Boy

Luis Coloma


Novela



En la vida del hombre, sólo dos mujeres tienen cabida legítima: su madre y la madre de sus hijos. Fuera de estos dos amores puros y santos, son los demás divagaciones peligrosas ó culpables extravíos.

I

Llegué al baile á las diez y cuarto, cuando comenzaba á excitar la animación la entrada del personaje político en cuyo honor se celebraba. Recorría éste las salones y las anchas y suntuosas galerías, guiado por el general Belluga, que hacía veces de cicerone, y le presentaba á los notables de la provincia. Venía detrás la personaja, con pujos y aires de gran dama de la antigua corte, dando el brazo á mi tío el Duque de Sos, rancia figura decorativa en todos los actos solemnes del partido de Isabel II; y rodeadas de pollos y damiselas, cerraban la marcha dos personajitas, hijas del personaje: morenilla la una y pintorescamente bizca; rubia desteñida la otra, con una boquita de que pudo decir Bussy lo que de Mlle. Mancini dijo:


“...aquel piquito amoroso.
Que llega de oreja á oreja.”


Sucedía esto en Marzo de 1869, cuando á raíz de la Revolución organizábanse isabelinos y carlistas, y tendían la caña con igual empeño, á fin de pescar entre sus filas los personajes políticos vacantes que las turbias olas desbordadas en el pasado Septiembre no habían zambullido del todo. Agasajábanles tirios y troyanos, y dejábanse ellos querer, comiendo con unos, cenando con otros, sacando el jugo á todos y no soltando prenda con ninguno, hasta ver, sin duda, de qué lado caían las pesas, y sacar entonces al mejor postor la consecuencia de su política y la firmeza de su lealtad.

Poco experto yo todavía en esta clase de lides, acerquéme también á saludar al personaje, con todas las ilusiones que en mis veinticinco años no cumplidos engendraban el ardor de mi celo neófito y mi fervoroso entusiasmo por la Reina desterrada, que habíamos jurado restablecer en su trono. Presentóme el general Belluga, y al oir el personaje mi retumbante título de Marqués de la Burunda, sacudióme con ambas manos una de las mías, y apretándosela fuertemente contra el pecho, preguntóme con mucho afecto, conmovido casi, por la salud de mi señor padre, que gozaba tranquilamente de Dios desde quince años antes.

Atisbóme entonces mi tío, que detrás venía con la Ministra, y comenzó á hacerme señas, porque deseaba presentarme también á ésta y á las Ministritas; mas yo, hurtando el cuerpo como pude, refugióme al lado de la Condesa de Porrata, vieja muy corriente, que no perdía fiesta alguna divina ni profana, por ser más amiga de ver que de preguntar, en todos los ramos del saber humano.

—¿Qué le parecen á usted la Ministra y sus pimpollos?—le dije.

Ella, con su tono dogmático, infalible las más de las veces, me contestó:

—Pues unas solemnísimas cursis.

Y con mucha discreción y ática gracia, púsose á vapulear á la cursilería madrileña que hace sus rondas por provincias, dándose aires de Grandes de España, y aun lanzó varias dentelladas, severas pero justas, contra aquellos mismos Grandes verdaderos, que desdeñan las provincias, cuna de sus grandezas, arca de sus rentas, palanca de su influencia, por la vida ostentosa de la corte, manantial de su ruina, causa de su decadencia y origen de la humillación que relega á segundos y terceros términos á los que siempre, y en todo lugar, debieran ser cabezas.

Había entonces en X*** muchas familias de la Grandeza de Madrid, huidas por la Revolución, y aquella noche, que era lunes de Carnaval, había de asistir al baile una vistosa cuadrilla de máscaras, organizada entre ellas. Aun no había acabado la Porrata de referirme todo esto, cuando invadió los salones y las galerías una elegantísima comparsa de Pierrettes y de Pierrots, blancos y encarnados, que se desparramaron por todas partes, prestando grande animación á la fiesta con su alegría, harto alborotada para la severa tiesura de un salón de provincia. Irritaban á la Porrata los aires de superioridad de los madrileños, y escandalizábanla los exagerados escotes de las Pierrettes cortesanas; mas no pudo menos de confesar que en soltura y elegancia sobrepujaban aquéllas á las damas de provincia.

Enviábame mientras tanto mi tío mensaje tras mensaje, empeñado en hacerme bailar con las Ministrillas; mas yo, declinando tal honor, daba cuerda á la charla de la Porrata, esperando, mientras tanto, se acabasen de formar las cuadrillas del rigodón que entonces preludiaban. En aquel momento, dos manos enguantadas se adelantaron de repente por detrás de mí hasta taparme los ojos; un suave perfume de piel de Rusia llegó á mi olfato, y una voz tierna, cariñosa, regocijada como la de los niños que juegan al escondite, entonó muy bajito, al son de la diana, pegando casi á mi oído:


“Levántate, aspirante.
Que las cinco son.
Y viene el Ayudante
Con su levitón...”


Aquel recuerdo de mis tiempos de Escuela Naval despertó mi curiosidad vivamente, y apresuróme á separar de mis ojos las enguantadas manos. Vi entonces inclinada sobre mi frente la grotesca cabeza de un Pierrot encarnado y blanco, que á través de su antifaz de raso fijaba en mí dos ojos azules, que me parecieron á la vez tiernos y regocijados.

—Para taparte la cara, no era menester que me tapases los ojos—dije.

Levantóse entonces Pierrot prontamente la careta y vi por debajo de ella, encerrados en un óvalo perfecto, un fino bigote rubio naturalmente rizado en los extremos, unos dientes blanquísimos, una nariz fina y correcta, y unos ojos azules, obscuros, profundos como el mar, que oculta siempre lo que encierra en su fondo. La peluca y el gorro del traje impedíanme ver por completo aquel simpático rostro, cariñoso y regocijado, en que se notaba, desde luego, ese sello de aristocrática distinción que, si no es propio de todos, es á lo menos exclusivo de las gentes de noble raza: mirábale yo de hito en hito, sin conocerle, y él me miraba sonriendo, hasta que al cabo dije encogiéndome de hombros:

—Pues ni por esas te conozco, chico...

—¡Eso, majadero, eso mismo!..¡Boy, Boy!.

¡Boy!... Veinticinco años han pasado ya desde aquel encuentro, primer preludio de una tremenda historia de sangre y lágrimas, y todavía recuerdo el gozo profundísimo con que me brotó del alma aquel nombre querido, y la cariñosa ternura con que me apretó Boy contra su ropón de Pierrot, clavándome fuertemente los dedos en el costado izquierdo, como era su molesta costumbre siempre que abrazaba. ¡Oh! No era Boy para mí el amigo vulgar que se encuentra después de algunos años de ausencia: era otro yo que veía yo fuera de mí mismo; era la infancia y la inocencia con sus risas y sus limbos, la niñez con sus cachetinas y sus juegos, la adolescencia con sus incertidumbres y sus curiosidades, sus locuras y sus melancolías, sus estrepitosas alegrías y sus misteriosas tristezas; era todo esto y mucho más, barajado y confundido, que se me presentaba de repente, envuelto entre esas poéticas nieblas en que parece embozarse el pasado cuando comienza á ser demasiado largo.

Yo, fuera de mí de contento, habíame levantado y retenía á Boy por la mano, sin reparar siquiera en una Pierrette muy elegante que traía aquél del brazo, y fijaba en mí con cierta curiosidad sus ojos negros, enormes, duros y altaneros, como jamás he vuelto á encontrar otros. Algún tiempo después, cuando en circunstancias verdaderamente trágicas tuve que sostener y aun desafiar la iracunda mirada de aquellos negros ojos, y verlos después expresar todas las angustias del remordimiento y la desesperación y el amor de madre, me acordé, por ese extraño fenómeno que en las grandes crisis de la vida trae y fija en la mente un recuerdo frívolo, de cierta copla andaluza que espontáneamente acudió á mi memoria á la vista de aquellos ojazos:


“Anoche soñaba yo
Que dos negros me mataban.
Y eran tus hermosos ojos
Que enojados me miraban.”


Fué todo esto cosa de un minuto, y mientras la Pierrette tiraba de Boy con impaciencia, yo le retenía por el otro lado, diciendo:

—Pero tú ¿de dónde vienes?... ¿Dónde estás?

—Embarcado en El Ferrolano.

—Pero ¿has vuelto al servicio?

—Hace tres meses.

—¿Y cuándo has venido?

—Hoy por la mañana.

—¿Y cuándo te vas?

—Mañana en el primer tren, á las seis y cuarto. Estoy de guardia.

—Pero ¿nos veremos antes?... Me iré contigo si es preciso.

—Ya te buscaré luego... Espérame en este mismo salón ó en las galerías. Pero, por Dios, no digas que me has visto.

La Pierrette tiró de Boy con redoblada impaciencia; viles yo perderse entre las demás parejas, y la Porrata, que toda esta escena había presenciado rabiando de curiosidad, comenzó á explicarme quién era la Pierrette, para sacarme, sin duda, quién era el Pierrot.

—Esa es Isabel Bureva, no me queda duda. No hay más que ver el aire de perdone usted por Dios con que mira á todo el mundo.

—¿La Bureva?—dije yo cándidamente.—¡Imposible!... Si su marido salía hoy para París con una comisión del Comité Alfonsino...

—¿Si te habrás caído de un nido, Paquito?—replicó la Porrata socarronamente.—¡Vaya una razón! Como si necesitasen las gatitas madrileñas tener al lado su gatito, para permitirse una vueltecilla de vals ó cualquier otro exceso. Eso se queda bueno para nosotras, las cursis provincianas... Y no lo digo por la Bureva, que es muy buena mujer; un poco tiesa, es verdad, pero de lo mejor que hay en Madrid, y nada tiene de particular que dé por un salón una vuelta con su primo.

Caí en el lazo que la vieja me tendía, y sin sospechar siquiera la trascendencia cruel que habían de tener mis palabras, dije sencillamente:

—Pero ¿Boy es su primo?

Entonces exclamó la Porrata, verdaderamente estupefacta:

—Pero ¿era ése Boy?... ¿Estás seguro?

—Segurísimo.

—¡Jesús, María!—repuso ella tan sobresaltada como si le hubieran dicho que Ravachol ó el diablo andaban disfrazados entre la concurrencia.

Levantóse vivamente, porque algunas señoras de su tertulia habíanse sentado á su lado, y tomando mi brazo, llevóme fuera del salón, diciendo muy azorada:

—Mira, vámonos; aquí no se puede hablar, y es preciso que sepas... ¿Sabes lo que le pasa á Boy? Está perdido, perdido sin remedio. Si le ve la Guardia civil, le echa mano.

—Pero ¿qué está usted diciendo, Condesa?—exclamé yo entre sorprendido é indignado.

—Lo que oyes, Paco, lo que oyes; lo sé de buena tinta. Tiene pena de presidio, y si no la han presentado ya, mañana mismo presentan la denuncia.

—Pero ¿por qué?... ¿Por qué?... ¿Qué es lo que ha hecho?...

—Por falsificador, por ladrón, por estafa...

—¡Mentira!—grité yo con tanta indignación y tan poco recato, que algunas personas volvieron la cabeza.

—¡Ojalá lo fuera!—repuso la Porrata con gran vehemencia.

Y apretándome fuertemente el brazo como para recordarme dónde estábamos, entróse en un saloncito azul, que en los días ordinarios servía de sala de lectura á los aristocráticos socios de aquel Círculo. Y allí á solas, de pie, accionando mucho con el abanico, me dijo con la viveza, vida y expresión que daba á todas las cosas:

—Está perdido, entrampado hasta los ojos; atado de pies y manos en poder de los usureros.

—Lo cual no es ser estafador, sino estafado; ni ser ladrón, sino robado.

—Es verdad, es verdad... Pero tampoco robó ni estafó mi pobre hijo Pepe, y los malditos usureros me dejaron á mí sin un real por librarle de sus garras, y le mataron á él de rabia y de vergüenza allá en Filipinas. ¡Hijo de mi alma!

Brotó entonces, entre la frivolidad de aquella mujer mundana, el dolor de madre, amargo y desolado, como brotaría fresca y abundante la sangre de una herida vendada con ligeras gasas. Repugnóme su enternecimiento, lejos de compadecerlo, por parecerme extemporáneo aquel dolor vestido de baile, aquel recuerdo de un hijo muerto, evocado por su madre al compás de un rigodón y entre el bullicio de un baile, á que sólo la traía un afán de divertirse, harto intempestivo á los cincuenta y ocho años.

No duró mucho, sin embargo, aquella digresión patética; su charla natural y su desordenado prurito de comentarios y noticias tornaron á dominarla, y sin necesidad de nuevas preguntas, relatóme una historia inverosímil, que juzgué desde luego corregida y aumentada en la imaginación de aquella mujer chismosa é inconsecuente, excitada entonces por la envidiosa antipatía de la dama de provincia á todo lo que viene de la corte, justa á veces en lo que á la moral se refiere, pero muy parecida de ordinario, en lo tocante á buen tono y elegancia, á la chismografía de los patos cuando murmuran del cisne.

Según ella, había intentado Boy aquella misma mañana estrangular al peluquero de El Pájaro verde. Joaquinito López, famoso prestamista, para arrancarle ciertos pagarés ya vencidos, de fuertes sumas que le adeudaba. Y asustado Joaquinito, el Pájaro verde, como le llamaba todo el mundo, había presentado al juez una denuncia, acusando á Boy de falsificación de documentos, de robo frustrado, de tentativa de asesinato y de qué sé yo cuántas más cosas, con el fin de poner su persona y su dinero al abrigo de los desafueros del aristócrata.

Parecióme todo aquello tan grotesco y tan absurdo, que lo negué en redondo. Posible era, y aun probable, que estuviese Boy entrampado hasta los ojos, como aseguraba la Porrata, porque la generosidad que llega al despilfarro, y el desprecio al libro de cuentas que raya en el abandono y va á parar á la ruina, eran genuinos en su señoril naturaleza; le eran tan lógicos y espontáneos, como lo es al torrente harto henchí do por las lluvias, salir de madre y desbordarse. Pero negar Boy una deuda, arrancar por fuerza un documento á un viejecillo inerme como Joaquinito López, era refractario al pundonor, casi quijotesco, que le había yo conocido siempre: á las insolentes reclamaciones de un truhán semejante, hubiera contestado el Boy que yo conocía y amaba, haciéndole pagar el doble de lo que debía, y mandando luego á sus lacayos que le dieran una paliza.

Tan seguro estaba yo de todo esto, y tan absurdo me parecía además que, sobrando en Madrid usureros y dinero, viniese Boy á buscarlos en aquel extremo de España, que ni las afirma dones de la Porrata me indignaron, ni sus intencionadas observaciones me hicieron mella, ni sus funestos augurios me infundieron el menor recelo contra la paz y la seguridad de Boy. Preguntóle, sin embargo, más que por curiosidad por conocer el chisme en su origen, quién fuese el oráculo de sus revelaciones. Resistióse ella á contestarme con grandes aspavientos, ponderando lo grave del caso, la importancia del secreto, la obligación de su conciencia, y de pronto, cuando ya nada le preguntaba, vino á confesarme que su oráculo no era el de Delfos, ni su pitonisa la de Endor: era sencillamente su peinadora, la menor de las tres Pájaras verdes, hijas de Joaquinito López; Leonard femenino, tan hábil en urdir enredos, como en levantar complicados promontorios de teñidos y postizos, semejantes al que disimulaba en la cabeza de la Porrata los descarados estragos del tiempo.

Acabóme de convencer el nombre de la sibila, de que era todo aquello uno de esos absurdos chismes que suelen en las casas grandes pasar de las antesalas á los salones, y reíme de ello por última vez, para no volver á recordarlo nunca. ¡Tan ajeno estaba yo de que el recuerdo de la Pájara verde había de mortificar mi memoria por toda la vida, como las punzadas de una cicatriz dolorida siempre! ¡Tan distante de pensar que lo grotesco había de unirse á lo terrible, como en aquellos sepultureros de Hamlet, que jugaban á los dados con cráneos humanos!

Salíme del saloncillo azul en busca de Boy, empresa harto difícil entre tantas Pierrettes y tantos Pierrots, vestidos todos lo mismo. Contaba yo, sin embargo, con una contraseña que podía ponerme en la pista: en los breves instantes que hablé con Boy, habíame fijado en un precioso ramito de muguet que, coquetamente prendido en el hombro izquierdo, llevaba su compañera. Asíme del brazo de un primo mío, para no vagar por los salones solo como alma en pena, y di á poco con el ramito de muguet, en una de las anchas galerías que miraban al patio; mas no estaba ya en el hombro de la Pierrette, sino en el pecho del Pierrot, sujeto en los enormes botones de su ropón, acuartelados de rojo y blanco. Hallábase ella sentada en una banquetilla, de espaldas á la estatua de un intercolumnio: estaba él de pie, delante, apoyado en el pedestal de la misma estatua. Pierrot hablaba con vehemencia, accionando vivamente: Pierrette escuchaba con la cabeza baja, retorciendo entre sus dedos el rojo cordoncito de seda que unía á su carnet un lapicero finísimo; á veces, levantaba la cabeza para mirar á Pierrot, y veía yo relucir desde lejos aquellos ojazos negros, que, sin saber por qué, me causaban cierta sensación de espanto.

Apareció entonces por el intercolumnio un caballero muy atildado y correcto, mirando para todas partes, como si buscase algo; era hombre de cuarenta años, de aspecto grave, un poco calvo; traía una banda bajo el frac, una rica placa en el pecho, y sobre el faldón derecho, como atrevido alarde de fidelidad al trono derrumbado, que le captó desde luego mis simpatías, la dorada llave de gentilhombre de la reina Isabel II, sujeta con un gran lazo rojo. Acercóse por detrás á la Pierrette, y tocóle familiarmente en el hombro; volvió ella la cabeza, díjole el de la llave alguna cosa, y sin replicar la dama, levantóse dócilmente y fuése con él del brazo, sin dirigir una palabra al Pierrot, ni hacerle tampoco la menor señal de despedida. Quedóse éste pegado al pedestal por un momento, y dejóse caer luego en la banquetilla que ocupaba antes la dama. Bajaba ya ésta la suntuosa escalera, del brazo del caballero, y un lacayo corría hacia la puerta, á pedir, sin duda, el coche.

Pregunté entonces á mi primo si conocía al señor de la llave.

—Es Bureva—me dijo.

—¿Bureva?... ¿El Conde de Bureva?...

—Sí, Bureva; el burro flautista...

—¡Ya!...

II

Quedóse Boy una buena pieza de tiempo clavado en la banqueta que ocupaba antes su pareja, con los codos apoyados en las rodillas, fijos los ojos en el suelo, y tan absorto en sus pensamientos ó descuidado de los ajenos, que parecía extraño á cuanto le rodeaba.

Antojóseme, al verle en aquella guisa, que la retirada de la Pierrette tenía visos de fuga, y casándola en mi imaginación con la actitud pensativa de Boy, forjé en un segundo una historia de amores desgraciados y dramáticos sucesos, propia de esa edad, la mía de entonces, en que los engañosos lentes de la ilusión ven en cada matorral un idilio, y divisan en cada esquina un drama paseándose.

Acerquéme, pues, al Dido abandonado, lleno de compasivos sentimientos, dispuesto á ser su consolador, su guía y confidente.

Púsele una mano sobre el hombro para provocar sus confidencias, y con el más insinuante de mis acentos le dije:

—¿En qué piensas, hombre?...

Volvió él la cabeza con perezosa lentitud, como si despertase de un sueño; apoyóse en mi brazo haciendo grande fuerza para levantarse, y contestóme al cabo, muy despacio, con voz más que profunda, cavernosa:

—En comer.

Volvióme este hemistiquio á la prosa -de la vida, sin desechar del todo mis recelos. Así había sido Boy siempre; jamás dió otra razón de su conducta que el rotundo quiero ó no quiero de su altiva independencia, y nada hería tanto su amor propio, como las muestras de compasión que no buscaba ni pedía. Una chanzoneta aguda, y aun grosera, ó una de esas boutades tan propias de los franceses, helaba en boca de sus amigos las más suaves palabras de consuelo ó de afecto.

—Prefiero que me llamen perro judío, á que me digan ¡pobrecito!—decía ya en el Colegio Naval, apretando los puñillos, cuando lamentábamos sus harto frecuentes arrestos.

Entramos en un comedor, solitario entonces, muy lindamente adornado, con muchas mesitas pequeñas que aguardaban á los hambrientos; escogimos la más retirada, al abrigo de una palma que brotaba en rico tiesto, y Boy tiró al punto en un rincón, gorro, peluca y careta.

Pude entonces contemplarle á mis anchas, y de tal manera absorbió su imagen mi retina, que allí quedó grabada siempre... Muchas veces cierro los ojos para evocar en la imaginación el fantasma de Boy, y siempre se me representa como le ví en aquel momento, después de cuatro años de ausencia.

El roce de la peluca había deshecho el lamido peinado con raya en medio, que usaban entonces los elegantes, y revueltos en artístico desorden sus cabellos rubios, tomaban, al reflejo de las luces, verdaderos vislumbres de oro. Dorado aparecía también por el sol y el aire del mar su rostro, desde la mitad de la frente hasta el principio del cuello, y comunicaba este tinte metálico á todo el airoso conjunto de su cabeza, una extraña y viril hermosura, que tenía mucho de fantástica, y VI reproducida, años más tarde, en el magnífico busto en bronce dorado del Hermes de Praxíteles, que causó la admiración de los artistas en la última Exposición de Viena.

Seguía mientras tanto el muy embustero ponderando el hambre que le aquejaba, con tan forzado disimulo, que sorbía á tragos, como quien toma una pócima, el substancioso consommé que le habían servido.

Mirábale yo de hito en hito, sin pronunciar palabra, observando en su fisonomía el paso de aquellos cuatro años, que le hacían merecer, con harta razón sin duda, el cursi y manoseado símil de la flor marchita antes de tiempo.

Conservaba, sin embargo, sin muestra alguna de descenso, aquel misterioso no sé qué, que le hacía simpático á todo el mundo, y le trocaba poco á poco, de amigo, en señor y dueño absoluto de cuantos le trataban de cerca; y persistía también, como grabada en su frente, aquella extraña mezcla de candor y de picardía, de bondad infantil y de enérgica audacia, que hizo decir al general Laviche, cuando teníamos Boy y yo diez y seis años, y nos presentamos á él en la Capitanía general de San Fernando, para poner á sus órdenes nuestros vírgenes sables de guardias marinas:

—Parece un pillo injerto en un ángel...

Allí estaban, en efecto, abrazados y extrañamente confundidos en un solo sér, el ángel candoroso y el simpático pilluelo.

Mas parecíame á mí entonces que el ángel estaba triste, desanimado, como si quisiera huir al cielo y no pudiera levantar los pies de la tierra, por sobra de amor á su ingrato compañero, y veía también á éste, no imaginando, como antaño, alegres novatadas y audaces travesuras de guardia marina, sino abatido, desesperado como potro bravío á que por primera vez ponen el freno, esforzándose por ocultar en el último repliegue de su corazón las causas de su rabioso abatimiento.

Charlaba Boy sin darse punto de reposo, con cierta exaltación nerviosa, después de haber apurado con el consommé un par de copas de Burdeos; y mientras se prometía no parar en su charla en toda aquella noche, que tan por la punta tomábamos, trazábame el croquis de sus aventuras en aquellos cuatro años, distribuyendo los epígrafes en esta forma, cual si fuesen capítulos de un libro:

Un viaje á Filipinas en la goleta Santa Filomena, doblando el Cabo de Buena Esperanza, por capricho del Ministro, con todos los aburrimientos, borrascas y rabietas consiguientes.

Seis meses de campaña contra los moros de Mindanao, sin otro resultado que tres semanas de calenturas, una herida de azagaya en un muslo, y una aureola de gloria impalpable é invisible.

Seis meses de licencia en la casa paterna, cuatro en Madrid y dos en Trouville, amenizados por desavenencias diarias con una madrastra, pícara de nacimiento, y concluídos por la ruptura definitiva con un padre duro y díscolo por enfermedad.

Dos años en París, como agregado militar á la Embajada, disfrutando todos los placeres, haciendo todas las locuras, tirando por la ventana el dinero propio y el de los usureros, hasta no quedar ni moneda en el arca, ni crédito en la plaza.

Oportuno estallido de la Revolución, que hace dimitir á toda la Embajada, y viaje repentino á Bayona, para recibir y acompañar á Pau, como buenos y leales, á la Reina destronada D.ª Isabel II...

Atajé aquí la palabra á Boy sin miramientos.

Recordaba yo que todo aquel tiempo de su estancia en París había ocupado también un alto puesto en la Embajada el Conde de Bureva, y atando este cabo con la fuga de Pierrette, el mal humor de Boy, y la llegada de éste á Andalucía al mismo tiempo que la Condesa, entróme de nuevo á velas desplegadas por el mar de mi no vela, y quise dar un golpe maestro.

Con la cara más simple de las muchas que entonces yo tenía, y de las cuales guardo aún más de una para muestra, le dije de pronto, mirándole con gran fijeza:

—Entonces, conocerías en París á Bureva, íntimamente...

Clavóme Boy los ojos cual si tuviese en ellos púas de acero, y quisiera calar hasta el fondo de mi pensamiento, y contestóme al cabo con naturalidad perfecta:

—Le trataba poco, y sólo de oficio... Vivía muy retirado con su mujer, en un hotelito de su tía, la viejísima d'Avrigny, á quien heredará probablemente.

—Lo decía, porque con esa pose de Gran Visir que tiene Bureva, no sabe uno á qué atenerse. En París aseguraban que tu Embajador le tenía en mucho; y en Madrid, por el contrario, sólo le conceden las dotes de Burro flautista.


“Sin reglas del arte.
Borriquitos hay.
Que una vez aciertan
Por casualidad.”


—Pues cree que no es Bureva quien por casualidad acierta, sino Madrid quien por casualidad entiende..Bureva acierta de ordinario, porque piensa y siente y obra como un caballero: es hombre que vale, y te aseguro que hará carrera.

Desconcertóme por completo este sincero elogio del marido, y cometí entonces una impertinencia que, aun en el día de hoy, me remuerde como un crimen.

Con el mayor aire de malicia que pudo encontrar mi tontería, preguntéle á renglón seguido:

—Y la Bureva, ¿hará también carrera?

Tornóme á mirar Boy con el mismo ahinco, y contestó á mi necedad, con sencilla indiferencia:

—No sé que pretenda otra sino la de honrada madre de familia... Es mujer que nunca anduvo en lenguas.

—¿Tú no la tratas?

—Poco... La conocí en Trouville cuando estuve con mi padre á la vuelta de Filipinas, y en las comidas de la Embajada solía verla en París de higos á brevas.

—¿Es guapa?

—Guapísima.

—¿Anda por ahí esta noche?

—Eso me dijo la Giraldinos, mi pareja; pero ni la vi en casa de ésta, donde para venir aquí nos reunimos los de la comparsa, ni la he visto después por ninguna parte.

Dijo Boy todo esto con tanta naturalidad, y con tan sencilla expresión llamó á la Giraldinos su pareja, que casi llegué á convencerme de que la chismosa Porrata me había engañado al asegurarme que era ésta la Condesa de Bureva.

No se renuncia, sin embargo, tan fácilmente á un mal juicio; ni destruye de una sola plumada una fantasía de veinticinco años, la difícil gestación de un drama romántico: ni gusta una buena voluntad sencilla y cariñosa, de ver desperdiciados tan de repente los consuelos que preparaba para los dolores que suponía.

Lancé, á pesar de todo, á Boy otra mirada penetrante, que me hubiera envidiado Agamenón en persona; mas los ojos de mi amigo estaban hechos á prueba de miradas de águila, y no tuve más remedio que parapetarme tras las dudas que el raciocinio me ofrecía.

La Giraldinos era muy alta, y la Pierrette fugitiva bastante baja...

Aquélla no tenía relaciones íntimas con Bureva, y ésta parecía tenerlas tan estrechas, que se marchaba con él del brazo, sola, á la menor insinuación, media hora después de abrirse el baile...

Boy era muy listo, muy taimado, discreto y caballero como un Bayardo, en cuestiones de faldas...

Caveant Consules!...

III

Abriéronse en esto de par en par (los anchas puertas que aquel comedor tenía en uno de sus testeros, y apareció otro salón suntuoso, más claro y resplandeciente que si la luz del sol lo iluminase.

Extendíase por su centro, le un cabo á otro, el buffet, opíparo y abundante, cual si la gran madre Cibeles, magna parens, que dijo Virgilio, hubiese derramado en él su cuerno de la abundancia, para refocilación de sibaritas y tragones.

Parecía aquello un alarde gigantesco de magnificencia provinciana, dispuesto para eclipsar ante los ojos de los ilustres huéspedes cortesanos, desde el homérico festín de las bodas de Camacho, hasta el convite del rey Asuero, verdadero poema gastronómico, sin igual en los fastos de la humanidad que come, que necesitó para desarrollarse ciento ochenta días, como necesitó la Ilíada un par de docenas de cantos.

Un enjambre de criados invadió al mismo tiempo el comedor en que nos hallábamos, para dar en él aquellos últimos toques de perfección y esmero que en el otro gran comedor ya se habían dado.

La hora del buffet se aproximaba, y los glotones más atrevidos aventuraban ya viajes de á exploración en torno de las abastadas mesas, satisfacían la vista, avivaban el deseo, escogían posiciones, y con la boca hecha agua entraban y salían sin cesar, esperando impacientes la señal de ataque.

Divirtiónos un momento este espectáculo, harto común en fiestas semejantes; mas contrariado y Boy al ver interrumpida nuestra soledad, púsose de nuevo la careta, el gorro y la peluca, ¡para no ser conocido, y desahogó sus bilis, ó,; como comprendí más tarde, apartó diestramente de los Burevas la conversación que antes teníamos, poniéndose á clasificar aquellas importunas avanzadas de la glotonería, en tres grupos distintos.

Pertenecían unos, según él, á la sustanciosa escuela del clásico Apicio, que dió sabias leyes para condimentar el tocino.

Eran otros, delicados seides del elegante Brillat-Savarin, que aplicó la ciencia del cálculo á encontrar el punto de la crème de volaille; y procedían los más, del estado llano de la gourmandise, vulgares rebañaplatos de ocasión, que lo engullían todo y lo tragaban todo, sin pedir antecedentes ni medir consecuencias, teniendo por única divisa, aquel magnánimo perdón que á las tan sabrosas como indigestas lampreas del Tíber dirigía el patricio Nomentano de golosa memoria: Os perdono el mal que me hacéis, por el gusto que me dais.

Crecía sin cesar el número de aquellos Apicios y Nomentanos de frac y corbata blanca, y crecía también en razón directa el mal humor de Boy, hasta que al cabo, no siendo aún las once y media, propúsome de repente abandonar el bullicio del baile y pasar charlando el resto de la noche en el cuarto del hotel de Roma, donde aquella mañana se había hospedado; esperar allí, fumando cigarro tras cigarro, como en nuestros buenos tiempos de guardias marinas, la hora del primer tren, y marchar entonces á la Carraca, para pasar el día juntos á bordo de El Ferrolano, donde Boy estaba de guardia.

Confirmó esta salida inesperada mi sospecha de que la fuga de la Pierrette, fuese ó no ésta la Condesa de Bureva, había trastornado por completo los planes de Boy, dejándole solo en medio del bullicio y haciéndole coger un desengaño donde creyó quizá ver madurar una esperanza.

Parecióme que encajaba allí como de molde aquello de A corazones heridos, sombra y silencio, y acepté encantado la propuesta; mas introduje, por desdicha, la mudanza de que, en vez de pasar la noche en el hotel, la pasásemos en mi casa, y de aquí arrancó, por culpa involuntaria mía, la cadena de desgracias á que había de dar lugar aquella noche funesta.

Un ridículo incidente que en aquel momento sobrevino remachó fuertemente el primero de sus eslabones, por ese extraño enlace que tienen á veces los sucesos más triviales con los más grandes acontecimientos.

Entró el Duque de Sos muy apresurado, y detúvose en el umbral mismo de la puerta adonde Hoy y yo nos dirigíamos, dando órdenes al maître d'hôtel, con grande calor y urgencia.

Su pericia diplomática habíale descubierto un gran secreto que podía explotar la galantería en provecho de la política.

La Ministra, malagueña empedernida, que no siempre se tenía firme en sus estribos de pernonaje consorte, habíale confiado, en un momento de exaltación patriótica, que ningún bocado era tan grato á su paladar como un manojito bien caliente de boquerones de su tierra.

El capricho era shaking, para dicho á todo un Duque de Sos, á las puertas de un buffet de tan remontados vuelos.

Mas siempre fué ley constante en todas las Zapaquildas olvidarse de las galas de novia para correr tras el apetitoso ratoncillo; y esta flaqueza, común á las mujeres y á las gatas, era, sin duda, la que la chochera rematada de mi tío pretendía satisfacer como galante y explotar como político.

Sabía él muy bien que si el camino del corazón á la inteligencia fué siempre, en lo moral, el más seguro para llegar al convencimiento, el atajo del estómago es, en los tiempos de cesantía, por donde más presto se arrastra una voluntad á cualquier ideal político.

La aplicación podría estar mal hecha, pero era exactísimo el principio.

Apresuróse, pues, el buen viejo á encargar al maître d'hôtel aquellos sabrosos auxiliares políticos, para que, al abrirse el buffet, fuesen servidos á la Ministra; parecióle á aquél más difícil hallarlos, que la tan famosa nieve asada que apeteció la princesa Antojadiza.

Instó el Duque, arguyó el otro, y como se prolongase demasiado la contienda, sin que ninguno desamparase el umbral de la puerta, escurrímonos Boy y yo por otra excusada que daba á las galerías, para evitar el encuentro de mi tío.

Otro nos esperaba allí, que había de figurar más tarde en un aciago proceso.

Era aquello, más bien que galería, un estrecho pasadizo que iba á parar en una escalerilla excusada, y comunicaba con el tocador que para las señoras habían dispuesto.

El respeto natural á tan reservado recinto hízonos pasar ante su puerta muy de prisa, de puntillas, como quien huye clandestinamente, encajándose Hoy sobre el traje de Pierrot su pardessus forrado de sedas, atándome yo al cuello mi suave foulard blanco...

Sonó el ruido de una puerta, oí crujir un traje de seda, y sin que pueda yo explicarme aún de dónde surgió la maldita, vi de repente ante nosotros á la Condesa de Porrata cerrándonos el paso.

Pegámonos ambos á la pared para dejárselo á ella franco, haciéndole un profundo saludo.

Mas la vieja, sin dar muestras de reconocer á Boy, aunque mi simplicidad le había descubierto antes su incógnito, dejóle pasar delante, y me detuvo á mí por el brazo, dicíéndome casi al oído, pero lo bastante alto para que Boy la escuchase:

—¡Ay, ay, ay!... ¡Qué mal me huele esta fuga!...

—¿Fuga?—repliqué yo tartamudeando.—Le aseguro á usted que nadie me persigue.

—Pues si nadie te persigue, alguien te arrastra—dijo la Porrata mirando á Boy de reojo con profunda malicia.

Mas sin sospechar él que le hubiese reconocido la dama, siguió la broma, contestando con ademán dramático y chillona voz de máscara:

—¡Le arrastra el destino!

—Muy señor mío... ¿Y adónde le lleva semejante ángel de la guarda?...

—A tomar el fresco.


Al pallido chiaror
Che vien degli astri d'or....


Dijo esto último Boy cantando la música de aquella letra de Mathilde di Shabran, si mal no recuerdo, y aplaudióle la Porrata al terminar, exclamando con cierta risa nerviosa:

—¡Muy bonito!... ¡Muy bonito!... ¡Vaya si sabe este señor Destino!... De seguro que ha aprendido todo eso degli astri d'or en las aleluyas de Don Crispín.


“Que mirando á las estrellas.
Se acordaba mucho de ellas.”


Miróla Boy un momento á los ojos para dar malicia á su respuesta, y contestó después con solemne aplomo:

Mes seuls livres furent les yeux d'une femme, et la folie tout ce qu'ils m'apprirent.

—Y saliste aprovechado discípulo, señor Destino... Yo te lo aseguro á ti, y á Paco se lo aviso...

—Créeme—añadió, apretándome un brazo, mientras Boy se apoyaba en el otro para no perder palabra.—No te fíes de ese Destino, que tiene cara de aciago.

Sentíame yo molesto, como si me diese el corazón que aquellas frívolas burlas traían consigo una tormenta, y por atajar la palabra á Boy, dije apresuradamente:

—¿Aciago?... Y ¿por qué ha de serlo?...

—Por lo que dice el refrán, hijo mío: Quien con lobos anda, á aullar se enseña.”

La alusión era tan directa, que Boy la recogió en el acto; cuadróse ante la dama, sin soltar mi brazo, y con el dedo índice de la mano derecha empinado, repitió en su voz natural este recitado de una partitura muy en boga entonces:


“La volpe lascia il pelo
Non abbandona il vizio;
Contessa mía, judizio;
O vi faró pentir...”.


Comprendió muy bien ella que iba dirigida la pulla á su bien sentada fama de vieja chismosa; mas hízose la distraída, y encarándose con Boy, díjole con calculada perfidia:

—Lascia il pelo!... Lascia il pelo!..Pues la desgracia tiene fácil remedio... Quién pierde el pelo, compra peluca... Si tú la necesitas, te recomiendo las del Pájaro verde..Ya sabes, Joaquinito López... Trabaja bien y barato...y hasta fía, si es preciso...

Y con la saña y el empuje con que debían arrojar los Partos su renombrado dardo, al combatir huyendo, añadió:

—Y mira...es tan caballero, que no obliga á firmar recibo.

Sentí crisparse á estas palabras la mano que Boy apoyaba en mi brazo, y fué tal mi aturdimiento al recordarme esta alteración suya las extrañas chismografías de las Pájaras verdes que acababan de contarme, que ni contesté á la pomposa reverencia que la Porrata nos hizo, ni puedo decir si desapareció por escotillón, como las brujas de teatro, ó se fué por la puertecilla de escape que allí tenía el tocador de señoras.

Tengo idea de que Boy me arrastró entonces hacia la escalerilla, y estoy seguro de haberle oído algo parecido á esto:

—¡Maldita estrella la mía!... ¡Me ha conocido esa bruja!...

Volví la cara asustado al doblar la esquina del pasadizo, y esto lo recuerdo y lo recordaré mientras viva, porque me pareció ver allí, al natural, uno de esos caprichos de Goya, que hermanan lo ridículo con lo fantástico y aun terrible, y dejan en el ánimo una extraña impresión que pudiera llamarse de cómico espanto.

Por la puertecilla, entreabierta, salía un chorro de luz. Destacábanse entre sus rayos, cual dos manchas negras, la cabeza de la Porrata, cargada de brillantes falsos y tirabuzones postizos, y por detrás de ella, al nivel casi que correspondía á la cintura, otra cabeza negra, vulgar, angulosa, feísima, cuyo cuerpo, sin duda en cuclillas, se ocultaba por completo entre los lasos y encajes de la inmensa cola de la Condesa.

Parecióme el diablo familiar de ésta, acechando los pasos de Boy.

Volví la cabeza, como antes dije, y hundiéronse ambas de repente en el tocador, como dos víboras en su agujero; cerróse de golpe la puerta con grande estrépito, y quedó solitario el pasillo, alumbrado tan sólo por dos mecheros de gas que la comente de aire movida hizo titilar bruscamente, prestando á las paredes una movilidad fantástica.

Tuve entonces un escalofrío de miedo, al mismo tiempo que una intuición maravillosa que jamás he podido explicarme.

Recordé de improviso que el peluquero Joaquinito López tenía tres hijas feísimas, Marías las tres de nombre, llamadas por la burlona gente andaluza, para distinguirlas, María Satanás, María Lucifer y Mariquita de tocios los demonios...

Y sin más antecedentes, ni más raciocinio, ni haber yo visto jamás á ninguna de aquellas tres Marías, convencíme hasta la evidencia, de que el avechucho pegado á la cola de la Porrata, era la menor de las tres Pájaras verdes. Mariquita de todos los demonios...

Y la tragedia horrenda que tres horas después había de seguirse, vino á probarme que no me había engañado; que Mariquita de todos los demonios, sin que uno solo faltase, era en efecto.

IV

Recuerdo que, no bien puse el pie en la calle, miré ansiosamente á una y otra parto, buscando á Boy con los ojos. Habíase adelantado unos pasos, y creíale yo víctima aún le la violenta turbación que las maliciosas razones de la Porrata le habían causado.

Vile á corta distancia parado en la acera, mirando tranquilamente al cielo encapotado, con la mano derecha extendida para calcular la fuerza de la lluvia.

Caía, en efecto, una menuda-llovizna, y en el silencio profundo de la noche oí su voz burlona y sonora, que me gritaba sin la menor alteración, en su puro y vibrante timbre de barítono:

—¿Sabes, chico, que nos vamos á poner hechos una sopa


“Al pallido chiaror
Che vien degli astri d'or”?


Sentí ganas de pegarle; porque era la segunda vez en aquella noche que burlaba con sus prosaicas salidas mis novelescas imaginaciones; y así como el episodio de la Pierrette me había hecho creerle antes enamorado y mal correspondido, y andando en malos pasos por altas y peligrosas esferas, así también su escaramuza de pullas y frases con la Porrata, y su manifiesta turbación al oir el nombre de Joaquinito López, hiciéronme temer que tuvieran fundamento los chismes de las Pájaras verdes, y anduviese mi pobre amigo en compromisos y enredos por aquellas otras bajas y no menos peligrosas regiones.

Quise enviar por un coche, mas opúsose Boy diciendo que era indigno de marinos temer al agua dulce, y arrastróme del brazo, unas veces muy de prisa, otras muy despacio, importuno y juguetón como chico travieso que se propone impacientar A su ayo, emporcando sin piedad en el lodo sus medias de seda y sus zapatos de raso, cantando sin cesar, á grito pelado, aquel dichoso tema:


“Al pallido chiaror
Che vien degli astri d'or".


que con verdadero fundamento iba me ya cargando.

Porque harto comprendía yo que todas aquellas petulancias infantiles y salidas de pie de banco, no eran otra cosa que el prurito de estoicismo, hijo de su amor propio, que le había hecho desde niño encubrir con estudiadas frivolidades los brotes y sentimientos de su corazón generoso, sensible y basta impresionable.

Díjele, pues, de pronto con alguna impaciencia:

—¿Sabes lo que estoy pensando?

—Algún disparate, sin duda.

—Quizá lo sea... Ya recordarás aquella definición del hombre: Animal dotado de la facultad de disparatar.

—No está mal dada... El género próximo y la última diferencia. Los burros no disparatan.

—Pues sin miedo á disparatar te digo—proseguí cada vez más impaciente—que tu furor filarmónico, tan intempestivo y tan tonto, me recuerda aquel proverbio:


“Cuando el español canta.
O rabia, ó no tiene blanca.”


—En lo de rabiar se equivoca el proverbio—me contestó gravemente;—pero en lo de no tener blanca, acierta, chico, acierta como si me viera hasta el fondo de la bolsa.

Y con mucha formalidad y sosegado reposo, comenzó á relatarme, mientras caminábamos, los graves apuros en que le tenían las deudas, polilla de los blasones, según él decía, grillete que ata á un caballero al mostrador de un canalla, y carcoma que destruye la paz de la vida en el corazón pundonoroso. Deudas todas las suyas de niño, de chico, de verdadero boy de veinticuatro años, contraídas sin reflexión, sin malicia, sin guía ni consejo, sin medir lo que cobraba ni prever lo que había de pagar; con ese absoluto desconocimiento del valor del dinero, propio de los hijos de casas opulentas, que tan fácil encuentran el gastar, porque jamás han sentido ni visto de cerca las angustias y sudores que el ganar cuesta.

¡Qué verdad tan funesta para muchos de ellos, la de esta mal intencionada observación que algunos años después encontré en cierto libro: “Decir somos nobles equivale á confesar que desde los tiempos más remotos nuestros abuelos han comido sin trabajar”!

Subían las deudas de Boy á una cantidad enorme para sus pocos años, de la cual sólo una mitad escasa había disfrutado, por formar el resto la suma de monstruosos intereses acumulados, que subían y crecían sin cesar, como traidor oleaje que amenazara arrastrarle y ahogarle á la vista misma del puerto.

Porque tan sólo siete meses faltaban á Boy para cumplir su mayor edad, y esta fecha era para él la salvación y era la vida, puesto que podía entonces, según su honrado intento, reclamar la legítima de su madre y arrojarla íntegra, si era preciso, á los usureros, como arroja al camino la pieza más grande el cazador perseguido por lobos hambrientos.

Su altiva independencia había comprendido, quizá harto tarde, que una deuda es el principio de la esclavitud; que un acreedor es peor que un señor, porque éste no posee sino la persona del esclavo, y aquél posee la dignidad del deudor y puede ajarla y abofetearla.

Estrellábanse, sin embargo, estas leales intenciones de Boy contra un obstáculo que juzgué á primera vista tenacidad ó desconfianza de un usurero, y resultó más tarde calculada perfidia de una mujer interesada y fríamente perversa.

Negábase uno de aquellos prestamistas á toda clase de esperas y arreglos, y era su crédito el mayor de todos, de once mil duros; vencía el 30 de Marzo (estábamos á lO), y hallábase consignado en escritura pública, con una circunstancia criminal que ponía á Boy en peligrosísimo aprieto, y suele ser estratagema harto común entre esos infames explotadores de la inexperiencia la miseria y el vicio.

Figuraba Boy en aquella escritura como mayor de edad, atestiguándolo así una cédula personal falsificada, y era este delito la inicua garantía del usurero, que podía procesarle, en caso de insolvencia, por falsificación y por estafa.

Escuchaba yo todo esto pendiente de sus labios, interesado y suspenso, como quien va descifrando poco á poco un logogrifo; y seguro ya de que la historia de la Porrata podría ser exagerada y malévola, pero de ninguna manera falsa, aventuróme á preguntar tímidamente el nombre del prestamista, esperando escuchar el de Joaquinito López.

Mas con gran sorpresa mía contestóme Boy muy naturalmente:

—Es un tunante de Madrid que se llama don Juan Martínez Colorado... Pero, según me han dicho, este Colorado no es sino un testaferro de un gran personaje político que da el dinero y tira de la cuerda entre bastidores.

—¿Estás seguro?—pregunté yo apurándole.

—Seguro, no—contestó Boy con su orgullosa indolencia de gran señor, que tan en apurado trance le ponía.—Porque claro está que no iba á meterme yo en averiguar filiaciones de semejantes canallas, ni en tratar con ellos directamente... Por eso, lo encargué todo á Bermúdez, el apoderado de mi padre aquí en Andalucía, y él lo arregló con Colorado... Bermúdez proporcionó la cédula falsa, de acuerdo con el usurero; y yo, ni supe una palabra de esto hasta después de tomado el dinero y firmada la escritura, cuando ya no tenía remedio, ni VI tampoco al tal Colorado, hasta el momento mismo de firmarla.

Conocía yo á Bermúdez, teníale por redomadísimo tuno, y sospeché al punto un infame compadrazgo con el usurero, para explotar juntos á la confiada víctima.

—Pero de todos modos—prosiguió Boy,—sea don Juan Colorado, sea don Juan Amarillo quien haya dado el dinero, para el caso es lo mismo; porque si se aferra en que no espera mi mayor edad, no hay arreglo posible.

—Yo veo uno sencillísimo...

—¿Retorcerle el pescuezo?...

—No; ese es demasiado radical y muy poco productivo... El remedio está en tomar tú la delantera, procesando á Bermúdez por falsificación y abuso de confianza.

—¡Oh, no, no!—exclamó Boy enérgicamente.—¡Eso de ningún modo!

—Pero ¿por qué?... ¿No ha falsificado él la cédula, sin noticia tuya? ¿No te consta que es un bribón que te engalla y te pone en peligro de presidio?...

—Sí; todo eso es cierto—repuso Boy titubeando.—Pero sería perderle...y tiene hijos chiquitos, y soy yo padrino de uno de ellos.

Dijo esto Boy poniéndose colorado hasta el blanco de los ojos, con tan candorosa bondad, con sencillez tan honda y tan ingenua, que á pesar de todo su estoicismo, dejó por completo al descubierto los tesoros de sensibilidad y delicadeza que ocultaba su corazón, como perlas en el fondo del mar, debajo del tumulto de las olas.

Saltáronseme las lágrimas, y hubiérale dado un abrazo á no estar seguro de recibir un cachete, como correctivo á mis exaltados brotes sentimentales. Comprendí también que sería inútil toda discusión con Boy sobre este punto, y cada vez más interesado, díjele entonces:

—Pues si no quieres procesar á ese tuno en justa defensa, todavía encuentro otro medio de arreglo.

—Como no sea adquirir otra deuda, ó casarme con aquella princesa del cuento, que cuando se peinaba con la mano derecha sacaba monedas de oro, y de plata si con la izquierda...

—No es necesario recurrir ni á usureros ni á princesas... Basta con que te acuerdes de que tienes verdaderos amigos.

Púsose Boy á silbar su maldito al pallido chiaror, que me crispaba los nervios, y añadí yo muy impaciente:

—¿Cuándo cumples la mayor edad?

—El 23 de Septiembre, á las diez y media de la noche, hará veinticinco años que vine al mundo, no sé si riendo como Zoroastro...

—O cantando al pallido chiaror, para castigo de Donizetti...

—De Rossini, querrás decir.

—Del diablo, si tú quieres, con tal que calles y me escuches formalmente. ¿Cuándo vence el pagaré de ese Colorado?

—Dentro de veinte días: el 30 de este mes de Marzo en que estamos.

—Pues ya verás si es sencillo el arreglo—exclamé yo gozosísimo, dándole una gran palmada.—El 19 de este mes cumplo yo también la mayor edad, y entro en posesión de lo mío, que es muy suficiente para poder entregarte en el acto, sin apuro de ningún género, cuanto debes á ese mal bicho...

—Vamos, señor rumboso—me interrumpió Boy empujándome con el codo;—aun no asamos, y ya pringamos.

—¡No, no!—exclamé yo casi colérico.—Porque cuando llegue la hora de pringar, ya estará el asado listo... El 19 tomo yo posesión de mis bienes, y el 30 pringas tú, es decir, pagas tú á ese Colorado, ó Amarillo, ó Verde limón, ó como se llame... Y allá para Septiembre, ó para el día del Juicio, ó para cuando tú lo tengas, que será nunca, me devuelves mi dinero, y laus Deo, ó si te parece mejor, pata.

Decía yo todo esto muy de prisa, emocionado, con esa noble sinceridad de la juventud que brota del corazón, como del cáliz de una flor brota su perfume, y mi voz temblaba conmovida, y confundía y trastrocaba las palabras con ese pudor delicadísimo del verdadero cariño, que al hacer un favor parece que lo recibe, y se hace tímido y se avergüenza y ruboriza al ofrecer, como pudiera ruborizarse al pedir.

Hoy, por el contrario, no cesó un momento de silbar su pesada canturria, y sólo una vez, por espacio de un segundo, sentí temblar la mano que apoyaba en mi brazo, y oprimirlo dulcemente... ¡Pobre Boy, amigo, hermano de mi corazón, á quien pude decir siempre lo que al héroe Rama dijo el ave divina Garula:

—¡Soy tu amigo y como una segunda alma que tienes fuera de ti!...

Arrepintióse, sin embargo, de haber dejado escapar aquella levísima muestra de la emoción que mi sencillo cariño le causaba, y paróse de pronto ante una magnífica estatua ecuestre, colocada recientemente en la gran plaza que á la sazón atravesábamos.

Era aquella estatua la del Duque de N***, el heroico caudillo de la guerra de la Independencia, que libertó á X***en 1810, realizando la inconcebible hazaña de atravesar con 11.000 hombres escasos, por en medio del formidable ejército de Dupont, tomarle la delantera y llegar á tiempo á X***para quemar, por mano del verdugo, ante las Casas Consistoriales y en aquel mismo sitio en que entonces se levantaba su estatua, los pliegos que dirigía José Bonaparte á la Junta Central, haciendo traidoras proposiciones de arreglos. Era el Duque de N*** ascendiente muy próximo de Boy por la línea materna, y habían colocado allí su estatua con gran pompa y aparato, tan sólo dos meses antes.

—¿De quién es esta estatua?—preguntó Boy con su naturalidad desesperante.

—Ya debías conocerla.

—No estoy presentado.

—Pues resulta extraño que sea necesario presentarte á tu abuelo... Es el Duque de N***.

—¿De veras?—exclamó Boy con el mayor alborozo.—Eso es; mi bisabuelo...padre del padre de mi madre... ¡Pobre señor!... Y me pasaba yo de largo, sin darle las buenas noches... ¡Abuelito querido!... ¡Ya notaba yo que el corazón me decía algo!...¡Lo que tira la fuerza de la sangre!...

Y sin que pudiera yo prevenirlo, ni menas evitarlo, saltó de un solo brinco la verja que circundaba el monumento, y con aquella agilidad maravillosa que envidiaron mil veces los mejores gavieros de la Armada, escaló en un segundo el altísimo pedestal, y vile primero de pie junto á la estatua y sentado un momento después A la grupa del caballo.

Fué tal mi furia al ver interrumpidos de tan pueril manera los graves planes que combinábamos, que comencé á gritar, llenando á Boy de denuestos y agitando los puños cerrados en lo alto, como un pequeño Ayax de paletot y sombrero de copa alta, que amenazara á los dioses encaramados en el Olimpo.

Rióse Boy de mi furor, en aquellas verdaderas alturas de los héroes que tienen apoteosis, y oí resonar en ellas dos besos sonoros y apretados como los de una campesina á su hijo, y un “¡Buenas noches, abuelito!” tierno y cariñoso, como el del nieto más mimado al abuelo más de carne y hueso.

Vile después, á la escasa luz que las farolas proyectaban en lo alto, de pie sobre la grupa del caballo, abrigando con su propio par -dessus las marmóreas espaldas de su abuelo, mientras decía muy cariñosamente:

—¡Cáspita, abuelito, qué frío estás!... Es menester abrigarte...

Volvíme entonces de espaldas, con despreciativa majestad, pateando impaciente, la mano en la cadera, el puño aun enarbolado, y oí le reir á carcajadas gritándome desde sus alturas:

—No te montes á la heroica, Burundita, que me recuerdas aquel portugués de Camoens.

Y haciendo prodigios de equilibrio en la grupa del caballo, púsose á declamar:


“A mâo na espada, irado o nâo facundo.
Ameaçando a torra, o mar e o mundo!...”


Seguía yo pateando, sin volver la cara, y arrojóme entonces su puntiagudo gorro de Pierrot, con tan acertada puntería, que vino á derribar mi flamante clack de raso, haciéndolo rodar por el suelo.

Y aun no había yo tenido tiempo de inclinarme á recogerlo, cuando ya Boy me apretaba entre sus brazos, impidiéndome el juego de los míos. Había dejado el gabán abrigando las espaldas del abuelo, y venía mojado todo, roto y manchado el rico traje de Pierrot y destrozados por completo los encajes de la chorrera y los vuelos.

Forcejeaba yo por desasirme de sus brazos, ni más ni menos que en aquellos tiempos del Colegio Naval, en que, á fuer de íntimos amigos, contábamos por horas las cachetinas y pendencias. Mas no era fácil violentar aquellos músculos de acero, y no pudiendo dar suelta á las manos, díla á la lengua, llenando á Boy de improperios.

Mi elocuencia fué breve y concisa, como la de un Tácito enfadado que se propone condensar el denuesto. Llamóle botarate, extravagante, cabeza de chorlito, chiquillo mal criado, niño perpetuo, y no sabiendo ya qué decirle, llaméle Zenón postizo y Epieteto derrochador, que se gastaba cien duros en un traje de máscara para lucirlo veinte minutos en un baile, y destrozarlo luego en peligrosas ascensiones, dignas de un clown de plazuela.

—¡Si no es eso, si no es eso!—gritaba Boy sin dejar de reir, ni tampoco de sujetarme.—Lo que te sulfura es que sientes mis cosas más que las tuyas propias; que me ves entrampado, que me crees perdido, y te exaspera que no me apure yo como tú te apuras, ni me entren ganas de desesperarme, ni de abortarme... Pues ¡cómo ha de ser, hijo mío!... Antes de exponerse al peligro, es menester preverlo y temerlo; pero una vez en él, no hay más remedio que despreciarlo... Yo no hice lo primero, y me pesa; déjame hacer lo segundo, Burundita mío, con calma, con filosófica calma.


“Cada vez que considero
Que me tengo de morir.
Tiendo la capa en el suelo
V me harto de dormir."


—¡Mentira!... ¡Mentira!—grité yo aun más furioso al ver que el grandísimo tuno calaba mis sentimientos.—A mí me importan tres pitos tus cosas... Y si te ahorcan, te tiraré de los pies con mucho gusto... Y el día que te lleve el diablo dormiré muy tranquilo, llámese ese diablo Colorado ó Amarillo, ó cualquier color del arco iris.

—¿Qué habías tú de tirarme de los pies, Burundita mío?—me dijo el pillastre poniendo el dedo donde más me dolía.—Si me ahorcan, te ahorcarás tú á mi lado y nos enterrarán juntos como á


“Los amantes de Teruel.
Tonta ella y tonto él.”


—Lo que á ti te duele, envidiosillo empecatado—prosiguió con cierta especie de cariñosa sorna que sólo en él he conocido,—es que cuando estabas dogmatizando como un doctor de la Sorbona, te dejé con la palabra en la boca porque se me ocurrió dar las buenas noches á mi abuelo, y estuve con él más cariñoso que lo estoy contigo mismo... No te apures por eso, monín; si yo te quiero muchísimo; mucho más que á todos mis abuelos, sean de carne, sean de piedra... ¿Lo ves?... ¡Toma! ¡Toma!...

Y me plantó en cada mejilla un par de besos, más sonoros y apretados que los que había dado antes al marmóreo caudillo de la guerra de la Independencia.

Noté entonces que le chorreaba sangre la mano izquierda por habérsela herido en un bronce del pedestal, y apagóse mi furia de repente como si me diese el corazón que no era aquella la única sangre que había de derramarse en aquella noche funesta.

Púsose él también súbitamente serio, y dejóme libre al punto. Arranquéme entonces del cuello el foulard blanco que llevaba, y sin apearme de mí dignidad, sin volver la cara siquiera, extendí la mano por la espalda, con el aire de un Alejandro ofreciendo una venda á Darío.

—Véndate eso—le dije.

Alargó él la punta del pie hasta recoger el pañuelo de mi mano, y atóselo en la suya, diciendo con mucha gravedad, como si respondiese á sus pensamientos:

—¿Sabes que para estar tan próximos á la mayor edad, somos los dos bastante chiquillos?..

V

Firmáronse las paces, por tácito acuerdo, y proseguimos nuestro camino uno al lado de otro, como Diego Ordóñez y Arias Gonzalo cuando el reto de Zamora.

Había cesado la lluvia y era la temperatura tan suave y apacible como suele ser en Andalucía el mes de Marzo.

Hallábanse las calles solitarias, á obscuras muchas de ellas, y reinaba en tocias ese profundo silencio de la noche, que la sosegada vida de provincia hace comenzar tan temprano.

Entramos por una calleja estrecha y tortuosa, como en las antiguas ciudades morunas se encuentran á cada paso. Marchaba Boy delante, pegado á la acera, y en un período, al parecer, de perfecta calma y reposo.

Detúvose de repente á la mitad de la calle, mirando á lo largo de ella, y me preguntó muy bajito, en tono que me pareció sorprendido y azorado:

—¿Qué calle es ésta?...

Seguí la dirección de sus miradas, alerta y receloso, temiendo se le antojase dar también las buenas noches á un gato trovador que maullaba en un tejado.

Era aquella calle el centro del comercio, y ocupábanla á derecha é izquierda numerosas tiendas, de lujo en su mayor parte, cerradas todas entonces, más que por lo avanzado de la hora por la picante atracción que las fiestas de Carnaval han tenido siempre para los horteras.

Una sola se veía abierta á lo lejos, y allí era donde Boy miraba.

Colgaban á su puerta varios capuchones y disfraces, con un transparente iluminado, en que se leía:


SE ALQUILAN TRAJES DE MÁSCARA


Por encima de éste destacábase en la obscuridad una gran farola blanca, coronada por un deforme pajarraco de latón, con visos de papagayo y honores de ave del Paraíso, digno de que lo estudiara Plinio, y lo clasificara Linneo, y le hubiera dedicado Buffon uno de los cinco suplementos á su Discurso sobre la naturaleza de los animales.

En los cristales deslustrados de la farola, leíase por un lado e» letras encarnadas: Se afeita corta y riza el pelo.—Por el otro: Se confeccionan pelucas y toda clase de postizos.—Y en el cristal de enfrente: Peluquería del Pájaro verde.

Sobre el umbral de la puerta, recostado contra el quicio y con los brazos cruzados, hallábase un hombrecillo, envuelto en el foco de luz que de la tienda brotaba, cortando las tinieblas de la calle.

Aquel era Joaquinito López, el Pájaro verde efectivo, como el hombre de Platón, bípedo y sin plomas.

Era el peluquero un tipo hermafrodita afeminado, viejecillo, asqueroso y repugnante, no por lo desaseado, sino por lo limpio. Conservaba una cabellera larga y espesísima, que era gala de su presunción y reclamo de su industria.

Negra como las alas del cuervo, á fuerza de cosméticos, exhibíala á todas horas á la puerta de su tienda, como muestra de su habilidad, desnuda, peinada, rizada y reluciente, á la manera que otros peluqueros exponen en sus escaparates, sobre bustos de cera, sus pelucas y postizos.

Trascendía toda su persona á perfumes averiados desechos de la venta, que empleaba en sí mismo. Poníase polvos de arroz, dábase colorete en las arrugadas mejillas, y pintábase las cejas, sombra inútil de dos ojillos grises que dejaban relucir demasiado esa mirada maliciosa, de lubrico cinismo, que de la cortesana impenitente pasa á la vieja celestina, y dura en ésta hasta la muerte. La voz era de falsete, el habla de hembra andaluza de cabo de barrio, los andares y menas de bailarín en pleno escenario.

Los desocupados de cierto casinillo famoso que no lejos de la tienda había, gente toda maliciosa con sus puntas de bellaca, llamábanle Ninon, en memoria de la famosa cortesana que conservó fresca su belleza hasta los ochenta y cuatro años.

Siente el corazón súbitos fríos y repentinos calores, como los siente el cuerpo mismo, y uno de esos fríos impensados se apoderó de mí al ver detenerse á Boy á la vista de aquel ente ruin, que se aparecía entre luces y tinieblas, como media hora antes su hija Mariquita de todos los demonios, cual si presagiase ésta el principio, y aquél el desenlace, del sangriento drama que había de tener lugar allí mismo, en aquel reducido recinto, entre tarros de bandolina, cabellos postizos y andrajos de carnestolendas.

No es, pues, extraño que, bajo esta temerosa impresión, contestase á Boy en el mismo tono azorado en que me había hecho su pregunta, á media voz, medroso, como si escuchase ya junto á mí los callados pasos de lobo del crimen:

—Esta calle es la de Algarves.

Volvióse Boy bruscamente al oir este nombre, y echó á andar en dirección opuesta á la que traíamos, diciendo:

—Yo no paso por ahí... Vámonos por otro lado.

—Pero hombre—exclamé, deteniéndole por el brazo,—si por aquí salimos frente á mi casa.

—Pues lo mismo saldremos por otra parte.

—Hay que dar un rodeo muy grande.

—Pues lo daremos...; te digo que por ahí no paso.

—Pero ¿por qué?... ¿Por qué?—exclamé volviendo á impacientarme.

—Porque no me da la gana.

Era éste siempre el ultimatum de Boy, sin más excusas ni razones, y bajé la cabeza y seguíle mansamente, intimidado esta vez por lo que en él veía y lo que en mí mismo estaba sintiendo.

Habíale visto antes estremecerse al solo nombre de Joaquinito López, pronunciado por la Porrata; veíale ahora, á él, tan inerte y atrevido, espantarse y retroceder á la vista de aquel hombrecillo, como dicen que se espanta y retrocede el león á la vista de una serpiente; y era todo esto más que sobrado para hacerme comprender que me quedaba aún por acertar parte del logogrifo, y que allí, en aquel repugnante viejecillo, estaba sin duda la clave principal que pudiera descifrarlo.

Absorto yo en estos pensamientos, y abismado Boy en sus cavilaciones, llegamos á la plaza de los Astures, sin haber cruzado una palabra.

Ocupaba todo el frente de la plaza el antiguo palacio de los Condes de este nombre, donde á la sazón tenía yo mi morada.

Era el Conde hermano de mi madre, y había sido mi tutor y mi apoyo en la triste orfandad en que á la muerte prematura de mis padres vine á quedarme.

La Condesa, por su parte, hizo conmigo oficios de madre, y jamás se borrará de mi memoria el recuerdo de aquella santa mujer, verdadera personificación de la bondad y la prudencia.

Habitaba yo en el palacio de los Astures un ala aislada, con puerta independiente, cuya ligera descripción paréceme necesaria para la fiel inteligencia de todo lo que pasó en aquella noche inolvidable.

Flanqueaban el palacio dos macizos torreones almenados, dejando en medio la gran fachada principal, de posterior fábrica, con su pesado herraje escarolado, su enorme puerta enriquecida con dos medias columnas dóricas, y rematada por el colosal blasón de los Astures, y su elegante crestería de piedra labrada, que corría de torre á torre, y coronaba el señoril y vetusto edificio como una diadema la frente de una noble anciana.

En el ancho friso de la puerta leíase, entre platerescas labores, esta inscripción latina:


Dominus custodial tnt roi tum tuum et exltum tuum ex hoc nunc ct usque in sacculum. Amen.


Llenaba, como antes dije, esta monumental fachada todo un frente de la plaza, y flanqueábanla, al par de los torreones, dos estrechas callejuelas, llamada una de la Zorra, y la otra, la de la izquierda, de las Siete revueltas, por ser otras tantas las que había que franquear hasta su salida, que forma justamente la esquina de la peluquería del Pájaro verde.

Era la calleja sombría aun á la luz del sol, y hacíase de noche temerosa, por prestarse sus revueltas á emboscadas y asechanzas.

Formábanla por un lado las tapias del jardín de los Astures, y por otro, las altísimas del convento de las Dueñas, y no había en toda ella otra puerta ni resquicio que la del torreón izquierdo del palacio, que era donde yo habitaba, y otra puertecilla misteriosa, allá en el extremo opuesto, entrada falsa, y aun más falsa salida, del nido del Pájaro verde, Joaquinito López, peluquero y prestamista.

Sobre esta infame puerta, que en aciagos momentos franqueé una vez en la vida, había una muestra miserable de madera, en que se leía:


LA BIENHECHORA

Se presta dinero sobre prendas y alhajas.


Aquella era la caverna, bien conocida de menesterosos y perdidos, donde ejercía Joaquinito López su oficio de usurero, mientras que por el otro lado, en la reluciente peluquería de la calle de Algarves, trabajaban sus hijas las pelucas y postizos que servían de tapadera á la vil industria de su padre.

VI

Servíame yo de la puerta del torreón tan sólo para mis entradas y salidas nocturnas, cuando podían ellas turbar la quietud y el orden admirable que reinaba en casa de mis tíos.

En las demás ocasiones entraba y salía por la gran puerta de la plaza, y comunicábame siempre con el resto del palacio por una galería de cristales, con vistas al jardín, que arrancaba del torreón de las Siete revueltas.

Tenía yo entonces un criado belga, fidelísimo, llamado Celes tí 11, y éste era el que me servía y cuidaba de mi departamento, cuya puerta á la calleja no tenía otra seguridad ni otra defensa que un gran picaporte interior durante el día y un enorme cerrojo que por las noches dejaba Celestín corrido.

Todo esto expliqué á Boy muy por menudo, al entrar, para hacerle ver mi independencia y quitarle los reparos que de molestar en casa de mis tíos le asaltaron de pronto.

Apresuréme á mandar á Celestín al hotel de Roma, para recoger las maletas de Boy y pagar la cuenta que debiese, pues era nuestro intento marchar á las seis de la mañana de mi casa á la estación directamente.

Díle al mismo tiempo mis órdenes para que á la misma hora estuviese la berlina enganchada, el chocolate dispuesto, limpia y preparada la ropa que yo necesitase y Boy pidiese; y como no fiara demasiado en la puntualidad de Celestín al despertarse, puse yo mismo mi despertador en hora y coloquéle sobre la mesita de noche, á la cabecera de la cama, por si el sueño nos rendía, hartos ya de charlar, como era más que probable.

Mientras tanto, parecía Boy haber recobrado toda su alegría y petulancia al verse bajo techado. Sin conceder siquiera una mirada á la regia tapicería de cueros de Córdoba, al artesonado riquísimo del siglo XV, y al curioso zócalo de azulejos moriscos con extrañas inscripciones, que hacían de mi aposento una verdadera preciosidad arqueológica y artística, paseábase de un extremo á otro muy de prisa y al compás de la marcha de Pepe-Hillo, que cantaba á grito pelado, como si fuesen las doce del día, poseído otra vez de furor filarmónico:


“Vamos á los toros.
Vamos sin tardar.
Todos los pucheros
Suenan á compás.

¡Cuánto en la corrida
Vamos á gozar!
¡Viva Pepe-Hillo.
Diestro singular.!”


Acompañaba sus cautos y zancadas con garbosos meneos manolescos, que encajaban á maravilla en su airoso cuerpo, y despojábase al mismo tiempo de su traje de Pierrot, arrojando por el suelo las prendas, aquí el puntiagudo sombrero, allí la peluca, acullá el ropón, más lejos la gorguera y los guantes.

Llególe el turno á un cinturón que traía de cuero avellana con hebilla de plata, y el mismísimo diablo de la indiscreción tiró entonces de la manta.

Colgaban del cinto sendas cadenas de plata que desaparecían en los respectivos bolsillos, y al arrancarse Boy bruscamente todo aquel arreo, salieron pendientes de las cadenas varias preciosas baratijas de argent torse, moda que á la sazón privaba, y enredado entre ellas, como acusador inesperado, como indiscreto enfant terrible, que señala una mancha ó descubre un secreto, salió también el ramito de muguet que había visto yo dos horas antes, peregrinando del hombro de Pierrette al pecho de Pierrot.

Saltó el ramito del bolsillo disparado como de un obús, y vino á caer sobre la mesita de noche, entre mis manos casi, mustio, aplastado y marchito, como si buscase en mí amparo y justicia, y quisiera contarme sus cuitas y peregrinaciones.

Cogíle yo prontamente, en el aire, como se coge á la calva ocasión por su mechón de pelos, y levantóle en alto, cual triunfal insignia, sin hacer caso de la iracunda mirada de Boy y su rápido movimiento, dominado al punto, para lanzarse sobre mí y quitarme el ramo.

El geniecillo maléfico de la importunidad ponía en mis manos la revancha, y no fui lo bastante generoso para desecharla.

—¡Pobre flor!—dije mirando el ramo como Don Quijote las bellotas cuando el discurso de la edad de oro.—Inocente flor, desgraciada y perseguida; emblema del botarate presumido y galante... ¿De dónde vienes?... ¿Adónde vas?... ¿Has pasado de la mano de una náyade del Manzanares, á la de un tritón del Océano, que te puso primero sobre su corazón de barro cocido, y te zampó después en un bolsillo tenebroso en que había cigarrillos de Canet y fósforos de Cascante?... ¿Huyes del Zenón de palo, del Epicteto de caoutchouc que te privó de la luz y del aire, porque cree que las flores sois, como él, un armazón que no siente?... ¿Quieres volver á los negros cabellos de la náyade que te entregó en mal hora, como prenda de dulces sentimientos?... Enjuga tus lágrimas, perfumada imagen del desengaño, que yo te llevaré á ella, con tal que me digas la fuente en que habita y el nombre á que responde...

Y como el ramito no estaba muy versado en la Guía de forasteros, y ni chistó ni resolló siquiera, de puro conmovido sin duda, añadí con perversa intención, haciendo mangas y capirotes de Moratín en persona:


“¿Quieres decirme, Muguet florido.
Si en este valle, naciendo el sol.
Viste á la hermosa Belisa mía.
Que fatigado buscando vó?...”


Mientras ensartaba yo esta serie de intencionadas paparruchas, envolvíase Boy, sin decir una palabra, en un plaid escocés que á los pies de mi cama había; mas cuando llegué á sustituir el nombre de Dorila, que pone Moratín, con el de Belisa, anagrama del de la Condesa de Bureva, náyade del Manzanares y presunta dueña del ramito, levantó el tritón del Océano fieramente al cabeza, y fijó en mí sus ojos de acero, con aquella mirada especial suya, que parecía taladrar los cráneos.

—¡Valiente majadero!—exclamó con cierta inquietud muy cercana de la cólera.—En mi vida lie oído oratoria más cursi. ¿Qué dama elegante ha de llamarse Melisa?...

—No he dicho Melisa, que es cosa de botica, sino Belisa, que es nombre de reina.

—De pastora, querrás decir.

—De reina, digo; y te convencerás tú mismo si descompones el anagrama, como aquella patrona de huéspedes en cierta comedia:


“Es consecuencia precisa.
Que Bel-isa, es Isa-bel.”


Esto dije con grande énfasis y burlón aplomo, y entonces fué el trueno gordo. El nombre de Isabel pareció causar en Boy el efecto de una rociada de agua bendita en el más nervioso de todos los diablos, y yo mismo retrocedí un paso, temiendo haber tirado demasiado de la manta.

Enfurecióse de repente, como la llama que encuentra una corriente de aire; arrancóme de una manotada el malaventurado ramito, que asustado yo le puse por delante á guisa de escudo, y arrojólo, sin mirarlo, en el gran cubo de porcelana que para verter las aguas había junto al lavabo.

Consumado este acto, que más bien que de justicia ó de venganza me pareció de maquiavélico disimulo, tumbóse de un salto en mi propia cama, boca arriba, envuelto en el plaid como estaba, y con dos gimnásticas flexiones de las rodillas, disparó sus zapatos de raso al Septentrión y al Mediodía, como disparan los indios salvajes sus flechas para saludar al sol cuando sale y cuando se pone. Uno cayó dentro de mi jofaina, llena de agua de jabón, por descuido do Celestín, y allí comenzó á navegar mansamente; el otro marchó hacia el Norte, en busca de la Osa menor sin duda, y se detuvo, y allí quedó, en la cornisa de donde arrancaba el artesonado del techo.

Y á renglón seguido, arrellanándose tranquilamente en mi cama, y encendiendo un cigarro, me dijo como si tal cosa:

—Pues como te iba diciendo...

—¡No! ¡No!—le interrumpí, aun no repuesto de mi susto.—Si no me decías nada.

—Pues si nada te decía, te digo ahora—prosiguió 61, imperturbable—que para darte verdadera idea de mis desdichas, necesito remontarme al origen de todas ellas.

Parecióme que llegaba al fin la tan ansiada hora de las confidencias, y acomodóme á mi vez lo mejor que pude, bien abrigado y pertrechado de cigarros, en una chaise longue que frente á frente y paralela á la cama había.

Boy dió principio á sus confianzas con esta inesperada pregunta, que vino á sumar otra incógnita más en el sistema de ecuaciones que había planteado ante mi curiosidad aquella noche:

—¿Te acuerdas tú de la señorita de Bollullo?...

VII

La señorita de Bollullo?—repetí yo desconcertado.—No recuerdo más Bollullos que el pueblecito de este nombre, en el condado de Niebla, donde tengo una dehesa, y aquel boticario del Colegio Naval, á cuya mujer compusiste tú, hace más de diez años, una copla bastante espesa sobre su fácil y económica manera de hacer lamedor.

—¡Preciosa copla por cierto!—dijo Boy con todo el aire de un poeta laureado.—Verdadero poema didáctico en cuatro versos, que cuando la boticaria salía á la ventana, cantábamos todos en coro desde la cerca del colegio, con aquel estribillo tan popular entonces y tan tonto siempre:


“¡Amarillo sí, amarillo no.
Amarillo sí, que lo be visto yo!"


—¡Justo!—exclamé riendo al recuerdo de aquellas locuras.—Me acuerdo que el boticario se quejó al ayudante Ballesta, y contestaste muy serio que aquel trozo de poesía lírica no era original tuyo, sino que estaba en una égloga de Garcilaso.

—Y se lo creyó el muy bruto y me levantó el arresto... Pues para que veas las vueltas que dan las cosas—prosiguió Boy con triste gravedad en él inusitada,—aquella copla, que no me llevó al Parnaso, me ha traído á la peligrosa situación en que me encuentro... Créeme, Burundilla: hay cosas que combina el diablo, haciendo Dios la vista gorda... Aquel boticario, que se llamaba D. Francisco de Paula Bollullo, abrió, andando el tiempo, una farmacia en los baños de N***, donde fué mi padre varios veranos para curar sus aprensiones y sus reumas. Allí, en el aburrimiento natural de estas casas de baños, trató é intimó más de lo que era menester con el Bollullo, la Bollulla y la Bollullita... La mujer, mi heroína del lamedor, era una tal María Bita López, tía de un peluquero de aquí, que llaman el Pájaro verde...

Redoblóse mi atención al oir este nombre, que era todavía para mí la más obscura de las incógnitas, y me incorporé en el asiento, dejando caer el cigarro. Boy continuó:

—La niña, que era ya talluda en los tiempos de mis coplas, se hizo con las años una solterona incasable, y...

—Y esa es la señorita de Bollullo—ríe interrumpí con gran viveza.

Miróme Boy con una de esas amargas sonrisas que levantan sólo una extremidad de los labios, y me corrigió, moviendo negativamente la cabeza:

—No... Esa era la señorita de Bollullo... Hoy es la Excma. Sra. Duquesa de Yecla, Marquesa de Vilarrasa y Montiñana, con otros seis títulos y tres grandezas.

—¿Tu madrastra?—exclamó estupefacto.

—La misma que viste y calza.

Y sin poderme contener, respondiendo á mi propio pensamiento, que pugnaba por empalmar con la situación de Boy aquellos extraños personajes, dije:

—¿De modo que tu madrastra es prima do Joaquinito López?

—Y de la Condesa de Porrata—añadió él con cierto amargo énfasis que me impresionó hondamente.

—Pues ahora me lo explico todo—dije aturdidamente, sin explicarme nada.—Eso quiere decir que la Porrata es también prima del Pájaro verde.

—No; porque con los primos de carne y hueso sucede lo mismo que con los números, que dos primos de un tercero pueden ser á no ser primos entre sí..Mi madrastra es prima de Joaquinito López por su madre, María Rita López; y se dice prima de la Porrata, por su padre, D. Francisco de Paula Bollullo... Tú no sabes que la Condesa se llama por su madre Bollullo de los Infantes: mi madrastra era Bollullo de á caballo ó Bollullo á secas. Pero hace dos años se conocieron arabas en Trouville, intimaron mucho, y discurriendo entre ellas, encontraron, sin duda, que los Bollullos de á pie y los Bolín líos de á caballo empalmaban allá en Adán y Eva, ó quizá mejor en la serpiente del Paraíso, y desde entonces se declararon parientes, se juraron alianza ofensiva y defensiva, y yo mismo vi en Trouville unas tarjetas de mi madrastra que decían:


La Duchesse de Yecla, etc., etc.,
née Bollullo de los Infantes.


—¿Y ha declarado también el parentesco con Joaquinito López?

—¡Ca!... Ese no lo declara, pero sospecho que lo explota..El Pájaro verde es demasiado verde para que pueda tenerlo entre sus ascendientes ó colaterales una Duquesa de Yecla, néc Bollullo de los Infantes..Y es natural: tú habrás observado, como yo, la abundancia de familias que se precian de descender de hombres ilustres, sin que jamás se encuentre ninguna que tenga entre sus ascendientes un criminal, á pesar de ser éstos más numerosos que aquéllos. Por eso podría escribirse con estos datos un libro muy curioso, que llevase por título Esterilidad de los ahorcados y las brujas; los ajusticiados no tienen descendientes.

Contóme entonces Boy todos los detalles del desdichado casamiento de su padre, hecho durante el primer viaje de aquél á la isla de Cuba; los grotescos alardes de cariño de la madrastra para captarse su voluntad y afecto; su odio después y su encarnizada guerra de intriguillas y de chismes para malquistar al padre con el hijo, y conseguir la expulsión de éste de la casa paterna, como lo logró al cabo, provocándola el mismo Boy con una sangrienta burla que á su madrastra hizo.

Y fué el caso, que en los primeros tiempos de su matrimonio habíase esforzado el viejo Duque de Yecla por introducir y aclimatar á su nueva esposa en los altos círculos de la corte. Daba para ello comidas y fiestas, y hacía convites que no siempre eran aceptados, y á duras penas eran correspondidos; porque la nueva Duquesa era, ante todo, una rematadísima cursi, llena de pretensiones ridículas, y ni aun á la sombra de casa tan ilustre como la de Yecla se acostumbra el mundo á respetar lo que una vez le ha hecho reir.

Una noche, después de una de estas comidas diplomáticas, en que el viejo Duque desplegaba todo el agrado y finura de aquellos antiguos señores, cuyo molde se va perdiendo, y la flamante Duquesa asomaba á cada paso la oreja, más que por falta de educación, por sobra de amor propio y vana suficiencia, hallábanse reunidas en el salón hasta un par de docenas de personas.

Alguien tuvo la malhadada ocurrencia de pedir á Boy que tocase al piano algunos aires andaluces, acompañándolos con su preciosa voz de barítono. Resistióse él por algún tiempo, y la madrastra, con su falta de tacto ordinaria y el afectado tono de autoridad materna que eolia emplear en público con el hijastro, sacándole de quicio, díjole remilgadamente:

—Canta, hijo mío, que el hacerse de rogar es de mal tono siempre.

El diablo de la cursilería había tentado á la madrastra, y el diablo de las diabluras, encargado especial de Boy, tentó también á éste.

Sentóse al piano sin decir palabra, preludió con ejecución admirable el ridículo tema:


“Amarillo sí, amarillo no”.


y con la mayor frescura, con la misma serenidad con que hubiese cantado el más inocente villancico de Nochebuena, lanzó con tocia la fuerza de sus pulmones, ante la asombrada concurrencia, su engendro épico de antaño, su famosa copla del lamedor, que tan conocida tenían las orejas de la Duquesa de Yecla, née Bollullo de los Infantes.

—¡Qué barbaridad!—exclamé riendo, á pesar mío, de la parte cómica del asunto.—Pero ¿cantaste toda la copla?

—Toda, con todas sus letras... Desde lo de la mujer del boticario hasta la factura del lamedor pasando por el perol, por supuesto.

—¡Qué atrocidad, chico!... ¿Y qué sucedió entonces?

—Pues ¿qué había de suceder?... Que todos se quedaron como si el perol de la copla hubiese caído en medio del salón despenándose del techo.

—Y tu madrastra, ¿qué dijo?...

—Decir, no dijo nada, pero me miró tan sólo, y con eso me dijo bastante... Las madrastras de las hienas deben mirar así á sus hijastros.

—¡Ya lo creo!... ¡Chico, chico, qué barbaridad!... Diabluras has hecho, pero como ésa, ninguna... ¿Y tú padre, qué hizo?...

—¡Ah!... Mi pobre padre me dió pena. Pero ¡ya se ve! Yo hago las cosas primero, y las pienso después, cuando ya no tienen remedio... Al pronto no comprendió todo el alcance de mi copla, y o royéndola sólo una grosería, me mandó salir del salón con voz de trueno... Pero cuando cayó bien en la cuenta, salióse él mismo, sin decir palabra, y no he vuelto á verle nunca... Al día siguiente me mandó á su apoderado, D. Juan Sigüenza, con la orden de que saliese aquella misma mañana de la casa, y no volviera á acordarme de que tal padre tenía en la tierra.

—Pero te señalaría alguna pensión... Te daría cuentas de la legítima de tu madre...

—Nada, nada... Me señaló la puerta de la calle, y nada más.

—¿Y de qué has vivido desde entonces?

—De mi sueldo y del dinero que he pedido á los usureros.

—Pero la ley te autoriza para pedir á tu padre alimentos.

—Ya lo sé; pero contra el vicio de pedir está la virtud de no dar, y mi padre posee esta virtud en alto grado.

—Es que puedes pedirlos judicialmente.

—¡Oh! Eso, jamás... Por nada de este mundo puede un hijo llevar á su padre á los tribunales... Yo podré hacer chiquilladas á porrillo; pero canalladas, no hago nunca.

—Pero ¿te has humillado á tu padre?... ¿Le has escrito?

—Más de veinte cartas, que estoy seguro ha interceptado la Bollullo de los Infantes... Ahora tengo la evidencia de que algo gordo maquina ésta. La Condesa de Porrata es su policía secreta, y el peluquero Joaquinito López...

De nuevo metió la pata el diablo de la importunidad, que parecía aquella noche campar por su respeto en mi casa. Entró Celestín con las maletas de Boy, y cortó la conversación en este punto. Traía también una carta que habían llevado al hotel de Roma, con grande urgencia, para el Excmo. Sr. Conde de Baza. Era éste el título que Boy usaba, como primogénito de la Casa de Yecla.

Era la carta una esquela pequeñita, entrelarga, sin timbre ni inicial alguna. Tomóla Boy con marcada indiferencia y rasgó el sobre, acostado como estaba. Incorporóse un poco para leerla, y un ligero carmín se extendió por su rostro mientras leía, como la bocanada de humo que revela las secretas conmociones de un volcán que escondido existe.

Lió luego con mucha calma un cigarrillo, y puso mientras tanto la esquela bajo la peana de un Cristo que á la cabecera de la cama había, sobre una repisa, diciendo muy naturalmente:

—Cayetano Méndez...para que le lleve mañana á bordo cigarrillos de Canet, que son los que ahora privan...; pues tendrá que quedarse sin ellos, como no sea que, de paso para la estación, podamos comprarlos.

Y como si la esquela de Cayetano Méndez tontuviese el más poderoso de todos los narcóticos, dejó Boy caer pesadamente la cabeza en la almohada, y comenzó á adormecerse desde aquel momento. En vano le insté, y le grité, y le supliqué que continuásemos nuestra plática, suspendida en el punto más interesante. A lodo ton testa ha soñoliento:

—Déjame dormir, hombre... Mañana te contaré todo lo que quieras.

Volvióse de cara á la pared, envuelto en el plaid como estaba, y á poco, su respiración lenta, suave y tranquila, me anunciaba que dormía con el plácido sosiego de un niño.

Mirábale yo dormir con esa afectuosa ternura propia del que vela á un sér querido, y hacía reflexiones sobre cuanto me había dicho, y tiraba planes y formaba cálculos que parecían tomar cuerpo en mi imaginación, y moverse y danzar y marearme, hasta tal punto de que creí resbalar y temí caer, y extendí una mano para agarrarme, perdiendo en el acto toda noción, todo conocimiento.

Cuando desperté entraba el sol por una ventana entreabierta. Busqué con la vista á Boy, y vi la cama vacía: á sus pies estaba arrollado el plaid, medio caído en el suelo. Miré el despertador estupefacto, y hallóle parado en la una y media. Mi reloj de bolsillo apuntaba las ocho y cuarto: el tren debía haber salido dos horas antes.

Levantéme atónito, entumecido, y paseé en torno una mirada de sonámbulo. Desparramado por el suelo VI el traje de Pierrot: un zapato estaba en la jofaina, el otro sobre la cornisa del techo. Salí á la pieza inmediata, donde Celestín puso las maletas, y las encontré abiertas arabas y deshechas. Faltaba el uniforme de alférez de navío que debía ponerse Boy para hacer su guardia, y faltaba también una capa mía andaluza que solía usar yo en mis excursiones nocturnas. Lancéme á la campanilla, dudando si soñaba ó estaba despierto. Acudió Celestín á medio vestir, restregándose los ojos.

—Pero ¡hombre!—grité, aprovechando ansioso la ocasión de encolerizarme.—¿Es ésta hora de despertar? ¿Por qué no me has llamado á tiempo?

—El Sr. Marqués dijo anoche que ponía el despertador en hora, y que él llamaría.

Enfurecíme más, como acontece siempre que f no se tiene razón y se lo demuestran á uno.

—Pero el Sr. Conde, ¿dónde está?—grité de nuevo.—¿A qué hora ha salido?

El rostro de Celestín; inteligente siempre, reflejaba entonces la doble estupidez del asombro y del sueño interrumpido.

—El Sr. Conde no ha podido salir—dijo.—Yo no he sentido ruido alguno.

Precipitéme por la escalera, seguido de Celestín, y ambos llegamos juntos á la puerta de la calle. El enorme cerrojo estaba descorrido, y sólo el picaporte echado: señal clara y evidente de que Boy había salido de casa, abriendo él mismo la puerta.

Abrí ésta de par en par, y VI ante ella, en la calleja, la berlina enganchada, como yo había dispuesto.

Diva, mi enorme yegua anglo-normanda, tenía esa actitud pesada que toman los caballos de tiro en las grandes esperas, y Francisco, el cochero, dormitaba en el pescante, zambullida la nariz en su cuello de pieles.

—¿Has llevado á la estación al Sr. Conde?—le grité desde la puerta.

—No, Sr. Marqués—contestó, despertando sobresaltado.

—Pero ¿le has visto salir?

—Tampoco.

—¿Desde qué hora estás ahí?

—Desde que mandó Vuecencia... Desde las seis menos cuarto.

VIII

Fué tal mi aturdimiento al convencerme de la inesperada escapatoria, que comencé á dar disposiciones necias y contrarias, ansioso de seguir la pista al fugitivo.

Sereno Celestín, templó mis impaciencias, indicando el camino más prudente.

Conocía él un empleado en la estación, ambulante de Correos en otro tiempo, y éste podría informarle de si se había marchado Boy en aquel tren de la mañana; el tipo marcadísimo de éste, su natural distinción y el uniforme de alférez-de navío, sobre todo, raro en aquella comarca, eran hartas señas para que pudiese pasar inadvertido entre los escasos pasajeros que en aquel tren viajaban de ordinario.

Empujé yo mismo á Celestín hacia la calle, ansioso de verle ya de vuelta, y subíme á mis habitaciones confuso y azorado, esperando encontrar rastros acusadores de la fuga.

No sé por qué, ocurrióseme lo primero mirar al cubo de las aguas sucias, donde había arrojado Boj con tantos bríos el ramito de muguet, tan paseado y discutido.

Mas en rano removí las turbias aguas con el cabo de un cepillo, y aun llegué á meter la mano hasta el fondo en busca del florido náufrago. Alguien le había salvado de aquel perfumado oleaje de jabón, y este alguien no podía ser otro que Boj, su propio verdugo.

Pero ¿á qué santo?... Comprendí al punto que no era santo, sino santa, quien tal obra de caridad inspiraba á mi amigo, y sonreíme, á pesar mío, al recordar las enérgicas alharacas de Boj contra los amantes sentimentales que van grabando el nombre de su amada por las arenas de la playa ó las cortezas de los árboles.

Más sentimental, allá, allá en su fondo, parecióme á mí pescar en el de un cubo de aguas sucias, y entre las prisas de una fuga, aquella florida prenda, regalo de una bella. ¡Ah, hipócrita tuno, y qué carda más zumbona le había yo de dar en cuanto volviese á echarle la vista encima! ¡Ramito de muguet habíamos de tener para tiempo!

Púseme entonces, con el ahinco del polizonte que husmea las huellas de un crimen, á registrar cuantas prendas y objetos había dejado Boj por en medio.

Estaban sus maletas abiertas, y sólo faltaba en ellas el uniforme de alférez de navío y la ropa blanca necesaria que en el momento de salir debió vestirse. Parecióme esto señal de buen augurio, pues era claro y evidente que al salir vestido de uniforme llevaba, sin duda, el pensamiento de acudir por la mañana á su guardia de El Ferrolano.

Mas noté entonces la falta de mi capa andaluza, encubridora de nocturnas aventuras, y alarmóme esto algún tanto, por parecerme indicio de que en las que Boy corría aquella noche érale preciso ocultar, al mismo tiempo que su persona, el brillo de sus bordadas anclas.

Otro dato evidente vino á llenarme de alarma y temerosa desconfianza. Estaba el despertador parado á la una y media, y parado violentamente, pues que tenía un muelle roto.

Indicóme esto la hora en que Boy abandonó mi casa, é indicóme también sus ganas de darme un esquinazo, impidiendo que el despertador interrumpiese mi sueño: cosa bien fácil por cierto, pues era mi dormir harto pesado y grande mi cansancio entonces, por llevar dos noches de claro en claro bailando en los salones, y dos días de gran fatiga: uno de herradero en el cortijo de Celanga, y otro cazando patos en las lagunas de Torró, con varios amigos serranos: fatigas todas de pura diversión, de que repone pronto el pesado sueño de los veinticuatro años.

Entristecióme la idea de que fuese realmente aquella fuga un esquinazo que Boy quería darme, como lo de parar el despertador indicaba, y mollino y cabizbajo, tumbéme de nuevo en la chaise longue, con el oído alerta y el corazón sobresaltado, para esperar la vuelta de Celestín, fumando cigarro tras cigarro.

Recuerdo que al encender el primero vínoseme á la memoria una definición de ellos, que aquella misma noche oí á Boy, y que, por lo exacta y oportuna, no he olvidado nuuca: Otium in negotio, et negotium in otio.

No duró, sin embargo, mucho aquella ocupación, en que buscaba alivio mi forzado ocio.

Llamaron de repente á la puerta con gran estrépito; oí pasos precipitados en la escalera, alguien que llegaba apresurado á mi cuarto, y salí sobrecogido á su encuentro, sintiendo en el corazón todos los sobresaltos de la incertidumbre.

En el pasillo vi á Celestín demudado, jadeante, queriendo hablar al verme, y ahogándose como el griego de Maratón, antes de encontrar la palabra.

Encontróla al fin, ronca y desentonada por la fatiga y el espanto.

—¡Le han matado!... ¡Le han matado!—me dijo.

—¿A quién?—grité yo con la angustia más mortal que he sentido en mi vida.

Y él, agitando las manos en el aire, como si diese de puñaladas, contestóme entrecortadamente:

—Monsieur Joaquinito López, Pájaro verde...¡muerto!.... ¡muerto..allá..en la peluquería!..Massacré...massacré...tout-à-fait massacré!...¡¡Qué espanto!!...

Yo no sé lo que me sucedió entonces, y ni pude explicarme en el momento, ni sé explicarme todavía, cómo no despertó en mí sospecha alguna aquel exagerado espanto que causaba en Celestín la muerte de un briboncillo con quien ningunas relaciones tenía, y su velocísima carrera para venir á noticiármela, olvidando el encargo principal que yo le había dado.

Contagióme su horror sin darme cuenta de ello, y sólo pensé en vestirme apresuradamente para correr yo mismo al lugar de la tragedia, como si me fuesen en ello la honra y la vida. Mientras me ayudaba A vestir Celestín, tembloroso y aturdido, dióme pormenores del suceso.

Al pasar por la calle de Algarves, camino de la estación, cerróle el paso un gran cerco de gente que ante la peluquería del Pájaro verde se había formado. Estaban las puertas cerradas, y por la callejuela de las Siete revueltas, custodiaban la otra entrada dos guardias municipales.

Preguntó la causa de aquel aparato, y dijéronle entonces que aquella mañana había aparecido asesinado en la trastienda el famoso Joaquinito López, dueño de la peluquería. Aun no había acudido el Juzgado á levantar el cadáver, y por la puertecilla entreabierta de la calleja distinguíasele tendido en el suelo, bajo un montón de trapos.

Preguntóle, entonces, si habían cogido á los asesinos, y me contestó titubeando:

—¡Oh! No, Sr. Marqués... No han cogido á nadie.

—Pero ¿se sabe quiénes sean?...

Turbóse aquí Celestín de tal manera, que, no obstante mi preocupación, hube de notarlo, y respondióme al fin con mayor sobresalto:

—¡Oh! No; nada se sabe...; Pero la gente dice unas cosas!...

—¿Qué cosas?...

—Barbaridades, Sr. Marqués... No haga Vuecencia caso.

Chocóme en extremo el tono de afectuosa compasión con que pronunció Celestín estas palabras, y más todavía, cuando al entregarme el el sombrero, próximo ya á salir, me dijo reteniéndolo:

—El Sr. Marqués debía quedarse en casa... Yo volveré á la peluquería, si desea saber algo.

Mas tan ofuscado estaba yo por las nuevas y temerosas ideas que la noticia del asesinato despertó en mi mente, que se me antojaron los reparos de Celestín necios temores de que dañase á mi sensibilidad la vista horrenda del cadáver, y respondíle con desabrimiento, sintiéndome herido en mi vanidad de hombre fuerte é inalterable:

—Adonde tienes tú que ir ahora mismo, es á preguntar en la estación si el Sr. Conde ha marchado.

Bajó Celestín humildemente la cabeza, como era siempre su heroica costumbre ante las destemplanzas de mi carácter, y salíme yo apresurado, corriendo casi, por el callejón de las Siete revueltas, ansioso de llegar al teatro del crimen.

Era tan estrecha la calleja, que no más de dos personas cabían por algunas de sus partes, y hube de ceder el paso, en varias ocasiones, á gentes que de la calle de Algarves venían, descompuestas y alborotadas, comentando á grandes voces el trágico suceso.

En una de sus revueltas crucéme con un escribano, tunante muy famoso, que conocía yo de vista. Traía una capa azul muy cumplida, y la cesta de la compra bajo ella, como es costumbre en aquel país, de gastrónomos modestos, que regatean por sí mismos en el mercado.

Venía con él un hombrecillo flaco, que tampoco me era desconocido, y sostenían, al parecer, una disputa, de la cual pesqué, al paso, las siguientes frases:

—Le aseguro á usted que es capaz de todo—decía el escribano, con gran vehemencia.

—Es mucho, D. Salvador; es mucho eso—replicaba el otro en son de conciliadora calma.

Paróse el escribano, rozando conmigo casi, y descompuesto y alborotado, respondióle con violencia:

—Mire usted, García; ni conozco al Duque de Yecla, ni á ninguno de su casta... ¡Pero no atestiguo con muertos, jinojo!... Su administrador Bermúdez es íntimo mío, y le he oído más de una vez lo que pasa en aquella casa, y los puntos que calza el mocito... Amigo mío, á perro viejo no hay tus, tus, y si yo actuase en la causa...

Volví yo en esto una de las revueltas de la calle, y perdí el resto del diálogo, quedándome la extraña y desagradable impresión de que aquellos dos hombres hablaban de Boy.

Divisé entonces á lo lejos, al final de la calleja, aquella puerta malhadada de la caverna del prestamista, sobre la cual campeaba, con hipócrita cinismo, la sarcástica leyenda:


LA BIENHECHORA


Guardábanla dos municipales, como Celestín me había dicho, y extendíase frente á ella, en todo lo que la estrechez de la calle permitía, un compacto grupo de curiosos, hombres y mujeres, que alargaban ansiosos las cabezas, y fijaban los ojos azorados en la entreabierta puertecilla, como perros que rastrean una pista de sangre.

Había en aquella siniestra hendidura algo que atraía las miradas, y sin querer mirar, miró jo mismo á mi paso... Divisábase, en efecto, un bulto tendido en el suelo, cubierto por un guiñapo de colores varios; dibujábanse bajo aquel extraño sudario las rígidas formas de un cuerpo, y asomaban por un extremo dos pies agarrotados, con botinas de charol y cañas de piel blanca.

Por la calle de Algarves hacíase imposible el tránsito. Rebosaban mujeres y chiquillos las ventanas y balcones; salían por las puertas de las tiendas racimos de cabezas, entiladas unas sobre otras, por hallarse encaramados los curiosos de segunda fila en sillas, bancos y hasta en los mostradores mismos; y ante la peluquería, un macizo pelotón de más de quinientas personas, esperaban á pie quieto la llegada del Juzgado, clavadas todas allí por la curiosidad, que es la fuerza mayor de resistencia que se conoce.

Causóme horror aquella puerta que ocultaba detrás la muerte y el crimen, y ostentaba encima, como reclamo del vicio y la locura, el letrero transparente que había yo visto iluminado la noche antes:


SE ALQUILAN TRAJES DE MÁSCARA


Flotaban aún en torno suyo varios capuchones y pingajos, y por encima de todos ellos mecíase en el aire un disfraz de murciélago con las alas extendidas, y otros dos de diablos con carátulas horrendas, formando un grupo que representaba en la imaginación la grotesca alegoría del alma del usurero, arrebatada por demonios del infierno.

IX

Abríme calle á codazo limpio entre la apiñada concurrencia, oyendo á cada paso denuestos contra la victima, ponderaciones de sus usuras y crueldades, y comentarios sobre sus infames vicios. Mas á nadie escuché palabra dura contra los asesinos, ni protesta contra el crimen, ni la menor señal de interés ó de compasión siquiera hacia aquel infeliz que ni aun á costa de muerte tan tremenda había podido comprar la tan bien llamada, como fácilmente concedida, hora de las alabanzas.

Un guantero conocido mío, de quien en tiempos fui parroquiano, ofrecióme el amparo de su tienda, y allí supe pormenores del suceso, que coincidían perfectamente con lo que yo mismo había visto.

Suponíase cometido el crimen de tres á cuatro de la madrugada, cuando, al terminar los bailes públicos en teatros y salones de baja estofa, volvieron á la peluquería varios hombres y mujeres que allí habían alquilado trajes.

Hasta esta hora vieron varios al peluquero pasear unas veces á lo largo de la tienda, con gran sosiego y reposo; recostarse otras en el quicio de la puerta, como yo le había visto, y trajinar de arriba abajo, arreglando trapos por allá dentro, al acecho siempre de cualquier peseta trasconejada que pudiera entrársele por las puertas; pues no era raro en aquellos días de francachelas y bullicios, llegar á deshora á la caverna del prestamista, en demanda de un par de duros, tenientillos imberbes que habían perdido en la ruleta el último céntimo, y estudiantes viciosos que para pagar una cena dejaban en La Bienhechora el reloj y la capa, y antes que nada los libros de texto.

A la una de la madrugada vió el sereno del barrio á Joaquinito López en mitad de la calle, gritando á sus dos hijas mayores, María Satanás y María Lucifer, que se acostasen al punto y dejaran la lumbre bien cubierta. Estaban éstas asomadas á un balconcillo que sobre el farol transparente había, y preguntaron á su padre quién esperaría á la hermana menor, Mariquita de todos los demonios, que se hallaba en el gran baile del Casino, haciendo en el tocador de señoras oficios de peluquera.

Contestóles Joaquinito que la esperaría él mismo, y vióle el sereno entrarse en la tienda tranquilamente, con las manos á la espalda, canturreando una copla antigua de singular y lúgubre tonada, que desde su más tierna edad le oían de continuo cuantos le trataban de cerca:


“Tin-tin.
A la puerta llaman;
Tin-tin.
Yo no quiero abrir;
Tin-tin.
Si será la muerte.
Tin-tin.
Que vendrá por mí."


Nadie le volvió A ver vivo; la muerte llegó, cu efecto, atraída por aquel fúnebre tin tin, y se lo llevó de improviso.

Esta copla impresionó de tal manera al honrado sereno que la escuchaba, que la depuso en su declaración ante el Juzgado, y hecha popular entonces en los periódicos, corrió por toda la ciudad de un cabo á otro cabo, y yo mismo la oí mucho después, con impresión hondísima, en un arrabal, á un corro de granujas.

A las cinco de la mañana volvió Mariquita de todos los demonios. Clareaba ya el alba, y pasmóse la Pájara verde al encontrar la puerta de la peluquería entornada y las luces de gas encendidas todavía dentro. Los asesinos habían huido, sin duda, por la puertecilla de las Siete revueltas, olvidándose de apagar aquellas luces que podían apresurar la alarma.

No era la Pájara verde mujer cobarde ni apocada: fría y avarienta como su padre, pensó antes que nada en el dinero y los ladrones. Atravesó, pues, ansiosa la peluquería desierta, y llegó á un patinillo, húmedo y estrecho, en que desembocaba la escalera y se abría la oficina del Pájaro verde, transformada á la sazón en vestuario de máscaras.

Estaba de par en par la puerta, y obscuro el interior como boca de lobo. Aquella obscuridad y aquel silencio hicieron flaquear un momento, el ánimo de la Pájara verde. Entró, sin embargo, en la oficina, con las manos por delante para no tropezar, llamando en voz queda y temblorosa:

—¡Padre!...; Padre!...

Nadie le contestó... Dió un paso adelante, y sus pies resbalaron en un líquido pegajoso que cubría el pavimento. Asustada entonces, encendió un fósforo de los que á prevención llevaba siempre, y miró antes que nada lo que pisaban sus plantas. Vió que se hallaba de pie sobre un charco de sangre.

Horrorizada, tendió la vista en torno, y en mitad de la pieza, á la moribunda luz de la cerilla, que ya agonizaba, divisó en el suelo un montón de trapos, del cual salía una mano lívida. De allí arrancaba también el charco de sangre.

El vértigo del horror se apoderó entonces de la Pájara verde, y huyó á la calle dando alaridos de espanto. Los serenos se habían retirado ya, y fueron los primeros en acudir unos barrenderos que por allí pasaban con su carro. Bajo el montón de trapos encontraron al peluquero horriblemente asesinado: tenía el cráneo roto á golpes, una puñalada en el cuello y otra horrenda herida en el bajo vientre, por donde, negros y sanguinolentos, asomaban los intestinos.

En su mesa de despacho había dos cajones descerrajados: uno, que contenía dinero en plata menuda y billetes de Banco, estaba intacto; el otro, que encerraba cuentas y papeles, hallábase casi vacío, y veíanse esparcidos por el suelo, acá y allá, pliegos de apuntes y papeletas de empeños.

Esto hizo creer desde el primer momento, que no había sido el robo móvil del crimen.

Contóme todo esto el guantero, en su pintoresco estilo andaluz legítimo; mas nada dijo de los autores del crimen, ni de si había ó no esperanzas de seguirles la pista.

—Pero ¿se sabe quién le ha matado?—pregunté yo, no bien pude atajarle la palabra.

—Pues ¿quién le había de matar?—replicó el guantero con la convicción más profunda.—¡Cualquiera!... Tóos matan á un perro rabioso, y más si muerde, como éste, en el bolsillo... En veinte leguas á la reonda, no hay hombre que no se la deba, ni que dejara de darle una puñaláa al revolver una esquina. Pues ¡claro está!... Si quieres tener enemigos, presta dinero; y lo que la zorra hace en un año, lo paga en una hora.

Adelantóse al oir esto una mujer de más de cincuenta años, baja, regordeta, bigotuda, que con gran sorpresa mía no cesaba de dirigirme miradas de ira desde que oyó al guantero pronunciar mi título. Supe luego que era mujer de un cantonal muy conocido, que murió después en Cartagena, quincallera ella de oficio.

Acercóse, pues, decía, y con extraña ira y sin dejar de mirarme á mí, dijo al guantero, con ese enérgico laconismo de la gente del pueblo andaluza:

—¡Era un prójimo!

—De cal y canto.

—¡Padre de familia!

—La familia del dios Baco, señá Petra: padre, hijo y el diablo.

—Y un juez, de palo que sea, ha de encontrar al asesino.

—Echele usted un galgo.

—Pero ¡si lo sabe tóo Dios, caramba!—replicó la mujer con furor siempre creciente.—Si la misma Pájara verde lo dijo á gritos en mitá de la calle...

—¿Usted lo oyó?

—Pues ¿no lo había de oir?... ¿Acaso tengo las orejas en presidio?... En mi puerta estaba yo, sacando la basura, cuando salió la Pájara verde con el Comisario, y á voces se lo dijo...que era un señorito...

—¡Sí, señó! ¡Sí, señó!—gritó aún más fuerte dirigiéndose á mí y agitando las manazas, como si fuera yo el asesino.—Un señorito, un tunante, hijo de marqués ó duque, que le debía al Pájaro verde dineros... En el palo se ha de ver con tóos sus marquesaos, más que le pese á los ricos, que pa eso hemos hecho la revolución el pueblo soberano, y haremos lo que más alante venga... ¡Pues no faltaba más!...

Subióme á la cabeza una oleada de sangre al oir á aquella mujer, pues los chismes de la Porrata, las reticencias de Celestín, las frases del escribano que escuché en el callejón de las Siete revueltas, todo, de repente y en conjunto, se me vino á la memoria, y allí se barajó y encajó de un golpe, á la manera que encajan entre sí las piezas de un rompecabezas, para hacerme concebir la tremenda sospecha de que la Pájara verde, la tan bien llamada Mariquita de todos los demonios, había podido muy bien lanzar sobre Boy una acusación que no por ser absurda, dejaba de ser formidable.

Yo mismo que así pensaba y discurría, y le amaba tan de veras, no pude menos de preguntarme en aquel momento, una vez más y con redoblada angustia, dónde había pasado Boy el último tercio de aquella tan aciaga noche.

Lancéme á la calle ebrio de ira, y entre los vaivenes de la multitud, los gritos que anunciaban la llegada del Juzgado, cual si fuese aquello una plaza de toros, y el violento latir de mis arterias, que resonaba en mi cabeza como un redoble de tambores, oí todavía á la quincallera que gritaba en la guantería aludiendo á mí precisamente:

—¡Pues si le pica, que se rasque!... ¡Caramba!... ¡No faltaba más!... ¡Eso quisiera la mona, piñoncitos mondados!...

Adelantábase, en efecto, por el extremo de la calle el Juez de primera instancia. Abríanle paso, con harto trabajo, cuatro guardias municipales, y seguíanle dos alguaciles, un escribano y dos médicos forenses. Tras ellos caminaban dos topiqueros del hospital, llevando á hombros una camilla.

Arrancóme la vista de aquel magistrado un grito de alegría y de esperanza. Era un buen señor, algo estrafalario, grande amigo y protegido de mis tíos los Astures, en cuya casa comía indefectiblemente una vez por semana. Conocíale yo desde mi más tierna infancia, y habíame reído mil veces de sus pretensiones de buen mozo trasnochado, y de su elegancia rococó con ribetes de curialesca. Mas parecióme en aquel momento su alta chistera el refulgente casco de San Miguel Arcángel, y VI en su bastón con borlas el dardo celestial que había de hacer morder el polvo á aquella Mariquita, que no lo era sólo de Satanás ni Lucifer, sino de todos, todos los demonios.

Hice esfuerzos poderosos para acercarme al magistrado, sin darme cuenta de lo que hacía, y la oleada misma de gente me arrastró con tan buena fortuna, que vino á dejarme en primera lila, á la puerta casi de La Bienhechora, por donde había de entrar el Juzgado. Atisbóme el Juez entre la turba callejera, y sin perder su solemne apostura ni detenerse tampoco, saludóme al paso con un doble apretón de manos, según tenía por costumbre, y la frase sacramental, que de veinte años atrás le venía escuchando, dondequiera que me encontraba:

—Adiós, Paquito... ¡Y los tíos?... ¿Qué tal?

Ni él esperó mi respuesta, ni yo me cuidé de dársela. La ola de gente se cerraba de nuevo tras la comitiva, empujándome entre los alguaciles; tuvieron éstos en cuenta, sin duda, el apretón de manos del Juez, y entre ellos y la camilla pasé el umbral de la puerta, encontrándome, sin quererlo ni intentarlo, encerrado con la Justicia en el teatro del crimen.

Estaba allí todo á obscuras, y percibíase tan sólo un vaho acre y nauseabundo, que desfallecía el corazón y trastornaba los sentidos. Era el olor á sangre fresca, que por primera vez llegaba á mi olfato.

Mandó el Juez abrir las ventanas y las puertas del patinillo, y encendieron también dos grandes mecheros de gas, que del techo pendían. Entonces apareció en todo su horror aquel cuadro tremendo de la muerte violenta y el crimen misterioso.

Era la pieza pequeña, baja de techo, y cubrían sus paredes, de arriba abajo, disfraces de máscaras y capuchones mugrientos. Al pie de un maniquí vestido de cantinera, yacía atravesado el cadáver, cubierto con un dominó de percalina color de rosa, con anchos listones verdes: empapábase éste en un gran charco de sangre que por debajo salía, formando ya negros cuajarones, que pegaban la tela en los sucios ladrillos.

Aparté la vista con horror, sin querer ya lijarme en nada, y una obsesión tremenda se apoderó desde aquel instante de mi mente; especie de idea paralizada que se clavó allí como á golpes de mazo, sin que pudiera arrancarla ni aun la misma realidad de otro horror más grande:


“Tin-tin.
A la puerta llaman;
Tin-tin.
To no quiero abrir...”


Mandó el Juez levantar aquel horrendo sudario, y quise huir y no lo hice, y sin querer mirar, miré á la fuerza, y aquellos ojos desencajados como por la fuerza del espanto, aquella boca amordazada que no pudo pedir socorro, no disipó mi obsesión, ni desclavó mi idea única:


“Tin-tin.
Si será la muerte.
Tin-tin.
Que vendrá por mí...”


Una sola cosa percibí entonces, al lado de aquel espantable tin tin que resonaba en mi cerebro... Sobre las mejillas lívidas del cadáver destacábanse dos manchas sonrosadas de colorete...

Sentéme en un rincón, huyendo de aquellos horrores, y oculté el rostro entre unas ropas que sobre una mesa había. Un suave olor á piel de Kusia llegó entonces á mi olfato, trayéndome de nuevo á la memoria el recuerdo de Boy... Híceme atrás maquinalmente, para ver de dónde provenía aquel perfume, favorito de mi amigo. VI entonces que descansaba mi frente sobre un par-dessus elegantísimo, de color claro, forrado todo de sedas, idéntico por completo al que había dejado Boy aquella noche, abrigando las marmóreas espaldas de su abuelo. En la manga izquierda tenía aquel gabán algunas manchas de sangre.

Metí la mano en uno de sus bolsillos, y encontré un pañuelo finísimo, con jaretón ancho, y una X bajo una corona de duque, en una de sus esquinas... ¡La inicial del nombre de Boy, Xavier, y la corona ducal, propia de los grandes de España!

¡Santo Dios de bondad!... ¿Por dónde había venido allí aquello?

Salíme al patinillo, loco, horrorizado, buscando luz, aire, salida, cielo, algo que me sacara de aquel caos de horrores y combinaciones diabólicas, en que sentía yo anegarse mi razón, y temblar y oscilar como una luz que se apaga. Había enfrente una pared muy alta, con un ventanillo estrecho, en el cual languidecían tres tiestos de albahaca, mustios y descoloridos por falta de sol y de aire.

Mirábalos yo estúpidamente, sin comprender ni razonar, y como en el marco de un cuadro mágico, VI de improviso asomarse tras ellos, muy despacio, un rostro de mujer pálido y feísimo, con desgreñados cabellos, que se alzaba..se alzaba poco á poco con gran recato, fijando en mí unos ojos espantados, que se desencajaron aún más al reconocerme...

Hízose atrás la visión; tornó á aparecer, volvió á ocultarse, y una voz aguda y desolada rasgó los aires como el chillido de un ave de mal agüero, con todas las cadencias del espanto y de la ira:

—¡Ese!... ¡Ese!... ¡Ese iba con él cuando salió del baile!... ¡Ay!... ¡ay!... ¡ay!... ¡Padrecito de mi alma!... ¡Me le han matado!... ¡Ya no lo tengo!...

Apareció entonces otro rostro aun más feo; luego un tercero todavía más deforme...y se cerraron los cristales de un golpe.

Sonaron dentro voces, ayes, quejidos, porrazos, el ruido todo de un aquelarre, y después, con brevísimo intervalo, los bramidos y pataleos do una mujer presa de violento ataque de nervios.

X

Fué aquello como una de esas horrendas pesadillas, que pasan, dejando el cuerpo quebrantado y alucinada la mente. Queda después un confuso recuerdo que nada concreta ni define; una vaga reminiscencia que reproduce las especies sin contornear los detalles, pero que reverdece el quebrantamiento, y resucita las alucinaciones, y provoca nuevas angustias, como provoca nuevas náuseas el recuerdo de un manjar indigestado.

Tal me sucedió por mucho tiempo y aun me sucede ahora, cuando recuerdo aquellos chillidos de Mariquita de todos los demonios, que hirieron mis tímpanos y crisparon mis nervios.

Nunca he podido recordar lo que hice entonces. Tengo idea de que huí á la peluquería buscando una salida, y hallé las puertas cerradas; que me revolví allí como una fiera en su jaula, y rompí cacharos, y esparcí trastos, y destrocé un sillón de gutapercha, con una especie de puñal en la mano.

Oía yo mugir la compacta muchedumbre detrás de las puertas, y aun veía asomar rostros curiosos por los cristales de un escaparate, cuyas maderas no encajaban del todo.

Por allí vi cruzar de vuelta, al cabo de no sé qué tiempo, el cortejo del Juzgado. También iba detrás la camilla, pero marchaban los topiqueros con paso más tardo. Llevaban el cadáver al hospital para hacerle la autopsia antes de enterrarlo.

Entonces atravesé como un rayo el sombrío patinillo, crucé la oficina del Pájaro verde, saltando un charco de sangre, y lancéme á todo correr por la callejuela de las Siete revueltas, hasta llegar jadeante á la puerta de mi casa.

En lo alto de la escalera recibióme Celestín, casi en sus brazos, y me quitó de la mano un cepillo largo, chorreando bandolina, que sin notarlo yo traía empuñado.

Sospechó sin duda Celestín que habían llegado á mi noticia aquellos rumores que él me previno, llamándolos barbaridades; mas era aquél modelo de criados, de esos hombres discretísimos que nunca saben sino lo que deben saber, y limitóse á decirme con su respetuoso y exquisito tacto:

—El Sr. Conde de Baza no ha marchado en el tren de las seis y cuarto.

No era esto sino la respuesta á mi orden de preguntar en la estación si había partido Boy en el tren de la mañana. Mas yo, aturdido todavía y horrorizado, sentí tan sólo el dolor de la contrariedad, como sucede al herido cuando le tocan la llaga, y grité con toda la estúpida y agresiva intemperancia de los caracteres fuertes y mimados, cuando se les excita ó contraría:

—¡Imposible!... ¿Quién ha dicho eso?...

—El empleado que despacha los billetes.

—¿Y qué puede saber ese tío?

—Sabe que no ha despachado ningún billete para Cádiz, en ese tren de la mañana.

—Pues tomaría billete para San Fernando, ó se iría en el mixto de las nueve y veinte... El Sr. Conde se ha marchado á su guardia de El Ferrolano. ¿Lo sabes?... Y allá voy yo ahora mismo, en el tren de las diez y cuarenta. ¿Te enteras?... Esta es la verdad y no otra cosa... ¡Vamos!.... ¡listo!...mi ropa... ¿No oyes?... ¿Qué esperas?...

Y todas estas hipótesis que mi esperanza y mi deseo iban discurriendo en aquel momento, aparecíanseme como hechos seguros y probados, y á ellos amoldaba el plan que al mismo tiempo iba trazando: porque no existía entonces, entre mi querer y mi obrar, esa distancia aterradora de la reflexión, que ahondan los años hasta convertirla en abismo, sepulcro de buenas intenciones y nobles impulsos.

Tornó, pues, mi imaginación, aguijoneada por el temor mismo, al camino de las bienandanzas, por su fogosidad de costumbre, y di ya por hecho todo lo que iba discurriendo y combinando.

A las doce y ocho minutos estaría yo en Cádiz, y media hora después en la bahía, á bordo de El Ferrolano..Ya veía yo á Boy mirando con los gemelos desde el puente el bote que me llevaba; ya me le figuraba inventando las mentiras que había de decirme para disculpar su conducta misteriosa...

Mas yo le interrumpiría muy serio y muy digno, asustándole con la terrorífica pintura de cuanto había visto y sabido, y tranquilizándole al punto, con el giro favorable que á toda equivocación y aun á cualquiera intriga podía imprimir seguramente la amistad de mis tíos y la mía propia con el integérrimo y famoso D. César Fernández y del Roble, Juez de primera instancia...

—Así hay que obrar con los niños, había yo de decir á Boy en este punto, dándole un cariñoso abrazo: asustarles con el peligro y cuidar luego de ponerles en salvo.

Un apretón de manos, después de este epifonema corrector, y á bogar otra vez hasta el muelle, para estar de vuelta á las siete y media, y pillar en su casa, antes de su tertulia del Casino, al ínclito D. César Fernández, poderoso Neptuno togado, que había de sosegar con un enérgico quos ego! los maléficos vientos desencadenados por la infernal Pájara verde.

¿Podía darse cosa más fácil?

Díme tanta prisa en llegar á la estación, que tuve allí largo tiempo de espera. Acomodéme en un coche vacío, y cerré la puertecilla, deseoso de hacer el viaje solo con mis pensamientos; porque tengo para mí, que nada abrevia tanto un camino, como una idea que absorbe todas las facultades del que piensa. La existencia exterior parece entonces dormir, y aquella idea viene á ser como el sueño de este letargo.

Mis deseos de soledad quedaron, sin embargo, frustrados: entró á poco en el coche una señora anciana, muy enlutada, con un niño pequeño, y acomodáronse ambos en el rincón opuesto.

Subió luego un señor canónigo, con alzacuello morado, gran levitón y sombrero de copa; y llegó después un caballero anciano, muy comunicativo, que saludó al canónigo con grandes demostraciones, y se instaló á su lado, frente por frente de mi asiento.

Iba aquel señor á Cádiz, para no sé qué asuntos del Banco, y el canónigo se dirigía allí también para predicar en la Catedral el Miércoles de Ceniza. Esto se dijeron ambos á grandes voces, con esa espontaneidad puramente española, que denuncia á nuestros compatriotas cuando viajan.

Arrancó el tren, y ya puesto en movimiento, abrióse de improviso la portezuela, y entró, sin saludar á nadie, un tipejo de Madrid, que conocía yo de vista. Traía en la mano una hoja impresa, húmeda todavía, que exhalaba ese fuerte olor de la tinta fresca de imprenta.

Comenzó á leer con grande atención, no bien se hubo instalado en su asiento, y acabó arrojándola en el de enfrente, con gesto de ira y ademanes de protesta.

La cara del canónigo parecía un signo de interrogación, y el caballero le miraba también con aire de pregunta. Era esto más que suficiente para trabar conversación entre españoles.

El mozalbete tendió la hoja impresa al caballero, que era el más próximo, diciendo al mismo tiempo:

—Vea usted si esto no es dinamita pura, que hará al fin volar por los aires á todo el que tenga una peseta... A montones las andan repartiendo por las calles. Yo, por coger una á poco me quedo en tierra.

Leyeron juntos la hoja el caballero y el canónigo, y miráronse al terminar con aire sobresaltado.

—¡Eso es inicuo!—dijo el Canónigo.

Y el caballero, esgrimiendo en el aire sus lentes, añadió:

—Es azuzar una fiera rabiosa contra lo más sagrado que existe: ¡las clases conservadoras y los tribunales de Justicia!

No me parecía á mí que las clases conservadoras, con ser tan respetables, pudieran contarse entre las cosas sagradas; mas como ignoraba aún el contenido del papelucho, abstuve mi juicio, y tendí la mano hacia él con ademán suplicante.

Diómelo al punto el Canónigo muy cortésmente.

Era un suplemento á El Pueblo Soberano, periódico demagogo, que comenzaba ya á sembrar en Andalucía las doctrinas anarquistas que han hecho después, y harán todavía, correr la sangre á torrentes en calles y cadalsos.

A la vista tengo, conservado entre mis papeles, aquel infame documento que las autoridades de entonces dejaron correr impunemente. Sus párrafos principales dicen de este modo:

“En la madrugada de ayer se ha cometido en esta culta población uno de esos crímenes que sublevan la conciencia pública... Un hijo del pueblo, un honrado padre de familia, ha sido bárbaramente asesinado en el tranquilo hogar de sus hijos. He aquí los pormenores de este horrendo crimen, que clama venganza.”

Relataba después el periodista, con sañudas pinceladas de brocha gorda, la muerte del Pájaro verde, del ciudadano Joaquín López, transformado por El Pueblo Soberano en anciano venerable, industrioso hijo del pueblo, y amante padre de tres doncellas huerfanitas, que quedaban en la indigencia.

Dedicaba en párrafo aparte algunas frases sentimentales de pacotilla, al dolor y la orfandad de las tres Pájaras verdes, y disparando al fin su metralla, añadía con letras muy gordas:

“Mas ¿quién es el asesino?

”La severa voz del pueblo, corroborada por testimonio de una de las huérfanas, señala á uno de esos orgullosos aristócratas, viles cortesanos del despotismo, que desde las lilas de la reacción pretenden volver al pueblo las cadenas que ha sacudido.

”Mas á pesar de que la severa voz del pueblo habla, y cl dolorido acento de una huérfana acusa, la Justicia se hace sorda y se cruza de brazos.

”Aun no se ha dictado auto de prisión contra el delincuente; y mientras las infelices huérfanas lloran en su hogar frío y sangriento, y la víctima yace sobre la mesa de un anfiteatro, el criminal aristócrata descansa tranquilo entre los muros de su palacio...

”¡Pueblo soberano, abre los ojos y no te dejes arrancar la libertad que á costa de tu sangre has conquistado!...

”¡Protesta enérgicamente contra esa culpable inacción de la Justicia, y si esto no basta, arranca esa vara santa de sus manos envilecidas, hiere tú mismo, y, á semejanza del filósofo Nazareno, arroja con ella á esos mercaderes del templo de la Justicia!...

”Nuestra voz se ha levantado siempre enérgica y atronadora contra la pena de muerte.

”Mas si los hipócritas seides del obscurantismo mantienen el cadalso levantado para el hijo del pueblo, que lo levanten también para el hijo del noble y del rico.

”¡O cadalso para todos, ó cadalso para ninguno!

”¡Viva el Pueblo soberano!

”¡Abajo los privilegios!

”¡Viva la igualdad social!”

Dejóme perplejo la lectura del papelucho. Sobresaltábame en extremo aquella inicua y descarada alusión á Boy, fiel trasunto en todas sus partes de las bestiales insinuaciones de la quincallera, que oí aquella mañana en la tienda del guantero. Mas ni las bravatas de El Pueblo Soberano me indignaban como al tipejo de Madrid, ni sus destemplanzas me asustaron como al Canónigo y al caballero.

Preciábame yo de conocer á fondo el carácter burlón de mis paisanos, y juzgaba imposible que los guasones andaluces pudieran tomar en serio á las tres Pájaras verdes, convertidas en doncellas huerfanitas, y al usurero Joaquinito López, en honrado padre de familia.

Por otra parte, parecíame toda aquella furibunda fraseología, fruta natural del tiempo. Los Cincinatos y Epaminondas de la Revolución habían puesto de moda las frases terroríficas y solemnes, á la manera que Rousseau puso en su tiempo las lágrimas: los tigres más tigres lloraban en aquella época de filantropía, y los borregos más borregos rugían y quebraban cadenas, en esta otra de milicianos nacionales rancios y de himno de Riego trasnochado. Lo horrible tiene también su caricatura, que sin dejar de ser horrible, es al mismo tiempo grotesca, y caricaturas de los grandes revolucionarios franceses han sido siempre los revolucionarios españoles. Junto á Mirabeau, hace reir Castelar; y al lado de Robespierre, parece Roque Barcia un figurón de sainete.

Encogíme, pues, de hombros, y disimulando el sobresalto que la descarada alusión á Boy me causaba, devolví el papelucho al tipejo madrileño.

XI

Charlaban animadamente mis compañeros de viaje, mientras leía yo el condenado Suplemento, y en el punto en que puse atención á su plática, dijo el caballerete de la corte:

—Eso es lyching...puro lyching...

Y como el Canónigo le mirase sin comprender, añadió explicando su extranjerizada frase:

—La ley de Lynch, digo...el lynchamiento.

—¡Exacto!—afirmó el caballero, deseoso de hacer ver que las explicaciones le sobraban.—El lynchamiento... ¡Eso es! ¡Eso es!... El pueblo, la masa estúpida, constituida en juez del acusado y en verdugo del criminal...

—¿Del criminal?—le interrumpió con gran calor el madrileño.—O del inocente, como sucedería en este caso. ¿No ha visto usted que ese infame papelucho alude á persona determinada?... Pues sepa usted que esa persona es un intimo amigo mío...

Y con el tonillo de importancia propio de lodos los cursis, cuando convierten en íntimo amigo á cualquiera notable que les ha saludado dos veces, añadió:

—Nada menos que el Conde de Baza.

—¿Conoce usted á Boy?—pregunté yo sin poder dominar mi sorpresa.

Y el tipejo, con el mayor descaro del mundo, contestóme sonriendo:

—¡Muchísimo!... Somos como hermanos... Del baile del Casino nos fuimos los dos anoche al hotel de París, donde vivimos juntos en el mismo cuarto... ¡Figúrese usted si me constará su inocencia!

Atajáronme las ganas de reir que tan estupenda mentira me causaba, la sorpresa y la angustia que asaltaron al Canónigo al oir el nombre de Baza.

—Pero ¿es posible?—exclamó cruzando las manos.—¡Qué disgusto para el Sr. Duque!... Pues ¿y la Sra. Duquesa?... ¡Dios del cielo!... ¡Estará desolada!... ¡Ah!... Bien lo tenía ella previsto.

—¿Previsto?—replicó el madrileño con un mohín de burlona extrañeza.—Quizá estaría mejor dicho, preparado...

Dijo esto el caballerete con intención tan marcada y tan aviesa, que el Canónigo, poniéndose muy serio, respondió algo alterado:.

—Digo previsto, porque conozco mucho á la Sra. Duquesa de Yecla; me constan su virtud, su previsión y su prudencia, y más de una vez la he oído lamentar las... locuras de su hijo político, y presagiarle alguna desgracia.

—Y yo digo preparado—replicó el madrileño con cáustico acento,—porque es público en Madrid que la Duquesa de Yecla detesta de muerte á Baza; que ella es quien le ha indispuesto con su padre, y que, por mejorar á los dos hijos que tiene, sería capaz de colgar de los pies al hijastro.

—¡Falso, falsísimo!—exclamó el Canónigo, alborotado ya del todo por la noble vehemencia de quien defiende á un amigo ausente.—La señora Duquesa ha sido siempre para su hijastro una verdadera madre, cariñosa, expresiva, llena de abnegación y ternura... Antes de ayer mismo me decía, después de Misa, mientras tomábamos el chocolate: “¡Ay, D. Domingo!... ¿Querrá usted creer que esa criatura (el Condesito) no ha sido para poner á su padre dos letras el día de su santo?...” ¡Y esto me lo decía llorando!...

—¡Bah! Señor cura...en cojera de perro y lágrimas de mujer, no hay que creer... ¡Llorando!... También los cocodrilos lloran.

—¡Señor mío!—replicó el Canónigo en el colmo de la indignación.—Una cuchufleta no es una razón, y mucho menos cuando se difama.

Y, como si quisiera poner punto final á tan enojosa contienda, abrió un librito de Horas, y púsose á rezar ó á simular que rezaba.

Mas el tipejo, clerófobo, sin duda, y ciertamente mordaz y mal educado, prosiguió su obra de tentar al Canónigo, dirigiéndose á mí como en demanda de auxilio.

—Pues si usted conoce á Baza—me dijo,—ya le habrá oído alguna vez definir á su madrastra: El conjunto de todos los males, sin mezcla de bien alguno. ¡Tiene sombra! ¿verdad?

—No, señor—respondí yo fríamente, descoso de congraciarme con el Canónigo, cuya amistad con los Yecla me intrigaba.—Conozco á Boy desde que éramos niños, pero nunca le he oído semejante cosa...

—Pues ¡claro está!—prorrumpió el Canónigo, acudiendo otra vez á la palestra, á mi reclamo.—Imposible es que el Condesito, por muy perdido que ande, no respete en el fondo á su madrastra... Hay que ver de cerca á esa señora, como la veo yo... Una mujer joven, enterrada en vida, al lado de un enfermo como el Sr. Duque.

—No sabía yo que fuese joven la Duquesa.

—Pues en la flor de su edad... Treinta años cumplió por Diciembre pasado.

En mala hora soltó el Canónigo aquella cifra tan redonda... Una voz irónica y desentonada repitió, como un eco, en el otro extremo del coche:

—¡Treinta años!...

Volvióse asombrado el buen señor ante aquel nuevo campeón que le agredía, y vió á la señora enlutada erguida cu su rincón, chispeante, con el despecho femenil pintado en el rostro de la vieja que oye ponderar la falsa juventud de una contemporánea. Era una mujer de más de cincuenta años, muy ordinaria, cuyos guantes y sombrero no disimulaban la grosera vulgaridad de sus modales, por aquello de Iriarte:


“Aunque la mona
Se vista de seda.
Mona se queda.”


Tenía un gran almacén de hierro en San Fernando, y según nos aseguró después el caballero anciano, había hecho su marido un buen caudal, al amparo del Arsenal de la Carraca.

—¡Treinta años!—tornó á repetir la vieja aun más irónicamente.—; Y los que anduvo á gatas, y los que estuvo en la escuela, y los que pasó machacando malvavisco en la rebotica de su padre!

—Señora—le dijo el Canónigo, con tanta candidez como cortesía,—creo que la Sra. Duquesa sabrá mejor que nadie la edad que tiene, y ella misma me lo aseguró así, no hace dos semanas.

—Pues que se lo pregunten á la fe de bautismo—repuso con descortés acritud la vieja,—ó que me lo pregunten á mí, si no quieren ir tan lejos.

Y con la implacable habilidad de las mujeres para deshacer anacronismos en materia de ajenas edades, prosiguió de esta suerte:

—Mire usted... Rita Bollullo, que así se llama ella, es sietemesina, porque nació con los sustos de aquello de Riego... Su padre era servil, y los liberales entraron en la botica y le rompieron los pucheros... El mío, que vivía enfrente, lo escondió en su casa, y á la mnjer también, que era Rita López, tía de ese peluquero que han matado hoy... No le guardará mucho luto la Sra. Duquesa, á pesar de que es su primo hermano... Pues sucedió que aquella noche vino al mundo Rila Bollullo, en mi casa... Yo era entonces chiquitina, chiquitina... Todo esto fué el año 20: estamos en el 69...conque ajuste usted la cuenta.

Ajustéla yo para mis adentros, y resultaba muy claro que la Sra. Duquesa de Yecla frisaba ya en los cincuenta años.

Así lo hubo de comprender también el Canónigo, porque se retiró de nuevo á su monte Aventino, que era el libro de Horas, dejando libre el campo al tipejo y á la vieja. No se descuidaron ellos, y como si algún rencor los moviese, comenzaron un dúo de feroz murmuración, mezclando mentiras con verdades, y hechos absurdos con datos muy curiosos, que anotaba yo en mi memoria, por lo mucho que tenían de interesantes.

Conocíase á la legua que el madrileño hablaba de oídas, y por darse importancia, refiriendo, como testigo de vista y actor muchas veces, todas esas murmuraciones y cuentos que de los centros aristocráticos pasan á más bajos círculos y se difunden con exageración y con escándalo por calles y plazuelas.

Supe más tarde que era aquel tipejo hijo de un notario muy famoso que andaba encausado, y que toda su amistad con Boy se reducía á la casualidad de haberse visto dos ó tres veces en no sé qué sala de armas.

Aseguraba él, sin embargo, haber recibido del mismo Boy íntimas confianzas, y tomaba con gran calor su defensa, atacando rudamente á la de Yecla. Era ésta, según él, una de esas madrastras legendarias, tipos de crueldad y de avaricia, que se había apoderado de las rentas y administraciones de la casa de Yecla secuestrando por completo al viejo Duque, en perjuicio todo del hijastro.

—Figúrese usted que le tiene encerrado en su propia alcoba, metido en una jaula... Verdad que el pobre viejo está chiflado de los pies á la cabeza; pero, hombre, ¡tenerlo en una jaula como un papagayo!... Yo antes iba de cuando en cuando á echar con él un cigarro, porque, francamente, me daba lástima; pero desde que la conocí á ella á fondo no he vuelto á poner los pies en aquella casa.

Y con un tono de desdén que no hubiera usado, ciertamente, un verdadero aristócrata, añadió:

—En Madrid no la tratamos nadie.

Llamóme la atención que, al oir el Canónigo aquello de la jaula, una fugitiva sonrisa pasó por su rostro, como pasa un soplo por la superficie de un lago. A poco había yo de comprender muy bien lo que significaba aquella sonrisa del Canónigo y el extraño fundamento que tenía la invención de la jaula.

La vieja, por su parte, no se mordía la lengua, y dejaba escapar á borbotones la envidia y el despecho que la brillante fortuna de su amiga de la infancia le causaba, como si respondiese al recuerdo de añejos resentimientos.

Pidióle el madrileño informaciones sobre el parentesco del Pájaro verde con la de Yecla, que él ignoraba, y ella, entre mil noticias cronológicas de los López y Bollullos, dejó escapar este dato económico, que llamó mi atención desde luego, y fué más tarde de verdadera importancia.

La grosera vanidad de la Bollullo hízole renegar de toda su familia al verse sublimada al ducado. Confinó á sus padres en una linda casita de Chiclana, que les pagaba ella misma, y rompió por completo con el resto de la humilde parentela.

Mas no era Joaquinito López de tan duro corazón que olvidase fácilmente á una prima Duquesa que podía ser explotable; y tales trazas le inspiró su cariño de primo, y tales le sugirió su ingenio de usurero, que logró al fin arrancar á la de Yecla una cuantiosa mesada, con la sola condición de estancar las fuentes de su cariño, y no reconocer con ella otro parentesco que el que tenemos con Adán y Eva todos los humanos.

Y lo más raro del caso, y lo que más llamó mi atención por su exacta coincidencia con cuanto Boy me había dicho, fué que la medianera entre López rapabarbas y la Bollullo titulada, la negociadora entre la encopetada Duquesa y el peluquero prestamista, era una Bollullo también, aunque Bollullo, ésta, de los Infantes; era, en fin—como hubiese dicho el madrileño,—nada menos que la Condesa viuda de Porrata.

—Crea usted—concluyó la vieja haciendo un guiño al tipejo y mirando al Canónigo de soslayo—que por su mal le salieron alas á la hormiga, y, ó no hay justicia en el cielo, ó hemos de ver á Rita Bollullo con las suyas cortadas.

Sudaba y trasudaba el buen Canónigo al oir aquellos datos biográficos de su amiga, que eran para 61 provocaciones directas, y un color se le iba y otro se le venía, presto unas veces á hablar, y resignado otras á callarse, como si luchase su prudencia con sus ganas de confundir á los maldicientes.

Optó al fin por el silencio, y no levantó los ojos de su libro hasta llegar el tren á San Fernando; mas cuando se apearon en aquella estación la vieja y el tipejo, librándonos al fin de su presencia, desbordóse su comprimida ira, dió rienda suelta á su facundia, y hube de escucharle un panegírico de la de Yecla, en que, con imparcialidad muy honda, confesó paladinamente que anduvo, sin duda, trascordada la Sra. Duquesa en aquello de los treinta años.

—¡Cosa más rara!—dijo con la hombría de bien que toda su persona reflejaba.—¡Que no haya cosa más incierta que la edad de las señoras de cierta edad!

Dejóle explayar sus alabanzas, que tenían toda la fuerza expansiva del vapor comprimido, y preguntóle al cabo lo que desde el principio de la conversación ansiaba preguntarle: si era cierto que los Duques estuviesen en Andalucía, como antes había indicado; noticia ésta que Boy ignoraba, y podía en aquellas circunstancias ser de gran importancia.

—Sí, señor—me contestó;—desde fines de Febrero están en el Majuelo de Tecla, y allí seguirán hasta que el Sr. Duque vaya á tomar sus aguas... Yo les digo Misa los domingos, cuando vienen de temporada, desde hace más de siete años, cuando era yo teniente cura en la parroquia del Santo Angel... De aquí viene mi conocimiento con esos señores; y después, hace dos años, el Sr. Duque—Dios se lo pague—me alcanzó la prebenda.

Terció aquí en la conversación el caballero anciano, que había hasta entonces guardado una silenciosa neutralidad algo soñolienta, y entre las ponderaciones que él hizo del Majuelo de Yecla, primero entre los riquísimos viñedos de aquella tierra, y las que el Canónigo siguió haciendo de toda la familia ducal, incluso de Boy mismo, divisé al fin las blancas azoteas de Cádiz, sobre su macizo pedestal de rocas y murallas. Un momento después, como espejo digno de aquella fiera Minerva, apareció la bahía á su derecha, extensa, tranquila, azulada, meciendo suavemente cien buques de naciones diversas, entre los cuales debía hallarse El Ferrolano.

Erame familiar aquel bello panorama desde mi infancia, y, sin embargo, al presentarse entonces á mi vista, sentí allá, en lo más hondo, algo pavoroso, desolado, como es la incertidumbre en la ausencia; algo que me recordó mis tiempos de guardia marina, mi primer viaje á la Habana con Boy, cuando sobre el puente de La Blanca nos vimos por vez primera sobre frágilidad sobre la cabeza y la inmensidad bajo los pies: ¡cielo y agua!

—Chico—me dijo él,—¡qué campo santo tan hondo!...

Salvé en un minuto la corta distancia que media entre la estación y el muelle de Cádiz, y lancéme en la primera lancha que me ofrecieron, sin mirar al patrón, ni decir otra cosa que:

—¡A El Ferrolano!

Noté luego que se llamaba la barca Santa Rita, y túvelo por infeliz presagio, por ser este nombre el de aquella malhadada Rita Bollullo que era desde la noche antes una obsesión de mi mente.

Estaba anclado El Ferrolano frente á la batería de San Felipe, entre un vapor de guerra alemán y una fragata mercante italiana, cuyo nombre recuerdo muy bien: La Civita Vecchia.

Notó el patrón de mi lancha el ansia con que miraba yo á El Ferrolano, y sin dejar de bogar, me dijo:

—Ahí tiene usted un anteojillo.

Cogílo en efecto, y VI entonces claro y distinto, á bordo de El Ferrolano, mi ensueño de por la mañana... Apoyado en la borda estaba el oficial de guardia, observando atentamente con unos gemelos de mar, la lancha que me llevaba... Así me había figurado yo encontrar á Boy, esperándome en su puesto. Tuve un movimiento de loca alegría...

Bogaba el patrón con vigorosísimo empuje... Unas cuantas brazas más allá, dióme un vuelco el corazón y solté el anteojo... Asomaban bajo los gemelos del oficial unas largas patillas negras, que no eran ciertamente de Boy... Ya no necesité cristales... A la simple vista distinguí que el oficial se separaba de la borda y se adelantaba hasta el portalón, como si me hubiese reconocido y saliera á recibirme. Entonces le reconocí yo también... ¡No era Boy!... ¡Era Cayetano Méndez, el oficial que debía entregarle la guardia!...

Atracó el patrón al pie de la escalera; mas yo, sin pisarla, grité desde la barca con un resto todavía de esperanza:

-¿Y Boy?

—Eso te digo yo... ¿Y Boy?—contestó Cayetano desde arriba.—Dos días hace que no le vemos, y hoy ha faltado á la guardia.

Parecióme que El Ferrolano entero se me venía encima con sus cañones y sus jarcias... Mas comprendí al punto que era lo más urgente justificar allí, por el pronto, la ausencia de Boy, y contesté con bastante aplomo:

—Está su padre agonizando, con un ataque á la cabeza, y le han llamado... ¡Figúrate tú, con las historias y líos de su madrastra!

—Bien decía yo, que para faltar él, algo gordo le pasaba—respondió Cayetano con noble confianza.

Y yo, envalentonado con esto, proseguí mintiendo:

—A mí me telegrafiaron que le buscase en el barco, y le llevara allá cuanto antes... Porque el Duque no está en Madrid, sino en el Majuelo, ahí á dos pasos... Pero sin duda, alguien le encontró en el camino, y se lo ha avisado.

—¿Cuándo cayó enfermo el Duque?

—Anoche—dije titubeando.

Y acordándome de repente de aquella carta misteriosa, que me aseguró Boy ser de Cayetano, preguntóle:

—¿Escribiste tú ayer á Boy?

—Yo, no... Hace más de tres días que no sé dónde anda...

Dióme tal coraje, que sin escuchar las ofertas de Cayetano, que me convidaba á comer á bordo, desatraqué yo mismo la lancha con un puntapié en la escala, y mandé al patrón remar hacia tierra.

—¡Burunda! ¡Burunda!—me llamaron desde el barco.

Era el comandante D. Diego Navarro, de pie en el portalón, gritándome con ambas manos en la boca, á modo de bocina:

—Dígale á Baza que no se preocupe del servicio, que acá nos arreglaremos.

Me dieron ganas de llorar... Aquellas pruebas de afecto á Boy me oprimían el corazón, y salté á tierra triste y desanimado, dando ya por seguía una catástrofe.

El viaje de vuelta fué para mí una especie de letargo, en que mi cerebro parecía haber perdido la facultad de unir y retener las ideas, encadenando tan sólo el ruido del tren con extrañas armonías, monótonas cadencias que iban á parar siempre al lúgubre estribillo:


“Tin-tin.
A la puerta llaman”.


ó á la grotesca copla, origen de tantas desbebas:


“La mujer del boticario”, etc., etc.


Al llegar á X* * *, vi la estación desierta... Celestín me esperaba en el andén, traiéndome un abrigo, y se me acercó muy apresurado.

—¿Ha vuelto el Sr. Conde?—fué mi primera pregunta.

—No, señor—me contestó,—nadie ha venido.

Y me añadió por lo bajo:

—Véngase pronto, Sr. Marqués... Hay revolución, y la gente anda muy alborotada...

—Pues ¿qué sucede?...

Contóme entonces Celestín, que desde las primeras horas de la tarde andaban las turbas paseando por las calles, en una carretela vieja, un gran retrato de Joaquinito López, envuelto en paños ensangrentados. Azuzábanlas algunos oradores de plazuela, y pedían á gritos la prisión del asesino del peluquero ó la libertad de dos célebres federales, progenitores de La Mano Negra, Marcos y Canelo, que esperaban en la cárcel su condena de incendiarios. Por dos vece« habían atacado varios grupos la cárcel, y sostenido con las tropas un breve tiroteo.

Subí en mi berlina, único coche que en las afueras aguardaba, y mandé al cochero dirigirse, por donde pudiera, á casa del Juez de primera instancia, D. César Fernández y del Roble.

Vivía este señor una casa con muchos balcones, en la plaza del Clavero, freute por frente de la extensa y bien alineada calle de las Infantas, rebautizada en aquellos días con el flamante nombre de Serrano.

Al entrar en dicha calle fué preciso acortar el paso, porque la afluencia de gente lo coartaba. Frente á la plaza se detuvo el carruaje y fué ya imposible pasar más adelante. Llenábala una compacta muchedumbre de gente perdularia, en su mayor parte del campo. No se oía, sin embargo, otro rumor que el imponente murmullo que se desprende siempre del silencio de las multitudes, como si fuese su respiración misma.

En el centro de la plaza VI, á la luz de muchas antorchas que la rodeaban, una carretela vieja forrada de encarnado, había en el testero un grotesco retrato de Joaquinito López, rodeado de ramas de ciprés, sangrientos pingajos y crespones de luto. De pie en el pescante peroraba un hombrecillo; no llegaban hasta mí sus acentos, pero distinguía muy bien su violento gesticular y sus ademanes de energúmeno.

Calló al fin de repente, señalando con trágico ademán el retrato del peluquero y la casa del Juez de primera instancia. Un tremendo vocerío se levantó entonces en la plaza, sordo primero y atronador después, como los mugidos del viento huracanado. Oyéronse los gritos del suplemento á El Pueblo Soberano: “¡Justicia para todos! ¡A la cárcel los ricos!”

Y una lluvia de pedradas hizo trizas en un segundo cuantos cristales había en los balcones de D. César Fernández y del Roble.

XII

Nunca fué mi fuerte la diplomacia, y siempre gusté de llamar al pan, pan, y al vino, vino, y de llegar de un punto á otro, sin habilidosos rodeos, por el camino más corto que enseñan las matemáticas: la línea recta.

Mas aquella línea recta que había trazado yo de mis incertidumbres y temores á la poderosa influencia de D. César Fernández y del Roble, torciéronmela de repente el estrépito de los cristales que se rompían, y los gritos sediciosos de la plebe amotinada.

¿Quién se presentaba al Magistrado en tan críticos momentos para otra cosa que no fuese sacarle del aprieto, y ayudarle á ponerse en salvo?...

Dejé, pues, mi honrada línea recta, para tomar este atajo diplomático, y corrí sin perder un momento á ofrecer á D. César y á su familia un asilo seguro y salvador en el palacio de mis tíos.

La empresa no era difícil: tenía la casa de don César una puertecilla falsa que daba á un gran corralón, vecino á la antigua Judería, cuyo laberinto de callejas era lo más á propósito para favorecer una fuga.

Conocíalo yo todo él palmo á palmo, y más todavía las entradas y salidas del corralón, donde me llevaban en mi niñez, con harta frecuencia, á jugar con las niñas de D. César.

¡Ah!... ¡Las niñas de D. César!... Seis eran ellas; seis... Seis ángeles morenillos, cuyas caritas de pulga veo al través de mis lejanos recuerdos, como átomos negruzcos en un rayo de sol; como infusorios judiciales en el tintero monumental de D. César Fernández y del Roble... Olga... Beatriz... Ofelia... Eloísa... Edita... Cimodocea... Coro de ángeles que hoy tendrán bigote y aun barba corrida; nido de palomas cuervas, en cuyo fondo encontré la precocidad de mi corazón... ¿Lo digo?

Preciso será decirlo, si he de explicar bien un incidente capital de aquella noche memorable.

¡En aquel coro de ángeles morenillos entonces, y hoy de pergamino; en aquel nido de palomas, hoy gallinas cluecas, encontró mi precocidad andaluza, á los nueve años, la primera pasión de mi vida!...

Habíame contado Pepe Crespo, el hijo del administrador de mis tíos, que tenía una novia á quien hablaba por la reja.

El le había regalado á ella una libra de chocolate de vainilla.

Ella á él, una corbata de raso verde, con lunares tornasolados.

Desde aquel momento comencé yo á desear también una Cloris que me regalase corbatas, una Silvia á quien dar golosinas; y mi inquieta imaginación revoloteaba en torno de las niñas de D. César, únicas que yo conocía, de Olga á Beatriz, de Ofelia á Eloísa, de Edita á Cimodoeea, como se revuelve la mariposa de la azucena al clavel, del jazmín á la mosqueta, titubeando sin cesar, dudosa siempre, con las alas abiertas y palpitantes.

Decidíme al cabo... Una tarde fuí á jugar, como de costumbre, en aquel corralón, cuya enorme puerta aplanada me recordó siempre, desde entonces, aquello del Romancero:


“...desde aquella torre mocha.
Una vira me han tirado.”


Las niñas de D. César, sentadas en el suelo, formaban un verdadero montón, en torno de Olga, que figuraba ser la madre que requiere aquel juego:


“De Francia vengo señora.
Por hija do portugués;
Que en el camino me han dicho.
Que buenos hijos tendré.”


Yo me acerqué sin vacilar al grupo; metí la mano en el montón, y saqué á una por el pelo... Salió Cimodocea.

La víctima chillaba, como debieron chillar las Sabinas al verse arrebatadas por los feroces compañeros de Rómulo y Remo.

Entonces, con claridad y corrección, le expliqué mi conducta.

—¿Tú quieres ser mi novia?—le dije.

Ella, con severa dignidad, me respondió:

—Mía, no tires...que pa hablar no es menester arrancarle á una el pelo.

Con mayor vehemencia aún, tornó á exponer mi demanda:

—¿Tú quieres ser mi novia?...

Entonces sucedió una cosa que no he olvidado nunca, y me ha servido más de una vez de criterio para juzgar ciertos manejos femeniles. Aquel renacuajillo, que aun no contaba ocho años y medio, parte infinitesimal de una mujer calculadora, se condujo como cualquiera hija de Eva hecha y derecha, que por raro caso dejara traslucir hasta el fondo de su pensamiento.

Arreglóse el delantalillo, sucio y maltrecho, torció la cara de pulga, mirándome de soslayo, y dijo con todo el cinismo de su inocencia:

—¿Y seré yo la Marquesa?...

Y yo, tan adoquín de niño como en semejantes casos lo suelen ser todos los hombres, respondí muy encantado:

—Pues ya lo creo. La novia del Marqués, es siempre la Marquesa.

Ella, con menos timidez de la que correspondía á una Sabina recién robada, dejó escapar al fin el sí tan ansiado.

—Pues entonces, bueno...

—Pues entonces, toma...

Y al mismo tiempo que mi corazón, díle en arras cuanto llevaba en los bolsillos: un trompo sin púa, tres castañas pilongas y una hebilla de los tirantes que se roe había descosido.

—Y hablaremos por la reja, y me regalarás una corbata.

—Pero tú me regalarás á mi yemas de San Leandro.

—Bueno—dije yo.

Y quedaron con esto firmadas las capitulaciones.

Mas el cumplimiento de ellas uos trajo la ruina, la encarcelación y el destierro.

Cimodocea reclamó sus yemas de San Leandro. Yo se las llevé, es cierto; pero me las comí en el camino.

Reclamé yo también la corbata prometida, y ella me la dió al cabo de dos días, detrás de la torre mocha, envuelta en un pliego de planas.

Era un corbatín antiguo, color de castaña obscuro, de esos de nudo hecho, capaz de darme una vuelta á la cintura y tres muy cumplidas al cuello.

Admiré la previsión de Cimodocea, que había tenido en cuenta el caso de que yo creciese y engordase; mas no formé gran concepto de su buen gusto, ni tampoco de su magnificencia.

El corbatín parecía usado.

Púsemelo, sin embargo, al día siguiant«, recogiendo en oportunos pabellones todo lo que sobraba, y fuíme á pavonear al círculo de mis amigas, sin acordarme siquiera de que hubo en el mundo una Raquel que, por amor á su Jacob, robó los penates paternos.

Mas quiso nuestra mala suerte que á la hora de la merienda apareciese por allí D.ª Ambrosía, la madre de las niñas; excelente señora á quien el afán romántico de D. César, de poetizar las cosas con los nombres, había transformado en una ración bien cumplida del manjar de los dioses, llamándola, en vez de Ambrosia, Ambrosía. Por esto y por lo vulgar y rechoncho de la buena señora, llamábanla mis burlones paisanos El puchero del Olimpo.

Noté á poco, con cierta inquietud y zozobra, que los penetrantes ojos de la Jueza se fijaban en mi corbata con importuna insistencia, y recorrían después, airados y escrutadores, el círculo de sus hijas.

Todas engullían tranquilas; sólo Cimodocea parecía sobresaltada.

De repente sentí en torno de mi cuello las manos de D.ª Ambrosía, que sin ceremonia de ningún género me quitó la corbata.

Miré aterrado á Cimodocea... Ella, para disimular su turbación, se metía los dedos en las narices, de modo poco correcto.

Doña Ambrosía examinó la corbata por todos lados, guardósela en el bolsillo, y con su majestuoso continente de olímpico puchero, salió de la estancia.

Cimodocea desapareció también como por encanto; desbandáronse sus hermanas, y quedé yo solo, sin corbata, abatido y humillado, como un pavo real á quien cortan la cola.

A la tarde siguiente, volví lleno de zozobra al corralón, teatro de mis ansias.

Salióme al encuentro Olga, con faz muy airada.

—¡Anda, aratoso!—me dijo.—Cimodocea está castigada en el cuarto de las esteras, á pan y agua...

No fué mayor que el mío el pasmo del Eudoro de Chateaubriand, al saber la prisión de la Cimodocea auténtica.

—¡Sí, sí!—afirmó Olga con verdadera furia.—Porque te dió una corbata de papá, y era tu novia... ¡Anda, aratoso!

Y me tiró un pellizco... Pero ¡qué pellizco, señor!... Verdadero pellizco de cuñada, retorcido y doloroso como un remordimiento de conciencia.

Pues bien... Este episodio infantil, que deliberadamente he narrado, como prueba de la facilidad pasmosa con que un dicho imprudente ó una palabra escapada empuja á veces á los niños por caminos que otra palabra imprudente ti otro dicho escapado pueden tornar de risibles en peligrosos, produjo sus efectos.

Crecí yo; creció ella; trocándose su carita de pulga en cara de curiana; separáronnos extensas tierras y anchos y dilatados mares, y siempre vivió en aquella Cimodocea, como en la heroína de los Mártires, la esperanza de atrapar á su olvidadizo Eudoro.

Mil veces sorprendí en ella miradas fugitivas, suspiros comprimidos, y demás alimañas sentimentales que infestan el peligroso vergel de los enamorados, y su abnegación por mí fué tanta y tan atrevida, que explica perfectamente lo que en obsequio mío hizo aquella noche inolvidable.

XIII

Mandé, pues, á Celestín subir apresuradamente al pescante, y al cochero correr por la Judería hasta el corralón que ya he descrito, en cayo fondo se abría la puerta falsa de la casa de D. César. Apeéme ante la torre mocha, y seguido de Celestín crucé á grandes zancadas el amplio corralón, desierto entonces, silencioso, cerradas herméticamente las grandes puertas do cuadras y cocheras que en él se abrían, é iluminado hasta en sus más ocultos rincones por los claros mecheros de gas que de trecho en trecho ardían como en cualquier otra calle.

De cuando en cuando alzábase amenazador, del otro lado de la manzana de casas, el alarido de la multitud, como recordando el peligro, y yo aligeraba el paso sin querer, al oirle, anhelando prestar auxilio á la que yo suponía atribulada familia.

Hallábase aquella puerta trasera de la cana de D. César en el fondo de la especie de bolsillo que allí formaba la Judería, y era la puerta baja y fuerte, con un postiguito ó mirilla á la altura de los ojos. Antes de llamar miré por el postigo: el jardinillo que daba acceso á la casa por aquella parte parecía obscuro y silencioso, y distinguíanse, como manchas negras, los arriates y árboles que lo adornaban.

En el fondo destacábase, claramente iluminada, una especie de galería de cristales que daba luces á aquel comedor en que tantas veces había merendado yo con las niñas de D. César. No se notaba, sin embargo, ningún movimiento en el interior de la casa, y aquella quietud, aquel sosiego, hiciéronme suponer que debía estar la familia del otro lado de la casa, hacia la plaza del Clavero, que era teatro del tumulto.

Temeroso, pues, de que no me oyesen, descargué tres recios aldabonazos, y como si fuera esto un conjuro mágico, alzáronse repentinamente en la galería varias sombras de mujeres encubiertas, en actitud espantada; abrió una de ellas los cristales, inclinándose hacia fuera, como para escuchar mejor, y sentí al mismo tiempo que alguien corría por el jardín hacia la casa y se detenía al pie de la ventana, diciendo con voz ahogada y comprimida:

—¡Que llaman!... ¡Ahí están!... ¡Ya vienen!...

Redoblé impaciente mis aldabonazos; agitáronse las sombras espantadas, apagóse la luz de un golpe y todo quedó sumido por aquella parte en la obscuridad y el silencio...

Furioso yo, porque interpreté toda aquella maniobra como señal inequívoca de que no querían abrirme, mandé á Celestín continuase el repique mientras yo atisbaba ansiosamente por el postiguillo...

Me había engañado, sin embargo: VI á poco adelantarse por el jardín, hacia la puerta, un extraño grupo que alumbraba un farolillo: venía delante una mujer chica y regordeta, envuelta de pies á cabeza en una especie de manto rojizo; traía en una mano el farol y en la otra un manojo de llaves muy grandes: seguíanla, muy pegaditas, otras dos mujeres más altas, cubiertas también con amplios mantos obscuros, y cerraba la marcha, como escoltándolas, un viejo con una escopeta al hombro y un hermoso perro de Terranova que, lejos de husmear inquieto, meneaba mansamente la cola.

Cuando estuvieron al habla, gritéles por el postiguillo:

—Abran...abran..pronto...soy yo.... Burunda...

Detúvose la del farol á dos pasos de la puerta y con reposada voz contestóme imperiosamente:

—Acerque la cara al postigo...

Al momento metí por él las narices, y la luz del farol, deslumbrándome los ojos, vino á probarme que la encubierta verificaba, en efecto, aquel previo y prudente reconocimiento.

—Paco es—dijo lacónicamente; y como atisbase también á Celestín, tornó á preguntar:

—Y ese otro, ¿quién es?...

—Es mi criado, y allí fuera tengo la berlina para que se vengan ustedes á casa...

Escapóse una exclamación de gozo á las encapuchadas obscuras, comprimida instantánea mente por una breve oscilación del farol y por una mirada, que debió ser terrible, de la encapuchada roja. Abrióse entonces la puerta, cerrada con llave y cerrojo, y pude al fin conocer á mis interlocutores.

Era la del farol la Jueza en persona, D.Ambrosía, envuelta en una vieja cachemira de fondo rojo, que prestaba á su moreno rostro los trágicos vislumbres de aquella gitana Azucena, madre del Trovador de la ópera, cantando la espeluznante cavatina stride la vampa. Las otras dos encapuchadas obscuras echáronse atrás los pardos mantones no bien abrieron la puerta, y pude reconocer á la luz del farol las caritas de pulga y las airosas cabezas de la mayor y la menor de las hijas de D. César, Olga y Cimodocea.

En cuanto al viejo de la escopeta, era sencillamente el alguacil del Juzgado, única fuerza beligerante que podía montar en pie de guerra, á su voluntad, el nunca vencido y jamás atacado D. César Fernández y del Roble.

En cuatro palabras concisas y elocuentes expresé entonces á D.ª Ambrosía mi deseo de ponerlas en salvo á ellas y á D. César, y los medios con que para ello contaba. Olga, al oirme, daba grititos stacattos de gozo, y sin acabar de escucharme corrió hacia la casa para anunciar, sin duda, á los sitiados la llegada del salvador. Doña Ambrosía, por el contrario, daba muestras de impaciencia y contrariedad, y sin soltar su farol, que tenía siempre muy empuñado, contestóme al cabo con su acostumbrada vehemencia:

—; Muchas gracias, Paquito, muchas gracias!... ¡Te digo que muchas gracias!... Pero Fernández y del Roble no puede salir de aquí; y no pudiendo salir él, tampoco pueden su mujer y sus hijas abandonarle.

—¿Que no puede?—exclamé yo cándidamente.—¿Y por qué no puede?... ¡La cosa es tan sencilla!...

Detúvose ella para dar más fuerza á sus palabras, y agitando el farol con enérgica fuerza, dióme esta respuesta, digna de una espartana:

—No puede, porque no debe.

Híceme atrás de un salto para evitar la rociada de aceite que del farol se escapaba y más sosegada ella, poro no menos fiera, añadió muy bajito:

—Fernández y del Roble no debe salir de aquí sin entregar antes al Gobernador militar el sumario de esa dichosa causa que tiene la culpa de todo.

—Pero ¿va á inhibirse D. César?—pregunté desalentado al ver desvanecerse la esperanza que en la influencia del Juez había yo puesto.

—¡Preciso!... Baza es marino, y su crimen pertenece, por lo tanto, á la jurisdicción militar... Esta es la única callejuela que lo queda á Fernández y del Roble para salirse de este berenjenal en que nos ha metido tu dichoso amiguito...

—Pero ¿qué está usted diciendo, señora?—le interrumpí yo con tanta energía como D.ª Ambrosía misma.—Baza no ha cometido crimen ninguno, y yo se lo probaré á D. César si me entera de lo que dice el sumario...

—¡Imposible, Paquito, imposible!... ¡El secreto del sumario es casa sagrada!... Y ten cuidado con lo que haces y dices, porque te puedes coger los dedos en el quicio de la puerta... Te lo digo, Faquito, te lo digo... Baza no es lo que tú crees...

Durante todo este tiempo no había Cimodocea desplegado los labios: caminaba en silencio, dando el brazo á su madre, y sentía yo sobre mí el peso, por decirlo así, de sus ojillos de muñeca de palo, que parecían ver en la obscuridad, como los de los gatos: podría jurar que aquel inteligente diablejo no sólo adivinó mis angustias, sino también el motivo de ellas.

Antes de entrar asióme D.ª Ambrosía por un brazo, manchándome de aceite toda la manga, y reteniéndome aparte, díjome al oído:

—Por Dios, que no insistas mucho con mi marido para que huya, porque será muy capaz de hacerlo... Está muerto de miedo, y yo sola soy quien le anima y le mantiene en su puesto.

Y con una mezcla de encubierto desdén y despreciativa lástima, añadió la inflexible espartana:

—El pobre tiene mis de Fernández que de César.

En lo alto de la escalera encontramos al coro de niñas de D. César, saludándome todas á un tiempo con sus chillonas vocecitas, cual si entonasen un himno al libertador, que recordaba los discordantes pitidos que salen de un nido de urracas cuando aparecen el padre ó la madre trayendo el sustento á los polluelos.

En medio aparecía D. César Fernández y del Roble, nervioso, inquieto, sobresaltado, volviendo el rostro hacia la puerta á cualquier ruido, siempre in actu primo proximo de echar á correr. Su majestad curialesca aparecía también harto deteriorada: cierto que vestía su entallada levita larga, y en vez de la monumental chistera, cubría su cabeza un artístico gorro griego de terciopelo azul bordado de oro; mas sus engomados bigotes, que se erguían de ordinario, cual dos rabos de ratones, paralelos á los ojos, caían ahora lacios, despeinados, desteñidos, erizados y rebeldes como la multitud que mugía á dos pasos de allí, en la plaza del Clavero.

El miedo, sin embargo, no había ahuyentado su cortesía rutinaria: descendió dos peldaños de la escalera para salir á mi encuentro, y tomándome con sus dos manos una de las mías, díjome como hacía veinte años venía diciéndome:

—Adiós, Paquito; ¿cómo te va?... Yo bien, gracias... ¿Y tus tíos?

En pos de mí subía trabajosamente la escalera D.ªAmbrosía, apoyada en Cimodocea. Dejó su farol en el primer peldaño, y quedóse allí inmóvil, solemne, erguida, fija la escrutadora y severa mirada en su atribulado esposo y envuelta siempre en su manto rojizo, cual una evocación del inflexible deber anegado en su propia sangre.

Azorado yo con su presencia, sólo me atreví á hacer una ligera indicación á D. César sobre mi plan de fuga... Sobresaltóse él, miró á hurtadillas á su esposa, y agarrándome del brazo, arrastróme á su despacho diciéndome muy bajo:

—¡Calla!... ¡Calla!... ¡No se puede hablar de esto delante de Ambrosía!..Esa mujer es terrible... Figúrate tú que se empeña en que debo morir aquí, en mi puesto... Yo le digo que sí, para que me deje en paz, pero te aseguro francamente que no tengo ganas de morir ni aquí ni en ninguna parte... ¡Qué mujer, Dios bendito, qué mujer!... Esa debió de casarse con Escipión el Africano, y no con un pobre hombre tan nervioso como yo... Así es que yo pienso-¡no se lo digas, por Dios!—quitarme de en medio en cuanto entregue al Gobernador militar esa maldita causa de Baza, que tiene la culpa de todo... Y si tarda mucho Sánchez Cabezuela, ni aun á eso espero... Me inhibiré de hecho sin decir palabra; pongo pies en polvorosa y salga el sol por Antequera...

—Pero ¿de veras va usted á inhibirse? exclamé angustiado.

—¡Pues naturalmente, Paquito!... El caso cae dentro de la ley, y si no cayere—añadió con el cinismo del miedo, ya le haría yo que encajase... Nada, nada, me inhibo y me lavo las manos: porque, después de todo, lo mismo puede un tribunal civil que uno militar ahorcar á un tunante, y si Marco y Canelo merecen que les cuelguen por incendiarios, no lo merece menos el Condesito por asesino... En esto tiene razón el populacho...

Estallé entonces, y con enérgica indignación impuse silencio á aquel cobarde Poncio Pilato, que no se acordaba ó no tenía en cuenta mi íntima amistad con Boy... A grito pelado proclamé la nobleza y caballerosidad de mi amigo, ofrecíme á probar su inocencia ante los tribunales, y ya fuera de mí, desafié al Magistrado á que probase su culpabilidad, y hasta llegué á injuriarle con frases acerbas.

Decía yo todo esto con la energía de la convicción y la seguridad que tenía de responder de todos los actos de Boy en aquella noche, sin acordarme—¡necio de mí!—de que yo mismo no sabía explicarme su desaparición misteriosa de mi casa en aquellas horas de la madrugada en que justamente debió perpetrarse el crimen.

Asustado, si cabe decirlo, en medio de su susto, escuchábame D. César dándome en el hombro conciliadoras palmaditas, sin acertar á decir más que: “¡Cálmate, Paquito!... ¡Sosiégate!” Mas cuando llegué á manifestarle mi intento de defender á Boy ante los tribunales, varió repentinamente de aspecto y gritóme con grandes bríos, empinando el dedo:

—¡Guárdate de hacerlo. Paquito, que tú no sabes lo resbaladizo que es el papel sellado en estos tiempos de democracia!... ¡No te metas tú mismo en este berenjenal en que nos ha enredado á todos tu amiguito; pues sábete que ya te han metido ellos, y sólo á mi mediación debes el no aparecer ya en el sumario como cómplice! Pero si yo...

No pudo acabar, y desfallecieron de repente todos sus bríos... Resonaba en la plaza una algazara horrible de voces y silbidos: sonó luego una descarga cerrada; después el rumor del populacho que huía por las bocacalles, y últimamente el sonoro galopar de la Caballería, que daba una carga para despejar la plaza.

Al mismo tiempo precipitóse demudada en la estancia una de las niñas de D. César, gritando:

—¡Papá!... ¡Papá!... ¡Ya está ahí Sánchez Cabezuela!... Dice mamá que baje usted á recibirle.

Dió D. César una gran voz de satisfacción y de descanso, y corrió hacia la puerta, diciéndome:

—Espérame aquí; no te vayas.

Mas como asaltado de una idea repentina, volvióse en el umbral mismo y gritóme, con el dedo sobre las narices:

—Te advierto que el Duque de Yecla es íntimo del Capitán general del Departamento... A éste ha de ir á parar precisamente la causa... Ahí es, por lo tanto, donde has de dirigir toda tu artillería...

Quedéme mudo de sorpresa con todo esto; mas esperábame aún otra más grande. No bien se hubo alejado P. César, apareció en el despacho Cimodocea, ocultando bajo su obscuro manto un gran legajo de papeles: colocólo delante de mí sobre la mesa, y dijo lacónicamente:

—Toma... Entretente.

Y señalando á la pieza vecina, añadió:

—Ahí me quedo yo de centinela.

Miré admirado la cubierta del protocolo, y leí con sorpresa, con sobresalto, con espanto casi:

Sumario de la causa incoada contra el señor Conde de Baza, por presunto delito de homicidio consumado en la persona de Joaquín López, (a) Pájaro verde.

XIV

Yo no sé si hice bien ó si hice mal, ni me detuve entonces á pensarlo; pero es lo cierto que con ansia febril devoré aquel precioso documento que el amor y la abnegación ponían en mis manos, y que podía descubrirme la trama infernal que una rara coincidencia, como creía yo entonces; ó una maldad refinada, como supe más tarde, urdían contra mi infeliz amigo.

Comenzaba el sumario por la exposición del hecho de autos, tal como se le conocía entonces: el hallazgo del cuerpo de Joaquinito López, asesinado en la trastienda, y el levantamiento del cadáver por el Juez de primera instancia, que había presenciado yo mismo. Seguían luego las declaraciones de las tres hijas de la víctima, María Satanás, María Lucifer y Mariquita de todos los demonios, conformes todas, aunque con ligeras variantes, en un trascendental punto que arrojaba sobre Boy toda la presunción del delito.

... El mismo lunes de Carnaval, á las once y cuarto de la mañana, personóse éste en la tienda del peluquero, exigiendo prórroga para el cobro de un pagaré de once mil duros que le adeudaba; negóse el usurero á prorrogar un solo día, y exasperado entonces Boy, habíale amenazado, según María Satanás, con cortarle las orejas; según María Lucifer, habíale tirado horriblemente de ellas, y Mariquita de todos los demonios aseguraba que ella no había visto ni oído nada de orejas: lo único que oyó, escuchando detrás de la puerta, era que aplastaría á unos señores que olla no conocía ni sabía quiénes fueran: los reptiles...

Convenían, sin embargo, las tres hermanas en que su padre había salido aterrado de la conferencia, y en que les manifestó su propósito de dar parte al Juez para ponerse bajo su protección contra las amenazas de Boy; cosa que no llegó á efectuar, sin duda—pensé yo,—por el miedo que tienen todos los tunantes á que intervenga la Justicia en sus asuntos, aunque sea para favorecerlos.

Comprendí que todo esto se reducía á los chismes que, aumentados y corregidos por su natural exageración, habíame contado en el baile la Condesa de Porra ta; mas á esta peligrosa declaración unánime de las tres hermanas, añadía por su propia cuenta Mariquita de todos los demonios:

“.... Que en la noche del mismo lunes, á eso de las once y media, estando ella como peluquera en el baile del Casino, arreglando en el tocador á la Sra. Condesa de Porrata un rizo que se le había desprendido, habían visto ambas deslizarse furtivamente por un pasillo excusado á una máscara vestida de Pierrot, blanco y encarnado, que acompañaba el Sr. Marqués de la Burunda; que llevaba la dicha máscara encima del traje un par dessus de color claro forrado de seda; que la dicha Sra. Condesa estuvo hablando y bromeando con ellos en el mismo pasillo sobre su intempestiva fuga del baile; que ellos huyeron muy azorados por una escalerilla de servicio que iba á parar á la calle, y que entonces dijo la Condesa á la misma declarante, que aquella máscara era el Conde de Baza, el mismo que por la mañana había amenazado á su padre, y á quien sus amigos llamaban una cosa muy rara que ella no recordaba, pero que sonaba así como voy ó vengo...”

Daba gran fuerza á esta declaración el haber depuesto lo mismo la Condesa de Porrata, insistiendo con ahinco, no sé si malévola ó neciamente, en estos dos hechos, igualmente ciertos:

“... Que el Marqués de la Burunda le había asegurado que la máscara en cuestión era el Conde de Baza...y que éste vestía sobre su traje de Pierrot un paletot de color claro forrado de seda...”

Pero lo que hacía verdaderamente peligrosa esta declaración unánime, era la que constaba después, del sereno del barrio.

Declaraba éste:

“... Que al retirarse al apuntar la aurora en la mañana del martes, había encontrado al pie de la estatua del Duque de D* * *, entre el pedestal y la verja, un rico par-dessus de color claro, forrado de seda, que entregó en el acto á la Justicia; que reconocido el dicho paletot, resultó manchado de sangre en la manga izquierda y conteniendo en el bolsillo interior un finísimo pañuelo marcado en una esquina con una X y una corona ducal...”

No necesité leer más para hacerme cargo de la crítica situación de Boy y para comprender el fundamento de las advertencias que sobre mi propio riesgo me habían hecho D. César y doña Ambrosía; la cual, no obstante sus catonianos repulgos, debió de meter las narices en el secreto del sumario.

Indudable era también que sólo al favor de D. César debía yo que no me hubiesen envuelto en el proceso más de lo que ya estaba, llamándome á prestar declaraciones; mas ocurríame al mismo tiempo que, lejos de ser esto un favor, era un perjuicio enorme que á Boy se causaba, puesto que mi declaración arrojaría la clara y sencilla luz de la verdad sobre aquellos puntos obscuros, sospechosos y aun abrumadores que en el sumario aparecían.

Ocurrióme más: ocurrióme que, en conciencia, no debía esperar á que me llamasen á declarar, sino que estaba obligado á presentarme yo mismo... Un reparo me contuvo, sin embargo... ¿Cómo explicar la misteriosa ausencia de Boy en aquella hora de la madrugada? ¿Cómo justificar su desaparición y su falta á la guardia? Callar todo esto, no era prudente; hacer mención de ello sin explicarlo, ¿no sería despertar nuevos indicios que confirmasen las sospechas que recaían sobre Boy?...

Pensé entonces en confiarme á D. César como caballero, abrirle mi corazón y contarle privadamente cuanto había pasado y yo sabía, para que él me aconsejase y me guiase. Mas las cobardes vacilaciones que en el Juez había visto poco antes, y el hecho de haberse inhibido de la causa, hiciéronme desechar, como inútil, este pensamiento.

Acordéme, sin embargo, de la última advertencia que me había hecho su experiencia de hombre vividor y leguleyo: “Te advierto que el Duque de Yecla es íntimo amigo del Capitán general del Departamento, y á éste ha de ir á parar precisamente la causa... Ahí es donde debes, por lo tanto, dirigir toda tu artillería...”

¿Y por qué no?... ¿Por qué no había de descubrirlo todo al Duque de Yecla?... ¿Acaso no se interesaría por su hijo lo bastante para darme una carta de recomendación para el Capitán general?... ¡De mi cuenta corría después entenderme con la primera autoridad naval de la provincia!... Justamente era el contraalmirante Deza, aunque un poco rígido, ¡tan servicial, tan bueno y leal caballero!... Pero ¿cómo había de llegar yo hasta el Duque de Yecla en el aislamiento en que se hallaba?...

Todos estos pensamientos juntos y en tropel asaltaron mi mente, y encrespados por la imaginación, allí se confundieron y barajaron, contradiciéndose y luchando entre sí, hasta que, debilitada mi razón por el choque de tantas y tan variadas emociones, desfalleció al cabo, quedando sumida en esa especie de marasmo en que se quiere todo sin decidir nada, y sólo se ansia por una luz, por un consejo, por un amigo que nos saque del laberinto y nos preste su apoyo y su fuerza. Pero ¿á quién podía dirigirme en cuestión tan delicada?...

Un nombre acudió al punto á mi memoria, unido al vergonzoso dolor de no haberme acordado antes: el de aquella santa y discreta mujer que me había servido de madre, el de mi tía la Condesa de Astures...

Habíase mientras tanto sosegado el tumulto en la plaza del Clavero. Al desembocar en la plaza el Gobernador militar, fué saludado por un tremendo vocerío de gritos y silbidos; mas Sánchez Cabezuela mandó hacer una descarga al aire á la tropa que guardaba las bocacalles; huyó la muchedumbre aterrada, y una carga de Caballería acabó de despejar la plaza. Puso luego el Gobernador un retén de Infantería en la casa de D. César, y quedó con esto conjurado el peligro que había corrido la familia entera de Fernández y del Roble.

Era ya, por lo tanto, inútil mi presencia en la casa, una vez pasado el riesgo, y sin aguardar á D. César ni despedirme de D. Ambrosía, entregué el sumario á Cimodocea, manifestándole ardientemente mi agradecimiento por el servicio que me había prestado, y salí por la Judería á mi casa, temeroso de no encontrar ya levantada á mi tía. Eran ya las once y medía, y solía á estas horas retirarse á sus habitaciones la ordenada señora.

Apresúreme á mandarle un recado con Celestín, preguntándole si podía recibirme en el acto para tratar de un asunto importante y urgente. No tuve paciencia para aguardar la respuesta en mi cuarto, y adelantóme por la galería de cristales que, como ya dije, unía mis habitaciones con el resto del palacio.

En la mitad de la galería encontré á la de Astures, que corría presurosa á mi encuentro, alarmada por mi recado y por mi ausencia de todo el día. Sentí, al ver su maternal anhelo, conmoverse profundamente mis entrañas: abracéla por la cintura y le besé la mano; hízome ella la señal de la cruz sobre la frente, como tenía por costumbre, y nervioso yo, excitada mi sensibilidad por las emociones del día, y débil y tierno como lo soy por naturaleza, apoyé mi cabeza en su regazo, y sin poder decir nada, rompí á llorar como un chiquillo.

XV

Era en aquella época la Condesa de Astures una mujer de sesenta años, y jamás he visto hermanarse como en ella, con tanta naturalidad y gracia, la sencilla modestia de una colegiala con el espontáneo y elegante señorío de una gran dama; ni la afabilidad y gracia en el trato, con la melancólica seriedad, quizá algo sombría, que dejan á la larga en el alma los grandes dolores ocultos.

Su larga práctica de mundo en las embajadas de Roma, Viena y Berlín, en que acompañó á su marido, había forjado lo primero sobre su natural modesto y sencillo; y la pérdida de cuatro hijos, muertos en edad juvenil, había trocado en lo segundo su carácter alegre, bondadoso y pío, formando todo ello un conjunto encantador que subyugaba con el atractivo de la simpatía é imponíase al mismo tiempo con la fuerza del respeto.

Por una de esas extrañas analogías que se encuentran á veces entre las personas y las cosas, recordábame siempre la de As tu res, envuelta en sus eternos lutos, á una joya antigua que VI en Venecia, hecha sin artificio alguno, sólo de sombrías perlas y brillantes negros. Encantóme aquella joya, y la compró para regalarla á mi tía el 19 de Noviembre, que era su santo.

Sorprendida la dama ante mi intempestivo acceso de sensibilidad, retúvome sobre su regazo, preguntándome alarmada:

—Pero ¿qué tienes, hijo mío?... ¿Qué pasa?...

No pude contestarle en el momento, y arrastróla en silencio á mi cuarto, donde, ya más sosegado, le dije, respondiendo siempre á mi idea:

—Tía.... ¿tratas tú á los de Yecla?...

Miróme ella fijamente á la cara y contestóme con indiferencia:

—No... Porque no puede llamarse tratarles á dejar de vez en cuando una tarjeta en su casa, por consideración á la antigua amistad de tu tío Pepe con el pobre Marcelino...

Este tío Pepe era su marido, el Conde de Astures, y Marcelino era el mismo Duque de Yecla.

—En cuanto á ella—prosiguió con su acostumbrada pausa,—la veo á menudo en las Juntas de Beneficencia á que las dos pertenecemos; siempre está conmigo obsequiosísima, y me tutea, como dicen que es ahora costumbre entre los Grandes; pero de ahí no pasamos... A mí me es profundamente antipática, y como esto de las simpatías y antipatías suele ser correlativo, es natural que yo le haga el mismo efecto...

No encontraba yo aquella naturalidad que la profunda humildad de la señora le hacía descubrir en esto: lejos de eso, parecióme vislumbrar en ello, con cierta regocijada esperanza, los avances formidables que la entrometida Rita Bollullo daría á la amistad de dama tan linajuda, tan respetable y tan autorizada como era la de Astures.

Animado con esto decidíme á preguntarle si conocía á Boy, y con gran sorpresa mía, vila turbarse visiblemente; un ligero carmín tiñó sus pálidas mejillas, y después de vacilar un instante me contestó:

—Le conocí en Carlsbad cuando fui allá desde Viena... Tu tío no pudo venir por ser necesaria su presencia en la Embajada, y nos acompañó á Beatriz y á mí Tomás Fonseca, que era entonces primer Secretario... Estaba allí Boy; Fonseca nos le presentó, y le tratamos mucho mientras tomamos las aguas.

—Y ¿qué te pareció?—pregunté muy receloso con aquella turbación extraña.

Titubeó ella algo al contestar, y díjome luego en inglés, muy fríamente:

—Un verdadero boy.

Su turbación anterior y la frialdad de esta respuesta luciéronme sospechar que no era Boy santo de la devoción de mi tía, y aun quizá que algo desagradable había pasado entre ellos. No uie desanimó, sin embargo, esta contrariedad, y dejando á un lado diplomacias y rodeos, abríle francamente mi corazón y contéle todo lo ocurrido á Boy desde mi encuentro con él en el baile, sin omitir detalle, para que formase exacto juicio, concluyendo por manifestarle mi proyecto de hablar al Duque de Yecla, y mi esperanza de que ella me favoreciese y me ayudase en esta parte tan difícil de mi empresa.

Escuchábame ella con la mayor atención, lijos los ojos en el suelo, cruzadas las manos sobre las rodillas, sin que en todo el largo curso de mi razonamiento me interrumpiese más que dos veces. Al referirle que acompañaba Boy en el baile á una Pierrette que dijeron que era la Condesa de Bureva, murmuró imperceptiblemente:

—Sí sería... Es muy posible...

Y al contarle las extrañas resistencias que opuso Boy la noche antes, á entrar en el palacio de Astures, hasta que le hube convencido de que no le vería nadie, pues que vivía yo en la más absoluta independencia, alzó los ojos del suelo y los fijó en mí, diciendo con cierto amargo convencimiento:

—¡Es natural que así fuera!...

No creo que la de Astures diera crédito ni por un momento á los acusadores indicios que sobre Boy pesaban; mas su perspicacia femenina pu so al punto el dedo en la llaga.

¿No sospechas—me dijo -dónde haya po dido estar Boy esas horas que faltó de tu casa?...

Contestéle que no tenía ni la más remota idea.

Pues entonces—replicó,—hay que andar aquí con pies de plomo, y puesto que el bueno de D. César te ha librado hasta ahora de prestar declaración, no debes tú de precipitarte á darla, no vayamos á echarlo á perder todo por exceso de celo... Probar la coartada en todo, menos en este punto, el más peligroso, lejos de favorecer á Boy, podría perjudicarle mucho, aunque sólo fuese en otro orden de cosas. Más vale un Por sí acaso!”, que un “¡Quién lo creyera!”; porque será muy posible que el mismo Boy no quiera ni aun que se hable de esto..Espera, por lo tanto...

Hice yo un movimiento de contrariedad, y ella prosiguió vivamente:

—¡Si yo comprendo tu impaciencia!... Si no hay cosa tan difícil de creer como que en estos casos apurados, no hacer nada es hacer mucho y lo único prudente que puede hacerse... Así es que, á mi juicio, sólo se puede por ahora no hacer nada y ver venir, según una de las reglas de la Gramática Parda.

Tan difícil de creer era esto, en efecto, que yo mismo vine á probarlo una vez más, exclamando con vehemencia:

—¿De modo que sólo he de cruzarme de brazos y ver venir?... ¿Y si no viene nada?... ¿Y si mientras tanto prenden á Boy y se consuma esta iniquidad tan horrenda?...

—Pero ¡si no digo eso, hijo mío!—replicó ella mansamente.—Preciso es que yo no me haya explicado, para que tú no me hayas comprendido... Lo que digo es que debemos cruzarnos de brazos y sólo ver venir, cu lo tocante á indagar el paradero actual de Boy y lo que hizo en esas horas desconocidas de la fatal noche... Pero en lo que se refiere á lo demás, hay que prevenirlo todo con la mayor urgencia...

Y con su paciencia inalterable púsose entonces á combinar clara y precisamente un plan de batalla... Era, en su opinión, lo más urgente, enterar dé todo al Duque de Yecla.

—Porque aunque Marcelino—decía ella—esté tan chiflado como supone la gente, imposible es que no se interese por su hijo, y mucho menos que se niegue á cosa tan sencilla como dar una carta para el contraalmirante Deza.

Una vez dado este primer paso, había que dirigirse sin pérdida de un instante á éste, para tenerle prevenido cuando llegase á sus manos la causa... Y había que enterarle fiel caso con todos sus pormenores, antecedentes y consiguientes; había que hablarle con absoluta franqueza, con toda sinceridad; como se habla á un confesor ó á un médico... ¡Era Deza tan razonable, tan bondadoso, tan recto, tan enérgico!... ¡Poco le importarían á él las alharacas de los republicanos y de aquella canalla de La Mano Negra!...

Y en el caso improbable de que no consiguiésemos nada de Yecla, ó en el muy posible de que no lográsemos verle, todavía no había nada perdido, porque ella misma le escribiría á Deza, segura de que la atendería.

—Claro está—me dijo—que más eficacia tendría una carta de Marcelino ó de mi marido mismo; pero tengo mis razones para no mezclar á tu tío en nada que á Boy se refiera.

Extrañóme esta observación y me confirmó en la idea de que algo desagradable había mediado entre Boy y los Astures; y como eran éstos incapaces de una sinrazón injusta, imaginóme al punto alguna nueva trapisonda de Boy de que yo no tenía noticia.

Nada dije, sin embargo, y limitéme á preguntar á mi tía si encontraba ella el medio de avistarme yo con el viejo Duque, que suponía aún en el Majuelo de Yecla. Quedóse ella muy pensativa y como reflexionando, y díjome al cabo, en extremo perpleja:

—El caso es que eso es lo primero y lo más urgente del negocio y también lo más difícil... La gente dice por ahí que su mujer tiene al pobre Marcelino secuestrado por completo dentro de una jaula; pero sin hacer caso de estos absurdos, es lo cierto que ella no se le separa un momento, en lo cual hace muy bien, y yo la aplaudo... Así es que si no puedes verle á solas, le veremos acompañado, y si esto no se logra tampoco, hablaré yo misma á la de Yecla... Mañana á primera hora iremos al Majuelo, para lo cual me ocurre un buen pretexto... Ha muerto hace quince días la vicepresidenta de la Conferencia que yo presido; sé que la de Yecla tiene grande empeño y trabaja mucho por obtener este puesto, que entre cierta gente la autoriza mucho, y como esto sólo de mí depende, iré mañana á proponerle el cargo, y á suplicarle que lo acepte, y ni ella ni nadie podrá extrañarse de que tú seas mi acompañante... Estoy segura de que nos recibirá muy bien, y una vez allí, Dios nos ayudará y abrirá puertas...

Porque cree, hijo mío—añadió la buena señora á guisa de moraleja,—que en todos los negocios, así fáciles como difíciles, debe cada uno hacer por su parte todo lo que la prudencia humana aconseja, y luego confiar el resto á Dios, como si sólo de 61 dependiese.

Tenía yo tan ciega fe en mi tía, que al ver el asunto en sus manos no dudó un momento de que Dios haría el resto, y sin insistir en nada más, concertamos para el otro día nuestro viaje al Majuelo de Yecla, distante unas dos leguas de arenoso y pesado camino. Debíamos salir á las ocho con un buen tiro de muías, para estar allí antes de las diez y media y cogerles de sorpresa.

Acompañé á mi tía á sus habitaciones, y las dos sonaban en el reloj monumental de la casa, cuando entraba yo en las mías de vuelta. Los prudentes y cariñosos consejos de mi tía habían hecho en mí el efecto de un baño sedante, y tranquilo y sosegado entonces, sólo ansiaba, en el momento, acostarme y dormir unas breves horas que acabasen de templar mis nervios y me procurasen la calina y serenidad necesarias para la jornada del día siguiente.

Quiso, sin embargo, el Cielo disponerlo de muy otra manera, y con el claro anteojo retrospectivo con que se miran las cosas después de pasados muchos años, veo ahora que Dios iba disponiendo por las misteriosas vías de su Providencia el trágico desenlace de aquella desdichada historia. Dios escribe derecho con renglones torcidos, solía decir una vieja sevillana que fué doncella de mi madre.

Y sucedió que tenía yo á la cabecera de mi cama un Crucifijo, de que hablé antes, colocado sobre una repisa al alcance de la mano. Era la imagen en sí una obra de arte, boceto sin duda de algún gran artista, y teníala yo en suma veneración porque ella había presidido las agonías de mi padre y de mi madre, y sus pies recibieron el último beso de ambos.

No recuerdo haberme acostado una sola noche sin sellar antes con mis labios aquel sagrado lugar en que por última vez besaron mis padres.

Pues sucedió aquella noche, que en el momento de acostarme cogí el Cristo para besarlo como tenía por costumbre, y al separarlo de la repisa cayó al suelo una carta...

El leve chasquido del papel, al chocar contra el suelo, produjo en mí el efecto de una descarga eléctrica, porque adiviné al punto que aquella carta era la que recibió Boy la noche antes, y colocóla él mismo bajo la peana del Cristo mientras fumaba, olvidándola allí, sin duda, entre las prisas y disimulos de su fuga.

Habíame dicho Boy que aquella carta era de Cayetano Méndez, encargándole cigarros, y como luego me aseguró éste en El Ferrolano que no había escrito á Boy carta ninguna, comprendí que allí había misterio, y que la caria en cuestión, que tan providencialmente llegaba á mis manos, podría muy bien contener la clave del enigma.

Leíla, pues, sin titubear un momento, y el velo se rasgó ante mis ojos de repente, de un solo golpe, dejándome ver la situación de Boy clara, patente, horrorosa, sin más que una terrible solución indigna de un caballero...

La carta sólo contenía este renglón, escrito con elegante letra inglesa un poco disfrazada:—Por fin se ha ido C. á París; te esperaré hasta las tres y media.—No tenía firma ni inicial alguna, y la esquina en que debía estar el monograma ó timbre, se hallaba rasgada...

¡Mi tía tenía razón!... Su sagacidad femenina le había hecho desentra fiarlo tolo cuando me dijo:—¡Sera muy posible que el mismo ltoy no quiera ni aun que se hable de esto!..

XVI

Huyó el sueño de mis párpados ante este nuevo descubrimiento, y encrespada otra vez mi imaginación, comencé á navegar á velas desplegadas por aquel mar de dudas y vacilaciones, tan disparatada y sin tino, que pude muy bien gritarle como Lope de Vega á su barquilla:


“¿Adónde vas perdida?
Adónde, di to engolfas?
¡Que no hay deseos cuerdos
Con esperanzas locas!...”


Parecíame ya imposible que Boy consintiese nunca en probar la coartada, aunque arriesgase en no hacerlo el honor y la vida, y preguntábame yo desesperado... Pero ¿no habría alguien que pudiera hacerlo á pesar suyo y le sacase así, contra su voluntad, del horrendo compromiso?...

Podíalo yo, ciertamente, con sólo presentar aquella carta que la Providencia ponía en mis manos; pero repugnábame esta idea y la rechazaba como una vileza que jamás me perdonaría Boy.

Podíalo también aquella mujer por quien se perdía mi desdichado amigo; pero ¿acaso sabia ella la crítica situación en que por su culpa se hallaba éste?... Y en el caso de saberlo, ¿le amaría lo bastante para hacer tan inmenso sacrificio?...

Aunque con algún recelo siempre, no lo dudé un momento; porque creía yo—y sigo creyendo—que la esencia y medida del amor es el sacrificio, y mi inexperiencia de entonces tenía esta gran verdad especulativa por una verdad práctica que nunca y en ningún caso marraba; por otra parte, ¡parecíame tan natural que amasen á Boy, y tan lógico y hasta satisfactorio que por él se sacrificasen!...

No necesitaba más mi desapoderada fantasía para fabricar sobre aquellas románticas hipótesis un hermoso castillo en el aire de sentimental arquitectura, y dando vueltas y revueltas en mi lecho, sin poder pegar los ojos, forjé un nuevo plan, que llamé desde luego supletorio, y que había de llevar á cabo yo solo y en el mayor secreto, en el caso de fracasar el que mi tía combinó conmigo.

Y claro está que así era preciso que fuese, porque aquel secreto no me pertenecía, y ya que mi irreflexiva indiscreción y lo apurado de las circunstancias me habían hecho violarlo, no debía yo ponerlo en manos de nadie. Imitando pues, los escrúpulos del Zapirón de la fábula, resolví por el pronto no decir una palabra á mi tía del nuevo descubrimiento ni del plan supletorio que sobre él había yo forjado.

A las ocho en punto salimos mi tía y yo del palacio de Astures con dirección al Majuelo de Yecla; íbamos en un break ligerísimo, tirado por cuatro briosas muías que, no bien salieron de las calles de la población, comenzaron á volar, más bien que á correr, por la polvorienta carretera.

Iba mi tía seria y callada, y atribuí al pronto su preocupación al pensamiento de la difícil y enojosa entrevista que nos aguardaba; mas cuando dejamos el camino real y entró el coche en los estrechos y arenosos callejones guarnecidos de vallados de altas chumberas que cruzan aquellos viñedos, rompió al fin su silencio, y después de algunos comentarios sobre el tiempo, que era espléndido, salióme por un registro inesperado que nunca me pude imaginar, y que tampoco comprenderá el lector si no le doy antes previos antecedentes.

Tenían los Condes de Astures una hija única llamada Beatriz, que á la muerte de sus hermanos quedaba, naturalmente, por heredera de toda aquella ilustre y poderosa casa.

Era mi prima, así en lo físico como en lo moral, un verdadero ángel del cielo, fiel trasunto de su madre, y criado yo con ella como un hermano, profesábale el más puro y fraternal afecto.

Mas cuando al estallar la Revolución de Septiembre abandonaron mis tíos la Embajada de Viena, volvió Beatriz A España completamente transformada; venía flaca, pálida y ojerosa, y aunque siempre dulce, sumisa y serena, habíase trocado, de alegre y comunicativa, en seria y reservada; no tomaba jamás iniciativa alguna, iba donde la llevaban, y con frecuencia sorprendí en ella, aun en medio de brillantes fiestas, una expresión de celestial tristeza, muy semejante á la que supo pintar Lebrun en los ángeles que presenciaron la agonía de Cristo. Hubiérase dicho que la resignación de una amarga pena ceñía su frente como una corona de espinas.

Esto era lo que había observado yo mismo, y á las repetidas preguntas que con cariñosa insistencia hice á mi tía sobre esta transformación, limitóse siempre á manifestarme su miedo: de que alguna enfermedad oculta minase la salud y amenazase la vida de su última hija.

Júzguese, pues, de mi sorpresa cuando aquella mañana me dijo mi tía después de aquel largo silencio:

—Te dije anoche que te explicaría el por qué me opuse á que se enterase tu tío Pepe de esta desdichada historia de Boy, y mucho más á hacerle intervenir en ella... Vas á saberlo todo para tu gobierno; pero sólo para tu gobierno y sin que se te escape con nadie una sola palabra de ello.

Dijo esto la de Astures con un acento solemne y algo enfático que no le era peculiar, y con el tonillo precipitado y nervioso de quien vence al hablar una repugnancia muy grande, prosiguió diciendo:

—Ya te dije que cuando llegamos Beatriz y yo á Carlsbad desde Viena, encontramos allí á Boy; pero no te dije que estaban también el Conde y la Condesa de Bureva... Yo no conocía A éstos; pero ellos vinieron á verme en seguida, teniendo en cuenta, sin duda, mi posición oíicial en Austria de Embajadora de España, y como sucede siempre entre compatriotas que so encuentran en país extranjero, intimamos bastante y nos veíamos mucho... Boy les acompañaba siempre, lo cual me pareció cosa muy natural, siendo compañeros; porque Bureva era entonces primer Secretario de nuestra Embajada en París, y Boy agregado militar á ella. La murmuración empezó, sin embargo, á hincar el diente, y el primero que me vino con el cuento fué Fonseca, que es un muchacho listo, pero algo chismoso: díjomelo también la princesa Ziska, que los conocía mucho de París; pero como es una verdadera mala lengua, y yo no había observado, por mi parte, entre Boy y la Bureva nada que no fuese natural y correcto, no hice ningún caso... Además de esto, tenía yo otra razón muy especial para no creerlo; porque desde nuestra llegada á Carlsbad—¡y aquí viene lo triste!—había empezado Boy á hacer una corte muy asidua á Beatriz sin recatarse de nadie, y ella, la inocente, parecía muy satisfecha y contenta... Nada de esto se me pasó por alto ni por un momento, y después de pensarlo y reflexionarlo mucho, resolví hacer la vista gorda por el pronto y dejar á Dios que dispusiese... Tenía yo á Boy por un caballero, y te confieso francamente que no me disgustaba para yerno... Así pasamos cerca de un mes, hasta que al cabo tiró el diablo de la manta y se descubrió el enredo... Teníamos nosotras nuestros cuartos en el piso principal del hotel, y justamente encima del mío caía el de Boy: los Bureva estaban en otro hotel, mucho más lejos... Una tarde, estaba yo sola en mi cuarto, haciendo labor ante la ventana abierta: alguien debió romper alguna carta en la ventana de arriba y tirar los pedazos al parque. Corría un viento bastante fuerte, y su empuje hizo entrar en mi habitación, revoloteando, algunos de aquellos papelitos: uno vino á caer sobre mi falda, y como no me cuidé de sacudirlo al pronto, ocupadas como tenía ambas manos con la labor, dióme tiempo para distinguir en aquel papel el nombre de Beatriz escrito en castellano... No podía ser esta Beatriz española otra que mi hija, y movida por la curiosidad natural, cogí el papelito y leí esta truncada frase. La pantalla de Beatriz surte magnífico efecto...

Dióme un vuelco el corazón, y ya fuera de mí, apresuróme á recoger otros dos pedacitos que habían entrado en el cuarto, y combinándolos entre sí, como un rompecabezas, y supliendo algunas palabras, pude al fin reconstruir esta impudente frase: La pantalla de Beatriz surte magnífico efecto: Carlos se tragó la partida, y como te quiere tanto, está encantado de que huyas boda tan brillante.

Fué tal mi indignación, que saltó como una pantera á mi mesa de escribir y puse en el acto una tarjeta á la Bureva diciéndole no sé qué, preguntándole no sé qué cosa; algo, en fin, que la obligase á contestarme por escrito y pudiera yo así cotejar su letra con la de aquella infamia... ¡Y me salió tan bien la estratagema, que antes de inedia hora tenía allí la respuesta de la Bureva en una cartita que me permitió cotejar ambas letras, y no sólo eran iguales, sino que iguales eran también el papel gris azulado en que las dos cartas estaban escritas!... ¡Qué vergüenza, Dios poderoso!... ¡Qué ignominia!... ¡Sólo de recordarlo se me enciende la sangre!... ¡Una Astures, un ángel del cielo como Beatriz, sirviendo de pantalla á los líos y trapisondas de una Bureva!...—

Escuchaba yo todo aquello con la boca abierta, y viendo á mi tía tan exaltada, parecióme preciso decir algo para calmarla, y sucedió lo de siempre: dije una tontería.

—Ciertamente que Boy cometió en esto una ligereza...

—¿Una ligereza?...—gritó la de Astures.—¡Podías decir un crimen!... ¡Porque crimen es asesinar á traición á una inocente, y Boy me ha matado á mi hija!... ¡Sí, me la ha matado!... ¡Beatriz está muerta; muerta por dentro!...

—Pero ¿llegó á interesarse tanto?...

—A interesarse, no. A enamorarse perdidamente, ¡sí!

—¿Está usted segura?—exclamé yo angustiado.—¿Lo ha confesado ella?...

—Las mujeres como Beatriz jamás hablan de esas cosas, que hasta cierto punto empañan su pudor, porque revelan siempre una debilidad en el alma... Les revienta el corazón en el pecho, si es preciso; pero por dignidad, por decoro.... ¡qué sé yo!...hasta por amor propio, no dejan escapar nunca una sola palabra...

Pero verás lo que sucedió luego... Cuando me cercioré bien de la infamia, tomé al punto mi resolución sin cuidarme del qué dirán de nadie, y sin darles explicaciones de ningún género, cerré mi puerta á Boy y á los Bureva: no volví á recibirlos nunca, y me volví á Viena con Beatriz, todo lo más pronto que pude, sin alarmar á u tío Pepe, á quien no enteré de esto sino mucho más tarde... Supe después que Boy había prometido á Beatriz visitarnos en Viena á su vuelta de Carlsbad... No sé si lo diría de veras ó si al observar mi actitud desistió de ello; pero es lo cierto que no vino, ni volvimos á saber nada directamente... En los primeros días hablaba mucho de él la pobre niña y preguntaba incesantemente; pero cuando leyó en los periódicos que el Conde de Baza y los de Bureva habían regresado á París, no volvió á nombrarle nunca, y á poco empezó á iniciarse en ella esa tristeza mortal que desde entonces la aqueja... Sospechando al fin que el mal tenía más raíces de las que yo había supuesto, me decidí á extirparlo de un golpe... Fuí una mañana temprano á su cuarto, y ¡nunca me olvidaré de esta escena!... Estaba todavía acostada; me senté cu su misma cama, y con mil cariños y halagos procuré sacarle los motivos de su tristeza. A todo me contestaba con su dulce sonrisa:

“Pero mamá, si es aprensión tuya... Si yo no estoy triste.”

Entonces, jugando el todo por el todo, le pregunté á boca de jarro:

“Pero vamos á ver...dime la verdad... ¿Tú quieres á Boy?...”

Alzó ella hacia mí aquellos ojazos azules rebosando inocencia y pureza; púsose muy encarnada, y me dijo con una especie de candoroso asombro:

“Pues ¿no le había de querer, mamá?... ¿Es eso malo acaso?...”

“No es malo, hija mía, pero pudiera ser tonto... ¿Te ha dicho él algo?...”

“Me decía muchas cosas...”

“Pero ¿qué cosas?...”

Púsose aún más encarnada, luego muy pálida, y me contestó al fin:

“Que era muy bonita...”

“¿Y qué más?...”

“Que era un ángel del cielo...”

“¿Y qué más?”

“Que si podría yo quererle tanto como él me quería á mí...”

“Y á eso, ¿qué le contestaste tú?”

“Pues ¿qué había de contestarle?... La verdad... Que mucho más todavía...”

No tuve valor para envenenar tanta ingenuidad, tanta pureza, tanta inocencia, y desistí de mi intento confiando en que el tiempo y la ausencia se encargarían de borrar esta impresión tan candorosa... Pero no la han borrado, Paco; no la han borrado; y ¡llevamos ya de esto cerca de dos años y medio!... Ella no le nombra jamás, ni pregunta por él nunca; pero diríase que adivina cuanto le sucede á ese hombre...—

Conmovido ante el enfrenado dolor de la pobre madre, díjele sinceramente:

—No hay que desconfiar, tía... En más ó menos tiempo todo pasa y se borra en el corazón de las muchachas...

—No pasa, hijo; ¡no pasa después de tanto tiempo!... Porque cuando el amor vive sin savia que lo vivifique, ni esperanza que lo mantenga, ¡es inmortal como el alma y corrosivo y sin cura como un cáncer en el pecho!..

XVII

Impresionóme tan hondamente el sencillo relato de la de Astures, que por primera vez en mi vida sentí un movimiento de indignación contra Boy.

No se puede impunemente jugar con un corazón candoroso y sencillo, y esta peligrosa veleidad, tan común en los jóvenes, que yo llamaba ligereza y mi tía calificaba de crimen, teniendo mucho de ambas cosas, indignóme seriamente al ver víctima de ella á mi inocente primita.

Mas era tal la fuerza de mi cariño hacia mi atolondrado amigo, que sin dejar de compadecer á Beatriz ni de indignarme contra Boy, pensó lo primero en utilizar en favor de éste los mismos frutos que su mal comportamiento había producido.

¡Qué desenlace tan impensado y feliz si al sacar yo á Boy del horrible atolladero en que se hallaba, conseguía casarle con la ilustre y angelical heredera de los Astures!...¡Qué oportuno final para aquella novela tan en peligro próximo á convertirse en tragedia! ¡Qué dicha entonces para todos nosotros, Boy, Beatriz, los Astures y yo mismo!...

Tan alegre regocijo me inspiró esta idea, que á duras penas contuve una sonrisa de triunfo que hubiera escandalizado en aquel momento á mi tía, tan práctica como yo soñador, tan conocedora del mundo como yo iluso y amigo de confundir y trocar las perspectivas de la imaginación en realidades de la vida...

Al salir de los arenosos callejones que atravesábamos penosamente, nos encontramos de improviso ante el Majuelo de Yecla. No grité: “¡Italiam! ¡Italiam!”, como el fiel Achates de la Eneida, ni dije tampoco, como Tasso:


“¡Ecco apparir Gerusalem si vede!”.


sino que lijé una mirada medrosa y llena de recelo en el inmenso caserío, como si aquellos muros que albergaban á Rita Bollullo fueran la guarida de una fiera.

El paisaje, sin embargo, no podía ser más risueño y pacífico. Extendíase al frente el alto cerro que llaman del Obispo, todo cubierto de frondosos viñedos y enarbolando en su cima, como una bandera, un enorme y antiguo ciprés que se divisa desde la costa.

A la mitad del cerro veíanse las bien conservadas ruinas de la torre moruna de Garci-Bravo, el héroe tronco y fundador de la ilustre casa de Yecla, á quien donó Alfonso XI toda aquella rica comarca después de la batalla del Salado.

Cuenta la tradición que, retirado allí Garci-Bravo en sus últimos años, fué un día á visitarlo el Rey de Castilla; dijéronle que estaba el viejo infanzón podando en el viñedo. Fuése allá solo el Rey; acercósele en silencio, y cual si fuera un mozo de labranza, púsose á recoger los sarmientos que el noble anciano iba podando. Apercibióle al fin éste, y gritóle asombrado y confundido:

—¿Qué hacéis, señor?...

—A tal podador tal sarmentador—contestóle el Rey.

Yo he visto todavía en el palacio de Yecla en Madrid, cuidadosamente conservados en una vitrine, un manojito de estos históricos sarmientos, podados por un héroe y recogidas por un Monarca. Encima leíase escrito con letras góticas el dicho de Alfonso XI:


“A tal podador, tal sarmentador.”


En la falda misma del cerro levantábase el moderno caserío, alegre y risueño, cuidadosamente blanqueado, y pintadas rejas y ventanas de un llamativo color verde: rodeábanle, como á una gallina sus polluelos, infinidad de casitas, blanqueadas también, donde estaban las múltiples dependencias, y que, por lo apiñadas y numerosas, tenían las apariencias de un pueblo.

Un cuarto de hora tardamos aún en llegar á la casa por una larga y empinada calle de hermosos árboles frutales. A la mitad de la cuesta nos cruzamos con dos niños muy bien portados, de siete y nueve años, que acompañaba un sacerdote.

Díjome mi tía que aquellos eran los hermanos de Boy, hijos de Rita Bollullo: saludáronnos al pasar con mucha corrección y gracia, quitándose sus gorritas, y siguieron adelante. Llevaban sus libros debajo del brazo, é hiciéronnos el efecto de que iban con su preceptor á dar sus lecciones paseando.

Rodó al fin el carruaje por el fino empedrado del extenso almijar, rodeado todo de flores y asientos de piedra, y se detuvo al fin ante la puerta de la casa. Acudieron al ruido dos criados sin librea, muy extrañados, al parecer, de que llegase una visita: sentimos al mismo tiempo entreabrirse una persiana del piso principal, como si tras ella nos examinasen, y un momento después oímos una voz imperiosa y agria que decía muy agitada, sin pensar, sin duda, que la oyesen:

—Anda corriendo, mujer... No los vayan á despachar... Di que los entren en el salón, que yo voy en seguida...

Con un imperceptible movimiento de los labios, dióme á entender mi tía que aquella era la voz de la de Yecla. Apareció á poco en el zaguán una doncella muy bien dispuesta, con limpísimo delantal blanco, y sin duda hubo de comunicar á los criados la orden, porque mientras uno llegaba presuroso al estribo del coche, otro corría á encajarse la librea, apareciendo de nuevo con ella puesta.

Sospechamos que nuestra visita ponía en conmoción á toda la casa, y así era en efecto, porque al cruzar nosotros el amplio zaguán, empedrado y lleno de rústicos trofeos de caza, vimos llegar presuroso á otro criado anciano, cuya vista arrancó de mis labios una alegre exclamación de sorpresa y de esperanza:

—¡Bonifacio!... ¿Tú aquí?...

Era este Bonifacio, Boni, como le llamábamos, el viejo ayuda de cámara del Duque, hombre de toda su confianza, que nos acompañaba á Boy y á mí al circo y el teatro por la tarde, cuando éramos niños.

Saludóme el buen viejo muy emocionado, con ese respetuoso afecto que guardan siempre los criados antiguos de grandes casas hacia los señores que conocieron pequeñitos. Correspondíle yo con cariñoso agrado, y como observase en él unas como ansias de decirme algo, empujéle dentro del salón de la planta baja á que él mismo nos conducía, y cerré la puerta.

—¿Qué hay, Boni?... ¿Qué tienes que decirme?—le dije con mucho cariño.

Turbóse él grandemente al verse mano á mano con señora tan alta como la Condesa de Astures; mas la afable sonrisa de ésta le tranquilizó por completo, y con lágrimas en los ojos me pidió noticias de Xavierito, es decir, como se corrigió él mismo, del Sr. Conde de Baza.

Había el pobre viejo bajado á la ciudad el día antes y enterádose allí de las alarmantes voces que sobre Boy corrían.

Creí que Dios comenzaba á tomar cartas en el asunto por intercesión de mi tía, y que era el buen viejo Boni el instrumento de que pensaba valerse. Apresuróme, pues, á tranquilizarle con seguridades que yo mismo no tenía, y concluí preguntándole si había llegado á oídos de los Yecla lo que de Boy se murmuraba.

—No lo creo—respondió con seguridad el viejo.—De la Sra. Duquesa no me atreveré á asegurarlo, porque tiene ella más dobleces que una manta vieja, y nadie puede saber lo que oculta ese pozo sin fondo; y aunque aquí no viene nadie, digamos así, del señorío, ella tiene su policía secreta allá en el pueblo, y viene gente ruin que le trae y le lleva, y la entera de todo lo que hay y también de lo que no hay... Pero lo que es el Sr. Duque estoy seguro de que nada sabe, porque me lo hubiera á mí dicho ó se lo hubiera yo conocido en la angustia y la desazón que le entran en cuanto sabe algo del Sr. Conde.

Y sin embargo—añadió con gran calor y vehemencia,—es menester que lo sepa; que se entere de todo para que chille y proteste y haga algo y no deje abandonado á ese hijo de sus entrañas... Así es, que cuando vi desde arriba el coche del Sr. Marqués transponer aquella loma, me volví loco de contento y bajé corriendo, porque me pareció que Dios le traía de la mano para hacer esa obra de caridad tan grande...

—Pero ¿crees que podré yo ver al Sr. Duque?—dije subyugado por el persuasivo acento del viejo.

—¡Ahora mismo, si el Sr. Marqués quiere!—exclamó Boni dando un paso hacia una puerta que había en el fondo.—Allí está levantado ya y dispuesto, mirando estampas de la Ilustración Inglesa, como un niño pequeño... La Sra. Duquesa tiene prohibido que entre nadie sin su permiso, pero antes de que ella baje, podría verle el Sr. Marqués, seguro de que él le recibirá con mucho gusto.

—¿Y si baja la Duquesa?—preguntó mi tía llena de recelo.

—¡Ca!... ¡Lo menos en media hora no baja!... Cuando los señores llegaron, andaba ya ella trajinando por la casa, porque no hay rincón donde no meta las narices...; pero estaba sin peinar, sin teñirse el pelo, ni enjalbegarse la cara, ni pintarse las cejas; y en esta faena emplea más de dos horas diarias... Conque por mucho que la abrevie hoy, siempre resultará más de media hora larga...

Decidíme al fin á aprovechar esta ocasión que tan providencialmente se me presentaba, y la de Astures, moviendo lentamente la cabeza, no sé si en señal de protesta ó como muestra de recelo, me dijo entonces:

—Yo la esperaré aquí para habérmelas con ella...

Todavía detuve á Boni cerca de la puerta para hacerle una importante pregunta.

—Dime, Boni—le dije:—¿Es verdad que el señor Duque está chillado y aborrece á su hijo?

—¡Qué ha de estar chiflado el Sr. Duque!—replicó con la mayor indignación el viejo.— ¡Mentiras de la Sra. Duquesa!... ¡Ella es la que está chiflada de puro mala que es; y como tiene al pobre señor metido en un bolsillo, le hace cometer mil extravagancias, con achaque del reuma, para separarlo de todo el mundo!... ¡Ella es también la que aborrece al Sr. Conde y zurce mil enredos para que el Sr. Duque le tome rabia y le desherede y vaya la casa á sus hijos!... ¡Pobrecitos niños; ellos no tienen culpa ninguna!... Pero ¿aborrecer el Sr. Duque á su hijo, á su sangre, á su primogénito, más noble que un rey y más bueno que el pan que se come?... ¡Eso sólo se le ocurre á Rita Bollullo, y sólo ella lo dice!... Mire, Sr. Marqués: todas las noches de Dios rezo el rosario con el Sr. Duque, después que le doy las friegas, y siempre concluye: “¡Por mi pobre Xavierito, para que Dios le dé su santa bendición y le traiga á casa para recibir la mía!” ¡Y rezamos un Padre nuestro, y él se echa á llorar como un chiquillo, y á mí se me parte el corazón y hago lo mismo!...

Y acordándose de repente que estaba delante mi tía, y temiendo, sin duda, con esta violenta expansión haberle faltado al respeto, volvióse prontamente hacia ella y le dijo muy humilde:

—¡Perdone, Sra. Condesa; perdone Vuecencia!... ¡Pero hay cosas que exasperan!... ¡Yo digo que estas cosas no las hace Dios, sino el mismísimo diablo, mientras Su Divina Majestad duermo la siesta!

XVIII

Al entrar en la habitación del Duque de Yecla quedéme estupefacto en el umbral, y ocurrióseme al punto que el bueno de Bonifacio, cegado sin duda por el amor á su amo, había sido harto indulgente al juzgar la chifladura del anciano padre de Boy. Tan extraño era el espectáculo que se presentaba á mi vista.

Era la habitación amplia y cómoda, con varias ventanas cerradas todas herméticamente; cubrían las paredes unos frescos muy medianos, representando diversas vistas del Majuelo de Yecla; el mueblaje, fuerte y sencillo, era el adecuado á una casa de campo. Pero lo que causó mi sorpresa y admiración y me llenó de doloroso pasmo, fué lo que se veía en el centro.

Pendiente de cuatro recias cadenas colgaba del techo la caja de un coche, privado de sus ruedas, y dentro, arrellanado en sus almohadones, cual si fuese paseando, veíase á un gran señor...,porque esta sola frase era la que ocurriría á todo el que hubiera visto á aquel personaje sin reconocer en él al Duque de Yecla.

¡Jamás he visto una presencia más imponente y majestuosa, más distinguida y elegante, que la que ofrecía aquel anciano, aun envuelto como estaba en un batín de franela y un plaid escocés, y cubierta la cabeza con un gran sombrero flexible de fieltro, cuya ala, inclinada airosamente hacia delante, le sombreaba el rostro por completo!...

¡Así pasaba los días el Duque de Yecla para aislarse en absoluto de la humedad, que tanto da Haba á su reuma!... ¿Era esta extraña invención hija de sus aprensivas manías, ó era, como aseguraba Bonifacio, pérfido cálculo de Rita Bollullo, que fingiendo así aislarle de la humedad, le apartaba realmente por completo del mundo entero?...

Dios lo sabrá, sin duda; mas es lo cierto, que al encontrar al viejo Duque pendiente del techo, parecióme muy fundada la leyenda de que su mujer le tenía encerrado en una jaula, que oí por primera vez al tipejo de Madrid, mi compañero de viaje á Cádiz el día antes.

Al notar el Duque mi presencia en la estancia, abrió ágilmente la portezuela, y replegándose en un rincón del coche, invitóme, con amable sonrisa, á subir y sentarme en el otro lado, á su derecha. Hícelo así, sin poder disimular mi extrañeza, y él, como si fuera ésta la manera más natural y corriente de recibir una visita, cerró de nuevo la portezuela y me colmó allí dentro, con la mayor naturalidad, de cumplidos y agasajos.

Y como si fuese también la cosa más natural del mundo mi presencia en su casa y me hubiese visto el día antes, hízome al punto una extensa relación de todos sus achaques, con esa pesadez de los enfermos aprensivos, que no reconocen otro fin á la humanidad que el de compadecer sus dolencias.

Escuchábale yo pacientemente, repudriéndome por dentro, y cuando pude al fin atajarle la palabra cortésmente, díjele que había venido al Majuelo acompañando ó mi tía la de Astures, que tenía con la Duquesa no sé qué asuntos de beneficencia.

—¡Aaah!—exclamó el Duque tan sorprendido como halagado.—¿Conque está ahí Isabelina?... ¡Cuánto me alegro y cuánto se va á alegrar Ritita!... Porque mi mujer tiene un entusiasmo loco por tu tía... Dice que Isabelina es su tipo, la imita en todo, y yo creo que efectivamente se parecen en algo... ¿Tú no encuentras...

Yo no encontraba nada, absolutamente nada; ni siquiera el parecido del huevo y la castaña, y me repugnaba asentir á semejante herejía; pero me acordé de aquel proverbio francés:


“Lorsqu'on veut quelque chose du Diable
Il faut l'appeler Monseigneur".


y por no disgustarle dije que sí con la cabeza.

Comenzó entonces él un caluroso panegírico de la de Astures, ó más bien un paralelo harto imparcial y discreto entre ésta y la Duquesa de Yecla, en que dejó traslucir bien á las claras sus vehementes deseos de que ambas damas intimasen y estrechasen relaciones.

Parecía, sin embargo, distraído y como si algo le inquietase por dentro, y así era en efecto. Quería, sin duda, prevenir alguna metidura de pata de su mujer; interrumpióse de pronto y tocó un timbre que tenía delante. Yo me eché á temblar no sabiendo en qué iba á parar esto y temeroso siempre de que el diablo tirase de la manta antes de tiempo. Apareció Bonifacio, y el Duque le preguntó:

—¿Ha bajado ya la Sra. Duquesa?...

—No, Sr. Duque; no ha bajado todavía.

—Pues dígale, dondequiera que esté.... ¿lo entiende?...donde quiera que esté, que la están esperando, y que yo tendré sumo gusto en que la Sra. Condesa de Astures y su sobrino almuercen hoy con nosotros...

Bonifacio se inclinó en silencio, y yo no dije una palabra, dejando á éste el cuidado de no apresurarse, y á mi tía el de sacudirse el convite, si no lo creía oportuno ó necesario. Aprovechando entonces la ocasión de meter baza que de nuevo se me ofrecía, preguntóle decididamente por su hijo Boy...

Mudóse repentinamente el rostro del anciano, y á la expresión complacida y satisfecha que antes tenía, sucedió otra de dolorosa angustia; cruzó las manos en alto, las dejé caer sobre las rodillas, y dijo únicamente:

—¡Ay, mi pobre Xavierito!... Tú le querías mucho...mucho.... ¿verdad, hijo mío?...

Y con desolada pena, añadió muy bajito:

—A mí no me quiere nada...nada...; Rebelde!... ¡Siempre rebelde!...

Emocionadísimo yo al verle y al oirle, díjele entonces que aquello no era verdad; que estaba en un triste engaño; que dos días antes había yo visto á Roy, y su primera pregunta había sido para informarse de su padre; que estaba arrepentido de sus locuras, sumiso y ansiando sólo por verle y abrazarle...

Escuchábame él con la cabeza apoyada en el respaldo del coche, cerrados los ojos, de los que le corrían dos hilos de silenciosas lágrimas, que iban á perderse en su bien cuidada barba blanca.

Sin moverse ni mirarme, preguntó con amarga ansia:

—Y ¿por qué no viene entonces?... ¿Por qué no me escribe?...

—Más de veinte cartas le ha escrito á usted sin obtener respuesta...

Alzó vivamente la cabeza y me miró admirado, y como yo interpretase aquel movimiento, que era de sorpresa, como si fuera de duda, añadí con creciente energía:

—Bajo su palabra de honor me lo ha asegurado, y bajo la mía propia yo lo repito.

Dejó caer nuevamente la cabeza y cerró los ojos, sin que se interrumpiesen sus lágrimas. Al cabo de un momento me preguntó muy quedo, como si la vergüenza le apagase la voz y la angustia le oprimiera la garganta:

—Dime... ¿Es verdad que La robado?...

Una oleada de sangre me subió á la cabeza, y con tal ímpetu y tal convicción grité:—¡Mentira! ¡Mentira!,—que á mi impulso comenzó á bambolearse el coche en el espacio.

—¡Mentira!—proseguí yo gritando.—¡Boy es un caballero!... ¡Es su hijo de usted, y un Yecla no se mancha de ese modo!...

Recordóle entonces la hermosa frase que me había dicho Boy la noche antes al negarse á poner pleito á su padre: Yo podré hacer locuras, pero canalladas no hago nunca. Y seguí por largo rato esforzándome por poner la verdad en claro y confundir la calumnia.

Pareció conmoverse más todavía, y entonces sucedió una cosa muy rara.

Los rasgos de aquella noble fisonomía, que reflejaban el dolor solemne de un padre, se alargaron de repente con la relajación de la imbecilidad y la cobarde crispación del miedo: comenzó á gemir como un niño y á rebullirse entre los almohadones buscando el extremo de otra campanilla eléctrica, y cuando lo hubo encontrado apretólo fuertemente.

Abrióse entonces con estrépito la puerta del salón en que dejé á mi tía, y una mujer se precipitó en la estancia. Al verla el Duque redobló sus gemidos y díjole como un niño medroso que se disculpa acusando á su compañero:

—¡Rita!... ¡Rita!... ¡Este señor me está hablando de Xavierito!...

Saltó como un tigre la de Yecla—pues ella era en efecto,—y dando la vuelta al coche, abalanzóse á la portezuela, mientras asustado yo, abría la contraria y me apeaba apresuradamente.

—¡Marcelinito!... ¡Hijo mío!... ¡Mi bien!... ¡Mi vida!... ¿Qué tienes?... ¿Qué te pasa?...

Turbado y confundido, y conociendo lo desairado de mi situación, opté por refugiarme en el salón vecino, donde debía estar la de Astures. Halléla allí, en efecto, de pie, pálida, sobrecogida, sin saber tampoco qué partido tomar...

Había quedado la puerta de par en par, y oíamos desde el salón el luctuoso cuchicheo de Rita Bollullo, que intentaba convencer al Duque de algo que él no quería. Con voz firme repitió por dos veces:

—¡Es mi hijo!... ¡Es mi hijo!...

Volvió á resonar el misterioso cuchicheo, que resonaba en mis oídos como el correr de una cloaca que desagua su inmundicia, y la voz del Duque, ya un poco angustiada, volvió á sonar:

—¡A los dos los quiero mucho, pero también á Xavierito!...

Y luego, con intervalo de un segundo, desgarradora ya, aguda como un lamento, exclamó:

—¡Para mí no hay mayor ni más chico...los tres son iguales!... ¡Yo no tengo tres hijos!... ¡Tengo tres veces uno solo!...

Cerraron entonces la puerta con estrépito y ya no oímos más. Indignado yo, propuse á mi tía marcharnos de allí cuanto antes, y ya íbamos á efectuarlo, cuando apareció en el salón la doncella de la de Yecla, y después de una gran reverencia, dijo á mi tía:

—La Sra. Duquesa, que siente mucho no poder atender hoy, como quisiera, á la Sra. Condesa, porque el Sr. Duque ha tenido un ataque y está muy grave... Dice que ya avisará á Vuecencia otro día.

—¡Dígale que no se moleste!...¡A quien hay que avisar aquí es al Juez de primera instancia!—dije yo en uno de esos brotes irreflexivos de cólera, de que tiene uno á veces que arrepentirse toda la vida.

En el momento de arrancar el coche, llegó Boni muy apresurado y nos dijo con mucho misterio:

—El Sr. Duque no tiene nada... ¡Pamemas de la Sra. Duquesa!... Un ataque de nervios como tiene diez mil al cabo del día... La cosa está hecha, y esta noche remataré yo la suerte, después que le dé las friegas...

XIX

No bien el coche se puso en movimiento, apresuréme á dar cuenta á mi tía de mi entrevista con el Duque de Yecla, y de la profunda convicción que ella me habla dejado. Para mí era ya evidente que, estando el Duque muy en su seso, se hallaba, sin embargo, preso y acobardado en las garras de Rita Bollullo, como un tímido gorrión entre las de un cernícalo: que el desdichado padre ansiaba por su hijo y deseaba verle y perdonarle, y que los inicuos manejos de la madrastra eran los que les separaban y pretendían enconarles.

Imposible era, por lo tanto, esperar nada de provecho de aquel mísero anciano de voluntad atrofiada y débil razón, mientras estuviese bajo el despotismo y la influencia de aquella mujer grosera y mal intencionada.

—Tienes razón—dijo mi tía;—eso mismo he sacado yo en limpio de mi entrevista con ella.

Refirióme entonces detalladamente cómo se había efectuado ésta.

Tardó en bajar, en efecto, Eita Bullidlo la inedia hora que profetizó Bonifacio; al cabo de este tiempo entró en el salón con su pasito menudo y presuroso, diciendo con remilgada cursería:

—¡Isabelina querida!... ¡Tanto bueno por mi casa!...

Y le plantó un beso en cada mejilla y la condujo abrazada por la cintura, como amiga íntima, á un sofá vecino á la puerta.

Aparentaba Rita Bollullo algunos años menos que la de Astures, y tenía la pretensión de no tener pretensiones. Era alta y bien formada, y debió ser en su juventud una de esas buenas mozas vulgares, que se encuentran á montones por la mañana en el mercado.

Apretábase tan extremadamente el corsé, para disimular la obesidad que invadía su persona, que comunicaba á toda ella, con esta opresión, una tiesura, un cierto empaque de maniquí de modista, que completaba lo pintado y charolado de su cara, cabellos y cejas.

Negra como un zapato por naturaleza, enjalbegábase, según la frase de Boni, con una capa de albayalde tan espesa, que entorpecía la movilidad de sus facciones, dándole el frío aspecto de una mascarilla de yeso sin expresión y sin vida.

Vestía siempre, con gran alarde de sencillez, un modesto hábito del Carmen; mas aquella mañana, en honor, sin duda, de la ilustre visita, llevaba dos magníficos solitarios en las orejas y un rico bloque de oro en el cuello con el escudo del Carmen esmaltado.

Antes de sentarse miró para todas partes extrañada y preguntó á mi tía:

—Pero ¿no venía contigo tu sobrino Humada?...

—Sí—replicó ésta,—pero se ha ido á ver no sé qué cosas con un criado viejo, que le conoce desde chico.

Pareció la de Yecla quedar satisfecha con la respuesta, y mi tía, sin darle tiempo á preguntar más, expuso hábilmente el objeto de su visita, excusando lo intempestivo de la hora con la urgencia del caso, pues aquella misma tarde debía ella dar cuenta en la Junta del nombramiento de vicepresidenta.

Dilatóse el rostro de la de Yecla á impulsos de la vanidad satisfecha... Y ¡qué monadas entonces!... ¡Qué arrumacos de falsa modestia!... ¡Pero ella no podía admitir en conciencia! ¡Si ella no servía para nada, para nada; ni siquiera para soldado raso!... ¡Por otra parte, desairar á Isabelina!... ¡Qué horror!... ¡Qué espanto!... ¡Prefería ella hacer mil veces el ridículo!...

Y la Sra. Duquesa aseguraba, con los ojos en blanco y puestas las manos sobre el pecho, ¡que esto era para ella un verdadero conflicto!... Aunque, después de todo...mirándolo bien...pensándolo despacio...reflexionándolo mucho, no era tan cosa del otro jueves ser vicepresidenta donde era presidenta Isabelina, la prudencia y la caridad andando... Todo se reducía á proporcionarle ocasiones de ejercitar la obra do misericordia de enseñar al que no sabe...

—¡Visitaremos juntas!... ¡Me pegaré á ti como una lapa y no haré sino lo que tú me digas, lo que tú me aconsejes!—añadió la de Yecla dejando ver el vivo deseo de toda su vida de Duquesa: ¡Intimar con la de Astures y presentarse en público con ella!

—¡Me cayó la lotería!—pensó para sus adentros la futura víctima, calculando el censo irredimible que se le venía encima; y con su fina sonrisa la dejó proseguir su comedia.

Concertaron entonces cómo y cuándo había de tomar posesión del cargo, y la Duquesa concluyó solemnemente:

—Todo esto, por supuesto, si Marcelino me da permiso para ello...

—¡Ahí—exclamó mi tía, como si recordase de repente.—A propósito de Marcelino...

Y ansiando salir de enredos y de tapujos que repugnaban á su carácter leal y franco, díjole entonces que el segundo objeto de su visita era pedir á Marcelino una carta de recomendación para el Capitán general del Departamento, su íntimo amigo, á fin de que conjurase éste el gran peligro que corría Boy.

Una lanza que le hubiesen clavado por el asiento, no hubiera hecho pegar á la de Yecla un salto tan repentino ni tan nervioso. En lo impensado de su sorpresa, vendióse miserablemente, dando á entender que estaba harto enterada del desdichado asunto.

—¿Le han preso ya?—preguntó ansiosamente.

—No—replicó la de Astures, mirándola cara á cara con fijeza;—y justamente para evitar que llegue ese extremo, es necesaria esa carta... Paco la llevará mañana á San Fernando, y la entregará al contraalmirante Deza...

—¡Imposible!... ¡Imposible!—gritó Rita Bollnllo llevándose ambas manos á la cabeza.—¡A Marcelino no se le puede hablar de eso!...

Y como si recelase de mí de repente, preguntó alarmada:

—Y Paco, ¿dónde está?... ¿Dónde está Burunda?...

Hizo ademán de levantarse para buscarme: contúvola, sin embargo, el respeto á mi tía, y prosiguió diciendo muy agitada:

—¡Tú no sabes la manía atroz que Marcelino le ha tomado á su hijo!... Esto no puede decirse á todo el mundo; pero á ti te lo digo en confianza... ¡Es odio, verdadero odio el que le tiene á ese pobre muchacho!... Yo le digo: “¡Pero Marcelinito, por Dios y por la Virgen, que somos cristianos!... ¡Yo bien conozco que el niño es un calavera, un perdido, todo lo que tú quieras...; pero es tu hijo, es tu primogénito y no hay más remedio que perdonarle y rogar por él y ayudarle á ser bueno!...” ¡Que si quieres!... Se pone hecho una furia y le maldice, ¡Isabelina, le maldice!...

Aquí la sensible Bollullo se cubrió el rostro con el pañuelo y dejó oír unos sollozos que parecían resoplidos, murmurando como desde el fondo de una tinaja:

—¡Ay, Dios, qué Cruz tan pesada es para mí ésta!

—Así es—prosiguió al cabo de un rato de resoplidos y sollozos—que he tenido que prohibir á los criados y hasta á mis mismos hijos que le nombren delante de Marcelino...¡Yo que siempre eduqué á mis hijos en el amor y el respeto á su hermano primogénito!... ¡Ay, qué Cruz, qué Cruz ésta tan pesada!...

Y la Sra. Duquesa se cubrió de nuevo el rostro con el pafluelo, con el cuidado necesario para no estropear su pintura, harto reciente.

Sonó en esto la campanilla del Duque, y Rita Bollullo se precipitó en la habitación de su marido, como ya he dicho, dejando á mi tía como quien ve visiones.

Y como quien ve visiones nos quedamos los dos después de comunicarnos mutuamente la impresión recibida en nuestras respectivas visitas. Largo rato caminamos en silencio, contristada la de Astures, pero completamente serena; alborotado yo y nervioso y combinando ya, en mi actividad de ardilla, aquel plan supletorio que había imaginado aquella misma madrugada.

Rompió al fin el silencio mi tía, diciendo para animarme:

—Esto era de temer, pero no hay nada perdido... Hoy escribiré yo misma á Deza, y mañana temprano puedes tú llevarle la carta. 

Contesté yo que sí, casi maquinalmente, distraído, pensando en otra cosa, porque aunque siempre fué mi propósito hacer cuanto me indicase mi tía, embargábame ya el pensamiento el otro plan supletorio, invención exclusiva mía, que mi deseo y mi imaginación me daban ya por seguro, según su costumbre, y que era necesario ejecutar aquella misma tarde, si había de utilizar sus resultados en mi entrevista con Deza.

Lo primero que me hacía yo la ilusión de averiguar por este medio, era el paradero de Boy; ¡habíanse precipitado los sucesos de tal manera, que vista su ausencia á través de ellos, engendraban en mí cierta confusión y parecíame que habían transcurrido meses y meses! ¡Y, sin embargo, aun no hacía cuarenta y ocho horas que Boy fingía dormir apaciblemente en mi cama!...

Ahora mismo, al relatar estos hechos, ya tan lejanos, siento igual confusión y estoy seguro de que el lector experimentará idéntico fenómeno.

Nada indiqué á mi tía de lo que pensaba hacer, porque, como dije antes, no me pertenecía el secreto; y porque allá en mi interior, lejos, lejos, no dejaba de escarabajearme el temorcillo de que los severos principios de la de Astures reprobasen mis medios.

Vestíme, pues, aquella tarde como para hacer visitas, y sin decir una palabra á nadie de lo que proyectaba, fuíme á eso de las tres y media al hotel de Londres, donde, según ya he dicho, se hospedaba la mayor parte de la numerosa colonia madrileña.

Pregunté por la Condesa de Bureva y le pasé mi tarjeta.

XX

No conocía yo á la Condesa de Bureva: habíala visto una sola vez, enmascarada, en el funesto baile del Casino, y no conservaba de ella otro recuerdo que la extraña impresión de miedo que me causaron sus magníficos y duros ojos negros, fijos en mí con impaciencia y con recelo, á través de la careta.

Harto comprenderá el lector lo difícil y espinoso que era abordar la cuestión que allí me llevaba. Confieso ingenuamente que por dos ó tres veces deseé lo que los pusilánimes que van á sacarse una muela: no encontrar en casa al dentista. Encontré, sin embargo, al mío y bien dispuesto á recibirme, porque sin ninguna detención me hizo pasar adelante.

Estaba alojada la Bureva en unos hermosos cuartos del piso principal, adornados con ese chabacano lujo de pacotilla propio de los hoteles. Tntrodujéronme en un saloncito que tenía dos puertas: una grande que daba al pasillo por donde entré yo, resguardada por un biombo; otra pequeña, de escape, que daba á los cuartos interiores.

Había cerca de una ventana una primorosa mesita de costura, con dos butaquitas á los lados; una estaba vacía, y veíase sobre la mesa una delicada labor de lana celeste comenzada; hallábase sentada en la otra una señora que apenas frisaría en los veintiocho años. Tenía caída sobre las faldas una labor idéntica á la que estaba sobre la mesa, y abierto encima un libro inglés en que fingía leer atentamente...

Y digo que fingía leer, porque mi excelente vista de marino me permitió observar desde el biombo, que tenía el libro al revés, y no es esta la manera natural de leer ni de enterarse de los clásicos ingleses. Shakespeare's works, decía el título. Vi también sobre la mesa la tarjeta que yo había pasado para anunciarme.

Cerró la señora muy despacio el libro al entrar yo; púsole sobre la mesa y levantóse ceremoniosamente. Aquella mujer era la Condesa de Bureva, que pudiera llamarse por antonomasia la de los ojos negros, tanto porque los suyos eran magníficos, como porque eran lo único notable en aquella fisonomía abultada é incorrecta y dotada, sin embargo, de esa vida, esa animación, ese misterioso atractivo que hace á algunas mujeres sin hermosura, enseñorearse por completo de la generalidad de los hombres.

Saludéla yo también con igual ceremonia, algo intimidado por aquella glacial cortesía que desde el primer momento levantaba ella entre nosotros, como una barrera que contuviese los brotes de mi expansión, á veces harto franca. Indudable era que alguien la había informado de mi carácter, y este alguien no podía ser sino el propio Boy.

Confortóme mucho la idea de que, después de todo, y dadas las circunstancias respectivas de ambos, era aquella fría reserva el único modo natural y correcto que podía y debía existir entre nosotros.

Cruzamos, pues, algunos sobrios cumplimientos y excusas y decidíme por fin á soltar el trueno chico, porque el gordo era otro y debía venir más tarde. Díjele que por gravísimas razones que le expondría cuando ella quisiera, habíame visto obligado á molestarla con mi visita á fin de saber cuál era el paradero de mi íntimo amigo el Conde de Baza...

Púsose ella al pronto muy encarnada: encogióse después de hombros, enarcando las cejas, y envolviendo la verdad en el disimulo—pues nada sabía en efecto,—contestóme con marcada extrañeza:

—¿Yo?... No sé nada... ¿A santo de qué había ese señor de darme á mí cuenta de sus pasos?...

Molestóme esta fingida extrañeza cuando esperaba yo alarmas súbitas, preguntas ansiosas, lamentos, comentarios angustiosos, suposiciones tristes, todas las manifestaciones, en fin, propias del amor en la incertidumbre. Díjele, pues, despechado y no fingiendo, sino mostrando á mi vez mi profunda extrañeza:

—Pero ¿no sabe usted lo que le pasa á Boy?...

—No... Nada sé... Algo be oído, sin embargo...

—¿Algo nada más?... Pues va usted á saberlo todo.

Y movido por el despecho y la fría calma de aquella mujer, que me sacaba de quicio, referíle entonces todas las aventuras de Boy, desde el momento en que se separó de ella en el baile, hasta la hora en que se fugó misteriosamente de mi casa: el asesinato de Joaquinito López, las diabólicas coincidencias que habían sobrevenido, la acusación que sobre Boy pesaba, la algarada popular, el proceso ya incoado, concluyendo al fin con el trueno gordo, la bomba final que había de sacarla de su afectada indiferencia, y determinarla al acto heroico que yo imaginaba para salvar á nuestro desgraciado amigo.

—Claro está—le dije—que yo puedo, y lo haré aunque me cueste la vida, probar la coartada de Boy, hora por hora y minuto por minuto, hasta la una y media de la madrugada.... Pero desde esta hora en adelante ignoro absolutamente qué hizo ni dónde estuvo... Preciso será que, si alguien lo sabe, se ponga de acuerdo conmigo, á fin de evitar que se condene á un inocente y se deshonre á un caballero...

Imposible me sería pintar la diversidad de afectos, fingidos unos, verdaderos otros, terribles todos, que so pintaron en el expresivo rostro de aquella mujer mientras yo hablaba...

Llegó un momento en que, vencida y anonadada por aquella lucha, cogió la labor que tenía sobre las faldas y se puso á trabajar en ella para disimular su turbación, moviendo febrilmente las agujas. Mas cuando llegué á soltar la bomba final, el trueno gordo, hubo un momento de silencio en que se oía la angustiosa respiración de ambos...

Alzó ella al cabo lentamente la cabeza; fijó en mí sus ojazos, no espantados ni lacrimosos, sino duros, airados, desdeñosos, y dijo con un acento vibrante de cólera y de agresivo desprecio, que me hizo el efecto de un latigazo en el rostro:

—¿Y le ha encargado á usted él que me dé A mí ese recado?...

Desconcertóme por completo esta inesperada y aviesa respuesta, que tan malparada dejaba la caballerosidad de mi amigo, y apresuróme á protestar enérgicamente:

—¡No!... ¡No, señora!... ¡Nadie me ha encargado nada!... ¡Ni yo he visto á Boy, ni, desgraciadamente, sé dónde anda!... Cuanto yo digo y hago es por mi propia cuenta, de mi responsabilidad exclusiva, y por evitar una catástrofe horrenda que veo llegar y que ya está á la puerta... Porque tenga usted por seguro que si manos amigas no sacan á Boy de este atolladero, él se pegará un tiro antes que comprometer á nadie...

Dije yo esto íntimamente convencido de su verdad, no ya irritado, sino conmovido, lloroso casi y con el tono humilde y suplicante de quien pide una limosna por amor de Dios para remediar una necesidad muy grande...

Y á renglón seguido expúsola mi plan de ir al día siguiente á ver al contraalmirante Deza, árbitro decisivo de la causa, y llevar á su ánimo el convencimiento íntimo, la prueba plena de la inocencia de Boy, aunque sólo fuera privadamente y en el secreto más profundo ó inviolable.

Escuchábame ella muy conmovida, inclinada otra vez la cabeza sobre la labor, pareciendo á veces querer interrumpirme, decir algo que no osaba, que no se atrevía y que le bailaba, sin embargo, en los labios...

Mas sucedió que en aquel momento sonaron dos golpecitos en la puerta, y con el ansia con que el náufrago se ase á una tabla, con la ciega desesperación con que el que se despeña se agarra á un clavo ardiente, gritó ella prontamente y muy alto:

Entrez... Entrez, ma chère.

Oí entonces reirse detrás del biombo, y aparecieron, rodando uno detrás de otro, cuatro grandes ovillos de lana celeste iguales en todo á la de la labor que se hallaba comenzada encima de la mesa.

Entró luego riendo, en persecución de sus ovillos, una señora ni joven ni vieja, de porte distinguidísimo y al parecer extranjera. Sorprendióla desagradablemente mi inesperada presencia, y quiso recobrar al punto su continente serio y un poco tieso.

No le fué posible, sin embargo, porque la fuga de los ovillos, que se le habían caído en la puerta, nos había puesto á todos en movimiento, y hasta que éstos no fueron capturados y puestos en formación sobre la mesilla de costura, no hubo para nadie punto de reposo. Entonces, con mucha gravedad, nos presentó la Bureva:

—El Marqués de la Burunda... Lady Winter, embajadora de Inglaterra...

Saludámonos ceremoniosamente, como si nunca hubiéramos andado á gatas á caza de ovillos, y sentándose da Embajadora en la butaquita vacía, púsose á trabajar en la labor comenzada, charlando al mismo tiempo hasta por los codos, con aquella amable jovialidad, un poco socarrona, propia de los ingleses en su trato íntimo, tan distinta de la sequedad y fría reserva, con frecuencia grosera, que se observa en ellos por la superficie.

El transcurso de la conversación púsome de manifiesto los motivos de la presencia allí de la Embajadora, la fuga de los ovillos y la taimada astucia de la Bureva, por esta vez fallida.

Tenía Lady Winter sus cuartos en el hotel frente á frente de los de la Condesa de Bureva, su amiga de antiguo: en las largas horas de ocio propias de la vida de hotel, solían ambas señoras pasarse de cuarto á cuarto, y juntas distraían su aburrimiento leyendo, charlando ó entretenidas en delicadas labores propias de su sexo.

El día antes había comenzado Lady Winter á enseñar á la á Hueva una »le estas labores, en que era muy maestra, y concertaron reunirse todos los días en el cuarto de esta última, desde las tres de la tarde hasta la hora del paseo. Faltó á la inglesa aquel día la lana para su labor; fué á su cuarto por ella, y en aquel momento llegué yo y pasé mi tarjeta.

No se atrevió á negarse la Bureva; mas juzgando que su amiga no tardaría en volver, y que su presencia la pondría á cubierto de las indagaciones y preguntas que de mí sospechaba y temía, no vaciló en recibirme.

Retuvo, sin embargo, á Lady Winter no sé qué importuno, y dióme tiempo á mí, si no de exponer por completo mi idea, de despertar al menos en el ánimo de aquella mujer el temor y el remordimiento, que habían de impulsarla á evitar en lo posible las consecuencias de aquel mal, de que allá en su origen era ella misma cómplice...

Y estoy seguro de que lo logré en efecto, porque yo vi por un instante al remordimiento, sombrío y aterrador, empañar aquellos ojos negros y duros como el azabache mismo, y crispar aquellos labios desdeñosos en que pugnaba por asomar algo triste, algo desgarrador, no sé si queja, sollozo ó promesa...

Mas el miedo y el egoísmo triunfaron al fin, arrollando con ímpetu de vendaval aquellas sanas y debidas ansias; y ya he dicho cuán prontamente se agarró á la presencia de su amiga y se abroqueló tras ella, á fin de no tener que dar una respuesta negativa que dejaba ver su falta de corazón, ó una afirmativa que la comprometiese á ella.

Todo esto lo comprendía yo muy bien; pero lo que me tenía absorto y perplejo y no acertaba á explicarme, era cómo aquel diablo de mujer, á quien había yo visto, momentos antes, aplastada bajo el peso de aquellas terribles emociones, reía ahora y charlaba con Lady Winter con tanta naturalidad y gracia.

Hablaban ambas señoras en francés muy puro y correcto, y eran los tópicos de su conversación esas mil frívolas insustancialidades que suelen constituir la charla de las mujeres, dejando siempre un hueco para esgrimir la tijera con más ó menos saña, por aquello de Bretón:


“Por más que entre col
y col Se puede meter un poco
De amable murmuración.”


Y como si se empeñasen ambas en hacerme tomar parte en la conversación, dirigíanme á cada instante la palabra, cariñosa y expresiva la Bureva, como si hablase á un íntimo amigo; algo más circunspecta Lady Winter, pero dejando adivinar un carácter más alegre y expansivo de lo que se hubiera supuesto en una Embajadora de Inglaterra.

Pidió ésta á la Bureva la labor que hacía, para examinarla como maestra: diósela la discípula con un cómico gesto de niña desaplicada, y al fijarse en ella Lady Winter, soltó un “¡oh!” gutural y clásicamente británico y rompió á reir á carcajadas. Después dijo en español chapurrado, siempre riendo:

—¡Pero esto está muy mal, querida!... ¿Lo ha hecho usted en un ataque de nervios?... Los puntos están flogos y muy distanciados... Es lo que dicen los ninos de este país:


“Entre puntada y puntada
Cabe un viejecita sentada.”


—¡Muy mal, querida, très mal! Il faut recommencer! ...

Y tirando del hilo deshizo fácilmente todo lo que la Bureva había hecho durante su conversación conmigo, que bien equivalía á un ataque de nervios. Al decir esta frase Lady Winter, sin ninguna malicia, habíame mirado la Bureva sonriendo imperceptiblemente y dejándome atónito y espantado ante aquel abismo femenino, en cuyo fondo no veía la inexperiencia y superficial pesimismo de mis veinticuatro años, más que disimulo, doblez, egoísmo, frivolidad, perfidia... “¡Pérfida como la ola del mar!”, había dicho de la mujer aquel gran Shakespeare, cuyas obras estaban allí sobre la mesa.

Un incidente inesperado vino á demostrarme, sin embargo, que en el fondo de aquel abismo había otra cosa más alta, más grande, más noble, que á todas las demás se sobreponía y debía anteponerse...

Abrióse con grande estrépito la puertecilla de escape que comunicaba con los cuartos interiores, y precipitáronse en la sala, llorando y regañando, dos preciosas criaturas de cuatro y seis años, que fueron á lanzarse en brazos de la Bureva.

Una, la mayor, que era un niño, intimidóse al encontrarse allí personas extrañas y permaneció silencioso y enfurruñado junto á la butaca de su madre; mas la otra, que era una niña, trepó como pudo sobre las rodillas de ésta, y agarrándose á su cuello, siempre llorando, expuso allí su pleito...

Que Froilen quería llevarla á paseo á pie con Garlitos, y ella quería ir en coche con su madre y Lady Winter...

Enternecióse la madre y exclamó mimosamente:

—Sí, hija mía...lo que tú quieras... Irás con mamá... Pero no llores, vida mía, no llores...

Y apretándola contra su regazo, mientras abrazaba al niño por el otro lado, mostrábamelos á mí á hurtadillas de Lady Winter, con un gesto tan elocuente y sencillo; con una mirada tan desolada, tan humilde y suplicante y tan desesperada al mismo tiempo, que sentí conmoverse lo más hondo de mis entrañas; bajó la cabeza en señal de asentimiento, como comprendiéndolo todo, y no me eché á llorar allí mismo por decoro de mi bigote y porque estaba Lady Winter delante...

Y no nos dijimos más...

Al anochecer dí una vuelta por el Casino para enterarme do las noticias que corrían; varias supe de extraordinaria importancia. Dijéronme, en primer lugar, que aquella mañana se había dictado auto de prisión contra Boy, lo cual era desgraciadamente cierto.

Decíase también que el Cuerpo de la Armada había decidido expulsarle de su seno, cosa que tuve desde luego por absurda y sin otro fundamento que alguna intención aviesa; porque siendo Boy estimadísimo entre sus compañeros, difícil era llegar á un extremo semejante sin un motivo más que probado y razonado.

Nadie, sin embargo, sabía dar cuenta del paradero de Boy, y en esto dividíanse las opiniones. Creían unos que desde el primer instante en que se vió comprometido, había huido al extranjero, y opinaban otros que al saber la decisión de expulsarle de la Marina, habíase anticipado á ella pegándose un tiro...

Este era el temor siniestro, el fantasma trágico que se me presentaba á cada momento en la imaginación, y que yo procuraba repeler, y repelía en efecto, con espanto, con horror, ¡pero no con razones!...

Jamás había observado en Boy muestra alguna de impiedad; nunca le oí la más insignificante palabra contra las cosas de Dios, ni de la religión, ni de sus ministros; pero tampoco había visto en él la fe profunda, la religiosidad honda y sincera, única que en ciertos casos extremos puede apartar al hombre desesperado y enérgico del anticristiano suicidio.

Absorto en tan siniestros pensamientos volví á mi casa ya bastante entrada la noche; extrañóme encontrar á la puerta á Celestín charlando con el portero, pues tenían prohibido rigurosamente mis tíos formar tertulia de criados en el zaguán, como sucede en otras casas menos ordenadas y correctas.

Al verme llegar Celestín, salióme al encuentro y me dijo en francés muy rápidamente:

—Venga el Sr. Marqués por la otra puerta...

—Pnes ¿qué hay?

—Que ha venido el Sr. Conde y le está aguardando...

La sangre toda me refluyó al corazón, y apreté el paso preguntando ansiosamente:

—¿Hace mucho?...

—Hace más de hora y media... Llegó por la puerta del torreón y le hice pasar al cuarto del Sr. Marqués sin que le viera nadie.

Subí á saltos la escalera y crucé mis cuartos todos rápidamente sin encontrar á nadie. Llegué á mi alcoba, que estaba muy iluminada...

Allí estaba Hoy tendido en mi cama, durmiendo con tanta tranquilidad y reposo como si acabase de salir de un baile. Estaba liado en el mismo plaid escocés mío en que se envolvió en aquella funesta madrugada, y tenía á los pies un gran levitón de lacayo, verde aceituna, que sin duda le había servido de disfraz para llegar á mi casa.

Dormía tan profundamente, que para despertarle tuve que tirarle de un brazo, gritándole con toda la vehemente emoción de mi cariño, de mi angustia, de mi sobresalto:

—¡Boy!... ¡Boy!... ¡Boy!...

Abrió él los ojos pesadamente; sentóse en el borde de la cama, medio dormido todavía, y dijo restregándose los ojos:

—¡Qué demonio de hombre más pesado!... ¿A qué viene ese alboroto?... ¡Cualquiera diría que me había muerto, y que me veías resucitado!...

XXI

Un aluvión de preguntas incoherentes y desordenadas brotó de mis labios en cuanto vi á Hoy despierto. La memoria de aquellos peligros que con tanto anhelo había yo procurado conjurar, huyó lejos de mí, y ya sólo pensé en que le veía allí, en que le tenía en mi casa sano y salvo y bajo mi protección y custodia.

Fuera de mí de contento hacíale pregunta tras pregunta, y acariciábale como á un niño, pasando mis dedos entre sus despeinados cabellos, que cual un nimbo de oro coronaban su frente, envejecida, á mi parecer, en aquellas cuarenta y ocho horas.

Dejábame él hacer y decir sin contestar palabra, sentado siempre en el borde de mi cama y balanceando las piernas, que no le llegaban al suelo; á reces daba descomunales bostezos, última evaporación, sin duda, de su pesado sueño.

De pronto dijo con su habitual y socarrona calma:

—¿Has acabado ya?

—Cuando quieras te cedo el uso de la palabra...

—¿Qué hora es?...

Apresuréme á mirar el reloj, y dije:

—Las nueve y cuarto.

—Pues con una sola respuesta voy á contestar á todo ese cólico de preguntas... ¡Entérate bien!... A las nueve y cuarto de la noche de hoy miércoles 12 de Marzo, ha nacido en mí un hombre nuevo, sin padre ni madre, como dicen de Melquisedech, y que no guarda más recuerdo de lo pasado, que el que puede guardar un recién nacido del vientre de su madre... Así es que desde esta fecha para atrás, que llamaremos Era antigua, no preguntes, no indagues, porque nada sé de mí mismo, nada respondo ni responderé nunca, porque no me da la gana... Pero desde esta fecha en adelante, que será la Era moderna, pregunta lo que quieras, aunque sea todo un Catecismo, porque demasiado sabes que para mi Burundita no tengo yo secretos...

¡Y como lo dijo lo cumplió aquel testarudo, cuyo prurito de hombre fuerte y discreto le hacía ocultar bajo impenetrable reserva su corazón, manando sangre en aquel momento, como oculta el guerrero su herida de muerte bajo una férrea coraza!...

Ni entonces ni nunca pude sacar á Boy una sola palabra de lo que hizo y le aconteció desde aquella madrugada funesta en que salió de mi casa, hasta el momento en que, disfrazado de lacayo, volvió á entrar en ella.

Sólo por conjeturas, y atando varios cabos sueltos, no supe, sino deduje mucho más larde, que al oírse Boy pregonado por las calles el día del asesinato de Joaquinito lópez, y previendo desde luego la horrible alternativa en que había de verse en cuanto le sometiesen á un interrogatorio, habíase refugiado por el pronto en casa de su nodriza, excelente mujer que vivía en aquella ciudad.

Tenía ésta dos hijos, uno guardia civil, y otro lacayo de una casa muy conocida, y ambos cuidaron de informarle hora por hora del rumbo que tomaba el asunto. Mas cuando supo por el guardia que se había dictado auto de prisión, decidióse á venir á mi casa para no comprometer á aquel pobre muchacho, que arriesgaba su vida por encubrirle, y vínose, en efecto, en cuanto fué de noche, disfrazado con la ropa del otro hermano lacayo.

Tenía Boy el don de hacerme rabiar en todas nuestras conversaciones, y complacíase en ello, porque sabía que mis rabietas duraban poco y nunca pasaban de la superficie.

Dióme, pues, rabia aquel exordio sobre las preguntitas, cuando yo esperaba, como era natural, espontáneas confidencias, y volviéndole la espalda bruscamente, comencé á pasear por el cuarto, murmurando entre dientes:

—¡Descuida!... No seré yo quien te pregunte mucho, ni de la Era antigua ni de la moderna...

El, sin moverse de su sitio, me gritó con sorna:

—Mira, Burundín, no te montes ya á la heroica, ni empieces á pasear irado e nao facundo..Cuando yo me ahorque á mí mismo, te permitiré con mucho gusto que me tires de los pies, como me decías la otra noche... Pero cuando me ahorquen contra mi voluntad, espero que me ayudes á cortar la cuerda, y cuenta que si tú no lo haces, me veo en mucho peligro de bailar un tango por los aires.

Y con un dejo de tristeza y de amargura que me llegó al alma, se puso á cantar á media voz esta copla andaluza:


“No tengo padre ni madre
Ni quien se acuerde de mí;
Me arrimo á los mulaares.
¡Las moscas huyen de mí!”


Esto solo bastó para disipar mi enojo, como á una pompa de jabón basta un soplo de viento, y exclamé angustiado, cual si viera ya ó Boy danzando por los aires:

—Pero tú, ¿qué piensas hacer, cabeza de chorlito?... ¿No sabes que han dictado contra ti auto de prisión?...

—Lo sé, y por eso quiero quitarme de en medio.

—Y ¿á qué esperas?...

Hizo entonces Boy lo que los Lacedemonios ante los Espartanos, cuando por toda petición les mostraban un saco de trigo vacío... Sacó del bolsillo un portamonedas con sólo seis pesetas dentro, y vaciándolas en la palma de la mano, mostrómelas repitiendo con irónico énfasis aquello del Romancero:


“Veintidós maravedís
Para cada dia os quedan.
Tratadvos como quien sois;
Non endureis la despensa..."


—Majadero!—exclamé yo, dándole tan furibunda palmada en la mano, que echaron á rodar las seis pesetas.—¡No pienses en eso!... ¿Dónde quieres ir?

—A Madrid.

—Pues esta misma noche nos iremos.

—¿Nos iremos?—dijo Boy con extraßeza.

—¡Sí, nos iremos!... ¿Qué tiene esto de singular?...

—No es el singular el que me choca... Lo que me extraña es el plural. ¡Nos iremos!... ¿Acaso piensas tú venir conmigo?...

—Y ¿has podido dudarlo un momento?—exclamé impetuosamente, lanzándome á su cuello.

Un relámpago de vivísimo gozo y de enternecimiento brilló por un instante en los ojos de Boy. Dominólo, sin embargo, al punto, y desprendiéndose de mí, dijo con impaciencia:

—¡Santo Dios de Israel!... ¿Empiezan otra vez las escenas?... ¿Que no has de poder hablar dos palabras sin que tengamos que representar un acto por lo menos de Julieta y Romeo?...

Sin hacerle caso esta vez, póseme á exponerle un plan de fuga que tenía yo muy madurado, previendo que llegase este caso.

Pasaba el expreso de Cádiz á Madrid por la estación de X* * * á las cinco de la mañana, y una hora después deteníase un minuto en cierto solitario apeadero llamado El Gallo, donde tenía yo, á dos kilómetros de distancia, un cazadero.

Imaginé, pues, para evitar los peligros de la salida, que eran los mayores, arrancar en coche de mi casa por la madrugada, como si fuéramos de cacería, y tomar el tren á las seis de la mañana en el Apeadero del Gallo, hora en que los viajeros, rendidos de fatiga, suelen, por lo general, ir durmiendo.

No había entonces sleeping-car en aquella línea, y para evitar también algún encuentro importuno con pasajeros amigos ó conocidos, pensé mandar reservar todo un departamento de primera, donde pudiéramos ir solos Boy y yo con los perros y escopetas, continuando así hasta Madrid nuestro papel de cazadores.

Si para algo era menester dar la cara en el viaje, daríala yo, conservando mi nombre de Marqués de la Burunda; Boy habría de callar siempre y pasar por un amigo mío, diplomático inglés que se llamaba Sir Tomás Harrison.

Escuchábame Boy muy atento, dando muestras de aprobación, y satisfecho yo con esto, le pregunté muy ufano:

—¿Te parece bien?... ¿Lo encuentras fácil?... ¿Estás contento?...

Boy movió negativamente la cabeza.

—Pues ¿qué dificultad encuentras?...

—Que detesto á los ingleses y ni en broma quiero serlo ni por un momeuto.

—Pues serás francés y te llamarás Motteville...

—¿Francés?... Mucho menos.

—Entonces, belga, y le llamarás Juan Vanloo.

—En do de belga estoy conforme...; pero no quiero llamarme Juan.

—Pues ¿cómo diablos quieres llamarte?...

—Paulino.

Fué tal el coraje que me dió esta salida de pie de banco, que no pude dominarme, y contesté indignado:

—¡Pues llámate Perico el de los Palotes, ó Diego Majaderías, ó Pedro Sinseso, que en siendo cosa huera todo te vendrá bien!..

Contúveme al punto, sin embargo, porque comprendí que Boy quería otra vez impacientarme y disimulaba, según su costumbre, la gratitud y la emoción que le causaba la solicitud de mi sencillo cariño, al verle en peligro, solo y de todos abandonado...

¡Extraño carácter el de aquel hombre, que teniendo gran corazón se empeñaba en ocultarlo, y siendo de agudo entendimiento se complacía en pasar por un boy insustancial y frívolo!...

Dí, pues, por aprobado mi plan sin meterme en más averiguaciones, y salí fuera para dar las órdenes necesarias. Preciso era no perder un instante si habíamos de partir aquella noche; eran ya las diez y necesitábamos cerca de tres horas para llegar al Apeadero del Gallo á tiempo de alcanzar el expreso.

Mandé, pues, al cochero tenerlo todo listo para las dos de la madrugada y encargar antes en la estación el coche reservado; ordené también á Celestín preparar dos maletas, una para Boy y otra para raí, y hacer al mismo tiempo la suya propia, pues que había de acompañarnos en el viaje.

Tenía Boy la misma estatura que yo y las mismas proporciones, y servíase de mi ropa como de la suya propia; fácil fué, por lo tanto, improvisarle un equipaje completo, porque mi guardarropa estaba entonces lo suficiente abastado para surtir de todo lo necesario, y aun de lo superfluo mismo, á dos ó tres elegantes...

Dadas estas disposiciones, pensé entonces en despedirme de mi tía; encontréla en su boudoir con Beatriz haciendo crochet. Mi tío habíase acostado muy temprano, molestado por la gota que le aquejaba. La alteración de mis facciones reveló al punto á la de Astures que algo extraordinario pasaba; levantóse prontamente, y para no alarmar á Beatriz, me dijo:

—Ya tengo escrita la carta para Deza... Ven á ver lo que te parece.

Llevóme á otro cuarto del lado, y allí, de pie y en muy pocas palabras, díle cuenta de la llegada de Boy y de la fuga que preparábamos. No pareció sorprenderse.

—Bien hecho—me dijo;—lo mejor que puede hacer es quitarse de en medio.

—Pero no por eso—repuse yo—debe desistirse de hablar á Deza...

—¡Por de contado!... Pues no por haber huido Boy dejará de seguirse aquí el proceso.

Entonces dije yo tímidamente:

—Quizá Cayetano Méndez quiera encargarse...

—Y ¿á qué?—me interrumpió mi tía vivamente.—¿No puedo hacerlo yo misma tan bien como él, por lo menos?... Mañana iré yo á San Fernando y hablaré largamente con Deza... Tú no te preocupes de eso, porque queda á mi cargo. Ocúpate sólo de acompañar á ese pobrecito y de no dejarle hasta que esté en salvo y completamente tranquilo... Sobre todo, que lo veas tranquilo, y mientras tanto no lo dejes solo un momento... ¡Pobre muchacho, tan abandonado de todos!... Te aseguro que me dan ganas de ir á tu cuarto, para verle y consolarle un momento... Pero no sería prudente, ni delicado tampoco... ¿Verdad?

Abracé á mi tía con entusiasmo, admirando su magnanimidad, y separámonos al fin, encargándome ella que le escribiera y prometiéndome á su vez hacerlo, para tenerme al corriente de sus gestiones con Deza...

Aun no había pasado un cuarto de hora, cuando entró en mi cuarto un criado de mi tía con una carta, que me entregó diciendo:

—De la Sra. Condesa.

Abríla vivamente y leí estos renglones de mano de mi tía:

“Se me olvidó decirte que en este momento escribo á D. Braulio Crespo (era éste el apoderado de mis tíos en Madrid), que se ponga á tus órdenes y advirtiéndole que llevas letra abierta sobre nuestra cuenta corriente en el Banco.”

Llegó por fin la hora de marchar: habíamonos vestido nuestros trajes de caza y habíase puesto Boy encima un capote de monte, mío, cuyo alto cuello podía ocultarle el rostro por completo.

De pie ante el gran espejo de mi ropero, terciábase el capote, ladeábase la gorrilla y manejaba la escopeta diciendo mil tonterías, con la gracia y distinción natural que siempre y de cualquier manera resplandecía en su persona.

Siempre que veo el magnífico retrato que pintó Velázquez del infante D. Fernando, hermano de Felipe IV, me acuerdo de la elegante silueta de Boy delante del espejo en aquellos momentos.

Salimos muy en silencio de mi cuarto para no turbar la quietud y el reposo que reinaban en la casa, y cruzamos de puntillas la gran galería que daba al jardín, á la sazón escasamente iluminada...

De repente, y á la mitad de ella, surgió de detrás de un macetón que tenía una palmera, una especie de sombra blanca que se adelantó ligera hacia nosotros. A la tenue luz que allí reinaba parecía un fantasma ó un ángel...

Llegóse á Boy sin decir palabra; púsole en la mano un sobre blanco, y huyó á refugiarse en el hueco de una de las ventanas... Conocíla al punto, y Boy debió también conocerla. Era Beatriz... ¿Cómo averiguó la pobre niña la presencia de Hoy en mi casa? ¿Adivinó acaso que si no le veía aquella vez no le volvería á ver nunca?...

Arrastré fuera de la galería á Boy, que se había quedado inmóvil y atónito con el papel en la mano. Al salir, oímos allá en lo hondo de la ventana, un llanto desolado, muy comprimido, muy bajo, muy quedito...

En el gran patio del palacio hallábase ya preparado el coche, y el cochero y Celestín acomodaban en él los perros y las escopetas. Acercóse mientras tanto Boy á la luz de un farol y rasgó violentamente el sobre que Beatriz le había dado.

Sólo contenía un diminuto escapulario del Carmen, encerrado en dos primorosas bolsitas de cabritilla blanca, unidas por cordones de seda también blancos. Entonces le oí murmurar á Boy esta frase que recuerdo haber leído en alguna parte:

“¡Pasé junto á mi dicha y la pisoteé sin conocerla!...”

Subimos al coche, yo delante para guiar, á mi lado Boy y dentro el cochero y Celestín con los perros y escopetas. Al salir por el ancho portalón del palacio, vínome á la memoria con gran insistencia el letrero esculpido en el frontis de la fachada, y lo repetí dentro de mí devotamente:


Dominus custodial introitum tuum et exitum tuum ex hoc nunc et usque in saecula. Amen.

XXII

Nada de particular nos sucedió en el camino.

Ocupado yo en guiar los caballos y hacerles sortear los muchos pasos dificultosos de aquella descuidada carretera, no me era posible entablar una conversación seguida, y Boy, por su parte, no se cuidó de hacerlo.

Caminábamos, pues, en silencio y mirábale yo de soslayo de cuando en cuando: vile siempre encogido en su asiento cual si tuviese frío, y zambullido el rostro en el alto cuello del capote, que sólo dejaba asomar sus ojos abiertos, fijos y relucientes como dos luciérnagas.

Llamóme la atención que fumaba sin cesar cigarro tras cigarro, signo en él de preocupación hondísima.

—Indudable es—pensé yo—que la escena de la galería le ha impresionado.

Y en mi loca imaginación vime ya volviendo triunfante por aquel mismo camino con Boy al lado, libre de todo peligro, arrepentido de los yerros de su Era antigua y decidido en su Era moderna á no pasar junto á su dicha sin conocerla, que era el ideal que desde hacía veinticuatro horas acariciaba yo en mi mente.

Al amanecer, cuando á la lívida luz del crepúsculo comenzamos á distinguir claramente los objetos, me dijo Boy de repente:

—¿Traes algo que comer?...

Dime una palmada con gran pesadumbre, y paré el coche en el acto.

—¡Caramba!... ¡Me he olvidado por completo!... ¿Tienes hambre?

Mas Celestín, que había oído la pregunta de Boy, se apresuró á decir:

—Señor Marqués...aquí va una cesta llena.

Volvimos la cabeza prontamente y vimos sobre las rodillas de Celestín una primorosa fiambrera de mimbres, bien provista por las trazas.

—La Sra. Condesa—añadió Celestín—la mandó preparar para que los señores no tuviesen que bajarse en el camino, si no querían...

—Por eso lo preguntaba yo—me dijo Boy muy por lo bajo;—no nos conviene bajarnos en el camino.

—Y ella misma—continuó Celestín—estuvo en el office basta la una y media viendo cómo la preparábamos.

Hizo Boy un gesto de admiración, y yo dije con entusiasmo:

—Pues tú no sabes lo que en ella supone eso; porque de ordinario á las once está ya en la cama, y á las siete oyendo Misa en la iglesia.

—Es para ti una verdadera madre—dijo Boy gravemente.

Y yo, con la obsesión de mi idea, que llegaba á nublarme las luces del entendimiento, añadí estúpidamente:

—¡Y para ti podría ser una excelente suegra!...

Boy no pareció enterarse, porque en aquel momento preguntó á Celestín si había en la cesta algún poco de ron ó coñac, para matar el gusanillo, como dicen en aquella tierra.

Sacó prontamente Celestín un frasco de excelente ron y dos vasitos de plata; sirviónos á los dos con mucho primor, y, sin duda, era el gusanillo lo que amordazaba la lengua de Boy, porque desde aquel momento comenzó á charlar, y ya no paró hasta que llegamos á las seis menos diez minutos al Apeadero del Gallo, solitario y silencioso como un desierto.

Llegó el tren á su hora y se detuvo un minuto dando resoplidos como un monstruo fatigado que descansa un instante para cobrar alientos. Ni un solo viajero apareció en las ventanillas, como yo había previsto, y pudimos, por lo tanto, Boy y yo acomodarnos en nuestro reservado sin que nadie nos viera.

No bien el tren se puso en movimiento, hizo Boy una cosa extraña en él, que me dejó estupefacto: tuve, sin embargo, la inusitada prudencia de no decirle nada, ni aun darme siquiera por entendido de que lo había visto.

Despojóse del capote de monte, y sin recatarse de roí ni darme explicaciones, desabrochóse toda la ropa que traía debajo, incluso la camisa, y colgóse al cuello, á raíz de la carne, el escapulario que Beatriz le había dado, después de besarlo devotamente.

—¡Ea!... Ahora á dormir—dijo después muy satisfecho.

Y haciendo con el capote y las mantas un cómodo lecho, tumbóse á la larga en todos los asientos de un frente, y se echó á dormir ó á pensar, que de esto no puedo dar testimonio fidedigno.

Llegamos á Madrid muy después de la media noche, y fuímonos á un hotel de segundo orden que había entonces en la Puerta del Sol, esquina á la calle del Correo: así lo habíamos convenido en el viaje para evitar en lo posible encuentros de gente conocida.

Pidiéronnos en el bureau nuestros nombres, porque andaba muy en ascuas la Policía, temiéndolo todo de la reacción y los reaccionarios. Di yo el mío sencillamente, y Boy, con mucha formalidad y perfecto acento extranjero, dió el que se le había metido en la cabeza, Paulino Vanloo, añadiendo la extravagante coletilla, que debió ocurrírsele en el momento, de Ingeniero jefe del Canal de Otranto.

No pude menos de soltar la risa al oir tan extraña salida, y cuando nos vimos á solas reprendíle su falta de formalidad, que podía fácilmente traernos un compromiso.

—¡Bah!—me contestó.—Para un día que vamos á estar aquí, lo mismo puedo ser Ingeniero jefe del Canal de Otranto, que Capitán general de las Galeras turcas.

Así por los cabellos la ocasión que se me presentaba de indagar los planes de Boy, que aun no se había dignado comunicarme, y preguntóle, creyéndome en esto dentro de la Era moderna:

—Pero ¿tan de paso vamos á estar aquí?

Pareció él quedarse un momento perplejo, y contestó al fin lacónicamente:

—Mañana te lo diré... Ahora no lo sé yo mismo. Podría ser un viaje muy largo, muy largo, y podría ser poco más allá de Vitoria...

—Supongo que ese viaje largo, largo, no será el de la eternidad—dije sintiendo renacer mis siniestros temores.

—El de la eternidad no es largo, sino bien corto... Con tirarte por el viaducto, estás allí en un minuto...

Dióme frío aquella bromita macabra, pero ya no pude decirle más porque había llamado á Celestín, y ayudándole él deshacía su maleta. Díjome que tenía sueño y quería acostarse temprano para madrugar mucho al día siguiente: opté yo también por lo mismo, y comencé mis preparativos para acostarme.

Teníamos un cuarto muy capaz para los dos, con sendas camas paralelas; á la izquierda había otro muy pequeño, donde Boy mandó colocar el baño, de que nunca prescindió un solo día en su vida, y á la derecha un saloncito que destinamos á comedor, porque desde luego pensamos, para conservar nuestra independencia, comer aparte y que Celestín nos sirviera.

Acostéme yo antes que Boy, y sentado en la cama y fumando un cigarro, vile á él desnudarse, trasteando al mismo tiempo por el cuarto. Acechaba yo la ocasión de preguntarle algo sobre aquel viaje largo, largo, que tan mala espina me había dado, y al verlo ya en camisón de noche y próximo á meterse en la cama, le dirigí la palabra.

Mas él, muy serio y muy grave, me contestó:

—Calla ahora, que estoy rezando...

Vile, en efecto, arrodillarse á los pies de la cama, hundir en ella el rostro entre sus manos cruzadas, y permanecer así un minuto muy escaso. Levantóse al cabo, con el rostro todavía contraído por honda emoción, y dijo muy grave, muy serio, emocionado aún:

—Habla ahora... Ya acabé.

—Pero chico—exclamé yo estupefacto,—¿rezas tú por logaritmos?...

—Ni con Dios me gusta ser pesado—repuso Boy gravemente.—Rezo lo bastante para que Dios me entienda y sienta yo que me ha entendido... ¿Crees que Dios necesita, como tú, un cucharón de bayeta para conocer lo que hay en el fondo de los corazones?...

—Pero si no has tenido tiempo ni para rezar un Avemaría...

Pues lo he tenido para pedir por tres vece» el remedio que necesito.

—Pero ¿con qué fórmula, con qué oración?...

—Con una que yo he compuesto.

Echéme á reir muy de veras, exclamando:

—¡Tendrá que ver una oración compuesta por ti!...

Pero Boy, grave, serio y casi solemne, como nunca le había yo visto, dijo enérgicamente:

—¡No te rías, que de estas cosas nadie debe reírse!... Yo te diré mi oración y cómo y cuándo la compuse...

Y metiéndose en la cama de un salto, encendió un cigarro, y con una especie de sencillez candorosa, y por decirlo así de naturalidad mística que acabó por producirme al final escalofríos en la raíz del pelo, me habló de esta manera:

—Cuando estuve embarcado en La Blanca nos detuvimos en Fernando Póo más de tres meses. Había allí una gran casa de Misioneros, de los que predican á los salvajes, y uno de ellos, que se hizo amigo mío, me regaló un librito piadoso... No lo leí por el pronto; pero un día que estaba de guardia, me lo encontré, no sé cómo, en el bolsillo de mi chaquetón de á bordo... Abrílo al azar y encontré allí una octava firmada por Lope de Vega: la autoridad de la firma me hizo leerla; la sonoridad de los versos me obligó á repetirla, y la profundidad del concepto y su terrible alcance me hicieron leerla y releerla y meditarla hasta que la aprendí de memoria... Porque presupuesta la fe que, gracias á Dios, he tenido y tengo, jamás he visto verdades tan sencillas y triviales unirse y encadenarse entre sí con tan formidable lógica, para llevarle á uno á la confesión de su locura y de su propia miseria... La octava es ésta:


“Yo, ¿para qué nací? Para salvarme.
Que tengo de morir, os infalible;
Dejar de ver á Dios y condenarme.
Triste cosa será, pero posible.
¡Posible!... ¿Y río y duermo y quiero holgarme?
¡Posible!... ¿Y tengo amor á lo visible?
¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto?
¡Loco debo de ser, pues no soy santo!...”


Y aquella noche, paseando sobre la cubierta de La Blanca, entre el cielo y el mar, únicos testigos, pasaba yo revista á mis yerros, á mis goces de un minuto, flores sin raíces, locuras sin felicidad, y pensaba amargamente:


“¡Loco debo de ser, pues no soy santo!”


Y como no me encontraba con fuerzas para dejar de ser loco y ser santo, le pedía á Dios Con toda la fuerza del convencimiento, que hiciera conmigo lo que se hace con los locos. ¡Atarlos!... Y como si le viera asomar allá en el cielo, clavado en la Cruz entre las estrellas, le decía: “¡Atame, Señor, porque aunque ruin y manchado, te amo mucho y no quiero ofenderte!... ¡Atame, Señor, porque aunque loco y ciego, creo en ti, que eres mi Dios!... ¡Atame, Señor, porque aunque sucio y roñoso como soy, espero en ti, porque eres mi Padre!...” Y esta fué la oración que compuse y rezo todos los días, reducida á logaritmos, si es que así te hace más gracia. ¡Atame, Señor, y ten piedad de mí!...

—Pero ¿es éste Boy?—preguntábame yo con nna especie de pavoroso asombro.—¿Es éste el simpático botarate que quiso hacernos creer á todos que tenía el corazón de piedra berroqueña?... ¡Mucho ha debido sufrir en estas cuarenta y ocho horas esa roca, para ablandarse así y dejar escapar á chorros los purísimos manantiales que encierra!...

Y como el enternecimiento me invadía y la emoción me ahogaba, apagué la luz de un soplo antes de que Boy se apercibiese de ello. Oí entonces su voz, que decía en la obscuridad con cierta regocijada esperanza:

—Y ¿lo ves?... ¿Lo ves cómo me oye?... ¡Mira, mira cómo me va atando!...

XXIII

Cuando me desperté á las ocho de la mañana habíase levantado ya Boy y salido fuera de casa. Díjome Celestín que el Sr. Conde acababa de salir; que se había vestido en el cuarto de baño para no molestarme, y que le había dejado para mí este recado:

—Que no le esperara á almorzar, porque tenía mucho que hacer y volvería tarde.

Contrarióme esto, porque aunque mis negros temores habíanse mitigado mucho con las espontáneas confidencias de Boy la noche antes, todavía me quedaba el suficiente recelo para desear no perderle de vista un instante, según el último consejo de mi prudente tía la Condesa de Astures.

Urgíame también vislumbrar al menos los planes de Boy y el término de su misterioso viaje, para tomar yo las disposiciones necesarias, así en la cuestión de dinero, como en la de los pasaportes, indispensables entonces hasta para salir á la calle; cosas todas que hubiera sido temerario confiar á Boy, cuya indolencia de gran señor le tenía acostumbrado á encontrárselo todo hecho.

Resignéme, pues, por aquello de Santa Teresa—el buen entendimiento hace de la necesidad virtud,—y para ganar tiempo y oportunidad, aproveché aquellas horas vacantes para ir á casa del apoderado de mis tíos, D. Braulio Crespo, que vivía allá en lo último de la calle de la Princesa.

A las doce estaba ya de vuelta en el hotel, y, contra lo que esperaba y creía, me encontré allí á Boy tumbado en un sofá, con los pies más altos que la cabeza, según su pintoresca costumbre, fumando tranquilamente; porque aquella criatura singular tenía siempre el tino de hacer todo lo contrario de lo que había dicho. Dijo que volvería tarde; preciso era, por lo tanto, que volviese temprano.

Al verme aparecer, díjome con mucha paz, sin moverse de su sitio:

—¡Mal principio de semana para el que ahorcan en lunes!...

—Pues ¿qué hay?—exclamé yo, temiéndome algún percance.

—Que he estado á ver á Bermúdez, el Contador de mi padre, y le he encontrado moribundo con una hemiplejia...

—Pues si el ahorcado es Bermúdez, no hay que apurarse mucho, que bien merecido lo tiene.

—¡Ya!... ¡Pero si tú hubieras visto el cuadro que ofrecía aquella casa!... Su mujer, que es joven aún, pero muy enferma y acabada... Una vieja de ochenta y cuatro años, que es su madre, ¡y nueve hijos pequeñitos!... El mayor, que es mi ahijado, acaba de cumplir diez años... ¡Yo le llevé unos juguetillos, que compré al paso, y la pobre criatura ni los ha mirado!... ¡Daba lástima el angelito llorando por su padre!...

—¿Y á Bermúdez lo viste?...

—No; pero como se enteró que estaba yo allí, hizo muchos extremos, y quiere verme esta tarde después que reciba el Viático... Dice que tiene que decirme cosas de conciencia...

—Pero ¿tiene la cabeza firme?...

—Perfectamente, y él mismo ha pedido los Sacramentos... El lado derecho es el que tiene paralizado por completo, y es de temer que se extienda la parálisis.

Aquellas confidencias de un tunante que al borde del sepulcro se volvía á Dios y llamaba á Boy, pareciéronme desde luego que debían ser de la mayor importancia. Aconsejóle, pues, que no dejara de ir, y respondióme él muy razonable:

—¡Ya lo creo que iré!... Y aunque supiera que sólo iba á recitarme las coplas de Calaínos, iría lo mismo... ¿Quién se niega al deseo de un moribundo?... Lo que no sé si será prudente es asistir al Viático... ¿Qué te parece?...

—Que no debes de portar por allí en diez leguas á la redonda á esa hora, porque seguramente habrá gente que te conozca... ¿Te olvidas de que hay dictado contra ti auto de prisión, y que cuando menos lo pienses le echan el guante al revolver de una esquina?...

—Tienes razón—replicó Boy muy conforme.

Y al verle tan dócil y razonable, me arriesgué á decirle con cierto tono paternal que á veces se me escapaba á mí y siempre exasperaba á Boy:

—Y es necesario que pienses en los pasaportes...

—Pero ¿no te habías tú encargado de eso?...

—Seguramente.

—Pues sácalos pronto.

—Pero, cabeza de melón—exclamé comenzando á impacientarme,—¿cómo he de sacarlos, si no sé adónde vamos?... ¿Quieres que sea como aquella vieja regañona que pidió un billete en el despacho del tren? “¿Para dónde?”, preguntó el empleado. “¿Y á usted qué le importa?”, replicó ella.

Echóse á reir Boy con fingidas carcajadas.

—¡Cuidado que es gracioso este Burundín!—exclamó burlonamente.—Los cuentos que le ocurren para sacarme adónde voy... Pero si no lo sé yo tampoco, ¿cómo he de decírtelo?...

—Pues ayer me dijiste que hoy lo sabrías...

—Pues si ayer te dije que hoy, hoy te digo que mañana.

—Y mañana me dirás: “Ya se me quitó la gana.”—añadí yo completando la copla.

—No, Burundita, no: lo que te diré hoy y mañana y todos los días, es que discurres menos que el palo trinquete de mi barco... ¿Tienes más que sacar los pasaportes para un punto cualquiera del extranjero, París, por ejemplo?... Si luego no pasamos la frontera, como es muy probable, esas leguas nos ahorramos... Y si vamos máallá, como es muy posible, tiempo tenemos allí de refrendarlos.

Boy tenía razón, y debí callarme; pero no quise dar mi brazo á torcer y apelé á otro registro.

—Y supongo—dije—que no querrás que se extienda el pasaporte con ese nombre ridículo que has dado en el hotel, de Ingeniero jefe del Canal de Otranto.

—¿Y por qué no, si eso es muy honorífico?...

—Es ridículo y llamará la atención.

—¿Ridículo?... Más lo era el de aquel portugués amigo tuyo, que encontré en el Brasil, y te hacía mucha gracia: “Juan Bautista Salcedo, Cotiño, López de Figueredo y Barbacaes, expasageiro de primera clase na línea de San Francisco de California...”

—¡Yo no he tenido nunca amigo semejante!—exclamé al fin con pueril enfado.—Pero lo que te digo es que no encargo el pasaporte con ese nombre...

—; Pues encárgalo como quieras, Burundita, con tal que no te incomodes!... ¿Te gusta un nombre corto?... Pues pon D. Pío Pí... ¿Lo quieres largo?... Pues pon D. Hermenegildo Haurianagoenatotoricagoascoechea... Este nombre me vendría bien si he de pasar por las Provincias Vascongadas.

La llegada del almuerzo cortó la ridícula contienda, y aun tuvo Boy durante éste una racha de formalidad grave y sensata, que me permitió adivinar las líneas generales del plan que traía imaginado y que tan cautelosamente iba poniendo en práctica.

Díjoinc que la principal razón que tuvo para visitar á Bermúdez, creyéndole bueno y sano, fué la de informarse del estado de la legítima de su madre, de que nunca ni en ninguna ocasión se le había dado cuenta ni hecho percibir el menor provecho.

El respeto á su padre, responsable, al parecer, de todo esto, habíale impedido hasta entonces hacer alguna reclamación de las que en derecho le correspondían. Mas las circunstancias habían variado del todo en cuarenta y ocho horas, y decidido como estaba, á borrarse por completo del mundo durante el tiempo necesario al desarrollo de su idea, no quería que viniesen á molestarle en su sepultura transitoria con reclamaciones justas ó injustas de sus acreedores.

Por eso había decidido también reclamar su legítima materna el mismo día que cumpliese su mayor edad, que era el 23 del próximo Septiembre; pagar religiosamente á sus acreedores y dormir en paz en aquella provisional sepultura hasta que el tiempo acallase las lenguas, moderase las curiosidades, hiciese luz en los misterios, y clara y patente la verdad, pudiese él, libre de toda mancha y sin peligro de imprimirla á nadie, volver á reclamar su honor, su nombre y su posición en la vida.

Vi entonces claro, como la luz del día, que el único pensamiento y el único deseo de Boy era poner en salvo la honra de una mujer por él comprometida, y que á esto sacrificaba juventud, honra, riquezas, posición, todo cuanto era y podía ser en la vida.

Hícele entonces una observación que me pareció muy fundada:

—Y desde el fondo de una sepultura, por más que sea transitoria, ¿cómo quieres reclamar tu legítima, pagar tus deudas y activar lo que sea necesario para que esa verdad resplandezca?...

—¡Ah!... Porque en esa sepultura no se enterrará más que medio yo...; el otro medio, que eres tú, se quedará fuera y hará todas esas cosas y muchas más que se ofrezcan.

Dijo esto Boy con tal seguridad, con tan sencillo y hondo convencimiento de que yo era la mitad de su sér, y podía contar conmigo de modo tan natural y tan infalible como la noche cuenta con el día, que mi cariñosa amistad se sintió halagada y enternecida, y estuve á pique de representar una de aquellas escenas que llamaba Boy de Julieta y Romeo.

Guardéme, sin embargo, mi enternecimiento, por miedo á las burlas de éste, y él añadió con la candorosa hombría de bien que formaba el fondo de su carácter y que tan raras veces aparecía á flote:

—Y para que este otro yo moral tenga también personalidad jurídica, voy á dejarte un poder legal y amplísimo para que puedas hacer y deshacer en mi nombre tanto como yo mismo.

Hice yo por toda respuesta un puchero deforme, que debió resultar tan ridículo y tan feo, que el mismo Boy soltó la risa. Nada me dijo, sin embargo, y levantándose de la mesa, pidió á Celestín un coche, y se fué á la calle sin decir adonde iba ni preguntárselo yo tampoco, aunque rabiaba por saberlo.

Tenía yo un grande amigo en el Ministerio de Estado, y fuéme muy fácil adquirir por su medio los pasaportes para París tal y como Boy los deseaba. Hice esta diligencia aquella misma tarde, y ya de vuelta, al obscurecer, entró Celestín mordiéndose los labios para no soltar la risa.

El caso no era para menos; pero al mismo tiempo que risa causóme una inquietud muy grande. Díjome que había en el recibidor un señor viejecito que preguntaba por D. Paulino Vanloo, ingeniero jefe del Canal de Otranto, y quno pudiendo ver á éste, deseaba hablar en la mayor reserva con su compañero.

Antojóseme al punto que aquel señor viejecito debía ser algún polizonte echadizo que siguiera á Boy la pista, y con esta impresión fui al recibimiento, decidido á despedirle con cajas destempladas.

Encontréme plantado en mitad del saloncillo á un anciano pequeñito, muy derecho, de barba blanca y abultados parietales: vestía correctamente levita y sombrero de copa, que sostenía en la mano izquierda, y colgábale sobre el pecho un lente de oro muy antiguo, de un solo vidrio, que con movimientos ratoniles se llevaba indistintamente á uno á otro ojo.

Saludóme con mucha cortesía preguntándome si era yo el primo de D. Paulino Vanloo, ingeniero jefe del Canal de Otranto... Contestéle muy secamente que yo no era primo de nadie, sino amigo y compañero, y para obligarle á darme su nombre díle yo entonces el mío.

—Soy el Marqués de la Burunda—dije, haciendo una leve inclinación de cabeza.

Mas el viejo, sin darse por entendido, replicó con una vivacidad perfectamente acorde con sus movimientos vivos é impensados, que por eso llamé ratoniles:

—¿Conque amigos nada más, eh?... Y compañeros, sin duda, de carrera... ¿Es usted marino ó ingeniero?... Porque el Sr. Vanloo me dijo que había seguido las dos carreras.

Nada contesté, convencido cada vez más, con aquella mentira tan gorda, de que aquel hombre era un miserable polizonte; había, sin embargo, en su aspecto cierto señorío, cierta especie de anticuada elegancia que imponía involuntario respeto, y notábase en su acento esa benevolencia protectora, propia del poderoso, afable en su trato con los inferiores, que ajaba mi amor propio y me crispaba los nervios, viniendo como venía, á mi juicio, de ente tan bajo y despreciable.

Pero lo que puso el colmo á mi exasperación y á mi alarma, fué esta preguntita hecha á renglón seguido, con aquel tono que me sonaba á mí á impertinente benevolencia:

—Conque vamos á ver... ¿Cuál de los dos es el sobrino del Duque de Yecla, usted ó el señor Vanloo?...

Sin contestarle á su pregunta ni darle muestras siquiera de haberla oído, decidíme á poner fin á la escena, y díjele, imitando su tono impertinente:

—Pero vamos á ver, señor mío.... ¿se podrá saber lo que á usted se le ofrece?

Sorprendióse un poco el viejo, pero contestó muy naturalmente:

—¡Ya lo creo que puede saberse!... ¡Como que no he venido á otra cosa!... El caso es muy sencillo... Su compañero de usted, el Sr. Vanloo, ha estado esta mañana en mi casa para ultimar cierto negocio que tiene conmigo... No pude darle una respuesta definitiva, porque faltaba la aquiescencia de una tercera persona que ha de decidirlo... Esta persona llega á Madrid esta madrugada, sólo por algunas horas, y es necesario que el Sr. Vanloo y yo nos avistemos con ella, en su domicilio, mañana por la mañana á las ocho... ¿Se entera usted?... Esta persona tiene poderosas razones para ocultar sus señas; yo, sin embargo, voy á dárselas á usted para que las transmita al Sr. Vanloo, bajo la palabra de ambos de que á nadie han de comunicarlas... ¿Me comprende usted?...

—No, señor; no lo comprendo ni tampoco me hace falta—contesté agriamente, persuadido de que todo aquello era un grotesco embrollo del polizonte para tender á Boy algún lazo.

Desconcertóse el viejo con mi grosero modo, no sé si de cólera, de confusión ó de sorpresa, y comenzó á balbucear:

—Pues entonces...

—Pues entonces—le interrumpí yo,—lo que debe usted hacer es poner en un papelito todos esos secretos que á mí no me importan; meterlos en un sobre, sellarlos si le parece, y yo le doy palabra de que llegarán á manos del Sr. Vanloo sin que nadie más que él los vea... Y ahora mismo—añadí, dirigiéndome á la puerta—le mandaré con mi criado los avíos necesarios.

Mandéle, en efecto, con Celestín, plumas, papel, tintero, una barra de lacre y hasta una caja de fósforos; pero yo no volví al salón, dándole á entender con este grosero modo de despedirle, que daba por terminada la visita.

Un cuarto de hora después volvía Celestín con una carta para D. Paulino Vanloo y una tarjeta para mí, que le había dejado el viejo. La carta venía delicadamente abierta, y yo me apresuré á cerrarla; la tarjeta me dejó estupefacto y aun corrido como una mona.

Porque aquel viejecillo que yo había supuesto y tratado como un miserable polizonte, era nada menos que cierto Grande de España, conocido en todo el reino por su nobleza y rectitud de ideas, y popularísimo más tarde por la energía, la actividad y el desinterés con que trabajó en la campaña carlista que entonces comenzaba á iniciarse en el Norte...

—Pero dónde diablos—me preguntaba yo—había podido conocer Boy á aquel ilustre personaje, y qué negocios misteriosos eran los que había entre ellos?

Una idea terrible cruzó entonces por mi mente, como cruza el espacio en una noche tenebrosa un pájaro siniestro... ¿Sería ocaso en aquella sangrienta guerra que se preparaba en el Norte donde esperaba encontrar Boy la sepultura transitoria en que deseaba encerrarse?

XXIV

Eran la las ocho y media y no había vuelto á comer Boy.

Inquietábame aquella tardanza, porque en el estado de perpetua alarma en que me tenían los peligros reales de mi amigo y los que por su carácter voluntarioso y terco él mismo se buscaba, cualquiera cosa me hacía temer y temblar.

Envié, pues, á Celestín á casa de Bermúdez para que preguntase á los porteros si el enfermo había recibido el Viático y averiguase con maña si había estado ó estaba allí Boy; vivía Bermúdez en un piso alto del Antiguo palacio de los Yecla en la calle Ancha de San Bernardo, y para mayor brevedad mandé á Celestín que tomase un coche.

Púseme yo á esperarle echado de bruces en un balcón de mi cuarto, que caía á la Puerta del Sol, fumando en una boquilla de espuma de mar y ámbar que con el cuidado y la paciencia de un verdadero amateur estaba curando hacía más de seis meses.

De repente diéronme por detrás tan recia palmada en el hombro, que la boquilla se desprendió de mi mano y cayó á la calle, haciéndose trizas sobre las losas. Volvíme ciego de ira para castigar al atrevido, y encontróme á Boy delante, que se abrazó á mí y me dió un beso, exclamando con la alborotada alegría de un niño:

—Perdona, Burundita, que me cegó la dicha... ¡Acabo de tener la mayor satisfacción de mi vida!...

Venía, en efecto, radiante de gozo, y sin esperar á que yo le preguntase, me dijo:

—Figúrate que al fin resulta mi padre inocente de todo lo que me ha pasado... Me echó tie su casa, es verdad...pero sobrada razón tuvo; porque ¡mira que lo de la coplita del lamedor fué un escándalo gordo!... Pero hoy he sabido que nunca ha dejado de tener para mí sentimientos de padre, ni de portarse conmigo como un caballero.

Parecióme la alegría de Boy tan sana, tan natural y tan noble, que le perdoné por el pronto la catástrofe de mi boquilla. Hícele una profunda señal de asentimiento, y le pregunté con gran interés:

—¿Te ha hablado Bermúdez de todo eso?...

—Sí; y me dió testimonio jurado de todo ello.

—Y de la legítima de tu madre, ¿te rindió cuentas?...

—También... Pero eso era lo de menos: lo que á mí me importaba era que me explicase la conducta de mi padre; ¡porque cree que es cruel eso de vivir, como he vivido yo estos últimos años, en la creencia de que me aborrecía mi padre!... Ya se me ha quitado ese peso de encima, que me abrumaba á veces... ¡Y si vieras cuánto me duelen ahora los disgustos que le he dado!...

Entró en esto Celestín anunciando que la comida estaba servida, y Boy se apresuró á decir:

—¡Luego te lo contaré todo y hablaremos largo, largo!...

Aproveché entonces la ocasión para darle la carta que había dejado el viejecillo, y para observar la impresión que le hacía, dísela cuando estaba ya sentado en la mesa.

Leyóla él sin demostrar sorpresa ni otra emoción alguna, y guardósela en el bolsillo, exclamando alegremente:

—¡Mejor!... Así podremos marcharnos mañana mismo por la noche.

Y se me quedó mirando fijamente, como deseoso de que le preguntase algo... Mas poseído yo de uno de aquellos repentinos ataques de discreción sobria y digna que solían apoderase de mí cuando estaba de mal humor con Boy, me limité á contestar:

—Por mi parte, cuando quieras... Todo lo tengo dispuesto.

Al ver Boy que nada le preguntaba, comenzó á hacer burlonas muecas de discreción y comedimiento, con el fin de impacientarme... Logrólo bien pronto, porque el recuerdo de mi malograda boquilla volvía á pincharme de modo cruel en la memoria, y exclamé al fin desabridamente.

—¿Te acuerdas de aquella vieja Paví que pordioseaba medio borracha por las calles de San Fernando?... Si los chiquillos se metían con ella, se ponía hecha una furia, y llamaba á los guardias... Si no se metían, ella los provocaba, diciéndoles: “Muchachos, ¿no me decís naa?...” Pues así eres tú... Si te pregunto, te pones furioso con mis impaciencias y curiosidades... Si no te pregunto, te vienes con burlitas á lo vieja Paví: “Muchacho, ¿no me preguntas naa?...”

Fingió Boy una hilaridad tal, que copas y botellas bailaron sobre la mesa, y acabó él por reir á verdaderas carcajadas, y aun yo mismo me sonreí algún tanto.

—Pero ¡qué gracia tiene este diablo de Burundín!—decía.—¡Calla!... ¡Calla, por Dios, que me harás morir de risa!... Y ¡qué precocidad para su edad!... ¡Qué sagacidad, qué agudeza, qué lógica sobre todo, que recuerda á la de Zampatortas:


“Zampatortas fué por iefia.
Y se le perdió el morral.
Luego la Virgen fué concebida
Sin pecado original!”


¡Tu precocidad me asusta, Burundilla! ¿Qué edad tienes, monín?... ¿Veinticinco años?... ¡Pues te digo que esa precocidad no es natural!... ¡Preciso es que lleves en el bolsillo algún viejo Paví que te dicte al oído tus cuentos y sentencias!...

Y á este tenor siguió disparatando toda la comida con tanta gracia y tan honda y simpática alegría, que logró á poco contagiarme de ella y yo mismo daba cuerda á su charla, embelesado, sin acordarme para nada de mi difunta boquilla y sin guardarle el más mínimo rencor por la espantosa catástrofe.

Al acabar de comer propúsome Boy dar una vuelta, y subimos, en efecto, por la calle Mayor hasta llegar al Viaducto, y atravesando después no sé cuántas solitarias callejas, vinimos á salir frente al Jardín Botánico, muy cerca de la una de la madrugada.

Durante todo este largo trayecto refirióme Boy con mucha gravedad y mesura su entrevista con Bermúdez, y ciertamente el caso no se prestaba á burlas y chanzonetas.

El infeliz Bermúdez había recibido el Viático y la Unción resignado y devoto, y allí, ansioso y nimio, como el que está próximo á dar cuenta á Dios de todas sus obras; humilde y sin esperanza, como el que se ve á dos pasos de convertirse en tierra, pidióle perdón de los agravios y perjuicios que le había hecho, y bajo juramento hizo importantes declaraciones, que unidas á los antecedentes que Boy tenía, y á las noticias que yo pude procurarme antes, diéronos á Boy y á mí cuenta exacta de lo sucedido en casa de Yecla desde el momento en que éste la abandonó expulsado de ella.

He aquí el resumen de las declaraciones hechas por Bermúdez aquella noche:

Cuando Boy salió á Guardia marina, señalóle su padre una renta anual de tres mil duros para sus gastos particulares, que elevó á cinco mil el día que ascendió á Alférez de navío. Pagaba el Duque esta renta de sus propios bienes, sin querer tocar para nada á la legítima materna de su hijo, que cuidadosamente administraba, sin aprovecharse de los beneficios que sobre ella le daba la ley, y pagando sin reparo alguno todo lo que á veces excedían los gastos de Boy á la pensión señalada.

Porque Boy era espléndido y generoso como un gran señor; pero su generosidad, que tenía mucho de caritativa, no era el derroche del joven calavera y voluntarioso, sino la gala y esplendidez del rico de alta cuna que gasta rumbosamente su dinero en alegrar la existencia de cuantos le rodean; asediábanle, por lo tanto, muchos parásitos que él no desconocía ni ahuyentaba, porque su divisa era la de aquel Duque de Sesa, de que habla Antonio Pérez: “Cuando tengo qué dar, doy; y cuando no tengo, doy el sentimiento de no poder dar, con lo cual téngolos á todos por amigos y deudores.”

Sobrevino en esto el rompimiento del Duque de Yecla con su hijo, y desde aquel instante mandó el airado padre á su Contador general Bermúdez que suspendiese la pensión de cinco mil duros que pasaba á Boy, y se le entregase en cambio, íntegra, la renta de la legítima de su madre, para que viviera exclusivamente de lo suyo, y comprendiera así que nada tenía ya que ver con su padre.

Ascendía esta renta á veinticinco mil duros, y quedaba Boy, por lo tanto, cinco veces más rico que antes de ser despedido de la casa paterna... ¡Tan lejos estuvo el noble anciano de tomar una mezquina venganza de su hijo, dejándole atenido á un exiguo sueldo!...

Mas entonces entró en escena Rita Bollullo... Era ésta una de esas mujeres frías y taimadas, que al proponerse una idea caminan derechas á olla con singular constancia dando todos los rodeos y cometiendo todas las pequeñas y aun las grandes infamias que se le oponen al paso.

Era y fué siempre la idea de Rita Bollullo, que heredasen sus hijos le casa de Yecla. Estorbaba para ello Boy, y como no era lo suficiente perversa ni desalmada para cometer un asesinato, parecióle, en su grosera ignorancia, que bastaba para conseguir sus fines deshonrar á Boy ante la sociedad y perderle en el ánimo de su padre.

Imaginó, pues, un plan burdo, pero astutamente combinado, y á él se dirigió derecha, con los pasos silenciosos y constantes del lobo, sin más norte ni más guía que la ambición y el amor desordenado á sus hijos y el vengativo odio al hijastro.

Para esto sólo aisló por completo al anciano Duque, tomando por pretexto sus achaques y aprensiones; interceptó las humildes y sumisas cartas que Boy escribió á su padre, y fuése apoderando poco á poco, y en absoluto, de la administración y gobierno de la poderosa casa de Yecla, con la ayuda y cooperación de su cómplice Bermúdez.

Así fué que, cuando el Duque mandó á éste entregar á Boy la renta íntegra del caudal de su madre, fuéle muy fácil á Bita Bollullo evitarlo y apoderarse ella de aquellas cantidades que el complaciente pero precavido Bermúdez iba entregándole mediante recibo, que ella firmaba con tanto cinismo como imprudencia: á. La Duquesa de Yecla.

Sucedió al fin lo que tenía que suceder, y Rita Bollullo pérfidamente había calculado: que impulsado Boy por la necesidad y por el doloroso despecho que producía en su ánimo lo que creía entonces venganza y dureza de su padre, arrojóse en brazos de los usureros impulsado por Bermúdez, á quien cándidamente se confiaba; y ya he dicho la perfidia con que le puso en las garras de Martínez Colorado, falsificando él mismo, sin conocimiento ni permiso de Boy, la cédula personal que suponía á éste mayor de edad, y dejando, por lo tanto, á merced del usurero enviarle á presidio cuando quisiera, por falsificación y por estafa.

Este era el momento que acechaba Rita Bollullo, y no bien le avisó Bermúdez que la infamia estaba consumada, apresuróse á comprar el crédito á Martínez Colorado, á nombre de Joaquinito López, para que fuese éste el verdugo que se encargase de ejecutar la sentencia pendiente sobre el confiado Boy, en el momento y ocasión que ella juzgase oportunos.

Hizo las negociaciones entre ambos usureros y la Duquesa de Yecla, la Condesa de Porrata, esclava también de aquella canalla por las muchas deudas que con ella tenía, y al corriente siempre de todas las infamias que en la caverna de Joaquinito López se fraguaban, por la hija de éste, su peinadora, Mariquita de todos los demonios.

El asesinato de Joaquinito López en vísperas casi de lograrse el plan de Rita Bollullo, vino á dárselo todo hecho; porque poco le importaba á ella que en vez de procesar á Boy por estafador, le procesasen por asesino. Lo esencial era que le deshonrasen é inutilizasen, y lo mismo se llegaba á ello por cualquiera de los dos caminos.

Decidió, pues, esperar pacientemente á que se resolviese aquel nuevo enredo, con que la auxiliaba el demonio, sin tomar en él otra parte que la de influir con la Condesa de Porrata y Mariquita de todos los demonios, para que declarasen en el sumario todo lo que más perjudicase al inocente Boy...

XXV

Esta relación de mi amigo hizo en mi mente el efecto del primer rayo de sol cu un valle sumido aún en la vaga claridad del crepúsculo: ilumínanse repentinamente los objetos, delinéanse los contornos, y márcanse las relaciones de distancia y de fin que tiene cada cosa.

Así todos aquellos enredos y todos aquellos heterogéneos personajes, que existían en mi mente vagos ó indecisos desde que Boy me los dió á conocer en nuestra primera conversación del funesto lunes de Carnaval, se iluminaron de repente y surgieron vivos y contorneados, cada cual en su papel, repugnantes ó terribles, con la viveza y el colorido con que se representaba cu mi imaginación el cadáver de Joaquinito López, asesinado en su trastienda, tendido en un charco de sangre y cubierto, como contraste horrible, con un abigarrado traje de máscara.

Habíame fijado mucho en un detalle á que Boy no pareció dar gran importancia, y cuando con mucha mesura y sosiego acabó de hablar, llaméle la atención de este modo:

—Has dicho que la Duquesa de Yecla firmaba todos los recibos del dinero tuyo que le entregaba Bermúdez... ¿Sabes qué se ha hecho de estos recibos?...

—Estos recibos—replicó él,—que ascienden á cerca de dos millones de reales, me los ha entregado Bermúdez con otros varios documentos y el acta notarial en que constan sus declaraciones.

—Pues entonces—exclamé yo triunfante,—tienes ya cogida á tu madrastra, y en el momento que quieras puedes obligarla á devolver ese dinero.

Boy movió lentamente la cabeza y me contestó con energía:

—¡Ese dinero no puede reclamarse nunca!... Porque para ello sería necesario acusar de ladrona á la mujer de mi padre, y jamás haré yo eso...

—Pero á lo menos—insistí yo,—cuando falte tu padre...

—Cuando falte mi padre, siempre será ella la viuda de mi padre y la madre de mis hermanos, y nunca les daré yo á esas pobres criaturas pesadumbre semejante... ¡Pobrecillos!... ¡Harta desgracia tienen con ser hijos de tal madre!... Lo único que yo haré, ó mejor dicho, que harás tú en mi nombre, es reclamar sencillamente mi legítima cuando llegue el 23 de Septiembre... Lo demás, que se lo lleve el diablo ó Rita Bollullo, que vienen á ser cantidades equivalentes... No digo por dos millones, pero ni por todo el oro del mundo doy yo un nuevo disgusto á mi padre, ni imprimo una nota deshonrosa sobre mis inocentes hermanos.

—Pero—insistí yo todavía—puede hacer falta ese dinero, que no es una cantidad despreciable.

—A mí me basta y me sobra con mi legítima—replicó Boy con creciente firmeza.—Me ha dicho Bermúdez que se conserva intacta, mejoradas todas sus fincas por mi padre, que durante su administración empleaba en hermosearlas el total de la renta que producían... Y más tarde, cuando el pobre señor lo abandonó todo en manos de Bermúdez y de Rita Bollullo, no tuvieron éstos tiempo ni ocasión de hincarles el diente.

Admiré los nobles propósitos de Boy, sin decirle una palabra de elogio, temeroso de que tirase por los cerros de Ubeda, como solía en estos casos, y no me quisiese oir lo que estaba ansiando decirle.

Porque aquella sencilla alegría de Boy, tan honda y tan simpática, al saber que no le aborrecía su padre, parecíame tan noble, tan sana y tan apta para fortalecer y ensanchar su corazón, que quise fomentarla probándole que no sólo no le aborrecía su padre, sino que ansiaba verle, bendecirle y perdonarle.

Referíle, pues, sin omitir detalle bueno ni malo, mi visita al Majuelo de Yecla, en compañía de la Condesa de Astures; mi entrevista con su padre, y la que tuvo al mismo tiempo mi tía con la Duquesa.

Escuchábame Boy ansioso, con el alma en los ojos, apretando fuertemente el brazo mío en que se apoyaba y murmurando á veces sin dejar de andar:

—¡Cuánto te lo agradezco, Burundilla; cuánto te lo agradezco!... ¡Qué bueno eres, Burundín!... ¡Cómo me quieres!...

Otras veces decía con gran ternura, pero sin interrumpirme nunca:

—¡Pobre padre mío, pobre!... ¡Si yo hubiera tenido más paciencia y más tacto, le hubiese ahorrado todo esto!...

Y, ¡cosa rara, que prueba la noble condición de Boy!...ni una sola invectiva, ni la menor palabra de resentimiento se le escapó en contra de Rita Bollullo, autora y responsable de todos aquellos enredos.

Frente al Botánico sentóse Boy, como fatigado, en uno de aquellos asientos de piedra, y me dijo:

—Y ¿qué crees tú que debo hacer ahora?... Porque yo quiero escribir á mi padre cuanto antes... Tú rae dirás el medio de que llegue á sus manos la carta.

—Espera un poco—le contesté.—Espera á llegar al término de tu viaje y á que sepas lo que va á ser de ti... Entonces le escribes una carta muy pensada, ó mejor, muy sentida; en fin, como tú sabrás escribirla... Esta carta me la envías á mí, y yo la haré llegar á tu padre por medio de Boni, que es conducto seguro.

—Es verdad... Tienes razón, y así lo haré todo.

Subimos lentamente por la calle de Alcalá, comentando todas estas cosas con grave mesura, pero sin que, con gran extrañeza mía, aludiese Boy para nada ni pareciera haberse fijado en la intervención de la Condesa de Astures en aquellos asuntos.

Al pasar por la antigua chocolatería de Doña Mariquita, que estaba entonces donde creo que existe hoy todavía, antojósele á Boy tomar chocolate; porque tenía hambre, según dijo, era ya muy tarde y había comido poco.

Y debía de ser verdad, porque con excelente apetito se engulló una enorme jícara de chocolate y dos grandes bizcochos de los que llamaban entonces mojicones. Entre bizcocho y bizcocho hizo una pausa, y preguntóme con estudiada indiferencia:

—Y ¿sabes tú lo que ha movido á la de Astures á tomar tan á pechos mi defensa?...

—Creo que la habrá movido lo que la mueve á ella siempre en todas estas cosas: hacer bien por amor de Dios y del prójimo... Quizá en esto haya entrado también algo del mucho cariño que me tiene á mí, y de las simpatías que tú hayas podido inspirarle...

—¡No pueden ser muchas en justicia!—dijo Boy amargamente.—¡Si tú supieras!...

Harto más sabía yo y sabe el lector que Boy mismo; pero como tocaba el asunto tan de cerca á la Era antigua de éste, apresuróme á dar otro giro á la conversación, refiriéndole, para remachar el clavo, la visita que la Condesa de Astures debía haber hecho ya al contraalmirante Deza, y la espontaneidad y eficacia con que se había ofrecido á quedarse ella misma hecha cargo del asunto, durante mi ausencia, encargándome á mí que no me cuidase de nada más que de acompañarle á él, y no abandonarle hasta que le dejase en salvo y completamente tranquilo: sobre todo, había insistido mucho ella en lo de completamente tranquilo.

Escuchábame Boy como avergonzado, fijos los ojos en el mármol de la mesa, y con honda sinceridad dijo al cabo, respondiendo á su pensamiento:

—¡Y luego dirán que ya no andan santos por la tierra!

Las dos daban en el reloj de la Puerta del Sol cuando llegamos al hotel en que nos hosdábamos. Detúvose Boy en el umbral para encender un cigarro: la noche estaba apacible y serena: veíanse escasos transeúntes en todo lo que divisábamos de la Puerta del Sol y de la calle Mayor por el otro lado: sólo una pareja estrafalaria, de esas que se encuentran en Madrid á las altas horas de la noche, un señor gordo y una mujer chica y regordeta, dialogaban vivamente en la acera de enfrente, delante del palacio de Oñate.

—¡Qué bien voy á dormir hoy después de tantas satisfacciones!—elijo Boy con un suspiro de bienestar sosegado y tranquilo.—Lo único que puede turbarme el sueño es el recuerdo de ese pobre Bermúdez... Si vieras qué horrible estaba, lívido y desencajado, cuando me dijo con voz que parecía un aviso del otro mundo: “Y ¿qué he sacado yo de todo esto, Sr. Conde?... ¡Los remordimientos que me agobian por haber perdido A Vuecencia, y la angustia de dejar á mis hijos en la miseria!... Porque estoy cierto de que la Sra. Duquesa no hará por ellos nada, nada...”

—Y tú, ¿qué le dijiste?...

—Pues ¿qué le había de decir, majadero?... Que lo perdonaba de todo corazón, como en efecto le perdono, y que me haría cargo de sus hijos, como lo haré, Dios mediante.

—Pero ¿has pensado bien lo que es hacerse cargo de nueve niños?...

—Aun cuando fueran los sesenta rail que parió aquella reina india Soumati dentro de una calabaza, hubiera hecho lo mismo... ¿Sabes tú lo que es la angustia de un padre moribundo ansiando por sus hijos?... ¿Para qué soy yo Grande y rico, sino para hacer el papel de Providencia en estos casos?...

Tentóme entonces el diablo, y sucumbí sin gran violencia.

Conmovido por la generosidad de Boy, y sobre todo por la sencilla espontaneidad con que nacía y se arraigaba en su corazón todo lo grande y noble, como la cosa más natural del mundo, no pude menos de repetirle las mismas palabras que había aplicado él, un momento antes, á la Condesa de Astures:

—¡Y luego dirán que no andan santos por la tierra!...

En el acto vi alzarse sobre mí el formidable puño de Boy... Hurté el cuerpo huyendo hacia la calle Mayor: corrió Boy tras de mí; mas encontróse una piedra ó un madero, ó no sé qué proyectil, y me lo tiró por lo bajo con tal violencia y tan mala fortuna, que fué á dar entre las piernas de la pareja estrafalaria que dialogaba ante el palacio de Oñate...

Lanzóse el señor gordo hacia donde estaba Boy y vile á lo lejos gesticular furibundo... Boy gesticulaba también con la misma furia... De repente el caballero gordo dió un paso hacia atrás, sacó una cartera y tendió con ademán trágico á Boy una tarjeta.

Tomóla éste, y con la misma solemnidad sacó también su cartera, dióle al gordo otra tarjeta y separáronse ambos, fieros y arrogantes, como si dijese el uno:


“;Ay de ti si al Carpio voy!...”.


y respondiese el otro:


“¡Ay de ti si al Carpió vienes!...”,


Volví presuroso al hotel renegando del lancecito de honor que se nos ponía de por medio, y de la imprudencia de Boy al entregar una tarjeta suya á un desconocido. Encontróle subiendo tranquilamente la escalera.

—¡Pero hombre!—le grité.—¿Cómo te has atrevido á dar tu tarjeta á un hombre que no conoces?...

—Yo no he dado á nadie mi tarjeta—me contestó.

—¿Cómo que no?... ¡Si yo lo he visto!...

—Mira, Burundín—me dijo con mucho reposo,—eres más tonto que los calabacines que nacieron de aquella reina india... Lo que has visto es que un señor gordo me pedía mi tarjeta para enviarme sus padrinos; pero como yo no tengo tarjetas mías, porque no las he traído, ni aquí me las he mandado hacer, le di una de un escribano que casualmente llevaba en la cartera...

Fué tal el flujo de risa que me acometió al imaginarme la cómica escena á que debía dar lugar aquella diablura de Boy, que rompí á reir á carcajadas. Boy añadió muy serio:

—El pobre escribano me dió ayer su tarjeta en casa del notario, suplicándome que le proporcionara negocios... Ahí lleva uno... Y no creas que es de un cualquiera: es de un Capitán de Carabineros retirado...

—¡Y tú eres un chiquillo sin retirar!—exclamé riendo. ¡Chiquillo serás hasta el fin de tu vida!...

XXVI

Pegáronseme á la otra mañana las sábanas, como suele decirse, y á las doce del día aun no había dado yo cuenta de mi persona. Despertóme á esta hora un tremendo azotazo y la sonora voz de Boy, que me gritaba:

—¡Arriba, perezoso!... ¡Que se va el tren, y esta noche nos marchamos!...

Venía de la calle muy alegre y satisfecho, al parecer, y traía en la mano una gran cartera de papeles.

—¿Que nos vamos?—dije yo entre sueños.—¿Y adónde nos vamos?...

—A Zumarripa.

—¿Y dónde está eso?...

—En las Batuecas, tu patria... Lindando casi con la China.

—¿Y á qué vamos allí?...

—A llevar una carta.

Creí todo aquello una broma de Boy, y volviéndome del otro lado, le dije:

—Pues si llegas á Pekiu, dale de mi parte al Emperador un recadito.

Sentóse entonces Boy en mi misma cama; sacó de la cartera un gran cartapacio, y dándome otro tremendo azotazo para llamar mi atención, dijo poniéndome la carta sobre las narices:

—¡Mira, mentecato...mira!

Abrí los ojos medio adormilados y leí en efecto:

“Señor D. Tomás Azteazu, Cura párroco de Zumarripa.—Guipúzcoa.”

Esta última palabra me despabiló del todo y me hizo sentar en la cama de un salto; porque recordaba haber leído en los periódicos que esta parte de Guipúzcoa era el centro donde se levantaban las partidas carlistas, y la sospecha que cruzó mi mente la víspera, tomó al punto visos de certidumbre.

—De modo—exclamé,—que te vas al fin con los carlistas.

—Sí—replicó con sencillez Boy.—Nada te he dicho antes, y he guardado este misterio porque había dado mi palabra de honor de no decir nada, ni aun á ti mismo, hasta estar todo hecho.

Sentí un gran desconsuelo en el fondo del alma, y perplejo y mal impresionado, di vueltas al cartapacio, cu cuyo sello parecióme reconocer la corona y las iniciales del viejecillo que tomé por un polizonte...

Mirábame Boy con sonrisa forzada, como solicitando mi respuesta; mas yo no le dí ninguna y salíme por un registro que él no se esperaba.

—¿Y qué dirá á eso la reina D. Isabel II?—dije.

—Soy yo poca cosa para que la Reina se ocupe de mi persona—respondió Boy,—pero aunque así fuese, nada podría echarme en cara.

—Vas á pelear en favor de D. Carlos.

—¡No!—replicó Boy vivamente...—No voy á pelear en favor de nadie... Voy á pelear, á la sombra de una bandera que me es simpática, contra esa gentecilla ruin que se ha apoderado de España y la desangra como una plaga de asquerosas pulgas á un león enfermo... El día que las sacudamos y D.ª Isabel reclame sus derechos, me tendrá á su lado, como juré la primera vez que me ciñeron mi espada... Así hizo mi padre, en otros tiempos, y así nos corresponde á los Grandes, que no debemos seguir á un partido, ni á un Ministro, ni á un Gobierno, y mucho menos á un cacique, sino sólo á nuestras ideas y á nuestra conciencia y al Rey en persona, que es nuestra cabeza.

Hizo Boy una pausa como esperando que yo aprobase su plan; mas nada le dije ni en pro ni en contra, limitándome á preguntar sencillamente:

—¿Y vas á mandar alguna partida?...

—No—respondió él:—las partidas no están organizadas todavía... Por el pronto voy á tomar el mando de un vaporcito que hará la travesía de Inglaterra á esos puertos escondidos del Cantábrico, para traer las armas y pertrechos que allí se han comprado... El vapor llegará á Zumarripa del martes al miércoles, para zarpar de seguida para Liverpool con carga fingida; de modo que no puedo perder tiempo si he de estar allí para ese día... Saliendo de aquí esta noche, mañana llegamos á San Sebastián, y pasado puedo estar á mediodía en Zumarripa.

Crecía mi desconsuelo á medida que la certidumbre del caso se afirmaba. Boy lo notó, y lejos de burlarse y apelar á Julieta y Romeo, esforzóse por distraerme y alegrarme con sus chistes y salidas, parodiando la Canción del Pirata, sin respeto ninguno á los manes de Espronceda.

—¡Ya verás!... ¡Ya verás...—me decía,—cuando salga yo de Zumarripa con mi barco!


“Con diez cañones por banda.
Viento en popa á toda vela.
No corta el mar, sino vuela
Un velero Burundín:

Bajel pirata que llaman.
Por su bravura, El Temido,
En todo mar conocido
Del uno al otro confín.

La luna en el mar rïela.
En la lona gime el viento.
Y alza en blando movimiento.
Olas de plata y azul.

Y ve el capitán Vanloo.
Cantando alegre en la popa.
Asia á un lado, al otro Europa.
Y allá enfrente Stambul.
Navega, Burunda mío,
Sin temor...

Sentenciado estoy á muerte!

Yo me río:
No me abandone la suerte.
Y á la Bollullo, sin pena.
Colgaré de alguna entena
Quizá en su propio navío.

Y si caigo.
¿Qué es la vida?
Por perdida
Ya la dí
Cuando el yugo
Del esclavo
Con Burunda
Sacudí...”


Reíme yo sin querer; pero no más animado, preguntóle entonces:

—¿Y dónde está ese Zumarripa ó Zuma... diablos?...

—A dos leguas de San Sebastián, por la costa; pero hay también un camino interior muy bueno por donde se puede llegar, en coche ó á caballo, en tres horas escasas... Y si quieres venir conmigo, puedes acompañarme á San Sebastián y seguiremos luego por la carretera de Zumárraga hasta donde se bifurca el camino para Zumarripa... Allí nos despediremos.

Comprendí que este era el deseo de Boy, y que traía ya en plan muy previsto y reflexionado; con cariñosa conformidad, le dije entonces:

—Pues ¿No he de querer acompañarte, hombre?... Iré hasta donde tú quieras...

Mi mansedumbre pareció impresionar á Boy, y para disimularlo dijo vivamente:

—Todo lo tengo ya listo y no me queda más que despedirme de Bermúdez, hasta la eternidad probablemente... Aquí tienes los papeles que te dejo en depósito—añadió desparramando sobre mi cama, sin levantarse de ella, los que traía en la cartera.

—Este—dijo cogiendo un pliego abultado—es mi testamento.

Aquella palabra testamento, correlativa siempre de muerte, me hizo un efecto horrible y revivió mis siniestros temores. Debí ponerme rojo primero y pálido después, porque sentí en la cara calor y frío sucesivamente, y por un movimiento espontáneo de extraña ira, de cariño inmenso y de alarma suprema, abalancéme á Boy, sentado en la cama como yo estaba, y sacudíle violentamente por las solapas, gritando:

—¡Trapalón!... ¡Embustero!... ¿Por qué me engañas?... ¡Adónde tú vas es á buscar una bala que te mate y te saque de líos!...

Miróme Boy un instante asustado, y debió calar hasta el fondo de mi pensamiento y comprenderlo y estimarlo, porque, contra su costumbre, tomó en serio mi violencia... Desprendióse de mis manos de un golpe, y de pie junto á mi cama, dijo enérgicamente, con la mano sobre el pecho:

—Te doy mi palabra de honor de que nunca he pensado ni jamás pensaré en pegarme un tiro.

Y dejando escapar una enérgica palabrota, exclamó luego con ira, sentándose en su cama, que estaba enfrente:

—¿Qué te has pensado tú?... ¿Crees acaso que no soy yo cristiano?...

Tenía yo tal fe en la palabra de Boy, que una absoluta tranquilidad, triste, pero confiada, me invadió de repente.

Dió éste dos ó tres paseos por el cuarto, como para calmarse, y agitado todavía, me dijo al cabo:

—Recoge esos papeles y guárdalos; pero examínalos antes... Lo mejor será que los dejes á tu administrador Crespo... ¿Para qué hemos de llevar á San Sebastián ese estorbo?... Yo voy ahora á despedirme de Bermúdez antes de almorzar.

No bien salió Boy púseme á examinar los papeles, como me había dicho: venían todos perfectamente legalizados y clasificados en distintos sobres, con un gran rótulo cada uno, que expresaba las materias de que trataban.

Entonces comprendí la laboriosa actividad de Boy en aquellos dos días, y pude explicarme sus largas ausencias y con cuánta utilidad había empleado su tiempo.

Estaban allí, además del testamento, las declaraciones legalizadas de Bermúdez, los peligrosos recibos firmados por la Duquesa de Yecla, algunas arriesgadas cartas de ésta y una copia del poder ilimitado que Boy me otorgaba y que había de firmar él en cuanto cumpliese la mayor edad el 23 de Septiembre.

Todos estos documentos venían en sobres separados, pero abiertos; ninguno leí, sin embargo; cerrélos todos cuidadosamente, volví á colocarlos en la cartera y eché la llave de ésta.

Levantéme en el acto y mandé á Celestín preparar las maletas y encargar en la estación del Norte un coche reservado para San Sebastián, en el expreso de aquella noche. El peligro, lejos de disminuir, había aumentado, porque si antes tenía que ocultarse Boy como prófugo, ahora tenía que hacerlo como conspirador y fugitivo. Quería yo además pasar á solas con Boy estas últimas horas de aquel viaje, para poder charlar libremente sin testigos ni molestias.

En la estación encontramos al viejecillo de los movimientos ratoniles y el lente de oro, que venía á despedir á Boy. Iba de trapillo, embozado en una capa y con un sombrero hongo, como recatándose de ser conocido.

Recibióle Boy en su papel de Paulino Vanloo, ingeniero jefe del Canal de Otranto, hablándole siempre en francés é imitando á la perfección el acento extranjero.

Al despedirse llegóse á mí y me tendió la mano, dándome su verdadero nombre de Conde de Z* * *; díjome que había conocido mucho á mi padre, y presentóme mil excusas por la ridícula escena de la víspera.

—Usted desconfió de mí, y yo desconfié de usted, y estuvimos jugando tontamente á la gallina ciega... Yo espero—añadió dándome un apretón de manos—que no volverá esto á suceder nunca, pues ya sabe usted que soy un amigo de abolengo.

Al verle marchar dijo Boy, aludiendo á su noble porte y á su exterior miserable:

—¡Qué hombre éste!... Dan ganas de darle una limosna con el sombrero en la mano...

El viaje, contra lo que yo esperaba, fué triste y silencioso, y dormimos, ó fingimos dormir, mucho más que hablamos. Boy parecía otro; mirábame á veces en silencio, sonriendo con cariñosa ternura, y lejos de complacerse en impacientarme, según su costumbre, tenía para mí atenciones y mimos, impropios suyos, como con un niño pequeño.

En San Sebastián tomó Boy las riendas del gobierno. Esperábanos en la estación un hombre ya de edad, vascongado legítimo, alto, fornido, de cara afeitada, con gafas verdes.

Llamóle Boy Miguel José, como si le conociese, y díjome que era un antiguo carlista de la pasada guerra, que jamás quiso adherirse al Convenio, y tenía entonces en San Sebastián una fonda llamada El Parador Real, y más vulgarmente Chacur-zulo, esto es, Agujero del Perro.

Acogiónos Miguel José con tosca cordialidad, que me fué muy simpática, y nos condujo á Chacur-zulo, que estaba en la Plaza Vieja, en una gran casa cuya planta baja ocupaba entonces el Despacho del Ferrocarril del Norte. Instalónos en dos habitaciones contiguas, sencillamente adornadas, pero en extremo limpias, y encerróse él en su despacho con Boy, donde hablaron largo rato.

Díjome después Boy que Miguel José era el alma del levantamiento que se disponía en Guipúzcoa, y que estaba en connivencia con el Conde de Z* * * y el Cura de Zumarripa.

Este había avisado aquel mismo día que el vapor Notre-Dame de Fourbière había llegado y sólo esperaba el embarque de su Capitán Vanloo para zarpar con rumbo á Liverpool; era, pues, preciso partir al otro día muy temprano, y ya Miguel José se ocupaba en disponer el viaje y buscar los caballos.

A las seis de la mañana salió de Chacur-zulo Santiago, el hijo mayor de Miguel José, llevando á Zumarripa, en una especie de tartanilla, el exiguo equipaje de Boy. Quise yo equiparle bien en San Sebastián; pero él prefirió hacerlo de allí á poco en Liverpool, donde encontraría, sin duda, mayores conveniencias.

Una hora después montamos Boy y yo, en el portal de Chacur-zulo, en dos caballejos de poderoso aguante y no mala estampa, que nos había proporcionado Miguel José.

Ibamos sin armas ni equipaje alguno, como quien va de paseo ó á visitar algún caserío próximo, y para mayor disimulo salimos por el Arenal del Antiguo y tomamos luego la carretera de Lasarte.

No era el San Sebastián de aquel tiempo la preciosa ciudad que se recrea boy mirándose en su Concha, como goza y se extasía una coqueta mirándose en su espejo; sólo alguna que otra fábrica y algunos modestos caseríos poblaban entonces sus contornos, y bien pronto nos encontramos en la plena soledad de la montaña.

La mañana estaba fresca y deshacíase ya una ligera niebla que se agarraba á los árboles, y pendía entre sus ramas como los jirones de un traje de gasa.

Después de algunas bromas de Boy sobre nuestras ridículas fachas de jinetes alquilones, habíamonos quedado los dos tristes y silenciosos, y caminábamos uno al lado del otro, sumido cada cual en sus propios pensamientos.

Los míos no podían ser más desconsoladores, y me llenaron más de una vez los ojos de lágrimas.

Consideraba yo el naufragio espantoso de aquella simpática criatura que caminaba á mi lado, dotada por Dios de los más altos dones de naturaleza y de fortuna, y obligada entonces, para salvar la honra de una mujer casquivana, á sepultarse en un barco como en un ataúd, y á correr por tiempo indefinido todos los peligros del mar y de la guerra...

—Y ¿merece semejante sacrificio esa mujer insustancial y ligera?—preguntábame yo con amargura.

Tentado estuve entonces de contar á Boy mi entrevista con ella, y las dudas y egoístas veleidades que observé en su conducta... Mas detúveme respetuoso ante la heroica discreción de Boy.

La mujer podía no merecer tamaño sacrificio, pero imponíase y era obligatorio en el honor y la dignidad de todo buen caballero, y éralo Boy por completo.

En ciertas peligrosas esferas hay situaciones que no dan lugar á un término medio, hay que ser un héroe ó un canalla; y la de mi amigo era una de éstas.

Estos eran mis pensamientos; no sé cuáles serían los de Boy.

Noté, sin embargo, que me miraba con frecuencia á hurtadillas con cariñosa tristeza, y rompía á veces el silencio con preguntas insignificantes y nimios encargos, que más revelaban el deseo de demostrarme su afecto, que la necesidad de hacer las preguntas ni de encomendar los encargos.

Llegamos al crucero donde se bifurcaban las carreteras; en el centro levantábase un gran poste de hierro, con dos brazos horizontales que señalaban la derecha y la izquierda. En aquel que marcaba el camino que habíamos traído, leíase: A San Sebastián, 15 kilómetros. En el otro, que indicaba el camino que había de seguir Boy, decía: A Zumarripa, 17 kilómetros.

Al llegar al poste, paré el caballo haciendo ademán de apearme. Detúvome Boy vivamente.

—¿Adónde vas?—me dijo.—¿Qué prisa tienes?...

—Como me dijiste que aquí nos despediríamos...

—No importa... Sigue un poco más... Acompásame hasta allí—añadió indicando con el dedo un recodo no lejano que formaba el camino que había él de seguir.

Todo este breve trayecto lo empleamos en pedirme Boy con gran encarecimiento que le escribiese, y en prometerle yo que así lo haría... Al dar la vuelta al recodo, apeéme mordiéndome los labios para no dar rienda suelta á mi aflicción, y dije con apariencia bastante serena:

—Vaya... Adiós, Boy.

—Adiós, chico—respondió él tendiéndome la mano desde el caballo.

Y volviendo grupas prontamente, prosiguió su camino... Mas no bien hubo andado seis pasos, volvióse otra vez con rapidez suma... Saltó del caballo, dejándolo abandonado, y corrió hacia mí con grande ímpetu, y se abrazó conmigo, pegando su rostro con el mío... Sentí la cara mojada, y cuando me soltó Boy tenía la suya llena de lágrimas... Entonces, con su voz natural, pero en su misma naturalidad desgarradora, como es siempre el dolor de los hombres fuertes, me dijo:

—¡Vaya, hombre, ya estarás contento!... ¡Me has visto llorar!... ¡Tuya es la gloria!... ¡Ahora sí que somos Julieta y Romeo!...

XXVII

Detúveme en San Sebastián un par de días para arreglar en la Sucursal del Banco de España una cuenta corriente á nombre de Paulino Vanloo, á fin de que pudiese sacar Boy el dinero que necesitase, y volvíme presuroso á Madrid, ansiando encontrar en casa de Crespo, como habíamos convenido, cartas de mi tía la Condesa de Astures.

Encontrólas, en efecto, y bien consoladoras por cierto; porque la tormenta horrible que se cernía sobre Boy, comenzaba á deshacerse por sí sola, con la misma rapidez con que se había formado, no en relámpagos, ni rayos ni truenos, sino en copiosa y benéfica lluvia de luz y de verdad que dejaba más purificada la atmósfera y más beneficiado el campo.

Tres eran las cartas que me escribía la de Astures: referíame en la primera su entrevista con Deza, que no pudo ser más útil y eficaz en sus resultados prácticos.

Acogióla el Contraalmirante con todo el respeto y consideración que se merecía dama de tanta altura por su reputación y por su nombre: expúsole ella el caso con discreción suma, callando lo que debía callar, y dando á entender lo que debía adivinarse, pero sin dejar escapar ningún nombre, ni el más remoto indicio que pudiese comprometer á persona alguna determinada.

Comprendió al punto el anciano General la inocencia y el angustioso compromiso de Boy; fué el primero en admirar su caballeresco comportamiento, y sin la menor pregunta indiscreta que indicase curiosidad, desconfianza ó duda, prometió bajo su palabra á la Condesa, que él detendría la causa y el auto de prisión para dar lugar á que Boy se pusiese en salvo, y seguiría deteniéndolo basta que algún nuevo indicio descubriese la pista de los verdaderos culpables, ó el tiempo y el olvido se encargasen de sepultar este negocio, como sepultan tantos otros de más verdadera importancia.

De todos modos, juzgaba Deza muy conveniente que Boy se alejase por algún tiempo de aquellos parajes, y él se encargaba de darle una licencia con fecha atrasada que justificase y legalizara su ausencia.

La segunda carta era más consoladora aún que la primera: estaba escrita muy de prisa, á las altas horas de la madrugada, y comenzaba mi tía: “Da gracias á Dios, hijo mío, por el modo providencial con que se va haciendo luz en el negocio que sabes...”

Y á renglón seguido referíame que el pomposo D. César Fernández y del Roble, deseoso de congraciarse con ella y conmigo, había estado á informarla de este hecho importantísimo y quizá decisivo:

Que en la mañana de aquel mismo día habíase presentado en el Juzgado una mujer de mala nota, llamada la Pardilla, que vivía maritalmente con un rufián apodado el Churro, á denunciar, como verdadero asesino de Joaquinito López, á un antiguo presidiario, compadre suyo, que llamaban VI Mayeto; en vista de lo cual habíase apresurado D. César á ordenar inmediatamente la captura de aquel individuo, que debía estar á aquellas horas encerrado en la cárcel.

Esto me escribía la de Astures apresuradamente, no queriendo diferirme un momento el consuelo de tener tan importante noticia, y prometiendo tenerme al corriente de lo que fuera resultando.

Escribióme, en efecto, al día siguiente, á la misma hora y con igual eficacia, el resultado inmediato de aquella diligencia.

Preso el Mayeto ó interrogado hábilmente por D. César, confesó al fin su crimen; pero declaró al mismo tiempo que el Churro era su cómplice. Preso también éste, apoderóse de él tan ciego furor al verse vendido por su amante, que con una navajilla cortó la cara de arriba abajo, en el momento de salir, á la infeliz Pardilla, la cual ignoraba su complicidad, y sólo había denunciado al Mayeto por celos que de él tenía.

Un año tardó en descubrirse del todo aquel repugnante crimen, que relataré aquí brevemente por la atroz influencia que tuvo en los aciagos destinos de Boy, y para no tener que manchar una vez más mi pluma con la mención de tan asquerosos hechos.

Entre las vergonzosas industrias que explotaba el difunto Pájaro Verde, era una de las más productivas la del chantage; andaba, pues, Joaquinito López siempre al acecho de debilidades y flaquezas explotables, y encontrábalas con frecuencia en cierto centro de vicios, que el mismo vicio reprueba y condena, de que 61 formaba parte.

Acertó á caer, por mal de sus pecados, en aquella inmunda sentina un mercader rico, no mal reputado en el pueblo, y con sus raposidades y astucias, presto le tuvo Joaquinito López en sus garras, sorprendiéndole cartas que vergonzosamente le comprometían.

Comenzó, pues, el Pájaro Verde á explotar al mercader con aquellos documentos, hasta que harto al fin éste, comisionó á dos rufianes, el Mayeto y el Churro, para que penetrasen en la caverna del usurero y á viva fuerza, si no podían de otro modo, le arrancasen las cartas.

Escogieron éstos para ejecutar su hazaña la madrugada del martes de Carnaval, en que se encontraba Joaquinito López en su tienda solo y sin defensa; mas como la víctima se resistiese enérgicamente y alborotase demasiado, fué preciso retorcerle el pescuezo, según la frase del Churro, y ebrios de rabia y de vino, ensañáronse después con su cuerpo cruelmente.-

Tal fué el crimen vulgarísimo que, revestido de misterioso aparato, sirvió para soliviantar el pueblo en favor de dos bandidos, y cuyas funestas coincidencias con inofensivos hechos de Boy, torcidamente interpretados, influyeron tan desastrosamente en la desdichada suerte de éste.

Dije antes que tardó un año en descubrirse el enredo de este crimen, y quién fuese su instigador; pero desde el primer momento de la denuncia en que aparecieron culpables el Mayeto y el Churro, quedó clara y despejada la situación de Boy, y se deshizo por sí sola, instantáneamente la borrasca horrible que amenazaba tragarle y perderle.

Aturde el gozo tanto ó más que el dolor mismo, y tal aturdimiento produjeron en mí estas noticias, que fué mi primer pensamiento volar á Zumarripa para hacer partícipe á Boy de estas alegrías, sin acordarme de que el pobre Paulino Vanloo surcaría el mar á aquellas horas en su


“Velero Burundin.
¡Con diez cañones por banda!...”


Escribí, sin embargo, acto continuo, al Cura de Zumarripa, pidiéndole noticias sobre el embarque de Boy, es decir, de Paulino Vanloo, pues sólo bajo este nombre le conocía; pedíselas también de su estaucia cu Liverpool, de la época de su regreso y de dónde y cómo podría yo dirigirle noticias importantes que le urgía conocer.

No satisfecho con esto, escribí también al dueño de Chacur-zulo, Miguel José, haciéndole las mismas preguntas, y volvíme tranquilo á X* * * donde era necesaria mi presencia.

Cumplía yo en aquella semana mi mayor edad, y vencía también el famoso pagaré de Boy con la cédula personal falsificada por Bermúdez, en que se basaba toda la inicua intriga de Rita Bollullo; y aunque no había de venir á cobrarlo desde la eternidad el fementido Joaquinito López, podrían muy bien hacerlo sus herederas, si la perversa madrastra las empujaba como empujó al padre; y era lo más prudente pagar en el acto y salir de una vez de manos de aquella canalla.

A los tres días comenzó á inquietarme el hecho de no tener respuesta á mis cartas, ni del Cura de Zumarripa, ni de Miguel José, el dueño de Chacur-zulo. Volví á escribir á los dos insistiendo en mis preguntas con la mayor eficacia, y el mismo día en que salieron mis cartas, leí en un periódico este lacónico telegrama de San Sebastián, que vino á explicarme por completo aquel silencio y á dejarme al mismo tiempo llena el alma de zozobra.

El telegrama era éste:

“La efervescencia carlista crece y se extiende por toda la provincia. El cabecilla Balzaola escapó en Zumarripa de los Migueletes. El Cura de este pueblo y el dueño de El Parador Real se hallan presos en el castillo de la Mota.”

Por la fecha un poco atrasada del telegrama, vine en la cuenta de que la prisión del Cura de Zumarripa debió efectuarse el mismo día del embarque de Boy... Pero ¿había llegado á efectuarse este embarque?... En la confusión y ligereza con que los periódicos todo lo enredan y trastruecan, ¿no sería el mismo Boy aquel cabecilla Balzaola escapado de Zumarripa?...

Sin saber adónde acudir ni de quién informarme, estuve diez días en esta cruel incertidumbre... Por tres veces tuve la maleta dispuesta para marchar á Zumarripa, y otras tantas me hizo desistir mi tía, que con su angelical paciencia y su ciega confianza en Dios, me edificaba siempre, sin dejar de impacientarme algunas veces.

Al cabo de este tiempo llegó una carta de Zumarripa, y al día siguiente llegaron otras dos juntas: todas eran del Cura, puesto ya en libertad y restituido á su parroquia.

Y en estas cartas y en las varias visitas que hice después á Zumarripa, encuentro los datos necesarios y los colores precisos para pintar la horrenda escena que servirá de desenlace á esta triste historia.

XXVIII

A las doce en punto llegó Boy á Zumarripa, justamente en el momento en que el señor Cura, D. Tomás Asteazu, se sentaba á comer con su sobrina Clara-Antoni. Recibióle el Cura como á Mesías largo tiempo esperado, con destempladas voces y rústica llaneza, y sin darle tiempo á cepillarse un poco ni á lavarse las manos, sentóle á la mesa.

Nada más opuesto á la aristocrática naturaleza de Boy, que aquellos alardes de sencillez campesina; mas á pesar de que su natural delicado se replegaba instintivamente y se escondía bajo su urbanidad exquisita, como tras un broquel de bruñido acero, sabía apreciar aquellas muestras de tosca cordialidad, como piedras preciosas sin pulir, y recibíalas con sonrisa tan afable y correspondía á ellas con tan benévola gracia, que lejos de intimidar ó repeler, atraía á todos con el noble imán de la simpatía y el respeto.

No es, pues, de extrañar, que antes de acabarse la comida fuese ya D. Paulino, como suele decirse, el rey de la casa, ni de que, entusiasmado el bueno de D. Tomás, llamase á su cocinera Juana-Mari para darle á conocer al franchute más salao que pisara jamás tierra de Zumarripa.

Porque es de advertir que D. Tomás Asteazu que poseía grandes y sólidas virtudes, tenía, en cambio, la flaqueza, contraria á los sabios designios de la Providencia, de echarla de gracioso, é imitar á cada paso la frase peculiar y el característico ceceo de los andaluces. Conocía él, sin embargo, sus deficiencias en esto, y con honradez gnipuzcoana solía cantar:


“En la calle de las Sierpes
Dije yo que era andaluz.
Y me gritaba la gente:
—¡Quítate allá, avestruz!”


Asomó, pues, por la puertecilla de la cocina la cabeza de Juana-Mari cubierta con la toca vascongada, enjuta, fea y amarilla como la de una bruja de Zugarramurdi. Hizo Boy ademán de levantarse, y le sirvió sonriendo un vaso de sidra en el suyo propio, que la vieja tomó y bebió murmurando extrañas palabras vascas, que lo mismo parecían una bendición que un conjuro... ¿Le dió el corazón á Boy que las lágrimas de aquella estantigua habían de ser las primeras y las únicas que por mucho tiempo correrían sobre su tumba?...

Asomáronse después de comer, Boy y el Cura, á un gran balcón de madera que se extendía de extremo á extremo á lo largo de la fachada... Todo lo que se veía desde allí era desolado y triste, como un paisaje pintado al carbón, sin colores, sin luz ni movimiento y sin la suave animación de los ruidos campestres.

En el balcón veíanse colgadas, por todo adorno, una rama de guindillas para secarse al sol, y dos jaulas de pájaros; en una saltaba un jilguero sin voz; la otra se hallaba vacía, con la puertecilla abierta y el comedero volcado, como una casa invadida por la peste, después de sacados los difuntos.

En uno de los extremos del balcón mismo había un retrete cerrado con tablas, que desaguaba en el huerto, como es asquerosa costumbre en toda aquella comarca.

Al frente extendíase, en primer término, el espacioso huerto, muy bien cultivado, pero árido, triste, agostadas las humildes hortalizas por el ponzoñoso hálito del mar, y sin un árbol ni una flor que brillase allí como una bendición del cielo que pudiera servir de solaz y esparcimiento al ánimo.

Rodeaba todo el huerto, cual una orla de luto, una alta cerca de piedras negruzcas, y detrás de ellas extendíase la arenosa playa, árida y solitaria, semejante en su triste monotonía á una de esas penas que no tienen remedio ni tampoco olvido.

Después de la playa no se divisaba ya más que mar y siempre mar hasta los confines del horizonte; unas reces alborotado, furioso, rebelde, como una fiera hambrienta que reclama su presa; otras subyugado, vencido, pero nunca manso; ¡siempre quejándose, siempre mugiendo como la desesperación del condenado, eterna é impotente!...

A unos dos kilómetros de la franja arenosa de la playa que se divisaba desde el balcón, veíase una barriada de pescadores, que llamaban de Santa Quiteria, donde había un tosco embarcadero. Allí dijo el Cura á Boy que había de embarcarse á la mañana siguiente, de ocho á nueve, en una lancha de pescadores que le conduciría á bordo del Notre-Dame de Fourbière. Vagaba éste por aquellos mares sin atreverse á fondear en ningún puerto, esperando la marea de la madrugada para acercarse todo lo posible á Zumarripa y recoger á su nuevo Capitán.

Manifestó entonces Boy el deseo de visitar el embarcadero de Santa Quiteria, y de hacer algunas preguntas sobre el alcance de las mareas á los pescadores que habían de conducirle á bordo del Notre-Dame de Fourbière. Vino en ello el Cura muy gustoso, y cogiendo el bastón y el sombrero de teja, salieron ambos por la cuadra.

Era ésta grande y baja de techo, con dos puertas: una ancha, de tres hojas, que se abría sobre el huerto, abierta siempre para dar paso á las gallinas; la otra, pequeña, por lo general cerrada, que daba á una empinada veredilla que conducía á la iglesia.

Estaban en la cuadra dos caballos; el que había traído Boy de San Sebastián, y otro, fuerte y de muy buena estampa, que mostró el Cura á éste con un picaresco guiño.

Díjole entonces, con mucho misterio, que aquel caballo era del cabecilla Balzaola, que había dormido allí la noche anterior, en la misma cama que ocuparía él la próxima, y salido al amanecer, á pie y disfrazado, para reclutar por los caseríos á los mozos comprometidos de antemano para la guerra.

Esperábale de allí á poco, ya de vuelta, y entonces recogería su caballo y se pondría al frente de los mozos reclutados, que serían seguramente más de trescientos.

Por todo el camino hasta llegar á Santa Quiteña fué el Cura ponderando á Boy las proezas de Balzaola, la seguridad del triunfo, los grandes intereses morales y políticos que se atravesaban en la guerra, todo con tal hombría de bien, con tan recto y sano criterio, y al mismo tiempo con tan candoroso optimismo y tan inocente desconocimiento de que lo que debiera ser no siempre es, y sucede á menudo todo lo contrario, que Boy debió convencerse, como me convencí yo cuando le conocí más tarde, de que el Cura de Zumarripa era el hombre más honrado del mundo, y el político más sandio, más iluso y mejor intencionado de la España de su tiempo.

Sólo una nota discordante había en su simpática persona: cuando, ladeada la teja, la mano en la cadera, enarbolando el puño y el ceceo andaluz en los labios, solía decir como muestra de protesta ó señal de amenaza:

—¡Me jago pa acá y pa allá y me queo en medio!

Entonces, las maitagarris vascas se echaban á reir á carcajadas, y las cigarreras de Sevilla prorrumpían en amenazadoras protestas:


“¡Quítate allá, avestruz!”


Al volver á Zumarripa el Cura y su huésped, encontraron ya dispuesto el espumoso chocolate, y tomáronlo en sabrosa conversación y con excelente apetito. Retiróse después el Cura á su despacho para rezar el Breviario, y encerróse Boy en el cuarto que le destinaron, durante dos horas largas.

Al cabo de éstas, salió Boy de su aposento muy serio y pensativo, y se dirigió lentamente al despacho del Cura; salía luz por debajo de la puerta y anuncióse Boy con dos discretos golpecitos.

—¡Adelante, D. Paulino, adelante!—gritó el Cura, que le conoció en los pasos.

La andaluzada que acudía ya á los labios del buen señor, retrocedió asustada ante la seria expresión de Boy.

—¿Qué hay, D. Paulino?—dijo un poco sorprendido.

Y adelantándose Boy dos pasos, dijo tímidamente:

—Don Tomás.... ¿quisiera usted confésarme?...

No se extrañó el buen Cura, porque nunca se extrañaba él de lo que debía ser, y aquel hombre iba á embarcarse al día siguiente y á correr todos los peligros del mar y de la guerra, y era natural y debía ser que ajustase sus cuentas con Dios y se preparase antes, por si se topaba con la muerte entre las olas del mar ó el plomo de las batallas.

Por eso contestó con alegría, levantándose inmediatamente:

—Pues ¿no había de querer, D. Paulino?... ¡Ahora mismo, si á usted le parece!...

“Antes de confesarse—me escribía el Cura en una de sus cartas—me dijo que debía declararme que no se llamaba D. Paulino ni era belga; que su nombre verdadero era el Conde de Baza, hijo primogénito del Sr. Duque de Yecla. Díjome también que quería encargarme que si algo adverso le sucedía lo notificara al punto á Vuecencia, porque el Sr. Marqués de la Burunda era la persona que más le quería en el mundo y se tomaba por él interés más verdadero... Hizo luego confesión general de toda su vida, con tanta verdad y esmero, que yo quedé maravillado. Parecía como si presagiase su muerte, y fuese todo su afán presentarse ante Dios con su alma purificada hasta de las manchas más leves. Pero no estaba triste, sino muy tranquilo, y tenía tal confianza en la misericordia divina, que se me atragantó dos veces el corazón al oirle, y lloré con disimulo para que no me viese, porque yo le había tomado ley al pobrecito y le miraba como á hijo en sólo seis horas que le conocía y le había tratado.”

Trazó entonces el Cura el plan para el día siguiente. Al amanecer diría Misa en la iglesia para dar la comunión á D. Paulino; tomarían luego chocolate en casa, y acto continuo marcharían á caballo á Santa Quiteria y se embarcaría aquél en la lancha que había de llevarle á bordo del vaporcillo. Boy iría en el caballo que trajo de San Sebastián, y el Cura en el que dejó en la cuadra el cabecilla Balzaola.

Cuando poco antes de amanecer entró el Cura en el cuarto de Boy para llamarle, encontróle ya vestido, esperando; estaba sentado ante una mesita, con los codos apoyados en ella y hundida entre ambas manos la cabeza. El respeto degolló en los labios del Cura la andaluzada que ya pugnaba por salir: “¡Hola, mosito!”, y trocóla en esta otra frase, dicha afectuosamente:

—Ya es hora, D. Paulino.

Levantóse Boy sin decir palabra, y salieron por la puertecilla de la cuadra. Delante iba Juana-Mari con saya negra y mantilla, alumbrando con un farolito; detrás caminaba en silencio Boy y el Cura, y José Ignacio, nieto de aquélla, que hacía en la iglesia oficios de monaguillo y en la casa de mozo de cuadra, habíase adelantado para tocar la campana y encender las velas.

La iglesia, grande y aun magnífica, como son en Guipúzcoa la mayor parte, estaba sumida en la obscuridad más profunda: alumbrábanla solamente la lámpara del Sagrario y las dos velas encendidas en el altar en que se decía la Misa, ante un Cristo grande, muy devoto, que llamaban en el pueblo de la Agonía.

Acercóse Boy á comulgar con varonil compostura: arrodillóse también junto á él una sombra negra que comulgó al mismo tiempo, y volvió en seguida á ocultarse en la obscuridad de donde había salido. Era Juana-Mari.

Cuando salieron de la iglesia era ya día claro: iban todos juntos, silenciosos y recogidos en sus pensamientos. Al llegar á la casa mandó el Cura á José Ignacio que ensillase los caballos al momento.

El chocolate no estaba dispuesto, y hubo que esperar un poco. Clara-Antoni se había retrasado, y esta breve detención trajo consecuencias horribles...

Boy tomó su chocolate bebido, con un vaso de agua encima, y encendió un cigarro. El Cura no perdonaba el suyo: tomábalo á pequeños sorbitos, con substanciosos picatostes. Interrumpióle á la mitad José Ignacio, que entraba de repente muy demudado... Se veían muchas migueletes á lo lejos, y estaban ya á la puerta cuatro números y un cabo, que pretendían registrar la casa buscando á Balzaola.

El Cura se levantó impetuosamente con la servilleta en la mano, pero no aturdido, sino completamente sereno, como hombre acostumbrado á semejantes andanzas.

—¿Están listos los caballos?—preguntó á José Ignacio.

Contestó éste que en la cuadra estaban preparados, y el Cura dijo entonces á Boy:

—Pues coja uno, D. Paulino, y á escape á Santa Quiteria... Yo los detendré en la puerta.

Salió del comedor como un torbellino, con su servilleta en la mano. Clara-Antoni, aterrada, comenzó á gemir y salió también agarrada á la sotana de su tío. Espantada también Juana-Mari, cruzó la pieza como un rayo, entró en el balcón y escondióse en el retrete... Quedó Boy solo en el comedor sin haber perdido ni por un momento su presencia de espíritu: por la ventana, abierta, oíase en la calle gran algarabía de voces en vascuence, entre las que sobresalía, airada, la del Cura.

Entonces bajó Boy á la cuadra por la escalerilla interior, montó á caballo, y equivocando, para gran desdicha suya, las puertas, salió por la del huerto...

Dió una vuelta trotando gallardamente para buscar en la cerca algún portillo ó salida por donde huir; mas no había ninguno, y bien pronto se convenció de que se había metido en una ratonera sin escape.

Vió al mismo tiempo relucir á la puerta de la cuadra los fusiles de los migueletes, y enfilando entonces el caballo á la parte que le pareció más baja de la cerca, dirigióse á ella al galope con el desesperado intento de saltarla.

Ya se remontaba por los aires á impulsos del temerario salto, cuando sonó una descarga y caballo y caballero rodaron por tierra, envueltos en confuso y horrible revoltijo...

El caballo, tras vigorosos empujes que debieron magullar sin piedad al caído, consiguió levantarse y comenzó á galopar por el huerto, con la crin erizada, dando relinchos de dolor ó espanto.

Mas el jinete quedó allí, tendido en tierra, inerte, muerto por dos balas que le atravesaban una el corazón y otra la cabeza.

Acercáronse entonces dos migueletes que habían hecho la descarga, el cabo y un jovencillo, y pusiéronse á despojar al cadáver, todavía caliente, cual dos aves de presa... Topáronse lo primero con el pasaporte de Boy, extendido á nombre de Paulino Vanloo, súbdito belga. Encontrólo el cabo en la cartera que llevaba el difunto en el bolsillo, y sumióle su lectura, al parecer, en la inquietud más viva... Comenzó á pasear de arriba abajo, quitándose la boina y mesándose la barba y el cabello.

Había matado á un súbdito extranjero sin provocación ni violencia por su parte, sin culpa alguna conocida, sólo porque le vió galopar por un huerto y querer saltar la tapia.

¡La compañía de que formaba parte el cabo, estaría en el pueblo antes de media hora, y le exigirían entonces sus jefes estrechas responsabilidades!...

Habíanse, mientras tanto, los otros tres migueletes llevádose presos á la casilla del Portazgo al Cura, á Clara-Autoni y á José Ignacio, no obstante las protestas del primero, y al verse el cabo dueño y señor absoluto de la casa abandonada, formó al punto su propósito...

Ocurrióle que, sepultando el cadáver allí mismo, en el huerto, y haciéndole desaparecer, nadie le pediría cuentas por el pronto, y si más tarde alguien le reclamaba, difícil sería entonces identificarle... No podía, sin embargo, perderse un segundo, porque la compañía podía llegar de un momento á otro...

Trajo, pues, el cabo, dos azadones que en un rincón de la cuadra había; dióle uno al miguelete joven, que era su sobrino, y pusiéronse ambos á cavar briosamente una fosa, al pie de la cerca, en el mismo sitio en que cayó Boy...

Presto estuvo abierta ancha y bastante profunda, y despojando antes al cadáver del reloj y el dinero, arrojáronle en el fondo de la huesa... Mas resultó ésta corta, y rebasaban del borde cerca de dos palmos los pies, ya agarrotados, del cadáver.

Quiso entonces el joven prolongar la fosa, mas rechazólo violentamente el viejo con un gesto de demonio, y descargó tres ó cuatro golpes con el filo del azadón, en las piernas del difunto; crujieron horriblemente los huesos al hacerse astillas, y flexibles ya como un papel, doblóle las piernas encima y á toda prisa comenzó á echar tierra dentro, hasta rellenar la fosa.

El miguelete joven, amarillo como la cera, volvía el rostro horrorizado.

Concluída esta espantosa faena, salieron ambos migueletes de la casa, y fueron á reunirse con el grueso de la compañía, que en aquel momento llegaba al pueblo, y sin hacer alto seguía para Santa Quiteria, en persecución siempre de Balzaola.

Quedó el huerto solitario y en silencio y aun más triste y más medroso por el lúgubre secreto que encerraba... Vióse entonces abrirse cautelosamente en el balcón la puertecilla del retrete en que se escondió Juana-Mari, presenciando desde allí, por las rendijas, toda la horrenda escena.

Asomó la cabeza temblorosa, lívida de horror, con los ojos dilatados aún por el espanto, y tambaleándose, contraído el cuerpo y las manos extendidas por delante, como el que teme caer ó camina en la sombra, llegó á la cocina y cogió un puchero limpió y una cinta negra que arrancó de un delantal.

Fuése entonces arrastrando hasta la iglesia por la puertecilla de la cuadra, y en la pila del agua bendita llenó el puchero: volvió luego al huerto, y de pie sobre la sepultura de Boy, rígida y solemne como la evocación de un destino aciago, alzó el brazo lentamente y vertió el agua bendita sobre la tierra recién removida. Cortó después dos ramas secas, atólas en forma de cruz con la cinta negra, y clavóla á la cabecera de la tumba.

Después, sin fuerzas para más, dejóse caer de rodillas sobre la fosa misma, alzó al cielo las enjutas manos cruzadas, y agitándolas en el aire, rompió á llorar silenciosamente, sin sollozos, sin ruido.


Aun vive Juana-Mari en Zumarripa, disfrutando una pensión que yo le paso: véola todos los años cuando voy allí por el verano, y en su jerga vascongada, siempre me habla de Boy. “De aquel señor que me dijo el Sr. Cura que era franchute, y resultó era un Sr. Conde muy grande...tan llano, pues, ¡que dió sidra en su propio vaso á mí, pobre!... Y ¡qué bonito mozo que era, pues!...”

Epílogo

No trataré de dar idea de la impresión que me hizo la desastrosa muerte de Boy, porque ni aun hoy mismo sabría yo definirla... Honda y aguda, hasta el punto de subsistir todavía, era al mismo tiempo sosegada y tranquila, y hasta llegó á parecenne envidiable aquella muerte horrible, y por otra parte, natural y lógica.

¿No pedía él á Dios, en medio de sus malos pasos, que le atase y tuviese piedad de su locura?... Pues el Señor le oyó, y atóle con lazos de iniquidad que otros tejieron, envióle una muerte de predestinado y llevósele consigo... Parecíame entonces oir la voz de Boy la primera noche que dormimos en Madrid, cuando me decía en la obscuridad con regocijada esperanza:

—¿No ves?... ¿No ves cómo me va atando?...

Estalló entonces la guerra, la horrible guerra fratricida, y ella vino á impedirme por mucho tiempo la realización de una idea que me sugirió el testamento de Boy, de que era yo único albacea.

Disponía éste que después de pagadas todas sus deudas, asegurado el porvenir de la viuda y los huérfanos de Bermúdez, y cumplidas algunas mandas que dejaba, se emplease todo el resto de su fortuna en construir en una costa peligrosa de España, un faro de primera clase, cuya traza y modelo indicaba él mismo.

Había de rematar el faro en una estatua colosal de la Virgen del Carmen, Patrona de los navegantes, en actitud de bendecir el mar: serviríanle como de peana los tres poderosos reflectores, y correría por encima de ellos, y debajo de los pies de la Virgen, un letrero luminoso con estas palabras:

¡Ave Maris Stella!

El interior del faro debía formarlo una gran Capilla, donde un Capellán suficientemente dotado, celebraría Misa diaria por las almas de los náufragos y expondría el Santísimo Sacramento mientras durasen las borrascas.

Encantóme esta idea por lo piadosa, por lo bella y por lo útil, y al punto formé el proyecto de comprar yo la casa y el huerto del Cura de Zumarripa, levantar el faro que Boy deseaba en aquellos mismos sitios que le vieron morir, y colocar sus cenizas en un sepulcro en medio de la Capilla... Pensé también construir yo por mi cuenta, á uno y otro lado del faro, un hospital para pescadores y náufragos, y un asilo para niños huérfanos, todo en sufragio del alma de mi pobre amigo.

Compré la casa sin encontrar obstáculo ninguno; mas la guerra entorpeció mis otros proyectos, y ansioso yo por que los huesos de Boy descansaran en tierra bendita, teníalo todo previsto y preparado desde mucho tiempo antes, esperando ocasión oportuna.

Así fué que, no bien el rey Alfonso XII pisó tierra de España y se afirmó el poder y ocuparon los puestos de gobierno personas dignas y de confianza, me presenté yo en Zumarripa armado de toda clase de permisos eclesiásticos y civiles, y trasladé con solemnidad las cenizas de Boy á la iglesia del pueblo: pusiéronlas provisionalmente en la Capilla del Cristo de la Agonía, donde dos horas antes de morir había oído su última Misa, encerradas en un gran arcón de roble magníficamente esculpido, forrado en su interior de raso blanco, y cubierto en su exterior, á la usanza árabe, con riquísimo paño mortuorio de terciopelo bordado de oro. Todo me parecía poco para honrar los restos de mi desgraciado amigo.

Un detalle horrible, sobre el cual hará el lector sus comentarios, sin necesidad de que yo se los indique... El mismo día que tuve yo en mis manos, convertida en hedionda calavera, la que fué gallarda cabeza de Boy, publicaba un periódico de Madrid la almibarada reseña del gran baile dado por los Condes de Bureva en honor de Su Majestad el rey D. Alfonso XII. La Condesa bailó el rigodón de honor con el joven Monarca, y, según el cronista, deslumbraba á todos con su hermosura, su elegancia y su simpática alegría...

Dos años después, el faro estaba terminado: la Virgen bendecía desde su alto pedestal las bravías aguas; los tres potentes focos de luz iban á llevar al angustiado corazón del navegante el valor y la esperanza, y en medio de la monumental Capilla descansaban los triturados huesos de Boy, en sencillo sepulcro de mármol negro. Sobre su losa leíanse dos inscripciones que epilogaban la vida toda del desgraciado Boy. Formaban la primera las palabras que le oí la noche de su encuentro con Beatriz en la galería del palacio de Astures, completadas por mí mismo:


Luz de fuego fatuo cegó mis ojos.
y pasé junto á mi dicha u la pisoteé sin conocerla


La segunda era la extraña y eficaz oración que él mismo había compuesto:


“¡Atame, Señor, y ten piedad de mí!”


Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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