¡Si Yo Fuera Rico!

Luis Mariano de Larra


Novela


Al Sr. D. José Laméyer
I. LA FÁBRICA DE BERNAREGUI
II. QUEJAS DE UNA ADEPTA DE NOCEDAL Y REFLEXIONES DE UN CORRELIGIONARIO DE RUIZ ZORRILLA
III. DONDE APARECE EL INDISPENSABLE DIOS CUPIDO, SIN CARCAX NI FLECHAS Y VESTIDO AL USO DEL DÍA
IV. SIGUE CRECIENDO LA MAREA
V. CONCILIÁBULO DE FAMILIA
VI. ABEL Y CAÍN
VII. CATÁSTROFE DICHOSA
VIII. ANÁLISIS
IX. LAS CUENTAS DEL GRAN CAPITÁN
X. DONDE EL REY ABSOLUTO SE QUITA LA MÁSCARA
XI. SIGUE OTRA VEZ CRECIENDO LA MAREA

Si el célebre axioma filosófico é histórico vox pópuli, vox Dei, no tuviera la inmensa ventaja de no ser tal axioma, y de estar por lo tanto sujeto á la humana controversia como todos los demás errores humanos, no serviría más que para renegar de su autor y para calificar de locuras todas sus consecuencias.

¿Cómo ha de ser axioma una idea que se ve constantemente desmentida por los hechos, y un hecho que está en constante contradicción con la idea de que ha nacido? Si la voz del pueblo fuera la voz de Dios, siempre tendría razón, y disfrutaría sobre todo de ese carácter de constancia y de inmutabilidad que tienen todos los atributos del Ser Supremo. La voz del pueblo, unas veces cruel, otras estúpida, siempre vengativa y por todo extremo inconstante y voluble, está casi siempre reñida con la bondad, con la clemencia y con la misericordia. Sobre todo la voz del pueblo no razona, no convence, no corrige; chilla, pide, juzga y castiga sin criterio, sin majestad, sin inteligencia; lo que hoy eleva, mañana lo deprime; lo que ayer reclamaba, hoy lo abandona, y lo que mañana creerá justicia, pasado mañana estimará crimen. En una palabra, la voz del pueblo, conjunto inconsciente de todas las voces sociales, en vez de ser fiel intérprete de la voz de Dios, es el colosal berrido de la bestia humana.

¿Cuándo tiene razón? ¡Dios lo sabe! Unas veces parece como que el Espíritu Santo ha descendido hasta ella inspirándola santamente, y engañaría hasta á los más escépticos si lo que empezaba en plegaria no concluyese en maldiciones: otras imita con sus quejidos dolorosos la desdichada suerte de la víctima, y cuando se trata de socorrerla, responde con las carcajadas salvajes del verdugo; digámoslo de una vez: creer que la voz del pueblo es la voz de Dios, sería destruir la historia, la religión, la sociedad y el mundo que habitamos. Suum cuique.

No hace dos meses, según puede desprenderse de nuestro relato, que la voz general, vox pópuli, acusaba á Juan Puig de avaro, de exigente, de amo tiránico y sin entrañas; juzgábanle todos como indigno heredero de la fortuna de Bernaregui, como olvidadizo de favores recibidos con sus antiguos compañeros, como desconsiderado con los que ganaban á sus órdenes su sustento, y todos volvían sus ojos enternecidos hacia el bondadoso, el humilde, el justo Benito Bonet, que compartiendo con los quejosos el vox pópuli, era la verdadera personificación de la virtud, de la razón y del derecho. ¡Instabilidad de los juicios humanos!

Juan Puig había descendido del trono para confundirse con la multitud: era ya uno de tantos; la justicia humana estaba satisfecha, puesto que oyendo sus voces se había desencadenado sobre él la justicia divina, cruel, vengativa, justiciera, inapelable, volviéndole á la nada de donde había salido.

Hombre muerto, hombre enterrado; no había que hablar de él. Ei fiu.

¿Y el justo y el probo y el simpático Benito? Ahora vuelve la vox pópuli á hacer de las suyas, y milagro será que no haga una de pópulo bárbaro.

Por lo pronto, el pobrecito ex cajero ya no era tan asequible á las quejas de sus subordinados, y no faltaron algunos que trataron de intimar con el ex principal Puig para lamentar el cambio brusco del carácter del nuevo rico. ¡Qué demonio! Cierto que Puig era excesivo en sus exigencias cuando mandaba en todos: se levantaba á las ocho de la mañana; recorría todas sus dependencias, notaba las faltas, reprendía á los morosos, estimulaba á los holgazanes, pero no pasaba de ahí. En cambio el suave y dulce Benito se levantaba al ser de día, esperaba inquieto la llegada de todos, no saludaba á nadie, no pagaba ni con una sonrisa la exactitud de los que llegaban primero, ni los últimos dejaban de oir la terrible amenaza de quedarse en la calle en caso de reincidencia. Nada; que era cien veces peor que el otro, y eso que estaba en los comienzos de su reinado. ¡Qué sería cuando ya se hubiera acostumbrado al uso absoluto de sus derechos!

Indudablemente los juicios hubiesen sido más pesimistas á conocerse la terrible escena doméstica de la víspera; pero, por fortuna, ni Lucía ni doña Bernarda creyeron oportuno hablar con nadie de tal acontecimiento. Es más, las dos convinieron en la conveniencia de guardar acerca de él el más profundo silencio. Pero Lucía habló necesariamente á Ramiro, y éste casi juraríamos que no guardó el encargado secreto con algún compañero, y así de uno en uno y de uno en otro se fué sabiendo sin saber cómo, y ¡vamos!, que á la hora del almuerzo nadie ignoraba en la fábrica los proyectos económicos de Benito, ni sus arranques autoritarios, ni sus exabruptos familiares.

Malhumorado estaba el hombre, cuando después de atravesar los patios y de subir de dos en dos los peldaños de la escalera que conducía al piso principal del edificio penetró en el escritorio grande. En él no había nadie más que Rispall, el demócrata, el sublime Rispall, arrellanado en un sillón de baqueta, con El Porvenir ante los ojos, la espalda en el respaldo y una escoba, una humillante escoba caída á sus pies como signo de vergonzosa esclavitud y servidumbre.

Benito echó una mirada de águila por la habitación, y dirigiéndose al gran político, después de un ¡hola, de pie!, que cayó en los oídos de Rispall como una bomba de dinamita, prosiguió en el mismo tono:

—El escritorio está hecho una vergüenza; ¡pronto, á limpiarlo!

—¡Hoy es ya tarde...; mañana se limpiará temprano!—respondió el tribuno.

Si fuera posible que se amontonaran en un individuo en un solo momento todas las fuerzas físicas que hubiera dejado de emplear durante su vida, ese hombre podría levantar con un solo esfuerzo la aguja de Cleopatra ó la Giralda de Sevilla.

Suponemos del mismo modo que si la suma de talento de que un hombre puede disponer á diario, la depositara íntegra en una caja de ahorros intelectuales y en un día dado la empleara toda de una vez, por pequeña que fuera la dosis con que Dios le dotara, podría quizá escribir, no El Quijote, obra sobrehumana que se escapa al peso y á la medida, pero sí muchas de esas obras tenidas por sublimes y casi inmortales.

Pues ahora, bajando al terreno de la práctica nuestra suposición, sin duda Benito había acumulado, dentro de su carácter pacífico, todas las resistencias y todas las protestas de una vida de obediencia pasiva y de docilidad sistemática, y esa fuerza junta, formando una masa compacta y poderosa de mando y de energía, salió en un momento dado como avalancha asoladora y terrible al escuchar la respuesta desdeñosa del admirador de Ruiz Zorrilla.

Torva la mirada, adusto el ceño, pronunciado el entrecejo, pálida y desencajada la voz, y airado y decidido el ademán, adelantóse al tranquilo Rispall y uniendo la acción á la palabra le dijo:

—Tire usted ese periódico, ¡ahora mismo! Coja usted esa escoba...

—¿Eh? ¿Qué es esto, D. Benito?

—Á barrer á escape la habitación. ¡Sin disculpa, sin perder un minuto!

—Me parece que me ha empujado usted.

—Aquí no se paga á nadie por leer la prensa periódica, ni por arrellanarse en las butacas de un modo indecoroso.

—Yo estaba sentado con comodidad, pero con decoro, y esa frase...

—Aquí se gana el salario trabajando, y ha concluído para siempre la holgazanería y la vagancia. Cada cual ha de cumplir con sus obligaciones, sin disculpas y sin protestas, si no quiere verse arrojado de la casa ignominiosamente y para siempre.

—Yo creo que no he dado motivo...

—Y no me conteste usted una palabra. Todos los días, sin exceptuar uno siquiera, á las siete de la mañana en invierno y á las seis en verano, han de estar el escritorio grande y mi despacho pequeño hechos un oratorio de limpios y de arreglados, sin una partícula de papel, sin un átomo de polvo. Sillas, mesas, legajos, libros, todo en orden, y á la menor falta, al menor descuido, busca usted otra casa donde robar su salario.

—Esa palabra es dura y no creo que hasta aquí...

—¡Hasta aquí esta casa no ha sido casa, sino una venta, y todos ustedes una camada de ladrones!

—¡De ladrones! ¿Usted sabe lo que dice?

—¡Una compañía de bandidos! ¡El que cobra y no trabaja es tan ladrón ó más que el salteador de caminos!

—¡Qué principios políticos tan absurdos!

—Y como hable usted una palabra de política, ¡á la calle!

—Pero, Sr. D. Benito, mis derechos...

—Sus derechos de usted son comer y cobrar su salario, y yo se lo pago á usted religiosamente. Sus deberes son el manejo de la escoba y del plumero, y si usted trata de seguir siendo un bigardo, ya se lo he dicho de una vez para todas, ¡á la calle á buscar amos tontos, porque aquí se han concluído!

—¡Esto es inaudito! ¿Es usted quien habla? ¡Quién se podía figurar que aquel señor tan amable para todos nosotros, cuando estaba en la oposición!...

—Basta y sobra. Ni una palabra más. ¡Á barrer y á callar!

Bajó humildemente la cabeza el soberbio Rispall, y murmurando en voz baja frases incoherentes, dióse á barrer con tal furia, que pronto se convirtió el escritorio en un ventisquero de polvo: tal era el coraje con que el furibundo demagogo manejaba el instrumento de su deshonra. ¿Trató sin duda de que no pudiendo respirar allí su nuevo monarca, le dejara libre murmurar y barrer á su gusto? Es posible: pero Benito continuó impertérrito paseándose y dándosele un ardite del polvo y de la soledad en que estaba sumida aquella oficina, verdadero salón del trono de su palacio burocrático.

Abierta una vez la válvula de salida en la máquina de vapor, éste se escapa silbando y atronando los oídos de los que la rodean: así destapada la fatal caja de Pandora del depósito de bilis de Benito, sólo aguardaba ocasiones nuevas para repartir sus miasmas por la atmósfera.

El primero que penetró en el recinto, donde paseaba dando resoplidos la fiera, fué Ramirito, que no pudo distinguir al pronto la figura de su principal entre aquella nube de polvo.

—¡Qué barbaridad! Tú, mocito, barre con menos alientos ó hazlo más temprano. ¡Aquí no se puede parar! ¡Qué nube!

—Si él lo hiciera más temprano y usted no viniera tan tarde, se evitaría esa molestia que ahora le mortifica—dijo Benito cuadrándose delante de Ramiro y en son de guerra.

Ramiro, que sabiendo ya por su Lucía el estado en que su principal se encontraba, no quería darle el menor pretexto para que ensayara con él sus arranques bélicos, hizo como que no había oído la indirecta, y prestando á su fisonomía toda la bondad y la deferencia debidas, saludó cortésmente á su jefe y le tendió la mano.

—¡Ah, que estaba usted aquí, Sr. D. Benito! Buenos días... Dispense usted que al entrar no le viera, porque este zopenco con esos escobazos nos ha puesto casi invisibles. ¿Qué tal se pasó ayer el día?

—Bien, gracias—contestó Benito con desabrido acento, tocando apenas la mano que el escribiente le tendía con la efusión acostumbrada.

—¿Y doña Bernarda y la linda Lucía, qué tal se encuentran?

—Se encuentran perfectamente, trabajando desde hace una hora; que es lo mismo que debían hacer todos los demás.

—¡Vamos!, parece que ha madrugado usted también. Me han dicho que ya había usted bajado al almacén. ¿Ocurre algo de particular?

—Ocurriría si hubiese alguien en su puesto, porque aquí lo general es que nadie cumpla con su deber. Pero desde mañana todo habrá cambiado, y lo particular será que haya siquiera una sola persona que no cumpla mis órdenes y que no imite, siquiera por vergüenza, mi ejemplo.

—No debe usted extrañar—respondió Ramiro, que ya iba cansándose de no contestar á tan repetidas indirectas—lo que ocurre, porque, si no recuerdo mal, usted mismo que se ha vuelto tan madrugador no entraba nunca en el escritorio antes de las nueve; y para eso, según me ha dicho usted mil veces, tenía que llamarle su señora hermana con una insistencia no siempre coronada de buen éxito. ¿No fué usted el que rompió un despertador una mañana, desesperado por el ruido insoportable de aquel mueble servicial?

Una de las cosas que menos puede tolerar el hombre es no tener razón. Y cuando el que nos hace notar nuestra injusticia es nuestro inferior y podemos descargar impunemente sobre él todo nuestro enojo, no desaprovechamos nunca aquella oportuna ocasión de vengarnos cobardemente. El ataque fué, sin embargo, tan certero, que Benito no encontró palabras para responder á su dependiente; así es que, como si no le hubiese oído, se desentendió de cuanto había escuchado y, encarándose con él, se dirigió á la mesa grande, diciéndole:

—Aquí hay una porción de asuntos pendientes. Hay cartas sin contestar, y lo que no puede ni debe suceder nunca en una casa de comercio es que el copiador esté atrasado. No le digo á usted más.

—Bien, pues yo cuidaré desde mañana que no tenga usted motivo de queja, por más que, según creo, de la conferencia que deseo celebrar hoy con usted resultará naturalmente algún cambio en estos asuntos.

—No le comprendo á usted.

—Ahora, si usted me lo permite, voy á saludar á su señora hermana y á su hija, y después cuando vuelva...

—Mi hermana y mi hija están atareadas en sus quehaceres domésticos y no pueden perder su tiempo en recibir visitas intempestivas. Déjelas usted en paz, y atienda sólo á cumplir con su deber.

—Permítame usted, D. Benito, que me extrañe la conducta que observa usted hoy conmigo. Todos los días, sabe usted que desde hace mucho tiempo he cumplido siempre con su familia ese deber de cortesía, y no comprendo...

—Pues yo no comprendo que se malgaste el tiempo en esas ceremonias ridículas; y si hasta hoy ha tenido usted esa costumbre, desde hoy deja de tenerla y será mejor para todos. Cuando su trabajo se concluya, puede usted dar rienda suelta á sus gustos sociales; pero antes y sobre todo es cumplir con su obligación, y la de usted está en esta mesa y no en mis habitaciones.

—Permítame usted que, aunque obedeciendo sus órdenes, proteste no sólo de la forma en que me hace usted esas advertencias, sino del fondo mismo de ellas. Siempre ha elogiado usted mi asiduidad y mi buen deseo en excederme de los trabajos que me estaban encomendados, y me extraña tanto más este sermón que me ha predicado usted hoy, cuanto que recuerdo que usted mismo, cuando yo me atareaba demasiado, me decía: «Vamos, Ramirito, descanse usted; no conviene trabajar con exceso. Hay tiempo para todo: echemos un cigarrito...» Y usted mismo me lo daba y hasta me lo encendía, y charlábamos alegremente... ¿No lo recuerda usted?

Decididamente, el inoportuno Ramiro se había propuesto exhibir ante los ojos de Benito todo su pasado, para ponerle en lucha abierta con su presente. Aquellos recuerdos insistentes de una vida sometida al trabajo y á la dependencia no podían ser más inconvenientemente evocados, en tan distintas circunstancias.

—¡Bien, bien..., ya recuerdo!...—fueron las únicas palabras que se le ocurrieron á Benito para contestar á Ramiro.

Éste, no dándose aún por vencido, y hasta decidido á jugar el todo por el todo en aquella misma mañana, en obsequio á su adorado tormento y de sus mismas afecciones, pareció empezar á ocuparse en el arreglo de libros y papeles; pero prosiguió en voz alta la conversación.

—Ahora voy á proceder al definitivo arreglo de libros y documentos. Quiero ponerlo todo en orden, dejarlo al día, y cuando todo esté hecho, cosa que no ha de llevarme más que los días de esta semana, podrá hacer en toda regla entrega oficial al que haya de sustituirme en este puesto.

—¿Al que haya de sustituir á usted? No comprendo bien lo que quiere darme á entender. Yo no he dicho que trate de despedir á usted de esta casa, y como tampoco me ha indicado usted que intentaba dejarla, necesito que me explique usted su pensamiento, sin ambages ni circunloquios, con entera franqueza.

—Tampoco se me había pasado por la imaginación ninguna de esas dos determinaciones. Por el contrario, es que me parecía, y sigue pareciéndome, que no es natural que continúe yo desempeñando en su casa de usted el empleo de escribiente más ó menos distinguido, cuando voy á llamarle padre de un día á otro. Creo que más aún por usted que por mí es convenientísimo que mi situación cambie por completo á sus mismos ojos y á los de todo el mundo, y que cuanto menos tiempo se tarde en hacerlo, más ganaremos todos.

El ataque era esta vez tan directo, tan clara la alusión, tan decidido el tono de Ramiro, que parecía inevitable una respuesta categórica y definitiva. No debió opinar del mismo modo el interpelado, porque mordiéndose los labios y afectando un aire indiferente, sólo balbuceó:

—¡Sí..., eso!... ¡Hasta cierto punto!...

Esperó un momento más Ramiro, y viendo que la conversación no continuaba por parte de su futuro padre político, como si nada hubiera sucedido y como si empezara entonces á formular su pensamiento, continuó:

—Debo dar gracias á la suerte por haber abreviado el plazo de mis esperanzas, que contra todo mi deseo parecía estar todavía muy distante de su cumplimiento. Á haber continuado D. Juan Puig siendo mi principal y el de usted mismo, ¡Dios sabe cuándo hubiera yo podido llamarme dueño venturoso de mi idolatrada Lucía! Su egoísmo, según opinaban ustedes mismos, su tiranía y sobre todo su sórdida avaricia, según la creencia de todos ustedes, eran los que retardaban mi felicidad y la de su hija, puesto que tiene la bondad de cifrarla en mi cariño verdadero, según ella misma se lo ha confesado á su padre y á su señora tía muchas veces. Pero como por un milagro de la Providencia, D. Juan no es ya el rico capitalista, y sí lo es usted, que cifraba toda su dicha en ver casada á su hija á su gusto; y como hoy ya no hay obstáculos ajenos que retrasen ese matrimonio, claro es que éste se ha de verificar cuanto antes. Eso es lo que los cuatro ambicionábamos cuando D. Juan quiso impedírnoslo, y lo que de seguro haremos en seguida. ¿No es cierto?

—¡Parece!... Mirado de ese modo...

—Como usted comprende, antes había muchas dificultades, aun no suponiendo insuperable la voluntad de D. Juan. Hoy esas dificultades han desaparecido por completo. Veamos, pues, todo lo que se necesita para llevar á cabo ese matrimonio con la rapidez de nuestro deseo. ¿Dotar á su hija de usted? Eso es una formalidad insignificante que se lleva á cabo en la notaría en media hora.

—¡En quince minutos!—contestó á media voz Benito, con cierto dejo irónico que no debió ser muy bien comprendido por Ramirito, que continuó impertérrito:

—¿Comprar el trousseau, que no ha de ser de una esplendidez presuntuosa, ni de una riqueza exagerada? Cuestión de un día...

—¡De medio!—replicó Benito, con una sonrisa burlona en la que se veía claro el dominio que de su persona iba adquiriendo el principal.

—Tanto mejor entonces, puesto que usted mismo va disminuyendo el tiempo. ¿Qué puede tardarse en arreglar los papeles de ambos contrayentes? ¡En pagándolo bien, nada! Ya se sabe que todos estos asuntos de la Iglesia están sujetos á tarifas generales; pero con el sistema de propinas y regalos, en un caso particular, todo se hace á escape y con legalidad.

—¡Claro! En pagándolo bien..., y siendo yo por supuesto el que haya de pagarlo, la cosa no puede ser más sencilla. ¿Qué más se le ocurre á usted?

—Ya sabe usted tan bien como yo, que hay agentes especiales que se encargan de vicaría, parroquia, amonestaciones, matrículas, etc., etc. Para ellos no hay nunca inconvenientes ni dificultades; están prácticos en todos esos asuntos, tienen influencia, gentes á su servicio, y con ellos se puede hacer todo cuando y como se quiera. No hay más que decirle á uno de esos: «El día 30 de tal mes, por ejemplo, á las siete de la mañana quiero casarme en Santa María, ó en mi casa, ó en la capilla de San Andrés,» y así se estipula...

—¡Muy bien hecho! Me parece muy bien.

—Y ese mismo día, á esa misma hora y en ese mismo sitio se casa uno.

—¡Bravo, magnífico!... Eso es, se casa uno..., pero no dos.

—¿Cómo no dos? No le entiendo á usted.

—Pues es muy claro. Se casa uno, que es usted, si eso le agrada; pero no dos, porque mi hija no es la que ese día y á esa hora y en ese sitio se casa con usted.

—¿Cómo que su hija de usted no se casa conmigo?

—Como que no se casa; como que es todavía muy joven para casada; como que no quiero que contraiga tan pronto obligaciones terribles; como que conviene pensarlo con más calma, y como que, gracias á Dios, no tiene ningún motivo apremiante para cambiar de estado, y en él quiero que continúe por el tiempo que me parezca conveniente. ¿Se va usted ya enterando de lo que he resuelto?

—Pero, Sr. D. Benito, yo estoy absorto y no acierto á darme cuenta de todo lo que me dice usted esta mañana.

—Pues, señor mío, me parece que no se puede hablar más claro y que no cabe menos motivo de interpretación en mis palabras.

—Pero usted no ha pensado siempre lo mismo, sino precisamente todo lo contrario. Aún no hace un mes, ó hace el mes todo lo más, ¿no me dijo después de una grave y seria entrevista con el Sr. de Puig: «Amigo Ramiro, si yo fuera rico mi hija se casaría al momento con usted, todos viviríamos en mi casa en santa paz y eterna compañía?» ¿No protestó usted de la negativa de Puig á darnos su consentimiento para la boda, diciendo que le obedecía usted por fuerza, que su deseo de usted era vernos unidos en seguida, y que ni era justo, ni decoroso, ni aun prudente obligarnos á esperar un tiempo indeterminado la realización de nuestro amor?

—¿Yo dije...? Puede que dijera...; pero eso, después de todo, nada significa. Las circunstancias no siempre son las mismas, y lo que un día puede ser lógico, otro puede ser absurdo...

—¡Conque las circunstancias! ¿En qué han variado de un mes acá? Aquí no hay más que una diferencia, y esa sólo á usted atañe, pues á todos los demás nos deja en la misma situación. La diferencia es que usted era ayer pobre y hoy es rico, y para el asunto de que tratamos, esa diferencia más bien es ventajosa que perjudicial.

—Pero, señor mío, hablemos en razón y como Dios manda. ¿Con qué cuenta usted para sostener las cargas matrimoniales?

—¡Esto tiene gracia! Con lo mismo que contaba cuando usted patrocinaba mis proyectos y me concedió la mano de su hija: con mi sueldo, que si ayer era mezquino y el mismo Sr. Puig lo aumentó, hoy sería ridículo siendo su yerno; y con la renta del dote que dará usted á su hija, mucho, muchísimo mayor que el que Puig la hubiera dado, pues usted mismo llegó á decir que, si fuera rico, le daría la mitad de su fortuna...

—¡Yo! ¿Yo he dicho semejante disparate? ¡Nunca!, ¡en mi vida!

—Lo ha dicho usted y hay mil testigos que se lo han oído á usted, no una, sino muchas veces.

—Pues si lo he dicho estaba loco, y de los locos nadie debe hacer caso; y basta de recuerdos y acabemos de una vez. Sepan ustedes todos, todos, sin distinción de clases ni de sexos, que cuanto yo dijera antes era porque suponía que nunca había de ser rico; pero que el serlo trae multitud de deberes que yo ignoraba por completo. El ayer no existe ni para mí, ni para nadie: lo que existe es el hoy, y á ese hoy tenemos todos que sujetarnos, como nos sujetaremos al mañana cuando llegue. De manera que aunque yo no retracte mi palabra de dar á usted mi hija, para que ese caso llegue es necesario que pase algún tiempo; que trabaje usted más y mejor; que vaya ascendiendo; que posea usted lo suficiente para sostener su casa. Dejemos pasar algunos años, y si para entonces persiste usted en su amor y mi hija no se ha casado, entonces será ocasión de darle á usted su mano.

Esto era ya demasiado. Si no era una repulsa clara y contundente, tenía todos los caracteres de una evasiva, y poner en caso dudoso lo que Ramiro había tenido hasta entonces por artículo de fe, no podía ni debía tolerarse. Así fué que el joven, perdiendo la calma y la serenidad con que hasta entonces había llevado la conversación, apartándose de la mesa y con ademanes no muy comedidos, dijo á D. Benito:

—Pues señor: siempre había oído decir que el dinero cambia á las gentes y que es miserable piedra de toque de espíritus vulgares y mezquinos; pero nunca creí que hiciera cambiar tan pronto y tan mal de ideas y de promesas. Usted es hoy otro hombre distinto del que fué: usted no recuerda sus juramentos, ni sus ofertas, ni sus propósitos, y lo increíble, lo triste es que ese cambio radical de carácter, de criterio y de corazón se ha efectuado por el dinero en poco más de treinta días. Si esto era todo lo que quería y pensaba usted hacer si fuera rico, como usted decía, más valiera que no hubiese usted dejado nunca de ser pobre para decoro de usted y felicidad de cuantos le rodean. Yo mismo le diré á su hija de usted todo lo que pasa y...

—Usted... no le dirá nada á mi hija, porque nada tiene que decirla y porque sus palabras en nada torcerían mi resolución. Yo soy su padre, y á mí sólo es á quien corresponde hablarla, y ya lo haré cuando y como me parezca conveniente, si ya no lo he hecho, cosa que á usted no le importa. Mi hija me obedecerá como es su deber, y aquí paz y después gloria. Hemos concluído.

—¿Conque, según se deduce de todo lo que usted ha dicho, ahora resulta que quien tenía razón y acertaba en sus decisiones era D. Juan Puig, cuando era rico?

—¡Y tanta como tenía! Él era el único que pensaba acertadamente, que se quejaba con razón y que estaba en su sano juicio.

—De modo que usted...

—Yo... estaba tonto y ciego, y no decía más que necedades.

—Bueno es que lo confiese. ¿Y su hermana?...

—Mi hermana era una loca, si no otra cosa peor.

—¡Vamos, quién lo hubiera creído!... ¿Y su hija de usted?...

—Mi hija era una sandia... ¡Clarito!

—¿Y yo?

—¡Usted era un joven chiflado, lleno de pretensiones y de vanidad!...

—¡Vamos, pues estaba buena la casa!

—Pues porque estaba así, es mi propósito ponerla en orden completo. Y ya lo sabe todo el mundo. Desde mañana vida nueva, y esa vida comprende desde el amo, que soy yo, hasta el último obrero. Ni contemplaciones, ni permisos, ni disculpas. Todo el mundo á trabajar, y mucho y bien. Y como usted no me parece que está muy decidido á aceptar mis nuevas condiciones, y como la proyectada boda con mi hija se retrasa indefinidamente, y como por otra parte no es decoroso que usted siga empleado en la casa, y vea á su novia á todas horas, y la haga el amor y se burle de mí en mis barbas, he tomado ya mi determinación, que es irrevocable y que, si usted la rechaza, me dejará en completa libertad de acción en adelante.

—¿Y se puede saber cuál es esa determinación?

—No sólo puede saberse, sino que va usted á saberla inmediatamente. Yo esperaba á fin de mes para decírselo; pero supuesto que usted mismo ha llevado la cuestión á ese terreno, y ya no debemos andar ni uno ni otro en contemplaciones, cuanto más pronto mejor. Le nombro á usted corresponsal de la fábrica en Tarrasa, con dos mil quinientas pesetas de sueldo. Ya ve usted que le asciendo y que hago justicia á sus trabajos pasados y á sus méritos futuros. Mañana mismo, en el tren de las ocho de la mañana, sale usted de Barcelona, adonde no volverá hasta que yo se lo mande, y allí su conducta y su obediencia me proporcionarán ocasión de hacerle justicia. Esto es todo lo que tenía que decirle. Puede usted retirarse, y ya recibirá usted antes de mañana mis órdenes y mis instrucciones.

—Puede usted quedarse con unas y con otras para el que las necesite, ó se las pida; que yo con no volver á traspasar los umbrales de esta casa, ni volver á ver á usted en mi vida, me daré por muy contento.

—Oiga usted, joven, mi proposición es tan ventajosa y...

—Y en cuanto á su hija, á la pobre víctima á quien quiere usted tiranizar hasta rebajarla al nivel de una criada, si pensara como yo, á lo cual juro á usted que he de contribuir con todas mis fuerzas, ya veríamos lo que haría...

—Oiga usted, ¿se atreve usted á amenazarme con mi propia hija? ¿Qué quiere usted decir con estas reticencias?

—Que beso á usted la mano; que guarde usted sus riquezas, y que si te vi no me acuerdo.

—¿Qué es esto? ¿Adónde va usted?—dijo Lucía, entrando de pronto en el escritorio y adivinando en el gesto de su novio que se despedía de la casa.

—Adonde no encuentre hombres que por un miserable puñado de oro olviden todas sus promesas y renieguen de sus palabras.

Y sin dar la mano á la joven ni saludar al viejo, el desesperado é iracundo Ramiro salió del escritorio y pocos momentos después de la casa.

XII. MEDIA VUELTA Á LA IZQUIERDA ES LO MISMO QUE MEDIA VUELTA Á LA DERECHA, SINO QUE ES PRECISAMENTE TODO LO CONTRARIO
XIII. EL INCENDIO
XIV. LA RECOMPENSA
XV. EL ESPEJO.—¡QUIERO SER POBRE!—CONCLUSIÓN

Al Sr. D. José Laméyer

Siento, querido Pepe, que no seas ya un conspicuo abogado de los más célebres de la península, ni un eximio diputado de los más influyentes en la cosa pública, para hartarme de endilgarte epítetos y calificativos modernos, entre los que descollarían el valioso y el docto y el perspicuo, y tantos otros dictados académicos, arcaicos y churriguerescos, tan del gusto de los críticos fin del siglo, que felizmente nos corrigen, guían y desmenuzan.

En vez de toda esa hojarasca ditirámbica, te habrás de contentar con que te tenga por lo que eres: un joven de gran talento, de sólida instrucción y de sentimientos nobles y generosos, digno heredero de aquel honradísimo y cumplido caballero D. Gerardo Laméyer, que te dió el ser, y á quien jamás he olvidado ni en mi recuerdo, ni en mis oraciones.

Siguiendo su ejemplo y sus lecciones, ocupas hoy, aunque muy joven todavía, un puesto distinguido en el partido liberal, en el foro y quizás pronto en el Parlamento. Á todas partes te seguirá solícito mi nunca desmentido afecto, y en todas te deseo triunfos sin cuento y dichas sin número.

Compártelos con todos los seres caros á tu cariño, y no olvides entre ellos, por muchos que sean, que siempre será tu invariable y apasionado amigo,

Luis Mariano de Larra

10 diciembre 1892

I. LA FÁBRICA DE BERNAREGUI

Era doña Bernarda Bonet, mujer que frisaba en los cincuenta años, de morenas y apretadas carnes, de complexión robusta, de carácter agrio, de palabras secas y desabridas, y de corto y revesado entendimiento. Sabía comprender todas las cuestiones propias ó extrañas que se sujetaban á su criterio por el lado más ilógico é irracional; y todos sus actos, como consecuencia natural de tales premisas, eran casi siempre los menos acertados en la marcha normal de su existencia. No había sido en su juventud ni más fea ni más bonita que en su edad madura, y si hemos de creer á cuantos la habían conocido desde sus primeros años, siempre había sido igual; diríase que había nacido de cincuenta años, con el mismo vestido de merino negro, el mismo delantal de cuadros azules y blancos, el mismo pelo pegado á las sienes y el mismo gesto de vinagre. Huérfana casi desde su infancia, siempre había vivido con su hermano Benito, hombre de bonísima pasta á quien conoceremos dentro de poco; y en honor de los dos hermanos debemos decir que se querían entrañablemente y que su conducta moral pública y privada podía servir de ejemplo y de modelo á la clase social á que pertenecían.

Nunca se supo de doña Bernarda si había aspirado en su juventud á los dulces y legales placeres del matrimonio; pero en su calidad de mujer es muy probable que así hubiera sucedido. Sea porque su desabrido carácter hubiera alejado á los pretendientes, ó porque su adocenada y ancha figura no hubiera inspirado simpatías, ó también porque su género de vida la apartaba de fiestas públicas y de recreaciones caseras, ello es que habían transcurrido los años sin que un mal noviazgo ni un ligero proyecto matrimonial hubieran venido á romper la monótona soltería de doña Bernarda. Esto era lo que la opinión pública sabía de sus asuntos; pero en el fondo del corazón de la solterona, y sin que nadie pudiera sospecharlo, había un drama, y un drama terrible, desarrollado en el misterio, en la soledad y en el fuero impenetrable de la conciencia.


Où le terrible va t’il se nicher?
 

Eso dijo el poeta y eso creen los satíricos; pero en la práctica de la vida vemos continuamente tragedias y crímenes de que son autores ó protagonistas seres vulgares y tontos de capirote. La prosaica, la robusta, la vulgarísima doña Bernarda tenía su drama correspondiente. Por sainete le juzgaría quizá el mundo si le hubiera conocido, pero para ella drama era, y drama fatalista, drama viviente, drama sentimental y hasta filosófico. Desentrañemos su pensamiento y ofrezcámosele como espectáculo á nuestros lectores.

La escena pasa en el corazón de doña Bernarda. ¡Pobre doña Bernarda! En la escena no hay muebles de ningún género, ni puertas públicas ni secretas, ni siquiera una mala ventana. La escena está completamente á obscuras; de pronto entra, recatándose, un personaje...: á la tenue claridad del crepúsculo vespertino parece un hombre: no habla una palabra; no hace más que pasearse y mirar al cielo de cuando en cuando. Y entra y sale y vuelve á entrar y vuelve á salir, y repite esta situación durante cinco actos. Al final se va para siempre y no vuelve más: cae el telón y se acaba el drama. Ni Shakespeare ni Calderón pueden imaginar tragedia más terrible. ¡Pobre doña Bernarda!

Pero y ¿cuál es el argumento del drama, de ese drama inédito que nadie conoce, y que debe estar como todos dividido en actos y en escenas, y escrito sin duda alguna en prosa ó verso, según los gustos ó la idiosincrasia del autor? El drama no sabemos cómo estaba escrito, pero sí afirmaremos que parecía escrito con sangre en vez de tinta y que sus escenas debían ser patéticas y reconcentradas, y exornado además con todo el aparato que exigía su argumento.

El argumento—helo aquí—no podía ser más sencillo ni más humano. La fábrica de tejidos de Joaquín Bernaregui, establecida en Barcelona, era si no una de las más pingües en rendimientos de Cataluña, una de las más consideradas y de reputación más sólida del Principado. Habíase establecido en 1824 con los escasos elementos con que contaba entonces la industria española, y sólo á fuerza de años y discutiéndolas palmo á palmo se habían introducido en ella las reformas y adelantos que el progreso extranjero había sancionado en sus continuos trabajos. Á fines del año 1880, el balance general de la casa acusaba un capital de dos millones de pesetas, después de cubiertos todos los gastos y de equipararse con poca diferencia los créditos no cobrados con los giros y letras á pagar. Puede decirse, por lo tanto, que el estado de la casa de comercio de Bernaregui era desahogado y su situación financiera sólida y segura. Cierto que los dos millones de pesetas no podían ser realizados en metálico contante y sonante, si se hubiera querido liquidar en el acto, y que el valor en coste de la fábrica con sus máquinas, telares, géneros, utensilios y mobiliario industrial y particular nunca hubiera dado un efectivo de la mitad de lo que importaba en los libros de comercio. Para que la fábrica hubiese ido creciendo en importancia y ganancias desde que Bernaregui padre la fundó en 1824 hasta que Bernaregui hijo firmó el balance de 1880, se había acumulado en los últimos veinte años el trabajo asiduo de tres individuos casi de la misma edad y de idénticas condiciones y aptitudes comerciales, aunque de carácter antagónico y desemejante. Uno de ellos era Joaquín Bernaregui, el dueño, el propietario y el jefe de la industria: otro era Juan Puig, el cajero de la casa, honrado á carta cabal, serio y grave en su vida privada como en su cargo oficial; y el tercero Benito Bonet, hermano benévolo de nuestra amiga doña Bernarda. De los tres amigos sólo éste tenía familia: una hija bellísima, que frisaba en los catorce años en el de 1880, y la hermana en cuestión, pues su esposa había muerto al dar á luz á Lucía, la alhaja de la casa, y de la que había sido padrino en la pila bautismal el mismo D. Juan Puig, compañero de Benito. Estos tres hombres, asiduos en el trabajo, morigerados en sus costumbres y económicos en sus gastos, no tenían más objetivo en su existencia que la marcha acertada de la casa comercial y el mayor rendimiento posible de la fábrica. Bernaregui dirigía, emprendía y reglamentaba, por decirlo así, las exterioridades generales de la empresa: celebraba los contratos, llevaba á cabo las compras y ventas por mayor, y como amo y propietario, se embolsaba las ganancias, dando una pequeñísima participación de ellas á sus dos amigos, que nunca habían llegado á ser sus socios y se contentaban, ó lo parecía al menos, con ser los dos principales empleados de la casa. Puig, el cajero, tenía á su cargo, como era natural, la parte administrativa: letras, giros, pagos, asientos; en una palabra, cuanto en casas de más fuste está encomendado al tenedor de libros, al cajero, al apoderado y al tesorero. Ni una peseta entraba en la casa, ni un real salía del bolsillo del principal, sin pasar por las manos y los libros de Puig, y hasta su sueldo, que no pasó nunca de tres mil pesetas anuales, sólo se cobraba después de probarse por balances y arqueos que no había ni la equivocación de un céntimo en los libros ni en las esportillas. Benito Bonet tenía á su cargo la dirección práctica de la industria. Los talleres diversos, los complicados telares, los almacenes, las salas de trabajo, todo estaba bajo la vigilancia, la inspección y la dirección de Bonet, que por su carácter dulce era mirado por todos los obreros como su verdadero jefe y su defensor nato en todas sus quejas ó sus deseos. Estos tres hombres, solteros los dos primeros y viudo el último, formaban una trinidad de idénticos poderes aunque con distintos atributos, y su vida mutua se pasaba en mancomunidad de trabajos, de inteligencias y de gustos. Bernaregui vivía en la fábrica, ocupando dos modestísimas habitaciones del piso principal, pared por medio de la oficina, gran salón atestado de piezas de tela, libros comerciales de cada año, mesas de escritorio, caja, taburetes altos para los escribientes, y estantes con legajos de correspondencia, facturas, partes telegráficos, etc. Dos ancianas, obreras jubiladas de la fábrica, cuidaban de la limpieza, digámoslo hasta cierto punto, de las habitaciones principales y de la ropa interior y de cama del amo, no siendo necesario cuidar de la de mesa, por comer y almorzar siempre Bernaregui en un fonducho en sus años juveniles, en una fonda en los de su edad viril, y en un restaurant en los últimos de su vida. Tampoco Puig y Bonet vivían en la fábrica. El cajero ocupaba un gabinete en un piso tercero de una calle cualquiera como huésped de paga segura, y Benito vivía con su hija y su hermana en un piso modesto, que no para otros lujos daban los doce mil reales de su sueldo, equiparado al de Puig en la decena de años de 1870 al 1880 á que nos referimos. Y aquí empieza el argumento del drama de Bernarda. Puig visitaba á menudo á su compañero y amigo Bonet, y como éste era el único de los tres amigos que tenía casa y hogar, en este hogar y en esta casa se celebraban todas esas fiestas caseras que hacen algo menos monótona la vida de los que diariamente se entregan á un trabajo periódico y uniforme. Las pascuas de Navidad, la noche de ánimas, el día de año nuevo y los respectivos santos de los tres inseparables, siempre los veían reunidos bajo el techo patriarcal y modesto de Benito y Bernarda, si bien en cada circunstancia solemne pagaban los convidados su escote con oportunos obsequios, para no aligerar demasiado con excesos gastronómicos la exigua bolsa del anfitrión.

¿Dió á entender alguna vez Puig á Bernarda Bonet con palabras claras ó indirectas embozadas que no la era indiferente? Nadie puede asegurarlo. ¿Figuróse la pobre mujer que las miradas de Juan tenían una significación que estaban muy lejos de tener? Todo es posible; pero de un modo ó de otro la suposición ó la esperanza nada tenían de absurdo ni de desatinado. Los dos amigos tenían idéntica posición y hasta el mismo sueldo en casa de Bernaregui. Su constante amor al trabajo y el empleo eterno de su tiempo alejaba á ambos de intrigas y hasta casi de conocimientos superficiales femeninos. Siendo ella la única mujer á quien visitaban Bernaregui y Puig, milagro es que Bernarda se contentara con ser amada del compañero de su hermano y no soñara serlo por el mismo opulento jefe de la fábrica y señor de todas aquellas vidas y haciendas.

No fué así, sin embargo. Ella creyó que Puig la amaba ó que podía amarla, que aspiraba á su mano ó que no sería difícil que aspirase á ella; y como su edad era poco más ó menos la misma de su amador en ciernes, y como ambos eran pobres, que pobres son los que sólo tienen por todo capital un sueldo modesto; y como ambos eran feos y honrados y económicos, el plan no tenía nada de descabellado ni de irrealizable. Y sin embargo no se realizaba nunca. En esta situación beatífica y serena sorprendió la muerte un día á Joaquín Bernaregui. Tras rápida enfermedad y rodeado de aquellos únicos seres que constituían, si no su familia, sus únicas afecciones, murió el honrado fabricante, pocos días después de hecho el balance de la casa en 1880.

Abierto el testamento la misma tarde que era conducido el cadáver á su mansión eterna, se vió con sorpresa de todo el mundo y con mayor sorpresa del interesado, según aseguraba él mismo, que el heredero universal de Bernaregui, por carecer éste de parientes en ningún grado, era Juan Puig, su constante cajero y su más constante amigo. Para él la fábrica, la casa comercial, algunos solares, alguna finquita rústica y todo lo que constituían los dos millones de pesetas del último balance.

¡Qué situación final para el drama de Bernarda! Puig no se había casado con ella antes de heredar: ¡no era ya probable ni lógico que se casara después! Quizá ella pensaba, cuando sucedió la catástrofe, en la posibilidad de un atrevimiento por su parte para obligar al hombre á ser más explícito; pero la herencia destruía todos sus planes y sus propósitos. Además ¿quién podía prever cuáles serían las intenciones del nuevo rico respecto á su eterno amigo y compañero?

La humilde casa de Benito, Bernarda y Lucía Bonet, que hasta entonces había sido morada de paz, fué por aquellos días centro de luchas intestinas y de amargas quejas contra el implacable destino. No llegaban á la vecindad gritos ni juramentos, pero oíase el sordo murmullo de las murmuraciones y el continuo silbido de la envidia. ¿Por qué Bernaregui había legado toda su fortuna á Puig? ¿No tenía Bonet los mismos méritos que el agraciado? ¿No habían trabajado los dos del mismo modo durante treinta años para poner la fábrica y la casa de comercio á la dichosa altura en que se encontraba? Si los méritos de ambos eran iguales y el carácter de Benito era mucho más apacible, más benévolo, más dulce que el de Puig, ¿no parecía natural que el difunto hubiese preferido á Bonet? Y si se tenía en cuenta que Bonet tenía familia, una hermana á la que sin cesar habían molestado los tres en sus francachelas, y una hija única sin dote, ¿no era más lógico y sobre todo más equitativo que Bernaregui hubiese nombrado á Bonet su heredero universal, puesto que Puig carecía de familia y sus necesidades eran menores que las de Benito? Y por último, y á este pensamiento se aferraban no sólo los interesados, sino hasta los empleados y obreros de la fábrica, ¿por qué Bernaregui no había repartido su fortuna por igual entre los dos amigos, los dos empleados modelos que le habían ayudado á consolidarla? Cierto que en una cláusula del testamento se encargaba expresamente al nuevo poseedor de la fábrica que atendiera siempre á la persona y familia de Benito; pero dejábase al heredero la facultad de cumplir ó de interpretar semejante recomendación; y como el dinero ciega tanto, ¡Dios sabe en qué términos se daría cumplimiento al deseo del testador!

No seríamos justos si creyéramos unánimes los juicios de los tres individuos que constituían la familia desheredada. El jefe, el pacífico, el honrado Benito se lamentaba de su suerte con sencillas exclamaciones: se alegraba públicamente de la fortuna de su querido amigo y compañero Puig, y sólo hostigado por las agresivas indirectas de su hermana y los profundos suspiros de su encantadora hija Lucía, solía exclamar de modo que sólo lo oyese él mismo: «Si Bernaregui hubiera querido, yo sería ahora rico; y ¡qué felices seríamos todos... si yo fuese rico!» El desahogo no podía ser más prudente. De doña Bernarda no hay que hablar. Quejas, lamentaciones, disparates, malos pensamientos y peores palabras eran el fruto de su extraviado entendimiento, y hasta se permitía mentir á sabiendas, dando á entender con sus reticencias á propios y á extraños, que Puig había bebido los vientos por ella cuando era pobre; que hasta la había hablado de matrimonio más de una vez, y que su deber era haberla ofrecido su mano en el mismo momento en que se vió favorecido por la fortuna de Bernaregui. Lucía suspiraba, pero sin decir por qué: sus tíos la suponían tan interesada como ellos en los asuntos financieros de la familia, y es posible que se equivocaran, como veremos más adelante y como podía esperarse de sus catorce años de edad, que aún no había cumplido en aquella época.

Pasó el novenario de la muerte del testador, y como los negocios comerciales no pueden paralizarse y los trabajos de la fábrica exigían la continuación metódica de los mismos, se convino tácitamente por todos en seguir en la misma situación hasta que el nuevo principal diera cuenta de sus nuevos propósitos. La solemne conferencia que se celebró un mes más tarde en el despacho-oficina de la fábrica y á la que fué invitada doña Bernarda, dejó más amargos desengaños en el alma de la atrabiliaria señora, calmó los poco excitados nervios del bueno de Benito, y fué aprobada y aplaudida por todos los empleados y dependientes. Puig declaró que al heredar á Bernaregui sólo se creía depositario de su fortuna, y por lo tanto seguiría con la fábrica en el mismo pie que el difunto la había dejado. Si la generosidad sin límites de su difunto amigo mermaba su capital con dádivas y alguno que otro sueldo innecesario, él seguiría el mismo camino, y todos los empleados, operarios y obreros tenían en la casa asegurada su subsistencia. Su única aspiración era que todos pudiesen creer que aún vivía Bernaregui.

En cuanto á Benito, á su inseparable amigo, á su querido compañero, al que era más digno que él de haber heredado al difunto, nada más justo que conferirle el cargo de cajero que él había desempeñado. Puig se reservaba, además de su empleo de amo, el de inspector general de los trabajos del escritorio y de los talleres, que había sido el destino de Bonet hasta aquel día. Allí sólo se había verificado un cambio de nombre en el Registro de la Propiedad y en el Tribunal de Comercio, y la muerte de un amigo del corazón. Todo lo demás era exactamente lo mismo que diez, veinte, treinta años antes.

Puig sólo había llegado á tener tres mil pesetas de sueldo al año, lo mismo que Benito; pero desde aquel momento Benito tendría cinco mil, y como además la casa era grande y Puig carecía de familia y siempre había querido á la de Benito como si fuera propia (¡qué rubor el de Bernarda al escuchar aquellas palabras!), quería que su amigo y su familia se viniesen á vivir con él á la fábrica. Aquí ya el abanico de Bernarda empezó á echar tanto aire en la sala donde se celebraba la conferencia, que todos los presentes se apartaron de su lado por temor á una pulmonía. Esto no podría causar escándalo ni sorpresa á nadie—prosiguió el orador,—porque su edad y la de doña Bernarda no se prestaban á malos pensamientos; porque Lucía era su ahijada y de su cuenta corría dotarla cuando más adelante eligiera esposo de su clase y merecedor de su cariño, y porque, en fin, para que no se hiriera la delicadeza de doña Bernarda haciéndola aceptar una posición equívoca, desde luego la confería la dirección completa de su hogar, nombrándola su ama de gobierno y señalándola para alfileres quince duros mensuales.

¡Horror de los horrores! Oir los aplausos y plácemes de empleados y obreros, sentir los cariñosos brazos de su sobrina oprimiendo su cuello con muestras de felicidad, y ver á su hermano..., al mismo Benito, llorar de placer y agradecimiento en los brazos del tirano, del amo, del ser sin entrañas que la relegaba á la categoría de criada..., ¡á ella, á la que merecía ser ama de todos, á la que tenía derechos antiguos..., derechos sagrados á ocupar, no el comedor ni el cuarto de costura, sino el mismo tálamo del emperador de la China!

¡Falso y calumnioso pensamiento que abrasaba su cerebro y hacía enmudecer su lengua de víbora! Ella había sido siempre honrada, sin darse cuenta de ello; Puig había sido siempre casto, y jamás ni con el pensamiento, si hemos de dar crédito á sus antecedentes y á su conducta, había tratado de conceder derechos de ningún género á la ilusa doña Bernarda; pero ésta, en su rabia por no ser el ama, en su despecho por no ser rica, ni apenas se daba cuenta de que echaba su honra por los suelos con tal de zaherir y desacreditar al que los colmaba de beneficios.

Por no dar una campanada escandalosa quizá, y por no perder del todo la esperanza de que aún pudiera conquistar con sus encantos aquel corazón de roca, aceptó en silencio y con cara y ademanes de víctima propiciatoria el puesto que se la brindaba; hiciéronse en la casa las obras indispensables para el nuevo género de vida de unos y otros, y á los tres meses escasos de la muerte de Bernaregui quedó instalada la nueva familia en las mejores habitaciones de la fábrica.

Así pasaron tres años, tolerándose mutuamente unos y otros los defectos de carácter inherentes á toda criatura humana, aunque acentuándose más en la vida íntima todos los puntos salientes que causan rozamientos y divergencias. En esos tres años Benito adornó con un tinte amargo y melancólico su obediente asiduidad; Lucía se desarrolló rápidamente y cumplió sus diez y siete abriles, proclamada por todos los que la conocían como un prodigio de belleza, y doña Bernarda había casi enmudecido echando á solas espuma por la boca, y lanzando por ella suspiros capaces de ablandar las piedras cuando alguno la preguntaba por su salud ó por su dicha.

Puig seguía inalterable desempeñando su papel de amo y de principal, dictando sus órdenes, vigilando su fábrica, haciendo sus balances, algo menos brillantes que los de su predecesor, y más silencioso aún que de costumbre. Cuando se retiraba á su dormitorio y todo era calma y soledad en aquel edificio tan bullicioso durante el día, diríase que una pena profunda embargaba toda su ánima, y que una cadena de pensamientos tristes ataba aquella existencia que tantos envidiaban y que todos creían una de las más felices y bienaventuradas de la tierra.

Formando contraste con estos melancólicos personajes vivía también en la fábrica, en calidad de dependiente, pero con el verdadero empleo de criado de todos y para todo, un hombre de treinta y seis años, de no mala figura, de desenvueltos modales y de rostro no desprovisto de gracia. Llamábase Rispall, había nacido en Villanueva y Geltrú, y gracias á sus buenas referencias no tuvo inconveniente el principal en admitirle á su servicio. Lo malo fué que á pesar de asegurar el hombre con inaudito aplomo que sabía de todo, lo mismo para el escritorio que para el servicio doméstico, se vió muy pronto que no sabía nada, ni para nada servía.

Cuando se le enviaba á la calle con un recado urgente, empleaba dos ó tres horas en cumplir su cometido, y cuando pillaba por su cuenta El Porvenir, órgano de Ruiz Zorrilla y su periódico favorito, hasta que no leía el último anuncio no se daba por satisfecho, ni había forma de hacerle dejar la lectura por más necesarios que fueran sus servicios. Pero era tan agradable su conversación, tan cómicas sus lamentaciones filosófico-sociales y tan originales sus protestas para disculpar la pereza y la afición á la holganza que le caracterizaban, que se había hecho simpático á todos sus jefes; y es de advertir que sus jefes eran todos los empleados de la fábrica, y las familias de los mismos, y cuantos más ó menos directamente tenían algo que ver con el principal. Á bien que á Rispall le importaba muy poco el excesivo número de sus amos; no obedecía á ninguno, con pretexto de obedecer á todos, y hacía en todo y por todo lo que se llama vulgarmente su santa voluntad.

El innato espíritu de rebeldía que domina en el hombre y que á duras penas logra vencerse con la educación y las costumbres sociales, parece que adquiere mayor desarrollo en los grandes centros fabriles y dondequiera que una masa de individuos creen tener iguales derechos y contribuir por igual con su trabajo al desarrollo y prosperidad de una industria. Cada uno de los que se creen con iguales méritos que los otros pretende tener un mérito especial para ser distinguido de sus mismos iguales, y de aquí el afán constante en cada uno de creerse más necesario, de oponer mayor resistencia á las órdenes generales y de suponerse exceptuado por derecho propio de respetar ciegamente las leyes que regulan el orden y la disciplina del establecimiento. Todos bien, pero yo... es la frase que, si no se atreve á salir de los labios, se cuece en todos los cerebros desde el primer dependiente hasta el último obrero, y que perturba sin cesar la armonía exterior, aquel conjunto de voluntades sujetas á la voluntad única y superior del principal. Mientras la resistencia es pasiva y permanece en el estado latente de una enfermedad endémica, nadie se da cuenta de ella y el orden impera en los diversos órganos de que consta aquel cuerpo social; pero hay ocasiones en que el mal toma carácter epidémico, la fiebre se apodera de todos, la invasión estalla, y nacen las huelgas, los motines, las asonadas, las colisiones entre obreros y patronos, los incendios y las ruinas. Por fortuna nosotros no tenemos que describir ninguna de esas escenas terribles, en el día tan comunes, no sólo en nuestra nación, sino hasta en las más ilustradas de Europa y América.

Nuestros cuadros serán más tranquilos, más sosegados, y la lucha, si lucha hay, entre los elementos que constituyen el medio ambiente de nuestro relato será una lucha íntima, sorda, malévola siempre, pero encerrada también en los límites de la mutua conveniencia y del orden establecido.

Para ser verídicos debemos hacer constar que el estado de la fábrica, en cuanto se refiere á su atmósfera moral, no era, en la época que da principio á nuestra historia, tan limpia y sana como en los tiempos de Bernaregui. La enérgica voluntad de su antiguo dueño, causa primera sin duda de su situación brillante, había desaparecido con él, pues el carácter de Puig, reservado y triste, se doblegaba con más facilidad, por su deseo de paz y concordia, á las exigencias de unos y otros y á las aspiraciones no siempre justas y nunca desinteresadas de los más bulliciosos. Y sucedió lo que lógicamente debía suceder. Cuando Bernaregui mandaba, todos sabían que sus órdenes eran irrevocables y que justas ó injustas no había medio de protestar contra ellas, y de aquí nacía la tranquilidad de la obediencia. Puig, por el contrario, admitía observaciones, oía consejos y muy á menudo revocaba alguna de sus órdenes; gran disgusto y profundas quejas cuando no las revocaba todas. Lo que en el uno había sido natural entereza y unidad de miras, se tuvo en el otro por exigencias desmedidas y tiránico despotismo. Los mismos que callaban por todo ante Bernaregui, chillaban por nada ante Puig, y efervescente espíritu de rebelión cundía injustamente de taller en taller y de oficina en oficina en aquella siempre bien dirigida casa de comercio y fábrica de tejidos.

Si en otro tiempo obreros y empleados hubieran podido con algo de razón llamar autócrata á Bernaregui, hoy carecían de ella en absoluto al apostrofar con el dictado de tirano al tolerante y reconcentrado Puig. No se traducían aún en hechos estos temerarios juicios que de él se hacían en conversaciones más ó menos públicas; pero, á la primera ocasión que se presentaba, les faltaba tiempo á todos para quejarse de las exageradas autocracias del antiguo cajero de la casa.

Y ésta era la verdadera piedra de toque de aquellos juicios inmerecidos y de aquellas quejas inmotivadas. Si á Bernaregui hubiera sucedido en la dirección de la fábrica un hijo, un hermano, quizá un lejano pariente, nadie se hubiera dado cuenta del cambio de amo, por más que su carácter, sus costumbres y hasta su inteligencia fueran peores que las de su antecesor. Pero heredar la fábrica uno de ellos, por más que fuese el mejor y el más inteligente de todos, un obrero como los demás, un individuo ajeno á Bernaregui, eso era el colmo de la injusticia, un golpe de la loca fortuna, un capricho de la suerte, que lo mismo y con la misma razón hubiera podido favorecer á otro. Todas las buenas cualidades, todo el mérito, toda la inteligencia que se reconocían con gusto en Puig cuando criado, aunque de la primera categoría, se desconocieron en él cuando amo; y es porque todos sin excepción se creían con el mismo mérito, con las mismas circunstancias que el agraciado.

Como siempre, se exageraba la cuantía en la herencia, haciendo subir á cuatro, seis y más millones de pesetas el capital de la casa, que, según el balance de 1880 á que nos hemos referido anteriormente, sólo arrojaba dos millones, no muy bien contados; y cuanto mayor era la fortuna, mayor era el descontento de los que la veían en manos que no eran las suyas.

Estas indicaciones acerca del estado de los ánimos de cuantos dependían de la fábrica de Bernaregui, que así continuaba llamándose y así había de llamarse siempre, por expresa voluntad del difunto, explican perfectamente los acontecimientos que han de desarrollarse en ella.

II. QUEJAS DE UNA ADEPTA DE NOCEDAL Y REFLEXIONES DE UN CORRELIGIONARIO DE RUIZ ZORRILLA

Las ideas políticas se han apoderado de todos los cerebros y han invadido todas las conciencias. En otros tiempos, no sé si más venturosos ó menos desdichados que los presentes, sólo los actores que tomaban parte en la representación de la comedia política se interesaban verdaderamente por ella, ó mejor dicho, por ellos mismos; pero el público que presenciaba el espectáculo apenas le prestaba atención pasajera; y lo que es la multitud que llenaba el mundo, ni sabía la existencia del teatro, ni conocía á los actores, ni acertaba á deletrear el título de la comedia.

Como la piedra lanzada á un lago lleva hasta el último límite de su superficie los círculos de sus ondas; como el sonido atraviesa las capas atmosféricas repercutiéndose en las ondas sonoras hasta el infinito inapreciable á muchos oídos, llegaban al pueblo los acontecimientos políticos. Sentía el movimiento, percibía el sonido, pero ignoraba por completo la piedra que causaba el primero ó el ¡ay! que producía el segundo.

La Revolución francesa al declarar los derechos del hombre, haciendo á éste partícipe consciente de la vida de la humanidad, como el Nuevo Testamento le había antes dado equitativa participación en la vida eterna, hizo á todos los humanos actores del drama político, de la comedia social, del sainete de costumbres y aun de la tragedia religiosa: Uno para todos y todos para uno es el lema moderno; socialismo práctico más infalible, más inevitable y más eterno que todos los sistemas teóricos de Prudhones y Smithes presentes y futuros.

La nueva ley social necesitaba un Nuevo Testamento, y ese Nuevo Testamento de la nueva ley social fué la prensa periódica. Por ella es hoy el hombre ente social, y factor político, y miembro científico y parte integrante del todo humano.

El periódico, que ahorra el libro, por ser la síntesis pública é impresa de todos los libros; que da diariamente impresa la opinión ya concreta y condensada sobre todos los hechos, todas las ideas y todos los sistemas políticos, científicos, artísticos, literarios, morales, filosóficos y sociales; que ahorra el estudio, el tiempo, el trabajo intelectual previo para entender de todo, hablar de todo y juzgar de todo, es hoy, no ya la palanca de la idea, sino la idea misma, asequible por igual á todos los criterios y á todas las inteligencias.

Si la invención de la moneda ha hecho fácil y práctico para la gran masa humana el pan nuestro de cada día indispensable para el cuerpo, así la invención de la prensa periódica ha dado al mundo el pan nuestro de cada día para satisfacer las necesidades del espíritu.

Y como la eterna ley del progreso más se refiere al espíritu que á la materia; como la humanidad, al irse modificando á través de la historia y de las vicisitudes del planeta terrestre, ha modificado su esencia moral, sin alterar en nada su estructura física, puesto que el hombre y la mujer tienen hoy los mismos órganos, las mismas funciones fisiológicas y las mismas formas externas que Adán y Eva, sus primeros padres, claro es que la necesidad del pan es igual para todos los estómagos humanos, como lo ha sido desde el pecado original, variando sólo según los progresos del espíritu las necesidades de éste.

Por eso durante muchos siglos el hombre resumió sus aspiraciones gritando en todos los tonos: Pan y palo.

Por eso los españoles gritaban en los albores del gran siglo XIX, como resumen de todos sus goces: Pan y toros.

Por eso, sin gritarlo, pero sintiéndolo en todos sus actos, en todos sus juicios y en todos sus deseos, el hombre moderno pide para vivir, como únicos factores de su existencia: Pan y periódico.

Siento corrérseme por los puntos de la pluma el deseo de hacer un estudio monográfico del periodismo, pero como otros ingenios más peritos que el mío en la materia lo han de hacer de seguro alguna vez, y como, después de todo, para mi novela sólo hacen falta algunas reflexiones que indiquen la importancia del periódico en la vida social moderna, me contentaré con aquellas que, por ser pocas y venir á cuento, no han de parecer extravagantes ni inoportunas en mi relato.

El hombre es eminente y fatalmente holgazán. Como se le dió hecho el mundo, lo tomó á beneficio de inventario, y así toma siempre todo lo que le dan hecho: la religión, las leyes, las costumbres y hasta las modas. Como rezan todos, así reza; como le mandan todos, así obedece; como lo quieren todos, así se viste. Si no fuera por las excepciones de esta regla general, por los cuatro ó seis hombres que en el transcurso de cada siglo dan un empujón, ó una sacudida, al mundo moral donde vegetan mil millones de seres humanos, él viviría hoy, como al principio del mundo, en paños menores, tumbado á la bartola debajo de las encinas y alimentándose de las bellotas que por su propio peso y buscando el centro de gravedad le cayeran en la boca, con cáscara y todo.

Convencidos de esa triste verdad


«los pocos sabios que en el mundo han sido,»
 

esto es, los pocos genios que han alumbrado con la llama imperecedera de su divina esencia los tristes derroteros de la humanidad, han dirigido siempre sus dichosas empresas y sus extraordinarias conquistas á dos objetos, á dos fines igualmente útiles y asombrosos:


1.ºGanar tiempo.
2.ºAhorrar trabajo.
 

Como la vida es corta, lo principal en todas las manifestaciones del espíritu, en todos los proyectos humanos, en todas las especulaciones de las ciencias, de las artes, de la industria, ha sido ganar años, ó mejor dicho, quitárselos á las labores largas, á los estudios prolongados, á los interminables preliminares.

Como el hombre es holgazán y de todas sus fuerzas la que mejor emplea es la de la inercia, la otra fase de los descubrimientos y del progreso á que han contribuído genios y sabios ha sido la de economizar el sudor de la frente á los seres humanos condenados al trabajo eterno. Por eso sin duda la escala de Jacob no se sube por el hombre peldaño tras peldaño, sino á saltos, tragándose diez ó veinte de una vez, y quedándose quieto en el último recorrido, hasta que el empujón ajeno le hace subir, sin darse siquiera cuenta del impulso recibido, otros veinte ó treinta en la interminable escalera de su perfectibilidad.

Figurémonos, pues, lo que significa el empujón del periodismo en la escala del trabajo humano.

El periódico relata todo lo ocurrido, lo que ocurre y lo que puede ocurrir, sin que el lector se tome el trabajo de averiguarlo, de preguntarlo, ni casi de oirlo. El periódico formula la opinión, la ordena, la comenta y deduce las consecuencias del hecho, de la idea ó del fenómeno: le da por lo tanto al lector criterio, raciocinio y discurso: le facilita (ahorrándole tiempo y trabajo) el diagnóstico y el pronóstico de la enfermedad humana colectiva ó individual, al día, al minuto, al instante. Y más aún; el periódico es panacea de todos los males, solución de todos los problemas, realidad de todas las hipótesis, corolario de todos los axiomas; porque desde su punto de vista todo lo resuelve, todo lo practica y todo lo realiza, en participando de sus ideas, de sus doctrinas y de su lógica. El suscriptor ó lector de un periódico tiene bastante con leerle todos los días para saber lo que los más sabios, para pensar como los grandes pensadores, para pertenecer (sin esfuerzo ni trabajo propio) á la exigua falange de los que impulsan á la masa inconsciente de mil millones de seres completamente pasivos que pueblan el planeta terrestre.

Esta ilustración general omnisapiente á domicilio tiene sin embargo algunas contras; que algunas había de tener el universal beneficio que produce, y sin las cuales sería de seguro el periodismo, ó mejor dicho, la prensa periódica, la completa felicidad humana.

Entre esas contras de que hablamos, sólo una es pertinente á nuestro relato y sólo de ella hemos de dar cuenta á nuestros lectores. Como la opinión pública, de la que cada periódico se proclama y pregona exclusivo representante, tiene diariamente en cada población importante diez ó veinte ó cien órganos distintos que la representan, resulta que cada grupo de cinco, diez ó veinte mil almas... de cántaro se cree único eco oficial de esa opinión que á todos simboliza y á todos representa; y de esa divergencia diaria de criterios individuales y agrupaciones sueltas nace un desconcierto de ideas capaz de hundir para siempre á la verdad, á la lógica y á la misma opinión pública, causa y efecto á un tiempo mismo de todas las aberraciones, absurdos é hipótesis constantes que constituyen el caos diario de nuestra moderna civilización.

Tot cápita, tot sensus, dice un proverbio latino, y si á él añadimos que hay muchas cabezas que no tienen ningún pensamiento propio, se comprenderá que es una gran ventaja para estos seres encontrarse por cinco céntimos diarios con una multitud de pensamientos formulados ya y todo, que pueden apropiarse y hacer pasar por suyos con toda la gravedad concisa de la soberbia humana. Á esta serie pertenecían dos de los principales personajes de nuestra historia, sin darse, por supuesto, cuenta de su inferioridad intelectual, y convencidos, por el contrario, de que todo cuanto leían en su periódico predilecto había sido pensado y hasta casi escrito por ellos y para ellos. Los dos seres de que hablamos eran de distinto sexo, y sus periódicos de distintos ideales políticos, aunque lo mismo los periódicos que ellos se distinguían por estar al unísono en una misma cuerda: la de la oposición furibunda á todo lo existente, la de incesante protesta á todo lo constituído.

Doña Bernarda, que no por verdadera fe religiosa, sino por despecho rutinario, se había refugiado en las iglesias á llorar su terrible desengaño, pertenecía á esa colección de seres humanos tan perfectamente descritos por la admirable Pardo Bazán en Una Cristiana, que toman á Dios, á la Virgen y á los Santos por instrumentos de sus pasiones y los creen naturalmente ocupados en arreglar sus asuntos particulares á medida de sus deseos. Á ellos se querellan de sus dolores físicos y morales, y de ellos esperan el castigo de cuantos los han ofendido, como si el mundo hubiera sido formado sólo por ellos y para ellos, y como si ellos solos fueran los verdaderos hijos de Dios, creados á su imagen y semejanza y herederos de su gloria.

Doña Bernarda leyó una vez por casualidad, esperando en una sacristía la llegada de su confesor, un número de El Siglo Futuro, y tan de acuerdo con su espíritu encontró al órgano intransigente de los neocatólicos, que al salir de la iglesia pasó por una librería y se suscribió al periódico que había de ser en adelante guía de todas sus acciones y órgano de todas sus creencias.

Ya no pensó ni habló sino como los redactores de El Siglo, y dió por seguro que sólo con el triunfo de aquellas ideas estaría el mundo bien arreglado; y sus asuntos, por consiguiente, entrarían de una vez y para siempre á formar parte de la armonía universal que el triunfo político de la Iglesia había de dar en muy próximos días á todos los seres humanos.

Rispall, el mozo de oficios, ó criado universal, ú ordenanza de la fábrica, tenía también su periódico predilecto: el que más halagaba su holgazanería independiente; el que, defendiendo todos los derechos del pueblo, solía olvidarse con frecuencia de recordarle sus deberes; el que prometía también á sus suscriptores un inmediato arreglo social que, echando abajo todo lo existente, haría de la tierra el paraíso de los pobres y el infierno de los ricos.

* * *

Eran las siete de la mañana de un día de octubre del año de gracia de 1883, triste y nublado como lo son generalmente los del principio del otoño en los pueblos de Levante. Desde la oficina oíase el rumor de los obreros al entrar en la fábrica, y la péndola del reloj de pared del escritorio era el único ruido monótono que interrumpía el silencio de las oficinas. Los libros de comercio descansaban cerrados sobre sus atriles; las sillas y taburetes altos estaban aún separados de sus sitios, y todo indicaba la interrumpida tarea de la limpieza cotidiana. En una butaca de anchos brazos, tendido más que recostado, descansaba el activo Rispall con un plumero grande sobre los muslos y El Porvenir sostenido por sus dos manos elevándole cerca de sus ojos, para ser leído con toda comodidad.

Su abstracción era completa, cuando entró por la puerta que daba al pasillo interior de la casa nuestra amiga doña Bernarda con El Siglo Futuro en su mano izquierda y la derecha metida en uno de los grandes bolsillos de su delantal rayado. Colgaba de su cintura un llavero con muchas llaves de distintos tamaños y surcaban su frente las arrugas hondas que publicaban su carácter atrabiliario, dominado continuamente por una hipócrita conformidad, que en alta voz y en toda ocasión pregonaba, á los altos decretos de la Providencia.

—Nadie por aquí todavía...—dijo al penetrar en el despacho, creyéndose sola;—aún estará durmiendo el usurpador.

Así llamaba casi siempre la dulce católica al pobre Puig, como si la fortuna de que disfrutaba hubiera sido usurpada por él y no heredada legítimamente.

—¡Ojalá!—la respondió Rispall, levantándose con rapidez de la butaca en que se escondía y estrujando en la mano su periódico como si su lectura le hubiera excitado los nervios.—Si él se levantara más tarde, descansaríamos los demás ese tiempo. Pero desde que amanece no está uno tranquilo en ninguna parte. En cuanto el día despunta, ya da principio su tiranía. Recorre los talleres; investiga si han venido los obreros, regaña con los criados, amonesta á los dependientes, y hasta la toma conmigo, que soy el modelo de la actividad y el burro de carga de la fábrica. ¿Qué más Nerón, qué más Narváez que el principal?

—¿Y qué quiere usted, amigo Rispall? Hay que perdonar al prójimo sus flaquezas, según la doctrina cristiana—respondió Bernarda con un mohín más sarcástico que religioso.

—Estamos conformes, señora. Sus flaquezas, sus desgracias, sus errores, sus defectos, hasta sus vicios, si usted me apura, deben perdonarse al prójimo; pero lo que es sus millones, ¡nunca!

—No por rico deja de ser nuestro prójimo.

—¿Prójimo nuestro ese hombre? Buen prójimo te dé Dios. Los ricos no tienen prójimos nunca, señora. Todos los hombres son para ellos esclavos ó enemigos.

—¡Qué ideas tan demoledoras las del buen Rispall!—dijo sonriéndose amargamente el ama de llaves.

—Las de mi credo político; las únicas que han de salvar nuestra sociedad desgraciada y devolvernos nuestros derechos conculcados—que eso mismo decía el artículo de fondo del periódico que estrujaba en su mano izquierda, mientras con la derecha blandía el plumero á guisa de machete.—Soy republicano federal—continuó, alzando la voz—y fuí alcalde de barrio el año setenta y tres, cuando los míos mandaban. Si hubiese continuado aquella época feliz, ¡quizá sería hoy ministro!

—¡Ave María Purísima!—objetó entre dientes doña Bernarda.

—¡Toma! ¿Pues no fué mi compañero Alejandro Martín capitán de artillería á los dos años de haber caído soldado?

—Pero aquello acabó para no volver nunca. Fueron horrores del liberalismo llevados á su más alta y espantosa expresión. Del liberalismo, plaga más terrible que las de Faraón, azote de la humanidad y castigo de la Providencia por haber robado el poder temporal al Soberano Pontífice—que así decía aquella mañana el periódico que doña Bernarda oprimía contra su seno.

—¡El poder temporal, farsa! ¡El Pontífice, otro farsante, otro autócrata, otro rey absoluto más absoluto que Fernando VII! ¡Todos los monarcas son idiotas, todos los reyes infames, todos los amos tiranos! Por eso no puedo ver á estos patronos, á estos principales, que porque tienen en sus arcas todo el oro que nos roban, exigen que trabajemos sólo porque pagan nuestros servicios. ¡Vaya una exigencia!

—¡En cuanto á eso hay mucho que hablar!

—El hombre no ha nacido para trabajar. ¡Es libre, independiente!

—Pero la Biblia...

—La Biblia es otra farsa. La Biblia no habla nada del oro, del vil metal... ¡Maldito sea el oro... cuando le tienen los demás!... ¡Maldito sea el trabajo... cuando le tengo yo! Esos son mis principios políticos y religiosos. ¡Abajo los tiranos, sean los que sean y vengan de donde vengan!

—Si le escuchara á usted mi hermano, ya le respondería lo que hace al caso. Benito no tolera tales exageraciones.

—Porque D. Benito es un ángel, doña Bernarda. Porque su hermano de usted está de non en el mundo. Ese es el amo que debíamos tener, ese el principal de la fábrica, y no el que tenemos por chiripa. D. Benito es afable, es indulgente, es tolerante. Si él fuese el jefe..., todos seríamos dichosos, todos, desde el primero hasta el último.

—Los juicios de Dios son incomprensibles.

—¡Y tanto, que no hay manera de conformarse con ellos! En la fábrica todos opinan lo mismo que yo. ¡Si fuera D. Benito el principal! ¡Anda!, ¿quién trabajaba?

—¡Hombre, me gusta la franqueza!

—Es decir..., se trabajaría..., pero con cierto método..., con cierta medida; porque su hermano de usted es bueno, es compasivo..., mientras Puig..., ¡oh!..., ¡ése!...

—Cuidado no le oiga á usted; ya debe andar por ahí...

—¡Á mí no me importa que me oiga todo el mundo! ¡No pertenezco á la inmunda clase de los aduladores del poder! ¡No soy esclavo!

—Pero al fin hay que tener en cuenta—le interrumpió doña Bernarda, acentuando más su irónica sonrisa—que nos da sueldo, casa...

—Comerciando con nuestro sudor.

—¡Prudencia y calma, Rispall!

—¡Chupando la sangre de los ciudadanos, asesinando al pueblo libre!

—No digo que no tenga usted razón..., pero al fin es el amo.

—¡Amo! ¡Jefe! ¡Dueño! ¡Principal! ¡Señor! ¡Vergüenza da que en el último tercio del siglo diez y nueve se usen aún tales calificativos! ¿De qué nos ha servido entonces que matáramos á César en Roma hace más de dos siglos?

Como se ve, el buen Rispall estaba muy fuerte en historia romana y no se equivocaba mucho en las fechas.

—Vamos, cállese usted y sacuda el polvo. Si el escritorio no está limpio y arreglado cuando venga...

—Sí, dirá que le sirvo mal...

—Será muy capaz de ello.

—Y que le robo el pan que como... ¡Canalla! Vamos, por más que lo pienso, no me explico cómo siendo Bernaregui tan amigo de D. Benito como de don Juan Puig, no le dejó á aquél su fortuna en vez de dejársela á éste. ¡Claro! Procedió como proceden siempre los tiranos. Olvidó al hombre lleno de virtudes, al honrado padre de familia, para hacer poderoso y millonario al hombre adusto, al egoísta, al solterón empedernido, al perverso, al que debe estar plagado de vicios y quizá de crímenes. Digo: ¡qué hombre será él cuando no tiene ni padres ni hijos!

—Eso digo yo—murmuró doña Bernarda sonrojándose.

—Usted misma debe ser su juez más inflexible. Todos creíamos en la fábrica que, al heredar D. Juan Puig el capital de Bernaregui, su primera determinación sería pedir á usted su mano y hacerla su esposa.

—Como lo manda la Santa Madre Iglesia...

—Y como, según parece, tenía usted motivos para esperar, dada la antigua amistad que les unía á ustedes con el nuevo propietario, y hasta quizá sus ofrecimientos en épocas anteriores.

—Me ha hecho su ama de llaves—respondió doña Bernarda, pintándose en su rostro una expresión de despecho y de indignación imposibles de describir, aunque veladas por cierto tinte de resignación cristiana.

—Sin duda para un alma como la suya es igual que usted le cuide el corazón que la despensa. ¡Alma de conservador, y está dicho todo!

—¡Silencio, que viene gente!

Oyéronse, en efecto, unos pasos precipitados, y apareció en el umbral de la puerta del escritorio la bellísima figura de Lucía.

—Es mi sobrina. ¡Calle usted y limpie!—dijo á Rispall doña Bernarda en voz baja, saliendo al encuentro de la joven.

—Otra víctima del monstruo—dijo Rispall con voz apenas perceptible; y con ademanes rabiosos dió dos ó tres plumerazos á los muebles y colocó los taburetes y las sillas en su sitio acostumbrado, disponiéndose sin embargo á escuchar lo que hablaran las dos mujeres y á meter su cuarto á espadas en la conversación, si lo creía necesario.

III. DONDE APARECE EL INDISPENSABLE DIOS CUPIDO, SIN CARCAX NI FLECHAS Y VESTIDO AL USO DEL DÍA

¡Oh Madrid, tierra de promisión, paraíso soñado, ciudad santa para todos los cerebros provincianos, para todas las ambiciones desordenadas, para todos los corazones aventureros, para todos los ideales artísticos y literarios; sima sin fondo, mar sin orillas para los apocados de voluntad, para los pobres de espíritu, para los que careciendo de la energía que se impone ó de la ductilidad que se arrastra, aspiran á escalar los altos puestos siempre asequibles á la audacia y á la adulación! ¡Madrid, tienda de asilo de media España, oasis hospitalario de la eterna caravana de la miseria, gigantesco coloseo donde hay luchas á diario entre las fieras y los hombres, necrópolis de todas las esperanzas, tribuna pública de todas las oratorias, salón del trono de todas las soberanías y manicomio ó falansterio de todas las insanias, manías, chifladuras y aberraciones cerebrales de los españoles: yo te saludo, no como el ángel, sino como el gladiador romano!


Ave, Cæsar, morituri te salulant!
 

Á Madrid se dirigieron madre é hijo, desde la humilde y escondida ciudad de Cuenca, al año escaso de haber fallecido D. Jerónimo García, oficial primero de aquel Gobierno civil durante catorce años, contando en su hoja de servicios treinta y seis de carrera administrativa. La Junta de clases pasivas había hecho su clasificación y correspondían á la viuda mil quinientas pesetas de viudedad con la natural rebaja del diez por ciento establecida. Mal, muy mal pueden vivir en el mundo una mujer de cincuenta años y un hijo de diez y nueve, teniendo por toda renta la exigua cantidad de cinco mil cuatrocientos reales; pero cuando ese mundo es Cuenca, y se tienen los muebles y las ropas de toda la vida, y se pagan tres reales diarios por una casa ventilada y alegre, y no hay exigencias sociales en trajes y gastos de representación, aún es posible no morirse de hambre. Trasládese á Madrid esa exigua renta; nazcan los deseos casi necesarios de vivir con cierto decoro y de atender á ciertas necesidades sociales en busca de porvenir más halagüeño, y se verá en lontananza aparecer la desmantelada buhardilla y las eternas noches de la miseria.

Era la madre, doña Antonia Rubielos, una buena mujer, de cortos alcances, de dulce carácter, de irreprochables costumbres y de limitadísimas aspiraciones. Su condición pasiva la había dado la felicidad de vivir en paz con todo el mundo, y puede decirse que durante sus treinta y dos años de matrimonio no había conocido más penas ni más dolores que algún que otro resfriado y el embarazo y crianza de su hijo Ramiro, joven de diez y nueve años á la sazón. Contenta siempre con su suerte y satisfecha con su posición de oficiala primera del Gobierno civil de Cuenca, la muerte de su marido D. Jerónimo fué el primer problema serio que se le presentó en su vida, ¡á ella que no había tenido nunca otro problema que el matemático de ajustar la cuenta del gasto diario!

¿Qué debía hacer con sus cinco mil cuatrocientos reales de viudedad? ¿Continuar en Cuenca con su hijo comiéndoselos en santa paz, sin darle carrera, puesto que á los diez y nueve años no había aún emprendido ninguna, si bien tenía ya su título de bachiller en letras en el bolsillo, ganado fácilmente en el Instituto de segunda enseñanza de Cuenca; ó buscar en otros horizontes más dilatados campo ancho y abierto al porvenir de aquel hijo que era ya el jefe de la familia? Cierto que su hijo no sabía hacer nada; que carecía además de esa vocación, segura en unos hombres é incierta en otros, hacia una profesión determinada, que desde la infancia revela la predilección á las armas, las bellas artes ó el sacerdocio; que el niño miraba con aversión toda ocupación seria y todo trabajo continuado; pero por esa misma indiferencia, por esa misma vaguedad de propósitos era indispensable empujarle á cualquiera de los caminos que á la juventud se ofrecen, si no se quería que, andando el tiempo y desperdiciados los años oportunos, el niño se convirtiera en un vago, no accidental, sino de profesión.

Muy encontradas fueron las opiniones de los varios amigos del difunto esposo á quienes doña Antonia recurrió en busca de consejos para su difícil situación. Uno opinó que en Cuenca podía encontrar Ramirito ocupación modesta; otro, que en una capital tan miserable no hallaría jamás Ramiro ni porvenir ni presente; el de más allá, que dedicándose con empeño á estudiar el francés y la partida doble, ningún joven se moría de hambre; el de más acá, que en Madrid hay campo para todas las ambiciones y para todos los gustos, y que sólo en Madrid hallarían madre é hijo bienestar y quizá fortuna. Como ésta era la opinión más desatinada, ésta prevaleció en el ánimo de la viuda, que malvendiendo casi todo su ajuar y gastando casi todos los miserables ahorritos de su larga existencia de servidora del Estado, se trasladó á la villa y corte, fijando su residencia en un cuartito sotabanco de la calle de Ministriles.

Cómo pudieron comer, vestirse, vivir, en fin, madre é hijo durante tres años, sin más recursos que la paga y algunos trabajos de aguja hechos por la pobre Antonia, es inexplicable. Eso pertenece al orden de los milagros modernos, casi tan absurdos como el sustento de los santos antiguos con hierbas silvestres y panes traídos por cuervos.

En aquellos tres años emprendió Ramirito más de tres carreras, que siempre abandonó antes de acabarse el año; pero aprendió en cambio en aquellas perpetuas vacaciones á fumarse dos infernales cajetillas diarias, á pasarse tres horas seguidas todas las noches en una mesita del café de Zaragoza con otros jóvenes tan aprovechados como él, á gritar y silbar en todos los motines universitarios, á ejercer la profesión de estudiante sin coger un libro en sus manos, y á gastar en tonto, sin vicios, pero también sin virtudes, los hermosos años de la primera juventud, que ni vuelven nunca, ni jamás se recobran, cuando se desperdician en la vagancia.

Al ver la pobre madre estériles todos sus sacrificios y desvanecidas sus esperanzas, comenzó á enfermar, tanto de pena cuanto de escasez y falta de ambiente, y ya enferma y presintiendo su próximo fin, consiguió de su hijo que, dejándose de estudios hipotéticos, se dedicara con empeño á reformar su letra, á escribir con ortografía y á entender de cuentas. Con estos humildes, pero prácticos conocimientos no era difícil que encontrara una casa de comercio donde ganar un pedazo de pan, ya que dentro de poco tiempo iba á faltarle la limosna del Estado.

Y así sucedió en efecto. Las lágrimas y las súplicas de Antonia hicieron mella en su hijo, y en pocos meses consiguió poseer una hermosa letra inglesa, no escribir con demasiados errores ortográficos y afirmarse algo en su descuidada aritmética. Todo esto era muy poco para un hombre, pero era algo para un chico, y como decía muy bien su madre, consolándose con aquel algo, «muchos hay que á los veintidós años no saben ni eso.»

La pobre mujer murió antes de que Ramirito aprovechara aquel algo de educación tardía, y quedóse en Madrid el huérfano sin más recursos que la tierra que pisaba como presente y el espléndido cielo azul como porvenir. Buscó una casa de comercio donde vender, que no prestar, sus servicios, y sólo se le ofrecieron alguna que otra trastienda y diversos mostradores para medir telas y llamar madamitas á las compradoras. Él aspiraba á algo más dentro de sus modestas aspiraciones; no le parecía decoroso descender desde el estado civil de estudiante de Derecho ó de Medicina al de hortera, ni cambiar el veladorcito del café de Zaragoza por el mostrador del comercio de la calle de Postas.

Urgía, sin embargo, poner remedio á su situación apurada: comenzaba á vivir con el vergonzoso recurso de los préstamos amistosos: el tiempo se iba, la ropa se iba más aprisa que el tiempo, y de pedir prestado á pedir limosna no hay más que un paso. No quiso con muy buen acuerdo franquearle Ramirito, y aceptó la eficaz recomendación que para la casa Bernaregui, de Barcelona, le ofreció el mismo dueño del café de Zaragoza. La casa era segura; el sueldo, aunque módico al principio, podía ir aumentando conforme aumentaran su asiduidad y sus servicios, y ¡quién sabe lo que una casa de comercio puede dar de sí en algunos años!

Salió Ramiro de Madrid, quizá para no volver jamás á entrar en él; llegó á Barcelona, agradó con su buena presencia y hermosa letra inglesa á Puig y á Benito, y quedó instalado en el escritorio, para llevar la correspondencia y el copiador de la fábrica, con mil quinientas pesetas de sueldo al año. Poco era para fin, pero bastante para comienzo, y aunque el amanuense no contaba entre sus buenas cualidades con el amor al trabajo, verdadera virtud de los catalanes, la carencia de amigos y conocidos y la ignorancia de la localidad le hicieron asiduo al escritorio, más por aburrimiento que por afición espontánea.

En la casa no había muchachos de su edad: en la de huéspedes donde comía y dormía no había aficionados á gastar el tiempo y el dinero en el café ó en teatros, de modo que sus distracciones, las horas y los días libres, se limitaban á las diversiones públicas gratis, que no escasean en Barcelona. Paseos al parque, al puerto, á la montaña; audición de conciertos al aire libre, ejercicios de las tropas de la guarnición, entrada y salida de buques de guerra ó correos, regatas y procesiones, todo lo vió Ramiro siempre solo, y pronto se aburrió de su soledad y su aislamiento dentro de aquella ciudad comercial, donde hasta la amistad necesita del negocio para ser duradera.

Aburrido, cansado y con el espíritu predispuesto para el sentimentalismo y la melancolía, se encerraba en el escritorio ó vagaba por los patios de la fábrica, no sin sorpresa de sus jefes que no comprendían cómo renunciaba aquel muchacho á sus horas de libertad y que elogiaban su buen juicio, su formalidad y sus morigeradísimas costumbres. Doña Bernarda sobre todo estaba encantada con aquel muchacho, y en cuanto á Lucía... ¡oh!, en cuanto á la bellísima Lucía..., el asunto merece párrafo aparte.

Acababa de cumplir diez y siete años; era alta, esbelta, de andar airoso, de fisonomía expresiva, de negros ojos, de lindísimo talle, y de formas amplias, impropias para su edad, sobre todo dadas las costumbres estéticas de la capital de España, pero no anómalas en la del Principado. Su abundante y sedoso cabello castaño claro, elegante y naturalmente rizado sobre su frente; sus finas y largas pestañas, y sobre todo su linda boca de labios algo gruesos, pero encarnados como cerezas, de apretados y menudos dientes y de frescura incomparable, merecían llamar la atención y fijar las miradas de cuantos la encontraban á su paso.

Pocos eran, sin embargo, los que podían encontrarla. En primer lugar, los catalanes, por regla general, sean jóvenes ó viejos, van siempre por las calles á su negocio, y apenas conceden una rápida ojeada á las mujeres guapas que se encuentran en su camino. En cuanto á seguirlas ó á echarlas piropos, como los andaluces y madrileños, lo reputan por de poca seriedad ó de mala educación, y creo que aciertan en ambas cosas; pero en cambio quitan alegría y encanto á los paseos y á los encuentros fortuitos del sexo fuerte con la más linda mitad del género humano. En segundo lugar, Lucía apenas salía de la fábrica. Los domingos casi de madrugada á misa con su tía doña Bernarda y cubierto su lindo rostro con el tupido velo; los mismos días por la tarde al campo con su tía, su padre, y alguno de ellos, muy pocos por cierto, con Puig, con quien disputaban siempre Bernarda y Benito y que se despedía de ellos antes de terminar la expedición, por no poder aguantarlos. Algunas calurosas noches de estío, de esas en que la falta de brisa convierte las movibles hojas de los árboles en inmóviles recortaduras de cinc, á sentarse en el paseo de Gracia. Ni más teatros, ni más bailes, ni más reuniones de cumplido ó de confianza. La vida de la fábrica, monótona, trabajadora, sin interrupción, sin vacaciones, relegaba al hogar doméstico á aquella linda joven que en otros círculos y en diferente posición social hubiera podido ser encanto de los salones y ornamento de las tertulias.

El desarrollo físico de Lucía era completo. Hermosa, robusta, sana, podía competir con la aldeana más bizarra, y en gracia y gentileza aventajar á la más distinguida señorita. ¿Habíanse desarrollado igualmente su inteligencia y su corazón? Eso á nosotros toca decirlo; que ni ella hubiera sabido explicarlo, ni su padre y su tía comprenderlo.

La fábrica de Bernaregui no era terreno á propósito para cultivar inteligencias privilegiadas, ni una casa de comercio bien reglamentada y concienzudamente dirigida podía ofrecer ancho campo á la imaginación para desarrollar sus brillantes aptitudes. Así es que Lucía, naturalmente más sensata y de criterio más inteligente que su padre, y de más recto juicio y más nobles pensamientos que su tía Bernarda, simpatizaba con Puig más que con nadie de los propios y extraños que la rodeaban. Veía en él una víctima de los enconos y las envidias de los desheredados por Bernaregui, y hacía justicia á sus rectas intenciones y á su carácter misantrópico y reflexivo. Pero todo esto lo hacía ella casi inconscientemente y sin ser el resultado de los esfuerzos de su inteligencia para estudiar los secretos de la vida y la lucha de los caracteres. Podemos decir por consiguiente, sin temor de equivocarnos, que Lucía poseía una inteligencia innata, susceptible de gran desarrollo á caer en buenas manos, pero que hasta el día sólo había dado de sí los frutos espontáneos de una regular semilla caída en buena tierra. Faltábanle el cultivo y la atmósfera apropiada á su completa y sabrosa madurez.

En cuanto á su corazón, justo es decir que hasta cumplir sus diez y siete años no se había ejercitado en grande escala. Amar á Dios sobre todas las cosas, en la forma platónica y teórica con que todos los católicos pasivos aman al Ser Supremo, que es un modo de amor muy parecido á la indiferencia; honrar padre y madre, al uno vivo y á la otra muerta sin haberla conocido, á la manera de como el criado obedece las órdenes indiferentes del amo á quien sirve, y amar al prójimo como á sí misma, sin más prueba de este amor que dar algunos céntimos de limosna á los mendigos que la importunaban á su paso, esas eran las virtudes sentimentales de aquel corazón dormido hasta entonces á todos los verdaderos afectos humanos.

Y justo es también decirlo, ¿qué otros sentimientos más vivos podían despertar en su tierno corazón, por vehemente, por apasionado que llegara á ser andando el tiempo, la quejumbrosa pasividad de su padre, la gárrula y envenenada palabrería de su despechada tía, la seria y reconcentrada amargura del ya viejo Puig, la charla demagógica de Rispall y la eterna murmuración que á guisa de ruido de colmena se extendía por todos los ámbitos de la fábrica, comentando, criticando ó protestando de todas las leyes divinas y humanas y de todas las órdenes, disposiciones y reglamentos de la tierra?

En este estado casi beatífico de su espíritu se encontraba la encantadora Lucía cuando llegó Ramiro á pisar el escritorio. Por curiosidad primero, por simpatía después, por interés más tarde, fueron ambos jóvenes aproximándose uno á otro; y descubriendo la homogeneidad de sus ideas, viendo con satisfacción mutua que casi siempre tenían idéntico punto de vista en todas las cuestiones y les producían el mismo efecto los acontecimientos, cayeron en la cuenta de que sus corazones se entendían perfectamente. De esto á creer que habían nacido el uno para el otro no hay más que un paso, y lo creyeron con fe profunda y alegría inmensa, como cumple á corazones que no han amado nunca y que ven realizadas por vez primera sus aspiraciones á amar y ser amados.

¡Cambio profundo en aquellos caracteres! Ramiro, menos apasionado, pero más aburrido que su bella conquista, encontró en aquellas cuatro paredes mujer á quien amar, amiga con quien discutir y compañera de sus largas horas de aburrimiento y soledad, y esta era la razón de su alejamiento del mundo exterior, de su aire melancólico y sentimental y de su constante permanencia en el hogar algo falansteriano de su Lucía. Ésta lloraba á lo mejor sin motivo por los rincones de la casa, reía á carcajadas sin razón aparente, corría á veces, y otras vagaba silenciosa por patios y talleres, y un día llegó hasta á besar con emoción profunda las secas y arrugadas mejillas de Bernarda, que no acostumbrada á recibir de nadie semejantes pruebas de afecto, se contentó con murmurar: Esta chica está tonta. Si la pobre aunque antipática mujer hubiera sido más práctica en conocer los misterios del alma humana, y sobre todo del alma femenina, no hubiera vacilado en decir: «Mi sobrina está enamorada.»

Tales fueron, sin embargo, las chiquilladas de los dos inocentes amantes, tantas sus cándidas imprudencias y tan á las claras dejaban ver el estado de sus mutuos corazones, que no necesitó nadie gran penetración para conocer su, según ellos, guardadísimo secreto. Sonrióse malignamente todo el mundo, y sin hablar palabra, todos aceptaron como un hecho natural y consumado el amor de Lucía y Ramiro, extrañando mucho á ambos no encontrar en nadie la contrariedad y oposición que, según todas las novelas y dramas antiguos y modernos, convierte en incendio devastador y en llama asoladora el más puro y sencillo amor de la tierra.

Puig, que á pesar de su prudente reserva veía con gusto aquel amor naciente entre el asiduo empleado y la hija de su mejor amigo, ahijada suya, se permitió un día poner roja de placer y de vergüenza á la muchacha, prometiéndola un modesto dote para el día que algún muchacho honrado y de buenas referencias pidiese su mano y la obtuviera de buen grado de su mismo padre.

—¡Oh! De aquí á entonces... ¡ya va largo!—contestó Benito, mirando fijamente á su hija, que no sabía dónde esconder los ojos.

—Si tan largo me lo fías..., ¡echa un cuartillo!—exclamó Bernarda, sonriéndose irónicamente y fijando su mirada inquisitorial en el aturrullado semblante del pobre escribiente.

Hasta el mismo Rispall, el criado irreverente que tenía la fatal costumbre de meterse en todo, añadió en voz baja:

—Para entonces ya habrá venido Ruiz Zorrilla.

Aquello era una conspiración. Todos parece que se habían propuesto burlarse de los dos amantes, ó darles aquel mal rato para aguar sus alegrías y sorprender su dichoso misterio. El único resultado de aquella inocente escaramuza fué que Puig aquel mismo día aumentó el sueldo á Ramiro, sin indicación de nadie, y que éste pudo contar con dos mil pesetas anuales en premio de sus méritos aritméticos y caligráficos. Hacía escasamente un año de su entrada en la casa.

Todo siguió en el mismo estado durante otros doce meses, y llegó la época en que da principio nuestro relato. Es de sentir, para el interés necesario á toda historia, que no ocurrieran peripecias ni sucesos extraordinarios en aquellos amores; pero la nube, como dicen los labradores aragoneses, no iba por aquel lado. La animadversión hacia Puig se había acentuado en todos los que de él dependían. Lo que empezó por quejas aisladas y lamentaciones individuales tomaba proporciones de guerra sorda, pero sin cuartel. Se interpretaban torcidamente todas sus disposiciones; se desobedecían, con el pretexto de dificultades en su cumplimiento, todas sus órdenes; se exageraban todos los inconvenientes de sus reformas, y todos bajo la capa de una hipócrita resignación, ó de un interés excesivo por los negocios de la casa, eran constante rémora á todos los proyectos del principal y jueces inflexibles y tiránicos de todos sus actos.

No era un complot, pero lo parecía. Sin previo acuerdo, todos estaban unánimes en su conducta; y Puig se encontraba cada vez más aislado y más lejos de todos aquellos seres que le debían su subsistencia y su bienestar. Á haber tenido un carácter más enérgico, quizá hubiera cortado por lo sano ejerciendo su suprema autoridad, y poniendo á raya á los rebeldes les hubiera dado á escoger entre la obediencia ciega á sus órdenes ó la inmediata dimisión de sus empleos y condecoraciones. Verdad es que si desde su elevación al poder se hubiera revestido de la energía que le faltaba, no hubieran llegado las cosas al extremo en que se encontraban.

Esta era la situación de los ánimos cuando el diálogo que sostenían Bernarda y Rispall en el capítulo precedente se interrumpió por la llegada de Lucía, única persona ajena á la conspiración y que sin querer se encontraba metida en ella, pues hasta el mismo Ramiro, espoleado por su amor y con la impaciencia propia de un enamorado, iba ya sospechando que Puig era la causa de que se retrasase el logro de sus esperanzas.

Precisamente el día anterior se había celebrado una conferencia de familia, y en ella se decidió por mayoría de votos, dos contra uno, el de Lucía y Bernarda contra el de Benito, que éste hablaría desde luego á Puig de las relaciones amorosas declaradas entre Lucía y Ramiro. Le diría que los chicos se amaban con delirio, que deseaban casarse, que ya tenían edad para constituir una nueva familia y que él, como padrino de la muchacha y jefe del novio, debía señalar época para el casamiento, cuanto más próxima mejor, entregar á la chica el dote prometido y dar al muchacho otro ascenso para que con ambas cosas pudieran ya atender á sus nuevas obligaciones. No haría nada de más tampoco el rico por chiripa en ensanchar un poco su hogar, para que cupieran todos, hasta los seres que podrían venir después á coronar el edificio, y de ese modo tan sencillo y tan natural hacer algo por el bien de sus semejantes, ya que debía al cielo, sin merecerla, la casualidad de disfrutar de una fortuna que lo mismo podía haber sido para otro, que hubiera hecho sin duda mejor uso de ella.

Todas estas reflexiones de doña Bernarda, que parecieron al pronto de perlas á Benito, no le fueron ya tan fáciles de formular cuando pensó en ellas; y según temían los interesados, no hizo nada en el asunto.

—¿No está aquí papá?—preguntó Lucía asomando la cabeza por entre las dos hojas de la puerta del escritorio.

—No ha parecido aún por estos barrios—contestó Bernarda,—y Dios sabe si estará escondiéndose de nosotras para evitar las preguntas que con sobrada razón sabe que hemos de hacerle.

—¿De modo que usted cree que no habrá hecho nada, á pesar de todo lo que ayer convinimos los tres?

—Nada absolutamente. Desengáñate, chiquilla, mi hermano es un bendito, pero por lo mismo no sirve para nada. Tengo la certidumbre de que pasarán días y días y no se atreverá jamás á ponerse frente á frente de su amigote de otros tiempos, aunque le sobre la razón por encima de los pelos.

—¡Como que D. Benito es un ángel!—dijo Rispall suspendiendo su problemática limpieza del escritorio, adivinando que se trataba de algo que pudiese mortificar al autócrata de la fábrica.

—Y ¿qué le parece á usted que hagamos, tía?

—¿Qué hemos de hacer, sobrina? Lo que está resuelto. Yo os he prometido ayudaros en todo y por todo, y por lo tanto, si el cobardón de mi hermano no sabe cumplir con los compromisos contraídos y con el deber que le imponen las leyes de la naturaleza, yo los cumpliré por él, y con muchísimo gusto mío. Ya lo sabes.

—¿De modo que usted hablará á D. Juan?

—¿Que si le hablaré? Y hoy mismo. Esta misma mañana.

—¡Muchas gracias, tía, por Ramiro y por mí!—añadió con cierta timidez Lucía, como adivinando que la escena que se preparaba entre doña Bernarda y Puig podía ser tempestuosa;—pero háblele usted de modo que no se enoje. Él ha dicho espontáneamente, no una vez sola, sino varias, que cuando yo me case será mi padrino de boda, como lo fué de bautizo, y que piensa darme un dote, sin precisar de cuánto, como prueba del continuo afecto y amistad que profesa á mi padre...

—¿Y qué menos puede hacer por usted ese vampiro—interrumpió con gesto y ademán trágicos el vehemente Rispall,—sino darle á usted algo á cuenta de nuestro sudor y de nuestra esclavitud?

—Y te olvidas—añadió doña Bernarda con sarcástica intención—de que tu enlace, cuando llegue el caso, ha de ser á su gusto. Eso dijo muy claro la última vez que habló de tal asunto.

—Y me parece muy justa la tal condición—dijo Lucía.—Si él es quien ha de dotarme y de apadrinar mi casamiento, natural es que no le desagrade el novio que yo elija. Demasiado sabe él quién es el elegido de mi corazón y el que sólo vive por mi cariño.

—También puede ser una añagaza ó un pretexto para eludir el compromiso de sus obligaciones. No gustándole jamás el esposo que usted elija, sea el que sea, se guarda el dote y no tiene que aflojar un cuarto ni para usted ni para él. ¡Como que es tonto!

—Eso no es posible—respondió con profunda convicción Lucía.—D. Juan es incapaz de tan bajos pensamientos.

—Nada es imposible en el mundo, sobrina, y quien se ha vuelto tan desagradecido y tan desmemoriado como D. Juan Puig, es capaz de cualquier felonía, por terrible que parezca.

—¡Otra sería la conducta de su padre de usted, si se encontrase en el caso de su amigo!

—Ya lo creo; siendo mi padre, el caso no es el mismo.

—Es que su padre de usted no andaría con reparos ni se detendría en examinar antecedentes. El que usted eligiera, ese sería su marido de usted sin más vacilaciones; y en cuanto al dote, la daría á usted lo menos la mitad de su fortuna, y todos felices.

—¡Ah! Si mi padre fuera rico, es posible que lo hiciera como usted asegura; pero como al fin D. Juan no es pariente nuestro, cuanto haga hay que agradecérselo con alma y vida.

—Y pedírselo de rodillas humildemente...—añadió Rispall con burlona sonrisa y aire de chacota.

—¡Y evitar que le dé un soponcio por el sacrificio!...—dijo Bernarda.

Lucía miró fijamente á sus dos interlocutores, y con semblante apenado y algo ceñudo, les dijo:

—¿Pero es que ustedes no quieren á D. Juan?

—¿Que si le queremos? Más que él se merece—contestó Bernarda;—pero una cosa es quererle y otra conocer y lamentar sus defectos. En fin, sobrina; déjate de consideraciones y de temores. Yo te prometo hablar hoy á tu padrino resueltamente, y de mi cuenta corre arreglar el asunto.

—Permita usted que la vuelva á recomendar la prudencia. No le enoje usted, porque ese sería un gran mal para todos.

—¡Vaya, vaya, doña Bernarda, no haga usted caso de la señorita y háblele usted con energía! Esté usted á la altura del siglo, y trátele con el digno desprecio que merecen hoy todos los poderes constituídos.

—No olvide usted que es nuestro protector...

—Sí, nuestro Cronwell, como si dijéramos—añadió Rispall, con su superioridad histórica de costumbre.

En este momento se abrió de par en par la puerta del escritorio y entró por ella Puig, sin casi reparar en los tres personajes que, reprimiendo un grito de sorpresa, se quedaron clavados como estatuas en el pavimento.

IV. SIGUE CRECIENDO LA MAREA

Á dos pasos de Puig y con el semblante algo descompuesto, entró Ramiro con varias cartas abiertas en la mano y se dirigió á ocupar su puesto en la mesa grande que estaba en el rincón más obscuro del escritorio. El principal se adelantó á Ramiro, y continuando la conversación que debían traer por el corredor de entrada, le dijo:

—Se empeñan en no pagar el trimestre, y hay que averiguar si son ciertas sus disculpas.

—Aseguran que la cosecha ha sido malísima, que no han podido vender el grano.

—Por eso decía que es necesario saber la verdad. Si, por desgracia de todos, los pobres no pueden satisfacer lo que me deben, yo nada los exijo. El mal es más grande para ellos que para mí. Se les da un plazo prudencial..., y se les espera. Si mienten, se les ejecuta; digo, si no piensa usted de diferente modo.

—¿Yo? Líbreme Dios. Á usted le toca mandar, y á mí resignarme con sus órdenes; pero siento que me dé usted comisión semejante.

—Á mí me parece que sin principios de orden y de justicia no hay capital que pueda defenderse.

En este momento, los ojos de Puig, distraído hasta entonces, se fijaron en los tres individuos que estaban en el escritorio antes de su llegada y se habían quedado casi petrificados al verle. Doña Bernarda aparecía en primer término, y detrás de ella casi se escondía su sobrina con los ojos bajos y encendidas de rubor sus mejillas, más sin duda por la inesperada presencia de Ramiro que por la de su principal. Rispall pasaba el plumero con insistencia por sillas y legajos.

—¡Ah! No había visto á ustedes—dijo D. Juan con acento de sorpresa, comprendiendo que de algo inusitado se trataba cuando tan temprano invadían el escritorio Bernarda y su sobrina. Miró á ambas fijamente y ninguna de ellas sostuvo su mirada: contentáronse con responder un «buenos días» que más parecía despedida que salutación. Rispall fué el único que, conservando su aplomo y su superioridad cómica, añadió:

—Lo mismo digo—como si se dignara rebajarse saludando, no á un compañero, sino á un mozo de cuadra ó á un mendigo.

Puig, al escuchar su voz y al advertir su gesto, se encogió de hombros con indiferencia y se contentó con decirle:

—Qué, ¿estás aún aquí? ¿Dos horas para mal limpiar tres libros y dos legajos?

—¿Qué es eso de mal limpiar? Desafío á cualquiera...

—¡Basta!—dijo Puig, señalando á Rispall la puerta del escritorio.

—¡Y sobra!—respondió éste, marchándose con su plumero en la mano á guisa de espada, y dando un portazo que hizo retemblar las puertas vidrieras de todas las ventanas.

Reprimió D. Juan un pequeño movimiento de ira, y dando dos pasos hacia el centro de la habitación, se dirigió á Lucía preguntándola:

—¿Y tu padre? ¿No ha bajado por aquí todavía?

—No, señor...

—Está ya recorriendo los talleres...—dijo Bernarda, interrumpiendo á su sobrina y disculpando la ausencia de su hermano.—Ha madrugado, como siempre.

—¡No preguntaba yo tanto!

—Y á estas horas está toda la casa arreglada y limpia. No creo que tenga usted motivo de queja de nosotros.

—Y ¿quién la dice á usted semejante cosa? ¿Cuándo ni cómo me he metido yo en tales pequeñeces? ¿No es usted el ama verdadera de mi casa? ¿No manda usted y dispone en ella á su antojo?

—Según y cómo, Sr. D. Juan, según y cómo. Me guardaré yo muy bien de extralimitarme. Sé cuál es mi puesto y cumplo mi obligación de ama de llaves con la mayor escrupulosidad. Á eso me atengo, que eso es lo que usted ha dispuesto, y eso y no otra cosa es lo que verá usted en mí toda la vida.

—¡Qué ama de llaves ni qué zarandajas! Señora, yo estimo á usted tanto como quiero á Benito, mi compañero y amigo desde los primeros años de nuestra juventud. Yo tengo á Lucía, mi ahijada, un cariño verdaderamente paternal; y puesto que ustedes son mi única, mi verdadera familia, puesto que en ustedes tengo vinculadas todas mis afecciones y como á familia mía los trato y los riño, cuando viene al caso, exijo de ustedes, no el ceremonioso afecto con que me pagan, sino la leal amistad que les he tenido siempre. Esa es la única queja que yo tengo de ustedes, y esa es la verdadera alegría que le falta á mi corazón.

—Su corazón de usted se guarda de tal modo las cosas, que es punto menos que imposible adivinarlas. Antiguamente...

—Antiguamente, como ahora, y ese es su error de usted, los he querido y tratado del mismo modo. Si mi carácter no ha sido nunca expansivo y alegre, si tengo el defecto, que todos tenemos alguno, de reconcentrar en mí mismo mis sentimientos y de no dar dos cuartos al pregonero para que el público sepa y se entere de mis penas ó de mis alegrías, no por eso dejo de tener, como cualquiera, unas y otras; y lo extraño es que ustedes, que deben conocerme al cabo de tratarme tantos años, interpreten torcidamente, en perjuicio de nuestro mutuo afecto, mis palabras y hasta mi silencio.

—Lo que es yo, padrino, no sé...—dijo tímidamente Lucía.

—Por mi parte no creo haber dado motivo á semejante filípica—dijo Bernarda,—y si usted tiene hoy mal humor, como de costumbre, y quiere pegarla injustamente con nosotros, podía decirlo más claro...

—¡Y volvemos á la misma tema! Parece que tiene usted decidido empeño en no querer entenderme. Puesto que hoy, contra mi costumbre, me manifiesto expansivo y he dejado á mi corazón que vierta algo de la amarga hiel en que rebosa, procuren ustedes entenderme, que bien claro hablo. Yo no me he quejado nunca, ni me quejo hoy, ni me quejaría jamás, aunque no me faltara motivo para ello, de su conducta de ustedes en el cumplimiento de las obligaciones que ustedes, más que yo, se han impuesto. Usted, doña Bernarda, se ha empeñado en llamarse ama de llaves; Benito sigue llamándose cajero, y uno y otra son tan amos como yo de cuanto hay aquí, á pesar de no querer aparecer más que como empleados míos. Santo y muy bueno, á su gusto y con su pan se lo coman; pero yo he cumplido siempre lo que les dije al morir mi querido Bernaregui y al encontrarme heredero de su fortuna. Esta es su casa: aquí todo el mundo vive conmigo y aquí nadie paga nada más que yo. Ustedes quisieron tener sueldo fijo, para conservar su independencia, me dijeron, y se hizo lo que ustedes deseaban. ¿Les parece poco el que entonces me pidieron? Pues señálense el que quieran; á mí no me importa el dinero, y todo el que yo tengo es tan suyo como mío. Hablemos claro de una vez: dejémonos de suspicacias y de recelos y examinen su conciencia, que de seguro no ha de estar tan limpia como la mía.

—Nuestra conciencia está al nivel de nuestra honradez—respondió con gesto desabrido doña Bernarda;—y si administramos en cierto modo algo de su casa, tanto mi hermano como yo somos incapaces de pagar mal la confianza que en nosotros ha depositado.

—Pues la pagan ustedes muy mal, señora. ¿Por qué responden á mi cariño con su frialdad y con ese constante aire de reserva contrariada y de resignación ceremoniosa? ¿Qué notan de malo ó de desconsiderado en mi conducta, para que á mis perseverantes pruebas de afecto leal y desinteresado respondan con semblantes esquivos y no con caras placenteras?

—La gratitud, Sr. D. Juan, no es un sentimiento alegre, y con tal de tenerla, cada uno la manifiesta como puede.

—El respeto que todos tenemos á usted...—añadió Lucía.

—¿Y quién les pide á ustedes ni respeto ni gratitud? Cariño es lo que creo tener derecho á pedirlas y eso es lo que les pido, y eso es lo que ustedes, con muy mal corazón, se empeñan en negarme.

—¡Oh, no lo crea usted, padrino mío! Yo le quiero, y le quiero mucho; pero también debe usted conocer que su carácter serio no es el más á propósito para excitar en los demás, y con más razón en los que de usted dependen, confianza y expansión. Y sin embargo, basta con lo que usted acaba de decir, para que yo me enmiende desde hoy y le haga comprender que no soy ingrata á sus beneficios.

—¡Y dale con la gratitud! Olvida esa palabra y dame en cambio las muestras que quieras de tu cariño, pagando el que te profeso. Vamos á ver. Sé franca. Á algo habrás venido aquí al escritorio con tu tía tan de mañana. ¿Me buscabas? ¿Querías algo de mí? ¡Verás qué pronto nos entendemos!

Sin duda Lucía esperaba alguna mirada que la diera ánimos para contestar á D. Juan; pero Bernarda había bajado sus ojos, no sabemos si convencida ó irritada por las palabras de Puig, y Ramirito..., éste garrapateaba con furia en su pupitre fingiendo sin duda que no oía la conversación ó dando á entender que no iba con él nada de aquello. La pobre niña se vió desamparada en aquel trance supremo y sólo balbuceó:

—Yo no sé..., no debo ser yo...

—Habla, hija, habla..., no temas...

—No me corresponde hablar á mí... Mi padre es el que prometió ayer hablar á usted de un asunto muy importante.

—Tu padre nada me ha dicho, como nada me dice nunca.

—Pues á falta de mi padre..., yo creo que mi tía...

—Vamos, doña Bernarda, ¿qué ocurre? Deje usted ese aire de matrona ofendida y de estatua. Baje usted de su pedestal y dígame qué sucede.

—Si para usted soy una estatua, no me faltarán motivos, señor mío. Más valiera que no me pusiese usted en ridículo y no me exigiera lo que yo no puedo darle. Soy su ama de llaves y no otra cosa. No tengo más que decirle.

—Nos dejó pegados á la pared, hija, no hay manera de entendernos. Habla tú, y cree que nos será más fácil á ti y á mí llegar á un acuerdo.

—Á mí me parece que soy la única que no debe hablar. Si mi tía y mi padre guardan silencio, quizá otra persona puede hablar por todos.

Respondiendo á esta indirecta, que no podía ser más clara, oyóse el ruido de un taburete, y Ramiro, adelantándose con paso rápido, vino á ocupar el centro de la estancia. Su aire resuelto, su enérgico ademán, dieron valor á Lucía, que se acercó más á Puig. Éste se sonrió con malicia, y fingiendo una sorpresa que estaba muy lejos de sentir, por estar, como todo el mundo en la fábrica, enterado de los misteriosos amores de los dos chicos, se dirigió á Ramiro diciéndole:

—¡Calla! ¿Es negocio que le corresponde á usted?

—D. Juan, me corresponde á mí y á todos nosotros.

—Me ponen ustedes en cuidado. Ya le escucho... ¡Veamos!

—Sr. D. Juan, yo amo á su ahijada Lucía con toda mi alma. Su hermosura, sus bellísimas cualidades, su modestia y su virtud me tienen completamente hechizado. Ella corresponde á mi pasión con toda su alma y ambos hemos decidido acudir á usted para que nos conceda su beneplácito.

—¿Pero qué dice mi amigo Benito á todo esto?

—El padre de Lucía—continuó Ramiro—me ha concedido la mano de su hija, pero me ha exigido al mismo tiempo que alcancemos el permiso de usted, ya que es usted el padrino y el protector de la que ha de ser mi esposa.

—Eso es lo que sucede, y me parece que ahora no se quejará usted de nuestra falta de confianza y de cariño—dijo Lucía acercándose á D. Juan, que la estrechó tiernamente y por breves instantes entre sus brazos.

—¿Conque tu padre aprueba tu elección?

—La aprueba completamente, y claro es que, aprobándola él, los demás debemos conformarnos con su voluntad y no meternos en más—dijo Bernarda, queriendo dar por terminada la conferencia.

—No sea usted tan súbita, señora, y déjeme usted meter mi cucharada, que para algo habrán querido los chicos contar conmigo.

—Esperamos con ansiedad su consentimiento—dijo Ramiro.

—Su opinión, querrá usted decir—gruñó Bernarda.

—Y tiene usted razón; de mi opinión se trata, pues el consentimiento lo ha dado Benito, que es á quien únicamente corresponde. Pues mi opinión, muchachos, es que se debe aceptar en principio tal proyecto y que yo, por lo que á mí toca, no lo desapruebo. Tú eres buena, hija mía, pero me pareces un poco más impaciente de lo justo por dejar tu feliz situación de hija de familia; él es honrado y trabajador, pero no pone todo lo que puede para adquirir mayores conocimientos y arrojarse decidido en la carrera comercial, que paga casi siempre la actividad y la perseverancia con la fortuna. En una palabra, los dos sois demasiado jóvenes para el matrimonio: por esperar no perderéis nada, y por apresuraros en cargar con grandes obligaciones os exponéis á perder mucho. Yo tomo á mi cargo el asunto. Daré á Ramiro alguna participación en mis negocios; quizá convendrá que le mande algún tiempo fuera de Barcelona, á Cette, á Marsella, por ejemplo. Si es listo, si trabaja, si se hace digno de mi protección y de mi afecto, tu mano será su recompensa. ¿Te parece bien?

—¿No lo dije? ¡Adiós boda!... ¡Si ya me lo temía, sobrina!

—Yo hablaré después de este asunto con Benito...

—No se moleste usted; ha resultado lo que temíamos—dijo doña Bernarda con entonación resuelta y queriendo pluralizar sus malos pensamientos para que Puig no se fijara sólo en ella.—¡Era natural que así sucediese!

—¿Qué quiere usted decir, señora?

—Que del dicho al hecho hay gran trecho, y que no es lo mismo prometer una cosa que cumplirla.

Lucía y Ramiro, que con la contestación de D. Juan se habían quedado mudos y no disimulaban su desaliento, oyeron de distinta manera las palabras de Bernarda, que iban sin duda á producir una tormenta. Lucía protestó á su modo de aquellas palabras tirando á su tía del vestido, como aconsejándola que debían ambas retirarse: Ramiro, por el contrario, espoleó con su gesto de aprobación el partido adoptado por Bernarda.

—Hable usted claro y de una vez, y no me venga con sarcasmos ni indirectas. Sepamos lo que usted quiere darme á entender con su refrán—la dijo Puig.

—Pues lo que quiero dar á entender no puede ser más claro. Quiero decir, y digo, que si se ha arrepentido usted, como es costumbre suya desde hace algún tiempo, de todas sus promesas y no quiere dar hoy á mi sobrina el dote que la ofreció para cuando se casara..., lo diga usted claro y no ande con disculpas y con pretextos que no necesitamos.

—¡Pero qué mezquinos y miserables pensamientos son los de ustedes!

—Padrino, yo juro á usted que no he pensado nada malo.

—¿Cuál ha sido mi respuesta al plan de esa boda? Ó yo estoy loco ó es que quieren ustedes hacerme perder el juicio. Yo quiero á Lucía como si fuese mi propia hija, y si Benito tiene sentido común y no se ha vuelto estúpido con los consejos disparatados de su hermana, opinará lo mismo que yo. Lucía tiene diez y siete años; Ramiro, veintitrés: ¿qué edad es esa para casarse y para empezar tan pronto á llevar la pesada carga de padres de familia? Trabaje él algún tiempo, espere ella, y si yo me muero de repente ó me arruino, lo que no es difícil, que tengan algo propio con que mantenerse y dar carrera á sus hijos. ¿Qué hay en esto de tiránico ni de egoísta? ¿Con qué ojos me miran ustedes, que ven en todos mis actos, hasta en los más racionales y sensatos, un cálculo interesado, no un cariño previsor?

—Yo hago justicia siempre y hoy más que nunca á sus determinaciones de usted y estoy dispuesta á obedecerle en todo—respondió Lucía conmovida.

—¡Eso es! Hágala usted llorar ahora. ¿Á que tenemos todavía que pedirle perdón después de haber destruído todos nuestros planes?

—Señora, ¡es usted capaz de concluir con la paciencia de un santo!—dijo ya casi fuera de sí D. Juan, paseándose por el escritorio.

—¡Póngase usted ahora como un energúmeno, después de querer tiranizarnos aun en nuestros más pequeños negocios, cual si fuéramos sus esclavos!

—Doña Bernarda, haga usted el favor de retirarse—la dijo Ramiro, interponiéndose entre ella y D. Juan.—El principal no está ahora para atender á razones y podríamos tener un disgusto muy grande.

—Oiga usted, D. Chiquilicuatro—gritó Puig, ya en el colmo de su furor;—yo estoy siempre para escuchar razones; lo que no estoy dispuesto á escuchar nunca son necedades ni disparates.

—¡No todos podemos ser sabios!

—Tía, por Dios... Tranquilícese usted.

—Repare usted, Sr. D. Juan.

—¡No me da la gana de reparar en nada!...

No sabemos dónde habría llegado á parar la exasperación de los ánimos, y más que nada los gritos y manoteos de doña Bernarda, si no hubiera aparecido de repente Benito exclamando:

—¿Pero qué pasa aquí? ¿Qué voces son esas?

—Hombre, á buen tiempo vienes—exclamó al verle Puig, dirigiéndose á él que le contemplaba absorto.—Veremos ahora lo que tú me contestas.

—¡Yo! ¿Pero de qué se trata? ¿Qué es lo que te sucede?

El bueno de D. Benito no hacía más que mirar alternativamente á todos aquellos energúmenos, sin poder comprender lo que veía.

—¿Qué me sucede? Ahora mismo vas á saberlo y de una vez para todas. Ya estoy cansado, ya estoy harto de sufrir vuestras injusticias. Sucede que haciendo por todos vosotros cuanto es mi deber, y mucho más que mi deber, cuanto el cariño de la amistad impone, vuestras suspicacias ó cavilosidades, vuestro rigor y hasta vuestro desagradecimiento me ofenden sin cesar y me hacen renegar hasta de mí mismo.

—Ya oyes cómo tu eterno amigo nos juzga y nos insulta.

—¿Pero qué sucede para que nos trates así?

—Peor me tratáis vosotros, y ya es hora de que yo me queje... Sucede que con vuestros rostros huraños, con vuestras palabras ofensivas y con vuestras suposiciones infames pagáis mi constante y bien probado afecto. Que todos vosotros, en vez de mirar en mí un padre, un hermano y un amigo cariñoso, os gozáis en interpretar de mala manera todos mis actos, y que no hay forma de merecer vuestra aprobación en nada de cuanto haga ó diga, aunque sea sólo en provecho vuestro. ¿Lo entiendes ahora? Pues eso es lo que pasa hace ya mucho tiempo. ¿Crees que no comprendo los eternos suspiros, las malévolas insinuaciones y los aires de víctima sacrificada de tu ridícula hermana? ¿Crees que no me desespera el aire de timidez y la reserva incomprensible de tu hija, siempre que á ella me dirijo? ¿Acaso te figuras que no te oigo cuando te quedas solo en el escritorio y alzando los ojos al cielo exclamas con plañidero acento: «¡Si yo fuera rico!»? ¿Qué harías, pobre necio, si fueras rico, con una familia como la tuya y un carácter como el tuyo?

—Hombre, hombre, me parece que te excedes...

—¡Déjale que nos befe y nos insulte!...

—Hoy es día de verdades, y han de salir todas de mis labios. Vamos á ver, deja esa apatía y respóndeme sin rodeos. ¿Qué quejas tienes de mí?... Respóndeme: ¿cuál es tu conducta para conmigo en pago de la mía?

—¿Mi conducta? La más correcta, la más exacta en el cumplimiento de todos mis deberes. Me levanto siempre al ser de día, doy una vuelta por los talleres, examino los almacenes, vengo al escritorio, en él estoy sin levantar cabeza seis ó siete horas... Mi adhesión hacia ti y mi interés por los negocios de la casa no tienen límites; y en cuanto á exactitud en mis cuentas..., ahí tienes los libros; examínalos despacio...

—¡Cuentas!... De tu corazón te las pido, que no de tus libros. ¿Cuándo ni cómo he dudado yo de tu honradez?

—¡Pues sólo faltaba eso!—se atrevió á decir todavía doña Bernarda.

—Yo te ruego que las confrontes... desde el último arqueo...

—¡Vete al infierno con tu arqueo y tus números! Ya te he dicho que no se trata de tu probidad comercial, de tu conducta como cajero, ó como empleado, ó como dependiente ó como quieras, sino de tu amistad para conmigo. Estos no son negocios de dinero, ¿lo entiendes?, sino de alma.

—Pero vamos á ver..., ¿qué ha pasado aquí? ¡Á ver si nos entendemos!

—Nada más sencillo...: que le hemos hablado de la boda de tu hija...

—¡Ah, vamos, ya lo comprendo! ¿Y quién os ha metido á vosotros en semejante cosa? ¿No quedamos en que yo sería el que le hablara de tan delicado asunto? Incontinencia de mujeres, Juan...

—Y parece que ese plan no le acomoda hoy á tu amigo. ¡Puede que no vayan bien sus negocios! Y como prometió dotar á tu hija, nada tiene de particular que nosotros hayamos pensado...

—¿La oyes? ¡Pero no la oyes! ¡Si parece que la inspira Satanás!

—No, no, en eso tiene razón, amigo mío. Y si te opones á esa boda por el dinero que haya de costarte..., yo desde ahora...

—¡Vamos! ¡Dios me dé paciencia!—dijo Puig, reprimiéndose.

—Si no quieres ó no puedes darla hoy lo que la has prometido...

—¡Benito!...

—Tú eres el amo..., y nosotros no hemos de pedirte nada. Hartos favores te debemos. ¡El pan que comemos es tuyo!

—¡Si cuanto más me explico, más estúpidos se vuelven!—le respondió D. Juan sin poder ya contenerse.

—No es necesario para eso que nos insulte usted. No le hemos faltado en nada y no merecemos trato tan indigno...

—Y si es que quieres echarnos de tu casa..., lo dices claro...

—¡Esto ya no puede sufrirse!...—decía Puig desesperado.

—Y nos iremos sin despegar los labios, ¿lo entiende usted?

—Y ahora mismo, si tal es tu deseo...

—Papá..., tía..., ¡por Dios!

—¡Tu hermana está loca... y tú eres un tonto!

Y sin decir ni escuchar más palabra, Puig salió del escritorio.

Había acumulado durante tanto tiempo en lo más profundo de su corazón tal cantidad de desencanto y de pena, que se sintió aliviado de su peso con el esfuerzo que acababa de hacer. Su carácter reconcentrado, su calma habitual no habían bastado á contenerle en el límite de las conveniencias sociales, y es que lo que más subleva al hombre, por resignación que tenga y por sangre fría que atesore, es la injusticia.

Al ver mal interpretadas sus mejores intenciones, al escuchar las ruines sospechas de aquellos desagradecidos, al sentirse herido por los injustos dardos de la ingratitud y de la envidia, dejó de ser el hombre reflexivo y el espíritu tranquilo que estaba acostumbrado á desdeñar las pequeñeces humanas. Había gritado, vociferado, insultado á sus falsos amigos, y al recordar la triste escena, sentía haberse dejado arrastrar por la ira, pero experimentaba al mismo tiempo el dulce bienestar de una necesidad satisfecha, la de la defensa propia.

Pero volvió á poco rato la calma á triunfar de su razón. Entró en su cuarto de vestir, cogió el sombrero y se lanzó á la calle, necesitado de aire puro para respirar á sus anchas y de movimiento para distender sus nervios.

Los que encuentran en las obras dramáticas inverosímiles los monólogos, y fundan su equivocado juicio en que en el mundo real sólo hablan solos los locos, están en uno de los errores más crasos de la inteligencia humana.

El teatro es una copia de la vida, y el autor dramático sólo usa de la licencia de hacer hablar alto al que piensa, para poner de manifiesto al público sus ideas y su pensamiento; pero el hombre monologuiza en todas las situaciones graves de la vida. Cuando la pasión se pone en lucha con el raciocinio, cuando un vasto proyecto necesita del cálculo para su completa elaboración, el hombre habla solo, aunque no sea en voz alta, y muchas veces, muchas, sorprendemos en la calle, en los paseos, hasta en las reuniones públicas, á hombres y mujeres que en medio de su abstracción profunda lanzan palabras sueltas ó suspiros entrecortados ó carcajadas expansivas, y aquellos hombres y mujeres no están ni más ni menos locos que el resto de los humanos.

En esa situación de ánimo estaba Puig al encontrarse sin saber cómo, y llevado inconscientemente por sus pies distraídos, en el paseo de Gracia.

«Todo es inútil—pensaba y se decía á sí mismo;—ni la bondad, ni la tolerancia, ni el amor pueden conseguir que nos perdonen la riqueza los que se creen con más derecho á ella que nosotros. Yo procuro ser bueno, generoso, justo con todos los que me rodean, y sólo recojo de mi siembra de beneficios cosecha de ingratitudes y de odios mal encubiertos. ¡Oh envidia del bien ajeno! ¡Oh codicia de los bienes de fortuna, tan inútiles para conquistar corazones! ¿Qué extraño es que el hombre busque por todos los medios la posesión del oro, si ese metal codiciado es la piedra de toque de todos los afectos humanos?

»Mi amigo Benito, á quien hoy juzgan todos bueno, sensible, humilde, generoso, ¿sería juzgado del mismo modo si poseyera mi fortuna? ¿No se deja decir á boca llena que, si él fuera rico, nadie padecería á su lado y que sólo emplearía su fortuna en hacer dichosos? ¿Y no quiero yo hacer lo mismo que él pretende y sólo consigo su desdicha y la mía?

»¿Si seré yo el injusto y el desconsiderado, y tendrán todos razón contra mí, que me creo el único sensato y razonable? ¿Quién sabe si el dinero me habrá hecho adusto, tiránico, despótico, y lo que yo creo razón, justicia, derecho, no son más que palabras mentidas con las que el egoísmo y el amor propio pretenden disfrazar mis defectos y mis vicios?

»Con esta duda es con la que no puedo vivir. Esta es la verdadera causa de mi tristeza continua; esta desconfianza de mí propio es la que me condena á perpetua melancolía. Ó ellos ó yo nos equivocamos, y yo quiero salir de esta incertidumbre. He vacilado mucho, pero hoy estoy resuelto... ¡Ayúdeme Dios y dé con su eterna sabiduría razón al que la tenga!»

Y diciendo estas últimas palabras casi en voz alta, como en monólogo de teatro, apresuró el paso y se dirigió á una casa de la rambla del Centro. En el portal y grabado en una placa dorada se leía este letrero: Ortiz de Llauder, Notario.

V. CONCILIÁBULO DE FAMILIA

Á lo menos D. Juan Puig había tenido el buen acuerdo de salir á la calle á tomar el fresco, logrando disipar con la impresión del aire libre sobre su frente la excitación de su cerebro. Los dos hermanos Bonet y Lucía y Ramiro se habían quedado asombrados de sí mismos y aturdidos aún de la terrible escena de que habían sido autores é intérpretes al mismo tiempo.

Su primer y simultáneo movimiento fué mirarse unos á otros como para cerciorarse de que era verdad cuanto había pasado, y el segundo acuerdo, tan lógico y natural como el primero, fué echarse la culpa unos á otros de todo lo ocurrido.

¿Cómo una señora de juicio, tan buena cristiana como doña Bernarda, había abrigado en su alma tan malos pensamientos respecto al prójimo, y lo que es peor y más torpe, había increpado en voz alta á Puig, sin pruebas y sólo por sospechas, de que éste pensaba guardar en sus arcas el dinero del dote que había ofrecido á su sobrina?

¿Cómo el justo, el sensato, el angelical D. Benito había supuesto que su amigo de toda la vida, por rico que fuese, por tiránico que se mostrase con sus empleados y dependientes, quisiera echar á la calle á él y á su familia, y á quién sino á un tonto podía ocurrírsele apuntar semejante idea, para que el otro pudiera aprovecharla el día menos pensado y sumirlos en la desesperación y en la miseria?

¿Por qué el tal Ramirito, que no servía para nada, en vez de ponerse en la disputa al lado de su principal y darse por muy contento con los ofrecimientos de éste, había tratado de exigir su cumplimiento á plazo fijo, ayudando en su rebeldía á su futuro suegro y á su tía política, desconociendo que éstos debían á Puig respeto, consideración y cariño?

Y aquel diablo de chiquilla, siempre dispuesta á defender á su padrino en todas las pequeñísimas discusiones que á diario estallaban entre unos y otros, ¿por qué no había encontrado aquella mañana, en una situación más grave que las demás, acentos conmovedores y aun lágrimas oportunas que hubieran podido calmar la tormenta y hasta aumentar quizá la cantidad desconocida, que Puig había prometido entregarla como dote el día de su casamiento?

Esto pensaba de los demás cada uno de los quejosos, que á su vez estaban dispuestos á jurar, si llegaba el caso, que ninguno de ellos tenía la culpa de lo ocurrido y que sólo los otros tres eran con su imprevisión y su incontinencia de palabra culpables del suceso.

Pero el tiempo transcurría, al escritorio iban llegando los otros dependientes, por los corredores de la casa iban y venían mozos y comisionistas, y allí no se podía hablar en secreto, ni cambiarse impresiones, ni tomar determinación ninguna. Y la situación era grave, y podía serlo más, si al regresar Puig á la fábrica los encontraba indefensos y sin haber convenido en su plan de ataque ó por lo menos de defensa. Tan sentida fué por todos esta necesidad, que á una seña casi imperceptible de doña Bernarda los conspiradores echaron á andar detrás de ella, y fingiéndose los distraídos y adoptando el aire más indiferente del mundo, dieron con sus cuerpos en el gabinete-tocador de la señora que los precedía, situado como todas las habitaciones de la familia Bonet en el piso segundo del edificio.

Entrar todos y cerrar la puerta por dentro doña Bernarda fué una misma cosa. El cuarto era pequeño; los muebles modestos y viejos, sin llegar á ser antiguos, pero veíase en el arreglo y lustre de todos ellos el solícito cuidado y la constante limpieza de su propietaria. Un retrato fotográfico de Lucía, más parecido que artístico, y un Eccehomo al óleo, ni artístico ni parecido, eran los dos únicos cuadros que adornaban las paredes. Separaban el gabinetito de la alcoba unas colgaduras de yute sencillas y chillonas, y sobre un velador ovalado aparecían en correcto legajo los últimos veinte ó treinta números de El Siglo Futuro, órgano político de doña Bernarda.

La ventana, orientada al Norte, daba á la calle, y por la disposición del edificio, desde ella se veía forzosamente á todo ser humano que en él penetrara: por eso había elegido doña Bernarda su gabinete, en un arranque de previsión, para celebrar aquella magna conferencia que iba sin duda á decidir de la suerte de todos. Desde aquella ventana, verdadero observatorio, verían volver á Puig á su domicilio, y tendrían tiempo, antes de que él penetrara en la fábrica, de ocupar cada uno su puesto y fingirse abstraídos en el cumplimiento de sus respectivos deberes.

Ya hemos indicado que doña Bernarda, como casi todas las neocatólicas españolas de pocos alcances, y según describe la ilustre Pardo Bazán á la doña Benigna de su admirable novela Una Cristiana, tenía como concepción religiosa arraigada la de un Dios airado, rencoroso é implacable: el Dios bíblico que visita la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación. Creía buenamente que Dios lo castiga todo á raja tabla, aquí de tejas abajo; y se imaginaba además que esas venganzas y represalias celestiales estaba el Señor dispuestísimo á ejercerlas contra todos los que la molestasen á ella, Bernarda Bonet[1], por cualquier causa ó en cualquier asunto. Gracias á aquella incapacidad suya de generalizar las ideas, presumía que sus agravios y resentimientos personales interesaban muchísimo á la Divinidad; así es que las primeras palabras que pronunció, al ver reunidos á los conspiradores en su gabinete-tocador, fueron casi las mismas que la habitante de la Ullosa:

—¡Ya verán ustedes como Dios castiga á ese hombre, sin palo ni piedra! Ya lo verán..., dejen correr al tiempo. ¡No se escapa! La que á mí me ha hecho, ¡ya se la tomará Dios en cuenta!

—¡Y á mí que me ha llamado tonto! ¡Á mí que me está siempre calificando de débil, de apocado, de rutinario! Ya se ve..., como que no soy nadie; como que mis escasos medios no me permiten tener grandes ideas. Si yo fuera rico, no sólo no me insultaría, sino que todo lo que yo pensara ó dijera lo tendría por sublime, por acertado, por inmejorable.

—¿Qué quiere usted, amigo D. Benito? ¡Ese es el mundo! ¡Poderoso caballero es don dinero!..., que dijo el poeta; sin él todos somos unos necios: con él todos seríamos unos grandes hombres.—Y creyendo haber dicho una gran cosa, Ramiro buscó su aplauso en los ojos de Lucía, que no estaban en aquel momento para aplaudir á nadie.

—De todo esto resulta, sobrina—dijo doña Bernarda, queriendo sentar conclusiones que sirvieran de base á la conferencia,—que se aguó tu casamiento y que nuestro plan era tiempo perdido.

—¿Y por qué hemos de dar por desbaratado el matrimonio?—contestó Ramiro con ademán resuelto, decidido á afrontar la situación.—Yo sé trabajar: no soy un holgazán ni un ser inútil, y si las puertas de esta casa se me cierran, yo sabré encontrar trabajo en cualquiera otra. En Barcelona, y fuera de ella, lo que sobran son casas de comercio ó de banca, fábricas ó empresas industriales que necesitan hombres honrados é inteligentes..., y trabajando en cualquier escritorio como trabajo en éste, seré mejor recompensado.

—Pero, hombre, la cosa no es para tanto, ¿ni quién le ha dicho á usted que está de más en esta casa? Ni Juan ha extremado su oposición á la boda de mi hija, á lo menos delante de mí, ni le ha dado á entender que le eran innecesarios los servicios que usted le presta.

—No me lo ha dicho claro, pero quizá me lo haya querido dar á entender; y yo no estoy en el caso de tolerar que nadie me falte. Hoy he sido prudente; pero, si se propasa otra vez, no respondo de mí.

—Hombre, á mí me parece que con usted no se ha propasado. En medio de todo hay que hacerle justicia... Juan es bueno..., muy bueno...

—¡Bonísimo!—dijo doña Bernarda, con su sonrisa irónica habitual,—¡inmejorable! Tú sí que eres el bueno, el santo, el infeliz, y por eso le defiendes sin cesar y á todo propósito. ¡Ya le ajustará Dios las cuentas!

—Yo no puedo olvidar nunca que cuanto tenemos y cuanto somos se lo debemos á él, á él exclusivamente. Bueno, muy bueno era Bernaregui: mucho me debía, y sin embargo, si no hubiera sido por Puig..., su heredero universal, no sé qué hubiera sido de nosotros. Pediríamos limosna á estas horas.

—Ni tanto, ni tan calvo. Cajero eres en esta casa, pues cajero hubieras sido en otra: yo trabajo aquí hasta echar el alma por la boca, pues lo mismo hubiera trabajado en otra parte; en una palabra, si él no nos debe nada á nosotros, nosotros no le debemos nada á él, y no estamos en el caso de sufrir siempre en silencio sus tiranías y sus palabrotas.

—En eso no tienes razón. Juan no es hombre de malas palabras.

—Si el llamarme á mí estúpida, y á ti tonto, y á Ramiro chiquilicuatro, te parecen elogios y dulces frases, ya no hay más que hablar: con tu pan te lo comas y buen provecho te haga. Pero yo, por mi parte, no estoy dispuesta á tolerárselos por más tiempo, y por eso he querido que nos reuniéramos aquí inmediatamente, para resolver lo que hemos de hacer y para llevar á cabo nuestras determinaciones desde este momento.

—Nada de precipitaciones, Bernarda: tú tendrás razón en ciertos detalles, pero aquí hay que considerar el fondo de las cosas. Esta casa es como nuestra, puesto que en ella vivimos y comemos, sin costarnos un céntimo. Yo puedo guardar todo mi sueldo, como le guardo efectivamente, y no un sueldo de tres mil pesetas, que es el que tuvo aquí siempre Puig cuando vivía Bernaregui, sino de cinco mil. Tú puedes también economizar imponiendo en la caja de ahorros, como le impones, todo tu salario de ama de llaves ó de gobierno, y de ese modo...

—¡Mi salario! ¡Ahí tienes su mayor infamia! Ama de llaves..., ese es el humillante puesto que yo desempeño aquí. ¡Yo que tenía derecho á esperar que me ofrecería el primero, el único que me corresponde!...

—En cuanto á eso, yo creo que á él no se le ha pasado jamás por la imaginación la idea de casarse, y por lo tanto...

—¿Y por qué no se le ha ocurrido semejante idea? ¿No podía haber comprendido que una mujer casadera podía y debía esperar de un amigo de toda la vida otra situación más definida, más digna y más decente?

—Pero, hermana, si tus quejas no tienen más razones que tus propios deseos, no creo que estés en lo justo al acusarle.

Como se ve, aquella conferencia, que parecía haberse empezado á celebrar para el bien general, tomaba el carácter de una situación particular, y no siendo muy edificante por cierto para los castos oídos de una doncella, obligó á Lucía á refugiarse en el quicio de la ventana y á separarse en cierto modo del grupo beligerante de los dos hermanos. Por prudencia, ó por deseo de aprovechar la ocasión de cambiar impresiones con su amada, Ramiro se acercó á ella y casi se desentendió de la conversación de los dos hermanos que continuaron del siguiente modo:

—¿Y hubiera hecho algo de más ese hombre en ofrecerme su mano? Hasta por el bien parecer, puesto que todos vivimos bajo el mismo techo, ¿no hubiera sido más natural y más decente que me hubiera hecho su esposa?

—Hombre, eso no pasa de ser una opinión tuya.

—¿También vas á defenderle en ese terreno?

—¡Yo no! Pero hay circunstancias..., tu mismo carácter...

—Cuando no era rico, cuando él y tú erais dos dependientes, y no otra cosa, de Bernaregui, bastantes bromas me daba y bastantes veces me dió á entender, con sus miradas y con su silencio, que no le parecía yo tan desprovista de mérito ni tan insignificante como ahora.

—¿Qué me cuentas? Pues te juro que nunca me dijo á mí la menor palabra sobre tal asunto...

—Me parece que con indicármelo á mí tenía bastante. «¡Qué buena está usted, vecina!,» me decía á menudo; «¡qué colores de rosa se ha traído usted esta mañana!; ha dicho usted eso con mucha gracia; ¡qué cutis tiene usted tan suave, Bernardita!» y siempre cosas por el estilo. Pero desde que se vió amo y señor de la casa, desde que nos vinimos á vivir con él por expresa voluntad suya: «Tome usted el dinero del mes; cuatro y cuatro ocho, y nueve diez y siete, y cuatro veintiuno; tome usted por junto el bacalao; el aceite ha subido...» ¡y eso es todo! Ni me mira, ni me escucha, ni atiende casi á mis observaciones. ¡Está visto que para ese hombre ni tengo ya frescura, ni gracia, ni cutis!

—Yo ignoraba todo eso; pero, hija, nada tiene de extraño semejante cambio. Es difícil que el hombre pueda sobreponerse á su mudanza de fortuna.

—Pero cuando un hombre es bueno, como tú dices que lo es Puig, cuando se tiene buen corazón, aunque la cabeza se desvanezca algo con la fortuna, no se debe hacer sufrir á los seres que nos rodean. ¿No opinan ustedes lo mismo, niños?—concluyó Bernarda, dirigiéndose á los dos amantes, que discretos y distraídos consigo mismos se habían enfrascado en una conversación íntima.

—Indudablemente, señora—respondió Ramiro sin saber de lo que se trataba.

—¡Ya lo creo, tía!—añadió Lucía, retirándose un poco de la ventana y dispuesta á tomar parte en la conversación, si se generalizaba. Precisamente tenía muchos deseos de dar su opinión clara y resuelta, apenas se la pidieran.

—¡Pues qué!—continuó doña Bernarda, dirigiéndose á Benito,—si tú hubieras sido el heredero universal de Bernaregui, ¿harías lo que él hace? ¿Serías lo que él es? ¿No nos hubieras hecho felices á todos? ¡Habla, hombre, habla!

—Hermana mía, Dios lo ha dispuesto de otro modo, y tú mejor que nadie sabes que hay que conformarse con sus designios.

—La verdad es que sólo por ser sus juicios incomprensibles se pueden comprender ciertas cosas.

—No por mí, os lo juro, sino por el prójimo, hubiera querido ser rico. Yo soy un hombre de modestas aspiraciones, de constante amor al trabajo y de conformidad cristiana para soportar todas las penalidades y escaseces. Pero quisiera haber heredado esa gran fortuna sólo por no ver á mi lado ninguna tristeza ni ninguna escasez. No por mí, lo repito, sino por mi hija, por mi hermana, por esos desdichados obreros de la fábrica que ganan su mísero jornal con tantos sudores, por usted mismo, Ramiro, tan digno de mejor suerte, echo de menos los millones de Puig. No por ambición, sino por filantropía, por deseos de hacer dichosos á todos los que me rodean, incluso al mismo Puig, exclamo á todas horas: «¡Si yo fuera rico!»

—De seguro que entonces no habría ni un desgraciado en la fábrica—dijo Ramiro, que de algún modo había de corresponder á los buenos deseos de su futuro suegro.

—¡De seguro! Lo primero que haría era casaros y arreglar en la casa habitaciones á propósito para la nueva familia. ¡Todos juntos, siempre!

—Y en cuanto á Puig, á ese señor que nos trata con tanto despego hoy y que nos considera como esclavos suyos...—dijo Bernarda.

—¡Oh!, á ése yo le aturdiría á beneficios. Por lo pronto, y que quieras que no, le casaba contigo inmediatamente.

—Respecto á mi boda con su bellísima hija de usted, no es necesario que usted sea rico para celebrarla en seguida. Yo la amo con delirio, ella paga mi amor, y estoy resuelto, suceda lo que suceda, á llevarla al altar inmediatamente. Si usted no quiere esperar á que D. Juan señale la fecha que le agrade, aquí me tiene. Disponga lo que se le antoje y déjeme darle pronto el nombre de padre.

—¡Eso es hablar!... Y si mi hija opina como usted...

—Yo tengo el sentimiento de no opinar como Ramiro. Le amo, ¿á qué negarlo?; deseo, como es natural en toda muchacha soltera, casarme con el hombre que mi corazón ha elegido; pero basta que mi padrino desee retardar esa boda, por motivos que á él le parecen acertados, para que yo no le contradiga y me resigne á seguir sus consejos y aun á respetar sus órdenes, si como órdenes quiere imponerme sus opiniones. Esta es mi resolución, que no creo debe desagradar á ustedes y que de positivo nos ahorrará á todos serios disgustos, y quizá una ruptura, de que todos tendríamos que arrepentirnos.

Con profundo silencio se oyeron las breves razones de Lucía. Doña Bernarda quiso protestar, sin embargo, y hasta empezó á decir:

—Con todo..., repara, sobrina...

—D. Juan querrá tan sólo mi bien—prosiguió ésta con entonación resuelta—y yo, como debo, me allano en todo á su gusto.

—Pero, Lucía..., mi amor...—dijo Ramiro.

—Su amor de usted tendrá la amabilidad de esperar como el mío. Y en cuanto á mi mano, crea usted que se la tenderé con gusto, con mucho gusto, el día que mi padrino se la conceda á usted solemnemente.

No había nada que contestar á una decisión manifestada tan enérgicamente, y como si la casualidad quisiera concluir de hecho aquella conferencia que había concluído de derecho por sí misma, vióse venir á lo lejos á D. Juan Puig, que bajaba por la calle con dirección á la fábrica.

—Ya vuelve—dijo Bernarda dando la señal de alarma.

—Ramiro, cada cual á su puesto. Ustedes, señoras, se quedan aquí: nosotros al escritorio; aquí no ha pasado nada.

Eso dijo Benito con rapidez, y sin hablar más palabra salieron los dos hombres del gabinete.

* * *

Cuando Puig entró en el escritorio estaba todo el mundo en su sitio como si efectivamente no hubiera pasado nada.

Volvía el principal un poco más pálido que de costumbre, pero tranquilo y sereno al parecer: atravesó el escritorio, pieza grande y algo destartalada, y sin detenerse en el sitio que acostumbraba en el testero de la mesa donde escribía Ramiro, abrió la mampara que daba á su despachito particular y entró en él, más pensativo que de costumbre. D. Benito y Ramiro le observaban con el rabillo del ojo, fingiendo estar ocupadísimos. La mampara quedó abierta y pudieron ver que Puig dejaba en un rincón su bastón y su sombrero y se ponía á escribir sobre su mesa con verdadero encarnizamiento.

Rispall, el furibundo demagogo, penetró en el escritorio, y con el énfasis peculiar de su oratoria, dijo á D. Benito, casi á gritos:

—El corresponsal de Olot ha venido ya dos veces para decir que se remitan hoy mismo los veinte fardos que ha pedido.

—¿Y por qué no has avisado antes?—dijo D. Juan desde su despacho.

—Porque he tenido otras cosas que hacer—respondió Rispall.—No puede uno estar en todo, por más que quiera.

—Bien, bien—dijo Benito, tratando de apaciguar los ánimos,—no hay más que hablar: dile que se le complacerá en seguida.

—Ya debía eso estar hecho—dijo D. Juan, saliendo del escritorio;—desde ayer tiene Rispall la orden de avisarte.

—Se habrá distraído el pobre; pero nada hay perdido.

—Hay perdido el tiempo que emplea cada uno en no cumplir con su deber. ¡Esto es ya de todo punto insostenible!

—Pero, Juan, me parece que yo siempre cumplo con el mío.

—Nada de esto va contigo... Me refiero á Rispall...

—El infeliz habrá querido hacerlo seguramente; pero una distracción la tiene cualquiera, y... se habrá distraído.

—Eso es, me había distraído..., y no es culpa tan grande.

—¡Basta!—dijo Puig.

—Yo te ruego que le perdones...

—¡Siempre defendiendo á todo el que falta á su obligación! ¡Te has hecho abogado perpetuo de holgazanes y de perdidos!

—Y no creo ofenderte con eso... Mi corazón es bueno.

—No creo que el mío sea malo; pero siendo el tuyo tan superior al mío, bien podías emplearle más en mi provecho y en mi servicio.

—Me parece que en cuanto á cumplir mi obligación...

—Tu obligación primera es mirar por mis intereses, que después de todo son también los tuyos, puesto que de ellos vivimos ambos.

—Yo protesto de tus palabras...

—Dejemos eso: vete á despachar ese asunto, y usted, Sr. Rispall, aguárdese.

Salió Benito cariacontecido del escritorio, y no menos aturdido que su defensor se quedó el criado adivinando el giro que iba tomando el asunto.

Puig se paseaba de un extremo á otro de la habitación, como siempre que tenía que resolver un negocio grave, y parándose de pronto frente á Rispall, le dijo:

—Y tú, desde este mismo instante, puedes ahorrarte todo trabajo y á mí el disgusto de tener que sufrirte...

—En eso estamos de acuerdo. Las elecciones municipales se aproximan, y estoy resuelto á presentar mi candidatura para concejal... ¿Quién sabe si antes de dos años vendrá Ruiz Zorrilla y seré gobernador ó director de contribuciones?

—Tú serás siempre un imbécil, y lo único que debes hacer es aprovechar la lástima que te tengo y comer en la fábrica de limosna, sin robar un salario que desde hoy tendrá en mi casa quien me sirva mejor.

—¿Cómo? ¿Me despide usted de su casa?

—Debía hacerlo por holgazán y por inútil; pero ¿dónde has de ir, infeliz?

—Vamos: ¡si en eso había de venir á parar la antipatía que usted me ha tenido siempre! Claro, ¡como que he sido cantonal!

—Lo que tú has sido y serás toda tu vida es tonto de capirote.

—¡No me trataría usted de este modo si hubiesen triunfado las Cortes el 3 de enero! Pavía es el que tiene la culpa de lo que á mí me pasa.

—Bueno, pues quéjate á Pavía y quédate á comer y á dormir en mi casa hasta que encuentres quien te admita en la suya, pero sin obligación ni cargo alguno. Así podré á lo menos estar servido á gusto.

—¡No se concibe ingratitud semejante!

—¿De veras? Me gusta la palabra.

—Sí, señor, ¡ingratitud y despotismo! ¡Al fin conservador, ó constitucional, que para mí es lo mismo!

—¡Ven aquí, animal!—dijo Puig ya fuera de sí, cogiendo al criado por la solapa de la americana y zarandeándole con sus manos de hierro.—Si otro que yo fuera aquí el amo, ¿crees que te hubiera soportado un solo mes? ¿Te figuras que se puede servir á nadie con tus negligencias y tus barbaridades? ¿Conque soy un tirano y un desagradecido? ¡Vete, quítate de mi presencia inmediatamente, y si cambias de amo, ya me echarás de menos algún día!

—Esa es su opinión de usted—dijo entre dientes Rispall, desasiéndose de las garras del principal.

—¡Vete, te digo! ¡Que no vuelva yo á verte más!

—¡Ya me voy, ya me voy!—dijo el criado, saliendo á escape del escritorio y murmurando por el corredor: «¡Si es peor que Calomarde! ¡Si es infinitamente peor que el Chaperón que pinta Pérez Galdós en el Terror de 1824

Los escribientes en general y Ramiro en particular habían presenciado la escena sin tomar la menor parte en ella. El día seguía tan tormentoso como había empezado, y lo mejor era apartarse de la nube. Mirólos á todos Puig, como ansiando que alguien le contradijera, y no encontrando en aquellas fisonomías la menor señal de protesta, volvió á su despachito, dejando otra vez abierta la mampara, cosa que le sucedía raras veces, cuando se abstraía en algún trabajo particular que exigía el silencio y la soledad. Diríase por esto, y por las señales de impaciencia que se observaban en su semblante de cuando en cuando, que esperaba algo ó á alguien con interés profundo.

Á los pocos momentos volvió á aparecer Benito por la puerta del corredor con unas facturas; se las entregó á Ramiro y pasó á su mesa á escribir, no sin haber echado antes una mirada escudriñadora al despacho de Juan. Éste permanecía sentado en su sillón, con la frente apoyada en su mano derecha. ¿Pensaba ó sufría?

No era tanta la calma y el silencio en el gabinete de doña Bernarda. Ésta, que había visto derribarse su castillo de naipes de escándalo y de reyerta con la atinada y enérgica decisión de su sobrina, la emprendió con ella en cuanto se quedaron solas, y con burlas primero, con indirectas después y con insultos por último, obligó á Lucía á defenderse de sus injustas acusaciones y de sus malos juicios.

Lo que menos se le ocurrió decir á la irascible solterona fué que su sobrina, más atenta á adular á su padrino para que aumentara su dote, que á velar por la dignidad y el decoro de su padre, hacía causa común con el enemigo de todos, poniendo á su familia en ridículo y á su novio en una situación desairadísima. La pronosticó, como siempre que alguien destruía sus planes de venganza y de ira, que Dios la castigaría por su desobediencia y su egoísmo y que ya tendría algún día que arrepentirse de la conducta que había observado con su padre en aquella hora memorable.

Ni D. Juan la dotaba, ni la dotaría nunca. Pasarían años; Ramiro se cansaría de esperar, ó si se iba fuera de Barcelona la olvidaría por otra; ella seguiría solterona y desesperada, y pobre, abandonada y huérfana, porque su padre y su tía se morirían de los disgustos que les daba, quedaría á merced del avaro y del infame D. Juan, que la tendría siempre hecha una fregona ó que quizá pretendería hacer de ella su vergonzosa concubina.

Tales horrores causaron, como era natural, en la muchacha una verdadera desesperación que terminó en un mar de lágrimas, mientras su tía, más enojada aún con el llanto que con las palabras, daba golpazos sobre los muebles y llamaba á Dios y á los santos para que castigaran la desobediencia de su sobrina. Allí las dejaremos para mejor ocasión, puesto que nos llama en el escritorio un acontecimiento desacostumbrado.

* * *

Vestido correctamente de negro, con un pliego sellado y lacrado en la mano y con unas gafas de oro sobre su nariz aguileña, se acercó á la mesa donde Benito escribía el notario D. Ramón Ortiz de Llauder, persona apreciabilísima y uno de los más considerados de Barcelona. Expuso á Benito la urgente necesidad que tenía de hablar á Puig, y le rogó que le pasara recado, suplicándole diera de mano á sus ocupaciones, por importantes que fuesen, toda vez que tenía que hablarle en el acto de una cosa más importante que todas las que podían referirse á la casa de comercio.

Extrañando Benito, no tanto la presencia de Llauder como sus palabras, se levantó rápidamente de su silla y entró en el despacho de su amigo y jefe. Éste, que parecía no haber reparado en la entrada del notario en el escritorio, alzó los ojos y miró á Benito fijamente.

Diríase que pretendía rebuscar con su mirada el fondo de la conciencia de su amigo.

—¿Qué traes? ¿Ocurre algo de particular?—le dijo.

—¿Estás ya de mejor humor que esta mañana?

—No le teníamos todos muy bueno—contestó Puig sonriendo.

—Me parece que el tuyo sobrepujaba al de todos; pero en fin, tú eres el amo y puedes tener el que te acomode.

—Esa no es una razón; y si te ofendí en algo, te ruego que lo olvides y me perdones.

—No hay nada que perdonar. Esas son libertades que puede tomarse la amistad cuando es tan antigua como la nuestra.

—Así lo creo y te agradezco tus palabras. Ahora, ¿qué ocurre?

—D. Ramón Ortiz de Llauder, el notario de Bernaregui y creo que sigue siéndolo tuyo, desea hablarte inmediatamente para un asunto muy grave.

—¡Buscarme aquí y no citarme para su casa! Sin duda es negocio de excepcional importancia. ¿Dónde está?

—En el escritorio; desde aquí puedes verle.

—Dile que pase inmediatamente..., ó mejor, se lo diré yo mismo. Sr. de Llauder, pase usted, pase usted por aquí; para usted no estoy yo nunca ocupado. No tiene usted nunca necesidad de quien le anuncie.

Y uniendo la acción á la palabra, tomó de la mano al notario y entró con él en su despacho. Viendo que Benito se disponía á cerrar la mampara y á dejarlos solos, empujó suavemente á su amigo dentro de su despacho y le dijo:

—Cierra tú la puerta por dentro y quédate con nosotros. Para ti no hay ni debe haber nunca secretos en mi casa.

—Te doy gracias: pero quizás se trate de algún asunto en que yo no deba intervenir, y me retiro.

—No sólo lo permito—respondió el notario,—sino que yo mismo iba á suplicar á usted que permaneciese con nosotros. Su presencia de usted es no sólo conveniente en nuestra entrevista, sino que es absolutamente necesaria.

Benito oyó sorprendido á Llauder; corrió el pestillo de la mampara, y tomando asiento enfrente de Puig, se preparó á enterarse del urgente é interesante asunto que, según le parecía, no había de importarle maldita de Dios la cosa.

VI. ABEL Y CAÍN

«Ustedes, que durante tantos años—dijo después de una breve pausa el notario—fueron amigos, y más que amigos aún, compañeros inseparables de Bernaregui: ustedes que con su laboriosidad, inteligencia y entrañable afecto le ayudaron á labrar su fortuna y conocían tanto como él mismo los negocios de la casa y el próspero estado de su fábrica de tejidos, recordarán que me honraba con su amistad y que tenía puesta en mí toda su confianza, seguro de que yo no había jamás, por nada ni por nadie, de faltar á ella.»

—Es cierto—contestó Puig;—siempre le oí hablar de usted en los términos más respetuosos y siempre le oí elogiar su acrisolada honradez y la benéfica influencia que los consejos de usted y su práctica en los negocios habían ejercido en la mayor parte de sus especulaciones y proyectos.

Una señal de asentimiento de Benito y un movimiento de gracias del notario respondieron simultáneamente á la interrupción de Puig.

«No extrañarán ustedes—prosiguió el depositario de la fe pública—que así por las funciones de mi ministerio, como por la verdadera y desinteresada amistad que con Bernaregui me unía, esté yo mucho más enterado que ustedes mismos de algunas circunstancias de su vida y de la marcha de un asunto completamente privado que fió á mi honradez y á mi silencio.

»No fué hijo único Bernaregui de sus honrados padres, pero sí era el primogénito, y si aquéllos hubiesen poseído una fortuna, á él exclusivamente le hubiese correspondido con arreglo á nuestra legislación regional. Pero aquellos padres, que querían á Joaquín con delirio y que eran quizá algo injustos con Miguel, su hijo segundo, no dejaron al morir á los dos hermanos más que lo necesario para enterrar á sus padres con decencia y para vestir por su muerte el luto reglamentario.

»Diez y siete años contaba Joaquín y quince Miguel cuando quedaron huérfanos; pero tal era la diferencia de sus caracteres, de sus aficiones y hasta de sus fisonomías, que nadie, á no saberlo, los hubiera tenido por hermanos. Como Joaquín conocía y lamentaba la preferencia que con él habían tenido sus padres respecto á su hermano, y achacaba á esta injusta desigualdad casi todos los defectos de Miguel, todo su empeño y su único afán fué hacerse perdonar de éste aquellos errores paternales y lograr con su cariño y sus eternos sacrificios conquistar aquel corazón que siempre había permanecido cerrado al amor fraternal. Dióle á elegir carrera, pagóle maestros particulares, vistióle con lujo, le rodeó de comodidades, satisfizo todos sus caprichos, y mientras él economizaba el último céntimo y vivía miserablemente matándose á trabajar sin tregua ni descanso, su hermano vivía en la holganza, adquiría vicios, contraía deudas, se hacía camorrista, jugador y tramposo, y sordo á los consejos y ciego á los ejemplos, amenazaba ser con el tiempo un criminal, un bandido.

»Decir á ustedes la pena de Joaquín Bernaregui; referirles las veces que, sacándole de manos de tahures y busconas, esperó en sus propósitos de enmienda y desesperó al ver su constante reincidencia, sería el cuento de nunca acabar. Baste decirles que un día desapareció Miguel sin participar á su hermano el lugar donde iba á fijar su residencia y sin dejarle siquiera dos palabras que expresaran su gratitud y su cariño, y que esta desgracia fué para Joaquín, á pesar suyo, la base de su fortuna y el origen de su eterna desdicha.»

—De su eterna dicha habrá usted querido decir—exclamó Benito, interrumpiendo al notario.

«He querido decir, señores, lo que he dicho. El pobre Bernaregui fué siempre desventurado, y si ustedes recuerdan bien los detalles de su carácter, y si no se han explicado su profunda melancolía y no han sabido darse cuenta de la verdadera enfermedad que le quitó la vida, hoy, por necesidad triste para mí y por las circunstancias que á ello me obligan, descorreré el velo que cubría, aun á los ojos de ustedes, sus verdaderos y únicos amigos, aquella existencia tan desdichada.

»Diez años son generalmente plazo brevísimo para los hombres inactivos ó perezosos que no saben aprovecharlos; pero para una naturaleza activa, para un carácter emprendedor, para un alma vehemente y perseverante al par, cualidades que rara vez se ven juntas, diez años son casi una vida. En ellos, y gracias á la suerte que ayudó en esta ocasión al inteligente trabajo de Bernaregui, vióse éste dueño de la fábrica que aún hoy lleva su nombre, querido de cuantos le trataban, considerado en el comercio y citado en Barcelona como modelo de honradez, laboriosidad y acierto en sus empresas. Contaba entonces treinta años, y al cumplirlos y al verse dueño de una fortuna modesta, pensó por primera vez en compartirla con una mujer honrada que llevara dignamente su nombre, que fuera su amante compañera y á quien querer como mitad de su propio corazón y como madre de sus hijos.

»Poco puede entender de achaques femeninos quien consagra su vida á la constante labor del trabajo. Requiere el amor, como tirano egoísta, la abstracción completa de ocupaciones y pensamientos, y no suele dar su confianza, ni abrir la llave de sus secretos y de sus placeres, sino al que renuncia por él y para él á toda otra pasión, otro empleo y otro objetivo. Las mujeres sólo se apasionan de los que dedican á ellas casi por completo su tiempo y sus energías, y el honrado Joaquín había ya empleado la tercera parte de su vida en la lucha material y moral por la existencia sin saber lo que era el amor y sin conocer á la mitad del género humano que le inspira. Ese fué su primer error. Quiso encontrar, á la primera exploración por aquel mundo desconocido para él, una mujer buena, leal, honrada y amante, y adornó en su imaginación con todas esas cualidades á la primera cara bonita que encontró en su camino.

»Ignorante por completo del mundo moral en todo cuanto se relaciona con la vida recíproca de los dos sexos, no había tenido tiempo para conocer siquiera, no ya para estudiarlo, el problema que acerca del matrimonio existía ya antes de que Dumas hijo le hiciera suyo, y la clasificación que de las mujeres habían hecho los filósofos de todos los países y de todos los tiempos antes de darla á la estampa el autor del Divorcio. Joaquín no sabía que las mujeres se dividen en tres categorías:


»Mujeres del templo.

»Mujeres del hogar.

»Mujeres de la calle.
 

»Y que equivocar unas con otras, y elegir para compañera una de las que han nacido para no tener compañero, ó de las que arrastran su vida siéndolo de todos, es un error que como no puede enmendarse sino con la muerte, en los países católicos, lleva consigo la desdicha del hombre, la destrucción de un hogar y la ruina de una familia.

»Aquel hombre de treinta años, cuyo corazón, virgen al amor, comenzaba á latir con tanta mayor violencia cuanto más tiempo había vivido limitado á desempeñar sus funciones fisiológicas de músculo cardíaco; cuya robustez se había desarrollado en la gimnasia higiénica del trabajo y la continencia; cuya imaginación no había roto sino en sueños la valla que separa la práctica cotidiana de la vida, de la ilusión fantasmagórica de lo desconocido; aquel hombre, en fin, en la plenitud de su fuerza, de sus sensaciones y de sus deseos; aquel comerciante honrado, metódico y deseoso del bien, se enamoró con todas las fuerzas de su corazón y de su espíritu de una linda joven, sin bienes de fortuna y cuyos antecedentes, si no escandalosos y probadamente perversos, no eran tan limpios de sospecha como merecía la inocente sencillez de su enamorado.

»Pero ¿quién se atreve á descorrer la venda del amor, y á acusar sin pruebas tan claras como la luz del sol á la que es objeto de adoración, y á la que, conociendo su decisiva influencia sobre un corazón enamorado, ha de tener de sobra medios y recursos para salir victoriosa, y para convertir en enemigo mortal del hombre que la adora al que se atreve á indicarla como poco digna de merecer la estimación pública y de legitimar su pasión con el santo sacramento del matrimonio?

»Yo mismo, á cuya noticia habían llegado algunas primeras aventuras de Pilar Suárez, que así se llamaba la novia de Joaquín Bernaregui, me atreví un día á rogarle que procurase refrenar su pasión, y dedicara algún tiempo á examinar el breve pasado de aquella mujer que no contaba aún veinte años y de la que no todos cuantos la conocían hablaban con respeto. Hasta me atreví á indicarle que, viviendo los parientes de Pilar en un pueblecito de la costa de Levante y habiéndole ella manifestado muchas veces que sólo la separaban de ellos incompatibilidad de caracteres, convenía que él mismo fuese á hablar con ellos, sin noticiárselo á la interesada, y adquirir allí datos fidedignos sobre su vida y sus costumbres. Rechazó mis consejos, desoyó cuantas advertencias más ó menos embozadas le hicieron algunos compañeros, y decidió resueltamente dar su mano á la amada de su corazón por ser la única mujer que le había comprendido, que le había amado entrañablemente y que podía hacerle dichoso..., ¡á él, pobre neófito en pasiones amorosas y que oía sin duda por primera vez pronunciar semejantes palabras de labios femeniles!

»Así las cosas, reapareció un día en Barcelona Miguel Bernaregui, sin avisar su regreso, como no había avisado su partida: se enteró de cuanto á Joaquín se refería, supo el estado de su fortuna, sus relaciones amorosas con Pilar, el proyectado enlace de ambos, y sin darse, no ya por ofendido, sino casi por enterado de tales acontecimientos, se presentó en casa de su hermano como el hijo pródigo, pidiéndole perdón de sus pasados extravíos y prometiéndole una enmienda que había de hacer la felicidad de todos.

»Pero el hijo pródigo de la Biblia era falsificado. Quizá entre los harapos de su miseria, en los horribles crepúsculos de mil días sin pan, entre las brumas mortíferas de aquella América donde había arrastrado los diez años de su estéril juventud, sintió brotar en su corazón la chispa del remordimiento y el anhelo de la paz de la conciencia y del bienestar del cuerpo. Es posible y aun probable que, al desembarcar en su patria, aquellas ideas llegaran á querer apoderarse de su cerebro; pero un hecho triste, brutal, aterrador, le había vuelto á sumir en la perversidad de su pasado. Su hermano, aquel que iba á perdonarle, á abrirle sus brazos, á instalarle en su propia casa, á darle participación en sus trabajos y en sus alegrías, el que había de dejarle al morir toda su fortuna, tenía resuelto casarse; había ya elegido la madre de sus hijos, y éstos y ella misma le desheredarían á él, al único heredero, al legítimo sucesor del comerciante rico y célibe. Volvía á escuchar, después de veintiocho años de lucha, la terrible maldición que había presidido á su nacimiento. Era el segundón, el paria, el mendigo eterno; y ahora sin esperanza, sin probabilidades, sin enmienda en el Mane, Texel, Phares, de su destino.

»Su consternación fué terrible, su resolución rápida y sublime para el genio del mal que se la dictaba. Si hubiera poseído la cualidad del valor, que no suele faltar á los grandes criminales, la muerte de su hermano hubiese sido decretada y llevada á cabo con el puñal ó el veneno; pero práctico en los lados horribles de la existencia, pensó que las puñaladas morales son tan seguras como las que pueden hacerse con una hoja de Albacete, y no se corre con ellas el peligro del código y el castigo de la justicia humana.

»Esto en el caso de que el herido se dé cuenta de la mano que le hiere, cosa que no sucede siempre, pues las circunstancias que rodean al crimen y la destreza é hipocresía del criminal pueden alejar de la víctima hasta la menor sospecha de quién puede haber sido su verdugo.

»En el plan que concibió Miguel se presentaban dos soluciones, y ambas, calculadas con la frialdad perversa de un odio inveterado, le aseguraban el porvenir de una impunidad perpetua y la posesión de la fortuna del desdichado inocente que abrigaba con el calor de su seno á la víbora que debía matarle con su incurable veneno.

»Veamos su proyecto. Ante todo y como base de sus ulteriores resoluciones, era preciso conquistar el amor de Pilar, empresa que él juzgaba, y con razón, no muy difícil, dados los antecedentes de la joven y la diferencia que para una muchacha de poco austeros principios había de existir entre el honrado comerciante esclavo del trabajo, siempre ocupado en los negocios y desconocedor de las superficiales, pero agradables pequeñeces del amor, y el hombre corrido en conquistas amorosas, dueño de todo su tiempo, y práctico en manejar las ventajas que la ociosidad, el trato de gentes y el conocimiento de las flaquezas humanas pueden dar á un hombre sobre una mujer superficial y amiga de los placeres materiales. Si Joaquín Bernaregui, sencillo, serio, rico y desconocedor del corazón femenino, era el bello ideal del marido, Miguel, calavera, elegante, audaz y apasionado, era el modelo de los amantes. Claro es que si éste se hubiera presentado á Pilar como aspirante á su mano, no era ella tan necia ni estaba tan desprovista de sentido práctico que le hubiese preferido á su futuro esposo; entre los dos hermanos la elección no era dudosa. Aplicando á los hombres la clasificación que Dumas hace de las mujeres, Joaquín era el hombre del hogar, Miguel el de la calle, y Pilar tenía bastante pervertido el corazón para no contentarse con el primero y para dejar de ver con agrado al segundo. Podía ser al mismo tiempo, si las circunstancias la empujaban á tal extremidad, amante del segundo y esposa del primero. No se equivocó Miguel en sus juicios, ni vió fallidos sus proyectos. La tierra era á propósito para la semilla que él pensó echar en ella, y la cosecha no había de tardar en ser recogida.

»No tuvo necesidad de emplear todos sus recursos para aquella conquista. Dos ó tres conferencias á solas, algunos obsequios insignificantes y oportunamente ofrecidos, y más que nada una pasión vehemente, perfectamente fingida, y una audacia repulsiva para las jóvenes pudorosas y embriagadora é irresistible para casi todas las mujeres que ya han conocido el placer de los sentidos, hicieron al seductor dueño de aquella linda joven, elegida por Joaquín para ser la guardiana de su honrado nombre y la sacerdotisa de su hogar.

»¿Cómo había de imaginar nunca el leal, el noble corazón de Joaquín, que su propio hermano, el que le debía cuanto era y cuanto pudiera ser en el mundo, y la mujer que iba á cambiar su posición modestísima, casi miserable, por la consideración pública y la fortuna santamente adquirida, se burlaban, le ofendían y encontraban en su santo propósito la salvaguardia de su crimen y la impunidad de su delito?

»Bien podían los infames saborear á mansalva todos los goces de su pasión criminal; bien podían entregarse á todos los extremos de un amor indigno: más seguros estaban aún por la cándida honradez del ofendido que por sus bien pensadas precauciones. Hasta el cambio de conducta que al parecer se efectuaba en Miguel era un nuevo lazo en el que cayó Joaquín. De Pilar nada hay que decir: para mujeres como ella el fingimiento es cosa baladí, y tanto cuanto mayor sea la ofensa que hacen al hombre á quien engañan, tanta mayor es la habilidad para fingirle cariño, ternura y simpatía. Nunca fué más feliz el burlado Joaquín, nunca estuvo más seguro de su dicha en la tierra, que durante aquellos pocos meses que habían de preceder á su matrimonio. Dios, compadecido sin duda de sus anteriores sufrimientos y premiando su laboriosidad, sus hermosos pensamientos y su alma bellísima, le daba ya en la tierra el premio que pocas veces concede al bueno antes de abrirle las doradas puertas de su cielo perdurable.

»Y he aquí las dos soluciones previstas por Miguel al llevar á cabo con tanta facilidad como perversión la conquista de su futura cuñada. Si la casualidad ó el propósito deliberado hacían descubrir á su hermano los criminales amores y la traición inaudita de los que le ofendían, la puñalada moral estaba dada. ¿Sería bastante eficaz el golpe para arrastrar á Joaquín al suicidio ó á la muerte natural, como lógico resultado de uno de los más horribles desengaños de la existencia? Y en caso afirmativo, lo que después de todo no era sino una presunción verosímil, ¿no sería posible, y aun tan lógico como el hecho mismo, que el herido de muerte, la víctima en fin de tan odiosos manejos, desoyendo los consejos de su resignación cristiana, se vengara de sus asesinos desheredándolos á la hora de su muerte, y legando toda su fortuna al primer extraño, ó á los establecimientos piadosos, echando por tierra su inicuo plan y sus infames cálculos? Esta solución, pues, fué desechada de común acuerdo por los dos amantes, que extremaron sus precauciones para que por entonces quedara secretamente envuelto en el más profundo misterio su culpable amor.

»La otra solución, si de término más largo, de más seguro éxito en vida y luego en la muerte posible de Joaquín, era revestir con caracteres de perpetuidad aquellas relaciones. Si el matrimonio tenía hijos, hijos legales habían de ser siempre del marido, y por lo tanto herederos de toda su fortuna, si grande entonces, mayor de seguro en el porvenir. Si no los tenía, todo dependía de la maña, del engaño, de la hipocresía de Pilar. ¿Quién con más derecho á la herencia del esposo que la esposa fiel, tierna y cariñosa?

»No contaron, sin embargo, con lo que más tarde llamaron casualidad imprevista y no era sino resultado lógico de sus actos. La vida ofrece perpetuamente ejemplos de casos análogos. Lo mismo los criminales, que los grandes pensadores, que los hombres de Estado, incurren en torpezas totalmente indisculpables hasta á los ojos de los tontos, de los locos y de los niños. En sus vastos proyectos, en sus científicas lucubraciones, en sus cálculos profundos, miden y pesan todas las dificultades, combinan todos los elementos, prevén todas las eventualidades, atan en fin, como se dice vulgarmente, todos los cabos, y dejan suelto el más sencillo, el más natural, el que antes que ningún otro debía haber sido previsto y calculado.

»Y por eso el amor propio humano, que jamás quiere declararse vencido y menos convencerse de su efímero acierto, apela para su tardía y estéril defensa á la mudable suerte, y llama golpes de azar y fatalidad de las circunstancias á lo que debía reconocer como torpeza propia y como loca instabilidad y certidumbre de los cálculos humanos. Por eso la fatalidad es la diosa de los soberbios y la Providencia el Dios de los humildes. Por eso los que no conciben que su talento sea tan torpe y su saber tan inútil, llaman á sus errores el libro del destino; y los que no se fían de sí propios para acertar en los cálculos á que dan lugar los acontecimientos de la vida, ven en todos los resultados de sus equivocados juicios el dedo de Dios.

»¿Cómo no habían previsto los dos amantes, á pesar de todos sus cálculos previsores, á pesar de todas las combinaciones de su infernal proyecto, que abrazaba tan distintas y tan múltiples probabilidades, la más sencilla, la más natural, la más fácil de evitar de todas? ¡Ceguedad humana incomprensible, que había de comprometer el éxito de todos sus planes y echar por tierra en un momento sus laboriosas maquinaciones!

»Pilar estaba encinta. Si la boda no se celebraba con rapidez, la solución del compromiso era, si no imposible, dificilísima. Retardar con fingidos motivos el matrimonio y apelar al recurso de una enfermedad para buscar, con el pretexto de necesitar los aires nativos y la higiénica vida del campo, un hogar seguro donde dejar ocultamente en poder de sus parientes la prueba de su deshonra, era también expuesto á mil peripecias. Aquellos parientes, que no eran después de todo más que un primo de la madre de Pilar y su esposa, no podían tener gran cariño á la que voluntariamente se había eximido de sus consejos y de su tutela moral, viviendo á su gusto, libre y no con excesivo recato, desde la edad de diez y seis años; es decir, desde la época en que más necesitaba la protección y la vigilancia de unos parientes honrados. Si las noticias que de su sobrina llegaban á sus oídos no eran para tranquilizar los escrúpulos de unas gentes morigeradas en sus costumbres y firmes en sus creencias, y ellas habían motivado la frialdad de aquel afecto de familia hasta el punto de que una y otros sólo se escribieran en las solemnidades de pascuas y celebración de natalicios, ¿cómo recibirían á la huéspeda y cómo iba ésta á hacerlos cómplices discretos de su deshonor y de su infamia?

»Si al tener noticia, por ella misma, del próximo casamiento de su sobrina con el honrado y rico Bernaregui, se habían atrevido á contestarla que antes de darle su mano le confesara todas sus imprudencias ó ligerezas que podían haber comprometido su nombre, y jurara en manos de su futuro esposo el firme propósito de la enmienda, no suponiéndola, sin embargo, culpable de completos y trascendentales errores, sino de coqueterías y noviazgos repetidos, ¿cómo contar con ellos para que en su honrado hogar cayera aquel borrón indeleble, y más aún, para que ocultando al mundo entero la falta de su sobrina, la ayudaran á engañar villanamente al hombre digno que la recibiría después en los altares como doncella honrada y esposa digna de llevar su nombre?

»Esto era imposible, absurdo, irrealizable. Y ¿cómo teniendo familia ó personas de ella que pudieran acompañarla en otro viaje á más lejanos climas, había de inventar la prescripción médica de ese plan curativo, si carecía de los medios de realizarle sola, y no era natural que su futuro cuñado la acompañase? ¿Y si Bernaregui se resolvía á abandonar su fábrica con el objeto de acompañar á su prometida, para ver por sí mismo cómo se curaba de aquella enfermedad tan repentina é incomprensible?

»Decididamente, lo mejor, lo más oportuno para conjurar todos los peligros de aquella terrible situación, era obligar á Bernaregui á acelerar la boda. ¿En qué fundar aquel deseo, poco disculpable en una joven honrada? ¿Por qué medios conseguir que fuera el mismo novio quien propusiera á Pilar la rápida celebración del matrimonio acordado para algunos meses después, y para el que, creyéndole relativamente lejano, no había nada dispuesto?

»Esta era la cuestión difícil, y los cómplices apelaron para resolverla á un recurso ingenioso. Se escribieron dos anónimos, uno dirigido á Bernaregui y otro á Pilar. Claro es que la redacción de ambos corrió á cargo de Miguel, y que en ellos se encontraron después las pruebas de su culpable connivencia.

»El dirigido al novio estaba concebido en estos términos:»

Al decir estas palabras el notario sacó de su bolsillo una cartera y de ella dos cartas, que demostraban por su color y la señal de sus dobleces que habían sido leídas con frecuencia. Desdobló la primera y leyó lo siguiente:

«Sr. D. Joaquín Bernaregui.
 

«Un leal amigo, que debe á usted muchos favores y se interesa como es justo por su felicidad, le avisa que hay quien pretende arrebatar á usted el amor de su prometida; que reune atractivos de juventud y riqueza, y emplea todo su tiempo, que le tiene de sobra, para hacer valer sus méritos personales, y que si usted por apatía ó demasiada confianza retarda alcanzar la dicha que espera, es posible que cuando se decida usted á reclamar las promesas de la mujer que adora, sea ya tarde para conseguirla.»
 

»El segundo anónimo era de otro género, y debía dar margen, caso de que Bernaregui no diese importancia al primero, á una resolución sensata y digna al parecer por parte de la novia.

»Este era el segundo.»

El notario abrió otra carta y la leyó:


«Adorable Pilar: Soy demasiado hombre de mundo para caer en el lazo que ha tendido usted á los necios, creyendo en la anunciada boda de usted con Bernaregui. Los amores de ustedes son demasiado públicos, y sus continuas entrevistas demasiado secretas, para no descubrir su verdadera significación. Y como la irresistible belleza de usted y sus naturales aspiraciones la hacen digna de posición mucho más brillante y de porvenir más positivo que el que puede ofrecerla un modesto comerciante, me apresuro á confesarla mi pasión amorosa. Soy sumamente rico, libre, joven, y poseo un título nobiliario. No tengo familia á quien dar cuenta de mis actos; mis inmensas posesiones en Francia é Italia la ofrecen á usted seguro y fastuoso asilo en nuestra luna de miel, y de ellas puede usted elegir la que más le agrade como regalo de boda. Si un día, lo que no es creíble, usted ó yo nos convenciéramos de que no podíamos ser felices prolongando nuestra unión, siempre le quedaría á usted, en cambio de un amante aborrecible, una fortuna soberbia, constituída legalmente en dote el día antes de ponernos en camino.

»Una maceta de flores colocada mañana en su balcón me indicará que acepta usted en principio mis proposiciones, y me autorizará para pedir á usted una entrevista con los testigos que usted elija, para que en ella, y escuchando de viva voz el inmenso amor que la profeso, decida usted de su suerte y de la mía.»
 

»Entre las dos cartas habían de mediar cuatro días: no era posible esperar más; el tiempo urgía, y antes de tomar otra determinación extrema, convenía ver el resultado de los dos anónimos.

»El que recibió Bernaregui no dió solución al asunto. El comerciante se guardó muy bien de leérsele á Pilar, y sólo la manifestó que convendría fijara ella misma la fecha de su matrimonio, dentro de tres ó cuatro meses. Desde luego empezarían á elegir telas para el trousseau, se encargarían los muebles que Pilar deseara tener para su tocador, y nada más. Del anónimo ni una palabra. Era demasiado noble el corazón de Bernaregui para concebir la menor sospecha respecto al desinteresado y fiel amor de su futura; y si por desdicha hubiera abrigado una duda ofensiva respecto de ella, su castigo era devorarla en silencio y no ofender á una mujer honrada con infames sospechas.

»El que recibió Pilar no hubiera quizá producido tampoco efecto alguno, á ser entregado por ésta á su futuro; pero tomó otro camino que, aunque más largo, debía llevar más pronto al término deseado.

»Pilar, que no frecuentaba asiduamente el confesonario, iba á él sin embargo en el tiempo que marca como máximum el padre Ripalda, y no debía cumplir muy bien con los preceptos del sacramento de la penitencia cuando, contando á su confesor, la misma mañana que recibió el anónimo, toda su falsa vida y ocultándole la verdadera, le pidió consejo en aquella tribulación. Juró y protestó que era honrada y por nada ni por nadie quería dejar de serlo: que amaba á Bernaregui y de él sólo quería ser esposa; pero que la duración de sus castas relaciones, la soledad en que vivía y quizá la diferencia de fortuna de ambos novios daba lugar á los malos juicios de las gentes ociosas ó mal pensadas. En situación tan delicada y expuesta para su honra, puesto que autorizaba al primer atrevido á faltarla al respeto y á la consideración que se merece la virtud, por modesta y humilde que sea, lo que convenía era acelerar el matrimonio, llevarle á cabo en seguida, y dejarse de trousseaux y muebles para después de celebrado, y acabar así de repente y para siempre con la maledicencia y la audacia. Ella no debía hacerlo por decoro, pero un sacerdote no estaba en ese caso y podía y debía proponerlo en bien de todos.

»El confesor cayó en el lazo: aprobó la discreta y cristiana resolución de su penitente, secó sus lágrimas, y resuelto á cumplir con los deberes de su ministerio, calificó de urgente el asunto y se dirigió con paso rápido á casa de Bernaregui.»

VII. CATÁSTROFE DICHOSA

«No hay drama ó novela que no contenga alguna situación tachada por el público de inverosímil. Y sin embargo, vemos continuamente en la vida actos humanos y hechos que serían estimados de imposibles si no sucedieran continuamente. No hay causa célebre, no hay crimen misterioso que no contenga algún detalle absurdo, suficiente para el descubrimiento del delito.

»Absurdo, increíble es que Pilar y Miguel no previeran en la forma de llevar adelante su plan lo más natural, lo más sencillo. Los dos anónimos estaban escritos con la misma mano. Un mismo amanuense los había copiado; y cuando el confesor de Pilar, después de hablar largo rato con Bernaregui, le mostró la carta que su penitenta había recibido, éste sacó de su bolsillo la otra misiva, comparó las dos y devolvió ambas al sacerdote para que las confrontara y examinara detenidamente.

»La sorpresa de ambos concluyó con un parecer unánime. Aquello era una farsa, un proyecto, cuyo objeto era preciso desentrañar y cuyos autores era necesario conocer. ¿Á quién podía interesar la rápida celebración del matrimonio sino á Pilar? Y para que ésta pusiera en juego tales medios con el objeto de conseguir tal fin, ¿cuáles podían ser sus motivos? De deducción en deducción ambos supusieron la verdad, pero siempre como el último término á que podían llegar sus sospechas. Quizá Pilar temía que Bernaregui no estuviera bastante enamorado de ella para cumplir su mil veces repetida promesa de matrimonio: tal vez las necesidades de la vida obligaban á la pobre muchacha á desear su inmediato casamiento para mejorar de posición y favorecer á su familia, si ésta necesitaba de su amparo y protección. Con estas ideas trataban de atenuar el comerciante y el sacerdote la gravedad del caso; pero el golpe estaba dado; la duda había nacido en sus corazones, y el alma cándida, leal y honrada de Bernaregui había recibido un golpe mortal. La que iba á ser compañera de su vida, la que iba á recibir con su mano un tesoro de honradez inmaculada, patrimonio más rico aún que el de su fortuna, no merecía ya su confianza. Fuera el que fuera el motivo que la había impulsado á recabar de Bernaregui una resolución contraria á su deseo, los medios que había empleado para conseguirlo eran reprobables y repulsivos. El anónimo, arma siempre vil y traidora, el engaño llevado hasta el pie del mismo confesonario, demostraban un alma fría y un espíritu calculador é irreligioso, cualidades todas de mal pronóstico en una esposa cristiana y en una honrada madre de familia.

»De todos modos, y mientras cada uno ponía en juego sus recursos de sagacidad y prudencia para averiguar toda la verdad del caso, ambos decidieron que convenía dar largas al asunto y engañar, si era posible, á la que ó á los que habían tratado de engañarlos. Bernaregui pretextaría y llevaría á cabo un viaje fuera de España con el fin ostensible de realizar la fusión de su fábrica con otra de más importancia, negocio gravísimo que podía duplicar su capital en corto número de años: á su regreso de aquel viaje se celebraría el matrimonio. Durante su ausencia, el sacerdote vigilaría y visitaría á menudo á Pilar, fingiendo la mayor confianza en ella, y ó conseguiría quizá descubrir el misterio, si misterio había, ó provocar tal vez la confesión espontánea y minuciosa de su bella penitenta.

»De los anónimos nada se hablaría. El confesor, sin devolver el suyo á Pilar, la diría que Bernaregui le había roto en el acto, así como otro que había recibido algunos días antes, pues tenía la costumbre de romper sin leerlas todas las cartas que recibía sin firma. Además, que el anónimo dirigido á Pilar sería sin duda obra de un chistoso desocupado, ó fruto de alguna apuesta entre muchachos de buen humor, para ver si la joven caía en el lazo y colocaba una maceta con flores en su balcón y excitaba de ese modo la burla de cuantos estuviesen en el secreto. Con no hacer caso de la misiva, continuar su vida modesta y retirada, y esperar con calma y tranquilidad el regreso de su futuro, todo estaba arreglado. Así se hizo en efecto, y así Pilar y Miguel quedaron confundidos viendo el poco fruto de su conspiración, pero no sospechando ni por asomo que su intención había sido descubierta. Achacaron á mala suerte lo que había sido impremeditación suya al escribir las cartas, y no cayeron en el verdadero motivo que había destruído su bien combinado plan.

»Quince días después salía Bernaregui de Barcelona con dirección á Marsella, y quedaba el sacerdote fingiendo una cándida buena fe, que estaba muy lejos de tener, en las palabras y en la pena de Pilar. Miguel quedaba al frente de la fábrica en cuanto á su dirección material, pero respecto á la marcha administrativa de la casa de comercio, cobros, pagos y operaciones mercantiles de la misma, tenía el cajero amplios y exclusivos poderes del principal.

»Pasaron tres meses con dilaciones intermitentes respecto al regreso de éste y con quejas repetidas del cajero respecto á la conducta de Miguel en la fábrica, verdaderamente abandonada por su continuo descuido. Tres meses que aprovecharon los amantes para gozar imprudentemente de la libertad en que los dejaban, y que sirvieron para que el confesor de Pilar, tomando informes de la vecindad, inquiriendo los antecedentes de la joven y poniéndose en comunicación con la familia de la misma, adquiriera el convencimiento de su culpabilidad y averiguase mucho más de lo que podía haber sospechado. Una indisposición repentina de la novia de Bernaregui la obligó á llamar á un médico, que la visitó cuatro ó seis días. Éste hubiera guardado el secreto propio de su profesión á tratarse de un caso indiferente y con personas entrometidas é indiscretas; pero ante la gravedad de las circunstancias y el carácter sacerdotal del que le expuso las excepcionales consecuencias que podría tener su silencio, le manifestó toda la verdad.

»Aterrado el buen sacerdote con la gravedad de la noticia, y convencido, por los juramentos que Bernaregui le había hecho de la pureza de sus relaciones con Pilar, de que otro era el amante de la joven, y explicándose ahora la intención de los anónimos, escribió al ausente todo lo que ocurría, pero sin atreverse aún á estampar la sospecha de quién podía ser el seductor de la joven, á pesar de estar ya seguro de la complicidad de Miguel, espiado por él muchas veces y señalado por todos los vecinos como continuo visitador de la joven.

»Llegó Bernaregui, no á su casa, sino á la del sacerdote, sin dar noticia á nadie de su regreso á Barcelona, y sólo Dios sabe lo que aquellas dos almas honradas, lo que aquellos corazones rectos sufrirían en tan solemne entrevista.

»El dolor de Bernaregui, sobre todo, no tuvo límites cuando escuchó de labios de su amigo las razones en que se fundaba para sospechar de su hermano. El desengaño era tan horrible, la ingratitud tan infame, que aun la resignación cristiana y los sabios y elevados consuelos del sacerdote fueron inútiles para sobreponerse á ellos. Cayó enfermo Bernaregui, y sólo después de un mes de sufrimientos y de lágrimas pudo abandonar el lecho hospitalario que el sacerdote le brindó en su misma casa, conservando para todo el mundo el secreto de su permanencia en ella.

»De aquel mes de lucha entre sus justos deseos de venganza y los benéficos consuelos de la religión, salió aún más depurada la lealtad del alma de Bernaregui, formada sin duda por el Creador para el sufrimiento y el martirio. Aquel hombre de bien sólo pensó ya en apartar del crimen á los dos pecadores; en ofrecer un porvenir y un nombre al ser inocente que iba á nacer entre la infamia y la deshonra, y en dar posición, esposo y fortuna á la mujer que le había engañado miserablemente y había querido manchar su honrada vida con los extravíos de su conducta y la falsedad de sus sentimientos.

»Él mismo hablaría á Pilar y Miguel: dotaría á ambos, los casaría inmediatamente, y renunciando para siempre al matrimonio y á la dicha que el cielo le había negado, instituiría por universal heredero de sus bienes al niño que iba á nacer, fruto de la falta de sus padres.

»El sacerdote oyó enternecido y aprobó con entusiasmo las palabras del comerciante; pero deseoso de evitar á éste una primera entrevista dolorosa con Pilar, que pudiera hacerle recaer en su enfermedad y agravar más la situación de todos, resolvió hablar primero á Miguel, enterarle de que todo estaba descubierto y decirle que lo que convenía era que ambos culpables pidieran perdón al ofendido, le confesaran su crimen y esperaran humildes su castigo, en la confianza, que él mismo les daba, de que el único castigo que él podría darles sería su perdón y su protección eterna. Dios, sin duda, lo había dispuesto de otro modo.

»Verificóse la entrevista; pero el cobarde Miguel no concluyó de oir el relato del sacerdote, que no tuvo tiempo para enterarle de que Bernaregui estaba en Barcelona y en su casa hacía más de un mes. Huyó, presa del terror, á contar á Pilar lo que ocurría. Estaban descubiertos: su hermano quería vengarse de ambos, y lo urgente, lo indispensable era huir antes de que Bernaregui, enterado por el cura, regresara á la ciudad.

»En efecto, aquella misma noche forzó Miguel la caja del escritorio de su hermano; se apoderó de trece mil duros en oro y en billetes, y huyó solo de Barcelona en el tren de Francia, sin dejar rastro ni huella y abandonando cobardemente á la mujer que había perdido por él su honra, su nombre y su porvenir. ¡Castigo providencial y triste desenlace de aquel drama!

»Pero Pilar no era de esas mujeres á quienes la desgracia abate y que creen en la Providencia cuando ven deshechos sus cálculos humanos. Su alma, acostumbrada desde la infancia al fingimiento y á la malicia, sin haber tenido en su primera juventud un guía enérgico y previsor, sin más principios religiosos que la práctica exterior y poco continua de un culto superficial, ni sospechaba la virtud del sacrificio de que era susceptible Bernaregui, ni se contentaba con la limosna de un perdón que, en sus malos pensamientos y juzgando el ajeno corazón por el suyo, no podía creer noble y duradero. Tenía además una venganza que cumplir. Encontrar al hombre que la había ultrajado y abandonado, y hacerle sentir todo el peso de su eterno enojo y de su odio imperecedero.

»Huyó también de Barcelona, antes de que Bernaregui pudiese hablarla, en seguimiento de Miguel, y sin duda con algunos recursos cuya existencia se ignoraba, llevándose consigo su padrón de infamia.

»Desde aquellos tristes acontecimientos, Bernaregui no descansó un momento. Entró en su fábrica; despidió á todos los dependientes y empleados que hasta entonces le habían servido y que conocían, cuál más, cuál menos, la triste historia que acabo de contar á ustedes, y desde esa fecha data la entrada de ustedes en la casa y la amistad que habían de profesarle durante tantos años.

»En ellos no dejamos el sacerdote, Bernaregui y yo mismo de hacer continuas averiguaciones por descubrir el paradero de los fugitivos. Algunos años antes del fallecimiento de Joaquín, supimos la desgraciada muerte de Miguel, acaecida en Buenos Aires en el incendio de un buque surto en un puerto de la costa, pero respecto á Pilar y á su hijo no volvimos á saber nada.

»Así las cosas, y arrastrando su amigo de ustedes una existencia aislada y triste, cuya causa habrán comprendido ahora, vió llegar el término de su vida con la calma del justo en la conciencia y el nombre de Dios entre sus labios. Por su testamento, que yo mismo leí á ustedes, instituyó á Puig por heredero universal de todos sus bienes, pero disponiendo en una cláusula que reservara siempre la tercera parte del capital á que entonces ascendía su fortuna, para un caso de conciencia, si llegaba el momento en que yo le reclamara dicha cantidad para emplearla en la forma en que él mismo había dispuesto en un escrito confidencial que sellado y lacrado dejaba en mi notaría. Á mi fallecimiento, debía pasar aquel escrito á poder del notario más antiguo domiciliado en Barcelona, y así sucesivamente, hasta que, transcurridos quince años después de su muerte, se quemara aquel pliego, sin abrirle, por el que entonces fuera su depositario.»

—Según eso—dijo Puig, al ver que el notario guardaba silencio,—ha llegado el caso de abrir el pliego en cuestión. ¿No es eso?

—No precisamente, señores—respondió el interpelado,—pero sí el de poder descubrirles el motivo de esa cláusula y el cumplimiento de otro encargo tan sagrado como el primero. El primer escrito es inútil. Se refería al caso en que yo, por mis gestiones incesantes ó por casualidad, me proporcionara noticias fidedignas de la existencia y paradero de Pilar ó de su hijo. Ya no nos cabe abrigar duda respecto á ambos extremos. Pilar abandonó á su hijo en la Casa de Maternidad de Lyón y continuó por algún tiempo arrastrando una vida escandalosa por varias ciudades de Francia. Á su muerte, acaecida el año pasado, se supo cuál había sido el nombre y las señas que depositó al lado de su hijo en el torno de Lyón. Con ellas se ha podido comprobar que el niño falleció antes de cumplir el año de existencia, y por eso puedo decir á ustedes que, no existiendo las personas en favor de las cuales reservaba Bernaregui la tercera parte de su fortuna, puede su heredero disponer libremente de ella de hoy para siempre, sin traba ni limitación de ninguna clase.

—La triste historia que usted nos ha relatado tan minuciosamente había llegado á nuestros oídos—contestó Puig—de un modo vago é incompleto. Sabíamos, como todos los que le trataban, que algún pesar hondo y profundo minaba la vida de Bernaregui. Su carácter dulce, pero reservado y melancólico, acusaba una de esas penas que el tiempo no consigue aliviar, y aunque él jamás permitió á nadie la más pequeña alusión á sus infortunios, más de una vez nos dejó á Benito y á mí sorprenderle con lágrimas en los ojos ó lanzando suspiros entrecortados y profundos. Era nuestro amigo leal, nos quería tanto como si fuéramos sus hermanos, y sin duda al estrecharnos entre sus brazos recordaba los de aquel Caín que debían haberle sostenido en las luchas de la vida. Pero, en fin, puesto que este asunto, según usted mismo nos ha dicho, está completamente terminado, ¿cuál es el otro que usted juzga casi tan importante y que nada tiene que ver con la cláusula testamentaria de nuestro amigo?

—Un asunto de conciencia; un negocio que ha de resolverse amistosamente y sin acudir á los tribunales de justicia, si, como creo, usted, Sr. Puig, da crédito á mis palabras y á este papel que sin saber cómo ha llegado á mi poder de un modo que no me es posible revelar á ustedes.

—Por mi parte, puede usted hablar—respondió Puig,—puesto que á mí se dirige usted particularmente; y esté seguro de que yo no he de dudar nunca de la veracidad de sus palabras, ni sospechar la menor ligereza por su parte en el cumplimiento de su deber. Su reputación de usted, su probidad y su talento están muy por cima de mi pobre criterio, y oyéndole á usted, sólo me toca respetarle y seguir ciegamente sus consejos.

—En ese caso, y dándole á usted gracias por el inmerecido concepto en que me tiene, paso á comunicar á ustedes el asunto que me ha traído á verles.

—Y si se trata del señor Puig y de asuntos de esta casa, ¿qué tengo yo que ver, señor notario, en todo eso?—dijo Bonet, cansado ya sin duda de desempeñar tanto tiempo el papel desairado de oyente.

—De usted se trata en primer lugar, Sr. D. Benito.

—¿De mí?—dijo no sin sorpresa el fiel cajero de la casa de comercio.

—De usted y de Puig mancomunadamente. Óigame usted con calma, y tómense después todo el tiempo que quieran para resolver lo que juzguen más acertado. En primer lugar, y como base de toda resolución ulterior, debo decir á ustedes y asegurarles bajo mi palabra de hombre honrado y con mi pobre condición de hombre de ley, que el testamento de D. Joaquín Bernaregui es incuestionable é indiscutible. Ese testamento reune todas las condiciones exigidas por las leyes: está protocolizado en mi notaría; los bienes inmuebles de que en él se trata están inscritos en el Registro de la Propiedad á nombre del nuevo poseedor; los muebles ó semovientes pertenecen de hecho como de derecho al Sr. de Puig, y nadie puede disputarle el usufructo total y la posesión real de toda la fortuna del testador. Esto es, no un parecer, sino un hecho absolutamente legal y consumado y sobre el cual no hay discusión posible.

—¿Ni quién puede discutirle, ni quién piensa en disputársele?—dijo Benito, más absorto cada vez del giro que tomaba aquella conferencia.

—Nadie por ahora; ¿quién sabe si alguien, después de lo que yo voy á decirles? El mismo día que fuí llamado por Bernaregui enfermo para otorgar su testamento, usted recordará, Sr. Puig, que tuve que esperar más de media hora en su despacho á ser recibido por él en su misma alcoba, porque estaba con usted en una secreta conferencia que duraba hacía ya cerca de dos horas.

—En efecto—contestó Puig, turbándose de tal modo que otros menos preocupados lo hubieran advertido fácilmente.—Me llamó temprano aquella misma mañana para enterarse minuciosamente del estado de la casa, cosa muy natural, dado el acto que había de celebrar con usted después, y en razón á que durante su enfermedad, no corta, no había querido intervenir en ningún asunto, por la mucha confianza que en mí había depositado siempre, y en aquel tiempo más que nunca.

—Eso mismo me dijo usted entonces, y eso me repitió él mismo al pedirme le disculpara por haberme hecho esperar. Salió usted de su alcoba; se llamó á los tres obreros más antiguos de la fábrica, que sirvieron de testigos, y en voz clara y en sano juicio me dictó sus disposiciones testamentarias, firmó con pulso sereno y quedó concluído el acto. Antes, sin embargo, de dar por terminada nuestra entrevista, y después de haberme entregado el pliego, hoy ya inútil por el final de la historia que antes les he referido, me preguntó el testador, no sin sorpresa mía, qué valor podría tener cualquier escrito suyo encontrado después de su muerte, por el que se alterara el testamento que acababa de otorgar y firmar aquel mismo día.

—«Ningún valor legal—le dije.—Para que un testamento ológrafo (esto es, escrito todo y firmado por mano del testador) sea válido (caso de que sea posterior al otorgado con todos los requisitos de la ley, pues si es anterior á éste, dicho se está que es nulo de origen por la fecha), hace falta que se lacre, selle y firme en la cubierta por el que testa; que allí firmen también los testigos, que aunque ignoran el contenido del pliego, juran que está escrito y sellado por el testador, y que además se protocolice en la notaría, firmando á su vez el notario en el mismo pliego y dando fe que aquel es el testamento ológrafo de D. Fulano de Tal.

—»¿De modo—me dijo Bernaregui después de oirme—que si apareciese algún día un papel, memoria ó escrito, todo de mi puño y letra, pero sin ninguna otra condición legal, que variase, anulase ó tratara de invalidar el testamento que acabo de otorgar ante usted, aunque ese escrito fuera de fecha posterior á la de hoy, no tendría fuerza legal ninguna y subsistiría por lo tanto en todas sus partes mi referido testamento?

—»Exactamente, amigo mío; y para más seguridad y para que usted quede más tranquilo en este instante, puede llamarse otra vez á los testigos que han intervenido en el acto, y ante ellos, y dando yo fe como anteriormente, puede usted explicar su deseo ó su temor y dar desde ahora por nulo y de ningún valor en ningún tiempo el papel ó memoria á que usted se refiere.

—»Todo lo contrario, amigo mío—repuso Bernaregui.—En la seguridad que usted me da, muero tranquilo. ¡Quién sabe si en los días que me restan de vida, un extravío de mi razón ó un fútil pretexto pueden hacerme escribir lo contrario de lo que ahora pienso y he determinado! Y si ese escrito mío, ó memoria, ó disposición no pueden alterar mi decisión primera, nada me importa cometer la locura ó la injusticia de escribirlas.

—»Así es en efecto. Usted puede otorgar nuevo testamento cuando quiera, ó dictar un codicilo que amplíe ó limite el que hoy ha firmado; pero mientras no revista los mismos caracteres y los requisitos legales que en el de hoy han concurrido, todos serán inútiles y como si no existieran.»

Puig, que cada vez parecía turbarse más conforme escuchaba al notario, sólo respondió á éste casi entre dientes.

—¡Ah! ¿Todo eso dijo á usted Bernaregui?

—Todo eso; y aseguro á usted que hasta que le repetí varias veces lo mismo que acabo de explicarle no parecía tranquilo mi cliente. Á los seis ú ocho días, que no lo recuerdo hoy precisamente, falleció Joaquín Bernaregui, dejando á usted por heredero universal de todos sus bienes. Han transcurrido con exceso tres años desde aquel triste acontecimiento, y usted, cumplidas todas las formalidades del caso, obedeciendo su postrera voluntad y sin nadie que pueda disputarle el derecho y justo título con que es dueño y poseedor de esa fortuna, recibe de mi mano este pliego que se refería á la cláusula limitatoria de ese absoluto derecho, por ser ya imposible su cumplimiento, toda vez que entrego á usted al mismo tiempo los documentos, legalizados debidamente, del óbito de Pilar y de su hijo. Todo esto es sencillo, legal y no presenta dificultad ninguna. Y sin embargo, Sr. de Puig, y usted, Sr. de Bonet, juzgarán ahora de la gravedad de lo que voy á comunicarles. Hace apenas hora y media que he recibido por el correo interior, medio el más seguro para impedir las investigaciones á que el hecho pudiera dar lugar, el presente pliego, lacrado y sellado con la sortija que usaba Bernaregui y que usted sacó de su dedo anular, Sr. Puig, después de cerrarle los ojos, pasándola al suyo, en el cual la veo todavía.

—Y que llevaré mientras viva, en recuerdo de aquel hombre generoso y honrado que pagó con creces mi cariño.

—¿Sellado con su sortija?—preguntó Benito en el colmo del estupor.

—Aquí le tienen ustedes: abierto, porque está dirigido á mi nombre, y escritos sobre y papel interior todo de puño y letra del difunto.

—¿Qué quiere decir esto?—dijo Benito, mirando á Puig con sobresalto.

—Todo, menos que nuestro querido amigo haya escrito al señor notario desde el otro mundo, donde descansa hace tres años de las infamias de éste—respondió Puig con una sonrisa tan maliciosa como casi impropia del asunto.

—En efecto, Sr. Puig: su amigo de ustedes no me dirige hoy ni ayer ese documento extraño. Tiene la fecha del día siguiente al del testamento firmado por él ante mí y los testigos. Es el escrito ológrafo á que él mismo se refería con sus preguntas y que por modo inconcebible no ha llegado á mis manos hasta hace un momento.

—¿Pero es que en ese escrito se alteran las cláusulas de su testamento legal?—preguntó con cierta inquietud Benito.

—No sólo se alteran, sino que se varían por completo; y de todo esto deduzco yo que este escrito debió ser confiado á alguna persona, en cuanto lo redactó Bernaregui al día siguiente de testar ante mí, y que esta persona, ó por condición expresa del difunto, ó por haberle dejado éste la elección del momento oportuno de presentarle, ha aguardado hasta hoy para hacerlo, convencido quizá, como yo lo estoy, de que es un documento que para nada sirve.

—¿Pero qué dice ese papel?—preguntó nerviosamente Bonet.

—Salgamos de dudas, señor notario—dijo Puig,—y preparémonos de cualquier modo á cumplir con la voluntad del difunto.

—Usted será el que haya de cumplirla. El pliego dice así:


«En el nombre de Dios.

»Por razones especiales que no me es dado revelar, y cumpliendo con un deber de justicia que mi amigo D. Juan Puig no podrá menos de respetar (tanta es la confianza que me inspiran sus nobles sentimientos y el afecto desinteresado que me consagra), revoco por esta mi última voluntad el testamento que á su favor dicté y firmé ayer ante el notario mi amigo Ortiz de Llauder, é instituyo por heredero único y universal de todos mis bienes á D. Benito Bonet, mi compañero y primer dependiente de mi casa, exhortándole á que atienda al desahogado porvenir de Puig, como á éste le rogaba en mi testamento de ayer no abandonase nunca al que desde hoy va á disfrutar de toda mi fortuna.

»Firmado en mi casa á tantos días, etc.»
 

—¿Qué?, ¿qué es eso?, ¿qué dice ahí? ¿Que yo soy el heredero de Bernaregui? ¿Que él mismo revoca y anula con ese escrito el testamento por el que instituyó su heredero á Puig? ¿Dice ahí eso?—exclamó Benito levantándose y casi arrebatando de la mano al notario el papel que éste le presentaba.

—Véalo usted por sus propios ojos—contestó Ortiz;—y usted, Sr. Puig, examínelo si gusta.

—¡Es su letra, su misma letra! ¡Lo dice bien claro! No cabe duda. ¡Soy yo, yo su heredero! ¡Entonces, durante tres años, puede decirse que esa fortuna no ha pertenecido á su legítimo dueño!

—Yo la he disfrutado, como dice el señor notario, con derecho y justo título, y nadie, y tú menos que nadie, puede culparme por un acto que ha revestido todos los caracteres legales.

—Y que los reviste aún, señores. No olviden ustedes que la respuesta que yo dí aquel día á las dudas de Bernaregui es la misma que daré hoy á sus preguntas. Sea el que sea este documento; sea cualquiera la fecha en que está escrito y la del día en que ha llegado á mi poder; sea ó no auténtico y declárenlo ó no apócrifo los tribunales, si á ellos se apela para resolver este litigio, el Sr. D. Juan Puig es el único y legal heredero de Bernaregui. Usted podrá en último caso, Sr. de Bonet, poner pleito á su amigo; pero desde hoy le prevengo que está perdido desde luego, que este pliego nada significa, y que no hay jueces humanos que puedan privar á Puig de la fortuna que legalmente posee.

—¿Quién habla de pleitos, ni cómo yo había de intentar semejante cosa con mi amigo de toda la vida, con mi compañero en los días de trabajo incesante? Término hay más hábil, y yo creo que si, como ustedes sostienen y yo no dudo, esa carta es efectivamente de Bernaregui, una transacción amistosa será el mejor medio de arreglarlo todo—dijo Benito.

—¿Quién habla de pleitos ni de transacciones innecesarias?—dijo Puig, estrechando la mano de Benito entre las suyas.—¿Nuestro amigo Bernaregui me nombró á mí su heredero, y al día siguiente, por razones que yo no debo averiguar, revocó esa disposición y te eligió á ti como más merecedor de sus beneficios? Bien hecho está cuanto él hizo. Tú eres el dueño de toda su fortuna, y á mí sólo me toca pedirte perdón por haber disfrutado de ella durante tres años, por la inexplicable dilación de la entrega al Sr. Ortiz de ese documento. Yo reconozco la letra y su sello; yo doy por válido y por auténtico ese escrito, y cumplo la última, la posterior voluntad de Bernaregui haciéndote á ti hoy mismo la entrega de todos los bienes, que juzgaría usurpados si los disfrutara un solo día más. ¡Si yo fuera rico!, decías á menudo, como si el corazón te anunciase semejante cambio de la suerte. Ya lo eres; tuyo es cuanto aquí existe: yo vuelvo á ser, como lo fuí en tiempo de nuestro bienhechor y como tú en el mío, el primer empleado de la casa, si en tal cargo quieres conservarme.

—Todo eso es muy digno, muy noble, Sr. Puig, pero no es legal. El testamento dictado en debida forma...

—Aquí no se trata de leyes, señor notario. La ley primera es la ley de la conciencia para todo hombre honrado, y yo me tendría por un ladrón, aunque todas las leyes de la tierra me declararan inocente, si detentara un solo día, un solo minuto la fortuna de Bernaregui, que por ese escrito no me pertenece. Doy á usted gracias, señor notario, porque me proporciona la ocasión de seguir siendo hombre de bien, y tú, mi querido amigo, prepárate á examinar todos los documentos de la casa y á entrar en posesión de la fortuna que más que yo has ambicionado.

Como el que es presa de una pesadilla conoce dentro de su mismo sueño que nada de aquello es real y efectivo, y hace desesperados esfuerzos para despertarse ó para gritar, buscando alguien que le ayude á salir de aquella tortura que reviste todos los caracteres de un drama sangriento, así el pobre Benito hacía esfuerzos desesperados para alejar de su imaginación todo lo que oía, para cerrar los ojos á aquella que á él le parecía engañosa evidencia y para juzgar como un sueño la repentina ó inexplicable realidad de sus ilusorias esperanzas.

Él, que siempre había repetido, en sus horas de envidiosa tristeza, la frase tan común á los pobres: ¡Si yo fuera rico!, á creer en todo lo que aquellos hombres decían, á ser cierto el documento que habían leído, se encontraba en efecto rico, y de un modo imprevisto, absurdo, increíble. Por fuerza sólo una imaginación soñando era capaz de inventar aquella carta misteriosa redactada y firmada al siguiente día de otorgar un testamento. Si el testador, por cualquiera razón gravísima y secreta, que por una fútil y pequeña no era posible que lo hiciera, había cambiado completamente de idea en veinticuatro horas, ¿por qué no llamó al notario y con las mismas circunstancias y formalidades legales anuló el primer testamento y dictó otro nuevo, sin dar motivo á pleitos y á querellas, como lo daba en efecto, con su inexplicable escrito?

Y aun dado caso que todo aquello fuese cierto, ¿quién había sido el depositario de aquel papel y á quién pudo confiar Bernaregui en su lecho de muerte documento tan extraordinario, y por qué éste no se había entregado al notario sino tres años después?

Todas estas rápidas reflexiones aturdieron de tal modo al pobre Benito, que, presa de mortal congoja, se levantó gritando:

—¡Yo, yo rico! ¡Yo millonario! ¡Abrid esas puertas! ¡Me ahogo! ¡Socorro!

Y cayó pesadamente sobre la alfombra.

Abrióse la puerta del despacho, y acudieron á sus voces primero los escribientes y luego Lucía y Bernarda.

—Es papá quien grita—dijo Lucía al entrar precipitadamente en el despacho de Puig, cuya puerta había abierto el notario en busca de auxilio.

—¡Es mi hermano! ¿Qué sucede? ¡Alguna infamia de ese hombre!

Lo menos se figuró la amable doña Bernarda que su pobre Benito había sido asesinado por Puig, como consecuencia de la pacífica discusión de aquella mañana.

Ramiro, que estaba en el escritorio cuando se oyeron las primeras voces de Bonet, saltó de su asiento y llegó al despacho de su principal en el momento en que el notario abría la mampara. Contra su costumbre de no acudir nunca cuando se le llamaba ó era necesaria su presencia para cualquier asunto, Rispall se presentó llevando en la mano una bandeja con vasos de agua. Unos rociando el rostro de Benito, otros haciéndole beber dos ó tres sorbos, su hija dándole fricciones en las sienes, su hermana poniendo el grito en el cielo, y Puig, único dueño de sí mismo, contemplando con estoica curiosidad aquel cuadro, consiguieron que el desmayo del nuevo millonario fuese muy pasajero. En cuanto volvió en sí, lanzó una mirada de asombro sobre todos los presentes, y recordando repentinamente todo lo que dió ocasión á su síncope, sólo pudo pronunciar las siguientes palabras:

—¡Sí, soy rico! No creáis que estoy loco... Aquí está el documento. ¡Carta canta! Toma, hija, lee..., leed todos...

Y arrebatando al notario el pliego que éste había leído y conservaba aún entre sus manos, se le dió á Lucía, que casi no se atrevía á leerle, temiendo que en efecto la razón de su padre se hubiese perturbado. Mientras Bernarda y Ramiro leían por encima del hombro de Lucía el papel que ésta, con menos avidez que ellos, casi deletreaba para comprenderle mejor, Benito seguía hablando á voces y paseándose por el despacho de Puig.

—¡Lean ustedes!... No son ilusiones mías. Por algo decía yo siempre: ¡si fuera rico!... Y es que el corazón me anunciaba que había de llegar á serlo cuando menos lo esperara. ¡Aquí el único heredero de Bernaregui soy yo!... ¡Yo soy el amo de la fábrica, de la casa, de cuanto hay aquí!... ¡Soy rico!

—¡Oh!—murmuró con rabia Rispall en el colmo de su sorpresa y de su odio á los patronos, amos y propietarios.

—¡Es verdad!—dijo Bernarda, abrazando á su hermano después de haber leído.

—Sí, aquí lo dice—añadió Lucía, devolviendo el papel á su padre.—Pero entonces, ¿cómo hasta hoy no se ha sabido nada? Y si usted, Sr. de Puig, había sido nombrado heredero de Bernaregui en su testamento, y por eso ha podido usted disponer de su fortuna durante tres años, ¿cómo va usted á renunciar á ella en favor de mi padre? Yo no entiendo de leyes; pero aquí hay un misterio que no comprendo y una informalidad que no acierto á explicarme en asunto tan grave.

—Y tiene usted razón, señorita—dijo el notario, sin dejarla casi acabar la atinada reflexión.—Este es un caso, por lo menos, litigioso, y yo ruego á estos dos señores que lo piensen mucho antes de tomar una determinación extrema que después pueda pesarles.

—Yo lo que veo es lo que dice aquí bien claro; yo no veo otra cosa, y si el Sr. Puig tiene conciencia...

—Porque la tengo, amiga doña Bernarda, porque la tengo, insisto en lo que he dicho á su hermano de usted y al señor notario que nos escucha. Yo respeto la voluntad de mi amigo Bernaregui, yo venero su memoria, y como este, para mi corazón, no es asunto que debe arreglar el código civil, sino el alma, renuncio desde ahora á todos los derechos que pudiera hacer valer y á cuantos me den las leyes, y me declaro á mí mismo pobre de solemnidad, haciendo entrega á mi querido amigo y constante compañero D. Benito Bonet de toda la fortuna que constituye la herencia de Bernaregui.

—Eso se llama cumplir con su deber, y cualquier hombre honrado haría lo mismo que usted hace en este momento.

—Señora, en eso hay mucho que hablar—respondió el notario á doña Bernarda.—Yo me tengo por muy honrado, y si en este caso estuviera en el pellejo del Sr. Puig y oyera que usted interpretaba tan secamente mi acción sublime, que sublime es por lo menos lo que el señor hace, no sé si tendría serenidad para no acudir á los tribunales, aunque no fuera más que para convencer á ustedes de que todo es legalmente suyo y que sólo por un quijotismo, que será de seguro mal comprendido y peor pagado, cede á ustedes su fortuna.

—No faltará abogado que nos defienda...

—No faltarían de seguro, aunque no fuese más que para comerse parte de la herencia, si yo diera lugar á ello—respondió Puig;—pero ya he dicho, y mi resolución es irrevocable, que yo soy pobre, que esta es para mí una cuestión de conciencia, y que mi conciencia me manda proceder como procedo.

—Y yo no insisto. Dios guarde á ustedes y les ilumine. Ha terminado mi misión, y en mi casa me encontrarán si en algo puedo serles útil. Es la primera vez que me veo en situación semejante á la presente, y abrigo la profunda convicción de que ha de ser la última.

Dió el notario un afectuoso apretón de manos á Puig, saludó fría aunque cortésmente á los demás, y salió del despacho y de la casa con aire profundamente preocupado.

Libres de aquel personaje, extraño para todos, parece que respiraron con más holgura aquellos corazones, impresionados aún por el raro acontecimiento.

—¿Conque de veras eres rico?—dijo Bernarda á su hermano.

—¡Casi lo siento, padre mío!—murmuró Lucía, mirando á Puig.

—Pues, hija, muchas gracias—dijo Benito, sin comprender á su hija.

—Tú eres un ángel—la dijo Puig, abrazándola con efusión,—y tú, de cualquier modo que terminen estos asuntos, siempre saldrás ganando.

—Excuso decir á usted, amigo mío, y compañero hasta hoy, lo que celebro su cambio de posición y de fortuna, y cada día me contentará más haberle manifestado con anterioridad mis fervientes deseos de entrar en su familia—le dijo Ramiro, tendiendo su mano á doña Bernarda.

—Ahora mismo van á saber los chicos de la fábrica lo que ocurre. ¡Qué alegría para ellos! ¡Qué felicidad para todos nosotros!—dijo Rispall, mirando fijamente á Puig, como queriendo darle á entender la diferencia de amo que iban á tener desde aquel día y echando á correr hacia los almacenes y los patios.

Algo hubo de decir en voz baja Lucía á su padre, mientras doña Bernarda leía de nuevo el papel que éste había dejado sobre la mesa, porque Benito, sin que dejara su brazo izquierdo de rodear la cintura de Lucía, se dirigió á Puig y con acento conmovido le dijo:

—Por supuesto, Juan, que, mientras yo viva, aquí no ha cambiado nada. Tú mandas, tú dispones en la fábrica como si fuera tuya; tú te señalas el sueldo que quieras, y si no tienes bastante con el que á mí me dabas, eso no importa. Yo no soy el amo, soy tu amigo y nada más.

—No esperaba menos de ti y acepto tus ofrecimientos hasta cierto punto. Pero como yo no tengo familia y mis necesidades son mucho menores que las tuyas, con el sueldo que Bernaregui nos daba á cada uno tengo bastante. Seré tu cajero; me darás tres mil pesetas al año y un sitio en tu mesa...

—¡No hablemos de tales miserias, papá!... Ustedes son dos hermanos, todo es de los dos... y aquí no debe haber tuyo y mío, ¿no es verdad?

—¡Justamente! ¡Eso quise decir yo! ¿Para qué quería yo ser rico sino para hacer dichosos á cuantos me rodean? ¡Para eso! ¡Para eso!

—Entonces, Juan amigo, cada vez estoy más contento de lo que sucede. Veo que tú eres mil veces mejor que yo, y que de seguro harás lo que yo no he sabido hacer, la felicidad de todos. Sé rico, puesto que sabrás serlo, y Dios te evite las ingratitudes y los desengaños. Ahora, Juan, déjame salir de aquí. Necesito aire para respirar; tú, hija mía, acompáñame, porque no está mi cabeza muy segura y temo salir solo. Quiero recorrer los talleres, dar después un paseo largo, cansar mi cuerpo para que descanse mi espíritu, y acostumbrarme á la realidad de lo que hasta hoy sólo había sido un sueño.

—¡Oh, qué felicidad!—decía doña Bernarda á Ramiro.—¡No tener que agradecer nada á un hombre que sólo ha visto siempre en nosotros unos criados! Ahora somos nosotros los que le pagaremos sus servicios, nosotros los amos, los bienhechores, los que perdonaremos sus faltas y toleraremos su carácter. Crea usted, amigo Ramiro, que hoy es el día más dichoso de mi vida.

—Pues figúrese usted lo que será para mí—contestó en voz más baja Ramirito.—Ya me veo dueño de la mano de mi adorada Lucía, sin dilaciones innecesarias, sin retrasos injustificables.

—¿Por qué no viene usted con nosotros?—dijo Lucía á Puig, que se sentó tranquilamente en su sillón acostumbrado.

—Tengo hoy que trabajar más que nunca, hija mía. He de hacer minuciosas cuentas de estos tres años en que me he creído rico, y deseo cuanto antes poder rendir esas cuentas á tu padre para que las examine y las apruebe. El tiempo no me pertenece y la obligación es lo primero.

—Mi padre no quiere cuentas; y sobre todo, hoy es día extraordinario...

—Para vosotros; para ti que vas á tener un gran dote; para tu padre que va á manejar una fortuna, y para tu tía que tirará las llaves por la ventana ó se las confiará á quien no sepa manejarlas tan bien como ella; pero para mí nada hay de extraordinario: la firma de tu padre en vez de la mía, y todo lo demás lo mismo que siempre.

Oyóse en esto una gran gritería por los corredores; invadió el escritorio la multitud de los obreros capitaneados por Rispall, y las voces de «¡Viva Bonet! ¡Viva D. Benito!» aturdieron la casa.

—¡Hijos míos, abrazadme!—decía Benito, que salió á su encuentro; y en efecto, todos le abrazaban, le vitoreaban y le llevaban casi en volandas.

—Vamos, á lo menos todos son hoy felices—decía por lo bajo Puig, mirando esta escena desde su despacho.

—¡Viva nuestro principal! ¡Viva!—gritaba desaforadamente Rispall.

—¡Viva!—repetían en coro los obreros.

—¡Á los talleres!, ¡á los talleres!

Y en efecto, estrujado por unos, empujado por otros, vitoreado y aplaudido por todos, el buen Benito se dirigió adonde le llevaban: á los talleres.

Doña Bernarda, aunque nadie se acordaba de ella, se colocó al frente de las operarias; Ramiro presidió á todos los escribientes, y Lucía, la última de todas, entró en el despacho de Puig y le tendió la mano. Puig se levantó, la atrajo hacia sí con lágrimas en los ojos y estampó en su frente un beso. La niña echó á correr para reunirse con los manifestantes. Puig volvió á sentarse con sublime indiferencia; se vió solo, completamente solo, y con sonrisa más benévola que amarga, únicamente pronunció estas palabras:

«¡Lo que hace el dinero!»

VIII. ANÁLISIS

Acariciar una idea durante muchos años, por absurda, por disparatada que sea; comer, vivir y dormir con ella; soñar con ella, despierto y dormido, formando esos mil castillos en el aire que á sabiendas han de desvanecerse como el humo todos los días, para volver á edificarse al siguiente con más disparatada arquitectura y más imposible realización, labores de todos los humanos y á ella están más ó menos sujetos todos los seres que pueblan el planeta terrestre.

Luchar para conseguir la realización de esa idea y verla irse poco á poco desarrollando, tomando cuerpo, y á fuerza de perseverancia, insistencia y concentración de todas las energías, poder entrar con ella en el país de las realidades á los diez, veinte, treinta años de combate, y cuando apenas queda vida para disfrutarla, propio es de los hombres de fuerza de voluntad y que no están completamente reñidos con la fortuna.

Pero contentarse con el deseo platónico de una idea única y persistente, avasalladora por lo irrealizable, pero soñolientamente expresada; viviendo sólo en el fuero interno de la conciencia, como aspiración imposible, y encontrarse de súbito con su realidad inverosímil; ver convertida de repente la ilusión en hecho tangible, sin haber hecho nada para su realización, sin fe en su conquista, sin esperanza en su adquisición, cosa es que ven poquísimos seres en el mundo, y que sólo la mitad de los que lo consiguen pueden soportarlo.

Estando aceptada la idea de que el mundo es un valle de lágrimas por la generalidad de los humanos, sufren éstos mejor la súbita desgracia que la impensada fortuna, y por inmerecida que sea la primera y por injustísima que sea la segunda, hay más espíritus rebeldes á la alegría del triunfo que á la pena del vencimiento.

Si pudiera existir una oficina de estadística moral, aplicada al censo de población, con estudios comparativos y tablas de mortalidad, de seguro veríamos muchas más defunciones causadas por fortunas inesperadas que suicidios por ruinas imprevistas, dada siempre la mayor cantidad de desdichas que de faustos acontecimientos en este infeliz globo sublunar.

Por eso la primera impresión producida en el cerebro de Benito Bonet por la increíble herencia que se le venía á las manos por modo absurdo y antilegal, fué un aturdimiento parecido á la embriaguez; dábase cuenta del hecho, pero se le escapaban los detalles; sentía un exceso de enternecimiento que se le desbordaba por el alma y llenaba de lágrimas sus párpados, al mismo tiempo que una carcajada nerviosa é involuntaria abría su boca y coloreaba sus labios, de los que parecía que iba á saltar la sangre á borbotones. Sus ojos se abrían desmesuradamente, sus piernas flaqueaban, y su paso incierto é inseguro amenazaba echar por tierra toda aquella máquina humana que había perdido su equilibrio y parecía estar completamente fuera de su centro de gravedad.

Á este período sucedió un aplanamiento parecido á la indiferencia. El estupor se pintaba en su semblante y tenía que hacer un esfuerzo de voluntad y de memoria para conocer á los que le hablaban; los ruidos del exterior no llegaban con claridad á sus oídos y por grandes que fueran no lograban fijar su atención un solo momento. Diríase que su cerebro se había quedado hueco, y es probable que un golpe, una herida ó un dolor material no hubieran sido sentidos por aquel organismo desequilibrado.

Así pasaron los primeros días que sucedieron al acontecimiento. Por fin llegó poco á poco la calma, y con ella la tranquilidad en todos los que rodeaban á Benito. Ni uno solo dejó de temer que aquella brusca sacudida que había empezado por aturdirle, concluyera por quitarle la razón, desmintiendo la errónea creencia de que los tontos no pueden volverse locos. De tonto á imbécil hay menos distancia que de discreto á loco, y más si se tiene en cuenta que, según la opinión del gran satírico, la única diferencia que existe entre los tontos y los sabios es que los tontos dicen las tonterías y los sabios las hacen.

Nuestro buen Benito llevaba gran ventaja á los demás sabios y tontos de la tierra: él las decía y las hacía; las había dicho, las había hecho y seguiría diciéndolas y haciéndolas, feliz ó desdichado, joven ó viejo, pobre ó rico.

Por fortuna para todos, el hombre había sido hasta entonces inofensivo, y no parecía natural que un puñado de oro le convirtiera en animal dañino. No así la soberbia y desabrida doña Bernarda. Eran tantas, según ella, las ofensas que tenía que castigar y las injusticias de que vengarse, que no la herencia de Bernaregui, sino todos los millones del Banco de España aún le parecían pocos para dar á su persona todo su verdadero valor y su augusta supremacía.

Aquel hombre, aquel Puig aborrecible, era ya á sus ojos el pigmeo más despreciable de la creación. ¡Qué dicha verle desde el despacho de su hermano como su primer dependiente, sin voluntad propia, sin voz de mando, convertido en un amanuense, en un servidor, en un cualquiera! ¡Y puede que aquel hombre se atreviera entonces á elogiar otra vez su frescura, su sonrisa, su cutis! ¡Ya sabría ella contestarle y ponerle á raya, y hasta quién sabe si concederle su mano en un arranque de generosa clemencia y de misericordia cristiana!

¡Qué de planes, qué de proyectos, qué de propósitos en aquellos cerebros durante los primeros días! Y presidiendo la terrible tempestad de aquel mar embravecido, con la calma del Dios de las olas, don Juan Puig, tan silencioso como siempre y algo más expansivo que de costumbre, yendo y viniendo como si nada hubiese sucedido, exacto en el trabajo, tranquilo en su indiferencia, idéntico en sus costumbres: decididamente era un oficinista de cartón piedra, un catalán de mármol.

Dos ó tres veces indicó á Benito la conveniencia de empezar á arreglar los asuntos de la casa bajo el nuevo régimen: pero Benito había sentido germinar dentro de su alma un desabrimiento incipiente, calificado de mal humor por cuantos le observaban, y respondió á Juan que sobraba tiempo para examinar cuentas y arreglar papeles. Que él necesitaba distraerse algo, pasear al aire libre, darse verdadera cuenta de su nuevo estado, tomar posesión en detalle, y no grosso modo, de su fortuna, y adquirir el convencimiento de que Juan no trataba de disputársela entonces ni nunca, á pesar de los derechos legales que pudiera tener á ella. Esto era lo primero, lo más grave, lo que debía tener una solución indiscutible: pues respecto á lo demás, á la marcha de la casa y á los planes que él abrigaba sobre la fábrica, tiempo sobraría para llevarlos á cabo, por grandes que fueran.

Juan respondía que todo lo juzgaba acertadísimo; pero que siendo aquel asunto, como había dicho desde el principio, una cuestión de conciencia y no de derecho, á la conciencia debían ambos atenerse. Que vinieran las cuentas primero, y los planes después; que recibiera Benito la fortuna de Bernaregui, como vulgarmente se dice, á beneficio de inventario, y que ya se vería después el modo y forma de dar sanción legal á aquella modificación de derecho.

De modo que ya surgía á los comienzos una diversidad de criterio y una divergencia en el punto de vista, de donde habían de partir las resoluciones sucesivas. Conocedora doña Bernarda de esta disparidad de opiniones, pues se permitía con frecuencia asistir al escritorio, y más aún al despacho de su hermano, dijo claramente á Puig que él era quien debía allanar todos los obstáculos que se opusieran á la inmediata reversión de aquel capital á su legítimo dueño; que cuanto antes se arreglara todo, mejor, y que la ira de Dios castigaba siempre como un crimen la morosidad en el cumplimiento del más pequeño de los deberes.

Puig insistió en afirmar que lo primero eran las cuentas, los balances y el examen de papeles y títulos; que desde luego dispusiera Bonet de cuanto dinero había en caja; que gastara y derrochara á su gusto, si tan malo le tenía, rentas y capitales; y que luego, cuando ambos supieran fijamente, después de aprobar y firmar una liquidación general, el estado de la casa y la cuantía de la fortuna, acudirían de común acuerdo á Ortiz de Llauder, para que éste llevara á cabo con todas las formalidades exigidas por la ley la donación ó cesión ó reversión, ó como quiera que se llamase en el código civil el acto por el cual Bonet sería rico de derecho, como de hecho lo era desde aquel mismo momento.

Oponerse abiertamente á esta opinión, defendida con insistencia por Puig, era, según doña Bernarda, lo más lógico y conveniente; pero no contando con la enérgica aquiescencia de su hermano y no habiendo aún transcurrido más que seis días desde la escena del notario, era proclamar la guerra civil en el escritorio y llevarla quizá á todos los ámbitos de la fábrica: era romper lanzas, y publicar sospechas y recelos, y dar quizás proporciones de desunión absoluta á lo que tal vez no era más que diferencia de procedimientos. Doña Bernarda se contentó, sin contentarse, con alzar los hombros, dar un portazo á la mampara del despacho y refugiarse en su tocador, descontenta de todos, y más aún de sí misma, por no haber podido dar expansión á todos los rencores que durante tantos años se habían amontonado en su alma.

Benito se lanzó á la calle, que era donde estaba verdaderamente á gusto, sin nadie que le molestara, sin nada que le distrajera de sus preocupaciones, y desarrolló en la soledad de su espíritu una serie de proyectos que como otras tantas sombras chinescas pasaban y repasaban por su imaginación atareada. Jamás había pensado tanto.

Los que verdaderamente sacaban la tripa de mal año, según la frase gráfica de Rispall, eran los novios. Mientras los graves problemas que preocupaban á los señores mayores los hacían olvidarse de las pequeñeces de la vida, Lucía y Ramirito se veían y se hablaban á todas horas. Sus relaciones amorosas, oficiales, por decirlo así, desde el principio, no habían tenido las expansiones íntimas necesarias para consolidarse, y ahora, que por afortunado decreto de la suerte parecía más inmediata y más fácil su solución, se entregaban, aprovechando descuidos ajenos, al inocente placer de conocerse y agradarse en toda ocasión y á todo momento.

Era tan hermosa Lucía y adornaban su alma tan buenas cualidades, que al amor no le costó ningún trabajo desarrollar en ella la bondad y la belleza, hasta el punto de que cada día que pasaba, estaba la muchacha más hechicera. Ramirito, que comenzó sus amoríos por distracción y los continuó después por cálculo, iba interesándose de veras en aquel juego inocente; y justo es decir que á los nobles pensamientos y á las honradas y dignas ideas de Lucía iba debiendo el joven la modificación de su carácter indolente y la elevación de sus ideas vulgares. ¡Milagros del amor, que los ha hecho siempre mucho mayores, destruyendo preocupaciones, igualando condiciones desemejantes, y burlándose de leyes, tradiciones, usos y costumbres!

Ya hemos dicho que Lucía siempre había tenido para Puig un cariño verdadero y respetuoso, no sólo porque su corazón agradecido conocía lo que toda su familia debía á aquel generoso amigo, sino porque veía que en todas las cuestiones más ó menos graves que surgían en la casa, Puig defendía siempre lo razonable y lo justo y sus tíos lo absurdo y lo ilógico. Pero desde que un acontecimiento, aún no bien comprendido por ella, le había relegado á posición más humilde y parecía como que todos en la fábrica y en el escritorio celebraban con sonrisas insidiosas y hasta indirectas malévolas aquel juego de la fortuna, se había despertado en ella con mayor fuerza el afecto anterior, y ni un solo día dejaba de buscarle para pedirle el abrazo de todas las mañanas y la despedida de todas las tardes. Y como si al perder Puig el derecho á mandar en todos, hubiera perdido Lucía la timidez respetuosa con que en medio de su cariño le trataba, debida quizá, más que á su propio deseo, á la ceremoniosa y fría conducta que veía observar á sus tíos con su amigo, ahora le escuchaba con más confianza y le hablaba con más franqueza, produciendo en el ánimo del bonísimo D. Juan una expansión cariñosa casi desconocida en él durante su reinado.

Aquel hombre, avaro nunca satisfecho del cariño ajeno, para cuya conquista había empleado todos los recursos de su corazón y las delicadezas de su alma, sin conseguir más que la frialdad de las conveniencias sociales y el ceremonioso respeto de una obediencia casi siempre manifestada en son de protesta, parecía rejuvenecerse con el cariño de Lucía, y ella era la única que tenía el privilegio de hacerle sonreir con sus infantiles caprichos y entusiasmarle con sus atinadas observaciones.

En cuanto á los indiferentes, á los que, considerándole como amo, ayer le obedecían murmurando, y hoy que le adivinaban dependiente empezaban á mirarle menos que igual suyo, Puig no tenía ni una palabra ni una mirada. Diríase que, existiendo para una más alta misión, reconcentraba en ella todas sus facultades y apenas se daba cuenta de que existía para él el resto de los humanos.

IX. LAS CUENTAS DEL GRAN CAPITÁN

Ya había transcurrido un mes desde el día en que Ortiz de Llauder llevó á la casa de Bernaregui la perturbación y el trastorno. Bernarda había ya apurado todas las pueriles satisfacciones del amor propio, regalando á algunas obreras ancianas todos sus delantales listados, con grandes bolsillos; poniéndose á diario un caprichoso prendido de terciopelo negro y encajes, con algún pensamiento que otro, y adornando su cuarto tocador con varios detestables y presuntuosos cromos místicos, calumnias artísticas de Murillo y de Velázquez.

Ya Benito había paseado á pie por todo Barcelona y sus alrededores una vez, ciento, mil, silencioso siempre, preocupado á menudo y casi nunca acompañado.

De tanto paseo higiénico y de tantas horas de ensimismamiento sólo había logrado adquirir una seriedad algo presuntuosa y una dureza en la mirada desconocida hasta para sus propios ojos.

La vida continuaba siendo idéntica entre todos á la que durante tres años se había observado en la casa.

Puig continuaba en sus dos modestas habitaciones; Benito y Bernarda seguían con su hija en las del piso segundo, y la única, la verdadera diferencia para propios y extraños existía en la mesa de comedor. Puig se había obstinado, al día siguiente de la visita del notario, en ceder el puesto de honor, el que él había disfrutado siempre, á su amigo Benito, y éste, no haciéndose mucho de rogar, ocupó el sillón de más elevado respaldo y se dejó servir el primero de todos los platos. Después se servía á doña Bernarda, luego á Puig y últimamente á Lucía. El desayuno lo tomaba cada cual á su gusto en su dormitorio ó en el mismo comedor, pero sin orden de prelación ni categorías.

Las dos horas solemnes, la de la comida á la una de la tarde y la de la cena á las ocho de la noche, reunían á los cuatro, excepto los domingos, que se había permitido Bernarda convidar á Ramirito, y en los que ya eran cinco para repartirse las conversaciones generales y las ojeadas particulares.

Por fin, en ese mes transcurrido, se habían puesto de acuerdo Puig y Bonet, ó mejor dicho, había impuesto á Bonet Puig su opinión en el orden de arreglar el grave asunto de la herencia, y retardándolo un día y otro, por consejo sin duda de Bernarda, se llegó por fin al día en que encontramos á los dos amigos, sentado uno enfrente de otro, en el despacho pequeño, que debía ser desde aquel mismo día de la exclusiva propiedad señorial de Benito.

Á las ocho de la mañana habían empezado á examinar libros y papeles, y eran más de las once cuando Benito, echándose atrás en el respaldo de su silla, arqueando las cejas y mirando fijamente á Puig, le dijo:

—Pero, en resumidas cuentas, amigo mío, ¿se puede ya calcular lo que tengo?

Esta era la primera vez que usaba Benito la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo tener, tratándose de la casa, y hasta á sí mismo debió parecerle extraño el oirlo, cuando tuvo en la punta de la lengua la rectificación de la palabrilla; pero haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, que sólo se advirtió en el encendido color de sus pálidas mejillas, dejó la frase tal cual la había pronunciado, sin enmienda ni rectificación.

Puig, que no dió importancia á la pregunta ó que quizá no oyó los términos en que estaba hecha, le contestó tranquilamente:

—La fábrica vale poco en estos tiempos.

—¡Poco! ¿Qué quieres decir?

—Para que pudiera adquirir más valor verdadero, sería preciso montarla mucho más á la moderna. Ya ves, puede decirse que desde el año 75 no se ha hecho nada en ella de importancia. Los motores son viejos; los telares son antiguos, y aunque varias veces he pensado en adquirir para la fábrica todos los progresos de la industria, he temido que esos grandes gastos, reproductivos desde luego por el aumento y perfección de la fabricación, nos harían dejar sin trabajo á un gran número de obreros y operarios.

Como se ve, Puig empleaba el plural hasta hablando de los tiempos en que él era el dueño exclusivo de la casa. Benito no se dió por entendido y se contentó con pronunciar un «¡Ya!...» que lo mismo podía ser prueba de aquiescencia que de distracción.

—Y ahí tienes—prosiguió Puig—el motivo de por qué la fábrica vale hoy mucho menos de lo que podía valer. Porque los pobres ganaran más, yo preferí ganar mucho menos: ellos lo necesitaban más que yo.

—Gran cosa es la filantropía y la generosidad. Líbreme Dios de quitar el mérito á tu acción y á tus principios cristianos, que todos debemos elogiar; pero lo que es guiándose por ellos exclusivamente, no me parece que se pueda hacer dar al dinero la renta debida.

—¡Ah, eso es claro!

—Vamos, adelante, ¿qué más hay?

—La casa del Ensanche... Bien la conoces.

—Ya lo creo que la conozco. Cuatro años nos estuvo mareando Bernaregui con semejante proyecto, y no descansó hasta que le vió realizado. Allí nos llevaba todos los días á la fuerza de paseo, para que presenciáramos la construcción. ¡Vaya un capricho extravagante para un hombre sin familia! Y me acuerdo perfectamente que le costó más de doscientas mil pesetas. ¡Cuarenta mil duros largos, gastados en hacer un caserón destartalado en un arrabal!

—¡Y no es eso lo peor! Lo peor es que ese capital es también inútil como renta; mejor dicho, cuesta encima la contribución y los reparos.

—¡Pues es una ganga la finquita!

—Recuerda, puesto que lo sabes como yo, que en esa casa viven gratis, en habitaciones modestas, pero higiénicas y espaciosas, todos los trabajadores ú obreros de la fábrica que por viejos ó enfermos están inutilizados para el trabajo. Hay en alguno de ellos viudas con cuatro ó cinco hijos; octogenarios con nietecillos; jóvenes inválidos, que han perdido alguno de sus miembros en los talleres ó en las máquinas: esa casa, en fin, es un refugio seguro para todos los que han gastado sus fuerzas ó sus años en favor de Bernaregui; y ya que no era posible que atendiese á la manutención de todos cuantos le habían servido, quiso darles techo y abrigo hasta que terminaran su vida, bendiciéndole ó debiendo bendecirle.

—Lo que es si confiaba en sus bendiciones de gratitud para salvarse, algunos siglos debe estar todavía en el purgatorio. Pero en fin, esa no es cuenta nuestra, sino exclusivamente suya: nosotros volvamos al asunto. Muy justo es y muy natural que el Gobierno tenga hospitales para los enfermos y asilos para los menesterosos: el Estado es rico y puede hacerlo hasta por propio decoro; pero es ridículo que quiera hacer lo mismo un humilde comerciante. Si á su pequeño capital le cercena cuarenta mil duros para emplearlos en alardes filantrópicos y humanitarios, ¡bonito negocio ha hecho!

—Por eso no conceptuó Bernaregui nunca la construcción de esa finca como negocio, sino como obra de misericordia. Así la acepté yo al hacerme cargo de su herencia, y al mismo empleo la he destinado desde que la inscribí á mi nombre en el Registro de la Propiedad. No consta su deseo en ninguna escritura pública y yo pude darla el destino que me pareciera conveniente, seguro de que nadie había de exigirme cuentas de mi determinación. Pero yo soy esclavo de mi conciencia, y sin faltar á ella no podía ni debía contar con el valor de esa finca para nada. Es por lo tanto, mientras yo he dispuesto de ella, un capital muerto, y en la misma forma te la entrego. Ahora tú eres muy dueño de considerarla como un producto ó como una carga. Yo no he hecho más que conceptuarla, como él la consideró, como una obra de caridad.

—Algo cara, lo mismo para él que para ti.

—Si era cara para él, no puedo decírtelo; aunque supongo que no sería mucho, puesto que él la instituyó y la llevó á cabo. Para mí no lo fué en ninguna manera. Yo con poco tengo bastante, y su fortuna, aunque hubiera sido mucho más pequeña, era para mí una riqueza colosal. Y si no, amigo mío, hablemos de ella en el terreno práctico. Si esa fortuna me daba á mí todo cuanto necesitaba en mis modestas aspiraciones: si me permitía darte á ti y á tu familia con que vivir holgadamente; si mantenía con ella á más de ochocientos obreros, y si con ella le proporcionaba á la industria capital suficiente para sostener el crédito de la casa, ¿qué me importaba á mí que produjera algo menos ese capital heredado inesperadamente y que, aunque mío, yo consideraba siempre como ajeno, en lo que no me equivocaba, puesto que ajeno ha venido á ser al cabo de pocos años? ¿No te parece lo mismo, amigo Benito? ¿No estás conforme con mis ideas?

—¡Sí, sí, naturalmente! Pero en fin, sigamos las cuentas. Sepa yo al fin á qué atenerme, porque á este paso... ¿Qué más hay?

—Tú sabes, tan perfectamente como yo, cuáles son los rendimientos de la casa, cuáles son sus créditos, cuáles sus beneficios. Si en tiempo de Bernaregui podías ignorar todo eso, porque sólo te ocupabas en dirigir y vigilar la fábrica y sus dependencias, mientras yo estaba empleado exclusivamente en los trabajos de la caja y el escritorio; en mi tiempo tú pasaste á ocupar mi puesto y no te es posible ignorar nada de lo que á la casa se refiere.

—Pero yo me figuraba que había aquí más dinero de que disponer. Podías tú tener algunos negocios particulares, emprendidos por ti solo..., quizá algunos productos secretos..., algunas empresas especiales...

—¿Dónde has visto semejante extravagancia en el comercio? Todo lo que ingresa aquí y todo lo que aquí se gasta, tiene su asiento natural en los libros, como lo ha tenido siempre.

—¡Todo eso es muy claro!

—¿No eres tú el cajero de la casa?

—Sí que lo soy.

—Pues tú mejor que yo mismo sabes que la casa de comercio de Bernaregui, que esa es la razón social de la fábrica y de cuantos negocios abarca, como yo pensaba que fuese mientras viviera, da por término medio al año doce ó trece mil duros de ganancia. Esa es, pues, la renta con que puedes contar mientras sigas en los negocios.

—¡Pues es una miseria!

—No digo que no lo sea, pero yo he tenido muy bastante.

—Lo sería si esos trece mil duros fueran verdadero sobrante, y por lo tanto nuevo ingreso para aumentar el capital el año próximo. Pero si con esos trece mil duros hay que atender á obligaciones imprescindibles, ni eso es ganancia, ni siquiera renta.

—Tu modo de raciocinar es nuevo en el comercio. Supongamos que mañana quieres realizar todo lo que posees: vendes la fábrica, la casa del Ensanche, los censos de Olot, los dos solares de la Barceloneta, y una de dos, ó esperas á realizar todo eso vendiéndolo bien y cuando haya ocasión oportuna, en cuyo caso podrás reunir millón y medio de pesetas, más los créditos que puedas cobrar, ó lo malvendes para hacer dinero pronto y sólo puedes realizar como máximum un millón de pesetas en junto. En cualquiera de los dos casos, ¿cuál será la renta de ese capital? Diez y ocho ó doce mil duros. Con ellos tendrás entonces que atender á todas tus necesidades, y por muchas que sean, no teniendo más que á tu hija y á tu hermana, podrás considerarte como un hombre rico.

—¡Ya ves! Si de esos doce mil duros de renta he de atender á mi familia y á ti, que al cabo esa es la recomendación de Bernaregui y mi deseo, y no he de dejar sin casa á los que la disfrutan vitalicia por inválidos ó jubilados, digámoslo así, en la fábrica, y he de dotar á mi hija cuando se case, etc., etc., seré tan pobre casi como lo soy ahora, de modo que lo más acertado no es vender, ni malvender, sino ordenar lo que existe y hacer que el capital existente produzca más de lo que produce.

—¡Eso es indudable! Yo creo que puede producir más.

—Mucho más, casi el doble.

—Demasiado me parece; pero, en fin, si esa es tu creencia, no debes vacilar un momento. Y si crees que, sin meterte en negocios aventurados ni en préstamos usurarios, el capital que tienes te puede producir doble renta, haz que la produzca, y Dios te ayude.

—Pero, para lograr tales ingresos, hay que hacer en la casa grandes reformas, que bien las necesita.

—Pues hazlas. ¿No eres tú el dueño?

—Ya lo creo que las haré, y mucho más pronto y más radicales de lo que á muchos les puede convenir.

—No comprendo bien á quién puedes referirte, puesto que aquí nadie hay que se atreva á desobedecerte y ni siquiera á saber tus planes hasta que tú los lleves con más ó menos acierto á cabo.

Benito, ó no comprendió lo que Puig quería decir, y eso que la indirecta no podía ser más clara, ó se hizo el desentendido para no contestarle. Se levantó de su silla, y colocándose de espaldas á la mesa de escritorio y encarándose con su amigo, le dijo frunciendo el entrecejo:

—¡Hay muchos gastos!

—Convengo en ello.

—Hay también mucho empleado inútil.

—No digo que no tengas razón. Pero entonces se me ocurre preguntarte: ¿cómo no has caído en ello cuando yo era el principal? ¿No creíais todos vosotros que yo hacía poquísimo en favor vuestro? ¿No os parecía que todos erais pocos y no muy bien retribuídos? ¿Cómo diantres has caído hoy en la cuenta de lo contrario? ¿Á qué se debe ese cambio de opiniones?

—No es de hoy como tú supones. Hace ya un mes que observo diariamente lo que aquí sucede, y cada día me aferro más en mi creencia de que esta casa está lamentablemente organizada.

—¡Un mes! Vamos, desde que el notario nos entregó la carta de Bernaregui en favor tuyo. No has perdido el tiempo.

—No es eso, no es eso—dijo Benito, encontrándose sin saber qué responder á la filípica de su amigo,—sino que cada uno ve de un modo diverso los negocios. Y hay muchísimas cosas que no pueden verse desde fuera, sino desde dentro, que es su verdadero punto de vista. No es lo mismo cobrar que pagar, y aunque yo no estoy aún en el práctico ejercicio de mis funciones y sólo puedo hablar de estos asuntos en teoría, en ella te digo que este sistema es insostenible; que esta casa produce hoy mucho menos que en tiempo de Bernaregui; que cada día produciría menos si yo continuase en ella el orden establecido por ti, y que todo necesita una reforma inmediata, radical. Todo, absolutamente todo: desde lo primero hasta lo último, desde el jefe hasta el más ínfimo criado.

—En eso estamos completamente conformes, y ya recordarás que sólo por lástima no llevé yo á cabo algo de lo que indicas.

—Pues la lástima es lo que estaba de más en tu tiempo y lo que yo procuraré eliminar de mi corazón en el mío. Los negocios son una cosa y los sentimientos otra. No creo que los asuntos de partida doble se puedan arreglar por las palpitaciones del corazón; así como sería un absurdo reglamentar los afectos humanos por el debe y haber de un libro de caja. Dejemos á cada cosa para su cosa, y volvamos á hablar de todo esto en hombres de negocios. Y como quiera que ya te he dicho que es preciso arreglarlo todo, empezando por mí, y yo cuidaré muy bien de cumplir respecto de mí con mis propósitos, y tú eres el segundo en la casa, pasemos á ocuparnos de ti, puesto que de ti han de tomar ejemplo todos los demás y puesto que sobre ti no hay nadie más que yo.

Si á otro que á Puig se hubiese dirigido este abigarrado discurso, indudablemente le hubiera causado singular extrañeza. Pero Puig debía estar muy seguro de los puntos que calzaba Benito y preparado de antemano para oir sus nuevos planes, cuando le escuchó con la mayor indiferencia y como si de él no se tratara.

Había en la fisonomía del nuevo principal, en su ademán, en su apostura, un énfasis risible, que hubiera producido la hilaridad más franca en todos los que le hubiesen conocido empleadillo de tres al cuarto, pero que en Puig no produjo ni la impresión más pequeña.

—Me parece que te tomas demasiado trabajo y excesivos circunloquios para manifestarme tus ideas y darme cuenta de tus proyectos. Sé franco por entero, ahórrate digresiones y díctame tus órdenes, si eso es lo que deseas. Dices que quieres que nos ocupemos de mí, puesto que soy el segundo en la casa: dispuesto estoy á escucharte; no vaciles en decirme cuanto se te ocurra.

—Yo he sido en tu casa empleado durante tres años, ó lo que es lo mismo, desde que Bernaregui te hizo dueño de su fortuna.

—Me parece que equivocas las fechas. Tú eres empleado en la casa hace veinticuatro años, los mismos que yo. Nuestras hojas de servicio, si se acostumbrara á llevarlas en las oficinas particulares, son idénticas. Adelante.

—Quiero decir que yo he sido tu cajero, tu primer dependiente, tu más alto empleado, como quieras llamarlo. Pues bien: si yo he servido en tu casa, tú debes servir en la mía.

—Si esa es tu opinión, nada tengo que objetar á ella.

—Yo te dí el ejemplo. Seguí en mi puesto; acepté que me aumentaras en tres mil pesetas anuales mi sueldo; me vine á vivir contigo con mi hermana y con mi hija...

—Bueno, ¿y adónde vas á parar?

—Á que tú debes seguir viviendo con nosotros.

—La idea no me parece muy nueva. ¿Acaso tengo yo otra casa?

—No la tienes; pues por eso precisamente quiero yo que vivas siempre en la mía. Que seas mi cajero como yo lo he sido tuyo, pero que prestándote á las reformas que son indispensables, te contentes con un sueldo más modesto que el que yo he tenido hasta hoy. Ya ves..., yo era padre de familia..., necesitaba naturalmente más; tú en cambio eres solo..., no tienes que mantener ni vestir á nadie... ¡Dichoso tú que con menos tienes bastante!

—No hablemos de semejante cosa. Haz lo que quieras: dame el sueldo que se te antoje, y si es que mi personalidad puede serte molesta y mi empleo gravoso ó inútil en tus nuevos planes, me lo dices, y en paz y jugando, y tan amigos como antes y como siempre.

—¡Hombre, yo no te he dicho semejante cosa!

—No me lo has dicho, pero pudieras querer decírmelo. Piensa bien y de una vez lo que te conviene. Las reformas, y mucho más las que tienen carácter de radicales, deben hacerse al principio: después es muy difícil y muy expuesto llevarlas á cabo. ¿No te parece lo mismo que á mí?

—Sí que me lo parece. Pero respecto á ti no tengo más reforma que indicarte que la del sueldo. Te daré tres mil pesetas, con las cuales supongo que tendrás bastante para tus necesidades..., ¿eh? Seguirás viviendo en tus dos habitaciones; comerás con nosotros, ¿no es verdad?, y dicho se está que siempre que quieras puedes usar de mi despacho como si fuera tuyo.

—¿También eso?—dijo sonriendo Puig, con la fisonomía más candorosa del mundo.—Pues dígote que nadie sabrá distinguir á primera vista al principal del dependiente. Nada, nada: el orden es lo primero y la necesaria separación de todas las categorías. Yo desde hoy me vuelvo á mi mesa en el escritorio grande, y tú te quedas en tu despacho. Cada cual en su puesto. De sueldo nada hay que hablar entre nosotros. Yo acepto el que me señales, y si algún día, más ó menos lejano, no te fuera posible ó te conviniera poco satisfacérmele, con no hacerlo estamos en paz. Á mí, como dices muy bien, todo me sobra por ser solo en el mundo.

—¿De manera, y precisemos esta cuestión de las cuentas para no volver á ocuparnos más de semejante cosa, que yo, por hoy, puedo calcular que poseo unos doce mil duros de renta, con los que tengo que atender á todas las necesidades de mi familia y á todas las obligaciones de mi casa? Te confieso que creía ser mucho más rico.

—Yo te he oído siempre decir, y esa es generalmente la aspiración de todos los pobres, ¡si yo fuera rico!, y rico eres. Nunca he supuesto que quisieras poder llamarte inmensamente rico ni archimillonario, ni entrar en lucha con los Rothschild y los Bahuer y los Mudelas, y manejar trescientos y quinientos y ochocientos millones de pesetas, como los manejan en el papel los ministros de Hacienda, para perpetua desventura de todos los españoles. Para realizar esos sueños, si los has tenido ó los tienes, me parece que te faltará tiempo, aunque te sobrara capacidad. Eres ya muy viejo para lanzarte á nuevas y arriesgadas especulaciones. La fábrica nació modestamente con Bernaregui y modesta debe vivir y morir en tus manos. Allá tus herederos la liquiden, la permuten ó la destruyan. Tú vive con lo que produce; reforma, administra, innova, si tienes inteligencia para concebir y energía para llevar á cabo lo que concibas; tente por rico, puesto que lo eres con relación á lo que antes tenías y á lo que tenemos todos los que te rodeamos. Yo, como te he dicho y te repito, ultimaré todas esas cuentas, y juntos iremos á que Ortiz de Llauder nos entere de lo que hay que hacer. Y quédate con Dios en tu despacho y déjame ir á ocupar mi puesto definitivo en el escritorio grande para lo que quieras ó tengas que mandarme.

Y sin esperar á que Benito volviera á detenerle con sus discursos ó sus reflexiones, salió Puig del despacho, y con el aire más tranquilo y la fisonomía más placentera se sentó en el sillón de baqueta, no antiguo, sino viejo, que descollaba entre los taburetes destinados á los escribientes.

Benito Bonet quedó solo en su alcázar, en su catedral, en su sanedrín, en su basílica, en su areópago, en su tribunal; que todo esto y mucho más era para él aquel despachito con un estante de libros viejos y una mampara de gutapercha roja con clavos dorados, que separaba el templo de la sacristía. Leía y releía la nota que Puig le había entregado, en la que figuraban, formando alineadas columnas de guarismos claros, todas las cantidades que constituían el capital de su casa.

¡Su casa! Era verdad. ¡Su casa, su fábrica, su capital, su renta, su dinero, sus planes, su voluntad, sus energías! Todo eso se lo había dicho Puig y se lo decía él á sí mismo.

Pero, en resumidas cuentas, ya que de cuentas se hablaba, ¿cuánto tenía? ¿Hasta qué punto era rico? That is the question!

Ni Benito sabía inglés, ni se hacía esa reflexión en la misma forma en que el maestro Shakespeare ampliaba su célebre To be or not to be; pero en catalán cerrado ó en castellano abierto, eso es lo que él quería saber y se afanaba por averiguar entre aquel fárrago de notas y de guarismos.

Puig tenía razón: doce ó trece mil duros de renta y nada más. ¿Y con ellos tenía que satisfacer los arranques autocrático-rentísticos de Bernarda, y las esperanzas de una cuantiosa dote prometida por él mil veces á su hija en los tiempos en que no hubiera podido darle ninguna, y un sueldo mayor á su yerno en ciernes, y más jornal á los obreros, y más descanso á los trabajadores?

Encontrábase el bueno de Benito Bonet en el mismo caso en que se encuentran los jefes de los partidos políticos cuando, después de predicar durante unos cuantos años en la oposición reformas, economías y felicidad general, se ven de buenas á primeras dueños del poder que ambicionaban y sin saber cómo llevar á cabo todo lo que prometían y destruir todo lo que censuraban.

Y si son exigentes propios y extraños, y reclaman el cumplimiento de promesas políticas y administrativas los correligionarios y los amigos políticos, que al fin y al cabo saben que su patrono y su jefe no es más que un administrador de la fortuna pública y un distribuidor de los fondos del Estado, ¿qué no han de ser los que saben que se trata, no de un administrador, sino de un dueño, y que ellos son los llamados por derecho propio á gozar personalmente de aquella fortuna?

Ante esos pavorosos problemas temblaba Benito como la hoja en el árbol, y manoseaba y arrugaba el pliego de las cuentas, maldiciendo de la aritmética y de la partida doble y renegando de las ciencias exactas, que no le permitían echar cuentas á su gusto sin sujetarse á sus infalibles reglas.

De repente y como si una fuerza motriz interior le impulsara á tomar nuevas actitudes y á dar á su semblante nueva expresión, se irguió altanero, dibujó en sus labios una sonrisa, arrugó su frente, y colocando sus manos cruzadas á la espalda y dejándolas caer sobre su cintura, comenzó á pasear primero por su despacho, después por el escritorio, luego por los corredores, y de patio en patio y de taller en taller recorrió impávido todas las dependencias de la fábrica, mientras empleados, obreros, y hasta los chiquillos, le contemplaban sorprendidos de su fisonomía de estuco y de su glacial indiferencia.

Y es que en aquel mismo instante se estaba llevando á cabo en su cerebro un trabajo de elaboración complicada á que no estaba acostumbrado, y que había de convertir al insignificante Benito en ser consciente, en personaje propio, en individuo de marcada personalidad.

El que hasta aquel día había pertenecido al rebaño de los corderos de Panurgo, y en mejor ó peor fortuna no había salido del trazado surco donde la casualidad le colocaba, labrando con el sudor monótono de su ancha frente, limpia de arrugas, el pedazo de tierra confiado á su trabajo, ya iba á ser desde aquel momento suelto eslabón de la cadena; res aislada, quizá destinada al matadero, pero no en piara; perro tal vez atacado de hidrofobia, pero sin traílla, sin trabas, sin esclavitud. De aquel trabajo cerebral hubiera podido salir un grande hombre, existiendo el germen, pero por lo menos saldría un hombre; no podría salir un gran carácter, pero lo que es un carácter saldría de seguro.

Y por eso sin duda, instintivamente y como si los grandes misterios de la naturaleza llevaran en sí propios el resplandor de sus maravillas, cuantos se habían encontrado aquel día al antiguo pobre Benito en su camino habían observado en todo su ser un no sé qué, una expresión distinta, un nuevo prospecto de aquel libro hasta entonces conocidísimo, pero miserablemente encuadernado en rústica, y tan huérfano de primores literarios como de bellezas tipográficas.

¿Sabía el mismo Benito cómo se transformaba su espíritu en aquel momento? Es dudoso; pero lo que él sentía, creía hacérselo comprender á los demás; lo que él decidía, tenía la seguridad de que había de ser obedecido por todos; lo que él quería..., ¡oh! lo que él quería, quizá no lo precisara él mismo, pero es seguro que lo que quisiera de veras desde aquel momento... aquello sería.

X. DONDE EL REY ABSOLUTO SE QUITA LA MÁSCARA

Y se acabaron las buenas digestiones y el sueño reparador y tranquilo. Á la preocupación del espíritu siguió la demacración del cuerpo, y un tinte terroso y amarillento se derramó por aquellas mejillas y por aquellos ojos, fríos é insignificantes hasta entonces, pero sanos y pacíficos. Benito Bonet, aquel Benito á quien todos miraban con lástima benévola cuando pobre, iba ya llamando la atención por agreste y receloso cuando rico, y ya daban qué decir y ocasión para murmurar sus respuestas desabridas, sus distracciones malhumoradas ó su silencio inoportuno.

Donde el cambio fué más radical y se hizo más notable y más incomprensible fué en el hogar doméstico; en aquellas habitaciones destinadas antes á las efusiones recíprocas, á las quejas en comandita, á las expansiones más ó menos justas de agravios y de ofensas, y hoy mudo at home de personajes sesudos y reflexivos.

Tanto que allí era donde el nuevo rico se encerraba en su sombría reserva, en sus monólogos monosilábicos, en sus ademanes grotescos de puro serios y ridículos de puro sublimes; donde doña Bernarda no podía conseguir de él más que gruñidos fraternales, y su hija, su bellísima Lucía, más que algún que otro abrazo fugitivo, y el amartelado Ramirito..., ése ni casi el saludo debido á los extraños. ¡Quién había de figurárselo!

Llegó, como tantos otros, un domingo, y al ruido de la colmena humana propia de una fábrica sucedió el exagerado silencio y la dulce quietud de los días festivos, con que en todas partes y más en las capitales de provincia se celebra el descanso de la semana, por llevar al campo ó á la playa, según las condiciones del país, el bullicio y la animación. Dependientes, obreros, criados, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos sin distinción de sexos, edades y empleos, abandonaron por más ó menos horas la casa donde ganaban su subsistencia, y buscaron en el ambiente espacioso de la libertad la autonomía individual, ese libre albedrío tan cacareado por los filósofos y tan avaramente repartido por las circunstancias sociales entre todos los que según la religión y las leyes debían tener á él derecho.

Hasta el austero y melancólico Puig salió de la casa y de sus casillas á las ocho de la mañana, diciendo á su amigo y jefe que comería en el campo y no volvería hasta la hora de cenar, si acaso. Los que necesitaban permiso para ausentarse le pidieron pro fórmula, y los demás yo creo que ni amanecieron en la casa; con tal gana tomaron por suyo aquel día en que el sol brilló espléndido y sin la menor nube en el horizonte.

Solos, completamente solos se encontraron de sobremesa aquellos tres individuos que componían la trinidad dinástica de aquella monarquía absoluta. No como en los días de su modesta medianía se oían risas y exclamaciones acompañadas por los acordes y escalas del piano donde Lucía, mal que bien, rendía culto á esta mala costumbre de la educación moderna; sino que, por el contrario, el piano permanecía cerrado, como cerradas á las risas las bocas y casi á los movimientos las manos. Bernarda casi se hería el labio inferior por apretar sobre él la fila de sus dientes superiores, mirando sin cesar á su hermano que cada vez fruncía más su entrecejo al sentirse observado con tal insistencia; y Lucía, aburrida de aquella escena muda que se repetía con mucha frecuencia y que aquel día tomaba proporciones solemnes, se levantó de su silla y se asomó á la ventana, echándose casi de bruces en ella, para alejar su espíritu y hasta casi su persona de aquel cuadro familiar tan monótono y tan íntimo, al que parecía estorbar todavía su presencia.

Temió doña Bernarda que su hermano, como había hecho ya varias veces, aprovechara aquel movimiento independiente de su hija para huir de las intimidades fraternales, y antes de que Benito indicara el movimiento, le puso una mano sobre el hombro, y obligándole á estarse quieto le dijo:

—Ya es hora de que hablemos tú y yo á solas. La niña no estorba, y aunque estorbara, su atención se fija en la calle en este momento y no se ocupa para nada de nosotros. Han pasado muchos días, muchos, y no he querido molestarte suponiéndote ocupadísimo en terminar los asuntos de esa herencia: tal vez hayan surgido serias dificultades, y á eso se deba tu brusca mudanza de carácter; pero de todos modos, ya es hora de que se concluyan este silencio y estas dudas y sepamos, yo sobre todo, á qué atenernos. ¿Qué hay? ¿Qué sucede? ¿Qué significan tus gestos, tus distracciones, tu preocupación constante y sobre todo ese humor atrabiliario, tan desacostumbrado en ti, y que parece síntoma de enfermedad ó certidumbre de desdichas? ¿Somos otra vez pobres? ¿No hemos dejado de serlo nunca? ¿Fué un cuento la historia del notario? ¿Se ha negado Puig á reconocer el escrito de su amigo Bernaregui?

—No disparates y no busques argumentos absurdos á tus propias figuraciones. Yo no tengo nada, y si lo tuviera no reconocería por causa nada de cuanto has supuesto. Puig está conforme con todo; el notario dijo la verdad, y yo soy rico. Ya lo sabes. No hay motivo para que te devanes los sesos.

—¿De modo, querido hermano, y perdona que hoy te hable por fin con toda la expansión digna del caso, ya que hasta hoy no he podido hacerlo, que no es un sueño que somos ricos de verdad y que Puig no tiene nada? ¿Cuándo entras en verdadera posesión de tu fortuna, y sobre todo á cuánto asciende ésta? Eso es lo que ya es tiempo que me digas y lo que no comprendo que hayas tenido calma y frialdad para ocultarme hasta ahora á mí, á tu hermana, al único ser que tiene derecho á disfrutar de todas tus felicidades y á llorar por tus penas.

—Aquí no hay penas por que llorar; pero tampoco la felicidad es tan grande que sea cosa de volverse loco.

—¿Cómo que la felicidad no es tan grande? ¡Pues no eres rico!

—¡Rico! ¡Rico! Cuando uno es pobre y piensa en la fortuna de los demás, siempre le parece inmensa esa fortuna, sobre todo cuando no tiene uno ni la esperanza más remota de que pueda llegar un día á pertenecernos. Miramos con tanta envidia todos los caudales ajenos, que sólo por no ser propios se nos figuran colosales. Y luego, cuando llega la realidad, se empequeñecen hasta aturdirnos por su insignificancia. Créeme, pobre Bernarda, todo en el mundo es cuestión de óptica.

—¿Qué me cuentas?

—¡Miseria, miseria y miseria!

—Me asombra todo lo que me dices, y ahora comprendo perfectamente que no hayas querido darme un mal rato hasta ahora. Vamos, explícate de una vez.

—Poco tiene que explicar y ya puedes haberlo comprendido. Nuestra fortuna es regular, menos que regular; y en vez de ser millonarios, verdaderamente millonarios, somos unos burgueses adocenados, unos ricos de tres al cuarto. No me mires con esos ojos espantados como si temieras que me voy á volver loco; tenemos lo bastante para vivir, nada más que para vivir, y eso según y conforme...

—La loca voy á ser yo, si sigues hablándome de este modo.

—Vamos á ver; ¿qué te figuras que tenemos? ¿Á cuánto crees que asciende toda la fortuna de que podemos disponer?

—Tanto me has asustado que yo no sé ya qué decirte.

—Pues apenas pasa de doce mil duros de renta. ¡Ya ves! Eso lo tiene hoy cualquiera, y al fin del año lo comido por servido, y gracias que no haya uno tenido que contraer deudas y empezar con déficit el año sucesivo.

—¡Doce mil duros de renta y te parece poco, cuando no teníamos más que cinco mil pesetas y estábamos tan contentos! Es decir, contentos no, porque siempre nos quejábamos de no ser ricos; pero en fin, teníamos bastante para todo.

—Cierto que no teníamos más que cinco mil pesetas, pero eran de sueldo, y además nos daba Puig de comer y casa y muchos regalos, y ahora todo lo que necesitemos tendrá que salir de la renta, y daremos de comer á los demás, y los regalos los pagaremos nosotros, y las contribuciones y el sastre y la modista y el infierno. Convéncete, Bernarda, de que esto es una ruina y de que es preciso, absolutamente indispensable, dar una solución económica á todos los problemas de esta casa. He reflexionado mucho estos días, he pensado con detenimiento lo que nos conviene, y he adoptado un plan general irrevocable.

—Antes me consultabas todas tus determinaciones, y no sólo las graves y trascendentales, sino las más sencillas.

—Se acabó aquel tiempo para siempre. Sé ya por experiencia que los consejos que da todo el mundo son siempre interesados, y he decidido pasarme sin ellos. No opiniones, sino órdenes son las que han de salir de mis labios en adelante, y vosotros los primeros que tendréis que obedecerlas ciegamente.

—Pero, Benito, no te conozco...

—Yo tampoco me conozco; pero esto ha de ser y esto será. El orden y la economía, que aquí eran desconocidos del todo, serán los que en lo sucesivo regulen nuestros gastos. He examinado minuciosamente todas las cuentas, y asusta ver lo que aquí se gastaba. ¡Qué desorden, qué despilfarro! Tú gastabas en mantenernos á los cuatro y á las dos criadas y á Rispall, es decir, lo que constituye el plato de la familia, de cuatro á cinco duros diarios, que es un escándalo, y el tonto de Puig jamás te tomaba cuentas. Le pedías más dinero cuando se te concluía el que te había dado anteriormente, y en paz. Él gastaba por su parte lo que le parecía y no lo apuntaba siquiera. Pues ¿y los extraordinarios? Llegaba el día de tu santo..., un vestido...; el de mi hija..., otro ú otros dos... ¡Lo que aquí se ha derrochado en trapos, en labores, en cosas superfluas! Y luego una casa, que puede producir renta pingue, destinada á hospital ó refugio de vagos, y suscripción para escuelas, para iglesias católicas, para construcción de templos, para periódicos políticos é ilustrados. Y padrinazgo de boda por aquí, y de bautizo por allá, y encargar misas á capellanes pobres, y pagar entierros á obreros necesitados... ¡En fin, el caos! ¿Y qué ha sucedido? Lo que no podía menos de suceder. Según la liquidación de los tres últimos años, de toda la renta de la casa á Puig no le ha quedado ni un real. Es decir, que se han gastado aquí los doce mil duros largos anuales. Así se tira el dinero y así se arruinan los más ricos, y así no quiero arruinarme yo. Tenlo entendido y sabe á lo que has de atenerte.

—¡Los ricos deben gastar, porque para eso lo son!

—Te equivocas: lo primero es ahorrar para poder ser rico. El que gasta todo lo que tiene no puede ser rico jamás, y yo quiero ser rico, puesto que lo soy. ¡Y todo el mundo me ayudará á serlo, de grado ó por fuerza!

—Muy bien que exijas de los extraños orden y economía; pero á tu hermana y á tu hija no creo que necesites recomendárselos.

—Pues te equivocas de medio á medio. Ustedes dos son las primeras que necesitan reformarse, y lo primero que hay que suprimir es el ocio.

—¡El ocio! ¿Qué quieres decir?

—Que aquí se desperdicia el dinero y el tiempo y hay que aprovechar ambas cosas. Mi hija ya sabe bastante francés y suficiente piano. Se suprimen los maestros.

—Pues ya lo creo que los maestros están de más. Una chica de diez y ocho años que va á casarse en seguida...

—De eso ya hablaremos más adelante..., que prospere el novio...

—¿Qué dices? ¿Pero eres tú el que habla? ¿Qué significa esto?

—Esto significa que esta casa ya no es la misma; que ha variado de dueño y que yo soy sólo el que manda y gobierna en ella.

—¡Jesús, María y José!

Á este grito de doña Bernarda, salido de lo más profundo de su alma, volvió el rostro hacia la habitación, apartándole de la calle, la linda Lucía, y suponiendo que su padre sería el causante de aquel grito de su tía, se dirigió á él preguntándole:

—¿Qué es eso, papá? ¿Ocurre algo?

—Ocurre lo más inaudito que puedes figurarte—contestó doña Bernarda, preparándose á detallar á su sobrina los proyectos de Benito, y en particular los que se referían á la boda de la niña, causa hacía apenas un mes de aquella acaloradísima discusión con Puig.

—No ocurre nada que no sea justo y razonable. Recordaba á tu tía una máxima que oí siempre á mis padres en mi infancia y que lamento que hayan olvidado los que más debían haberla seguido.

—¿Y cuál es esa máxima, papá, para que no la olvidemos?

—Que en esta tierra caduca, el que no trabaja no manduca.

—¿Y por qué se refiere á nosotros ese refrán ó esa aleluya?

—Porque tu padre—gritó ya doña Bernarda, que no podía contenerse por más tiempo,—tu padre que encontraba excelente tu educación hasta ahora, y te mimaba y sólo quería ser rico, según aseguraba á todas horas, para mimarte más y darte más gustos y más maestros, se arrepiente de las ideas de toda su vida y quiere que trabajes como una menestrala y que olvides y abandones tu educación de señorita para dedicarte desde hoy, ¡á buena hora!, á oficiala de modista ó á cigarrera para mantener á tu pobre padre el millonario.

—Nada de burlas ridículas, ni de exageraciones inconvenientes; lo que yo quiero es que mi hija trabaje como trabaja aquí todo el mundo.

—Pero, papá, ¿en qué quieres que trabaje si no sé hacer nada para ganar un jornal ó un sueldo cualquiera?

—No se trata de eso; se trata de dedicar menos tiempo al piano, y de despedir á la profesora de francés, y de atender más á los quehaceres domésticos. Así podrás ser más mujer de tu casa cuando la tengas, porque el casado casa quiere, y cuando llegue la hora de casarte, tú tendrás que estar al frente de ella y dar el ejemplo primero á tus criadas, si las tienes, y luego á tus hijas cuando las tengas. Así pues, desde mañana mismo hay que disminuir todas las labores de adorno y aumentar las de necesidad verdadera y las de utilidad práctica.

—Pero y si no se toca el piano ni se estudia, ¿qué se hace?

—Se cose, se plancha, y puedes ahorrarte la doncella, cuando seas una verdadera señorita de tu casa.

—Pero, tía, ¿qué opina usted de esto?

—¿De esto? Una de dos, ó que tu padre se chancea para darnos después la buena noticia de que es más rico aún de lo que creíamos, ó que las palabras son una cosa y los hechos otra muy distinta, puesto que todos sus planes de hoy son completamente diferentes de los que echaba cuando éramos pobres.

—Eso prueba que entonces estaba yo loco ó tonto y sólo se me ocurrían simplezas y pamplinas, y que hoy sé lo que traigo entre manos y no quiero ser víctima de los desarreglos, de los derroches y de la holgazanería de los demás.

—¿Pero quiénes son aquí los holgazanes?

—Vosotras y después todos, todos los que comen egoistamente de mi pan y viven de mi sangre. ¡Desde mi hija hasta el último obrero!

—Hay que disculparlos á todos, porque todos te han oído decir constantemente, cuando eras sólo cajero de Puig, que si la fábrica hubiera sido tuya, nunca te hubieras mostrado tirano con los trabajadores y operarios, antes bien les hubieras dado mayor jornal y exigido de ello menos trabajo.

—¡Yo! ¿Yo he dicho eso? Pues he dicho muy mal y nadie debía haberme hecho caso.

—Y recuerdo perfectamente, papá, que cuando trabajaba alguien poco, en las oficinas ó en los talleres, tú siempre le disculpabas.

—¡Yo, yo disculpaba á los holgazanes!... ¡Yo defendía á los bigardos!... ¡Y tú te atreves á decírmelo á mí..., á mí..., á tu padre!...—exclamaba Benito fuera de sí; y dando palmadas huecas y alzando los brazos al cielo y gritando como un energúmeno, se acercaba á su hija.

—¡Tú!, ¡tú!, y no trates de aturdir y atemorizar á la chica, porque no tiene la culpa de nada de lo que sucede—dijo Bernarda, interponiéndose prudentemente entre la hija y el padre.

—No; yo no puedo haber dicho nunca nada de lo que aseguran ustedes.

—Lo has dicho una, mil veces y toda tu vida.

—¡Y tú mientes, mientes y mientes!—dijo ya Bonet en el colmo del furor.

—Y lo que yo puedo jurarte, papá—dijo Lucía con un acento en el que se traslucían los sollozos,—es que tú no te enfadabas nunca cuando eras pobre, y mucho menos conmigo: que bastaba una palabra mía para quitarte el mal humor, si le tenías alguna vez, cosa que no manifestabas jamás con voces, gritos ni amenazas: que todo se te volvían palabras dulces y cariñosas para tu hija, y que desde que eres rico, cosa que después de todo no se ha conocido en nada hasta hoy, sonríes muy pocas veces, hablas mucho menos, estás menos contento, y lo que es reirte, yo no te he visto reir desde hace un mes. Vamos, papá, serénate, y convéncete de paso que si al perder la pobreza has perdido la bondad de tu carácter, el buen humor, la alegría y el amor que nos profesabas, más vale que no seas rico nunca y que pidamos todos á Dios que te vuelva á dejar tan pobre como antes.

—Tú y tu tía sois dos necias y no hay que haceros caso. Vuestras exageraciones son ridículas: yo soy el mismo de siempre, sino que antes pensaba menos y peor, y hoy pienso como debo, y quiero que todo el mundo me obedezca ciegamente y no proteste de mis órdenes ni de mis actos. Sin enérgica voluntad y sin despotismo ilustrado, no hay orden posible. Todos los que están abajo en la escala social tienden á la rebelión, y es preciso cortar de raíz los más pequeños síntomas de desobediencia ó de protesta, si ha de marchar la fábrica por el camino debido. En vosotras estarán fijas las miradas de todos. Vosotras habéis de dar el ejemplo, y desde mañana vosotras seréis en la casa el modelo de la obediencia, del trabajo y la laboriosidad. He concluído y no tengo más que deciros.

Y en efecto había concluído, porque ni él dijo más palabra, ni las dos mujeres, absortas y mirándose una á otra, supieron qué contestarle.

Transcurridos unos cinco minutos de mutuo silencio, Benito se dirigió á su alcoba y se echó vestido en su cama con propósito de dormir la siesta, cosa en él desacostumbrada; pero como por la noche hacía ya muchas que conciliaba con dificultad el sueño y se desvelaba con frecuencia, quiso ver si lograba de día lo que no conseguía de noche.

Lucía y Bernarda le miraron irse con la alegre satisfacción del que se libra de un peso que le molesta, y acercándose una á otra y bajando la voz, comenzaron á hacer comentarios de la escena pasada. La tía enteró á su sobrina del principio de la conversación, que ella no había oído por haberse retirado á la ventana, y de los doce mil duros de renta que á su padre le parecían una miseria. No le pareció mucho más á la hija, pues siempre se había figurado que la fortuna de Bernaregui era mucho más cuantiosa, y su padre y su tía habían contribuído á tal creencia, exagerando la avaricia de Puig y ridiculizando su trato modesto. Á este chasco, en sus esperanzas de mayor fortuna, había que achacar el mal humor de Benito, y era seguro que, en serenándose, todo volvería á verlo del mismo color que en sus mejores días.

Puede que le sucediera eso despertándose, pero dormido le sucedía lo contrario. Aquella siesta bienhechora, que por lo pronto que se rindió al sueño parecía que iba á servirle de verdadero descanso, fué peor para su espíritu que los insomnios de las noches. Aterradoras imágenes que en sucesiva fantasmagoría cruzaban por el espacio; monstruos de especie desconocida que sentándose á horcajadas sobre su pecho, espoleaban sus costillas y dificultaban su respiración oprimiendo los pulmones; la digestión penosa y difícil de una comida amargada por preocupaciones incesantes; la pérdida de la conciencia de las horas, que hacía suponer á su imaginación que eran las cuatro de la madrugada siguiente las cuatro de la tarde del mismo día; todo aquel trastorno mental fué obra de la intempestiva siesta. Benito se levantó realmente enfermo, él que nunca había visto alterada su salud ni aun en los días de verdadera penuria.

Y mientras, Ramirito esperaba impaciente que Lucía le hiciera una seña desde la ventana de su cuarto para tener con ella el rato de palique acostumbrado todos los días festivos. Más que de costumbre se hizo esperar la seña, pero se hizo al cabo, y el amartelado novio bebió los vientos y se tragó la distancia que le separaba de su lindísima pareja; y en la galería acristalada, de hermosas vistas y ambiente fresco, comenzó ese eterno coloquio, siempre el mismo y siempre nuevo, en que los juramentos de amor son tantos como las palabras, y en que, pareciendo la vida una eternidad, prometen todos amarse por toda la vida.

Pero aquella tarde era preciso hablar de algo más grave. La extraña transformación que había sufrido el carácter y aun la salud del futuro suegro, y que los había tenido con gran cuidado por ignorar su trascendencia, ya se había manifestado á las claras, y de ella eran los amantes las primeras y más lamentables víctimas.

¡Pues no se antojaba al nuevo rico que su hija había de trabajar como una menestrala y suspender sus lecciones de piano y de francés! ¡Pues no se había atrevido á decir que de la boda se hablaría más tarde, sin fijar plazo, cuando precisamente se figuraban ambos que ahora no habría dificultad ninguna y que su mayor gusto era dotar en grande á su hija y dársela inmediatamente en matrimonio al aventajado joven que cifraba en ella su felicidad!

—Y no te creas—concluyó Lucía, conteniendo á duras penas los sollozos que querían salírsele del pecho—que todo esto lo ha dicho mi padre con frases de cariño y con la dulzura de voz y de expresión á que me tenía acostumbrada, sino con faz torva, con miradas hoscas y con palabras secas y desabridas. «¡Á coser, á planchar, á ahorrarte la modista y á vivir con orden y economía!—Así me ha dicho,—y de tu boda ya hablaremos más tarde, cuando llegue el caso.»

—Pero entonces, alma mía, aquí debe haber un misterio que nosotros no sabemos adivinar. Ó la herencia no ha sido verdad, ó Puig se ha negado á entregarla y reclama ante los tribunales su derecho y el cumplimiento del primitivo testamento de Bernaregui, y por lo tanto tu pobre padre se ve expuesto á quedarse no sólo sin la herencia, sino sin la posición que su amigo le había dado, pues claro es que reñirán y no podrán vivir como antes, ó la alegría del cambio de fortuna ha perturbado sus facultades intelectuales. Créeme, niña, sin una causa gravísima, sin una razón poderosa, no se cambia así repentinamente de ideas, proyectos y carácter. Tu padre era la suma bondad, tu padre se había hecho querer con locura por todos los que le habían tratado; tenía en cuantos dependían de él amigos, y no dependientes ni criados; de ti no hay que hablar, pues todo le parecía poco y pobre y mezquino tratándose de su hija. ¿Qué ha sucedido en tan breve espacio de tiempo para el cambio radical que en él observamos?

—Es que tú no puedes formarte una idea exacta de ese cambio de que hablas. Los extraños, por muy íntimos que sean, por mucha penetración que tengan, sólo pueden dar valor á las exterioridades de un carácter, á lo que puede ver todo el mundo. Pero un hijo, y más aún una hija, puede apreciar la más pequeña diferencia y el más mínimo cambio. Mi padre no es el mismo; es otro hombre completamente distinto, y milagro será que no obedezca toda esta desdicha á una repentina enfermedad que no conocemos y que quizás ni él mismo sospecha. No come, no duerme, no descansa; nada le alegra, con nada se distrae y todo le aburre y le desagrada. Los platos que antes saboreaba con delicia son los que hoy más aborrece; las conversaciones que antes le distraían, hoy le aburren y le cansan, y no hay para él verdadera tranquilidad ni gusto en nada. Créeme, Ramiro; es preciso que tú y yo, sin contarle á nadie, ni á mi misma tía, porque ésta desconoce ciertas delicadezas, lo que sospechamos y lo que intentemos para salir de dudas, pensemos lo más urgente y más acertado. Dime tú qué te parece lo que te digo y qué se te ocurre para tranquilizarme.

—Creo que puedes tener razón, y basta con esa posibilidad para que yo suscriba desde luego con gusto á todo lo que determines. Lo más conveniente en este caso es que una notabilidad médica, no uno de esos charlatanes científicos modernos que todo lo arreglan con artículos de periódicos y polémicas teóricas, sino uno de esos médicos prácticos que saben, por haberlos estudiado in ánima vili, todos los secretos del organismo humano, examine minuciosamente á tu padre, sin que éste pueda adivinar el examen de que es objeto, y me diga á mí, pues á ti, si es cosa grave, ninguno querría decírtelo, el verdadero estado físico y moral del enfermo, si lo está en efecto, y pueda darnos la seguridad de que nos equivocamos en nuestra creencia.

—Eso es lo que yo quería Ramiro, y me has adivinado. Yo nada puedo hacer por mí sola, pues ni conozco á nadie, ni es natural que yo afrontara la difícil situación en que una connivencia contigo en este asunto podía colocarme respecto de un extraño.

—Por eso no debes pensar más en ello, ni preocuparte por los medios de que yo me valdré para llevar á cabo nuestro propósito. Yo correré con todo. Buscaré á ese médico, le hablaré minuciosamente; juntos inventaremos una historia, un negocio, el motivo en fin que haya de ponerle en contacto con tu padre, no en una sola y rápida conferencia, sino justificando algunas visitas sucesivas y dando ocasión á que pueda examinarle con profundo detenimiento. Así podrá después razonar bien su diagnóstico y yo te daré cuenta de todo tan por menor como sea preciso. Si te equivocas y tu padre no padece enfermedad ninguna; si su cambio de carácter no es más que una evolución moral más ó menos lógica, nada tendremos que hacer; pero si en efecto la enfermedad existe y necesita tratamiento y régimen para su curación, á tiempo estamos entonces para llamar pública y abiertamente á la ciencia en nuestro auxilio, y para que tú sobre todo salgas de esta mortal incertidumbre en que hoy te encuentro.

—Y si no tuviera yo motivos suficientes para quererte mucho y bien, tu conducta para conmigo en este momento me haría adorarte. Gracias, Ramiro mío, por tus consejos, por tu auxilio y por tu amor. Y al llamarte mío es porque quiero jurarte otra vez más que yo he de ser tuya y sólo tuya, suceda lo que suceda. Si mi padre, como en otro tiempo Puig, quiere retrasar nuestro matrimonio, retráselo en buen hora: todo ese tiempo que tarde yo en ser tuya lo emplearé en hacerme más acreedora á esto que para mí es una dicha. Si, por el contrario, nuestro cariño le convence y quiere apresurar nuestra felicidad, con ver que ésta es grande y duradera podremos contribuir mucho á la suya.

—Y como la ocasión es solemne y yo te he de probar mi gratitud por el amor con que pagas el mío, te diré también lo que hasta hoy no he creído necesario. Si entre los diversos cálculos á que el cambio de tu padre ha dado motivo, saliera cierto el que por desgracia he tenido, de que perdiendo la herencia y aun la medianía se viera sin recursos en su vejez, yo te juro, alma mía, que no sólo no sería obstáculo su pobreza á nuestra boda, sino que entonces me creería yo mil veces más obligado á ella, y ambos trabajaríamos unidos para hacerle á tu padre más llevadera su desgracia. Hoy te juro, como antes, que en ser tu marido cifro mi única felicidad y que á serlo aspiro con todas las fuerzas de mi alma. Más rica, más pobre, con algo de dote, sin ninguna, ó de cualquier modo que la suerte te traiga á mis brazos, yo en ellos te estrecharé para toda mi vida, y á tu amor deberé cuanto yo pueda llegar á ser en el mundo.

—¡Y yo á ti mi suprema felicidad!

—No vuelvas á decírmelo, porque me siento cobarde, niña mía, tan cerca de ti, y tu acento divino me embriaga de amor y de dicha. Te adoro y tú me quieres; nuestras manos se lo juran y nuestros labios están sedientos. Adiós, niña; retírate á tu habitación cuanto antes, déjame respirar en calma lejos de tu presencia adorada, y hasta mañana.

—¡Hasta mañana, y no me olvides!

—Y si te olvidara..., ¿qué harías?

—¡Ah! ¿Conque quieres olvidarme? Yo lo impediré...

—¿Y cómo, vida mía?

—¡Así!

Oyóse un beso, rápido y sonoro, tan inocente como el de un niño, el crujir de un vestido, un suspiro de amor y de dicha, y una alegre carcajada que se fué perdiendo por la galería. El pobre Ramiro no durmió aquella noche.

XI. SIGUE OTRA VEZ CRECIENDO LA MAREA

Si el célebre axioma filosófico é histórico vox pópuli, vox Dei, no tuviera la inmensa ventaja de no ser tal axioma, y de estar por lo tanto sujeto á la humana controversia como todos los demás errores humanos, no serviría más que para renegar de su autor y para calificar de locuras todas sus consecuencias.

¿Cómo ha de ser axioma una idea que se ve constantemente desmentida por los hechos, y un hecho que está en constante contradicción con la idea de que ha nacido? Si la voz del pueblo fuera la voz de Dios, siempre tendría razón, y disfrutaría sobre todo de ese carácter de constancia y de inmutabilidad que tienen todos los atributos del Ser Supremo. La voz del pueblo, unas veces cruel, otras estúpida, siempre vengativa y por todo extremo inconstante y voluble, está casi siempre reñida con la bondad, con la clemencia y con la misericordia. Sobre todo la voz del pueblo no razona, no convence, no corrige; chilla, pide, juzga y castiga sin criterio, sin majestad, sin inteligencia; lo que hoy eleva, mañana lo deprime; lo que ayer reclamaba, hoy lo abandona, y lo que mañana creerá justicia, pasado mañana estimará crimen. En una palabra, la voz del pueblo, conjunto inconsciente de todas las voces sociales, en vez de ser fiel intérprete de la voz de Dios, es el colosal berrido de la bestia humana.

¿Cuándo tiene razón? ¡Dios lo sabe! Unas veces parece como que el Espíritu Santo ha descendido hasta ella inspirándola santamente, y engañaría hasta á los más escépticos si lo que empezaba en plegaria no concluyese en maldiciones: otras imita con sus quejidos dolorosos la desdichada suerte de la víctima, y cuando se trata de socorrerla, responde con las carcajadas salvajes del verdugo; digámoslo de una vez: creer que la voz del pueblo es la voz de Dios, sería destruir la historia, la religión, la sociedad y el mundo que habitamos. Suum cuique.

No hace dos meses, según puede desprenderse de nuestro relato, que la voz general, vox pópuli, acusaba á Juan Puig de avaro, de exigente, de amo tiránico y sin entrañas; juzgábanle todos como indigno heredero de la fortuna de Bernaregui, como olvidadizo de favores recibidos con sus antiguos compañeros, como desconsiderado con los que ganaban á sus órdenes su sustento, y todos volvían sus ojos enternecidos hacia el bondadoso, el humilde, el justo Benito Bonet, que compartiendo con los quejosos el vox pópuli, era la verdadera personificación de la virtud, de la razón y del derecho. ¡Instabilidad de los juicios humanos!

Juan Puig había descendido del trono para confundirse con la multitud: era ya uno de tantos; la justicia humana estaba satisfecha, puesto que oyendo sus voces se había desencadenado sobre él la justicia divina, cruel, vengativa, justiciera, inapelable, volviéndole á la nada de donde había salido.

Hombre muerto, hombre enterrado; no había que hablar de él. Ei fiu.

¿Y el justo y el probo y el simpático Benito? Ahora vuelve la vox pópuli á hacer de las suyas, y milagro será que no haga una de pópulo bárbaro.

Por lo pronto, el pobrecito ex cajero ya no era tan asequible á las quejas de sus subordinados, y no faltaron algunos que trataron de intimar con el ex principal Puig para lamentar el cambio brusco del carácter del nuevo rico. ¡Qué demonio! Cierto que Puig era excesivo en sus exigencias cuando mandaba en todos: se levantaba á las ocho de la mañana; recorría todas sus dependencias, notaba las faltas, reprendía á los morosos, estimulaba á los holgazanes, pero no pasaba de ahí. En cambio el suave y dulce Benito se levantaba al ser de día, esperaba inquieto la llegada de todos, no saludaba á nadie, no pagaba ni con una sonrisa la exactitud de los que llegaban primero, ni los últimos dejaban de oir la terrible amenaza de quedarse en la calle en caso de reincidencia. Nada; que era cien veces peor que el otro, y eso que estaba en los comienzos de su reinado. ¡Qué sería cuando ya se hubiera acostumbrado al uso absoluto de sus derechos!

Indudablemente los juicios hubiesen sido más pesimistas á conocerse la terrible escena doméstica de la víspera; pero, por fortuna, ni Lucía ni doña Bernarda creyeron oportuno hablar con nadie de tal acontecimiento. Es más, las dos convinieron en la conveniencia de guardar acerca de él el más profundo silencio. Pero Lucía habló necesariamente á Ramiro, y éste casi juraríamos que no guardó el encargado secreto con algún compañero, y así de uno en uno y de uno en otro se fué sabiendo sin saber cómo, y ¡vamos!, que á la hora del almuerzo nadie ignoraba en la fábrica los proyectos económicos de Benito, ni sus arranques autoritarios, ni sus exabruptos familiares.

Malhumorado estaba el hombre, cuando después de atravesar los patios y de subir de dos en dos los peldaños de la escalera que conducía al piso principal del edificio penetró en el escritorio grande. En él no había nadie más que Rispall, el demócrata, el sublime Rispall, arrellanado en un sillón de baqueta, con El Porvenir ante los ojos, la espalda en el respaldo y una escoba, una humillante escoba caída á sus pies como signo de vergonzosa esclavitud y servidumbre.

Benito echó una mirada de águila por la habitación, y dirigiéndose al gran político, después de un ¡hola, de pie!, que cayó en los oídos de Rispall como una bomba de dinamita, prosiguió en el mismo tono:

—El escritorio está hecho una vergüenza; ¡pronto, á limpiarlo!

—¡Hoy es ya tarde...; mañana se limpiará temprano!—respondió el tribuno.

Si fuera posible que se amontonaran en un individuo en un solo momento todas las fuerzas físicas que hubiera dejado de emplear durante su vida, ese hombre podría levantar con un solo esfuerzo la aguja de Cleopatra ó la Giralda de Sevilla.

Suponemos del mismo modo que si la suma de talento de que un hombre puede disponer á diario, la depositara íntegra en una caja de ahorros intelectuales y en un día dado la empleara toda de una vez, por pequeña que fuera la dosis con que Dios le dotara, podría quizá escribir, no El Quijote, obra sobrehumana que se escapa al peso y á la medida, pero sí muchas de esas obras tenidas por sublimes y casi inmortales.

Pues ahora, bajando al terreno de la práctica nuestra suposición, sin duda Benito había acumulado, dentro de su carácter pacífico, todas las resistencias y todas las protestas de una vida de obediencia pasiva y de docilidad sistemática, y esa fuerza junta, formando una masa compacta y poderosa de mando y de energía, salió en un momento dado como avalancha asoladora y terrible al escuchar la respuesta desdeñosa del admirador de Ruiz Zorrilla.

Torva la mirada, adusto el ceño, pronunciado el entrecejo, pálida y desencajada la voz, y airado y decidido el ademán, adelantóse al tranquilo Rispall y uniendo la acción á la palabra le dijo:

—Tire usted ese periódico, ¡ahora mismo! Coja usted esa escoba...

—¿Eh? ¿Qué es esto, D. Benito?

—Á barrer á escape la habitación. ¡Sin disculpa, sin perder un minuto!

—Me parece que me ha empujado usted.

—Aquí no se paga á nadie por leer la prensa periódica, ni por arrellanarse en las butacas de un modo indecoroso.

—Yo estaba sentado con comodidad, pero con decoro, y esa frase...

—Aquí se gana el salario trabajando, y ha concluído para siempre la holgazanería y la vagancia. Cada cual ha de cumplir con sus obligaciones, sin disculpas y sin protestas, si no quiere verse arrojado de la casa ignominiosamente y para siempre.

—Yo creo que no he dado motivo...

—Y no me conteste usted una palabra. Todos los días, sin exceptuar uno siquiera, á las siete de la mañana en invierno y á las seis en verano, han de estar el escritorio grande y mi despacho pequeño hechos un oratorio de limpios y de arreglados, sin una partícula de papel, sin un átomo de polvo. Sillas, mesas, legajos, libros, todo en orden, y á la menor falta, al menor descuido, busca usted otra casa donde robar su salario.

—Esa palabra es dura y no creo que hasta aquí...

—¡Hasta aquí esta casa no ha sido casa, sino una venta, y todos ustedes una camada de ladrones!

—¡De ladrones! ¿Usted sabe lo que dice?

—¡Una compañía de bandidos! ¡El que cobra y no trabaja es tan ladrón ó más que el salteador de caminos!

—¡Qué principios políticos tan absurdos!

—Y como hable usted una palabra de política, ¡á la calle!

—Pero, Sr. D. Benito, mis derechos...

—Sus derechos de usted son comer y cobrar su salario, y yo se lo pago á usted religiosamente. Sus deberes son el manejo de la escoba y del plumero, y si usted trata de seguir siendo un bigardo, ya se lo he dicho de una vez para todas, ¡á la calle á buscar amos tontos, porque aquí se han concluído!

—¡Esto es inaudito! ¿Es usted quien habla? ¡Quién se podía figurar que aquel señor tan amable para todos nosotros, cuando estaba en la oposición!...

—Basta y sobra. Ni una palabra más. ¡Á barrer y á callar!

Bajó humildemente la cabeza el soberbio Rispall, y murmurando en voz baja frases incoherentes, dióse á barrer con tal furia, que pronto se convirtió el escritorio en un ventisquero de polvo: tal era el coraje con que el furibundo demagogo manejaba el instrumento de su deshonra. ¿Trató sin duda de que no pudiendo respirar allí su nuevo monarca, le dejara libre murmurar y barrer á su gusto? Es posible: pero Benito continuó impertérrito paseándose y dándosele un ardite del polvo y de la soledad en que estaba sumida aquella oficina, verdadero salón del trono de su palacio burocrático.

Abierta una vez la válvula de salida en la máquina de vapor, éste se escapa silbando y atronando los oídos de los que la rodean: así destapada la fatal caja de Pandora del depósito de bilis de Benito, sólo aguardaba ocasiones nuevas para repartir sus miasmas por la atmósfera.

El primero que penetró en el recinto, donde paseaba dando resoplidos la fiera, fué Ramirito, que no pudo distinguir al pronto la figura de su principal entre aquella nube de polvo.

—¡Qué barbaridad! Tú, mocito, barre con menos alientos ó hazlo más temprano. ¡Aquí no se puede parar! ¡Qué nube!

—Si él lo hiciera más temprano y usted no viniera tan tarde, se evitaría esa molestia que ahora le mortifica—dijo Benito cuadrándose delante de Ramiro y en son de guerra.

Ramiro, que sabiendo ya por su Lucía el estado en que su principal se encontraba, no quería darle el menor pretexto para que ensayara con él sus arranques bélicos, hizo como que no había oído la indirecta, y prestando á su fisonomía toda la bondad y la deferencia debidas, saludó cortésmente á su jefe y le tendió la mano.

—¡Ah, que estaba usted aquí, Sr. D. Benito! Buenos días... Dispense usted que al entrar no le viera, porque este zopenco con esos escobazos nos ha puesto casi invisibles. ¿Qué tal se pasó ayer el día?

—Bien, gracias—contestó Benito con desabrido acento, tocando apenas la mano que el escribiente le tendía con la efusión acostumbrada.

—¿Y doña Bernarda y la linda Lucía, qué tal se encuentran?

—Se encuentran perfectamente, trabajando desde hace una hora; que es lo mismo que debían hacer todos los demás.

—¡Vamos!, parece que ha madrugado usted también. Me han dicho que ya había usted bajado al almacén. ¿Ocurre algo de particular?

—Ocurriría si hubiese alguien en su puesto, porque aquí lo general es que nadie cumpla con su deber. Pero desde mañana todo habrá cambiado, y lo particular será que haya siquiera una sola persona que no cumpla mis órdenes y que no imite, siquiera por vergüenza, mi ejemplo.

—No debe usted extrañar—respondió Ramiro, que ya iba cansándose de no contestar á tan repetidas indirectas—lo que ocurre, porque, si no recuerdo mal, usted mismo que se ha vuelto tan madrugador no entraba nunca en el escritorio antes de las nueve; y para eso, según me ha dicho usted mil veces, tenía que llamarle su señora hermana con una insistencia no siempre coronada de buen éxito. ¿No fué usted el que rompió un despertador una mañana, desesperado por el ruido insoportable de aquel mueble servicial?

Una de las cosas que menos puede tolerar el hombre es no tener razón. Y cuando el que nos hace notar nuestra injusticia es nuestro inferior y podemos descargar impunemente sobre él todo nuestro enojo, no desaprovechamos nunca aquella oportuna ocasión de vengarnos cobardemente. El ataque fué, sin embargo, tan certero, que Benito no encontró palabras para responder á su dependiente; así es que, como si no le hubiese oído, se desentendió de cuanto había escuchado y, encarándose con él, se dirigió á la mesa grande, diciéndole:

—Aquí hay una porción de asuntos pendientes. Hay cartas sin contestar, y lo que no puede ni debe suceder nunca en una casa de comercio es que el copiador esté atrasado. No le digo á usted más.

—Bien, pues yo cuidaré desde mañana que no tenga usted motivo de queja, por más que, según creo, de la conferencia que deseo celebrar hoy con usted resultará naturalmente algún cambio en estos asuntos.

—No le comprendo á usted.

—Ahora, si usted me lo permite, voy á saludar á su señora hermana y á su hija, y después cuando vuelva...

—Mi hermana y mi hija están atareadas en sus quehaceres domésticos y no pueden perder su tiempo en recibir visitas intempestivas. Déjelas usted en paz, y atienda sólo á cumplir con su deber.

—Permítame usted, D. Benito, que me extrañe la conducta que observa usted hoy conmigo. Todos los días, sabe usted que desde hace mucho tiempo he cumplido siempre con su familia ese deber de cortesía, y no comprendo...

—Pues yo no comprendo que se malgaste el tiempo en esas ceremonias ridículas; y si hasta hoy ha tenido usted esa costumbre, desde hoy deja de tenerla y será mejor para todos. Cuando su trabajo se concluya, puede usted dar rienda suelta á sus gustos sociales; pero antes y sobre todo es cumplir con su obligación, y la de usted está en esta mesa y no en mis habitaciones.

—Permítame usted que, aunque obedeciendo sus órdenes, proteste no sólo de la forma en que me hace usted esas advertencias, sino del fondo mismo de ellas. Siempre ha elogiado usted mi asiduidad y mi buen deseo en excederme de los trabajos que me estaban encomendados, y me extraña tanto más este sermón que me ha predicado usted hoy, cuanto que recuerdo que usted mismo, cuando yo me atareaba demasiado, me decía: «Vamos, Ramirito, descanse usted; no conviene trabajar con exceso. Hay tiempo para todo: echemos un cigarrito...» Y usted mismo me lo daba y hasta me lo encendía, y charlábamos alegremente... ¿No lo recuerda usted?

Decididamente, el inoportuno Ramiro se había propuesto exhibir ante los ojos de Benito todo su pasado, para ponerle en lucha abierta con su presente. Aquellos recuerdos insistentes de una vida sometida al trabajo y á la dependencia no podían ser más inconvenientemente evocados, en tan distintas circunstancias.

—¡Bien, bien..., ya recuerdo!...—fueron las únicas palabras que se le ocurrieron á Benito para contestar á Ramiro.

Éste, no dándose aún por vencido, y hasta decidido á jugar el todo por el todo en aquella misma mañana, en obsequio á su adorado tormento y de sus mismas afecciones, pareció empezar á ocuparse en el arreglo de libros y papeles; pero prosiguió en voz alta la conversación.

—Ahora voy á proceder al definitivo arreglo de libros y documentos. Quiero ponerlo todo en orden, dejarlo al día, y cuando todo esté hecho, cosa que no ha de llevarme más que los días de esta semana, podrá hacer en toda regla entrega oficial al que haya de sustituirme en este puesto.

—¿Al que haya de sustituir á usted? No comprendo bien lo que quiere darme á entender. Yo no he dicho que trate de despedir á usted de esta casa, y como tampoco me ha indicado usted que intentaba dejarla, necesito que me explique usted su pensamiento, sin ambages ni circunloquios, con entera franqueza.

—Tampoco se me había pasado por la imaginación ninguna de esas dos determinaciones. Por el contrario, es que me parecía, y sigue pareciéndome, que no es natural que continúe yo desempeñando en su casa de usted el empleo de escribiente más ó menos distinguido, cuando voy á llamarle padre de un día á otro. Creo que más aún por usted que por mí es convenientísimo que mi situación cambie por completo á sus mismos ojos y á los de todo el mundo, y que cuanto menos tiempo se tarde en hacerlo, más ganaremos todos.

El ataque era esta vez tan directo, tan clara la alusión, tan decidido el tono de Ramiro, que parecía inevitable una respuesta categórica y definitiva. No debió opinar del mismo modo el interpelado, porque mordiéndose los labios y afectando un aire indiferente, sólo balbuceó:

—¡Sí..., eso!... ¡Hasta cierto punto!...

Esperó un momento más Ramiro, y viendo que la conversación no continuaba por parte de su futuro padre político, como si nada hubiera sucedido y como si empezara entonces á formular su pensamiento, continuó:

—Debo dar gracias á la suerte por haber abreviado el plazo de mis esperanzas, que contra todo mi deseo parecía estar todavía muy distante de su cumplimiento. Á haber continuado D. Juan Puig siendo mi principal y el de usted mismo, ¡Dios sabe cuándo hubiera yo podido llamarme dueño venturoso de mi idolatrada Lucía! Su egoísmo, según opinaban ustedes mismos, su tiranía y sobre todo su sórdida avaricia, según la creencia de todos ustedes, eran los que retardaban mi felicidad y la de su hija, puesto que tiene la bondad de cifrarla en mi cariño verdadero, según ella misma se lo ha confesado á su padre y á su señora tía muchas veces. Pero como por un milagro de la Providencia, D. Juan no es ya el rico capitalista, y sí lo es usted, que cifraba toda su dicha en ver casada á su hija á su gusto; y como hoy ya no hay obstáculos ajenos que retrasen ese matrimonio, claro es que éste se ha de verificar cuanto antes. Eso es lo que los cuatro ambicionábamos cuando D. Juan quiso impedírnoslo, y lo que de seguro haremos en seguida. ¿No es cierto?

—¡Parece!... Mirado de ese modo...

—Como usted comprende, antes había muchas dificultades, aun no suponiendo insuperable la voluntad de D. Juan. Hoy esas dificultades han desaparecido por completo. Veamos, pues, todo lo que se necesita para llevar á cabo ese matrimonio con la rapidez de nuestro deseo. ¿Dotar á su hija de usted? Eso es una formalidad insignificante que se lleva á cabo en la notaría en media hora.

—¡En quince minutos!—contestó á media voz Benito, con cierto dejo irónico que no debió ser muy bien comprendido por Ramirito, que continuó impertérrito:

—¿Comprar el trousseau, que no ha de ser de una esplendidez presuntuosa, ni de una riqueza exagerada? Cuestión de un día...

—¡De medio!—replicó Benito, con una sonrisa burlona en la que se veía claro el dominio que de su persona iba adquiriendo el principal.

—Tanto mejor entonces, puesto que usted mismo va disminuyendo el tiempo. ¿Qué puede tardarse en arreglar los papeles de ambos contrayentes? ¡En pagándolo bien, nada! Ya se sabe que todos estos asuntos de la Iglesia están sujetos á tarifas generales; pero con el sistema de propinas y regalos, en un caso particular, todo se hace á escape y con legalidad.

—¡Claro! En pagándolo bien..., y siendo yo por supuesto el que haya de pagarlo, la cosa no puede ser más sencilla. ¿Qué más se le ocurre á usted?

—Ya sabe usted tan bien como yo, que hay agentes especiales que se encargan de vicaría, parroquia, amonestaciones, matrículas, etc., etc. Para ellos no hay nunca inconvenientes ni dificultades; están prácticos en todos esos asuntos, tienen influencia, gentes á su servicio, y con ellos se puede hacer todo cuando y como se quiera. No hay más que decirle á uno de esos: «El día 30 de tal mes, por ejemplo, á las siete de la mañana quiero casarme en Santa María, ó en mi casa, ó en la capilla de San Andrés,» y así se estipula...

—¡Muy bien hecho! Me parece muy bien.

—Y ese mismo día, á esa misma hora y en ese mismo sitio se casa uno.

—¡Bravo, magnífico!... Eso es, se casa uno..., pero no dos.

—¿Cómo no dos? No le entiendo á usted.

—Pues es muy claro. Se casa uno, que es usted, si eso le agrada; pero no dos, porque mi hija no es la que ese día y á esa hora y en ese sitio se casa con usted.

—¿Cómo que su hija de usted no se casa conmigo?

—Como que no se casa; como que es todavía muy joven para casada; como que no quiero que contraiga tan pronto obligaciones terribles; como que conviene pensarlo con más calma, y como que, gracias á Dios, no tiene ningún motivo apremiante para cambiar de estado, y en él quiero que continúe por el tiempo que me parezca conveniente. ¿Se va usted ya enterando de lo que he resuelto?

—Pero, Sr. D. Benito, yo estoy absorto y no acierto á darme cuenta de todo lo que me dice usted esta mañana.

—Pues, señor mío, me parece que no se puede hablar más claro y que no cabe menos motivo de interpretación en mis palabras.

—Pero usted no ha pensado siempre lo mismo, sino precisamente todo lo contrario. Aún no hace un mes, ó hace el mes todo lo más, ¿no me dijo después de una grave y seria entrevista con el Sr. de Puig: «Amigo Ramiro, si yo fuera rico mi hija se casaría al momento con usted, todos viviríamos en mi casa en santa paz y eterna compañía?» ¿No protestó usted de la negativa de Puig á darnos su consentimiento para la boda, diciendo que le obedecía usted por fuerza, que su deseo de usted era vernos unidos en seguida, y que ni era justo, ni decoroso, ni aun prudente obligarnos á esperar un tiempo indeterminado la realización de nuestro amor?

—¿Yo dije...? Puede que dijera...; pero eso, después de todo, nada significa. Las circunstancias no siempre son las mismas, y lo que un día puede ser lógico, otro puede ser absurdo...

—¡Conque las circunstancias! ¿En qué han variado de un mes acá? Aquí no hay más que una diferencia, y esa sólo á usted atañe, pues á todos los demás nos deja en la misma situación. La diferencia es que usted era ayer pobre y hoy es rico, y para el asunto de que tratamos, esa diferencia más bien es ventajosa que perjudicial.

—Pero, señor mío, hablemos en razón y como Dios manda. ¿Con qué cuenta usted para sostener las cargas matrimoniales?

—¡Esto tiene gracia! Con lo mismo que contaba cuando usted patrocinaba mis proyectos y me concedió la mano de su hija: con mi sueldo, que si ayer era mezquino y el mismo Sr. Puig lo aumentó, hoy sería ridículo siendo su yerno; y con la renta del dote que dará usted á su hija, mucho, muchísimo mayor que el que Puig la hubiera dado, pues usted mismo llegó á decir que, si fuera rico, le daría la mitad de su fortuna...

—¡Yo! ¿Yo he dicho semejante disparate? ¡Nunca!, ¡en mi vida!

—Lo ha dicho usted y hay mil testigos que se lo han oído á usted, no una, sino muchas veces.

—Pues si lo he dicho estaba loco, y de los locos nadie debe hacer caso; y basta de recuerdos y acabemos de una vez. Sepan ustedes todos, todos, sin distinción de clases ni de sexos, que cuanto yo dijera antes era porque suponía que nunca había de ser rico; pero que el serlo trae multitud de deberes que yo ignoraba por completo. El ayer no existe ni para mí, ni para nadie: lo que existe es el hoy, y á ese hoy tenemos todos que sujetarnos, como nos sujetaremos al mañana cuando llegue. De manera que aunque yo no retracte mi palabra de dar á usted mi hija, para que ese caso llegue es necesario que pase algún tiempo; que trabaje usted más y mejor; que vaya ascendiendo; que posea usted lo suficiente para sostener su casa. Dejemos pasar algunos años, y si para entonces persiste usted en su amor y mi hija no se ha casado, entonces será ocasión de darle á usted su mano.

Esto era ya demasiado. Si no era una repulsa clara y contundente, tenía todos los caracteres de una evasiva, y poner en caso dudoso lo que Ramiro había tenido hasta entonces por artículo de fe, no podía ni debía tolerarse. Así fué que el joven, perdiendo la calma y la serenidad con que hasta entonces había llevado la conversación, apartándose de la mesa y con ademanes no muy comedidos, dijo á D. Benito:

—Pues señor: siempre había oído decir que el dinero cambia á las gentes y que es miserable piedra de toque de espíritus vulgares y mezquinos; pero nunca creí que hiciera cambiar tan pronto y tan mal de ideas y de promesas. Usted es hoy otro hombre distinto del que fué: usted no recuerda sus juramentos, ni sus ofertas, ni sus propósitos, y lo increíble, lo triste es que ese cambio radical de carácter, de criterio y de corazón se ha efectuado por el dinero en poco más de treinta días. Si esto era todo lo que quería y pensaba usted hacer si fuera rico, como usted decía, más valiera que no hubiese usted dejado nunca de ser pobre para decoro de usted y felicidad de cuantos le rodean. Yo mismo le diré á su hija de usted todo lo que pasa y...

—Usted... no le dirá nada á mi hija, porque nada tiene que decirla y porque sus palabras en nada torcerían mi resolución. Yo soy su padre, y á mí sólo es á quien corresponde hablarla, y ya lo haré cuando y como me parezca conveniente, si ya no lo he hecho, cosa que á usted no le importa. Mi hija me obedecerá como es su deber, y aquí paz y después gloria. Hemos concluído.

—¿Conque, según se deduce de todo lo que usted ha dicho, ahora resulta que quien tenía razón y acertaba en sus decisiones era D. Juan Puig, cuando era rico?

—¡Y tanta como tenía! Él era el único que pensaba acertadamente, que se quejaba con razón y que estaba en su sano juicio.

—De modo que usted...

—Yo... estaba tonto y ciego, y no decía más que necedades.

—Bueno es que lo confiese. ¿Y su hermana?...

—Mi hermana era una loca, si no otra cosa peor.

—¡Vamos, quién lo hubiera creído!... ¿Y su hija de usted?...

—Mi hija era una sandia... ¡Clarito!

—¿Y yo?

—¡Usted era un joven chiflado, lleno de pretensiones y de vanidad!...

—¡Vamos, pues estaba buena la casa!

—Pues porque estaba así, es mi propósito ponerla en orden completo. Y ya lo sabe todo el mundo. Desde mañana vida nueva, y esa vida comprende desde el amo, que soy yo, hasta el último obrero. Ni contemplaciones, ni permisos, ni disculpas. Todo el mundo á trabajar, y mucho y bien. Y como usted no me parece que está muy decidido á aceptar mis nuevas condiciones, y como la proyectada boda con mi hija se retrasa indefinidamente, y como por otra parte no es decoroso que usted siga empleado en la casa, y vea á su novia á todas horas, y la haga el amor y se burle de mí en mis barbas, he tomado ya mi determinación, que es irrevocable y que, si usted la rechaza, me dejará en completa libertad de acción en adelante.

—¿Y se puede saber cuál es esa determinación?

—No sólo puede saberse, sino que va usted á saberla inmediatamente. Yo esperaba á fin de mes para decírselo; pero supuesto que usted mismo ha llevado la cuestión á ese terreno, y ya no debemos andar ni uno ni otro en contemplaciones, cuanto más pronto mejor. Le nombro á usted corresponsal de la fábrica en Tarrasa, con dos mil quinientas pesetas de sueldo. Ya ve usted que le asciendo y que hago justicia á sus trabajos pasados y á sus méritos futuros. Mañana mismo, en el tren de las ocho de la mañana, sale usted de Barcelona, adonde no volverá hasta que yo se lo mande, y allí su conducta y su obediencia me proporcionarán ocasión de hacerle justicia. Esto es todo lo que tenía que decirle. Puede usted retirarse, y ya recibirá usted antes de mañana mis órdenes y mis instrucciones.

—Puede usted quedarse con unas y con otras para el que las necesite, ó se las pida; que yo con no volver á traspasar los umbrales de esta casa, ni volver á ver á usted en mi vida, me daré por muy contento.

—Oiga usted, joven, mi proposición es tan ventajosa y...

—Y en cuanto á su hija, á la pobre víctima á quien quiere usted tiranizar hasta rebajarla al nivel de una criada, si pensara como yo, á lo cual juro á usted que he de contribuir con todas mis fuerzas, ya veríamos lo que haría...

—Oiga usted, ¿se atreve usted á amenazarme con mi propia hija? ¿Qué quiere usted decir con estas reticencias?

—Que beso á usted la mano; que guarde usted sus riquezas, y que si te vi no me acuerdo.

—¿Qué es esto? ¿Adónde va usted?—dijo Lucía, entrando de pronto en el escritorio y adivinando en el gesto de su novio que se despedía de la casa.

—Adonde no encuentre hombres que por un miserable puñado de oro olviden todas sus promesas y renieguen de sus palabras.

Y sin dar la mano á la joven ni saludar al viejo, el desesperado é iracundo Ramiro salió del escritorio y pocos momentos después de la casa.

XII. MEDIA VUELTA Á LA IZQUIERDA ES LO MISMO QUE MEDIA VUELTA Á LA DERECHA, SINO QUE ES PRECISAMENTE TODO LO CONTRARIO

—Pero, papá, ¿me quieres decir lo que significa esa despedida, lo que sucede hace un mes en esta desdichada casa? Esto es un manicomio, aquí nadie se entiende, todo sucede al revés de lo que debía ocurrir: mi tía llora, tú rabias, Ramiro se marcha: ¡yo no sé qué pensar de todo esto!

—Pues esto significa que esto era un caos; un presidio suelto, como decía de España el célebre O’Donnell, y que desde hoy será lo que debe ser y lo que nunca debió ser de otra manera. Y no te obstines en llevarme la contraria, no me exasperes, ó nos oirán los sordos.

—Ya te están oyendo ahora mismo, puesto que sin motivo ni razón gritas y te enojas.

—Si hay ó no motivo, no eres tú quien pueda juzgarlo. Sufre mi enojo, si le tengo; obedece mis órdenes, y no te metas en dibujos. El primer deber de una hija es la obediencia: cumple con él, y tú y yo ganaremos mucho.

—Pero, papá mío—replicó Lucía acercándose cariñosamente á Benito y colocando sus bonitas manos sobre los hombros de su padre,—papá de mi alma, tú, que hasta hace un mes has sido el hombre más amable, más bondadoso, más dulce de la tierra, y no es mi cariño de hija quien me ciega para juzgarte así, sino que esa es la opinión de todos cuantos tuvieron la dicha de tratarte ó de estar á tus órdenes; tú, cuyo único disgusto, según nos decías muchas veces, era ver á tu amigo Puig siempre malhumorado y misántropo; tú, que sólo pensabas alguna vez en el milagro de ser rico, para hacer la felicidad de tu familia y de todos los que te rodearan; tú, defensor continuo de los obreros, de los criados, de los pobres, de todos aquellos, en fin, que por el solo hecho de servir y depender y trabajar eran dignos de la conmiseración y de la tolerancia de los amos y de los jefes, según tú mismo decías continuamente; tú, papá mío, que jamás desatendiste una recomendación ni negaste una súplica de tu hija; tú, que siempre buscabas mi sonrisa y me tendías tus brazos, ¿cómo hoy te apartas de mí, huraño y fosco, y regañas con todo el mundo, y todo cuanto hacen los que te rodean te irrita y te desagrada? Vamos á ver, ¿quién te ha enojado hasta el extremo de que seas injusto con los demás y desabrido con todos? ¿Quién ha cambiado tu carácter? ¿Quién te aconseja?

—La razón es mi consejera única. Ella sola guía hoy mis razonamientos y mis actos, y á ella sola, serena y fría, he de obedecer en adelante, ya que por desdicha mía la he desconocido tanto tiempo.

—Pues yo creo, papá de mi alma, que para pensar de modo distinto y para proceder de diferente manera durante toda tu vida, tendrías razón tan lógica y natural como te parece ahora la que tienes.

—Pues eso quiere decir que no la tenía, y que no la he tenido hasta ahora. Ayer por la tarde ya dije lo bastante de sobremesa, en nuestra misma habitación, para que no me culparan ustedes de hacer públicas, sin necesidad, nuestras discusiones de familia; y por si tú al retirarte á la ventana discretamente, dejaste de oir todo lo que dije, ahora te lo diré á ti exclusivamente, ya que estamos solos y que tu tía no puede envenenar con sus interrupciones y sus malos juicios la rectitud de mis palabras. Sábelo de una vez, y juzga tú misma si es natural y decoroso que siga esta casa por la pendiente de desorden y ruina en que hace tiempo se encuentra por culpa de todos. Mi hermana, que como ama de gobierno y verdadera administradora de los fondos particulares de la casa, debía imprimir una marcha económica y sensata á todos sus actos, por su derrochar continuo y su poco cálculo era rémora de toda mejora y mal ejemplo de los demás. Tú misma, en vez de considerar que eras pobre y que debías, como yo y como todos, tu sustento á la generosidad, digo mal, á la prodigalidad de Puig, en vez de vivir con la modestia correspondiente á tu situación y tu clase, sólo te ocupabas en vestirte á la moda, en andar siempre á vueltas con los figurines y los peinados, en rizarte el flequillo, en llevar cada día los guantes más largos, y los matinés más cortos, y los sombreros más anchos, y los vestidos más estrechos. Y mucho de francés, y de piano, y de ópera, y de baile, y nada de costura, ni de plancha, ni de cocina. Y en vez de ser una muchacha humilde, juiciosa, concertada y discreta, eras una caricatura, una copia ridícula del figurín último. Cobrando un sueldo, mal servido y mucho peor ganado, estaba en este mismo escritorio tu necio y presuntuoso novio, esperando con sus marrullerías y poca delicadeza que le cayera del cielo, como el maná, el dinero de la dote que te había ofrecido Puig para el día que te casaras; y ese es todo su amor y su impaciencia y su desinterés. Aquí el tunante de Rispall era un vago, un estúpido, siempre ocupado en la lectura de periódicos disolventes, y creyéndose rebajado por tener que barrer y sacudir el polvo, que es sólo su deber y por el que roba el salario que se le da. Todos los obreros eran unos holgazanes, y hoy como entonces, siempre que pueden, roban tiempo, ya que no pueden otra cosa, al infeliz que los paga; los dependientes hacían lo mismo; y todos, todos los que comían el pan del pobre Puig eran unos infames, unos desagradecidos, unos tunantes sin decoro y sin vergüenza...

—Pero entonces..., tú, papá..., ¿qué eras?

—¡Yo! Un monstruo de iniquidad y un filántropo estúpido; puesto que no vi ó no me cuidé de todo lo que sucedía en la casa, y dejé que ésta se fuese hundiendo cada vez más, por cobardía, por ineptitud ó por desagradecimiento.

—¡Cruel eres contigo mismo!

—Por eso tengo derecho á serlo desde hoy con todo el mundo. Esa es la causa verdadera de mi mal humor, de mi enojo, de mi tristeza. Yo era injusto, yo era infame con mi amigo, con mi protector, con mi amo, ¿por qué no decirlo claramente? Y el conocimiento exacto de mis faltas y de las de todos para con él, me han traído á la situación actual. Si Puig, por debilidad ó por buen corazón, ó quizá porque tenía la certidumbre de que aquella fortuna no era realmente suya, gastaba mucho más de lo que podía y debía, y se dejaba robar miserablemente por todos, y era un monote y un esclavo de las exigencias ajenas...

—Pero, papá, si mil veces te oí decir que era un tirano; y á mi tía que era cruel y desconsiderado y miserable, y á los demás...

—Mentira, calumnia é ingratitud. Era un infeliz, un pobre hombre, y como yo no quiero ser víctima, como él, de la infamia humana, desde hoy tendré á raya á todos y me erigiré en su vengador, defendiéndome á mí mismo. Yo soy el amo, el principal, el único jefe, y á todos, á todos indistintamente los haré cumplir con su obligación, mal que les pese. Y para que no pueda tachárseme de injusto y de parcial, la reforma empezará por ti, por mi propia hija. Se acabaron los moños y las modas, como te dije ayer. ¡Á coser!, ¡á planchar!, ¡á zurcir!

—No te enojes, papá; yo haré lo que tú quieras.

—Ya lo creo que lo harás, y ¡pobre de ti si no lo hicieres! Rispall á barrer desde que salga el sol hasta que anochezca: mi hermana á ser desde hoy despensera, no ama de llaves ni de gobierno: las llaves no hacen falta, y del gobierno yo me encargo. Irá á la compra con la cocinera, para ahorrar, y la enseñará á guisar en vez de dejarla que se ejercite en la sisa; y todo el que cometa una falta ó me desobedezca irá á la calle inmediatamente, desde el primer empleado hasta el último operario de la fábrica.

—De modo que al realizar Dios tu deseo de ser rico, no te ha hecho á ti venturoso y nos ha hecho infelices á los demás. Ahí tienes, papá, cómo lo mejor es conformarse con todo lo que Él hace, y no querer modificar ni alterar sus supremas decisiones. Todos éramos antes felices; todos debíamos haber estado contentos; sin embargo, todos pedíamos á Dios ser ricos, y al concedernos la riqueza, nos ha quitado la felicidad, que no apreciábamos y que por eso no merecíamos.

Y la bella Lucía, sin poder dominarse, prorrumpió en amargo llanto, motivado sin duda, más por la marcha de Ramiro, que por los razonamientos de su padre.

—Y de todas esas cosas—continuó entre sollozos,—¿qué queda de mi matrimonio, que ya estaba aprobado por ti?

—Ya lo he dicho cien veces, y esta es la última. Pase el tiempo, y dentro de dos ó tres años hablaremos de ese asunto.

—Pues pasaré llorando, como ahora, esos dos ó tres años.

—Pues llora, no tres sino veinte, si se te antoja, y déjame en paz con semejantes necedades...

Y sin dar á su hija la menor señal de ternura, ni tratar de consolarla, como hubiera siempre hecho antes en idénticas circunstancias, la dejó entregada á su propio dolor.

Con la oportunidad previsora de las comedias de magia, abrióse de pronto la puertecilla del despacho pequeño, y apareció por ella la figura seria, pero no triste ni melancólica, como lo era antes, de D. Juan Puig. Indudablemente se había guardado una llave de la mampara, pues tan temprano salía de aquella habitación, verdadera cámara regia del señor, y que por lo mismo ya no le pertenecía á él, cajero y no más de la casa Bernaregui. Para salir á aquellas horas, preciso era que hubiese entrado de noche; y ¿qué tenía que hacer de noche en aquel despacho el que ya no era dueño de él, y sólo en el escritorio común tenía su mesa y su silla de trabajo? No hubiera dejado de hacerle Benito todas estas preguntas, y alguna quizá más honda, si le hubiese visto salir por la puerta que nosotros. Pero el buen Benito estaba aquel día atacadillo de los nervios, y sólo se ocupaba en ir de sala en sala, dejando en cada una pruebas de su mal humor ó protestas vivísimas, las más en voz baja, de sus órdenes estrafalarias.

—Vamos, ahijadita..., ¿por qué lloras?, ¿qué te sucede?, ¿qué ha hecho tu padre?

Con estas cariñosas palabras sacó Puig á Lucía de su aflicción; y en su modo de pronunciarlas, cualquiera hubiera creído que conocía la causa de aquellas lágrimas. ¿Había oído Puig, á través del débil tabique de lienzo, la conversación anterior entre hija y padre? Todo era posible; ello es que Lucía alzó su faz llorosa; y echándose casi en brazos de su padrino, le dijo amargamente:

—¡Que ha despedido á Ramiro de esta casa!

—No estás en lo cierto, hija. Tu padre con muy buen acuerdo, aunque con mucha peor forma que yo, le ha indicado la inconveniencia de que siguiera en la casa siendo tu novio, cuando no estaba aún fijada la época de vuestro matrimonio. Y en vez de despedirle, como tú dices, le ha nombrado corresponsal de la fábrica en Tarrasa, aumentándole el sueldo. Tu novio ha sido quien, viéndose colocado en la misma situación en que yo le coloqué hace un mes, por el mismo papá suegro en quien tenía todas sus esperanzas puestas, ha montado en cólera; y sin tener en cuenta su amor y tus lágrimas, se ha despedido con ínfulas de capitalista ultrajado, y hasta con amenazas no del mejor gusto respecto de ti misma.

—¡Ah! Yo no sabía nada de eso. Cuando al oir las voces de mi padre entré en el escritorio, salía Ramiro despidiéndose como para siempre; y yo supuse que mi padre le había arrojado de la casa. ¡Como está tan terrible!

—¿Conque tan terrible está tu padre? Vamos á ver, cuéntame qué más ha hecho para merecer de su propia hija tan dura calificación.

—¿Qué ha hecho? Querer que mi tía en vez de ama de casa se convierta en despensera, y hasta en criada, si viene al caso.

—Pues mira, no haría nada de malo en eso. Creo más; creo que hasta haría perfectamente si lo consiguiera.

—¡Cómo! ¿Usted aprueba que mi tía doña Bernarda pierda de tal modo en la consideración de las gentes y quede relegada en la casa á los vergonzosos y denigrantes servicios de una criada cualquiera, siendo la hermana de un hombre rico?

—¡Ya lo creo que lo apruebo! ¡Quién viera á doña Bernarda cambiar el trono de su estrado con el fogón de su cocina! ¡Si lo hubiera hecho y dispuesto yo..., qué no se hubiese dicho, qué no se diría de mí eternamente!

—¡Pero es posible que á usted le parezca bien semejante cosa!

—Mira, hija, escúchame y entérate bien del caso. Siendo ella y yo pobres; esto es, cuando tu padre y yo sólo éramos empleados de la casa y teníamos el mismo sueldo, y eran comunes nuestras pobres rentas y ningunas nuestras esperanzas, yo tuve el atrevido pensamiento de sacarla de doncella crónica y de darle mi nombre y mi mano. Esto aquí para entre nosotros y sin que jamás des á entender semejante cosa, que sólo hasta hoy sabíamos Dios, ella y yo. Pues bien: entonces ella, juzgándome sin duda muy poco para ser su esposo, porque tenía el atrevido pensamiento de conquistar á Bernaregui, rico y solterón, me dió con la puerta en los hocicos y me desahució por completo, de lo que doy y daré á Dios toda mi vida las más expresivas gracias.

—¿Qué me dice usted? ¿Cómo había yo de suponer semejante cosa?

—Pues ahí verás. Pero hay mucho más todavía, que tú ignoras. Cuando Bernaregui no quiso darse por entendido de sus añagazas y coqueterías, y murió sin sacar de penas á doña Bernarda, y me dejó á mí por heredero de su fortuna, la prójima tuvo el descaro de decirme: «Amigo mío, ahora ha llegado la ocasión de que yo premie su amor de usted y acepte el ofrecimiento que de su mano me hizo en otro tiempo. Aquí tiene usted la mía y las llaves de mi corazón.»

—¡Á buena hora!

—Esa fué precisamente mi respuesta. Y acto continuo, para no dejarla abrigar la menor duda acerca de sus esperanzas, añadí: «No hablemos ya de esas cosas pasadas y por lo tanto concluídas para siempre: yo ya soy viejo, usted no es joven y ambos debemos pensar con más juicio y menos vehemencia. Si usted no me quiso cuando pobre, no me ha de querer ahora cuando rico; que ni el dinero puede haberme quitado defectos, ni dado cualidades buenas de que careciera antes; y si se trata sólo, no de un afecto, sino de un negocio, para saber hacerle me basto y me sobro yo solo. Y para que vea usted que yo la estimo y que quiero recompensar sus méritos, ya que no puedo hacerla á usted ama de mi corazón, sea usted desde hoy mi ama de llaves.»

—¡Duro y terrible fué el castigo!

—Pero me parece que fué justo. Eso es lo que tu tía doña Bernarda no me perdonó, ni me perdonará jamás, ni yo se lo perdonaré nunca á ella. Y ahí tienes ahora explicadas muchas escenas y no pocas indirectas que te habrán parecido siempre inexplicables.

—Parece que le encuentro á usted hoy, al hablar de estos asuntos, más alegre y más comunicativo que de costumbre.

—Lo estoy, niña mía, lo estoy, porque puedo explicarme contigo, que lo vas sabiendo ya todo y que eres mi único confidente, mientras durante mucho tiempo he encerrado dentro de mí mismo mis amarguras y mis desengaños. Todo lo que hoy sucede, que para todos ustedes reviste un carácter serio, grave y quizá terrible, toma á mis ojos un tinte cómico y grotesco, que hace asomar la risa á mis labios y refresca al mismo tiempo mi lacerado corazón. Y si no, dime, ahijadita, si tu tía me tuvo siempre, y así se lo dió á entender á todo el mundo, por un tirano, por un egoísta, por un infame, ¿no es gracioso que su mismo hermano, que compartía con ella esas opiniones respecto á mí, la arranque el gobierno de la casa, que yo la había confiado por completo, y la relegue á la cocina, á la despensa y á la compra de la plazuela? ¿No es cómico que tu novio Ramirito, que me culpó de avaro y supuso que yo quería retardar su boda por no entregarte la dote que te había prometido; tu amantísimo futuro, que esperó alcanzar de tu padre en cuanto lo vió rico la inmediata ejecución del matrimonio proyectado, se haya visto despedido ó por lo menos desahuciado por su mismo papá-suegro, el bondadoso, el benéfico, el dulcísimo D. Benito?

—¿Y usted se alegra de todo el mal que hoy nos entristece?

—No sería hombre, y no estaría sujeto como tal á las debilidades de la especie humana, si no me alegrase. Sí, me alegro de que todos cuantos me juzgaban mal caigan en mis mismos errores, si por tal deben tenerse, y sufran las mismas injusticias y los mismos malos ratos que me hicieron sufrir con sus malos juicios y peores pensamientos. Á nadie excluyo: todos en general y cada uno en particular me ofendieron, me criticaron y me desconocieron. Tu padre, más que todos y que era el más obligado á conocerme más y á tratarme mejor, tu aborrecible tía doña Bernarda, tu D. Ramirito..., tú misma...

—No, padrino, no; en cuanto á mí no tiene usted razón ninguna para no juzgarme bien y para querer vengarse de mí. Yo no acusé á usted nunca de tirano, ni para mí ni para con los míos...

—Eso lo sé, y sentiste además la pérdida de mi fortuna; lo recuerdo perfectamente y me complazco en hacerte esa justicia.

—Yo siempre le juzgué á usted bueno y generoso, cuando los demás le tenían por avaro y exigente: cuando todos maldecían el despótico rigor con que usted, según ellos, trataba á todo el mundo, yo protesté siempre de la injusticia con que le trataban, y con terquedad impropia de mis años y con profunda convicción ajena á mi carácter superficial de chiquilla á la moda, sostuve contra todos, y en particular contra los míos, que era usted el mejor hombre del mundo: comedido y tolerante como jefe; leal y considerado como amigo, y digno por todos conceptos de la obediencia y del cariño de cuantos estaban á sus órdenes. Si todos ellos, por envidia ó poco talento ó perversidad humana, le juzgaron mal, y yo fuí la única que le dí la razón en todo, ¿por qué he de pagar hoy culpas que no he cometido nunca? ¿Por qué usted, que siempre ha sido bueno y generoso con todos, quiere hoy ser injusto y cruel conmigo, y se alegra, como si yo lo mereciese, de todo el mal que pueda sobrevenirme?

—Tienes razón, niña mía: perdóname y no temas que pueda sucederte nada malo. Yo velo por ti; yo no dejaré que nadie te moleste ni te mortifique, y yo te juro, sin que pueda decirte hoy más, porque me lo vedan causas que tú no puedes comprender, que puedes siempre contar conmigo, que te quiero como si fueras mi propia hija y que nada tienes que temer de nada ni de nadie mientras yo esté en el mundo.

—¡Ahora le entiendo á usted menos!

—Quieran ó no, yo les haré entrar en razón, y tú no perderás nada.

En esto se oyó fuera de la oficina un estrépito desusado: voces, gritos, algún que otro juramento, y repentinamente aparecieron, encarnado como un tomate y pálido como un muerto, Rispall primero y Benito después.

—Silencio, niña: es tu padre; observa y calla; ¡ten prudencia y aprende!

Así dijo D. Juan á Lucía. El primero se sentó, afectando la mayor indiferencia, en su sillón de vaqueta, y la segunda se retiró al quicio de uno de los balcones.

Rispall, empujado por un vigoroso empellón de Benito, llegó hasta el centro del escritorio con la escoba en la mano.

—¡Pero, señor, esto es inaudito!...

—¡Silencio! ¡Á callar y á barrer! Ya lo he dicho hoy tres veces: ¡Aquí no hay ya más holganza ni más sopa boba!—dijo fuera de sí el Sr. de Bonet.

—¿Pero es que quiere usted que forme la escoba un tercer brazo de mi individuo? ¿Y la dignidad humana? ¿Y el decoro?

—¡Pues barre con dignidad y con decoro hasta que se rompa la escoba!

—¡Esto es una arbitrariedad ridícula!

—¿Qué dice este bruto?

—¡Que yo no quiero ser un esclavo sin vergüenza; que no soy ningún negro; que no soy barrendero crónico; que tengo mis opiniones políticas; que soy un hombre libre; que por el sufragio universal soy tan ciudadano como el primero, y que si me viera en situación tan humillante, renegaría de mi abyección todo el partido republicano! ¡Eso es lo que tenía que decir, y eso es lo que quiero que conste!

—Y en eso tienes razón que te sobra; y constará—dijo Puig conteniendo su risa y con la mayor sangre fría.

—¡Cómo! ¿También tú?—dijo Benito, encarándose con Puig y no comprendiendo el tono burlón con que había hablado á Rispall.

—¡Hombre..., le tratas de un modo tan humillante! ¡Abusas de tal manera de tu poder con un elector influyente y con un hombre político!...

—¿Pero es que te has propuesto meterte en todo? ¿Es que vas á erigirte en fiscal intempestivo de todas mis acciones?

—¡Es que me parece justo defender á este pobre muchacho!

—¡Pues tú bien le llamabas antes haragán y ridículo y estúpido!

—¡Y tú le defendías siempre que yo me enojaba con él por sus torpezas ó sus barbaridades ó sus insolencias!

—Pues si tú lo tolerabas, yo no quiero tolerarlo. ¡Clarito! Esa es la diferencia de ayer á hoy. Aquí nunca ha habido un amo; desde hoy le hay, y duro y enérgico é inflexible...

—Con todo, yo... debo decirte...

—¡Tú á tu caja, y no me vengas con consejos que nadie te pide!

—¡Pero, papá, por Dios!...—dijo Lucía acercándose á su padre, sin ver el estado de exaltación creciente en que iba estando Benito, ni notar las señas imperceptibles que la hacía Puig, para que no temiese, ni se mezclara en aquella escena.

—¡Benito, poco á poco!... Mira lo que dices.

—Ya está dicho: aquí todo el mundo ha de callar, trabajar y obedecerme. Los dos somos viejos, y ya sabe cada uno lo que debe hacer, sin necesidad de cirineo. Así pues, limítate á tu ocupación y no me vengas con músicas.

—Repara primero...

—Nada tengo que reparar. Aquí el que no trabaja, me roba... Conque así...

—Puedes buscar cajero desde este instante.

Profundo silencio siguió á estas palabras. Se levantó Puig de su asiento; cerró el libro mayor que estaba abierto en el atril; bajó la tapa del pupitre, le cerró, y cogiendo el llavero donde estaban las llaves de la caja, que aún no se había abierto aquel día, se las entregó á Benito, que le miraba estupefacto, pero cada vez más pálido y desencajado.

—¡Ea! Aquí tienes las llaves. Haz el balance y el recuento con quien quieras, y no me vuelvas á ver en toda tu vida.

—Tú te vas por tu gusto y tu capricho. De aquí nadie te ha echado, y por lo tanto yo no soy responsable de lo que suceda.

—Aquí no sucede nada, sino que no me acomoda sufrirte más y no te sufro. Que en cualquier parte puedo ganar el sueldo que me das, y que no habrá nadie que se crea con derecho para tratarme de manera tan humillante.

—¡Falso, falso! Yo no te he tratado mal; tú eres el que me ha faltado, y yo no te he despedido.

—Adiós, Sr. de Bonet. Sea usted dichoso y tome usted las llaves...

—Y aquí tiene usted la escoba—dijo Rispall con la melodramática entonación de un rey que abdicara su corona y entregara su cetro al mismísimo Senado, dejándola caer al pie de la mesa grande.—Yo me voy con usted, Sr. D. Juan, una vez que aquí se desconocen mis servicios y se me insulta y escarnece. Me llevaré el plumero, porque ese al menos no es un mueble tan deshonroso como la escoba.

—Gracias, Rispall, gracias; pero no te necesito y puedes ahorrarte la molestia de acompañarme. Cuando yo te llamaba holgazán y te hacía limpiar, tú solías responderme que si D. Benito fuera el amo no te trataría tan mal como yo. Él es el amo; ahí le tienes, quédate con él y barre hasta que se te caiga la mano.

—¿Y va usted á abandonarme en esta situación?—dijo Lucía á Puig, saliéndole al encuentro antes de que transpasara los umbrales de la puerta y de modo que su padre no pudiera oirla.

—Ya te he dicho que nada temas—la respondió éste abrazándola y en voz apenas perceptible.—Calla, confía y espera.

—¡Todos rebeldes, todos ingratos!—decía Benito, rugiendo de coraje y mordiéndose los puños.—¡Mejor..., que se vayan! Yo quedaré solo en mi puesto cumpliendo con mi deber y no dejándome insultar de nadie.

Sordo murmullo estalló en el patio central de la fábrica. Puig, que ya transpasaba el umbral de la puerta grande del escritorio, volvió adentro; y Lucía, separándose repentinamente de los brazos de su padrino, se dirigió al balcón y le abrió de par en par. Entonces la gritería aumentó de un modo terrible, al mismo tiempo que doña Bernarda, no muy embellecida todavía por el tocado matutino, se presentaba temblando de indignación y roja de cólera.

—Pero, hermano, ¿qué es esto? ¿Qué es lo que has ordenado en tus arrebatos furiosos?

—¿Tú también vienes á insultarme y á volverme loco?

—¡Temo un atropello..., un horror!

—Pero ¿qué sucede?—dijo Puig, con acento enérgico y como disponiéndose á intervenir en el conflicto que preveía.

—¡Acaba de hablar con mil de á caballo!

—Que hay un motín en la fábrica. Que dicen que has aumentado las horas de trabajo, sin aumentar los jornales...

—¡Cierto, eso he hecho porque me parece justo!

—¡Y todos se van! ¡Y se declaran en huelga!

—¡Bien hecho, ciudadanos! ¡Mueran los burgueses!—gritó Rispall desde la puerta.

—¡Todos fuera!, ¡que se vayan todos!, ¡yo no necesito á nadie!—gritaba Benito como un energúmeno.

—Pero, hermano, repara lo que dices, reflexiona lo que haces.

—¿Pero no has comprendido, infeliz hermana, que esto no es un hecho aislado y sin importancia? ¿Ignoras que esto es una rebelión completa, amasada sin duda por algún infame, atentatoria no sólo á mi fortuna, sino quizá también á mi vida? Tú misma ayer la primera, luego el inepto Ramirito, mi constante amigo y compañero Puig, mi hija, ese mismo imbécil de Rispall que da mueras á mi persona desde mi misma casa; todos, todos contra mi opinión, contra mis justas órdenes de economía, de orden y de trabajo, convierten la fábrica en un infierno.

—¡Pero si es que tu fisonomía es otra! ¡Si es que tus ojos son de fiera, y tus palabras de demente furioso!

—¡Ni el czar de Rusia está más espantoso!—añadió Rispall.

—¡Papá, por Dios, serénate! Asómate al balcón; habla á esos hombres que vociferan contra ti, que gritan como furiosos...

—¡Todo el que no esté conforme con lo que yo dispongo, que se vaya, y que me deje y no vuelva nunca! ¡Afuera, afuera todo el mundo!

—Esto es inútil... ¡Vámonos todos! ¡Muchachos, á su casa cada cual!—dijo Puig asomándose al balcón y arengando á la multitud amenazadora.—Mañana por la mañana temprano enviad una comisión y hablaremos. Ahora, orden, silencio y todo se arreglará.

Los amotinados cesaron en sus voces como por encanto, y fueron desfilando poco á poco, que era sin duda lo que quería Puig. Ganar tiempo y apaciguar si era posible antes del nuevo día á su furioso amigo. ¡Ilusión engañosa! Benito seguía echando espuma por la boca y con los ojos casi fuera de sus órbitas.

—¡No hay nadie que resista á mi voluntad! ¡Yo soy el amo!

—¡Pero atiende á la razón, hermano!

—¡Y las mujeres no tienen nada que hacer aquí! ¡Á obedecer y á callar!

—¡Cómo! ¿De esa manera nos tratas?

—¡Y Dios os libre de que me resistáis!

—¡Pues, hermano mío, lo siento mucho! Para servir de criada á un loco, y para que me maltrate hoy de palabra y mañana de obra un amo tan bravío y tan salvaje, en cualquiera parte encontraré donde ganar el sustento con mi trabajo. ¡Desde este momento puedes buscar quien te sirva, que yo no sirvo para esclava!

—¡Bravo, doña Bernarda, eso es portarse dignamente!—dijo Rispall con entusiasmo.

—¡Me alegro, así te perderé de vista cuanto antes!

—¡Papá, por Dios!...

—¡Y tú, vete también con ella, fuera de mi casa!

—Cuando atropella á su hija, ¿qué no hará con todos nosotros?

—¡Papá..., mira lo que dices!

—¡Afuera, afuera todo el mundo!

—Ven, sobrina, ven; tu padre está loco y no debemos permanecer ni un solo momento á su lado. ¡Sería capaz de matarnos!

—¡Adiós, Benito! Dios te ilumine y te tranquilice—dijo Puig, dirigiéndose á la puerta.

—¡Muera el tirano!—gritó Rispall, queriendo asomarse otra vez al balcón.

Pero encontró en su camino á Puig, que dándole un puntapié le hizo salir á escape del escritorio apagando su entusiasmo revolucionario.

—¡Qué barbaridad! Usted se ha equivocado sin duda.

—Sí, han debido ser dos; pero descuida, que tiempo habrá de darte el otro, si vuelves á pronunciar otra palabra, ¡imbécil!

—¡Adiós para siempre, hermano! ¡Hasta nunca!

—¡Papá, papá!

—¡Afuera, afuera!—gritaba Benito en el colmo del furor.

Y todos, huyendo de la habitación, salieron sollozando, gritando ó jurando, mientras Bonet caía sin fuerzas sobre un sillón, quedándose absolutamente solo; y mientras, se oían á lo lejos los gritos de los obreros que repetían furiosos: «¡Mueran los burgueses, abajo los patronos!»

XIII. EL INCENDIO

Era la una de la noche. Un viento sudoeste, no muy violento, pero sí persistente, arrastraba las hojas de los árboles por la Rambla. Apenas un transeunte trasnochador cruzaba de tarde en tarde por alguna calle extraviada. La luz de los mecheros de gas oscilaba impulsada por el aire, y todo dormía en calma en la capital del Principado.

Al mirar herméticamente cerradas aquellas puertas, en alguna de las cuales se apoyaba algún sereno ó vigilante soñoliento, nadie hubiera adivinado que pertenecían á un café concurrido, á un comercio lujoso ó á una tienda de modas. De tarde en tarde se oían las palmadas de un vecino y el golpe del palo en el suelo con que le respondía el sereno. Era la hora del descanso de la ciudad, del sueño de sus habitantes.

Pero de pronto, rompiendo el monótono silencio nocturno, oyóse un silbido estridente; y como si sólo se hubiera esperado esa señal para un plan convenido, pronto repercutieron en el espacio otro igual y otros después y mil luego, que en diferentes direcciones y con desigual sonido llenaron la atmósfera con sus desentonados ruidos. Á poco comenzaron á correr algunos hombres por las calles principales, y luego otros que en confuso desorden corrían y se atropellaban, disputándose la gloria de dejar atrás á los que les precedían. Á lo lejos y por entre casas y tejados comenzaba á percibirse una columna de humo que tardó muy poco en ser reemplazada por un resplandor rojizo, seguido de chispas mil que iluminaban el espacio, semejando una lluvia de menudas estrellas ó las últimas vueltas de una gigantesca rueda pirotécnica.

Muchos curiosos abrieron las ventanas de las casas y se quedaron en ellas contemplando el movimiento de las calles: otros, más decididos ó más curiosos aún, vestidos de cualquier modo, se lanzaron á la corriente, siguiendo á los que parecían saber adónde se dirigían, y una multitud cada vez más compacta invadió el barrio donde estaba situada la fábrica de Bernaregui.

La señal general de alarma se había dado muy tarde. Necesariamente hacía lo menos dos horas que había estallado el incendio, á juzgar por el incremento que éste había tomado y por el número de los que ya habían acudido á sofocarle. Pertenecían á este número en primer lugar los dueños y habitantes de la casa, y después los vecinos de todas las inmediatas, y luego todos los operarios y obreros de la fábrica, que apenas se habían enterado de lo que ocurría, en mangas de camisa los más y mal vestidos los restantes, habían acudido decididos y valientes á sofocar un incendio que podía dejarlos por mucho tiempo sin trabajo, y de resultas sin medios de subsistencia. ¡Era su fábrica la que ardía!

Las más absurdas patrañas circulaban de boca en boca. Quién aseguraba que el fuego había sido motivado por un petardo; quién que hacía tres días que estaban ardiendo unos pies derechos sin que nadie lo hubiese advertido: unos atribuían la catástrofe á una mano criminal, otros al dueño del establecimiento, que por tenerle asegurado esperaba consolidar su fortuna comprometida en empresas arriesgadas, y cuál más cuál menos contribuía con la propagación de tales absurdos á la calumnia y á los despropósitos.

La verdad no era aún conocida sino de muy pocos, y por lo natural y sencilla hubiera sido rechazada por las imaginaciones impresionables, ávidas siempre de dar á los hechos más triviales proporciones desmedidas y melodramáticas.

Hecha, como todas las noches, la requisa acostumbrada, el gasómetro había quedado abierto, por uno de esos descuidos tan comunes como inexplicables: uno de los dos mozos que estaban de patrulla quiso penetrar en la habitación, hostigado por un presentimiento de que ni él mismo podía darse cuenta, y en vez de llevar, como estaba ordenado por el ingeniero, una lámpara de seguridad Davis, entró en ella con un farol de aceite. El cuarto estaba saturado de gas y enrarecida, por lo tanto, la atmósfera: la llama del farol inflamó el gas, y se produjo en el acto una terrible explosión, por lo que quedó muerto el pobre guarda, portero al mismo tiempo de la casa. Á la terrible detonación se habían desplomado dos tabiques, se había roto un sinnúmero de cristales y se había resentido toda el ala derecha del edificio. El espectáculo era terrible, pero hermoso. Los ingenieros no habían llegado aún: los operarios trabajaban con fe, con ahinco, con rabia, pero sin concierto, sin dirección. Un señor desconocido cogió una bocina y empezó á dar órdenes á su capricho. Sin duda comprendió que lo más esencial era localizar el fuego antes de proceder, como ya habían empezado á hacerlo los obreros, á desocupar los almacenes de la izquierda, pues en los de la derecha era donde el incendio estaba haciendo ya sus estragos. Desocupar éstos hubiera sido expuestísimo por amenazar hundirse pronto el pavimento. Si esto hubiera ocurrido en el acto era probable la extinción del incendio, pues tantos fardos como en él había y los escombros del piso hubieran sido bastantes á apagar las llamas que hasta entonces estaban circunscritas á las paredes del cuarto del contador del gas. Pero no era posible esperar aquel hundimiento, con tanta más razón, cuanto que el incendio había empezado á propagarse hacia la galería de la casa, cuya pared medianera lamían ya las llamas.

Un piquete de bomberos, las bombas del distrito y las de la sociedad de seguros donde estaba inscrita la fábrica, cincuenta soldados con un capitán, los dos ingenieros industriales de la casa, el arquitecto municipal, el teniente alcalde, el gobernador de la provincia y un piquete de guardias civiles, amén de varios municipales y guardias de seguridad pública, componían el total de las gentes que habían acudido á las repetidas llamadas de los pitos, sin contar con la multitud de curiosos más ó menos atrevidos y más ó menos filántropos que invadían los alrededores, estorbando el paso y perjudicando la libre circulación.

Obreros y operarios rivalizaban con los bomberos en valor y trabajo, si no en maestría. Á una voz que gritó: «Abajo la pared medianera,» siguieron otras que decían: «¡Fuera, fuera!,» y á los pocos momentos caía sobre la tierra lo que de la tierra había salido: piedras, barro, ladrillos, yeso: todo negro, todo humeante, todo candente, produciendo en su rápida caída un humo espeso, mezcla de polvo y llamas, que cegaba la vista y ensordecía los oídos.

Apenas derribado el paredón, se precipitó sobre la galería una densa y obscura nube de humo, que á los cinco segundos estaba convertida en imponentes y azules llamaradas. El calor se hacía insoportable en el patio central: los hombres trabajaban con más bríos, pero con menos fuerza: el hombre de la bocina gritaba: «¡Relevarse; los que están sacando al patio los fardos, que suban ahora al tejado!,» y los obreros obedecían como soldados; los soldados trabajaban como obreros, y los bomberos como héroes de la antigüedad, como gigantes, como Hércules.

El gobernador y el teniente alcalde, que estaban en el centro del patio, asentían á las órdenes del de la bocina; sólo el capitán de ingenieros dijo por dos veces que á él le parecía que allí no se hacía nada y que se dejaba un camino franco á las llamas para que se apoderaran de todo el edificio.

¡Agua y más agua, brazos y más brazos! Ya se había desplomado el piso del almacén con todos sus efectos, que ardían á más y mejor. Tres tabiques habían sido echados abajo por los bomberos y dos por las llamas, y éstas no cedían: habían penetrado ya en la sala de las máquinas. Por fortuna los telares estaban en el fondo del segundo patio, y el gran depósito de balas de algodón, donde acababan de instalarse hacía escasamente una semana más de quince toneladas para sufrir la primera carda, parecía estar completamente á cubierto del voraz elemento.

De repente de entre un grupo de cíclopes apareció un fantasma envuelto en llamas y gesticulando, roja la cara, rojo el traje, roja la barba, como el Mefistófeles de la ópera, como el Boccacio de la zarzuela.

Todos los ojos se fijaron en él, absortos y aterrados, como si de aquel hombre dependiera la vida de todos; como si tuviera en sus manos por misterioso decreto de la Providencia la dirección de la catástrofe: un silencio sepulcral sucedió, repentino y solemne, á los gritos, á las vociferaciones, á los ruidos de piqueta y azadones. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué decía?

Aquel hombre era el maquinista, que llegándose al de la bocina y arrebatándosela de las manos, gritó jadeante con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡La máquina grande está cargada; el agua hierve; va á estallar!

Paralizáronse todos los brazos; inmutáronse todos los semblantes, como si las fuerzas de todos se hubiesen agotado en un segundo, como si de un solo golpe y por modo sobrenatural y prodigioso se hubiesen concluído en aquella masa heterogénea, á un mismo tiempo y de un solo golpe, la serenidad, la fuerza y el valor.

Á pesar del color rojizo de la atmósfera, todos los semblantes se tornaron lívidos, amarillos. El estupor de aquella multitud no impedía á su razón comprender que era preciso, inminente, tomar una resolución rápida y salvadora. Nadie, sin embargo, se atrevía á llegar á la máquina, nadie á lanzarse á la válvula salvadora. El bronce estaba ya candente; el riesgo aumentaba á cada segundo, y todos se hacían, sin atreverse á formularle en voz alta, el siguiente dilema: Ó huir abandonando la fábrica á su total ruina, ó morir allí diezmados, quintados los más valientes, sin posibilidad de éxito, ni salvación humana; porque es indudable, los que no hubieran perecido mortalmente heridos por los mil proyectiles que lanzaría al espacio la máquina al estallar, hubieran muerto entre los escombros, porque no resistiendo los muros cuarteados el tremendo estallido, unos antes y otros después se hubieran ido desplomando sobre todos.

Algunos retrocedieron de los puestos donde estaban, otros quisieron apelar á la fuga, pero se encontraron con una muralla viviente que los cerraba el paso, y unos y otros se miraban consternados como pidiéndose mutuamente una idea salvadora que los tranquilizara de repente, como de repente se habían visto aterrados por el peligro. En aquella vacilación, en aquella duda, en aquel pánico, nadie se atrevía á dictar una orden, á tomar una medida, á realizar un acto más ó menos desesperado, pero que estuviera á la altura de las circunstancias, de aquellas circunstancias que duraban ya quince ó veinte segundos, la nada en el tiempo, y que parecían haber durado veinte siglos.

Un ruido análogo al de cien locomotoras partiendo simultáneamente de una estación, pero inmenso, imponente, aterrador; ruido semejante al que produce la lava de un volcán al salir del fondo de su hirviente cráter; ruido parecido al de las aguas al despeñarse por las montañas con la fuerza de la catarata del Niágara, pero no seco, no estridente, no ensordecedor, sino prolongado, viviente, humano, hizo adivinar á aquella multitud aterrada que la válvula había sido abierta, y que por lo tanto el peligro quedaba reducido á que la máquina se fundiese como plomo.

¿Qué había sucedido? Nadie pudo explicárselo entonces; pero el hecho inexplicable pronto corrió de boca en boca, como habían corrido una hora antes los absurdos acerca del origen del incendio, y pronto tomó el acontecimiento la sublimidad de un poema.

Un hombre, cubierto con un capote que había arrebatado á un guardia civil, empapado en agua y con una piqueta en la mano, se había aproximado á la máquina grande: á su espalda una manga no dejaba de lanzar sobre su cuerpo gruesa columna de agua, y de frente otra hacía lo mismo sobre su pecho. Si el calor era insoportable, asfixiante, en el patio, ¿qué no sería en el cuarto de las máquinas, rodeado de llamas por todos lados? Aquel hombre enarboló la piqueta, dió dos ó tres golpes hercúleos sobre la válvula; cedió ésta, y el agua hirviendo á borbotones, con un ruido infernal, se precipitó sobre el pavimento, no sin haber quemado antes un pie al héroe de aquella noche. Cuando éste se presentó herido sobre un paredón, sosteniéndose apenas entre los brazos de un bombero, los vivas y las aclamaciones ensordecieron el espacio. ¿Quién era? ¿Quién le conocía? ¡Todos: casi todos los que habían temblado ante el peligro! ¡Era Puig!, ¡el cajero!, el dependiente de D. Benito Bonet, según decían y sabían todos los de la fábrica; el dueño del edificio, el jefe de la casa de comercio de Bernaregui, según creía aún la mayor parte del comercio y del vecindario de Barcelona.

¡Oh! El riesgo que aquel hombre había corrido por salvarlos á todos, era inmenso, mortal, seguro, y su audacia y su valor increíbles. En un solo momento, y con exposición casi cierta de su vida, había salvado las de cien infelices: había devuelto cien padres, cien maridos, cien hijos, á sus madres, á sus esposas, y había ahorrado á la empresa de seguros muchos miles de duros que ya podía contar como fuera de su caja.

Hubo que retirarle del incendio en una camilla, pues el agua hirviente había abrasado su pie izquierdo; y entre gritos de entusiasmo y vivas prolongados le acompañó la multitud á la casa de socorro más próxima; sus habitaciones estaban situadas encima del cuarto de las máquinas y amenazadas por lo tanto de una destrucción inmediata.

Á todo esto, el inminente peligro de la explosión de la máquina había desaparecido, pero el incendio continuaba extendiendo su estrago. Ya no existía el techo, ni los pisos de las tres salas grandes de los almacenes de la derecha, y ya parecía que el incendio iba á propagarse al piso segundo, cuando un vivísimo relámpago, seguido inmediatamente de un estridente trueno, vino á anunciar que lo que hasta entonces y desde las siete de la tarde había sido viento seco debía convertirse pronto en fuerte chaparrón. En efecto, precedida de algunas gotas gruesísimas y perezosas, abrióse la nube, y un torrente, un río caudaloso cayó con inusitada furia sobre las llamas y los hombres. Apagáronse los hachones con que éstos se alumbraban en las partes no incendiadas del edificio, y por espacio de treinta y cinco minutos dejóse trabajar sola al agua del cielo, pues tal era la furia y la abundancia con que caía, que hubiera sido imposible trabajar durante la tempestad.

Cuando pasó la nube y aquélla cedió, aunque no del todo, el cuadro era distinto por completo: barro y cenizas; llamas expirantes; olor á tierra mojada, á madera y tela quemadas, á metal fundido. Sobre aquellos escombros humeantes cayó á una vez por unánime esfuerzo de todos el torrente de las mangas de incendios, y á las cuatro de la madrugada se retiraba la fuerza de ingenieros, los guardias de seguridad, los curiosos y las autoridades. Sólo quedaron media docena de bomberos, para evitar la reproducción del incendio con su persistente vigilancia, y otros tantos obreros de la fábrica, para separar en los restos de los almacenes quemados lo totalmente perdido de lo que, aun con averías, podría ser utilizado.

En cuanto á desgracias personales, sólo había que lamentar la herida del pie de Puig, una contusión de pronóstico reservado en un bombero, un soldado herido en la cabeza y una mujer que se había lanzado entre las llamas para salvar á su marido, á quien un vahido había hecho caer sobre unos maderos incendiados. Las pérdidas materiales debían ser considerables; pero estando asegurado el edificio y además todas las mercancías, maquinaria y telares, claro es que la casa nada perdía, excepto el trastorno y el tiempo que había de tardarse en reponer lo perdido. Dos sociedades de seguros eran las que habían de liquidar el estrago y repararle á la mayor brevedad posible.

Justísimo es hacer mención de los que en aquella horrible noche habían trabajado con alma y vida para atajar el incendio. Todos los dependientes, todos los obreros de la fábrica, habían rivalizado en valor y heroísmo. Desde los barrios más apartados de la ciudad, desde las afueras muchos, desde la Barceloneta sobre todo, habían corrido presurosos á tomar parte en la lucha contra el elemento devastador, y todos á porfía, con palas, picos y azadones, habían derribado paredes, aislado tabiques, destruído medianerías y contribuído, en fin, á la extinción del incendio con todas sus fuerzas y su energía.

Pero mientras eso hacían todos los interesados en la catástrofe y muchos valientes ajenos por completo á ella, ¿qué había sido de Benito y de su familia, los más amenazados por cierto, puesto que tenían sus habitaciones precisamente encima del gasómetro, por donde el fuego había empezado á las altas horas de la noche? Veamos lo ocurrido.

Al ruido de la explosión se despertaron sobresaltadas Lucía y Bernarda, cuyas dos alcobas sólo estaban separadas por un tabique sencillo. En cuanto á Benito, no tuvo necesidad de despertarse, pues hacía muchas noches, y aquella menos que todas, que apenas podía conciliar el sueño. La sobrexcitación de sus nervios era cada vez mayor, y el día había sido de prueba para el pobre rico. Todos le habían abandonado, según él, por envidia é ingratitud; según ellos, por malos tratos y peores razones. Á ser supersticioso hubiera podido creer el desdichado Bonet que Dios se había apresurado á complacer sus deseos, pues no una, sino muchas veces, le había pedido que le mandara una inesperada solución á sus cavilaciones y propósitos, puesto que de tan mala manera eran recibidos por los que él creía debían ser obedientes y sumisos á sus mandatos.

No habían acabado los tres de vestirse apresuradamente, cuando ya se oían los golpes que en todas las puertas daban los guardias y las voces y preguntas angustiosas con que se respondía á aquellos golpes. Cuando salió Benito al corredor ancho que comunicaba con la escalera, ya se veía el resplandor de las llamas salir del contador incendiado. Bernarda y Lucía comenzaron á dar gritos desgarradores, á tiempo que Ramiro, huésped en una casa de la misma calle, acababa de asomarse al balcón y preguntar á gritos lo que ocurría. Vestirse apresuradamente de cualquier modo y lanzarse á la calle fué todo uno. Penetró en la fábrica, subió los escalones de cuatro en cuatro y tropezó con las dos señoras que los bajaban casi del mismo modo.

—¡Á mi casa!, ¡á mi casa!—dijo el joven enamorado;—salvar las vidas es lo primero, que tiempo habrá para lo demás.

Y dicho y hecho, dió su brazo á las dos damas atribuladas y con ellas subió á su modesta habitación, donde la patrona, ya vestida, atendió lo primero á cuidar de aquellas dos huéspedas, mientras Ramiro volvía á buscar á Benito, que presa de mortal congoja y sin fuerzas para moverse, continuaba en su habitación, á pesar de haberle ya ido á buscar guardias y dependientes esperando sus órdenes en aquel conflicto.

—¿Y mi hija y mi hermana?—preguntó el pobre hombre á Ramiro, en cuanto le vió de regreso.

—Están en salvo y usted debe hacer lo mismo. Ni su edad ni su estado son á propósito para resistir las emociones que se preparan. Véngase usted conmigo y reúnase á ellas. Desde mi cuarto se ve todo lo que aquí pueda ocurrir, y aun desde allí pueden dictarse órdenes si llega el caso. Dígame usted qué es lo primero que quiere que se salve, y antes de que el fuego tome más incremento, lo que me parece que ha de suceder muy pronto, se traerá todo á mi casa.

—¡La caja! ¡Los papeles del despacho pequeño!

—La caja es imposible transportarla en estos momentos. Pero D. Juan Puig tiene la llave; y como cajero, á él le corresponde atender á su obligación: en casa estará de seguro y ya habrá atendido á eso. Voy á buscarle en el acto, pero después que deje á usted instalado en mi domicilio.

—¡Oh, gracias, gracias! No sé si debo abusar; traté á usted mal esta mañana y no me parece correcto ahora...

—Déjese usted de cavilaciones: tiempo hay para colocar las cosas en el mismo estado en que quedaron esta mañana. Las circunstancias son extraordinarias y hay que atender á ellas en primer lugar. Vamos, aprisa, aprisa, recoja usted papeles ó alhajas si están á mano y salgamos cuanto antes.

—Sí, algo hay, aunque poco; yo todavía no tengo fondos. Los asuntos de la Notaría no están arreglados...

—Mejor, mejor; dése usted prisa. El tiempo urge...

Benito dió varias vueltas por sus habitaciones sin aplomo ni calma para sobreponerse á las circunstancias, y merced á estar abiertos los cajones de la cómoda de su hermana, cogió de ellos dos ó tres estuches pequeños; se metió en los bolsillos á granel los cubiertos de plata que estaban en el comedor, y cogiendo en el aturdimiento dos ó tres prendas de ropa de las peores y que menos falta podían hacerle, salió de su cuarto, dejándole abierto, y bajó con Ramiro la escalera. Éste había recogido del cuarto de Lucía varios vestidos y otras prendas de vestir, y oprimiéndolos contra su pecho acompañó á Benito á su domicilio. Ya instalados allí los tres y asomados al balcón pudieron presenciar la llegada de las autoridades, la tropa y los bomberos.

D. Juan Puig entretanto, ayudado sólo del conserje, entró en el escritorio, abrió la caja de caudales, recogió á granel los billetes y el oro y cargó á su acompañante con seis grandes libros. La plata quedó en cuatro talegos y varias esportillas dentro del arca. Ya no había tiempo ni aquella era ocasión para recogerla, y si el fuego llegaba á ella, lo más probable es que se encontrara después fundida entre los escombros: no pasaría, después de todo, de tres ó cuatro mil duros, pues el día anterior, como sábado, se había hecho el pago general de operarios y obreros en ese metal.

Apenas hubo Puig recogido el verdadero numerario de la caja, que ascendería á cerca de treinta mil duros, salió de la casa con el conserje y se dirigió á una plaza próxima, donde á pesar de lo intempestivo de la hora no tuvo que llamar más que dos veces á un gran almacén cerrado. Al ir á hacerlo la tercera, salió un mancebo, y apenas reconoció á D. Juan le hizo entrar seguido del conserje. Á los diez minutos salieron otra vez los dos hombres, y pocos momentos después de ellos el dueño del almacén y uno de sus hijos. Era el principal antiguo amigo de Puig y uno de los más honrados y laboriosos almacenistas de géneros coloniales de Barcelona.

En aquella acreditada casa dejó Puig sin escrúpulo, y sin recibo por supuesto, ni otro documento alguno, el contenido de la caja y los libros de contabilidad de la fábrica. No podían estar más seguros. Antes hubiera perdido Parellada, que así se llamaba el comerciante, toda su fortuna, que negar la entrega de su amigo, ni distraer un solo céntimo de toda la cantidad depositada. Así el tendero como su hijo mayor corrieron al lugar del incendio para trabajar como todos, dejando su tienda al cuidado de su hijo menor y de los dos mancebos. Parellada era viudo y no tenía más mujer en su casa que una criada de cincuenta años de edad, hermana de leche de su esposa, muerta hacía diez años de la epidemia colérica.

Cuando Puig regresó á su casa, ya las llamas salían por las rejas del piso bajo, y le costó trabajo hacerse reconocer por los guardias de seguridad para que le dejaran penetrar en su domicilio. No fué poca su sorpresa cuando no encontró á nadie en las habitaciones de Bonet, y más aún cuando nadie supo darle noticias suyas. En los primeros momentos de aturdimiento, como en los que le seguían de angustia, nadie los había visto, ni sabía de ellos. Además, tampoco Puig podía entretenerse en tales averiguaciones, cuando la catástrofe arreciaba y todos los esfuerzos eran pocos para vencerla ó por lo menos resistirla.

Desde aquel momento se le vió en los sitios de mayor peligro. Trabajando sin cesar, ya con los picos, ya dirigiendo las mangas, ya echando abajo los tabiques; hasta que al oir la fatal amenaza del maquinista llevó á cabo él solo el acto más heroico de la noche. Cuidado en la casa de socorro con el mayor esmero después de haberle hecho la primera cura, fué visitado en ésta al día siguiente por el gobernador de la provincia, el alcalde y hasta el capitán general, todos los cuales á porfía elogiaron su comportamiento y ensalzaron su acto de valor, conforme lo hacían los mejores órganos de la prensa de la localidad.

No dejaron de acudir todos los obreros de la fábrica y hasta multitud de curiosos, ávidos de hablar y contemplar de cerca al que ni en su fisonomía, ni en sus palabras demostraba tener el temple superior de alma que parecía necesario para descollar entre tantos como aquella noche habían merecido el dictado de héroes. ¡Tal era su sencillez de semblante y de expresión!

¿Cómo entre tantos no había acudido ni un momento á estrechar su mano su compañero, su amigo, su principal? ¿Cómo Benito Bonet, al que ya debían haber contado todos los pormenores de aquella escena terrible, el que como nadie debía agradecer que Juan hubiera expuesto su vida por salvar de una ruina completa la fábrica y de una muerte segura á tantos valientes, no estaba á su cabecera en unión de Bernarda, su esposa de deseos, ya que no de hechos, y de Lucía, su ahijada en las pilas bautismales y á la que amaba como á una hija?

¿Es que llegaba á tanto el rencor en el corazón de aquel rico improvisado que no podía olvidar, ni con tan extraordinaria causa, las palabras de queja y de despedida con que se había separado de él, quizás para siempre, el infeliz cajero? ¿Y ellas? ¿Tan terrible había sido la orden, tan ajenas estaban sus almas de sentimientos generosos, que no habían querido afrontar el enojo de su padre y su hermano respectivos, por cumplir con lo que debía dictarles su cariño de tantos años?

Nada de esto era cierto, sin embargo, aunque los hechos las acusaran de ingratitud y de olvido. Las pobres mujeres habían caído enfermas del susto y del terror de la noche pasada. Sus habitaciones, que habían vuelto á ocupar desde las primeras horas de la mañana y que sólo habían sufrido ligerísimos desperfectos, estaban también desiertas. Así Lucía como Bernarda estaban acostadas cada una en su lecho con algo de fiebre y con los miembros doloridos. Una tenaz neuralgia las oprimía las sienes y no se daban bien cuenta de todo lo ocurrido. En cuanto á Benito, al volver á su casa recorrió todo el edificio para enterarse minuciosamente de cuanto en él había ocurrido, y después de examinar todos los estragos del incendio y de calcular el tiempo y el dinero que harían falta para volver á contemplar su casa en el estado en que estaba antes del siniestro, se dirigió rápidamente á casa de Ortiz de Llauder el notario.

—Ya sabrá usted por la prensa de la mañana lo ocurrido anoche en la fábrica. El fuego ha sido terrible, las pérdidas son de gran consideración, y aunque todo estaba asegurado, la paralización en los trabajos, la compostura del material susceptible de ella y la compra de maquinaria nueva retardarán algún tiempo la reapertura de la fábrica y producirán un gran déficit en los ingresos de la casa, ¿no le parece á usted?

—Indudablemente; no puedo juzgar de la importancia de una catástrofe que no conozco más que por el relato de los periódicos y por lo que usted me dice; pero si el hecho es tal como usted asegura y yo creo, me parece muy difícil que las obras que corresponden á la compañía de seguros y las indemnizaciones en metálico que se han de percibir, previas tasaciones y cálculos, estén terminadas antes de medio año.

—Y como usted comprende, señor Notario, una casa en donde son nulos los ingresos durante medio año, ingresos que no son más que la renta de todo el capital que constituye mi fortuna, reduce á la mitad por lo menos dicha renta, precisamente en el primer año de ser explotado el negocio por el nuevo poseedor.

—Todo eso es muy cierto. Pero ignoro adónde va usted á parar.

—Mi venida en estos momentos significa que vengo á hacer á usted dos preguntas importantísimas; y tanto, que las he antepuesto á mis necesarias visitas á las autoridades, por si como es natural necesitan mi concurso para esclarecer los hechos ocurridos anoche, y á las oficinas de las dos compañías de seguros donde están inscritas casa, mercancías, máquinas, etc. Ya ve usted si será grave para mí la consulta.

—Pues hable usted sin más dilación. Ya sabe usted que estoy dispuesto á servirle y que por mi profesión debo ser reservado, trátese de lo que se trate.

—Confío en ello sin necesidad de que usted lo asegure y paso á explicarme. Mi primera pregunta es la siguiente: Anoche, en los primeros momentos del incendio y poco después de la explosión de gas, origen del siniestro, gracias á la bondad de uno de mis empleados pudimos albergarnos mi familia y yo en la casa donde vive dicho sujeto. Desde los balcones de dicha casa, situada cerca de la mía, pudimos ver casi todo lo ocurrido y admirar los rasgos de valor de cuantos con más ó menos acierto contribuyeron á atajar el incendio, y en particular el de mi cajero hoy y antiguo amigo de toda mi vida, Juan Puig, que según habrá usted leído en la prensa, está herido, aunque no de gravedad, por haberse lanzado á abrir la válvula de la máquina grande en un momento decisivo. ¿Ha leído usted ya ese rasgo notable?

—De resultas de haberlo leído salí en el acto esta mañana y fuí á la casa de socorro donde se encuentra. Quise traérmele á mi casa por si sus habitaciones de la fábrica y las de ustedes, además de las suyas, habían sufrido hasta el punto de no poder utilizarse; pero los médicos han asegurado que convenía la quietud al enfermo, durante dos ó tres días por lo menos, y la asistencia continua que allí pueden darle. De manera que mi propósito ha sido vano. Todo esto lo sabrá usted ya sin duda, pues supongo que habrá usted ido á verle y que quizá venga de allí en este momento.

Una ligera tinta de carmín tiñó los pómulos de Benito, que respondió:

—Aún no he ido á verle, pero lo haré hoy mismo en cuanto me sea posible. Una reyerta de poca importancia que tuvimos ayer mañana ha venido á turbar nuestras buenas relaciones; y no sé si una vez curado persistirá Puig en la resolución de separarse de mí, que es lo que decidió ayer, creo que irrevocablemente.

—¿Y fué de poca importancia el asunto? ¡Pues no sé lo que hubieran decidido ustedes á haber sido grave la reyerta!

—Cuestión de caracteres nada más.

—Adelante, amigo mío, adelante.

—Como le iba á usted diciendo, á poco de iniciarse el incendio vi salir á Puig de la fábrica, acompañado del conserje, que llevaba en su cabeza los libros de la oficina y según me pareció adivinar los fondos de la caja de caudales.

—Naturalísimo era que procurara salvar antes que nada lo que estaba confiado á su custodia.

—Y esta es mi pregunta: ¿depositó en su casa de usted dichos efectos? ¿Están aún en ella?

—Amigo mío, si le hubiera usted interrogado á él, que es lo primero que creo debía usted haber hecho, después de enterarse de su salud, sabría usted ya que ni yo soy el depositario de tales objetos, ni vino aquí Puig anoche á ninguna hora. Puede usted interrogar al conserje, y éste le dirá cuanto sepa en el asunto.

—He creído ofensivo tal proceder para con Puig, y por eso no lo he hecho.

—Y ha hecho usted muy bien. En fin, Juan le dará á usted cuenta de todo, en cuanto le vea, y debe usted estar tranquilo. ¿Cuál es la otra pregunta que deseaba usted hacerme?

—Como usted comprende, yo no he dudado nunca de las intenciones ni de la rectitud de mi amigo...

—Jamás ha tenido usted motivo para semejante cosa.

—Pues por eso mismo aseguro á usted que nunca he dudado de él. Sin embargo, al ver que pasan días y días y va ya transcurrido un mes y nada se ha formalizado aún respecto á mi herencia, ó donación, ó como quiera que se llame, vengo á preguntar á usted en qué estado se halla ese negocio. Hoy mismo, después de la catástrofe de anoche, y al tener yo que intervenir en todos los asuntos que de ella dependan, ¿con qué carácter voy á hacerlo? ¿Soy ya legalmente, á pesar de no estar aún inscritas á mi nombre en el registro mis propiedades, el dueño de ellas? ¿El acta de renuncia de Puig á sus derechos, está ya redactada y firmada por él, ó no está aún protocolizada ó no ha de estarlo? En una palabra, señor Notario, ¿qué hay en esto? Me parece que es muy lógico que yo sepa á qué atenerme, tanto más, cuanto que la situación tirante en que Puig y yo nos encontramos, podía dar lugar á retractaciones por su parte, ó lo que no es imposible, á entablar alguna demanda en perjuicio mío.

—Diré á usted, aunque le interrumpa en su discurso, que Puig es esclavo de su palabra; que ésta ha valido para mí más que todos los documentos juntos; que usted la tiene de que todo lo que constituía la fortuna de Bernaregui es de usted por renuncia de Puig, y que si aún no ha tomado usted posesión plena y entera de dicha fortuna, es por las dilaciones naturales que tan extraño caso hace precisas. Nada más me es posible decir á usted en esta materia, y como ya he respondido á las dos preguntas que deseaba usted hacerme, le ruego no prolongue más su visita, que agradezco, pero que me roba un tiempo precioso para otros clientes.

Todo esto fué dicho con suprema cortesía, pero con una frialdad ceremoniosa que dió bastante en que pensar á Benito. Saludó éste sin encontrar casi palabras para despedirse de Ortiz, y ya en el quicio de la puerta, al darse la mano, le repitió el Notario:

—Y en adelante, créame usted, Sr. de Bonet, cuando desee averiguar asuntos relacionados con su amigo Puig, diríjase á él mismo y verá usted con cuánta lealtad, con cuánta exactitud y con cuántos detalles responde á todas sus dudas.

XIV. LA RECOMPENSA

Hay que hacer justicia á la humanidad. Si todos los días se registran en los anales del crimen hechos aislados monstruosos que casi nos producen el deseo de no pertenecer á la familia humana, no faltan en cambio ejemplos continuos de abnegación, de filantropía y de caridad. Sobre todo, cuando esa familia se reune en grupos y casi forma multitudes, una voz generosa, una exclamación heroica bastan para que la chispa eléctrica del bien estalle en todos los corazones y se acometan por todos actos de sublime valor ó de caridad evangélica. El vulgo, impresionable, susceptible de amar y de odiar en un minuto, irreflexivo y vehemente, es capaz de todo lo sublime y de todo lo infame con idéntica facilidad de asimilación, y así se le ve siempre en la historia formando legiones de mártires ó de verdugos.

Pero cuando ese vulgo se hace terrible, ejerciendo su feroz poderío en provecho del mal, preciso es reconocer que causas más ó menos lógicas, pero siempre graves, persistentes y terribles, le han empujado á aquel extremo. Cuando incendia, cuando asesina, cuando arrastra lo que se opone á su paso, es que se erige en juez y pretende castigar agravios, injusticias y tiranías con más equidad y rapidez que lo han hecho los jueces legales, los reyes, los sacerdotes ó los ministros. En cambio cuando el vulgo se hace compasivo, heroico, sublime, no necesita causas anteriores; es bueno por instinto, con rapidez, con energía, espontáneamente.

Así se ven siempre en las catástrofes públicas grupos numerosos de hombres y mujeres que se sacrifican por sus semejantes, á quienes no conocen; que exponen su vida por salvar las de sus hermanos extraños, y que obedeciendo al ciego impulso de la caridad y del entusiasmo, realizan actos sublimes á que no podrían haberlos conducido discursos morales, sermones religiosos ni órdenes superiores.

En los incendios casuales ó intencionados, en los accidentes ferroviarios, en las invasiones epidémicas, en las inundaciones, en todas las catástrofes públicas, es donde se ven con más frecuencia las acciones sublimes de ese vulgo tan calumniado y de esa humanidad tan miserablemente pintada por los secuaces monomaníacos de la escuela naturalista; escuela tan hermosa y tan docta como todas las demás en manos de los maestros, pero más perniciosa que ninguna en las de los indoctos apasionados.

No es, no, la humanidad raza perversa de Caínes, vergüenza del Criador que la formó, y manada de tigres y de hienas, alimentándose sólo de la mísera oveja ó del inocente cervatillo desprevenido á sus ataques; irredimible é irresponsable de sus actos de piratería y canibalismo, por ser engendrada del espíritu del mal y engendradora á su vez de la perpetua escoria de la creación; sin Dios, sin ley, sin conciencia, sin ayer, sin mañana, sin otra misión que la de vivir y morir, sin otro mundo más que el del planeta que habita, sin más leyes que las físicas y las naturales.

Eso sería bueno si el hombre sólo poseyera su envoltura mortal, efímera y deleznable, como todo lo que es materia; si no existiera en él el libre albedrío, la voluntad, el entendimiento, la memoria, los atributos, en fin, de su alma imperecedera:


esa noble porción alta y divina,
á mayores misterios es llamada
y en más nobles esfuerzos se termina.
 

Y de ello da pruebas inconcusas, ya aislada, ya colectivamente, en distintas ocasiones, en diferentes países, en diversas épocas. No á todos los hombres les es dado, ni todos los días es fácil encontrar hechos que lo demuestren, probar que por virtud de su propio ser son hijos de Dios ni herederos de su gloria; pero si el bien fuera tan escandaloso como el mal, y nuestra prensa periódica moderna, sobre todo, dedicara una sección á la virtud, como se la dedica al crimen, nos admirarían los relatos diarios de virtudes desconocidas y de heroísmos domésticos.

En el incendio de la fábrica de Bernaregui sobraron ejemplos de esta verdad consoladora. Lo que empezó en casi todos por curiosidad, se convirtió pronto en interés, cambiándose en seguida por lástima, para terminar en entusiasmo contagioso de heroicidad y sacrificio. Hombres, mujeres, niños, soldados, bomberos, autoridades; todos, en fin, cuantos presenciaban la catástrofe, tomaron parte activa en ella para dominarla y vencerla; y cuando á la madrugada siguiente, quedaron sólo en el lugar del incendio los escombros humeantes, sobre un río de fango, ni una sola persona pensó en hacer valer sus sacrificios, ni un solo hombre reclamó premio por sus heridas, sus quemaduras, su heroico trabajo, su sublime cansancio, su ropa destrozada ó sus enfermos abandonados. Todos se escaparon á la gratitud de los interesados, todos se escondieron á la admiración de sus paisanos, todos buscaron en el hogar doméstico, de donde habían desertado por el bien público, la alegre compensación de su trabajo en la modesta obscuridad de su retiro. Todos lo habían hecho todo, nadie había hecho nada.

¿Cómo y de qué manera se fué sabiendo quiénes eran los que más se habían distinguido en aquella noche memorable? Difícil es saberlo: de boca en boca y empezando por un recuerdo vago hasta concluir en una afirmación múltiple, llegó á oídos del elemento oficial cada rasgo notable, y desde la viuda y los huérfanos del guarda víctima de la explosión, recogidos en un asilo provincial, hasta el último bombero á quien fué preciso amputar un brazo y á quien se colocó de guarda en un jardín público, para cuando terminase la curación, todos encontraron un premio, si no igual á su merecimiento, apropiado á su necesidad más perentoria. Los que de nada necesitaban oyeron los entusiastas plácemes del gobernador de la provincia y del capitán general, y fueron propuestos para la cruz de Beneficencia, única que quedará de seguro en el mundo de las condecoraciones, cuando el viento de la verdad arroje para siempre del templo oficial esos ridículos cintajos de la vanidad humana.

Puig fué uno de estos últimos, y cuando después de haber permanecido seis días en la casa de socorro, pudo volver por su pie, aunque cojeando y del brazo de dos ayudantes, á sus habitaciones de la fábrica, todos los obreros que le esperaban en el portalón de la casa y en la calle prorrumpieron, al verle, en gritos de entusiasmo y aplausos ensordecedores, parecidos á los de la multitud en la noche del incendio.

Lucía fué la primera que le dió el brazo en el zaguán, para relevar á uno de los que le habían conducido hasta la casa, y de su brazo subió hasta sus habitaciones, en cuya puerta esperaba Bernarda, más digna y cariacontecida que de costumbre, pero también menos huraña y más tratable que siempre. Dos días antes habían ido las dos juntas á la casa de socorro á hacerle la visita oficial, digámoslo así, y á rogarle que á pesar de la desagradable escena del escritorio, no tomara determinación ninguna sino después de haberse instalado en su cuarto y de haberse restablecido del todo.

El bueno de Puig, á pesar de haber decidido no volver á pisar los umbrales de aquella casa, donde había vivido tantos años, accedió á los ruegos de sus dos antiguas amigas, prometiéndoles que hasta su total restablecimiento aceptaría su hospitalidad, puramente familiar y femenina, pero que no había de hablarse una palabra de negocios ni de arreglos con Benito, el cual no había ido á verle, siquiera por fórmula, á la casa de socorro en los seis días que había permanecido en ella, con gran sorpresa de todos.

¿Qué más? En aquel momento tampoco estaba allí, como todo el mundo, para darle la bienvenida y para recibirle. ¿Es que se había propuesto no volver á hablarle, considerándole como el último de los extraños, ó que llevaba tan adelante su puntillo de principal, que no quería dar á torcer su brazo en la reyerta anterior? ¿Quién sino él se acordaba ya de ella?

Lucía y Bernarda se apresuraron á disculpar su ausencia en aquel momento, diciendo á Puig que Benito había sido llamado por la dirección de la sociedad de seguros, y que en cuanto regresara, pasaría á verle. Ni una palabra se habló, como era natural y convenido, de las disidencias pasadas, y su larga conversación se redujo al acontecimiento supremo y á comunicarse los diferentes detalles que unos y otros ignoraban. Los trabajos de la fábrica estaban paralizados totalmente, hasta la recomposición de alguna máquina, la compra de otras y la limpieza y separación de escombros de las partes principales del edificio. Luego empezaría el examen y clasificación de mercancías averiadas, seguido de ventas en grueso y en pública subasta de las que se encontraran en este caso, con absoluta separación de las que existían incólumes; reconstrucción del edificio para más adelante, y reapertura completa de la fábrica para dentro de seis meses, que era el plazo marcado por los arquitectos.

La quemadura de Puig no ofrecía cuidado, siempre que continuara con la medicación y la cura dispuesta y permaneciendo en una quietud absoluta hasta ser dado de alta por los médicos: cuestión de veinte ó treinta días todo lo más. Con su grata compañía y su asidua tertulia, sobre todo por las noches, harían las dos mujeres lo posible para que no fuera tan largo el plazo señalado por la ciencia, y ningún enfermo sería más atendido ni mejor cuidado que él, en la que ahora, como antes y como siempre, no podía dejar de ser su casa.

Si el que calla otorga, otorgaba á todas estas razones Puig, porque respondía con el silencio á tan amables ofrecimientos y á tan cariñosas promesas. Una sola vez abrazó cariñosamente á su ahijada, y fué cuando la suplicó que indicara á Ramiro, si tenía ocasión de verle, que desearía hablarle, para darle gracias por lo bien que se había portado la noche del incendio, salvando, casi él solo, todo el escritorio y los copiadores y libros de correspondencia comerciales. Lucía, encarnada como una amapola, le contestó en voz alta, pues no guardaba misterios en este asunto con su tía, que sólo veía á Ramiro un rato por las tardes, cuando su padre se iba á pasear solo por la Rambla, pero que aquella misma tarde le manifestaría su deseo.

—¿De modo—la respondió Puig—que el mozo se considera despedido desde el otro día y no ha habido avenencia?

—Desde la otra mañana no ha vuelto á la oficina, y mi padre no ha preguntado por él ni por nadie. Se conoce que se considera libre de todo compromiso con sus antiguos empleados, y ni ha buscado otros nuevos, ni se lamenta de la ausencia de los antiguos. Ni sé lo que piensa, ni á nosotras nos habla más que lo indispensable para mandarnos. Esta es una situación insostenible, que no puede prolongarse y que no sabemos en lo que vendrá á parar.

Las lágrimas se agolparon á los hermosos ojos de Lucía, y diríase que Bernarda, á haber podido llorar de otra cosa que de rabia, la hubiese acompañado en aquella circunstancia solemne.

—Tu padre, hija mía, está enfermo; no me cabe duda. Yo no me acuerdo, ni quiero acordarme de lo que me ha ofendido; no le guardo rencor por el modo con que me ha tratado, y emplearé todos los medios que me sugiera mi afecto entrañable y mi pobre entendimiento para curarle. Su mal es tan grave, que de no hacer pronto crisis y encontrar en su propia intensidad una rápida y total curación, podría darnos que sentir. Fía en Dios, ahijada mía, y fía también en mí. Yo creo que muy pronto le volverás á ver como siempre fué, padre amante, amigo leal y hombre de bien, y su amor por ti volverá á ser tan grande como antes.

—Si para ello fuera preciso pedir á Dios la miseria, mi enfermedad ó mi muerte, crea usted que no vacilaría en pedírselas ahora mismo.

—Lo sé. Te quiero por buena hija y por buena muchacha, y si aprovechabas tú también la lección que Dios te ha dado indirectamente, nada habrás perdido en este cambio de tu padre, que tanto te ha afligido.

—No sé lo que quiere usted decir; pero estoy dispuesta á secundarle en todo y fío completamente en sus palabras.

—Y creo que para un enfermo son demasiadas las que nuestra charla le proporciona—dijo Bernarda levantándose.

Imitóla Lucía, y ambas dejaron solo á Puig, ofreciéndole volver en cuanto cenaran, para pasar á su lado las primeras horas de la noche.

Algunas después penetró Benito, con el ceño adusto de costumbre y una solemnidad que no dejaba de ser cómica, en la habitación del enfermo.

Poco expansiva y menos tierna aún fué la entrevista de los dos amigos. Disculpóse como pudo Benito, por sus muchas ocupaciones en circunstancias tan tristes, de no haber ido á visitarle á la casa de socorro: hízole de un modo más frío los mismos ofrecimientos que le habían hecho su hermana y su hija, y no abordando ninguna cuestión de intereses, ya se disponía á marcharse, cuando Puig le detuvo, diciéndole con semblante severo y fijando en él su mirada:

—Sé por Ortiz de Llauder, que me ha acompañado algunos ratos, la visita que le hiciste, apenas dominado el incendio, la otra mañana, y á las dos preguntas que le dirigiste, y á que él no podía contestarte, voy á hacerlo yo en el acto para no retardar más tu natural inquietud y tu no muy benévola impaciencia.

—Yo ignoraba la gravedad de tu herida, y era muy lógico que deseara saber la situación de mis intereses en aquel momento.

—Tienes razón; pero respecto á lo primero te diré que la mejor manera de saber si era ó no grave mi estado, era haberlo ido á ver por ti mismo, y allí á mi lado hubieras podido saber por mi boca lo que en vano fuiste á preguntar al notario, con gran sorpresa suya y no mucho contento mío.

—Te has vuelto tan suspicaz de poco tiempo á esta parte, que me veré precisado, para entenderme contigo en adelante, á no dar el menor paso que contigo se refiera. ¿Qué más da que te lo preguntara á ti ó á Llauder?

—Algo da más, puesto que sólo con haber ido á verme, como ha ido todo el mundo al saber mi accidente, te hubieras evitado las preguntas al notario ó á mí. Yo antes que lo hubieras preguntado te lo hubiese dicho, y de esa manera, sobre haberte portado bien conmigo y como nuestra antigua amistad exigía, te hubieras ahorrado el disgusto que aún debe durarte por tu curiosidad no satisfecha. En casa segura, que tú conoces, están los fondos que existían en la caja del escritorio, en billetes y oro, y que traté de salvar lo primero aquella triste noche, así como los libros mayor y diario y otros, que llevó sobre su cabeza un dependiente de la casa. Ahora mismo, puesto que ya estoy aquí, mandaré por todo: lo traerá el amigo leal que admitió el depósito sagrado, sin darme recibo ni documento ninguno, y por este punto ya puedes estar tranquilo.

—Ni lo estoy ni puedo estarlo. ¿Quién te dice que ese hombre, tentado de la codicia, en esos seis días que ha tenido en su poder esos fondos, no niegue ahora semejante depósito, y tú sin testigos ni prueba te encuentres conmigo en tan terrible descubierto? Vamos á ver, responde: y dime si soy yo el desconsiderado ó tú el visionario y el demente en fiarte así de cualquiera.

—¿Pero es posible que el afán del dinero tuerza los caracteres hasta el punto de hacer del tuyo un almacén de malos pensamientos y un depósito de peores juicios? No quiero contestar á tu idea de que la mala conducta de mi amigo me hiciera quedar á mí en descubierto contigo, puesto que en caso idéntico yo hubiera dicho con nosotros, haciéndome solidario de la pérdida; y responderé sólo á tu temor primitivo. Mi amigo, que no lo es tuyo ya, puesto que tan mal le juzgas, es un honrado comerciante incapaz de cometer acción tan villana y miserable. No te digo su nombre por evitarle la vergüenza de tener que sonrojarte ante él cuando le veas. Mi amigo, como te decía, ha ido á verme todos los días, y esta misma mañana quería aún dejarme el recibo que tiene hecho desde el momento que salí de su casa entregándole los fondos y que yo no quise recibir entonces ni hoy. Esta misma tarde vendrá con su hijo á hacerme la entrega, y en el acto puedes tú mismo volver á encerrar en la caja, cuya llave te entrego en este momento, cuanto yo saqué de ella. Cuéntalo, no en mi presencia, porque yo no necesito semejante exactitud fiscal, y date por respondido y enterado de todo esto. Pasemos al otro asunto.

—De ese hablaremos cuando estés completamente restablecido, que ya no puede tardar. Tengo tu palabra de que respetas y cumples con la carta postrera de Bernaregui, y me considero por lo tanto como heredero universal de todos sus bienes. Yo haré el balance, como es justo entre comerciantes, de todo lo que dejó á su fallecimiento y de cuanto hoy me entregues, y la diferencia ó déficit que ha de existir de seguro entre ambos capitales, servirá de base para un arreglo definitivo entre nosotros. Yo no he de exigirte judicialmente el reintegro; pero será preciso que de esa liquidación te obligues á devolverme, en los plazos que convengamos, lo que seas en deberme, y uno y otro quedemos como nos corresponde en asunto tan delicado y de tal trascendencia.

—¿Conque es decir, amigo Benito, que siendo yo el heredero legal de nuestro común amigo Bernaregui, y habiendo yo usado de su herencia con derecho y justo título, al respetar una carta, que á nada me obliga judicialmente, me exiges la entrega total de esa fortuna, como si yo tuviera otra con que responder á tu deseo, y como si al poseer tú hoy todo lo que de ella quede, no fueras impensadamente mucho más rico que tú podías figurarte haberlo sido nunca? ¿Conque es decir que cuando yo no apelo á mi derecho para disputarte esa herencia, sólo mía por la razón y por la ley, tú vas á apelar á la ley y á la justicia para liquidar esa herencia, que no es tuya sino por mi conciencia, y á obligarme á reconocer como deudor tuyo los pagos de la diferencia que resulte entre la fortuna que recibí de Bernaregui, y que he gastado en todos vosotros, y la que hoy representa la casa? Pues dígote, amigo mío, que ó estás loco, ó todo lo que haces debes hacerlo soñando. Despierta á tu razón, si te es posible, y no tires de la cuerda hasta hacerla saltar en perjuicio tuyo, cosa que podrá suceder con gran facilidad.

—Concluyamos de una vez, Juan, con estas cuestiones enojosas que á ambos nos pueden sacar de quicio. Yo he pensado mucho, yo he cavilado muchísimo desde hace un mes, y todo lo que veo me confirma en mis creencias y en mis resoluciones irrevocables. Seamos francos, y aquí que nadie nos oye, aclaremos para siempre el asunto. Á Bernaregui se le cohibió en su última enfermedad. Eso es indudable. De buen ó mal grado, esto es más probable, se le obligó á hacer un testamento que repugnaba á su conciencia y á su voluntad, y tomaras tú parte activa en ello, ó fueras inocente de esa infamia, te encontraste heredero de toda su fortuna, sin que el testador tuviese en cuenta en aquel testamento mi amistad, tan antigua como la tuya, ni mis servicios, tan grandes como los tuyos. Arrepentido el mismo, antes de morir, de su injusticia, y creyendo castigar á los que habían abusado de él, escribió la carta testamento, que no es otra cosa, que confió á otra persona para que la presentara en seguida en la notaría. ¿Qué persona fué esa, y cómo cometió la nueva infamia de no presentarla hasta tres largos años después de la muerte del testador? Esos son misterios que puede muy bien descubrir una información judicial, si llegara el caso de tener que entablarla. Pero el hecho existe, y todas las argucias del mundo no bastarán á destruirle. Yo ya he tomado mis informes, como era muy natural que lo hiciera quien como yo no está versado en cuestiones de derecho, y sé perfectamente, por los abogados á quienes he consultado, que toda la razón está de mi parte; que puedo impunemente apelar á un pleito, y aunque su tramitación fuera larga, recaería sentencia en mi favor. En este caso estamos, y por lo tanto creo que lo que exijo de ti es lo más razonable y lo más justo. Yo olvido el testamento primero, ofensa directa de Bernaregui; yo olvido que el testamento segundo ha estado oculto intencionadamente por espacio de cerca de cuatro años, detentando mis derechos y mi fortuna; yo olvido tu negligencia en darme posesión de ella y tu intención, como veo, de que yo tome lo que tú quieras darme á beneficio de inventario y en cualquiera forma; pero fuerte en mi derecho, reclamo todo lo que me corresponde; y lo que haré, en prenda de amistad y como recompensa á tu heroica acción de la otra noche, es aceptar los plazos que me propongas y en la forma que elijas, para reintegrarme de las cantidades que seas en deberme al hacer juntos la liquidación necesaria.

—La recompensa es tan sublime, que prueba lo meritorio de la acción. ¡Lástima grande que no hubieras estado la otra noche, como era tu deber, al frente de cuantos trabajaban para librar tu hacienda, y yo no hubiese llegado á tiempo para romper la válvula que salvó algunas vidas! Entonces la tuya hubiera concluído, sin tener jamás que avergonzarte de ella. ¿Era para todo esto para lo que exclamabas tan á menudo: «¡Si yo fuera rico!»? Rico eres ya, según parece; pero rico sin entrañas, rico sin creencias, rico sin generosidad, rico sin memoria, y lo que es peor, ¡rico sin alma! En tu hidrópico afán de contar tu dinero, de manosear tu fortuna, de gozar de tu herencia, calumnias á tu bienhechor, insultas al amigo de toda tu vida, ofendes á cuantas personas han intervenido en su última voluntad, reniegas de tu pasado, desconoces la razón, la justicia y el derecho y te revuelves airado contra las leyes divinas y humanas, contra la razón, contra todo lo que ataja tu insaciable apetito. Ya para ti no hay familia, porque la desconoces y la maltratas; ya para ti no hay amistad, porque reniegas de ella y la invocas sólo para tiranizarla y desconocerla; ya para ti no hay deberes de conciencia, porque tu egoísmo y avaricia acallan las voces de la propia y no quiere reconocer la santidad de la ajena. Mal padre, mal amigo, mal hombre y mal rico, en vez de consolar, de agradecer y de amar, calumnias, injurias, odias y maldices. ¡Miserable eres, y miserablemente acabarás!

Olvidándose de sus dolores y de las prescripciones médicas, Puig se había levantado del sillón donde estaba casi tendido, y pálido y conmovido, pero severo, frío y amenazador, accionaba con energía y daba á su voz entonación solemne y vigorosa.

Benito, absorto al principio, había recobrado su serena actitud, y con los ojos casi fuera de las órbitas, el semblante torvo y la boca convulsa escuchaba, rojo de indignación y de soberbia, las irritadas palabras de Puig.

Apenas concluyeron de sonar en sus oídos, sin tener en cuenta la situación excepcional en que su amigo se encontraba, sin reparar en que le daba hospitalidad en su propia casa, y un techo hospitalario es sagrado siempre, echando espuma por su boca y como si fuera á ser presa de una congestión, rojo como la grana y balbuciente, respondió, ó mejor dicho, gritó:

—¡Mientes, mientes una y mil veces! Vosotros sois los infames, los injustos, los calumniadores. Todos, todos los que me contradicen y me desobedecen y me injurian son los que muy pronto tendréis que responder ante la justicia humana primero y la divina después de vuestras palabras y vuestros actos. Yo he sido eliminado, robado, ultrajado por todos vosotros, y tú con tu fingida y traidora amistad, y mi familia con su exigente y desordenada conducta, y el notario con su culpable complicidad, y cuantos me rodean y cuantos me desafían, sufrirán las consecuencias de mi justa cólera. Para unos la cárcel, para otros el presidio, para todos la ruina y la miseria: ¡para mí solo la riqueza, el fausto, el dinero, la tranquilidad de espíritu y la felicidad sobre la tierra!

—Vete, Benito, vete, y no me obligues á que ahora mismo, sin reparar en nada, sin poder moverme, huya de tu casa para siempre y te castigue del modo más cruel que puedas imaginarte.

—Tu herida..., ¡farsa!; tu generosidad..., ¡mentira!; tu amenaza..., ¡risible y estúpida! ¡Vete, en buen hora, puesto que has desoído mis razones, y prepárate mañana á responder de tu conducta ante los tribunales!

—Abusas de mi estado y eres un miserable y un cobarde. Mañana, ni un día más tarde que mañana, te habré castigado como mereces.

Y pálido y sombrío, sin reparar ni recordar su herida, Puig se lanzó á la puerta para salir de la habitación. Sus fuerzas le engañaron; y mientras Benito huía por el corredor, y acudían á las voces Bernarda y Lucía, él, vencido por el dolor, cayó desplomado sobre el pavimento.

Levantado por las dos mujeres, fué preciso echarle en el lecho, y sólo á sus ruegos y á sus lágrimas cedió vencido, exigiéndolas que á la mañana siguiente viniera temprano un coche para conducirle á una fonda. Ni ellas se atrevieron á preguntarle lo ocurrido, ni él las dió explicación ninguna para calmar su ansiedad, aumentada con el tenaz silencio de Puig y sus quejidos por el dolor que le causaba la herida. Curáronle con esmero sumo, y cuando le vieron reposado y más tranquilo salieron de puntillas de la habitación. Benito había salido de la casa, casi huyendo de sí mismo.

Pocos momentos después contaba Lucía á Ramiro la llegada de Puig, su deseo de hablar con él, manifestado por éste, y el resultado de la entrevista de su padre con el enfermo, que había producido la crisis inexplicable en que el enfermo se encontraba.

Dos hombres modesta y limpiamente vestidos preguntaban por Puig en aquel momento. Eran el comerciante y su hijo, que traían el dinero y los libros depositados por el cajero en casa de aquéllos la noche del incendio. Ramiro se encargó de recibirlos, y juntos entregaron á Bernarda, delante de Lucía y del conserje, á quien llamaron como testigo, aquel dinero recibido sin documento alguno. No podían colocarle en la caja, porque Ramiro no tenía la llave y no quisieron molestar á Puig por su dolencia exacerbada.

Mientras, Benito andaba como un loco y casi corría hablando solo, gesticulando y llamando la atención de cuantos encontraba á su paso.

Triste, tristísima noche fué para todos la que siguió á aquel día de emociones y de disgustos. Lucía apenas quiso conceder á su amado Ramiro un cuarto de hora de amoroso coloquio, temiendo la repentina llegada de su padre. Bernarda, que seguía con decidido empeño su proyecto de abandonar para siempre la compañía de su hermano, excitada por la escena que había supuesto entre los dos amigos, pasó la mayor parte de la noche en colocar toda su ropa y sus efectos propios en dos baúles mundos, dejando desocupados los cajones de la cómoda.

Puig, aunque calmado ya de la excitación nerviosa que le obligó á decir frases que no hubiera querido pronunciar nunca, apenas pudo conciliar el sueño, revolviendo en su mente todo un plan de conducta que quería desarrollar con frialdad y calma al siguiente día; y el pobre Ramiro, sin darse exacta cuenta de lo que ocurría en aquella casa, centro antes de la paz y la concordia, se devanaba los cascos por adivinar misterios que no estaban de seguro al alcance de su inteligencia. Si aquella situación se prolongaba, hasta su mismo modesto presente se vería comprometido: ¿cómo no había de considerar expuesto su venturoso porvenir?

Las horas transcurrían, y Benito no había regresado á su casa, contra la costumbre de treinta años, antes de las doce. Cerca de la una era ya cuando llamó á la puerta de la calle, y sin hablar con nadie y sin responder á su hija que salió azorada á recibirle, penetró en su alcoba y se arrojó vestido sobre su cama.

Más horrible que para todos fué para él aquella noche, precursora inconsciente de su salvación y de su dicha.

XV. EL ESPEJO.—¡QUIERO SER POBRE!—CONCLUSIÓN

Dice con su incomparable talento el ilustre novelista gloria de la literatura española contemporánea José María de Pereda que no puede negarse que el medio ambiente, tan traído y llevado ahora por la gente de su oficio, influye mucho en la condición moral y hasta en el desarrollo físico de los caracteres y de las naturalezas; pero no es menos cierto que los hay de tal fibra que, con ambiente ó sin ambiente, echan impávidos por la calle de en medio, y por ella siguen sin torcerse ni extraviarse, aunque los ladren canes y los tiren vestiglos de la ropa.

Prueba certísima de la exactitud de esta reflexión fué en esta nuestra verídica historia el cambio brusco total y absoluto acaecido en el carácter, costumbres é idiosincrasia del bonísimo Benito. No bastó el medio ambiente en que vivió cuarenta años, ni lo pacífico y sencillo de sus gustos, ni la humildad de sus modestas aspiraciones para que perseverara en la práctica de sus virtudes, si así pueden llamarse las condiciones negativas de un carácter para pensar el mal á sabiendas y llevarle á cabo con premeditación y alevosía. Benito se había tenido siempre por bueno, y por tal le habían juzgado cuantos le conocían durante los cuarenta años que vivió como dependiente de su principal y como principal de los otros dependientes. Tolerante con los holgazanes y los viciosos, protector de los quejosos en todos terrenos con razón ó sin ella; siempre dispuesto á pedir favores para otros, exagerando la imposibilidad en su posición de hacerlos por sí mismo; amable hasta la llaneza con los inferiores, sumiso hasta la servidumbre con su superior jerárquico, alcanzó fama universal de hombre de bien, de débil, de manso, de infeliz.

Jamás se atrevió á contradecir los gustos y preferencias de su hija, ni mucho menos á luchar con los caprichos y órdenes de su hermana Bernarda, á quien siempre consultó como á un oráculo y respetó como á un jefe. Falto por completo de iniciativa, lo mismo en los asuntos de la casa de comercio que en los de su hogar, jamás interpretó el espíritu de las leyes humanas ni divinas: atúvose á la letra, y en su fiel y completa observancia creyó que estaban vinculados el deber y la obligación del hombre honrado. Parecíase á esos militares subalternos modelos, capaces de morir defendiendo el puesto que se les confía, pero incapaces de dirigir con acierto cualquier operación estratégica encomendada á su dirección. Pertenecía, pues, por derecho propio y sin duda por ley de nacimiento á esa serie de hombres destinados á obedecer é inútiles para mandar; ejemplares preciosos y correctos en el primer caso, y detestables en el segundo. Como el caballo de carga ó acarreo, robusto, fuerte, incansable en su servicio, dócil á la voz, que se viese destinado, sin preparación ni condiciones, á disputar un premio de velocidad en la brillante carrera de un hipódromo, así el bueno de Benito se había visto elevado desde la mansedumbre pacífica de su medianía á la voluntariosa iniciativa del mando, y en vez de afirmarse en aquella altura, había caído despeñado al abismo de la nulidad y de la impotencia, no sólo á sus propios ojos, sino coram pópulo.

Pero la indomable vanidad humana, rémora verdadera de todo sentimiento racional, le ponía una venda en los ojos, cada día más tupida, para impedirle ver el desastre de su propia derrota, y por ella achacaba á errores y faltas ajenas lo que debía tratar de enmendar en sus actos y en sus ideas. Altiveces desacostumbradas en su carácter, deficiencias de su criterio empeoraban su estado moral y aturdían su inteligencia, antes perezosa, pero sensata, y hoy activa, pero disparatada.

¡Horrible noche la que siguió al día de los últimos acontecimientos, y más horrible amanecer! Pálido, demacrado, lanzóse del lecho á los primeros rayos del nuevo sol, y como si sólo hubiese esperado una ráfaga de luz para librarse de las horrendas tinieblas de su espíritu agitado, salió de su alcoba y se encaminó con paso vacilante y receloso á las habitaciones de su familia. El espectáculo que presenció le heló la sangre en las venas por breve espacio y le hizo con la rapidez de una reacción congestiva afluir á su rostro aquella sangre en negros borbotones. Su hermana cerraba sus baúles con ayuda de su hija y el gabinete parecía desmantelado. Cuantos objetos de adorno ó de tocador publicaban el sexo de sus dueños habían desaparecido. Trajes, telas, ropas, cuadritos preferidos de devoción ó de arte, éstos en cortísimo y no muy escogido número, estaban ya guardados en los mundos para ser transportados inmediatamente lejos de su acostumbrado sitio, y sólo quedaban en aquellas habitaciones los muebles más viejos que antiguos en completo desorden y cubiertos de polvo desacostumbrado. Papeles rotos por el suelo, algunas prendas en desuso y distintos paquetes que habían de llevarse á la mano, daban á la casa el triste aspecto de vivienda que va á ser en el acto abandonada, pregonando una desgracia repentina ó la muerte de un ser querido. Tendió los ojos Benito por aquel desastroso aparato, y sorprendiendo á las que lo causaban en su apresurada faena á aquella hora intempestiva, no hizo más que una rápida pregunta:

—¿Qué es esto?

Lucía bajó los ojos, aún encendidos por el llanto vertido aquella noche, y no se atrevió á responderle; pero Bernarda, procurando dar á su contestación el tono más natural y sencillo, le dijo, casi sin mirarle:

—Dejarte en libertad y obedecerte. Tu hija y yo nos vamos para no presenciar los horrores de tu continuo enojo y las consecuencias de tu carácter. Ya tengo arreglados mis asuntos, elegida la honrada casa donde hemos de vivir, y ya sabrás de nosotras diariamente para que nos dictes tus órdenes desde lejos, ya que no puedes sufrirnos de cerca.

En aquel momento la vela que aún ardía expirante en su candelero, y que manifestaba haber ardido toda la noche para alumbrar el trasiego de la mudanza, arrojó su última llamarada. Hacia aquel objeto indiferente y trivial lanzó su mirada Benito, y devorando su enojo, respondió á su hermana, sin mirarla:

—¡Bien hecho! ¡Cuanto antes mejor!

Lucía rompió á llorar, y sus sollozos en vez de templar la cólera de su padre, la enardecieron y la excitaron.

—¡Fuera lágrimas ridículas! ¡Fuera desobediencias hipócritas! ¡Yo, y sólo yo! ¡Yo soy el amo, yo el jefe, yo el rey, yo el Dios! ¡Lejos de mí todo lo que me ofenda, me desobedezca, me injurie, ó me resista!

Vió sobre la cómoda de Bernarda los sacos de oro y los fajos de billetes que habían dejado la tarde anterior el comerciante amigo de Puig y su hijo, y cogiéndolos con ambos brazos, y sin dirigir más palabra á las afligidas mujeres, se dirigió con ellos al escritorio y corrió por dentro el pestillo de la puerta. Estaba completamente solo en aquella habitación grande y aun no del todo alumbrada con la luz del nuevo día. Abrió con mano trémula el arca de valores, y con agitación nerviosa vertió en ella los talegos que había llevado hasta la mesa grande. Rodaron las monedas de oro por el mostrador de la caja en desordenado arroyo, formando grupos irregulares y produciendo el sonido sui géneris que no puede confundirse con ningún otro.

Desencajado, lívido, con el cabello en desorden, las manos crispadas y la mirada más aterrada que terrorífica, cayó Benito sobre aquel montón del áureo metal como el tigre sobre su presa, como el avaro sobre su tesoro. Jamás hasta aquel momento habían producido en él efecto tan extraño la vista y el ruido del oro. Mil veces había traído sobre sus hombros, desde otra casa de comercio á la de Bernaregui, mayores cantidades que las de aquel día: en los tres años que desempeñó con Puig el empleo de cajero, muchas noches había hecho los balances, pudiendo contar y recontar con tranquila serenidad mayores sumas, y jamás hasta aquel momento le había parecido que las monedas y los billetes de Banco formaran parte de su ser y sangre de su sangre.

Contaba muchas veces la misma cantidad, y la colocaba apilada en la caja: deshacía los fajos de billetes, los examinaba, los contaba también y los colocaba sobre las pilas de oro, y todo esto con nerviosa inquietud, con placer, con recelosas miradas, pronunciando frases entrecortadas, entre las que se oían las siguientes:

—¡Así lo quieren todos! ¡Sea! Ya me explico su rebeldía, sus protestas... Desde que soy rico, todos desean mi ruina..., todos quieren robarme. ¡Mundo cruel, egoísta, injusto!... ¡Cuantos me querían, hoy se conjuran para dejarme solo!... ¡Mejor! ¡Tanto mejor! ¡Qué á gusto voy á quedarme sin ellos! ¡Haré todo cuanto me convenga y nadie se opondrá á mis deseos! ¡No seré amigo de nadie, ni hermano, ni padre! ¡Seré rico y nada más que rico, y feliz y millonario!

Y á cada palabra que en su soñar despierto pronunciaban sus trémulos labios, hundía sus manos calenturientas en los montones de monedas, que rodaban, se apilaban, se sobreponían unas á otras y llenaban extendidas la mesa mostrador y las planchas de hierro del arca de caudales.

De repente y como si un ruido inusitado le hubiese sacado de su abstracción, alzó la cabeza y giró en derredor suyo una mirada inquieta y recelosa. Por primera vez en su vida le vino de repente á la imaginación la idea de ser robado, y á pesar de haber corrido él mismo el pasador de la puerta de entrada, la examinó de nuevo, así como las maderas de los balcones y las mamparas de su despacho. No satisfecho con aquella rápida, pero minuciosa revista domiciliaria, abrió la mampara y penetró en la pequeña habitación, que, como hemos dicho otras veces, servía de despacho particular al principal de la casa.

Allí, entre aquellas cuatro paredes, había vivido años y años su amigo Bernaregui, dirigiendo sus negocios, calculando sus operaciones comerciales, inspeccionando los trabajos de la fábrica, protegiendo á unos, premiando los afanes de otros, y siendo el alma de aquella casa que por él se elevó á gran altura y para él fué ocupación constante y trabajo cotidiano y alegría y distracción continuas. En aquel sillón, que nadie ocupaba en aquel momento, le había visto meses y años, con su afable sonrisa, su dulce palabra, su confiado gesto, hablarle cariñoso y ordenarle benévolo.

Surgió de pronto aquella sombra evocada por su conciencia, y le pareció que Bernaregui vivo le contemplaba airado desde su asiento. Dió dos pasos hacia adelante para cerciorarse de si estaba bien despierto, y apartó de su frente, no el cabello que sudoroso y frío casi le cubría los ojos, sino la idea que tenaz y sombría se enseñoreaba cada vez más de aquel cerebro enfermo y extraviado.

Á la imagen de Bernaregui reemplazó en el acto la de Puig, que también había ocupado aquel asiento durante cuatro años; pero esta imagen aún era más triste y su mirada más iracunda y más enojada.

—¿Qué me quieres, y por qué estás á estas horas en mi despacho? Ese sitio no es ya tuyo, sino mío: pertenece al principal de la casa, y yo lo soy únicamente; no tú que ya no eres el heredero de nuestro amigo, ni más que mi dependiente. ¡Levántate, sal de aquí y espera mis órdenes!

Y con la mano levantada y el ademán enérgico avanzó resuelto hacia el sillón vacío, con intención sin duda de unir la acción á la palabra y arrancar por la fuerza de su sitio á aquel incómodo huésped, tirano de su reposo y verdugo de su dicha.

Á la mitad del breve camino que le separaba de aquella fatídica visión, de aquel fantasma irritado, le detuvo un ruido seco y prolongado que partía de la calle. Rápido como el pensamiento se dirigió al balcón, y abriendo las vidrieras, una bocanada de aire fresco y benéfico que entró por ellas refrescó sus sienes y disipó las sombras de su espíritu. En cambio lo que vió le hizo estremecer. Era un coche, destinado sin duda á llevarse de aquella casa, que era la suya, á su hermana y á su hija, tal vez para siempre, huyendo de su lado, escapándose de la desdicha de tener que obedecerle y sufrirle. En el mismo instante que contemplaba absorto el carruaje, otro coche, viniendo por distinta dirección, se paró también en la puerta de la fábrica. Salieron de él dos hombres, en quienes Benito reconoció al comerciante y su hijo amigos de Puig, que sin duda venían á buscarle para llevársele á su casa.

Retrocedió Benito del balcón, pálido como un muerto, y dando rienda suelta á su furor, y no presa ya de fantasmas ni visiones, sino en el pleno uso de sus facultades, prorrumpió en frases de ira y en ademanes amenazadores.

—¡Todos! ¡Todos fuera de aquí! ¡Yo los despido, yo los arrojo de mi lado! ¡La casa es mía! ¡Mío el oro! ¡Mía la fortuna!

En aquel instante se retrató su imagen en un espejo colocado frente al sillón vacío sobre una mesita llena de papeles y retratos fotográficos. Verse Benito retratado en el cristal y retroceder aterrado fué obra de un segundo.

—¡Dios mío! ¿Yo?..., ¿soy yo ese hombre? ¿Ese cadáver abortado en mal hora de su propia tumba?

Y se miraba con avidez, y se contemplaba absorto.

—¡Yo!... ¿Es ese mi semblante siempre risueño y apacible? ¿Es esta mi frente sin arrugas, mis labios sin ceño? ¡Esto es un sueño horrible ó una realidad más horrible que el mismo sueño! ¡Solo! ¡Estoy solo! ¡Antes todos me querían, me buscaban, y hoy..., hoy..., todos huyen de mí... y se alejan y me dejan morir como un perro!... ¡No quiero! ¡No puede ser!

Y dió varios pasos, y salió del despacho, y cruzó el escritorio, y descorriendo el pestillo de la puerta, hiriéndose en la mano, gritó desde el umbral:

—¡Socorro, socorro! ¡Á mí! ¡Yo me muero! ¡Favor!...

Y cayó exánime y sin aliento en el mismo sitio.

Sus gritos habían sido tan estridentes, tan terribles, que aún duraba el eco de aquel sonido aterrador, cuando apareció por el corredor un mozo de la fábrica. Corrió á ver quién era aquel hombre que gritaba de aquel modo, y al reconocerle salió gritando más que el mismo Benito.

—¡Socorro! ¡El amo se muere! ¡Aquí todos!...

Pasó algún tiempo antes de que acudieran á sus voces; pero el criado se dirigió á las habitaciones del principal, de donde salían ya, precedidas de sus baúles mundos, Lucía y Bernarda, y que en cuanto supieron de lo que se trataba, corrieron solícitas y sobresaltadas al escritorio. Por su puerta pasaba en aquel momento Puig, apoyado en los brazos de sus dos amigos, y los tres se detuvieron aturdidos ante el triste espectáculo que se presentaba á sus ojos.

Lucía, la hermosa Lucía, abrazaba á su padre y le besaba con todas las fuerzas de su alma, inundado su bello rostro por un mar de lágrimas, mientras Bernarda gritaba y pedía socorro con estridentes chillidos.

No tardó en acudir una criada con un vaso de agua y algunos hombres con botellas de vino, vinagre y aguardiente, según sus gustos y la opinión de cada uno acerca del líquido conveniente para devolver el aliento á un padre desmayado; y en los brazos de Lucía y después de suspirar como un moribundo, abrió Benito los ojos, y al reconocer á los que le asistían y al verse rodeado de rostros antes tan queridos y momentáneamente para él tan odiados, dijo:

—¡Ah! ¡Ya sé lo que es..., amigos míos, queridos seres de mi alma! Ya sé la enfermedad que padezco.

—Vamos, vamos, déjate ahora de reflexiones y ven á la cama; nosotras te llevaremos—dijo doña Bernarda con el acento de mando que antes usaba para tratar con su hermano.

—Sí, papá..., no hables ahora; dame un beso y vente conmigo.

—Un beso, no; ¡mil, cien mil, vida mía!—dijo el pobre anciano, comiéndose á besos el hechicero rostro de su hija, que lloraba cada vez más, sonriendo ahora de placer y de dicha, mirando sin cesar á su padre.

—¡Dejadme, dejadme!—decía Benito, sin querer moverse de aquel sitio, donde ya estaba de pie, gracias á los esfuerzos de los varios obreros que le rodeaban.—Aquí, aquí mismo, delante de todo el mundo, y á gritos, como los que he dado para que me socorráis, he de decirlo todo. ¡Ya sé lo que tenía, lo que me hacía infeliz, lo que me quitaba el sueño y la felicidad!

—¡Vamos á ver! ¿Qué era, pobre tonto?—le preguntó riéndose Puig.

—¡El dinero! Ese maldito dinero que está aún rodando por la mesa y por la caja, sin que nadie se cuide de esconderle. Yo viví siempre en la modesta medianía, casi en la pobreza. ¡Yo anhelé, yo pedí siempre á Dios la dicha de poseerle; y en cuanto le he visto caer á espuertas en mi bolsillo, se me ha subido á la cabeza y le tenía aquí!..., y aquí me asesinaba..., y aquí me volvía loco...

Y el pobre hombre se golpeaba la frente con sus puños cerrados.

—Y no sirve que yo quiera y que yo procure y hasta prometa enmendarme. Si continúo teniéndole, volveré más tarde ó más temprano á caer en la misma locura y en idénticas aberraciones; y llegaré á aborreceros á vosotros, á quien quiero con todo mi corazón; y no seré el buen Benito que siempre he sido, sino un miserable avaro, un estúpido vanidoso, un amo cruel y un demente furioso á quien será preciso matar á palos, ó encerrar en una casa de orates, para verse libre de sus infamias. ¡Afuera de mí semejante peligro! ¡Yo no quiero oro ni fortuna! ¡Yo no quiero perder mi razón y mi calma y mi dicha, y mi alma después de mi cuerpo! ¡No, Juan mío! ¡Yo no sé ni quiero ser rico! ¡Todo es tuyo! ¡Te lo devuelvo! ¡Líbrame de ese peso y de ese castigo! ¡Quiero ser pobre! ¡Quiero ser pobre!

Y con un afán cada vez más creciente abrazaba á Puig, que sonriendo y sin responderle palabra, le indicaba con un gesto negativo que no pensaba en acceder á lo que le pedía. Lucía y Bernarda procuraban tranquilizarle y le rogaban que dejara entonces de ocuparse en nada, más que en recogerse y buscar en el lecho el descanso necesario, después de haber sufrido aquel ataque nervioso; pero Benito, cada vez más aferrado á su idea, continuaba en alta voz, asombrando á los obreros y al comerciante y su hijo, que le escuchaban sin comprender bien la causa de aquella escena:

—Ya no os movéis de mi lado ni poco ni mucho; ya no os dejo un instante de libertad, y si me amas, Juan mío; si me perdonas todo lo que te he hecho sufrir, y si olvidas mi injusticia, mi desvío y mi ingratitud, y no quieres empujarme á la desesperación y quizá al suicidio, recobra esa maldecida herencia que detesto, y déjame otra vez, no con cinco mil pesetas de sueldo, sino con tres mil como he tenido durante más de veinte años, y que es todo lo más que yo merezco y que sabrá administrar mi hermana, pues yo te juro no volver á tener en mi poder ni veinticinco pesetas.

—¡Bueno, bueno! Ya hablarás de eso más tarde; ven ahora á tu cuarto.

—No me muevo de aquí sin ultimar ese asunto. Yo hasta hace un mes he sido, no un pozo de ciencia, ni un modelo de virtud y de nobles cualidades, pero sí un hombre sensato; y hoy, ya lo ves, soy un mentecato y un ser intratable, y me desprecio á mí mismo y me abomino y me execro. El oro, la fortuna, que yo creía una felicidad y que yo deseaba continuamente para hacer el bien de mis semejantes, sólo me ha servido para hacer vuestra desdicha y la mía, y me ha convertido á mí, pobre hombre sencillo y modesto, en una fiera insaciable. Líbrame de ese peso, Juan mío, ó mañana mismo hago donación completa de esa fortuna al hospital, y para curarme de esta enfermedad horrorosa me voy á morir en él de limosna.

—¡Bueno, bueno, lo que quieras..., ahora lo arreglaremos todo!—le contestó Puig.

Y dirigiéndose á las habitaciones de Benito, del brazo de los que le conducían, logró que aquél abandonara la puerta del escritorio, que Bernarda cerró con llave, siguiendo á su hermano que andaba despacio abrazando á su hija.

Y penetraron en su cuarto, y colocaron á Puig en una butaca.

Los que le habían conducido y los obreros fueron despedidos en el acto por Bernarda, que había tomado por las señas la dirección antigua de su casa, y quedaron solos los cuatro.

—Lo primero que hay que hacer, si quieres que me tranquilice y que podamos seguir hablando en paz y en gracia de Dios, es despedir esos dos coches, pagándoles generosamente su frustrada carrera—dijo Benito á su hermana:—de aquí no se va nadie nunca, ni mi hija cuando se case. Yo no quiero estar ni un minuto separado de todos vosotros.

—Concedido, y déle usted gusto, señora, siquiera por esta vez—respondió Puig sonriendo.

—Por esta vez y por todas se le daré, si gracias á la misericordia de Dios le veo tan razonable como lo ha sido siempre.

Y llamando á la doméstica, le dió dinero y el recado que había de dar á los cocheros.

—Y sigo con mi tema, y de ella no me saca ni vuestro cariño ni vuestro perdón.

—¿Conque es decir, Benito amigo, que confiesas?...

—Confieso en voz alta y de ahora para siempre, que tú eras un amo ejemplar, bueno, inteligente y cariñoso, y todos nosotros unos bolonios que ni lo conocíamos ni lo apreciábamos. Confieso que yo he desempeñado mi oficio de rico, en el breve tiempo que lo he ejercido, de un modo deplorable.

—¡Papá, no se puede hacer peor!

—¿Ves? Cuando mi hija lo dice... Nada, nada; yo no sé ser rico, y por lo tanto no quiero hacer más el oso, ni morirme en cuatro días, ni mataros á todos á disgustos: dime ahora mismo lo que vamos á hacer con esa herencia; y si no me lo dices tú, te lo diré yo, que en este momento acaba de ocurrírseme.

—Veamos cuál es esa ocurrencia, y quiera Dios que no sea tan disparatada como las anteriores—dijo sonriendo Puig y atrayendo á Lucía á su lado.

—Aquí tenéis la carta última de mi amigo Bernaregui, su memoria testamentaria, como la llamaba Ortiz de Llauder—dijo Benito, sacando de su cartera el pliego que le entregó el notario.—En virtud de esta carta, Puig creyó cumplir con un deber de conciencia haciéndome donación de toda su fortuna, y yo la acepté gustoso, porque al obedecer esta extraña voluntad del testador, me figuré que iba á hacer maravillas. Ya veis las que he hecho y las que el diablo me sugeriría aún, si yo le diera ocasión para ello. Cuando yo era joven vi una tarde un drama que se titulaba Adriana; y en él, un señor viejo como yo, y que lo hacía muy bien por cierto, decía, al concluir un acto:


Las puertas del harén se cierren,
y todo vuelva á su primer estado.
 

Así hago y digo yo, amigos míos: esta carta no existe ni ha existido nunca, y todo vuelve á su primer estado.

Y uniendo la acción á la palabra, y antes que ninguno de los presentes pudiese impedirlo, hizo mil pedazos la carta de Bernaregui, y tiró por el aire, loco de alegría, como antes lo había estado de pena, aquellos mil fragmentos de sus verdaderos títulos de propiedad. Bernarda dió un grito, y quiso recogerlos: Lucía ni se movió siquiera, entre admirada y gozosa; sólo Puig, extendiendo los brazos para que en ellos se precipitase Benito, respondió á todos:

—Ahora sí que te reconozco y te quiero. Eres el mismo hombre de bien de siempre, y aunque has tardado en hacerlo, al fin lo has hecho espontáneamente y como yo lo había esperado un mes en vano. Sólo siento todo lo que has sufrido en esos días y lo que nos has hecho sufrir á todos. Pero para tranquilizar por completo, no á ti, que ya estás bien tranquilo y bien contento, sino á tu hija y á tu hermana sobre todo, quiero que ahora mismo sepas toda la verdad de este extraño asunto.

Y metiendo su mano derecha en el bolsillo del pecho de su gabán, sacó su cartera grande de comerciante y de ella un pliego muy parecido en su forma al que Benito acababa de hacer añicos.

—¿Qué me quieres decir?

—Toma y lee en voz alta ese documento. Él te explicará mejor y más pronto que yo pudiera hacerlo todo lo que aún no acababas de comprender y yo no había de decirte nunca, si hubieras sido como tú mismo creías, pero que hoy es indispensable que conozcas para bien de todos.

—Letra de Bernaregui también—dijo sorprendido Benito al desdoblarle.

—Léele en voz alta y despacio para que nos enteremos todos.

Acercó Benito su silla á la butaca donde estaba sentado Puig: Lucía se sentó en uno de los brazos de ésta, y Bernarda comenzó á leer en voz baja y para sí lo mismo que Benito leyó en voz alta. La carta decía lo siguiente:


«Accediendo á tus reiteradas instancias, querido amigo y casi hermano mío, he escrito ayer la carta que me pediste declarando heredero de mis bienes á nuestro común amigo Benito, después de haber hecho anteayer testamento formal y legal á tu favor. Tú te obstinas en creer que tal vez al verte rico no sabrás hacer de mi caudal el buen uso que yo espero, y que cayendo en las redes de la avaricia ó en las más terribles de la ingratitud, no seguirás el ejemplo de honradez y de justicia que yo he procurado daros durante mi vida. Tal temor, Juan mío, es infundado. Yo te conozco y te quiero, y porque te conozco y hago justicia á tu buen corazón y cristianos y puros sentimientos, creo en conciencia que mereces ser mi heredero. Pero en fin, por si ambos nos equivocamos y tanto puede el oro, que sea capaz de hacer de ti un hombre indigno de pronto de poseerle, he escrito la carta que me pediste y que mi notario Ortiz de Llauder tendrá en su poder hasta el día en que tú mismo le ordenes que la haga llegar á manos de Benito. Y como puede suceder, porque todo es posible entre los hombres en este miserable mundo, que una vez entregada esa carta, Benito sea el dueño de mis riquezas, y las emplee mal, ó se porte contigo indignamente, te escribo hoy esta, que será ya la última, para explicarle todo lo ocurrido y para que sepa que siempre fué mi única idea dejarte á ti por mi universal heredero, como consta en el único testamento que tengo hecho á tu favor con todas las circunstancias legales. Pocos días me restan ya de vida, amigos míos, y hoy que por última vez me ocupo de estas miserias de la tierra, abocado ya á presenciar las venturas de otro mundo mejor, sólo os encargo que si algún día llegáis á leer juntos esta carta, sea ella prenda sagrada de vuestra amistad eterna; y si por desdicha y por culpa de alguno de vosotros dos, sea el que sea, vuestra amistad se hubiera entibiado, y los lazos de afecto que siempre os unieron se hallasen rotos ó próximos á romperse, los reanudéis en memoria mía, y juntos y en perfecta armonía viváis luengos años, hasta que el último que me sobreviva rece por los dos que le hayan precedido en este trance de la muerte en que yo me veo, y desde el que os envía su postrer abrazo y su eterna bendición—Joaquín Bernaregui.»
 

Lágrimas de ternura, silenciosas y suaves, corrieron por las mejillas de Benito al leer la carta, y arrojándose en los brazos de Puig, juntos rezaron en memoria de Bernaregui por breves momentos.

Lucía abrazaba conmovida á Bernarda, y hasta la rígida y desabrida matrona pugnaba por ocultar la emoción que la embargaba.

—¿Conque eres tú quien hizo escribir á Bernaregui la carta que me entregó el notario? ¿Y tú me cedías tu fortuna espontáneamente?

—No hablemos ya jamás de este asunto, Benito. La herencia es de los dos. Yo la administraré, porque creo tener carácter más á propósito para ello; pero todo lo que hay aquí y lo que pueda haber en adelante es tanto tuyo como mío.

—Entiéndete con mi hija para dotarla y casarla cuando tú quieras y cuando llegue el caso, y con tu ama de llaves para todo lo que pertenezca á los gastos de la casa. Yo soy y seré siempre el cajero de la casa de Bernaregui.

En aquel momento se abrió la puerta de la habitación y entró jadeante y cariacontecido Ramirito, á quien ya habían contado algunos obreros el desmayo de Benito.

—¡Adelante, adelante, buen mozo!—dijo Puig sonriendo.—No ha sido nada; todos estamos buenos y restablecidos, excepto yo, al que aún dará que hacer algunos días esta pata-folica; pero agradecemos sus cuidados y le convidamos á almorzar, no para hoy, que está todo revuelto y mangas por hombro, sino para el domingo próximo. En la mesa señalaremos el día de la boda, que será, si no me engaño, el de la reapertura de la fábrica.

—¡Así sea!—gritó Rispall, que apareció con el plumero en la mano.


Publicado el 15 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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