La Odisea de Juan Romero

Manel Martin's


Novela



En muchas ocasiones he escuchado la frase:
Los caminos del señor son infinitos.
Yo añadiría, pero según para quien.

Prologo

En abril de mil novecientos treinta y seis fue planeado definitivamente el golpe de estado en España, por los generales pertenecientes a la UME. El golpe se llevó a cabo el dieciocho de julio. El noroeste de la península se unió rápidamente a los golpistas mientras por el sur Huelva Cádiz y parte de la provincia de Sevilla sufrieron el desembarco de las tropas de África y pronto pasaron al dominio de los rebeldes, desde allí iniciaron la conquista del oeste de la península para unir los dos frentes, Zafra, Mérida, Badajoz y Talavera de la Reina entre otros, sufrieron la barbarie de las tropas africanas mandadas por el comandante Castejón y por el coronel Yagüe, más conocido como “el carnicero de Badajoz”. Nueve meses más tarde añadieron a su dominio Córdoba, la parte no conquistada de la provincia de Sevilla y Málaga.

Cuando existe un conflicto armado, aquellas personas más atrevidas o ciegas con menos personalidad para decidir por sí mismos o con unas ideas fijas en su interior, aunque no lo reconozcan o les cueste reconocerlo se convierten en “dictadores o lacayos de otros” son los primeros que toman las armas para defender sus ideas, o las de aquellos en quienes creen ciegamente, incluso a costa de la vida de los demás, lo cual les convierte también en verdugos. ¿Cómo podemos saber quién es dictador y quién no? Es muy sencillo y tenemos muchas muestras de ellos; quienes no admiten ni consienten y por lo tanto no toleran, que puedan coexistir otras personas que piensen de modo distinto a ellos, como tener otro dios, otra forma de gobierno u otras normas de convivencia, diferentes a las suyas. La historia está llena de ejemplos de dictadores y los seguimos teniendo, por los ciegos sin personalidad que creen todo cuanto les dicen.

Pero no es la conciencia de los demás lo que nos ocupa, aunque es necesaria esta aclaración para entender los desmanes que sucedieron, en la guerra civil española por uno y otro bando; si ponemos el ejemplo de Badajoz también podríamos poner el de Paracuellos y otros muchos, los cuales no vienen a cuento en esta historia.

La historia que les voy a narrar sucedió en parte como consecuencia de los tiempos que corrían y la mala gestión de los políticos anteriores al golpe de estado. Resultado del fracaso de la república (aunque no considero que la monarquía lo mejorase), los cuales no hicieron nada positivo o necesario para sacar de la miseria al pueblo español. Aquellos políticos que solo se proponen mandar a cualquier precio y van al congreso solo a insultar o acosar con el resto de diputados no tienen tiempo de pensar en el pueblo solo en sus contrincantes, eso ocurría con la republica y ocurre ahora. Llegados a este punto debo denunciar, que aunque en tiempos de los romanos ya sabíamos construir grandes edificios y que posteriormente a lo largo de los siglos se realizaron y construyeron grandes obras como catedrales y palacios; en pleno siglo veinte, todavía habían en el país muchas familias que vivían en chozas o cabañas y con escasos recursos para dar de comer o vestir a los hijos (basta con ver las películas anteriores a la guerra o de posguerra, o las de Joselito, son una muestra). En fin mejor que lean el relato y decidan por ustedes mismos.


El autor.

La niñez

Juan regresaba a su cabaña acompañando a su padre, ambos habían estado cazando conejos en la sierra. Con tan solo cinco años solía acompañar a su padre mientras aprendía a cazar, poniendo trampas para aves y lazos para conejos. Durante gran parte del año era la mayor parte de su comida junto con algunos huevos y leche.

Su padre solo podía trabajar para el señor Angel, en la siega del trigo o en la recolección de la aceituna. Vivían en terrenos de la hacienda y los pueblos quedaban muy alejados (al menos para ir a pie o en asno). Anteriormente su padre cuidaba toros de lidia, pero un accidente con un toro lo dejó cojo; a partir de ese día se hizo cargo de las ovejas del señor Angel y este le permitió construir una choza junto al río en la zona que lindaba con el bosque, pero con la obligación de cuidar el ganado y llevarle todos los días, leche fresca para el desayuno, el trato incluía matarle algún cordero cuando este lo creyera conveniente.

Su madre se ocupaba de los corderos en ausencia de su padre y los sacaba a pastar en un prado cercano. Con estas perspectivas y teniendo en cuenta que el pueblo más próximo estaba a más de dos horas de camino. Su madre era quien se ocupaba de la educación del pequeño Juan, cuando su padre no necesitaba su ayuda.

Un buen día al llegar Juan a su casa con su padre, no vio a su madre en el prado, solo el perro cuidaba de las ovejas; su padre le dijo a Juan que se hiciera cargo de las ovejas mientras el corría hacia su casa, Juan obedeció y llevó los animales al redil ayudado por Perro (el perro). Este era el único amigo que conocía Juan y con el que jugaba, corría por el prado o se dejaba rodar por la ladera de la pequeña colina que lindaba con el prado, ambos habían crecido juntos, pues su padre lo trajo de cachorro cuando Juan todavía no había cumplido los dos años.

Juan después de recoger el rebaño cerró los troncos que formaban la puerta del redil y se dirigió a la choza, en la puerta escuchó por primera vez el llanto de un recién nacido. Su madre acababa de dar a luz una hermosa niña. Juan se quedó mirando a su hermana recién nacida y tan pequeña, sin atreverse a decir nada ni tocarla, solo pensaba que tenía una hermana y no sabía muy bien con la llegada de la pequeña en que cambiaría su vida; su madre parecía dormida y su padre calentaba leche en la chimenea.

A partir de ese día todo cambió para Juan, había adquirido la obligación de cuidar de las ovejas, su madre bastante tenía con cuidar de la pequeña. Pasaron los días y su madre cada vez estaba más débil, su salud no era muy buena e iba empeorando con el tiempo; apenas tenía fuerzas para cuidar de la casa y hacer la comida, aunque no quería descuidar la educación de Juan. Un día cuando Juan tenía ocho años y su hermana tres recién cumplidos, su padre llegó lleno de magulladuras, estuvo unos días sin apenas poder respirar debía tener algunas costillas rotas, pues casi no podía moverse y el dolor era intenso cuando aspiraba con fuerza; durante esos días Juan se hizo cargo de llevar la leche por la mañana a la hacienda del señor Angel a dos kilómetros de la choza. Cargaba la leche en el asno y tardaba entre hora y media y dos horas en regresar, a continuación sacaba las ovejas a pastar, las acercaba al bosque y mientras ellas pastaban ponía trampas. Su padre vio que si cazaba un día no volvía a poner trampas hasta que la carne se terminaba como solía hacer el.

El padre habló con el chico.

—Juan me gusta que nos ayudes, ya te estás convirtiendo en un hombre, pero debes alejarte de los alrededores de la hacienda y sobre todo de la carbonera, pues allí es donde va a cazar el señor y el encargado de la finca José Tejada con sus amigos.

—¿Son ellos quienes te han hecho daño?— preguntó Juan.

—¡No! no veras, me caí por un ribazo. Tu sigue llevando la leche y no hagas comentarios ni preguntas ¿me entiendes? ¡Tu callado!, pronto podré ir yo, mientras tanto quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti.

Su padre lo besó y lo apoyó en su dolorido pecho. Juan por su parte había comprendido el mensaje, aunque no entendía mucho la efusividad de su padre, pocas veces recordaba que lo hubiera besado y apretado contra su pecho como ahora había hecho.

Tres semanas más tarde su padre se atrevió a subir al asno y llevó el mismo la leche al cortijo. Mientras su padre mejoraba su madre empeoraba día a día, hasta quedar en la cama sin aliento ni fuerzas para levantarse. Al segundo día de estar postrada, en cuanto se fue su marido llamó a su hijo.

—¡Juanito! (A la madre le queda poco tiempo de vida e intuía su fatal desenlace) escucha con atención lo que te voy a decir; pronto te quedarás solo con tu padre y la pequeña María, cuídala hasta que crezca y se haga mayor. La mama pronto os dejará.

—¡No! Mama no quiero que me dejes.

—Mira Juanito a todos nos llega la hora y la mía está cerca, pronto me reuniré con mi madre y mi padre, dentro de muchos años tú te reunirás conmigo, pero no tengas prisa ni miedo la vida es natural, lucha por vivir y cuida de tu hermana y de tu padre, ahora escúchame con atención, mira dentro de la caja de madera que hay sobre el armario y trae los papeles que hay dentro.

Juan obedeció y cogiendo la caja la bajó del armario y la abrió, sacó los papeles de su interior y se los dio a su madre; esta los fue sacando y le fue explicando.

—Aquí tienes el libro de familia “aquí estamos todos” y en estos papeles veras que te e hecho un mapa con los pueblos que tienes que pasar para ir a Mérida, si un día te encuentras solo, allí vive mi hermana Rosa, su marido es herrero y preguntando a la gente los podrías encontrar. Para ir allí primero deberías ir a Manquilla y de allí dirección Azuaga, antes de llegar tomarás la carretera de Jerena como te pone en el plano, seguirás hasta Zafra, de allí a Mérida. Te lo he marcado con flechas a las que debes seguir, para que te orientes he dibujado tres soles, este nace, este marca el mediodía y el sur y este se oculta por la tarde, ¿Lo has entendido?

—Creo que sí mama, pero no te vas a morir verdad.

—A todos nos llega la hora pero tú tienes a tu padre y espero que nunca tengas que utilizar el plano, solo lo he hecho por lo que le ocurrió el otro día a tu padre. Ahora vuelve a guardarlo en la caja de madera. (Su madre siguió hablando) Mi hermana estuvo cuatro años en un convento de monjas y se portaros muy bien con ella y a punto estuvo de coger los hábitos, la adopto una buena familia de Mérida y se casó con el herrero, hace muchos años que no la veo, tantos como vivimos aquí.

El niño obedeció a su madre y guardó los papeles en la caja, después salió de la choza tenía que cuidar las ovejas. Dos días más tarde su madre fallecía; su padre la llevó a un remanso del río donde la arena estaba más suelta y la enterró después buscó un arbolillo y lo plantó sobre ella. Según le dijo su padre su alma viviría con el árbol y la podrían ver o recordar viendo crecer el árbol.

Pero la vida debía seguir y a partir de ese día Juan tuvo que cuidar de su hermana y llevarla con él y las ovejas al prado. Perro se convertía en su cuidador y compañero de juegos como antes lo había hecho con su hermano.

En el prado había un montículo de roca, por un lado con la roca casi lisa y por la parte trasera, más rocas y tierra formaban un terraplén por el que se podía subir, como por una rampa, sin esfuerzo alguno. Juan utilizaba la roca como pizarra con un trozo de carbón, en ocasiones subía arriba y desde allí divisaba la choza y al mismo tiempo podía vigilar mejor a las ovejas, aunque no todos los días las llevaba a pastar al mismo sitio. Seguía aprovechando los días que iba cerca del bosque para poner trampas y conseguir carne fresca.

Un día sobre el montículo, vio acercarse a su padre antes que otros días Su padre sonriendo vio como la pequeña corría hacia él con los brazos abiertos. Juan bajó del montículo y acudió al encuentro de su padre; antes de que pudiera decirle nada, su padre le habló.

—Juan mira, la campaña de la aceituna ha terminado, mañana saldremos para Manquilla y compraremos ropa para los dos “habéis crecido” y ahora tenemos dinero recién cobrado.

—¿Vamos a ir los tres?— preguntó Juan.

—Si iremos los tres.

Juan saltaba de alegría, solo una vez con cuatro años había ido al pueblo esta era una gran ocasión para ver gente y... En fin volvería al pueblo, vería gente y tal vez pudiera hablar con otros chicos.

Al día siguiente, su padre después de ordeñar a las ovejas y cargar el cántaro sobre el asno, los lavó y los peinó subiéndolos a continuación sobre el animal. Juan llevaba delante a su hermana a la que protegía para que no cayera del asno. Llegaron a la hacienda, dejaron el cántaro y siguieron su camino; una hora más tarde llegaban al pueblo. El pueblo era muy pequeño pero a Juan le parecía muy grande, en todo el pueblo solo habían dos tiendas, el horno que también servía como venta de animales y la tienda de Teodora que tenía un poco de todo, menos lo que necesitabas.

Al entrar al pueblo su padre le dijo — mira la primera casa es la de Tejada el capataz del señorito — Para Juan que no había salido de la choza, una simple casa de pueblo le pareció un palacio, aunque no comparable con La Hacienda del señor Angel.

Entraron en la tienda y Juan miró unas botas, su padre comprendió y les compró un par a cada hijo, después buscó ropa que les viniera grande pues debía de servirles para varios años. En realidad les venía bastante grande pero no había otra solución la ropa debería durar lo más posible. Su padre cargó harina, sal, azúcar, y algunos comestibles. Pasaron varias horas en el pueblo y tuvieron tiempo de visitar la iglesia y dar gracias a dios, el sol empezaba a ocultarse, cuando llegaron de regreso a la choza.

A Juan le costó conciliar el sueño recordaba el largo camino andado, y los chicos que había visto jugar en la plaza de la iglesia. Las cosas que había visto en la tienda y las personas mayores, pero sobre todo recordaba “esa cosa” tan rica que les había dado a su hermana y a él, llamada “caramelo” doña Teodora la tendera. Pasaron los meses y llegó el día de San Juan, santo y cumpleaños del pequeño Juan. Pues aunque su padre se llamaba Juan Manuel Romero Estrada y su madre María de los Remedios Moreno García tanto a el por nacer el día de San Juan como a su hermana, solo les habían puesto el primer nombre de sus progenitores.

Ese mismo día su padre le dijo.

—Juan ha habido un golpe de estado y estamos en guerra.

—¿Qué es eso? — preguntó el pequeño él no había tenido conversaciones con otras personas pues nunca había salido de su entorno y por lo tanto sus enseñanzas se limitaban a lo que su madre le había contado o lo que escuchaba hablar a sus padres. Su padre se quedó mirando al niño y comprendió que debía darle una explicación.

—Mira Juan, una guerra es cuando unos hombres o una nación se enzarza en una lucha, sacan las escopetas y se matan unos a otros, en ocasiones sin saber porque, simplemente porque otros se lo mandan. Nosotros formamos parte de un país llamado España; en estos momentos hay dos bandos y las personas de un bando matan a las del otro queriendo imponerse a la fuerza.

—Tal vez porque los dos bandos creen tener razón o por la codicia de alguno de ellos o de sus jefes.

—¿Vas a ir tu a la guerra?

—No yo me libro por mi cojera. Pero deberemos estar alerta y en caso de que vengan soldados hacer lo que ellos nos manden, sean quienes sean debemos mantenernos al margen o sea no meternos en líos.

—Lo entiendo papa. Como no cazar donde no te dejen.

—Así es, no hay que hacer nada de aquello que te prohíban.

Unos días más tarde, José Tejada con sus dos inseparables amigos, Francisco Espinosa y Antonio Sáez; se acercó a la cabaña y hablo con Juan. Quería que se uniera a ellos, formarían una partida y asaltarían los conventos llevándose sus riquezas y quién sabe si se quedarían con la hacienda del amo. Juan les contesto que lo que no era suyo no lo quería y que él no era persona capaz de matar a nadie. Antonio le dijo.

—Es una buena ocasión para hacernos ricos, la cosa está revuelta y no tendremos otra ocasión mejor.

—Lo siento yo no soy como vosotros, no contéis conmigo, tengo dos hijos que cuidar me debo a ellos y no quiero hacer daño a nadie.

—Bien puritano piénsatelo — amenazó Tejada – pero ten en cuenta que quien no está con nosotros puede que esté en contra. Subieron a los caballos y se alejaron.

Durante unas semanas no ocurrió nada, el calor se adueñaba de los días por lo que Juan llevaba las ovejas cerca del bosque y el río donde podían pastar a la sombra y tenían toda el agua que querían. Esa tarde cuando atravesaba el prado de regreso le pareció escuchar voces; corrió para subir al montículo y vio como unos hombres le pegaban a su padre frente la cabaña; le dijo a su hermana que jugara con Perro y echó a correr. Mientras corría escuchó como Tejada decía — pégale un tiro — Antonio Sáez disparó su escopeta cargada de postas dos veces sobre el cuerpo de Juan, azuzaron a los caballos y partieron a la carrera.

El pequeño Juan llegó unos segundos después. Su padre yacía en el suelo la sangre brotaba de su pecho, el pequeño hincado de rodillas junto a él, intentó taponar con sus pequeñas manos la sangre que brotaba del pecho y vientre de su padre, esta seguía saliendo entre sus pequeños dedos, mientras miraba el rostro sin vida de su padre, decía entre lloros.

—No te mueras papa, no te mueras. Su voz se apagó y seguía taponando con sus manos el inmóvil pecho de su padre, habían cesado las convulsiones estaba muerto.

Entre sollozos comprendió que su padre ya no pertenecía a este mundo, seguía con sus manos sobre él, llorando arrodillado a su lado; al cavo de unos segundos se levantó y lo miró tenía el pecho destrozado. Cayó arrodillado nuevamente llorando, no sabía maldecir ni sabía por qué habían matado a su padre, pero si sabía quiénes eran sus enemigos, precisamente eran los tres hombres que mas conocía, los tres trabajaban para el señor Angel en la hacienda y los había visto muchas veces. En ocasiones alguno de ellos había venido a por un cordero o huevos para el amo.

Se quedó mirando el cuerpo de su padre, los ladridos de Perro le sacaron de su letargo, de momento pensó en su hermana. ¡María! No quería que la niña viera a su padre y mucho menos en el estado en que se encontraba. Buscó en los bolsillos de su padre y le sacó todo cuanto llevaba a continuación le quitó el cinturón de cuero (Juan llevaba una cuerda para sujetar el pantalón) se fue a por el asno, ató a su padre de las axilas y lo arrastro hasta el arroyo al lado de su madre y allí lo dejó, echo tierra sobre la sangre se lavó y se fue en busca de su hermana y las ovejas, encerró a las ovejas, dio de comer a la niña y la acostó. El perro como si lo supiera se tendió junto a la niña. Juan regresó junto al cadáver y como había visto hacer a su padre cabo un hoyo aunque no tan profundo, como su ptredecesor pero lo suficiente para cubrirlo bien de tierra. No puso un árbol sobre su padre pues creyó que el árbol de su madre los uniría. Entró en la choza y se sentó en la mecedora, donde su madre se sentaba para coser o hacer calceta en ella les arrullaba cuando quería dormirlos. El pequeño Juan no podía dormir y la imagen de su padre le martirizaba sus ojos seguían derramando lágrimas, su hermana lo sacó de sus pensamientos.

—Quiero agua ¿donde está papa?

—Papa se ha ido muy lejos y nosotros también debemos irnos, toma el agua y duerme cuanto puedas tenemos que levantarnos temprano.

Empieza la odisea

La niña se volvió a dormir, pero Juan empezó a trazar un plan en su pequeña cabeza, comprendió que no tenía a nadie en quien apoyarse y que su hermana solo lo tenía a él, la cabaña no era segura y si volvían los hombres como la iba a defender “solo era un niño”. Cogió el hacha de su padre y se fue al cercado donde estaban las ovejas, una tras otra las fue matando con un golpe en la parte trasera de la cabeza, después hizo lo mismo con las gallinas. Entró en su cabaña y enrolló dos mantas, a continuación cogió la poca comida de que disponían y la puso en las alforjas, ató dos gallinas de las patas con una cuerda e izo un hatillo con la poca ropa de que disponían. Todo lo fue colocando sobre el asno. Cuando estuvo listo cogió la caja de madera y sacó los papeles que su madre le había preparado, el libro de familia, el pequeño plano y una carta para su hermana Rosa. Buscó el poco dinero que su padre guardaba y despertó a la pequeña subiéndola al asno y se fueron; el camino llevaba directamente a la hacienda del amo, por lo que tuvo que dar un rodeo por unos árboles cercanos para no acercarse al cortijo; durante gran parte del camino llevaba a la pequeña montada delante de él, durmiendo en ocasiones y sujetándola para que no cayera del asno, por fin vio la silueta del pueblo el camino entraba directamente al pueblo, una senda lo rodeaba por la derecha, la senda era más larga que cruzar por el centro, pero Juan no quería despertar a nadie y que se enteraran del camino que había tomado, la pequeña había despertado y Juan pensó que debía descargar al asno bajó nuevamente y lo cogió de las riendas, con sigilo siguieron la senda por la derecha hasta llegar a la otra parte del pueblo y seguir por el camino.

El sol empezaba a despuntar, los ojos y las piernas acusaban el cansancio a su izquierda vio unos árboles pensó que ya se había alejado suficiente del pueblo y a ellos se dirigió. Escondido entre la arboleda extendió las mantas y dejándole la cuerda larga al asno para pastar, se tumbó a dormir con su hermana y Perro. Cuando despertó el sol estaba en lo más alto, la niña jugaba con el perro y tenía hambre, le dio leche a su hermana, peló las gallinas y encendió una pequeña hoguera donde las asó. Su padre le decía, que la carne asada duraba más tiempo que si estaba cruda.

Comieron y el resto lo envolvió con unas telas de sabana, que había cortado para envolver los alimentos. Antes de partir ojeó el plano que le había hecho su madre, esta había tenido la precaución de dibujarle los tres soles para que el entendiera por donde andaba. Se dio cuenta que no había encontrado el camino grande y que debía seguir para ir a Zafra, por lo tanto debía seguir por el mismo camino; al poco tiempo encontró un camino que cruzaba mucho más grande y sin piedras, estaba en el buen camino, siguió las indicaciones y torció a la derecha como indicaban las rayas y flechas que le había dibujado su madre, subieron al asno y siguieron su camino, para que descansara su hermana y el asno hicieron varias paradas bajo los árboles , en su mayoría carrascas y olivos bajo los que pasaron la siguiente noche, la comida se iba terminando excepto el queso, el agua contenida en las calabazas la iban reponiendo pero ya escaseaba. A lo lejos vieron un pueblo grande alguien se acercaba por la carretera, Juan se apartó por delante del pasaron tres coches y varios camiones llenos de tropas; Juan nunca había visto un coche ni un camión, los hombres llevaban raras escopetas entre las manos y todos vestían igual, comprendió inmediatamente que se encontraba en medio de la guerra que le había descrito su padre y que eso debían ser soldados, pero él no sabía quiénes eran los buenos o los malos. Los soldados pasaron y el prosiguió rumbo a Zafra nuevamente se cruzó con soldados estos iban a pie y tras ellos casi llegando al pueblo salían unos mulos tirando de carros cargados o transportando a lomos piezas de artillería o ametralladoras.

Un soldado que iba a caballo se paró y llamó a un tal Crescencio; al acercarse el soldado le dijo — cámbiale el asno al chico.

El soldado llevaba un burro moruno muy pequeño y el de Juan era más grande y robusto. El soldado cambió la carga y mientras lo hacía preguntó a Juan.

—¿Dónde vas?

—A Zafra y después a Mérida allí está mi tía la hermana de mi madre y nos acogerá.

—No vayas a Mérida, nosotros vamos allí y se está armando una muy gorda, en cuanto a la niña mejor que la dejes en un convento con las monjas, no la lleves detrás es muy peligroso y ella muy pequeña, no lo pienses si puedes déjala con las monjas estará mejor y tendrá comida, ellas la cuidaran y estará segura, corren malos tiempos para los niños, toma esto es tabaco “yo no fumo” podrás cambiarlo por comida o por algo que necesites, te dejo debo alcanzar la columna.

El soldado se fue y Juan se encontró con un burro más joven y más pequeño, pero obediente y mucho más bajo para subir al lomo que el suyo, tampoco conocía el tabaco aunque había visto fumar a los hombres del señor Angel. Las palabras del soldado le recordaron las de su madre hablando de su hermana. Su tía Rosa había estado en un convento y la habían cuidado. Podría ser un buen sitio para su hermana.

Se acercó a Zafra en las afueras unos hombres cavaban hoyos para enterrar a los muertos que llevaban en carretas y algún camión, mientras unos soldados los vigilaban. Un edificio sobresalía del pueblo y llamó su atención era el palacio de los Duques de Feria pasó por lo que parecía la puerta los soldados entraban y salían; por precaución decidió alejarse y llegó al hospital de Santiago la puerta estaba abierta, dentro se escuchaban lamentos y salía un mal olor que Juan desconocía. Siguió por el pueblo cruzándose continuamente con soldados; tal vez el hecho de ser niños les libraba de las preguntas de los soldados, por casualidad preguntó a un soldado (que se poyaba en una rama por debajo del brazo y al que le faltaba media pierna) por las monjas y este le indicó el Convento de las Clarisas que estaba en frente; pero el convento estaba cerrado. Varias horas estuvo frente la puerta sin que esta se abriera, una mujer madura pasó y al ver los niños preguntó.

—¿Esperáis a alguien?

—Si a las hermanas del convento – contestó Juan — deben quedarse con mi hermana para protegerla.

—Ahí no las encontraras están en el hospital, solo vienen a descansar y si dejas a tu hermana en el convento ¿tu donde dormirás, tienes casa?

—No pero yo duermo en cualquier parte.

El desparpajo y la valentía de Juan despertaron el instinto de protección en la señora.

—Es peligroso pronto anochecerá y darán el toque de queda y a quienes encuentren por la calle los matarán, mira mi casa es la tercera volviendo la esquina puedes quedarte conmigo.

—Gracias señora pero antes debo ocuparme de mi hermana.

—Como quieras, pero podéis quedaros los dos si no tienes suerte y no puedes dejar a tu hermanita, mi casa es grande y cabemos todos incluido el burro.

—Gracias nuevamente señora, volveré mas tarde.

Juan volvió sobre sus pasos y se dirigió al Hospital, ató el borrico a una ventana y le dijo a Perro que lo vigilase, el animal parecía entenderlo y se tumbó junto al pollino.

Con su hermana de la mano entró en el Hospital, todo estaba lleno de camas muchas de ellas con las sábanas ensangrentadas, María se cogía con fuerza a su hermano tenía miedo.

—¿Cuando veremos a papa?

—Papa vendrá a buscarnos al convento de las monjitas.

—¡He! ¿donde vais vosotros? Este no es sitio para niños.

Un soldado salía de entre dos camas cojeando y valiéndose de un bastón para andar.

—Busco unas monjas debo dejar a mi hermana con ellas.

—Para niñas están las monjas, si tiene familia no la recogerán más vale que te la lleves a tu casa.

—No tengo casa ni familia, señor.

El soldado se quedó mirando los niños y Juan debió de pensar que tal vez el tabaco le ayudaría; sacó el paquete que guardaba en la camisa y se lo ofreció al soldado con timidez. Este lo miró y le dijo.

—Muchacho me has leído el pensamiento, esto es lo que estaba buscando.

Sacó un librillo de papel y lió rápidamente un cigarro; las bocanadas de humo salían de su boca una tras otra, una aspiración profunda y miró a Juan.

—Así que quieres deshacerte de tu hermana.

—Me lo aconsejó el soldado que me dio el tabaco, dijo que era lo mejor que podía hacer y que las monjitas la cuidarían.

—Y tenía razón, “que cojones” que ibas a hacer tu con una niña y sin familia. — Los miró fijamente antes de responder — Bien tu me has ayudado ¿que piensas hacer si me encargo de ella?

—Yo tengo donde dormir y se cuidarme pero con mi hermana… es diferente.

—Ya entiendo, está bien yo te ayudaré, vete “anda vete” yo me encargo de que se la queden las monjas. ¡Venga largo!

—Gracias señor — se volvió hacia la niña diciendo. María debes quedarte con este señor él te llevará con las monjitas y papa vendrá a buscarte en unos días. Toma esto es nuestro libro aquí estamos todos, el papa, la mama, tu y yo, guárdalo y no lo pierdas.

Juan le entregó el libro de familia a su hermana, si un día volvía a por ella era la mejor manera de reconocerla. Con un beso se despidió entre lágrimas.

La niña lloraba y el soldado intentó consolarla, mientras ella miraba como salía su hermano. En cuanto se hubo ido Juan, el soldado fue en busca de una monja.

—Hermana, hermana una señora ha dejado esta niña y se ha ido sin decir nada.

—Virgen santa es lo que nos faltaba que abandonen los niños ¿no tenemos bastante trabajo?

—Hermana deben de haber muchos huérfanos por ahí y alguien debe recogerlos.

La hermana miró a la niña y la cogió en brazos preguntándole.

—¿Cómo te llamas?

La niña entre sollozos contestó— María.

—Como nuestra señora, bien si no hay más remedio te llevaré al convento y que sea lo que dios quiera.

La hermana salió con María de la mano, Juan los vio desde la esquina ocultándose para no ser visto por su hermana. Después buscó la casa de la mujer, esta lo recibió con los brazos abiertos y le pregunto si había comido, Juan le respondió que le quedaba un poco de queso.

La mujer lo llevó a la mesa y le sirvió jamón y pan. Juan comía a dos carrillos, cuando llegó un señor grande con bigote y se sentó frente a él mirándolo fijamente. Preguntó a la señora (que era su madre).

—¿Qué, una boca más que alimentar?

—No tenía donde ir y te podría ser de ayuda en la herrería.

—¡Ayuda! es muy pequeño y no tendrá fuerza ni para mover la manivela de la fragua.

Las palabras del hombre hicieron mella en el pequeño Juan.

—Puedo mover la manivela o lo que sea, hace una semana enterré a mi padre y tuve fuerzas para cavar el hoyo.

El hombre quedó callado por un momento; el muchacho parecía tener agallas y podía ser verdad que hubiera enterrado a su padre con los tiempos que corrían.

—Bien chico mañana vendrás conmigo y veremos si tienes arrestos, aquí hay que ganarse la comida.

Cándido (que así se llamaba) era el herrero del pueblo y se había salvado gracias a que lo utilizaba el ejército para herrar los caballos y reparar las armas averiadas. Al día siguiente temprano lo despertó y Juan puso todo su empeño en ayudarle, de vez en cuando debía mover la manivela de la turbina de la fragua, tenía que cogerse con las dos manos y descargar todo su peso sobre ella para arrancar a rodar e introducir aire, después ya iba más ligera la manivela. De vez en cuando preguntaba a algún soldado por Mérida y siempre le decían lo mismo.

—Allí hay mucho Jaleo.

En alguna ocasión pudo ver a María acompañada por alguna monja; la señora le hizo ropa a su medida y todos los días sacaba el burro a pastar cerca de la herrería, Perro se pasaba los días en la herrería tumbado, le había caído bien al herrero, pues avisaba de las visitas y no dejaba que nadie se acercara sin permiso.

Cándido no solo herraba, sobre una gran mesa desmontaba fusiles, pistolas, ametralladoras e incluso piezas de artillería; las iba reparando y en ocasiones de dos hacía una, en otras les reparaba la pieza rota o averiada, afilaba bayonetas o herraba los caballos y mulos del ejercito. Juan no perdía de vista las evoluciones de Cándido mientras montaba y desmontaba las armas.

Poco a poco Juan fue aprendiendo el desmontaje y montaje de fusiles y pistolas, al poco tiempo era él quien las reparaba usando piezas de otras. Casi sin darse cuenta había pasado un año con el herrero y este le dejaba limar y ajustar las piezas más pequeñas, pues su vista no era muy buena y sus manos torpes y pesadas acostumbradas a asir el martillo, mientras que las manos de Juan eran agiles y pequeñas, especiales para reparar pequeñas piezas. Pero el pequeño Juan quería ir en busca de su tía y no perdía ocasión de preguntar a cualquiera que se acercara por la herrería.

Un día llegó un legionario a herrar dos caballos. El legionario resultó ser un amigo del herrero que había empezado la lucha en el bando republicano. Cándido le preguntó en voz baja.

—¿Antonio tu no eras republicano?

—Sí y lo seré toda mi vida pero no tuve más remedio que salvar mi vida; si aquí en Zafra vivimos la crueldad de Castejón. Castejón fue un santo ante la crueldad del coronel Yagüe. ¿Sabes lo que hizo en Badajoz?

—No cuéntame.

—Rodeo la plaza de toros de ametralladoras y llenó el ruedo de prisioneros, se dice que ametralló en la plaza a mil ochocientas personas y no tenía compasión de mujeres y niños. Se calcula que entre los de la plaza y los que fusiló fuera, habrán muerto más de tres mil personas, después se dirigió a Talavera de la Reina e hizo otra masacre. En estos momentos están asediando Madrid, aunque allí parece ser que les han parado los pies.

—¿Y tu como ese cambio?

—Caí herido en Badajoz, cuando todo estaba perdido y la legión entraba a bayoneta calada cuerpo a cuerpo una bayoneta me atravesó el brazo mientras yo la clavaba en el pecho de mi oponente, era un legionario y tuve más suerte que él, cayó sobre mi y nos dieron por muertos a los dos, mientras los demás seguían yo cambié mis ropas por las del Legionario me até como pude un pañuelo al brazo y más tarde me recogieron y me llevaron al hospital. Allí me preguntaron por mi compañía o quien era mi Capitán les dije que no recordaba nada y que ¡creía! que me llamaba Antonio, como de todos modos no podía disparar por el estado en que había quedado mi brazo, me pasaron a retaguardia con el nombre de Antonio Expósito (un muerto en combate). Sabes, mucha gente del pueblo me ha reconocido pero nadie se atreve a hablar conmigo, creo que unos por miedo y otros porque creen que no soy de los suyos; a mí me da igual lo que piensen unos y otros, mientras siga vivo y no tenga que ir al frente... aunque considero que eso va a ser difícil pues el brazo derecho ha quedado medio inútil.

Unos días más tarde pararon unos frailes en la herrería.

—Por favor herrero, tenemos un caballo para herrar ha perdido una herradura y las otras parecen muy gastadas.

El herrero comprobó las herraduras del animal.

—Si así es, cambiaré las cuatro. ¿De dónde Vienen?

—De Huelva y vamos a Talavera de la Reina allí hay muchos heridos y algunos huérfanos, no dan abasto en los hospitales y nos han destinado allí para ayudar.

Juan pensó que era su oportunidad y preguntó a los frailes si les podía acompañar, el fraile le contestó.

—¿Por qué quieres venir con nosotros?

—Mi tía vive en Mérida es la mujer del herrero y no me he ido antes por miedo a la guerra no sabía que en Mérida ya no había guerra.

—Bien, puedes acompañarnos, un niño solo no puede andar como está el país, pero no podrás subir a la carreta vamos seis monjes y nos turnamos dos van a pie.

—Tengo mi propio burro no seré un estorbo.

Cándido escuchaba sin intervenir, el sabia que un día u otro Juan partiría en busca de su familia y aunque no lo deseaba tenía que aceptarlo, por lo menos iría acompañado y protegido por los hermanos.

—Está bien— dijo el fraile — mañana al toque de diana te espero a la salida del pueblo. Si no estás partiremos.

—Gracias señor, allí estaré.

Anochecía cuando llegaron a la casa; Cándido llamó a su madre.

—Madre Juan se nos va a Mérida con unos monjes prepárale algo para el camino y dale algo de dinero.

A continuación cogió al muchacho y lo sentó sobre la mesa.

—Escucha yo no soy tu padre ni familia tuya, pero si tu tía no te quiere puedes volver y aquí estarías cerca de tu hermana, incluso la podríamos traer a la casa. La guerra no durará siempre y… Bueno que sepas que aquí tienes una casa.

Aquel hombre tosco y brusco no sabía cómo decirle lo mucho que lo quería. Pero la decisión de Juan era firme debería seguir las instrucciones de su madre. Al día siguiente estaba preparado con el burro en la puerta, Al toque de diana salió corriendo con el pollino a esperar los monjes. A Perro lo había dejado con el herrero por expreso deseo de este y porque si acompañaba a los frailes el perro podría ser un estorbo mientras que en casa del herrero estaría cuidado.

Por fin apareció la carreta con los religiosos el hermano José lo presentó a los otros frailes y juntos emprendieron el camino. Juan solía ir tras la carreta durante todo el camino y los frailes le iban preguntando, el chico contestaba sin tapujos con su habitual desparpajo; al día siguiente cuando llegaron a Mérida ya conocían sobradamente su vida. Se separaron y mientras los monjes hacían un alto para comer, Juan veía por primera vez las ruinas de un teatro romano lleno de piezas de artillería, no tardó en adentrarse en el pueblo y preguntar por el herrero.

—No hay herrero – le contestó un carretero con el que se cruzó en la calle, dio media vuelta al burro y lo siguió.

—¿Entonces donde cambian las herraduras?— siguió preguntando.

—En el pueblo de al lado.

—¿Qué pasó con el herrero de aquí? Verá usted, Yo soy familia de su mujer y quisiera saber de ellos.

—Ya, ya. Si quieres saber ves a la plaza y busca el seis, Allí vive una hermana del herrero ella te podrá decir alguna cosa.

Juan siguió las instrucciones dio vueltas por el pueblo hasta encontrar la plaza y el número seis; descabalgó y llamó a la puerta, una señora le abrió.

—¿Que quieres chico?

—Busco al herrero, Su señora era hermana de mi madre se llamaba Rosa.

—Pues muchacho si querías algo de ella has hecho el viaje en balde hace tres años “antes de la guerra” que se fueron a Madrid pero con la idea de llegar a Valencia, pues según le habían contado a mi hermano, allí habían muchas caballerías para el transporte de frutas y mucho trabajo. Así que deben estar en Valencia.

La señora cerró la puerta sin más reparos y Juan se encontró con la disyuntiva entre regresar a Zafra o seguir hasta Valencia. Pensó que su hermana estaba bien en el convento con las hermanas que la cuidaban y decidió seguir hasta Valencia; para ello debería regresar con los monjes pero estos ya habían partido, siguió la carretera tras ellos, ya anocheciendo vio junto a la carreta un caserón y reconoció la carreta de los monjes. Llamó a la puerta y alguien desde dentro preguntó.

—¿Quien es?

—Dígales a los monjes que soy Juan.

El que parecía el jefe de los monjes “José” salió y reconoció al muchacho, lo acompañó a la parte trasera donde estaban los establos, dejaron allí el pollino y entraron a cenar. Los monjes rezaron antes y después de cenar, pero el hermano Cristóbal se dio cuenta de que Juan no rezaba.

—¡Que te ocurre, no sabes rezar?

—No mi madre me enseñó a leer, a escribir, a sumar y restar pero nunca a rezar.

—¿Quieres decir que no has tomado la comunión?

—¿Qué es eso?— contestó el pequeño.

—Dios mío seguro que tampoco te han bautizado.

—Mi madre me dio el libro de familia y yo lo entregué a mi hermana. Yo sé como se llaman mis padres y donde nací. Pero no sé nada más.

—Creo que tenemos trabajo contigo.

Juan acompañó a los monjes a Talavera y una vez allí se quedó ayudando al Hermano Cristóbal “el cocinero” cuando no tenía que acudir al aula con los demás niños donde daban clase. Allí lo bautizaron, le dieron la comunión y le enseñaron el catecismo. Juan era un muchacho inquieto y ayudaba en todo lo que podía, incluido el pequeño jardín reconvertido en huerto en el que sembraban todo tipo de hortalizas, los religiosos estaban muy complacidos con él y por orden del padre José le daban cierta libertad. Pero la guerra terminó, la posguerra no fue mejor hubo más represión y más muertes. Sin apenas darse cuenta habían pasado cinco años desde que Juan abandonara su casa, había cumplido catorce años. Decidió que era el momento de buscar a su tía, consideraba que ya había aprendido bastante y su espíritu aventurero no le permitía seguir en el colegio por más tiempo, tenía una misión que cumplir. Con decisión se dirigió al despacho del padre José Sastre (el superior) llamó a su puerta y una voz del interior le invitó a entrar.

—Adelante.

—Ave María padre.

—Dime ¿Que quieres Juan?

—Vera padre ya he cumplido catorce años, agradezco todo lo que han hecho los hermanos por mí, pero es hora de que busque a mi familia no puedo quedarme eternamente, mi tía está en Valencia y quiero ir en su busca.

—Pero eres muy joven casi un niño y el país está muy peligroso. ¡No lo consentiré aquí estas bien!

Juan se quedó mudo por un momento, respiró hondo y siguió hablando.

—Padre tenía nueve años y estábamos en plena guerra, cuando salí de mi casa y me uní a ustedes voluntariamente, nunca he creído estar encerrado contra mi voluntad, se cuidarme no lo dude y creo que ha llegado el momento del adiós.

—No dudo que sabes cuidarte, solo que ahora los peligros están por los caminos. Y aquí todos te queremos, como tu bien dices “no estás encerrado”.

—Padre ya lo sé y yo les correspondo, pero debo seguir mi camino, el camino que me trazó mi madre, como ustedes siguen el suyo buscando a dios.

La entereza y las razones del muchacho convencieron al superior. Lo miró fijamente y donde antes veía solo un niño, ahora veía un hombre con muy buenas razones y dispuesto a cumplir con su destino.

—Está bien consiento en que te marches pero antes te proporcionaremos papeles y veremos si puedes ir en el tren.

—No no quiero ir en tren solo necesito un caballo o un mulo. He oído decir que en el tren hay muchos atracos y asesinatos, en el campo se como librarme o esconderme. Es mi mundo.

—Como tú quieras, pero antes los papeles y Hablaremos con Roque para ver que puede conseguirte.

Roque era un tratante de caballos y ovejas, compraba animales heridos o viejos del ejercito para el matadero y en ocasiones llevaba carne al convento. Tenía buenas relaciones con el ejército y el clero eso le valía para que le dejaran campar a sus anchas.

Juan deja el convento

Un mes más tarde Juan tenía todos los papeles en regla y el superior habló con Roque. Este ya conocía a Juan y sabía de sus agallas para el trabajo. Así que decidió ayudar o ayudarse mutuamente.

—Mira Juan debo recoger una partida de caballos en Mérida si me acompañas te daré uno y unas monedas.

Juan aceptó, entre el hatillo que le prepararon los hermanos iba un mapa de la península marcando los caminos y carreteras, para que no se perdiera. Al día siguiente Roque pasó a por él y juntos emprendieron el camino a caballo, que les conduciría a Mérida. Por el camino se cruzaron con varias parejas de la guardia civil, no tuvieron problemas con los guardias, Juan se dio cuenta que los soldados con los que se cruzaba no les molestaban solo los guardias les pedían los papeles.

Llegaron a Mérida y se dirigieron a una casona apartada del pueblo. El dueño un señor bajito y barrigón Llamado Gabino Chicharro se mostró muy cortes y afectivo, hablaba por los codos. Era todo lo cortes y afectivo que puede mostrarse un tratante de caballos que se gana la vida con su verborrea; los invitó a su casa, comieron y descansaron. Más tarde Roque le dijo a Juan.

—Si quieres puedes dar una vuelta por el pueblo, yo tengo mucho que hablar con Gabino.

Juan entendió que debían discutir los precios y comprobar el estado y edad de los animales; la discusión y el trato les podría llevar toda la tarde.

Juan deambuló por el pueblo, visitó las ruinas romanas, unos ancianos estaban sentados en las gradas se acercó a ellos y les preguntó por el antiguo herrero. Todos lo conocían pero nada sabían de su paradero. Cansado de caminar por el pueblo volvió a la casona. Roque y Gabino estaban sentados a la mesa con una jarra de vino entre las manos.

—Toma y bebe muchacho.

—¡No! Nunca he bebido.

—Pues ya es hora de que lo hagas, ya eres un hombre.

Juan bebió vino por primera vez, el primer trago pareció quemarle la garganta, después no le pareció tan malo, incluso le gustó. Los hombres seguían hablando de caballos, de sementales, del ejercito o de los tratos con el ejercito. Según Gabino el ejercito le debía una buena cantidad de dinero, el se llevaba los viejos caballos al matadero y les servía buenos potros de entre dos o cuatro años. Mientras que ellos solo le daban pagarés.

Juan pensaba que si el ejército no le pagaba ¿por qué hacía tratos con ellos? Y por otro lado Gabino no vivía tan mal, en su casa no faltaba la buena mesa.

Llamaron a la puerta, Gabino abrió.

—¿Que de ronda? —Preguntó Gabino como queriéndose hacer el gracioso— pasen, pasen y tómense una jarra.

Era la pareja de la guardia civil que hacía la ronda. Pasaron y se sentaron a la mesa.

—Buenas tardes señores.

—Buenas tardes— contestaron. Gabino se apresuró a hacer las presentaciones.

—Este es Roque de Talavera y su ayudante, viene mucho por aquí y colabora con el ejercito.

—Y con la iglesia— contestó Roque— en el convento no comen mas carne que la que yo les sirvo.

—Y les sirve la más tierna— dijo un guardia riendo, todos soltaron sendas carcajadas.

—Se hace lo que se puede – contestó Roque soltando otra carcajada.

Juan también reía pero no sabía si por contagio o por el vino. Uno de los guardias se fijó en el.

—Que le pasa al muchacho tiene los ojos rojos.

—No está acostumbrado a beber. Vivía con los frailes – aclaró Roque.

—No te preocupes chico el vino es bueno y hace duros a los hombres, alguna vez tiene que ser la primera.

Roque tenía que aprovechar la ocasión y preguntó a los guardias.

—¿Como está el camino a Villanueva de la Serena? Debo llevar allí unos caballos.

Hasta Villanueva está bien de allí hasta Puebla de Don Rodrigo la cosa cambia no hay mucha vigilancia de todas maneras aconsejo no ir de noche, sabemos que hay una o dos partidas de rojos resabiados, se conocen bien el terreno y además el camino es largo y difícil.

Los guardias pasaban casi todos los días por casa Gabino y prácticamente merendaban allí. Se terminaron los tacos de chorizo y al momento se despidieron, debían seguir la ronda.

—Bien señores queden ustedes con dios, la compaña es buena pero debemos seguir con la ronda.

—Vayan ustedes con él, hasta la vista a no tardar.

Los guardias se fueron y Juan se levantó intentando mantenerse quieto, dio media vuelta y salió por la puerta, con paso vacilante se dirigió a las establos tendió la manta sobre la paja y se acostó.


—Vamos gandul que tenemos trabajo. Apareja los caballos.

Juan se lavó la cara en el abrevadero de las bestias y se puso a preparar los caballos, los sacó de las cuadras y los ató a una anilla de la pared, desde una cerca no muy lejana oyó un silbido (Roque le llamaba) cogió los caballos y se dirigió hacía el. Roque estaba apartando unos caballos y atándolos unos tras otros. Se dirigió a Juan.

—Serás capaz de llevar estos cuatro a Villanueva de la Serena.

Si señor ¿a quién debo entregarlos?

—Mira Juan este es el papel de la venta por si te paran por el camino, debes entregarlos a Jacinto de la Mata “es mi hermano” dile que he dicho yo, que te de comida, como puedes ver la entrega es de cuatro caballos, eso quiere decir que el quinto es tuyo. Cuando llegues al pueblo cruza la calle principal hasta el final, encontraras una casa con la puerta grande es la única no tienes perdida. Una vez los entregues eres libre de irte donde quieras.

El muchacho veía la incertidumbre en la cara de Roque y le dijo.

—Señor Roque no pase pena cumpliré su encargo.

Los dos salieron de Mérida Roque iba delante con seis caballos y Juan le seguía llegaron al cruce y Roque le hizo una indicación. Ambos se desearon suerte y se separaron. Juan mientras cabalgaba sentía una sensación extraña, entre libertad e incertidumbre pero su espíritu era fuerte y solo pensaba que un día encontraría a su tía y regresaría a por su hermana, ya se consideraba con la suficientemente hombría para superar todas las penalidades que le salieran al paso. Ahora sabía rezar y según los hermanos San Juan su santo le ayudaría solo tenía que rezar todas las noches devotamente. Se hizo el medio día y paró para comer junto a la carretera. Sacó la hogaza de pan que le había dado Roque, le quitó un canto y el otro lo guardó, sacó un chorizo de los dos que llevaba y fue cortando a rodajas y comiendo con el pan. Un jeep de la guardia civil paró frente a él Juan se levantó; el hombre que iba detrás le izo una seña y Juan se acercó al coche.

—Dime muchacho ¿dónde vas? ¿Son tuyos esos caballos?

—No señor guardia los llevo a Villanueva de la serena, para don Jacinto.

—Tienes papeles.

—Si incluso el contrato de la venta para don Jacinto.

—¿Enséñamelos?

Juan sacó de dentro de la camisa el contrato, un sobre con su documento de identidad y una carta de los religiosos, en la que se explicaba que había sido bautizado y tomado la sagrada comunión en el convento. El teniente de la guardia civil los ojeó y los devolvió al muchacho.

—Así me gustan los hombres que vayan por el buen camino. Sigue adelante.

El conductor aceleró y Juan los perdió de vista, cogió los caballos y siguió su camino. Juan cambió de caballo para no cansar al suyo eligió uno más bajo y de apariencia más fuerte, el nuevo caballo obedecía a la menor insinuación, era mucho más dócil que su anterior cabalgadura mucho más nerviosa tal vez por su raza, durante el camino maduró la idea de quedarse con él. El que había llevado hasta entonces era blanco y llamaba mucho la atención, pensó que en el papel ponía cuatro caballos no el color de los mismos. La tarde caía cuando llegó a Villanueva de la serena, siguió las instrucciones de Roque y atravesó el pueblo. Como le había dicho, la última puerta era más grande lo suficiente para entrar galeras cargadas de trigo, llamó a la puerta y abrió un chico de no más de seis años.

¿Que quieres? Preguntó con seriedad.

¿Quiero ver a don Jacinto?

—Papa, papa, un hombre te busca— gritaba el chico mientras corría a la casa atravesando el patio que había tras la puerta.

Un hombre salió de la casa dirigiéndose hacia él. Juan vio un hombre que cojeaba y al que le faltaba el brazo izquierdo, cuando lo tubo cerca le vio la mejilla derecha como quemada o con unas feas cicatrices

—Buenas noches ¿que se te ofrece?

—Traigo unos caballos para don Jacinto de parte de don Roque.

—Pasa muchacho, yo soy Jacinto— el hombre abrió las puertas y cogió las riendas de los caballos llevándolos a las cuadras que estaban a un lado.

—Te quedarás a cenar y a dormir – dijo mientras distribuía los animales.

Juan descargó a su caballo y le ofreció agua y paja. Después ayudó al manco a dar agua al resto. Al terminar pasaron a la casa.

—Mujer tenemos invitados prepara cena.

Pasaron a una habitación con una mesa redonda, de las que se pone debajo el brasero en invierno y una chimenea donde la señora puso a hervir patatas y una cebolla. En la estancia una joven ayudaba a la señora y en una esquina el chico jugaba con unos tacos de madera y una cuerda. Jacinto y Juan se sentaron a la mesa.

—Venga cuéntame ¿cómo está mi hermano y como te ha ido el viaje?

—Su hermano está muy bien y tiene muy buenos amigos entre los militares y los curas. Los caballos los compró en Mérida a un tal Gabino él se llevó seis y a mí me mandó con estos aquí, tome el papel de la compra. También dijo que usted me daría comida para el camino.

—No creas que aquí nos sobra la comida, si la guardia civil te pilla con bultos se quedará la mitad o todo lo que lleves dicen que es estraperlo y lo decomisan. Lo que ha hecho mi hermano es mandarme comida para cierto tiempo sin que ellos se den cuenta. Sabe de mi estado y de vez en cuando me manda algo. Pero te daré pan de salvado y cecina de vaca.

—¿Vas a volver con él?

—No yo tengo que ir al este en busca de mi familia.

—Al este está Ciudad Real pero el camino es muy largo y peligroso está la sierra y deberás pasar un puerto. Sin embargo dar un rodeo puede que te sea mucho más largo.

—Tengo un mapa.

—Tráelo y lo veremos.

—Juan salió y sacó el mapa de sus alforjas entró en la casa y lo tendió sobre la mesa.

—Visto así parece estar más cerca todo — dijo Jacinto después prosiguió – mira por aquí encontraras el puerto es algo más ancho que una senda pero es el único camino para cruzar; mira bien, esta zona de aquí está exenta de guardias, te aconsejo que viajes de día y que enciendas una hoguera de noche, si te encuentra la partida sabrán que no les tienes miedo y eso significa que eres amigo.

—¿Son Bandoleros?

—No son patriotas republicanos que han tenido que huir para que no los maten, los enemigos son los que han venido a matar.

—Juan pensó que no cabía duda de que Jacinto era del otro bando.

La señora puso el hervido sobre la mesa y sacó pan de salvado, y un poco de cecina de vaca. Jacinto le ofreció vino en vaso pequeño y Juan lo acepto, pero no quiso beber mas cuando Jacinto intento llenarle de nuevo el vaso. Después de cenar le dijo que si quería lavarse en el patio había un pozo, Juan se lo agradeció y la señora le dio un pedazo de tela a modo de toalla para secarse, cuando entró de nuevo en la casa le mostraron su habitación y Juan durmió esa noche en una confortable cama.

El canto del gallo le anunció la llegada del nuevo día esperó por si escuchaba ruido en ella y se vistió lentamente sin prisas, cuando escuchó la puerta que daba al patio. Salió de su habitación, sobre la mesa había leche caliente y una botella de cazalla. Jacinto llenó media copa del licor y se la bebió de golpe, Juan prefirió la leche. Antes de irse Jacinto le acompañó al establo ya había aparejado a su caballo (el mismo con el que le vio llegar) le había llenado las alforjas y en la grupa llevaba dos sacos.

—Bien muchacho no envidio el viaje que vas a emprender. Los sacos son para la partida si dan contigo, si te encuentra la guardia civil quizá te los quite. En las alforjas tienes dos botellas de vino, tal vez si se las ofreces y dices que los sacos son para el alcalde de Puebla de don Rodrigo consigas conservarlos, el alcalde es un facistón de cuidado, no te pares en el pueblo. No hagas correr al caballo y déjalo descansar, tómatelo con tranquilidad, tienes más de una semana de viaje, sobre todo no te salgas del camino. Suerte chico.

Gracias don Jacinto.

Juan emprendió el camino sin saber que le esperaba. De vez en cuando bajaba del caballo y estiraba las piernas mientras descansaba el animal, aunque Juan era más bien flaco la Bestia parecía agradecerlo durante el día se cruzó con una pareja de la guardia civil y varios coches patrulla del ejército, los guardias solo lo saludaron más tarde un camión pasó por su lado cargado de soldados, al anochecer dos guardias a caballo se cruzaron al galope parecía que tenían prisa, la luz del sol se escondía, en la lejanía, divisó unos árboles y se cobijó en ellos buscó leña y encendió fuego (como le habían aconsejado) comió, extendió las mantas y se durmió.

Un ruido conocido de antaño lo despertó los pájaros cantaban y revoloteaban de rama en rama, Juan abrió los ojos y se quedó viéndolos revolotear, había dormido profundamente y las aves le traían recuerdos de su niñez; su vejiga le avisó de que era hora de levantarse, no tardo en estar denuevo en el camino. Cada vez veía menos gente, para pasar el aburrimiento empezó a contarle su vida al caballo, este de vez en cuando resoplaba como si atestiguara sus palabras. Al tercer día de viaje acercándose a la zona donde en teoría no debían haber guardias civiles se encontró de frente con dos montados a caballo se acercaron a él. El que parecía más flaco habló.

—Buenos días muchacho ¿qué carga llevas?

—No lo sé muy bien mi amo me manda a Puebla de don Rodrigo; es un encargo para el alcalde.

—¿Para el alcalde?

El guardia se acercó a Juan y sin previo aviso este sintió un fuerte golpe que lo tiró del Caballo. Mientras el guardia seguía hablando.

—¿A quién quieres engañar? Mocoso.

—Déjalo José puede que diga la verdad — dijo el otro guardia.

José bajó del caballo y cogió a Juan por el cuello.

—Ya me estás diciendo que llevas en los sacos y para quien es.

—Ya se lo he dicho señor.

Juan recibió un fuerte golpe que le hizo sangrar por la boca. Escupía la sangre al mismo tiempo que decía.

—En mis alforjas llevo dos botellas de vino — se levantó mareado mientras sacaba las botellas y las ofrecía a los guardias mientras lloraba y gritaba.

—Llévense las botellas de vino son mías, pero déjenme los sacos o me mataran a palos cuando regrese.

El guardia llamado José apuntó con el fusil al pequeño. Mientras le decía al otro.

—¿Cuánto nos darían por el caballo?

Por ese penco no vale la pena gastar una bala, coge tu botella y vámonos, el muchacho no es un enemigo.

El guardia bajó su fusil y cogió las botellas montando a continuación en su caballo y entregando una botella al otro.

Los dos guardias se alegraron de conseguir las botellas, mientras Juan se enjuagaba la boca con agua y miraba como se alejaban, montó a caballo y se disponía a seguir su camino. De pronto los guardias pararon y uno de ellos dio una vuelta con el caballo sobre sí mismo; Juan no lo pensó dos veces arreó a su caballo y salió corriendo campo a través.

Más de una hora estuvo corriendo, cuando se serenó y paró el caballo estaba lleno de espuma ocasionada por el sudor, era medio día y había perdido el camino las nubes impedían ver el sol; intuitivamente torció hacia su derecha debía encontrar nuevamente la carretera o algún lugar que pudiera orientarle, su estómago le hizo saber que era hora de comer, el tiempo amenazaba lluvia y empezaban a caer unas diminutas gotas debía guarnecerse pero no habían viviendas ni nada parecido, no muy lejos vio unos árboles de los que salía una senda o camino estaban al pie de una pequeña loma se apartó del camino y se acercó, entre los árboles a su derecha había un claro rodeado de pinos, el caballo no quería entrar en el claro, era la primera vez que desobedecía y Juan decidió seguir hasta el primer árbol, allí extendió la manta sobre dos ramas y se cobijó debajo, se decidía a comer cuando empezó a llover con fuerza, cogió la otra manta y cubrió los sacos que estaban sobre el caballo, se sentó a comer mientras miraba el claro, comprendió que el caballo no quisiera entrar la tierra no hacía mucho que había sido removida y posiblemente por algún labriego para plantar. En estas estaba cuando un olor nauseabundo empezó a envolverlo todo, poco a poco el agua se fue llevando parte de la tierra suelta por el camino que bajaba y fue apareciendo primero una mano y a continuación un antebrazo; Juan sintió pánico y de un salto cogió sus enseres y corrió con el caballo de la brida hasta que estuvo agotado. No había donde guarecerse, subió al caballo y se cubrió con la manta; siguió su camino con el corazón encogido, a media tarde le pareció ver a lo lejos una choza de pastor y se dirigió a ella. Allí encontró leña seca en el interior y encendió fuego, desensilló el caballo y puso a secar las mantas. Allí pasó la tarde y la noche a cubierto.

Al día siguiente las nubes seguían amenazando lluvia, se dio cuenta que estaba perdido. La comida no era mucha y le dolía el costado, a consecuencia de la patada del guardia. Decidió acercarse a unos árboles no muy lejanos y poner unas trampas había mucho rastro de conejos, cortó unas crines del caballo y las trenzó con las cuerdas resultantes hizo los lazos necesarios para cazar. Al medio día ya tenía dos conejos, arregló uno para asar y guardó el otro. Antes de anochecer cazó otros dos, creyó que ya eran suficientes debería asarlos para que aguantaran, pero empezó nuevamente a llover y cada vez caía más agua, pensó que mejor sería regresar a la choza y en su interior limpiar y arreglar los conejos, pero al llegar cerca de la choza vio unas ovejas en la cerca, un perro gruñía junto a ellas y había luz en el interior, pero no tuvo miedo estaba calado hasta los huesos y su manta mojada no serbía de abrigo, sin bajar del caballo, gritó.

—¡Buenas tardes hay alguien en la choza! Una silueta se asomó mostrando un fusil.

—¿Vienes solo?

—Sí.

—Entra y caliéntate.

Cuando entró se encontró con cuatro hombres.

—Pasa muchacho acércate al fuego y cuelga la manta de ese palo.

—Perdonen pero debo descargar al caballo y entrar dos sacos.

Acto seguido salió nuevamente de la choza y entró con los tres conejos los dejó junto a la lumbre y volvió a salir, un hombre le siguió, cogieron un saco cada uno y los entraron, Juan volvió a salir para desaparejar al caballo y atarlo a la cerca. Después entró con las alforjas y se sentó junto al fuego diciendo.

—Pueden comerse los conejos si tienen hambre.

El hombre que le había ayudado lo miró fijamente mientras cortaba un poco de tocino y se lo ofrecía.

—Toma muchacho masca y dime ¿quién te ha hecho eso de la cara?

Juan tomó el tocino y sacó el medio conejo que había asado al medio día, mientras contestaba.

—Una pareja de civiles uno de ellos se ensañó conmigo, quería llevarse los sacos y creo que el caballo, incluso me apuntó con el fusil. Gracias al otro guardia y a que les ofrecí dos botellas de vino, me dejaron y siguieron el camino, pero no habían andado mucho, cuando vi al que me había agredido como se daba la vuelta sobre su caballo, monté rápido y escapé campo a trabes. No me siguieron pero perdí el Camino. En pocas palabras “me perdí” Mas tarde encontré unos árboles y me guarnecí bajo ellos de la lluvia, pero resulto estar lleno de cadáveres a medio enterrar, el agua les quitaba la tierra de encima y el olor era insoportable. Me fui y cogí la senda que me llevó aquí, pasé la noche en la choza y hoy he estado cazando en la arboleda que se ve a lo lejos.

—Dime muchacho ¿está muy lejos el enterramiento?

—A algo más de dos horas siguiendo la senda que hay frente a la choza va directo al sur. Hay unos pocos árboles y una pequeña colina, están en un claro entre los árboles.

—¿Viste un castillo?

—Si quedó a mi izquierda, una hora más tarde di con los árboles.

—Está claro el lugar, era el castillo de Ormillo.

—Yo creo que es la partida de Simón hace quince días que nadie sabe nada de ellos y por los pueblos se comenta que los soldados han acabado con los rojos — dijo uno de los hombres llamado Lucas.

—¿Son ustedes de la partida? Preguntó Juan.

—Muchacho cuando veas hombres que no vayan vestidos de civiles o de militar y lleven Armas no te quepa duda o son de una partida o son “rojos” como nos llaman.

—Jacinto, de Villanueva de la Serena, me dio los sacos para la partida.

—Pues muchacho los sacos ya han llegado donde iban, deben ser de harina y en su interior puede que tengan alguna bolsa con garbanzos y lentejas.

—Me llamo Juan, Jacinto me dijo que al cruzar el río no habían mas guardias, pero se equivocó.

—Y así era, pero parece que se han envalentonado.

—Y ustedes ¿por qué no se van a su casa?

—Juan si nos vamos nos matan, todos tenemos pena de muerte, si nos cogen vamos directos al pelotón; excepto Francisco al que no conocen, el se unió a nosotros para matar nacionales cuando se cargaron a su padre, aquí es difícil que nos encuentren. ¿y tú, pa donde ibas? o ¿dónde vas?

—Quiero ir a Valencia pero antes debo de pasar por Ciudad Real. Según me han dicho.

—Mal lo tienes Ciudad Real, Manzanares y sus alrededores están repletos de Guardias y soldados, una vida no vale nada por allí, no te aconsejo que vayas y mucho menos que te dirijas a Valencia, allí la cosa está peor, según he escuchado allí terminó la guerra y hay muchos fusilamientos. Por otro lado no te puedes quedar con nosotros.

—Yo sé arreglármelas por mi mismo — contestó Juan.

—Mira Juan te has salvado de milagro, en todas partes hay gente buena, hijo putas y resabiados, también entre los guardias y soldados, ellos son los que mandan, tienen armas y pocos escrúpulos.

Cortés (que era quien hablaba y parecía el jefe) se quedó mirando a Francisco.

—Francisco creo que ha llegado el día en que regreses a tu pueblo, aquí solo puedes esperar recibir un tiro el día menos pensado; podrías llevar contigo a Juan y así que no pasase por Ciudad Real. Antonio, Lucas y yo podríamos intentar pasar a Portugal por el sur, parece ser que allí no hay tanta vigilancia.

Los hombres estuvieron un buen rato comentando y madurando la idea hasta quedar de acuerdo.

—¿Son de ustedes las ovejas? — Preguntó Juan.

—No el pastor vendrá mañana a por ellas. El sabe que estamos aquí.

—¿Podremos ordeñarlas?

—Sí, no hay problema puedes beber toda la leche que quieras.

Francisco que había hablado poco, levantó la cabeza mientras decía.

—Sí, creo que tienes razón, aquí ya no tenemos nada que hacer, será mejor que intentemos poner tierra de por medio, antes de que nos ocurra lo que a la partida de Simón. Me llevaré a Juan conmigo e iremos a Villarrobledo sin pasar por Ciudad Real ni Manzanares. Puede que nos de trabajo la viuda de Simón.

—Si será lo mejor — contestó Cortés — ¡Durmamos! mañana nos levantaremos temprano.

La mañana empezaba a clarear, aunque las nubes seguían estando presentes escondiendo un tímido sol, Juan ordeñó unas ovejas y pasó el recipiente al interior, bebieron la leche y prepararon los caballos, a lo lejos se veía venir una silueta. Era el pastor montando un asno; cuando llegó se saludaron y le dejaron uno de los sacos de harina.

—Toma Manuel para María y los niños – dijo Antonio al pastor.

Se despidieron y Francisco entregó su arma y la munición a Cortés después cada uno siguió su camino, Juan se fue con Francisco como habían decidido. Por el camino Juan lo miraba repetidamente, por fin se decidió a preguntarle.

—Francisco ¿Tú fuiste a la guerra?.

—¡No! tenía catorce años cuando empezó, en diciembre aré los veinte.

—¿Que ocurrirá si nos cogen?

—Nada no creo que ocurra nada nadie nos conoce y somos muy Jóvenes. A mi seguramente me alistarán y tendré que cumplir el servicio militar, pero en uno o dos años estaré libre, después tengo una vida por delante. Hace dos años me uní a la partida, quería vengar a mi padre que había muerto en el bando republicano y por dios que lo he vengado.

—¿Has matado muchos hombres?

—Hombres no soldados y guardias civiles, ellos mataron a mi padre y creo que está vengado con creces.

—¿Que se siente al matar a alguien?

—Es difícil de explicar al principio se siente un nudo en el estómago yo devolví cuando vi el primer muerto, te preguntas si lo que has hecho está bien, no te atreves a mirar a los que has matado, en mi caso la rabia que sentía me ayudaba a digerirlo, mas tarde sentía indiferencia o ya no sentía nada, una noche tras soñar con mi madre, empecé a pensar que esas personas tal vez tenían familia como yo y que al fin y al cabo son unos mandados; llegas a la conclusión de que quienes organizan las guerras son los culpables pero a esos no puedes matarlos. También he aprendido que en las guerras cada uno saca lo que es en realidad, esté en el bando que esté. Mira a mis compañeros; Cortés es muy listo un hombre cabal su único defecto es ser republicano, Antonio es un bendito pero mataron a su mujer y a su madre, las ametrallaron en Badajoz, le ocurrió como a mí, según él está muerto en vida y no tiene miedo. Por otra parte sin embargo, Lucas es hombre de pocas palabras y muchos hechos, si fuese guardia sería de lo peor. Creo que no tiene alma y que le gusta matar por placer, cuando mata a alguien le roba lo que puede. Corté y yo solo buscamos comida.

¿Y tu dime, por qué quieres ir a Valencia?

—Allí está la hermana de mi madre yo dejé a mi hermana con las monjas de Zafra, pienso encontrarla y volver a por mi hermana.

—¿Sabes donde vive, si en un pueblo o la capital? ¿La conoces?

—No, no la he visto nunca, nunca he estado allí y no tengo ninguna dirección ni sé por dónde empezar, había pensado buscar herrerías en alguna estará su marido ¡es herrero!

—Juan nunca encontraras a tu tía, Valencia es muy grande y tiene muchos pueblos a su alrededor; has emprendido una aventura sin final, dudo que la encuentres. Dime ¿cuántos pueblos grandes conoces?

—Pues conozco Zafra, Mérida y Talavera de la Reina.

Pues mira, yo estuve una vez en Valencia con mi padre, llevamos dos carros de trigo y es más grande que los tres juntos y como te he dicho tiene muchos pueblos alrededor, yo de ti me buscaría un sitio donde vivir y me olvidaría de la tía; nunca la encontrarás.

Juan se quedó pensativo, las palabras de Francisco parecían quitarle la esperanza, si Francisco tenía razón su viaje era inútil. Eso le hizo pensar que tal vez el único que podría hacerse cargo de su hermana en el futuro “era él,” pero y si Francisco no tuviera razón y pudiera encontrar al herrero, no deberían haber muchos hombres con ese oficio.

Juan de la Mancha

Por los lugares que lo llevaba Francisco encontraron poca gente y pocos pueblos, dos días después debían atravesar la carretera que venía de Madrid hacia Andalucía, la carretera era muy transitada y Francisco decidió que se esconderían en un bosque cercano y esperarían para cruzar pasada la media noche, no quería encuentros con Guardias, pues hacían muchas preguntas.

Antes del amanecer cogieron a los caballos de las bridas y pasaron la carretera, la comida ya escaseaba, encontraron unas viñas y comieron hasta saciarse; horas más tarde llegaron a Campo de Criptana, a Francisco pareció que la cara se le iluminaba había llegado a tierras conocidas, incluso parecía que azuzaba mas al caballo a medio día habían llegado a Socuellamos, entraron al pueblo y pararon frente a una casa, Francisco bajó del caballo y sin soltar al animal de las bridas llamó a la puerta, les abrió una mujer.

—¡Tía!– exclamó Francisco— ¿dónde está mi tío?

La señora se quedó un momento mirándolo después exclamó

—¡Francisco! Has crecido y te has hecho más hombre. Tu tío está en el campo como siempre.

—¿Sabes algo de mi madre?

—Entrad y lleva los caballos al establo. Tu madre está bien, no ha mucho que la visitamos ¿vienes para quedarte?

—Sí, bueno Tía este es Juan un joven con muchas agallas.

Su tía les sacó pan de salvado y un poco de queso, Francisco sacó dos racimos de las alforjas y se los dio a su tía, comieron y descansaron. Pero pronto Francisco tomó la iniciativa.

—Nos vamos tía, dale recuerdos al tío Andrés, dile que volveré a verlo, pero hoy quiero llegar pronto a mi casa.

Se despidieron y reemprendieron la marcha habrían andado una hora cuando escucharon ladrar un perro, un poco apartados de la carretera encontraron tres cadáveres y un mulo muerto todavía atado a un carro, daba la impresión de que los habían matado para robar la carga, en realidad los habían ametrallado. Francisco y Juan descabalgaron, una mujer un hombre y un muchacho de la edad de Juan yacían en el suelo, Francisco buscó en sus vacíos bolsillos no había nada, Juan se fijó en una bolsa de esparto. En su interior no había nada, desparramados por el suelo estaba el libro de familia y los papeles de los tres. Decidió cogerlos y se los guardó, una biblia o misal estaba tirada al lado de la mujer, la puso junto con los papeles en sus alforjas, Francisco decidió salir corriendo y tomar otro camino si los veían podrían implicarlos. A Juan le supo mal dejar allí al perro pero como dijo Francisco, podrían reconocerlo los culpables. Atravesaron los campos y una hora más tarde divisaron Villarrobledo. Azuzaron los caballos hasta llegar a la primera casa, bajaron de los caballos y los llevaron de las riendas, algunas personas saludaban a Francisco, no tardaron en llegar a la casa. Francisco dio las riendas a Juan.

Toma los caballos tuerce la esquina y espérame en la parte trasera es una puerta grande de carro.

Juan obedeció y no tardó Francisco en abrirle desde el interior. Un pequeño patio y dos cuadras a la derecha, una de ellas utilizada como gallinero, los patos se apartaban al paso de las caballos. Francisco presentó Juan a su madre, un muchacho de unos nueve años entró corriendo y se quedó mirando a Francisco a continuación le preguntó tímidamente.

¿Eres mi hermano?

—¿Si soy Francisco? — el muchacho se arrojó en sus brazos y ambos se abrazaron efusivamente.

Al día siguiente Francisco fue a por el pan al horno de “los barriguitas” el dueño intimo amigo de su padre, le cambiaba el pan por huevos a su madre. Más tarde Francisco enseñó el pueblo a Juan. Dando un largo paseo; después mientras comían su madre le dijo.

—Carmelo el municipal vino hace un mes a decirme que tenías que alistarte y yo le dije que estabas cuidando ganado y hacía tiempo que no te veía. Me respondió que si venías te presentases al momento o te podrían dar por prófugo.

—Bien mama, mañana lo aré pero esta tarde iré con Juan a la finca de la viuda.

—¿Que Viuda? – preguntó su madre.

—La viuda de Simón Celestino, a su marido lo han matado junto con su partida; hacía tiempo que no sabíamos nada de él ni de sus hombres, Juan descubrió el sitio donde estaban. Necesitara ayuda para llevar la finca y de momento Juan podría ayudarla y ganar algún dinero al menos comerá. Yo por mi parte tendré que cumplir el servicio para que no me maten y después volveré contigo.

Apenas comieron ensillaron los caballos y se dirigieron a la finca. Por el camino se cruzaron con una pareja de civiles en bicicleta, iban con un guarda de campo también en Bicicleta el guarda reconoció a Francisco. Este saludó.

—Buenas tardes tengan sus mercedes.

—Oye tú, ¿tú no eres Francisco el de la Paca?

—Si, señor Juan, ¿cómo tiene la familia y su hijo? tengo ganas de verlo.

—Muy bien gracias ¿cuando has llegado?

—Ayer vinimos del Tomelloso, vengo de Andalucía de guardar toros, mañana tengo que pasarme por el ayuntamiento y que me alisten, según dice mi madre ya tengo edad.

—Si no te arreglan los papeles pasa por el cuartel sin falta. ¿Y tu compaña quién es? — preguntó un guardia.

—Un pobre huérfano que recogí voy a ver si doña Remedios le da trabajo en la finca.

—Id con cuidado hay mucho maleante suelto — aconsejó el guarda.

—Así lo haremos vayan con dios sus mercedes.

—Que el os acompañe.

Juan alucinaba de ver lo bien que se desenvolvía Francisco, después de pasar dos años matando civiles y soldados. A él le habían enseñado a no mentir, pero se daba cuenta de lo falsa que es la vida y como se miente a diario. Por fin llegaron a la finca. Dos perros ladraban avisando de su presencia. Una señora estaba descargando un carro, Francisco dijo.

—Vamos a ayudarle.

—Buenas tardes doña Remedios déjenos a nosotros.

La señora se quedó mirando a Francisco.

—¡Tu eres Francisco! el hijo de la Paca, muchacho estás desconocido ya eres todo un hombre.

—Si señora pero antes dígame donde llevo esto.

—Pasa dentro del granero a la izquierda.

Juan seguía a Francisco sin decir nada, descargaron todo el trigo y la señora desenganchó al burro y lo pasó a la cuadra.

Venga pasad a la casa y me cuentas. Se sentaron alrededor de la mesa y la señora sacó una botella de anís seco (cazalla) y otra de mistela con tres vasos. Francisco se sirvió anís y Juan izo lo mismo.

—¿Cuando has venido?

—Llegamos anoche.

—¿Sabes algo de Simón? ¿Crees que volverá?

—Si sabemos de Simón pero no creo que pueda volver, ya no está entre nosotros.

—Era de esperar— contestó la señora bajando la cabeza con resignación — el tenía miedo de que lo mataran aquí y fue a buscar la muerte lejos de su casa. ¿Sabes dónde está?

—Sí pero nunca se lo diré solo puedo decirle que está enterrado.

—Con la falta que hace un hombre en esta casa—. Comentó suspirando la señora y sin embargo no echó ni una lágrima. Era mucho tiempo sin ver ni saber nada de su marido; dios sabe cuántas veces lo habría echado en falta o tal vez maldecido.

—¿Donde está María de los Remedios? — preguntó Francisco con impaciencia.

—No tardará en llegar, se quedó atando unas gavillas.

—¿Aún están segando el trigo? Creía que ya habían terminado.

—Hay hijo mío, el ejercito vino con unos presidiarios para segar y se llevó todo el trigo solo nos dejaron, “la punta” y la zona bajo la colina; lo que más cuesta de segar y la estamos segando María y yo. También se llevaron las vacas nos dejaron solo dos; diciendo que con dos teníamos bastante.

La señora Remedios era famosa por sus quesos los cuales elaboraba en el mismo establo y secaba sobre un cañizo antes de untarlos con aceite y pasarlos a la bodega.

María entró por la puerta; Francisco quedó petrificado como quien ve una aparición, sus labios solo pudieron murmurar en voz baja.

—¡María! Dios mío estas preciosa, en estos años te has hecho toda una mujer.

Se acercó y le cogió las manos.

—Juan la miró, pero con el pelo revuelto y lleno de paja, la cara sucia y la ropa rota y sucia parecía de todo menos “preciosa”. María sonrió a Francisco y se disculpo, subiendo las escaleras como un rayo.

—Vuelvo de seguida— dijo mientras corría.

No tardó en regresar con ropa limpia y el pelo cepillado su aspecto había cambiado se sentó junto a Francisco.

—María mañana tengo que presentarme en el ayuntamiento, para hacer el servicio militar; no sé el tiempo que estaré ausente, pero cuando vuelva os ayudaré en todo lo que haga falta. Le estaba diciendo a tu madre que Juan puede quedarse con vosotras os hara compañía al tiempo que puede ayudaros es un chico muy trabajador y listo.

—Si puede quedarse nos servirá de ayuda— Dijo Remedios – y una boca mas no se notará, hoy puede dormir en tu casa y mañana que venga a ayudarnos después le prepararemos una cama y que se quede con nosotras hasta que tu vuelvas.

—No se preocupe señora la comida me la ganaré con trabajo— Dijo Juan a continuación se echó la copa de anís de golpe a la boca (como había hecho Francisco) al momento sintió que algo le abrasaba la garganta y el color de su cara morena cambió a rojo, Francisco rápidamente llenó un vaso de agua y se lo ofreció. Juan notó el alivio al beberse el agua, pero no pudo evitar que dos lagrimones salieran de sus ojos.

—Todos se rieron y al fin Juan se unió a las risas. Francisco se levantó de la mesa diciendo.

—Bien debemos irnos, hasta mañana.

—Hasta mañana – contesto doña Remedios; María les acompañó al establo a recoger los caballos, ya en su interior se cogió del brazo de Francisco. Juan se dio cuenta que estaba de sobra y salió del establo.

—¿Me has echado en falta?— preguntó Francisco.

—Sí, creía que no regresarías nunca y ahora tienes que volver a irte.

—Sí, no tengo más remedio pero cuando vuelva tendremos toda la vida por delante te lo aseguro ya nunca nos separaremos.

Los dos jóvenes se besaron intensamente; Juan esperaba la salida de Francisco sobre el caballo, por fin salió Francisco del establo con cara de satisfacción. Mientras hacían el camino de regreso, Juan le preguntó.

—¿Es tu novia?

—Todavía no es oficial pero lo será y nos casaremos.

—¿Y cómo fuiste capaz de dejarla sin saber si te matarían?

—Las personas somos estúpidas en muchas ocasiones, nos dejamos llevar por el odio o las sensaciones sin darnos cuenta de lo que podemos perder. Sabes tienes mucha razón al preguntármelo, solo tenemos una vida y una oportunidad, si la dejas escapar es que eres imbécil o estás muerto.

María y yo nos queremos desde pequeños hirvamos juntos a la escuela y yo era quien le tiraba de las trenzas, aunque con cuidado para no hacerle daño, pero no dejaba que nadie más le tirara de las trenzas, antes de irme nos hicimos novios en secreto y prometió que me esperaría. El recuerdo de ella y de mi madre son los que me decidieron a volver, hacía tiempo que lo iba madurando. Espero que puedas pasar unos años con ellas, al menos hasta que yo regrese.

Vete tranquilo te doy mi palabra que las ayudare, pero cuando vuelvas yo me iré, para entonces espero que el país este mejor. (Tal vez por la educación recibida en el convento Juan hablaba como una persona en apariencia mucho mayor y educada).


Amanecía. Juan montó en su caballo y se dirigía a la hacienda de la viuda cuando llegó, no se escuchaba nada en el interior de la casa, entró en los establos y empezó a aparejar el asno. Cuando doña Remedios y su hija salieron de la casa las estaba esperando. Doña Remedios le sonrió mientras se daban mutuamente los buenos días.

—Ustedes suben al carro y yo les sigo con mi caballo— dijo Juan.

—No subes tu al carro y te iré explicando cómo se llaman los terrenos; María irá en tu caballo. La señora azuzó al asno y durante todo el camino le fue indicando los límites de sus tierras, le enseño la colina, los viñedos y por último llegaron a “la punta” zona que marcaba el límite de sus tierras. La mayoría de las fanegas estaban segadas pero el peor trigo estaba en la punta, era la zona más seca. Bajaron del carro cogieron las hoces y se pusieron a segar; a Juan le costaba mucho esfuerzo seguir a las mujeres y unas horas más tarde habían segado la carga, Juan tenía las manos llenas de vejigas algunas sangraban. Doña Remedios le vio la mano, se fue al carro y sacó unos paños cortó una tira y la puso alrededor de su mano.

—¿Dime Juan has trabajado alguna vez?

—No señora, solo hace cuatro semanas que dejé el convento en Talavera.

La señora lo miró con ternura y una sonrisa, después dando un profundo suspiro exclamó.

—Eres muy joven pero tienes agallas haremos de ti un buen trabajador.

Llenaron el carro y regresaron. Al llegar vieron a Francisco que descabalgaba. Descargaron el trigo y entraron a comer, Francisco les comunicó que en dos semanas se tenía que presentar en el cuartel y de allí los recogerían y los llevarían a Alcázar de San Juan, desde donde subirían al tren que les llevaría a Madrid, pero antes segaría el trigo; esa tarde doña Remedios se quedó en casa.

Francisco se fue cuando empezaba la vendimia y Juan se quedó con las dos mujeres. Durante unos días separaron el grano de trigo de la paja y llevaron este al molino, guardando la paja para los animales. Ese año la viuda no podía vender trigo, le habían dejado lo justo para su consumo, muy poco o nada le iba a sobrar.

A los pocos días empezaron la vendimia y engancharon el caballo de Juan al carro, pues era mucho más fuerte que el asno; los carros cargados de racimos iban siendo llevados a la bodega del pueblo para elaborar vino. Pero cuando la viuda fue ese fin de semana a cobrar apenas daba crédito a lo que le pagaron. Llegó a casa desolada y les dijo a su hija y a Juan.

—Se acabó la vendimia, mañana limpiaremos el trullo y llenaremos las botas que podamos necesitar nosotros, el resto que se lo coman los pájaros— A continuación se metió en su habitación.

La habitación de la señora Remedios estaba en la planta baja, la de su hija y la de Juan en la planta superior donde había otra habitación que nadie usaba. Bajo la escalera había una puerta que al día siguiente fue abierta.

María llamó a Juan.

—Ven Juan ayúdame a limpiar— a continuación abrió la puerta bajo la escalera e introduciéndose en su interior abrió una ventana y posteriormente otra gran puerta que daba al patio.

—¿Qué es esto? — preguntó Juan.

—Aquí es donde se prensa el vino y la aceituna para nuestro servicio.

—¿Y esas espuertas de esparto?

—En ellas se pone la uva o la aceituna triturada y se prensa, nunca hay que mezclarlas pues se estropearía el aceite o el vino; ahora vamos a limpiar y haremos vino. A últimos de año cogeremos la poca aceituna de la colina y haremos aceite, así tendremos vino y aceite para todo el año.

Juan no preguntó nada mas pero prestó mucha atención a todo cuanto le mandaban. Llenaron un carro de uva y para prensarla ataron el asno a la barra de la prensa, mientras el animal daba vueltas el mosto iba cayendo al suelo una pequeña acequia lo llevaba hasta un agujero que daba directamente a la bodega allí con un sistema de canalizaciones y tapones de corcho que a duras penas cabían en la mano, el mosto podía ser depositado en varias tinajas. En este caso solo se utilizó una. Ya sabía Juan de donde salía el rico vino que sacaban para las comidas. Con esto dieron por concluida la vendimia.

La señora con sus dos vacas seguía elaborando queso y abasteciendo a la tienda del pueblo y a la carnicería. De tarde en tarde alguien del pueblo se acercaba a comprar uno o dos quesos, Juan aprendió a buscar el cuajo de los cardos para la leche. Habían pasado siete días desde que limpiaron el Trullo, a Juan le daba lástima que se perdiera la uva solo cogían la necesaria para comer.

Estaban cenando cuando Juan mientras comía un racimo le dijo a la señora.

¿Por qué no convertimos toda la uva que queda en vino? Podríamos venderlo igual que usted vende los quesos.

¿Y quién lo iba a comprar? Todos lo compran en la bodega, no vale la pena.

Mama tal vez Juan tenga razón, aun podríamos recoger cinco o seis carros de uva y algún carro de uva blanca, recuerdo que papa mezclaba un carro blanco con cinco de negro, podríamos hacerlo y si no lo vendemos solo habremos perdido el tiempo. No hace falta que nos ayudes Juan y yo lo haremos.

Al día siguiente se pusieron manos a la obra bajo la dirección de su madre y en unos días estaba el vino fermentando. A María cada vez le gustaba más que Juan se hubiera quedado con ellas siempre estaba dispuesto a echar una mano.

Una tarde Juan volvía de recoger unas aceitunas para aliñar, bajaba del caballo cuando a lo lejos vio unas siluetas que parecían acercarse en bicicleta. Cuando fue a entrar por la puerta del patio entreabierta vio a la señora dentro de una palancana como dios la trajo al mundo, mientras su hija le echaba agua con un cazo. La señora a sus cuarenta y cinco años tenía un hermoso cuerpo, sus tersos pechos apuntaban al frente, ni le faltaba ni le sobraba nada la visión era celestial, sobre todo para Juan que no había visto nunca una mujer desnuda, contempló aquella mujer no queriendo perderse ni un centímetro de su vello cuerpo, pero el recuerdo de las dos siluetas lo devolvió a la realidad, miró al camino y se dio cuenta que eran la pareja de la guardia civil que se acercaba. De inmediato se puso a gritar para que lo oyeran.

¡Quieto caballo quieto! Mira por donde vienen los civiles pórtate bien o te encierran.

Volvió a mirar por la rendija de la puerta entornada y vio como la señora y su hija entraban en la casa respiró profundamente, mientras le quitaba las alforjas llenas de aceitunas al caballo. Después le quitó la silla y dio una palmada a la bestia en el trasero, esta se fue sola a la cuadra mientras llegaban los civiles.

Buenas tardes Juan ¿están las señoras?

Creo que sí, vamos por la puerta de delante — Juan acompaño a los guardias a la puerta de la vivienda y llamó.

María no tardó en abrir. — Pasen ustedes ¿Que se les ofrece?

Uno de los guardias era mayor y con buena presencia había pasado muchas veces por allí y siempre se mostraba muy amable. Juan decía que no parecía guardia pues le faltaba “mala leche” y este fue quien habló.

—¿No está tu madre?— preguntó a María.

—Si, no tardará en salir.

—Pues mira yo había pensado que como estáis solas en la hacienda y los perros se murieron, no os vendría mal un perro y llevo uno en la cesta de la bicicleta por si lo queréis.

—No están solas— contestó Juan— estoy yo— y salió en busca del perro. Era un cachorro precioso y María no tardó en tomarlo en brazos.

—No sé lo que dirá mi madre pero yo me lo quedo.

—Tu madre dice que te lo quedes — Contestó la señora mientras salía de su habitación. Pero Zenón no creo que haya venido usted solo a traer un perro, anda María saca una jarra de vino y unos vasos.

—Así es doña Remedios, mañana es La Pilarica, nuestra patrona, el señor alcalde ha decidido celebrar un baile con acordeón en la plaza de seis a ocho, dice que hace mucho tiempo que el pueblo no se divierte y ya es hora, al teniente siendo nuestra patrona le ha parecido bien. Mire usted, yo tengo el día libre y me sentiría honrado si aceptara que pasase a por usted y su hija para llevarlas al baile.

Doña remedios miró al guardia y a su hija, unos segundos después sonrió mientras le decía.

—¿Que vas a hacer, alquilar un coche para llevarnos? ¿O piensas llevarnos en bicicleta? Acepto tu invitación pero iremos con nuestros propios medios.


Zenón se mostraba satisfecho, tanto él como el otro guardia bebieron el vino y después de una corta conversación regresaron al pueblo.

Al día siguiente entre María y Juan, destaparon el coche de caballos que tenían en el establo, lo limpiaron y pasaron con grasa los aparejos. A las cinco en punto engancharon el caballo de Juan y se dirigieron al pueblo, las dos mujeres iban muy arregladas y Juan hacia las veces de cochero con pantalones nuevos hechos por la viuda. El guardia las esperaba en la entrada del pueblo, Juan paró y subió el guardia al coche, Doña Remedios le dijo donde debía dejar el coche, una vez bajaron le dijo a Juan.

—Vete donde quieras, pero debes estar junto al coche antes de las ocho, mira el reloj del campanario.

María le dijo a su madre.

—Debo visitar a una persona si no nos vemos en el baile nos veremos junto al coche.

Los pasos de Juan y María se dirigieron al mismo tiempo a casa de la madre de Francisco ambos deseaban tener noticias de él. Allí hablando con la Paca se les pasó el tiempo y llegaron a la plaza cuando estaba a punto de terminar el baile, Pero con tiempo suficiente para ver bailar a Remedios con Zenón.


Desde ese día Zenón se convirtió en un asiduo visitante de la hacienda, unos meses más tarde vio a María tendiendo la ropa en el patio y la abordó.

—María por favor quisiera hablar contigo.

—Usted dirá señor Zenón.

—Mira yo amo a tu madre y quisiera que fuera mi esposa, pero no me atrevo a decírselo sin tu consentimiento. Lo último que quisiera es haceros daño, ya sé que mi uniforme impone pero no me mires como guardia mírame como un hombre que quiere lo mejor para tu madre.

—Mire señor Zenón, de mi padre va para siete años que no sabemos nada, nadie nos ha comunicado su muerte, pero si viviese al menos sabríamos algo de él. Mi madre trabaja mucho y tiene derecho a ser feliz, no quiero verla enterrada en vida. Con esto quiero decir que es cosa de dos de usted y ella. Poco o nada debe de valer mi opinión solo cuenta la de mi madre.

—Gracias María, Gracias eres digna hija de Remedios.

El Guardia entró en la casa como una exhalación en busca de Remedios. Juan salió del establo, lo había escuchado todo.

—¿Vas a dejar que tu madre se case con el Guardia?

—Y que puedo hacer ya escuchaste a Francisco mi padre no volverá y mi madre aún es joven, yo deseo casarme con Francisco y … En fin no quiero ser egoísta, que decida ella.

—Si debes tener razón— contestó Juan. Pero es guardia...

Los días pasaron y el guardia ya era uno más de la casa, Juan salía con el carro a vender vino y quesos; cada dos días de la semana visitaba un pueblo de los alrededores cada vez y así fueron pasando los días, el trabajo en las tierras de la viuda ya no eran un problema para Juan entre él y María hacían todo el trabajo, en contadas ocasiones necesitaban ayuda y en ese caso les ayudaba Remedios e incluso Zenón cuando tenía tiempo. Por entonces Zenón ya dormía con la viuda.

Dos años más tarde María vio acercarse una motocicleta por el polvoriento camino, esta paró ante la atenta mirada de la joven, el motorista se quitó las sucias gafas y el pañuelo de la cara; María exclamó.

—¡Dios mío es Francisco! Corrió a sus brazos y se besaron como nunca lo habían hecho, María cogió fuertemente del brazo a Francisco y los dos penetraron en la casa su madre se había ido al pueblo y tuvieron tiempo de ponerse al corriente de los acontecimientos, Juan llegó una hora más tarde conduciendo el coche de la señora Remedios. La alegría fue enorme por ambos lados. Francisco comunicó a Remedios su deseo de casarse cuanto antes con su hija y convertirse en el hombre de la casa. Con anterioridad Francisco había comunicado a su madre sus intenciones de casarse y trabajar también las pocas tierras que su madre poseía y que tenía abandonadas junto con el trabajo en la hacienda. Con la euforia Francisco quería crear un mundo de ilusión en el futuro junto a su amada María.

Más tarde entre Juan y María le explicaron lo de Zenón el guardia. Francisco le contestó que lo mejor era que su futura suegra tuviera a alguien que se ocupara de ella, así la carga no era tan grande para ellos. Con estas palabras Francisco daba por sentado que Juan se quedaba con él y así fue durante un año en que trabajaron codo con codo. Juan aprovecho que la vendimia había terminado y que estaban cenando todos en la hacienda para preguntar a Zenón.

—Dígame señor Zenón ¿Como encuentra usted el país? ¿Sigue siendo tan peligroso andar por los caminos?

—No muchacho, nosotros tenemos orden de levantar la mano si conocemos a la gente y los consideramos honrados; mira Juan este país necesita mano de obra o sea trabajadores, nadie mata a la gallina que pone huevos, aunque tengo que reconocer que el país se encuentra en la ruina y en muchas partes se pasa hambre.

—¿Qué opina usted de Valencia?

—En Alicante terminó la guerra y es normal que le cueste más recuperarse, pero la semana pasada “el Zoilo” que se fue a Valencia hace un año a la aventura, ha vuelto y se ha llevado a toda la familia, según dijo allí hay mucho trabajo en el campo y esperan poder ahorrar algunas pesetas.

—Juan ¿estás pensando en irte?— preguntó Francisco.

—Si Francisco, me despediré de tu madre y de los aquí presentes y me iré.

—Yo creía que te quedarías con nosotros.

No Francisco desde pequeño tengo encomendada una misión, la guerra y las buenas personas la han atrasado, pero aunque difícil debo cumplir con mi destino y en un tiempo no muy lejano recuperar a mi hermana.

—Juan— dijo Zenón— si te vas te traeré un certificado de buena conducta, según en qué ocasiones te puede ayudar.

—Gracias Zenón ;Señora Remedios quisiera pedirle un favor.

—Tú dirás.

—Quisiera llevarme el asno, mi caballo ya está viejo y el asno es más joven.

—Como tú quieras pero ¿has pensado bien en irte, aquí te queremos? piensa sin miedo a equivocarte que te consideramos como uno más de la familia.

—Lo agradezco señora han sido como mi familia, pero cada uno tiene su destino, como decía mi madre y debe de seguirlo. Mi destino es encontrar a mi tía o al menos intentarlo.

Juan en Albacete

Tres días más tarde recogía su ropa y se despedía. La señora le entregó, una hogaza de pan blanco, un queso, un salchichón y diez duros. El día antes se había despedido de la madre de Francisco y esta le había dado cuatro duros. Para Juan era toda una fortuna, nunca había tenido tanto dinero en realidad había trabajado solo por la manutención y un techo.

Miró el mapa, que conservaba y trazó una línea hasta Albacete el camino no era muy recto antes debería pasar por “La Roda” salió del Villarrobledo con la esperanza de llegar antes de anochecer a La Roda de allí la carretera se dirigía directamente a Albacete. El motivo de pasar por Albacete se debía a los papeles de la familia que habían encontrado muerta hacía más de tres años y al menos poder entregarles el misal a sus parientes. Juan consideraba las cosas de la iglesia sagradas como le habían enseñado los frailes.

Anocheciendo llegó a La Roda atravesó el pueblo y encontró indicaciones de Albacete, a la salida encontró un pajar y decidió que era un buen sitio para quedarse. Apenas había descargado la manta, cuando escuchó una voz a su espalda; un hombre le apuntaba con una escopeta.

—¿Que vas a hacer y quien eres tú?

—Soy Juan Romero y solo pensaba pasar aquí la noche.

—¿Que te trae por aquí?

—Me dirijo a Albacete tengo un recado para una familia y cuando lo entregue me voy a Valencia he salido esta mañana de Villarrobledo.

—Eres muy joven para ir solo por el mundo— el hombre miró de arriba abajo a Juan — ¿no tienes dinero para ir a una posada?

—No, no tengo dinero; pero llevo comida y una botella de vino.

—Bueno no me deshagas el pajar pasa al establo, estarás mejor.

—Gracias señor.

—De nada. Espero no arrepentirme.

El señor se metió en la casa y Juan pasó la noche cobijado, junto al asno. Al día siguiente apenas clareó, ensilló el asno y salieron dejándole la botella de vino a la vista en agradecimiento. Antes de entrar en Albacete buscó resguardo para pasar la noche y al día siguiente entró en la capital, allí se mezclaban los vehículos, habían coches de lujo, camiones, motocicletas bicicletas y carros o galeras tirados por varios caballos. Pronto aprendió que tenía que ir pegado a su derecha. Dio varias vueltas por la capital y entendió que así no iba a ningún sitio. Sacó los papeles de la familia y leyó calle de San Pedro diecinueve. Con el burro del morro, preguntó a algunos transeúntes, hasta que una señora le dijo.

—Está usted en la parte contraria debe atravesar toda la ciudad. Mire cruce usted al otro lado de la calle y siga por la calle de enfrente, cuando pase seis o siete bocacalles pregunte al primero que encuentre.

Las indicaciones de la señora fueron correctas y preguntando Juan encontró la calle, buscó el número y llamó a la puerta una señora le abrió.

—¿Que quieres?

—Busco a la familia de Germán González o de Carmen Tejo.

—Aquí no vive nadie con ese nombre ni los conozco, adiós – la señora cerró la puerta con síntomas de enfado.

Una señora salía por otra puerta y Juan se acercó.

—Señora por favor, sabe usted si han cambiado los números de las puertas.

—No muchacho son los mismos desde hace mucho tiempo.

—¿Y conocía usted a la familia de la puerta diecinueve? A Germán o Carmen.

—Si los recuerdo eran buenas personas, según dicen murieron y su casa se vendió por cuatro perras.

—Gracias señora—

—De nada chico.

Para Juan, que había intentado cumplir con lo que él creía una obligación de buena fe, la desilusión le dejó sin ideas, no obstante Debería decidir entre salir de Albacete o buscar donde pasar la noche. De momento decidió rodear la ciudad, así pasó el día yendo de un sitio para otro, Albacete era la ciudad más grande que había pisado, mucho más grande que Villarrobledo.

De pronto escuchó el sonar de un martillo al golpear sobre el yunque. Como atraído por un imán fue en busca del sonido, este le condujo fuera de las casas frente una arboleda, el sonido salía de una puerta muy grande en su interior un hombre maduro hacia una herradura, la nave era muy grande al fondo unos caballos estaban como en un establo y uno atado a unos diez pasos del herrero, parecía ser el que necesitaba las herraduras. Juan ató el burro a una anilla anclada a la pared y con sigilo para no molestar entró y se quedó mirando como trabajaba. El herrero lo vio pero no le dijo nada, cuando terminó de herrar al caballo lo miró de frente y le dijo.

—Buenas tardes ¿quieres alguna cosa muchacho?

—No señor me ha llamado la atención el sonido y he querido verlo trabajar sin molestarlo.

—Bien hecho de lo contrario te hubiera echado a la calle.

—Vera señor yo también trabajé en una herrería.

—Serías muy Joven— dijo el herrero.

—Si lo era tenía Nueve años y apenas fuerza para mover la manivela de la fragua, pero aprendí a reparar fusiles y pistolas.

—¿Me quieres hacer creer que a tan temprana edad te dejaban tocar armas de Fuego?

—Sí, se lo aseguro y me gustaría ayudarle y aprender de usted.

Juan pensaba que si aprendía el oficio no tendría que ir a segar, pues era el trabajo que menos le gustaba.

—Mira chico pareces listo pero solo tengo trabajo para mí, no podría pagarte y menos si te tengo que enseñar.

—No cobraría solo pido que me deje dormir aquí y me dé algo de comer, para hoy y mañana me queda comida.

Nadie sabe lo que pasó por la mente del herrero, tal vez su juventud y desparpajo influyeron a su favor; lo miró fijamente y le dijo.

—Enséñame las manos – Juan obedeció y el herrero dijo — puedes quedarte pero si me fallas te largo o te rompo la cabeza con el martillo. De momento busca un rincón al fondo, mañana veremos.

Al día siguiente le despertó el herrero con una escopeta plana abierta.

—No dices que sabes arreglar armas esta escopeta hace un año que no cierra. Si la arreglas te quedas y si no, te largas.

Juan cogió el arma la miró y desmontó los cañones buscó un pedazo de piedra esmeril y limó una rebaba volvió a montarla y los cañones cerraron, a continuación fue en busca del herrero.

—Tome tenía una rebaba que le impedía cerrar seguramente se le cayó sobre una piedra o roca.

—No se cayó — los dos hombres se miraron por unos segundos el herrero siguió hablando — no se cayó la tiré yo de rabia cuando se me escapo un conejo, nunca me paré a mirar por qué no cerraba, “tengo otra”.

Los dos terminaron riendo, los días sucesivos Juan se aplicaba y en los ratos libres el herrero le ayudaba a hacer herraduras. Le explicaba el color que debía tomar el hierro y como colocarlo para doblarlo. Cuando trabajaba solo, tenía que llamar a su hija para hacer los agujeros de las herraduras con Juan no era necesario. En dos meses Juan se había hecho imprescindible para Leandro (el herrero) y este decidió que no quería que se fuera. Mientras trabajaban le dijo.

He pensado que te voy a pagar dos pesetas por semana y también he pensado que como te doy de comer debes ahorrar una, mañana iremos a la caja de ahorros y te sacaré una libreta, pero no podrás sacar dinero hasta que cumplas los veintiuno y seas mayor de edad.

Que le parece si me guardo una peseta y la otra me la quedo. Puedo tener una necesidad o ir al cine algún día no lo he visto nunca y dicen que es bonito.

El herrero sonrió y acepto, al sacar la libreta Leandro le ingresó un duro. Dos días después Juan ingresó sin saberlo Leandro doce duros que no vería hasta la mayoría de edad, pero según le había explicado el director nadie podría sacarlos si no era él.

Juan ya parecía ser uno más de la familia, comía en la casa de Leandro e incluso le lavaban la ropa, pero seguía durmiendo en la paja de la herrería junto a los caballos. Ese invierno Leandro cogió las fiebres y Juan cuando tenía que hacer los agujeros de las herraduras llamaba a Rosa, la hija de Leandro, la muchacha dos años mayor que Juan. Pelirroja como su padre y con buenas carnes parecía asustar a los posibles pretendientes, sin embargo era preciosa cuando la mirabas de cerca y con un gran corazón. Hablaba con Juan como el que habla con un hermano.

Anochecía cuando Juan recogió dos caballos que pastaban bajo los árboles y cerró la puerta era sábado y los sábados tenía costumbre de lavarse y cambiarse la ropa calentó agua y se puso en el interior de una palancana, el jabón lagarto era su único producto de limpieza y con él se lavaba hasta la cabeza, quedándole el pelo áspero por mucho que se lo enjuagara. Ese sábado no se dio cuenta de que Rosa lo estaba observando. Se desnudó y procedió a lavarse. Al final se levantó y empezó a tirarse agua por la cabeza. Rosa salió con una botella de vinagre en la mano.

—No te eches más agua – gritó Rosa.

—Juan se quedó petrificado con las manos tapándose sus partes Intimas y un color de cara rubí intenso.

—Venga agáchate en la palancana— ordenó Rosa y Juan sin ser capaz de decir nada obedeció.

Rosa roció su pelo con el vinagre y después lo aclaró. Le dijo.

—Vístete y siéntate en ese cajón, (el mismo cajón que usaba en ocasiones Juan como silla).

Rosa afeitó a Juan con una vieja navaja de su padre y después se escurrió zumo de limón sobre las manos y le dio un suave masaje, a continuación corto sus cabellos y lo peinó. Juan no se atrevía a decir nada por miedo a su padre y porque se sentía bien en las manos de Rosa.

Rosa cogió un pedazo de espejo roto y se lo acercó a Juan diciendo.

—Así te quiero ver todos los días. Ahora vamos a cenar.

Por la parte delantera de la nave había una puerta que comunicaba con la casa del herrero. Rosa se llevó la ropa sucia con ella y mientras cenaban le dijo a su madre.

—Te has fijado en Juan, creo que deberíamos comprarle los accesorios necesarios para asearse y afeitarse, con lo que le pagamos no tiene para nada.

—Bien Rosa cómprale lo que necesite, tú verás, en cuando se cure tu padre le diré que le aumente la paga.

La cena terminó y Juan se fue a dormir estaba cogiendo el primer sueño cuando notó que alguien levantaba la manta y se acostaba a su lado, se quedó quieto quien fuera olía muy bien; una mano se deslizó por su pecho llegando poco a poco al interior de sus calzoncillos, instintivamente Juan reculó intentando esconder sus genitales, pero una suave voz dijo.

—Solo podemos tocarnos, pues si me haces tuya corro el riesgo de quedarme embarazada y tener un niño, somos muy Jóvenes para eso.

Juan reconoció la voz de Rosa y decidió que si ella podía tocar el también podría hacerlo, se dio la vuelta, Rosa sonreía descaradamente, las manos de Juan se dirigieron instintivamente a sus tersos pechos, nunca había besado a una mujer y no sabía cómo hacerlo pero la naturaleza lo hizo por él y en segundos se fundían sus bocas, sus cuerpos se unieron y el miembro de Juan llamaba a la puerta de Rosa. Esta le dijo de aquí no hay que pasar y apretó sus piernas, Juan parecía retirarse pero fue para buscar con su mano. Rosa le enseñó cómo debía tocarla para darle placer, Juan se abandonó en brazos de Rosa, sentía tanto placer tocándola que ensució la manta.

—No pasa nada le damos la vuelta y la manta lo absorberá — Rosa parecía tener solución para todo. No fue la última vez que Rosa acudió al establo y Juan esperaba impaciente que llegara el sábado. No estaba enamorado de Rosa pero en ese momento era la persona que más quería con ella había descubierto un mundo maravilloso.

El herrero sanó y se unió a Juan, como había dicho su señora le aumentó la paga. Con la ayuda de Juan se atrevió a hacer rejas y utensilios de labranza, ya no había tiempo libre y el herrero ganaba más dinero, le ofrecieron a Juan prepararle una habitación pero él la rechazó. Al fin le pusieron un catre y un colchón de cascaras de panocha junto a los establos.

Vinieron las fiestas y en el barrio hicieron espectáculos de la sección femenina y una pequeña feria. La Rosa filtreaba con los chicos entre carcajadas. A Juan no le gustó y se lo echó en cara; Rosa sin inmutarse lo miró fijamente a la cara y le dijo.

—Juan tú no eres mi marido, ni lo serás nunca solo eres mi amigo, una mujer para casarse necesita una seguridad y tu no me la puedes dar, compréndelo no tienes nada. Un día tendré novio me casaré y lo nuestro habrá terminado, solo es una buena distracción mientras dure.

Juan no contestó pero cerraba la puerta por dentro para que Rosa no pasase a la herrería. El tiempo todo lo cura y dejo de cerrar la puerta pero Rosa no aparecía, seguía sin visitarlo. Al poco tiempo Rosa llegó acompañada de un mozo Juan lo reconoció era un guardia civil que pasaba muchas veces por la puerta de paisano. Juan pensó — parece ser que los guardias van unidos a mi vida — y se preguntaba cómo sería el guardia, si sería como el que le pegó a él o sería como Zenón; él deseaba que fuera como Zenón consideraba que la viuda había tenido mucha suerte en encontrarlo y después de todo le tenía cariño a Rosa y no deseaba ningún mal para ella.

Llevaba año y medio con el herrero y estaba considerando irse, ahora ya tenía un oficio y podría valerse por sí mismo. Esa misma noche estaba durmiendo cuando escuchó golpes en la puerta y gritos ¡Vete vete! ¡Déjame!, parecía la voz de Rosa. Saltó del camastro y corrió a la puerta, la abrió y vio como el guardia de paisano tiraba de Rosa hacia la arboleda de enfrente; Juan instintivamente corrió tras ellos.

—¡Suéltala! Gritó – Juan.

—Vete a la mierda, desaparece, esta es mi puta — contesto el guardia.

Juan cogió al guardia del hombro intentando apartarlo, este se revolvió soltando un puñetazo que por poco le llega al rostro.. Juan se cubrió con el antebrazo y a continuación intentó nuevamente que soltara a Rosa interponiéndose entre los dos, el guardia descargó un nuevo golpe sobre Juan tirándolo al suelo mientras Rosa se zafaba del guardia. La ira se volvió contra Juan, el guardia era más corpulento y Juan llevaba las de perder rodaron por el suelo quedando debajo y no pudiendo zafarse del guardia, encontró una piedra gruesa y lo golpeó con furia mientras él se cubría como podía de los golpes de la piedra, uno de ellos le dio de lleno en la cabeza. El hombre cayó fulminado sobre la hierba donde solían pastar los caballos. Juan cogió a Rosa que estaba paralizada y la llevó a su casa. Su padre había oído ruidos y gritos, salía por la puerta con la escopeta. Los jóvenes pasaron al interior y le contaron lo que había sucedido; su padre se acercó a comprobar el estado en que se encontraba el guardia, al entrar nuevamente solo murmuró “está muerto”. Los tres se quedaron helados, ninguno de ellos hubiera querido el fatal desenlace. Juan reaccionó.

Yo he sido el culpable me entregaré a los guardias… — Al momento recapacitó — No, no me entregare ¡me iré! no pienso entregarme a los guardias ya sé cómo se las gastan. Dejaré mis alforjas, dentro va una documentación que no es mía, usted puede decir que he huido dejando mis alforjas, a los propietarios de los papeles no podrán encontrarlos ¡han muerto!

Sí puede que sea lo mejor – contestó el herrero — hoy tenemos casi luna llena y podrías hacer camino, dejarás a tu asno y te llevaras la yegua torda es más ligera y te llevará más lejos.

No había tiempo que perder preparó sus cosas y recogió la piedra con que había matado al guardia, la arrojaría a una buena distancia. Juan se fue dejando los papeles de la familia desaparecida en las vacías alforjas del asno.

Durante toda la noche cabalgó alejándose lo más posible de Albacete, al amanecer llegó a Almansa, vio una indicación de Alicante y siguió por allí, a lo lejos vio una pareja y se escondió aprovechando para cortar hierva y secar a la yegua, media hora más tarde seguía su camino, pensaba que Alicante ya era Valencia. El sol daba de lleno y tanto la yegua como el estaban agotados buscó unos árboles y cayó rendido.


Mientras tanto a la casa del herrero llegaron dos guardias de paisano.

Buenos días señor Leandro.

Buenos días tengan sus mercedes.

No habrá visto por aquí a José Antonio, nuestro compañero, anoche estuvimos bebiendo hasta muy tarde y se empeñó en acompañar a su hija a casa. A las doce entra de servicio y no lo encontramos.

Esperen y le preguntaré a Rosa – Leandro llamó a su hija y mientras venia les dijo a los guardias.

Hablando de desaparecidos, ayer un joven dejo un mulo diciendo que pasaría temprano a recogerlo lo he sacado esta mañana y lo he atado en la puerta; aun no ha venido y me dijo que tenía prisa. “no entiendo a los jóvenes”

—Seguramente estaría en el baile y estará durmiendo.

—Si y puede que con Su compañero. — todos rieron.

Rosa apareció con una fingida sonrisa.

—Buenos días ¿cómo os sentó anoche el vino?

Tenemos una resaca de espanto, oye Rosa no encontramos a José Antonio ¿no te acompañó?

—Sí hasta la misma puerta de mi casa me dio un beso y entre en mi casa, desde luego no estaba para nada el vino le había hecho efecto no sé cómo quedaría de regreso, en más de una ocasión se iba de lado y lo tenía que sujetar no debería haberme acompañado.

—Típico en el, nunca sabe cuándo debe cortar. — Dijo un compañero.

El herrero salía con seis caballos de la brida.

—Rosa me ayudas a dejar los caballos pastando en los árboles.

—Yo le ayudaré —se adelantó un joven guardia, cogió tres caballos y cruzaron el camino o carretera que pasaba por la puerta, ataron largo a los caballos y Leandro Exclamó.

—¡Allí hay un hombre tendido!

—Los dos jóvenes se acercaron.

—Parece dormido – dijo uno de ellos mientras se acercaba.

—No está durmiendo ¡está muerto! — exclamó el joven guardia que acompañaba a Leandro después preguntó— ¡Y dice usted que el dueño del burro no ha aparecido!

—Así es, si no viene mas tarde (Leandro había dejado la cartera del guardia esparcida por el suelo).

—No creo que venga posiblemente quiso robar a José y al ver el carnet se asustó lo dejó donde estaba y huyó ¿Le dijo donde quería ir?

—Habló de Cuenca y me preguntó si aguantarían las herraduras yo las miré y le dije que estaban nuevas.

—O sea que no sabía que las herraduras eran nuevas, posiblemente el burro también sea robado.

Rosa lloraba (en realidad toda la noche la había pasado nerviosa y en vela) no necesitaba mucho para estallar. Y ya no era necesario fingir.

Uno de los guardias le dijo a Leandro.

—Llévese a su hija nosotros nos encargamos de todo.

Al poco rato la calle hervía de Guardias Leandro y su hija tuvieron que declarar nuevamente, registraron las alforjas del asno y encontraron Junto a un viejo pedazo de queso y pan duro los papeles y el misal que había recogido Juan. Por la tarde no quedaba nadie se habían llevado el cuerpo y el asno.

Juan se hace marino

Juan despertó las tripas le sonaban, comió un poco de tocino, pan y reemprendió la marcha. Debía poner tierra de por medio cuanto antes la carretera y las indicaciones le llevaron a Alicante. Extendió la manta en una pinada antes de entrar en la ciudad se tumbo sobre ella y se quedó mirando las estrellas, había matado un hombre y no sentía dolor alguno, tal vez el hecho de merecérselo lo libraba del dolor de barriga que según Francisco debía sentir. O tal vez como decía su madre “era su destino”. La luz del alba lo despertó y como había hecho antes en Albacete rodeó la capital alicantina y se entretuvo conociendo la ciudad, llevaba algún dinero y buscó una posada económica para pasar la noche. Cerca del puerto encontró un señor sentado a la puerta de una casa sobre su cabeza un letrero, era una pensión. Habló con el hombre y resultó ser el dueño, el precio era asequible y había sitio para la yegua, se quedó allí. Los días siguientes se dedicó a buscar trabajo antes de que se terminara el dinero vendió la yegua. El dueño de la posada un hombre mayor, que solía pasarse largas horas sentado a la puerta con su enorme barriga, lo paró un día.

—Muchacho te veo salir y entrar todos los días y a todas horas ¿acaso no trabajas?

—No señor estoy buscando trabajo dentro de un par de semanas no podré pagarle, si no encuentro algún trabajo.

—¿Que sabes hacer?

—Soy herrero.

—Lastima no tengo trabajo para un herrero, ¿has subido alguna vez en barco?

—No señor no sé nada de barcos, pero suelo aprender rápido y si hace falta no cobro hasta que he aprendido.

—No digas nunca que no cobras o abusaran de ti. Ves al puerto y busca un barco llamado “Teresita” al patrón le llaman Pedro, es un poco cascarrabias pero tú no le hagas caso, dile que te manda “el tío Josep” date prisa antes que encuentre marineros Hay epidemia de gripe y le faltan dos hombres.

Juan corrió al puerto y siguiendo las instrucciones del tío Josep buscó el barco, cuando lo encontró en cubierta habían dos hombres que trabajaban reparando las redes y ordenándolas. Juan se dirigió a ellos.

—Buenas tardes, el patrón don Pedro.

Uno de los hombres Gritó.

—Patrón le buscan.

—Un hombre con barba salió de la cabina.

—¿Quien me busca?— el marinero le hizo una indicación con la cabeza — ¿Qué quieres muchacho?

—Me manda el señor Josep dice que usted tiene trabajo para mí.

—¿Has subido alguna vez en un barco?

—No no he subido pero se trabajar y no me da miedo lo duro que sea.

—Bien sube de algo aprovecharas. Miguel lo dejo a tu cargo.

Miguel era un buen marino, hombre muy amable e inmediatamente le indicó lo que tenía que hacer. Toda la tarde estuvo explicándole cual era su trabajo y como tenía que hacerlo. Antes de anochecer le dijo. Ahora debemos cenar y dormir, el patrón es el primero en salir del puerto y buscar los mejores caladeros, si no tienes donde dormir puedes hacerlo en el barco así no harás tarde “yo duermo aquí”.

—¿No tiene usted casa o familia?

—Sí pero en Elda, el patrón me da una semana al mes cuando puede. Ahora tenemos dos bajas y no es posible ver a mi familia.

La noche era cerrada pero el patrón no se amilanó, llamó a los hombres y emprendieron un día mas de pesca. Cuando llegaron al lugar elegido había que tirar las redes Juan no solo tiró las redes también tiró la cena y puede que algo mas. Miguel le dijo.

—No te preocupes y sigue trabajando se te pasará trabajando, eso es comida para los peces y soltó una carcajada.

Juan seguía los consejos de Miguel pero notaba que cada vez estaba más débil aunque aguantó como pudo, de regreso al terminar de clasificar el pescado, Miguel le dijo que se pusiera en la proa y mirase al infinito, era el mejor sistema para recuperarse.

Por su parte el patrón no dijo nada, al día siguiente cuando estaban reparando redes, se paró frente a él y le dijo.

—Bien chico bien.

Miguel le dio un codazo – eso quiere decir que te quedas dentro de un tiempo te abras acostumbrado.

Así fue y a la semana ya no se mareaba y tiraba de las redes tanto como los demás pero la cosa pronto se complicó para Juan.

Los hombres que habían enfermado regresaron y por lo tanto el porcentaje que cobraban al ser más hombres era menos a repartir; el patrón aprovechó para dar permiso a Miguel, los permisos se fueron turnando un día le tocó el turno a Juan.

Juan encontró trabajo en otro pesquero y se enroló en otra aventura, el nuevo patrón prefería otros caladeros más lejanos, el motor de su embarcación era más potente y en ocasiones tardaban dos días en volver. El dinero también era más a la hora de repartir, por lo que Juan podía ingresar más dinero en la libreta.

Juan ya era conocido por la gente del puerto y eran muchos los que le gastaban bromas llamándole con el sobrenombre del “grumete seco” por su delgadez, un señor se le acercó.

—Te veo mucho por el puerto ¿estás sin trabajo?

—No tengo una semana de descanso.

—Quieres dejar de pescar y dedicarte a ganar dinero.

—¿Cuánto dinero?

—Mucho mas del que ahora cobras. Digamos que en un día la paga de un mes.

—¿Que hay que hacer?

—Tener agallas y no tener miedo a los carabineros.

—Yo no tengo miedo a nada y menos a los guardias.

—¿Y al mar te da miedo el mar?

—Ya le he dicho que no me da miedo nada excepto matar.

—Aquí no hay que matar a nadie, más bien salvar tu vida si hace falta.

—Siendo así yo soy su hombre.

—Mañana llega un barco de pasajeros, no entenderás su nombre pues está escrito en árabe, por la noche partirá te espero a las siete de la tarde al pie de la escalerilla, si no vienes lo entenderé.

Juan fue a hablar con su patrón diciéndole que la pesca no era para él, añadiendo que disponía de suficientes hombres y podía prescindir de él.

—¿Por qué quieres irte?

—He encontrado otro trabajo y creo que me interesa más.

El patrón lo entendió y le deseó suerte. Mientras tanto Juan seguía ingresando dinero en su cartilla, no fumaba y no gastaba en tabernas su única afición era ir una vez al mes (cuando podía) al cine.

Al día siguiente tras decirle al tío Josep que tardaría unos días en volver y que le guardara las cosas, se presentó en el buque allí estaba el señor esperando como le dijo al pie de la escalerilla. Subieron al buque y lo presentó al capitán, diciendo.

—Este es el elegido, creo que es de fiar.

—No lo dude yo nunca traiciono.

El capitán hablaba árabe y español perfectamente.

—¿Cómo te llamas?

—Juan Romero.

—Bien Juan estas delgado pero pareces fuerte, aquí estas libre de trabajo puedes pasear por el barco y comer en la cocina, debes estar fuerte para cuando tengas que remar. Llévalo con Carles y que este le explique cual es su trabajo con todos los detalles.

El señor que no había dicho su nombre salió acompañado de Juan buscaron a Carles y lo presentó a continuación el señor se bajó del barco.

Carles era de Castellón y solía hablar valenciano como la mayoría de los marineros de Alicante, Juan empezaba a entenderlo pero no lo hablaba y algunas cosas no las entendía.

—Carles le dijo.— Si piensas quedarte mucho por aquí será mejor que aprendas pues en los pueblos no se habla otro idioma, pese a la persecución por parte de la guardia civil.

—Carles ¿Dime cual es mi trabajo?

—”El mío” tienes que sustituirme yo ya me he cansado de remar tengo dinero y quiero buscar una mujer y tener hijos, llevo tres años remando. Parece ser que no te han explicado nada.

—Así es solo sé que tengo que remar.

—Ya entiendo, te explicaré. El barco va a Túnez allí carga contrabando y hace la ruta procurando llegar a media noche cuando todo el mundo duerme es entonces cuando bajan una barca con la mercancía un pesquero con motor nos ata a la popa y nos lleva cerca de la orilla “ pero no muy cerca” en un lugar entre El Campello y La Vila Joyosa vemos una luz y nos dirigimos a ella si la luz se apaga dejamos de remar y echamos el ancla, cuando se enciende nuevamente seguimos remando hasta llegar a la orilla. Te aseguro que para un hombre solo es una paliza.

—Que ocurre cuando llegamos a tierra.

—No ocurre nada ponemos pies en polvorosa y otros se ocupan del resto, y esa misma tarde volvemos a embarcar.

—En que volvemos a Alicante

—Puedes volver a pié dando un largo paseo o buscar a alguien que te lleve. Yo prefiero pasear me ayuda a estar fuerte. Oye sabes nadar.

—No nunca lo he hecho.

—Vaya un marinero. Si quieres cuando regresemos podemos bañarnos en la playa de San Juan y aprendes debes mantenerte en forma y saber hacer el muerto en el agua para descansar. De momento si ocurre algo y naufragamos procura cogerte a un remo, te mantendrá a flote.

El viaje fue como Carles le había dicho el barco llegó a Túnez, dejó la carga y cargó mercancía y personas. Dos días más tarde Juan dormía plácidamente, cuando Carles lo despertó.

—Vamos Juan nos toca, se vistió deprisa y salieron a cubierta ya estaban bajando una barca cargada de fardos en medio dejaban un hueco para remar tiraron una escalerilla y por allí bajaron Carles y Juan una vez en la barca esperaron al pesquero y le tiraron un cabo en cuando llego (en realidad los observaba a corta distancia y esperaba que se fuera el barco para acercarse) “se abrigaron” (en el mar siempre suele hacer frío por la noche y se agacharon cubriéndose del aire), al cabo de más de una hora el pesquero soltó el cabo y agitó una tímida luz, Carles tomó el mando.

—Juan coge los remos, se rema hacia atrás por eso en la proa hay menos bultos para que podamos mirar de vez en cuando, de todas formas las luces que ves son de dos poblaciones tu dirígete al centro entre las dos.— Carles se dio cuenta de que Juan no sabía remar — Parece que no hayas remado nunca, así te pillarás los dedos; cámbiate y mira como lo hago yo.

Esa noche Juan aprendió a remar y a saber lo pesado que era el trabajo que había elegido.

Llegaron a la playa siguiendo la luz que se movía de lado a lado dejaron la barca y se fueron. Carles le dijo no vamos por la costa allí están los carabineros vamos por la carretera. Durante el camino se encontraron con una pareja de la Guardia Civil, les pidió los documentos y les preguntaron dónde iban.

—Somos pescadores y tenemos que embarcar, salimos de madrugada.

Los guardias los dejaron marchar sin más preguntas. Al llegar a la playa de San Juan ya era de día Carles llegó a un chiringuito de playa con casetas para cambiarse, entró en el chiringuito y se dirigió a una habitación trasera mientras daba los buenos días.

—Pasa Juan aquí me guardan el bañador, toma ponte este salieron dejando toda la ropa en la habitación. Juan encontró el agua fría pero se hizo el valiente allí recibió su primera lección de natación, al entrar de nuevo al bar y antes de cambiarse Carles dijo dos raciones. Salieron y se sentaron en una mesa, el dueño del bar les trajo una tortilla de patatas para los dos pan y vino. El almuerzo fue reconfortante.

—Como creo que todavía no habrás cobrado hoy pago yo, pero mañana serás tú quien pague — dijo Carles satisfecho.

—Carles el dueño ¿es familia tuya?

—No Juan estuvimos juntos en el frente y nos hicimos amigos, la penuria une más que la riqueza, no te fíes nunca de los ricos solo quieren explotar al pobre para enriquecerse más y tampoco de los que adulan al patrón serán los primeros en traicionarte. Pero mejor no hablemos de eso. Vamos a cobrar.

Se fueron a un mesón cerca del puerto. El señor sin nombre estaba sentado en una mesa, con decisión se dirigieron a él y se sentaron el señor les entregó un sobre a cada uno.

—Usted Juan cobra la mitad la próxima vez la otra mitad, la mercancía tiene que venderse.

Juan no protestó se despidieron hasta la hora de coger nuevamente el barco, Juan comprobó que el barco estaba en el puerto y se fue a la posada. En su habitación sacó el sobre y contó el dinero había más de lo que cobraba en un mes pescando y solo era la mitad. Cogió la cartilla y se dirigió al banco, solo se quedó lo justo para pagar una semana al tío Josep y comprarse un bañador. Por la tarde volvió a embarcar.

Un mes después Carles se fue y se quedó solo, para entonces ya sabía desenvolverse. Durante más de año y medio estuvo realizando el mismo trabajo sin ningún contratiempo él era el alma de la operación incluso cuando el mar no estaba en su mejor momento Juan seguía arriesgándose, el decidía si desembarcaba o lo dejaba para el próximo viaje. En alguna ocasión cambiaban el lugar de desembarco, pero siempre volvían al mismo.

Los patrones decidieron buscarle un ayudante, pero en este caso no era un principiante como él, era un hombre criado en el mar cercano a los cuarenta de nombre Pablo. Desde el primer momento hacia demasiadas preguntas a Juan, que este no le contestaba por precaución y porque desde el primer momento no le gustó. Juan no acababa de fiarse del nuevo y le pidió al patrón que no lo acompañara prefería ir solo, pero el patrón le dijo que era un hombre de plena confianza y experto en el mar le llamó “viejo lobo”. Juan no tubo más remedio que aceptar su compañía. Ya en el primer viaje se dio cuenta de lo bien que manejaba los remos y le pareció una ventaja, así el podría vigilar la costa y las luces mientras el viejo lobo remaba. No obstante y siguiendo el ejemplo del hombre sin nombre. Juan le hizo creer que Juan no era su verdadero nombre, que en realidad se llamaba Nicolás y era murciano.

Tres meses después seguían unidos por el trabajo, pero Juan seguía sin confiar en Pablo, algo en su interior le obligaba a desconfiar, tal vez sus preguntas. Una noche en que el mar presentaba marejadilla y que por lo tanto debía decidir si embarcaban o no Juan titubeó, el mar no le merecía confianza; pero Pablo le animó a coger la barca.— Esto no es nada, no es más que una marejadilla que no puede con nosotros — decía Pablo envalentonado. Juan hubiera desistido pero no quiso que lo tomaran por cobarde y saltaron a la barca. Mientras los remolcaban Juan se dio cuenta de que no debían haber subido a la barca; como siempre los soltaron y tuvieron que remar, el mar les zarandeaba subían y bajaban de las olas en ocasiones los remos no encontraban agua donde impulsarse, le costaba más que otros días llegar a la playa, cambiaron de sitio y Juan intentó ver la orilla y las luces de los pueblos, por fin vio las luces y le indicó el rumbo a Pedro, se acercaron un poco mas y vieron las indicaciones desde la playa, de momento las luces se apagaron y otras luces corrían por la playa eran las de los carabineros o de la guardia Civil iluminando la playa Juan no lo pensó le cogió un remo a Pedro y intentó dar la vuelta a la barca, mientras este le decía.

—¿Qué haces loco?

—Los carabineros están en la playa.

—Más vale que nos cojan que ahogarnos en el mar.

Juan se tiró de la barca con el remo como flotador y se dejó llevar por la corriente hacia el sur, la misma que junto al oleaje les había hecho retrasarse más de media hora; nadaba lo más rápidamente que podía ayudando al remo para alejarse lo más posible, un poco más tarde una lancha de costas casi le pasa por encima, la lancha encontró la barca pero para entonces Juan ya estaba muy alejado y las olas lo ocultaban, la lancha rodeó la barca y a continuación dio un rodeo buscando a Juan sin encontrarlo y regresó a la barca. Para entonces Juan ya se había alejado lo suficiente; de vez en cuando descansaba cogido al remo y después seguía nadando con él; tres horas más tarde salía a la orilla mas allá de la población de El Campello el chiringuito no estaba lejos. Se tumbó de espaldas sobre la arena intentando reponerse del esfuerzo, su cuerpo temblaba no sabía si de frío o de agotamiento, el tibio sol pareció reconfortarlo, quince minutos después recuperó fuerzas y se fue directo al bar, allí se puso el bañador mientras le decía al dueño si tenía algo seco para ponerse. El amigo de Carles le dijo

—¿Que la marejadilla?

—Si la marejadilla un poco fuerte, me ha dejado sin barca.

Le sacó ropa y le preparó dos huevos fritos con un blanco y negro. Juan estaba extenuado, el almuerzo y el vino pareció devolverlo a la vida.

Más tarde se fue al mesón, el señor sin nombre no estaba, miró en el puerto el barco hacía su trabajo de rutina como si nada hubiera ocurrido. Se quedó un rato dudando si subir o irse. Algo en su interior le decía que aquello había terminado. Paseó por el muelle y saludó a su antiguo patrón.

—Que haces Necesitas trabajo, tengo una vacante.

—No señor he decidido irme a Valencia. A buscar a mi familia.

—Como tú quieras pero recuerda que si un día me necesitas aquí estoy.

Juan agradeció la oferta pero había decidido no volver a embarcar en su vida. Se dirigió a la posada y habló con el señor Josep.

—Debo decirle que he decidido marcharme a Valencia allí tengo una tía y pienso visitarla ya me he cansado del mar. Puede decirme cual es el transporte más barato.

—Creo que debes coger el tren, si no es el más barato si es el más seguro.

—De todas formas no tengo prisa hoy dormiré aquí y mañana ya iré a la estación.

En Valencia

El señor Josep le regaló una vieja maleta de cartón duro, que se había dejado un inquilino, su vida parecía haber cambiado, ya no viajaba sobre un animal ahora iba bien vestido y llevaba una maleta.

Al día siguiente se acercó a la estación sacó un billete para Valencia y subió al tren. Buscó asiento y puso la maleta en la parte superior donde veía que la ponían otros viajeros (nunca había subido en tren y era una nueva experiencia) a su lado se sentó un cura pero en frente se sentó una señora con dos niños.

Los niños no tardaron mucho en estar inquietos y molestar a todo el mundo, mientras la señora explicaba que iban a reunirse con su marido, el cual había encontrado trabajo en la capital, una hora mas tarde la señora sacó pan y queso de color calabaza “típico del racionamiento” y les puso la comida a los niños, mientras comían jugaban y se apoyaban en los ocupantes del vagón, el cura los ahuyentaba .

—Me vais a manchar— repetía una y otra vez, sacó un rosario y se puso a rezar— señor líbrame de estos niños – añadiendo – ¡qué poca educación!

A Juan le parecían de lo más alegres y divertidos y no le importaba si lo manchaban, cosa harto difícil con solo pan y queso. Tres horas más tarde llegaban a Valencia. Juan cogió su maleta y siguió a la gente que descendía del tren, para salir de la estación, nunca había estado en una estación tan grande. La estación del Norte le pareció inmensa sus ojos se clavaban una y otra vez en su gran estructura, salió a la zona de recepción donde se vendían los billetes los mosaicos le dejaron petrificado, nunca había imaginado que tanta Belleza pudiera existir, solo había visto algo parecido en Talavera, siguiendo a la gente salió a la calle una verja delimitaba el recinto de la estación, antes de salir se volvió y quedó maravillado por la fachada, (no entendía de arquitectura pero sabía cuando una cosa era bonita o le gustaba) por fuera aún la encontró más bella que en su interior, pensó.

Dios mío donde he llegado, miró a la derecha y vio la plaza de toros, iba de sorpresa en sorpresa se plantó frente la estación fuera de la verja, la calle era muy ancha y las fincas enormes una tenía un gran pájaro sobre la azotea. Los tranvías pasaban regularmente, frente la estación, Juan parecía petrificado viendo tanto alboroto. Al lado de la estación vio varios carteles de ”pensión” preguntó precios, pero estos no le acomodaban, necesitaba algo más económico y siguió por la calle de enfrente. Vio una iglesia a su izquierda al otro lado de la calle parecía unida a un edificio muy grande, cruzó la calle y se dirigió a ella otra gran plaza se diversificaba en tres o cuatro calles según se viera, no sabía dónde ir y tiró adelante (calle San Vicente) al final de la misma a su derecha se abría otra gran plaza miró a su izquierda y vio un enorme y bello edificio la gente entraba y salía. En la calle había un mercado como el que él había visto en los pueblos pero mucho más grande. El instinto le llevó a entrar en el mercado, sus ojos miraban a todas partes y parecían no creer lo que estaba viendo se vendía de todo y por el suelo habían frutas desechadas o que habían caído de los puestos, recogió una manzana del suelo y la limpió sobre su ropa a continuación procedió a morderla. Un chico con cara de listo le tiró de la manga.

—Me has quitado la manzana era mía – el muchacho llevaba un talego (o saquito) de tela donde iba echando todo lo que pillaba por el suelo. Juan solo le había dado un bocado.

—Te doy la manzana si me dices donde puedo encontrar una posada barata.

—¿Que es una posada?— preguntó el chico.

—Un sitio donde se va a dormir.

—¿Se paga?

—Si se paga.

—En ese caso vente a mi casa.

—¿Es una posada?

—No pero puedes dormir allí.

—¿Tus padres que dirán?

—Mi madre se alegrara si le pagas. Todos los hombres que vienen a dormir le pagan.

—En ese caso si debe de ser una pensión.

Juan decidió seguir al muchacho no tenía nada que perder.

—El muchacho condujo a Juan a la otra parte del mercado por donde salieron a una calle muy ancha, la cruzaron y se introdujeron por calles mucho más estrechas a lo que se llamaba “ el barrio chino” infectado de prostitutas, chulos y tabernas con poca luz, pero allí era donde vivía el chico. Entraron en un lúgubre y estrecho portal, la escalera no tenía más luz de la que entraba por las estrechas ventanas. El chico abrió la puerta del segundo piso y se dirigió a la única habitación, su madre permanecía acostada.

—Mira mama este señor dice que puede pagar si le dejamos dormir.

—La mujer miró a Juan desde la cama.

—Es usted muy joven (hizo una pausa le costaba hablar) puede usted quedarse si cuida de mis hijos, otra niña de no más de tres años jugaba con dos maderas sacadas de una caja rota del mercado.

Juan comprendió la necesidad de la casa la habitación olía a muerte y estaban los niños, decidió preguntar.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Ya nada, no me queda vida. Cuide de mis hijos – la mujer no tenía aliento para hablar y volvió a entornar los ojos.

Juan disponía de dinero (que no había ingresado y pensó que si no pagaba la pensión podría utilizarlo en beneficio de la señora.

Preguntó al chico (que no tendría más de ocho o nueve años) si sabía dónde podría encontrar un médico, el niño contesto que no lo sabía, Juan bajó a la calle y le preguntó a una señora que esperaba clientes apoyada en la pared.

—Por favor, sabe usted dónde puedo encontrar un médico.

—¿Para quién? Para la Juana, esa ya no tiene solución. Menuda “cagada” le han metido, ahórrate el dinero chico y disfruta de la carne sana.

La señora se dio un golpe en la nalga mostrando sus poderes. Juan ni se inmutó

—Pero sabe usted donde hay un médico.

—Sí hombre si, al final de la calle pregunta en la farmacia. Pero es inútil.

Juan encontró la farmacia al final de la calle y aunque se tuvo que esperar, regresó con el médico. Este reconoció a la Juana y salieron de la única habitación donde se encontraba la enferma el médico le dijo, no pasa de una semana como mucho está muy avanzada y no tiene remedio voy a recetarle unas pastillas son calmantes, no puedo hacer nada más. Cuando el doctor iba a salir Juan llamó su atención y en el pasillo con la puerta casi cerrada le preguntó.

—Doctor ¿qué pasa con los niños?

—¿Es usted familiar?

—No los acabo de conocer, yo no soy de aquí, me dio lastima el pequeño y le acompañé a su casa acabo de llegar en tren de Alicante.

—Pero hombre de dios, pase esta tarde por la farmacia le dejaré una carta escrita, deberá llevarla a la casa de beneficencia está en la calle paralela a esta, yendo en dirección contraria a la farmacia.

Juan le dijo al chico que se quedara con su madre que él les traería comida. Se acercó nuevamente al mercado central y compró pan, leche, galletas, fruta y embutido curado.

Pasó por la farmacia y compró las pastillas. Regresó a la casa y calentó la leche se la hizo beber a la enferma para tomar la pastilla su cuerpo no se podía tocar la enfermedad salía al exterior y la ventana tenía que permanecer abierta, aunque nada quitaba el mal olor. Los niños se dieron un atracón y por la tarde cumplió el encargo del médico llevando la carta a la beneficencia.

—Espérese dijo el portero al momento salió con un cura.

—Alabado sea el señor —dijo el cura.

—Por siempre sea alabado —contestó Juan.

El cura leyó la carta.

—Según parece ser dos menores chico y chica están a punto de quedar huérfanos dígame ¿es usted familiar o conoce alguno?

—No señor yo he llegado esta mañana e iba a alojarme en su casa no sabía nada de esto, no soy familiar ni los conozco.

El cura dio media vuelta y caminó de un lado a otro del pasillo, como gato enjaulado, paró y se dirigió a Juan de nuevo.

—¿Lo que pone en la carta es real?

—No sé lo que pone en la carta, pero le diré que una mujer se está muriendo abandonada y sus hijos pequeños no tienen para comer más que aquello que yo les he comprado, como le he dicho acabo de llegar y no puedo hacerme cargo de ellos, tengo que buscar trabajo y ganar algún dinero.

—Mañana por la mañana iremos a por ellos con las hermanas, mientras usted espero que se quede hasta que la madre fallezca. Cuando se produzca el fatal desenlace se lo comunica al portero y mandaremos a por ella. ¡A! Puede buscar trabajo en abastos para cargar y descargar, cruce la calle y tres más, pregunte por allí.

Como dijo el cura al día siguiente se llevaron a los niños, la mujer ya no era capaz de ingerir alimento alguno Juan cerraba la habitación para evitar el olor, a los dos días falleció. Avisó como le habían dicho y les rogó a los que se llevaron el cadáver que recogieran la cama y se lo llevaran todo. Uno de los hombres lo miró y le dijo.

—La ropa se hierve y no se tira hay mucha necesidad.

Juan se quedó con las llaves. Aconsejado por los mismos hombres compró una botella de lejía y lavó toda la habitación, dejando como siempre la ventana abierta. La cerró y se propuso no abrirla nunca. Más tarde se acercó al mercado de abastos ofreciéndose para descargar carros o camiones; todos le decían lo mismo, si estas por aquí cuando hagas falta es posible que te lleves una propina. Al anochecer empezaron a llegar camionetas y carros cargados de frutas o legumbres. Pronto se dio cuenta que otros se le adelantaban para descargar sobre todo en los camiones donde solo iba el conductor, pues cuando iban dos personas uno de ellos descargaba, se fijó en los que iba una persona y apenas llegaban empezaba a descargar había mucha competencia y mucha necesidad, algunos lo miraban de reojo. Las propinas no eran muy generosas pero al cabo de la noche daban lo suficiente para vivir.

Juan llevaba dos semanas cargando y descargando en el mercado todos los días, un militar de avanzada edad iba de compras con una especie de furgón del ejercito, parecía una ambulancia reconvertida. El señor pisó un trozo de verdura resbalando y cayó violentamente de espaldas, su cabeza dio contra unas cajas abriéndose una brecha en la parte trasera. Durante unos segundos quedó tendido en el suelo mareado, Juan le ayudó a levantarse y a continuación lo llevó al coche donde le esperaba el chófer (un soldado). Al día siguiente era sábado y esa noche no había descargas, tenía tiempo hasta el domingo por la noche, para visitar Valencia.

Estaba durmiendo cuando llamaron a la puerta. Abrió y un señor regordete le dijo sin dar los buenos días.

—¿Donde está La Juana?

—Señor la Juana ha fallecido. Yo vivo ahora aquí.

—¿Que tu vives aquí, como si esto fuera tuyo? Esta vivienda es mía y yo soy quien decide quien vive o no vive aquí, faltaría más. Oye la Juana no te dejó el dinero del alquiler.

—No señor ya le he dicho que falleció y los de la casa de caridad se la llevaron.

—Bien me paga usted lo de la Juana o se va.

Yo no puedo pagar por otra persona, pero dígame cuanto le pagaba y si puedo me quedaré, siempre será mejor que tener usted el piso vacío.

—Humm. Te cobraré seis pesetas al mes.

—Es mucho dinero, cóbreme cuatro eso si podré pagarlo

—Cuatro pesetas y media, por adelantado.

Juan sacó el dinero y le pagó sin más discusiones.

—Al mes que viene estoy aquí.

El señor siguió tocando en las puertas del viejo edificio en el que solo había seis viviendas todas ocupadas por prostitutas, las cuales subían y bajaban cada vez con un cliente. Juan ya las conocía a todas sin tener amistad con ninguna, como ya estaba despierto decidió visitar la ciudad, todo el día estuvo paseando por las calles, le sorprendieron sobre manera la majestuosidad de las torres, tanto las de Quart como las de Serranos. El domingo siguiente por la mañana bajó al río, allí los tratantes de caballos hacían su agosto. La mezcla entre payos y gitanos era total y no se sabía quién era mejor tratante, Juan miraba los caballos los conocía tan bien como a los burros y disfrutaba oyendo las jergas y tratos. Se acercó a la catedral estaba negra debido al fuego, la habían quemado en guerra, en muchas partes de Valencia se estaba construyendo o reparando por causa de la guerra. Juan encontró la capital enormemente grande. Tenían razón quienes le habían dicho que sin una dirección nunca encontraría a su tía, en su más recóndita razón entendió que debía olvidar la posibilidad de encontrarla.

Comprendió que estaba solo y su único pariente era su hermana, tenía algún dinero pero, no podría sacarlo hasta los veintiún años y tenía diecinueve. Si no encontraba un trabajo estable donde ganar dinero quizás nunca podría ir a por su hermana.

El domingo por la noche volvió al mercado, de madrugada el viejo militar se acercó a él, en su cabeza se podían apreciar los puntos de sutura.

—Gracias muchacho por atenderme el otro día.

—No hay de que señor.

—Si tiene mérito, muchos de estos fueron rojos y no les gustan los militares.

Juan no contestó ni se sintió aludido, cuando el señor ya se iba se volvió, dirigiéndose nuevamente a Juan

—¿Oye has hecho la mili?

—No señor, tengo diecinueve años.

—Los justos para presentarte como voluntario. Yo podría colocarte en automovilismo allí aprenderías a reparar motores y dejarías este trabajo, ten en cuenta que si te presentas voluntario cuando tengas la edad justa para hacer el servicio militar ya abras terminado, también te puedes sacar el carnet de conducir gratis y te dan de comer. En fin si te decides ves a la logística, el cuartel que está en la alameda y pregunta por el subteniente Cortes.

El servicio militar

Juan no tardó en pensárselo, si de todos modos habría de cumplir con la nación, cuanto antes mejor, así al terminar quedaría libre para decidir qué hacer con su vida, como había hecho Francisco.

Al día siguiente cuando vio al militar por abastos le comunicó su decisión y una semana más tarde, partía en un camión reo del ejercito con el resto de reclutas del primer reemplazo de mil novecientos cuarenta y siete con destino en Bétera, durante tres meses tuvo que soportar la instrucción, hasta jurar bandera. Al termino de la jura tenían dos semanas de permiso, todos los compañeros corrían para llenar el petate y marchar a sus casas. Juan no tenía prisa alguna, en realidad no sabía a dónde ir. Un compañero se le acercó.

—¿Que te ocurre?

—No tengo casa ni familia, como no me valla a una pensión no se qué hacer, las pensiones cuestan dinero.

—Oye, si quieres te puedes venir conmigo, mi casa es grande pero te prevengo que yo voy a trabajar en el campo estos días, mi padre es labrador y debo ayudarle aprovechando el tiempo de permiso. Es tiempo de plantar tomates o Judías ¿qué dices?

—Si os ayudo tal vez no sería un estorbo.

—Venga llena el petate y no te lo pienses mas.

A Juan le costó un segundo cargar con el petate y con su compañero partieron en busca del camión que les dejaría en Valencia. Allí buscaron la estación del trenillo de vía estrecha con destino a Rafelbunyol. Su pueblo era el último del trayecto.

Con el petate a cuestas atravesaron varias calles hasta llegar a su casa. Los días que siguieron los pasaron trabajando y los domingos su padre les daba dinero que gastaban en el cine y en alguna partida de billar.

Y llegó la hora de las despedidas, Su amigo Vicente tenía que regresar a Bétera su destino estaba en carros, mientras Juan iba directo a los cuarteles de la alameda. A la compañía llamada UAP (unidad automovilística). A las siete tenían que estar en el cuartel por lo tanto los dos marcharon el día anterior. Conforme iban entrando en la compañía les asignaban una cama, todas sus pertenencias debían guardarlas en el petate, (no habían armarios) algunos con buen criterio, utilizaban una pequeña cadena y un candado para sujetarlos a la cama y que no pudieran abrirlos. Un veterano le dijo.

—¿Quieres una cadena? vale una peseta y el candado otra.

—¿Si te la pago cuando cobre el mes acepto?

—Toma, me lo agradecerás toda la vida.

Al toque de diana había que bajar rápido aunque las prendas obligatorias eran la gorra, las botas y el cinturón; los dos últimos quedaban arrestados y eso conllevaba la limpieza de la compañía. Juan solía guardar la ropa entre la colcha y el somier y si se despertaba antes del toque de diana, se ponía el pantalón y volvía a acostarse, siempre bajaba poniéndose la camisa. Nunca entendió por que la disciplina tenía que ser tan estricta y en ocasiones rayando la idiotez. Al segundo día cuando se levantaron alguien había cambiado los petates, las llaves no podían abrir los candados de los petates que no eran suyos, afortunadamente muchos tenían el petate con la cadena pasada por el somier, ese día muchos bajaron sin gorra, sin cinturón y sin ropa solo con las botas, media compañía se quedó fregando el suelo, los cristales y los aseos. Jorge y otros veteranos ese día vendieron cadenas a todo el mundo.

Unos meses más tarde la operación fue con las botas y otros muchos quedaron para pintar la cía. con cal.

Mientras tanto Juan estudiaba para el curso de conductores y colaboraba con otros veteranos en la reparación y puesta apunto de los motores. Los veteranos le decían que no se diera tanta prisa o les darían más trabajo que allí solo estaban de paso y por obligación. Mientras Juan les decía que el estaba allí para aprender.

El sargento Tomás Guerrero, se fijó en él y en su interés; lo llamó con una indicación de su mano.

—A sus ordenes mi sargento.

—¿Tú eras...?

—Juan mi sargento, Juan Romero.

—El protegido del subteniente Cortés.

Juan titubeó – puede que sí, el me aconsejó que me alistara.

—Te he visto trabajar, dime ¿quieres, terminar tu solo con todo el trabajo?

—No mi Sargento solo pretendo aprender y tener un oficio cuando termine el servicio militar.

—Creo que también vas al curso de conductores.

—Si mi sargento.

—Pues bien, si apruebas el curso de conductores acompañaras al capitán Antolin todos los días al primer escalón. El es su comandante en jefe y allí se repara de verdad.

Juan tenía las cosas muy claras aprobó el curso de conductores y en cuanto se licenció el conductor del capitán ocupó su lugar. Ya no formaba por la mañana se iba directamente a casa del Capitán con un coche lo recogía de su casa y lo llevaba a la base, desayunaba en la cocina antes de entrar en talleres; hizo amistad con un cabo primero reenganchado que lo metió en su grupo de trabajo.

Al año de mili el cabo primero le dijo.

—Me voy he aprobado el curso de sargento y de momento me destinan a Madrid. Tengo un taller al que voy por las tardes y me saco algo de dinero. ¿Quieres ir en mi lugar?

—Si, ganar algún dinero me vendría muy bien.

Juan acompaño durante una semana al primero todas las tardes cuando tenía libre y cuando este se fue se quedó en su lugar, cobrando según el tiempo que trabajaba.

En el taller Juan cada vez se hacía más imprescindible, la dueña había quedado viuda recientemente, con un hijo de quince años y sin ganas de trabajar, el único operario era Cosme con cerca de sesenta años y muy quemado por el trabajo. La señora le dijo a Juan que si podía conseguir otro mecánico se lo agradecería. El taller ocupaba todos los bajos de una finca y allí igual cambiaban las ruedas, que reparaban un motor o cambiaban los frenos; el país pese a las carencias empezaba a bostezar, y la huerta valenciana necesitaba transporte para sus mercancías. Cada vez era más gente la que cambiaba los viejos carros tirados por animales, por furgonetas o motocarros, el siguiente paso era el pequeño camión de poco tonelaje, con el que se aventuraban a ir a Barcelona o a Madrid, aunque seguían viviendo muchas familias o completando su dieta con el queso enlatado y la leche en polvo del racionamiento.

Juan comunicó su oferta a Antonio Moreno natural de Ronda, que como él no tenía a quien visitar por la lejanía de su familia y con el que había hecho muy buena amistad. Antonio aceptó y los dos trabajaron en el mismo taller.

Antonio era muy mañoso y Juguetón, en los ratos libres siempre estaba construyendo pequeños inventos o artefactos. La señora bajó un crucifijo de unos cincuenta centímetros de largo, de su casa para tirarlo, la imagen del Cristo de barro cocido estaba rota y no tenía solución. Antonio lejos de tirar la cruz quitó los restos del Cristo y la colgó de la pared, días después estaba roscando dos cáncamos en cada brazo, cortó dos tiras de cámara de una rueda y las ató a los cáncamos, recogió unas cañas y se hizo una diana. De vez en cuando practicaba lanzando las cañas como una ballesta. Después volvía a colgar el crucifijo en la pared. A Juan no le gustaba que utilizase el crucifijo para jugar pues él lo consideraba algo así como una cosa sagrada. Aunque si la dueña les había mandado tirarlo quien era él para llevar la contraria.

Juan cumplió veintiún años y le quedaban tres meses para licenciarse. Se licenció tres meses antes que Antonio. Ambos habían acumulado permisos para licenciarse antes de tiempo. La viuda no tardó en ofrecerle trabajo continuo, en realidad estaba esperando que se licenciara. Juan no tenía nada mejor que hacer y aceptó, con la condición que le dejara dormir en el altillo del taller donde almacenaban las ruedas (parecía que en lo más profundo de Juan algo le obligaba a ahorrar). La Viuda (Esperanza) aceptó y a partir de ese día, se convirtió en el alma de la empresa, Esperanza confiaba en el, en cuerpo y alma. Ella llevaba las cuentas y Juan recibía a los clientes y les daba precio de la reparación. Tres meses más tarde se licenció Antonio y le dijo que tenía que visitar a la familia. Antonio se marchó pero nunca regresó.

Un cliente viudo como Esperanza, pasaba mucho tiempo charlando en la oficina mientras le reparaban la furgoneta o le cambiaban el aceite, el hombre tenía nociones de mecánica y era muy mañoso se ofreció para ayudar y poco a poco se hizo empleado del taller y novio de la viuda. Una vez acomodado los roces con Juan no se hicieron esperar. Juan habló seriamente con Esperanza y esta le respondió.

Juan, amo a José Manuel y a su lado me siento segura, a mi hijo le ha caído bien por favor no me pongas en un aprieto.

Durante unas semanas Juan intentó no tener roces con José Manuel, pero un día después de una reparación de frenos en que José se dejó un latiguillo suelto y llenó el suelo de liquido. Juan le llamó la atención diciéndole que había que repasar mas el trabajo, pues el liquido valía dinero y ensuciaba el taller, al menos al sangrar colocaban una lata debajo, podría haberlo hecho.

La contestación de José fue radical.

—Tu aquí ya no pintas nada, que te quede claro, no eres quien para llamarme la atención.

Juan no respondió se contuvo, tal vez José tenía razón. A partir de ese día se vio liberado y su mente empezó a pensar en su hermana. Una mañana a principio de mes, cuando cobró, pidió permiso a la viuda para ir al banco. Comprobó la libreta y tenía una buena cantidad ahorrada.

Esa noche se decidió, la primavera llamaba a la puerta y Juan cumpliría veintitrés en dos meses. Iría en busca de su hermana, era hora de gastar el dinero que peseta a peseta, privándose de muchas cosas había ahorrado.

Esperanza le pidió que se lo pensase bien antes de irse y que si un día regresara antes de ir a otro sitio que volviera con ella. Después le dio un sobre con dinero (en el sobre iba una indemnización correspondiente a un mes de paga, como agradecimiento a Juan.

Regreso a las raíces

Juan compró una maleta recogió sus cosas y puso el crucifijo sobre la ropa, no quería que al marcharse, lo tiraran. Se fue a la estación del Norte y aconsejado por el empleado que dispensaba los billetes sacó uno con destino a Alcázar de San Juan el tren salía a las nueve de la mañana y tardaba cinco o seis horas en llegar a Alcázar, desde allí, haría trasbordo y cogería el correo a Córdoba que venía de Madrid. Entre tren y tren había tres horas de diferencia.

Unos chicos vendían navajas en la estación de Alcázar de San Juan; Juan nunca había tenido una navaja y les compro una. Preguntó donde se podía comer y le dijeron que tras la estación. Comió y compró algo para el viaje no sabía cuánto tardaría en llegar a Córdoba.

El sol se acercaba al crepúsculo cuando pasaban por despeñaperros, el juego de luces llamó la atención de los ocupantes del tren. Tan pronto había luz como la montaña la ocultaba por completo, pasaron un túnel y nuevamente la mole de los montes jugaba con la luz y las sombras, a Juan le pareció un espectáculo precioso.

Pasadas las nueve llegaron a Córdoba, salió de la estación con la idea fija en buscar pensión no muy lejos de allí vio un cartel que ponía “habitaciones”. Habían pensiones cerca pero como siempre hacía buscó lo más económico y llamó a la puerta de las habitaciones, le abrió una anciana. El precio le pareció justo y se quedó a dormir. Al día siguiente le dijo a la anciana.

—Señora ¿puede usted guardarme la maleta hasta la tarde.

—¿Por qué tengo que guardarle la maleta?

—He venido a visitar un familiar pero no sé si lo encontraré, si no lo encuentro pasaré aquí la noche, y si no vuelvo hoy a recogerla, mañana la maleta es suya.

—Bien pero recuerde que yo no guardo habitaciones si viene gente las alquilo.

—Me parece bien.

Juan salió a la calle, no sabía muy bien dónde dirigirse, empezó a andar, algunas indicaciones conducían a la Mezquita, pero él no tenía tiempo de entretenerse. En una plazuela cercana vio unos coches de caballos, se acercó a un cochero y le preguntó.

—Señor cochero puede usted decirme donde cambia las herraduras.

—Pues en casa del herrero— dijo con Guasa.

—Y ¿podría decirme donde tiene la herrería?

—En Córdoba.

El cochero que estaba detrás lo llamó.

—Deja a ese idiota guasón yo te lo diré.

Juan se acercó— Gracias señor.

—Sigue esa calle y cuando llegues al río sigue a la derecha, lo encontraras a un buen trecho.

Juan siguió las indicaciones del cochero y media hora después encontró la herrería. En ella trabajaban el padre y el hijo más o menos de la edad de Juan.

—Buenas tardes señor. ¿Podría hablar con usted?— preguntó al padre.

—Tú dirás ¿traes alguna bestia para herrar?

—No señor soy herrero pero en el pueblo donde vivo no hay herrería y yo quisiera saber si usted me dejaría hacerme unas herraduras para llevármelas y así poder herrar en mi pueblo.

—Mira chico aquí tenemos mucho trabajo y no podemos entretenernos, no puedo ayudarte a no ser que me traigas las bestias para herrarlas nosotros.

—Ya, lo entiendo, de todas formas Gracias.

Juan dio media vuelta y se decidía a salir, cuando el herrero le dijo.

—Espera vete a casa Silvestre, el pobre está viejo y puede que te deje hacerlas o te venda la herramienta.

—¿Y donde tiene la herrería?

—Justo al otro lado de la ciudad.

Juan cogió la primera calle y atravesó toda Córdoba poco a poco fue preguntando por la herrería de Silvestre, hasta que un hombre con una caballería le dijo.

—Dos calles a tu derecha y una a la izquierda.

Juan siguió las instrucciones y encontró la herrería, era pequeña y mas que una herrería parecía un establo. Sin paja ni caballos. Un señor entrado en años tomaba el sol sentado en el interior del portal mientras liaba un cigarro.

—Buenas tardes ¿es usted Silvestre?

—Si yo soy ¿que se le ofrece?

—Me llamo Juan y soy herrero como usted.

—Y bien ¿qué quieres Juan?

—Me preguntaba si usted me dejaría, hacerme unas herraduras para llevarlas a mi pueblo y así poder herrar algunos caballos, allí no hay taller y yo podría ir por los pueblos herrando, con un simple carro y un pequeño yunque.

—Hombre no está mal la idea, pero yo más que dejarte hacer las herraduras me gustaría venderte la herramienta, el yunque solo pesa Cuarenta y cinco kilos y eso no es nada para un chico como tú, el tronco se separa del yunque, la herramienta necesaria, cabe en cualquier sitio. El único problema es la fragua, esa no te la puedes llevar.

La fragua era muy antigua y funcionaba con un fuelle; Juan se quedó mirándola y pensando cómo podría valerse de ella.

—Dígame cuanto me cobraría por todo incluyendo la fragua que se la quitaría aunque no la aproveche.

—Doscientas pesetas y todo para ti.

—Si usted no me lo vende a mí la herramienta la tendrá que vender como chatarra y no sacará ni cuarenta, con lo que me está pidiendo casi puedo comprarla nueva. Le doy cien.

—Si pero hay clavos y hierro para trabajar y yo te lo doy todo. Ciento cincuenta y cinco.

—Ciento cuarenta sería lo justo por todo, pero acepto si me deja dormir y trabajar aquí durante una semana.

—De acuerdo venga esa mano. A partir de ahora el taller es tuyo pero recuerda el trato, lo tienes que dejar limpio sin fragua ni nada.

—Esta tarde vengo con el dinero y la maleta para quedarme.

—Si está cerrado llama en la casa de al lado, es la mía.

Juan le preguntó al herrero donde encontraría una caja de ahorros y se dirigió a ella a sacar dinero a continuación fue a por la maleta. Era hora de comer y así lo hizo en un bar frente al río. Al terminar preguntó al dueño.

—Esta mañana he visto en el río frente al bar unos caballos.

—Si están solo por la mañana por la tarde van a un prado más allá del puente.

—Dígame son para vender.

—Si señor pero vaya con cuidado son mala gente y le pueden engañar.

—¿Y para comprar una galera?

—Mire usted no vaya allí, ¿conoce usted la herrería de Silvestre?

—Si tengo tratos con él.

—Pues su yerno tiene de todo muy cerca de la herrería.

A Juan se le abrió un mundo de posibilidades, pensaba que la suerte empezaba a aliarse con él. Esa misma tarde compró un caballo tordo de unos cinco años de raza española no muy alto como le gustaban los caballos a Juan, la galera y una silla de montar. Todo lo guardó en la herrería, después de regatear como buen tratante y pagar al contado.

Por la noche antes de dormir colgó el crucifijo junto a la fragua. La acostarse miraba la luna por la estrecha ventana de la herrería, mientras pensaba que sus planes se iban realizando, con la excusa de herrar caballos visitaría su pueblo y la choza de sus padres antes de ir a por su hermana, ganaría algún dinero por el camino para no sacar más del banco, así recuperaría sus finanzas, por fin se reuniría con su hermana y se la llevaría, buscarían un lugar donde vivir juntos y serían felices. Mas que un pensamiento parecía un sueño acumulado durante muchos años. El resto de la semana lo ocupó fabricando herraduras de diferentes tamaños, de vez en cuando el viejo Silvestre, lo miraba mientras recordaba su juventud al ver la rapidez y la destreza de Juan “sus manos ya estaban torpes y cansadas pero le ayudaba sujetando las herraduras, cuando le hacia los agujeros para los clavos con el punzón.

El miércoles decidió que ya tenía bastantes y al día siguiente derribaría la fragua.

Los golpes con el mayo despertaron al viejo herrero que acudió a la herrería sin imaginarse que ocurría, cuando llegó no quedaban paredes en la fragua.

—Buenos días— dijo el viejo.

—Buenos días señor Silvestre.

—No creí que derribaras la fragua.

—Ya le dije que le dejaría la herrería limpia, mire esas cuatro patas de ángulo que he hecho; el centro de la fragua lo acoplaré encima y así podré usarla, la entrada del fuelle la cortaré y la haré desmontable, así podré utilizarla cuando la necesite.

—Debo reconocer que tienes ingenio.

Juan sonrió mientras miraba a Silvestre. Qué pensaría el hombre si supiera que entendía mas de automóviles que de fraguas. Como le prometió a Silvestre Juan utilizó el sábado para limpiar la herrería y tirar los escombros donde el viejo le indicó. Más tarde con ayuda del herrero cargó todas las herramientas en la galera, con una buena previsión de clavos carbón y hierro. Al día siguiente se marcharía y tal vez no volviera por allí. El viejo decidió invitarlo a cenar en su casa con su hija y su yerno. La conversación fue amena.

—Y ahora Juan ¿cual es tu destino? — preguntó el yerno.

—Había pensado ir hacia Zafra sin prisas, hay muchos pueblos sin herrero donde tienen que desplazarse al pueblo vecino o más lejos para herrar los animales, puedo cubrir un vasto territorio y tal vez cuando me canse me quede fijo en un pueblo. De momento voy a Peñarroya Pueblo Nuevo y después Azuaga. Puede que pase por Pozo Blanco y Fuenteovejuna; en fin hay mucho por recorrer.

—Me das envidia, como me gustaría acompañarte, yo nunca he salido de Córdoba— dijo el viejo herrero— aquí aprendí de mi padre y aquí he vivido toda mi vida y creo que aquí moriré.

Juan no quiso contar sus viajes, ni sus peripecias por los caminos al viejo herrero. Al día siguiente se fue directo a Peñarroya llegando a Espiel se echaba la noche buscó un lugar donde el caballo pudiera pastar y dejar la galera un poco escondida, desenganchó al animal y lo ató largo dejándolo a su aire, cenó de las alforjas y se durmió bajo la galera.

Al despertar no tenía prisa a Peñarroya sabía que llegaría antes de medio día. Así fue y apenas llegar aparcó la galera y preguntó por un bar donde se reuniera la gente un anciano le dijo que se dirigiera a la plaza. Cogió al caballo de las riendas y se adentro en el pueblo nunca creyó que el pueblo fuera tan grande. Llegó a la plaza y descargó hierba para el caballo; entró en un bar y dirigiéndose al mostrador preguntó a la señora que había tras el, limpiando vasos.

—Buenos días ¿que tienen para comer?

—Sopa de picadillo— contestó escuetamente.

—Me vale.

—Pues siéntese y ahora le sirvo.

La señora no era muy locuaz pero la sopa estaba buenísima. Un señor le recogió la mesa diciendo.

—¿Quieres algo más?

—No gracias estoy servido. Pero quisiera hacerle una pregunta.

—Dime.

—¿Hay herrero en el pueblo?

—Si hay dos carreros y los dos ponen herraduras.

Después de dar las gracias y pagar. Juan montó en la galera y se fue a Fuenteovejuna, poco podía hacer en Peñarroya si habían dos herreros. El camino le llevaría casi toda la tarde y no quería llegar de noche, a la salida vio un abrevadero y dejó que el caballo saciara su sed.

Llegó a Fuenteovejuna y la carretera le llevaba directo al centro del pueblo. Un hombre salía del ayuntamiento (era el único alguacil del pueblo) Juan se dirigió a él.

—Por favor señor ¿puede decirme si aquí hay herrero?

—No, no lo hay ¿es usted herrero?

—Si señor y quisiera quedarme por aquí unos días, puede decirme si hay un lugar donde dormir o instalar las herramientas.

El alguacil quedó un momento pensando.

—Coja la calle abajo y al salir del pueblo a cuatro pasos verá una casa rodeada por un cercado de piedra, los dueños son viejos y a los dos hijos los mataron en guerra; unas monedas puede que les vengan bien. Si se queda allí dígalo en el ayuntamiento y haré bando. ¡A! El viejo se llama Fidel.

—Juan siguió las indicaciones del alguacil y pronto encontró la casa, al acercarse a la puerta un perro setter se mostró, ladrando tras la cerca de piedra con aspecto fiero. Un anciano salió de la casa acercándose a la cerca.

—¿Quién es usted y que busca?

—¿Es usted el señor Fidel?

—Sí, el mismo ¿que se le ofrece?

—Soy Juan Romero y en el carro llevo las herramientas para herrar bestias; el alguacil me ha dicho que usted podría darme cobijo y sitio para herrar. Claro está a cambio de unas monedas — el anciano lo miraba y miraba la galera, Juan continuó— si usted me acepta mañana ara bando para que vengan a herrar.

El anciano abrió la verja y el perro se cayó, como aceptando a los nuevos visitantes.

—Pase usted, deje la bestia junto a mi mula y pase a la casa.

El perro se acercó moviendo la cola y Juan lo acarició, sacó un mendrugo de las alforjas y se lo dio al perro (se ganaba un amigo) desaparejó al caballo, puso comida en el pesebre y le dio agua, antes de entrar en la casa.

—Buenas noches Fidel, Señora.

—María, se llama María; siéntese.

Fidel parecía mandar mientras su mujer no decía nada.

—Y dígame Juan ¿cuánto piensa pagarme?

—Le parece bien chavo y medio por cada herradura que ponga así ganamos los dos o perdemos los dos. Depende de las herraduras que ponga.

—Mi mula está para herrar ¿cuánto me cobra?

—La comida de dos días comeré lo mismo que usted.

Fidel se quedó mirando a Juan le recordaba a sus hijos pero su forma de enfocar los tratos le gustaba nadie perdía.

—Bueno, Juan mañana por la mañana yo mismo avisaré al alguacil para que haga el bando usted puede preparar las herramientas dentro del cercado. De momento puede dormir en la habitación de la derecha y espero no equivocarme contigo.

—No se equivoca, se lo aseguro ,mañana quiero dar una vuelta a caballo por los pueblos del alrededor; dígale al alguacil que pasado mañana empezaré a herrar, pero que haga el bando.

Al día siguiente salió temprano con dirección a Blázquez y de allí por la parte norte a su choza para no pasar por Manquilla ni acercarse al cortijo de Angel Cortés. Tres horas después llegaba a su choza atravesando el bosque de la parte norte y saliendo al claro. Vio unas ovejas pastando en apariencia nadie las cuidaba cuando las bordeó una voz le gritó.

—¡Cuidado no me las pise!

Juan volvió la cabalgadura y vio un hombre de barba blanca de dos días y pelo cano levantándose del suelo; se acercó sin bajar del caballo.

—Dígame buen hombre ¿queda muy lejos el primer pueblo?

—Como a dos horas o más, pero con su montura a mucho menos, buen caballo lleva usted.

—Si muy bueno. ¿Vive usted por aquí?

—No vivo en Manquilla, pero no voy todos los días suelo pasar algunos días en la choza, el camino es largo.

No puede evitar la venganza

Juan por su voz y los ademanes reconoció en aquel hombre a uno de los asesinos de su padre, era Antonio Sáez el hombre que disparó a su padre. En su interior las tripas se retorcían y un fuego parecía consumirlo quería irse pero regresó, intentando mostrar tranquilidad.

—Dígame ¿todavía vive el viejo patrón del cortijo?

—¿Quien don Angel? Está impedido, su hijo es quien lleva la hacienda.

—Mi padre tenía mucha amistad con el viejo, en una ocasión me habló de dos trabajadores suyos a los que consideraba muy buenos, uno era Antonio Sáez y el otro Francisco Espinosa, también me hablo del buen capataz que tenía creo que se llamaba Tejada ¿Puede ser?.

—Si Tejada sigue de capataz el muy hijo de puta. Éramos amigos y trabajábamos para el señor, Espinosa murió nadie sabe cómo, bueno cosas de la guerra y a mí me mandó aquí, apartado del mundo, creo que por culpa de Tejada. El sigue de capataz y puede ir todos los días al pueblo, dormir en su casa y yo...bueno mis cosas son mías...

No hubieron mas palabras, Juan siguió el camino sin prisas parando frente a la choza, todo parecía igual el cercado era más grande para encerrar a mas ovejas, no entró en la choza siguió y paró junto a las tumbas de sus padres, nadie hubiera dicho que allí estaban sus despojos, las hiervas y las amapolas crecían sobre ellos alrededor del enorme chopo el cual mostraba señales de las crecidas del riachuelo, miró al majestuoso árbol, desde abajo parecía tocar el cielo tal vez allí en lo más alto sus padres cuidaban de él y de su hermana. Pero algo había cambiado en su interior que le oprimía el estómago, una sensación de odio había crecido en el, al ver a aquel hombre vivo mientras su padre había perdido la vida. Sáez y Tejada eran los culpables de la muerte de su padre y de los sufrimientos que había tenido que pasar. Un hormigueo se extendía por todo el cuerpo y la intranquilidad se apoderaba de él.

Anduvo el camino hasta el cortijo sin prisa alguna quería observar y ver al Capataz salir; visitó la carbonera donde su padre hacía carbón mientras cazaba algún conejo o perdiz era como regresar al pasado, allí dejó pastar al caballo mientras comía y descansaba más de dos horas estuvo dándole vueltas a la cabeza, se preguntaba si podría mantenerse sereno ante la presencia de Tejada. Aparejó nuevamente al caballo y se fueron cerca del bosque que lindaba con el camino de regreso. En el interior del bosque esperó y sobre las seis de la tarde vio venir un jinete, salió al camino. Pronto el jinete le alcanzó, Juan se puso a su lado e inmediatamente reconoció a José Tejada.

—Buenas tardes señor —saludó Juan.

—Buenas tenga usted. ¿Qué hace por estos parajes?

—Buscaba un pueblo para herrar los caballos pero creo que me he perdido venía de La Grajagrande y me habían dicho que atravesando llegaría antes pero creo que he pasado de largo el pueblo.

Si el pueblo que buscaba era Manquilla no ha pasado de largo, llegamos en media hora si vamos al trote.

—Pues trotemos— contestó Juan.

Como había dicho Tejada en media hora llegaron.

—¿Tiene prisa? Preguntó Tejada.

—No ninguna más bien me gustaría ir a un sitio donde pudiera anunciar que el próximo lunes vendré a herrar las bestias que lo necesiten.

—En ese caso la taberna de Paco es el mejor sitio.

—Pues vamos yo invito.

Ambos hombres entraron en el bar, explicaron a Paco y a su mujer la noticia para que corrieran la voz. El lunes estaría en el pueblo dispuesto a herrar a todas las caballerías que lo necesitasen. Los Vasos de vino entraron uno tras otro, Tejada se estaba poniendo pesado. Una hermosa joven entró y al verla Tejada se acercó y sin dejarla hablar le propinó un severo golpe mientras decía.

—Vete nadie me dice lo que tengo que hacer y menos tu. Largo.

La joven que no había dicho nada, sangró por la boca y como había venido se fue.

—Sigamos esta ronda la pago yo— dijo Tejada mientras Juan le daba la vuelta al vaso contestando.

—No, no puedo más usted me ha vencido, no sé como llegaré al pueblo, pero si bebo una copa mas no creo que lo encuentre.

Tejada soltó una carcajada mientras descargaba su pesada mano en la espalda de Juan.

—¿Y usted no se levanta temprano?— preguntó Juan.

—Si pero yo apenas duermo tres o cuatro horas, a las siete cojo el camino a la hacienda de don Angel, todos los días.

—Pues yo no puedo esperar más para coger el camino, la noche está cayendo.

Juan salió de la taberna y se dirigió a Fuenteovejuna parte del camino ya lo había recorrido en otra ocasión amaneciendo. Cuando llegó no había una sola luz en la casa el perro no ladró y Juan pudo cruzar el cercado en silencio, arreglo al animal y sacando la manta se tumbó en el establo.

El canto del gallo lo despertó se lavó la cara en el abrevadero y empezó a preparar la tarea, bajó el pilón y le puso encima el yunque la fragua de momento no la necesitaría, pues tenía herraduras de sobra y con la raspa, la lima y las cuchillas podía acoplar las herraduras; se previno de clavos y martillo y esparció parejas de herraduras en la parte trasera de la galera.

La señora se asomó a la puerta y le hizo una indicación, entonces comprendió que la anciana era muda. Entró en la casa la leche caliente estaba sobre la mesa con una hogaza de pan de dos o tres días. Juan mojó el pan en la leche como hacía cuando su madre vivía. Los sabores de su infancia volvían a su boca; tenía la sensación de encontrarse en su Tierra. Unos cascabeles le sacaron del letargo terminó la leche y salió al cercado donde le esperaban dos caballos percherones. Prácticamente tubo trabajo todo el día; al caer la tarde el anciano le dijo.

—¿y ahora como se lo que tengo que cobrar?

—Mire usted ese capazo y cuente las herraduras usadas son las que he cambiado. Contestó Juan.

El anciano miró el capazo y extendió una sonrisa, al día siguiente aparecieron mas caballerías por allí, pero daba la sensación que los había herrado todos, después de comer se acercó paseando a un olivar cercano, por el camino encontró un viejo paraguas roto, solo se veían las varillas la lona estaba completamente rota y se agitaba con el viento, pasó y visitó el olivar, pero algo empezó a rondar por su cabeza y al volver recogió el paraguas. Buscó entre los hierros un pedazo de tubo pero no tenía. El anciano estaba en el establo, y le dijo.

—Señor Fidel, me voy a Peñarroya puede que llegue tarde, si viene alguien lo deja para mañana. Necesito hacer unas compras.

Cogió el caballo y salió rápido, anochecía cuando volvió con otro caballo y la compra echa, la cena estaba sobre la mesa y comió con ganas.

—¿Has comprado otro caballo?

—Si este tirará mejor de la galera y podré cambiarlos de vez en cuando, o venderlo para ganar algún dinero es un buen caballo. Mañana descargaré la fragua, quiero hacer mas herraduras y espero que usted me ayude al día siguiente por la tarde me marcharé a Grajagrande y quiero decirle al alguacil que dé el bando para el sábado.

—Como tú quieras.

Al día siguiente Juan siguió el guion y por la tarde partió, pero a mitad del camino paró a la sombra de unos árboles y mientras los caballos pastaban sacó la cruz y sobre el centro trazó una línea, sobre ella en la parte superior del crucifijo atornillo varios cáncamos en línea recta, por la mañana había hecho una pletina con un extremo a escuadra de un centímetro y con una abertura en forma de “V” invertida, en medio de la pletina un agujero y el final de la misma otro mas achatado. La montó sobre la parte baja de la cruz en línea con los cáncamos, unos quince centímetros detrás de ellos. La puso sobre un semicírculo de madera, un clavo los atravesaba clavándolos a la cruz como eje, era un balancín. Con un pedazo de goma ató la parte delantera del balancín de forma que apretara en la parte delantera del balancín. Introdujo una varilla del paraguas por los cáncamos tirando de la goma y sujetándola con el balancín. Acababa de fabricar una ballesta.

Cogió el paraguas y sacó más varillas en la parte delantera las acható dejándolas con filo y en la trasera les hizo dos hendiduras cerrando el final. El invento funcionó el balancín sujetaba la varilla y cuando Juan apretaba la parte trasera del mismo, la varilla salía disparada. Pero al segundo intento la presión de la goma sobre la varilla cortó la goma. La solución fue acoplar un pedazo de cuero a la goma.

Juan probó una y otra vez la improvisada ballesta, clavando varillas en un árbol, por la fuerza de la goma tenía que esforzarse para sacarlas del tronco, comprendió que tenía en sus manos un arma mortífera. Confeccionó varias varillas y escondió en la manta de la silla, tanto las varillas como la cruz.

Nuevamente emprendió el camino hacia Grajagrande, el pueblo era pequeño, un chico corría por la calle con el aro metálico de un tonel guiado con un alambre.

—¡Chico por favor!

—Dime ¿qué quieres?

—Donde vive el alcalde o el alguacil.

—Aquí no vive nadie con ese nombre.

—Y ¿quién manda aquí?

—No lo sé, pregúntele a José de la casa grande – el chico se fue sin más explicaciones Juan se adentró en el pueblo, una rama de olivo colgada de la puerta descubría la presencia de una taberna. Juan entró, solo cuatro hombres ocupaban una mesa al otro lado dos dialogaban frente una botella de manzanilla. Juan se acercó al mostrador.

—Buenas tardes póngame una manzanilla.

—Usted no es del pueblo ¿viene de paso?

—Más o menos Busco caballos para herrar, soy herrero y voy de pueblo en pueblo. Puede decirme con quien tengo que hablar. Para hacer bando.

El mesonero sonrió — aquí no hay alcalde ni pregonero, cuando alguien quiere algo se lo dice a don José él se encarga de todo.

—Puede decirme como lo puedo encontrar.

—Si es fácil.— el mesonero gritó.

—¡Don José, don José!

De la mesa de los dos hombres uno se volvió parecía un hombre distinguido, con un estrecho y cuidado bigote.

—¿Que pasa Ramón?

—El forastero es herrero y busca caballerías para herrar.

Sin levantarse don José dijo.

—Venga usted y sientes con nosotros.

Juan tomó la copa y se presentó.

—Me llamo Juan y como ha dicho el mesonero busco caballos para herrar.

—Pues me viene usted como anillo al dedo, tengo una buena cuadra y necesito dar un repaso a las herraduras, así que ya tiene usted trabajo. Le estaba diciendo a mi capataz que mañana enganche dos caballos a mi automóvil y lo lleve a Peñarroya allí hay mecánico y sabrán por qué no arranca. Mientras usted podría revisar el resto de la cuadra.

—¿Tiene muchos?

—Una docena,

—Necesito hacer bando o comunicar al pueblo que estoy aquí mañana por la tarde pienso empezar a herrar y el lunes tengo que estar en Manquilla así que pasado mañana por la tarde quiero irme.

—Gabino— dijo don José dirigiéndose al otro que estaba sentado — coge a los dos viejos les das unas perrillas y que vayan casa por casa anunciando lo del herrero para después de comer.

—Gracias don José ¿Ahora podemos ir a ver su coche? — preguntó Juan.

—¿También entiende usted de coches?

—Más que de Mulos; soy mecánico.

—Pues vamos a mi casa.

La casa era enorme con un patio y unas cuadras de ensueño y en medió del patio un coche americano. Juan abrió el capó y le dijo al dueño.

—Intente arrancar.

En poco tiempo Juan comprobó la entrada de combustible y la chispa en las bujías, antes de darse cuenta el dueño había desmontado el carburador y estaba soplando el chicle, montó nuevamente el carburador y el coche arrancó.

—¡Dios mío! — exclamó don José tiene usted mano de santo.

—No don José pero mire donde carga el combustible o que se lo cuelen, he comprobado que tiene muchas impurezas y todas no pasan por el chicle a los pistones.

—Le aré caso. Ya ajustaremos cuentas mañana ahora se quedará a cenar en mi casa, la galera y los animales puede dejarlas aquí.

—Acepto su cena pero preferiría dejar la galera y los animales en el prado que he visto a la entrada del pueblo mañana quiero ir a mi casa a por clavos y saldré temprano.

—Como quieras, el prado es mío y aquí nadie toca nada sin mi permiso.

Juan cenó con don José y su familia después de dar agua a los caballos se fue al prado solo dos nogales ocupaban parte de él, allí se dirigió Juan, aparcó la galera en medio y ató largo a los caballos para que pastaran, la luna llena lo iluminaba todo mientras al Oeste el cielo todavía estaba rojo; Juan intentó dormir quería levantarse temprano.

La venganza

A las cinco ya no podía dormir ensilló un caballo y ató el otro de las riendas a la silla de allí a Manquilla había una hora al trote pero Juan no tenía tanta prisa. Pasó Manquilla y a mitad del camino entre esta y el cortijo se escondió en el bosque cercano, sacó la cruz y ató el saquito de cuero donde llevaba las varillas a la parte delantera de silla, para tenerlas a mano. Un jinete se acercaba a lo lejos; Juan montó la ballesta después de atar un caballo a un árbol. Cuando se acercó el jinete lo interceptó mostrándole la parte trasera de la madera o sea la cruz.

—Buenos días Tejada ¡hoy no va a trabajar!

—Tejada soltó una carcajada – no me iras a decir que te has hecho cura.

—No pero dios no olvida, recuerdas cuando matasteis a Juan Romero y dejasteis dos huérfanos. Juan apuntó con la ballesta a Tejada.

—Yo no tuve la culpa —Tejada empezó a sudar— fue otro quien disparó.

—Yo lo vi todo, tu ordenaste disparar.

—Y tu ¿quién eres? para hablarme así.— Dijo Tejada sobreponiéndose.

—Soy su hijo— Juan no esperó mas y apretó la palanca, la varilla penetró en el pecho de Tejada pasando entre dos costillas (Las varillas de paraguas tienen un canal por donde introducen aire al interior). Juan armó de nuevo y disparó una segunda al vientre. Tejada cayó del caballo a consecuencia de la primera varilla, el animal se apartó y se puso a pastar mientras Tejada expiraba; Juan se agachó lo suficiente para recuperar las dos varillas, recogió a su caballo y se fue por las carboneras a la choza. Al llegar el asno no estaba señal inequívoca de que Antonio había ido a llevar la leche al cortijo, los perros le ladraron pero tras algo de pan y unas caricias se callaron, Juan escondió los caballos quedándose con la cruz y las varillas. Y se dispuso a esperarlo.

Los cascos de la mula hicieron que Juan se pusiera en guardia escondiéndose tras la cabaña. Antonio dejo el cántaro vacío dentro de la cabaña y llevó la mula a la cuadra, se disponía a sacar las ovejas cuando apareció Juan mostrándole la cruz.

—¿Que quieres tu?— preguntó Antonio.

—Mostrarte el camino que conduce a dios.

—No me digas que eres cura.

—No, no lo soy me llamo Juan, Juan Romero y nací aquí en esta cabaña.

—No me toques los huevos y ¡Vete!

—Mira ves ese hermoso Chopo.

—Si cualquier día lo corto para calentarme.

—No creo que te de tiempo. Bajo el árbol están enterrados mis padres. Tu mataste a mi padre.

—¡No! yo no lo maté fue Tejada.

—No mientas, yo te vi como le disparaste dos veces a bocajarro.

—¡No! te lo prometo, el mandaba.

—Cuando uno no quiere no dispara y tu disparaste.

Juan apretó el dedo y una varilla se clavó en el costado izquierdo de Antonio bajo las costillas, cargó rápidamente mientras Antonio intentaba entrar en la choza, Juan volvió a disparar, esta vez por la espalda, Montó inmediatamente la ballesta mientras Antonio se retorcía de dolor; lo miró cara a cara y volvió a dispara a su barriga.

—Ahí le hiciste un boquete a mi padre— y montó otra varilla, apuntó más alto y Antonio intentó agacharse. La varilla entró por el ojo de Antonio provocándole la muerte instantánea.

Juan recogió las varillas. Cambió de caballo y se despidió de sus padres, más abajo arrojó las varillas de una en una esparciéndolas por el río en su parte más profunda, cuando llegó a las carboneras desmontó la ballesta por completo y dejó la cruz limpia, las piezas las fue esparciendo por el camino. Solo se quedó con la cruz. Los caballos iban veloces y antes de medio día ya estaba junto a la galera, le quitó la silla al tordo y los dejó a los dos pastando. Juan se dirigió a la taberna.

Angelita

—Tienes alguna cosa para comer pronto vendrán a herrar y quiero estar preparado.

El tabernero le puso unos huevos fritos y le sacó queso, vino y pan. Juan comió y se fue a casa de José eligió los caballos que necesitaban herraduras nuevas y se los llevó de dos en dos, hasta siete tubo que herrar, antes de terminar ya tenia bestias esperando, estuvo toda la tarde herrando, la noche caía y casi sin luz les dijo a dos hombres que volvieran al día siguiente, añadiendo que vinieran temprano pues era domingo y a las once quería ir a misa.

Una silueta vestida con sotana se acercaba, mientras herraba el último caballo del día.

—Buenas tardes.

—Casi buenas noches —contestó Juan.

—Tengo un mulo para herrar y quería saber cuándo podría.

—Hoy no queda luz, mañana tengo dos para herrar y después quería ir a misa de once.

—No hay misa de once; la primera es a las ocho y la segunda a las doce, tengo que ir a Manquilla allí no hay cura y la misa la hago a las diez. ¡Pero los domingos no se trabaja hay que santificar las fiestas!

—Usted es cuando más trabajo tiene, y creo que dios perdona a los que trabajamos por necesidad o por ayudar a los demás cristianos.

—Viéndolo así, puede que usted tenga razón. En ese caso cuando podría herrarme al mulo.

—Mañana me deja usted el mulo y se va a Manquilla con uno de mis caballos, al volver lo recoge y me voy con usted a misa, por la tarde también iré yo a Manquilla tengo trabajo para el lunes.

—De acuerdo así lo aremos, Buenas noches.

—Buenas noches.

El cura se alejó pero al día siguiente después de misa de ocho apareció con su mulo y dejándolo tomó uno de los caballos al que Juan previamente había ensillado. Antes de las doce volvía a cambiar el animal y Juan le acompañó a misa.

—¿Juan ha hecho alguna vez de monaguillo?

—Sí, estuve más de cuatro años en el convento de Talavera, en plena Guerra civil, aunque no sé si sabría ayudar a misa en estos momentos. Hace tanto tiempo.

—Pues me gustaría que como penitencia por trabajar en domingo hicieras las veces de monaguillo.

—Si es como penitencia lo haré.

Más tarde en la iglesia mientras se cambiaban en la sacristía, Juan preguntó.

—Cree usted que la cruz de Cristo tiene poder para, perdonar y castigar.

—El señor puede valerse de cualquier objeto sagrado para castigar o perdonar a los hombres, mucho más si es una cruz, recuerda que en que él nos libró de nuestros pecados con su sacrificio. Jesús nuestro señor, es quien decide en cada momento, los hombres nada podemos hacer contra su voluntad.

—Gracias a dios por ser tan justo y creo que en sus manos está el perdón y la venganza ¿No es así padre?

—Sí así es hijo, siempre debemos cumplir su voluntad.

Juan se sintió aliviado y en su interior parecía comprender porque, había desaparecido su odio al matar a los dos hombres. Se decía a si mismo que había cumplido la voluntad de Dios.

Hicieron la misa y el cura le invitó a comer en su casa junto al templo. Durante la comida Juan preguntó la opinión del cura respecto al “ojo por ojo y diente por diente” El párroco contestó.

—Nadie debe tomarse la justicia por su mano, lo del ojo por ojo, son creencias muy antiguas de hace muchos siglos, que Jesús en su infinita bondad lo dejó bien claro al decir “si te dan en una mejilla pon la otra” queriendo que comprendiésemos que es mejor perdonar.

—Si pero sigue utilizando los medios que él cree convenientes para castigar a los malos.

—Eso sí por descontado nadie se libra del castigo divino. ¡Por cierto! Esta tarde te acompañaré a Manquilla tengo un entierro a las cinco, hoy terminaré harto del camino, menos mal que usted me dejó el caballo y tengo descansado al mulo.

—¿Quien se ha muerto, era alguien importante?

—Más bien, un hombre de no muy buena reputación se dice que la mujer murió a consecuencia de los golpes que él le propinaba, cuando llegaba bebido a su casa. Debía ser un hombre muy violento.

—No debía ser muy buena persona.

—No lo era yo nunca lo vi en misa y según me han dicho seguía pegando a su hija.

—La pobre habrá descansado. ¿Y de que a muerto del vino?

—No he hablado esta mañana con la guardia civil, por lo que dicen alguien lo mató con un florete o algún tipo de espada muy fina, las heridas al menos dan esa apariencia, dicen que son muy finas y profundas, tal vez un pincho. Creen que es una venganza Tejada tenía muchos enemigos y pocos amigos en el pueblo.

—Padre, tenía usted razón cuando decía que dios usa todo cuanto tiene en su mano para castigar, tal vez se cansó de su maldad.

—Todo es posible, ve y recoge tus cosas dentro de un rato pasaré por allí y nos iremos.

Juan obedeció y se fue a recoger sus cosas cuando llegó el cura, ya lo estaba esperando en el camino y juntos emprendieron la marcha, hacía Manquilla.

Durante el camino el cura se dio cuenta de la cruz que colgaba de un lateral de la galera la cogió y la miró.

—Tiene muchos agujeros.

—¿Cómo? ¡A! Sí, me la regalaron, según me dijeron la imagen se rompió y la llenaron de medallas, a eso se debe tanto agujero, yo pensaba cepillarla y pintarla de negro.

—Me gustaría quedármela tengo un Cristo de bronce y me vendría bien – dijo el cura — siempre puedo darle la vuelta y no se verían los agujeros.

—En ese caso puede quedársela, no podría caer en mejores manos.

Y así la cruz cambió de caballería.

A la entrada del pueblo les paró una pareja de guardias.

—Buenas tardes – saludaron.

—Buenas tardes.

—¿Es usted el cura del pueblo?

—Si vengo a oficiar el entierro.

—¿Y usted quién es?

—Soy herrero mañana tengo que herrar aquí las bestias que lo necesiten.

—¿Donde estuvo usted ayer?

—En Grajagrande herrando.

—Doy fe que estaba herrando a mi me ha herrado el mulo — atestiguó el cura.

El otro guardia estaba mirando por la galera.

—¿Que ocurre señor guardia? Preguntó Juan.

—Han encontrado otro muerto con heridas como las del capataz – contestó el guardia — solo que ha este le han sacado un ojo. Vayan con cuidado debe haber algún loco suelto por el contorno.

—!El capataz! ¿No será por casualidad el capataz del cortijo?— preguntó Juan.

—El mismo ¿lo conocía usted?

—Lo conocí la semana pasada, cuando vine a preguntar por un sitio para herrar, en la taberna nos conocimos y me ofreció su vallado junto a su casa. Pero de eso hace cinco días, el tabernero puede asegurarlo.

—No hace falta, se ve a la legua a las personas honradas, sigan ustedes y vayan con cuidado recuerden que “hay un loco suelto” y probablemente con una espada de esgrima o algún objeto fino.

Siguieron; el cura se dirigió a la iglesia y Juan a la salida del pueblo donde vivía Tejada; junto al cercado de la casa, el caballo de Tejada pastaba ajeno a todo, Juan entró la galera dentro del cercado y dejó pastando los caballos. No sabía muy bien qué hacer cuando vio que la gente que estaba en la puerta de la casa se apartaba para dejar salir a hombros la caja con el muerto, solo siete personas formaban el cortejo, mas los seis que llevaban la caja pagados por don Angel (hijo). Una mujer llevaba un pañuelo negro sobre la cabeza, e iba junto al dueño del cortijo, el resto debían ser las señoras de los portadores. Juan se unió a la comitiva. Las mujeres lloraban en un silencio de suspiros apagados; como dando entender a los demás que lloraban.

A la entrada de la iglesia se quedó en el Último banco. La iglesia era pequeña, pero suficientemente grande para caber todo el pueblo. Miró a su derecha y vio la pila bautismal, formada por una gran piedra de mármol vaciada. Pensó tal vez en esa pila fui bautizado, la ceremonia no duró mucho y al salir el féretro pudo ver la cara de la joven con una mejilla amarillenta (el color de la carne que ha sufrido un fuerte golpe, unos días después de estar morada). Aún así Juan la encontró bellísima.

A la salida depositaron el féretro en un carro y la comitiva lo acompañó unos doscientos metros hasta el cementerio.

El hoyo estaba hecho así que depositaron la caja y se marcharon nadie dijo nada, solo estrechaban la mano de la joven, esta se mantenía de pie con la cabeza inclinada, solo la movía en señal de aceptación. La gente se iba tras cumplir con la joven, de momento un coche se acercó al cementerio, en el subió don Angel y las dos mujeres que quedaban junto a él. Con la joven se quedó otra señora en el cementerio, taparon la fosa y empezó a andar con la cabeza gacha junto a la otra señora, Juan las seguía a unos cinco pasos; llegaron a su casa, la joven abrió y entró en su casa, mientras la otra señora se dirigía a la casa de enfrente al otro lado de la calle; Juan se fue a ver los caballos. Miró el caballo de Tejada, estaba atado a una estaca, con la cuerda larga. No había problema con el animal.

Empezaba a anochecer cuando la joven con el pañuelo a la cabeza salió y cogiendo al caballo lo entró en el corral sin dirigir la palabra ni mirar a Juan. Este estaba comprobando las herramientas y preparándose para el día siguiente, tenía dinero y decidió comer en el mesón, no estaba muy lejos.

De la parte trasera del mostrador colgaban unos apetitosos chorizos, Juan no lo dudo esa era su cena con un buen vaso de vino. El mesonero lo reconoció al instante el mesón estaba vacío, al momento salió con la cena de Juan y se sentó con él.

—¿Que, ya se ha enterado?

—¿De qué?

—De la muerte de Tejada.

—Si he ido a su entierro, da la casualidad que he venido con el cura desde Grajagrande donde llevaba unos días herrando y he visto todo el entierro; no había mucha gente.

—¡No! No era un hombre querido en el pueblo, en realidad no creo que lo quisiera ni su hija. ¡Era una mala bestia! solo le hacía la pelota al patrón, después hablaba pestes de él. Su mujer murió de una paliza y a su hija la tenía sacrificada. Solo me sabe mal, que he perdido un buen cliente.

—Tal vez otras personas no viniesen al mesón por su culpa y ahora vengan.

—Espero que así sea, mañana tendrá trabajo según lo que he oído, el dueño del cortijo bajará con seis caballos de raza. Eso espero, solo pienso quedarme uno o dos días.

Juan dio buena cuenta de la cena y se fue a dormir, como otras noches echó la manta bajo la galera y se durmió la luz del amanecer lo despertó.

Junto a la casa y al camino había un abrevadero y un pozo, sacó agua y se lavó la cara , después dejó agua limpia para los caballos, se fue al mesón y tomó un vaso de leche con pan, pasó por el horno y compró pan recién hecho; al regresar ya tenía un cliente. El resto del día lo pasó trabajando, mientras tanto vio salir a la joven con el pañuelo sobre la cabeza a sacar el caballo al prado. En todo el día no volvió a verla; como había dicho el mesonero, un empleado del cortijo acudió con seis caballos, Juan le dijo que podría recogerlos a las cinco de la tarde. Por la tarde junto al jornalero bajó don Angel para pagar a Juan.

Angel se quedó mirando el caballo tordo de Juan.

—¿Es suyo ese caballo?

—Si señor es de pura raza árabe, yo siempre he dicho que es una lástima que tenga que tirar de la galera, en ocasiones lo monto está bien domado y es muy obediente.

—¿Puedo montarlo?

—Espere y lo ensillo.

Angel dio unas vueltas con el caballo el animal tenía doma, Juan no sabía cómo sacarla no era un experto en doma, el solo conocía los animales no sabía nada de florituras. Angel descabalgó.

—Es un buen caballo, pero está a medio domar.

—Como usted entenderá para tirar de la galera y montar de tarde en tarde no necesito mas.

—¿Me lo vendería? es una lástima de caballo incluso aprovecharía como semental tiene muy buenas hechuras.

Angel tenía dinero y fue fácil llegar a un acuerdo. Juan había ganado dinero con la venta. Don Angel se fue con su automóvil y el jornalero con los caballos. Juan se acercó al caballo de la joven, sus herraduras daban lastima una de ellas estaba completamente partida, lo ató a la galera y se puso a cambiarlas. Tan enfrascado estaba en el trabajo que no vio acercarse a la joven, solo escuchó una suave voz a su espalda que decía.

—No puedo pagarle.

Juan se volvió y contemplo el rostro de la joven, antes de contestar.

—No hace falta que me pague, estoy pagado con haberme dejado trabajar en su cercado.

Un tímido — Gracias — fue su contestación; la joven siguió observando a Juan hasta que completó su trabajo.

—Señorita me llamo Juan, ayer no pude darle el pésame y si lo hubiera hecho abría sonado a falso ¿lo entiende?

—¡Si! usted no conocía a mi padre para sentir su muerte. Yo me llamo Angelita mi padre me puso el nombre del dueño del cortijo.

Que equivocada estaba Angelita con Juan, precisamente no le pudo dar el pésame por qué no lo sentía. Pero a Juan le daba lástima la chica, la encontraba dulce y desprotegida.

—Angelita quisiera pedirle un favor si es posible, como le he dicho no quiero que me pague ya estoy pagado.

—Usted dirá—

—Tengo por costumbre lavarme a fondo todos los sábados y este no he podido hacerlo, sabe usted dónde podría… En fin lavarme o tendré que ir al río hace calor y estoy sudoroso. Llevo ropa limpia en la galera.

Angelita lo miró detenidamente.

—Le prepararé agua caliente en el corral y cuando me vea pasar a la casa de enfrente puede usted entrar por esa puerta a lavarse.

La casa de Angelita era de piedra, tenía una puerta en su pequeño corral que daba al prado y la puerta de la vivienda daba a la calle. Donde empezaba el camino que llevaba al cortijo. Angelita salió y llamó en la casa de enfrente, la señora Lorenza salió.

¿Qué quieres Ángela?

—El herrero va a lavarse en mi corral y quiero que me haga compañía mientras se lava.

—Ya entiendo pues vamos a tu casa.

La Lorenza era viuda desde la guerra con una pobre pensión como viuda de soldado nacional, echaba algunos jornales a la aceituna y el resto del año, solo tenía el apoyo de sus gallinas, al igual que Ángeles tenía sus patos, los cuales sacaba a pasear y comer por el prado.

Juan entró en el pequeño corral apartando los patos, estos solo tenían un pequeño refugio y el caballo poco más que un pesebre y un techado de madera ; la leña se amontonaba sobre el techado y una esquina del corral. En medio encontró dos cubos uno con agua fría y otro con agua caliente un cazo y una silla de enea, era todo cuanto necesitaba.

Mientras se lavaba Lorenza y Ángeles hablaban sentadas en la mesa.

—¿Qué piensas hacer ahora?— preguntó Lorenza.

—No lo sé, no conozco otra casa, no tengo familia y no sé dónde ir, si me quedo aquí tal vez pueda echar unos jornales en la huerta y vivir con los animales. Venderé el caballo y sacare algún dinero.

—¿Y qué pasará cuando termines con el dinero, los huevos y te hayas comido todos los animales? Al menos yo tengo una mísera paga.

—No lo sé mi padre no dejó dinero se lo gastaba todo en la taberna. Dios mío que será de mi – Ángeles se echó a llorar, todas las lágrimas que no había derramado por su padre parecían acudir ahora a sus ojos.

—No llores veo a dos viejas solteronas o viudas ayudándose la una a la otra.— De momento Lorenza se quedó mirándola y pensó — Oye el herrero debe estar desnudo, calla voy a mirar.

—No por favor no está bien.

—¿Que es lo que no está bien? Desde que se fue mi marido no he vuelto a ver un hombre y la puerta tiene muchos resquicios por donde mirar.

—Lorenza miró por una grieta y vio a Juan como su madre lo echó al mundo, con sigilo volvió a la silla exclamando.

—¡Está para comérselo! Es un buen mozo no me importaría que se quedara por aquí.

—Por favor Lorenza yo no conozco hombre alguno, cambiemos de tema.

Minutos más tarde, Juan llamaba a la puerta del corral que daba a la casa.

—Angelita da usted su permiso.

—Pase usted contestó Lorenza.

Juan se había lavado, afeitado y perfumado con unas gotas de colonia Luky (posiblemente la única o la más barata de esos años) Juan vio una casa típica de la zona con piso de losas y dos habitaciones a la derecha partidas por la chimenea con el hogar en el suelo; dos cortinas hacían las veces de puertas en las habitaciones frente a él, la mesa con cuatro sillas y al final la puerta de la calle.

A Lorenza le pareció un príncipe que olía muy bien, Ángeles tal vez pensó mas en el cambio realizado al estar afeitado y con ropa limpia.

—Venga siéntese a la mesa— invitó Lorenza — ¿Es usted de por aquí?

—No lo sé, aunque creo que nací en esta zona, mi niñez la pasé en un convento de Talavera de la Reina y sé que tengo una hermana en Zafra, precisamente ese es el motivo de mi viaje. Quiero ir a Zafra e intentar reunirme con mi hermana. Mientras tanto voy de pueblo en pueblo trabajando para ganarme el pan.

—En ese caso su destino es Zafra — contestó Lorenza.

—No mi destino todavía no lo sé antes tendré que encontrar y saber que opina, mi hermana. Y para llegar a ella he de ir a Zafra. En caso contrario podría seguir herrando o reparando coches “soy mecánico” pero como les digo. No tengo nada decidido.

—Si piensa recorrer los pueblos de los alrededores, tal vez Angelita le podría ser de ayuda; con su padre recorrió todas las ferias de Ganado y sabe donde puede encontrar trabajo, incluso ha ido a Zafra.— Dijo Lorenza.

—¿Es verdad eso?

—Si con una salvedad, no iba por mi gusto, mi padre a media tarde se llenaba de vino y yo era quien cuidaba los animales.

—¿Ha sufrido usted mucho con su padre?

—No sabe usted las palizas que se han recibido en esta casa, su madre murió de una paliza. Contestó Lorenza.

—!No digas eso!

—Tú sabes que es verdad, sabes de después de golpearla y tirarla al suelo, le dio una patada a tu madre en el vientre y a partir de ese día se le hinchó el vientre y murió. Tu padre era una mala bestia, alguien se acordó de él e hizo justicia.

—Por favor; era mi padre.

—Si era tu padre y que padre.

Lorenza salió por la puerta indignada.

—Perdónale Juan, mi madre era su hermana.

—Dígame ¿eso de la cara se lo hizo su padre?

Ángeles con vergüenza y agachando la cabeza contestó con un tímido.

—¡Sí !

—En ese caso debo dar la razón a su tía. Le doy las gracias por dejarme lavarme en su corral, seguiré un día más aquí, por si queda algún animal sin herrar o el dueño se lo está pensando, pasado mañana me iré. Buenas noches y repito las gracias.

Esa noche Juan no podía conciliar el sueño el rostro de Angelita había penetrado en su interior y no sabía cómo apartarlo de su mente, la encontraba hermosa y desvalida. Se preguntaba ¿Que sería de ella? El pueblo y sus alrededores no daban muchas oportunidades para ganarse la vida. No había contado con las consecuencias que podría traer su venganza.

Al día siguiente por la mañana solo había herrado un mulo y no le quedaban muchas herraduras, decidió recoger las herramientas y salir después de comer. No vio como Lorenza pasaba a casa de Ángeles y le decía.

—Ángeles ese hombre es tu única salvación, dios lo ha puesto en tu camino en el momento justo. Te repito lo que te dije ayer. Que quieres hacer comer huevos de pato y cuando los termines comerte a las aves. Terminaremos como dos solteronas ayudándonos la una a la otra, yo ya soy vieja pero tú tienes una vida por delante. ¿Qué tienes aquí?. Hazme caso tu tabla de salvación está en ese hombre.

Lorenza salió al prado con los patos y se acercó a Juan.

—Buenos días ¿ya se marcha?

—Sí parece que he terminado el trabajo, comeré en la taberna y me iré, aquí ya no queda trabajo y además necesito reponer herraduras. No puedo quedarme más tiempo.

—¿Por qué no se lleva a Angelita?

—Con gusto me la llevaría conmigo pero entiendo que una mujer joven conmigo por el mundo no sería bien visto.

—Tal vez en el pueblo no, pero en cuanto salgan de aquí quien sabe si es o no su mujer o su hermana; nadie verá nada extraño en ustedes y le podría ser de gran ayuda como le dije conoce las ferias y los pueblos de los alrededores. ¿No le parece hermosa?

—Sabe Lorenza usted es capaz de convencer a un muerto... Si es hermosa muy hermosa no parece hija de su padre. Hablaré con ella.

—Y en realidad no lo es.

—¿Que quiere decir?

—Que en realidad ella no es hija de Tejada. Mi hermana quedó embarazada del señor Angel, pero ella no lo sabe y dudo que lo supiera Tejada.

Al mes de casarse con Tejada el señor la intercepto por el camino y la violó. Mi hermana lo ocultó por miedo a que despidieran a mi cuñado. Pero no se lo cuente, solo serviría para enredar más las cosas y por favor llévesela.

Lorenza se fue y Juan se quedó inmerso en sus pensamientos como le diría a Angelita que lo acompañara. Por un lado le gustaba, por otro podría ser un estorbo o una carga y por otro le daba lástima las sensaciones y razones se encontraban con el deseo de llevársela.

Unos segundos más tarde Ángeles salía de su casa y se dirigía a Juan. Como siempre con la cabeza gacha.

—Juan buenos días ¿te marchas?

—Sí me marcho aquí ya he terminado.

—Me pregunto... –su voz temblaba — si yo te sería de ayuda.

—Juan se dirigió a ella, le quitó el pañuelo de la cabeza y colocando su mano bajo la barbilla le levantó la cara.

—Sí, no nos conocemos, pero quiero que vengas conmigo y no vuelvas mas a este pueblo de miseria, si me acompañas esta vida se acabó para ti, solo pongo una condición “no volverás a usar el pañuelo ni a agachar la cara a nadie” a partir de ahora nadie es más que tu.

Angelita sonrió, era la primera vez que Juan la veía sonreír y su corazón notó una extraña sensación; Angelita era mucho más hermosa cuando sonreía y su cara de ángel se iluminaba.

Ángeles salió corriendo hacia su casa mientras decía ahora vuelvo. No tardó en salir con un hatillo y llevando al caballo de las bridas. Echó el hatillo sobre la galera y ató el caballo en la parte trasera. Se dirigió a casa de Lorenza y le entregó las llaves de su casa. Juan no pudo escuchar sus palabras pero las dos mujeres se abrazaron y despidieron sonriendo. Montó en la galera junto a Juan y se alejaron del pueblo. Tomó el camino a Fuenteovejuna, Juan buscó conversación, pero nada referente a su padre o al pueblo, quería distraerla y que olvidara cuanto antes, hablaron de ferias y pueblos donde podrían ir.

Anochecía cuando llegaron a la casa de Fidel, Angelita llevaba unos huevos de sus patos y se los comieron para cenar, esa noche Ángeles durmió en el cuarto de Juan y Juan en el establo con los caballos.

Los dos días siguientes Juan se dedicó a hacer herraduras y Ángeles cuando no estaba mirando a Juan mientras trabajaba, ayudaba a la señora de Fidel, con la que se entendía perfectamente. Pronto aprendió a sujetar las herraduras para que Juan hiciera los agujeros de los clavos.

En busca de María

Dos días después se despedían de Fidel y su mujer, previo pago por los servicios. Dejaron atrás Fuenteovejuna y Juan le dijo.

—Se terminó tener casa y una cama confortable, a partir de ahora dormirás conmigo bajo la galera.

—No importa, siempre será mejor que estar sola en mi casa, cuando iba con mi padre dormía sobre la paja.

Durante unos días visitaron varios pueblos según indicaciones de Ángeles y diez días más tarde estaban en Azuaga. Allí junto a la carretera Juan tuvo que hacer mas herraduras, poco a poco se terminaba el hierro de que disponía y Juan decidió que al lunes siguiente partirían para Zafra con el material que quedara; al terminar el hierro y las herraduras terminaría su aventura como herrero. Aprovecharon su estancia en Azuaga para comprar ropa y zapatos para Angelita. La vieja ropa la quemaron, Juan dio algún dinero a Ángeles para que se sintiera independiente a la hora de gastar en sus necesidades. La compra concluyó con una maleta para ella sola.

Hacia diecisiete días que habían salido de Manquilla. Ángeles no echaba nada en falta y parecía vivir feliz junto a Juan. Este por su parte cada día estaba más enamorado de Angelita, aunque no lo demostraba. Dormían uno junto al otro bajo la galera, con mantas separadas. Esa noche la luz de la luna iluminaba tanto como el día que mató al padre de Ángeles y Juan se hizo la promesa de que nunca se lo confesaría era un secreto entre la luna y él; Juan no podía dormir y miraba las estrellas mientras Angelita dormía a pierna suelta, sin darse cuenta se volvió y abrazó a Juan. Juan se quedó inmóvil los pechos de Angelita rozaban el cuerpo de Juan, que sentía como su cuerpo se aceleraba por el contacto pero no rehuía el encuentro, le gustaba aunque no creía conveniente aprovecharse del sueño de la joven, en unos minutos su cuerpo estaba a punto de reventar, se apartó de ella suavemente y en unos árboles cercanos se alivió.

A la mañana siguiente partieron hacia Zafra. Juan no quería esperar más. Alternaron los caballos tirando del carro para no parar demasiado; llegando a Zafra les cogió la noche, bajo unos pinos cenaron y hablaron de la hermana de Juan (sin que Juan mencionara en ningún momento donde vivía) solo le contó que tuvo que dejarla allí por la guerra y aconsejado por personas mayores. Poco a poco Ángeles se durmió mientras Juan contemplaba su belleza. El moratón de la cara había desaparecido por completo y su rostro se mostraba radiante, Juan seguía mirándola sus profundos ojos negros se habían cerrado, sus mejillas sonrosadas resaltaban el perfil de sus gruesos labios. Dios mío con que ansia le abría dado un beso. Juan acercó sus labios a la mejilla de Ángela y la besó suavemente, mientras ella seguía durmiendo.

Zafra los recibió al día siguiente, Juan quería recordar pero sus recuerdos eran como un sueño, una nube difícil de traspasar, hasta que vio la iglesia la recordaba convertida en hospital más adelante vio el edificio del hospital de Santiago, donde había dejado a su hermana. La calle del lado derecho lo llevaría al convento. Pero antes no pudo evitar entrar en la iglesia, todo estaba cambiado nada recordaba del edificio excepto la puerta.

Dejaron la galera y los caballos en la hermosa plaza de Zafra, una lona tapaba todo lo que transportaban y la plaza concurrida de gente era el sitio más seguro para dejarla. Se fueron a pie en busca del convento y llamaron a la puerta.

—Por la parte trasera— dijo una voz desde el interior.

La puerta trasera estaba abierta, entraron en su interior y un letrero sobre un torno decía “Llamen al timbre” Juan siguió las instrucciones y llamó. Segundos después una voz al otro lado decía.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida hermana— contestó Juan.

—Dígame ¿que desea del señor?

—Hermana el día nueve de Agosto de mil novecientos treinta y seis dejé en sus manos a mi hermana de tres años. Se llamaba María Romero Moreno, no he vuelto a verla y quisiera…

—Por favor pare usted yo no sé nada del caso eso fue hace muchos años, espere y llamaré a la madre superiora.

Más de media hora estuvieron sentados en un banco por fin escucharon chirriar una puerta, ambos se levantaron impacientes. Una anciana apareció por ella, les hizo señas para que se sentaran y ella hizo lo mismo. Juan habló impaciente.

—Soy Juan Romero.

—Ya, ya. Yo no soy la superiora, soy Sor Asunción, la monja que recogió a la niña.

—¿Está aquí mi hermana? ¿Puedo verla? — dijo Juan exaltado.

—No se precipite, en primer lugar su hermana no está aquí, no sabemos nada de su paradero últimamente. La madre superiora me ha mandado a mi porque fui quien más la cuidó y quien más sabe de ella. Nos escribimos durante algún tiempo, después dejé de escribir y ella hizo lo mismo. Puedo decirle que su hermana tomó los hábitos.

—¿Quiere decir que se ha hecho monja?

—Sí. Así es, cuando terminó la guerra fue trasladada a Madrid a un colegio de huérfanos, para entonces ya tenía siete u ocho años. “Mi memoria ya no es buena” me costó mucho separarme de ella, yo nunca tuve hijos pero no creo que se puedan querer más de lo que yo quería a tu hermana María.

—Recuerdo verla cogida a su libro de familia lo guardo la madre superiora y cuando la trasladaron a Madrid se lo dio. Lloraba mientras se iba junto con otros huérfanos cargados en un camión militar.

—Como le he dicho antes, en una de sus cartas me comunicaba que tomaba los hábitos con el nombre de Sor Agueda. Después pidió el traslado no sé donde, solo sé que quería entregar su vida al cuidado de niños huérfanos.

—¿Hay alguna forma de dar con ella?

—Es posible pero tenga en cuenta que no pertenece a nuestra congregación y por tanto no tenemos datos de donde se encuentra.

—Hermana voy a quedarme una semana en Zafra vendré el sábado a recoger noticias, ¡si las tiene!

—Me parece bien, intentaré buscarla preguntaré en la dirección de su última carta.

—Gracias hermana, que dios se lo pague, pues yo nunca podría pagarle lo que ha hecho por mi hermana.

—El cariño de la niña me ha pagado con creces.

Juan y Ángeles salieron a la calle y respiraron profundamente, Juan parecía ausente y Ángeles preguntó.

—¿Y ahora qué?

—Vamos en busca del herrero.

Volvieron a por el carro y fue en busca del herrero. La herrería había desaparecido en su lugar estaban edificando una casa.

Juan llamó en una casa cercana. Había conocido a los dueños mientras estuvo con el herrero.

Una señora le abrió, Juan la reconoció al instante pese al pelo blanco y las arrugas.

—¿Doña Milagros?

—Sí, ¿me conoces, tú quien eres?

—Si soy el pequeño Juan que ayudaba a Cándido el herrero en guerra.

—Dios mío como has crecido, ¿que buscas por aquí?

—Quería preguntarle por el herrero y su madre.

—El herrero murió pero su madre vive, tuvo que vender la herrería para comer y aunque tiene unos olivos, cuando termine el dinero tendrá que venderlos. Pero de momento si quieres puedes verla vive en la misma casa.

—Gracias doña Milagros, voy a verla, muchas gracias.

La galera se dirigió a casa de doña Inés, Juan dejó la galera en la puerta trasera con Ángeles y se fue por la parte de delante. Llamó a la puerta — “ya va” — se escuchó desde el interior, Inés abrió la puerta. Juan contempló una señora de setenta y cuatro años que pese a ellos el tiempo había respetado y no había cambiado mucho.

—¿Señora busca usted a un herrero?

—Mi hijo era herrero.

—¿Y no tuvo un ayudante llamado Juan?

—No recuerdo mi hijo nunca tuvo un ayudante excepto su amigo Antonio.

—Y un niño llamado Juan en época de guerra.

—Si Juan, un angelito ¿pero no sé nada de él?

—Si doña Inés yo soy Juan, he crecido.

—¡Juan!

Se echaron el uno en brazos del otro la señora lloraba. Cuando tubo resuello lo miró de arriba abajo

—Juan Juanito, no te hubiera conocido nunca. Dios mío como has crecido.

—Es ley de vida, por cierto una vez me ofreció su casa ¿la oferta sigue en pie?

—Mi casa es la tuya.

—En ese caso abriré la puerta trasera, vengo acompañado.

Juan abrió la puerta trasera y Ángeles con destreza entró la galera. Desengancharon los caballos y les dieron de comer y beber, cogieron las maletas y entraron en la casa.

—Virgen santa ¡Te has casado!

—Todavía no doña Inés, todavía no. Le presento a Angelita también es huérfana como yo. En una ocasión usted me acogió y me dio de comer permítame que ahora le pague la estancia y la comida.

—No tengo mucho para comer. “Como vivo sola”

—Pues durante una semana tendrá compañía y ahora porque no acompaña a Angelita y van de compras.

—¿Solo te quedarás una semana? ¿y qué piensas hacer?

—Herrar caballos después nos iremos. ¿Hay algún herrero en el pueblo?

—Sí al otro lado del pueblo pero se dedica más a hacer aperos de labranza. Puedes instalar la herrería en el patio es suficientemente grande.

—Así lo aré.

Doña Inés y Ángeles se fueron al mercado cogidas del brazo y doña Inés se encargó de pregonar a los cuatro vientos que tenía un herrero en su casa, comunicándolo en voz alta a todos sus conocidos o personas que disponían de caballerías. Las dos mujeres parecieron congeniar rápidamente. Al llegar a casa Inés se puso a hacer la comida y Angelita a preparar las habitaciones, la casa era muy grande y lujosa o al menos eso le parecía a Angelita. Inés la había heredado de sus padres. Mientras tanto se escuchaba el martillo de Juan golpeando el yunque en el patio, esperando clientes con las puertas abiertas.

Durante los días que pasaron allí Inés iba preguntando a Juan y este les iba contando sus peripecias desde que abandonó su casa; por descontado no hablo nada sobre las muertes.

Y llegó el sábado. Juan se dirigió impaciente al convento de Santa Clara en busca de la monja. (Ángeles se quedó en casa ayudando a doña Inés). Llamó con insistencia al timbre. Una voz contestó.

¿Eres Juan?

—Sí madre, soy Juan.

—Ya voy.

La monja no tardó en aparecer.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida. Dígame madre ya sabe algo de mi hermana.

—No hijo, el edificio donde ella estaba se quemó y a las hermanas las repartieron por toda la península; por eso yo mandaba cartas que nadie contestaba. He escrito al arzobispado pero “las cosas de palacio van despacio” te he anotado un número de teléfono es de la centralita, allí puedes dejar un número de teléfono, “cuando lo tengas o puedas” y cuando yo sepa algo sobre tu hermana te llamaré, no te olvides de llamar y tal vez tengamos suerte.

—Gracias madre.

Al llegar a casa de Inés Juan contó lo sucedido a las mujeres. Doña Inés comentó.

—Difícil será que encuentres a tu hermana. ¿Por qué no os quedáis aquí? Esta casa es grande y sería para vosotros cuando yo muera.

—¡No! señora Inés, cada cual debe cumplir con su destino. Antes de venir, casi di por descontado que no encontraría a mi hermana, como tampoco encontré a mi tía; pero en Valencia deje un porvenir que me gustaba y allí quiero dirigirme y fundar una familia. Quiero tener hijos y ser feliz — se quedó mirando a Angelita con ojos tiernos antes de decir — y creo que he encontrado la mujer ideal, si quiere acompañarme toda mi vida.

Angelita lo tomó como una declaración contestando —Si Juan te acompañaré donde tú quieras ir, tu vida será la mía.

Ambos unieron sus manos, sus ojos lo decían todo.

—Dígame doña Inés que transporte hay en Zafra.

—Podéis coger el autobús a Badajoz y de allí el tren a Madrid.

—Siendo así, puede usted quedarse con todo incluidos los caballos y venderlos. Siempre será una ayuda para usted. Nosotros nos iremos en cuanto podamos aquí ya no hacemos nada; mi vida como herrero a terminado hoy.

Regreso a Valencia

Juan entregó una parte del dinero ganado en Zafra a doña Inés y a la mañana siguiente subían al autobús con tan solo una maleta por persona. En Badajoz pararon cerca de la estación y dos horas más tarde partían hacia Madrid. Llegaron de noche y preguntaron por el tren a Valencia. No salía hasta el día siguiente a las diez; era muy tarde para buscar una pensión y durmieron en un banco de la estación, unos guardias les pidieron los papeles y les interrogaron, ellos dijeron que se dirigían a Valencia donde tenían familiares y que iban a trabajar; los guardias los dejaron seguir durmiendo Al día siguiente tuvieron tiempo de salir de la estación y visitar los alrededores, Angelita nunca había llegado a pensar que una ciudad pudiera tener plazas tan grandes y calles tan anchas o tantos vehículos circulando al mismo tiempo; ella apenas había visto coches y ahora cada minuto pasaban uno o dos. Para ella aquello era signo de riqueza; vio las fuentes y la plaza de toros, Madrid le parecía un mundo fantástico.

En un bar cercano tomaron un vaso de leche con panecillos, antes de regresar a la estación.

Siete horas más tarde llegaban a Valencia. Si Madrid había causado admiración, en Ángeles no fue menos Valencia, para Juan no era nada nuevo la estación, pero para Angelita era algo maravilloso y Juan tenía que ir tirando de ella para que no se parase. Miraba los techos las paredes, parecía que no quisiera perder detalle. Salieron a la calle y torcieron a la izquierda por la calle Játiva; Juan la llevaba de la mano, como le ocurrió en Madrid Angelita miraba a todos lados menos al frente. Juan paró y se puso frente a ella.

—Angelita, mírame es media tarde, debemos llegar a nuestro destino y buscar donde pasar la noche. Mañana y los días sucesivos tendremos tiempo de Visitar la ciudad. Te das cuenta que a partir de ahora estaremos juntos para siempre.

—Sí, es lo que quiero, Nunca me dejaras ¿verdad?

—Así es nunca te dejaré te quiero demasiado.

—Yo también ¿Somos novios?

—Más que eso ya somos dos en uno, aunque no nos hayamos casado. Pero ahora debemos llegar al taller donde yo trabajaba, tiempo tendremos para pensar en el futuro, antes hay que buscar trabajo y asegurarlo.

—Si tienes razón, pero dime ¿qué es ese edificio de la otra parte?

—Es el Hospital provincial, y la Misericordia donde recogen a los huérfanos. Al final del edificio torceremos a la izquierda y cruzaremos unas calles antes de llegar al taller donde trabajaba.

Llegaron a una esquina el taller estaba al otro lado de la calle, a Juan le pareció que estaba abarrotado de coches y pensó que tal vez la viuda tendría trabajo para él y le dejaría dormir en el altillo como antes de irse. Cruzaron la calle y entraron en el taller un joven (Fernando) lo reconoció y abrazó a Juan.

—Dios mío Fernando has crecido, ya eres tan alto como yo.

—El próximo mes cumplo dieciocho.

—¿Y tu madre, me dará trabajo?

—Ves a la oficina te necesitamos.

—El viejo Cosme seguía trabajando con doña Esperanza.

—Hombre Juan que ganas teníamos de verte ¿vienes para quedarte?— dijo Cosme.

—Eso espero; os presento a mi novia Angelita. Estos son Cosme y Fernando el dueño del taller

—Mucho gusto, contestaron al unísono, el viejo dio un codazo a Fernando y este le cogió la maleta a Ángeles.

—No haga caso la dueña es mi madre, yo solo trabajo.

Junto con Fernando se dirigieron a la oficina.

—Mama mira quien ha venido.

Esperanza se levantó y abrazó a Juan, mientras decía.

—No sabes tú cuanto te hemos echado a faltar ¿vienes a quedarte?

—Sí, si usted quiere.

—Por descontado que quiero ¿Y quién es esta belleza?

—Es mi novia Angelita.

—Pues hace honor a su nombre parece un Angel.

—Gracias señora, contestó Ángeles agachando la cabeza en señal de respeto.

—Seremos buenas amigas, ya lo verás – contestó Esperanza mientras le cogía las manos.

—Señora Esperanza ¿el altillo está disponible?

—¿Que dices? No querrás que este ángel duerma en el altillo y además si no estáis casados no podéis dormir juntos. Sería un pecado antes tenéis que casaros.

—¿Y donde dormimos?

—En mi casa tengo habitaciones de sobra, al menos hasta que os caséis y alquiléis un piso.

La idea de su madre gustó a Fernando que apreciaba a Juan, pues nunca había tenido problemas con él y lo había visto luchar por la empresa, su trato siempre había sido como el de un hermano mayor.

—Fernando – dijo su madre – me los llevo a casa, cuando termines cierra y te vienes.

Esperanza no vivía muy lejos y pronto llegaron. Le dio una habitación a cada uno y les indicó donde estaba el baño. Ángeles nunca había visto un cuarto de aseo ni incluso en Zafra donde tenían una losa con una abertura redonda para hacer las necesidades. Los únicos aseos que había visto era en la estación del tren. Le preguntó a Juan que era la cosa que había como una palancana grande y un garbillo arriba. Juan tuvo que explicarle que era una ducha y la parte de abajo una bañera y para que servía.

Fernando no tardó mucho en llegar, Angelita ayudaba a Esperanza en la cocina mientras Juan estaba en el balcón. Al oír a Fernando entró en la casa ambos se sentaron y Juan preguntó.

—¿No he visto a José Manuel?

Fernando agachó la cabeza, después la levantó mirando a Juan le dijo.

—Tuvimos una pelea.

—¡Cómo! ¿Os pegasteis?

—No, no llegamos a las manos pero discutimos fuerte, mi madre intervino y le dijo que se fuera.

—Pero tu madre le quería.

—Sí y yo también, ocurrió que él dirigía el taller y ya nadie mandaba más que él. Reconozco que lo hacía por el bien de todos pero en ocasiones se ponía grosero. Un día insultó a Cosme y este se dirigió a él con una llave inglesa en la mano, yo me puse en medio e intenté separarlos. Don Cosme se calmó pero él siguió insultando yo le dije que se callase y que Cosme era como uno más de la familia. José me dijo que gracias a él comíamos y no nos moríamos de hambre y le respondí que él no era el dueño del taller, que aquí mandaba mi madre. Su respuesta fue ¡y una mierda..! Aquí mando yo, y tu lo mismo que Cosme no pintáis nada. Mi madre lo había escuchado todo e intervino; solo le dijo mirándole a la cara ¡coge tus cosas y vete! Soltó la herramienta contra el suelo, salió por la puerta y ya no lo hemos vuelto a ver. Yo sé que mi madre lo quiere, pero…

—No sigas lo entiendo, José no era el mejor mecánico del mundo, no pasa nada porque no esté pero tu madre me consta que lo quería. Tal vez deberíamos hablar con él.

—¿Quieres que vuelva al taller?

—No quiero que vuelva con tu madre, ¿sabes donde vive?

—Si no muy lejos de aquí.

—Pues mañana cuando cerremos el taller, le haremos una visita.

—Me alegro de que regresaras esto no es lo mismo sin ti. Cada vez hay más trabajo mi madre quería centrarse en la mecánica y dejar de arreglar ruedas, para poder atender mejor. Cosme pronto se Jubilará tiene sesenta y tres y está cansado.

—No importa su edad, su cabeza sigue funcionando y es rápido en encontrar las averías, si no encontramos mecánicos enseñaremos a aprendices, hace tres años tu no sabías nada y mientras tanto puedo buscar algún militar de ayuda.

—Se lo diré a mi madre seguro que está de acuerdo contigo.

Las señoras salieron de la cocina con la cena. Mientras comían la conversación giró en torno al viaje de Juan en busca de su hermana, tanto Juan como Ángeles omitieron hablar de su padre y de su muerte. A Esperanza le extrañó que Juan ejerciera de herrero.

—Doña Esperanza, antes que mecánico, fui herrero y pescador en Alicante.

—Dios mío Juan, su vida es una historia.

Juan y Ángeles quisieron acostarse pronto, se encontraban cansados y al día siguiente Juan quería ir al taller. Por descontado Esperanza no les dejó compartir la habitación en tanto no se casaran. Sin pensar que ella la había compartido con José. Pero claro ella era viuda y parecía estar exenta de dar explicaciones.

Al día siguiente cuando terminaron de trabajar Juan y Fernando se dirigieron a casa de José. Llamaron y este les recibió sin alterarse lo más mínimo.

—Buenas tardes José, queríamos hablar contigo.

—Buenas Juan aunque no te lo creas me alegro de verte y a ti también Fernando. No creáis que os guardo rencor.

—¿Podemos pasar?

—Si por favor.

Entraron y José les hizo sentarse.

—Queréis hablar conmigo, por lo que veo.

—Si así es, te informo que Fernando y yo nos vamos a hacer cargo del taller.

—Me lo imagino.

—Creemos que tu comportamiento en el taller no ha sido el correcto “tal vez los nervios” pero no queremos que eso vuelva a ocurrir por lo tanto, comprenderás que no estamos aquí para que vuelvas a trabajar con nosotros.

—En pocas palabras no me queréis por allí.

—Exacto, pero eso no tiene que ver con Esperanza; si la quieres y deseas volver con ella, eso es cosa vuestra. Tienes una furgoneta y trabajo no necesitas nada del taller para ganarte la vida.

—Ya entiendo... puedo aceptar las condiciones, pero no sé si Esperanza…

—Nosotros hemos hecho lo que debíamos, a partir de ahora es cosa vuestra, no tenemos nada más que añadir.

—Bien pensaré lo que me habéis dicho y sabed que todo cuanto hice fue en beneficio de Esperanza, solo pensaba en ella y cuando me echó no pude contestar, no lo esperaba.

—José si algo he aprendido en esta vida es que hay límites que no se pueden traspasar y cuando lo hacemos solemos arrepentirnos y cargar con las consecuencias.

Juan y Fernando se fueron, por la calle Fernando preguntó.

—¿Crees que volverán a estar juntos?

—Es posible depende de los dos, pero es José quien tendrá que dar más de un paso, tu madre no va a claudicar con facilidad y lo pondrá a prueba con toda la razón.

Reencuentro con los niños

Fernando habló a su madre de la necesidad de buscar un aprendiz, el tendría que cumplir el servicio militar y por lo tanto faltaría un mecánico o dos. Esperanza dejó el tema en manos de Juan y ese mismo sábado acompañado por Angelita se fueron al colegio de la Misericordia, junto al Hospital provincial de Valencia. Llamaron a la puerta y les abrió un mutilado de guerra con muletas.

—¿Que desean?

—Quisiera hablar con el superior o el director del centro.

—Ahora mismo lo llamo, esperen aquí, pueden sentarse en el banco.

Cinco minutos más tarde, salía el padre Fernando.

—Buenos días me buscaban.

—Buscamos a quien nos pueda informar para dar trabajo a un joven de los que ustedes educan.

—En ese caso, pasen a mi oficina, por favor síganme.

Siguieron al cura por pasillos con poca luz el edificio era antiguo y falto de arreglos, por el pasillo se cruzaron con otro cura y el superior le dijo que los acompañara. Instalados en el despacho el padre Fernando empezó a hablar.

—Les explicaré, los chicos que hay aquí suelen ser huérfanos o de padres difíciles de catalogar, “la mayoría están en la cárcel” otros han sido abandonados por sus progenitores en paradero desconocido. En fin lo que quiero que comprendan es que el problema viene cuando cumplen los catorce años y han de abandonar el centro. Hay algunos chicos a los que los familiares se los llevan para trabajar, pero que hacer con los que no tienen a nadie. Ese es nuestro problema la Diputación no se puede hacerse cargo de todos.

—Si lo entiendo perfectamente padre, nosotros buscamos a un chico en concreto. Debe estar a punto de cumplir catorce se llama Pedro Conesa García y tenía una hermana seis años más pequeña.

—De las niñas se encargan las hermanas, en el edificio de la Beneficencia está cerca en la calle Corona. Hermano Vicent busque al niño — el otro cura salió mientras el superior preguntaba.

—¿Qué relación tienen con el niño?

—Poca o ninguna. Resultó que hace cinco años el niño buscaba comida por el mercado y yo recién llegado y sin conocer la ciudad buscaba una pensión, me ofreció su casa y yo sacie su hambre. Su madre murió a los tres días y el médico y yo nos encargamos de buscarles este orfanato. En aquellos tiempos yo no tenía trabajo, ni casa, acababa de llegar a Valencia. En fin ayude en lo que pude, ahora trabajo en un taller donde puede que necesiten un aprendiz. Y quería saber cual sería el proceso teniendo en cuenta que vivo en casa de unos amigos.

—Ya entiendo; mire el chico podría salir a trabajar y dormir aquí por un tiempo no superior a un año; tenemos una sección al respecto, después alguien se debería hacer cargo de él.

Llamaron a la puerta el padre Vicent se presentó con el chico, era casi tan alto como Juan y no estaba delgado parecía de constitución fuerte. Los miró con sorpresa, Juan se acercó y le dijo.

—¿Me conoces ?

El muchacho movió la cabeza negativamente, Juan sacó una manzana del bolsillo la mordió y se la ofreció.

—Perdone pero no la quiero la ha mordido.

En una ocasión me dijiste que la manzana era tuya la había mordido y tú te la comiste, dos días después entraste aquí.

—Usted, Usted es aquel... no lo recuerdo pero...

—Si yo soy la persona que sin conocerte… Bueno quiero saber qué piensas hacer en el futuro.

—No se… Trabajaré en lo que pueda aquí estoy aprendiendo zapatería.

—¿Te gustaría ser mecánico de coches?

—¡Sí ! Me gustaría mucho.

—Si te aceptan deberás trabajar sin protestar y prestar atención — le advirtió el padre Fernando y dirigiéndose a Juan preguntó.

—¿Cobrara?

—De momento no, tenga en cuenta que no sabe hacer nada antes debe aprender, le daremos la comida y según vaya aprendiendo y trabajando, le iremos pagando, nadie paga por no hacer nada, antes tendrá que dar un rendimiento.

—Me parece justo— contestó el cura— es lógico.

—¿Cuando podemos llevárnoslo?

—Cuando ustedes quieran, pero antes debemos firmar los papeles de compromiso.

—¿Puede usted prepararlos pronto? pensaba llevarlo para comprarle ropa.

El superior redactó los papeles y media hora más tarde Pedro salía por la puerta con Juan y Angelita para no volver antes de las ocho. (Hora acordada con el superior).

Juan enseñó a Pedro las calles que debería cruzar para llegar al taller. A continuación le compraron ropa de trabajo y ropa de paseo, zapatos, calcetines, ropa interior y todo lo que creyeron conveniente. Por la tarde visitaron los alrededores de la Catedral, la plaza redonda, el mercado (donde se conocieron) y volvieron a la Casa de la Misericordia.

Pedro se sentía una persona mayor y satisfecha, su estatus había crecido, ahora tenía plena libertad para entrar y salir del colegio. Algo muy importante para un niño de su edad; un mundo nuevo se habría para él. Durante toda la semana estuvo pendiente en el taller, de lo que le mandaba Fernando al cual ayudaba la mayoría del tiempo. Al mismo tiempo Juan observaba el gran cambio producido en este, en poco tiempo había pasado de ser un joven malcriado y vago a convertirse en un hombre responsable y trabajador con el que se podían tener toda clase de conversaciones. Juan pensaba que el milagro lo había producido el no tener tanto tiempo libre con los amigos y darse cuenta de que su bienestar iba unido al negocio; sin el taller no era nada.

El sábado mientras comían todos en casa de Esperanza, Pedro llamó la atención de Juan.

—Juan.

—¡Sí! Dime Pedro.

—Me gustaría visitar a mi hermana.

—¿Sabes dónde está el colegio?

—Sí, no está muy lejos; en la calle Corona es donde está la Beneficencia es su colegio, está un poco más allá de las Torres de Quart. Los padres me llevaban una o dos veces al año a visitarla. Pronto cumplirá diez años y estas navidades me gustaría pasarlas con ella; aunque sé que eso es imposible ¡no tenemos casa!

—Fernando interrumpió.

—Es verdad mama. Este piso es grande pero con Angelita y Juan no caben más personas y si vuelve José.

—Que estás diciendo José no volverá a pisar esta casa.

—No mama yo me refería a que Juan y Angelita están arreglando los papeles para casarse y tendrán que buscarse una vivienda. Con lo que cobra Juan es difícil salir de aquí.

—¿Y quién quiere que se vayan?

—No me entiendes mama.

—Si doña Esperanza — intervino Juan – Su hijo tiene razón y yo lo entiendo. En realidad ya he buscado un piso y he encontrado uno en la calle Palleter; si usted me pagara las horas extras, los sábados trabajaríamos más horas y produciríamos más trabajo y usted cobraría mas, así yo podría pagar el alquiler del piso. A mas horas más trabajo y usted cobra más. Todos salimos ganando y cada vez hay más coches.

—¿Tu qué opinas?— preguntó Esperanza a su hijo.

—Que Juan tiene razón y si algún día yo me hago cargo del taller quiero contar con él y ... tu lo necesitas, tendré que ir a la mil

—Eres hijo de viuda y...creo que no estás obligado.

La conversación se había ido por otros derroteros y Juan volvió al Origen.

—Según tengo entendido, la visita en el colegio era los domingos por la tarde, mañana iremos a ver a tu hermana yo pasaré a recogerte a eso de las tres y ahora te acompañaré, pues quiero hablar con el superior.

Una hora más tarde llegaban a la Misericordia y preguntaban al portero por el superior.

—Seguramente está en el patio no hace mucho que lo he visto— respondió.

Juan y Pedro se fueron en su busca y como dijo el portero lo encontraron en el patio rodeado de niños y dando patadas a una pelota, al verlos se acercó.

—Buenas tardes Juan, tantos niños casi acaban conmigo.

—Padre quería pedirle un favor.

—Usted dirá.

—Mañana por la tarde pasare a por Pedro y nos iremos a visitar a su hermana en la Beneficencia.

—Sabe que tiene vía libre con Pedro.

—Sí pero no es ese el favor, me gustaría que me facilitara todos los documentos que tenga de Pedro; quiero intentar buscar a su familia ¡si la tiene!

—Nadie lo ha reclamado ni visitado en los años que lleva aquí. Nosotros no investigamos a los niños que nos traen solo pasamos información a la diputación y esta a la guardia civil. No obstante mañana cuando venga a por él le dejaré un sobre al portero, con los datos de que disponga.

—Gracias padre, hasta mañana.

Al día siguiente el portero entregó un sobre a Juan. Este lo guardó y se fueron a visitar a la hermanita de Pedro. Los padres o familiares de los niños (hasta siete años estaban en la Beneficencia después los chicos pasaban a la misericordia) y las niñas entraban en los patios donde ellas jugaban, a la mayoría les traían míseras meriendas; por su parte Juan y Pedro habían comprado ensaimadas y chocolate, por el camino. Pedro no tardó en reconocer a su hermana. La niña corrió a la llamada de Pedro, se abrazaron y Pedro le presentó a Juan como era natural la pequeña no lo reconoció. Mientras la niña comía su hermano le contaba lo maravilloso que había sido encontrar a Juan y le explicaba que ya era mayor, trabajaba y no estaba sujeto al colegio.

—De hoy en adelante vendré todos los domingos.

—¿De verdad? – preguntó la niña.

—Si de verdad, ya no estarás mas sola.

—¿Y me traerás merienda?

—Si te lo prometo.

—Juan por su parte recordaba el tiempo pasado en Talavera con los hermanos y comprendía a Pedro y a la niña, en parte reconocía su propia historia. Cuando llegó a su casa abrió el sobre y leyó los datos, que el padre Fernando le había facilitado. En ellos solo encontró el nombre de la madre y su número de carnet de identidad, así como la iglesia en que habían sido bautizados con sus respectivos nombres los niños, la iglesia no estaba muy lejos era la iglesia de san Agustín. Pero no habían más datos y Juan no sabía por dónde empezar. Al día siguiente mientras almorzaban, Juan se lo contó a Cosme. Este sin inmutarse le dijo.

—Puedes darme los papeles tal vez pueda conseguirte algo.

—Estás seguro, ¿cómo?

—Digamos que tengo buenas amistades, mi vecino trabaja en una jefatura de policía si él no encuentra parientes es que los niños son bordes o los hizo el Espíritu Santo.

Juan entregó los papeles a Cosme y unos días más tarde este le entregó un nuevo sobre. En su interior encontró que, Juana Conesa García Había nacido en el paseo de La Pechina número doce. Era hija de Celia García y de Cristóbal Conesa. Sus hijos habían nacido sin padre y fueron presentados con los apellidos de la madre.

Al menos ahora Juan tenía una dirección donde buscar. Sin decir nada para no levantar falsas ilusiones el sábado por la tarde se dirigió al Paseo de la Pechina; buscó el número doce. Pertenecía a una finca con seis viviendas. Las dudas asaltaron a Juan ¿y si la finca se hizo después de nacer Juana y por lo tanto sus padres ya no vivían allí? Comprobó la puerta, estaba abierta pero ¿cómo saber a qué puerta llamar? Por fin decidió entrar y llamar a la puerta uno, pero la suerte vino en su ayuda, alguien del segundo piso salió de su casa y bajó por las escaleras. Juan esperó en el portal, una señora le preguntó.

—Buenas tardes ¿busca usted a alguien?

—Buenas tardes señora, busco a Cristóbal Conesa o a su señora Celia García. ¿Los conoce o sabe donde viven?

—Si es mi vecina vive en la puerta de enfrente el número cuatro, su marido murió pero Celia sigue viviendo aquí. Bueno ahora está en el Hospital Provincial, cogió la gripe ¿sabe? Y como no tiene quien la cuide yo tuve que llamar al hospital para que se hiciesen cargo de ella, pero pronto volverá.

—Muchas gracias Señora.

—¿Es usted familia?

—No pero conozco un familiar.

—Pues dígale que se ocupe de ella es muy buena y no merece estar sola.

—Se lo diré.

La señora parecía no querer dejar de hablar, pero Juan tenía prisa en pasar por el hospital. Allí se dirigió y preguntó en recepción; le dieron el numero de la sala y se fue en busca de la mujer.

No hizo falta abrir la puerta, la sala estaba ocupada por unas treinta camas, en la nota de recepción a continuación de la sala estaba el número veintisiete. Allí encontró una señora con el pelo cano durmiendo; una enfermera atendía a otra paciente, Juan se acercó a preguntar.

—Por favor la paciente de la cama veintisiete como se encuentra.

—¡A! Doña Celia, va mejorando en unos días saldrá de aquí, ha pasado una fuerte gripe pero está fuera de peligro, mire se está despertando.

La enfermera se acercó a Celia. — Doña Celia mire han venido a verla.

Celia miró a Juan para ella era un desconocido y solo preguntó.

¿Quién es usted? No lo conozco. ¿Es médico?

—No, no me conoce señora Celia pero yo si conozco a unos familiares suyos.

—¿Lo manda mi cuñado el de Barcelona?

—No no conozco a su cuñado.

—Pues no tengo más familia.

—Digamos que la familia acude cuando hace falta, ¿le importa que la visite mientras esté usted aquí?

—No, no me importa, no tengo a nadie con quien hablar.

—En ese caso mañana vendré acompañado y le traeré unos pasteles ¿de acuerdo?

—Sí, si usted quiere, me gusta tener compañía esto es muy triste. ¿cómo se llama usted?

—Juan, me llamo Juan.

—Yo me llamo Celia.

—Si Celia García lo sé, entonces hasta mañana.

—Hasta Mañana Juan.

Juan salió satisfecho, la señora no era tan anciana rondaría los sesenta y aún con los síntomas de la gripe parecía una persona fuerte. Esa misma tarde contó todo lo sucedido a Ángeles y esta le propuso acompañarlo al día siguiente (domingo) como la visita era de cuatro a siete coincidía con la del colegio. Pedro iría solo a ver a su hermana mientras ellos visitaban a su abuela sin que él lo supiera, pues acordaron no decírselo.

Al lunes siguiente por la tarde Juan le dijo a Pedro que acompañase a Ángeles a visitar a una señora y así fue hasta el Jueves en que le dieron el alta. Ángeles fue a recogerla y la acompañó a su casa. El viernes nadie visitó a Celia en su casa, Juan había decidido que era bueno para ella tener un día libre con su entorno en el que ellos no interfirieran.

El sábado por la tarde, Ángeles y Juan fueron a su domicilio, la encontraron charlando con la vecina en el rellano, (se veía muy animada) subieron y Celia se alegro de verlos, cortó la conversación con la vecina y los hizo pasar a su casa.

—Creía que ya no vendrían a verme, les estoy muy agradecida, no saben ustedes lo que es sentirse sola y contar solo con el apoyo de las vecinas.

—Señora Celia, es hora de que hablemos y de que usted se sincere con nosotros, queremos hacerle unas preguntas.

—Usted dirá.

—Sabemos que usted tuvo una hija y queremos saber de ella.

—¡A! Era eso, ese era su interés.

—Si pero no piense mal no es nuestra intención inmiscuirnos en su vida, más bien necesitamos una aclaración para saber a qué atenernos en un caso que le afecta directamente a usted, mas tenga por sentado que seguiremos siendo sus amigos si usted lo desea pase lo que pase.

—Si, se lo voy a contar, no se dé que puede servir pero se lo voy a contar, nunca lo he hecho y todos creen que no tuve hijos, También es verdad que todos los vecinos actuales vinieron a vivir aquí cuando mi hija ya no estaba en casa.

No tuve una hija tuve dos, la primera murió cuando Juana tenía un año.

¿Qué ocurrió con Juana?

Mi hija tenía dieciocho años cuando quedó embarazada de su novio, los padres del novio se fueron de Valencia y el con sus padres. Mi hija iba a convertirse en madre soltera “cosa muy mal vista” mi marido tuvo una discusión con mi hija, los nervios se desataron y mi marido agredió a mi hija golpeándola repetidamente, yo intervine y la paliza siguió conmigo.

En pocas palabras, mi hija desapareció de casa la buscamos pero nunca la encontramos, mi marido nunca se lo perdonó. El hermano de mi marido se trasladó a Barcelona y nos dijo que creía haberla visto por una zona del puerto. Para que mi marido no perdiera el trabajo yo me traslade a Barcelona. Cuatro tristes y desesperantes meses estuve caminando por sus calles. “No saben ustedes la angustia que se siente” regresé a Valencia y no tuve más hijos, mi marido murió hace seis años y…

La señora se echó a llorar la tristeza por los recuerdos era patente.

Doña Celia. No podemos devolverle a su hija, esta falleció y por lo que sabemos nunca salió de Valencia, pero dejó dos hijos es usted abuela.

La cara de Celia cambió por completo, después de tantos años unos desconocidos le daban noticias de su hija. Los miraba sin poder articular palabra.

Ángeles que había estado callada le cogió las manos mirándola a la cara mientras decía.

Recuerda usted a Pedro el chico que me acompañaba al hospital.

—Sí.

—Pues es su nieto mayor. Pero también tiene una nieta aunque ellos no saben que usted es su abuela, creen que no tienen familia.

Durante más de una hora, estuvieron dándole explicaciones a Celia y está llorando, por fin acordaron con ella que al día siguiente en horas de visita pasarían a recogerla y la acompañarían a la Beneficencia con su nieto.

No sabemos cómo pasó la noche Celia, pero al día siguiente esperaba en el portal de su casa impaciente cuando vio bajar del tranvía a Ángeles. Se reunió con ella en la parada y juntas esperaron “al cinco”. Tranvía que les llevó a pocos metros del colegio. Juan y Pedro las esperaban en la puerta del mismo. Mientras tanto Juan había tenido tiempo de informar a Pedro y ponerlo al corriente de todo.

Desenlace

Cuando llegaron a la puerta Celia y Pedro se miraron y se abrazaron intensamente como queriendo recuperar el tiempo perdido. Pasaron al interior del colegio cogidos de la mano, Pedro no tardó en llamar a María que Jugaba con otras niñas. La niña acudió corriendo abrazándose a su hermano y saludando con un “hola” al resto. Pedro cogió a su abuela de la mano y la sentó en un banco cercano, sentándose a su lado mientras sentaba a María sobre sus rodillas.

—¿Me has traído merienda?—preguntó María.

—Sí y también te he traído algo mejor. ¿dime recuerdas a mama?

—No, no la recuerdo.

—¿Pero te gustaría que viviese?

—Si muchas niñas tienen mama y abuelos, vienen a verlas y se van de vacaciones.

—Bien María pues tenemos “abuela” el señor Juan la ha encontrado.

La niña miró a la señora que estaba sentada a su lado con los ojos llorosos. Aunque Celia no quería sus ojos no dejaban de llorar mientras un nudo apretaba su garganta impidiéndole pronunciar palabra.

—¿Eres tu mi abuela? ¿por qué lloras?

Celia abrazó a su nieta llenándola de besos, era la viva estampa de la felicidad. Difícilmente se puede describir la escena. Hasta que la abuela pudo responder.

—Si yo soy tu abuela y a partir de ahora no te abandonaré, vendrás a mi casa y viviréis conmigo tu y Pedro para siempre.

La niña merendó y a regañadientes la dejaron nuevamente en el colegio, los días sucesivos los aprovecharon para arreglar los papeles necesarios y que tanto Pedro como la niña se pudieran ir con su abuela. Con Pedro no hubo problema y pasó a vivir con su abuela inmediatamente. En cuanto a la niña la madre superiora les informó de la conveniencia de que hiciera los exámenes entre el dieciocho y diecinueve de diciembre, para incluirlos en la cartilla de escolaridad; mientras tanto podría buscarle colegio y no perdería el trimestre. Pudiendo llevársela al día siguiente si quería. En cuanto a la comunión la había tomado el año anterior, por tal motivo les facilitó unas fotografías de la niña. La abuela comprendió las razones de la madre superiora y accedió.

Llegado el día en que María tomaba las vacaciones de Navidad. Juan acompañó a Celia a recogerla, con ropa nueva para que se cambiase. El portero ya tenía los papeles dispuestos para llevársela, llamó a un timbre y una joven monja acudió a la portería.

—Buenos días, dime Tomás.

—La señora viene a llevarse a María Conesa García.

—Ahora la busco— la joven monja dio media vuelta y se iba cuando el portero la llamó.

—¡Sor Agueda! Se deja la ropa.

—¡O! Perdón— cogió la ropa y cuando se iba Juan exclamó.

—¡María, María Romero Moreno— la monja se dio la vuelta y miró al desconocido.

—¿Me conoce usted?

—Juan estaba blanco como la pared y solo pudo decir — “dios mío la he encontrado – sus ojos enrojecieron y su corazón palpitaba fuertemente. Sor Agueda volvió a decir.

—¿Me buscaba, por qué?

—Soy tu hermano, hace algo más de dos meses estuve en Zafra buscándote. ¿no me recuerdas? Eres igual que mama.

—Lo siento no lo recuerdo.

Juan recapacitó solo tenía tres años cuando la dejó con la monja.

—Tenias tres años y yo nueve cuando nos quedamos huérfanos, yo te llevé de la cabaña a Zafra a lomos de un asno y allí te dejé con las monjas Clarisas.

María no recordaba tanto pero si recordaba su estancia en el convento, preguntó.

—¿Con quién hablaste?

—Con Sor Asunción.

Sor Agueda solo contestó — voy a por la niña — y salió corriendo, por el camino entró en el despacho de la superiora y le contó lo ocurrido.

—¿Y tú qué crees, puede ser tu hermano?— preguntó la madre superiora.

—Sabe más de mil que yo misma, incluso sabe el nombre de la hermana que me recogió.

—En ese caso no hay duda, no creo que mienta no tiene nada que ganar ni nada que perder. Busca a la niña y llévala con su abuela, dale un fuerte abrazo a tu hermano, la familia es muy importante. Tiempo tendréis de hablar del asunto y contaros vuestra vida.

María obedeció a Sor Restituta y cambió a la niña de ropa saliendo con ella a la portería. Juan estaba expectante, la niña corrió a los brazos de su abuela mientras María y Juan se miraban fijamente como queriendo encontrar un parentesco.

—Te pareces a mama.— con estas palabras Juan no pudo aguantar más y abrazó a su hermana. Las lágrimas de Juan contagiaron a María y en segundos todos lloraban.

—María me ha costado quince años encontrarte, puede que dios me haya perdonado por dejarte y nos ha permitido encontrarnos nuevamente, no quiero volver a dejarte. Te contaré todo lo que quieras de nuestros padres te lo prometo.

María o sor Agueda no sabía que responder solo miraba a un desconocido que decía ser su hermano, pero en su interior se sentía feliz ¡Tenía familia! Era una rara sensación pero sentía algo muy fuerte que le unía al desconocido. Más serena que Juan pudo decir.

—Tendremos tiempo de hablar, yo puedo salir con permiso de la superiora cuando no tenga trabajo y tu puedes venir en horas de visita. Hablaremos tienes mucho que contarme.

Juan no deseaba irse pero debía acompañar a nieta y abuela, con un nuevo abrazo se fueron.

Durante las semanas siguientes Juan no perdió ocasión de hablar con su hermana y contarle su vida. Ángela le acompañaba y cuando llegó el veintiocho de diciembre Juan y Ángela se casaron en la iglesia de San Agustín en una íntima ceremonia a la que acudieron solo los conocidos. Al salir del templo vieron como José venia corriendo y cogía de la mano a Esperanza (señal inequívoca de que habían hecho las paces).

A continuación se dirigieron a los talleres donde una vecina de Esperanza condimentaba una paella, unas simples ensaladas presidían la improvisada mesa. Los invitados se reducían a la abuela con los dos nietos, Sor Agueda y la superiora, Cosme con su mujer y Esperanza con Fernando y José, mas la cocinera. Para entonces Ángela y Juan ya disponían de un piso alquilado, al que se irían a vivir esa misma noche.

Al terminar la comida Fernando se levantó de la mesa y le entregó un sobre a Juan, diciéndole.

—Por favor léelo en voz alta.

Juan se levantó y sacó la carta que había dentro, con calma la miró y empezó a leer.

Juan sabes que no soy persona de muchas palabras y he preferido escribir:

Mi madre se retira del taller y me lo cede a mí, a cambio le pagaré una cantidad fija como alquiler, yo por mi parte se mis limitaciones y reconozco mi juventud e inexperiencia. Tendré que hacer la mili y mientras, alguien tendrá que ocuparse del negocio y quien mejor que un socio para mantener el taller en mi ausencia. De acuerdo con mi madre debo pedirte que a partir de ahora no seas mi empleado, quiero que seas mi socio para bien o para mal.

Firmado; Fernando

—Nunca creí que… — la voz de Juan se cortó.

Intento seguir hablando pero le fue imposible un nudo en la garganta se lo impedía, mientras se levantaba y miraba con rostro sonriente uno por uno a los presentes, sus ojos enrojecieron sin poder evitar que las lágrimas brotaran de felicidad y mientras seguía sonriendo. Eran las lágrimas reprimidas durante toda su vida y solo pudo decir.

¡Gracias Dios mío, gracias! ¡por fin tengo una familia y amigos! Gracias.

Tal vez Juan consiguió lo que iba buscando. El gran tesoro que es tener una familia y sentirse querido. Un cariño y afecto que echamos en falta cuando no lo tenemos y que quienes lo tienen, no le dan la importancia o no saben valorar.

Juan no encontró nunca su tía Rosa, pero si la felicidad. El resto de la historia queda abierta a la imaginación del lector.


Publicado el 20 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Leído 10 veces.