.

Una vez en la isla, transformóse admirablemente: su estatura creció más de un palmo; todos sus miembros engruesaron en proporcion, quedando bajo el aspecto del Nigromante que criara con tanto cariño á Rugiero. En sus mejillas apareció de improviso una luenga barba, y profundas arrugas surcaron su frente y todo su rostro: en sus movimientos, en sus palabras y en sus facciones imitó tan bien al encantador Atlante, que no parecia sino que fuese él mismo.

Ocultóse despues, esforzándose en alejar de Rugiero á la enamorada Alcina, hasta que al fin lo consiguió, aunque no sin trabajo; pues la hada no podia permanecer un momento apartada de él. Encontróle completamente solo, segun era su deseo, á la orilla de un riachuelo que corria desde una colina hasta un pequeño lago límpido y ameno. En sus vestiduras, hechas de tela de oro y seda, tejidas con prolijo esmero por la mano de Alcina, y llenas de adornos y de perfumes, se echaba de ver el ocio y la lascivia. Pendia de su cuello hasta el pecho un espléndido collar de piedras preciosas, y en los brazos, un tiempo varoniles, llevaba ricos brazaletes; atravesaban sus orejas dos hilos delgados de oro en forma de sortijas que sostenian otras tantas perlas de extraordinaria magnitud, cual nunca se hayan visto en la Arabia ó en la India. Húmedos estaban sus ensortijados cabellos con los perfumes más preciados y de olor más suave, y por último sus gestos, sus movimientos respiraban la molicie y la afeminacion que es proverbial entre los galanteadores de oficio de las damas de Valencia. Tal variacion habia sufrido por la fuerza de los encantos de Alcina, que del antiguo Rugiero solo quedaba el nombre; lo demás se habia corrompido ó estragado.

En esta situacion le encontró Melisa, que se presentó ante él bajo la forma de Atlante, con aquel rostro grave y venerable tan respetado siempre por Rugiero; y fijando en él la mirada colérica y amenazadora que con frecuencia le habia hecho temblar en su niñez, le increpó en estos términos:

—¿Es este el fruto que por espacio de tanto tiempo he debido esperar en recompensa de mis sudores? ¿Te dí acaso por primeros alimentos la grasa de los osos y leones, y andando por cavernas y profundos barrancos te acostumbré desde niño á extrangular serpientes, á desarmar de sus tajantes garras los tigres y panteras, y arrancar los colmillos al javalí vivo, para despues de tantos afanes verte hoy convertido en el Adónis ó el Atis de Alcina? ¿Es esto lo que la contínua observacion de los astros y de las fibras palpitantes de los animales, los horóscopos, los agüeros, los sueños y demás sortilegios á cuyo estudio me he dedicado incesantemente me habian prometido esperar de tí desde tu más tierna infancia, para cuando llegaras á la edad viril, en que tus acciones heróicas debian ser tan preclaras y famosas cual nunca se hubieran visto en el mundo? ¡Digno principio de tu carrera es este, que permita esperar verte pronto convertido en un Alejandro, un César ó un Escipion!

»¿Quién podria ¡ay de mí! presumir, que voluntariamente te convirtieras en el esclavo de Alcina? Nadie podrá, sin embargo, poner en duda tu oprobio, al contemplar en tus brazos y en tu cuello la cadena con que ella dirige á su albedrío todos tus movimientos y acciones. Si no es bastante á moverte tu propia estimacion; si no tienes en nada las alabanzas y loores que puedes conseguir, así como tampoco sabes apreciar en su justo valor el brillante destino que te reserva el cielo, ¿por qué has de privar á tus sucesores del bien que te he predicho tantas veces? ¿Por qué has de consentir que permanezca infecundo el seno destinado por el Cielo para concebir la raza gloriosa y sobrehumana, que ha de dar al mundo más esplendor que el mismo Sol? No impidas, no, que las más nobles almas que se han formado en la mente del Eterno adquieran de tiempo en tiempo forma corpórea en el tronco cuya raiz has de ser tú. No seas, no, un obstáculo á los mil triunfos y victorias gloriosas con que tus hijos, tus nietos y todos tus descendientes han de devolver á Italia su pristino honor, despues de muchos reveses y crueles pruebas.

»Deberian inclinar tu abatido ánimo á salir de ese estado tantas y tantas almas bellas, ilustres, preclaras, invictas y santas como florecerán en el árbol fecundo de tu estirpe, y sobre todo, deberia reanimarte la esperanza de verte reproducido en Hipólito y su hermano, séres los dos tan perfectos en todos los grados que á la virtud conducen, cual pocos han existido en el mundo hasta el presente. De ellos acostumbraba á hablarte con más frecuencia que de los otros, ya porque su fama y su valor serán mayores que los de los restantes, ya tambien porque observaba que era más fija tu atencion cuando de ellos me ocupaba, que al referirte la historia de tus demás sucesores, regocijándote con la idea de que tan ilustres héroes habian de pertenecer á tu linaje.

»¿Qué tiene, pues, la que actualmente reina en tu corazon, que no lo tengan mil y mil meretrices? ¿No ha sido tambien la concubina de otros muchos, á quienes ha proporcionado al cabo una felicidad como suya? Pero, á fin de que conozcas quién es Alcina, despojada de sus embustes y artificios, coloca este anillo en tu dedo, vuelve á su lado, y entonces podrás formar una exacta opinion de su belleza.»

Mientras Melisa le dirigia tan amargas reconvenciones, permanecia Rugiero confuso, mudo, con la vista fija en el suelo y sin saber qué decir: púsole la Maga el anillo en el dedo, y á su contacto se estremeció el guerrero, que vuelto en sí, se vió abrumado de tal vergüenza que hubiera deseado encontrarse á mil brazas debajo de tierra para sustraerse á las miradas de todos.

En un momento recobró la Maga su primitivo ser, por considerar ya innecesario ocultarse bajo la figura de Atlante, una vez conseguido el resultado que se propusiera. En seguida se dió á conocer á Rugiero, y habiéndole dicho su nombre, le participó que era enviada por aquella apasionada jóven, que llena de amor pensaba continuamente en él, y que no pudiendo vivir sin su Rugiero, habíala rogado que fuese á romper las cadenas á que lo tenia sujeto la violencia del arte mágica; añadiendo que habia tomado la forma de Atlante de Carena para obtener de él mayor crédito y reverencia; pero que una vez conseguida su curacion, no habia tenido inconveniente en darse á conocer y en descubrirle la verdad entera.

—Aquella dama gentil que te ama tanto, prosiguió; aquella cuyas virtudes la hacen tan digna de tu amor, y á quien debes saber que eres deudor de la libertad que ahora disfrutas, si acaso lo has olvidado, te envia este anillo que destruye todos los encantos de la magia, y de igual modo hubiérate mandado su corazon, si este poseyera como aquel una virtud capaz de influir en tu salvacion.

Melisa continuó hablándole del amor que Bradamante le habia profesado y seguia profesándole; ensalzando al mismo tiempo su valor en cuanto era compatible con la verdad y con la inclinacion que hácia la jóven sentia: trató por último de todos estos asuntos con la perspicacia y talento propios de tan experta mensajera, en términos de hacer que Rugiero sintiera hácia Alcina el mismo horror que causa la vista de los objetos más horrorosos. Este odio naciente parecerá extraño en el hombre que tan apasionado estaba momentos antes; pero dejará de serlo si se tiene en cuenta que aquel amor era hijo de la influencia de la magia, cuya influencia quedó destruida en presencia del anillo. Este talisman hizo más aun: transformó por completo las fingidas perfecciones de Alcina, patentizando que cuanto ostentaba la hada desde el pié á los cabellos, nada era suyo; así es que desapareció lo bello y quedó la fealdad en su ingrata desnudez.

Así como el niño que esconde una fruta madura, y olvidando despues el sitio donde la ha ocultado, si pasados algunos dias la encuentra por casualidad, se admira al verla podrida y deshecha y muy diferente de cómo él la escondió, y entonces en vez de apetecerla tanto como antes, la odia, la desprecia y la arroja léjos de sí, del mismo modo Rugiero, cuando por obra de Melisa volvió á hallarse en presencia de Alcina, provisto de aquel anillo contra el que nada valen los sortilegios cuando se lleva en el dedo, encontró en vez de la hermosa mujer de quien hacía poco tiempo se separara, un ser tan deforme que en toda la Tierra existia otro más decrépito ni mas horrible.

La faz de Alcina aparecia pálida, rugosa y macilenta; sus cabellos escasos y encanecidos: su estatura no llegaba á seis palmos, ni en su boca existia diente alguno, pues habia vivido más que Hécuba, más que la Sibila cumea y más que cualquiera otra mujer. Merced á un arte, desconocido en nuestro tiempo, lograba parecer jóven y bella: así es que por medio de su magia habia ya seducido á otros muchos lo mismo que á Rugiero, cuando el anillo vino á arrancar la máscara que por espacio de muchos años habia ocultado la verdad. No era, pues, maravilloso que de la mente de Rugiero desapareciera todo pensamiento que le hablara del amor de Alcina, al contemplarla bajo el aspecto que ya no podian disfrazar sus sortilegios.

Siguiendo el paladin los consejos de Melisa, no dió á conocer en su semblante el disgusto que le causaba ya cuanto le rodeaba, hasta que vistió por completo su armadura, tanto tiempo abandonada. A fin de que Alcina no sospechara nada, pretestó que queria probar sus fuerzas, y ver si habia engruesado despues de tantos dias como no iba cubierto con su arnés. Ciñóse al costado á Balisarda, que este era el nombre de su espada: cogió además el admirable escudo que no solo deslumbraba la vista de cuantos le miraban, sino tambien les abatia como si el alma se desprendiera de su cuerpo; y se lo colgó del cuello, cubierto con el mismo velo que lo envolvia. Bajó á la cuadra, é hizo que le ensillaran un corcel más negro que la pez, designado de antemano por Melisa quien conocia la extraordinaria lijereza de sus piernas: llamábase Rabican y era el mismo que condujo á aquel sitio la ballena en compañía del caballero que convertido en mirto, era juguete de los vientos en la orilla del mar. Podia igualmente haberse llevado el hipogrifo que estaba atado junto á Rabican; pero la maga le dijo que recordara la indocilidad de aquel animal, de que tenia ya pruebas, añadiendo que al dia siguiente lo sacaria fuera de aquel país, cuando se encontraran en un sitio á propósito donde pudiera enseñarle el modo de enfrenarlo y dirigirlo á su placer; y que seria conveniente dejarlo en la cuadra, á fin de que la presencia del corcel alado en ella no hiciera sospechar su evasion.

Hizo Rugiero cuanto le aconsejó Melisa, que aunque invisible para todos, no se apartaba de su lado. Con tales ficciones, salió del palacio lascivo y muelle de la decrépita prostituta y se encaminó hácia una de las puertas de la ciudad por donde se salia al camino que guiaba á los estados de Logistila. Atacó de improviso á los que la custodiaban y emprendiendo con ellos á cuchilladas, dejó á unos muertos y á otros mal heridos, escapándose despues con toda lijereza por el puente; y antes que Alcina tuviera noticia de su fuga, ya habia puesto una considerable distancia entre él y la ciudad. En el canto siguiente referiré el camino que siguió, y cómo llegó despues al país de Logistila.

Canto VIII

Huye Rugiero de la ciudad de Alcina.—Melisa devuelve su forma primitiva á Astolfo y á sus demás compañeros de cautiverio.—Reinaldo consigue levantar ejércitos que acudan en auxilio del Santo Imperio y le saquen de su terrible apuro.—Angélica, encontrada durmiendo junto al ermitaño, es ofrecida como pasto á un mónstruo marino.—Orlando, que vé en sueños su desgracia, abandona angustiado á París.

¡Oh! ¡Cuán léjos estamos de sospechar el número de encantadores y encantadoras que existen entre nosotros, y que cambiando de rostro con sus artificios, se hacen amar de hombres y de mujeres! Y no es que alcancen este resultado evocando á los espíritus ó consultando á los astros; tan solo por medio del disimulo, del fraude y del engaño es como someten á su voluntad los corazones con indisoluble lazo. El que poseyera el anillo de Angélica, ó mejor dicho, el que estuviera dotado de discernimiento suficiente, podria distinguir perfectamente el rostro de aquellos, despojado de la máscara que les proporcionan el arte y el fingimiento. Ser habria entonces que, pareciendo hermoso y bueno, quedaria convertido en un mónstruo de fealdad y perfidia, una vez perdido el afeite y compostura de su cara. Por esto creo que fué una gran suerte para Rugiero la de poseer el anillo que lo presentó las cosas bajo su aspecto verdadero.

Segun dije antes, Rugiero, afectando el disimulo conveniente, montó en Rabican y se dirigió hácia la puerta de la ciudad completamente armado; encontró desprevenidos á los guardias, y desenvainando el acero, arremetió contra ellos, dejando muertos á unos y mal heridos á otros: cruzó enseguida el puente, hizo pedazos el rastrillo y se internó por el bosque; más á los pocos pasos tropezó con un criado de la hada. Llevaba este en el puño un ave de rapiña, á la que se divertia en hacer desplegar el vuelo todos los dias, ora hácia el campo, ora en direccion á una laguna próxima de donde regresaba siempre con alguna presa entre sus garras; iba además acompañado de un perro, y cabalgaba en un rocin de mala estampa.

Comprendiendo que Rugiero emprendia la fuga, al ver que caminaba con tanta celeridad, le salió al encuentro, y con impertinente ademan le preguntó la causa de su precipitacion. Rugiero no se dignó contestar á tal pregunta; y entonces aquel, viendo confirmadas sus sospechas, se propuso estorbar la marcha del paladin, y hacerle prisionero; para lo cual extendió el brazo izquierdo exclamando:—¿Qué dirás si te prendo inmediatamente? ¿Qué, si no llegas á poder defenderte de este pájaro?»—Y lanzó por el aire á su halcon, el cual empezó á agitar las alas con tal rapidez, que alcanzó á Rabican en su veloz carrera. El cazador saltó en seguida de su caballejo, quitóle el freno, y el animal, al verse libre, partió semejante á la flecha despedida del arco; pero mucho peor que ella, atendiendo á sus coces terribles y crueles mordeduras: el criado echó á correr tras él tan rápidamente que parecia empujado por el viento. El perro, á su vez, no quiso quedarse rezagado, sino que siguió á Rabican con la misma celeridad con que solia perseguir á las liebres en el prado.

A Rugiero le pareció vergonzoso no hacer frente á sus despreciables enemigos, y se volvió hácia el audaz cazador; pero al ver que sus únicas armas consistian en una vara que le servia para castigar á su perro, se desdeñó de desenvainar la espada. Acercósele, sin embargo, el criado de Alcina, y empezó á golpearle con la vara; mordióle el perro en el pié izquierdo; el caballo por su parte le tiró tres pares de coces, que le alcanzaron á un costado, mientras que el halcon, revoloteando en su derredor, le clavó varias veces las afiladas uñas en la carne: ante tal acometida, espantóse Rabican, y no obedeció ya al freno ni al acicate.

Rugiero, impacientado al fin con aquella lucha tan molesta como ridícula, desnudó el acero, y empezó á amenazar con el filo y con la punta al hombre y á los tres animales: pero aquella importuna turba le atosigaba cada vez más, cerrándole todos los lados del camino, y demorando de esta suerte la fuga del paladin, que consideraba irritado el perjuicio y el deshonor que recaerian sobre él si conseguian sus adversarios detenerle un poco más; pues no ignoraba que por corta que fuera su detencion, no tardaria en salir á perseguirle Alcina con todo su pueblo.

En esto empezaron á resonar los valles con el extruendo de las trompas, los atabales y las campanas. El paladin comprendió entonces que de nada le serviria esgrimir la espada contra un criado sin armas y un perro, y que seria más breve y expedito descubrir el escudo, obra de Atlante. Levantó el cendal rojo con que habia estado cubierto durante muchos dias, y la luz deslumbradora que despidió el escudo inmediatamente, hiriendo los ojos de sus adversarios, produjo el mismo efecto que tantas otras veces produjera. Perdió el cazador los sentidos; cayó el perro y el rocin, y cayeron las plumas del halcon, que no pudo sostenerse ya en el aire. Contento Rugiero con tan feliz resultado, los dejó entregados á su soporífico sueño.

Alcina en tanto habia tenido noticia de que Rugiero acababa de forzar las puertas de la ciudad dando muerte á un buen número de los que la custodiaban. Vencida por el dolor, estuvo á punto de perder el conocimiento; desgarró sus vestiduras y se golpeó el rostro, acusándose de imprevision y necedad. Sin perder un instante hizo tocar al arma y reunió en torno suyo todas sus gentes. Dividiólas en dos partes, á una de las cuales hizo seguir el mismo camino que Rugiero, haciendo que la otra se embarcara para perseguirle por el mar. Oscurecióse este en un momento bajo la sombra de tantas velas, con las cuales fué la desesperada Alcina, en quien pudo tanto el deseo de recobrar á su Rugiero, que dejó la ciudad sin defensores. En el palacio tampoco quedó guardia alguna, cuya circunstancia proporcionó á Melisa, que estaba acechando la ocasion más favorable para poner en libertad á los desgraciados que gemian en aquel país maldito, el tiempo necesario para examinarlo todo, quemar imágenes y destruir signos cabalísticos y toda clase de talismanes y maleficios. Desde allí se puso á recorrer presurosa las campiñas, haciendo que recobrara su primitiva forma aquella numerosa multitud de amantes desdeñados, que estaban convertidos en fuentes, en fieras, en árboles ó en piedras. Todos ellos, una vez libres, emprendieron el camino seguido por Rugiero, pusiéronse en salvo en los estados de Logistila, y pasaron desde allí á la Escitia, la Persia, la Grecia y la India, bajo la condicion impuesta por la Maga de ser más prudentes en lo sucesivo.

Melisa habia devuelto á Astolfo, antes que á los demás, la forma humana, en atencion á su parentesco con Bradamante y á los insistentes ruegos de Rugiero que le sirvieron de mucho: no contento con esto, el paladin entregó el anillo á Melisa, á fin de que su auxilio en favor de aquel caballero fuera más eficaz. Merced, pues, á los ruegos de Rugiero volvió Astolfo á su anterior aspecto; á pesar de lo cual creyó Melisa que su obra no estaba completa, sino le devolvia sus armas, y sobre todo aquella lanza de oro, que derribaba á todos los caballeros á su menor contacto; lanza que fué primero de Argalía, de Astolfo despues, y que tanta gloria proporcionó en Francia á uno y á otro. Melisa logró encontrarla depositada en el palacio de Alcina, y con ella las demás armas que fueron sustraidas al duque en aquella pérfida mansion. Montó despues en el corcel del moro nigromante, hizo que Astolfo subiera á la grupa, y le condujo al país de Logistila, á donde llegaron una hora antes que Rugiero.

Este guerrero caminaba en tanto al través de duras peñas y punzantes zarzas hácia el palacio de la virtuosa hada, saltando barrancos é internándose por senderos ásperos, desiertos, inhospitalarios y yermos. Despues de una marcha de las más penosas, llegó hácia la hora calurosa del mediodia á una playa situada entre el mar y una montaña, descubierta por el Sur, arenosa, desnuda, estéril y desierta. El Sol dejaba caer perpendicularmente sus encendidos rayos sobre los collados vecinos, y el vivo calor que estos reflejaban inflamaba de tal modo el aire y las arenas, que habria bastado á derretir el vidrio. Los pájaros permanecian inmóviles en la sombra; y únicamente la cigarra, oculta entre las ramas de algun árbol, ensordecia los valles, los montes, el mar y el cielo con su enojoso canto.

El calor, la sed y la fatiga de la marcha por aquel arenoso camino, á lo largo de una playa tan salvaje, tenian casi agobiado á Rugiero.

Mas como no conviene que se diga que ocupo á mis lectores con un solo asunto, dejaré por ahora á Rugiero sofocado por aquel calor, é iré á buscar á Reinaldo en Escocia.

Este guerrero continuaba siendo muy bienquisto del Rey, de su hija, y de todo el país. Cuando se presentó una ocasion oportuna, dió á conocer con más detenimiento la causa que le habia obligado á ir á aquel reino; la cual no era otra que pedir en nombre de su señor el auxilio de la Escocia y de la Inglaterra, apoyando sus ruegos con justísimas razones que militaban en favor de Cárlos. Contestóle el monarca sin vacilar, que en cuanto alcanzaban sus fuerzas estaba siempre dispuesto á ser útil á Cárlos y al Imperio, como era su voluntad; que antes de muchos dias pondria sobre las armas el mayor número de soldados que le fuera posible, y que si su avanzada edad no se lo impidiera, tendria una gran satisfaccion en marchar al frente de sus guerreros en socorro del rey de Francia, añadiendo, por último, que esta consideracion no le detendria, si no contase, como contaba, con un hijo fuerte, valeroso y experto, y digno sobre todo del mando del ejército, si bien por entonces se hallaba ausente del reino; pero que esperaba su regreso ínterin reunia las fuerzas, y que una vez reunidas estas, marcharia su hijo á la cabeza.

En seguida hizo salir en todas direcciones emisarios provistos de recursos para alistar infantes y ginetes; aparejó además numerosas naves, proveyéndolas de municiones de boca y guerra y del dinero necesario, y cuando Reinaldo se despidió de él cortesmente para pasar á Inglaterra, fué acompañándole hasta Berwik, donde le dejó, no sin que aquella separacion le costara algunas lágrimas. Un viento favorable hinchaba ya las velas; despidióse Rugiero amistosamente de todos al embarcarse, y maniobrando hábilmente los marineros, llegaron tras una travesía corta y feliz al punto en que las saladas ondas del mar al encontrarse con el Támesis convierten en amargas sus aguas dulces: aprovecháronse los navegantes del flujo para remontar el rio, y caminando con toda seguridad á la vela y al remo, llegaron en breve á la vista de Lóndres.

Reinaldo era portador de varias cartas de Carlomagno y del rey Oton, que tambien se hallaba sitiado en Paris, para el príncipe de Gales, encargándole que reuniera inmediatamente cuantos infantes y ginetes pudiera proporcionar aquel país, y los hiciera transportar á Calais sin pérdida de tiempo para acudir en auxilio de la Francia y de su rey. El príncipe de Gales, que habia quedado gobernando el reino en ausencia de Oton, recibió tan brillantemente á Reinaldo de Amon, y le dispensó tales honores que quizá no hubiera hecho otro tanto con el verdadero monarca. Accediendo despues á su demanda, dió órden para que en un dia prefijado estuviesen listos para embarcarse cuantos guerreros existieran en Bretaña y en sus islas adyacentes.

Mas permitidme, Señor, que haga ahora lo que un buen músico al tocar una pieza de ejecucion, que pulsando alternativamente varias cuerdas, cambia á su placer de sonidos, pasando del tono grave al agudo. En tanto que estaba hablando de Reinaldo, me he acordado de la gentil Angélica, á quien dejé en compañía de un ermitaño mientras iba huyendo. Continuaré, pues, su historia.

Dije que suplicaba con afan al ermitaño que le indicara el camino del mar; pues era tanto el miedo que le inspiraba Reinaldo, que creia morir si no atravesaba las olas, por no juzgarse segura en ningun punto de Europa; pero el viejo, á quien causaba un gran placer la compañía de la jóven, procuraba entretenerla con especiosos pretextos. La belleza extraordinaria de Angélica inflamó su corazon, cuyo fuego reavivó sus ya heladas sensaciones; mas al ver la poca atencion que le prestaba la doncella, y que no queria permanecer más tiempo con él, aguijó con desesperacion á su asno sin conseguir que acelerara su paso lento y tardío. Al ver que Angélica se iba alejando más y más, y temiendo perder su pista, recurrió á los espíritus infernales, y á su evocacion apareció una turba de demonios. Eligió á uno de entre ellos, é informándole préviamente de sus intenciones, hízole penetrar en el cuerpo del corcel de Angélica, que con su rápida marcha le arrebataba el corazon al par que la doncella. Y cual perro sagaz que, acostumbrado á seguir por el monte la pista de las zorras ó de las liebres, se dirige corriendo por un lado, mientras que la caza escapa por otro, despreciando al parecer su rastro, hasta que se planta en un sitio por donde precisamente ha de pasar su víctima, que cae inevitablemente entre sus dientes, siendo en el acto abierta y destrozada, el ermitaño propúsose del mismo modo salir al encuentro de la fugitiva por distinto camino. Cuál sea su designio, lo comprendo perfectamente, y aun os lo daré á conocer más adelante.

Angélica, sin abrigar ninguna sospecha, continuaba su viaje haciendo jornadas más ó menos largas. El demonio, en tanto, se mantenia oculto en el interior del caballo, como tal vez el fuego permanece escondido hasta que estalla en un incendio devorador que, si no se propaga, tampoco puede extinguirse. Cuando la doncella llegó á la orilla del mar que baña las costas de Gascuña, encaminó su corcel por el lado de las olas buscando los sitios en que la humedad daba mayor solidez á la playa; entonces el caballo, hostigado por el demonio, se precipitó de tal modo en el agua, que hubo de empezar á nadar. Atemorizada la jóven, ignoraba el partido que debia tomar; afirmóse en la silla, y cuanto más tiraba de las bridas de su caballo para obligarle á retroceder, más y más se internaba en el mar. Levantóse lo vestidos para no mojarlos, y encogió cuanto pudo los piés; su cabellera suelta, caia sobre las espaldas á merced de la brisa. Los fuertes vientos, en tanto, permanecian tranquilos, y así como el mar, parecian extasiados ante tanta belleza.

Angélica volvia inútilmente hácia la tierra sus hermosos ojos, cuyas lágrimas se deslizaban por las mejillas hasta su seno, y cada vez veia alejarse más la orilla y hacerse cada vez menos perceptible. El corcel, que nadaba girando á la derecha, despues de dar un gran rodeo, la sacó á tierra, depositando su preciosa carga entre pardas rocas y grutas espantosas, cuando ya empezaba á oscurecerse el dia. Al verse aislada en aquel desierto, cuyo solo aspecto infundia pavor, y precisamente á la hora en que Febo, oculto tras el mar, habia dejado el aire y la Tierra sumidos en las tinieblas, quedóse Angélica tan inmóvil, que cualquiera que la hubiese visto habria dudado si era una mujer verdadera y dotada de sentidos, ó una estátua de piedra pintada.

Estática y fija en la movible arena, con los cabellos sueltos y desordenados, juntas las manos é inmóviles los labios, tenia elevados al Cielo sus ojos lánguidos, como si acusara al Sumo Hacedor de haber convertido en daño suyo todos los acontecimientos. Permaneció bastante tiempo en tal estado, hasta que por fin prorumpieron sus labios en amargas quejas y sus ojos en copioso llanto.

—¡Oh, Fortuna! decia: ¿qué más te queda por hacer? ¿Aun no has saciado en mí tus furores? ¿No estoy aun bastante disfamada? ¿Qué más puedo ya darte sino esta mísera vida? Pero ¡ah! no es eso lo que deseas; pues de lo contrario no te habrias apresurado á sacarla del mar, cuando en él hubieras podido acabar sus tristes dias: sin duda pretendes llevar mis tormentos hasta lo sumo, antes de verme exhalar el último suspiro. No veo, sin embargo, qué penas puedas infligirme mayores de las que me has causado. Por tí he sido arrojada de un trono que no espero recobrar jamás; y hasta he perdido el honor, lo cual es más sensible, pues si bien me mantengo pura, doy motivo suficiente para que se me tenga por impúdica, en vista de mi vida errante y vagabunda.

»¿Existe por ventura en el mundo alguna dicha para la mujer á quien se tacha de impura? Mi juventud y mi belleza, verdadera ó supuesta, me perjudican tanto que no debo por ellas ninguna gratitud al Cielo; pues han sido la causa de todas mis desgracias. Por ellas fué muerto mi hermano, Argalía, á quien de poco sirvieron sus armas encantadas: por ellas, el rey de Tartaria, Agrican, derrotó á mi padre Galafron, gran Khan del Catay en la India; por ellas me veo á tal extremo reducida, que cambio diariamente de asilo. Si me has arrebatado la hacienda, el honor y la familia, y me has causado ya todo el daño posible, ¿para qué nuevas desdichas me reservas? Si el perecer ahogada en el mar no te parecia una muerte bastante cruel, con tal de satisfacer tus deseos insaciables, consentiré en que me entregues á alguna fiera que me destroce sin piedad. Cualquiera que sea el martirio que me tengas destinado, no podré agradecértelo bastante como ponga fin á mi existencia.»

Tan dolorosas quejas exhalaba la doncella, cuando de pronto apareció el ermitaño á su lado. Desde la cima de una escarpada roca habia estado contemplando á Angélica, mientras al pié del peñasco se entregaba á su dolor y afliccion. Seis dias hacia ya que se encontraba el viejo en aquel sitio, adonde le condujo un demonio por caminos desusados, y aproximóse entonces á la jóven con aire más devoto que San Pablo ó San Hilarion. Angélica se tranquilizó algun tanto al divisarle, pues no le conoció: su temor fué desapareciendo poco á poco, aunque no la mortal palidez de su semblante. Cuando le vió á su lado, exclamó:

—Padre, apiadaos de mí, que me encuentro en grave apuro.

Y con voz entrecortada por los sollozos, le refirió lo que él sabia perfectamente.

El ermitaño empezó á consolarla con frases tiernas y llenas de uncion; pero mientras le hablaba, iba acariciando con sus atrevidas manos las megillas húmedas de la doncella, y aun su turgente seno; y cada vez más audaz intentó abrazarla; pero la jóven indignada, extendió su brazo desdeñosamente y le rechazó léjos de sí, encendida de un vivo rubor.

Llevaba el ermitaño pendientes de sus hombros unas alforjas, de las que sacó un frasquito que contenia cierto licor: destapólo y salpicó ligeramente con él los poderosos ojos que iluminaban el rostro más perfecto que creara el Amor: á su contacto, cerráronse los párpados de Angélica, que cayó adormecida en el suelo y á entera disposicion del viejo lascivo. Este empezó por estrecharla entre sus brazos, y sus impúdicas manos se fijaron á su placer en las perfectas formas de la jóven, cuyo sopor la imposibilitaba de oponer resistencia alguna; el ermitaño continuó besándola ardorosamente en los labios y el pecho, y aprovechando la soledad de aquel sitio donde nadie podia verle, intentó realizar por completo sus perversos designios; mas su cuerpo decrépito no correspondió á ellos, y cuanto mayores esfuerzos empleaba, menos conseguia el resultado apetecido; hasta que por último cansado de aquella lucha entre sus años y su lascivia, quedóse dormido á su vez junto al objeto de su pasion, á quien amenazaba una nueva desgracia. ¡Cuán cierto es que la Fortuna no se contenta con poco, cuando convierte en juguete de sus caprichos á cualquier mortal!

Mas para referiros lo que le aconteció, es preciso que me separe un tanto de la línea recta. En el mar del Norte hácia el Ocaso y más allá de Irlanda, se levanta una isla, llamada Ebuda, cuya poblacion es muy escasa, desde que fué casi destruida por la orca fiera y otros mónstruos marinos, que condujo allí Proteo para satisfacer su venganza.

Cuentan las historias antiguas, con fundamento ó sin él, que en aquella isla existia un rey poderoso, el cual tenia una hija dotada de tanta gracia y belleza, que paseando un dia por la orilla del mar, consiguió inflamar el fuego del amor en el corazon de Proteo, mientras este la contemplaba desde el seno de las aguas: el dios marino expió un momento favorable, y apoderándose de la princesa, la abandonó despues dejando en sus entrañas una prenda de su pasion. El rey, implacable y severo, montó en cólera luego que descubrió la falta de su hija, y sin moverle á compasion el estado de la princesa, ni la piedad tan natural en un padre, llevó á cabo su determinacion de darle la muerte, haciendo tambien perecer al inocente hijo antes que hubiera visto la luz del dia. El marino Proteo encargado de apacentar los rebaños de Neptuno, soberano de las aguas, sintió un vivo dolor al saber la desdichada suerte de su amada; y rompiendo en su furor las leyes y órdenes severas de su padre, hizo salir á tierra las orcas, focas y demás mónstruos marinos, que no solo destruyeron toda clase de ganados, sino tambien los pueblos, las aldeas, y hasta sus habitantes. La invasion alcanzó á las ciudades amuralladas, que sitiaron estrechamente, obligando á sus pobladores á permanecer dia y noche armados con gran temor y sobresaltado ánimo. Todos los habitantes de aquella isla se habian visto obligados á abandonar los campos y para salir de una situacion tan violenta, determinaron consultar al oráculo, cuya respuesta fué: que les era preciso buscar una doncella tan hermosa como la princesa muerta, y ofrecerla en cambio de ella al irritado Proteo en la orilla del mar; añadiendo que, si era del agrado de este, la guardaria para sí, cesando en sus estragos; pero de lo contrario habria que presentarle una tras otra, hasta dejarle satisfecho.

Entonces empezó una suerte desgraciada para las doncellas que despuntaban en belleza ó gracia; pues conducidas sucesivamente ante Proteo, para ver si alguna de ellas le complacia, fueron pereciendo desde la primera á la última, devoradas por una orca, que permaneció allí con este intento despues que se alejaron los restantes mónstruos marinos. Fuese falsa ó verdadera esta historia de Proteo, no me atreveré á afirmarlo; pero es lo cierto, que á consecuencia de ella se estableció en aquella isla una ley bárbara contra las mujeres, la cual disponia que se habia de alimentar con su carne á la orca monstruosa, que no dejaba un solo dia de salir á la orilla. Si la condicion de mujer es una desgracia en todas partes, en aquel país lo era mucho más por esta causa.

¡Desgraciadas de las doncellas á quienes los azares de una suerte contraria transportaban á aquellas infaustas playas! No bien aparecia en ellas alguna extranjera, cuando los habitantes, que estaban en perpétuo acecho, las apresaban para ofrecerlas en holocausto al mónstruo; pues cuanto mayor fuera el número de extranjeras que pereciesen, menor seria el de las suyas á quienes alcanzara tan triste suerte. Mas como no siempre los vientos traian á sus costas las víctimas que deseaban, iban constantemente buscándolas por do quiera, recorriendo los mares en fustas, bergantines y toda clase de embarcaciones, y trayendo desde las más cercanas, como desde las más apartadas playas, doncellas que aliviaran su terrible tributo. Muchas consiguieron arrebatar por medio de la fuerza ó de la astucia, algunas con halagos, otras por dinero; de modo que siempre tenian sus torres y calabozos llenos de jóvenes de diferentes paises.

Pasando uno de sus barcos por cerca de la playa solitaria, donde tendida entre malezas y sobre la húmeda yerba yacia dormida la infortunada Angélica, saltaron á tierra algunos marineros para proveerse de agua y de leña, y vieron aquella flor, bella entre todas las flores, en los brazos del ermitaño. ¡Oh presa, harto preciosa y sublime para gente tan feroz y villana! ¡Oh fortuna cruel! ¿Quién habia de pensar que tu influjo en los destinos humanos fuera tan grande, que convirtieras en alimento de un mónstruo á la extraordinaria beldad por quien pasó el rey Agrican desde los montes del Cáucaso con media Escitia á buscar la muerte en las regiones de la India? La sin par belleza por quien Sacripante despreció su honor y su corona; la maravillosa hermosura por quien el Señor de Anglante vió empañada su fama ilustre y perdida su razon; la mujer seductura que trastornó todo el Oriente, y le sujetó á su voluntad, se vé ahora tan abandonada, que no encuentra auxilio alguno, ni siquiera quien le dirija una sola palabra de consuelo.

La desdichada doncella, sumida aun en su letárgico sueño, encontróse encadenada antes que despierta. Los ebudios se apoderaron al mismo tiempo del ermitaño, y juntamente con la jóven le trasladaron á su bajel, lleno de gente afligida y silenciosa. Desplegaron las velas, y pronto llegó la nave á la isla funesta, donde encerraron á Angélica en una fortaleza, y en ella la tuvieron hasta el dia en que le tocó la suerte de ser presentada como cebo al mónstruo marino. Su belleza no pudo menos de conmover á los crueles habitantes de la isla, que por espacio de muchos dias estuvieron difiriendo su muerte, reservándola hasta el último extremo; y mientras contaron con doncellas que sacrificar, prolongaron la vida de Angélica. Por último, la condujeron á la playa, derramando lágrimas de compasion cuantos la rodeaban.

¿Quién será capaz de reproducir exactamente la angustia, el llanto, las quejas y las reconvenciones que se elevaron al cielo? Imposible parecia que no se abriera la tierra cuando, encadenada y privada de socorro, fué puesta la hermosa jóven sobre la helada roca donde la esperaba una muerte tétrica y abominable. No seré yo quien pretenda pintar aquella escena con sus sombríos colores: tan grande es el dolor que lacera mi corazon, que me veo obligado á acudir á otra parte y á escribir versos menos lúgubres, hasta que mi angustia se mitigue; pues ni las escuálidas culebras, ni la tigre más ciega de furor, ni la venenosa serpiente que se arrastra por la candente arena desde el monte Atlas hasta las playas del mar Rojo, podrian contemplar sin sentimiento el espectáculo que ofrecia Angélica atada á la desnuda roca.

¡Oh! Si la hubiese visto su Orlando, que en su afan por encontrarla habia volado á París; si la hubiesen visto los dos guerreros á quienes engañó el viejo astuto por medio del fingido mensajero, salido de las regiones infernales, arrostraran seguramente mil muertes con tal de acudir en su socorro. Pero hallándose tan léjos de ella, ¿qué podrian hacer en su favor, aun cuando llegara á su noticia el apurado trance á que se veia reducida?

París entonces estaba estrechamente asediada por el famoso hijo del rey Trojan. A tal estremidad se hallaba reducida la ciudad, que un dia estuvo cerca de caer en poder de su enemigo; y á no ser porque el Cielo, escuchando benigno los ruegos de los cristianos, envió una abundante lluvia, el Santo Imperio y el gran nombre de Francia hubieran sido destruidos aquel dia por las armas africanas. El Supremo Hacedor, accediendo compasivo á las justas súplicas del anciano Cárlos, apagó con una repentina lluvia el fuego que amenazaba destruir á la ciudad, y contra el que eran ya impotentes todos los esfuerzos humanos. Sábio es el que acude á Dios en sus necesidades, pues nadie mejor que Él puede ampararle: harto bien lo conoció el rey Cárlos, pues únicamente debió su salvacion al auxilio divino.

Orlando pasó la noche recostado en su lecho, entregado á mil encontrados pensamientos: su mente estaba tan pronto fija en una idea como en otra, ó bien las abarcaba todas en un momento, sin detenerse mucho tiempo en ninguna, del mismo modo que los temblorosos reflejos de un agua cristalina, herida por los rayos del Sol ó los del astro de la noche, se reproducen en los techos á gran distancia tan pronto hácia la derecha como hácia la izquierda, y arriba como abajo. El recuerdo de Angélica que volvia á ocupar su imaginacion, por más que no se hubiera borrado de ella, reproducia el fuego de su corazon, avivando la ardiente llama que durante el dia parecia oculta. Habiéndola traido consigo desde el Catay al Poniente, perdió sus huellas al llegar á Francia, y no logró encontrarlas hasta el dia en que Cárlos fué derrotado junto á Burdeos. Grande era el pesar que semejante pérdida causaba á Orlando, y por ello se reprochaba continuamente su debilidad é imprevision.

—¡Alma mia, exclamaba, cuán vilmente me he portado contigo! ¡Ay de mi! ¡cuánto me pesa el haber consentido en que estuvieras bajo la custodia del duque de Baviera por no saber oponerme á tan dura órden, cuando podia continuar viviendo á tu lado dia y noche, mientras tu bondad lo permitiera. ¿No tenia yo razones para impedirlo? Quizá Cárlos no me habria contrariado; y si se hubiera opuesto, ¿quién seria capaz de apoderarse de tí contra mi voluntad? ¿Quién hubiera arrostrado mi despecho? ¿No podria yo haber apelado á las armas, y dejarme arrancar el corazon antes que ceder? ¡Ah! Ni Cárlos ni todos sus guerreros juntos serian bastantes á arrebatarte de entre mis brazos. Si á lo menos te hubiese puesto bajo mejor custodia dentro de París ó en alguna fortaleza;... pero ¿á qué confiarte á Namo? ¿Quién seria capaz de custodiarte mejor que yo en el mundo? A mí me tocaba cuidar de tí hasta la muerte, y te hubiera guardado más que á mis ojos, más que á mi mismo corazon. Y sin embargo, á pesar de ser este mi deber, fuí tan insensato, que no lo cumplí! ¡Dónde te encuentras ahora léjos de mí, alma de mi alma, tan jóven y tan bella! En tí contemplo á la tímida ovejuela que, extraviada en el bosque al desaparecer la luz del dia, va despidiendo tristes balidos, esperando hacerse oir del pastor; mas descubierta por el lobo, cae entre entre sus voraces dientes causando la desesperacion de su dueño. ¿Dónde estás, dónde, dulce esperanza mia? Quizá andarás errante y sola por el mundo... ¡Te habrán acometido quizás los lobos carniceros sin que tu Orlando pueda defenderte!... Y esa preciosa flor, cuya posesion me hubiera colocado entre los dioses; esa flor que durante tanto tiempo he venido respetando por no atentar contra tu castidad, la habrán ¡ay de mí! cogido y marchitado. ¡Oh infortunio! Si esa flor está en efecto profanada, ¿qué puedo querer ya sino morir? ¡Oh, gran Dios! haz que yo sufra todo los tormentos menos ese. Si se realizara lo que temo, con mis propias manos me arrancaria la vida y el alma desesperada!

En tan lastimosas quejas prorumpia Orlando, vertiendo copioso llanto, entrecortado por los suspiros. Mientras todos los seres animados daban reposo á sus cansados miembros ó á su espíritu no menos fatigado, tendidos los unos sobre blandas plumas, otros sobre la dura roca, y otros sobre la yerba ó las hojas de mirtos y hayas, tú solo, Orlando, atormentado por mil pensamientos crueles y encontrados, apenas podias cerrar los párpados, y aunque lograste al fin conciliar un sueño fugitivo y breve, no conseguiste hallar en él la bienhechora calma.

Creíase transportado á una verde rivera esmaltada de olosas flores, desde donde contemplaba el marfil más terso y la púrpura más brillante que Amor haya pintado por su mano, así como las dos clarísimas estrellas donde el mismo Amor alimentaba á las almas presas en sus redes: hablo de los ojos y del rostro seductor que se habian apoderado de su corazon. Sentia el mayor placer, la alegría mayor que pudiera gozar el más feliz amante... cuando de repente estalla una tempestad que destrozó las flores y tronchó las plantas; tempestad tan terrible, que no suele verse otra semejante cuando el Aquilon, el Levante y el Austro luchan encontrados. Parecia como si fuese errando inútilmente por algun desierto, buscando un sitio donde guarecerse. El infeliz, en tanto, perdió de vista á su amada sin saber cómo en medio de una niebla densa, y empezó á buscarla por todas partes, haciendo resonar todos los ámbitos del bosque con su dulce nombre. Al ver la inutilidad de sus pesquisas, exclamaba:—«¡Desgraciado de mí! ¿Quién ha trocado mi alegría en quebranto?»—Oia los gritos de Angélica, que le llamaba en su auxilio, deshecha en lágrimas, y acudia veloz hácia el sitio de donde parecian salir, consumiéndose en infructuosos esfuerzos. ¡Cuán intenso y atroz era su dolor al ver que no le iluminaba la luz de sus ojos! De improviso se dejó oir por el lado opuesto una voz que pronunció estas palabras:—«¡No esperes volver á recrearte en su belleza!»—A tan fatídica exclamacion, despertóse sobresaltado y bañado en copioso llanto.

Sin reflexionar en que son engañosas las imágenes de un sueño producidas por el deseo ó por el temor, le inquietó tanto la suerte de la doncella, á quien veia ya deshonrada ó próxima á mayores peligros, que arrojándose fuera del lecho, se armó de piés á cabeza y ensilló á Brida-de-oro sin el auxilio de ningun escudero. A fin de poder penetrar por cualquier parte en el viaje que se proponia emprender, sin menoscabo de su dignidad, no quiso ostentar en sus armas los colores blancos y rojos de su linaje, sino que escogió otra armadura enteramente negra, quizá porque el color de ella estaba más en armonía con el estado de su alma, y que arrebató á un Amostante á quien habia dado muerte pocos años hacia.

Emprendió su marcha silenciosamente á media noche, sin despedirse ni decir una sola palabra á su tio, ni siquiera á su leal compañero Brandimarte, con quien le unia una estrecha y cariñosa amistad.

Luego que el Sol, esparciendo su dorada cabellera, salió del rico palacio de Titon é hizo huir á las húmedas y oscuras tinieblas, echó el Rey de ver la desaparicion del paladin. Esta fuga le causó el mayor disgusto, pues precisamente en aquella ocasion era cuando más necesitaba de su presencia y de la ayuda de su poderoso brazo: así es que no pudiendo contener su cólera, prorumpió en quejas y en las más amargas censuras contra su sobrino, llegando á amenazarle con que le haria arrepentirse de su falta si no regresaba inmediatamente.

Brandimarte, que amaba á Orlando como á sí mismo, no pudo permanecer sin él; y bien fuese porque le sonrojaran los denuestos y amenazas que se dirigian á su amigo, ó bien por abrigar la esperanza de hacerle volver, alejóse en su busca en cuanto aparecieron las primeras sombras de la noche, sin participar á Flor-de-Lis su intento, á fin de que no se lo estorbara.

Era Flor-de-Lis una doncella á quien amaba en extremo Brandimarte, y á la verdad con justo motivo, pues no solo estaba dotada de belleza, gracias y donosura; sino tambien de prudencia y perspicacia. Si su amante no se despidió de ella, consistió únicamente en que esperaba volver á su lado al dia siguiente; pero los sucesos que sobrevinieron contrariaron su propósito. Cuando vió Flor-de-Lis que transcurria un mes entero sin que él regresara, no pudo resistir á la inquietud ni al deseo de estar en su compañía, y marchó en su seguimiento sin guia, completamente sola. Muchos fueron los paises que recorrió buscándole, como diré cuando sea ocasion oportuna: por ahora dejaré de ocuparme de ambos, por ser más necesario referir lo que importa al caballero de Anglante; el cual, una vez que se hubo despojado de los gloriosos blasones de los Almontes, se dirigió hácia una de las puertas de París, y diciendo en voz baja su nombre al capitan de guardia, hizo que le bajaran el puente levadizo, y emprendió el camino que conducia más directamente al campo enemigo. Lo que despues le aconteció, se verá en el canto siguiente.

Canto IX

Tanto camina Orlando, que al fin llega á un sitio donde le refieren la historia de Proteo y de la isla de Ebuda.—Conmovido por la narracion de las desgracias de Olimpia, decídese á combatir contra el rey Cimosco, que tenia encerrado en una oscura prision al esposo de aquella princesa.—Cumple su promesa y se aleja de Holanda.—Bireno y Olimpia pasan á Zelanda para celebrar nuevamente sus bodas.

¿Qué no será capaz de hacer un corazon á quien haya rendido el pérfido y cruel Amor, cuando este fué causa de que Orlando diera al olvido la lealtad que á su señor debia? Hasta entonces habia sido prudente, respetuoso y acérrimo defensor de la santa Iglesia; más ahora, enloquecido por una insensata pasion, ni se cuida de Dios, ni de su tio, ni siquiera de sí mismo. Por mi parte no puedo menos de excusarle, y hasta me halaga tener tal imitador de mi principal defecto; pues tambien yo soy descuidado y refractario al bien, mientras que corro dispuesto y ágil tras aquello que me perjudica.

Cubierto con su negra armadura abandonó Orlando á Paris, dejando allí sin sentimiento á sus muchos amigos, y se dirigió hácia donde los soldados de España y África estaban acampados, ó mejor dicho, donde estaban guarecidos bajo los árboles, y restos de tiendas, formando grupos de veinte, diez, ocho, siete y hasta cuatro guerreros; pues hasta tal extremo los habia diseminado la lluvia. Más ó menos distantes entre sí, ninguno podia entregarse á su satisfaccion al descanso, y dormian apoyados en el codo ó tendidos en tierra. En aquella ocasion propicia le hubiera sido muy fácil al conde exterminar impunemente un gran número de adversarios; pero no quiso desenvainar su Durindana.

Llevado de la nobleza de su corazon, se resistió á acuchillar á sus enemigos dormidos, y se puso á buscar por todas partes las huellas de su amada. Si encontraba alguno despierto, le daba las señas de Angélica, y le suplicaba por favor que le indicase el sitio donde podria encontrarla. Luego que fué de dia, recorrió todo el campamento sarraceno, lo cual pudo efectuar sin riesgo alguno, merced á la arábiga armadura de que iba revestido, así como á sus conocimientos en el idioma africano que hablaba con tanta perfeccion, que se le hubiera creido nacido y educado en Trípoli.

Sus minuciosas pesquisas le detuvieron tres dias en aquel campo, sin conseguir resultado alguno: despues, no solo fué registrando todas las ciudades y pueblos de Francia y sus distritos, sino que examinó cuidadosamente hasta la más apartada aldea de la Auvernia y la Gascuña, y continuó sus exploraciones desde la Provenza hasta los confines españoles.

Cuando Orlando empezó su peregrinacion era la época en que termina Octubre y empieza Noviembre; la estacion en que los árboles se ven despojados de sus hojas, y van poco á poco descubriendo sus ramas hasta que quedan desnudos del todo; esa estacion en que los pájaros se dirigen formando compactas y numerosas bandadas en busca de climas más templados. Transcurrió todo el invierno sin que el enamorado guerrero cesara en su tarea, y en ella le sorprendió todavia la primavera.

Pasando un dia, segun su costumbre, de uno en otro país, llegó á la orilla de un rio que separa la Normandia de la Bretaña, y sigue tranquilo su curso hácia el vecino mar; pero entonces, aumentado su caudal con los deshielos y las filtraciones de las montañas, se precipitaba crecido y lleno de blancas espumas, despues de haber arrastrado en su violencia el puente que ponia en comunicacion á una y otra provincia. Empezó el paladin á examinar aquellos contornos para ver si encontraba un medio de pasar á la otra orilla, cosa bastante difícil no siendo pez ni ave, cuando descubrió una barquilla que bogaba en su demanda, en cuya popa se veia sentada una doncella, la cual le dió á entender por medio de señas que se dirigia hácia él. Aguardó en consecuencia, el arribo de la navecilla; pero esta no llegó á tocar la tierra, por cuidar sin duda la que la gobernaba de que nadie se embarcara contra su voluntad. Orlando le rogó que le recibiese á bordo y le trasladase á la orilla opuesta; mas ella le contestó:

—Aquí no pone nadie el pié, sin que antes me prometa bajo su fé de caballero acceder á mi demanda, aceptando el combate más justo y más honroso del mundo. Por lo tanto, caballero, si es que deseais valeros de mí para saltar en la otra orilla, prometedme que antes de terminar el mes próximo, iréis á uniros al rey de Hibernia, que en este momento reune una fuerte armada para destruir la isla de Ebuda, la más cruel de cuantas el mar rodea.—Sin duda sabreis, que más allá de la Irlanda existe, entre otras muchas, una isla llamada Ebuda, cuyos habitantes, obedeciendo á una ley bárbara, van de costa en costa apoderándose de cuantas mujeres les es posible para ofrecerlas despues como alimento á un animal voraz que, saliendo del mar diariamente, encuentra siempre una doncella que devorar. Tambien reciben numerosas cautivas de los corsarios ó de los mercaderes de esclavas que merodean por los mares, muchas de ellas hermosísimas. A una por dia, podeis calcular cuántas jóvenes habrán perecido ya! Si en vuestro corazon se alberga la piedad; si no sois rebelde al amor, no dudo que os apresurareis á reuniros á aquellos guerreros que aperciben en este momento sus armas para tan noble cuanto humanitario objeto.

Aun no habia acabado la dama de pronunciar estas palabras, cuando ya Orlando le juraba ser el primero en aquella empresa, como quien no puede oir hablar de una accion inícua é infame, obligándole la indignacion á interrumpir su relato. Lo que acababa de saber le hizo pensar y temer que Angélica hubiera caido en manos de aquella gente; pues de otro modo no era posible que no obtuviera indicio alguno de su existencia, despues de haberla buscado por tantos sitios. Preocupóle de tal modo esta idea, que haciéndole olvidar su intento, determinó navegar hácia la isla cruel con toda la velocidad que le fuera posible; y antes de que traspusiera un nuevo sol el horizonte, se embarcó en un bajel que pudo proporcionarse en Saint-Maló, y desplegadas las velas, pasó por la noche junto al Monte de San Miguel, dejó á la izquierda á Saint-Bricue y Landriglier, y fué costeando las extensas playas de Bretaña virando despues hácia las blancas arenas que dieron á la Inglaterra su antiguo nombre de Albion; pero de repente cesó de soplar el viento Sur, y el Aquilon y el Poniente se desataron con tal fuerza, que hubo necesidad de arriar todas las velas y virar en redondo, de suerte que en un solo dia perdió la embarcacion el camino que habia hecho en cuatro, y gracias á la experiencia y presencia de ánimo del piloto que procuró correr la tempestad en alta mar, no se estrelló contra las rocas como un frágil vidrio.

Despues de cuatro dias de soplar furiosamente, aplacó el viento su impetuosidad, y entonces pudo el bajel entrar en la desembocadura del rio que corre junto á Amberes. Apenas entró en ella el fatigado piloto con su bajel averiado, y consiguió echar el ancla en una lengua de tierra que se extendia en la orilla izquierda de aquel rio, cuando se vió aparecer un anciano de avanzada edad, á juzgar por sus blancos cabellos, el cual saludó á todos con la mayor cortesía; despues se dirigió al Conde en la creencia de que era el jefe de aquella gente, y le rogó de parte de una doncella sumamente bondadosa y afable además de hermosa, que se dignase ir á visitarla ó le concediera una entrevista á bordo de la nave, adonde ella acudiria, añadiendo que ninguno de cuantos caballeros errantes habian llegado á aquel país se habia resistido á conceder tal favor, pues todos, bien arribaran por mar ó por tierra, se habian apresurado á tener una entrevista con la jóven, y á darle los consejos que más convenientes creian en su situacion apurada y cruel.

Orlando, al oir esto, saltó en tierra sin detenerse un momento, y en su calidad de galante al par que humanitario caballero, siguió en pos del anciano. Condújole este á un palacio, en cuya escalera esperaba una dama, enlutada exterior y tambien interiormente, á juzgar por las señales de dolor impresas en su semblante; las galerías, las cámaras y los salones del palacio, todo estaba cubierto asimismo de negros paños. Aquella dama, despues de haber dispensado á Orlando la más benévola y honrosa acogida, le rogó que tomara asiento, y le dirigió la palabra en estos términos:

—Debeis saber, caballero, que soy hija del conde de Holanda. Aun cuando no fuí su única descendiente, pues tuve otros dos hermanos, me amaba mi padre con tal ternura, que jamás se opuso á mi menor deseo. Tranquila y feliz transcurria mi existencia, cuando llegó un noble personaje á nuestro país. Era duque de Zelanda, y se dirigia á Vizcaya á pelear contra los moros. Su extremada gentileza, su edad juvenil, y sobre todo mi corazon, vírgen aun de todo amor, hicieron que me prendara de él fácilmente, con tanto mayor motivo, cuanto que creia y creo, y creo creer la verdad, que á su vez me amaba y me ama con sinceridad completa.

»Aquellos dias que le retuvieron á mi lado los vientos, contrarios para los demás y para mí propicios (pues cuando para los otros fueron cuarenta, á mí me parecieron un momento, segun la velocidad con que transcurrieron), los pasamos entretenidos en amorosos coloquios, y prometiéndonos mútuamente encender la antorcha de himeneo con toda solemnidad en cuanto él regresara de la guerra.

»Apenas se habia separado de nosotros Bireno, que así se llama mi leal amante, cuando el rey de Frisia, cuyo reino está separado de nuestros estados por ese rio, formó el proyecto de casarme con su hijo único, llamado Arbante, y envió en su consecuencia á Holanda los principales caballeros de su corte, con el encargo de pedir á mi padre mi mano. Yo que no podia faltar á la fé jurada á mi amante, y que aun cuando lo intentara, el amor no me hubiera permitido corresponder á su lealtad con tan negra ingratitud, me decidí á desbaratar aquella negociacion, próxima á realizarse, y dije terminantemente á mi padre, que preferia la muerte á desposarme con el príncipe de Frisia. Mi buen padre, que no tenia otra voluntad que la mia, no quiso contrariarme, y dispuesto á enjugar el llanto que yo derramaba, retiró la palabra dada á los enviados del rey vecino, rompiéndose por lo tanto las negociaciones entabladas.

»Fué tal el despecho que causó este resultado al orgulloso rey de Frisia y tanta su cólera, que invadió la Holanda y empezó la guerra infausta, ocasion de la muerte de todos los mios. Además de estar dotado aquel monarca de un vigor y una fuerza cual no se ven otras en nuestra edad, y de que era tal su habilidad en hacer daño y tan consumada su astucia, que ni el ingenio, ni la audacia, ni la misma fuerza podian resistirle, hacia uso de un arma completamente desconocida de los antiguos y aun de los modernos, excepto él. Esta arma consiste en un hierro hueco, de unas dos brazas de longitud, en cuyo interior coloca ciertos polvos y una bala. Hácia la parte posterior de aquel tubo, y por donde está cerrado, toca con una mecha encendida un respiradero apenas perceptible, del mismo modo que el médico suele tocar el sitio por donde se ha de ligar una vena, y entonces sale la bala con un estrépito semejante al de un trueno, y abrasa, abate, hiende y destroza cuanto toca, siendo sus efectos tan destructores como los del mismo rayo.

»Con este ardid infame consiguió derrotar dos veces á nuestro ejército, y dar muerte á mis hermanos: en el primer encuentro, sucumbió el mayor con el pecho traspasado por una bala que le atravesó la coraza; en el combate siguiente, pereció el segundo mientras iba huyendo, por haberle alcanzado otra bala que le entró por la espalda y le salió por el pecho. Defendiéndose otro dia mi padre en el único castillo que le quedaba, por haberle despojado su enemigo de cuanto poseia, fué muerto del mismo modo; pues en ocasion en que iba de un lado para otro, atendiendo á todo y dando sus órdenes, recibió en medio de la frente un tiro fatal, dirigido por el traidor, que le estuvo apuntando desde léjos.

»Muertos mi padre y mis hermanos, y habiendo quedado yo por única heredera de la isla de Holanda, el rey de Frisia, que tenia deseos de fijar definitivamente la planta en mis estados, me hizo saber, así como á todos mis súbditos, que me otorgaria la paz con tal de que aceptara lo que antes rechacé y consintiera en ser esposa de su hijo Arbante. La respuesta que le dí fué inspirada, no tanto por el odio que sentia intensamente hácia él y hácia toda su inícua estirpe, que habian dado muerte á mi padre y mis dos hermanos, y saqueado, destruido é incendiado á mi patria, como porque no quise faltar á la promesa que habia hecho á Bireno de no casarme con nadie hasta su regreso de España. Así pues, le contesté, que el dolor que padecia me daba fuerzas para soportar otros ciento, y cuantos pudieran ocasionárseme, y que antes que acceder á su demanda, preferia la muerte, que me quemaran viva y esparcieran al viento mis cenizas.

»Mis súbditos procuraron apartarme de tal propósito, unos por medio de ruegos, y amenazándome otros con entregarme al príncipe, entregándole al mismo tiempo mis estados, antes de que mi obstinacion ocasionara la ruina de todos. Cuando vieron que tan inútiles eran sus ruegos como sus amenazas, y que seguia firme en mi resolucion, pusiéronse de acuerdo con el rey de Frisia á quien entregaron la fortaleza juntamente con mi persona, conforme habian dicho. El Rey portóse cortesmente conmigo, y prometió conservarme la vida y el reino, con tal de que torciera mi voluntad y diera la mano á su hijo Arbante. Al verme obligada á ceder á la fuerza, anhelé la muerte, que por lo menos me devolveria la libertad; pero el deseo de la venganza me estimulaba más que cuantas injurias habia recibido. Forjé en mi mente mil proyectos, y comprendí por último que el disimulo seria el partido mejor que en mi desesperada situacion abrazar pudiera; y decidida á adoptarlo, finjí que deseaba acceder á sus instancias, que no podian menos de serme gratas, y que, concediéndome su perdon, me uniera á su hijo.

»Persistiendo siempre en mis propósitos, escogí, entre los muchos servidores de mi padre, dos hermanos dotados de singular ingenio y de gran corazon, pero más aun de una lealtad á toda prueba, por haber sido criados en la corte, y haber vivido á nuestro lado desde su más tierna infancia; tan adictos á mi persona, que no hubieran titubeado en ofrecer su vida por salvarme. A ellos, pues, comuniqué mis designios, y como esperaba, ofreciéronme su incondicional ayuda. Uno de los dos pasó á Flandes, donde aprestó un bajel; al otro le conservé á mi lado en Holanda.

»En tanto que los extranjeros como los del país se preparaban para solemnizar mis bodas, llegó la noticia de que Bireno estaba reuniendo en Vizcaya una flota para venir á Holanda. Estos preparativos eran á consecuencia de un aviso que determiné enviarle por medio de un mensajero, apenas terminó la primera batalla en que fué derrotado y muerto un hermano mio; pero mientras Bireno procuraba reunir aquella armada, tuvo tiempo el rey de Frisia de conquistar todos nuestros estados. Mi amante, ignorando esta circunstancia, continuaba alistando bajeles y soldados; y teniendo conocimiento de ello el Rey frison, dejó al cuidado de su hijo los preparativos de nuestro casamiento; hízose despues á la mar con todos sus buques; salió al encuentro del Duque, y atacándole con ímpetu, quemó y echó á pique toda su flota, y le hizo prisionero. ¡Así lo tenia dispuesto el destino!

»Aun no habia llegado á mi noticia este desastre, cuando me ví obligada á casarme con el Príncipe, el cual quiso usar aquella misma noche de sus derechos de esposo. Yo habia ocultado detrás de las cortinas del lecho nupcial á mi fiel criado, que no se movió hasta que vió al Príncipe dirigirse á mí; y no teniendo paciencia para esperar á que este se acostara, se lanzó hácia él, y con brazo vigoroso le hendió de un hachazo la cabeza, arrancándole la vida y la palabra á un tiempo mismo: inmediatamente salté del lecho, y tuve valor para cortarle al cuello. Aquel príncipe mal nacido cayó á mis piés, como cae el toro bajo la maza del carnicero, vengándome así del inícuo rey Cimosco: este era el nombre del impío rey de Frisia, que habia sacrificado á mi padre y mis dos hermanos, y que para tener un pretexto de apoderarse de mis dominios, pretendia casarme con su hijo, con la intencion quizás de arrancarme tambien algun dia la vida.

»Antes de que se atravesara cualquier obstáculo, recogí cuantos objetos de valor hallé á mano, y en seguida mi compañero me descolgó por una ventana, atada á una cuerda, dirigiéndonos aceleradamente al sitio donde nos esperaba su hermano con la embarcacion que habia aprestado en Flandes. Desplegamos las velas, empuñamos los remos, y nos pusimos en salvo como á Dios plugo.

»No sé si pudo más en el rey de Frisia el dolor que le causara la muerte de su hijo, ó la ira que contra mí debió inflamarle, cuando regresó al dia siguiente al sitio testigo de mi venganza. Volvia orgulloso con la victoria alcanzada, y trayendo á Bireno cautivo; mas se encontró con un espectáculo funesto, cuando esperaba hallar bodas y festejos.

»Por algun tiempo atormentóle noche y dia el recuerdo de su hijo y su odio rencoroso contra mí; pero como el llanto no consigue devolver la vida á los muertos, y con la venganza se suele aplacar el odio, determinó unir aquella parte de su imaginacion consagrada á llorar la muerte del Príncipe con la que me dedicaba su furor, á fin de calcular los medios de que habria de valerse para apoderarse de mí y castigarme cruelmente. Por de pronto, mandó degollar, quemar vivos ó encarcelar á cuantos le habian indicado como partidarios mios ó que me habian prestado algun auxilio en mi empresa. Propúsose despues matar á Bireno para vengarse de mí, suponiendo que seria el sentimiento más cruel que pudiera causarme; pero reflexionando que mientras estuviera en su poder podria servirse de él como de un medio eficaz para hacerme caer en los lazos que me tendiera, le conservó la vida, imponiéndole sin embargo una condicion cruel y dura. Le dió un año de término, al fin del cual lo sacrificaria irremisiblemente, si antes no procuraba por fuerza ó por astucia, ó bien valiéndose de sus amigos y parientes y empleando todos los medios que estuvieran á su alcance, entregarme en sus manos: de modo que mi muerte era lo único que podia salvar su vida.

»Cuanto es humanamente posible hacer para conseguir su libertad, excepto entregarme en poder de mi enemigo, otro tanto he puesto por obra: poseia seis castillos en Flandes y todos los he vendido: parte de lo poco ó mucho que me han proporcionado estas ventas lo he invertido en sobornar á los guardianes de mi amante, por medio de personas astutas, para lograr su evasion, y la otra parte en incitar á los ingleses y á los alemanes á que tomaran las armas contra aquel tirano; pero mis emisarios, ya sea porque hayan cumplido mal con su deber, ó porque fueran inútiles sus esfuerzos, me han dado muchas palabras, pero ningun auxilio; y hoy me desprecian despues de haberme dejado arruinada. Entre tanto, está próximo á espirar el plazo fatal, que una vez terminado será causa de que no lleguen á tiempo ni la fuerza ni el dinero, y de que mi adorado esposo sufra la muerte más cruel.

»Por él han muerto mi padre y mis hermanos; por él me he visto despojada de mi trono: los pocos bienes que me quedaban y que constituian mi único sosten, los he disipado por sacarle de su prision; ya no sé qué partido tomar, como no vaya yo misma á entregarme á mi enemigo más cruel, y salvar de este modo su vida. Y puesto que nada me queda por hacer, y no encuentro otro medio de conseguir su libertad que ofrecer en su holocausto esta vida, me será grato hacerlo así con tal de que respeten la suya. Un solo temor me detiene, y es el de que no sabré hacer un pacto tan estudiado, que me asegure de que el tirano no ha de engañarme despues de haberme puesto bajo su poder. Temo que, despues de tenerme encarcelaba, y cuando me haya hecho sufrir los tormentos que se le antojen, no ponga, á pesar de todo, en libertad á Bireno, impidiéndome escuchar la expresion de su agradecimiento; temo que la rabia que le posee y su conciencia perjura le induzcan á no darse por satisfecho con mi muerte, y haga despues con Bireno lo mismo que tenga decidido hacer conmigo.

»Ahora bien; el objeto que me mueve á referiros mis desgracias, así como se las refiero á cuantos señores y caballeros llegan á este país, es únicamente el de ver si, hablando con tantos, hay alguno que me indique un medio para estar segura de que, una vez entregada en manos del traidor Cimosco, no retendrá este en su poder á Bireno; pues no quisiera que, despues de muerta yo, muriera él tambien. He rogado á algun guerrero que esté presente en el momento de entregarme al rey de Frisia; pero que me prometa bajo su fé que este cambio se efectuará de modo que mi presentacion coincidirá con la libertad de Bireno, de modo que cuando me inmolen, exhale contenta mi último suspiro, en la seguridad de que mi muerte habrá dado la vida á mi esposo. Hasta ahora, sin embargo, no he encontrado quien me dé su palabra de que, cuando me presente á Cimosco, no consentirá que este Rey se apodere de mí sin darme antes á Bireno; tanto es lo que todos temen aquellas armas contra las cuales de nada sirven las corazas, por fuertes y resistentes que sean.

»¡Ah, señor! Si vuestro valor corresponde á vuestro altivo semblante y hercúleo aspecto; si os es posible acompañarme ante el rey de Frisia, y sacarme de su poder en el caso de que no cumpla lo que promete, dignaos venir conmigo á ponerme en sus manos, y así no abrigaré el temor de que muera mi esposo en cuanto yo deje de vivir.»

Aquí dió fin la doncella á su razonamiento, frecuentemente interrumpido por el llanto y por los suspiros. Orlando, que estaba siempre dispuesto á acudir en auxilio de los desgraciados, se apresuró á contestar á la Princesa en breves palabras, pues era por naturaleza conciso, que haria mucho más de cuanto ella le pedia, y que se obligaba á socorrerla bajo su fé de caballero. Opúsose abiertamente á que se entregara en manos de su enemigo para librar á Bireno, asegurándole que mientras no le faltasen su espada ni su acostumbrado esfuerzo, él solo era bastante para salvar á entrambos.

Sin esperar á más, se pusieron aquel mismo dia en camino, aprovechando un viento propicio y una mar bonancible. Deseoso el paladin de llegar sin pérdida de tiempo á la isla de Ebuda, aceleró la marcha cuanto pudo. Un piloto hábil fué dirigiendo la maniobra, mientras atravesaron por uno y otro lado los numerosos estrechos que separan las islas de Zelanda, que fueron dejando tan pronto delante como detrás, hasta que al tercer dia desembarcó Orlando en Holanda; pero no permitió que saltara en tierra la Princesa, víctima del rey de Frisia, por haberse propuesto el guerrero hacer llegar á su noticia la muerte del pérfido monarca antes que desembarcara.

Encaminóse por aquella costa el paladin, completamente armado y cabalgando en un caballo tordo, nacido en Dinamarca, criado en Flandes, y más grande y fuerte que ligero. Orlando habia dejado en Bretaña su corcel, aquel Brida-de-oro tan corredor y de tan hermosa estampa, únicamente á Bayardo comparable. Llegó á Dordrecht, cuyas puertas estaban custodiadas por numerosa gente armada, ya por seguir la precaucion usada siempre, que nunca esta de más en un país recien conquistado, ya tambien por haber llegado poco antes la noticia de que se dirigia allí desde Zelanda un primo del caballero encarcelado, con una flota compuesta de bastantes buques y tropas de desembarco.

Orlando rogó á uno de los guardas que diera aviso al Rey de que un caballero andante deseaba medirse con él á espada y lanza; pero bajo la condicion, aceptada de antemano, de que, si el Rey vencia á su retador, le seria entregada la princesa que dió muerte á Arbante, pues la tenia depositada en un sitio próximo desde donde fácilmente la pondria en sus manos. En cambio esperaba del monarca la promesa de que, si era él el vencido, daria inmediatamente la libertad á Bireno, y le dejaria ir á donde mejor le pareciese.

El soldado desempeñó presuroso este encargo; mas Cimosco, para quien la virtud y la cortesía eran completamente desconocidas, concibió al instante una idea inspirada por el fraude, la traicion y el engaño. Parecióle que apoderándose de aquel guerrero, lograria tambien apoderarse de la dama que tan cruelmente le habia ofendido, si era cierto que la Princesa estaba en poder de aquel, y no habia comprendido mal el mensajero. Dispuesto á realizar este plan, hizo que treinta de sus soldados salieran por una puerta de la ciudad, opuesta á aquella donde Orlando le esperaba, los cuales despues de dar un largo rodeo, se colocaron á espaldas del Paladin. El traidor, en tanto, habia ido ganando tiempo con fútiles palabras y pretextos, y cuando vió que los treinta ginetes habian llegado al sitio convenido, salió él al frente de igual número de guerreros. Así como el diestro cazador suele rodear á la fiera que persigue, cercando el bosque en que se encuentra por todos lados, ó como el pescador de Volana circuye con prolongadas redes el espacio de mar donde va acorralando la pesca, del mismo modo procuró el rey de Frisia cerrar al caballero todos los caminos por donde pudiera escapar. Pretendia cojerle vivo, y estaba tan persuadido de la facilidad de su empresa, que no llevó consigo aquel rayo terrestre con que habia exterminado tanta y tanta gente, por no parecerle necesario en aquella ocasion, en que no se trataba de matar, sino de aprisionar. El rey Cimosco pretendió obrar entonces á la manera del cauto cazador de pájaros, que conserva vivos á sus primeros cautivos, á fin de que con sus juegos y sus reclamos atraigan mayor número de pájaros á sus redes; pero Orlando no era de los que se dejaban atrapar con facilidad, y en breve rompió el círculo en que le habian encerrado.

El Caballero de Anglante enristró su lanza contra el grupo más compacto de sus enemigos, y atravesó con ella á uno, luego á otro, y otro, pues no parecia sino que fueran de masa: hasta seis traspasó manteniéndolos enristrados en su lanza, y por no ser esta bastante larga para que cupiera en ella el cuerpo de otro hombre, quedó el séptimo fuera; pero tan mal herido, que no tardó en sucumbir. No de otra suerte procede el hábil arquero, cuando en las orillas de los canales ó de los fosos, dirije sucesivamente su flecha contra las ranas, que atravesadas por los costados ó por las espaldas, unas en pos de otras, pronto cubren la saeta de un extremo á otro. Orlando arrojó léjos de sí su cargada lanza, y desnudando el acero, se preparó á combatir contra sus demás adversarios.

Rota la lanza, empuñó aquella espada que jamás dió un golpe en vago, y cada uno de sus tajos ó estocadas hizo morder el polvo á un infante ó á un ginete: donde alcanzó su hoja terrible tiñó de rojo el azul, el verde, el blanco, el negro ó el amarillo. Entonces se arrepintió Cimosco de no haber llevado consigo el tubo de hierro y el fuego, precisamente cuando más los necesitaba, y con grandes voces y amenazas ordenó que se los trajeran; pero nadie le dió oidos, porque cuantos lograban refugiarse en la ciudad, no se aventuraban á salir de ella. Al ver el rey de Frisia la fuga de sus guerreros, se decidió á imitarles: corrió á la puerta y quiso alzar el puente levadizo; pero Orlando, persiguiéndole de cerca, no le dió tiempo para ello. Entonces el monarca volvió de nuevo las espaldas, dejando á su adversario dueño del puente y de ambas puertas, y huyó, adelantándose á todos en su carrera, merced á la velocidad de su corcel. Orlando no se dignó acometer á los miserables satélites de Cimosco: á este, y á nadie más, deseaba arrancar la existencia; pero su caballo era poco á propósito para la carrera, mientras que el del fugitivo parecia tener alas. Al revolver de una esquina desapareció á la vista del paladin; pero poco tardó en volver con nuevas armas, por haber conseguido que le llevaran el tubo de hierro y el fuego; y colocándose tras de una piedra, le esperó escondido, como el cazador, armado de su venablo y rodeado de sus perros, espera al fiero javalí, que en su destructora carrera troncha las ramas, derriba los peñascos, y por do quiera que levanta su orgullosa frente, parece que se hunda con estrépito la selva y que se conmueva el monte.

Cimosco estaba en su puesto, acechando el momento en que pasara el audaz Conde para hacerle pagar cara su osadía; cuando le divisó, aproximó el fuego al orificio del hierro, que instantáneamente despidió una viva llama, brillando por su parte posterior como un relámpago y estallando como un trueno por delante: retemblaron las murallas, estremecióse el terreno bajo las plantas del monarca, y en los cielos retumbó aquel sonido aterrador. El proyectil ardiente, que atraviesa y destroza cuanto encuentra á su paso y á nadie perdona, lanzó un estridente silbido, pero contra lo que esperaba aquel nefando asesino, no produjo efecto alguno. Bien sea por precipitacion, ó porque el mismo deseo de herir al Conde le hiciera errar la puntería; bien fuese porque el corazon, temblando como la hoja en el árbol, hiciera temblar á su vez las manos y los brazos, ó bien porque la bondad divina no permitió la prematura muerte de su fiel campeon, la bala fué á hundirse en el vientre del caballo, que cayó en tierra, de donde no se levantó más.

Cayeron en tierra el caballo y el caballero: el uno la oprimió con su peso; mas apenas la tocó el otro, cuando se levantó rápidamente, cual si la caida hubiese redoblado su vigor y aliento: y así como el líbico Anteo solia levantarse con más fiereza cada vez que tocaba la arena, así tambien, al levantarse Orlando, pareció que el contacto con el suelo habia aumentado sus fuerzas. El que haya visto alguna vez caer el fuego que Júpiter despide con horrible estrépito, y le haya visto además penetrar en un sitio cerrado que contenga carbon, azufre y salitre, donde apenas llega, apenas toca un instante, parece que se inflame, no solo la tierra, sino tambien el cielo, y arruina las murallas, y hiende pesados mármoles y hace saltar los peñascos hasta las estrellas, podrá formarse una idea del aspecto del Paladin al levantarse del suelo; aspecto tan terrible é iracundo, que haria temblar al mismo Marte en el cielo.

Sobrecogido de espanto el rey de Frisia, al contemplarle, volvió las riendas para huir; pero Orlando corrió en pos de él con más velocidad que la saeta disparada por la cuerda. Hizo entonces yendo á pié lo que antes no habia conseguido á caballo; pues le persiguió con una ligereza que excedia á toda ponderacion. Alcanzóle en breve, y de un solo tajo le hendió la cabeza hasta el cuello, tendiéndole exánime á sus piés.

De pronto circuló por la ciudad un nuevo rumor, un nuevo estrépito de armas. El primo de Bireno acababa de llegar con las tropas que traia de su país, y encontrando abiertas las puertas, entró en aquella ciudad tan aterrada por las hazañas de Orlando, que la recorrió toda sin hallar la menor oposicion. Ignorando la poblacion quiénes eran y qué querian aquellos guerreros, huyó desordenadamente; pero no bien echaron de ver algunos habitantes que los recien llegados eran de Zelanda, segun demostraba su traje y su lengua, desplegaron bandera blanca en señal de paz, y pidieron al jefe de aquel ejército que se pusiera á su frente, y les ayudara á castigar al rey de Frisia, que por tanto tiempo habia tenido á su Duque aherrojado en una prision. El pueblo habia sido siempre enemigo de Cimosco y de todos sus secuaces; porque habia dado muerte á su antiguo Señor, y más aun porque era injusto, impío y rapaz. Orlando se interpuso como amigo entre ambas partes, y consiguió que ajustaran las paces; unidos despues los dos ejércitos, no dejaron un solo frison con vida, ó por lo menos, que no fuese hecho prisionero.

En seguida, para no entretenerse en buscar las llaves de los calabozos, echaron abajo las puertas, y pusieron en libertad á Bireno, que con las frases del mayor reconocimiento, dió gracias á Orlando por la merced que acababa de hacerle. De allí se dirigieron juntos, y seguidos de muchos guerreros, al bajel en que estaba esperando Olimpia: este era el nombre de la dama á quien de derecho correspondia el dominio de aquella isla; de la afligida doncella, acompañada hasta allí por Orlando, la cual nunca hubiera pensado que el paladin hiciera tanto en su obsequio; pues se contentaba con alcanzar la libertad de su esposo á trueque de su existencia. El pueblo al verla prorumpió en aclamaciones y la reverenció hasta lo infinito.

Largo seria de referir las cariñosas muestras de amor que mútuamente se dieron Olimpia y Bireno; así como las repetidas acciones de gracias que á Orlando prodigaron los dos. El pueblo repuso á la princesa en el trono de sus padres, y le juró fidelidad. Olimpia confió el gobierno del Estado y aun de si misma á Bireno, á quien la habia ligado Amor con indisoluble lazo. Ocupando despues otros cuidados la atencion de Bireno, dejó á su primo por custodio de todas las fortalezas y demás dominios de la isla, pues habia formado el proyecto de volver á Zelanda llevando consigo á su fiel consorte. Pretendia además probar de nuevo la suerte de las armas contra los frisones, contando con una prenda que habia caido en su poder, para él de gran valor: era esta la hija de Cimosco, que habia quedado cautiva con un gran número de sus parciales, y á quien queria dar por esposa á un hermano suyo, menor de edad.

El Senador romano se alejó de aquel país el mismo dia en que rompió las cadenas de Bireno. Entre tantos despojos como habia conquistado, no quiso quedarse con nada más que con aquella arma que, segun he dicho, se asemejaba al rayo en sus efectos. Su intencion, al escojerla para sí, no habia sido la de utilizarla en su defensa, pues siempre tuvo por impropio de ánimo varonil acometer cualquier empresa con ventaja: su objeto fué el de arrojarla á un sitio desde donde jamás pudiera ofender á nadie, y á este fin, se llevó consigo los polvos, las balas y todo cuanto tenia relacion con aquella arma. En cuanto se halló en alta mar á una distancia tal que por ninguna parte se divisaba el menor indicio de las costas, la cogió y dijo:

—A fin de que ningun caballero pueda confiar en tí para ser audaz impunemente, y para que jamás llegue á vanagloriarse el perverso de haber triunfado del valor del bueno, queda aquí sepultada. ¡Oh invencion abominable y maldita, que fuiste fabricada en las profundidades del averno por mano del mismo Belcebú, dispuesto sin duda á esterminar el mundo por medio de tí; vuelve al seno de los infiernos de donde has salido!

Así diciendo, la arrojó al abismo.

Hinchadas las velas por un viento favorable, impelieron su bajel en demanda de la isla fatal. Tanto era el deseo que el Paladin tenia de saber si se encontraba en ella la mujer á quien amaba más que todo cuanto existia en el mundo, y sin la cual le era odiosa la vida, que temía tropezar con alguna nueva aventura si ponia el pié en Hibernia, y tener que arrepentirse luego de no haber acudido más presuroso. Así es que no hizo escala en Inglaterra, ni en Irlanda, ni en las opuestas costas. Pero dejémosle encaminarse á donde le envia el ciego rapaz, cuyas flechas le han atravesado el corazon: antes de proseguir su historia, quiero volver á Holanda, adonde os invito á que me acompañeis; pues no dudo que os desagradaria, como á mí, que las bodas se celebraran sin nosotros. Los preparativos de la fiesta eran espléndidos y suntuosos; pero no tanto, segun decian, como los de la que se proponian celebrar en Zelanda. No pretendo, sin embargo, que acudais á ella; porque surgirán nuevos incidentes que la interrumpan, cuyos pormenores sabreis en el canto siguiente, si es que quereis acudir á escucharlo.

Canto X

Dominado Bireno por un nuevo amor, abandona á Olimpia durante la noche en una playa desierta.—Rugiero, despreciando á Alcina, pasa al santo reino de Logistila, quien le coloca de nuevo sobre el caballo alado.—Rugiero vé durante su viaje las huestes de Reinaldo, y despues á Angélica atada á una roca, á la que logra salvar.

Entre todos cuantos amantes fieles han existido en el mundo, entre todos aquellos que mayores pruebas de constancia hayan dado, tanto en el infortunio como en la prosperidad, debo poner en primer lugar, más bien que en el segundo, á Olimpia, cuyo ejemplo de amorosa ternura, si no excedió, tampoco fué excedido por ningun otro, antiguo ni moderno. Tantas y tan ostensibles fueron las pruebas de amor que dió á su Bireno, que no es ya posible que mujer alguna ofrezca más evidentes seguridades á su amante, aun cuando le mostrara abierto el pecho y el corazon. Si la fidelidad y la abnegacion merecen ser correspondidas, nadie mejor que Olimpia se hizo digna de que Bireno la amara más que á sí mismo, y de que no la abandonara nunca por otra mujer, aun cuando esta fuese la que ocasionó el gran conflicto entre Europa y Asia, ú otra que reuniera en sí más perfecciones: por el contrario, antes que entregarla al olvido deberia consentir en perder la luz del Sol, los sentidos, la vida y la fama, y todo cuanto sea más preciado para el hombre.

Sí Bireno amó á Olimpia tanto como ella á él; si fué tan firme en su fidelidad como ella; si no le distrajeron otros pensamientos que los del amor de Olimpia, ó si pagó con ingratitud tanto cariño, y se mostró cruel á tanta lealtad y ternura, eso es lo que voy á referiros, haciendo que el asombro os obligue á enarcar las cejas y apretar los labios. Cuando sepais la ingratitud con que correspondió á tanta bondad, no existirá una sola mujer de entre vosotras que preste oidos á las palabras de su amante.

Los amantes, á fin de conseguir cuanto desean y sin reflexionar en que Dios lo oye y lo vé todo, no economizan promesas y juramentos, que al poco tiempo se los lleva el aire, ó mejor dicho, en cuanto logran satisfacer la ardiente sed que les devora. Este ejemplo deberá serviros para no dar fácil crédito á los suspiros y á los ruegos que se os dirijan. ¡Dichosos aquellos, mis queridas amigas, que pueden escarmentar en cabeza ajena! Guardaos sobre todo de esos adoradores de semblante afeminado y juvenil, porque sus deseos nacen y se extinguen rápidamente como fuego de paja.

Así como el cazador que persigue á la liebre, arrostrando los ardores del Sol ó los rigores del frio, y pasando alternativamente del llano á la montaña, la desprecia en cuanto la vé muerta, y emprende de nuevo la persecucion de cualquiera otra pieza que huye ante él, así tambien esos jóvenes, os aman y os reverencian con cuanta solicitud es de rigor en quien galantea asiduamente, mientras os mostrais con ellos duras é inflexibles; mas no bien logran alcanzar el premio de la victoria, se apresuran á convertiros de señoras en esclavas, se alejan de vosotras y dirigen á otro objeto su veleidoso amor.

No os aconsejo por esto que renuncieis al amor, en lo que haríais mal; sin ningun amante seriais como la vid que no tiene un palo ó una planta donde apoyarse. Lo que sí os encargo es que huyais de la juventud voluble é inconstante, y admitais los frutos maduros y agradables, pero sin que tampoco lo sean demasiado.

Ya dije anteriormente, que entre los cautivos habian encontrado á una hija del rey de Frisia, que Bireno destinaba para unirla á su hermano; pero, á decir verdad, codicioso aquel de disfrutar sus gracias y belleza, la guardaba para sí como manjar muy delicado, creyendo que seria una deferencia insensata quitárselo él de la boca, para cederlo á otro. Aun no pasaba la jóven de los catorce años, y era bella y fresca cual la rosa recien abierta y vivificada por los dulces rayos del Sol de primavera. No fué amor lo que por ella sintió Bireno, sino una pasion tan abrasadora, que su fuego solo podia compararse en rapidez y vehemencia al que consume instantáneamente la yesca, ó al que, prendido por mano traidora y envidiosa, devora las mieses. Como estas se abrasó inmediatamente; como estas ardió hasta la médula de sus huesos, apenas vió á la afligida doncella vertiendo amargas lágrimas sobre el cadáver de su padre. Y así como el agua fria detiene en el acto la ebullicion de la que está puesta al fuego, del mismo modo se extinguió en él la llama que le abrasaba por Olimpia, vencida por la que habia encendido en su pecho la hija de Cimosco.

No tan solo estaba ya saciado de su antigua y fiel amante, sino que le causaba tal aburrimiento, que su presencia le molestaba por estimularle cada vez más el deseo de poseer al nuevo objeto de su pasion, hasta el punto de temer por su vida si llegaba á dilatarse la realizacion de sus aspiraciones: sin embargo, procuró refrenar su pasion mientras no llegara el dia fijado para su objeto, y fingió no solo amar, sino adorar á Olimpia, y apetecer únicamente cuanto ella deseaba. Si acariciaba á la hija del rey de Frisia (y á pesar suyo no podia dejar de acariciarla más de lo regular), no eran mal interpretados sus halagos, antes bien se atribuian á compasion y bondad; pues el acto de consolar al afligido, agobiado por los reveses de la Fortuna, jamás fué censurable, y sí digno de alabanza, sobre todo tratándose de una niña inocente.

¡Oh gran Dios! ¡Cuán á menudo se ven ofuscados los juicios humanos por densas tinieblas! ¡Las impías y profanas acciones de Bireno llegaron á reputarse como santas y piadosas!

Por fin, empuñaron los remos los marineros, y alejándose de aquellas costas, dirigieron gozosos las naves hácia Zelanda al través de numerosos canales, llevando al Duque y su comitiva. Ya habian perdido de vista las playas de Holanda, y dirigídose á la izquierda, hácia las costas Escocia, para no tocar en las de Frisia, cuando se vieron sorprendidos por un viento impetuoso, que durante tres dias les hizo andar errantes por aquellos mares. Cerca del anochecer del tercer dia llegaron á una isla inculta y desierta, y se refugiaron en una pequeña ensenada. Olimpia saltó en tierra, acompañada del infiel Bireno, con quien cenó alegremente aquella noche, sin abrigar la menor sospecha: levantóse despues una tienda en un sitio agradable, y descansaron ambos en ella, mientras que sus compañeros volvieron á bordo de los buques para entregarse á su vez al reposo.

El cansancio que ocasiona la navegacion, y el temor que durante algunos dias la habia mantenido en el insomnio; la satisfaccion de encontrarse segura en aquella costa, léjos del rumor de los bosques, y sin que la molestara ningun pensamiento ni cuidado alguno, puesto que estaba al lado de su amante, fueron causa de que Olimpia se entregara á un sueño tan profundo, cual no pueden tenerlo los osos ó los lirones.

El falso amante, á quien tenian desvelado sus inícuos pensamientos, así que la vió dormida, levantóse silenciosamente, hizo un lio de sus vestidos, sin tomarse el tiempo necesario para ponérselos, salió de la tienda, y cual si le hubiesen nacido alas, voló á donde estaban sus compañeros, á quienes despertó: ordenó en seguida que se desplegaran las velas, y sin que se oyera una palabra, se hicieron á la mar, alejándose de aquella playa.

Pronto la perdieron de vista, y con ella á la desdichada Olimpia, que continuó durmiendo hasta que la aurora esparció sobre la tierra el fresco rocío desde las doradas ruedas de su carro, y se oyó á los alciones lamentarse de su antiguo infortunio, revoloteando sobre las aguas. Medio dormida extendió la hermosa jóven su brazo para abrazar á Bireno, pero en vano: á nadie encontró; retirólo y lo extendió de nuevo, siempre infructuosamente: buscó con ambas manos, sin tropezar con nada, y disipado por el temor su sueño, abrió los ojos, miró y no vió á nadie; y no pudiendo permanecer más tiempo en el lecho, saltó de él y salió precipitadamente de la tienda. Corrió hácia el mar, hiriéndose el rostro; y convencida ya de su desgracia, mesóse los cabellos, se golpeó el pecho, recorrió con sus miradas el espacio auxiliada por la luz de la luna, por si podia distinguir algo que no fuera la playa; pero tan solo la playa divisó. Llamó á voces á Bireno, y á este nombre respondieron los antros, más piadosos que él.

En un extremo de la playa elevábase un peñasco, cuya base habian socavado las olas con sus continuos embates, convirtiéndolo en una especie de arco; dicho peñasco estaba encorvado y pendiente sobre el mar. Olimpia trepó presurosa hasta la cima, merced al vigor que le prestara su desesperacion, y vió huir á lo léjos las veleras naves de su cruel señor. Las vió, ó creyó verlas; porque aun no habia bastante claridad, y ante tan terrible espectáculo, temblorosa y más blanca y yerta que la nieve, se dejó caer sobre la roca. Luego que le fué posible levantarse extendió sus manos en direccion de las naves fugitivas, y llamó diferentes veces con desgarradores gritos á su desalmado consorte. Cuando su voz se debilitaba, la sustituia el llanto ó las palmadas, interrumpiendo sus señales con estas y parecidas exclamaciones:—¡Adonde huyes, cruel, con tanta velocidad! ¡Tu buque no lleva la carga que debe! ¡Haz que me lleve á mí, pues poco le estorbará mi cuerpo, cuando conduce mi alma!—Y continuaba haciendo señas con los brazos ó con los vestidos para que regresara el buque.

Los vientos, que se llevaban por alta mar los bajeles del ingrato jóven, llevábanse tambien las súplicas, las quejas, el llanto y los gritos de la infeliz Olimpia, que por tres veces distintas intentó precipitarse en las olas desde lo alto de la roca, hasta que al fin bajó de ella, y volvió á la tienda donde habia pasado la noche.

Tendida en el lecho, con el rostro vuelto hácia abajo, le decia entre lágrimas:

—Anoche acojiste dos cuerpos. ¿Por qué al despertar no éramos tambien dos? ¡Pérfido Bireno! ¡Ah! ¡Maldito mil veces el dia en que fuí engendrada! ¿Qué debo hacer? ¿Qué va á ser de mí, sola y abandonada? ¿Quién me prestará ayuda y consuelo?... No veo aquí persona alguna; no distingo el menor vestigio que revele la presencia de un ser humano. ¡Tampoco descubro ningun bajel en que embarcarme y buscar mi salvacion!... ¡ Moriré sin duda de hambre! No habrá nadie que cierre mis ojos, ni quién me dé sepultura, como no la encuentre en el vientre de las fieras que vagan por esas selvas. Ya creo ver salir de esos bosques los osos, los leones, los tigres y demás animales feroces, á quienes la naturaleza ha provisto de colmillos agudos y aceradas garras para destrozar á sus víctimas! Pero ¿qué fiera habrá tan cruel que me dé una muerte peor que la que tú me destinas, feroz Bireno? A ellas les pareceria bastante una sola, mientras que tú me haces sufrir mil muertes. Aun suponiendo que algun navegante arribe á estas playas y me reciba por compasion á bordo de su buque, salvándome de los osos, los lobos y leones, del hambre, y de otros géneros de muerte á cual más horribles, ¿podrá por ventura conducirme á Holanda, cuyos puertos y fortalezas están custodiados por tí? ¿Me llevará á mi país natal, cuando te has apoderado de él por medio de la traicion? Tú me has arrebatado mis dominios, bajo falaces apariencias de amor y alianza, y para usurparlos mejor, te apresuraste á ponerlos bajo la vigilancia de tus soldados. ¿Volveré á Flandes, donde vendí los restos de mi fortuna, los únicos medios de existencia con que contaba, para socorrerte y sacarte de tu prision? ¡Desdichada de mí! ¿A donde me encaminaré? Lo ignoro. ¿Debo acaso ir á Frisia, en cuyo trono pude sentarme, si no lo hubiera despreciado por tí, lo cual ha sido causa de que pierda mi padre, mis hermanos, y todo cuanto me era querido en el mundo? No quisiera echarte en cara, ingrato, todo cuanto he hecho por tí, ni creo necesario recordártelo, pues tan bien como yo lo sabes: sin embargo, ¡hé aquí la recompensa que te he merecido!.. ¡Oh! ¡Dios mio! ¡No permitas que caiga en poder de algun corsario que me venda luego como esclava! Antes de que tal suceda, venga un lobo, un oso, un leon, un tigre ó cualquier otra fiera, que con sus garras me destroce, me devore con sus dientes, y muerta me conduzca arrastrando á su caverna.

Y así diciendo, arrancábase Olimpia sus hermosos cabellos de oro. Corrió de nuevo hácia la playa, volvió de un lado á otro la cabeza repetidas veces, ondeando su cabellera á merced del viento: parecia fuera de sí, y como si se hubiese apoderado de su cuerpo, no uno, sino una docena de espíritus malignos, semejante á veces en su desesperacion á Hécuba al contemplar el cadáver de Polidoro. Detúvose por último sobre una roca mirando fijamente al mar, tan inmóvil que parecia una estátua de piedra.

Pero dejémosla lamentarse hasta que volvamos á ocuparnos de ella, y tratemos de Rugiero que continuaba cabalgando por la playa, rendido y abrumado por el intenso calor del mediodia. El Sol heria con sus rayos aquellas lomas, que refractaban vivamente su ardor: hervia la arena blanca y fina de aquella costa, y á las armas del guerrero les faltaba poco para caldearse completamente. Mientras que la sed y las molestias del camino por la playa arenosa y solitaria le hacian desagradable y enojosa compañía, llegó á una torre antigua, edificada á la orilla del mar, donde estaban tres damas de la corte de Alcina, á quienes conoció por sus vestidos y ademanes. Tendidas sobre tapices de Alejandría, disfrutaban á la sombra de un delicioso fresco, rodeadas de vinos exquisitos y de toda clase de dulces y manjares delicados. Cerca de la playa y mecida por las olas, tenian dispuesta una barquilla, esperando que hinchase la vela alguna brisa, de la que entonces no se sentia el más ligero soplo.

Apenas vieron á Rugiero caminando trabajosamente por la movediza arena, atento solo á su viaje, con la sed retratada en los labios y lleno de sudor el abatido semblante, le llamaron diciéndole que interrumpiera por un momento su marcha, y no se negara á restaurar sus fuerzas quebrantadas, disfrutando por algun tiempo aquella grata sombra. Una de ellas se acercó al caballo para tener el estribo; otra dió mayor pábulo á su sed, presentándole una copa de cristal llena de vino espumoso; pero Rugiero no quiso aceptar nada, conociendo que el menor retraso en su marcha daria á Alcina tiempo de alcanzarle, cuando la encantadora iba en pos de él, y estaba ya muy cerca. No se inflaman con tanta rapidez el salitre y el azufre más puro al contacto del fuego, ni es tan grande la furia del mar cuando se vé impelido por un negro turbion descendido del cielo, como la tercera de aquellas damas ardió en ira y furor, al ver que Rugiero seguia impávido su camino sin hacer ningun caso de ellas á pesar de su belleza.

—Tú no eres cortés ni caballero, exclamó con desaforados gritos; esas armas que llevas las has robado, y probablemente habrás adquirido del mismo modo ese caballo: tan verdad es lo que digo, como que deberias ser castigado con una muerte infame, descuartizado, quemado vivo ó empalado, por villano, ladron, orgulloso é ingrato.

Otras muchas injurias y denuestos le prodigó la arrogante dama, á pesar de que Rugiero no se dignó contestarle, por estar persuadido de que no podia reportarle ninguna utilidad semejante disputa. Embarcóse la jóven con sus hermanas en la barquilla que estaba dispuesta para su servicio, y á fuerza de remo siguieron al paladin, que continuaba costeando la playa.

En tanto que las tres doncellas dirigian á Rugiero desde la barca todo género de amenazas, maldiciones é injurias, y cuantas frases insultantes pudieran excitar su cólera, llegó el guerrero al estrecho por donde se pasaba á los estados de la más benigna hada; y vió á un barquero anciano, que al divisarle desató su barca de la orilla opuesta, como si estuviera ya avisado y preparado de antemano, esperando la llegada de Rugiero. El barquero se dirigió á él, manifestando su alegría por transportarle á mejores playas: si el rostro es el espejo del corazon, aquel anciano reunia á una gran benignidad una discrecion no menor.

Saltó Rugiero en la barca, dando á Dios fervientes gracias por haberle salvado, y empezó á surcar las aguas departiendo amigablemente con aquel marinero prudente y dotado de singular experiencia. Daba este mil plácemes al guerrero por haber sabido sustraerse tan á tiempo al poder de Alcina, antes de que le hubiera hecho apurar, como á tantos otros, la copa de sus filtros encantados, así como tambien aprobaba su determinacion de refugiarse en el país de Logistila, donde seria testigo de las costumbres más santas, donde admiraria la belleza eterna y la gracia infinita que nutren y alimentan el corazon sin producir jamás la saciedad.

—La presencia de Logistila, continuaba diciendo el anciano, difundirá de pronto en tu alma el mayor asombro y reverencia; y conforme vayas acostumbrándote poco á poco á su elevado trato y modesto continente, tendrás en poca estima cualquier otro bien que para tí exista en la Tierra. Su amor es diametralmente opuesto á todos los demás: mientras que los otros tienen oprimido continuamente el corazon entre el temor y la esperanza, el suyo inspira un solo deseo, el de contemplarla, con lo cual quedan todos satisfechos por completo. Ella te proporcionará goces más gratos que los que ofrecen las músicas, las danzas, los perfumes, los baños y los manjares: sus pensamientos, que parten de una base más perfecta, tienen más elevacion que la que alcanzan los milanos al remontarse por los aires: ella te enseñará, por último, cómo puede llegar á participar un ser mortal de la gloria de los bienaventurados.

Así iba diciendo el barquero, mientras bogaba hácia la orilla opuesta, bastante apartada todavia, cuando descubrió en alta mar un gran número de bajeles que iban en su demanda: en ellos venia la ofendida Alcina con todos los guerreros que habia logrado reunir, decidida á perder la existencia y sus estados, ó á rescatar el objeto de su pasion: tan extrema determinacion se la habia inspirado Amor, no menos que el dolor causado por la injuria recibida. Jamás habia sentido, por nada ni por nadie, tan vivos deseos de vengarse como entonces: así es que corriendo presurosa tras su venganza, hacia que los remos golpeasen las aguas con tal fuerza y rapidez que la espuma salpicaba ambas orillas: el estrépito que producian retumbaba en el mar y en las costas, llenando además con sus ecos el espacio.

—Descubre el escudo, Rugiero, exclamó el anciano: descúbrelo inmediatamente: es indispensable; de lo contrario, serás muerto ó aprisionado con vergüenza tuya.

Y no contento con esta advertencia, cogió por sí mismo el escudo, y levantando la tela que lo cubria, dejó escapar aquella luz deslumbradora. El encantado resplandor que hirió vivamente los ojos de sus adversarios, les ofendió de tal modo que quedaron como ciegos, cayendo sin conocimientos unos por la popa, y otros por la proa.

Un vigía colocado sobre una roca de los dominios de Logistila, al divisar la escuadra de su enemiga, dió por medio de una campana la señal de alarma: no tardó en acudir presuroso el ejército de aquella hada, y á los pocos momentos se oyó semejante al de la tempestad el estruendo de la artilleria, que disparaba contra los perseguidores de Rugiero, el cual socorrido por todas partes, consiguió poner en salvo su libertad y su vida.

En esto llegaron á la playa cuatro damas, enviadas apresuradamente por Logistila: la valerosa Andrónica, la prudente Fronesia, la honestísima Dicila, y la casta Sofrosina, que dió entonces mayores muestras de solicitud que sus compañeras.

Inmediatamente despues empezó á salir del castillo el ejército de la virtuosa hada, que no tenia rival en el mundo, y embarcándose en una flota, compuesta de un crecido número de grandes bajeles, anclados en una ensenada tranquila que formaba la playa al pié de la fortaleza, y dispuestos dia y noche á combatir al primer aviso, á la primera campanada, se extendió por el mar en forma de batalla.

Terrible fué el combate que se siguió así por mar como por tierra; terrible y fatal para Alcina que perdió en aquel dia los estados usurpados á su hermana. ¡Cuántas batallas han tenido un resultado totalmente distinto del que se esperaba antes de trabarlas! Esto fué lo que le sucedió á Alcina; pues no solo no consiguió apoderarse nuevamente de su amante, segun se prometia, sino que de todos sus bajeles, tan numerosos que apenas cabian en el mar, solo pudo salvar de las llamas una débil barquilla, en la cual huyó triste y desesperada.

Con la fuga de Alcina acabó de consumarse la total destruccion de la armada, y sus soldados cayeron muertos en la pelea ó fueron reducidos á prision; pero este cruel revés no afligia tanto á la maga como la pérdida de su Rugiero, por quien suspiraba dia y noche amargamente, derramando copiosas lágrimas. En su desesperacion se lamentaba con frecuencia de no poder darse la muerte; porque una hada no puede morir mientras el Sol siga su curso natural y no varien las revoluciones del cielo y de los astros. Si así no fuese, el dolor de Alcina era bastante á conmover á Cloto para que cortara el hilo de sus dias, y hubiera puesto término á su suplicio valiéndose del acero, como Dido, ó cual la soberbia reina del Nilo, eligiendo un veneno mortal para arrancarse la existencia, pero desgraciadamente las hadas no siempre pueden morir.

Mas volvamos á Rugiero, digno de eterna gloria, y dejemos á Alcina entregada á su afliccion.

Luego que el paladin, saltando á tierra, consiguió fijar la planta en aquel país seguro y hospitalario, dió fervorosas gracias á Dios por no haberle desamparado en la realizacion de su intento, y volviendo al mar la espalda, se encaminó rápidamente hácia la roca donde se asentaba el castillo de Logistila. Jamás vieron ojos mortales otra fortaleza tan suntuosa ni tan bien defendida. Sus murallas eran de una piedra mucho más preciosa que el diamante ó el rubí; de una piedra completamente desconocida entre nosotros; para formarse idea de ella seria preciso ir á verla hasta aquel país; pues no creo que se encuentre otra semejante en parte alguna, como no sea en el Cielo. Lo que la hace mucho más notable y de más valor que cualquiera otra piedra preciosa, es que al contemplarse en ella, el hombre vé retratado lo que pasa hasta en el fondo de su corazon: contempla sus vicios y sus virtudes tan claras y patentes, que no vuelve jamás á hacer caso de la adulacion ni de las censuras inmerecidas: mirándose en aquel brillante espejo, aprende el hombre á conocerse á sí mismo y adquiere una exquisita prudencia. El resplandor que aquellas piedras despedian, comparable solo al del Sol, alumbraba de tal modo con sus fulgurantes destellos, que quien poseyera una sola, podria, siempre que le viniera en mientes, convertir la noche en dia, á pesar del mismo Febo. No solo las murallas eran dignas de admiracion: el arte y la materia de que se compone aquel castillo compiten hasta tal punto, que seria difícil juzgar á cual de ambos debia darse la preferencia.

Sobre arcos tan elevados que no parecia sino que sostuvieran los mismos cielos, se ostentaban tan extensos y bellísimos jardines, que hubiera sido difícil formarlos semejantes en la llanura. Por entre las luminosas almenas asomaban sus verdes ramas mil arbustos odoríferos, cargados, tanto en verano como en invierno, de pintadas flores y frutas sazonadas. Solamente en aquellos jardines crecen árboles tan fecundos, y solo en ellos se ven rosas, violetas, lirios, amarantos ó jazmines tan magníficos. En otras partes las flores suelen nacer, vivir, é inclinar su corola marchita en un mismo dia, dejando huérfano de hojas su tallo á la menor variacion atmosférica; pero allí era perpétua la belleza de las flores: no porque la benigna naturaleza les conceda una temperatura á propósito, sino porque Logistila, con su cuidado y sus talentos, las hacia vivir en una primavera eterna, sin el auxilio de ninguna cosa sobrenatural, lo cual parecia á todos increible.

Logistila se mostró muy complacida de la llegada á sus dominios de un caballero tan gentil, y dispuso que fuera muy agasajado, y que todos se esmeraran en honrarle y obsequiarle. Rugiero vió con satisfaccion á Astolfo que hacia bastante tiempo se encontraba allí; y en pocos dias fueron llegando sucesivamente todos los caballeros á quienes Melisa habia devuelto su primitiva forma.

Despues de haber descansado algunos dias, se acercó Rugiero á la prudente Hada con el duque Astolfo, que anhelaba tanto como aquel guerrero regresar á Occidente. Melisa tomó la palabra por ambos, y suplicó humildemente á la Hada, que con sus consejos, favor y auxilio, lograsen volver al país de que procedian. Logistila contestó que pensaria en ello, y que dentro de dos dias les concederia lo que deseaban. Reflexionó despues en los medios de que se valdria para auxiliar á Rugiero y al Duque, y resolvió que el caballo alado fuese el primero en regresar á las costas de Aquitania; pero antes quiso que se le hiciera un freno á propósito para dirigirle. Enseñó á Rugiero de qué modo ha de valerse para hacerle subir ó bajar, segun su deseo, y cómo ha de manejar las riendas para que vuele describiendo círculos, para que hienda los aires en línea recta ó para que permanezca fijo sostenido en las alas. A los pocos ensayos, logró el paladin dominar por completo á su corcel, guiándole por los aires con la misma facilidad y destreza con que solia cabalgar en su anterior caballo por el terreno llano.

Cuando Rugiero lo tuvo todo dispuesto para el viaje, se despidió de la Hada benéfica, y salió de sus estados llevando grabado en su corazon el permanente y cariñoso recuerdo de sus bondades.

Continuaré hablando de Rugiero que emprendió su marcha en ocasion muy oportuna, y despues referiré cómo el guerrero inglés consiguió reunirse á Carlomagno y sus aliados tras un viaje mucho más largo y penoso.

Al partir Rugiero, no siguió el mismo camino por donde á pesar suyo le habia conducido el Hipogrifo, siempre por encima de los mares y sin ver apenas la tierra: en disposicion ahora de dirigirle á su albedrío, quiso regresar á su país por distinta via, como los reyes Magos hicieron al volver al suyo por no encontrarse con Herodes. Al ir hácia aquella isla donde estaban las dos hadas en contínua guerra, habia atravesado la España, y fué á parar á la India Oriental directamente cruzando los mares. A la vuelta quiso ver otras regiones distintas de aquellas en donde Eolo impele á los vientos, y terminar el círculo empezado, para dar, lo mismo que el Sol, la vuelta al mundo entero.

Ofreciéronse á su vista el Catay, y Mangiana sobre el gran Quinsaí: pasó volando sobre el monte Imaús; dejó á la izquierda la Sericania, y declinando siempre desde la Escitia hiperbórea hasta las costas de Hircania, llegó al país de los Sármatas; y cuando se encontró en los confines de Europa y Asia, vió la Rusia, la Prusia y la Pomerania.

Aunque el único deseo de Rugiero fuese el de ver cuanto antes á su querida Bradamante, no pudo, sin embargo, privarse del placer que le causaba ir dando la vuelta al mundo, y siguió visitando las comarcas de Polonia, Hungria, Germania y todas las demás de aquella triste tierra boreal hasta que por fin llegó á Inglaterra, último confin, por aquella parte, del mundo conocido. No vayais á figuraros, Señor, que durante este largo trayecto estuviera siempre volando: cada noche procuraba encontrar un albergue buscando una posada donde descansar cómodamente. Invirtió muchos dias y aun meses en su viaje, por lo mismo que se complacia en visitar nuevas tierras y nuevos mares, hasta, que llegando á Lóndres una mañana, obligó á su palafren á descender á la orilla del Támesis.

En las praderas que rodeaban aquella ciudad vió una inmensa multitud de infantes y ginetes armados, que desfilaban en apiñados escuadrones, y al toque de cornetas y atabales, por delante del buen Reinaldo, honor y prez de los paladines; el cual, si recordais lo que de él he referido, habia pasado á aquellos reinos por mandato de Carlomagno en demanda de auxilios de toda clase.

Rugiero llegó precisamente en el momento en que se pasaba revista á tan lucido ejército, y desmontando del Hipogrifo, preguntó la causa de aquel aparato militar á un caballero, que se apresuró con gran cortesía á satisfacer su curiosidad, diciéndole que las tropas agrupadas allí bajo tantas y tan distintas banderas procedian de Escocia, Irlanda, Inglaterra y demás islas adyacentes; y que en cuanto terminase aquella revista, se dirigirian hácia la costa, donde los esperaban ya los buques que debian surcar el Océano, para acudir en socorro de los franceses, reducidos al último extremo, y que solo de ellos esperaban su salvacion.

—Pero á fin de que quedes bien enterado, voy á designarte uno por uno todos esos escuadrones.

»¿Ves aquella gran bandera en que están unidas las flores de lís á los leopardos? Pues es la enseña del jefe de todas esas tropas reunidas, en pos de la cual han de seguir los demás estandartes. El nombre de dicho jefe, famoso en estos paises, es el de Leonelo, flor y nata de los guerreros, maestro en el arte de la guerra, sobrino del Rey y duque de Lancaster.

»La bandera que sigue inmediatamente al estandarte real, aquella que hace el viento ondear hácia el monte y ostenta tres alas blancas en campo verde, es la de Ricardo, conde de Warwick. Del duque de Glocester es aquella otra que tiene dos astas de ciervo sobre medio cráneo. El duque de Clarence lleva por blason una antorcha: el de York un árbol. Mira allí un estandarte que por divisa tiene una lanza rota en tres pedazos; es la del duque de Norfolk: el rayo es la del buen conde de Kent, como aquel grifo lo es del conde de Pembroke: el duque de Sufolk lleva por enseña una balanza: aquellas dos serpientes unidas por un yugo son la del conde de Essex, y la guirlanda en campo azul la del de Northumberland. El conde de Arundel lleva en su estandarte una pequeña embarcacion sumergiéndose en el mar; y aquellos tres son los del marqués de Barclay, del conde de la Mark y del de Richmond; el primero lleva un monte hendido en campo blanco; el segundo una palma, y el tercero un pino bañado por las olas. Las banderas de los condes de Dorset y de Southampton tienen, la de aquel un carro y la de este una corona.

»Raimundo, conde de Devonshire, ostenta en su estandarte aquel milano que protege el nido con sus alas; la bandera amarilla y negra es del conde de Vigorre; la del conde de Derby tiene por blason un perro; la del de Oxford un oso; el rico prelado de Bath sostiene una cruz deslumbradora, y el duque Arimon de Sommerset ostenta en su estandarte una silla rota sobre fondo oscuro.

»Ascienden á cuarenta y dos mil los hombres de armas y los arqueros á caballo; los soldados de á pié alcanzarán de seguro á doble número.

»Repara en aquellas banderas; una gris, otra verde, otra amarilla y otra negra listada de azul: son las de Godofredo, Enrique, German y Odoardo, capitanes de otras tantas mesnadas: el primero es duque de Buckingham; conde de Salisbury el segundo; el tercero señor de Burgenia, y Odoardo, conde de Croisbury. Todas esas tropas, que están formadas hácia Levante, son las de Inglaterra. Vuélvete ahora hácia Occidente, y fíjate en aquellos treinta mil escoceses, que vienen á las órdenes de Zerbino, hijo de su rey.

»Hé allí el estandarte real del rey de Escocia, que ostenta un leon armado con una espada de plata, teniendo un unicornio á cada lado: junto á él acampa el príncipe Zerbino, que es el más valiente y gallardo de cuantos le rodean: la naturaleza se esmeró en hacerle perfecto, y rompió luego el molde, para que aquel guerrero fuera sin par. No existe quien reuna tanta virtud, tanta gracia, ni tal valor como el príncipe de Escocia, que tiene además el título de duque de Ross.

»El conde de Athol lleva una barra de oro en su estandarte: la otra bandera es del duque de Marr, que tiene por blason un leopardo: aquella que está engalanada de varios colores y de numerosas avecillas es la del gallardo Alcabrun, que á pesar de ser el primer magnate de su selvático país, no tiene el título de duque, ni de conde, ni de marqués siquiera. Aquella bandera en que se vé un águila mirando fijamente al Sol es del duque de Stratford: el conde Lurcano, señor de Angus, tiene por blason un toro entre dos perros de presa; el duque de Albania ostenta en el suyo los colores azul y blanco, y el conde de Buckan un buitre destrozado por un dragon verde.

»Aquella bandera negra y blanca es del fuerte Arman, señor de Forbess; y la que está á su izquierda con una antorcha en campo verde es del conde de Erelia. Contempla ahora á los guerreros de Hibernia cerca de la llanura: forman dos escuadrones, mandado el primero por el conde de Kildare y el otro compuesto de aguerridos montañeses, por el de Desmond. La enseña del primero tiene un pino inflamado; la del segundo, una banda roja en campo blanco.

»No socorren á Carlomagno únicamente la Inglaterra, la Escocia y la Irlanda, sino que se apresuran á enviar sus guerreros con este objeto Suecia, Noruega, la isla de Thulé y hasta la remota Islandia, y finalmente todas las naciones septentrionales, enemigas naturales de la paz. Diez y seis mil guerreros, ó pocos menos, salidos de sus cavernas ó de sus selvas, con el rostro, el pecho, la espalda, los brazos y las piernas cubiertas de vello como las fieras, rodean aquella bandera enteramente blanca, formando en su derredor un bosque de lanzas. Morat, su jefe, es el que la lleva, dispuesto á empaparla en sangre mora.»

Mientras Rugiero estaba entretenido en contemplar las variadas enseñas de aquel lucido ejército, que se disponia á acudir en socorro de Francia, y preguntaba los nombres de los señores bretones, hablando con su interlocutor acerca de lo que presenciaba, fueron aproximándose varios curiosos á contemplar estupefactos su extraño y maravilloso corcel, único en el mundo, y en breve formaron en torno suyo un apiñado grupo. Para aumentar su sorpresa y admiracion, y á fin de reirse de su asombro, montó Rugiero en el Hipogrifo, le aflojó las riendas, y tocándole lijeramente con las puntas de los acicates, le hizo remontarse velozmente por los aires, dejando á los circunstantes atónitos y mudos de estupor.

Desde allí, y despues de atravesar la Inglaterra de un extremo á otro, dirigióse Rugiero á Irlanda, á aquella Hibernia fabulosa, donde construyó un santo anciano la cueva, dotada de tan singular virtud que el hombre queda en ella purificado de sus peores faltas. Despues encaminó su volador corcel á la Bretaña menor, y al pasar sobre el mar miró hácia abajo, y vió Angélica atada á una de las peñas de la isla del Llanto, que así se llamaba aquella isla habitada por una gente tan feroz, cruel é inhumana, que, segun he dicho en otro canto, iba continuamente merodeando por diferentes costas, á fin de apoderarse de las mujeres más hermosas, para convertirlas despues en nefando alimento de un mónstruo marino.

Angélica habia sido encadenada aquella misma mañana en la playa donde solia acudir la desmesurada orca marina que se alimentaba de tan aborrecible manjar. Ya he dicho antes cómo fué aprisionada por los que la encontraron dormida al lado del viejo encantador, que valiéndose de sus artes mágicas, la habia atraido al sitio que se propusiera: los feroces ebudios no tuvieron reparo en exponerla en la costa, como cebo de la fiera, completamente desnuda, y tal cual la habia formado la naturaleza, y sin tener siquiera un velo con que ocultar las blancas azucenas y las encendidas rosas esparcidas por sus delicados miembros, que no podian marchitar los calores del verano ni los hielos del invierno.

Rugiero habria podido creer que era una estátua hecha de alabastro ó de reluciente mármol, y colocada en aquel peñasco por un capricho artístico de algun inspirado escultor, si no hubiese visto claramente cómo rodaban las lágrimas por las frescas y sonrosadas mejillas, hasta rociar con ellas los torneados pechos, y cómo ondeaba á merced del viento la dorada cabellera. Al fijar sus ojos en los bellos ojos de Angélica, acordóse Rugiero de su Bradamante; el amor y la compasion agitaron á un tiempo su pecho de tal modo, que á duras penas pudo contener el llanto, y moderando el vuelo de su corcel, acercóse á la jóven y le dijo dulcemente:

—¡Oh hermosa doncella, digna tan solo de la cadena con que Amor esclaviza á los amantes, é inmerecedora de la triste suerte á que te veo reducida! ¿Quién ha sido el hombre despiadado, que lleno de cruel envidia, ha podido imprimir la huella de tan atroces ligaduras en el terso marfil de esas lindas manos?

Al oir tales palabras, sintió la jóven que encendia su rostro el calor de la vergüenza, viendo que estaban expuestas á las miradas de todos aquellas partes de su cuerpo que, aunque reunan todas las perfecciones, no puede menos de ocultarlas el pudor. Hubiérase cubierto el rostro con las manos, si no las hubiese tenido atadas á la roca; pero lo cubrió con su llanto, única cosa que no le habian podido arrebatar, y procuró tenerlo inclinado. Conteniendo los sollozos, empezó á contestar á Rugiero con voz débil y fatigosa; mas no pudo seguir adelante, porque expiró la palabra en sus labios al oir un gran rumor que del mar procedia.

Apareció en seguida el desmesurado mónstruo, medio sumergido en las olas, y así como el bajel impelido por los vientos acude velozmente á refugiarse en el puerto, con igual rapidez se dirigió la horrible fiera á apoderarse del cebo que se le tenia dispuesto; la distancia que le separaba de Angélica era muy corta, y la jóven, medio muerta de espanto, no tenia ya esperanza alguna de salvacion, cuando Rugiero, que llevaba empuñada la lanza, se adelantó empezando á descargar furiosos golpes con ella sobre la orca.

No puedo comparar á aquel enorme cetáceo sino con una gran masa que gire en todas direcciones; pues lo único que tenia de animal era la cabeza, con sus ojos y sus colmillos de fuera, semejantes á los de un jabalí. Rugiero procuraba herirle de frente, entre los ojos; pero embotábanse los golpes de su lanza, como si los hubiera dirigido contra el hierro ó la piedra. Al ver que fué vana la primera acometida, retrocedió á fin de tomar más impulso para la segunda; y la orca, que observó la sombra de las grandes alas del hipogrifo corriendo sobre las ondas, abandonó la presa segura que tenia en la orilla por correr furibunda tras la dudosa, volviéndose y revolviéndose contra aquel fantasma, mientras que Rugiero procuraba caer sobre ella descargándole nuevos golpes.

Así como suele descender desde la region de los aires el águila, que, atraida por la serpiente que ha visto deslizarse entre la yerba, ó tenderse al Sol sobre una pelada roca, para limpiar y alisar sus doradas escamas, no la acomete de frente á fin de evitar su ponzoñosa mordedura, sino que la ataca por la espalda, agitando las alas con objeto de impedir que el reptil se vuelva y la ataque á su vez, del mismo modo acometió Rugiero á la orca con espada y lanza dirigiendo sus golpes, no al sitio donde podian servirle de defensa sus terribles colmillos, sino entre las orejas, sobre la espalda ó hácia la cola. Si la fiera se volvia, cambiaba él de direccion, y tan pronto descendia como volvia á elevarse; pero se fatigaba en vano, porque no conseguia atravesar aquella piel más dura que la roca.

Podia compararse aquel combate á los ataques que contra el mastin dirige la mosca atrevida durante el polvoroso Agosto, ó en los meses anterior y siguiente, aquel lleno de espigas y este de mosto: pícale en los ojos, y en el hocico; da mil vueltas en torno suyo y no se separa un momento de él, mientras que el perro da continuos mordiscos al aire, hasta que alcanzando uno á su enemiga basta para hacerle pagar cara su audacia.

La orca golpeaba con tal violencia las olas que hacia saltar el agua hasta el cielo; así es que el paladin no sabia si estaba batiéndose en el aire, ó si su corcel se habia metido en el mar. Más de una vez deseó encontrarse en la playa; porque de durar mucho aquella lucha, temia que de nada le sirvieran las alas mojadas del Hipogrifo, encontrándose por consiguiente sin auxilio y sin poder valerse de la más insignificante barquilla. Ofrecióse entonces á su imaginacion un nuevo y más seguro medio de vencer con otras armas á la horrenda fiera, deslumbrándola con el resplandor del escudo encantado. Voló hácia la orilla, y para no comprometer el éxito, se dirigió á la jóven que continuaba atada á la roca, y le colocó en el dedo el anillo que destruia todos los encantos; aquel anillo que Bradamante habia arrebatado á Brunel para salvar á Rugiero, y que le habia enviado á la India por conducto de Melisa para arrancarle del poder de la pérfida Alcina. Melisa, como he dicho antes, hizo uso de aquel talisman en favor de muchos, y despues se lo devolvió á Rugiero, que no volvió á desprenderse de él.

En aquella ocasion se lo confió á Angélica por temor de que privara al escudo de su esplendoroso fulgor, y para que al mismo tiempo sirviera de defensa á aquellos bellos ojos, que ya le habian aprisionado en sus redes. El enorme cetáceo se acercaba en tanto á la orilla, oprimiendo con su cuerpo un inmenso espacio de mar. Preparóse Rugiero, y cuando le vió cerca, levantó el velo, uniendo un nuevo Sol al que ya brillaba en el cielo. La encantada luz, dando de lleno en los ojos de la fiera, produjo el efecto acostumbrado. Como la carpa ó la trucha flotan por el rio cuyas aguas ha emponzoñado con cal el pescador, así se vió flotar el mónstruo con el vientre hácia arriba á merced de las olas. Rugiero procuró entonces herirle por todas partes, pero no pudo conseguir su intento.

Angélica empezó á rogarle que cesara en sus inútiles esfuerzos, diciéndole entre copioso llanto:

—Vuelve, por Dios, Señor: desátame antes que la orca vuelva en sí; llévame contigo, y sumérgeme en lo profundo del mar antes que dejarme de nuevo expuesta á la voracidad de ese mónstruo.

Rugiero, conmovido por estas súplicas, desató á la jóven y la apartó de la orilla. Preparó su corcel, que afirmando las patas en la arena, tomó impulso, se lanzó por los aires y atravesó velozmente el espacio, llevando sobre sus lomos al caballero y á la jóven. Así se vió privada la orca de un manjar harto suave y delicado para ella. Durante aquel viaje aéreo, volvíase Rugiero con frecuencia y cubria de besos el pecho y los vivaces ojos de su compañera.

El paladin abandonó el propósito que tuvo al principio dar la vuelta á España, é hizo que su corcel descendiera en la costa cercana, donde forma un prolongado cabo la Bretaña menor.

Habia en aquella costa un bosque de pobladas encinas, en el cual anidaban multitud de ruiseñores: en el centro se descubria un pequeño prado con una fuente en medio, y á uno y otro lado se elevaban colinas solitarias. Allí fué donde el ardoroso caballero detuvo su atrevida marcha y bajó á la pradera, haciendo que su corcel plegara las alas. Apenas apeado del caballo, se preparó á dar asaltos más dulces; pero le incomodaba el arnés, y tuvo que quitárselo por ser un obstáculo para sus deseos. En su precipitacion, no acertada á despojarse de las armas: mientras procuraba desatar un nudo, sin saber cómo hacia dos. ¡Jamás le habia costado tanto trabajo quitarse la armadura! Pero este canto se va alargando demasiado, y quizá, Señor, esteis ya cansado de escucharme. Aplazaré, pues, la conclusion de esta historia para ocasion más oportuna.

Canto XI

Angélica huye de Rugiero, valiéndose del anillo misterioso que aquel le habia confiado.—Rugiero presencia despues la lucha de un gigante con Bradamante, á quien se lleva aquel, perseguido por Rugiero.—Orlando llega á la isla de Ebuda, dá muerte al mónstruo marino y salva á Olimpia, que se casa despues con Oberto, rey de Irlanda.

Sucede muchas veces que un débil freno es bastante para detener en su veloz carrera al corcel más brioso; pero es en cambio muy raro que el freno de la razon logre contener los ímpetus de la lujuria, cuando el inmediato goce la incita; del mismo modo que el oso no se aparta fácilmente de una colmena, como haya llegado á olfatear la miel ó haya probado una sola gota de ella.

¿Qué razon podria, pues, contener al buen Rugiero para apartarle del intento de gozar de la hermosura de Angélica, á quien tenia en su poder, completamente desnuda en un bosque tranquilo y solitario? Habíase olvidado enteramente de su Bradamante, cuya imágen solia estar siempre fija en su memoria; ó si acaso conservaba algun ligero recuerdo de ella, no impedia que se tuviera por necio si no se aprovechaba de la ocasion que la suerte le ofrecia para disfrutar de los encantos de Angélica, ante los cuales no habria podido menos de olvidar su continencia el mismo Xenocrates.

Rugiero habia arrojado léjos de sí la lanza y el escudo, y se quitaba con verdadera impaciencia todas las piezas de su armadura: en aquel momento bajó Angélica los ojos, contemplando avergonzada la desnudez de su cuerpo; y sus miradas se fijaron en el precioso anillo que llevaba en el dedo, el mismo que Brunel le habia arrebatado en Albraca, y que llevaba en su primer viaje á Francia, cuando acompañó á su hermano armado con la lanza que entonces poseia el paladin Astolfo. Con él habia destruido el encanto de Malagigo en la caverna de Merlin; con él logró romper una mañana las cadenas con que Dragontina tenia aprisionados á Orlando y sus compañeros, y con él salió invisible de la torre donde la tenia encerrada un viejo infame. Pero ¿á qué he de recordar todos estos pormenores que conocéis tan bien como yo? Brunel, por complacer al rey Agramante, la fué siguiendo en sus largos viajes, hasta que consiguió arrebatarle aquel talisman: desde entonces se mostró la Fortuna enteramente adversa á Angélica, hasta que consiguió desposeerla de su reino.

Al ver de nuevo aquella joya en su dedo, fué tal su contento y su estupor, que dudando de si todo aquello era un sueño, apenas podia dar crédito á sus ojos y á sus manos. Sacóse el anillo del dedo, y poco á poco se lo metió en la boca, desapareciendo súbitamente de la vista de Rugiero, como se oculta el Sol tras densa nube.

El paladin dirigió sus miradas en derredor, y daba vueltas como un loco buscando á la jóven: acordóse bien pronto del anillo, y quedó confuso y estupefacto, prorumpiendo despues en blasfemias contra su imprevision, y acusando de ingrata y desleal á la doncella, que tan indignamente recompensaba el auxilio que le habia dado.

—¡Ah, ingrata hermosura! exclamaba: ¿es este el galardon que yo merecia? ¿Por qué prefieres robarme ese anillo á aceptarlo como un regalo de mis manos? No solo te hubiera entregado ese talisman, sino tambien mi escudo, mi caballo, y hasta mi persona, para que hicieras de ella el uso que tuvieras por conveniente con tal de que no me ocultaras tu hermoso rostro. Bien sé, cruel, que me estás oyendo, y sin embargo no me respondes....

Y así diciendo, no cesaba de dar vueltas en derredor de la fuente con los brazos extendidos, como si estuviera ciego. ¡Ah! ¡Cuántas veces abrazaba el aire con la esperanza de estrechar entre sus brazos á la doncella!

Angélica se habia alejado ya bastante, y no cesó de andar hasta que llegó á una cueva muy ancha y profunda que encontró al pié de un monte. En ella estaba descansando un viejo pastor, que guardaba un numeroso ganado de yeguas, las cuales iban paciendo por el valle las frescas yerbas que brotaban á orillas de los arroyuelos. A uno y otro lado de la cueva habia frondosas alamedas, donde se guarecia la yeguada de los ardores del Sol del medio dia. Angélica permaneció allí durante todo el dia, continuando invisible; y cuando al caer la tarde juzgó que habia restaurado suficientemente las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu, envolvióse en unos paños rojos, bien diferentes á las lujosas y elegantes vestiduras verdes, amarillas, violadas, azules y purpúreas que habia siempre llevado. Tan humilde ropaje, no podia, sin embargo, privarla de su encantador aspecto y noble continente. Cesen en sus alabanzas cuantos ensalzan á Filis, Nerea, Amarilis ó á la ligera Galatea: Títiro y Melibeo se verian obligados á confesar que ninguna de ellas era comparable por su belleza á Angélica.

La doncella eligió entre todas aquellas yeguas la que mejor le pareció, y alejándose de aquel sitio, sintió renacer el deseo de regresar al Oriente.

Rugiero en tanto continuaba buscando asídua é inútilmente á la fugitiva, y cuando por último se convenció de su error, y de que ni estaba allí ya ni le oia, se dirigió hácia el sitio donde habia dejado al Hipogrifo; mas con gran sorpresa suya se encontró con que se habia arrancado el freno é iba volando por los aires en toda su libertad. Grande fué el disgusto que le ocasionó la pérdida de su caballo, y mucho más coincidiendo con la decepcion que Angélica le habia hecho sufrir; pero su mayor sentimiento consistia en la falta del precioso anillo, no tanto por la virtud que poseia, como por haber sido regalo de Bradamante.

Pesaroso en alto grado, volvió á vestirse sus armas, y se colocó el escudo á la espalda; alejóse del mar, y atravesando la playa, se dirigió á un anchuroso valle, en el cual habia un bosque sombrío, dividido por un sendero trillado y de una gran longitud. No anduvo mucho, cuando oyó un gran estrépito á su derecha y hácia el sitio en que más espesa era la selva. Aquel estruendo era producido por el choque de las armas: apresuró el paso, saltando matorrales, y descubrió en un pequeño claro del bosque dos individuos que se batian encarnizadamente. Animados por un feroz deseo de no sé qué venganza, no se daban tregua ni descanso. Uno de ellos era un gigante de aspecto horrendo; el otro un caballero atrevido y leal, que valiéndose del escudo y de la lanza, y saltando acá y allá, procuraba esquivar los furibundos golpes de la maza que el gigante empuñaba con las dos manos. Cerca de él yacia su caballo muerto.

Rugiero se detuvo, y permaneció mudo espectador de aquella lucha: en su mente dirigió fervientes votos al Cielo por que venciera el caballero; más se abstuvo de acudir en su defensa, y continuó apartado hasta ver el resultado del combate.

De pronto levantó el gigante la maza con ambas manos, y dejóla caer con toda su fuerza sobre el yelmo de su adversario á quien derribó tan tremendo golpe; y apenas el vencedor le vió en el suelo, se apresuró á desatarle el casco para darle muerte, cuya circunstancia permitió á Rugiero distinguir las facciones del vencido. Atónito el paladin, conoció en aquel rostro el de su dulce y bella Bradamante, á la que se preparaba á cortar la cabeza el impío gigante: fuera de sí, se lanzó á él con la espada desnuda retándole á singular batalla; mas su adversario, despreciando el desafío, cogió á la doncella desmayada entre sus brazos, la colocó sobre sus hombros y alejóse con ella, del mismo modo que huye el lobo llevándose un tierno corderito, ó el águila arrebatando entre sus encorvadas garras una paloma ó cualquier otra avecilla.

Comprendiendo Rugiero lo necesario que era su auxilio en aquella ocasion, echó á correr tras el gigante con cuanta velocidad le era posible; pero aquel movia sus desmesuradas piernas con tal rapidez, que el enamorado paladin apenas podia seguirle con la vista. Corriendo el uno y persiguiendo el otro, penetraron en un sendero oscuro y sombrío, que iba dilatándose á cada paso, hasta que salieron á una gran pradera.

Los dejaremos allí para volver á Orlando, que acababa de arrojar en las profundidades del mar el arma terrible del rey Cimosco, á fin de que no pudiera caer en manos de nadie. De poco le sirvió, porque el impío enemigo de la naturaleza humana, que fué el inventor de aquel rayo, á imitacion del que, descendiendo del cielo, rompe las nubes, hizo que lo encontrara un mágico en tiempo de nuestros abuelos ó poco antes, para ocasionar á los mortales un tormento mayor del que les causara cuando engañó á Eva con la manzana. Aquella máquina infernal estuvo sepultada bajo más de cien brazas de agua por espacio de muchos años, hasta que fué extraida del mar por medio de sortilegios: primeramente fué conocida de los alemanes, que haciendo con ella diferentes ensayos, ayudados por el Demonio que aguzaba sus ingenios en nuestro daño, dieron por fin con el uso á que estaba destinada. La Francia, la Italia, y sucesivamente todas las naciones aprendieron despues ciencia tan cruel: unos fundieron el bronce, y al salir del horno ardiente, lo modelaron en forma hueca: otros horadaron el hierro, y forjaron armas de todas dimensiones, más ó menos pesadas, á las que cada autor, segun su capricho, dió los nombres de bombardas ó arcabuces, cañones sencillos ó cañones dobles, sacres, falconetes ó culebrinas, cuyos tiros atraviesan el hierro, rompen el mármol y ábrense camino por donde se les dirige. Confia, pues, á la frágua, mísero soldado, cuantas armas llevas, inclusa la espada, y échate al hombro un mosquete ó un arcabuz, porque sin ellos no alcanzarás ningun buen resultado.

¡Oh invencion horrible y criminal! ¿Cómo pudiste hallar cabida en el corazon del hombre? Tú has destruido la gloria militar; tú has arrebatado su honor á la carrera de las armas; por tí se ven reducidos á tal extremo el valor y la virtud, que con frecuencia aparece el malvado preferido y antepuesto al bueno: por tí no son ya una ventaja en las batallas la audacia y la gallardía. Tú has sido y serás causa de la sangrienta muerte de tantos señores y tantos caballeros antes de que concluya esta guerra, origen del llanto de todo el mundo, y de Italia especialmente. Por esto he dicho, y estoy seguro de no equivocarme, que el inventor de tan abominable artificio fué el más cruel y el más perverso de cuantos hayan inventado artificios crueles y perversos, y creeré que Dios, en justa y eterna venganza de tal infamia, encerrará su alma maldita en el profundo abismo, junto á la del maldito Judas.

Pero sigamos al paladin Orlando, á quien aguijonea cada vez más el deseo de llegar á la isla de Ebuda, donde las mujeres más hermosas, son entregadas á la voracidad de un mónstruo marino.

Cuanta más prisa tenia el caballero, tanta menos parecia tener el viento, y ora soplara por la izquierda, ora por la derecha, ó bien por la popa, era siempre tan flojo que la nave iba navegando con suma lentitud: á veces reinaba una desesperadora calma chicha, y otras agitábanse las olas con tal violencia que obligaban al bajel á retroceder ó á ir dando bordadas, como si Dios, en sus altos juicios, hubiera dispuesto que Orlando no llegara á la isla antes que el rey de Hibernia, á fin de que más fácilmente sucediera lo que tendreis ocasion de oir tras breves páginas.

—Aproxímate á la isla, dijo Orlando al piloto: quédate en la costa y dame la lancha; pues intento ir al escollo sin compañía alguna. Me llevaré el cable más grueso, y el ancla más grande que haya en el buque; pronto verás el uso que pretendo hacer de ellos, si llego á encontrarme frente á frente con aquel mónstruo.

Hizo botar al agua el esquife, al que se trasbordó con todo lo necesario para su proyecto: dejó en el buque todas sus armas, excepto la espada, y bogó completamente solo en demanda del escollo, dirigiendo los remos hácia el pecho, y vuelto de espaldas al sitio donde queria desembarcar, del mismo modo que el cangrejo suele salir á la orilla desde el fondo del mar. Era la hora en que la bella Aurora habia extendido sus dorados cabellos ante la presencia del Sol, aun medio oculto, á despecho del enojo del celoso Titon.

Cuando llegó como á un tiro de piedra del desnudo escollo parecióle oir á intervalos lastimosos quejidos, que llegaban á sus oidos bastante debilitados por la distancia. Volvióse enteramente hácia la izquierda, y fijando sus ojos en la rompiente de las olas, vió una mujer desnuda, atada á un tronco, y cuyos piés bañaban las aguas. Como se encontraba aun algo distante, y como aquella mujer tenia la cabeza inclinada, no pudo distinguir sus facciones. Empezó entonces á remar con más fuerza, é iba avanzando con el deseo de cerciorarse de quien ser pudiera, cuando de pronto oyó un terrible mugido que procedia del mar, haciendo retumbar con su eco las cavernas y las selvas. Levantáronse las olas, y apareció en seguida el mónstruo, bajo cuya masa enorme casi desaparecia el agua.

Cual negra nube que, llevando en su seno la lluvia y la tempestad, desciende sobre un oscuro valle, rodeándolo todo de tinieblas más densas que las de la misma noche y ocultando la luz del dia, así se adelantó la horrenda fiera, cubriendo con su cuerpo tanto espacio de mar, que podia decirse que lo abarcaba todo. Estremeciéronse las ondas, mientras que Orlando, recogido en sí mismo, la contempló con mirada serena y altiva, sin perder el color ni sentir miedo en su corazon; y como aquel que está firmemente decidido á llevar á cabo un propósito, se adelantó rápidamente, colocando el esquife entre la orca y la jóven, á fin de que su cuerpo la sirviera de antemural y tambien para poder atacar á aquella con más seguridad. Dejando su espada tranquila en la vaina, empuñó el áncora que estaba atada al cable y esperó con gran serenidad al terrible mónstruo. En cuanto la orca se hubo aproximado y vió tan cerca de sí á Orlando en la lancha, abrió para devorarle su inmensa boca, por la cual cabria con facilidad un hombre á caballo. Aprovechando aquella ocasion, precipitóse Orlando entre las fauces del mónstruo marino con su cable, con su áncora, y aun creo que con su lancha, é hincóle los dos picos de la segunda en la lengua y en el paladar de suerte que le imposibilitó por completo el movimiento de las desmesuradas mandíbulas, del mismo modo que los mineros colocan barras de hierro para sostener las paredes de las galerías que van abriendo, á fin de preservarse de los hundimientos de estas mientras atienden desprevenidos á su trabajo. Los dos extremos del áncora estaban tan separados entre sí que para llegar al superior habria tenido el guerrero que dar un salto.

Una vez puesto aquel puntal, y seguro ya de que la fiera no podia cerrar la boca, desnudó Orlando la espada y empezó á dar tajos y reveses á diestro y siniestro por aquel oscuro antro. Del mismo modo que pelean los sitiados cuando el enemigo ha llegado á penetrar en la fortaleza, se defendia la orca como podia del paladin que tenia en su garganta. Vencida por el dolor, unas veces saltaba fuera del agua descubriendo sus lomos escamosos; otras se hundia entre las olas removiendo la arena con su voluminoso vientre y haciéndola salir á la superficie. Orlando, al verse expuesto á perecer ahogado por las frecuentes inmersiones del cetáceo, salió nadando de la boca de este y dejando en ella bien clavada el áncora, pero sin soltar el cable que la sujetaba, llegó á nado hasta el escollo: una vez en terreno firme, fué tirando del cable y atrayendo hácia sí el áncora que continuaba clavándose cada vez más en las fauces del mónstruo, el cual se vió obligado á obedecer al impulso de Orlando y á ceder á aquella fuerza superior á otra cualquiera; fuerza que con una sola sacudida era capaz de levantar más peso que con diez un cabrestante.

La orca, arrastrada á pesar suyo por el poderoso brazo del paladin fuera de su antigua y vital mansion, se debatia con violencia y revolcábase continuamente sin poder romper la cuerda que la sujetaba, lo mismo que el toro, al sentirse sujeto por el lazo, salta acá y acullá, da mil vueltas, se tiende y se vuelve á levantar, sin conseguir desembarazarse de las ligaduras que le oprimen. De su boca salian torrentes de sangre en tanta abundancia, que bien podia aplicarse el nombre de Rojo á aquel mar, cuyas olas continuaba sacudiendo en términos de descubrir más de una vez su arenoso fondo, ó de elevar montañas de agua hasta los mismos cielos, ocultando la luz del claro Sol; y todo esto producia un estrépito tal, que retemblaban los montes, las selvas y hasta las playas más lejanas.

El viejo Proteo salió de su gruta al oir semejante estruendo, y apareció en la superficie del mar; y al ver á Orlando entrar y salir de la orca y arrastrarla hácia la orilla, huyó por el anchuroso Océano, abandonando sus diseminados rebaños. El mismo Neptuno, sorprendido por tal rumor y tan extraña confusion, hizo uncir á su carro á sus delfines, y no paró hasta llegar á las costas de Etiopía, mientras que Ino, acongojada, llevando á Melicertes en sus brazos, las Nereidas con los cabellos en desórden, los Glaucos, los Tritones y demás divinidades marinas corrian atolondrados de uno á otro lado, no sabiendo donde refugiarse.

Orlando sacó por fin á la playa al horrendo pescado del cual no tuvo que ocuparse más; porque debilitado por sus esfuerzos y sus heridas, habia muerto antes de llegar.

Muchos habitantes de la isla habian acudido presurosos á presenciar tan singular combate; mas ofuscados por una preocupacion fanática, consideraron tan santa accion como un sacrilegio, por creer que con ella se habia cometido una nueva falta contra Proteo. Temerosos, por lo tanto, de haber excitado otra vez su cólera, y de que volvieran á acometerles las fieras marinas, renovando la antigua guerra con todos los inmensos perjuicios que les habia ocasionado, determinaron suplicar humildemente á la ofendida deidad marina que les perdonara, antes que sobreviniesen más funestas consecuencias; pero arrojando primeramente al mar al impío Orlando á fin de aplacar el furor de Proteo con este sacrificio. De los ánimos de todos los isleños se apoderó el deseo de realizar tan funesto proyecto con la misma rapidez que se comunica el fuego de una en otra antorcha iluminando en breve toda una comarca.

Armados presurosamente de hondas, arcos, lanzas y espadas, bajaron á la playa, y acometieron á Orlando, rodeándole de mil modos y atacándole por todos lados. Quedó sorprendido el Paladin al ver tan bestial insulto y tan negra ingratitud; pues cuando esperaba alcanzar eterna gloria ó el debido agradecimiento por haber dado muerte al mónstruo, su recompensa consistia en injurias y atentados contra su vida; pero así como el oso, á quien los rusos ó los lituanios enseñan por las calles como un entretenido espectáculo, no hace caso alguno de los importunos ladridos de los gozquecillos, á los que ni siquiera se digna mirar, de igual suerte vió el paladin sin temor á toda aquella turba vil que podia derribar con solo un soplo; y bien lo dió á conocer manteniéndoles á una respetable distancia, apenas se volvió contra ellos empuñando su Durindana.

Los insensatos isleños habian creido que Orlando no podria hacerles frente no llevando puesta la coraza, ni embrazado el escudo, ni ninguna otra arma defensiva; pero ignoraban que su piel, desde los piés á la cabeza, era más dura que el diamante. Lo que sus adversarios no pudieron hacer con el Paladin, hizo este con aquellos: de solo diez cuchilladas (y no serian muchas más) tendió á sus piés treinta enemigos, cuya leccion bastó para ponerlos en cobarde fuga.

Apenas libre de ellos, dirigióse á desatar á la jóven, cuando resonaron en la playa nuevos gritos y nuevo tumulto. Mientras los bárbaros estaban entretenidos, contemplando en esta parte de la costa la lucha de Orlando con la orca, habian desembarcado sin dificultad en diferentes puntos de ella los irlandeses, que, depuesta toda piedad, hicieron por todas partes horribles estragos en aquel pueblo, y ya fuese por justicia ó por crueldad, no respetaron edad ni sexo. Ninguna ó poca resistencia opusieron los isleños, bien por haberse visto cogidos de improviso, ó bien porque en aquella isla, de corta extension, habia pocos habitantes, y aun estos pocos, sin ningun valor. Los invasores saquearon la ciudad, incendiaron las casas, pasaron á cuchillo á las personas, derribaron las murallas, y no dejaron en toda la isla un solo ser viviente.

Haciendo caso omiso de aquel estruendo, gritería y matanza, acudió Orlando á la doncella destinada á satisfacer la voracidad de la orca marina. Al fijar en ella sus miradas creyó conocerla; aproximóse más y se afirmó en su creencia: le pareció que era Olimpia, y efectivamente era la misma, que habia visto su constancia tal mal recompensada. ¡Desdichada Olimpia! Como si no fuera bastante para su lacerado corazon el desengaño que le diera Amor, la Fortuna cruel la entregó el mismo dia en manos de unos corsarios, que la llevaron á la isla de Ebuda. La infeliz jóven habia conocido á Orlando en cuanto se encaminó hácia el escollo donde estaba atada; pero como se hallaba completamente desnuda, tenia la cabeza baja, sin atreverse á hablar ni á levantar hácia él la vista.

Preguntóle Orlando por qué fatalidad la encontraba en aquella isla de tal suerte, cuando él la habia dejado en compañía de su esposo, tan contenta y satisfecha como era posible.

—¡Ay de mí! le contestó: no sé si deba daros de nuevo las gracias por haberme librado entonces de la muerte, ó si manifestarme pesarosa, porque hoy, merced á vos, no hayan tenido un término mis desgracias. Debo indudablemente estaros agradecida por haberme evitado un género de muerte tan cruel, como lo hubiera sido tener por tumba las entrañas de aquella fiera; pero no puedo agradeceros el encontrarme ahora con vida, pues solo con mi existencia concluirán mis miserias. ¡Oh! arrancádmela por vuestra mano, y en mi último suspiro irá envuelta mi gratitud hácia tanta bondad.

Despues continuó refiriéndole entre copioso llanto cómo su esposo la habia burlado, dejándola dormida en una isla, donde unos corsarios se apoderaron de ella. Mientras estaba hablando, procuraba Olimpia dar á su cuerpo la actitud con que se suele pintar ó esculpir á Diana sorprendida por Acteon en el baño, volviéndose de lado y ocultando su pecho y mil bellezas, á pesar de dejar expuestas á las miradas de todos la espalda y los costados.

Orlando esperaba con ansiedad que entrara su bajel en el puerto, á fin de cubrir á Olimpia con algunas ropas. Mientras permanecia en una afanosa espectacion, llegó Oberto, rey de Hibernia, que acababa de saber que el mónstruo marino estaba tendido en la playa; que un caballero habia tenido el valor y audacia de clavarle en la boca un áncora pesada, y que con ella lo habia arrastrado hasta la orilla del mismo modo que se suele varar las naves. Oberto, para cerciorarse de si era cierto cuanto se le habia referido, acudió á aquel sitio, en tanto que su gente completaba por todas partes la destruccion de Ebuda.

Aun cuando Orlando estaba empapado en agua, sucio, y cubierto de la sangre que llevó consigo al salir de la boca de la orca, en la que habia entrado enteramente, el rey de Hibernia le conoció en seguida, tanto más cuanto que, apenas tuvo noticia de tal heroicidad, se le fijó en la mente la idea de que Orlando, y nadie más, era capaz de haberla llevado á cabo. Le conocia, porque habia sido educado en Francia, de donde salió el año anterior para ceñirse la corona que heredara por muerte de su padre, y allí habia visto y hablado al Conde infinitas veces. Alzándose al momento la visera de su casco, corrió á abrazar y festejar al paladin, que le estrechó entre sus brazos con no menores muestras de alegría. Despues de haberse dado repetidas veces las mayores muestras de afecto y cordial amistad, refirió Orlando á Oberto la traicion de que habia sido víctima Olimpia, así como el nombre del traidor, más obligado que otro alguno á guardarle fidelidad. Dióle minuciosa cuenta de las muchas pruebas con que ella habia demostrado su amor á Bireno, así como las pérdidas en familia y bienes que por él habia sufrido hasta llegar á ofrecer su vida por la de tan pérfido amante, añadiendo por último que él habia sido testigo de muchas de aquellas acciones de las que podia salir garante.

Mientras Orlando hablaba, los ojos hermosos y serenos de la jóven estaban llenos de lágrimas. El bello rostro de la princesa se asemejaba entonces al cielo tal como le vemos en algunos dias de primavera, cuando cae una lluvia pasajera, al mismo tiempo que el Sol atraviesa con sus rayos el nebuloso velo; y así como los ruiseñores entonan en aquella estacion sus dulces trinos, saltando de rama en rama, del mismo modo Amor humedecia en las lágrimas de la jóven las plumas de sus alas, regocijándose con el claro fulgor de sus hermosos ojos, en cuyo fuego forjaba sus dardos, templándolos despues en el cristalino raudal que se deslizaba entre las rosas blancas y encarnadas de sus mejillas: despues de templadas sus flechas, las disparó contra el galan Oberto, á quien no pudieron defender su escudo, ni su coraza, ni su cota de mallas; pues mientras estaba arrobado contemplando los ojos y los cabellos de la desdichada Olimpia, se sintió el corazon herido, sin saber cómo.

Los atractivos de Olimpia eran de los más raros, pues no solo formaban un conjunto encantador los ojos, la frente, los cabellos, las mejillas, la boca, la nariz, los hombros y la garganta, sino que los demás miembros, velados hasta entonces por el traje á las miradas profanas, eran tan admirables, que podian muy bien anteponerse á cuantos hubiera en el mundo. Sus redondos pechos, que vencian en blancura al ampo de la nieve y eran más tersos que el marfil, parecian de leche recien exprimida de los juncos: ambos estaban separados por un surco pequeño semejante á los floridos valles que se forman entre dos colinas, cuando en la estacion amena empieza el Sol á derretir las nieves que habia acumulado el invierno. Sus costados, sus torneadas caderas, sus alabastrinos muslos y el resto de su cuerpo más terso y brillante que un espejo, parecian hechos á torno por el mismo Fidias ó por otra mano más diestra, si es posible. ¿Habré de describir las perfecciones que encerraban las demás partes que ella procuraba ocultar en vano? Básteme decir, que desde los piés á la cabeza era toda ella el tipo de la belleza más acabada. Si el pastor Frigio la hubiese visto en los valles de Ida, seguramente Venus no hubiera alcanzado el premio de la belleza, á pesar de ser ella superior á las otras dos Diosas, y probablemente Paris no habria violado la hospitalidad en Esparta, sino que hubiera dicho á Elena:—«Quédate con Menelao; pues yo no quiero más beldad que esta.»—Y si Olimpia hubiese estado en Crotona, cuando Zeuxis tuvo que esculpir la estátua que debia colocarse en el templo de Juno, reuniendo las doncellas más hermosas de la Grecia para copiar aquello que cada una de ellas tuviera más perfecto, á fin de que saliera su obra perfecta tambien, con Olimpia sola hubiera tenido bastante por estar reunidas en ella todas las bellezas.

Estoy seguro de que Bireno no vió jamás aquel cuerpo desnudo; pues de otra suerte, no habria tenido la crueldad de abandonar á la jóven en la isla desierta. Por eso no me maravilla que Oberto, abrasado por el fuego del amor, fuese impotente para ocultarle, procurando consolarla con gran solicitud y haciéndole concebir la esperanza de que de tanto infortunio naceria para ella la dicha. Prometióle acompañarla á Holanda, y no parar hasta restablecerla en el trono, y haber tomado una cruel y memorable venganza del perjuro y traidor Bireno, aunque para ello tuviera que emplear todas las fuerzas de Irlanda, asegurándole por último que pondria inmediatamente por obra este propósito.

En tanto, hacia buscar por todas partes trajes y ropas de mujer, si bien no habia necesidad de alejarse de la isla para encontrarlos, porque todos los dias se recogian en ella las vestiduras de las doncellas entregadas al mónstruo marino. Fácilmente encontró Oberto trajes de mil distintas hechuras, é hizo vestir con uno de ellos á Olimpia, aunque sintiendo no poder proporcionarle uno tan bueno como hubiera deseado: verdad es que ni las ricas telas de oro y seda que tejen los industriosos florentinos, ni el vestido más minuciosamente recamado á fuerza de tiempo, paciencia y estudio, aunque saliera de las manos de Minerva ó del Dios de Lemnos, le hubieran parecido decorosos ni dignos de cubrir los miembros de la princesa, cuyos atractivos recordaba incesantemente.

Orlando se manifestó muy contento de aquel naciente amor por muchos motivos; pues además de estar persuadido de que el rey de Irlanda no dejaria por mucho tiempo impune la traicion de Bireno, se veia libre por esta causa de aquel grave y enojoso compromiso, cuando él habia acudido á la isla de Ebuda para socorrer á su amada si es que se encontraba en ella, y no para favorecer á Olimpia. Le constaba ya que Angélica no estaba allí, pero no podia cerciorarse tan fácilmente de si habia estado; porque habian perecido todos los habitantes de la isla sin quedar uno solo con vida.

Al dia siguiente zarparon de aquel puerto, habiéndose embarcado todos juntos en direccion á Irlanda, en donde quiso tocar el Paladin para regresar á Francia. No consintió en detenerse un dia entero en Irlanda á pesar de los ruegos insistentes de sus amigos. Amor, que le impelia tras su amada, le prohibia permanecer allí más tiempo. Antes de partir, recomendó al Rey que cuidara de Olimpia, y que cumpliera las promesas que habia hecho á la princesa, aunque bien es verdad que no habia necesidad de ello, pues cumplió su palabra con más exactitud de lo que se acostumbra.

Y en efecto, en breves dias reunió Oberto su ejército; y aliado con los reyes de Inglaterra y de Escocia, restituyó á Olimpia la Holanda, se apoderó de la Frisia, sublevó la Zelanda contra Bireno, y no terminó la guerra hasta que le dió la muerte: ¡castigo harto débil para la magnitud de su delito! Oberto se casó con Olimpia, á quien convirtió de simple condesa en una reina poderosa.

Pero volvamos al Paladin que navegaba á toda vela por el ancho mar, caminando sin cesar noche y dia. Pronto llegó al mismo puerto de Francia de donde habia zarpado, y montando otra vez en su Brida-de-oro, dejó en breve tras de sí los vientos y las saladas ondas. Creo firmemente que en el resto de aquel invierno ejecutaria Orlando cosas dignas de tenerse en cuenta; pero estuvieron rodeadas de tal misterio que no es culpa mia si no las refiero ahora. Orlando estaba siempre más pronto á llevar á cabo cualquier accion laudable y meritoria, que á publicarlas despues, y ninguno de sus hechos llego á conocerse sino cuando habian tenido testigos presenciales. Pasó el resto del invierno tan callado, que no se supo nada de él á ciencia cierta; pero cuando el Sol iluminó la Tierra desde el discreto animal que llevó á Friso, y el céfiro con su soplo dulce y templado trajo de nuevo la risueña primavera, reaparecieron las admirables hazañas de Orlando al mismo tiempo que las flores y las yerbas. De llano en monte, y de campiña en costa, iba vagando agobiado por la fatiga y por el dolor, cuando al penetrar en un bosque hirió sus oidos un estridente grito, un prolongado lamento: aguijó su corcel, empuñó la espada y se encaminó velozmente hácia el sitio de donde salian aquellos lamentos: pero diferiré para otro momento la continuacion de mi historia, si quereis seguir escuchándome.

Canto XII

Persigue Orlando irritado á un caballero que arrebata á la fuerza á su dama y llega á un palacio construido por Atlante de Carena con el objeto de atraer á él á Rugiero.—Llega este despues; pero habiendo Orlando descubierto de nuevo á Angélica, marcha en pos de ella, combate con Ferragús, lleva á cabo una accion heróica contra los paganos, y encuentra despues á Isabel.

Al separarse Ceres da la madre Idea, regresó apresuradamente á los valles solitarios que se encuentran en la falda del monte Etna, bajo cuyo peso gime el gigante Encelado herido por el rayo; y no encontrando á su hija donde la habia dejado, se mesó desesperada los cabellos, se hirió los ojos, y se golpeó el rostro y el pecho; arrancó despues dos pinos, y los encendió en el fuego de Vulcano, dándoles la propiedad de que no pudieran apagarse nunca. En seguida, cogiendo una de aquellas antorchas en cada mano, subió á su carro tirado por dos serpientes; recorrió en busca de su hija las selvas, las campiñas, los montes, las llanuras, los valles, los rios, las lagunas, los torrentes, la tierra y el mar, y despues de hacer inútiles pesquisas sobre la Tierra, bajó á las profundidades del Tártaro.

Si Orlando hubiera tenido el mismo poder que la diosa de Eleusis, como era su deseo, con tal de encontrar á Angélica no habria dejado de recorrer las selvas, los campos, las lagunas, los rios, los valles, los montes, las llanuras, la tierra y el mar, el cielo, y hasta la region del eterno olvido; pero como no disponia del carro y de los dragones de Ceres, la iba buscando del mejor modo que le era posible.

Despues de haber visitado toda la Francia, se preparaba á recorrer la Italia, la Alemania, las dos Castillas, y á atravesar el mar de España, para pasar á la Libia. Mientras iba madurando este proyecto, hirió sus oidos el eco de una voz doliente; apretó el paso, y vió á alguna distancia un caballero galopando sobre un corcel de gran alzada, y llevando en brazos á una tristísima doncella echada sobre el arzon delantero de la silla. La jóven lloraba y procuraba desasirse dando muestras de un dolor intenso, y llamando en su socorro al valeroso príncipe de Anglante, el cual, al reparar en la doncella, creyó conocer á Angélica á quien dia y noche iba buscando por el interior y los confines de la Francia. No puedo asegurar que fuese ella, pero sí que se parecia á aquella Angélica gentil, á quien amaba Orlando tan tiernamente. Al ver este que de tal modo le arrebataban su idolatrada amante, tan afligida y triste, lleno de cólera y de furor, retó con estentórea voz á su raptor, y prorumpió en amenazas contra él, lanzando á rienda suelta en su seguimiento á Brida-de-oro. Pero aquel infame ni se dignó contestarle, ni detenerse: atento únicamente á su admirable presa, corria por entre aquella espesura con tanta celeridad, que hubiera dejado atrás al viento. Huia el uno velozmente; volaba el otro en pos de él, y la profunda selva resonaba con sus gritos.

Llegaron, sin cesar en su vertiginosa carrera, á un extenso prado en medio del cual se elevaba un palacio grande y suntuoso, construido con diferentes clases de mármoles, adornados de prolijas esculturas. El raptor atravesó corriendo la puerta de oro de aquel palacio sin abandonar un momento á la doncella; poco despues llegó Brida-de-oro con su dueño enojado y furibundo. Cuando entró en el palacio, miró Orlando en torno suyo, y no vió ya al caballero ni á la jóven. Saltó más bien que se apeó de su corcel, é internándose en el palacio, pasó como un rayo por todas sus habitaciones, corriendo de una en otra, sin dejar de reconocer todas las cámaras, hasta las más reducidas y apartadas. Despues de haber recorrido en vano todos los sitios más recónditos de la planta baja, subió al primer piso, y en él perdió el mismo tiempo y trabajo que habia perdido en el inferior.

Vió diferentes lechos en que brillaban el oro y la seda: el pavimento y las paredes desaparecian bajo espesos tapices y alfombras; pero sin fijarse en aquellas magnificencias, continuaba el Paladin corriendo de arriba á abajo y de abajo á arriba repetidas veces, sin conseguir alegrar sus ojos con la vista de Angélica, ni encontrar al ladron que le habia arrebatado tan adorada imágen. Mientras dirigia inútilmente sus pasos por todas partes, lleno de inquietud, y entregado á mil pensamientos, vió á Ferragús, á Brandimarte, al rey Gradasso, al rey Sacripante y otros muchos caballeros, que como él recorrian todos los departamentos del palacio, y como él se afanaban inútilmente, maldiciendo sin cesar al malvado é invisible señor de aquella mansion. Todos ellos iban en su busca: todos le acriminaban por haberles robado algo: los unos se quejaban de la falta del caballo, que aquel les habia arrebatado; los otros se enfurecian por la pérdida de su amada; por las diferentes cosas, varios; y mientras tanto no sabian alejarse de aquella especie de jaula, donde muchos de ellos, víctimas de tales engaños, contaban semanas y meses enteros de permanencia.

Despues de haber recorrido cuatro ó seis veces todo aquel misterioso palacio, se dijo Orlando á sí mismo:—«Si permanezco aquí, gastaré el tiempo y el trabajo inútilmente, pues el ladron puede muy bien haber escapado con Angélica por alguna otra salida y encontrarse ya muy léjos de este sitio.»—Ocupada con este pensamiento su imaginacion, salió á la pradera que circuia todo el palacio. Mientras daba la vuelta en torno de aquella morada campestre y tenia fijas las miradas en el suelo para descubrir si á uno ú otro lado aparecian las señales de un nuevo camino, oyó que le llamaban desde una ventana; levantó los ojos, y le pareció oir aquella voz divina y distinguir aquel admirable rostro que habia ocasionado un cambio tan radical en su vida y sus costumbres. Se le figuró oir á Angélica, que entre súplicas y llanto le decia:—«¡Favor, socorro! Te recomiendo mi honor más que mi alma, más que mi vida. ¿Seria posible que ese bandido me lo arrebatara en presencia de mi amado Orlando? ¡Oh! ¡Antes que dejarme entregada á tan inhumana suerte, arráncame la vida con tus propias manos!»

Estas palabras obligaron á Orlando á renovar una y otra vez sus pesquisas por todas las estancias del palacio, mitigando una dulce esperanza la fatiga y el cansancio que empezaba ya á sentir. Cada vez que se detenia, creia escuchar una voz semejante á la de Angélica que imploraba su auxilio. Acudia presuroso hácia el sitio de donde le parecia que habia salido, y entonces resonaba en otra parte, obligándole á ir de un lado para otro, y siempre en vano.

Pero creo oportuno volver á Rugiero, á quien dejé en el momento en que acababa de atravesar un sendero oscuro siguiendo al gigante y á su dama, hasta que al salir del bosque se encontró en una pradera dilatada. Continuando su persecucion, llegó, si no estoy equivocado, al mismo sitio donde Orlando habia llegado poco antes: el gigante traspuso la puerta del palacio, y tras él Rugiero, tenaz en perseguirle. Apenas puso el pié en el umbral, miró el patio y las galerías, y no vió ya al gigante ni á la dama: paseó inútilmente sus miradas en todas direcciones, subió y bajó en vano por todas aquellas cámaras, sin encontrar lo que deseaba, ni poder imaginar cómo habian desaparecido tan rápidamente la doncella y su raptor. Despues de haber recorrido cuatro ó cinco veces las galerías, las cámaras y los salones de aquel edificio, tanto los inferiores como los superiores, volvió de nuevo á sus pesquisas, y no las abandonó sino cuando hubo registrado hasta debajo de las escaleras. Abrigando la esperanza de que los fugitivos estarian en las selvas vecinas, alejóse del palacio; pero atraido por una voz que le llamaba, como la otra llamó á Orlando, volvió de nuevo á reconocer el edificio.

La misma voz, la misma persona que Orlando habia tomado por Angélica, ofrecióse á la vista y á la imaginacion de Rugiero como la dama de Dordoña, la soberana de su albedrío. Si aquella voz, si aquella persona se dirigia á Gradasso ó alguno de los que iban errantes por el palacio, todos creian ver y oir en ella al objeto de sus más fervientes deseos. Atlante de Carena habia imaginado este nuevo é insólito encantamiento para ocupar la imaginacion de Rugiero en aquel trabajo, en aquella dulce pena, y sustraerle por este medio á su funesto destino, que le condenaba á morir en la flor de su juventud. El encantador esperaba conseguir así lo que no habia logrado valiéndose primeramente del castillo de acero, y de Alcina despues. Atlante atrajo á aquella morada, no solo á Rugiero, sino tambien á cuantos guerreros tenian en Francia fama de esforzados, á fin de que su protegido no pereciera á sus manos; y mientras les obligaba á permanecer en el palacio, reunia en este tal abundancia de provisiones y manjares esquisitos que las damas y los caballeros encontraban cuanto podian apetecer.

Pero volvamos á Angélica que, teniendo en su poder el admirable anillo, merced al cual se hacia invisible ó destruia todos los encantos, y despues de haber encontrado en la cueva víveres, vestidos, caballos y cuanto necesitaba, se disponia á regresar á la India y á su hermoso reino. Sin duda alguna hubiera deseado tener por compañeros á Orlando ó Sacripante, no porque amara al uno más que al otro, pues siempre se habia mostrado con ellos desdeñosa, sino porque, obligada á atravesar por tantas ciudades y castillos para pasar á Levante, le era indispensable un compañero y un guia, y ninguno le habria inspirado tanta confianza como ellos. Fué buscando tanto al uno como al otro durante largo tiempo, sin encontrar huella ni indicio alguno que le revelara su presencia, unas veces por las ciudades, otras por las aldeas, algunas por los bosques, y muchas por diferentes sitios. La Fortuna la encaminó por último hácia el punto donde estaban Orlando, Ferragús y Sacripante con Rugiero, Gradasso y otros muchos, á quienes Atlante habia hecho caer en sus redes.

Entró Angélica en el palacio, sin que el mago la pudiera ver porque llevaba el anillo en la boca; y registrándolo todo, encontró á Orlando y á Sacripante, que continuaban buscándola inútilmente por aquel recinto. Vió tambien cómo Atlante, suplantando su imágen, engañaba y entretenia á los dos guerreros. En seguida, empezó á pensar á cual de ellos deberia confiarse, y se mostraba indecisa; pues no sabia cuál seria preferible, si el Conde Orlando ó el Rey de los orgullosos circasianos. Orlando podria salvarla con más valor de cualquier peligro, es cierto; pero de elegirle por guia y compañero, quedaria bajo su dependencia, por no saber de qué medio valerse despues para apartarle de su lado y hacerle regresar á Francia, cuando ya no le necesitase. En cambio, le seria posible deshacerse del circasiano, cuando así le conviniera, aunque él la hubiese llevado hasta el cielo. Esta sola razon la determinó á escogerle por compañero, y á fingir con él celo y lealtad.

Quitóse el anillo de la boca, descorriendo así el velo que cubria su presencia á los ojos de Sacripante. Creyó, sin embargo, dejarse ver de él solamente; pero la sorprendieron tambien Orlando y Ferragús, que no habian cesado de buscar por dentro y fuera del palacio á su amada, al ídolo de su corazon, á Angélica. Corrieron presurosos y simultáneamente hácia la doncella; pues entonces ya no se lo estorbaba ningun encantamiento, por haberse colocado Angélica el anillo en el dedo, con lo que hizo inútiles todos los designios de Atlante. Dos de aquellos guerreros tenian puesta la coraza y calado el yelmo: desde que entraron en aquel edificio no se habian quitado la armadura ni de dia ni de noche; y acostumbrados á su peso, la llevaban con la misma facilidad y el mismo desembarazo que cualquier otra vestidura. Ferragús, que era el tercero, estaba tambien armado, solo que no llevaba ni queria llevar almete, hasta que consiguiera apoderarse de aquel que Orlando quitó al hermano del rey Trojano, segun juramento que hizo cuando buscó inútilmente en el rio el casco de Argalía; y si bien es verdad que en aquel palacio estuvo algun tiempo en contacto con Orlando, no pudo retarle, porque mientras en él permanecieron no les era dable conocerse. Tan encantada estaba aquella mansion, que los caballeros que en ella penetraban no podian conocerse unos á otros, ni dejar, tanto de dia como de noche, la espada, la coraza ó el escudo; mientras sus caballos, con la silla puesta y el freno colgado del arzon, descansaban cerca de la puerta del palacio, en una cuadra constantemente provista de cebada y paja.

Atlante no supo ni pudo impedir que los tres guerreros saltaran sobre sus corceles para correr tras las sonrosadas mejillas, los blondos cabellos y los hermosos ojos negros de la doncella, que huia castigando á su yegua, porque no era de su agrado la compañía de los tres amantes, á quienes quizá habria aceptado por defensores separadamente. En cuanto los alejó del palacio lo suficiente para no temer que el encantador malvado pusiese por obra contra ellos alguno de sus infames sortilegios, encerró tras de sus labios rojos el anillo que le habia evitado más de un disgusto, y desapareció de repente de su vista, dejándolos entregados á la mayor perplejidad. Aunque el primer propósito de Angélica habia sido el de elejir á Orlando ó Sacripante para que la acompañaran al reino de Galafron, en las apartadas regiones de Oriente, mudó repentinamente de propósito y determinó pasarse sin ninguno de los dos, pensando que su anillo bastaba para sustituirlos, sin necesidad de quedar obligada á cualquiera de ellos.

Los burlados caballeros dirigieron presurosos sus miradas hácia todos los lados del bosque, como el perro cuando pierde la pista de la zorra ó la liebre á quien daba caza, y que se lanza de improviso en cualquier madriguera, en un barranco ó en un espeso matorral. Entre tanto Angélica se reia de ellos, y examinaba sin ser vista todas sus acciones. Un solo camino atravesaba el bosque: los caballeros supusieron que la doncella habia desaparecido de su vista por él, único cuya direccion podia haber seguido: corrió Orlando, siguióle Ferragús, y Sacripante se lanzó tras ellos con no menor velocidad: Angélica refrenó á su corcel y los siguió tranquilamente. Cuando llegaron á un sitio en que todos los senderos se perdian en la espesura, empezaron los caballeros á examinar el terreno á fin de ver si descubrian alguna huella de la fugitiva; pero Ferragús, el más arrogante de cuantos mortales pudieran ceñir corona, se volvió con insolente ademan hácia los otros dos, gritándoles:

—¿A qué venis? Retroceded ó dirigíos por otro camino, si no quereis hallar aquí la muerte; porque no estoy dispuesto á sufrir compañia, cuando se trata de amar ó de buscar á mi dama.

Al oir estas palabras, Orlando exclamó dirigiéndose al Circasiano:

—¿Qué más podria decir ese villano, si en nosotros viera á las prostitutas más viles y tímidas que hayan empuñado jamás la rueca y el huso?

Vuelto luego hácia Ferragús, añadió:

—Hombre soez; si la consideracion de que no llevas yelmo no me detuviera, pronto te haria conocer si has dicho bien ó mal en cuanto has dicho.

El Español contestó:

—¿Por qué te preocupa lo que á mí me tiene sin cuidado? Yo solo soy bastante para hacer con vosotros dos cuanto he dicho, sin casco y tal como me encuentro.

—Házme el obsequio, dijo Orlando dirigiéndose al Rey de Circasia, de prestar á ese tu yelmo hasta que le cure de esa insensata manía: jamás he visto otra semejante á la suya.

El Rey respondió:

—¿No seria yo más loco si accediera á tu deseo? Préstale el tuyo, si en ello no hallas inconveniente, y verás cómo soy tan capaz como tú de castigar á un insensato.

—¡Vosotros sois los imbéciles! exclamó Ferragús: si yo quisiera llevar un casco, ya hubiérais perdido los que llevais, pues habria sabido arrancároslos á la fuerza. Mas, ya que es forzoso decíroslo, sabed que un voto me obliga á ir sin él, y sin él iré hasta que logre apoderarme del que cubre la cabeza del paladin Orlando.

—¿Es decir, contestó el Conde sonriéndose, que tienes la pretension de poder hacer sin casco con Orlando lo que él hizo en Aspromonte con el hijo de Agolante? Pues yo creo que, si te llegaras á encontrar con Orlando frente á frente, temblarias de piés á cabeza; y no solo no desearias su yelmo, sino que le rendirias en el acto todas cuantas armas llevas.

El altanero Español respondió:

—Más de una vez he luchado ya con Orlando, poniéndole en tan grave aprieto, que me habria sido fácil apoderarme de todas sus armas, cuanto más del almete. Y si no lo hice fué porque aun no habia formado la intencion que hoy abrigo en mi pecho: en fin, no lo hice, porque no quise; mas hoy espero que podré conseguirlo sin trabajo alguno.

Orlando no pudo sufrir con paciencia aquellas fanfarronadas, y gritó:

—Cochino embustero, ¿cuándo y en dónde has podido más que yo con las armas en la mano? Ese paladin, á cuya costa te alabas, y á quien creias léjos de tí, está en tu presencia; soy yo. Ahora, pues, mira si puedes arrebatarme este yelmo, ó si soy capaz de arrancarte todas tus armas. No quiero tampoco llevarte la más mínima ventaja.

Y así diciendo, desatóse el yelmo, lo colgó en las ramas de una haya, y desenvainó inmediatamente á Durindana. Ferragús no se manifestó atemorizado por ello; desnudó su acero, y se puso en disposicion de amparar con él y con el escudo su cabeza descubierta.

Empezaron en seguida la pelea, buscándose mútuamente y revolviendo sus caballos: los aceros de ambos se dirigian con preferencia á penetrar por entre las junturas de las corazas y por la parte más débil de su armadura. En todo el mundo no existian otros dos guerreros más dignos de medir sus armas: iguales en vigor y en audacia, ni el uno ni el otro conseguian herirse.

Ya creo haberos dicho, Señor, que Ferragús tenia todo su cuerpo encantado, y que era invulnerable, excepto en aquella parte por donde recibe el niño su primer alimento cuando aun está encerrado en el claustro materno; por esta causa llevó el Sarraceno resguardado contínuamente aquel sitio vulnerable con siete planchas de un excelente temple, hasta el mismo dia en que cubrió su faz la tétrica losa del sepulcro. El príncipe de Anglante era tambien invulnerable, y solo podia ser herido en las plantas de los piés; por eso las preservó de todos los golpes con estudio y arte. Si la fama no miente, sus cuerpos eran más duros que el diamante; y si en sus diferentes empresas iban ambos cubiertos con su armadura, más bien era por adorno que por necesidad.

Aquel combate espantoso, que horrorizaba á la vista, iba haciéndose cada vez más reñido y cruel. Ferragús no daba golpe en vago, ya hiciera de punta ó de filo: los de Orlando rompian, rajaban, ó hacian volar en pedazos las diferentes piezas de la armadura de su enemigo, mientras que Angélica, siempre invisible, era el único testigo de tan terrible espectáculo. El rey de Circasia, presumiendo que la jóven no debia de estar muy distante, aprovechó la oportunidad que aquel combate le proporcionaba, y se encaminó por el sendero que supuso habria seguido la doncella cuando desapareció de su vista; de suerte que la hija de Galafron fué la única persona que presenció la lucha de los dos campeones. Despues de haberla estado contemplando durante algun tiempo, á pesar del horror y espanto que causaba, y cuando le pareció tan peligrosa para uno como para otro adversario, quiso variar la escena; y á este fin, ideó apoderarse del yelmo, para observar no más lo que harian los dos guerreros cuando advirtieran su desaparicion; pues estaba decidida á no conservarle por mucho tiempo en su poder: su intencion era la de dárselo al Conde; pero queria divertirse un rato á su costa.

Descolgó, pues, el yelmo, lo colocó en su regazo y continuó mirando un breve rato á los dos guerreros: en seguida se alejó sin decirles una palabra; y habia recorrido ya una gran distancia sin que ninguno de los dos notase la desaparicion del objeto disputado, tanta era la ira que á uno y otro cegaba, cuando Ferragús, que fué el primero en advertirlo, se apartó de Orlando y dijo:

—¡Cómo nos ha tratado de incautos y necios ese caballero que estaba con nosotros! ¿A qué premio aspirará ahora el vencedor, si nos ha robado el yelmo?

Retrocedió Orlando; dirigió sus miradas á la rama, y al verla sin el yelmo, su furor no conoció límites. Convino con Ferragús en que se lo habria llevado el caballero que antes estaba con ellos; y volviendo la brida é hincando el acicate en su corcel, salió en su persecucion; tras él siguió Ferragús, y cuando llegaron á un sitio donde se veian las huellas recientes del Circasiano y de la doncella, dirigióse el Conde por la izquierda hácia un valle, por donde se habia encaminado Sacripante, mientras que el Sarraceno continuó por un sendero próximo á un monte, en el que se habia internado Angélica.

La jóven habia llegado en tanto á una fuente, situada en un paraje umbroso y agradable, que invitaba á todo transeunte á gozar de su frescura, y de la que nadie se separaba sin humedecer en ella sus labios. Angélica se detuvo á la orilla de las cristalinas ondas, pensando que allí nadie la sorprenderia, y sin creer que pudiera sucederle contratiempo alguno, merced al sagrado anillo que la protegia. Apenas llegó, colocó el casco en un arbusto junto á las verdes orillas del arroyuelo, y despues buscó el sitio más á propósito donde pastara su yegua.

El caballero español llegó á aquella fuente, siguiendo las huellas de Angélica; la cual, no bien le hubo divisado, cuando desapareció de su vista, y se alejó con su yegua, sin cuidarse en su precipitada huida de recoger el yelmo, que habia caido sobre la yerba. Apenas el infiel descubrió á su amada, corrió hácia ella lleno de alegría; pero la jóven desapareció, como he dicho, de su vista, con la misma prontitud con que se desvanece un ensueño fantástico. Ferragús se puso á buscarla por todas partes, maldiciendo á Mahoma, á Trevigante y á todos los profetas y maestros de su religion. Volvió desesperanzado hácia la fuente, donde yacia entre la yerba el yelmo del Conde. Conociólo, apenas fijó en él la vista, á causa de una inscripcion que tenia grabada en la orla, y en la que decia dónde lo habia ganado Orlando, el modo cómo se apoderó de él, la época de la victoria y el nombre de su anterior dueño. No dudó un momento el pagano en cubrirse con él la cabeza y el cuello; pues á pesar del sentimiento que le causaba la brusca desaparicion de la jóven, semejante en lo rápido á la de las fantasmas nocturnas, apresuróse á aprovechar aquella ocasion, que ponia tan codiciada prenda en sus manos.

Despues de haber enlazado cuidadosamente todas las hebillas del yelmo, ocurriósele, para que su satisfaccion fuera completa, alcanzar á Angélica, que aparecia y desaparecia de su vista con la velocidad del relámpago. Recorrió en su busca toda la floresta; y cuando hubo perdido la esperanza de encontrar sus huellas, marchó á unirse con los sarracenos acampados bajo los muros de Paris, consolándose de no haber podido realizar por completo sus deseos con estar en posesion del almete de Orlando, y haber cumplido su juramento. El Conde buscó por espacio de mucho tiempo á Ferragús, luego que tuvo noticia de lo sucedido; mas no pudo recobrar aquel yelmo hasta el dia en que, hallando al Sarraceno entre dos puentes, se lo quitó arrancándole al mismo tiempo la existencia.

Angélica, sola y siempre invisible, continuaba su marcha, con turbado rostro, porque sentia haber olvidado en su precipitacion el yelmo de Orlando cerca de la fuente.

—Por meterme á hacer lo que no debia, iba diciendo entre sí, he dejado al Conde sin su yelmo: no era esta en verdad la primera recompensa que debia yo ofrecerle por los muchos servicios á que le estoy obligada. Pero si me apoderé de él, bien sabe Dios que fué con buena intencion, aunque el resultado sea tan contrario como desgraciado: mi único pensamiento consistia en suspender aquella lucha, y no en que aquel arrogante español realizara por mi mediacion sus deseos.

En estos y semejantes términos iba lamentándose de haber privado á Orlando de su yelmo. Contrariada y pesarosa tomó el camino que le pareció mejor para dirijirse á Oriente, ocultándose ó dejándose ver que las gentes, segun que le parecia ó no oportuno. Despues de haber recorrido muchos paises, llegó á un bosque, donde encontró á un jóven inícuamente herido en el pecho y tendido entre los cadáveres de dos compañeros suyos. Pero no puedo continuar hablándoos más tiempo de Angélica; porque antes he de referir otras muchas cosas, así como tampoco pienso ocuparme de Ferragús ni de Sacripante por algun tiempo. El príncipe de Anglante es el que llama toda mi atencion, y será preciso que os cuente con preferencia á lo demás, los muchos trabajos, penas y fatigas que soportó para conseguir sus deseos, que no pudo ver realizados nunca.

Al llegar á la primera ciudad que halló á su paso, cubrióse con un casco nuevo, sin cuidarse de si estaba bien ó mal templado, pues lo que él procuraba era no ser conocido: por lo demás, tanto le importaba aquel casco como otro cualquiera, tranquilo con su cualidad de invulnerable. Oculto, pues, á todas las miradas, continuó sus pesquisas tanto de dia como de noche, y arrostrando impávido las lluvias ó los ardores del Sol. Pasando un dia cerca de Paris, hácia la hora en que Febo sacaba del mar sus caballos de rociadas crines y la Aurora alfombraba el cielo con flores rojas y amarillas; á esa hora en que las estrellas cesan en sus danzas y se ponen el velo para marcharse, dió Orlando una prueba brillante de su valor. Encontróse frente á frente de dos escuadrones de sarracenos: á la cabeza de uno de ellos iba Manilardo, el moro de blancos cabellos, rey de Noricia, guerrero audaz y gallardo en otro tiempo, y á la sazon mejor para los consejos que para las batallas: el otro iba agrupado en torno del estandarte del rey de Tremecen que pasaba entre los africanos por un perfecto caballero, y cuyo nombre era el de Alzirdo.

Aquellos soldados, como todos los demás del ejército pagano, habian establecido sus cuarteles de invierno, unos al pié de las murallas de las ciudades, otros más léjos, pero todos en rededor de las poblaciones y los castillos; porque habiendo intentado más de una vez el rey Agramante asaltar á Paris, aunque en vano, se decidió por último á asediarlo estrechamente, ya que de otro modo no podia apoderarse de él, y á este fin renunió un número considerable de tropas: además de las que habian seguido sus banderas y de las que pasaron desde España á las órdenes del rey Marsilio, tenia asalariada una multitud de aventureros franceses, con cuyas fuerzas reunidas habia sometido todo el país comprendido entre Paris y el rio de Arlés con parte de la Gascuña, excepto algunas fortalezas.

Apenas empezaron los ondulantes arroyos á convertir el hielo en templadas y cristalinas corrientes, y á revestirse los árboles de nuevas hojas, reunió el rey Agramante á todos cuantos seguian su misma suerte, para organizar su ejército de modo que pudiera realizar desde luego sus propósitos. Los reyes de Tremecen y de Noricia marchaban con este objeto á fin de llegar á tiempo al punto de reunion, donde se admitian toda clase de tropas, fuesen buenas ó malas. Orlando topó, segun he dicho, con las fuerzas de aquellos reyes, mientras iba en busca de su amada, segun su costumbre.

Cuando Alzirdo divisó á aquel conde, cuyo valor no tenia igual en el mundo, con tal aspecto y tan altiva frente que parecia superior al mismo Dios de la guerra, quedó sorprendido de su talante, mirada audaz y fiero continente, y vió en él un guerrero capaz de las acciones más heróicas, por cuya razon entró en deseos de medir con él sus armas. Jóven y arrogante, Alzirdo era tenido por hombre de mucha fuerza y de gran corazon. Preparóse á la lucha y lanzó su caballo contra Orlando: mejor hubiera hecho en continuar á la cabeza de sus soldados; porque en el terrible choque, el príncipe de Anglante le atravesó el corazon, derribándole del caballo, el cual, no teniendo quien le sujetase, huyó á todo escape poseido de un gran terror. Al ver salir á torrentes la sangre del vencido sarraceno, despidieron sus soldados un grito horrísono y terrible, que llenó todo el espacio, y se precipitaron en el mayor desórden contra el Conde, descargándole muchos de ellos tajos y estocadas, mientras los más lanzaban un diluvio de dardos contra la flor y nata de los paladines. Aquel tropel de bárbaros rodeaba al Conde, gritando: «¡A él! ¡A él!» y produciendo un estruendo semejante al que ocasiona una muchedumbre de javalíes, cuando van corriendo despavoridos por los montes ó los campos, al ver que un lobo salido de su guarida ó un oso descendido de las montañas se ha apoderado de cualquier javato, que se lamenta con estridentes gruñidos de haber caido entre las garras de la fiera.

Mil lanzas, mil espadas y saetas caian sobre el escudo ó la coraza: unos descargaban sus mazas sobre la espalda del guerrero; otros le amenazaban por un costado; otros por delante. Pero Orlando, en cuyo corazon no hallaba cabida el temor, despreciaba á aquella turba vil y todas sus armas, como el lobo, encerrado de noche en un redil, desprecia á los corderos por numerosos que sean. Su mano empuñaba desnudo el centelleante acero que habia hecho morder el polvo á tantos sarracenos: ¿quién seria, pues, capaz de contar el número de sus víctimas? La sangre ya enrojecia el camino, que apenas podia contener los cadáveres en él amontonados: donde caia la fatal Durindana eran tan inútiles las rodelas y los almetes como los petos rellenos de algodon ó los innumerables pliegues de los turbantes; por el aire no volaban solamente los ayes y los lamentos, sino los brazos, las cabezas y demás miembros de los sarracenos. La muerte iba por aquel campo estampando sus huellas, bajo mil horribles formas, en los semblantes de los heridos, y diciendo entre sí alegremente:—«En manos de Orlando, vale Durindana por cien guadañas mias.»

Sucedíanse sin interrupcion los golpes del Paladin, hasta que empezaron á huir aquellos mismos adversarios que, al verle solo, le habian acometido tan presurosos, creyendo sin duda que iban á tragárselo. No habia quien, por librarse del peligro, esperase al amigo, y procurara huir juntamente con él: unos escapaban á pié por un lado; otros aguijaban á sus caballos por otro, y nadie reparaba, con tal de salvarse, en si era buena ó mala la direccion que seguia. En torno de ellos vagaba el honor, llevando en la mano el espejo que refleja hasta la más imperceptible arruga del alma; pero nadie se detuvo á contemplarse en él, excepto un anciano á quien la edad habia secado la sangre, mas no el valor. El rey de Noricia, que era este anciano, consideró la muerte preferible á una fuga ignominiosa, y enristrando la lanza contra el Paladin francés, la hizo pedazos en el centro del escudo del terrible Conde, á quien ni siquiera conmovió en la silla. Este, que continuaba blandiendo su espada, tiró al pasar una cuchillada á Manilardo, á quien ayudó la suerte; pues al venirle encima el crudo acero, se ladeó en manos de Orlando, y no pudo herirle de filo, si bien le derribó del caballo. Quedó el Rey moro aturdido del golpe; su contrario no se volvió siquiera para mirarle, y continuó en su tarea de tajar, romper, hender y derribar cuanto se oponia á su paso: todos creian tenerle encima; sobrecogidos de espanto, no quedaba uno solo de toda aquella tropa que no cayera, ó huyera ó se echara boca abajo, como huye al través de las extensas regiones del aire una bandada de estorninos perseguidos por el audaz esparavan, hasta que por último la vencedora espada del guerrero dejó el campo libro de todo enemigo vivo.

Aunque Orlando conocia perfectamente todo el país, vacilaba con respecto al camino que debia tomar.

No sabia si haria bien en dirijirse á la derecha ó á la izquierda, y su pensamiento estaba en desacuerdo con la ruta que habia de seguir, temeroso de decidirse por un camino distinto del que le era necesario emprender para encontrar á Angélica. Mientras tanto iba marchando á la ventura por campos ó selvas como un insensato, hasta que al fin llegó al anochecer al pié de un monte: á lo léjos vió brillar una luz, que salia por entre la hendidura de una roca, hácia la que se aproximó para ver si Angélica se habia guarecido allí. A la manera que se busca una temerosa liebre por los bosquecillos de enebros ó por los rastrojos en campo raso, atravesando zanjas y tortuosos senderos, registrando todas las matas y todos los zarzales por si acaso se hubiera ocultado entre ellos, del mismo modo iba el Conde buscando con gran pena por todos los sitios adonde le encaminaba su esperanza. Acelerando el paso hácia aquel resplandor, llegó á un claro del bosque, en medio del cual habia un angosto respiradero, que servia de entrada á una extensa gruta: algunas zarzas y espinos que se veian á la entrada formaban una especie de muro espeso, merced al cual los moradores de la gruta podian sustraerse á las miradas del que á ella se dirigiese con intenciones hostiles. Imposible fuera encontrarla de dia; pero de noche, aquella luz revelaba su situacion.

Orlando estuvo un momento pensando lo que debia ser aquello: decidido despues á averiguarlo, apeóse de Brida-de-oro, le ató á un árbol, se acercó con gran cautela á la entrada de la cueva, y separando la maleza penetró en ella sin anunciarse. Una serie de numerosos escalones conducia al fondo de la gruta, donde no parecia sino que las personas estuvieran enterradas en vida. Era la tal caverna de una extension considerable: estaba cortada á pico y abovedada, y á pesar de su profundidad no carecia enteramente de la luz del dia; pues aunque pasaba muy poca por la entrada, la recibia con bastante intensidad por un gran agujero abierto á la derecha de la roca. En medio de la cueva, y al lado de un hogar, se veia á una doncella de agradable rostro que apenas habria cumplido los quince años. Bastóle al Conde una sola mirada para apreciar su belleza, que convertia aquel sitio salvaje en un paraiso, á pesar de que sus ojos estaban preñados de lágrimas, señales manifiestas de algun profundo dolor. Acompañábala una vieja con la que sostenia una gran disputa, cosa bastante frecuente entre mujeres; pero apenas llegó el Conde al fondo de la gruta, cesaron sus cuestiones.

Orlando las saludó con la cortesía que todo caballero está obligado á usar con las damas, y ellas se pusieron inmediatamente en pié, devolviéndole no menos afectuosamente su saludo, si bien es verdad que se alarmaron algun tanto al oir de improviso aquella voz desconocida, y al ver entrar en aquel recinto un hombre completamente armado y de terrible aspecto. Orlando les preguntó en seguida quién era el ser tan descortés, injusto, bárbaro y atroz, capaz de tener sepultado en aquella gruta un rostro tan bello y encantador. La jóven contestó á aquella pregunta con voz fatigosa é interrumpida por férvidos sollozos, que hacian salir entrecortados, entre perlas y corales, sus suaves acentos: abundantes lágrimas surcaban las azucenas y rosas de su rostro, é iban á perderse en su seno. Mas dignaos, Señor, escuchar el resto de esta historia en el canto siguiente, que ya es tiempo de terminar este.

Canto XIII

Orlando escucha la narracion de las desventuras de la doncella á quien Zerbino amaba.—Da muerte á la turba vil y perversa que la tenia sepultada en aquella cueva.—Bradamante, apesadumbrada por la suerte de Rugiero, penetra en el palacio donde Atlante tenia reunidos tantos caballeros.—Agramante pone en movimiento su ejército.

¡Cuán venturosos fueron los caballeros de los tiempos antiguos, que encontraban en los valles, en las grutas y en los bosques, guaridas tan solo de serpientes, osos y leones, lo que hoy apenas se vé en los palacios más suntuosos: damas que, en la primavera de su vida, fuesen dignas del título de hermosas!

He dicho más arriba que Orlando encontró en la gruta á una doncella, y que le preguntó quién la habia conducido allí. Prosiguiendo, pues, mi narracion, os referiré cómo ella dió al Conde cuenta de sus desventuras, en los términos más breves que pudo emplear, y con acento dulce y suavísimo, interrumpido frecuentemente por los sollozos.

—Aunque estoy completamente segura, le dijo, de que mis palabras me han de costar caras, porque esa vieja no tardará en participar esta entrevista al que me tiene aquí encerrada, estoy, sin embargo, dispuesta á decírtelo todo, así me cueste la vida. ¿Y qué mayor dicha puedo esperar de él, sino que cualquier dia me haga morir?

»Me llamo Isabel, y fuí hija del infortunado rey de Galicia: he hecho bien en decir fuí, pues ya no soy hija suya, sino del dolor, de la angustia y de la tristeza, por culpa del Amor, de cuya perfidia me lamento en particular: el cruel nos halaga dulcemente al principio, y mientras tanto trama en secreto engaños y traiciones. En otro tiempo vivia yo feliz y contenta con mi suerte, jóven, amable, rica, honrada y bella: hoy me encuentro pobre y despreciada; hoy soy infeliz; hoy, en fin, no puede haber suerte más desgraciada que la mia. Mas deseo que sepas el orígen del mal que me atormenta; pues aunque no me prestes generosa ayuda, creo que no ha de pesarte escucharlo.

»Hace cosa de un año que mi padre mandó publicar que daria un torneo en Bayona, y el anuncio de estas justas atrajo á una multitud de caballeros de diferentes paises. De todos cuantos concurrieron, solo me pareció digno de elogio Zerbino, hijo del rey de Escocia, ya fuese porque Amor me lo hiciera ver así, ó porque el verdadero mérito se manifiesta por sí solo. Al presenciar los admirables hechos de armas que llevó á cabo en la liza, quedé presa en las redes de su amor, si bien no pude advertirlo hasta que ya no era dueña de mí misma: no obstante mi debilidad, me tranquilizaba y aun me halagaba la idea de no haber entregado mi corazon á un hombre indigno, sino al más acreedor de él y al más gallardo que existe en el mundo. Zerbino superaba efectivamente en gentileza y valor á todos los demás caballeros, y me dió pruebas, en las cuales creo firmemente, de que su pasion no era menos ardiente que la mia. Encontramos quien protegiera nuestros amores, y de este modo, aun cuando no nos veiamos, nuestras almas estaban continuamente unidas.

»Terminadas las fiestas, mi Zerbino regresó á Escocia. Si sabes lo que es amor, podrás comprender cuán afligida quedé: su recuerdo estaba grabado en mi mente dia y noche, y me constaba que en torno á su corazon se posaba una llama no menos molesta que la mia; por cuya causa, y por no poder moderar sus deseos, pensó en los medios de llevarme á su lado. Zerbino es cristiano, yo mahometana, y esa desigualdad de creencias le impidió pedir á mi padre mi mano, por cuya razon determinó robarme. En los confines de mi hermosa patria, que se extiende entre verdes campos por la orilla del mar, poseia yo un bello jardin, situado en las costas, y desde el que se descubrian los collados que lo rodeaban y todo el mar: aquel sitio le pareció el más favorablemente dispuesto para efectuar lo que impedia nuestra distinta religion, y me participó de antemano el plan que habia ideado para asegurar nuestra felicidad. Cerca de Santa Marta tenia oculta una galera tripulada por gente armada, al mando de Odorico de Vizcaya, hombre experto en los combates terrestres y navales.

»No pudiendo llevar á cabo por sí mismo el rapto meditado, porque su anciano padre le habia confiado el mando de las tropas que debian socorrer al apurado rey de Francia, envió en su lugar á Odorico á quien eligió como el más fiel y decidido amigo entre todos los amigos decididos y fieles con que contaba; y así debia ser, suponiendo que los beneficios tengan siempre el poder de estrechar la amistad. Habíamos convenido de antemano en que este vendria á robarme en un buque armado convenientemente, así que trascurriera el tiempo prefijado. En cuanto llegó el anhelado dia, me trasladé á aquel jardin, y Odorico, seguido de una tropa de marineros armados, desembarcó en un rio próximo á la ciudad y se dirigió silenciosamente adonde yo me encontraba. Me trasladaron en seguida á la galera preparada, antes de que se difundiera por la ciudad la menor sospecha de mi evasion. Algunos de mis criados, á quienes sorprendieron desnudos y desarmados, pudieron huir; otros fueron degollados, y otros hechos prisioneros y llevados conmigo. De este modo abandoné mi patria, tan llena de alegría como no podrás figurarte, esperando disfrutar en breve del amor de mi Zerbino.

»Apenas nos encontramos á la altura de Mongia, cuando nos asaltó por la izquierda una horrorosa tempestad que oscureció el cielo, hasta entonces sereno; alborotóse el mar, y sus encrespadas olas subian hasta las nubes. El duro Noroeste, que nos desviaba de nuestro rumbo, iba creciendo de hora en hora y cada vez con más fuerza, en términos de hacer totalmente inútiles todas las maniobras. De nada nos servia amainar las velas, picar los palos, ni aligerar el buque: á pesar de nuestros esfuerzos, el huracan nos arrastraba hácia unos escollos próximos á la Rochela, y á no ser por el auxilio del Todopoderoso, seguramente nos hubiéramos estrellado contra la costa; porque el desapiadado viento nos empujaba con más velocidad que la que lleva una flecha al ser despedida del arco.

»Ante la inminencia del peligro, el vizcaino recurrió á un medio que con frecuencia suele salir fallido: hizo arrojar un bote al agua, al que saltó con presteza llevándome consigo: despues de él, saltó otro, y otro, y lo hubiera hecho tambien toda la tripulacion á no ser por la resistencia de los primeros, que espada en mano rechazaron á los demás y cortaron el cable. En breve nos alejamos del buque, y llegamos felizmente á tierra todos cuantos nos habíamos refugiado en el bote: no tuvieron igual suerte los que en la galera habian quedado; todos se hundieron en el mar con ella, sin que pudiera salvarse el menor objeto. Con las manos extendidas hácia el cielo, dí fervorosas gracias á la bondad infinita del Eterno por haberme arrancado al furor del mar, permitiéndome volver á ver á mi Zerbino.

»Mis joyas, mis vestidos, todo cuanto poseia desapareció en el mar con el bajel: pero mientras me quedara la esperanza de reunirme á mi amante, me importaba muy poco todo lo demás. La playa donde logramos arribar no ofrecia señal alguna de sendero, ni en cuanto alcanzaba la vista se veia un solo albergue por miserable que fuese: solo se descubria una montaña, cuya umbrosa cima azotaban continuamente los vientos, mientras que las olas se estrellaban en su base. Allí fué donde el amor tirano y cruel, que jamás ha cumplido lealmente una promesa, y que está siempre acechando una ocasion para estorbar y oponerse á nuestros propósitos más razonables, convirtió del modo más lamentable mi consuelo en dolor, mi bien en mal: aquel amigo, en quien Zerbino depositara toda su confianza, olvidando su promesa, ardió por mí en deseos impuros.

»Ya fuese porque no se hubiera atrevido á revelarme su pasion durante el viaje, ó porque la favorable ocasion que le proporcionaba la soledad de aquel sitio despertase en él un amor criminal, es lo cierto que Odorico se preparó á satisfacer en él sin demora su deshonesto apetito; pero antes procuró desembarazarse de uno de los dos que se habian salvado con nosotros en el bote. Era este un escocés llamado Almonio, que se mostraba muy adicto á Zerbino, el cual le recomendó á Odorico como hombre decidido y valiente. Para alejarle de nuestro lado, le dijo este que era una imprudencia digna de censura obligarme á ir á pié hasta la Rochela, y le rogó en consecuencia que se adelantara á reconocer el país, á fin de proporcionarme una cabalgadura. Almonio, que nada recelaba, echó á andar inmediatamente hácia la ciudad que nos ocultaba el bosque, y apenas distaba seis millas. En cuanto al segundo compañero, determinó Odorico confiarle sus perversos designios, ya por no saber cómo quitárselo de encima, ó ya tambien porque tuviera en él una gran confianza. Aquel hombre llamábase Corebo de Bilbao, y habia pasado su infancia con el traidor, viviendo ambos bajo un mismo techo. Odorico no vió inconveniente alguno en comunicarle su infame pensamiento, esperando que sacrificaria el honor en aras del placer de su amigo; pero Corebo, que era honrado y noble, no pudo escucharle sin indignacion; le apostrofó de traidor, y le echó en cara su felonía de palabra y de obra. Excitados ambos por la cólera que ardia en sus corazones, sacaron á relucir las espadas, y poseida yo del mayor espanto al ver los preparativos del combate, emprendí la fuga al través de la oscura selva.

»Odorico, más diestro en el manejo de las armas que su adversario, logró tal ventaja sobre él á los pocos golpes, que le dejó por muerto, y en seguida se lanzó en mi seguimiento. Amor, sin duda, le prestó sus alas para alcanzarme, y le enseñó tambien las frases más halagüeñas y suplicantes para inducirme á amarle y complacerle; pero todo fué en vano, porque estaba firmemente decidida á morir antes que satisfacer sus deseos. Tras de las súplicas vinieron las amenazas, y al ver que de nada le servian unas ni otras, recurrió descaradamente á la violencia: en vano fué que á mi vez le suplicara que tuviese en cuenta la confianza que en él depositó Zerbino, y la que yo misma le habia prestado al entregarme en sus manos, pues no conseguí ablandarle ni disuadirle. Viendo entonces que eran estériles mis reconvenciones y mis ruegos, y sin esperanzas de auxilio alguno contra un hombre lascivo y brutal que se abalanzaba sobre mí como hambriento oso, me defendí como pude con las manos, con los piés y hasta con los dientes y las uñas, y le arranqué las barbas y arañé la piel, lanzando gritos desesperados que llegaban hasta las estrellas.

»No sé si fué por casualidad, ó porque mis lamentos se debian oir á una legua de distancia, ó porque los habitantes de aquel país acostumbren á recorrer las costas cuando tienen noticia de algun naufragio; pero el caso fué que apareció una multitud de hombres por aquel monte, desde el que descendieron al mar, dirigiéndose despues hácia nosotros. Aquella turba llegó á tiempo para libertarme del desleal Odorico; su auxilio fué, sin embargo, para mí lo mismo que salir de Scila para precipitarme en Caribdis, ó como dice el vulgo, huir del fuego para caer en las brasas: verdad es que no fuí tan desgraciada, ni sus intentos tan salvajes, que llegaran aquellos hombres á ultrajar mi persona; pero este respeto no fué hijo de su humanidad ni de otra cualidad generosa, sino de su propósito de conservarme, como me conservan, casta y pura, para venderme con mayor ventaja. Ocho meses han trascurrido desde que me tienen aquí sepultada en vida: he perdido ya toda esperanza de ver á mi Zerbino; pues segun tengo entendido por algunas frases que he podido sorprender, me han prometido ó dado en venta á un mercader que debe llevarme á Oriente para presentarme al Soldan.»

Tal fué la narracion de la gentil doncella: los sollozos y los suspiros interrumpian frecuentemente su voz angelical capaz de enternecer á los tigres y á las serpientes. Mientras continuaba renovando su dolor, ó aliviaba quizá sus penas con el consuelo de hacer á otro partícipe de ellas, entraron en la cueva veinte hombres armados de venablos y de hoces. Su jefe, hombre de aspecto desalmado, tenia un solo ojo, cuya mirada era sombría y dura; el otro lo habia perdido de un solo golpe que le partió además la nariz y la mandíbula. Al reparar en aquel caballero, tranquilamente sentado junto á la jóven, exclamó volviéndose hácia sus camaradas:

—Ahí teneis un nuevo pájaro, á quien sin haber tendido ningun lazo, encuentro preso en mis redes.

Despues dijo al Conde:

—Jamás he visto hombre más oportuno ni tan á propósito como tú: ignoro si has adivinado, ó si lo sabes por habértelo dicho alguien, que yo ardia en deseos de poseer unas armas tan magníficas y un trage tan airoso como el tuyo, y precisamente has llegado á tiempo de satisfacer mi necesidad.

Orlando se puso en pié, y contestó á aquel jayan, sonriendo amargamente:

—Dispuesto estoy á venderte mis armas; pero mediante un trato que no suele tener cuenta á ningun mercader.

Y cogiendo rápidamente un tizon encendido, de los que ardian en el fuego que junto á él estaba, le hirió con él por casualidad en el sitio en que la nariz se une á las cejas. El tizon le abrasó los párpados de ambos ojos; pero causó mayor daño en el izquierdo, pues se lo reventó privándole así del único sitio por donde podia ver la luz: además, aquel golpe tan fiero, no solo le dejó sin vista, sino que le hizo ir á reunirse con los espíritus á quienes Quiron y sus compañeros obligan á estar sumergidos en la pez hirviendo.

En medio de la cueva habia una mesa enorme, de dos palmos de espesor, sobre un pié macizo y tosco, y en derredor de la cual solia colocarse el bandido con todos sus compañeros. Con la misma agilidad con que suele jugar á la barra el airoso español, arrojó Orlando aquella pesada mesa sobre la agrupada canalla. Unos quedaron con el pecho ó con el vientre aplastado; otros con la cabeza, los brazos ó las piernas rotas; estos exhalaron el último aliento; aquellos salieron estropeados para toda su vida, y algunos, por fin, menos heridos, procuraron buscar su salvacion en la fuga. No de otra suerte, un enorme peñasco lanzado sobre un monton de serpientes que están enroscadas al dulce calor de un sol de primavera, aplasta lomos, magulla cabezas y destroza escamas, resultando una multitud de sierpes más pequeñas segun que el golpe ha dividido el cuerpo de algunas ó muchas de ellas; y mientras las unas mueren ó pierden la cola, otras no pueden mover la parte anterior de su cuerpo y agitan y retuercen convulsivamente la posterior, y otras, cuya suerte es más propicia, se deslizan entre la yerba, y van serpenteando en busca de un refugio. El estrago que causó la mesa fué terrible; pero no es de extrañar, si se atiende á que fué arrojada por el valeroso Orlando.

Los que se libraron del golpe ó no salieron muy maltratados de él (y Turpin afirma que fueron siete), confiaron á los piés su salvacion; pero el paladin les cerró la salida, y apoderándose de ellos sin dificultad, fuéles atando sólidamente las manos con una cuerda á propósito para el caso, que encontró en aquella morada selvática. Obligóles despues á salir de la cueva, y les llevó al pié de un serbal corpulento, cuyas ramas aguzó con su espada: en seguida les enganchó en ellas para que sirvieran de pasto á los cuervos. No tuvo necesidad de sujetar su cabeza con cadenas; las agudas ramas del árbol, en las que Orlando los fué empalando uno á uno por la barba, bastaron para purgar al mundo de aquella vil canalla.

La vieja, amiga y compañera de tales malandrines, apenas los vió muertos, huyó llorando y mesándose los cabellos por selvas y bosques inextricables. Despues de andar por caminos ásperos y escabrosos con tardo paso, paralizado muchas veces por el temor, llegó á la orilla de un rio, donde encontró á un guerrero, del que me ocuparé más adelante.

Volveré á Isabel, que suplicaba á Orlando no la dejase sola, ofreciéndose á seguirle por todas partes.

Orlando se esforzó en consolarla con la mayor amabilidad; y apenas emprendió la blanca Aurora su acostumbrado camino, adornada con sus velos de púrpura y sus guirnaldas de rosas, se alejó de aquel sitio con Isabel. Anduvieron por espacio de muchos dias sin hallar cosa digna de particular mencion, hasta que toparon con un caballero á quien llevaban cautivo. Más tarde os diré quién era; ahora me aparta de ellos una doncella de quien os será grato que os hable: me refiero á la hija de Amon, á quien dejé entregada á sus amorosas penas.

Esperando inútilmente el regreso de su Rugiero, estaba la hermosa jóven en Marsella, dando qué hacer casi diariamente á las huestes musulmanas, que hacian frecuentes incursiones por el Languedoc y la Provenza, talando montes y llanos; pero ella les tenia á raya, portándose cual diestro guerrero y experimentado caudillo. Cuando vió que habia transcurrido mucho más tiempo del fijado para la vuelta de su Rugiero, temió por él y agitaron su corazon mil crueles presentimientos. Un dia en que, segun su costumbre, estaba lamentándose en secreto, se le presentó aquella que llevó en el anillo el remedio para curar el corazon herido por Alcina. Al verla aparecer sin su amante despues de haber pasado tanto tiempo, quedó pálida, llena de angustia, y tan temblorosa que apenas podia sostenerse. La buena Maga se adelantó hácia ella sonriendo, y cuando adivinó la causa de su turbacion, procuró tranquilizarla revistiendo su semblante de esa risueña apariencia que suele tener el mensajero de buenas noticias.

—Hermosa jóven, le dijo, no tengas el más mínimo temor por tu Rugiero, que está vivo y sano, y adorándote como siempre: sin embargo, se vé privado de su libertad, porque tu enemigo le tiene otra vez en su poder. Fuerza será, pues, que montes á caballo y me sigas inmediatamente si deseas salvarle; yo te abriré un camino para que restituyas la libertad á tu Rugiero.

Y continuó refiriéndole el nuevo ardid mágico que Atlante habia urdido contra él, y le dijo que con el auxilio de su imágen, á la que al parecer llevaba cautiva un perverso gigante, le habia atraido al palacio encantado, donde desapareció la vision. Añadió Melisa que con semejante engaño, detenia Atlante á cuantas damas y caballeros llegaban allí, mostrándoles el objeto de su pasion ó sus deseos: que cada cual, al mirar al encantador, creia ver en él á su dama, á su escudero, á su camarada ó á su amigo, y en fin, objetos distintos, segun que lo eran tambien sus deseos; resultando de aquí que se cansaban todos en inútiles pesquisas y en correr tras aquellas imágenes, que se desvanecían al aproximarse, excitando de tal modo su anhelo y su esperanza, que no podian apartarse de tan singular morada.

—Cuando te halles cerca de aquella mansion encantada, prosiguió Melisa, saldrá el nigromante á tu encuentro bajo la forma de tu Rugiero: valiéndose de sus malas artes, te hará ver á tu amante vencido por un guerrero de fuerza superior á la suya, á fin de que, volando tú en su auxilio, vayas á reunirte con los demás caballeros, cuya suerte sufrirás. Ahora bien, para que no caigas en los lazos donde han caido tantos otros, ten mucho cuidado de no dar crédito alguno al que veas con el aspecto y semblante de Rugiero pidiendo socorro: por el contrario, así que le veas delante de tí, arráncale su indigna vida, sin que te detenga el temor de matar á Rugiero, pues tan solo matarás al que es causa de todos tus pesares. Bien conozco que te parecerá duro dar la muerte á cualquiera que parezca tu amante; pero no dés crédito á tu vista extraviada por los maleficios que te ocultarán la verdad. Antes de que yo te conduzca al bosque, forma una resolucion inmutable; de lo contrario, si consientes en que viva el mágico, perderás á Rugiero para siempre.

Decidida la animosa jóven á arrancar la existencia á Atlante, cogió sus armas y se dispuso á seguir á Melisa, de cuya abnegacion y fidelidad estaba persuadida. La encantadora le sirvió de guia por los bosques y por los terrenos cultivados, que atravesaban rápidamente y á grandes jornadas, procurando hacerle menos fastidioso el camino con el atractivo de sus sabrosas pláticas. Entre todos los asuntos de su conversacion, era el principal el recuerdo de que su union con Rugiero debia producir excelentes príncipes y gloriosos semidioses. Como Melisa conocia perfectamente todos los secretos del Destino, le era fácil predecir cuanto debia suceder en el transcurso de los siglos.

—¡Oh querida y prudente guia! dijo á la Maga la ínclita doncella: ya que me has dado á conocer con muchos años de anticipacion toda mi excelente progenie varonil, háblame de alguna dama de mi raza, si es que ha de existir alguna que pueda figurar entre las bellas y virtuosas.

La complaciente Melisa respondió:

—De tí veo salir madres de emperadores y grandes reyes, señoras honestísimas, sólidas columnas de casas ilustres y de esclarecidos dominios, cuyo lustre sustentarán ó aumentarán. Las damas de tu linaje no serán menos dignas de renombre y fama por su piedad, su valor, su prudencia, y su honestidad incomparable que los caballeros por sus hechos de armas. Si tuviese que ocuparme en particular de cada una de tus descendientes digna de honrosa memoria, me faltaria el tiempo, pues no deberia pasar en silencio á ninguna de ellas; pero, á fin de satisfacer tu deseo, elegiré algunas entre otras mil. ¿Por qué no me hiciste presente esto mismo en la cueva, y habrias podido contemplar tambien sus imágenes?

»De tu preclara estirpe saldrá la protectora y amiga de las letras y de las bellas artes, á quien no sé si llamar apuesta y bella, ó más bien prudente y honesta. Esta será la liberal y magnánima Isabel, cuyo renombre prestará eterna fama á la ciudad situada á orillas del Mincio, que lleva el nombre de la madre de Ocno: En ella sostendrá una honrosa y espléndida competencia con su dignísimo esposo, para ver quién de los dos apreciará y amará más la virtud y quién será más cortés y benigno. Si el uno aduce en su favor que á orillas del Taro y en sus estados consigue librar á Italia del yugo francés, la otra alegará que á Penélope la hizo su castidad tan célebre como su esposo Ulises. Muchas y muy grandes cosas sé con respecto á esta dama, por habérmelas anunciado Merlin durante el tiempo que pasó en la cueva léjos del mundo; pero me detengo aquí porque si llego á desplegar las velas por tan anchuroso mar, mi travesía será mayor que la de Tifis. Concluyo, pues, manifestándote, que en Isabel estarán reunidos todos los dones que proporciona el cielo á la virtud.

»Con ella estará su hermana Beatriz, á quien cuadra admirablemente este nombre, porque no solo disfrutará mientras viva la felicidad que se encuentra en la Tierra, sino que su benéfica influencia se extenderá sobre su esposo, el más rico y dichoso de todos los príncipes; pero en cuanto ella abandone esta terrenal morada, caerá aquel en la desgracia más profunda. Mientras viva Beatriz, el Moro y Sforza, y las culebras de los Visconti, serán invencibles desde las nieves polares hasta las orillas del mar Rojo, y desde el Indo hasta los montes que baña el mar de Francia; pero en cuanto muera aquella princesa, su esposo y el reino de los insubres caerán en la esclavitud con grave perjuicio para toda la Italia: con ella, desaparecerá tambien la suprema sabiduría.

»Otras muchas princesas de igual nombre nacerán bastantes años antes: una de ellas ceñirá sus sagrados cabellos con la espléndida corona de la Panonia: otra, cuando haya dejado la pesada carga de la vida, será colocada en Ausonia entre el número de los santos, y se le ofrecerán inciensos é imágenes votivas. Callaré las demás; pues como he dicho, mi relato seria demasiado largo, si bien es verdad que cada una de ellas mereceria inspirar la heróica trompa de la Fama. Nada diré de las Blancas, ni de las Lucrecias y Constanzas, y otras y otras que serán madres de los príncipes más ilustres de Italia, y renovarán el esplendor de las principales familias reinantes. Ninguna raza será más fecunda que la tuya en mujeres célebres, no solo por las virtudes de las hijas, sino por la extraordinaria honestidad de las esposas.

»Y á fin de que con respecto á este punto sepas algo de lo que me dijo Merlin, sin duda con el objeto de que te repitiera sus palabras, continuaré hablándote con buena voluntad de tu descendencia.

»Me ocuparé primeramente de Ricarda, digno modelo de entereza y honestidad: jóven aun, quedará viuda, y expuesta á los rigores de la fortuna, como con frecuencia acontece á los buenos. Verá á sus hijos, niños todavia, desposeidos de los estados de su padre, y vagando por tierras extrañas en manos de sus adversarios; pero al fin tendrán sus desgracias una digna recompensa.

»No olvidaré á la ilustre reina, de la preclara alcurnia de Aragon, de cuya prudencia y recato no nos ofrecen modelo más acabado los historiadores griegos y latinos: tampoco habrá otra más favorecida por la bondad divina, que la elegirá para ser madre de tan hermosos descendientes como Alfonso, Hipólito é Isabel. Leonor se llamará esta princesa, que se ha de ingertar en tu árbol afortunado. ¿Y qué te diré de la segunda nuera, próxima sucesora de aquella, de Lucrecia Borgia? Su belleza, su virtud, su fama honesta y su fortuna crecerán como la flor naciente en un terreno feraz. Lo que el estaño es respecto á la plata, el cobre al oro, la silvestre adormidera á la rosa, el pálido sauce al laurel siempre verde, y el vidrio pintado á la piedra preciosa, tales serán comparadas con Lucrecia, á quien venero antes de nacer, cuantas mujeres hayan adquirido hasta ahora nombradía por su singular belleza, su gran prudencia ó por otra circunstancia no menos laudable. Sin embargo, sobre todos los elogios que se le prodigarán durante su vida y aun despues de muerta, descollará el de haber dotado á Hércules y sus demás hijos de régias costumbres, y haberles trasmitido los nobles sentimientos que los harán tan ilustres en el sacerdocio como en las armas, porque el perfume de la virtud no se desvanece de repente, aun cuando se traslade á un nuevo vaso, sea malo ó bueno.

»Tampoco pasaré en silencio á Renata de Francia, nuera de Lucrecia é hija de Luis XII y de la gloria eterna de la Bretaña. En ella, veo reunidas todas las perfecciones que se hayan admirado en mujer alguna desde que el fuego calienta, moja el agua, y gira el cielo en derredor de sus ejes.

«Mucho tiempo necesitaria para hablarte de Alda de Sajonia, de la Condesa de Celano, de Blanca Maria de Cataluña, de la hija del rey de Sicilia, de la hermosa Lippa de Bolonia y de otras muchas; pues si fuera haciéndome cargo de las alabanzas que cada una de por sí merece seria como entrar en un mar sin límites.»

Despues de haber dicho Melisa los nombres de la mayor parte de las mujeres de la posteridad de Bradamante, con gran contento de esta, le repitió una y muchas veces los medios de que se habia valido el nigromante para atraer á Rugiero al palacio. Detúvose Melisa cuando estuvo cerca de aquel edificio, por no creer oportuno seguir adelante y evitar que la viera aquel astuto viejo, y dejó sola á la doncella, no sin recomendarle una vez más el cumplimiento de cuantos consejos le habia dado. Apenas habia andado Bradamante como unas dos millas por un sendero desierto, cuando vió á un caballero exactamente igual á su Rugiero, á quien estrechaban tan fuertemente dos gigantes de cruel aspecto, que estaban á punto de quitarle la vida. Al ver la doncella en tal peligro al que, segun todos los indicios debia ser Rugiere, sintió convertida su confianza en sospecha, y olvidó de pronto todos sus buenos propósitos. Supuso que Melisa tendria alguna prevencion ú odio contra Rugiero á causa de cualquier injuria ó de infundados enojos, y que procuraba por medio de un ardid grosero hacerle perecer por mano de su amada.

La doncella decia entre sí:—¿Por ventura, no será ese mi Rugiero, á quien siempre veo con el corazon y ahora con mis propios ojos? Si ahora no le veo ó no le conozco bien, ¿qué podré ver ó conocer en adelante? ¿Por qué he dar más crédito á lo que otros creen que á lo que me ofrece mi vista? A falta de mis ojos, mi corazon me diría si Rugiero está léjos ó cerca de mí.»

Mientras raciocinaba de esta suerte, oyó una voz idéntica á la de su amante que pedia socorro, y vió á aquel caballero huir velozmente sobre un caballo al que desgarraba los hijares, y tras él á sus dos feroces enemigos, que se lanzaron á toda brida en su persecucion. No pudiendo contenerse la doncella, siguió sus huellas; llegó al palacio encantado, y apenas atravesó el umbral de la puerta, se hizo partícipe del funesto error de todos. Buscó á Rugiero por todas partes, arriba, abajo, dentro, fuera, y hasta en los sitios más recónditos, sin cesar dia y noche. ¡Vana tarea! Tan poderoso era el encanto, que aun cuando Bradamante y Rugiero se veian y hablaban á todas horas, no se conocian el uno al otro.

Pero dejemos á la varonil doncella, y no os pese que quede sometida á aquel encantamiento; pues cuando sea tiempo de que se libre de él, haré de modo que salgan los dos amantes. Así como la variacion de manjares excita el apetito, del mismo modo creo que mi historia se hará menos pesada para los que la oigan, cuanta más variedad se encuentre en ella. Veéme obligado además á servirme de muchos hilos para terminar la gran tela que estoy tejiendo: dignaos, pues, escuchar cómo los moros, saliendo de sus tiendas, tomaron las armas y se formaron en presencia del rey Agramante, que amenazando airado á las lises de oro, quiso que su ejército se reuniera para pasarle nuevamente revista, á fin de conocer cuál era el verdadero número de sus soldados. Además de los ginetes y peones que en gran cantidad echaba de menos, faltaban varios excelentes capitanes de España, de África y de Etiopía, viéndose sus tropas obligadas á vagar errantes sin un jefe que las guiase. Otro de los motivos que tuvo Agramante para pasar esta revista, fué el de proveer de jefes á aquellos escuadrones, y comunicarles las órdenes necesarias. A fin de cubrir los huecos que en sus filas habian ocasionado las batallas y las escaramuzas, hizo llamar á cuantos guerreros se habian alistado en España y en África, los cuales, respondiendo á su llamamiento, acudieron pronto á ponerse á las órdenes de sus jefes respectivos. Con vuestro premiso, Señor, dejaré para otro canto los detalles de esta revista.

Canto XIV

En la revista pasada al ejército mahometano, Agramante echa de menos los dos escuadrones que habian sido destruidos por Orlando.—Mandricardo, lleno de envidia y de asombro, va en busca del guerrero.—Amores de Mandricardo y Doralicia.—Reinaldo, guiado por un ángel, llega á París, cuando ya los moros lo estaban asaltando.

En los sangrientos combates y frecuentes asaltos acaecidos durante la guerra de Francia contra España y África, habian perecido ya innumerables guerreros, cuyos cadáveres quedaron abandonados á la voracidad de los lobos, de los cuervos y de las águilas rapantes; y si bien los franceses llevaban hasta entonces la peor parte, por haber perdido casi todo el país, los sarracenos tenian en cambio motivos poderosos de afliccion por los muchos príncipes y esclarecidos campeones de su ejército, que habian sucumbido bajo el hierro enemigo, costándoles sus victorias tanta sangre, que el dolor anubló su regocijo.

¡Oh invicto Alfonso! Si las cosas modernas pueden compararse á las antiguas, séame permitido decir que el gran triunfo, cuya gloria es fuerza atribuir á vuestro heroismo, y del que Rávena deberá de lamentarse eternamente, se asemeja en gran manera á los conseguidos por los moros. Me refiero á la memorable batalla en que, al ver á los picardos, los morinos y á los ejércitos Normando y Aquitano abandonando el campo, os lanzásteis en medio del grueso de las tropas españolas, vencedoras ya, seguido de aquellos jóvenes gallardos, que merecieron aquel dia por su varonil esfuerzo que el Rey les honrara con la espada y la espuelas doradas, armándoles caballeros. Ayudado por tan animosos jóvenes que, como vos, despreciaron el peligro, destruísteis las ricas bellotas de oro y el estandarte amarillo y rojo, por lo cual á nadie más que á vos se debe el lauro inmortal de haber impedido que se marchitasen ó deshojaran las lises de Francia. Otra corona no menos inmortal ciñe vuestra frente por haber conservado á Roma su Fabricio, aquel gran Colonna, á quien proporcionásteis un auxilio, que os honra más que si el solo esfuerzo de vuestro brazo hubiera destruido los aguerridos soldados, cuyos huesos alfombran hoy el campo de Rávena, y todos cuantos guerreros de Aragon, de Castilla y de Navarra abandonaron sus banderas al ver la inutilidad de sus lanzas y sus espadas. Y sin embargo, aquel triunfo fué más glorioso que digno de regocijo; porque contrabalanceó vuestra alegría el pesar ocasionado por la muerte del Capitan francés, del jefe del ejército, y por la de tantos príncipes ilustres como habian atravesado las heladas cimas de los Alpes para volar en defensa de sus reinos y de sus aliados. Nuestra salvacion y nuestra vida se debe á aquella victoria, por haber impedido que el irritado Júpiter fulminara sobre nuestras cabezas los rayos de su cólera; mas en cambio, no nos es posible gozar de ella ni demostrar nuestro regocijo, al escuchar los ayes y lamentos de tantas viudas como han quedado en Francia, cubiertas de luto é inundadas en llanto. Es preciso, pues, que Luis se apresure á enviar nuevos capitanes á sus tropas, á fin de restituir su honor á las doradas flores de lís, y castigar las manos rapaces y sacrilegas que han violado monjas, madres, esposas, é hijas; que han profanado los monasterios de frailes blancos, negros y grises, y han arrojado por el suelo al Señor sacramentado para apoderarse de los vasos sagrados. ¡Oh desventurada Rávena! ¡Cuánto mejor hubieras hecho en no oponer resistencia alguna al vencedor! ¿Por qué no te miraste en el espejo de Brescia, en vez de serlo tú para Arimino y Faenza? Rey Luis, envia sin tardanza al buen Trivulcio, para que enseñe á los suyos más continencia, y los recuerde cuántos han perecido en Italia por tan bárbaros excesos.

Así como es necesario que el rey de Francia provea ahora de jefes á su ejército, del mismo modo Marsilio y Agramante, deseando reorganizar cuanto antes los suyos, determinaron pasarles revista, no bien la conclusion del invierno permitió á los soldados salir de sus tiendas, á fin de conocer sus necesidades, y dar guias y jefes á los escuadrones que carecieran de ellos. Primeramente Marsilio, y Agramante despues, hicieron desfilar por delante de ellos á sus soldados, compañía por compañía.

A la cabeza de todos iban los catalanes bajo el estandarte de Dorifebo: seguian despues los navarros, cuyo rey Folvirante habia muerto á manos de Reinaldo; el rey español les dió por capitan á Isolier. A las órdenes de Balugante iban los de Leon; los de los Algarbes, á las de Grandonio. Falsiron, hermano de Marsilio, conducia los castellanos. En pos del estandarte de Madaraso seguian los que salieron de Málaga y Sevilla, y cuantos habian dejado las amenas praderas que riega el Betis desde el mar de Cádiz hasta la fértil Córdoba. Estordilano, Tesira y Baricondo presentaron sus gentes uno tras otro; el primero las de Granada, el segundo las de Lisboa, y las de Mallorca el tercero. Tesira sucedió en la corona de Portugal á su pariente Larbin, que habia muerto. En pos de estos seguian los gallegos, al mando de Serpentino, que sustituyó á Maricoldo, su antiguo jefe.

El audaz Malatista conducia á los de Toledo y Calatrava, mandados en otro tiempo por Sinagon, y á todos cuantos se bañan en el Guadiana ó beben sus aguas. Formando un escuadron, á cuyo frente iba Bianzardin, desfilaron los de Astorga, Salamanca, Plasencia, Avila, Palencia y Zamora. Los zaragozanos y demás caballeros de la corte de Marsilio iban á las órdenes de Ferragús: todos ellos eran valientes y estaban perfectamente armados. Veíase entre ellos á Malgarino, Balinverno, Malzariso y Morgante, á quienes una misma suerte habia obligado á refugiarse en país extranjero: desposeidos de sus estados respectivos. Marsilio los habia acogido en su corte. Con ellos se hallaban tambien Follicon de Almeria, hijo bastardo de Marsilio, Doriconte, Bavarte, Largalifa, Analardo, Arquidante conde de Sagunto, Lamirante, el gallardo Languiran, Malagur, de astuta y rápida imaginacion, y otros y otros, cuyos hechos de armas os haré ver cuando llegue el caso.

Cuando el ejército de España acabó de desfilar en buen órden por delante del rey Agramante, se adelantó con sus batallones el rey de Oran, hombre de gigantesca estatura. Los que siguieron despues lamentaban la muerte de Martasin, inmolado por Bradamante, y su amor propio no podia sufrir que una mujer se envaneciera de haber vencido al rey de los garamantas. Siguió el tercer escuadron de Marmonda, que habia dejado muerto en Gascuña á su capitan Argosto. Tanto este, como los que le precedian y seguian inmediatamente, necesitaban nuevos jefes, y aun cuando Agramante carecia de ellos, no tardó en habilitarlos, nombrando para este cargo á Buraldo, Ormida y Arganio, y siguió de esta suerte eligiendo tantos jefes cuantos eran indispensables. Confió á Arganio el mando de los guerreros de Libicana, que lloraban la muerte del negro Dudrinaso. Los de la Tingitania obedecian á Brunel, que marchaba cabizbajo y mohino, porque habia caido en desgracia de Agramante desde que Bradamante le arrebató el anillo en la selva próxima al peñasco donde estaba el castillo de Atlante: y á no ser por Isolier, hermano de Ferragús, que lo encontró atado á un árbol, y refirió al Rey la verdad de lo sucedido, hubiera muerto ahorcado. Agramante, accediendo á las reiteradas súplicas de muchos de sus guerreros, le perdonó la vida cuando ya tenia el lazo echado al cuello, y se lo hizo quitar, previniéndole, no obstante, que á la primera falta le haria empalar: por consiguiente, Brunel tenia fundado motivo para ir con la cabeza inclinada y el rostro macilento.

Seguia en pos Farurante, y tras él los infantes y ginetes de Mauritania. Venia luego con las gentes de Constantina, Libanio, el nuevo rey, á quien Agramante habia dado la corona y el dorado cetro que fué de Pinadoro. Al frente de las tropas de Hesperia iba Soridano, y al de las de Ceuta Dorilon; con los nasamones, Puliano, y el rey Agricalte con los de Amonia. Malabuferso guiaba los de Fez; Finadurro el escuadron de los soldados de Marruecos y Canarias, y Balastro el de los que fueron del rey Tardoco. Marchaban despues dos batallones, uno de Mulga y otro de Arzilla; este tenia su jefe, pero el otro carecia de él. Agramante se lo designó inmediatamente, nombrando al efecto á Corineo, su fiel amigo. Del mismo modo hizo á Caico rey de la gente de Almanzilla, que obedecia antes á Tanfirion, y á Rimedonte de la de Getulia.

Aparecieron en seguida Balinfronte con los soldados de Cozca; los de Bolga, que en reemplazo de su rey Mirabaldo, tenian á Clarindo, y despues Baliverzo, el mayor merodeador de los campos de batalla. No creo que en todo el campamento se desplegara una bandera en torno de la cual se agrupasen tan esforzados guerreros como los que despues siguieron, ni que tuvieran por jefe un Sarraceno más prudente que su rey Sobrino. Los de Bellamarina, á quienes solia dirigir Gualcioto, iban entonces á las órdenes de Rodomonte, rey de Argel y de Sarza, que habia aumentado su ejército con nuevos ginetes y peones. Mientras el Sol estuvo nebuloso bajo el gran Centauro, el Capricornio, habia pasado al África por encargo de Agramante, y hacia tres dias que estaba de vuelta. En todas las regiones del África no se conocia un moro más valeroso ni más audaz que Rodomonte, á quien temian más, y con justo motivo, los parisienses sitiados, que á Marsilio, á Agramante y á todos cuantos guerreros pasaron á Francia en pos de ellos: la religion de Jesucristo no tenia tampoco enemigo más irreconciliable que él.

Siguió Prusion, rey de la Alvaraquia; y despues el rey de Zumara, Dardinelo. No sé si algun buho ó corneja, ú otra ave de mal agüero les llegaria á predecir desde los tejados ó los árboles la suerte funesta que les esperaba; pues el destino habia fijado la misma hora del siguiente dia para que ambos príncipes murieran en la batalla que se dió. Ya no faltaban por desfilar más que las tropas de los reyes de Tremecen y de Norizia; pero ni se veian sus banderas, ni se tenia noticia de ellas. Agramante no sabia que pensar de semejante demora, cuando trajeron á su presencia un escudero del rey de Tremecen, que le anunció la derrota de Alzirdo y Manilardo con la mayor parte de los suyos.

—Señor, añadió el escudero, el guerrero valeroso que ha hecho sucumbir á los nuestros, seria capaz tambien de destrozar tu ejército entero, como no huyera con la prontitud que yo; gracias á mi lijereza he podido salvarme, aunque con trabajo. Con la misma facilidad que un lobo se precipita entre un rebaño de cabras ó carneros, derriba él infantes y ginetes.

Pocos dias antes habia llegado al campamento del rey de África un caballero, á quien desde Occidente á Oriente no habia quien igualara en valor y esfuerzo. El rey Agramante le dispensaba grandes honores por ser hijo y sucesor del rey Agrican de Tartaria: era su nombre el del feroz Mandricardo.

Sus maravillosas hazañas le habian conquistado un renombre que llenaba el mundo entero; pero su principal celebridad, su mayor gloria procedia de haberse apoderado en el castillo de la hada de Soria de la brillante coraza que mil años antes habia llevado el troyano Héctor. Para adquirirlas arrostró los azares de una aventura extraordinaria y prodigiosa, cuyo solo relato causa pavor.

Encontrándose presente cuando el escudero dió cuenta de la heróica accion de Orlando, alzó su frente orgullosa y se preparó inmediatamente á ir en busca de aquel guerrero. Ocultó, no obstante, su intento, bien fuese por desdeñar toda compañía, ó por temor de que otro se le anticipara en tal empresa, si llegaba á traslucirse su pensamiento. Preguntó al escudero el color de la sobrevesta de tan bravo campeon, y aquel le respondió:

—Es enteramente negra, lo propio que su escudo, y su yelmo no tiene cimera.

—Así era en efecto, pues Orlando no llevaba empresa alguna, porque quiso que en su exterior apareciera el luto que reinaba en su corazon.

Marsilio habia regalado á Mandricardo un corcel bayo con manchas castañas y crin y cabos negros: era hijo de una yegua de Frigia y un caballo español. Sobre él saltó Mandricardo armado de piés á cabeza, y se alejó á galope por el campo, jurando en su interior no volver al campamento hasta haber encontrado al campeon de la negra armadura. En el camino vió muchos de los soldados que habian huido de la espada terrible de Orlando, llorando unos por el hijo, y otros por el hermano que habia perecido á su vista: en sus semblantes se veia aun retratado el cobarde terror que los dominara: el espanto les obligaba todavia á marchar pálidos, mudos y como fuera de sí. No anduvo mucho el sarraceno sin que se ofreciera á sus miradas un espectáculo inhumano y cruel, pero testimonio de las maravillosas hazañas que habian referido al rey africano. Mandricardo se paró á contemplar aquellos cadáveres, llegando hasta moverlos y medir sus heridas con la mano: en aquel momento sintió una inconcebible envidia hácia el caballero, cuyo esforzado brazo habia causado tantas víctimas. Como lobo ó mastin que habiendo encontrado demasiado tarde un buey muerto abandonado por los campesinos, y no pudiendo satisfacer su voracidad con los cuernos, los huesos ó las pezuñas, única cosa que han dejado los perros ó las aves de rapiña, se queda contemplando con sentimiento el testuz donde no puede hincar el diente, lo mismo hizo el infiel en aquella llanura, prorumpiendo despues en blasfemias, hijas de su envidia, por haber llegado tarde á tan espléndido banquete.

Durante aquel dia y la mitad del siguiente continuó incierto su camino en seguimiento del caballero negro, por quien preguntaba á todo transeunte. Llegó por fin á una pradera, á la que daban sombra árboles corpulentos, rodeada por un rio caudaloso, que apenas dejaba espacio por donde pudiera llegarse hasta ella. Un sitio semejante se encuentra en Ocricoli, rodeado por las sinuosas ondas del Tiber. Aquel estrecho paso estaba defendido por muchos caballeros armados. El pagano les preguntó quién y con qué objeto les habia reunido allí en tan gran número: el que parecia jefe, obligado sin duda por el gallardo talante de Mandricardo, y sorprendido por los ricos arneses de su corcel, recamados de oro y pedrería, lo que daba á entender que el ginete seria un personaje notable, le contestó:

—Nuestro Rey nos ha hecho venir desde Granada para acompañar á su hija, á quien ha desposado con el rey de Sarza, aunque la fama no ha propalado todavia esta noticia. A la hora en que la cigarra suspende su canto, que ahora nos molesta, conduciremos á la Princesa al campamento español: entretanto está descansando.

Mandricardo, acostumbrado á menospreciar cuanto existia en el mundo, quiso probar, por distraerse, si aquella gente defendia bien ó mal á la princesa confiada á su custodia; por lo cual exclamó:

—Esa dama, si la fama no miente, debe de ser bella; y como me agradaria saber si es cierto, condúceme en seguida á su presencia, ó haz que venga aquí: porque necesito estar pronto en otra parte.

—Preciso es que seas un loco rematado, le contestó el granadino. Pero no pudo continuar, porque el tártaro se lanzó sobre él lanza en ristre y le pasó de parte á parte; la coraza no pudo contener la violencia del golpe, y el desgraciado cayó en tierra herido mortalmente. El hijo de Agrican volvió á enristrar la lanza, y preparóse á atacar á los restantes. No llevaba espada ni maza; porque cuando se apoderó de las armas de Héctor, vió que faltaba la primera; por lo cual juró, y no en vano, que su mano no empuñaría espada alguna hasta conseguir arrancar á Orlando su Durindana, que era la de Héctor, y que Almonte habia tenido antes en gran estima.

Grande fué la audacia del Tártaro, que no temió luchar solo contra aquellos guerreros, gritándoles:—«¿Quién pretenderá estorbarme el paso?»—Y lanza en ristre se precipitó sobre ellos. A su vez enristraron la suya algunos: otros desnudaron las espadas, y todos le acometieron simultáneamente. Mandricardo mató una porcion de ellos, antes de que se rompiera su lanza: cuando la vió partida, aferró con ambas manos el trozo mayor que le quedaba, é hizo con él tal carnicería, que jamás se ha podido ver lucha tan sangrienta. Lo mismo que Sanson destrozó á los filisteos con una quijada que encontró al acaso, el sarraceno hacia pedazos los escudos, hendia los yelmos, y de un solo golpe aplastaba al caballo y al caballero. Aquellos desgraciados corrian á porfia hácia la muerte: cuando uno caia, otro le reemplazaba inmediatamente; pues no les causaba horror perder la existencia, aunque sí el ignominioso modo cómo Mandricardo se las arrancaba, y no podian soportar que su vida estuviera á merced de un pedazo de asta rota, á cuyos furibundos golpes iban unos tras otros cayendo, cual si fuesen ranas ó culebras. Cuando una triste experiencia les hizo conocer que la muerte era mala de todos modos, y al ver que las dos terceras partes de sus compañeros yacian en el suelo sin vida, se decidieron los restantes á emprender la fuga. El sarraceno cruel, que los consideraba ya como cosa propia, no pudo sufrir que escapara vivo uno solo de entre aquella turba amedrentada; y así como en una laguna seca desaparece pronto la estridente caña, ó los rastrojos en un campo, cuando el cauto labrador, auxiliado por el viento, les prende fuego, y se extiende la llama por todas partes, corriendo chispeante de surco en surco, así tambien aquellos soldados iban cediendo cada vez más ante la inflamada cólera de Mandricardo.

Cuando este vió el paso tan mal defendido, sin tener ya quien lo custodiara, adelantóse por el camino que le marcaba la yerba recien hollada, y atraido por los gemidos que oia, con el objeto de cerciorarse por sí mismo de si la belleza de la princesa de Granada era digna de su fama; y saltando por entre los cadáveres, pasó al sitio en que el rio presentaba una de sus sinuosidades. En medio del verde prado estaba Doralicia (que tal era el nombre de la doncella), sentada al pié de un añoso fresno y llorando amargamente: sus lágrimas se deslizaban hasta su turgente seno, como se suceden las aguas de un riachuelo al brotar de un manantial: su rostro expresaba á la vez el dolor que le causaba la muerte de sus compañeros, y el temor que le asaltaba por su propia suerte. Apenas vió acercarse á aquel guerrero empapado en sangre y con aspecto feroz y sombrío, sintió redoblar su espanto, y empezó á lanzar agudos gritos, que hendian los aires, aterrada por sí misma y por los que la rodeaban, pues además de los guerreros, cuidaban de la Princesa algunos ancianos de avanzada edad, y muchas damas y doncellas, las más hermosas del reino de Granada.

Al contemplar el Tártaro aquel hechicero rostro que no tenia igual en toda España, y que hasta inundado en llanto podia tender las inextricables redes de Amor, (¿qué no seria cuando resplandeciera con dulce sonrisa?) no sabia si estaba en la Tierra ó en el paraiso; lo único que consiguió con su victoria, fué quedar cautivo, sin saber cómo, de su misma prisionera. No consintió, sin embargo, en renunciar al premio de su triunfo, á pesar de que las lágrimas de Doralicia demostraban cuanto era posible el dolor y el luto de su corazon. Mandricardo se propuso convertir aquel llanto en placer inefable, y se preparó á llevarla consigo; hízola montar en un palafren blanco, y prosiguió con ella su camino, habiendo antes despedido benignamente á los ancianos, á las damas y doncellas, y á cuantas personas habian venido desde Granada con la Princesa, diciéndoles:

—Perded cuidado, conmigo solo irá bien acompañada: yo seré su guia, su protector, y sabré atender á todas sus necesidades. Adiós, amigos.

No pudiendo oponerle la menor resistencia, se alejaron aquellos desgraciados, llorando y suspirando, y diciendo entre sí:—«¡Cuán profundo será el dolor de su padre cuando llegue á su noticia este suceso! ¡Cuánta ira, cuánta pena sentirá su esposo, y cuán horrible será su venganza! ¡Ah! ¿Por qué no habria de llegar en ocasion tan critica, para hacer que ese guerrero devolviera la ilustre hija del rey Estordilano, antes de que la lleve léjos de nosotros?

Satisfecho el Tártaro con la magnífica conquista que le habian proporcionado su fortuna y su denuedo, parecia tener menos prisa que antes en buscar al caballero de la negra vestidura. Entonces corria; ahora iba tranquila y lentamente preocupado tan solo con el deseo de hallar un sitio á propósito donde apagar su amorosa llama. Esforzábase en consolar á Doralicia, cuyo rostro estaba bañado en llanto; ideaba mil cosas para distraerla, y le decia:

—Há largo tiempo que la fama de vuestra belleza me inspiró una viva pasion hácia vos: solo por contemplar ese divino rostro, y no por el deseo de ver la Francia ó la España, he abandonado mi patria, mi trono y todo el fausto que me rodeaba, y que otros desean tan vivamente. Si el amor debe ser correspondido, es evidente que merezco el vuestro, pues vivo adorándoos: si preferis el brillo de la cuna, ¿qué estirpe encontrareis más elevada que la mia? Hijo soy del poderoso Agrican. Si os halagan las riquezas, ¿quién posee más vastos dominios que yo, cuando solo á Dios cedo en poderío? Si sois sensible al valor, creo haber dado hoy pruebas de que merezco ser amado por mi denuedo.

Estas palabras y otras muchas que el amor inspiraba á Mandricardo, iban derramando un bálsamo consolador en el corazon de la doncella, afligida aun por el espanto. Poco á poco cesó el miedo y con él el dolor que le habia lacerado el alma, y empezó á escuchar con más paciencia y mayor agrado las frases de su nuevo amante. Mostróse despues en sus benignas respuestas mucho más afable y cortés, y por último permitió que Mandricardo contemplara su rostro, cuyas miradas imploraban compasion: entonces el pagano, traspasado de nuevo por los dardos del Amor, adquirió no ya la esperanza, sino la certidumbre de que la jóven llegaria á acceder á sus deseos.

Contento y alegre con aquella compañia, que tanto le satisfacia y deleitaba, vió llegar la hora en que el ocaso del Sol y la frescura de la noche invitan á todos los seres animados al reposo, y empezó á cabalgar con mayor velocidad, hasta que oyó los sonidos de los caramillos y zampoñas, y divisó algunas columnas de humo que se elevaban por encima de varias granjas y cabañas. Aquellas moradas, más cómodas que suntuosas, estaban habitadas por pastores, uno de los cuales ofreció la suya al caballero y á la doncella con tan corteses modales y tan solícita bondad, que quedaron en extremo satisfechos de él. No solo se encuentran hombres afables y galantes en las ciudades y castillos, sino tambien en las cabañas y en los más humildes tugurios.

Lo que sucedió entre Doralicia y el hijo de Agrican luego que la noche hubo tendido su manto, no podré referirlo con toda exactitud; así es que lo dejaré al buen juicio del lector. Pero puede suponerse que reinó entre ellos la mayor intimidad, por cuanto al dia siguiente ambos aparentaban estar muy contentos, y Doralicia dió las gracias al pastor por su cordial hospitalidad. Desde allí fueron vagando de comarca en comarca, hasta que se encontraron á la orilla de un placentero rio, cuyas aguas se deslizaban hácia el mar tan silenciosamente, que no se sabia si estaban estancadas ó si circulaban en libertad; eran además tan limpias y cristalinas, que se veia distintamente su fondo. Allí encontraron dos caballeros y una doncella.

Pero mi elevada fantasia, que no me permite seguir siempre el mismo camino, me aleja de allí, y me arrastra hácia el campamento de los moros, cuyos gritos eran capaces de ensordecer á la Francia entera. El ejército musulman estaba preparado en derredor de la tienda desde donde el hijo del rey Trojano desafiaba al santo Imperio, mientras que el audaz Rodomonte se jactaba de incendiar á París y de arrasar la sagrada Roma. Habia llegado á noticia de Agramante que los ingleses acababan de cruzar el mar, por lo cual llamó á su presencia á Marsilio, al anciano rey del Algarbe y á otros varios capitanes. Resolvieron por unanimidad que se preparara al momento el ejército entero para dar á París un asalto decisivo; pues la menor dilacion daria lugar á la llegada de tan considerables refuerzos, que les impedirian totalmente la toma la ciudad.

Los sarracenos habian reunido de antemano al pié de las murallas innumerables escalas, vigas, tablones y grandes cestos de mimbres, para emplearlos en diferentes usos: estaban tambien provistos de puentes y lanchas, y por último, Agramante habia ya designado las tropas que debian dar el asalto en primera y segunda fila, á cuyo frente se proponia acometer en persona la ciudad.

La víspera del combate, hizo el Emperador celebrar misas y diferentes ceremonias religiosas dentro de París por los sacerdotes, y los frailes de todas las órdenes, á cuyas ceremonias asistieron los sitiados, que confesaron y comulgaron, como si al dia siguiente debieran perecer todos. Carlomagno, rodeado de sus magnates y paladines, de los príncipes y de los prelados, asistió á las prácticas religiosas en la iglesia mayor, con una devocion de que dió excelente ejemplo á sus súbditos. Con las manos juntas y los ojos elevados, al cielo decia:

—¡Señor, aunque yo sea inícuo é impío, no permita tu bondad que padezca tu pueblo en desagravio de mis faltas! Si es tu voluntad aplicarle justas penas, como se merecen nuestros errores, aleja por lo menos el castigo de nuestras cabezas á fin de que no lo recibamos por mano de tus enemigos; pues si á nosotros, que somos tus amigos, nos fuera imposible derrotarlos, insultarian tu poder esos paganos, diciendo que no existe, puesto que ha dejado morir á tus defensores, De no castigar á un solo culpable, se alzarán contra tí otros ciento por todo el mundo, hasta el extremo de que la falsa ley de Babel conseguirá sofocar y humillar tu religion. Proteje á este pueblo, que es el mismo que ha lanzado de tu santo sepulcro á sus viles profanadores, y que tantas veces ha defendido á la santa Iglesia y sus pontífices. Bien sé que nuestros méritos no corresponden ni con mucho á lo que te es debido, y que no debemos esperar perdon de tí, si consideramos nuestra desarreglada vida; pero si nos concedes el maravilloso don de tu gracia, quedarán purificados nuestros corazones y entraremos en razon; y como todos recordamos tu piedad, no desesperamos de tu auxilio.

Así decia el devoto Emperador, con corazon humilde y contrito. Dispuso además otras rogativas religiosas, y pronunció votos que la inminencia del peligro y su mismo esplendor hacian necesarios. Tan fervientes súplicas no fueron estériles, porque su ángel tutelar recogió sus ruegos, y desplegando las alas, los llevó á los piés del Salvador del mundo. En aquel momento, diferentes mensajeros celestiales eran portadores de otras infinitas súplicas para el Eterno, las cuales habian escuchado aquellas almas bienaventuradas con la piedad retratada en sus angelicales semblantes, y todos juntos contemplaron á su sempiterno Amante, y le patentizaron su deseo unánime de que acogiera benigno las justas plegarias del pueblo cristiano, que acudia á Él en demanda de socorro. La Bondad inefable, á quien jamás acudió en vano un corazon verdaderamente cristiano, levantó sus piadosos ojos é hizo una seña al arcángel San Miguel para que se aproximara.—«Vé, le dijo, al encuentro del ejército cristiano que ha desembarcado en las costas de Picardia, y condúcele al pié de los muros de París, sin que lo adviertan sus contrarios: busca primeramente al Silencio, y díle de mi parte que te ayude en esta empresa: él sabrá demasiado lo que tiene que hacer para realizar mis designios. Desempeñada esta comision, vuela presuroso hácia donde tiene la Discordia su asiento: díle que coja su yesca y su eslabon; que prenda fuego en el campo de los moros y que siembre tanta cizaña y tantas rencillas entre sus guerreros más valerosos que vuelvan pronto sus armas unos contra otros, y se hieran, se arranquen la vida ó se carguen de cadenas, ó bien abandonen despechados el campamento hasta conseguir que el Rey africano se vea privado de su apoyo.»

El arcángel bendito emprendió inmediatamente su vuelo, sin replicar una sola palabra. Por do quiera que Miguel extendia sus alas, se disipaban las nubes, y aparecia el cielo en toda su lucidez: ceñíale en torno un círculo luminoso, brillante como el oro, y de un resplandor semejante al que producen de noche los relámpagos. El mensajero celestial iba pensando, durante su viaje, en el sitio donde deberia posarse para encontrar sin pérdida de tiempo al enemigo de la palabra, á quien debia transmitir primero la órden del Señor. Fué recorriendo los lugares más frecuentados por él, hasta que por último presumió que lo hallaria en alguna iglesia ó monasterio de monjes en reclusion perpétua, donde estaba prohibida toda conversacion y donde la palabra Silencio se veia escrita en el coro, en los dormitorios, en el refectorio, y por fin, en todas las celdas. Creyendo encontrarlo allí, agitó con mayor viveza sus doradas alas; y al ver aquellos lugares consagrados aun á la Paz, la Quietud y la Caridad supuso haber acertado. Pronto conoció su error, así que llegó al claustro, pues no encontró al Silencio; preguntó por él, y le dijeron que allí solo existia de nombre. Tampoco halló Piedad, ni Quietud, ni Humildad, ni Caridad, ni Paz: es indudable que habian residido en el claustro, pero fué en otro tiempo, y de él las habian arrojado la Gula, la Avaricia, la Ira, la Soberbia, la Envidia, la Crueldad, y la Pereza. Admirado el Angel de tanta novedad, examinó atentamente aquella turba vil, y descubrió entre ella á la Discordia, á quien, segun la órden del Eterno, debia buscar despues que al Silencio. Habia pensado dirigirse al Averno, por creer que estuviera entre los condenados, y la fué á encontrar ¡quién lo creyera! en aquel nuevo infierno, entre misas y ceremonias religiosas.

Miguel no podia creer que fuera la Discordia aquella á quien solo esperaba hallar despues de un largo viaje; pero cesaron sus dudas cuando la conoció por sus vestidos cenicientos de rayas desiguales é infinitas, cuyos girones ocultaban ó mostraban su desnudez, á medida que andaba ó eran agitados por el viento. Sus enmarañados cabellos eran rojos, plateados, negros y grises: unos estaban trenzados, otros atados y recogidos por una cinta; caíanle por la espalda muchos y por el pecho algunos. Tenia las manos y el pecho llenos de citaciones, de libelos, de exámenes, de espedientes jurídicos, de glosas, de consultas, de relatos y de otros documentos de curia que en las ciudades ponen en peligro la hacienda del pobre. Por todos lados estaba rodeada de escribanos, procuradores y abogados.

Llamóla Miguel, y le ordenó que fuera á colocarse entre los sarracenos más valientes, y buscara un pretexto para obligarles á combatir entre sí con memorable estrago. Pidióle despues nuevas del Silencio, persuadido de que ella las sabria fácilmente, puesto que iba por todas partes atizando sus incendios La Discordia respondió:

—No tengo presente haberle visto en ningun sitio: he oido hablar de él muchas veces, y aun recomendarle por su astucia; pero el Fraude, uno de mis compañeros que alguna vez ha ido con él, podrá, segun creo, indicarte su morada.

Y señaló á uno con el dedo, diciendo:—«Aquel es.»

Su rostro era afable, honesto su traje; sus miradas humildes, sus movimientos mesurados, y su modo de hablar tan benigno y tan modesto, que parecia al del arcángel Gabriel cuando dijo: Ave Maria. Todo lo demás era en él hediondo y deforme; pero ocultaba tan depravadas imperfecciones bajo un hábito largo y ancho, que tambien escondia un puñal pendiente siempre de su cuello. El ángel le preguntó por el camino que debia seguir para encontrar al Silencio.

—En otro tiempo, contestó el Fraude, solia habitar únicamente entre las virtudes, con Benito y con los discípulos de Elías en los monasterios que acababan de ser fundados. Mucha parte de su vida la pasó en las escuelas, en tiempo de Pitágoras y de Architas; pero al desaparecer aquellos filósofos y aquellos santos, que solian llevarle por el camino recto, abandonó sus antiguas y excelentes costumbres, para reunirse con los malvados. Empezó á ir de noche con los amantes; despues con los ladrones, y hoy es el protector de todo delito. Habita mucho tiempo con la Traicion, y hasta le he visto con el Homicidio: acostumbra á refugiarse en algun subterráneo cavernoso en compañia de los monederos falsos; y en fin, muda con tanta frecuencia de compañeros y de albergues, que serias muy afortunado si le encontraras. Abrigo, sin embargo, la esperanza de que le hallarás, si procuras ir á media noche á la mansion del Sueño; indudablemente darás con él, pues en ella duerme.

Aunque el Fraude tiene la costumbre de engañar siempre, era no obstante su lenguaje tan parecido al de la verdad, que el Angel le dió crédito, y sin más tardanza se marchó volando del monasterio; si bien procuró moderar el movimiento de sus alas á fin de llegar con oportunidad al término de su viaje, para encontrar al Silencio en la morada del Sueño, cuya situacion conocia.

Existe en Arabia un valle ameno y pequeño, léjos de toda ciudad y pueblo, formado por dos montañas y cubierto de abetos seculares y hayas frondosas. En vano intenta el Sol hacer penetrar en él la luz del dia; pues sus rayos no han podido atravesar jamás aquella espesa enramada, bajo la cual hay una cueva espaciosa abierta en la roca, cuya entrada está oculta por la hiedra trepadora, que la rodea enteramente con sus tortuosas vueltas. En aquel albergue es donde reposa el grave Sueño: á su lado se vé el Ocio corpulento y obeso, y la Pereza tendida en el suelo, por no poder andar ni casi estar en pié. El desmemoriado Olvido permanece á la puerta; no conoce, ni deja entrar á nadie; ni escucha, ni transmite mensaje alguno, y por fin, no recuerda ningun nombre. En torno de aquella mansion vaga el Silencio: su calzado es de fieltro, y oscuro el manto; y á cuantos encuentra hace señas con la mano desde léjos para que no se aproximen. El Angel se le acercó muy despacio, y le dijo al oido:

—Dios ha dispuesto que conduzcas á París á Reinaldo con los soldados que lleva á sus órdenes para auxiliar á su rey; pero quiere que su marcha sea tan silenciosa, que los sarracenos no puedan oir el menor ruido; y esto ha de ser de tal modo, que antes que la Fama encuentre un resquicio por donde ir á avisarles, se vean atacados por aquellos.

El Silencio inclinó la cabeza por toda contestacion, dando á entender que así lo haria, y emprendió obediente la marcha en seguimiento del Arcángel. Del primer vuelo llegaron á Picardia: Miguel excitó el ardor de aquel ejército animoso, y le hizo andar el largo camino con tal velocidad, que un solo dia le bastó para llegar á París, sin que ninguno conociera que aquella rápida marcha era efecto de un milagro. El Silencio vagaba constantemente en torno de aquel ejército, al que ocultó tras una niebla profunda, que dando paso á la luz del dia, era impenetrable á los sonidos de los clarines y de las trompetas. Pasó despues al campo de los infieles, y llevó consigo un no sé qué, que los hizo sordos y ciegos.

Mientras se aproximaba Reinaldo con una precipitacion que solo era debida á su celestial conductor, y con un silencio tan grande, que desde el campo sarraceno no se percibia una sola palabra, el rey Agramante habia llevado su infanteria á los arrabales de París y á la orilla de los fosos que defendian las murallas, para intentar aquel dia un esfuerzo supremo. El que pudiera contar los soldados que dirigió el rey Agramante contra Carlomagno en aquella ocasion, seria capaz de contar tambien todas las plantas que crecen en las frondosas espaldas del poblado Apenino, así como las olas que bañan el pié del africano Atlas cuando el mar está enfurecido, y todos los ojos con que el cielo examina á media noche las furtivas acciones de los amantes. Oianse sin cesar los frecuentes y terroríficos sonidos de las campanas, tocando á rebato: todos los templos se llenaron de una multitud que oraba y levantaba las manos al cielo. Si los tesoros fueran tan gratos á los ojos de Dios como lo son á los de los insensatos mortales, aquel dia hubiera obtenido cada santo una imágen de oro en la Tierra. Los ancianos se lamentaban de haber vivido demasiado para presenciar entonces semejantes calamidades, y envidiaban á las imágenes de piedra que permanecian en su pedestal tantos y tantos años. Pero los jóvenes valientes y vigorosos, que no paraban mientes en la inminencia del peligro, corrian presurosos hácia las murallas, despreciando las advertencias de las personas de edad madura.

En los muros estaban ya los barones, los paladines, los reyes, los duques, los marqueses, los condes, los caballeros, los soldados de Francia y los extranjeros, prontos á morir por su Dios y por su honor, y pidiendo incesantemente al Emperador, en su deseo de caer sobre los sarracenos, que mandase bajar los puentes levadizos. Carlomagno se felicitaba al ver su animoso entusiasmo; pero no consintió en dejarlos salir, y fué distribuyéndolos en los sitios más á propósito para cortar el paso á los bárbaros, aumentando ó disminuyendo su número, segun que el estado de las fortificaciones así lo reclamaba; encomendando á los unos el cuidado de dirigir los fuegos, y encargando á los otros el manejo de las máquinas de guerra y su colocacion en donde hubiera necesidad: en una palabra, no se daba un momento de reposo, atendiendo á todo y organizando la defensa de la ciudad.

París está situado en una gran llanura, en el centro, ó mejor dicho, en el corazon de Francia; atraviesa sus muros un rio que pasa por el interior y vuelve á salir en direccion opuesta; pero antes forma una isla que proteje la parte principal de la ciudad: las otras dos (porque aquella poblacion está dividida en tres partes) se hallan defendidas en el interior por el rio, y en el exterior por los fosos. Este recinto, cuya circunferencia es de muchas millas, puede ser atacado por diferentes puntos á la vez; pero como Agramante no queria fraccionar su ejército, se decidió á dar el asalto por uno solo, y se retiró á la otra parte del rio, hácia Poniente, porque á su retaguardia todos los castillos y ciudades le estaban sometidos hasta la frontera de España.

En todo el terreno circundado por las murallas habia hecho Cárlos gran acopio de municiones, y construido diques, contrafosos y casamatas: habia colocado enormes cadenas en la entrada y en la salida del rio, y empleó su mayor cuidado en fortificar convenientemente los puntos que en su concepto eran más débiles y estaban más amenazados. El hijo de Pepino previó con la perspicacia de Argos el lado por donde Agramante debia intentar el asalto: así es que supo estorbar cuantos proyectos habia formado el sarraceno.

Marsilio aprestó en la llanura su ejército, en el que se veia á Ferragús, Isolier, Serpentino, Grandonio, Falsironte, Balugante, y cuantos jefes habian venido de España. A la izquierda, y colocados en la orilla del Sena, estaban Sobrino, Pulian, Dardinel de Almonte y el rey de Oran, cuya gigantesca estatura media seis brazas desde el pié á la frente, Pero ¿por qué he de ser más lento en manejar la pluma, que aquellos guerreros en esgrimir sus armas? Ya el rey de Sarza, lleno de cólera y despecho, gritaba y se enfurecia, porque tardaba tanto la señal del combate.

Así como las importunas moscas se lanzan en los calurosos dias del estío sobre las vasijas de leche de los pastores ó sobre los suculentos restos de un banquete, produciendo con sus alas un ronco y monótono zumbido, ó como una bandada de estorninos se precipita sobre los dorados racimos de las uvas ya maduras, del mismo modo se lanzaron los moros al terrible asalto, llenando de gritos atronadores el espacio. Los cristianos, armados de lanzas, espadas, hachas, piedras y materias combustibles, defendian su ciudad desde las murallas con heróica resolucion, despreciando el orgullo de los sarracenos. Donde caia un guerrero, ocupaba otro inmediatamente su lugar: nadie habia tan cobarde que retrocediera.

Por fin, abrumados por los golpes y por las heridas, se vieron los sitiadores obligados á volver á los fosos: los sitiados, no solo empleaban contra ellos el acero, sino tambien enormes peñas, almenas enteras, trozos de murallas arrancados con sumo trabajo, los techos de las torres y pedazos de cornisas. Abrasaban además con inmensas cantidades de agua hirviendo á los sarracenos, los cuales no podian resistir semejante lluvia que, entrando por las viseras de los cascos, los cegaba completamente. Si aquel diluvio les causaba casi más daño que el hierro, ¿cuánto no les causaria una nube de cal viva, cuánto no deberian aterrarles las vasijas inflamadas, llenas de aceite, azufre, pez y trementina? Tampoco permanecieron ociosos los aros de fuego, circuidos de una cabellera de llamas; pues arrojados desde diversos sitios, ceñian á los sarracenos con dolorosas guirnaldas.

Entre tanto, el rey de Sarza habia lanzado al asalto una nueva division, acompañado de Buraldo, rey de los garamatas, y de Ormida, rey de Marmonda. A su lado marchaban tambien Clarindo y Soridan, así como los reyes de Ceuta, de Marruecos y de Cosca, todos ellos impacientes por dar á conocer su valor. Rodomonte de Sarza ostentaba en su bandera, completamente roja, un leon terrible con la boca abierta, permitiendo que una jóven le colocara en ella un freno. El leon era la emblema de Rodomonte, y la jóven que lo enfrenaba era la imágen de Doralicia, hija de Estordilan, rey de Granada. Ya he referido cómo y en qué sitio se habia apoderado de ella Mandricardo: Rodomonte amaba á aquella jóven más que á su vida y más que á su corona, y por hacerse agradable á sus ojos se esforzaba en dar pruebas de valor y cortesía: pero aun no habia llegado á su noticia que su amada se hallaba en poder de otro; pues si lo hubiera sabido, habria hecho en el momento mismo lo que hizo aquel dia combatiendo contra los cristianos.

Apoyáronse á un tiempo mil escalas contra las murallas, sobre cada uno de sus peldaños subieron al instante dos guerreros: los segundos empujaban á los primeros, y eran á su vez empujados por los terceros: á unos les sostenia su propio valor, á los otros el temor, y todos se veian obligados á demostrar igual denuedo; pues si llegaba alguno á detenerse un momento, caia herido ó muerto á manos de Rodomonte, del cruel rey de Argel. Así es que todos se esforzaban en escalar las murallas, sufriendo una verdadera lluvia de fuego y de piedras: todos procuraban, sin embargo, encontrar un sitio por donde el escalamiento fuera más fácil y menos peligroso: Rodomonte era el único que se desdeñaba de seguir el camino más seguro, y mientras que los demás dirigian sus ruegos al cielo en tan apurado trance, él prorumpió en terribles imprecaciones y blasfemias. Estaba armado de una fuerte é impenetrable coraza, hecha de la piel escamosa de un dragon, con la cual habia ya defendido su pecho uno de sus ascendientes, aquel impío que edificó la torre de Babel, creyendo arrojar á Dios de su celestial morada y arrebatarle el gobierno de los astros. Su yelmo, su escudo y su espada, fabricados exprofeso, eran del mismo temple y resistencia.

No menos indomable, soberbio y furibundo que Nemrod, Rodomonte habria sido capaz de subir al mismo cielo aun en medio de las tinieblas de la noche, si en el mundo existiera un camino que condujese á él. Sin detenerse á examinar si el muro estaba entero ó abierta la brecha, ni si era profundo el foso, lo atravesó corriendo, metiéndose hasta el cuello en el agua y el lodo. Lleno de fango, empapado en el agua, y arrostrando el fuego, las piedras, y los proyectiles disparados por los arcos y ballestas, corria como entre los pantanosos cañaverales de nuestra Mallea, suele correr el javalí, que se abre ancho paso con el pecho, las pezuñas y los colmillos; y resguardándose con el escudo, no solo despreciaba las murallas, sino tambien al cielo. Apenas puso el pié fuera del agua, lanzóse á una gran plataforma apoyada en la muralla en que estaban situados los guerreros franceses. Entonces se vió al terrible sarraceno haciendo volar pedazos de cráneo de mayor diámetro que los cerquillos de los frailes, derribando brazos y cabezas, y vertiendo arroyos de sangre que desde las murallas iban á parar á los fosos. Arrojó el escudo léjos de sí, empuñó con ambas manos su terrible acero, y se precipitó sobre el duque Arnolfo que habia venido desde aquellos paises donde el Rhin desemboca en el mar. El desgraciado se defendió menos de lo que resiste el azufre á la accion del fuego, y cayó en tierra con la cabeza hendida hasta el cuello. De un solo revés arrancó la vida á Anselmo, á Oldrado, á Espinelocio y á Prando: los dos primeros de Flandes, y los otros dos de Normandia. La espada de Rodomonte aprovechaba sus golpes de un modo terrible á causa de lo reducido de aquel sitio en donde estaban apiñados multitud de guerreros. En seguida hendió desde la frente al pecho y al vientre á Orghetto de Maguncia.

Arrojó despues á los fosos desde lo alto de una almena á Andropono y á Moschino; el primero consagrado al sacerdocio, y tan adorador del vino el segundo que de un solo trago vaciaba el vaso de mayor capacidad: huia cuanto es posible del agua como si fuera el veneno más activo ó la sangre de una víbora: entonces pereció allí, teniendo el sentimiento de morir en el agua. Dividió el sarraceno de arriba á abajo al provenzal Luis, y atravesó de parte á parte á Arnaldo de Tolosa. A Oberto, Claudio, Hugo y Dionisio, les hizo exhalar el último aliento envuelto en su sangre, y con ellos á Gualtiero, Satalon, Odo y Ambaldo, los cuatro de París, y asimismo á otros muchos, cuyos nombres y patria no sé cómo apuntar brevemente.

Los moros, siguiendo presurosos á Rodomonte, fijaron sus escalas, y alcanzaron la muralla en más de un punto, mientras que los parisienses dejaban de hacerles frente, al ver que su primera defensa de nada les servia ya; porque sabian que al enemigo le quedaba aun mucho que hacer, aunque estuviera en posesion de los muros; pues entre estos y la segunda línea de defensa habia un foso de una profundidad espantosa. Mientras que los primeros defensores continuaban disparando de abajo á arriba con valerosa tenacidad, habian llegado tropas de refresco, que colocadas en el elevado parapeto interior, ofendian sobremanera con sus lanzas y sus saetas á la gran masa de sitiadores, cuyo número hubiera disminuido considerablemente, á no haberlos sostenido el hijo del rey Ulieno. Este iba animando á los unos, motejando á los otros por su inercia, y haciéndoles avanzar á pesar suyo; á cuantos veia dispuestos á emprender la fuga, partia de una sola cuchillada la cabeza ó el pecho; cogia á muchos de los fugitivos por los cabellos, por el cuello ó por los brazos, y arrojándoles al foso iba formando en él tan gran monton, que era estrecho para contenerlos á todos.

Mientras aquel tropel de bárbaros escalaba las murallas, ó se precipitaba en el terrible foso, y procuraba desde allí apoderarse del segundo parapeto, el rey de Sarza, como si todos sus miembros estuvieran provistos de alas, dió un salto á pesar del peso de su cuerpo y del de su armadura, y se lanzó al otro lado del foso, cuya anchura no seria menor de treinta piés. Rodomonte la atravesó con la velocidad de un galgo y al caer no produjo más ruido que si tuviera sus piés cubiertos de fieltro. Empezó entonces á despedazar á cuantos se le oponian, como si las armas de sus contrarios fueran de blando estaño ó de piel, y no de hierro: ¡tanta era su fuerza, y tal el temple de su espada!

Mientras tanto los cristianos, para engañar al enemigo, habian llenado el foso de ramas secas y faginas cubiertas completamente de pez. Nadie podia verlas, por más que estuviera el foso lleno de ellas hasta los bordes. Habian acumulado tambien en él muchos barriles, unos con salitre, otros con aceite, con azufre, ó con materias parecidas. Preparados los sitiados para castigar la loca audacia de los sarracenos que se disponian á escalar el segundo parapeto, así que oyeron la señal convenida, hicieron que estallase un horrible incendio en diferentes puntos á la vez; y reuniéndose todas aquellas llamas hasta formar una sola, extendiéronse de una á otra orilla, y se elevaron tanto, que habrian podido secar el húmedo seno de la Luna. Una niebla negra y densa que oscureció la luz del Sol y ocultó á todas las miradas el sereno azul del cielo, extendióse sobre las cabezas de sitiados y sitiadores, mientras que por el espacio circulaba un estruendo incesante, muy parecido al fragor de un espantoso trueno: el terrible rugido de las llamas homicidas concordaba de un modo extraño con el áspero concento, con la horrísona armonía de los lamentos, gritos y aullidos exhalados por los infelices que perecian en el foso, víctimas de la temeridad y de la insensata audacia de su jefe.... No puedo, Señor, no puedo prolongar más este canto; que estoy ya ronco, y necesito descansar algunos momentos.

Canto XV

Combate del ejército moro contra el cristiano al pié de los muros de París.—Despídese Astolfo de Logistila; aprisiona al feroz Caligorante, y corta despues la cabeza á Orrilo, con quien habian combatido en vano Grifon y Aquilante.—Encuentra luego á Sansoneta—Grifon recibe malas noticias referentes á su amada.

Siempre ha sido laudable la victoria, ya dependa de la suerte ó de la pericia: pero es preciso confesar que un triunfo alcanzado á costa de mucha sangre redunda en descrédito del jefe vencedor, mientras que adquiere eterna gloria y se hace digno de los mayores honores el que consigue derrotar al enemigo sin daño de los suyos. Vuestra victoria, Señor, fué merecedora de perpétua fama, pues conseguisteis amansar de tal modo al Leon, tan temido en los mares, y dueño de las dos orillas del Pó, desde Francolino hasta su desembocadura, que aunque oiga sus rugidos, no me infundirán pavor mientras os vea. Entonces supisteis demostrar cómo debe vencerse, pues no solo dísteis muerte al enemigo, sino que tambien nos salvásteis.

Esto es lo que no supo hacer el pagano, cuya audacia se convirtió en su daño; pues precipitó á los suyos en el foso, donde perecieron todos abrasados por aquel incendio voraz y repentino que á ninguno respetó. La inmensa zanja habria sido pequeña para contenerlos á todos, si el fuego no hubiese ido reduciendo los cuerpos hasta convertirlos en leves pavesas á fin de que cupieran en aquel sitio. Once mil veintiocho sarracenos se encontraron carbonizados en el incandescente hornillo, al cual habian descendido mal de su grado, obligados por las órdenes de su imprudente jefe. En medio de tan brillante llama se apagó su existencia; pero Rodomonte, causa principal de su daño, pudo librarse de tamaño martirio. Atravesó de un admirable salto el ancho foso, cayendo en medio de los enemigos; si hubiese descendido á el con sus soldados, aquel seria el fin de todas sus hazañas. Volvió despues los ojos á aquella sima infernal y cuando vió que el fuego lo dominaba todo, y llegaron á sus oidos los gritos y lamentos de los sarracenos, prorumpió en espantosas blasfemias contra el cielo.

El rey Agramante atacaba entre tanto furiosamente una de las puertas de la ciudad, creyendo que, mientras los sitiados estaban ocupados en rechazar la agresion de Rodomonte en el sitio donde habia perecido ya tanta gente, aquella puerta estaria desprovista de defensores ó no tendria los suficientes para hacer frente á los suyos. Con él iban Bambirago, rey de Arcilla; el vicioso Baliverzo; Corineo de Mulga; Prusion, rico monarca de las islas Afortunadas; Malabuferso, rey de Fez, en cuyo país reina un estío perpétuo, y otros varios guerreros, expertos en las batallas y muy bien armados, y aun algunos cobardes que no se consideraban seguros ni aun estando resguardados por mil escudos.

El monarca sarraceno halló todo lo contrario de lo que esperaba; porque aquella puerta estaba defendida por el mismo jefe del Imperio en persona, por Carlomagno y por muchos de sus paladines, á cuyo lado combatian el rey Salomon, el danés Ogiero, los dos Guidos y los dos Angelinos, el duque de Baviera, Ganelon, Berlingiero, Avolio, Avino y Oton, así como una inmensa multitud de soldados de inferior categoria compuesta de franceses, alemanes y lombardos, que ardian en deseos de distinguirse en presencia de su señor con alguna accion heróica. Más adelante os referiré sus proezas; porque ahora me veo precisado á ocuparme de un duque poderoso, que me llama y me hace señas desde léjos, rogándome que no lo deje en el tintero.

Tiempo es ya de volver adonde dejé al venturoso Astolfo de Inglaterra, que afligido por el prolongado destierro en que se habia visto sepultado, ardia en deseos de regresar á su país; deseos avivados por las esperanzas que le habia hecho concebir la vencedora de Alcina, la cual se ocupaba en mandarle á su tierra por el camino más cómodo y seguro. Logistila aparejó con este objeto la mejor galera de cuantas surcaran los mares, y siempre recelosa de que Alcina entorpeciera aquel viaje, quiso que Andrónica y Sofrosina le acompañaran con una fuerte armada hasta dejarle en salvo en el mar de Arabia ó en el golfo Pérsico. Aconsejóle que fuera dando la vuelta por las costas de la Escitia, de la India y del reino de los nabateos, y regresara por tan largo trayecto al mar de Persia y de Eritrea, evitando no solo los mares boreales, agitados sin cesar por las tempestades, sino tambien las regiones que están privadas de la luz del sol por espacio de algunos meses del año.

Cuando Logistila lo tuvo todo dispuesto, dió permiso á Astolfo para que emprendiera el viaje, no sin haberle instruido y enseñado muchas cosas que fuera prolijo enumerar; y á fin de impedir que por arte mágica cayera en algun sitio de donde no le fuese posible salir, le regaló como recuerdo suyo un libro bello y útil, encareciéndole que lo Ilevara siempre consigo. Aquel librito contenia instrucciones y advertencias para preservarse de toda clase de sortilegios, y por medio de señales particulares y de un índice podia encontrarse en él cuanto se buscara relativamente á encantamientos. Hízole además otro presente, superior á todos los que han podido ofrecerse los mortales: una trompa, cuyo horrible sonido hacía huir á cuantos lo escuchaban. Los sonidos formidables de aquella trompa ó cuerno de caza, lo repito, ponian en fuga á todo el que los oia, sin que de ello pudiera eximirse ni aun el hombre de corazon más animoso. El estrépito que produce el huracan, el trueno ó un terremoto no era comparable al horrísono estruendo de aquel.

El excelente caballero inglés despidióse de la hada despues de haberle expresado diferentes veces su gratitud, y dejando el puerto y la tranquila playa, hizo rumbo hácia las ricas y populosas ciudades de la India embalsamada, impulsado por un viento propicio y bonancible. A la derecha y á la izquierda fué descubriendo infinidad de islas, hasta que llegó á la vista de la tierra de Tomás, en donde el piloto hizo variar el rumbo más al Norte. La hermosa escuadra siguió atravesando el piélago, pasó casi rozando con las costas del Quersoneso de Oro y despues de contemplar aquellas ricas comarcas en que, el Ganges blanquea las aguas del mar con su espumosa corriente, á Trapobana y Coringo, llegó al mar que está oprimido entre dos playas. Habiendo recorrido luego un largo trecho, los navegantes alcanzaron la altura de Cochin, y salieron fuera de los límites de la India.

Mientras navegaba el Duque con tan segura y fiel escolta, quiso saber, y al efecto dirigió algunas preguntas á Andrónica, si algun bajel procedente de los paises que deben su nombre al ocaso del Sol, solia aparecer en los mares de Oriente, bien navegara á remo ó bien á vela, y si podia irse directamente por mar desde la India hasta Francia ó Inglaterra.

—Sin duda sabrás, respondió Andrónica, que el mar rodea á la Tierra por todas partes, y que las olas van unas en pos de otras, tanto bajo las zonas glaciales, como bajo las tórridas; pero como las regiones de la Etiopía se extienden mucho hácia el Sur, ocupando un inmenso espacio de mar, han creido algunos que aquellas eran el límite del imperio de Neptuno. Esta es la razon de que ni una sola nave de Levante dirija su rumbo hácia nuestro Océano índico, y de que tampoco exista en Europa marino alguno que intente arribar á nuestras comarcas. Por adelantarse tanto en el mar la tierra meridional de África, se ven todos precisados á retroceder en su derrotero, creyendo, al verla tan prolongada, que llega á unirse con el hemisferio opuesto. Pero, á través de los años, veo nuevos Argonautas y nuevos Tifis, que saliendo de la extremidad del Occidente, se abrirán paso por caminos desconocidos hasta ahora.

»Veo á unos dar la vuelta al rededor del África, y costear las playas habitadas por individuos de raza negra hasta haber traspuesto el signo desde el que vuelve el Sol á nuestros paises, cuando sale del Capricornio, y encontrando por último el fin del inmenso promontorio que parece dividir en dos este mar único, recorrer todas las costas y las vecinas islas de la India, de la Arabia y de la Persia.

»Veo á otros dejar á derecha é izquierda las dos costas formadas por obra de Hércules, é imitando, el curso circular del Sol, encontrar nuevas tierras y nuevo mundo. Veo la santa Cruz y la enseña imperial plantada en sus verdes orillas; veo á los unos custodiando los combatidos bajeles: á los otros, escogidos para la conquista de aquellos paises; veo á diez derrotando á mil, y los reinos de la India Occidental sujetos á la corona de Aragon, y veo en resúmen á los capitanes de Carlos V vencedores en todas partes.

»Es la voluntad de Dios que este camino haya permanecido oculto para los antiguos; que continúe todavia ignorado durante mucho tiempo, y que siga desconocido hasta que haya pasado la sexta y la séptima edad de la Tierra. El Eterno revelará su existencia á los hombres, cuando llegue la época en que tendrá á bien colocar el cetro del mundo en manos del emperador más justo y sábio que haya existido ó exista desde Augusto.

»Veo nacer en la orilla izquierda del Rhin, de sangre austriaca y aragonesa, un príncipe, cuyo valor no podrá compararse con ningun otro del que se haya hablado ó escrito. Veo á Astrea colocada por él en su perdido asiento, ó mejor dicho, vuelta á la vida; y veo á las virtudes, desterradas tambien por los humanos, cuando arrojaron del mundo á aquella diosa, volver merced á él de su ostracismo. La Bondad divina le concederá por estos merecimientos, no solo la corona del grande imperio que poseyeron Augusto, Trajano, Marco Antonio y Severo, sino tan vastos dominios, que el Sol no se pondrá en ellos. El poder celestial tiene además dispuesto, que mientras reine este emperador haya un solo pastor y un solo rebaño. Para que tengan más fácil cumplimiento los decretos eternamente escritos en el Cielo, la divina Providencia le rodeará de capitanes invictos en mar y tierra.

»Veo á Hernan Cortés, que someterá á su dominio nuevas ciudades y reinos tan remotos que son completamente desconocidos para los habitantes de la India. Veo á Próspero Colonna, así como á un marqués de Pescara, y tras ellos á un jóven marqués del Vasto, que escarmentarán en Italia á las lises de oro: veo á este último dispuesto á superar en heroismo á los otros dos para arrebatarles la palma del triunfo, semejante á un brioso corcel que, saliendo el último de la barrera, alcanza y adelanta á los que le preceden. Veo en Alfonso (que tal es su nombre) tanto valor y tanta lealtad, que á la escasa edad de veintiseis años, alcanzará del Emperador el mando de su ejército, al que llevará de triunfo en triunfo hasta someter el universo entero al poder de su señor.

»Del mismo modo que con tales guerreros irá Cárlos V aumentando por tierra la herencia de sus padres, así tambien saldrá victorioso en cuantos combates tengan lugar en los mares que limitan por un lado las costas de Europa y las de África por otro, luego que consiga atraer á su servicio á Andrés Doria, aquel Doria que limpiará el mar de corsarios. Aunque el gran Pompeyo venció y exterminó en otro tiempo á los piratas, su gloria es incomparable á la que Doria adquirirá; porque aquellos no podian considerarse iguales al reino más poderoso que ha existido, mientras el invicto marino purgará los mares con sus solas fuerzas y su pericia, de tal modo, que bastará pronunciar su nombre para que se estremezcan de pavor todas las costas desde Calpe al Nilo. Fiado en la lealtad de este capitan, y acompañado por él, entrará Cárlos en Italia, cuyas puertas le serán abiertas, y ceñirá la corona del Imperio. Veo á Doria rehusar la merecida recompensa de tantas hazañas, cediéndola á su patria, cuya libertad alcanzará merced á sus ruegos, obrando así de un modo muy diferente á otros, que en igual posicion hubieran deseado esclavizarla en provecho propio. Esta piedad, este patriotismo es más digno de gloria que la que obtuvo César por sus victorias en Francia, España, Inglaterra, África ó Tesalia. La fama que por sus empresas adquirieron el grande Octavio y su competidor Antonio, no podrá compararse tampoco con la del bravo marino; pues aquellos la mancillaron por haber maniatado con las cadenas de la esclavitud á su propio país. ¡Baldon eterno á los que convierten á su patria de libre en esclava! ¡Donde quiera que resuene el nombre de Andrés Doria, deberán inclinar humillados y avergonzados la cabeza! Veo á Cárlos colmándole de beneficios, y no satisfecho con que disfrute al par de sus conciudadanos la recompensa de sus acciones, le donará la rica tierra de la Apulia, donde antes se habrán engrandecido los Normandos. No limitará Cárlos su generosidad á este capitan, sino que la hará extensiva con mano liberal á cuantos hayan prodigado su sangre en su servicio, y veo más complacida su alma dando una ciudad ó una comarca entera á un súbdito leal, ó á cualesquiera otros que se hagan dignos de sus mercedes, que conquistando nuevos reinos y nuevos imperios.»

De esta suerte iba Andrónica revelando á Astolfo las victorias que, transcurrido un gran número de años, proporcionarían á Cárlos V sus capitanes, en tanto que su compañera cuidaba de contener ó alentar los vientos orientales, haciendo que les fueran propicios, y aumentándolos ó disminuyéndolos á su voluntad. Habian dado vista mientras tanto al anchuroso mar de Persia, y de allí á pocos dias llegaron á aquel golfo que debe su nombre á los antiguos magos: una vez en él, pusieron las proas en direccion de la costa, y entraron en un puerto, donde Astolfo, á cubierto de Alcina y de su odio, se apresuró á desembarcar, emprendiendo en seguida su camino por tierra.

Atravesó campiñas y bosques, montes y llanuras, en los que se vió más de una vez atacado por ladrones, que le asaltaron lo mismo en campo raso que en la espesura de las selvas; interceptaron tambien su camino los leones, las venenosas serpientes y otras muchas fieras; pero en cuanto aproximaba á sus labios la bocina, unos y otros huian despavoridos en todas direcciones. Pasó por la Arabia llamada Feliz, rica en mirra y oloroso incienso; país que ha elegido el fénix por asilo, con preferencia á cuantos existen en toda la extension de la Tierra, y llegó á orillas de aquel mar, cuyas aguas vengaron á los israelitas, sepultando en su seno por voluntad del Cielo á Faraon con todo su ejército. Siguió durante algun tiempo la corriente del rio Trajano, cabalgando en aquel corcel que no tenia igual en el mundo, y cuya ligereza era tan extremada, que ni dejaba impresas sus huellas en la arena, ni llegaba á doblar la yerba ó desflorar la nieve; corcel que seria capaz de correr por el mar sin mojarse los cascos; que, en su impetuosa carrera, superaba en velocidad al viento, al rayo y á las flechas. Aquel caballo, que en otro tiempo habia pertenecido á Argalía, fué engendrado por el viento y por las llamas, y no tenia necesidad de heno ni de cebada; pues le bastaba para alimentarse el aire puro, y su nombre era el de Rabican.

Continuando su camino, llegó el Duque á la confluencia de aquel rio con el Nilo, y antes de encontrarse en la desembocadura de este último, divisó una embarcacion que avanzaba rápidamente hácia él. En la popa iba un ermitaño, cuya blanca barba le caia hasta la mitad del pecho: este anciano invitó al paladin á entrar en el bajel, gritándole desde léjos:

—Hijo mio: si no te es odiosa la vida, si no quieres perecer hoy mismo, apresúrate á pasar á esta otra orilla, porque el camino que sigues te conduce directamente á la muerte. Apenas llegues á andar seis millas más, encontrarás la sangrienta morada de un gigante horrible, cuya estatura excede en ocho piés á la de cualquier mortal. Todo caballero ó viandante que con él tropiece, debe perder la esperanza de salir vivo de entre sus manos; porque el malvado extrangula á unos, desuella á otros, descuartiza á muchos y hasta se traga á más de uno vivo. Para proporcionarse tan repugnante placer, hace uso de una red maravillosamente tejida, que tiende cerca de su caverna, ocultándola con tal destreza entre la trillada arena, que es imposible que la vea nadie sin tener prévia noticia de ella: ¡tan sutil es, y tan perfectamente la coloca el gigante! Asustados los viajeros por los gritos de este, caen impremeditadamente en la red, y entonces, lanzando estrepitosas carcajadas, los arrastra, envueltos en ella, hasta su guarida, sin atender á su calidad, pues para él es lo mismo la dama que el caballero, un personaje de importancia que un hombre insignificante. Despues devora sus carnes, chupa la sangre y los sesos, y esparce los huesos por el campo, conservando las pieles para colocarlas como vistosos trofeos en derredor de su tétrica mansion. Decídete, pues, hijo mio, á seguir esta otra via, que te conducirá hasta el mar con toda seguridad.

—Mucho agradezco tu consejo, padre, repuso el impávido caballero; pero ante el peligro no vaciló nunca mi honor, al que tengo en más que á mi propia existencia. En vano es que me excites á variar de camino, cuando por el contrario pienso dirigirme en busca de esa terrible cueva. No hay duda de que huyendo podré salvarme; pero quedaré deshonrado, y prefiero la muerte antes que conservar la vida á tal costa. Yendo al encuentro del gigante, lo peor que podrá sucederme es sucumbir donde tantos otros han sucumbido; pero si Dios presta ayuda á mi brazo y consigo salir ileso, dando muerte al mónstruo, este camino ofrecerá en adelante completa seguridad, de suerte que el beneficio será mayor que el daño. No hay, pues, que titubear entre la muerte de un solo hombre y la futura salvacion de muchos.

—Vé en paz, hijo mio, y que Dios envie en tu ayuda desde las etéreas regiones al arcángel San Miguel.

Así dijo el sencillo anacoreta, bendiciendo á Astolfo, el cual siguió adelante por la orilla del Nilo, confiando más en el sonido de su trompa que en su espada.

Entre el profundo rio y las lagunas por él formadas habia en la arenosa orilla un angosto sendero, que terminaba en la solitaria mansion, ajena á todo trato humanitario. En torno de esta se veian los cráneos y los esqueletos de los desgraciados á quienes su mala suerte hasta allí llevara; y cada abertura, cada grieta de la cueva ostentaba pendientes tan sangrientos despojos.

Cual en las poblaciones ó en los castillos de los Alpes suele el cazador fijar las estiradas pieles, las horrendas garras y las cabezas enormes de los osos á quienes ha dado muerte, como prueba de los peligros que ha corrido; así fijaba el gigante los miembros de los que le habian opuesto mayor resistencia: los restos de los demás estaban esparcidos por do quiera, y todas las zanjas llenas de sangre humana.

Caligorante, que tal era el nombre del desapiadado mónstruo que adornaba con restos humanos su vivienda, como suelen otros adornar las suyas con brocados, vigilaba contínuamente en su puerta. Al divisar desde léjos al Duque, apenas pudo contener su gozo, pues dos meses hacia ya é iba á entrar en el tercero, que no aparecia por allí caballero alguno. Dirigióse presuroso hácia la laguna, que era oscura y cubierta de espesos cañaverales, con la intencion de ocultarse en ella, dejar pasar al paladin y atacarle por la espalda, esperando además que cayera en las redes que habia ocultado bajo la arena, como ya habian caido tantos otros. En cuanto Astolfo vió al gigante, detuvo á su corcel, temeroso de caer en el lazo de que le habia hablado el buen anciano: apeló en seguida á su trompa, cuyo sonido produjo el efecto acostumbrado, de modo que sobrecogido el gigante de pavor y asombro, huyó en direccion á su morada. Continuó Astolfo tocando con más fuerza, atento siempre á ver si descubria la red: Caligorante corrió con mayor velocidad, sin reparar siquiera por donde huia; pues habiendo perdido el ánimo, perdió tambien el instinto, y su terror fué tal, que dirigió sus pasos involuntariamente hácia donde estaba oculta la red, en la que cayó al fin quedando completamente envuelto y tendido en el suelo.

El paladin, al ver caido al gigante, y considerándose por lo tanto seguro, corrió hácia él presuroso; y apeándose del caballo y desnudando el acero, se dispuso á vengar la deplorable muerte de mil y mil desventurados; pero detúvose considerando que la muerte de un hombre indefenso y atado podia tenerse por villania más bien que por valor, y al ver al gigante con los brazos, los piés, y el cuello sujetos, desistió de su intento.

Aquellas redes, obra de Vulcano, eran de sutil acero; mas estaban hechas con tal arte, que en vano se intentaria desprender su más pequeña malla: eran las mismas que en otro tiempo sujetaron á Venus y á Marte. El celoso Vulcano las habia fabricado con el objeto de sorprender á ambos amantes mientras estaban entregados á los placeres del amor; despues Mercurio las robó á su constructor para coger con ellas á la bella Cloris, á Cloris que va por el aire en pos de la Aurora cuando aparece el Sol, esparciendo las rosas, violetas y azucenas que lleva en su recogida vestidura. Mercurio acechó con tanto cuidado á esta Ninfa, que al fin consiguió un dia prenderla con su red en el aire, cerca del sitio donde desemboca en el mar el gran rio de Etiopía.

Esta red fué conservada durante muchos siglos en Canope, en el templo de Anubis. Tres mil años despues, Caligorante quemó la ciudad, saqueó el templo y se apoderó de ella. Posteriormente la colocó á pocos pasos de su morada, tan bien oculta bajo la arena, que todos cuantos eran perseguidos por el gigante iban irremisiblemente á caer en ella, y apenas la tocaban, cuando se veian sujetos por el cuello, por los piés y por los brazos.

Astolfo cogió una de las cadenas de que estaba formada la red y ató las manos de aquel infame á la espalda, rodeándole además los brazos y el pecho de modo que no pudiera desprenderse de ella; en seguida le sacó de entre los otros lazos y le permitió levantarse, lo cual hizo el gigante más dócil y sumiso que un niño. El Duque determinó llevarle consigo, é ir enseñándole por los pueblos, ciudades y castillos. No quiso dejar allí la red, por considerarla una obra de arte incomparablemente bella, y obligó á cargar con ella á Caligorante, á quien llevaba atado tras de sí cual victorioso trofeo. Hizo que cargara asimismo con su escudo y con su yelmo, y continuó la marcha, causando una viva alegría á los habitantes de los pueblos por donde transitaba, que veian al fin libre aquel camino.

Astolfo anduvo á tan buen paso, que en breve descubrió los sepulcros de Memfis, aquellas pirámides que hacen famosa á esta ciudad; pasó tambien por la populosa ciudad del Cairo, cuyos habitantes acudieron presurosos á ver al desmesurado gigante.—«¿Cómo es posible, decian, que un caballero tan pequeño haya logrado maniatar á un hombre tan gigantesco!»—Astolfo apenas podia andar un paso, porque se lo impedia la muchedumbre agolpada en su derredor, que le admiraba y reverenciaba por el mucho valor que en él suponia.

El Cairo no era entonces tan grande como ahora, segun se dice; pues actualmente no bastan sus diez y ocho mil calles á contener su numerosa poblacion, y á pesar de tener las casas tres pisos, un número considerable de sus habitantes duerme á la intemperie. El Soldan habita un castillo de una magnificencia y una riqueza sorprendente; quince mil de sus guardias, todos cristianos renegados, viven bajo un mismo techo con sus mujeres, sus familias y sus caballos.

Astolfo deseando ver la desembocadura del Nilo, así como sus diferentes deltas, pasó á Damieta, á pesar de haber oido decir que el que á tanto se atrevia se exponia á quedar muerto ó aprisionado; porque á la orilla del rio y cerca de dicha desembocadura, vivia en una torre un ladron, terror de los campesinos y de los viandantes, el cual extendia sus correrias hasta el Cairo, robando á cuantos encontraba. Nadie podia resistirle, y segun contaba la fama, en vano se procuraba arrancarle la vida; pues su cuerpo habia recibido más de cien mil heridas que no pudieron ocasionarle la muerte.

Con el objeto de ver si conseguia que la Parca cortara el hilo de su vida se dirigió Astolfo en busca de Orrilo, que este era el nombre del ladron, y llegó á Damieta: desde allí pasó á la desembocadura del Nilo, y vió en su orilla la elevada torre donde se albergaba aquel sér encantado, hijo de un duende y de una hada. Encontró á Orrilo en el momento en que estaba combatiendo con dos guerreros, á quienes acosaba de tal modo, á pesar de ser él solo contra los dos, que apenas podian parar sus golpes, no obstante que su fama de valientes y esforzados resonaba por el mundo. Dichos guerreros eran los dos hijos de Olivero, Grifon el Blanco y Aquilante el Negro. El Nigromante habia sabido á la verdad trabar el combate con notoria ventaja, porque llevaba consigo una fiera que solo habita en aquellas comarcas; fiera que vive en la tierra y en el agua, y que se alimenta de los cuerpos de los incautos viandantes ó infelices marinos á quienes su mala estrella encamina por aquellas playas.

La fiera yacia sobre la arena de la costa, muerta por los dos hermanos; mas tan poco le importaba á Orrilo su pérdida como los golpes que ambos le dirigian furiosamente. Varias veces le arrancaron diferentes miembros á cuchilladas sin conseguir matarle, pues no bien caian sus brazos ó sus piernas por el suelo, cuando los recogia y los pegaba otra vez en su sitio cual si fuesen de cera. Grifon lo hendió de un tajo la cabeza hasta los dientes; otro tajo de Aquilante le dividió basta el pecho; mas Orrilo se reia siempre de sus golpes, mientras los caballeros so enfurecian al ver que sus esfuerzos eran inútiles. El que haya visto caer desde cierta altura el cuerpo que los alquimistas llaman mercurio, y hayan observado cómo se fracciona y vuelve á unirse, comprenderá, si recuerda este caso, cuanto digo con respecto á Orrilo. Si le cortaban la cabeza, se bajaba, la buscaba á tientas hasta que la encontraba, la cogia por los cabellos ó por la nariz, y la soldaba al cuello, ignoro por qué medios. Una de las veces que lograron separarle la cabeza del cuerpo, Grifon la cogió precipitadamente, extendió su brazo y la arrojó al rio; pero de poco le sirvió, porque Orrilo se sumergió en él, nadando como un pez, y al poco rato salió á la orilla con la cabeza colocada en su lugar.

Dos hermosas damas, engalanadas modestamente, la una vestida de blanco y la otra de negro, estaban contemplando el horrible combate de que habian sido causa. Eran las dos hadas benignas que habian criado á los hijos de Olivero, cuando, tiernos niños aun, los rescataron de las crueles garras de dos aves enormes, que los habian robado á su madre Gismunda, y se los llevaban léjos de su patria. Pero no quiero pecar de difuso; pues nadie ignora ya esta historia, á pesar de que el autor, confundiendo el nombre de su padre, tomó, no sé cómo, uno por otro. Continuaré, pues, refiriendo el combate que los dos jóvenes emprendieron á ruegos de las dos damas.

La luz del dia, que brillaba aun en las islas Afortunadas, habia desaparecido ya de aquellas costas; y las sombras de la noche, mal disipadas por la débil é incierta claridad de la Luna, impedian distinguir los objetos, cuando regresó Orrilo á su torre, por haber dispuesto las dos hermanas que se suspendiese la lucha hasta que el nuevo Sol apareciera por el horizonte.

Astolfo, que habia conocido desde luego á Grifon y á Aquilante por sus empresas y por sus terribles golpes, se apresuró á saludarlos afablemente. Viendo los dos hermanos que aquel que traia, maniatado al gigante era el caballero del Leopardo, con cuyo nombre se le conocia en la corte de Inglaterra, le recibieron con no menores muestras de afecto. Las damas condujeron á un palacio próximo á los caballeros para que disfrutaran de algun reposo; salieron al camino á recibirlos hermosas doncellas y pajes con antorchas. Los guerreros confiaron sus caballos á algunos palafreneros; quitáronse despues las armas, y pasaron á un lindo jardin, donde, junto á una fuente límpida y amena, encontraron dispuesta una cena excelente.

Ataron al gigante con otra cadena mucho más gruesa al tronco de una añosa encina, capaz de resistir cualquiera de sus vigorosas sacudidas, y encargaron su custodia á diez soldados, á fin de que no pudiera romper sus ligaduras durante la noche y acometerles cuando estuvieran descuidados y tranquilos.

Sentados despues ante una suntuosa mesa, abundantemente provista, pusiéronse á disfrutar de aquella cena, cuyo mayor atractivo no consistió en la variedad y excelencia de los manjares, sino en las animadas conversaciones con que sazonaron el banquete, hablando principalmente de Orrilo y de la milagrosa facultad que poseia, y que parecia un sueño, de recoger y reunir á su cuerpo los brazos, las piernas ó la cabeza separados de él, para volver á la lucha más fuerte y terrible que antes.

Astolfo habia leido ya en su libro, que enseñaba el modo de destruir los encantos, que no se podria quitar la vida á Orrilo mientras tuviese en la cabeza un cabello especial; pero que una vez descubierto y arrancado éste, seria fácil darle la muerte inmediatamente. Esto era lo que decia el libro; pero callaba, sin embargo, el modo de distinguir aquel cabello entre la espesa melena del ladron. Astolfo se envanecia ya de su triunfo, como si en efecto lo hubiese alcanzado, esperando que á los pocos golpes conseguiria arrancar al Nigromante el cabello, y el alma al mismo tiempo. Sin embargo, deseaba cargar solo con todo el peso de aquella empresa, y al efecto prometió á los dos hermanos que mataria á Orrilo, cuando ellos tuvieran á bien que midiera con él sus armas. Aquilante y Grifon le cedieron voluntariamente el puesto, convencidos íntimamente de que se cansaria en vano.

Apenas despuntó en el Cielo la nueva aurora, cuando Orrilo bajó desde su amurallada mansion á la llanura. Trabóse inmediatamente la lucha entre el Duque y él, empuñando el uno la espada y el otro la maza. Astolfo multiplicaba sus golpes, esperando que alguno de ellos lograria hacer salir el alma del cuerpo del bandido, y ora de un tajo le derribaba el puño con la maza, ora uno ú otro brazo, ora le atravesaba la coraza y el pecho, desmembrándole sucesivamente de esta suerte; pero Orrilo recogia siempre del suelo sus esparcidos miembros y se los colocaba de nuevo, quedando tan sano como antes: aunque el paladin le hubiese dividido en cien pedazos, lo volveria á ver íntegro en un momento. Al cabo de mil mandobles acertólo uno que le separó el casco y la cabeza de los hombros: apeóse del caballo, y con no menor velocidad que Orrilo, se apoderó de su sangrienta cabeza, volvió á montar de un salto, y se la llevó corriendo á escape contra el curso del Nilo, á fin de que su decapitado adversario no pudiese recobrarla.

Aquel necio, que no pudo observar tal accion, empezó á buscar su cabera por el suelo; pero no bien conoció por la rápida carrera del caballo de Astolfo; que se la llevaba este por la selva, acudió inmediatamente á su caballo, saltó en él, y voló en persecucion del paladin, queriendo gritar: «Espera, vuelve, vuelve»; pero no pude, porque aquel le arrebataba la boca. Consolóse con que aun le quedaban las piernas, y siguió tras de su adversario á rienda suelta; mas el veloz Rabican, que corria de un modo asombroso, le dejó en breve muy atrás.

Astolfo iba en tanto examinando á toda prisa aquella cabeza desde la nuca hasta las cejas á fin de dar con el cabello fatal que proporcionaba á Orrilo la inmortalidad. Entre tantos y tan innumerables cabellos no habia uno solo que se distinguiera de los demás por lo grueso ó por lo encrespado: así es que el Duque no sabia cuál arrancar para dar la muerte al infame bandido.—«Mejor será, dijo al fin, arrancarlos todos.»—Y como careciera de tijeras ó de navaja de afeitar, apeló á su espada que cortaba como una de estas; y cogiendo la cabeza por la nariz, la despojó en un momento de su cabellera. De esto modo logró cortar el cabello especial, y al punto se contrajo el rostro, adquirió una espantosa palidez, torció los ojos, y aparecieron en él evidentes señales de que se le escapaba la vida: al propio tiempo, el tronco que le perseguia, cayó de la silla, y quedó sin movimiento.

Astolfo volvió adonde estaban las damas y los caballeros, llevando en la mano la cabeza de Orrilo, en la que se veian impresas las señales de la muerte, y les mostró el cuerpo del bandido que yacia en tierra á larga distancia. No sé si los dos guerreros lo contemplaron de buen grado, por más que así lo demostraran; quizá sintieron en el pecho el aguijon de la envidia por una victoria que ellos no habian podido conseguir. Tampoco creo que á las damas les agradase mucho el resultado de aquel combate; pues deseando apartar á los dos hermanos de la dolorosa suerte que al parecer les esperaba pronto en Francia, habian hecho lo posible por ponerlos en lucha con Orrilo, á fin de tenerlos entretenidos el tiempo necesario para que se desvanecieran las tristes influencias de su destino.

En cuanto el gobernador de Damieta estuvo seguro de la muerte de Orrilo, soltó una paloma que llevaba una carta atada debajo de una de sus alas. Aquella paloma dirigió al Cairo su vuelo; tras esta soltó otra y otra, segun era costumbre en aquel país, de suerte que en pocas horas circuló por todo el Egipto la noticia de la muerte del bandido.

Una vez terminada aquella empresa, se dedicó el Duque á consolar á los dos nobles jóvenes, y á excitarles, aunque de ello no tenian necesidad porque no era otro su deseo, á que defendieran la Santa Iglesia y la justa causa del Imperio romano, y dejando de buscar aventuras por Oriente, fuesen á adquirir mayor gloria entre los suyos. Esto hicieron Grifon y Aquilante, despidiéndose cada uno de su hada respectiva, las cuales no supieron oponerse á tal designio por más que les fuera doloroso. Astolfo emprendió con ellos la marcha hácia la derecha por haber determinado visitar y reverenciar los Santos Lugares en que Dios vivió en carne mortal, antes de regresar á Francia. Fácilmente hubieran podido dirigirse hácia la izquierda, que les ofrecia un camino más agradable y llano por no tener que separarse nunca de la costa; pero prefirieron el áspero y horrible de la derecha, que les permitia llegar á la gran ciudad de Palestina en seis jornadas menos que por el otro. Como por el camino emprendido habian de carecer de todo, excepto de agua y de yerba, hicieron las provisiones necesarias para el viaje antes de ponerse en marcha, y cargaron los fardos en los hombros de Caligorante, que sin gran trabajo hubiera podido llevar en ellos una torre.

Cuando llegaron al término de aquel camino escabroso y salvaje, vieron desde la cumbre de una montaña la santa tierra, donde el sublime Amor lavó con su propia sangre nuestras faltas. A las puertas de la ciudad encontraron un jóven gallardo que los conocia, llamado Sansoneto de Meca, el cual, á pesar de hallarse en la flor de su juventud, era muy prudente, famoso por su caballerosidad y por su bondad inagotable y respetado de todos: Orlando le habia convertido á nuestra fé, bautizándole por su propia mano. A la sazon se estaba ocupando en levantar una fortaleza para oponerse y contrarestar las incursiones del Califa de Egipto, é intentaba además circunvalar el monte Calvario con una muralla de dos millas de longitud. Acogió á los caballeros con rostro en que se veia claramente retratada su afable solicitud; los condujo al interior de la ciudad, y les dió franca y cortés hospitalidad en el mismo real palacio, donde vivia en su calidad de gobernador de aquella tierra por el emperador Carlomagno.

El duque Astolfo regaló á Sansoneto aquel desmesurado gigante, cuya robustez era tal, que podia llevar por sí solo más peso que diez acémilas. Además del gigante, le dió tambien la red con que lo habia aprisionado. Sansoneto regaló en cambio al Duque un rico y vistoso tahalí, y un par de espuelas cuyas hebillas y rodajas eran de oro, y que, segun opinion general, habian pertenecido al caballero que libró del dragon á la doncella. Sansoneto habia adquirido dichas espuelas en Jaffa, cuando se apoderó de esta ciudad juntamente con otras muchas preseas.

Despues de haber obtenido la absolucion de sus culpas en un monasterio cuyos monjes vivian en olor de santidad, visitaron los caballeros todos los templos que recordaban los misterios de la pasion de Cristo, lugares que hoy, para eterna vergüenza y baldon de los cristianos, están en poder de los impíos sarracenos. Mientras tanto la Europa se desgarra en contínuas guerras, llevando sus armas á todas partes, menos donde debiera.

Interin se recreaba su alma en la contemplacion de las ceremonias religiosas y demás piadosas prácticas, un peregrino griego, conocido de Grifon, trajo á este noticias graves y funestas, muy distintas de su primer designio y prolongados deseos; noticias que derramaron tanta amargura en su corazon, que abandonó la oracion y las penitencias. Por desgracia suya, amaba el caballero á una mujer llamada Origila, que habria alcanzado entre otras mil la palma de la dulzura y la belleza; pero de un carácter tan pérfido y desleal que no seria posible encontrar otra semejante, aunque se registrasen todas las ciudades y aldeas, la tierra firme y los más remotos archipiélagos. Grifon la habia dejado en la ciudad de Constantino, aquejada de una fiebre violenta, y en el momento en que esperaba volver á verla á su regreso más bella que nunca, y gozar de sus encantos, supo el desgraciado que habia huido á Antioquía en compañia de un nuevo amante, por no creer oportuno resignarse á dormir sola, cuando se hallaba en la fuerza de su juventud. Desde el punto mismo en que llegó tan fatal nueva á sus oidos, no cesaba Grifon de suspirar dia y noche, haciéndosele insoportable cuanto agradaba y complacia á los demás; como podrá conocer todo el que haya sufrido los pesares del amor, si sus acerados dardos son de fino temple. Lo que más aumentaba su martirio era que se avergonzaba de confesar el mal que padecia. Su hermano Aquilante, más juicioso que él, le habia reprendido ya mil veces por tan vergonzoso amor, y procurado arrancárselo del corazon, estando persuadido de que aquella mujer era la más perversa de cuantas mujeres infames existian; pero Grifon procuraba disculpar siempre á su amada, aun cuando la mayor parte de las veces hablaba contra su propia conviccion.

El desventurado amante resolvió alejarse sin decir una palabra á su hermano, pasar á Antioquía para apoderarse de la que era dueña de su corazon, y buscar al mismo tiempo al que le habia burlado, á fin de tomar de él una venganza ruidosa.—En el canto siguiente referiré cómo puso por obra su determinacion y lo demás que aconteció.

Canto XVI

Grifon encuentra al fin cerca de Damasco al vil Martan con la pérfida Origila.—Los ejércitos cristiano y sarraceno continuan su lucha encarnizada, y si fuera de París sufren los moros grandes perdidas, Rodomonte causa dentro de la ciudad tantos incendios y tanto estrago que no se sabe donde es mayor el mal que origina.

Muchas y muy graves son las penas que causa el amor; y como, por mi desgracia, he padecido la mayor parte de ellas, que han redundado siempre en daño mio, puedo hablar de este asunto á ciencia cierta. Por esta razon, si digo, ó si he dicho otras veces, lo mismo de viva voz que por escrito, que un mal es leve, y otro acerbo y cruel, podeis dar entero crédito á mi sincera opinion. He dicho, y no cesaré de repetirlo mientras me quede un soplo de vida, que el que se encuentra prendido en las redes de un amor digno, aunque su amada se le muestre desdeñosa, y completamente adversa á su ferviente pasion, aunque Amor le niegue hasta la más pequeña merced, y haya gastado en vano el tiempo y el trabajo, no debe lamentarse de los tormentos que sufre, por más que languidezca y muera, con tal que haya entregado su corazon á una mujer merecedora de poseerlo. En cambio debe lamentarse amargamente aquel que se ha convertido en esclavo de unos ojos hermosos y una magnífica cabellera, tras los cuales se oculte un corazon perverso, esquivo á toda pureza y abrigo de toda maldad; pues cuanto más se esfuerza el desgraciado víctima de tal pasion, en desprenderse de ella, tanto más penetra en su corazon el amoroso dardo que, como el ciervo herido, lleva por todas partes: avergüénzase de sí mismo y de su amor, y ni se atreve á confesarlo ni consigue curarse de él.

En tan triste caso se hallaba el jóven Grifon, que conocia su error y no podia enmendarlo: convencido estaba de cuán vilmente cifraba todo su amor en la inícua y desleal Origila, y sin embargo, su razon quedaba vencida por su insensato deseo, y el albedrío cedia ante su loco apetito: por culpable y pérfida que fuese su amada, no podia menos de volar á su lado.

Reanudando, pues, mi interrumpida historia, diré que Grifon salió secretamente de la ciudad, sin atreverse á decir una palabra de su marcha á su hermano, que tantas veces le habia echado en cara su debilidad. Tomó á la izquierda el camino más llano y transitable que conducia á Rama, y en seis dias llegó á Damasco de Siria, de donde salió para Antioquía. Cerca de Damasco encontró al caballero á quien Origila habia entregado su corazon: por sus perversas costumbres eran tan adecuados el uno para la otra como la flor para su tallo; pues la inconstancia, la perfidia y la traicion dominaban del mismo modo en ambos, encubriendo los dos tan grandes defectos bajo una máscara de cortesía y afabilidad fatal para cuantos encontraban. Aquel caballero venia montado en un arrogante corcel, soberbiamente enjaezado: en su compañia iba la pérfida Origila engalanada con un magnífico vestido azul, festonado de oro; seguíanle dos pages llevando el yelmo y el escudo, y acudia con tanta pompa á tomar parte en las justas que en Damasco se preparaban.

El rey de Damasco habia hecho anunciar por aquellos dias una espléndida fiesta, con cuyo motivo acudian á dicha ciudad muchos caballeros tan magnificamente equipados como les era posible. En cuanto la deshonesta Origila vió venir á Grifon, temió sus ultrajes y su venganza, por conocer demasiado que su nuevo amante no tenia fuerza ni valor suficiente para medir sus armas con las de aquel. Mas apelando á su procaz audacia y osadía, á pesar del temblor que le causaba el espanto, compuso el rostro y esforzó la voz de modo que no dió indicios de su temor, y ejecutando un proyecto fraguado con su cómplice, echó á correr, fingiendo una alegría extraordinaria, hácia Grifon, le enlazó con sus brazos y le tuvo un gran rato estrechado contra su pecho: despues, acompañando á sus vehementes caricias la suavidad de sus palabras, le dijo llorando:

—¿Es este, señor mio, el premio que merecia la que tanto te adora? ¿Has podido dejarme abandonada un año entero y cerca de otro, y aun no manifiestas sentimiento alguno? Si me hubiera quedado aguardando tu regreso, no sé si habria conseguido ver un dia tan feliz como este! Cuando esperaba que volvieses á buscarme desde Nicosia, á cuya corte fuiste, dejándome consumida por una fiebre violenta que me puso á las puertas de la muerte, supe que habias pasado á Siria, cuya noticia me causó tan profundo dolor, que, no sabiendo cómo acudir á tu lado, estuve á punto de atravesarme el corazon con mi propia mano. Pero la Fortuna, más cuidadosa de mí que tú, me ha concedido ahora un doble don: primeramente el de enviarme á mi hermano, con el que he venido hasta aquí sin temor por mi honra; y despues el de permitir que halle á mi amante, á tí, á quien quiero más que todo cuanto en el mundo existe; y por cierto que te he encontrado á tiempo, pues de haber tardado un poco más, habria perecido, señor mio, llorando tu ausencia.

Y aquella sagaz mujer, cuyas acciones encerraban más astucia que las de la zorra, prosiguió querellándose con tanta destreza, que hizo recaer toda la culpa en Grifon: le persuadió de que el que la acompañaba no solo era su hermano, sino que por sus cuidados parecia más bien un padre; y por fin, supo tejer aquella trama de tal modo, que sus palabras parecerian más verídicas que las de San Juan, ó San Lucas.

Grifon no solo no se atrevió á echar en cara su perfidia á aquella mujer más inícua que bella; no tan solo no tomó una pronta venganza del adúltero que la acompañaba, sino que se consideró harto feliz con disculparse y con evitar las reconvenciones de Origila; y prodigó mil atenciones á su rival como si fuese su verdadero cuñado. Dirigióse con ellos hácia Damasco y en el camino le manifestaron que el opulento rey de Siria iba á celebrar unas fiestas espléndidas en su corte, á las que serian admitidos los guerreros de todos los paises y de todas las religiones, los cuales podrian permanecer con entera seguridad dentro ó fuera de la ciudad todo el tiempo que durasen las fiestas.

Pero como no pretendo continuar con tanto interés la historia de la pérfida Origila, que contaba sus dias por las traiciones hechas á sus amantes, volveré más gustoso á ocuparme de aquellos doscientos mil combatientes, y de las llamas continuamente atizadas que llenaban de horror y espanto á los habitantes de París.

Suspendí la narracion de aquel combate en el momento en que Agramante acababa de atacar una de las puertas de la ciudad, que suponia sin defensa. Sin embargo, ninguna ofrecia mayor resistencia; porque la custodiaba Carlomagno en persona, y con él los más valientes caudillos, tales como los dos Guidos, los dos Angelinos, Angeliero, Avino, Avolio, Berlingiero y Oton. Los combatientes de una y otra parte anhelaban singularizarse á la vista de Cárlos y de Agramante, y buscaban afanosos la ocasion de adquirir más gloria y merecer más recompensas, cumpliendo valerosamente con su deber. Sin embargo, las pruebas de heroismo que dieron los moros redundaron en su propio daño; porque fué tan grande el número de los muertos, que los vivos no pudieron menos de reconocer todo lo temerario de su empresa. Desde las murallas caia una espesa granizada de saetas sobre los enemigos: los gritos y los alaridos que lanzaban ambos ejércitos llegaban hasta el cielo con pavoroso estruendo: mas dejaré por un momento de hablar de Cárlos y de Agramante, para tratar del Marte africano, del terrible Rodomonte, que iba recorriendo el interior de la ciudad.

No sé si recordais, Señor, que este sarraceno, confiado en su valor, habia dejado á sus soldados devorados por las llamas entre la muralla y el primer reducto: ¡jamás se ha presenciado espectáculo tan horroroso! Dije tambien que, atravesando de un salto el foso que rodeaba á la ciudad, consiguió entrar en ella. Cuando los ancianos y demás habitantes poco aptos para el manejo de las armas, que estaban cerca del sitio de la lucha procurando con ansiedad saber el giro que tomaba, conocieron al atroz sarraceno por sus armas extrañas y por su escamosa coraza, prorumpieron en atronadores lamentos y en confusos ayes, elevando al cielo sus temblorosas manos. Los que pudieron huir á tiempo, buscaron un refugio en sus casas ó en los templos; pero la fulminante espada que el infiel giraba con violencia en torno suyo á pocos concedió esta salvacion; pues alcanzando á la mayor parte de ellos, hizo volar por el aire brazos, piernas, cabezas ú otros miembros: á los que no partia por la mitad del cuerpo, los hendia de arriba á abajo de una sola cuchillada, y de tantos como hirió, mató ó persiguió, no hubo uno solo que se atreviese á resistirle. Lo mismo que hace el tigre con los débiles corderos que encuentra en los campos de la Hircania ó á las orillas del Ganges, ó el lobo con las cabras y las ovejas que pastan las yerbas del monte que sepulta á Tifeo, hacia el cruel pagano con aquellas que no llamaré legiones ni falanges, sino turbas de populacho vil, digno de la muerte antes de nacer. Entre todos cuantos hizo morder el polvo, no consiguió herir á uno solo frente á frente.

El terrible Rodomonte recorrió aquella calle populosa y larga, que va al puente de S. Miguel, esgrimiendo sin cesar su sangrienta espada, que ni distinguia al siervo del señor, ni se apiadaba más del justo que del perverso: de nada le servia al sacerdote su carácter religioso; ni su inocencia al niño; los hermosos ojos ó las frescas mejillas de la doncella no encontraban merced en su animosa saña, como tampoco los nevados cabellos del anciano; y dando tantas pruebas de valor como de crueldad, no distinguia sexo, edad ni condicion en sus víctimas. En su insaciable sed de sangre humana, aquel impío rey, el más cruel de los impíos, no tuvo bastante con la derramada, sino que desahogando tambien su ira en los edificios, empezó á incendiar las casas y los profanados templos. La mayor parte de las casas eran de madera en aquel tiempo, segun las crónicas, y esto puede creerse fácilmente, considerando que aun en el dia de cada diez casas hay tan solo cuatro construidas de piedra ó ladrillo en París. El odio del sarraceno no parecia tampoco satisfecho aun cuando lo viera todo consumido por el fuego, y donde alcanzaba su mano arrancaba con una sola sacudida los techos ó las paredes de aquellas débiles moradas. Podeis creer, señor, que la mayor bombarda que hayan visto en Padua no produce tantos estragos en los edificios como el Rey de Argel con el solo esfuerzo de sus manos.

Si Agramante hubiese atacado la ciudad por fuera con el mismo vigor con que el maldito Rodomonte la recorria por dentro llevándolo todo á sangre y fuego, París se hubiera perdido irremisiblemente; pero Agramante no pudo conseguirlo por habérselo impedido el paladin que llegaba de Inglaterra al frente de las tropas inglesas y escocesas, conducido por el Arcángel y el Silencio. Dios permitió, que en el momento en que Rodomonte saltaba dentro de la ciudad, causando tantos estragos, llegara al pié de los muros Reinaldo, flor y nata de la casa de Claramonte, y con él sus soldados. Habia echado un puente sobre el rio á tres leguas más allá de Paris, y dió un gran rodeo hácia la izquierda, á fin de que el rio no le sirviese de obstáculo para atacar á los bárbaros. Envió de vanguardia seis mil arqueros de á pié, reunidos bajo la altiva bandera de Odoardo, y más de dos mil ginetes armados á la lijera, á las órdenes del gallardo Ariman, é hizo que se dirigieran por el camino que va desde las costas de Picardia hasta las puertas de San Martin y San Dionisio y entraran en la capital para auxiliarla con toda rapidez. Hizo tambien que fueran por el mismo camino tras ellos los carros y demás bagages, mientras él, con el resto del ejército, daba un rodeo más largo. Iban provistos de barcas, pontones y otros artificios necesarios para atravesar el Sena, que no podia vadearse, y despues que lo hubo pasado todo el ejército y se cortaron los puentes, formó Reinaldo sus tropas en batalla bajo sus respectivas banderas. Pero antes reunió en torno suyo á los barones y capitanes, y colocándose sobre una eminencia desde la cual podia ser visto y oido de todos, les dirigió esta arenga:

—Bien podeis, señores, elevar desde el fondo de vuestros corazones las más fervientes gracias al Cielo que os ha conducido hasta aquí á fin de que, á costa de insignificantes fatigas, alcanceis una gloria superior á la de las demás naciones. Dos príncipes os deberán su salvacion si logran hacer que se levante el cerco puesto á esa ciudad: el uno es vuestro rey, á quien estais obligados á salvar de la esclavitud y la muerte; el otro, el emperador más justamente loado y más grande que se haya sentado en el trono. Con ellos libertareis además á otros muchos reyes, duques, marqueses, señores y caballeros de diferentes paises.

»Salvando una ciudad, no solo os deberán un eterno agradecimiento los parisienses, que se encuentran abatidos, temerosos y desconsolados, más que por sus propios duelos, por los de sus mujeres é hijos, que corren igual peligro que ellos, y por las santas vírgenes á quienes el sagrado de sus celdas no podria librar de ser profanadas; salvándola, repito, no solo os deberán perpétua gratitud los habitantes de Paris, sino tambien todos los paises inmediatos. Al hablar así no me refiero solo á los pueblos vecinos; sino que como todas las naciones de la Cristiandad tienen ahora en el recinto de esa ciudad á muchos de sus guerreros, al conseguir vosotros la victoria, conseguireis tambien su libertad, de modo que os quedarán obligados otros muchos estados además de la Francia.

»Si los antiguos ceñian con una corona la frente del que salvaba la vida de un ciudadano, ¿de qué recompensa no sereis dignos al salvar tan inmensa multitud? Pero si tan santa obra no puede llevarse á cabo por alguna punible envidia ó por una cobardía no menos punible, estad ciertos de que una vez perdidas aquellas murallas, no habrá ya seguridad para la Italia, ni para la Alemania, ni para cuantas naciones adoran á Aquel que por nosotros expiró en la cruz. No creais tampoco que vuestro país esté tan apartado ni tan defendido por el mar, que pueda librarse de los ataques de los moros; pues si estos han salido otras veces de Gibraltar y del estrecho de Hércules para saquear vuestras costas, ¿qué no harán si llegan á apoderarse de la Francia?

»Aun cuando á nadie reportase el menor honor ni la menor utilidad esta empresa, deber nuestro es socorrernos mútuamente, puesto que militamos en una misma iglesia: y por fin, desechad todo temor, y toda ocasion de querellas, hasta que hagamos cejar á los enemigos, gente á mi parecer sin experiencia de la guerra, sin vigor, sin corazon y hasta sin armas.»

Con tales ó mejores razonamientos, pronunciados con voz clara y enérgica, consiguió Reinaldo excitar el belicoso ardor de los barones británicos y de sus aguerridas huestes; lo que fué, como dice el proverbio, clavar la espuela al corcel en medio de su rápida carrera. Terminada la arenga, hizo que los diversos batallones empezaran poco á poco su movimiento, agrupados en torno de sus respectivas banderas. Dividió las tropas en tres cuerpos, y les dió órden de avanzar sin producir el más leve rumor. Concedió á Zerbino el honor de ser el primero en atacar á los Bárbaros, y este paladin se dirigió contra ellos siguiendo la orilla del Sena: ordenó luego á los irlandeses que fueran atravesando los campos, dando más largo rodeo; y por último, colocó en el centro á los infantes y ginetes de Inglaterra al mando del duque de Lancaster.

Una vez designado á cada cuerpo su camino, cabalgó el paladin por la orilla, y se adelantó al duque Zerbino y al cuerpo de ejército que mandaba, hasta llegar á encontrarse con el rey de Oran, el rey Sobrino y otros guerreros musulmanes que custodiaban por aquel lado el campo, á una media milla de distancia de los moros españoles. El ejército cristiano que habia llegado hasta allí escoltado por guias tan fieles como lo eran el Arcángel y el Silencio, no pudo ya guardarlo por más tiempo; y al descubrir á los enemigos, prorumpió en gritos acompañados del agudo sonido de las trompetas, produciendo un clamor que, llegando hasta el cielo, heló de espanto el corazon de los infieles.

Reinaldo lanzó su caballo al combate adelantándose á todos, y enristrando su lanza, dejó tras de sí á más de un tiro de flecha á los escoceses, por no poder dominar ya su impaciencia, y cual torbellino precursor de una horrible tempestad, se precipitó léjos de los suyos con su veloz Bayardo. Al aparecer el Paladin de Francia, dieron los moros evidentes señales del temor que les infundia, viéndose temblar las lanzas en sus manos, los piés en los estribos y los cuerpos en los arzones. El rey Puliano fué el único cuyo semblante permaneció sereno, porque no conoció á Reinaldo; y no creyendo hallar en él tan séria resistencia, salió á su encuentro, enristró la lanza, afirmóse bien sobre los estribos, hincó ambos acicates en los hijares del caballo y le soltó las riendas. El hijo de Amon, ó más bien de Marte, aceptó con su valor acostumbrado aquel reto, y pronto demostró por sus hechos la justicia de su renombre y la destreza y serenidad con que peleaba. A un tiempo mismo dirigieron uno y otro sus lanzas contra sus cabezas, pero el efecto fué distinto, porque el cristiano siguió incólume adelante y el infiel quedó muerto. Para demostrar el valor son necesarias señales más evidentes que la de poner con gallardía la lanza en ristre; pero este no es tampoco bastante si no le acompaña la fortuna, pues sin ella de poco sirve las más de las veces el valor.

Recogió el Paladin su lanza, y arremetió brioso contra el Rey de Oran, hombre de gigantesca estatura, pero de corazon pequeño. Preparóse á darle uno de esos golpes que merecen ser contados en el número de los memorables; mas la lanza clavóse en el escudo: bien es verdad que no pudo dirigirla más arriba, por no permitírselo la colosal estatura del sarraceno. Sin embargo, el broquel, á pesar de estar forrado exteriormente de acero y de palma en su interior, no pudo resguardar el cuerpo del infiel, cuya alma mezquina escapóse por una ancha herida abierta en su vientre. El corcel, agobiado por su pesada carga, debió dar gracias interiormente á Reinaldo, que con aquel golpe le evitó mayores fatigas.

Rota la lanza, Reinaldo revolvió su caballo con tanta presteza cual si tuviese alas, y cayó impetuosamente sobre sus enemigos, en el sitio en que más apiñados estaban y mayor era su número. Desnudó á Fusberta, y empezó á esgrimirla con tal vigor, que las armas de sus contrarios volaban hechas pedazos como si fuesen de frágil vidrio. El acero mejor templado no podia resistir sus tajos, que penetraban siempre en la carne por él defendida. La tajante espada apenas encontraba cotas ó armas defensivas que la embotaran, al paso que atravesaba todas las rodelas, ya estuviesen revestidas de cuero ó de madera, así como los acolchados coseletes, ó los turbantes más retorcidos. No es extraño, pues, que Reinaldo hiriera, derribara ó hiciera pedazos á cuantos se ponian al alcance de su acero, pues que de este no podian defenderse los moros mejor que la yerba de la guadaña ó las espigas de la tempestad.

Destrozado estaba ya el primer frente del enemigo cuando llegó Zerbino con la vanguardia del ejército cristiano. El Príncipe escocés se adelantó á sus soldados con la lanza enristrada, mientras estos avanzaban bajo sus banderas con no menor decision; hubiéraseles tomado por leones ó lobos prontos á devorar manadas de cabras ó de carneros. Cuando estuvieron cerca, aguijaron simultáneamente á sus caballos y atravesaron con la velocidad del rayo la escasa distancia que les separaba del enemigo. Trabóse entonces una lucha particular, pues los escoceses herian sin ser heridos, y los paganos caian sin resistencia, como si solo se encontrasen allí para ser degollados. Cada infiel parecia más frio que el hielo; cada escocés más ardoroso que la llama; y sobrecogidos aquellos por la irresistible fogosidad de los cristianos, creian ver en cada uno de sus contrarios un nuevo Reinaldo.

Al observar Sobrino la mortandad de los suyos, voló con sus escuadrones á socorrerlos, sin esperar las órdenes del jefe del ejército: sus guerreros eran, como él, africanos más valientes y mejor armados que los ya derrotados, aun cuando no valian mucho más que estos. Dardinel tambien hizo avanzar sus tropas, poco aguerridas y peor armadas, si bien él ostentaba un yelmo brillante, é iba cubierto con una coraza y cota de malla. Tras él siguió Isolier, cuyos soldados eran, segun creo, más animosos.

El buen Trason, duque de Marra, que asistia con entusiasmo á aquella batalla, dió la voz de ataque á sus ginetes, apenas oyó y vió avanzar á las cohortes navarras mandadas por Isolier, exhortándoles á que fuesen en su compañia en busca de eterna fama. El nuevo Duque de Albania, Ariodante, imitando á Trason, puso en movimiento sus escuadrones.

El retumbante sonido de los clarines, de los tímpanos y de otros instrumentos bélicos, unido al incesante rumor producido por los arcos, las hondas, las máquinas de guerra, las ruedas y el fragor de las armas, y sobre todo, los gritos tumultuosos, ayes y lamentos de los combatientes, que rimbombaban hasta el cielo, producian un estrépito tal, que solo era comparable al de las cataratas del Nilo, cuando las aguas al despeñarse atruenan y ensordecen las comarcas circunvecinas. La espesa lluvia de saetas que se lanzaban de uno á otro campo llegaba á oscurecer la luz del Sol. El aliento de los combatientes, el vapor desprendido del sudor de hombres y caballos y los torbellinos de polvo que levantaban, cubrian el aire de una densa niebla: tan pronto avanzaba un ejército y retrocedia el otro, como recobraba este el terreno perdido, obligando á aquel á batirse en retirada, y más de una vez sucedia que el vencedor caia muerto sobre el cadáver mismo del vencido. Donde un escuadron se detenia rendido de cansancio, le reemplazaba al momento otro que venia de refresco; el número de guerreros aumentaba progresivamente por una y otra parte, reforzándose ambas alternativamente con nuevos infantes ó ginetes: la tierra, hollada por las innumerables pisadas de los combatientes, estaba tinta en sangre; la yerba habia perdido su matiz verde, viéndose convertido en rojo, y donde antes se ostentaban ufanas las flores de color azul ó amarillo, yacian ahora en confuso monton los hacinados cadáveres de hombres y caballos.

Zerbino daba señaladas muestras de un valor superior á su juventud; y llevado de su fogosidad, mataba, heria ó destruia á los enemigos que llovian en su derredor. Ariodante se señaló tambien con admirables hazañas al frente de sus nuevos súbditos, y llenó de terror y asombro á los moros de Navarra y de Castilla. Quelindo y Mosco, hijos bastardos del difunto Calabrun, rey de Aragon, y Calamidor de Barcelona, célebre por su arrojo, se habian lanzado fuera de sus filas; y creyendo alcanzar gloria y corona, á un tiempo mismo se precipitaron sobre Zerbino con intencion de matarle, hiriéndole el caballo en un costado. Cayó muerto el noble animal traspasado por tres lanzas; pero el esforzado Zerbino se puso inmediatamente en pié, revolviéndose furioso contra sus acometedores para vengar la muerte de su caballo; y dirigiéndose primero al inexperto Mosco, á quien tenia más cerca, y que se envanecia con la esperanza de cogerle prisionero, le tiró una estocada que, atravesándole un costado, le hizo saltar de la silla pálido y yerto. Cuando Quelindo vió la desgraciada suerte de su hermano, arremetió lleno de furor á Zerbino proponiéndose derribarle; mas este se abalanzó á él, y asiendo su caballo de la brida, le hizo caer en tierra, de la que no volvió á levantarse, y le puso en estado de no comer mas paja ni cebada, pues descargó una cuchillada tan violenta, que mató con ella á un tiempo mismo al caballo y al ginete. Aterrado Calamidor por los crueles efectos del acero del Príncipe escocés, volvió la brida para huir á toda prisa; pero Zerbino le tiró un descomunal fendiente, diciéndole: «Espera, traidor, espera.» No llegó á herir el acero donde se propuso el Príncipe, pero el golpe no perdió todo su efecto; pues alcanzando á la grupa del caballo enemigo, lo desjarretó haciéndole caer. El mahometano consiguió salir de entre su derribado corcel, é intentó huir á pié; mas no pudo conseguirlo, porque llegando en aquel momento el duque Trason, le pasó por encima y le aplastó con el peso de su caballo.

Ariodante y Lurcanio corrieron á interponerse entre Zerbino y la multitud de enemigos que le rodeaba, así como otros muchos nobles y caballeros que ayudaron al Escocés á montar de nuevo á caballo. Ariodante no cesaba de esgrimir su acero, cuyos temibles efectos sintieron Artálico y Margano, y mucho más Etearco y Casimiro. Los dos primeros tuvieron que retirarse heridos; pero los otros dos quedaron tendidos en el campo. Por su parte Lurcanio daba pruebas de su fuerte brazo, hiriendo, derribando ó dispersando á los enemigos.

No creais, Señor, que en el resto de la llanura fuese la pelea menos encarnizada que á orillas del rio, ni que el cuerpo de ejército que iba al mando del buen duque de Lancaster permaneciera ocioso á retaguardia. Este atacó á los moros de España, y por una y otra parte desplegaron igual valor los respectivos jefes, infantes y ginetes. Iban en las primeras filas Oldrado, duque de Glocester, y Fieramonte, duque de Yorck, y con ellos Ricardo, conde de Warvik y el audaz Enrique, duque de Clarence. Frente á ellos tenian á Malatista, rey de Almería, Folicon, de Granada, y Baricondo, de Mallorca, con todas sus tropas. Por algun tiempo estuvo indecisa la victoria, pues no se notaba ventaja apreciable en unos ni otros. Cristianos y sarracenos atacaban ó retrocedian, asemejándose á las espigas impelidas por los vientos de Mayo, ó á las agitadas olas junto á la playa, que vienen y van incesantemente. Cuando se cansó la suerte de jugar con ambos ejércitos, abandonó de pronto á los sarracenos. A un tiempo mismo el duque de Glocester arrancó de la silla á Malatista; Fieramonte hirió en un hombro á Folicon y le derribó, cayendo uno y otro infiel prisioneros en poder de los ingleses; y Baricondo quedó sin vida á manos del duque de Clarence.

Estas pérdidas aterraron tanto á los paganos é infundieron á los cristianos tal ardor, que aquellos no hacian ya más que batirse en retirada, desordenarse y emprender la fuga, mientras estos avanzaban contínuamente, ganaban poco á poco terreno y hostigaban y perseguian á los moros; y á no ser por la llegada de nuevos refuerzos, los sarracenos hubieran perdido por aquel lado la batalla. Pero Ferragús, que no se habia separado hasta entonces del lado del rey Marsilio, cuando vió su enseña fugitiva y medio exterminado su ejército, espoleó á su corcel y lo lanzó en lo más récio de la pelea, llegando en el momento en que caia en tierra Olimpio de la Sierra con la cabeza hendida por una cuchillada. Era este un jovencillo, que con las dulces endechas que solia cantar al armonioso son de una cítara, era capaz era ablandar cualquier corazon, aun cuando fuese más duro que una peña. ¡Dichoso él si hubiera sabido contentarse con tal arte, y hubiese arrojado léjos de sí el escudo, el arco, la aljaba, la lanza y la cimitarra, que le hicieron perecer en Francia en la flor de su edad! Cuando Ferragús, que le amaba cariñosamente, le vió caer, sintió un dolor tan profundo cual no se lo causó la muerte de otros mil y mil que habian perecido antes, y arremetió con tal furor al que lo inmolara, que de un solo tajo le dividió el yelmo, la frente, el rostro y el pecho, tendiéndole muerto á sus piés. No paró aquí, sino que esgrimiendo su acero, lleno de vengativa saña, empezó á romper cascos y corazas, á cortar brazos y cabezas y á causar por do quiera un grande estrago, logrando contener por aquel lado la derrota de sus huestes, y reanimar el valor de los musulmanes, que huian aterrados, rotos y destrozados sin órden ni concierto.

El rey Agramante, deseoso de matar gente y de singularizar su valor, acudió tambien á tomar parte en aquella pelea, seguido de Baliverso, Farurante, Prusion, Soridano y Bambirago, así como de una muchedumbre de infieles tan innumerable, que con su sangre llegaria á formarse un lago, siendo más difícil contarlos que enumerar las hojas arrancadas de los árboles por los vientos del otoño. Habiendo retirado Agramante del asalto un gran número de infantes y ginetes, ordenó que fueran á las órdenes del Rey de Fez á dar la vuelta hasta colocarse á retaguardia del campamento, para defenderlo del ataque con que le amenazaban los irlandeses, cuyos escuadrones avanzaban precipitadamente, despues de dar largos rodeos, con la intencion de apoderarse de las tiendas de campaña de los sarracenos. El Rey de Fez cumplió aquella órden sobre la marcha, conociendo que cualquier demora podia serles funesta.

Entre tanto reunió Agramante el resto de su ejército; lo dividió en dos partes, y mandó que una de ellas corriera á la llanura, donde se habia trabado la batalla: él, con la otra, se dirigió hacia la orilla del rio, por creer que era allí más necesaria su presencia, pues se habia presentado un mensajero del rey Sobrino pidiendo refuerzos hácia aquel lado. Agramante llevaba consigo, formando un solo cuerpo, más de la mitad de su ejército; y asustados los escoceses al oir el confuso rumor que producian conforme iban acercándose, se sobrecogieron de tal modo, que perdiendo todo sentimiento de honor, empezaron á cejar y á desbandarse. Zerbino, Lurcanio y Ariodante quedaron solos haciendo frente á los enemigos, é indudablemente habria perecido el primero, que estaba desmontado, si no acudiese oportunamente Reinaldo en su socorro. Hasta entonces habia estado el Paladin combatiendo en otra parte, y poniendo en vergonzosa fuga más de cien banderas; pero avisado del gran peligro que corria Zerbino, á quien sus tropas habian abandonado á pié entre la gente mahometana, volvió riendas y se lanzó al encuentro de los escoceses que huian desatentados.

—¿A dónde vais? les gritó deteniéndose. ¿Por qué os veo cometer una bajeza tan afrentosa, como es la de abandonar el campo á tan vil canalla? ¿Son esos los trofeos con que pretendeis adornar vuestras iglesias? ¡Oh! ¡Qué gloria, qué fama alcanzareis, abandonando al hijo de vuestro Rey á pié y solo!

Dichas estas palabras, se apoderó de una lanza que tenia uno de sus escuderos y viendo cerca á Prusion, rey de los alvaraches, cayó furioso sobre el, y de un bote le arrancó de la silla, dejándole sin vida: en seguida derribó muertos á Agricalte y Bambirago; hirió gravemente á Soridano, y le hubiera arrancado la existencia como á los otros, á no habérsele hecho pedazos la lanza. Rota esta, sacó á relucir á Fusberta, y tiró una estocada á Serpentin, el de la Estrella, cuyas armas estaban encantadas; pero no pudieron impedir que cayese del caballo sin sentido ante la violencia del golpe. De este modo fué haciendo en torno del jefe de los escocesas ancha plaza, de suerte que este pudo montar libremente en uno de los caballos que por allí vagaban sin ginete; y á tiempo cabalgó, pues si hubiese tardado un poco más, no lo habria conseguido, porque simultáneamente llegaron Agramante, Dardinelo, Sobrino y el rey Balastro; pero Zerbino, que habia montado en ocasion oportuna, empezó á repartir mandobles á diestro y siniestro, enviando á los mas osados al Infierno para que diesen noticias del modo de vivir de los mortales.

El buen Reinaldo, que se dedicaba con preferencia á luchar con los enemigos que más daño hacian en las filas de los cristianos, dirigió sus golpes contra el rey Agramante, que le parecia demasiado audaz y valiente, pues él solo causaba más estrago que mil moros juntos; y precipitándose sobre él con su Bayardo, de un solo revés le echó á rodar con su caballo.

Mientras fuera de la ciudad combatian los dos ejércitos con tanta crueldad, odio, rabia y furor, Rodomonte continuaba dentro de París causando numerosas víctimas, é incendiando casas, palacios y templos. Ocupado Cárlos en combatir en otra parte, no podia ver ni sospechar siquiera las crueldades del sarraceno: estaba dando entrada en la ciudad á Odoardo y Arimano con sus huestes británicas, cuando se le presentó un escudero, tan pálido, tembloroso y desalentado, que apenas podia articular una palabra:

—¡Ay de mí, Señor, ay de mí! exclamó muchas veces antes de dar principio á su relato: ha llegado el dia en que el romano Imperio caerá sepultado entre sus ruinas. Cristo ha abandonado hoy á su pueblo! hoy ha caido el Demonio desde el cielo, para no dejar un habitante en esta ciudad ¡Satanás, el mismo Satanás, porque no puede ser otro, está destruyendo y convirtiendo en ruinas esta ciudad infeliz! Vuélvete, y mira la densa humareda que despiden esas llamas devoradoras; escucha los lamentos que hasta el cielo llegan, y sirvan de fé á lo que dice tu siervo. Un hombre solo es el que destruyo á sangre y fuego este hermoso país, y su solo aspecto basta para que todo el mundo huya precipitadamente.

Al tener noticia de tamañas calamidades, quedóse Cárlos como el que oye el tumulto y las campanas tocando á rebato antes de ver el fuego, que es el único en ignorar, cuando precisamente á él es á quien más de cerca le toca y más directamente le perjudica; y conociendo el monarca inmediatamente toda la extension del daño, dirigió sus más valientes guerreros hácia donde oia más estrépito y más lamentos. Hizo que le siguiera una gran parte de sus paladines y sus mejores soldados, y llevó su enseña hasta la plaza, en donde Rodomonte se encontraba. El Emperador pudo ver entonces las horribles huellas de la crueldad del sarraceno, y el suelo sembrado de miembros humanos. Pero basta ya; el que desee escuchar el fin de esta interesante historia, tómese la molestia de volver otra vez.

Canto XVII

Carlomagno se dirige con sus guerreros á contener á Rodomonte.—Grifon se presenta en el torneo dispuesto por Norandino y lleva á cabo señaladas proezas.—Martan esquiva el combate y demuestra su extraordinaria cobardía; despues, para avergonzar á Grifon, le roba las armas, y presentándose al Rey cubierto con ellas, es muy honrado por él.—Grifon, tenido por Martan, sufre los denuestos del pueblo.

Cuando nuestros pecados han traspasado los límites de perdon, el Supremo Hacedor, demostrándonos que su justicia es igual á su piedad, permite que ocupen los tronos de la tierra tiranos feroces, mónstruos humanos, á quienes concede la fuerza y el ingenio necesarios para oprimir terriblemente á sus pueblos. Por esta razon envió al mundo á Mario y Sila, á los dos Nerones, al furibundo Cayo, á Domiciano y al último Antonino: por esto sacó de entre la hez del populacho á Maximino, exaltándole al solio imperial; hizo nacer en Tebas á Creonte; entregó al pueblo agilino en manos de Mezencio, que regó con sangre humana los campos de su país, y en tiempos menos remotos consintió que los lombardos, los hunos y los godos saqueasen la Italia entera. Y ¿qué diré de Atila? ¿qué del inícuo Eccelino de Romano? ¿qué de otros ciento, á quienes Dios envia, cansado de vernos siempre por el camino del mal, para oprimirnos y castigarnos? Pero, sin necesidad de evocar los recuerdos de los tiempos antiguos, ejemplos harto patentes tenemos en el nuestro de los efectos de la cólera divina, cuando nos ha dado, á nosotros, rebaños inútiles y malnacidos, famélicos lobos por guardianes, los cuales, como si su vientre no bastara á contener tanto alimento ó sí no tuvieran el hambre necesaria, llaman para devorarnos á otros lobos ultramontanos más hambrientos que ellos. Los huesos que yacen insepultos á las orillas del Trasimeno, en Cannas y en Trebbia son pocos en comparacion de los que hoy sirven de abono á los campos por donde pasa el Adda, el Mella, el Ronco y el Tarro. Dios, pues, consiente que seamos castigados por pueblos mucho peores quizás que nosotros, á causa de nuestros multiplicados é infinitos crímenes, y de nuestros errores oprobiosos. Tiempo llegará, sin embargo, en que á nuestra vez vayamos á saquear sus costas, si por ventura somos mejores, y cuando sus pecados lleguen á un punto tal que exciten el enojo do la Bondad eterna.

Los excesos de los cristianos debian haber turbado entonces la serena Frente de Dios, cuando hizo pesar su venganza sobre aquellas comarcas, por donde el Turco y el Moro llevaban la vergüenza, la violacion, la rapiña y la matanza; pero los males que causaba el feroz Rodomonte eran los mayores de todos.

Dije que Cárlos, avisado de los estragos ocasionados por el sarraceno, se dirigia á la plaza en su busca. A su paso encontró numerosos cadáveres de sus súbditos, los palacios incendiados, derruidos los templos, y asolada gran parte de la ciudad: jamás habia presenciado tan desastroso espectáculo.

—¿Adónde huís, exclamó, espantadas turbas? ¿No hay uno solo de entre vosotros que haga frente á la desgracia? ¿Qué ciudad, qué asilo os quedará cuando tan vilmente perdais este? ¡Es decir, que un solo hombre, encerrado en vuestra ciudad y rodeado de murallas que imposibilitan su fuga, logrará retirarse impunemente despues de haberos degollado á todos!

Así decia Cárlos que, encendido en ira, no podia sufrir tanto baldon, mientras llegaba delante de su alcázar, donde vió al pagano esterminando á sus gentes. Una gran parte del populacho se habia refugiado en él con la esperanza de encontrar socorro; porque el palacio estaba provisto de fuertes muros y de municiones suficientes para defenderle largo tiempo.

Rodomonte, ébrio de ira y de orgullo, dominaba solo en la gran plaza, y despreciando al universo entero, esgrimia con una mano su formidable espada, mientras con la otra continuaba aplicando el fuego á los edificios: despues se dirigió al alcázar real, palacio elevado y suntuoso, y empezó á descargar tremendos golpes en sus puertas. Los sitiados hacian llover sobre él desdo las murallas pedazos de pared y almenas enteras, y se defendian hasta morir. No reparaban en destruir los techos del edificio, y del mismo modo arrojaban piedras y maderas, que las lápidas, las columnas y los ricos artesanados tan queridos de sus antecesores.

El rey de Argel continuaba en la puerta, cubierto con su brillante armadura de acero: que le defendia todo el cuerpo, semejante á la serpiente que, saliendo de la oscuridad, despues de haber mudado su antigua piel, y envanecida por la nueva, se siente rejuvenecida y con más vigor que nunca, y vibrando su triple dardo y lanzando fuego por los ojos, extermina á cuantos animales encuentra á su paso. Ni las piedras, ni las almenas, vigas, arcos ó flechas, ni cuanto caia sobre el sarraceno era bastante á cansar su sanguinaria diestra, ni á impedir que siguiera sacudiendo y haciendo poco á poco pedazos la gran puerta del alcázar, en la cual abrió tantos boquetes que fácilmente podia ser visto y ver á su vez á cuantos llenaban el patio principal, en cuyos semblantes se pintaba la palidez de la muerte. Oianse resonar gritos y lamentos femeniles bajo aquellas elevadas y espaciosas bóvedas; las mujeres desconsoladas iban corriendo de uno á otro lado del edificio, pálidas y afligidas, y despidiéndose de todos los aposentos y de sus lechos nupciales, que pronto tendrian que abandonar á gentes extrañas.

A tan apurado trance llegaban las cosas, cuando se presentó el Rey acompañado de sus guerreros. Contempló Carlos sus robustas manos, tan prontas otras veces á acudir donde la necesidad las llamaba, y les dijo:

—¿No sois vosotros aquellos que lucharon conmigo en Aspromonte contra Agolante? Se habrá debilitado tanto vuestro vigor que, á pesar de haber dado entonces muerte á aquel rey, á Trojano, á Almonte y á cien mil guerreros más, temereis hoy á un solo hombre de su misma raza, y hasta de su mismo ejército? ¿Por qué he de veros ahora menos animosos de lo que entonces lo fuísteis? Mostrad vuestro heroismo á ese perro que á tantos hombres devora. Un corazon generoso no hace caso de la muerte, venga tarde ó temprano, con tal que sea honrosa. Pero no; al veros colocados donde estais no puedo dudar de vosotros, que siempre me habeis dado la victoria.

Al decir estas palabras, lanzó su corcel contra el sarraceno, enristrando la lanza, y al mismo tiempo que él se precipitaron el paladin Ogiero, Namo, Olivier, Avino, Avolio, y los inseparables Oton y Berlingiero, y empezaron á descargar terribles golpes sobre el pecho, los costados y la cabeza de Rodomonte.

Mas por piedad, Señor, dejemos ya nuestro relato de ira y de muerte, y baste por ahora con lo dicho acerca de aquel sarraceno no menos valiente que cruel; que ya es tiempo de volver donde dejé á Grifon, llegado á las puertas de Damasco con la pérfida Origila, y con aquel que no era su hermano, sino su adúltero amante.

Es fama que una de las más ricas, más populosas y suntuosas ciudades de Oriente es Damasco, distante siete jornadas de Jerusalen, y situada en una llanura fértil y abundante, tan agradable en invierno como en verano. Un collado próximo la priva de los primeros rayos de la naciente aurora. Dos rios cristalinos atraviesan la ciudad y riegan una multitud de jardines constantemente esmaltados de pintadas flores y cubiertos de verdura. Es fama tambien que el agua de azahar abunda tanto en aquella poblacion, que se podria dar movimiento con ella á varios molinos; y el que va por las calles percibe su balsámico aroma que sale de todas las casas. La calle principal estaba á la sazon colgada de magníficos tapices de colores vistosos, y el suelo y las paredes de las casas cubiertos de yerbas olorosas y de verdes ramas. Cada puerta, cada ventana estaba engalanada con finísimas telas y tapices; pero mucho más aun con la presencia de bellas damas adornadas con preciadas joyas y trajes soberbios. En muchos sitios, veíase celebrar animados bailes en el interior de las casas; y en las plazas públicas el pueblo se entretenia en correr excelentes caballos, cubiertos de ricos arneses. Pero lo que sobre todo llamaba la atencion era la espléndida corte del Rey de Damasco, en donde los grandes, los nobles y los vasallos ostentaban un lujo verdaderamente oriental, deslumbrando la vista con cuantas perlas, oro y piedras preciosas pueden producir la India y las costas del mar Eritreo.

Grifon y sus compañeros iban examinándolo todo á su placer, cuando les salió al encuentro un caballero, que les invitó á apearse de los caballos, ofreciéndoles hospitalidad en su palacio: con aquella finura y cortesía proverbiales en Oriente, les proveyó de todo lo necesario, hizo que les preparáran un baño y despues les presentó con agradable solicitud una suntuosa cena. Díjoles que Norandino, rey de Damasco y de toda la Siria, habia invitado á los hijos del país y á los extranjeros que estuviesen armados caballeros para las justas que debian celebrarse en la plaza en la mañana del siguiente dia, y que si ellos tenian el valor que su talante demostraba, podrian dar pruebas de él sin necesidad de ir más adelante.

Aun cuando Grifon no habia ido allí con este objeto, aceptó, sin embargo, la invitacion; porque era de parecer que no estaba de más hacer gala del valor siempre que se presentare ocasion para ello. En consecuencia, preguntó á su huésped el motivo de aquellas fiestas, y si eran una solemnidad anual, ó bien un pretexto por medio del cual quisiera el Rey experimentar el valor de sus paladines. El caballero respondió:

—Esta es la primera fiesta que celebramos, y que deberá repetirse cada cuatro lunas. El Rey la ha instituido en memoria de que en tal dia consiguió salvar su cabeza, despues de haber permanecido cuatro meses lleno de dolor y angustia y con la muerte ante sus ojos. Mas para daros á conocer todos los pormenores de esta historia, os diré que nuestro rey, llamado Norandino, ha vivido por espacio de muchos años prendado de la donosura y sin par belleza de la hija del rey de Chipre, y que habiendo alcanzado por último su mano, regresaba directamente á Siria con su esposa y con muchas damas y caballeros. Apenas nos pusimos á toda vela fuera del puerto, y vogábamos por el borrascoso Carpatiano, cuando nos asaltó una tempestad tan cruel, que atemorizó hasta al mismo piloto, á pesar de ser un antiguo y experto marino. Durante tres dias y tres noches anduvimos errando á merced de las amenazadoras olas, hasta que al fin conseguimos desembarcar, rendidos de cansancio y empapados en agua, en una playa rodeada de praderas extensas y verdes collados. Levantamos al momento nuestras tiendas, y colocamos alegres anchos toldos entre los árboles: se encendieron hogueras, se preparó la comida, y se extendieron los manteles.

»El Rey habia ido entro tanto á recorrer los valles cercanos, y los sitios más recónditos del bosque, seguido de dos criados que llevaban su arco y sus flechas, con objeto de ver si encontraba cabras monteses, gamos ó ciervos. Mientras esperábamos, disfrutando con placer del anhelado reposo, que regresara nuestro Rey de la caza, vimos á un mónstruo terrible, al Ogro, que venia por la orilla del mar corriendo hácia nosotros. ¡Dios haga, Señor, que vuestros ojos no contemplen nunca el horroroso semblante del Ogro! Más vale tener noticia de él por lo que diga la fama, que caer en sus manos al verle. No puedo comparar á nada su corpulencia, segun lo desmesuradamente grueso que es: en lugar de ojos, tiene bajo la frente dos huesos salientes del color del hongo. Venia, como digo, hacia nosotros por la orilla del mar, y no parecia sino que se adelantase un montecillo: enseñaba dos colmillos semejantes á los del javalí; su nariz era larga y el pecho sucio, velludo y repugnante. Avanzaba corriendo con la nariz levantada á guisa de perdiguero cuando olfatea la caza, y apenas le vimos, huimos todos precipitadamente, y con el rostro desencajado, hácia donde nos encaminó el temor. De nada nos servia verle ciego; porque, olfateando no más, hacia al parecer lo que es imposible que hagan otros, provistos de vista y olfato; y tanto era así, que se necesitarian alas para huir de él. Corriamos en todas direcciones, pero nuestros esfuerzos eran inútiles, pues él aventajaba en velocidad al viento. De cuarenta personas, apenas pudieron salvarse diez, refugiándose á nado á bordo del buque: apoderóse de las restantes, y colocóse unas cuantas debajo del brazo, formando una especie de haz con ellas; llenóse con otras el seno, y metió el resto en un enorme zurron, que llevaba pendiente de los hombros, á la manera de los pastores.

»El mónstruo ciego nos llevó despues á su guarida, cavada en un peñasco próximo á la orilla del mar, cuyas paredes eran de un mármol más blanco que él papel en que no se haya escrito nunca. Habitaba allí con el una matrona, triste al parecer y dolorida, y en su compañia estaban varias damas y doncellas de todas edades y condiciones, unas lindas y otras feas. Cerca de la cueva en que habitaba el Ogro, y casi en la cima del monte, existia otra tan grande como la primera, donde encerraba sus ganados, compuestos de innumerables reses que apacentaba él mismo, así en verano como en invierno, cuidando de sacarlos al campo y volverlos á encerrar, más bien por distraccion que por necesidad. Preferia, sin embargo, alimentarse de carne humana como lo demostró antes de llegar á su antro; pues se comió, y aun creo que se tragó vivos, tres de nuestros más jóvenes compañeros.

»Dirigióse en seguida hácia la cueva del ganado, levantó una gran piedra, y nos encerró allí, despues de hacer salir sus rebaños, que condujo adonde solia apacentarlos, tañendo una zampoña que llevaba colgada al cuello.

»Nuestro Señor habia vuelto entre tanto á la playa, y conoció bien pronto su triste suerte por el silencio que en todas partes reinaba, y por no hallar á nadie en las tiendas, en los pabellones ni debajo de los toldos. No podia imaginar quién le habia dejado entregado de aquella suerte al aislamiento más completo; y lleno de temor se dirigió á la orilla del mar, desde donde vió á sus marineros levar las anclas y desplegar las velas. Apenas le divisaron ellos en la playa, se apresuraron á enviarle un bote para trasladarle á bordo; pero en cuanto Norandino tuvo noticia de las crueldades del Ogro, sin detenerse á pensar en más, tomó el partido de ir á buscarlo donde se encontrara, manifestándose tan desconsolado por la pérdida de su Lucina, que juró rescatarla ó perecer en la demanda.

»Púsose, pues, á caminar siguiendo las huellas recientemente impresas en la arena, con una precipitacion, hija de su ferviente amor, hasta que llegó á la cueva de que os he hablado, en la cual esperábamos todos el regreso del Ogro con el miedo mayor del mundo, creyendo, al menor rumor que escuchábamos, que se presentaba hambriento y dispuesto á devorarnos. La fortuna guió hasta allí los pasos de Norandino, pues no encontró en la cueva al Ogro; pero si á su mujer, que gritó al verle:

—»¡Huye, infeliz! ¡Desgraciado de tí si el Ogro te coje!»

—»Poco me importa, le contestó el Rey, que me coja ó no, que me salve ó me dé la muerte: nada puede aumentar ya mi desgracia. He llegado hasta aquí, no por haber errado el camino, sino llevado en alas del deseo de morir junto á mi esposa.»

»Despues siguió pidiéndole noticias de los cogidos en la playa por el Ogro, y se informó sobre todo de si habia dado muerte á su bella Lucina ó la retenia cautiva. La mujer del mónstruo le contestó con mucha humanidad, y le tranquilizó diciéndole que Lucina vivia, y que no tuviese cuidado alguno con respecto á su vida, porque el Ogro no devoraba nunca á las mujeres.

—»Una prueba de ello la tienes en mí, añadió, y en todas estas damas que me rodean; jamás nos ha causado ni nos causará el Ogro el menor daño, mientras no nos separemos de esta cueva; pero á la que intenta huir le cuesta caro, pues desoyendo toda clase de súplicas, la entierra viva, la carga de cadenas ó la expone desnuda sobre la playa á los ardientes rayos del Sol. Cuando ha traido hoy aquí á tus compañeros, no se ha cuidado de hacer su acostumbrada separacion entre los hombres y las mujeres, sino que los hizo entrar todos revueltos en confuso monton. Apenas vuelva conocerá por el olfato la diferencia de sexos: las mujeres no deberán temer nada; pero los hombres serán positivamente inmolados; y de cuatro en cuatro, ó de seis en seis, servirán diariamente de pasto á su voracidad. No se me ocurre nada que aconsejarte para que libertes á Lucina: así pues, debes darte por satisfecho con saber que su vida no corre peligro, y que participará de nuestra próspera ó adversa fortuna; pero vete, por Dios, vete, hijo mio, antes que el Ogro te huela y te devore: en cuanto llega, se pone á olfatear por todas partes, y descubriria hasta el raton más pequeño que aquí hubiese.»

»El Rey contestó que no se marcharia sin ver á Lucina, y que preferia morir cuanto antes á su lado, á vivir léjos de ella. Cuando la mujer del Ogro conoció que era en vano todo su empeño para disuadirle del propósito que tan resueltamente habia formado, ideó un nuevo medio para ayudarle, y lo puso inmediatamente por obra. Del techo de la cueva pendian las pieles, colgadas en distintas épocas de los cabritos, cabras y corderos que servian de alimento al Ogro y á sus cautivas: la mujer de este hizo que el Rey se untara de piés á cabeza con la grasa de un gran macho cabrio hasta que su olor hiciera desaparecer el del cuerpo humano, y cuando le pareció que Norandino despedia aquella fetidez que notamos siempre en dichos animales, cogió la piel del mismo y le envolvió con ella pues era bastante grande para el objeto. Una vez cubierto con tan extraño disfraz, le hizo andar á cuatro piés y le condujo á la cueva cerrada por una piedra enorme donde, privada de libertad, yacia su bella esposa.

»Consintió Norandino en todo; colocóse cerca de la abertura con la esperanza de poderse mezclar entre el rebaño, y estuvo aguardando con ansiedad hasta la caida de la tarde. Al anochecer oyó los acordes de la zampoña con que el terrible pastor, yendo en pos de su rebaño, le ordenaba que abandonase la húmeda yerba para regresar á la cueva. Ya podeis pensar cuál seria su espanto al notar la aproximacion del Ogro, y mucho más cuando vió, lleno de horror, su feroz aspecto al llegar á la boca de la cueva; pero el amor pudo más que el miedo, por lo cual fácil os será comprender si el cariño de Norandino era fingido ó sincero. Adelantóse el Ogro, levantó la piedra y dejó espedita la entrada, por la que pasó el Rey confundido entre las cabras y las ovejas.

»Cuando tuvo encerrado su rebaño, bajó el Ogro adonde estábamos, cuidando antes de cerrar la entrada. Fué olfateándonos á todos, y por fin cogió dos de mis compañeros, con cuyas carnes crudas quiso regalarse para cenar. El solo recuerdo de aquellas espantosas quijadas hiela la sangre en mis venas y me inunda de sudor el rostro. Apenas se marchó el Ogro, arrojó el Rey la piel que le encubria, y abrazó á su esposa; pero esta, en lugar de entregarse á la alegría, se desesperó al ver á su esposo, precisamente en el sitio donde le esperaba una muerte cierta, sin que esto pudiera servir para salvarle á ella la vida.

—«¡Ah! señor, le dijo: en medio de mi triste suerte, me consolaba la idea de que no estabas con nosotros cuando el Ogro nos trajo hoy aquí; pues aun cuando me era acerbo y duro el encontrarme al borde del sepulcro, tan solo habria tenido que llorar mi futura desgracia; pero ahora lamentaré tu muerte más que la mia, ya seas sacrificado antes ó despues que yo.»

»Y continuó mostrando más afliccion por la suerte de Norandino que por la suya propia.

El Rey le contestó:

—«La esperanza que abrigo de salvarte, así como á todos nuestros compañeros, me ha hecho venir hasta aquí: si no consigo realizar este propósito, venga en buen hora la muerte; pues que sin tí, sol de mi vida, me es imposible vivir. Podre marcharme del mismo modo que he venido; pero bajo la condicion de que todos habeis de seguirme, si no teneis reparo, como no lo he tenido yo, en despedir el olor de un animal inmundo.

»Nos explicó entonces el ardid que le habia enseñado la mujer del Ogro para engañar el olfato del mónstruo, aconsejándonos que nos cubriéramos con pieles, por si se le ocurria palparnos al salir de la cueva. Persuadidos de la excelencia de semejante estratagema, degollamos todos los machos cabríos que encontramos, prefiriendo los más viejos y los más fétidos del rebaño. Nos untamos el cuerpo con aquella grasa abundante que tienen en rededor de los intestinos y nos cubrimos con sus pieles.

»Salió entre tanto el dia de su áureo palacio, y apenas apareció el primer rayo del Sol, dirigióse el pastor á la cueva, llamando á sus rebaños al pasto acostumbrado por medio de los sonidos de su instrumento pastoril. Tenia las manos extendidas hácia la boca de la cueva, á fin de que no nos escapásemos entre el rebaño; nos cogia al atravesarla, y cuando se aseguraba de que lo que tocaba era pelo ó lana, nos dejaba pasar. Hombres y mujeres salimos por camino tan raro, revestidos de nuestras estiradas pieles; y el Ogro no detuvo á nadie hasta que se presentó Lucina, temblando de miedo. Bien fuese porque dándole asco aquella grasa, no quiso untarse como nosotros, ó porque sus movimientos fueran más pausados y suaves que los del animal á quien debia imitar, ó tambien porque cuando el Ogro la tocó dejara escapar un grito de pavor, ó porque se le destrenzaran los cabellos; ya fuese en fin por otra causa que ignoro, el caso es que el mónstruo la conoció.

»Estábamos todos tan ocupados en nuestra propia salvacion, que en ninguna otra cosa reparábamos; sin embargo, yo me volví al oir el grito lanzado por Lucina, y ví al Ogro quitándole la piel, y repeliéndola al interior de la cueva. Seguimos, no obstante, caminando encorvados bajo nuestro disfraz, y fuímos mezclados con el rebaño á una pradera amena, situada entre verdes collados, adonde nos condujo el pastor. Estuvimos allí esperando hasta que el narigudo Ogro se hubo echado á dormir á la sombra de una espesa enramada, y entonces huimos unos hácia el mar y otros hácia las montañas. Solo Norandino se opuso á seguirnos; pues llevado de la extremada pasion que sentia por su esposa, se empeñó en volver á la gruta entre el ganado, más resuelto que nunca á morir ó á rescatar á su fiel compañera. Cuando vió al salir del encierro, que quedaba ella sola en su cautividad, estuvo á punto de arrojarse espontáneamente en la boca del Ogro, enloquecido por su desesperacion, y se dirigió á él con tal intento, faltando muy poco para verse triturado por los colmillos del mónstruo; pero le contuvo la esperanza, aunque lijera, de sacarla de nuevo de aquella hórrida mansion.

»Cuando el Ogro volvió por la noche á la cueva con sus ganados, y advirtió nuestra fuga que le privaba de su apetitosa cena, llamó á Lucina, causa de aquel perjuicio, y la condenó á permanecer encadenada á la intemperie sobre la cima de aquel peñasco. Norandino era testigo de los padecimientos de su amante esposa y se desesperaba por no poder proporcionarle la libertad aun á costa de su vida. El infeliz amante tenia ocasion de presenciar por mañana y tarde la afliccion y el llanto de Lucina, cada vez que, mezclado entre las cabras, iba al campo ó regresaba á la gruta; y ella le suplicaba siempre con señas que no continuara por más tiempo allí, donde su vida estaba en un continuo peligro, sin que pudiera prestarle el menor auxilio. La mujer del Ogro suplicaba tambien al Rey que se escapara, pero inútilmente, porque él continuaba negándose con insistente tenacidad á marcharse sin su esposa, creciendo su constancia más y más.

»Permaneció sumido en tanta abyeccion, incitado por el amor y la piedad, durante largos dias, hasta el momento en que llegaron á aquella roca el rey Gradaso y el hijo de Agrican, los cuales hicieron tanto con su audacia, que pusieron en libertad á la bella Lucina, si bien les ayudó la suerte más que su ingenio; y la llevaron corriendo hácia el mar; donde la entregaron á su padre, que allí la esperaba. Esta humanitaria cuanto arriesgada empresa se efectuó en las primeras horas de la mañana, mientras Norandino estaba todavia encerrado en la cueva con el ganado. Pero en cuanto se alzó del todo el velo que ocultaba el dia, y la mujer del Ogro le anunció la feliz evasion de su esposa y el modo cómo esta se habia llevado á cabo, dió á Dios fervorosas gracias, y concibió la esperanza de recobrarla, ya que estaba libre de tan miserable suerte, con la ayuda de su espada, de sus ruegos y de sus tesoros. Lleno de alegría siguió con el rebaño hasta la pradera, y esperó á que el mónstruo se tendiera sobre la yerba para entregarse al sueño; despues huyó caminando dia y noche, y cuando estuvo seguro de que el Ogro no podria darle alcance, se embarcó en Satalia y hará unos tres meses que ha llegado á Siria.

»El Rey ha hecho buscar á la hermosa Lucina por Rodas, por Chipre, por todas las ciudades y castillos de África, de Turquía y de Egipto, y hasta antes de ayer no ha podido tener la menor noticia de ella. Por fin, su suegro le ha hecho saber que acaba de llegar con ella, sana y salva, á Nicosia, despues de haber sufrido por espacio de muchos dias continuas tempestades. En celebridad y contento por tan buena noticia, prepara nuestro Rey esta espléndida fiesta, y quiere que cada cuatro lunas se haga otra igual, por serle agradable conmemorar los cuatro meses que pasó bajo la piel de un macho cabrio entre los rebaños del Ogro, de cuyo miserable género de vida se vió libre en tal dia como el de mañana.

»He sido testigo ocular de la mayor parte de cuanto os he referido: el resto lo sé por quien lo ha presenciado todo; en una palabra, por el mismo Rey, que calendas é idus permaneció allí, hasta que recobró su alegría. Si alguno niega estos pormenores, podreis decirle que está mal informado.»

En tales términos narró aquel caballero á Grifon el fundado motivo de aquella fiesta.

Embebidos con tal relato pasaron gran parte de la noche, y todos convinieron en que el Rey habia dado grandes pruebas de un amor inmenso y de una piedad sin límites. Cuando se levantaron de la mesa, pasaron á descansar en cómodos y mullidos lechos, hasta que al despuntar la aurora, serena y radiante, interrumpieron su sueño los gritos de alegría del pueblo.

Los sonidos de los clarines y atabales que recorrian las calles, convocaban á los habitantes á la plaza principal de la ciudad. Luego que Grifon oyó el ruido producido en la calle por los caballos, los carros y los mil discordantes gritos, se vistió aquella magnífica armadura, tan perfecta como no se hallaria fácilmente otra, pues la Hada blanca la templó por sí misma, haciéndola impenetrable y encantada. El vil caballero de Antioquía armóse tambien y acudió al lado de Grifon. El huésped les habia ya preparado fuertes lanzas provistas de gruesas astas, é hizo que los acompañaran algunos de sus más próximos parientes, saliendo él tambien con ellos, rodeado de numerosos escuderos de á pié y de á caballo.

Llegaron á la plaza y se mantuvieron apartados, cuidándose menos de lucir su gallardía en el terreno de la liza, que de contemplar cómo iban acudiendo uno á uno, dos á dos, tres á tres, los marciales campeones, prontos á tomar parte en las justas. Los unos indicaban en sus empresas por medio de colores artísticamente combinados, la alegría ó el quebranto que les hacian sentir sus amadas; los otros anunciaban sus triunfos ó sus reveses amorosos en los emblemas de los cascos ó de los escudos. En aquel tiempo acostumbraban los sirios armarse á semejanza de los guerreros de Occidente, cuyo uso habian adquirido probablemente de su frecuente roce con los franceses, que entonces poseian los sagrados lugares que Dios omnipotente habitó en carne mortal, y que hoy los cristianos, tan orgullosos como desgraciados, dejan en poder de los perros infieles, para su eterno baldon. En lugar de enristrar nuestras lanzas en defensa y acrecentamiento de la Santa Fé, las volvemos contra nosotros mismos, destruyendo á los ya escasos creyentes verdaderos. ¡Oh españoles, franceses, alemanes y suizos! encaminad vuestro valor y vuestros esfuerzos á más dignas conquistas, porque cuanto aquí buscais, pertenece ya á Cristo. Si los unos quereis ser llamados Católicos, y Cristianísimos los otros, ¿por qué matais á los hijos de Jesucristo? ¿Por qué les despojais de sus bienes? ¿Por qué no reconquistais á Jerusalen, que os ha sido arrebatada por los renegados? ¿Por qué consentis que el aborrecido turco sea dueño de Constantinopla y de la mejor parte del mundo?—¿No tienes, oh España, próxima á tí esa África, que te ha ofendido mucho más que esta Italia? ¡Y por asolar este país desgraciado, abandonas tu primera al par que hermosa empresa!—¡Y tú, embriagada Italia, sentina de todos los vicios, tú duermes tranquila, sin avengonzarte de ser alternativamente la esclava de aquellas naciones de quienes fuiste en otro tiempo señora!—¡Oh Suizos! Si el temor de morir de hambre en vuestras madrigueras os lanza sobre la Lombardia, y buscais entre nosotros quien os dé pan ó quien ponga término á vuestra miseria quitándoos la vida, cerca teneis las riquezas de los turcos; arrojadles de Europa, ó por lo menos de Grecia, y así podreis salir de vuestro continuo ayuno ó morir más gloriosamente en aquellos paises.—Lo que os digo á vosotros, se lo repito á vuestros vecinos los alemanes: allí están las riquezas que Constantino sacó de Roma, llevándose las mejores y regalando las restantes. No se bailan tan distantes, como querais emprender el camino, el Pactolo y el Hermus, de donde se extrae el oro; la Migdonia y la Lidia, y aquellas comarcas deliciosas tan celebradas en la Historia.—Y tú, gran Leon, á quien hace inclinar la frente el grave peso de las llaves del cielo, no dejes que la Italia continúe entregada á su pesado sueño, ya que la tienes cojida por los cabellos. Tú eres Pastor, y Dios te ha confiado el báculo, dándote al mismo tiempo un nombre temible, para que rujas, y para que, extendiendo los brazos, protejas á tus rebaños de los ataques de los lobos.

Pero ¿á dónde he ido á parar en alas de mi fantasia, que, pasando de una cosa á otra, me encuentro tan distante del camino que venia siguiendo? No creo, sin embargo, haberlo perdido hasta el punto de no saber encontrarlo. Decia que en Siria acostumbraban armarse como los franceses, y que la plaza principal de Damasco resplandecia con el brillo de los cascos y corazas. Las hermosas damas echaban desde los balcones flores encarnadas y amarillas sobre los campeones, mientras que al sonido de los clarines lucian estos su destreza, haciendo caracolear y encabritarse á sus corceles. Cada cual, fuese buen ó mal ginete, procuraba llamar la atencion, y espoleaba ó castigaba á su caballo; unos merecian vítores y aplausos; y otros excitaban las risas y la rechifla de los espectadores. El premio del torneo consistia en una armadura que habian regalado al Rey pocos dias antes, la cual se encontró casualmente en el camino un mercader, cuando regresaba de Armenia. El Rey añadió á dicha armadura una sobrevesta de un tejido finísimo, adornándola con tantas perlas, oro y piedras preciosas que su valor era inmenso. Si el Rey hubiese conocido la calidad de aquella armadura, la habria preferido á todas las que poseia, y á pesar de su generosidad y cortesía, no la hubiera ofrecido como premio al vencedor. Como seria prolijo referir quién la habia despreciado hasta el punto de dejarla abandonada en un camino á merced del primero que pasara, lo diferiré para ocasion más oportuna, y me ocuparé de Grifon.

Cuando llegó este á la plaza, ya se habian roto más de dos lanzas y cambiado algunos tajos y estocadas. Ocho caballeros de los más adictos al Rey, que les distinguia con su aprecio, jóvenes, diestros en el manejo de las armas, y todos ellos jefes ó descendientes de familias ilustres, eran los mantenedores del torneo: como tales se hallaban dispuestos á combatir durante aquel dia, uno á uno, contra todo el que se presentase, primeramente con lanza y despues con espada y maza, hasta que al Rey le pluguiera suspender la lucha. Gran destrozo se hacia de corazas; pues allí lidiaban por diversion los caballeros cual si fueran enemigos capitales, en la única diferencia de que el Rey podia separarlos cuando quisiese.

El caballero de Antioquía, el cobarde Martan, hombre sin fé, entró audazmente en la liza como si la sola compañía de Grifon le hiciera partícipe de su valor, y quedóse á un lado esperando que terminase un empeñado combate trabado entre dos caballeros. El señor de Seleucia, uno de los ocho mantenedores, estaba entonces peleando con Ombruno, y le dió en el rostro tan violenta estocada, que le mató en el acto con gran pesar de los circunstantes, que le apreciaban por su caballerosidad y por su cortesía, en que no le igualaba ningun guerrero de aquel país. Al ver Martan aquel espectáculo, tuvo miedo de que á él pudiera sucederle otro tanto; y volviendo á su cobardía acostumbrada, empezó á buscar un pretexto para huir. Grifon, que estaba á su lado y le miraba atentamente, le hizo algunas observaciones, y en vista de su ineficacia, le obligó á salir contra otro mantenedor que habia avanzado hasta el medio de la plaza, como sale el perro persiguiendo al lobo; que corriendo tras él diez ó veinte pasos, se detiene y contempla ladrando cómo rechina su enemigo los amenazadores colmillos y el fuego sombrío que arde en sus ojos; pero sin tener en cuenta que se hallaba un presencia de tantos príncipes, de gente tan escogida y de tantas damas, evitó el tímido Martan el encuentro de su adversario, y volvió riendas hácia la izquierda. Hubiera podido echar la culpa á su caballo, que á no dudarlo, cargaria tranquilamente con ella; pero cuando empuñó la espada, dió tales muestras de terror y vacilacion, que ni el mismo Demóstenes hubiera podido defenderle. Sus armas parecian de papel y no de metal; esquivaba cada golpe temiendo verse herido; por último, abandonó el combate, huyendo vergonzosamente en medio de las burlonas carcajadas del pueblo. Las palmadas, los gritos y los silbidos del populacho le persiguieron mientras corria precipitadamente hácia su alojamiento, huyendo como lobo acosado por los perros.

Quedóse allí Grifon, que, lleno de vergüenza, se consideraba deshonrado por la cobardía y vilipendio de su compañero: hubiera preferido verse rodeado de llamas á encontrarse en aquel sitio. La afrenta de Martan abrasaba su corazon, y le salia al rostro, como si la hubiese él recibido, suponiendo que el pueblo le comparaba á aquel: creia por lo tanto indispensable que resplandeciera su valor en todo su brillo, ya que el más insignificante error ó la menor debilidad se exagerarian desmesuradamente en contra suya, á consecuencia de la mala impresion que pesaba en el ánimo de todos. Apoyó, pues, la lanza en el muslo, confiado en la seguridad con que manejaba las armas; lanzó su caballo á toda brida y la enristró á la mitad de la carrera, cayendo impetuosamente sobre el baron de Sidonia, á quien derribó del primer bote. Todos se pusieron en pié asombrados, pues esperaban precisamente lo contrario.

Recogió Grifon su lanza, que no se habia roto con aquel golpe, y la hizo pedazos contra el escudo del Señor de Laodicea, á quien hizo caer de espaldas sobre la grupa del caballo; pero que despues de haber oscilado tres ó cuatro veces, consiguió erguirse, empuñó la espada, revolvió el caballo, y se lanzó sobre Grifon. Sorprendido este al ver á su contrario montado todavia, y que el encuentro anterior no habia bastado para derribarle, dijo entre sí:—«Lo que no pudo la lanza lo hará la espada con cinco ó seis golpes.»—Y descargó sobre la cabeza de su adversario tal cuchillada que parecia caida de las nubes, y tras de aquella otra y otra, hasta que logró aturdirle y arrancarle de la silla.

Entre los mantenedores estaban dos hermanos de Apamea, llamados Tirso y Corimbo, que siempre habian salido vencedores en los torneos; pero ambos cayeron entonces bajo los golpes del hijo de Olivero. El uno fué al suelo del primer bote; el otro cedió á la espada de Grifon. Los espectadores estaban ya unánimes en concederle el premio de la victoria, cuando entró en la liza Salinterno, caballerizo mayor y mariscal de la corte, primer ministro del Rey y además guerrero esforzado. Juzgando vergonzoso que un campeon extranjero consiguiese el galardon ofrecido, cogió una lanza, salió al encuentro de Grifon, y le retó con altaneras amenazas; pero nuestro héroe, por toda contestacion eligió una lanza de entre otras diez que le presentaron, y á fin de no errar el golpe, la dirigió contra el escudo de su contendiente, y atravesándole este, la coraza y el pecho, hizo que penetrara el agudo hierro entre costilla y costilla, subiendo más de un palmo por la espalda. Aplaudió su caida la multitud porque para todos, excepto para el Rey, se habia hecho odioso Salinterno á causa de su avaricia.

Despues de estos, Grifon hizo medir el suelo á Ermofilo y Carmondo, ambos de Damasco: el primero era general de los ejércitos reales; el segundo gran almirante de la Siria: el uno fué lanzado de la silla al primer encuentro, y el otro cayó debajo de su corcel, que no pudo sostener la impetuosa arremetida del valiente Grifon. Quedaba todavia el Señor de Seleucia, el mejor guerrero de los ocho mantenedores, á cuyo arrogante aspecto iba unida la excelencia de sus armas y la bondad de su palafren. Uno y otro procuraron herirse en la visera del almete; pero el golpe de Grifon fué dirigido con más violencia que el del pagano, á quien hizo perder el estribo izquierdo. Ambos arrojaron los trozos de las lanzas y se atacaron con nuevo ardor espada en mano. Grifon fué el primero en asestar con la suya á su adversario un golpe, capaz de partir un yunque, haciendo volar en pedazos el escudo de hierro y hueso que aquel habia elegido entre otros mil; y á no haberle resguardado su fina y bien templada armadura, probablemente le habria atravesado el muslo. Casi al mismo tiempo descargó el Señor de Seleucia una cuchillada sobre el casco de Grifon con tal violencia, que gracias á estar encantado, como sus demás armas, no salió abierto ó roto. El pagano perdia el tiempo inútilmente, porque, á pesar de su vigoroso brazo, no conseguia atravesar aquella durísima armadura, mientras Grifon iba agujereando por muchas partes la del infiel, pues no daba golpe en vago. Todos los circunstantes conocian la ventaja que el guerrero cristiano llevaba sobre el señor de Seleucia, por lo cual estaban convencidos de que si el Rey, haciendo uso de su derecho, no los separaba, moriria el segundo á manos del primero. Norandino ordenó, pues, á su guardia que entrase en el palenque á impedir que continuase tan encarnizada pelea: hízose así, y el público aplaudió la acertada disposicion del monarca.

Los ocho mantenedores, que estaban dispuestos pocos momentos antes á medir sus armas con todos los campeones del mundo, y que, sin embargo, no habian podido resistir á uno solo, fueron saliendo del palenque uno á uno, despues de haber cumplido tan mal con su cometido. Los guerreros que habian acudido á tomar parte en la liza se retiraron tambien al ver que ya no tenian con quien pelear, por haber hecho Grifon solo lo que todos ellos debian hacer contra los ocho. Así es que aquella fiesta duró tan poco que concluyó en menos de una hora; pero Norandino, deseoso de continuarla y aun prolongarla hasta la tarde, salió de su palco, é hizo despejar el palenque; dividió luego en dos secciones su numerosa comitiva, segun el rango y las proezas de los caballeros que la componian, y dió principio á una justa nueva.

Grifon habia vuelto entre tanto á su morada, lleno de cólera y saña, más avergonzado de la afrenta que le hiciera sufrir Martan, que satisfecho del lauro alcanzado con su victoria. El villano Martan, secundado del mejor modo posible por la astuta y engañosa Origila, tenia ya preparadas mil ingeniosas mentiras para disculpar el oprobio que le rodeaba. Diera el jóven ó no crédito á su palabra, es el caso que admitió discretamente aquellas disculpas; pero dispuso por su bien que inmediatamente saliesen de la ciudad con gran sigilo, temiendo que el populacho no pudiera permanecer tranquilo si llegaba á ver á Martan. En su consecuencia, echaron á andar por calles tortuosas y solitarias, y traspusieron en breve las puertas de la ciudad.

Apenas habian andado dos millas, cuando Grifon se detuvo en una posada, bien fuese porque él ó su caballo estuviesen fatigados, ó porque le rindiera el sueño. Quitóse el yelmo y todas sus demás armas; hizo que despojasen á su caballo de la silla y de la brida, y despues se encerró solo en un cuarto, acostándose enteramente desnudo. Apenas reclinó la cabeza en la almohada, cuando se cerraron sus ojos, y le sorprendió el sueño tan profundamente como nunca pueden haber dormido los tejones ni los lirones.

Martan y Origila, retirados á un jardin contiguo, urdieron la trama más original que caber pueda en cabeza humana. Determinó el primero apoderarse del corcel y de las armas y vestiduras que se habia quitado Grifon, y regresar á Damasco para presentarse á Norandino; fingiendo ser el caballero que habia dado tantas pruebas de valor en las justas. Al proyecto siguió la ejecucion, y poniéndose la armadura, la sobrevesta, la cimera, el escudo y todas las prendas de Grifon, montó en su caballo mas blanco que la leche. Poco despues se presentó en la plaza, donde aun se hallaba reunido el pueblo, seguido de Origila y de varios escuderos, y llegó en el momento en que concluian los simulacros á espada y lanza. El Rey habia ordenado que se buscara al caballero de las blancas plumas, de blancas vestiduras y caballo blanco, deseoso de saber el nombre del vencedor. Aquel infame, que cual el asno de la fábula disfrazado con la piel del leon, se ocultaba bajo un arnés que no era el suyo, no bien supo, como esperaba, que llamaban al vencedor, se presentó á Norandino, suplantando á Grifon. El bondadoso Rey se levantó apenas le vió ante sí, le besó, le estrechó entre sus brazos, y lo colocó á su lado: no pareciéndole suficientes sus alabanzas particulares, y queriendo que su valor llegase á noticia de todos, le hizo proclamar, al sonido de los clarines, como el vencedor del torneo de aquel dia. El nombre indigno de Martan, pronunciado en alta voz, recorrió velozmente todos los ámbitos de la plaza. Norandino quiso que fuera cabalgando á su lado en el tránsito al palacio, y le agasajó tanto y de tan diferentes modos, que tal vez hubiera prodigado menos honores al mismo Hércules ó á Marte. Designóle un magnífico y suntuoso aposento en su regio alcázar, y al mismo tiempo hizo prodigar grandes honores á Origila, á cuyo servicio puso los más nobles caballeros y donceles de su servidumbre.

Mas tiempo es ya de que volvamos al confiado Grifon, que léjos de sospechar el menor engaño por parte de sus compañeros ni de otro cualquiera, se habia dormido, y no despertó hasta la tarde. Así que se hubo levantado y conoció que el Sol iba á terminar su carrera, pasó presuroso de su cuarto al en que habia dejado á su falso cuñado con la artera Origila; pero como no los encontrara en él y observara que no estaban allí sus ropas ni sus armas, concibió algunas sospechas, que se confirmaron al ver las de Martan en vez de sus vestiduras. Interrogado el huésped por Grifon, le manifestó que hacia ya rato que el caballero de las blancas armas habia regresado á la ciudad en compañía de la dama y de sus escuderos. Poco á poco fué cayendo el velo que Amor habia corrido hasta aquel dia sobre sus ojos, y se convenció, con gran dolor, de que Martan era, no el hermano de Origila, sino su adúltero amante. Entonces empezó á lamentarse, aunque en vano, de su insensatez, y de que, habiendo sabido la verdad por boca del peregrino, fué tan necio que dió crédito á las palabras de la que tantas veces le habia engañado.

Cuando habia podido vengarse, no supo aprovechar la oportunidad: pero á la sazon se decidió á castigar á su fugitivo rival, aun cuando para ello se vió obligado, por su mal, á hacer uso de las armas y del caballo de aquel infame. Mejor hubiera hecho en marchar desnudo que en vestirse la indigna coraza, embrazar el abominable escudo y poner en el yelmo la enseña escarnecida de Martan; pero el rabioso deseo que sentia de perseguir á la meretriz y á su cómplice, no le dió lugar á reflexionar.

Llegó á las puertas de Damasco cuando apenas quedaba una hora de dia. No léjos de la puerta hácia la que se adelantaba Grifon, elevábase á la izquierda un espléndido castillo, más adornado, bello y cómodo que fuerte y á propósito para la guerra. El Rey, los señores y los principales caballeros de la Siria, en compañía de hermosas y elevadas damas, celebraban en aquella agradable morada un suntuoso y placentero festin. Los balcones de la estancia donde este tenia efecto dominaban las murallas, y desde ellos se descubrian extensas campiñas y los diferentes caminos que conducian á la ciudad; por lo cual, tanto el Rey como toda la corte vieron á Grifon por desgracia suya, cuando llegó cerca de la puerta, cubierto con aquellas armas vilipendiadas y escarnecidas; y tomándole todos por el cobarde caballero á quien estas pertenecian, prorrumpieron en burlonas carcajadas.

Martan estaba sentado á la derecha del Rey, distincion que el monarca le concedió en prueba de su aprecio, y á su lado su digna querida. Norandino les preguntó con semblante risueño el nombre de aquel cobarde, tan poco celoso de su honra, que se atrevia á presentarse con tal altivez, despues de haber dado tristes y vergonzosas pruebas de su falta de valor.

—No puedo explicarme, añadió el monarca, cómo siendo vos un guerrero tan digno y esclarecido, tengais por compañero al hombre mas villano de todo el Oriente. ¿Lo habeis traido acaso para que brille más vuestro valor al compararlo con el suyo? Os juro, sin embargo, por los eternos Dioses, que si no fuera por consideracion á vos, le castigaria tan ignominiosamente como suelo castigar á los que se le parecen, y le haria conservar un recuerdo indeleble de lo mucho que aborrezco á los cobardes; pero sepa que si se va impune, debe agradecerlo á vos y solo á vos, en cuya compañía ha venido.

Martan, que siempre fué el receptáculo de todos los vicios, le contestó:

—Alto y esclarecido Señor; no podré deciros quién sea ese caballero, á quien encontré casualmente en el camino de Antioquía. Por su talante me pareció digno de mi compañía, pues no habia tenido noticia ni presenciado hasta ahora más hazaña suya que la proeza, bien triste por cierto, que ha llevado hoy á cabo; la cual me desagradó tanto, que me faltó poco para castigar su extraordinaria bajeza, poniéndole en estado de no volver á manejar lanza ni espada; y si algo me contuvo, fué tan solo el respeto al sitio en que me hallaba y el que debia á Vuestra Majestad. Pero como no pretendo que le sirva de mérito la circunstancia de haber sido mi compañero por uno ó dos dias, con la que me considero deshonrado, confieso que me pesaria eternamente verle partir ileso de entre nosotros, con mengua de la noble profesion de las armas: así es que la mayor satisfaccion que podreis darme será la de mandarle colgar de una almena, en vez de dejarle marchar libremente, cuyo castigo digno y saludable servirá de escarmiento y ejemplo á los cobardes como él.

Origila se apresuró á apoyar sin ningun género de vacilacion las palabras de Martan; pero el Rey contestó:

—En mi concepto, no es su conducta tan punible, que merezca por ella perder la vida. Así, pues, en castigo de su grave falta, solo quiero proporcionar una nueva diversion al pueblo.

Y llamando á uno de sus caballeros, le mandó ejecutar lo que habia resuelto.

El caballero comisionado escogió algunos soldados, y se dirigió con ellos á la puerta de la ciudad, donde los apostó sigilosamente esperando la llegada de Grifon; y apenas se presentó este, cuando se echaron sobre él tan de improviso, que le cogieron á mansalva entre los dos puentes, y con befa y escarnio le encerraron en un oscuro calabozo, en el que pasó toda la noche.

Apenas el Sol habia desplegado su dorada cabellera fuera del seno de la antigua madre, y empezaba á expulsar las sombras de las playas y á iluminar las cumbres de los montes, cuando temeroso Martan de que el audaz Grifon hiciese oir la verdad y recaer la culpa en quien la tenia, pidió licencia al Rey para alejarse, y emprendió su marcha, dando por pretexto razonable la repugnancia á presenciar el castigo preparado. El bondadoso Norandino le habia dado ricos presentes además del premio del torneo, y especialmente un escrito en que se le concedian los mayores honores y privilegios. Dejémosle marchar; que yo os prometo que no tardará en alcanzar la recompensa de sus infamias.

Grifon fué sacado á la vergüenza hasta la plaza, cuando más llena estaba de gente. Despues de quitarle el yelmo y la coraza, le habian vestido para mayor ignominia un justillo ridículo; y como si le condujeran á la picota, le colocaron en una gran carreta, arrastrada con paso lento por dos vacas hambrientas y estenuadas. En derredor de tan innoble carro se amontonaban hediondas viejas y descaradas prostitutas, que dirigian alternativamente su marcha, prodigando á Grifon las más mordaces injurias. Mayor era el aprieto en que le ponian los muchachos; porque, además de dirigirle espresiones denigrantes, le habrian muerto á pedradas, si algunas personas más sensatas no lo hubiesen impedido. Las armas que fueron causa de su mal, por haber dado lugar á que se le equivocara con Martan, iban atadas á la zaga de la carreta, y arrastrando por el suelo, sufrian por el lodo el suplicio merecido.

Detúvose la carreta delante de una especie de tribunal, donde oyó Grifon la ignominiosa sentencia que se le aplicaba por culpas ajenas, y despues que le fué leida en particular, la publicó un pregonero con desaforados gritos. Desde allí le fueron exponiendo á la curiosidad del pueblo delante de todos los templos, de los edificios públicos y de las principales casas, donde no quedó epíteto denigrante, vergonzoso y soez que no se le dirigiese. Por último, las turbas le condujeron fuera de la ciudad, creyendo que sus dicterios y sus rechiflas bastarian para que no tuviera ganas de volver jamás á ella; pero mal conocian con quien tenian que habérselas, porque así que le desligaron los piés y se vió en libertad entrambas manos, se apoderó Grifon del escudo y de la espada que iban arrastrando por el suelo, y como aquel grosero populacho estaba completamente desarmado... Pero aplazaré lo que siguió para el otro canto; pues ya es tiempo, Señor, de terminar este.

Canto XVIII

Grifon venga su afrenta.—El Rey de Argel va en busca de Mandricardo.—Cárlos vuelve á combatir y vence.—-Martan es castigado por su cobardía.—Marfisa vence á las gentes de Norandino: despues pasa á Francia con Grifon y otros guerreros; durante su navegacion sobreviene una tempestad.—Cloridano y el leal y apuesto Medoro encuentran el cadáver de su rey Dardinelo.

Magnánimo señor: con razon sobrada he alabado y alabo todas vuestras acciones; si bien mi estilo áspero, rudo y poco á propósito les arrebata gran parte de su gloria. Entre todas las virtudes que os adornan hay, sin embargo, una, que aplaudo en particular con el corazon y con los labios: esta consiste en que si á todos prestais benévola atencion escuchando sus palabras, ninguno puede engañaros fácilmente. Con frecuencia os he oido alegar una y más escusas en defensa de una persona ausente á quien se haya vituperado en vuestra presencia, ú os he visto suspender el juicio que sobre ella deberiais haber formado hasta que pudiera sincerarse por sí misma. Por eso antes de pronunciar vuestro fallo habeis querido ver frente á frente al acusado, escuchar las razones que alega en su defensa, y hasta aplazar por meses y años la sentencia antes que dictarla con perjuicio de otros.

Si Norandino obrara con igual mesura, no habria tratado á Grifon como lo hizo; por lo cual, mientras vuestra prudencia esquisita os ha grangeado una fama tan justa como imperecedera, él denigró extraordinariamente la suya. La impremeditacion de Norandino fué causa de la matanza que se siguió á la afrenta hecha á Grifon; pues este guerrero, en menos de diez tajos y otras tantas estocadas que descargó lleno de cólera, derribó treinta víctimas en derredor del carro. Asustado el populacho empezó á dispersarse, huyendo por los caminos. Muchos de los fugitivos procuraron penetrar en la ciudad, cayendo en su precipitacion unos sobre otros. Grifon, sin prorumpir en una amenaza, sin decir una sola palabra, acuchillaba á las turbas inermes, y olvidando toda compasion, tomaba una venganza sangrienta de su insulto.

Una parte de los que consiguieron llegar á la puerta, merced á la celeridad de sus piernas, levantaron de improviso el puente levadizo, más atentos á su propia seguridad que á la de todos; los restantes, pálidos y llorosos, continuaron huyendo sin atreverse siquiera á volver atrás el rostro, haciendo resonar por todas partes sus lamentos, y produciendo un ruido y un tumulto espantosos. En el momento en que alzaron el puente, alcanzó Grifon á dos de los que por su desgracia quedaron fuera de él: al uno le estrelló contra una dura piedra la cabeza, cuyos sesos se desparramaron por el campo; cogió al otro por la cintura, y lo arrojó por encima de los muros al interior de la ciudad. Cuando los habitantes de Damasco vieron aquel hombre que caia del cielo, sintieron circular por sus huesos el frio de la muerte, por creer que el terrible Grifon habia atravesado de un salto las murallas. Un asalto que hubiese dado á Damasco el Soldan de Egipto no produciria seguramente mayor confusion. El choque de las armas, las corridas de las personas, los gritos penetrantes y los sonidos mezclados de clarines y atabales llenaban el espacio y repercutian hasta en los cielos. Pero me parece conveniente dejar para otra ocasion el término de esta aventura, y pasaré á ocuparme del buen rey Cárlos, á quien dejé acometiendo á Rodomonte, que exterminaba á sus gentes.

Dije que el Rey iba acompañado del gran Danés, Namo, Olivero, Avino, Avolio, Oton y Berlingiero. Ocho botes de lanza, dirigidos por estos ocho guerreros con toda su fuerza, se embotaron en la escamosa coraza que defendia el pecho del cruel mahometano: Rodomonte se irguió rápidamente despues de haber sostenido aquel choque, capaz de arrancar un monte de su base, cual se eleva un buque cuando el nauta le va orzando lentamente ante la impetuosidad del viento. Formando un círculo en torno del arrogante sarraceno estaban Guido, Raniero, Ricardo, Salamon, el traidor Ganelon, el leal Turpin, Angioliero, Angiolino, Hugo, Ivan, Marco y Mateo del llano de San Miguel, los ocho de que antes hice mencion, y Arimano y Odoardo de Inglaterra, que habian entrado en la ciudad poco antes. No se estremecen tanto los elevados muros de la sólida fortaleza fundada sobre los peñascos de los Alpes, cuando la furia del Boreas ó del Garbino arranca los fresnos y los abetos de las montañas, como se estremeció de cólera y de orgullo el Sarraceno, ébrio de furor y sediento de sangre: tan rápidas como el rayo y la saeta fueron su ira y su venganza.

Descargó una cuchillada sobre el que tenia más cerca, que fué el desgraciado Hugo de Dordoña, y lo derribó con la cabeza hendida hasta los dientes, á pesar del buen temple de su yelmo. A su vez recibió Rodomonte un diluvio de golpes en todo el cuerpo, pero producian el mismo efecto que el que produce una aguja en un yunque: tan impenetrables eran las escamas de su coraza. En breve quedaron desamparados todos los reductos y la ciudad entera; porque los soldados se dirigieron en tropel á la plaza, donde era más necesario su esfuerzo para acudir en auxilio de Cárlos. Aquellos hombres que poco antes huian despavoridos, corrian ahora por todas las calles hácia la plaza; pues la presencia del Rey les infundia tal ánimo, que cada cual sentia renacer su valor, y empuñaba con nuevo ardor las armas.

Cuando en algunas ocasiones, por ofrecer una diversion al pueblo, suele encerrarse un indómito toro en la reforzada jaula de una leona acostumbrada á reñir, los cachorros de esta, al ver agitarse al toro con la cabeza erguida y mugiendo, y asustados por las prolongadas astas, se recogen á un lado tímidos y confusos; pero si su fiera madre se lanza sobre su adversario y le clava en las orejas los afilados dientes, quieren á su vez hacer correr la sangre y acuden atrevidos en socorro de la leona, mordiendo al toro, unos en el lomo, y otros en el vientre. Imitando á los cachorros de la leona, empezaron á descargar los parisienses sobre el pagano una verdadera y espesa lluvia de proyectiles, dirigidos desde las azoteas, desde las ventanas y aun desde más cerca. Apenas cabian en la plaza los infantes y ginetes que en ella se aglomeraron; las turbas que acudian por todas partes parecian enjambres de abejas; y eran tan numerosas, que aun cuando, por estar desarmadas y casi desnudas, seria más fácil acuchillarlas que tronchar una col, no habria podido Rodomonte exterminarlas en veinte dias aunque formaran un solo grupo.

El pagano empezaba á arrepentirse de su temeridad, por no saber cómo salir de aquel apuro. A pesar de que enrojecia el suelo la sangre de más de mil enemigos, no se notaba disminucion en estos; abrumábale el cansancio y respiraba ya difícilmente; por lo cual comprendió al fin, que si no se apresuraba á escapar mientras conservaba algun vigor y permanecia ileso, podria sucederle muy bien que cuando quisiera huir ya no le fuese posible. Dirigió en su derredor horribles miradas, y observó que por todas partes tenia cerrada la salida; pero se decidió á abrirse camino por entre los cadáveres de sus adversarios; y esgrimiendo con furia su tajante espada, acometió aquel impío á la hueste británica, que acababa de llegar al mando de Odoardo y Arimano. El que haya visto la terrible dispersion que causa el embravecido toro, acosado en la plaza por los perros, y estimulado ó herido todo el dia por la apiñada muchedumbre que se agita en torno de las barreras, cuando rompiendo la valla, acomete furioso á la aterrada turba, y engancha á unos y otros con sus cuernos, puede pensar que el aspecto del cruel africano cuando acometió á sus enemigos, fué semejante al de la fiera, ó más terrible. Cortó de través por medio del cuerpo á quince ó veinte; hizo volar las cabezas de otros tantos, sin emplear para cada uno más que un solo golpe, bien ó mal dirigido: no parecia sino que estuviese podando vides ó ramas de árboles. Por último, dejando á su paso cabezas hendidas, brazos cortados, y hombros piernas y otros miembros esparcidos por el suelo, consiguió abrirse un camino para escapar.

Su retirada, empero, no podia calificarse de fuga; pues conservando su valor, y sin dar la menor muestra de espanto, se puso á considerar cuál seria el camino más seguro para salir de la ciudad. Llegó al fin al sitio por donde el Sena se desliza junto á la isla interior y sale de la poblacion por debajo de las murallas. Cual generoso leon que, perseguido al través de los bosques númidas ó masilios, se muestra arrogante y valeroso en su fuga, y se interna en la selva pausado y amenazador, así Rodomonte, siempre altivo, animoso siempre, atravesó por entre un bosque terrible de lanzas, espadas y venablos, y con lento y seguro paso, aproximóse al rio y se tiró á él. Era tanto, sin embargo, lo que le excitaba su saña, que á pesar de encontrarse fuera del alcance de sus enemigos, volvió varias veces á atacarlos y á teñir en sangre su espada, haciendo morder el polvo á un centenar de ellos; pero al fin la razon venció á la cólera; suspendió aquella carnicería cuyo olor llegaba hasta el cielo; y se arrojó al agua, librándose así de tanto peligro, y nadando completamente armado, como si estuviese provisto de aletas.

¡Oh África! Por más que te envanezcas de haber sido cuna de Anteo y de Anibal, no ha visto en tu seno la luz ningun guerrero que á Rodomonte pueda compararse! Apenas llegó á la orilla opuesta, se arrepintió de dejar á sus espaldas aquella ciudad, que recorriera en toda su extension, sin incendiarla ó destruirla por completo; y sentíase tan inflamado por la soberbia y la ira, que estuvo á punto de penetrar nuevamente en su recinto, y por largo rato la contempló gimiendo y suspirando, sin poder decidirse á abandonarla hasta arrasarla enteramente; pero, en medio de su insensato furor, vió venir por la orilla del rio á quien logró extinguir el odio y paralizar la ira. Pronto os diré quién era este, pero antes he de tratar de otro asunto.

Debo ocuparme de la altanera Discordia, á quien el arcángel Miguel habia dado el encargo de suscitar querellas y combates entre los guerreros más valientes que rodeaban á Agramante. La Discordia se separó de los frailes aquella misma tarde, despues de haber recomendado al Fraude que ocupara su puesto en el convento, y que procurara mantener vivos el desórden y la desunion entre los monges hasta su regreso. Considerando que la compañía de la Soberbia seria de mucha utilidad para su empresa, le dijo que la siguiera, pues como habitaban juntas en el mismo monasterio, no tuvo que andar mucho para buscarla. La Soberbia consintió en ello, pero no se alejó sin dejar quien la sustituyese en el convento; y como supuso que su ausencia duraria pocos dias, eligió á la Hipocresia por su lugarteniente.

Pusiéronse, pues, en marcha la implacable Discordia y la Soberbia, y en el camino encontraron á los afligidos y desconsolados Celos, que, como ellas, se dirigian al campo sarraceno, acompañados de un diminuto enano, enviado por la bella Doralicia para que refiriera al rey de Sarza su aventura. Cuando Doralicia cayó en poder de Mandricardo, segun os he referido en otro lugar, encargó sigilosamente al enano que fuese á dar la noticia de su rapto á aquel rey, esperando que no llegaria á sus oidos en vano, y que pronto daria nuevas y admirables pruebas de su pujanza, rescatándola de las manos del ladron que de tal modo la habia arrebatado y vengándose cruelmente de él. Los Celos encontraron al enano, y una vez conocido el motivo de su viaje, se pusieron á caminar á su lado, suponiendo que tendrian que intervenir para algo en aquella cuestion. Muy grato le fué á la Discordia su encuentro con los Celos; pero mucho más cuando supo la causa de su ida al campo mahometano; pues su auxilio le podria servir de mucho para el logro de sus planes. Teniendo ya un excelente medio para enemistar al hijo del rey Agrican con Rodomonte, solo le faltaba encontrar otro para desunir á los demás jefes.

Encamináronse con el enano al sitio donde la garra del terrible pagano se habia clavado en París, y llegaron á la orilla del rio en el momento en que Rodomonte salia de él á nado. En cuanto conoció el sarraceno al mensajero de su amada, dominó su cólera, serenó su frente y se sintió inflamado de nuevo valor, esperando oir alguna noticia agradable; pues estaba muy léjos de sospechar el ultraje que se le habia inferido. Adelantóse al encuentro del enano y le preguntó alegremente:

—¿Qué nuevas me traes de nuestra Doralicia? ¿Dónde te envia?

El enano respondió:

—No puede llamarse tuya ni mia la dama que de otro es sierva. Ayer encontramos en el camino á un caballero, que nos la arrebató y se la llevó consigo.

Apenas profirió el enano estas palabras, se adelantaron los Celos, frios cual la serpiente, y se abrazaron al infiel. El enano continuó su narracion, y refirió cómo un solo caballero se habia apoderado de la doncella, exterminando á cuantos la custodiaban. La Discordia cogió entonces el pedernal y el eslabon, sacó algunas chispas, y aplicando la yesca encendida á la Soberbia, produjo en un momento un fuego abrasador, con el que incendió de tal modo el corazon de Rodomonte, que estuvo á punto de consumirle. El sarraceno rugió de cólera, y con rostro descompuesto y horrible prorumpió en amenazas contra el cielo y los elementos. Como la tigre que al descender desde la montaña á su vacia guarida, empieza á registrarla por todas partes, y comprendiendo al fin que le han sido arrebatados sus hijuelos, se siente acometida de tal furor, tanta rabia y frenesí tan grande, que no la detienen los montes, los rios, ni las tinieblas de la noche, y ni el cansancio, ni el granizo son bastantes á refrenar el odio que la lleva en pos del cazador, así tambien Rodomonte, poseido de frenética ira, se volvió hácia el enano, y diciéndole: «Sígueme», echó á andar sin añadir una sola palabra y sin esperar á proporcionarse un corcel ó un carro. Caminaba con más velocidad que el lagarto cuando atraviesa un camino abrasado por los rayos del Sol. Como carecia, de caballo, se propuso apoderarse del primero que encontrara, de quien quiera que fuese. No bien hubo adivinado la Discordia este pensamiento, cuando miró sonriéndose á la Soberbia, y le dijo que queria ir á buscar un corcel que fuese causa de nuevas querellas y nuevas contiendas para el sarraceno, así como despejar todo el camino, á fin de que no se presentara en él más caballo que el que ella designara; pues ya habia calculado dónde encontrarlo. Pero dejemos á Rodomonte y volvamos á Cárlos.

Despues de la retirada del sarraceno, consiguió Carlomagno dominar el incendio que por todas partes le rodeaba, y en seguida reorganizó sus soldados, colocando guardias en los sitios que ofrecian más débil resistencia. Lanzó los restantes sobre los sarracenos, decidido á terminar de una vez la pelea, y dispuso una salida simultánea por todas las puertas, desde la de San German hasta la de San Víctor, con órden de dirigirse todos al fronte de la puerta de San Marcelo, donde habia una extensa llanura, y de que estas distintas divisiones se esperasen unas á otras, hasta formar un solo cuerpo. En seguida, animando con la voz á sus guerreros y excitándoles á que dieran pruebas tales de su bravura, que se conservara eterno recuerdo de ellas, hizo que los diferentes escuadrones emprendieran la marcha, dando la señal del ataque.

Entre tanto, el rey Agramante habia vuelto á montar á caballo, no obstante los esfuerzos de los cristianos para impedirlo, y trabó un terrible y descomunal combate con el amante de Isabel. Lurcanio, por su parte, cambiaba furiosos golpes con el rey Sobrino; y Reinaldo acometia intrépidamente á un escuadron entero, al que arrollaba, destrozaba y ponia en fuga, ayudado por la fortuna tanto como por su valor. En tal estado se hallaba la batalla, cuando el Emperador atacó la retaguardia de los moros por el sitio en que ondeaba la enseña del rey Marsilio, en torno de la cual se hallaba reunido lo más escogido de los guerreros españoles. Con la infanteria en el centro, y en los flancos la caballeria, dió Cárlos la señal de ataque á sus animosos soldados, acompañado de un horrísono estruendo de clarines y tambores que hasta el cielo retumbaba. Las huestes sarracenas empezaron á batirse en retirada, y hubieran emprendido la huida destrozadas, diseminadas y deshechas, para no volver á reunirse más, si no se hubiesen presentado el rey Grandonio y Falsiron, que más de una vez se habian visto en mayores apuros, acompañados de Balugante, del feroz Serpentin y de Ferragús, que decia á sus soldados con voz estentórea:

—Valerosos guerreros, compañeros, hermanos mios: manteneos firmes, y los enemigos verterán toda su sangre, como no faltemos á nuestro deber. ¡Pensad en la gloria, en el botin inmenso que la fortuna nos depara hoy, si somos vencedores! ¡Pensad tambien en la vergüenza y en la desgracia que nos afligirá eternamente si salimos vencidos!

Diciendo esto, cogió una lanza enorme y cayó sobre Berlingiero, que se estaba batiendo con Argalifa, y ya le habia hecho pedazos el casco: derribóle en tierra, y desnudando la espada, hizo caer otros ocho en su derredor. Cada uno de sus golpes arrojaba de la silla por lo menos á un enemigo. En otra parte, Reinaldo hacia tal matanza de paganos, que me seria imposible calcular su número: donde él se hallaba, no lograban rehacerse sus contrarios, que le hacian ancha plaza. Zerbino y Lurcanio peleaban con iguales brios, distinguiéndose de modo que su nombre circulaba de boca en boca por el campo de batalla: este habia muerto de una estocada á Balastro, jefe de las tropas de Alzerbe, mandadas poco tiempo antes por Tardoco; aquel habia hendido el yelmo de Finaduro, que iba al frente de los soldados de Zamor, Saffi y Marruecos. Pero podrá decírseme: ¿no existia, por ventura, entre los africanos un solo caballero que supiera manejar la lanza ó la espada? Paciencia, que á ninguno privaré de la gloria que haya adquirido.

No dejaré sepultado en el olvido al rey de Zumara, el noble Dardinelo, hijo de Almonte, que derribó con su lanza á Huberto de Milford, Claudio del Bosco, Elio y Dulfin del Monte, y con la espada á Anselmo de Strattford y á Raimundo y Pinamonte de Lóndres, y eso que eran de los más vigorosos. Dos de ellos quedaron sin sentido, uno herido y muertos los cuatro restantes. Mas, á pesar del brillante valor de que daba pruebas, no pudo conseguir que sus soldados resistieran al ímpetu de los nuestros, menos numerosos en verdad, pero tambien más valientes, más expertos en el manejo de las armas y mucho mejor disciplinados y equipados: así es que los moros de Zumara, de Ceuta, de Marruecos y de Canarias emprendieron la fuga, y en especial los de Alzerbe, á quienes se opuso el noble jóven, procurando reanimarlos, ya con sus ruegos, ya con palabras duras.

—Ahora veremos si Almonte mereció que respetárais su memoria, les dijo; ahora veré tambien si sois capaces de abandonarme á mí, á su hijo, en medio de tan gran peligro. Deteneos; os lo ruego en nombre de mi juvenil edad, en la que habeis fundado toda vuestra esperanza. ¿Preferireis acaso morir sin defenderos, y que no vuelva ni uno solo de nosotros al África? Si no permanecemos estrechamente unidos, todos los caminos se nos cerrarán; porque al regresar separados, tropezaremos con las montañas, que cual elevados muros nos rodean, y con el proceloso mar, que es un foso demasiado ancho. Mucho mejor es perecer aquí, que entregarse á merced de esos perros. Por Dios, amigos mios, conservad vuestro ánimo; porque cualquiera otra determinacion es inútil, y debeis además considerar que nuestros enemigos no tienen más alma, más vida, ni más brazos que nosotros.

Diciendo estas palabras, el vigoroso jóven acometió al conde de Athol y le dió la muerte.

El recuerdo de Almonte reanimó de tal modo el valor del ejército africano, antes fugitivo, que juzgó mejor defenderse á todo trance, que volver las espaldas. Guillermo de Burnick sobresalia entre todos los guerreros ingleses de toda la altura de su cabeza: le atacó Dardinelo y se la cortó de un solo tajo, igualando así su estatura á la de los otros. Despues hizo lo mismo con Aramon de Cornouailles, cuyo hermano corrió á prestarle auxilio; pero Dardinelo le hendió desde los hombros hasta donde termina el estómago: en seguida atravesó el vientre á Bogio de Vergalle, dispensándole con esto de cumplir la promesa que á su esposa habia hecho de regresar á su lado vencedor al cabo de seis meses. El gallardo Dardinelo divisó no muy léjos á Lurcanio, que habia tendido á sus piés á Dorquin con la garganta atravesada, y á Gardo con la cabeza hendida hasta los dientes, y acababa de inmolar á Alteo, que quiso huir, pero lo hizo con demasiada lentitud, pues alcanzándole el guerrero escocés, le asestó un golpe en la nuca que le causó la muerte. Al ver el africano tendido á Alteo, á quien amaba tanto como á si propio, cogió una lanza y corrió á vengarle, ofreciendo á Mahoma (dado caso de que le pudiera oir), que si lograba vencer á Lurcanio, colgaria como ofrenda su armadura en la mezquita del falso profeta. Atravesando como un relámpago el espacio que del cristiano le separaba, le dió en un costado tan violento bote de lanza, que le pasó de parte á parte, mandando á sus soldados que le despojaran de sus armas.

Juzgo inútil describir el dolor que sintió Ariodante por la pérdida de su hermano, así como manifestar los deseos que tuvo de enviar por su propia mano el alma de Dardinelo á los infiernos. Pero la apiñada multitud de moros y cristianos no le dejó el paso franco. Anhelaba una pronta venganza, y para satisfacerla procuraba abrirse un camino sangriento con la espada. En su furor arrollaba, aterrorizaba, ponia en fuga, heria ó exterminaba á cuantos salian á su encuentro ó le hacian frente. Dardinelo, conociendo los deseos de Ariodante, se esforzaba por su parte en allanarle el camino para realizarlos, aunque en vano, porque tambien se lo impedia la muchedumbre que tenia delante y que esterilizaba todos sus esfuerzos. Si el uno causaba una espantosa mortandad en los moros, el otro le imitaba, haciendo exhalar el último aliento á un sinnúmero de escoceses, de ingleses y franceses. La Fortuna interceptó de tal modo su camino, que no lograron encontrarse frente á frente en todo el dia: reservaba á Dardinelo un adversario más famoso, pues el hombre rara vez, consigue burlar su estrella. Reinaldo se dirigia hácia aquel lado, á fin de que la aglomeracion de los guerreros no sirviese de defensa á la vida de uno de sus enemigos. Reinaldo se acercaba, guiado por la Fortuna, que queria proporcionarle la gloria, de arrancar la existencia á Dardinelo.

Pero baste por ahora con lo dicho acerca de las ínclitas proezas que se llevaban á cabo en Occidente. Tiempo es ya de volver á Grifon, á quien dejé lleno de ira y despecho, haciendo huir á aquella despavorida multitud con un miedo cual nunca lo hablan conocido los fugitivos. Admirado Norandino de aquel tumulto, corrió á informarse por sí mismo de la causa que lo motivaba, seguido de más de mil guerreros armados. Al ver el Rey huir á todo el pueblo, se adelantó con sus tropas hácia la puerta, é hizo que la abrieran inmediatamente. Habiendo ahuyentado Grifon entre tanto á aquella turba soez y cobarde, se cubrió de nuevo con la despreciada armadura de Martan, presumiendo que tendria necesidad de emplearla en su defensa; y retirándose á un templo próximo, rodeado de sólidas paredes y de un foso profundo, se hizo fuerte á la cabeza de un puente que le daba acceso, á fin de que sus enemigos no pudieran cogerle en medio. Salió de pronto por la puerta de la ciudad un numeroso escuadron de soldados, prorumpiendo en gritos y amenazas, que ni le hicieron variar de posicion, ni sentir el menor espanto. Cuando aquella hueste estuvo cerca de él, salió á su encuentro hasta la mitad del camino, y despues de haber hecho en ella una espantosa carnicería empuñando la espada con ambas manos, se refugió en el estrecho puentecillo, y desde allí continuó teniendo á raya á sus agresores, ya acometiendo á su vez, ya retirándose, pero dejando siempre sangrientas huellas de su paso. Caian sin cesar infantes y ginetes al impulso de sus descomunales cuchilladas; á pesar de lo cual, aquella lucha iba haciéndose cada vez más encarnizada y peligrosa; porque el pueblo entero acudia contra él, en términos de que Grifon temió al fin sucumbir, agobiado por la multitud que le estrechaba de cerca, y además por estar herido en el hombro y en el muslo izquierdo y sentir que le iba faltando el aliento. Pero la Virtud, protectora de los valientes, le hizo encontrar gracia para con Norandino; mientras este rey acudia á informarse de la causa del tumulto, tuvo ocasion de ver á tantos vasallos suyos muertos ó cubiertos de heridas, que parecian hechas por la mano de Héctor, como testimonio fehaciente de la injusticia con que poco antes habia infligido un castigo afrentoso á un caballero intachable. Cuando poco despues se aproximó á Grifon, y pudo contemplar de cerca al guerrero que estaba exterminando á sus gentes y tenia ante sí un horrible monton de cadáveres, cuya sangre enrojecia el agua de aquel foso, creyó ver al mismo Horacio defendiendo el puente contra la Toscana entera.

Anhelando salvar la vida de tan esforzado campeon, y reparar su anterior injusticia, que no podia menos de redundar en su descrédito, hizo que se retiraran sus gentes, lo que en honor de la verdad, no le costó gran trabajo, y elevando la mano desnuda y sin armas, ademan usado antiguamente en señal de tregua ó de paz, gritó á Grifon:

—Confieso que estoy arrepentido y que me pesa en el alma la falta que he cometido contigo; pero mi poca reflexion por una parte, y por otra, las instigaciones de algunas personas, me han obligado á incurrir en tan grave error. He hecho sufrir al caballero más digno del mundo lo que creia dirigido al más villano; y aun cuando el honor que te dispenso al hablarte de este modo iguala y disminuye, ó mejor aun, supera á la injuria y á la afrenta que se te ha hecho hoy por ignorancia, estoy dispuesto á darte la mayor satisfaccion que me sugiera mi mente ó que sea digna de mi poder, y ojalá pudiera consistir en oro, en castillos ó en ciudades. Pídeme, si así te parece, la mitad de mis estados: pronto estoy á cedértelos; pues tu preclaro valor no solo te hace merecedor de este donativo, sino tambien dueño de mi corazon: y en prueba de ello, hé aquí mi mano; estréchala, en señal de fé y amistad eterna.

Así diciendo, se apeó del caballo y tendió á Grifon su diestra.

El jóven guerrero, conmovido ante la bondad de Norandino, que se adelantaba hácia él con los brazos abiertos, olvidó su saña, arrojó la espada, y le abrazó humildemente las rodillas. Observando el Monarca que de las dos heridas de Grifon brotaba copiosa sangre, mandó inmediatamente que la restañaran, y despues le hizo llevar á la ciudad, alojándole en su real palacio, donde pasó algunos dias sin poderse armar, curándose de sus heridas.

Pero dejémosle en Damasco, y acudamos á Palestina al encuentro de su hermano Aquilante y de Astolfo. Desde que Grifon se alejó de los santos muros de Jerusalen, no cesaron los dos caballeros de buscarle por todos los sitios de aquella ciudad dignos de veneracion, recorriendo tambien todos los alrededores, sin que uno ni otro consiguieran averiguar su paradero. Iban perdiendo ya la esperanza de lograr su objeto, cuando tropezaron casualmente con el peregrino griego de que en otro lugar he hablado, el cual, conversando con ellos, les manifestó que Origila habia emprendido el camino de Antioquía de Siria en compañía de un nuevo amante, hijo de aquella ciudad, del que se habia prendado repentinamente. Aquilante le preguntó si habia participado tal noticia á Grifon; y oida la contestacion afirmativa del peregrino, dedujeron desde luego la causa de la ausencia de aquel; la cual no podia ser otra sino el deseo de ir á Antioquía en busca de Origila con intencion de arrancarla de las manos de su rival y tomar de él grande y memorable venganza.

Aquilante no podia tolerar que su hermano hubiese acometido semejante aventura sin ir en su compañía: así es que apercibió sus armas, y marchó en su seguimiento, rogando antes á Astolfo que demorase su regreso á Francia y al hogar paterno hasta que él volviese de Antioquía. Pareciéndole más rápido y mejor el viaje por mar, bajó hasta Jaffa, donde se embarcó. Tuvo durante la navegacion un viento del Mediodia tan fuerte y al mismo tiempo tan favorable á sus deseos, que al dia siguiente divisó las costas de Sour y las de Sakfet, unas tras otras; pasó despues por Beyruth y Dgebileh, dejando á su izquierda la isla de Chipre, y dirigió la proa hácia el golfo de Layax, costeando las playas de Tortosa de Trípoli y Lizza. El piloto hizo virar la nave, airosa y veloz, en direccion del Oriente, y encaminó su rumbo en demanda del Oronte, por cuya embocadura entró bien pronto. Una vez allí, Aquilante hizo echar el puente, saltó en tierra, y montado en su brioso corcel, marchó por la orilla del rio hasta llegar á las puertas de Antioquía.

En aquella ciudad procuró adquirir los informes necesarios con respecto á Martan, y supo que se habia ido con Origila á Damasco, donde debia celebrarse un gran torneo por órden del Rey. Le aguijoneaba de tal modo el deseo de ir en pos de Martan, persuadido como estaba de que su hermano le habria seguido, que en el mismo dia salió de Antioquía, si bien no creyó oportuno volver de nuevo á embarcarse. Dirigióse pues por el camino de Lidda y Larisa, dejando á sus espaldas á la rica y populosa Alepo. El Supremo Hacedor, para mostrar que en este mundo no deja sin recompensa á las buenos ni sin castigo á los malos, hizo que Aquilante encontrase á Martan á una legua escasa de Manuga. Martan hacia llevar delante de sí, con grande aparato, los premios alcanzados en el torneo.

A primera vista creyó Aquilante que aquel infame era su hermano, engañado por las armas y por las vestiduras más blancas que la nieve intacta de que iba engalanado Martan: lanzó una exclamacion de alegría, é iba á hablarle, cuando conociendo su error, expiró la palabra en sus labios y oscurecióse su semblante. Inmediatamente le asaltó la sospecha de que Grifon podria haber muerto á manos de Martan, víctima de algun engaño tramado por Origila, y le gritó:

—Dime, tú, que debes de ser un ladron y un traidor, como lo demuestra tu semblante; ¿dónde has adquirido esas armas? ¿dónde has montado en el excelente corcel de mi hermano? Dime si Grifon ha muerto ó vive, y como es que le has privado de sus armas y de su caballo.

Cuando Origila oyó los acentos de aquella voz furiosa, volvió rápidamente las riendas á su palafren para huir; pero Aquilante fué más veloz que ella y la obligó á volver de buen ó mal grado. Martan, sobrecogido de improviso por las amenazas terribles del caballero, se puso lívido, empezó á temblar como la hoja en el árbol y no supo qué decir ni qué hacer. Aquilante continuó en sus insultos y amenazas, llegando hasta ponerle la espada en la garganta, y jurando degollar á ambos si no le revelaban toda la verdad de lo acaecido. Martan, en mal hora llegado á aquel sitio, balbuceó algunas palabras, y buscando en su imaginacion algun pretexto que disminuyera su falta, contestó por fin:

—Has de saber, Señor, que esta dama es hermana mia, y como yo, hija de padres honrados y virtuosos, si bien Grifon la ha obligado vivir deshonestamente con él para vergüenza y oprobio de mi hermana. Yo, que no podia soportar tal infamia, pero que tampoco me sentia con ánimo suficiente para arrebatarla á la fuerza á tan bravo caballero, determiné valerme para conseguirlo de la astucia y del disimulo. Concerté con mi hermana, cuyo deseo más vivo era el de volver á su vida honrada, el modo de llevar á cabo mi proyecto, y un dia, mientras Grifon dormia tranquilamente, se alejó cautelosamente de su lado. Para impedirle que la siguiera y desconcertara nuestros planes, nos apoderamos de su corcel y de sus armas, y hemos llegado aquí en el estado en que nos ves.

Hubiera podido Martan envanecerse por su superchería, á la que fácilmente diera crédito Aquilante, mucho más cuando era verosímil lo del robo de las armas, caballo y demás prendas pertenecientes á Grifon; pero quiso llevarla demasiado léjos, añadiendo á ella una insolente mentira, como era la de suponer hermana suya á Origila, y esto fué lo que le vendió; porque como Aquilante habia sabido en Antioquía por muchos conductos que aquella era su concubina, conoció el ardid, y exclamó lleno de cólera:—Mientes, ladron.—Y en seguida le descargó un puñetazo tan terrible en el rostro, que le obligó á tragarse dos dientes. Sin detenerse á más, ni darle otras explicaciones, le asió los brazos y se los ató á la espalda con una cuerda, haciendo otro tanto con Origila, á pesar de todos sus ruego y protestas. Aquilante los hizo caminar luego ante si, cruzando ciudades y castillos, sin abandonarles un momento hasta que llegaron á Damasco, propuesto como estaba á llevarlos, haciéndoles sufrir toda clase de humillaciones, hasta el fin del mundo, si necesario fuese, ínterin no encontrase á su hermano, á cuya merced deseaba entregarlos.

Acompañado de ambos cómplices, de sus escuderos y de sus palafrenes, entró Aquilante en Damasco, y apenas puso en la ciudad los piés oyó el nombre de Grifon circulando de boca en boca en medio de alabanzas universales. Los grandes, los pequeños, todos los habitantes, en fin, de Damasco le conocian ya, y sabian que él era el que dió tantas pruebas de su valor en el torneo, y que un compañero suyo le habia arrebatado el premio de la jornada con una audacia increible. Apenas entró Martan en la ciudad, fué conocido, y señalándole los transeuntes con el dedo, empezaron á decir:

—¿No es ese el vil cobarde que se apropia las hazañas de otro, y ha hecho recaer su infamia y su oprobio en un caballero valiente, aunque no tan astuto como él?—¿No es esa la ingrata mujer que vende á los buenos y ayuda á los perversos?

—Son tal para cual, decian otros; parecen nacidos el uno para el otro.

Empezaron á llenarles de improperios, y á correr tras ellos furiosos, gritando:—«Que los empalen; que los quemen vivos; que los descuarticen.»—El populacho, ansioso de verlos, corria, se empujaba y salia á su encuentro por las calles y plazas. Pronto llegó á oidos del Rey esta noticia, que le causó al parecer tanto regocijo como si hubiese conquistado otro reino. Sin esperar á que se reuniese su escolta, salió presuroso y tal como se encontraba al encuentro de Aquilante, que habia conseguido vengar á su hermano: le dispensó una acogida tan cordial como honrosa, le ofreció un asiento á su mesa y alojamiento en su palacio, y habiendo mandado encerrar á los dos presos en una torre, le acompañó á la cámara en que aun se hallaba Grifon retenido en el lecho por sus heridas. Ruborizóse este así que vió á su hermano, por suponer que debia ya tener noticia de su aventura, y despues que Aquilante se hubo burlado un poco á sus expensas, determinaron imponer un justo castigo á aquellos dos culpables que habian caido en manos de sus adversarios. Aquilante y el rey querian hacerles sufrir mil distintas penas; pero Grifon intercedió por ambos, no atreviéndose á hablar en favor de Origila sola, y empleó toda su elocuencia para alcanzar su perdon, logrando que Norandino consintiera en que Martan no muriese, si bien deberia ser azotado públicamente por mano del verdugo. Al siguiente dia le hicieron recorrer todas las calles de la ciudad, sujeto con ligaduras que no eran por cierto de flores ni hojas, y le azotaron ignominiosamente. En cuanto á Origila, dispusieron que continuase cautiva hasta el regreso de la bella Lucina, á cuyo recto juicio pensaban someter el castigo que deberia inflijírsele. Aquilante permaneció en el palacio, sumamente agasajado, esperando que su hermano se restableciese y pudiera soportar el peso de las armas.

El rey Norandino, á quien sirvió de prudente leccion el error en que habia incurrido, continuaba pesaroso y triste sin poder perdonarse el haber prodigado tantos ultrajes á un caballero, digno, por el contrario, de honra y de estimacion: así es que dia y noche estaba su pensamiento ocupado en arbitrar el medio de darle la más brillante reparacion. Considerando que, pues los habitantes de Damasco habian sido testigos de la afrenta del guerrero, era justo que lo fuesen tambien de su rehabilitacion, y que esta habia de ser tan gloriosa y tan cumplida cual á un gran rey convenia, determinó restituirle públicamente el premio que un traidor con tanta falacia le arrebatara; y en su consecuencia hizo anunciar por todos sus estados que de allí á un mes se celebraria otro torneo. Los preparativos que para él se hicieron fueron acompañados de una pompa verdaderamente régia: la Fama, extendiendo sus voladoras alas, llevó en breve la noticia por toda la Siria, por Fenicia, por Palestina, y llegando á oidos de Astolfo y del Virey de aquella region, los indujo á tomar parte en las justas. La historia ha calificado siempre á Sansoneto de guerrero valiente y cumplido caballero. Segun he dicho en otro lugar, Orlando fué su padrino, y Carlomagno le confió el gobierno de la Tierra Santa. Astolfo y él hicieron sus preparativos de viaje, y se dirigieron á la ciudad de Damasco, donde se disponian fiestas tan famosas cual repetia incesantemente la fama.

Cabalgando iban por aquellas comarcas, á jornadas cortas, y con lento paso, á fin de conservar todas sus fuerzas y vigor para el dia del torneo, cuando toparon en la encrucijada de dos caminos con una persona que por su traje y ademanes parecia un hombre, aun cuando era una mujer de maravillosa intrepidez en los combates. Aquella doncella llamábase Marfisa; su valor era tan asombroso que, espada en mano, habia hecho sudar muchas veces al Señor de Brava y al de Montalban; y se ocupaba en ir de acá para allá, armada dia y noche, buscando por montes y llanos caballeros andantes con quienes medir sus armas para adquirir un glorioso renombre. En cuanto divisó á Astolfo y Sansoneto que hácia ella se dirigian completamente armados, y pudo apreciar su marcial continente, su elevada estatura y vigorosos miembros, creyó habérselas con dos guerreros esforzados; y ya habia lanzado su caballo á golpe, dispuesta á desafiarlos y deseosa de manifestar su intrepidez, cuando fijando en ellos sus miradas con más detencion, conoció al duque Astolfo. Recordó en seguida las atenciones que con ella tuvo el caballero durante su estancia en el Catay, y le llamó por su nombre, quitóse las manoplas, se alzó la visera del yelmo, y á pesar de su altivez, no vaciló en correr á él con los brazos abiertos. Astolfo, por su parte, la estrechó entre los suyos con grande afecto y deferencia. Dirigiéronse luego mútuas preguntas acerca del objeto de su viaje; y respondiendo primero el Duque, le manifestó que iba á Damasco para asistir al torneo á que habia invitado el rey de Siria á todos cuantos campeones quisieran ostentar sus brillantes proezas. Marfisa, pronta siempre á dar muestras de las suyas, contestó en seguida:—«Quiero ir con vosotros á ese torneo.»—Astolfo y Sansoneto se mostraron sumamente gozosos por tener tal compañera, y prosiguiendo su interrumpido viaje, llegaron á Damasco la víspera del dia de la fiesta, hospedándose en un arrabal de la ciudad, donde se entregaron al descanso con más tranquilidad y más á sus anchas que si se hubiesen apeado en el mismo palacio real.

Durmieron reposadamente hasta la hora en que la Aurora abandona el lecho de su anciano esposo, y cuando el nuevo Sol, brillante y claro, empezó á esparcir por la tierra sus refulgentes rayos, la hermosa doncella y los dos guerreros requirieron sus armas, despues de haber enviado á la ciudad varios escuderos, que á su regreso les informaron de cómo el rey Norandino se hallaba ya en la plaza dispuesta para tan bárbaros juegos, viendo romper lanzas. Sin más demora se dirigieron á la ciudad, y siguiendo por la calle mayor llegaron al terreno de la liza, donde ya habia una multitud de apuestos caballeros, que esperaban ansiosos la señal del combate.

El premio que aquel dia estaba destinado para el vencedor consistia en una espada y una maza de armas, ricamente guarnecidas, y además un corcel tan arrogante cual convenia á la munificencia de un rey como Norandino.

Intimamente persuadido el Monarca de que Grifon el Blanco ganaria el segundo premio lo mismo que ganó el primero, así como de que alcanzaria la gloria de las dos jornadas, y deseoso de darle todo cuanto debe poseer un hombre de su valia, añadió la espada, la maza y un magnífico caballo á la armadura que en el pasado torneo debia haberse adjudicado á Grifon, como vencedor de todos sus adversarios, y que habia usurpado Martan suplantando con sus ficciones al jóven paladin. El Rey hizo colgar delante de su palco aquella soberbia armadura; puso pendiente de ella la bien guarnecida espada, y colgó la maza del arzon del caballo, á fin de que su protegido se llevase uno y otro premio. Desgraciadamente para el propósito de Norandino, aquella magnánima guerrera que habia acudido á la liza en compañía de Astolfo y del buen Sansoneto impidió que se realizasen sus deseos. Apenas vió Marfisa la armadura de que he hablado, la conoció inmediatamente, porque le habia pertenecido y la tenia en tanta estima como se suele tener el más preciado objeto, por más que la dejara abandonada en medio de un camino en cierta ocasion que le estorbaba para perseguir á Brunel, á aquel impío digno de la horca, que le habia robado su espada. Aun cuando no espero que se presente otra oportunidad para referir este incidente, considero, sin embargo, inútil ocuparme de él. Contentaos, pues, con saber de qué modo encontró Marfisa su armadura.

Habeis de saber tambien que en cuanto la conoció por ciertas señales particulares, determinó no dejar transcurrir un solo dia sin recuperarla; y decidida á no renunciar á su posesion por nada del mundo, é importándole poco los medios de que en aquella ocasion deberia valerse para lograr su objeto, acercóse rápidamente al trofeo, extendió la mano, y sin más rodeos se apoderó de la armadura, siendo causa su misma precipitacion de que varias de sus piezas rodaran por el suelo.

Sumamente irritado el Monarca por aquella accion atrevida, con una sola mirada concitó contra Marfisa toda la ira del pueblo, que dispuesto á castigar tamaña injuria, empuñó las armas para vengar á su rey, dando al olvido el daño que poco tiempo antes le causara una ofensa inferida á un caballero andante. Ni el niño que al presentarse la primavera juguetea alegremente entre las flores de variados matices, ni la jóven hermosa y engalanada que asiste á bailes y á conciertos, se hallan tan á gusto ni disfrutan mayor placer que el que sintió la esforzada Marfisa al verse rodeada de lanzas y espadas amenazadoras; al encontrarse donde se derramara sangre y se diera la muerte, y al escuchar el estrépito de las armas y de los caballos. Clavando los acicates á su corcel, cayó lanza en ristre sobre el insensato tropel de sus acometedores, atravesando á unos el pecho, el cuello á los otros, y derribando á muchos con su irresistible empuje: desenvainó despues la espada, y alcanzando ora á este, ora á aquel, cortaba cabezas y brazos, hendia cráneos y traspasaba costados.

El atrevido Astolfo y el fuerte Sansoneto, que se habian cubierto con sus armas al mismo tiempo que la jóven, aun cuando no habian acudido allí para combatir, y sí para asistir á un torneo, al ver trabada tan desigual pelea, caláronse las viseras, enristraron sus lanzas contra aquella canalla, y haciendo despues uso del desnudo acero, empezaron á abrirse ancho camino. Los caballeros de diversas naciones que se habian reunido allí para tomar parte en la fiesta, se quedaron indecisos y estupefactos al observar el furor con que se esgrimian las armas, y al ver convertidos en llanto los juegos: la mayor parte de ellos ignoraba el motivo de la cólera del pueblo, así como la injuria que al Rey se habia hecho. Por último, algunos se pusieron al lado de las turbas, y no tardaron en arrepentirse de ello; otros, cuidándose poco, en su calidad de extranjeros, de lo que pudiera acontecer en la ciudad, decidieron ausentarse, y otros, más avisados, esperaron inmóviles el resultado del combate, pero con las bridas en la mano. Grifon y Aquilante fueron de los que se asociaron al pueblo para vengar el robo de la armadura.

Al ver los dos hermanos á Norandino con los ojos encendidos y chispeantes de cólera, y advertidos por muchos de los circunstantes de la causa que habia originado aquel tumulto, consideraron, en especial Grifon, que aquel ultraje les tocaba tan de cerca como al mismo Rey; y cogiendo apresuradamente sus lanzas, corrieron furiosos al combate. Astolfo, que prestaba su auxilio á la parte contraria, iba delante de sus compañeros, espoleando á su lijero Rabican, y blandiendo su encantada lanza de oro cuyo choque nadie podia resistir. Hirió con ella á Grifon, dejándole tendido en el suelo, y en seguida encontró á Aquilante; le tocó apenas con la lanza en el borde del escudo, y le derribó de espaldas en la arena. Los caballeros de más prez y más esfuerzo saltaban de las sillas á impulsos de Sansoneto: el pueblo empezaba ya á buscar las salidas de la plaza para escapar, mientras que al Rey le ahogaba la ira y el despecho. En tanto Marfisa, cubierta con sus armas, y llevándose además las que constituian el premio del torneo, se retiraba tranquila á su alojamiento, despues de haber puesto en fuga á sus adversarios. Astolfo y Sansoneto apresuráronse á seguirla: los tres juntos se dirigieron á la puerta de la ciudad, sin que nadie se atreviese á molestarles y se detuvieron en el rastrillo. Aquilante y Grifon, pesarosos y avergonzados por haber caido al primer encuentro, tenian la cabeza inclinada y no se atrevian á presentarse delante de Norandino; pero algun tanto repuestos de su turbacion, volvieron á montar á caballo, y salieron á escape en persecucion de sus enemigos. Tras ellos fué el Rey con muchos de sus súbditos, dispuestos á morir ó vengarse, mientras el insensato populacho gritaba:—«¡A ellos!» á ellos! aunque sin acercarse demasiado, y esperando el resultado de aquel nuevo ataque.

Grifon alcanzó á los tres compañeros en el momento en que se posesionaban del puente. Apenas llegó, cuando creyó conocer á Astolfo que llevaba las mismas divisas, el mismo caballo y la misma armadura con que le vió el dia en que dió muerte al terrible Orrilo. No habia reparado en él durante la lucha empeñada en la plaza; mas conociéndole entonces, le saludó, y le preguntó despues quiénes eran sus compañeros, y por qué habian derribado en la arena el premio del torneo con tan poco miramiento hácia el Monarca. El duque de Inglaterra dió á Grifon las noticias que le pedia con respecto á sus compañeros; mas, en cuanto á las armas, causa del reciente combate, le manifestó que positivamente no sabia nada, y que Sansoneto y él se habian puesto en favor de Marfisa, por haber venido en su compañía.

Mientras el Paladin estaba hablando con Grifon, llegó Aquilante, le conoció tan luego como le oyó hablar con su hermano, y renunció á sus deseos de venganza. Entre tanto iban acercándose muchos de los caballeros de Norandino, si bien se mantenian á cierta distancia, tanto por no atreverse á avanzar más, cuanto porque, al verlos conferenciando, no quisieron interrumpirles, esperando el resultado de su plática. Al oir uno de ellos que estaba allí Marfisa, cuya fama de valor era universal, volvió el caballo y fué á aconsejar á Norandino que, si no queria ver muertos á todos sus súbditos, dispusiera lo necesario, antes de que tal sucediera, para arrancarlos de las manos de Tisifona y de la muerte, porque la misma Marfisa en persona era la que se habia apoderado de la armadura.

Al escuchar Norandino aquel nombre tan temido en todo el Oriente, y ante el cual hasta los más valientes sentian erizárseles los cabellos de espanto por mas que Marfisa residiese con frecuencia á bastante distancia de aquel país, fué de la misma opinion que el caballero que le habia llevado la noticia, y se apresuró á llamar y reunir en torno suyo á todos sus guerreros, cuya cólera se habia trocado en temor.

En el ínterin los hijos de Olivero, Sansoneto y el hijo de Oton suplicaron con tan vivas instancias á Marfisa que pusiera término á tan crueles discordias; que al fin alcanzaron su asentimiento. Adelantándose con semblante altivo hácia el Rey, le dijo la guerrera:

—Ignoro, Señor, con qué derecho pretendes dar como premio al vencedor del torneo una armadura que no te pertenece, pues es exclusivamente mia, aunque un dia me ví obligada á abandonarla en medio del camino de Armenia para perseguir á pié á un ladron que me habia inferido una grave ofensa. Mi divisa, si es que la conoces, puede atestiguar la verdad de mis palabras.

Y le mostró grabada en la coraza aquella divisa, que consistia en una corona dividida en tres pedazos.

—Es cierto, repuso Norandino, que hace pocos dias me entregó esa armadura un mercader armenio; pero si me la hubieseis pedido, os la habria cedido sin dificultad, fuese ó no vuestra; porque á pesar de habérsela regalado ya á Grifon, tengo en él tal confianza, que estoy seguro de que me habria devuelto ese presente, con tal de facilitarme tan justa restitucion. Por lo demás, no es necesario alegar que tiene vuestra divisa para atestiguar que os pertenece; bástame con vuestra palabra, á la que doy más crédito que á cualquier otro testimonio; aparte de que esa armadura debe pasar tambien á vuestras manos como digna recompensa del sublime valor que habeis demostrado. Recibidla, pues, y olvidemos esta querella: Grifon tendrá otro galardon más espléndido.

Este guerrero, que deseaba más dejar al Rey tranquilo y satisfecho, que adquirir la disputada armadura, contestó:

—Mi mayor recompensa consistirá en saber que continúo siendo agradable á vuestros ojos.

Sin embargo, decidida Marfisa á que su desinterés corriera parejas con su valor, y deseando adquirir para sí toda la gloria, se empeñó en ceder á Grifon con gentil gallardía la armadura en cuestion, y por último la admitió como regalo del jóven.

Volvieron entonces á la ciudad en paz y buena armonía, á consecuencia de lo cual redobláronse los festejos. Continuó el interrumpido torneo, cuyo premio alcanzó Sansoneto, porque ni Astolfo, ni los dos hermanos, ni Marfisa, la más esforzada de los cuatro, quisieron tomar parte en él, á fin de procurar, como buenos amigos y compañeros, que Sansoneto saliese vencedor. Despues de haber pasado ocho ó diez dias en el palacio de Norandino, disfrutando de las fiestas y placeres con que este los agasajó, se despidieron de él, anhelando regresar á su querida Francia, de la que no podian vivir tanto tiempo ausentes. Marfisa, que deseaba hacer aquel viaje, para medir sus armas con los paladines franceses y conocer por si misma si sus hazañas correspondian á lo que la Fama iba pregonando, marchó en su compañía. Sansoneto dejó encomendado á otro caballero el gobierno de Jerusalen, y los cinco, formando un escogido grupo de guerreros, que difícilmente encontraria competidores en el mundo, se despidieron, como he dicho, de Norandino, y se encaminaron á Trípoli con objeto de embarcarse.

En aquel puerto encontraron una carraca cargada de mercaderías con destino á Occidente, y ajustaron su pasaje y el de sus caballos con el viejo capitan del buque, que era natural de Luna. El tiempo, que no podia ser más sereno y bonancible, les presagiaba una próspera navegacion. Zarparon, en breve, é hinchando un viento favorable las velas, alejáronse pronto de la costa. Hicieron su primera escala en la isla consagrada á la Diosa de los amores, cuyos habitantes acogen benignamente á los forasteros, pero sus aires acortan la vida y hasta destemplan el hierro. La causa de esto consiste en un pantano: y en verdad que la naturaleza no debia haber cometido con Famagusta la falta de acercarla á la maligna Constanza, cuando tan benigno es el clima del resto de la isla de Chipre. El pestífero olor que despide el pantano no permitió que la embarcacion estuviese anclada mucho tiempo en sus inmediaciones. Aprovechando por esta razon un Levante favorable, desplegó todas sus velas y costeando las playas de Chipre, fondeó en Pafos, apresurándose los navegantes á saltar en sus vistosas orillas, unos para descargar mercancias y otros para recorrer aquel país del amor y los placeres.

A seis ó siete millas del mar, el terreno va elevándose paulatinamente hasta la cumbre de un collado ameno. Los mirtos, los cedros, los naranjos, los laureles y otros mil árboles aromáticos cubren la campiña. El sérpol, la mejorana, las rosas, los lirios y el azafran exhalan tan suaves perfumes desde aquel embalsamado terreno, que se perciben desde léjos en el mar cuando soplan los vientos de tierra. Un arroyo fecundo, formado por un claro manantial, va regando toda aquella playa, cuyo conjunto es tal, que desde luego se conoce que aquel sitio tan ameno y delicioso pertenece á la hermosa Venus: las mujeres y las doncellas son allí más agradables é incitantes que en cualquier otro país del mundo, y la Diosa las inflama con su fuego á todas ellas, jóvenes ó viejas, de tal modo, que se abrasan de amor hasta el fin de su vida.

Los viajeros oyeron referir allí la aventura del Ogro y de Lucina, de que ya habian tenido conocimiento en Siria, y supieron además que en Nicosia estaba haciendo la Princesa los preparativos necesarios para ir á reunirse con su esposo.

Estando ya listo el patron, y soplando un viento favorable, levó anclas, viró hácia Poniente y desplegó todas las velas. Pronto se encontraron en alta mar, empujados por un mistral bonancible; pero de improviso el Poniente, que habia estado adormecido mientras el Sol brilló en el horizonte, empezó á soplar con violencia, luego que se hizo de noche, y agitó furiosamente la nave. Estalló por último la tempestad, acompañada de tantos relámpagos y truenos, que no parecia sino que se desgarraba el firmamento y ardia por todas partes. Las nubes cubrieron todo el espacio con un tenebroso velo que ocultaba la luna y las estrellas: el mar por abajo, el cielo por arriba, y el viento por todas partes, despedian horrísonos bramidos; una tormenta deshecha de lluvia y espeso granizo acosaba á los navegantes, mientras la noche, haciendo cada vez más profundas sus tinieblas, se extendia sobre las formidables y furiosas olas. Preparáronse los marineros á echar mano de todos los recursos del arte en que son tan celebrados; y al paso que uno iba por todas partes haciendo resonar su silbato, con cuyos agudos sonidos ordenaba la maniobra, otros preparaban el áncora de reserva; estos tendian los cables ó arriaban las vergas, aquellos se afianzaban al timon, algunos reforzaban los mástiles, y los demás cuidaban de tener despejada la cubierta.

El furioso temporal fué en aumento durante toda aquella noche caliginosa y más lóbrega que el Infierno. Creyendo el piloto que en alta mar serian menos impetuosas las olas, procuraba alejarse cada vez más de la costa, oponiendo siempre la proa á los embates de aquellas y á la furia del viento, esperando que al rayar el alba cesaria la fortuna de perseguirlos ó se mostraria más humana. Pero léjos de calmarse la tempestad, creció su violencia con el dia, si puede darse este nombre á aquella sucesion de horas cuya claridad era tan débil, que apenas disipaba las tinieblas. Perdida toda esperanza, y abrigando ya algun temor, se abandonó el abatido marino á merced de las olas; volvió la popa del buque en direccion del viento y se decidió á correr aquella tempestad, cuidando antes de amainar las velas.

Mientras la veleidosa Fortuna se burlaba en el mar de los trabajados navegantes, no por eso dejaba en reposo á los que, en tierra firme, peleaban en Francia, donde continuaban su combate sangriento los sarracenos y los ingleses, y donde Reinaldo seguia acometiendo y arrollando los escuadrones enemigos, cuyas banderas pisoteaba. Ya dije que habia lanzado su Bayardo sobre el gallardo Dardinelo. Al ver Reinaldo el blason que el hijo de Almonte ostentaba orgulloso en su escudo, juzgó que el que lo llevaba deberia ser un guerrero distinguido con el que no podria desdeñarse de medir sus armas. Se ratificó en esta opinion cuando estuvo más cerca de él y contempló los cadáveres amontonados en su derredor, por cuya causa dijo:—«Fuerza será cortar de raiz esa mala yerba, antes de que crezca y produzca mayores males.»

Por donde quiera que iba el Paladin, todos se apartaban abriéndole ancho paso; pues el cristiano sabia despejar el terreno tan bien como su enemigo, con aquella fulminante espada, de todos temida. Cuando Reinaldo vió que entre él y el mísero Dardinelo no quedaba ya nadie, y que sus soldados no se atrevian á seguirle, le gritó:

—Jóven, el que te legó ese escudo te dió una herencia fatal. Voy á probar, si eres capaz de hacerme frente, cómo defiendes esos cuarteles rojos y blancos; pues si tu brazo es ahora débil para resguardarte de mí, mucho más lo seria si combatieras con Orlando.

Dardinelo respondió:

—En breve te persuadirás de que si llevo este blason es porque sé defenderlo, y porque estoy seguro de aumentar con mis acciones el brillo del escudo que heredé de mi padre. Aun cuando me ves tan jóven, no creas por eso que soy capaz de huir ó de entregarte el escudo: antes que apoderarte de él, me has de arrancar la vida; pero, en Dios confio que sucederá lo contrario. En fin, sea cual fuere mi suerte, nadie podrá censurarme por haberme hecho indigno de mis progenitores.

Y así diciendo acometió al caballero de Montalban espada en mano.

Un sudor frio heló la sangre que en derredor del corazon tenian los africanos, cuando vieron á Reinaldo lanzarse sobre su señor con una furia semejante á la del leon que se arroja en el prado sobre un novillo que aun no ha sentido los deseos del amor. El Sarraceno fué el primero en descargar un golpe, pero en vano intentó abrir el yelmo de Mambrino. Sonrióse Reinaldo y exclamó:

—Vas á ver cómo se encontrar las venas mejor que tú.

A un tiempo mismo clavó los acicates en su corcel y le tiró de las riendas, dirigiendo tan certera estocada contra Dardinelo, que, entrándole el acero por el pecho, le salió la punta por la espalda. Al sacar la espada, escapóse el alma del Sarraceno mezclada con su sangre por aquella ancha herida, y el cuerpo del infortunado cayó frio y desangrado del caballo.

Cual purpúrea flor que, tronchada por la reja del arado, languidece y muere, ó como la amapola que demasiado cargada de rocío inclina en el huerto la corola, así salió de esta vida Dardinelo, desapareciendo todo color de su rostro: con su muerte desvanecióse tambien el valor y la audacia de los suyos; y así como las aguas, á veces contenidas ó encerradas por medio de algun artificio, suelen desbordarse con gran estrépito, cuando les falta este apoyo, del mismo modo los africanos, que estaban hasta cierto punto contenidos mientras su Dardinelo les infundia algun valor, empezaron á huir en todas direcciones, apenas le vieron caer exánime del caballo.

Reinaldo no se opuso á la huida de los que en ella fiaban su salvacion, procurando que los imitaran los que pretendian resistirse aun. Ariodante, que estuvo al lado de Reinaldo la mayor parte del dia, no dejaba en pié un solo enemigo al alcance de su mano. Lionelo y Zerbino, por su parte, continuaban su obra de exterminio, con un ardor siempre creciente; y hasta el mismo Carlomagno y Olivero, Turpin, Guido, Salomon y Ogiero cumplieron con su deber en aquella jornada, tan fatal para los moros, que estuvieron á punto de perecer todos en ella. Pero el prudente rey de España hizo tocar retirada, y se alejó con los restos de su ejército: juzgando más conveniente declararse vencido que perder vida y hacienda, prefirió retirarse y salvar algunos batallones, á prolongar la resistencia y ser causa de su completo exterminio. Hizo, pues, retroceder sus banderas hácia el campamento moro, que estaba defendido por fosos y trincheras, siguiéndole Estordilano, el rey de Andalucia, y un numeroso escuadron de portugueses; y envió á decir al rey de Berbería que se retirase del mejor modo posible, añadiéndole que si conseguia salvar la persona y las posiciones ocupadas, deberia darse por muy satisfecho.

Este monarca, á quien jamás habia mostrado la Fortuna un rostro tan cruel y adverso, y que estaba casi completamente derrotado, iba perdiendo la esperanza de volver á ver á Biserta; por lo cual se tuvo por muy dichoso al saber que Marsilio habia puesto en seguridad una parte de sus tropas. Empezó, pues, á batirse en retirada haciendo que retrocedieran sus banderas, y reuniendo sus escasos soldados.

Pero la mayor parte de estos se hicieron sordos al ruido de los clarines y tambores y demás instrumentos bélicos; y poseidos de un terror pánico, cedieron á la cobardía y se precipitaron en el Sena, donde quedaron ahogados muchos de ellos. El rey Agramante, Sobrino y sus capitanes más valientes se esforzaban en aminorar la derrota, corriendo y fatigándose de una en otra parte, para conseguir que los fugitivos regresaran en órden á sus trincheras; pero ni el Rey, ni Sobrino, ni capitan alguno pudieron lograr, á pesar de sus afanes, de sus ruegos, y amenazas, que se retiraran en pos de las banderas, no ya todos, sino ni la tercera parte siquiera de los que huian. Lo menos perecieron ó huyeron dos por cada uno de los que quedaron, y aun estos no muy sanos; pues el que no estaba herido en el pecho, lo estaba en la espalda, y todos molidos y asendereados.

Perseguidos los sarracenos con tenacidad hasta sus mismas trincheras, no habrian estado seguros tampoco en ellas, á pesar de las medidas que tomaban para resistirse, pues Carlomagno sabia asir la ocasion por su único cabello, si no hubiese venido á suspender el combate la noche tenebrosa, enviada quizás más pronto que de ordinario por el Sumo Hacedor, apiadado de sus criaturas. La sangre inundaba la campiña, y corriendo como un gran rio, cubria todos los caminos. Contáronse hasta ochenta mil hombres pasados á cuchillo aquel dia. Los campesinos y los lobos salieron durante la noche de sus grutas á despojarlos los unos y á devorarlos los otros.

El Emperador no volvió á entrar en la ciudad, sino que acampó fuera de sus muros, asediando á los enemigos en sus tiendas, y disponiendo que por todas partes se encendieran hogueras. Los paganos, por su parte, abrieron nuevos fosos, levantaron nuevas trincheras y bastiones; los jefes estuvieron constantemente vigilando el campo y recorriendo todos los puestos para impedir que se durmieran los centinelas, y ni uno solo abandonó las armas en toda la noche. En el campamento de los intranquilos sarracenos no dejaron de verterse lágrimas, y de exhalarse suspiros y lamentos durante la noche, pero tan ahogados y contenidos cuanto era posible. Los unos lloraban por la pérdida de sus parientes ó amigos; los otros por el dolor que les causaban sus heridas ó por las incomodidades que padecian, y todos en general por temer una suerte mucho más funesta.

Entre los moros habia dos jóvenes, de oscuro linaje, nacidos en Tolemaida, cuya historia es digna de ser escrita, por haber ofrecido un ejemplo raro de verdadero amor. Llamábanse Cloridano y Medoro, y lo mismo en la próspera que en la adversa fortuna habian profesado un afecto sin límites á Dardinelo, en cuya compañía pasaron á Francia. Cloridano, que habia sido toda su vida cazador, reunia á su robustez una notable agilidad. Medoro, que apenas acababa de salir de la pubertad, conservaba todavia el cutis fresco, blanco y sonrosado: entre todos los moros que habian acudido á aquella empresa no se conocia uno de rostro más bello y agradable: tenia los ojos negros, los cabellos blondos y ensortijados, y parecia, en suma, un ángel descendido del celeste coro. Ambos estaban de centinela en las trincheras, así como otros muchos, vigilando por la seguridad del campamento, á la hora en que la Noche, á la mitad de su carrera contemplaba al cielo con ojos soñolientos. Medoro no sabia hablar más que de su señor, del desgraciado Dardinelo de Almonte, lamentándose amargamente de que hubiese quedado tendido en el campo sin vida y sin gloria. Vuelto hácia su compañero, le decia:

—¡Ay! Cloridano, no puedo expresarte el dolor que siento al pensar que mi señor ha quedado tendido en la llanura, para servir probablemente de pasto á los lobos y á los cuervos. Al recordar su benevolencia y su humanidad para conmigo, me parece que aun cuando vertiera toda mi sangre por él y por su fama, pagaria escasamente la inmensa deuda de mi gratitud. Así es que, no pudiendo resignarme á que permanezca insepulto en medio del campo, voy á salir á buscarlo, y tal vez Dios permitirá que llegue sin ser descubierto hasta el sitio en que acampa ahora el rey Carlos. Quédate tú aquí; pues si en el cielo está escrito que he de morir, podrás así dar cuenta de mi muerte; y ya que la Fortuna se oponga á tan humanitaria obra, se hará por lo menos justicia á mi buen corazon.

Estupefacto se quedó Cloridano al ver tanto ánimo, tanto amor y lealtad tanta en un niño, y como sentia por él un grande afecto, procuró disuadirle de semejante propósito; pero fueron inútiles todos sus esfuerzos, porque un dolor tan verdadero como el de Medoro no se consuela ni distrae fácilmente, y el jóven estaba firmemente resuelto á morir ó á dar sepultura al cadáver de su señor. Viendo que nada podia conmoverle ni obligarle á ceder, le respondió Cloridano:

—Siendo así, tambien iré yo; tambien yo quiero participar de tan laudable accion, y como tú deseo una muerte gloriosa. ¿Qué cosa podria serme ya agradable en este mundo, si me quedara sin tí, Medoro mio? Prefiero mil veces morir contigo peleando á perecer de desconsuelo, si me privasen de tí.

Tomada esta resolucion, esperaron su relevo, y en seguida se pusieron en marcha. Saltando fosos y estacadas, llegaron en breve al campo de los cristianos, que estaban sin recelo alguno, durmiendo tranquilamente, con las hogueras apagadas, por no inspirarles ya temor los sarracenos, y muchos de ellos tendidos entre las armas y los bagajes, llenos de vino desde el estómago hasta los ojos. Cloridano se detuvo un momento exclamando:

—Nunca se deben desperdiciar las ocasiones. Medoro, ¿no te parece muy oportuna la que se nos presenta para degollar á los que han asesinado á nuestro señor? Vé á escuchar y á vigilar cuidadosamente los alrededores por si alguien viniese á sorprendernos: entre tanto, te prometo abrirte con mi espada ancho camino por medio de nuestros enemigos.

Apenas acabó de pronunciar estas palabras, entró en la tienda donde dormia el docto Alfeo, médico, mágico y sábio astrólogo, que habia llegado el año anterior á la corte de Carlomagno: sirvióle de poco su ciencia astrológica, ó mas bien, le engañó completamente en esta ocasion; pues habiéndose predicho á sí mismo que terminaria sus dias al lado de su esposa despues de una avanzada ancianidad, expiró al filo de la espada del cauteloso sarraceno, que le atravesó con ella la garganta, é inmoló despues otros cuatro guerreros al lado del adivino, sin darles tiempo de pronunciar una palabra: Turpin no hace mencion de sus nombres, ni la marcha de los siglos ha dejado la menor noticia de ellos. Tras estos, dió muerte á Palidon de Moncalieri, que dormia tranquilo entre dos caballos; despues se dirigió adonde el misero Grilo yacia con la cabeza apoyada en un tonel, despues de haberlo vaciado y de haberse tendido esperando disfrutar en santa paz de un sueño plácido y tranquilo. El atrevido sarraceno le cortó la cabeza, y por la misma herida empezaron á salir chorros de sangre y de vino, de cuyo líquido tenia más de un cubo en el cuerpo: soñaba que estaba bebiendo todavia, cuando Cloridano interrumpió su sueño de un modo tan trágico. Despues hizo exhalar el último aliento de dos solos golpes á Andropono, griego, y á Conrado, aleman, que habian estado tomando el fresco una parte de la noche, entretenidos con el jarro y los dados. ¡Cuán desgraciados fueron en no continuar disfrutando de los mismos entretenimientos hasta que el Sol hubiese vadeado el Indo! Pero el destino seria impotente con el hombre si cada cual conociera el porvenir.

El cruel Pagano continuaba degollando sin piedad á nuestras gentes dormidas, haciendo en ellas una espantosa carnicería, semejante á un furioso leon estenuado y hambriento, que al encontrarse en un establo, mata, extrangula, devora y destroza á las indefensas reses que están enteramente á su merced. Medoro aun no habia hecho uso de su espada por desdeñarse de emplearla contra la innoble plebe; pero habiendo entrado donde el duque de Albret dormia en brazos de su dama, tan estrechamente enlazados el uno y la otra que ni el aire podria pasar entre ellos, les cortó la cabeza á cercen. ¡Oh dulce muerte! ¡oh suerte feliz! Sus almas debieron volar al asiento que les estaba reservado; tan íntimamente unidas como lo estaban sus cuerpos. Inmediatamente despues mató á Malindo y á su hermano Ardarico, hijos del conde de Flandes: Cárlos los habia armado caballeros, y añadido las lises á sus blasones, al verlos volver aquel dia vencedores y con los aceros teñidos de sangre, prometiendo además cederles algunas tierras en la Frisia, como lo habria cumplido á no estorbarlo Medoro.

Entrambos sarracenos habian ido avanzando hasta tocar á las tiendas de los paladines, levantadas en torno de la del Emperador, la cual estaba constantemente vigilada por alguno de aquellos. Al llegar allí, suspendieron los dos moros la matanza, y retrocedieron, por juzgar imposible que todos ellos se hubiesen entregado al sueño. Aun cuando pudieron retirarse cargados con un rico botin, pensaron más en su propia salvacion, de la que podrian darse por muy satisfechos. Cloridano se encaminó, seguido de Medoro, por donde suponia que el paso era más fácil ó seguro, y llegaron por fin al campo de batalla, donde el pobre y el rico, el príncipe y el vasallo, y los hombres y los corceles hacinados en confuso monton, yacian en un lago de sangre entre los restos de espadas, lanzas, escudos y ballestas. Aquella horrible mezcla de cadáveres, que cubria la llanura en toda su extension, hubiera hecho inútiles las pesquisas de los dos compañeros hasta la llegada del dia, si la Luna, accediendo á las súplicas de Medoro, no hubiese esparcido su ténue claridad, apartando las nubes que la interceptaban. Medoro habia fijado devotamente sus ojos en el cielo, exclamando:

—¡Oh santa Diosa, á quien con tanta justicia dieron nuestros antepasados el nombre de Triforme! ¡Tú, que en el Cielo, en la Tierra y en el Infierno ostentas tu belleza bajo múltiples formas; tú, que vas por las selvas siguiendo, cual cazadora, las huellas de las fieras y de los mónstruos, indícame dónde yace confundido entre tantos cadáveres el cuerpo de mi Rey, que durante su vida imitó tus santas virtudes!

Ya fuese obra de la casualidad, ó efecto de la santa lealtad de Medoro, la Luna abrióse paso á través de las nubes, apenas terminó el jóven sarraceno su plegaria, y apareció tan bella y radiante como el dia en que despojada de todo velo se arrojó en brazos de Endimion. Su luz le permitió ver distintamente á París, el campamento cristiano, el sarraceno, el monte y la llanura, y más allá las colinas de los Mártires y de Montlery. Los rayos de la Luna se reflejaron con todo su esplendor en el sitio en que yacia muerto el hijo de Almonte. Medoro, con el rostro bañado en llanto, se adelantó hácia su querido señor, á quien conoció por los colores rojo y blanco de su escudo, y regó la faz de Dardinelo con sus amargas lágrimas, que cual dos rios brotaban de sus ojos, con tan dulce actitud, con lamentos tan tiernos, que los vientos se hubieran detenido para escucharlos; y aun cuando los exhalaba en voz baja y apenas perceptible, no era tanto por temor de perder la vida, si llegasen á oirle, pues más bien era para él una odiosa carga de la que deseaba verse libre, cuanto por recelo de que le impidiesen llevar á cabo el deber piadoso que allí le habia conducido. Medoro y Cloridano colocaron sobre sus hombros el inanimado cuerpo de Dardinelo, participando ambos de su peso, y se alejaron tan precipitadamente como se lo permitió la preciosa carga que llevaban.

Acercábase ya el señor de la luz alejando del Cielo á las estrellas y de la Tierra á las sombras, cuando Zerbino, cuyo ardiente valor alejaba el sueño de sus párpados siempre que era necesario, regresaba al campamento al amanecer, despues de haber estado persiguiendo á los moros toda la noche. Los caballeros que le acompañaban divisaron desde léjos á los dos infieles, y se lanzaron en tropel hácia ellos, esperando alcanzar honra y provecho.

—Hermano, dijo Cloridano, forzoso nos será abandonar nuestra carga y emprender la fuga; pues no seria muy prudente que dos vivos se perdieran por salvar un muerto.

Y al decir estas palabras soltó su parte de carga, creyendo que Medoro imitaria su ejemplo; pero el contristado jóven, que profesaba á su señor mayor cariño que Cloridano, lo acomodó del todo sobre sus hombros, mientras su compañero se alejaba precipitadamente como si Medoro fuera á su lado ó detrás de él: si hubiera podido sospechar que lo abandonaba de tal suerte, habria arrostrado por defenderle no una, sino mil muertes.

Los caballeros, decididos á apoderarse de los fugitivos ó á matarlos si no se rendian, fueron esparciéndose por la llanura, y ocupando todas las salidas por donde aquellos pudiesen escapar: el mismo Zerbino, sin separarse mucho de ellos, se mostraba más solícito y ardoroso que ninguno en la persecucion, porque al ver la actitud sospechosa de los dos amigos, no dudó que pertenecieran al ejército enemigo. En aquel tiempo existia cerca de allí una selva antigua, poblada de espesas plantas y de arbustos y cubierta de inextricables senderos, que formaban una especie de laberinto, hollados tan solo por la planta de las fieras. Los dos paganos abrigaban la esperanza de penetrar en ella, á fin de guarecerse y ocultarse entre el enmarañado ramaje; pero el que escuche con agrado mi canto, queda invitado para oir más adelante su continuacion.

Canto XIX

Angélica prodiga sus cuidados á Medoro herido, y despues de curado, se desposa con él, partiendo ambos para el Cathay.—Marfisa y sus tres compañeros llegan á Layax despues de muchos trabajos.—Guido el salvaje, reducido á la esclavitud por las impías mujeres que en aquella costa dominaban, combate con Marfisa, ofreciéndole despues hospitalidad en su palacio, juntamente con sus compañeros.

El hombre á quien sonrie continuamente la fortuna no puede saber nunca si es verdaderamente amado, porque cuantos le rodean, ya sean amigos falsos ó leales, le demuestran el mismo afecto. Pero si su posicion se cambia de próspera en adversa, entonces huyo de él la turba aduladora, quedando únicamente á su lado el que le ama tan de corazon, que la muerte del objeto amado no es bastante para desvanecer su cariño. Si pudiera verse el corazon humano como se vé el rostro, muchos de los que en la corte son atendidos y reverenciados, y oprimen y escarnecen con su poder á los demás, verian ocupado su puesto por los que gimen en la desgracia; el humilde no tardaria en alcanzar las mayores dignidades, al paso que el soberbio quedaria confundido entre la escoria del pueblo.

Pero volvamos á Medoro, al súbdito leal y agradecido, que profesó un especial cariño á su señor, así en vida como en muerte.

El infeliz jóven iba buscando el medio de salvarse por los intrincados senderos de aquel bosque; pero agobiado bajo el peso del cadáver de Dardinelo, no acertaba á encontrar un refugio; y como, por otra parte, le era completamente desconocido el terreno, se extraviaba con facilidad, y cuanto más caminaba, más se perdia entre la maleza y las zarzas. Cloridano se encontraba léjos de él y en seguridad, pues hallándose más desembarazado, consiguió llegar á un sitio desde donde no percibia el rumor que producian sus perseguidores: reparó entonces en que Medoro no le seguia, y sintiendo que con él habia dejado tambien el corazon, exclamó poseido de la mayor angustia:

—¡Ay de mí! ¿Cómo he podido ser tan negligente, ó perder la razon hasta el extremo de encontrarme aquí, Medoro mio, sin tenerte á mi lado y sin saber cómo ni dónde te he dejado?

Así diciendo, volvió á internarse en los tortuosos senderos de aquella selva inextricable, y á desandar el camino andado, corriendo á ciencia cierta en pos de la muerte. Percibió otra vez el rumor de las pisadas de los caballos, y los gritos amenazadores de los enemigos; conoció luego la voz de Medoro, y por fin le vió solo, á pié y rodeado de numerosos ginetes. Lo menos eran cien guerreros á caballo los que le tenian cercado: Zerbino los mandaba, y ordenó que le prendieran: el infeliz daba vueltas de acá para allá, procurando defenderse cuanto le era posible, y buscando un refugio detrás de las encinas, de los olmos, de las hayas ó de los fresnos, sin abandonar un momento su preciosa carga. Por último, colocó sobre la yerba el cuerpo de su señor, conociendo que no le era posible continuar de aquel modo, y prosiguió defendiéndolo, semejante á la osa que al verse atacada por el cazador en su peñascosa guarida, cobija con su cuerpo á sus hijuelos, estremeciéndose á la vez de amor y de rabia, y dudando qué partido tomar; pues mientras su ira y sus feroces instintos la invitan á servirse de sus garras y á ensangrentar sus labios, su cariño maternal la detiene y la obliga á continuar contemplando á sus cachorros con ternura.

Cloridano, que no sabia cómo auxiliar á su amigo, pero que estaba dispuesto á morir á su lado, si bien decidido á exterminar el mayor número de contrarios que le fuera posible antes de exhalar el último aliento, colocó en el arco uno de sus agudos venablos, y desde su oculto retiro, hizo tan buen uso de él, que atravesó á un escocés el cerebro, derribándole sin vida del caballo. A un mismo tiempo se volvieron todos hácia el sitio de donde habia salido la flecha homicida, y en el acto disparó el sarraceno otra saeta, matando á un segundo escocés, el cual, mientras preguntaba á sus compañeros quién habia herido al primero, gritando y gesticulando, fué alcanzado por el nuevo dardo, que le atravesó la garganta, cortándole el uso de la palabra. Zerbino no pudo soportar con paciencia la muerte simultánea de los suyos, y se dirigió furioso á Medoro, diciendo: «Tu muerte nos vengará.»—Cogió al jóven por sus rubios cabellos y le atrajo violentamente hácia sí; pero al fijar la vista en aquel hermoso rostro, se apiadó de él y no le mató. El jóven le dijo entonces con ademan suplicante:

—Caballero, por tu Dios te ruego que no seas cruel, y me concedas el favor de sepultar el cuerpo de mi Rey. No deseo merecer de tí otra compasion, ni creas tampoco que me importe la vida, pues no deseo existir más tiempo del necesario para enterrar el cadáver de mi señor. Despues, si estás poseido del furor del Tebano Creonte, podrás, si así te place, despedazar mis miembros y esparcirlos para que sirvan de pasto á las fieras y á las aves de rapiña; pero antes, permíteme que sepulte al hijo de Almonte.

Así dijo Medoro, con dulce voz y con palabras capaces de conmover á un monte: Zerbino empezaba ya á sentir hácia el jóven sarraceno un grande afecto y una compasion infinita; cuando un guerrero bárbaro, sin respeto alguno á su príncipe, clavó su impía lanza en el pecho del desgraciado y suplicante Medoro. Disgustado quedó Zerbino por aquella accion tan cruel como insensata, y mucho más al ver que la violencia del golpe derribó en tierra al sarraceno, pálido y sin sentido, por lo cual juzgó que habia muerto instantáneamente. La irritacion y el dolor de Zerbino fueron tales, que exclamando: «No quedarás sin venganza,» arremetió lleno de saña al autor de aquella triste hazaña; pero este esquivó el cuerpo, y desapareció de su presencia con la velocidad del relámpago.

Apenas vió Cloridano que su Medoro caia en tierra, salió del bosque, para combatir á pecho descubierto; arrojó léjos de sí el arco, y ciego de ira, se lanzó espada en mano contra sus enemigos, más bien por encontrar la muerte, que con la esperanza de vengarse de un modo que á su cólera igualara. No tardó en enrojecer el suelo con su sangre; vió próximo su fin, y apenas sintió que le abandonaban las fuerzas, se dejó caer al lado de su Medoro. Los escoceses se alejaron entonces del bosque, siguiendo á su despechado príncipe, y dejando á los dos moros, sin vida el uno, y casi muerto el otro.

El infeliz Medoro estuvo mucho rato arrojando tan copioso raudal de sangre por su herida, que hubiese muerto indudablemente á no haber recibido un auxilio oportuno. Tropezó casualmente con él una doncella, cubierta de humildes y pastoriles vestiduras, pero de regio talante, de rostro bello, de distinguidos modales y continente honesto. Como hace mucho tiempo que no me he ocupado de ella, apenas os será posible conocerla: era, si acaso no lo sabeis, Angélica, la altiva hija del gran Can del Cathay. Cuando recobró el anillo que Brunel le habia arrebatado, creció tanto su orgullo y su arrogancia, que parecia desafiar al mundo entero; viajaba sola, desdeñándose de aceptar la compañía de todo caballero, por famoso que fuese, y avergonzándose al recordar que habia admitido como amantes á Sacripante y á Orlando. Lo que sobre todo aumentaba su enojo era el recuerdo de haber querido bien á Reinaldo, juzgando que se habia envilecido demasiado al fijar sus ojos en un caballero tan distante de su alcurnia. Pero irritado el Amor por tan desmesurada arrogancia, no quiso tolerarla por más tiempo, y oculto donde yacia Medoro, esperó á la jóven con la flecha preparada en el arco.

Cuando Angélica vió á aquel jovencillo herido, cuya vida se iba extinguiendo por momentos, y que se lamentaba menos de su suerte que de dejar insepulto el cuerpo de su rey, sintió que se abria paso en su corazon por vias desconocidas hasta entonces una piedad insólita, apoderándose de ella una dulce compasion, que se aumentó al escuchar el relato que de sus cuitas le hizo Medoro. Procuró entonces recordar los secretos de la cirujía que aprendiera en la India; pues, segun parece, este es un estudio noble, digno y encomiado en aquellas regiones, donde sin revolver libros ni papeles se trasmite de padres á hijos; y se dispuso á procurar su curacion, valiéndose al efecto de los jugos de algunas yerbas. Recordó haber visto en una pradera inmediata una planta saludable, quizás el díctamo ó la panacea, ú otra cuyo nombre ignoro, pero de efecto tan seguro, que restaña la sangre y hace desaparecer el dolor y la inflamacion de las heridas: corrió á cogerla, y volvió presurosa al lado de Medoro. En el camino encontró á un pastor, que venia á caballo por el bosque buscando una ternera, que hacia dos dias se habia alejado del rebaño y vagaba sola por aquellos contornos. Angélica le condujo al sitio en que Medoro iba perdiendo las fuerzas con la sangre que manaba de su pecho, en la que habia empapado el suelo de tal modo, que estaba próximo á perder la vida.

La doncella se apeó de su palafren, é hizo que el pastor se apeara asimismo del suyo: machacó despues la yerba entre dos piedras, la cogió en seguida y exprimió su jugo en el hueco de su mano; lo aplicó á la herida, y frotó además con él el pecho, el vientre y las piernas del moribundo, siendo tan eficaz el remedio, que cesó la sangre de brotar. Medoro recobró algun tanto el vigor perdido, y al poco rato le fué posible subir sobre el caballo del pastor. Sin embargo, el jóven sarraceno no consintió en apartarse de aquel sitio sin dejar sepultado el cuerpo de su señor: hizo, pues, que le enterraran y á Cloridano con él, y entonces ya no opuso resistencia á marcharse adonde le quisieron conducir. En breve llegaron á la humilde morada del complaciente pastor, donde Angélica, llevada de su piedad, continuó al lado del herido, sin querer separarse de él hasta su curacion completa: ¡tan grande era su naciente afecto, y tanta la compasion que sintió hácia el jóven cuando le vió tendido en el suelo y casi muerto! Conforme fué apreciando poco á poco las gracias y la belleza de Medoro, sintió su corazon minado por la lima sorda de su pasion, hasta que por último se abrasó en amoroso fuego.

El pastor habitaba con su mujer y sus hijos una cabaña bastante buena y agradable, de nueva y reciente construccion y situada en el bosque entre dos colinas. Allí fué donde la doncella, á fuerza de cuidados, logró curar en breve la herida de Medoro; pero sintiendo á su vez y en menos tiempo los crueles efectos de una herida mucho mayor y más profunda, que habia abierto en su corazon el dardo invisible, disparado por el niño alado desde los hermosos ojos y blondos cabellos de Medoro. Consumíala un ardor siempre creciente; pero olvidando su propio padecimiento, solo se ocupaba en atender solicita al mismo que era causa de su quebranto. A medida que la herida del sarraceno se iba cerrando, se abria y empeoraba la de Angélica: sanó por fin el jóven, al paso que á ella la iba extenuando la fiebre con su temblor, ya helado, ya sofocante. De dia en dia recobraba Medoro su marchita belleza, y de dia en dia iban desvaneciéndose los sonrosados colores de la doncella, como suele desvanecerse la nieve del invierno ante los templados rayos del sol de primavera. Forzoso le era, pues, tomar una pronta determinacion, si no queria que la hiciesen perecer sus fogosos deseos; y por lo mismo comprendió que no debia esperar más á que otro le ofreciese lo que anhelaba ansiosa; y olvidando las leyes del pudor, pidió á Medoro, con voz resuelta y atrevida mirada, que aplicase el remedio necesario á un mal que él mismo le habia causado sin saberlo.

¡Oh conde Orlando! ¡Oh rey de Circasia! ¿De qué os sirve vuestro ínclito valor? ¿Cuál es la recompensa de vuestra gloria y renombre? ¿Qué galardon adquirís por vuestros servicios? Decidme si obtuvisteis alguna vez el más insignificante favor en premio de cuanto por ella habeis sufrido. ¡Oh rey Agrican! Si pudieras volver á la vida, ¡cuál no seria tu humillacion al presenciar la conducta de Angélica, tú, para quien ella fué siempre desdeñosa, rechazándote cruel é inhumanamente! ¡Oh Ferragús! ¡Oh numerosos adalides que no nombro, y que llevásteis á cabo mil inclitas proezas por aquella ingrata, con cuánta desesperacion no la contemplariais ahora en brazos de su amante!

Angélica dejó cojer á Medoro aquella flor que nadie habia tocado hasta entonces, porque nadie habia sido tan afortunado que pudiese hollar tan maravilloso jardin. Sin embargo, para cohonestar hasta cierto punto aquella union, se celebró con ceremonias santas el matrimonio, bajo los auspicios del amor, y siendo prónuba la mujer del pastor. Celebráronse las bodas bajo aquel rústico techo con la mayor solemnidad que fué posible, y por espacio de un mes se entregaron ambos amantes á los tranquilos deleites de su pasion. Angélica no podia estar un momento separada de su Medoro; no se cansaba de acariciarle; y á pesar de verse continuamente en sus brazos, sus deseos y sus voluptuosos impulsos renacian sin cesar. Ya permaneciera en la cabaña, ya saliera fuera de ella, tenia dia y noche á su lado al hermoso jóven; por mañana y tarde iban buscando un retiro agradable junto á las orillas de los rios, ó por las verdes praderas, ó bien, para librarse de los ardores del sol del medio dia, se refugiaban en una cueva, tan grata y cómoda quizás como la que sorprendió los secretos de Eneas y Dido, cuando iban huyendo del agua. En los momentos en que les permitian alguna tregua sus expansiones amorosas, se entretenian en grabar sus nombres con una aguja ó un cuchillo en el tronco de algun árbol, cuyo ramaje prestara amena sombra á un manantial ó á un arroyuelo; en las rocas cuya dureza no era tanta que lo impidiese; en las paredes de la cabaña y en mil distintos sitios; de suerte que por todas partes se encontraban los nombres de Angélica y Medoro escritos y entrelazados de diferentes maneras.

Cuando Angélica se apercibió de que su residencia en la cabaña del pastor iba prolongándose demasiado, se dispuso á regresar á la India para ceñir á Medoro la brillante corona del Cathay. La jóven llevaba en el brazo hacía mucho tiempo un brazalete de oro, enriquecido de piedras preciosas, como recuerdo y testimonio del afecto que le profesaba el conde Orlando. Aquel brazalete se lo habia dado Morgana á Zeliante, á quien tenia cautivo en un lago; y este, cuando volvió á los brazos de su padre Monodante, merced al arrojo y al valor de Orlando, se lo regaló á su libertador, el cual, enamorado ya de Angélica, lo aceptó con la intencion de ofrecérselo á su amada. La jóven estimaba aquel brazalete como pudiera estimar el más preciado objeto, pero no por amor al paladin, sino por el incomparable valor y esmerado trabajo de la joya. Consiguió conservarlo en la isla del llanto, aunque no sabré deciros por qué medio, cuando los ebudos crueles é inhospitalarios la expusieron enteramente desnuda á la voracidad de un mónstruo marino. No teniendo, pues, otra cosa que ofrecer al buen pastor y á su mujer en pago de la hospitalidad y de los servicios que les habian ofrecido con tanta solicitud desde el dia en que se refugiaron en la cabaña, sacóse el brazalete del brazo, y se lo entregó, rogándoles que lo admitiesen en obsequio suyo, y acto contínuo se dirigieron hácia los montes que separan la Francia y la España.

Pensaban esperar algunos dias en Valencia ó Barcelona á que saliese algun buque con rumbo al Oriente. Al llegar á la cumbre de aquellas elevadas montañas, descubrieron más allá de Gerona el dilatado mar, cuya playa fueron costeando hácia la izquierda siguiendo el frecuentado camino de Barcelona. Pero antes de llegar á esta ciudad, vieron tendido en la playa á un hombre, con el rostro, el pecho y la espalda tan súcios y tan llenos de lodo é inmundicia que parecia un cerdo; el cual, apenas divisó á los dos jóvenes, se precipitó sobre ellos como se precipita un perro sobre personas desconocidas, causándoles un susto y una afrenta inesperada.

Mas vuelvo á ocuparme de Marfisa, de Astolfo, de Aquilante, de Grifon y de los demás navegantes que, en presencia de la muerte, rendidos y extenuados de cansancio, no podian contrarestar los embates del mar embravecido. La tormenta, cada vez más soberbia y arrogante, continuaba amenazándoles con sus furores; y á pesar de que su saña duraba ya tres dias, no daba señal ni indicio de aplacarse. Las monstruosas olas y los vientos desencadenados habian destrozado el castillo de popa y las gavias; lo que el vendabal dejaba en pié, era cortado y arrojado al mar por los mismos marineros. Mientras unos, inclinados sobre la carta marina, marcaban el rumbo que seguian á la escasa luz de una pequeña linterna, otros permanecian en la bodega, examinándolo todo atentamente, alumbrados por una antorcha, y otros en la popa ó en la proa cuidaban del reloj de arena, consultándolo cada media hora para saber el tiempo trascurrido y la rapidez de la marcha del buque. Por último, cada cual, provisto de su correspondiente carta marina, pasó sobre cubierta á fin de dar su parecer en el consejo á que los habia convocado el capitan. Uno de ellos sostenia que se encontraban próximos á las sirtes de Limiso, segun lo que de sus cálculos deducia; otro, que estaban cerca de los agudos peñascos de la costa de Trípoli, donde el mar estrella frecuentemente á los buques; y alguno aseguraba que se hallaban perdidos en las aguas de Satalia, terror de los marineros. Cada cual apoyaba su opinion con diferentes razones, pero todos sentian la misma inquietud é igual temor.

Al tercer dia, el viento les atacó con más furia, y el mar se mostró más airado: el primero desgajó y se llevó el trinquete; una monstruosa oleada del segundo arrebató el timon y el timonel. Hubiera sido preciso un corazon más fuerte que el mármol y más duro que el acero para resistir al temor; y hasta la misma Marfisa, tan valiente en todas ocasiones, no pudo menos de confesar que aquel dia tuvo miedo. Por de contado que no faltaron promesas de ir en peregrinacion al monte Sinaí, á Santiago de Galicia, á Chipre, á Roma, al Santo Sepulcro, á la Vírgen de Ettino y otros sitios célebres, si salian con bien de tan apurado trance. El bajel continuaba entre tanto siendo juguete de las olas, las cuales lo elevaban á veces hasta las nubes: el piloto habia hecho picar el artimon para oponer menos blanco á los embates del viento, y juntamente con los cajones, los fardos de ricas mercaderías y cuantos objetos de algun peso existian á bordo, lo arrojó á merced de las olas. En seguida se pusieron unos á manejar la bomba, á fin de extraer de la nave el agua que iba haciendo, y devolvian al mar lo que del mar habia salido, al paso que otros se ocupaban en la bodega en reparar las averías causadas por las olas en el casco del buque.

Cuatro dias permanecieron entregados á tantos trabajos y á tan mortal angustia, sin que supieran adonde volver los ojos para hallar un refugio; pero en el momento en que parecia que el mar iba á triunfar de sus esfuerzos por poco que hubiese continuado en su insistente furor, abrieron sus corazones á la esperanza al ver el deseado fuego de San Telmo, que apareció sobre la obra muerta de proa, por no quedar ya entenas ni masteleros. Todos los navegantes cayeron de rodillas ante los resplandores de aquellas bellas luces y pidieron al cielo con ojos húmedos y tembloroso acento que se calmase el mar y tornara la bonanza. La tempestad, tan pertinaz hasta entonces, no siguió adelante; el mistral ya no les molestó en la travesía; pero el Sud-Oeste, cual tirano del mar, lanzaba por su negra boca tan impetuosos resoplidos que las olas se sucedian con rapidez increible unas á otras, semejantes á un devastador torrente, é impelian al buque con la velocidad del halcon que hiende los aires, con gran espanto del piloto que temia verse arrastrado hasta el fin del mundo, destrozado ó sumergido en el abismo. El experto marino arbitró, sin embargo, un pronto remedio, y dispuso que se amarraran á la popa cables gruesos y sólidos de los cuales se colgaron las anclas, procurando de este modo disminuir en sus dos terceras partes la marcha de la nave. Esta maniobra, unida al auxilio del que hizo descender á la proa el fuego de San Telmo, produjo el efecto deseado y salvó al buque, próximo á zozobrar, haciendo que se deslizara por alta mar con mayor seguridad.

Poco despues se encontraron en el golfo de Layas, en la costa de Siria, á la vista de una gran ciudad, y tan cerca de la playa, que se distinguian perfectamente los dos castillos situados á la entrada del puerto. Mas en cuanto el piloto conoció el sitio en que se encontraba, quedó aterrado, porque allí no se atrevia á echar las anclas, ni le era posible huir ni permanecer al pairo. Y en efecto, ¿cómo conseguirlo con un bajel que habia perdido los mástiles, las gavias, las vergas, y cuyo casco estaba medio destrozado por los redoblados y furiosos golpes de mar que habia sufrido? Desembarcar en aquella costa era lo mismo que suicidarse ó condenarse á un perpétuo cautiverio; porque todos cuantos habian saltado en ella por equivocacion ó conducidos por su adversa fortuna, habian perdido la vida ó la libertad. Tampoco era conveniente malgastar el tiempo en vacilaciones; porque se exponian á que los habitantes de aquel país saliesen con sus buques armados en corso á atacar una nave, no ya incapaz de resistirse, sino hasta de navegar.

Mientras el piloto luchaba en tan penosa indecision, aproximóse á él el duque Astolfo, y le preguntó la causa de ella, así como la de no haber entrado ya en el puerto. Contestóle el marino que toda aquella costa estaba habitaba por mugeres homicidas, cuya costumbre, observada durante largos años, era la de esclavizar ó dar la muerte á todo el que saltaba en tierra. Añadió que únicamente se libraba de tan triste suerte el que fuese capaz de vencer cuerpo á cuerpo á diez guerreros, y de satisfacer por la noche el apetito carnal de otras tantas doncellas: si el que salia bien de la primera prueba, no podia cumplir con la segunda, perecia irrevocablemente, y sus compañeros se veian obligados á cultivar los campos ó á custodiar ganados. El que consiguiera salir triunfante de una y otra prueba, lograba la libertad de sus compañeros; mas no así la suya, pues habia de tomar por esposas á diez mujeres, elegidas segun sus deseos.

Astolfo no pudo contener la risa al oir una costumbre tan rara. Acercáronse despues Sansoneto, Marfisa, Aquilante y su hermano, y el piloto les refirió del mismo modo la causa que le tenia apartado del puerto. «Prefiero mil veces, les dijo, sepultarme entre las olas, á gemir bajo el yugo de la esclavitud.»

Los marineros y demás navegantes fueron del parecer del piloto; pero Marfisa y sus compañeros opinaron de distinto modo, por creer que estarian más seguros en la tierra que en el mar; afirmando que les importaba menos verse rodeados de cien mil espadas, que exponerse á ser de nuevo juguete de las embravecidas olas; pues contra estas de nada les servian sus armas, al paso que, mientras pudieran manejarlas, su valor arrostraria impávido los peligros de aquel país ó de cualquier otro del mundo. Deseaban, pues, los guerreros saltar en tierra, y especialmente el Duque inglés, por estar persuadido de que apenas dejase oir los sonidos de su trompa, dispersaria á sus agresores. Una parte de los navegantes aprobaba este proyecto; le censuraba la otra, ocasionándose las disputas consiguientes á esta diferencia de opiniones, cuando por último, los primeros, que eran los más numerosos, obligaron al piloto á tomar tierra mal de su grado.

En cuanto vieron desde la ciudad á nuestros navegantes adelantarse en demanda del puerto, prepararon una galera provista de mucha chusma y de marineros expertos, la cual se dirigió al encuentro de la triste nave en que se agitaban tan opuestos pareceres; y amarrando á su elevada popa la proa de aquella, la sacaron fuera del impío mar. Entraron en el puerto á remolque, y á fuerza de remos más bien que á favor de las velas, porque el viento se las habia arrebatado durante la tempestad pasada. Entre tanto, los caballeros se vistieron su armadura, ciñeron su fiel espada y procuraron reanimar con sus palabras consoladoras el abatido espíritu del piloto y demás compañeros de viaje.

El puerto, que era semicircular, tenia más de cuatro millas de circunferencia; su entrada unos seiscientos pasos de anchura, y en cada uno de los extremos de la media luna que formaba se elevaban dos fortalezas. Estaba al abrigo de todos los vientos, excepto al Mediodia, y la ciudad se levantaba en anfiteatro por la pendiente de una colina.

No bien fondeó en dicho puerto aquella embarcacion, de cuyo arribo se tenia ya noticia por toda la comarca, cuando se presentaron en él seis mil mujeres en hábitos guerreros y empuñando sus arcos, al mismo tiempo que para impedir toda evasion, se cerraba la entrada del puerto con naves y cadenas, colocadas de una á una otra fortaleza, las cuales estaban constantemente preparadas para uso semejante. Una de aquellas mujeres, que por su edad podria compararse á la Sibila de Cumas ó á la madre de Héctor, llamó al piloto, y le preguntó si querian dejarse quitar la vida, ó si preferian inclinar su cabeza bajo el yugo de la servidumbre, siguiendo la costumbre establecida. Forzoso les era, pues, elejir entre la esclavitud ó la muerte.

—Sin embargo, añadió, si hay entre vosotros algun hombre tan animoso y fuerte, que se atreva á combatir contra diez de los nuestros y consiga vencerlos, y esté dispuesto además á servir de esposo por la noche á diez doncellas, le reconoceremos por nuestro príncipe, y vosotros podreis marcharos enteramente libres ó permanecer aquí, segun vuestra voluntad; pero advirtiendoos, que el que quiera quedarse y ser libre, ha de desposarse con diez mujeres. Mas si el campeon que elijais para luchar con nuestros diez guerreros llega á ser vencido ó sale mal de la segunda prueba, vosotros quedareis esclavizados y él perecerá.

Donde la vieja esperaba hallar temor, encontró, por el contrario, animosos brios; pues cada uno de los caballeros se creia con fuerzas para salir airoso de una y otra prueba. Marfisa deseaba como los demás tomar parte en la empresa, pues si bien estaba persuadida de que no podria cumplir con la segunda condicion, esperaba suplir con su espada lo que la naturaleza no le permitia. Puestos, pues, de acuerdo nuestros caballeros, encargaron al patron que contestara, que entre ellos no faltaban guerreros capaces de arrostrar en la plaza y en el lecho los peligros de las condiciones impuestas.

Aproximóse el buque á tierra, le amarraron con sólidos cables, y echaron el puente, por el que desembarcaron los caballeros provistos de sus armas y llevando sus corceles del diestro. En seguida atravesaron la ciudad en medio de una multitud de doncellas de aspecto altanero, que se entretenian en cabalgar por las calles con los vestidos recogidos, y en manejar las armas por las plazas como guerreros. Por respeto á la antigua costumbre de que he hablado, tenian prohibido los hombres de aquel país calzar espuelas, ceñir espada, ni usar arma alguna, excepto los diez designados para sostener el combate. Todos los demás estaban dedicados á manejar la lanzadera, la rueca, el huso, la aguja y el peine, cubiertos con trajes mujeriles, que les llegaban hasta los piés y les daban un aspecto muelle y afeminado. Algunos arrastraban una cadena, como señal de su profesion de labriegos ó pastores. Los varones escaseaban tanto en tan singular comarca, que seguramente no podrian reunirse en todas sus ciudades y villas cien hombres por cada mil mujeres.

Los caballeros convinieron en que la suerte decidiera cuál de ellos habia de luchar con los diez campeones en la plaza y con las diez doncellas en diferente palenque por la salvacion comun, habiendo resuelto de antemano que no entrara en suerte Marfisa, persuadidos de que tropezaria con una dificultad insuperable en la prueba de la noche, para la que la hacia inhábil su sexo; pero la jóven guerrera no quiso consentir en ello, y precisamente fué la designada por la suerte. Marfisa les dijo entonces:

—Os ofrezco perecer en la demanda antes que por mí os veais sumidos en la esclavitud: por esta espada os juro (y mostró el acero que llevaba ceñido al costado), que sabré deshacer todos los obstáculos, del mismo modo que Alejandro deshizo el nudo gordiano. Estoy resuelta á lograr que en lo sucesivo, y hasta el fin de los siglos, ningun extranjero tenga que lamentarse de haber llegado á este país.

Así dijo, y no pudiendo sus compañeros oponerse á la decision de la suerte, entregaron su libertad y su salvacion en manos de la guerrera, que armada de piés á cabeza, se presentó en el terreno del combate.

En la parte más elevada de la poblacion existia una plaza circular, rodeada de asientos de piedra, y exclusivamente destinada á esta clase de combates, á los torneos, á las luchas y demás regocijos públicos, y cerrada por cuatro puertas de bronce. Una multitud considerable de mujeres armadas se colocó en aquellas graderías, despues de lo cual hicieron entrar á Marfisa. La jóven se presentó montada en un arrogante caballo tordo rodado, de cabeza pequeña y fogosa mirada, de paso seguro y soberbio, y de magnífica estampa. El rey Norandino lo habia elegido en Damasco como el más hermoso y gallardo de entre otros mil que tenia para su uso, y se lo habia regalado á Marfisa.

Entró esta en el palenque por la puerta del Sur, en el momento en que el Sol llegaba á la mitad de su carrera: pocos momentos despues resonaron por todos los ámbitos de la plaza los ecos agudos de los clarines, y vió que por la puerta del Norte penetraban en ella sus diez contrarios. El guerrero que venia al frente valia al parecer más que los otros nueve reunidos. Presentóse en el palenque cabalgando sobre un gran corcel, más negro que el cuervo de plumaje más oscuro, excepto la frente y la pata trasera izquierda, en las que se veian algunas manchas blancas. El color de la armadura del caballo, tan negra como el caballero, parecia indicar que así como el blanco estaba en mucha menos proporcion que el oscuro, del mismo modo su sonrisa habia desaparecido bajo el tétrico llanto.

En cuanto se oyó la señal del combate, nueve de los guerreros bajaron simultáneamente sus lanzas; mas el caballero del negro color no quiso prevalerse de semejante ventaja sobre un solo adversario, y se hizo á un lado como si no tuviese intencion de pelear. Deseoso indudablemente de observar las leyes de la cortesía más que de obedecer las del país, permaneció inmóvil presenciando el resultado de tan desigual contienda.

El caballo de Marfisa, cuyo paso era suave y mesurado, arrancó entonces como un rayo contra los nueve combatientes; y la jóven enristró en medio de la carrera su lanza, la cual era tan pesada, que apenas habrian podido sostenerla cuatro hombres. Al salir de la embarcacion la habia elegido como la más sólida de entre otras muchas entenas. El aspecto de la guerrera fué en aquel momento tan terrible, que al contemplarla palidecieron mil semblantes y latieron violentamente mil corazones. Al primero que alcanzó le agujereó el pecho como si lo hubiera tenido desnudo, despues de atravesarle la coraza, la cota de malla y un grueso escudo chapeado de hierro, viéndose salir la lanza por la espalda más de un codo: tan grande fué la violencia del golpe. Sin detenerse á más, le dejó rodar por el suelo, y se lanzó á toda brida sobre los otros. Al segundo y al tercero les dió tan soberbio bote de lanza, que ambos exhalaron el último aliento, por haberles partido la columna vertebral, arrancando á uno de ellos de la silla: tan terrible fué aquel choque y tan amontonados venian sobre ella sus contrarios. Solamente las balas de cañon pueden abrir los escuadrones como Marfisa abrió el grupo que formaban los nueve combatientes. Varias lanzas se rompieron en la coraza de la jóven; pero permaneció ante sus golpes tan inmóvil como las paredes de un trinquete ante las pelotas lanzadas por los jugadores.

Su coraza, enrojecida por encanto en el fuego del Infierno y templada en el agua del Averno, era tan dura, que nada podian contra ella los más fuertes embates. Al llegar al estremo opuesto del palenque, detuvo Marfisa un momento su caballo, volvió riendas y lo lanzó nueva y rápidamente contra sus restantes adversarios, que aterrados, se apartaron de ella en desórden. No obstante, los persiguió, los acuchilló á su sabor y enrojeció con su sangre hasta la empuñadura de la espada: derribóle á uno la cabeza, un brazo á otro, y á un tercero le dió tan tremenda cuchillada, que fué rodando por el suelo el pecho con la cabeza y los brazos, mientras las piernas y el vientre quedaron á caballo. Quiero decir, que lo dividió por medio del cuerpo, hácia donde se reunen las costillas y las caderas, dejándole con la mitad no más de su figura, semejante á esos exvotos de plata ó de cera que las gentes de paises lejanos ó próximos suelen colgar ante las imágenes divinas, para manifestarles su agradecimiento y cumplir la promesa que hicieran si les salian bien sus piadosas demandas. Alcanzó despues en medio de la plaza á uno de los guerreros enemigos que iba huyendo, y le separó de tal modo la cabeza del tronco, que no hubo médico que pudiera volvérsela á unir. En fin, los nueve campeones, uno tras otro, rodaron á los piés de Marfisa, muertos los unos y tan mal heridos los otros, que perdieron todo su vigor, quedando segura la doncella de que no podian levantarse más del suelo para continuar la lucha.

Habia permanecido inmóvil hasta entonces en un extremo de la plaza el caballero que mandaba á los nueve combatientes vencidos, por considerar como una accion indigna é inícua acometer á uno solo con tanta ventaja. Pero en cuanto vió que aquel campeon habia dado tan rápida cuenta de sus compañeros, se adelantó para probar que la generosidad y no el temor le habia tenido alejado de la lucha. Hizo con la mano una seña de que deseaba pronunciar algunas palabras antes de trabar el combate, y no pudiendo presumir que bajo aquellas actitudes varoniles se ocultase una doncella, dijo á Marfisa:

—Caballero, debes estar cansado despues de haber vencido á tantos adversarios; y seria en mi descortesia, si pretendiera fatigarte más de lo que lo estás. Te concedo, pues, que descanses hasta el nuevo dia, y entonces volverás al palenque; pues no seria honroso para mí aceptar la lucha contigo, cuando tan trabajado y rendido debes estar, segun presumo.

—No es nuevo para mí el manejo de las armas, ni acostumbro á ceder tan pronto al cansancio, contestó Marfisa; y en prueba de ello, pronto conocerás, á pesar tuyo, la verdad de estas palabras. Agradezco, como se merece, tu cortés ofrecimiento, pero todavia no tengo necesidad de descansar; y además, es aun tan temprano, que seria vergonzoso entregarse al ocio durante las horas de dia que nos quedan.

El caballero respondió:

—¡Ojalá pudiera satisfacer tan completamente los deseos que oprimen mi corazon, como quedarán los tuyos satisfechos! pero guarda, no sea que el dia de hoy te parezca más corto de lo que crees.

Así diciendo, hizo que les trajeran dos gruesas lanzas, ó más bien, dos pesadas entenas; se las presentó á Marfisa para que escogiese una, y tomó despues la que ella habia dejado. Preparáronse ambos, esperando solo la señal del ataque para acometerse. La tierra, el mar y el aire resonaron con el estrépito de sus armas, apenas se oyó el primer toque de los clarines. Los espectadores, con la mirada fija, inmóviles los labios y la respiracion contenida, estaban tan atentos contemplando cuál de los dos campeones su llevaria la palma de la victoria, que no se oia el menor rumor en la plaza.

Marfisa enristró la lanza, procurando arrancar de la silla al primer bote á su contrario, de modo que no pudiera levantarse más; el caballero negro, por su parte, tendia lo mismo que la jóven á derribarla sin vida. Las lanzas volaron hechas astillas, cual si no fueran de gruesa y dura encina y sí de sauce seco y delgado; el choque fué tan violento para los corceles, que doblaron á un mismo tiempo los corvejones, como si el filo de una hoz les hubiera cortado todos los nervios, y ambos cayeron simultáneamente, pero los ginetes salieron rápidamente de entre los arzones. En el trascurso de su vida aventurera, Marfisa habia derribado á mil caballeros al primer encuentro, sin haberse visto nunca lanzada de la silla; pero esta vez lo fué, como habeis oido, y al considerar su caida, se quedó, no atemorizada, sino á punto de volverse loca de furor. En cuanto al caballero negro, no se sorprendió menos de su propia caida, pues no solia saltar de la silla tan fácilmente.

No bien tocaron la tierra con sus cuerpos, cuando se les vió nuevamente en pié, dispuestos á renovar la lucha. Empezaron á descargarse con el mayor furor tajos y reveses que paraban con el escudo, con sus mismos aceros, ó esquivaban dando saltos. Los golpes que se dirigian, ora se dieran en vago, ora sobre seguro, resonaban en el aire y su eco atronaba el espacio. Sus yelmos, sus corazas, sus escudos dieron á conocer que eran más fuertes que un yunque: si el brazo de la doncella era pesado, no podia calificarse de leve el del caballero; tan igual era su destreza, que cada cual recibia el mismo número de golpes que descargaba sobre su adversario. Quien deseara hallar dos corazones igualmente audaces, fieros y valientes, no debia buscarlos en otra parte, ni pedir tampoco más destreza ni mayor bizarría, pues ambos tenian cuanta es posible reunir en una persona.

Las mujeres, que presenciaban hacia largo tiempo aquel contínuo martilleo de los aceros, sin observar en los dos campeones el menor indicio de debilidad ni de cansancio, los proclamaban ya como los dos mejores guerreros de cuantos hubiera en todo el ámbito que circundan los mares, y suponian que si en sus cuerpos no hubiese más que vigor y fortaleza, tan continuado trabajo deberia ya haberlos hecho perecer. Marfisa decia entre sí:—«Ha sido una dicha para mí que este caballero permaneciera inmóvil durante el combate que he sostenido con sus compañeros, pues de otra suerte, habria corrido peligro mi vida; porque ¿cómo me hubiera podido defender entonces, si ahora apenas puedo hacer frente sus ataques?»—Así decia Marfisa, pero mientras tanto no estaba su espada ociosa.—«Suerte he tenido, decia el guerrero negro, en no haber dejado descansar á mi adversario; pues á pesar de lo fatigado que debe haberle dejado su combate anterior, apenas puedo defenderme de sus golpes. Si hubiéramos esperado hasta el nuevo dia para que recobrara su vigor, ¿qué seria de mí? Puedo considerarme como el más feliz de los hombres con que haya rehusado mi oferta.»

Prolongóse la pelea hasta la noche, sin que se conociese la menor ventaja por una ú otra parte: imposibilitados por la falta de luz de poder parar los golpes que mútuamente se dirigian, suspendió la lucha el cortés caballero, diciendo á la guerrera:

—Puesto que las tinieblas importunas han venido á sorprendernos y los dos conservamos todas nuestras ventajas, me parece mejor que prolongues tu vida, por lo menos hasta que despunte la nueva aurora. No me es dable concederte que añadas á tus dias más que el corto espacio de una noche. Sin embargo, te ruego que no hagas recaer sobre mi la culpa de que tu existencia sea tan limitada: échasela más bien á la inhumana ley del sexo femenino, que domina en estas comarcas. Bien sabe Aquel que lo vé todo cuánto me duele tu suerte y la de tus compañeros. En prueba de ello, acepta la hospitalidad que á todos os ofrezco en mi morada; en la inteligencia de que en ninguna otra podreis estar con tanta seguridad, porque la turba mujeril, á cuyos maridos has dado muerte en este mismo sitio, conspira ya contra tí. Cada uno de los que has inmolado estaba casado con diez mujeres: puedes por lo mismo considerar que noventa viudas desean vengar el daño que de tí han recibido. Así es que, si te niegas á aceptar mi ofrecimiento, esta noche te espera una muerte terrible.

Marfisa contestó:

—Acepto de buen grado tu hospitalidad, por abrigar el convencimiento de que tu lealtad y nobleza de corazon serán tan perfectas como tu bizarría y denuedo: mas no deplores el tener que darme la muerte; antes al contrario, tiembla por tí mismo. No creo haberte dado motivo para suponer que soy un adversario indigno de tí; y tanto es así, que dejo enteramente á tu arbitrio la continuacion ó la suspension de la lucha, lo mismo que el proseguirla de dia ó de noche, y cómo, cuándo y dónde quieras.

Por último, resolvieron suspender la pelea hasta el momento en que saliera del Ganges el nuevo albor matutino, quedando indeciso cuál de los dos guerreros era mejor. El generoso caballero se dirigió á Aquilante, á Grifon y á sus demás compañeros para rogarles que se dignasen admitir la hospitalidad que les ofrecia durante la noche. Aceptáronla sin desconfianza alguna, y desde el palenque pasaron todos alumbrados por el resplandor de blancas antorchas, al palacio del guerrero, en el que encontraron una multitud de estancias ricamente alhajadas. Estupefactos quedaron los dos combatientes al mirarse mútuamente en cuanto se quitaron los yelmos: Marfisa se sorprendió al encontrarse con un jóven que no parecia tener más de diez y ocho años, juzgando imposible tanto valor en edad tan temprana; el otro no quedó menos sorprendido al conocer por la rubia cabellera de la jóven el sexo de su adversario. Preguntáronse mútuamente sus nombres, cuyas preguntas satisfacieron ambos; pero en el canto siguiente os diré, si venis á escucharme, el del caballero.

Canto XX

Guido y los demás guerreros se evaden de aquella triste region, despues que Astolfo ha puesto en fuga á todos sus habitantes valiéndose de su trompa.—Astolfo incendia despues todo el país, y se aleja enteramente solo, dando la vuelta al mundo.—Marfisa derriba en Francia á Zerbino, obligándole á encargarse de Gabrina.—El príncipe escocés sabe por Gabrina lo acaecido á Isabel.

Las mujeres de la antigüedad han hecho cosas admirables, así en las armas como en las letras, y sus obras bellas y gloriosas han esparcido una radiante luz por el mundo. Harpalice y Camila son famosas por su valor y su pericia militar; Safo y Corina se ilustraron por su talento y su genio, y sus nombres no desaparecerán en la noche de los tiempos. Las mujeres han llegado á la perfeccion en cualquier arte á que se han dedicado con asiduidad, como puede atestiguarlo todo el que tenga las más ligeras nociones de Historia. Si el mundo ha permanecido algun tiempo sin ver brillar la fama de alguna mujer no ha de durar siempre el mal influjo; ó más bien, preciso será acusar de esta falta á la envidia ó á la ignorancia de los escritores.

Estoy firmemente persuadido de que las mujeres de nuestro siglo se distinguen igualmente con méritos brillantísimos, y no tan solo dignos de que el papel y la pluma perpetúen su memoria, sino tambien de que su fama resuene en los futuros siglos para que la maledicencia de muchas lenguas viperinas quede eternamente sepultada entre su infamia, y aparezcan los triunfos de aquellas tan esplendentes que nada tengan que envidiar á los de Marfisa.

Volviendo, pues, á esta guerrera, diré que ofreció al cortés caballero darle noticias de su vida, luego que él por su parte le manifestara su condicion. Deseaba, sin embargo, con tanta impaciencia conocer el nombre del jóven guerrero, que pronunció primeramente el suyo para darle ejemplo, diciéndole:—«Yo soy Marfisa.» Y bastó aquel nombre, famoso y conocido en todo el mundo para saber lo demás.

El caballero negro tuvo necesidad de mayor proemio para dar cuenta de su vida, y expresóse en estos términos:

—Creo que cada uno de vosotros tendrá presente el nombre de mi estirpe; pues no solo Francia, España y las naciones vecinas, sino tambien la India, la Etiopía y el helado Ponto conocen el esclarecido nombre de Claramonte, de cuyo linaje salió el caballero que mató á Almonte, y el que inmoló á Clariel y al rey Mambrino, destruyendo su reino. De esta sangre, pues, nací yo en la region donde el Ister se arroja por ocho ó diez bocas en el Ponto Euxino, á la cual habia llegado poco antes el duque Amon y enamorándose de mi madre. Por ahora hace un año que la dejé desconsolada para ir á Francia á reunirme con mi familia; pero no me fué posible terminar el viaje, por haberme arrojado á esta costa una furiosa tempestad, y hace diez meses que estoy detenido en ella, contando los dias y las horas que pasan. Me llamo Guido el Salvaje, y hasta ahora he llevado á cabo pocas hazañas, por lo cual es desconocido mi nombre: aquí dí muerte á Argilon de Melibea con los diez guerreros que le acompañaban: salí despues vencedor de la segunda prueba, y hoy soy esposo de diez mujeres elegidas á mi gusto, por lo cual podreis considerar que mi eleccion recayó en las más bellas y más donosas de esta comarca. Mi dominio alcanza á todas las demás por habérseme confiado el gobierno y el cetro de este estado, como lo confiarán á cualquier otro á quien sonría la fortuna, permitiéndole que venza á diez campeones.

Los caballeros preguntaron á Guido la causa de que hubiese tan pocos varones en aquel territorio, y si estaban sujetos á sus mujeres así como estas lo están á sus maridos en todos los paises del mundo. Guido les respondió:

—Desde que permanezco en este país he tenido ocasion de oir muchas veces el motivo de semejante particularidad, y puesto que deseais saberlo, os lo referiré tal y como ha llegado á mi noticia.

«Cuando los Griegos regresaron de Troya, despues de veinte años de ausencia, por haber durado diez el asedio de aquella ciudad y permanecido otros diez á merced de las olas, detenidos en el mar por vientos contrarios, se encontraron con que sus mujeres, no pudiendo soportar los tormentos de la ausencia y para preservarse en sus lechos del frio de las noches, habian elegido amantes jóvenes que mitigaran su pena. Los Griegos hallaron en sus moradas una multitud de hijos agenos; mas, convencidos de que era imposible observar tan prolongada abstinencia, perdonaron de comun acuerdo á sus mujeres, si bien decidieron arrojar de sus moradas á los hijos adulterinos, negándose á que continuaran viviendo á sus expensas. En su consecuencia, cumplióse con ellos lo acordado, si bien las madres procuraron ocultar y seguir manteniendo á un gran número de sus hijos. Los que habian llegado á la edad de la pubertad se ausentaron, por grupos, pasando á diferentes paises: otros abrazaron la carrera de las armas; muchos cultivaron las ciencias y las artes; bastantes la tierra; algunos buscaron su fortuna en la corte, y varios, por último, se dedicaron á guardar ganados.

»Entre los que se ausentaron, iba un jovencillo de unos diez y ocho años, hijo de la cruel Clitemnestra, fresco y lozano cual un lirio ó como la rosa recien arrancada de su tallo. Unido á otros cien jóvenes de su misma edad, los más esforzados de toda la Grecia, armó un bajel y dedicóse á piratear por los mares y las costas. En aquel tiempo, los cretenses habian arrojado del reino al cruel Idomeneo, y para afianzar su nuevo gobierno, reunian armas y levantaban tropas para defenderse. Aprovechando aquella oportunidad, admitieron á su servicio á Falanto (que así se llamaba el jóven), y le confiaron á él y á sus demás compañeros la custodia de la ciudad de Dictima. Era esta la más rica y más agradable de las cien placenteras ciudades de la Creta, tanto por la hermosura, y voluptuosidad de sus mujeres, cuanto por sus incesantes juegos y fiestas; y siguiendo sus habitantes su proverbial costumbre de agasajar en extremo á los forasteros, acogieron tan cordialmente á aquellos jóvenes, que no faltó más sino que los hicieran dueños de sus mismos hogares.

»Los compañeros que Falanto habia elegido eran todos jóvenes, como he dicho, y gallardos; así es que desde el primer momento se apoderaron de los corazones de las bellas cretenses; y como además de su gallardía, eran sumamente afables, enamorados y vigorosos, se hicieron en pocos dias tan bien vistos á los ojos de las mujeres de aquel país, que no tardaron estas en preferirlos á todas las cosas del mundo. Una vez terminada la guerra que habia motivado el llamamiento de Falanto y sus compañeros á Creta, y suspendido el sueldo que por tal concepto recibían, pensaron en abandonar un país que ya no les proporcionaba los medios necesarios para vivir; pero las jóvenes cretenses, al saberlo, dieron mayores muestras de sentimiento, y derramaron más lágrimas que si hubieran visto perecer á sus padres. Todas ellas suplicaron encarecidamente á sus jóvenes amantes que no se apartasen de su lado; mas perdiendo la esperanza de lograrlo, resolvieron seguirlos, y abandonaron por ellos á sus padres, hermanos é hijos, no sin llevarse las joyas, el dinero y los objetos de más valor que existian en su hogar doméstico; pues tan sigilosamente llevaron á cabo su fuga, que no hubo uno solo que la descubriese. Fué tan propicio el viento y tan á propósito la hora que Falanto eligió para la partida, que ya se encontraban á muchas millas del puerto cuando los cretenses echaron de ver su daño. La suerte proporcionó despues á la comitiva de Falanto esta costa, desierta entonces, en la que se establecieron, disfrutando tranquilamente del fruto de su robo.

»Durante diez dias fué para ellos esta playa una mansion llena de delicias; pero como suele suceder que muchas veces la abundancia produce el hastío en el corazon de los jóvenes, convinieron unánimemente Falanto y sus compañeros en abandonar á sus mujeres y librarse de este modo de ellas; porque no hay carga tan pesada como la mujer cuando llega á sernos importuna. Tan ganosos de botin y de rapiñas como parcos en sus gastos, vieron que para mantener tantas concubinas necesitaban algo más que lanzas y ballestas; por lo cual, abandonando aquí á aquellas desdichadas, se marcharon cargados con sus tesoros hácia las costas de la Pulla, donde be oido decir que edificaron la ciudad de Tarento.

»Las cretenses, viéndose vendidas por sus amantes, en quienes tenian depositada toda su confianza, permanecieron por algunos dias tan poseidas de estupor que parecian inmóviles estátuas colocadas en la orilla del mar. Convencidas despues de que sus lágrimas y sus lamentos de nada podian servirles, empezaron á pensar y á buscar un medio para sustraerse á tamaña desgracia: cada una de ellas proponia su parecer, y mientras unas opinaban que debian regresar á Creta y someterse al arbitrio de sus severos padres y ofendidos esposos, antes que perecer de hambre y de miseria en estas playas desiertas y en estos bosques salvajes, otras sostenian que era preferible morir sepultadas en el mar, á adoptar tan cruel partido, y que consideraban menos malo vagar errantes cual meretrices, mendigas ó esclavas, que ir por sí mismas á buscar el castigo, de que las habian hecho merecedoras sus culpables acciones. Tales ó parecidos eran los dictámenes á cual más duro y penoso de aquellas infelices, cuando se levantó Orontea, cuyo orígen se remontaba al rey Minos, y era la más jóven, bella y prudente de todas sus compañeras, y tambien la que menos faltas habia cometido. Perdidamente enamorada de Falanto, le habia sacrificado su virginidad, y abandonado por él el hogar paterno. Dejando ver en su rostro y en sus palabras la ira de que estaba inflamado su corazon magnánimo, rebatió los encontrados pareceres de sus amigas, y esplanó el suyo, que hizo prevalecer.

»No creyó conveniente abandonar un país ostensiblemente fértil, de cielo puro y clima sano; una comarca por la que circulaban límpidos arroyuelos, donde existian selvas umbrosas y extensas llanuras; una costa en la que habia puertos y bahías, que por su desgracia se verian precisados á frecuentar los navegantes extranjeros, dedicados á transportar los diferentes productos de África y de Egipto. Su parecer fué, pues, el de establecerse aquí y tomar cruel venganza del sexo viril que tan pérfidamente las habia ofendido; y propuso que todo bajel, obligado por los vientos á refugiarse en alguno de los puertos de estas playas, fuese saqueado, incendiado y degollados los tripulantes por todas ellas, sin que se perdonase la vida á uno solo.

»Tal fué la opinion de Orontea, y tal la que prevaleció: hízose la ley en estos términos, y se puso inmediatamente en práctica.

»En cuanto el estado de la atmósfera presagiaba una tempestad, corrian á la playa las mujeres armadas y guiadas por la implacable Orontea, que propuso aquella ley, y á quien ellas eligieron por su reina; apresaban las embarcaciones arrojadas por la tempestad sobre estas costas, las entregaban á las llamas, y no dejaban con vida un solo hombre que pudiese llevar á cualquiera parte la noticia de sus estragos. Transcurrieron de este modo algunos años, viviendo siempre solas, y sin mitigar su odio hácia el otro sexo. Pero al fin conocieron que labrarian su propio daño, si no mudaban de conducta; porque careciendo de posteridad, en breve se verian imposibilitadas de cumplir con su ley, la cual terminaria juntamente con su infecundo reino, cuando su propósito era el de que rigiese eternamente. Dulcificando, pues, algun tanto su rigor, eligieron por espacio de cuatro años los diez mejores y más gallardos caballeros de cuantos arribaron á estas playas, prefiriendo los más á propósito para sostener el amoroso combate que buscaban aquellas cien mujeres. Eran, en efecto ciento, por lo cual á cada decena correspondia un marido.

»Sin embargo, antes que consiguieran encontrar hombres bastante fuertes para resistir tal prueba, tuvieron que degollar á muchos. Al fin hallaron los diez que necesitaban á quienes hicieron partícipes de su lecho y del gobierno del país, obligándoles á jurar de antemano que siempre que llegaran á estas playas otros hombres, habrian de apoderarse de ellos y pasarlos á cuchillo sin conmiseracion alguna. Pronto tuvieron hijos, y empezaron á temer que llegara un dia en que el número de los varones fuera tan considerable, que no pudieran sujetarles y cayera al fin en manos de los hombres la direccion de sus asuntos, de que tan orgullosas se mostraban: decidieron, pues, antes de que sus hijos saliesen de la infancia, tomar una determinacion que las pusiera á cubierto de sus futuras rebeldías. Con el propósito de que el sexo masculino no llegara á subyugarlas, instituyeron una horrible ley, que previene que toda madre solo pueda conservar un hijo varon, debiendo ahogar á los demás, cambiarlos fuera del reino por hembras ó venderlos. Por esta causa los envian á diferentes paises, y á los que se los llevan, les encargan que traigan mujeres si consiguen hallarlas á cambio de los hijos, y si no, que por lo menos no regresen con las manos vacías. Ninguno se libraria de la muerte si pudieran pasar sin su auxilio, y mantener por sí solas su descendencia. Esta es la única piedad, la sola clemencia que por tan inícua ley conceden á los suyos con preferencia á los extraños, á quienes siguen condenando con igual crueldad que antes, si bien dicha ley fué reformada, disponiendo que no fuesen las mujeres reunidas en confuso tropel quienes degollasen á los navegantes, como antes lo efectuaban. Cuando cogian á diez, veinte ó más hombres de una vez, los encarcelaban y cada dia se sacrificaba uno de ellos elegido por la suerte en el horrendo templo que Orontea habia erigido y consagrado á la Venganza. Uno de los diez varones, designado tambien por la suerte, se encargaba de sepultar el cuchillo homicida en las entrañas de la víctima.

»Muchos años despues vino á parar á estas playas homicidas un jovencillo, de la estirpe del heróico Alcides, dotado de gran valor y llamado Elbano. Como no abrigaba desconfianza alguna al desembarcar, se apoderaron las mujeres de él con la mayor facilidad, y le pusieron en un calabozo estrecho vigilado por una fuerte guardia, destinándole con otros varios al cruento sacrificio. Aquel jovencillo era de rostro bello y placentero; tenia un aspecto tan seductor y una voz tan dulce y persuasiva, que un áspid se hubiera detenido á escucharle. No tardaron en hablar de él, como de la cosa más rara del mundo, á Alejandra, hija de Orontea: esta vivia todavia, aunque cargada de años: todas sus antiguas compañeras habian muerto; pero las habian sustituido otras, educadas más varonilmente que sus madres, y habíase aumentado de tal manera su número, que ya no contaban siquiera con una lima por cada diez fraguas, pues los diez caballeros continuaban dando á los extranjeros un recibimiento muy cruel. Alejandra, deseosa de ver al jovencillo que tanto le ponderaron, pidió permiso á su madre para satisfacer este deseo, y vió y oyó á Elbano; pero cuando quiso separarse de él, sintió que su corazon se quedaba con el cautivo, y tan ligado á él que, sin saber cómo, se encontró presa en su mismo calabozo. Elbano le dijo:

—»Hermosa doncella: si en este país no fuese completamente desconocida la compasion que reina en todos cuantos el benigno Sol alumbra con sus rayos, me atreveria á suplicaros, en nombre de vuestra singular belleza que se apodera fácilmente de las almas, que me hiciéseis merced de la vida para consagrarla en adelante á vuestro esclusivo servicio. Pero como aquí no existe la menor nocion de humanidad, contra toda razon y conveniencia, me abstendré de pedir un favor semejante; pues harto sé que mis ruegos serian inútiles: lo que sí deseo es encontrar la muerte con las armas en la mano, cual cumple á un caballero, y no como un criminal condenado por la justicia ó como la víctima irracional en un sacrificio.»

»La gentil Alejandra, cuyos ojos estaban húmedos por las lágrimas que le causaba su compasion hacia el jóven, le respondió:

—«Aun cuando este país es el más perverso y cruel de cuantos han existido, no concedo que sus mujeres sean otras tantas Medeas, como quieres suponer; y aun admitiendo que lo fuesen, yo soy una excepcion de esa regla. Si hasta aquí han sido mis costumbres tan bárbaras y crueles como las de todas mis compañeras, es porque nunca habia encontrado un mortal que inclinase mi corazon á la piedad. Hoy, sin embargo, tendria la ferocidad de una tigre y el corazon más duro que el diamante, si no hubiesen ablandado su dureza tu hermosura, tu gentileza y tu valor. ¡Ojalá no fuese tan irrevocable la ley instituida en esta nación contra los extranjeros! Pronto me verias rescatar tu vida, aun á costa de mi propia existencia. Pero no tengo la inmensa suerte de poder ayudarte en lo más mínimo, y creo muy difícil obtener el favor que me pides, á pesar de ser insignificante. Sin embargo, haré cuanto esté de mi parte para conseguirlo, y para proporcionarte antes de morir esa satisfaccion; aunque mucho me temo que, prolongando tu existencia, prolongues tambien tus tormentos.»

»Elbano replicó:

—«Aun cuando me fuese preciso combatir contra diez caballeros armados, es tal el vigor que en mí siento, que tengo esperanza de salvar mi vida, despues de haberlos exterminado á todos.»

»Alejandra exhaló un profundo suspiro por toda contestacion, y se separó del jóven, llevándose al partir clavadas en el corazon mil saetas, de cuyas heridas no podia curarse. Acudió á su madre, y le suplicó que no dejara morir á aquel caballero si llegaba á mostrarse tan valeroso y fuerte que hiciera perecer á diez adversarios. La reina Orontea reunió al instante su consejo, y pronunció estas palabras:

—«Nos es de conveniencia suma confiar la custodia de nuestros puertos y costas al mejor de los caballeros que caigan en nuestras manos; mas para saber á quien deberemos admitir y á quien desechar, es necesario que le sometamos á una prueba, á fin de no consentir, con perjuicio nuestro, que reine el vil, y perezca el valiente. Os propongo, pues, y deseo que vuestro parecer sea el mio, que en lo sucesivo todo caballero á quien la suerte arroje sobre nuestras playas, antes de ser inmolado en el templo, y si le acomoda el pacto, pueda combatir con diez guerreros: dado caso de que logre vencerlos á todos, le confiaremos entonces el cuidado del puerto y le concederemos que salve á sus compañeros. Me expreso de este modo, porque tenemos ahora un prisionero, que, segun parece, pretende vencer á diez campeones, y en caso de valer él solo por todos los otros juntos, es dignísimo, por Dios, de que se le atienda; de lo contrario, si le ciega un desmesurado orgullo, recibirá el castigo merecido.»

»Orontea dió aquí fin á su discurso, y entonces una de las más ancianas tomó la palabra para contestarle, diciendo:

—«La razon principal que nos indujo á admitir á los hombres en nuestro consorcio, no consistió en que tuviésemos necesidad de su ayuda para defender este reino, puesto que nuestra inteligencia y nuestro valor eran más que suficientes para ello. ¡Ojalá nos bastáramos así nosotras mismas para impedir que se extinguiese nuestra descendencia! Pero ya que esto no nos era posible sin su auxilio, consentimos en recibir algunos hombres, si bien en corto número, con el fin de que nunca pudiera haber más de uno para diez mujeres, y les fuera imposible subyugarnos: por lo tanto, nuestro objeto fué no más que el de tener hijos; nunca el de buscar quien nos defendiera: para lo primero necesitamos sus brios; en cuanto á lo segundo, más vale que sean inútiles ó perezosos. Por consiguiente, la idea de admitir entre nosotras á un hombre tan fuerte cual suponen, es enteramente contraria á nuestro principal propósito; porque si uno solo es capaz de dar muerte á diez hombres, ¿á cuántas mujeres no dominará? Si los diez hombres que hoy existen aquí fueran tan esforzados, desde el primer dia se habrian apoderado del reino. El designio de facilitar armas á los que pueden más que nosotras, no es por cierto el mejor camino para dominarlos. Debes considerar, además, que si la Fortuna acude en auxilio de tu recomendado hasta el extremo de que consiga dar muerte á los diez, te ensordecerán los lamentos de cien mujeres que quedarán viudas por tan fútil pretexto. En resúmen, si ese jóven desea hacer gala de su valor, debe proponer otros medios más aceptables; pero de ningun modo convertirse en homicida de diez hombres: y en último caso, podria perdonársele, si fuera á propósito para hacer con cien mujeres lo que hoy hacen otros con diez.»

»Tal fué el parecer de la cruel Artemia (que así se llamaba la anciana); y si Elbano se libró de verse hecho pedazos ante el altar de la inexorable diosa, no fué por cierto porque Artemia no se esforzara en conseguirlo: mas la madre Orontea, que deseaba complacer á su hija, adujo tantas y tales razones en pró de su opinion, y empleó tanta elocuencia, que la asamblea aprobó por último su plan. La belleza de Elbano, superior á la de cuantos caballeros existian entonces, ejerció tal influjo en el corazon de las jóvenes, más numerosas que las ancianas en aquel consejo, que prevaleció su parecer sobre el de estas; las cuales pedian, como Artemia, la inmediata ejecucion de la ley antigua; y poco faltó para que dicha ley dejara de aplicarse aquella única vez por favorecer á Elbano. Resolvieron, por último, perdonarle; pero despues que triunfara de diez campeones, y pudiese sostener diferente combate, no ya con cien mujeres, sino con otras diez.

»Sacáronle de la cárcel al dia siguiente; le dieron armas y caballo á su eleccion, y luchó solo contra diez guerreros, que cayeron uno tras otro bajo sus golpes. Al hacerse de noche, fué sometido á prueba con diez doncellas, teniendo tan buen éxito en su segunda empresa que las dejó á todas enteramente satisfechas. Estas brillantes victorias le hicieron merecedor de la gracia de Orontea, la cual le admitió por yerno, y le entregó á Alejandra, y las otras nueve jóvenes con quienes habia llevado á cabo su prueba nocturna. Orontea le eligió despues por sucesor suyo, juntamente con Alejandra, á quien esta tierra debe su nombre, bajo la condicion de que haria observar por él y por sus herederos la ley que rige desde entonces, y la cual previene que todo extranjero á quien su desventurada estrella haga poner el pié en estas costas, escoja, entre ofrecerse á la muerte ó combatir solo contra diez guerreros, y si de dia logra salir vencedor de estos, debe probar su esfuerzo durante la noche con igual número de doncellas: en el caso de que la Fortuna sea con él tan complaciente que le permita triunfar de esta nueva prueba, ha de ser nombrado príncipe y guia del ejército femenino, pudiendo renovar á su capricho los diez mantenedores de tal costumbre, continuando de este modo hasta que llegue otro que sea más fuerte y logre arrancarle la vida.

»Unos dos mil años hace que existe tan impía costumbre, y trascurren pocos dias sin que algun infeliz peregrino sea sacrificado en el templo. Si hay algunos que, como Elbano, y como ahora mismo sucede, admitan la lucha con los diez guerreros, pierden generalmente la vida en el primer combate, y de cada mil, apenas sale uno con felicidad del segundo. Algunos, sin embargo, han salido vencedores de uno y otro; pero en tan corto número que pueden contarse con los dedos. Argilon fué uno de ellos, pero no disfrutó largo tiempo de su victoria; porque habiéndome arrojado una tempestad á este país, le sepulté en el sueño eterno. ¡Ah! ¡por qué no perecí aquel mismo dia con él, en lugar de verme obligado á vivir esclavo y sumido en tanta afrenta! Los placeres del amor, las risas, los juegos, tan gratos á mi edad, los trajes, las joyas, las preeminencias sobre sus conciudadanos, no son nada para el hombre privado de su libertad: y sobre todo, la idea de no poder ausentarme jamás de estos sitios es para mí la esclavitud más penosa é intolerable. Al ver cómo se va ajando la flor de mi juventud en medio de la ociosidad y la molicie y dedicado á tan vil tarea, mi corazon vive en perpétua angustia, y esta incesante pena extingue en mi alma todos los goces. La fama de mi estirpe extiende sus alas por el mundo entero, remontándose hasta el cielo; y mientras tanto, yo, que podria participar de ella, si lograra reunirme con mis hermanos, me hallo en situacion tan miserable. No parece sino que el destino haya querido burlarse de mí, reservándome para una profesion tan vergonzosa, y reduciéndome á la condicion de un caballo ciego, cojo ó con otro defecto, á quien arrojan de la parada por ser ya inútil para la guerra ó para más provechoso destino. ¡Ah! pues que solo muriendo conseguiré verme libre de tan abyecta servidumbre, venga la muerte cuanto antes á poner término á mi desesperacion.»

Al llegar aquí, Guido dió fin á sus palabras, maldiciendo el dia en que su triunfo sobre diez guerreros y diez doncellas le proporcionó el cetro de aquel reino. Astolfo estuvo escuchándole atentamente, aunque algo apartado de Guido para examinarle con toda detencion; y despues que hubo adquirido la certeza de que aquel jóven era hijo del duque Amon, su pariente, le dijo:

—Yo soy tu primo Astolfo, príncipe de Inglaterra.

Estrechóle en seguida contra su corazon, y le besó con gran cariño y deferencia, no sin derramar alguna lágrima.

—Mi querido pariente, añadió, no necesitaba en verdad tu madre colgar de tu cuello señal alguna para dar á conocer que tu raza es la nuestra; pues el valor que demuestras con tu acero es la mejor prueba de tu orígen.

Guido, que en cualquier otra ocasion habria tenido el más vivo placer al encontrar un pariente tan cercano, le acogió entonces con rostro macilento, porque su vista le causaba un verdadero pesar. Y no era extraño: si él vivia, sabia que Astolfo quedaria esclavo, desde el dia siguiente sin ir más léjos; si Astolfo recobraba su libertad, era prueba de que él perderia la vida, por lo cual el bien del uno redundaba en daño del otro. Pesábale tambien que de su victoria resultase un cautiverio eterno para los demás caballeros, así como el considerar que con su muerte no lograria evitar el mismo cautiverio; porque si con ella conseguia sacarles del primer aprieto, tropezarian en el segundo, ya que Marfisa, estaba imposibilitada de salir victoriosa en su combate con las doncellas; resultando de aquí que ella pereceria indudablemente, y ellos ceñirian la cadena del esclavo.

Marfisa y sus compañeros sentian á su vez la mayor compasion y el más tierno afecto hácia Guido, tan jóven, tan cortés y tan generoso, y casi se desdeñaban de salvarse á costa de su muerte, en especial la primera, que estaba decidida á morir con él, en el caso de que no les fuera posible adoptar otra resolucion. Así, pues, dirigiéndose á Guido, le dijo:

—Ven con nosotros, y salgamos de aquí á viva fuerza.

—¡Ah! repuso Guido: tanto si me vences como si quedas vencida, debes perder toda esperanza de escaparte.

Marfisa añadió:

—Jamás ha dudado mi corazon de poner fin á cosa alguna que haya empezado, ni de hallar camino más seguro que el que yo misma me he abierto con mi espada. Habiendo conocido hoy tu gran valor, me siento capaz, teniéndote á mi lado, de acometer la empresa más arriesgada. Cuando la turba mujeril se halle mañana colocada en las gradas del palenque, deberemos acometerla por todas partes y degollarla, ora emprenda la fuga, ora se defienda, dejando sus cuerpos expuestos á la voracidad de los lobos y buitres de este país, y entregando la ciudad á las llamas.

Guido replicó:

—Dispuesto estoy á seguirte, y á morir á tu lado, si es preciso; pero no esperemos salir con vida de tamaña empresa, aunque á lo menos moriremos vengados. El palenque está generalmente ocupado por diez mil mujeres, y otras tantas se quedan custodiando el puerto, las murallas y las fortalezas, por lo cual no veo el medio de escapar de entre sus manos.

—Aunque su número fuese mayor, repuso Marfisa, que el de los soldados que acompañaron á Jerjes, y que el de los espíritus rebeldes arrojados en otro tiempo del cielo para su eterno baldon, pronta estoy á exterminarlas como tú vengas conmigo, ó por lo menos no te unas á ellas.

—Solo un medio existe, añadió Guido, del que podamos echar mano para salvarnos; y este medio, que se me ha ocurrido ahora, es el siguiente: Como solo las mujeres tienen el derecho de aproximarse á las naves ó salir del puerto, pienso recurrir á la fidelidad de una de mis esposas, cuyo amor he puesto muchas veces á prueba y en ocasiones más apuradas que la presente. Desea tanto como yo salir de este país horroroso, con tal de venir conmigo, esperando de este modo librarse de sus nueve rivales, y que ella sola poseerá mi cariño. A favor de la noche le será fácil armar una fusta ó una saetía que vuestros marineros encontrarán lista para navegar. Reunidos luego en un grupo compacto todos cuantos caballeros, mercaderes y marineros se albergan en este palacio, y guiados por mí, nos dirigiremos al puerto, arrollando, si hay necesidad, cuantos obstáculos se opongan á nuestra marcha; y de esta suerte confio en sacaros de la cruel ciudad, merced al esfuerzo de todos.

—Obra como te parezca, respondió Marfisa: en cuanto á mí, estoy segura de salir de aquí. Me es más fácil degollar por mi mano á cuantas mujeres se guarecen tras estas murallas, que huir ó dar el menor indicio de temor; quiero, por lo tanto, salir en pleno dia, y valerme para ello del solo esfuerzo de mi brazo: cualquier otro medio me parece vergonzoso. Sé muy bien que, si conocieran mi sexo, obtendria de las mujeres de esta tierra honor y prez, me acogerian con júbilo y tal vez seria de las primeras en el gobierno del reino; pero habiendo llegado hasta aquí en vuestra compañía, debo arrostrar los mismos peligros que vosotros, y no soy tan infame que os dejara sumidos en la esclavitud, marchándome yo libremente.

Con estas y otras palabras demostró Marfisa, que si consentia en refrenar su audacia no atacando con memorable valor á la turba femenina, era porque la contenia la consideracion del peligro á que exponia á sus compañeros, á quienes fácilmente podria perjudicar su mismo atrevimiento, y por esta razon dejó á Guido que adoptara el partido que más conveniente creyese. Aquella misma noche participó este su proyecto á Aleria, que así se llamaba la más fiel de sus mujeres, y no tuvo necesidad de rogarle mucho, porque la encontró dispuesta á ayudarle. Aleria eligió una nave, la hizo armar, embarcó en ella sus objetos más preciosos bajo el pretexto de que, al despuntar el dia, debia recorrer las costas con algunas compañeras. Antes de esto, habia hecho conducir al palacio espadas, lanzas, corazas y escudos, para armar con ellos á los mercaderes y marineros que estaban desarmados. Mientras unos se entregaban al descanso, otros permanecian en vela, participando alternativamente del reposo y la vigilancia y mirando á cada momento, sin abandonar un instante las armas, si aparecian por Oriente los primeros albores del dia.

El Sol no habia levantado todavia el velo denso y oscuro extendido por la noche sobre la dura superficie de la Tierra, y la prole de Licaon apenas habia vuelto su arado por los surcos del cielo, cuando las mujeres, ansiando presenciar el fin de la lucha, se apresuraron á llenar las gradas del palenque, semejantes á las abejas que se agitan al rededor de la colmena, preparándose á poblar una nueva habitacion así que vuelve el buen tiempo. El estrépito de los tambores, de las trompas y los clarines llenó pronto con sus ecos la tierra y el cielo, llamando á Guido para que se presentara á terminar el combate interrumpido. Aquilante, Grifon, Astolfo, Marfisa, Guido, Sansoneto y todos sus compañeros estaban ya cubiertos con sus armaduras, unos á pié y otros á caballo.

Para trasladarse desde el palacio al mar, era indispensable atravesar la plaza por no haber otro camino, ni largo ni corto. Así lo anunció Guido á sus compañeros, exhortándoles á que se prepararan á combatir como buenos; despues de lo cual emprendió la marcha silenciosamente y se presentó en la plaza, rodeado de más de cien hombres. Recomendándoles entonces que apretaran el paso, se dirigia á la otra puerta para salir de su recinto, cuando las innumerables mujeres que ocupaban la plaza, armadas completamente y dispuestas siempre á combatir, conocieron su intento, al verle á la cabeza de tantos varones, y á un tiempo mismo empuñaron todas sus arcos y se precipitaron hácia la segunda puerta para cerrarle el paso. Guido y los demás caballeros, y sobre todos Marfisa, no tardaron en empezar el ataque, haciendo prodigios de valor para forzar la salida; pero era tal la lluvia de dardos que desde todas partes cayó sobre ellos, hiriendo y matando á algunos, que comenzaron á desconfiar del triunfo. El caballo de Sansoneto, así como el de Marfisa, cayeron atravesados por las flechas; y á no ser por el buen temple de sus corazas, los fugitivos hubieran corrido un gran peligro.

Astolfo dijo entonces para sí:—«La ocasion es magnífica para utilizar mi trompa; y puesto que, segun observo, los aceros no nos sirven de nada, voy á ver si consigo abrirnos paso con ella».—Y acercándose la trompa á los labios, como solia hacerlo en los trances más apurados, empezó á despedir aquellos sonidos horribles, á cuyos aterradores ecos parecia que se estremeciera la tierra y el mundo entero. El pánico que se apoderó de las innumerables mujeres allí reunidas fué tan grande, que, buscando la huida, se precipitaban de arriba á abajo de las graderías, se derribaban unas á otras, y poseidas del mayor espanto y confusion, abandonaron enteramente la defensa de la puerta. Así como los habitantes de una casa, sorprendidos de improviso por el incendio que ha ido creciendo poco á poco en tanto que estaban entregados al sueño, al verse rodeados de llamas por todas partes, se arrojan por las ventanas ó tejados, con grave peligro de su vida, buscando afanosos su salvacion, del mismo modo huian todas de aquellos sonidos espantosos, arriesgando la vida para conseguirlo. Corrian aterradas en todas direcciones, procurando tan solo alejarse; aglomerábanse á millares delante de cada puerta, y oprimiéndose unas á otras, se interceptaban ellas mismas la salida: caian hacinadas á montones, pereciendo muchas aplastadas por el peso de las otras: algunas se precipitaban desde los palcos y ventanas, quedando unas muertas, otras con la cabeza ó los brazos rotos y la mayor parte de ellas lisiadas. Llegaban hasta el cielo los gritos y los lamentos, mezclados con el estrépito que producian las carreras y tan extraordinaria confusion. Cada vez que la trompa despedia uno de sus sonidos, aumentaba la veloz huida de la aterrorizada muchedumbre. Si ois decir que aquella turba vil, perdida su anterior audacia, diera muestras de la cobardía que se habia apoderado de su corazon, no lo extrañeis, porque la liebre es tímida por naturaleza. Pero ¿qué direis del ánimo esforzado de Marfisa, de Guido el Salvaje, de los dos jóvenes hijos de Olivero, que hasta entonces tanto lustre dieran á su estirpe? Apenas hacia un momento que lo mismo les importaba lidiar con uno que con cien mil; y sin embargo, huian tambien acobardados, cual temerosos conejos ó palomas sobresaltados por un ruido cercano.

La fuerza que estaba encantada en aquella trompa, lo mismo hacia sentir su poder á amigos que á adversarios. Sansoneto, Guido y los dos hermanos corrian tras la espantada Marfisa; y á pesar de su vertiginosa carrera, no podian verse libres de aquellos ecos atronadores. Astolfo continuaba recorriendo toda la ciudad, dando cada vez mayores resoplidos en su instrumento mágico. Muchas de las fugitivas se dirigieron al mar; otras escalaron los montes y otras buscaron un refugio en el fondo de los bosques. Algunas hubo que, sin detenerse ni volver atrás la cabeza, estuvieron corriendo por espacio de diez dias. Varias de ellas, no pudiendo contener el impulso de su huida, se precipitaron en el mar, de donde no volvieron á salir con vida. Las plazas, las calles, las casas y los templos se vieron en un momento tan despejados, que la ciudad quedó casi desierta.

Marfisa, el buen Guido, los dos hermanos y Sansoneto, pálidos y temblorosos, huian hácia el mar, y en pos de ellos los mercaderes y los marineros: encontraron allí á Aleria, que tenia ya preparada la nave, y embarcándose todos precipitadamente, desplegaron las velas y azotaron las olas con los remos.

Astolfo habia recorrido en tanto por dentro y fuera toda la ciudad, desde la playa hasta las colinas que la dominaban dejando todas las calles enteramente limpias de habitantes: todas las mujeres seguian huyendo ú ocultándose de él: muchas hubo á quienes su cobardía les hizo arrojarse en sitios oscuros é inmundos, y otras muchas, no sabiendo donde guarecerse, se habian echado á nado en el mar, pereciendo ahogadas. El Duque regresó de su excursion en busca de sus compañeros á quienes creia encontrar en el muelle: tendió sus miradas en todas direcciones, y no vió á ninguno de ellos en toda aquella playa desierta: levantó, por último, la vista, y divisó entonces á lo léjos la nave en que se alejaban á toda vela, por lo cual se vió obligado á seguir otro camino. Podemos dejarle marchar, sin que nos dé el menor cuidado verle emprender solo tan largo viaje á través del país de los infieles y de otros más bárbaros, por donde nadie puede fijar tranquilamente la planta; pues no habrá peligro alguno del que no triunfe merced á su trompa, que tan buenos resultados acababa de darle. Cuidémonos ahora de sus compañeros que huian por el mar, temblando todavia de pavor. A fuerza de remo y velas, pusieron en breve una larga distancia entre ellos y aquella costa cruel; y cuando dejaron de percibir los horrísonos ecos de la trompa, sintiéronse tan heridos por el punzante aguijon de la vergüenza, que sus rostros se tiñeron de un encendido rubor; no se atrevian á mirarse mútuamente, y todos permanecian tristes, humillados, silenciosos y con la cabeza inclinada.

El piloto, atento á su derrotero, pasó por Chipre y Rodas; y atravesando luego el mar Egeo, vió desaparecer sucesivamente más de cien islas y el peligroso promontorio de Malea; é impulsado siempre por un viento constante y favorable, dejó tras si la península griega de Morea, dió despues la vuelta á la isla de Sicilia, y entrando en el mar Tirreno, fué costeando el ameno litoral de Italia, hasta que fondeó en Luna, donde habia dejado á su familia, dando las gracias más fervientes al Señor por haberle concedido una navegacion tan próspera. En Luna encontraron los caballeros un bajel que se hacia á la vela para Francia; embarcáronse en él aquel mismo dia, y en breve llegaron á Marsella.

Bradamante, á quien estaba confiado el gobierno del país, se hallaba ausente á la sazon; de lo contrario, hubiera decidido á los guerreros á pasar algunos dias en su compañía. Saltaron en tierra, y sin esperar á más, se despidió Marfisa de sus cuatro compañeros y de la esposa de Guido, y siguió su camino á la ventura, diciendo que no era digno de caballeros marchar tantos reunidos; que los gamos, los ciervos, los estorninos, las palomas y todo animal cobarde son los que van juntos en grandes bandadas, pero que el audaz halcon y el águila altanera, los osos, los tigres y los leones, que no confian para defenderse en el auxilio ajeno ni temen á nadie, van siempre solos.

Ninguno de los otros fué de esta misma opinion; por lo cual, se alejó sola Marfisa, atravesando bosques y caminos desconocidos. Grifon el blanco y Aquilante el negro, tomaron con los otros dos la ruta más frecuentada, y llegaron al dia siguiente á un castillo donde recibieron una galante acogida. Este recibimiento, sin embargo, fué halagüeño en la apariencia, y no tardaron en conocer la traicion que tras él se ocultaba; porque el Señor del castillo, que, fingiendo la mayor cortesía, les dió asilo en su morada, cuando llegó la noche los hizo prender en sus lechos, mientras dormian seguros y confiados, y no quiso soltarlos sino despues que les arrancó el juramento de observar una costumbre infame.

Pero antes de ocuparme de dicho juramento, quiero, Señor, ir en pos de la belicosa doncella. Marfisa pasó el Durance, el Ródano y el Saona, y llegó á la falda de una áspera montaña. Allí vió venir por la márgen de un torrente á una mujer vestida de negro, que parecia estar rendida de cansancio, y sobre todo afligida y melancólica. Era esta aquella vieja que servia á los bandidos de la caverna, adonde la justicia divina envió al conde Orlando para darles la muerte. Temerosa la vieja de morir por las razones que diré más adelante, andaba hacia muchos dias por senderos oscuros y extraviados, huyendo de encontrar quien la conociera. El traje y las armas de Marfisa le hicieron suponer que era un caballero extranjero, por lo cual no huyó como solia siempre que topaba con algun guerrero del país: antes al contrario se detuvo en la parte vadeable del torrente, y esperó á la jóven con tranquilidad y confianza; y luego que la vió cerca, le salió al encuentro saludándola y le rogó que la pasara á la orilla opuesta á la grupa de su caballo.

Marfisa, complaciente por naturaleza, la condujo al otro lado, y aun siguió llevándola á la grupa de su caballo por algun tiempo á través de un terreno pantanoso, hasta dejarla en otro más firme. No bien habian salido al camino, cuando se encontraron con un caballero, montado en un caballo ricamente enjaezado y cubierto con una brillante armadura y una magnífica sobrevesta, el cual se dirigia hácia el torrente en compañía de una dama y de un solo escudero. La dama era bastante hermosa, pero de semblante adusto y altanero, de una orgullosa arrogancia, y digna, en una palabra, del caballero que la acompañaba. Éste era Pinabel, aquel conde de Maguncia, que pocos meses antes arrojara á Bradamante en la cueva de Merlin. Aquellos suspiros, aquellos frecuentes sollozos, aquellas lágrimas que anublaban contínuamente su vista, eran por la pérdida de la dama con quien iba ahora, y que entonces estaba en poder del Nigromante. Mas despues que desapareció de la cima del peñasco el castillo encantado de Atlante, y cada cual pudo seguir el camino que mejor cuadrase á sus deseos, gracias al valor de Bradamante, aquella dama, dispuesta siempre á satisfacer, con demasiada facilidad, los deseos de Pinabel, fué á buscarle, y á la sazon viajaban juntos de castillo en castillo.

Como la dama de Pinabel era burlona al par que importuna, apenas vió á la vieja compañera de Marfisa, no pudo contener su lengua, y empezó á motejarla con befas y sonrisas insultantes. La arrogante Marfisa, poco acostumbrada á soportar ultrajes en su presencia, respondió colérica á la dama que aquella vieja era más hermosa que ella, como estaba dispuesta á probárselo á su caballero, bajo la condicion de que habia de ceder á la anciana sus vestidos y su palafren, en el caso de que derribara al campeon que la acompañaba.

Conoció Pinabel que cometeria una vergonzosa accion si no hacia caso de este reto, por lo cual requirió, á pesar suyo, sus armas; embrazó el escudo, enristró la lanza, tomó distancia, y se precipitó furioso sobre la guerrera. Marfisa, por su parte, hizo lo mismo, y dió tan tremendo bote á Pinabel en la visera de su casco, que le derribó en tierra sin sentido, transcurriendo muy bien una hora antes de que pudiese levantar la cabeza.

Marfisa, vencedora en aquel combate, obligó á la dama á desnudarse de su traje y de todas sus galas, é hizo que la vieja se quitara á su vez el suyo; despues de lo cual quiso que se vistiera con las suntuosas ropas de la dama, y que montara en el palafren de esta. Emprendió en seguida tranquilamente su camino con la anciana, que estaba tanto más repugnante cuanto mejor engalanada.

Tres dias viajaron de este modo sin que les sucediera cosa alguna digna de mencion, cuando al llegar el cuarto divisaron á un caballero que venia hacia ellas, solo y á rienda suelta. Por si desearais conocerle, os diré que era Zerbino, hijo del rey de Escocia, modelo de valor y de gentileza, que iba poseido de la ira y del dolor más vivos, por no haber podido vengarse de un guerrero que le habia impedido llevar á cabo un acto de magnanimidad. En vano corrió Zerbino por la selva en persecucion del que le habia ultrajado; porque este supo huir tan á tiempo, consiguió tomarle tanta ventaja, y facilitaron de tal modo su fuga lo intrincado de un bosque y lo denso de una niebla que habia interceptado los primeros rayos del sol, que consiguió escapar incólume de las manos de Zerbino, hasta que se disiparon la ira y el furor de este príncipe.

El escocés, á pesar de ir aun enfurecido, no pudo contener la risa al ver á aquella vieja, cuyas vestiduras, propias de la juventud, se avenian mal con su semblante vetusto y horrible. Acercóse á Marfisa y le dijo:

—Guerrero, has dado una prueba de prudencia al acompañar á una jovencita como esa; pues no debes abrigar el menor recelo de encontrar quien te la envidie.

La vieja deberia tener, á juzgar por su arrugado pellejo, más años que la Sibila, y adornada de aquel modo parecia una mona disfrazada para excitar la risa: pero entonces, abrasada por el furor y por la ira que chispeaba en sus ojos, se puso aun mucho más horrible; porque el insulto mayor que puede dirigirse á una mujer es llamarla vieja ó fea.

Marfisa, á quien divertia aquella escena, fingió indignarse, y respondió á Zerbino:

—Vive Dios, que mi dama es más bella que tú cortés; y como creo que tus palabras no dicen lo que siente tu corazon, estoy seguro de que finges no conocer su belleza por disculpar tan solo tu extremada cobardía. ¿Qué caballero seria capaz de no procurar apoderarse de una jóven tan bella como esta, si la encontrara abandonada en un bosque?

—A fé mia, dijo Zerbino, que está muy bien en tus manos, y seria lástima que alguien te la arrebatara: por lo que á mí hace, puedes estar completamente seguro de que no seré tan indiscreto que intente privarte de semejante tesoro. Si deseas ajustar conmigo otras cuentas, dispuesto estoy á darte á conocer lo que valgo; pero no soy tan mentecato que vaya á romper una sola lanza en honor de tu compañera. Hermosa ó fea, guárdatela: no seré yo por cierto quien perturbe vuestra amistad. Tan digno me pareceis el uno del otro, que juraria que tu valor corre parejas con su hermosura.

Marfisa le replicó:

—Es preciso que mal de tu grado pruebes á arrebatarme mi dama. No puedo consentir en que hayas contemplado un rostro tan encantador sin intentar siquiera poseerlo.

Zerbino respondió:

—No veo la necesidad de arrostrar el menor peligro por alcanzar una victoria, que será beneficiosa para el vencido y perjudicial para el vencedor.

—Si no te parece bueno este partido, te propondré otro que no debes rechazar, contestó Marfisa á Zerbino. Si me vences, conservaré esta dama en mi poder; pero si soy yo el vencedor, la admitirás por fuerza. Veamos, pues, quién de los dos se quedará sin ella. Pero te advierto que, si pierdes, habrás de acompañarla siempre y por donde mejor le convenga.

—Consiento en ello, exclamó Zerbino.

Y revolvió sin vacilar su corcel para tomar la distancia conveniente. Afirmóse en los estribos, se aseguró en la silla, y para no errar el golpe, dirijió una tremenda lanzada contra el escudo de la doncella, pero no pareció sino que habia metal. La guerrera por su parte le embistió de tal modo, chocado con un monte de que alcanzándole en el yelmo, le arrojó aturdido del caballo.

Aquella caida, la única que recibiera Zerbino en toda su vida, cuando él habia derribado á millares de guerreros, le causó el más profundo pesar, considerándola como una afrenta que no conseguiria borrar jamás.

Por largo tiempo permaneció tendido, inmóvil y silencioso; mas al recordar su promesa de servir perpétuamente de caballero á la horrible vieja, sintió aumentar su desesperacion. Dirigiéndose á él su vencedora, le dijo riendo desde el caballo:

—Te presento esta dama; cuanto más bella y agradable me parece, más satisfecho estoy de que sea tuya. Sé, pues, su campeon en lugar mio; pero cuida de que no se lleve el viento lo pactado, y de no olvidar que has de ser su guia y defensor por donde quiera que le convenga ir, segun has prometido.

Sin esperar respuesta, dirigió su corcel hácia un bosque, en el que se internó rápidamente.

Zerbino, que no dudaba que su vencedor fuese un caballero, pidió noticias de él á la vieja, la cual no le ocultó la verdad; verdad amarga, que produjo mayor ira y angustia mayor en el vencido.

—El golpe que te ha arrancado de la silla, le dijo la vieja, ha sido dirigido por la mano de una doncella, cuyo valor la hace digna de usar el escudo y la lanza, armas propias de los caballeros. Acaba de llegar del centro del Oriente para probar su valor contra los paladines de Francia.

Zerbino, al escuchar estas palabras, sintió aumentarse su vergüenza de tal modo, que no solo le tiñó de un vivo carmin el rostro, sino que faltó poco para que comunicara su encendido color á todas las piezas de su armadura. Montó á caballo, dirigiéndose á sí mismo los más duros reproches por no haber sabido sostenerse bien en la silla, mientras que la vieja gozaba con su afliccion, procurando estimularla y aumentarla en cuanto le era posible con el recuerdo de su juramento; y Zerbino, que se veia obligado á cumplirlo, bajó la cabeza, como el corcel rendido de cansancio, que siente la punta del acicate en sus hijares y el freno en la boca.

—¡Ah, Fortuna maldita! decia Zerbino suspirando: ¿qué mudanza ha sido esta? Despues de haberme arrebatado la bella entre las bellas, ¿te parece digna de ocupar su lugar la repugnante mujer que has puesto en mis manos? Mucho más preferible era para mí lamentar la completa pérdida de mi amada, que verme obligado á aceptar un cambio tan desigual. Por tí ha servido de alimento á los peces y á las aves marinas la que, sumergida y hecha pedazos contra los agudos escollos del mar, no tuvo ni tendrá jamás rival en perfecciones y hermosura; y sin embargo, has prolongado por diez ó veinte años más de los que debias, y solo por aumentar la intensidad de mis tormentos, la existencia de esta vieja, que ha tanto tiempo debiera estar sirviendo de pasto á los gusanos.

Así se lamentaba Zerbino, quien por sus palabras y semblante parecia tan pesaroso de aquella nueva y odiosa conquista, como de la pérdida de su dama. Aun cuando la vieja jamás habia visto al príncipe escocés, no obstante, por lo que le oia decir, adivinó que era el caballero de quien le hablara tanto Isabel de Galicia. Si teneis presente lo que os he referido, recordareis que dicha vieja habia salido de la cueva donde Isabel, la amada de Zerbino, permaneció muchos dias cautiva. La jóven le habia manifestado distintas veces cómo huyó de su país natal, y cómo se salvó en las playas de la Rochela, despues del naufragio de la nave que la conducia; y tan frecuentemente le hizo el retrato de Zerbino, y tanto le habia detallado sus facciones, que al escuchar la vieja los lamentos del príncipe de Escocia, y sobre todo al contemplar con más detenimiento su rostro, conoció ser él el caballero cuya ausencia costara tantas lágrimas á Isabel durante su estancia en la caverna; la cual se lamentaba más de no verle, que de estar á la merced de los malhechores. Por las frases que Zerbino dejó escapar en medio de su duelo y afliccion, comprendió la vieja que estaba en la equivocada creencia de que Isabel habia perecido en el fondo del mar; pero, aun cuando le constaba lo contrario, no quiso proporcionarle esta alegría, y se dispuso á referirle con marcada perversidad lo que le fuera desagradable, callándose lo que podria mitigar su pena.

—Escucha, le dijo, tú, cuyo orgullo se complace en cubrirme de escarnio: si supieses lo que sé acerca de la que lloras por muerta, me llenarias de caricias; pero, antes que revelártelo, consentiria en que me dieras muerte, ó me hicieras mil pedazos, á no ser que te vuelvas más complaciente para conmigo, en cuyo caso tal vez te descubriria este secreto.

Así como el mastin que se abalanza furioso sobre un ladron, se aquieta prontamente en cuanto le presentan un pedazo de pan ó de carne, ú otra cosa que produzca el mismo efecto, así tambien se apaciguó de improviso Zerbino, deseoso de saber el resto de lo que la vieja le habia indicado con respecto á su llorada dama; y volviéndose á ella con rostro más agradable, le suplicó y le rogó por Dios y por los hombres que no le ocultara cuanto supiera, fuese bueno ó malo.

—No esperes oir cosas que te complazcan, dijo la vieja con su cruel pertinacia: Isabel no ha muerto, como te figuras; pero la vida que arrastra es tan desdichada, que le hace envidiar á los muertos. Durante los pocos dias que hace que no la has visto, ha caido en manos de más de veinte bandidos; por lo cual, si algun dia llegas á recobrarla, no debes tener la esperanza de coger la flor tan codiciada por tí.

¡Ah, vieja maldita, y cómo adornas tus embustes! Harto sabias que faltabas á la verdad; pues aunque Isabel habia caido en poder de veinte, ninguno de ellos atentó contra su honor.

Zerbino preguntó á la anciana dónde y cuándo habia visto á Isabel, pero no pudo saberlo; porque la vieja obstinada no quiso añadir una sola palabra á las ya dichas. El Príncipe recurrió primeramente á las súplicas; le amenazó despues con cortarle el pescuezo; pero tan inútiles fueron sus ruegos como sus amenazas, porque no pudo hacer hablar á la horrible bruja. Guardó por último silencio, persuadido de que nada conseguiria con sus esfuerzos; aun cuando lo que habia oido despertó en él unos celos tan ardientes, que el corazon no hallaba asiento en el pecho: por recobrar á Isabel se habria lanzado en medio de las llamas; pero ligado por la promesa hecha á Marfisa, no le era dado andar más que por donde la vieja quisiera llevarlo.

Continuaron, pues, su camino por un sendero estrecho y solitario, segun la voluntad de la vieja, y siempre silenciosos y sin mirarse al rostro, treparon por los montes y bajaron á los valles. Mas, en cuanto el hermoso sol volvió las espaldas al medio dia, fué interrumpido su inalterable silencio por un caballero que en el camino encontraron. En el canto siguiente referiré lo que aconteció.

Canto XXI

Zerbino combate para defender á Gabrina, que parece tener el corazon de víbora, y es derribado el Holandés por causa de la vieja odiada y perversa.—El herido, tendido en el verde prado, refiere á Zerbino la grave ofensa que de Gabrina recibiera, por cuya razon se aumenta el odio y el rencor que hácia ella siente el príncipe escocés.—Corre despues á donde oye gritos y estrépito de armas.

No creo que una cuerda retorcida pueda amarrar más fuertemente un fardo, ni un clavo unir dos tablas con más solidez de la que liga la fé con su tenaz é indisoluble nudo á un alma noble y generosa. Los antiguos representaban á la Fé cubierta de piés á cabeza con un velo blanco, cuya pureza no alteraba la más pequeña mancha ni el lunar más leve. La palabra empeñada no debe dejarse jamás sin cumplimiento y ya se haya dado á un solo individuo, ó á más de mil, así en una selva como en una gruta, y lo mismo léjos de todo lugar habitado, que ante los tribunales, en presencia de numerosos testigos, por medio de actas y escrituras, ó sin que la haya seguido ningun juramento ni conste en documento alguno, basta que se haya empeñado una vez para observarla sin escusa ni pretexto.

Zerbino, fiel á su palabra en todas ocasiones, cumplió lealmente la que diera á Marfisa, apartándose de su camino para seguir á la vieja, cuya compañía era para él más desagradable que una enfermedad ó la misma muerte; pero pudo más su compromiso que el deseo de librarse de ella. Ya he dicho antes que le pesaba tanto verse encargado de la custodia de la vieja, que la ira le sofocaba, y caminaba silencioso. Taciturnos y sin proferir una sola palabra seguian ambos su viaje, cuando, segun he dicho tambien, fué interrumpido tan continuado silencio, á la caida de la tarde, por un caballero andante que se les presentó en medio del camino.

Luego que la vieja conoció á dicho caballero, llamado Hermónides de Holanda, cuyo escudo negro estaba atravesado por una banda roja, depuso su orgullo, dulcificó la aspereza de su semblante y se acogió al amparo de Zerbino, recordándole la promesa hecha á Marfisa, y diciéndole que el guerrero que hácia ellos se adelantaba era enemigo suyo y de todos sus parientes; que habia dado la muerte á su padre y á su único hermano, y que probablemente desearia exterminar del mismo modo á toda su raza.

—Nada temas, le contestó Zerbino, mientras te halles bajo mi proteccion.

En cuanto el caballero pudo conocer el rostro de la vieja, á quien tanto odiaba, dijo á Zerbino con voz arrogante y amenazadora:

—Prepárate á luchar conmigo, ó renuncia á defender á esa vieja, para que encuentre en mis manos el castigo merecido. Si te decides á combatir por ella, indudablemente perecerás, como perece todo aquel que proteje una causa injusta.

Zerbino le respondió cortesmente, que su propósito de matar á una mujer era vergonzoso, censurable, é indigno de un caballero, añadiendo que si se empeñaba en combatir, estaba dispuesto á ello, pero rogándole al propio tiempo que reflexionara en que un caballero tan gentil como parecia serlo, no debia mancharse con la sangre de una mujer.

Como las palabras del escocés fueron inútiles, se hizo necesario apelar á los hechos. Tomaron ambos el terreno conveniente, y se precipitaron á toda brida uno contra otro. Los cohetes disparados en dias de regocijos públicos no surcan los aires con tanta velocidad, como volaron á encontrarse los corceles de ambos caballeros. Hermónides de Holanda bajó su lanza con objeto de atravesar el costado de Zerbino; pero rompióse aquella, causando muy poco daño á su adversario. En cambio, el golpe del príncipe de Escocia no fué tan mal dirigido ni tan leve, pues rompiendo el escudo de su contrincante, le atravesó de parte á parte el hombro, arrojándole maltrecho por la pradera. Movido Zerbino á compasion, por creer que habia muerto á Hermónides, se apeó con presteza del caballo, y fué á alzarle la visera del almete. El vencido, cual si despertara de un sueño, fijó en Zerbino sus miradas, contemplándole silencioso algunos momentos, y despues le dijo:

—No siento haber sido derrotado por tí, que á juzgar por tu rostro, debes de ser la flor de los caballeros andantes: lo que me desespera es contemplarme vencido por causa de una mujer villana, de quien no sé cómo eres campeon, por avenirse mal con tu bizarría. Cuando conozcas el motivo que me conduce á vengarme de ella, te arrepentirás siempre que lo recuerdes de haberme puesto en este estado por defenderla. Si tengo en mi pecho el aliento necesario para decírtelo (y dudo que así sea), te haré ver que esa mujer infame ha llevado siempre su perversidad hasta el último estremo.

»Tenia yo un hermano que se ausentó, jóven aun, de Holanda nuestra patria, y pasó al servicio de Heraclio, emperador entonces de los griegos. Contrajo allí una estrecha y fraternal amistad con un gentil magnate de la corte, que poseia en los confines de la Servia un castillo rodeado de murallas y situado en una comarca deliciosa. El caballero de quien hablo llamóse Argeo; era esposo de esta pérfida mujer, y desgraciadamente la amó hasta el extremo de dar por ella al olvido el sentimiento de su propia dignidad; pero esa infame, más voluble que la hoja caida del árbol en otoño y empujada en todas direcciones por el viento, olvidó pronto el cariño que durante algun tiempo habia sentido por su marido, y fijó todos sus conatos y todos sus deseos en conseguir el amor de mi hermano. Mas no opone tanta resistencia á los embates de las olas el Acrocerauno de infamado nombre, ni se muestra tan vigoroso contra Boreas el pino que ha renovado más de cien veces su cabellera y cuyas raices tienen tanta profundidad cuanta es la altura de la montaña en que está plantado, como resistencia opuso mi hermano á los ruegos de esa mujer, nido de todos los vicios más viles y repugnantes.

»Aconteció un dia, como suele suceder á todo caballero audaz que anda en busca de contiendas y las encuentra con frecuencia, que mi hermano fué herido en una de sus aventuras, muy cerca del castillo de su amigo. Acostumbrado á detenerse en él, lo mismo cuando iba solo, que cuando le acompañaba Argeo, se propuso permanecer en dicho castillo hasta la curacion de su herida. Mientras mi hermano estaba aun atendiendo á su restablecimiento, sucedió que Argeo tuvo que ausentarse por cierto asunto, é inmediatamente esa desvergonzada se decidió á renovar sus instancias amorosas, y lo hizo segun su costumbre; pero aquel, á fuer de amigo leal, no quiso tolerar por más tiempo tan criminal insistencia, y á fin de que no se le tildara en lo más mínimo de traidor, eligió entre las desgracias que preveia la que le pareció menos mala. Resolvió, pues, romper los lazos amistosos que á Argeo le unian, y huir tan léjos que no volviese á tener noticias suyas la perversa mujer. Aun cuando se le hiciera muy duro obrar así, lo consideró más leal que doblegarse á los criminales deseos, tantas veces expresados, ó dar cuenta de la conducta de su mujer á Argeo, que la queria más que á su propia vida.

»A pesar de que aun no estaban curadas sus heridas, vistióse sus armas y se ausentó del castillo, con el firme propósito de no volver á poner los piés en aquel país. Mas de poco le sirvió su noble accion; porque la suerte se le manifestó contraria, privándole de toda defensa. Al regresar Argeo á su morada, encontró á su mujer derramando lágrimas, suelto el cabello y con el rostro encendido; y al verla en aquel estado, le preguntó el motivo de su afliccion. Antes de contestar ella, dejó que Argeo renovara más de una vez sus preguntas, por estar meditando sin duda el modo de vengarse del que la habia abandonado; hasta que al fin, auxiliada por su movible imaginacion, y cambiando su amor en odio, exclamó:

—»¡Ah! señor: ¿para qué te he de ocultar la falta que he cometido durante tu ausencia? Aun cuando pudiera ocultarla á los ojos de todo el mundo, no me seria posible acallar mi propia conciencia. El alma que deplora su pecado inmundo, siente un suplicio tan cruel, que sus efectos son mucho más dolorosos que los del mayor castigo corporal que pudiera infligírseme por mi culpa, si tal nombre debe darse á lo que se hace sucumbiendo á la violencia. Pero sea lo que quiera, debes tener conocimiento de ella, y despues haz salir con tu espada mi alma pura é inmaculada de su inmunda corteza, y priva para siempre á mis ojos de la luz del sol, á fin de no verme obligada, despues de tanta afrenta, á tenerlos constantemente bajos, y de que no me causen vergüenza las miradas de los hombres. Tu amigo ha mancillado mi honor; ha violado á la fuerza este cuerpo, y temeroso de que yo te lo participara, se ha ausentado sin despedirse siquiera.»

»Con tan mentidas palabras excitó el odio de su marido contra el compañero á quien dispensara hasta entonces una sincera y viva amistad. Argeo les dió entero crédito, y sin detenerse á más, apercibió sus armas y corrió á vengarse. Conocedor del país, alcanzó en breve á mi hermano, que débil aun y demacrado, caminaba lentamente, sin abrigar la menor sospecha: en cuanto se puso á su lado, le obligó á retirarse á un sitio extraviado, donde quiso tomar inmediata venganza de la supuesta ofensa, y á pesar de las razones y protestas de mi hermano, empeñóse Argeo en combatir con él. Lleno estaba el uno de salud y vigor, y enfurecido por su reciente cólera; enfermo el otro, y contenido por su amistad no debilitada: el combate era por lo tanto muy desigual, y mi hermano resistió muy poco á los golpes de su compañero, convertido en su reciente enemigo. Resultó que Filandro (este era el nombre del infeliz jóven de quien te hablo), no pudiendo soportar la fatiga de la lucha, tuvo que ceder y entregarse.

—«No permita Dios, dijo Argeo, que mi justo furor al par que tu infamia me conduzcan al extremo de manchar mis manos en la sangre de un hombre á quien tanto amé y en cuya amistad confiaba; y aun cuando hayas dado tan mal pago á mi cariño, quiero demostrar á los ojos de todo el mundo, que tanto en mi odio, como en mi amistad, soy más noble y más grande que tú, vengando mi afrenta sin necesidad de darte la muerte.»

«Así diciendo, hizo colocar sobre el caballo una especie de parihuela formada con ramas de árboles, y lo llevó casi muerto al castillo, encerrándole en una torre, donde condenó al inocente á una prision perpétua en castigo de su supuesta falta. Verdad es que nada echó de menos allí, excepto la libertad; porque podia mandar y pedir cuanto quisiera, y todos se apresuraban á obedecerle.

»Esa infame mujer, atormentada incesantemente por su idea constante, iba casi todos los dias á visitarle en su prision, de cuyas llaves disponia; y penetraba en ella cuando se le antojaba, para poner á prueba la lealtad de mi hermano con mayor audacia que antes.

—«¿De qué te sirve esa lealtad, calificada en todas partes de perfidia? le decia. ¿Qué triunfos tan elevados y gloriosos; qué soberbios despojos y qué botin tan pingüe; qué premio, en fin, alcanzas con ella, cuando todos te motejan de traidor? ¡Qué utilidad, qué honra no reportarias ahora si me hubieses concedido lo que te pedia! En cambio, ahora recoges el gran fruto de tu obstinado rigor, viéndote encerrado en una prision, de la que no esperes salir, como no dulcifiques antes tu dureza. Pero si me complaces, yo me arreglaré de suerte que recobres la libertad y la fama.»

—«No, contestó Filandro: no esperes jamás que mi firme lealtad pueda dejar de ser lo que es; y aun cuando contra toda justicia y razon encuentro hoy tan cruel recompensa, y el mundo haya formado un mal concepto de mí, basta con que mi inocencia resplandezca claramente ante Aquel que lo vé todo y puede consolarme con su eterna gracia. Si Argeo no está satisfecho con tenerme preso, puede arrancarme esta vida enojosa, y quizá el cielo no me negará el premio de una buena accion, tan mal agradecida en la Tierra. Tal vez el que hoy se crea ofendido por mí, cuando mi alma se haya librado de mi cuerpo, conocerá la injusticia que conmigo habrá cometido, y derramará lágrimas por su fiel amigo muerto.»

»Varias veces intentó esa mujer desenfrenada ablandar á Filandro, pero siempre inútilmente. Sus insensatos deseos, cada vez más irritados por los obstáculos que se les oponian iban buscando en el fondo de su corazon sus antiguos y perversos instintos para utilizarlos de una vez. Formó mil distintos proyectos antes de fijarse en alguno de ellos. Seis meses transcurrieron sin que pusiera los piés en la prision de mi hermano, por lo cual el mísero Filandro esperaba y creia que ya no sentia por él afecto alguno. Pero la Fortuna, propicia siempre á los malvados, proporcionó á esta infame la ocasion de poner fin por un medio deplorable á su apetito tan ciego como irracional.

»Mucho tiempo hacia que su marido estaba enemistado con un magnate llamado Morando el hermoso, el cual acostumbraba hacer, en ausencia de Argeo, algunas incursiones por las tierras de este, llegando muchas veces hasta el castillo; pero nunca se atrevia á acercarse á más de diez millas cuando sabia que estaba en él su dueño. Para poderlo atraer á sus manos, propaló Argeo la noticia de que iba á marchar á Jerusalen á cumplir un voto. La hizo circular por todas partes, y se alejó el dia prefijado con bastante publicidad para que todos lo vieran, aun cuando nadie sospechaba sus verdaderas intenciones, á excepcion de su mujer, de quien únicamente se fiaba. Al oscurecer volvió al castillo, donde pasó aquella noche y las siguientes, saliendo de él al primer albor matutino, disfrazado y sin ser visto de nadie. Manteníase oculto vagando por las inmediaciones de su castillo, para ver si el crédulo Morando volvia á sus acostumbradas incursiones. Permanecia todo el dia en el bosque, y cuando veia que el Sol se ocultaba tras el horizonte marítimo, regresaba á su morada, donde su infiel consorte le recibia por una puerta secreta. Creia, pues, todo el mundo que Argeo estaba á muchas leguas de sus dominios; y esa inícua mujer, juzgando la ocasion oportuna, fué á ver á mi hermano con nuevos y perversos designios. Derramando un raudal de lágrimas fingidas, que desde los ojos iban á caer sobre su seno, le dijo:

—«¿Dónde podré encontrar la proteccion necesaria para que mi honor no sea del todo mancillado? ¿Cómo salvar tambien el de mi marido? ¡Ah! Si él estuviese aquí, no temeria nada. Ya conoces á Morando, el cual, mientras Argeo se halla ausente, no teme á Dios ni á los hombres. Pues bien: ora valiéndose de ruegos, ora de amenazas, emplea los mayores esfuerzos para obligarme á sucumbir á sus deseos; y de tal modo procura seducir á mis gentes que no sé si al verme sola podré resistirle. Constándole que mi esposo está muy léjos de aquí, y que no volverá en mucho tiempo, ha tenido la audacia de penetrar en mis tierras sin pretestar la menor excusa. ¡Oh! si por fortuna estuviese mi esposo á mi lado, no solo no se atreveria á intentar semejante paso, sino que ni siquiera se consideraria seguro á tres millas de nuestras murallas.

»Hoy mismo me ha pedido, con cínica franqueza, lo que muchos meses há venia buscando: de tal modo me ha expresado sus deseos, que he temido por mi honor y mi decoro; y á no haberle contestado con dulzura, fingiendo que accederia á sus designios, se habria apoderado á la fuerza de lo que hoy cree obtener voluntariamente. Así, pues, he prometido dejarle satisfecho, aunque sin intencion de cumplir mi promesa; porque un convenio hecho á la fuerza es nulo: mi propósito fué entonces el de impedir que llevase á cabo lo que se preparaba á conseguir por medio de la violencia. Ahora bien: solo tú puedes librarme de él; de lo contrario quedará mancillado mi honor, al mismo tiempo que el de Argeo, al que, segun me has dicho, tienes en tanto ó en más que el tuyo propio. Si te niegas á prestarme este servicio, me asistirá el derecho de decir que es mentida la lealtad de que te envaneces; que solo por crueldad has despreciado mis súplicas y mis lágrimas, y que la resistencia que hasta ahora has opuesto á mi pasion no ha sido motivada en manera alguna por tu amistad hácia Argeo. Y sin embargo, nuestro amor podia haber quedado oculto entre ambos, al paso que mi infamia no dejará de hacerse pública.»

—«No eran necesarios tantos preámbulos, contestó Filandro, para excitarme á defender la honra de Argeo; porque siempre estoy dispuesto á ello. Dime pronto lo que debo hacer; pues me he propuesto ser siempre lo mismo que hasta aquí he sido; y aun cuando tan sin razon sufro un inmerecido castigo, no he pensado siquiera en culpar á tu esposo, por quien estoy dispuesto á arrostrar la muerte, aunque debiera luchar contra el mundo entero y hasta contra mi destino.»

»Esa mujer impía respondió:

—«Quiero que arranques la existencia al hombre que procura nuestra deshonra. No temas que esta accion te acarree mal alguno; porque te proporcionaré los medios más seguros para llevarla á cabo. Debe volver á este castillo hácia la tercera hora de la noche, favorecido por las tinieblas; le haré una señal en que hemos convenido, y le introduciré en mi estancia de modo que no sea observado. Mientras tanto tú debes esperar en ella, oculto en la sombra, hasta que lo ponga en tus manos, despues que se haya desnudado de sus armas y de casi toda su ropa.»

»De esta suerte preparó el lazo en que debia caer su marido, esa mujer, ó mejor dicho, esa furia infernal, tan traidora como cruel. Así que llegó aquella desastrosa noche, sacó á mi hermano de la torre, proveyéndole de armas, y le condujo á su habitacion, donde se ocultó esperando la llegada del desdichado amigo. Sucedió tal como estaba previsto; pues raras veces se frustran los designios de los malvados. Persuadido Filandro de que castigaba á Morando, descargó un golpe fatal sobre el excelente Argeo, de cuyo golpe le hendió el cráneo y el cuello, tanto más fácilmente, cuanto que el yelmo no resguardaba su cabeza. Argeo exhaló su postrer suspiro sin hacer el menor movimiento, pereciendo á manos del amigo que ni por ensueño podia suponer que llegaria á encontrarse en semejante trance; y ¡caso raro! creyendo velar por su honor, hizo con él lo peor que puede hacerse con el enemigo más encarnizado.

»Apenas cayó Argeo, desconocido aun de mi hermano, apresuróse este á devolver la espada á Gabrina, que tal es el nombre de esa mujer, nacida tan solo para vender á todo el que caiga en sus manos. Gabrina, que hasta entonces le habia ocultado la verdad, quiso que Filandro contemplara, con la luz en la mano, la víctima de quien era homicida, y le mostró el cadáver de su compañero Argeo. Amenazóle en seguida, si no consentia en realizar su prolongado y amoroso deseo, con divulgar el crímen de que era culpable sin poder alegar nada en su favor; añadiendo que le haria morir afrentosamente como traidor y asesino, recordándole, por último, que si bien le constaba que no tenia apego á la vida, debia mirar por su fama.

»Filandro permaneció algunos momentos lleno de temor y de afliccion, luego que se persuadió de su error: su primer impulso, dictado por la cólera que le poseia, fué el de matar á Gabrina, y aun dudó si era la mejor determinacion que podia adoptar; y á no haber acudido en su auxilio la razon, haciéndole reflexionar que se encontraba en una morada hostil, la hubiera despedazado con los dientes á falta de otras armas. Así como un bajel sorprendido en alta mar por dos vientos encontrados, que tan pronto le empujan velozmente hácia delante, como le hacen retroceder al punto de partida, y le obligan á virar contínuamente de popa y de proa, se deja al fin arrastrar por el más fuerte, así Filandro, despues de muchas vacilaciones, eligió el menos malo de los dos partidos que se le proponian. La razon le hizo ver el gran peligro que corria de encontrar, no tan solo la muerte, sino un fin infame é ignominioso, como llegara á divulgarse él homicidio por el castillo, y se estremeció ante esta consideracion. Voluntariamente ó no, era preciso que apurara hasta las heces aquel amarguísimo cáliz, y por último, pudo más el temor que la obstinacion en su corazon lacerado.

»El temor de un suplicio afrentoso le obligó á prometer á Gabrina que cumpliria todos sus mandatos, si se alejaban seguros de aquel sitio. Así fué como alcanzó esa infame el fruto de sus deseos, despues de lo cual abandonaron aquella comarca. De este modo regresó Filandro á nuestro lado, dejando en Grecia un nombre deshonrado y envilecido, y llevando eternamente grabada en su corazon la imágen de su compañero, á quien habia inmolado tan neciamente, para obtener, bien á pesar suyo, la conquista inícua de una Progne cruel, de una Medea. Si no le hubiera contenido el duro freno de su fé y sus juramentos, habria exterminado á Gabrina; pero, en cambio, le tuvo tanto odio como es posible.

»Desde aquel acontecimiento no se le vió nunca sonreir; todas sus conversaciones estaban impregnadas de la mayor tristeza; continuamente exhalaba profundos suspiros, y llegó á ser cual otro Orestes despues de dar muerte á su madre y al sagrado Egisto, cuando se ensañaron con él las Furias vengadoras. Aquel dolor profundo y continuado minó su naturaleza de tal modo, que por último cayó enfermo en el lecho. Conociendo entonces esa meretriz lo poco grata que era su presencia para mi hermano, trocó la intensa llama de su amor en odio, en ira ardiente é inextinguible; tan furibunda entonces contra Filandro como en otro tiempo lo fué esa malvada contra Argeo, formó el proyecto de deshacerse del segundo marido, lo mismo que se habia deshecho del primero, y llamó á un médico á propósito para semejante obra, hombre vil y fraudulento, más hábil para matar con venenos que para curar á sus enfermos con tisanas, prometiéndole una recompensa superior á la que él le pidiera, la cual le seria entregada en cuanto la librara de la presencia de su señor por medio de algun brevaje emponzoñado.

»El indigno viejo presentóse en la estancia de mi hermano, donde á la sazon me hallaba yo con otras muchas personas, enseñándonos el tósigo que llevaba en la mano, y diciéndonos que era una pocion tan excelente, que en breve haria recobrar al enfermo su perdida robustez; pero meditando Gabrina un nuevo crímen, antes de que el enfermo gustase aquel líquido, ya fuese por quitar de en medio á su cómplice ó por no darle lo que le habia prometido, asió la mano del médico en el momento en que aproximaba á los labios de mi hermano la taza que contenia el tósigo, y le dijo:

—«No lleves á mal que vele por la existencia del hombre á quien tanto he amado. Quiero estar segura de que no le das ninguna bebida nociva, ni ningun jugo envenenado, y por esta razon me opondré á que le suministres ese brevaje, si tú no lo pruebas antes.»

»Considera, señor, cuál seria la turbacion del viejo al escuchar estas palabras. Bien fuese porque lo crítico de aquella circunstancia le impidiese tomar de pronto una resolucion salvadora, ó bien por desterrar toda sospecha, el caso es que se decidió á beber una parte del contenido de la taza; y el enfermo, en vista de tal seguridad, tomó el resto, que le presentó el mismo médico. Cual gavilan, que teniendo aprisionada entre sus corvas garras una tímida perdiz con la que espera saciar su apetito, se vé sorprendido por un perro que hasta entonces ha sido su compañero fiel, el cual le arrebata ávidamente su presa, así se quedó el médico que, creyendo ya tocar el precio de su pérfida accion, se encontró, donde esperaba ayuda, con una amarga decepcion.

»Oye ahora un rasgo de incomprensible audacia, y ojalá suceda otro tanto á cualquier hombre dominado por la avaricia.

»Una vez terminada su triste mision, echó á andar el viejo con ánimo de regresar á su casa, y tomar alguna medicina que neutralizase los crueles efectos del veneno; pero Gabrina se opuso, diciendo que no consentiria en que se alejara hasta que se conociera la virtud del brevaje propinado al enfermo. De nada le sirvieron al médico sus ruegos ni sus ofrecimientos para disuadirla de su tenaz oposicion; y desesperado al sentir próxima una muerte que no podia evitar, reveló á los circunstantes aquel complot infernal, sin que esa lograra paliar, como intentó, su declaracion. De este modo hizo el buen médico consigo mismo lo que tantas veces habia hecho con los otros, y su alma siguió á la de mi hermano, separada pocos momentos antes de su cuerpo.

»En cuanto nosotros oimos la verdad de los labios del viejo, nos precipitamos sobre esa fiera abominable, mucho más cruel que cuantas se albergan en las selvas, y la encerramos en un sitio tenebroso, para condenarla á la hoguera que tenia tan merecida.»

Hasta aquí llegaba Hermónides de su relato, y se proponia referir cómo se escapó Gabrina de su prision, cuando, agravándose los dolores de su herida, volvió á caer pálido sobre la yerba. Dos escuderos que le acompañaban hicieron unas parihuelas con ramas gruesas, y Hermónides mandó que le transportaran en ellas, porque de otro modo le era imposible continuar su camino. Zerbino manifestó á aquel caballero todo el sentimiento que le causaba el triste estado en que le habia puesto, añadiendo que, fiel observador de las reglas de caballeria, no habia tenido más remedio que defender á la mujer confiada á su custodia; pues de otra suerte habria dado lugar á que se pusiera en duda su lealtad; porque cuando la recibió bajo su amparo, prometió salvarla de cuantos atentaran contra ella. Aseguróle despues que, si en alguna cosa podia serle útil, estaria pronto á acudir á su llamamiento. El caballero le respondió que solo deseaba recordarle la conveniencia de deshacerse de Gabrina, antes que llegara á tramar contra él alguna maquinacion de que despues se lamentara y arrepintiese aunque en vano. Gabrina permaneció siempre con los ojos bajos, porque no es fácil contradecir la verdad.

Zerbino se alejó en seguida con la vieja, continuando su forzosa marcha, y maldiciéndola todo el dia en su interior por haber sido causa de la desgracia del caballero de Holanda. Si antes le era desagradable y enojosa aquella mujer, ahora que le habia hecho conocer sus malas artes el que estaba perfectamente enterado de ellas, le inspiró tanta aversion, que no podia mirarla con tranquilidad. Gabrina, á quien no pasaba desapercibido el profundo odio que Zerbino la tenia, no quiso cederle en sus sentimientos rencorosos, y triplicó su mala voluntad hácia él: su corazon estaba henchido de veneno, por más que en su rostro apareciera lo contrario.

Iban, pues, caminando por el centro de un bosque secular, en la paz y concordia que dejo dicho, cuando, en el momento en que el Sol se dirigia hácia la noche, oyeron gritos y estrepitosos choques de armas, indicios seguros de que se habia empeñado un combate, no muy léjos de ellos, á juzgar por la proximidad del ruido. Deseoso Zerbino de averiguar la causa, se adelantó precipitadamente en direccion de aquel rumor, y le siguió Gabrina no menos presurosa. En el otro canto me ocuparé de lo que sucedió.

Canto XXII

Astolfo llega al palacio encantado de Atlante, destruye el encantamiento y hace desaparecer el palacio.—Bradamante consigue encontrar á su Rugiero, el cual derriba á cuatro adversarios en ocasion en que acudia á librar de las llamas á un caballero andante: los cuatro vencidos le disputaban el paso por órden de Pinabel, á quien Bradamante quita la vida.

Afables damas, adoradas por vuestros amantes, vosotras las que sabeis contentaros con un solo amor, aun cuando por este modo de pensar os halleis en minoría con respecto á las de vuestro sexo, no os ofendais de lo que haya podido decir antes contra Gabrina, arrastrado por mi indignacion, ni de lo que aun pudiera ocurrírseme, censurando su índole perversa. Como Gabrina era una mujer infame, no he podido menos de hacerlo constar así, cumpliendo con la obligacion de decir siempre la verdad, que me ha impuesto él que ejerce un dominio absoluto sobre mí. Al obrar de este modo, no creo oscurecer la fama de cuantas estén dotadas de un corazon virtuoso.

El oprobio del traidor que vendió á su Maestro por treinta dineros, no alcanzó á Pedro ni á Juan; y la fama de Hipermnestra no es menos ilustre por más que fuese hermana de tantas mujeres indignas.

Por una sola á quien me atrevo á censurar en mis versos por exigirlo así la verdad de la historia, ofrezco en cambio celebrar á otras ciento, haciendo que su virtud resplandezca más que el Sol.

Pero volviendo á tomar el hilo de mi narracion, que muchos suelen escuchar con placer, por lo cual les estoy agradecido, y me esfuerzo en amenizarla con la variedad posible, recordaré que el caballero de Escocia acababa de oir un gran ruido de armas. Siguió un sendero angosto entre dos cerros, y á los pocos pasos llegó á un valle rodeado de montañas, en cuyo fondo encontró el cadáver de un caballero. Ya os diré su nombre; mas antes quiero volver las espaldas á la Francia y pasar á Levante en busca del paladin Astolfo que habia emprendido el camino de Occidente.

Le dejé en la ciudad cruel de donde habia expulsado con la ayuda de su trompa á la chusma mujeril, salvándose de un gran peligro, y poniendo en fuga á sus mismos compañeros que se alejaron vergonzosamente á bordo de una nave. Seguiré, pues, ocupándome de él, y os diré que al salir de aquel país, tomó el camino de Armenia. Al cabo de pocos dias llegó á la Anatolia, y se dirigió despues á Bursa, desde donde continuó su viaje por mar, hasta que desembarcó en la Tracia. Siguió luego las orillas del Danubio, recorrió la Hungria, y como si su corcel tuviese alas, en menos de veinte dias atravesó la Moravia, la Bohemia, la Franconia, y se encontró en el Rhin. Pasando despues por el bosque de las Ardenas, llegó á Aquisgran, luego al Brabante, y por último se embarcó en Flandes. El viento que soplaba hácia Tramontana impelió de tal suerte las velas sobre la proa, que al mediodia dió vista á Inglaterra, en cuyas playas saltó al poco rato. Montó á caballo y le espoleó de tal suerte, que llegó aquella misma tarde á Lóndres.

Allí tuvo noticia de que el anciano Oton se encontraba en Paris muchos meses hacia, y que la mayor parte de sus barones habia seguido posteriormente sus huellas. En su consecuencia, Astolfo determinó trasladarse á Paris cuanto antes, y embarcándose en el Támesis, salió pronto á alta mar, é hizo dirigir la proa en demanda de Calais. Un vientecillo que al principio empujaba suavemente al buque, haciéndole deslizarse rápido sobre la superficie de las aguas, fué creciendo poco á poco, y adquiriendo por momentos tal fuerza, que el piloto, temeroso de estrellarse en la costa tuvo que virar en redondo y dejarse llevar por su impulso, aun cuando siguiera opuesto rumbo. Navegando tan pronto á la derecha como á la izquierda, y entregados totalmente á la ventura, consiguieron al fin anclar cerca de Ruan.

Luego que Astolfo puso el pié en la anhelada tierra, hizo ensillar á Rabican, cubrióse con su armadura, se ciñó la espada, y emprendió el camino llevando consigo aquella trompa, cuyo auxilio era más eficaz que el de mil hombres. Atravesó un bosque y llegó al pié de una colina de donde brotaba un manantial claro y apacible, á la hora en que los ganados dejan de pacer, para preservarse de los ardores del Sol en el aprisco ó en la hondonada de un monte. Sofocado Astolfo por el calor y especialmente por una sed abrasadora, se quitó el casco, ató su corcel á uno de aquellos espesos árboles, y se preparó á satisfacer su sed en las frescas ondas del manantial. Aun no habia humedecido en el agua sus labios, cuando un campesino que estaba oculto allí cerca, salió repentinamente de entre un matorral, saltó sobre el caballo y huyó con él.

Astolfo oyó el ruido, alargó la cabeza, y apenas conoció el daño que le ocasionaban, se apartó del manantial, olvidando su sed, y echó á correr tras el ladron con toda la rapidez que le permitian sus piernas. El campesino no se alejaba á escape tendido, pues de esta suerte habria desaparecido en breve de la vista de Astolfo, sino que aflojando ó tirando de la brida, marchaba tan pronto al trote como al galope. Despues de dar muchas vueltas, salieron del bosque, y se encontraron ambos en el sitio en que tantos otros caballeros estaban detenidos en una verdadera prision sin hallarse por eso cautivos. El campesino se refugió en el palacio con aquel corcel, cuya rapidez igualaba á la del viento, en tanto que Astolfo, embarazado con su escudo, su casco y su armadura, le seguia á larga distancia. Al fin llegó á aquel suntuoso edificio; pero allí perdió de vista á su caballo y al raptor. En vano miró por todas partes y recorrió presuroso las salas, las cámaras y las galerías: su trabajo fué completamente inútil; pues no consiguió descubrir al pérfido villano, ni presumir donde habria ocultado á Rabican, aquel corcel de rapidez incomparable, y durante el resto del dia continuó infructuosamente sus pesquisas arriba, abajo, dentro y fuera.

Confuso, y sobre todo, rendido de dar tantas vueltas, sospechó al fin que aquel sitio estaba encantado; y acordándose del libro que le habia regalado Logistila en la India, á fin de poder burlar con su auxilio todos los encantamientos, y del que no se separaba un momento, recurrió á su índice, y vió pronto la página en que habia de encontrar el medio de destruir aquel nuevo maleficio. Dicho libro se ocupaba minuciosamente de la descripcion del palacio encantado, así como de los medios que deberian emplearse para dejar confundido al Mágico, y librar á todos los cautivos. Bajo el umbral de la puerta estaba encerrado un espíritu, autor de todos aquellos engaños y prestigios; una vez levantada la piedra que le cubria, él mismo haria que el palacio se desvaneciera como humo.

Deseoso el paladin de llevar á cabo tan gloriosa empresa, no tardó más tiempo que el necesario para bajar el brazo, en probar si aquel mármol pesaba mucho; pero en cuanto el anciano Atlante vió al Duque próximo á destruir su obra, apeló á nuevos sortilegios, temeroso de lo que podia suceder; y por medio de sus artes diabólicas, hizo aparecer á Astolfo bajo distinta forma de la que tenia. Unos le tomaron por un gigante; otros por un campesino, y muchos creyeron ver en él un caballero de torva faz: todos, en fin, le contemplaron bajo el mismo aspecto de que se revestia el Mágico en el bosque; así es que para recobrar lo que Atlante les habia arrebatado á cada cual, acometieron simultáneamente al paladin.

Rugiero, Gradaso, Iroldo, Bradamante, Brandiamarte, Prasildo y otros muchos guerreros, víctimas de este nuevo encanto, se precipitaron con furor sobre el Duque, dispuestos á hacerle pedazos; pero en tan apurado trance, acordóse de su trompa, con la que les obligó á mitigar su cólera: si no hubiese apelado á sus horribles sonidos, era segura su muerte. Pero en cuanto se llevó á la boca aquella bocina, y despidió sus tremebundos sones, empezaron todos los caballeros á escaparse cual palomas dispersadas por el tiro del cazador. El mismo Nigromante, pálido y aterrado, huyó de su morada tembloroso, y no paró hasta que dejó de percibir aquellos espantosos ecos. Al mismo tiempo que huia el guardian con todos sus prisioneros, salieron de las cuadras muchos caballos, no bastando para sujetarlos las cuerdas á que estaban atados, y siguieron á sus dueños por distintos caminos. En el palacio no quedó un solo ser viviente, y hasta el mismo Rabican habria huido con los demás, si Astolfo no le cogiera de las riendas al atravesar la puerta.

En cuanto el Duque inglés se libró del Mágico, levantó la pesada piedra del umbral, y encontró debajo de ella algunas imágenes y otras cosas que me abstengo de referir. A fin de destruir aquellos encantos mágicos, hizo pedazos todo cuanto encontró, conforme á las prescripciones del libro, y de improviso desapareció el palacio convertido en humo y en vapores. Allí encontró el caballo de Rugiero atado con una cadena de oro; me refiero á aquel caballo que le diera el Mágico para enviarle á la isla de Alcina: Logistila le hizo un freno á propósito para dirigir su carrera cuando volvió á Francia, recorriendo todo el lado derecho de la Tierra, al pasar á Inglaterra desde la India. No sé si recordareis que el Hipogrifo dejó aquel freno atado á un árbol, el dia en que la hija de Galafron desapareció enteramente desnuda de la vista de Rugiero, recompensando tan mal su oportuno auxilio. Con gran asombro de cuantos lo vieron por los aires, fué el volador corcel á reunirse con su antiguo amo, y permaneció á su lado hasta el dia en que el Duque destruyó todos los encantos.

Astolfo no podia haber hallado una cosa que le fuese más agradable; pues el Hipogrifo le venia perfectamente para recorrer á medida de su deseo la parte de mar y tierra que le era aun desconocida, y para dar la vuelta á todo el mundo en pocos dias. No ignoraba el modo de dirigir su marcha, porque habia tenido ocasion de estudiarla en la India, el dia en que Melisa le libró del poder de la malvada Alcina, que le tenia convertido en mirto. Entonces vió y observó atentamente cómo cedia la cabeza arrogante del corcel al freno de Logistila, y oyó las instrucciones que esta benigna hada dió á Rugiero para guiarle por todas partes segun su voluntad. Decidido, pues, á quedarse con el Hipogrifo, le colocó su silla, que estaba cerca, y le hizo un freno á propósito, reuniendo diferentes piezas de otros muchos que habian quedado atados en aquel sitio, pertenecientes á los caballos fugitivos. Dispuesto ya á remontarse sobre tan maravilloso palafren, acordóse de su Rabican, y el temor de abandonarle le detuvo y con razon; pues tan excelente caballo era digno de estima, tanto porque no habia otro igual para el combate, cuanto porque le habia traido desde el último rincon de la India hasta el extremo de la Francia. Largo tiempo permaneció irresoluto, y por último determinó ofrecerlo como un valioso presente á algun amigo, antes que abandonarlo en medio del camino á merced del primero que llegara. Pasó todo el dia mirando si veia aparecer por el bosque algun cazador ó campesino, que le siguiese á cualquiera ciudad llevando del diestro á Rabican, y estuvo esperando sin resultado hasta el amanecer del siguiente, cuando al despuntar la nueva aurora y á la indecisa luz del crepúsculo, le pareció divisar un caballo que se adelantaba por el bosque.

Mas, para deciros lo que sucedió, necesito antes ir á reunirme con Rugiero y Bradamante.

En cuanto cesaron de oirse los sonidos de la trompa, y la gentil pareja se halló á bastante distancia de aquel sitio, Rugiero miró en torno suyo, y vió lo que hasta entonces le habia ocultado Atlante; el cual, valido de sus sortilegios, impidió que ambos amantes pudieran conocerse.

Rugiero contempló á Bradamante, y esta le examinó á su vez, asombrada y sin poder explicarse cómo habia ofuscado sus sentidos una ilusion extraña por espacio de tantos dias. Rugiero abrazó á su hermosa dama, que se puso más encarnada que una rosa, y apresuróse á coger en sus labios las primeras flores de su inefable amor. Ambos felices amantes volvieron á repetir una y mil veces sus caricias y susabrazos, sintiendo tan inmensa alegría, que apenas la podian contener sus corazones. ¡Oh! ¡Cómo maldijeron entonces los infames encantos, que no les habian permitido conocerse mientras vagaban por el palacio encantado, haciéndoles perder además tan placenteros dias!

Bradamante, dispuesta á otorgar á su amante todos los favores que son lícitos á una doncella pudorosa, y á fin de sustraerlo de las tinieblas en que vivia, sin que por ello se resintieran su honestidad y su decoro, manifestó á Rugiero que, si no queria que se negara con dureza y esquivez á concederle el término de sus amorosos deseos, era indispensable que la pidiera á su padre Amon; pero bautizándose antes. Rugiero, que por amor de Bradamante no tan solo abrazaria el cristianismo, en cuya religion vivieron sus padres y todos su ilustres antecesores, sino que estaba pronto á darle la vida, como llegara á pedírsela, le contestó:—Por merecer tu cariño pondria mi cabeza, no bajo el agua, sino entre las llamas.

Rugiero se puso en marcha para recibir el bautismo y unirse despues á Bradamante, la cual le guió á Valleumbroso, monasterio suntuoso y rico, célebre por la religiosidad de sus monjes y por su hospitalidad. Al salir del bosque encontraron á una dama, cuyo semblante revelaba el mayor desconsuelo: Rugiero, siempre humano y siempre cortés para con todos, pero mucho más para con las mujeres, apenas vió las lágrimas que surcaban el delicado rostro de aquella dama, sintió una gran compasion y deseó conocer la causa de su pesar; por lo cual, acercándose á ella, le preguntó, despues de saludarla cortesmente, el motivo de tener el rostro bañado en llanto. Levantó la dama hácia él sus ojos preñados de lágrimas, y con voz llena de dulzura, le dijo:

—Gentil caballero, las lágrimas que ves rodar por mis mejillas son producidas por la compasion que me inspira un doncel á quien hoy mismo van á dar muerte en un castillo cerca de aquí. Enamorado ese jóven de una doncella tan hermosa como amable, hija de Marsilio, rey de España, solia pasar á su lado todas las noches, sin dar que sospechar á la familia, envuelto en un velo blanco, disfrazado con un traje de mujer, y fingiendo la voz y los ademanes de tal. Pero como no puede haber secreto que permanezca constantemente oculto, no faltó quien le observara, revelándolo en seguida á dos amigos suyos, y estos á otros, hasta que, llegó á noticia del Rey: antes de ayer se presentó un comisionado de Marsilio, que sorprendiendo á ambos amantes en el lecho, les ha encerrado en el castillo en distintos calabozos; y estoy segura de que no transcurrirá el dia de hoy sin que perezca el jóven lastimosamente. He huido por no presenciar el espectáculo cruel y horroroso de verle perecer en una hoguera, pues nada podrá causarme dolor tan vivo como el suplicio de ese jóven: de hoy en adelante todos mis placeres se convertirán en afliccion al recuerdo de la espantosa llama en que han de arder sus bellos y delicados miembros.

Bradamante escuchó atenta este relato, el cual la conmovió tanto, que no parecia sino que el jóven condenado á muerte fuese uno de sus hermanos; y en verdad que su temor no carecia de fundamento, como veremos despues. Volviéndose á Rugiero, le dijo:

—Soy de opinion que apercibamos nuestras armas en auxilio de ese cautivo.

Y dirigiéndose á la afligida dama, añadió:

—Como logremos hallarnos dentro de los muros de ese castillo antes que hayan dado la muerte al desdichado jóven, puedes estar segura de que sabremos salvarle.

Siguiendo Rugiero los generosos impulsos del corazon bondadoso de su dama, é imitando su noble desinterés, ardió en deseos de volar en socorro del jóven, y dijo á la dama, de cuyos ojos continuaban brotando abundantes lágrimas:

—¿A qué aguardas? No es este el momento de llorar, sino de socorrer: dirígenos pronto adonde se halla tu protegido, á quien prometemos sacar de entre millares de lanzas ó espadas, con tal que nos conduzcas inmediatamente á su lado. Aligera, pues, el paso más de lo que te sea posible, no vaya á suceder que por tardar nuestro socorro, lleguemos cuando ya le hayan abrasado las llamas.

Las arrogantes palabras y el aspecto imponente de ambos amantes, atrevidos hasta lo sumo, hicieron renacer en el corazon de la dama su muerta esperanza, pero como temia menos la distancia á que se encontraba el castillo, que los impedimentos que podian hallar en el camino haciendo inútiles sus esfuerzos, permaneció algunos instantes indecisa. Por fin les dijo:

—Si tomásemos el camino más llano y que más directamente conduce al castillo, sin duda llegaríamos antes de que la hoguera estuviese encendida: pero estamos obligados á caminar por senderos tan tortuosos y ásperos que alargarán nuestro viaje más de un dia, y temo que al llegar á su término encontremos muerto al jóven.

—Y ¿por qué no hemos de ir por el camino más corto? preguntó Rugiero.

La dama respondió:

—Porque á la mitad de él se encuentra un castillo de los condes de Poitiers, en que Pinabel, hijo del conde de Altaripa, y el más perverso de los hombres, ha establecido, aun no hace tres dias, una costumbre inícua y vergonzosa para las damas y caballeros andantes. Por allí no pasa una sola dama ni un caballero, que no se vean obligados á someterse á los mayores ultrages. Tanto las unas como los otros han de perder sus corceles; dejando además, los guerreros las armas, y las damas sus vestiduras. No enristran lanza ni la han enristrado en Francia hace muchos años mejores caballeros que los cuatro que han jurado á Pinabel ser mantenedores de esta ley infame en su castillo. Os esplicaré el origen de esta costumbre, que segun he dicho solo hace tres dias que está en uso, y juzgareis si fué ó no recta la causa que obligó á los caballeros á prestar del juramento.

«Pinabel tiene una dama tan inícua, tan infame, cual no existe otra. Un dia que iba con él no sé por donde, encontró un caballero que le causó una gran afrenta. Habiéndose ella burlado de una vieja que iba montada á la grupa del caballo de aquel campeon, empeñóse un combate; y Pinabel, que estaba dotado de poca fuerza, pero de mucho orgullo, salió vencido: el vencedor quiso sin duda asegurarse de si la dama cojeaba ó no, por lo cual la obligó á bajarse de su palafren, la dejó á pié, é hizo que la vieja se vistiera con su suntuoso traje. La dama, llena de despecho y de la más ardiente sed de venganza, se reunió á Pinabel, que siempre está dispuesto á secundar cualquiera maldad, y como no pudiera apartar de su imaginacion el escarnio recibido, ni tener hora de reposo, dijo á su amante que el único modo de verla de nuevo risueña y placentera, consistia en desmontar á mil caballeros y mil damas, quitándoles á los unos las armas y sus vestidos á las otras.

»Aquel mismo dia hizo la casualidad que llegaran al castillo de Pinabel cuatro esforzados caballeros, los cuales habian venido hasta allí desde comarcas remotísimas: su valor es tal, que en nuestros dias no existen otros más intrépidos ni diestros en el manejo de las armas: llámanse Aquilante, Grifon, Sansoneto, y el más jóven Guido el salvaje. Pinabel dispensóles en su castillo una cortés acogida, y mientras estaban entregados al sueño por la noche, los sorprendió en el lecho, los aprisionó, y no consintió en restituirles la libertad hasta que le juraron permanecer allí durante un año y un mes (tal fué el tiempo que les prefijó); que despojarian de sus armas á cuantos caballeros andantes apareciesen por aquellos contornos, y que harian otro tanto con los vestidos de las damas que fuesen en su compañía, quitándoles asimismo los caballos. Obligados por la violencia, no tuvieron más remedio que prestar aquel juramento, bien á pesar suyo. Hasta hoy nadie ha podido luchar con ellos sin quedar vencido, y han llegado ya infinitos caballeros que han tenido que marcharse á pié y sin armas. Tienen establecido entre ellos el pacto de que el designado por la suerte sea el primero en salir del castillo, y en combatir solo; pero si dá con un contrario tan vigoroso que, permaneciendo en la silla, le derribe del caballo, los otros tres están obligados á acometer á un tiempo al vencedor hasta triunfar ó sucumbir. Si cada uno de dichos caballeros es ya tan temible de por sí, calcula lo que serán todos juntos.

»La importancia de nuestra empresa, es tal que no permite la menor demora, y mucho menos que perdais el tiempo, exponiéndoos á los azares de una lucha; y aun suponiendo que saliérais de ella victoriosos, como lo hace esperar vuestro aguerrido talante, como no es cuestion que pueda resolverse en una hora, temo mucho que aquel jóven perezca entre las llamas, si no acudimos en su auxilio en todo el dia de hoy.»

Rugiero contestó:

—Dejemos eso por ahora, y hagamos lo que debe esperarse de nosotros: el Supremo Hacedor ó la fortuna cuidarán entre tanto de ese jóven. Decididos á combatir con los cuatro caballeros, podrás juzgar, al ver el resultado de la lucha, si somos bastante fuertes para auxiliar al que ha sido condenado á las llamas por una falta tan leve como nos has manifestado.

Sin añadir una sola palabra, les guió la dama por el camino más corto. Poco más de tres millas anduvieron, cuando se encontraron en el puente y en la puerta donde se perdian las armas y los vestidos, y se corria peligro de perder tambien la vida. Sonó dos voces la campana del castillo, anunciando su presencia: abrióse la puerta, y salió presuroso al encuentro de los recien llegados un viejo montado en un rocin, gritándoles:

—Esperad, esperad: no sigáis adelante, que aquí hay que pagar derechos, y si no sabeis la costumbre establecida, pronto os la diré.

Y empezó á referirles la ley que hacia observar Pinabel, exhortándoles despues á que se conformaran con ella.

—Hijos mios, les dijo, haced que esa dama se desnude de sus vestidos, y vosotros abandonad aquí vuestras armas y caballos: no os expongais á luchar con esos cuatro guerreros invencibles. Por do quiera encontrareis vestidos, armas y caballos; pero nada podrá devolveros la vida una vez perdida.

—Basta, contestó Rugiero, no prosigas; estoy perfectamente informado de todo, y he venido á probar por mí mismo si esos caballeros son en efecto tan valientes como se me ha asegurado. No estoy dispuesto á poner á merced de nadie, ni vestidos, ni armas, ni caballos, mientras solo se trate de arrogantes amenazas; y abrigo la seguridad de que mi compañero tampoco cederá los suyos á las palabras. Pero, por Dios, haz que vengan pronto á medirse con nosotros los que pretenden arrebatarnos nuestras armas y caballos; porque necesitamos atravesar esa montaña, y estamos perdiendo un tiempo precioso.

El viejo respondió:

—Por el puente se acerca quien viene á satisfacer tus deseos.

Y era verdad; pues por él se adelantaba un caballero que llevaba una sobrevesta roja salpicada de flores blancas.

Bradamante suplicó encarecidamente á Rugiero, que por galantería le cediera el honor de arrojar de la silla al caballero; mas no pudo conseguirlo, y le fué preciso resignarse á la voluntad de su amante. Rugiero quiso llevar á cabo por sí solo aquella empresa, y que Bradamante permaneciera como mera espectadora del combate.

Rugiero preguntó al viejo el nombre del primer campeon que salia contra él.

—Es Sansoneto, contestó el anciano; le conozco por las flores blancas y el rojo color de su vestido.

Ambos adversarios, sin dirigirse la palabra ni demorar un solo momento el combate, se pusieron simultáneamente en movimiento, y se acometieron con la lanza en ristre, excitando la ardorosa carrera de sus corceles. Mientras tanto Pinabel habia salido de la fortaleza, acompañado de algunos infantes, dispuestos siempre á apoderarse de las armas de los vencidos, y á auxiliar á los caballeros que caian de la silla. Venian á encontrarse los dos atrevidos contendientes, apoyando en el ristre sus enormes lanzones de roble verde, de dos palmos de circunferencia, y cuyos hierros tenian igual longitud. Sansoneto habia hecho cortar en el bosque inmediato diez ó doce astas semejantes á aquellas, destinándolas á tal objeto; y eran tan fuertes que ni escudos, ni corazas diamantinas, podrian resistir su choque. Cuando se aprestaron al combate, hizo dar una de dichas astas á Rugiero, reservándose él la otra.

Con tales lanzas, capaces de hendir un yunque (tan bien templados tenian sus hierros), se alcanzaron á la mitad de su carrera, dándose un bote descomunal en sus respectivos escudos. El de Rugiero, que tanto habia hecho sudar á los demonios cuando lo forjaron, á pesar de estar desnudos, no se resintió en lo más mínimo del golpe; me refiero á aquel escudo que fabricó Atlante, y de cuya fuerza ya os he hablado otras veces: os he dicho que era tal la fuerza con que heria la vista su encantado resplandor, que al descubrirlo, abrasaba los ojos y derribaba á los hombres privados de sentido. Por esta razon lo llevaba Rugiero siempre cubierto con un velo que solo levantaba en los más apurados trances. Debe creerse además que fuese impenetrable, puesto que resistió el bote de la lanza de Sansoneto.

El escudo de este, forjado por artífices menos hábiles, no pudo soportar el terrible golpe de su adversario: como si le hubiera herido un rayo, dió paso al hierro de la lanza y se abrió por el medio; dió paso al hierro, que tropezó al atravesar el escudo con el brazo mal defendido por él, y Sansoneto quedó herido, y á su pesar fué arrojado de la silla, siendo el primero de los cuatro mantenedores de aquella costumbre punible que salió vencido en el combate en lugar de apoderarse de los despojos de sus adversarios. Bueno es que llore alguna vez el que siempre rie, y que la fortuna no se muestre siempre propicia á los deseos de los venturosos. El vigía del castillo, haciendo con la campana una nueva señal, avisó á los demás caballeros que saliesen á su vez á combatir.

Mientras tanto se habia aproximado Pinabel á Bradamante para saber quien era el caballero que con tan singular valor acababa de derribar á uno de sus campeones. La justicia divina, indudablemente dispuesta á proporcionarle una recompensa digna de sus merecimientos, permitió que fuese aquel dia montado en el mismo corcel que algun tiempo antes arrebatara á Bradamante. Precisamente hacia ocho meses por entonces que encontrándose el de Maguncia con la guerrera en un camino, la habia arrojado, segun recordareis, en la tumba de Merlin, cuando la libró de la muerte una rama que cayó con ella no menos que su buena suerte; y persuadido Pinabel de que habia quedado sepultada en la cueva, se llevó su caballo.

Bradamante conoció al punto su corcel, gracias al cual conoció tambien al inícuo Conde; y al oir su voz y al fijarse con más detenimiento en su rostro, dijo entre sí:—«Este es sin duda el traidor que intentó arrancarme vida y fama; sus pecados le han traido seguramente á recibir el castigo de sus crímenes.»—Amenazar á Pinabel, desenvainar la espada y embestirle, todo fué obra de un momento; pero antes procuró cortarle la retirada para que no pudiera refugiarse en el castillo.

Semejante á la zorra que halla interceptado el paso de su madriguera, Pinabel perdió la esperanza de salvarse; y no atreviéndose á hacer frente á la guerrera, huyo á ocultarse en la selva próxima, dando desaforados gritos. Pálido, consternado y fiando su salvacion en la huida, clavaba los acicates en los hijares de su corcel, mientras la animosa doncella de Dordoña le seguia de cerca, descargándole furiosos golpes con su espada, sin abandonarle un punto. El estrépito que producia el choque de las armas y el rumor de las pisadas de los caballos resonaba en todos los ámbitos del bosque; pero los habitantes del castillo no observaron nada de esto, por tener fija toda su atencion en Rugiero.

Los otros tres caballeros habian pasado entre tanto desde el castillo al lugar del combate, acompañados de la mujer indigna, promovedora de tan innoble costumbre: cada uno de los tres iba con el rubor de la vergüenza en el rostro y lleno de luto el corazon, por verse obligados á acometer juntos á un solo adversario, deseando encontrar la muerte antes que conservar la vida á costa de su honra. La cruel meretriz por quien se habia establecido y observado aquella costumbre inícua, les iba recordando su pacto y el juramento que de vengarla le hicieran.

—Si mi lanza es suficiente para derribarle, decia Guido el Salvaje, ¿por qué pretendes que me ayuden mis dos amigos? Si acaso le engañara, consiento gustoso en que me corten la cabeza.

Otro tanto decian Aquilante y Grifon; cada uno de ellos deseaba luchar solo con su contendiente, prefiriendo morir ó quedar prisioneros, á tener que acometerle todos juntos.

La dama de Pinabel les contestó con resolucion:

—¿A qué vienen tantas palabras inútiles? Yo os he traido aquí para que despojeis á ese guerrero de sus armas y no para formar leyes nuevas y nuevos pactos. Pudisteis hacerme esas observaciones cuando os tenia encarcelados; pero ahora ya es tarde: estais obligados á cumplir lo ofrecido, y no á desperdiciar el tiempo con frases vanas y engañosas.

Rugiero, por su parte, les gritaba:

—¡Mirad mis armas! ¡Mirad mi caballo, cuya silla y arneses son enteramente nuevos! Contemplad tambien el traje de esta dama: si deseais apoderaros de todo, ¿qué os detiene?

Excitados los tres mantenedores por las palabras de la dueña del castillo, así como por las provocaciones y las burlas de Rugiero, viéronse forzados á acometerle juntos, aunque llevando el rostro encendido de vergüenza. Adelantáronse á Guido los dos descendientes del noble marqués de Borgoña, porque el caballo de aquel, menos ágil, quedó atrás, si bien á corta distancia. Rugiero les arremetió con la misma lanza con que habia derribado á Sansoneto, y cubierto con el escudo que solia usar Atlante en los montes Pirineos: con aquel escudo encantado cuyo brillo ningun mortal podia sostener y al que apelaba Rugiero en último recurso. El guerrero solo se habia servido de él en tres ocasiones, bien apuradas por cierto: las dos primeras, cuando procuró huir de la mansion de la molicie, para pasar á la morada de la honestidad; la tercera cuando obligó á la orca á devorar las olas espumosas en vez de saciarse con las delicadas carnes de las hermosa Angélica desnuda, que tan mal pago dió despues á su libertador. Excepto en estas tres ocasiones, Rugiero lo habia tenido cubierto siempre con un velo, que podia levantar fácilmente en cuanto necesitase de su auxilio.

Resguardado con él, segun os he dicho, acudia al combate tan animoso, que le inspiraban menos temor sus tres adversarios que si hubiesen sido débiles criaturas. La lanza de Rugiero fué á chocar en la extremidad superior del escudo de Grifon, á la altura del almete: Grifon estuvo tambaleándose algunos momentos, hasta que por último cayó, yendo á parar léjos de su caballo. La lanza del hermano de Aquilante habia dado tambien en el escudo de su adversario, pero como dirigió el bote de soslayo, al tropezar con su superficie tersa y bruñida, se deslizó por ella la punta de la lanza y produjo un efecto contrario: desgarróse el velo que encubria el fulgor espantoso y encantado, á cuyo resplandor era forzoso que todos cayesen deslumbrados irremisiblemente.

Aquilante, que acometió á Rugiero al mismo tiempo que su hermano, arrancó el resto del velo y convirtió al escudo en un rayo: su claridad repentina hirió los ojos de los dos hermanos y tambien los de Guido, que tras ellos venia. Todos cayeron sin sentido; porque el escudo no solo les privó de la vista, sino tambien del conocimiento.

Ignorante aun Rugiero del resultado de la lucha, volvió su caballo; y al volverlo desenvainó su cortadora espada; pero no vió á nadie que le hiciera frente, porque todos yacian en el suelo. Los caballeros, los soldados que habian salido del castillo, los caballos y hasta las damas parecian hallarse en brazos de la muerte. Al principio quedó sorprendido; pero luego observó que pendia de su brazo izquierdo, hecho girones, el velo con que solia ocultar la luz que tal efecto produjera. Asaltado de un repentino pensamiento, empezó á buscar con la vista á su adorada guerrera y sus miradas se fijaron en el sitio donde la habia dejado al empezar la primera lucha: no viéndola allí, supuso que se habria marchado á impedir que pereciera aquel jóven, temerosa sin duda de que fuese arrojado á las llamas, mientras él estaba entretenido en su combate con los cuatro campeones.

Entre las personas que estaban desmayadas distinguió á la dama que allí le habia guiado; la recogió del suelo, adormecida cual estaba, la colocó en el arzon delantero de la silla y echó á andar cabizbajo, cubriendo el escudo encantado con un manto que llevaba la dama, la cual recobró los sentidos en cuanto desapareció el nocivo resplandor. Rugiero continuaba su marcha, rojo de vergüenza y sin atreverse á levantar los ojos, temiendo que le echaran en cara una victoria tan poco gloriosa.

—¿Cómo podria yo enmendar, decia entre sí, una falta que me cubre de tanto oprobio? En adelante todos dirán que he conseguido mis triunfos por medio de encantos, y no por mi valor.

Mientras iba entregado á tales pensamientos, tropezó con lo que buscaba: en medio del camino vió una cisterna profunda, donde solian abrevarse los ganados despues del pasto, en las calorosas horas del estío. Rugiere exclamó:

—¡Oh, escudo maldito! Yo sabré evitar que vuelvas á deshonrarme. No te conservaré un momento más; y permita el Cielo que la vergüenza que me has ocasionado sea la última que haya de tener en el mundo.

Así diciendo, saltó del caballo; cogió una piedra de gran peso, la ató al escudo, y precipitó una y otro en el fondo de la cisterna, exclamando:

—Permanece ahí sepultado, y quede contigo eternamente oculto mi oprobio.

El pozo era profundo y estaba lleno do agua hasta los bordes; la piedra y el escudo eran pesados: así es que no pararon hasta llegar al fondo, quedando ocultos por el agua que volvió á unirse tras ellos. La Fama no pudo callar aquella accion generosa y digna de renombre, y divulgóla en breve: su trompeta sonora difundió la noticia por Francia, España y los paises comarcanos. Apenas circuló de boca en boca esta aventura por todas partes, acudieron muchos guerreros, así de las más próximas como de las más apartadas regiones, en busca del escudo; pero no pudieron dar con el bosque donde se hallaba el pozo guardador del sagrado escudo; porque la Fama que publicó la accion de Rugiero, no quiso revelar nunca la situacion del país ni de la cisterna.

Tan pronto como se hubo alejado Rugiero del sitio que fué testigo de su poco costosa victoria, dejando á los cuatro grandes campeones de Pinabel tendidos cual muñecos de paja, al llevarse al escudo, se llevó tambien la luz que entorpecia los sentidos, y cuantos yacian como muertos, se levantaron llenos de asombro. Durante todo aquel dia no supieron ocuparse más que de tan maravilloso suceso, haciendo cada cual sus consideraciones con respecto á aquella luz terrible: hablando estaban de este acontecimiento, cuando llegó á sus oidos la noticia de la muerte de Pinabel, aunque sin saber quien fuese el matador.

Durante el combate, la atrevida Bradamante habia alcanzado á Pinabel en un paso estrecho, y le habia sepultado cien veces su acero en el pecho y los costados. Luego que purgó á la Tierra de aquel hombre pérfido y dañino, volvió la espalda al bosque testigo de su venganza, llevándose el corcel que el infame le arrebatara en otra ocasion. Quiso regresar al sitio donde habia dejado á Rugiero; mas no supo hallar el camino, y aunque recorrió montes y valles, buscándole por toda la comarca, su contraria suerte no le permitió que hallase la ruta más conveniente para reunirse á su Rugiero. Los que encuentren agradable esta historia quedan invitados para oir su continuacion en el canto siguiente.

Canto XXIII

Astolfo se remonta á los aires.—Prenden á Zerbino, acusándole de haber dado muerte á Pinabel: Orlando le pone en libertad.—Rodomonte cabalga en Frontino, que ha arrebatado á Hipalca.—El paladin Orlando combate con Mandricardo; y despues, teniendo noticia de los amores de Angélica cae en la locura más furiosa que se ha conocido.

Todos debemos auxiliar á nuestro prójimo, porque las buenas acciones raras veces quedan sin recompensa; y aun cuando no la obtengan, por lo menos su práctica no puede causar la muerte, ni perjuicio, ni ignominia. En cambio, el que ocasiona algun daño á otro, encuentra tarde ó temprano el castigo merecido, pagando una deuda que nunca se olvida. Dice el proverbio que, si las montañas están fijas, los hombres vuelven á encontrarse. Ved cuál fué la suerte de Pinabel por haberse portado inícuamente: encontró la pena á que le habia hecho acreedor su índole perversa, y Dios, que las más de las veces no permite que padezca injustamente un inocente, salvó á Bradamante, así como salvará á todo aquel cuya conciencia esté limpia de toda felonía. Creyó Pinabel que habia dejado muerta y sepultada en la cueva á la doncella, no esperando volverla á ver y mucho menos llegar á perder la vida á sus manos. De nada le sirvió encontrarse en el castillo de su padre; en el castillo de Altaripa, situado entre escarpadas montañas y próximo al país de Poitiers. Poseia esta fortaleza el viejo conde Anselmo, de quien nació el malvado Pinabel, que para librarse de las manos de Claramonte, tuvo que apelar al auxilio de sus amigos.

Al pié de un monte se vengó á su placer Bradamante de aquel traidor, arrancándole la indigna vida, sin que Pinabel supiera hacer otra cosa más que gritar y pedir perdon, en vez de defenderse como un caballero. Despues de haber dado muerte al fementido conde, que en otra ocasion procuró asesinarla, quiso volver al sitio en que habia dejado á Rugiero; mas no se lo permitió su adversa suerte, la cual hizo que se extraviara por un sendero, que la llevó á la parte más espesa, más solitaria y más sombría del bosque, en el momento en que las tinieblas sustituian á la luz del Sol. No sabiendo la guerrera donde albergarse durante la noche, se detuvo en aquel sitio, tendiéndose sobre la naciente yerba, cobijada por las ramas de los árboles; y ora durmiese esperando la llegada del dia, ora contemplase á Saturno, Júpiter, Venus, Marte y demás planetas errantes, no se apartó un momento de su imaginacion la imágen de su adorado Rugiero. Exhalando frecuentes suspiros, que salian de lo más profundo de su corazon, se lamentaba, arrepentida y pesarosa, de que hubiera podido en ella la ira más que el amor.

—La cólera, decia, ha hecho que me separara de mi amante: si á lo menos hubiese reparado en el camino que seguia, sabria ahora volver por donde he venido, despues de haber llevado á cabo mi venganza. ¡Oh, cuán ciega y falta de memoria he sido!

Estas y otras palabras estuvo pronunciando en voz alta durante la noche, además de otras muchas que no salieron del fondo de su corazon, mientras que el viento de sus suspiros y el copioso raudal de sus lágrimas formaban una verdadera tormenta de dolor. Por fin, despues de una prolongada espectativa, apareció por Oriente la deseada aurora; entonces la jóven montó en su caballo, que iba paciendo por el bosque, y emprendió la marcha, en direccion opuesta á la del Sol.

No anduvo mucho, cuando se halló á la salida del bosque, y á corta distancia del sitio donde habia estado el palacio en que el encantador malvado la entretuvo durante tantos dias con sus ficciones. Allí encontró á Astolfo, que se habia detenido á arreglar una brida para el Hipogrifo, y estaba perplejo por no saber á quien confiar su Rabican. Por una feliz casualidad, el paladin no llevaba entonces puesto su casco: así es que, en cuanto Bradamante salió de la selva, conoció á su primo. Saludóle desde léjos, corrió á él con suma alegría, le abrazó luego que estuvo cerca, y le dijo su nombre, alzándose la visera para hacerle ver claramente que era en efecto su prima.

No podria Astolfo encontrar una persona á quien con más confianza encomendara su Rabican, que la hija del Duque de Dordoña, seguro como estaba de que lo cuidaria perfectamente y se lo devolveria á su regreso, por lo cual creyó que Dios se la habia enviado; y si siempre veia con gusto á Bradamante, con mucho mayor placer la vió entonces por la necesidad que de sus servicios tenia. Despues de abrazarse fraternalmente dos ó tres veces, y de dirigirse con gran solicitud mútuas preguntas sobre su vida, Astolfo dijo entre sí:—«Si he de recorrer el reino de las aves, debo aprovechar sin demora la ocasion que se me presenta.»—Y confiando á la doncella sus intentos, le mostró su volador corcel.

No se sorprendió Bradamante al ver desplegar las alas á aquel caballo, pues en otra ocasion le vió venir contra ella dirigido por Atlante, y más tarde le contempló fijamente, con perjuicio de su vista, el dia en que se llevó á Rugiero al través de caminos extraños é inusitados. Astolfo dijo á su prima que deseaba confiarle su Rabican, tan veloz en la carrera, que si echaba á correr al disparar un arco, en breve dejaba tras sí á la saeta: asimismo queria entregarla sus armas, con encargo de que las llevara á Montalban y las guardara allí hasta su regreso; pues en aquella ocasion no tenia necesidad de ellas. Como intentaba viajar á través de los aires, deseaba aligerar su peso cuanto le fuera posible. Conservó la espada y la trompa, aun cuando con esta sola tenia bastante para librarse de cualquier riesgo, y entregó tambien á Bradamante la lanza que llevó el hijo de Galafron; aquella lanza que hacia saltar de la silla á cuantos guerreros alcanzaba.

Elevóse en seguida Astolfo sobre el caballo volador, haciéndole al principio remontarse poco á poco; pero despues apresuró su vuelo de tal modo, que Bradamante lo perdió de vista en un momento, del mismo modo que el piloto saca á su bajel lentamente de entre los escollos peligrosos, y así que deja atrás el puerto y la costa, desplega todas sus velas y aventaja en velocidad al viento.

Una vez alejado el Duque, quedóse Bradamante indecisa y pensativa, por no saber cómo arreglarse para llevar á Montalban la armadura y el corcel de su pariente; pues en aquel momento su corazon estaba vivamente estimulado por el deseo ardiente de volver á ver á su Rugiero, á quien pensaba encontrar en Valleumbroso, dado caso que no le hallara antes. Mientras permanecia irresoluta, vió á un labriego que casualmente llegaba por aquel camino, al cual hizo recoger y colocar como pudo la armadura de Astolfo sobre Rahican, y despues le confió los dos caballos, montando en el uno y llevando al otro del diestro. Bradamante tenia dos caballos antes de encargarse del de su primo: el suyo y el que habia recobrado de Pinabel.

Se decidió á emprender el camino de Valleumbroso, esperando encontrar allí á su Rugiero; mas como ignoraba cuál era el mejor ó más corto, temia extraviarse. El campesino, por su parte, no tenia conocimiento del país: por último, echó á andar á la ventura, siguiendo la via que le pareció más directa al monasterio. Anduvo errante por uno y otro sendero, sin encontrar una sola persona de quien adquirir informes, y hácia la hora de nona salió del bosque, descubriendo á corta distancia un castillo que coronaba la cima de una colina. Fijóse en él, y le pareció que era el de Montalban; y en efecto, aquel era el castillo en que á la sazon habitaban la madre y algun hermano de Bradamante.

No bien hubo conocido el sitio en que se encontraba, cuando se sintió poseida de una tristeza profunda. Por poco que se detuviera allí, se exponia á ser descubierta y á que la obligaran á permanecer en la casa paterna; de esta permanencia forzada resultaria que su amoroso fuego la abrasase hasta el punto de hacerla perecer, pues ya no le seria posible reunirse á su Rugiero, ni llevar á cabo en Valleumbroso su cristiano proyecto. Despues de haber estado algunos momentos indecisa, resolvióse á volver la espalda á Montalban y echó á andar hacia la abadía, cuyo camino, una vez puesta allí, le era ya conocido. Pero su buena ó mala fortuna quiso que antes de salir del valle, se encontrara con Alardo, uno de sus hermanos, sin tener tiempo de ocultarse de él. Alardo venia de preparar alojamientos por aquella comarca para los infantes y ginetes, que á instancia de Carlomagno habia reunido en los paises circunvecinos. Ambos hermanos se hicieron mil cariñosas demostraciones de afecto, y despues se encaminaron á Montalban, hablando de diferentes cosas.

Entró la hermosa doncella en el castillo, donde Beatriz la habia esperado durante mucho tiempo, vertiendo tan continuas como infructuosas lágrimas, despues de haberla hecho buscar por toda la Francia. Los besos y los abrazos de su madre y sus hermanos le parecieron muy frios comparados con los apasionados de Rugiero, que quedaron impresos para siempre en su alma. En vista de que ya no le era posible ir á Valleumbroso, determinó enviar otra persona en su nombre á fin de que avisara inmediatamente á Rugiero la causa que la impedia efectuarlo por si misma, y rogarle (como si fuese necesario) que recibiese el bautismo por su amor, y acudiese despues á realizar lo proyectado entre ambos hasta que los uniera el sagrado lazo del matrimonio. Determinó además enviarle por el mismo mensajero aquel caballo que apreciaba tanto, y con sobrado motivo, porque ni en todo el reino de los sarracenos, ni en el de los francos, podria encontrarse un corcel más hermoso ni más gallardo, si se exceptúa únicamente á Brida-de-oro y Bayardo. El dia en que Rugiero montó con demasiada audacia en el Hipogrifo y atravesó sobre él los aires, abandonó á Frontino (que así se llamaba su caballo) y Bradamante, haciéndose cargo de él, lo envió á Montalban, donde lo cuidaron perfectamente sin que nadie cabalgara en él desde entonces, como no fuese por poco tiempo, y aun así sin fatigarlo demasiado; de suerte que Frontino se hallaba más lucido y vigoroso que nunca.

Ayudada Bradamante por todas sus doncellas y servidoras, se apresuró á bordar con minucioso esmeró una cubierta de seda blanca y gris recamada de finísimo oro; adornó con ella la silla y la brida del magnífico palafren, y en seguida llamó aparte á la hija de su nodriza Callitrefia, confidente discreta de todos sus secretos. Habíale hablado ya mil veces de su profundo amor hácia Rugiero, encomiando hasta la exageracion la belleza, el valor y la gallardía de su amante. Llamóla, pues, y le dijo:

—No podria elejir un mensajero más fiel, más prudente ni mejor que tú para lo que necesito, Hipalca mia.

Hipalca se llamaba la doncella, á la cual explicó donde tenia que ir y todo cuanto deberia manifestar en nombre suyo á su amante, encargándole sobre todo que la disculpara por no haber ido al monasterio, y que echara la culpa no al olvido de su promesa, sino á la suerte que puede más que nosotros. La hizo montar en un caballo; le entregó la rica brida de Frontino y le recomendó que si por el camino tropezaba con algun hombre tan insensato ó tan villano que quisiese arrebatarle aquel corcel, no tenia que pronunciar más que una sola palabra para hacerle entrar en razon; pues no conocia á ningun caballero tan atrevido que no temblara al oir el nombre de Rugiero. Otras muchas cosas le encargó que tratara con él en su representacion; y cuando Hipalca estuvo perfectamente instruida de todo, se puso en camino sin detenerse á más.

Pronto se alejó la doncella de Bradamante atravesando caminos, campiñas y selvas oscuras; y llevaba andadas ya más de diez millas sin que nadie la hubiese molestado en su camino ni siquiera le preguntase adonde iba; cuando hácia la mitad del dia, y al ir á subir una montaña por un sendero angosto y escabroso, se encontró con Rodomonte que seguia, á pié y armado, á un pequeño enano. El moro fijó en ella su mirada orgullosa, y prorumpió en blasfemias contra los dioses, porque no habia hallado en poder de un caballero aquel corcel tan hermoso y tan ricamente enjaezado. Habia jurado apoderarse á toda costa del primer caballo que encontrase, y aquel era precisamente el primero y el más hermoso y más á propósito para él que hallar pudiera; y aun cuando juzgaba una villania arrebatárselo á una mujer, sin embargo, sus mismos deseos de poseerlo le tenian indeciso. Lo miraba, lo contemplaba, y decia con frecuencia:

—Pero ¿por qué no irá sobre él su dueño?

—¡Oh! Si él estuviese aquí, respondió Hipalca, pronto te haria mudar de opinion. El que acostumbra montarlo vale mucho más que tú; no hay en el mundo un guerrero que pueda comparársele.

—¿Quién es, preguntó el moro, ese caballero que tan en poco tiene la fama de los demás?

—Es Rugiero, contestó la doncella.

Rodomonte replicó:

—Siendo así, no tengo inconveniente en apoderarme de ese corcel, puesto que se lo arrebato á un campeon tan esforzado como Rugiero; y si es cierto, como dices, que es tan fuerte y superior á cualquier otro guerrero, no solo le devolveré su caballo, sino tambien los arneses y hasta el precio que quiera exigirme por el tiempo que de ellos me aproveche. Pero has de decirle que yo soy Rodomonte, y que si desea conocer el esfuerzo de mi brazo, le costará poco trabajo encontrarme; pues por do quiera que voy me da siempre á conocer el resplandor que me rodea; el rayo no deja mayores huellas de su paso de las que dejo yo en cuantas partes fijo mi planta.

Al decir esto, arregló las riendas doradas de Frontino, saltó sobre él, y ascendió por la montaña sin hacer caso de Hipalca, que se quedó asombrada, triste y llorosa; y entregándose al dolor más profundo, prorumpió en amenazas y dicterios contra Rodomonte.

En otra parte se refiere lo que despues acaeció; pues Turpin que es quien relata esta historia, se detiene al llegar aquí y vuelve á aquel país en que poco antes fué muerto el de Maguncia.

Apenas se habia alejado de aquel sitio con la mayor premura la hija de Amon, cuando Zerbino llegó por otro sendero, acompañado siempre de la vieja falaz, y vió en el valle tendido á un caballero, que le era completamente desconocido. Zerbino, llevado de su natural bondadoso y compasivo, no pudo menos de apiadarse de semejante desgracia. Pinabel yacia en tierra inanimado, derramando torrentes de sangre por sus heridas que debian de ser tantas en número, como si cien espadas se hubiesen dirigido contra su pecho para darle la muerte. Apresuróse el caballero escocés á seguir las huellas recientemente impresas en la arena, para ver si podia descubrir al homicida, diciendo á Gabrina que le esperase allí, pues no tardaria en volver.

La vieja se aproximó al cadáver, examinándolo escrupulosamente, con intencion de apoderarse de cuantas prendas le gustaran: como entre sus muchos defectos, tenia el de ser tan avara cuanto puede serlo una mujer, le dolia que aquel muerto estuviese inútilmente adornado con sus ricas preseas; y si hubiese podido arbitrar un medio ó realizar la esperanza de llevarse ocultamente su hurto, le habria arrebatado la magnífica sobrevesta y con ella las soberbias armas; pero juzgándolo difícil se contentó con despojarle de lo que podia esconder fácilmente, abandonando el resto con harto dolor de su corazon. Le arrebató, pues, entre otras cosas, un hermoso cinturon, que ocultó entre sus dos faldas, ciñéndoselo en derredor del cuerpo.

Poco despues llegó Zerbino, que habia perdido las huellas de Bradamante, porque el sendero se dividia en otros muchos ascendentes ó descendentes; y como se aproximaba la noche, no le pareció conveniente dejarse sorprender por las tinieblas en medio de aquellas rocas; así es que se reunió con la impía vieja para buscar un albergue. A unas dos millas de distancia vieron un gran castillo que era el de Altaripa, donde se detuvieron para pasar la noche, que se remontaba á grandes pasos hácia el cielo. Poco tiempo hacia que se encontraban en el castillo, cuando hirió sus oidos un triste lamento, y vieron que todos los habitantes de aquella mansion derramaban lágrimas cual si á todos les hubiese alcanzado una misma desgracia. Zerbino preguntó la causa de semejante afliccion, y le contestaron que el conde Anselmo acababa de recibir la noticia de que el cadáver de su hijo Pinabel yacia en un angosto sendero situado entre dos colinas. Para evitar Zerbino que recayesen en él las sospechas, fingió el mayor asombro y bajó los ojos, pensando, sin embargo, en que el cadáver que halló en medio del camino era indudablemente el de Pinabel.

No tardó mucho en llegar la fúnebre comitiva, alumbrada por teas y hachones; á su aspecto redoblaron los gemidos y los lamentos, y brotaron más copiosas las lágrimas de los ojos de los circunstantes, en especial de los del desgraciado padre, cuyo rostro revelaba la desesperacion de que estaba poseido. Mientras se preparaban solemnes y magníficas exequias, con la pompa que prescribia la usanza antigua, y que los siglos van haciendo desaparecer, hizo publicar el Señor del castillo un edicto, que dió tregua á la afliccion de sus vasallos, prometiendo una rica recompensa al que descubriera al matador de su hijo. Aquel bando circuló rápidamente de boca en boca hasta que llegó á los oidos de la malvada vieja, cuya crueldad superaba á la de las tigres y las osas; y en seguida resolvió perder á Zerbino, ya fuese por el odio que sentia hácia él, ya por el orgullo de probar que era el único ser en cuyo corazon no existia el menor átomo de humanidad, ó quizá por ganar el premio ofrecido: lo cierto es que se presentó al aflijido padre y despues de un exordio revestido de alguna verosimilitud, le dijo que Zerbino era el matador de su hijo, y le mostró el rico cinturon que se ocultara entre las ropas. El conde Anselmo lo conoció en el acto, y en virtud de aquella prueba y de la delacion de la infame vieja, no pudo poner en duda su veracidad. Levantó las manos al cielo derramando lágrimas, como para darle las gracias de que su hijo no quedara sin venganza. Hizo armar precipitadamente á todos sus vasallos, disponiendo que cercaran el castillo, y mientras tanto, Zerbino, que estaba muy ajeno de pensar en lo que le esperaba, y no podia suponer que el conde Anselmo le infiriese ofensa alguna, dormia tranquilo y confiado: aquella noche misma fué sorprendido en el lecho, encadenado, y sepultado en un seguro calabozo.

Aun no habia dejado ver el Sol sus resplandores, cuando estuvo todo preparado para el suplicio de Zerbino, que debia ser descuartizado vivo en el mismo sitio en que se cometió la muerte que se le imputaba: tal fué la órden del Señor del castillo, y tal la que acataron todos sin permitirse la menor observacion. En cuanto la bella Aurora matizó el trasparente cielo con sus tintas blancas, sonrosadas y amarillas, todo el pueblo, gritando: «¡Muera! ¡Muera!» acudió á castigar á Zerbino por su supuesto delito. El insensato populacho le acompañó fuera del castillo, sin órden ni concierto, unos á caballo y otros á pié: entre ellos caminaba Zerbino, con la cabeza baja, maniatado y montado en un mal caballo.

Mas Dios, que acude con frecuencia en auxilio de los inocentes, y nunca abandona al que confia en su bondad, le proporcionó un defensor, el más á propósito para que su existencia no corriera el menor peligro. Este fué Orlando, que llegó en la ocasion más oportuna para salvar á Zerbino. Orlando vió en la llanura aquella multitud, que arrastraba á la muerte al afligido caballero. Con él iba la doncella que encontró escondida en una gruta; la princesa Isabel, hija del rey de Galicia, que habia caido en manos de unos bandidos, despues de haber visto su nave destrozada por las turbulentas olas de un mar proceloso; aquella que tenia más dentro de su corazon á Zerbino, que el alma que la alentaba. Orlando no se separó un punto de ella despues de haberla sacado de la caverna.

Cuando la jóven observó la muchedumbre que cruzaba por la llanura, preguntó á Orlando cuál era su objeto.—«Lo ignoro» contestó el Paladin, y dejándola en la montaña, bajó al llano con la mayor presteza: miró á Zerbino, y al primer golpe de vista conoció que era un caballero ilustre. Aproximándose á él, le preguntó la causa de ir encadenado y el sitio adonde le conducian. Levantó la cabeza el doliente caballero, y dando oidos á las palabras del recien llegado, le dijo toda la verdad con tan ingénuas frases que el Conde le consideró digno de su proteccion, por estar seguro de que quien así se expresaba era inocente, y perecia víctima de una sinrazon. Afirmóse más en esta creencia cuando supo que el conde de Altaripa era quien habia ordenado aquel suplicio; pues no podia esperarse otra cosa de un hombre tan pérfido. Inflamóle asimismo el odio inveterado y hereditario que separaba á las dos familias de Maguncia y de Claramonte, odio que ocasionó tantos daños, tantos ultrajes y tantas muertes.

—Desatad á ese caballero, canalla, gritó el Conde á los soldados; desatadle, ó pereceis todos á mis manos.

—¿Quién es ese que descarga tan descomunales tajos? respondió uno que quiso echarla de valiente. ¿Por ventura cree que somos de cera ó de paja, y él de fuego?

Y se lanzó contra el Paladin de Francia, que enristró á su vez la lanza, cayendo sobre su adversario. La armadura brillante que aquel soldado habia usurpado la noche anterior á Zerbino, y que llevaba puesta, no le resguardó del terrible choque del Paladin: el hierro de la lanza de este tropezó en el lado derecho de la visera del yelmo, y aun cuando no lo traspasó merced á su fino temple fué tan violenta la sacudida que el soldado cayó sin vida con la columna vertebral rota. Sin detener un momento su carrera ni sacar del ristre la lanza, Orlando atravesó con ella el pecho de otro soldado; la dejó clavada en él, y desenvainando rápidamente á Durindana, embistió á aquella multitud compacta, hendiendo á unos la cabeza, separándosela del cuello á otros, y traspasando á muchos la garganta; de suerte que en un instante tendió á sus piés ó puso en fuga á más de ciento. En breve dió muerte á más de la tercera parte de aquellos desdichados; y arrollando á los restantes, tajó, hendió, hirió, atravesó é hizo pedazos á cuantos se pusieron á su alcance. Para huir más velozmente, arrojaban los escudos, los cascos, los venablos y las picas que les embarazaban; los unos corrian por el camino, los otros á través de los campos; estos se ocultaban en los bosques; aquellos en la profundidad de las cavernas. Orlando, dejando aparte toda piedad, no quiso que aquel dia quedase uno solo con vida. De ciento veinte á que ascendian (segun la cuenta que hizo Turpin), murieron ochenta por lo menos.

Orlando se acercó por último á Zerbino, cuyo corazon saltaba violentamente en el pecho. Es imposible reproducir en verso la alegría de que se sintió poseido al ver volver á Orlando. De buena gana se habria echado á sus plantas para manifestarte su gratitud; pero no le fué posible por impedírselo las ligaduras que al caballo le sujetaban. Mientras el Paladin, despues de haberle desatado, le ayudaba á cubrirse con su armadura, de la que habia despojado al jefe de aquella abigarrada tropa, que por su mal quiso engalanarse con ella, Zerbino fijó sus miradas en Isabel que habia permanecido hasta entonces en la cima del collado, y á la sazon se iba acercando á los dos caballeros una vez terminada la lucha. Cuando Zerbino vió tan cerca de sí á la doncella á quien tanto amaba, á la hermosa jóven que creia sepultada en el fondo del mar, por haber dado crédito á una noticia falsa, y á la que habia llorado tanto, sintió que se le helaba la sangre en el corazon, cual si se le hubiera introducido un pedazo de hielo en el pecho, y empezó á temblar con todos sus miembros; pero casi instantáneamente le pasó aquel frio, y en su lugar se abrasó en la más ardiente y amorosa llama. El respeto debido al señor de Anglante le impidió volar frenético á abrazarla, pensando, y aun teniendo por indudable, que Orlando fuese amante de la doncella. Su alegría fué por lo tanto asaz pasajera; volvió á sentir una nueva y más terrible pesadumbre, pues la noticia de la muerte de su amada le aflijió mucho menos que el verla en poder de otro. Aumentaba su desesperacion el pensar que pertenecia á un caballero á quien debia tanto; porque pretender arrebatársela seria una accion vil al mismo tiempo que una empresa algo difícil. A nadie consentiria que se alejara con una presa tan codiciada, sin oponer la mayor resistencia; pero tratándose del Conde, su deber le exigia que no titubease en manifestarle su gratitud aun á costa de la mayor humillacion.

Taciturnos y melancólicos llegaron á una fuente, junto á la cual se apearon de los caballos y se detuvieron algun tanto; quitóse el yelmo el fatigado Conde, obligando á Zerbino á que hiciese lo mismo. Al ver Isabel el rostro de su amante, el exceso de su repentino gozo cubrió de pronto el suyo de una palidez mortal; despues se rehizo, y recobró sus colores como recobra la flor sus brillantes matices al primer rayo del Sol que la baña despues de una copiosa lluvia. Sin detenerse á más ni tener en cuenta el respeto debido al Conde, se arrojó en los brazos de Zerbino, inundando el llanto sus mejillas y su seno, y sin poder pronunciar una palabra, porque la emocion embargaba su voz. Al presenciar Orlando aquellas demostraciones de afecto, no necesitó más para comprender que aquel caballero era Zerbino.

Luego que Isabel pudo proferir algunas palabras, á pesar de que el llanto seguia humedeciendo sus mejillas, se apresuró á encomiar la esquisita delicadeza con que la habia tratado el Paladin de Francia, Zerbino, para quien el amor de la doncella pesaba tanto como su propia vida en la balanza de su destino, se arrojó á los piés del Conde, expresándole su inmensa gratitud por haberle dado dos veces y casi á un mismo tiempo la existencia. Las acciones de gracias y los mútuos ofrecimientos hubieran durado largo rato si no los interrumpiera cierto rumor que llegó hasta ellos producido por el agitado movimiento del ramaje. Como estaban descubiertos, se calaron con presteza los yelmos y apercibieron los caballos; y apenas se habian colocado en la silla, cuando vieron aparecer á un caballero y una dama.

Era el guerrero aquel Mandricardo que se habia puesto tenazmente en persecucion de Orlando para vengar á Alzirdo y Manilardo, á quienes derrotó con gran valor el Paladin. Sus pesquisas fueron, sin embargo, menos activas, desde que, con el solo auxilio de un trozo de lanza, se habia apoderado de Doralicia, arrancándola de manos de un centenar de guerreros cubiertos de hierro. Mandricardo ignoraba que el caballero á quien perseguia fuese el señor de Anglante; pero suponia fundadamente que debia ser algun ilustre caballero andante. Fijáronse sus miradas con mayor atencion en Orlando que en Zerbino, y despues de haberle examinado de piés á cabeza, y comparado las señas que le habian dado con las del guerrero que en su presencia tenia, exclamó:

—Tú eres el hombre que voy buscando: diez dias ha que sigo cuidadoso tus huellas, estimulado por la noticia de tus proezas que circuló por el campamento sarraceno, cuando á costa de mucho trabajo llegó allí uno solo de los mil soldados que enviaste á las regiones infernales, y refirió el estrago que causaste en las tropas de los reyes de Noricia y de Tremecen. Apenas llegó tal suceso á mis oidos, me apresuré á seguirte, no solo por conocerte, sino tambien para medirme contigo: como adquirí minuciosos informes con respecto á tus armas y persona, estoy seguro de que eres el que busco, aun cuando estos indicios no son en manera alguna necesarios; pues por más que te ocultaras de mí entre cien guerreros, fácilmente te conoceria por ese aspecto altivo y arrogante que te distingue.

—No puede menos de asegurarse, respondió Orlando, que eres un caballero de alta prez; porque tan magnánimos deseos no creo que se alberguen en corazones humildes. Si solo por verme has llegado hasta aquí, quiero que me contemples lo mismo por dentro que por fuera; y á fin de que satisfagas cumplidamente ese anhelo, me quitaré el yelmo. Pero, así que hayas contemplado bien mi rostro, debes esperar la satisfaccion del segundo deseo; la del que te ha escitado á venir en mi seguimiento, á fin de que conozcas si mi valor corresponde á ese porte guerrero que tanto encareces.

—Ea, pues, exclamó el Pagano: ya estoy satisfecho con respecto al primer punto; pasemos inmediatamente al segundo.

El Conde examinó atentamente al infiel de piés á cabeza; miró sus costados y el arzon de la silla, y no vió espada alguna pendiente de aquellos, ni maza de armas de este. Esta circunstancia hizo que le preguntara de qué armas pensaba valerse en el caso probable de que se le rompiese la lanza. Mandricardo respondió:

—No te inquietes por eso: me ha bastado mi lanza para vencer á otros muchos caballeros; además, he jurado no ceñir espada hasta que arrebate al Conde su Durindana, y voy buscándole por todas partes á fin de ajustar con él esta y otras cuentas. Y si es que saberlo quieres, te diré que hice este juramento cuando cubrí mi cabeza con este yelmo, el cual, así como cuantas armas llevo, perteneció á Héctor, muerto hace más de mil años. Solo me falta la espada de aquel héroe; no sabré decirte cómo fué robada, pero sí que la posee el Paladin, segun me parece, y de aquí procede toda esta audacia de que se envanece. ¡Oh! si consigo encontrarle, no tardaré en obligarle á restituirme un acero tan mal adquirido. Otro motivo me induce tambien á buscarle; el de vengar al famoso Agrican, mi padre, á quien Orlando mató traidoramente: bien es verdad, que de otro modo no hubiera triunfado de él.

El Conde no pudo ya permanecer en silencio, y gritó con voz terrible:

—¡Mientes tú, y cuantos se atrevan á decirlo! La suerte te ha deparado al que buscas: yo soy Orlando; el vencedor leal de tu padre, y esta es la espada que ambicionas, la cual será tuya, si sabe arrebatármela tu valor. A pesar de que me pertenece por justo derecho, quiero dispensarte la galantería de que disputemos su posesion: y como en esta disputa no quiero que sea más tuya que mia, la colgaré de un árbol, del que la podrás descolgar libre y tranquilamente, si acaso me das la muerte ó quedo cautivo.

Así diciendo, cogió á Durindana, y la colgó en un arbusto que habia en medio del campo.

Alejáronse uno de otro á medio tiro de flecha para tomar campo; excitaron en seguida el ardor de sus corceles, abandonando enteramente las riendas, y se embistieron con desusado ímpetu, descargándose recíprocamente tan terribles golpes en la visera del almete, que las lanzas se rompieron como si fuesen de hielo, y volaron hasta el Cielo hechas menudas astillas. Fuerza era que las lanzas se quebraran, ya que los caballeros no se movieron lo más mínimo y continuaron peleando con los trozos de aquellas inmediatos al cuento. Acostumbrados á manejar con maestría el acero, esgrimieron aquellos troncos, semejantes á dos aldeanos armados de garrotes, que se disputan con encarnizamiento el agua de una acequia ó los límites de un campo.

No resistieron más de tres ó cuatro golpes los trozos de lanza que aun conservaban, y se hicieron asimismo pedazos en medio del furor de aquella lucha. En el colmo de su vengativa saña, ambos guerreros, al verse sin armas, apelaron á las manos, con las cuales se daban terribles golpes, se arrancaban los clavos de las corazas, y se destrozaban las mallas, cual pudieran hacerlo los martillos más pesados ó las más duras tenazas. El Sarraceno deseaba con impaciencia encontrar una coyuntura, para poner término á tan extraordinario combate sin mengua para su fama, porque consideraba una necedad continuar de aquel modo, mucho más cuando los golpes que á la sazon se descargaban eran más dolorosos para el que los daba, que para el que los recibia. Procuraron entonces asirse mútuamente para luchar á brazo partido: el Rey pagano se agarró fuertemente á Orlando; lo oprimió contra su pecho, é intentó hacer con él lo que el hijo de Jove hizo con Anteo. Sacudióle impetuosamente á uno y otro lado, lo soltó, lo atrajo nuevamente hácia sí, y tan dominado estaba por su ciego furor, que no se cuidó de sujetar las riendas de su caballo. Orlando, que conservaba toda su serenidad, y esperaba vencer á su adversario, observaba atentamente sus movimientos; y aprovechándose de aquel descuido, puso la cauta mano sobre la cabeza del caballo del infiel y le arrancó el freno.

Mientras tanto, el Sarraceno cifraba todo su conato en ahogar al paladin ó derribarle de la silla; pero el Conde resistia sus sacudidas, oprimiendo fuertemente con las rodillas el lomo de su caballo. Fueron tales, por último, los violentos esfuerzos del pagano, que se rompieron las cinchas, y Orlando cayó en tierra sin notarlo apenas, pues seguia con los piés en los estribos y oprimiendo la silla con las piernas: el estrépito que produjo su caida fué muy parecido al que causaria un saco lleno de armas, al desprenderse de una altura considerable.

El corcel de Mandricardo, al sentir libre su cabeza por no tener freno ni rienda que la contuviera, emprendió desbocado una vertiginosa carrera á través de bosques y caminos, impelido sin cesar por un ciego temor y llevando consigo á Mandricardo. Doralicia, que vió á su defensor y compañero salir del campo y desaparecer rápidamente, no se creyó segura sin él, y salió en su seguimiento, aguijando á su palafren, mientras que el Pagano, confuso y avergonzado, iba gritando á su corcel, pegándole sin descanso con piés y manos, y amenazándole cual si el animal pudiese comprender sus palabras, con lo cual excitaba más y más el ardor de su carrera. El bruto, que era cobarde y asustadizo, volaba á través de los campos, sin reparar en los obstáculos del camino; habia andado ya tres millas, y aun hubiera seguido adelante, á no impedírselo un foso en cuyo fondo, que no tenia por cierto plumas ni lana, fueron á caer de espaldas caballo y caballero. Mandricardo sufrió una tremenda sacudida, pero salió ileso: allí se detuvo al fin el corcel; mas, careciendo de freno, era imposible guiarle. El Tártaro lo sujetó por la crin, y exasperado hasta el extremo, no sabia qué partido tomar.

—Ponle la brida de mi caballo, le dijo Doralicia; que como es más dócil, le guiaré lo mismo con ella que suelto.

El Sarraceno consideraba como una descortesia aceptar el ofrecimiento de su dama, y se resistia á admitirlo, cuando la fortuna, favorecedora de sus deseos, le proporcionó el medio de obtener lo que buscaba, enviando allí á la malvada Gabrina, que despues de haber vendido traidoramente á Zerbino, iba huyendo como la loba que oye venir á lo léjos á los cazadores y á los perros. Llevaba todavia puesto el traje y demás prendas juveniles de que fué despojada la caprichosa dama de Pinabel para vestirla á ella, y montaba asimismo el caballo de aquella jóven, uno de los más buenos y mejor enjaezados del mundo. La vieja tropezó con el Tártaro antes de haber advertido su presencia en aquel sitio. Al ver á aquella bruja que, engalanada con prendas propias de la juventud, parecia un mico ó un orangutan, la hija de Estordilano y Mandricardo no pudieron contener la risa: el Sarraceno determinó apoderarse de la brida de su palafren, y despues de haber realizado su propósito, empezó á gritar, á espantarle y á hacerle huir de tal modo que echó á correr despavorido por la selva, llevándose á la vieja, medio muerta del susto, y atravesando á la ventura valles, montes, caminos, senderos extraviados, fosos é inclinadas pendientes.

Mas no me intereso lo bastante por la vieja para que vaya á descuidar á Orlando, el cual estaba ocupado en arreglar las cinchas de su caballo y en acomodarle la silla del mejor modo posible. Volvió á montar, y aguardó algun tiempo el regreso del Sarraceno: viendo que no aparecia, se decidió por último á ir en su busca; pero fiel á sus hábitos de cortesía, no quiso alejarse de allí sin despedirse préviamente de los dos amantes, de la manera más afectuosa. Zerbino sintió en extremo que se marchara; Isabel lloraba enternecida, y ambos estaban empeñados en acompañarle; pero el Conde se opuso tenazmente á ello, no obstante lo grata que debia serle tal compañía, manifestándoles que la mayor infamia que puede recaer sobre un guerrero es la de admitir un amigo que le ayude y le defienda cuando va en busca de un enemigo. Les rogó tan solo que si tenian la suerte de encontrar al Sarraceno antes que él, le dijesen que Orlando permaneceria tres dias en aquellos alrededores, pero que despues iria á reunirse con el ejército de Carlomagno para defender la enseña de las lises de oro: de este modo, si queria encontrarle, sabria donde dirigirse. Los dos amantes le prometieron cumplir de muy buena voluntad este encargo y todo cuanto el Paladin tuviese á bien ordenarles.

Separáronse en seguida, tomando cada cual camino opuesto; pero Orlando, antes de alejarse, descolgó la espada que pendia del árbol y se la ciñó: acto contínuo, guió su caballo hácia los sitios en que á su parecer podria dar con el Sarraceno. La desordenada é indecisa carrera que habia seguido el de este, hizo que Orlando anduviera dos dias enteros inútilmente, sin encontrarle, ni obtener el menor indicio con respecto á su enemigo. Llegó por fin á la orilla de un arroyo que de cristal parecia, y fertilizaba con sus aguas un florido prado, esmaltado de los más preciosos colores, y adornado de innumerables y distintos árboles. El fresco céfiro que allí soplaba hacia llevadero el calor del medio dia al sediento ganado y al desnudo pastor: así es que Orlando, á pesar de ir cargado con la coraza, el yelmo y el escudo, no sentia la menor molestia. Adelantóse, pues, hasta el medio de la floresta para entregarse al reposo; pero en su lugar solo encontró un asilo triste y penoso para su corazon, siendo para él aquel dia el más fatal é infortunado que pueda imaginarse.

Al dirigir sus miradas en derredor, observó que muchos de los árboles que descollaban en las umbrosas márgenes del arroyo tenian grabadas ciertas inscripciones: examinólas más detenidamente, y pronto conoció que estaban hechas por la mano de la mujer á quien amaba. Aquel era, en efecto, uno de los sitios adonde iban con frecuencia Medoro y la hermosa reina del Cathay desde la cabaña del pastor, que estaba próxima. Orlando pudo leer los nombres de Angélica y Medoro, grabados en cien árboles y entrelazados de cien diferentes maneras. Cuantas letras los componian fueron otros tantos puñales con que el Amor le traspasó el corazon: no queriendo dar crédito á sus ojos, trataba de buscar en su mente una explicacion contraria á lo que veia, y procuraba persuadirse de que era otra Angélica la que habia grabado su nombre en aquella corteza.

—¡Ah! exclamó de repente.—Conozco esos caracteres, pues no en balde los he visto y leido tantas veces; pero quizá ese Medoro es un nombre imaginario, con el cual ha querido designarme la señora de mis pensamientos.

Engañándose á sí mismo con esta opinion, tan apartada de la verdad, conservó alguna esperanza, que procuraba alimentar á cada momento; pero en vano, porque cuanto más creia desvanecer sus implacables sospechas, más las renovaba y encendia, como el incauto pajarillo que, viéndose aprisionado en una red ó sujeto en una varilla de liga, queda más y más prendido en ella, á medida que agita las alas para recobrar su libertad. Al seguir recorriendo aquellos contornos, llegó á un sitio en que el monte formaba una especie de bóveda sobre el transparente manantial. La hiedra y la viña silvestre habian adornado la entrada de aquella gruta con sus ramas retorcidas y trepadoras: aquel era el asilo en donde los dos amantes se refugiaron tantas veces huyendo de los abrasadores rayos del Sol, para entregarse á sus amorosos deleites: allí, más que en ninguna otra parte, se veian escritos profusamente sus nombres; ora con carbon, ora con yeso, y ora grabados en la piedra con la punta de un cuchillo.

El afligido Conde apeóse allí de su caballo, y vió en la entrada de la gruta algunas palabras, estampadas al parecer recientemente por la mano de Medoro. Las delicias que habia disfrutado en aquel retiro inspiraron al mancebo las siguientes frases escritas en verso. Creo que en su lenguaje tenian bastante belleza poética: en nuestro idioma, su sentido era este:

«Verde enramada, límpida corriente, Gruta opaca de plácida frescura, Do gocé con Angélica inocente, Hija de Galafron, la alta ventura Que ansiaron otros mil inútilmente, Abrasados por ella en llama impura: Yo, Medoro infeliz, solo pagaros Puedo el bien que os debí, con encomiaros, Y con regar á todo fiel amante, Doncella y campeon de esfuerzo y brio. Hijo de esta region ó caminante, Que á yerba, sombra, plantas, antro y rio Diga:—«Benigno os sea el Sol brillante Y la Luna; y el coro, siempre pio, De ninfas haga que jamás turbados Seais por los pastores y ganados.»

Estas frases estaban escritas en árabe, idioma que el Conde poseia tan á la perfeccion como el latin: de las muchas lenguas que conocia, aquella le era más familiar, habiéndole servido en muchas ocasiones para salvar su vida y su fama en el campamento sarraceno; pero á la sazon no debió envanecerse de los beneficios que hasta entonces le habia proporcionado, pues el daño que le causó fué infinitamente mayor que todos aquellos juntos. Tres, cuatro, seis veces leyó el infeliz aquel escrito, y otras tantas se esforzó, aunque en vano, en leer lo contrario de lo que veia estampado. Cuanto más lo leia, más claro y distinto hallaba su significado, sintiendo á cada nueva lectura que la helada mano del infortunio le oprimia el corazon en su aflijido pecho. Al fin se quedó inmóvil, con los ojos y la mente fijos en la peña, é indiferente al mismo tiempo á lo que en ella veia.

Abandonóse entonces de tal modo á su dolor, que estuvo á punto de perder la razon. ¡Oh! no, no existe pesar alguno á este comparable! ¡Creed al que por desgracia lo ha experimentado! Inclinó Orlando la cabeza sobre el pecho; bajó la frente, tan erguida y arrogante siempre, y su afliccion le dominó hasta tal extremo, que no pudo exhalar una queja, ni sus ojos encontraron lágrimas para llorar. Su impetuoso quebranto permaneció reconcentrado en su pecho, por lo mismo que queria escaparse de él bruscamente, así como el agua contenida en un recipiente de ancho diámetro y cuello angosto, permanece en él aunque le vuelquen, porque al acudir el líquido á la boca, lo hace con tal precipitacion y se aglomera de tal suerte en la estrecha salida, que apenas si se escapan trabajosamente algunas gotas.

Al cabo de algun tiempo, logró reponerse un poco, y se puso á reflexionar cómo podria ser que aquellos versos no dijesen la verdad; y en su consecuencia procuró, creyó y esperó persuadirse de que alguno habia querido valerse de un medio tan ruin para infamar el nombre de su dama, ú oprimir su corazon con la insoportable carga de los celos para hacerle morir; suponiendo además que una mano desconocida habia imitado á la perfeccion la letra de Angélica. Tan infundada como frágil esperanza consiguió despertar su amortiguado espíritu y reanimarle algun tanto; y volviendo á montar en Brida-de-oro, se alejó de aquel sitio en el momento en que el Sol cedia el puesto á su nocturna hermana.

No habia andado mucho, cuando distinguió las blancas espirales de humo que salian de los techos de algunas cabañas; oyó el ladrido de los perros, el balido de los rebaños, y por fin, llegó á la puerta de una cabaña, en la que pidió hospitalidad. Dominado por la tristeza, echó pié á tierra, y confió su Brida-de-oro á un discreto mancebo, mientras que otros le desarmaban, le quitaban las doradas espuelas ó le limpiaban la coraza. Aquella era precisamente la casa en que Medoro estuvo curándose de su herida, y en la que halló una suerte inesperada.

Orlando quiso entregarse desde luego al descanso y rehusó la cena que le ofrecian: su dolor le alimentaba más que cualquier manjar que le presentasen. Sin embargo, cuanto más procuraba encontrar el sosiego apetecido, tanto mayores eran su inquietud y pesadumbre, pues sus ojos tropezaban con el odiado escrito grabado en las paredes, en las puertas y en las ventanas de aquella morada. Mil veces estuvo á punto de preguntar el orígen de aquellas inscripciones, y otras tantas selló sus labios, temeroso de aclarar, de disipar sus sospechas, prefiriendo que continuaran envueltas en la nube de la duda, con tal de que la espantosa realidad no aumentara su desesperacion.

De poco le sirvió, sin embargo, engañarse á sí mismo; porque se le revelaron todo sin preguntar á nadie. Viéndole el pastor tan abismado en su afliccion, y deseoso de hacer lo posible por distraerle, empezó sin más ni más á narrar la historia de los dos amantes; historia que referia á todos cuantos querian escucharle y cuya narracion oyeron muchos viajeros con interés y complacencia. Manifestóle, pues, que él, cediendo á los ruegos de Angélica, habia trasportado á su cabaña á Medoro, herido gravemente, y que la jóven le cuidó la herida, logrando curarla en pocos dias; pero que habiéndole Amor causado una herida mucho mayor en el corazon, fué tan abrasador el incendio producido por una sola chispa, que se inflamó toda ella, sin encontrar medio alguno de apagar aquel fuego: añadió que sin reparar la doncella en que era hija del monarca más poderoso del Oriente, se desposó, obligada por el amor, con un guerrero pobre y oscuro. El pastor completó su narracion presentando al Conde la alhaja que le regalara Angélica al partir, como testimonio de su gratitud por la cordial acogida que habian encontrado en su vivienda.

Esta conclusion fué para el Paladin la segur que le cortó de un golpe la cabeza, con cuyo golpe puso término el cruel Amor á las innumerables heridas que en su corazon habia causado. Esforzóse Orlando, no obstante, en ocultar su dolor; pero pudo este más que el y rompiendo los diques de la voluntad, precipitóse al fin por los ojos y la boca del desdichado, convertido en lágrimas y sollozos. Apenas se vió solo Orlando, y sin necesidad ya de ocultarse de nadie, dió rienda suelta á su afliccion y derramó un torrente de lágrimas, que inundaron sus mejillas y su pecho: suspiraba y gemia incesantemente, y se agitaba frenético en el lecho, que le parecia más duro que una peña y más punzante que si estuviese hecho de ortigas.

En medio de su delirante desesperacion le asaltó la idea de que la cama en que yacia era la misma donde más de una vez habia dormido su ingrata dama en brazos de su amante, y se apartó de aquellas aborrecidas plumas, tan precipitadamente como el aldeano se levanta de la yerba en que se habia tendido, al ver cerca de sí una culebra. El lecho, la cabaña, el pastor se le hicieron de repente tan odiosos, que sin esperar la salida de la luna ó la aparicion del primer albor matutino, cogió sus armas, montó en su caballo, y empezó á caminar á la ventura por entre las más oscuras enramadas del bosque. Al verse de nuevo solo, abrió otra vez las puertas á su dolor, prorumpiendo en gritos y alaridos.

Desde entonces no cesaron un punto sus llantos ni sus gemidos, que resonaban dia y noche por do quiera; huia de las ciudades y de todos los sitios habitados, y permanecia de contínuo en las selvas, en cuyo duro suelo dormia á la intemperie. Admirábase de sí mismo, al ver que no se agotaba el manantial de sus lágrimas, y al observar sus interminables suspiros, y decia frecuentemente en medio de su llanto:

—Estas, que de mis ojos brotan en tan copioso raudal, no son lágrimas, no: mis lágrimas no bastaron á mi dolor inmenso, y se secaron antes de que este pudiera exhalarse del todo.

»Mis fuerzas vitales son las que ahora se escapan por el camino que á los ojos conduce, impelidas por el fuego que me abrasa: mis fuerzas vitales son las que voy derramando, y con ellas concluirán á un tiempo mismo mis males y mi existencia.—Estos, que atestiguan mi tormento, no son suspiros. Los suspiros no son como ellos, pues alguna vez tienen tregua, y yo no siento que mi pecho exhale su pena con creciente desahogo. Amor, que abrasa mi corazon, es el que produce este viento, mientras agita las alas en torno del incendio que le devora. ¡Oh! ¿cómo es posible que un corazon permanezca en medio de las llamas sin consumirse?—Y yo, yo no soy el que parezco! El que fué Orlando ha muerto y yace en el sepulcro, víctima, de su ingratísima amada; ¡tan cruda fué la guerra que le hizo con su deslealtad! Yo no soy más que el alma separada del cuerpo de Orlando, que vaga errante sufriendo mil tormentos por este infierno, á fin de que, avanzando sola con su sombra, sirva de ejemplo á cuantos en el amor cifran su esperanza.»

Toda la noche anduvo el Conde errante por el bosque, y al despuntar el dia, su fatal destino le encaminó de nuevo hácia la fuente en que Medoro grabó sus versos. Al ver su baldon inscrito en la piedra, irritóse de tal modo, que todo su ser se convirtió en odio, rabia, ira y furor. Empuñó la espada sin tardanza, é hizo pedazos la inscripcion y la roca, cuyos menudos trozos volaron hasta el cielo. ¡Desgraciada aquella gruta y los sitios todos en que se leian los nombres de Angélica y Medoro! Los dejó de tal modo, que no volvieron á ofrecer su sombra y su frescura al pastor ni al ganado; y aquella fuente, tan clara y pura hasta entonces, tampoco estuvo al abrigo de su cólera; pues arrojó en sus cristalinas ondas ramas, troncos, raices, piedras y tierra hasta que las enturbió desde el fondo á la superficie, de tal suerte, que jamás recobraron su primitiva trasparencia. Por último, cansado, bañado en sudor, y cuando su fatigado aliento no correspondió á su despecho, á su odio inextinguible y ardiente ira, cayó jadeante sobre la yerba, y empezó á exhalar hondos suspiros. Afligido, inmóvil, con los ojos abiertos y fijos en el cielo, sin despegar los labios, sin tomar el menor alimento ni conciliar el sueño, permaneció en aquel sitio mientras que el sol apareció y desapareció tres veces, y solo cesó su grandísima pena cuando le hubo privado enteramente de la razon.

Levantóse al llegar el cuarto dia, y en su incesante furor, se arrancó la armadura y la cota de malla; arrojó léjos de sí el yelmo y el escudo, la coraza y sus restantes armas, las cuales fué esparciendo por el bosque. Despues se hizo girones los vestidos, dejando enteramente desnudos el hirsuto vientre, el pecho y la espalda. Así empezó aquella furiosa locura, tan terrible, que nadie tendrá noticia de otra que pueda comparársele.

El furor, la rabia que en su pecho hervian le dejaron privado hasta del menor destello de juicio: olvidóse de conservar su espada con la cual estoy seguro de que hubiera hecho cosas admirables; pero su vigor inmenso no necesitaba de ella, ni de hachas, ni lanzas, como lo demostró llevando á cabo en el acto mismo una de sus admirables proezas: de un solo esfuerzo arrancó un pino gigantesco, y luego otro y otro, como si fuesen hinojos ó yeros. Del mismo modo siguió destrozando encinas y olmos corpulentos, hayas, fresnos y abetos. Los árboles mas seculares caian á sus sacudidas como caen los juncos, las zarzas y las ortigas arrancadas por mano del cazador, cuando quiere despejar el terreno para tender sus redes. Atemorizados los pastores con tal estrépito, dejaban sus ganados esparcidos por la floresta, y se dirigian precipitadamente hácia aquel sitio para averiguar la causa del fracaso.

Mas he llegado ya á un punto, que si lo traspasara, tal vez os molestaria mi narracion; por lo cual prefiero diferirla para otro canto, antes de que llegue á fastidiaros por difusa.

Canto XXIV

Zerbino traspasa á Odorico, juntamente con Gabrina, su vergonzosa obligacion de acompañar á esta vieja y le deja en libertad.—Muere Zerbino á manos de Mandricardo por defender la espada de Orlando.—Quejas de Isabel.—Mandricardo combate con Rodomonte.—Suspenden su lucha para socorrer á Agramante y su ejército, que estaban á punto de caer en poder de los cristianos.

Cuantos pongan su incauto pié sobre la liga de Amor, deben procurar retirarlo á tiempo, antes de dejar enviscadas en ella las alas; porque el amor, segun opinion de los sábios de todas las edades, no es en suma más que una locura, y aun cuando no todos lleven su insensato furor hasta el extremo que lo llevó Orlando, siempre dan algunas señales del que les domina. Y sobre todo, ¿hay indicio de locura más vehemente, que el de perderse á sí mismo por querer á los demás? Si los efectos son varios, la insensatez de que proceden es siempre la misma; es como un gran bosque, en que forzosamente deben extraviarse cuantos en él penetran, ya suban ó bajen; ya se dirijan á un lado, ya á otro. En resúmen, y para decirlo de una vez: el que llega á una edad madura, despues de haber dedicado toda su vida al amor, mereceria, además de otros castigos, que se le cargara de grillos y cadenas.

Me podrán decir, con razon quizás:—«Hermano, estás dando consejos á los demás, sin tener en cuenta tu propia flaqueza.» A esto responderé que lo comprendo demasiado, pues mi mente se halla ahora en un lúcido intervalo, y que por lo mismo he resuelto recobrar mi perdida calma y abstenerme de toda clase de devaneos, como espero conseguirlo en breve; pero desgraciadamente no me será fácil lograrlo tan pronto como quisiera, porque el mal ha penetrado hasta en la médula de los huesos.

En el canto precedente os decia, Señor, que el delirante y furioso Orlando habia esparcido por el campo sus armas, desgarrado sus vestidos, arrojado léjos de sí su espada, y arrancando uno y otro árbol, hacia resonar con sus gritos las cavernas y los bosques. Atraidos algunos pastores, al escuchar tan inusitado rumor, por su mala estrella ó por algun grave pecado, se aproximaron á él, pero en cuanto vieron más de cerca las increibles pruebas del prodigioso vigor de aquel insensato, volvieron las espaldas para huir, aunque sin saber adonde, como suele suceder cuando nos sobrecoje el pánico. El loco se lanzó sobre uno de ellos, logró cojerle, y le arrancó la cabeza con la misma facilidad con que cualquiera arrancaria una manzana del árbol ó una hermosa flor de su tallo. Asió en seguida el pesado tronco por una pierna, y se sirvió de él como de una maza para golpear á los demás pastores. Derribó á dos de ellos sin sentido, y quizá no volverian á despertar de su sueño hasta el dia del juicio: los restantes huyeron en todas direcciones, merced á su lijereza y prevision; hubiérales costado trabajo evitar el alcance del loco, si este no se hubiese vuelto para acometer á sus rebaños. Los labradores, escarmentando en cabeza ajena, abandonaron por los campos sus arados, hoces y azadones; refugiáronse unos en los tejados de las casas, y otros en los templos, por no considerarse seguros en las cimas de los olmos ó de los sauces, contemplando desde allí la horrenda furia de Orlando, que con los puños, los dientes, las uñas y los piés, magullaba, abria y hacia pedazos á los bueyes y caballos: el que conseguia librarse de su saña, debia preciarse con razon de ágil.

Podeis calcular si las aldeas cercanas resonarian en breve con el estrépito producido por los gritos, por las trompas y las rústicas bocinas, y más que todo por el clamor de las campanas tocando á rebato. A aquellos ecos, millares de aldeanos bajaron de las montañas armados con espontones, arcos, venablos y hondas, y otros tantos subieron de los valles para acometer á Orlando. Cual suele adelantarse por la salobre orilla la ola empujada por el Austro, que al principio parece que juguetea, y en pos de ella avanza la segunda aumentando en volúmen, y á esta sigue la tercera con más fuerza, siendo cada vez mayor la cantidad de agua que deja impresas sus huellas en la arena, del mismo modo iba engrosando aquella multitud irritada, que desde lo alto de los peñascos y desde el fondo de los valles se precipitaba contra Orlando.

El Paladin tendió á sus piés á dos grupos de diez personas cada uno que le atacaron desordenadamente: los demás juzgaron conveniente, al ver tan terrible ejemplo, mantenerse para mayor seguridad á cierta distancia. En vano era que le lanzaran venablos y toda clase de proyectiles; ninguno de estos podia hacer brotar su sangre, por ser aquel héroe invulnerable, gracia que el Rey del cielo le concedió para que protegiera mejor su santa Fé. Aquel dia estuvo Orlando á punto de morir si la muerte hubiera tenido algun dominio sobre él: aquel dia pudo muy bien conocer á lo que se exponia abandonando su espada, y queriendo mostrarse tan audaz como siempre, á pesar de no ir defendido por su armadura.

La multitud empezó á retirarse, al ver la inutilidad de sus esfuerzos; y Orlando, al hallarse solo, siguió el camino de una aldea inmediata. No encontró en ella un solo ser viviente, porque todos sus habitantes, viejos y jóvenes, la habian evacuado por temor, abandonando al huir las modestas provisiones, propias de su sencilla vida pastoril. Sintiendo, en medio de su furor insano, los crueles efectos del hambre, arrojóse el Conde sobre los primeros víveres que le vinieron á la mano, devorándolos crudos ó cocidos en un momento, sin observar diferencia alguna entre el pan y las bellotas.

Siguió vagando despues por la comarca, y cazando á los hombres lo mismo que á las fieras; en sus correrias por los bosques se apoderaba de las ágiles cabras ó de los ligeros gamos; con frecuencia atacaba á los osos y á los javalíes, á quienes derribaba con su brazo desnudo y desarmado; y más de una vez, calmó su apetito insaciable con la carne y todos los despojos de estas fieras. De esta suerte recorrió la Francia en todas direcciones, hasta que un dia llegó á un puente, bajo el cual se deslizaba un rio ancho, profundo y caudaloso y de escarpadas orillas. Cerca de él se levantaba una torre, desde la cual se dominaba todo aquel país hasta los más lejanos horizontes. En otra parte oireis lo que allí hizo: ahora es preciso que os hable de Zerbino.

Despues de la partida de Orlando, se detuvo algun tiempo el príncipe de Escocia, y siguió más tarde el mismo sendero por donde se habia alejado el Paladin, llevando su caballo al paso. No creo que anduviese más de dos millas, cuando vió que dos guerreros completamente armados se adelantaban, custodiando á un caballero atado sobre un pequeño caballejo. Tanto Zerbino, como Isabel, conocieron al prisionero en cuanto estuvo cerca de ellos. Era Odorico de Vizcaya; aquel caballero desleal, á quien Zerbino eligió entre todos los suyos para confiarle á su amada, que fué lo mismo que confiar al lobo la custodia del cordero, esperando que en aquella ocasion le daria una nueva prueba de la lealtad con que siempre le habia servido. Precisamente entonces iba Isabel refiriendo á Zerbino los pormenores de aquel suceso, dándole cuenta de su salvacion en un esquife, antes de que se sumergiera la nave; de la violencia que con ella habia usado Odorico, y de su cautiverio en la gruta de los bandidos. Aun no habia llegado al término de su relato, cuando vieron que traian cautivo á aquel malandrin. Los dos guerreros que llevaban preso á Odorico, conocieron á su vez á Isabel y supusieron que el caballero que la acompañaba debia de ser su amante y su señor al mismo tiempo; de lo cual se cercioraron tan pronto como vieron pintado en el escudo el antiguo blason de su ilustre raza, y conocieron, al contemplar más fijamente el rostro de Zerbino, que habian sospechado la verdad.

Echaron pié á tierra, y se dirigieron presurosos hácia el Príncipe con los brazos abiertos, abrazándole donde se abraza á los personajes de estirpe real, con la cabeza descubierta é hincados de hinojos. Contemplando Zerbino á uno y otro, conoció que eran Corebo el Vizcaino y Almonio, á quienes habia hecho pasar á bordo del buque que mandaba Odorico. Almonio le dijo:

—Ya que á Dios place (gracias le sean dadas) que Isabel esté contigo, comprendo, Señor mio, que nada nuevo podré decirte con respecto al motivo de venir encadenado ese infame: supongo que mi señora, que ha sido la más ofendida por él, te habrá narrado todo lo acontecido: debes por lo mismo saber cómo se burló de mí ese traidor alejándome con un pretesto cualquiera, y cómo fué herido Corebo por defender á su señora. Pero como Isabel no vió ni oyó lo que sucedió despues de mi regreso, y por lo tanto, no habrá podido referírtelo, voy á manifestártelo en pocas palabras.

»Volvia yo presuroso desde la ciudad á la playa con los primeros caballos que logré encontrar, y trataba de descubrir el lugar en que habian quedado mis compañeros, cuando al llegar á la orilla del mar y al sitio en que los habia dejado, no ví más que sus huellas recientemente impresas en la arena. Las seguí y me llevaron á un espeso bosque; apenas habia penetrado en él cuando llegaron á mis oidos gemidos lastimeros, y hallé á Corebo tendido en el suelo. Preguntéle qué habia sido de la dama y de Odorico, y quién le habia puesto en aquel estado; y en cuanto supe lo ocurrido, me puse en seguimiento del traidor, buscándolo por todas las revueltas del bosque, sin que á pesar de mis pesquisas, me fuera posible encontrarlo en todo el dia. Volví al lado del herido, que habia empapado el terreno con su sangre hasta tal punto, que de permanecer allí un poco más, no hubiese tenido necesidad de médicos ni lecho para curarse, sino de una huesa y de sacerdotes y frailes para enterrarlo. Hice que le trasladaran desde el bosque á la ciudad, y le instalé en una hostería, cuyo dueño, amigo mio, logró curarlo al poco tiempo, merced á sus cuidados y á los de un experto cirujano. Provistos despues de armas y caballos, Corebo y yo continuamos buscando á Odorico, á quien encontramos por fin en la corte de Alfonso de Vizcaya, donde le obligué á aceptar el reto que le dirigí. La justicia del Rey, que me concedió franco espacio para la lucha; la razon que me asistia, y además de la razon, la Fortuna que proporciona la victoria á quien mejor le parece, me auxiliaron tanto, que el traidor pudo menos que yo, por lo cual quedó prisionero mio, y el Rey, luego que tuvo conocimiento de su crímen, me autorizó para hacer de él cuanto me pareciese. No he querido darle la libertad ni la muerte, sino llevarle atado por todas partes, como ves, prefiriendo que tú lo juzgaras, y decidieras si debe perecer ó sufrir otro castigo. Habiendo oido decir que estabas en el campo de Carlomagno, hemos venido hasta aquí con el deseo de encontrarte. ¡Doy á Dios fervientes gracias por haberte hallado en un sitio en que no lo esperaba! Doyle tambien gracias al ver que te ha restituido, no sé cómo, á tu Isabel, de quien no creia que volvieses á tener noticias, á consecuencia del crímen de ese infame.»

Zerbino prestó atento oido á la narracion de Almonio sin interrumpirle, y al mismo tiempo sin apartar la vista de Odorico: era menor su odio que su sentimiento por ver tan mal recompensada su amistad. Luego que Almonio hubo acabado su relato, Zerbino permaneció mucho tiempo pensativo y silencioso, considerando que le habia hecho traicion de un modo tan manifiesto el hombre que menos motivos tenia para obrar así: lanzando por último un hondo suspiro, que puso fin á su prolongada admiracion, preguntó al prisionero si era cierto cuanto Almonio habia referido. El infame se dejó caer de rodillas en tierra, y exclamó:

—Señor, cuantos en el mundo viven, pecan ó yerran: el bueno solo se diferencia del malvado en que este sale vencido en todas las guerras que le mueven sus menores pasiones, mientras que el otro recurre á sus armas y se defiende; mas si el enemigo es fuerte, tambien queda rendido. Si me hubieses confiado la defensa de una de tus fortalezas, y al primer asalto del enemigo le hubiese dejado plantar en ella su bandera sin resistirme, seria justo que se me imprimiera en la frente el estigma de la cobardía, ó de la traicion, que es peor; pero si me hubiese visto obligado á ceder ante la fuerza, estoy seguro de que no recaeria sobre mí vilipendio alguno, sino gloria y merecimientos. Cuanto más poderoso es el enemigo, tanto más aceptable es la excusa de una derrota.—Es cierto que debí guardar mi fé del mismo modo que una fortaleza rodeada de murallas; pero aun cuando puse todo mi conato en conservarla con el cuidado y la inteligencia de que me dotó la Providencia divina, sucumbí al fin, vencido por un asalto irresistible.

Así habló Odorico, y como seria prolijo reproducir las palabras que añadió, me limitaré á deciros que continuó empleando los argumentos más persuasivos para demostrar que cedió á una tentacion irresistible, y que si cometió aquella falta, lo hizo vencido por un poder superior á él. Si los ruegos han logrado alguna vez enternecer un corazon irritado; si las palabras más humildes y suplicantes han obtenido el resultado apetecido, entonces debieron conseguirlo; pues Odorico halló en su mente las más á propósito para ablandar el corazon más duro. Zerbino permanecia indeciso, no sabiendo si deberia perdonar ó vengar aquella injuria: la gravedad del delito le aconsejaba que arrancara la existencia al culpable; pero el recuerdo de la estrecha amistad que por tanto tiempo se habian profesado, apagó con el agua de la compasion la cólera que en su pecho ardia, y le indujo á perdonarle.

Mientras Zerbino estaba ocupado en reflexionar si daria la libertad, ó se llevaria cautivo al amigo desleal, ó bien si se privaria de su presencia por medio de la muerte, ó le condenaria á pasar la vida entre tormentos, llegó relinchando el corcel que asustó Mandricardo con sus gritos despues de haberle quitado la brida, llevando sobre su lomo á la vieja por quien Zerbino habia estado á punto de perecer. Atraido el palafren por los relinchos de los otros, se mezcló entre ellos, arrastrando consigo á la vieja, que en vano lloraba y pedia socorro. Al verla Zerbino, elevó al cielo su mano en accion de gracias, por mostrarse con él tan benigno que en un mismo dia entregaba á su merced aquellos dos seres para quienes solo odio debia abrigar su corazon. Zerbino hizo detener á la vieja hasta tanto que decidiera de su suerte: primeramente pensó cortarle la nariz y las orejas para escarmiento ejemplar de los malvados: luego le pareció mejor exponer su cuerpo á la voracidad de los buitres. Despues de haber vacilado entre diferentes géneros de suplicios, se decidió por último y volviéndose á sus compañeros, les dijo:

—Quiero proporcionarme la satisfaccion de perdonar la vida á ese traidor; pues si bien no debiera quedar impune todo cuanto ha hecho, no es tampoco merecedor de la muerte. Consiento, pues, en que viva y quede libre; porque estoy persuadido de que cometió un crímen arrastrado por su pasion, y debe admitirse fácilmente cualquier disculpa cuando la falta recae en el amor. El amor ha trastornado con frecuencia cabezas mucho más firmes que la suya, y ha dado lugar á excesos mucho mayores que los cometidos por ese infame que así nos ha ultrajado. Por lo tanto, Odorico debe quedar en libertad, y si hay aquí alguno digno de castigo, debe ser yo, que en mi ceguedad, no dudé en confiarle un encargo difícil, sin tener en cuenta que el fuego enciende á la paja fácilmente.

Despues, mirando á Odorico, añadió:

—Para castigar tu delito, quiero que por espacio de un año seas el acompañante de esa vieja; bien entendido que no te has de separar de ella un solo momento: donde quiera que vayas ó te encuentres, tanto de noche como de dia, deberás permanecer constantemente á su lado, y defenderla hasta morir contra todo el que intentase ultrajarla. Quiero además que estés pronto á combatir con quien ella te indique, si así lo desea, y quiero, por último, que durante el transcurso de eso año, recorras todas las provincias de la Francia.

Así dijo Zerbino; pues convencido de que la falta de Odorico merecia la sepultura, quiso abrir á sus piés otra más profunda de la que no pudiera evadirse sino por una casualidad milagrosa. Gabrina habia vendido y ultrajado á tantas damas y tantos guerreros, que yendo en su compañía era imposible evitar contínuas querellas con los caballeros andantes. De este modo serian castigados los dos: ella por sus antiguos crímenes, al paso que él, saliendo injustamente en su defensa, no dejaria de encontrar una pronta muerte. Zerbino obligó á Odorico á que le jurara solemnemente observar tales condiciones, pactando de antemano que, si dejaba de cumplirlas y por casualidad llegaba á encontrarle, le haria perecer de un modo cruel, sin escuchar más ruegos ni dar oidos á la piedad. En seguida, ordenó á Corebo y Almonio que desataran al traidor: Corebo, auxiliado por su compañero, hizo lo que le mandaba su señor, aunque con estudiada lentitud; pues tanto uno como otro sentian que se les escapara la venganza que deseaban.

No tardó Odorico en alejarse con la vieja maldita; y aun cuando en las obras de Turpin no se lee lo que despues hicieron ambos, he consultado otro autor que de ellos se ocupó. Este autor, cuyo nombre callaré, refiere que apenas hubieron andado una jornada, cuando, deseoso Odorico de desembarazarse de aquel estorbo, á pesar de su pacto y de la fé jurada, echó un lazo corredizo al cuello de Gabrina, y la colgó de un olmo, donde la dejó abandonada. Un año despues, Almonio hizo á Odorico la misma jugada; pero el autor susodicho no dice en qué sitio.

Recordando Zerbino que debia seguir las huellas de Orlando, y no queriendo perderlas, trató de enviar noticias suyas á sus tropas, que indudablemente estarian intranquilas por su ausencia; y á este efecto, mandó á Almonio, confiándole además otros encargos que no son del caso referir. Tras Almonio, envió á Corebo, y quedó solo con Isabel. Era tan grande el afecto que Zerbino, así como su amada, sentian por el virtuoso Paladin, y tantos sus deseos de saber si habia vuelto á encontrar al Sarraceno que le hiciera caer del caballo juntamente con la silla, que determinaron no regresar al campo cristiano hasta que transcurrieran los tres dias fijados por Orlando para esperar al caballero que no llevaba espada.

El príncipe de Escocia fué siguiendo los mismos caminos que recorrió el Conde, hasta que él y su amada se hallaron entre los árboles apartados del camino, en que la ingrata Angélica trazó sus amorosas inscripciones. Así estos, como el manantial y las peñas tenian impresos los recientes vestigios del furor del Paladin. Zerbino vió á lo léjos cierta cosa reluciente; aproximóse á ella y encontró la coraza del Conde: un poco más allá tropezó con el casco, pero no era aquel yelmo famoso que cubrió la cabeza del africano Almonte: oyó despues relinchar un corcel, oculto entre la espesura del bosque; levantó la cabeza y vió á Brida-de-oro paciendo tranquilamente la yerba, con el freno pendiente del arzon de la silla: buscó por la floresta á Durindana, y la encontró fuera de la vaina; halló tambien la sobrevesta del Conde, pero hecha menudos girones, que el desgraciado Paladin habia ido esparciendo por el suelo.

Con semblante triste contemplaron Isabel y Zerbino aquellos destrozos, sin poder atinar con la causa de semejante desórden: bien es verdad que podrian hacer toda clase de suposiciones, excepto la de que Orlando estuviese privado de razon: si hubieran hallado alguna mancha de sangre, habrian temido por su vida. Mientras estaban formando mil comentarios, vieron venir por la orilla del riachuelo un pastorcillo pálido y descompuesto, el cual habia sido testigo desde el pico de una roca del espantoso furor de Orlando, y presenció cómo arrojaba sus armas, desgarraba sus vestidos, daba muerte á los pastores y hacia otras mil locuras. Interrogado por Zerbino, le relató fielmente lo ocurrido, de lo que el Príncipe quedó tan asombrado, que apenas se atrevia á darle crédito, á pesar de tener delante las pruebas más fehacientes.

Sin embargo, por si fuese cierto, echó pié á tierra, y lleno de compasion, de lágrimas y de tristeza, se puso á recojer uno por uno aquellos restos esparcidos por el bosque, ayudado de Isabel, que se apeó asimismo de su palafren con igual objeto. Dedicados á tan piadosa ocupacion estaban, cuando se llegó á ellos una doncella de semblante triste, exhalando hondos suspiros. Si alguno tiene interés en saber su nombre, la causa de su afliccion y el dolor que la angustiaba, le diré que era Flor-de-lís, que iba buscando á su amante. Bradamante la habia abandonado en la ciudad de Cárlos, sin decirle una palabra; en dicha ciudad le estuvo ella esperando seis ú ocho meses, y viendo que no volvia, se decidió á buscarlo por todas partes, desde el uno al otro mar y hasta el pié de los Pirineos y de los Alpes, registrando los sitios más apartados de la Francia, excepto el palacio de Atlante el encantador. Si Flor-de-lís hubiese penetrado en aquel palacio, habria visto vagar por él á su Brandimarte con Gradasso, Rugiero, Bradamante, Ferragús, y más tarde con Orlando. Pero despues que Astolfo arrojó de allí al Nigromante con los sonidos horribles y maravillosos de su trompa, Brandimarte habia regresado á Paris, y Flor-de-lís lo ignoraba.

Al llegar casualmente, segun os iba diciendo, aquella hermosa doncella junto á los dos amantes, conoció las armas del Conde, y á Brida-de-oro, que habia quedado sin su dueño y con el freno en la silla. Vió las señales de aquel funesto lance, y en breve tuvo conocimiento de su causa, pues el pastor le refirió en los mismos términos que anteriormente el principio de la locura de Orlando.

Entre tanto Zerbino habia reunido todas las armas, y colgándolas de un pino, formó con ellas un bello trofeo: deseoso despues de impedir que se las apropiara algun caballero del país ó transeunte escribió en el verde tronco estas lacónicas palabras:

Armadura del paladin Orlando.

Como si quisiera decir: «Nadie las toque, si no se siente con brios para medirse con Orlando.»

Acababa apenas de poner fin á tan laudable obra, y ya se disponia á montar á caballo, cuando llegó el altanero Mandricardo; y al ver el pino engalanado con las gloriosas reliquias, preguntó al Príncipe el orígen de aquel trofeo, y Zerbino le refirió la verdad tal como la habia oido. Gozoso el rey pagano, no perdió tiempo; acercóse presuroso al pino, y se apoderó de la espada exclamando:

—Nadie puede censurarme por esta accion: tiempo ha que me pertenecia este acero, y por lo mismo, me asiste un perfecto derecho para tomar posesion de él donde quiera que lo encuentre. Orlando se ha fingido loco y lo ha abandonado, sin duda por no sentirse con valor suficiente para defenderlo; mas aun cuando oculte su cobardía bajo tan ridículo pretexto, esa no es una razon para que yo deje de hacer uso de un derecho legítimo.

—No la toques, gritó Zerbino, ó reflexiona que no te apoderarás de esa espada sin batirte conmigo. Si has adquirido del mismo modo las armas de Héctor, bien puede decirse que las has robado, y no que han sido el premio de tu denuedo.

Sin añadir una sola palabra, corrieron á atacarse el uno al otro, con igual esfuerzo y valentía; y apenas habia empezado la lucha, cuando resonó el aire con el estruendo de cien golpes. Rápido como el rayo, esquivaba Zerbino todos los golpes de Durindana, y hacia saltar acá y allá á su corcel como un gamo, buscando el terreno más firme. Harto necesaria le era su agilidad; pues si dejaba que le alcanzase un solo tajo de aquel acero, habria ido bien pronto á reunirse con los enamorados espíritus que pueblan la selva de los frondosos mirtos. Así como el perro ágil ataca al cerdo, que vaga por el campo separado de la piara, y va dando vueltas en torno suyo, saltando y brincando, mientras espera una ocasion para acometerle, del mismo modo Zerbino seguia con la vista todos los movimientos del acero enemigo, y heria y huia á un tiempo mismo, procurando atacar y defenderse de suerte que no peligraran su vida ni su honra.

Por su parte el Sarraceno, siempre que dejaba caer su espada, de lleno ó en vago, lo hacia con tal fuerza, que cada uno de sus golpes silbaba como el viento Norte cuando sopla impetuoso durante el mes de Marzo entre dos montañas, y azota los árboles de una frondosa selva, ora obligándoles á inclinar sus pobladas copas, ora haciendo describir mil círculos por el aire á sus ramas destrozadas.

Por más que Zerbino logró esquivar y huir multitud de golpes, no pudo al fin evitar que le alcanzara un gran fendiente, que pasando entre la espada y el escudo, le dió en el pecho. A pesar de que el peto, la malla y la coraza eran muy dobles y de excelente temple, cedieron del mismo modo al filo de la espada, que bajó rajando cuanto encontró á su alcance, así la armadura como el arzon y hasta el arnés. Si Durindana hubiese alcanzado al príncipe escocés más de lleno, seguramente lo habria hendido de arriba á abajo como una caña; pero penetró tan poco en la carne, que solo desgarró la piel: sin embargo, la herida, á pesar de no ser profunda, era tan larga que mediria más de un palmo: la humeante sangre de Zerbino tiñó su luciente armadura con una lista roja, que le llegaba á los piés. Del mismo modo he visto dividir un tejido de plata con una cinta purpúrea por la mano, más blanca que el alabastro, que á menudo me atraviesa el corazon.

De poco le valió á Zerbino su destreza, su fuerza y su audacia; pues el rey de Tartaria le aventajaba en vigor y en el excelente temple de sus armas. Aun cuando el golpe del Pagano fué más terrible en la apariencia que en sus efectos, no obstante, Isabel sintió que el corazon se le oprimia dentro del helado pecho. Zerbino, lleno de ardimiento y de valor, y encendido de ira y de despecho, empuñó su acero con ambas manos y lo descargó con toda su fuerza sobre el yelmo del Tártaro. Casi quedó tendido el soberbio Sarraceno sobre el cuello de su caballo ante la violencia de aquel golpe, que le habria dividido la cabeza en dos pedazos, á no estar encantado el yelmo. Mandricardo no difirió su venganza, y sin pronunciar una sola palabra, dirigió á su adversario un furioso tajo sobre el almete, esperando hendirle hasta el pecho: Zerbino, con la vista y el pensamiento fijos en los movimientos del Pagano, volvió rápidamente el caballo hácia la izquierda; pero no tan á tiempo que consiguiera evitar aquel mandoble. El acero del Sarraceno le partió el escudo, rompió y desató el brazal, hirióle el brazo, destrozó el arnés y se corrió hasta el muslo.

En vano procuraba el príncipe de Escocia herir á su vez á Mandricardo: sus esfuerzos no tenian el menor resultado, y apenas si dejaba impresas las huellas de sus golpes en la armadura de su contrario. El rey de Tartaria, por su parte, habia ya conseguido tales ventajas, que Zerbino estaba herido en siete ú ocho partes, desprovisto de escudo y medio roto el yelmo. El Príncipe escocés perdia mucha sangre; íbanle faltando las fuerzas, y sin embargo, parecia no sentirlo, porque su esforzado corazon, inaccesible á la debilidad, valia tanto que sostenia su vacilante cuerpo.

Entre tanto Isabel, pálida de terror, corrió á Doralicia, y le rogó y suplicó por Dios vivo que hiciera lo posible por poner fin á tan tremenda lucha. Doralicia, tan galante como hermosa, é incierta todavia sobre el éxito del combate, hizo de buen grado lo que Isabel le pedia, é indujo á su amante á que terminara la contienda ó la suspendiera por lo menos. Zerbino, dando oidos asimismo á su adorada, calmó su vengativa saña, y renunció á prolongar el combate, siguiendo á Isabel por donde quiso guiarle, sin terminar la comenzada empresa.

Flor-de-lís derramaba por su parte silenciosas lágrimas, al ver tan mal defendida la excelente espada del desgraciado Conde; y en su iracunda afliccion, se mesaba los cabellos. Desearia que se hubiese encargado Brandimarte de aquella empresa; por lo cual formó el propósito de referirle lo ocurrido, en cuanto llegara á encontrarle, persuadida de que entonces no se envaneceria Mandricardo por mucho tiempo de su preciada conquista. Prosiguió Flor-de-lís buscando á su Brandimarte dia y noche, alejándose cada vez más de su amante, que, como hemos dicho, se hallaba ya de regreso en Paris. Despues de dar mil vueltas por montes y llanuras, llegó á la orilla de un rio, donde vió y conoció al mísero Paladin; pero antes diré lo que le sucedió á Zerbino.

Al desgraciado caballero le parecia una falta tan grande el dejar abandonada á Durindana en poder de Mandricardo, que el dolor de haberla cometido le hacia olvidar el de sus heridas; y sin embargo, la sangre que habia salido y continuaba saliendo de ellas, apenas le permitia seguir á caballo. Apagado al poco tiempo su ardor al par de su cólera, aumentaron sus padecimientos tan impetuosamente, que se sintió próximo á fallecer. Su debilidad le impedia seguir adelante, por lo cual se detuvo junto á una fuente: al verle Isabel en aquel estado, no sabia qué hacer, ni qué decirle para prestarle un eficaz auxilio: afligida en extremo, contemplaba cómo su amante iba perdiendo la vida rápidamente, sin poder evitarlo; pues aquel sitio estaba demasiado apartado de toda poblacion, donde ir en busca de un médico que le socorriera, bien por compasion, ó por la esperanza de una recompensa.

Isabel se limitaba, pues, á gemir y llorar en vano, y á increpar duramente al cielo y la fortuna exclamando:

—¡Ay desventurada! ¿Por qué no quedé sepultada entre las olas, cuando desplegué mis velas por el Océano?

Zerbino, á quien afligian más las lágrimas de Isabel que la pasion tenaz y dura que le habia puesto á las puertas de la muerte, fijó en ella sus lánguidas miradas, y le dijo:

—¡Ah corazon mio! así te dignes amarme aun despues de mi muerte, como es cierto que lo único que amarga mis últimos momentos, no es la idea de perder la vida, sino la de dejarte aquí abandonada y sin guia. ¡Ah! si en el momento de exhalar mi último suspiro, supiera que quedaba segura tu existencia, moriria feliz, contento y sumamente dichoso, puesto que muero en tus brazos. Pero ya que mi destino inícuo y fiero quiere que te abandone sin saber en qué manos caerás, juro por esa boca, por esos ojos y por esos cabellos, entre los que quedé prendido, que bajo desesperado á los Infiernos, y que todos sus tormentos más crueles no lo serán tanto como el que me causará el recuerdo de haberte dejado sin proteccion.

A estas palabras respondió la tristísima Isabel inclinando su rostro bañado en llanto, y uniendo sus labios á los de Zerbino, descoloridos y lánguidos como la rosa que se marchita en su tallo por no haber sido cogida oportunamente:

—No te figures, vida mia, que harás sin mí tu final partida: ¡oh! no lo temas, corazon mio, pues estoy dispuesta á seguirte al Cielo ó al Infierno. Es preciso que nuestras almas se separen al mismo tiempo de nuestros cuerpos, y que vuelen juntas á la eternidad. En cuanto cierres los ojos, sucumbiré bajo el peso de mi dolor, ó si este no es bastante intenso para matarme, te prometo atravesarme hoy mismo el corazon con esa espada. Abrigo una gran esperanza de que nuestros cuerpos serán más felices despues de la muerte que en vida; pues quizá algun transeunte, movido á compasion, nos sepultará reunidos en una misma tumba.

Mientras así decia, iba recogiendo en su boca los últimos suspiros que la muerte arrancaba á Zerbino, ansiosa de aspirar hasta su más imperceptible soplo. Zerbino, esforzando su débil voz, le dijo:

—Te ruego y te suplico, ídolo mio, por aquel amor de que me diste pruebas al abandonar por mí el techo paterno, y te lo ordeno tambien, si así puedo hacerlo, que respetes tu existencia hasta que Dios tenga á bien disponer de ella, y conserves eternamente el recuerdo de que te he amado cuanto es posible amar en este mundo. No dejará el Señor de acudir en tu auxilio para librarte de todo ultraje, como acudió cuando para sacarte de la cueva envió en tu ayuda al Senador romano, y como te socorrió en el mar, y te libró de las violencias del criminal Odorico. Si solo la muerte puede algun dia salvar tu honra, entonces elige de dos males el menos funesto.

No creo que pudiera pronunciar estas últimas palabras de un modo bastante distinto para que Isabel las oyera; pues se extinguió su vida, como se extingue una bujía ó la luz de una lámpara privada de aceite. ¿Quién podria reproducir el inmenso dolor de la jóven, al ver á su amante pálido, rígido y frio como el hielo, tendido en sus brazos? Dejóse caer sobre el ensangrentado cadáver, y lo inundó con sus copiosas lágrimas, prorumpiendo en tales lamentos, que sus ecos se perdian á gran distancia por el bosque y la campiña: golpeábase el pecho y las mejillas; se mesaba lastimosamente sus rubios y ensortijados cabellos, y pronunciaba sin cesar el nombre de Zerbino. Su inmenso dolor, llevado hasta los últimos límites, degeneró en tal furor é ira tanta, que, olvidando las últimas órdenes de su amante, habria dirigido contra su propio pecho el acero homicida, si no corriera hácia ella, estorbando su criminal intento, un eremita que acostumbraba pasear con frecuencia desde su cercano retiro hasta la fresca y cristalina fuente. Este venerable anciano reunia á una gran bondad una prudencia natural, y era además caritativo en extremo, modelo de virtud y de elocuencia.

Aproximándose á la afligida jóven, empezó á dirigirle las frases más persuasivas y eficaces, exhortándola á la paciencia, y le presentó, como espejo en donde debia mirarse, el ánimo, y la resignacion de las mujeres del Antiguo y Nuevo Testamento. Le hizo comprender despues, que tan solo en Dios se hallaba la verdadera felicidad, y que todas las esperanzas mundanales eran rápidas, frágiles y transitorias. Tan elocuentemente habló al corazon de Isabel, que consiguió por último distraerla de su resolucion cruel al par que obstinada, haciéndole además formar el proyecto de consagrar el resto de sus dias al servicio de Dios; pero sin olvidar por ello el profundo amor que por su amante sintiera, ni abandonar tampoco sus restos mortales, de los que habia decidido no separarse nunca, llevándoselos consigo á todas partes y permaneciendo dia y noche junto á ellos.

Auxiliada por el eremita, que era robusto y fuerte, á pesar de su edad, colocaron el cuerpo de Zerbino sobre su caballo, y vagaron muchos dias por aquellas selvas. El prudente anciano no habia querido ofrecer á la bella jóven un asilo en su retiro solitario, fabricado en una selvática gruta, por temor de encontrarse enteramente solo con ella.—«Es harto peligroso, decia entre sí, tener á un tiempo en la mano la paja y la antorcha.»—No fiándose tampoco en su edad y su prudencia hasta el punto de intentar una prueba tan arriesgada, pensó que lo mejor seria acompañarla á Provenza, donde junto á un castillo próximo á Marsella, existia un monasterio riquísimo, agradablemente situado, y famoso por la religiosidad de sus moradoras. Para transportar hasta allí al difunto caballero, habia colocado su cadáver en una caja, bastante larga, capaz y embreada, que le proporcionaron en un castillo.

Anduvieron durante muchos dias por diferentes paises, eligiendo siempre los senderos menos frecuentados, á fin de evitar el encuentro de los muchos soldados que, por estar en guerra la Francia, circulaban por do quiera. Desgraciadamente, llegaron á un sitio en que los cerró el paso un caballero, dirigiéndoles los mayores ultrajes y los insultos más groseros, de lo cual me ocuparé cuando sea oportuno; pues ahora debo volver al Rey de Tartaria.

Una vez terminada la pelea del modo que he referido, púsose el jóven á descansar de sus fatigas á la sombra de los árboles y á la orilla del arroyuelo, despues de haber quitado la silla y el freno á su corcel, dejándole que paciera libremente las tiernas yerbecillas del prado. Apenas se habia recostado sobre el césped, cuando vió á lo léjos un caballero que desde lo alto de una colina se dirigia á la llanura. En cuanto Doralicia levantó la vista para mirarle, le conoció, y exclamó, designándolo á Mandricardo:

—Ese es, si no me engaña la distancia, el soberbio Rodomonte. Estoy segura de que desciende de esa colina para reñir contigo: esta es, pues, la ocasion más oportuna de mostrar tu valor. Como le estaba prometida en matrimonio, ha considerado mi rapto como un sangriento ultraje y viene decidido á vengarse.

Cual un intrépido azor, que, al ver aparecer la paloma, la perdiz, la chocha, el ánade ú otra ave semejante, levanta la cabeza, y se pone erguido y arrogante, así tambien Mandricardo se apresuró á enjaezar su corcel, esperando alegre y deseoso de pelear á Rodomonte, como si ya contase por suya la victoria, con el pié afirmado en los estribos y las bridas en la mano. Cuando estuvieron tan próximos que podian oir distintamente sus altaneras palabras, empezó el Rey de Argel á amenazar al Tártaro con la cabeza y con la mano, gritándole que no tardaria en castigar la audacia con que, por un temerario capricho, habia osado provocar á un guerrero que no dejaba impune la menor injuria. Mandricardo respondió á tales amenazas:

—Es en vano que intentes infundirme miedo con amenazas, las cuales solo sirven para asustar á las mujeres, á los niños ó á los que no saben manejar el acero, Pero yo, para quien el mejor descanso es la pelea, las desprecio y estoy pronto á probártelo á pié, á caballo, con ó sin armas, y lo mismo en campo abierto, que en palenque cerrado.

Pronto pasaron de las amenazas, de los ultrajes y demostraciones de su ira, á las estocadas y al terrible estridor de los golpes, semejantes al viento que empieza por soplar con hálito apenas perceptible, y aumenta gradualmente su fuerza, sacudiendo primero las copas de los fresnos y las encinas, y levantando despues al cielo espesas nubes de polvo, hasta que concluye por arrancar de raiz, los árboles y derribar las casas, causando naufragios en el mar, y haciendo estallar en la tierra una violenta tempestad que destruye los rebaños esparcidos por la floresta. Los animosos corazones y extraordinarias fuerzas de los dos paganos, que no tenian iguales en el mundo, hicieron que el combate fuera tan espantoso cual debia esperarse de su natural feroz. Cada vez que chocaban los aceros, la tierra se estremecia á su tremendo y formidable estrépito; sus armas despedian millares de chispas que llegaban hasta las nubes, cual si fueran infinitas lámparas de ellas pendientes.

Sin tomar aliento ni descansar un solo instante, íbase prolongando la lucha terrible de ambos reyes; uno y otro buscaban el sitio más á propósito para atravesar la armadura ó abrir la malla de su adversario, y ni el uno ni el otro cedia ó podia adelantar un paso, permaneciendo firmes en un reducido círculo, como si estuviesen rodeados de fosos y murallas, ó les costara demasiado cada pulgada de terreno. Uno de los infinitos golpes que el Tártaro descargó á dos manos sobre el Rey de Argel le alcanzó en la frente y le hizo ver mil relámpagos girando en su derredor. Privado por un momento de sus fuerzas el Africano, cayó de espaldas sobre la grupa de su caballo, perdió los estribos y estuvo á punto de medir el suelo en presencia de la mujer á quien tanto amaba. Pero así como un excelente arco de fino acero se endereza tanto más impetuosamente cuantos más esfuerzos se han hecho para encorvarlo, causando mayor daño del que ha recibido, de igual modo se enderezó el Africano y descargó sobre su enemigo un golpe mucho más violento, que alcanzó al hijo del Rey Agrican en el mismo sitio en que este hiriera á Rodomonte. Merced á su casco troyano, que le resguardó de aquella cuchillada, salió Mandricardo ileso; pero tan aturdido, que estuvo mucho tiempo sin saber si era de dia ó de noche. El airado Rodomonte, sin perder un instante, dejó caer otra vez su furiosa espada sobre la cabeza de su adversario.

Asustado el corcel del Tártaro por el silbido que despedia el acero al hendir el aire, sirvió por su mal de auxilio á su señor; pues encabritándose para huir de un salto, recibió en medio de la cabeza el tajo dirigido al ginete, y como no tenia, cual su amo, el casco de Héctor, cayó muerto en tierra. Al caer el caballo, Mandricardo, vuelto ya en sí, se puso en pié instantáneamente, y empezó á esgrimir con rapidez su Durindana. La rabia que hervia en su pecho á consecuencia de la muerte de su corcel no tardó en conocerse por sus incesantes y furiosos golpes: el africano dirigió su caballo sobre él con la intencion de derribarle; pero firme Mandricardo como el escollo combatido por las olas, resistió la acometida y derribó al caballo de Rodomonte. Apenas sintió este que su corcel caia, soltó los estribos, se apoyó en el arzon y saltó rápidamente á tierra. Igualándose de nuevo el combate, se hizo más terrible y desesperado; el odio, la ira, y la soberbia cegaban cada vez más á los dos guerreros, y la lucha iba á continuar al parecer indefinidamente, cuando llegó á toda prisa un mensajero que le puso término.

Este mensajero era uno de los muchos que habian enviado los moros por toda la Francia para llamar á sus banderas á los capitanes y caballeros, á fin de que los auxiliaran contra el Emperador de las lises de oro, el cual los tenia tan estrechamente sitiados en su campamento, que de no recibir un socorro inmediato, era segura su ruina. El mensajero conoció á los dos reyes, no solo por sus divisas y por los colores de sus sobrevestas, sino tambien por el modo de esgrimir las espadas y por los terribles golpes que sus manos eran las únicas capaces de descargar. Su cualidad de enviado del Rey no le inspiró la suficiente confianza para ponerse entre ellos, ni tampoco le pareció bastante segura la inviolabilidad de su cargo de embajador: así es que se dirigió á Doralicia, y le manifestó que Agramante, Marsilio y Estordilano, con un reducido número de guerreros, estaban asediados en su inseguro campamento por el ejército cristiano, suplicándole que se lo participara á entrambos caballeros, que procurara ponerles de acuerdo, y que les hiciera partir sobre la marcha en auxilio del pueblo sarraceno.

Doralicia se arrojó valerosamente entre ellos, diciéndoles:

—En nombre de ese amor que me profesais, os ordeno que reserveis vuestras espadas para hacer mejor uso de ellas, y acudais sin pérdida de tiempo en socorro de nuestro ejército sarraceno, asediado en este momento en sus tiendas donde espera un rápido auxilio ó su total ruina.

Entonces tomó la palabra el mensajero, refiriéndoles minuciosamente lo sucedido y el gran peligro en que se hallaban los moros, y entregó despues al hijo de Ulieno una carta del hijo del rey Trojan. A consecuencia de estas noticias convinieron los dos guerreros en estipular una tregua hasta el dia en que los moros lograran romper el cerco que los estrechaba; pero bajo la condicion de que una vez levantado dicho cerco, habian de separarse de nuevo para volver á empezar la suspendida lucha, hasta que la suerte de las armas decidiera á quien habria de pertenecer la doncella. Tomaron por testigo de su juramento á la misma Doralicia, en cuyas manos lo prestaron.

Mal avenida la impaciente Discordia, así como el Orgullo, allí presentes, con aquella suspension de hostilidades, no querian consentir ni tolerar que quedara establecido tal acuerdo; pero pudo más que ellos el Amor, tambien presente, á cuyo valor ninguno se iguala, y á fuerza de flechazos, apartó á la Discordia y al Orgullo. Estipulóse, pues, la tregua entre ambos caballeros, tal como plugo á la que imperaba en sus corazones. Faltábales un caballo, pues el del Tártaro yacia tendido sin vida, cuando apareció oportunamente Brida-de-oro, que iba pastando á orillas del arroyo. Pero veo que he llegado al fin de este canto, por lo cual, con vuestro permiso, haré aquí punto.

Canto XXV

Rugiero libra á Riciardeto del suplicio de las llamas, á que le habia condenado el rey Marsilio.—Riciardeto refiere minuciosamente á Rugiero la causa de haber sido condenado á muerte.—Los dos jóvenes pasan luego al castillo de Aldigiero, que los recibe poseido de una gran tristeza, y á la mañana siguiente salen armados á impedir que Malagigo y el buen Viviano caigan en poder de Bertolagio.

¡Cuán violenta es la lucha que sostienen en un corazon juvenil los deseos de gloria y los impulsos del amor! Tan pronto vencedor como vencido uno ú otro sentimiento, todavía se ignora cuál de ellos ejerce un dominio más absoluto. Mucho influyó sin duda alguna en el ánimo de los dos adversarios el sentimiento del deber y del honor, para que suspendieran su amorosa contienda á fin de volar en auxilio de los suyos; pero pudo mucho más el amor, porque de no habérselo exigido así la señora de sus pensamientos, aquella terrible lucha no habria terminado hasta que uno de los dos contendientes alcanzara el laurel de la victoria; y mientras tanto, Agramante y el resto de su ejército estarian esperando inútilmente su auxilio. Bien podemos decir por esto, que no siempre es funesto el amor; pues si con frecuencia perjudica, otras veces es útil.

Habiendo convenido los dos caballeros paganos en diferir sus querellas, se dirigieron juntamente con Doralicia hácia Paris para salvar al ejército africano: con ellos iba tambien el diminuto enano que habia ido siguiendo las huellas del Tártaro, hasta conseguir que el celoso Rodomonte le alcanzara. Llegaron á un prado, donde estaban descansando á orillas de un arroyo dos caballeros desarmados, y otros dos cubiertos con los yelmos, acompañando á una dama de bello rostro. En otra parte os diré quiénes eran estos personajes; pues antes es preciso que vuelva á hablaros del buen Rugiero, á quien dejé en el momento en que arrojaba su escudo en un pozo.

Apenas hubo andado una milla, cuando encontró uno de los correos que el hijo del rey Trojano mandaba á todos los caballeros solicitando su socorro. El mensajero le anunció tambien que Cárlos tenia puestos á los sarracenos en tan apurado trance, que si no recibian sin la menor tardanza auxilios, en breve perderian el honor ó la vida. Asaltado Rugiero por una multitud de pensamientos, no sabia á cual dar la preferencia, si bien es verdad que ni el sitio ni la ocasion eran los más á propósito para que se formara maduramente su opinion. Por último, dejó marchar al mensajero, y revolvió su caballo en la direccion que le indicaba la afligida dama, la cual iba estimulándole incesantemente para que acudiera en defensa del doncel, sin permitirle el menor reposo.

Siguiendo, pues, su marcha, llegaron á la caida de la tarde á una ciudad situada en medio de la Francia, la cual estaba en poder del rey Marsilio, quien la habia conquistado en aquella guerra. No se detuvieron en el puente ni en las puertas; pues aun cuando en torno del rastrillo y de los fosos se veia un gran número de soldados y de aprestos belicosos, nadie les estorbó el paso. Como los soldados conocian á la dama que iba en compañía de Rugiero, le dejaron pasar libremente, sin preguntarle siquiera de donde venia. Llegó á la plaza, encontrándola llena de una multitud cruel, apiñada en derredor de una siniestra pira, sobre la cual divisó pálido y macilento al jóven condenado á perecer entre sus llamas.

En cuanto Rugiero fijó sus miradas en aquel rostro abatido y lloroso, creyó ver á la misma Bradamante; tal era la semejanza del jóven con ella. Cuanto más detenidamente contemplaba su faz y su talante, tanto más se convencia de que era ella, diciendo para sí: «Ó esa es Bradamante, ó no soy yo el mismo Rugiero que antes. Arrastrada por su audacia, habrá querido tal vez defender al cautivo, y teniendo mal éxito su empresa, habrá quedado aprisionada, como estoy viendo. ¿Por qué esa precipitacion que no le ha permitido esperarme para compartir conmigo los peligros de esta aventura? ¡Ah! ¡gracias á Dios, he llegado á tiempo de salvarla!»

Y sin vacilar un solo instante, desenvainó la espada (porque su lanza habia quedado hecha pedazos junto al castillo de Pinabel), y lanzando su caballo sobre aquella multitud inerme, empezó á describir círculos con su acero, cortando frentes, rostros y gargantas. El populacho emprendió la fuga, despidiendo gritos atronadores, quedando muchos tendidos en el suelo, los más atropellados y los otros con la cabeza rota. Cual bandada de pájaros que, revoloteando seguros por las orillas de un estanque, en busca de su alimento, al ser acometidos de improviso por el rapaz halcon que se apodera de uno de ellos, se dispersan todos, abandonando al prisionero sin cuidarse siquiera de librarlo de las garras de su enemigo, así hizo aquella multitud en cuanto el valiente Rugiero dió tras ella. A cuatro ó seis de los que fueron más lentos en huir les cortó la cabeza á cercen con la mayor limpieza; hendió á otros tantos hasta el pecho, y á muchos más hasta los ojos ó los dientes. Verdad es que ninguno de ellos llevaba casco, sino cofias de brillante hierro; pero aun cuando hubiesen sido yelmos del temple más fino, los habria partido del mismo modo, ó poco menos.

No se encuentra en ningun caballero moderno la fuerza de que estaba dotado Rugiero; fuerza que superaba á la del oso, á la del leon, y á la de cualquiera de los animales conocidos: tal vez podria compararse á la de un terremoto, ó á la del Gran Diablo, no el del Infierno, sino el de mi Señor; que con su fuego hace retroceder al cielo, á la tierra y al mar. Cada uno de sus golpes derribaba por lo menos un hombre; con frecuencia dos, y algunas veces hasta cuatro ó cinco: así es que pronto dejó ciento tendidos á sus piés. Su centelleante espada cortaba el más duro acero cual si fuese blanda cuajada. Falerina forjó aquella espada terrible en el jardin de Orgagna, para dar con ella la muerte á Orlando, pero harto le pesó haberla fabricado, pues vió su jardin destrozado con su propia obra; y si entonces causó tanta ruina y tal estrago, ¿qué no deberia hacer á la sazon, manejada por un héroe cual Rugiero? Si alguna vez se sintió este guerrero poseido de furor; si hizo alarde de su fuerza; si dió las más ostensibles pruebas de su valor indomable, nunca como entonces lo sintió, lo hizo ó las dió, creyendo batirse por su amada. Las turbas se defendian de él, ni más ni menos que una liebre perseguida por galgos: muchos fueron los que quedaron en el sitio; infinitos los que huyeron.

La dama habia desatado entre tanto las ligaduras que al jóven sujetaban, y le armó como pudo, presentándole un escudo y una espada: al verse libre el ofendido mancebo, procuró vengarse á su sabor de aquella gente, y dió tan evidentes muestras de su vigoroso brazo, que en breve fué tenido por valiente y esforzado. Ya habia sepultado el Sol sus doradas ruedas en los mares de Occidente, cuando el victorioso Rugiero salió con su protegido de la ciudad. Luego que el doncel se halló en completa seguridad fuera de las puertas, dió á su libertador una y mil veces las gracias, con palabras nobles y delicadas y gentil donaire, por haberle socorrido, á pesar de no conocerle, arriesgando para ello su vida, y terminó rogándole que le dijese su nombre, á fin de saber á quién debia tanto agradecimiento.

—Esas son, decia entre sí Rugiero, las bellas facciones, la graciosa apostura y el rostro encantador de Bradamante; pero su dulce voz no es la que oigo, ni el modo de manifestarme su gratitud es el que ella usaria con su leal amante. Pero si es en efecto Bradamante, ¿cómo ha podido olvidar tan pronto mi nombre?

Para asegurarse de la verdad, Rugiero dirigió con cierta astucia al mancebo esta pregunta:

—Estaba pensando en que os he visto en otra parte, y por más que esfuerzo mi imaginacion, no sé ni puedo recordar en qué sitio: ¿quereis decírmelo vos, si os acordais, y quereis decirme tambien vuestro nombre, á fin de saber á quien ha salvado hoy de las llamas mi oportuno socorro?

—Bien podrá ser que me hayais visto en otra parte, respondió el jóven; pero á mi vez ignoro dónde y cuándo, porque tambien yo voy recorriendo el mundo en busca de aventuras. Es posible asimismo que hayais visto á una hermana mia, que viste armadura y ciñe espada: somos mellizos, y nuestra semejanza es tal, que ni los individuos de nuestra familia pueden distinguirnos á uno de otro. No sois el primero, ni el segundo, ni el cuarto de los que han incurrido en este error, tanto más disculpable, cuanto que caen con frecuencia en él nuestro padre, nuestros hermanos y hasta nuestra madre. En lo único que me diferenciaba de mi hermana era en los cabellos, que yo llevo cortos y descuidados como hacen los demás hombres, al paso que ella los tenia largos y trenzados en derredor de la cabeza; pero desde que recibió en la cabeza una herida, cuyo motivo seria harto prolijo referir, y un siervo de Dios le cortó la cabellera á la altura de la oreja para curarla, no ha quedado una sola señal que nos distinga, excepcion hecha del sexo y el nombre. Yo me llamo Riciardeto, ella Bradamante, y ambos somos hermanos de Reinaldo. Y si no fuera por temor de molestaros, os referiria una aventura que os dejaria asombrado, originada por mi semejanza con mi hermana, y que si al principio me causó algun placer, trocóse pronto en acerbo disgusto.

Rugiero, para cuyo oido no habia versos tan armoniosos ni historias tan halagüeñas como cuanto tuviera relacion con su amada, dirigió las más vivas instancias á Riciardeto para que le refiriera aquella aventura: el jóven, accediendo á ellas, prosiguió hablando de esta suerte:

—Sucedió en aquel tiempo, que pasando mi hermana por uno de los bosques próximos, fué herida por la saeta de un sarraceno, en ocasion en que no llevaba puesto el yelmo, viéndose obligada á cortarse sus largos cabellos para sanar de la peligrosa herida que recibiera en la cabeza. Restablecida y rapada, como digo, volvió á internarse en el bosque, y vagando por él, llegó á un manantial al que prestaban los árboles grata sombra. Como estaba rendida y disgustada, se apeó del caballo, quitóse el casco, y quedó en breve dormida sobre la fresca yerba. No creo que pueda contarse una fábula más bella ni extraordinaria que esta aventura. Mientras descansaba Bradamante, acertó á pasar por allí Flor-de-Espina de España, que andaba cazando por el bosque, y cuando tropezó con mi hermana que estaba completamente armada, pero con la cabeza descubierta, y ceñia una espada en vez de empuñar una rueca, creyó hallarse en presencia de un caballero. Tanto tiempo estuvo contemplando su hermoso rostro y su varonil aspecto, que quedó prendada de mi hermana; é invitándola á cazar, se alejó de sus compañeras, y se ocultó con ella en lo más espeso del bosque.

»Así que hubo llegado á un sitio solitario en donde no temia que la sorprendieran, con sus palabras y acciones fué poco á poco descubriendo la aguda herida de su corazon traspasado; sus ojos ardientes, sus abrasados suspiros no tardaron en descubrir el deseo que consumia su alma; su rostro perdia el color y se encendia alternativamente, hasta que por último, fuera de sí, se atrevió á darle un beso. Mi hermana habia conocido desde luego la equivocacion que aquella dama padecia; pero, imposibilitada de satisfacer sus deseos, se encontraba en el mayor compromiso.—«Mejor será, decia entre sí, apresurarme á deshacer su error, revelándole mi verdadero sexo, que consentir en que me tenga por un caballero descortés.»—Y decia la verdad; porque era una villanía, propia tan solo de un hombre hecho de estuco, dejarse requebrar por tan linda doncella, llena de dulzura y de amorosa pasion, y entretenerla con palabras vanas permaneciendo con las alas bajas como un buho. Procuró, pues, con la mayor prudencia descubrirle la verdad, manifestándole que era tambien una doncella, que buscaba la gloria por medio de las armas, cual otra Hipólita ó Camila; añadiendo que habia nacido á orillas del mar de África, en la ciudad de Arcilla, y que desde su edad más temprana se habia ejercitado en el manejo de la espada y de la lanza.

»Esta confesion no apagó una sola chispa del fuego que abrasaba á la enamorada doncella: tanto era lo que Amor habia profundizado su dardo, que este remedio fué demasiado tardío para su penetrante herida. A pesar de tal revelacion, no le pareció menos bello el rostro, menos bella la mirada, ni menos bellos los atractivos todos de mi hermana; así como tampoco logró recobrar su corazon, que, separado de su pecho, se solazaba en los amados ojos de Bradamante. Imaginó que, mientras la viera cubierta con su armadura, tal vez podria conseguir que no la consumieran sus mismos deseos; mas cuando consideraba que era una mujer, suspiraba, gemia, y demostraba el dolor más vivo. Cuantos hubiesen escuchado aquel dia sus querellas y sus llantos, habrian llorado seguramente con ella.—«¡Qué tormentos, decia, ha habido tan crueles que no lo sean más los mios! Fácil me habria sido alcanzar el término deseado de cualquier otro amor, inocente ó culpable; habria sabido separar la rosa de las espinas; solo á mi anhelo no hallaré fin. ¡Oh Amor! si has querido atormentarme, porque te pesaba mi feliz y tranquilo estado, debieras contentarte con hacerme sentir los martirios que impones á los demás amantes. Entre los hombres y los animales, jamás he visto que la hembra ame á la hembra: nunca ha seducido la belleza de una mujer á otra, así como la cierva no se ha enamorado de otra cierva, ni la oveja de otra oveja. De cuantos seres existen en la tierra, en el aire y en el mar, yo soy la única que padece tan insoportable martirio: sin duda has pretendido que mi lastimoso error sea el ejemplo más terrible de tu inmenso poder. La esposa del rey Nino, al amar á su propio hijo, sintió deseos tan nefandos como impuros: la pasion que concibió Mirra por su padre y la Cretense por el toro fué odiosa sin duda; pero la mia es más insensata que todas ellas. La hembra se enamoró del varon, esperó el fin de sus deseos y lo consiguió: Pasifae se metió en una vaca de madera para lograrlo, así como otros lo realizaron por varios medios y de diferentes modos; pero aunque me socorriese Dédalo con todo su ingenio, no podria desatar el nudo que formó con demasiada habilidad el poderoso Hacedor de cuanto existe en la naturaleza.»

»Tales eran las quejas y lamentos de la hermosa doncella, que se consumia interiormente, sin poder recobrar la perdida calma. Tan pronto se golpeaba el rostro, como se mesaba los cabellos ó procuraba vengarse de sí contra sí misma. Mi hermana no pudo menos de condolerse de aquella afliccion y derramar algunas compasivas lágrimas, procurando calmar tan loca como vana pasion; pero se esforzaba inútilmente en consolarla. Flor-de-Espina, que deseaba auxilio y no consuelo, continuaba lamentándose más y más, y exhalando incesantes sollozos. Empezaban ya los últimos rayos del Sol á teñir de púrpura el Occidente, y se aproximaba la hora de que buscara más seguro asilo todo el que no quisiera pasar la noche en la selva, por lo cual la doncella ofreció á Bradamante hospitalidad en esta ciudad, poco distante del bosque. Mi hermana no pudo resistir á sus ruegos y llegó en su compañía al sitio en que la muchedumbre perversa y cruel me habria arrojado á las llamas, si no os hubiéseis presentado.

»Flor-de-Espina dispuso que acogiesen á mi hermana con el mayor agasajo, é hizo además que trocara su férrea armadura por un rico traje propio de su sexo, para que todos conocieran que era una mujer la que la habia acompañado; pues comprendiendo que ninguna utilidad le reportaria el aspecto varonil de mi hermana, deseaba por lo menos evitar las malignas suposiciones que no dejarian de hacerse al verla tan afectuosa con un caballero. Lo hizo tambien con el objeto de ver si podia desechar totalmente de su imaginacion el error en que la habia hecho incurrir el traje guerrero de Bradamante, contemplándola más detenidamente vestida con el que le era adecuado y le revelaba toda la verdad. Aquella noche participaron ambas del mismo lecho, pero su reposo fué muy diferente; pues mientras la una dormia, la otra gemia y lloraba, lamentándose de que su deseo fuera cada vez más ardiente. Si el sueño cerraba por algunos momentos sus párpados, la atormentaban imaginarios ensueños, figurándose ver que el cielo le concedia que Bradamante trocara su sexo por otro mejor. Cuando un enfermo, devorado por la sed, logra conciliar el sueño, mientras le abrasa la fiebre, en medio de su agitado reposo se le aparecen las cristalinas aguas de todos los manantiales que recuerda: Flor-de-Espina, lo mismo que el sediento enfermo, veia entre sueños las imágenes más deliciosas y más propicias á sus deseos; pero al despertarse, tropezaba siempre con la triste realidad. ¡Cuántas súplicas, cuántas promesas hizo durante toda la noche á Mahoma y á todos los Dioses para que por medio de un milagro sorprendente y ostensible cambiaran á Bradamante en mejor sexo! Todos fueron inútiles y quizás el cielo no hizo otra cosa sino reirse de ella.

»Pasó la noche, y Febo sacó del seno de las ondas su blonda cabellera, iluminando el mundo. En cuanto apareció el dia y dejaron ambas el lecho, sintió Flor-de-Espina aumentarse su dolor; pues Bradamante, que anhelaba salir de tan embarazosa situacion, manifestó que debia ausentarse. La bella princesa quiso que se llevara en memoria suya un magnífico corcel, enjaezado con franjas de oro, y además una sobrevesta ricamente tejida por sus propias manos. Despues de haberla acompañado hasta una larga distancia, regresó á su palacio, derramando copiosas lágrimas.

»Mi hermana caminó con tal rapidez, que aquel mismo dia llegó á Montalban. Nuestra madre y todos nosotros la recibimos poseidos del mayor júbilo; porque careciendo de noticias suyas estábamos con el mayor cuidado por ella y llegamos á temer que hubiese muerto. Al quitarse el casco, reparamos en que habian desaparecido las hermosas trenzas que hasta entonces rodeaban su cabeza; examinamos tambien maravillados la peregrina sobrevesta que llevaba, y entonces ella nos refirió desde el principio al fin todo cuanto acabo de narraros, diciéndonos cómo fué herida en el bosque; cómo se vió precisada á permitir que le cortaran los cabellos para curar su herida; cómo la sorprendió, mientras estaba durmiendo á la orilla de un arroyo, una linda cazadora, á quien dejó prendada su falsa apariencia, y cómo se retiró con ella á un sitio apartado. Nos habló tambien de la afliccion de Flor-de-Espina, que nos conmovió sobremanera, y por último, nos participó su permanencia en el castillo, y todo cuanto hizo hasta regresar á nuestro lado.

»Yo conocia á Flor-de-Espina por haberla visto en Zaragoza y luego en Francia: sus lindos ojos y sus tersas mejillas me habian agradado en extremo; pero no dejé que tomaran cuerpo mis deseos, convencido de que es un sueño ó una locura el amor sin esperanza. Al presentárseme entonces aquella ocasion tan propicia, sentí de improviso que se reavivaba en mi pecho la antigua llama. Amor se valió de esta esperanza para tejer las redes en que de otra suerte no me hubiera prendido: caí entonces en ellas, y él me inspiró medios más á propósito para conseguir de aquella doncella lo que yo deseaba. Mi estratagema no podria menos de tener buen éxito; pues así como mi semejanza con mi hermana habia engañado á muchos, tal vez engañaria del mismo modo á la apasionada jóven. Estuve por algunos momentos indeciso; pero al fin me pareció que siempre es bueno procurarse lo que nos agrada. No participé á nadie mi proyecto, ni quise que nadie me diese su parecer con respecto á él. Durante la noche, fuí al sitio donde mi hermana tenia recogidas sus armas; me las puse, y salí del castillo cabalgando en el corcel de Bradamante, sin detenerme siquiera á esperar que amaneciese. Guiado por el amor, fuí á buscar á la bella Flor-de-Espina, y llegué á su palacio antes de que el Sol se ocultara de nuevo. Por dichoso se tuvo el que consiguió antes que nadie anunciar á la Reina mi llegada, esperando, en recompensa de tan buena noticia, obtener gracias y favores: como todos participaban del error en que tambien vos habeis incurrido, me habian tomado por Bradamante, con tanto mayor motivo, cuanto que yo llevaba el traje y el caballo con que habia salido mi hermana el dia anterior.

»A los pocos momentos salió Flor-de-Espina á recibirme, colmándome de las más tiernas caricias, con rostro tan radiante de júbilo, que no podia demostrarse más. Rodeó mi cuello con sus hermosos brazos, y estrechándome suavemente, me besó en la boca. Podeis pensar si el agudo dardo que entonces me disparó el amor dejaria traspasado mi corazon. Cogióme de la mano, y me condujo presurosa á su cámara, donde me quitó el yelmo, las espuelas y las armas, sin querer confiar á nadie este cuidado. Ordenó despues que trajeran uno de sus trajes más ricos y lujosos; lo desdobló por sí misma y se puso á vestirme como si yo fuese en efecto una mujer, encerrando, por último, mis cabellos en una redecilla de oro. Yo procuraba que en mis miradas y en mi expresion se retratase la mayor modestia, lo que conseguí tan bien, que ninguno de mis ademanes revelaba mi sexo; y como por la voz se me podia tal vez conocer, procuré fingirla de modo, que nadie concibió la menor sospecha.

»Entramos despues en un salon, donde se hallaban reunidos muchos caballeros y damas, de los cuales fuimos recibidos con los honores que se conceden á las reinas y grandes señoras. Más de una vez tuve ocasion de reirme de aquellos señores, que no sabiendo que bajo aquel traje femenil se ocultaba un hombre gallardo y animoso, me enamoraban con sus miradas lánguidas ó lascivas. Cerca ya de media noche, y despues de levantar la mesa, que habia estado cubierta de los manjares más exquisitos que ofrecia la estacion, no esperó Flor-de-Espina á que yo solicitase de ella lo que habia sido causa de mi estratagema, sino que me invitó galantemente á que durmiese aquella noche con ella. Despues que nos hubieron dejado solos los pages, los escuderos, las doncellas y las dueñas que nos servian, y cuando ya estuvimos desnudos en un lecho iluminado por tantas luces que parecia de dia, dirigí á Flor-de-Espina estas palabras:

—»No os maravilleis, señora, de haberme visto regresar tan pronto á vuestro lado, cuando tal vez estaríais pensando en que no volveria á hallarme en vuestra presencia sabe Dios hasta cuando. Os diré en primer lugar la causa de mi marcha, y despues la de mi regreso. Si mi permanencia aquí hubiese bastado para calmar vuestros ardorosos deseos, habria consentido de buen grado en no separarme de vuestro lado un solo momento, conceptuándome feliz con vivir y morir en vuestro servicio; pero en vista que mi presencia solo servia para aumentar vuestra afliccion, elegí, á falta de otro medio mejor, el de ausentarme. El hado sin duda me apartó del camino recto, é hizo que me internara en un bosque inextricable, en el que oí cercanos lamentos, cual si fueran despedidos por una mujer en demanda de auxilio. Corrí hácia donde resonaban, y á la orilla de un lago cristalino ví á un fauno, que acababa de coger en sus redes á una doncella desnuda, á la que habia sacado del agua con objeto de devorarla viva. Me precipité sobre él, y con la espada en la mano, porque no me era dado socorrerla de otro modo, arranqué la vida al infame pescador. La doncella se arrojó al momento al agua y me dijo:—«Tu auxilio no quedará sin recompensa, porque sabré premiarte espléndidamente: pídeme lo que quieras: soy una Ninfa que vive en el seno de estas linfas transparentes, y tengo suficiente poder para hacer las cosas más asombrosas, y hasta para que obedezcan á mi voz los elementos y la naturaleza. Pídeme todo aquello á que se extienda mi valimiento, y despues deja á mi cuidado la satisfaccion de tus deseos. A mis cánticos baja la Luna desde el Cielo, se hiela el fuego y se solidifica el aire, y más de una vez han bastado mis más sencillas palabras para hacer temblar la Tierra y detener al Sol en su curso.»—Yo no pedí, á pesar de tantos ofrecimientos, ni los más preciados tesoros, ni dominar pueblos y naciones, ni brillar doblemente por mi virtud y mi valor, ni vencer con honor en todos los combates: únicamente solicité de ella que me allanara un camino cualquiera para satisfacer vuestros deseos, sin indicarle este ó el otro medio, sino dejándolo enteramente á su arbitrio. Apenas le hube expuesto mi demanda, cuando se sepultó otra vez en el lago, y por única respuesta me roció con algunas gotas de agua encantada. Apenas me alcanzaron varias de ellas al rostro, me encontré, sin saber cómo, enteramente transformada, y aun cuando lo veo y lo siento, no puedo dar crédito á una metamórfosis, que de mujer me ha convertido en hombre. Vos tampoco lo creeríais si no os fuera fácil convenceros ahora mismo de ello. Como todo mi anhelo se cifra en complaceros, lo mismo ahora que cuando pertenecia á otro sexo, mandad, y me encontrareis dispuesto siempre á serviros y obedeceros.»

»Así le dije, y Flor-de-Espina no tardó en convencerse de la verdad de mis palabras. Sucede con frecuencia al que ha perdido la esperanza de alcanzar una cosa ardientemente deseada, que mientras más se lamenta por verse privado de ella, más se aflige, se atormenta y encoleriza, y si bien llega á conseguirla, es tanto el pesar que siente por haber estado largo tiempo sembrando en la arena, y tan malos los resultados de la desesperacion, que no puede dar crédito á sus ojos y permanece en la mayor confusion. Esto mismo le aconteció á la jóven que, á pesar de haberse persuadido de la realidad, temia aun ser presa de un sueño halagador. Convencida, por último, exclamó fuera de sí: «¡Oh cielos, si esto es tan solo un sueño, haced que no despierte nunca!»—No fué necesario el agudo sonido de los clarines ni el ruido atronador de los tambores para empezar el amoroso asalto; bastaron como señal para darlo los besos que, cual amantes palomas, empezamos á cambiarnos, y sin necesidad de saetas ni de hondas, me apoderé de la fortaleza en que planté mi estandarte victorioso, humillando á mi dulce enemiga.

»Si el lecho de Flor-de-Espina habia sido la noche anterior testigo de sus quejas y suspiros, en aquella lo fué de nuestras risas, fiestas y suaves placeres. Los flexibles acantos no entrelazan más estrechamente con sus nudos las columnas y los capitales, como pasamos toda la noche Flor-de-Espina y yo en brazos uno de otro.

»Oculto entre ambos el secreto de nuestro amor, disfrutamos de sus placeres por espacio de algun tiempo; mas no faltó quien lo descubriera, y hasta llegó á oidos del Rey, por mi desgracia. Vos, señor, que me habeis arrancado de las manos de los que encendieron la hoguera en la plaza, comprendereis fácilmente el resto; pero solo Dios conoce el desconsuelo en que he quedado.»

En tales términos refirió Riciardeto sus aventuras á Rugiero, haciendo con este relato menos pesada su nocturna marcha, mientras subian por un monte rodeado de peñascos y precipicios. Un escarpado sendero, angosto y lleno de rocas, les abria camino con fatigosa llave. En la cima de aquel monte se asentaba el castillo de Agrismonte del que era gobernador Aldigiero de Claramonte: este era hijo bastardo de Buovo y hermano de Malagigo y de Viviano, aunque algunos, con temerario aserto, han asegurado que era hijo legítimo de Gerardo. Pero fuese lo que quiera, lo cierto es que era valeroso, prudente, liberal, cortés y humano, y guardaba dia y noche cuidadosamente el castillo fraternal. Aldigiero, que amaba en extremo á su primo Riciardeto, dispensó á Rugiero la cortés acogida que le era debida, y Rugiero le correspondió del mismo modo por respetos á su jóven compañero. Sin embargo, no salió á su encuentro tan alegremente como solia, sino que los acogió con triste semblante, por haber recibido aquel dia una noticia que anubló la ordinaria serenidad de su corazon y de su rostro. En vez de saludar á Riciardeto, le dijo:

—Primo mio, tenemos malas noticias: he sabido hoy por conducto de un mensajero de toda confianza, que el infame Bertolagio de Bayona ha convenido con la cruel Lanfusa en que le haria presentes de gran valor, con tal que ella le entregara á nuestros dos hermanos Malagigo y Viviano. Desde el dia en que Ferragús los hizo prisioneros, los ha tenido Lanfusa encerrados en un sitio malsano y privado de la luz del dia, hasta el momento en que ha ajustado con Bertolagio el pacto bárbaro y desleal de que te hablo. Mañana los debe entregar al de Maguncia en uno de sus castillos, situado en los confines de Bayona. Él mismo debe ir en persona á pagar el precio de la sangre más ilustre que existe en Francia. Acabo de avisar á nuestro Reinaldo lo que ocurre, por medio de un mensajero diligente; pero no creo que pueda llegar á tiempo, porque el camino es largo y penoso. No cuento con bastante gente para salir de estas murallas, y si bien mi deseo es grande, los medios no me acompañan. Si aquel traidor logra tenerlos en su poder, los inmolará sin remedio: así es que no sé qué hacer ni qué decir.

Mucho afligió á Riciardeto tan triste nueva; y Rugiero, al ver pesaroso á su amigo, se contristó tambien; mas observando que uno y otro guardaban silencio, y que no se les ocurria ningun medio para evitar aquel conflicto, les dijo con su decision habitual:

—Calmad vuestra inquietud; que yo solo me encargo de esta empresa: este acero que veis valdrá por mil, tratándose de libertar á vuestros hermanos. No necesito más gente ni más ayuda; pues me considero bastante para cumplir yo solo lo que ofrezco: únicamente os pido un guia que me conduzca al sitio donde debe tener efecto el cange, y en cambio os prometo que desde aquí habeis de oir los gritos de cuantos presencien tan impía accion.

Así exclamó, y por cierto que no dijo una cosa nueva para Riciardeto, que ya habia tenido ocasion de ser testigo de sus proezas; pero Aldigiero le oia como se suele escuchar á un hombre que habla mucho y sabe poco. Riciardeto le llamó aparte y le refirió cómo, merced á él, acababa de librarse de las llamas, asegurándole que cuando llegara la ocasion sabria hacer mucho más de lo que prometia. Entonces Aldigiero le escuchó con mayor atencion, formó de él el concepto que por su valor merecia, y le ofreció una cena abundante y espléndida en la cual le dispensó los mismos honores que si fuese su señor. Habiendo convenido, por último, en que era posible rescatar á los dos hermanos sin necesidad de más ayuda, se retiraron á descansar, y pronto cerró el sueño los párpados de todos los moradores del castillo, excepto los de Rugiero, que permaneció despierto, molestado por una punzante idea Pesaba cual una losa sobre su corazon la noticia del peligro en que se hallaba Agramante, segun le habia participado aquel mismo dia el mensajero de dicho rey. Veia claramente que la menor demora en socorrerle redundaba en su deshonor, y consideraba con espanto la infamia, el escarnio que sobre él recaerian, yendo con los enemigos de su señor. ¡Y cuán grande no seria su falta, y el desprecio con que todos le mirarian, si escogiera tal momento para bautizarse! En cualquiera otra circunstancia hubiérase creido que su conversion era inspirada por una verdadera fé; pero entonces, cuando más necesitaba Agramante de su auxilio para romper el cerco en que le tenian estrechado, todos hubieran creido que la cobardía y la pusilanimidad, y no la conviccion de abrazar una creencia más pura, eran los móviles verdaderos de su determinacion.

Esta idea fatal traspasaba el corazon de Rugiero, aunque tampoco dejaba de atormentarle la de tener que ausentarse sin despedirse de su amada. Asaltado sin cesar por tan encontrados pensamientos, tan pronto se decidia su vacilante corazon por unos como por otros. Por mucho tiempo tuvo formado el designio de ir á buscar á Bradamante al castillo de Flor-de-Espina, adonde debian haberse dirigido los dos para salvar á Riciardeto. Acordóse despues de que le habia prometido esperarla en Valleumbroso, y consideraba cuál seria el asombro de la doncella al encontrarse en el monasterio sin su amante. ¡Si al menos pudiera enviarle un mensajero ó una carta, á fin de que ella no tuviese que lamentarse de la poca obediencia de su Rugiero y de que él se hubiese alejado sin decirle una palabra!

Despues de haber forjado mil distintos pensamientos, se decidió á escribir á Bradamante cuanto le ocurria, y aun cuando no sabia cómo enviarle la carta de modo que llegara á sus manos con toda seguridad, no quiso dejar de hacerlo, esperando que por el camino podria fácilmente encontrar algun mensajero fiel. Sin más tardanza, saltó del lecho y pidió papel, tinta, plumas y luz. Los cautos y discretos escuderos del castillo facilitaron á Rugiero cuanto les habia pedido, y él se puso á escribir, empezando su carta por los cumplimientos de costumbre: en seguida hizo la relacion del mensaje que habia recibido de Agramante reclamando su auxilio y asegurándole al propio tiempo que si no se apresuraba á prestárselo quedaria muerto ó en poder de los enemigos. Continuó luego haciendo ver á su amada el baldon eterno que caeria sobre él si se negaba á prestar á su rey el auxilio que le pedia en su peligro inminente, y añadió que, debiendo ser su esposo tarde ó temprano, le era forzoso preservar su honor de toda mancha, que le haria indigno de ella, modelo de virtud y lealtad. Procuró despues persuadirla de que, si habia dedicado su vida entera á adquirir un ilustre renombre por medio de sus acciones virtuosas, y si, una vez conseguido tan levantado objeto, lo tenia en mucho y anhelaba conservarlo á toda costa, ahora lo procuraba más y más á fin de hacerla partícipe de él, puesto que cuando les uniera el dulce yugo de himeneo no formarian sino una sola alma unida en dos distintos cuerpos. Reprodujo en su carta la promesa que hiciera verbalmente á Bradamante, ofreciéndole de nuevo que en cuanto finalizara el plazo durante el cual estaba obligado á servir lealmente á su rey, y dado caso de que no muriese, se convertiria á la fé cristiana tan ostensiblemente como en secreto y por su voluntad habia creido siempre en ella, y que inmediatamente pediria su mano á Reinaldo, á su padre y á sus demás parientes.

«Te suplico, añadió, que me concedas permiso para salvar al ejército de mi Señor, á fin de sellar los lábios del vulgo ignorante, que no dejaria de decir, para vergüenza y baldon mio:—«Mientras la fortuna se mostró favorable á Agramante, Rugiero no le abandonó un solo momento; pero ahora que ha pasado á favorecer á Cárlos, él se ha puesto al lado del vencedor!»—Solo te pido quince ó veinte dias de término; el tiempo necesario para presentarme en el campamento sarraceno, y poder romper el grave asedio que le oprime. Una vez libres los africanos, buscaré un pretexto justo y conveniente para volver á tu lado. A esto se reduce cuanto solicito de tí para salvar mi honor; despues te consagraré el resto de mi vida.»

Con estas ó semejantes frases fué Rugiero expresando en su carta cuantos pensamientos se agolpaban á su imaginacion, los cuales fueron tantos que no me es posible reproducirlos. Baste decir que no dió fin á su epístola sino cuando hubo escrito todo el pliego. Despues de concluida, la cerró y guardó en su pecho despues de sellarla, esperando encontrar al dia siguiente quien la entregara en secreto á su dama. Cuando tuvo cerrada la carta, cerró más tranquilo los ojos en el lecho, hasta que acudió el sueño, rociando su cuerpo con las ramas empapadas en el licor del Leteo: durmió hasta la hora en que se ven vagar esas nubecillas blancas y sonrosadas, que van esparciendo por todos los risueños límites del Oriente las más brillantes y matizadas flores.

No tardó en salir el dia de su áurea morada, y en cuanto los pájaros, ocultos en la enramada, empezaron á saludar á la nueva aurora, saltó del lecho Aldigiero, deseoso de servir de guia á Rugiero y á su primo, para conducirlos cuanto antes al sitio en que debian arrancar á sus dos hermanos del poder del infame Bertolagio. Al oirlo sus huéspedes, se levantaron tambien con la mayor presteza. Luego que estuvieron vestidos y bien armados, se puso Rugiero en marcha con los dos primos, despues de haberles rogado en vano repetidas veces que le confiaran á él solo el cuidado de aquella empresa; pero ellos, ardiendo en deseos de salvar á sus hermanos, y no pareciéndoles decoroso abandonar á Rugiero, se negaron á ello más firmes que las rocas, y no quisieron consentir en que partiese solo.

Llegaron en el mismo dia al sitio en que debian ser vendidos los dos hermanos: era una vasta llanura, abrasada por los ardientes rayos del Sol: no se descubrian en ella mirtos, laureles, cipreses, fresnos ni hayas: tan solo se veian plantas raquíticas ó alguno que otro humilde arbusto, jamás molestado por el azadon ó por el arado. Los tres audaces guerreros hicieron alto en un sendero que atravesaba la llanura y vieron venir hácia ellos un caballero, que llevaba una armadura con adornos de oro, y por enseña, en campo verde, el ave hermosa y peregrina que vive más de un siglo. Pero basta ya, Señor; que he llegado al final de este canto, y necesito descansar algunos momentos.

Canto XXVI

Malagigo explica á sus compañeros la significacion de las esculturas que ven en una fuente.—Llegan Mandricardo y Rodomonte y emprenden luchas parciales con unos y otros.—La Discordia vaga en torno de ellos, y les infunde nuevos deseos de pelear.—El valiente Rey de Sarza vuela en seguimiento de Doralicia, y Mandricardo tras él.

Hubo en la antigüedad mujeres dignas, que prefirieron la virtud á las riquezas: en nuestros dias, por el contrario, se encuentran muy pocas que no sobrepongan á todo el interés. ¡Cuán dignas son de alcanzar la felicidad en esta vida y una fama gloriosa é imperecedera despues de su muerte aquellas que, inspiradas por la pureza de su alma, rechazan los ejemplos de avaricia de las otras! Digna de eterno renombre fué Bradamante por no haber puesto su amor en las riquezas y poderío, sino en la virtud, en el esforzado ánimo y en la sin par gallardía de su Rugiero, mereciendo que tan valeroso jóven cifrara en ella todo su cariño é hiciera en su obsequio cosas que pasmarán á las futuras generaciones.

He dicho antes que Rugiero, acompañado de los dos vástagos de la casa de Claramonte, Aldigiero y Riciardeto, se habia puesto en marcha para rescatar á los dos hermanos prisioneros. Dije tambien que habian visto dirigirse hácia ellos á un caballero de arrogante aspecto, el cual llevaba por enseña la imágen del ave, única siempre en el mundo, que renace de sus propias cenizas. En cuanto el recien llegado conoció, por los ademanes de los tres caballeros, que estaban allí preparados para combatir, deseó probarse con ellos, á fin de conocer si su valor correspondia á su marcial apostura.

—¿Hay alguno de vosotros, dijo, que quiera probar si vale más que yo, peleando á lanza ó espada, hasta que uno de los dos, firme en la silla, arroje de la suya á su adversario?

—Aceptando tu reto, contestó Aldigiero, cruzaria de buena gana la espada contigo ó romperia una lanza, si no fuera porque estamos preparados para llevar á cabo otra empresa, de la cual podrás ser testigo si te detienes un momento; y esta empresa reclama en tan alto grado nuestra atencion, que apenas nos da tiempo, no ya para luchar contigo, sino ni siquiera para dirigirte la palabra. Estamos esperando seiscientos hombres ó quizá más, con los cuales hemos de medir nuestras fuerzas, á fin de arrancar de sus manos á dos hermanos nuestros, á quienes traerán cargados de cadenas por este mismo sitio. El cariño fraternal y la compasion nos darán el valor que necesitamos.

Y prosiguió exponiendo los motivos que les hicieron venir apercibidos para el combate.

—Es tan justa la razon que alegas, respondió el guerrero, que no puedo menos de aceptarla; estando además persuadido de que sois tres caballeros cual hay pocos. Yo deseaba cambiar dos ó tres golpes con vosotros, para saber hasta donde alcanzaba vuestro esfuerzo; pero desisto de ello por parecerme suficiente que lo demostreis á costa de otros. Quisiera hacer más aun: desearia unir á los vuestros mi casco y mi broquel, seguro de probaros, si en vuestro favor lucho, que no soy indigno de tal compañía.

Me parece observar que alguno de mis lectores desea saber el nombre del recien llegado, que ofrecia á Rugiero y á sus dos compañeros participar de los peligros de tan arriesgada aventura. Aquella (ya no debo decir aquel) era Marfisa, la guerrera que obligó al mísero Zerbino á acompañar á la malvada vieja Gabrina. Los dos Claramonte y el buen Rugiero la aceptaron gustosos en su compañía, creyendo que era un caballero y no una doncella, y mucho menos una doncella cual Marfisa.

No tardó Aldigiero en descubrir y señalar á sus compañeros una bandera que ondeaba al viento, en torno de la cual caminaba una muchedumbre numerosa: cuando esta se fué aproximando y pudieron distinguir los trajes árabes de los que se acercaban, vinieron en conocimiento de que eran sarracenos: poco despues vieron en medio de ellos á los prisioneros, á quienes conducian atados sobre dos malos caballos, para entregarlos al de Maguncia á cambio de oro.

—¡Ya están ahí! exclamó Marfisa. ¿Qué esperamos para dar principio á la funcion?

Rugiero respondió:

—No han llegado aun todos los convidados, y faltan los mejores. Prepárase un magnífico baile, y debemos hacer todo cuanto esté de nuestra parte para que sea más solemne. Ya no pueden tardar mucho.

Acababa de pronunciar estas palabras, cuando aparecieron los traidores de Maguncia: ya faltaba poco para empezar la danza.

Llegaban por una parte los de Maguncia, conduciendo varios mulos cargados de oro, de telas y otros preciosos objetos; por la otra parte, se adelantaban, entre lanzas, espadas y ballestas, los dos hermanos, tristes y macilentos, viéndose próximos á la muerte, mientras que Bertolagio, su irreconciliable enemigo, cambiaba algunas palabras con el jefe sarraceno. Al ver á aquel traidor, no pudieron contener su furia el hijo de Buovo ni el de Amon, y colocando uno y otro la lanza en el ristre, le acometieron á la vez. La lanza de uno de ellos atravesó el arzon delantero y el vientre del de Maguncia; la del otro le pasó el rostro de parte á parte. ¡Ojalá sufriesen igual castigo todos los malvados!

La acometida de los dos primos fué la señal para que Marfisa y Rugiero atacasen á su vez: la lanza de la primera no se rompió sino despues de haber muerto, uno tras otro, á tres adversarios. Rugiero dirigió su asta contra el jefe de los sarracenos, que cayó instantáneamente sin vida; el mismo golpe hizo que otros dos le acompañaran en su viaje á las regiones infernales. Esta brusca acometida produjo entre los atacados un error que les condujo á su perdicion; pues mientras los de Maguncia se creyeron vendidos por los sarracenos, estos, al verse de tal modo heridos, empezaron á llamarles asesinos, trabándose en seguida entre ambas partes una lucha terrible á lanza, espada y ballesta.

Rugiero se precipitaba, ora entre un bando, ora entre otro, derribando tan pronto diez como veinte guerreros: la doncella inmolaba otros tantos lo mismo de una que de otra parte. Las tajantes espadas hacian saltar sin vida de la silla á todos cuantos alcanzaban; las corazas y los yelmos les ofrecian menos resistencia que la leña seca de un bosque á la accion devoradora de las llamas. Si recordais haber visto ú oido referir alguna vez que, cuando las abejas abandonan su colmena y se van combatiendo por los aires, suele suceder que la hambrienta golondrina las acomete, y las devora, las mata ó las dispersa, podeis imaginar que Marfisa y Rugiero hicieron otro tanto con aquella gente.

Riciardeto y su primo no imitaban á sus dos compañeros en cuanto á sus alternativos ataques á uno ú otro bando: sin cuidarse de los sarracenos, descargaban únicamente su ira sobre los de Maguncia. El hermano del paladin Reinaldo unia á su esforzado ánimo un brazo vigoroso, y en aquella ocasion redoblaba sus fuerzas el ódio que abrigaba en su corazon contra los de Maguncia.

Por igual causa parecia un leon el bastardo de Buovo; el cual, sin conceder el menor reposo á su espada, hendia todos los yelmos ó los aplastaba como si fueran huevos. ¿Y quién no se mostraria atrevido, ó no seria tenido por un nuevo Héctor, yendo acompañado por Rugiero y Marfisa, que eran la flor y nata de todos los guerreros?

Marfisa, al mismo tiempo que combatia, observaba las acciones de sus compañeros, y al ver que no la cedian en bravura, ensalzaba atónita sus proezas; pero excitaba particularmente su asombro el increible valor de Rugiero, tan extraordinario, en su concepto, que no creia tuviera igual en el mundo, suponiendo tal vez que era el mismo Marte que habia bajado á aquella llanura desde el quinto Cielo. Admiraba aquellas horribles estocadas; pero era mayor su asombro al ver que nunca las descargaba en vano: no parecia sino que los fendientes de Balisarda tropezaran con armas fabricadas de carton y no de duro metal. Lo mismo partia los yelmos que las más recias corazas; hendia los hombres de arriba á abajo hasta el caballo, ó los partia por medio en dos pedazos, arrojándolos sobre la yerba de la pradera á uno y otro lado. Algunas veces la misma cuchillada daba muerte al caballo y al caballero; separaba con la mayor limpieza las cabezas de los hombros, y con frecuencia tambien segaba los cuerpos por la cintura. Ocasion hubo en que de un solo tajo mató cinco enemigos, y si no fuese por temor de que no se diera crédito á una verdad, que revestiria cierta apariencia de mentira, diria más; pero considero mejor limitarme á lo ya dicho. El buen Turpin, persuadido de que dice la verdad, deja que cada cual crea lo que juzgue conveniente; y refiere cosas tan admirables de Rugiero, que si las oyéseis, diríais que son ficciones.

Marfisa, por su parte, parecia una antorcha inflamada, y de hielo todos sus contrarios: así como ella admiraba las hazañas de Rugiero, este contemplaba con estupor las de la doncella; y si Marfisa habia creido ver en él á Marte, el jóven habria supuesto que se hallaba en presencia de Belona, si hubiese podido adivinar que bajo aquella armadura se ocultaba una mujer. Tal vez esta misma admiracion que uno á otro se causaban, hacia nacer en ambos una emulacion fatal para aquella desgraciada gente, de cuya sangre, carne, huesos y nervios, se servian para probar quién de los dos tenia más pujanza.

Bastó el ánimo y valor de los cuatro para dispersar á los soldados de uno y otro bando, los cuales, arrojando las armas, se declararon en vergonzosa fuga. ¡Felices aquellos que poseian un caballo veloz, pues á la sazon no era cosa de ir al paso ni al trote! ¡Desgraciados los que de él carecian, porque á su costa comprendieron lo triste que es practicar á pié la profesion de las armas!

Los vencedores quedaron dueños del campo de batalla y del botin por no haber quedado un solo infante enemigo. Por un lado huyeron los de Maguncia; por otro los moros, abandonando éstos los prisioneros, y aquéllos las acémilas. Apresuráronse los caballeros á cortar, con rostro placentero y más alegre corazon, las ligaduras que sujetaban á Malagigo y á Viviano, mientras los escuderos, no menos diligentes que ellos, se ocuparon en desatar los fardos y descargar las mulas. Además de una abundante vajilla de plata, de algunos trajes de mujer del mayor lujo y de esquisito trabajo, de magníficos tapices de oro y seda, tejidos en Flandes y dignos de adornar una estancia real, y de otras muchas cosas ricas y admirables, hallaron manjares suculentos, pan, y frascos de vino.

Al quitarse los yelmos los cuatro campeones, conocieron por los cabellos rubios y rizados de Marfisa y por su faz bella y delicada, que era una doncella la que les habia dado tan generosa ayuda. La colmaron de toda clase de atenciones, y le rogaron que no ocultase su nombre, digno de imperecedera gloria: ella, que siempre fué cortés con los amigos, se apresuró á satisfacer su deseo. No se podian cansar de contemplarla, recordando las proezas que habia llevado á cabo; pero ella solo hacia caso de Rugiero; tan solo á él dirigia la palabra, teniendo al parecer en poco á los otros dos caballeros. Entre tanto, vinieron los escuderos á anunciarles que podian participar de los manjares abandonados por los fugitivos, con los cuales habian preparado una comida al lado de una fuente, defendida por un montecillo de los rayos del Sol. Esta fuente era una de las cuatro que Merlin habia construido en Francia, rodeándola de mármoles tersos, finos y brillantes, y más blancos que la leche. El encantador habia esculpido en ellos diferentes imágenes de un trabajo admirable: parecia que respiraban, y si no hubiesen carecido de voz, diríase que estaban vivas.

Estaba en aquella fuente representada una fiera de aspecto horrible, feroz y repugnante, que parecia salir de la selva: sus orejas eran de asno; la cabeza y los colmillos, de lobo, y estaba demacrada por el hambre: tenia garras de leon; el resto de su cuerpo era de zorra, y andaba al parecer recorriendo Francia, España, Inglaterra, Italia, y en una palabra, el orbe entero. Por todas partes habia ido hiriendo y matando gente, desde las clases más humildes hasta las más elevadas, y cebando especialmente su saña en los reyes, señores, príncipes y magnates. En la corte romana fué donde hizo más estragos: pues inmoló su furia papas y cardenales, mancilló la hermosa silla de Pedro, y profanó escandalosamente la fé. Al menor contacto de aquella bestia horrenda caian derribadas las murallas y fortalezas: no habia ciudad que pudiera resistirle, ni castillo que no le abriera sus puertas. Parecia que aspirara á los honores divinos, y que el vulgo necio le prestara adoracion; diríase por último que se manifestaba orgullosa de tener en su poder las llaves del Cielo y del profundo abismo.

En pos de ella se veia un caballero con los cabellos ceñidos por el laurel imperial, acompañado de tres jóvenes, cuyas reales vestiduras estaban sembradas de lises de oro: un leon adornado con las mismas insignias marchaba con ellos contra el mónstruo. Unos llevaban sus nombres escritos sobre la cabeza y otros bajo los piés. El caballero que sepultaba su espada hasta el pomo en las entrañas de la maligna fiera llevaba escrito: Francisco I de Francia: á su lado estaba Maximiliano de Austria: el emperador Cárlos V traspasaba con su lanza el cuello del mónstruo, y Enrique VIII de Inglaterra le habia atravesado el pecho con un dardo. El Leon que aferraba con sus dientes las orejas de la fiera, llevaba escrita en el lomo la palabra Décimo, y tenia tan abatido al mónstruo con sus violentas sacudidas, que los caballeros pudieron aproximarse á él y herirle á su sabor. Parecia hallarse ya el mundo libre de todo temor, y varios hombres ilustres, aunque no muchos, acudian al sitio en que se quitaba la vida á la fiera, para arrepentirse de sus pasados extravíos.

Marfisa y sus compañeros manifestaron vivos deseos de saber quiénes eran los vencedores del terrible mónstruo que habia esparcido el terror por todo el universo; pues aun cuando sus nombres estaban grabados en la piedra, no les eran manifiestos; por cuya razon se rogaban mútuamente que, si alguno de ellos sabia aquella historia, la refiriese á los otros. Volvióse entonces Viviano hácia Malagigo, que sin pronunciar una palabra, escuchaba á sus compañeros, y le dijo:

—A tí te toca narrar esa historia; pues, por lo que veo, no debes ignorarla. ¿Quiénes son esos guerreros, cuyas lanzas, flechas y espadas han dado muerte á tan horrible fiera?

Malagigo respondió:

—Ningun autor ha podido conocer todavía esa historia. Habeis de saber, que los caballeros, cuyos nombres están grabados en el mármol, no han visto aun la luz del dia; pero dentro de setecientos años serán honra y prez de su siglo. Merlin, el sábio encantador de la Gran Bretaña, hizo construir esta fuente en tiempo del rey Arturo, é hizo tambien esculpir en ella por los más excelentes artífices los acontecimientos venideros.

«Esa bestia cruel salió de las profundidades del Infierno en los tiempos en que se pusieron límites en los campos, se empezaron á usar pesos y medidas, y se hicieron los pactos por escrito. Sin embargo, al principio no recorrió todo el mundo, sino que dejó de visitar bastantes países: mas hoy son ya muchos los pueblos en que ejerce su perniciosa influencia, aun cuando solo ofende al populacho más abyecto y soez. Desde su orígen hasta nuestros dias no ha cesado un punto de crecer, y seguirá creciendo, hasta que con el tiempo llegue á ser el mónstruo mayor y más horrible de cuantos haya visto el universo. La serpiente Piton, tan celebrada por los poetas á causa de su tamaño y ferocidad, no tenia la mitad de las dimensiones de aquel, ni era tan abominable y repugnante. Además de sus crueles estragos, contaminará é infestará todos los países; y en esas esculturas no estais viendo más que un pálido reflejo de sus nefandos y terribles efectos. Cuando el mundo esté ya ronco á fuerza de pedir socorro, aparecerán para auxilio de la humanidad esos príncipes, cuyos nombres hemos leido, los cuales brillarán más que el rubí por sus esplendorosas acciones.

«El que más ha de ensañarse con la fiera será Francisco, rey de los franceses; y forzoso es que así suceda puesto que ninguno le aventajará en valor, siendo muy contados los que en él le igualen; por sus virtudes y su régia magnificencia oscurecerá el recuerdo de los personajes que hayan alcanzado mayor renombre, lo mismo que todo esplendor desaparece ante la radiante luz del Sol. En el primer año de su venturoso reinado, y antes de que la corona esté bien ceñida á sus sienes, atravesará los Alpes, desbaratando los proyectos del que se proponga cerrarle el paso, é impulsado por una justa y generosa indignacion, vengará los ultrajes, hasta entonces impunes, que habrá inferido al ejército francés un pueblo arrastrado por su furor lejos de sus rebaños y sus hogares. Descenderá desde allí á las ricas llanuras de la Lombardia, rodeado de lo más selecto de sus guerreros, y destrozará de tal modo al helvético, que en vano intentará despues hacer resonar los instrumentos bélicos para llamar al combate á sus soldados. Para vergüenza y baldon de la Santa Sede, de España y de Florencia, se apoderará luego del castillo, tenido hasta entonces por inexpugnable. Para conquistar esta fortaleza, le servirá, con preferencia á otras armas, la honrosa espada de que se habrá valido antes para dar muerte al mónstruo corruptor de todas las naciones: ante ella huirán ó quedarán abatidas las banderas de la Europa entera; y ni los fosos más profundos, ni los reductos más fuertes, ni las murallas más sólidas podrán defender á las ciudades de sus terribles efectos. Ese príncipe estará dotado de cuantas virtudes deban adornar al emperador más dichoso: al ánimo del gran César, reunirá la prudencia demostrada por el vencedor de Trasimeno y Trebia, y la fortuna de Alejandro, sin la cual los planes mejor formados se disipan como el humo. Por último, será tan liberal y tan magnánimo, que no encuentro con quien compararle dignamente.»

Así decia Malagigo, y su relato inspiró á sus oyentes el deseo de saber el destino de algun otro de aquellos héroes, que, exterminando á la fiera infernal, legaran un digno ejemplo á sus descendientes. Uno de los nombres que allí sobresalían era el de Bernardo, ensalzado por Merlin en su inscripcion, la cual manifestaba que, merced á él, seria Bibiena tan conocida como su vecina Florencia ó como Siena. Pero nadie lograria aventajar á Sigismundo Gonzaga, á Juan Salviati, ni á Luis de Aragon, cada uno de los cuales se mostró irreconciliable enemigo del mónstruo. Allí se veia á Francisco Gonzaga, y siguiendo sus huellas á su hijo Federico: no muy lejos del primero iban su cuñado y su yerno; aquel, duque de Ferrara, y este de Urbino. Guido Ubaldo, hijo de uno de estos príncipes, se mostraba deseoso de que su fama de justo y de valiente no desmereciera en nada de la de su padre ó de cualquier otro héroe. Sinibaldo y Ottobon del Flisco, animados de igual ardor, hostigaban á la fiera, mientras que Luis de Gazzolo atravesaba su cuello con una saeta, despedida por un arco que le regalara Febo, al mismo tiempo que Marte le ciñera su propia espada. Dos Hércules, dos Hipólitos de Este, otro Hércules de Gonzaga y otro Hipólito de Médicis, no se separaban de las huellas del mónstruo, hasta conseguir rendirlo. Juliano no se dejaba sobrepujar por su hijo, ni Fernando por su hermano; así como Andrés Doria se mostraba dispuesto al combate, y Francisco Sforza no permitia que nadie avanzara más que él. Los dos caballeros, en cuyo blason se veia pintado el monte que oprime con su peso desde la cabeza á la cola de serpiente del impío Tifeo, eran de la generosa, ilustre y esclarecida sangre de Ávalos. No habia nadie que se adelantara tanto como ellos para exterminar al mónstruo: el uno tenia escrito á sus piés el nombre del invicto Francisco de Pescara, y el otro el de Alfonso del Vasto. Pero ¿dónde dejo á Gonzalo Fernandez, honor y prez de España, tan encomiado por Malagigo, que pocos de los citados llegaban á igualársele? Entre los que habian dado muerte al feroz animal, se veia á Guillermo de Montferrato; pero todos sus enemigos formaban un número insignificante en comparacion de los mortales á quienes habia herido ó devorado.

Entretenidos despues de tomar algun alimento con sabrosas pláticas ú honestos pasatiempos, los cuatro compañeros dejaron transcurrir las horas del calor, tendidos sobre finísimos tapices á la sombra de los arbolillos de que estaba engalanada la orilla del arroyo. Malagigo y Viviano tenian apercibidas sus armas á fin de que sus amigos se entregaran con toda seguridad al reposo, cuando divisaron á una jóven que se dirigia presurosa hácia ellos, enteramente sola. Esta era Hipalca, á quien Rodomonte arrebató el excelente caballo Frontino. Habia seguido durante una gran parte del dia anterior al Africano, suplicándole unas veces y denostándole otras; mas viendo que no sacaba partido de sus súplicas ni de sus denuestos, volvió atrás esperando hallar á Rugiero en Agrismonte. Por el camino supo, ignoro cómo, que le encontraria allí con Riciardeto; y siéndole conocido el país, por haber estado en él otras veces, se encaminó en derechura á la fuente, y vió junto á ella á Rugiero del modo que acabo de describir: mas como buena y cauta mensajera, que sabe desempeñar una comision mucho mejor de lo que le han encargado, así que vió al hermano de Bradamante, fingió no conocer á Rugiero.

Aproximóse á Riciardeto, como si efectivamente fuese en su busca, y en cuanto la conoció el jóven, salió á su encuentro, preguntándole el objeto de su viaje. Hipalca, cuyas mejillas estaban todavía encendidas por lo mucho que habia llorado, le contestó suspirando, pero en voz bastante alta para que Rugiero, que estaba cerca de ella, pudiese oirla:

—Conducia de la brida, por órden de tu hermana, un magnífico y maravilloso caballo, llamado Frontino, á quien ella tenia en mucha estima: ya habia andado más de treinta millas en direccion á Marsella, donde dentro de pocos dias debe encontrarse Bradamante, y donde me encargó que esperara su llegada, y proseguia mi camino confiada, algo temerariamente quizás, en que no habria un hombre de tan arrogante corazon que se atreviese á arrebatármelo, como yo le dijese que pertenecia á la hermana de Reinaldo; cuando un sarraceno feroz se apoderó de él ayer, dejando burladas mis esperanzas, y por más que le dije quién era el dueño de Frontino, no se mostró dispuesto á devolvérmelo. Todo el dia de ayer y parte del de hoy le he seguido rogándole y suplicándole; pero en vista de que tan inútiles eran mis ruegos como mis amenazas, le he dejado, llenándole de injurias y maldiciones, á poca distancia de aquí, donde reventando al caballo y aun reventándose él mismo, procura resistir con las armas en la mano á un guerrero, que no dudo me vengará bien pronto, segun lo acorralado que tiene al infame sarraceno.

Rugiero, que á duras penas habia podido contener su impaciencia para escuchar el fin de este relato, se puso en pié en cuanto calló Hipalca; y dirigiéndose á Riciardeto, le pidió como un favor y como recompensa del servicio que le habia prestado, que le permitiera ir solo con Hipalca hasta encontrar al sarraceno, audaz raptor de aquel caballo. Aun cuando el jóven no creia decoroso confiar á otro una empresa, que á él, y á nadie más, correspondia, accedió sin embargo á los deseos de Rugiero, el cual se despidió sin perder tiempo de los restantes compañeros, y se alejó con Hipalca, dejándolos, no ya maravillados, sino estupefactos al considerar su admirable valor.

Luego que Hipalca le hubo alejado algun tanto de la fuente, le manifestó que la dama que tan impreso tenia su valor en el corazon la habia enviado en su busca, y dejando toda reserva á un lado, le siguió participando cuanto Bradamante le encargara, añadiendo que, si antes habia dicho otra cosa, era por hallarse presente Riciardeto. Manifestóle además, que el que le arrebató el caballo, habia contestado á sus observaciones con suma arrogancia, exclamando:—«Puesto que este caballo es de Rugiero, me apodero ahora de él con mayor júbilo; y por si acaso pensara recobrarlo, hazle saber que no pretendo ocultarme, y que soy aquel Rodomonte, cuyo valor ostenta su brillo por el mundo entero.»

Mientras Hipalca hablaba de esta suerte, en el rostro de Rugiero se iba pintando la cólera que hervia en su corazon, ya porque estimaba mucho á su caballo Frontino, ya por la mano que se lo enviaba, y ya tambien por parecerle que su robo era un ultraje sangriento, inferido á su valor: además consideró que seria para él mengua y baldon no arrancarlo inmediatamente del poder de Rodomonte, tomando una pronta y digna venganza.

Entre tanto la doncella continuaba guiando á Rugiero, sin permitirse el menor reposo, deseosa de ponerle con el pagano frente á frente: así llegaron hasta un sitio en que el camino se dividia en dos; el uno descendia al fondo de un valle y el otro subia á la cumbre de una colina: ambos iban á parar al sitio en que la doncella habia dejado á Rodomonte: el segundo era escabroso, pero más corto; el primero, aunque más largo, era mejor. Hipalca, en su afan por recobrar á Frontino y ver vengada su afrenta, se decidió á seguir el camino del monte, por donde era el trecho más corto; pero en aquel momento el Rey de Argel iba cabalgando por el otro en compañía del Tártaro y de los demás que he referido, y como se adelantaban por la llanura, resultaba que Rugiero se alejaba de ellos cada vez más.

Ya sabeis que habian diferido su pelea para acudir en socorro de Agramante, y que les acompañaba Doralicia causa de todas sus discordias. Escuchad ahora la continuacion de esta historia. Seguian directamente el camino que conducia á la fuente donde descansaban tranquilos y descuidados Aldigiero, Marfisa, Riciardeto, Malagigo y Viviano. Accediendo á las instancias de sus compañeros, se habia puesto la guerrera uno de aquellos trajes y adornos mujeriles que el traidor maguntino creyó destinar á Lanfusa, y por más que casi nunca abandonara la coraza y las demás piezas de su armadura, se las quitó aquel dia, presentándose vestida con el traje de su sexo ante sus admirados compañeros.

Apenas vió el Tártaro á Marfisa, se propuso apoderarse de ella, creyendo que seria fácil lograrlo, con el objeto de ofrecerla á Rodomonte en recompensa ó á cambio de Doralicia; como si Amor pudiese consentir en que un amante vendiera ó permutara á su dama, ó fuera fácil consolarnos de la pérdida de una con la adquisicion de otra. Deseoso, pues, de proporcionar al rey de Argel una doncella, á fin de no tener que desprenderse él de Doralicia, determinó entregarle á Marfisa, cuya belleza y donosura le parecieron dignas del amor de cualquier caballero, suponiendo sin duda que para su rival lo mismo seria una mujer que otra; y en su consecuencia, retó á singular batalla á todos los guerreros que acompañaban á Marfisa.

Malagigo y Viviano, que no habian abandonado sus armas á fin de velar por sus compañeros, se levantaron del sitio donde estaban sentados, dispuestos ambos al combate, porque creian tener que habérselas con los dos paganos; pero el Africano, que no pensaba en tal cosa, permaneció tranquilo; por lo cual, Mandricardo fué el único que tomó parte en la lucha. El primero que se lanzó animosamente sobre su adversario enristrando un grueso lanzon fué Viviano; el Rey pagano, por su parte, le acometió con la pujanza y denuedo que le eran habituales. Ambos dirigieron sus golpes al sitio donde creian herir con más ventaja: Viviano alcanzó inútilmente en el yelmo á su enemigo; pues, lejos de derribarle, ni siquiera logró moverle. El Rey pagano, cuya lanza era más dura, atravesó el escudo de Viviano como si fuese de vidrio, y le hizo saltar de la silla, arrojándole entre las yerbas y las flores de la pradera. Acudió entonces Malagigo dispuesto á vengar sin tardanza á su hermano; pero tuvo tal prisa de reunirse con él, que en vez de vengarle, fué á hacerle compañía. Más rápido Aldigiero que su primo para cubrirse con sus armas, saltó sobre el corcel, y desafiando al Sarraceno, le embistió valerosamente á rienda suelta: el golpe que descargó fué á dar un dedo más abajo de la visera del sarraceno; voló la lanza al cielo hecha cuatro pedazos, pero Mandricardo permaneció firme en la silla. El pagano le hirió en el lado izquierdo; y como el golpe fué dirigido con terrible fuerza, de poco le valieron á Aldigiero su escudo y su coraza, porque se abrieron cual si fuesen de delgada corteza. El hierro cruel penetró en el hombro; se tambaleó el herido caballero sobre el caballo, y por último fué á dar con su cuerpo en tierra, quedando las armas enrojecidas con su sangre, y mortalmente pálido su rostro. Riciardeto acudió en seguida con heróica audacia: al enristrar su lanza, se echaba de ver, como lo habia demostrado en diferentes ocasiones, que era un digno paladin de Francia: probablemente habria hecho conocer al Tártaro que le igualaba en valor, si no le hubiera impedido arremeterle la caida de su caballo, que cogiéndole debajo, y no por culpa suya, le privó de todo movimiento.

Como no quedaba ya ningun caballero que hiciese frente al pagano, supuso este que era ya suya la doncella, premio del vencedor, y aproximándose á ella, le dijo:

—Hermosa jóven, sois nuestra, si no hay alguien que monte á caballo en favor vuestro. No podeis excusaros ni negaros á ello; pues tales son las leyes de la guerra.

Marfisa, levantando el rostro con ademan altivo, contestó.

—Tu opinion es harto errónea: podria concederte que tuvieses razon al decir que te pertenezco por derecho de conquista, cuando fuese mi señor ó mi caballero alguno de esos que has derribado. Pero no soy suya, ni pertenezco á nadie más que á mí misma: por lo tanto, el que desee poseerme debe conquistarme luchando conmigo. Tambien yo sé manejar la lanza y el escudo, y he tendido á mis piés á más de un caballero.—Dadme mis armas y mi corcel, exclamó en alta voz dirigiéndose á sus escuderos, los cuales se apresuraron á obedecerla.

Quitóse sus vestidos femeniles, y lució más y más sus raras perfecciones y su bien formado cuerpo: á no ser porque las delicadas facciones de su rostro revelaban su sexo, hubiérasela tomado por el mismo Marte. Así que tuvo puesta la armadura, ciñóse la espada, y de un salto se colocó sobre el caballo, al que clavó tres veces el acicate, haciéndole caracolear á uno y otro lado: luego, desafiando al Sarraceno, empuñó la récia lanza, y comenzó una lucha que recordaba la sostenida al pié de los muros de Troya por Pentesilea contra el tesalio Aquiles. Al primer choque, rompiéronse las lanzas hasta el regaton, cual si fueran de vidrio; pero no se observó que ninguno de los dos combatientes se plegara hácia atrás una sola línea. Marfisa, ansiosa de conocer si combatiendo más de cerca le resistiria de igual modo el sarraceno, se volvió contra él espada en mano. Mandricardo prorumpió en blasfemias contra el cielo y los elementos, al ver á su enemiga inmóvil en la silla, mientras esta, que habia esperado atravesarle el escudo, increpaba no menos irritada al cielo: tanto el uno como la otra descargaban recíprocamente terribles cuchilladas sobre sus armas; pero en vano, porque las de ambos estaban encantadas, lo cual nunca fué más necesario que aquel dia. Tan buenas eran sus mallas y corazas, que no habia espada ó lanza que las atravesara; de modo que el combate podia durar todo aquel dia y hasta el siguiente, si Rodomonte no se hubiera interpuesto para interrumpirle, reconviniendo á Mandricardo por su demora y diciéndole:

—Si es que tanto deseo tienes de pelear, más vale que terminemos nuestra propia lucha. Ya sabes que la suspendimos para acudir con más prontitud en socorro de nuestro ejército, y que convinimos en no acometer otro nuevo combate ó cualquiera otra empresa hasta haber cumplido este deber.

Despues se dirigió con la mayor cortesía á Marfisa, participándole que Agramante les habia enviado un mensajero para reclamar su inmediato auxilio. Rogóle en seguida que se dignara, no solo renunciar á aquel combate ó diferirlo para mejor ocasion, sino tambien partir en su compañía para prestar su poderosa ayuda al hijo del rey Trojano, añadiendo que de este modo podria adquirir una fama que hasta el cielo se remontara, mejor que impidiendo un intento tan generoso con una pelea ignorada y sin importancia.

Marfisa, que siempre habia tenido el ardiente deseo de medir sus fuerzas con los paladines de Carlomagno, y cuyo único objeto, al pasar á Francia desde las más remotas comarcas, era el de conocer por sí misma si su glorioso renombre era ó no exagerado, aceptó la proposicion de Rodomonte, en cuanto tuvo noticia de la apurada situacion de Agramante.

Entre tanto Rugiero habia seguido en vano á Hipalca por el camino del monte, y cuando llegó con ella al sitio designado, vió que Rodomonte se habia marchado por el otro camino. Suponiendo que no podia hallarse muy lejos, y que habria tomado el sendero que conducia directamente á la fuente, volvió las riendas á su corcel, y siguió con paso veloz las huellas recientemente impresas en la arena. Quiso que Hipalca regresara á Montalban, de cuyo castillo solo les separaba una jornada; porque si volvia de nuevo á la fuente, se alejaria demasiado del camino recto, y le dijo que estuviese segura de que recuperaria en breve á Frontino, como no tardaria en saberlo, bien en Montalban, ó bien en cualquier otro punto en que se hallara. Dióle además la carta que escribió en Agrismonte y que llevaba desde entonces en el pecho, y le dijo otras muchas cosas, rogándole encarecidamente que le disculpara con su amada. Hipalca fijó en su memoria todos los encargos de Rugiero; despidióse de él, volvió riendas, y no cesó de andar hasta llegar á Montalban aquella misma tarde.

A pesar de haber seguido Rugiero diligente las huellas del Sarraceno, que aparecian en el camino de la llanura, no pudo alcanzarle hasta que le vió con Mandricardo junto á la fuente. Los dos sarracenos se habian prometido mútuamente que no se atacarian por el camino, ni antes de socorrer el campamento africano tan estrechamente asediado por Cárlos. Al llegar allí, Rugiero conoció á Frontino; por él conoció al guerrero que le montaba, y enristró en el momento mismo su lanza, desafiando al Africano con frases altaneras. Rodomonte hizo aquel dia más que Job; porque consiguió domar su fiero orgullo y rehusó el combate, él, que siempre habia tenido la costumbre de ser el primero en buscarlo. Aquella fué la primera y última vez en su vida que se negase á combatir; pero le parecia tan honroso el deseo de acudir en auxilio de su Rey, que aun cuando hubiese tenido á Rugiero más aferrado entre sus uñas que una liebre oprimida por las garras del ágil leopardo, no habria querido sacrificar ni el tiempo indispensable para cambiar con él una ó dos estocadas. Añádase á esto, que sabia que Rugiero, con quien debia combatir por causa de Frontino, era un caballero tan famoso, que su gloria no tenia rival; que Rugiero era el hombre con quien siempre habia deseado batirse, para conocer por sí mismo hasta dónde alcanzaba su denuedo; y á pesar de esto, no quiso aceptar aquel reto: ¡tanto era lo que le inquietaba el peligro de su Rey! A no ser por esta causa, hubiera ido hasta el confin de la Tierra, tan solo por realizar tal combate; pero en aquel momento, aunque le hubiese desafiado el mismo Aquiles, no dejara de hacer lo propio: tan oculta estaba entonces la llama de su habitual furor. Manifestó á Rugiero la causa que le impedia aceptar su reto, y aun le rogó que les prestara su auxilio en aquella empresa; porque, de obrar así, haria lo que todo caballero leal está en el deber de hacer en obsequio de su señor; añadiendo que tan luego como se levantara el asedio, tendrian tiempo de terminar sus querellas.

Rugiero le respondió:

—No tengo inconveniente en aplazar esta pelea hasta que Agramante quede libre del poder de Cárlos, con tal de que me devuelvas desde luego á Frontino. Si quieres que difiera para cuando estemos en la corte el probarte la falta que has cometido, y la accion indigna de un caballero valiente que has llevado á cabo arrebatando á una débil mujer mi caballo, deja á Frontino y devuélvemelo. De lo contrario, harás mal en suponer que yo renuncie á la contienda ni que te conceda una sola hora de tregua.

Mientras Rugiero exigia al Africano la restitucion de Frontino ó un inmediato combate, y mientras Rodomonte, negándose á combatir y á devolver el caballo, aplazaba para más adelante una y otra cosa, adelantóse Mandricardo y suscitó una nueva contienda al ver que Rugiero llevaba por blason la reina de las aves. Rugiero ostentaba en su escudo el águila blanca sobre campo azul, emblema de los troyanos, porque le pertenecia de derecho como descendiente que era del esforzado Héctor, pero como Mandricardo lo ignoraba, no quiso tolerar que otro usara en su escudo el águila blanca del héroe troyano, teniéndolo á grave injuria. Mandricardo llevaba tambien como enseña el ave que arrebató en el monte Ida á Ganimedes: no dudo que sabreis cómo la conquistó aquel dia que salió vencedor en el peligroso castillo, y cómo se la dió aquella Hada juntamente con las preciadas armas que forjó Vulcano para el guerrero de Troya. Mandricardo y Rugiero se habian ya batido en otra ocasion por esta misma causa, y como ya sabeis el motivo que tuvieron para separarse, escuso referirlo de nuevo. No habian vuelto á encontrarse hasta entonces, así es que en cuanto Mandricardo vió el escudo, prorumpió en amenazas con ademan arrogante, gritando á Rugiero:

—Te reto á singular pelea. ¿Todavía te atreves á usar, temerario, la enseña que me pertenece? No es este el primer dia que te he reconvenido por ello. ¡Insensato! ¿Has podido creer que, porque una vez te perdoné, he de tolerarlo siempre? Pero ya que ni el perdon ni las amenazas han sido bastantes para hacerte olvidar semejante locura, voy á enseñarte cuánto más te hubiera valido obedecerme que desafiar mi saña.

Así como un leño seco y bien caldeado se enciende al más pequeño soplo, del mismo modo se inflamó la cólera de Rugiero desde la primera amenaza que oyó de Mandricardo.

—¿Te has figurado, le dijo, que podrias dominarme á tu antojo, porque me ves empeñado en otra contienda? Si así lo has creido, pronto te demostraré que tan capaz soy de obligar á Rodomonte á que me devuelva mi Frontino, como de quitarte el escudo de Héctor. No hace aun mucho tiempo que combatimos por el mismo motivo; pero me abstuve de arrancarte la vida porque no llevabas espada. Lo que entonces fueron conatos, hoy serán hechos palpables y evidentes, pudiendo asegurarte que esa águila blanca, antiguo blason de mi estirpe, será para tí fatal: tú la has usurpado; yo la llevo con justo derecho.

—Tú eres el usurpador de mi divisa, exclamó Mandricardo, desnudando el acero que Orlando, en su locura, habia abandonado poco antes en el bosque.

El buen Rugiero, que jamás habia desmentido su generosidad, cuando vió que el pagano desenvainaba la espada, dejó caer en el suelo su lanza, y empuñando la excelente Balisarda, embrazó el escudo; pero en aquel momento lanzó Rodomonte su caballo entre ellos, seguido por la diligente Marfisa, procurando tanto el uno como la otra separar á los contendientes, y rogándoles que no pasaran adelante. Rodomonte se lamentó de que Mandricardo hubiese roto por dos veces el pacto entre ellos estipulado; la primera, cuando combatió con varios caballeros, creyendo conquistar á Marfisa, y la segunda por desposeer de su divisa á Rugiero. Irritado por el poco interés que al Tártaro le inspiraba el peligro de Agramante, le dijo:

—Si has de proceder siempre de esta manera, es preferible que terminemos nuestro combate, mucho más justo y necesario que todos cuantos despues has emprendido. Con esta condicion quedó establecida la tregua que subsiste entre nosotros. Así que concluya contigo, me batiré con Rugiero por el caballo que reclama; y tú, si conservas la vida, podrás continuar la querella suscitada con él por causa de tu escudo; aun cuando espero darte tanto qué hacer, que no se fatigará mucho Rugiero.

—Padeces un error grosero, respondió Mandricardo: yo soy quien ha de darte qué hacer más de lo que deseas, y quien te hará sudar de piés á cabeza. No me faltarán vigor ni audacia, así como no falta el agua de un manantial, para batirme despues con Rugiero, y no solo con él, sino con otros mil que se presentaran, y hasta con el mundo entero, si se atreviese á hacerme frente.

Por una y otra parte iban en progresivo aumento la cólera y las amenazas. Mandricardo, ébrio de furor, queria pelear á un tiempo mismo con Rodomonte y con Rugiero: este, poco acostumbrado á soportar el menor ultraje, no queria ya escuchar palabras de conciliacion, sino apelar á las armas. Marfisa iba de un lado á otro, procurando calmar los ánimos; mas no teniendo quien la ayudara, se esforzaba en vano. Así como un campesino, al ver salir de madre un rio, cuyas turbulentas aguas se abren á través de los campos un nuevo camino, acude presuroso á impedir que la inundacion destruya sus mieses y su forraje, y mientras se ocupa en oponer un dique, y otro, y otro á las aguas, observa consternado que si consigue cerrarles el paso por un lado, no tardan en rebasar por otro los obstáculos que les ha puesto, precipitándose entonces toda su masa con ímpetu más destructor, así tambien, mientras Rugiero, Mandricardo y Rodomonte disputaban coléricos entre sí, pretendiendo cada uno de ellos mostrarse más esforzado, y exceder en denuedo á los otros dos, procuraba Marfisa apaciguarlos, cansándose y perdiendo el tiempo y el trabajo; pues mientras conseguia disuadir á uno de ellos de sus belicosos intentos, se denostaban los dos restantes con creciente ira.

La guerrera, insistiendo en ponerlos de acuerdo, les decia:

—Caballeros, escuchad, por favor, mis consejos. Es de todo punto necesario que aplaqueis todas vuestras querellas para cuando Agramante esté fuera de peligro. Si cada uno de vosotros se empeña, á pesar de esto, en seguir adelante con su contienda, haré á mi vez uso del derecho que me asiste de continuar mi interrumpida lucha con Mandricardo, y entonces veré si es tan capaz, como supone, de conquistarme por medio de las armas. Pero si hemos de socorrer á Agramante, hagámoslo sin dilacion, y no se hable ya de nuevas luchas entre nosotros.

—Por mí no ha de quedar, exclamó Rugiero, desde el momento en que se me devuelva el caballo. Una de dos; ó me restituye el corcel, ó de lo contrario que lo defienda de mí: estoy firmemente resuelto á perecer en este sitio, ó á regresar al campamento cabalgando en Frontino.

Rodomonte contestó:

—Probablemente será más fácil lo primero que lo segundo.—Y añadió:—Por lo demás, protesto aquí de que si nuestro Rey padece algun revés, tuya será la culpa; pues yo no habré sido causa de que no se haga á tiempo lo que se debe hacer.

Rugiero no hizo caso alguno de tales protestas: arrastrado por la cólera, desnudó el acero, y se arrojó como un javalí sobre el rey de Argel, á quien empezó á golpear de tal modo con el escudo y con la hombrera, que lo descompuso hasta el extremo de hacerle perder uno de los estribos. Entonces Mandricardo le gritó:—«Suspende, Rugiero, ese combate, ó lucha conmigo.»—Al decir esto, más cruel y felon de lo que fuera hasta entonces, descargó un terrible cintarazo en el casco de Rugiero, el cual se vió obligado á bajar la cabeza hasta el cuello de su caballo, sin que pudiera enderezarse cuando lo intentó, porque el hijo de Ulieno aprovechó aquel momento para darle un nuevo y más tremendo golpe. Si el yelmo de Rugiero no hubiera sido de un temple diamantino, aquel tajo le habria hendido la cabeza hasta las mejillas. El dolor le hizo abrir ambas manos, abandonando la una la espada y la otra las riendas: el caballo se lo llevó á través de los campos, y Balisarda quedó abandonada en el suelo.

Marfisa, que habia sido aquel dia su compañera de armas, se sintió abrasada por la ira, al ver que dos caballeros habian puesto en aquel estado á uno solo: llevada de su natural magnánimo y generoso, se arrojó sobre Mandricardo, y reuniendo todas sus fuerzas, le descargó un tremendo mandoble en la cabeza. Rodomonte salió en persecucion de Rugiero, persuadido de que si conseguia darle un nuevo golpe, quedaba vencido el jóven guerrero y Frontino en su poder para siempre; pero Riciardeto y Viviano, que lo observaron, corrieron á interponerse entre su amigo y el Sarraceno. El primero acometió á Rodomonte, le hizo retroceder, y le obligó á cesar en su persecucion; el segundo se acercó á Rugiero, ya vuelto en sí, y le presentó su propia espada.

En cuanto el valiente Rugiero recobró los sentidos y empuñó la espada que Viviano le ofrecia, no quiso demorar la venganza de su agravio, y se precipitó sobre el rey de Argel como el leon que acaba de ser herido por las astas de un toro y no siente el dolor de su herida: tanta era la saña, el ímpetu y el furor que le estimulaban á tomar una sangrienta venganza.

Cayó como un rayo su acero sobre la cabeza del Sarraceno, y si en vez de haberle descargado aquel mandoble con la espada de Viviano, lo hubiese dado con su Balisarda, que, como he dicho, se le escapó de las manos al principio de esta lucha á causa de una cobarde felonía, creo que el yelmo de Rodomonte no bastara á proteger su cabeza, por más que dicho yelmo fuese el que se mandó fabricar el rey de Babel cuando intentó declarar la guerra á las estrellas.

Convencida la Discordia de que allí no podia haber más que contiendas y riñas, que alejarian para siempre de entre los cuatro caballeros toda esperanza de paz y tregua, dijo á su hermana, la Soberbia, que podian regresar con toda confianza al lado de sus buenos frailes. Dejémoslas marchar, y volvamos á Rugiero, que acababa de dar un tremendo golpe en la frente de Rodomonte.

El golpe de Rugiero fué tan terrible, que el Sarraceno tocó en la grupa de Frontino con su yelmo y con aquella piel impenetrable y escamosa que cubria sus espaldas; tres ó cuatro veces se le vió oscilar con el cuerpo inclinado para caer en tierra, y hubiérasele escapado la espada, á no tenerla atada á la muñeca.

Entre tanto Marfisa atacaba con tal insistencia á Mandricardo, que el Tártaro tenia bañados en sudor la frente, el rostro y el pecho; otro tanto le sucedia á la guerrera; pero la armadura de ambos era tan impenetrable, que no conseguian atravesarlas por ninguna parte: hasta entonces no se llevaban la menor ventaja; pero un paso en falso dado por el caballo de Marfisa, fué causa de que la jóven necesitara el auxilio de Rugiero. Al dar el corcel una vuelta harto brusca, en un sitio donde la yerba estaba mojada, resbaló de tal suerte, que la guerrera no pudo impedir que cayera sobre el lado derecho; y en el momento en que procuraba levantarse precipitadamente, el descortés pagano lanzó sobre ella á Brida-de-oro, que atropellándola de través, la hizo caer de nuevo. Al ver Rugiero á la doncella en tan crítica situacion, se apresuró á socorrerla, ya que en aquel momento podia hacerlo, porque Frontino se llevaba á Rodomonte privado de conocimiento: el jóven guerrero descargó un golpe tan violento en el casco del Tártaro que de seguro le habria partido la cabeza como un troncho, si hubiese empuñado á la sazon á Balisarda, ó si Mandricardo se hallara cubierto con otro yelmo.

Vuelto en sí el rey de Argel durante este corto intervalo, miró en su derredor, vió á Riciardeto, y recordando que habia salido á su encuentro para impedirle que hiriera nuevamente á Rugiero, lanzóse sobre él, é indudablemente le habria dado una recompensa poco envidiable por el oportuno auxilio que proporcionara á su enemigo, á no haberlo estorbado Malagigo por medio de nuevos encantamientos. Malagigo conocia el arte de los encantos tan bien como el mágico más preeminente; y aun cuando á la sazon no tenia el libro, merced al cual le era fácil detener al Sol en mitad de su carrera, recordaba sin embargo los conjuros con que solia hacerse obedecer de los espíritus infernales: inmediatamente obligó á uno de ellos á penetrar en el cuerpo del caballo de Doralicia, que se encabritó furioso. Pocas palabras bastaron al hermano de Viviano para que entrara uno de los ángeles de Minos en el manso palafren que montaba la hija del rey Estordilano; y aquel caballo, que no se movia nunca como á ello no le obligara la mano que le guiaba, dió súbitamente un salto de treinta piés de largo y diez y seis de altura. Grande fué el salto, pero no tan violento que derribara de la silla á la que en ella iba montada. La jóven, al verse hendiendo los aires, se tuvo por muerta y lanzó gritos penetrantes, mientras que el caballo, conducido por el diablo, emprendió una carrera tan vertiginosa, que no le hubiera alcanzado una saeta, llevando consigo á la jóven, la cual no cesaba de pedir socorro.

El hijo de Ulieno fué el primero en suspender la lucha, al oir aquellas voces, y se lanzó á escape tras el desbocado palafren, con objeto de auxiliar á la doncella: Mandricardo no tardó en imitarle; y cesando en sus ataques contra Rugiero y Marfisa, voló en seguimiento de Rodomonte y Doralicia, sin pedir á sus adversarios tregua ó paz.

Entre tanto la guerrera se levantó del suelo, y ardiendo en iracunda saña, iba á vengarse de su afrenta, cuando echó de ver que su enemigo estaba harto lejos para alcanzarle. El inesperado fin de la pelea, no solo hizo suspirar á Rugiero, sino rugir como un leon herido: aumentaba su desesperacion el convencimiento de que con sus caballos no era posible dar alcance á Brida-de-oro ni á Frontino.

El jóven no hacia ánimo de renunciar al combate hasta que el rey de Argel le devolviera el caballo; la doncella, por su parte, no queria terminar aun su contienda con el Tártaro, por no haber probado su valor á su entera satisfaccion: dejar en suspenso la querella les parecia á ambos deshonroso; por lo cual resolvieron, de comun acuerdo, seguir las huellas de los que tanto les habian ofendido. Tenian la seguridad de encontrarlos en el campamento sarraceno, si antes no lograban hallarse de nuevo frente á frente, suponiendo que acudirian á él para hacer levantar el asedio antes de que el rey de Francia se apoderara de todo. Emprendieron, pues, la marcha hácia donde creian hallar otra vez á sus enemigos; pero entonces no se alejó Rugiero tan precipitadamente que se olvidara de despedirse de sus compañeros.

Acercóse al hermano de su adorada Bradamante, y se le ofreció como un verdadero amigo, lo mismo en la próspera que en la adversa fortuna; le suplicó despues, con la mayor galantería, que saludara en su nombre á su hermana, empleando para ello frases tan convenientes y oportunas que ni Riciardeto ni sus compañeros concibieron la menor sospecha. Dirigió el último adios á este jóven, á Viviano, á Malagigo y al herido Aldigiero, los cuales á su vez se manifestaron en extremo agradecidos á sus servicios, y le aseguraron que los tendria á su disposicion en cualquier parte que se hallasen.

Marfisa estaba tan deseosa de ir á Paris que se olvidó de despedirse de los amigos: así es que Malagigo y Viviano se vieron obligados á correr tras ella para poderla saludar desde lejos. Lo mismo hizo Riciardeto: tan solo Aldigiero no pudo imitarles por tenerle postrado su herida. Rodomonte y Mandricardo habian seguido ya el camino de Paris, y á la sazon lo emprendian Rugiero y Marfisa. En el otro canto os referiré, Señor, los hechos maravillosos y sobrehumanos que los cuatro guerreros de que os hablo llevaron á cabo con grave daño de los soldados de Carlo-Magno.

Canto XXVII

Los tres guerreros paganos y el valiente Rugiero obligan á Carlomagno á refugiarse en Paris.—Cunden las rencillas en el campamento africano, hasta tal extremo que el Rey se reconoce impotente para calmar los ánimos.—El rey de Argel, despechado al ver que su dama se ha decidido por Mandricardo, abandona el campamento.

La mayor parte de las determinaciones de las mujeres producen mejor resultado cuando son efecto del primer arranque de su viva imaginacion, que si son fruto de una reflexion detenida; lo cual no deja de ser un don especial con que, entre tantos y tantos, las ha favorecido pródigamente el Cielo: no sucede lo mismo con respecto á las decisiones de los hombres; pues suelen salirles mal cuando no las han meditado con madurez, cuando no han pesado detenidamente todas las circunstancias que pueden acompañarlas, ó no han empleado mucho tiempo y mucho estudio antes de ponerlas por obra.

En el primer momento pareció excelente la estratagema de Malagigo; mas desgraciadamente no fué así, por más que, como he dicho, se librara merced á ella de un inminente peligro su primo Riciardeto. Al evocar Malagigo al espíritu infernal, lo hizo con el objeto de alejar de aquel sitio á Rodomonte y al hijo del rey Agrican; pero no tuvo en cuenta que el demonio los conduciria á causar gran daño en el ejército cristiano. Si hubiese tenido tiempo para reflexionar en lo que iba á hacer, debe suponerse que habria podido salvar con la misma facilidad á su primo, sin causar el menor perjuicio á las tropas cristianas. ¿No podia haber ordenado al espíritu que se llevara á la doncella hácia Oriente ú Occidente, y alejarla tanto, que no se volvieran á tener noticias suyas en Francia? Sus amantes la habrian seguido hácia cualquier otro punto, lo mismo que la seguian hácia Paris; pero esta consideracion pasó desapercibida á Malagigo por causa de su precipitacion, y el Ángel rebelde arrojado del Cielo, ansioso siempre de estrago, sangre y ruina, emprendió el camino más á propósito para afligir á Carlomagno, por lo mismo que el mágico no le prescribió la direccion que debia seguir.

El palafren que tenia el demonio en el cuerpo, continuó llevándose á la aterrada Doralicia, sin que los rios, los fosos, los bosques, las lagunas, las montañas ni los precipicios fueran un obstáculo para detenerle en su desatentada carrera. Atravesó con ella del mismo modo por en medio de los campos francés é inglés, y por entre todas las tropas agrupadas en torno de la enseña de Cristo, y no paró hasta llegar á la tienda del rey de Granada, padre de Doralicia.

Rodomonte y el hijo de Agrican pudieron seguirla algun tiempo durante el primer dia, pues no dejaron de divisarla, aunque á lo lejos; pero de pronto la perdieron de vista, y entonces fueron en pos de sus huellas, como el sabueso acostumbrado á seguir el rastro de la liebre ó del cabritillo, y no cesaron de andar hasta que hubieron llegado al campo sarraceno, donde supieron que Doralicia estaba ya en poder de su padre.

¡Mucho cuidado necesitas ahora, oh Cárlos; pues se amontona tanta cólera sobre tí, que no sé cómo podrás librarte de ella! Y no solo debes precaverte de esos dos guerreros tan temibles, sino tambien del rey Gradasso, que avanza con Sacripante, dispuestos ambos á volver sus armas contra tí. Mientras tanto la veleidosa Fortuna, para aumentar tu martirio, te priva al mismo tiempo de las dos brillantes antorchas de ciencia y de valor, que hasta ahora te habian acompañado, dejándote sumido en las tinieblas más profundas. Me refiero á Orlando y á Reinaldo: el primero, enteramente loco y además furioso, vaga desnudo por montes y llanuras, soportando del mismo modo la lluvia, el frio y el calor: el segundo, cuyo juicio no está mucho más sano, se aleja de tí precisamente cuando su auxilio es más necesario, y camina á la ventura por ver si halla el menor vestigio de su adorada Angélica.

Recordareis que al principio de esta historia os dije, que un viejo y fementido encantador habia hecho creer á Reinaldo que Angélica huia con Orlando, y herido entonces su corazon por los celos más terribles que ha podido sentir amante alguno, se dirigió á Paris, en cuya ciudad le tocó por suerte el encargo de pasar á Bretaña en demanda de socorro. Terminada la batalla en que le correspondió el honor de haber encerrado á Agramante en su campo, regresó á Paris, y registró todos los conventos de monjas, las casas y recintos fortificados, siendo tan minuciosas sus pesquisas, que de seguro habria encontrado á su Angélica, como no estuviese emparedada. No viendo en ningun sitio á su amada ni á Orlando, prosiguió con nuevo ardor sus investigaciones por fuera de Paris.

Sospechó que su rival se la habria llevado á Anglante ó á Brava, donde estaria gozando tranquilamente de sus encantos entre fiestas y placeres, y marchó á uno y otro punto sin obtener mejor resultado. Volvió de nuevo á Paris, creyendo que no podria menos de encontrar al Paladin en el camino, porque su ausencia no dejaba de tener inconvenientes. Permaneció uno ó dos dias en aquella ciudad, y viendo que Orlando no llegaba, dirigióse otra vez á Anglante y á Brava, donde procuró adquirir noticias suyas; y cabalgando dia y noche, así en las frescas horas de la mañana, como en las ardientes del medio dia, lo mismo á la luz del Sol, que á la claridad de la Luna, recorrió el camino de Paris á dichas ciudades, no ya una, sino doscientas veces.

Entre tanto, el antiguo adversario del género humano, el que incitó á Eva á arrancar con mano culpable la manzana prohibida, fijó sobre Cárlos sus torvas miradas, un dia que el valiente Reinaldo se hallaba ausente; y viendo el estrago que en aquella ocasion podia causar en el pueblo cristiano, concitó contra él todos los guerreros más escogidos con que contaban los sarracenos. Inspiró á Gradasso y Sacripante, que caminaban juntos desde que salieron del palacio encantado de Atlante, la idea de acudir en auxilio del asediado monarca sarraceno, y destruir el ejército del emperador Cárlos, sirviéndoles de guia al través de países desconocidos, y haciendo de este modo más corto su viaje. Dió á otro de los demonios que estaban á sus órdenes el encargo de apresurar la marcha de Rodomonte y Mandricardo, siguiendo la ruta por donde su otro colega obligaba á ir al caballo de Doralicia. Envió además otro demonio para que Marfisa y Rugiero no permaneciesen ociosos; pero el que guió á estos dos guerreros, procuró refrenar sus corceles, haciendo de modo que llegaran al campamento con posterioridad á los otros. Por esta razon, Marfisa y Rugiero se presentaron á Agramante media hora despues que sus compañeros; pues queriendo el Ángel negro y astuto causar la mayor pesadumbre á los cristianos, hizo lo posible para impedir que la querella ocasionada por la posesion de Frontino se reprodujese, estorbando sus planes, como indudablemente se habria reproducido si hubiesen llegado Rugiero y Rodomonte al mismo tiempo.

Los cuatro primeros llegaron juntos á un sitio, desde el que podian reconocer perfectamente las posiciones del ejército opresor y del oprimido, y las banderas que ondeaban á merced del viento: celebraron consejo, y resolvieron de comun acuerdo auxiliar á Agramante, á pesar de Cárlos, y librarle del asedio que le tenia encerrado en su campamento. Formaron en seguida un grupo compacto, y penetraron en medio de los reales cristianos, gritando sin cesar: «¡África y España!» y presentándose arrogantemente como enemigos. Las tropas francesas empezaron á gritar á su vez: «¡A las armas, á las armas!» pero antes sintieron los terribles golpes de los moros, y una gran parte de la retaguardia huyó aun sin ser atacada, poseida de un terror pánico. El resto del ejército cristiano, puesto en conmocion, se desordenó sin saber la causa, que en concepto de muchos consistia en alguna disputa trabada entre suizos ó gascones, segun su costumbre; mas como para la mayor parte era todavía un misterio lo que pasaba, los soldados de cada nacion se fueron agrupando en torno de sus banderas, á los toques de los clarines ó los tambores, produciendo todo esto un estruendo que retumbaba en el Cielo.

El gran Emperador, completamente armado, aunque con la cabeza descubierta, estaba rodeado de sus paladines, y preguntaba en vano el motivo del desórden que observaba en su ejército: con aspecto amenazador, detuvo á los fugitivos, y vió con sorpresa que muchos estaban heridos en el rostro ó en el pecho, que acudian otros con la cabeza ó el cuello ensangrentados, y alguno con una mano ó un brazo menos. Avanzó algun tanto, y halló un considerable número de sus soldados tendidos en tierra, revolcándose horriblemente en un rojo lago de su propia sangre, y sin que nadie los auxiliara en su agonía: encontró el campo sembrado de cabezas, brazos y piernas separadas de los cuerpos, y en fin, por donde quiera que fué, observó estremecido los mismos estragos. El reducido grupo de los cuatro sarracenos, digno de eterna y explendente fama, habia dejado una memorable y sangrienta huella de su paso. Cárlos iba contemplando aquella espantosa carnicería, tan asombrado como lleno de ira y de despecho, semejante á aquel en cuya morada ha caido un rayo y va examinando con dolor todos los destrozos que ha hecho en su camino.

Acababa de llegar apenas este primer auxilio á los parapetos del campamento de Agramante, cuando por otro lado se presentó el animoso Rugiero en compañía de Marfisa. Despues de haber recorrido una ó dos veces con la vista la situacion de sitiados y sitiadores, y conocido cuál era el camino mas breve para socorrer al monarca sarraceno, embistieron con denuedo á los cristianos. Así como cuando se da fuego á una mina, la llama devoradora recorre el largo surco de la negra pólvora con una rapidez tal que la vista apenas puede seguirla, y se oye despues el estruendo producido por los muros ó peñascos al ser arrancados violentamente de su base, del mismo modo cayeron Rugiero y Marfisa sobre los franceses, produciendo igual estrépito en su embestida. Empezaron á dar tajos á diestro y siniestro, hendiendo cabezas y cortando brazos y hombros de cuantos no se apresuraban á dejarles el camino libre y expedito. El que haya observado el paso de una tormenta, que, mientras hace sentir sus destructores efectos en una parte de un valle ó de un monte, deja libre de ellos á la otra, podrá figurarse el paso de Rugiero y de Marfisa por el campamento cristiano.

Muchos de los que habian huido del furor de Rodomonte y sus tres compañeros, daban gracias á Dios por haberles concedido unas piernas tan ligeras; pero encontrándose luego por su desgracia con Rugiero y Marfisa, conocian, al ver su esperanza burlada, que el hombre, tanto si huye como si permanece firme, no es dueño de evitar su buen ó mal destino; pues el que se escapa de un peligro cae bien pronto en otro, y paga su merecido á costa de su cuerpo, pareciéndose entonces á la tímida zorra, que al sentirse sofocada por el humo y el fuego colocado por el cazador á la entrada de su madriguera, sale de ella con sus hijuelos esperando salvarse, y va á parar entre los dientes de los perros que la aguardan para despedazarla.

Marfisa y Rugiero, despues de atravesar el campo cristiano, llegaron ilesos al de los sarracenos, donde todos elevaron al Cielo sus ojos, dándole gracias por tan feliz acontecimiento. Desapareció como por encanto el temor que les infundian los paladines; el infiel más acobardado se mostraba ya dispuesto á combatir con un centenar de enemigos, y resolvieron unánimemente renovar las hostilidades sin dilacion alguna.

Pronto atronaron el espacio con sus bélicos sonidos las trompas, las bocinas y las chirimías moriscas; y se vieron tremolar á impulsos del viento las banderas y estandartes africanos. Los capitanes de Cárlos reunian tambien á los alemanes, britanos, franceses, italianos é ingleses, trabándose á los pocos momentos una pelea espantosa y sangrienta. La fuerza del terrible Rodomonte, la del furibundo Mandricardo, la del animoso Rugiero, modelo de bravura, la del rey Gradasso, tan famoso en el mundo, la de la intrépida Marfisa y la del rey de Circasia, que á nadie cedia en denuedo, obligaron al rey de Francia á implorar el favor de San Juan y San Dionisio, y á guarecerse bajo los muros de Paris.

El ardor invencible y la admirable actitud de estos caballeros y de Marfisa fueron tales, Señor, que no es posible imaginarlos, cuanto menos describirlos: por esto podreis suponer qué multitud tan inmensa de cristianos caeria bajo sus golpes, y cuán grande seria el descalabro que sufrió Cárlos. Ferragús y otros muchos caballeros moros corrieron á unirse con los vencedores. No bastando el puente para dar paso á todos los fugitivos, se precipitaron muchos de estos en el Sena, donde se ahogaron: otros varios, al verse amenazados de una muerte segura por delante y por detrás, hubieran deseado poseer las alas de Ícaro. Casi todos los paladines franceses cayeron prisioneros, excepto Ogiero y el marqués de Vienne, si bien el primero salió del combate con la cabeza rota, y el segundo herido en un hombro. Si Brandimarte hubiese abandonado á Paris, como Reinaldo y Orlando, Cárlos se habria visto obligado á huir de la ciudad, en el caso de que le fuera posible escapar con vida de tan gran incendio. Brandimarte hizo todo lo que estuvo en su mano; y cuando ya no pudo más, cedió ante el furioso ataque de los moros. La Fortuna sonrió á Agramante de tal suerte, que el monarca sarraceno volvió á sitiar de nuevo á Carlomagno en su misma capital.

Los gritos y los lamentos de las viudas, de los tiernos huérfanos y de los ancianos ciegos, se elevaron desde nuestra atmósfera sombría hasta las puras regiones celestiales en que reside Miguel, llamando su atencion hácia á los pueblos leales de Francia, de Inglaterra y de Alemania, cuyos cadáveres, abandonados, á la voracidad de los lobos y de los cuervos, cubrian la llanura. Enrojecióse el rostro del Ángel bienaventurado, al ver que el Creador habia sido tan mal obedecido, y se creyó engañado y vendido por la pérfida Discordia, quien, sin embargo de habérsele encargado reiteradamente que suscitara incesantes querellas entre los sarracenos, se veia claramente por la muestra que habia hecho todo lo contrario de lo que se le ordenara. Así como un criado fiel, más falto de memoria que de buena voluntad, al observar que ha olvidado un encargo que debia haber tenido tan en cuenta como su vida y su propia alma, procura diligente enmendar su falta, y no se atreve á presentarse ante la vista de su amo hasta haberla reparado, del mismo modo se negaba Miguel á remontarse hasta el sólio del Eterno, mientras no quedaran cumplidas sus órdenes.

Dirigióse con raudo vuelo al monasterio en que la otra vez habia hallado á la Discordia, y la vió sentada en medio de los monjes reunidos en capítulo para la eleccion de los prelados, contemplando con deleite cómo se arrojaban aquellos buenos padres los breviarios á la cabeza. Asióla el Ángel por los cabellos y le dió un sin número de golpes con las manos, con los piés y con el cuento de una cruz que le rompió en la cabeza y las costillas. La mísera prorumpió en estridentes gritos, pidiendo misericordia y abrazándose á las rodillas del divino mensajero, el cual no la dejó tomar aliento hasta verla dispuesta á volar al campamento del rey de África, diciéndole al marcharse: «Cuenta con otro castigo peor, si te veo un solo instante separada de los sarracenos.»

La Discordia, que habia salido con la cabeza y los brazos rotos, temiendo volver á sufrir aquellos rudos golpes, aquel furor tremendo, cogió presurosa los fuelles de que se servia para atizar su llama, y añadiendo nuevo pábulo á las hogueras cuyo fuego permanecia latente, encendió otra más terrible que comunicó en breve su voracidad á muchos corazones. De tal modo inflamó á Rodomonte, Mandricardo y Rugiero, que les obligó á acudir á la presencia de Agramante, aprovechando la oportunidad de que Cárlos se habia retirado y el campo quedaba por ellos. Expusieron al monarca africano sus mútuos resentimientos, así como las causas que los produjeron, y sometieron á la consideracion del Rey que decidiera cuáles de ellos habian de ser los primeros en combatir. Marfisa habló tambien de su cuestion con Mandricardo, manifestando que estaba resuelta á terminar su interrumpida pelea con él, que fué el primero en provocarla, y que no se hallaba dispuesta á tolerar ni un dia, ni una sola hora de retraso, para dar lugar á que los otros se batieran. En su consecuencia, dirigió las más vivas instancias á Agramante para que consintiera en su inmediata lucha con el Tártaro.

Rodomonte no se manifestaba menos decidido que ella á ser el primero en terminar con su rival la empresa que habia suspendido hasta entonces para socorrer á los sarracenos. Interrumpióle Rugiero diciendo, que no podia sufrir por más tiempo que Rodomonte estuviese en posesion de su caballo, ni que combatiera con otro antes que con él. Para agriar más la cuestion, adelantóse Mandricardo, y sostuvo que Rugiero no tenia el menor derecho para ostentar en su blason el águila blanca: arrastrado por su insensato furor, queria terminar á un tiempo sus tres contiendas, desafiando á la vez á todos sus contrincantes, y los habria atacado simultáneamente, si Agramante accediera á tal pretension.

El rey de África empleó toda clase de súplicas y reflexiones para reconciliarlos; pero viéndolos al fin sordos á su voz y firmes en su resolucion, paróse á discurrir el modo de ponerlos de acuerdo para que consintiesen en combatir uno tras otro, y por último adoptó como mejor partido el de fiarlo á la suerte. Hizo escribir sus nombres en cuatro papeletas: en una iban juntos los de Mandricardo y Rodomonte; en otra los de Rugiero y Mandricardo; en otra los de Rodomonte y Rugiero y finalmente, en la última, los de Marfisa y Mandricardo. Despues hizo sacar una de las papeletas al arbitrio de la voluble diosa: la primera que salió contenia los nombres del rey de Sarza y Mandricardo: la segunda, los de este y Rugiero: la tercera, los de Rugiero y Rodomonte, quedando en el fondo la en que estaban escritos los de Marfisa y Mandricardo; lo cual causó el mayor despecho á la doncella. Tampoco se mostró muy contento Rugiero, porque conocia demasiado el vigor de los dos primeros para presumir que saldrian tan mal parados de la pelea que se verian imposibilitados de luchar despues con él ó con Marfisa.

No lejos de Paris se extendia un terreno de una milla de circunferencia próximamente; estaba rodeado de un margen algun tanto elevado que hacia de él una especie de anfiteatro. En otro tiempo, existió allí un castillo, cuyos muros habian sido arruinados por medio del hierro y del fuego: en el camino de Parma á Borgo puede verse uno semejante á él. En dicho sitio se preparó el palenque, rodeándole de una estacada de mediana altura, y formando un recinto cuadrado á propósito para el objeto, con dos puertas bastante capaces, segun se acostumbraba.

Llegado el dia prefijado por el Rey para que se efectuara el desafío de los pertinaces adversarios, se levantaron á uno y otro extremo del palenque dos grandes pabellones cerca de la empalizada y al lado de las puertas. El pabellon que estaba hácia Poniente era el destinado al gigantesco rey de Argel: el audaz Ferragús y Sacripante le ayudaban á cubrirse con la piel escamosa de la serpiente. El rey Gradasso y el vigoroso Falsiron ocupaban la tienda que miraba á Levante, poniendo por sí mismos la armadura troyana al sucesor del rey Agrican. Los monarcas de África y de España estaban sentados en un palco anchuroso y elevado, y á su alrededor se agrupaban Estordilano y los principales capitanes del ejército sarraceno. Por dichosos podian tenerse los que lograban colocarse en alguna eminencia ó en la copa de un árbol, que les permitiera descubrir el sitio de la lucha. La muchedumbre que acudió á presenciarla era inmensa, apiñándose por todos lados en torno de la extensa empalizada. Acompañaban á la reina de Castilla otras muchas reinas, princesas y nobles damas de Aragon, de Sevilla y de Granada, y de las demás naciones que se extienden hasta las columnas de Hércules: entre ellas figuraba la hija del rey Estordilano, cuyo suntuoso traje estaba formado de dos telas: la una de un color de rosa, tan desvaido que casi habia perdido su matiz, y la otra verde. Marfisa vestia un traje adecuado á su doble carácter de mujer y de guerrera: el Termodonte vió más de una vez en sus orillas á Hipólita y las amazonas adornadas de un modo semejante.

No tardó en presentarse en medio del palenque un heraldo, ostentando en su cota de armas la divisa del rey Agramante, y publicó en alta voz las leyes del combate; y la prohibicion impuesta á los espectadores de dar ninguna clase de señal ó auxilio á los campeones. La compacta muchedumbre esperaba impaciente la señal de la lucha, y se quejaba ya de la lentitud de los dos famosos caballeros, cuando de pronto se oyó en el pabellon de Mandricardo un gran rumor que iba creciendo por momentos. Sabed, Señor, que el rey de Sericania y el Tártaro eran los que lo producian. El primero habia armado ya completamente al segundo é iba á ceñirle la famosa espada que fué de Orlando, cuando leyó el nombre de Durindana, grabado en su empuñadura, y vió además en ella el blason usado por Almonte, á quien Orlando, muy jóven todavía, habia arrebatado aquella arma en Aspromonte. Examinóla con más detencion, y se cercioró de que era la misma del Señor de Anglante; la espada por cuya conquista se decidió á levantar el mayor y más excelente ejército que jamás saliera de los países orientales, con el cual habia subyugado el reino de Castilla y vencido á los franceses pocos años antes; pero por más que reflexionaba, no podia calcular cómo habia pasado á poder de Mandricardo.

Preguntóle dónde y cuándo habia adquirido aquel acero, y si se hallaba á la sazon en su poder por haberlo conquistado á la fuerza, ó mediante algun convenio hecho con el Conde; á lo cual respondió Mandricardo que, por apoderarse de él, habia sostenido un reñido combate con Orlando, y que el paladin se habia finjido loco, esperando de este modo encubrir el miedo de tener que luchar continuamente con él, mientras no le cediera su espada, imitando así al castor que se arranca sus órganos genitales, al verse hostigado por el cazador, por saber que su persecucion solo consiste en el deseo de apoderarse de tal presa.

Apenas oyó Gradasso semejante explicacion, cuando exclamó:

—No, no quiero cedértela ni á tí, ni á nadie: he consumido tanto oro, tanto afan, y tanta gente por alcanzar la posesion de esa arma, que no puede menos de pertenecerme con justo motivo. Procura proporcionarte otra espada: yo quiero esta, lo cual no debe asombrarte. Que Orlando esté loco ó cuerdo, poco me importa: hallo su espada, y me apodero de ella donde la encuentro. Tú la usurpaste en medio de un camino sin tener testigo alguno: yo espero obtenerla por medio de un combate. La cimitarra que empuño será mi última razon: vamos, pues, á decidir esta cuestion en la palestra. Antes de dirijir contra Rodomonte ese acero tan mal adquirido por tí, habrás de conquistarlo: es costumbre antigua la de comprar las armas de uno ú otro modo antes de utilizarlas en la batalla.

—No hay melodía tan grata á mis oidos, replicó el Tártaro, irguiendo soberbio la cabeza, como la voz del que me provoca al combate; pero haz de modo que Rodomonte consienta en el que me propones; procura que te ceda la preferencia que le corresponde para pelear conmigo, y no temas verme rehusar tu reto ni el de cuantos se presenten.

Rugiero exclamó entonces:

—Jamás consentiré en que se falte á lo acordado, ni en que se altere el órden establecido para los combates. Ó Rodomonte entra primero en la liza, ó habrá de acceder á batirse despues que yo. Si prevalece la razon alegada por Gradasso, de que es forzoso adquirir las armas antes de servirse de ellas, tampoco debes usar tú el águila blanca de mi blason mientras no la hayas ganado: pero ya que consentí en someterme á la decision de la suerte, no quiero apelar de mi sentencia: sea el rey de Argel el primero en combatir, y yo el segundo. Como llegueis á trastornar en parte el órden prefijado, os prometo que yo lo he de trastornar por completo; pues no puedo consentir en que sigas haciendo uso de mi blason, si en este momento no me lo disputas con las armas en la mano.

—Aun cuando cada uno de vosotros fuese el mismo Marte, repuso Mandricardo arrebatado por la cólera, ni el uno seria capaz de arrancarme la espada, ni el otro el blason.

Y ciego de furor, lanzóse con los puños cerrados sobre el rey de Sericania, y le descargó tan tremenda puñada en la mano derecha, que le hizo soltar á Durindana. No creyendo Gradasso que el Tártaro tuviese tan loca temeridad, quedó sorprendido un momento ante tan brusco ataque, y Mandricardo se aprovechó de su estupor para recobrar el disputado acero. Repuesto Gradasso de su sorpresa, sintió la más viva indignacion al verse afrontado de aquella manera, y sobre todo en un sitio tan público, que era lo que más le afligia y le irritaba: se hizo atrás, ardiendo en deseos de venganza, y desenvainó su cimitarra. Mandricardo confiaba tanto en sus fuerzas, que no solo se preparó á empezar aquella lucha, sino que desafió tambien á Rugiero.

—Venid contra mí los dos juntos, les decia, y venga tambien Rodomonte, y la España, y el África, y el género humano; que yo no dejaré nunca de hacer frente.

Diciendo estas palabras, el indomable sarraceno esgrimia en todas direcciones la espada de Almonte, embrazaba el escudo, é insultaba, desdeñoso y soberbio, lo mismo á Rugiero que á Gradasso.

—Déjame el cuidado, decia á éste el rey de Sericania, de curar por mí solo á ese loco.

—¡No he de consentirlo, vive Dios! exclamaba Rugiero; á mí me toca castigarle: retírate; déjame solo con él.

Y continuaban ambos disputando de esta suerte, mientras atacaban á su adversario. Tan desigual combate hubiera tenido un fin trágico, á no haberse interpuesto entre los tres adversarios algunos guerreros con demasiada impremeditacion; pues se vieron expuestos á saber por experiencia lo que cuesta la pretension de salvar á los otros con peligro propio; y sin embargo, aunque hubiera acudido el mundo entero, no lograria contenerlos, si no se hubiese presentado el hijo del famoso Trojano con el rey de España, ante los cuales todos dieron muestras de reverencia y de respeto.

El rey Agramante hizo que le explicaran la causa de aquella nueva y encarnizada lucha, y despues de muchos esfuerzos, logró que Gradasso consintiese en ceder á Mandricardo la espada de Héctor por aquel dia solamente y hasta que terminase la contienda que tenia pendiente con Rodomonte. Mientras Agramante procuraba apaciguarlos, dirigiendo tanto á unos como á otros todo género de reflexiones, se oyó en el otro pabellon el rumor de una querella suscitada entre Rodomonte y Sacripante.

El rey de Circasia, segun he dicho antes, ayudaba á Rodomonte á cubrirse con las armas de su antepasado Nemrod, en cuya operacion le auxiliaba Ferragús. Aproximáronse despues al sitio en que, tascando el rico freno y llenándolo de espuma, se hallaba Frontino, aquel caballo cuya usurpacion tenia tan indignado á Rugiero. Sacripante, que servia de padrino al rey de Argel, empezó á examinar cuidadosamente si el caballo estaba bien herrado, bien ensillado, y en una palabra, dispuesto como era de rigor para la lucha que se preparaba. Fijándose con más atencion en sus miembros esbeltos y proporcionados y en ciertas señales particulares, conoció, sin que le cupiera ningun género de duda, que aquel corcel era su Frontalate, á quien habia tenido en tanta estima, y por el que hubo de sostener mil cuestiones: su pérdida le afligió hasta el extremo de que, durante mucho tiempo, no quiso caminar sino á pié. Brunel habia tenido la destreza de quitársele de debajo en Albracca, el mismo dia en que robó á Angélica el anillo, al conde Orlando su Balisarda y su trompa, y su espada á Marfisa; y cuando el bribon regresó á África, regaló á Rugiero la espada Balisarda juntamente con el caballo, al que el jóven guerrero puso despues el nombre de Frontino.

Cuando el rey de Circasia estuvo seguro de que no se equivocaba, dirigióse al de Argel, diciéndole:

—¿Sabes, señor, que ese caballo es mio? Es el mismo que me robaron en Albracca, segun podrian atestiguar muchas personas; pero como todas se hallan muy lejos de nosotros, si acaso hubiere alguno que se atreviera á contradecirme, le probaria la verdad de mi aserto con las armas en la mano. Accedo gustoso, en atencion á la intimidad que en estos últimos dias ha reinado entre nosotros, á que hagas hoy uso de mi caballo pues bien veo que no podrias pasar sin él; pero ha de ser bajo la condicion de declarar que me pertenece, y que te lo he prestado: de otro modo, no pienses montar en él, á no ser que quieras disputarme su posesion por medio de las armas.

Rodomonte, el más orgulloso de cuantos caballeros han ceñido espada, y tambien, en mi concepto, el más fuerte y valeroso de cuantos héroes han existido en la antigüedad, respondió:

—Sacripante, si otro se hubiera atrevido á hablarme en los términos que tú lo has hecho, no tardaria en conocer, por su mal, que le valdria más no haber nacido. Pero en obsequio á la intimidad que, segun me has dicho, nos une de pocos dias á esta parte, me limitaré á aconsejarte amistosamente, que aplaces la empresa que te propones llevar á cabo, hasta ver el resultado del combate que voy á sostener con el Tártaro, y entonces espero ofrecerte tal ejemplo, que no podrás menos de decirme: «Por favor, quédate con el caballo.»

—La mejor cortesía con un hombre como tú es ser villano, exclamó el Circasiano lleno de ira y de despecho; así, pues, te diré ahora lisa y llanamente, que no debes contar con ese caballo, porque estoy resuelto á prohibirte que hagas uso de él mientras mi mano pueda sostener este vengador acero; y, aun cuando no tuviera más armas que las uñas y los dientes para defenderlo, sabria mantener mi derecho.

De estas palabras pasaron ambos á las injurias, á los gritos, á las amenazas, y por fin á las manos, trabándose entre ellos una lucha encendida por su ira con mayor rapidez de la que el fuego enciende una paja. Rodomonte estaba completamente armado: Sacripante no tenia coraza ni cota de malla; pero era tan diestro en el manejo de la espada, que se resguardaba perfectamente con ella de los golpes de su adversario. Aunque el vigor y el denuedo de Rodomonte eran incomparables, no prevalecian sobre la destreza y la agilidad con que Sacripante suplia la desventaja de su fuerza. La muela que tritura el grano en un molino, no ha girado nunca con tanta rapidez como Sacripante dando vueltas en derredor de su enemigo, y colocándose con presteza en los puntos donde podia atacar sin ser atacado. Al fin, Ferragús y Serpentino sacaron con bastante atrevimiento sus espadas, y se lanzaron entre ellos, seguidos del rey Grandonio y de otros muchos jefes del ejército mahometano.

Esta era la causa del rumor que oyeron en el otro pabellon los que á él habian acudido para apaciguar, aunque en vano, al Tártaro, á Rugiero y al rey de Sericania. No faltó quien llevase al rey de África la noticia de que Rodomonte y Sacripante estaban batiéndose con extremada furia por causa del corcel; y el Rey, confuso y atónito al ver tantas querellas, dijo á Marsilio:—Permanece aquí para impedir que estos guerreros se acometan de nuevo, mientras yo procuro apaciguar á los otros dos.

Luego que entró Agramante en la tienda del Africano, refrenó este su ira y se retiró con ademan respetuoso ante su rey y señor; el rey de Circasia se retiró asimismo con iguales muestras de respeto. El jefe del ejército les preguntó con severo rostro y grave entonacion la causa de tanta cólera, y cuando la hubo conocido, procuró ponerlos de acuerdo; mas sus esfuerzos fueron inútiles. El rey de Circasia se negaba tenazmente á ceder por más tiempo su caballo al de Argel, mientras no se humillase hasta el punto de suplicarle que se lo prestara. Rodomonte, soberbio como siempre, le contestó:

—Ni el cielo ni tú podreis hacer que yo consienta en agradecer á nadie, sino á mi mismo, cualquiera cosa que me sea fácil obtener por medio de la fuerza.

El Rey preguntó al Circasiano cuáles eran sus derechos sobre el caballo, y cómo le fué robado. Sacripante se lo refirió minuciosamente, y no pudo menos de ruborizarse al confesar que el diestro ladron habia aprovechado un momento en que se hallaba sumido en una profunda meditacion, para sacarle el caballo de debajo, dejando la silla sostenida con cuatro estacas.

Marfisa, que habia acudido como otros muchos al ruido de la pelea, no bien oyó referir la historia del robo del caballo, se manifestó indignada, por recordar que aquel mismo dia le robaron su espada; y entonces reconoció el caballo en que habia visto huir al ladron, que era el mismo del buen rey Sacripante, y en el cual no se habia fijado hasta entonces. Los caballeros que la rodeaban habian oido muchas veces á Brunel vanagloriarse de aquellos hurtos, por lo cual no pudieron menos de fijar la vista en el astuto sarraceno, indicando con sus ademanes que él habia sido su autor, en término de que Marfisa concibió algunas sospechas, y preguntando á unos y á otros, averiguó por último que el ladron de su espada era Brunel. Supo además que el rey Agramante, en vez de hacerle ahorcar cual merecia por semejantes hurtos, le habia sentado en el trono de Tingitania, dando un pernicioso ejemplo.

Sintiendo renacer su antigua cólera, resolvió Marfisa vengarse en el momento mismo de Brunel, y castigar las burlas y las injurias que el ladron de su espada le dirigiera por el camino mientras huia con su espada. Hizo que su escudero le pusiera el yelmo, por estar ya cubierta con sus armas restantes: no creo que se la hubiera visto diez veces sin coraza, desde el dia en que se decidió á consagrarse á la carrera á que la llamaba su vocacion y su ardimiento increible. Cubierta ya con el yelmo, se dirigió á Brunel, que estaba colocado en la primera fila de los espectadores, y en cuanto le tuvo al alcance de su mano, le asió fuertemente por en medio del cuerpo, levantándolo de su asiento, con la misma facilidad que el águila arrebata á un polluelo entre sus corvas garras, y le llevó de este modo al sitio en que se hallaba el hijo del rey Trojano ocupado en dirimir la nueva contienda: mientras tanto Brunel no cesaba de lamentarse y de pedir misericordia, conociendo las terribles manos en que habia caido. Eran tan penetrantes las quejas y los alaridos lanzados por Brunel en demanda de piedad ó de socorro, que á pesar del rumor, del estrépito y de los gritos que resonaban por todos los ámbitos del campo, la muchedumbre acudió en torno suyo. Así que llegó Marfisa á la presencia del rey de África, le dijo con semblante altanero estas palabras:

—Quiero ahorcar por mis propias manos á este ladron, aunque sea tu vasallo, por haber tenido la osadía de robarme la espada el dia mismo en que se apoderó del caballo de Sacripante: si alguno se atreviera á decir que miento, no tiene más que adelantarse y pronunciar una sola palabra; que en tu misma presencia le probaré la verdad de mi acusacion y su imprudencia. Pero como se me podria reconvenir por haber esperado á dar este paso en el momento en que las cuestiones suscitadas entre los guerreros más valientes de tu ejército les tienen harto ocupados, demoraré por espacio de tres dias el castigo á que ese infame se ha hecho acreedor: si durante este plazo no vienes en persona á buscarle, ó no envias quien abrace su defensa, daré un buen rato á las aves de rapiña, entregándoles su cuerpo, á no ser que haya quien me lo impida. Voy á situarme en aquella torre que se levanta á la entrada de un bosquecillo, á tres leguas de aquí, sin llevar conmigo más compañía que la de una doncella y un escudero. Si hay alguien tan osado que quiera ir á arrebatarme este ladron, vaya en buena hora, que allí le esperaré.

Así dijo, y colocó en el arzon delantero de la silla al mísero Brunel, al que tenia aun agarrado de los cabellos, mientras el miserable lloraba y gritaba, llamando por sus nombres á las personas de quienes solia esperar auxilio. Agramante quedó tan confuso y aturdido al verse abrumado por tantas cuestiones, que no se le ocurria ningun medio para arreglarlas; sin embargo, le ofendió sobremanera la audacia de Marfisa, pues aunque no apreciaba ni queria á Brunel, ó más bien, aunque le odiaba hacia tiempo, y habia estado muchas veces á punto de ahorcarle, sobre todo desde que se dejó arrebatar el anillo, no obstante, la determinacion de la guerrera le pareció tan injuriosa para su honor, que se le encendió el rostro de vergüenza. Se dispuso á perseguirla en persona para hacerle sentir todo el peso de su poder y de su cólera; pero el rey Sobrino, que estaba presente, procuró disuadirle de aquella empresa, diciéndole que se avenia mal con su elevada dignidad, por más que estuviese firmemente convencido de obtener la victoria; lo cual, en último resultado, seria para él mengua más bien que honor, por lo mismo que además de vencer con dificultad, saldria victorioso de una mujer. Añadió que, siendo poco el honor, pero grande el peligro á que se expondria luchando con Marfisa, le parecia más conveniente que dejara ahorcar á Brunel, y aunque estuviese persuadido de que le bastaba levantar la cabeza para librarlo del suplicio, no deberia hacerlo así por no impedir que la justicia siguiera su curso.

—Podrás enviar un mensajero á Marfisa, le decia, para rogarle que someta este asunto á tu justicia, prometiéndole echar el lazo al cuello del ladron y dejarla cumplidamente satisfecha; y si en último caso se negase obstinada á acceder á tu peticion, deja que le ahorque en buen hora; pues con tal de conservar su amistad, no solo debes permitir que castigue á Brunel, sino á todos los ladrones como él.

El rey Agramante siguió de buen grado el consejo discreto y prudente de Sobrino, y desistió de perseguir á Marfisa, prohibiendo además á todos sus caballeros que fueran á desafiarla. Tampoco quiso rogarle á ella que le entregara á Brunel, y toleró, Dios sabe con cuánto esfuerzo, que la guerrera se tomara la justicia por su mano, á fin de prevenir mayores males y alejar de su ejército tantos motivos de disension.

La insensata Discordia reíase satisfecha, al ver que ya no podian volver al campamento la tregua ó la paz. Recorriólo por todas partes, sin encontrar un sitio donde reinara la alegría. La Soberbia saltaba y triscaba al par de su compañera, añadiendo sin cesar nuevos combustibles al incendio; y lanzó un grito tan horrible, que llegó al alto reino donde residia Miguel, como nuncio de la victoria que acababan de obtener. Tembló Paris, y turbáronse las aguas del Sena al escuchar aquel grito horrendo: su sonido rimbombó hasta en los bosques de las Ardennas, obligando á las fieras á abandonar precipitadamente sus antros: lo oyeron los Alpes, y las cumbres de las Cevenas, las playas de Arlés, de Blaye y de Ruan; lo oyó el Ródano, el Saona, el Garona y el Rhin, y hasta las madres aterradas estrecharon contra su pecho á sus hijuelos.

Cinco eran los caballeros que debian ser los primeros en resolver con las armas en la mano sus querellas, tan ligadas las unas á las otras, que el mismo Apolo no hubiera conseguido separarlas. Empezó el rey Agramante á deshacer el nudo de la primera contienda sometida á su decision, la cual era la suscitada entre el rey de Scitia y el de Argel por la posesion de la hija del rey Estordilano. El hijo de Trojano insistió nuevamente en ponerlos de acuerdo, esforzándose en convencer ora á este, ora á aquel adversario, y dando pruebas tanto á uno como á otro de su rectitud y amistad; mas encontrándolos igualmente sordos á sus ruegos, y persistentes hasta la tenacidad en no querer quedarse sin la dama, causa de su disension, adoptó al fin, como mejor partido, el de proponerles que se sometieran al arbitrio de Doralicia, la cual habria de pertenecer á aquel en quien recayese su eleccion; pero con la condicion de que, una vez emitido su parecer, el desdeñado deberia desistir de toda pretension. Los dos contendientes aceptaron gustosos este compromiso, por abrigar cada cual la esperanza de ser el favorecido.

El rey de Sarza, que amaba á Doralicia mucho tiempo antes de que la conociera Mandricardo, á quien ella habia concedido todos los favores compatibles con su honestidad, estaba persuadido de que recaeria en él una eleccion que tan feliz debia hacerle; y esta opinion no era únicamente la suya, sino la de todo el ejército mahometano. A todos les constaba cuanto Rodomonte habia hecho por ella en las justas, en los tronos y en las batallas, y todos suponian por lo mismo que Mandricardo padecia un lamentable error, al fundar su esperanza en aquella decision. Pero el Tártaro, que habia disfrutado más veces y más tranquilamente de los encantos de Doralicia mientras el Sol dejaba de iluminar la Tierra, y estaba seguro de lo que podia esperar, se reía interiormente de la necia opinion del vulgo.

Los dos famosos campeones ratificaron en seguida su compromiso en manos del Rey, y se dirigieron juntos adonde estaba la princesa: inclinó esta sus ojos ruborosos, y concedió la preferencia á Mandricardo, lo cual dejó absortos á los circunstantes, y tan atónito y consternado á Rodomonte, que no se atrevia á levantar el rostro; mas no bien desvaneció su acostumbrada ira el rojo color de la vergüenza que habia teñido sus mejillas, tachó de injusta y falaz aquella sentencia; y empuñando la espada, gritó en presencia del Rey y de toda su corte, que continuaba resuelto á someter al acero la decision de la contienda, y que rehusaba someterse al arbitrio de una mujer voluble, y como tal, inclinada siempre á hacer lo que menos debia.

Adelantóse de nuevo Mandricardo hácia Rodomonte, diciéndole: «Sea como quieras.» De modo que habria sido preciso surcar por largo tiempo una vasta extension de mar, antes de que el bajel entrase en el puerto, si Agramante, obligando á Rodomonte á amainar las velas de su nuevo furor, no le hubiera quitado la razon, convenciéndole de que ya no podria hostilizar á Mandricardo por aquella causa. Al verse Rodomonte abrumado en presencia de aquellos señores por la doble afrenta que á un mismo tiempo recibia de su amada y de su rey, á quien solo se sometia por respeto, no quiso detenerse ni un momento más en aquel sitio, y se alejó del campamento sarraceno, sin llevar en su compañía más que dos escuderos de entre la multitud allí agrupada. Semejante al toro enfurecido, que despues de haberse visto obligado á ceder su becerra al vencedor, va buscando lejos de los fértiles prados, las selvas y los parajes más solitarios ó algun estéril arenal, donde no cesa de mugir dia y noche, sin desahogar por ello su amoroso furor, así se alejaba el rey de Argel con el corazon lacerado por el dolor más vivo, despues que se vió despreciado por su ingrata dama.

Iba Rugiero á seguirle para recobrar su corcel, á cuyo fin habia ya apercibido sus armas, cuando se acordó de que entonces le tocaba batirse con Mandricardo. Desistió, pues, de seguir al Africano, y volvióse para entrar con el rey Tártaro en la palestra, antes de que se le anticipase el de Sericania, que debia batirse asimismo con él por la posesion de Durindana. Mucho le pesaba, en verdad, que le quitaran á Frontino en su misma presencia; pero resignóse á ello, formando la intencion de recobrarlo en cuanto terminara aquella empresa.

Sacripante, á quien no detenia como á Rugiero ninguna cuestion pendiente, y estaba por lo tanto en libertad de perseguir al rey de Argel, se lanzó veloz tras sus huellas; y le hubiera alcanzado bien pronto, á no haberle ocurrido en el camino una aventura que le entretuvo hasta la tarde y le hizo perder el rastro que seguia. Al pasar por la orilla del Sena, vió á una mujer que acababa de caer en él, y estaba próxima á perecer, si alguien no le daba un pronto auxilio: Sacripante se arrojó al agua, y salvó la vida á aquella desgraciada. Cuando quiso montar de nuevo á caballo, vió que se le habia escapado su corcel, el cual le obligó á correr tras él toda la tarde, por no dejarse cojer fácilmente. Logró al fin sujetarle, pero no pudo acertar con el sitio de donde se habia apartado, y anduvo más de doscientas millas por montes y llanos, antes de volver á encontrar á Rodomonte.

No pienso referir ahora dónde le alcanzó, ni el combate que se siguió entre él y el Africano, con harta desgracia para Sacripante, que perdió el caballo y la libertad; pues antes debo ocuparme de la desgracia y la ira que abrasaban á Rodomonte al partir del campamento, y de las maldiciones que lanzó contra Doralicia y Agramante. Por donde quiera que iba, inflamaba el aire con sus abrasadores suspiros, que repetia Eco desde la profundidad de las cavernas, condolida de su afliccion.

—¡Oh, imaginacion femenil! exclamaba: ¡cuán fácilmente varías, dando al olvido tus juramentos! ¡Cuán infeliz, cuán miserable es el que en tí confia! ¡Ni la más prolongada sumision á tus caprichos, ni el inmenso amor de que te dí innumerables y brillantes pruebas, han sido bastantes para contener tu corazon, ó para hacer á lo menos que no cambiara tan presto! No creo haber perdido tu amor por que yo te pareciera inferior á Mandricardo, no; solo una causa encuentro para tu deslealtad, y esta es, la de que eres mujer. ¡Oh sexo pérfido y malvado! Creo que Dios y la Naturaleza te han puesto en el mundo para terrible castigo del hombre, que, sin tí, seria feliz, así como han producido en la tierra los lobos, los osos y las feroces serpientes, han poblado el aire de moscas, abispas y cínifes, y han hecho nacer entre las doradas espigas la ortiga y la zizaña. ¿Por qué esa vivificadora Naturaleza no ha hecho que el hombre pudiera nacer sin tí, del mismo modo que se reproducen ingertándolos el serval, el peral y el manzano? Pero ¡ah! la Naturaleza no siempre hace lo más conveniente, lo cual no es extraño; pues si considero cómo la nombro, me convenceré de que no puede hacer nada perfecto, por lo mismo que lleva un nombre femenino. Y no os envanezcais, mujeres despiadadas, por que el hombre sea vuestro hijo; que tambien las rosas salen de las espinas, y la perfumada azucena de un fétido tallo. Nacidas tan solo para eterna desgracia de la raza humana, sois importunas, soberbias, desdeñosas, sin fé, sin piedad, sin juicio, temerarias, crueles, inícuas é ingratas.

Con estas y otras infinitas quejas, iba Rodomonte exhalando su mortal despecho, y lanzando las más terribles imprecaciones contra el sexo débil, en voz baja unas veces, y otras prorumpiendo en gritos, que se oian á larga distancia. Fácil era conocer que el dolor le hacia desvariar; pues por una ó dos mujeres que sean en efecto malvadas, debemos creer que otras ciento serán dignas de alabanza, y aun cuando no he podido encontrar una sola verdaderamente fiel entre todas las que he amado hasta ahora, no quiero llamar á las restantes pérfidas é ingratas, sino culpar más bien á mi mala estrella. Muchas existen en la actualidad, así como han existido infinitas, que no dan ni han dado el menor motivo de queja á sus amantes; pero mi adversa fortuna hace de modo que, si entre ciento se encuentra una sola perversa, he de ser yo su víctima. A pesar de esto, pienso redoblar mis pesquisas antes de morir, ó más bien, antes de que empiecen á blanquear mis cabellos, hasta verme tal vez obligado á confesar que he dado con una que me sea fiel. Si tal sucede, como me complazco en esperarlo, consagraré toda mi existencia á ensalzarla con mi lengua, con mi prosa y con mis versos, y desde mi humilde esfera, no cesaré un punto de trabajar para proporcionarle un glorioso renombre.

No menos encolerizado estaba Rodomonte contra su rey que contra la doncella; y en su insensato furor, maldecia tan pronto al uno como á la otra. Deseaba que llovieran sobre el reino de Agramante tantos daños y tantas calamidades, que se vieran destruidas sus ciudades, sin que quedara piedra sobre piedra; deseaba tambien que el monarca se viera despedido de sus estados, y viviera sumido en el llanto y la desesperacion, mendigando su subsistencia; pero al mismo tiempo anhelaba ser él quien le devolviera lo perdido, colocándole de nuevo en su antiguo sólio, para darle una prueba de su lealtad, y hacerle ver que un amigo verdadero, ya tenga ó no la razon de su parte, debe ser siempre preferido á despecho del mundo entero.

De este modo iba el Sarraceno cabalgando á grandes jornadas y maldiciendo alternativamente á su rey y á su dama, sin que se mitigara su cólera, ni conceder apenas descanso á Frontino. Al dia siguiente ó al otro, se encontró á orillas del Saona, y se encaminó directamente hácia las costas de Provenza, con intencion de embarcarse para regresar al África. El rio estaba cubierto de una orilla á la otra de numerosas embarcaciones, que llevaban desde diferentes sitios víveres y provisiones para el ejército sarraceno, por haber caido en poder de los moros las comarcas que se extienden por la orilla izquierda del rio, desde París á Aguasmuertas, y por la derecha, hasta los confines de España. Las vituallas se trasbordaban desde las naves á los carros y acémilas, y en seguida eran transportadas á donde no podian llegar los bajeles, custodiadas por fuertes escoltas. Poblaban las orillas del rio numerosos rebaños, procedentes de distintos países, y sus conductores pasaban la noche en varias hosterías, situadas junto á las márgenes del Saona.

Sorprendido Rodomonte por las densas tinieblas de la noche, al llegar á aquel sitio, aceptó la invitacion de un hostalero del país, que le instó para que se albergase en su posada. Despues que hubo dejado su caballo en la cuadra, pasó á participar de una buena cena, en que le sirvieron excelentes vinos de Córcega y de Grecia; pues el Sarraceno, rígido observador en lo demás de las costumbres mahometanas, bebia, sin embargo, á la francesa. El huésped se esforzaba en complacer á Rodomonte, ofreciéndole buena mesa y mejor rostro, por haber adivinado en su apostura, que era un guerrero ilustre, al par que valeroso; pero el infiel, que tenia el alma separada del cuerpo, y aquella noche no podia decir si conservaba el corazon, que volaba, á pesar suyo, al lado de su adorada, dejaba pasar desapercibida la solicitud del hostalero, y no le decia una palabra.

El buen hombre, que era uno de los más astutos y diligentes de que en Francia se ha conservado memoria, y habia tenido la habilidad suficiente para salvar su posada y sus bienes, á pesar de estar rodeado de enemigos extranjeros, vivia con algunos parientes suyos, á quienes habia llamado para que le ayudasen á servir con más prontitud á Rodomonte; pero ninguno de ellos se atrevia á desplegar los lábios al ver al Sarraceno silencioso y pensativo. Embebido este en un confuso tropel de pensamientos, que le tenian profundamente abstraido y ajeno á cuanto le rodeaba, estaba con la cabeza baja y sin fijar en nadie la vista. Despues de haber permanecido inmóvil durante mucho tiempo, lanzó un suspiro, como si despertara de un sueño abrumador, agitó todo su cuerpo, y levantó los ojos, reparando entonces en el posadero y en su familia.

Rompió despues su prolongado silencio, y con semblante más agradable y expansivo, preguntó al huésped y á los que con él veia, si alguno de ellos estaba casado. Le respondieron que todos los circunstantes lo estaban, y entonces les exigió que le dijeran lo que cada cual creia con respeto á la fidelidad de su esposa. Todos le contestaron, que tenian á sus respectivas mujeres por buenas y honradas, excepto el posadero, que exclamó:

—Haceis bien en creer lo que más os conviene; pero yo sé que estais muy equivocados. Vuestra necia credulidad es causa de que os tenga por insensatos, en cuya opinion debe abundar tambien este caballero, á no ser que os quiera demostrar que lo negro es blanco. Así como en el mundo no existe más que un ave fénix, tampoco puede existir más de un solo hombre que consiga librarse de la infidelidad de la mujer. Cada cual cree ser el único y feliz mortal que tal triunfo alcanza; pero ¿cómo es posible que todos lo sean, si en el mundo no puede haber más que uno? Tambien yo, como vosotros, incurrí en el grosero error de creer que era posible la existencia de más de una mujer casta; pero llegó aquí, por mi buena suerte, un caballero de Venecia, el cual presentándome las pruebas más irrefutables, desvaneció por completo mi ciega ignorancia. Aquel caballero se llamaba Juan Francisco Valerio: nunca he olvidado su nombre: sabia uno por uno todos los ardides de que suelen echar mano todas las mujeres y las amantes, y además de esto, conocia tan bien todas las historias antiguas y modernas que venian en apoyo de su propia experiencia, que me dejó plenamente convencido de que jamás existieron mujeres honradas, ya fueran pobres ó ricas, y de que si alguna parecia más casta que las otras, era porque tenia más destreza para ocultar sus devaneos. Entre las infinitas historias que me contó, (y fueron tantas, que no recuerdo la tercera parte de ellas), se fijó una de tal modo en mi memoria, que ni grabada en mármoles se conservaria mejor. Estoy seguro de que todos cuantos oyeran su relato, modificarian inmediatamente su opinion con respeto á esas fementidas hembras, adhiriéndose á mi parecer; y si no os desagradara prestarme unos momentos de atencion, valeroso caballero, os referiria dicha historia para confusion del otro sexo.

El Sarraceno respondió:

—No puedes hacer nada que tanto me agrade y me deleite en estos momentos, como referirme historias ó presentarme ejemplos que estén en acuerdo con mis ideas: y á fin de que pueda oirte mejor, y tú contarme más descansado esa historia, siéntate en frente de mí, para que pueda verte el rostro.

En el canto siguiente os repetiré lo que el hostalero refirió á Rodomonte.

Canto XXVIII

Rodomonte oye las peores cosas que contra las mujeres pueda decir una lengua falaz.—Continúa despues el viaje hácia su reino; pero antes llega á un sitio agradable para su corazon.—Se siente abrasado de un nuevo amor por Isabel, y como le estorba el monje que acompaña á la jóven, le da una muerte cruel y traidora.

¡Oh mujeres! ¡Oh hombres, que teneis en mucho al bello sexo! No deis, por Dios, oidos á la historia que el posadero refirió en desprecio vuestro, con el objeto de hacer recaer sobre vosotras la infamia y el vilipendio, por más que una lengua tan viperina no pueda mancillaros ni aumentar vuestra estimacion, y sea achaque antiguo en el vulgo ignorante el de atreverse á todo y complacerse en hablar de lo que menos entiende. Pasad este canto por alto; pues no por eso quedará truncada esta historia, ni será menos clara mi narracion. Habiendo hallado el cuento del posadero en los escritos de Turpin, lo he colocado tambien en mi obra; pero sin malevolencia ni dañada intencion. Podeis estar persuadidas de que os amo, no solo por habéroslo expresado así mi lengua, que jamás ha sido avara en cantar vuestras alabanzas, sino por haberos dado repetidas pruebas de mi afecto, demostrándoos que ni soy ni puedo ser más que vuestro. Pasad, pues, si quereis tres ó cuatro páginas sin leer una sola línea: el que se aventure á recorrer su contenido, debe darle el mismo crédito que si se tratara de una ficcion ó una insensatez.

Pero volviendo á coger el hilo de mi discurso, os diré que, en cuanto el hostalero vió que todos estaban dispuestos á escucharle, y despues de haber tomado asiento enfrente del caballero, empezó su historia en estos términos:

—Astolfo, rey de los Lombardos, á quien su hermano cedió la corona para vestir el hábito religioso, fué tan bello y apuesto en su juventud, que pocos mortales llegaron á igualarle. Con dificultad hubieran podido reproducir en el lienzo sus admirables facciones el célebre Zeuxis ó el mismo Apeles, ú otro pintor más eminente que estos, si es que ha existido. Todos convenian en que era hermoso y gentil, pero el jóven lo creia así más que nadie. No le envanecia tanto la superioridad en que, por razon de su elevada dignidad, se encontraba con respecto á los magnates de su reino, ni ser el monarca más poderoso de cuantos en aquella region existian, ni tener á su disposicion considerables riquezas y numerosos ejércitos, como la celebridad que alcanzaba en todo el mundo por su donaire y gentileza. Siempre que oia encomiar sus atractivos, sentia el mismo placer que disfrutamos cuando ensalzan la cosa que más amamos.

»Entre los varios magnates de su corte, distinguia particularmente con su afecto á un caballero romano llamado Fausto Latino, ante el cual se alababa con frecuencia de la perfeccion de su rostro ó de sus manos. Preguntándole un dia si habia visto en su vida un hombre de formas tan esbeltas y proporcionadas como las suyas, oyó una respuesta contraria á la que esperaba.

—«Segun lo que veo, respondió Fausto, y lo que oigo repetir por todas partes, tu belleza tiene pocos rivales en el mundo, y aun estos pocos los reduzco yo á uno. Este es un hermano mio, llamado Jocondo. Si se exceptúa mi hermano, no dudo que dejes á todos atrás en punto á belleza; pero estoy persuadido de que él te iguala y quizás te aventaja en hermosura.»

»Al Rey se le hacia difícil creer que existiera quien le arrebatase la palma de la belleza, por lo cual manifestó los más vivos deseos de conocer al jóven á quien tanto le encomiaban. Sus repetidas instancias arrancaron á Fausto la promesa de hacer venir á la corte á su hermano, á pesar de que le costaria un ímprobo trabajo obligarle á acceder; porque Jocondo era un hombre que jamás habia salido de Roma, donde gozaba de una existencia tranquila y sin afanes, disfrutando de los bienes que la suerte le concediera, y sin haber hecho el menor esfuerzo para aumentar ó disminuir el patrimonio que le dejó en herencia su padre: así es, que un viaje á Pavía le pareceria mucho más largo que á otros ir al Tana. Pero la mayor dificultad consistiria en poderlo separar de su mujer, á la que profesaba un amor tan entrañable, que no tenia más voluntad que la suya. A pesar de todos estos obstáculos, dijo Fausto que por obedecer á su Rey, marcharia á Roma y haria más de lo que le fuera posible en este asunto. El monarca unió á sus ruegos tantos ofrecimientos y regalos, que no hubo medio de resistir á sus deseos.

»Emprendió Fausto la marcha, y á los pocos dias se encontró en Roma y en el hogar paterno. Fueron tantos los ruegos y las súplicas que dirigió á su hermano, que al fin logró hacerle consentir en acudir al llamamiento del Rey. Consiguió además, á pesar de ser bastante difícil, que su cuñada no se opusiera á sus intentos, haciéndole ver las ventajas que de ello reportaria y el agradecimiento eterno á que le quedaria obligado. Fijó Jocondo el dia de la partida, y entre tanto se proveyó de caballos y criados, y se mandó hacer trajes magníficos, suponiendo con razon que el adorno da mayor realce á la belleza. La mujer no se apartaba un momento de su lado, llorando dia y noche, y diciéndole que no sabria cómo soportar aquella ausencia sin que le costara la vida, cuando al pensar en ella solamente sentia que el dolor le arrancaba el corazon.—«No llores, vida mia, le decia su esposo», y mientras tanto derramaba él un copioso llanto.—«Ojalá me sea tan próspero el viaje, como es cierto que no tardaré dos meses en volver á tu lado; pues aunque el Rey me cediese la mitad de sus estados, no consentiria en prolongar mi ausencia ni un solo dia más de dicho término.»

»La afligida esposa no se consolaba, á pesar de tales seguridades, diciéndole que el plazo era demasiado largo, y que si al regresar no la encontraba muerta, solo podria atribuirlo á un gran milagro del Cielo. Tan grande era el dolor que dia y noche la atormentaba, que se resistia á tomar toda clase de alimento, y ni siquiera podia conciliar el sueño; llegando á tal extremo, que Jocondo, movido á compasion, se arrepentia ya de haber accedido tan fácilmente á los deseos de su hermano. Quitóse ella un collar del cual pendia una cruz guarnecida de piedras preciosas, que contenia reliquias santas recogidas en muchos sitios por un peregrino bohemio. Al regresar este peregrino de Jerusalen, aquejado de una violenta enfermedad, recibió franca hospitalidad en casa del padre de la dama; y habiendo muerto en ella, dejó á su huésped heredero de la misma cruz que entonces recibia Jocondo de mano de su esposa; la cual le suplicó que la llevara siempre colgada al cuello, cual constante recuerdo y prenda de su amor.

»Aceptó el esposo con agrado aquel presente, aun cuando no tenia necesidad de él para no olvidar á su adorada compañera; pues ni el tiempo, ni la ausencia, ni la próspera ó adversa fortuna podrian borrar de su corazon el recuerdo eterno é indestructible que de ella conservaria mientras existiera y aun despues de la muerte. Durante la noche que precedió á la mañana fijada para la partida de Jocondo, no parecia sino que su esposa iba á quedar muerta en sus brazos ante la idea de verse sin él. El sueño huyó de sus párpados, y una hora antes de despuntar el dia, le dió su esposo el último adios. Montó á caballo y se puso en camino, dejando todavía á su mujer en el lecho.

»Aun no habia andado dos millas, cuando se acordó de la cruz que, por un olvido deplorable, habia dejado debajo de la almohada, donde la colocó al entregársela su esposa.—«¡Necio de mí! exclamaba. ¿Cómo hallaré una disculpa aceptable, para que mi mujer no vaya á creer que agradezco tan poco su inmenso amor?»—Ninguna de las excusas que buscaba en su imaginacion le parecian buenas ni aceptables: así es que se decidió á buscar la cruz olvidada, prefiriendo recogerla por sí mismo á mandar un criado ú otra persona menos interesada. Se detuvo, y dijo á su hermano:—«Sigue andando más despacio hácia Baccano, y espérame en la primera hostería que allí encuentres; porque yo he de volver forzosamente á Roma, aunque regresaré tan pronto, que espero alcanzarte en el camino. Nadie sino yo puede desempeñar la comision que me obliga á retroceder; pero no temas, que pronto seré contigo. Adiós.»—Al decir estas palabras, volvió riendas y se alejó á galope, sin permitir que le acompañara ninguno de sus criados.

»Cuando pasó nuevamente el rio, el Sol empezaba ya á disipar las sombras de la noche. Apeóse á la puerta de su casa, entró en ella, se dirigió á su lecho, y encontró en él á su mujer profundamente dormida. Descorrió del todo las cortinas sin decir una palabra, y se ofreció á su vista lo que menos esperaba: vió á su casta y fiel esposa dormida en brazos de un jóven, á quien conoció al momento; pues era un mancebo de su servidumbre, de linaje oscuro, y á quien habia criado en su casa. Si Jocondo quedó atónito y desesperado, no hay para qué decirlo: vale más suponerlo y prestar crédito al relato de otros, que verse obligado á saber por experiencia propia lo que con gran dolor de su corazon supo el engañado marido. Impelido por la cólera, tuvo intencion de sacar la espada y atravesar con ella á entrambos; pero el amor que aun sentia hácia su mujer se lo impidió bien á pesar suyo. Este mismo insensato amor (¡hasta tal extremo le tenia avasallado!) no le permitió tampoco despertarla, por ahorrarle la vergüenza de verse sorprendida por él en tan grave falta. Salió de la estancia tan silenciosamente como pudo, bajó las escaleras, montó de nuevo á caballo, y desgarrando los hijares del animal con el acicate, del mismo modo que él tenia desgarrado el corazon por el aguijon de los celos, alcanzó á su hermano antes que este hubiese llegado á la posada.

»Observaron al momento sus compañeros de viaje la alteracion de sus facciones, y conocieron que su corazon estaba oprimido por la tristeza; pero ninguno de ellos podia suponer aproximadamente la causa que la producia, ni mucho menos penetrar su secreto. Creian que se habia separado de ellos para ir á Roma, cuando donde habia ido era á Corneto. Sospechaban, es cierto, que amor era el motivo de su mal; pero nadie imaginaba de qué modo tan cruel lo era. Suponia Fausto que la afliccion de su hermano procedia de haber dejado sola á su mujer, cuando, por el contrario, lo que más irritaba y ponia fuera de sí á Jocondo, era haberla encontrado demasiado acompañada. El infeliz, con el entrecejo fruncido y contraidos los lábios, no levantaba los ojos del suelo, mientras Fausto procuraba por todos los medios posibles consolarle; mas de poco le servian, por lo mismo que ignoraba la causa de su pena. De esta ignorancia resultaba, que ponia en su herida un bálsamo enteramente contrario; pues recordándole su mujer, no hacia otra cosa que aumentar su dolor, cuanto más se esforzaba en calmarlo.

»Jocondo no disfrutaba el menor reposo ni de dia ni de noche: su apetito huyó con el sueño, y su rostro, tan bello hasta entonces, experimentó tal mudanza, que no parecia el mismo. Parecia que los ojos se le habian hundido en el cerebro; que la nariz habia crecido en su descarnado semblante, quedándole ya tan poco de su pasada belleza, que en vano hubiera pretendido sostener el paralelo con la hermosura del Rey. Su dolor incesante le causó una fiebre tan molesta, que se vió obligado á detenerse algun tiempo en las orillas del Arbia y del Arno, desvaneciéndose allí los últimos restos de su belleza, cual se marchita una rosa privada de la luz del sol.

»Aun cuando Fausto se lamentaba del estado á que veia reducido á su hermano, se lamentaba mucho más de ser mirado como un impostor por aquel príncipe á quien en tan alto grado le alabara. Habíale prometido presentarle el hombre más gentil de cuántos existian, y ya no podia hacerle ver sino al más feo de todos: sin embargo, continuando su camino, lo llevó consigo hasta que llegaron á Pavía. Como no queria que el Rey le viese de improviso, exponiéndose á que le tachara de insensato, le advirtió por medio de una carta, que su hermano acababa de llegar con pocas esperanzas de vida, y que una pena cruel, acompañada de una fiebre devoradora, habian marchitado de tal modo sus facciones, que estaba desconocido.

»La llegada de Jocondo causó al Rey el mismo regocijo que la del amigo más querido; pues nada habia deseado en su vida tanto como conocerle. Regocijóse interiormente al ver que le era inferior en belleza, si bien conocia, que, á no ser por la enfermedad que le aquejaba, le seria superior, ó por lo menos igual. Le alojó en su mismo palacio, donde le visitaba diariamente, informándose á cada hora de su estado, y procuró rodearle de las mayores comodidades y ofrecerle toda clase de honores y consideraciones. Jocondo languidecia de dia en dia, pues el doloroso recuerdo de su criminal mujer, le roia incesantemente el corazon; y ni las fiestas, ni los juegos, ni la música, disminuian en lo más mínimo su acerba pena.

»Ocupaba un departamento situado en el piso superior del edificio, y antes de llegar á él habia un salon antiguo. Como le incomodaba toda distraccion y toda compañía, solia pasearse enteramente solo por dicha estancia, añadiendo continuamente nuevo peso á los abrumadores pensamientos que oprimian su corazon; y sin embargo, ¡quién lo creyera! encontró en aquel salon el remedio de su profunda herida. En uno de los ángulos de la estancia en que mayor oscuridad reinaba, porque casi nunca se abrian las ventanas, observó que el tabique no se unia bien al muro, y daba paso á un rayo de luz. Miró Jocondo por aquella rendija, y vió lo que pareceria increible á cualquiera que lo oyese referir; pero él no lo oyó decir á nadie, sino que lo vió, y á pesar de esto no podia dar crédito á sus ojos.

»Desde su extraño observatorio, descubrió por completo el retrete más secreto y más suntuoso de las habitaciones de la Reina, donde nadie podia penetrar excepto las personas de su mayor intimidad. Examinó atentamente lo que allí pasaba, y vió á la Reina abrazada estrechamente con un enano, el cual habia sido tan diestro, que consiguió dominarla y hacerse dueño de su corazon. Jocondo permaneció un largo rato atónito, estupefacto, y creyendo ser presa de un engañoso sueño; mas cuando vió que el sueño no era tal, sino una evidente realidad, no tuvo más remedio que dar crédito á sus ojos.—«¿Es posible, exclamó, que se someta de tal modo á un ser deforme y despreciable esa dama, cuyo marido es el rey más poderoso, más gentil y más amable del mundo? ¡Oh lascivia!»

»Acordóse entonces de su mujer, á quien maldecia sin cesar por haberla sorprendido concediendo sus favores á un criado jóven; y al compararla con la Reina, no pudo menos de excusar algun tanto su falta, por creer que esta no procedia enteramente de su voluntad, sino de la inclinacion de su sexo, que no puede contentarse con un solo hombre y si todas tenian alguna mancha que ocultar, á lo menos la suya no habia elegido un mónstruo.

»Al dia siguiente, volvió á la misma hora y al mismo sitio, y vió de nuevo á la Reina y al enano haciendo al Rey idéntico ultraje. Por espacio de muchos dias se repitió la fiesta; y sin embargo, la princesa, con gran sorpresa de Jocondo, se lamentaba siempre del poco amor del enano. Un dia, entre otros, observó que la Reina, turbada, impaciente y melancólica, habia mandado llamar dos veces por una de sus doncellas al enano, el cual no se presentaba. Ordenó por tercera vez que le llamaran, y la doncella entonces le dijo:—«Señora, está jugando, y por no perder un sueldo, se niega el muy bribon á acudir á vuestro llamamiento.»

»Ante tan extraño espectáculo, Jocondo recobró su perdida serenidad, y haciéndose digno de su nombre, se mostró contento, y trocó en risa su llanto. Con su alegría reaparecieron sus colores y sus buenas carnes, hasta el punto de parecer un ángel del Paraiso, dejando asombrados al Rey, á su hermano y á toda la corte ante tan repentina mudanza. Si el Rey deseaba oir de los lábios de Jocondo la causa de su rápida curacion, no se mostraba este menos deseoso de manifestársela, á fin de hacerle sabedor de tamaña injuria; pero como no queria que el Rey impusiese á su esposa el castigo que él habia dejado de imponer á la suya, antes de explicarle aquel misterio, le hizo jurar solemnemente que en ninguna ocasion habria de vengarse de cuanto le dijera ó le hiciera ver, ya le fuese desagradable, ó ya conociese que era una ofensa hecha directamente á la majestad de que estaba revestido; exigiéndole además la promesa de guardar silencio, con el objeto de que el culpable jamás pudiera sospechar, ni por palabras, ni por obras, que el Rey conocia su crímen. Astolfo, que podia imaginar cualquier cosa menos la de que se trataba, juró sin vacilar todo cuanto quiso Jocondo, y entonces este le reveló la causa de su prolongada enfermedad, diciéndole que procedia de haber encontrado á su infiel consorte en brazos de un humilde criado, y que sin duda habria muerto de desesperacion á no haber hallado tan pronto el remedio. Añadió que precisamente en el palacio real habia visto una cosa que mitigaba su quebranto, al considerar que si bien habia caido sobre él una grave deshonra, estaba seguro de no ser á lo menos el único deshonrado. Así diciendo, condujo al Rey á la rendija del salon, y le enseñó el horrible enano que se solazaba á sus anchas con la Reina.

»Fácilmente comprendereis, sin necesidad de que yo lo jure, la indignacion que semejante espectáculo causó á Astolfo: faltóle poco en su rabia para perder el juicio ó para estrellarse la cabeza contra las paredes. Estuvo á punto de gritar y de romper su juramento; pero preciso le fué sellar sus lábios y devorar su amargo ultraje, puesto que lo habia jurado así sobre la sagrada hostia.»

—«¿Qué debo hacer, qué me aconsejas, amigo mio, dijo á Jocondo, ya que me has privado de saciar la justa indignacion que arde en mi pecho con la más terrible y la más merecida de las venganzas?»

—«Abandonemos para siempre á nuestras ingratas mujeres, respondió Jocondo, y probemos si todas son tan fáciles de conseguir como ellas: hagamos con las mujeres ajenas lo mismo que los demás han hecho con las nuestras. Los dos somos jóvenes y dotados de tantos atractivos, que con dificultad encontraremos quien nos aventaje. ¿Habrá alguna mujer que se muestre esquiva con nosotros, cuando vemos que no resisten á las seducciones de seres abyectos y deformes? En el caso de que no nos valgan para rendirlas ni la juventud ni la belleza, apelaremos á otro atractivo más irresistible; el oro. No debemos cejar en nuestro propósito hasta haber conquistado los ópimos despojos de mil mujeres ajenas. La ausencia, la variacion de climas y de países, el trato con las damas extranjeras curarán, á no dudarlo, las penas del amor que hoy laceran nuestro corazon.»

»Astolfo halló excelente el plan de Jocondo, y no queriendo aplazar un solo momento la partida, se puso en camino á las pocas horas, acompañado solamente del caballero romano y de dos escuderos. Visitaron de incógnito la Italia, la Francia, el país de los flamencos y el de los ingleses, sin encontrar una mujer hermosa que no cediera á sus ruegos. Pagaban con liberalidad los favores que recibian, y con frecuencia se reintegraban de los dispendios hechos: muchas hermosas se ablandaron á sus súplicas; pero en cambio otras tantas les ofrecieron con instancias sus favores. Permaneciendo un mes en un país, dos en otro, adquirieron el íntimo convencimiento de que las demás mujeres no eran más fieles ni más castas que las suyas. Al cabo de algun tiempo, empezó á cansarles aquella vida agitada, aquel afan de ir siempre en busca de cosas nuevas, y sobre todo, la obligacion que se habian impuesto de cazar en cercado ajeno, exponiéndose continuamente á la muerte, y pensaron que era mucho mejor buscar una mujer de rostro y carácter agradables á entrambos, que les proporcionara en comun los placeres del amor, y de quien no tuvieran que sentir el aguijon de los celos.

—«Prefiero que seas tú más bien que cualquier otro mi compañero de amor, decia el Rey á Jocondo, por lo mismo que sé que entre todas las que componen la gran falanje femenil, no hay una sola que se contente con un hombre nada más. Bástanos con una sola para gustar los deleites amorosos, sin abusar de nuestra naturaleza, y únicamente cuando se manifiesten nuestros deseos. De este modo, no tendremos jamás disputas ni disensiones, ni creo que ella pueda quejarse; porque es indudable que si toda mujer tuviera dos maridos, les seria más fiel que á uno solo, y tal vez no habria tantas querellas entre los matrimonios.

»Jocondo aplaudió las palabras del Rey, y resueltos á llevar á cabo tal proyecto, empezaron á buscar por montes y llanuras la mujer que deseaban. Encontraron al fin lo que convenia á sus miras en la hija de un posadero español, que tenia una hostería en el puerto de Valencia, la cual era una muchacha de esbelto talle y agradable presencia, y cuyo lozano semblante anunciaba que apenas habia entrado en la florida primavera de su vida. El padre, que estaba cargado de hijos y era enemigo mortal de la pobreza, consintió fácilmente en entregar su hija á los dos caballeros, para que pudiesen llevársela donde más les agradara, puesto que le habian prometido tratarla bien.

»Lleváronse á la muchacha, y disfrutaron alternativamente de sus encantos en amor y santa paz, semejantes á los fuelles de una fragua, que soplando uno tras otro, no dejan que se apague el fuego. Proponiéndose recorrer toda la España y pasar desde ella al reino de Sifax, salieron de Valencia y se detuvieron el mismo dia en una posada de Játiva. Los dos amigos se dedicaron á visitar los templos, los palacios, los establecimientos públicos y las calles y plazas, siguiendo la costumbre que observaban en todas cuantas ciudades recorrian. Dejaron á la muchacha en la posada con sus demás criados, los cuales se pusieron á hacer las camas, á acomodar los caballos en las cuadras ó á preparar la cena para cuando volvieran sus señores.

»En aquella posada estaba de criado un mancebo que habia servido en otro tiempo en casa del padre de la jóven, de la cual fué amado en sus más tiernos años, y con la cual habia gustado las primicias del amor. Conociéronse al instante, pero procuraron disimularlo, por temor de que lo notaran los dos amigos; mas en cuanto se alejaron estos y vieron á los demás criados dedicados á sus quehaceres, dejaron aparte todo disimulo. El jóven preguntó á la muchacha el objeto de su viaje, y á cuál de los dos señores pertenecia: entonces Flameta (que tal era el nombre de la muchacha, así como el Griego el del jóven) le respondió, manifestándole la verdad.

—«¡Ay de mí! exclamó el Griego: cuando creí llegado el tiempo de vivir siempre contigo, Flameta mia, vas á ausentarte, y te perderé tal vez para siempre! Mis dulces designios van á convertirse en amargas penas, puesto que perteneces á otros, y te alejas tanto de mí! A fuerza de trabajos y de sudores, con lo que habia ahorrado de mis salarios y con las propinas de muchos viajeros, he logrado reunir algun dinero, y pensaba volver á Valencia para pedirte á tu padre por esposa y casarnos inmediatamente.»

»La jóven se encogió de hombros, y por toda respuesta le dijo que habia llegado demasiado tarde. El Griego empezó á llorar y á lamentarse, aunque á la verdad, con algun fingimiento.

—«¿Quieres dejarme morir así? le dijo: estréchame á lo menos entre tus brazos, y permite que desahogue en tu seno esta pena que me atormenta. ¡Seria tan dulce para mí la muerte si pudiera pasar á tu lado todos los instantes que faltan hasta tu partida!»

»La jóven, compadeciéndose de su afliccion, le respondió:

—«Puedes creer que no lo deseo menos que tú; pero no encuentro sitio ni ocasion oportuna aquí, donde nos observa tanta gente.»

»El Griego replicó:

—«Estoy seguro de que si me amaras tan solo la tercera parte de lo que yo te amo, hallarias esta misma noche la ocasion de que pudiéramos solazarnos un poco.»

—«¿Y cómo conseguirlo, repuso Flameta, si duermo todas las noches entre los dos caballeros, prodigándome cada uno alternativamente sus caricias, y teniéndome siempre alguno de ellos entre sus brazos?»

—«Ese inconveniente no debe tener importancia para tí, contestó el Griego; pues demasiado sabrias evitarlo y aun escaparte furtivamente de su lado, si quisieras, como querrás sin duda en cuanto te conmueva mi profundo dolor.»

»Flameta permaneció algunos momentos pensativa, y despues dijo al mancebo, que fuese á buscarla cuando presumiera que todos dormian en la posada, informándole minuciosamente de lo que debia hacer, tanto al reunirse con ella, como al retirarse. Siguiendo el Griego sus instrucciones, en cuanto conoció que todos estaban entregados al sueño, se dirigió á la puerta del cuarto de su amada, la empujó cuidadosamente, y se adelantó muy despacio y caminando con suma cautela. Movia los piés con toda precaucion, haciéndose firme en el de detrás, y adelantando el otro como si temiera tropezar en el vidrio ó fuera pisando huevos: con los brazos extendidos del mismo modo fué vacilando hasta dar con el lecho, en el cual se metió de cabeza con el mayor silencio por el sitio donde los otros tenian los piés. Fué deslizándose suavemente por las piernas de Flameta, que estaba echada boca arriba, y así que llegó á la altura de su rostro, la abrazó estrechamente, y permaneció con ella hasta que empezó á despuntar la aurora, gustando ansioso toda la noche de las voluptuosas delicias de su ardiente amor.

»Tanto el Rey como Jocondo habian notado aquella amorosa lucha; pero engañados por un comun error, creyó cada cual que su compañero habia sido el afortunado. Cuando el Griego hubo satisfecho sus lascivos deseos, volvió á salir del mismo modo que habia entrado, y como empezara el Sol á lanzar sus fulgurantes rayos desde el horizonte, saltó Flameta del lecho, é hizo entrar á los criados. Astolfo se dirigió á su compañero, diciéndole en tono de broma:

—«Amigo, mucho has debido caminar esta noche: tiempo es ya de que descanses, puesto que no has parado un momento.»

»Jocondo le respondió en el mismo tono:

—«¡Buena es esa! me estás diciendo lo mismo que yo iba á decirte: tú eres el que debe descansar, porque has estado cazando hasta la llegada del dia.»

—«Tambien yo hubiera deseado correr un poco, replicó el Rey, si me hubieses prestado el caballo, hasta dejar satisfecho el deseo.»

»Jocondo respondió:

—«Soy tu vasallo, y por lo tanto puedes hacer y deshacer conmigo toda clase de pactos: de consiguiente, si no te convenia observar nuestras mútuas condiciones, bastaba que me dijeras francamente: «Déjala estar».

»Tanto replicó el uno y tanto añadió el otro, que la cuestion iba agriándose por momentos. Sus palabras eran cada vez más insultantes, porque cada cual temia ser burlado por el compañero: llamaron á Flameta (que no estaba muy lejos, temerosa de que se descubriera su trama), á fin de que aclarara en presencia de ambos lo que uno y otro parecian ocultarse con sus negativas.

—«Dime, le dijo el Rey con mirada severa, y no temas que ninguno de los dos te hagamos daño alguno: ¿quién ha sido el dichoso que ha pasado toda la noche en tus brazos, sin permitir que nadie participara del mismo placer?»

»Entrambos esperaban ansiosos la respuesta, creyendo cada cual que iba á dejar al otro por embustero, cuando Flameta, temiendo por su vida al verse descubierta, se arrojó á sus plantas pidiéndoles perdon, y confesando que arrastrada por la pasion que sentia hácia su primer amante, y subyugada por la compasion que le inspiraba un corazon atormentado que habia sufrido mucho por ella, incurrió en la noche anterior en la falta, ocasion de su querella, y prosiguió refiriéndoles con todos sus detalles el ardid de que se habia valido, para que ambos creyeran que su compañero era el dichoso.

»El Rey y Jocondo estuvieron un gran rato contemplándose mútuamente, atónitos y estupefactos: hasta entonces no habia llegado á su noticia que dos hombres pudieran ser engañados de aquel modo. Acometióles despues un acceso de risa tan violento que se dejaron caer sobre la cama con la boca abierta, los ojos cerrados y pudiendo respirar apenas. Despues de haber dado rienda suelta á su hilaridad, hasta el extremo de dolerles el pecho y tener los ojos llenos de lágrimas, exclamaron:—«¿Cómo hemos de poder vigilar á nuestras mujeres á fin de que no nos engañen, si á pesar de tener á esta muchacha tan íntimamente unida á nosotros, que siempre la tocaba uno de los dos, nos ha burlado? Aunque un marido tuviera más ojos que cabellos, no podria librarse de una traicion semejante. Hemos puesto á prueba la virtud de mil mujeres, á cual más bellas, y ni una sola se nos ha resistido: podríamos hacer la misma prueba con otras mil, y de seguro que harian lo mismo que aquellas; pero debemos darnos por satisfechos con la última experiencia. Por lo tanto, estamos en el caso de creer que nuestras mujeres ni son más perversas ni menos castas que las otras, y puesto que son lo mismo que todas las de su sexo, lo mejor será volver á su lado.»

»Una vez tomada esta determinacion, hicieron que la misma Flameta llamara á su amante, y en presencia de cuantos habia en la posada, se la dieron por mujer juntamente con un buen dote. Montaron despues á caballo, y en vez de seguir su camino hacia Poniente, volvieron hácia Levante, y regresaron al lado de sus mujeres, sin inquietarse en lo sucesivo por lo que hacer pudieran.»

El posadero puso fin con estas palabras á su historia, que fué escuchada con suma atencion por los circunstantes. El Sarraceno guardó completo silencio mientras duró su relato: despues dijo:

—Estoy firmemente persuadido de que los ocultos ardides de las mujeres son innumerables, y tanto, que no bastaria todo el papel del mundo para recordar una milésima parte de ellos.

Entre los presentes, se hallaba un hombre de edad madura, de más prudencia, más juicio y más atrevimiento tambien que los demás, y no pudiendo sufrir en silencio por más tiempo que se censurara tan acerbamente á todas las mujeres, se volvió al que habia narrado la historia, y le dijo:

—Todos los dias estamos oyendo referir cosas que no encierran el menor fondo de verdad: probablemente tu fábula será una de estas. No doy crédito alguno al que te la contó, por más que en lo restante fuese tan verídico como un evangelista; pues de seguro, esa historia es hija de una falsa opinion, y no de su experiencia en asuntos femeniles. La malevolencia hácia una ó dos mujeres le obligó sin duda, á odiar y vituperar á todas las demás, traspasando los límites de la cortesía; pero si se mitiga su ira, estoy cierto de que le oirás ensalzarlas mucho más de lo que ahora las calumnia. Cuando quiera alabarlas, tendrá más ancho campo del que tuvo para hablar mal de ellas, y por una mujer infeliz, merecedora de vituperio, hallará ciento dignas de honor y de respeto. En vez de censurarlas á todas, se deberia aplaudir la bondad de infinitas; y si tu Valerio dijo lo contrario, obedeció á su despecho y no á lo que su corazon le dictaba.—Y ahora decidme: ¿Acaso hay entre vosotros alguno que haya guardado á su mujer la fidelidad debida? ¿Podreis negar que cuando os ha parecido conveniente, habeis perseguido á la mujer ajena, apelando hasta á las dádivas para conseguirla? ¿Creeis encontrar en todo el mundo un hombre que no haya obrado así? El que lo diga, miente; y el que lo crea, es un insensato.—En cambio, ¿habeis hallado alguna mujer que os ofrezca su amor, exceptuando á las mujeres públicas é infames? ¿Sabeis de alguno que no haya abandonado á su mujer, aun cuando fuese muy bella, para irse con otra, como estuviera persuadido de alcanzar en breve y fácilmente sus favores? ¿Qué haria aquel marido si le rogara ó le ofreciera alguna recompensa una mujer ó una doncella? Estoy seguro de que, por complacer á una ó á otra, nos expondríamos todos á perder la vida.—La mayor parte de las mujeres que abandonan á sus maridos tienen las más de las veces un justo motivo para hacerlo así; porque les ven despreciar el bien que les pertenece, para correr afanosos en busca del ajeno. Si quieren ser amados, preciso es que empiecen por amar y dar otro tanto de lo que reciben. Como estuviera en mis manos, habria de instituir una ley á la que nadie pudiera oponerse. Esta ley dispondria, que toda mujer sorprendida en flagrante adulterio fuese condenada á muerte, como no pudiese probar que su consorte habia cometido una vez la misma falta; pero si así lo probara, quedaria absuelta, y nada tendria que temer de su marido ni de la sociedad. Entre sus sublimes preceptos, nos ha dejado Cristo el de no hacer al prójimo lo que no se quiera para sí mismo. El mayor mal de que se puede acusar á las mujeres, y no á todas, es el de la incontinencia; pero en esta parte, ¿quién es más culpable? ¿Ellas, ó nosotros, para quienes la continencia es una cosa completamente desconocida? Y si de esta falta no se sonroja el hombre, como debiera, ¿cuánto mayor no deberia ser su sonrojo y su vergüenza cuando blasfema, cuando se entrega al robo, al fraude, á la usura, al homicidio, y á todos los peores crímenes, si es que existen otros peores, y que practican exclusivamente los hombres?

Disponíase el sincero y justo anciano á apoyar sus razones con algun ejemplo ofrecido por esas mujeres virtuosas, cuyas acciones y cuyos pensamientos fueron siempre reflejo de su castidad, cuando el Sarraceno, á quien repugnaba oir la verdad, le lanzó una mirada terrible y amenazadora. El temor obligó al buen viejo á guardar el silencio; pero no le hizo variar de opinion.

Habiendo terminado el Rey pagano la cuestion de este modo, dejó la mesa, y se tendió despues en su lecho para disfrutar algun reposo hasta la llegada de la aurora; pero invirtió la noche, más bien que en dormir, en lamentarse de la ofensa que le infiriera Doralicia. Apenas apareció el primer albor matutino, se puso en marcha con intencion de embarcarse en el rio; porque teniendo al excelente caballo de que se habia apoderado á despecho de Sacripante y de Rugiero toda la consideracion que debe tener un buen ginete, y reflexionando que por espacio de dos dias consecutivos le habia hecho galopar más de lo justo, quiso proporcionarle el descanso necesario, haciéndole entrar en una barca, considerando por otra parte que el viaje seria así más rápido. Mandó al momento á los barqueros que se alejaran de la orilla é hicieran fuerza de remos, y la embarcacion, no muy grande y poco cargada, se deslizó velozmente por el curso del Saona.

Rodomonte no se veia libre de sus abrumadores pensamientos, lo mismo por la tierra que por el agua: si iba á caballo, los llevaba á la grupa; si embarcado, se le ofrecian en la proa y en la popa del bajel. Oprimiendo alternativamente su corazon ó su cabeza, le arrebataban todo consuelo y toda esperanza de sosiego: no sabia qué partido adoptar para hallar un alivio á su afliccion al ver que sus enemigos quedaban libres é impunes, ni de quién esperar merced, puesto que los suyos eran los que le hacian la guerra: el cruel amor, que debia acudir en su socorro, era el que más tenazmente le perseguia, sin concederle tregua ni sosiego. Navegó todo aquel dia y la noche siguiente, siempre agitado por el mismo afan; nada podia borrar de su imaginacion la injuria que habia recibido de su rey y de su dama. La misma pena y dolor que sentia á caballo los sentia tambien en la nave. Las aguas que iba surcando no podian apagar el incendio que le abrasaba, ni la variacion de sitios y de paisajes era bastante á variar su triste estado. Como el enfermo que, rendido y aniquilado por una fiebre devoradora, busca nuevas posiciones en su lecho, y volviéndose tan pronto de un lado como de otro, espera encontrarse mejor, aun cuando no consigue descansar ni sobre el derecho ni el izquierdo, sintiéndose incómodo y mal de todos modos, así tampoco experimentaba el pagano alivio alguno á su dolencia ni en la tierra ni el agua.

No teniendo ya paciencia para continuar embarcado, saltó en tierra, y pasó por Lyon y Vienne; siguió desde aquí á Valence, y despues vió á Avignon con su magnífico puente. Todas estas ciudades y otras muchas, situadas entre el rio y los montes Celtíberos, estaban sometidas á Agramante y al rey de España desde el dia en que penetraron en aquellas comarcas. Corrióse Rodomonte por la izquierda hácia Aigues-Mortes, con ánimo de embarcarse lo más pronto posible para Argel, y llegó á un rio, á cuya orilla se asentaba una ciudad favorecida por Baco y Ceres, cuyos habitantes la habian abandonado, obligados á ello por las incesantes exacciones de los soldados sarracenos. Por un lado se descubria la inmensa superficie del mar; y por otro se veian ondear en los valles á impulsos del viento las doradas espigas. Descubrió allí una capilla, recientemente edificada sobre una colina, pero abandonada de los sacerdotes desde el principio de la guerra. Rodomonte la eligió para vivienda suya, por haberle agradado tanto á causa de su pintoresca situacion y de estar lejos del ruido de las armas que habian llegado á serle odiosas, que la prefirió á su reino. Renunciando á pasar al África, se alojó allí con sus escuderos, su caballo y sus equipajes. Aquel sitio estaba á pocas leguas de Montpellier, á la orilla de un rio y próximo á algunos castillos ricos y habitados, de suerte que era fácil proporcionarse lo necesario para la subsistencia.

Estando un dia el Sarraceno entregado á sus tristes pensamientos, como solia estarlo la mayor parte del tiempo, vió venir por en medio de una florida pradera á una doncella de hermoso rostro, acompañada por un monje de luenga barba: seguíales un corcel de gran talla, cargado con un bulto cubierto con un paño negro. Fácilmente habreis conocido quiénes eran la dama, el monje y lo que conducia el caballo: era Isabel, que llevaba consigo los restos de su idolatrado Zerbino. La dejé avanzando por el camino de Provenza, sirviéndole de guia y compañero el anciano venerable, que la habia persuadido á consagrar á Dios el resto de su casta vida.

Aun cuando el rostro de Isabel estaba á la sazon pálido é impregnado de melancólica tristeza, y sus cabellos desordenados; á pesar de que no cesaban de escaparse profundos suspiros de su acongojado pecho, y sus ojos estaban convertidos en dos fuentes, y se conocian en toda su persona las huellas de su dolor y sufrimiento, estas mismas circunstancias realzaban de tal modo su belleza, que el Amor y las Gracias no hubieran esquivado recrearse en ella.

En cuanto el Sarraceno vió aparecer aquella dama tan bella, sepultó en lo más recóndito de su mente el propósito de maldecir y odiar eternamente á la hermosa mitad del género humano, que es el mejor adorno del mundo, y le pareció Isabel la doncella más digna, en quien debia poner su segundo amor, borrando totalmente el recuerdo del primero, del mismo modo que un clavo saca otro clavo. Salió á su encuentro, y con el acento más dulce y el más halagüeño semblante de que supo revestirse, le hizo algunas preguntas referentes á su persona. Ella satisfizo su curiosidad ingénuamente, manifestándole que estaba determinada á dejar el mundo y sus insensatas vanidades, para atraerse la bendicion del Eterno por medio de prácticas piadosas. El orgulloso pagano, que no creia en Dios y menospreciaba toda ley y toda religion, prorumpió en una risa burlona; calificó de erróneo y poco meditado el proyecto de la jóven, y le dijo que su designio era tan censurable como el del avaro que sepulta sus riquezas, sin obtener de ellas la menor utilidad y sin provecho para los demás hombres; añadiendo, por último, que los encierros se habian hecho para los leones, los osos y las serpientes, y no para las cosas bellas é inofensivas.

El monje, que no perdia una sola de las palabras del Sarraceno, ni se separaba de la incauta jóven para acudir siempre en su socorro, apartándola del tortuoso camino del mal, como no se aparta del timon el experto navegante, quiso entonces ofrecer á entrambos en suntuosa y espléndida mesa el más delicioso manjar espiritual; pero Rodomonte, que nació con mal gusto, no bien lo hubo probado cuando lo halló desagradable; y al ver que en vano procuraba interrumpir al monje sin lograr imponerle silencio, rompió el freno á su paciencia, y se arrojó sobre él enfurecido. Mas como podria pecar de difuso si continuara hablando, daré fin aquí á mi canto, por temor de que me suceda lo mismo que le sucedió al monje por hablar demasiado.

Canto XXIX

Isabel se hace cortar la cabeza por no satisfacer los lúbricos deseos del Pagano; el cual, advertido de su error, procura en vano aplacar su doliente espíritu.—Construye un puente en el que se apodera de los despojos de cuantos lo atraviesan.—Lucha con Orlando y caen ambos al rio.—Maravillosos hechos del Paladin.

¡Oh imaginacion calenturienta y mudable del hombre, cuán grande es tu inconstancia! ¡Con qué facilidad variamos de designios, sobre todo si son hijos de un amoroso despecho! No hace mucho, ví al Sarraceno tan profundamente irritado contra las mujeres y tan exajerado en su ódio, que llegué á figurarme, no solo que fuera inextinguible, sino que jamás llegaria á entibiarse. ¡Oh sexo encantador! Es tanto lo que me han ofendido los indebidos ultrajes que ese impío os ha prodigado, que no he de perdonarle su temeridad hasta demostrarle, por su mal, el grosero error en que ha incurrido. Con mi pluma y mi papel, haré de modo que todos convengan en que le hubiera sido más conveniente no desplegar los lábios, ó morderse la lengua antes que hablar mal de vosotras. Que se produjo como un necio ó como un insensato, harto os lo habrá demostrado vuestra clara inteligencia; pues desnudó el acero de su ira contra todas, sin hacer la menor distincion. Y sin embargo, ha bastado una sola mirada de Isabel, para dar al traste con todos sus propósitos, y apenas la ha visto, cuando, sin conocerla siquiera, desea que ocupe en su corazon el sitio abandonado por Doralicia.

Abrasado repentinamente el Pagano por aquel amor naciente, intentó desvanecer con algunas fútiles razones el propósito firme y ardoroso que habia formado Isabel de dedicar su vida al Señor de todo lo creado; pero el eremita, que le servia de escudo y de defensa, acudió, como he dicho, en auxilio de la jóven, empleando los argumentos más terminantes é irrefutables para hacerla perseverar en sus piadosos intentos. Cansado Rodomonte de sufrir impaciente la enojosa locuacidad de aquel anciano, despues de haberle advertido que podia volverse á su soledad sin la doncella cuando quisiera; exasperado al ver que se oponia francamente á sus designios, y que no estaba dispuesto á cejar en su oposicion, le agarró de la barba con tal furia, que le arrancó una gran parte de ella. Excitada más y más su cólera, concluyó por asir al monje del cuello tan fuertemente, que sus dedos parecian unas tenazas, y haciéndole dar una ó dos vueltas en el aire, lo lanzó con tal ímpetu, que fué á parar al mar. No sé ni puedo decir lo que fué de él, porque las versiones son muy contradictorias. Unos dicen que se hizo pedazos contra una roca, de tal suerte, que no se podia distinguir los piés de la cabeza: otros, que fué á caer en el mar, distante más de tres millas, y que se ahogó en él por no saber nadar, á pesar de sus muchos ruegos y oraciones: otros, que acudió un Santo en su socorro, y le sacó á la orilla con mano visible. Alguna de esas versiones debe de ser la verdadera; pero mi libro no vuelve á ocuparse de él.

Despues que el cruel Rodomonte se hubo desembarazado del locuaz eremita, se acercó con aspecto menos fiero á la atribulada doncella, y empezó á decirle, con la fraseología peculiar á los amantes, que era su vida, su corazon, su consuelo, su esperanza más querida, y todas esas expresiones que siempre van juntas, esforzándose en aparecer tan comedido, que no dió el menor indicio de violencia. El rostro gentil que le enamoraba parecia extinguir ó refrenar su acostumbrada arrogancia; y aun cuando era árbitro de cojer el fruto desde luego, no le pareció oportuno pasar de la corteza, suponiendo que no estaria bastante sazonado hasta que ella se decidiera á ofrecérselo como presente: el insensato se figuraba que de esta suerte iria disponiendo poco á poco á Isabel á que accediera á sus deseos.

Isabel, que se veia en aquel sitio solitario y salvaje, como el raton entre las zarpas del gato, hubiera preferido hallarse en medio de las llamas, y no cesaba de buscar en su imaginacion algun partido, algun camino por donde le fuese posible escapar intacta é inmaculada. Estaba firmemente resuelta á darse la muerte por su propia mano, antes que someterse á la voluntad del bárbaro Sarraceno, y ultrajar de este modo la memoria del amante, cuya suerte cruel y despiadada le habia llevado á morir en sus brazos, y á quien jurara fidelidad eterna. Sin embargo, no sabia qué hacer; y mientras tanto crecia por momentos el lascivo apetito del Rey pagano: le veia ya decidido á abusar de ella torpemente, destruyendo sus castos propósitos, cuando á fuerza de pensar, se le ocurrió á Isabel el medio de salir ilesa y de salvar su virtud, haciendo su nombre ilustre y glorioso.

Al ver que el Sarraceno la hostigaba con palabras y ademanes muy distintos de las atenciones que le habia guardado anteriormente, le dijo:

—¡Oh, señor! Si me asegurais no atentar contra mi honor, si me prometeis que puedo permanecer sin temor al lado vuestro, os ofreceré en cambio una cosa que tendrá para vos mucho más valor que abusar de mi honestidad. No desprecieis una dicha eterna, una satisfaccion verdadera y sin par, por un placer harto pasajero, que tanto abunda en el mundo. Os será fácil encontrar otras mil mujeres hermosas que correspondan á vuestra pasion; pero no existe en la Tierra, ó son por lo menos muy contados, los que puedan proporcionaros lo que os ofrezco. Conozco una yerba, que he visto al venir aquí y podria encontrarla á pocos pasos de este sitio, que cocida con hiedra y ruda en un fuego de leña de ciprés, y exprimida despues por manos inocentes, suelta un jugo cuya virtud es tan grande, que basta mojarse tres veces el cuerpo con él, para que se endurezca hasta el punto de hacerse inpenetrable al hierro y al fuego. Práctica, como estoy, en el modo de preparar ese líquido, hoy mismo puedo hacerlo y ofreceros hoy tambien una prueba de su maravillosa eficacia, estando segura de que la apreciareis en más que la conquista de la Europa entera. En recompensa del secreto que os ofrezco, solo deseo que me jureis por vuestra fé de caballero respetar mi castidad, así en vuestras palabras como en vuestras acciones.

Esta proposicion produjo el efecto apetecido, haciendo que Rodomonte refrenara sus lascivos ímpetus, y que, deseoso de verse invulnerable, prometiera á Isabel más aun de lo que ella exigia. El Sarraceno ofreció á la jóven respetarla hasta ver los resultados de tan admirable líquido, y esforzarse en reprimir todo acto ó todo conato de violencia; si bien en su interior formaba el propósito de no cumplir su palabra, porque no respetaba ni temia á Dios ni á los Santos, y en cuanto á falta de fé dejaba muy atrás á sus infieles compatriotas. Así es que dió á Isabel las mayores seguridades de que no la molestaria, con tal de que ella se pusiera desde luego á extraer el filtro que le habia de conceder el don que en otro tiempo disfrutaron Cygno y Aquiles.

Isabel empezó á explorar los valles y las sombrías cañadas, lejos de las ciudades y aldeas, recogiendo una gran cantidad de yerbas, mientras el Sarraceno no se separaba un solo momento de su lado. Despues de haber recogido por muchos sitios las yerbas que creyó suficientes, unas con raices y otras sin ellas, regresaron tarde á su vivienda, donde la desolada jóven, modelo de continencia y recato, pasó toda la noche cociéndolas con mucho cuidado, en tanto que el rey de Argel examinaba curiosa y atentamente todos aquellos preparativos. Rodomonte púsose despues á jugar con los pocos criados que le acompañaban, y el calor del fuego que viciaba la atmósfera de aquel estrecho recinto les dió tal sed, que de libacion en libacion, llegaron á vaciar dos barriles de vino griego, robados por los escuderos, uno ó dos dias antes, á unos transeuntes.

Rodomonte no estaba acostumbrado á beber vino, por prohibírselo su religion; pero en cuanto lo probó, le pareció un licor divino, preferible al néctar y al maná. Burlándose del rito mahometano, continuó bebiendo á tazas y aun á botellas enteras; lo cual, unido á lo espirituoso del vino y á su falta de costumbre, hizo que pronto perdieran la cabeza todos los bebedores.

Cuando Isabel juzgó que aquellas yerbas estaban bastante cocidas, apartó la caldera del fuego, y dijo á Rodomonte:

—Para que te convenzas de que no he lanzado mis palabras al viento, y para que veas la distancia que hay de la verdad á la mentira, voy á ofrecerte una prueba capaz de convencer á los más incrédulos; y esta prueba no se ha de hacer en otros, sino en mí misma. Quiero ser la primera en experimentar los preciosos efectos de ese líquido divino, á fin de que no vayas tal vez á figurarte que contiene un veneno mortífero. Me mojaré con él la cabeza, el cuello y el seno, y en seguida ensayarás en mi cuerpo la fuerza de tu brazo y el filo de tu espada, y veremos si el uno tiene bastante vigor y si la otra se mella.

Bañóse como dijo en aquel agua, y acto contínuo presentó con aire tranquilo y risueño su cuello desnudo al incauto pagano, que estaba turbado quizás por los efectos del vino, y ante cuyo vigor, de nada servian los yelmos ni los escudos. Aquel hombre bestial dió entero crédito á las palabras de Isabel, y le descargó tan terrible cuchillada, que separó de los hombros la hermosa cabeza en que Amor tenia su deliciosa morada.

Tres veces saltó el ensangrentado busto de la jóven, y de sus lábios yertos salió claramente pronunciado el nombre de Zerbino: por volar á su lado y por librarse del poder del Sarraceno, habia elegido Isabel tan extraordinario camino.

¡Oh alma pura, que no titubeaste en sacrificar tu vida y tu florida juventud, antes que faltar á la fé y á la castidad, á esa rara virtud que en nuestro tiempo apenas se conoce de nombre! ¡Descansa en paz, alma hermosa y bienaventurada! ¡Quisiera que mis versos tuviesen la fuerza y el poder de que desearia dotarlos con todo el arte de la florida elocuencia y todas las galas de la divina poesía, para hacer que tu preclaro nombre viviera mil y mil años en la memoria de los mortales! ¡Vuela en paz al sólio del Eterno, legando á las demás mujeres un alto ejemplo de tu fidelidad!

Ante una accion tan incomparable y asombrosa, el Creador dirigió aquí abajo sus miradas, y exclamó:—«Eres más digna de alabanza, que aquella cuya muerte costó el trono á Tarquino: por esta causa quiero instituir una ley que resista, como todas las mias, á la accion destructora del tiempo, y juro por las sagradas ondas, que nada podrá jamás alterarla. Quiero que toda mujer que en adelante lleve tu nombre, esté dotada de sublime ingenio, de belleza, gracias, bondad y prudencia; que sea un acabado modelo de pureza, de modo que todos los poetas celebren á porfía tu nombre, y que las cumbres del Parnaso, del Pindo y del Helicon resuenen sin cesar con el ínclito y digno nombre de Isabel.»

Así exclamó el Eterno, y acto contínuo serenóse el aire y aquietóse el mar más de lo que nunca lo habian estado. El alma casta de Isabel volvió al tercer cielo, pasando á disfrutar en los brazos de su Zerbino de las delicias de los bienaventurados, y dejando en la tierra, confundido de vergüenza y de estupor, á aquel nuevo Breusse feroz é impío, que maldijo su error y quedó como anonadado en cuanto se disiparon los vapores del vino. Presa de un verdadero remordimiento, creyó aplacar, ó satisfacer los manes de Isabel, dando vida á su memoria, ya que habia dado muerte á su cuerpo: el medio más á propósito que se le ocurrió con este objeto, fué el de convertir la capilla que habia escogido por morada y en que inmoló á Isabel en un sepulcro, y hé aquí de qué modo.

Por medio de promesas ó de amenazas, reunió en aquel sitio todos los obreros de los alrededores, en número de unos seis mil: hizo que arrancaran enormes peñascos de los montes vecinos, y colocándolos unos sobre otros, formó con ellos una gran masa, que desde la base á la cúspide media noventa brazas: este monumento, muy parecido á la soberbia mole construida por Adriano á las orillas del Tíber, contenia en su interior la capilla, dentro de la cual reposaban los cuerpos de los dos amantes. Al lado del sepulcro levantó una elevada torre, donde determinó residir por algun tiempo, y construyó además un puente de unas dos brazas de anchura sobre el rio cuyas aguas lamian la falda de aquella colina. El puente era largo, pero tan estrecho, que apenas podian pasar por él dos caballos, ya marcharan ambos de frente ó en direccion encontrada, y como carecia de pretil ó parapeto, era muy fácil caer al agua por todas partes. El rey de Argel se propuso hacer pagar caro el paso de este puente á todos los guerreros, ya fuesen infieles ó cristianos, por haber jurado adornar con mil trofeos la tumba de Isabel y Zerbino.

En menos de diez dias quedó terminada la construccion del puentecillo; mas no pudo llevarse tan de prisa la del sepulcro ni la de la torre. Concluyéronse al fin todos los trabajos, y en la cima de la torre colocó un centinela que hacia constantemente el servicio de vigía, y en cuanto divisaba un caballero dispuesto á pasar el puente, hacia con una trompa la señal convenida de antemano. Entonces se armaba Rodomonte y salia al encuentro del recien llegado, ora por una orilla, ora por la otra; de suerte que si el guerrero se presentaba por el lado de la torre, el rey de Argel le cortaba el paso por la orilla opuesta. El puentecillo era el campo de batalla, y en tan reducido espacio, el corcel que traspasaba un poco los bordes, caia irremisiblemente al rio, que estaba muy por debajo del puente y era profundo. En todo el mundo no ha existido un paso más peligroso. Habia reflexionado el Sarraceno, que exponiéndose con frecuencia á caer de cabeza desde el puentecillo al rio, donde forzosamente deberia beber mucha agua, llegaria á expiar el error en que le habia hecho incurrir el exceso del vino. ¡Como si el agua pudiera borrar las faltas que el vino nos hace cometer con la lengua ó con las manos!

En pocos dias llegaron muchos guerreros á aquel sitio; los unos para dirigirse á España ó Italia, por ser aquel camino el más directo y el más frecuentado; los otros para probar su valor y alcanzar un renombre que tenian en más que la vida; pero en vez de obtener la palma de la victoria, veíanse obligados á quedarse sin armas, y algunas veces sin existencia. Si los vencidos eran paganos, contentábase Rodomonte con despojarles de sus armas, y las colocaba en el sepulcro como un trofeo, con una inscripcion que indicaba el nombre de los caballeros á quienes habian pertenecido: si eran cristianos, los retenia cautivos, y sospecho que los enviaba despues á Argel.

Todavía no estaban concluidas las obras, cuando llegó por casualidad el loco Orlando á la orilla del rio, donde, como he dicho, hacia construir Rodomonte el sepulcro y la torre que no habia llegado á su fin, y el puente que apenas estaba terminado. En el momento en que Orlando se presentó cerca del rio y del puente, se hallaba el Pagano cubierto con todas sus armas, pero sin casco. El Conde, impelido por su habitual furor, saltó la valla y echó á correr por el puente; mas Rodomonte quiso ahuyentarle con torva faz desde el pié de la torre en donde á la sazon se encontraba, diciéndole con tono amenazador, aunque sin dignarse desenvainar la espada:

—Indiscreto villano, temerario, importuno y arrogante, detente: este puente solo se ha hecho para caballeros nobles, y no para un bruto como tú.

Pero Orlando, que tenia distraida su imaginacion por una profunda idea, seguia adelante, sin hacer caso de tales voces.—«Fuerza será castigar á ese insensato,» exclamó el pagano; y se dirigió hácia él con intencion de precipitarlo en el rio, sin sospechar siquiera que el Conde pudiera hacerle frente.

En aquel momento, una gentil doncella, de rostro hermoso y noble porte, vistosamente engalanada, llegó á la orilla del rio con objeto de pasar el puente. Era, Señor, si no la habeis olvidado, aquella jóven que iba buscando las huellas de su adorado Brandimarte por todas partes, menos por París, donde precisamente se encontraba. En el momento en que llegó á aquel puente Flor-de-lis (que tal era el nombre de la doncella), aferróse Orlando á Rodomonte que queria arrojarle al rio. La doncella, acostumbrada á ver al Conde en la corte, le conoció al momento; pero se quedó estupefacta al reparar en aquella locura que le hacia ir desnudo por todas partes. Detúvose para ver el resultado de la lucha trabada entre dos adversarios tan vigorosos, que hacian uso de toda su fuerza para arrojar el uno al otro del puente abajo.

—¿Cómo es posible que un loco resista tanto?—decia entre dientes el irritado pagano: y se volvia y revolvia á uno y otro lado, lleno de enojo, de soberbia y de ira, buscando el sitio más á propósito para sujetar al Conde. Tan pronto adelantaba un pié como otro para hacerle tropezar, ó bien procuraba mañosamente echarle la zancadilla para derribarle, semejante al estólido oso que se empeña en arrancar el árbol de que ha caido, y al que acomete con rabia como si tuviera la culpa de su caida. Orlando, cuya imaginacion vagaba no sé por dónde, y que en semejante lucha tan solo hacia uso de aquella fuerza extraordinaria que no conocia igual en el universo, se dejó caer de espaldas al rio arrastrando al Pagano tras de sí. Ambos llegaron abrazados al fondo de las aguas, que saltaron hasta el cielo, haciendo resonar ambas orillas con el estrépito que produjo la caida. Al verse en aquel húmedo lecho, desasiéronse precipitadamente los dos adversarios. Orlando, que estaba desnudo y nadaba como un pez, dió tres ó cuatro brazadas, salió á la orilla fácilmente, y echó á correr de nuevo sin esperar á conocer el resultado de su lucha, ni cuidarse del elogio ó la censura que pudiera haber merecido. El Pagano, embarazado con el peso de sus armas, salió más tarde y más trabajosamente á la orilla.

Flor-de-lis habia pasado entre tanto con toda seguridad el rio y el puente, y reconocido por todas partes el sepulcro, para ver si encontraba en él cualquier vestigio de Brandimarte: no viendo allí ni sus armas ni su manto, pasó á buscarlo á otra parte. Pero volvamos á ocuparnos del Conde, que se alejaba de la torre, del rio y del puente.

Seria locura en mí pretender referiros una por una todas las que cometió Orlando; pues fueron tantas, que no sabria cuando acabar; pero me ocuparé de alguna que otra de las más extraordinarias y á propósito para celebrar en mis versos, así como más conveniente para mi historia, y sobre todo no omitiré el hecho milagroso que llevó á cabo en los Pirineos cerca de Tolosa.—Habia ya recorrido el Conde muchos países, siempre impulsado por su furioso delirio, cuando llegó á la cumbre de los montes que separan al Franco del Tarraconense: encaminábase entonces hácia Occidente, y seguia un estrecho sendero que dominaba un valle profundo. Toparon con él en tan reducido paso dos montañeses jóvenes, que llevaban delante un asno cargado de leña, y como en el semblante de Orlando conocieron ambos que estaba privado de razon, empezaron á gritarle con voz amenazadora que se hiciera atrás ó á un lado y les dejara el paso libre. El loco no les respondió una palabra; pero descargó en el pecho del asno un tremendo puntapié con aquella fuerza que excedia á cualquier otra, y le lanzó por el espacio á tan considerable altura, que parecia un pajarillo hendiendo los aires, yendo á caer en la cima de un monte, distante más de una milla á la otra parte del valle. Arremetió despues á los dos jóvenes, uno de los cuales, impelido por el miedo y con más suerte que prudencia, se arrojó al fondo del precipicio, que tendria más de sesenta brazas de altura, y tropezando en su caida con el espeso ramaje de un matorral lleno de espinas, agarróse á él y logró salvarse á costa no más de algunos arañazos en el rostro. El otro procuró encaramarse á un peñasco que salia fuera del monte, esperando librarse de los golpes del loco, si lograba trepar á su cima; pero Orlando, decidido á matarle, lo agarró por un pié mientras se esforzaba en subir, y extendiendo cuanto pudo los brazos, lo desgarró dividiendo en dos trozos su cuerpo, del mismo modo que vemos dividir una garza ó un pollo, cuando el halconero quiere dar sus entrañas á un halcon ó á un azor. Hizo muy bien en no morirse el compañero que estuvo á punto de romperse el cuello; pues refiriendo á otras personas esta aventura, dió lugar á que llegara á oidos de Turpin, y que este la dejara consignada en sus escritos.

Orlando continuó haciendo otras cosas tan estupendas como la que acabo de manifestar, mientras atravesaba aquellos montes. Despues de dar muchas vueltas, bajó por el Mediodia hácia las llanuras de España, y siguió caminando por la orilla del mar que baña las costas de Tarragona. Inspirado por su misma insensatez, quiso detenerse en aquella playa; y para preservarse de los rigores del Sol, se sepultó en la menuda y estéril arena. Mientras allí descansaba, la casualidad llevó á aquel sitio á la bella Angélica y su esposo, que á la sazon bajaban desde los Pirineos á la costa de España, segun os dije más atrás. Angélica llegó casi al lado de Orlando sin conocerle siquiera. ¡Y cómo presumir que aquel ser repugnante fuese el célebre Paladin, si le veia tan variado y tan diferente de lo que siempre habia sido! Desde que su razon estaba sometida al imperio de su insensato furor, siempre iba enteramente desnudo, así al Sol como á la sombra; de suerte que aun cuando hubiera nacido en la abrasada Siena, ó en el país de los Garamantas, ó en los montes donde nace el Nilo, su piel no estaria más tostada. Sus ojos estaban hundidos en las órbitas, sus mejillas enjutas y descarnadas, sus cabellos enmarañados y súcios, y su barba larga, erizada y asquerosa.

En cuanto Angélica le vió, retrocedió temblando de espanto, y dando un grito penetrante, corrió á ponerse bajo la salvaguardia de Medoro. Mas apenas observó el loco su presencia, se levantó de un salto para apoderarse de la jóven, cuyo rostro le agradó en extremo y cuyos atractivos le inspiraron los más fogosos deseos. No conservaba ya en su imaginacion el menor recuerdo de su antiguo amor, pero persiguió entonces á Angélica del mismo modo que un perro perseguiria á una fiera. Al ver Medoro la intencion del loco, le echó encima su caballo, y empezó á darle tajos y estocadas por la espalda, con el propósito de cortarle la cabeza; pero tropezó con una piel más dura é impenetrable que el hueso ó el acero, porque el cuerpo de Orlando, como he dicho, era invulnerable y encantado. Al sentir este que le pegaban por detrás, volvióse y descargó un puñetazo descomunal sobre el caballo que el sarraceno le echaba encima. El noble animal cayó instantáneamente muerto, con la cabeza destrozada, cual si hubiera sido de vidrio, y Orlando, sin ocuparse más de Medoro, volvió á emprender nuevamente la persecucion de su fugitiva. Angélica seguia lanzando su yegua á todo escape, excitándola con el acicate y el látigo, y aun cuando el excelente bruto excedia en rapidez á la flecha desprendida del arco, la jóven se lamentaba de su desesperante lentitud: acordándose entonces de que podia salvarla el anillo que llevaba en el dedo, se lo puso en la boca; y aquel talisman, que no perdia nunca su virtud, la hizo desaparecer como á impulso de un soplo desaparece la luz. Bien fuese efecto del temor ó bien del movimiento que hizo al quitarse el anillo del dedo, ó quizá por haber tropezado la yegua, pues no puedo afirmar una cosa ú otra, lo cierto es que en el momento mismo en que Angélica se puso su talisman en la boca y ocultó á la vista de todos su agradable presencia, levantó las piernas, salió de la silla, y cayó tendida en la arena cuando no la separaban de Orlando ni siquiera dos dedos de distancia: á no ser así, hubiera caido tropezando con él, y probablemente el choque producido por la violenta carrera del loco le habria quitado la vida: una casualidad feliz pudo tan solo salvarla. Fuerza le será ahora buscar por medio de otro hurto una nueva cabalgadura, porque no volverá á ver más á la que oprimia la arena huyendo del paladin.

Mas como, segun presumireis, no le será difícil proporcionarse otra, dejémosla y sigamos á Orlando, cuya impetuosidad y rabia no pudo mitigar la desaparicion de Angélica. Continuó persiguiendo á la yegua por la desnuda arena, acortando cada vez más la distancia que de ella le separaba; y alcanzándola al cabo, pudo cogerla luego de la crin, de la brida despues, y por último, la sujetó y detuvo, considerándose entonces tan feliz como el hombre que consigue hacer suya á una doncella: arreglóle las riendas y el freno, y dando un salto, se colocó en la silla. Así que estuvo montado, la obligó á galopar muchas millas seguidas en todas direcciones, sin permitirle el menor reposo, sin quitarle nunca el freno ni la silla, y sin dejarla probar alimento alguno. Al intentar saltar una zanja, cayeron pesadamente en ella la caballería y el ginete: este no se hizo daño, ni siquiera sintió la sacudida; pero la mísera bestia se dislocó una pata. No viendo el Paladin otro medio mejor de sacarla de allí, se la echó á cuestas, subió con ella al camino y la llevó de este modo hasta la distancia de unos tres tiros de flecha, no obstante lo mucho que pesaba. Resintiéndose entonces sus hombros de tanto peso, la dejó en tierra y quiso hacerle andar, tirándole de las riendas; mas la yegua le seguia con paso tardo y cojeando. «Anda, anda,» le decia Orlando, pero era inútil: aun cuando le hubiera seguido á galope, siempre seria lenta su marcha, comparada con los insanos deseos del loco. Por último, cogió el Paladin una de las riendas, y atándola á la pata derecha de la yegua, empezó á tirar de ella, arrastrando tras sí al pobre animal y asegurándole que de este modo podria caminar con más comodidad; cuando es lo cierto que iba dejando las crines y la piel pegadas á los guijarros del escabroso camino, hasta que por fin murió de cansancio, de dolor y de hambre; en tanto que Orlando proseguia su marcha sin reparar en ella y sin ver que arrastraba un cadáver, dirigiéndose con su velocidad acostumbrada hácia Occidente. Siempre que el loco se sentia estimulado por el hambre, saqueaba las aldeas y las cabañas para satisfacerla; se apoderaba de los frutos, de la carne y del pan que en ellas encontraba, y arremetia á cuantos intentaban oponérsele, matando á unos, lisiando á otros, y siguiendo siempre adelante sin detener un momento su asoladora marcha. Igual ó semejante suerte hubiera sufrido Angélica, á no haber tenido la precaucion de ocultarse; porque el loco no distinguia lo blanco de lo negro, y creyendo hacer un favor á sus semejantes, cometia con ellos mil violencias.

¡Ah! ¡Maldito sea el anillo encantado y el caballero que se lo dió á Angélica! A no ser por él, Orlando se hubiera vengado á sí mismo y habria vengado á otros mil amantes al propio tiempo. Y no era aquella veleidosa mujer la única que debiera caer en manos del furioso paladin, sino cuantas hoy existen, cuya ingratitud se echa de ver en todas sus acciones y cuya maldad excluye de su corazon todo lo bueno y lo virtuoso. Pero antes de que las aflojadas cuerdas de mi lira produzcan un sonido discordante, será oportuno suspender aquí mi canto, para hacerlo menos enojoso al que me escucha.

Canto XXX

Orlando continúa haciendo cosas asombrosas durante su marcha.—Rugiero mata á Mandricardo.—Bradamante espera impaciente y angustiada en Montalban la llegada de su amante, que por hallarse herido se ve imposibilitado de cumplir su promesa.—Reinaldo va á socorrer al Emperador acompañado de sus hermanos.

Cuando permitimos que la impetuosa cólera venza á nuestra razon, sin oponer resistencia alguna, y nos dejamos arrastrar por los impulsos de un insensato furor, hasta el extremo de que nuestra lengua ó manos no respeten á nuestros amigos, de poco nos sirven luego los lamentos y los suspiros, pues no consiguen borrar nuestra falta. ¡Necio de mí! En vano será que me aflija y me arrepienta de cuanto dije, obedeciendo á un irascible arrebato, al terminar el canto anterior. Soy semejante á un enfermo, que despues de agotar su paciencia y su sufrimiento, para resistir al dolor, si cree que este no tiene ya remedio, se abandona á la desesperacion y prorrumpe en horribles blasfemias; pero en cuanto llega á calmarse, van cediendo poco á poco los impulsos de la cólera que habian desatado su lengua de un modo tan reprensible, y entonces reconoce su falta, y se acusa y se arrepiente de haberla cometido; mas ya no le es posible retirar las inícuas palabras proferidas.

¡Oh mujeres virtuosas! De vuestra inextinguible bondad espero el perdon que humilde os imploro. ¿No es cierto que disculpareis mi delirante frenesí, al confesarme vencido por una pasion contrariada? Preciso es que culpeis á aquella cuyos rigores me tienen en un estado cual no puede haber peor, y que me obliga á decir lo que tanto me pesa despues. Bien sabe Dios cuán poca razon la asiste; y harto conoce ella mi acendrado amor.

No estoy menos fuera de mí de lo que Orlando estaba, ni soy menos digno de lástima que el desgraciado Paladin, el cual vagando por montes ó llanuras recorrió una gran parte del reino de Marsilio, arrastrando por espacio de muchos dias el cadáver de la yegua, sin abandonarlo un momento; pero al fin se vió precisado á dejarlo á la orilla de un rio que desembocaba en el mar: él se arrojó al agua, y sabiendo nadar como una anguila, salió en breve á la orilla opuesta, donde encontró á un pastor que se encaminaba hácia el rio para abrevar en él al caballo en que iba montado: aunque el pastor vió á Orlando corriendo hácia él, no creyó necesario retroceder al observar que iba solo y desnudo.

—Quisiera hacer un cambio con mi yegua y tu caballo, le dijo el loco. Te la enseñaré desde aquí, si quieres, pues la he dejado en la otra orilla: verdad es, que está muerta; más para mí no tiene otro defecto, y luego tú le podrás dar alguna medicina. Como me gusta tu caballo, espero que me hagas el favor de apearte de él, y aceptar el cambio que te propongo, dándome algo encima.

El pastor, por toda respuesta, echóse á reir, se apartó del loco y continuó su camino hácia el vado.

—Yo quiero tu caballo: ¿no me oyes?—repuso Orlando; y siguió encolerizado tras el pastor. Llevaba este un palo grueso y lleno de nudos, con el cual dió un golpe al Paladin. La rabia y el furor que de Orlando se apoderaron entonces fueron tales, que, más terrible que nunca, descargó un terrible puñetazo en la cabeza del pastor, haciéndole pedazos el cráneo y tendiéndole muerto á sus piés. Montó en seguida á caballo, y continuó recorriendo diferentes caminos, señalando su paso con los lamentables efectos de su locura, sin dar al animal descanso ni alimento alguno, de suerte que en pocos dias murió como el otro. No por esto quiso el Conde resignarse á caminar á pié, ni á carecer de cabalgaduras, por lo cual fué apoderándose de cuantas encontraba, despues de matar á sus dueños.

Llegó por fin á Málaga, en cuya ciudad hizo más daños que cuantos hasta entonces habia cometido; pues además de saquear toda la poblacion, en términos de no bastar dos años para reponerse de sus pérdidas, mató tan gran número de habitantes y arrasó ó incendió tantas casas, que destruyó la tercera parte del país. Saliendo de allí, pasó á otra ciudad llamada Algeciras, situada en el estrecho de Gibraltar ó Gibelterra, pues con ambos nombres se le designa; y al llegar á ella vió que se apartaba de la playa una barca llena de bulliciosos jóvenes, que iban á solazarse paseando embarcados por aquellas ondas tranquilas y oreadas por las frescas auras matutinas. Deseando el loco participar de aquel esparcimiento, empezó á gritar:—«Esperad, esperad;» pero sus gritos fueron de todo punto inútiles, porque nadie carga voluntariamente su buque con una mercancía semejante. El esquife seguia cortando las aguas con una rapidez igual á la de la golondrina cuando hiende el espacio: Orlando entonces hostigó á su caballo, y le impelió hácia el mar pegándole con una vara. En vano se encabritó y resistió el corcel cuanto le fué posible: al fin no tuvo más remedio que entrar en el agua metiendo poco á poco las patas, luego el vientre y la grupa, y el cuello despues, hasta que apenas se le distinguia en la superficie: no podia ya retroceder á la orilla, mientras sintiera entre sus orejas la amenazadora vara: no le quedaba al desgraciado más alternativa que la de ahogarse en el camino, ó atravesar á nado el estrecho hasta las playas africanas.

Ya habia perdido Orlando de vista la tierra y la barca que le hiciera abandonar la enjuta playa, pues una y otra estaban muy lejanas, y las elevadas y movibles ondas las ocultaban á sus miradas, á pesar de lo cual seguia excitando á su caballo, dispuesto á atravesar el mar de una á otra costa; mas el corcel, lleno de agua y vacío de alma, dejó de vivir y de nadar á un tiempo mismo, yéndose al fondo, donde habria precipitado á su ginete, si Orlando no tuviera los brazos fuera del mar. El Paladin empezó á agitar las piernas y las manos, sosteniéndose á flor de agua, y apartando con sus vigorosos resoplidos las olas que iban á estrellarse en su rostro. El aire era muy suave y el mar estaba tranquilo: harto necesitaba el Paladin de aquella tregua que los elementos le concedian; pues á poco que el primero hubiese agitado al segundo, probablemente habria perecido sepultado en el abismo; mas la Fortuna, protectora de los locos, le hizo arribar á una playa situada á unos dos tiros de flecha de las murallas de Ceuta. Durante algunos dias fué recorriendo á la ventura y con su ordinaria rapidez toda la costa en direccion de Levante, hasta que se encontró con un innumerable ejército de guerreros moros formado en la playa.

Dejemos al Paladin vagando errante, pues ya tendremos tiempo de volver á ocuparnos de él. En cuanto á lo que fué de Angélica despues de haberse librado tan oportunamente de las manos del Conde y de proporcionarse un buen bajel, que con un tiempo bonancible la transportó á su patria, en donde dió á Medoro el cetro de la India, tal vez lo cantará otro con mejor plectro que yo. Por lo que á mí hace, tengo tantas otras cosas que referiros, que no pienso tratar ya de esta.

Necesito pulsar las cuerdas de mi lira cantando los hechos del Tártaro, el cual, una vez ahuyentado su rival, disfrutaba contento de la posesion de la mujer más encantadora que existia en Europa desde que partió Angélica y subió al cielo la casta Isabel. Pero el altanero Mandricardo no pudo gozar por mucho tiempo de los deleites que le ofrecia la predileccion demostrada hácia él por Doralicia, porque aun tenia dos contiendas pendientes: la una con el jóven Rugiero, que no le cedia el águila blanca; y la otra con el famoso rey de Sericania, que pretendia arrebatarle la espada Durindana. Agramante y Marsilio se esforzaban inútilmente por hacerles llegar á un acomodo; pero lejos de lograr de ellos que renovaran su antigua amistad, no podian siquiera conseguir que Rugiero cediese á Mandricardo el escudo del héroe troyano, ni que Gradasso renunciara á sus pretensiones sobre la famosa espada: el primero estaba decidido á impedir que el Tártaro se sirviera de su escudo en una nueva lid, y el segundo se negaba asimismo á consentir que hiciese uso del acero tan gloriosamente manejado por Orlando, como no fuera combatiendo con él. Al fin dijo Agramante:

—Basta ya: la fortuna decidirá esta cuestion: sometámonos á ella y aceptemos lo que prefiera. Y si deseais complacerme y merecer mi gratitud eterna, echad suertes para saber quién de los dos debe combatir el primero; mas con la condicion de que el favorecido se encargará de sostener ambas contiendas, de suerte que al ganar su causa, ganará tambien la de su compañero, y si la pierde, se entenderá que ha perdido por los dos. Poca ó ninguna diferencia creo que haya entre el valor de Rugiero y el de Gradasso, y estoy persuadido de que cualquiera de los dos á quien designe la suerte, enaltecerá el lustre de sus armas. La victoria recaerá despues en quien disponga la divina Providencia: y el vencido no será objeto de censura, porque todo se atribuirá á la veleidosa fortuna.

Rugiero y Gradasso escucharon en silencio la proposicion de Agramante, y convinieron despues en que cualquiera de ellos que fuese designado, deberia sostener sus respectivas contiendas. Escribieron en seguida sus nombres en dos papeletas de igual forma y tamaño, las echaron en una urna que agitaron algun tiempo, y luego un niño metió la mano en ella, sacando uno de los dos billetes, el cual contenia el nombre de Rugiero, quedando por lo tanto dentro el del Sericanio. No es posible decir la alegría que sintió Rugiero al oir su nombre, ni el dolor que su mala suerte causó á Gradasso; mas le era fuerza someterse á los designios del cielo. Desde el mismo momento cifró todo su conato en ayudar y favorecer á Rugiero, dándole uno por uno todos los consejos que le suministraba su experiencia, ya diciéndole el modo de cubrirse con el escudo ó de parar los golpes con la espada, ya designándole cuáles debian ser los ataques falsos y cuáles los seguros, y ya tambien en qué casos era conveniente aventurar un golpe ó abstenerse de darlo.

Pasó el resto de aquel dia aconsejándole, mientras los amigos de Mandricardo hacian lo mismo con respecto á este, segun era uso y costumbre. El pueblo, ávido de presenciar la lucha, se agolpó presuroso en torno del palenque, y no contentos muchos con tomar puesto desde antes del amanecer, pasaron en él toda la noche. Aquella muchedumbre insensata gozaba de antemano con la pelea de dos valerosos caballeros; pues como siempre acontece al populacho, no comprendia ni veia más allá de lo que tenia delante de los ojos; pero Sobrino, Marsilio y otros jefes más expertos y prudentes, que sabian distinguir entre lo útil y lo perjudicial, censuraron ágriamente aquella lucha, y sobre todo á Agramante, porque toleraba que se llevase á cabo. No cesaban de recordarle los graves perjuicios que causaria al ejército sarraceno la muerte de Rugiero ó del Tártaro, cualquiera que fuese el designado por su mala estrella, asegurándole que más necesidad tendrian de uno solo de los dos guerreros para hacer frente á los soldados del hijo de Pepino, que de otros diez mil mahometanos, entre los cuales costaria trabajo encontrar uno bueno. Harto conoció el rey Agramante la razon que asistia á los que así le aconsejaban; pero ya era tarde para retirar su consentimiento. Suplicó, no obstante, á Mandricardo y á Rugiero que le devolviesen la palabra empeñada, con tanto mayor motivo, cuanto que su querella no tenia importancia alguna, y por lo mismo, no era digna de que empuñasen las armas para resolverla; añadiéndoles que, si á pesar de estas reflexiones se negaban á complacerle, debian por lo menos diferir la lucha por cinco ó seis meses, más ó menos, hasta el momento en que consiguieran arrojar á Cárlos de sus estados, despojándole del cetro, de la corona y del manto. Aun cuando tanto uno como otro deseaban ardientemente obedecer á su rey, los dos permanecieron inflexibles, temiendo el baldon que recaeria sobre el primero que accediese á ajustar la tregua propuesta por Agramante.

La hermosa hija de Estordilano unió sus ruegos á los del Rey, esforzándose con la mayor vehemencia en aplacar la furia de su amante, y gastando inútilmente sus palabras, sus súplicas, sus lamentos y sus lágrimas. Le rogaba que consintiera en lo propuesto por el monarca africano, y que quisiera lo que todo el ejército queria, y se lamentaba de que su tenacidad la hacia arrastrar una existencia llena de angustia y de zozobras.

—¡Triste de mí! exclamaba: ¿cómo he de hallar remedio á mi constante inquietud, si siempre os veo dispuesto á vestir la armadura y empuñar la espada contra unos ú otros? ¿Qué consuelo puede haber proporcionado á mi afligido corazon el gozo de ver terminada la querella que por mí se suscitó entre vos y Rodomonte, si va á estallar el incendio de otra más terrible? ¡Ay de mí! ¡Cuán necia fuí en mostrarme orgullosa al ver que un rey tan digno, un caballero tan fuerte, exponia su vida en peligrosa y sangrienta lid por alcanzar mi posesion, cuando hoy le veo arrostrar la misma suerte por un motivo tan frívolo! ¡La ferocidad innata en vuestro corazon fué la que entonces os inspiró, y no el amor que por mí sintierais! Pero si es verdad que vuestro amor sea tan grande como habeis pretendido manifestarme siempre, por él os ruego, y por el insufrible martirio que me lacera el alma y me despedaza el corazon, que no os cuideis de si Rugiero ostenta todavía en su escudo el águila blanca; pues no se me alcanza el perjuicio ó la utilidad que podeis reportar de que se desprenda de tal enseña ó que continúe usándola. De la batalla que estais dispuestos á llevar á cabo, no puede resultar ninguna ventaja, y sí un inmenso daño. Suponiendo que despues de mucho trabajo arranqueis el águila á Rugiero, ¿qué recompensa esperais obtener? En cambio, si os vuelve el rostro la Fortuna, á la que no teneis por cierto asida de su cabello, causareis un daño tan enorme, que solo al pensar en él siento que el corazon se me parte de dolor. Si teneis en tan poco la vida, que no vacilais en exponerla por un águila pintada, deberíais apreciarla, aunque solo fuera porque vuestra vida es la mia; porque no se extinguirá la una sin que se extinga la otra, y porque, como no me será doloroso morir con vos, estoy dispuesta á seguiros en muerte lo mismo que en vida os he seguido; pero no quisiera que mis últimos momentos fueran tan amargos como lo serán si pereceis antes que yo.

Con estas y semejantes palabras, acompañadas de lágrimas y suspiros, no cesó Doralicia en toda la noche de incitar á su amante á la paz. Mandricardo, aspirando el dulce llanto que brotaba de los húmedos ojos de la jóven, así como las enamoradas quejas que exhalaban aquellos lábios más encendidos que la rosa, respondió, dando á su vez libre paso á las lágrimas:

—Por piedad, vida mia, no os atormenteis así por una cosa tan insignificante; pues aunque Carlomagno y el rey de África con sus ejércitos de sarracenos y franceses reunidos desplegasen sus banderas en contra mia, no deberíais abrigar el más ligero temor. En poco estimais mi esfuerzo y mi denuedo si un solo Rugiero os hace temblar por mi suerte. ¿Habeis olvidado, por ventura, que solo, sin espada ni cimitarra, y sin tener más armas que el asta de una lanza, me abrí paso á través de una multitud de guerreros armados? Aunque con vergüenza y dolor, no tiene Gradasso inconveniente en referir á cuantos se lo preguntan, que le retuve cautivo en uno de mis castillos de Siria. Y sin embargo, la fama de Gradasso aventaja á la de Rugiero. Tampoco niega este mismo rey, ni vuestro Isolier, ni el rey circasiano Sacripante, ni los famosos Grifon y Aquilante, ni otros cien guerreros, así moros como cristianos hechos prisioneros el dia anterior, que únicamente á mí debieron su libertad. Aun no ha cesado el asombro que les causó la extraordinaria hazaña que llevé á cabo aquel dia, mucho mayor de lo que pudiera serlo la destruccion del ejército moro y del cristiano por mi solo esfuerzo. ¿Y ahora podrá Rugiero, jóven inexperto, causarme algun daño ó la menor afrenta, luchando conmigo frente á frente? ¿Y ahora que poseo á Durindana y la armadura de Héctor, ha de infundirme miedo ese Rugiero? ¡Ah! ¿Por qué me habeis impedido demostrar si yo era capaz de obtener vuestra posesion por medio de las armas? Si así hubiera sido, estoy seguro de que conoceríais mi valor lo bastante para prever el fin que le espera á Rugiero. Enjugad, por Dios, esas lágrimas: no me hagais tan tristes presagios, y estad persuadida de que mi honor, y no el águila pintada en un escudo, es el que me obliga á batirme mañana.

En estos términos se expresó el Tártaro; pero su tristísima amada opuso tales razonamientos á los suyos, que no solo eran capaces de hacerle mudar de propósito, sino tambien de conmover á una roca. Iba ya á vencer su resistencia, por más que solo pudiera oponer sus débiles atavíos mujeriles á la armadura de Mandricardo, y ya le habia arrancado la promesa de complacerla en el caso de que el Rey volviera á hablar de nuevo acuerdo, como indudablemente lo habria hecho; pero tan pronto como brilló la risueña aurora, precursora del Sol, el animoso Rugiero, deseoso de demostrar á los ojos de todos que llevaba el águila con justo derecho, y por no oir hablar más de treguas ni de aplazamientos, cuando lo que anhelaba era abreviar la lucha, se presentó haciendo resonar su trompa en el palenque, en cuya estacada se agolpaba una numerosa muchedumbre.

No bien llegó á los oidos del orgulloso Tártaro el arrogante sonido que le retaba á singular batalla, cuando saltó del lecho negándose á escuchar una palabra más de paz, y pidió sus armas, con tan terrible aspecto, que la misma Doralicia no se atrevió á insistir en sus súplicas, dando ya por inevitable la pelea. Mandricardo se armó apresuradamente, esperando con la mayor impaciencia que sus escuderos concluyeran de servirle; saltó en seguida sobre el excelente corcel que perteneció en otro tiempo al bravo defensor de París, y partió á escape hácia el terreno elegido para terminar con las armas en la mano la contienda, llegando á él al mismo tiempo que el monarca; de suerte que no se hizo esperar mucho la señal del ataque.

Colocaron á los dos adversarios sus lucientes yelmos en la cabeza, les entregaron sus respectivas lanzas, y el agudo sonido de los clarines, que resonó acto contínuo, demudó los semblantes de mil espectadores. Los caballeros pusieron la lanza en ristre; clavaron los acicates en los hijares de sus corceles, y se acometieron con tal ímpetu, que no parecia sino que el Cielo iba á hundirse y á abrirse la Tierra.

Por una y otra parte se veia acudir la blanca ave que sostiene á Jove por la region del aire, como todavía se la ve volar por la Tesalia, si bien con distinto plumaje. Al verles blandir sus macizas entenas, se conocia la nobleza y ardimiento de uno y otro campeon, y mucho más al verles resistir ese choque terrible, tan vigorosamente como las torres resisten el huracan, ó los escollos á los furiosos embates de las olas. Las lanzas volaron hechas pedazos hasta el Cielo, y segun afirma Turpin, verídico en este punto, dos ó tres de aquellos fragmentos volvieron á caer en la Tierra encendidos, por haber penetrado en la esfera del fuego.

Los caballeros desnudaron inmediatamente sus espadas, y sin que su corazon diera cabida al más mínimo temor, volvieron á acometerse, dirigiendo cada uno la punta de su acero al rostro de su adversario. Hiriéronse en la visera al primer encuentro; y aun cuando ambos intentaban derribarse mútuamente, no quisieron matar los caballos, lo cual fuera una cosa censurable, porque los pobres animales no tienen la culpa de las luchas de sus señores. El que suponga que habian convenido de antemano en respetar la vida de sus corceles, ignora la costumbre antigua y se equivoca mucho; porque sin necesidad de pacto alguno, se consideraba como un acto vergonzoso y digno de vilipendio el de herir al caballo del enemigo. Hiriéronse en las viseras, que, á pesar de ser muy dobles, apenas resistieron la violencia del golpe: estos se renovaban sin cesar, cayendo sobre las armaduras más espesos que el granizo cuando destroza las ramas, las hojas, los frutos y destruye las codiciadas mieses. Ya sabeis si Durindana y Balisarda tenian buen temple, y lo que valian manejadas por tales manos.

Mas aun no se habian dado ningun golpe digno de su brazo: ¡tan sobre aviso estaban uno y otro! Mandricardo fué el primero en causar daño á su enemigo, poniendo á Rugiero á punto de perecer. Uno de esos mandobles tremendos que solo aquellos campeones sabian dar, partió por la mitad el escudo de Rugiero, le abrió la coraza é hizo penetrar el cruel acero hasta la carne viva. Aquella terrible sacudida heló de espanto á los circunstantes, temerosos de la suerte de Rugiero, hácia quien se mostraban favorablemente dispuestos todos ó la mayor parte de ellos; y si la Fortuna se mostrara propicia á los deseos de la mayoria, ya hubiera sido muerto ó aprisionado Mandricardo: hé aquí la causa de que aquel golpe alcanzara á todos los presentes. Yo creo que algun ángel se interpuso para salvar entonces al caballero.

Rugiero, más terrible que nunca, correspondió dignamente y sin demora á tan cruel acometida, descargando otro golpe más violento con su espada en la cabeza del Tártaro; pero su impetuosa cólera le hizo obrar con demasiada precipitacion, por lo cual le disculpo si entonces no hirió de corte á su adversario. Si Balisarda le hubiera alcanzado de filo, de nada habria servido el yelmo de Héctor, á pesar de estar encantado. Tan aturdido dejó aquel golpe á Mandricardo, que se le escapó la brida de la mano, y osciló tres veces en la silla, próximo á caer de cabeza, mientras iba corriendo al rededor del palenque aquel Brida-de-oro; cuyo nombre ya conoceis, que soportaba mal de su grado el peso de su nuevo señor. La serpiente que se siente pisada ó el leon herido, no sienten una cólera y un furor semejantes al del Tártaro en cuanto se rehizo del golpe que le habia privado de sentido: á medida que crecian su ira y su despecho, crecian tambien su fuerza y su valor. Hizo dar á Brida-de-oro un salto hácia Rugiero, levantó la espada, empinóse en los estribos, y dirigiendo el tajo al almete, creyó rajarle aquella vez desde la cabeza al pecho; pero Rugiero fué más diligente, porque aprovechando el momento en que su enemigo tenia el brazo levantado para herirle, le introdujo la punta de su cortante espada en el sobaco derecho, defendido tan solo por la cota de malla; hizo en esta un gran boquete, y retiró de nuevo su Balisarda teñida en roja y humeante sangre. De este modo impidió que Durindana cayera impetuosa sobre él con inminente riesgo de su vida; mas no pudo evitar por completo el golpe, que le obligó á caer sobre la grupa con los ojos cerrados por el dolor: si el yelmo de Rugiero hubiera sido de peor temple, aquella cuchillada habria dejado eterna memoria de sus funestos efectos.

Incansable Rugiero, atacó otra vez á Mandricardo, alcanzándole con su acero en el costado derecho: de nada sirvió la escogida calidad del metal, ni lo perfecto de su temple, contra aquella espada que jamás caia en vano; pues estaba encantada con el único objeto de que no pudieran resistirle ni las corazas, ni las mallas encantadas. Rajó cuanto encontró á su paso, y causó una nueva herida en el costado del Tártaro, el cual prorumpió en blasfemias contra el Cielo, manifestándose tan furiosamente irritado, que el tempestuoso mar es menos pavoroso. Para hacer un esfuerzo supremo y decisivo, arrojó lejos de sí el escudo azul en que campeaba el águila blanca, y empuñó el acero con ambas manos.

—¡Ah! exclamó Rugiero: basta esta accion para probar que eres indigno de llevar esa enseña: la abandonas ahora y antes la cortaste; ya no podrás sostener que te es necesaria.

Al decir estas palabras, sintió caer á Durindana sobre su cabeza con tanta furia, que le habria parecido menor el peso de una montaña. El acero le partió por medio la visera, y fué una suerte para él que se hallase separada del rostro: desde allí bajó hasta el arzon, que á pesar de estar forrado con dos chapas de hierro no opuso resistencia; y llegó al fin al arnés, abriéndole cual si fuese de cera, juntamente con la mantilla que le cubria, é hirió tan gravemente á Rugiero en un muslo que su curacion fué despues larga y penosa.

Dos regueros de sangre teñian ya las armas de ambos combatientes: los circunstantes no podian calcular quién llevaba la mejor parte en aquella lucha. Pero Rugiero disipó pronto esta duda por medio de su espada, tan funesta para muchos; pues esgrimiéndola de punta, la dirigió hácia el sitio que el Tártaro dejó en descubierto despues de haber arrojado su escudo. El acero atravesó la coraza por el lado izquierdo, en donde penetró más de un palmo, abriéndose paso hasta el corazon; por lo cual Mandricardo tuvo que renunciar á sus pretendidos derechos sobre el águila blanca y sobre la famosa espada de Orlando, renunciando al mismo tiempo á su vida, que le era mucho más preciosa que la espada ó el escudo. Pero no expiró sin venganza: en el momento en que recibia el golpe mortal, descargó precipitadamente la espada, que tan sin derecho estaba en su poder, sobre Rugiero, al cual habria partido la cabeza, si este jóven guerrero no le hubiese privado antes de su fuerza y debilitado su vigor. Sin embargo, Mandricardo pudo herir á Rugiero en el momento mismo en que este le arrancaba la vida, rompiendo con su Durindana un círculo de hierro bastante grueso y una cofia de acero: la espada del Tártaro desgarró la piel y traspasó los huesos, penetrando más de dos dedos en la cabeza del amante de Bradamante que cayó aturdido en la arena, vertiendo un rio de sangre por su herida. Rugiero fué el primero en medir el suelo: su adversario tardó aun algunos instantes en caer, por lo cual creyeron todos los circunstantes que Mandricardo era el vencedor; y hasta la misma Doralicia, que todo aquel dia habia pasado por mil distintas alternativas de afliccion y alegría, participó del error comun, y elevó las manos al Cielo en accion de gracias al Eterno por que hubiese tenido tal término la pelea. Pero cuando por algunas señales harto manifiestas apareció vivo el que vivia y sin vida el muerto, sustituyó la satisfaccion á la tristeza en el pecho de los amigos de Rugiero.

El Rey, los príncipes y los caballeros más nobles corrieron á abrazar al jóven héroe, que se levantaba penosamente, y le felicitaron ensalzando su victoria hasta lo infinito: todos se alegraban del triunfo de Rugiero, expresando sus lábios lo que su corazon sentia, menos Gradasso que pensaba de un modo muy diferente de como se expresaba, y si en su rostro se veia retratado un fingido gozo, envidiaba en su interior tan gloriosa victoria, y maldecia el destino ó la casualidad que hizo salir de la urna el nombre de Rugiero.

¿Cómo podré describir los plácemes y los innumerables agasajos, llenos de cariño y sinceridad, que el monarca africano prodigó aquel dia á Rugiero, sin cuyo auxilio no habia querido desplegar al viento su banderas, ni salir de África, ni arrostrar los azares de la guerra, á pesar de las numerosas huestes con que contaba? Pero despues de haber dado muerte al hijo del rey Agrican, tenia á su vencedor en más que á todos los guerreros del mundo reunidos. Y no eran solamente los hombres los que celebraban á porfía la intrepidez de Rugiero, sino tambien las hermosas damas que habian acudido al territorio franco desde África y España con los ejércitos sarracenos: hasta la misma Doralicia, que, bañada en llanto, se dolia de su afliccion junto al helado cadáver de su amante, hubiera tal vez imitado á las demás, si no la contuviera la vergüenza. Esto lo supongo, más no lo afirmo, aun cuando es muy posible; porque además de que la belleza, los méritos, el noble aspecto y los atractivos de Rugiero rendian todos los corazones, sabemos por experiencia que Doralicia era tan veleidosa, que por no verse privada de amor, habria fijado sin dificultad su pensamiento en el jóven guerrero. Mandricardo le convenia mientras estaba vivo; pero ¿qué habia de hacer de él despues de muerto? Forzoso seria sustituirle con otro amante apuesto, vigoroso y dispuesto á calmar el ardor de sus deseos.

En el ínterin habia llegado con presteza el médico más hábil de la corte, el cual, despues de examinar todas las heridas de Rugiero, declaró que no eran mortales. Agramante hizo llevar á su tienda al herido, deseando tenerle á su lado dia y noche para demostrarle su afecto y sus solícitos cuidados. Suspendió por su propia mano á la cabecera de su lecho, el escudo y todas las armas que fueron de Mandricardo, excepto Durindana, que entregó al rey de Sericania. Juntamente con dichas armas puso á disposicion de Rugiero á Brida-de-oro, aquel arrogante corcel que Orlando abandonara al ser acometido por su delirante furor. Rugiero, deseoso de ofrecer al afectuoso monarca un obsequio que no podia menos de serle grato, le regaló este mismo caballo. Pero cesemos por ahora de hablar del héroe, y volvamos á ocuparnos de quien por él gime y suspira en vano. Fuerza me será describir los amorosos tormentos que aquella prolongada expectativa hacia sufrir á Bradamante.

Al regresar Hipalca á Montalban, se apresuró á comunicar á la jóven las noticias que con tan viva impaciencia esperaba, refiriéndole primeramente cuanto le sucedió con Rodomonte por causa de Frontino; despues le manifestó cómo habia encontrado á Rugiero en la fuente con Riciardeto y los hermanos de Agrismonte, y cómo se alejó en compañía del jóven guerrero con la esperanza de encontrar al Sarraceno y castigarle por la felonía que habia cometido con una dama al apoderarse del corcel que llevaba: añadióle que se habia frustrado su designio por haberse marchado Rodomonte por otro camino, y le dió cuenta por último de la causa que impedia á Rugiero ir á Montalban, sin olvidar ninguna de las palabras que en su descargo le habia encomendado el jóven que trasmitiera á Bradamante. Despues se sacó del seno la carta que para ella le habia dado su amante, y se la entregó.

Bradamante, con rostro más bien turbado que sereno, leyó aquella carta, que le habria satisfecho mucho más, si no estuviese de antemano consentida en ver á Rugiero. El temor, el despecho y la tristeza que le causó la recepcion de una simple misiva, en vez del amante á quien esperaba, turbaron la serena tranquilidad de su rostro, á pesar de lo cual besó cien y cien veces la carta, dirigiendo su corazon al que la habia escrito. Sus ardientes suspiros habrian abrasado aquel papel, á no haberlo impedido las lágrimas que sobre él derramó. Leyó cinco ó seis veces su contenido, é hizo que Hipalca le repitiera otras tantas todos los detalles de su entrevista con Rugiero. Las lágrimas no la abandonaban un momento, y es de creer que no hubiera tenido término su llanto, si no lo calmara la esperanza y el consuelo de ver pronto á su amado. Este habia prometido ir á Montalban en el término de quince á veinte dias, y así se lo habia asegurado á Hipalca, jurándole que no dejaria de cumplir su promesa.

—¿Y quién me asegurará, exclamaba Bradamante, que no le puede sobrevenir alguno de esos accidentes que ocurren en todas partes, y mucho más en medio de los azares de la guerra, y le aparte tanto de su propósito que le impida para siempre su regreso? ¡Ay de mí! Rugiero, ¡ay de mí! ¿Quién podria creer que amándote yo más que á mí misma, no tuvieras reparo en sacrificar mi amor por dedicarlo á tus enemigos más irreconciliables? Das tu generosa ayuda á los mismos que debieras oprimir: y en cambio oprimes á los que debes auxiliar. Al ver que tan ciegamente premias ó castigas, dudo si es baldon ó es alabanza lo que crees merecer. Tu padre fué inmolado por Trojano; debes saberlo, porque hasta las piedras tienen noticia de esta muerte; y tú, sin embargo, procuras que el hijo de Trojano no tenga que sufrir daño ni deshonra. ¿Es así como vengas á tu padre, Rugiero? ¿Toda la recompensa que á tus ojos merecen los que le han vengado, consiste en hacerme morir de pena y de dolor, á mí, que soy de la misma sangre de sus vengadores?

Tales reconvenciones dirigia la afligida Bradamante, no una, sino muchas veces, á su ausente Rugiero, con voz ahogada por su llanto. Hipalca procuraba consolarla, asegurándole que el guerrero guardaria eternamente sus juramentos, y aconsejándole que le esperase, ya que no podia hacer otra cosa, hasta el dia fijado por él mismo para su regreso. Las consoladoras palabras de Hipalca, y la esperanza que jamás abandona á los amantes, lograron calmar el temor, el llanto y la afliccion de Bradamante. Decidiose, pues, á permanecer en Montalban hasta que terminara el plazo designado por Rugiero y tan mal observado por él, aunque si faltó á su promesa, no tuvo por cierto la culpa; pues juguete de acontecimientos diversos, se vió obligado á aplazar el término pactado. Por otra parte, sus heridas exigieron que yaciese más de un mes tendido en el lecho á las puertas de la muerte: tanto fué lo que se agravaron despues de su lucha con el Tártaro.

La enamorada jóven le esperó ansiosa é inútilmente todo el dia, sin tener otras noticias de Rugiero que las suministradas por Hipalca y despues por su hermano, que le dió cuenta del desinteresado auxilio que le prestó el jóven y de la libertad devuelta por él á Malagigo y Viviano. Estas noticias, en extremo gratas para su corazon, produjeron en él cierta amargura. Riciardeto le habia ponderado el gran valor y la belleza de Marfisa, y le habia añadido que Rugiero se marchó en su compañía, diciendo que debian dirigirse á auxiliar á Agramante, acorralado y sin fuerzas para sostenerse ya en su campamento. Bradamante aprobó que Rugiero fuera tan dignamente acompañado; pero ni pudo aplaudirlo ni alegrarse, por lo mismo que oprimia su pecho una cruel sospecha. Si Marfisa era tan bella como pregonaba la fama, y hasta aquel dia habian viajado siempre juntos, seria un milagro que Rugiero no la amase ya. Desechaba despues esta idea, y esperaba y temia al mismo tiempo, aguardando con zozobra el dia que debia hacerla dichosa ó desventurada, sin alejarse un solo momento de Montalban.

Sucedió por entonces que el Señor del castillo, el primero de sus hermanos (no por la edad, pues habia dos mayores que él, sino por su ilustre fama), Reinaldo, en fin, cuya gloria y esplendor se reflejaban en su familia como los rayos del Sol en las estrellas, llegó un dia al castillo á la hora de nona, no llevando más que un paje en su compañía. La causa de su venida consistió en que, al regresar un dia desde Brava á Paris, camino que, segun he dicho, recorria con frecuencia por ver si lograba dar con las huellas de Angélica, llegó á sus oidos la fatal noticia de que Malagigo y Viviano iban á ser entregados al de Maguncia, por lo cual se encaminó á Agrismonte. Allí supo que se habian salvado con la destruccion y muerte de todos sus adversarios; que á Marfisa y Rugiero se debia tan heróica y humanitaria accion, y que sus hermanos y primos estaban ya de vuelta en Montalban. Impaciente entonces por estrecharlos contra su pecho, le parecia un año cada hora que pasaba sin verlos, y voló hácia el castillo, donde tuvo el placer de abrazar á su madre, su mujer, sus hijos y sus hermanos, así como á los primos que habian gemido hasta entonces en la cautividad, asemejándose, cuando se vió rodeado de todos sus parientes, á la golondrina que regresa al nido de sus hambrientos hijuelos llevándoles el alimento en el pico.

Habiendo descansado un dia ó dos en el castillo paterno, se ausentó de nuevo haciendo que le acompañaran sus hermanos Riciardo, Alardo, Riciardeto y Guiciardo el mayor de ellos, así como Malagigo y Viviano, todos los cuales tomaron las armas y siguieron al valiente Paladin. Bradamante, esperando que se aproximara el tiempo que tan lentamente transcurria para su anhelante deseo, dijo á sus hermanos que se hallaba indispuesta, y se excusó de ir con ellos. Con harta razon les manifestó que estaba enferma; pero no por causa de la fiebre ó de algun dolor físico, sino por el deseo que excitaba su alma y la hacia padecer una languidez amorosa.

Reinaldo no quiso detenerse más en Montalban, y se llevó consigo la flor de los guerreros de su familia. El canto siguiente os dirá cómo se acercó á Paris, y cuánto auxilio dió á Carlomagno.

Canto XXXI

Guido combate con Reinaldo; pero conociéndose despues mútuamente, suspenden la lucha y se prodigan las mayores muestras de cariño.—Siguen su marcha á Paris, y derrotan á las gentes de Agramante.—Brandimarte encuentra á Rodomonte mientras iba en busca de Orlando, y se bate con él, saliendo vencedor el Sarraceno.—Reinaldo sostiene una lucha más terrible con el rey de Sericania, por haberse empeñado este en arrebatar al Paladin su caballo Bayardo.

¿Qué otro estado puede haber más dulce y más placentero que el de un corazon enamorado? ¿Qué otra existencia más feliz y más envidiable que la del que está sujeto al yugo del amor, si el hombre no se viera excitado continuamente por esa cruel sospecha, ese temor, ese martirio, ese frenesí, esa rabia, en fin, que llaman celos? Cualquiera otra amargura que se interponga entre los suavísimos deleites del amor no hace más que aumentar, perfeccionar y purificar, si cabe, su exquisita delicadeza. La sed hace que el agua nos parezca sabrosa y agradable, y el hambre permite que apreciemos mejor los manjares que la satisfacen: el que no ha experimentado los desastres de la guerra, desconoce el inapreciable valor de la paz. Aun cuando los ojos no ven lo que nunca se aparta del corazon, el de todo amante se resigna á la ausencia del objeto amado; pero al regresar este, la alegría es tanto mayor cuanto más prolongada ha sido la ausencia. Puede soportarse el yugo del amor cuando este no es correspondido, si nos queda algun indicio de esperanza; pues tarde ó temprano se alcanza la recompensa que la constancia merece. Los desdenes, las negativas, todas las penas y los martirios que el Amor ocasiona, redundan en su mismo beneficio; porque el placer que más nos ha costado conseguir, es el que se disfruta con mayor deleite. Pero si el contagio infernal de los celos derrama su mortífero veneno en un alma agitada y predispuesta á recibirlo, no logra el amante destruir sus perniciosos efectos, aun cuando su presencia devuelva la alegría y el consuelo á aquella alma atormentada. Los celos producen la más cruel y emponzoñada de las heridas, contra la que no valen medicinas, ni emplastos, ni exorcismos, ni hechicerías, ni la prolongada observacion de los astros, ni todos los experimentos que durante su vida pudo hacer Zoroastro, el inventor del arte mágica: herida terrible, que hace sentir al hombre todos los dolores conocidos, y le mata de desesperacion.

¡Oh llaga incurable, tan fácilmente impresa en el corazon de un amante por la más leve sospecha, falsa ó verdadera! ¡Llaga que se apodera del hombro hasta el punto de ofuscarle la razon y la inteligencia y alterar por completo su primitivo aspecto! ¡Oh celos inícuos, que tan injustamente habeis arrebatado á Bradamante todo consuelo! No me refiero ahora precisamente á lo que Hipalca y Riciardeto le dijeron, y que tan amargamente impreso quedó en su corazon, sino á otra noticia infausta y desconsoladora que recibió algunos dias despues. Todo cuanto he dicho hasta ahora es nada en comparacion de lo que tengo aun que referiros; pero lo aplazo para otra ocasion, pues antes es preciso que volvamos á reunirnos con Reinaldo y sus compañeros, que se dirigian á París.

Hacia la tarde del segundo dia de viaje, encontraron á un caballero, cuya sobrevesta y escudo eran negros, si bien el segundo estaba atravesado por una faja blanca. Aquel caballero iba acompañando á una dama. En cuanto estuvo á corta distancia de Reinaldo y sus compañeros, desafió á Riciardeto, que iba delante de todos, y que por su aspecto parecia un animoso campeon: Riciardeto, pronto siempre á aceptar tales proposiciones, volvió riendas, tomó el terreno necesario, y sin decirse una sola palabra ni preguntarse siquiera su condicion, se lanzaron de improviso uno contra otro. Reinaldo y los demás caballeros se hicieron á un lado para ver el resultado de aquel encuentro.—«No tardaré en derribar á mi adversario, si consigo que mi lanza tropiece donde acostumbro á dirigir el bote», decia para sí Riciardeto; pero el efecto no correspondió á su intencion: el caballero le dió una lanzada en la visera del casco con tal violencia, que lo arrancó de la silla y lo echó á rodar por el camino á bastante distancia de su caballo. Alardo quiso encargarse en el acto, de vengarle, y á su vez midió el suelo, aturdido y maltrecho: tan terrible fué aquel encuentro, del que salió además con el escudo hecho pedazos. Guiciardo enristró sin demora la lanza, en cuanto vió á sus hermanos por el suelo; á pesar de que Reinaldo gritaba: «Detente, detente, que ahora me toca á mí.» Aun no se habia puesto el casco, cuando ya Guiciardo se precipitaba sobre su adversario; pero no supo sostenerse mejor que los dos anteriores, y sin saber cómo se encontró tendido á su lado.

Riciardo, Viviano y Malagigo quisieron hacer frente al guerrero desconocido; mas Reinaldo, armado ya completamente, interrumpió su generosa porfía, exclamando:

—Necesitamos estar pronto en París, y llegaríamos demasiado tarde, si tuviese que esperar á que cada uno de vosotros fuese derribado sucesivamente.

Pronunció estas palabras de modo que no le oyeron los demás; pues de lo contrario hubiera sido una injuria demasiado grave para ellos.

Reinaldo y su contendiente tomaron el terreno necesario, y se acometieron con sin igual violencia. Rudo fué el choque; pero el Paladin, que valia por sí solo tanto como todos sus compañeros juntos, permaneció firme en la silla: las lanzas se hicieron añicos, como si fueran de vidrio; mas ninguno de los combatientes se inclinó una sola línea hácia atrás. Los corceles chocaron uno contra otro con tal fuerza, que se vieron obligados á doblar los cuartos traseros: Bayardo se rehizo al momento, de modo que apenas interrumpió su carrera; pero el caballo del guerrero negro salió con la columna vertebral rota, y cayó sin vida. El caballero, al ver muerto á su corcel, dejó los estribos y se puso rápidamente en pié, diciendo al hijo de Amon, que se dirigia hácia él sin empuñar otra arma:

—Señor: el sentimiento que me ha causado la muerte de este corcel, á quien tuve en grande estima mientras vivió y del que acabas de privarme, no me permite dejarle sin venganza, porque va en ello mi honra: así, pues, prepárate á empezar de nuevo el combate; pero te aconsejo que eches mano de toda tu bravura para defenderte de mí.

Reinaldo le respondió:

—Si la pérdida de ese caballo es el único motivo que tienes para renovar la lucha, te daré uno de los mios no menos excelente que el tuyo, y de este modo quedará aquella recompensada.

—Equivocado estás, replicó el desconocido, si me crees tan cuidadoso por la carencia de caballo. Veo que no has comprendido bien mi idea, por lo cual me explicaré con más claridad. Quiero decir que creeria cometer una gran falta al retirarme sin haber experimentado tu valor espada en mano, y sin llevar la seguridad de que tu esfuerzo es igual al mio, ó si vales más ó menos que yo. Continúa á caballo ó apéate de él: lo dejo á tu albedrío; pues con tal que sostengas la lucha, estoy dispuesto á concederte toda clase de ventajas, segun lo que me estimula el deseo de conocer por mí mismo si sabes manejar la espada.

Reinaldo le respondió al momento, y sin la menor vacilacion:

—Acepto el desafío; y á fin de que combatas sin recelo, y no puedas desconfiar de mis compañeros, haré que se alejen hasta que me reuna con ellos, y únicamente quedará conmigo un paje para guardar mi caballo.

Al decir esto, previno á sus compañeros que le dejasen solo. Esta muestra de delicadeza del Paladin lo enalteció sobremanera en el concepto del guerrero incógnito. Reinaldo se apeó, entregó las riendas de Bayardo á uno de sus escuderos, y en cuanto hubo perdido de vista á sus parientes, embrazó el escudo, desnudó el acero y se puso á las órdenes de su adversario. Inmediatamente se trabó entre ellos la lucha más terrible que pudiera haberse visto, quedando ambos asombrados de hallar una resistencia tan tenaz y prolongada en su adversario respectivo: mas así que conocieron su mútuo denuedo, dejaron á un lado el orgullo ó el furor que pudiera perjudicarles, y procuraron conservar su sangre fria para aprovechar todas las ventajas que les concedia su experiencia en los combates. Resonaban á gran distancia con horrible fragor los golpes despiadados y crueles que se daban: cada cuchillada hacia volar fragmentos de sus recios escudos, desgarraba sus cotas de malla ó arrancaba los clavos de sus corazas. Persuadidos ambos de que el más lijero descuido podia ocasionarles un daño inmenso, y no queriendo ceder una pulgada de terreno, ponian tanto cuidado en herir como en parar los golpes.

Más de hora y media duraba ya el combate: el Sol se habia ocultado bajo las olas; las tinieblas de la noche se extendian hasta los límites del horizonte, y sin embargo, los combatientes no se daban tregua ni reposo alguno, como si el ódio ó la venganza, y no el deseo de gloria, fuera el único motivo de su ruda pelea. Reinaldo no cesaba de pensar en quién podria ser aquel caballero tan esforzado, que se defendia de sus golpes con tanto vigor y audacia, que más de una vez habia puesto su vida en peligro, y cuyos ataques le tenian ya rendido y fatigado, hasta el extremo de inspirarle alguna inquietud el resultado del combate, y de desear que este terminara pronto, con tal de sacar ileso su honor. El guerrero desconocido, por su parte, no sospechaba siquiera que fuese el señor de Montalban, tan famoso entre todos los guerreros del mundo, aquel con quien luchaba por un motivo de tan escasa importancia: solo sabia que era imposible hallar un hombre más sobresaliente en el manejo de las armas. Se arrepentia ya de haber acometido la empresa de vengar la muerte de su caballo, y de buen grado pondria fin á aquella danza, si no le resultara algun baldon.

Era ya tan densa la oscuridad, que erraban casi todos sus golpes: no sabian donde descargarlos ni cómo pararlos, y apenas se distinguian sus espadas en la mano. Por fin, el señor de Montalban se decidió á proponer que no continuaran batiéndose á oscuras, y que valia más diferir la contienda para cuando el soñoliento Arcturo se hubiese alejado con la noche. Invitó en seguida á su rival á que pasara á descansar en su tienda, ofreciéndole que estaria en ella tan seguro, honrado y agasajado como en el mejor castillo á cuya puerta hubiera pedido hospitalidad. El caballero incógnito aceptó la oferta sin hacerse rogar mucho, y ambos se dirigieron al sitio en que habian plantado sus tiendas los compañeros de Reinaldo. El Paladin cogió entonces el caballo de uno de sus escuderos, y regaló á su cortés adversario aquel corcel, que era un animal soberbio, ricamente enjaezado y á propósito para toda clase de combates.

El caballero negro habia oido á Reinaldo pronunciar su propio nombre antes de reunirse con sus parientes, y conociendo entonces que el guerrero con quien acababa de pelear era su propio hermano, sintió su corazon conmovido por la más dulce y afectuosa solicitud, y derramó lágrimas de gozo y de ternura. Aquel guerrero era Guido el Salvaje; el mismo que, segun recordareis, habia viajado por mar mucho tiempo en compañía de Marfisa, Sansonetto y los hijos de Olivero. El traidor Pinabel le impidió ver más pronto á su familia, por haberle tenido cautivo y obligado á defender la inícua costumbre establecida por él. Al oir Guido que aquel caballero era Reinaldo, el más famoso de los héroes conocidos, á quien habia deseado ver con mayor vehemencia que el ciego la perdida luz, exclamó lleno de júbilo:

—¡Ah Señor! ¿qué fatalidad me ha arrastrado á pelear con vos, á quien por espacio de tanto tiempo he amado y amo, y á quien deseo manifestar mi inmenso respeto? Yo soy Guido, descendiente, como vos, de la sangre ilustre del generoso Amon. Constanza fué mi madre, y nací en las lejanas costas del mar Euxino. La causa de mi venida á este país no es otra que el ardiente deseo de conoceros y de conocer asimismo á mis demás parientes; y sin embargo, en vez de honraros, como era mi intencion, veo que os he causado una grave injuria. Sírvame de excusa para tan lamentable error la circunstancia de no haberos conocido: decidme cómo podré borrar mi falta, pues á todo estoy dispuesto para lograrlo.

Despues de abrazarse y de darse recíprocamente las mayores muestras de cariño, Reinaldo le respondió:

—No teneis por qué arrepentiros del combate que habeis sostenido conmigo; pues para probarme que sois un digno vástago del árbol de nuestro linaje, no podíais haberme ofrecido mejor testimonio que el gran valor de que habeis dado tan arrogantes muestras. No mereceríais tanto crédito, si vuestras costumbres hubieran sido más tranquilas y pacíficas; pues el leon no engendra al gamo, ni el águila ó el halcon á la paloma.

Hablando de esta suerte, llegaron á la tienda, donde Reinaldo manifestó á sus compañeros que aquel caballero era Guido á quien deseaban conocer tanto tiempo hacia. Todos le acogieron con sumo gozo, y á todos les pareció que se asemejaba á su padre. No me detendré en explicar la acogida que le hicieron Alardo, Riciardeto y sus otros dos hermanos, así como Viviano, Aldigiero y Malagigo, sus primos, ni repetiré tampoco las cariñosas frases que mútuamente se dirigieron; solo diré, en conclusion, que fué cordialmente recibido por todos ellos.

Si en todo tiempo hubiera sido grata á sus hermanos la presencia de Guido, lo fué para ellos mucho más en aquella ocasion en que tan útiles podian serles sus auxilios. Apenas el nuevo Sol salió del seno de las aguas, coronado de luminosos rayos, cuando Guido emprendió la marcha con sus hermanos y primos bajo el estandarte de Montalban. Tan rápidamente caminaron por espacio de dos dias, que llegaron á la orilla del Sena, á unas diez millas de las asediadas murallas de Paris, donde su buena fortuna hizo que encontráran á Grifon el blanco y Aquilante el negro, los dos guerreros de impenetrable armadura, hijos de Gismunda y de Olivero. Estaban conversando con una doncella que por su aspecto no parecia de condicion humilde, pues vestia un rico traje blanco, adornado con franjas de oro: su rostro era plácido y bello; aun cuando lo anublaba algun tanto el llanto y la tristeza: en la expresion de sus facciones y en sus ademanes se conocia que hablaba de cosas muy importantes.

Guido conoció al instante á entrambos caballeros, y fué conocido tambien por ellos, en atencion á que no hacia muchos dias que se habian separado.

—Hé ahí, dijo á Reinaldo, dos guerreros á quienes pocos aventajan en valor: si llegaran á reunirse con nosotros en defensa de Cárlos, seguro estoy de que los sarracenos no se atreverian á hacernos frente.

Reinaldo confirmó la opinion de Guido, manifestando que los dos hermanos eran unos perfectos campeones. Tambien él los habia conocido en el esmerado adorno de sus personas y en las sobrevestas, blanca la del uno y negra la del otro, que llevaban constantemente sobre la armadura. Grifon y Aquilante se apresuraron á saludar á Guido, á Reinaldo y sus hermanos, y olvidando antiguas disensiones, estrecharon amistosamente al señor de Montalban entre sus brazos. En otro tiempo se batieron con encarnizamiento por culpa de Trufaldin, cuya aventura seria larga de contar; pero á la sazon se acogieron con cariño fraternal, dando su rencor al olvido. Reinaldo se volvió despues á Sansonetto, que habia tardado un poco más en reunirse con ellos, y le saludó con la reverencia debida á su reconocido valor, del que estaba ya plenamente informado.

En cuanto la doncella vió llegar á Reinaldo y le hubo conocido (pues trataba á todos los paladines), le comunicó una noticia harto triste.

—Señor, le dijo, tu primo Orlando, á quien tanto deben la Iglesia y el Imperio; ese héroe tan famoso y tan prudente hasta ahora, ha perdido el juicio y vaga errante por el mundo. Ignoro las causas de un suceso tan extraordinario como deplorable; pero sí puedo asegurarte que he visto su espada y sus demás armas esparcidas por el campo; y he visto además cómo un caballero cortés y compasivo las fué recogiendo una á una, y formó con ellas un hermoso trofeo, colgándolas en un arbusto, de donde el hijo de Agrican arrancó aquel mismo dia la espada, quedándose con ella. ¡Gran desgracia ha sido para los cristianos el que Durinda na haya vuelto otra vez á poder de los infieles! Mandricardo se apoderó asimismo de Brida-de-oro, que vagaba libremente en derredor de las armas de su dueño. Aun no hace muchos dias, que ví á Orlando correr desnudo por los montes, sin rubor y sin conocimiento, lanzando gritos y aullidos espantosos: en resúmen, te afirmo que está loco, y nunca hubiera podido dar crédito á un acontecimiento tan cruelmente deplorable, á no verlo por mis propios ojos.

Despues refirió cómo le habia visto caer del puente abajo, luchando á brazo partido con Rodomonte.

—Hablo de estos sucesos, añadió la doncella, con todos aquellos á quienes creo amigos de Orlando, para ver si entre tantos hay alguno que, movido á compasion, procure traerlo á Paris ó á otro sitio seguro, donde permanezca hasta recobrar la razon.

Aquella dama era la bella Flor-de-lis, á quien Brandimarte amaba más que á sí mismo, la cual se dirigia á París por ver si allí lograba encontrar á su amante. Puso tambien en conocimiento de Reinaldo las disputas y combates sostenidos entre el Sericanio y el Tártaro por la posesion de Durindana; diciéndole por último, que á causa de la muerte de Mandricardo, habia pasado á poder de Gradasso.

Al recibir una noticia tan extraordinaria como triste, Reinaldo prorumpió en desconsoladores lamentos, sintiendo que su corazon se deshacia en llanto, lo mismo que el hielo se deshace al calor de los rayos del Sol. Al instante formó la incontrastable resolucion de buscar á Orlando, donde quiera que se hallara, lisonjeándose de antemano con la esperanza de obtener su curacion si llegaba á encontrarle; pero ya que por la voluntad del cielo, ó por efecto la casualidad se habia reunido en aquel sitio un grupo de guerreros tan escogidos, no quiso alejarse de allí sin poner antes en fuga á los sarracenos, y obligarles á levantar el asedio de París. Creyó, no obstante, oportuno diferir el ataque hasta que se hiciera completamente de noche, lo cual redundaria en ventaja suya, y resolvió por lo tanto acometer al enemigo hácia la tercera ó cuarta vigilia, cuando el agua del Leteo hubiera esparcido el sueño por todos los párpados.

Hizo que sus compañeros se retiraran á un bosque, donde permanecieron ocultos durante el resto del dia; pero en cuanto el Sol, dejando á la Tierra envuelta en la oscuridad, regresó al seno de su antigua nodriza, y los osos, cabras, serpientes y otras fieras, que habian estado ocultas mientras brillaba el más resplandeciente de los astros, adornaron el cielo, Reinaldo puso en movimiento su silenciosa hueste, y seguido de Grifon, Aquilante, Viviano, Alardo, Guido y Sansonetto, se adelantó cosa de una milla á sus demás compañeros, con paso cauteloso y sin proferir una sola palabra. Halló dormidos á los guardias de Agramante; los pasó á cuchillo sin perdonar á uno solo la vida, y llegó en seguida hasta el centro del campamento moro con tanto sigilo, que no fué visto ni oido. Tan destrozada dejó Reinaldo la primera guardia que encontró en el campo de los infieles, que no quedó un solo guerrero con vida; de suerte que los sarracenos, soñolientos, aterrados é inermes, no pudieron oponer gran resistencia al choque irresistible de sus impetuosos acometedores. Para infundir mayor espanto en los sorprendidos mahometanos, hizo Reinaldo que sus compañeros lanzaran penetrantes gritos, mezclando con los sonidos de sus trompas y clarines su nombre invencible y famoso. Lanzó al combate á su Bayardo, y el noble bruto, animado del mismo ardor que su dueño, traspuso de un salto las barreras, derribó ginetes, aplastó peones, y destrozó pabellones y barracas. Al oir resonar por el aire los formidables nombres de Reinaldo y Montalban, no hubo un solo soldado en el ejército pagano, por valiente que fuese, á quien no se le erizaran los cabellos. Españoles y africanos empezaron á huir en confuso tropel, sin perder tiempo en recoger sus armas y equipages; pues ninguno queria detenerse á probar los crueles efectos del impulso asolador de sus enemigos. Guido iba en pos de Reinaldo, y tanto él como los dos hijos de Olivero, Alardo, Riciardeto y sus otros dos hermanos, imitaban las heróicas acciones del Paladin: Sansoneto se abria ancho camino con su espada, y Aldigiero y Viviano daban evidentes pruebas de su destreza en el manejo de las armas: todos, en fin, competian en denuedo y bizarría, agrupándose en torno del estandarte de Claramonte.

Reinaldo tenia en Montalban y en las aldeas inmediatas setecientos soldados acostumbrados á soportar en todo tiempo las fatigas de la guerra, aunque no tan malos como los mirmidones de Aquiles. Cada uno de por sí era tan ardoroso en el combate, que mil contrarios no hubieran podido hacer huir á un centenar de ellos, y puede asegurarse que muchos de tales soldados competirian ventajosamente con los caballeros más afamados. Aun cuando Reinaldo no poseia grandes riquezas en tesoros ni en ciudades, su generosidad, sus modales francos y su sencillez le habian granjeado la estimacion y el cariño de aquellos soldados, en términos de que ni uno solo quiso abandonar jamás su bandera, á pesar de las más brillantes ofertas. El Paladin no alejaba nunca de Montalban á su pequeño ejército, excepto cuando á ello le obligaba una necesidad imperiosa; pero entonces, deseando prestar á Carlomagno un eficaz auxilio, se decidió á dejar en su castillo una guarnicion muy reducida, y acudió con sus tropas á atacar á Agramante. Los pocos centenares de hombres, de quienes acabo de ocuparme, hicieron en los sarracenos el mismo estrago que causa el lobo voraz en los rebaños de ovejas que pastan en las orillas del falanteo Galeso, ó el terrible leon en los de cabras que se apacientan junto á las márgenes del bárbaro Cinifio.

Reinaldo habia dado al Emperador aviso prévio de su llegada á las inmediaciones de París, y de su intencion de asaltar por la noche de improviso el campamento mahometano: en virtud de dicho aviso, hizo Carlomagno los preparativos convenientes, y cuando llegó el momento oportuno, acudió en auxilio del Señor de Montalban con sus Paladines y con el hijo del rico Monodante, el prudente y leal amante de Flor-de-lis, á quien esta jóven habia ido buscando en vano durante tantos dias por casi toda la Francia. La doncella conoció á Brandimarte desde lejos por la enseña que acostumbraba llevar, y en cuanto él la conoció á su vez, dejó el combate, y lleno de gozo, corrió á abrazarla estampando en sus mejillas mil cariñosos besos. En los tiempos antiguos se tenia tal confianza en la virtud de las doncellas y de las mujeres, que las dejaban viajar sin compañía alguna por montes y llanuras y por los países extranjeros: á su regreso las tenian por tan buenas y puras como al partir, sin que en el corazon de los amantes ó de los maridos se albergara la más lijera sospecha en contra de su honestidad.

Flor-de-lis se apresuró á participar á su amante que Orlando se habia vuelto loco. Parecióle á Brandimarte tan increible y desconsoladora aquella noticia, que á haberla oido de otros lábios, la habria tenido por una calumnia; pero no pudo dudar de la veracidad de la hermosa Flor-de-lis, á quien solia dar crédito en cosas más graves. Afirmóle la doncella, que no habia oido, sino visto por sus propios ojos tan lamentable desgracia, y que conocia perfectamente al Conde á quien solia tratar con alguna intimidad: le dijo el sitio y el momento en que le vió, y le describió el puente peligroso donde Rodomonte se oponia al paso de todos los caballeros, si no le entregaban sus ropas y sus armas para engalanar con ellas un sepulcro suntuoso construido por su órden. Añadió que habia presenciado la furiosa locura de Orlando, viéndole llevar á cabo cosas horribles y prodigiosas, y concluyó describiendo la lucha del Paladin con el Pagano, que estuvo á punto de perecer sepultado en las aguas.

Brandimarte, que amaba al Conde cuanto es posible amar á un compañero, á un hermano ó á un hijo, se dispuso á buscarlo, arrostrando si necesario fuese las mayores fatigas y peligros para lograr que el arte de la medicina ó el de los encantamientos restituyera la razon á aquel cerebro enfermo; y armado á caballo, como estaba, se puso en camino, acompañado de Flor-de-lis. Dirigieron su ruta hácia el sitio en que la doncella habia visto al Conde, y de jornada en jornada, llegaron al puente guardado por el rey de Argel. El vigía hizo la señal acostumbrada: los escuderos presentaron las armas y el caballo á Rodomonte, el cual terminó sus preparativos bélicos en el momento en que Brandimarte se presentaba en la entrada del puente. El Sarraceno le gritó con su ferocidad habitual:

—Quien quiera que seas, tú, á quien un extravío del camino ó de la mente ha hecho que la suerte dirija hasta aquí tus pasos, apéate del caballo, abandona tus armas y tributa homenaje á este sepulcro, si no quieres que te inmole y te haga servir de víctima propiciatoria á los manes de la que en él yace. Yo sabré obligarte á ello, si así no lo haces, y entonces no tendré consideracion contigo.

Brandimarte no se dignó responder al arrogante Sarraceno sino enristrando su lanza. Clavó el acicate á Batoldo, su excelente corcel, y se lanzó sobre el infiel con una bizarría digna de competir con la de los campeones más formidables. Rodomonte, á su vez, atravesó el puente á rienda suelta y lanza en ristre. Acostumbrado el caballo del infiel á recorrer aquel estrecho paso, y á hacer caer con frecuencia desde él ya á uno, ya á otro caballero, avanzaba con entera seguridad; pero el de Brandimarte se adelantaba vacilante, espantado y tembloroso. Extremecióse el puente: al peligro que ofrecia su angostura y la falta de pretiles, añadióse el riesgo de un inminente hundimiento.

Los dos caballeros, diestros en toda clase de combates, empezaron á descargarse golpes nada suaves con sus lanzas, que parecian vigas, y conservaban el mismo espesor que tenian al ser cortadas de sus troncos silvestres. El vigor y la agilidad de sus respectivos caballos no pudieron contrastar la violencia de los golpes; por lo cual ambos corceles cayeron sobre el puente, revueltos en confuso monton con sus ginetes. Al quererse levantar con la precipitacion á que los excitaba la aguda é insistente punta del acicate, les faltó el terreno necesario para afirmar la planta, y cayeron ambos en el agua, produciendo un estrépito que resonó en los Cielos, lo mismo que en otro tiempo resonó en ellos el estruendo producido por nuestro rio cuando se precipitó en él el inexperto conductor de la luz.

Los caballos fueron á parar con todo el peso de sus ginetes, que permanecieron firmes en la silla, hasta el fondo del rio, con intencion sin duda de ver si encontraban alguna ninfa bella. No era aquel el primero ni el segundo salto que el Pagano habia dado en aquellas ondas con su intrépido corcel, por lo cual sabia cómo estaba el fondo, dónde se hallaba el terreno firme ó blando, y los sitios en que las aguas eran más ó menos profundas: así fué que sacó inmediatamente fuera del rio la cabeza y los brazos, y procuró alcanzar á Brandimarte, valiéndose de todas sus ventajas. Este se vió al principio arrastrado por la corriente; pero despues su caballo se hundió en la arena, y no pudiendo salir de ella, puso al ginete en inminente peligro de perecer. Asaltóles despues una ola con tal fuerza, que elevándolos á una considerable altura, los hizo rodar por donde habia mayor profundidad, quedando Brandimarte debajo de su caballo.

Flor-de-lis, pálida y afligida, presenciaba desde el puente aquella lucha; y al ver el peligro de su amante, recurrió á las lágrimas, á los ruegos y á los votos.

—¡Ah, Rodomonte! exclamaba: en nombre de aquella cuya memoria quieres honrar, no seas tan cruel que dejes perecer ahogado á tan valiente caballero. Si has amado alguna vez, generoso guerrero, apiádate de mí, que tanto amo á tu adversario. Conténtate, por favor, con hacerle prisionero, y con que sus armas adornen ese sepulcro; porque esas armas serán el trofeo más brillante de cuantos has formado en él con los despojos de tantos caballeros.

Tan penetrantes al par que expresivas fueron las súplicas de la atribulada doncella, que conmovieron al Rey pagano, á pesar de su crueldad, haciendo que se apresurara á socorrer á Brandimarte, á quien tenia su corcel sepultado en el abismo, y estaba próximo á perecer á causa de tanta agua como habia tragado. Sin embargo, antes de auxiliarle, le quitó el Sarraceno la espada y el casco, despues de lo cual le sacó del rio, é hizo que le condujeran á la torre con los demás cautivos.

Cuando Flor-de-lis vió á su amante sepultado en una prision, perdió toda esperanza; sin embargo, antes que verle perecer en el rio, preferia mil veces aquel triste resultado del que se culpaba á sí misma, y á nadie más; pues ella habia sido causa del viaje de Brandimarte, por haberle referido su encuentro con el Conde en el peligroso puente. Alejóse de allí con la esperanza de llevar á Reinaldo, Guido el Salvaje, Sansoneto ú otro caballero de la corte de Pepino, famoso por sus hazañas en Mar y Tierra, á propósito para hacer frente al Sarraceno y si no más valiente, más feliz al menos de lo que Brandimarte habia sido. Muchos dias anduvo sin encontrar un caballero que por su aspecto le pareciera capaz de luchar con Rodomonte y salvar á su amado. Despues de buscar con insistencia un guerrero tal como lo deseaba, tropezó por fin con uno, que llevaba una sobrevesta rica, lujosa y recamada de ramas de ciprés. Más adelante os diré quién era este caballero, pues antes me es forzoso regresar á París, para continuar refiriéndoos el destrozo que en los moros causaron Reinaldo y Malagigo.

Imposible de todo punto me seria contar el número de los fugitivos y mucho menos el de los que fueron á parar á los rios del Infierno. Turpin, que se habia tomado el trabajo de contarlos, no logró terminar por haberle sorprendido en su tarea las sombras de la noche.

Entregado al primer sueño estaba en su tienda el rey Agramante, cuando despertó sobresaltado al oir á un caballero, que le gritaba que huyera cuanto antes, si no queria caer prisionero. Tendió el monarca una mirada en torno suyo, y quedó asombrado al ver el desórden de sus gentes, que huian á la desbandada en todas direcciones, sin pensar en hacer frente al enemigo, desarmados y desnudos, pues ni tiempo habian tenido para embrazar sus rodelas. Turbado, confuso y sin saber qué partido tomar, hizo Agramante que le pusieran la coraza, cuando se presentaron Falsiron, su hijo Grandonio, Balugante y los demás capitanes, participándole el peligro que corria de quedar muerto ó prisionero; añadiendo que, si lograba salvar su persona, bien podia decir que le era propicia la suerte. Esta fué la opinion unánime de Marsilio, Sobrino y todos los demás jefes sarracenos; los cuales aseguraron al monarca que su ruina no pendia más que de la llegada de Reinaldo, el cual avanzaba rápidamente, y que si esperaba á que viniese el Paladin con toda su gente, podia tener por cierto que él y sus amigos perderian la vida ó serian hechos prisioneros por el enemigo. Aconsejáronle en tan apurado trance que reuniera los escasos restos de su ejército, y se retirara con ellos á Arlés ó Narbona, plazas fuertes ambas y capaces de mantener un sitio prolongado: de este modo lograria dos cosas: poner en salvo su persona, y vengar tarde ó temprano aquella afrenta, rehaciendo de una vez sus tropas, que tomando nuevamente la ofensiva, conseguirian á no dudarlo aniquilar á las de Carlomagno.

Agramante aceptó el parecer unánime de sus capitanes, por más que lo creyese muy duro, y emprendió la retirada hácia Arlés, marchando, ó mejor dicho, volando por el camino que más seguro le pareció, favorecido en su fuga por las tinieblas nocturnas y por los excelentes guias que llevaba. Entre españoles y africanos, apenas pudieron escapar veinte mil hombres de la bien urdida emboscada de Reinaldo. El que pudiera contar los infieles que acuchilló el Paladin, los que degollaron sus hermanos y los dos hijos del señor de Viena, los que mordieron el polvo á los golpes de los setecientos hombres de armas de Reinaldo, y los que, en su desatentada fuga, se ahogaron en el Sena, contaria tambien las hojas que esparcen Favonio y Flora en el mes de Abril.

Hay quien supone que á Malagigo se debió en gran parte aquella victoria nocturna, no porque hubiese cortado muchas cabezas, ni enrojecido el campo con la sangre de sus enemigos, sino porque con el poder de su arte hizo que saliera de las profundas cavernas del Tártaro una inmensa multitud de espíritus infernales con tantas banderas y tantas lanzas, que en toda la extension de la Francia no podria colocarse otro ejército igual al que formaron. Supónese tambien que hizo resonar tantos clarines, tantos tambores y tan discordantes ruidos, tantos relinchos de caballos, tantos gritos y tal tumulto y confusion, que sus ecos vibraron en las llanuras, montes y valles de las comarcas más lejanas, infundiendo de este modo un pánico irresistible en los moros, que no pudieron menos de buscar su salvacion en la fuga.

No olvidó el Rey de África á Rugiero, que continuaba enfermo de gravedad á consecuencia de sus heridas; hizo que le colocaran lo más cómodamente posible en un corcel de suave andadura, y cuando llegó á un sitio en que ya no habia peligro, lo mandó trasladar á una nave que le condujo hasta Arlés, en cuya ciudad debia reunirse todo su ejército. Los que á Reinaldo y á Carlomagno volvieron las espaldas (cien mil, ó poco menos, segun creo), procuraron escapar de manos de los franceses, dispersándose por los campos, los bosques, los montes y los valles; pero la mayor parte de ellos encontró el paso interceptado, y enrojeció con su sangre lo que era verde y blanco.

No corrió igual suerte el rey de Sericania, cuya tienda estaba bastante apartada del campamento. Al llegar á su noticia que el señor de Montalban era el que atacaba á sus amigos, inundó tal júbilo su corazon, que se entregó á los más vivos arrebatos de alegría, dando gracias á su Dios por haberle proporcionado aquella noche la deseada ocasion de conquistar á Bayardo, aquel incomparable corcel. Creo haberos dicho ya en otra parte, que el rey Gradasso habia anhelado durante largo tiempo dos cosas: ceñir la excelente Durindana, y cabalgar en el sin par Bayardo. Con este objeto pasó á Francia á la cabeza de un ejército de cien mil hombres, y habia desafiado á Reinaldo para disputarle la posesion de su caballo, acudiendo á la orilla del mar donde esperaba efectuar la pelea; pero Malagigo echó por tierra sus planes, haciendo que su primo se alejara á pesar suyo de aquellas costas á bordo de un bajel. Seria prolijo referir esta historia; pero sí debo hacer constar que desde entonces tuvo Gradasso por cobarde y vil al esforzado Paladin. Por este motivo se alegró tanto el Sericanio al oir que Reinaldo era quien atacaba el campamento sarraceno. Púsose sin demora sus armas, montó en su alfana, y se dirigió en busca del señor de Montalban á través de la oscuridad. Fué tendiendo á sus piés sin vida á cuantos encontraba: sin cuidarse de si los que le salian al paso eran soldados franceses ó africanos, vibraba indistintamente contra ellos su temible lanza. Recorriendo el campo en todas direcciones, cuidaba tan solo de buscar á Reinaldo, llamándole muchas veces por su nombre con estentórea voz: poco á poco se fué acercando al sitio en que eran más espesos los cadáveres de los combatientes, hasta que al fin logró hallarse frente á frente con el Paladin, y del primer choque volaron sus lanzas hechas astillas hasta el estrellado carro de la noche.

Cuando Gradasso conoció al Paladin, no por que viera en él enseña alguna, sino por sus horribles golpes, y por Bayardo que parecia dueño absoluto del campo, no tardó en echarle en cara lo indignamente que en otro tiempo faltó á su palabra, dejando de presentarse en el terreno el dia en que debia batirse con él.

—Esperabas sin duda, añadió, que porque entonces pudiste escapar de mis manos, no volveríamos á encontrarnos nunca: bien ves ahora que tus esperanzas han quedado defraudadas. Debes estar persuadido de que, aun cuando te ocultaras en las profundidades de la laguna Estigia ó te remontaras hasta el cielo, lo mismo te seguiria á través de las tinieblas eternas, que á través de la luz celestial, mientras conservaras en tu poder ese caballo. Si tu corazon no te proporciona el ánimo suficiente para contrarestarme; si estás convencido de que no puedes igualarte á mí, y prefieres la vida al honor, fácilmente puedes salvarla, con tal que me entregues en paz tu palafren. De este modo podrás vivir, ya que te es tan cara la vida; pero vivirás á pié, porque serás indigno de montar á caballo, ya que tan mal cumples con las reglas de caballería.

Riciardeto y Guido el Salvaje estaban presentes cuando el Sarraceno dirigió los anteriores reproches al Paladin, é irritados al ver tanta insolencia, desenvainaron á un tiempo sus aceros para castigarle por ella; mas Reinaldo se opuso á su resolucion, y no toleró que se infiriese el menor ultrage á Gradasso, exclamando:

—¿Por ventura, no soy yo solo suficiente para escarmentar al que se atreve á ultrajarme?

Dirigiéndose despues hácia el Pagano, añadió:

—Escucha, Gradasso: quiero ante todo probarte, si me prestas atencion, que fuí á la playa con objeto de llevar á cabo nuestro combate, despues de lo cual sostendré con las armas en la mano la verdad de mis palabras: por de pronto te diré, que mientes como un villano al acusarme de haber faltado á las reglas de caballería. Ruégote, sin embargo, que antes de empezar esta nueva lucha, dés oidos á mi legítima y verdadera excusa, á fin de que no vuelvas á dirijirme injustas reconvenciones: en seguida disputaremos á pié la posesion de Bayardo, frente á frente, y en sitio apartado, tal como en tu primer desafío deseaste.

El rey de Sericania era cortés, como suelen serlo todos los que tienen un corazon magnánimo, y accedió á oir las excusas del Paladin. Encaminóse con él á la orilla del rio, donde Reinaldo, en breves frases, expuso claramente los motivos de su ausencia, poniendo al cielo por testigo de la veracidad de sus asertos: llamó despues al hijo de Buovo, el único que estaba completamente informado de todas las circunstancias que para aquella mediaron, el cual explicó, sin añadir ni quitar una sílaba, el encanto de que se habia valido para impedir la realizacion del combate.

—Lo que acabo de probarte por medio de testigos, concluyó diciendo al Paladin, quiero demostrártelo tambien con las armas, y espero que ellas te servirán de testimonio más convincente en este mismo momento ó cuando te plazca.

El rey Gradasso, que no queria dejar por la segunda su primera querella, escuchó tranquilamente las disculpas de Reinaldo, aunque dudando si eran falsas ó verdaderas. Designaron para teatro de su segundo combate, no ya la playa de Barcelona, donde debió efectuarse el primero, sino una llanura regada por una fuente cercana, á la que convinieron en acudir á la mañana siguiente. Reinaldo prometió llevar allí su caballo, que seria colocado á igual distancia de ambos contendientes, con la condicion de que si el Rey mataba al Paladin, ó le hacia prisionero, quedaba el corcel por suyo; pero si Gradasso resultaba muerto, ó se entregaba á su adversario, Durindana pasaria á poder de este. Segun dije antes, Reinaldo habia oido de los lábios de Flor-de-lis, con gran asombro y mayor desconsuelo, que su primo habia perdido la razon, así como la contienda que se suscitó despues por causa de sus armas, y finalmente que Gradasso logró quedarse con aquel acero que tantos laureles proporcionara á Orlando.

Una vez puestos de acuerdo, volvió el rey de Sericania á reunirse con sus escuderos, á pesar de que el Paladin le dirigió las más vivas instancias para que aceptara su hospitalidad. Apenas despuntó el alba, armóse el Rey pagano: Reinaldo hizo otro tanto, y ambos llegaron simultáneamente cerca de la fuente, donde debia decidirse quién seria el dueño de Bayardo y Durindana. Los amigos de Reinaldo parecian temerosos por el éxito del combate que debia llevarse á cabo sin testigos entre este y Gradasso, y de antemano se lamentaban de la decision del Paladin: Gradasso unia á su extraordinaria sagacidad una audacia y un vigor incomparables, y como además, á la sazon ceñía la espada del hijo del gran Milon, su temor por Reinaldo era hasta cierto punto natural. Pero á quien tenia especialmente inquieto y desasosegado aquel desafío, era al hermano de Viviano, que de buena gana hubiera hecho lo posible por dejarlo sin efecto; mas no se atrevió á arrostrar por segunda vez el enojo y la cólera que le habia demostrado su primo, cuando impidió que se realizara el primer combate arrebatando al Paladin á bordo de una nave.

Mientras que todos estaban temerosos, inquietos y angustiados, Reinaldo se alejó alegre y tranquilo esperando librarse del baldon que una sospecha injuriosa habia hecho recaer sobre él, para sellar eternamente los lábios de los señores de Hautefeuille y Poitiers. Caminaba, pues, con celeridad, seguro y confiado en alcanzar los honores del triunfo. Cuando Reinaldo por un lado y Gradasso por otro llegaron casi al mismo tiempo junto á la cristalina fuente, se saludaron con suma cortesía, y se trataron con tan amistosa cordialidad cual si les unieran los estrechos vínculos del cariño y de la sangre. Creo oportuno dejar para otra ocasion el relato del combate que se siguió entre ambos.

Canto XXXII

Mientras Bradamante esperaba á Rugiero, recibe noticias que le oprimen el corazon. Dícenle que Marfisa ha conquistado su amor, por lo cual se entrega al dolor y al llanto.—Aléjase enteramente sola de Montalban para dar muerte á Marfisa, y en el camino encuentra á Ulania con tres reyes, á los que desafía y vence.

Recuerdo ahora que debia hablaros de una sospecha que asaltó la imaginacion de la hermosa dama del herido Rugiero (y á decir verdad, aunque os lo habia prometido, se me olvidó despues); de una sospecha mucho más desagradable y cruel que la primera, y tambien más aguda y emponzoñada que la que le atravesó el corazon con su acerado dardo, á consecuencia de las noticias que Riciardeto le diera. Debia ocuparme de ella y empecé, sin embargo, á hablar de otra cosa, por haberse interpuesto Reinaldo, y porque luego Guido me dió bastante qué hacer, cuando entretuvo algun tiempo al Paladin en su camino. Pasando así de uno á otro asunto, resultó que me olvidé de Bradamante; pero ya que ahora he refrescado mi memoria, seguiré mi interrumpido relato antes de referir la pelea de Reinaldo y Gradasso. Sin embargo, antes de proseguir, os diré algunas palabras acerca de Agramante, que se ocupaba en reunir en Arlés el resto de las tropas que habian podido librarse de la matanza nocturna.

La ciudad de Arlés era un lugar muy á propósito para servir de punto de reunion, y para aguardar refuerzos y proveerse de víveres, teniendo la España próxima, el África en frente, y bañándola un rio que desemboca en el mar. Marsilio hizo que se reunieran bajo sus banderas todos los hombres de sus estados aptos para el combate, así infantes como ginetes, y dispuso además que se armaran en Barcelona, de grado ó por fuerza, todos los buques á propósito para sostener una batalla naval. Agramante celebraba diariamente consejo con sus capitanes; no perdonaba gasto ni fatiga alguna, y agoviaba con ruinosos impuestos y exacciones á todas las ciudades de África. A fin de obtener, aunque en vano, de Rodomonte que regresara á su lado, hizo que le ofrecieran en su nombre la mano de una prima suya, hija de Almonte, prometiéndole en dote el hermoso reino de Oran. El arrogante sarraceno se negó á alejarse del puente, donde habia vencido á cuantos caballeros llegaron al peligroso paso, y habia reunido ya tantas armas y despojos, que el sepulcro casi desaparecia bajo ellos.

Marfisa no quiso observar la conducta de Rodomonte: apenas supo que Agramante habia sido derrotado por Carlomagno; que sus gentes habian quedado muertas, prisioneras ó fugitivas, y que él mismo se habia visto en la dura necesidad de retirarse á Arlés con los escasos restos de su ejército, sin esperar otro aviso, acudió presurosa á su lado para prestarle el apoyo de su brazo, y ofrecerle su vida y hacienda. Llevó consigo á Brunel, y se lo restituyó sano y salvo al monarca, despues de haberle tenido diez dias y diez noches en medio de las angustias que le causaba la cruel espectativa de verse ahorcado de un momento á otro; pero como la guerrera vió que nadie abrazaba su defensa ni lo reclamaba, le devolvió la libertad por no manchar sus manos con sangre tan ruin y despreciable. Perdonóle, pues, todas sus antiguas injurias, y le llevó consigo á Arlés, ofreciéndolo á Agramante. Fácilmente supondreis el júbilo que al monarca causaria el inesperado auxilio de la doncella: para demostrarle de un modo evidente la gran estimacion que de él hacia, quiso valerse de Brunel, como de la prueba más terminante, y dió órden de que le impusieran el mismo suplicio con que le habia amenazado la guerra: Brunel fué ahorcado, y su cadáver, abandonado en un sitio inculto y yermo, sirvió de pasto á los cuervos y á los buitres. La justicia divina hizo entonces que Rugiero estuviese enfermo y no pudiera interceder por el ladron, ó quitarle del cuello el lazo mortal, como ya lo hizo en otra ocasion: cuando lo supo, ya se habia llevado á cabo la ejecucion, de suerte que Brunel pereció abandonado de todos.

Bradamante se lamentaba entre tanto de la lentitud con que transcurrian los siete dias, término fijado para que Rugiero regresara á su lado y abrazase la verdadera fé: su impaciencia solo era comparable á la de los que gimen en la esclavitud ó en el destierro, los cuales creen que no llega nunca el dia en que han de recobrar su libertad ó han de disfrutar de la vista siempre anhelada y agradable de la patria querida. Más de una vez pensó, en medio de su abrumadora espectacion, que Eton ó Pirous se habrian quedado cojos, ó que las ruedas del carro del Sol estarian estropeadas, cuando tardaban en girar mucho más tiempo del acostumbrado. Cada dia que pasaba le parecia más largo que aquel en que el justo Hebreo, lleno de fé santa, produjo un entorpecimiento en el cielo, y cada noche más prolongada que aquella en que Hércules fué concebido. ¡Ah! ¡Cuántas veces envidió la suerte de los osos, de los lirones y de los tejones soñolientos! Hubiera querido pasar durmiendo, sin despertar un momento, todo el tiempo que faltaba para que Rugiero se presentase, y sin poder oir otra cosa hasta que su amante la sacara de su sueño con su grata voz; pero no solo no le era posible hacerlo así, sino que ni siquiera lograba conciliar el sueño por lo menos una hora cada noche. Agitábase continuamente en el lecho; huia de ella el reposo; á cada momento se levantaba á abrir la ventana para ver si la esposa de Titon empezaba á esparcir sus blancas azucenas y encarnadas rosas á los primeros albores del Sol naciente. Y sin embargo, en cuanto aparecia este con todo su fulgor, ansiaba ya ver el cielo cubierto de estrellas.

Cuando solo faltaban tres ó cuatro dias para que expirara el plazo, aguardaba llena de esperanza á cada momento que se presentara un mensajero diciéndole: «Ya está aquí Rugiero.» Subia con frecuencia á una elevada torre, desde la que se descubrian á lo lejos los bosques, los campos y el camino que conducia de París á Montalban. Si veia brillar una armadura, ó divisaba á alguno que por su aspecto le pareciera un caballero, creia conocer en él á su deseado Rugiero, y se despejaba su frente y sus radiantes ojos. Si veia algun transeunte á pié ó desarmado, creia ver en él al mensajero de su esperanza; y aun cuando resultaban siempre defraudados sus deseos, reproducíanse en ella, no obstante, las mismas alternativas de esperanza y contrariedad.

Esperando encontrarle, cubríase algunas veces con sus armas, bajaba del monte y recorria la llanura: como no le veia por ninguna parte, suponia que habria llegado ya á Montalban por otro camino, y entonces regresaba al castillo con la misma ansiedad con que de él habia salido, sufriendo una nueva decepcion. De este modo pasó dias y dias á cual más tristes, y entre tanto expiró el plazo tan esperado por ella. Pero transcurrió otro dia, dos, tres, seis, ocho y veinte sin ver á su esposo ni recibir la menor noticia suya: entonces, convertida su angustia en desesperacion, prorumpió en quejas tales, que hubieran sido capaces de enternecer á las mismas Furias coronadas de serpientes en sus antros infernales; se golpeó el seno y se mesó los dorados cabellos.

—¿Será posible, exclamaba, que me vea obligada á perseguir con mi amor al ingrato que huye y se aparta de mí? ¿Habré de adorar al que me desdeña? ¿Debo suplicar al que se muestra sordo á mis quejas? ¿He de tolerar que reine en mi corazon el que así me ódia, al que tan envanecido está de sí mismo, que solo una diosa inmortal descendida del Olimpo podria encender en su pecho la llama del amor? ¡Ay! ¡Harto sabe ese guerrero altivo que le amo y le adoro con toda mi alma, y sin embargo, no me quiere ni por amante ni por esclava: convencido está de que por él padezco y me muero, y probablemente espera para socorrerme á que la muerte haya cerrado mis ojos! Teme ver mis lágrimas y oir el relato de mi contínuo sufrimiento, que bastaria para obligarle á ceder en su proterva tenacidad, y se oculta de mí, como puede ocultarse el áspid para conservar su venenosa ira cuando teme oir sonidos armoniosos. Amor, deten por piedad á ese rebelde, que huye libre y velozmente de mi lenta persecucion, ó vuélveme al feliz estado del que me hiciste salir cuando no estaba sojuzgada por tí ni por nadie. Pero ¡cuán necia soy al confiar en tí! Demasiado sé que no te ablandan los ruegos ni las súplicas, y que te deleitas, ó más bien que vives y te alimentas tan solo de las lágrimas que haces brotar á raudales de los ojos de tus víctimas. Mas ¡ah! ¡Desgraciada! ¿A quién he de acusar sino á mi insensata pasion, que me remonta á tanta altura á través de los aires, que llega hasta la region donde se abrasan sus alas, y no pudiendo sostenerse, me precipita desde el Cielo á la Tierra? ¡Y si á lo menos concluyeran aquí mis males!... Pero no; es forzoso que mi pasion vuelva á remontarse y arder de nuevo, para que el dolor que sufro no tenga nunca fin! Mas, en vez de lamentarme de mi pasion, ¿no debo culpar más bien á mi propia insensatez, que me obligó á darle entrada en mi corazon y dejarla adquirir un dominio tan grande sobre él, que ha arrancado á la razon de su asiento, viéndome ya sin fuerza para resistir á su poder? Ya no es tiempo de vencerla ni dominarla, aunque me lleva constantemente de mal en peor, y estoy segura de que bajaré pronto al sepulcro, porque esta ansiedad aumenta por momentos mi martirio.—Pero ¿por qué me acrimino de este modo? ¿En qué ha consistido mi falta sino en amarle? ¿Y es esto de extrañar cuando su hermosura se apoderó de improviso de mis sentidos, dominados por la debilidad natural de mi sexo? ¿Por qué habia de resistir y defenderme de su extremada belleza, de su noble apostura y de sus expresivas frases? ¡Ah! ¡Cuán desgraciado es el que se niega á ver la luz del Sol! Y además de que así lo quiso mi destino, ¿no consiguieron vencer mi resistencia otras palabras dignas de crédito? ¿No se me pintó con los colores más vivos la felicidad que debia ser la recompensa de este amor? Si los acentos persuasivos de Merlin fueron finjidos, si sus consejos fueron engañosos, deberé lamentarme de su falacia, pero no dejar de amar á Rugiero. De Merlin, y aun tambien de Melisa me quejo y me quejaré eternamente; pues si hicieron que los espíritus infernales me ofrecieran á la vista los descendientes de mi estirpe, fué tan solo para tenerme en una esclavitud perpétua por medio de una esperanza engañosa, aun cuando no comprendo la razon que les instigó á obrar así, como no fuera la de estar envidiosos de mi dulce, segura y tranquila felicidad.

Tanto abrumaba el dolor á Bradamante, que hacia inaccesible su corazon á todo consuelo; y sin embargo, á pesar de su intensidad, no pudo impedir que se abriera paso hasta su pecho un rayo de esperanza, trayendo á su memoria las tiernas frases con que Rugiero se habia despedido de ella, cuyo recuerdo, venciendo á los contrarios afectos que á la doncella agitaban, hizo que esperara de hora en hora el regreso de su amante con más resignacion. Esta esperanza la sostuvo por espacio de un mes, despues de transcurridos los veinte dias, é hizo más llevadera su cruel y continuada angustia.

Un dia que, segun su costumbre, iba recorriendo el camino por donde esperaba que vendria Rugiero, llegó á sus oidos una noticia que disipó la débil esperanza que aun la sostenia. Encontró casualmente á un caballero gascon, procedente del campamento africano, donde habia permanecido prisionero desde el dia en que se dió la gran batalla delante de Paris. Despues de dirigirle varias preguntas sobre diferentes asuntos, Bradamante entró de lleno en la cuestion, causa de su constante inquietud, y le pidió noticias de Rugiero, limitando á él desde entonces toda su conservacion. El caballero le suministró las noticias que deseaba, pues estaba perfectamente enterado de cuanto habia ocurrido en la corte de Agramante, y le describió el combate personal que Rugiero sostuvo con Mandricardo, diciendo que el Tártaro habia quedado muerto en el campo; pero que su vencedor salió tan mal herido, que permaneció más de un mes postrado en el lecho, inspirando su vida sérios temores. Si el caballero hubiese terminado aquí su narracion, esta sola hubiera bastado para disculpar á Rugiero; mas luego añadió que se encontraba en el campo africano una doncella llamada Marfisa, tan valiente como hermosa, y experta en el manejo de las armas, la cual amaba á Rugiero de quien era correspondida, en términos que rara vez se les veia separados, por lo cual todos estaban en la persuasion de que se habian prometido eterna fé, y de que, en cuanto Rugiero estuviera completamente restablecido, celebrarian públicamente sus desposorios con gran placer de todos los reyes y príncipes paganos que conocian el valor sobrehumano de uno y otro, y esperaban que de su union saldria una raza de guerreros la más esforzada que jamás hubiese existido.

Motivos tenia el Gascon para creer lo que decia, pues tal era la version más acreditada y unánime en el campamento africano, y tal lo que públicamente se decia. Dieron orígen á estos rumores las repetidas muestras de benevolencia que mediaban entre Rugiero y Marfisa; y ya sabemos que la Fama, al difundir una noticia, buena ó mala, se complace en abultarla conforme va pasando de boca en boca. La circunstancia de haberse presentado la guerrera con Rugiero para pelear en favor de los moros y de vérseles siempre juntos, apoyaba hasta cierto punto esta sospecha, que tomó mayor incremento al observarse que, habiéndose ausentado Marfisa llevando consigo á Brunel, como ya he dicho, regresó sin que nadie la llamara, solo por ver á Rugiero. Unicamente por visitarle, cuando sus heridas le tenian postrado en el lecho del dolor, habia ido al campo, no una, sino muchas veces: permanecia á su lado durante el dia, y se separaba de él al hacerse de noche, dando con su conducta mucho que hablar á los sarracenos; pues suponiéndola todos tan altiva y desdeñosa, que apenas encontraba un caballero digno de aprecio, solo con Rugiero se la veia humilde y bondadosa.

Luego que el Gascon terminó su relato, asegurando á Bradamante que era la historia fiel de lo ocurrido, apoderóse de la doncella tanta pena y tan cruel desesperacion, que estuvo próxima á caer del caballo. Volvió riendas sin decir una palabra, henchida de ira, de rabia y de furiosos celos, y regresó á su castillo furibunda y sin el menor resto de esperanza. Armada como estaba se dejó caer en el lecho, apoyando su rostro y sus lábios en las almohadas, á fin de ahogar el rumor de los sollozos que podrian descubrir el estado de su alma. Repitiendo las palabras del caballero Gascon, cayó en tal desaliento y dolor, que no le fué posible contenerlo, y se vió obligada á exhalarlo de esta suerte:

—¡Ay mísera de mí! ¿A quién podré dar crédito en lo sucesivo? Fuerza será decir que todos los hombres son pérfidos y crueles, si lo eres tambien tú, Rugiero mio, ¡á quien yo creia tan tierno y tan leal! ¿Se vió nunca una crueldad, una traicion más odiosa? ¡Cualquiera otra es insignificante, si se compara con el pago que has dado á los beneficios que me debias! Ya que no existe un solo caballero que pueda igualarse á tí en ardor, en belleza, en varonil denuedo, en costumbres y en bizarría, ¿por qué no añades, Rugiero, á tan ilustres y virtuosas dotes, la de la constancia? ¿Por qué no se ha de decir tambien que es inviolable tu firmeza y tu lealtad, esa virtud ante la cual ceden todas las demás? ¿Ignoras, por ventura, que si la lealtad no existe, pierden todo su esplendor el valor más heróico y las proezas más brillantes, lo mismo que sin la luz no puede verse ningun objeto, por hermoso que sea? Harto fácil te fué engañar á una doncella de quien eres señor, árbitro y dios, y á la que podias haber hecho creer con tus palabras que el Sol era oscuro y frio, si así te lo hubieses propuesto. ¡Pérfido! Si ahora no te arrepientes de dar muerte á la que tanto te ama, ¿qué cosa habrá capaz de hacerte sentir remordimientos? Si la falta de fé y lealtad es para tí una cosa tan leve ¿qué otro peso podrá oprimir tu corazon? ¿Qué suplicios guardas para los que te aborrecen, cuando á mí, que tanto te amo, me haces sufrir estos tormentos? ¡Ah! ¡Si no consigo una pronta venganza, afirmaré que en el Cielo no hay justicia! Si la ingratitud es el pecado que grava con mayor peso la conciencia del hombro, y por ella fué precipitado el más hermoso de los ángeles desde el Cielo á los profundos Infiernos, y si todo crímen encuentra un castigo proporcionado, cuando una cumplida enmienda no lava las culpas del corazon, procura guardarte del castigo que te espera como merecida recompensa de tu ingratitud para conmigo, ya que no quieres reparar tu falta. Tambien debo acusarte, cruel, de otro vicio más infame; del de ladron: y no porque me hayas arrebatado el corazon, pues voluntariamente te absuelvo de este robo, sino porque habiéndote entregado á mí, te me has sustraido contra toda razon y justicia. ¡Restitúyeme tu corazon, impío, pues harto sabes que no hay salvacion para el que guarda lo que no le pertenece! Me has abandonado Rugiero; yo no quiero, y aunque quisiera, no podria abandonarte: mas, para poner término de una vez á mis torturas y sufrimientos, puedo y quiero arrancarme la existencia. Un solo pesar me atormenta: el de no morir poseyendo tu cariño; pues si los dioses me hubiesen concedido la gracia de exhalar el último suspiro cuando me amabas, jamás muerte alguna fuera tan agradable.

Al decir estas palabras, saltó del lecho dispuesta á morir, y arrebatada por la cólera, dirigió contra su corazon la punta de la espada; pero la armadura que llevaba impidió la realizacion de su criminal propósito. Entonces se abrió paso en su turbada mente una idea más digna, y deslizó en su corazon estas palabras:—«¡Oh! doncella nacida de una estirpe esclarecida: ¿por qué intentas poner fin á tus dias de un modo tan innoble y bochornoso? ¿No vale más, acaso, que te lances en medio de los combates, donde á todas horas se puede encontrar una muerte gloriosa? Podrá muy bien suceder que expires á la vista de Rugiero, que tal vez derramará algunas lágrimas á tu memoria; y si llegases á sucumbir bajo sus golpes, ¿qué otra muerte más apetecible podrias esperar? Razon será que el mismo Rugiero te arranque la vida, ya que es causa de que vivas en un perpétuo tormento. Podrá tambien suceder que, antes de morir, encuentres una ocasion oportuna para vengarte de aquella Marfisa, que con sus pérfidos y deshonestos amores te ha conducido al borde de la tumba, privándote de tu Rugiero.»

Estas reflexiones parecieron mejores y más razonables á la guerrera, y en seguida añadió á sus armas una divisa, que era el emblema de su desesperacion y de sus deseos de morir. Su sobrevesta era del color amarillento que toman las hojas cuando las han arrancado de sus ramas, ó cuando al árbol que las hojas sostenia llega á faltarle la sávia que le daba vida: en la orla estaba recamada de troncos de ciprés, cual si estuviera marchito despues de haber sentido el filo de la dura hacha. Con este traje, tan adecuado á su dolor, saltó sobre el caballo que solia montar Astolfo, y cogió aquella lanza de oro, cuyo solo contacto bastaba para lanzar de la silla á los caballeros más valientes. No creo necesario repetir ahora por qué, dónde ni cuándo se la entregó Astolfo, ni de qué modo habia pasado á manos del duque inglés. Bradamante se armó con ella, ignorando, sin embargo, su prodigiosa propiedad.

Sin escudero y sin compañía alguna, bajó del monte y se dirigió por el camino más corto para llegar á París y al sitio en que poco antes se hallaba establecido el campamento sarraceno; pues aun no habia circulado por Montalban la noticia de que el paladin Reinaldo, ayudado de Carlomagno y de Malagigo, habia obligado á los moros á levantar el asedio de París. Ya habia dejado á sus espaldas á Quercy, la ciudad de Cahors y las montañas donde nace el Dordoña, y descubria las comarcas de Clermont y Montferrand, cuando vió venir por el mismo camino una dama de benigno aspecto, que lleva un escudo pendiente del arzon de la silla: á su lado iban tres caballeros, y la acompañaba además un séquito numeroso de doncellas y escuderos.

La hija de Amon preguntó el nombre de aquella dama á un escudero que pasó por su lado, y este le contestó:

—Es una embajadora, enviada al Rey del pueblo franco desde un país situado más allá del polo Artico, la cual ha venido tras una larga navegacion desde una isla que unos llaman Perdida y otros Islandia, cuya reina, admirable por su belleza sin igual en el mundo, belleza que solo á ella, y á nadie más, ha concedido el Cielo, envia á Cárlos el escudo que veis; pero con la condicion expresa de que ha de entregarlo al mejor caballero que, segun su opinion, exista en el mundo. Como ella se tiene, y con razon, por la más hermosa de las mujeres, quisiera encontrar un caballero que á su vez fuese el más audaz y valiente de los hombres; porque ha formado el incontrastable designio, al que nada podrá hacerle faltar, de no entregar su corazon y su mano, sino al que descuelle sobre todos por sus señaladas proezas. Espera encontrar en Francia, y entre los famosos paladines de Carlomagno, el caballero que haya dado mayores pruebas de ser más fuerte y denodado que otro cualquiera. Los tres señores que veis al lado de esa embajadora son tres reyes: el uno de Suecia, el segundo de Gocia, y de Noruega el tercero; en valor pocos, ó ninguno, les igualan. Esos tres, cuyos estados son los menos lejanos de la Isla Perdida, así llamada porque sus costas son muy poco conocidas de los navegantes, eran y son todavía amantes de la Reina: por obtener su mano, cuya posesion se disputan mútuamente, y por hacerse agradables á sus ojos, han llevado á cabo tales proezas, que durará su memoria mientras la bóveda celeste gire sobre sus ejes: pero ella no quiere á ninguno de los tres, como desdeñará á todo aquel que no esté reconocido por el primer guerrero del mundo.—«Poco me importan, suele decirles, los triunfos que consigais en estos países. Si uno de vosotros sobrepuja á los otros dos, como el Sol sobrepuja á las estrellas, reconoceré su mérito, y no podré menos de ensalzarle por él; pero no creo que eso baste para que tenga la pretension de ser el mejor caballero que haya ceñido espada. Pienso enviar un rico escudo de oro á Carlomagno, á quien estimo y venero como el monarca más sábio que existe en el mundo, con el encargo de que lo entregue al caballero que consiga la palma del valor y de la bizarría. Que sea el vencedor vasallo suyo ó de otros, poco me importa: me someteré gustosa al parecer de aquel rey. Si despues de haber llegado ese escudo á poder de Carlomagno y de darlo al caballero de más ardor y fortaleza que, segun su opinion, exista en su corte ó en otra cualquiera, es uno de vosotros el que con el auxilio de su valor trae el escudo, cifraré en él todo mi amor, todo mi anhelo, y ese será mi esposo y mi dueño.»—Esta promesa ha hecho venir hasta aquí á estos tres reyes, cuyos estados se encuentran muy remotos de la Francia, con el firme propósito de conquistar el escudo ó perecer en la demanda.

Bradamante escuchó con la mayor atencion la respuesta del escudero, el cual se despidió de ella, y lanzando su caballo á galope, se reunió en breve á sus compañeros. La guerrera no siguió tras él, sino que continuó su camino tranquilamente, vaticinando en su interior diferentes cosas que sobrevendrian, á no dudarlo, y especialmente la de que aquel escudo seria un manantial inagotable de rencillas y discordias entre los paladines y demás caballeros de la Francia, si Carlomagno se decidia á declarar cuál de ellos fuese el mejor y entregárselo á él. Esta idea oprimia su corazon, pero mucho más y de peor manera se lo destrozaba el recuerdo del abandono en que la habia dejado Rugiero por entregar su amor á Marfisa. Tan fija y tenazmente estaba grabado en su imaginacion este pensamiento, que caminaba á la ventura, sin saber donde iria á parar, ni si encontraria un cómodo asilo donde albergarse durante la noche. Así como la nave separada de la orilla por los vientos ó por cualquier otro accidente, boga privada de piloto ó timonel por donde quiere llevarla la corriente, así la guerrera, preocupada constantemente con la idea de Rugiero, se dejaba llevar por Rabican, del que no se cuidaba en lo más mínimo.

Alzando por fin los ojos, vió que el Sol habia vuelto la espalda á las ciudades de Bocco, y se habia sepultado, como un pez, en el seno de su anciana nodriza, más allá de Marruecos. No podia pensar en cobijarse bajo la enramada, porque soplaba un viento frio, y el Cielo encapotado anunciaba de un momento á otro lluvia ó nieve. Apresurando el paso de su corcel, no tardó mucho en ver á un pastor que estaba recogiendo sus ganados: preguntóle con mucho interés si habia por allí cerca algun albergue bueno ó malo donde pudiera recogerse, pues como quiera que fuese, de seguro estaria en él bastante mejor que expuesta á la lluvia. El pastor respondió:

—No conozco otro sitio que poder indicaros, como no sea un castillo llamado la Roca de Tristan, que está á cuatro ó seis millas de aquí: pero no es muy fácil encontrar asilo en él, porque todo caballero tiene que conquistar su hospitalidad con las armas en la mano, y defenderla despues de los que acuden nuevamente á pedirla. Si cuando se presenta algun guerrero, está desocupada la estancia, el Castellano le recibe sin ninguna dificultad; pero le exige la promesa formal de que ha de salir á pelear contra todos los que vayan llegando posteriormente. Si no se presenta nadie, el caballero pasa tranquilamente la noche; pero si llega algun viajero, está obligado á requerir sus armas y á luchar con él, debiendo el vencido ceder su puesto al vencedor, y resignarse á pasar la noche á la intemperie. Si dos, tres, cuatro ó más guerreros juntos hallan vacío el castillo, se albergan en él con toda paz y sosiego: el que llega despues, tiene peor suerte, porque ha de combatir con todos los primeros. Por el contrario, si es uno solo el que ha recibido hospitalidad, bien necesita de todo su vigor y destreza; porque está obligado á pelear con dos, tres, cuatro, ó con cuantos se presenten despues que él. Una costumbre análoga rige con respecto á las damas ó doncellas que llegan solas ó acompañadas al castillo: la hospitalidad corresponde de derecho á la más hermosa, y la que lo sea menos, tiene que cederle el puesto y quedarse fuera de la fortaleza.

Bradamante preguntó dónde estaba situado aquel castillo, y el buen pastor, en vez de contestarle, se limitó á designárselo con el dedo á una distancia de cinco ó seis millas. A pesar de la rapidez de Rabican, no pudo Bradamante hacerle caminar de prisa por aquel terreno pantanoso y difícil á causa de lo lluvioso del tiempo, y llegó despues que la noche hubo tendido su espeso manto. Halló cerrada la puerta del castillo, y dijo al que lo custodiaba, que deseaba alojarse en él. Le contestaron que estaban ya ocupadas las habitaciones por algunas damas y guerreros que habian llegado antes que ella, y estaban esperando en torno de un buen fuego que terminaran los preparativos de la cena para sentarse á la mesa.

—Como no se la hayan comido ya, exclamó la doncella, no creo que el cocinero la haya guisado para ellos. Ve, pues, y diles que aquí les espero; que conozco la costumbre que rije en este castillo, y me propongo observarla.

Corrió el centinela á llevar á los caballeros esta embajada, tanto menos agradable para ellos, cuanto que estaban descansando cómodamente, y se veian obligados á salir fuera del castillo con un tiempo borrascoso, y cayendo la lluvia á torrentes. Se levantaron, sin embargo; cogieron sus armas con mucha calma, y se dirigieron con bastante lentitud á donde les estaba esperando la guerrera. Aquellos tres caballeros valian tanto, que muy pocos podian igualárseles en el mundo: eran los mismos á quienes habia encontrado Bradamante durante el dia al lado de la embajadora; y habian venido á Francia desde Islandia para conquistar el escudo de oro. Como habian caminado con más rapidez, llegaron al castillo antes que la guerrera. Muy pocos les aventajaban en el manejo de las armas; pero Bradamante era una de estos pocos, y además, por ningun concepto se resignaba á permanecer fuera del castillo aquella noche, mojándose y sin tomar alimento.

Los habitantes de la fortaleza se asomaron á las ventanas y galerías para ver la lucha á la incierta y débil claridad que la Luna esparcia, á pesar de las nubes y de la copiosa lluvia. Deseosa Bradamante de medir sus armas con los tres caballeros, así que oyó abrir las puertas y bajar el puente levadizo, y vió salir por él á sus tres adversarios, sintió una alegría semejante á la de un amante apasionado, que procura entrar furtivamente en la estancia de su amada, cuando despues de mucho esperar, oye por fin la silenciosa llave dando vuelta á la cerradura. En cuanto vió á los tres guerreros salir á un tiempo ó con poca diferencia fuera del puente levadizo, retrocedió para tomar terreno, y lanzó en seguida su excelente corcel á rienda suelta, enristrando la lanza que le confiara su primo, aquella lanza que derribaba indefectiblemente del caballo á todo campeon, aun cuando fuera el mismo Marte. El rey de Suecia, que fué el primero en acometer, fué tambien el primero en quedar tendido en el campo: ¡con tanta violencia dió contra la visera de su yelmo aquella lanza que nunca se habia enristrado en vano! Embistió despues el rey de Gocia, y encontróse sin saber cómo lejos de su corcel con los piés en el aire: el tercero, por fin, midió asimismo el suelo con sus espaldas, quedando medio enterrado en el agua y el barro.

En cuanto Bradamante hubo derribado á sus tres contendientes con otros tantos botes de su lanza, se dirigió al castillo, donde debia recibir la hospitalidad que habia conquistado: mas antes de entrar en él, le hicieron jurar que saldria á combatir con todo caballero que se presentara. El señor del castillo, que acababa de apreciar su valor, le prodigó toda clase de atenciones: por su parte, hizo lo mismo la dama que habia llegado á la fortaleza con los tres vencidos, la mensajera enviada al rey de Francia desde la isla Perdida. Saludó cortesmente á la jóven, y con el agrado y afabilidad, naturales en ella, salió á su encuentro, la cogió de la mano, é hizo que se sentara á su lado cerca del fuego.

Bradamante empezó á desarmarse, y ya se habia quitado el escudo y el yelmo, cuando salió unida á este una cofia de oro en que acostumbraba recoger sus cabellos, los cuales cayeron en ondulantes rizos sobre sus hombros, y descubrieron que aquel guerrero era una doncella tan hermosa como valiente. A la manera que al levantarse el telon suele aparecer la escena, iluminada con mil luces, y adornada con arcos y soberbios monumentos llenos de oro, de estátuas y de magníficas pinturas, ó como cuando el Sol, al rasgar una nube, ostenta su disco refulgente y esplendoroso, así tambien, al quitarse Bradamante el yelmo, pareció mostrar el Paraiso abierto á los ojos atónitos de los circunstantes. Habian crecido los hermosos cabellos que le cortara el monje, y eran ya tan largos, que podia sujetarlos trenzados en la parte posterior de la cabeza, si bien todavía no tenian su primitiva longitud. El señor del castillo habia visto otras veces á Bradamante: así es que la conoció en seguida, y redobló su solicitud y sus cuidados para con ella.

Sentados al rededor del fuego, entretuvieron sus oidos con agradables al par que honestas pláticas, mientras preparaban otro alimento, que proporcionara un placer semejante á sus cuerpos. La doncella preguntó á su huésped si la costumbre que veia establecida en el castillo para albergar á los transeuntes era de fecha reciente, ó si contaba ya algunos años de antigüedad; así como cuándo y quién la estableció. El Castellano satisfizo su curiosidad en los siguientes términos:

—En el reinado de Faramundo, su hijo Clodion amaba á una jóven, donosa y bella, que por sus atractivos no tenia rival en aquella época remota. Tan enamorado estaba de ella, que continuamente se le veia á su lado con una asiduidad igual á la que, segun es fama, empleaba para guardar á Io su pastor; pues en el corazon del príncipe dominaban por igual el amor y los celos. La tenia en este mismo castillo que le habia regalado su padre, y rara vez salia de él: vivian aquí con Clodion diez de los mejores caballeros que por entonces habia en Francia. Cierto dia llegó á esta fortaleza el valiente Tristan, acompañando á una dama, á quien pocas horas antes acababa de arrancar de las manos de un gigante feroz. Presentóse Tristan cuando el Sol habia ya vuelto las espaldas á las playas de Sevilla; y como no habia otro albergue en un rádio de diez millas, pidió aquí hospitalidad. Clodion, que, segun he dicho, estaba tan furiosamente enamorado como celoso, habia resuelto negar la entrada en su castillo á todo caballero indistintamente, mientras permaneciera en él su amada. Viendo Tristan que á pesar de sus repetidos ruegos no encontraba la hospitalidad que pedia, esclamó:

—»Yo sabré obligarte á hacer, á pesar tuyo, lo que no han conseguido mis instancias.

»Y desafió á Clodion y á los diez caballeros que con él estaban, diciéndoles con arrogante voz, que con su lanza y su espada les daria una leccion de cortesía y nobleza; mas habia de ser con la condicion de que si los derribaba á todos ellos, y él permanecia firme en la silla, deberia quedar dueño del castillo por aquella noche, mientras que los vencidos estarian obligados á pasarla fuera de él. El hijo del rey de Francia corrió un inminente peligro de muerte por no sufrir tal baldon; pues fué derribado violentamente de su caballo: igual suerte cupo á sus diez compañeros; y el vencedor Tristan, dejándolos á la puerta, entró en el castillo, donde halló á aquella jóven tan amada de Clodion: la naturaleza, tan avara en repartir los dones de la hermosura, parecia, sin embargo, haberse complacido en adornar á la linda dama con toda clase de atractivos. Tristan empezó en seguida á hablar con ella, mientras que el insoportable torcedor de los celos martirizaba fuera del castillo á su amante, el cual no tardó en dirigir al caballero las súplicas más ardientes, rogándole que le restituyera su amada.

»Aun cuando Tristan no estaba muy prendado de la jóven, pues la pocion encantada que en otra ocasion habia bebido no le permitia amar á ninguna mujer más que á Isota, deseoso, sin embargo, de vengarse de la ruda y descortés acogida de Clodion, le contestó que creeria incurrir en una imperdonable falta, si consintiera en que una dama tan bella saliese del castillo.—«Si Clodion se lamenta de dormir solo á la intemperie, añadió al mensajero, y desea compañía, le enviaré una jóven que tengo conmigo, fresca, sonrosada y bella, aunque no tanto como su amada. Accederé á que la doncella que le ofrezco pase á su lado la noche y obedezca todos sus mandatos; en cuanto á la más bella, me parece justo y conveniente que quede á disposicion del más vigoroso.»

»Despechado Clodion con tal respuesta, é inflamado de cólera, anduvo toda la noche dando vueltas en torno del castillo, como si estuviera encargado de velar por el reposo de los que dentro de él dormian á sus anchas; lamentándose de que le hubieran privado de su dama mucho más que del frio y del viento. A la mañana siguiente, se la devolvió Tristan, condolido de su tristeza, librándole al mismo tiempo del doloroso peso que le oprimia el corazon; pues le aseguró clara y firmemente que se la entregaba tal cual la habia encontrado, y que aun cuando la dureza del príncipe para con él le hacia acreedor del mayor ultraje, se daba por satisfecho con haberle tenido toda la noche á la intemperie. Clodion intentó disculpar su conducta, diciendo que el amor le habia hecho incurrir en tan grave falta; pero Tristan no quiso aceptar tal disculpa, replicándole que el amor debe excitar en el corazon del hombre sentimientos generosos, y nunca actos tan villanos.

»Clodion no permaneció mucho tiempo en este castillo despues de la partida de Tristan, sino que cambió de morada, regalando esta á un caballero á quien tenia en grande estima, con la expresa condicion de que, tanto él como sus sucesores habrian de observar, siempre que se les pidiese hospitalidad, la costumbre siguiente: el caballero más valiente y la dama más hermosa deberian ser los preferidos para albergarse aquí, y el que resultara vencido estaria obligado á abandonar el puesto, y á dormir en el prado ó donde más le agradara. Tal es la ley cuya observancia se ha conservado hasta nuestros dias.»

Mientras el Señor del castillo entretenia á sus oyentes refiriéndoles esta historia, el mayordomo habia estado disponiendo la mesa en el gran salon, pieza notable por su asombrosa suntuosidad, al cual pasaron los convidados á la luz de las antorchas. Al entrar en dicho salon Bradamante y su jóven y donosa compañera, lo recorrieron con la vista y observaron que sus soberbias paredes estaban cubiertas de pinturas magníficas. Maravilladas al ver aquella estancia tan lujosamente adornada, casi se olvidaban de disfrutar de los manjares por contemplarla, á pesar de que necesitaban restaurar sus fuerzas, casi aniquiladas por las fatigas de aquel dia, y á pesar tambien de que el mayordomo y el cocinero se impacientaban al ver que las viandas se enfriaban en los platos, atreviéndose á decir estas palabras: «Mejor será que ante todo deis alimento á vuestros estómagos, pues tiempo os quedará para dárselo á los ojos.»

Estaban ya sentados á la mesa, é iban á empezar la cena cuando el Señor del castillo reparó en que faltaba á la ley si permitia que se alojaran dos damas en la fortaleza; preciso era que la más hermosa continuara en ella y saliera la otra á pesar de la lluvia y de la violencia del huracan; pues como no habian llegado las dos al mismo tiempo, la costumbre exigia que se hiciera así. Llamó á dos ancianos y algunas dueñas de la casa, que servian de árbitros en tales casos, y designándoles ambas doncellas, les ordenó que dieran su parecer sobre cuál de las dos era la más hermosa. Quedó resuelto por unanimidad que la más bella era la hija de Amon, la cual sobrepujaba en gracias á la otra dama del mismo modo que en valor habia sobrepujado á los tres reyes. El Castellano dijo entonces á la embajadora de Islandia, que presenciaba la deliberacion no sin algun recelo:

—No debe pareceros descortesía que observemos la ley cual corresponde. Forzoso os será, pues, buscar otra morada donde albergaros, puesto que todos hemos convenido en que esa jóven os aventaja en belleza y donosura, por más que esté despojada de todo adorno.

Cual se ve de improviso á una negra nube subir desde un húmedo valle hasta el cielo, cubriendo con su tenebroso crespon la faz del Sol poco antes radiante y esplendorosa, del mismo modo se demudó el semblante de la dama, al oir la dura sentencia que la obligaba á arrostrar la lluvia y el frio fuera del castillo, en términos de que ya no parecia la misma jóven plácida y serena que pocos momentos antes.

Cubrióse su rostro de una palidez mortal, muestra evidente del desagrado que le causaba tan inhumana sentencia; pero observándolo Bradamante y conmovida por una tierna compasion, quiso oponerse á que saliera aquella dama diciendo:

—No puede parecerme justo ni bien meditado todo fallo que se prenuncie sin oir de antemano cuantas razones quiera alegar en su defensa la parte condenada. Yo, aceptando la defensa de esta causa, y haciendo abstraccion completa de si mi belleza es superior ó inferior á la de esta dama, diré que no he venido aquí como mujer, ni quiero tampoco que se me considere como á tal. ¿Y quién se atreverá á asegurar, como no consienta en desnudarme de mis vestidos, que soy, ó no soy, lo que esa jóven es? Lo que no se sabe, no debe afirmarse, y mucho menos cuando tal afirmacion puede perjudicar á otro. Muchos conozco que tienen los cabellos largos como yo, y sin embargo, no son mujeres. Si he conquistado la hospitalidad que me concedeis, como caballero ó como mujer, harto claramente lo habeis visto. ¿Por qué pues habeis de calificarme de mujer, si todas mis acciones son de hombre? Vuestra ley tan solo establece que las damas han de ser vencidas por las damas, y no por los guerreros. Supongamos, sin embargo, admitiendo vuestro parecer, que yo fuese mujer (lo cual no concedo en manera alguna), pero que mi belleza no llegara á igualar á la de esa dama: no creo que por esta causa os resolvierais á dejarme sin la recompensa de que mi valor me hiciese acreedora, por más que mi rostro no la mereciese; porque seria una punible injusticia negarme por falta de atractivos lo que mi valor me hubiera hecho conquistar por medio de las armas. Y aunque la costumbre dispusiera que el que pierde en punto á belleza debe abandonar el puesto, yo querria permanecer en él á todo trance. Por lo tanto, no siendo iguales las circunstancias que concurren entre esa dama y yo, debo inferir que, sentada la cuestion bajo el punto de vista de la belleza, puede perder mucho y no ganar nada conmigo, y donde las pérdidas y las ganancias no son iguales en todo, no puede tampoco establecerse una competencia honrosa: por consiguiente, ya sea favor ó justicia, no prohibireis á esa dama que pase la noche en este castillo. Si hay alguno que se atreva á decir que mi opinion no es justa y razonable, pronta estoy á sostener como guste, que su parecer es falso, y verdadero el mio.

La hija de Amon, compadecida de que tan sin razon se viese aquella dama obligada á salir al campo, donde caia una copiosa lluvia y no habia un solo abrigo donde guarecerse, supo persuadir al señor del castillo con sus razonables y sensatas palabras, y especialmente con su última proposicion, á que se estuviera quieto, y conviniera con ella en cuanto habia expuesto. Así como durante el ardiente calor del estío, cuando más sedientas están las agostadas plantas, se reanima la flor, próxima á marchitarse por falta de aquel jugo que la sostenia, en cuanto siente la anhelada lluvia, así tambien la embajadora, al verse tan brillantemente defendida, ostentó en su rostro la apacible belleza que la adornaba anteriormente.

Preparáronse entonces á disfrutar de los placeres de aquella cena que aun no habian tocado, y no fué ya turbado su contento por la llegada de ningun caballero andante. Todos hicieron honor al banquete, excepto Bradamante, que continuaba triste y afligida como siempre; pues aquel temor, aquella terrible sospecha que la oprimia sin cesar, le quitaba el gusto para todo. Una vez terminada la cena (que se habria prolongado más, si no lo hubiera impedido el deseo de satisfacer la curiosidad), se levantó Bradamante, imitándole la mensajera. Por órden del Castellano, encendió un paje una multitud de bugías, que esparcieron la más viva claridad en todo el salon. En el canto siguiente diré lo que ocurrió.

Canto XXXIII

Bradamante ve representadas las guerras futuras en las pinturas del castillo cuyas puertas le abrió su valor.—La fuga de Bayardo interrumpe el combate de Reinaldo y el rey de Sericania.—Astolfo, que daba la vuelta al mundo á través de los aires, llega á Nubia de donde espulsa á las feroces arpías, que devoraban los manjares de la mesa del rey, y las persigue hasta la boca del infierno.

Timágoras, Parrasio, Protógenes, Polignoto, Timante, Apolodoro, el ilustre y universalmente conocido Apeles, Zeuxis, y todos los pintores más famosos de la antigüedad, cuyo renombre (á pesar de Cloto que destruyó sus cuerpos y despues sus obras) vive y vivirá en el mundo, mientras se lea ó escriba, merced á los poetas; cuantos existieron ó aun existen en nuestro tiempo, como Leonardo de Vinci, Andrés Mantegna, Juan Bellini, los dos Dossi, y el que pinta y esculpe con igual talento, Miguel, más bien que mortal, Ángel divino; Sebastiano del Piombo, Rafael, Ticiano, honra de Venecia y Urbino los primeros y de Cadore el último, y todos aquellos cuyos trabajos compiten con las obras maestras de la antigüedad; cuantos artistas, en fin, gozan hoy de alguna fama ó la han tenido hace mil y mil años, representaron con sus pinceles en lienzos ó edificios únicamente los sucesos que ya acaecieron; pero jamás habreis oido decir que ningun pintor antiguo ni moderno haya pintado los acontecimientos futuros, y sin embargo, se han encontrado cuadros representando historias, que se pintaron antes de que sucedieran.

No puede envanecerse de hacer otro tanto ningun artista, vivo ó muerto; porque este arte pertenece tan solo á los encantadores, á cuyos conjuros se estremecen los espíritus infernales. Valiéndose Merlin de un libro que se proporcionó en el lago Averno ó en las grutas Nursinas, obligó á los demonios á construir en una sola noche el salon de que he hablado en el canto anterior. El arte mágica con que nuestros antepasados hicieron tales prodigios, se ha perdido completamente.

Pero volviendo donde me estarán esperando los que ansiaban contemplar las pinturas de aquella sala, diré que á una señal dada por el Señor del castillo, trajo un escudero varias antorchas encendidas, cuya luz disipó las tinieblas que en torno reinaban, produciendo tal claridad que parecia de dia. El Castellano dijo entonces:

—Habeis de saber, que de todos los combates que aquí están representados, son todavía muy pocos los que han acontecido, porque se pintaron antes de que sucedieran; pero su autor supo tambien adivinarlos. A la vista teneis las victorias ó derrotas que nuestros soldados conseguirán ó tendrán que sufrir en Italia. El profeta Merlin se esmeró en reproducir en esta sala todas las batallas prósperas ó adversas que los franceses habian de dar al otro lado de los Alpes, desde la época en que él vivió hasta mil años despues. El rey de Bretaña envió á Merlin á disposicion del rey franco sucesor de Marcomiro: os diré en pocas palabras la causa de la venida de Merlin, y por qué ejecutó este trabajo.

»El rey Faramundo, que fué el primero que invadió la Galia atravesando el Rin á la cabeza del ejército franco, despues de conquistar este país, formó el designio de sojuzgar tambien la soberbia Italia, en vista de que el Imperio romano iba decayendo de dia en dia; y con este objeto quiso aliarse con el británico Arturo, contemporáneo suyo. Arturo, que no emprendia cosa alguna sin consultar préviamente el parecer de Merlin, del sábio encantador hijo del demonio, que profundizaba los arcanos del porvenir, supo por él los peligros á que expondria á sus soldados si penetraba en la region que dividen los Apeninos y está limitada por el mar y los Alpes, cuya profecía se apresuró á poner en conocimiento de Faramundo. Merlin anunció al Rey franco que todos cuantos empuñaran el cetro de Francia despues de él, verian sus ejércitos destruidos por el hierro, el hambre ó la peste, y que sus pretensiones sobre Italia solo les reportarian alegrias transitorias y prolongados lutos, pocas ventajas é interminables daños, porque las lises no podrian arraigarse jamás en aquel país. Faramundo dió tal crédito á los vaticinios del encantador, que dirigió hácia otra parte sus armas; y Merlin, previendo los acontecimientos futuros como si en realidad hubieran tenido efecto, accedió á los ruegos del Rey, segun se cree, é hizo por medio de encantamientos esas pinturas que representan todos los hechos de armas que deberian llevar á cabo los franceses, como si ya se hubiesen realizado. El monarca francés quiso dar á entender á sus sucesores que así como podria alcanzar triunfos y honores todo el que abrazara la defensa de Italia contra cualquiera de sus enemigos, del mismo modo deberia estar seguro de hallar abierta la tumba en sus montañas si se dirigia á ella con intencion de saquearla ó tiranizarla, haciéndole soportar el yugo de la esclavitud.»

Así dijo, y en seguida condujo á los circunstantes hácia el cuadro donde empezaban las historias, mostrándoles á Sigeberto, que estimulado por los cuantiosos donativos que le ofreciera el emperador Mauricio, bajaba desde el monte de Jove á la extensa llanura regada por el Lambro y el Tesino. Veíase en él á Autharis, no solo rechazando la invasion de los franceses, sino desordenando y aniquilando su ejército.

En otro cuadro se veia á Clodoveo atravesando los Alpes á la cabeza de un ejército de cien mil hombres; pero el Duque de Benevento, que no contaba para hacerle frente más que con un número muy reducido de tropas, fingia abandonar el campamento, á fin de que cayera el enemigo en el lazo que se le tendia. La soldadesca francesa se lanzaba sobre el vino lombardo para escarmiento y baldon suyo, quedando prendida en él, como las moscas en la miel.

En el cuadro siguiente se veia á Childeberto enviando á Italia una inmensa multitud de capitanes y guerreros franceses; pero sin poder envanecerse, más que Clodoveo, de haber saqueado ó vencido al lombardo; porque cayó sobre su ejército la espada del Cielo produciendo en él tal estrago, que todos los caminos estaban sembrados de cadáveres franceses, muertos de calor ó de disentería, en términos que de cada diez no volvió uno sano.

El Castellano les mostró despues á Pepino y en seguida á Cárlos, que bajaban uno tras otro á Italia, consiguiendo ambos ver coronada su empresa de un éxito feliz, por lo mismo que no la habian llevado á cabo con objeto de asolar el país, sino con el de defender el primero al oprimido Pastor Esteban, y el segundo á Adriano y á Leon despues. El uno conseguia domeñar al belicoso Astolfo, y el otro vencer y hacer prisionero á su sucesor, reponiendo al Papa en su honorífico puesto.

Mostróles á continuacion al jóven Pepino, que con su ejército parecia cubrir todo el territorio que se extiende desde el Pó hasta las costas orientales. A fuerza de gastos y de mucho trabajo, establecia un puente en Malamocco, cuyo extremo llegaba á Rialto, para combatir sobre él. Despues estaba representado en actitud de huir, dejando á los suyos sepultados bajo las aguas, por haberle destruido el puente las olas y el viento.

Seguia á continuacion Luis de Borgoña, que descendia á la llanura en que debia quedar vencido y prisionero, obligándole su vencedor á jurar que nunca volveria las armas contra él. Por haber cumplido mal su juramento, caia de nuevo en el lazo que se le habia tendido, y dejando en él los ojos, le trasladaban los suyos como un topo al otro lado de los Alpes.

Representaba la pintura siguiente las portentosas hazañas de Hugo de Arlés, arrojando de Italia á Berengario, y derrotándole dos ó tres veces seguidas, á pesar del auxilio de los hunos y de los bávaros. Obligado despues á ceder al número, capitulaba con el enemigo; pero no sobrevivia mucho tiempo á esta afrenta, y su sucesor, no menos infortunado que él, se veia precisado á ceder á Berengario todos sus estados.

Más allá contemplaron á otro Cárlos, que para consuelo del buen Pastor, encendia en Italia el fuego de la guerra, y en dos terribles batallas daba muerte á dos reyes: á Manfredo, primero, y á Conradino despues. Su gente, que tenia el reino oprimido con toda clase de vejámenes, se diseminaba por las ciudades, y al poco tiempo toda ella era degollada al toque de vísperas.

El Castellano les enseñó despues (dejando en claro una larga série de años, y aun de lustros), un capitan francés que descendia de los Alpes para hacer la guerra á los ilustres Viscontis, el cual sitiaba á Alejandría con un numeroso ejército, compuesto de infantes y ginetes: el Duque de Milan reforzaba la guarnicion de la plaza sitiada, y al mismo tiempo preparaba no lejos de allí una emboscada, á la que con astucia y maña sabia atraer á los imprudentes franceses. El Conde de Armañac perecia en ella con la mayor parte de sus gentes, cuyos cadáveres yacian esparcidos por toda la llanura, y los restos del ejército caian prisioneros en Alejandría: aumentado el caudal del Tánaro con la sangre derramada en la batalla, se precipitaba en el Pó enrojeciendo sus aguas.

Mostróles á continuacion un señor de la Marca y tres condes de Anjou, diciendo:

—Ved cuán molestos son estos guerreros á los habitantes de la Daunia y de los Abruzzos, á los Marsos y á los Salentinos; pero de nada les valdrán los auxilios que reciban de Roma ó de Francia para conseguir afirmar su planta en aquellos países; y si no, ved cómo Alfonso y Fernando les arrojan del reino cuantas veces intentan penetrar en él.

»Ahí teneis á Cárlos VIII, que desciende de los Alpes, llevando consigo la flor de los guerreros franceses: atraviesa el Liris y se apodera de todo el reino sin desenvainar la espada ó enristrar la lanza, excepto del escollo que se extiende por los brazos, el pecho y el vientre de Tifeo, en donde no pudo vencer la resistencia del valeroso Iñigo del Vasto, descendiente de la estirpe de Ávalo.»

El señor del castillo, que iba describiendo aquellas historias á Bradamante, añadió al mostrarle la isla de Ischia:

—Antes de seguir más adelante, quiero referiros lo que solia contarme mi abuelo cuando yo era niño: es un suceso que él habia oido relatar á sus padres ó abuelos, y estos á los suyos, remontándose de esta suerte la tradicion hasta aquel de mis ascendientes que oyera la historia de los propios lábios del que hizo sin necesidad de pincel las variadas imágenes que aquí veis. Cuando Merlin mostró al Rey el castillo edificado sobre la empinada roca que os estoy designando, le dijo lo que vais á escuchar:—«Esa isla llegará á ser defendida un dia por un caballero, cuya audacia despreciará las llamas que hasta el mismo Faro le han de rodear por todas partes; y por aquella época ó poco despues (le designó el dia y el año) deberá nacer de su sangre un guerrero, que dejará muy atrás á todos los más valientes que existan ó hayan existido. No fué tan grande la belleza de Nireo, ni el valor de Aquiles, ni la audacia de Ulises, ni la velocidad de Lada; no fué tan prudente Néstor, que tanto supo y vivió tanto, ni César tan liberal y magnánimo como la antigua fama nos lo representa, que, comparados con el varon ilustre que debe nacer en Ischia, no queden oscurecidas todas las virtudes que los han hecho famosos. Y si se envaneció la antigua Creta cuando vió nacer en ella al nieto del Cielo; si Hércules y Baco hicieron á Tebas gloriosa; si Delos se alabó de haber llevado á los dos gemelos, no dejará esa isla de estremecerse de gozo y de adquirir un renombre que por todo el orbe resuene, cuando nazca en ella aquel gran Marqués á quien el Cielo prodigará todos sus dones.»—Así le dijo Merlin, y repitió muchas veces que estaba reservado para ver la luz primera en el instante en que más oprimido se viera el romano Imperio, á fin de que, merced á él, recobrara su libertad.—Pero como os he de enseñar más adelante algunas de sus hazañas, no quiero hablaros de ellas prematuramente.

Así dijo el Castellano, y volvió á ocuparse del cuadro en que estaban representadas las ínclitas proezas de Cárlos.

—Ved ahí, les decia, cómo se arrepiente Luis de haber hecho que Cárlos acuda á Italia; pues su intencion al llamarle solo será la de que le preste auxilio contra su inveterado rival, y no la de que le despoje de sus estados. Por esta razon se aliará á los venecianos, y al regreso de Cárlos, intentará apoderarse de él. Mirad cómo baja la lanza el animoso Rey, se abre un camino sangriento y se aleja, á pesar de los esfuerzos de sus enemigos. Mas las tropas que habrá dejado para conservar el nuevo reino, sufrirán una suerte bien distinta; pues Fernando, ayudado por el Señor mantuano, reunirá tantas fuerzas en su contra, que en pocos meses no dejará un francés vivo, lo mismo en el mar que en la tierra. Sin embargo, la pérdida de un solo hombre muerto á traicion, hará desaparecer todo el júbilo de la victoria.

Así diciendo, les mostró al marqués Alfonso de Pescara, y prosiguió:

—Despues que los lauros alcanzados en mil empresas hayan hecho brillar á ese guerrero más que el resplandeciente rubí, caerá en una asechanza que le tenderá un malvado etíope por medio de un tratado doble, y ahí podeis ver cómo cae el mejor caballero de aquella edad con la garganta traspasada por una saeta.

En seguida les enseñó al rey Luis XII atravesando los montes al frente de un ejército italiano, el cual, venciendo al Moro, plantaba la flor de lis en el terreno fecundo propiedad de los Viscontis. Desde allí enviaba sus soldados por el mismo camino que ya habia seguido Cárlos, á fin de que echaran un puente sobre el Garellano; pero no tardaban en ser derrotados, y en quedar muertos ó ahogados en el rio.

—Contemplad, decia el Señor del castillo, esa nueva y terrible matanza del ejército francés, obligado á emprender la fuga; el español Gonzalo Fernandez es el que por dos veces le ha hecho caer en la trampa. Ved, sin embargo, cómo la Fortuna, que tan adversa se mostrara entonces al rey Luis, le sonríe despues más benigna en las ricas llanuras que el Pó divide entre los Apeninos y los Alpes, hasta donde se oyen los bramidos del Adriático.

Al decir estas palabras, se reconvino á sí mismo por haber olvidado lo que debia referir de antemano; y volviendo atrás, les designó un traidor que vendia al enemigo el castillo que su señor le confiara; el pérfido suizo, que más adelante cargaba de cadenas al mismo que pagaba sus servicios: traiciones ambas que concedian el triunfo al rey de Francia sin necesidad de combatir.

A continuacion les hizo reparar en César Borgia, que con el auxilio de aquel Rey, aumentaba su poderío en Italia, y desterraba de Roma á su albedrío cuantos grandes y señores le eran molestos. Despues les indicó el mismo Rey, que hacia desaparecer de Bolonia la sierra, la reemplazaba con el roble, ponia luego en fuga á los genoveses que se le habian rebelado, y subyugaba su ciudad.

—Mirad ahí, continuó diciendo, cuán cubierta de cadáveres está la campiña de Giaradadda: todas las ciudades abren sus puertas al Rey, y ni aun la misma Venecia puede resistirle. Mirad cómo este no consiente al Papa que, pasados los límites de la Romanía, arrebate la ciudad de Módena al Duque de Ferrara; pues por el contrario, obligando al Pontífice á detener su invasion y á respetar los estados de aquel duque, le despoja de la ciudad de Bolonia, y se la entrega á la familia de los Bentivoglio. Contemplad más allá al ejército francés saqueando á Brescia despues de apoderarse de nuevo de ella, y ved cómo socorre á Felsina, y dispersa casi á un tiempo mismo al ejército papal.—El uno y el otro se encuentran luego frente á frente en las llanuras que riega el Chiese. Por un lado el ejército francés, y por el otro el del Papa, reforzado con un numeroso cuerpo de españoles, traban una sangrienta batalla. Caen sin cesar combatientes de ambas partes, enrojeciendo el suelo; todos los fosos y zanjas están llenos de sangre humana. Marte no sabe á quien conferir la palma de la victoria; pero merced á la intrepidez de un Alfonso, ceden los españoles, y los franceses quedan dueños del campo: á consecuencia de esta batalla, es saqueada la ciudad de Rávena, y el Papa, mordiéndose los lábios de desesperacion, hace que una multitud de alemanes descienda á modo de tempestad, desde las montañas vecinas, los cuales, arrollando en todos los encuentros á los franceses, les arrojan al otro lado de los Alpes, y colocan despues un vástago del Moro en el jardin de donde arrancan las lises de oro. Ved cómo vuelve el francés, y cómo le derrota el suizo desleal, llamado por el jóven en su auxilio, á pesar del riesgo á que se exponia por haber sido el mismo que vendiera y aprisionara á su padre. Pero mirad cómo ese mismo ejército, que habia caido debajo de la rueda de la Fortuna, se prepara á vengar la derrota de Novara, guiado por un nuevo rey, y pasa á Italia bajo mejores auspicios. Ahí teneis á Francisco I destrozando á los suizos de tal modo, que casi los extermina completamente, y haciéndoles además perder para siempre el título de domadores de príncipes y defensores de la Iglesia cristiana, con que aquellos villanos mal nacidos se engalanaban. Mirad cómo, á pesar de la Liga, se apodera de Milan, y pensiona al jóven Sforza. Ved á Borbon que defiende la ciudad por el rey de Francia contra el furor aleman. Ved despues cómo, mientras está ocupado el monarca francés en empresas de mayor importancia, y sin sospechar el orgullo y la crueldad de que hacen gala los suyos, le arrebatan á Milan.

»Fijad la vista en ese otro Francisco, que tanto se parece al abuelo, no solo en el nombre, sino tambien en el valor, el cual, despues de expulsar á los franceses, recobra con el favor de la Iglesia el suelo pátrio. Ved cómo vuelve Francia, pero conteniendo sus ímpetus, y sin recorrer con rápido vuelo la Italia, cual solia; pues el bravo Duque de Mantua sale á oponérsele en el Tesino y le corta el paso. Federico, en cuyo rostro no apunta todavía el bozo de la pubertad, se hace digno de eterna gloria, por haber sabido defender á Pavía del furor de Francia y desbaratar los proyectos del Leon del mar, haciendo uso de su diligencia y sagacidad más bien que de las armas.

»Reparad en esos dos marqueses, ambos terror de nuestras gentes y honor de Italia; ambos de una misma estirpe, y nacidos en un mismo nido. El primero es hijo de aquel marqués Alfonso, con cuya sangre vísteis enrojecido el suelo, por haber caido en las asechanzas que un negro le tendiera. Ved cuántas veces son arrojados de Italia los franceses, merced á sus consejos. El otro cuyo aspecto es tan benigno y apacible, es señor del Vasto, y se llama Alfonso. Este es el valiente caballero de quien os hablaba cuando os enseñé la isla de Ischia, y con respecto al cual dijo tantas cosas Merlin á Faramundo, profetizando que aplazaria su nacimiento para cuando más necesidad tuviesen de su ayuda la afligida Italia, la Iglesia y el Imperio contra los ultrajes de los bárbaros. Mirad cómo, puesto á las órdenes de su primo el de Pescara, y bajo los auspicios de Próspero Colonna, hace que los suizos y especialmente los franceses conserven un terrible recuerdo de Bicocca. Ved cómo Francia se apresta de nuevo á vengar las afrentas recibidas, bajando su rey con un ejército á Lombardia y enviando otro á talar el reino de Nápoles; pero la Fortuna, que juega con los mortales como el viento con el árido polvo, al cual hace describir rápidos remolinos, lo remonta hasta el Cielo, y de improviso lo precipita en la Tierra de donde lo ha elevado, alimenta las ilusiones del Rey que cree tener reunido en torno de Pavía un ejército de cien mil hombres, cuando á pesar de ver los que desertan continuamente, no sabe si sus gentes aumentan ó disminuyen: así es que por culpa de algunos ministros avaros, y por la bondad del Rey que de ellos se fia, son muy pocos los que acuden á reunirse bajo sus banderas, al resonar por la noche el toque de llamada para rechazar el ataque del sagaz español, que sostenido por los dos ilustres descendientes de Ávalos, seria capaz de abrirse paso hasta el Cielo ó el Infierno. Ved lo más selecto de la nobleza de Francia llenando con sus cadáveres el campo; ved á su Rey animoso, que á pesar de rodearle un bosque de lanzas y espadas, y de estar muerto su caballo, no quiere rendirse ni suponerse vencido, aun cuando todo el ejército enemigo se precipita sobre el, y hácia él solo dirige sus ataques, en tanto que el Rey no tiene quien le socorra. El valeroso monarca empapado en sangre enemiga se defiende á pié; pero preciso es que el valor ceda al fin á la fuerza. Ved al Rey prisionero, y védlo luego en España, y mirad cómo se concede el laurel de la victoria y de la prision del monarca al Marqués de Pescara y á su inseparable compañero el del Vasto. Queda un ejército deshecho en Pavía: el otro que se dirigia á invadir á Nápoles, se queda á su vez como una luz cuando le falta la cera ó el aceite. Contemplad al Rey, que deja á sus hijos en la prision ibera, y vuelve á sus estados: ved cómo, mientras combate de nuevo en Italia, le ataca otro en su propio país. Mirad cuántos homicidios y rapiñas afligen á Roma por todos sus ámbitos, siendo mancilladas con estupros é incendios lo mismo las cosas divinas que las profanas. El ejército de la Liga contempla de cerca el estrago, y escucha distintamente el llanto y los gemidos; pero en vez de oponerse á él, retrocede, consintiendo que el sucesor de Pedro caiga prisionero. El Rey envia á Lautrec con nuevas tropas, no ya para apoderarse de Lombardia, sino para arrancar de manos impías y criminales, la cabeza y demás miembros de la Iglesia; pero Lautrec retrasa tanto su marcha, que al llegar á Roma encuentra ya al Padre Santo en libertad, por lo cual sigue adelante, poniendo sitio á la ciudad donde está sepultada la Sirena, y recorre todo el reino. Ved cómo desplega sus velas la armada imperial para dar socorro á la ciudad asediada, y ved á Doria cuál le sale al encuentro, y la destroza, incendía ó echa á pique. Pero mirad cómo la Fortuna, hasta aquí tan propicia á los franceses, les retira sus favores, y les hace perecer, no por medio del hierro, sino de la peste, en términos que de cada mil hombres apenas vuelve uno á su amada Francia.»

Todas estas historias y otras muchas que seria prolijo enumerar, pintadas con los más vivos y variados colores, estaban representadas en aquel salon, cuya capacidad era tanta, que bastaba para contenerlas. Bradamante y su compañera quisieron verlas dos ó tres veces, porque no se cansaban de admirarlas, y de leer las inscripciones que en letras doradas se veian al pié de cada una de ellas; y despues de pasar algunos momentos comentando lo que acababan de ver, fueron á ocupar las habitaciones que el señor del castillo, acostumbrado á tratar á sus huéspedes con toda clase de consideraciones, les designó para que se entregaran al reposo. Cuando todos dormian ya tranquilamente, Bradamante se decidió á acostarse; pero no hizo más que dar vueltas en su lecho á uno y otro lado, sin poder conciliar el sueño. Al acercarse la aurora, consiguió dormir algunos momentos, y le pareció ver en sueños la imágen de Rugiero que le decia:—«¿Por qué te consumes dando crédito á una falsedad? Antes retrocederán los rios en su curso, que deje yo transcurrir un solo instante sin dedicarte todos mis pensamientos. Si no te amara, tampoco podria amar á mi propio corazon ni á las pupilas de mis ojos.»—Y parecia añadir:—«He venido á recibir el bautismo y á cumplir lo que te he ofrecido: si he tardado tanto, ha sido por haberme detenido una herida muy distinta de las que produce el Amor.»—Al llegar aquí desapareció el sueño, y con él, la imágen de Rugiero: la guerrera se entregó de nuevo á su afliccion, profiriendo mentalmente estas quejas entre llantos y suspiros:

—¡Ay mísera de mí! Solo fué un sueño lo que era grato á mi corazon, y en cambio lo que me atormenta es una realidad harto positiva. El bien fué un sueño demasiado rápido en desvanecerse; pero no es sueño, no, este terrible martirio. ¡Ah! ¿Por qué mis sentidos despiertos no ven y oyen lo que creyó ver y oir mi pensamiento? ¡A qué condicion habeis quedado reducidos, ojos mios, que cerrados veis el bien, y abiertos, el mal! El dulce sueño me prometia paz; pero el amargo despertamiento renueva mis torturas: el dulce sueño ha sido, por mi mal, harto falaz; pero el amargo despertamiento no se equivoca. Si la verdad me mata, y me consuelan las ilusiones, permita el Cielo que no vuelva yo á oir ni á ver la verdad en la Tierra: si durmiendo soy feliz, y velando desgraciada, ¡ojalá me sea dado dormir sin despertar jamás! ¡Cuán felices son los animales que permanecen seis meses enteros sin abrir los ojos, entregados á un sueño profundo! Poco me importa que un sueño semejante se parezca á la muerte, que permaneciendo en vela se viva más tiempo; pues mi aciaga suerte, contraria á la de todos los humanos, encuentra la muerte velando y la vida durmiendo; y si la muerte á tal sueño se asemeja, ¡oh Muerte, ven cuanto antes á cerrar mis párpados!

Empezaba el Sol á teñir de púrpura los límites del horizonte, las nubes se disipaban, y el naciente dia prometia ser menos borrascoso que el anterior, cuando la guerrera, despierta ya, tomó sus armas para continuar sin perder tiempo su camino, dando las gracias al Señor del castillo por su hospitalidad y por las consideraciones que le habia guardado. Al salir del castillo, vió que la embajadora se le habia anticipado, y que llegaba con sus doncellas y sus escuderos al sitio en que la estaban esperando los tres reyes á quienes la guerrera derribara la noche anterior con su lanza de oro: habian pasado estos una noche cruel, sufriendo el agua, el viento y el frio, á cuyos males debia añadirse el de que tanto ellos como sus caballos habian tenido que resignarse á un completo ayuno, rechinando los dientes y pisando el lodo; pero lo que sobre todo les mortificaba, era la idea de que la mensajera pusiera en conocimiento de su señora, aparte de las demás circunstancias, la de que habian sido derribados por la primera lanza que en Francia se volvió contra ellos.

Resueltos á perecer ó á tomar una pronta venganza del ultraje recibido, á fin de que Ulania rectificara el juicio que de su valor habia formado, retaron á nueva lid á la hija de Amon, en cuanto esta acabó de pasar el puente levadizo, sin presumir que desafiaban á una doncella, pues los ademanes de Bradamante no eran los de tal. La jóven, que iba de prisa y no queria perder tiempo, rehusó al pronto el combate; pero fueron tantas las provocaciones de los tres reyes, que no pudo negarse ya sin mengua para ella; y enristrando la lanza, de tres botes derribó á los tres en tierra, con lo cual terminó el combate: despues, sin dignarse siquiera mirarlos, les volvió las espaldas, y se alejó rápidamente.

Aquellos guerreros, que habian venido de tan apartadas regiones solo por conquistar el escudo de oro, se levantaron sin pronunciar una palabra, como si la voz se les hubiese extinguido al mismo tiempo que el denuedo, y quedaron confusos, maravillados y sin atreverse á levantar la vista hasta Ulania, recordando sin duda las muchas veces que en su presencia se habian jactado por el camino de que no habria caballero ni paladin capaz de hacer frente al menos valeroso de los tres. Deseando la dama humillarles más y castigar su desmedida arrogancia, les hizo saber que era una doncella, y no un paladin, quien les habia arrojado de la silla.

—Si una mujer os ha hecho medir el suelo, les decia, ¿qué no debereis pensar con respecto á la bravura de Orlando y de Reinaldo, que con mayor motivo han alcanzado tan glorioso renombre? Si cualquiera de ellos conquista el escudo, ¿sereis capaces por ventura de disputárselo con más valor del que habeis demostrado contra una doncella? Yo por mí no lo creo, y supongo que vosotros tampoco lo creeis. Podeis daros ya por satisfechos; pues no teneis necesidad de ofrecer una prueba más clara de vuestro valor: y si hay alguno de vosotros tan temerario que desee hacer en Francia otra nueva experiencia de su esfuerzo, solo conseguirá añadir el daño á la vergüenza que por dos veces habeis encontrado en este país, á no ser que juzgue más útil y glorioso recibir la muerte por mano de tales guerreros.

Luego que estuvieron plenamente convencidos de que era una doncella la que habia mancillado su fama, tan brillante hasta entonces, cuya circunstancia confirmaron no solo Ulania, sino las personas de su séquito, se sintieron poseidos de tal dolor y tanta ira, que estuvieron á punto de volver contra sí mismos sus aceros; y arrastrados por su despecho furioso, se quitaron cuantas armas llevaban encima, sin conservar siquiera la espada, y las arrojaron al foso del castillo, jurando que, para reparar la afrenta que una mujer les habia causado, haciéndoles medir vergonzosamente el suelo, estarian un año entero sin usar armas de ninguna clase y sin caminar más que á pié por toda clase de caminos, y añadiendo que hasta que hubiera transcurrido el año, no vestirian otras armas ni montarian más caballos que los que consiguieran ganar combatiendo. Para castigar, pues, su falta, emprendieron de nuevo su viaje; ellos á pié y desarmados, y Ulania y su servidumbre á caballo.

Bradamante llegó por la noche á un castillo que habia en el camino de París, y supo allí que Agramante habia sido derrotado por Carlomagno y por su hermano Reinaldo. En aquel castillo encontró una cordial hospitalidad y buena mesa; pero la guerrera, insensible á los solícitos cuidados que le prodigaban, comia poco, dormia menos y no hallaba reposo en parte alguna. Sin embargo, no debo ocuparme tanto de Bradamante, que vaya por ella á descuidar á aquellos dos caballeros que habian atado sus caballos cerca de la solitaria fuente.

El combate que voy á describir no tenia por objeto la conquista de una ciudad, ni de una corona; sino el de ver cuál de los dos deberia quedar en posesion de Durindana y de Bayardo. Sin que tuviesen necesidad de clarin ó trompeta para dar la señal del combate; sin heraldo que les recordase la defensa ó el ataque y excitase su valor, desnudaron al mismo tiempo sus espadas, y se precipitaron uno contra otro. Pronto resonó el aire con los golpes terribles y reiterados, y pronto tambien empezó la ira á dominarles. Imposible seria hallar otras dos espadas, por más firmes, sólidas y duras que fuesen, que no se hubiesen roto ó mellado bajo la increible violencia de aquellos desmesurados golpes; pero las de ambos guerreros eran tan sólidas y tal la seguridad que una larga experiencia les prestaba, que bien podian chocar entre sí mil y más veces sin peligro de romperse.

Reinaldo, cambiando de sitio con destreza, maña y arte, esquivaba los tremendos tajos de Durindana, por constarle cuán bien hendia el acero mejor templado. El rey Gradasso descargaba innumerables golpes con ella, pero casi todos al aire; y si lograba acertar alguno, era siempre en sitio donde podia hacer muy poco daño. Reinaldo calculaba mejor sus ataques, y adormecia con frecuencia el brazo del pagano: su acero penetraba á veces por los costados ó por las junturas del yelmo y la coraza de Gradasso; pero tropezaba con la cota diamantina, y no conseguia romper ó desunir una sola malla; porque, merced al arte de los encantadores que la fabricaron, era sumamente dura y fuerte. Sin concederse el menor reposo, habian estado mucho tiempo tan atentos á herir ó parar los golpes, que las miradas de cada uno de ellos no se separaban un solo instante de los ojos de su adversario, cuando una nueva riña llamó su atencion y dió tregua á su furor.

Volvieron ambos la cabeza simultáneamente al oir un grande estrépito, y vieron á Bayardo riñendo con un mónstruo más grande que él y cuyas formas eran de ave. Su cabeza tenia más de tres brazas de longitud; los miembros restantes eran de murciélago; el plumaje negro como la tinta; las garras enormes, agudas y encorvadas; los ojos de fuego; la mirada torva y las alas tan enormes, que más bien parecian dos velas. Quizás fuera un ave verdadera; pero no sé si en otro país se habrá hallado otra igual, porque nunca he visto un animal semejante, ni he leido nada con respecto á él, excepto lo que he encontrado en las obras de Turpin. Esta consideracion me hace creer que el pájaro en cuestion seria un espíritu infernal que Malagigo hizo aparecer bajo aquella forma, á fin de impedir el combate. Reinaldo lo sospechó tambien así, y dirigió despues las más ágrias reconvenciones á su primo, el cual rechazó semejante imputacion; y para convencer á Reinaldo de su sinceridad, le juró por la luz que da luz al Sol que era infundada aquella sospecha.

Fuese ave ó demonio, lo cierto es que el mónstruo cayó sobre Bayardo y lo aferró con sus garras. El caballo, que era vigoroso en extremo, rompió las riendas que le sujetaban, y lleno de rabia y cólera, se volvió contra su acometedor á coces y mordiscos: el ave le soltó, y remontándose velozmente por los aires, volvió á precipitarse sobre él, clavándole sus punzantes uñas y hostigándole sin cesar. Herido el corcel, é incapaz de resistir á su enemigo, huyó rápidamente hácia la selva vecina, procurando ampararse de la espesura. No por eso cesó de perseguirle la plumada fiera, procurando aprovecharse de los claros del bosque para caer de nuevo sobre el caballo; pero tanto se internó este en la enramada, que al fin logró guarecerse en una cueva. En cuanto el mónstruo alado perdió sus huellas, remontóse al cielo, para buscar otra presa.

Al ver Reinaldo y Gradasso que se les escapaba el caballo, causa de su combate, convinieron en diferirlo hasta salvar á Bayardo de las garras que le hacian huir por la oscura selva; pero con la condicion de que el primero que lograra cogerle habia de volver con él á aquella fuente, para terminar la interrumpida contienda. Se apartaron de la fuente, siguiendo las huellas recientemente impresas en la tierra, pero Bayardo se alejaba cada vez más de ambos adversarios, que no podian competir con él en velocidad. Gradasso saltó sobre su Alfana, é internándose por la selva, dejó muy atrás al Paladin, triste y en extremo descontento. A los pocos pasos, perdió Reinaldo el rastro de su corcel, que en su vertiginosa carrera, habia ido buscando los rios, los árboles, los peñascos, los senderos más escabrosos y salvajes para librarse de las terribles garras que, cayendo del cielo, se clavaban en sus lomos. Convencido Reinaldo de la inutilidad de sus pesquisas, volvió á la fuente á esperarlo, por si Gradasso le llevaba allí, tal como habian convenido de antemano; mas cuando vió que esperaba en vano, se dirigió de nuevo al campamento á pié y sumido en una profunda tristeza.

Pero volvamos al rey de Sericania, cuya suerte fué más propicia que la del paladin; pues su buena estrella, más bien que su derecho, hizo que oyera los relinchos de Bayardo, al cual encontró en la profunda cueva, tan poseido de espanto todavía, que no osaba salir fuera de ella; de cuya oportunidad se aprovechó el pagano para apoderarse de él. Aunque Gradasso recordaba perfectamente su promesa de volver con él á la fuente, no se mostró dispuesto á cumplirla, y se hizo el siguiente razonamiento:

—Conquístelo en buen hora el que lo desee por medio de las armas: yo prefiero apoderarme de él en paz. Tan solo por hacer mio á Bayardo he venido de uno á otro extremo de la Tierra; ya que le tengo en mi poder, harto loco será el que crea que pienso desprenderme de él. Si Reinaldo quiere recuperarle, que haga un viaje á la India, como yo lo he hecho á Francia: tan seguro estará en Sericania como yo lo he estado las dos veces que he venido á este país.

Así diciendo, se dirigió por el camino más transitable hácia Arlés, donde logró reunirse con el ejército sarraceno, y se embarcó en una galera despalmada con Bayardo y Durindana. En otra ocasion hablaré de él; que ahora debo dejar atrás á Gradasso, á Reinaldo y á toda la Francia, y ocuparme de Astolfo, que, merced á la silla y el freno, hacia ir al Hipogrifo por los aires á guisa de palafren, con tan rápido vuelo que no lo es tanto el del águila ó el halcon.

Despues que Astolfo hubo recorrido toda la Galia de uno á otro mar y desde los Pirineos al Rin, volvió hácia los montes que separan la Francia de la España. Pasó por Navarra y luego por Aragon, maravillando á todo el que le veia; dejó á Tarragona á la izquierda y á Vizcaya á la derecha, llegó á Castilla y vió á Galicia y al reino de Lisboa: despues dirigió su vuelo hácia Córdoba y Sevilla, sin que quedara en el interior ó en las costas una ciudad que no visitara. Vió á Gades, y la meta que puso el invencible Hércules á los primitivos navegantes. En seguida se dispuso á recorrer el África desde el mar de Atlante hasta los confines del Egipto; visitó las Baleares famosas, pasando por encima de Ibiza, y volviendo las riendas, emprendió su vuelo en demanda de Arzilla, sobre el mar que la separa de España.

Vió á Marruecos, Fez, Oran, Hipona, Argel, Bugía, ciudades soberbias que ciñen la corona de otras muchas ciudades, pero coronas de oro y no de hojas ó yerbas. Adelantóse despues hácia Biserta y Túnez; vió á Capisa, la isla de Alzerbe, Trípoli, Benghazzi y Tolemaida hasta donde el Nilo dirige su curso al Asia. Despues recorrió todas las comarcas situadas entre el mar y las pobladas cumbres del fiero Atlas; y volviendo la espalda á los montes de Carena, se lanzó hácia los Cireneos, atravesó los desiertos de arena y llegó á Halbay en los confines de la Nubia, donde permaneció algun tiempo más allá del sepulcro de Bato y el gran templo de Ammon, que hoy se halla destruido. Desde allí se dirigió á la otra Tremecen sometida á las leyes de Mahoma, y en seguida dirigió su raudo vuelo hácia la parte de la Etiopía que está al otro lado del Nilo. Detúvose por fin en la ciudad de Nubia, que está situada entre Dobada y Coalle, cuyos habitantes son cristianos, mientras que sus vecinos adoran al falso profeta, y tanto unos como otros están siempre con las armas en la mano en los confines de sus respectivos territorios. A la sazon era Senapo el emperador de Etiopía, el cual en lugar de cetro ostentaba una cruz: sus riquezas y poderío eran inmensos, y sus dominios tan vastos, que se extendian hasta la entrada del mar Rojo. Su religion era casi la nuestra, la única que podia concederle la salvacion eterna, y en sus estados, si no me equivoco, se empleaba el fuego para lavar la mancha del pecado original.

El duque Astolfo se apeó en la gran corte de Nubia, y visitó á Senapo. El palacio donde tenia la residencia el soberano de Etiopía era mucho más rico que fuerte: las cadenas de los puentes y de las puertas, los goznes, las cerraduras, los cerrojos y todo cuanto en nuestros países es de hierro, era allí de oro macizo; pero aunque este finísimo metal abundaba tanto, sabian, sin embargo, apreciar su valor. Las galerías del régio alcázar estaban formadas por columnatas de trasparente cristal: bajo los ventanales del palacio lanzaba vivos destellos un magnífico friso rojo, azul, amarillo, blanco y verde, hecho con incrustaciones de rubíes, esmeraldas, zafiros y topacios, colocados con la más admirable proporcion. Las paredes, los techos, los pavimentos estaban tambien recargados de perlas y de piedras preciosas. Allí es donde se recoge el bálsamo con una abundancia tal, que la de Jerusalen no podia sostener la comparacion. El almizcle que se recibe en Europa, de allí sale; de allí procede el ámbar, que se reparte por otras marismas; en suma, de aquellas regiones recibimos las cosas que tanto valor tienen en las nuestras.

Dícese que el Soldan de Egipto paga tributo á aquel rey y le presta vasallaje, á fin de que no varíe el curso del Nilo, como podria hacerlo si quisiera, lo cual seria para el Cairo y toda aquella region una causa de terrible escasez y calamidades. Los etíopes llaman Senapo á su monarca; nosotros le llamamos Preste, ó más bien Preste Juan. De cuantos reyes existieron en Etiopía, aquel era el más rico y poderoso; pero á pesar de todo su poder y sus tesoros, habia perdido desgraciadamente la vista, y aun no era este el mayor de sus males: mucho más molesto y enojoso se le hacia el de estar atormentado de un hambre perpétua, á pesar de todas sus riquezas. Cuando el infeliz monarca, excitado por su constante apetito, iba á beber ó á comer alguna cosa, aparecia inmediatamente el infernal tropel de las arpías, monstruosas, repugnantes y nefandas, y con sus inmundas bocas ó sus rapaces uñas vaciaban los vasos y devoraban las viandas: cuando sus estómagos voraces no podian contener más alimento, infestaban y ensuciaban los manjares restantes.

Tal era el castigo á que Senapo se habia hecho acreedor, porque viéndose, cuando estaba en la flor de su edad, rodeado de tantos honores y consideraciones, poseyendo inmensas riquezas, y siendo el más vigoroso y osado de todos los etíopes, se apoderó de él la insensata soberbia que perdió á Lucifer, y se atrevió á declarar la guerra á su Hacedor. Con este objeto levantó un numeroso ejército, y se dirigió con él á la montaña donde nace el rio de Egipto, porque habia oido decir que en aquel monte salvaje, cuya cumbre se lleva á través de las nubes y llega hasta el mismo Cielo, existia el Paraiso llamado terrenal donde habitaron Adan y Eva. El arrogante monarca avanzaba á la cabeza de un innumerable ejército, compuesto de infantes y ginetes montados en caballos, camellos y elefantes, con el mayor anhelo, y jactándose de someter á sus leyes á todos los habitantes del Paraiso. Dios reprobó su temeraria audacia, y envió contra aquella muchedumbre á uno de sus ángeles, el cual exterminó á más de cien mil hombres, y condenó á Senapo á vivir en perpétua noche. Despues hizo que acudieran á su mesa los mónstruos horrendos de las grutas infernales, que le arrebataban y contaminaban todos los alimentos, sin permitirle que gustara ó bebiera uno solo. Habia venido á aumentar su desesperacion un vaticinio, que le anunciaba que sus manjares dejarian de ser arrebatados ó infestados, cuando viera aparecer por el aire un caballero cabalgando en un caballo alado; y como le parecia imposible esta maravilla, vivia triste y melancólico y privado de toda esperanza.

Cuando, poseidos del mayor estupor, vieron los habitantes desde las murallas y las torres á Astolfo montado en el Hipogrifo, acudieron presurosos á avisar al rey de Nubia, que recordando entonces la prediccion, y sin darse tiempo, en medio de su alegría, á coger el fiel báculo que le servia de guia y apoyo, salió al encuentro del volador caballero con los brazos extendidos y vacilante paso. Astolfo se posó en la plaza del castillo, despues de haber descrito extensos círculos en el aire al descender. Luego que el Rey estuvo en presencia del Duque, arrodillóse y exclamó con las manos cruzadas:

—¡Oh, Ángel de Dios! ¡oh, nuevo Mesías! Si no merezco perdon por mis pasadas faltas, considera que estas son fruto de la humana naturaleza, y que á vosotros toca perdonar al pecador arrepentido. Convencido de la enormidad de mi crímen, no te pido, no me atreveria á pedirte que me devuelvas la perdida vista, si bien debo creer que puedes hacerlo, porque eres uno de los bienaventurados espíritus á Dios tan gratos. ¡Ah! Date por satisfecho con el martirio que sufro no siéndome posible contemplarte, y no permitas que el hambre me consuma eternamente. Impide por lo menos que las fétidas arpías arrebaten todos mis alimentos, y en accion de gracias prometo erigirte en mi capital un templo de mármol, que tenga todas las puertas y los techos de oro, y esté adornado interior y exteriormente de piedras preciosas; prometo colocarle bajo la advocacion de tu santo nombre, y esculpir en él el milagro que hayas hecho en favor mio.

Así decia el Rey, que nada veia, mientras procuraba en vano besar los piés de Astolfo, el cual le respondió:

—Ni soy Ángel de Dios, ni nuevo Mesías, ni vengo del Cielo: soy tan solo un mortal, pecador como tú, é indigno de las mercedes que el Señor me prodiga. Sin embargo, haré cuanto esté de mi parte para alejar de tu reino á esos mónstruos malvados, ya ahuyentándolos, ó ya dándoles muerte. Si así lo consigo, no debes darme las gracias, sino á Dios, que dirigió mi vuelo hácia aquí para ayudarte en tus cuitas. Guarda tus votos para el Omnipotente, á quien únicamente se deben, y á quien debes consagrar la iglesia y los altares que me ofrecias.

Hablando de esta suerte, se dirigieron ambos á palacio, rodeados de los personajes más ilustres de la corte. El Rey dió órden á sus servidores de que preparáran inmediatamente una comida suntuosa, esperando que aquella vez no le serian ya arrebatados de las manos los manjares. Sirvióse á los pocos momentos un espléndido banquete en un salon magnífico. Astolfo fué el único que se sentó á la mesa al lado de Senapo, y apenas se colocaron en ella las viandas, cuando se oyó resonar por los aires un discordante rumor, producido por las horribles alas de las arpías fétidas y repugnantes, que acudian atraidas por el olor de los manjares. Eran siete formando un solo grupo, y todas tenian rostros de mujer, lívidos, enjutos y demacrados por una prolongada abstinencia: su aspecto era más horrible que el de la misma muerte. Sus alas eran inmensas, deformes y súcias: en vez de manos estaban provistas de garras, terminadas en uñas encorvadas y retorcidas; sus vientres enormes exhalaban un olor repugnante, y su larga cola se enroscaba formando círculos como la de una serpiente.

Apenas se habia oido el rumor de su venida, cuando se las vió á todas precipitarse simultáneamente sobre la mesa, derribando los vasos y apoderándose de los manjares: de sus vientres se exhalaba tal fetidez, que era preciso taparse las narices por no ser posible soportar aquel hedor insufrible. Astolfo, arrebatado por la cólera, desnudó el acero contra aquellas aves insaciables, y lo descargó sobre el cuello, la espalda, el pecho ó las alas de unas y otras; pero como si pretendiera herir á un saco de estopa, todos sus golpes se embotaban y quedaban sin efecto. Mientras tanto, las arpías no dejaron una copa ni un plato intactos, ni abandonaron el salon hasta despues de haber saciado su voracidad ó contaminado cuanto no pudieron devorar.

El Rey habia estado firmemente persuadido de que Astolfo ahuyentaria á las arpías; mas viendo luego su esperanza defraudada, empezó á gemir y suspirar, volviendo á su acostumbrada desesperacion. Acordóse entonces el Duque de la trompa que solia auxiliarle en los mayores peligros, y calculó que no habia medio mejor que aquel para librar al Rey de tales mónstruos. Hizo que el monarca y todos los señores de su corte se taparan los oidos con cera caliente, para impedir una fuga general cuando hiciera resonar su talisman. En seguida cogió las bridas del Hipogrifo, se acomodó en la silla, empuñó su preciosa trompa, é indicó por señas al mayordomo que mandara servir nuevos manjares. Siguiendo su consejo, prepararon en una galería otra nueva mesa. En cuanto empezaron á servirla, presentáronse las arpías, segun su costumbre; entonces requirió Astolfo su trompa, y los mónstruos, que no tenian tapados los oidos, no pudieron permanecer un momento más en la estancia, así que oyeron aquel sonido aterrador, y huyeron á la desbandada, llenos de espanto, sin cuidarse de la comida ni de nada. El Paladin clavó los acicates en los hijares de su corcel, el cual salió volando fuera de la galería; abandonó el castillo y la gran ciudad, y se remontó por los aires persiguiendo á los mónstruos. Astolfo no daba tregua á sus resoplidos en tanto que las arpías continuaban huyendo hácia la zona del fuego, hasta que se encontraron en el elevadísimo monte en que el Nilo tiene su orígen, si es que le tiene en alguna parte.

Casi en las mismas raices de la montaña, se encuentra una cueva profunda que desaparece en las entrañas de la Tierra, la cual, segun se dice, es la verdadera puerta por donde pasa todo el que quiere bajar al Infierno. La turba inmunda corrió presurosa á guarecerse en aquella gruta, como en el albergue más seguro, y descendió hasta las orillas del Cocyto y aun más allá, para no escuchar los sonidos de la trompa.

El ínclito duque dió fin á sus insoportables resoplidos cuando llegó á la infernal y caliginosa boca que da libre acceso á todo el que abandona la luz, é hizo que su corcel plegara las alas. Pero antes de llevar más lejos á nuestro héroe, y en vista de que he llenado el papel por todos lados, descansaré un momento siguiendo mi costumbre, y daré fin á este canto.

Canto XXXIV

Oye Astolfo la lamentable historia de Lidia en la gruta infernal: casi consumido por el fuego que sale del subterráneo, sube en su caballo alado, y llega al Paraiso terrenal. Recorre despues el Cielo, acompañado de S. Juan, é informado detalladamente por él de cuanto ve, coge el juicio de Orlando y parte del suyo propio: visita á las que hilan el estambre de nuestra vida, y se aleja de allí.

¡Oh famélicas, inícuas y fieras Arpías, enviadas por la justicia divina á todas las mesas de la ciega y extraviada Italia, para castigar tal vez nuestros antiguos pecados!

¡Ah! ¡Cuántas criaturas inocentes, cuántas tiernas madres perecen de hambre y de miseria, mientras contemplan cómo devoran esos mónstruos en una sola cena lo que bastaria para sostener su existencia! ¡Maldicion al que abrió las cavernas en donde habian permanecido encerradas por espacio de muchos años, dando lugar á que se esparciera por Italia la fetidez y la estúpida gula, causa de sus males presentes! La paz y las buenas costumbres desaparecieron desde entonces, y á la bienhechora tranquilidad que se disfrutaba han sucedido guerras incesantes, miseria, zozobra y ansiedad, cuyo término no es dado prever, como no llegue un dia en que tirando de los cabellos á sus perezosos hijos, les arroje de las orillas del Leteo, exclamando:—«¿No habrá ninguno entre vosotros, cuyo valor iguale al de Calais y Cethes, y sea capaz de librar á la Italia de sus garras y pestilencia, devolviéndole su halagüeña y perdida pulcritud?»

El Paladin hizo con las arpías que molestaban al Rey etíope lo mismo que hicieron aquellos dos hermanos con las que tan desesperado tenian á Fineo. Segun dije antes, Astolfo habia ido persiguiendo á aquel tropel de mónstruos con los sonidos de su trompa, hasta que se detuvo al pié de un monte, á la entrada de la cueva donde aquellos se habian refugiado. Púsose á escuchar atentamente, y llegó á sus oidos un discordante rumor de alaridos, ayes y lamentos sin fin, señal evidente de que allí estaba el Infierno. Resolvió penetrar en la gruta y contemplar á los que habian dejado de existir, con intencion además de llegar hasta el centro de la Tierra, recorriendo todos los círculos infernales.

—¿Qué puedo temer, decia para sí, entrando en esa caverna, mientras conserve en mi poder esta trompa? Con ella haré huir á Pluton, á Satanás y al Cancerbero.

Esto diciendo, se apeó prontamente del alígero corcel y le dejó atado á un árbol: en seguida se hundió en el antro, empuñando préviamente el cuerno en que cifraba toda su esperanza. Pocos pasos habia andado, cuando sintió sus narices y sus ojos ofendidos por un humo insoportable y más denso que el de la pez ó el azufre; á pesar de lo cual siguió adelante. Pero á medida que avanzaba, iban condensándose los espesos vapores y aumentándose las tinieblas, de suerte que empezó á temer que no podria ir más allá y le seria forzoso retroceder. De pronto vió sobre su cabeza un objeto cuyas formas no pudo distinguir, pero que se parecia mucho al cadáver de un ahorcado movido por el viento despues de haber estado muchos dias expuesto al Sol y á la lluvia. Tan escasa era la claridad que habia en aquel ahumado y lóbrego camino, que el Duque no acertaba á comprender en qué consistia aquel objeto que iba por los aires: para averiguarlo, se decidió á pegarle dos veces con su espada, y dedujo que debia ser un espíritu, pues sus golpes no encontraron mayor resistencia que si los hubiera descargado sobre la niebla. Entonces oyó que una voz afligida le dirigia estas palabras:

—Sigue descendiendo, sin hacer daño á nadie. ¡Demasiado me atormenta el negro humo del fuego del Infierno que inunda este recinto!

El Duque se detuvo sorprendido, y dijo á la sombra:

—¡Así Dios rompa las alas de ese humo para que no pueda subir hasta tí, como yo desearia que me dijeras cuál es tu suerte! Y si quieres que lleve noticias tuyas á la Tierra, habla; estoy dispuesto á complacerte.

La Sombra replicó:

—Me halaga tanto la idea de volver, aunque solo sea en memoria, á ese mundo de luz radiante y esplendorosa, que el deseo de alcanzar tal don desata forzosamente mi lengua, y me obliga á revelarte mi nombre y mi historia, por más que su relato me sea penoso.

La Sombra hizo una pausa, y luego prosiguió:

—Me llamo Lidia, Señor, y nací en elevada cuna, pues soy hija del poderoso Rey de Lidia. Por haber sido ingrata y desdeñosa mientras viví con el más fiel de los amantes, el alto juicio de Dios me ha condenado á permanecer eternamente en medio de este humo. Esta caverna está llena de un número infinito de mujeres, condenadas á la misma pena por la misma falta. La cruel Anaxareta se halla más abajo, donde el humo es más denso y el tormento mayor. Su cuerpo quedó en el mundo convertido en piedra, mientras que su alma pasó á estas profundidades, por haber mirado con indiferencia el suicidio de su desesperado amante. No muy lejos de aquí se encuentra Dafne, arrepentida, aunque tarde, de haber hecho correr tanto á Apolo. Seria harto prolijo enumerar uno á uno los infieles espíritus de las mujeres ingratas que aquí se hallan: son tantos, que llegan hasta lo infinito; pero seria mucho más largo designarte el número de hombres que hoy deploran su ingratitud, y que en castigo de ella han sido precipitados á un sitio más profundo, donde el humo les ciega y les devoran las llamas. Siendo las mujeres más crédulas y fáciles de engañar, sus seductores se han hecho dignos de mayor suplicio. Harto lo saben Teseo, Jason, el que turbó el antiguo reino latino, el que suscitó el sanguinario enojo de su hermano Absalon por causa de Tamar, y otra inmensa multitud de infieles de ambos sexos, unos por haber abandonado á sus mujeres y otros á sus maridos.

»Mas como debo hablarte de mí con preferencia á los demás, y confesar la falta que aquí me trajo, te diré que fuí en vida tan bella y orgullosa, que no sé si ha habido otra mujer que pudiera igualárseme: tampoco podré decir cuál de estas dos cosas sobresalia más en mí, aunque la belleza que á todos cautivaba, engendró el orgullo y la fastuosidad. En aquel tiempo vivia en Tracia un caballero, reputado como el más valiente del mundo, el cual oyó ponderar mi belleza y mis atractivos por más de un conducto fidedigno; y en consecuencia, formó el designio de concederme todo su amor, esperando que su valor le haria digno de que yo aceptase con gratitud su corazon. Pasó á Lidia, y apenas me hubo visto, cuando quedó sujeta su voluntad por un lazo mucho más fuerte. Ocupó un distinguido lugar entre los caballeros de la corte de mi padre, en la cual acrecentó su fama. Seria prolijo ponderarte su heróico valor, las increibles proezas que llevó á cabo, y los merecimientos de que se hubiera hecho digno si hubiese dado con un hombre más agradecido. Merced á él, mi padre sometió á la Panfilia, la Caria y la Cilicia; y tanto era así, que jamás se decidió á acometer con su ejército á los enemigos, sino cuando á él le parecia conveniente. Por fin, un dia se atrevió á pedir al Rey mi mano en recompensa de tantas victorias, persuadido de que sus méritos le daban derecho para obrar así; pero el monarca se negó desdeñoso á tal demanda, porque queria unir á su hija con un príncipe poderoso y no con un caballero particular, que no tenia más bienes que su valor: mi padre, guiado tan solo por el interés y la avaricia, orígen de todos los vicios, apreciaba la honradez ó admiraba el valor, lo mismo que un asno los melodiosos acordes de la lira.

»Alcestes (que este era el nombre del caballero de quien te hablo), al verse desdeñado por el mismo que le era deudor de las mayores recompensas, se alejó de la corte, amenazándole al marchar con que le haria arrepentirse de no haberle concedido la mano de su hija. Pasó en seguida al servicio del Rey de Armenia, antiguo émulo del de Lidia y su enemigo capital; y tanto le estimuló, que le dispuso á tomar las armas y declarar la guerra á mi padre. En atencion á sus ínclitas y famosas acciones, obtuvo el mando del ejército armenio, y manifestó que todas sus conquistas serian para el Rey de Armenia, excepto la de mi persona, que reservaba para sí como recompensa de su valor en cuanto se apoderase de todo. Imposible me seria manifestarte los inmensos perjuicios que Alcestes ocasionó á mi padre en aquella guerra. Destrozó cuatro ejércitos, y en menos de un año le redujo á tal extremo, que de todos sus estados no le quedó más que un castillo, cuya elevada posicion le hacia casi inexpugnable, en el cual se encerró el Rey con sus más fieles servidores y los tesoros que pudo reunir precipitadamente. Alcestes fué á sitiarnos allí, y al poco tiempo nos colocó en tan desesperada situacion, que mi padre habria consentido en entregarme á él, no como mujer, sino como esclava, juntamente con la mitad de su reino, con tal de salir en libertad y sin sufrir más daños; pues estaba seguro de perder sus riquezas y de morir cautivo. Antes de arrostrar este terrible golpe, quiso valerse de todos los medios que estuvieran en su mano; y á este fin, me ordenó que saliera del castillo para conferenciar con Alcestes, puesto que yo era la causa de tantos males.

Me puse en camino con la intencion de ofrecer al vencedor por precio de la paz mi persona, y de rogarle que conservase la parte que quisiera de nuestro reino. Al tener noticia Alcestes de mi llegada, salió á mi encuentro pálido y tembloroso: á juzgar por su semblante, parecia más bien un vencido cargado de cadenas que un vencedor. Adivinando yo en su turbacion la intensidad de su ardiente pasion hácia mí, desistí de hablarle tal como estaba dispuesta á hacerlo, y en vista de aquella oportunidad, modifiqué mi opinion en consonancia con el estado en que le veia. Empecé por maldecir su amor y dolerme de su crueldad, que le habia incitado á oprimir tan inicuamente á mi padre, y á apoderarse de mí por medio de la fuerza, asegurándole que otra hubiera sido á los pocos dias su suerte, si hubiese sabido continuar portándose del modo cómo empezó, y que tan grato nos habia sido á mi padre y á todos. Le añadí que, si bien mi padre se habia opuesto al principio á su recta demanda, consistia en su rudeza natural, que le impedia acceder á la primera peticion, lo cual no debió haberle servido de pretexto para dejar de prestarle sus buenos servicios y para vengarse tan precipitadamente; cuando si hubiera obrado mejor, podria haber alcanzado de seguro la recompensa que anhelaba. Díjele además que, aun suponiendo que mi padre hubiese insistido en su negativa, mis súplicas hubieran sido tan incesantes, que al fin habria accedido á hacer de mi amante mi esposo; y en último resultado, si persistiera en su resolucion, yo me habria portado de tal modo, que Alcestes se hubiera envanecido de poseerme; pero ya que creyó mejor intentar otros medios, yo por mi parte estaba resuelta á no amarle, y al ir á entregarme á él, lo hacia solo por salvar á mi padre. Terminé diciéndole, que no contara con disfrutar por mucho tiempo el placer que bien á pesar mio le proporcionaba; pues estaba decidida á derramar mi sangre en el mismo momento en que yo hubiera satisfecho con mi persona todo cuanto sus impúdicos deseos le hicieran obtener por medio de la violencia.

»Estas y otras parecidas frases empleé conociendo mi dominio sobre Alcestes, y le dejé más arrepentido por lo que habia hecho que lo estuviera el mayor santo en su solitario yermo. Cayó á mis plantas, y suplicóme encarecidamente, presentándome un puñal y empeñándose tenazmente en que lo cogiera, que me vengase de su enorme crímen. Aprovechando la disposicion en que le veia, formé el propósito de seguir obrando del mismo modo hasta sujetarle á mi albedrío; y á este fin, le dí esperanzas de que aun podria hacerse digno de obtener mis favores, si enmendando su falta, conseguia que se restituyeran á mi padre las provincias conquistadas, y si andando el tiempo procuraba merecer mi mano, no por medio de las armas, sino sirviéndome y amándome. Alcestes prometió obedecerme, y me dejó regresar al castillo tan incólume como habia salido de él, y sin atreverse siquiera á darme un beso: ved cuán sujeto le tenia el yugo que supe ponerle, y si era profunda la llaga que por mí le habia infligido Amor para no tener necesidad de aguzar nuevas saetas.

»Alcestes se presentó en seguida al Rey de Armenia, á quien, en virtud del pacto formado de antemano, correspondia todo el país que se conquistase; y del mejor modo que le fué posible, le rogó que regresara á Armenia, restituyendo á mi padre las tierras que habia sometido y devastado. El monarca, encendido de ira, dijo á Alcestes que alejara tal pensamiento de su mente; pues estaba decidido á no envainar su espada mientras mi padre conservara un solo palmo de terreno: añadióle que, si las palabras de una vil mujerzuela le habian hecho variar de propósito, sufriese él solo las consecuencias: en cuanto á él, no estaba dispuesto á sacrificar por tan leve causa las conquistas que eran fruto de un año de trabajos y peligros. Alcestes insistió en sus súplicas, lamentándose de que no tuvieran el efecto deseado: por último, montó en cólera y exigió del Rey con amenazas que hiciera de grado ó por fuerza lo que le pedia. Llegó á tal extremo su ira, que de las palabras irrespetuosas pasó á vias de hecho; y desenvainando la espada, se arrojó sobre el monarca, y le quitó la vida, á pesar de los esfuerzos de los numerosos soldados que le rodeaban. En seguida llamó en su auxilio á los Cilicios y á los Tracios, que estaban á su sueldo, y á otros de sus secuaces, y derrotó aquel mismo dia á los Armenios. Continuando sus triunfos, á sus solas expensas, y sin recurrir á mi padre, en menos de un mes le restituyó todas sus provincias; y para indemnizarnos de las enormes pérdidas que nos hiciera sufrir su rencor, nos entregó un botin abundante y valioso, exigió un fuerte tributo á la Armenia y á la Capadocia, su limítrofe, y taló toda la Hircania hasta las orillas del mar.

»Volvió á nuestra corte; pero en lugar de ofrecerle los honores del triunfo, resolvimos darle la muerte, aun cuando por entonces nos detuvo la consideracion de que estaba rodeado de muchos amigos fieles, que podian vengarle con daño nuestro. Fingí, pues, corresponder á su pasion, y procuré de dia en dia avivar sus esperanzas de alcanzar mi mano, exigiendo antes de él que diera nuevas pruebas de su valor venciendo á otros enemigos nuestros. Le mandé luego con frecuencia que acometiera por sí solo, ó acompañado de un número reducido de soldados, empresas extraordinarias, tan peligrosas algunas, que más de mil campeones hubieran encontrado en ellas irremisiblemente la muerte; pero lograba siempre un éxito tan feliz, que volvia victorioso, aun despues de luchar muchas veces con seres horribles y monstruosos, con gigantes y con lestrigones que infestaban nuestros estados. El invencible Alcides no tuvo que arrostrar tantos peligros, por órden de su madrastra ó de Euristeo, en Lerna, en Nemea, en Tracia, en Erimanto, en la Numidia, en los valles de Etolia, en las orillas del Tíber, en las del Ebro y en otras partes, como los que arrostró mi amante siempre que yo se lo rogaba con fingidas súplicas y designios homicidas; pues mi intento no era otro que el de librarme de su presencia. No pudiendo conseguirlo por estos medios, puse por obra otros de más seguro efecto: supe inducirle á que infiriera los más graves ultrajes á sus mejores amigos, y suscité de este modo el ódio de todos contra él: Alcestes, cuya dicha mayor consistia en anticiparse á mis deseos, los satisfacia prontamente, sin que le detuviera consideracion alguna y sin oponer la más mínima dificultad.

»Cuando, merced á estos indignos manejos, conocí que habia exterminado á todos los enemigos de mi padre, y ví que Alcestes, supeditado á mi voluntad, no contaba con un solo amigo, le declaré explícitamente lo que hasta entonces le habian ocultado mis fingimientos, diciéndole que me inspiraba un ódio tan mortal, que me habia propuesto hacerle perecer; pero considerando despues que una accion semejante podria acarrearme la execracion pública, porque sabiéndose demasiado cuánto le debia, me tacharian de cruel, me daba por satisfecha con prohibirle que volviera á presentarse ante mi vista.—Desde entonces no quise verle ni hablarle más, y me negué á recibir sus cartas ó recados. Causóle tal tormento mi negra ingratitud, que abrumado al fin por el dolor, y viendo que eran inútiles sus constantes súplicas, cayó enfermo y murió. En castigo de mi crímen estoy condenada á sufrir las molestias de ese humo que me hace llorar y me ennegrece el rostro: así estaré eternamente, pues no hay misericordia para los que gimen en el Infierno.»

Luego que la desdichada Lidia cesó de hablar, procuró Astolfo seguir adelante para saber si allí habia otros condenados; pero aquel humo, vengador de la ingratitud, fué haciéndose tan denso, que no le permitió avanzar un solo paso; fuerza le fué retroceder y salir de aquel recinto con paso presuroso, antes de exponerse á perecer entre tan densos vapores. Se dirigió hácia la salida con tal rapidez, que al poco rato divisó la entrada de la caverna, pudo ver la luz del dia á través del aire tétrico y caliginoso de esta, y por último, á fuerza de trabajo y de cansancio, salió del antro, dejando el humo á sus espaldas.

Con objeto de cerrar para siempre el camino á aquellos mónstruos de insaciable estómago, fué amontonando piedras y derribando árboles, con los cuales construyó del modo que mejor pudo una especie de reducto á la entrada de la caverna, cerrándola tan bien, que las Arpías no pudieron volver nunca á la Tierra.

El negro humo de la pez no solo ennegreció é infestó los vestidos del Duque mientras estuvo en la tétrica caverna, sino que, abriéndose paso á través de ellos, le ensució todo el cuerpo; por lo cual fué buscando algun tiempo un sitio en donde hubiera agua, hasta que al fin encontró en una floresta un manantial que brotaba de entre las hendiduras de una roca, en el cual se lavó de piés á cabeza. Montó luego sin perder tiempo en el Hipogrifo, y se elevó por el aire para llegar á la cumbre de aquella montaña que juzgaba próxima al círculo de la Luna. En su deseo de contemplar lo que allí existiera, atravesó veloz la inmensidad del espacio, sin dignarse dirigir una mirada á la baja tierra; y tan rápidamente hendió los aires, que al fin llegó á la cúspide del monte.

Las flores que por aquellas placenteras regiones matizaban las auras podrian compararse al zafiro, al rubí, al oro, al topacio, al crisólito, y á las perlas, diamantes y jacintos. Las yerbas eran de un verde tan admirable, que si las poseyéramos aquí abajo, desdeñaríamos por ellas las esmeraldas: igual belleza reunian las ramas de los árboles, cargadas siempre de frutas y flores: entre el frondoso ramaje cantaban preciosos pájaros de plumaje azul, blanco, verde, rojo y amarillo: los murmurantes arroyuelos y tranquilos lagos vencian al cristal en transparencia, y una brisa suave, de soplo dulce, igual y apacible, producia en el aire un estremecimiento á propósito para que no molestase el calor del dia, y desprendia los diferentes aromas de las flores, de los frutos y de las hojas, formando con todos ellos una mezcla que inundaba el alma de embalsamada suavidad. En medio de la meseta del monte se elevaba un palacio, que parecia encendido por las más refulgentes llamas: tan grande era el esplendor que irradiaba en torno suyo, que desde luego se conocia no ser obra de ningun mortal.

Astolfo refrenó su corcel, dirigiéndolo á paso lento hácia el palacio, que tenia más de treinta millas de circunferencia, y se puso á contemplar extasiado la belleza de aquellos contornos. El mundo fétido y deleznable que habitamos le pareció entonces, comparado con la suavidad, magnificencia y delicioso aspecto de aquel país, una mansion miserable y ruin, objeto del desprecio y de la ira del Cielo y de la naturaleza. Cuando llegó cerca del refulgente edificio, se quedó extático de asombro, al ver que todo su recinto estaba formado por una sola piedra preciosa, más roja y brillante que el carbúnculo. ¡Obra sublime de un arquitecto superior á Dédalo! ¿Cuál de nuestros más afamados edificios podrá compararse á tí? ¡Enmudezca á tu lado la gloria de las siete maravillas del mundo, tan ponderadas por nosotros!

En el luciente vestíbulo de aquella morada dichosa se presentó al Duque un anciano, cubierto con un manto más rojo que el minio y una túnica más blanca que la leche. Sus cabellos eran blancos, y blanca asimismo la suelta barba que hasta el pecho le llegaba: por su aspecto venerable parecia uno de los bienaventurados elegidos del Paraiso. Dirigiéndose con agradable rostro al Paladin, que acababa de apearse respetuosamente de su corcel, le dijo:

—¡Oh, noble caballero, que por la voluntad del Cielo te has elevado hasta el Paraiso terrestre! Aun cuando ignoras la causa de tu viaje, y desconoces el fin de tus deseos, ten, sin embargo, entendido que no sin misterio has llegado hasta aquí desde el hemisferio ártico. Has atravesado inconscientemente ese vasto espacio, para oir mis consejos y saber cómo has de socorrer á Cárlos, y librar á la Santa Fé del peligro en que se encuentra; pero guárdate, hijo mio, de atribuir tu presencia en estos sitios á tu ciencia ó á tu valor, pues de nada te hubieran servido tu trompa ni tu caballo alado, si Dios no te lo hubiese permitido. Más tarde trataremos de este asunto detenidamente, y te diré cuanto debes hacer: ahora ven á recrearte con nosotros, pues tu prolongado ayuno debe serte ya molesto.

El anciano prosiguió hablando con Astolfo, y le dejó sumamente maravillado cuando, revelándole su nombre, le dijo que era uno de los evangelistas, aquel Juan tan querido del Redentor, cuyas palabras hicieron creer á sus hermanos que la muerte no pondria fin á sus dias, siendo causa de que el Hijo de Dios dijera á Pedro:—«¿Por qué te inquietas, si quiero que él se quede hasta mi vuelta?»—Y aun cuando no dijo:—«No debe morir,» ellos lo supusieron así. Fué transportado á aquellos lugares, donde encontró á Enoch juntamente con el gran profeta Elias, á quien habia precedido, los cuales no han visto aun llegar su última hora, y gozarán de una primavera eterna, lejos de una atmósfera nociva y pestilente, hasta que las trompetas angélicas anuncien que vuelve Cristo sobre la blanca nube.

Aquellos Santos hicieron al caballero una grata acogida, y le ofrecieron una habitacion en el palacio. El Hipogrifo encontró en otro departamento pienso excelente y abundante. Sirviéronle al Paladin diversos frutos de tan delicioso sabor, que consideró disculpables á nuestros primeros padres si el deseo de gustarlos les obligó á desobedecer las órdenes del Eterno Padre. Luego que el Duque venturoso hubo satisfecho la necesidad inherente á su naturaleza humana, tomando un alimento exquisito y disfrutando un tranquilo reposo, pues en aquella morada se le dispensaron toda clase de comodidades y atenciones, dejó el lecho cuando la Aurora habia salido ya de los brazos de su anciano esposo, á quien ama á pesar de su edad avanzada, y vió que se dirigia hácia él el discípulo más querido del Señor, el cual le tomó de la mano, y empezó á tratar con él de muchas cosas que deben permanecer en silencio. Despues le dijo:

—Tal vez ignoras, hijo mio, lo que en Francia sucede, aun cuando vienes de ella. Has de saber que vuestro Orlando, por haber olvidado su deber, ha sido castigado por Dios, á quien ofenden doblemente las faltas de sus hijos más queridos que las de los que niegan su santa ley. Orlando, que recibió de Dios al nacer una fuerza sobrenatural y un denuedo extraordinario, y alcanzó el don no concedido á mortal alguno de ser invulnerable, porque el Señor quiso constituirle en defensa y escudo de su santa Fé, como constituyó á Sanson en defensa de los Hebreos contra los Filisteos sus enemigos, ha pagado los inmensos beneficios de su Hacedor con suma ingratitud; pues abandonó al pueblo cristiano en los momentos en que más necesitaba de su auxilio, y arrastrado de su amor criminal hácia una infiel, por dos veces ha intentado, cruel é impío, quitar la vida á uno de sus primos. Para castigarle, ha permitido Dios que vaya errante por el mundo, privado de razon y enteramente desnudo; y de tal modo ha ofuscado su inteligencia, que no le es dado conocer á nadie, ni aun á sí mismo. Segun se lee en los libros santos, Nabucodonosor sufrió un castigo semejante: el Señor hizo que aquel poderoso monarca viviera durante siete años privado de juicio y apacentándose de yerba y heno como un buey; pero como el delito del Paladin ha sido menor que el de Nabucodonosor, la voluntad divina ha fijado en tres meses el tiempo en que ha de estar purgándolo. Así, pues, el único objeto que el Redentor ha tenido para permitirte llegar hasta aquí, ha sido el de que supieras por mi boca el medio de restituir su juicio á Orlando. Verdad es que necesitas emprender otro viaje conmigo y abandonar toda la Tierra: debo conducirte al círculo de la Luna, que es de todos los planetas el que más próximo está de nosotros; porque solo en él existe la medicina que ha de curar á Orlando de su locura. En cuanto dicho astro derrame esta noche su luz sobre nuestras cabezas, nos pondremos en camino.

Durante el resto del dia, trató el Apóstol de estas cosas y otras muchas; pero tan luego como el Sol se sepultó en el mar y asomó sus cuernos la Luna, preparóse un carro que estaba destinado para recorrer las regiones celestiales: era el mismo en que desapareció en otro tiempo Elias de ante la vista de la asombrada multitud en las montañas de la Judea. El santo Evangelista unció á él cuatro corceles más resplandecientes que las llamas; Astolfo se colocó en él, empuñó las riendas y lo lanzó hácia el Cielo. Remontóse el carro por los aires con tanta velocidad, que llegó en breve á la region del fuego eterno; pero el Santo amortiguó milagrosamente su ardor mientras la atravesaron. Despues de haber pasado por la esfera del fuego, se dirigieron desde ella al reino de la Luna; vieron que en su mayor parte brillaba como un acero bruñido y sin mancha, y lo encontraron igual, ó poco menos, contando en su tamaño los vapores que le rodean, á nuestro globo terráqueo con los mares que lo circundan y limitan.

Astolfo consideró allí con doble asombro que aquel astro, el cual nos parece un reducido círculo cuando le examinamos desde aquí abajo, era inmenso visto de cerca, y que necesitaba fijar con toda detencion sus miradas cuando queria distinguir la tierra y el mar que la rodea, pues estando envuelta en la oscuridad, apenas eran perceptibles desde aquella elevada altura sus contornos. Descubrió en la Luna rios, lagos y campos muy diferentes de los nuestros: otras llanuras, otros valles, otras montañas, otras ciudades y otros castillos muy distintos, y otras casas de una elevacion cual nunca habia visto el Paladin: allí existen además extensas y solitarias selvas, donde las Ninfas se entretienen en dar contínua caza á las fieras.

Como la causa de la ascension del Duque á las regiones de la Luna no habia sido la de recorrerlas minuciosamente, tuvo que limitarse á apreciar su conjunto, y siguió al santo Apóstol, que le condujo á un valle encerrado entre dos montañas, en el cual se hallaban admirablemente recogidas todas las cosas que se pierden por culpa nuestra, por causa del tiempo ó por los reveses de la fortuna: en una palabra, todo cuanto aquí se pierde va á parar allí. No hablo de los reinos ó de las riquezas que la suerte prodiga ó arrebata, sino de lo que esta no tiene facultades para dar ó quitar. Allí se encuentran muchas reputaciones, que el tiempo, cual gusano roedor, corroe y concluye por destruir: allí se hallan infinitos ruegos y votos que los pecadores dirigen á Dios: las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo que se pierde inútilmente en el juego, la ilimitada ociosidad de los ignorantes, los proyectos vanos que no llegan á ejecutarse, los deseos no menos vanos, son tantos, y tantos que llenan la mayor parte de aquel valle: en resúmen, allí arriba podreis encontrar todo cuanto aquí abajo habeis perdido.

Conforme iba pasando el Paladin por entre aquellos montones de cosas perdidas, dirigia preguntas á su guia con respecto á ellos: llamóle, sobre todo, la atencion uno de estos formado por vejigas hinchadas, en cuyo interior resonaban, al parecer, gritos tumultuosos; y supo que eran las coronas antiguas de los asirios, los lidios, los persas y los griegos, tan famosas en otros tiempos y hoy apenas conocidas. Despues vió una masa confusa de anzuelos de oro y plata, que eran los regalos que, con esperanza de mayor recompensa, se ofrecen á los reyes, á los príncipes y á los poderosos. Vió unas guirnaldas, entre las que habia redes ocultas; y preguntando lo que significaban, oyó que eran las lisonjas y adulaciones. Los versos hechos en alabanza de los magnates estaban representados por cigarras de molesto y discordante canto. Los amores mal correspondidos lo estaban por cadenas de oro y grillos de pedrería. Reparó en un monton de garras de águila, y supo que eran el emblema de la autoridad que los reyes dan á sus ministros: los fuelles que estaban esparcidos por todos los ribazos de la montaña, eran las promesas y los favores que los príncipes conceden á sus Ganimedes, y que se disipan con la edad florida de estos. Además vió Astolfo ruinas de castillos y ciudades mezcladas con tesoros: preguntó á su guia por ellas, y supo que eran tratados ó conjuraciones mal encubiertas. Vió serpientes con rostro de doncella, indicando las acciones de los ladrones y monederos falsos; y vió bocas destrozadas de diferentes maneras, resultado de la triste condicion de los cortesanos. Reparó en una gran masa de manjares esparcidos por el suelo, y preguntó al Apóstol lo que aquello significaba.—«Es la limosna, le dijo, que deja alguno para que se reparta despues de su muerte.» Atravesó despues una montaña cubierta de variadas flores, las cuales en otro tiempo exhalaban un olor agradable, convertido á la sazon en un insoportable hedor: era la donacion (si es lícito decirlo) que Constantino hizo al buen Silvestre. Vió una prodigiosa abundancia de varillas de liga, que eran ¡oh mujeres! vuestros atractivos y encantos.

No acabaria nunca, si hubiera de enumerar en mis versos todas las cosas que allí vió Astolfo: todo cuanto procede de nosotros se encuentra allí reunido, excepto la locura, que no existe en poca ni en mucha cantidad, porque permanece constantemente en la Tierra. Allí contempló Astolfo los dias que habia malgastado en su vida y sus acciones inútiles: pero no habria podido conocerlos en sus distintas formas, si su guia no le hubiera llamado la atencion sobre ellos. Despues llegó donde estaba lo que creemos poseer tan firmemente, que jamás se nos ocurre pedir á Dios que nos lo conserve; hablo del juicio, el cual se hallaba en un monte, tan exclusivamente solo, como mezcladas las otras cosas que dejo enumeradas. Era como un líquido sutil y húmedo, pronto á evaporarse si no se le tiene bien tapado, y estaba contenido en muchos frascos de diferentes dimensiones adaptados á tal objeto. En el mayor de todos ellos estaba encerrado el juicio del señor de Anglante, y le encontraron fácilmente entre tantos, porque llevaba esta inscripcion: «Juicio de Orlando.» Los demás frascos tenian escrito tambien el nombre de aquellos cuyo juicio contenian. El Duque vió que su correspondiente frasco estaba vacío en gran parte; pero observó con sorpresa que muchos de los que él suponia en el pleno uso de su razon, no tenian mucha, á juzgar por la cantidad encerrada en sus frascos respectivos. A unos se la habia hecho perder el amor; á otros el deseo de honores; á otros el afan de atesorar riquezas, que les obligaba á cruzar la vasta extension de los mares: estos la habian perdido por tener demasiada confianza en sus señores; aquellos por ir tras las farsas de la mágia; varios por su pasion por las alhajas, ó los cuadros; y otros, en fin, por aquello que más anhelaban. Los sofistas, los astrólogos y aun los poetas tenian allí como en depósito gran parte de su juicio.

Mediante la vénia del escritor del oscuro Apocalipsis, Astolfo se apoderó del suyo: aproximó á sus narices el cuello de la botella que lo contenia, y creyó sentir que la parte de juicio que habia perdido, volvia á colocarse en su primitivo asiento; lo cual seria así, puesto que Turpin confiesa que Astolfo se portó durante mucho tiempo con la mayor prudencia, hasta que un nuevo error que cometió, le trastornó otra vez el cerebro.

El Paladin cogió tambien la botella más grande y más llena, donde estaba el juicio que solia hacer prudente y sábio al Conde; la cual no era tan lijera como presumió al verla reunida á las otras en la montaña. Antes que el Paladin descendiese de aquella esfera llena de luz, el santo Apóstol le condujo á un palacio situado á orillas de un rio: todas sus estancias estaban llenas de copos de lino, seda, algodon y lana, teñidos de variados colores, unos vivos y brillantes, y otros súcios y oscuros. En la primera galería, una mujer entrada en años iba formando madejas con sus hilos en unas devanaderas, cual se ve á las aldeanas en el Estío devanar la seda de los capullos mojados, durante la época de la recoleccion. Cuando se concluia un copo, otra anciana acudia con uno nuevo, y se llevaba á otra parte lo ya devanado, mientras que una tercera se ocupaba en separar los hilos más finos de los más toscos, que la primera devanaba sin hacer esta separacion.

—¿Qué trabajo se hace aquí, preguntó Astolfo á Juan, que no lo puedo comprender?

—Esas viejas son las Parcas, respondió el Apóstol, y con esos estambres van hilando las vidas de vosotros los mortales. La vida humana dura tanto como uno de esos copos; ni un momento más. La Muerte y la Naturaleza tienen sus ojos fijos aquí constantemente, para saber la hora en que cada cual debe dejar de existir. Aquella anciana se cuida de escoger los hilos más hermosos, porque se tejen despues para servir de adorno al Paraiso: con los más toscos se hacen fuertes ligaduras para los condenados.

Todos los copos que habian pasado ya por las devanaderas, y estaban preparados para otros trabajos, tenian puestas unas pequeñas planchas de hierro, de oro ó de plata con los nombres de aquellos á quienes correspondian. Despues se iban haciendo con ellos compactos montones, y un anciano se los iba llevando, sin darse punto de reposo, sin cansarse nunca y volviendo siempre en busca de otros nuevos. Aquel viejecillo era tan listo y ágil, que parecia haber nacido para correr constantemente; y recogiendo aquellas madejas en su manto, se las llevaba á otra parte con la mayor diligencia. En otro canto os diré dónde se dirigia y el objeto de su trabajo, si me indicais que teneis placer en ello, prestándome la halagüeña atencion que acostumbrais.

Canto XXXV

El apóstol San Juan elogia á los autores y poetas.—La bella hija de Amon, defendiendo á Flor-de-lis, desafía y vence á Rodomonte, y se apodera del buen Frontino. Llega á Arlés, y envia su caballo á Rugiero, desafiándole al mismo tiempo: mientras el guerrero forma distintas conjeturas para adivinar quién puede haberle devuelto su caballo, Bradamante derriba á Grandonio, Serpentino y Ferragús.

¡Ah, señora de mis pensamientos! ¿Quien querrá apiadarse de mí y subir al Cielo para recoger en él mi perdida razon que va extraviándose sin cesar, desde el momento en que salió de vuestros hermosos ojos el dardo que me atravesó el corazon? No me quejaria, sin embargo, de esta pérdida, si estuviera seguro de conservar el poco juicio que ahora tengo; pero mucho me temo llegar á ser tal cual he descrito á Orlando, si continúa debilitándose progresivamente. Creo, no obstante, que para recobrar mi razon no tendria necesidad de remontarme hasta el círculo de la Luna ó el Paraiso, pues no la supongo colocada en tan elevadas regiones: antes al contrario, la veo vagar errante por vuestros bellos ojos, por vuestro rostro sereno, por ese seno de marfil y esos turgentes pechos, en donde de buen grado la recogeria con mis lábios, si me permitiéseis recobrarla.

El Paladin iba recorriendo los anchurosos departamentos de aquel palacio, contemplando las generaciones futuras, despues de haber visto cómo daban vueltas en las fatales devanaderas las que ya estaban hiladas, cuando llamó su atencion un copo más resplandeciente que si fuera de oro puro: si las piedras preciosas pudieran triturarse é hilarse despues con cierto arte, no podrian resistir la comparacion con aquel copo: al ver su belleza asombrosa é incomparable, sintió Astolfo un vehemente deseo de saber á quién perteneceria tal vida y cuándo disfrutaria de ella. El Evangelista satisfizo su curiosidad diciéndole que tendria principio veinte años antes de que con la M y con la D se designase el año corriente de la encarnacion del Verbo divino; y así como aquel copo no tenia igual ó semejante en brillo y en belleza, tampoco lo tendria la afortunada edad en que deberia existir en el mundo aquel sin par varon, porque todas las cualidades más preciosas y raras que la Naturaleza, la Fortuna ó el estudio pueden conceder al hombre, las reuniria aquel en sí, cual dote perpétua é infalible.

—Entre los arrogantes deltas del rey de los rios, le decia el Apóstol, se asienta hoy humilde una pequeña aldea; ante sí tiene el Pó, y por detrás la defiende un nebuloso abismo de pantanos extensos. Andando el tiempo, llegará á ser esa aldea la más ilustre de todas las ciudades de Italia, no por la solidez de sus murallas, ni la magnificencia de sus suntuosos edificios, sino por la cultura de las ciencias y artes, y por sus esclarecidas costumbres. Tanta y tan rápida exaltacion no será obra de la casualidad, sino que así lo ha dispuesto el Cielo para que sea digna cuna del hombre de quien te hablo, del mismo modo que el labrador atiende con esmero al tierno arbolillo que ha de producir frutas esquisitas y el artífice suele afinar el oro en que ha de engastar piedras preciosas. Nunca hubo en aquel reino terrestre un alma que estuviera revestida de cuerpo más hermoso y agradable: con dificultad ha bajado ó bajará de estas esferas celestiales un espíritu tan digno como el que la Suprema Sabiduria, en sus altos designios, hará descender para animar á Hipólito de Este. Tal será el nombre del varon á quien Dios concederá tan inestimables dones. Todas esas prendas, que distribuidas entre muchos, á muchos bastarian para hacerlos ilustres, las reunirá para su eterna gloria el príncipe de quien has querido que te hable. Las virtudes, los estudios serán ensalzados por él, y si hubiera de describirte todas sus brillantes cualidades, acabaria tan tarde, que Orlando esperaria inútilmente la restitucion de su juicio.

De este modo iba hablando con el Duque el imitador de Cristo, y cuando hubieron visitado todas las estancias del extenso palacio donde se trabajaban las vidas de los mortales, se dirigieron hácia el rio, cuyas aguas, mezcladas con arena, se deslizaban súcias y enturbiadas, encontrando en la orilla á aquel anciano á quien vimos recogiendo las madejas con sus inscripciones. No sé si le recordareis: hablo de aquel hombre de quien me ocupaba en el fin del otro canto, viejo de rostro; pero de miembros tan ágiles, que superaba al ciervo en velocidad. Se llenaba el manto con los nombres de otros, cercenando el monton de madejas que jamás se acababan, y se alijeraba de su peso en aquel rio que se llama Leteo, ó más bien, perdia en él su rica carga. Quiero decir que en cuanto llegaba á la orilla del rio, aquel viejo pródigo sacudia su manto lleno, y precipitaba en las turbias ondas todas las planchas que contenian las inscripciones mencionadas. Un número infinito de ellas llegaba al fondo, de suerte que ya no podian utilizarse para otro uso; y de cada cien mil de las que quedaban sepultadas en el arenoso lecho, apenas salia una á flor de agua. A lo largo y en torno de aquel rio iban revoloteando bandadas de cuervos, buitres, cornejas y otras aves, que producian un discordante rumor con sus graznidos estridentes; y en cuanto veian al viejo arrojando aquel número prodigioso de chapas, se lanzaban en tropel sobre ellas, cogiéndolas con el pico ó las encorvadas garras; pero no se las llevaban muy lejos, porque al querer remontar su vuelo por el espacio, se quedaban sin fuerzas para sostener su peso, de modo que el Leteo devoraba la memoria digna de preciados nombres.

Mas á pesar de los malignos propósitos del viejo, que queria sepultarlas todas en el rio, las bienhechoras aves lograban salvar algunas: el resto yacia para siempre sumido en el olvido: los cisnes sagrados, ora se alejaban nadando con su presa, y ora agitando sus alas por los aires, se dirigian á un collado próximo, donde existia un templo consagrado á la Inmortalidad, y en él una Ninfa que descendia hasta las márgenes del Leteo implacable, y cogia los nombres del pico de los cisnes, los llevaba al templo y los fijaba en torno de una columna que se elevaba en su centro con este objeto.

Astolfo deseaba conocer los profundos misterios y enigmáticos significados que estaban representados en aquel viejo, en su afan de precipitar en el rio, sin fruto alguno, todos aquellos nombres, en aquellas aves, y en el sagrado recinto desde donde la Ninfa habia bajado al Leteo, acerca de lo cual dirigió algunas preguntas al hombre de Dios, que le respondió de esta suerte:

—Debes saber, que no se mueve una sola hoja en el universo sin que aquí se ordene su movimiento. Todo efecto ha de corresponder exactamente entre el Cielo y la Tierra, pero de distinto modo. Aquel viejo, cuya barba inunda el pecho y cuya velocidad nada detiene, desempeña aquí arriba el mismo trabajo y produce iguales efectos que el Tiempo allá abajo. En cuanto los hilos han concluido aquí de dar vueltas en derredor de la rueda, allá llega á su término la existencia humana. Allí queda el recuerdo, aquí la nota; ambos divinos é inmortales, si no fuera porque allí el Tiempo, y el viejo de luenga barba aquí, se apoderan de ellos y los desvanecen: este los arroja, como ves, en el rio; aquel los sepulta en las tinieblas del olvido. Así como aquí arriba los cuervos, los buitres, las cornejas y otras varias aves se esfuerzan en sacar fuera del agua los nombres que les parecen más bellos, del mismo modo abajo los rufianes, los aduladores, los bufones, los favoritos, los delatores y cuan tos viven en las cortes y merecen más distinciones que los hombres virtuosos y buenos, apellidándoles cortesanos gentiles, porque saben imitar al asno y al cerdo, cuando la justa Parca, ó más bien Venus y Baco, ha cortado el hilo de la vida de sus señores, esos seres de que te hablo, inertes, viles y nacidos tan solo para llenar sus estómagos ó sus bolsas á costa agena, repiten durante algunos dias el nombre de los difuntos; despues los dejan caer en los abismos del olvido como una pesada carga. Pero así como los cisnes, que cantando alegres, ponen en salvo las medallas en el templo, de igual suerte los poetas salvan á los hombres dignos de inmortalidad de un olvido mucho peor que la misma muerte.

«¡Oh Príncipes discretos y prudentes que seguís el ejemplo de César! Al distinguir á los escritores con vuestra amistad, poco temor deben infundiros las aguas del Leteo. Los poetas verdaderamente dignos de este nombre son tan raros como los cisnes, ya porque el Cielo no consiente que en el mundo existan los hombres esclarecidos en gran número, ya tambien por culpa de la avaricia de los señores, que dejan mendigar su sustento á los más ilustres ingenios, y oprimiendo la virtud y galardonando los vicios, arrojan de su lado las artes y las ciencias. Cree firmemente que Dios ha privado á tales ignorantes de su inteligencia y les ofusca los sentidos: no les ha permitido comprender las dulzuras de la poesía, á fin de que al morir no quede de ellos ni aun el recuerdo. Si hubiesen sabido granjearse la amistad de Sciras, no solo saldrian vivos del fondo de sus sepulcros aun cuando todos hubieran observado las peores costumbres, sino que exhalarian un perfume más grato que el del nardo ó de la mirra. No fué Eneas tan piadoso, ni Aquiles tan fuerte, ni tan terrible Héctor, como supone la fama y como han sido otros mil y mil que con más justicia deben anteponérseles; pero la munificencia y generosidad de los descendientes de aquellos héroes les han hecho merecer los honores sublimes é infinitos con que los escritores supieron conservar su memoria. No fué Augusto tan santo y tan benigno cual nos ha indicado la trompeta de la fama puesta en boca de Virgilio: el buen gusto que demostró por la poesía no puede perdonarle sus inícuas proscripciones. Nadie sabria si Neron fué injusto, ni su fama seria tal vez menos buena, aunque hubiese sido enemigo implacable del Cielo y de la Tierra, si hubiera sabido captarse la amistad de los escritores. Homero cantó las victorias de Agamenon, pintó á los troyanos como viles y pusilánimes, y nos hizo saber que Penélope, fiel á su esposo, habia tenido que sufrir mil ultrajes de los suyos; pero si quieres saber la verdad desnuda, vuelve toda esa historia al contrario, y verás que los griegos salieron derrotados, los troyanos vencedores y que Penélope fué una meretriz. Recuerda por otra parte la fama que de sí ha dejado Elisa, aquella pudorosa doncella, á quien se calificó de prostituta, solo porque Maron no fué muy amigo suyo. Por lo demás, no debe sorprenderte mi exaltacion ni verme tratar tan difusamente este asunto; pues, aparte de que amo á los escritores, cumplo con mi deber defendiéndolos, porque en vuestro mundo yo tambien fuí escritor, y supe adquirir mejor que todos los demás una gloria que no podrá arrebatarme el tiempo ni la muerte: mi alabado Cristo se ha dignado, en su justicia, concederme un galardon de tan envidiable naturaleza. ¡Cuánto compadezco á los infortunados que viven en la triste época en que la hidalguía tiene cerrada su puerta, á la cual llaman dia y noche inútilmente con rostro pálido, demacrado y moribundo! De aquí resulta (volviendo á lo que anteriormente trataba), que los poetas y los hombres estudiosos sean pocos; pues hasta las mismas fieras abandonan los sitios en que no hallan abrigo ni alimento.»

Al pronunciar el bendito anciano estas palabras, brillaban sus ojos como si despidieran fuego; pero recobrando en el acto la serenidad de su rostro, se volvió hácia el Duque con dulce sonrisa. Quédese por ahora Astolfo con el escritor del Evangelio: en cuanto á mí, no puedo permanecer más tiempo en aquellas regiones elevadas, y quiero dar el salto necesario para pasar desde el Cielo á la Tierra, y volver á hallar á la hermosa doncella á quien hirieron los celos con su dardo emponzoñado.

Dejé á Bradamante en el momento en que, tras breve lucha, acababa de derribar sucesivamente á tres reyes, y dije que, habiendo llegado á un castillo situado en el camino de Paris, supo que Agramante, derrotado por Reinaldo, se habia refugiado en Arlés. Convencida de que su Rugiero debia estar con aquel rey, en cuanto apareció en el cielo la nueva luz, se puso en camino hácia Provenza, donde Cárlos se disponia á perseguir á su enemigo. Durante este viaje, que procuró hacer por la via más corta, encontró á una jóven bella y agraciada, aunque su rostro estaba triste y lloroso. Era la doncella enamorada del hijo de Monodante; aquella dama gentil que habia dejado en el puente fatal á su amante cautivo de Rodomonte. Iba buscando á un caballero que estuviera acostumbrado á combatir en la tierra y en el agua, y tan valiente que se atreviera á hacer frente al Pagano. Cuando la desconsolada amiga de Rugiero encontró á aquella jóven no menos desconsolada que ella, la saludó cortesmente y le preguntó la causa de sus cuitas. Flor-de-lis la examinó un breve espacio, y creyendo hallar en ella el caballero que buscaba, le refirió la aventura del puente cuyo paso interceptaba el rey de Argel, y en el que habia hecho prisionero á su amante, no por la superioridad de su valor, sino porque sabia prevalerse astutamente del auxilio que le proporcionaban el rio y la angostura de aquel paso.

—Si eres, le dijo Flor-de-lis, tan audaz y cortés como se adivina en tu aspecto, véngame, por Dios, del que me ha privado de mi amante, cuya esclavitud es causa de mi incesante angustia, ó al menos dime en qué país podré hallar un caballero tan capaz de resistir al Pagano y tan ejercitado en los combates y las armas, que haga inútil el auxilio del rio y del puente. Si así lo haces, además de portarte cual corresponde á todo hombre bien nacido y á todo caballero andante, prestarás tu apoyo al más fiel de todos los amantes fieles: no soy yo quien debe mencionar sus demás virtudes, pues son tantas y tantas que el que de ellas no tenga noticia, bien puede decirse que carece de la vista y del oido.

La magnánima Bradamante, que acogia con placer cualquier empresa que pudiera hacerla digna de alabanza é inmarcesible gloria, no vaciló un solo instante en dirigirse al puente con tanta mayor voluntad cuanto que entonces estaba desesperada y dispuesta hasta á perder la vida; pues creyéndose abandonada de su Rugiero, le era odiosa la existencia.

—Enamorada jóven, respondió á Flor-de-lis: me ofrezco en cuanto valgo á acometer esa empresa peligrosa: aparte de otras razones que me impulsan á hacerlo así, existe en particular, la de que, segun dices, tu amante es tan leal como son muy pocos hombres; pues creia y te lo juro, á fé mia, que en amor todos eran perjuros.

Dijo estas últimas palabras exhalando un suspiro que salia de lo más profundo de su corazon, y añadió: «¡Marchemos!». Al dia siguiente llegaron al rio y á la entrada del temible puente. Descubiertas por el vigía que solia avisar á su señor resonando una trompa, se armó el Pagano, y segun su costumbre, salió á esperarlas á la orilla del rio. En cuanto vió aparecer á aquella guerrera, prorumpió en amenazas de muerte, ordenándola que dejara en el sepulcro, cual ofrenda expiatoria, sus armas y el corcel en que montaba. Bradamante, informada por Flor-de-lis de la lamentable historia de Isabel, que yacia allí inmolada por mano del infiel, respondió al altivo Sarraceno:

—¿Por qué pretendes, hombre bestial, que los inocentes expíen tu delito? Solo tu sangre es la que debe aplacar los manes de tu víctima, pues tú la asesinaste, como es bien notorio; por lo cual, la muerte que espero darte por mi mano en venganza suya, será para ella una oblacion y una víctima mucho más gratas que todas las armas y arneses de tantos caballeros como has derribado del caballo. Y este don que le ofrecerá mi mano, lo agradecerá con tanto mayor motivo cuanto que soy mujer, como ella: y si he venido hasta aquí, ha sido con el deseo, con el único objeto de vengarla; pero antes de medir nuestras fuerzas, es preciso que arreglemos las condiciones de la pelea. Si soy vencida, harás conmigo lo que has hecho con los demás prisioneros; pero si es mia la victoria, como creo y espero, me pertenecerán tu caballo y tus armas; colgaré estas en el sepulcro, quitando de sus mármoles los demás trofeos, y tus cautivos quedarán en libertad.

Rodomonte respondió:

—Me parece justo que sea como dices; pero no podré entregarte los prisioneros, porque no los tengo aquí. Los he enviado á mi reino de África; mas te prometo, y te lo juro por mi fé, que si por caso inopinado sucede que continúes en la silla y yo me quede á pié, haré que todos sean puestos en libertad en el tiempo que se necesita para enviar un mensajero que ejecute rápidamente mis órdenes. Pero si te toca caer debajo, que es lo más regular y lo que yo creo, no pretendo que dejes las armas, ni que tu nombre figure grabado entre el de los vencidos: tu hermoso rostro, tus bellos ojos, tus rizados cabellos que respiran amor y gentileza, serán el premio de mi victoria, y me bastará que sustituya el amor á tu cólera. Mi valor y mi fuerza son tales, que no deberás avergonzarte de tu derrota.

En los lábios de la jóven se dibujó una sonrisa, pero una sonrisa amarga, señal evidente de su ira; y sin responder una palabra al arrogante infiel, se dirigió á la cabeza del puente, aguijó á su caballo, y con la lanza de oro en ristre, corrió al encuentro del orgulloso moro. Rodomonte, por su parte, se aprestó á la lucha, y avanzó á todo escape, haciendo resonar el puente con un estrépito tan terrible, que era capaz de atronar los oidos de cuantos estuvieran á una larga distancia. La lanza de oro produjo su efecto acostumbrado; arrancó de la silla á aquel pagano, invencible hasta entonces, lo suspendió en el aire, y le hizo caer de cabeza en el puente. Como aquel estrecho paso apenas dejaba espacio suficiente para que el corcel de la guerrera fijara la planta, la jóven corrió un riesgo inminente de caer precipitada en el rio; pero Rabican, á quien el viento y el fuego habian engendrado, era tan ágil y diestro, que pasó fácilmente por la margen derecha, y hubiera sido capaz de pasar tambien por el filo de una espada.

Bradamante se volvió, dirigiéndose hácia el vencido Pagano, al cual dijo con irónico acento:

—Ya puedes ver cuál de los dos ha perdido, y á quién ha tocado quedar debajo.

Rodomonte quedó mudo de asombro al contemplarse derribado por una mujer, y no pudo ó no quiso responder á sus palabras, permaneciendo algun tiempo semejante á un hombre poseido de estupor ó á un idiota. Se levantó, por fin, triste y silencioso, y así que hubo andado cuatro ó seis pasos, se quitó el escudo, el yelmo y las armas restantes y las arrojó contra las peñas. En seguida se alejó de aquellos sitios solo y á pié, despues de haber ordenado á uno de sus escuderos, que fuera á poner en libertad á sus cautivos, con arreglo á lo pactado, y pasó mucho tiempo sin que se tuviera de Rodomonte más noticia sino la de que se habia retirado á una oscura caverna.

Despues de la partida del Sarraceno, Bradamante colgó sus armas en el elevado sepulcro; hizo quitar de él todas las que habian pertenecido á los caballeros de la corte de Cárlos, conociéndolas por sus respectivas inscripciones, y no descolgó ni permitió que se descolgasen las de los sarracenos vencidos. Además de la armadura del hijo de Monodante, encontró allí las de Sansoneto y Olivero, que habian llegado al puente buscando las huellas del señor de Anglante: allí fueron vencidos, hechos prisioneros y enviados al África la víspera del combate de Bradamante con el orgulloso infiel: la jóven ordenó que se quitaran aquellas armaduras del sitio en que estaban suspendidas, y que se guardaran dentro del sepulcro. En cuanto á las pertenecientes á los caballeros paganos, quedaron, como ya he dicho, colgadas de las peñas. Entre ellas estaban las de un rey, cuyos esfuerzos por apoderarse de Frontino fueron tan multiplicados como infructuosos: me refiero al rey de Circasia, que despues de andar vagando mucho tiempo por montes y llanuras, fué á perder en aquel sitio su segundo corcel, y se marchó aligerado del peso de sus armas.

Aquel Rey pagano se habia alejado del peligroso puente, desarmado y á pié, pues Rodomonte dejaba en libertad á todos los guerreros que pertenecian á su secta; pero no tuvo valor para regresar de nuevo al campamento, porque despues de tantas fanfarronadas como en él habia propalado, consideraba muy afrentoso volver vencido y desarmado. Entonces sintió renacer en su corazon el deseo de buscar á su inolvidable Angélica, y por fortuna suya tuvo noticia (no se por qué conducto) de que habia regresado á su patria: excitado, pues, por su inextinguible amor, se apresuró á seguir sus vestigios.

Pero volvamos á la hija de Amon. En cuanto puso en aquel sitio una inscripcion para recuerdo de su victoria, preguntó con dulzura á Flor-de-lis, cuyo corazon estaba oprimido, é inundado de lágrimas su abatido rostro, dónde queria encaminarse al abandonar aquel país. Flor-de-lis respondió:

—Deseo ir al campamento sarraceno, que está bajo las murallas de Arlés, donde espero encontrar un buque y un buen guia que me conduzca á las playas de África. No me detendré mientras no consiga reunirme con mi esposo y señor, y haré todos los esfuerzos imaginables para romper sus cadenas; porque si no se realiza la promesa de Rodomonte, quiero tener á uno y otro cerca de mí.

—Me ofrezco á acompañarte durante una parte de tu viaje, dijo Bradamante: pero tan pronto como lleguemos á la vista de Arlés, deseo que, en obsequio á mí, vayas á buscar en el campo de Agramante á ese Rugiero, cuyo nombre resuena en todo el mundo, y que le devuelvas este excelente caballo del que he derribado al arrogante africano: quiero además que le repitas estas mismas palabras: «Un caballero que espera probar á la faz del mundo entero que has faltado á la fé que le debias, me ha confiado este corcel, encargándome que te lo entregara, á fin de encontrarte dispuesto y preparado. Dice que apercibas todas tus armas y que le esperes para luchar con el.» No añadas una palabra más, y si quisiere saber por tí quien soy yo, dile que lo ignoras.

Flor-de-lis respondió con su amabilidad acostumbrada:

—Siempre me hallarás dispuesta á prodigar en tu servicio, no ya las palabras, sino hasta la vida, en justa reciprocidad de lo que has hecho por mí.

Bradamante le dió las gracias, cogió á Frontino, y presentó sus riendas á la doncella.

Las dos jóvenes y hermosas viajeras emprendieron su marcha por la orilla del rio, y caminaron con tanta rapidez que no tardaron en distinguir los muros de la ciudad de Arlés y en oir el rumor producido por las olas al estrellarse en las costas vecinas. Bradamante se detuvo á la entrada de los arrabales, con el fin de dejar á Flor-de-lis el tiempo suficiente para que pudiera entregar á Rugiero su caballo. Adelantóse Flor-de-lis; atravesó el rastrillo, el puente y la puerta, y se proporcionó un guia que la acompañara hasta la posada donde residia Rugiero; apeóse del caballo al llegar á ella, y desempeñó su embajada en los mismos términos que le habia encargado Bradamante, devolviendo el excelente Frontino al jóven guerrero: despues, sin aguardar respuesta, se marchó presurosa, para poner por obra el designio que habia formado.

Rugiero quedó confuso y sumamente pensativo, no pudiendo adivinar quién le enviaba aquel reto, precedido de tan grave ultrage, y seguido al mismo tiempo de una accion tan cortés y delicada: no podia comprender cómo habia un hombre capaz de motejarle de falta de fé: de todos sospechaba menos de Bradamante, y atribuia principalmente aquel paso al irreconciliable Rodomonte, si bien no atinaba con el motivo que este pudiera tener para obrar así. Exceptuando al rey de Argel, no recordaba que en todo el mundo hubiera nadie con quien tuviera una cuestion pendiente. Entre tanto la doncella de Dordoña hacia resonar su trompa en señal de desafío.

Llegó á noticia de Agramante y de Marsilio que á las puertas de la ciudad habia un caballero que pedia el combate. Serpentino, que casualmente se hallaba con ellos, les pidió licencia para cubrirse con sus armas y salir á castigar á aquel guerrero temerario. Corrió el pueblo en tropel á las murallas: no quedó niño ni anciano que no acudiera á ver quién seria el vencedor. Serpentino de la Estrella se presentó en el terreno de la lucha, cubierto con una magnífica armadura y una rica sobrevesta; pero al primer encuentro midió el suelo, y su caballo huyó cual si tuviera alas. La galante guerrera se lanzó en pos de él, y trayéndole de la brida, se lo presentó al Sarraceno diciéndole:

—Monta, y haz que tu señor me mande un caballero mejor que tú.

El Rey africano, que estaba presenciando el combate desde las murallas, rodeado de todos sus cortesanos, quedó sorprendido al ver la accion cortés que habia usado la doncella para con Serpentino. «Tenia derecho para retenerlo cautivo, y no lo ha hecho,» exclamó Agramante en alta voz y en presencia del pueblo sarraceno. Llegó Serpentino, y cumpliendo el encargo de Bradamante, pidió al rey de su parte que enviara contra ella un caballero mejor. Grandonio de Volterna, el caballero más orgulloso de España, hizo con sus ruegos de modo que le designaran para suceder á Serpentino: salió furibundo y amenazador al campo, diciendo á la doncella:

—De muy poco ha de servirte tu cortesanía, porque cuando quedes vencido por mí, he de llevarte prisionero á la presencia de mi señor; pero probablemente morirás, si mi brazo hiere con su habitual pujanza.

La jóven le respondió:

—La grosería de tus palabras no impedirá que me muestre cortés contigo, aconsejándote que vuelvas á la ciudad antes de que tus huesos se resientan de la dureza del suelo. Vuélvete y dí de mi parte á tu Rey, que no me he tomado el trabajo de venir hasta aquí para combatir con adversarios de tu jaez; sino que he pedido el combate, para medir mis armas con guerreros de mayor valimiento.

Estas palabras desdeñosas é insultantes excitaron una furiosa cólera en el corazon del Sarraceno, el cual, sin ser dueño de replicar una sola palabra, revolvió iracundo su corcel. La guerrera lo revolvió á su vez, y embistió á Grandonio con Rabican y con su lanza de oro: apenas el asta fatal tocó el escudo del infiel, cuando hizo caer á este del caballo con los piés hácia arriba. La magnánima doncella se apoderó del corcel del vencido, y exclamó:

—Demasiado te advertí que te hubiera valido más llevar al Rey mi mensaje, que empeñarte á todo trance en combatir conmigo. De nuevo te ruego que digas á tu señor, que de entre todos sus guerreros elija uno digno de hacerme frente, y que no pretenda malgastar mis fuerzas con hombres tan poco ejercitados como vosotros en el manejo de las armas.

Los caballeros aglomerados en las murallas no podian adivinar quién era aquel guerrero que tan firme permanecia en los arzones, é iban recordando los nombres de los campeones que tantas veces les habian hecho temblar en las batallas. Muchos suponian que fuese Brandimarte; la mayor parte se fijaba en Reinaldo; otros hubieran presumido que seria Orlando, si no tuvieran noticia de su triste suerte.

Deseoso el hijo de Lanfusa de sostener el tercer encuentro, lo reclamó para sí, advirtiendo que lo pedia, no porque esperara vencer, sino por hacer más disculpable, con su derrota, la de los otros dos guerreros. Se proveyó de todas las armas que para tales casos se requerian, y de los cien caballos que tenia en una cuadra, escogió uno, cuya carrera le parecia más veloz y más á propósito. Salió en busca de la doncella para empezar el combate, pero antes la saludó cortesmente.

—Si es que puedo saberlo, le dijo Bradamante contestando á su saludo, desearia que me dijéseis quién sois.

Ferragús satisfizo esta curiosidad, pues rara vez solia ocultar su nombre á sus adversarios. Bradamante añadió:

—No me desdeño de pelear con vos; pero hubiera deseado encontrar otro enemigo.

—¿Quién es? preguntó Ferragús.

—Rugiero, replicó la jóven, pudiendo apenas pronunciar este nombre, que al salir de sus lábios esparció por su bellísimo rostro los vivos colores de la rosa. En seguida añadió:

—La esclarecida fama de ese guerrero me inspiró el deseo de venir á medir mis armas con las suyas. Ni anhelo otra cosa, ni nada me importa, como no sea el conocer hasta donde llega su valor en los combates.

Dijo con la mayor sencillez estas palabras, que alguno habrá interpretado tal vez maliciosamente. Ferragús le contestó:

—Primeramente hemos de ver cuál de los dos es más experto en el manejo de las armas; y si tongo la misma suerte que mis antecesores, entonces vendrá á aliviar mi tristeza ese gentil caballero con quien tienes tantos deseos de pelear.

Bradamante habia tenido alzada la visera mientras hablaba. Admirando Ferragús su hermoso rostro, se sintió ya medio vencido, y decia entre sí:—«No parece sino que mi adversario sea un ángel del Paraiso; y aunque no me toque con su lanza, me tienen ya abatido sus bellos ojos.» Tomaron terreno, y al encontrarse, Ferragús saltó, como los otros, fuera de la silla. Bradamante sujetó su caballo, y le dijo:

—Vuélvete, y cumple lo que me has prometido.

Ferragús se alejó avergonzado, y acercándose á Rugiero que se hallaba con el rey Agramante, le hizo saber que su vencedor deseaba luchar con él. Ignorando quién fuese el caballero que le retaba, y casi seguro de vencerle, pidió Rugiero sus armas, poseido de la mayor alegría, sin que los terribles botes de lanza que habian derribado á sus amigos pudieran debilitar el ánimo de su esforzado corazon. Dejo para el otro canto el relato de cómo se armó Rugiero, cómo salió de la ciudad y lo demás que sucedió.

Canto XXXVI

Mientras Bradamante hace sentir á Marfisa todo el peso de su furor, los ejércitos cristiano y sarraceno vienen á las manos.—Rugiero y Bradamante se aprestan despues á combatir, pero les interrumpe Marfisa, que pelea de nuevo con la guerrera cristiana; conociendo luego que Rugiero es su hermano, olvida todas sus querellas para entregarse á la más viva alegría.

Todo caballero dotado de gentileza y cortesanía ha de demostrarse forzosamente gentil y cortés en todas partes, y no puede menos de ser así, porque á nadie le es dado alterar el carácter que han formado su naturaleza y sus costumbres. Del mismo modo, todo caballero de alma vil ha de darse á conocer por sus bajezas; pues sus instintos le inclinan al mal, y los hábitos contraidos difícilmente se modifican. Muchos ejemplos de cortesanía y gentileza nos han legado los guerreros antiguos: los modernos nos ofrecen muy pocos; pero en cambio, presenciamos y tenemos noticia diariamente de las acciones más villanas. Como prueba de ello citaré, ilustre Hipólito, aquella guerra en que adornásteis nuestros templos con las banderas cogidas á los enemigos y trajísteis á las costas de nuestra patria sus galeras cargadas de rico botin. Entonces se cometieron los excesos más crueles é inhumanos de que hayan dado ejemplo los tártaros, los turcos ó los moros, aunque no los llevaron á cabo los venecianos, modelo siempre de justicia, sino sus impíos soldados mercenarios. No me refiero precisamente á los numerosos incendios que devoraron nuestras ciudades y nuestros amenos campos, por más que aquella fuera una venganza indigna, especialmente tratándose de vos que, siendo aliado del César cuando este tenia asediada á Padua, impedísteis más de una vez que se prendiera fuego á las ciudades y apagásteis más de un incendio despues de haber estallado en los templos y en las aldeas, obedeciendo tan solo á los generosos impulsos de la magnanimidad innata en vos. No me refiero á estos ni á otros hechos, no menos atroces y crueles; sino á lo que es capaz de arrancar lágrimas de las mismas peñas, siempre que de ello se trate. Aquel dia, Señor, en que enviásteis á vuestros servidores en persecucion de los enemigos que, abandonando sus buques, se habian retirado á una fortaleza, merced á importunos auxilios, ví á un Hércules y á un Alejandro arrastrados por el mismo ardor que animó á Héctor y Eneas cuando se precipitaron en las olas para incendiar las naves griegas; los cuales, espoleando sus corceles, hostilizaron al enemigo en sus reductos, y tan adelante les llevó su audacia, que el segundo volvió con mucho trabajo, pero el primero quedó allí.

Salvóse el Ferruffino; mas el Cantelmo fué hecho prisionero. ¡Oh desgraciado Duque de Sora! ¡Cuál debió ser tu dolor y tu cólera al ver á tu hijo rodeado de mil aceros, conducido á una nave, despojado de su yelmo y decapitado! No me habria sorprendido que tan terrible espectáculo fuera capaz de darte la muerte lo mismo que el hierro á tu hijo.

Y tú, cruel esclavon, ¿dónde has aprendido las leyes de la guerra? ¿En qué region de la bárbara Escitia has oido decir que deba inmolarse al que, despues de hecho prisionero, rinde las armas y renuncia á defenderse? ¿Y has podido darle muerte tan solo porque defendia á su patria? ¡Oh siglo cruel! ¡Qué mal hace el Sol en iluminarte con sus resplandores, cuándo tanto abundan en tí los Tiestes, los Tántalos y los Atridas! Cortaste la cabeza, bárbaro inhumano, al jóven más valeroso que existia de un polo al otro polo y desde las apartadas regiones de la India hasta aquellas en que el Sol se oculta: su gentileza y juvenil edad hubieran movido á compasion á un Antropófago, á un Polifemo, pero no á tí, que fuiste más perverso é implacable que cualquier cíclope ó lestrigon. No creo que se halle un ejemplo semejante entre los guerreros antiguos, que cifraron todos sus conatos en dejar memoria de magnanimidad y de hidalguía, y eran humanos despues de la victoria. Bradamante no solo no trataba con rigor á los que arrancaba de la silla tocándolos con su lanza, sino que llevaba su galantería hasta el extremo de sujetar sus caballos mientras volvian á montar.

Os dije, hablando de esta jóven valerosa y bella, que habia vencido á Serpentino de la Estrella, Grandonio de Volterna y Ferragús, y que despues les ayudó á montar á caballo: dije tambien que el tercero de estos habia ido á participar á Rugiero el reto que le dirigia la doncella, en quien todos creian ver un caballero. Rugiero aceptó gozoso el desafío, y mandó que le trajeran sus armas. Mientras se las estaba poniendo en presencia del Rey, volvieron los cortesanos á hacer conjeturas sobre quién podria ser aquel guerrero incomparable que sabia dar tan soberbios botes de lanza, y preguntaron á Ferragús si lo conocia, puesto que habia hablado con él. El interpelado respondió:

—Tened por cierto que no es ninguno de los que habeis nombrado. Al ver su rostro, me pareció que era el hermano más jóven de Reinaldo: pero despues de haber experimentado su indomable valor, estoy seguro de que Riciardeto no puede igualársele. Más bien estoy dispuesto á creer que sea una hermana suya que, segun noticias, se le parece mucho, y goza la fama de igualar en fuerza y destreza á Reinaldo y á todos los paladines franceses. Pero despues de lo que he visto hoy, la creo superior á su hermano y á su primo.

Cuando Rugiero oyó estas palabras, sintió que su corazon se estremecia; tiñóse su rostro de ese rojo color que la aurora esparce por los aires, y quedó turbado é indeciso. Estimulado, al escuchar aquella noticia, por su siempre abierta y amorosa herida, sintió que se deslizaba por sus venas un fuego abrasador al mismo tiempo que circulaba por sus huesos un frio glacial, producido por el temor de que algun nuevo enojo pudiera haber extinguido el grande amor que Bradamante le dedicaba. En esta incertidumbre no sabia si salir al encuentro de su amada ó permanecer quieto en la ciudad.

Encontrándose allí Marfisa, que tenia grandes deseos de tomar parte en aquella lucha, y estaba cubierta con sus armas de las que rara vez se desprendia así de dia como de noche, apenas vió que Rugiero se armaba, pensó que perderia la ocasion de alcanzar la palma del triunfo, si dejaba que el guerrero saliera antes que ella; por lo cual se le adelantó, confiada en la victoria. Montó á caballo, y salió á escape al sitio donde la hija de Amon, palpitante de impaciencia, estaba esperando á Rugiero, deseosa de retenerlo cautivo, y pensando cómo dirigiria su lanza contra él de modo que menos daño le hiciera. Marfisa apareció fuera de las puertas de la ciudad, llevando en la cimera de su casco un fénix, emblema que lo mismo podia indicar su orgullosa presuncion de ser la única en el mundo en fortaleza, como su honesto propósito de permanecer siempre vírgen. Bradamante la miró con atencion, y viendo que no era Rugiero, le preguntó su nombre, y supo que tenia ante sí á la que le arrebataba su amor, ó mejor dicho, á la que creia su rival, á la que tanto ódio é ira le habia inspirado, á la que seria en fin causa de su muerte, si no tomaba una inmediata venganza de las lágrimas que por su causa derramaba.

Revolvió su corcel y se precipitó sobre Marfisa, no ya con la intencion de derribarla, sino con la de atravesarla de parte á parte con su lanza, y librarse así de sus crueles sospechas. Fuerza le fué á Marfisa medir el duro suelo al primer bote: esta afrenta, que no estaba acostumbrada á recibir, le causó tanta cólera, que estuvo á punto de volverse loca de furor. Apenas se vió en el suelo, sacó la espada, ardiendo en deseos de vengarse de su caida. No menos furiosa la hija de Amon, exclamó:

—¿Qué intentas? ¡No sabes que eres mi prisionera? Si me he mostrado cortés y generosa con los demás, no quiero ser lo mismo contigo, Marfisa, y estoy resuelta á castigar tus instintos villanos y orgullosos.

Estas palabras hicieron estremecerse á Marfisa como un escollo azotado por un viento impetuoso. Quiso contestar, pero el furor embargaba su voz hasta el extremo de que solo pudo articular un rugido. Empezó á esgrimir su espada en todas direcciones, amenazando con ella lo mismo á Bradamante que á su corcel; pero la guerrera cristiana le revolvia con destreza, y lograba esquivar los golpes de su enemiga. Enfurecida en extremo, arremetió á su vez lanza en ristre contra Marfisa, y apenas la tocó, cuando la hizo rodar por el polvo. Levantóse Marfisa nuevamente y continuó descargando cuchilladas sobre su adversaria, la cual le asestó un tercer bote que produjo el mismo efecto que los otros. Aun cuando Bradamante era esforzada, no habria triunfado con tanta facilidad de Marfisa, que no la cedia en valor y denuedo, á no ser por la lanza encantada.

Entre tanto, algunos guerreros del ejército cristiano, que estaba acampado á cosa de milla y media de distancia, se habian ido aproximando al campo en que tenia lugar la lucha, con objeto de admirar la bizarría del caballero cristiano, en quien veian á uno de los suyos, aunque ignoraban quién fuese. Al observar el generoso hijo de Trojano la proximidad de tales guerreros, no quiso encontrarse desprevenido; y á fin de evitar cualquier sorpresa peligrosa, ordenó que una buena parte de sus tropas tomara las armas y se formara fuera de las murallas. Rugiero, á quien el ardor de Marfisa le privó de pelear, salió con dichas tropas. El enamorado jóven estaba contemplando la lucha, lleno de temor y de inquietud por su amada; pues harto conocia el valor de Marfisa. Lleno de temor, como digo, las vió dirigirse una contra otra; pero al observar que Bradamante derribaba á su rival, quedó maravillado y estupefacto: al reparar despues en que la lucha de ambas guerreras no terminaba al primer encuentro, como las anteriores, sintió su corazon profundamente contrariado y temeroso de alguna desgracia. Hacia votos por la dicha y el bien de ambas doncellas; pues amaba á las dos, aunque el afecto que por ellas sentia era muy diferente: Bradamante le inspiraba un amor ardiente y frenético; Marfisa, benevolencia más bien que amor. De buen grado habria interrumpido aquella lucha, si hubiese podido dejar á ambas en buen lugar; pero los guerreros que con él estaban se le adelantaron, interponiéndose entre las dos guerreras, para impedir que venciera el campeon cristiano, el cual llevaba la mejor parte en la pelea. Avanzaron á su vez los caballeros cristianos, y se empeñó al instante un terrible combate, oyéndose resonar por todas partes el grito de «¡A las armas!» cosa que sucedia casi todos los dias. «¡A caballo! ¡Pronto, á armarse! ¡Agrúpese cada cual en derredor de su bandera!» decia con claro y belicoso sonido más de un clarin, recorriendo el campamento, y así como estos llamaban á los ginetes, los tímpanos y los atabales llamaban á los infantes.

Pronto se generalizó la pelea, que fué horrorosa y sangrienta. La valerosa doncella de Dordoña, sumamente encolerizada por no haber podido inmolar á Marfisa aquel dia en que tanto lo deseaba, empezó á recorrer el campo de batalla en todas direcciones, con la esperanza de encontrar á Rugiero, por quien suspiraba sin cesar. Por fin le conoció en el águila de plata que sobre fondo azul llevaba en su escudo, y se detuvo para contemplar con los ojos y la imaginacion aquel pecho, aquellos hombros, aquella agradable apostura y aquella gracia que embellecia todos los movimientos de su amante; pero recordando despues con gran despecho que otra mujer reinaba en su corazon, exclamó poseida de cólera:

—¿Con que otra, y no yo, ha de besar esos hermosos lábios? ¡Ah! no, no; es imposible que ames á otra, Rugiero; de nadie has de ser, sino mio. Antes que verme obligada á morir de rabia, has de perecer á mis manos; pues si te pierdo en este mundo, por lo menos el Infierno me devolverá tu alma, y estarás á mi lado eternamente. Ya que me haces expirar de dolor, justo es que me concedas el dulce consuelo de la venganza; porque, segun todas las leyes, el que da á otro la muerte debe perecer. A pesar de esto, nuestro suplicio nunca será igual; pues tú morirás con justo motivo, al paso que yo muero sin razon. Al arrancarte la vida, haré morir ¡ay de mí! al que desea mi muerte; pero tú, cruel, sacrificas á la que te ama y adora!... Mas ¿por qué vacila mi mano en desgarrar con su acero el corazon de mi enemigo que tantas y tantas veces me ha herido de muerte, confiado en la impunidad que Amor le daba, y ahora presencia, frio é indiferente, mi agonía, sin conmoverle mi dolor profundo? ¡Despierta denodado, ánimo mio, y venga con la muerte de ese infame las mil y mil que me ha hecho sufrir!

Al decir esto, precipitóse sobre Rugiero; pero antes le gritó:

—Defiéndete, pérfido. ¡Si mi brazo secunda á mi furor, no lograrás pisotear los ópimos despojos del corazon altivo de una doncella!

Cuando Rugiero oyó estas palabras, creyó conocer la voz de su amada, como así era; pues la tenia tan impresa en la memoria, que la hubiera distinguido entre mil. Harto comprendió que en aquellas palabras iba envuelta una amarga reconvencion por no haber cumplido la promesa que á Bradamante hiciera, y deseoso, por lo mismo, de justificarse, le indicó con un ademan que deseaba hablarle; pero la jóven, arrastrada por su dolor y por su ira, se dirigia hácia él con la visera calada, con intencion de ponerle tal vez donde no hubiera arena. Cuando Rugiero la vió caer sobre él tan frenética, se afirmó en la silla, y enristró su lanza; pero la tuvo suspendida é inclinada de modo que no la pudiera herir. La jóven, que le embestia con ánimo implacable y dispuesta á herirle, al llegar junto á él, no pudo resolverse á hacerle sufrir la vergüenza de una caida. Sus lanzas, pues, no produjeron efecto alguno; pero en cambio el amor vibró contra entrambos sus armas, y les atravesó el corazon de una amorosa lanzada.

Conociendo Bradamante que no podria resolverse nunca á causar una afrenta á Rugiero, corrió á desahogar en otra parte la cólera que le abrasaba el pecho, y llevó á cabo tales proezas, que serán famosas mientras el cielo gire. En pocos instantes hizo morder el polvo con su lanza de oro á más de trescientos guerreros: á ella solamente se debió aquel dia la victoria: ella sola puso en fuga á todo el ejército moro. Rugiero no cesaba de dar vueltas por todas partes buscándola, y consiguiéndola al fin, se le acercó y le dijo:

—¡Preciso es que te hable ó muera! ¿Qué te he hecho, para que así huyas de mí? Detente, por Dios, y escúchame.

Así como al soplo de los templados vientos meridionales, que aspiran del mar su tibio hálito, se derriten las nieves y los hielos de los torrentes que poco antes eran tan sólidos, así tambien, al oir aquellos ruegos, aquellos breves lamentos, el corazon de la hermana de Reinaldo se ablandó compasivo, cuando poco antes la ira le habia endurecido como el mármol. Sin embargo, no quiso ó no pudo responderle; pero clavó el acicate en un costado de Rabican, y se alejó cuanto pudo del campo de batalla, indicando con un ademan á Rugiero que la siguiera. Llegó á un solitario valle, donde habia una pequeña llanura, en medio de la cual se veia un bosquecillo de cipreses, que parecian vaciados todos en un mismo molde. En aquel bosquecillo se levantaba un gran sepulcro de mármol blanco, recientemente construido. Una breve inscripcion indicaba á los curiosos el nombre del que en él yacia sepultado, pero Bradamante no paró mientes en ella. Rugiero excitó la carrera de su corcel, y á los pocos momentos llegó al bosque y al sitio en que se hallaba la doncella.

Pero volvamos á Marfisa, que en el ínterin habia vuelto á montar á caballo, y procuraba buscar á la guerrera que la derribara al primer encuentro: la habia visto alejarse del campo de batalla, y vió tambien cómo Rugiero se alejaba á su vez, yendo en pos de Bradamante: muy lejos de pensar que el amor le hacia seguir sus huellas, creyó que la perseguia para terminar con las armas en la mano sus mútuas querellas. Espoleó su caballo, y siguió su pista, llegando al bosquecillo casi al mismo tiempo que ellos. Todo el que viva amando, comprenderá sin necesidad de que yo lo escriba, lo molesta que fué para ambos amantes su llegada. Al ver á Marfisa, causa de todo su mal, Bradamante no pudo permanecer tranquila; porque ¿quién podria impedir que no creyera como una cosa cierta, que su amor por Rugiero la hacia volar tras él? Afirmándose en esta creencia, empezó á prodigar á su amante los nombres de traidor y perjuro, exclamando además:

—¿No te bastaba, pérfido, que me trasmitiera la fama tu perfidia, sino que has querido tambien presentarme tu nueva amante? Veo que anhelas arrojarme de tu lado: pues bien, para satisfacer por completo tus deseos inícuos é infames, estoy decidida á morir; pero no será sin hacer lo posible para que perezca conmigo la que es causa de mi muerte.

Al terminar estas palabras, se precipitó más irritada que una víbora sobre Marfisa, dándole en el escudo una lanzada con tal fuerza, que la derribó de espaldas y le hizo clavar casi la mitad de su casco en la tierra: no se puede decir que Marfisa estuviera desprevenida, antes bien se preparaba á combatir é hizo lo que pudo por resistir el choque; pero á pesar de esto dió de cabeza contra el suelo. La hija de Amon, que queria morir ó dar muerte á su enemiga, estaba poseida de tan iracunda saña, que no quiso ya servirse de su lanza para derribarla de nuevo, sino que intentó separar del tronco la cabeza de Marfisa, medio sepultada en la arena; y arrojando lejos de sí la lanza de oro, desenvainó la espada y se apeó rápidamente del caballo: pero llegó ya tarde; porque Marfisa se habia puesto en pié y se preparaba á acometerla, tan excesivamente encolerizada al ver que en aquella nueva lucha tambien habia sido vencida, que de nada le servian á Rugiero las súplicas, ni los gritos con que procuraba estorbar un espectáculo que le afligia vivamente: tan poseidas de furor estaban ambas guerreras que luchaban hasta con desesperacion. Poderosamente atraidas por su mútuo ódio, fueron acercándose hasta el extremo de no serles posible manejar los aceros ni luchar de otro modo más que aferrándose una á otra con las manos. Dejaron caer las espadas por no necesitarlas en aquel extraordinario género de lucha, y buscaron nuevos modos de ofenderse, mientras Rugiero se esforzaba en calmarlas con sus palabras; pero viendo que eran completamente estériles sus ruegos, se resolvió á separarlas empleando la fuerza, y á este fin, les arrebató los puñales de las manos arrojándolos al pié de un ciprés: cuando no tuvieron hierro alguno con que herirse, renovó sus súplicas y aun sus amenazas, pero siempre en vano, porque no pudiendo de otro modo, se ofendian con los puños y los piés. Rugiero insistía, y tan pronto sujetaba á la una como á la otra por los brazos ó las manos, separándola de su adversaria: por último, hizo tanto, que atrajo sobre sí todo el ódio y furor de Marfisa. Acostumbrada esta guerrera á despreciarlo todo, olvidó la amistad que á Rugiero la unia; y dejando á Bradamante, corrió á recoger su espada, y se lanzó sobre él.

—Cometes una accion villana y descortés, le dijo, viniendo á interrumpir nuestro combate; pero esta mano, que basta á vencer á entrambos, castigará tu audacia.

En vano procuró Rugiero apaciguar á Marfisa, empleando las frases más conciliadoras; tan irritada la veia contra él, que conoció que era tiempo perdido el empleado en aplacarla. Al fin, enrojecido á su vez de cólera, se vió obligado á desenvainar la espada. No creo que Atenas, ó Roma, ú otro país del mundo ofrecieran á los que lo contemplaban un espectáculo más agradable, que lo que este combate lo fué para la celosa Bradamante, por lo mismo que venia á echar por tierra todas sus sospechas. Habia recogido del suelo su espada, y se mantenia apartada observando las peripecias de aquella nueva lucha: creia ver en Rugiero al Dios de la guerra, por su pujanza y destreza; y si este le parecia el mismo Marte, veia en Marfisa una furia infernal, escapada del Averno.

El gallardo jóven estuvo por espacio de algun tiempo sin hacer uso de todo su vigor, pues conocia demasiado el poder de su espada, tantas veces puesto á prueba: donde caia aquel acero, quedaban rotos ó perdian su virtud todos los encantos, por cuya causa procuraba descargar sus golpes de plano, y no de filo ó de punta, á fin de no ocasionar daño á Marfisa. Largo rato combatió de aquel modo; pero al fin perdió la paciencia, al dirigirle su adversaria una terrible cuchillada con intencion de dividirle la cabeza: levantó el escudo con objeto de parar el golpe, y aun cuando por estar encantado su broquel no quedó rajado ó hendido, la violencia del tajo fué tal, que le dejó adormecido el brazo: á no haber poseido las armas de Héctor, hubiera perdido el brazo izquierdo y quizá tambien la cabeza, cumpliendo así el cruel deseo de la doncella. Al sentir el guerrero este golpe, olvidó toda compasion; despidieron rayos sus ojos, y asestó á su adversaria una estocada con toda su fuerza. ¡Desgraciada de tí, Marfisa, si te hubiera alcanzado el acero!

No podré deciros cómo, pero el caso fué que la espada penetró más de palmo y medio en el tronco de uno de los muchos cipreses que allí habia plantados. En el mismo momento, un gran terremoto sacudió el monte y la llanura, y se oyó una voz estentórea, superior á la de todo mortal, que saliendo del sepulcro que habia en medio del valle, exclamaba:

—¡Deteneos! Suspended ese terrible combate; pues seria inhumano é injusto que el hermano diera muerte á su hermana ó esta matara á aquel. Tú, Rugiero, y tú, Marfisa mia, dad crédito á mis palabras que no son fingidas: concebidos los dos en un mismo seno por obra de un mismo padre, vísteis juntos la luz primera. Rugiero II os engendró: llamóse vuestra madre Galaciela, cuyos hermanos, despues de haber quitado la vida á vuestro desdichado progenitor, la expusieron en un débil leño al furor de las olas, sin tener en cuenta que se hallaba grávida de vosotros, ni que procedíais de su mismo tronco. Pero el destino, que aun antes de nacer os reservaba para llevar á cabo las empresas más gloriosas, hizo que la barquilla llegase felizmente á las costas deshabitadas que en frente de las Sirtes se encuentran, desde donde subió al Paraiso el alma bienaventurada de Galaciela, despues de daros á luz: tal fué la voluntad de Dios y tal vuestro destino. Testigo yo de aquel suceso, dí á vuestra madre una sepultura tan honrosa como era posible en aquella playa desierta, y envolviéndoos en mi manto, os llevé al monte de Carena. Hice salir una leona de las guaridas del bosque, la amansé, la obligué á abandonar á sus cachorros, y durante veinte meses os alimentó cuidadosamente con su leche. Un dia en que se me ocurrió alejarme de vuestra morada para recorrer el país, os vísteis sorprendidos por una horda de árabes, segun tal vez recordareis, los cuales se apoderaron de tí, Marfisa; pero Rugiero pudo salvarse merced á la celeridad de sus piernas. Tu pérdida me afligió profundamente, y desde entonces redoblé mi vigilancia para custodiar á tu hermano. Demasiado sabes, Rugiero, los cuidados que tu maestro Atlante te prodigó durante su vida. Las estrellas fijas me predijeron que perecerias á traicion entre los cristianos, y para apartar de tu cabeza su funesto influjo, consagré todos mis esfuerzos á mantenerte alejado de ellos: viéndome al fin impotente para contrarestar tus deseos, caí enfermo y perecí de dolor; pero antes de expirar pude prever que vendrias á luchar con Marfisa en este sitio, é hice que los espíritus infernales me construyeran con enormes piedras el sepulcro que estais viendo: al mismo tiempo dije á Aqueronte con penetrante voz: «No quiero que, despues de mi muerte, arrebates mi espíritu de este bosque, hasta que llegue á él Rugiero para batirse con su hermana.» Esta es la razon de que mi espíritu haya estado esperando vuestra venida bajo esta verde enramada por espacio de muchos dias. Desecha, pues, esos terribles celos que sientes por nuestro Rugiero, á quien tanto amas, Bradamante. Pero me es forzoso ya abandonar la region de la luz y pasar á la mansion de las tinieblas.

Calló la voz, dejando en extremo asombrados á Marfisa, á Rugiero y á la hija de Amon. Los dos primeros, llenos de júbilo, se reconocieron como hermanos, y se arrojaron uno en brazos de otro, sin que Bradamante se manifestara ya ofendida por estas muestras de cariño. Ambos hermanos empezaron á recordar con gran placer algunas de las circunstancias de su edad juvenil, acabando de conocer así la verdad de las palabras proferidas por el espíritu de Atlante. Rugiero no quiso ocultar á su hermana el amor que á Bradamante tenia; le refirió con palabras afectuosas todos los grandes favores que debia á su amada, y no cesó hasta conseguir que sucediera el afecto á la cólera en el corazon de ambas jóvenes é hizo que se abrazaran mútuamente en señal de reconciliacion.

Marfisa dirigió despues algunas preguntas á Rugiero con respecto á la patria y clase de su padre; deseaba sobre todo saber quién le habia muerto; si su muerte ocurrió en palenque cerrado ó en el campo de batalla, y quiénes eran los que habian intentado sepultar en las olas á su desgraciada madre; todo lo cual se habia borrado de su memoria, dado caso de que hubiera llegado á su noticia cuando niña. Rugiero satisfizo su justa curiosidad diciéndole que eran de orígen troyano, y que descendian directamente de Héctor.

—Cuando Astyanax, prosiguió diciendo, se escapó de las manos de Ulises y de los lazos que le habia tendido, dejando en lugar suyo otro jóven de su misma edad, salió de aquel país, y despues de haber vagado mucho tiempo por los mares, llegó á Sicilia y reinó en Messina. Sus descendientes pasaron al otro lado del Faro, y se establecieron en una parte de la Calabria; y despues de una larga série de años fueron á habitar en la ciudad de Marte. Varios emperadores é ilustres reyes de su raza dominaron en Roma y en otras partes, desde Constante y Constantino hasta Carlomagno, hijo de Pepino el Breve. Entre ellos se distinguieron Rugiero I, Gianbaron, Buovo, Rambaldo, y por último Rugiero II, que fué, segun acabais de oir á Atlante, el que fecundizó el seno de nuestra madre. La historia ha inmortalizado los preclaros hechos de nuestros progenitores.

Rugiero continuó refiriendo que el rey Agolante habia ido á Francia con Almonte y el padre de Agramante, llevando en su compañía una doncella hija suya, tan valerosa que venció en combate singular á muchos paladines: cediendo al poco tiempo al amor que Rugiero le inspiraba, desoyó las amonestaciones de su padre, recibió el bautismo y se casó con su amante: pero abrasado el traidor Beltran de un incestuoso amor hácia su cuñada, vendió á su patria, á su padre y á sus dos hermanos con la esperanza de poseerla, entregó la ciudad de Ris á los enemigos, y aquellos quedaron á merced del vencedor. Terminó el jóven guerrero diciéndoles que tan pronto como Agolante y sus despiadados hijos se apoderaron de Galaciela, que se hallaba en cinta de seis meses, la abandonaron al furor del mar tempestuoso, en medio de un riguroso invierno y en una barquilla sin timon.

Estaba Marfisa escuchando con profunda atencion todas las palabras de su hermano, y mientras tanto brotaban de sus hermosos ojos copiosas lágrimas de júbilo, al pensar en que circulaba por sus venas la sangre de los Mongrana y los Claramonte, cuyos descendientes habian sabido brillar por luengos años en el mundo, sobrepujando en bizarría á los varones más ilustres. Cuando Rugiero le reveló que el abuelo, el padre y el tio de Agramante dieron muerte á traicion á Rugiero y trataron de un modo cruel á Galaciela, no pudo Marfisa contenerse y le interrumpió diciendo:

—¡Ah, hermano mio! Perdóname que te diga que has cometido una gran falta dejando sin venganza la muerte de tu padre. Si no pudiste derramar la sangre de Almonte y de Trojano, por estar ya muertos, ¿no debias hacer recaer tu cólera sobre sus hijos? ¿Es posible que Agramante viva, viviendo tú? Mancha es esa de la que tu rostro no se verá libre jamás, porque, despues de tantas injurias, no solo no has inmolado á ese rey, sino que permaneces en su corte admitiendo un sueldo suyo. Pero juro á Dios, (á ese Cristo, Dios verdadero, á quien deseo adorar como lo adoró mi padre) que no he de despojarme de esta armadura hasta dejar vengados á Rugiero y á mi madre. Me lamento y me lamentaré de tu conducta, mientras te vea entre las tropas de Agramante ó de cualquier otro monarca mahometano, esgrimiendo ese acero que debieras bañar en su aborrecida sangre.

¡Con cuánta satisfaccion levantó su rostro la hermosa Bradamante al escuchar estas palabras, que la llenaban de júbilo! La hija de Amon se esforzó en persuadir á Rugiero á que pusiera inmediatamente por obra los consejos de Marfisa, y á que fuera á reunirse con Carlomagno, dándose á conocer á aquel monarca, que tenia en tanta veneracion y aprecio el recuerdo de las ínclitas proezas de su padre Rugiero, que aun le consideraba como el más valiente de todos los guerreros. Rugiero le respondió acertadamente, que tal debia haber sido su conducta desde un principio, pero que habia perdido un tiempo precioso por no haber tenido un conocimiento tan exacto de la historia de sus padres como despues lo tuvo, y que habiéndole ceñido Agramante la espada de caballero, cometeria una accion indigna y una traicion infame si le diera la muerte, despues de haberle rendido pleito homenaje. Sin embargo, prometió á Marfisa, como se lo habia prometido en otro tiempo á Bradamante, aprovechar la menor oportunidad que se le presentase y emplear todos los medios que á su alcance estuviesen para acceder á los deseos de ambas sin faltar á las leyes del honor. Añadió que si no lo habia hecho ya, no era suya la culpa, sino del Rey de Tartaria, que le dejó tan mal parado despues de su combate con él, como era bien notorio, y como podia atestiguar la misma Marfisa mejor que otra persona cualquiera, puesto que entonces le visitaba diariamente.

Largo rato debatieron los tres este importante asunto, y por último convinieron en que Rugiero volviera al lado de Agramante, hasta que se le presentara una ocasion propicia para pasar al servicio de Carlomagno.

—Déjale que se vaya, dijo Marfisa á Bradamante, y desecha todo temor; yo te prometo hacer de modo que dentro de pocos dias no obedezca las órdenes de Agramante.

Así dijo; pero se guardó de revelar el propósito que al efecto habia fraguado en su imaginacion.

Rugiero se despidió al fin de ellas, y volvia ya riendas á su corcel para regresar al lado de Agramante, cuando llamaron la atencion de los tres unos lamentos que salian del valle inmediato.

Escucharon más atentamente y creyeron percibir el llanto y los gemidos de una mujer. Pero deseo que este canto termine aquí y que secundeis benévolos este deseo, prometiendo por mi parte narraros cosas más interesantes en el canto siguiente, si acudís á escucharlo.

Canto XXXVII

Atraidos Rugiero y las dos doncellas por los lamentos que se oian en el valle inmediato, encuentran á Ulania y sus compañeras á quienes Marganor habia cortado los vestidos.—Los dos amantes y Marfisa acometen al infame y vengan aquella afrenta.—Marfisa hace cambiar la ley que estaba establecida en el castillo de Marganor, y este perece á manos de Ulania.

Si así como las mujeres ponen noche y dia todo su cuidado y diligencia en obtener los dones que la Naturaleza no puede proporcionar sin el arte, y como han practicado con buen éxito las acciones más sublimes, se hubieran dedicado á aquellos estudios que inmortalizan las virtudes humanas, y hubiesen podido cantar por sí mismas sus propias alabanzas sin necesidad de mendigar el auxilio de los escritores, á quienes el despecho y la envidia corroe el corazon de tal modo, que ocultan con frecuencia el bien que de ellas pueden decir, y publican el mal por todos los medios que están á su alcance, tan enaltecido se veria su nombre, que tal vez llegaria á empañar la brillante fama de los varones más eminentes. No contentos muchos poetas, en especial los antiguos, con prodigarse mútuamente el incienso de la adulacion, estudian asíduamente el modo de poner en relieve todas las imperfecciones de la mujer, y para impedir que llegue á prevalecer sobre el hombre, se esfuerzan cuanto pueden en oscurecer su mérito, cual si el esplendor del sexo femenino pudiera amenguar el del nuestro, lo mismo que las nubes disminuyen la intensidad de los rayos del Sol. Pero jamás ha tenido bastante poder la lengua con sus discursos ni la mano con sus escritos, por más que hayan cifrado todos sus conatos en aumentar el mal y disminuir el bien, para destruir la gloria de la mujer hasta el extremo de no dejar alguna parte de ella, aun cuando desgraciadamente han logrado que no llegara ni con mucho á donde debiera.

Harpalice, Tomiris, las heroinas, que socorrieron á Turno y á Héctor, la princesa que, seguida de Tirios y Sidonios, atravesó los mares para establecerse en la Libia, Zenobia, la famosa reina que llevó sus armas victoriosas por la Asiria, la Persia y la India, y otras muchas, no fueron las únicas damas dignas de la inmortalidad por sus esclarecidos hechos de armas. Y no tan solo Roma y Grecia tuvieron el privilegio de dar al mundo mujeres fieles, castas, prudentes y esforzadas: todos los países de la Tierra las han producido, desde las márgenes del Indo hasta las playas de las Hespérides, donde el Sol recoje su cabellera; pero los escritores falsos, injustos y envidiosos de su tiempo apenas nos han dejado el recuerdo de una por cada mil. Continuad á pesar de esto vuestro camino, ¡oh mujeres amantes de la virtud! sin que os detenga el temor de no adquirir la honrosa fama que vuestras elevadas acciones merecen; pues así como no hay cosa buena que dure siempre, tampoco se perpetúan las malas, y si hasta ahora habeis carecido de escritores que enaltecieran vuestras sublimes virtudes, en la época actual contais con ellos. Hoy os dedican sus cantos Marullo, el Pontan, los dos Strozzi, padre é hijo; el Bembo, el Cappel, el que ha hecho adquirir á sus cortesanos el mismo gusto que siente por la poesía, Luis Aleman y esos dos príncipes, tan queridos de Marte como de las Musas y descendientes de los soberanos de la comarca que atraviesa el Mincio y está rodeada de anchurosos lagos. El amor, la fé y el invencible y esforzado ánimo que aun en presencia de los mayores peligros ha demostrado Isabel por uno de estos príncipes, han hecho que él os pertenezca más que á sí mismo, aun cuando ya era inclinado por instinto á honraros y reverenciaros, y á hacer resonar el Pindo y el Cinthio con vuestras alabanzas, elevándolas hasta el mismo Cielo: por esta razon se manifiesta incansable en celebraros en sus versos llenos de fuego, y por esta razon tambien está siempre dispuesto á tomar las armas para castigar á los que os ultrajen. No existe en el mundo un caballero más decidido que él á perder su vida en defensa de la virtud, y al mismo tiempo que con sus acciones da á los poetas inagotable materia para ensalzarle, eterniza la fama de los demás con sus escritos. Digno es por lo tanto de que el Cielo le concediera una esposa dotada de tan inestimables prendas como la que más de su sexo, una esposa de constancia inalterable, y que haya sido para él una verdadera columna, despreciando todos los reveses de la fortuna. ¿Dónde se vieron nunca dos esposos más dignos el uno del otro? Coloca nuevos trofeos en la orilla del Oglio; pues entre el fragor de las armas, de los carros, de los incendios y de las olas ha escrito versos tan sonoros y melodiosos, que el cercano rio se manifiesta envidioso de su gloria.

Al par de ese ilustre príncipe, un Hércules Bentivoglio enaltece vuestras virtudes en agradables poesías; Renato Trivulcio, mi querido Guideto y Molza, favorito de Febo, segun vosotras mismas decís, os dedican tambien sus versos, lo mismo que Hércules, duque de los Carnutos é hijo de mi señor, el cual despliega sus alas, y cual canoro cisne se remonta cantando por los aires y llevando vuestro nombre hasta el cielo. El Marqués del Vasto, no contento con ofrecer, merced á sus prodigiosas hazañas, suficientes asuntos en que se inspiraran todos los antiguos poetas de Roma y Atenas, se ensaya asimismo en inmortalizaros con sus escritos. Y aparte de estos y de otros muchos que os han glorificado y os glorifican en sus canciones, vosotras tambien sabeis dejar eterno recuerdo de vuestras virtudes; pues abandonando por un momento la aguja y el hilo, habeis ido y vais aun en número considerable á extinguir con las Musas vuestra sed en la fuente de Aganipe, regresando de ella tan inspiradas, que más bien necesitamos los hombres de vuestros auxilios que vosotras de los nuestros. Si pretendiera recordar aquí los nombres de estas ilustres poetisas, y ocuparme de cada una de ellas en particular, ponderando cual merecen sus excelencias, me veria precisado á escribir más de un pliego y dedicar hoy mi trabajo exclusivamente á este asunto. Si me limito á pronunciar cinco ó seis nombres, podrán ofenderse ó enojarse con razon las que no cite. ¿Qué haré pues? ¿Las pasaré á todas en silencio, ó escogeré una sola entre tantas? Escogeré una sola; pero la elegida será tal, que su nombre hará enmudecer á la envidia, y nadie podrá llevar á mal que me calle con respecto á las demás y solo á ella la celebre. La dama á quien me refiero, no solo se ha hecho inmortal por ese estilo tan dulce cual no he oido otro alguno, sino que con sus palabras ó escritos podria muy bien sacar de la tumba á cualquier mortal, haciéndole vivir eternamente. Así como Febo derrama sobre su cándida hermana rayos más luminosos que sobre Venus y Maya y cuantas estrellas giran con el cielo ó tienen movimiento propio, así tambien la facundia y la elocuencia inspiran á la dama de que os hablo más dulcemente que á todas las demás, y prestan tal vigor á sus altos y luminosos pensamientos, que engalana con un nuevo sol al cielo. Victoria es su nombre, perfectamente adecuado á la que ha nacido entre los triunfos y á la que siempre está rodeada de laureles y trofeos, y parece haber encadenado á la victoria. Semejante á la fiel Artemisa, que tan celebrada fué en la antigüedad por el recuerdo piadoso que dedicó á su Mausoleo, Victoria tiene sobre aquella reina la ventaja de que en vez de haber sepultado á su esposo, ha conseguido resucitarle en la memoria de los vivos, obra bastante más digna y meritoria. Si Laodamia, si la mujer de Bruto, si Arria, Argía, Evadne, y otras muchas merecieron alabanzas por haber querido seguir á sus maridos en el sepulcro, ¿cuántas mayores no deberán tributarse á Victoria por haber arrancado el nombre de su esposo á las aguas del Leteo y á las del rio que rodea nueve veces el tenebroso abismo, á pesar de las Parcas y de la Muerte? Si el héroe macedonio envidió al fiero Aquiles la sonora trompa meónica que celebró sus hazañas, ¿cuánta mayor envidia te tendria ¡oh invicto Francisco de Pescara! si hubiese vivido en esta época, al ver que la más casta de las esposas, tan adorada por tí, te tributa en sus versos el honor que se te debe, y que merced á ella resuena tu ilustre nombre por el universo hasta el extremo que pudieras desear? ¡Oh! Si quisiera consignar en el papel todo cuanto pudiera ó desearia decir de tí, ilustre Victoria, mi tarea seria por demás larga y prolija, aunque no tanto que no me quedara una gran parte por manifestar, y en el ínterin dejaria en suspenso la bella historia de Marfisa y sus compañeros, que os prometí continuar si acudíais á oir este canto. Ya que estais aquí para escucharme, y yo dispuesto á cumplir mi promesa, guardaré para mejor ocasion mi propósito de cantar las alabanzas de tan esclarecida dama, no por tener la pretension de que mis versos sean necesarios á quien bastan y sobran sus propias y dulcísimas rimas, sino por satisfacer mis deseos de honrarla y alabar su virtuoso corazon.

Concluyo, pues, adorables mujeres, afirmando que en todos los tiempos han existido muchas de vuestro sexo dignas de figurar en la Historia; pero cuyos nombres han quedado sepultados en el olvido por efecto de la envidia de los escritores, lo cual no sucederá ya en adelante pues, que vosotras mismas sabeis inmortalizar vuestras virtudes. Si las dos cuñadas hubieran sabido hacer otro tanto, hoy conoceríamos con mayor exactitud todas sus hazañas: me refiero á Bradamante y á Marfisa, cuyas ínclitas proezas procuro sacar á luz, aunque me esfuerzo en vano, pues solo he podido averiguar la décima parte de ellas: en cuanto á las que conozco, ya veis cuán voluntariamente las canto, no solo porque es un deber el descubrir toda heróica accion donde quiera que se halle oculta, sino tambien porque mi mayor anhelo es el de hacerme agradable á vuestros ojos, ¡oh encantadoras mujeres, á quienes amo y venero!

Como os decia, preparábase Rugiero á emprender su marcha, y se habia despedido ya de sus compañeras y sacado su espada del ciprés sin que el árbol se lo estorbara como anteriormente, cuando oyó gritos lastimeros y cercanos que llamaron poderosamente su atencion; y seguido de las dos jóvenes, se lanzó hácia el sitio de donde al parecer salian aquellos gemidos, con objeto de prestar el auxilio que el caso requiriese. Cuanto más avanzaba, más claras y distintas llegaban las quejas á sus oidos: una vez en el valle, vieron tres mujeres desconsoladas y llorosas y en una situacion algo extraña; pues una mano atrevida y criminal les habia cortado las faldas de sus vestidos hasta el ombligo, y no sabiendo cómo ocultar su desnudez, se mantenian sentadas sin atreverse á levantarse. Así como aquel hijo de Vulcano que salió del polvo sin auxilio de madre alguna, y fué despues confiado por Palas á los cuidados de la curiosa Aglaura, ocultaba la deformidad de sus piés permaneciendo constantemente sentado en el carro, del que fué inventor, del mismo modo ocultaban aquellas tres jóvenes las cosas que debian tener secretas, permaneciendo sentadas en el suelo.

Aquel espectáculo increible y deshonesto hizo que en los rostros de las dos magnánimas guerreras apareciera el color que suele tener en la Primavera la rosa de los jardines de Pesto. Bradamante contempló con alguna atencion á aquellas jóvenes y conoció en una de ellas á Ulania, la embajadora que habia venido á Francia desde la isla Perdida; y conoció tambien á las otras dos jóvenes por haberlas visto en otra ocasion acompañando á la primera. Se dirigió, sin embargo, á la embajadora, y le preguntó qué mano impía y menospreciadora de toda ley y toda costumbre habia podido descubrir á los ojos de los demás los secretos que la misma Naturaleza al parecer se esfuerza en encubrir. Ulania que conoció al instante, por sus armas y por su voz, á la guerrera que pocos dias atrás habia derribado de la silla á tres campeones, le refirió que los moradores de un castillo próximo, gente perversa y despiadada, además de inferirles la afrenta de cortarles los vestidos, las habian azotado y causado otros daños: añadió que ignoraba lo que habia sido del escudo de oro, y de los tres reyes que la venian acompañando á través de tantos países, cuya suerte desconocia por completo; y terminó diciendo que se dirigia por aquel camino, no obstante lo mucho que le pesaba caminar á pié, para denunciar tal ultraje á Carlomagno, con la esperanza de que no lo dejaria impune.

Esta narracion, y la vista de aquella grave injuria, excitó la indignacion de Rugiero y de las dos guerreras, cuyos corazones eran tan compasivos como fuertes y valientes; y olvidando sus propios asuntos, y sin aguardar siquiera á que la afligida Ulania les rogara que tomasen á su cargo su venganza, emprendieron inmediatamente el camino del inhospitalario castillo. Pero antes se quitaron de comun acuerdo las sobrevestas con las cuales pudieron cubrir la desnudez de aquellas desdichadas: Bradamante no quiso tolerar que Ulania siguiera caminando á pié, y la hizo montar á la grupa de su caballo, y Rugiero y Marfisa hicieron lo mismo con las otras dos jóvenes.

La embajadora indicó á Bradamante la via que más directamente conducia al castillo, y en cambio la hija de Amon procuró consolarla, asegurándole que castigaria al que la habia ofendido. Salieron del valle, y empezaron á subir una montaña por un sendero largo y tortuoso: el Sol se habia ocultado ya tras los mares, y nuestros caminantes no se habian concedido aun el menor reposo, cuando en la empinada cumbre de un monte de difícil acceso vieron una pequeña aldea, en donde hallaron el mejor albergue y cena que era compatible con las condiciones de aquel lugar. Examinaron atentamente cuanto les rodeaba, y observaron que por todas partes habia mujeres, ya viejas, ya jóvenes, pero no vieron el rostro de un solo hombre. No fué tan grande el asombro de Jason y de los argonautas que con él iban, al ver que en toda la extension de la isla de Lemnos no existian siquiera dos varones, por haber dado muerte las mujeres de la misma á sus esposos, padres, hijos y hermanos, como el que experimentaron en aquella aldea Rugiero y sus compañeras.

Bradamante y Marfisa hicieron que se proporcionasen á Ulania y á las doncellas de su servidumbre tres vestidos, si no tan lujosos como los que llevaban, á lo menos completos. Rugiero llamó á una de las mujeres que habitaban allí, y le manifestó sus deseos de saber dónde estaban los hombres de aquella tierra, puesto que no veia ninguno. La interrogada satisfizo su curiosidad de esta manera:

—Lo que tal vez es para vos un motivo de asombro, es una pena aguda é intolerable para nosotras, que vivimos en la soledad más triste; y como si sus rigores no fueran ya bastantes, nuestros padres, esposos é hijos, á quienes tanto amamos, se hallan muy lejos de nosotras, condenados á una triste separacion por un dueño tan tirano como cruel. Este bárbaro señor nos ha relegado á los confines de sus tierras, donde hemos nacido, y que apenas distan dos leguas de aquí, despues de habernos hecho sufrir mil dolorosas injurias, amenazando con la muerte y los suplicios más terribles á nuestros parientes y á nosotras mismas, si ellos se atreven á venir á nuestro lado, ó si llega á su noticia que nosotras nos permitimos recibirles. Hasta tal extremo nos ódia, que no tolera nuestra proximidad á él, ni que se nos reuna alguno de los nuestros, como si le emponzoñara el olor del sexo femenino. Dos veces se han despojado los árboles de su verde cabellera, y otras dos se han engalanado con ella, desde que ese infame señor se entrega impunemente á su furor sombrío: sus vasallos le temen como á la misma muerte; porque á su mal corazon ha añadido la naturaleza un vigor sobrenatural. Su cuerpo, de estatura gigantesca, está dotado de más fuerza que cien hombres juntos: y su crueldad no se limita á nosotras, que somos sus vasallas, sino que se ensaña doblemente con las extranjeras. Si apreciais vuestro honor y el de esas tres damas que os acompañan, os será mucho más útil, bueno y seguro no pasar adelante y seguir otro camino; pues este conduce al castillo del hombre de que os hablo, en donde os será forzoso someteros á la infame ley que ha establecido, con daño y vergüenza de las damas y caballeros que pasan por su territorio. Marganor el felon (así se llama el señor, el tirano de aquel castillo) supera en crueldad al mismo Neron y á cuantos se hayan hecho famosos por sus iniquidades: su deseo de saciarse con sangre humana, y en especial con la de las mujeres, es mayor que el del lobo ansioso de beber la sangre del cordero; y cuantas damas llegan, por su mala estrella, á su castillo, son arrojadas de él, despues de haber tenido que soportar la afrenta más vergonzosa.

Rugiero y sus compañeras manifestaron deseos de conocer la causa de aquel ódio implacable, y suplicaron á su huéspeda que les hiciera la merced de continuar, ó más bien de relatarles la historia por completo.

—«El señor del Castillo, dijo la aldeana, fué siempre de instintos crueles, inhumanos y feroces; pero durante algun tiempo supo ocultarlos tan bien, que nadie los pudo adivinar. Mientras vivieron sus dos hijos, cuya índole era muy distinta de la de su padre, pues acogian benignamente á los extranjeros, y en su corazon no tenia entrada la crueldad ni demás villanas inclinaciones, florecian en aquella mansion la hidalguía, las suaves costumbres y las acciones honrosas. Su padre, á pesar de su avaricia, jamás quiso privarles de cuanto les era grato. Los caballeros y las damas que pasaban por este camino, recibian tan halagüeña hospitalidad, que se alejaban prendados de la amabilidad y galantería de los dos hermanos. Ambos habian recibido al mismo tiempo las sagradas órdenes de caballería, y ambos eran gallardos, ardorosos y de régio continente: llamábase el uno Cilandro, y Tanacro el otro. Por sus hechos merecian toda clase de elogios y distinciones, como los hubieran seguido mereciendo sin duda, á no haberse dejado dominar por ese deseo que llamamos amor, por culpa del cual se apartaron del camino recto y se intrincaron en el laberinto del error, mancillando de un golpe la honrosa conducta de su vida entera.

»Llegó cierto dia al castillo de Marganor un caballero de la corte del Emperador de Oriente con una dama de recatado porte, y tan bella como pudiera anhelar el más exigente deseo. Cilandro se apasionó de ella hasta tal punto, que temió morir, si no alcanzaba su posesion: le parecia que, al alejarse aquella dama, se iria con ella su existencia. Conociendo que por medio de los ruegos no conseguiria nada, se decidió á hacerla suya por la fuerza. Armóse, y se emboscó á corta distancia del castillo, por donde debian pasar al partir: su acostumbrada audacia y el fuego que ardia en su corazon no le dieron tiempo para reflexionar en lo que iba á hacer; así fué que en cuanto divisó al caballero, salió á atacarle frente á frente. Creia poder vencerle al primer encuentro y alcanzar de un solo golpe la victoria y la conquista de la dama; pero el caballero, que era más diestro en el manejo de las armas, le hizo pedazos la coraza, cual si fuera de vidrio. No tardó Marganor en saber la triste nueva, y ordenó que trasladaran á su hijo en un féretro al castillo: al contemplarle muerto, prorumpió en acerbo llanto, é hizo que enterraran el cadáver en el sepulcro de sus antepasados.

»Esta desgracia no influyó para nada en la hospitalidad que se concedia á los caballeros y damas transeuntes; porque Tanacro no era menos galante ni menos gentil que su hermano. En el mismo año llegó de lejanas tierras un magnate con su esposa; él maravillosamente apuesto; ella tan donosa y bella cuanto es presumible, y digna de todo encomio, lo mismo por su belleza, que por su honestidad y su esforzado ánimo. Aquel caballero descendia de una estirpe ilustre y generosa; era tan valiente como el guerrero de mayor fama, y bien necesitaba reunir tan envidiables dotes quien poseia el amor de una dama de tan excelentes y valiosas prendas. Olindro de Longueville era el nombre del guerrero: Drusila el de su esposa. Tanacro sintió por ella una pasion tan violenta como la que concibiera su hermano por la dama, causa de su desastrosa muerte. Lo mismo que él, buscó todos los pretextos imaginables para violar la sagrada y santa hospitalidad, antes que resignarse á sufrir la muerte que indudablemente le ocasionarian sus irresistibles deseos; pero recordando el triste ejemplo de su hermano, víctima de su poco meditada resolucion, se propuso robar á la dama de modo que Olindro no pudiera vengar su deshonra. Pronto se extinguió en él aquel virtuoso y digno proceder que guiaba todos sus pasos, y pronto tambien se vió envuelto en las cenagosas aguas del vicio, en cuyo fondo habia permanecido constantemente su padre. Durante la noche reunió sigilosamente veinte hombres armados, y se emboscó con ellos en cierta gruta que habia en el camino del castillo y algo apartada de él. Apenas se presentó Olindro al dia siguiente, le cerraron el paso, le cortaron la retirada por todas partes, y á pesar de su heróica y tenaz resistencia, perdió la vida y la mujer á un tiempo mismo.

»Muerto Olindro, Tanacro se llevó cautiva á la hermosa dama, cuya desesperacion era tal, que se negaba resueltamente á vivir y pedia por favor que le arrancasen la existencia.

»Decidida á no sobrevivir á su esposo, se arrojó al fondo de un precipicio; mas no pudo conseguir su intento, aun cuando quedó herida en la cabeza y lastimosamente magullada. Tanacro la hizo conducir al castillo en unas parihuelas: mandó que se la asistiera cuidadosamente, pues no queria perder tan codiciada presa, y en tanto que se acercaba su restablecimiento, lo iba preparando todo para celebrar la boda, resuelto como estaba á ofrecer el título de esposa á una tan bella y honesta dama.

»En esto se cifraban los pensamientos, los deseos, los cuidados y las conversaciones todas de Tanacro. Conociendo que la habia ofendido, confesaba su culpa y hacia cuanto le era posible por enmendarla; pero todo en vano: cuanto mayor era su cariño y más se esforzaba en demostrárselo, mayor era y más intenso el ódio que Drusila le tenia, y más firme su resolucion de vengarse de él matándole; pero este ódio no la cegaba hasta el punto de desconocer que, si queria ver logrado su propósito, le era fuerza disimular, apelar á la astucia, hacer ver á Tanacro lo contrario de lo que sentia, y fingir haber olvidado su primer amor, aceptando el que el asesino de su esposo le ofrecia. Su rostro afectaba una completa calma, pero en su corazon hervia el deseo de venganza, único que la animaba. Muchos planes formó: adoptó unos, desechó otros y aplazó algunos. Por último, juzgó que realizaria mejor su intento, sacrificando ella misma su existencia; porque ¿qué suerte más venturosa podria apetecer que la de perder su vida por vengar á su adorado esposo? Mostróse, pues, sumamente gozosa, fingiéndose impaciente por efectuar el matrimonio proyectado: lejos de manifestar repugnancia, procuraba allanar cuantos obstáculos podian demorarle, y hasta se adornaba y engalanaba con cierta coquetería, ni más ni menos que si hubiera entregado á su Olindro al más completo olvido. Sin embargo, una condicion impuso: la de que las bodas se celebrasen al uso de su país. Nada menos cierto que la costumbre que, segun indicó, existia en su patria; pero no ocurriéndosele otro medio de matar á Tanacro, imaginó un pretexto engañoso para conseguir el buen éxito de su plan. Esta costumbre era la siguiente: La que vuelve á contraer matrimonio, antes de unirse á su nuevo esposo, debe aplacar los manes del difunto á quien ofende, haciendo celebrar misas y honras, en remision de sus pasadas culpas, en el templo en que descansan los restos de su primer esposo; y una vez terminado el sacrificio, recibe el anillo nupcial de mano de su nuevo cónyuge; pero en el intermedio, el sacerdote que celebra la ceremonia ha de pronunciar algunas oraciones apropiadas al caso sobre el vino preparado á tal efecto; y despues de bendecirlo y escanciarlo en una copa, lo ha de presentar á la esposa, que debe ser la primera en beber, pasándolo despues al esposo.

»Tanacro, á quien importaba muy poco que se hicieran las bodas como ella deseaba, dijo:—«Con tal de acelerar el término venturoso de nuestra union, consiento gustoso en cuanto quieras.»—El insensato no podia sospechar que Drusila procuraba vengar por este medio la muerte de Olindro, y que entregada á sus ideas de venganza, no hallaba cabida en su mente otro pensamiento.

»Acompañaba á Drusila una anciana, que habia sido aprisionada al mismo tiempo que ella: llamóla y le dijo recatadamente á fin de que nadie pudiera enterarse:—«Prepárame un tósigo rápido y violento, de esos que sabes componer, y tráemelo en un pomo; pues he hallado el medio de quitar la vida al infame hijo de Marganor, y el de que ambas huyamos de este castillo, medio que te explicaré cuando estemos más despacio.»—La anciana salió, preparó el veneno, lo puso en un pomo y volvió al palacio. Drusila vertió en un frasco de dulce vino de Candía aquel jugo emponzoñado, y lo guardó para el dia de las bodas, que estaba ya próximo.

»Vestida lujosamente y engalanada con ricas joyas, se dirigió al templo el dia designado: siguiendo sus órdenes, se habia colocado sobre dos columnas el ataud de Olindro. Inmediatamente se cantó un solemne oficio con asistencia de una concurrencia numerosa. Marganor, más alegre que de costumbre, formaba parte de ella, colocado al lado de su hijo y rodeado de sus amigos. En cuanto terminaron las fúnebres exequias, el sacerdote bendijo el vino con el tósigo que contenia, y lo echó en una copa de oro, tal como Drusila habia dicho. Esta bebió cuanto era compatible con su decoro y podia surtir el efecto deseado, y ofreció en seguida la copa con rostro sereno á su nuevo esposo, el cual apuró su contenido. Apenas Tanacro devolvió la copa al sacerdote, abrió los brazos para estrechar entre ellos á Drusila; pero esta, abandonando entonces su fingida dulzura y su apacible aspecto, le rechazó violentamente, prohibiéndole que pusiera en ella sus manos. Inflamados los ojos y el rostro por su furor, oculto por tanto tiempo, esclamó con voz terrible y desentonada:

—»¡Traidor, apártate de mí! ¿Cómo has podido imaginar que te concediera momentos de júbilo y placer en cambio de las lágrimas, de las penas y martirios que me has ocasionado? Mi propósito ha sido otro: el de que murieras á mis manos; porque has de saber que ese licor que acabas de beber era un veneno. Lo que me pesa es que hayas tenido un verdugo demasiado honroso para lo que tú mereces, y que tu muerte sea tan rápida y fácil; pues tu delito es tan grande, que no sé dónde pudiera hallar manos y penas bastante afrentosas para castigarlo. Duéleme tambien no haber podido proporcionarte una muerte comparable á mi sacrificio; pues si me hubiera sido dable matarte á medida de mi deseo, mi venganza seria completa. ¡Perdóneme mi dulce esposo, si no lo he hecho así, y ojalá acepte mi buena voluntad; bien ve que, si no he podido hacerte morir como hubiera deseado, he empleado á lo menos cuantos medios han estado á mi alcance! Pero me consuela la esperanza de ver sufrir á tu alma en el otro mundo el castigo que en este no he logrado imponerte segun mis deseos; y entonces, ¡con cuánto gozo presenciaré tu tormento!»

»Despues añadió con alegre rostro y elevando al Cielo sus ojos empañados por la proximidad de la muerte:

—»¡Acepta benigno, Olindro mio, esta víctima que te ofrece tu esposa en venganza de tu muerte, é impetra del Eterno la gracia de que me permita estar hoy contigo en el Paraiso! Si te dice que no pasa á vuestro reino ningun alma que no haya contraido algun mérito especial, dile que me he hecho acreedora á tal merced, ofreciéndole en su santo templo los ópimos despojos de este mónstruo perverso y detestable, y que no hay obra más meritoria que la de purgar la Tierra de seres tan abominables é impíos.»

«Al decir estas palabras apagóse su voz y su vida al mismo tiempo: aun despues de muerta, parecia brillar en su rostro la alegría de haberse vengado del cruel que la privara de su esposo. No sé si Tanacro exhaló su postrimer aliento antes ó despues que ella; aunque sospecho que fué antes, por cuanto los efectos debieron ser más rápidos en él en atencion á que habia bebido mayor cantidad. Marganor, que vió caer á su hijo moribundo, y le contempló despues sin vida entre sus brazos, estuvo próximo á expirar del inmenso dolor que laceró su corazon. ¡Tenia dos hijos, y á la sazon le rodeaba la más espantosa soledad! Dos mujeres les condujeron á tan triste fin: la muerte del primero habia sido causada por apoderarse de la una: la otra se la habia dado al segundo por su propia mano. El amor, la compasion, el enojo, el dolor, la ira, el desesperado deseo de muerte y de venganza producian una violenta tempestad en el corazon del desgraciado y solitario padre, que se estremecia como las furiosas olas agitadas por el viento. Fuera de sí, se arrojó sobre Drusila sin tener en cuenta que era un cadáver yerto; y arrebatado por la cólera, empezó á ultrajar aquel cuerpo inanimado. Cual la serpiente que en vano muerde el hierro que la tiene clavada en la arena, ó como el mastin que corre tras el guijarro que le arroja el viandante, y mordiéndole inútilmente con rabia, se resiste á alejarse sin venganza, así Marganor, más irritado que todas las serpientes y los mastines juntos, procuraba saciar su furor en el exánime cuerpo de Drusila; pero viendo que los destrozos que en él ocasionaba no podian mitigar su vengativa saña, acometió á las mujeres que habia en el templo, sin respetar á unas más que á otras, y desnudando cruel é impío el acero, hizo con nosotras lo mismo que el labrador hace en la yerba con su hoz. Nada pudo detenerle, y en un momento mató á treinta é hirió á más de ciento. Marganor era y es tan temido de sus vasallos, que ninguno se atrevia á afrontar su cólera: así es que mujeres, grandes y pequeños, todos huyeron de la iglesia, considerándose dichoso el que lograba escapar.

«Los amigos de Marganor lograron al fin con sus súplicas y sus esfuerzos contener su furor insensato, y le hicieron entrar en su castillo, situado en la cima de un peñasco, mientras en el valle quedaba el pueblo poseido de la mayor consternacion. Duraba aun su rabia contra nosotras, pero como sus amigos y sus vasallos le rogaban que no nos inmolase, determinó espulsarnos á todas, y aquel mismo dia hizo publicar un bando previniéndonos que abandonásemos el país y pasáramos á habitar los confines de sus dominios. ¡Desgraciada de la que en adelante intentara aproximarse al castillo! De este modo fueron separadas las mujeres de sus maridos; las madres de sus hijos; y si algunos son tan atrevidos que se arriesguen á venir á vernos, deben procurar que no lo sepa quien pueda avisar á Marganor; pues ha castigado con gravísimas multas á muchos de los que han infringido sus órdenes, y á otros muchos les ha hecho perecer cruelmente.

«Además de ésta, ha establecido en su castillo otra ley, la más inícua de que pueda haber noticia. Toda mujer á quien se encuentre en el valle (y esto acontece algunas veces), debe ser azotada con mimbres y arrojada ignominiosamente del país; pero antes han de cortársele los vestidos, obligándola á ir enseñando lo que la naturaleza y la honestidad ordenan que se oculte. Las que llegan acompañadas por caballeros perecen irremisiblemente, porque el tirano las conduce como víctimas propiciatorias al panteon donde yacen sus hijos, y las degüella por su propia mano sobre sus tumbas. Los caballeros son despojados vergonzosamente de sus armas y corceles, y sepultados en un lóbrego calabozo. Tanto de dia como de noche tiene mil soldados á sus órdenes: así es que siempre está en disposicion de cumplir tan impía costumbre. Pero aun hay más: si por ventura deja á algun caballero en libertad, le obliga á jurar préviamente sobre la hostia consagrada que tendrá un ódio implacable al sexo femenino mientras dure su vida. Si no os importa perder á esas damas, y perderos vosotros con ellas, id enhorabuena á ver los muros en que se guarece el felon, y entonces sabreis cuál es mayor, si su fuerza ó su crueldad.»

Este relato excitó en un principio la compasion de las guerreras; pero luego sintieron tal indignacion, que si así como era de noche hubiera sido de dia, habrian corrido al castillo, sin detenerlas consideracion alguna. Pernoctaron, pues, en aquella aldea, y en cuanto la Aurora apareció indicando á las estrellas que debian ceder su puesto al Sol, tomaron las armas y montaron á caballo. En el momento en que iban á emprender la marcha, oyeron resonar á sus espaldas un prolongado rumor de pisadas de caballos, que les obligó á dirigir sus miradas hácia el fondo del valle, y vieron á la distancia de un tiro de piedra un grupo como de veinte hombres armados, unos á caballo y otros á pié, que se adelantaban por un estrecho sendero conduciendo sobre un corcel á una mujer, cuyo rostro indicaba su mucha edad, á la que llevaban del mismo modo que si fuera un delincuente condenado á las llamas, al cepo ó á la horca. A pesar de la distancia, todos conocieron á aquella mujer por su aspecto y por su traje, y segun dijeron las de la aldea, era la camarera de Drusila; la misma que, segun he dicho, fué aprisionada con la desgraciada dama por el infame Tanacro, y á quien esta confió el encargo de que le compusiera el veneno, tan cruel en sus efectos. Sospechando lo que iba á suceder, no quiso entrar en el templo con las demás mujeres, sino que, aprovechando la ocasion en que se celebraba el matrimonio, salió de la ciudad, y fué á refugiarse donde creyó estar con toda seguridad. Algunos espías dijeron despues á Marganor que se habia retirado á Austria, y desde entonces el vengativo señor empleó todos los medios imaginables para apoderarse de ella, con objeto de quemarla viva ó empalarla.

Sus regalos y promesas sedujeron á un baron austriaco, en quien pudo más la avaricia que el honor; el cual entregó á Marganor aquella anciana, á pesar de haberle asegurado que nadie la molestaria en su país. La envió hasta Constanza, atada sobre una acémila, como si fuera un fardo de mercancías, y encerrada en una caja, con objeto de impedir que hablara con sus conductores: obedeciendo estos las órdenes de un hombre tan despiadado como Marganor, se la llevaban para que desahogara en ella su desenfrenada rabia.

Así como el gran rio que nace en Vésulo, cuanto más avanza y más se dirije hácia el mar, recibiendo en su curso las aguas del Lambra, del Tesino, del Adda y de otros muchos afluentes, tanto más crece en caudal é impetuosidad, así tambien Rugiero y las dos guerreras sentian aumentar su ódio y enojo contra Marganor á medida que iban teniendo noticia de sus contínuas crueldades. Bradamante y Marfisa ardian en tanta cólera y tal ira contra el felon por sus incesantes delitos que determinaron castigarle, á pesar del crecido número de sus satélites; pero les pareció que una muerte rápida seria una pena harto dulce é indigna de tantos crímenes, y por lo tanto resolvieron hacerle sufrir un suplicio prolongado y doloroso. Sin embargo, se propusieron salvar á la anciana antes de que aquellos esbirros la condujeran á la muerte. Con la brida y el acicate excitaron de tal modo el ardor de sus corceles, que en breve alcanzaron á los soldados de Marganor. Jamás tuvieron que resistir los acometidos un choque tan impetuoso y violento, y huyeron atemorizados, abandonando sus armas, sus escudos y hasta la prisionera: así como el lobo que se dirije hácia su cueva llevando la presa codiciada entre sus dientes, al ver que el cazador y sus perros le cierran el paso cuando más seguro se creia, abandona su carga, y huye presuroso por donde conoce que los matorrales son más espesos, así los acometidos fueron tan prestos en huir como sus acometedores en atacarles. No solo abandonaron su prisionera y sus armas, sino tambien una porcion de caballos, y corrieron á ocultarse en los torrentes y en las grutas, creyendo que huirian mejor cuanto más desembarazados estuviesen.

Rugiero y las dos jóvenes se alegraron sobremanera de aquella dispersion, que les proporcionaba tres caballos para las tres damas, á quienes el dia anterior habian tenido que llevar á la grupa de los suyos. Libres ya de aquel cuidado, siguieron su camino hácia la infame é inhospitalaria ciudad, haciendo que la anciana les acompañara para que fuese testigo de su modo de vengar á Drusila: la vieja, temerosa de que el éxito no correspondiera á sus esperanzas, se resistió cuanto pudo, prorumpiendo en gritos, lamentos y chillidos; pero Rugiero la colocó por fuerza á la grupa de Frontino, que partió en seguida á galope.

Llegaron por fin á un valle, donde vieron un pueblo bastante grande y accesible por todos lados, pues no estaba rodeado de muros ni de fosos. En medio de él se levantaba una empinada roca, y sobre esta una elevada fortaleza. Sabiendo que era el castillo de Marganor, se encaminaron hácia él con gran decision. Apenas llegaron al pueblo, algunos soldados que estaban de guardia en la entrada, cerraron una barrera que los tres guerreros acababan de atravesar, mientras que otros acudian á interceptarles todas las salidas: á los pocos momentos se presentó Marganor, acompañado de algunos de los suyos á pié y á caballo, todos completamente armados; y con frases breves, pero arrogantes, intimó á los recien llegados que observaran la impía costumbre establecida en sus dominios.

Marfisa, que habia concertado de antemano con Rugiero y Bradamante el modo cómo habian de obrar, en vez de contestar á Marganor, lanzó su caballo contra él; y desdeñando servirse de la espada ó de la lanza, pues solo confiaba en su vigor y en su esforzado ánimo, le descargó en el yelmo tan terrible puñetazo, que le hizo caer sin sentido sobre la silla del caballo. Bradamante se precipitó al mismo tiempo que Marfisa sobre sus adversarios; y Rugiero, imitando á las dos guerreras, empuñó su lanza, y sin quitársela del ristre, atravesó con ella seis hombres; uno herido en el vientre, dos en el pecho, otro en el cuello, otro en la cabeza, y al sexto que huia le entró el agudo hierro por la espalda, y le salió por el pecho, quedando rota el asta. La hija de Amon iba derribando á cuantos tocaba con su lanza de oro, cuyos efectos eran tan terribles como los de un rayo abrasador desprendido del Cielo, que arrolla, destroza y anonada cuanto encuentra á su paso.

Mientras tanto Marfisa habia amarrado fuertemente á Marganor con los brazos á la espalda, abandonándolo á la merced de la anciana camarera de Drusila, que se mostró sumamente alborozada con tal presa. Los vencedores trataron despues de incendiar el pueblo, á no ser que sus habitantes prometieran enmendar su falta, aboliendo la impía ley de Marganor y aceptando la que ellos se propusieron á su vez establecer. Poco trabajo les costó obtener su asentimiento; porque aquella gente, además de temer que Marfisa hiciera mucho más de lo que decia (y lo que la guerrera pretendia, era nada menos que incendiar el pueblo y exterminar á todos sus habitantes), odiaba profundamente á Marganor y su cruel y fementida costumbre; pero le obedecia resignada, imitando la conducta de muchos, que prestan mayor obediencia y sumision al que más ódian: por otra parte, vivian en una desconfianza perpétua unos de otros, y como nadie se atrevia á manifestar en alta voz sus deseos, toleraban que Marganor desterrara á este, diera muerte á aquel, se apoderara de los bienes de uno, y deshonrara á otro. Mas si su corazon permanecia callado en la Tierra, las quejas secretas que de su fondo salian se elevaban hasta el Cielo, implorando la venganza del Eterno y de los santos; la cual, si bien es lenta en llegar, compensa despues su tardanza con la intensidad del castigo. Ebrio entonces el pueblo de furor y ódio, procuró vengarse del tirano llenándole de improperios y de golpes, y realizando el proverbio que dice, que del árbol caido todos hacen leña.

Sirva Marganor de saludable ejemplo á los que reinan; porque quien mal anda, mal acaba. Chicos y grandes, todos se complacian en presenciar el castigo de sus nefandos pecados. Muchos de los que lloraban la pérdida de sus esposas, sus hermanas, sus hijas ó sus madres, corrian á darle muerte, sin cuidarse de ocultar la intencion que los guiaba. Rugiero y las dos magnánimas guerreras le arrancaron con sumo trabajo de las manos del pueblo irritado, porque su intencion era la de hacerle perecer de hambre, de angustia y de dolor. Entregáronlo desnudo á aquella vieja que sentia hácia él todo el ódio de que es susceptible el corazon de una mujer, y tan fuertemente atado, que no podria romper sus ligaduras á pesar de todos sus esfuerzos: la anciana, dando inmediato principio á su venganza, empezó á pincharle el cuerpo con un penetrante aguijon que le proporcionó un campesino, espectador de aquellos sucesos. Por su parte, la embajadora de Islandia y sus dos doncellas, que no podian olvidar la vergonzosa afrenta recibida, no quisieron permanecer inmóviles, y se precipitaron sobre él con un encarnizamiento semejante al de la vieja; pero aquel género de venganza no satisfacia por completo sus deseos, y aun cuando le herian á pedradas, le arañaban, le mordian y le clavaban agujas, no veian satisfecha su rencorosa saña. Así como el torrente que, hinchado por las lluvias ó por el deshielo, emprende una marcha destructora, y precipitándose desde las montañas, va arrastrando en su impetuoso curso los árboles, los peñascos, las cosechas y las casas, pero inclinando al fin su orgullosa frente, se debilita tanto, que una mujer, un niño, lo pueden atravesar por todas partes, y muchas veces á pié enjuto; así tambien Marganor, cuyo solo nombre habia hecho temblar hasta entonces á cuantos lo oian, una vez abatida su soberbia arrogancia, quedó reducido al extremo de que hasta los muchachos se burlaban de él, y se atrevian á arrancarle las barbas y los cabellos.

Rugiero y sus jóvenes compañeras subieron en seguida al castillo, situado en la cima del peñasco. Penetraron en él sin que opusieran la menor resistencia los que le custodiaban, y permitieron que el pueblo se apoderara de una parte de los ricos arneses que en él habia, entregando la otra á Ulania y á sus ultrajadas doncellas. Recobraron el escudo de oro, y pusieron en libertad á los tres reyes aprisionados por el tirano, los cuales, al dirigirse al castillo, iban á pié y desarmados, como creo haberos dicho; pues desde el dia en que Bradamante los venció, habian caminado constantemente á pié y sin armas, en compañía de la dama que desde tan apartadas regiones se dirigiera á Francia. No sé si fué una felicidad ó una desgracia para Ulania el que los tres reyes carecieran de armas; hubiera sido lo primero, porque llevándolas habrian podido defenderla; pero si hubiesen quedado vencidos en la demanda, su derrota habria causado la muerte de la embajadora; pues Marganor, llevándola al panteon en que yacian los dos hermanos, como solia llevar á cuantas damas iban protegidas por caballeros armados, la hubiera ofrecido en sacrificio á los manes de sus hijos. Preferible fué por lo tanto verse obligadas á enseñar lo que el pudor manda tener oculto, antes que arrostrar la muerte; además de que su oprobio quedaba disminuido en gran parte por la circunstancia de haber tenido que ceder á la fuerza.

Antes de alejarse las guerreras, exigieron á los habitantes el juramento de que los maridos confiarian á las mujeres el gobierno del país y de todo en general, diciéndoles que seria castigado con las penas más severas el que se atreviese á infringir esta disposicion. En una palabra, los hombres deberian ceder á las mujeres todas las prerogativas de que en otras partes disfrutaba el sexo viril. Despues les hicieron prometer que no darian hospitalidad, ni permitirian que traspasasen el umbral de una sola casa cuantos transitaran por aquel país, fuesen nobles ó plebeyos, si no juraban por Dios y por los Santos, ó por aquello que más pudiera obligarles, que serian siempre leales defensores de las mujeres y enemigos de sus enemigos, y que si tarde ó temprano estaban dispuestos á casarse, obedecerian sumisos los menores caprichos de sus mujeres, á las cuales deberian permanecer enteramente sujetos. Marfisa les anunció que volveria por allí antes de que terminara el año y de que los árboles perdieran sus hojas, y les amenazó con saquear y quemar el pueblo como no encontrase puesta en vigor aquella costumbre.

No quisieron ausentarse de allí sin sacar antes el cadáver de Drusila del sitio inmundo en que yacia, depositándolo juntamente con el de su esposo en un sepulcro que hicieron construir lo más ricamente que fué posible. La vieja no cesaba de acribillar el cuerpo de Marganor con su inseparable aguijon, y se lamentaba de que su edad no le permitiera continuar sin descanso en semejante tarea.

Las animosas guerreras vieron una columna erigida en la plaza del pueblo, al lado del templo, en cuya columna habia hecho inscribir el impío Marganor su ley insensata y cruel: en ella colocaron, á guisa de trofeo, el escudo, la coraza y el yelmo del tirano, y debajo de este trofeo hicieron grabar la ley cuya observancia previnieron á su vez, no habiendo consentido Marfisa en alejarse hasta ver terminada esta inscripcion, totalmente contraria á la anterior que ordenaba la muerte y la deshonra de toda mujer.

Rugiero, Bradamante y Marfisa se separaron allí de la embajadora de Islandia, la cual no quiso seguirles, con objeto de arreglarse otros nuevos vestidos; pues no creia decoroso presentarse en la corte de Carlomagno si no iba tan suntuosamente engalanada como de costumbre. Quedóse, pues, Ulania, conservando á Marganor en su poder; pero temerosa de que pudiera escaparse, y á fin de evitar en lo sucesivo que llegara á ultrajar á otras damas, le hizo arrojar desde lo alto de una torre. Este fué el mejor salto que dió en toda su vida.

Pero dejemos ya de hablar de Ulania y de sus compañeras, y volvamos á los viajeros que se dirigian á Arlés. Caminaron todo aquel dia y el siguiente hasta la hora de tercia, y cuando llegaron á un sitio en que el camino se dividia en dos, conduciendo el uno al campamento francés y yendo á terminar el otro al pié de las murallas de Arlés, volvieron los amantes á abrazarse y á repetir su dura y triste despedida. Por último, las doncellas se alejaron en direccion del campamento, Rugiero en la de Arlés, y yo pongo aquí fin á mi canto.

Canto XXXVIII

Rugiero regresa á Arlés.—Marfisa y Bradamante se presentan á Carlomagno: la primera abraza la fé cristiana.—Astolfo se aleja de las regiones celestiales y devuelve la vista al Rey de Nubia. Despues entra con los suyos en el reino de Agramante.—Este monarca hace un pacto con el emperador Cárlos, mediante el cual confian á dos guerreros la decision de sus contiendas.

En vuestros ojos leo, ¡oh amables damas! que os dignais escuchar benévolas mis versos, el disgusto que os causa la nueva y repentina separacion de Rugiero y Bradamante; observo que sentís casi la misma pena que sintió esta última al ver alejarse al guerrero, y tal vez llegais á sospechar que en el corazon de este no debia arder con mucha intensidad la llama del amor. Tambien yo participaria de vuestra opinion, si la razon que tuvo para abandonar á su amada contra su expresa voluntad hubiera sido otra, aun cuando esperara alcanzar un tesoro mucho más valioso que los que Craso y Creso poseyeron, pues un gozo tan puro, un contento tan inefable no puede comprarse con oro ni con plata; pero se trataba de salvar su honor, y en este caso, no tan solo es digno de disculpa, sino de elogios: portándose de otro modo, se habria hecho acreedor al mayor baldon é ignominia, y si Bradamante se hubiese empeñado en detenerle por más tiempo, habria dado pruebas evidentes de amarle poco ó de tener poco discernimiento; pues si bien es verdad que la mujer enamorada debe tener la vida del hombre á quien ama en tanta ó en más estima que la suya propia (me refiero á aquellas en cuyo corazon han penetrado profundamente las flechas del amor), tambien lo es que á la felicidad de verle, debe anteponer siempre el honor de su amante; el honor, más preciado que la misma vida, por más que prefiramos esta á todos cuantos placeres existen. Volviendo al lado de su soberano, hizo Rugiero lo que debia; porque no podia abandonar su servicio sin incurrir en una ignominiosa bajeza. Si Almonte habia hecho morir á su padre, Agramante era completamente ajeno á este crímen, aparte de que habia enmendado las faltas de sus ascendientes con las atenciones que de contínuo prodigó á Rugiero. El jóven guerrero cumplió, pues, con su deber yendo á reunirse con el monarca sarraceno, así como Bradamante cumplió con el suyo, no procurando detenerle á su lado, como hubiera podido, con sus insistentes ruegos. Tiempo vendrá en que á Rugiero le sea posible satisfacer los deseos de su amada y los suyos propios, si ahora no los ha atendido: pero el que empaña su honor, aunque no sea más que un momento, no puede borrar la mancha en él producida, aun cuando viva cien y cien años.

Rugiero volvió á Arlés, donde Agramante habia reunido las tropas que le quedaban. Mientras tanto Marfisa y Bradamante, que unidas casi por los vínculos del parentesco, habian contraido una estrecha amistad, llegaron al sitio en que Cárlos, apelando á todos los medios de que disponia, reunia un numeroso ejército, con la esperanza de terminar en una sola batalla ó en un asalto general aquella guerra, tan prolongada como enojosa. Bradamante fué conocida en cuanto se presentó en el campamento, y acogida con las mayores muestras de alegría y solicitud. Todos la saludaron y honraron á porfía, mostrándose ella á su vez afable y bondadosa con todo el mundo. Reinaldo corrió á su encuentro apenas tuvo noticia de su llegada; Riciardo, Riciardeto, sus demás parientes, todos, en fin, se apresuraron á felicitarla por su regreso.

No bien circuló la noticia de que su compañera era Marfisa, aquella guerrera tan famosa por sus hechos de armas y que tan preciados laureles habia conquistado desde el Catay hasta las fronteras de España, todos los guerreros, desde el más poderoso hasta el más humilde, salieron de sus tiendas: la multitud, deseosa de ver aquellas dos hermosas guerreras, acudia por todas partes á su paso, y se agolpaba, se empujaba y se oprimia en tropel en su afan por contemplarlas. Presentáronse á Carlomagno con gran reverencia. Segun dice Turpin, aquel fué el primer dia que se vió á Marfisa arrodillada; pues el hijo de Pepino le pareció el único mortal digno de semejante homenaje, entre cuantos reyes ó emperadores, así cristianos como sarracenos, eran celebrados por sus virtudes ó sus riquezas. Cárlos las acogió benignamente; salió á recibirlas fuera de su tienda, y quiso que se sentaran á su lado con preferencia á todos los reyes, príncipes y señores de su corte. Ordenóse á la multitud que se retirara, y en presencia de lo más selecto del séquito del Emperador, de los paladines y de los principales magnates, empezó Marfisa á hablar de esta suerte con halagüeña voz:

—Excelso, invicto y glorioso Augusto, que desde los mares de la India al Tirintio estrecho, y desde la nevada Escitia hasta la abrasada Etiopía haces respetar tu cándida cruz; ¡oh tú, el más sábio y justo de todos los reyes! sabe que vengo desde el más apartado confin de la Tierra, atraida por el rumor de tu fama ilustre, para la que no hay límite alguno. Hablándote con entera ingenuidad, te diré que únicamente la envidia me obligó á emprender tan largo viaje, y que solo he venido para luchar con tus guerreros, proponiéndome que no existiera en el mundo un rey tan poderoso cuya religion fuera opuesta á la mia. Por esta razon he enrojecido los campos con sangre cristiana, y estaba dispuesta á darte otras y más terribles pruebas de mi cruel enemistad, si no hubiera ocurrido una circunstancia que ha trocado en amistad mi ódio. Cuando pensaba causar mayores daños á tus huestes, supe (más adelante te diré cómo) que fué mi padre el bravo Rugiero de Ris, engañado y vendido traidoramente por su pérfido hermano. Mi madre me llevó en su seno á través de los mares, y dióme á luz en medio de la mayor miseria. Fuí criada por un mágico, hasta que una horda de árabes me arrebató de su lado, cuando apenas contaba siete años: mis raptores me vendieron en Persia como esclava á un rey, á quien dí muerte cuando llegué á la pubertad, por haber pretendido arrancarme mi virginidad. Exterminé con él á todos sus secuaces; arrojé del reino á su perversa estirpe, y me apoderé del trono. Fué tal mi buena estrella, que me hice dueña de siete reinos, á pesar de que mi edad no pasaba uno ó dos meses de los diez y ocho años. Envidiosa, como he dicho, de tu fama, formé el decidido empeño de debilitar el brillo de tu ínclito renombre: tal vez hubiera realizado mi propósito, ó quizás tambien me habria engañado. Pero habiendo sabido, despues de estar en Francia, que me unen á tí los lazos del parentesco, forzoso me ha sido domar mis insanos designios, y hacer que mi furor plegara sus alas. Así como mi padre fué tu pariente y servidor, tambien lo soy yo, por lo cual doy al olvido aquella envidia y aquel ódio protervo que un tiempo sentí contra tí, ó más bien lo reservo para hacerlo recaer sobre Agramante y sobre todos los parientes de su padre y su tio, que con tanta perfidia asesinaron á mis padres.

Marfisa continuó diciendo que queria abrazar la fé cristiana, y regresar despues de haber inmolado al rey Agramante, y con el beneplácito de Cárlos, á sus dominios de Oriente, con objeto de bautizar á sus súbditos y empuñar sus armas contra todas las naciones que adoraran á Mahoma y Trivigante, prometiendo que todas sus conquistas serian para el imperio y en beneficio de la religion de Cristo.

El Emperador, cuya elocuencia igualaba á su valor y sabiduría, prodigó mil elogios á Marfisa, así como á su padre y á todo su linaje: contestó con la mayor benignidad á cuanto habia dicho la guerrera, y concluyó declarando que la acogia gustoso, no solo como á pariente, sino como á su propia hija.

Al decir estas palabras, se levantó, abrazóla de nuevo y la besó en la frente en señal de adopcion. Todos los caballeros de las casas de Mongrana y Claramonte se adelantaron entonces á felicitar á Marfisa. Fuera prolijo referir las consideraciones que le prodigó Reinaldo, el cual habia tenido muchas veces ocasion de admirar sus proezas, cuando fué con los suyos á asediar á Albracca. No lo seria menos manifestar la alegría que al verla tuvieron Guido, Aquilante, Grifon y Sansoneto, que pelearon con ella en la ciudad de las mujeres homicidas, así como Malagigo, Viviano y Riciardeto, para quienes habia sido tan fiel é intrépida compañera, cuando los dos primeros escaparon de las manos de los pérfidos maguntinos y de los impíos moros españoles que iban á venderlos.

Dispúsose para el dia siguiente, cuidando el mismo Cárlos de todos los preparativos, un paraje lujosamente adornado, donde Marfisa recibiera el bautismo. El Emperador llamó á los obispos y á los doctores de la religion cristiana, encargándoles que instruyesen á la doncella en los misterios de nuestra Santa Fé. El arzobispo Turpin, revestido de pontifical, derramó sobre su cabeza las purificadoras aguas del bautismo, siendo Carlomagno su padrino en la sagrada ceremonia.

Pero ya es tiempo de llenar el cerebro vacío del insensato Orlando con el contenido de la botella, de que el duque Astolfo iba provisto al descender en el carro de Elias desde el cielo más bajo. Al descender Astolfo de la luciente esfera, se posó en la montaña más alta de la Tierra, llevando el precioso frasco que debia sanar el juicio del valiente entre los valientes. San Juan indicó en aquella montaña al Duque de Inglaterra una yerba de propiedad maravillosa, con la cual quiso que frotara los ojos del rey de Nubia y le devolviera la vista, á fin de que dicho rey, en agradecimiento de este inmenso favor y de los ya recibidos, le proporcionara tropas suficientes para asaltar á Biserta. El santo anciano le enseñó despues punto por punto el medio de armar y disciplinar á aquellas tropas inexpertas, para que pudiera atravesar sin peligro los desiertos de arena que tan funestos eran á los hombres.

Montando de nuevo en el caballo alado que fué primero de Atlante y de Rugiero despues, dejó el Paladin aquellas regiones bienaventuradas, despidiéndose de San Juan, y siguiendo las orillas del Nilo, llegó en breve al país de los Nubios, y descendió en la capital, pasando en seguida á visitar á Senapo. Extraordinario fué el júbilo que causó al Rey su regreso, pues no habia podido olvidar el gran beneficio de que le era deudor por haberle librado de las molestas arpías; pero cuando Astolfo hizo desaparecer de sus ojos aquel espeso humor que le privaba de la luz, y le devolvió la vista, le adoró y reverenció como si fuera un dios, y no solo le proporcionó la gente que le pedia para llevar la guerra al reino de Biserta, sino que puso á sus órdenes cien mil hombres más, ofreciéndose tambien él á marchar con la expedicion. El ejército era tan numeroso, que apenas cabia en una llanura extensa; estaba formado exclusivamente de infantería, porque en aquel país hay mucha escasez de caballos, aunque los camellos y elefantes se encuentran en gran abundancia. Durante la noche que precedió al dia en que debia emprender la marcha el ejército de Nubia, montó el Paladin en su hipogrifo, se dirigió con raudo vuelo hácia el Mediodia hasta llegar al monte donde tiene su orígen el viento austral que sopla contra las Osas, y encontró la caverna, por cuya estrecha boca se escapa furioso aquel viento, siempre que se despierta. Siguiendo las órdenes de su maestro, habia llevado un odre vacío, que colocó tácita y cautelosamente en el respiradero del antro donde dormia fatigado el fiero Noto; el cual cayó tan bien en aquel lazo, para él desconocido, que cuando al dia siguiente quiso salir de la caverna, quedó cautivo y encadenado en el odre.

Contento el Paladin con tal presa, volvió á la Nubia, y en el mismo dia emprendió la marcha al frente de aquel ejército negro, seguido de un gran convoy de provisiones. El glorioso Duque llegó al pié del Atlas con toda felicidad y sin haber perdido un solo hombre; pues aunque tuvo necesidad de atravesar los desiertos de arena, no pudo molestarle el viento, puesto que lo llevaba aprisionado. Cuando hubo traspuesto la montaña, y llegado á un sitio desde el que se descubria una extensa llanura y las costas, eligió las tropas más escogidas y mejor disciplinadas de su ejército, y formando con ellas dos cuerpos, las colocó á uno y otro lado de la falda del monte. Dejándolas allí, subió á la cumbre, absorto al parecer en elevados pensamientos; y cayendo de rodillas, dirigió á su santo maestro una ferviente oracion, seguro de que sus ruegos serian atendidos; despues de lo cual se puso á arrojar á la llanura una gran cantidad de piedras.

¡Oh! ¡cuánto le es dado hacer al que deposita toda su confianza en Jesucristo! Aquellas piedras, al rodar por la montaña, iban creciendo de un modo sorprendente y extraordinario; formaban vientres, patas, cuellos y hocicos, y á medida que se alejaban de la cumbre, se las oia relinchar clara y distintamente: en cuanto llegaban á la llanura, sacudian las grupas, y quedaban convertidas en caballos bayos, castaños ó tordos. Los soldados que estaban apostados á la entrada del valle, se apoderaban inmediatamente de ellos; de suerte que en pocas horas estuvieron todos perfectamente montados, pues cada caballo habia aparecido con su silla y su freno correspondiente. Así fué como Astolfo en un dia convirtió á ochenta mil ciento dos infantes en otros tantos ginetes, con los cuales recorrió toda el África, talándolo é incendiándolo todo á su paso y haciendo innumerables prisioneros.

Agramante habia confiado la custodia del país, hasta su regreso, al rey Brancardo y á los de Fez y de los Algazeres, los cuales acudieron á oponerse á las correrías del Paladin; pero antes despacharon al Rey de África un mensajero embarcado en una nave lijera, con encargo de que hiciera fuerza de remo y velas, á fin de informar á Agramante de los ultrajes y daños que sufria su reino por parte del Rey de Nubia. El enviado navegó dia y noche sin descanso, hasta llegar á las costas de Provenza, donde encontró á su Rey cercado en Arlés por Carlomagno, que estaba acampado á una milla de distancia. Al tener noticia el monarca africano del peligro á que dejaba expuesto su reino por conquistar el de Pepino, reunió en un consejo general á los reyes y príncipes del pueblo sarraceno, y despues de fijar atentamente sus excrutadoras miradas en Marsilio y en Sobrino, los dos reyes más ancianos y prudentes de cuantos habian acudido á su llamamiento, se expresó en estos términos:

—Por más que esté convencido del mal efecto que produce el oir lamentarse á un general en jefe de su falta de prevision, no tendré reparo en confesar la mia, mucho más cuando mi sinceridad puede servir de legítima excusa á un error, orígen de males que no estaban al alcance de la inteligencia humana. Confieso, pues, ingénuamente que cometí un error al dejar el África indefensa sin prever que el ejército nubio podia invadirla. Pero ¿quién, sino Dios, único que conoce el porvenir, hubiera podido pensar que viniese á talar nuestros Estados el ejército de un país tan apartado del nuestro, y del que nos separan inmensos desiertos de movediza arena? Sin embargo, nada más cierto: aquella nacion enemiga ha puesto sitio á Biserta, despues de dejar el África despoblada en su mayor parte. Ahora bien: deseo saber vuestra opinion sobre tan importante asunto. ¿Debo alejarme de aquí sin recoger el fruto de nuestros trabajos, ó proseguir esta empresa hasta llevarnos á Cárlos prisionero? ¿Creeis que sea posible salvar mi trono de África y destruir el imperial á un tiempo mismo? Si alguno de vosotros lo cree así, le ruego que hable, á fin de adoptar el mejor partido, y ponerlo en ejecucion sobre la marcha.

Así dijo Agramante, y fijó su vista en el Rey de España, que estaba sentado junto á él, como si quisiera darle á entender que esperaba su respuesta á cuanto habia dicho. Marsilio dobló la rodilla, inclinó la cabeza en señal de reverencia, volvió á ocupar su elevado asiento, y pronunció estas palabras:

—Señor: la fama acostumbra exajerar todas las noticias que propaga, ya sean buenas ó malas Persuadido de esta verdad, jamás me abandono á la desesperacion ni redoblo mi audacia ó me entusiasmo más de lo que es debido, por malos ó buenos que sean los casos en que la fama me haya puesto: por el contrario, siempre temo ó espero que su importancia sea menor, y nunca creo que sucedan del modo cómo llegan á nuestros oidos á través de tantas bocas. Cuanta menos verosimilitud haya en lo que se nos anuncia, tanto mayor debe ser nuestra incredulidad. Ahora bien: ¿es siquiera presumible que un rey de tan apartada nacion haya sentado su planta en la belicosa África, seguido de un innumerable ejército y teniendo que atravesar las arenas por las que Cambises hizo marchar á su ejército con funesto presagio? Más bien estoy dispuesto á creer que sean árabes bajados de las montañas, que se hayan puesto á talar y saquear el país, cometiendo algunas muertes aisladas y haciendo algunos cautivos, por haber encontrado poca ó ninguna resistencia, y que Branzardo, lugarteniente y virey de aquellos países, haya abultado los sucesos á fin de hacer más disculpable su falta de celo y actividad. Pero quiero conceder más: doy por supuesto que sean en efecto los nubios, milagrosamente llovidos del cielo, ó trasladados ocultamente entre las nubes, como lo hace creer el no haberles visto nunca por el camino. ¿Puedes recelar que una gente como esa saquee el África, aun cuando no envies tropas en su socorro? ¡Menguado por demás seria el valor de tus súbditos, si temieran á un pueblo tan pusilánime! Bastará que envies algunas naves, y que se vean los colores de tus banderas, para que esos insensatos, ya sean nubios ó árabes, á quienes la circunstancia de encontrarte aquí con nosotros, separado por el mar de tu reino, ha infundido el atrevimiento de declararte la guerra, huyan de nuevo á sus guaridas tan pronto como aquellas zarpen de estas costas. Aprovecha, pues, la ocasion que te ofrece para vengarte la ausencia del sobrino de Carlomagno. No estando Orlando aquí, ni un solo cristiano podrá resistir tu acometida. Mas si por negligencia ó imprevision dejas perder la honrosa victoria que te espera, puedes tener por cierto que la fortuna te volverá las espaldas, con gran vergüenza y eterno baldon para nosotros.

Con estas y otras razones se esforzaba el rey Marsilio en persuadir al Consejo que no salieran de Francia los sarracenos hasta arrojar á Carlomagno de sus estados. Pero el rey Sobrino, que conocia claramente la intencion del de España, y sabia que hablaba en pró de su interés personal y no en el de sus aliados, respondió así:

—¡Ojalá hubiera sido un falso adivino, cuando te aconsejaba, Señor, que no rompieras la paz! ¡Ojalá hubieras creido á tu fiel Sobrino, ya que mis presentimientos no me engañaban, en vez de escuchar al soberbio Rodomonte, á Marbalusto, á Alzirdo y á Martasino, á los cuales quisiera tener ahora frente á frente, pero en especial al primero, para recordarle su presuntuosa promesa de romper la Francia cual si de frágil vidrio fuera, y de seguir al Cielo ó al Infierno tus banderas, ó más bien, la de abrirles el camino de la victoria. Y ahora, ¿qué es lo que hace? En el momento en que más necesaria es su ayuda, se entrega á un ócio indigno y despreciable, mientras yo, que fuí entonces tachado de cobarde por predecirte la verdad, no te he abandonado un momento, como no te abandonaré hasta perder esta vida, que, aunque agobiada por el peso de los años, arriesgaré uno y otro dia en tu favor, combatiendo contra todo el que de francés lleve el nombre. Ninguno, sea quien fuere, se atreverá á decir que he cometido una sola accion villana: antes bien, muchos que se han jactado más que yo, no han hecho más ni siquiera tanto como tu leal Sobrino. Hablo de este modo para demostrar que lo que dije entonces, y lo que voy á decirte, no debe atribuirse á perfidia ni á cobardía, sino que es fruto de una verdadera amistad y de una sincera adhesion.

»Yo te aconsejo que vuelvas á los estados de tu padre sin demora alguna, pues el que pierde lo propio por conquistar lo ajeno no da pruebas de tener el juicio sano. Si esto puede llamarse conquista, harto lo sabes. Treinta y dos reyes feudatarios tuyos salimos contigo de las costas africanas: si intentas ahora contarlos, los verás reducidos á una tercera parte: los demás han perecido. Plegue al Dios Todopoderoso que no caigan más; porque si intentas proseguir la guerra, mucho temo que no quede la cuarta ni siquiera la quinta parte, y que tu pueblo sea exterminado completamente. Es indudable que la ausencia de Orlando redunda en beneficio nuestro; porque, si él estuviera con los suyos, tal vez no quedáramos los pocos que aun vivimos; pero esta circunstancia no aleja de nosotros el peligro, por más que prolongue nuestra triste suerte. Acaso ¿no está contra nosotros Reinaldo, cuyas hazañas le colocan á tanta altura como á su primo? ¿No tenemos que combatir contra todos sus parientes y contra los paladines, terror eterno de nuestros soldados? ¿No cuentan con el apoyo de ese segundo Marte (y advierte que alabo á mis enemigos bien á pesar mio), con el valeroso esfuerzo de Brandimarte, tan intrépido como Orlando, y cuya pujanza he tenido ocasion de esperimentar en parte, y en parte la he conocido á costa de otros? Muchos dias hace que ha desaparecido Orlando, y sin embargo, hemos perdido más de lo que hemos ganado.

»Y si hasta aquí llevamos la peor parte, temo que en adelante nuestros reveses sean mayores. Mandricardo ha perecido; Gradasso nos ha privado de su auxilio; Marfisa nos ha abandonado en la ocasion más crítica, y lo mismo ha hecho el Rey de Argel, del cual puedo decir que si fuese tan leal como valiente, poco nos importaria la pérdida de Gradasso ó de Mandricardo. Mientras nos hemos quedado sin auxiliares tan poderosos, y los nuestros han perecido á millares, y nuestras provincias, haciendo el último esfuerzo, nos han enviado todos sus guerreros y no esperamos ya naves con refuerzos, han venido á colocarse bajo las banderas de Cárlos cuatro campeones, tenidos, y con razon, por tan valientes como Orlando ó Reinaldo; pues desde aquí hasta Batrun, con dificultad se encontrarán otros cuatro que se les igualen. Ignoro si sabeis quiénes sean Guido el Salvage, Sansoneto y los hijos de Olivero; en cuanto á mí, me inspiran más admiracion y más recelo que todos los príncipes y caballeros que de Alemania ó de otro cualquier país extranjero han venido á militar á las órdenes del Emperador en contra nuestra. Por lo mismo, no creo que estemos en el caso de tener en poco los refuerzos que llegan sucesivamente al campamento cristiano.

»Cuantas veces salgas al campo, otras tantas llevarás la peor parte ó serás derrotado. Si África y España tuvieron con frecuencia que ceder cuando eran diez y seis contra ocho, ¿qué sucederá despues que la Italia y la Alemania se han unido con la Francia y el ejército anglo-escocés, y cuando tengamos que pelear seis contra doce? ¿Qué otra cosa podemos esperar sino baldon y daño? Si pretendes continuar obstinado esta empresa, perderás al mismo tiempo tus soldados aquí, y allá tu corona; pero si te decides á regresar, salvarás nuestros intereses y tambien tu trono. Comprendo que seria una cosa indigna de tí abandonar á Marsilio, y que si tal hicieras todos te calificarian de ingrato; pero queda un remedio: ajusta la paz con Cárlos, cosa que debe agradarle, si á tí te agrada. Si te avergüenzas de pedir la paz, tú que has sido el primero en recibir la ofensa, y no desistes de combatir, á pesar del resultado que estás viendo, procura á lo menos quedar vencedor; lo cual podrá suceder, si me das crédito, si confias á uno de tus caballeros el cuidado de dirimir tus querellas, y si el elegido es Rugiero. Bien sabes, como yo, que nuestro Rugiero con las armas en la mano vale tanto como Reinaldo ú Orlando ó cualquier otro caballero cristiano; pero si te empeñas en dar una batalla general, por más que el valor de ese jóven sea sobrehumano, él no será nunca más que uno solo, al paso que tus enemigos serán muchos. Mi opinion es la de que envies á decir al Rey cristiano, si así te parece, que para terminar de una vez la guerra, y con objeto de que cese el derramamiento de sangre de uno y otro ejército, le propones un combate entre el más valeroso de sus caballeros y uno de los tuyos, y que reasuman ambos en sí toda la guerra, hasta que el uno venza y el otro sucumba; pero con la condicion de que el rey del vencido haya de ser tributario del rey del vencedor. No creo que Cárlos rechace esta condicion, aun cuando conozca la ventaja. Fio tanto en el vigoroso denuedo de Rugiero que espero que salga vencedor; y como por otra parte nos asiste la razon, estoy seguro de que vencerá, aunque tuviese que pelear con el mismo Marte.»

Con estas y otras razones no menos eficaces, logró Sobrino que se adoptara su parecer, nombrándose acto contínuo los intérpretes, que pasaron en el mismo dia á llevar á Cárlos la embajada. El Emperador, que contaba con tantos guerreros intrépidos, dió por suya la victoria, y nombró para llevar á cabo aquella empresa al paladin Reinaldo, en quien, despues de Orlando, tenia mayor confianza. Uno y otro ejército acogieron con júbilo este acuerdo, pues ambos estaban ya cansados y pesarosos de una guerra que fatigaba á la vez su cuerpo y su espíritu. Cada cual se habia propuesto pasar en el reposo el resto de sus dias, y cada cual maldecia interiormente la ira y el furor que tantas riñas y contiendas habian suscitado.

Reinaldo, que se veia tan enaltecido por la preferencia con que el monarca cristiano le habia honrado sobre todos los demás campeones, se aprestó gozoso al combate: tenia en poco á Rugiero, y estaba persuadido de que no podria resistirle, ni siquiera hacerle frente, por más que hubiera dado muerte á Mandricardo en el palenque. En cuanto á Rugiero, si bien le envanecia el honor de haber sido elegido por su rey para tan importante empresa como el mejor de todos los guerreros mahometanos, se mostraba triste y apenado, no por efecto del temor; pues ni retrocederia ante Reinaldo, ni ante él y Orlando reunidos, sino por la idea de que su adversario era hermano de su adorada y fiel prometida, la cual le dirigia en sus cartas contínuas quejas, mostrándose cada vez más contrariada y resentida. Pensaba, y con razon, que si á las anteriores ofensas añadia la de salir á combatir y tal vez á matar á su hermano, el amor que por él sentia hasta entonces se convertiria en un ódio tan violento, que con dificultad podria aplacarle. Mientras Rugiero se lamentaba á sus solas por verse obligado á sostener muy á pesar suyo aquella lucha, su amada derramaba copiosas lágrimas por haber llegado á las pocas horas tan funesta nueva á sus oidos. Golpeábase el pecho, mesaba sus dorados cabellos, heria sus inocentes y llorosas mejillas, y acusando al destino de cruel, llamaba á Rugiero ingrato y despiadado. Cualquiera que fuese el resultado del combate, no podria menos de ser terriblemente doloroso para ella. Se le partia el corazon solamente al pensar que Rugiero pudiera sucumbir en la contienda; pero si el Dios de los cristianos, haciéndoles sentir el peso de su enojo, permitia que la Francia fuese vencida y humillada, resultaria para Bradamante un daño más transcendental y lamentable; porque no solo perderia á su hermano, sino que le seria ya de todo punto imposible, á no ser que arrostrara la vergüenza, el baldon y la enemistad de todos los suyos, reunirse á su prometido esposo tan públicamente como deseaba, y tal como se habia propuesto muchas veces, pensando en ello dia y noche: aunque por otra parte, los lazos de amor y los juramentos que unian á los dos amantes eran tan terminantes y formales, que no habia medio de retractarse ó arrepentirse.

En medio de su desesperacion, acudió á socorrerla aquella que jamás la abandonaba en la adversidad: me refiero á la mágica Melisa, que no pudo menos de estremecerse al oir los lamentos y sollozos de Bradamante. Se esforzó en consolarla, y le ofreció que en la ocasion oportuna pondria remedio á sus cuitas, é impediria aquella lucha futura, causa de su llanto y de sus desvelos.

Entre tanto Reinaldo y Rugiero aprestaban sus armas para el combate: concedióse la eleccion de estas al campeon del Romano imperio, y Reinaldo, que desde la pérdida de Bayardo no habia vuelto á montar á caballo, quiso que la pelea fuese á pié, y que sus armas consistiesen en coraza, cota de malla, hacha y puñal. Ya fuera efecto de la casualidad, ó consejo de su cauto y perspicaz Malagigo, el cual sabia que para los tajos de Balisarda no servian de nada las armaduras, convinieron los dos guerreros, como he dicho, en que no harian uso de la espada. En cuanto al sitio del combate, lo señalaron en una gran llanura próxima á los antiguos muros de Arlés.

Apenas salió la vigilante Aurora del palacio de Titon para dar principio al dia prefijado y anunciar la hora designada para el combate, cuando se adelantaron los heraldos de uno y otro campo, y levantaron pabellones en los extremos del palenque, cerca de los cuales establecieron dos altares. Al poco rato se vió salir, escuadron por escuadron, al ejército pagano, y en medio de él al Rey de África cubierto con una magnífica armadura, y rodeado de toda la pompa y suntuosidad orientales. A su lado cabalgaba Rugiero sobre un caballo bayo, de negras crines, frente blanca y patas traseras de igual color: el arrogante Marsilio no se desdeñaba de servir de escudero al jóven campeon, llevando el casco que Rugiero ganara poco antes con tanto trabajo al Rey de Tartaria, aquel casco, inmortalizado ya por otros versos, y que mil años antes habia usado el troyano Héctor. Otros príncipes y señores de la corte se habian repartido las restantes armas, incrustadas de piedras preciosas y admirablemente cinceladas de oro.

Carlomagno salió casi al mismo tiempo de sus atrincheramientos con sus tropas cuidadosamente formadas en órden de batalla. Rodeábanle sus famosos Pares; y junto á él marchaba Reinaldo, cubierto con todas sus armas, menos el yelmo que fué de Mambrino, confiado á la sazon á Ogiero el dinamarqués, uno de los paladines. Llevaban las dos hachas de armas, una el duque Namo, y otra, Salamon, rey de Bretaña.

Cárlos reunió á todos los suyos á un lado del palenque: los moros africanos y españoles se formaron al otro lado. Entre uno y otro ejército quedaba un gran espacio vacío: cualquiera que se atreviese á entrar en él, seria castigado con la muerte, segun mútuo acuerdo de los dos monarcas. Despues de conceder la segunda eleccion de armas al campeon del ejército pagano, se adelantaron dos sacerdotes de una y otra religion con un libro en la mano: en el del uno estaba escrita la perfecta vida de Jesucristo; en el del otro el Coran: el emperador acompañaba al sacerdote del Evangelio, y Agramante acompañaba al otro.

Acercóse Cárlos al altar levantado por los suyos, y elevando las manos al cielo, exclamó:

—¡Oh Dios eterno, que quisiste morir por redimir nuestras almas! ¡Oh Vírgen sacratísima, cuya virtud fué tan grata al Supremo Hacedor, que Dios tomó en tus entrañas la forma humana, y le llevaste nueve meses en tu santo seno, conservando siempre tu inmaculada pureza! Sed testigos de que prometo, si sucumbe mi campeon en la pelea, que yo y todos mis sucesores pagaremos al rey Agramante, ó á quien le suceda en el gobierno de sus estados, veinte cargas anuales de oro puro, y prometo tambien empezar la tregua, que se convertirá en paz perpétua: si falto á mi promesa, inflámese en el acto vuestra formidable cólera, y caiga sobre mi cabeza y la de mis hijos, de modo que se comprenda desde luego que la hemos merecido por no haber cumplido nuestra palabra: solo os suplico que mi pueblo se libre de vuestro justo castigo.

Mientras Cárlos hablaba así, tenia la mano puesta sobre el Evangelio y los ojos fijos en el cielo.

Aproximóse entonces Agramante al altar que los paganos habian adornado espléndidamente, y juró que regresaria al África con todo su ejército, y pagaria á Cárlos un tributo igual, si Rugiero quedaba vencido aquel dia, añadiendo que desde luego existiria entre ellos una tregua con las condiciones enunciadas antes por el Emperador. Imitando á este, puso por testigo á Mahoma, con la mano colocada sobre el libro que le presentaba su sacerdote, de que prometia observar fielmente cuanto habia ofrecido. Los dos monarcas se separaron en seguida con presteza, volviendo cada cual á ponerse al frente de sus tropas. Adelantáronse acto contínuo entrambos campeones, para prestar su respectivo juramento. Rugiero prometió que, si su rey le ordenaba por sí mismo ó por cualquier otro conducto la suspension del combate, abandonaria su servicio y pasaria á militar á las órdenes del Emperador. Reinaldo juró á su vez que, si Carlomagno era causa de que se interrumpiera el combate, mientras no quedara vencido ninguno de los dos campeones, se uniria al ejército de Agramante.

Una vez terminadas las ceremonias preliminares, pasó cada cual al lado de los suyos, y á los pocos momentos dieron los clarines la señal del combate. Los animosos guerreros salieron á encontrarse con paso lento y estudiado. Inmediatamente empezó el ataque, y se oyó resonar el ruido de las armas, que esgrimian con sin igual presteza. Con el hacha ó con el puñal se descargaban furiosos golpes en la cabeza y en las piernas con tal destreza y agilidad, que solo viéndolo podia creerse. Rugiero, que combatia contra el hermano de la que poseia su destrozado corazon, procuraba herirle con tal miramiento, que le creyeron menos valiente que su adversario: más atento á la defensa que al ataque, él mismo no sabia lo que deseaba; pues al paso que le hubiera disgustado profundamente dar muerte á Reinaldo, no queria tampoco perder su vida.

Pero he llegado á un punto en que es preciso suspender este relato. En el canto siguiente oireis su conclusion, si quereis venir á escucharla.

Canto XXXIX

Agramante rompe el pacto; pero derrotado su ejército, se ve obligado á retirarse al África.—El valiente Astolfo persigue al enemigo hasta Biserta, cuya ciudad asedia. Orlando llega allí casualmente, y el Duque, instruido de lo que debia hacer, le devuelve el juicio.—Dudon encuentra á Agramante en alta mar, y le pone en grave aprieto.

La situacion en que se encontraba Rugiero era en verdad de las más penosas y duras que puedan existir, por lo cual no es extraño que padeciera física y moralmente, al considerar que no podia librarse de una de las dos muertes que ante sí tenia. Si se mostraba menos vigoroso que Reinaldo, se exponia á perecer: si daba muerte al paladin, cansarian la suya los desdenes de su amada, en cuyo ódio, más temible que la misma muerte, incurriria sin remedio.

Reinaldo, á quien no preocupaba idea alguna, hacia todos los esfuerzos imaginables por alcanzar la victoria, y esgrimia altivo y terrible su hacha de armas, descargando tremendos golpes en la cabeza y brazos de su adversario. Rugiero se servia de su arma para parar los golpes, echándose á un lado ó á otro, y cuando á su vez procuraba herir á Reinaldo, era en el sitio en que menos daño pudiera hacerle. A la mayor parte de los señores sarracenos empezó á parecerles muy desigual el combate: pues observaban la poca animacion de Rugiero á quien tenia casi acorralado su enemigo. El monarca africano contemplaba la lucha, cubierto de palidez su rostro, lanzando fuertes suspiros y acusando en su mente á Sobrino, de quien procedia aquel fatal error, puesto que lo habia aconsejado.

Entonces fué cuando Melisa, versada en todas las supercherías del arte de los encantadores ó de los magos, trocó su aspecto femenino en la figura del gran Rey de Argel. Por su rostro, por sus movimientos, era el vivo retrato de Rodomonte, y llevaba la piel escamosa del dragon, la espada y el escudo que acostumbraba usar el sarraceno. Montada en un espíritu infernal que habia tomado la forma de caballo, se dirigió hacia el desanimado hijo del rey Trojano, y le dijo con acento terrible y fruncido entrecejo:

—Señor, habeis cometido una gran falta oponiendo á un franco tan fuerte y tan famoso un adversario jóven é inexperto, en una ocasion en que se trata de la suerte del reino y del honor de África. Apresuraos á interrumpir ese combate, cuyo resultado ha de ser desastroso para nosotros. Confiadlo á Rodomonte, sin que os importe violar el pacto y el juramento hecho de antemano. En momentos tan críticos como los presentes, cada cual debe demostrar hasta dónde alcanza su esfuerzo, y mientras esté yo aquí, tened por seguro que cada uno de vuestros soldados valdrá por ciento.

Estas palabras pesaron tanto en el ánimo de Agramante, que, sin reflexionar en lo que hacia, lanzóse contra el enemigo. La confianza que le inspiraba el Rey de Argel fué causa de que se cuidara muy poco de su juramento: el auxilio que en aquella ocasion hubieran podido prestarle mil caballeros lo habria tenido en menos que el del solo Rodomonte. En un momento se vieron por todas partes las lanzas enristradas y los caballos lanzados á todo escape contra los cristianos. Melisa desapareció tan luego como, merced á sus ficciones, vió empeñada la batalla.

En el momento en que los dos campeones vieron interrumpido tan bruscamente su combate, contra todo acuerdo y contra toda promesa, dejaron de herirse; y deponiendo su mútua enemistad, se dieron palabra de no volver á dirigir sus armas uno contra otro, hasta haber averiguado con certeza cuál de los dos reyes habia sido el primero en violar el pacto, si el anciano Cárlos ó el jóven Agramante: al propio tiempo renovaron su juramento de declararse enemigos del perjuro.

Mientras tanto, los dos ejércitos habian llegado á las manos: pronto se vió quién avanzaba y quién retrocedia; quiénes eran los cobardes y quiénes los más valientes: todos corrian con la misma ligereza, solo que los primeros huian al paso que los segundos perseguian.

Marfisa habia permanecido hasta entonces inactiva en compañía de su cuñada; pero tan contrariada é impaciente como el lebrel que ve correr en torno suyo á la fugitiva fiera, y no pudiendo perseguirla al mismo tiempo que los demás perros por tenerle sujeto el cazador, se agita irritado, se atormenta, se aflije, se desespera, lanza penetrantes é infructuosos ladridos, y forcejea por desasirse de la mano que le detiene. Durante todo el dia habian estado contemplando con cierta sanguinaria envidia á los sarracenos formados en la estensa llanura; pero contenidas por el respeto á lo pactado, se habian limitado á lamentar su inaccion, exhalando frecuentes suspiros. Mas no bien observaron la violacion del pacto y de la tregua, cuando se precipitaron gozosas en medio de las filas africanas. Marfisa atravesó con su lanza el pecho del primero que encontró, haciéndola salir más de dos brazas por la espalda: desnudó en seguida su acero, y en menos tiempo del que se necesita para referirlo, rompió cuatro yelmos como si fueran de vidrio. Bradamante no le fué en zaga: si su lanza de oro producia distinto efecto, en cambio tiraba del caballo á cuantos alcanzaba: no mató á nadie, pero derribó doble número de guerreros que Marfisa. Las dos heroinas llevaron á cabo estas proezas sin separarse hasta entonces, por lo cual fueron testigos de sus mútuas hazañas; pero arrastradas luego por el ardor del combate, se fué cada una por su lado haciendo sentir el peso de su ira á los aterrados sarracenos. ¿Quién podria contar el número de guerreros que derribó aquel dia la lanza de oro? ¿Quién podria calcular el número de cabezas que segó la terrible espada de Marfisa?

Así como al soplo de tranquilos vientos, cuando las cumbres de los Apeninos se cubren de verdura, se precipitan á un mismo tiempo dos torrentes que al caer siguen distinto curso, y van arrancando las peñas y los copudos árboles de sus elevadas márgenes, arrastrando hácia el valle los frutos y las mieses, como si compitiesen ambos en el deseo de dejar huellas más desastrosas de su paso, así tambien las dos magnánimas guerreras, recorriendo el campo en direccion distinta, iban causando horrorosos estragos en las filas africanas, la una con su lanza, y la otra con su espada.

Agramante apenas podia contener á sus soldados, que empezaban á abandonar sus banderas. En vano preguntaba por Rodomonte, en vano le buscaba con la vista por todos lados: nadie sabia donde estaba. Por instigacion del Rey de Argel (segun creia) habia roto el pacto solemnemente estipulado, poniendo á Dios por testigo; y sin embargo, este rey habia desaparecido de repente. Tampoco veia á Sobrino, que se habia retirado á Arlés, rehuyendo toda responsabilidad, y deseando permanecer extraño al perjurio, cuyo inmediato y terrible castigo esperaba presenciar aquel mismo dia. Marsilio se habia alejado tambien, dominado por iguales sentimientos: así es que Agramante no pudo resistir á las tropas de Cárlos, á los italianos, alemanes é ingleses, todas gentes aguerridas y denodadas, entre las cuales iban confundidos los paladines, cual piedras preciosas engarzadas en oro, y cerca de ellos algunos caballeros sin rival en el mundo, como el intrépido Guido el Salvaje y los dos hijos de Olivero, y aquellas dos guerreras, cuyas proezas creo inútil recordar, y que seguian exterminando un número infinito de moros.

Mas, suspendiendo por algun tiempo el relato de esta batalla, me propongo ahora atravesar los mares sin auxilio de bajel; pues no es justo que olvide á Astolfo por ocuparme exclusivamente de las cosas de Francia.

Ya os he hablado de las mercedes que recibió del Santo Apóstol, y creo haberos dicho tambien que el rey Branzardo y el de los algaceres aprestaban sus ejércitos para oponérsele. Estas tropas, reunidas con la mayor precipitacion, se componian casi de niños, ancianos y hasta mujeres; porque Agramante, obstinado en su vengativa empresa, habia dejado por dos veces al África exhausta de hombres: así es que habian quedado en ella muy pocos en estado de tomar las armas, y por lo tanto, formaban un ejército cobarde é indisciplinado. No tardaron en demostrarlo así, pues en cuanto descubrieron á los nubios á lo lejos, huyeron desordenadamente. Astolfo lanzó tras ellos á sus soldados mucho más aguerridos, y los fué persiguiendo como si fueran un rebaño de carneros, dejando el campo sembrado de cadáveres: algunos pocos consiguieron encerrarse en Biserta con el rey Branzardo; pero el rey Bucifar quedó prisionero, causando al primero más dolor su pérdida que si hubiera visto destruido todo su ejército. Siendo Biserta una ciudad grande, era preciso fortificarla considerablemente, y sin Bucifar no podia llevar á cabo los trabajos necesarios. Deseoso Branzardo de rescatarle, buscaba en su imaginacion un medio cualquiera para conseguirlo, cuando se acordó de que, muchos meses hacia, tenia en su poder al paladin Dudon, á quien el Rey de Sarza habia cautivado en la costa de Mónaco, en el primer viaje que hizo á Francia: desde entonces Dudon, descendiente de Ogiero el danés, habia permanecido encerrado en una prision.

Branzardo quiso cangearlo por el Rey de los algaceres, y con este objeto envió un mensajero al jefe de los nubios, sabiendo que Astolfo era un paladin, y que por lo tanto aceptaria gustoso la proposicion de salvar á otro paladin. El gallardo Duque accedió en efecto á lo propuesto por el sarraceno, y rescató á Dudon, el cual le dió infinitas gracias por su libertad, y se puso á su disposicion para ayudarle en aquella guerra, tanto por tierra como por mar. Contando Astolfo con un ejército tan numeroso, que no hubieran podido resistirle siete países tan extensos como el África, y recordando que el santo Anciano le habia recomendado muy eficazmente que expulsara á los sarracenos de las costas de Provenza y Aguasmuertas de que se habian apoderado, eligió nuevamente de entre sus soldados aquellos que más aptos le parecieron para los trabajos del mar, y habiéndose llenado las manos tanto como pudo de hojas de laureles, cedros, olivos y palmas, se dirigió á la playa y las arrojó á las olas. ¡Oh almas felices y queridas del cielo! ¡Oh efecto sublime de un poder que el Señor concede raras veces á los mortales! ¡Milagro prodigioso! Apenas tocaron el agua, aquellas hojas empezaron á crecer de un modo increible; encorváronse y se hicieron gruesas, largas y pesadas; las venas que las atravesaban se convirtieron en duras grapas de hierro y sólidos maderos, y conservando la forma aguda de sus extremidades, quedaron en un momento transformadas en naves de diferentes clases, y tantas cuantas habian sido las hojas arrancadas de los árboles.

Fué en efecto un espectáculo asombroso el que ofrecieron aquellas hojas convertidas milagrosamente en fustas, galeras y otros bajeles. No menos milagroso fué verlas provistas de velas, remos, obenques y de todo el aparejo indispensable en un buque. Astolfo encontró bien pronto quien supiera gobernar su flota á través de los mares y de los vientos embravecidos; pues las cercanas costas de la Córcega y la Cerdeña le suministraron excelentes pilotos, timoneles, marineros y patrones. La expedicion, compuesta de veintiseis mil hombres de todas clases, tuvo por jefe á Dudon, caballero de gran experiencia, é igualmente valeroso en mar y tierra.

Aun estaba la flota anclada en la costa de África, esperando un viento favorable, cuando se presentó en ella un navio cargado con los prisioneros que Rodomonte habia hecho en el peligroso puente, donde, segun he dicho varias veces, era tan reducido el espacio para combatir. Entre dichos prisioneros estaban el cuñado del Conde, el fiel Brandimarte, Sansoneto y otros muchos caballeros de Alemania, de Francia y de Gascuña, cuyos nombres creo ocioso recordar. El piloto, que no sospechaba la presencia del enemigo, echó el ancla en aquella playa, dejando muchas millas atrás el puerto de Argel donde se habia propuesto fondear, á no habérselo impedido un fuerte vendabal que impelió la popa más de lo que debia. Creia llegar con toda seguridad entre los suyos, como Progne á su bullicioso nido; pero así que vió el águila imperial, las lises de oro y los leopardos, perdió el color, como suele perderlo el que pone inadvertidamente su pié sobre la serpiente venenosa dormida entre la yerba, y se retira pálido y aterrado huyendo del reptil henchido de rabia y de veneno. No pudiendo ya el piloto huir, ni sabiendo cómo ocultar á sus cautivos, tuvo que resignarse á saltar en tierra, y fué conducido con Brandimarte, Olivero, Sansoneto y otros muchos á la presencia de Astolfo y del hijo de Ogiero, que manifestaron su alegría al ver á sus amigos: en recompensa de su trabajo, fué condenado el patron á remar en las galeras de Astolfo.

El hijo del rey Oton recibió, como os digo, á los caballeros cristianos con señaladas muestras de placer, é hizo que les prepararan un banquete en su pabellon, y que les proveyeran de armas y de cuanto necesitasen. Dudon difirió su salida del puerto accediendo á los deseos de los recien llegados, cuya conversacion le era sumamente grata, y cuyas noticias le sirvieron mucho más que si se hubiera hecho á la mar uno ó dos dias antes. Por ellos vino en perfecto conocimiento del estado en que á la sazon se hallaban los asuntos de Francia y de Carlomagno, y supo tambien dónde podria fondear con más seguridad y obtener mejores resultados. Mientras estaba escuchándolos atento, se oyó un rumor que iba creciendo por momentos, y unas voces de alarma tan terribles, que obligaron á los caballeros á hacer mil distintas suposiciones. El duque Astolfo y sus compañeros se apresuraron á montar á caballo y á empuñar sus armas, y se dirigieron al sitio en que más fuertemente resonaba la gritería, inquiriendo por uno y otro lado el motivo del tumulto, cuando vieron á un hombre tan feroz, que á pesar de ir solo y desnudo, causaba grandes estragos en el campamento. Iba esgrimiendo un palo tan duro, tan pesado y tan macizo, que derribaba sin sentido á cuantos alcanzaba. Ya habia hecho más de cien víctimas, sin que se atrevieran á contenerle, como no fuera arrojándole saetas desde lejos, pues no habia nadie tan animoso que osara aproximarse á él.

Dudon, Astolfo, Brandimarte y Olivero, que habian acudido presurosos al oir aquel estrépito, estaban considerando con asombro la inmensa fuerza y el valor inusitado de aquel hombre feroz, cuando vieron venir á una doncella, vestida de negro, que corrió hácia Brandimarte y le saludó, echándole al mismo tiempo los brazos al cuello. Era la donosa Flor-de-lis, la doncella que tan viva pasion sentia por Brandimarte, y que estuvo á punto de volverse loca de dolor cuando dejó á su amante cautivo en el estrecho puente. Habiendo sabido por el mismo Rodomonte que Brandimarte habia sido enviado á Argel en compañía de los demás cautivos, resolvió atravesar los mares para reunirse á él, y se embarcó en Marsella en una nave de Levante, que pertenecia á un caballero anciano de la familia del rey Monodante, el cual habia recorrido muchos países, así por mar como por tierra, para encontrar á Brandimarte, teniendo por último noticia de que lo hallaria en Francia. Conoció la jóven al momento á Bardino, que así se llamaba aquel caballero, el cual habia criado á Brandimarte en la Roca Silvana, despues de haberle sustraido niño aun al Rey su padre. Cuando Bardino supo la causa del viaje de Flor-de-lis y el modo cómo su protegido habia pasado al África, puso su bajel á disposicion de la doncella, y quiso acompañarla en su travesía. Al llegar á la costa africana, supieron que Astolfo tenia puesto sitio á Biserta, y les anunciaron que quizás Brandimarte estaria con él.

Al ver la jóven á su amante, corrió á abrazarle con tanta mayor alegría, cuanto que sus pasados sinsabores contribuian á aumentarla. No fué menor el júbilo que sintió el gentil caballero al contemplar allí á su adorada y constante compañera, á quien amaba más que á todo en el mundo: le prodigó las más dulces caricias, la estrechó infinitas veces contra su corazon; sus apasionados besos se sucedian sin poder saciar su amoroso fuego, y hubieran continuado así largo tiempo, si Brandimarte, alzando los ojos, no hubiera reparado en Bardino, que habia venido acompañando á la jóven. Extendió las manos con intencion de abrazarle y de preguntarle al propio tiempo el motivo de su venida; pero se lo impidió la multitud de soldados que huian desordenadamente ante aquel palo que el desnudo loco volteaba en torno suyo, abriéndose ancho paso.

Flor-de-lis miró atentamente á aquel insensato, y exclamó dirigiéndose á Brandimarte:—«¡Es el Conde!»—Astolfo conoció tambien á Orlando por el retrato que de él le hiciera el Santo Evangelista en el Paraiso terrestre: de otra suerte, nadie hubiera podido sospechar siquiera que fuese el cortés Paladin aquel ser súcio, insensato, maltrecho y que por su aspecto se asemejaba más bien á una fiera que á un hombre.

Movido Astolfo á compasion, se volvió á Dudon y Olivero que estaban cerca de él, y con lágrimas en los ojos les dijo:—«Ahí teneis á Orlando.»—Los dos caballeros le consideraron con atencion algunos momentos, quedando mudos de asombro y de estupor al verle en tan aflictivo estado. La mayor parte de los circunstantes derramaban lágrimas que arrancaba á sus ojos la piedad y el sentimiento, pero exclamando Astolfo:—«No es ocasion de llorar, sino de pensar en curarle,»—saltó del caballo, y lo propio hicieron Brandimarte, Sansoneto, Olivero y Dudon, rodeando simultáneamente al sobrino de Carlomagno con intencion de sujetarle. Al verse Orlando encerrado en aquel círculo, empezó á esgrimir su palo insensata y desesperadamente, é hizo sentir la fuerza de su brazo á Dudon, el cual, cubriéndose la cabeza con el escudo, pretendió acometerle, y á no haber sido porque la espada de Olivero se interpuso amortiguando la fuerza del golpe, el terrible palo del loco hubiera hecho pedazos el escudo, el yelmo, el cráneo y la cabeza del hijo de Ogiero. A pesar de esto, destrozó el escudo, y cayó con tal furia sobre el almete, que el caballero quedó tendido en el suelo. Sansoneto descargó tambien un tajo sobre el palo, con tal vigor, que le cortó en redondo más de dos brazas. Brandimarte cogió entonces á Orlando por detrás, oprimiéndole vigorosamente con sus brazos, mientras que Astolfo le sujetaba por las piernas; pero dando el loco una furiosa sacudida, lanzó de espaldas al Duque inglés á más de diez pasos de distancia, y aunque no pudo soltarse de los brazos de Brandimarte que le tenia fuertemente asido por mitad del cuerpo, descargó en seguida tan tremendo puñetazo sobre Olivero, que lo tendió á sus piés pálido é inanimado y vertiendo sangre por nariz y ojos. A no ser por el excelente temple del casco que llevaba Olivero, aquel puñetazo le hubiera quitado la vida, á pesar de lo cual cayó el caballero cual si su alma hubiese volado al Paraiso.

Astolfo y Dudon se habian levantado, aunque este con la cara hinchada, y uniendo sus esfuerzos á los de Sansoneto, cuyo golpe habia sido tan certero, acometieron nuevamente á Orlando. Dudon le sujetó tambien por detrás, procurando echarle una zancadilla para derribarle; Astolfo y los demás le cojieron los brazos, y ni aun así podian refrenar sus violentos ímpetus. El que haya visto á un toro perseguido, cuyas orejas sujetan con los dientes los perros de presa, y que corre mugiendo y arrastrando consigo á los tenaces canes de quienes no puede desprenderse, podrá formarse una idea del espectáculo que presentaba Orlando arrastrando consigo á todos aquellos guerreros.

Algun tanto repuesto Olivero del puñetazo que tan mal parado le dejara, levantóse del suelo, y viendo que el sistema seguido por Astolfo no produciria el resultado que se deseaba, arbitró un medio más á propósito para derribar á Orlando, lo puso inmediatamente por obra y surtió el efecto apetecido. Ordenó que le trajeran algunas cuerdas fuertes, en cuyos extremos hizo lazos corredizos, y logró echarlos á las piernas, á los brazos y al cuerpo del Conde: en seguida encargó á cada uno de los guerreros que sostuvieran fuertemente las cuerdas por el extremo opuesto al lazo, y valiéndose de este medio, consiguieron tirar al suelo á Orlando como si fuera un buey ó un caballo.

En cuanto le vieron caer en tierra, se arrojaron todos sobre él, y le ataron más sólidamente de piés y manos: en vano forcejeaba Orlando desesperado y furioso; sus esfuerzos eran ya impotentes. Astolfo dispuso acto contínuo que le trasladaran de aquel sitio, manifestando que queria curarle de su locura; y como Dudon era el de mayor estatura de todos aquellos guerreros, cargó con él y le llevó hasta la misma orilla del mar. Astolfo ordenó que le lavaran el cuerpo siete veces, y que le metieran otras tantas en el agua, hasta hacer desaparecer de su rostro y de sus miembros la endurecida mugre que los cubria: despues le tapó la boca, que despedia fuertes resoplidos, con ciertas yerbas cogidas á este efecto, de modo que solo pudiera respirar por las narices: destapando en seguida la redoma en que estaba encerrado el juicio de Orlando, se la aplicó tan cerca de la nariz, que al hacer Orlando una fuerte aspiracion la vació completamente. ¡Oh prodigio admirable! El Conde recobró en el acto la razon, y sintió renacer su inteligencia con mayor claridad y lucidez que nunca. Sucedióle á Orlando, en cuanto Astolfo hizo desaparecer su locura, lo que al hombre que despierta de un sueño profundo y penoso: no duerme ya, está en la plenitud de sus sentidos, y sin embargo, todavía cree contemplar asombrado las formas horribles de desmesurados mónstruos, que ni existen ni pueden existir, y se le figura estar haciendo aun las cosas extrañas é inusitadas que su imaginacion le representaba durante su sueño.

El Paladin permaneció algunos momentos absorto y estupefacto; miró sin pronunciar una palabra á Brandimarte, al hermano de la hermosa Alda y al que le restituyó el juicio, y estuvo largo rato pensando cómo y cuándo habia ido á parar á aquellas playas. Despues paseó sus miradas en todas direcciones, sin poder conocer el sitio en que se encontraba, ni adivinar el motivo de hallarse desnudo y atado de piés á cabeza con tantas cuerdas. Por fin, dijo, como Sileno á los que le tenian sujeto en una caverna: «Desatadme,» con rostro tan sereno, con mirada tan segura y tan distinta de lo que hasta entonces habia sido, que sus amigos le complacieron, apresurándose á vestirle un traje que mandaron traer, y esforzándose en consolarle del dolor que le causaba su pasada locura.

Al volver Orlando á su primitivo estado, más prudente y varonil que nunca, se sintió tambien emancipado de su funesto amor, hasta el extremo de que la misma mujer cuyas gracias y perfecciones admiraba antes, y á quien tan frenéticamente habia amado, le parecia ya un ser envilecido é indigno de su estimacion, y cifró desde entonces todos sus deseos y conatos en recobrar cuanto aquel amor le habia arrebatado.

Mientras tanto Bardino participó á Brandimarte la muerte de Monodante, su padre, y le anunció que venia á ofrecerle la corona, en primer lugar, de parte de su hermano Giliante, y despues, de la de los habitantes del archipiélago que se extiende en las más apartadas regiones del Oriente, país el más rico, más populoso y más placentero del mundo. Para determinarle á aceptar, adujo, entre otras varias razones, la de que tal era su deber; le pintó las dulzuras del suelo pátrio, y le aseguró que en cuanto las hubiera disfrutado, aborreceria para siempre su vida errante. Brandimarte le contestó que estaba decidido á permanecer al lado de Orlando, sirviendo á Cárlos mientras durara la guerra, y que si lograba ver el término de esta, pensaria más detenidamente en sus propios asuntos.

Al dia siguiente, se hizo á la vela la escuadra mandada por el hijo del Danés con rumbo á las costas de Provenza. Orlando, sabedor por Astolfo del estado en que se hallaba la guerra, se unió á él, y ambos se dedicaron á estrechar el cerco de Biserta, concediendo, sin embargo, al Duque inglés los honores del mando, á pesar de que este no hacia más que lo aconsejado por el Conde. Si por ahora no me ocupo de su plan de ataque, ni de cómo, cuándo y por qué lado se dió el asalto á la gran Biserta, ni de la batalla que precedió al asalto, ni de los que compartieron con Orlando la gloria de aquel dia, no os dé cuidado alguno, porque pronto volveremos á encontrarlos. Dignaos, entre tanto, escuchar el relato de la derrota que los francos hicieron sufrir á los moros.

El rey Agramante se vió casi abandonado en lo más fuerte del peligro; pues los reyes Marsilio y Sobrino se retiraron con muchos paganos á la ciudad de Arlés, y despues se embarcaron en sus respectivas escuadras, temerosos de no poder salvarse en tierra: un gran número de gefes y caballeros del ejército moro imitó en breve su ejemplo. Agramante continuó resistiendo, á pesar de esta defeccion; pero cuando ya no pudo más, volvió las espaldas y corrió á encerrarse en la ciudad que estaba próxima. Bradamante se lanzó en su seguimiento, estimulando á su veloz Rabican, pues anhelaba darle muerte por haberla privado tantas veces de su querido Rugiero. Marfisa, á quien animaba el mismo deseo, por vengar, aunque algo tarde, la muerte de su padre, excitaba á su corcel con el acicate, comunicándole en cuanto le era posible la misma prisa que ella tenia. Pero ninguna de las dos pudo llegar á tiempo de impedir que el Rey penetrase en la ciudad murada, y se salvase luego á bordo de sus naves.

Cual dos sabuesos esbeltos y valientes, que soltados al mismo tiempo de la trailla, regresan tristes y pesarosos por haber seguido inútilmente á los ciervos ó á las cabras monteses, pareciendo como avergonzados de su lentitud, así retrocedieron las dos doncellas, suspirando al ver al Pagano en salvo. Sin embargo, no permanecieron ociosas, y precipitándose en lo más espeso de la fugitiva multitud, hicieron caer á los botes de su lanza, para no volver á levantarse, á un crecido número de contrarios. En mala ocasion habian sido derrotados los moros, pues ni aun huyendo podian salvarse; porque Agramante, para mayor seguridad suya, mandó cerrar las puertas de la ciudad que daban al campo y cortar todos los puentes que habia sobre el Ródano. ¡Ah infelices pueblos! ¡Siempre que los tiranos creen reportar alguna utilidad, os tratan como rebaños de carneros ó de cabras! Muchos de los fugitivos se arrojaron al rio; otros al mar; otros enrojecieron la tierra con su sangre. Pereció la mayor parte de ellos; solo unos cuantos quedaron prisioneros, porque los demás no podian ofrecer un buen rescate.

Aun quedan vestigios en Arlés de las espantosas pérdidas que ambos ejércitos sufrieron en aquella batalla, si bien fué mayor la que en los Sarracenos causaron Bradamante y Marfisa: no lejos de la ciudad y donde el Ródano se estanca, se ve todo el campo cubierto de sepulcros.

El rey Agramante habia hecho entre tanto cortar las amarras y dirigir á alta mar los navios mayores de su flota, dejando los más lijeros cerca de la costa para recoger á los que á su bordo querian salvarse. Estuvo dos dias á la vista del puerto para socorrer á los fugitivos, y porque los vientos le eran contrarios: al llegar el tercero se dió á la vela, con la esperanza de regresar en breve al África.

Temeroso el rey Marsilio de que entonces le tocara á su España pagar el desquite de aquella guerra, y de que se desencadenara sobre sus estados tan negra y deshecha tempestad, hizo rumbo á Valencia, y se dedicó solícito á poner sus fortalezas en estado de defensa, aprestándose para la lucha que fué causa de su ruina y de la de sus aliados.

Agramante bogaba en tanto hácia las costas de África en buques mal armados y peor tripulados; tan exhaustos de hombres, como llenos de quejas y reconvenciones. Como habian perecido en Francia las tres cuartas partes del ejército, unos acusaban al monarca de orgullo, otros de crueldad, otros de insensatez, y cual suele suceder en semejantes casos, todos le maldecian interiormente; pero contenidos por el temor, permanecian quietos á la fuerza. Dos ó tres hubo, sin embargo, que siendo amigos y teniendo más confianza entre sí, se atrevieron á despegar los lábios y á desahogar su cólera y su despecho; mientras el mísero Agramante, no viendo en torno suyo más que fingidos semblantes, y oyendo sin cesar palabras aduladoras, falsas y engañosas, estaba todavía persuadido de que todos le amaban y le compadecian. El Monarca africano habia resuelto no desembarcar en las playas de Biserta, porque sabia positivamente que estaban en poder de los nubios; y por lo tanto dispuso que su flota fondeara en un punto bastante lejano de la ciudad sitiada, y á propósito para saltar en tierra con toda seguridad: una vez logrado esto, pensaba dirigirse en derechura á socorrer á su afligido pueblo. Mas no correspondiendo su destino adverso á aquella intencion justa y prudente, quiso que la escuadra formada tan milagrosamente en las costas africanas con hojas de árboles, que iba surcando las olas con rumbo á Francia, encontrara á la suya durante la noche, con un tiempo nebuloso, oscuro y triste, para que fuese mayor el desórden producido por tan inesperado encuentro.

Agramante ignoraba de todo punto que Astolfo enviara contra él una flota tan numerosa, y aun cuando se lo hubiesen dicho, tampoco hubiera creido que una sola rama pudiese producir cien naves; por lo cual seguia su derrotero sin desconfianza alguna, y sin cuidarse de poner centinelas ni vigías en las gabias para que le dieran parte de lo que descubrieran. Las naves cuyo mando confió Astolfo á Dudon, tripuladas por gente resuelta y animosa, habian divisado la flota mora al ponerse el Sol; dirigieron las proas en su demanda, abordaron de improviso á los desprevenidos enemigos, y en cuanto se convencieron por su lenguaje de que eran moros y por lo tanto adversarios suyos, echaron los ganchos de abordaje y los garfios encadenados. Fué tan rudo el choque y tan impetuoso, que muchos buques sarracenos fueron echados á pique por los grandes navios de Dudon, á los que impelía además un viento favorable. En seguida trabóse una lucha desesperada, lloviendo sobre los bajeles de Agramante, el hierro, el fuego y piedras enormes, con tanta furia, que parecia aquello una tempestad más terrible que cuantas el mar habia presenciado.

Los soldados de Dudon, á quienes el cielo infundia entonces más pujanza y denuedo que de ordinario, porque habia sonado la hora de castigar los infinitos crímenes de los sarracenos, sabian dirigir desde cerca ó desde lejos tan certeros golpes, que Agramante no encontraba sitio donde guarecerse: caia sobre él una verdadera lluvia de saetas, y por todas partes se veia amenazado de espadas, garfios, picas y hachas. Las máquinas de guerra y los tormentos vomitaban sin cesar piedras enormes y pesadas, que destrozaban los bajeles de popa á proa, y abrian en ellos ancho paso á las olas; pero el mayor daño lo causaban las materias inflamables, produciendo en los buques el incendio tan fácil de prender como difícil de apagar.

La infortunada chusma sarracena, por evitar un peligro se lanzaba en otro más inmediato, pues los unos, huyendo del acero enemigo, se arrojaban al mar, donde perecian ahogados; los otros, moviendo á un tiempo piés y brazos, intentaban salvarse en las lanchas; pero los que las tripulaban, temerosos de zozobrar por verlas excesivamente cargadas, rechazaban á los fugitivos. Cuantos se agarraron á los botes para subir á ellos, dejaron la mano clavada en su borde, yendo su cuerpo á enrojecer las agitadas olas. Muchos de los que habian contado con la probabilidad de salvar á nado su vida ó de perderla al menos de un modo menos doloroso, al ver su esperanza burlada, empezaban á desfallecer; y para librarse de perecer en el agua, volvian á los buques que abandonaran por temor al incendio: al llegar junto á ellos, se abrazaban á un madero ardiendo, y por escapar á dos géneros de muertes, hallaban en ambos á un mismo tiempo el término de su existencia. Algunos, aterrados por las saetas ó las hachas que veian en torno suyo, se precipitaban en el mar, pero en vano; porque no tardaba en alcanzarles una piedra ó un venablo que impedia su fuga.

Pero será tal vez más útil y conveniente suspender mi canto, puesto que todavía lo escuchais con deleite, antes de que os llegue á causar fastidio ó hastío si lo prolongo demasiado.

Canto XL

El rey Agramante se ve obligado á huir, y contempla desde lejos el incendio de Biserta. Habiendo conseguido saltar en tierra, encuentra al Rey de Sericania, que le da nuevas pruebas de lealtad.—Gradasso desafía á Orlando y á otros dos caballeros cristianos, jactándose de que dará muerte al primero.—Rugiero combate con Dudon por librar á siete reyes de la esclavitud.

Pecaria de difusa mi narracion, si quisiera referir todos los episódios de aquel combate naval: relatarlos ante vos, ¡oh hijo magnánimo del invicto Hércules! seria, como vulgarmente se dice, llevar jarros á Samos, murciélagos á Atenas y cocodrilos á Egipto; porque no solo habeis presenciado escenas semejantes á las que describo de oidas, sino que las habeis hecho presenciar á otros con admiracion. Vuestro leal pueblo fué testigo de un grandioso espectáculo, la noche y el dia que estuvo contemplando en el Pó, como si fuera en un teatro, la escuadra enemiga acosada por el hierro y el fuego. Entonces vísteis, y dísteis á conocer á muchos todo el horror de los gritos y lamentos que pueden oirse en un combate naval, el de las aguas enrojecidas por torrentes de sangre, y el de los mil géneros de muertes que se encuentran en semejantes luchas. Yo no pude verlo; hacia seis dias que, viajando de distintos modos y por diferentes caminos, habia ido con toda la celeridad que me fué posible á echarme á los piés del gran Pastor para impetrar socorros; pero no necesitásteis, Señor, ginetes ni peones para romper mientras tanto los dientes y las garras del Leon de oro, ni para humillarlo hasta el extremo de no haberse atrevido á molestarnos más desde aquel dia. Supe entonces vuestro triunfo por Alfonso Trotto, que se halló en la batalla; por Aníbal y Pedro Moro, Afranio, Alberto, los tres Ariostos, el Bagno y el Zerbinatto, los cuales me dieron tan minuciosos detalles, que no pude poner en duda aquella brillante victoria, de la que me ofrecieron una prueba fehaciente las numerosas banderas depositadas en el templo, y las quince galeras que, con una multitud de bajeles de otros portes, fueron apresadas y conducidas á nuestros puertos.

Cuantos vieron aquellos incendios, aquellos naufragios, el apresamiento de la escuadra enemiga, y las escenas de muerte y desolacion tan variadas que acontecieron en venganza de los estragos causados en nuestras ciudades, podrán formarse una idea de los destrozos y la matanza que sufrieron los míseros africanos con su rey Agramante, durante la noche oscura en que fueron atacados por Dudon.

Cuando se empeñó el combate, era ya de noche, y todo estaba rodeado de profundas tinieblas; pero en cuanto el azufre, la pez y el alquitran, lanzados en gran cantidad, comunicaron el fuego desde la proa á la popa, y las voraces llamas empezaron á abrasar y consumir las galeras y naves mal defendidas, se veian con tal claridad todos los objetos, que no parecia sino que la noche hubiese dado paso á la luz del dia. Mientras duró la oscuridad, no le inspiró gran cuidado á Agramante el enemigo, ni le creia tan fuerte que, como lograra prolongar su resistencia, no pudiera rechazarlo; pero en cuanto se disiparon las tinieblas, y vió contra lo que esperaba, que las naves contrarias eran dos veces más numerosas que las suyas, opinó de muy distinta manera. Seguido de algunos de sus guerreros, saltó á una lancha, á la que habian trasbordado á Brida-de-oro y sus objetos más preciados, y se fué deslizando con el mayor silencio por entre las naves de su flota, hasta llegar á un sitio más seguro y lejos de los suyos á quienes Dudon seguia acosando con encarnizamiento y reduciéndolos al más lamentable extremo. Mientras se escapaba el Monarca africano, causa principal de tantos desastres, el fuego, el mar y el hierro abrasaba, absorbia y exterminaba á sus infelices soldados. Sobrino acompañaba en su fuga á Agramante, que se lamentaba con aquel prudente rey de no haberle dado crédito, cuando previó con inspiracion profética y divina los males que á la sazon le abrumaban con su doloroso peso.

Pero volvamos al paladin Orlando: comprendiendo este héroe la necesidad de apoderarse de Biserta, para que no volviera á molestar con nuevas guerras á la Francia, aconsejó á Astolfo que la arrasase, antes de que que pudiera recibir auxilios; y en su consecuencia, se ordenó al ejército que lo tuviera todo dispuesto para el amanecer del tercer dia. El Duque inglés habia preparado muchos buques con este objeto, pues no quiso que toda la escuadra siguiese á Dudon, y confió su mando á Sansoneto, tan buen guerrero en el mar como en la tierra, el cual fué á anclar frente á Biserta, á una milla de la entrada del puerto. Cumpliendo cual verdaderos cristianos, que no se determinan á acometer empresa alguna sin implorar la gracia de Dios, Astolfo y Orlando dispusieron que el ejército dedicase á la oracion y al ayuno los dias que faltaban para el ataque, y que al llegar el tercero, estuviesen todos preparados para marchar á la primera señal sobre Biserta, que una vez conquistada, deberia ser entregada al pillaje y al incendio. Despues de haber cumplido con las prácticas piadosas ordenadas por sus jefes, los parientes, amigos y conocidos pasaron reunidos á disfrutar de los modestos banquetes que debian restaurar sus fuerzas, y á su conclusion se abrazaron repetidas veces derramando lágrimas y dirigiéndose las tiernas palabras de despedida que suelen usarse entre personas amadas en el momento de una separacion.

Dentro de Biserta, los sacerdotes y el afligido pueblo sarraceno hacian tambien oracion, golpeándose el pecho y llamando entre interrumpidas lágrimas á su Mahoma, que no podia escucharlos. ¡Cuántos ayunos, cuántas promesas, cuántos donativos se ofrecieron privadamente al falso profeta, y cuántos templos, altares y estátuas se le prometieron como recuerdo de aquel apurado trance! Despues de recibir la bendicion del Cadí, el pueblo tomó sus armas y volvió á guarnecer las murallas.

Descansaba aun la bella Aurora en su lecho al lado de su esposo Titon, y la oscuridad reinaba todavía por todas partes, cuando Astolfo por un lado, y Sansoneto por otro, se apercibieron para el combate, y en cuanto oyeron la señal dada por el Conde acometieron con irresistible ímpetu á Biserta. Bañaba el mar dos lados de la ciudad: los otros dos se asentaban sobre tierra firme, y estaban defendidos por elevados muros de construccion antigua y singular. Estas eran sus únicas fortificaciones; pues desde que el rey Branzardo se vió obligado á encerrarse en ella, no pudo disponer de tiempo y brazos suficientes para aumentar los medios de defensa.

Astolfo encargó al Rey de Nubia que causara en las almenas el mayor daño posible con faláricas, hondas y ballestas, á fin de quitar á los sitiados las ganas de asomarse á ellas, y de que pudieran circular sin dificultad ninguna los ginetes y peones que llevaban al pié de las murallas piedras, tablas, vigas y máquinas de guerra. Pasábanse de mano en mano los materiales necesarios para cegar los fosos, cuya agua se habia cuidado de cortar el dia antes, por lo cual en muchos sitios quedaba descubierto su cenagoso fondo: los soldados de Astolfo trabajaron con tal ardor, que en breve los dejaron obstruidos y llenos, y completamente nivelado el suelo hasta el mismo muro. Astolfo, Orlando y Olivero dieron entonces la señal del asalto.

Los nubios, poseidos de una febril impaciencia, arrastrados por la esperanza del saqueo, y sin hacer caso del peligro á que se exponian, arremetieron los primeros contra la ciudad, cubiertos con testudos, y llevando sus arietes y demás instrumentos bélicos á propósito para destruir las torres ó derribar las puertas; pero no hallaron desprevenidos á los sarracenos, que haciendo llover sobre ellos, á manera de tempestad, hierro, fuego, piedras y enormes trozos de almenas, desencajaban las tablas y las vigas de las máquinas de guerra construidas en su daño. Mientras reinó la oscuridad y durante las primeras acometidas, sufrieron dolorosas pérdidas los soldados cristianos; pero en cuanto salió el Sol de su espléndido palacio, la Fortuna volvió la espalda á los sarracenos.

El conde Orlando hizo que se renovara el asalto con más furia, tanto por mar como por tierra: Sansoneto, que habia permanecido hasta entonces en alta mar con sus buques, entró en el puerto, se acercó á la ciudad, y desde bordo molestaba al enemigo con hondas, arcos y varios tormentos, y al propio tiempo hacia desembarcar lanzas, escalas, pertrechos de guerra y marineros, que auxiliaran á los de tierra. Olivero, Orlando, Brandimarte y Astolfo combatian valerosamente en la parte de la ciudad que se extendia tierra adentro. Cada uno de ellos iba al frente de uno de los cuatro cuerpos en que habian dividido sus huestes, y llevaban á cabo las más brillantes proezas, ya en los muros, ya en las puertas ó en varias partes á la vez. De este modo se podia apreciar el valor de cada cual mucho mejor que si hubiesen estado reunidos: de este modo podian conocer los numerosos testigos de sus hazañas cuál de ellos era más digno de premio ó de alabanza.

Empujáronse hácia las murallas torres de madera construidas sobre ruedas, é hicieron que se adelantaran los elefantes, llevando otras torres sobre sus anchos lomos, las cuales llegaban á tanta altura, que excedian en elevacion á las almenas. Acudió Brandimarte, apoyó una escala contra el muro, y subiendo por ella, excitó á sus soldados á imitar su ejemplo. Los más intrépidos se lanzaron tras él, bastándoles para creerse seguros el tenerle en su compañía: nadie se tomó el cuidado de reparar si la escala era ó no bastante sólida para soportar tanto peso: en cuanto á Brandimarte, no se ocupaba más que del enemigo; llegó combatiendo hasta lo alto de la escala, y al fin logró asirse de una almena. Ayudándose con piés y manos, saltó á ella, y empezó á esgrimir en torno suyo su terrible acero, y á hendir cráneos y atravesar pechos, magullando y derribando á cuantos se le oponian, y haciendo prodigios de valor: pero en aquel momento, no pudiendo resistir la escala el enorme peso que gravitaba sobre ella, se rompió, y excepto Brandimarte, fueron á caer en el foso unos sobre otros todos cuantos subian.

A pesar de este contratiempo, ni perdió el intrépido paladin su audacia, ni pensó en retroceder, por más que se encontraba solo y siendo blanco de los sitiados. Sus compañeros le gritaban que volviese atrás, pero no quiso hacerles caso; y dando un salto desde el muro, que tendria más de treinta brazas de altura, cayó en el interior de la ciudad, sin hacerse daño alguno y como si hubiese hallado el duro terreno lleno de pluma ó paja. Acometiendo en seguida á cuantos vió en su derredor, les hizo morder el polvo, atravesándolos ó rajándolos con su acero, como se atraviesa ó corta un delgado paño. En su incansable ardor, lo mismo embestia á unos que á otros, y tanto unos como otros procuraban ponerse fuera de su alcance. Sus compañeros, que le habian visto saltar al interior de la ciudad, temieron no poder llegar bastante pronto para socorrerle. El rumor del riesgo que corria circuló en breve de boca en boca por todo el campo; la Fama, con rápido vuelo, fué difundiendo la noticia y acrecentando el peligro, y llegó sin plegar un momento sus voladoras alas á los diferentes sitios en que Orlando, el hijo de Oton y Olivero se hallaban combatiendo. Estos guerreros, y en especial el Conde, que amaban á Brandimarte y le tenian en singular estima, sabiendo que el menor retraso podria hacerles perder tan excelente compañero, se abalanzaron á las escalas; subieron á las murallas por distintos puntos á la vez, y rivalizando en audacia, se mostraron tan resueltos y animosos á la par, que su solo aspecto hizo temblar á los enemigos.

Así como en medio de una deshecha tempestad, acometen las olas á un temerario bajel, procurando entrar por la proa ó por los costados con rabia y con furor, mientras el piloto suspira, gime y pierde el valor y las fuerzas en el momento en que deberia echar mano de todos sus recursos, hasta que una ola más poderosa que las demás logra penetrar en el buque, y da libre paso á las otras, que se precipitan por donde entró aquella, así tambien, en cuanto escalaron los muros los tres paladines, abrieron tan ancho camino, que sus soldados pudieron seguirles con toda seguridad, subiendo por las mil escalas que habian fijado al pié de las murallas. Entre tanto, los macizos arietes abrian numerosas brechas con tan buen éxito, que por más de un sitio podian acudir los sitiadores en socorro del animoso Brandimarte.

Con un furor igual al que anima al altivo rey de los rios, cuando rompe sus márgenes y diques y se abre ancho paso á través de los campos ocneos, arrastrando entre sus turbias ondas los feraces surcos, las fecundas mieses, las cabañas, los rebaños, los perros y hasta los pastores, y haciendo que los peces naden sobre las copas de los olmos en donde poco antes solian revolotear los pajarillos, con un furor semejante se precipitó la impetuosa hueste cristiana por las distintas brechas de las murallas, entrando con la tea incendiaria y con el hierro á destruir la mal defendida ciudad. El asesinato, el saqueo, el incendio y todos los excesos imaginables consumaron en un momento la ruina de la rica y triunfal Biserta, de aquella ciudad reina de toda el África. El suelo estaba sembrado de cadáveres por todas partes: la sangre derramada por infinitas heridas formaba un lago más súcio y cenagoso que el que ciñe en torno la ciudad de Dite: el fuego, comunicándose de unos edificios á otros, devoraba palacios, pórticos y mezquitas: los lamentos, los alaridos y el rumor de los golpes con que cada cual se heria el pecho en su desesperacion, resonaban lúgubremente en las estancias vacías y saqueadas.

Veíase salir á los vencedores por las funestas puertas cargados de rico botin; unos con vasos preciosos, otros con riquísimas telas y otros con objetos de oro y plata dedicados desde tiempo inmemorial al servicio de las mezquitas: muchos soldados se llevaban cautivos á los niños, otros á sus madres desconsoladas; se cometieron, por fin, estupros, violaciones y otros actos de barbarie, que ni Orlando ni el Duque inglés pudieron evitar, á pesar de haber llegado á su noticia una gran parte de ellos.

El bravo Olivero dió la muerte á Bucifar, rey de los algaceres: Branzardo, reducido al último extremo y perdida ya toda esperanza, se quitó la vida por su propia mano: el duque del Leopardo hizo prisionero á Fulvo, que murió á consecuencia de las tres heridas que recibiera. Tal fué la suerte de los tres guerreros á quienes el Rey de África confió al partir la custodia de sus estados.

Entretanto Agramante habia abandonado su escuadra y huido con Sobrino: al ver desde lejos el incendio que se extendia por la costa, lloró y suspiró por su Biserta; pero cuando supo al saltar en tierra los desastres que habian acontecido en su reino, quiso suicidarse, y hubiera llevado á cabo su intento si Sobrino no lo impidiera, diciéndole:

—No podrian alcanzar tus enemigos una victoria más grata que la de saber que te habias dado la muerte, porque de este modo alimentarian la esperanza de gozar tranquilamente de sus conquistas. Tu vida impedirá semejante alegría, pues mientras existas tendrán siempre motivos de temor: harto conocen que no pueden enseñorearse por mucho tiempo del África, como no sea por muerte tuya. Al morir, privarias á tus súbditos de la esperanza, único bien que nos queda. Si vives, confio en que nos salvarás, alejando los males que pesan sobre nosotros, y restituyéndonos la tranquilidad y la alegría. Muriendo tú, estoy persuadido de que seremos esclavos del vencedor, y el África su desolada tributaria. Vive, pues, Señor, si no para tí, á lo menos para no agravar la desesperada situacion de los tuyos. Tienes la seguridad de que el Soldan de Egipto, con cuyos estados confina tu reino, te auxiliará con gente y dinero; pues nunca sufrirá que el hijo de Pepino adquiera tal predominio en África: además, tu pariente Norandino vendrá con todas sus fuerzas para devolverte lo perdido, y en cuanto llames á los turcos, armenios, persas, árabes y medos, acudirán veloces en tu socorro.

Con estas y parecidas frases procuraba el prudente anciano avivar en el corazon de su señor la esperanza de reconquistar en breve el África, por más que él mismo careciera de ella. Demasiado sabia cuánto gime y suspira en vano y cuán apurada y extrema es la situacion del que se deja arrebatar su reino y acude al auxilio de los Bárbaros para rescatarlo. Una prueba de esta verdad nos la ofrecieron Annibal y Yugurta en los tiempos antiguos; y en los modernos, Luis el Moro, cautivo de otro Luis. Escarmentado con tales ejemplos vuestro hermano Alfonso (á vos me dirijo, Señor mio), ha considerado siempre como un loco al que fia en los otros más que en sí mismo; y por esta razon, cuando la cólera implacable de un pontífice irritado le declaró la guerra, supo resistir á las promesas y á las amenazas, y no quiso ceder á otros sus estados, aunque en sus escasos medios de defensa no le fuera posible extenderse demasiado, y á pesar de ver arrojados de Italia á sus defensores y dueños del reino á sus enemigos.

El rey Agramante habia mandado hacer rumbo hácia Levante, é iba navegando por alta mar, cuando se vió sorprendido por una violenta tempestad producida por un impetuoso viento de tierra. El piloto que gobernaba el buque exclamó:

—Veo que se prepara una tormenta tan borrascosa, que la nave no podrá resistirla. Si quereis seguir mi consejo, señores, será conveniente arribar á una isla próxima que está á la izquierda, y en la que podremos esperar á que pase el furor de la tempestad.

Consintió Agramante en ello, y se salvó de aquel peligro refugiándose en la isla, que para abrigo de los navegantes está situada entre el África y las fraguas del Vulcano. No se veia habitacion alguna en toda la isla, cuyo suelo estaba cubierto de humildes mirtos y de enebros: retiro plácido y favorito de los ciervos, de los gamos, liebres y cabritos, era conocida tan solo de los pescadores, que solian tender y secar sus húmedas redes en las peladas zarzas, concediendo mientras tanto algun reposo á los pescados en el fondo del mar.

Allí encontraron otro bajel que por fortuna suya habia podido guarecerse de la tempestad: á su bordo se hallaba, procedente de Arlés, el gran guerrero que ceñia la corona de Sericania. Cuando los dos monarcas se vieron en la playa, corrieron á abrazarse con alegría y deferencia, pues ambos eran muy amigos, y poco antes habian peleado juntos ante los muros de París. Gradasso escuchó el relato de las desventuras de Agramante con verdadero disgusto, y procuró consolarle, ofreciéndose en persona á auxiliarle; pero le disuadió de ir al desleal país de Egipto en demanda de socorro.

—Pompeyo enseña á los reyes fugitivos, le dijo, si es ó no peligroso pasar á aquel país; y como me has dicho que Astolfo ha venido á arrebatarte el África con la ayuda de los etíopes, súbditos del rey Senapo, que ha reducido á cenizas la capital, y que á su lado pelea Orlando, cuya cabeza estaba hasta hace poco tan exhausta de razon, se me ha ocurrido un magnífico remedio para hacerte salir de situacion tan angustiosa. Acometeré en favor tuyo la empresa de retar al Conde á combate singular; y aunque su cuerpo fuese de cobre ó de hierro, estoy seguro de que no podrá resistirme.

»Muerto el Conde, las huestes cristianas huirán ante nosotros como los corderillos ante un lobo hambriento: despues me será muy fácil obligar á los nubios á que evacuen el África; haré que los otros nubios, separados de tus enemigos por el Nilo y por la diferencia de religion, y los árabes y macrobios, ricos de oro y de gente los primeros y de caballos los segundos, los persas, los caldeos, pueblos todos á los que con otros muchos alcanza mi cetro, lleven de tal modo la guerra á la Nubia, que sus habitantes no permanecerán por mucho tiempo en sus estados.»

Parecióle muy oportuno á Agramante el segundo proyecto del rey Gradasso, y dió mil gracias á la Fortuna por haberle llevado á la isla desierta; pero no quiso consentir bajo ningun concepto que Gradasso peleara con Orlando por su causa, aunque la reconquista de Biserta fuese el premio de su victoria, pareciéndole que su aquiescencia menoscabaria su honor.

—Si se ha de desafiar á Orlando, respondió, soy yo quien debe pelear con él: pronto me verás dispuesto á retarle; despues, haga Dios lo que mejor le parezca de mí.

—Hagamos otra cosa mejor que se me ha ocurrido ahora, repuso Gradasso; luchemos los dos á la vez con Orlando y con otro cualquiera de los suyos.

—Con tal de que yo tome parte en el combate, replicó Agramante, poco me importa ser el primero ó el segundo: por lo demás, confieso que no podria encontrar en el mundo un compañero de armas mejor que tú.

—Y yo, ¿dónde me quedo? preguntó entonces Sobrino. Si os parezco demasiado viejo, tengo en cambio más experiencia, y en el peligro, es conveniente en alto grado unir la pericia á la fuerza.

Era Sobrino un anciano que, á pesar de su avanzada edad, conservaba todo su vigor y robustez, y era capaz de llevar á cabo todavía famosos hechos de armas: él mismo aseguraba que sentia circular la sangre por sus venas con igual ardor que en sus verdes y juveniles años.

Admitieron su demanda como justa, y acto contínuo se procuraron un mensajero que pasase á la costa africana á desafiar de su parte al conde Orlando, el cual deberia pasar con otros dos caballeros armados á Lampedusa, pequeña isla bañada en todo su derredor por el Mediterráneo. El mensajero navegó sin cesar haciendo fuerza de vela y remo, y llegó en breve á Biserta, donde encontró á Orlando ocupado en repartir entre sus soldados el botin y los cautivos.

El enviado desempeñó públicamente la comision que le confiaran Gradasso, Agramante y Sobrino, oyéndola con tanto júbilo el príncipe de Anglante, que le colmó de espléndidos y honoríficos regalos. Habia sabido por sus compañeros que Gradasso llevaba ceñida su excelente Durindana, y en su afan de recobrarla, tenia resuelto ir hasta la India, creyendo que el Rey de Sericania no podria estar en otra parte despues de haberse ausentado de Francia. Al recibir la noticia de que se hallaba tan cerca de él, se apresuró á aceptar el reto, esperando recobrar su espada, la hermosa trompa de Almonte y el excelente Brida-de-Oro, que, segun supo tambien, habia ido á parar á poder del hijo de Trojano.

Eligió por compañeros de aquel combate al leal Brandimarte y á su cuñado, cuyo valor habia tenido ocasion de conocer, y le constaba asimismo que ambos le amaban en extremo. Dedicóse á buscar por todas partes buenos caballos, buenas corazas, buenas mallas, y espadas y lanzas para sí y para sus compañeros; pues segun debeis saber, no contaban en África con sus armas habituales. Os he dicho muchas veces que el señor de Anglante fué arrojando por el suelo todas las suyas cuando se sintió acometido por su furor insensato, y que Rodomonte se habia apoderado de las de los otros dos caballeros, que estaban depositadas en la torre contigua al sepulcro de Isabel. En África no podian proporcionarse muchas, tanto por haberse llevado Agramante todo lo que era á propósito para combatir en Francia, como tambien porque en aquel país siempre habia pocas. Sin embargo, Orlando ordenó que se reunieran todas las que pudieran hallarse, bruñidas ó mohosas, y mientras tanto paseaba por la playa hablando con sus compañeros de la lucha futura.

Sucedió que habiéndose alejado del campamento más de tres millas, al tender la vista por el mar, vió un buque que se dirigia á toda vela hácia la costa de África. Aquel bajel se adelantaba solo, sin piloto ni marineros, y á merced del viento ó de la suerte: así es que, al llegar cerca de la costa, encalló en la arena.

Pero antes de seguir ocupándome de este asunto, el cariño que siento por Rugiero me obliga á continuar su historia, ordenándome que prosiga narrando lo que á él y al señor de Claramonte se refiere. Dejé á entrambos guerreros en el momento en que suspendian su combate, al ver rotos los convenios y los pactos y trabada la batalla entre los dos ejércitos. En seguida procuraron inquirir por medio de sus respectivos compañeros de armas quién habia sido el primero en violar sus juramentos y dado lugar á tanto daño, si el emperador Cárlos ó el rey Agramante.

En tanto, uno de los escuderos de Rugiero, jóven fiel, astuto y perspicaz, que no habia perdido de vista á su señor á pesar de lo confuso y encarnizado de la batalla, se llegó á él, presentándole su espada y su caballo, para que pudiese socorrer á los africanos. El héroe montó en su palafren, cogió la espada, y no queriendo tomar parte en la pelea, alejóse del campo de batalla, despues de ratificarse en el convenio que habia hecho con Reinaldo; esto es, de que si Agramante era realmente el perjuro, le abandonaria con su infame secta.

Durante todo aquel dia no quiso Rugiero hacer uso de sus armas: cuidóse tan solo de detener á unos y á otros, preguntándoles quién fué el primero en acometer, si su monarca ó el de los cristianos. Oyó confesar á todos que fué Agramante quien violó sus juramentos; pero como el jóven guerrero amaba á su señor, creia cometer una grave falta dejando su servicio por esta causa. He dicho antes que el ejército sarraceno fué dispersado, deshecho y precipitado desde lo alto de la voluble rueda de la Fortuna, como plugo á Aquel que hace girar el mundo. Recogido en sí mismo Rugiero, se puso á reflexionar en si deberia quedarse ó seguir á su señor: por una parte, el amor de Bradamante refrenaba sus deseos de regresar al África, y le incitaba á quedarse, amenazándole con una pena dolorosa, si no observaba estrechamente el juramento y el pacto que habia hecho con el paladin Reinaldo: por otra parte le estimulaba con no menos fuerza la consideracion de que, si abandonaba á Agramante en situacion tan crítica, podrian tacharle de vil y de cobarde, y de que si para muchos seria buena la causa de su permanencia, otros muchos la admitirian con dificultad, y no pocos dirian que no debe observarse un juramento ilícito é injusto.

Todo aquel dia, la noche siguiente y el otro dia estuvo á solas, y sin que su fatigada mente le sacara de aquella perplejidad. Por último, resolvió reunirse á Agramante, y pasar al África con este objeto. Mucho podia en él el amor conyugal; pero era mayor el imperio del deber y el honor.

Volvió á Arlés, esperando encontrar todavía la armada que le trasportara al África; pero no halló bajel alguno en el mar ni en el rio, ni vió ningun sarraceno, como no fuesen los muertos en la batalla. Agramante se llevó al partir todas sus naves mejores, é incendió en el puerto las demás. Viendo Rugiero burlada esta esperanza, dirigióse á Marsella, siguiendo el camino de la costa, y llevando el propósito de apoderarse de un buque que de grado ó por fuerza le condujera á las playas africanas. Ya habia llegado allí el hijo del danés con la armada de los bárbaros cautiva: el inmenso número de embarcaciones ancladas en el puerto y cargadas de vencedores y vencidos cubria de tal modo las aguas, que no se hubiera podido echar en ellas un grano de mijo. Dudon habia conducido á Marsella todas las naves de los paganos que pudieron escapar del fuego y del naufragio aquella terrible noche, excepto unas pocas que consiguieron huir: entre los cautivos figuraban siete reyes de diferentes países de África, que al ver destrozada la flota, se rindieron con sus siete navios, y estaban agobiados por un profundo sentimiento, mudos y llorosos.

Dudon habia saltado en tierra con el objeto de ir aquel mismo dia á presentarse al Emperador: desembarcó con toda pompa, seguido de los cautivos y del botin conquistado, de modo que su entrada en Marsella fué una marcha triunfal: despues colocó los prisioneros á lo largo de la playa, en torno de los cuales circulaban alegres los nubios vencedores, haciendo resonar el aire con el nombre glorioso de Dudon.

Rugiero, que se hallaba todavía á alguna distancia, supuso que aquella era la armada de Agramante, y para saber la verdad, clavó el acicate á su caballo; pero al llegar más cerca, conoció entre los cautivos al Rey de los nasamones, á Bambirago, Agricalte, Farurante, Rimedonte, Manilardo y Balastro, que tenian la cabeza inclinada derramando tristes lágrimas. Rugiero sentia hácia ellos un afecto sincero, y por lo mismo no pudo tolerar que estuvieran reducidos á tan miserable suerte: comprendiendo que en aquella ocasion era preciso recurrir á la fuerza, pues los ruegos serian completamente inútiles, bajó la lanza, acometió á los guardias que los custodiaban, y empezó á hacer sus proezas acostumbradas: empuñó en seguida la espada, y en un instante tendió á más de cien contrarios á sus piés. Dudon oyó los gritos, vió el estrago que en los suyos hacia Rugiero, aunque sin conocer al que lo causaba; contempló á los nubios que huian sin aliento y sobrecogidos de temor y de angustia, y requiriendo su escudo, su yelmo y su corcel, montó á caballo, empuñó la lanza y voló animoso al combate, cual convenia á un paladin de Francia. Ordenó á los suyos que se retirasen, y clavando los acicates al caballo, llegó donde estaba Rugiero, que entre tanto habia hecho otras cien víctimas y reanimado la esperanza de los cautivos: al ver á Dudon que se dirigia hácia él, solo y á caballo, mientras que los demás estaban á pié, juzgó que era el jefe de aquellas tropas, y le embistió á su vez.

Al observar Dudon, en medio de su veloz carrera, que Rugiero le acometia sin lanza, arrojó la suya, desdeñando la ventaja que le proporcionaba sobre su adversario. Rugiero, comprendiendo toda la delicadeza de aquella accion, dijo entre sí:—«Mi enemigo no puede menos de ser uno de esos guerreros esforzados á quienes se llama Paladines de Francia. Antes de pasar adelante, quiero saber su nombre, si tiene á bien decírmelo.»—Preguntóselo así, y supo que era Dudon, hijo de Ogiero el danés. Igual pregunta dirigió este á Rugiero, el cual satisfizo su curiosidad con no menor cortesía. Una vez conocidos sus nombres, se desafiaron y empezó el combate.

Dudon empuñaba la ferrada maza, que en mil empresas le habia dado eterno renombre: al esgrimirla, demostraba claramente que era digno hijo del valeroso danés. Rugiero desenvainó aquella espada que no tenia rival en el mundo para abrir cascos y corazas, y en breve hizo conocer que su valor en nada desmerecia al del paladin Dudon; pero, como tenia constantemente fija en su imaginacion la idea de ofender á su dama lo menos que le fuese posible, y le constaba que hiriendo á su contrincante, la ofenderia (pues conocedor de las casas más ilustres de Francia, sabia que la madre de Dudon era Armelina, hermana de Beatriz y tia de Bradamante), procuraba por esta razon no herirle de punta, y se limitaba á dirigirle escasísimas cuchilladas, y á defenderse de los golpes de la maza, ya parándolos, ya esquivándolos.

Turpin es de opinion de que la victoria habria quedado por Rugiero, pues á los pocos golpes le hubiera sido fácil dar muerte á Dudon; pero todas las veces que este quedó al descubierto, se contentó con herirle de plano. Rugiero podia usar tanto de plano como de filo su espada, que era bastante gruesa; y en esta ocasion la vibraba con tanta fuerza y agilidad, que deslumbrado y aturdido Dudon por el contínuo martilleo, apenas podia sostenerse en la silla.

Pero á fin de ser más agradable al que me escucha, aplazaré mi canto para otra ocasion.

Canto XLI

Dudon cede á Rugiero los siete reyes cautivos.—El campeon sarraceno se embarca con ellos: una deshecha tempestad echa á pique su nave.—Rugiero se salva á nado.—Un verdadero siervo de Dios le convierte al cristianismo.—Combate de Orlando, Brandimarte y Olivero con los tres reyes moros, en el que queda herido Sobrino y muertos Gradasso y Agramante.

Los perfumes que un apuesto jóven ó una hermosa doncella, á quienes el amor causa con frecuencia apasionado llanto, esparcen en sus cabellos ó en sus elegantes trajes, exhalan y desprenden en derredor sus aromáticos efluvios, y durante muchos dias conservan su fragancia, dando un testimonio claro y evidente de su excelencia primitiva. El benéfico licor que, por desgracia suya, hizo Icario probar á sus pastores, y en cuya busca pasaron los Alpes en otro tiempo los celtas y los boios sin sentir el cansancio, manifiesta que si al principio es dulce, lo es mucho más pasado un año. El árbol que no pierde sus hojas durante el rigor del invierno, demuestra que al llegar la primavera conservaba todavía su verde ramaje. La ínclita estirpe que de tan diversos modos se mostró siempre rodeada de la auréola de la hidalguía, cuyo brillo y esplendor aumenta sin cesar, atestigua y hace presumir claramente que el progenitor de la ilustre casa de Este debia brillar, como el Sol entre las estrellas, por esas obras virtuosas y laudables que remontan á los hombres hasta el Cielo.

Acostumbrado Rugiero á imprimir en todas y cada una de sus notables acciones el ostensible sello de su valor sublime y de su cortesía, y á patentizar la magnanimidad siempre creciente de su corazon, se mostró del mismo modo en su combate con Dudon, absteniéndose de emplear todo su vigoroso esfuerzo por temor de darle muerte. Dudon sospechó con verosimilitud que Rugiero no queria matarle, porque habiéndose quedado más de una vez á descubierto, y estando tan cansado que apenas podia resistir á su adversario, este renunció á hacer uso de su superioridad. Cuando se persuadió de que Rugiero respetaba su vida y procuraba no herirle, resolvió igualarle en delicadeza, ya que en fuerza y vigor era muy inferior á él.

—Por Dios, le dijo, dejemos el combate, ya que la victoria no puede ser mia. Así lo reconozco, y me confieso vencido y á merced de tu generosidad.

Rugiero le respondió:

—Tambien yo deseo la paz, pero con la condicion de que me entregues en libertad á esos siete reyes que tienes ahí encadenados.

Y le mostró los siete reyes que estaban cargados de cadenas y con la frente inclinada, segun dije antes, exigiendo que no le estorbara su regreso al África con ellos. El Paladin accedió á tal demanda, y le concedió además que eligiese el buque que fuera más de su agrado para pasar á su país. Rugiero lo hizo así; se desataron las amarras de la nave, desplegáronse las velas y se entregaron á merced del viento, que al principio impulsó con soplo favorable la hinchada lona con gran contento del piloto. Fué huyendo la costa de la vista de los navegantes, y al poco tiempo acabó por desaparecer de tal modo, que no parecia sino que el mar se habia quedado sin límites ni orillas.

Hácia la caida de la tarde dió á conocer el viento claramente su perfidia y sus malas artes: desde la popa saltó á la proa, en la que no permaneció fijo mucho tiempo, sino que fué dando vueltas en derredor del buque, y burlando los esfuerzos del piloto; pues tan pronto soplaba por delante como por detrás ó por los costados: elevábanse las olas arrogantes y amenazadoras, produciendo montañas de mugiente espuma: cada una de ellas parecia mostrarse pesarosa ó indecisa de tantas muertes como todas juntas iban á producir.

Los vientos continuaban encontrados: unos hacian avanzar la embarcacion, otros la obligaban á retroceder y otros la acometian de través, amenazándola todos con sumergirla. El piloto que dirigia la maniobra, lanzaba fuertes suspiros; pálido y turbado gritaba ó indicaba inútilmente por medio de señas que virasen ó amainasen las velas; pero de poco le servian sus señas y sus gritos, pues la lluvia y las sombras de la noche impedian que se distinguieran los más próximos objetos, y la voz iba á perderse sin dejarse escuchar por el aire, herido entonces con mayor fuerza por los gritos unánimes de los navegantes y por el fragor que producian las olas al romperse, de suerte que en la popa, en la proa ó en una y otra banda era absolutamente imposible oir las voces de mando.

El viento despedia horribles silbidos al chocar contra el aparejo: inflamaban el aire frecuentes relámpagos: en el Cielo rimbombaban truenos espantosos. Corrian los marineros aterrados, unos al timon, otros á los remos; otros se esforzaban en atar ó desatar las cuerdas, segun la necesidad, y muchos se dedicaban á extraer el agua de la embarcacion, devolviendo el mar al mar. El soplo incesante del Bóreas, cada vez más furioso, daba nuevo aliento al fragor creciente de aquella horrible tempestad: las velas azotaban á los mástiles, produciendo estridentes sonidos: las olas se elevaban cada vez más, y casi llegaban al Cielo: hiciéronse pedazos los remos, y la implacable borrasca desató su impetuoso furor hasta tal extremo, que se inclinó el buque por la proa, tocando en la superficie del mar su desarmada borda. Toda la banda derecha fué á parar debajo del agua, y el buque estuvo á punto de quedar con la quilla hácia arriba; al verse los tripulantes expuestos á caer en el profundo abismo, lanzaron gritos de terror, encomendándose al Todopoderoso. Juguetes de la Fortuna, libráronse de aquel peligro para precipitarse en otro no menos terrible; pues la nave empezó á abrirse por muchas partes, dando paso á las enemigas olas.

El impetuoso temporal no cedia en sus embates crueles y aterradores. A veces veian los navegantes que avanzaban las olas tan desmesuradamente elevadas, que parecian tocar con su espumosa cresta en los cielos: otras veces se veian ellos mismos levantados á tanta altura, que al mirar abajo creian ver los abismos infernales. Poca ó ninguna era ya su esperanza, y si acaso les quedaba alguna, se desvanecia ante el espectáculo de una muerte inevitable.

Toda la noche fueron recorriendo errantes los distintos mares adonde les arrojó el viento, que, en vez de cesar, redobló su furia al amanecer. De pronto descubrieron un pelado escollo: hicieron desesperados esfuerzos para esquivarlo, pero no les fué posible, porque el tempestuoso mar y el aquilon les echaban sobre él á pesar suyo. El piloto, pálido de espanto, apeló tres ó cuatro veces á todo su vigor para dar vuelta al timon; pero rompiéndose este, fué arrebatado por el mar. El viento hinchaba las velas con tanta fuerza, que no era posible calarlas poco ni mucho: próximos á estrellarse contra aquel fatal peñasco, no tenian ya tiempo para deliberar ni para evitar su ruina.

Conociendo que no habia remedio para la irreparable pérdida de la nave, cada cual se atuvo á su interés particular; cada cual atendió exclusivamente á salvar su vida, y todos á porfía se precipitaron en la lancha, que repentinamente cargada con el peso de tanta gente como en ella procuraba refugiarse, amenazaba zozobrar. Rugiero, que vió al cómitre, al contramaestre y al resto de la tripulacion abandonar en tropel el buque, quiso asimismo salvarse en la frágil barquilla, sin armas y en jubon como se hallaba; pero la encontró tan cargada ya, y eran tantos los fugitivos que sucesivamente la invadian, que fué hundiéndose por momentos hasta desaparecer enteramente bajo las olas, sepultando en ellas á cuantos esperaron librarse de la muerte abandonando el bajel. Entonces se oyeron angustiosos y lastimeros gritos implorando el socorro del Eterno; pero estos gritos no llegaron hasta las celestiales regiones, porque precipitándose el mar lleno de furiosa rabia, cerró de improviso toda salida á los quejidos y lamentos. La mayor parte de los náufragos quedó para siempre en el fondo del abismo; los otros pudieron salir, flotando á merced de las olas; otros sacaban la cabeza y procuraban salvarse á nado: por un lado veíanse brazos luchando con la muerte; por otro piernas desnudas.

Rugiero, despreciando el furor de la tempestad, se remontó desde el fondo á la superficie de las aguas, y vió á corta distancia el pelado escollo de que él y sus compañeros habian procurado huir inútilmente. Esperando hallar un refugio en la roca, se puso á nadar vigorosamente, despidiendo fuertes resoplidos á fin de rechazar las importunas olas que inundaban su rostro.

Mientras tanto el viento y la tempestad iban empujando la vacía embarcacion, totalmente abandonada por aquellos que, en su afan de salvarse, corrieron por desgracia suya á la muerte. ¡Cuán falaz es la esperanza humana! Salvóse la nave que debia perecer, en cuanto el piloto y los marineros la dejaron flotar sin rumbo ni gobierno. No parecia sino que el viento hubiese cambiado de opinion al ver la fuga de todos los tripulantes; pues apenas evacuaron estos el buque, hizo que siguiera mejor rumbo, sin tocar tierra y deslizándose por mares más tranquilos: mientras que bajo la direccion del piloto fué incierto su derrotero, apenas careció de ella, lo enderezó directamente al África, fué á parar cerca de Biserta, dos ó tres millas más hácia Egipto, y faltándole el viento y el agua, quedó encallado en la estéril y desierta arena.

La casualidad hizo que Orlando se paseara por aquella playa cuando varó la nave. Deseoso el Paladin de saber si venia sola, vacía ó cargada, saltó en un ligero esquife, acompañado de Brandimarte y Olivero, y los tres pasaron á su bordo. Pusiéronse á registrar la embarcacion por todas partes, y quedaron sorprendidos al no ver en ella ningun ser humano: tan solo encontraron el caballo Frontino, la armadura y la espada de Rugiero, el cual, en su precipitacion por salvarse del naufragio, no habia tenido tiempo de recoger sus armas. Orlando conoció en seguida aquella espada, llamada Balisarda, por haberle pertenecido en otro tiempo. Tengo noticia de que habeis leido la historia en que se manifiesta cómo se la arrebató á Falerina, cuando destruyó sus magníficos jardines; cómo Brunel se la robó despues al Conde, y cómo la regaló el astuto africano á Rugiero al pié del monte de Carena.

Orlando habia tenido frecuentes ocasiones de experimentar las maravillosas propiedades de aquel acero: por eso se llenó de júbilo al verle de nuevo en su poder, y dió fervorosas gracias al Eterno, persuadido (como lo manifestó despues repetidas veces) de que Dios se lo enviaba para que se sirviese de él en su próximo combate con el señor de Sericania, que á su incontrastable valor, reunia la doble ventaja de poseer á Bayardo y Durindana. En cuanto á la armadura, como ignoraba su procedencia, no le pareció una cosa tan sublime como se lo parecia al que acostumbraba á resguardarse con ella; y aun cuando la creyó buena, admiró mucho más su adorno y su riqueza. Siendo su cuerpo invulnerable, poca falta le hacian las armas defensivas: así es que cedió todas aquellas á Olivero, menos la espada, que tuvo buen cuidado de ceñirse: Brandimarte se quedó con el corcel. De esta suerte, quiso el Conde que se repartieran entre los tres compañeros de armas los objetos hallados en el buque.

Deseando todos ellos presentarse el dia de la batalla con magnificencia, procuraron engalanarse con trajes nuevos y ricos. Orlando hizo bordar en su divisa la torre de Babel destruida por el rayo. Olivero quiso ostentar un perro de plata echado, con la trailla sobre el lomo, y estas palabras: Hasta que venga: quiso además que la veste fuese de oro y digna en un todo de él. Brandimarte determinó vestir una sobrevesta oscura y triste, en señal de luto por la muerte de su padre, y tambien por su propia dignidad. Flor-de-lis se esforzó cuanto pudo en hacerla más bella y airosa, añadiéndole en derredor una franja de paño sencillo entretejida de piedras preciosas, que resaltaban sobre el color oscuro del ropaje.

La tierna amante hizo por su mano aquella sobrevesta, digna de armadura más lujosa, que el caballero debia vestir sobre su coraza, é hizo tambien la gualdrapa que habia de cubrir la grupa, el pecho y las crines del caballo. Pero desde el dia en que empezó aquel trabajo hasta el en que le terminó sin interrupcion y aun mucho despues, desapareció de su rostro la alegría. Oprimia su corazon el temor, el continuado tormento de que su Brandimarte fuese arrebatado á su cariño. Más de cien veces le habia visto arrostrar los peligros de las batallas, y sin embargo, nunca sintió el temor que entonces le helaba la sangre y marchitaba los hermosos colores de su rostro. Esta zozobra, desconocida para ella, redoblaba la angustia de su corazon.

Cuando los tres caballeros tuvieron listas sus armas y sus arneses, se hicieron á la mar, dejando á Astolfo y Sansoneto encargados del ejército y de la prosecucion de la conquista. Flor-de-lis, entregada á la desesperacion y dirigiendo al Cielo sus querellas, fué siguiendo con la vista el bajel hasta que desapareció en el horizonte. Astolfo y Sansoneto no pudieron arrancarla de la playa sino á costa de mucho trabajo, y la acompañaron al palacio, dejándola tendida en su lecho temblorosa y desconsolada.

Mientras tanto una aura favorable impulsaba el bajel á cuyo bordo iban los tres escogidos caballeros, que tardaron poco en llegar á la isla en donde debia tener efecto el combate. El caballero de Anglante, su cuñado Olivero y Brandimarte saltaron en tierra, y levantaron su tienda hácia el lado oriental de la isla. Agramante llegó el mismo dia y acampó en el lado contrario; pero como se acercaba la noche, aplazaron la lucha para la siguiente aurora. Por una y otra parte se apostaron centinelas armados que custodiaron las tiendas hasta el nuevo dia.

Durante la noche pasó Brandimarte, con permiso de Orlando, al alojamiento de los sarracenos, con objeto de hablar al Rey de África, de quien habia sido amigo, y bajo cuyas banderas pasó en otro tiempo á Francia. Despues de haberse cambiado recíprocos saludos y muestras de deferencia, procuró el leal caballero, con amistosas razones, disuadir al Rey pagano del proyectado combate, prometiéndole en nombre de Orlando que se le restituirian todas las ciudades situadas entre el Nilo y las columnas de Hércules, con tal que creyese en el Hijo de Maria.

—El cariño que siempre os he profesado y os profeso todavía, me induce á daros este consejo; y podeis creer que lo considero excelente, cuando yo mismo lo he adoptado. Por fortuna mia he conocido que Jesucristo es el verdadero Dios, y Mahoma un insensato; y siendo así, me complacería en extremo veros, merced á mis esfuerzos, en el camino que yo sigo, que es el de la salvacion, y con vos á todos cuantos amo. En esto consiste vuestro bien; la mejor determinacion que podeis tomar es esta, pues cualquiera otra que adopteis no os valdrá tanto, y menos que todas la de combatir con el hijo de Milon; porque la utilidad de la victoria no podrá compararse con las desgracias que serán consecuencia de una probable derrota. Si salís vencedores, vuestras ventajas serán muy limitadas; al paso que si salís vencidos, os exponeis á sufrir mayores pérdidas. Aun cuando mateis á Orlando y á los dos que hemos venido á vencer ó morir con él, no creo que por esto logreis recobrar los dominios perdidos. Tampoco debeis esperar que nuestra muerte varíe el aspecto de las cosas; pues á pesar de ella, Cárlos no carecerá de guerreros que sepan defender hasta la última torre del país conquistado.

Así decia Brandimarte, y se manifestaba dispuesto á añadir otras razones no menos poderosas, cuando le interrumpió el pagano, diciéndole con voz airada y altivo rostro:

—En verdad que es temeridad ó locura la tuya y la de todo el que se permita dar buenos ó malos consejos á quien ni los pide ni los necesita. Hablando ingénuamente, debo decirte, que no sé cómo podré persuadirme de que el consejo que me das proceda del cariño que me has tenido y me tienes todavía, cuando te veo aquí en compañía de Orlando. Antes bien creeré que eres presa de aquel dragon que devora las almas y desea arrastrar contigo al mundo entero á la infernal mansion del dolor eterno. Dios, en sus altos juicios, tiene ya determinado concederme la victoria ó hacerme sufrir la derrota; reponerme en el trono de mis antepasados ó condenarme á vivir desposeido de él; pero ni á tí, ni á mí, ni á Orlando nos es dado prever lo que sobrevendrá. Suceda lo que quiera, no podrá obligarme el liviano temor á cometer una accion indigna de mi elevada alcurnia, y aun cuando estuviera seguro de morir, prefiero perder la vida antes que deshonrar mi sangre. Puedes ya retirarte, y si mañana no te muestras más experto en el manejo de las armas de lo que hoy me lo has parecido como orador, pobre compañía será la de Orlando!

Agramante pronunció estas últimas palabras con reconcentrada y sarcástica ira. Separáronse en seguida, y se entregaron al descanso hasta que el nuevo Sol salió de entre las olas. Apenas habia despuntado la aurora, cuando en un momento estuvieron todos cubiertos con sus armas y montados á caballo. Cambiaron entre sí muy escasas palabras, y sin ninguna dilacion, sin que precediera el menor intervalo, enristraron las lanzas para acometerse.

Pero me pareceria, Señor, cometer una falta imperdonable, si, por querer ocuparme exclusivamente de ellos, dejara á Rugiero tan abandonado en el mar, que al fin se ahogase. El esforzado jóven iba, segun os dije, empujando con piés y brazos las horribles olas. El viento y la tempestad se agitaban amenazadores en torno suyo, pero su propia conciencia le agitaba mucho más. Le aterraba la justa venganza de Jesucristo; pues como se habia cuidado tan poco de recibir el bautismo en las aguas puras y cristalinas del templo, cuando dispuso del tiempo necesario, temia á la sazon encontrarlo en aquellas aguas amargas y salobres. Entonces recordaba las promesas que tantas veces hizo á su amada, y el juramento que pronunció antes de empezar su combate contra Reinaldo, todo lo cual habia dejado sin cumplimiento. Arrepentido de sus culpas y lleno de remordimientos, rogó al Señor varias veces que no le hiciera sufrir allí el merecido castigo, ofreciéndole de todo corazon abrazar el cristianismo si fijaba en tierra su planta, y no volver á esgrimir espada ni lanza contra los fieles en favor de los moros, sino que regresaria presuroso á Francia y prestaria homenaje á Carlomagno, cumpliendo además los ofrecimientos hechos á Bradamante, y llegando cuanto antes al término honesto de sus amores.

Apenas pronunció este voto, sintió como por milagro que se acrecentaban sus fuerzas, al paso que decrecian las del viento. Al par de la fuerza renació su abatido ánimo: continuó azotando y hendiendo las olas, que se sucedian unas á otras sin intermision, y tan pronto le elevaban á considerable altura, como le hacian adelantar con su violento empuje. A fuerza de elevarse y descender alternativamente, y despues de mucha fatiga, logró por último tocar la playa, y salió, empapado en agua, á aquella parte del islote que se metia en el mar con inclinacion más pronunciada. Todos los demás tripulantes del buque náufrago, vencidos por la fuerza incontrastable de las olas, quedaron al fin sepultados en ellas: Rugiero fué el único que se salvó en el solitario escollo, merced á la bondad divina.

A los pocos momentos de encontrarse en aquel monte inculto y salvaje al abrigo de los embates del mar, apoderóse de su alma un nuevo recelo, producido por el temor de verse aislado en tan reducidos límites y expuesto á perecer de hambre; sin embargo, se sobrepuso á aquel temor, indigno de su corazon indomable, y dispuesto siempre á sufrir cuanto el Cielo tenia prescrito, dirigió su intrépida planta por aquellas duras peñas, subiendo en derechura hácia la cumbre del monte. Apenas hubo andado cien pasos, cuando vió un hombre agobiado por la edad y la abstinencia, que por su traje y su aspecto parecia un eremita digno de respeto y veneracion. El anciano, al ver junto á sí á Rugiero, exclamó, repitiendo las palabras que el Señor dijo á San Pablo cuando le hirió con aquel golpe saludable:

—¡Saulo, Saulo! ¿por qué persigues mi fé?—Creiste pasar el mar sin pagar flete, defraudando las esperanzas de los otros: ya ves que Dios, cuya mano es muy larga, te ha alcanzado en el momento en que creias estar más lejos de él.

Y continuó hablando en estos términos el santo eremita, el cual habia tenido la noche anterior una vision, en que Dios le reveló que Rugiero se salvaria en el escollo con su ayuda, haciéndole sabedor tambien de la vida pasada y futura del jóven héroe, de la muerte funesta que le estaba reservada, y el destino de todos sus descendientes. El ermitaño estuvo algun tiempo reprendiendo severamente á Rugiero, pero despues le dirigió palabras consoladoras. Le reprendia porque habia ido difiriendo el momento de poner su cuello bajo el suave yugo de himeneo, y porque, habiendo descuidado lo que debia hacer mientras era dueño de su albedrío y Cristo le atraia suplicante hácia sí, lo habia hecho despues de un modo menos meritorio, y solo cuando le vió venir amenazándole con su terrible azote. Le consoló despues, asegurándole que Cristo concede la gloria, tarde ó temprano, al que se la pide humilde; y le citó la parábola de los obreros del Evangelio que recibieron todos igual recompensa.

Mientras se encaminaban á la celda del ermitaño, que estaba abierta en el corazon de la roca, aquel santo varon fué iniciando á Rugiero, con caridad y con ferviente celo, en los preceptos de nuestra Santa Fé. Sobre la roca en que existia la celda, descollaba una pequeña capilla, bastante cómoda y bella, que miraba hácia el Oriente. Al pié de la capilla se veia un bosque, que iba á parar en descenso hasta la playa, y estaba poblado de laureles, enebros, mirtos y palmeras fructíferas y fecundas, regados siempre por una fuente cristalina, cuyas aguas caian murmurando desde la cumbre de la roca. Cerca de cuarenta años hacia que el ermitaño habitaba en aquel escollo, que le habia designado el Salvador como el lugar más á propósito para dedicarse á la vida contemplativa. Durante tanto tiempo su alimento consistió en las frutas que cogia de una ú otra planta y en agua pura; así es que frisaba en los ochenta años sin haber perdido su fuerza y su energía y exento de todo achaque.

Cuando entraron en la celda, se apresuró el anciano á encender un buen fuego, y puso en la mesa algunos frutos que Rugiero aceptó de muy buen grado, despues de secar su ropa y sus cabellos. Fué aprendiendo despues con más despacio todos los grandes misterios de nuestra Fé, y al dia siguiente le bautizó el santo anacoreta con las aguas puras del manantial.

Rugiero se encontraba todo lo contento que era posible en aquella morada solitaria, y mucho más despues de haberle prometido el anciano que le enviaria de allí á pocos dias adonde tanto deseaba volver. Entre tanto pasaba agradables ratos hablando frecuentemente con el ermitaño, ora del reino de los cielos, ora de los asuntos que con él tenian relacion, y ora de su posteridad. El Señor, que lo sabe y lo ve todo, habia revelado al santísimo eremita que Rugiero pereceria siete años despues de haberse convertido á la fé cristiana; pues á consecuencia de la muerte que Bradamante dió á Pinabel y que se atribuyó á Rugiero, y á causa tambien de la de Bertolagio, le asesinarian los impíos maguntinos, quedando tan oculto este crímen, que no llegaria á noticia de nadie, porque sus matadores tendrian cuidado de enterrarle en el mismo sitio del asesinato. Por esta causa no podrá ser vengado, hasta transcurrido mucho tiempo, por su hermana y por su esposa, la cual, á pesar de hallarse en cinta, le irá buscando por diferentes países. Bradamante dará á luz un hijo en los bosques inmediatos al frigio Ateste, entre el Adige y el Brenta, al pié de aquellos collados que le parecieron al troyano Antenor tan amenos con sus minas sulfurosas, sus rios transparentes, sus campos plácidos y sus deliciosas praderas, que dejó por ellos voluntariamente el elevado Ida, el suspirado Ascanio y el querido Xanto. El hijo de Bradamante, llamado tambien Rugiero, crecerá adornado de belleza y de valor, y reconocido por aquellos pueblos troyanos como descendiente de su propia raza, le elegirán por su jefe. Jóven aun, prestará á Cárlos su apoyo y sus útiles servicios en la guerra contra los lombardos, y en recompensa obtendrá á justo título el dominio de aquel país que para él será erigido en marquesado, y como Cárlos le dirá en latin:—Este señores aquí—cuando le haga tal merced, aquella hermosa comarca tomará con propicio augurio el nombre de Este en el futuro siglo, perdiendo por consiguiente sus dos primeras letras el nombre de Ateste que antiguamente llevara.

El Señor predijo tambien á su siervo los efectos de la terrible venganza que sufririan los asesinos de Rugiero, el cual se apareceria en sueños á su fiel consorte poco antes de despuntar el dia, para indicarle el nombre de sus matadores, y mostrarle el sitio en que se hallará sepultado, y entonces Bradamante y su cuñada destruirán á sangre y fuego la ciudad de Poitiers. Su hijo Rugiero castigará tambien á los maguntinos en cuanto llegue á la pubertad. El Eterno habia hablado además al ermitaño de los Azzos, de los Albertos, de los Obizzos y de su ilustre descendencia, así como de Nicolás, Leonelo, Borso, Hércules, Alfonso, Hipólito é Isabel. Pero el santo anciano, que no podia decir cuanto sabia, refirió á Rugiero lo que creyó oportuno, guardando silencio sobre lo que no juzgó conveniente participarle.

Mientras tanto Orlando, Brandimarte y el marqués Olivero se precipitaban lanza en ristre contra el sarraceno Marte (que de tal modo se podia llamar á Gradasso) y contra los reyes Agramante y Sobrino, que á su vez corrian rápidamente á su encuentro, resonando la playa y el mar vecino con el estrépito producido por su carrera. Al primer encuentro, las lanzas volaron hasta las nubes hechas astitillas; el estruendo ocasionado por este choque hizo que el mar se hinchara, y que resonaran sus ecos hasta en las costas de Francia. Orlando dirigió su acometida contra Gradasso; por su valor eran dignos el uno del otro, pero el segundo pareció más resuelto y aguerrido, merced á la ventaja que le proporcionaba la posesion de Bayardo. El intrépido corcel chocó tan vigorosamente contra el caballo de Orlando, cuya resistencia era menor, que le hizo oscilar á uno y otro lado, y al fin cayó en el suelo cuan largo era. Orlando se esforzó tres ó cuatro veces en levantarle, castigándole con el acicate y con la mano; pero viendo la inutilidad de sus esfuerzos, se apeó, embrazó el escudo y desenvainó á Balisarda.

Olivero y el Rey de África se embistieron, sin que de su encuentro resultase ventaja para ninguno de ambos. Brandimarte derribó á Sobrino del caballo, no pudiéndose averiguar si la culpa habia sido del ginete ó del caballo, pues Sobrino no solia caer tan fácilmente; pero ya tuviese la culpa el caballo, ya el ginete, el caso es que el sarraceno quedó debajo de su corcel. Al ver Brandimarte á su contrario en el suelo, no quiso renovar el ataque, sino que se lanzó contra Gradasso que acababa de dejar desmontado á Orlando.

La lucha entre el Marqués y Agramante continuaba como al principio: despues de haber roto sus lanzas contra los escudos, se acometieron espada en mano. Orlando, que no veia á Gradasso dispuesto á embestirle de nuevo, porque Brandimarte se lo impedia estrechándole y no concediéndole un momento de reposo, volvió la vista y vió á Sobrino, que estaba, como él, á pié y sin tener con quien luchar. Corrió á su encuentro, y al precipitarse sobre él, hasta el mismo Cielo se asustó de su terrible aspecto. Viéndose Sobrino atacado por un campeon tan formidable, empuñó con más fuerza las armas para resistir su acometida, y así como el nauta, contra el que se dirigen mugiendo las amenazadoras olas, presenta la proa á sus embates, y al ver cómo se hincha el mar, quisiera encontrarse en la tierra, del mismo modo opuso Sobrino su escudo á los desastrosos golpes de la espada de Falerina; pero era tan fino el temple de aquella Balisarda, que no habia armadura que le resistiera, y mucho menos estando manejada por un guerrero tan valeroso como Orlando, único en el mundo por su pujanza y denuedo. Aquel tajo atravesó el escudo, sin que de nada le sirviera estar reforzado por un círculo de acero: lo atravesó de parte á parte, y alcanzó el hombro de Sobrino, resguardado por una doble chapa de hierro y la cota de malla, á pesar de lo cual penetró en la carne causándole una profunda herida. Revolvióse colérico el sarraceno, pero en vano procuraba herir á Orlando, á quien el supremo Motor del cielo y de los astros habia concedido la gracia de la invulnerabilidad. El valeroso Conde descargó un nuevo tajo sobre su contrario, con intencion de separarle la cabeza del cuerpo: conociendo ya Sobrino el vigor del de Claramonte, y lo inútil que era parar sus golpes con el escudo, se hizo atrás, pero no lo suficiente para evitar que Balisarda le alcanzara en la frente. El golpe cayó de plano, pero fué tan tremendo, que le abolló el casco, le atronó la cabeza, y le hizo caer sin sentido en tierra, pasando mucho rato antes de que pudiera levantarse.

Creyendo el Paladin haber terminado la lucha con él, ó suponiendo que yacia muerto, corrió á atacar á Gradasso para impedir que hiciera sucumbir á Brandimarte; porque el pagano le aventajaba en armas, en espada, en caballo, y quizá tambien en pujanza. Montado el audaz Brandimarte en Frontino, aquel excelente corcel que perteneció á Rugiero, se portaba tan bien en su lucha con Gradasso, que no se advertia gran desventaja por su parte, y aun tal vez llevara lo mejor de la pelea si hubiese poseido una coraza tan bien templada como la del pagano; mas no siendo así, le era forzoso esquivar los golpes de su adversario, haciéndose á uno ú otro lado. No ha existido otro caballo que comprendiera mejor que Frontino los movimientos de su ginete: cual si estuviera dotado de inteligencia, sabia inclinarse á la derecha ó á la izquierda para evitar los tajos de Durindana. Agramante y Olivero continuaban por su parte luchando con encarnizamiento, demostrando que eran dos guerreros igualmente ejercitados en el manejo de las armas y poco diferentes en cuanto á vigor.

Orlando habia dejado, segun he dicho antes, á Sobrino tendido en el suelo, y deseando socorrer á Brandimarte en su combate parcial con el rey Gradasso, se adelantaba á pié y con la celeridad posible, cuando, próximo ya á acometer al pagano, vió vagar libremente por el campo el caballo de que fué derribado Sobrino, y deseando servirse de él, corrió á sujetarle. Lo consiguió sin dificultad; de un salto se acomodó en la silla, y sosteniendo la espada con una mano, cogió con la otra las lujosas riendas de aquel corcel. Gradasso vió la actitud de Orlando, y desafiando su furor, le llamó por su nombre, haciendo alarde de vencer por sí solo al Paladin, á Brandimarte y á su compañero. Dejando á Brandimarte, volvióse hácia el Conde, y le tiró una estocada que atravesó la armadura hasta tropezar en la carne, á tiempo que Orlando le descargaba un tremendo mandoble con su Balisarda; y como donde esta caia eran inútiles todos los encantos, bajó hendiendo el yelmo, el escudo, la coraza, el arnés, y todo cuanto halló á su paso, dejando herido al Rey de Sericania en el rostro, en el pecho y en el muslo, lo cual no le habia sucedido nunca desde que llevaba aquella armadura: por lo mismo le causó extrañeza, y sobre todo despecho y sobresalto, que aquella espada cortase de tal modo, á pesar de no ser su Durindana: si Orlando se hubiese hallado más cerca de su enemigo, era más que seguro que le habria hendido desde el cráneo hasta el vientre. Gradasso comprendió por semejante prueba, que no debia tener ya tanta confianza en la bondad de su armadura; así es que en adelante procedió con más prudencia y cautela de lo que solia, y estuvo más atento á parar los golpes. Brandimarte, á quien la intervencion de Orlando habia dejado sin adversario con quien combatir, se puso en medio de la liza para acudir en auxilio del que lo necesitara.

Hallándose en tal estado la batalla, el rey Sobrino volvió en sí y se levantó del suelo, donde habia permanecido hasta entonces, á pesar del fuerte dolor que sufria en la cara y en el hombro. Tendió la vista en todas direcciones, y observando el combate de su Señor, se dirigió hácia él con objeto de ayudarle; pero tan cautelosamente, que nadie lo notó. Colocóse detrás de Olivero, que tenia los ojos fijos en el rey Agramante sin cuidarse de otra cosa, y de una terrible cuchillada le desjarretó el caballo, que cayó en tierra instantáneamente. Olivero cayó tambien, y como aquel ataque habia sido tan imprevisto, se quedó con el pié izquierdo metido en el estribo y debajo del caballo, de suerte que eran inútiles cuantos esfuerzos hacia para levantarse. Sobrino le descargó otra cuchillada de través, creyendo cortarle la cabeza; pero el acero quedó embotado en el yelmo terso y brillante, fabricado por Vulcano, que Héctor usó en otro tiempo.

Brandimarte vió el peligro que corria su compañero, y se lanzó á toda brida sobre el sarraceno, descargándole en la cabeza un mandoble que le hizo medir el suelo; pero el animoso anciano se levantó con prontitud, y volvió á acometer á Olivero con intencion de abrirle el camino de la otra vida ó de no permitirle al menos que se levantara. El campeon cristiano, que tenia expedito el mejor brazo y podia por lo tanto defenderse con su espada, la empezó á esgrimir con tal rapidez, que obligó á Sobrino á mantenerse á una respetuosa distancia: Olivero esperaba salir pronto de situacion tan embarazosa, si conseguia tener á raya un breve espacio á su enemigo, pues le veia tan empapado en sangre, y era tanta la que seguia derramando, que á su parecer pronto debia sucumbir, siendo tal su debilidad que apenas le permitia tenerse de pié. Olivero continuaba entre tanto haciendo los mayores esfuerzos para levantarse, pero su caballo permanecia inmóvil.

En el ínterin Brandimarte habia acometido al rey Agramante, cayendo sobre él como una furiosa tempestad: montado en aquel Frontino, que giraba como un torno, tan pronto le atacaba por delante, como por los lados. Si bueno era el caballo del hijo de Monodante, no era peor el del rey del Mediodia, que cabalgaba en Brida-de-oro, el soberbio corcel que le regalara Rugiero despues de habérselo conquistado al arrogante Mandricardo. La armadura de Agramante, buena y perfecta á toda prueba, era de un temple superior á la que Brandimarte cogió al acaso y tan precipitadamente como lo exigia la perentoriedad del tiempo, confiando en su esfuerzo para trocarla pronto por otra mejor, aun cuando el Rey africano le habia teñido en sangre el hombro derecho con una penetrante cuchillada, despues de tener otra herida de alguna consideracion en el costado, causada por la espada de Gradasso. El amante de Flor-de-lis espió con tal cuidado los movimientos de su enemigo, que al fin halló modo de descargarle un tajo, que destrozándole el escudo, penetró en el brazo derecho, y le ocasionó una lijera herida en la mano; pero todo esto no era más que un juego ó un pasatiempo en comparacion de la lucha espantosa que sostenian Orlando y el rey Gradasso.

Este último habia casi desarmado al Paladin, cuyo casco estaba roto por la cimera y los lados; el escudo hecho pedazos en la pradera; la coraza y las mallas abiertas en muchos sitios; pero como era invulnerable, no habia podido herirle. Sin embargo, el estado á que Orlando tenia reducido á Gradasso era mucho peor; porque además de la primera herida, le habia inferido otras en el rostro, en el cuello y en medio del pecho. Desesperado el sarraceno al ver correr su sangre, mientras Orlando se conservaba incólume á pesar de tantos golpes, empuñó su espada con ambas manos, con el firme propósito de abrirle la cabeza, el pecho, el vientre y todo el cuerpo: cayó el acero tan de lleno y con tal furia sobre la frente del valiente Conde, que cualquier otro que no fuera Orlando habria quedado hendido de arriba á abajo; pero la espada volvió á levantarse tan luciente y tersa como si aquel golpe hubiera sido dado de plano. El Paladin quedó aturdido con la violencia del golpe, que le hizo ver mil estrellas en el suelo: soltó la brida, y habria soltado tambien la espada, á no tenerla sujeta á la muñeca por una cadenilla. Asustado el caballo que montaba Orlando con el estrépito de aquel golpe, echó á correr por la arenosa playa dando á conocer la velocidad de sus piernas, y sin que el Conde, privado todavía de sentido, pudiera refrenarle. Persiguióle Gradasso, y le habria alcanzado fácilmente á poco más que hubiese excitado á Bayardo, cuando al volver la vista, vió en la situacion más apurada á Agramante, á quien el hijo de Monodante tenia sujeto con la mano izquierda, y despues de haberle desatado el casco, procuraba introducirle un puñal por la garganta: el monarca africano no podia oponerle resistencia alguna, por haber perdido su espada.

Dejando Gradasso la persecucion de Orlando, voló en auxilio de Agramante, y mientras el incauto Brandimarte, no creyendo que el Paladin dejara escapar al Rey de Sericania, estaba muy ajeno de que le atacara, y atendia únicamente á degollar á Agramante, llegó Gradasso, y empuñando su espada con ambas manos, descargó con toda su fuerza un descomunal fendiente sobre el yelmo del descuidado Brandimarte. ¡Oh Padre celestial! ¡Dígnate conceder un lugar entre tus elegidos á ese mártir de tu fé, que al llegar al término de su viaje borrascoso, recoge sus velas para siempre en el puerto! ¡Ah Durindana! ¿Has podido mostrarte tan cruel para con tu señor Orlando, que no tuviste reparo en inmolar ante sus mismos ojos al compañero más leal y más querido que tenia en el mundo? El círculo de hierro y de dos dedos de espesor que ceñia el yelmo quedó roto y partido por tan vigorosa cuchillada: igual suerte tuvo la cofia de acero que debajo de él estaba, y Brandimarte, con rostro pálido y desencajado, cayó al suelo de espaldas, regando la arena con el ancho raudal de sangre que se escapaba de su herida.

Al recobrar el Conde el sentido, volvió los ojos y vió á su Brandimarte en el suelo y á Gradasso sobre él, en actitud que indicaba claramente que habia sido su matador.

Ignoro si pudo más en Orlando el dolor ó la ira, pero como no tenia tiempo para lamentarse, devoró su afliccion y dió rienda suelta á su inmensa cólera.

Mas tiempo es ya de terminar este canto.

Canto XLII

Orlando alcanza la victoria.—Bradamante y Reinaldo se lamentan amargamente, la una por la ausencia de Rugiero, y por la de Angélica el otro.—Decídese Reinaldo á ir en busca de su amada, y encuentra en el camino al Desden que le protege.—A consecuencia de este encuentro, se dirige hácia Italia, donde le acoge placenteramente un caballero.

¿Qué duro freno, qué férreo nudo ó qué cadena de diamante, si forjarse pudiera, será bastante á contener la impetuosidad de tu cólera, de modo que su explosion no traspase los límites fijados de antemano, cuando veas á la persona por quien más cariño ó amistad siente tu corazon constante, expuesta á la deshonra ó á la muerte por efecto de la violencia ó de la perfidia? Si una justa indignacion inclina entonces tu ánimo á la crueldad y á la venganza, merece excusa, en este caso, porque la razon no ejerce imperio alguno en el pecho. Al ver Aquiles que Patroclo, llevando un falso almete, enrojecia el campo con su sangre, no se satisfizo con dar muerte á su matador, sino que llevó su venganza hasta el extremo de arrastrarle y hacerle pedazos.

Un furor parecido inflamó, invicto Alfonso, á vuestros soldados el dia en que os hirió una piedra en la frente, y al veros tan mal parado, creyeron que habíais exhalado el último aliento: fué tal el arrebato de su cólera, que ni las murallas, ni los fosos, ni los parapetos pudieron librar de ella á vuestros enemigos, todos los cuales perecieron á sus manos, en términos de no quedar uno solo para anunciar la derrota. Caísteis herido, y vuestra caida fué causa del dolor que movió á los vuestros al furor y á la crueldad; si hubiérais permanecido á su frente, tal vez habrian refrenado su rencorosa saña. Bastaba á vuestra gloria haber recobrado la Bastia en menos horas que dias necesitaron para arrebatárosla las tropas cordobesas y granadinas; pero quizás la venganza divina permitió que en aquella ocasion os halláseis herido, á fin de que no pudiérais oponeros al castigo de los criminales y depravados escesos que aquellas tropas habian cometido poco tiempo antes, cuando el desventurado Vestidel, herido, casi exánime y desarmado, se entregó despues de vencido en manos de aquellos soldados, moriscos en su mayor parte, los cuales le dieron una muerte cruel, atravesándole con más de cien espadas. En resúmen, diré que no hay ira semejante á la que uno siente al presenciar un ultraje inferido á su señor, á su pariente, á su constante compañero. Por esta razon es justo y natural que Orlando sintiera su corazon poseido por una repentina cólera, al ver á su querido amigo Brandimarte tendido en el suelo sin vida á consecuencia de la horrible cuchillada que le descargara el rey Gradasso.

Así como un pastor trashumante blande colérico y rabioso su cayado contra la fugitiva y hórrida serpiente que le acaba de matar con sus dientes ponzoñosos al hijo que jugueteaba por la arena, del mismo modo blandió el señor de Anglante su cortadora espada, más temible que otra alguna: el primero que encontró al alcance de su brazo fué el rey Agramante, que ensangrentado, sin espada, con el escudo hecho pedazos, desatado el yelmo y lleno de heridas, se habia librado de las manos de Brandimarte, como se libra de las garras del azor el gavilan medio muerto, despues de haber dejado, envidioso ó atontado, la cola en poder de su enemigo. Atacóle Orlando, descargándole una cuchillada en el sitio en que la cabeza se une al cuerpo; y como el yelmo estaba desatado é indefenso el cuello, se lo cortó á cercen como si hubiera sido un endeble junco. El pesado tronco del monarca africano cayó, y fué á dar en la arena su última sacudida, mientras que su alma pasó á las cenagosas aguas del Infierno, donde la recogió Caronte con un garfio, pasándola á su barca.

Orlando se precipitó en seguida sobre el Sericanio, blandiendo su Balisarda, sin cuidarse más de Agramante. Cuando Gradasso vió caer al Rey de África con la cabeza separada del tronco, sintió lo que no habia sentido hasta entonces: tembló su corazon y palideció su rostro. Dominado por un triste presentimiento, se creyó ya vencido, al ver venir hácia él al caballero de Anglante; y aun no habia podido apercibirse á la defensa, cuando cayó sobre él el golpe mortal. Orlando le hirió en el costado derecho por debajo de la última costilla; y el acero, despues de atravesar las entrañas, salió más de un palmo por el costado izquierdo, teñido en sangre hasta la misma empuñadura, y demostrando claramente que la mano del guerrero más valeroso y audaz del universo habia dirigido la estocada que arrancó la vida al más fuerte y decidido de todos los paganos.

Poco satisfecho el Paladin con tal victoria, saltó rápidamente del caballo, y con el rostro turbado y lloroso, acudió con prontitud adonde yacia Brandimarte. La tierra estaba inundada de sangre en torno suyo; el yelmo, que parecia abierto de un hachazo, tal vez le habria defendido lo mismo si hubiese sido más quebradizo que una corteza. Orlando se apresuró á quitar el casco á Brandimarte, y vió con horror que este tenia la cabeza partida desde el cráneo hasta la boca entre una y otra ceja: sin embargo, conservaba aun bastante aliento para pedir hasta el último instante al Rey del Paraiso la remision de sus pecados; para aconsejar al Conde, cuyas mejillas surcaba el llanto, que tuviera paciencia, y para decirle:

—Orlando, tenme presente en tus oraciones, tan agradables á Dios; te recomiendo tambien á mi Flor de...

No pudo concluir de pronunciar aquel nombre y expiró. Al mismo momento se oyeron sonar en el espacio las gratas voces y armoniosos cantos de los ángeles que recogian su alma, la cual, desligada de su corpóreo velo, subió á las regiones celestiales entre dulcísimas melodias. Aunque Orlando debia manifestarse contento por tan devoto fin, y estaba seguro de que Brandimarte habia volado á más feliz morada, puesto que vió el Cielo abierto para él, sin embargo, su condicion humana, frágil por naturaleza, no le permitió contemplar, sin llanto en los ojos, la pérdida del jóven guerrero, á quien queria más que á un hermano.

Entre tanto Sobrino yacia tendido en el suelo, derramando por sus heridas tan copiosa sangre, que debia tener ya casi exhaustas las venas. Olivero continuaba en su violenta posicion, sin haber logrado levantarse ni sacar su pié, dislocado y casi roto por el peso del caballo; y si su cuñado no acudiera á ayudarle á pesar del llanto y la afliccion que le embargaba, no habria podido retirarlo por sí mismo, pues sufria dolores tan crueles, que aún despues de levantarse, le fué imposible apoyarse en él: tenia además la pierna tan entumecida, que necesitaba apoyo para dar algunos pasos.

Una victoria semejante causaba poca satisfaccion á Orlando, pues vino á amargarla la muerte de Brandimarte y la poca seguridad que ofrecia la vida de su cuñado. Acercóse á Sobrino, que, si bien respiraba todavía, estaba tan empapado en sangre propia, que el velo de la muerte iba tendiéndose sobre sus ojos. El Conde hizo que le atendieran y curaran esmeradamente sus heridas, y procuró consolarle con palabras afectuosas, como si le hubieran unido á él los lazos del parentesco: el bravo Paladin, tan terrible en los combates, se mostraba lleno de clemencia y humanidad despues de la victoria. Recogió las armas y caballos de los muertos, y abandonó á sus escuderos los restantes despojos.

Federico Fulgoso manifiesta alguna duda con respecto á la veracidad de esta parte de mi historia, y asegura que habiendo recorrido con su armada todas las costas de Berbería, llegó á esta isla y la encontró tan salvaje, tan montuosa y desigual, «que no existe, dice, en toda su extension un solo sitio llano donde fijar la planta;» por lo cual cree inverosímil que, en tan escabroso escollo, pudieran combatir á caballo los seis mejores guerreros del mundo. Para semejante objecion solo tengo una respuesta: en aquel tiempo existia en el interior de la isla una plazoleta de las más á propósito para este género de luchas; pero un temblor de tierra ocurrido poco despues hizo pedazos un peñasco, cuyos fragmentos cubrieron por completo aquella llanura. Así, pues, ¡oh luz radiante de la Fulgosa estirpe, antorcha serena y esplendorosa! si por esto me has censurado tal vez en presencia de aquel invicto capitan á quien debe vuestra patria su actual reposo, abandona tu malevolencia, trocándola en cariño, y apresúrate á decirle, como te lo suplico, que tampoco he faltado ahora á la verdad.

En aquella ocasion, dirigió Orlando sus miradas hácia el mar, y vió que una embarcacion ligera se adelantaba rápidamente y á toda vela, con intencion, al parecer, de fondear en la isla. En este momento no os diré quien iba en ella, porque más de una persona me espera en otra parte. Veamos si en Francia estaban contentos ó tristes despues de haber expulsado á los sarracenos, y veamos lo que hace aquella fiel amante al ver alejarse de ella á su adorado.

Me refiero á la acongojada Bradamante, que despues de haber presenciado la violacion del juramento que Rugiero hizo pocos dias antes en presencia de las huestes cristianas y sarracenas, no sabia ya en qué fijar su esperanza, al ver que aquella le habia salido fallida. Desesperada por esta nueva decepcion, reprodujo sus antiguos llantos y querellas; volvió segun su costumbre á acusar de cruel á Rugiero y de duro y despiadado á su destino, y dando rienda suelta á su dolor, tachó al Cielo de injusto, débil é impotente, porque toleraba tal perjurio sin dar muestras inequívocas de su desagrado. Prorumpió despues en ágrias acusaciones contra Melisa, y maldijo tambien al oráculo de la gruta, porque sus afirmaciones engañosas la habian sumergido en el mar de los amores, en el cual se veia próxima á perecer. Haciendo á Marfisa partícipe de su afliccion, volvió á lamentarse con ella amargamente de la conducta de Rugiero, que tan impíamente habia faltado á sus promesas, y con ella procuró desahogarse, pidiéndole auxilio contra su propia desesperacion.

Marfisa se limitó á encogerse de hombros y á prodigarle los más tiernos consuelos, única cosa que podia hacer, diciéndole que no creia á Rugiero tan pérfido que prolongara mucho tiempo su ausencia; pero que si no volvia, le daba su palabra de que no sufriria tan punible falta, pues estaba dispuesta á hacerle cumplir lo prometido, ó á castigarle con las armas en la mano. De este modo hizo que Bradamante refrenara un poco su dolor; tan cierto es que las penas se mitigan cuando encuentran un corazon amigo donde desahogarse.

Ya que hemos visto á Bradamante en medio de su afliccion llamando á Rugiero perjuro, impío y soberbio, veamos ahora si era mejor la suerte de su hermano, que no tenia en su cuerpo vena ó nervio, hueso ó médula que no sintiera el hálito ardiente de la llama del amor. Me refiero á Reinaldo, el cual, segun sabeis, estaba enamorado en extremo de Angélica la bella, aunque no era tanto la hermosura de esta jóven como la fuerza de los encantamientos lo que le habia hecho caer en las redes de Cupido. Mientras los demás paladines disfrutaban tranquilamente de un reparador sosiego despues de haber aniquilado las fuerzas de los moros, él era el único de los vencedores que se entregaba á la pesadumbre causada por su amoroso quebranto. Cien mensajeros habian partido por órden suya en busca de Angélica, y él mismo hizo algunas pesquisas con este objeto; pero al fin tuvo que recurrir á Malagigo, cuyo auxilio le habia sido tan útil en distintas ocasiones, y le reveló su amor con los ojos bajos y frente ruborosa, rogándole que le indicase el punto donde á la sazon se encontraba su deseada Angélica.

Malagigo oyó con el mayor asombro esta confesion, pues sabia que Reinaldo habia despreciado repetidas veces la posesion de la jóven con que ella misma le brindara, y aun él mismo habia hecho y dicho entonces cuanto pudo, empleando los ruegos y hasta las amenazas, para inducirle á que correspondiera á los deseos de Angélica, sin haber podido conseguirlo, á pesar de que de la aquiescencia de Reinaldo dependia la libertad de Malagigo. A la sazon le veia anhelar lo mismo que habia rechazado, cuando ni podia servir á nadie de utilidad, ni tenia un motivo tan poderoso para ello: por esta causa le dijo, que recordara cuán sin razon le habia ofendido en otro tiempo tratándose de este mismo asunto, y cuán cerca estuvo de perecer en una oscura prision por efecto de sus desdenes.

Sin embargo, cuanto más importunas parecian á Malagigo las súplicas de Reinaldo, tanto más le patentizaban la intensidad de su pasion. Los ruegos del Paladin no fueron inútiles, pues lograron que Malagigo sepultara en el océano del olvido sus antiguos resentimientos, y que se dispusiera á prestarle el auxilio reclamado: aplazó, sin embargo, su respuesta decisiva, aunque le hizo más llevadera esta demora con la esperanza de que le seria favorable, asegurándole que pronto le diria la residencia de Angélica, bien fuese en Francia ó bien en otra parte.

Malagigo pasó en seguida á una gruta situada entre dos montañas inaccesibles, donde solia conjurar á los demonios: abrió allí su libro, evocó en tropel á los espíritus infernales, y al presentarse estos, llamó al que estaba al corriente de los casos de amor, preguntándole la causa de que Reinaldo, cuyo corazon era antes tan duro, le tuviera entonces tan blando y asequible al amor. El demonio consultado le explicó la virtud de aquellas dos fuentes, una de las cuales encendia el fuego de la pasion, al paso que la otra lo extinguia, añadiendo que el mal que causaba la una no podia remediarse de otro modo sino bebiendo las aguas de la otra que corrian en direccion opuesta. Malagigo supo por el mismo espíritu, que habiendo bebido Reinaldo en la fuente que inspiraba la aversion, se mostró obstinado y reácio á los incesantes ruegos de la hermosa Angélica; pero bebiendo despues, por su mala estrella, el amoroso fuego de la otra, volvió á amar, en virtud del influjo de aquellas aguas, á la misma que tan implacablemente habia rechazado hasta entonces. Su mala estrella y peor destino le llevaron á beber la llama de aquel helado manantial; pues acercándose Angélica casi al mismo tiempo á apagar su sed en el otro, privado de dulzura, sintió de improviso su corazon tan radicalmente curado de su amor, que desde entonces huyó del Paladin como podria huir de una serpiente: en cambio Reinaldo la amó con tanta vehemencia cuanto mayor era el ódio y el despego que hasta entonces sintiera por ella.

Aquel espíritu instruyó perfectamente á Malagigo de cuanto tenia relacion con el anómalo estado de Reinaldo, y le participó asimismo que Angélica, despues de entregarse á un jóven africano, abandonó las regiones de Europa, zarpando de las costas españolas á bordo de las atrevidas naves catalanas, y dirigiendo su rumbo á la India á través de las veleidosas olas.

Cuando Reinaldo se presentó á su primo en busca de la respuesta prometida, esforzóse Malagigo en disuadirle de su amor hácia Angélica, diciéndole que se habia convertido en esclava de los caprichos de un vil pagano, y que á la sazon se hallaba tan lejos de Francia, que era imposible seguir sus huellas, pues iba navegando en compañía de Medoro con direccion á su país natal. La partida de Angélica no habria parecido por sí sola una cosa muy grave á su animoso amante, ni le habria turbado el sueño ó hecho desistir del propósito de ir hasta el Oriente en su busca; pero al saber que un sarraceno habia cogido antes que él las primicias de su amor, sintió tal pasion y desconsuelo, que en toda su vida se vió tan desesperado.

No pudo contestar una sola palabra: un temblor convulsivo estremeció su corazon y sus lábios: se le trabó la lengua, y sintió su boca tan amarga como si hubiera apurado un ponzoñoso brevaje. Alejóse bruscamente de Malagigo, y arrastrado por sus furiosos celos, determinó pasar á Oriente, despues de haber derramado copioso llanto y de dar libre curso á sus quejas y lamentos.

Pidió licencia al hijo de Pepino para emprender aquel viaje, alegando como pretexto el deseo de recobrar su caballo Bayardo, que Gradasso le habia robado menospreciando las reglas de caballería, por lo cual su honor exigia que le persiguiera, á fin de impedir que el falaz sarraceno llegara á alabarse de haberlo arrebatado, con las armas en la mano, á un paladin francés. Cárlos le concedió la licencia que pedia para ausentarse, á pesar del profundo sentimiento que tanto á él como á toda la Francia causaba la partida del Paladin; pero como le pareció justa y honrosa su demanda, no supo negarse á ella.

Dudon y Guido quisieron acompañarle; mas Reinaldo desechó la oferta de uno y otro, y se alejó enteramente solo de Paris, exhalando contínuos suspiros y entregado á su amoroso quebranto.

No podia apartar de su memoria el penoso recuerdo de las innumerables veces que pudo haber disfrutado de los encantos de Angélica, mientras que él, obstinado y loco, rechazó constantemente los halagos de tan rara beldad; entonces desperdició las ocasiones más propicias de gustar un placer que siempre rechazaba, y ahora se daria por muy satisfecho con poder disfrutarlo un solo dia, aunque despues le costase la vida.

Constantemente le tenia preocupado la idea, que no se apartaba un momento de su imaginacion, de cómo podia ser que un pobre soldado borrase del corazon de Angélica el recuerdo del amor y del mérito de sus primeros adoradores.

Agitado por tales pensamientos, que le destrozaban el pecho, tomó Reinaldo el camino de Levante, y pasó por el Rin y Basilea, hasta llegar á la gran selva de las Ardenas. Despues de haber andado muchas millas por aquel bosque lleno de aventuras, lejos de ciudades y castillos, y por donde el terreno era más áspero y peligroso, vió que el cielo se cubria de improviso con negras nubes, que ocultaban la luz del Sol, á tiempo que salia de una caverna oscura un mónstruo extraordinario con figura de mujer. Tenia en la cabeza mil ojos desprovistos de párpados; no podia cerrarlos, ni creo que durmiese nunca: el número de sus oidos igualaba al de sus ojos; en vez de cabellos, rodeaba su cabeza una multitud de serpientes; y por cola ostentaba una serpiente mayor y más horrible, que despues de rodearle el pecho, se enroscaba por el cuerpo, formando inextricables anillos. Aquel sér espantoso habia salido al mundo, procedente de las regiones infernales.

Sucedióle entonces á Reinaldo lo que no le habia sucedido en mil y mil empresas: al ver que el mónstruo se preparaba á acometerle y se adelantaba á su encuentro, sintió circular por sus venas un terror tan desusado, que no podia siquiera compararse con el que sienten los más cobardes en presencia del peligro: sin embargo, fingió un ardimiento que estaba lejos de poseer, y empuñó la espada con mano temblorosa. El mónstruo se lanzaba al combate de un modo que revelaba su experiencia y su pericia en las luchas: vibró en sentido vertical su venenosa serpiente, y embistió en seguida á Reinaldo, dando grandes saltos y amenazándole por cien lados á la vez. En vano era que el Paladin, indeciso y vacilante, le descargara numerosos tajos á diestro y siniestro; ninguno de ellos podia herirle. Unas veces le aplicaba el mónstruo su serpiente contra el pecho, haciéndole sentir su helado contacto bajo la armadura y hasta en el mismo corazon: otras, la introducia por la visera del casco, deslizándola por el cuello ó por el rostro del guerrero, que renunciando á sostener aquella lucha, intentó escapar clavando desaforadamente los acicates en los hijares de su corcel; pero la furia infernal, que no parecia coja, de un solo salto se lanzó sobre la grupa del caballo.

Por más que Reinaldo se revolvia á la derecha, á la izquierda y á todos lados, no podia desprenderse de aquel sér maldito, ni sabia qué medio arbitrar para alejarlo de su lado, viendo que de nada le servian los saltos y carreras de su corcel. El corazon del Paladin temblaba como la hoja en el árbol, no porque la serpiente le causara herida alguna, sino porque le hacia sentir tal horror y tal aversion, que, á pesar suyo, se estremecia, suspiraba y hasta se arrepentia de vivir. En tanto iba atravesando desatentado y frenético los senderos más tenebrosos, los sitios más agrestes de aquel intrincado bosque, por donde eran más ásperas sus quebraduras, y por donde el terreno llano estaba más cubierto de espinas y maleza y más profunda era la oscuridad, esperando librarse de este modo de aquel mónstruo hediondo, abominable y hórrido, y habria corrido un inminente riesgo de perecer, si no recibiera á tiempo un pronto auxilio; pero lo socorrió oportunamente un caballero, cubierto con una armadura tersa y brillante, que usaba por cimera un yugo roto, y en cuyo escudo se veian pintadas encendidas llamas sobre fondo amarillo, divisa que tambien ostentaba en su lujosa vestidura y en la manta del caballo: llevaba empuñada su lanza, la espada al cinto, y la maza de armas, despidiendo fuego, pendiente del arzon de la silla. Aquella maza estaba llena de un fuego eterno, que ardia continuamente sin consumirse nunca: el broquel más duro, la coraza de mejor temple, ó el casco más reforzado no podian resistir sus golpes; por lo cual era forzoso dejar el paso franco á aquel caballero por donde quiera que girara su inextinguible antorcha, siendo su auxilio el más á propósito para librar á nuestro guerrero de las manos del asqueroso mónstruo.

Cual convenia á un caballero de ánimo varonil, corrió el desconocido á rienda suelta hácia el sitio de donde salia aquel rumor, hasta que descubrió al mónstruo enlazando á Reinaldo con los anillos de su serpiente y haciéndole sentir calor y frio á un tiempo mismo, sin que el Paladin pudiera desembarazarse de él, á pesar de todos sus esfuerzos. Lanzóse el caballero sobre aquel sér extraordinario, y descargándole un golpe en el costado, le hizo caer sobre el lado derecho; pero apenas tocó en el suelo, se irguió con presteza y empezó á girar y vibrar de nuevo su temible serpiente. El caballero renunció entonces á hacer uso de su lanza y apeló al fuego para combatirle: empuñó la maza, y sacudiéndole con ella innumerables golpes, más espesos que el granizo, no le dió tiempo siquiera para que le acometiese á su vez. Mientras el guerrero incógnito obligaba á retroceder ó mantenia á raya al horrendo animal, hiriéndole y vengando de esta suerte mil injurias, aconsejaba al Paladin que se alejara por el sendero que subia hasta la cumbre de la montaña: Reinaldo siguió el consejo y el camino designado, y sin volver una sola vez la cabeza para mirar atrás, no cesó de andar hasta perderle de vista, á pesar de lo áspera y difícil que era la ascension de aquella eminencia.

Cuando el caballero hubo obligado al mónstruo infernal á guarecerse en su oscura caverna, donde quedó royéndose y desgarrándose á sí mismo, y vertiendo eterno llanto por sus mil ojos, subió por aquella cuesta tras de Reinaldo, con objeto de servirle de guia, le alcanzó en la cumbre y se reunió con él á fin de sacarle fuera de aquellos sitios agrestes y sombríos. Apenas le vió el Paladin á su lado, se apresuró á manifestarle su vivo agradecimiento, diciéndole que se consideraba obligado á perder su vida por él donde quiera que se encontrase. Despues le rogó que le dijera su nombre, á fin de conocer al que le habia dado tan generosa ayuda, y de ensalzar cual merecia su bondad sublime en presencia de Carlomagno y de los campeones franceses. El caballero respondió:

—No lleves á mal que por ahora te oculte mi nombre; pero prometo revelártelo antes de que la sombra haya crecido un paso, demora que no debe parecerte larga.

Siguieron caminando juntos hasta llegar á un fresco manantial, cuyo dulce murmullo solia atraer á los viandantes y pastores, que acudian á beber en sus linfas transparentes el amoroso olvido. Aquellas eran, Señor, las heladas aguas que apagaban el fuego del amor: al beberlas, nació en el corazon de Angélica el ódio constante que desde aquel momento tuvo á Reinaldo. Si Angélica le habia desagradado tanto anteriormente y si encontró en él un ódio tan tenaz, no consistió, Señor, en otra causa que en la de haber bebido Reinaldo aquellas aguas.

Al encontrarse el caballero que acompañaba á Reinaldo junto á la orilla del manantial, detuvo su corcel jadeante de cansancio, y dijo:

—No haremos mal en reposar aquí un momento.

—No haremos sino muy bien, respondió Reinaldo; pues además de que va apretando el calor del medio dia, me encuentro tan asendereado de resultas de mi combate con aquel mónstruo, que disfrutaré con placer algunos instantes de tranquilo reposo.

Apeáronse ambos de sus caballos, dejándoles pastar libremente por la floresta: tan pronto como fijaron la planta entre las florecillas de variados colores que esmaltaban el suelo, se quitó cada cual su yelmo, y Reinaldo, abrasado por el calor y por una sed ardiente, corrió al líquido cristal, apagando á la vez la sed y el amor que le devoraban, al primer sorbo que dió en las heladas ondas.

Cuando el otro caballero vió que Reinaldo retiraba del agua sus lábios, alejando arrepentido de su mente hasta el menor rastro de aquel insensato deseo que le inspiraba Amor, se levantó erguido, y con semblante grave y altanero le dijo lo que se negó á revelarle poco antes.

—Sabe, Reinaldo,—exclamó—que me llamo el Desden, y que he venido tan solo para romper un yugo indigno de tí.

Apenas pronunció estas palabras, desapareció de improviso, y su caballo con él.

Reinaldo consideró como un milagro esta brusca desaparicion: dirigió la vista á todas partes diciendo: ¿Dónde se halla? y quedó entregado á la mayor indecision, sin poder adivinar si todo aquello habia sido efecto de algun sortilegio, merced al cual Malagigo le habria enviado uno de sus ministros infernales para que rompiera las cadenas que le habian tenido aprisionado tanto tiempo, ó si consistiria en que Dios, en su inefable bondad, le habria mandado desde las regiones celestiales un ángel que le curara de su ceguera, como en otro tiempo envió al arcángel á curar á Tobías.

Fuese ángel, demonio ú otra cosa el sér que le habia devuelto su libertad, el Paladin no pudo menos de dar las gracias y alabar la benéfica accion de aquel caballero, de quien solo sabia que acababa de curar su corazon de sus amorosas ánsias. En el acto sintió renacer su antiguo ódio hácia Angélica, pareciéndole sumamente indigna, no ya de ir á buscarla hasta tan lejos, sino de andar siquiera media legua por ella. Sin embargo, perseveró en su propósito de pasar á la India con objeto de recobrar á su Bayardo en el reino de Sericania, tanto porque su honor se lo exigia, cuanto porque así se lo habia anunciado al Emperador.

Entró al dia siguiente en Basilea, donde poco tiempo antes habia llegado la noticia del combate que debia sostener Orlando contra los reyes Gradasso y Agramante. La noticia de esta lucha no se sabia por aviso del Conde, sino por haberla circulado como verídica un viajero procedente de Sicilia. Reinaldo, que deseaba hallarse al lado de Orlando en aquella batalla, vió con disgusto la gran distancia que de él le separaba, y por lo tanto, emprendió la marcha con toda premura, cambiando de guias y caballos de diez en diez millas, y aumentando la rapidez de su viaje tanto como le era posible. Pasó el Rhin por Constanza, y sin detenerse un momento, atravesó volando los Alpes, entró en Italia, dejó atrás á Verona y Mantua, y llegó á las orillas del Pó, pasándolo con toda precipitacion.

Llegaba el Sol al término de su carrera y aparecia ya la primera estrella en el Cielo, cuando, mientras estaba Reinaldo á la orilla del rio, vacilando entre si deberia mudar de caballo, ó detenerse hasta que las sombras huyesen ante la nueva aurora, vió que se llegaba á él un caballero de bondadoso aspecto y agradable semblante, el cual, despues de saludarle, le preguntó si era casado. Reinaldo respondió, bastante sorprendido al oir tal pregunta:

—Estoy, en efecto, sometido al yugo de himeneo.

El caballero repuso:

—Me alegro mucho de que así sea.

Y con objeto de explicar la causa de su pregunta, añadió:

—Ruégote que te dignes aceptar la hospitalidad que para esta noche te ofrezco en mi morada, y te haré ver una cosa que merece llamar la atencion de todo el que viva con una mujer.

Reinaldo, ya fuese porque el cansancio producido por su precipitado viaje le invitara el reposo, ó ya porque el deseo de ver y oir contínuas aventuras era innato en él, aceptó la oferta del caballero y echó á andar en su compañía.

Apenas se hubieron alejado un tiro de saeta del camino, se encontraron delante de un gran palacio, de donde salió una multitud de escuderos iluminando con antorchas sus inmediaciones. Entró Reinaldo en aquel edificio, y dirigiendo la vista en torno suyo, quedó sorprendido ante su magnificencia desusada, y ante sus bellas y bien entendidas formas arquitectónicas; riqueza, lujo y dispendios que no correspondian á un simple particular. Piedras combinadas de jaspe y pórfido formaban el elegante arco de entrada: las puertas eran de bronce con figuras cinceladas, que parecian moverse y respirar. Atravesábase despues un pórtico formado de admirables mosáicos que recreaban la vista, y desde él se pasaba á un patio cuadrado, que tenia en cada uno de sus lados una galería de cien brazas de longitud. A cada una de estas galerías daba acceso una puerta, y entre esta y la galería descollaba un arco, desiguales todos en anchura, pero semejantes en cuanto á la variada ornamentacion con que los habia engalanado un artista hábil y prolijo. Desde cada arco se entraba en la respectiva galería por una rampa tan suave, que una acémila cargada podria subir sin dificultad por ella: al extremo de la rampa, se encontraba otro arco, y todos ellos precedian á un salon. Los arcos superiores adelantaban tanto su bóveda, que cubrian con ellas las anchurosas puertas, y cada uno de ellos estaba sostenido por dos columnas, de bronce ó de mármol.

No acabaria nunca, si pretendiera describir en todos sus detalles las suntuosas habitaciones de aquel palacio, ni cuanto, además de lo que se veia, habia construido el hábil arquitecto debajo de tierra. Las elevadas columnas, los capiteles de oro que servian de sostenimiento á ricos artesonados, recargados de pedrerías, los mármoles más peregrinos en que una diestra mano habia esculpido caprichosos adornos, las pinturas, las molduras, y otros mil detalles, cuya mayor parte no podia verse á causa de la oscuridad, probaban que los tesoros de dos reyes juntos no habian bastado para costear la construccion de tan soberbio edificio.

Entre los ricos, bellos y numerosos adornos que abundaban en aquella deliciosa mansion, descollaba una fuente, cuyas aguas fresquísimas y abundantes formaban una multitud de bulliciosos arroyuelos: allí era donde los pajes habian colocado las mesas, pues estaba en medio del patio á igual distancia de las galerías, y desde ella se veian las cuatro puertas del magnífico palacio. Un artista diligente y entendido habia construido aquella fuente, de un trabajo prolijo al par que elegante: tenia la forma de un pabellon ó templete octogonal, coronado por un cielo de oro, cuya parte interior estaba esmaltada de variados colores; ocho estátuas de mármol blanco sostenian aquel cielo con el brazo izquierdo. El ingenioso escultor habia puesto en la mano derecha de cada estátua el cuerno de Amaltea, del cual caia el agua con delicioso murmullo en un recipiente de alabastro. Aquellas ocho estátuas representaban otras tantas matronas, y aun cuando todas diferian en el rostro y en los trajes, eran iguales en gracia y en belleza. Cada una de ellas tenia apoyados los piés en otras dos bellas figuras de menor tamaño, que con la boca entreabierta daban á entender el deleite que les causaba el canto y la armonía: su actitud parecia indicar que cifraban todo su estudio y su trabajo en cantar las alabanzas de las hermosas damas colocadas sobre sus hombros, como si realmente fuesen aquellas cuyas facciones reproducian.

Las estátuas inferiores sostenian tambien grandes cartelones donde, entre pomposas alabanzas, se leian los nombres de las figuras superiores. Dichos cartelones contenian asimismo, aunque algun tanto apartados de los otros, los de las figuras pequeñas trazados con caractéres legibles. Reinaldo examinó á la luz de las antorchas aquellas damas y caballeros uno por uno. La primera inscripcion en que fijó la vista nombraba con mucho elogio á Lucrecia Borgia, cuya belleza y honestidad deben anteponer sus compatriotas los romanos á las de la antigua matrona del mismo nombre. Los dos caballeros que tenian á bien sostener tan excelente y honrosa carga eran, segun la leyenda, Antonio Tebaldeo y Hércules Strozza: émulo de Lino el primero, y rival de Orfeo el segundo.

No menos airosa y bella era la estátua siguiente, en cuyo cartel se leia: «Esta es Isabel, hija de Hércules; la ciudad de Ferrara se considerará mucho más feliz por haberla visto nacer en su seno, que por cualquier otro favor que, durante el rápido transcurso de los años, deberá concederle la fortuna benigna, propicia y bienhechora.»—Los dos caballeros que la servian de sosten, mostrando en su actitud el vehemente deseo de que resonara siempre la gloria de Isabel, se llamaban ambos Juan Jacobo, Calandra el uno y Bardelone el otro.

En el tercero y cuarto lados del octógono, donde el agua salia del pabellon por estrechas canales, se elevaban dos damas, cuya patria, estirpe y fama les era comun, así como eran iguales en belleza y elevado ánimo. Llamábase la una Isabel; Leonor la otra, y segun manifestaba la marmórea inscripcion, por ellas deberia adquirir tanta gloria la tierra de Manto, que no se envanecerá tanto de haber sido la patria de Virgilio, cuya circunstancia la honra en extremo, como de haber visto nacer en su seno á estas princesas. Tenia la primera al pié de la veneranda orla de su vestido á Jacobo Sadoleto y Pedro Bembo: un elegante Castiglione y un culto Muzio Arelio servian de pedestal á la segunda. Tales eran los nombres desconocidos entonces, y hoy tan famosos, que se veian esculpidos en el bello mármol.

Vieron despues á aquella, á quien el Cielo dotará con tantas perfecciones cuantas el próspero ó adverso destino haya prodigado á dama alguna en el transcurso de los siglos. La inscripcion de oro indicaba que aquella princesa era Lucrecia Bentivoglio, y entre otras muchas alabanzas, afirmaba que el duque de Ferrara se mostraria contento y orgulloso de ser su padre. Un Camilo cantaba sus perfecciones con voz sonora y halagüeña, que escuchaban el Reno y Felsina con tanta atencion y asombro, como en otro tiempo escuchó el Anfriso los cánticos de su pastor; y las cantaba tambien aquel poeta por quien la comarca donde el Isauro derrama sus dulces aguas en mayor vaso será mucho más famosa desde la India á la Mauritania y desde las regiones australes hasta las hiperbóreas, que por haberse pesado en ella el oro romano cuya circunstancia le dió perpétuo nombre: me refiero á Guido Postumo, á quien Palas y Febo ceñirán las sienes con doble corona.

La dama que sigue en órden á las precedentes es Diana. «No la juzgueis por la altivez de su semblante, decia la marmórea inscripcion; pues su corazon será tan bondadoso como bello su rostro.»—El docto Celio Calcagnin extenderá con armoniosos acentos la fama y el glorioso nombre de esta princesa hasta el reino de Moneso y el de Juba, la India y la España; al mismo tiempo que un Marco Cavallo hará brotar por ella en Ancona un raudal de poesía tan abundante como el que hizo salir el caballo alado en el monte, no sé si del Parnaso ó de Helicona.

Al lado de estos elevaba su magestuosa frente Beatriz, cuyo escrito hacia su elogio en estos términos:—«Beatriz labrará la dicha de su esposo mientras viva, pero la muerte de esta princesa ocasionará la ruina de su consorte y la de toda la Italia, que siendo vencedora con ella, gemirá sin ella en la esclavitud.»—Un señor de Correggio y un Timoteo, honor de los Bendedei, parecian escribir las glorias de Beatriz en cadenciosas rimas; los sonidos de las dulcísimas liras de uno y otro obligarán á detener su curso para escucharlos al rio donde sudaron los antiguos electros.

Entre el lado que ocupaban estas estátuas y el de la columna en que estaba representada la Borgia, se veia esculpida en alabastro una gran dama de tan noble y magestuoso porte, que, á pesar de estar velada por un transparente tul, y de vestir un ropaje negro y sencillo, sin ninguna clase de adornos, brocados de oro ni joyas, sobresalia por su belleza entre las otras figuras más engalanadas, como sobresale entre todas la estrella de Venus. Cuanto más fijamente se contemplaba su rostro, menos se podia conocer lo que dominaba con preferencia en él; si la gracia ó la belleza, la magestad ó el ingenio y la modestia.—«El que pretenda cantar cual corresponde las virtudes de esta dama, decia el tallado mármol, acometerá la más digna de las empresas, pero nunca podrá alabarse de haberla llevado al término que se merece.»—A pesar de la bondad y de la gracia que se veian impresas en su apacible y perfecto continente, parecia desdeñosa de que se atreviese á celebrarla con humilde canto un ingenio tan rudo como era el único que le servia de pedestal, sin tener otro á su lado, ignoro por qué causa. Todas las figuras anteriores tenian esculpidos sus nombres: la mano del artífice habia suprimido tan solo los de estas dos últimas.

Aquellas estátuas dejaban en medio un espacio circular cuyo pavimento era de coral finísimo; en dicho espacio reinaba constantemente un ambiente fresco y agradable comunicado por el puro y líquido cristal que por fuera de aquel recinto caia en un canal fecundo, el cual, despues de regar un pequeño prado esmaltado de verde, azul, blanco y amarillo, se dividia en varios arroyuelos, acogidos con placer por las mórbidas yerbas y los delicados arbustos.

El Paladin, sentado á la mesa, sostenia una amistosa conversacion con su atento huésped, recordándole con demasiada frecuencia el cumplimiento de lo prometido; pero observaba con extrañeza que el caballero estaba muy distraido por algun pesar oculto, pues apenas transcurria un momento sin que exhalase ardorosos suspiros. Impulsado por la curiosidad, estuvo Reinaldo muchas veces á punto de preguntarle la causa de su tristeza; pero contenido por una modesta delicadeza, no se atrevió á interrogarle. Al terminar la cena, un page que desempeñaba las funciones de copero puso sobre la mesa una magnífica copa de oro puro, llena de piedras preciosas por fuera y de vino por dentro. El señor de la casa levantó entonces la cabeza, miró á Reinaldo con una sonrisa, en la que un observador atento hubiera adivinado más amargura que satisfaccion, y exclamó:

—Ha llegado ya el momento de cumplir esa promesa que tanto me recuerdas: voy á suministrarte una prueba que debe ser grata y preciosa para todo hombre casado. En mi concepto, todo marido tiene la obligacion de averiguar si su mujer le ama, de saber si le honra ó le convierte en objeto de menosprecio, si hace que le respeten como un hombre ó le comparen á un animal. El peso de los cuernos es el más lijero que puede haber, á pesar de la infamia con que abruma al hombre: todo el mundo lo ve, mientras el que los lleva no lo siente. Sabiendo á ciencia cierta que tu mujer te es fiel, tendrás más razon para amarla y respetarla, que el que conoce la perfidia de la suya ó el que da cabida en su corazon á las sospechas y á los celos. Muchos maridos están sin razon celosos de sus mujeres, á pesar de ser castas y buenas, al paso que otros, ciegamente confiados en la lealtad de su consorte, van por el mundo ostentando sus cuernos. Ahora bien: si deseas estar persuadido de la fidelidad de tu esposa (como creo que crees y debes creer, porque es trabajo inútil hacer creer lo contrario, á no ser que tengas una prueba fehaciente de ello), tú mismo podrás cerciorarte de su lealtad, sin necesidad de que nadie te la afirme, solo con que acerques á tus lábios ese vaso que te he hecho traer con el único objeto de mostrarte lo que te he prometido. Al beber en él, observarás un efecto maravilloso, porque si llevas la cimera de Cornualles, se derramará el líquido por tu pecho sin que llegue una sola gota á tu boca; pero si tienes una mujer fiel, apurarás su contenido de un solo trago. Haz, pues, la prueba.

Así diciendo, se puso á mirar atentamente si se derramaba el vino por el pecho de Reinaldo.

El Paladin, casi convencido y deseoso de averiguar lo que tal vez no le hubiera gustado saber despues, extendió el brazo, cogió el vaso y estuvo á punto de hacer la prueba; pero se detuvo, pensando en lo peligroso que era aproximar á él los lábios.

Permitid, señor, que descanse un momento, y en seguida os referiré la respuesta de Reinaldo.

Canto XLIII

El Caballero refiere al Paladin la insensata curiosidad que le privó de su dicha.—Reinaldo marcha á Rávena con objeto de embarcarse, y oye otra historia durante el viaje.—Llega á la isla en que su primo acababa de alcanzar la victoria que tan poco satisfecho le dejara.—El cenobita que bautizó á Rugiero, convierte á Sobrino al cristianismo y cura á Olivero.

¡Oh execrable avaricia! ¡oh apetito desordenado de riquezas! No me maravillo de que subyugues fácilmente á las almas viles ó contaminadas por el vicio: pero sí me causa asombro ver que sujetas con la misma cuerda y aferras con la misma garra á más de un hombre, cuyo elevado ingenio le haria digno de honor y de respeto, si supiera sustraerse á tu vergonzoso influjo. Hombres hay que estudian la tierra, el mar y el cielo y conocen y explican perfectamente las causas de todos los fenómenos de la Naturaleza, remontando el vuelo de su atrevido pensamiento hasta el mismo sólio del Altísimo; y sin embargo, heridos por tu mortífero y venenoso aguijon, no tienen más afan ni más idea que la de acumular tesoros, en lo cual cifran todo su anhelo, toda su salud y su única esperanza.

Otros derrotan ejércitos enteros y atraviesan las ferradas puertas de belicosas ciudades, siendo los primeros en exponer su fuerte pecho al acero enemigo y los últimos en retirarse, á pesar de lo cual no pueden librarse de que los hagas gemir en tu afrentosa prision hasta el fin de sus dias. Muchos de los que por su talento ó su aptitud habrian conquistado un nombre ilustre y preclaro en las artes ó en las ciencias, permanecen por tu culpa sumidos en un olvido humillante.

¿Y qué diré de algunas damas de esclarecido linaje y de sin par belleza, á quienes veo mostrarse duras, incontrastables, constantes y más firmes que columnas ante la gentil apostura, la fidelidad y la asídua solicitud de sus adoradores? Que llega un dia en que la avaricia produce en ellas tal mudanza, que no parece sino que las haya encantado de improviso, y sin amor (¿quién lo creeria?), las ofrece como rica presa á las seducciones de un viejo, de un sér deforme ó de un mónstruo.

¡Ah! No sin motivo me lamento de ello: entiéndame quien pueda, que yo sé bien lo que me digo, y aun cuando parezca lo contrario, ni me separo con estas quejas de mi propósito, ni olvido la materia de mi canto; mas no quiero adaptar por más tiempo mis palabras á lo que venia diciendo, sino á lo que tengo que deciros. Volvamos, pues, á ocuparnos del Paladin, que estuvo próximo á hacer la prueba de la copa.

Os decia que quiso meditar un poco antes de acercar el vaso á sus lábios. Reflexionó y despues dijo:

—Asaz loco seria el que buscase lo que no quisiera encontrar. Mi esposa es mujer, y por consiguiente, frágil: dejemos, pues, que mi confianza en ella siga siendo la misma; pues si hasta ahora me ha hecho y me hace vivir tranquilo, ¿qué ganaré con someterla á una prueba? Pocas serian las ventajas, y en cambio, me expondria tal vez á perder mucho, porque el tentar á Dios suele á veces irritarle: no sé si mi resolucion es prudente ó insensata, pero sí que no quiero saber lo que me conviene ignorar. Apártese, pues, ese vino de mi vista: ni tengo sed, ni deseo tenerla; porque hay cosas que el Señor nos prohibe investigar lo mismo que prohibió á nuestro primer padre tocar el árbol de la vida; y así como Adan, despues de haber gustado la manzana que el mismo Dios le mandó respetar, pasó de la alegría al llanto, y transcurrió su vida entera sufriendo las miserias de los mortales, así tambien se ve precipitado el hombre desde la dicha á la pena y la afliccion de que jamás logra verse libre, cuando una necia curiosidad le mueve á averiguar cuanto hace y dice su mujer.

Mientras así decia el buen Reinaldo, iba apartando lejos de sí el odiado vaso, y al terminar sus palabras, observó que el señor de aquel palacio derramaba abundantes lágrimas, exclamando, despues de haberse tranquilizado algun tanto:

—¡Maldito sea el que me incitó á hacer esa prueba, que me ha arrebatado ¡ay de mí! ¡á mi dulce consorte! ¿Por qué no te habré conocido diez años atrás, para haber atendido tus consejos, antes de que empezaran mis afanes y las incesantes lágrimas que me tienen casi ciego? Pero quiero descorrer el velo que oculta esta historia, á fin de que conozcas mis desgracias, y participes de mi afliccion, refiriéndote el principio y el orígen de mi incomparable tormento.

»Habrás dejado algo más arriba una ciudad á la cual ciñe en torno, á manera de lago, un claro rio, que siguiendo desde ella su curso, se precipita en el Pó, y tiene su nacimiento en Benaco.

»Esta ciudad fué construida en la época en que quedaron arruinados los muros de la que edificaron los descendientes del dragon de Agenor. Allí nací yo, de estirpe ilustre, pero bajo humilde techo y en pobre cuna. Si la fortuna se mostró conmigo tan poco cuidadosa que al nacer no me dió riquezas, la Naturaleza suplió este descuido concediéndome una hermosura superior á la de todos mis iguales. En mi lozana juventud, ví á más de una dama y de una doncella prendadas de mi gallarda apostura; pues, aunque parezca mal que el hombre se elogie á sí mismo, debo advertir que supe realzar mis gracias naturales con modales distinguidos.

»Vivia por entonces en mi ciudad natal un hombre de prudencia suma y profundo conocedor de todas las ciencias, el cual, cuando cerró sus ojos á la luz del Sol, contaba la edad de ciento veintiocho años. Pasó su vida entera en la soledad y el aislamiento más completos; pero cuando llegaba á su ocaso, sintió el fuego del Amor, y á fuerza de dádivas, obtuvo la posesion de una matrona hermosa, de la cual tuvo secretamente una hija. Con objeto de impedir que esta imitara el ejemplo de su madre, que vendió por oro su castidad, esa virtud más preciada que todos los tesoros del mundo, la apartó de todo roce con la sociedad, y la trajo á este sitio desierto y solitario, donde, por arte mágica, obligó á los demonios á que levantaran el palacio rico, espléndido y anchuroso que estás viendo. Confió á algunas mujeres de edad madura y de notoria castidad la educacion de su hija, que fué creciendo en gracias y belleza; prohibiéndoles estrechamente que le permitieran ver á hombre alguno, y sobre todo, que le hablaran de ellos en tan tierna edad; y á fin de que tuviera sanos ejemplos en que inspirarse, hizo modelar en lienzo y en mármol los retratos de las mujeres más pudorosas que con mayor fortaleza habian sabido resistir los halagos de sus seductores; y no solo quiso que se reprodujesen las facciones de aquellas que en los pasados tiempos fueron el ornato del mundo por su amor á la virtud, y cuya fama, conservada en la Historia, durará eternamente, sino tambien las de otras damas no menos honestas, que en la edad futura darán nuevo realce á toda la Italia, como esas ocho que ves en esta fuente.

»Cuando el viejo conoció que su hija habia llegado á la edad en que el hombre puede coger los sazonados frutos del amor, ya fuese por mi suerte ó por mi desdicha, me consideró como el más digno de todos para ofrecerme su mano, señalándome como dote de la jóven, además de este magnífico palacio, las extensas campiñas, así de secano como de regadío, que le rodean en un rádio de veinte millas. Ella era tan hermosa y recatada cuanto pudiera apetecer el más exigente deseo: con respecto á las labores de aguja, competia en destreza y perfeccion con la misma Palas; su magestuoso porte y la melodía de su voz y de su canto le daban el aspecto de un sér celeste y no mortal; conocia tan bien las artes liberales que rivalizaba, ó poco menos, con su padre. A su gran talento, á su incomparable belleza, que hasta á las peñas habria inspirado amorosos deseos, unia un amor, una dulzura, cuyo solo recuerdo me traspasa el corazon. Su único placer, su más vehemente anhelo, consistia en estar á mi lado por donde quiera que fuese. Mucho tiempo vivimos de este modo, sin que la menor querella turbara nuestra dicha: pero al fin la tuvimos, por culpa mia.

»Cinco años habian transcurrido desde que doblé la cerviz al yugo de himeneo, cuando murió mi suegro, empezando al poco tiempo los pesares que me abruman todavía, del modo que vas á oir. Aun me tenia cobijado bajo sus alas el amor de mi esposa, que te pondero tanto, cuando una noble dama de este país se apasionó de mí hasta un extremo inconcebible. Aquella dama conocia el arte de los encantamientos y sortilegios, como puede conocerlo la maga más experta: hacia la noche clara, el dia oscuro, detenia el Sol en la mitad de su carrera, y obligaba á la Tierra á estremecerse; pero aun así, no tuvo suficiente poder para inducirme á curar su amorosa herida con el remedio que únicamente podria aplicarle faltando á la fidelidad jurada á mi esposa; y á pesar de que era bastante bella y expresiva, á pesar de constarme su loca pasion, á pesar de las frecuentes promesas y regalos que me hacia, y de sus vivas y contínuas instancias, no pudo conseguir que desprendiese una chispa de mi primer amor para dársela á ella, porque mi confianza en la lealtad de mi mujer bastaba para refrenar mis deseos.

»La esperanza, el crédito, la certidumbre que del amor de mi esposa tenia me habrian hecho despreciar hasta los seductores detractivos de la jóven Leda, ó los ofrecimientos de riquezas y sabiduría que en otro tiempo se hicieron al gran pastor del monte Ida; pero todas mis repulsas no eran suficientes á alejarla de mi lado.

»Un dia en que aquella maga, llamada Melisa, me encontró fuera del palacio, y me pudo hablar con toda tranquilidad, halló medio de convertir mi paz en guerra, y de arrancar con el áspero aguijon de los celos la confianza arraigada en mi corazon. Empezó por alabar mi propósito de ser fiel á quien lo fuese conmigo, y despues añadió:

—»Pero tú no puedes decir que tu esposa guarda la fé jurada, mientras no veas una prueba fehaciente de su lealtad. Porque ella no comete falta alguna, cuando podria faltar, te figuras que es leal y pudorosa; pero ¿en qué fundas esa creencia, para decir y asegurar que tu mujer es un modelo de castidad, cuando no te separas un momento de su lado, ni le permites que vea á ningun hombre? Aléjate un poco; aléjate de tu casa; haz circular por ciudades y aldeas la noticia de tu ausencia, y que tu mujer ha quedado sola; deja que los amantes y sus tiernas epístolas lleguen hasta ella, y si, resistiendo á las súplicas y á las dádivas, no mancilla el lecho conyugal, ó si, mancillándolo, cree que su falta permanecerá oculta, entonces podrás decir que te es fiel.»

»La encantadora no cesó de hablarme de este modo, hasta que me predispuso á poner á prueba la fidelidad de mi mujer.

—»Supongamos, le dije, que mi esposa sea tal cual yo no puedo creerla: ¿cómo podré convencerme despues de que es digna de premio ó de castigo?»

»Melisa me contestó:

—»Yo te daré una copa, de una propiedad extraordinaria: la copa que en otro tiempo hizo Morgana para descubrir á su hermano la traicion de Ginebra. El que tiene una mujer honesta, bebe en ella sin trabajo; pero el marido burlado no puede aproximarla á sus lábios sin que antes se vierta el vino que contiene y se le derrame por el pecho. Antes de partir harás la prueba, y segun lo que presumo, beberás fácilmente, pues estoy en la creencia de que tu mujer está aun pura de toda mancha: así verás el efecto de esa copa. Pero si al regresar repites la prueba, no espero ver tu pecho tan limpio; á pesar de que si no queda empapado en el vino, y bebes sin dificultad, podrás considerarte como el más feliz de los maridos.»

»Acepté sin vacilar la oferta. Melisa me entregó la copa: hice la prueba, y dió el resultado previsto, atestiguando, conforme á mis deseos, la honradez y fidelidad de mi dulce consorte. La maga exclamó entonces:

—»Déjala algun tiempo sola: permanece separado de ella uno ó dos meses: vuelve despues, coge el vaso de nuevo, y prueba si bebes, ó si te mojas el pecho.»

»A mí se me hacia muy duro el partir, no tanto por demostrar de este modo mis dudas sobre la fidelidad de mi mujer, como porque no podia resolverme á permanecer dos dias, ni siquiera una hora, lejos de ella. Advirtiéndolo Melisa, dijo:

—»Yo haré que conozcas la verdad por otros medios. Quiero que mudes de voz y de traje, y que te presentes á tu esposa bajo la figura de otro caballero.»

»Señor, cerca de aquí existe una ciudad defendida por los terribles y amenazadores brazos del Pó, cuya jurisdiccion se extiende desde aquí hasta la sinuosa orilla del mar. Aunque cede en antigüedad á las ciudades circunvecinas, compite con ellas en suntuosidad y ornato: la fundaron los escasos restos de los troyanos que se escaparon del azote de Atila. Gobierna esta ciudad un caballero rico, jóven y apuesto, que siguiendo un dia el raudo vuelo de su halcon, llegó á mi palacio, y al entrar en él, vió á mi esposa, la cual le causó una impresion tan viva, que le quedó su imágen grabada en el corazon. Desde entonces no perdonó medio alguno para inclinarla á satisfacer sus deseos; pero fueron tantas las repulsas y los desaires de mi mujer, que desistió de sus instancias, aun cuando no pudo borrar de su imaginacion el recuerdo de su sin par belleza.

»Tanto fué lo que me instó Melisa y hasta tal punto me alucinaron sus consejos, que me decidí á tomar la forma del gobernador, y sin que yo pueda decirte cómo, transformó mi aspecto, mi voz, mis ojos y mis cabellos. Persuadida estaba ya mi esposa de que yo habia emprendido un viaje con direccion á Levante, cuando volví á mi casa bajo el aspecto, traje, voz y facciones de su jóven seductor. Melisa me acompañaba, disfrazada de paje, llevando las más ricas pedrerías que pueden producir las Indias ó las costas Eritreas. Yo, que conocia las costumbres de mi palacio, entré en él sin vacilacion alguna, seguido de Melisa, y llegué á donde estaba mi mujer en ocasion tan oportuna, que á la sazon no estaba á su lado ninguna doncella ni escudero. Hícele presentes mis deseos; le presenté el perverso estímulo de toda mala accion, ostentando ante su vista los rubíes, diamantes y esmeraldas capaces de conmover á la virtud más firme, y le dije que todo aquello era nada en comparacion de lo que podia esperar de mí. Le hablé despues de la comodidad que nos ofrecia la ausencia del marido, y le recordé que hacia mucho tiempo solicitaba sus favores, como no debia ignorar, añadiendo por último, que mi amorosa constancia era digna de alcanzar la merecida recompensa.

»Manifestóse al principio bastante turbada y confusa; su rostro se tiñó con el carmin de la vergüenza, y no queria escucharme; pero al ver los brillantes destellos de las piedras preciosas, empezó á ablandarse su corazon, y por último me respondió con voz rápida y temblorosa lo que me arranca la vida cada vez que lo recuerdo: que accedería á mis súplicas cuando estuviera segura de que nadie lo supiese jamás. Esta respuesta fué un dardo envenenado que me atravesó el alma: sentí que recorria mis venas y mis huesos un frio glacial, y la voz expiró en mi garganta.

»Entonces Melisa, descorriendo el velo de su encanto, me restituyó mi forma primitiva. Puedes juzgar cuál seria la mortal palidez de mi esposa al verse sorprendida por mí en tan grave falta. Quedamos entrambos lívidos, mudos y con la frente inclinada. Apenas tuve voz y ánimo para exclamar:

—«¿Con que me harias traicion, si hubiera alguno que quisiera comprar mi deshonra?»

»La única contestacion que pudo dar á estas palabras consistió en derramar un torrente de lágrimas. Mucha fué su vergüenza, pero mayor la irritacion que sintió al ver que era yo quien le inferia aquella afrenta; irritacion que siguió multiplicándose hasta convertirse en ódio y en furor. En el momento mismo resolvió huir de mi lado, y á la hora en que el Sol desciende de su carro, se dirigió al rio, saltó en una lancha, y fué surcando toda la noche su corriente: al rayar el dia se presentó al caballero que tiempo atrás la habia requerido de amores, y de cuyo aspecto y semblante me habia revestido para hacer un cruel experimento contra mi propio honor, y como no se habia apagado el fuego de su pasion, creo inútil deciros si la recibiria con júbilo. Desde allí me envió á decir mi esposa, que renunciara para siempre á poseerla, y á que me devolviera su amor.

»¡Triste de mí! Desde aquel dia viven juntos con gran contento, mofándose de mí, mientras yo me voy consumiendo á impulsos del mal que entonces me procuré, sin encontrar paz ni sosiego. Mi tormento aumenta en vez de atenuarse, y estoy seguro de que me llevará al sepulcro; porque ya no le queda mucho que hacer en mí, y aun creo que habria muerto durante el primer año, si no me hubiese sostenido un solo consuelo, el cual consiste en que de todos cuantos caballeros se han albergado en mi palacio de diez años á esta parte y á quienes he presentado esa copa, no he visto uno solo al que no se le derramara el líquido por el pecho. En medio de mi acerbo pesar, siento un gran alivio al ver que tantos otros participan de mi misma suerte. Tú has sido el único prudente entre infinitos necios, porque tú solo te has negado á hacer ese ensayo peligroso.

»Mis deseos de poner á prueba hasta un extremo exagerado la fidelidad de mi esposa, hacen que mi vida, sea larga ó breve, no tenga nunca sosiego ni reposo. Melisa se manifestó desde luego gozosa por este resultado, pero su infundado júbilo duró poco; porque habiendo sido la causa de mi mal, la odié de tal modo, que no podia soportar su vista. Irritada ella al verse odiada por mí, á quien decia amar más que á su propia vida, y cuando esperaba reinar como soberana en mi corazon, una vez alejada mi esposa, tardó poco en ausentarse á su vez por no tener siempre presente la causa de su mal, y abandonó este país, de tal modo que no he vuelto á tener noticias suyas.»

Así dijo el afligido caballero, y cuando puso fin á su historia, Reinaldo se quedó algunos momentos pensativo, movido á compasion: despues exclamó:

—Melisa te dió á la verdad un consejo pérfido, al proponerte que hostigaras á la abeja: y á tu vez fuiste poco perspicaz corriendo en busca de lo que no querrias haber encontrado. Si tu esposa, cediendo á la avaricia, se vió inducida á faltarte á la fé jurada, no te asombre; porque no es ella la primera ni la quinta que ha salido vencida en esta lucha: ¡cuántas mujeres de mucho más talento y de mayor fortaleza han cometido las acciones más bajas por menor precio! ¿Acaso no ha habido tambien hombres que por oro han vendido á sus señores y á sus amigos? Si deseabas ver cómo tu mujer se defendia, no debiste atacarla con tan terribles armas: ¿ignoras por ventura que ni el mármol ni el durísimo acero pueden oponer resistencia al oro? Creo, pues, que al tentarla incurriste en una falta mucho mayor que la cometida por tu esposa cediendo tan pronto. ¡Oh! Si ella te hubiese puesto á prueba del mismo modo, tal vez habrias sucumbido con mayor facilidad.

Al decir esto, dejó Reinaldo la mesa, pidiendo licencia á su huésped para retirarse á dormir, con intencion de descansar un poco y emprender de nuevo su marcha una ó dos horas antes de la salida del Sol. Como disponia de poco tiempo, su intencion era la de aprovecharlo sin desperdiciar un solo momento. El señor del palacio le dijo, que podia pasar á las habitaciones interiores, donde tenia preparados estancia y lecho, y entregarse al reposo el tiempo que tuviera por conveniente; pero añadió que, si queria seguir su consejo, podria dormir toda la noche á pierna suelta y viajar mientras dormia.

—Te hago preparar una barca, le dijo, en la cual podrás continuar tu viaje, disfrutar un sueño tranquilo y sin cuidado toda la noche, y adelantar una jornada tu camino.

Reinaldo se apresuró á aceptar este ofrecimiento, dando repetidas gracias á su amable huésped, y sin más tardanza, se dirigió al rio, donde le estaban esperando ya los marineros. El Paladin se tendió con toda comodidad en la barca, que cediendo al vigoroso empuje de seis remos, se deslizó por la superficie del agua con tanta rapidez y agilidad como un pájaro por los aires. El caballero francés quedó dormido apenas inclinó la cabeza, habiendo encargado antes á los remeros que le despertasen en cuanto estuvieran á la vista de Ferrara.

El veloz esquife dejó pronto á Melara á la izquierda y á Sermide á la derecha, y pasó por Figarolo y Stellata, donde el iracundo Pó se divide en dos brazos. El nauta tomó el de la derecha, y dejó que el de la izquierda siguiera su curso hácia el territorio de Venecia: pasó luego por Bondeno, y ya iba aclarándose el Cielo hácia la parte del Oriente, matizada por la Aurora de blanco y encarnado con las flores que derramaba de su canastillo, cuando se despertó Reinaldo, en ocasion en que se divisaban á lo lejos los dos castillos de Tealdo.

—¡Oh ciudad venturosa!, exclamó, ¡de quien me predijo mi primo Malagigo, cuando hice este mismo viaje en su compañía, despues de contemplar las estrellas fijas y errantes, y de evocar algun espíritu adivino, que en los futuros siglos ha de remontarse tanto tu gloria y esplendor, que serás la honra y prez de toda la Italia!

Así decia el Paladin, mientras la barca continuaba deslizándose sobre el rey de los rios con tal velocidad, que no parecia sino que tuviese alas: en breve llegó á la pequeña isla que está más próxima á la ciudad, y aun cuando entonces se hallaba inculta y descuidada, alegróse Reinaldo de contemplarla, porque no ignoraba cuán bella y próspera llegaria á ser andando el tiempo. En otra ocasion en que hizo este mismo viaje, acompañado de Malagigo, le oyó decir que cuando la cuarta esfera hubiese girado con el carnero setecientas veces, aquella isla seria la más amena y deliciosa de cuantas se hallasen circundadas por el mar, por los rios ó los lagos, y que al verla, no habria nadie que se acordara de ponderar las maravillas de la patria de Nausicaa. Le oyó tambien decir, que por la magnificencia de sus edificios sobrepujaria á la isla que tenia el emperador Tiberio en tanta estima; que sus deliciosos jardines, ricos en toda clase de plantas, dejarian muy atrás á los afamados de las Hespérides; que Circe no tuvo nunca en sus rebaños ni en sus establos tan inmenso número de animales, ni de tan variadas especies; que Venus abandonaria á Chipre y á Guido para residir en aquella isla en compañía de Cupido y de las Gracias; que tan asombrosa transformacion se deberia al trabajo y al cuidado del que, uniendo á su poder é inteligencia la voluntad, sabria además rodear á su ciudad nativa de tan fuertes murallas y baluartes, que podria defenderse de todos los ataques sin apelar al auxilio extranjero, y que el príncipe que deberia hacer unas cosas y otras seria hijo de un Hércules y padre de otro Hércules.

De esta suerte iba Reinaldo trayendo á su memoria todo cuanto, adivinando lo futuro, le habia dicho su primo, con quien solia pasar algunos ratos en semejantes pláticas, y al ver el aspecto pobre y humilde de la ciudad, decia para sí:

—¿Cómo puede ser que en medio de esos pantanos florezcan las ciencias y las artes liberales? ¿Será posible que esa aldea miserable se convierta en una ciudad anchurosa y espléndida, y en campiñas amenas y feraces lo que hoy solo son cenagosas lagunas y estériles quebraduras? ¡Oh ciudad venturosa! ¡Desde ahora me apresuro á saludar el amor, la hidalguía, la gentileza de tus señores, y las esclarecidas virtudes de tus caballeros y de tus egrégios ciudadanos! ¡Ojalá que la inefable bondad del Redentor, y la prudencia y justicia de tus príncipes te mantengan perpétuamente en medio de la abundancia y la alegría, y disfrutando de una paz y un amor inalterables! ¡Ojalá te preserven siempre del furor de tus enemigos, descubriendo sus malas artes, y que tu bienestar cause celos al extranjero, en vez de envidiar tú la suerte de alguno de ellos!

Mientras Reinaldo se expresaba en estos términos, el sutil leño iba surcando las aguas con más rapidez que el halcon cuando desciende de la region de los aires atraido por el señuelo y las voces del cazador. El nauta dirigió poco despues la nave por el afluente de la derecha del brazo derecho del Pó por donde iban navegando, y pronto dejaron atrás á San Giorgio, y las torres de la Fossa y de Gaibana. Como sucede con frecuencia que un pensamiento produce otros muchos sucesivamente, Reinaldo se acordó del caballero en cuyo palacio habia cenado la noche anterior; recordó tambien que aquella ciudad era la causa de sus tormentos, y le vino á las mientes aquella copa que revelaba las faltas de las mujeres. Despues acudió á su memoria el experimento que el caballero proponia á sus huéspedes, sin haber encontrado uno solo, de cuantos habian consentido en hacerlo, que pudiera beber sin mojarse el pecho. Unas veces se arrepentia de no haber intentado tambien aquella prueba, pero otras decia entre sí:

—Ahora me alegro de haberme resistido á efectuar tal ensayo; porque si salia bien, confirmaba mi creencia, y si no, ¿qué partido deberia adoptar? Mi creencia vale tanto como la más completa seguridad, de suerte que en muy poco podria acrecentarla; por lo cual, dado caso de que la prueba me hubiese salido bien, seria harto débil la utilidad que de ella reportara: en cambio, el daño que me habia de causar la conviccion de descubrir en mi Clarisa lo que no deseara, seria infinito. Era, pues, correr un albur de mil contra uno, y arriesgarme á perder mucho para ganar muy poco.

Entregado estaba el caballero de Claramonte á estas reflexiones, con la cabeza inclinada, cuando uno de los remeros que iba enfrente de él, se puso á mirarle con mucha atencion: y creyendo adivinar la idea que absorbia su imaginacion por completo, le dirigió la palabra, expresándose con elegancia y energía. Su conversacion giró sobre la inexperta conducta del caballero que habia hecho con su esposa la prueba mayor que puede hacerse con una mujer, conviniendo en que la dama que defiende del oro y la plata su corazon armado de castidad, es capaz de defenderlo más fácilmente entre mil espadas ó en medio de las llamas.

—Con harta razon le dijiste, añadió el remero, que no debia haberle ofrecido tan ricos presentes; pues hay muy pocos pechos que tengan la fortaleza necesaria para rechazar semejantes ataques. No sé si habrás oido hablar de una jóven, cuya historia tal vez haya llegado hasta tu país, que vió incurrir á su esposo en una falta igual á aquella, por la que este la habia condenado á muerte. Mi amo debia recordar que el oro y los regalos ablandan los corazones más duros; pero lo olvidó cuando necesitaba tenerlo bien presente en su memoria, y se acarreó su desgracia. No obstante, él sabia tan bien como yo el ejemplo que cito, por haber acontecido en nuestra patria, en esa ciudad de aquí cercana, que el refrenado Mincio baña y rodea como un lago: me refiero á Adonio, que regaló á la mujer del juez un perro maravilloso.

—Esa historia no ha atravesado todavía los Alpes, dijo el Paladin; nunca he oido hablar de ella, ni en Francia, ni en las apartadas regiones por donde he viajado: así es que, si no te sabe mal referírmela, te escucharé de muy buena voluntad.

El remero empezó aquella historia de esta suerte:

—Existió en otro tiempo en este país un caballero llamado Anselmo, de familia noble, que en su juventud, vestido con larga toga, se dedicó á aprender lo que Ulpiano enseña. Cuando quiso elegir esposa, buscó una bella, honesta y de noble progenie, cual á su posicion correspondia, hallando por fin en un país inmediato una jóven de hermosura sobrehumana, la cual estaba dotada de tantas gracias y donosura, que parecia toda amor y gentileza, mucho más tal vez de lo que al reposo doméstico y á la profesion de su esposo convenia. Apenas se unió á ella, cuando se convirtió en el más celoso de todos los maridos; no porque ella le diese motivo para serlo, sino á causa de la misma belleza y lozanía de su esposa. Habitaba en la misma ciudad un caballero de antigua é ilustre cuna, descendiente de aquella arrogante estirpe producida por la mandíbula de un dragon, de la cual descendieron tambien Manto y los que con ella fundaron mi ciudad natal. Este caballero, llamado Adonio, se enamoró de la bella esposa de Anselmo, y para llegar á la realizacion de sus deseos, empezó á gastar sin tasa ni medida en trajes, en banquetes, y en presentarse con una magnificencia igual á la de los señores más ricos y poderosos. El tesoro del emperador Tiberio no habria bastado para tan locos dispendios, de suerte que á los dos años, segun creo, habia derrochado ya todo su patrimonio. Su casa, frecuentada hasta entonces mañana y tarde por numerosos amigos, hallóse abandonada en cuanto faltaron en ella las perdices, las codornices y los faisanes; y Adonio, que siempre habia sido el primero en los festines, se vió postergado y casi reducido á mendigar, por lo cual tomó el partido de ir á ocultar su pobreza en un país lejano, donde no fuese conocido.

»Poniendo por obra esta resolucion, salió una mañana de su patria, sin despedirse de nadie, y mientras caminaba por la orilla del lago que lame los muros de la ciudad, suspirando, vertiendo triste llanto y sin poder olvidar, á pesar de lo mucho que le preocupaba su miserable estado, á la dama que reinaba en su corazon, una aventura imprevista vino á sacarle de la mayor indigencia para elevarle al colmo de la dicha. Vió que un labriego estaba muy afanoso pegando palos á una zarza con un enorme garrote; detúvose y le preguntó la causa de tanto trabajo; el campesino le contestó que acababa de ver en aquel matorral una culebra muy vieja y tan larga y gruesa como no la habia visto ni esperaba verla en toda su vida, añadiendo que estaba resuelto á no alejarse de allí hasta haberla encontrado y muerto.

»Adonio no pudo oir con paciencia las palabras del campesino, pues solia amparar á las culebras, que eran el emblema de su linaje, en memoria de haber salido sus antepasados de los esparcidos dientes de un dragon; y dirigiéndose al labriego con amenazador aspecto, le obligó, bien á pesar suyo, á abandonar la empresa, de modo que ni pudo matarla ni hacerle daño alguno. Adonio continuó su camino hácia el país en que esperaba vivir desconocido, donde pasó siete años ausente de su patria y entregado al dolor y á la indigencia. A pesar de la ausencia y de la estrechez en que vivia, causa suficiente de constante preocupacion, aquel amor que se habia apoderado de su alma, no cesaba un momento de abrasarle y profundizar la herida de su corazon, en términos de que al fin le fué forzoso volver á los sitios en que habitaba la dama cuya belleza anhelaban contemplar extasiados sus ojos, y emprendió el regreso á su país natal, triste, aflijido, con la barba y los cabellos largos y descuidados y pobremente vestido.

»En aquella época necesitó mi patria enviar al Padre Santo un embajador, cuya residencia en la Santa Sede debia tener una duracion ilimitada: echaron suertes, y recayó en el Juez esta mision. ¡Oh dia infortunado, orígen del perpétuo llanto de Anselmo! En vano presentó todo género de excusas; en vano apeló á los ruegos, á las súplicas y á las promesas para evitar aquel viaje: no tuvo más remedio que someterse. Tan duro y cruel le parecia tener que pasar por aquel terrible trance, como si se hubiera visto abrir las carnes ó arrancar el corazon. Pálido y desencajado por la inquietud y los celos que le habria de causar su mujer durante su ausencia, le rogó suplicante, en los términos que consideró más eficaces, que no le faltase á la fé jurada, repitiéndole que á la mujer no le basta la hermosura, ni la nobleza, ni la fortuna para ser respetada cual corresponde, como no dé á conocer en sus palabras y acciones que posee además esa virtud tanto más apreciada cuanto más pura é inmaculada se ostenta despues de luchar y vencer, la virtud de la castidad; añadiendo, por último, que su ausencia le proporcionaria ancho campo donde poner á prueba la suya.

»Con semejantes frases procuraba grabar profundamente en su pecho la obligacion en que estaba de serle fiel. ¡Con cuántas lágrimas, con cuánto desconsuelo se lamentó ella, gran Dios, de aquella partida cruel é irremediable! En medio de su afliccion, juró á Anselmo que el Sol perderia su luz antes de que ella fuese tan cruel que faltase á la fé jurada, y que si alguna vez llegara á sentir este deseo, preferiria morir antes. Aun cuando el contrariado esposo dió crédito á tales promesas y juramentos, que le tranquilizaron algun tanto, quiso obtener mayores seguridades buscando ¡oh insensato! nuevas causas que aumentaran su desconsuelo. Tenia un amigo, que poseia la facultad de leer en el porvenir, y conocia del todo, ó á lo menos en su mayor parte, la ciencia de la mágia y de los sortilegios. Fué á verle, y le rogó que le predijera si su mujer, llamada Argía, permaneceria siéndole fiel durante el tiempo de su ausencia, ó si sucederia lo contrario. El astrólogo, obligado por sus ruegos, se puso á trabajar sobre el punto propuesto, y empezó á trazar líneas y figuras correspondientes á las del Cielo. Anselmo le dejó dedicado á su tarea, y al dia siguiente volvió á saber la respuesta.

»El adivino permaneció silencioso al verle, por no revelar al doctor una cosa que le afligiria seguramente; procuró eludir la contestacion con diferentes excusas, pero vencido al fin por sus ruegos importunos, le anunció que su esposa tardaria en deshonrarle el tiempo que él tardara en traspasar el umbral de su puerta, y que su traicion no seria motivada por la belleza ó por las súplicas de un amante, sino por un vil interés. Si acaso te son conocidas las vicisitudes del amor, podrás apreciar por tí mismo cómo se quedaria el corazon del triste Anselmo, al oir aquellas predicciones amenazadoras de los motores celestes, que aumentaron el temor y las dudas crueles que ya en él se abrigaban; pero lo que llevaba al último extremo la tristeza que le oprimia, no concediendo un momento de reposo á su calenturienta imaginacion, era la consideracion de que su mujer, vencida por la avaricia, habia de traficar con su honra.

»Poniendo cuanto estaba de su parte para evitar que incurriera en tan lamentable falta (porque la necesidad suele arrastrar al hombre á robar los altares, si encuentra una ocasion oportuna), la dejó en posesion de todos sus bienes (que no eran pocos), entregándole el dinero, las alhajas, las rentas y el usufructo de sus posesiones, y en una palabra, todo cuanto poseia.

—»Paso á tus manos mi fortuna entera, le dijo, no solo para que la disfrutes y la gastes en cubrir tus atenciones, sino para que la consumas, la disipes, la dés ó la vendas, y en fin, para que hagas con ella cuanto se te antoje. Con tal de volver á hallarte como te dejo, poco me importa lo demás; con tal de que continúes siendo siempre la misma, te autorizo para desposeerme de tierras y palacios.»

»Rogóle además que no siguiese habitando en la ciudad, á no ser que tuviera noticia de su regreso; y le instó que se trasladase al campo, donde podria vivir con más comodidad, lejos del trato social. Este consejo se lo inspiraba la creencia de que los sencillos campesinos, dedicados al cultivo de la tierra ó á la custodia de sus ganados, no podrian influir fatalmente en los honrados propósitos de su esposa. Argía, enlazando con sus torneados brazos el cuello de su temeroso Anselmo, y bañándole el rostro en llanto que á raudales brotaba de sus ojos, le reconvenia tristemente por suponerla tan débil y culpable como si ya le hubiese engañado, y porque su injusta sospecha procedia de que no tenia confianza en su cariño leal.

»Pero seria harto prolijo si me propusiera referir todo cuanto se dijeron en el momento de la separacion.—«¡Te recomiendo mi honor!»—fueron las últimas palabras de Anselmo: echó á andar en seguida, y no parecia sino que el corazon iba á saltársele del pecho cuando volvió la brida al caballo. Ella lo siguió mientras le fué posible con la vista anublada por las copiosas lágrimas que surcaban sus mejillas.

»Durante este tiempo, el mísero y desdichado Adonio, pálido y desfigurado, segun dije, por su luenga barba, caminaba la vuelta de su patria, esperando no ser ya conocido en ella: llegó al lago próximo á la ciudad, y cerca del sitio donde habia prestado su auxilio á la culebra á quien tenia acorralada un labriego dentro de un espeso matorral con la intencion de matarla. Al llegar á aquel paraje, en el momento en que empezaba á despuntar el dia y aun brillaban en el Cielo algunas estrellas, vió que se adelantaba á su encuentro por la orilla del lago una doncella, vestida con un traje extraño y de porte noble y magestuoso, aunque no llevaba en su compañía doncellas ni escuderos. Aquella dama se dirigió á él con agradable semblante y le dijo estas palabras:

—»Aunque no me conoces, ¡oh noble caballero! soy pariente tuya, y te debo además un gran beneficio: soy lo primero, porque el esclarecido linaje de ambos remonta su orígen al arrogante Cadmo. Soy la hada Manto; yo fuí quien puso la primera piedra de esa ciudad á la que, segun habrás oido decir, llamé Mantua, de mi nombre: soy tambien una de las hadas, y para decirte lo que á mí se refiere, te haré saber que, por nuestro fatal destino, estamos expuestas á padecer todos los males de los humanos, excepto la muerte; pero á nuestra existencia inmortal va unida una condicion tan funesta como la misma muerte: cada siete dias nos vemos precisadas á tomar la forma de una culebra. Es una cosa tan horrible el verse cubierta con esa inmunda escama, é ir arrastrándose por el suelo, que no hay desconsuelo mayor en el mundo, y tanto es así, que maldecimos la vida. Con decirte que en dicho dia nos vemos expuestas á toda clase de peligros á causa de nuestra metamórfosis, comprenderás en qué consiste la gratitud que te debo, cuyo orígen voy á recordarte. No hay animal más aborrecido en la tierra que la culebra; y nosotras, revestidas de su forma, tenemos que sufrir los golpes, los ultrajes y las persecuciones de todo el que nos descubre, y si no podemos refugiarnos debajo de tierra, fuerza nos es soportar el peso de la mano que nos hiere. ¡Cuánto más nos valdria morir, que exponernos á quedar destrozadas ó heridas bajo las plantas de los hombres!

»El gran favor que te debo consiste en que, al pasar cierto dia por estas deliciosas arboledas, me libraste de las manos de un labriego que me maltrataba: á no ser por tu generosa intervencion, habria corrido inminente riesgo de salir con la cabeza ó los riñones aplastados, y aun cuando de todos modos hubiera quedado con vida, no podria evitar que me dejara coja ó deslomada; pues durante los dias en que nos arrastramos por el suelo cubiertas con la serpentina piel, nos vemos privadas de nuestro poder, y el Cielo, sujeto el resto del tiempo á nuestra voluntad, se niega á obedecernos. En los restantes dias, nos basta una sola palabra para detener al Sol en mitad de su carrera y amortiguar su luz; para que la inmóvil Tierra dé vueltas y se traslade de un punto á otro, y para que el hielo se inflame, y el fuego se congele.

»He venido ahora con objeto de darte la merecida recompensa por el beneficio que de tí recibí entonces. Libre del manto viperino, puedo conceder cuantas gracias se me pidan: á partir de este momento, quiero que seas tres veces más rico de lo que lo fuiste al heredar á tu padre: no quiero que te vuelvas á ver sumido en la indigencia, sino que cuanto más gastes, más se aumente tu fortuna; y como no ignoro que continúas envuelto en las redes con que Amor te prendió tiempo atrás, voy á decirte el medio más á propósito para que desahogues tus encendidos deseos. Quiero que pongas en ejecucion mi consejo, mientras el marido esté ausente, y que vayas á presentarte á su mujer, que vive retirada en el campo: yo te acompañaré.»

»Y continuó diciéndole de qué modo deberia presentarse á la señora de sus pensamientos, indicándole el traje que habia de llevar, las palabras, los ruegos y hasta las persuasivas incitaciones de que le convenia hacer uso. Le manifestó tambien la forma en que ella pensaba presentarse; pues, á excepcion del dia en que vagaba errante convertida en culebra, todos los demás podia metamorfosearse del modo que mejor le cuadrara. Hizo que Adonio se vistiese con el traje de uno de esos peregrinos que van de puerta en puerta pidiendo una limosna por el amor de Dios. Manto se transformó en el perro más pequeño de cuantos haya podido crear la Naturaleza, de pelo largo y sedoso, más blanco que el armiño, de grato aspecto y maravillosos movimientos. Una vez disfrazados de esta suerte, emprendieron la marcha hácia la casa de la bella Argía: al llegar cerca de algunas cabañas de labradores, le pareció oportuno al jóven detenerse, y empezó á tocar una especie de caramillo, á cuyo son se puso el perro á bailar sostenido sobre las patas traseras.

»Aquel rumor y aquella música llegaron á oidos de Argía, que se mostró curiosa de presenciar tan raro espectáculo, y mandó á decir al romero que fuera con el perro á su morada. Comenzaba á cumplirse el destino del doctor. Adonio empezó de nuevo á ordenar al perrillo diferentes juegos, y este, obediente á su voz, ejecutó una porcion de bailes del país y extranjeros, con los movimientos, las actitudes y los pasos más apropiados; despues hizo todo cuanto le mandó su amo, con tanta atencion y dando pruebas de tan extraordinaria inteligencia, que los circunstantes, asombrados, no se atrevian á pestañear ni á respirar siquiera. Quedóse Argía en extremo prendada de aquel donoso animalejo; no tardó en sentir un vivo deseo de poseerlo, y encargó á su nodriza que ofreciera al astuto peregrino una cantidad no despreciable por su adquisicion.

—»Aunque tuvieseis más tesoros de los que pueden saciar la avaricia de la mujer, respondió el fingido romero, no serian bastantes á pagar una sola pata de este perro.»

»Y para demostrar la verdad de sus palabras, hízose á un lado con la nodriza, y ordenó al diminuto can que diese á aquella mujer una moneda de oro, como prueba de su galantería. Sacudióse el perrillo; y dejó caer una moneda, y Adonio, volviéndose á la nodriza, le dijo que la recogiese, añadiendo:

—»¿Crees que podré dar por ningun precio un animal tan bello y útil como este? No le mando una sola cosa, sea la que quiera, que no me la procure en seguida, y lo mismo sacude perlas que anillos, y que los trajes más ricos y suntuosos. Sin embargo, dí á tu señora, que estoy dispuesto á cedérselo, pero no á cambio de oro; pues un animal como ese no puede pagarse con dinero, sino á condicion de dormir una noche con ella.

»Así diciendo, le entregó una perla que acababa de dejar caer el perrillo para que se la ofreciese á su señora. Esta proposicion pareció á la nodriza más ventajosa que un gasto de diez ó veinte ducados. Acercóse á su ama, y trasladándole la propuesta del peregrino, la excitó con vehemencia á que no titubeara en adquirir aquel perro, ya que podia lograrlo por un precio, que aunque se dé, no se pierde. La hermosa Argía se mostró en un principio esquiva, en parte por no faltar á su esposo, y en parte por creer imposible todo cuanto oia con respecto al perro; pero la nodriza no cesó de acosarla y de apurarla, recordándole que difícilmente volveria á hallar una fortuna tan grande, y al fin consiguió que Argía consintiera en ver otro dia al perro en su propia estancia, sin tantos testigos de vista.

»Esta nueva presentacion de Adonio fué tan fatal como desastrosa para el mísero doctor. El perrillo produjo doblas á centenares, sartas de perlas, y toda clase de piedras preciosas, cuya vista conmovió el altivo corazon de la dama, la cual perdió toda su firmeza al saber que el peregrino era el mismo caballero que con tanta constancia la habia amado. Las instigaciones de su infame nodriza, los ruegos y la presencia de su amante, las riquezas que este le ofrecia, la prolongada ausencia del mísero doctor, la esperanza del misterio, todo en fin se conjuró tan violentamente en contra de sus honestos propósitos, que por último aceptó el hermoso perro, abandonándose en cambio en brazos de su amante.

»Adonio disfrutó á su placer de los encantos de su bella dama, á quien la hada inspiró un amor tan ferviente hácia su galan, que no podia permanecer un momento separada de él. El Sol recorrió los doce signos del Zodiaco antes de que el Juez obtuviese licencia para regresar; al fin volvió, pero poseido de las más crueles sospechas, á causa de la prediccion del astrólogo. Al llegar á su patria, su primera visita fué para él, preguntándole con grande ansiedad si su mujer le habia sido infiel, ó si le habia guardado su amor y su fé. El adivino trazó por medio de sus figuras una representacion del polo con todos sus planetas y constelaciones, y despues le respondió que habia sucedido lo que tanto temia, cumpliéndose su vaticinio, y que su esposa se habia entregado á un amante, seducida por espléndidas riquezas.

»Una lanza ó un venablo que se le hubiese clavado en el corazon no habrian podido causarle una herida tan cruel. Para convencerse más y más de su desgracia, á pesar de que daba entero crédito á las afirmaciones del astrólogo, fué en busca de la nodriza, y llamándola aparte, procuró sonsacarla con cautelosa maña, empleando grandes rodeos y circunloquios para ver si descubria el menor indicio de la verdad; pero á pesar de todos sus esfuerzos y destreza, no pudo obtener el más mínimo dato, porque ella, acostumbrada al fingimiento, lo estuvo negando todo con impenetrable rostro, y á fuerza de estudio y de astucia, supo mantener á su señor en una irritante perplegidad por espacio de más de un mes.

»¡Cuán preferible le habria parecido la duda, si hubiese reflexionado en el dolor que debia causarle la realidad! Despues de haber procurado infructuosamente por medio de súplicas y de regalos que la nodriza le revelase la verdad, y al ver que no tocaba cuerda que no despidiese un sonido falso, resolvió esperar prudentemente á que se deslizase la discordia entre ellas, sabiendo que donde hay mujeres, nunca faltan riñas y pendencias. Y en efecto, no tardó en suceder lo que esperaba: á la primera disputa que aquellas tuvieron, fué la nodriza espontáneamente á contárselo todo sin ocultar el más insignificante detalle.

»Seria largo de contar lo que pasó entonces en el corazon y en la consternada mente del desdichado Juez; baste decir que su dolor fué tan intenso, que estuvo á punto de perder el juicio. Dominado por la cólera, se preparó á morir, pero despues de haber muerto á su criminal esposa; queria que la sangre de entrambos, derramada por el mismo puñal, lavase la afrenta de aquella y pusiera fin á su tormento. Regresó, pues, á la ciudad, impulsado por sus ciegos y furibundos designios, y desde ella envió al campo á uno de sus más fieles criados, á quien dió préviamente las órdenes más terminantes. Le mandó que pasara á ver á su mujer Argía, y le dijese de su parte, que estaba atacado de una fiebre tan violenta, que difícilmente podria encontrarle vivo, por lo cual, sin esperar más compañía, deberia apresurarse á venir con él, si conservaba algun cariño hácia su esposo; y como estaba seguro de que se pondria en marcha sin replicar una palabra, previno al criado que en el camino le cortara la cabeza.

»El enviado acudió inmediatamente en busca de su señora para cumplir las prescripciones de su amo. Argía montó á caballo y emprendió acto contínuo la marcha, despues de coger su perrito, el cual la habia ya avisado del peligro que corria, aconsejándole, sin embargo, que á pesar de él, no suspendiese su viaje, puesto que ya lo tenia todo previsto y calculado para que no careciese de auxilio en el momento oportuno. El criado se habia apartado del camino, y atravesando muchas sendas extraviadas, llegó intencionalmente á la orilla de un rio que, bajando de los Apeninos, desemboca en este que, surcamos, y corria por un bosque espeso, oscuro y muy apartado de las ciudades y las aldeas.

»Parecióle aquel sitio el más solitario y á propósito para desempeñar la criminal mision que se le habia confiado, y desenvainando la espada, participó á Argía cuanto su señor le encargaba, previniéndole por consiguiente, que antes de morir pidiese á Dios perdon de todas sus faltas. No podré decirte cómo se ocultó la dama; pero lo cierto es que cuando el criado fué á herirla, desapareció de su vista, y á pesar de haberla buscado cuidadosamente por todas las inmediaciones, no pudo dar con ella, quedando burlado. Regresó al lado de su señor, avergonzado, confuso, absorto y aterrado, y le refirió aquella extraña aventura, de la que no podia darse cuenta. Anselmo ignoraba que su mujer estuviese protegida por la hada Manto; pues la nodriza, al descubrirlo todo, le habia ocultado esta circunstancia, no sé por qué motivo.

»Al ver que no habia podido vengar su afrentoso ultraje ni mitigado su pena, no sabia qué nueva resolucion tomar: lo que antes era una débil paja, se habia convertido ahora en una enorme viga, cuyo peso oprimia horriblemente su corazon: temia que llegara á oidos de todo el mundo la noticia de su deshonra, conocida hasta entonces de unos pocos; y así como antes podia ocultarla, su frustrada tentativa de venganza daria lugar á que en breve circulara por todas partes. Harto comprendia que su esposa, despues de conocer sus pérfidas intenciones, haria lo posible por romper los lazos que á él la unian, entregándose en manos de algun señor poderoso que la conservara en su poder con ostensible menosprecio y vergüenza de su marido, ó yendo tal vez á parar á manos de alguno que fuese bastante infame para explotar su belleza. Para prevenir semejante desgracia, despachó mensajeros en todas direcciones con encargo de buscarla, los cuales hicieron las más minuciosas pesquisas por toda Lombardia, sin dejar de reconocer una sola aldea. El mismo Anselmo salió en persona á registrar todo el país, sin que quedase rincon que no visitara ó mandara explorar, pero no pudo adquirir el menor indicio que le pusiera sobre las huellas de su esposa.

»Al fin llamó á aquel servidor, á quien habia encargado la criminal accion que quedó sin efecto, é hizo que le condujera al mismo sitio en que Argía desapareció de su vista, sospechando que tal vez se ocultara durante el dia entre los matorrales y pasara las noches en alguna cabaña. El criado le condujo adonde esperaba encontrar la oscura selva, pero en su lugar halló un gran palacio.

»Mientras Anselmo practicaba las indagaciones de que me he ocupado, la hada habia construido de improviso y por encanto, á ruegos de Argía, un palacio de alabastro, enriquecido por dentro y por fuera con multitud de adornos de oro. No es posible expresar, ni imaginar siquiera, la riqueza que encerraba aquel edificio, ni su belleza arquitectónica. El palacio de mi amo, que tan magnífico te pareció anoche, seria á su lado una humilde choza. Los tapices más ricos, los cortinajes de más admirable tejido y de distintas formas adornaban profusamente, no solo los salones, las cámaras y las galerías, sino tambien las caballerizas y bodegas. Veíanse por do quiera innumerables jarrones de oro y de plata; piedras preciosas azules, rojas y verdes, talladas de modo que servian de platos, copas y jarros, y una extraordinaria abundancia de telas de seda y oro.

»Como iba diciendo, el Juez tropezó con aquel palacio, cuando no pensaba encontrar ni una cabaña, y sí tan solo el bosque desierto y solitario. Quedóse tan asombrado de lo que veia, que se creyó juguete de una ilusion engañadora: no sabia si estaba ébrio, si soñaba ó si habia perdido la razon. Vió en la puerta principal del palacio un etíope de nariz y lábios abultados, y rostro tan hediondo y desagradable, como no recordaba haber contemplado otro en toda su vida: su aspecto, parecido al de Esopo, segun nos le pintan, seria capaz de entristecer al Paraiso, si en él estuviera: su traje era súcio y andrajoso como el de un mendigo: en fin, por más que diga, no podré dar una idea aproximada de su repugnante fealdad.

»Como Anselmo no veia por allí más ser viviente que el etíope á quien pudiera dirijirse, se le acercó preguntándole el nombre del dueño de tan suntuoso edificio.—«Este palacio es mio,»—contestó el interpelado. Anselmo estaba seguro de que el negro se burlaba de él, ocultándole la verdad; pero este le afirmó bajo juramento que el palacio era suyo, y que nadie podia disputarle su posesion; en prueba de lo cual, le brindó á que entrara á visitarle, si en ello tenia gusto, y que lo recorriera á su placer, añadiendo que si en él veia alguna cosa que le agradara para sí ó para sus amigos, podia desde luego quedarse con ella. Anselmo entregó las riendas del caballo á su criado, se apeó al umbral de la puerta y fué recorriendo las diferentes salas y cámaras, y examinando con prolija atencion los departamentos inferiores y superiores del palacio. Contemplaba asombrado la forma, el buen gusto y la situacion del edificio, así como sus ricos y acabados adornos y la suntuosidad de sus muebles, dejando escapar con frecuencia estas palabras:

—»Todo el oro que existe en la Tierra no seria suficiente para pagar una morada tan espléndida.

»El asqueroso moro le contestó:

—»No es absolutamente imposible adquirirla, y si no á cambio de oro ó plata, puede sin embargo pagarse con una cosa que no cuesta tanto.

»Y en seguida le hizo una proposicion semejante á la que Adonio dirigió á Argía. Al oir Anselmo una propuesta tan súcia y repugnante, trató al etíope de hombre bestial é insensato, y rechazó con energía por tres ó cuatro veces sus instancias; pero el negro no cejó á pesar de las terminantes negativas del Juez, y renovó con tanta perseverancia sus ruegos, y tales medios de seduccion empleó, ofreciéndole siempre en recompensa el maravilloso palacio, que al fin le redujo á acceder á sus desenfrenados propósitos. Argía que estaba oculta cerca de allí, se presentó de improviso en el momento en que su marido incurria en una falta parecida á la suya, y le dijo con penetrante voz:

—»¡Oh espectáculo digno de un doctor tenido por sábio!

»Juzga, señor, cuál seria la vergüenza y la confusion de Anselmo al verse sorprendido en medio de su depravada y repugnante accion: en aquel momento hubiera deseado que la Tierra se abriese para precipitarse en sus entrañas. Argía, á fin de atenuar su propia falta y aumentar la vergüenza de su marido, empezó á dirigirle las más amargas reconvenciones, gritándole:

—»¿Qué castigo mereces por lo que te he visto hacer con un hombre tan soez, cuando por haberme dejado llevar de una pasion natural quisiste darme la muerte, á pesar de que yo cedí á los ruegos de un amante hermoso y gentil, que me habia ofrecido un presente á cuyo lado nada vale este palacio? Si entonces me consideraste acreedora de una muerte, debes conocer que ahora te has hecho digno de ciento. Sin embargo, aunque en este recinto mis facultades son tales que puedo hacer contigo lo que se me antoje, no pretendo vengarme más cruelmente de tu perfidia. Iguala el debe y el haber, esposo mio, y perdóname, como yo te perdono. Hagamos las paces, bajo la condicion de que olvidaremos nuestras mútuas culpas y de que jamás nos echaremos en cara nuestro pasado error.

»El marido aceptó con gusto este pacto, y se apresuró á perdonar á su mujer; restablecióse la paz y la concordia entre ambos esposos, y desde entonces vivieron en la mejor armonía.»

Calló el remero, y Reinaldo no pudo menos de sonreirse al oir el final de su historia, aunque la accion vergonzosa del doctor tiñó de vivo rubor su rostro: alabó, sin embargo, la determinacion de Argía, que supo atraer á su marido á la misma red en que ella habia caido, aunque no de un modo tan grosero como él.

Cuando el Sol estuvo algo adelantado en su carrera, el Paladin hizo que le sirvieran algunos de los manjares de que el galante Mantuano le habia provisto abundantemente la noche anterior. Huia entre tanto á su derecha un país delicioso, y á su izquierda la inmensa laguna: apareció y desapareció en seguida Argenta y su territorio, así como la playa donde el Santerno desemboca.

Creo que entonces no estaba aun construida la fortaleza de la Bastia, de cuya conquista no pudieron envanecerse mucho las tropas de España, y que tan abundantes lágrimas hizo derramar á los romañoles. Desde allí dirigieron la embarcacion en filo á la margen derecha del rio, cuyas aguas surcaba como si volara por ellas, y entraron despues en un lago tranquilo, que los condujo hácia el Sur cerca de Rávena. Aunque Reinaldo solia estar con frecuencia escaso de dinero, no obstante, á la sazon tuvo el suficiente para dar una buena propina á los remeros antes de que le dejasen en tierra.

Mudando guias y caballos, pasó aquella misma noche por Rímini; no quiso detenerse á pernoctar en Montefiore, y casi al romper el dia llegó á Urbino. Aun no existian en esta ciudad ni Federico, ni Isabel, ni el buen Guido, ni Francisco Maria, ni Leonor, cuya afable y sencilla solicitud habria sabido decidir sin duda á tan famoso guerrero á aceptar durante algunos dias la generosa hospitalidad, que ha tanto tiempo vienen ofreciendo á cuantas damas y caballeros pasan por su corte. Como nadie le detuvo en su marcha, siguió Reinaldo hasta Cagli por el camino más recto; atravesó el Apenino por el monte que cruzan el Metauro y el Gauno, dejándolo á la izquierda; pasó por la Umbría y el país de los Etruscos, y descansó en Roma: desde esta gran ciudad se encaminó al puerto de Ostia, y embarcándose allí, se trasladó por mar á la ciudad en que el piadoso Eneas dió sepultura á los restos de su padre Anquises.

En dicha ciudad cambió de bajel, y sin pérdida de momento bogó en demanda de la pequeña isla de Lampedusa, que habian elegido para teatro de su lucha Orlando y los otros cinco combatientes. Reinaldo no cesaba de excitar al piloto, el cual aceleraba cuanto podia la marcha del buque, haciendo fuerza de vela y remo; pero los vientos contrarios, harto impetuosos por desgracia, no le permitieron llegar con la oportunidad deseada.

Desembarcó en el momento en que el príncipe de Anglante acababa de dar cima á su empresa, tan útil como gloriosa, arrancando la vida á Gradasso y Agramante, por más que la victoria le costó cara. En aquel combate habia perecido el hijo de Monodante, y Olivero yacia tendido en la arena, sufriendo vivos dolores á consecuencia de su caida, que le dislocó gravemente un pié. El Conde no pudo menos de derramar abundantes lágrimas al abrazar á Reinaldo y al participarle la muerte de Brandimarte, que le habia amado con tanto desinterés y firmeza. Otro tanto sucedió al señor de Montalban cuando vió á su desgraciado amigo con la cabeza horriblemente dividida por el acero de Gradasso: en seguida corrió á abrazar á Olivero, que continuaba en tierra á consecuencia de la dislocacion de su pié, é hizo cuanto le fué posible para consolarle, aunque por su parte tambien necesitaba consuelos por el pesar que le causaba el haber llegado á participar del banquete cuando ya estaban levantados los manteles.

Los escuderos transportaron los cadáveres de Gradasso y Agramante á la destruida ciudad de Biserta, entre cuyas ruinas les dieron ignorada sepultura, y en seguida divulgaron el resultado del combate. Astolfo y Sansoneto supieron la victoria obtenida por Orlando, con suma alegría, turbada empero por la noticia de la muerte de Brandimarte. El triste fin del magnánimo guerrero debilitó de tal modo la expansion natural de su júbilo, que no pudieron impedir que en sus semblantes se retratara la tristeza. ¿Y quién de ellos se atreveria á llevar á Flor-de-Lis la noticia de tan inmensa desgracia?

Durante la noche que precedió á aquel dia, Flor-de-Lis habia visto en sueños la sobrevesta que tejió y bordó por su mano, para que Brandimarte se engalanara con ella, salpicada de gotas rojas á manera de lluvia tempestuosa; figurábase haberla recamado de aquel modo y sentia una gran afliccion, diciendo al parecer entre sí:—«¿Cómo es que habiéndome recomendado mi dulce dueño que fuera toda negra, la he recamado contra sus deseos de un modo tan extraño y raro?»—No pudo menos de ver en aquel sueño un presagio funesto, cuya espantosa confirmacion se recibió aquella misma noche; pero Astolfo procuró ocultársela hasta que él y Sansoneto reunidos pasaron á ver á la infeliz doncella.

Cuando llegaron á su presencia y observó Flor-de-Lis que en sus semblantes no se retrataba esa expresion de alegría que debe inspirar la victoria, adivinó desde luego, sin necesidad de más aviso, la triste suerte que habia cabido á su Brandimarte. En el momento mismo sintió su corazon tan oprimido, tan anublada su vista, y tan amortiguados todos sus sentidos, que dió con su desmayado cuerpo en tierra. Al volver en sí, sepultó las manos en su abundante cabellera, y empezó á herirse desesperadamente el rostro, repitiendo en vano aquel adorado nombre; siguió arrancándose y dispersando los cabellos, ora prorumpiendo en agudos gritos, como si estuviera poseida de los demonios, ora dando rápidas vueltas en derredor de la estancia, como, segun nos cuentan, las daban en otro tiempo las Ménades errantes, á los ecos de las bocinas.

Tan pronto se dirigia suplicante á los caballeros, pidiéndoles un puñal para sepultárselo en el corazon, como queria correr á la playa donde habia anclado la nave conductora de los cadáveres de los dos sarracenos, para mutilar los restos de uno y otro, y saciar en ellos su furiosa y vengativa saña: otras veces pretendia atravesar el mar, para tener la satisfaccion de exhalar su último suspiro al lado de su amante.

—¡Ah Brandimarte mio! ¿Por qué te dejé acometer tamaña empresa sin ir en tu compañía? exclamaba. ¡Ni una sola vez dejó tu Flor-de-Lis de seguirte á donde quiera que fuiste! Otra fuera tu suerte, si me hubieras tenido á tu lado; porque mis ojos no se habrian apartado un momento de tí, y en el caso de que el infame rey de Sericania te atacara por la espalda, con un solo grito habria acudido en tu auxilio, ó tal vez hubiera alejado de tu cabeza el golpe mortal, interponiéndome rápidamente entre tí y tu cruel enemigo, y sirviéndote mi propio cuerpo de escudo; pues mi muerte no ocasionaria una pérdida tan lamentable como la tuya. Ahora moriré de todos modos; pero sin que mi muerte sea provechosa para nadie. ¡Oh! Si al menos hubiese perecido en tu defensa, ¿de qué modo mejor podria haber sacrificado mi vida? Y aun cuando el hado duro y hasta el mismo Cielo se hubiesen mostrado contrarios á mis deseos, no expirarias al menos sin que yo te diese el ósculo de despedida; habria inundado al menos tu rostro con mi llanto, y antes de que tu alma, rodeada de espíritus bienaventurados, volase al seno de su Creador, te habria dicho:—«¡Ve en paz, y espérame en la celestial morada; pues donde quiera que vayas, estoy dispuesta á seguirte presurosa!»—¿Era ese, Brandimarte, era ese el reino cuyo cetro debias empuñar? ¿Es así como debia pasar contigo á Damogira? ¿Es ese el régio trono que me tenias preparado? ¡Ah Fortuna cruel! ¡Cuánta ventura me arrebatas! ¡Qué halagüeñas esperanzas has desvanecido! ¡Ah! Puesto que he perdido tanto bien, ¿qué puede ya interesarme en el mundo?

Mientras así decia, su rabia y su furor iban aumentando en tales términos, que volvia á arrancarse los cabellos, como si tuvieran la culpa de su desdicha: se golpeaba y mordia las manos y se desgarraba el pecho y los lábios con las uñas. Pero volveré á Orlando y á sus compañeros, en tanto que la desdichada doncella se destroza y se consume en estéril llanto.

Deseoso Orlando de aplicar á la dolencia de su cuñado los prontos auxilios que su estado exigia, y anhelando al propio tiempo dar á Brandimarte honrosa sepultura en un sitio más digno, embarcóse con direccion á la montaña que ilumina la noche con su fuego, y oscurece el dia con su denso humo: el viento era favorable y la playa en cuya demanda navegaban estaba bastante cerca hácia la derecha. Con un viento fresco y favorable largaron las amarras al declinar el dia, y se alejaron de Lampedusa, guiados en su derrotero por la pálida luz de la diosa de la noche: al dia siguiente fondearon en la amena playa que rodea á Agrigento, donde Orlando dispuso para la noche siguiente los preparativos necesarios para inhumar con pompa los restos mortales de Brandimarte. Cuando vió cumplidas fielmente sus órdenes, y el Sol dió paso á las tinieblas nocturnas, rodeado el Paladin de un numeroso séquito de caballeros que habian acudido á Agrigento respondiendo á su invitacion, trasladóse á la orilla del mar que parecia abrasada por la llama de infinitas antorchas, y volvió donde estaba depositado el cuerpo del que vivo y muerto habia querido tanto, y cuya lamentable pérdida arrancaba gemidos y lamentos á los circunstantes.

Junto al fúnebre ataud estaba llorando el anciano Bardin, que debia tener ya secos los ojos y los párpados á causa de las incesantes lágrimas que habia derramado en el buque. Llamando al Cielo cruel, y perversos á los astros, rugia como el leon acometido por la fiebre, y con sus temblorosas manos se arrancaba las plateadas canas ú ofendia su arrugada frente. Al presentarse Orlando, redoblaron con más fuerza los gemidos y las lágrimas: aproximóse el Conde al cadáver, y permaneció algun tiempo con los ojos fijos en él, sin desplegar los lábios y tan pálido como el ligustro ó el flexible acanto arrancados de su tallo por la mañana ó por la noche: por último exhaló un profundo suspiro, y sin separar la vista del rostro de su amigo, exclamó:

—¡Oh valiente, leal y querido compañero, cuyo ensangrentado cadáver contemplo, aunque sé que resides en el Cielo, y que has conquistado una vida, que nada puede arrebatarte ya! Perdóname este llanto que me hace derramar, no tanto la idea de que no estés á mi lado, como el pesar que siento por haberme quedado en el mundo, y privado por tanto de disfrutar contigo la felicidad que te rodea. Ahora me encuentro solo: sin tí nada puede haber en la Tierra que me complazca. Si hemos arrostrado juntos el furor de los elementos y los peligros de la guerra, ¿por qué no he de participar tambien de tu reposo? ¡Grandes deben de ser mis culpas, cuando no se me ha permitido salir de este mundo impuro siguiendo tus huellas! Si no te abandoné en los trabajos, ¿por qué no ha de tocarme parte de la recompensa? Tú has ganado, mientras que yo he perdido: para tí han sido los beneficios; para mí las pérdidas.—El mismo dolor que siento ahora conmueve tambien á la Italia, la Francia y la Alemania. ¡Oh! ¡Cuán inmenso será el desconsuelo de mi Señor y tio! ¡Cuán grande la afliccion de todos los paladines! ¡Cuán intenso el pesar del Imperio y de la Iglesia cristiana, que han perdido en tí su principal sosten! ¡Oh! ¡Cómo disminuirá con tu muerte el terror y el espanto de nuestros enemigos! ¡Cómo sentirán renacer los paganos su abatido espíritu, recobrando nuevo vigor y nueva audacia! ¡Cuál debe ser en estos momentos el quebranto de tu desdichada esposa! Desde aquí veo su llanto y oigo sus desgarradores gemidos: sé que me acusa, y que tal vez me maldice al ver que por mi causa ha muerto contigo toda su esperanza. ¡Oh Flor-de-Lis! Al vernos privados de Brandimarte, nos queda al menos un consuelo; el de que todos cuantos guerreros hoy existen deben envidiar su gloriosa muerte. Aquellos Decios, aquel que fué tragado por la Tierra en el Foro romano, el mismo Codro, tan alabado por los Argivos, no fueron más útiles á su patria, ni se ofrecieron á la muerte con más gloria que tu amante.

Mientras Orlando pronunciaba estas palabras, los monjes de hábitos negros, blancos y grises, y una multitud de clérigos iban en procesion formando dos prolongadas hileras y rogando á Dios que concediera al alma del difunto eterno descanso entre los bienaventurados. Las innumerables luces que brillaban por todas partes parecian haber convertido la noche en dia. Alzaron el féretro, en cuya conduccion turnaron condes é ilustres caballeros, é iba cubierto con un paño de seda de purpúreo color, bordado de franjas de oro, que alternaban con otras de grandes perlas: el cadáver de Brandimarte yacia sobre espléndidos cogines de un trabajo elegante y delicado, y cubiertos de piedras preciosas, y llevaba puesta una sobrevesta del mismo color y tejido que aquellos.

A la cabeza del fúnebre cortejo marchaban trescientos pobres, todos ellos cubiertos con unas túnicas negras que les llegaban hasta el suelo: seguian luego cien pajes montados en otros tantos magníficos caballos de batalla, y unos y otros llevaban luengos mantos de luto que arrastraban por la tierra. Rodeaban el féretro numerosas banderas desplegadas, en las que se veian pintadas diferentes divisas, conquistadas todas ellas á mil vencidas huestes en favor del César y de San Pedro, por aquel vigoroso brazo que pendia de un frio cadáver. Al par de las banderas, se veian infinitos escudos, que llevaban todavía los blasones de los esforzados guerreros á quienes habian sido arrebatados. Doscientas personas destinadas á las diversas ceremonias de tan suntuosas exequias seguian despues, llevando, como los demás, hachas encendidas, y encerradas, más bien que vestidas, en negro ropaje. Cerraban el cortejo Orlando, que de vez en cuando derramaba copiosas lágrimas de sus ojos, tristes y encendidos, y Reinaldo, no menos aflijido que él. Olivero no pudo asistir á causa del daño de su pié.

Seria interminable si os hubiese de referir en mis versos todos los pormenores de las exequias, enumeraros los mantos de color oscuro ó turquí que se veian en la comitiva, ó contar las infinitas hachas que se quemaron. El fúnebre acompañamiento se dirigió hácia la catedral, haciendo que los habitantes de la ciudad vertieran tristes lágrimas á su paso; pues las personas de todo sexo, edad y condicion no podian menos de condolerse del desgraciado fin de un mancebo tan apuesto, tan bueno y tan jóven. Colocaron el cadáver de Brandimarte en la nave principal de la iglesia, y cuando las plañideras hubieron dado tregua á sus inútiles llantos y gemidos, y los sacerdotes pusieron fin á los abundantes eleisones y demás oraciones dedicadas á los difuntos, que sobre él pronunciaron, lo depositaron en una caja sobre dos columnas, cubriéndola por disposicion de Orlando con un rico paño de oro, hasta que se le trasladara á un sepulcro más costoso.

Antes de salir de Sicilia, mandó Orlando que se acopiara una gran cantidad de pórfidos y alabastros: quiso que se trazaran los planos del mausoleo, y dedicó gruesas sumas para premiar los trabajos de los arquitectos y escultores más afamados. Despues de la partida de Orlando, pasó Flor-de-lis á Sicilia, en donde vigiló cuidadosa la ereccion del sepulcro, presenciando la colocacion de las losas, y de las grandes columnas que hizo traer desde la costa de África. Viendo que sus lágrimas no tenian fin, que sus suspiros se obstinaban cada vez más en salir del pecho, y que no podia calmar su violento dolor, á pesar de todos los oficios y misas que mandaba decir continuamente, resolvió no separarse de aquel sitio hasta que exhalara el alma, y se hizo construir en el mismo sepulcro una celda, en la que se encerró, pasando allí su vida.

Orlando le envió varias cartas y mensajes, que de nada sirvieron, por lo cual pasó él mismo á Sicilia para inducirla á que saliera de allí, asegurándole que si accedia á regresar á Francia, la llevaria á vivir en compañía de Galerana, señalándole una fuerte pension: y si preferia volver al lado de su padre, la acompañaría gustoso hasta Lizza, ó haria que edificaran un monasterio para ella, en el caso de que le pareciera más conveniente consagrarse al Señor. A pesar de todo, Flor-de-lis no abandonó el sepulcro, y extenuada allí por la penitencia, y dedicada dia y noche á la oracion, no pasó mucho tiempo sin que la Parca fiera cortara el hilo de sus dias.

Los tres guerreros franceses habian abandonado ya la isla en que tenian los cíclopes sus antiguas grutas, alejándose tristes y afligidos por verse precisados á dejar en ella á su cuarto compañero. Les pesaba en extremo abandonar á Olivero sin un médico que atendiera á su curacion, la cual, descuidada al principio, se presentaba difícil y peligrosa. Los lamentos del enfermo les tenian muy alarmados con respecto al resultado de su dolencia, y en ocasion en que trataban entre ellos de este asunto, se le ocurrió al piloto una idea, que les comunicó, y les agradó sobremanera. Díjoles el marino que en un islote desierto que se hallaba á corta distancia, vivia un eremita, á quien nadie habia recurrido en vano en demanda de socorro ó de consejos, asegurándoles que aquel solitario tenia la facultad sobrenatural de dar vista á los ciegos, resucitar los muertos, contener el viento al hacer la señal de la cruz y amansar el mar cuando más furioso estuviese; por lo cual les aconsejaba que fueran en busca de aquel varon tan favorecido de Dios, no abrigando la menor duda de que sabria devolver la salud á Olivero, puesto que ya habia dado otras muestras más evidentes de su virtud.

Orlando acogió con marcada satisfaccion este consejo, y ordenó que se hiciera rumbo á tan santo lugar, como en efecto lo hicieron sin desviar la proa á uno ú otro lado hasta que al romper el dia divisaron el escollo. Guiada la embarcacion por marinos expertos, abordaron á él con toda seguridad; en seguida, los criados y algunos remeros ayudaron á trasladar al Marqués á una lancha, que les condujo á través de las espumosas olas al duro escollo; pasando acto contínuo á la santa morada donde residia el anciano que bautizó á Rugiero.

El siervo del Señor del Paraiso recibió afablemente á Orlando y á sus compañeros, les bendijo con plácido semblante, y les preguntó el motivo que allí les conducia, á pesar de que los espíritus celestiales le habian avisado con antelacion su llegada. Orlando le respondió, que el objeto de su viaje no era otro que el de encontrar un remedio para su Olivero, el cual habia sido peligrosamente herido peleando en defensa de la Fé de Cristo. El santo anciano se apresuró á tranquilizarle, prometiéndole una curacion pronta y radical. Ignoraba la ciencia de la medicina, y carecia de toda clase de ungüentos y remedios; pero se encaminó á la capilla, dirigió una fervorosa plegaria al Salvador, y saliendo tranquilo y satisfecho, dió su bendicion á Olivero en nombre de las tres personas eternas, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

¡Oh poder maravilloso que da el Señor á los que creen en él! De repente desaparecieron todos los dolores del caballero, que sintió su pié radicalmente curado y más fuerte y ágil que nunca. Sobrino tuvo entonces ocasion de presenciar una cura tan prodigiosa. El monarca sarraceno, cuyas heridas se agravaban más de dia en dia, apenas vió el milagro maravilloso y evidente que el santo monje acababa de hacer, se dispuso á abjurar los errores de la religion mahometana y abrazar la Fé de Cristo verdadera, suplicando, con corazon contrito, que le iniciaran en los misterios de nuestra sublime creencia. El justo varon, accediendo á sus deseos, derramó sobre su cabeza las puras aguas del bautismo, y le volvió, rezando, á su vigor primitivo.

Orlando y los demás caballeros se regocijaron de esta conversion casi tanto como de ver á su Olivero completamente sano de su peligrosa dolencia; pero fué mucho mayor el gozo que sintió Rugiero, cuya fé y cuya devocion iban aumentando progresivamente. El jóven guerrero habia permanecido en el escollo desde la noche en que llegó á él nadando.

El devoto anciano continuó conversando afablemente con los caballeros, y exhortándoles con fervientes súplicas á que procuraran atravesar limpios y puros esta oculta zanja, llena de cieno y de inmundicia, que se llama vida, tan grata para los hombres frívolos y necios, y á que tuvieran los ojos fijos en el camino que conduce al Cielo.

Orlando dispuso que uno de sus criados pasara á bordo del buque, y que trajera pan y buen vino, caza y cecinas, é hicieron que el santo varon, cuyo paladar acostumbrado á los sencillos frutos de la tierra habia olvidado ya el sabor de las perdices, probara por caridad y condescendencia la carne, bebiera vino, é hiciera, en fin, lo mismo que todos. Cuando el alimento hubo restaurado sus fuerzas, empezaron los caballeros á hablar de diferentes asuntos; y como suele suceder que en la conversacion una cosa sirve de demostracion á otra, vinieron á parar en que Reinaldo, Olivero y Orlando conocieron en Rugiero á aquel campeon tan famoso por sus proezas, cuyo valor ensalzaban todos á porfía. Reinaldo no sospechó que fuese aquel guerrero con quien habia peleado en la estacada; y aunque el rey Sobrino le conoció desde el momento en que le vió aparecer al lado del cenobita, quiso, sin embargo, guardar silencio por temor de equivocarse.

Cuando todos se convencieron de que tenian ante sí á aquel Rugiero, cuya audacia, cortesanía y sublime valor le habian granjeado un nombre célebre en el orbe entero, y tuvieron noticia de que se habia convertido al cristianismo, se le acercaron con semblante alegre y placentero: uno le estrechó la mano; otro le besó con amistosa efusion, y otro le abrazó estrechamente; pero sobre todos el señor de Montalban se esforzó en acariciarle y en darle más vivas muestras de su cariñosa solicitud.

En el otro canto, si teneis á bien escucharlo, os explicaré los motivos de tan afectuosa deferencia.

Canto XLIV

Reinaldo promete á Rugiero la mano de su hermana Bradamante, y regresa con él á Marsella.—Astolfo llega al mismo puerto, despues de haber exterminado á sus enemigos, y desde allí pasa á Paris, donde todos los caballeros son recibidos con los mayores honores y consideraciones.—Rugiero marcha á combatir con Leon, á quien el duque Amon habia prometido la mano de su hija.

Con frecuencia acontece que, bajo humildes techos y en albergues miserables, en medio de la estrechez y de las calamidades, los corazones se unen con los lazos de una amistad más firme y duradera, que entre las envidiadas riquezas ó la ociosidad de los regios alcázares y de los expléndidos palacios, llenos de intrigas y de sospechas, de donde está desterrada por completo la caridad, y donde no se encuentra amistad que no sea fingida. Esta es la causa de que los pactos y los convenios que hacen entre sí los príncipes y los reyes sean tan fugaces. Los emperadores, los papas, los reyes, unidos hoy por mútuos tratados de alianza, se convertirán mañana en enemigos capitales; porque ni su corazon, ni sus propósitos guardan consonancia con su apariencia exterior, y porque, importándoseles lo mismo lo justo que lo injusto, tan solo atienden á su conveniencia particular: sin embargo, á pesar de que son poco capaces de comprender los dulces sentimientos de una amistosa cordialidad, porque tan delicado afecto no reside donde siempre se trata de él con hipocresía y disimulo, lo mismo en las cuestiones graves que en las insignificantes, si por casualidad llega á reunirlos en algun sitio humilde una impensada y cruel desgracia, que les agobie mútuamente con su peso, entonces, y solo entonces, aprenden á conocer y apreciar en poco tiempo el valor inapreciable de la santa amistad, de que durante muchos años no pudieron darse cuenta. El santo anciano, en su modesto retiro, logró unir á sus huéspedes con los fuertes vínculos de un acendrado cariño, mucho mejor que otros lo hubieran hecho en la corte, y este cariño quedó tan arraigado en sus corazones, que no se desvaneció sino con la muerte. El piadoso varon los encontró á todos benignos y asequibles á sus exhortaciones, y conoció que sus almas eran más cándidas que el blanco plumaje de un cisne: todos ellos eran francos, amables, generosos, é incapaces de esa iniquidad que os he descrito, propia solo de los que, cubiertos con la máscara de una refinada hipocresía, jamás se manifiestan como son; por lo cual, dieron al olvido sus antiguas ofensas y querellas, y desde aquel momento se amaron más que si los hubieran engendrado los mismos padres.

El señor de Montalban se mostraba más solícito que los demás en acariciar y halagar á Rugiero, tanto por haber tenido ocasion de conocer su valor y bizarría, cuanto por ver en él al caballero más afable y más humano que existia en el mundo, y principalmente por reconocerse deudor de los muchos favores que el esforzado jóven le habia prestado en diferentes ocasiones. Sabia que Rugiero habia salvado á Riciardeto, cuando el Rey de España le hizo encarcelar, por haberle encontrado en el lecho con su hija: sabia tambien que habia librado á los dos hijos del Duque Buovo, segun os he dicho, de las manos de los sarracenos y de los malvados sicarios del maguntino Bertolagio; y estas muestras de heróica abnegacion le parecian tan grandes, que le obligaban á amarle y á reverenciarle: lo que más le pesaba era no haber podido hacer lo mismo cuando militaban el uno bajo las banderas africanas y el otro al servicio de Carlomagno; pero á la sazon, que le veia convertido al cristianismo, se apresuró á satisfacer gustoso su deuda de gratitud, prodigando á Rugiero toda clase de ofrecimientos, honores y demostraciones de cariño.

Viendo el prudente eremita tan marcada benevolencia, tomó pié de ella para decirles:

—Ahora no falta ya más que una cosa, que espero obtener sin oposicion; y es que, así como acabais de uniros por los lazos de una generosa amistad, os unais tambien por los vínculos del parentesco, á fin de que de vuestras dos razas ilustres, cuya nobleza no encuentra igual en el mundo, salga una estirpe que supere en esplendor á todo el que despiden los fulgurantes rayos del Sol mientras recorre su órbita: una estirpe cuya gloria irá en aumento conforme vayan transcurriendo los años y los lustros, y durará (segun lo que Dios me inspira con objeto de que os lo revele) mientras los cielos efectúen sus acostumbradas revoluciones.

Y prosiguiendo su conversacion en estos términos, el santo anciano concluyó por persuadir á Reinaldo á que prometiera á Rugiero la mano de su hermana Bradamante, si bien es verdad que ninguno de los dos necesitaba tales consejos. El Príncipe de Anglante y Olivero encarecieron á su vez la conveniencia de esta union, esperando que, así como ellos, la aprobaran el rey Cárlos y el duque Amon, y que la Francia entera se regocijaria por ella. Así decian; pero ignoraban que Amon, con aprobacion del hijo de Pepino, se habia comprometido por aquellos dias con Constantino, emperador de Oriente, que le pidió la mano de Bradamante para su hijo Leon, heredero de sus vastos dominios; el cual, sin ver á la jóven, se habia enamorado perdidamente de ella por la sola fama de sus hazañas. Amon le respondió, que por sí solo no podia decidirse enteramente hasta hablar con su hijo Reinaldo, que por entonces se hallaba lejos de la corte; y aun cuando no le cabia la menor duda de que su hijo daria su consentimiento, aceptando gustoso una alianza tan ilustre, no se atrevia, sin embargo, á tomar una resolucion definitiva á causa de la suma deferencia que le tenia.

Mientras tanto Reinaldo, separado de su padre, ignorante de los tratos de este con el Emperador, y cediendo á su propio deseo, al parecer de Orlando y de sus compañeros, y sobre todo á las instancias del eremita, prometió á Rugiero la mano de su hermana, persuadido de que Amon no podria menos de aprobar satisfecho aquel parentesco. Pasaron todo aquel dia y gran parte del siguiente en compañía del virtuoso cenobita, olvidándose casi de regresar á bordo, á pesar de serles el viento favorable; pero los marinos, que se lamentaban de tanta demora, les enviaron repetidos avisos, apremiándolos para que se embarcaran, hasta que por último tuvieron que separarse del eremita. Rugiero, que habia permanecido en aquel retiro tantos dias, sin apartarse un solo momento del escollo, se despidió afectuosamente del santo maestro que le iniciara en la verdadera fé. Orlando le devolvió su espada, la armadura de Héctor y el buen Frontino, tanto para darle una prueba evidente del cariño que le profesaba, cuanto por saber que antes le habian pertenecido; y si bien el Paladin tenia más derecho á poseer aquel acero encantado, conquistado por él á costa de mil trabajos y fatigas en el formidable jardin de Falerina, que Rugiero, á quien se lo habia entregado un ladron, juntamente con Frontino, sin embargo, se lo cedió voluntariamente, así como las demás armas á la primera indicacion.

Bendecidos los caballeros por el devoto anciano, volvieron á embarcarse, y al instante dieron las velas al Noto y los remos al agua. Durante su navegacion, disfrutaron de un tiempo tan sereno y bonancible, que no tuvieron necesidad de apelar á los rezos ni á los votos hasta que fondearon en Marsella sanos y salvos. Dejémosles allí, hasta que me sea posible conducir á aquel puerto al glorioso duque Astolfo.

Luego que Astolfo tuvo noticia de la victoria alcanzada á costa de tanta sangre, juzgó que la Francia se hallaba para siempre libre de los ataques del África, y por consiguiente creyó oportuno disponer que el Rey de Nubia regresara á su país con su ejército, por el mismo camino que cruzara al marchar contra Biserta. El hijo de Ogiero habia enviado de nuevo al África la escuadra que destruyó la de los moros, y en cuanto desembarcaron de ella los nubios que la tripulaban, un nuevo milagro hizo que los costados, las popas y las proas de las embarcaciones recobraran su primitiva forma de hojas de árbol; despues acudió el viento, y como cosa leve, las dispersó por el aire y las hizo desaparecer en un instante.

No tardaron en alejarse de África las huestes nubias, unas á pié y otras á caballo; pero Astolfo manifestó antes su viva y eterna gratitud al rey Senapo, por haber acudido en persona á prestarle un generoso auxilio con toda su fuerza y todo su poder, y le entregó el terrible y fogoso Austro encerrado en el claustro uterino: quiero decir, que le confió el odre que contenia el viento que suele soplar del Sur con inusitada violencia, agitando las arenas del desierto como si fueran las olas de un tempestuoso mar, y elevándolas en confusos remolinos hasta el mismo Cielo: encarecióle la importancia de mantenerlo cautivo, para que no les molestara en su viaje, y le recomendó, por último, que al llegar á su país, le diese libertad.

Dice Turpin, que en el momento en que el ejército penetró en las gargantas del empinado Atlas, todos los caballos se transformaron de nuevo en piedras, de suerte que los nubios se volvieron como habian venido.

Pero ya es tiempo de que Astolfo regrese á Francia, por lo cual tan pronto como hubo fortificado los principales puntos del reino de África, hizo desplegar las alas á su Hipogrifo, que de un solo vuelo le llevó á Cerdeña, y de Cerdeña á las playas de Córcega; desde allí prosiguió el Duque su camino sobre el mar, volviendo algun tanto las riendas á la izquierda, hasta que por último contuvo la rapidez de su carrera al dar vista á las marismas de la rica Provenza, donde hizo con el Hipogrifo cuanto le ordenó el Evangelista. El santo Apóstol le habia prevenido que, una vez llegado á Provenza, dejara de espolearle, y que cesando de oponer la silla y el freno á su natural impetuosidad, le permitiera alejarse libremente.

Además, el cielo más bajo, que recibe en su seno todo cuanto pierden los mortales, habia privado de sus sonidos á la trompa, que se quedó, no ya ronca, sino muda, cuando el guerrero puso el pié en la divina morada.

Llegó Astolfo á Marsella el mismo dia en que desembarcaron Orlando, Olivero y el señor de Montalban, juntamente con el buen Sobrino y el bravo Rugiero. El triste recuerdo de la muerte de su amigo Brandimarte impidió que los Paladines reunidos pudieran dar expansion al júbilo que sentian por el feliz resultado de la guerra. Desde Sicilia habian participado al Emperador la muerte de los dos reyes sarracenos, la prision de Sobrino y el desgraciado fin de Brandimarte: tampoco ignoraba Cárlos la conversion de Rugiero, y en su corazon y en su rostro se echaba de ver claramente el gozo que sentia, por verse libre de aquel peso intolerable que habia gravitado sobre sus hombros, en términos de no poder reponerse fácilmente.

A fin de honrar cual debia á aquellos guerreros, que eran las columnas y el principal sosten del santo Imperio, dispuso el Emperador que toda la nobleza del reino saliera á recibirlos hasta la orilla del Saona, y él mismo se adelantó á su encuentro fuera de los muros de la ciudad con una brillante comitiva, compuesta de reyes y duques, y en compañía de la Emperatriz, que iba rodeada de muchas doncellas, tan notables por su hermosura como por la elegancia y riqueza de sus galas. El alegre Emperador, los paladines, los amigos y parientes, la nobleza y el pueblo acogieron al Conde y á sus compañeros con las más evidentes muestras de cariñoso afecto, aclamando los nombres de Mongrana y Claramonte.

Tan pronto como hubieron terminado los plácemes y los abrazos, Reinaldo, Orlando y Olivero condujeron á Rugiero á la presencia del Emperador, manifestándole que aquel jóven era hijo de Rugiero de Ris, digno heredero de las virtudes de su padre, y tan fuerte y animoso y tan experto en los combates como podrian atestiguar los ejércitos cristianos. En aquel momento se presentaron Marfisa y Bradamante, las dos amigas bellas y esforzadas: la primera corrió á abrazar á su hermano: la segunda le saludó con cierta expansion contenida por el respeto.

El Emperador hizo que Rugiero volviera á montar á caballo, del que se habia apeado reverentemente, y quiso que cabalgara á su lado, no perdonando la menor ocasion de honrarle y darle señales inequívocas de su aprecio; pues sabia su conversion al cristianismo, porque apenas desembarcaron los guerreros, se habian apresurado á poner en noticia de Cárlos los detalles de todo lo ocurrido. La noble comitiva entró en la ciudad en medio de una pompa verdaderamente triunfal: por do quiera se veian enramadas y guirnaldas de flores: todos los edificios estaban colgados de vistosos tapices: sobre los vencedores caia una verdadera lluvia de flores y de yerbas olorosas, que arrojaban á manos llenas desde los balcones y ventanas elegantes damas y apuestas doncellas: al recorrer algunas calles, se encontraban con arcos y trofeos levantados en breves momentos, en que estaban representados la toma y el incendio de Biserta y otros varios hechos de armas: en otras partes se elevaban tablados, en los que se ejecutaban diferentes juegos, pantomimas y espectáculos escénicos, y en fin, por do quiera aparecian fijados grandes cartelones con esta inscripcion: A los libertadores del Imperio. Entre los sonidos de los penetrantes clarines, de los canoros pífanos, y de mil armoniosas músicas; entre los aplausos, las aclamaciones, el gozo y el afecto de una inmensa multitud que apenas cabia en las calles, apeóse el magno Emperador en su palacio, donde todo aquel brillante séquito se entregó durante muchos dias á los placeres de los torneos, de los banquetes, de los bailes, de los juegos y de las representaciones escénicas.

Reinaldo aprovechó la primera oportunidad para participar á su padre su propósito de unir á Bradamante con Rugiero, manifestándole al propio tiempo que se la habia prometido por esposa en presencia de Orlando y de Olivero, los cuales apoyaron su dictámen por creer que era imposible contraer un parentesco, que por la nobleza y valor del elegido fuese, no tan solo igual, sino mejor que el acordado. El duque Amon no quiso ocultar á su hijo el marcado descontento con que escuchó sus palabras, por haberse atrevido á disponer de la mano de la doncella sin consultarle, cuando él estaba resuelto á desposarla con el hijo de Constantino y no con Rugiero, el cual ni empuñaba un cetro, ni poseia absolutamente nada sobre la tierra, como si no supiese que la nobleza, y especialmente la virtud, carecen de valor cuando no las acompañan las riquezas.

Beatriz censuró la determinacion de su hijo mucho más que el Duque su esposo, calificándola de arrogante en demasía, y declaró secreta y ostensiblemente, que se opondria á que Bradamante fuese esposa de Rugiero, por tener resuelto hacerla á toda costa emperatriz de Oriente. Reinaldo por su parte persistia en su obstinacion, decidido á no faltar en un ápice á su palabra. La madre, que creia á la magnánima doncella predispuesta en favor suyo, la escitaba á confesar que preferia la muerte á enlazarse con un caballero pobre, amenazándole al mismo tiempo con retirarle su afecto si toleraba la grave injuria que su hermano le inferia, y aconsejándole que se negara con audacia y firmeza, puesto que Reinaldo no podia obligarla á acceder á sus deseos á la fuerza.

Bradamante permanecia silenciosa, sin atreverse á contradecir á su madre, hácia quien sentia tal respeto y reverencia, que ni siquiera podia pensar en desobedecerla; pero, por otra parte, consideraba como un crímen prometer lo que no queria cumplir; y no queria, porque no le era posible, pues Amor le habia arrebatado su poco ó mucho albedrío. No atreviéndose á rehusar, ni á dar muestras de contento, se limitaba á guardar un absoluto silencio, interrumpido por frecuentes suspiros; pero cuando se encontraba á solas, y en sitio donde no pudiese ser oida, daba libre curso al llanto que en copioso raudal se escapaba de sus ojos, haciendo sentir á su pecho y á sus blondos cabellos los crueles efectos del dolor que la atormentaba, golpeándose aquel y mesándose lastimosamente estos. En medio de su afliccion y de su llanto, exclamaba:

—¡Ay de mí! ¿Habré de querer lo que no quiere la que debe ejercer sobre mi voluntad un dominio mayor que el mio propio? ¿Tendré en tan poca estima los deseos de mi madre, que me sea posible posponerlos á mi principal anhelo? ¡Ah! ¿Puede haber pecado más grave ó baldon más vergonzoso para una doncella, que el de tomar esposo contra la voluntad de aquellos á quienes está obligada á obedecer? ¡Ay mísera de mí! ¿Tendrá bastante poder mi cariño filial para conseguir que te abandone, Rugiero mio? ¿Logrará que me entregue á una nueva esperanza, á un nuevo deseo y á un nuevo amor, ó haciendo abstraccion completa de la reverencia y atencion que á los buenos padres deben los buenos hijos, atenderé tan solo á mi bien, á mi dicha, á mi deleite? Conozco cuáles son mis deberes, sé cuánto debe exigirse de una buena hija: no lo ignoro ¡ay de mí! pero ¿de qué me sirve si los sentidos luchan ventajosamente con la razon, si Amor la acosa y la obliga á someterse, y no me permite que disponga de ella ni aun de mí misma sino cuando á él le parece, reduciéndome á decir y hacer tan solo lo que él me dicta? Soy hija de Amon y de Beatriz, pero tambien soy ¡desventurada! esclava del amor. Si falto á mis deberes filiales, espero encontrar compasivo perdon en mis padres; pero si ofendo al amor, ¿quién podrá librarme con ruegos y con súplicas de sus furores? ¿quién logrará que atienda una sola de mis disculpas y no me cause una muerte desastrosa y repentina? ¡Ah! He procurado á costa de prolongados é incesantes esfuerzos atraer á Rugiero á nuestra Fé; al fin lo he conseguido, pero ¿qué me importa, si mi piadoso propósito redunda en beneficio de otros, del mismo modo que la abeja renueva su miel todos los años, para verse privada siempre del fruto de su trabajo? ¡No, no! ¡Antes la muerte que verme en brazos de otro esposo! Si no obedezco á mi padre y á mi madre, obedeceré en cambio á mi hermano, que es mucho más prudente que ellos y tiene su cerebro sano y despejado. El mismo Orlando aprueba lo que Reinaldo ordena, de suerte que cuento con el apoyo de ambos caballeros, más temidos y venerados en el mundo que todos nuestros demás parientes juntos. Si no existe un solo mortal que no vea en ellos la flor, la gloria y el esplendor de la raza de Claramonte, si todos los ensalzan y los glorifican á porfía, ¿por qué he de consentir que Amon disponga de mí con preferencia á Reinaldo y al Conde? No, no debo permitirlo, y con tanto mayor motivo, cuanto que el Emperador griego solo ha recibido de mi padre una vaga promesa, al paso que Reinaldo ha comprometido su palabra con Rugiero.

Si Bradamante se afligia y atormentaba, la imaginacion de Rugiero no estaba mucho más tranquila; pues aunque la noticia de la oposicion del Duque y de su esposa no habia circulado todavía por la ciudad, el triste jóven tenia conocimiento de ella. Lamentábase de su adversa fortuna, que no le permitia gozar de tanto bien, por haberle negado tronos y riquezas, cuando se mostraba tan pródiga con otros mil, indignos de poseerlas, y sin embargo, se veia dotado en tan gran cantidad de todos los demás bienes que concede la naturaleza á los hombres, ó se alcanzan á fuerza de estudio y de fatiga, que no ha existido mortal alguno que poseyera tantos, pues á su belleza cedia toda otra belleza; con dificultad se hallaria quien resistiera á su pujanza, y nadie, como él, merecia la palma de la magnanimidad y de la régia esplendidez; pero el vulgo, que dispone á su arbitrio de los honores y las consideraciones, y los da ó los quita como le parece (y no se crea que eximo á nadie del nombre de vulgo, excepto á los hombres prudentes y estudiosos; pues los papas, los reyes y los emperadores no los hacen las mitras, los cetros, ni las coronas, sino la prudencia, el recto criterio, cualidades que el Cielo concede á un limitado número de personas), para ese vulgo, repito, que solo da valor á las riquezas, no existe otra cosa en el mundo más digna de admiracion, y sin ellas, nada respeta y nada aprecia, por grandes que sean la belleza, el valor, la pujanza, la destreza, la virtud, la sabiduría y la bondad, considerando por último como lo más insignificante de todo los amorosos quebrantos semejantes al que me ocupa.

—Puesto que Amon está decidido, pensaba Rugiero, á que su hija sea emperatriz, desearia que no llevara á cabo tan pronto su alianza con Leon, y que me diera por lo menos un año de término; no necesito mayor plazo para precipitar del sólio imperial á Leon y á su padre, y cuando les haya arrancado su corona, Amon no me juzgará un yerno indigno de sí. Pero si Constantino pretende ser suegro de Bradamante con la precipitacion que ha exigido; si no hace caso alguno de la palabra que Reinaldo y su primo Orlando me han dado en presencia del santo eremita, del marqués Olivero y del rey Sobrino, ¿qué deberé hacer? ¿Toleraré tan grave ultraje, ó arrostraré la muerte antes que sufrirlo? ¿Qué haré, Dios mio? ¿Deberá recaer mi venganza en el padre de Bradamante? Paso por alto que no debo precipitarme para tomar una determinacion semejante, y si obro necia ó cuerdamente al intentarla; pero quiero suponer que me sea fácil arrancar la vida al viejo insano y á toda su descendencia: esta venganza ¿me proporcionará alguna satisfaccion? ¡Ah! No: redundará, por el contrario, en contra de mi constante anhelo, que siempre se ha cifrado en conservar el amor de mi bella dama y en no merecer su ódio; y si doy muerte á su padre, ó intento ó llevo á cabo alguna accion perjudicial para su hermano ó sus parientes, ¿no le doy un justo motivo para que me llame enemigo suyo, y se niegue con horror á ser mi esposa? ¿Qué debo, pues, hacer? ¿Sufriré tal insulto? ¡Ah no, vive Dios! primero la muerte. Pero no, no quiero morir: antes debe perecer con más justicia ese Leon Augusto, que ha venido á turbar mi inmensa alegría: deben perecer él y su infame padre. No costó tanto Elena á su troyano amante, ni Proserpina á Piritoo en tiempos más remotos, como he de hacer pagar caro mi quebranto al padre y al hijo. ¿Y podrá suceder, vida mia, que no te pese abandonar á tu Rugiero por ese griego? ¿Logrará tu padre arrancarte el fatal consentimiento, aun cuando tuviese de su parte á tus hermanos? ¡Ay! ¡Harto temo que tus deseos concuerden con los de Amon más bien que con los mios, y que te parezca mejor partido el que te ofrece un César que el de un simple caballero! ¿Podrá suceder acaso que un nombre régio, un título imperial, la grandeza y la pompa de las cortes lleguen á corromper el levantado ánimo, el gran valor y la sólida virtud de mi Bradamante, hasta el extremo de menospreciar por ellos la fé jurada, y olvidar todas sus promesas? ¿No deberia arrostrar el enojo de Amon, antes que dejar de decirme lo que siempre me ha dicho?

Decia entre sí Rugiero estas y otras muchas cosas, profiriendo con frecuencia sus quejas de tal modo, que llegaban á oidos de los que se hallaban cerca de él, por lo cual Bradamante tuvo más de una vez noticia de su pesadumbre, causándole las penas de Rugiero un dolor no menos vivo que las suyas propias; pero lo que más la atormentaba de cuanto, segun le decian, afligia á su enamorado caballero, era el saber que su principal quebranto procedia de las sospechas de que ella pudiese abandonarle, por entregar su mano al Griego. Con el fin de tranquilizarle y desterrar esta creencia de su corazon, le envió un dia á una de sus más fieles camareras con el encargo de que le trasmitiera estas palabras:

—Tened la seguridad, adorado Rugiero, de que continuaré siendo la misma hasta el sepulcro, y más allá, si posible fuera. Ya se muestre el Amor benigno ó altanero para conmigo, ya sea buena ó mala mi fortuna, mi constancia será tan firme como la de una roca que sufre incontrastable los embates del viento y del mar, segun lo he demostrado permaneciendo, como permaneceré siempre, inmutable, lo mismo en la tempestad que en la bonanza. Una lima ó un cincel de plomo podrán tallar de varios modos el diamante antes que los golpes de la fortuna ó las iras del amor consigan doblegar mi corazon constante, y las aguas del turbio y caudaloso rio subirán hácia la cumbre de los Alpes antes que cualquier nuevo accidente, bueno ó malo, consiga variar el rumbo de mis ideas. A vos tan solo, Rugiero mio, he concedido el dominio sobre mi corazon, lo que es tal vez mucho más de lo que algunos creen. Estoy íntimamente convencida de que mi lealtad es más inquebrantable que la que juran sus súbditos á un nuevo monarca: sé que ningun rey ni emperador del mundo reina en sus estados con mayor seguridad que vos en mi albedrío, y que no necesitais construir fosos ni murallas por temor de que otro os arrebate su posesion; pues sin necesidad de que levanteis tropas, no habrá asalto que yo no rechace, ni riqueza capaz de conquistarme, ni un corazon como el mio se adquiere á tan vil precio; ni podrá sojuzgarme la nobleza, ni el brillo de una corona que suele deslumbrar al vulgo necio; ni existirá una de esas bellezas que tanto influyen en las imaginaciones volubles y caprichosas capaz de impresionarme tanto como la vuestra. Desechad, pues, todo temor de que mi corazon pueda amoldarse á las nuevas formas que se pretenda darle, pues vuestra imágen está tan profundamente grabada en él, que es imposible borrarla. El marfil, el diamante, la piedra más dura y que más resistencia oponga al esfuerzo del lapidario, pueden romperse, pero no es posible grabar en ellos una figura distinta á la esculpida primitivamente. Mi corazon, que participa de la naturaleza y propiedades del mármol ó de otra materia resistente al hierro, podrá tal vez quedar destrozado por los golpes de Amor, pero este será impotente para grabar en él otra imágen que no sea la vuestra.

A estas palabras añadió otras muchas, llenas de amor, de fé, de consuelo, y capaces de restituirle mil veces á la vida, si mil veces hubiese muerto; pero cuando más confiados estaban en haber llevado sus esperanzas á buen puerto y al abrigo de los furores de la tempestad, viéronse de nuevo envueltos en oscuro ó impetuoso torbellino, que los arrojó lejos de la playa á merced de las procelosas olas. Resuelta Bradamante á cumplir todavía más de lo prometido, y evocando su acostumbrada audacia, hizo caso omiso de todo respeto y reverencia, y se presentó un dia á Carlomagno, diciéndole:

—Señor, si mis trabajos han encontrado alguna gracia á los ojos de vuestra majestad, dignaos concederme un don en recompensa; pero antes de deciros en qué consiste, os ruego que me empeñeis vuestra palabra real de acceder á mi deseo, seguro de que mi demanda será justa y recta.

—Querida hija, le respondió el Emperador, tu valor y virtud merecen que te dé cuanto me pidas, y aunque desees una parte de mis estados, juro concedértela con tal de contentarte.

—La gracia que espero de vuestra Alteza, repuso la doncella, es que no permitais que me den un esposo cuyo valor sea inferior al mio. Los que aspiren á mi mano, han de sostener antes conmigo un combate á espada ó lanza. El vencedor será mi esposo: el vencido deberá ir á otra parte en busca de mujer.

El Emperador le contestó con rostro placentero, que la demanda era en un todo digna de la que la hacia; por lo cual podia estar tranquila, pues él por su parte haria cuanto le rogaba.

Aquella entrevista no permaneció tan secreta, que no llegara al poco tiempo á noticia de todos, y en el mismo dia tuvieron conocimiento de ella el anciano Amon y su esposa Beatriz. La irritacion y el enojo que les causó el atrevido paso de su hija, fueron indescriptibles; porque vieron que su propósito no era otro que el de elegir á Rugiero y rechazar á Leon. Atendiendo diligentes á impedir que se realizara el intento que habia formado, la sacaron engañada de la corte, y se retiraron con ella á Roca-Fuerte, castillo que Cárlos habia dado pocos dias antes á Amon, el cual estaba situado entre Perpiñan y Carcasona, en un punto importante de la orilla del mar. Allí la tuvieron encerrada como en una prision, con designio de enviarla cuanto antes á Oriente, alejándola de buen ó mal grado de Rugiero, para obligarla á contraer su enlace con Leon.

La valerosa doncella, no menos sumisa que animosa y fuerte, permanecia resignada y obediente á la voluntad de su padre, á pesar de que no le habian puesto centinelas de vista y podia entrar y salir libremente del castillo: sin embargo, estaba firmemente resuelta á sufrir la prision, los tormentos más crueles y hasta la muerte, antes que renunciar á su Rugiero.

Al verse Reinaldo separado de su hermana á causa del ardid de Amon, y conociendo que ya no podria disponer de ella, con lo cual quedaba imposibilitado de cumplir su palabra, se quejó amargamente de su padre, hablando de él en términos exentos de todo respeto filial; pero el Duque se cuidaba muy poco de tales quejas, y seguia adelante con los proyectos que habia formado sobre el porvenir de su hija.

Informado Rugiero de este nuevo contratiempo, temió perder para siempre á su amada y que Leon alcanzaria voluntaria ó forzosamente su mano, si continuaba mucho tiempo vivo: obligado por tan cruel alternativa, se propuso secreta y resueltamente inmolar á su rival, convirtiéndole de Augusto en Divino, y arrancar la vida juntamente con el trono al padre y al hijo, si sus esperanzas no quedaban defraudadas. Vistióse las armas que fueron del troyano Héctor y despues de Mandricardo, hizo ensillar al excelente Frontino, y cambió de cimera, de escudo y de sobrevesta. No juzgó conveniente ostentar en su proyectada empresa el águila blanca en campo azul, y en su lugar puso por divisa en su escudo un unicornio blanco como la azucena en campo rojo. Eligió por única compañía al más fiel de sus escuderos, con expreso encargo de que no revelara en ocasion alguna el nombre de su señor.

Pasó el Mosa y el Rin, atravesó las provincias de Austria y de Hungría, bajó por la orilla derecha del Ister, y tan de prisa anduvo, que al poco tiempo llegó á Belgrado. Cerca del sitio en que el Save se precipita en el Danubio y marcha unido con él á desembocar en más anchuroso mar, vió Rugiero un numeroso ejército acampado en tiendas y pabellones en torno de la enseña imperial; pues Constantino intentaba recobrar aquella ciudad que le habian conquistado los búlgaros. El mismo Emperador, teniendo al lado á su hijo, mandaba en persona cuantas tropas habia podido reunir en todo el Imperio. En frente de él tenia el ejército búlgaro, que ocupaba la ciudad y toda la montaña que la rodea, extendiéndose hasta la misma orilla del Save, cuyas aguas acudian á beber las huestes de una y otra nacion.

Rugiero llegó en el momento en que los griegos se esforzaban en echar un puente sobre el rio, mientras los búlgaros procuraban impedirlo, y encontró á los dos ejércitos batiéndose con encarnizamiento.

El número de los griegos era cuádruple al de sus contrarios, y además tenian embarcaciones con puentes para facilitar el paso del rio, que estaban empeñados en atravesar á viva fuerza. Mientras una parte del ejército imperial se ocupaba en esta operacion, Leon se alejó del rio por medio de un movimiento simulado, y dando un gran rodeo por el campo, retrocedió de nuevo, echó los puentes en la orilla opuesta y pasó por ellos con toda rapidez, seguido de mas de veinte mil soldados, entre infantes y ginetes, con los cuales marchó por la orilla del rio, y cayó furiosamente sobre uno de los flancos del enemigo. Tan luego como el Emperador vió aparecer á su hijo por la margen opuesta, uniendo puentes á puentes y naves á naves, pasó á su vez con el resto de sus tropas.

Vatrano, jefe y rey de los búlgaros, guerrero de gran prez, prudente y animoso, se esforzaba inútilmente en contener por todas partes un ataque tan impetuoso, cuando oprimiéndole Leon con su robusta mano, le hizo caer debajo del caballo; y como no quiso rendirse prisionero, perdió la vida atravesado por mil espadas. Los búlgaros habian hecho frente hasta entonces; pero apenas se vieron privados de su jefe, se apresuraron á huir de la tormenta que en torno suyo descargaba cada vez más amenazadora, volviendo las espaldas hácia donde antes tenian el rostro.

Rugiero, que habia pasado el rio confundido entre los griegos, al ver aquella derrota, se dispuso á socorrer á los búlgaros, sin pararse á reflexionar en lo que hacia, é impulsado tan solo por su ódio á Constantino, ó más bien á su hijo Leon. Picó á Frontino, que se asemejaba al viento en su velocidad, y se adelantó á todos los ginetes, colocándose en medio de los búlgaros, que poseidos de un terror pánico, huian al monte, abandonando la llanura. Consiguió detener á muchos de ellos, llevólos de nuevo al combate, enristró su lanza, y lanzó su caballo contra los griegos con tan terrible aspecto, que Marte y Júpiter se estremecieron de espanto en su olímpica morada.

Fijó la vista, con preferencia á los otros, en un caballero que llevaba bordada en su purpúrea sobrevesta una mazorca de seda y oro, con todo su tronco, al parecer de mijo: era hijo de una hermana de Constantino, y su tio le amaba con paternal ternura: Rugiero le hizo pedazos, cual si fueran de vidrio, el escudo y la coraza, y el hierro de su lanza le salió más de un palmo por la espalda. Despues de dejar muerto á aquel guerrero, empuñó su Balisarda, se precipitó sobre el escuadron más próximo, y repartiendo cuchilladas á diestro y siniestro, empezó á hendir troncos y cabezas, á atravesar pechos y costados y á segar gargantas.

Pronto quedó el campo sembrado de cabezas, piernas, brazos, manos y troncos; la sangre de los muertos, formando un espantoso arroyo, corria hasta el valle. Al ver tan descomunales tajos, no hubo un solo griego que se atreviera á contrastarlos: aterrados estos, dejaron de oponer resistencia, de suerte que en breve cambió la faz del combate; pues cobrando nuevo ardimiento el búlgaro fugitivo, hizo frente á su enemigo, empezó á perseguirle con denuedo, y en un momento rompió sus apiñados escuadrones é hizo emprender la fuga á todas sus banderas.

Leon Augusto se habia retirado á una eminencia, al ver la desordenada huida de los suyos: triste y consternado contemplaba desde aquella altura que dominaba todo el campo, al guerrero que hacia morder el polvo á tanta gente y que era capaz él solo de exterminar á todo su ejército: á pesar del gran daño que le causaba, no podia menos de admirar su valor y elogiar sus ínclitas proezas. Por la divisa, la sobrevesta y la brillante armadura con ricos adornos de oro, que llevaba aquel guerrero, conocia fácilmente que no era búlgaro, á pesar del generoso auxilio que les prestaba. No se cansaba de contemplar atónito sus hechos de armas sobrehumanos, llegando á ocurrírsele que tal vez seria un ángel exterminador bajado del Cielo para castigar á los griegos por los pecados con que tantas y tantas veces habian ofendido al Eterno.

Como Leon abrigaba un corazon magnánimo y sublime, quedó tan prendado de aquel campeon, á quien otros muchos en su caso habrian cobrado ódio, que deseaba verle salir ileso del combate; y tanto era así, que hubiera preferido perder, no ya uno, sino seis de sus soldados, y hasta una parte de su reino, antes que presenciar la muerte de tan digno caballero.

Así como el tierno niño á quien su enojada madre castiga y aleja de sí, no va á buscar un refugio al lado de su hermana ó de su padre, sino que vuelve á buscar á la que le castigó, abrazándola dulcemente, así tambien Leon no podia sentir ódio alguno hácia Rugiero, por más que hubiese esterminado su vanguardia, y amenazara con la misma suerte al resto del ejército, porque el increible valor de audaz guerrero excitaba en su alma más afecto que ódio.

Mas si Leon admiraba y queria ya á Rugiero, creo que no obtendrá la misma favorable correspondencia; porque el bravo Paladin le odiaba con toda su alma, y su único deseo era el de darle la muerte por su mano. Le fué buscando con insistencia por todas partes, preguntando á muchos dónde podria encontrarle; pero la buena estrella y la prudencia del príncipe griego impidieron que se hallase con él frente á frente. Leon mandó tocar retirada para evitar el total exterminio de sus huestes, y ordenó que un mensajero partiera á todo escape á rogar al Emperador que emprendiese á su vez la retirada y repasara el rio, asegurándole que podia darse por muy satisfecho si no se lo estorbaban: mientras tanto, él, con las escasas tropas que consiguió reunir, volvió al puente por donde habia pasado el Save. Fueron innumerables los griegos que perecieron á manos de los búlgaros en el monte y en el rio; é indudablemente habrian perecido todos, á no haber pasado á la orilla opuesta del rio, cuyas aguas les protegieron en su derrota. Muchos soldados cayeron precipitados desde los puentes y se ahogaron: otros muchos corrieron durante largo tiempo buscando un vado, sin atreverse á volver la vista atrás, y muchos tambien cayeron prisioneros y fueron conducidos á Belgrado.

Terminada de este modo aquella batalla, que hubiera sido funesta para los búlgaros despues de la muerte de su rey, si no hubiese vencido por ellos el animoso guerrero que llevaba pintado en su rojo escudo el unicornio blanco, se apresuraron los vencedores á mostrarle su inmensa gratitud por aquella victoria, que á él tan solo debian, segun se complacian en reconocer. Unos le saludaban, otros se inclinaban reverentemente al llegar junto á él; estos le besaban la mano, aquellos el pié; considerándose muy dichosos los que podian verle de cerca, y más aun los que lograban tocarle, por creer que tocaban una cosa divina y sobrenatural. Por último, en medio de entusiastas aclamaciones le suplicaron unánimes que accediera á ser su rey, su capitan, su guia.

Rugiero les respondió que seria su rey y su capitan, ó lo que ellos quisieran; pero que aquel dia se negaba á empuñar el cetro ó el baston de mando, y hasta á descansar en Belgrado, porque queria perseguir á Leon antes de que se alejara más y consiguiera vadear el rio, y no cesar en su persecucion hasta conseguir alcanzarle y darle muerte; pues con este solo objeto habia hecho un viaje de más de mil millas, y no por otra causa. Sin esperar á más, separóse del grupo que le rodeaba, y se dirigió por el camino que, segun informes, atravesaba Leon volando, por miedo tal vez de que le cortaran la retirada. Era tal el ardor con que siguió las huellas de su rival, que ni siquiera se detuvo á llamar ni á esperar á su escudero.

Leon le llevaba tanta ventaja en su huida (pues de tal puede calificarse aquella confusa retirada), que encontró el paso libre y expedito, rompiendo en seguida el puente é incendiando las naves. Cuando llegó Rugiero, ya habia ocultado el Sol sus rayos; y no encontrando un albergue donde recogerse, siguió adelante, caminando á la débil claridad de la Luna, sin hallar á su paso ciudad ni castillo alguno. Ignorando á donde dirigirse para buscar un asilo, prosiguió durante la noche su marcha, sin apearse un solo momento del caballo, hasta que al despuntar la nueva aurora, vió por fin á la izquierda una ciudad, en donde se propuso permanecer todo el dia, con objeto de conceder algun descanso á Frontino que tantas millas habia andado la noche anterior sin detenerse un momento ni verse libre de la brida.

Uno de los súbditos más queridos de Constantino, llamado Ungiardo, era el gobernador de aquella ciudad, de la cual habia sacado el Emperador, con motivo de la guerra, un número considerable de peones y ginetes. Hallando libre la entrada, penetró Rugiero en la ciudad, en la que le hicieron tan favorable acogida, que consideró innecesario seguir adelante para buscar un sitio mejor ni más abundante. Hácia la tarde alojóse en la misma posada que él un caballero de Rumanía, que se habia encontrado en la terrible batalla cuando Rugiero tomó parte en ella á favor de los búlgaros: aquel caballero pudo escapar milagrosamente de las manos del prometido de Bradamante; pero tan aterrado, que aun se sentia estremecido de espanto, pareciéndole ver por todas partes al caballero del unicornio.

Apenas vió el escudo, conoció al guerrero que usaba aquella divisa, el mismo que derrotó á los griegos y á cuyas manos pereció tanta gente. Inmediatamente se dirigió corriendo al palacio del gobernador, solicitando una audiencia para revelarle una cosa de la más alta importancia, é introducido á presencia de Ungiardo, le dijo cuanto me reservo para el canto siguiente.

Canto XLV

Leon libra de la muerte á Rugiero, que habia sido encarcelado.—Rugiero, encubierto con la armadura del príncipe griego y ostentando el blason de este, vence en combate singular á Bradamante; el dolor y la angustia que le produce su victoria, le inducen á atentar contra su vida.—Marfisa emplea todos los medios imaginables para estorbar el matrimonio de Bradamante con Leon.

Cuanto más alto veais al mísero mortal en la inestable rueda de la Fortuna, tanto más rápidamente le vereis con la cabeza donde antes tenia los piés, dando una espantosa caida. Tenemos repetidos ejemplos de esta verdad en Polícrato, el rey de Lidia, Dionisio, y otros cuyos nombres creo inútil recordar, los cuales cayeron desde la cúspide de la grandeza y poderío en la miseria más extremada. En cambio, cuanto más deprimido, cuanto más humillado se encuentra el hombre en la parte inferior de la rueda, tanto más cerca se ve de su punto culminante, si aquella da una vuelta completa; y más de uno que casi tenia la cabeza metida en un cepo, al dia siguiente ha dictado leyes al mundo. Servio, Mario y Ventidio nos han ofrecido una prueba de esto en los tiempos antiguos, y el rey Luis en el nuestro. Este monarca, suegro del hijo del Duque mi señor, despues de haber sido derrotado en Saint-Aubin y de caer en las garras de su enemigo, estuvo á punto de perder la cabeza: el gran Matias Corvino corrió poco antes un peligro mucho mayor, y sin embargo, el uno subió al trono de Francia, y el otro fué coronado rey de Hungría. Los numerosos ejemplos de que están llenas las historias antiguas y modernas, nos hacen ver que la desgracia va siempre en pos de la prosperidad y vice-versa, que la gloria y el baldon se suceden alternativamente y que el hombre no debe confiar jamás en sus riquezas, en sus estados, ni en sus victorias; pero tampoco debe abatirse por los reveses de la Fortuna, cuya rueda está siempre dando vueltas.

Era tal la confianza que Rugiero tenia en su valor y su fortuna despues de la victoria alcanzada sobre Leon y el emperador Constantino, que se creia capaz de dar la muerte al padre y al hijo, acometiéndolos él solo, sin compañía ni auxilio de ninguna clase, aunque les rodearan cien escuadrones armados. Pero la veleidosa deidad que no quiere que nadie confie en ella, le demostró en pocos dias con cuánta facilidad ensalza á los hombres ó los precipita en el abismo, con qué rapidez se convierte de amiga en adversa. Para hacérselo conocer así, se valió del caballero que en la terrible batalla habia tenido no poco trabajo en escapar de sus manos, el cual acudió presuroso á procurarle disgustos y penalidades, haciendo saber á Ungiardo que el guerrero que derrotó y aniquiló para muchos años las huestes de Constantino, se encontraba aquel dia en la ciudad, donde pernoctaría seguramente, y que, aprovechando una ocasion tan propicia, seria fácil aprisionarle sin trabajo ni riesgo alguno, con lo cual se hallaria el Emperador en disposicion de subyugar fácilmente á los búlgaros.

Ungiardo habia sabido por los fugitivos que en gran número acudieron á refugiarse en su ciudad, por no haber podido todos pasar el puente, las circunstancias de aquella matanza en la que habian perecido la mitad de los griegos á manos de un caballero, cuyo solo esfuerzo derrotó un ejército y salvó á otro. No pudo menos de asombrarse al oir que él mismo habia ido á caer en la red sin que nadie le persiguiera, y demostró en su rostro y sus palabras la complacencia que le causaba aquella noticia. Aprovechando el momento en que Rugiero estaba durmiendo sin la menor desconfianza, envió algunas de sus gentes, que con todo sigilo y cautela le sorprendieron en el lecho, y se apoderaron fácilmente de él.

Descubierto Rugiero por su propio escudo, quedó en la ciudad de Novengrado prisionero de Ungiardo, hombre cruelísimo, á quien regocijó lo que no es decible tan cobarde hazaña. ¿Qué resistencia podia oponer Rugiero, desnudo y desarmado, cuando al despertar se vió cargado de cadenas? Ungiardo despachó inmediatamente un correo á caballo, participando á Constantino tan feliz nueva. El Emperador se habia alejado la noche precedente de las orillas del Save con todo su ejército, retirándose con él á la ciudad de Beltek, que pertenecia á su cuñado Andrófilo, padre del jóven príncipe cuyas armas habia atravesado, cual si fuesen de cera, la lanza del gallardo caballero, cautivo á la sazon de Ungiardo. Constantino hacia fortificar los muros y reparar las puertas de aquella ciudad por temor de que los búlgaros, guiados por un guerrero tan valiente, le causaran otra cosa peor que miedo, y concluyeran de aniquilar el resto de sus tropas; pero al tener noticia de la prision del caballero, rehízose su ánimo hasta el punto de no temer ya á sus enemigos, aun cuando les hubiese auxiliado el mundo entero.

Fué tal el júbilo que inundó el corazon del Emperador, que no sabia lo que se hacia.—«Derrotaremos á los búlgaros,»—exclamaba con acento alegre y con la más completa conviccion: y así como el campeon que en un combate ha cortado los dos brazos á su adversario, puede dar por segura la victoria, tan cierto estaba el Emperador de la suya, luego que supo el encarcelamiento de Rugiero. No tenia Leon menos motivos de alegría que su padre; pues además de lisonjearse con la esperanza de recobrar á Belgrado y hacerse dueño de todo el país de los búlgaros, habia formado el propósito de captarse la amistad del guerrero por medio de beneficios sin cuento, é inducirle á que militara bajo sus banderas. Si lo conseguia, no envidiaria ya á Carlomagno, que contaba con paladines tan famosos como Reinaldo y Orlando.

Muy distintos á los de Leon eran los deseos de Teodora, á cuyo hijo habia dado muerte Rugiero pasándole de parte á parte con su lanza. Corrió á arrojarse á los piés de Constantino, de quien era hermana, derramando copiosas lágrimas que iban á caer en su seno, merced á las cuales consiguió atraerse el corazon del monarca, enterneciéndole y excitando en él una profunda compasion.

—No me alzaré, Señor mio, de tus plantas, mientras no permitas que me vengue del infame que inmoló á mi hijo, ya que le tenemos aprisionado. Considera que mi hijo, además de haber sido sobrino tuyo, te amó con entrañable cariño; considera tambien cuántas arriesgadas empresas llevó á cabo en tu obsequio, y juzga si harás mal en no vengarle del que le ha arrancado la vida. Bien ves que el mismo Cielo, apiadado de nuestro dolor, ha alejado del campo de batalla á ese impío, y le ha hecho caer en nuestras redes, cual desatentada avecilla, á fin de que mi hijo no permanezca mucho tiempo á orillas de la laguna Estigia, esperando su venganza. Entrégame, Señor, á ese guerrero, y permite que desahogue mi tormento presenciando el suyo.

El llanto, la afliccion y las eficaces palabras de Teodora, que no quiso levantarse á pesar de las instancias de Constantino, le obligaron por último á consentir en su demanda, y á ordenar que el cautivo fuese puesto á disposicion de su hermana. Las terminantes órdenes del Emperador tuvieron pronto cumplimiento, y al dia siguiente ya estaba el guerrero del unicornio en poder de la cruel Teodora, la cual, considerando un castigo harto leve para su deseo de hacer que le descuartizaran vivo, ó el de imponerle una muerte pública y afrentosa, quiso inventar otro género de suplicio más espantoso é inusitado. Desde luego mandó que le encerraran, encadenado de piés, manos y cuello, en el fondo tenebroso de una torre, donde jamás habian penetrado los rayos del Sol. Concedióle por único alimento un poco de pan enmohecido, y aun le tuvo privado de él por espacio de dos dias, y confió su custodia á un carcelero más dispuesto que ella misma á hacerle todo el mal que pudiese.

¡Oh! Si la bella y valerosa hija de Amon, ó la magnánima Marfisa hubieran tenido noticia de los tormentos que sufria Rugiero en aquella prision, una y otra habrian arriesgado su vida por alcanzar su libertad, y la misma Bradamante no hubiera vacilado en arrostrar la cólera de Amon ó de Beatriz con tal de volar en su auxilio.

Fiel Carlomagno á la promesa que hiciera á la doncella de no consentir en que entregaran su mano á caballero alguno cuyo valor y audacia fueran inferiores á los suyos, hizo publicar á son de trompa esta decision, no tan solo en su corte, sino tambien en todos los dominios del Imperio, desde donde se esparció en alas de la Fama por toda la Tierra. El bando contenia estas condiciones: «Todo el que aspirase á enlazarse con la hija de Amon, deberia sostener con ella un combate singular desde la salida hasta el ocaso del Sol, y si prolongaba su resistencia todo este tiempo sin ser vencido, deberia entenderse que la doncella se consideraba vencida por él, sin que ella pudiera negarse de ningun modo á cumplir lo pactado. La eleccion de armas quedaba al arbitrio del aspirante, pues esta circunstancia le era completamente indiferente á la doncella.» Y con razon podia hacerlo, porque las manejaba todas á la perfeccion, lo mismo á pié que á caballo.

Amon se vió obligado á ceder, porque no se atrevió ni quiso desobedecer al Emperador, y despues de muchas vacilaciones, se decidió á regresar á la corte en compañía de su hija. A pesar del enojo y de la cólera que á Beatriz le causaba la determinacion de su hija, hizo que le prepararan ricos y elegantes trajes de distintas hechuras y colores. Bradamante pasó á la corte con su padre, y no encontrando en ella al objeto de su pasion, ya no le pareció tan bella como solia en tiempos más felices. Así como el que admira en los meses de Abril y Mayo un jardin frondoso y esmaltado de flores, al volverlo á ver cuando el Sol, inclinándose hácia el Austro, va acortando los dias, lo encuentra desierto, hórrido y salvaje, así tambien le pareció á la doncella á su regreso que la corte imperial, abandonada por Rugiero, no era la misma que habia dejado al ausentarse. No se atrevió á preguntar qué habia sido de su amante, por temor de infundir mayores sospechas; pero prestaba atento oido á las conversaciones en que de él se trataba, procurando tener noticias suyas sin averiguar directamente lo que deseaba. De este modo supo que habia partido; mas le fué imposible conocer con exactitud el camino que siguiera, porque Rugiero, al ausentarse, ocultó su determinacion á todos, excepto al escudero que se llevó consigo.

¡Ah! ¡Cuántos suspiros exhaló! ¡Cuán grande fué su temor al saber que se habia ausentado como pudiera hacerlo un fugitivo! ¡Cómo la afligieron además las punzantes sospechas de que se hubiese alejado por olvidarla! Agitaba angustiosamente su imaginacion la idea de que Rugiero, perdida ya toda esperanza de enlazarse con ella en vista de la obstinada negativa de Amon, se habia alejado tal vez con el propósito de romper sus amorosos lazos, y con el de hacer lo posible por arrancar su imágen de su corazon, buscando de uno en otro país una doncella cuya belleza pudiera borrar el recuerdo de su primer amor, así como, segun se dice, un clavo saca á otro clavo. A este pensamiento sucedia otro nuevo, que le representaba á su amante lleno de leal ternura, y que la obligaba á reprenderse á sí misma por haber prestado oidos á tan necias é inícuas sospechas. De esta suerte iban dominando alternativamente en su cerebro dos ideas distintas: la una defendia á Rugiero, la otra le acriminaba: tan pronto las acogia como las rechazaba, sin saber en cuál fijarse, presa de la más cruel perplegidad, hasta que optó por la opinion más favorable, desechando la contraria. Cada vez que recordaba las tiernas y frecuentes protestas de su Rugiero, se arrepentia de sus sospechas y de sus infundados celos, como pudiera arrepentirse del error más grave; y cual si estuviese en presencia de su amante, confesaba su falta y se golpeaba el pecho, exclamando:

—Conozco que he hecho mal; pero el que á ello me ha obligado, es tambien causa de mayores males. Toda la culpa es de Amor, que ha grabado en mi corazon tu imágen tan bella y placentera; de Amor, que ha impreso en él ese ardimiento, ese ingenio y esas virtudes que todos reconocen. ¿No debe parecerme imposible que cualquier dama y doncella que tenga ojos para ver, no se sienta repentinamente inflamada por tu amor, y no emplee todos los medios posibles para romper los amorosos lazos que nos unen y atraerte á los suyos? ¡Ah! ¡Ojalá hubiese esculpido el Amor tus pensamientos en los mios, del mismo modo que ha grabado en ellos tu imágen! Estoy segura de que se ofrecerian á mi mente tan claros y ostensibles como impenetrables los veo ahora; entonces me veria tan libre de estos insoportables celos, que con dificultad volverian á atormentar mi corazon, y en lugar de la indecible angustia que hoy me causan, quedarian no ya vencidos y destrozados, sino muertos para siempre. Ahora me parezco al avaro, cuyo corazon está tan unido al tesoro que ha enterrado, que ni le es posible vivir contento lejos de él, ni consigue desechar el temor de que se lo roben.

»No viendo tu adorada imágen, ni oyendo tu voz, Rugiero mio, el temor puede más en mí que la esperanza; y aunque le considero vano y engañoso, me abandono á él á pesar mio; pero apenas brille para mis ojos la luz de tu agradable rostro que hoy me ocultas, contra lo que tenia derecho á esperar, no sé en qué parte del mundo, desaparecerá este falso temor, arrojado en el abismo por una sólida esperanza. ¡Vuelve, pues, Rugiero amado; vuelve y alienta la esperanza casi desvanecida por el temor!

»Así como las sombras crecen á medida que el Sol se aleja, produciendo ridículos terrores, y conforme aparecen los primeros rayos del más brillante de los astros se reducen las sombras, tranquilizando á los tímidos; del mismo modo tiemblo sin Rugiero, y así tambien se desvanece mi temor cuando le veo. ¡Ah! ¡Vuelve á mí, Rugiero, vuelve antes de que el temor oprima enteramente á la esperanza!

»Así como durante la noche lanzan todas las estrellas fúlgidos destellos que se apagan en cuanto aparece el dia, así mi sol, al privarme de su vista, me convierte en satélite del insoportable temor; pero tan pronto como se presenta en el horizonte huye el miedo, y renace la esperanza. ¡Ah! ¡Vuelve á mí, vuelve, luz adorada, y expulsa al temor que me consume!

»Cuando el Sol se aleja, haciendo más breves los dias, la Tierra se despoja de sus galas, mugen los vientos, arrastrando las nieves y el hielo, enmudecen las aves y desaparecen las flores y las hojas. Yo tambien ¡oh dulce Sol mio! cuando por desgracia apartas de mí tus espléndidos fulgores, siento tales y tan horribles tormentos, que sus rigores son como un áspero invierno que entristeciera mi alma muchas veces al año. ¡Ah! ¡Vuelve á mí, Sol mio, vuelve y conduce la deseada y dulce primavera! Disipa las nieves y los hielos, y restituye su serenidad primitiva á mi nublada y oscurecida mente.»

Así como Progne ó Filomena exhalan dolientes quejas cuando, al regresar de proporcionarse el alimento necesario para sus hijuelos, encuentran el nido vacío, ó cual se lamenta la tórtola que ha perdido su compañera, así tambien se lamentaba Bradamante, por temor de haber perdido para siempre á su Rugiero, inundando frecuentemente de lágrimas su rostro lo más ocultamente que podia. ¡Oh! ¡Cuánto mayor seria su quebranto si supiese lo que todavía ignoraba; si tuviese noticia de que su amante gemia en un hediondo calabozo, atormentado, afligido y condenado á una muerte cruel!

La Bondad eterna permitió que llegaran á oidos del generoso hijo del César las crueldades que ejercia la infame Teodora con el caballero á quien tenia cautivo, y su propósito de darle muerte en medio de mil inusitados tormentos; por lo cual formó el decidido empeño de auxiliarle con todas sus fuerzas, á fin de impedir que pereciera un guerrero dotado de tanto valor. El generoso Leon, que sentia irresistible afecto hácia aquel campeon, ignorando, sin embargo, que fuese Rugiero atraido por aquel valor que calificaba de sin par y le parecia sobrehumano, estuvo reflexionando mucho tiempo en los medios de que deberia valerse para salvarle; y por fin encontró uno que creyó el más á propósito para conseguir su intento, sin exponerse al ódio de su cruel tia. Habló secretamente con el carcelero, diciéndole que queria tener una entrevista con el cautivo, antes de que tuviera cumplimiento la terrible sentencia fulminada contra él.

En cuanto llegó la noche, se presentó en la torre acompañado de uno de sus más fieles escuderos, hombre audaz, vigoroso y apto para la lucha, é hizo que el carcelero le abriese ¡as puertas de la prision, guardando un riguroso incógnito. El carcelero, que estaba completamente solo, introdujo ocultamente á Leon con su escudero en la torre donde gemia el mísero Rugiero destinado á sufrir el mayor de los suplicios; una vez dentro, echaron ambos un lazo corredizo al cuello del carcelero en el momento en que les volvia las espaldas para abrir el portillo, y le enviaron rápidamente al otro mundo. Inmediatamente levantaron la trampa, y el Príncipe, con una entorcha encendida en la mano, se descolgó por una cuerda colocada allí á este efecto, y bajó al sitio en que yacia Rugiero privado de la luz del Sol, encontrándole cargado de cadenas y tendido sobre una reja que apenas le separaba un palmo del agua que por debajo de ella corria. Aquel recinto húmedo y malsano hubiera bastado por sí solo para ocasionar la muerte del prisionero en un mes ó tal vez en menos tiempo.

Leon estrechó á Rugiero entre sus compasivos brazos, diciéndole:

—Caballero: el maravilloso valor de que has dado tantas pruebas me une á tí con los espontáneos é indisolubles lazos de una amistad eterna y verdadera, exigiéndome que anteponga tu bien al mio propio, que olvide mi seguridad por la tuya, y que sacrifique el cariño de mis padres y de toda mi familia al que deseo merecer de tí. Yo soy Leon, el hijo de Constantino, que vengo en persona, como ves, á darte auxilio, á pesar del peligro á que me expongo (si mi padre llega á saberlo) de ser desterrado de mi patria, ó de acarrearme para siempre su enojo; pues desde la espantosa derrota que le hiciste sufrir en Belgrado, siente un inextinguible ódio contra tí.

Y continuó dirigiéndole otras muchas frases consoladoras, y procurando reanimar su esperanza, al mismo tiempo que rompia sus ligaduras. Rugiero le contestó:

—¡Ah! ¡Os debo una inmensa gratitud! Esta vida, que me devolveis, es vuestra; disponed de ella á vuestro antojo: en todas ocasiones me hallareis dispuesto á sacrificarla en vuestro obsequio.

Rugiero fué sacado de aquel oscuro calabozo, sin que él ni sus libertadores fueran conocidos de nadie, quedando en su lugar el cadáver del carcelero. Leon le condujo á su palacio, donde le aconsejó que permaneciera tres ó cuatro dias oculto y silencioso, ofreciéndole que haria en tanto lo posible para que le restituyeran las armas y el magnífico corcel de que se apoderara Ungiardo. Al dia siguiente echóse de ver la fuga de Rugiero, por haber encontrado vacía la prision y al carcelero extrangulado. Nadie sabia á quién achacar aquella evasion, de la que todos hablaban, pero sin atinar con lo cierto: á cualquiera otro se habria atribuido antes que á Leon, porque muchos opinaban con verosimilitud, que el Príncipe tenia más motivos para exterminar á un enemigo peligroso que para socorrerle.

Tanta hidalguía por parte de Leon no pudo menos de confundir á Rugiero, el cual se sintió tan poseido de asombro por la conducta de su rival, y experimentó tal cambio en sus ideas, especialmente en la que le obligara á emprender aquel largo viaje, que comparando las más recientes á las antiguas, resultaban totalmente distintas: sus primitivos pensamientos rebosaban en ódio, ira y veneno: los que á la sazon dominaban en su mente estaban llenos de amor y gratitud. Embebido en estas reflexiones noche y dia, su mayor cuidado, su principal deseo consistia en pagar el inmenso agradecimiento que debia á Leon con una abnegacion igual ó mayor á la del Príncipe, pareciéndole que aunque consagrara á su servicio los pocos ó muchos años que le quedaran de vida, ó se expusiera á mil muertes seguras, nunca haria tanto como Leon merecia.

Entre tanto llegó á la corte de Constantino la noticia del bando publicado por el Rey de Francia, previniendo que el que aspirara á la mano de Bradamante deberia medir sus fuerzas con ella, á espada y lanza. Supo el Príncipe griego esta condicion con tanto disgusto, que su rostro se cubrió de una palidez mortal; porque, conociendo hasta donde alcanzaban sus fuerzas, estaba persuadido de que no podia pelear con buen éxito con la guerrera. Meditó detenidamente el modo de salir airoso de este compromiso, y se le ocurrió que la astucia y la sagacidad podrian sustituir á la falta de vigor, haciendo que aquel guerrero, cuyo nombre ignoraba todavía, y á quien consideraba capaz por su pujanza y denuedo de medirse con cualquier paladin francés, se presentara á aceptar el reto, encubierto con sus armas y blasones, estando persuadido de que confiándole tal empresa era seguro el vencimiento y la sumision de Bradamante. Mas para esto se necesitaban dos cosas: primera, que el caballero se prestara á secundar sus planes; y segunda, que le sustituyese de modo que no pudiera traslucirse semejante superchería.

Llamó, pues, á Rugiero; le expuso sus proyectos y le rogó con persuasivas palabras que accediera á tomar parte en aquel desafío con nombre ajeno y bajo mentida enseña. Grande era el poder de la elocuencia del Príncipe, pero en el ánimo de Rugiero pesaba mucho más que su elocuencia la inmensa gratitud que le debia y de la que no creia verse desligado nunca; por lo cual, aunque le parecia dura y casi irrealizable semejante proposicion, le respondió, no obstante, con una solicitud que estaba muy lejos de sentir su corazon, que podia disponer de él en todo y por todo. A pesar del agudo dolor que laceró su alma, apenas pronunció esta promesa, dolor tan intenso que le atormentaba dia y noche sin concederle un momento de reposo; á pesar de que en tal empresa veia su sentencia de muerte, jamás se le ocurrió la idea de arrepentirse; pues antes que dejar de complacer á Leon, estaba dispuesto á arrostrar, no una, sino mil muertes. Y estaba seguro de morir; porque renunciar á su amada, era lo mismo que renunciar á la vida, tanto si el dolor y la amargura lograban aniquilarle, como si no llegaban á triunfar de su vigoroso espíritu; pues en uno ú otro caso, estaba resuelto á hacer pedazos el velo que rodea al alma, arrojándola fuera de él, lo cual le seria mucho más fácil y soportable que ver á Bradamante en brazos de otro hombre.

Aun cuando se hallaba dispuesto á morir, vacilaba en escoger un género de muerte. Asaltóle la idea de fingirse menos fuerte y presentar su pecho desnudo á los golpes de la guerrera, con lo cual, si lograba perecer á sus manos, no habria muerte más deliciosa que la suya; pero al mismo tiempo reflexionó que, si bien impedia de este modo el matrimonio de la doncella con Leon, faltaria en cambio á su sagrada deuda de gratitud y á su palabra; porque habia prometido luchar con Bradamante en singular batalla, y no fingir ó intentar tan solo el combate de modo que Leon no tuviera por qué felicitarse de su auxilio. Decidió, por último, permanecer fiel á su promesa, y aun cuando no cesaron de agitarle mil pensamientos contrarios, los fué alejando de su mente, y adoptó tan solo el que le exhortaba á no faltar á su palabra.

Leon habia hecho preparar en tanto, con asentimiento de su padre Constantino, armas y caballos; y acompañado de un séquito tan distinguido y numeroso cual convenia á su elevado rango, emprendió la marcha, llevando consigo á Rugiero, á quien hizo devolver de antemano todas sus armas y su buen Frontino; y tanto anduvieron un dia y otro dia, que en breve llegaron á Francia y á París. Leon no quiso entrar en la ciudad; hizo plantar sus tiendas en el campo, y en el mismo dia envió al Rey de Francia un mensajero dándole noticia de su llegada. Carlomagno apreciaba en extremo al hijo de Constantino, como se lo habia demostrado repetidas veces, haciéndole frecuentes visitas y colmándole de atenciones y regalos. Leon le manifestó la causa de su venida y le rogó que diera órden para que se presentara cuanto antes en el palenque la guerrera que se negaba á unirse con un marido menos fuerte que ella; pues el único objeto de su viaje era el de obtenerla por esposa ó perecer bajo sus golpes. Carlomagno atendió á la demanda, é hizo que Bradamante se presentase al dia siguiente fuera de las puertas de la ciudad, en el palenque que se construyó á toda prisa durante la noche al pié de los elevados muros de París.

Rugiero pasó la noche que precedió al dia fijado para la batalla, como suele pasarla el condenado que debe morir á la mañana siguiente. No queriendo ser conocido, habia optado por combatir enteramente cubierto con la armadura; tampoco quiso hacer uso de lanza ni de caballo, ni de más armas ofensivas que la espada. Si rehusó emplear la lanza en la pelea, no fué por el temor que pudiera infundirle aquella lanza de oro que solia derribar de la silla á todo caballero, y que de manos de Argalia, pasó á las de Astolfo, y últimamente á las de la doncella; pues nadie supo que poseyera tal propiedad ó que estuviese hecha por medio de la nigromancia, excepto el Rey que la hizo forjar, legándosela á su hijo. Astolfo y Bradamante, que la habian usado despues, ignoraban que estuviese encantada, y creian que á su propia pujanza, y no al encanto, debian el triunfo en todos sus combates, creyendo tambien que con cualquiera otra asta que hubiesen tenido á mano, habrian hecho lo mismo. El único motivo que tuvo Rugiero para negarse á pelear á caballo fué el de no verse en la precision de cabalgar en Frontino; pues la jóven podria conocerlo fácilmente, tan luego como le viera, por haberlo montado y cuidado mucho tiempo en Montalban. El jóven héroe, cuyo único afan consistia en evitar por todos los medios posibles que Bradamante pudiera conocerlo, no quiso hacer uso de Frontino ni de otra cualquier cosa que pudiera dar indicios de su persona.

Tampoco quiso servirse de su espada en aquella empresa; pues harto sabia que contra Balisarda seria toda coraza tan blanda como la cera y todo temple irresistible á sus tajos. Echó mano de otra espada; pero antes procuró quitarle el filo á martillazos, á fin de que cortase menos. Con tales armas se presentó Rugiero en el palenque al brillar en el horizonte el primer albor matutino. Para parecerse más á Leon, se vistió la sobrevesta que hasta entonces habia llevado este príncipe, y ostentó en su escudo el águila de oro con dos cabezas sobre fondo rojo. Esta suplantacion era tanto más fácil, cuanto que los dos tenian la misma estatura y robustez; además de que, al presentarse el uno, tuvo el otro sumo cuidado de no ser visto de nadie.

Bradamante hacia por su parte preparativos diametralmente opuestos á los de su amado; pues mientras Rugiero se ocupaba en embotar el filo de su espada á martillazos, para evitar que tajase ó punzara, la doncella se entretuvo en afilar la suya cuidadosamente, anhelando que traspasara las armas defensivas de su adversario, penetrando en su carne; quisiera que todos sus golpes fuesen tan bien dirigidos que atravesaran de parte á parte el corazon del Príncipe.

Cual se suele ver en las barreras un caballo árabe, esperando fogoso la señal de las carreras, y que en su impaciencia no cesa de piafar, hinchando las narices y enderezando las orejas, así tambien la animosa doncella, muy ajena de presumir que su adversario fuese Rugiero, aguardaba con una febril impaciencia la señal del combate, no pudiendo permanecer tranquila en ningun lado y sintiendo circular por sus venas un fuego abrasador. Así como, despues de oirse el estampido del trueno, se levanta repentinamente un viento furioso, que agita el mar hasta en sus más profundas capas y levanta en un momento torbellinos de polvo que llegan hasta el Cielo, haciendo que las fieras se dispersen por los bosques, que el pastor busque un refugio con sus ganados, y que el aire se resuelva en lluvia y en granizo, con un furor igual empuñó Bradamante la espada y acometió á su Rugiero, apenas se dejó oir la señal deseada. Pero no oponen mayor resistencia al impetuoso soplo de Bóreas el roble secular, ó el macizo muro de una sólida torre; no contrasta con más vigor los embates de las procelosas olas un duro escollo, á quien azotan por todas partes dia y noche con espantoso fragor, como resistió Rugiero, resguardado por la impenetrable armadura que Vulcano dió en otro tiempo al troyano Héctor, á los furibundos golpes que el ódio y la cólera de Bradamante hacia llover cual desatada tempestad sobre sus costados, su pecho ó su cabeza.

Tan pronto daba tajos como estocadas la doncella; todos sus conatos se cifraban en introducir la punta de la espada por entre las junturas de la armadura, de modo que su cólera quedase satisfecha. Ora le atacaba por un lado; ora por otro; girando aquí y allí, y consumiéndose de despecho y de impaciencia, al ver que sus golpes no producian efecto alguno. Así como el que asedia una ciudad de gruesas murallas y sólidos baluartes, multiplica sus asaltos, y se esfuerza en echar abajo las puertas ó las altas torres, ó en cegar los fosos, y prodiga estérilmente las vidas de sus soldados, sin encontrar un medio para abrirse paso, así tambien Bradamante se afanaba y se deshacia en inútiles esfuerzos, sin poder romper malla ni coraza, á pesar de los innumerables tajos y reveses que descargaba sobre los brazos, la cabeza y el pecho de Rugiero, haciendo saltar millares de chispas del escudo, del almete ó de la coraza del guerrero á los impulsos de sus golpes, más espesos que el granizo que cae con sonoroso estrépito sobre los tejados de las casas.

Rugiero se mantenia siempre en guardia, limitándose á defenderse con gran destreza y absteniéndose de ofender á su amada; deteníase, retrocedia, daba vueltas, y su mano seguia el movimiento de sus piés. Tan pronto oponia el escudo como la espada á los tajos de la mano enemiga, procurando no atacarla á su vez, ó si lo hacia, era de modo que no pudiese ofenderla en lo más mínimo. Bradamante ardia en deseos de terminar aquella lucha antes de que expirase el dia, pues recordaba las condiciones del bando, y preveia el peligro que la amenazaba, si no se daba prisa; veíase expuesta á quedar en poder del aspirante á su mano, si no le hacia prisionero ó le arrancaba la vida.

Ya el Sol, próximo á sumergir su cabeza en el mar, se acercaba á los límites de Alcides, cuando la guerrera empezó á desconfiar de sus fuerzas y á perder la esperanza. A medida que esta le iba faltando, redoblaba su ódio y multiplicaba sus golpes, anhelando vivamente romper aquellas armas que habian resistido todo un dia á su furioso ímpetu, semejante al obrero que habiendo descuidado el trabajo del dia, al ver que la noche se aproxima, se apresura en vano, se fatiga y rinde, hasta que le faltan á un mismo tiempo la luz y las fuerzas.

¡Oh desdichada doncella! ¡Si conocieras al que deseas inmolar! ¡Si supieses que es Rugiero, de cuya vida depende la tuya, pronto volverias contra tí misma el acero que dirijes contra su pecho! ¡Harto me consta que su existencia te es más querida que la tuya propia, y cuando conozcas que tu adversario ha sido Rugiero, sé muy bien que te arrepentirás de la lucha que con él has sostenido!

Cárlos y cuantos le rodeaban, persuadidos de que el contendiente de la doncella era Leon y no Rugiero, al ver que era tan fuerte y ágil en el manejo de las armas como la misma Bradamante, admiraban la destreza con que sabia defenderse sin ofenderla, y modificando sus ideas, exclamaron:—«No hay duda de que se convienen mútuamente, y son dignos uno de otro.»

Cuando Febo desapareció enteramente en el mar, el Emperador mandó suspender el combate, y declaró que Bradamante estaba obligada á aceptar á Leon por esposo, sin excusa de ningun género. Rugiero volvió entonces presuroso al pabellon en donde le esperaba el Príncipe, cabalgando en un caballo de mezquina apariencia, sin descansar un solo instante, sin quitarse el yelmo ni aligerarse de sus armas. Leon le estrechó repetidas veces entre sus brazos con demostraciones de un cariño fraternal, y despojándole despues de su yelmo, le besó en el rostro con grande amor.

—Quiero, le dijo, que de hoy en adelante dispongas de mí á tu albedrío; mi persona, mis bienes, mis estados, todo queda desde hoy á tu disposicion. Nunca podré remunerarte dignamente el inmenso favor que acabas de prestarme, y aunque ciñera á tu cabeza mi propia corona, tampoco quedarias suficientemente recompensado.

Rugiero, agobiado por una pesadumbre indecible y aborreciendo la vida, contestó algunas palabras entrecortadas, y se apresuró á devolver al Príncipe su traje y enseñas, tomando otra vez su blanco unicornio: en seguida, suponiéndose cansado y débil, alejóse lo más pronto que pudo, y se retiró á su alojamiento. Hácia la mitad de la noche, armóse de piés á cabeza, ensilló su corcel, se colocó en él de un salto, y se puso en marcha dejando á Frontino que siguiera el camino que mejor le pareciese, sin llevar un solo escudero en su compañía ni ser oido de nadie. Frontino fué caminando á la ventura, y llevó á su amo tan pronto por caminos rectos como por senderos extraviados, unas veces por los bosques y otras por las campiñas, mientras el desventurado jóven no daba tregua á su llanto, llamando á la muerte, cuya presencia deseaba para calmar su obstinado quebranto: la muerte le parecia el único medio de acabar con su insoportable martirio.

—¡Ay de mi! exclamaba. ¿A quién debo acusar de haberme arrebatado á un tiempo mi bien y mi esperanza? ¡Ah! Si no deseo vengar mi injuria, ¿contra quién he de volverme? ¡Nadie, nadie más que yo me ha ofendido y sepultado en condicion tan miserable! Preciso es, pues, que me vengue de mí contra mí mismo, puesto que soy el único culpable. Y si tan solo me hubiera perjudicado á mí, tal vez podria perdonarme aunque con dificultad mi propia falta, ó más bien, quizás me perdonaría contra mi voluntad; pero ¿acaso me será posible hacerlo, cuando he causado á mi amada una injuria igual á la mia? Aun cuando llegara yo mismo á perdonarme, no es justo que deje á Bradamante sin venganza. Para vengarla, pues, debo y quiero morir, sin que me pese abandonar la vida; pues la única cosa que puede librarme de mis tormentos es la muerte. Lo que más me desespera es no haber perecido antes de ofender á mi amada. ¡Oh! ¡Cuán feliz habria sido expirando en el calabozo en que me tuvo la cruel Teodora! Aunque para matarme hubiese empleado los tormentos que le inspiraba su misma crueldad, me habria quedado al menos el consuelo de esperar que Bradamante recibiria la noticia de mi muerte con lágrimas de compasion. Pero cuando sepa que he pospuesto su aprecio al de Leon, y que me he desprendido de mi propia voluntad para entregarla en sus manos, tendrá razon en odiarme muerto ó vivo.

Exhalando estas y otras muchas tristes quejas, acompañadas de frecuentes suspiros y sollozos, se encontró al amanecer en un paraje inculto y solitario, situado entre oscuros bosques; y como su desesperacion le incitaba al suicidio, y deseaba morir oculto é ignorado, le pareció aquel paraje el más á propósito y mejor dispuesto para llevar á cabo tan criminal designio. Penetró en el bosque sombrío, por donde vió más espesas las umbrosas ramas y más intrincada la maleza; pero antes abandonó á Frontino, quitándole el freno y la rienda, y dejándole en completa libertad.

—¡Oh mi noble corcel! le dijo: si me fuera dado recompensar dignamente tus merecimientos, tendrias muy poco que envidiar á aquel palafren que se remontó al Cielo y está colocado entre las estrellas. Ni Cilario, ni Arion, ni cuantos caballos mencionan en sus obras los escritores griegos y latinos, fueron mejores que tú, ni se hicieron acreedores á más alabanzas: si acaso llegaron á igualarte en bondad, sé que ninguno puede envanecerse de haber disfrutado la honra y prez que tú has tenido; pues te quiso y te cuidó con tanto cariño la más bella, valerosa y gentil de las mujeres, que ella misma te alimentaba por su mano, y por su mano tambien te colocaba el freno y la silla. Entonces eras grato para mi dama: ¡ah! ¿Por qué he de insistir en llamarla mia, si ya no me pertenece; si la he entregado en manos de otro? ¡Ay de mí! ¿Por qué tardo en volver la punta de esta espada contra mi pecho?

Si Rugiero se afligia y atormentaba en el bosque, moviendo á compasion á las fieras y á las aves, únicos seres animados que podian escuchar sus querellas y ver el llanto que iba cayendo, cual copiosa lluvia, en su pecho, no debeis figuraros que Bradamante se encontraba más tranquila en París, cuando vió que ya no podia alegar ninguna excusa para enlazarse con el Príncipe de Grecia ó dilatar por lo menos aquella union aborrecida. Antes que aceptar otro esposo que no fuese Rugiero, estaba resuelta á todo: á faltar á su palabra; á arrostrar la malevolencia del Emperador, de toda la corte, de sus parientes y de sus amigos; y cuando ya no le quedara otro recurso, á darse la muerte con la espada ó con el veneno. Preferia morir, á arrastrar una vida angustiosa separada de su amante.

—¡Ay, Rugiero mio! exclamaba; ¿dónde te encuentras? ¿Será posible que te halles tan distante de mí, que no hayas tenido noticia del bando de Carlomagno, conocido de todo el orbe, y de tí solo ignorado? Estoy segura de que si hubiera llegado á tus oidos, nadie se habria presentado á aceptar el reto tan pronto como tú. ¡Ay, infeliz de mí! ¿Qué otra cosa debo pensar como no sean sucesos funestos? ¿Será acaso posible, Rugiero mio, que únicamente tú no hayas oido lo que ha llegado á noticia de todo el mundo? Si estás informado de ello, y no has acudido volando, forzosamente debes de haber muerto ó hallarte cautivo. ¡Oh! ¡Quién supiese la verdad! Tal vez ese hijo de Constantino te habrá tendido algun lazo, ó interceptado traidoramente la via, á fin de impedir que llegaras aquí antes que él. Impetré de Carlomagno la gracia de que se negara á conceder mi mano á todo caballero cuya fortaleza fuese inferior á la mia, creyendo que tú serias el único á quien yo no pudiera resistir con las armas en la mano. A nadie concedia tanto valor y pujanza como á tí: Dios ha castigado mi audacia, haciéndome caer en poder de un hombre que no ha llevado á cabo en toda su vida una sola accion honrosa. ¿Pero deberé someterme por no haber podido matar á mi adversario ni obligarle á rendirse? No, no: seria una injusticia, y no estoy dispuesta á resignarme á ella, ni á acatar la resolucion del Emperador. Sé que todo el mundo me acusará de inconstancia, si me niego á cumplir lo prometido; pero no seré la primera ni la última que haya parecido ó parezca inconstante. Me basta con tener la firmeza de una roca para guardar á mi amante la fidelidad debida, y con aventajar en constancia á las damas más famosas de los tiempos antiguos y modernos. Que me tachen de inconstante en cuanto á lo demás, poco me importa, con tal que la inconstancia redunde en mi beneficio; y aunque todo el mundo me crea más voluble que una hoja, no me dará cuidado alguno, si logro romper mi proyectado enlace con Leon.

Bradamante pasó toda la noche que siguió al dia tan infausto para ella, profiriendo tristes querellas, interrumpidas frecuentemente por los suspiros y las lágrimas; pero tan luego como el dios de la Noche se retiró á las grutas cimerias acompañado de las sombras, el Cielo, cuyos decretos eternos habian dispuesto la union de Bradamante con Rugiero, acudió en auxilio de la doncella.

A la mañana siguiente se presentó la arrogante Marfisa al Emperador, protestando contra la grave falta que se habia cometido con su hermano, y declarando que no estaba dispuesta á tolerar que se le arrebatara tan arbitrariamente su esposa sin decirle una palabra. Añadió que fácilmente podria probar que Bradamante era mujer de Rugiero, como se lo probaria, antes que á nadie, á la misma guerrera, si se atreviese á negarlo; pues habia dicho á Rugiero en su presencia las solemnes palabras que forman el verdadero vínculo del matrimonio, y ambos estaban comprometidos de tal modo que ya no eran dueños de sí mismos ni podian uno ú otro aceptar desde entonces otro yugo.

Ignoro si Marfisa decia ó no la verdad; pero lo que sí me atrevo á asegurar es que el deseo de impedir, con razon ó sin ella, el enlace de Leon, le dictaba estas palabras, más bien que el propósito de decir la verdad, y aun estoy tentado á creer que dió aquel paso de acuerdo con Bradamante, que no hallaba otro medio más digno ni expedito de alejar á Leon y recobrar á Rugiero.

Sorprendido el monarca al oir semejante protesta, mandó llamar en el acto á Bradamante, y en presencia del duque Amon le repitió lo que Marfisa habia ofrecido probar.

La doncella escuchó las palabras de Carlomagno, con la cabeza baja, confusa, y sin afirmar ni negar nada, demostrando claramente en su actitud que Marfisa habia dicho la verdad. Tanto Reinaldo como el señor de Anglante oyeron alborozados las afirmaciones de la hermana de Rugiero, que podrian ser causa de que no siguiese adelante la alianza proyectada, y que Leon suponia como cosa resuelta. Merced á ellas Rugiero llegaria á ser dueño de Bradamante, á pesar de la obstinacion del anciano Duque, sin necesidad de apelar á nuevas cuestiones, ó de emplear la violencia para arrancarla del poder de su padre. Ambos paladines comprendian que si, en efecto, habian mediado entre los dos jóvenes tales palabras, su union era un hecho consumado é irrefutable, hecho que les facilitaria el cumplimiento de su promesa más dignamente y sin nuevas querellas.

—Ese es un engaño que habeis urdido contra mí, decia Amon; pero os equivocais torpemente, porque aun cuando fuesen ciertas todas vuestras ficciones, no lograríais doblegar mi voluntad. Aun suponiendo (y estoy muy lejos de creerlo) que mi hija haya hecho neciamente á Rugiero las promesas que decís, y que Rugiero le haya prometido lo mismo, quisiera que me dijeran con más despacio y claridad, y de un modo más explícito, cuándo y en qué sitio ocurrió eso. Estoy persuadido de que no se han cambiado tales promesas, como no fuese antes de que Rugiero recibiera el bautismo. Si pronunciaron esos juramentos antes de que Rugiero se convirtiese al cristianismo, poco caso debemos hacer de ellos; porque siendo ella cristiana y él pagano, no es válido semejante matrimonio. Por esta razon no creo que el Príncipe de Grecia haya luchado inútilmente, ni creo que nuestro Emperador deje de cumplir su palabra por esta sola causa. Esta cuestion la debiérais haber suscitado cuando el suceso estaba reciente y en todo su vigor, y antes de que Cárlos, á excitacion de Bradamante, hubiera publicado el bando que ha hecho venir á Leon á pelear desde tan lejos.

Tal fué la respuesta que dió Amon á Orlando y á su hijo, con objeto de desbaratar el mútuo convenio de los dos amantes. Entre tanto el Emperador escuchaba atento las razones de uno y otros, sin apoyar á ninguna de ambas partes.

Así como se oye el murmullo que producen las hojas en las profundas selvas, cuando Austro ó Bóreas lanzan sus impetuosos resoplidos, ó cual suelen estrellarse las ondas en la playa, si Eolo se manifiesta airado contra Neptuno, así tambien el sordo rumor de esta contienda se esparció en breve por toda la Francia, dando tanto que oir y escuchar, que apenas se trataba de otra cosa. Unos se pronunciaban en favor de Rugiero; otros en el de Leon; pero la mayor parte apoyaba al primero: Amon apenas reunia un voto favorable contra diez que le eran contrarios. El Emperador continuaba encerrado en la más extricta neutralidad; mas pareciéndole el asunto digno de estudio, lo sometió á la decision de su Parlamento.

Al ver Marfisa aplazada la boda, como lo deseaba, volvió á presentarse y propuso un nuevo partido.

—Puesto que Bradamante no puede ser esposa de otro, mientras viva mi hermano, si Leon insiste en obtenerla, será preciso que apele á todo su valor y su denuedo para arrancar á Rugiero la vida. Una vez muerto el vencido, el vencedor verá colmada su dicha sin temor á rival alguno.

Cárlos se apresuró á participar á Leon esta nueva propuesta del mismo modo que le habia hecho conocer todo lo ocurrido. Leon estaba seguro de vencer á Rugiero y de salir airoso de todo asunto mientras contara con el apoyo del caballero del unicornio: aceptó, pues, aquel fatal reto, porque ignoraba que su leal amigo se hubiese internado en el bosque oscuro y solitario para dar rienda suelta á su afliccion, y pensaba que se habria alejado tan solo una ó dos millas con objeto de pasearse, y que volveria pronto. Pero no tardó en arrepentirse: pues aquel en quien confiaba no regresó aquel dia, ni en los dos siguientes, ni siquiera se tenia noticia de él: no creyendo conveniente ni seguro aventurar sin él un combate con Rugiero, mandó á buscar al guerrero del unicornio por todas partes, á fin de evitar el perjuicio y la afrenta que preveia. Varios mensajeros recorrieron por órden suya las ciudades, aldeas y castillos, hasta una larga distancia, y no contento con esto, montó á caballo, y se puso á practicar en persona las más minuciosas pesquisas. Pero ni él, ni sus mensajeros habrian obtenido el menor indicio del guerrero á quien buscaban, á no ser por el auxilio de Melisa, que hizo lo que me propongo referiros en el otro canto.

Canto XLVI

Despues de muchas pesquisas, Leon consigue encontrar á Rugiero, y sabedor de los vínculos que le unen á Bradamante, renuncia á sus pretensiones sobre la doncella, con la que por fin se une el jóven héroe.—El Rey de Sarza es el único que pretende acibarar el júbilo de los dos esposos pero es vencido por Rugiero, y muere prorumpiendo en horribles blasfemias.

Si mis cartas marinas no me engañan, muy pronto descubriré el puerto, y podré cumplir en la playa los votos que he hecho á la que me ha guiado al través de tan anchurosos mares, donde más de una vez he temido extraviarme ó presenciar el naufragio de mi bajel. Pero ya me parece ver la tierra: sí, sí, ya la veo, y distingo perfectamente la costa. Percibo un rumor semejante al trueno, producido por la alegría que agita el aire y estremece las ondas, y oigo el ruido de las campanas y los penetrantes ecos de los clarines, mezclados con los gritos de gozo del pueblo. Empiezo á conocer los rostros de los que acuden á ocupar las dos orillas del puerto: parece que todos se alegren de mi feliz regreso despues de tan largo viaje. ¡Oh! ¡Cuántas damas nobles y hermosas, cuántos caballeros adornan la playa con su presencia! ¡Cuántos amigos me esperan, á quienes debo eterno agradecimiento por el placer con que saludan mi llegada!

En la misma punta del muelle veo á Mamma y á Ginebra con las damas de la familia del Correggio: con ellas está tambien Verónica de Gambera, tan querida de Apolo y del santo coro aonio. Veo otra Ginebra, de la misma sangre que la primera, teniendo á Julia á su lado; veo á Hipólita Sforza, y á la jóven Trivulcio, educada en el bosque sagrado: tambien os veo, Emilia Pia y Margarita, acompañadas de Ángela Borgia y de Graciosa. Más allá diviso á Ricarda de Este, con Blanca, Diana y sus demás hermanas. ¡Oh! Ahí está la bella Bárbara Turca, más honesta y prudente aun que hermosa, en compañía de Laura: el Sol no ha visto nunca una pareja tan perfecta como esta, desde las orillas del Indo hasta el confin de la Mauritania.

Hé ahí á Ginebra, cuyas virtudes enriquecen la casa de Malatesta con tanto brillo y esplendor, que los suntuosos palacios imperiales jamás han tenido adornos más dignos ni más espléndidos. Si esta doncella se hubiera encontrado en Ariminum, cuando César, envanecido por la conquista de la Galia, vaciló en arrostrar la enemistad de Roma atravesando el rio, estoy seguro de que, recogiendo sus banderas y abandonando su botin y sus victoriosos trofeos, habria hecho ó roto las leyes y pactos que le dictara Ginebra, y tal vez no hubiera llegado á oprimir la libertad de su patria.

Hé ahí á la esposa, la madre, las hermanas y las primas del Señor de Bozolo, á las Torelli con las Bentivoglio, á las Visconti y las Pallavicini: hé ahí á la que arrebata la palma de la gracia y la belleza á cuantas damas existen hoy y á cuantas griegas, latinas ó bárbaras han existido dignas de fama por su donosura; á la incomparable Julia Gonzaga, que donde asienta la planta ó fija los serenos ojos, no solo le cede la primacía toda belleza, sino que tambien la admira, cual si fuese una diosa bajada del Cielo. Con ella está su cuñada, cuya constancia jamás pudieron alterar los prolongados reveses de la fortuna.

He ahí á Ana de Aragon, fúlgida antorcha de la estirpe del Vasto; á Ana, bella, gentil, amable y prudente, santuario de castidad, amor y fé. A su lado veo á su hermana: los esplendentes rayos de su belleza anublan los de cualquiera otra beldad. Hé ahí á la que ha arrebatado á su invicto consorte de las orillas de la laguna Estigia, haciéndole brillar en el Cielo, con ejemplo nunca visto, á pesar de las Parcas y de la Muerte. Tambien están allí mis Ferraresas, y las damas de la corte de Urbino, y conozco además á las de Mantua y cuantas doncellas galanas produce la Toscana y la Lombardia.

Si no me engañan mis ojos, deslumbrados por el brillo de tantos rostros agraciados, ese caballero que viene entre ellas y á quien tantas consideraciones guardan, debe de ser Unico Accolti, la antorcha refulgente de Arezzo. Allí veo á su sobrino Benedicto con su manto y su capelo de púrpura, juntamente con el cardenal de Mantua y con el Campeggio, honra y prez del sacro Colegio: si no me equivoco, observo en sus rostros y en sus movimientos un alborozo tan grande por mi feliz regreso, que no sé cómo podré pagar tan benévola solicitud. Con ellos están Lactancio y Claudio Tolomei, Pablo Pansa, el Dresino, Latino Juvenal, mis queridos Capilupi, el Sasso, el Molza, Florian Montino y Julio Camilo, que nos enseñó un camino más expedito y breve para guiarnos á las praderas ascreas. Me parece distinguir tambien á Marco Antonio Flaminio, al Sanga y al Berna.

Hé ahí á mi Señor Alejandro Farnesio. ¡Cuán selecta es su comitiva! Fedro, Capella, Porzio, Filippo el bolonés, el Volterrano, el Madalena, Blosio, Pierio, el cremonés Vida, manantial inagotable de elocuencia; y Lascari, Musuro, Navagero, Andrés Maron y Severo el monje. En el mismo grupo veo otros dos Alejandros, Guarino el uno, y Orologi el otro. Conozco tambien á Mario de Olvito y al divino Pedro de Arezzo, azote de los príncipes. Más allá diviso á dos Jerónimos, el uno es el de Veritade y el otro el Cittadino. Veo al Mainardo, veo á Leoniceno, al Panizzato, á Teocreno y á Celio. Allí están Bernardo Capel y Pedro Bembo, que ha sacado nuestro puro y armonioso idioma del dominio del vulgo, enseñándonosle con su ejemplo tal cual en realidad debe ser. Aquel que va en pos de él es Gaspar Obizi, admirador y émulo de sus glorias literarias.

Veo al Frascatoro, al Bevazzano, á Trifon Gabriele, y un poco más allá al Tasso. Observo cómo fijan en mí sus miradas Nicolás Tiepoli, Nicolás Amanio, y Anton Fulgoso, que se manifiesta sorprendido y alegre al verme cerca de la playa. Aquel que se mantiene apartado de las damas es mi Valerio: tal vez pide un consejo al Barignan, que le acompaña, para evitar la ardiente inclinacion que siente hácia ellas, á pesar de los desdenes que le han hecho sufrir.

Veo al Pico y al Pio, dos ingenios sublimes y sobrenaturales, unidos por los vínculos de la sangre y de la amistad. El que viene con ellos es uno de los escritores más esclarecidos; no he conocido otro á quien se tributen tantos honores como á él: si el retrato que de él me han hecho es verdadero, debe de ser el hombre á quien con tanto anhelo deseo conocer; es, en suma, Jacobo Sannazar, el que obliga á las Camenas bajará dejar los montes para á las playas. He ahí al docto, al fiel, al diligente secretario Pistofilo, que junto con los Acciajuoli y mi querido Angiar, se regocija al verme á cubierto de los peligros de las olas.

Veo á mi pariente Annibal Malaguzzo, acompañado de Adoardo, el cual me infunde la grata esperanza de que hará resonar el nombre de mi ciudad nativa desde el promontorio de Calpe hasta las orillas del Indo. Victor Fausto, el Tancredi y otros ciento dan señales de un verdadero júbilo al volverme á ver: veo, en fin, á todas las damas y caballeros manifestarse contentos por mi regreso. ¡Ea, pues! A concluir sin tardanza el corto trecho que me resta por recorrer, ya que el viento es favorable, y volvamos á Melisa, diciendo de qué modo salvó la vida al buen Rugiero.

Esta Melisa, segun recuerdo haberos dicho muchas veces, tenia un vehemente deseo de que Rugiero se uniese á Bradamante con indisolubles lazos, y tomaba una parte tan viva en las penas ó placeres de los dos amantes, que de hora en hora procuraba adquirir noticias suyas, teniendo continuamente ocupados á los espíritus infernales en ir y venir con nuevas de sus protegidos. De este modo pudo sorprender á Rugiero en el momento en que se encontraba en una selva oscura, víctima del dolor más profundo y tenaz, y resueltamente decidido á dejarse morir de hambre: al verle la encantadora, conoció que era ocasion de acudir en su auxilio, y saliendo de su habitual morada, marchó por el camino en que estaba segura de encontrar á Leon.

El Príncipe griego habia enviado unos tras otros diferentes mensajeros para explorar todos los lugares comarcanos, y él en persona se dedicó tambien á buscar al caballero del unicornio. Montada la sábia Maga en un espíritu, al que habia puesto freno y silla aquel mismo dia, dándole la figura de un mal caballo, se encontró, como esperaba, con el hijo de Constantino.

—Si la nobleza del alma es tal como indica el rostro, le dijo Melisa; si vuestra cortesía y bondad corresponden á vuestra presencia, prestad algun consuelo, algun auxilio al mejor caballero de nuestra época, el cual no tardará en exhalar el último aliento, si no halla una pronta ayuda ó un consuelo rápido. El mejor caballero de todos cuantos ciñen ó han ceñido espada y embrazado escudo; el caballero más apuesto y galan de cuantos existen ó han existido, se encuentra próximo á morir, si no hay quien vuele en su auxilio, tan solo por haberse portado con extremada hidalguía. ¡Venid, por Dios, señor, y ved si podeis hallar algun medio para arrancarle de su situacion desesperada!

Ocurriósele á Leon en el momento que el caballero á quien se referia Melisa debia ser aquel en cuya busca habia hecho recorrer, y aun él mismo recorria todo el país; por lo cual siguió en el acto presuroso á la persona que reclamaba su apoyo en tan piadosa empresa. No anduvieron mucho, cuando Melisa llegó con él al sitio en que se hallaba Rugiero al borde del sepulcro. Le vieron tan pálido, desencajado y abatido por un ayuno de tres dias, que difícilmente se habria podido levantar del suelo para volver á caer, aun cuando conservaba todavía algun vigor. Estaba tendido en la yerba, cubierto con su armadura, calado el yelmo y ceñida la espada; tenia la cabeza recostada en el escudo, donde se veia pintado el blanco unicornio. Entregado á su afliccion, no cesaba de pensar en la ofensa que habia inferido á Bradamante y en su negra ingratitud para con ella: su dolor se convertia en una rabia tan furiosa, que se mordia las manos y los lábios, mientras inundaban su rostro torrentes de lágrimas. Tan alucinado y absorto le tenian sus tristes pensamientos, que no vió acercarse á Leon y Melisa; por lo cual ni interrumpió sus lamentos, ni cesó en sus suspiros, ni dió tregua á su llanto.

Leon se detuvo, contemplando atentamente por algunos instantes al caballero; apeóse despues de su corcel, y se acercó á Rugiero, cuyas quejas le revelaban claramente que el Amor era causa de aquel tormento; pero no la persona que motivaba tan violento martirio, por no haberle oido pronunciar su nombre. Fué acercándose cada vez más, hasta que por último se le puso delante y le saludó con fraternal ternura, inclinándose hácia él y estrechándole entre sus brazos. La llegada repentina de Leon no creo que fuera muy grata á Rugiero, por temor de que le molestara, ó hiciese lo posible por oponerse á su fatal proyecto. Leon le dijo con las frases más cariñosas y persuasivas que se le ocurrieron, y con todo el afecto que pudo demostrarle:

—No te niegues á confiarme la causa de tus penas, pues en el mundo hay pocos males tan grandes que no tengan remedio, cuando se conoce su orígen, y el hombre no debe perder la esperanza mientras conserve un soplo de vida. Pésame en el alma que te hayas querido ocultar de mí, cuando debes estar persuadido de que soy tu mejor amigo, no solo desde que te hiciste tan acreedor á mi gratitud que jamás podré pagarte la deuda contigo contraida, sino desde el dia en que tuve motivo para considerarte siempre como mi enemigo más capital: por esta razon debes esperar que te ofrezca un desinteresado auxilio, poniendo á tu disposicion mis riquezas, mis amigos y hasta mi vida. No te parezca, pues, impertinente mi demanda, y permíteme que procure librarte de tu dolor, aunque para ello tenga que recurrir á la fuerza, á los halagos, á las dádivas, á la destreza ó á la astucia: si mis esfuerzos son inútiles, entonces podrás apelar á la muerte como al único remedio de tus males; pero antes de llegar á tal extremo, no impidas que haga cuanto cabe en lo humano.

Y siguió empleando frases tan tiernas y afectuosas, ruegos tan eficaces, que concluyó por conmover á Rugiero, cuyo corazon no era de hierro ni de mármol. El triste jóven comprendió que, si continuaba encerrado en su obstinado silencio, cometeria una accion descortés y censurable; quiso hablar, pero las palabras expiraron en sus lábios dos ó tres veces. Al fin dijo:

—Señor mio: voy á decirte mi nombre; pero estoy seguro de que cuando lo sepas, desearás mi muerte con tanta ó quizás con mayor vehemencia que yo mismo: sabe que soy tu aborrecido rival, ese Rugiero que tanto te odió. Ha muchos dias ya que salí de esta corte con intencion de darte la muerte, á fin de no verme privado por tu causa de Bradamante, en vista de que el duque Amon estaba decidido en favor tuyo. Pero como el hombre propone y Dios dispone, me ví en el apurado trance en que tu extremada generosidad me hizo cambiar de opinion, y desde entonces no solo depuse todo el ódio que abrigaba en mi corazon contra tí, sino que me propuse servirte y complacerte con la adhesion más ciega. Ignorando que yo fuese Rugiero, me suplicaste que conquistase para tí la mano de la hija de Amon, lo cual era lo mismo que pretender arrancarme el corazon del pecho ó el alma del cuerpo. ¡Bien has visto si he sabido sacrificar mis deseos á los tuyos! Bradamante te pertenece: poséela en paz: tu felicidad me será siempre mucho más grata que la mia; pero ya que me veo privado de ella, no te opongas á que me prive asimismo de la vida; pues antes podré quedarme sin alma, que vivir sin Bradamante. Además, mientras yo exista no puedes enlazarte con ella legítimamente, porque me unen á esa hermosa doncella vínculos sagrados, y no puede tener dos esposos á la vez.

Quedóse Leon tan lleno de asombro al oir que aquel caballero era Rugiero, que permaneció mudo, inmóvil y sin pestañear, pareciéndose mas bien que á un hombre á una de esas estátuas que se colocan en las iglesias en cumplimiento de un voto. La abnegacion de Rugiero le pareció una cosa tan extraordinaria como no se vió ni podrá verse jamás. No disminuyó esta confesion el cariño que profesaba al jóven; antes al contrario, se acrecentó de tal modo, que se dolia de sus penas más que el mismo Rugiero. Por esta razon; y por mostrarse digno de su elevado nacimiento, no quiso que el pundonoroso jóven le aventajara en generosidad y grandeza de alma, por más que se considerase inferior á él en todo lo demás, y le dijo:

—Rugiero, si aquel dia en que derrotaste mi ejército con tu valor increible hubiera sabido, como sé ahora, tu nombre, aun cuando te odiaba, me habria prendado tu virtud del mismo modo que me prendó cuando lo ignoraba; y desterrado el ódio de mi corazon, te habria amado con un cariño igual al que ahora siento hácia tí. No negaré que aborrecia tu nombre antes de conocerte; pero puedes estar seguro de que aquel aborrecimiento no ha pasado adelante, y si hubiese conocido la verdad cuando rompí tus cadenas, como la conozco ahora, habria hecho en aquella ocasion lo mismo que estoy dispuesto á hacer hoy en obsequio tuyo. Y si entonces, que no te debia la gratitud que ahora te debo, me habria portado de este modo, ¿con cuánto mayor motivo no deberé portarme lo mismo en estos momentos? No haciéndolo así, seria el más ingrato de los hombres, puesto que, ahogando tus deseos, te has privado de tu dicha para cedérmela; pero yo te la devuelvo, y al hacerlo así, me considero más feliz que si la hubiese poseido. Mereces mucho mejor que yo unirte á Bradamante; porque si bien sus méritos le han grangeado mi estimacion, no es tan grande mi amor hácia ella que piense en cortar el hilo de mi existencia por verla esposa de otro. No quiero de ningun modo que tu muerte, rompiendo los lazos matrimoniales que os unen, me facilite la legítima posesion de tan hermosa doncella. ¡Ah! No solo renunciaria á Bradamante, sino tambien á cuanto poseo en el mundo y hasta la vida misma, antes que pueda decirse que un caballero cual tú ha tenido que sufrir el menor disgusto por mi causa. Lo que sí me contrista es tu poca confianza en mí; pues pudiendo disponer de mi voluntad más que de la tuya propia, has preferido morir de desesperacion á aceptar mi sincero y desinteresado auxilio.

Seria prolijo repetir todas las palabras que Leon añadió á las anteriores, el cual, redarguyendo todas las observaciones que en contrario podia alegar Rugiero, logró triunfar de su resistencia y obtener esta respuesta:

—Me someto á tu voluntad, y prometo no atentar contra mi vida; ¿pero cuándo podré pagarte mi gratitud por haberme salvado dos veces de la muerte?

Melisa hizo traer al instante manjares suculentos y delicados y vinos generosos para restaurar las abatidas fuerzas de Rugiero, próximo á perecer de inanicion. Atraido Frontino por los relinchos de los caballos, corrió al sitio en que su señor se hallaba: hizo Leon que le cogieran sus escuderos, le ensillaran y se lo presentaran á Rugiero, el cual montó en su corcel con mucho trabajo, á pesar de ayudarle Leon: hasta tal extremo habia perdido aquel vigor de que hizo gala pocos dias antes para vencer á todo un ejército y para luchar más tarde con su amada. Alejáronse de aquel sitio, y despues de haber andado cosa de media legua, llegaron á una abadía, donde juzgaron conveniente permanecer tres dias, hasta que el caballero del unicornio hubo recobrado su primitivo vigor: despues Rugiero volvió á la corte acompañado de Leon y Melisa, y encontró en ella una embajada de los búlgaros, que habia llegado la noche anterior.

Aquella nacion, que habia elegido por rey á Rugiero, creyendo encontrarle en la corte de Carlomagno, enviaba en busca suya á algunos de sus magnates, deseando jurarle obediencia, prestarle homenaje y coronarlo. El escudero del jóven héroe, que acompañaba á los embajadores, llevó á Francia noticias suyas, refiriendo la batalla que habia sostenido auxiliando á los búlgaros en Belgrado, donde venció á Leon y al Emperador su padre, causando á las tropas griegas una mortandad espantosa; por cuya razon, aquellos le habian reconocido por su Señor, á pesar de su cualidad de extranjero: añadió tambien, que en Novengrado fué hecho prisionero por Ungiardo y entregado á Teodora, y que se daba por muy seguro que habia logrado escapar de la prision, cuya puerta se halló abierta y muerto al carcelero, ignorándose por lo demás el paradero del fugitivo.

Rugiero entró en la ciudad por sitios ocultos y extraviados y sin ser conocido de nadie, presentándose al dia siguiente á Carlomagno acompañado de Leon. Llevaba el escudo con el águila de oro de dos cabezas, segun habian convenido de antemano, y las mismas insignias y sobrevesta rota y agujereada en varias partes que usó en su combate con Bradamante: así es que en el momento fué conocido por el caballero que luchó con la jóven. Leon le acompañaba desarmado, vestido con un traje riquísimo y suntuoso, y rodeado de una brillante comitiva. Inclinóse respetuosamente al llegar á la presencia del Emperador, que se adelantó á recibirle, y llevando de la mano á Rugiero, en quien tenian fijas sus miradas todos los circunstantes, dijo así:

—Te presento al bravo caballero que supo resistir á Bradamante desde la salida hasta el ocaso del Sol, y como esta doncella no logró prenderle, matarle ni arrojarle del palenque, está seguro de haber vencido, y si no ha comprendido mal vuestro bando, magnánimo señor, cree haber conquistado la mano de la guerrera, y en su consecuencia acude á vos para que le sea entregada. Además de que nadie puede disputársela, á tenor de las condiciones del bando, ¿hay otro caballero más digno que él de merecerla por su valor? Si debe poseerla el que más la ame, no existe un hombre que sienta por ella una pasion tan viva y sincera como la suya, y si hay alguien que pretenda oponerse, dispuesto está á sostener su derecho con las armas en la mano.

Cárlos, y todos los que se hallaban presentes, se quedaron estupefactos al oir estas palabras; pues estaban persuadidos de que el adversario de Bradamante habia sido Leon, y no aquel caballero incógnito. Marfisa, que habia acudido á presenciar aquella escena con los demás señores de la corte, apenas pudo contenerse mientras Leon estuvo hablando, y tan luego como este dió fin á sus palabras, se adelantó diciendo:

—Puesto que Rugiero no se halla aquí para dirimir la contienda suscitada con ese caballero por causa de su esposa, yo, que soy su hermana, no puedo consentir sin protestar en que se le arrebate por falta de defensa, y desafío á cualquiera que pretenda tener derechos sobre Bradamante ó más mérito que Rugiero.

Pronunció estas palabras con un tono tan irritado y amenazador, que muchos temieron verla empezar allí mismo la lucha, antes de que el Emperador le designase el palenque. Leon no consideró oportuno que Rugiero continuara encubierto por más tiempo, y alzándole la visera del almete, exclamó dirigiéndose á Marfisa:

—He aquí el adversario que está dispuesto á aceptar tu reto.

Al ver que era Rugiero el campeon á quien tenia tanto ódio, se quedó Marfisa como el anciano Egeo, cuando en medio de un banquete impío conoció que era su propio hijo aquel á quien pretendia envenenar su inícua mujer, como sin duda lo habria logrado, á poco más que el engañado padre tardara en conocerle por su espada. Marfisa corrió á abrazar á su hermano con tanta efusion, que no podia separarse de su cuello. Reinaldo, Orlando y el Emperador especialmente, le besaron con cariño sincero. Dudon, Olivero y el rey Sobrino no se cansaban de colmarle de caricias, y por fin, ninguno de los paladines ni de los barones dejó de agasajarle.

Cuando terminaron los abrazos y las felicitaciones, Leon, cuya elocuencia era notable, empezó á referir á Carlomagno en presencia de toda su corte cómo habian podido más en él la bizarría y la audacia desplegadas por Rugiero en Belgrado que cualquiera otra ofensa, á pesar del gran estrago que causó en sus gentes; manifestó que, estimulado por esta sincera y repentina inclinacion, le sacó, arrostrando el enojo de todos sus parientes, de la prision donde le habian encerrado despues de entregarle en poder de una desolada madre, que pretendia hacerle morir en medio de los más horribles tormentos; describió el incomparable acto de generosidad que no tuvo ni tendrá igual en los pasados ó futuros siglos, llevado á cabo por Rugiero en obsequio suyo y en pago de la libertad que le debia, y continuó refiriendo minuciosamente todo cuanto Rugiero habia hecho por él, sin dejar de hacer mencion del agudo dolor que laceró el alma del desdichado amante al verse obligado á renunciar á su esposa; dolor que le arrastró al suicidio, del que únicamente le libró un auxilio oportuno. Leon supo pintar estas escenas con tan suaves y patéticos colores, que sus oyentes no pudieron contener las lágrimas.

Dirigióse despues al obstinado Amon con tan eficaces y persuasivos ruegos, que no solo logró conmoverle, ablandar su corazon y hacerle mudar de dictámen, sino que tambien consiguió que accediera á pedir perdon á Rugiero por su anterior malevolencia, y á suplicarle que le aceptase por padre y por suegro, ofreciéndole la mano de Bradamante. Varias personas amigas, lanzando alegres exclamaciones, corrieron presurosas á anunciar tan feliz noticia á la doncella, que en aquellos momentos estaba retirada en su más oculta estancia, llorando sus contínuos sinsabores y próxima á perecer de dolor. Al simple anuncio de tan fausto suceso, quedó su corazon tan exhausto de aquella sangre que hacia afluir á él la piedad, cuando el dolor le traspasaba, que su mismo gozo estuvo á punto de hacerle perder la vida. Debilitóse su vigor y su energía de tal modo, que apenas podia tenerse en pié, sin embargo de poseer el ánimo esforzado y varonil que os es notorio. El condenado al cepo, á la horca, á la picota ó á otro género de muerte peor, cuyos ojos están ya cubiertos con la venda negra, no se manifiesta, al oir el grito del perdon, tan alegre como Bradamante.

Regocijáronse las familias de Mongrana y Claramonte al ver unidas sus dos próximas ramas por nuevos vínculos; pero sintieron un pesar semejante á la alegría de aquellas, Gano, el conde Anselmo, Falcon Gini y Ginami, que procuraron disimular su negra envidia y sus pérfidos manejos, esperando una ocasion de vengarse con tanta astucia como la zorra espera emboscada á la liebre. Aparte de que Orlando y Reinaldo habian arrancado la vida en diferentes ocasiones á muchos individuos de esta raza fementida, si bien los sabios y prudentes consejos de Carlomagno pudieron conseguir que dieran al olvido sus mútuas querellas y rencores, la reciente muerte de Pinabel y Bertolagio les dió nuevos motivos de duelo; pero ocultaban sus ruines proyectos de venganza, fingiéndose ignorantes de ambas muertes.

Los embajadores búlgaros que habian pasado á la corte de Carlomagno, como he dicho, con la esperanza de encontrar en ella al bravo campeon del unicornio, á quien habian aclamado por su rey, al saber que estaba allí, se felicitaron por su buena estrella, que habia confirmado su esperanza, y se postraron reverentemente á los piés de Rugiero, rogándole que volviese á Bulgaria, donde le tenian preparado el cetro y la corona en Andrinópolis, y excitándole á que se apresurara á acudir en defensa de su trono; porque, segun voz pública, Constantino se preparaba á invadir de nuevo el territorio búlgaro á la cabeza de un ejército mucho más numeroso que el primero. Terminaron asegurándole que si podian contar con el auxilio de su rey, esperaban rechazar á Constantino, y aun arrebatarle la corona imperial de Oriente.

Rugiero aceptó la corona, accedió á todos los ruegos de los embajadores, y les prometió estar en Bulgaria á los tres meses, si la suerte no le era contraria. Noticioso Leon Augusto de lo que ocurria, dijo á Rugiero que se atuviera á la amistad jurada, y que, siendo él rey de los búlgaros, quedaba de hecho estipulada la paz entre estos y Constantino; añadióle que él por su parte no se apresuraria á partir de Francia para ponerse al frente de sus escuadrones, y que se comprometia á hacer que su padre renunciara á las comarcas que hubiese arrebatado á sus nuevos súbditos.

A pesar de todas las virtudes y méritos de Rugiero, ninguno pudo tanto en el ánimo de la ambiciosa madre de Bradamante ni consiguió hacerle grato á sus ojos como el título de rey. Hiciéronse las bodas con régia esplendidez y con una magnificencia digna del que las dispuso: el mismo Emperador se ocupó en ellas, y quiso que se celebraran cual si hubiera casado á una de sus hijas. Los servicios y merecimientos de Bradamante eran tales, además de los contraidos por toda su familia, que aquel magnánimo señor no creia recompensarlos demasiado aunque para ello tuviese que vender la mitad de su reino. Hizo publicar por todas partes que celebraria audiencias públicas, donde por espacio de nueve dias podrian acudir con seguridad todos los que tuvieran alguna queja que exponer. Hizo levantar en la campiña suntuosos pabellones de oro y seda, adornados de ramos entrelazados y de vistosas flores, los cuales presentaban un golpe de vista tan agradable, que no se ha contemplado en el mundo un espectáculo más bello que aquel. No cabian dentro de París los innumerables forasteros griegos, latinos ó bárbaros, pobres, ricos y de toda condicion que acudieron atraidos por la fama de aquellas fiestas. Los señores, los príncipes y los embajadores que allí se reunieron, procedentes de todos los puntos del globo, eran innumerables: por lo cual hubo necesidad de alojarlos, si bien con toda comodidad, en pabellones, en tiendas de campaña, y entre las enramadas de las próximas alamedas.

La maga Melisa se habia esmerado la noche anterior en adornar con cuidado prolijo la cámara nupcial que por tanto tiempo soñara. Aquella adivina deseaba vivamente, desde una época bastante lejana, la celebracion de una alianza tan conveniente: présaga del porvenir, conocia los admirables frutos que debia producir aquella planta. Habia colocado el lecho nupcial en medio de un pabellon anchuroso y capaz, el más rico, el más adornado y admirable que, con destino á la paz ó la guerra, se haya tejido en el mundo. La hada se lo habia quitado á Constantino, en ocasion en que estaba acampado en la costa de Tracia con objeto de esparcirse: contando de antemano con el asentimiento de Leon, y deseosa de presenciar su asombro, presentándole una prueba del arte que refrena al gran gusano infernal, y probándole que podia disponer á su antojo de él y de la raza espúrea enemiga de la divinidad, hizo que los mensajeros del Averno transportaran aquel pabellon desde Constantinopla á París. Se lo quitó á Constantino, emperador de Grecia, á la luz del medio dia, con las cuerdas, los palos y los demás accesorios interiores y exteriores: lo hizo transportar por los aires, y lo destinó para suntuoso alojamiento de Rugiero: una vez terminadas las bodas, lo restituyó milagrosamente á su primitivo sitio.

Habian transcurrido cerca de dos mil años desde que fué tejido aquel pabellon. Una doncella de la tierra de Ilion, que poseia la inspiracion profética, lo labró por su propia mano á fuerza de arte, tiempo y paciencia. Esta doncella se llamó Casandra, y ofreció aquel trabajo como un rico presente á su hermano el ínclito Héctor. Casandra habia bordado en la tela, con oro y seda de varios colores, la efigie del caballero más ilustre que debia salir del tronco de su hermano, á pesar de que no ignoraba que estaba separado de sus raices por numerosas ramas. Héctor lo tuvo en mucha estima mientras vivió, tanto por la mano que lo hizo como por su esquisito trabajo.

Pero despues de su muerte, cometida á traicion, y de la victoria alcanzada sobre los troyanos por los griegos, á quienes el falso Sinon abrió las puertas de la ciudad, dando lugar á la catástrofe más espantosa que registra la Historia, cupo en suerte aquel pabellon á Menelao, con el cual se trasladó á Egipto, donde se vió obligado á entregarlo al rey Proteo en cambio de la esposa que este tirano le habia arrebatado. Elena se llamaba la dama por quien Menelao trocó su pabellon, el cual pasó más tarde á manos de los Tolomeos, de quienes lo heredó Cleopatra. Esta reina lo tuvo que ceder con otras muchas riquezas en el mar de Leucades á las gentes de Agripa: cayó sucesivamente en poder de Augusto y de Tiberio, hasta que por último fué á parar á manos de Constantino, de aquel Constantino, á quien la bella Italia debe recordar con dolor mientras el cielo gire. Cuando este príncipe, disgustado de residir á orillas del Tíber, pasó á Bizancio, se llevó consigo aquel precioso velo, que Melisa arrebató á otro Constantino.

De oro eran sus cuerdas; de marfil sus apoyos, y estaba todo él entretejido con figuras más bellas que las producidas por el diestro pincel de Apeles. Allí se veian las Gracias, con trajes airosos y elegantes, auxiliando en su alumbramiento á una reina, la cual daba á luz un príncipe tan hermoso cual no ha visto otro la Tierra desde el siglo primero al cuarto. Veíase á Júpiter, al elocuente Mercurio, á Venus y á Marte, derramando sobre él á manos llenas etéreas flores, dulce ambrosía y perfumes celestiales. En sus pañales se leia en pequeños caractéres el nombre de HIPÓLITO. La Ventura, precedida de la Virtud, le guiaba en sus juveniles años.—Más allá se veian representados nuevos personajes, de larga cabellera y prolongadas túnicas, que iban á reclamar á su padre el tierno niño de parte de Corvino. Veíasele alejarse reverente de Hércules y de Leonor su madre, y pasar á las márgenes del Danubio, donde la gente corria á verle y adorarle como á un Dios. Veíase al prudente Rey de los Húngaros admirando la precoz sagacidad de que daba muestras en su edad temprana, exaltándole sobre todos sus barones, y colocando en sus manos á pesar de sus tiernos años, el cetro de la Estrigonia. Veíase al jovencillo continuamente al lado de aquel monarca, ya fuese en su régio alcázar, ó ya en la tienda de campaña: si aquel poderoso rey llevaba su ejército contra los Turcos ó contra los Alemanes, con él iba Hipólito, contemplando fijamente sus esclarecidas y magnánimas proezas, y aprendiendo prácticamente el camino de la virtud. Veíase cómo distribuia los primeros años de su vida entre la cultura de las artes y los ejercicios bélicos, aleccionado por Fusco, el cual le explicaba los pasajes oscuros y difíciles de las obras clásicas. La hábil Casandra habia representado á Fusco con tal perfeccion, que parecia oírsele decir al niño:—«Si deseas ser fuerte, glorioso é inmortal, debes imitar este ejemplo, y evitar este otro.»

Aparecia despues revestido, jóven aun, con la púrpura cardenalicia, tomando parte en las deliberaciones del consistorio reunido en el Vaticano, y sorprendiendo con su talento y elocuencia al Sacro Colegio, cuyos individuos parecian exclamar maravillados:—«¿Qué llegará á ser este jóven cuando alcance su edad madura? ¡Oh! Si llega á poseer el manto de San Pedro, ¡qué dicha para su edad! ¡Qué fortuna para su siglo!»

En otra parte se veian los juegos y honestos pasatiempos de su juventud. Ora atacaba á los osos en las alpestres rocas, ora esperaba al jabalí en el fondo de los valles pantanosos, ora perseguia á caballo con la velocidad del viento á las cabras monteses ó los añosos ciervos, y al alcanzarlos parecian caer divididos en dos partes iguales de una sola de sus cuchilladas. En otra parte se le veia en medio de un escogido grupo de filósofos y poetas: unos le describian el curso de los planetas, otros la Tierra; otros le enseñaban la constitucion física del Cielo; estos tristes elegías, aquellos alegres versos, cantos heróicos ó armoniosas odas: más allá se le veia escuchando con placer la música ó ejecutando con suma gracia algunos pasos de baile.

Casandra habia consagrado esta primera parte de sus cuadros á representar los hechos culminantes de la infancia del sublime mancebo; pero en la otra procuró pintar sus actos de prudencia, justicia, valor, modestia, y de aquella virtud que estuvo unida á él tan estrechamente: me refiero á la virtud que distribuye dádivas y favores, á esa liberalidad espléndida en que brilla tanto como en todas las otras. En esta segunda parte se veia al jóven con el infortunado Duque de los Insubres, sentándose á su lado en los consejos en tiempo de paz ó desplegando con él, armado, el estandarte de las culebras. Unido á aquel duque por una fé y una adhesion ilimitadas, así en los tiempos prósperos como en los adversos, le seguia en su fuga, le consolaba en su afliccion y le guiaba al través de los peligros.

En otro lado se le veia profundamente pensativo, atendiendo á la salvacion de Alfonso y de Ferrara, procurando con inusitada perspicacia y destreza descubrir lo que recelaba, y haciendo ver palmariamente á su justísimo hermano las traidoras y pérfidas tramas que contra él fraguaban sus más queridos allegados, y mereciendo así el glorioso sobrenombre que concedió á Ciceron la libertada Roma. Más allá se le veia, cubierto con una brillante armadura, volando en socorro de la Iglesia y haciendo frente á un ejército aguerrido con un corto número de soldados indisciplinados: su sola presencia bastaba para extinguir el incendio que amenazaba devorar los Estados eclesiásticos, de suerte que con razon podia decir:—«¡Llegué, ví y vencí!»

Veíasele en otra parte peleando en las playas de su patria contra la flota más numerosa que jamás armaran los venecianos para combatir con los turcos ó los argivos: la vencia y destrozaba, entregando á su hermano las galeras cautivas y cargadas de rico botin, sin que guardara para sí más que el honor de la jornada, lo único de que no podia desprenderse.

Las damas y los caballeros contemplaban atentamente aquellas figuras, sin saber lo que representaban, pues no tenian á nadie que les advirtiera que todas aquellas cosas designaban algunos acontecimientos futuros; pero se complacian en admirar unos rostros tan bellos y tan bien hechos y en leer las inscripciones. Solo Bradamante, instruida por Melisa, sentia una secreta satisfaccion, pues conocia perfectamente toda la historia. Aun cuando Rugiero no estaba tan enterado de ella como su esposa, recordaba, sin embargo, que Atlante le habia hablado muchas veces con encomio de aquel Hipólito, que seria uno de sus nietos.

¿Quién podria describir en verso los infinitos agasajos que á todos prodigó el Emperador, la variedad de los juegos, la magnificencia de las fiestas, y la abundancia y lujo de los festines? Los caballeros más valientes se daban á conocer por su vigor y pujanza, rompiendo millares de lanzas cada dia: se sostenian combates á pié y á caballo, uno á uno, dos á dos, y haciéndose á veces general la lucha; pero Rugiero descollaba entre todos, saliendo siempre vencedor, á pesar de justar dia y noche, y lo mismo en la danza que en la lucha ó en cualquier otro juego, nadie lograba arrebatarle la palma de la victoria.

El último dia de las fiestas, y en el momento de dar principio al banquete imperial, teniendo Carlomagno á Rugiero á su izquierda y á Bradamante á su derecha, vieron venir presuroso por la llanura, dirigiéndose hácia donde estaban las mesas, á un caballero completamente armado, de elevada estatura y arrogante aspecto, y cubierto tanto él como su caballo de negros paños. Era el Rey de Argel, que á consecuencia de la vergüenza que le habia causado la guerrera, cuando le derribó en el puente peligroso, juró no ponerse la armadura, ni ceñir espada ni montar á caballo, hasta haber permanecido en una celda un año, un mes y un dia, como un eremita. Tales eran los castigos que los caballeros solian imponerse por sus propias faltas en aquellos tiempos. A pesar de haber tenido noticia durante su retiro de lo ocurrido á Cárlos y al hijo de Trojano respectivamente, no obstante, por no faltar á su voto, dejó de requerir sus armas, como si la desgraciada suerte de su señor no le alcanzase tambien; pero tan pronto como hubo transcurrido todo el año, todo el mes y todo el dia, se encaminó á la corte de Francia con nuevas armas y espada, y lanza y caballo.

Sin apearse, sin inclinar la cabeza, y sin dar ninguna señal de reverencia, presentóse ante Carlomagno y toda su brillante corte con actitud provocativa y desdeñosa. Quedáronse todos asombrados al ver tanta insolencia, y suspendiendo las conversaciones y la comida, se levantaron para escuchar las palabras de aquel guerrero, que dijo con voz estentórea y arrogante, luego que estuvo delante de Cárlos y Rugiero.

—Soy Rodomonte, el rey de Sarza, y vengo á desafiarte, á tí, Rugiero, á singular batalla. Soy quien espera probarte, antes de que el Sol llegue al término de su carrera, que has sido desleal para con tu señor, y que eres un traidor, indigno de merecer los honores que te dispensan estos caballeros. A pesar de que tu felonía es bien patente, pues la confirmas en el mero hecho de ser cristiano, para hacerla más ostensible, me presento en este campo á probártela; y si hay alguien que se ofrezca á combatir en tu lugar, estoy dispuesto á admitir la lucha. Si no basta uno, poco importa; aceptaré cuatro ó seis, y sostendré contra todos lo que he dicho.

Rugiero se irguió arrogante al oir tales palabras, y, con licencia de Cárlos, contestó al sarraceno, que mentía él y todos cuantos pretendieran tacharle de traidor; que siempre se habia portado con su rey de modo que nadie podia censurarle con justicia, y que estaba dispuesto á sostener que nunca habia dejado de cumplir sus deberes para con Agramante. Añadió que no tenia necesidad de auxilio ajeno para defender su causa, como esperaba demostrárselo, de suerte que tendria bastante, y aun quizá demasiado, con un solo adversario.

Reinaldo, Orlando, el Marqués y sus dos hijos, Grifon el Blanco y Aquilante el Negro, Dudon, Marfisa, todos á una se ofrecieron á luchar con Rodomonte en defensa de Rugiero, procurando convencerle de que, estando recien casado, no debia turbar la paz de sus bodas; pero el jóven les respondió:

—Esos subterfugios serian indignos de mí: os ruego, pues, que permanezcais tranquilos.

Trajéronle las armas que conquistó al famoso Mandricardo, y preparóse sin la menor dilacion á la lucha. Orlando calzó las espuelas á Rugiero; el mismo Emperador le ciñó la espada; Bradamante y Marfisa le pusieron la coraza, y los otros caballeros el resto de su arnés. Astolfo le presentó de la brida su excelente corcel, cuyos estribos sostuvo el hijo del Danés, y por último, Reinaldo, Namo, y el marqués Olivero le abrieron paso al través de la multitud, haciendo despejar el palenque, que estaba siembre dispuesto para semejantes usos.

Veíase á las damas y á las doncellas pálidas y temblorosas, cual tímidas palomas que huyen de entre las espigas para refugiarse en sus nidos, arrojadas del pasto por el ímpetu del huracan que va mugiendo entre relámpagos y truenos, y empujando la negra tempestad que se desata en lluvia y granizo con grave daño de los campos: estaban temerosas por la suerte de Rugiero, cuya fuerza consideraban inferior á la de aquel pagano. Este temor se hacia extensivo al pueblo y á la mayor parte de los caballeros y barones, de cuya memoria no se habia borrado todavía lo que el pagano hizo en París, cuando, completamente solo, destruyó á sangre y fuego una gran parte de la ciudad, en la que se conservaban, como probablemente se conservarian por espacio de mucho tiempo, los vestigios de aquellos estragos, los mayores que soportó la Francia.

Pero sobre todos temblaba Bradamante, no ya por creer que el sarraceno aventajase á Rugiero en la fuerza y el ánimo que presta la confianza del propio valimiento, ni porque á Rodomonte le asistiese la razon que casi siempre milita en favor del que la tiene, sino por ese recelo natural en cuantos aman, el cual no dejaba de causarle cierta zozobra. ¡Oh! ¡Qué de buen grado habria tomado sobre sí la empresa de aquella incierta lucha, aun cuando hubiera tenido la seguridad de perecer en la demanda! No una, sino mil vidas habria deseado perder si las tuviera, con tal de que Rugiero no arriesgara la suya. Pero cuantos ruegos dirigió á su esposo para que le cediese tan árdua empresa, fueron inútiles, y tuvo que resignarse á presenciar la lucha con rostro triste y acongojado espíritu.

Dispuestos ya ambos combatientes, no tardaron en precipitarse uno contra otro lanza en ristre. Los hierros al chocar con la armadura parecieron de hielo: las astas, voladoras aves prontas á remontarse hasta las nubes. El bote de la lanza del pagano, dirigido al centro del escudo de su adversario, hizo muy poco efecto; pues se halló contrastado por el excelente temple del acero que forjara Vulcano para el famoso Héctor. Rugiero dirigió asimismo su bote contra el broquel del pagano, y lo pasó de parte á parte, á pesar de tener un palmo de espesor, y de ser de hueso, cubierto interior y exteriormente con una chapa de acero; y á no haber sido porque la lanza no resistió aquel tremendo choque, y se quebró al primer encuentro, elevándose hasta el cielo sus astillas cual si estuviesen provistas de alas, habria atravesado la coraza (¡tanta fuerza llevaba!) aunque fuera de diamante, quedando allí mismo terminado el combate. Los corceles tocaron el suelo con sus grupas; pero los ginetes, excitándoles con la brida y las espuelas, les hicieron erguirse en el acto, y abandonando las lanzas, desenvainaron los aceros y se acometieron con nueva furia.

Haciendo girar con maestría á uno y otro lado sus animosos y ágiles caballos, aptos para aquel género de lucha, empezaron á buscar con sus punzantes espadas la parte más débil de la armadura. Rodomonte no iba defendido aquel dia por la dura y escamosa piel de la serpiente, ni empuñaba la tajante espada de Nemrod, ni llevaba cubierta la cabeza con su yelmo acostumbrado: todas estas armas quedaron colgadas en el sepulcro de Isabel, como creo haber dicho anteriormente, desde el dia en que la doncella de Dordoña le venció en el puente. La armadura que llevaba á la sazon, aunque bastante buena, no era tan perfecta como la primera, por más que ni la una ni la otra pudieran resistir al filo de Balisarda, para la que eran tan inútiles los encantamientos ó lo esmerado de la construccion, como la bondad del acero ó la firmeza del temple. Rugiero la esgrimió con tal destreza, que agujereó las armas defensivas del pagano por más de un punto.

Cuando Rodomonte vió su armadura teñida en sangre por tantas partes, y que no podia evitar que cada cuchillada le rasgara la carne, sintió más rabia y más furor que el tempestuoso mar en el rigor del invierno; y arrojando el escudo, empuñó con ambas manos su acero, y descargó con todo su vigor una cuchillada sobre el yelmo de su enemigo. Una fuerza tan extraordinaria como la que tiene la máquina colocada en el Pó sobre dos naves, y que levantada á impulsos de varios hombres y de muchas ruedas, se deja caer empotrando las aguzadas vigas, llevaba el golpe que el pagano descargó con toda su fuerza sobre Rugiero con sus dos manos por demás pesadas; y á no tropezar con el yelmo encantado, habria partido de un solo golpe al caballo y al ginete. Rugiero inclinó por dos veces la cabeza, y abrió los brazos y las piernas, próximo á caer. El Sarraceno redobló su terrible golpe, sin dar á su adversario tiempo de reponerse; tras este siguió el tercero; pero la espada no pudo soportar tan continuado martilleo, y al fin voló hecha pedazos, dejando desarmado al cruel musulman. Este contratiempo no detuvo á Rodomonte, que se precipitó con rapidez sobre Rugiero, cuya cabeza estaba tan atronada y tan ofuscada la mente, que no sentia nada: pero no tardó el africano en despertarle de su sueño; pues ciñéndole el cuello con su membrudo brazo, le aferró con tanta violencia y de tal modo, que le arrancó del arzon y le hizo rodar por el suelo.

Apenas se encontró Rugiero tendido en tierra, cuando se puso en pié, lleno, más que de ira, de vergüenza y de despecho; porque fijando sus miradas en Bradamante, observó la palidez del semblante sereno de su amada, que al verle caer, se sintió desfallecida y próxima á morir de angustia. Deseoso Rugiero de vengar aquella afrenta, empuñó de nuevo su espada y arremetió furioso al pagano, el cual le echó encima su caballo con intencion de derribarle; pero el esforzado jóven supo esquivarle haciéndose rápidamente á un lado, y al pasar, cogió con la mano izquierda las riendas del corcel, obligándole á dar vueltas, mientras que con la derecha dirigia su espada contra el vientre, el pecho ó los costados del ginete, á quien hizo sentir por dos veces la frialdad del acero, una en el costado y otra en el muslo.

Rodomonte, que aun conservaba el pomo y la guarnicion de su espada rota, asestaba con ellos tales golpes á Rugiero, que fácilmente podria aturdirle de nuevo; mas el jóven, á quien asistia el derecho á la victoria, le sujetó el brazo, y ayudándose con las dos manos, empezó á tirar de él hasta que logró arrancarle de la silla. La fuerza ó la destreza del pagano hicieron que cayese de modo que quedara al igual de Rugiero; quiero decir que cayó en pié, pues por lo demás toda la ventaja estaba á favor del segundo, que habia conservado su espada. Rugiero se servia de ella para mantener á raya al sarraceno y quitarle las ganas de acercarse á él: sobre todo evitaba cuidadosamente que se le viniera encima aquel cuerpo tan grueso y tan grande, capaz de aplastarle con su peso, y procuraba ganar tiempo á fin de que Rodomonte fuera desangrándose por el costado, por el muslo y por sus demás heridas, hasta dejarle tan desmayado que no tuviese más remedio que confesarse vencido.

Sin embargo, reuniendo el sarraceno todas sus fuerzas, arrojó con furia el pomo de la espada, que aun tenia en la mano, sobre la cabeza de Rugiero, á quien dejó más aturdido que nunca. El golpe le alcanzó en la carrillera del yelmo y en el hombro, con tanta fuerza, que le hizo vacilar y dar traspiés, permaneciendo derecho con mucho trabajo. El pagano quiso entonces precipitarse sobre él, pero no pudo conseguirlo; porque la herida del muslo le impidió dar un paso, y al esforzar su marcha más de lo que podia, cayó con una rodilla en tierra. Rugiero aprovechó rápidamente aquella ocasion propicia, y empezó á golpearle el pecho y el rostro, descargándole tal diluvio de estocadas y estrechándole tanto, que al fin le derribó de un fuerte empujon. Rodomonte, empero, volvió á levantarse, merced á sus esfuerzos sobrehumanos, y logrando alcanzar á Rugiero, le oprimió vigorosamente entre sus brazos. Entonces empezó una terrible lucha cuerpo á cuerpo, en la que cada cual de los combatientes, uniendo el vigor á la destreza, sacudia al otro violentamente, dando contínuas vueltas y aferrándose con inusitada fiereza.

Las heridas del muslo y del costado habian privado á Rodomonte de una gran parte de su fuerza, al paso que Rugiero tenia destreza, una gran inteligencia y estaba muy ejercitado en la lucha: conociendo el jóven héroe sus ventajas, quiso aprovecharse de ellas, y empezó á descargar furiosos golpes con los brazos y el pecho, y con uno y otro pié en donde veia salir la sangre con más abundancia, en donde más peligrosas eran las heridas del pagano. Rodomonte, abrasado de ira y de despecho, cogió á Rugiero por el cuello y por los hombros; le empujó, le hizo oscilar á uno y otro lado, y apoyándoselo en el pecho, lo levantó del suelo, manteniéndole suspendido; volvió á hacerle dar vueltas y á oprimirle estrechamente, y por último, trabajó lo que no es decible para derribarle. Entre tanto Rugiero, recogido en sí mismo, echaba mano de todo su vigor é inteligencia para quedar encima, y á fuerza de ensayar el modo más á propósito para realizar su intento, logró sujetar á Rodomonte; oprimióle el pecho con el costado izquierdo, manteniéndole unido á él con toda su fuerza: al mismo tiempo puso su pierna derecha delante de la rodilla izquierda del pagano, y le pasó la otra por detrás de la rodilla derecha dándole un fuerte empujon: en seguida le levantó del suelo y le hizo caer de cabeza á sus piés.

Rodomonte dejó impresas en la arena su cabeza y su espalda, y tan violenta fué la sacudida, que enrojeció la tierra en un gran trecho con la abundante sangre que brotaba de sus heridas. Rugiero, que se veia ayudado por la Fortuna, procuró impedir que se levantara el sarraceno, colocándole las rodillas sobre el vientre, y sujetándole por el cuello con una mano mientras con la otra dirigia el puñal sobre sus ojos. Así como acontece alguna vez en las minas de oro de la Panonia ó de la Iberia, que si algun hundimiento repentino sorprende á los que en ellas se encuentran atraidos por una criminal avaricia, les deja tan abatidos que apenas puede su acongojado espíritu hallar una salida por donde escaparse, del mismo modo abatió el vencedor al sarraceno, en cuanto consiguió derribarle. Amenazándole con la punta del puñal que habia desenvainado, le intimó la rendicion, prometiendo respetar su vida; pero Rodomonte, á quien causaba menos temor la muerte que demostrar alguna cobardía en la mas insignificante de sus acciones, no respondió una palabra y empezó á retorcerse y á sacudir el peso de su enemigo, haciendo todos los esfuerzos posibles para ponerle debajo.

Así como el mastin, vencido por un feroz alano que ha hecho presa en su cuello, se afana, forcejea y se debate en vano con ojos ardientes y espumosa lengua, y no puede librarse de su tenaz enemigo, superior en fuerza aunque inferior en rabia, así tambien se veia impotente el pagano para salir de debajo del vencedor Rugiero. Sin embargo, se retorció y sacudió en tales términos, que pudo hacer uso de su mejor brazo, y procuró herir á Rugiero en los riñones con el puñal que á su vez habia sacado en aquella ocasion extrema. Conoció el jóven entonces el error que iba á cometer difiriendo por más tiempo la muerte del impío sarraceno, y levantando su brazo cuanto le fué posible, hundió dos y tres veces el hierro del puñal en la horrible frente de Rodomonte, librándose por fin de tan terrible enemigo. El alma desdeñosa del africano, que fué tan arrogante y soberbia en esta vida, se separó de su helado cuerpo, y huyó blasfemando á las estériles orillas del Aqueronte.


Publicado el 7 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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