Historia de los Siete Murciélagos

Leyenda árabe

Manuel Fernández y González


Novela



La alabanza á Dios

No hay otro Dios que Dios, el Altísimo y Unico; é puede apartar de nosotros las desgracias; él sólo es fuerte; él sólo sabe la verdad; él vive en lo pasado, llena lo presente y abarca lo porvenir: noche de horror, y sombra de espanto cubrirán al mundo cuando aparte de él sus ojos, porque él es la fuente de toda vida, y la claridad de toda luz; sin él nada existe; él es fuente de sabiduría, sin la cual el hombre seria comparable á los brutos, que no saben que han de morir, ni para qué han nacido: loado sea Dios, el Altísimo y el Misericordioso, autor y vida de todo lo creado: la luz de su espíritu brille sobre este libro, y le haga visible á todas las gentes, y se conserve hasta la más remota posteridad.

Esta es la Historia de los siete Murciélagos, que compuso Noeman D'zvn-Nun-el-Aziz-el-Ferag, poeta andaluz que residió mucho tiempo en Granada, y fué soldado sirviendo honradamente á su patria, y peregrinó por extrañas tierras, dejando en pos de sí por donde pasaba, el perfume y la suavidad de sus versos.

Él vió en las antiguas historias los sucesos de los Beni-Nazar, y los del magnífico rey Al-Hhamar, y las hadas le contaron hermosas historias de amores y encantamentos.

Escribiendo esas historias distrajo el poeta andaluz su pobreza, y vosotros podreis distraer leyéndolas vuestro ócio: ellas os llevarán de una aventura en otra, y os dirán cómo fuéron gentes y cosas que hace muchos años han dejado de existir.

Salud y paz de buena voluntad á los que leyeren este libro, y la alabanza á Dios autor de cuanto existe, y el sólo que no perece ni puede perecer.

I. El Valle del Hedjaz

I

Habia en los montes del Hedjaz, en una de sus profundas gargantas, una oscura gruta, donde no penetraba más luz que la que se desprendia de un cielo tristísimo á través de un bosque de higueras silvestres, sobre las cuales, descollaba como un minarete entre chozas una vieja y altísima palmera; al pié de esta palmera brotaba una fuentecilla, que iba á formar más abajo entre las quebraduras de las rocas una pequeña laguna, y en este paraje solitario, no pisado hacia centenares de años por pié humano, ni por errante gacela, ni sediento leon, no se oia otro ruido que el del viento meciendo eternamente la palmera, el murmullo del arroyuelo, el canto de una rana moradora de la laguna y el grito de un buho que anidaba en lo más profundo de la gruta.

En los primeros tiempos de la Egira, cuando los árabes del Hedjaz dejaban sus rebaños y tomaban sus arcos para acometer á los árabes del Yémen, ó cuando estos subian á la montaña para robar los camellos á sus enemigos, este lugar era fértil y alegre; sus higueras producian fruto, su vieja palmera se doblegaba con el peso de los dátiles, y las aves y los animales venian á apagar su sed á la laguna henchida entonces de peces; las hadas se solazaban en su espesura á la luz de la luna, y la alegría de Dios se posaba sobre la gruta del Hedjaz.

II

Una tarde, á la hora de alajá, cuando la luna se levantaba sobre los montes cercanos, un caballo cansado, cubierto de sangre y de sudor, montado por un árabe del Hedjaz, entró con toda la velocidad de su carrera en el valle, y cayó muerto de fatiga junto á la laguna. El dueño se levantó mal parado y fué á sentarse al pié de la palmera, donde permaneció inmóvil y silencioso, abismado en sus pensamientos. Aquel dia los habitantes de la llanura habian vencido á los pastores del Hedjaz y habian obligado á Aben-Zohayr, su caudillo, á salvarse en lo inaccesible de sus montañas.

Aben-Zohayr lloraba amargamente la pérdida de los suyos, su valor vencido y su orgullo humillado, cuando sintió agitarse la espesura, y al rayo de la luna vió dos jóvenes y alegres niñas que se adelantaban ligeras sin tocar casi con los pequeños piés las yerbecillas, y fuéron á sentarse á poca distancia de Aben-Zohayr, del cual sólo las separaba un bosquecillo de acacias.

III

Eran las huríes Fayzuly y Rhadhyah; el que todo lo puede las habia dotado de una hermosura maravillosa; Fayzuly era blanca como la espuma de las cataratas del Nilo, y sus ojos y sus cabellos, negros como el fondo de las grutas del Hedjaz; su hermana Rhadhyah era morena como el sol y sus ojos brillaban con un fuego deslumbrador: llevaban ceñidas las frentes con guirnaldas de rosas blancas cogidas en el jardin de Hiram, y unas flotantes y blanquísimas túnicas de lino, trasparentaban las formas más hermosas que Allah en sus bondades concedió á una mujer.

Aben-Zohayr olvidó como por encanto su derrota y miró embelesado á las dos huríes. Oh, Santo Allah, dijo, si me concedieras el amor de la hurí blanca de los ojos negros, yo te sacrificaria cien corderos en la fiesta de Ayd-al-korban!. ¡Oh señor Allah, qué poderoso y qué grande eres!

El enamorado Zohayr calló para escuchar lo que hablaban las huríes: Fayzuly decia á su hermana con una voz más dulce que los trinos del ruiseñor:

—He visto mi porvenir, hermana mia; me amará el hijo de una hurí y de un rey, pero antes tendré que combatir con el mal espíritu que me entregará á un encantador; pero mi amado me salvará y vendrá conmigo á nuestros alcázares del aire y á nuestros jardines de los lagos.

—Y yo, dijo Rhadhyah, amaré á un creyente que será rey y perderá su reino é irá á morir al Mogrhebeb; yo le seguiré al Edem; pero faltan aún ochocientos ochenta años.

—Novecientos esperaré yo á mi amado, contestó Fayzuly.

—¡Oh poderoso Profeta! exclamó Aben-Zohayr; ¿quiénes son estas doncellas que así esperan con los siglos su amor, que hablan de sus alcázares del aire y de sus jardines de los lagos? ¡Oh magnífico Allah! ¡concédeme el amor de la doncella blanca de los ojos negros!

IV

Embebecido en esta plegaria no se apercibió el caudillo árabe de que las huríes habian desaparecido al reparar en él, huyendo á ocultarse en el fondo de la laguna. Pero cuando dirigió su vista al sitio donde se habian sentado, no encontrándolas creyó que sólo habian sido un delirio de su mente, y volvieron sus pensamientos tristes, como en una noche oscura, despues del pasajero brillo de un relámpago, vuelven las tinieblas.

—¡Oh! ¡mi alma! ¡mi alma! dijo Aben-Zohayr; he llevado mis kabilas al combate y vuelvo sin ellas á mi aduar: mis camellos se espantarán al verme volver sin mi corcel Rhadjih, y mis perros me ladrarán cuando noten la falta de mis hermanos, que no comerán más conmigo bajo el cuero de mi tienda el pan y la sal. No, no volveré. El árabe que huye cuando sus hermanos han muerto, es un cobarde; el caudillo que abandona los cadáveres de sus guerreros, incurre en el enojo del caudillo fuerte, del invencible, del grande sobre todos los valientes. ¡Oh! ¡mi alma! ¡mi alma!

Acordóse entonces de que habia olvidado la azalá de alajá (oracion de la noche) y su espíritu se contristó, porque Aben-Zohayr era un varon temeroso de Dios, y llegó á la fuente, hizo la ablucion y oró prosternado al pié de la palmera. Luego se levantó, rompió su espada que arrojó léjos de sí, y volviendo su corazon á Dios, le ofreció en expiacion de su cobardía, hacer en aquella gruta donde le habia conducido su ventura, la vida apartada y penitente de morabhita. Comió algunos dátiles que cogió del suelo, quitó de su caballo una piel de tigre que le servia de silla, y extendiéndola en la gruta sobre un haz de yerba, arrojóse sobre ella y rendido por la fatiga se durmió.

V

No bien habia tendido sobre él sus alas el genio de los sueños, cuando vió un jardin como no lo han visto ojos humanos, y se creyó tendido sobre el césped en un bosquecillo de oloroso sándalo; oíase el cantar de las aves á quien el poderoso Allah ha concedido dulces gorgeos, y parecíale que comprendia su lenguaje; se decian amores: asimismo las fuentes murmurando, las hojas de los árboles y de las flores agitándose, las auras que las movian suspirando, tenian voces para él, y leia palabras encantadas en las nubecillas, que parecian caractéres de nácar y azul; y las aves, y las fuentes, y los árboles, y las flores, y las auras, y las nubes decian: «Fayzuly es la hermosa de las hermosas, la hurí de los amores, la alegría de Salomon (¡Dios sea con él!), la doncella blanca de los ojos negros». Y volvian á repetir aquel nombre que llenaba el corazon de Aben-Zohayr y le dilataba, como el rocío al cáliz del tulipan y los céfiros de la alborada á las vírgenes siemprevivas.

Aben-Zohayr despertó á la hora de la azalá de azohbi, se levantó, purificó su cuerpo con la ablucion y oró. Despues se tendió desesperado en el mismo sitio donde habian estado sentadas las dos huríes.

Eblis, el espíritu rebelde maldecido por Dios, el genio del mal que nunca duerme y que habia inspirado sueños tentadores á Aben-Zohayr, batió junto á él sus negras alas y el espíritu del árabe se entristeció; quiso recurrir á la oracion, pero entre él y Dios se habia colocado Eblis, y sólo le dejaba ver á Fayzuly, hermosa y desnuda, con todos los incentivos del amor. Aben-Zohayr era un espíritu débil, y pasó la hora de adoha, de adohar, de alazar, de almagrib, y llegó la de alajá sin que hiciese la azalá; Aben-Zohayr, que habia olvidado su derrota por Fayzuly, olvidaba por ella al vencedor, al grande, al poderoso Allah; Zohayr era el esclavo de Eblis: la mano del que todo lo puede se habia levantado sobre su cabeza, y si entonces su alma hubiese tenido que pasar el terrible puente Sirat, se hubiese precipitado en el fuego eterno.

—¡Oh Allah, poderoso Allah, murmuró el impío, dame el amor de la doncella de los ojos negros, dámelo y yo sacrificaré doscientos corderos blancos en tu mirab de Medina-Yastreb en la fiesta del Ayd-al-korban!

Y como esperase en vano despues de la salida de la luna la venida de Fayzuly, blasfemó:

—No hay Dios, dijo el réprobo revolviéndose sobre la yerba; Mahhomed-ben-A'bd-Allah era un impostor, el Koran la obra de un loco. El hombre está solo sobre la tierra abandonado á su destino, como un camello sin guia, y más allá del último crepúsculo no hay más que sombra. Eblis, Eblis, ¡dame la doncella de las trenzas negras y te adoraré! ¡dame su amor y te levantaré un mirab, y te sacrificaré cien camellos!

VI

En aquel momento Aben-Zohayr cayó aletargado sobre la yerba y vió en lo recóndito de su espíritu un sueño sombrío: un mancebo hermoso, como es hermoso un alcázar que ha herido un rayo y á quien la tormenta y el aguacero han manchado y corroido, se le presentó llevando á Fayzuly más hermosa que nunca, con la túnica desplegada, los labios entreabiertos por el deseo y los ojos radiantes y húmedos de amor. El corazon de Aben-Zohayr parecia iba á romperse, la sangre refluyó á su cabeza, y sus fáuces secas y ardientes arrojaron un gemido.

—¿Qué quieres? le dijo el espíritu condenado.

—Novecientos años de vida, los secretos de la astrología y Fayzuly.

—¿Y me darás tu alma?

—Sí, gritó el desdichado Aben-Zohayr.

—Pues bien, despierta y bebe agua de la laguna y tendrás lo que me has pedido.

VII

Mientras Aben-Zohayr dormia, un genio horroroso se habia levantado sobre las aguas del lago; tenia cabeza de basilisco, alas de murciélago, cuerpo de leon y cola de serpiente; llevaba en la mano un cráneo de cocodrilo en forma de copa, lleno de un licor negro y flameante. El cielo se nubló, mugió el semoum, callaron las aves aterradas, y sólo se escuchó el canto de una rana, el grito de un buho y el zumbido del ramaje de las higueras y de la palmera. El genio vertió tres veces en la laguna parte del licor que contenia el cráneo hasta acabarlo, y dijo con una voz hueca y horrible, como el sonido de una losa al caer sobre una tumba.

—Perezca todo lo que existe en este valle; pero vive, tú, fuente, y tú, laguna, y tú, rana, y tú, buho é higueras y palmera; pero estériles como las lágrimas del impío. Vivid para cantar á Allah, el Santo, el Grande, el Justo.

Cuando Aben-Zohayr despertó, el genio del exterminio habia desaparecido y la luna brillaba á través de un ambiente despejado, pero triste, sin brisas, ni perfumes; los árboles se mecian sordamente sin que el más ligero céfiro los impulsase, y se oia el murmurar de la fuente, el canto de la rana y el grito del buho; Aben-Zohayr estaba pálido como un cadáver y sus ojos se habian hundido de una manera horrible: su frente se abrasaba y su garganta seca hacia producir un sonido ronco á su aliento; sintió sed y se arrojó á beber á la laguna. Entonces sintió que su corazon se ensanchaba, que una luz inmensa iluminaba su espíritu, que sus miembros se endurecian y crecia todo su sér; misterios impenetrables se abrian ante su inteligencia y todo aquel aumento de vida pesaba sobre él más que pesa la tierra de la fosa sobre el cadáver del justo. Su vista abarcó la inmensidad; vió sus hermanos los árabes del Hedjaz muertos sobre el campo de sangre devorados por las hienas y los buitres, y en su aduar delante de su tienda su cadáver cubierto con su arnés de guerra, y al lado su lanza y su espada. Aben-Zohayr no se estremeció; quiso hacer la prueba de su poder, y se acercó á su caballo que aún permanecia yerto junto á la laguna.

—Levántate Rhadjih, le dijo.

El valiente corcel se levantó, dió un relincho de alegría al conocer á su amo, pero en el mismo momento lanzó otro relincho de espanto y de dolor, y quedó inmóvil, cual si se hubiera convertido en una roca. Aben-Zohayr cogió agua de la laguna en el hueco de la mano y la aplicó á las narices del bruto; el sortilegio produjo un efecto terrible: Rhadjih se encabritó y quiso resistir á su ginete; pero Aben-Zohayr saltó sobre él y le sujetó.

Reinaba un silencio profundo: el impío evocó á Fayzuly, y una sombra blanquísima apareció en los aires y se posó inmóvil y aterrada junto al caballero maldito; era Fayzuly; llevaba en vez de túnica un sudario y sobre sus negros cabellos una corona de siemprevivas nacidas en el jardin de Hiram y regadas por genios con agua del pozo Zemzem; Aben-Zohayr quiso apoderarse de ella, pero Fayzuly huyó con la velocidad de una flecha, seguida siempre á corta distancia por Rhadjih que volaba dejando tras de sus cascos un rastro de fuego. Fayzuly, el caballero y el corcel, desaparecieron perdiéndose entre la niebla de la mañana en las revueltas de las montañas del Hedjaz.

Hé ahí por qué en el valle maldito no se oia otro ruido que el canto de la rana, el grito del buho, el columpiarse de las higueras silvestres, el gemido de la palma estéril y del arroyo solitario. Hé ahí por qué no venian á beber las aguas de la laguna la errante gacela y el sediento leon.

VIII

Vinieron años tras años, y pasaron ochocientos ochenta y siete sobre el lugar maldito, sin que hombre, fiera ó pájaro, pisase su suelo ni cruzase por su aire.

Habian llegado los últimos dias de la luna de Safer del año novecientos y uno de la Egira: era la hora de adohar y el sol brillaba abrasador suspendido en la mitad de su carrera; la rana cantaba ronca y desapacible y de la laguna casi seca se levantaba un denso vapor, cuando un peregrino cansado y sediento llegó al valle maldito del Hedjaz.

Era Abu-Kalek, anciano guerrero de la raza de los Almoravides que se dirigia en peregrinacion á la Meca, cumpliendo la última voluntad del rey de Granada Mohhamed-Aben-A'bd-Allah-al-Zaquir-al-Zoghoibi, (Boabdil) muerto en los campos de Bakuba, defendiendo contra los rebeldes jerifes al emir Muley Ahmet-ben-Merini. El anciano Abu-Kalek habia emprendido su viaje desde el Moghreb, y al fin habia puesto su cansada planta en las vertientes de las montañas que rodean á la Santa ciudad del Profeta.

Pero estaba escrito que el Almorabhid no llegaria al mirab de la gran mezquita; sus dias estaban contados y su sepultura abierta en el valle maldito del Hedjaz; las huríes le esperaban, y el alma del justo era tan pura como el blanco color de su venerable barba.

¡Qué grande y poderoso es Allah! En el mismo sitio donde apagó su sed el réprobo Aben-Zohayr, apagó la suya Abu-Kalek: un impío habia traido la maldicion de Dios sobre el valle, y un justo habia sido concebido para purificarlo. Cuando el Almorabhid bebió, sintió como el árabe que su vista se dilataba y su corazon ardia; su sangre débil y helada corrió por sus venas como fuego ardiente, y volvió á su juventud y á su fuerza; su encorvada espalda se irguió, sus ojos centellearon y en su boca apareció una profunda expresion de dolor.

—¡Oh Señor! exclamó el viejo prosternándose contra la tierra, ¿por qué me vuelves mi juventud y dilatas mi vida? ¿He dejado un solo dia de elevar á tí mi espíritu, ó mis labios han mentido ó mi espada ha derramado sangre del débil ó del inocente? ¡Oh señor Allah! ¿qué quieres de tu siervo Abu-Kalek?

Pero nada contestó á la plegaria del Almorabhid: la rana siguió cantando y el sol tendiendo sus rayos inflamados sobre la tierra. Abu-Kalek quiso continuar su camino, pero fué en vano; por donde quiera que se dirigia encontraba una roca tajada, un abismo ó un torrente; las huellas se borraban tras de sus piés.

—¡Oh desdichado rey, exclamó el creyente, los espíritus invisibles me cierran el camino: yo moriré aquí como tú moriste en Bakuba! ¡Hágase la voluntad de Allah!

Abu-Kalek sintió hambre, pidió dátiles á la palmera, fruto á las higueras, peces á la laguna; pero la palmera y las higueras y la laguna eran estériles; en aquel momento una golondrina se cernió sobre el valle; Abu-Kalek, tomó una saeta de su aljaba y tendió el arco que le servia de apoyo en su marcha; la saeta hendió silbando los aires y cayó trayendo consigo á la avecilla, que se agitó en sus últimas convulsiones entre las manos del morabhita.

Sobre el pecho azul de la golondrina pendia una pequeña llave formada de una esmeralda, sujeta al cuello del pájaro por un collar de rubíes; el creyente tomó la llave y la golondrina espiró, diciendo en un débil gemido:

—¡Busca!

Abu-Kalek miró la llave y vió sobre ella escrito en pequeñísimos caractéres cúficos el mote: «¡La galib ille Allah!» (¡Solo Dios es vencedor!)

—¡Busca! murmuró el viento agitándose entre los árboles.

Abu-Kalek se dirigió al pié de la seca palmera.

—¡Busca! murmuró roncamente la rana en la laguna.

El morabhita llegó hasta su orilla.

—¡Busca! graznó el buho desde el fondo de la gruta.

Abu-Kalek se precipitó á través de las zarzas que cubrian la profunda grieta y buscó; el buho entre tanto batia las pardas alas graznando siempre:

—¡Busca! ¡busca! ¡busca!

En la parte más profunda y oscura de la gruta, en un lóbrego agujero, anidaba el buho, que huyó lanzándose al valle al acercarse á su nido el morabhita Abu-Kalek.

IX

Era la hora de alajá: la noche levantaba su oscura faz al Occidente; en el opuesto confin el sol se hundia tras azules montañas, entre celajes de fuego: el lucero de la tarde le seguia saludando con trémulos resplandores á la blanca lumbrera de la noche, y se iban extinguiendo lentamente los innumerables rumores que acompañan al dia.

El creyente oró y su espíritu subió hasta el Señor: un clarísimo resplandor iluminó la gruta, y perfumes suavísimos inundaron el ambiente; aquel resplandor emanaba del agujero habitado por el buho, y en el fondo de él se veia una placa de oro, en la cual al rededor de una cerradura se leia en caractéres azules: «¡Allah Akbar!» (¡Dios es grande!)

Abu-Kalek introdujo la llave de esmeralda en la cerradura de oro; la roca se rasgó dejando descubierta la entrada de una escalera de pórfido, con paredes de cristal y techumbres de ágata en forma de estalactitas.

Un genio horrible defendia la entrada; tenia cabeza de basilisco, alas de murciélago, cuerpo de leon y cola de serpiente; el genio exterminador puesto por Allah á las puertas del Edem; era la última prueba del morabhita Abu-Kalek.

Rayos lanzaban sus ojos; sus alas batian las paredes produciendo un chasquido aterrador; su cola azotaba el pórfido y sus garras se tendian ensangrentadas y amenazantes hácia Abu-Kalek que se precipitó sobre el genio gritando: «¡Allah Akbar!»

El genio desapareció rodando hasta el abismo y el morabhita se encontró en un alcázar como no lo han visto ojos humanos. Las puertas eran de diamante, el pavimento de rubíes, las paredes de perlas y los techos de sándalo; por los arcos afiligranados se despeñaban cascadas de aguas olorosas que iban á regar rosas siempre purpúreas y tulipanes inmarchitos; sobre todo esto un cielo azul como el zafiro, resplandecia con la luz de los ojos de Dios.

Cantaban las perís y danzaban las hadas en torno de una cuna de aloe sostenida por genios, donde sonreia un bellísimo infante velado por paños de púrpura: junto á él fijaba su mirada inefable de madre, una mujer hermosísima; su larga cabellera negra lanzaba reflejos azulados junto á las perlas que la entrelazaban, y rodeando un rostro de mejillas morenas, caia en bucles ondulantes sobre sus desnudos hombros velando un seno purísimo; su túnica azul era de seda superior á la de Persia; su breve talle estaba contenido en el cíngulo misterioso de Salomon; sus pequeños y desnudos piés se hundian en una alfombra cubierta de signos cabalísticos, y entre sus brazos reposaba un hombre que absorbia en sus ojos la intensa mirada de amor de los negros y radiantes ojos de la hermosa.

Esta era Rhadhyah, la más pura de las huríes, la reina de las prometidas á los creyentes por el Señor.

El hombre que reposaba entre los brazos de Rhadhyah era un hermoso mancebo; ceñia su frente una toca blanquísima, prendida por una garzota de piedras preciosas, y entre la cual aparecia una corona de rey; vestia una pesada loriga de combate y sobre ella se plegaba un caftan más blanco que la luz de la alborada; pero aquel caftan estaba manchado de sangre, y bajo él se veia una corva cimitarra damasquina roja hasta la empuñadura.

Aquel hombre era Mohhamed-Ben-A'bd-Allah-al-Zaquir-al-Zoghoibi (Boabdil), último rey moro de Granada.

Su semblante hermoso y tranquilo estaba pálido como el de un cadáver; una ancha herida partia su frente y sus ojos absorbian con una expresion melancólica la mirada de amor de Rhadhyah, junto á la cual reposaba sobre la alfombra.

Abu-Kalek se prosternó y unió su rostro al pavimento.

—¡Oh invencible Allah, exclamó, qué grandes é incomprensibles son tus decretos! ¿Es este aquel desdichado rey rebelado contra su padre, combatido por su pueblo y arrojado por los nazarenos de su trono? ¿Es este aquel real mancebo á quien yo ví morir y por cuya alma oro cuando el sol aparece y cuando la luna se levanta con la noche?

Boabdil se desprendió de los brazos de la hurí; sus labios descoloridos se contrajeron en una tristísima sonrisa, y su mirada diáfana se posó con una expresion de amor en Abu-Kalek.

—Levántate, muslin, exclamó, mi viejo amigo, Brazo de Dios, el más valiente de los guerreros de mi tribu, levántate y escucha.

Abu-Kalek se levantó.

—Hubo un tiempo, prosiguió Boabdil, en que morábamos en un gran pueblo; nuestro nombre llenaba la tierra y nuestros guerreros eran el terror de los infieles; la espada del muslim estaba siempre roja, y nuestras fronteras eran el cementerio de los nazarenos. Pero estaba escrito que el creyente seria desterrado; los alcaides de la tierra perdieron una á una las fuerzas y las villas del reino, y los infieles llegaron hasta nuestros muros. Mis guerreros se dividieron: mi tio asesinó á mi padre, y la maldicion de Dios cayó sobre Granada. Dia terrible fué aquel en que vimos la cruz clavada sobre nuestro alcázar, en que, desterrados, salimos por la parte del Genil con las lágrimas en los ojos y los piés descalzos. Abandonamos cobardemente nuestra ciudad y entregamos nuestros hermanos á la tiranía y las infamias del vencedor; nuestro corazon brotó llanto de sangre á los ojos que vieron por última vez la Alhambra desde el alto del Padul. La mitad de mi alma atravesó el espacio para ir á morar en ella envuelta en un suspiro, y la otra mitad quedó desesperada para amargar los últimos dias del rey vencido. Habiamos cometido un crímen, y debiamos expiarlo; habiamos manchado nuestros nombres como cobardes, y debiamos lavar nuestra infamia muriendo como mártires: mi lanza enmohecida con el abandono en Granada, se enrojeció en África; olvidé mis retretes de oro y habité la tienda de cuero del guerrero; ansiando la muerte lidié, me revolví entre millares de enemigos, y la muerte fué conmigo. ¡Allah tuvo compasion de mí! ¡Allah aceptó la expiacion de sangre que le ofrecia y me envió su paz con mi amor! ¡Me envió á Rhadhyah, la querida de mi alma, la madre de mi hijo!

Boabdil se detuvo y miró sonriendo en un éxtasis de inefable felicidad á la hurí y al niño que dormia.

—Estaba escrito, dijo Rhadhyah, con una voz más armoniosa que el murmurio de las auras al pasar entre las flores; cuatro veces el sicómoro ha entregado al viento sus marchitas hojas desde el dia en que impelida por los espíritus invisibles llegué hasta mi amado: «Ve Rhadhyah, me dijeron, busca á tu prometido; el que todo lo puede ha puesto su mano sobre tu nombre en el libro de diamante del Destino y te permite ser madre. Ve, el creyente te espera.» Llegué y desperté á mi adorado que dormia: tres veces la golondrina ha visitado las tierras de Occidente desde que alienta el hijo del rey y de la hurí; y dos veces aún el sol ha recorrido su círculo de fuego desde que el alfanje enemigo abrió al alma de mi alma las puertas del Edem. El seno de la hurí ha alimentado al hijo de mi amado, pero está escrito que peregrine sobre la tierra, y su destino se cumplirá.

—¡Oh luz del cielo! repuso Abu-Kalek, deslumbrado por el resplandor que emanaba del semblante de Rhadhyah; manda, tu siervo está ante tí.

—Serás el maestro de mi hijo, exclamó Boabdil, y harás de él un príncipe perfecto, sábio, generoso y valiente; le tendrás contigo hasta que cumpla doce años, despues le abandonarás á su destino. Así está escrito. Si el príncipe cumple con los deberes de un buen muslim, la mano de Dios le protegerá y volverá trascurridos cinco años. Entonces le entregarás mi arnés, mi caballo de batalla, mi jacerina, mi alfanje y mi broquel; le harás cabalgar y volverás el caballo al Occidente; entonces darás una palmada en el cuello del bruto, y habrás terminado tu mision.

Boabdil extendió el brazo derecho hácia los genios, y dos de estos trajeron junto á él un caballo negro, encubertado con arreos de batalla; entre tanto se operaba en el rey una transformacion extraña; las manchas sangrientas de su caftan desaparecieron; la cicatriz que partia su frente se borró hasta quedar reducida á una sutilísima línea sonrosada, y sus ojos radiaron llenos de vida y de alegría; despojóse de la toca y de la corona que puso sobre el caparazon del caballo, y despues su caftan, su loriga y su alfanje. Rhadhyah se despojó del cíngulo, y al ponerlo sobre la espalda del bruto, dijo á Abu-Kalek:

—Cuando corran catorce años, lo entregarás á mi hijo. ¡Allah sea con él!

Entonces los genios y las hadas se agruparon sobre la alfombra: una neblina imperceptible se levantó en torno de ella, y lo envolvió todo; el alcázar mágico fué desapareciendo lentamente, y la niebla se condensó hasta envolver al morabhita en las más densas tinieblas; un caos pasó por su pensamiento; sintióse desfallecer, hizo un esfuerzo, y abrió los ojos en los que reflejó una claridad blanca y suave: estaba á la entrada de la gruta del Hedjaz, y la alborada pasaba volando sobre el valle.

X

Pero este se habia trasformado; la palmera se inclinaba bajo el peso de los dátiles, la fuente brotaba de su pié, y la laguna estaba henchida de peces. Allah habia retirado de él su maldicion.

Abu-Kalek creyó que habia sido un sueño cuanto habia visto en el alcázar encantado; hizo la ablucion en la fuente, oró, cogió algunos dátiles, y se sentó á comerlos al pié de la palmera; á poco se le presentó un viejo acompañado de algunos árabes.

—¿Eres tú el morabhita Abu-Kalek el de Granada? le preguntaron.

—Sí, ¿qué quereis de mí? contestó el morabhita mirando á aquellos que le parecieron hombres y no eran otra cosa que genios.

—Sabemos, dijo el que le habia preguntado, que necesitas un alcázar.

Abu-Kalek miró estupefacto al genio y dejó de comer los dátiles.

—Sí, un alcázar y un mirab, para que more ahora y hable á Dios cuando conozca la ley, el príncipe que te han entregado.

Un débil vaguido salió de la gruta, donde al escucharlo entró presuroso el morabhita.

Su asombro fué inexplicable al ver sobre el césped, y en su cunita de aloe, el mismo niño que habia creido ver en sueños, sonriéndole y tendiendo hácia él sus bracitos.

En el fondo de la gruta, inmóvil, con el cuello erguido y la mirada centelleante, el corcel de batalla de Boabdil, mostraba sobre su espalda el cíngulo de Rhadhyah, la corona, el caftan y las armas del rey.

—¡No era sueño! exclamó Abu-Kalek en el colmo de la admiracion.

—Elige el sitio donde hemos de edificar el alcázar, exclamaron los genios que se habian agrupado á su alrededor.

Abu-Kalek se entristeció.

—No poseo más que mi alquicel, mi arco, dijo, y no tengo con qué pagar vuestro trabajo.

—Pagados estamos, repuso un genio, y tanto, que una vez concluido el palacio, pondrémos en él un tesoro, ricos divanes, alfombras de Persia y hermosos esclavos.

—Sea así, puesto que Allah lo quiere, dijo Abu-Kalek, saliendo de la gruta.

Atravesó el valle y subió á la montaña más cercana; volaban allí auras fresquísimas; despeñábanse claros arroyos, y desde la cima la vista se deleitaba contemplando los verdes campos, los montes rojizos, los horizontes azules de una tierra alumbrada por un sol brillante, girando en un espacio diáfano sin nubes ni neblinas; desde allí se veian, perdidas en la profunda garganta, la altísima palmera, la tersa laguna y la oscura gruta del valle.

—Aquí, dijo Abu-Kalek, clavando su arco en lo más alto de la cima.

XI

Los campos, las montañas y los horizontes desaparecieron instantáneamente, y sólo quedó ante Abu-Kalek, un patio magnífico, cuyas galerías estaban sostenidas por arcos calados y delgadas columnas de alabastro; en el sitio donde habia fijado su arco, habia aparecido una fuente maravillosa sostenida por doce leones de piedra.

Entre los arcos vagaban esclavos etíopes de negro rostro y miradas feroces, cubiertos de fuertes armaduras y con largas picas en las manos; á las puertas de los retretes, blancos y hermosos mancebos asiáticos, ostentaban sus galas de púrpura y brocado; cantaban pintados pájaros en doradas jaulas de filigrana colgadas de las cúpulas, y el ambiente estaba embalsamado por el blanco humo de los perfumes que se quemaban en braserillos de oro; y los feroces guardas y los bellos esclavos, tenian fija en el Almorabhid su mirada, como el perro inmóvil que espera una seña de su amo para correr al sitio que le señale.

—¡El patio de los Leones! gritó Abu-Kalek, creyéndose aún entregado á un hermoso ensueño; ¡la sala de las Dos Hermanas! ¡El retrete de Lindaraja! ¡La Alhambra!

Y el anciano Almorabhid corria delirante por aquellos admirables retretes, reconociendo cada uno de sus recónditos sitios, gozando con cada uno de los labrados alhamís que encontraba por do quiera. Y vió aposentos embaldosados de mármoles más blancos y tersos que el marfil, con paredes adornadas de exquisita y menuda labor, con cúpulas doradas y matizadas de estrellas, como el cielo de una noche tranquila.

—¡La Alhambra! gritó entregado al frenesí de su alegría; ¡la Alhambra, no como ahora profanada por la planta del ambicioso y pérfido nazareno, sino la Alhambra como en tiempos de mis padres, fresca y sonora con el murmurio de sus fuentes y el canto de sus aves! ¡La Alhambra de Boabdil y de Muza-aben-Abil-Gazan! ¡El alcázar de las zambras, el libro de oro donde está escrita en caractéres de nácar la palabra de Dios! ¡La Alhambra! ¡La Alhambra! ¡La Alhambra!

Y lloraba como una mujer, y corria como un niño, y reia como un loco.

XII

Entre tanto habia llegado á una sala más extensa que las otras; el pavimento era de riquísimo mosáico; los muros abiertos por alhamís con ajimeces en el fondo, eran altísimos y adornados de labor persa y caprichosos trasparentes por los cuales penetraba una ténue luz; la puerta arqueada con más gracia que las cejas de una hurí, dejaba ver un ancho patio y en él un dilatado estanque de mármol donde flotaban blancos cisnes y nadaban peces brillantes como el oro, rojos como la púrpura, y blancos como el velo de una vírgen esclava.

—No, no es la Alhambra de mis padres, exclamó Abu-Kalek mirando al campo desde uno de los ajimeces; si fuera ella, veria desde aquí el barrio de las gentes de Baeza, y el alegre Generalife dominando los cármenes de Aynadamar, y el Darro arrastrando entre ellos sus arenas de oro, Granada apoyando sus muros en la vega, y más allá Sierra Elvira y los montes de Loja por junto á los cuales se desliza el Genil. ¡No! ¡Esta es la Alhambra de los genios! ¡La Alhambra del Hadjaz! ¡Qué poderoso eres Allah, que con una mirada de tus ojos puedes reproducir la más hermosa de tus maravillas!

El morabhita se alejó suspirando del ajimez, atravesó retretes y galerías, y salió del alcázar; dirigióse á la gruta, tomó entre sus brazos la cunita que contenia al infante, y desandando el mismo camino, la depositó en el retrete de los ajimeces; el caballo de batalla de Boabdil le habia seguido, y se detuvo quedando otra vez inmóvil como una estátua junto al estanque donde flotaban los cisnes y nadaban los peces de colores.

—Aquí morarás, Aben-al-Malek (Hijo del rey), exclamó el anciano dirigiéndose al niño; el morabhita en la gruta del valle; pero subirá cada vez que el sol aparezca, para enseñarte la palabra de Dios y hacerte buen muslim y buen caballero.

Y así sucedió: los genios guardaban el alcázar, y servian al príncipe Aben-al-Malek, como jamás ha sido servido príncipe alguno; ofrecíanle los más exquisitos manjares, los perfumes más suaves, los lechos más frescos y regalados, donde velaban su sueño halagándole con sus alas invisibles: Abu-Kalek pasaba todo el dia á su lado, desarrollando en él las dotes que debe poseer todo buen muslim: temor de Dios, generosidad y valentía. Cuando el príncipe llegó á la edad de doce años, descifraba como un faquí los misterios del libro de Dios; cabalgaba sobre caballos salvajes; esgrimia la lanza como un Almorabhid; manejaba el alfanje como un Abencerraje; cogia una sortija á la carrera como un Zenete, y ponia una saeta á larga distancia en el blanco como un Scita; componia elegantes versos, tañia maravillosamente todo género de instrumentos y cantaba á la perfeccion: era hermoso como Rhadhyah y valiente y fiero como Boabdil.

Abu-Kalek, que observaba la vida más austera en la gruta, durmiendo sobre la yerba y comiendo los peces que pescaba con gran paciencia en la laguna, se contristó al ver que habia llegado la época de separarse de Aben-al-Malek, á quien amaba con toda la ternura de un padre: á pesar de esto, el dia que señaló nueve años despues del en que el príncipe fué confiado á su fidelidad, fué á una oscura estancia del alcázar, donde se guardaba en dos jarrones de porcelana un innumerable tesoro, le cargó sobre dos camellos, montó en un asno y llevando á su lado á Aben-al-Malek, ginete en un poderoso caballo, abandonó el alcázar y se dirigió lentamente á la Meca.

XIII

Un mes duró el viaje; al fin de él, una tarde, al trasmontar el sol los horizontes, divisaron los altos minaretes y las cúpulas de la mezquita de la Santa Ciudad: entraron en ella, y despues de haber hecho su ablucion en el pozo Zemzem, oraron en el mirab. Despues, en la puerta de la mezquita, dijo Abu-Kalek al príncipe, con las lágrimas en los ojos:

—Aben-al-Malek, vamos á separarnos; está escrito que peregrinarás sobre la tierra y pondrás á prueba tu corazon. Te dejo un inmenso tesoro y una lanza: no olvides nunca que el mejor objeto en que puedes invertir el primero, es en aliviar la miseria de tus hermanos, y la segunda en proteger al débil y combatir los infieles enemigos de Allah; huye de la indolencia y de la impureza, como de vicios fatales; y sé siempre generoso, valiente y fiel.

Abrazó al príncipe tras estos consejos, y montando en su asno, volvió triste y afligido á la gruta del Hedjaz.

XIV

Cinco veces el viento del invierno habia arrebatado sus hojas á las higueras del valle, y cinco veces las brisas de la primavera habian murmurado entre el rico penacho de la vieja palmera, desde el dia en que Abu-Kalek habia abandonado á sí mismo al príncipe.

Era una de las primeras noches de la luna de Dilhagia; acababa Abu-Kalek de hacer su azalá de alajá, en que no habia olvidado su oracion particular por el príncipe, cuando sintió ruido entre la maleza y poco despues se presentó ante él un robusto mancebo: iba humildemente vestido; llevaba á la espalda una aljaba, un venablo en la diestra y una cimitarra pendiente de su costado. La luna alumbró su semblante y el morabhita lanzó un grito de alegría: era el príncipe Aben-al-Malek.

—¡Estaba escrito! gritó el morabhita arrojándose en los brazos del jóven; ¡bendito sea Allah!

El príncipe se sentó sobre la yerba, y contó sus aventuras á Abu-Kalek; estaban reducidas á lo siguiente: habia invertido su tesoro en los hospitales y en los pobres; habia viajado y hecho la guerra santa en los galeones muslimes sobre los mares de los nazarenos: volvia pobre, pero fuerte, como el brazo de Dios; hermoso como un cielo sin nubes, y tranquilo como el corazon del justo.

—Sin embargo, padre mio, añadió Aben-al-Malek prosiguiendo su relato; hay un sér que acompaña mis sueños, á quien veo despierto, por quien padezco ausente; es una mujer; tiene la tez blanca y los cabellos y los ojos negros: es hermosa como la felicidad y pura como el fuego; yo la tengo dentro de mi corazon; me parece haberla visto alguna vez y no recuerdo dónde: ahora mismo la veo: tiende hácia mí sus brazos; me llama: ¡oh padre mio, tú, que eres sábio, justo y bueno, dime dónde está el alma de mi alma!

Abu-Kalek reclinó la cabeza sobre su pecho y oró; el Señor iluminó el espíritu de Abu-Kalek y le dejó leer en el libro del porvenir, que abarca omnipotente los tiempos y los espacios. La mirada del Almorabhid era radiante y su voz profética.

—Príncipe, dijo á Aben-al-Malek, el sér á quien amas es una hurí.

El príncipe se prosternó.

—Pero esa hurí está sujeta á un espíritu rebelde, y duerme encantada hace más de ochocientos años. ¿Tienes valor para luchar por ella con los espíritus invisibles?

—Mi fortaleza está en Allah, contestó el príncipe.

—¿Vacilarás una vez aceptada la empresa?

—No.

—Pues bien, levántate y escucha: en las tierras de Occidente veo una altísima sierra, cuya cima toca á las nubes; al pié de esa sierra hay una ciudad tendida sobre tres montes: en el de en medio dominando á la ciudad, hay un fuerte castillo, y en el castillo una torre misteriosa: no hay guardas en sus almenas, ni en sus muros anidan aves, ni pié humano pasa sin temblar á su alrededor: en esta torre está encantada la querida de tu corazon; para llegar hasta ella, tendrás que pasar siete suelos; en cada uno de aquellos suelos hay un murciélago maldito: en cada uno de estos murciélagos vive encantado un espíritu condenado.

Para llegar hasta la amada de tu alma, tendrás que vencer siete terribles encantos; si los resistes con valor, alcanzarás la posesion de la hurí blanca de los ojos negros; si vacilas un solo momento, ella y tú quedareis sepultados en el fondo de la terrible torre en una noche sin fin.

—Acepto, dijo el jóven; Dios es grande y luchará conmigo.

Entonces Abu-Kalek asió al jóven, y le llevó al patio del estanque del alcázar; inmóvil como una estátua de mármol, erguido el cuello, las orejas enhiestas y los ojos centelleantes, el caballo de batalla de Boabdil estaba en el centro de una galería: Abu-Kalek se acercó á él, y tomó de sobre su espalda la loriga, el caftan, la toca y la corona del rey.

—Viste este traje, dijo el anciano á Aben-al-Malek, es el traje de guerra de un valiente.

El jóven se ciñó el traje en silencio.

—Ajusta tu cintura con este cíngulo; es el cíngulo de tu madre.

El príncipe besó con ternura el talisman y se le ciñó.

—Ahora toma este alfanje, esta jacerina y este broquel, y á caballo.

Aben-al-Malek cabalgó de un salto en el generoso bruto, que sacudió sus crines en un movimiento de alegría, y empezó á piafar impaciente.

El morabhita le asió de la rienda, y le sacó del alcázar; era la hora de azzohbi, la aurora tendia su blanca luz sobre los horizontes orientales, mientras al Occidente algunas estrellas tardías, acompañaban las últimas sombras de la noche: Abu-Kalek volvió el caballo al Occidente y miró por última vez al príncipe. Estaba hermosísimo; la profunda mirada de sus grandes ojos azules abarcaba la inmensidad, como si viese en ella un objeto fijo en su pensamiento. Firme sobre la silla; la adarga embrazada y la pica enhiesta, con la boca entreabierta en una ligera expresion de bravura, hubiera creido cualquiera aquel grupo compuesto de un caballero y un anciano, el genio de la guerra dominado por la prudencia.

Dos lágrimas rodaron por las secas mejillas del morabhita.

—¡Señor, dijo levantando su mano sobre el cuello del corcel, he cumplido mi mision! ¡cúmplase su destino!

La mano descarnada del viejo cayó sobre el cuello del bruto, que se estremeció de alegría, lanzó un relincho salvaje, se lanzó desde la montaña en el espacio, devoró los campos, pasó como una tempestad los montes, llegó á remotas playas, salvó las ondas y arribó á otras orillas; ave, bruto y pez, condujo al príncipe al pié de la torre misteriosa, que guardaba encantada á la querida de su corazon.

XV

En cuanto el morabhita, una vez terminada su peregrinacion sobre la tierra, los genios le sepultaron en el alcázar maravilloso, que sirvió de morada en su infancia al príncipe Aben-al-Malek. Algunas mañanas, cuando el sol empieza á romper las neblinas, creen ver las caravanas que atraviesan el Hedjaz, las fuertes torres de un altísimo castillo: es la Alhambra de los genios; la Alhambra del Hedjaz; la sepultura del Almorabhid Abu-Kalek.

II. Mohamet Abent-Al-Hhamar

I

En las regiones de Occidente hay una tierra fértil, rica de fuentes y de verdor; ancha alfombra es de flores, entre las cuales se deslizan las claras ondas del Darro y del Genil, murmurando tristemente, cual si les apenara el alejarse de aquellas márgenes orladas de lirios y violetas.

Sabrosas son las frutas de aquella tierra, y doradas mieses crecen en torno de copudos olivos, á quienes agobia el peso de su negro fruto.

En sus montañas se eleva el cedro del Líbano y en sus llanuras cimbrea la palmera de África.

El fúnebre ciprés descuella sobre el mirto, y el tulipan de Oriente brota á la sombra del espino del desierto.

Rodeada está aquella tierra de montañas, como un huerto de su vallado, y reina entre todas se eleva una sierra siempre cubierta de nieve, y cuya altísima frente domina á las nubes, cuando vuelan en torno de ella impelidas por el viento de la tormenta, ó á las brumas trasparentes de la mañana, cuando, precediendo al dia, inunda los horizontes la diáfana luz de la alborada.

Tierra de bendicion es aquella: allí ostenta su luz más pura el sol, y la luna parece una lámpara de nácar suspendida de una bóveda de zafiros, donde brillan trémulos los luceros.

II

Tendida en la vertiente de la sierra hay una ciudad, semejante á un canastillo de verdura, descollando por cima de fuertes y torreados muros; señora de una vega salpicada de aldeas, es dominada á la par por un castillo.

Aquella ciudad es Granada; aquel castillo la Alhambra.

La ciudad, fundada por gentes desconocidas, habia visto pasar razas bárbaras; habia sido su morada durante su poder y habia caido sucesivamente bajo la dominacion de otras razas.

Pero las kabilas del Yémen y del Hedjaz y los pastores de las montañas de Oman; cuantos calienta el sol desde el Eufrates hasta el estrecho de Bab-el-Manded, y desde el golfo Pérsico hasta el mar Rojo, vencedores en Grecia y conquistadores en Persia; llevando adelante sus huestes, inundaron el Moghreb, y detenidos por el mar fijaron la vista en las playas españolas. Los que habian atravesado el desierto salvaron en sus galeones el estrecho, que desde entonces se nombra de Geb-al-Taric (Monte de Taric), y dominaron la España. Los hombres de Oriente se extendieron sobre su tierra, y atraidos por el buen clima y la fertilidad de Granada, hicieron de ella una populosa ciudad, y levantaron una alcazaba sobre la colina en que se asentaba la Villa de los judíos.

Pasaron muchos años: la dominacion de los califas de Damasco cesó en España al lucir la estrella de los califas de Córdoba: vencida á su vez la dinastía Omniada; arrojados los árabes del suelo que habian conquistado, por los moros Almoravides; desterrados estos últimos por los Almohades; llegó en fin la fatal luna de Jaban del año 646 de la Egira, en que se rindió Sevilla á las armas nazarenas, siguiendo el destino de Córdoba y Jaen. Estas conquistas arrojaron á Granada centenares de familias musulmanas, que se refugiaron en el Albaicin, barrio fundado por los desterrados de Baeza.

Tantas tribus reunidas necesitaban un rey justo y fuerte que las gobernase, y Allah eligió á Mohamet natural y señor de Arjona, Aben Mohhanmed-ben-A'bd-Allah-ben-Juzef-ben-Nazar-al-Hhamar el Vencedor y el Magnífico.

III

Era este mancebo y gentil á maravilla; tenia los ojos negros y radiantes, la tez blanca y la barba bermeja, por lo que le llamaban Al-Hhamar (el Rojo); su corazon estaba sin mancha, y su prudencia sólo podia compararse á su valor; diestro y afortunado caudillo, como Aben-Aby-A'mer-Almanzor, le precedia en el combate el terror, la muerte moraba en el filo de su espada, y en pos de él volaba la victoria.

Nieto de reyes, ciñó á su frente las coronas de Jaen, Guadix, Arjona y Baza, y cuando su enemigo el desgraciado Aben-Hud, murió por la traicion del alevoso alcaide de Almería Abderraman; proclamado por los parciales de este, señor de la tierra; el walí de Jaen, Aben-Chalid, ganó por su parte á los granadinos, y al fin en la luna de Ramazan del año 635 de la Egira, Al-Hhamar ciñó sobre las coronas que poseia, la de Granada arrancada por el crímen de otro de las sienes de Aben-Hud.

Engrandecido por las bondades de Allah, Aben-Al-Hhamar era el único sosten de los muslimes en España.

Reformó las leyes en Granada, la hermoseó, y cuando despues de la conquista de Sevilla, volvió armado caballero por el noble rey de Castilla Ferdeland, se dedicó al engrandecimiento de los reinos que le habia dejado la espada vencedora del afortunado rey de los nazarenos, y despues de haber edificado mezquitas, fundado hospitales y fortalecido á Granada, construyó para su residencia el alcázar de la Alhambra.

Oid porque, segun algunos cuentan, se construyó aquel palacio, maravilla de las maravillas, el de los techos de sándalo y las cúpulas de oro, donde vaga la hada de los amores y al que defiende una coraza impenetrable de torres.

IV

Una tarde el rey Al-Hhamar descendia solo y fatigado de la caza por las vertientes del cerro del Sol: los lejanos montes estaban iluminados por la roja lumbre que acompaña al ocaso; las errantes estrellas aparecian lentamente y las alondras volaban á su nido.

El rey descendió aún hasta la distancia de un tiro de saeta, y se sentó al pié de un sauce, en la cumbre de una colina.

Las distantes montañas, la vega y la ciudad se presentaron á su vista: un vapor blanco y trasparente se levantaba de los campos: un silencio profundo acompañaba al crepúsculo y derramaba una dulce melancolía en el alma del rey.

«Allí está mi pueblo, dijo mirando la ciudad; allí mi campo de batalla, añadió señalando las lejanas fronteras; allí mi alcázar, y volvió los ojos á la Casa del Gallo, situada en lo más alto del Albaicin; mis guerreros son innumerables como las hojas que arrastra el viento del invierno, y los cristianos caen bajo el filo de mi espada como las mieses bajo la hoz del segador, porque Dios ha fortalecido mi brazo; la fama de mi nombre llena los hemisferios y no hay vida tan larga que baste á poder contar mis tesoros; para mí son las perlas del mar; los perfumes de Alejandría, el oro de la India, y la hermosura de las mujeres de Oriente; si tanto me ha dado Allah, ¿por qué su paz no es conmigo y siento en mi alma una tristeza profunda que hace mis dias sombríos y mis noches sin sueño?»

En el momento en que el rey se abismaba, no encontrando una explicacion al misterio de su tristeza, una gacela blanca y gentil, apareció trotando por el recuesto de la colina, se detuvo al ver al rey, elevó la esbelta cabeza en ademan de la mayor atencion, é instantáneamente se lanzó á la carrera, pasando por delante del rey con la velocidad del Borac.

Aunque profundamente distraido Al-Hhamar, se apercibió de la huida de la gacela y corrió tras ella; la bestiecilla descendió por la parte opuesta á la ciudad, entró en un barranco y penetró en una cueva; tras ella entró el rey que era uno de los cazadores más incansables y valientes de su tiempo; reinaba una oscuridad profunda y un silencio pavoroso; no se oia otra cosa que el seco y rápido ruido de la carrera de la gacela y de la potente carrera de Al-Hhamar, y así corrieron el hombre tras la bestia, bajando siempre y siempre en las tinieblas, sobre un pavimento duro y liso como una roca abrillantada.

Parecia aquel un camino sin fin cubierto por tinieblas eternas, y era necesario poseer un corazon tan firme como el de Al-Hhamar, para no estremecerse de terror en aquella resbaladiza pendiente siguiendo siempre á la gacela fugitiva.

Un relámpago azulado iluminó por un instante aquel oscuro camino; Al-Hhamar vió delante de sí, sobre una superficie negra y pendiente, á la gacela que corria, y tendió su arco que llevaba armado; la saeta produjo un silbido seco y agudo al atravesar aquel ambiente sin luz, y la gacela lanzó un balido de dolor, dejando tras sí un rastro de fuego que iluminó hasta los más recónditos senos de la gruta; aquel fuego brotaba del costado de la gacela, donde se veia clavada la saeta del rey. Y sin embargo, corria siempre y su carrera era cada vez más veloz, cada vez más radiante el fuego que á manera de sangre, emanaba de su costado.

Y la pendiente se hacia cada vez más rápida; el rey no corria; resbalaba sin poder contener su descenso sobre el mármol, bruñido como el pavimento de un alcázar; su vista no encontraba muros ni bóvedas; sólo alcanzaba delante de sí á la gacela despeñándose por un abismo, y en torno y sobre su cabeza una atmósfera de fuego. Y Al-Hhamar no temblaba; seguia resbalando con una rapidez espantosa tras la gacela herida de muerte.

—¡Allah Akbar! gritó el rey armando otra saeta y tendiendo su fuerte arco fabricado con tendones de leon, ¡Allah Akbar! Si los espíritus invisibles quieren poner á prueba mi valor, dispuesto está Al-Hhamar. ¡Oh Señor Allah! ¿Será tu siervo tan justo que pueda pasar el puente Sirat sin precipitarse en el fuego eterno?

Acababa el rey de dirigir esta pregunta al Señor fuerte, al invencible sobre los invencibles, cuando la gacela salvó con un inmenso salto del un borde al otro de una anchísima sima, en cuyo fondo se despeñaba bramando atronador un negro torrente; el rey llegó al borde al mismo tiempo que su saeta disparada, cortando la distancia, heria la cabeza de la gacela, y puso sus piés en la otra ribera, sin que su corazon se estremeciese, sin que la palidez del terror cubriese el color de sus mejillas.

Cesó la pendiente del camino, y el rey se encontró en un campo iluminado por una luz semejante á la que produce la luna llena en una noche sin nubes; el ambiente era fresco y perfumado, y en las oscuras alamedas de aquella tierra desconocida, gorjeaban multitud de ruiseñores.

Y la gacela seguia con más rapidez su carrera á través de aquel campo misterioso, y Al-Hhamar se esforzaba cada vez más por darla alcance; parecia que el semoum le habia prestado sus alas y se iba acortando sensiblemente la distancia que le separaba de la bestia corredora.

Esta trasmontó una colina, bajó á un valle y se precipitó á la carrera en una torre gigantesca, en la cual penetró Al-Hhamar tras su presa.

V

Era la torre triste y solitaria; ni un ajimez se abria en sus muros, ni un guarda vagaba en sus almenas; entre estas se elevaba una cúpula dorada, y sobre ella una veleta de hierro rechinaba al embate de las auras.

Ni un aduar, ni una aldea se veian á lo léjos de los extensos horizontes; era la torre como una palmera solitaria en el desierto; como una nave abandonada en la inmensidad de los mares.

Tras la pequeña puerta de herradura que habia dado paso á la gacela y á Al-Hhamar, se extendia una galería con cupulinos matizados de colores y sostenidos por delgadas columnas de jaspe; esta galería daba paso á una sala embaldosada de alabastro y terminada por la cúpula cuya techumbre se veia en el exterior.

Aquella cúpula estaba rodeada por hermosos trasparentes, á través de los cuales pasaba una luz ténue y pálida, que daba un misterioso prestigio á los versos del Koran, escritos en los muros con caractéres de oro, sobre fondos azules y rojos.

En medio de la sala habia un braserillo con fuego, y sentado junto á él, sobre almohadones de seda, estaba un anciano de semblante severo y barba blanquísima, envuelto en una larga túnica; tenia junto á sí un gran libro y en la diestra una vara mágica.

La gacela pasó como un relámpago por delante del anciano, y desapareció por otra puerta, que se cerró con estruendo tras ella; Al-Hhamar se detuvo no atreviéndose á allanar la morada ajena.

—Allah te guarde, anciano, dijo dirigiéndose al hombre de la barba blanca; Allah te guarde y su paz sea contigo. ¿Qué tierra es esta adonde se llega por un camino tenebroso como la tumba, á quien defiende un abismo, y donde se eleva un alcázar solitario como mi alma y triste como mi pensamiento?

El anciano se levantó dejando conocer su aventajada estatura, y su ancho ropaje flotó como agitado por un impulso invisible.

—¡Creyente! exclamó con una voz vibrante y sonora como la de una trompeta de guerra: tu corazon es fuerte y tu pensamiento noble; tu brazo ha levantado la espada de Dios sobre la cabeza de los infieles, y dias de ventura han sido para la raza de Ismael, aquellos que han corrido desde el dia que tus ojos se abrieron á la luz; la misericordia de Allah te ha hecho grande entre los poderosos, y el genio de las mil lenguas ha extendido tu nombre sobre la haz de la tierra: has sido justiciero con el malvado, consolador con el triste y generoso con el vencido. Los pueblos acatan tus virtudes, y los hombres se inclinan ante tí: y á pesar de tu grandeza, ¿por qué pides su paz á Allah, y encuentras en tu alma una tristeza profunda que hace tus dias sombríos y tus noches sin sueño?

—¡Poderoso genio! contestó prosternándose Al-Hhamar, porque el corazon del hombre es insaciable, y sus ojos están ciegos. Yo he peregrinado sobre la tierra pisando siempre un camino de espinas, y no me ha abandonado la fe; he buscado un amigo entre esos hombres á quienes he tratado como hermanos, y no le he encontrado; he codiciado una mujer para dilatar mi espíritu en su amor, he visto mi alma solitaria y sedienta, en medio de mi harem habitado por las mujeres más hermosas del mundo, y en todas he hallado la impureza y la falsía. ¡Dichoso el creyente á quien Dios concede una mirada de paz, mientras duerme en su tienda de cuero, junto á una mujer alma de su alma!

El hermoso semblante de Al-Hhamar se contristó, y de su corazon, seco y árido, brotó una ardiente lágrima.

—¡Al-Hhamar! dijo la pujante voz del viejo, has llegado hasta mí, siguiendo á la gacela fugitiva de tu esperanza, y has recorrido sin temblar el oscuro camino de la muerte; el puente Sirat no se ha roto bajo tu planta, y estás en la última region donde la luz no alcanza fin; el alcázar eterno se ha abierto para tí, y Allah te permite leer en tu destino. Yo soy el que será; soy el genio del Porvenir.

—¡Allah Akbar! exclamó el rey uniendo su rostro al pavimento, ¿ha llegado el dia en que mi espíritu venga á morar entre los séres incorpóreos?

—Aún no, repuso el viejo; mas lo que ha de suceder sucederá.

Entonces tomó el libro y le abrió; sobre una de sus páginas se veia escrito el nombre de Al-Hhamar con caractéres de fuego, el genio rompió la hoja de pergamino que le contenia, y la arrojó al braserillo; bien pronto se alzó una llama azulada á la que sucedió un humo blanco y denso.

El anciano puso su vara en contacto con el humo que se dilató.

—¿Tienes valor para sufrir tu última prueba? preguntó el anciano al rey.

—¡Dios es fuerte! contestó Al-Hhamar, sea con él mi espíritu.

—Cúmplase lo que está escrito, dijo el genio.

Entonces tomó formas y vida la neblina producida por el humo, y Al-Hhamar vió levantarse ante él las montañas, la vega, y en fin, Granada tendida á lo léjos sobre las distantes colinas; el sol, cercano al ocaso, la iluminaba con sus rayos horizontales, y espesas nubes se columpiaban en los aires presagiando una tormenta.

Un hombre, cabalgando en un caballo negro, corria al galope sobre el camino que atraviesa el alto del Padul en direccion á la ciudad. Su alquicel flotaba al viento, y el sol reflejaba en el bonete de acero, que rodeado de un turbante blanco, ceñia su cabeza; su fisonomía, en que se notaba el paso de sesenta inviernos, tenia una expresion semejante por lo feroz á la del lobo y por lo astuta á la de la zorra; aquel hombre iba sin duda impulsado por un grave motivo, puesto que espoleaba al bruto blasfemando, y blandiendo una larga lanza que empuñaba fuertemente en su diestra.

—¿Conoces á ese hombre? preguntó el genio á Al-Hhamar.

—Es Abu-Yshac, el más valiente de mis walis; una de las columnas del Islam, y el bravo entre mis guerreros. Mas ¿por qué abandona la alcaidía de mi castillo de Comares, mientras los nazarenos recorren la frontera, ansiando sorprendernos como el tigre africano que vaga en derredor de los fuegos de una caravana, cuando despliega sus tiendas de reposo en el desierto?

—Mira: dijo el genio extendiendo su vara mágica sobre la vision; ante tu vista va á pasar el porvenir; tú mismo te verás entre tus gentes, y mi poder te descubrirá los arcanos más profundos.

La vista de Al-Hhamar adquirió un alcance maravilloso y vió pasar ante él lo siguiente.

III. El sueño del rey Al-Hhamar

I

Era ya de noche; las calles estaban envueltas en una oscuridad profunda; los ajimeces cerrados; los moradores, excepto los guardas nocturnos, retirados en sus casas; Granada parecia un cementerio.

En medio de aquel silencio, sólo se oia el duro choque de las pisadas del caballo, que dirigió el walí Abu-Yshac por la plaza de Bib-Rambla, el Zacatin y el Albaicin, hasta la plaza de Bib-Al-bolut.

Entonces Abu-Yshac desmontó, ató su caballo á una columna de un soportal, y deslizándose cautelosamente á lo largo de las murallas del castillo Hins-al-Roman, entró en el barrio del Zenete y se detuvo junto á una puerta poco distante de la Casa del Gallo.

Aquella puerta era la de una hospedería de las fundadas en el Albaicin por el rey, para viajeros á quienes sus negocios ó su deseo traian á morar transitoriamente en Granada, y era concurrida por los más ricos y nobles creyentes del reino. En ella encontraban baños limpísimos, blandos lechos y exquisitos manjares.

Abu-Yshac observó la casa atentamente, y cuando se hubo persuadido, por el silencio que dominaba en el interior, de que los habitantes de la hospedería estaban retirados en sus aposentos, tocó á la puerta con el pomo de su gumía; pasó un momento hasta que se dejaron oir unas pisadas cautelosas, y luego dieron por dentro sobre la puerta dos golpes casi imperceptibles. El walí repitió cuatro de igual modo, y la puerta se abrió.

II

Un negro etíope, con una lámpara en la mano, examinó de alto á bajo á Abu-Yshac, y tras este reconocimiento le permitió entrar, cerró, y le condujo á un aposento en el extremo de la hospedería.

Junto á un hogar situado en el centro, estaban sentados dos hombres cubiertos con trajes de guerra; los dos eran jóvenes y en sus miradas se veia retratado un disgusto sombrío. Eran los walíes de Málaga y Guadix, Abu-Abdalá y Abul-Hassan.

—Allah sea con vosotros, amigos mios, dijo Abu-Yshac, y perdonadme si os he hecho esperar en una cita, que mi alma deseaba por vosotros, que alentais mis cansados años y me recordais con vuestra mocedad mis alegrías.

—Bien venido sea el sábio y el valiente. ¿Qué podrán contar las golondrinas á sus hermanas de África, cuando vuelvan huyendo de las heladas que se acercan?

—Calamidades, contestó Abu-Yshac. ¿Acaso no han visto á los leones humillados y ensalzadas á las serpientes?

Despues de esto calló, y sentándose junto al fuego inclinó la cabeza meditabundo.

—Los Zenetes son zorros miserables, exclamó el jóven walí Abul-Hassan; los Zegríes cobardes perros que ladran entre los piés del amo que los proteje. ¿Pero, por ventura, se han enmohecido nuestras lanzas porque Al-Hhamar no ha contado con ellas para acorrer á los de Murcia?

—¿Quién habla aquí de Al-Hhamar? dijo una voz sonora desde la puerta.

Los tres walíes se estremecieron al escuchar aquella voz, y se levantaron para recibir á un gallardo mancebo que adelantó hácia ellos.

Su traje resplandecia como una cascada herida por los rayos del sol, á la luz de la lámpara que alumbraba la estancia; un joyel de diamantes prendia su toca blanquísima, y su túnica y su caftan estaban salpicados de perlas; llevaba unos borceguíes de grana, labrados con oro, y su mano derecha jugaba con un venablo, mientras la izquierda acariciaba la empuñadura de un corvo y reluciente alfanje, sujeto á su cintura en una faja de la India.

Era de mediana estatura, aunque robusto y gallardo; su semblante, imberbe aún, participaba de la alegre expresion de candor del niño y de la profunda reserva del anciano; á pesar de una eterna y burlona sonrisa, se adivinaba en su hermoso semblante blanco y pálido, de hermosos ojos azules, el paso de profundos pensamientos que hacian respetable á aquel mancebo de quince años, soberbio ya, y cuyas manos, hermosas como las de una mujer, apretaban membrudas, ora la espada de los combates, ora la lanza de las sortijas.

Era este niño el príncipe Juzef-ben-A'bd-Allah, hijo menor del rey Aben-Al-Hhamar.

—¡Ah! ¡sois vosotros! dijo el príncipe dirigiéndose á los tres walíes; ¿qué haceis aquí? ¿por qué los leopardos dejan sus guaridas cuando no los llama el leon?

El acento del príncipe al pronunciar estas palabras era tan marcado, que los tres walíes se miraron recíprocamente antes de contestar.

—¡Conspirais contra el rey! exclamó el príncipe fijando en ellos una mirada tan penetrante como la que tiende la serpiente á su presa.

—¡Esperanza de los creyentes! contestó el astuto Abu-Yshac: es cierto que hemos dejado sin licencia del rey nuestros castillos, y que hemos venido á Granada por ocultos senderos; pero tambien es cierto, que mañana se corren en Bib-Rambla toros y cañas en celebridad de la jura y proclamacion de tu hermano Mohamet, y hemos creido que debiamos aventurar algo para alcanzar una fiesta tan magnífica, y por añadir á la khotba pública en la gran mezquita al nombre del magnífico rey Al-Hhamar, nuestro dueño, el del príncipe Mohamet, su sucesor y partícipe en el mando.

El viejo walí sorprendió una ligera indicacion de impaciencia en el rostro del príncipe, cuyas manos apretaron con más fuerza el venablo y la empuñadura del alfanje.

—Y sin duda, dijo Juzef con sarcasmo, deseosos de rendir ese justo homenaje á mi amado hermano, velais, cuando ya ha dejado oir su primer canto el gallo, para ser unos de los primeros que pidan por él al Altísimo en la azalá de azzohbi.

—Dios lee en los corazones, exclamó impetuosamente el ceñudo walí de Guadix, Abul-Hassan, y sabe cuál es la causa que tiene de pié á nuestro amado príncipe cuando están en la mitad de su curso las estrellas.

—¡Por los siete durmientes! exclamó Juzef, eres harto malicioso Abul-Hassan. Y por cierto que no debe ser muy grato á Allah el motivo que me desvela, añadió haciendo gala de su impiedad en una larga carcajada.

El respeto ató la lengua de los tres walíes, que no se atrevieron á aventurar una pregunta, por más que los inquietase sobre manera el lenguaje misterioso del príncipe.

—¡Por Salomon! continuó este, ¿creereis mis valientes alcaides, y el príncipe dió una intencion marcada á estas palabras, que Juzef-ben-A'bd alá, el hijo de Aben-Nazar el vencedor, su querido leoncillo, como le llama cuando besa sus mejillas, ha huido como un perro vagabundo de los guardas de la ciudad?

—¡Oh poderoso señor! exclamó hablando por primera vez el walí de Málaga Abu-Abdalá, y ¿quién se ha atrevido á insultar al real mancebo esperanza de los buenos creyentes?

—¿Quereis venir conmigo á castigar á esos miserables? preguntó el príncipe mirando fijamente á los tres africanos.

No habia medio de negarse, á pesar de que una inquietud mortal hacia temblar sus corazones.

—¿Y dónde hemos de ir, luz del cielo? preguntó dominándose Abu-Yshac.

—A la plaza de Bib-Al-bolut, contestó el príncipe; á la casa del judío Absalon. Quiero que me acompañeis, porque he encontrado un caballo en su soportal, y me pesaria escapase el dueño que sin duda está dentro.

—¿Este es un negocio de amor? dijo Abu-Abdalá; ¡por Mahoma! si te has enamorado de Betsabé, huye de ella como huirias de Satanás, príncipe mio.

—¿Y cómo huirias tú de ella, mi prudente walí? repuso con punzante ironía Juzef.

La sangre subió á las mejillas del walí; y su mano oculta entre los pliegues del alquicel, buscó entre su faja el puñal.

—El caballo que has visto en su puerta, dijo Abu-Yshac procurando distraer al príncipe, es mio, magnífico señor, y nada tienes que temer.

—Valientes caballeros, contestó el jóven, junto á vosotros desafío los ejércitos de Castilla y de Leon. Venid, pues; procuraré distraeros de manera que esteis dispuestos cuando el muecin suba al alminar para llamar á los fieles á la azalá de azzohbi.

Tras esto salió del aposento, y los tres walíes le siguieron mirándose recelosos.

El príncipe llegó á la puerta exterior.

—Makssan, dijo en voz baja al negro que habia abierto á Abu-Yshac, haz que se armen treinta arqueros de la guardia negra, y que me sigan descalzos sin dejarse sentir de los walíes.

Estos aparecieron entonces, despues de haber conferenciado á su vez antes de unirse al príncipe, que al verlos dió á Makssan algunas órdenes insignificantes en voz alta, saliendo despues seguido de los walíes, que temblaban al ver la imprudencia con que Juzef reia y cantaba al pasar junto á los guardas de Hins-al-Roman. Pero sea que estos descuidasen la vigilancia, sea que estuviesen prevenidos, los rondadores llegaron salvos á la plaza de Bib-Al-bolut.

III

El príncipe se detuvo en el soportal de la casa donde Abu-Yshac habia dejado su caballo, y llamó á una ventana baja. Oyéronse tardos pasos en el interior, y la puerta se abrió. Un viejo cubierto con una hopalanda negra, de aspecto humilde hasta la bajeza, de blanca barba y lacios cabellos canos, sobre los que se ceñia un gorro amarillo, apareció llevando en la diestra un haz de gruesas llaves, y en la siniestra una lámpara, cuya luz lanzaba trémulos reflejos.

—¿Quién eres? preguntó á Juzef.

Soy el que será, contestó con intencion el príncipe.

—¿Y quiénes son esos que te acompañan? insistió el viejo posando una mirada recelosa en los tres walíes.

—Son los que me ayudarán á ser, repuso en voz baja el jóven.

—El Señor de Abraham sea contigo y con los tuyos, dijo el viejo franqueando la puerta á los tres africanos que entraron á una indicacion del príncipe.

El dueño de la casa cerró, conduciendo á sus visitantes á un reducido aposento, cuya miseria contrastaba enérgicamente con la belleza de las casas de Bibal-bolut.

Las paredes estaban cubiertas por altos armarios forrados de hierro, que habia enmohecido la humedad de un pavimento mal cubierto por una rota y manchada estera de palma; negras telas de araña festoneaban el techo sustentado por vigas corroidas, y una fuerte reja, que correspondia á un patio oscuro, y ante la cual habia una mugrienta mesa, se dejaba ver en la parte del aposento desprovista de armarios.

El mueblaje se reducia á un taburete forrado de grasienta baqueta. El príncipe fué á sentarse en él, pero le detuvo el dueño de la casa.

—Espera, le dijo este, el águila no debe manchar su régio plumaje en el nido del buho.

Tras esta observacion, el viejo abrió uno de los armarios, y sacó un rollo de tela que brilló deslumbrante, herida por la opaca luz de la lámpara, y cortó de ella un pedazo con el cual cubrió hasta el suelo el viejo taburete; despues tendió delante una piel; la tela era brocado de oro sembrado de rubíes; la piel de leopardo, cuya cabeza mostraba aún los ojos inyectados de sangre y los afilados y blancos dientes.

—Muy espléndido estás, Absalon, observó el príncipe: este es un trono.

—O un tajo, contestó sombriamente el judío.

—Sea lo que quiera; ¿pero no tendrás otros tres asientos para mis tres valientes compañeros?

Los tres walíes se habian detenido en la puerta, y á más de estar envueltos en la sombra, se habian cubierto la cabeza con los capuces de sus alquiceles.

—¿Acaso el siervo se sienta al par de su señor? dijo el judío contestando á la pregunta del príncipe: el perro ha nacido para arrastrarse á los piés de quien puede zurrarle con su azote.

Tres miradas profundas se perdieron en la oscuridad, y tres manos membrudas buscaron los puñales, cubiertas por los alquiceles.

—Pero esos tres hombres no son perros, contestó el príncipe; son tres leones que vienen á buscar garras en tu casa.

—¿Y vienes á eso, príncipe? preguntó con inquietud Absalon.

Una mirada profunda de Juzef Aben-A'bd-Allah, contuvo al viejo israelita.

—En cuanto á garras, dijo, dárselas puedo tales, que no encuentren jaco bien templado, ni mallas bastante fuertes para resistir su embate.

—¿Recuerdas lo que te propuse anoche?

—¿Puede olvidar el siervo los mandatos de su señor? contestó el judío doblegándose hasta apoyar la barba en su pecho.

—Ahora bien, mis valientes amigos, añadió el príncipe levantándose y dirigiéndose á los tres walíes; tal vez necesite mañana de vuestro esfuerzo, y como habeis venido sin armas, justo es que yo os las procure tales como las pudiera desear el más bizarro caudillo. Entrad: Absalon dará á cada uno un arnés, una pica, una espada y un caballo de batalla. Entrad.

Los tres walíes entraron en el aposento, siempre cubiertos por los capuces.

—Entrad, les dijo el judío abriendo una puerta escondida por un armario, y silbando al mismo tiempo de un modo particular.

Un negro apareció instantáneamente tras la puerta recien franqueada, y alumbrando con una antorcha un largo pasadizo estrecho y húmedo.

Los tres africanos entraron; cada uno de ellos llevaba un puñal desnudo. Cuando hubieron adelantado algun tanto, Juzef dijo al judío:

—Cumple tu promesa.

—¿Cumplirás la tuya? dijo mirándole intensamente Absalon.

—Sí, contestó el príncipe.

—¿Aún cuando hubieras de manchar con sangre el trono de tu padre?

—Sí, por el Dios que salvó en su huida al Profeta.

—Tú lo has dicho, añadió el judío abriendo otro de los armarios, tras el cual apareció una escalera; sube, al fin guardo el mayor de mis tesoros; tu vida está en mis manos, y ¡ay si el leon insulta al lobo!

Dichas estas palabras, Absalon se perdió por la bóveda en que habian penetrado los walíes, y el príncipe subió de tres en tres peldaños, y con el corazon agitado, la escalera que se abria delante de él.

IV

A su fin encontró una puerta; empujóla y adelantó en un retrete, en el cual se hundieron sus piés sobre una alfombra de la India; una lámpara de alabastro consumia aceite aromático y reflejaba su melancólico resplandor en paredes blancas y brillantes como el marfil, labradas con oro pulimentado; al frente, cubierta por un tapiz de púrpura, se abria una comunicacion á otro aposento y á través de ella volaba un suavísimo perfume.

—Hé aquí los judíos, observó el príncipe atravesando el retrete; miseria, pestilencia en el exterior; oro, perfumes, en los escondidos aposentos de sus rameras; la lepra á las puertas del paraíso.

Llegó al tapiz y le alzó; un nuevo aposento, más rico que el primero, deslumbró al príncipe acostumbrado á la riqueza de los retretes de la Casa del Gallo; la alfombra era de oro y seda; las paredes entapizadas de brocado; el techo de sándalo, incrustado de nácar y ébano; flores de Asia frescas y olorosas encerradas en vasos de ágata; pájaros atados á hilos de oro acurrucados en las cornisas y entre las flores, mostrando sus caprichosos plumajes; pebeteros de inmenso valor cargados de perfumes, y lámparas preciosas, en las que daba pábulo á una luz, velada por gasas trasparentes, purísimo aceite de Siracusa.

Los pebeteros difundían por la estancia un ambiente fresco y oloroso, y parecian halagar el sueño de una mujer que dormia sobre almohadones de púrpura en el fondo del aposento.

El príncipe observó rápidamente sus adornos, y se adelantó comprimiendo su corazon, que se agitaba violentamente, hasta la hermosa. Porque era muy hermosa la mujer que dormia ó fingia dormir. Descuidada, sonriendo á sus sueños, con la cabellera tendida, el seno y los brazos desnudos y deslumbrantes de blancura, á la luz opaca de las lámparas, dejando ver bajo su túnica arrollada un pié magnífico y parte de una pierna adornada con una ajorca de oro, era la más hermosa imágen del ángel de la tentacion.

Aben-Juzef se arrodilló sobre los almohadones, y fijó su mirada llena de un amor insensato en aquella purísima niña que reia y suspiraba á un tiempo, á impulsos de su recóndito y dormido pensamiento. La vista del príncipe devoraba ansiosa aquellas formas redondas, aquellos cabellos negrísimos, que lanzaban brillantes reflejos, heridos por la luz, y se tendian en largos rizos sobre el lecho, velando á medias los desnudos hombros de la dama dormida. La frente que aquellos rizados cabellos orlaban, era tersa, pura y majestuosa como la de una sultana; dos cejas perfectamente arqueadas coronaban dos ojos, que aunque dormidos, lanzaban rayos de un fuego intenso á través de sus entreabiertas y sedosas pestañas, y sobre sus mejillas, á quienes hubieran robado envidiosas su blancura la azucena, y la rosa su leve carmin, se suspendian dos lágrimas tranquilas. La pureza de sus húmedos y rojos labios, revelaba á una vírgen, y la suave dilatacion de su seno, enamorados pensamientos.

Aben-Juzef, pálido y tembloroso de emocion, acercaba insensiblemente su bello semblante al semblante de la hermosa: sentia su aliento impregnado de ambrosía, cada vez más cercano, más ardiente: toda su ambicion, todo su porvenir estaban allí.

La dama despertó levantándose sobre su lecho como al impulso de un poder invisible.

—¿Quién ha entrado aquí? dijo Betsabé; la hija del gran rio quiere dormir tranquila; yo oia cantar los pájaros de mi país, y mis plantas pisaban los alcázares de mi padre; ¿quién ha venido á turbar mi reposo?

El príncipe se volvió; Betsabé de pié envuelta enteramente en su túnica de finísimo lino, estaba delante de él, mal despierta aún, arrojando á su espalda con sus pequeñas manos, sus largísimos cabellos.

—¡Ah, eres tú! ¡lumbre de mis ojos! exclamó al reconocer al príncipe; tambien soñaba contigo; te veia pasar, ginete en un caballo negro y rodeado de una brillante córte; llevabas en la frente una corona; pendiente del costado una espada de oro. Junto á tí cabalgaban, inclinando su frente respetuosa, wasires y kadies y los alféreces conducian delante tu bandera de rey: el pueblo te seguia victoreando y sobre todo esto brillaba un sol resplandeciente. ¡Qué hermoso estabas!

—Betsabé, contestó el príncipe, esta es la primera vez que al lenguaje de nuestros ojos se une el de nuestras bocas, y me hablas de tronos; antes, cuando yo dormia tranquilo sin conocerte, cuando veia sin conmoverme las mujeres de mi pequeño harem, cuando los más ricos mercaderes me mostraban en vano los encantos de sus esclavas, ¡qué feliz era! ¡amaba á mis hermanos, amaba á mi padre!

Betsabé se dejó caer sobre los almohadones.

—¡Y ahora no eres feliz, alma de mi alma!

El príncipe palideció.

—No, dijo, tu amor me mata. Si yo hubiera podido creer que tu serias mi señora y yo tu esclavo.... hubiera huido de tí. Ya no es tiempo de retroceder; no, aunque tuviera delante de mí el puente Sirat, con todo su fuego eterno.

Betsabé lanzó una radiante mirada al príncipe.

—¡Oh si tú supieras...! le dijo: mira, y le mostró su pié sujeto por la ajorca á una gruesa cadena de oro fija en el pavimento junto al lecho.

El príncipe miró asombrado á Betsabé.

—Yo te amo, dijo la vírgen, condensando cada vez más su amorosa mirada, y todo lo espero de tí.... pero es necesario luchar.... ¿tienes valor?

—Sí.

—Yo quiero ser sultana.

El príncipe se estremeció.

—Pero yo no puedo ser rey; contestó Juzef; mañana mi hermano Mohhanmed será proclamado sucesor á la corona....

—Sí, y tú, el más valiente, el más querido de tu padre entre tus hermanos, irás á vivir vergonzosamente en lo más hondo de tu harem, ó á morir sin gloria defendiendo una corona que habrás perdido por cobarde....

Betsabé pronunció estas palabras con el más frio desden y rechazó al príncipe con enojo.

Juzef era muy jóven aún; corria por sus venas la ardiente sangre de los Al-Hhamares, y no podia tolerar nada que se opusiese á sus deseos; sentia por Betsabé un amor idólatra, superior á todas sus creencias, y luchaba procurando desoir el grito de sus deberes. Más de una vez sus ojos se habian deslumbrado ante el brillo de la corona de su padre, y un pensamiento terrible, inspirado por Satanás, le agitaba haciéndole estremecer de espanto. El mal y el bien se disputaban el dominio de su alma, y aquel terrible combate empezado, apenas pudieron desarrollarse sus deseos, habia dado á su semblante el tinte de reflexion y prudencia, que en la hospedería le habia hecho respetable á los tres walíes.

Pero Juzef amaba á su padre y á sus hermanos, y apenas nacidos aquellos criminales deseos, desaparecian dejando marcado en su rostro el rubor y en su alma un arrepentimiento sincero. Corria al mirab, oraba y la tentacion desaparecia. Era un alma de niño franca y generosa, por más que su pureza estuviese manchada con conatos de crímen.

Tal vez debia á su madre, africana ambiciosa, aquellos insensatos deseos de poder: allá en las prolijas noches de invierno, cuando la lluvia azotaba las espesas celosías del harem y el viento se quebraba zumbando en los calados ajimeces, la hermosa Wahdah palidecia, sus ojos de una hermosura salvaje lanzaban rayos, y oprimia contra su seno palpitante al pequeño Juzef, que despertaba al impulso de aquella presion terrible: Wahdah le miraba ceñuda, y una sonrisa horrible contraia su boca temblorosa; recordaba una historia funesta, que encerraba sus recuerdos de amor; recuerdos dolorosos que desgarraban su pensamiento.

V

Fingíase algunos años atrás en Cairvan. Veia la torre de un fuerte castillo, y un estrecho postigo de su muro. La noche, oscura y medrosa, tendia su negra sombra sobre un espeso palmar, cuyas penachudas copas mecia el viento de la tormenta. La lluvia mojaba su blanca túnica de vírgen, y algun lívido relámpago iluminaba su frente pálida de impaciencia. Amaba como aman las mujeres de África: de una vez y sola una vez. Su pensamiento volaba fuera de los muros hasta un hombre, siempre fijo en él. Su oído pretendia escuchar el galope de un caballo, cada vez que arreciando la lluvia desplomaba sus gruesos goterones sobre la tierra abrasada y seca por el sol del estío. Pero el rumor acompasado y tenaz se prolongaba... era un delirio. Al fin, tras larga espera, sentia distintamente pisadas cautelosas. Una mano prudente introducia una llave en el postigo, y un hombre jóven y hermoso envuelto en un albornoz entraba y asiendo su mano temblorosa la llevaba á una apartada galería. La lluvia continuaba; los relámpagos eran más frecuentes y brillantes; el mugido del huracan se unia al ronco estallido del trueno. Y sin embargo, la tempestad de los elementos cedia á la tempestad de su pasion. De repente la galería se iluminaba con el resplandor de cien antorchas. Feroces esclavos negros, con las cimitarras desnudas rodeaban á los amantes. Un anciano, de semblante noble y ademan imponente, se adelantaba en el centro del círculo formado por los esclavos. Su brazo firme, tranquilo, se levantaba en un ademan de mandato señalando al hermoso jóven á quien amenazaban cien cimitarras. Luego oia el choque del acero contra el acero; el hombre de su amor se defendia como un tigre; el anciano, tranquilo siempre, presenciaba la lucha sin tomar parte en ella; al fin un grito de dolor resonaba sobre el estruendo de los aceros y un cuerpo caia en tierra. Todo concluia para Wahdah: sólo quedaba á su amor un recuerdo funesto.

Sólo la quedaba un recuerdo de dolor.

El anciano walí de Cairvan, la hacia conducir á su harem; era su esclava. Su padre la habia vendido por un caballo, cuando aún era niña. El walí de Cairvan la habia sentado cuando aún niña sobre sus rodillas, y antes de poder codiciar su hermosura, la habia amado como hija. Wahdah era hermosa como una hada, y pura como las brisas de la mañana. Era además valiente; apenas salida de la infancia, se la veia acompañando al walí en la caza; arrojar su venablo á las fieras. Creció obedecida, sin encontrar obstáculos á su voluntad; fiera y altiva con su valor y su hermosura, llegó á la edad en que pensamientos desconocidos mecen el insomnio sobre las noches de la mujer. Sensaciones misteriosas que el corazon no puede descifrar en su pureza; padecimientos recónditos que cubren con un velo de languidez los ojos de la vírgen. Sufrió y cayó, entregándose á una vida errante y solitaria.

Apenas el sol coloraba los horizontes, la puerta del muro se abria y Wahdah lanzaba su caballo salvaje á través de los bosques; á veces se la veia en lo más oscuro de ellos, sentada sobre la punta de una roca, con la mirada fija en el espacio, mientras una lágrima tranquila descendia hasta su blanquísimo y descuidado seno. Su corazon sentia una extraña necesidad de dilatarse y dejaba rebosar aquella lágrima solitaria. Y así permanecia hasta que el sol trasmontaba los horizontes de Occidente. La noche la veia volver al alcázar de Cairvan aguijoneando la veloz carrera de su caballo.

VI

Un dia de los más ardientes del estío, cabalgaba lentamente á través del bosque. Un silencio profundo dominaba cerca y léjos; los pensamientos de Wahdah eran más recónditos y misteriosos que nunca: su vida era triste, y todo la parecia estéril y sombrío.

El bosque estaba desierto, y algunos rayos del sol penetrando entre su follaje, doraban los enormes troncos de las encinas y de los castaños silvestres. La jóven caminaba entre ellos abandonadas las riendas á su cabalgadura sin direccion ni objeto. El caballo trotaba con ardor obedeciendo á su instinto salvaje, y respiraba con placer el escaso aire de la montaña que se perdia á lo léjos en calientes ráfagas. Tal vez recordaba el tiempo en que libre con la espalda desnuda oteaba en los fértiles valles del Atlas.

Mas de repente se detuvo, dilató las anchas narices, irguió el flexible cuello, se plantó, lanzando un relincho de espanto, y fijó su centelleante mirada en el fondo del bosque; todo indicaba que el bruto habia olfateado una fiera, y Wahdah atenta á aquel aviso, armó una saeta en su arco y esperó.

No tardó en oirse un rugido que repitieron los ámbitos del bosque, al par que una robusta voz que invocaba á Allah; un árabe, lanzando su caballo á rienda suelta, apareció entre las encinas inmediatas, huyendo con la velocidad del huracan, de una pantera furiosa que le seguia saltando sobre la maleza; el caballo tropezó y cayó arrastrando á su ginete, y la fiera se arrojó sobre él, á tiempo que Wahdah, disparando su arco, clavó una saeta en el corazon de la pantera.

Un nuevo rugido inmenso y rabioso se dejó oir, y la bestia rodó sobre el césped, arrojando de su costado un surtidor de negra sangre.

Cuando el árabe se repuso de su caida y buscó á su salvador, Wahdah vió unos ojos hermosísimos de profunda mirada, en los cuales se retrataba una viva expresion de agradecimiento, que volvieron á inclinarse al encontrar los de Wahdah, como los del imprudente que se atreve á desafiar el resplandor del sol; un estremecimiento inmenso agitó el sér de la vírgen, y cuando pasados los primeros momentos de confusion su alma franca acogió ávida las protestas de agradecimiento del extranjero; cuando más adelante sentada junto á él en la misma roca que habia visto correr sus lágrimas sin objeto, le dejó leer en su alma de niña, el árabe se encargó de hacerla sentir que la sed de su corazon era de amor, y le ofreció el suyo.

Wahdah no le ocultó su posicion: se creia hija del walí de Cairvan; los ojos del extranjero se dilataron. Wahdah no supo dar valor á la sonrisa cruel que vagó un momento en los desdeñosos labios del árabe.

Tal vez era un caudillo rebelde vencido y desterrado por el walí, y se regocijó al entrever una ocasion de arrojar una mancha deshonrosa sobre la frente del noble anciano. Insinuante y astuto como Satanás, se apoderó del alma de la incauta Wahdah, y esta consintió en facilitarle los medios de entrar en el alcázar de su enemigo.

Horrible fué para la infortunada el resultado de su primera é involuntaria falta. Habia bebido el amor hasta las heces en la palabra y en las miradas del extranjero, y su muerte la enlutó el alma. Pero aún tenia que apurar la amargura de su destino. El severo walí la presentó entre las mujeres de su harem, como se presenta á una esclava culpable. Declaró que no era su hija, y la mandó azotar. Despues llamó á un mercader judío y la vendió como la habia comprado: á cambio de un caballo.

Wahdah salió, pues, del alcázar de Cairvan, donde habia sido señora por el amor del walí, para ser esclava de un judío, que expuso en su bazar desnuda ante la vista de más de un extranjero á la desdichada niña; pero no habiendo en Cairvan comprador bastante rico para satisfacer la codicia de Absalon, que se creia poseedor en Wahdah de un tesoro de hermosura; pasaron dias bastantes para que la soberbia africana diese tregua á sus lágrimas, y guardase en su corazon un odio inmenso á todo lo que no era la memoria del hombre á quien habia amado, y á cuya perfidia debia sus largos dias de amargura.

Entre tanto, el judío Absalon habia recorrido el Moghrebeb presentando su esclava en los bazares más concurridos; los compradores se multiplicaban; á cada mirada que se posaba sobre ella, cada vez que el rubor cubria su semblante, un nuevo y más terrible odio sustituia en su corazon á la sed de venganza que lo devoraba; y ¡cosa extraña! á medida que su odio crecia, era más dulce la expresion de su semblante, menos intenso el carmin que el rubor hacia subir á sus mejillas.

Habian pasado tres años y ningun comprador de esclavas habia poseido lo bastante para llenar los deseos del judío; cada mes que transcurria, aumentaba maravillosamente la hermosura de Wahdah, y Absalon añadia á su precio algunos millares de doblas.

La africana habia dejado de ser una niña casi salvaje; tañia la guzla primorosamente, cantaba como una alondra, y componia hermosos versos; sus labios purpúreos, estaban siempre embellecidos por una sonrisa tentadora, y sus ojos habian perdido lo bravío de su mirada, que se adormecia lanzando relámpagos de amor, entre el pelo de sus largas pestañas.

Wahdah era una hurí terrestre, segun la expresion del judío, y sólo un rey, y un rey poderoso, podia aspirar á la posesion de la hermosísima esclava.

VII

Y en verdad, si valor tiene la hermosura, inmenso debia ser el de la de Wahdah; sus larguísimos cabellos, de un negro azulado, no reconocian rivales; su frente tersa, serena, nacarada, de una majestad inconcebible, parecia formada por Dios para dar un testimonio de la grandeza de su poder, y el amor que inspiraba la intensa y dulcísima mirada de sus ojos, era un tósigo mortal para el que habia posado en ella la suya; sólo una hurí podia poseer un cuello más voluptuoso, un seno de más pura redondez, un talle más flexible, unas manos más blancas y un pié más lindo; si Absalon hubiese amado menos el dinero, Wahdah, no hubiera conocido un tercer amo.

Por aquel tiempo llegó al Moghrebeb la fama de un hombre á quien los muslimes de las tierras de Occidente proclamaban el Vencedor y el Magnífico. Sus tesoros se ponderaban hasta lo infinito y su generosidad era proverbial. Aquel hombre era rey, y se nombraba Aben-Nazar ó más vulgarmente Al-Hhamar.

Absalon, pues, atravesó el estrecho en una nave, llevando consigo á Wahdah, y dejando atrás los campos de Geb-al-Taric y de Al-Gezira, llegó á los muros de Sevilla sitiada entonces por el rey Ferdeland, á quien ayudaba con una escogida caballería el rey Aben-Al-Hhamar.

Era una noche oscurísima; la tormenta dominaba el espacio, y las nubes arrojaban un furioso aguacero: Absalon, Wahdah y los esclavos que la conducian en un palanquin cubierto, se extraviaron y dieron en poder de los corredores que guardaban el recinto de la ciudad.

Absalon fué conducido, mal su grado, con Wahdah delante de Aben-Hud, y este se apoderó de la jóven sin pagar una sola dobla por ella al judío, que rasgó sus vestiduras, le maldijo, y por lo tanto fué conducido á la mazmorra más profunda de la torre del Oro.

El corazon de Wahdah acabó de endurecerse, y el odio y la crueldad fuéron sus pasiones exclusivas.

Por eso cuando la tormenta lanzaba el aguacero sobre las torres de la Casa del Gallo y el viento penetraba torciéndose en largos silbos entre los trasparentes de los ajimeces, una sombra misteriosa y sangrienta vagaba delante de ella y refinaba su crueldad y su odio; por eso estrechaba furiosa entre sus brazos al pequeño Juzef, único fruto de su union con Al-Hhamar, y fijaba en él su rencorosa mirada de hiena.

El príncipe, como todo lo que pertenecia á Al-Hhamar, era bueno; generosos instintos surgian en su sér, pero habia recibido la vida en el seno de Wahdah, y poseia tambien parte de la perversidad de la africana; el bien y el mal se albergaban por mitad en su alma, y al choque de estas opuestas propensiones debia sus terribles combates en el camino de la vida.

Era soberbio; no podia ver á sangre fria que su hermano Mohhamed subiese todas las gradas del trono, mientras él quedaba junto á su base: Wahdah habia desarrollado en él deseos criminales, y habia conseguido mirase como extraños á sus hermanos; Juzef-ben-A'bd-Allah era un cáncer encubierto en la familia de Al-Hhamar.

Hasta entonces se habia dominado; se trataba sólo de un trono, y la ambicion no es pensamiento exclusivo de los niños; Mohhamed habia obtenido la confianza de su padre, le amaba el pueblo, y pronto debia ser su señor al par que Al-Hhamar; Wahdah aguardaba temblando aquel momento, porque Mohhamed, nacido de otra sultana, profundo conocedor del corazon humano, habia leido en el de la africana, á pesar de su perfecto disimulo, y la odiaba como el leon odia á la serpiente.

Sólo Juzef podia tener influencia para promover una guerra intestina que pudiera arrancar el poder de las manos de Mohhamed; habia además poderosos vasallos que anhelaban una ocasion de rebelarse contra el rey, y Juzef era el objeto más á propósito para servir de disculpa á la traicion.

Pero demasiado jóven para que sólo el brillo de la corona le lanzase á una abierta rebeldía contra su padre y su hermano, era necesario tocar la fibra más sensible de su corazon; el amor era un medio eficaz, y Wahdah le puso en juego.

Juzef conoció á la tentadora Betsabé, y desde entonces la amó con toda la locura, con toda la idolatría de que es capaz un mancebo de quince años cuando ve una mirada de amor en los ojos de una hermosa. Al fin estaba junto á ella; gozaba de ese éxtasis que se experimenta cuando se está al lado de una mujer por quien se sueña despierto, y se vive dormido; aquella mujer le fascinaba, le dejaba ver su mirada de amor... y le pedia un trono.

Por eso el rostro de Juzef se habia nublado, y brotaban en su espíritu sombríos pensamientos. Betsabé, entre tanto, posaba sobre el semblante del príncipe una dulce y suplicante mirada.

El príncipe cayó desfallecido á los piés de Betsabé.

—¡Oh, ámame, lucero de mi alma, dijo con voz trémula, ámame para que yo pueda vivir, mírame siempre así!... ¡Qué hermosa eres!

—¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo! contestó la jóven con un acento que la pasion amortiguaba.

—¡Oh, si me amas, yo entregaré mis tesoros, mis joyas, á Absalon, y serás mia!

—¡Quiero ser sultana! contestó Betsabé con acento más lánguido, estrechando entre las suyas la mano de Juzef.

El príncipe se levantó temblando y cubierto de un sudor frio.

—Para que tú seas sultana, dijo con voz cavernosa, es necesario que muera mi padre y mi hermano.

—¡Que mueran! contestó lánguidamente la hermosa.

—¡Betsabé, Betsabé! exclamó el príncipe, pídeme mi envilecimiento, mi libertad, mi sangre; pero no me entregues á Satanás.

—¿Me darás tu sangre? preguntó Betsabé al príncipe fijando una nueva mirada más intensa y enloquecedora.

—Sí, contestó el príncipe, en cuyos ojos brilló una valentía casi salvaje.

—Pues bien, la acepto.

Juzef se sentó en el divan, y Betsabé rodeó un brazo al cuello del jóven: entre tanto ella sacó de su cíngulo un pequeñísimo puñal, y su nacarada mano se posó sobre el hermoso y desnudo cuello de Juzef, en una de cuyas arterias clavó la punta del sutil puñal: una gota de sangre tiñó de púrpura el blanco cuello del príncipe, y Betsabé puso sus labios en la herida y chupó.

El príncipe se estremeció; un fuego dulcísimo agitó su sér; cuando la jóven retiró los labios de su cuello, su rostro antes sonrosado y lleno de vida, apareció blanco y frio como el de un cadáver.

—¡Qué hermoso estás, exclamó Betsabé contemplándole con delirio; ¡cuánto te amo! y ¡qué felices serémos si el castillo no se levanta sobre la colina!

—¿Qué castillo es ese? preguntó admirado Juzef.

—Abre aquella ventana, dijo Betsabé por toda respuesta, señalando un ajimez situado en la parte oriental del retrete.

El príncipe obedeció.

—¿Qué ves desde ahí? continuó la jóven.

—Nada veo, contestó Juzef; la sombra es muy densa.

—Mira aún.

Un rayo de la luna se filtró á punto entre dos nubes que se rasgaron.

—Nada veo, dijo entonces el príncipe, más que el Cerro del Sol, la Colina Roja, y perdidos en la sombra los jardines del Darro.

—Pues bien: si las almenas de un castillo coronan esa colina antes de un año; si la sima que está al pié de ella por la parte que mira al Veleta se cierra con una terrible torre, entonces yo seré....

Un estremecimiento convulsivo la cortó la palabra.

—¿Qué serás? preguntó Juzef, á quien hacia temblar el terror de la jóven.

—¡Seré un murciélago! contestó Betsabé, que se dejó caer aterrada en el divan.

El príncipe soltó una larga carcajada al escuchar tal respuesta; tan ridículo le parecia que aquella gentil hermosura pudiera trasformarse en el ave símbolo del horror y compañera de las tinieblas.

—¡Oh, no te burles, príncipe mio! continuó Betsabé, cuyos ojos se llenaron de lágrimas; si esa torre maldita se levanta sobre la sima, me trasformaré en un negro y miserable murciélago.

La risa del príncipe aumentaba á medida que la jóven formalizaba más y más su terrible profecía.

—Mira, añadió Betsabé rasgando su túnica y mostrando al jóven parte de su hermosísima espalda, mira.

Por esta vez la risa del príncipe se cortó como por encanto, y la expresion del estupor y de la repugnancia, se pintó en sus ojos; en el nacimiento de aquella blanquísima espalda, se marcaba vigorosamente una mancha negra; aquella mancha se desplegó un tanto, agitóse y dejó ver al príncipe dos sutiles y pequeñísimas alas de murciélago.

Juzef retrocedió involuntariamente é invocó á Allah; Betsabé habia dejado de ser para él un objeto fascinador, el fragmento de la nocturna ave cuadrúpedo, le habia hecho olvidar la dulce mirada de la vírgen esclava.

—¡Ya no me amas! exclamó Betsabé cubriéndose el rostro con las manos y dejando oir sus sollozos.

El príncipe guardó silencio.

Aquella mujer misteriosa se levantó y mirando fijamente al príncipe rasgó sus vestiduras y mesó sus cabellos.

—¡Ah! exclamó; ¡pereciera el dia en que nací, y la mano de Jehová hubiera cubierto la noche en que en torpe sueño fuí concebida! ¡Nunca el sol hubiera dorado con sus rayos mi cuna de maldicion, ni el pecho de una mujer hubiera alimentado á la hija de misterio! ¡Nunca mis ojos se hubieran abierto á la luz si sombra profunda y noche de duelo han de cubrirme con los siglos!

Su rostro tenia una sublime expresion de dolor, y de su frente purísima parecia irradiar una pálida aureola. Ante aquella sobrenatural hermosura, el príncipe vaciló y la conmocion llenó de lágrimas sus ojos.

—¡Oh! prosiguió Betsabé; ¡buitres devoren mi corazon, si el amado de mi alma me deja! ¡Séquense mis ojos, si no han de ver su gentileza! ¡Sueño profundo cubra mi alma, y desaparezca mi cuerpo, como la niebla de la mañana, si él no apaga la sed que me devora!

—¡Betsabé! ¡Betsabé! exclamó el príncipe asiendo una mano de la desconsolada hermosura, si tú me amas y mi amor te es tan precioso ¿á qué es ese llanto? ¿no te amo yo como la palmera ama al sol, el arroyo al lago y la tórtola á su nido?

Betsabé fijó su mirada radiante de esperanza y de amor en Juzef.

—Pues bien, dijo, si me amas, rompe el sortilegio que me encadena á un porvenir horroroso; haz que esas asquerosas alas caigan de mi espalda y seré tu esclava; mi poder te protegerá; yo seré siempre jóven y cada dia aumentará nuevo encanto á mi hermosura; morarémos en alcázares de cristal y pisarémos alfombras de flores, serémos eternos como el porvenir y nos envidiarán desde su alto asiento las estrellas.

—¿Y puedo yo contribuir á tanta felicidad? la preguntó admirado el príncipe.

—Sí.

—¿Cómo?

—Jurando por tu espíritu no amar á nadie más que á mí; ser insensible á todo lo que no me pertenezca, vivir por mí y para mí.

—Pues bien.... murmuró Juzef, lo juro.

—¿Me aceptas por esposa, sea cualquiera mi sér mujer ó genio, ángel ó demonio?

—Sí.

—Acércate, esposo mio, dijo Betsabé, ciñendo el cuello de Juzef y estampando un beso en su frente.

VIII

El jóven creyó morir; los labios de la jóven habian abrasado su sér y una nueva vida llena de ambiciones desconocidas y terribles hacia latir su corazon; creyó verse en la cumbre de una altísima montaña, y que á sus piés se extendian los continentes de la tierra ceñidos por los abismos del mar; á su lado Betsabé le estrechaba dulcemente entre sus brazos, y posaba en él la intensísima mirada de sus negros ojos, mientras en su pequeña y lindísima boca vagaba una sonrisa de amor. Parecióle que el mórbido brazo de la hermosa se tendia sobre el dilatado hemisferio, y que su voz dulce y tentadora le decia:

—«¿Qué quieres de cuanto el aire baña, la tierra ostenta ó azota el mar?»

Juzef sólo queria el amor de Betsabé, pero sin fin, como el inmenso espacio que se mostraba ante sus ojos.

La vision duró un momento; Juzef volvió á mirar en torno suyo el retrete de la casa de Absalon, con sus lámparas veladas por gasas, sus pájaros dormidos entre flores, y la hermosísima esclava recostada con indolencia en el divan.

—Mira, le dijo sonriendo Betsabé, la marca terrible de mi encanto ha caido de mi sér; y le mostró con las extremidades de sus bellísimos dedos las pequeñas alas de murciélago, que Juzef habia visto algunos momentos antes sobre sus espaldas.

—Quémalas en aquel braserillo, añadió Betsabé señalando uno de los perfumeros.

El jóven tomó con repugnancia aquel negro despojo y le arrojó al fuego; levantóse una llama azulada y quedó reducido á negra ceniza.

—¿Ves algo en el braserillo? continuó Betsabé.

El príncipe revolvió la ceniza, y entre ella encontró un anillo de esmeralda, al rededor del cual estaba grabada la cifra cabalística de Salomon.

—Dame esa sortija, dijo Betsabé.

El príncipe se la entregó.

Un color febril subió á las mejillas de la jóven, y una exclamacion de insensata alegría, rebosó de su corazon.

—¡Oh! gritó: ya eres mio, miserable Absalon; estaba escrito y se cumplió: ¿quién más poderoso que yo? apagaré mi sed de venganza y mi sed de amor. Venid, hermanas mias; venid y alegraos: el sol de nuestra vida vuelve á brillar más hermoso que nunca.

IX

En aquel momento, por el ajimez que habia dejado abierto el príncipe, penetraron tres horribles y enormes murciélagos, que revolotearon al rededor de Betsabé.

El príncipe estaba atónito: Betsabé tendió su mano hácia los murciélagos y dijo:

—¡Hermana mia, Djeidah, ven!

Uno de los murciélagos se posó sobre la mano de Betsabé y batió impaciente sus alas.

—¿De dónde vienes? le preguntó la jóven.

—Del castillo de Comares, contestó el murciélago en un acento lleno de suave languidez.

—¿Qué has encontrado en él?

—Mi prometido.

—¿Te conoce?

—Me ha visto en sueños.

—¿Te ama?

—Me idolatra.

—Por el poder del anillo del gran Salomon, que pongo sobre tu cabeza, vuelve á tu sér, hermana mia.

Al decir esto, Betsabé puso sobre la alfombra al murciélago que se trasformó en una nube blanquísima; la nube se elevó hasta cierta altura, tomó formas y se convirtió en una mujer hechicera.

La admiracion del príncipe tocaba á su colmo: Djeidah hubiera podido pasar por la doncella más hermosa del mundo, si no hubiera existido Betsabé; sus cabellos rubios y larguísimos caian sueltos sobre su espalda; el arco de sus cejas era perfecto y sus grandes ojos azules tenian una expresion de languidez irresistible. Cubríala una túnica blanquísima y entre sus anchos pliegues se marcaban sus formas redondas y voluptuosas. Djeidah se recostó muellemente sobre el divan y Betsabé llamó á otro de los murciélagos.

—¡Hermana mia Zahra, ven!

El segundo murciélago se posó como el primero en la mano de Betsabé.

—¿Dónde has estado? le preguntó esta.

—En la fortaleza de Guadix, contestó con voz sonora el murciélago.

—¿Qué has hecho allí?

—Guardar el sueño á mi prometido.

—¿Te conoce?

—Sí.

—¿Te ama?

—Me adora.

—Por el anillo del poderoso Salomon, vuelve á ser lo que eras, hermana mia, murmuró Betsabé poniendo sobre el divan al negro murciélago.

Un instante despues una jóven y apuesta doncella fijaba una profunda mirada en el príncipe Juzef: á pesar de ser muy hermosa, la expresion de sus ojos pardos y centelleantes era sombría y fija; su hermoso entrecejo se fruncia de una manera terrible, y sus labios purpúreos estaban orlados de una sonrisa cruel; pero esta expresion desfavorable duró sólo un momento: su frente apareció tersa, sus ojos retrataron la paz más profunda y en su pequeña boca apareció una sonrisa candorosa; apartó con sus manos, que parecian hechas de alabastro, los negros y larguísimos rizos que cubrian en parte su semblante teñido de un leve matiz moreno, y se sentó en el divan junto á Djeidah, cubriendo sus piés con la falda de su ancha túnica de escarlata.

Revoloteaba aún en torno de la cabeza de Betsabé el tercer murciélago.

—¡Hermana mia Obeidah, dijo Betsabé tendiendo de nuevo su mano, ven!

El murciélago se posó en ella.

—Vengo del alcázar de Málaga, dijo con una voz dulcísima.

—¿Qué has hecho allí?

—Velar á mi prometido.

—¿Te ha visto?

—En sueños.

—¿Te ama?

—Está loco por mí.

—En nombre del alto y poderoso Salomon, torna á ser hermosa, hermana mia.

Una tercera y linda jóven apareció á la voz de Betsabé.

Una túnica dorada pretendia en vano ocultar lo aéreo de su esbelto talle; la mirada de sus hermosísimos ojos celestes era tan indiferente que hubiera ofendido al amor; su cabellera, bermeja como el oro, embellecia una frente en que era difícil encontrar las huellas del más ligero pesar. Obeidah ocupó un lugar en el divan entre Djeidah y Zahra.

Entonces Betsabé tocó con el anillo la cadena de oro que sujetaba su pié.

—Rómpase el signo de mi esclavitud, exclamó.

La cadena se rompió en mil pedazos.

—¡Ya soy libre! gritó Betsabé, saltando hasta el sitio en que el príncipe contemplaba inmóvil de asombro tanta maravilla; ¡ya soy reina! hermanas mias, levantaos.

—Tengo sueño, contestó Djeidah, dilatando su linda boca en un largo bostezo.

—Siempre perezosa, murmuró Betsabé; y tú Zahra, ¿has olvidado tus noches de dolor, que así reposas cuando hemos menester todo nuestro esfuerzo para la última prueba?

—Sí; contestó agriamente Zahra dirigiéndose á Djeidah y Obeidah; esforcémonos, hermanas mias, para que nuestra hermana Betsabé logre los amores de su bellísimo príncipe; ayudémosla para que despues nos trate como esclavas.

Betsabé se mordió los labios impaciente y se dirigió á Obeidah.

—Tengo hambre, dijo esta, fijando su mirada indiferente en su hermana.

—¡Oh! sois las mismas exclamó con despecho Betsabé; y en verdad que he hecho mal en acordarme de vosotras, para arrancaros de vuestra cautividad; tu pereza, Djeidah, te hace merecedora á que te dejen dormir arropada con tus negras alas en el oscuro rincon de unas ruinas; tú, Zahra, envidiosa y cruel, no debias volver á ver el sol; y tu glotonería, Obeidah, sólo debia ser satisfecha con los insectos que encontrases en tu vuelo nocturno.

Los tres bellos semblantes de las tres damas apostrofadas, se animaron con una expresion de cólera, y se lanzaron á Betsabé.

—¿Por qué me llamas perezosa, gritó Djeidah, cuando tus locuras de amor nos han reducido á este estado?

—¿Y á mí envidiosa, añadió Zahra, cuando harias pedazos á la mujer á quien amase tu hermoso Juzef?

—¿Y á mí glotona, prosiguió Obeidah, cuando tu sed de amor devorará á tu lindo príncipe?

Betsabé habia retrocedido ante el furor de sus hermanas, pero sin miedo, como el luchador que se retira á la vista de su adversario para buscar el punto de ataque.

—¿Sabeis, les dijo despues de un momento de observacion, mostrándolas el anillo cabalístico, que por el poder de este talisman, como os he sacado de vuestros hediondos nidos puedo volveros á ellos?

Las tres rebeldes beldades palidecieron, y miraron á su hermana con ansiedad.

—No lo haré, continuó Betsabé, porque no soy rencorosa. Pero es necesario que nos unamos para inclinar nuestro doble destino á la buena parte, y que procuremos huir de la mala. ¿Qué quereis mejor, las tinieblas de la torre de los Siete Suelos ó los alcázares de nuestro padre?

—Los alcázares de nuestro padre, contestaron en coro y de la manera más humilde que supieron las tres rebeldes.

—Pues bien, para eso es necesario luchar. Cuando veníais á visitarme cerniéndoos sobre vuestras alas de crespon, erais más razonables y más humildes; me deciais con el acento de la desesperacion: «Hermana Betsabé, arráncanos de nuestro estado, y te obedecerémos; vuélvenos á nuestro sér, y serémos tus esclavas.» Pues bien, el destino ha puesto en mis manos ese poder, y sois otra vez jóvenes y hermosas.

Betsabé se detuvo para dar más prestigio á lo solemne de sus palabras.

—¿Y qué hemos de hacer? contestaron á la vez las tres mujeres en el colmo de la humildad.

—Abajo hay tres osos salvajes que es necesario domesticar. ¿Decís que os aman los walíes?

—Sí, dijeron las tres.

—Pues bien, amadlos vosotras, ó á lo menos fingidlo.

—Abu-Yshac es viejo, feo y avaro, dijo Djeidah haciendo un mohin de disgusto, y si me abandonas á él sin poder, me tratará como á sus etíopes, y me venderá si hay quien le dé por mí cien doblas de oro.

—Abu-Abdalá, dijo á su vez Zahra, es soberbio y me mirará como una esclava.

—Abul-Hassan, murmuró Obeidah, es iracundo y celoso, y me azotará como á sus perros.

—¡Por el ángel Leviatan! gritó colérica Betsabé, ¿quién os ha hecho pensar, descontentadizas hermanas, que yo os abandonaré? ¿Acaso puedo yo subir al cielo de mi amor sin vosotras que sois mis alas? ¿A qué rebelaros contra vuestro destino? ¿No ha dispuesto él que guardaseis el sueño de esos tres hombres y les presentaseis visiones tentadoras, como ha dispuesto que yo ame al hijo de un rey?

—Pues bien, observó Zahra, matemos á esos tres hombres.

—Guardaos bien de hacerlo, dijo Betsabé; sin ellos, ¿quién haria perecer al hombre destinado á edificar la torre de los Siete Suelos?

El príncipe que presenciaba absorto esta terrible conversacion, se estremeció de piés á cabeza, y creyó llegada su hora cuando Zahra contestó:

—¿Y para qué guardas á tu príncipe? ¿Acaso no es hijo de ese hombre, y no puede llegar cuando quiera hasta lo más reservado de su haren? ¿Acaso no hay tósigos y puñales?

—El pueblo nunca elige por rey á quien ha asesinado á su padre, y para fijar nuestro porvenir es necesario que yo sea sultana. Meditadlo bien; un año vuela con la velocidad del huracan, y si ese año pasa sin que haya muerto Al-Hhamar... ¡ay de nosotras!

Las tres jóvenes miraron irresolutas á Betsabé; esta estaba á punto, irritada por su obstinacion, de volverlas á trasformar por castigo en murciélagos.

—¿Os resolveis? gritó: sí ó no.

—Sí, contestaron con voz quejumbrosa las tres.

Entonces Betsabé se volvió al príncipe.

—Amado mio, dijo, vas á ver lo que ningun mortal puede contar; ¿quieres que traiga aquí los arcángeles del sétimo cielo? ¿Por qué la luz de mis ojos está tan triste?

Juzef tomó una mano de su amada, y la estrechó entre las suyas.

Betsabé describió un círculo en el suelo con el anillo, murmuró algunas palabras misteriosas, y añadió con voz potente:

—¡Espíritus que escuchais mis conjuros, esclavos de mi poder, salid á luz!

X

Del centro del círculo trazado por Betsabé, salieron tres genios horrorosos. Tras cada uno apareció una comitiva de esclavos de ambos sexos, cubiertos con vestiduras deslumbrantes de riqueza. Pajes de rubias guedejas conducian en azafates de oro túnicas espléndidas y joyas de inestimable valor. Diez guerreros árabes cubiertos de hierro acompañaban á cada servidumbre.

—Genios, dijo Betsabé dirigiéndose á ellos; os entrego mis hermanas. Llevadlas á mi alcázar, y haced cuanto deseen. Cuando luzca el cercano dia, hacedlas subir á cada una en un palanquin; que las acompañen las esclavas cubiertas con velos, y los esclavos arrojando bolsas de ámbar llenas de oro á las gentes que se detengan á mirarlas: detrás de cada una irán diez árabes armados, jinetes sobre caballos superiores á los de Persia. Vosotros invisibles, protegereis á mis hermanas. Djeidah entrará en Granada por la puerta de Bib-Lachar, Zahra por la de Bib-Ataubin, y Obeidah por la de Bib-Elvira. Todas irán al coso de Bib-Rambla, y se colocarán en el sitio destinado en los miradores para las princesas. Id, hermanas mias, id.

Cada una de las jóvenes desapareció con su comitiva á través del círculo trazado por Betsabé, y que se cerró tras ellas.

XI

El retrete volvió á su silencio; Betsabé se dejó caer en el divan, con el abandono de quien se entrega al descanso despues de una larga lucha; su hermoso seno se levantaba dilatado por su fatigada respiracion y sus ojos mostraban la suave y satisfecha languidez resultado de su triunfo. Habia logrado en fin romper un eslabon de la cadena de su destino funesto, y sonreia de antemano á un porvenir halagador, rico de locas esperanzas y de deseos delirantes; el color de la púrpura teñia sus mejillas, y su sér se estremecia lleno de una felicidad infinita, cuando contemplaba ante sí al apuesto y hermoso Juzef, cuyo juvenil semblante ostentaba toda la reflexion que le hacia á veces superior á su edad.

Betsabé se adormecia saboreando su ambicion satisfecha, y una sonrisa de dicha inefable la embellecia hasta el punto de hacer imposible toda comparacion con sus encantos.

Pero el príncipe no la veia, ó por mejor decir, nada veia de cuanto le rodeaba; creíase entregado á un sueño: ¡tan incomprensible era para él cuanto habia acontecido en su presencia!

A pesar de estar iniciado en los misterios que acompañan la existencia de las hadas, las perís, los genios y los vampiros, incrédulo en esta parte como en religion, espíritu inquieto que á todo pedia razones y que no creia en más que en aquello que veia ó tocaba, siempre habia juzgado los genios y las hadas, los hechiceros y los vampiros, creaciones de charlatanes ó de cerebros enfermos; pero entonces no habia lugar á la duda; habia visto, habia tocado; recordaba que un objeto punzante habia herido sus carnes, que dos labios ardientes se habian posado sobre la herida, y que al contacto de aquellos labios una sensacion dulcísima y desconocida habia llegado hasta la médula de sus huesos. Además, ¿no se sentia arrastrado sin fuerza ni voluntad á aquella mujer, como la mariposa á la luz, como el girasol al astro del dia, como la sensitiva á su compañera? ¿No sentia en su alma parte del alma de aquella mujer en la cual moraba la mitad de la suya? ¿Seria acaso Betsabé uno de los horribles vampiros, de que habia oído hablar su nodriza, que toman las formas de una mujer seductora para devorar más á su salvo á su víctima?

Esta horrible sospecha se posó sobre el espíritu de Juzef y le oprimió, le abrumó, le quemó como un raudal de hierro derretido. Sufria y temblaba; pero si aquel sufrimiento y aquel terror hubieran dejado de existir, su corazon hubiera estado roto en mil pedazos.

Nada existia para él fuera de Betsabé; la amaba mujer ó vampiro, ángel ó demonio; pero su amor era frenético, insaciable, sobrenatural.

Entre tanto, la seductora belleza le fascinaba más y más con su mirada, que lanzaba torrentes de amor; sus ojos dilatados, húmedos, brillantes, hubieran enloquecido al morabhita más abstraido en la contemplacion de las grandezas de Dios, y más olvidado de las fragilidades humanas.

Betsabé leia en el pensamiento de Juzef como en un libro abierto; era testigo de los sufrimientos del príncipe, y contemplándose causa de ellos, saboreaba el placer infinito de la mujer que ama y conoce la abnegacion del amor de su amado; si el príncipe lo habia olvidado todo por ella, ella no tenia pasado junto á Juzef, ni más presente ni más porvenir que él.

Largo tiempo estuvieron los jóvenes contemplándose en silencio. Las últimas estrellas, mostrándose á través de la ventana en el cielo ya despejado, subian lentamente á lo alto del firmamento; una dudosa faja lamia la lejana cumbre del Veleta; y el gallo madrugador entonaba su canto matutino.

Al primer canto del gallo, Betsabé se levantó, y dirigióse con paso seguro al ajimez.

—Ya viene el dia, dijo, la luna huye del sol, y pronto su rayo de oro bañará tu hermosa frente, amado mio. Ya veo á mis hermanas rodeadas de sus esclavas que las cubren de magníficas vestiduras. Los palanquines las esperan. Hoy va á ser un dia de triunfo. Y entre tanto, ¿qué hará el elegido de mi alma?

—Estar á tu lado, gacela mia, contestó el príncipe, acercándose á Betsabé, y rodeando su reducido talle con un brazo tembloroso.

La jóven apartó suavemente el brazo de Juzef y le mostró algunos objetos informes, que se dejaban ver desde el ajimez perdidos en la sombra de la oscura calle: eran los arqueros de la guardia negra que el príncipe habia mandado á Maksan le siguiesen.

—¿Y para qué son esos esclavos? le preguntó Betsabé.

—¡Ah! lo habia olvidado, contestó el príncipe: ¡es necesario que seas reina.....!

—¿Y para qué te han acompañado hasta aquí los tres walíes?

El príncipe pasó la mano por su frente que abrasaba con un calor febril.

—¡Oh, esos hombres! ¡esos hombres! es verdad; son tres esclavos rebeldes.

—Pues bien, es necesario que esos hombres levanten una bandera contra Al-Hhamar, antes de que el sol que va á aparecer bañe sus cabellos en los mares de Occidente.

—¡Oh! ¡todo para tu ambicion! ¡nada para mi amor! exclamó el príncipe fijando su insensata mirada en Betsabé.

—Silencio, dijo esta poniendo su pequeña mano en la boca del príncipe; alguien se acerca.

XII

En efecto, levantóse el tapiz que cubria la puerta del retrete y apareció en el umbral el judío Absalon.

Al ver á la jóven junto al ajimez, libre de la cadena que la sujetaba al divan, la palidez de la muerte cubrió su semblante, y sus carnes se estremecieron de terror, que se hizo más y más perceptible á medida que Betsabé se aproximaba á él; quiso huir, pero un ademan imperioso de ella le contuvo á su pesar.

Los ojos de aquella incomprensible mujer, fijos sobre el judío, tenian una extraña expresion; su entrecejo estaba fruncido y la sonrisa de sus labios era cruel; Absalon tenia fija su mirada en la alfombra, su cabeza notablemente inclinada y sus brazos cruzados sobre el pecho. Su agitacion era cada vez más sensible y todo en él indicaba miedo y humildad.

—¿Desde cuándo, dijo al fin Betsabé, el buitre se humilla ante la alondra? ¿Por qué tiemblas, mi señor? ¿acaso no soy tu esclava?

La voz de Betsabé era opaca; sus palabras acentuadas penetraban una á una en el corazon del judío.

—¡Perdon! dijo con voz trémula arrastrándose á los piés de la jóven..... no he sido yo..... yo no he hecho más que obedecer á un poder superior.

—¡Vil verdugo de mujeres! exclamó Betsabé en un acento concentrado, ¡miserable mercader de sangre humana! ¡átomo ruin que piensas dominar los decretos del destino! ¡arrástrate, arrástrate á mis piés!

—¡Perdon! murmuró con voz sofocada el judío.

—¡Perdon! Tanto valiera que pretendieras ablandar con tu llanto de cocodrilo la piedra negra que Dios envió á Abraham con el arcángel Gabriel. ¡Oh! ¡yo tambien me he arrastrado ante tí pidiéndote compasion; tambien yo he bañado con lágrimas tus piés, y has sido tan inflexible como yo ahora que besas la orla de mi túnica! ¿Sábes tú, miserable, los raudales de odio que llena el corazon de un prisionero para su verdugo? ¿Sábes tú lo que es pasar las noches sin sueño, esperando siempre que aparezca el dia de la libertad y de la venganza?

Las manos de Betsabé jugaban entre tanto con la sortija de esmeralda de Salomon; el judío miraba fascinado el terrible talisman.

—¡Qué dulce es, Absalon, continuó ella, derramar gota á gota nuestro odio sobre la cabeza que nos lo ha inspirado! Se derrama lentamente como se ha adquirido; se goza en la agonía del terror del que nos ha aterrado: ¡oh! ¡por el Dios de Abraham y de Ismael! suplica á ese poder superior á quien obedeces. ¡Miserable poder! ¿qué mal habia hecho yo para que así me sepultárais en las desventuras y en la desesperacion?

Absalon unió su rostro al pavimento.

—Sí; era hermosa, y él era repugnante; me amaba y yo le aborrecia; vengóse de mi desden y me entregó en tus manos: pues bien, el destino te ha puesto en las mias; desde hoy probarás lo que es vivir en la soledad y en las tinieblas; sentir un alma divina en un cuerpo monstruoso; tener el corazon lleno de lágrimas, y devorarlas sin que nadie las vea correr ni las enjugue.

—Pero tú serás generosa, Betsabé, exclamó el judío; si me he visto obligado á retenerte cautiva, en cambio ¿no has sido servida como una reina? ¿no te he rodeado de todo cuanto puede ser grato á una mujer? Perfumes, flores, pájaros, alfombras, han venido para tí de las tres partes del mundo. Cuanto una sultana puede pedir á su capricho lo has tenido. Cuanto hay de espléndido y deslumbrador te ha rodeado; y si hubiera podido, hubiera arrancado de tu horóscopo el signo fatal que cubre tu nombre en el libro del destino.

Betsabé meditó un momento; el judío dió cabida á una débil esperanza.

—¡Oh! es verdad, observó Betsabé, nada de cuanto grande y hermoso sueñe el capricho de una mujer, ha estado léjos de mí; has embellecido mi cárcel, como se embellece la jaula de un pájaro de rico plumaje para venderle mejor; mis cadenas eran de oro, ¡pero siempre cadenas! Sin embargo, sólo á un precio puedes comprar mi compasion.

—Pide, dijo anhelante Absalon.

—¿Sábes que puedo sepultarte en el abismo, sólo con quererlo?

—Sí, contestó trémulo el judío.

—¿Sábes que puedo condenarte á un hambre y un frio eternos?

—Sí, añadió aterrado el miserable.

—¿Que puedo reducirte á polvo como á esta porcelana?

Y Betsabé arrojó furiosa al suelo un magnífico jarron en cuyo pedestal se apoyaba.

—¡Perdon! gritó el judío pálido de espanto.

—Tú, sábio hebreo, prosiguió Betsabé, conoces la virtud de las yerbas; tienes filtros para enloquecer y para matar, tósigos que hielan la sangre sin que quede vestigio en la víctima; que abrasan el corazon y hacen saltar los ojos de sus órbitas; brebajes dorados y trasparentes como el vino, fragantes como la mirra y el aloe, dulces como el maná que Dios arrojó en el desierto sobre tu pueblo. Siempre llevas contigo algun pomo que encierra la muerte, y yo le quiero.

Absalon fijó en la jóven una mirada en que se retrataba la irresolucion.

—Si me das ese filtro, continuó Betsabé, en vez de convertirte en un reptil hediondo, en vez de entregar tu corazon á un fuego sin fin y tu alma á una agonía lenta y sin esperanza.....

El judío hundió la mano entre los pliegues de su hopalanda, y mostró á Betsabé un pomo de oro.

—Te condenaré al mismo suplicio que me has hecho sufrir, continuó Betsabé, arrancando el pomo de las manos del israelita. ¡Absalon! añadió tocándole con la esmeralda cabalística; ve á ocupar el sitio que yo he ocupado siete años; aprisiónete la cadena que me ha aprisionado; sírvante los esclavos que me han servido, y permanece así hasta que mi poder te haga libre.

Absalon se dirigió vacilante al divan y cayó sobre él aletargado, mientras Betsabé desprendia un tapiz de Persia pendiente del techo, que ocultó tras sus pliegues al divan y al judío.

XIII

—¡Quién se opondrá ahora á nuestro amor! dijo Betsabé ocultando el pomo en su seno y rodeando sus brazos al cuello de Juzef; ven, amado mio, esposo mio. Te llevaré á mi alcázar, y te daré un arnés duro como el diamante y un caballo hijo del aire. Tú serás hoy el mejor caballero de Granada; los más fuertes caerán en el polvo al tocarlos tú, y las más hermosas quedarán cautivas en tu amor, que yo sola gozaré. ¡Qué hermoso dia va á ser este que ya alumbra el alba, y qué resplandeciente el sol que la sigue! Tú serás el rey entre ellos; yo la sultana entre ellas.

Y extasiada, delirante, abarcaba entre sus manos la cabeza de Juzef, y le bañaba en una mirada saturada de amor.

De repente la sangre subió á sus mejillas, apartóse bruscamente del príncipe, y envolviéndose en su velo, exclamó:

—¡No estamos solos!

XVI

Y en efecto, el tapiz que cubria la puerta del retrete se alzó á impulsos de una mano indiscreta, y uno tras otro entraron tres hombres, cubiertos de hierro de los piés á la cabeza.

Eran los tres walíes.

Adelantábase Abu-Abdalá el de Málaga, abarcando con una mirada sombría el ancho retrete; llevaba plegado atrás el alquicel y su mano izquierda se apoyaba en la empuñadura de su espada. Tras él Abu-Yshac, dejaba entrever sobre el embozo de su alquicel su mirada de raposo, y Abu-Hassan, á guisa de guarda, apareció inmóvil en el cancel de la puerta. Betsabé, cubierta enteramente con el velo, blanca é inmóvil como una piedra, se veia en el centro del retrete tras Juzef, que esperaba severo á Abu-Abdalá.

—¡Por la Kaaba! dijo este en acento sombrío; ¿crees mancebo, que el hijo de mi madre no tiene más ocupacion que guardar tus amores con esa ramera?

Betsabé permaneció inmóvil. Juzef se tornó lívido y acortó la distancia que le separaba de Abu-Abdalá.

—¡De rodillas, esclavo!, gritó con voz que la cólera hacia convulsiva.

—¡De rodillas! rugió Abu-Abdalá echando mano á la empuñadura de su espada. ¡De rodillas! ¿y ante quién?

—Ante vuestro señor, contestó Betsabé adelantando un paso y echando el velo á su espalda.

Sea que un poder misterioso la rodease, sea que su radiante hermosura deslumbrase á los walíes, Abu-Abdalá retrocedió, Abu-Yshac dejó caer el embozo de su alquicel, y Abu-Hassan abrió los ojos de una manera extraordinaria.

Juzef les contemplaba pintada en su semblante la ira, y blandiendo el venablo, como el toro que moja la arena y la arroja á sus ijares, mientras mide el sitio donde ha de herir.

Betsabé adelantó aún más, hasta ponerse entre el príncipe y los walíes; la luz de una lámpara cercana, venciendo la todavía débil claridad del alba, que penetraba por el ajimez, inundaba con un pálido resplandor su frente erguida en un ademan de soberbia amenaza; un frio desden aparecia en la expresion de su boca entreabierta, y su mirada severa y fija se posaba poderosa en los walíes.

—Sois necios, imprudentes y atrevidos, dijo lentamente Betsabé marcando cada una de sus palabras; quereis vengar un ultraje, y en vez de procuraros una fuerte alianza, la haceis imposible dando oídos á vuestro insensato orgullo y mordiendo la mano que os puede proteger, manchais la sola bandera que debe flotar entre vosotros el dia del combate. Idos. Devorad vuestra rabia. Los Zegríes son mejores que vosotros, puesto que saben conquistar los favores de un rey; los Zenetes no se trocarian por los que tienen en la lengua el veneno de la serpiente, la envidia en el corazon y la espada mohosa y adherida á la vaina. ¡Idos!

XV

Ninguno de los tres walíes retrocedió ante el despreciativo mandato de Betsabé; la contemplaban fascinados; casi no habian oído sus palabras.

—¡Idos! repitió con más fuerza la jóven.

—No, por el Coran, dijo Abu-Abdalá, en cuyos ojos se mostraba el fuego de un entusiasmo salvaje; no saldrémos de aquí sin haber aplacado tu enojo, sultana, sin que hayas dirigido á tus siervos una mirada de paz. No, tú no eres la ramera esclava del judío; tú eres una hurí que Dios nos envia para alentarnos en nuestra empresa. Las palabras de tu boca fortalecen el corazon; la mirada de tus ojos es un raudal de delicias que arrastra al alma consigo.

Cada frase de admiracion del africano, hacia aparecer más y más sombrío el semblante del príncipe; Betsabé permaneció impasible.

—¿Cuántas lanzas has traido contigo Abu-Yshac? dijo al fin tras un momento de silencio la jóven.

—Quinientas, contestó el walí.

—¿Y tú? añadió Betsabé dirigiéndose á Abu-Hassan.

—En la falda de la sierra Elvira, me esperan trescientas.

—Y yo puedo hacer que hoy cuando el sol medie su carrera lleguen mis gentes á Granada, añadió Abu-Abdalá.

—Pues bien, tú Abu-Yshac, serás el caudillo de esta empresa. Hoy á la hora de adohar, tu gente dividida en tres tercios, entrará en Granada por las puertas de Bib-Lachar, de Bib-Ataubin y de Bib-Al-bolut. Mi señor es el vuestro, añadió la jóven señalando al príncipe, pero ni una voz por él, ni una mirada, ni una señal de inteligencia. ¡Idos! En la joyería de Absalon hallareis un tesoro. Tomadlo y haced con él la guerra. En sus caballerizas hay tres caballos; cabalgad en ellos, y asistid á las fiestas encubiertos.

—¿Y quién hará que nuestras gentes lleguen á la hora convenida, si nosotros asistimos á las fiestas? observó Abu-Yshac.

Betsabé le llevó á la ventana y le mostró los esclavos que esperaban.

—Maksan y los suyos, dijo entonces la jóven contestando á la pregunta del walí.

—¿Y serán fieles?

—Como el puñal á la mano. Idos.

Los tres walíes salieron por donde habian entrado. Betsabé asió al príncipe, y se perdió con él á través de una puerta cubierta por un tapiz.

El retrete quedó solitario y silencioso. Sólo de vez en cuando se escuchaban profundos gemidos en el divan donde Betsabé habia arrojado á Absalon.

IV. Las fiestas de Bib-Rambla

I

El rey Al-Hhamar, habia contemplado impasible aquel misterioso período de la historia que tanto atañia á su porvenir; su benévolo semblante no se habia contraido ante aquellas asechanzas contra su existencia; miraba con la atencion y curiosidad de un niño, y nada más.

El retrete de la casa del judío habia desaparecido, quedando en su lugar una sombra profunda, parecia que al salir el príncipe y Betsabé le habian arrastrado en pos de sí.

El genio tocó de nuevo con su vara mágica el denso humo, y otro espectáculo nuevo y sorprendente se mostró ante Al-Hhamar. Era la plaza de Bib-Rambla; pero como entonces, ostentando sus aéreas torrecillas; sus galerías afiligranadas, sus techos de pizarra y sus ostentosos miradores; la plaza de Bib-Rambla engalanada para un fiesta y alumbrada por el sol de uno de esos serenos dias con que espira el otoño.

Ordinariamente Bib-Rambla era el centro de todo lo hermoso, de todo lo rico de Granada; veíanse en sus bazares, ocupados por mercaderes venidos de todos los pueblos, cuanto puede soñar el deseo; allí se cruzaban las pláticas de amor y de combate; más de una hazaña tenia allí su orígen, y las profundas oscuridades de los bazares cubrian en su misterio más de un lance de amor.

Pero aquel dia los soportables habian desaparecido, cubiertos por una gradería, destinada á dar asiento á los que por su fortuna debian asistir á las fiestas de la proclamacion del príncipe Mohhanmed.

Una fuerte valla separaba el coso de la gradería, y tres puertas, la de Bib-Al-bolut, la del Zacatin y la de la Al-Kaissería, eran las destinadas á dar paso á los justadores y á los concurrentes.

II

Era muy de mañana; el sol apenas coloraba con una estrecha faja de luz los altos aleros, las banderas y los tapices más elevados del mirador real. La brisca, fresca y saturada con los perfumes de las flores, agitaba débilmente los espléndidos cortinajes de las galerías, los tapices de vivos colores y caprichosos dibujos, que desde las balaustradas de los estrados, destinados á los jueces, á los príncipes, á las damas y á los nobles, descendian hasta tocar la arena del coso; y parecia adormirse entre los anchos pliegues de la soberbia tela de brocado, suspendida sobre el trono de Al-Hhamar, y en la que aparecia, saliendo de las bocas de los dragones, la banda diagonal azul sobre campo de plata con el mote. «¡Le galib ile Allah!» (¡Sólo Dios es vencedor!)

A pesar de sus galas y de su magnificencia, la plaza estaba desierta; los ajimeces y las puertas cerradas. Sólo algun pajarillo, saludando al sol naciente, alteraba con sus trinos el profundo silencio que reinaba cerca y léjos. El ancho y esplendente coso, parecia estar sujeto al poder de un encanto.

El sol se elevó; sus rayos tocaron la abandonada arena, y al fin, perdido por la distancia, se elevó en el espacio un rumor confuso, que creció lentamente hasta dejar percibir el sonido de las atakebiras, los añafiles y los atabales; un ruido sordo, semejante al que produce el mar al estrellarse en la ribera, se elevó despues, y al cabo el estruendo llegó atronador hasta las puertas de la plaza, y la de la Al-Kaissería se abrió.

Cien Almoravides, con bonetes verdes y sobrevestas de escarlata, se extendieron, haciendo calle á los costados de la puerta, y por medio de ellos aparecieron cien alféreces sobre caballos blancos, encubertados de guerra y llevando en las manos pendoncillos, entre los cuales descollaba majestuoso el rojo estandarte real.

Tras esto, apareció una cuadrilla de trompeteros, que se detuvo á la puerta, y dejó oir por tres veces el clamoreo de sus clarines. Entonces, como si se hubiera roto el encanto que pesaba sobre la plaza, se abrieron puertas y miradores; la multitud se precipitó en las graderías; se llenaron los estrados de damas, y no se vió por todas partes más que velos que se agitaban, joyas que brillaban, voces que herian los aires, aclamando á Al-Hhamar y á su sucesor Mohhanmed.

Pronto la arena se vió invadida por tropas de ginetes, cuyos caballos caracoleaban, apiñándose al desemboque de la puerta de la Al-Kaissería, por la cual apareció la comitiva real.

Cabalgaba delante el rey, oprimiendo la espalda de un magnífico overo, cuyas gualdrapas de púrpura arrastraban sobre la arena. Llevaba el rey un caftan de seda color de escarlata bordado de oro; entre su toca verde, entrelazada de hilos de gruesas perlas, se veia una magnífica corona; su diestra empuñaba una larga y cortante espada; en sus borceguíes se veia la espuela de oro de los caballeros nazarenos, y sobre su pecho ostentaba un pequeño blason de Castilla, como en muestra del pleito homenaje que rendia en feudo y tributo al noble rey Ferdeland; dos walíes, de las tribus de los Zenetes y de los Zegríes, caminaban á pié á su lado, llevando las riendas de su corcel, y delante y en pos del rey marchaban en buen órden cien Almoravides armados de lanzas, y en cuyas adargas se veia el mote de Al-Hhamar.

Tras esta comitiva, desembocaron en la plaza cien Abencerrajes, sobre yeguas blancas, engalanados con caftanes y bonetes, mitad verdes, mitad rojos. Todos llevaban arcos y venablos á la espalda, y largas espadas en las manos.

Entre ellos se distinguia por lo espléndido de su vestimenta, semejante á la del rey, un gallardo mancebo; su semblante, orlado de una negrísima y rizada barba, era noble y tranquilo; sus ojos, de expresion dulce y melancólica, hicieron suspirar á más de una dama, al arrojar una mirada en los ámbitos de la plaza. Su cabeza, erguida y majestuosa, estaba cubierta por una faja de Persia á manera de turbante, pero sin corona ni adornos. Aquel gallardo jóven, á quien los valientes miraban con entusiasmo y las hermosas con amor, era Mohhanmed ben-A'bd-Allah-ben-Nazar, hijo mayor del rey.

Tras este, penetró en la plaza otro cortejo, ante el cual marchaban músicos y bailarinas. En el centro descollaba un palanquin cubierto por riquísimos tapices y cojines magníficos, conducido por cuatro esclavos. Sobre él, cubierta con un velo, asentaba una mujer, objeto de todas las miradas y del respeto general. Hermosas doncellas asiáticas, engalanadas con gran ostentacion, llevaban junto á la dama encubierta, pebeteros de oro exhalando perfumes, y ramilletes de flores. Esta mujer era la sultana Wadah, esposa del rey y madrastra del príncipe Mohhanmed.

Seguíanla las esclavas del haren, cubiertas con velos sobre palanquines menos ostentosos; cerraba la marcha un escuadron de esclavos de la guardia negra, á cuyo frente aparecia Maksan, embellecido con collar y ajorcas de oro, y un inmenso populacho, llenando el aire con el estruendo de sus víctores, completaba aquel régio acompañamiento.

El rey atravesó lentamente la plaza, subió al estrado real y ocupó el trono; á su derecha se colocó el príncipe Mohhanmed, á la izquierda la sultana Wadah, tras el trono las esclavas del haren, y por último, los wasires del rey, su katib, los cadíes de córte y el alcaide de su caballería.

Al pié del estrado real, se extendieron en tres filas, sobre la arena del coso, formando una valla humana, los Almoravides, los Abencerrajes y los esclavos de la guardia negra. El alférez del rey permaneció entre ellos, sustentando el estandarte real, y cuatro alguaciles de córte, á caballo, se situaron en el coso dando su frente al rey, á la distancia de diez picas del estrado.

La agitacion era general; las miradas de la multitud estaban fijas en el rey, y cien mil bocas elevaban un rumor unísono y confuso, murmurando de la tardanza de las fiestas: do quiera se dirigia la vista, no se encontraba más que la multitud encaramada en las pizarras, en las galerías, en los ajimeces y en los estrados: el coso, despejado y solitario, iluminado ya en gran parte por el sol, parecia encerrado en un marco de séres vivientes, que se habian dilatado entapizando los muros de la plaza, y entre los cuales aparecian, como ráfagas deslumbrantes, los tapices, las joyas, los velos y las plumas: al fondo de la plaza ondulaba un mar de cabezas, y el hálito que emanaba de aquel todo inmenso y monstruoso, se elevaba hasta perderse en el espacio, como el zumbido de un millon de colmenas.

Al fin la multitud impaciente vió al rey hablar con Aben-Muza, alcaide de su caballería, que descendió del estrado real, cabalgó, y seguido de los alguaciles y del alférez del rey, se adelantó al centro del coso precedido de los trompeteros.

Por segunda vez, estos lanzaron al espacio el triple clamor de sus clarines; callaron las cien mil bocas de la multitud, y la voz de Aben-Muza, se elevó lenta y sonora en medio del silencio:

—Creyentes, gritó: en nombre del rey Mohhanmed ben-Abd-Allah-ben-Juzet-ben-Nazar-ben-Al-Hhamar, el vencedor y el magnífico, á quien el Señor fuerte, el Poderoso entre los poderosos, ensalce con su grandeza, ¡salud á vosotros sus valientes y leales vasallos!

Una exclamacion informe, espontánea, gigante, fué la contestacion al saludo del rey. Aben-Muza continuó:

—Y sabed vosotros los que me oís; cuantos ausentes vivan; los presentes y los porvenir, que el rey manda y quiere que en justa celebridad de la proclamacion del príncipe Mohhanmed-ben-Abd-Allah-ben-Nazar, su sucesor y partícipe en el gobierno, se hagan fiestas, en que justen y corran cañas y toros, todos los que sean caballeros, muslimes ó nazarenos, los de cerca y los de luengas tierras, extrañándose á los judíos y á los renegados. Asimismo, que para presidir las fiestas se elija una sultana de la hermosura, entre las presentes, ó las que viniesen, de estos reinos ó de otros, la cual sultana será el premio del vencedor, si fuese libre y así pluguiese á su voluntad. Los jueces de la hermosura, son el wasir del rey Alí-ben-Ibraim; su alcaide y capitan de su guardia, Mohhanmed-ben-Alí; y su secretario Yahye-ben-Alkatib. ¡En nombre del rey! ¡prosperidad á los fieles muslimes!

Tornaron á sonar los clarines; el pueblo unió á su estruendo sus aclamaciones, y el alcaide Aben-Muza, precediendo al alférez del rey, á los alguaciles y á los trompeteros, tornó al estrado real, donde ya se habia constituido por órden de Al-Hhamar, el tribunal calificador de la belleza, compuesto de tres ancianos venerables, cuyos nombres habia relatado el alcaide Aben-Muza en el pregon.

Pero ni una de las damas que asistian á la fiesta bajó de su estrado para ir á disputar la primacía de su hermosura. Y las habia esplendentes y lánguidas, como el lucero de la tarde; alegres y cándidas como una alborada de primavera; deslumbrantes y majestuosas como el sol al trasmontar los mares en una tarde de estío; por una de sus miradas se hubieran vertido torrentes de sangre, y por un beso de sus labios de rubí, se hubiera dejado llamar cobarde el más bizarro Abencerraje.

Pero habia en el estrado real una dama á quien nadie habia visto el rostro, cubierto por un tupido velo, en la que se posaban las envidiosas miradas de las hermosuras granadinas: tras aquella ancha tela se elevaba una cabeza, que no podia menos de ser hermosísima, porque sólo una belleza sin rival podia darla valor para ostentarse en el indefinible y soberbio ademan de majestad y desden que ostentaba cuando eran llamadas á disputar el valor de sus encantos tantas bellísimas mujeres. Por cima de su velo brillaban sus ojos de mirada penetrante, é irresistible, y su ancha y riquísima túnica dejaba percibir la mórbida redondez de sus formas. Aquella mujer que hacia soñar en las huríes, que hacia indisputable la supremacía de su hermosura, era la esposa del rey; la madre del príncipe Juzef-Abd-Allah; la sultana Wadah; la esclava castigada un tiempo y vendida con ignominia á un judío, por el rígido walí de Cairvan.

Pero entre tanta dama irresoluta, hubo una que se adelantó de entre las esclavas del rey, y dejó caer su velo ante los jueces; era una jóven doncella; una encantadora hija del Asia, con sus rizados y sedosos cabellos negros, sus ojos nítidos y pudorosos; sus mejillas tersas y ligeramente morenas, y su cuello de cisne sustentado sobre un seno de formas virginales. Los ancianos jueces sonrieron benévolamente ante la niña, que fijaba en la alfombra del estrado su tímida mirada, y sólo la levantaba momentáneamente para posarla en la del príncipe Mohhanmed que la contemplaba extasiado; despues, avergonzada, tornaba á posarla en la alfombra y el rubor que subia á su mejilla la hacia parecer más hermosa.

Los jueces la preguntaron su nombre: se llamaba Haxima.

A falta de competencia, deliberaron entre sí, y hallando digna á Haxima, iban á pronunciar el irrevocable fallo en su favor, cuando el son de una ronca trompeta se dejó oir tres veces á través de la puerta de la Al-Kaissería, y el alcaide de ella, rigiendo un potro cordobés, se adelantó hasta el estrado real, y haciendo arrodillar al bruto, dijo al rey:

—Señor: una princesa de Persia, adonde ha llegado la fama de tu invencible nombre, que Dios eternice, pide licencia para asistir á las fiestas, y quiere disputar la honra de ser elegida sultana de la hermosura.

—Pues de tan léjos viene, contestó el rey, y princesa es, franca esté la puerta y llegue hasta mí.

El alcaide se inclinó; hizo cejar su caballo, y sin volver la espalda al rey, desapareció bajo la puerta de la Al-Kaissería, é instantáneamente tornó á aparecer, seguido por cuatro esclavos que conducian en un magnífico palanquin una dama cubierta con un velo. El atavío de la recien venida eclipsaba desde luego á lo más ostentoso que se admiraba en los estrados; su túnica roja labrada de perlas, parecia tejida de oro y rubíes; sus cabellos rubios escapándose de su toca, eran tan largos y tan brillantes; su talle tan esbelto; su ademan tan voluptuoso, que el genio de la envidia royó á su placer más de un corazon de mujer, y el amor se asentó en más de un alma de guerrero. En torno del palanquin caminaban, cubiertos por espléndidas vestiduras, pajes con perfumeros y flores; esclavos, ostentando una magnificencia maravillosa, y últimamente, completando la comitiva, cabalgaban, sobre caballos de mérito imponderable, diez hombres atléticos cubiertos de hierro desde el almete hasta los acicates.

Aquella ostentosa comitiva atravesó lentamente el coso, y se detuvo ante el estrado real; la dama encubierta abandonó el palanquin, y á través de los Almoravides, los Abencerrajes y los esclavos de la guardia negra, que habian abierto calle á una seña del rey, saltó como una gacela la gradería, pasó sin inclinarse delante de Al-Hhamar, y se presentó echando el velo á su espalda ante los jueces de la hermosura.

Era Djeidah, una de las tres hermanas de Betsabé.

Ante la mirada de sus ojos azules, los tres ancianos sintieron hervir la sangre, helada en sus venas, como en los tiempos de su remota juventud al pagar el primer tributo al amor. La hermosura de Djeidah era sobrenatural, y hubieron de declarar vencida á Haxima, que se retiró avergonzada y llorosa entre sus compañeras. Como ella, iba á ser proclamada Djeidah sultana, á tiempo que otro son de trompeta se dejó oir en la puerta de Bih-Al-Bolut.

El alcaide que la guardaba, se presentó ante el rey y pidió licencia para entrar á ver las fiestas y demandar la calificacion de sultana de la hermosura, para una princesa de Arabia.

La licencia fué concedida y entró en la plaza una comitiva igual en el órden y en el número á la primera, pero más ostentosa; la dama conducida en el palanquin, vestia una riquísima túnica de escarlata, cubierta de piedras preciosas, que brillaban al sol como un cielo estrellado; los esclavos iban ataviados con gran magnificencia, y la guardia que cerraba la marcha, se componia de diez árabes, jinetes en yeguas blancas; llevaban caftanes y alquiceles azules; bonetes y adargas de plata, y lanzas de dos hierros.

La que al frente de aquel lucido cortejo, atravesaba pausadamente el coso, era Zahra, otra de las hermanas de Betsabé.

Al llegar á la gradería del estrado real, la salvó de un salto, fijó en Al-Hhamar su terrible mirada, y contestando orgullosamente á su saludo, pasó junto á la sultana Wadah, altiva y desdeñosa, y se presentó á los jueces.

Estos quedaron admirados: al ver á Djeidah creyeron tener ante sí un trasunto de la belleza ideal que el hombre adivina en las huríes: parecióles imposible que hubiese otra mujer sobre la tierra bastante hermosa para poder rivalizar con ella; sin embargo, tenian ante sí á Zahra, con su sonrisa fascinadora: sus ojos ostentaban la dulzura y la pureza de los de la paloma; su frente iluminada por el sol, parecia tomar de él su brillante color levemente moreno, y el viento de la mañana mecia con trabajo los rizos de su profusa cabellera, saturándose en ellos con un exquisito perfume. Los jueces declararon solemnemente, poniendo la mano diestra en el corazon y la siniestra sobre su espada, que Djeidah y Zahra eran un prodigio de hermosura, que las creian iguales en encantos, y que debian ser declaradas al par sultanas de la fiesta.

Pero esta opinion era contraria á los usos de aquel tiempo, que sólo permitian una hermosura en el trono de las justas. Por otra parte el sol adelantaba su paso, avanzaba el dia, y el pueblo impaciente, á quien importaba sobre todo que se empezase la fiesta, voceaba pidiendo se soltase el primer toro.

Los jueces abandonaron sus puestos y fuéron reemplazados por otros, que se admiraron como los primeros ante la belleza de las dos hermanas, y juraron por la Santa Kaaba, que era su hermosura de igual valor, y la eleccion de una sola imposible.

Afortunadamente llegó entonces el alcaide de la puerta del Zacatin á suspender la discordia, anunciando que una princesa de Egipto solicitaba licencia del rey para presentarse ante los jueces.

Otorgola el rey, y al frente de un acompañamiento semejante á los de Djeidah y Zahra, apareció la tercera princesa cubierta de una túnica dorada y un velo blanco.

Abandonó el palanquin al pié de la gradería, subió al estrado, se deslizó impasible junto al rey y la sultana Wadah, y se descubrió ante los jueces.

Era Obeidah, la tercera hermana de Betsabé.

La admiracion llegó al colmo; habiase creido imposible existiese una mujer tan hermosa como Djeidah, y aparecian dos: los cabellos dorados de Obeidah valian tanto como los rubios de Djeidah y los negros de Zahra; su frente era tan tersa como la de sus hermanas; su mirada tan enloquecedora como las de ellas, y su talle tan esbelto y tan redondo como los suyos. Las dificultades de la eleccion habian acrecido y hubo de recurrirse al dictámen del rey.

Pero Al-Hhamar opinó del mismo modo que los jueces, y afirmó por su pueblo y su corona, que las tres princesas eran dignas cada una de por sí, de ser elevadas al envidiable trono de la hermosura.

Sólo quedaba una esperanza; sólo existia una mujer cuyos encantos pudieran aventajar á los de las tres princesas.

Esta mujer era Wadah, la soberbia africana, la madre del príncipe Juzef-Aben-Abd-Allah.

El rey la mandó acercarse, y en su nombre pidió para ella la declaracion de sultana de la hermosura: el velo descubrió la frente de Wadah.

La majestad de su ademan, lo poderoso de su mirada, lo puro de las formas de su desdeñosa boca, lo límpido de su serena frente y lo brillante de los sedosos cabellos que la coronaban, arrancó una exclamacion de asombro.

Treinta veces la habia dado la primavera sus flores, y otras tantas las golondrinas habian aparecido con el estío á admirar su belleza, desde el dia en que los genios presidieron su venida á la luz.

Cada una de aquellas primaveras se habia despojado de una siempreviva para enriquecer su corona de hermosa, y la habia concedido un nuevo encanto; la mujer á quien Dios puso en el Paraíso, no pudo ser más hermosa.

Ibase á pronunciar el fallo: las tres princesas estaban vencidas: una amarga sonrisa de triunfo lucia en los labios de Wadah, á quien un secreto terror hacia mirar con odio á las extranjeras. Un momento más y las fiestas empezaban.

Pero á punto, tras la puerta de Bih-Al-Bolut, se elevó una música estrepitosa; resonaron voces perdidas de aclamacion, y un alcaide se presentó ante el rey y demandó una licencia semejante á las anteriores, y que como ellas fué concedida para una princesa de la India.

Abrióse de nuevo la valla del coso. Una tropa de esclavos tañendo dulzainas, atabales y bandolinas, se adelantó en marcha mesurada ostentando los vivos colores de sus chales y de sus tocas. Tras ellos, cuatro esclavos guiaban á un camello, que dejaba tras sí una anchísima alfombra de seda y oro plegada sobre su lomo: sobre aquella alfombra que se prolongaba perdiéndose tras la puerta, aparecieron veinte hermosas doncellas vestidas de blanco y coronadas de mirto, danzando al compás de la música que las precedia: tras ellas marchaban esclavas con pebeteros sobre las cabezas, rodeando á una dama sentada sobre un caballo leonado de maravillosa hermosura, que hacia retemblar la tierra bajo sus cascos, orgulloso de su carga, y cuya enhiesta cabeza atirantaba las dobles y larguísimas riendas que asian cuatro jóvenes doncellas con trajes de genios: otras cuatro sostenian, impidiendo tocasen á la alfombra, las deslumbrantes gualdrapas de púrpura que cubrian al corcel, y otras dos, marchando á pié, llevaban abanicos de plumas, destinados á impedir que los rayos del sol hiriesen la frente de la princesa.

Era esta Betsabé. Su purísima frente cubierta por un velo de gasa, era más hermosa que la luna, cuando en una serena noche de estío se ostenta velada por una nubecilla trasparente.

Seguíanla multitud de esclavos, plegando sobre un palanquin la alfombra, que dejaba como un rastro tras las huellas de su corcel.

Cuatro hombres constituian su comitiva. Uno de ellos cabalgaba en un fogoso potro cordobés, negro como la noche é indómito como el huracan. Su dueño era gallardo á maravilla; llevaba la faz oculta con la celada de su bonete de acero, primorosamente cincelado como las demás piezas de su magnífica armadura de guerra, cubierta en parte por una sobrevesta de seda verde briscada de oro. Verde era su alquicel, verde su penacho, verde el asta y el pendoncillo de su lanza de dos hierros, y verde su ancha adarga, en cuyo centro se veia pintado un negro murciélago, con este mote en caractéres cúficos de oro sobre fondo rojo: Si no venzo, esta es mi suerte.

Seguíanle, cabalgando en una misma línea, los otros tres hombres. Negros y poderosos eran sus caballos; negros sus alquiceles; negras sus fuertes lanzas, y, como el delantero, ostentaban en sus adargas un murciélago orlado con el mismo mote, pintado sobre campo rojo.

Tanta magnificencia, tanta belleza, hizo olvidar un momento su impaciencia á los que esperaban, y Betsabé subió la gradería del estrado real, y llegó ante los jueces saludada por ruidosas aclamaciones.

Habia bastado á la multitud ver lo majestuoso de su ademan, lo aéreo de su talle, para descubrir en ella una mujer hermosa cuanto puede soñarla un enamorado pensamiento. Pero cuando el velo dejó de cubrir su frente; cuando el todo de su maravillosa hermosura ostentó lo irresistible de su poder, una palidez terrible cubrió el semblante de Wadah, un estremecimiento involuntario corrió por sus miembros, y sus ojos se fijaron atónitos con la expresion del terror en la jóven. Esta contemplaba tambien á Wadah, pero como el vencedor que muestra su insolente mirada de triunfo ante el vencido; los que presenciaban aquel extraño acontecimiento, sólo vieron en Wadah el odio instintivo de toda mujer bella que contempla ante sí á otra más hermosa: en Betsabé el orgullo pueril de un triunfo sobre una rival.

Sin embargo, Wadah y Betsabé hacia mucho tiempo que se conocian, mucho tiempo que se odiaban con toda la fuerza del odio peculiar á la mujer.

Entre tanto los jueces, tras una breve deliberacion, fallaron que Betsabé era la sultana de la hermosura, á falta de otra más encantadora, y ocupó el trono en medio de las aclamaciones de la multitud; el rey se colocó á la derecha en asiento más bajo, la sultana Wadah á la izquierda, y Djeidah, Zahra y Obeidah delante de ella en el último peldaño de la gradería.

Las comitivas que habian acompañado á las cuatro hermanas, se retiraron tras la valla; los Abencerrajes, los Almoravides y los esclavos de la guardia negra, formaron de nuevo en triple fila; los alguaciles se colocaron en su lugar en el coso á diez picas de distancia dando frente al rey, y por tercera vez los trompeteros llenaron el espacio con el áspero son de sus clarines.

La fiesta tan anhelada empezaba.

Abrióse una puerta colocada bajo la gradería en la parte de la plaza frontera al estrado real, y dió paso á diez Zenetes cabalgando en yeguas blancas; mostraban jaeces, caftanes, bonetes, adargas y pendoncillos rojos, tomados de oro, y ostentando en su traje el mote de Al-Hhamar: seguíanles diez esclavos negros, asimismo vestidos de rojo y oro, conduciendo diez yeguas blancas con jaeces semejantes á las que montaban los Zenetes: tras estos esclavos, aparecieron otros seis con el mismo atavío, envueltos en anchos alquiceles, y rodeados de una espléndida servidumbre; cerraba la marcha un jóven africano de moreno semblante, ojos brilladores y miembros robustos; vestia un traje riquísimo de brocado de oro sobre rojo, y en su turbante se balanceaba una garzota de inestimable valor; mostraba sobre el pecho un pequeño escudo, en el que estaba pintado un salvaje sosteniendo un mundo, con este mote en oro sobre verde: Con más puedo.

Aquel feroz caballero era conocido con el nombre de Aben-Alí-Atar, alcaide de Ronda, y respetado por valiente, do quier se levantaba un pendon ó se reunian los más bravos de los caballeros granadinos.

Nadie, á pesar de permitirse segun el pregon entrar en plaza, osó rivalizar con el respetado Alí-Atar: él solo fué á saludar ante el trono de la hermosura, á Betsabé, y la pidió licencia para rejonear el primer toro.

Una sonrisa extraña lució en los labios de Betsabé, cuya blanquísima mano arrojó una llave de oro que el africano recogió en su bonete: saludó profundamente al rey, partió al galope al otro extremo de la plaza, y entregó la llave á un alguacil que se dirigió con ella á una pequeña puerta; entre tanto el acompañamiento de Aben-Alí-Atar desapareció tras la valla; los seis negros de los alquiceles rojos se extendieron en el coso al rededor de la puerta que se iba á abrir, y el mantenedor tomando un pesado rejon, se colocó jactancioso á un lado de ella. Sonaron los clarines en medio de un silencio profundo; el alguacil abrió la puerta, y un toro de piel negra y reluciente se lanzó en el coso.

Era un valiente animal nacido en las breñas de Ronda; ligero como el aire, bravo, bien armado; se detuvo en medio de la arena y revolvió su feroz mirada en torno suyo, provocado por los silbos y los gritos que arrojaba la multitud como un vendabal; los hombres estaban de pié, las damas agitaban sus lenzuelos, los alguaciles colocados frente al mirador real, fijaban la aterrada vista en el bruto preparándose á huir á la primera señal de peligro: Aben-Alí-Atar, entre tanto, rodeado de los esclavos lidiadores, se acercó al trote de su yegua al toro, que se volvió lentamente, azotó con su cola los ijares, bajó la potente cabeza, como saludando á su adversario, hízose pausadamente atrás, arrojando á larga distancia la arena que arrancaban del coso sus brazos cortos y nerviosos, y dejó oir un bramido ronco y poderoso. En aquel momento todos los ojos estaban fijos, todas las lenguas mudas.

Al fin el toro partió como un venablo envistiendo á Alí-Atar; el rejon de este hendió, silbando, la distancia que le separaba del toro, y, rozando ligeramente su lomo, se clavó en la arena: un bramido atronador retembló en los aires: la yegua y su jinete rodaron por el coso, y seis alquiceles rojos flotaron entre el caballero vencido y la bestia vencedora: engañado por ellos, el toro siguió á los esclavos, y Aben-Alí-Atar cabalgó en otra yegua que le fué presentada.

El rostro del africano mostraba una expresion terrible; parecia que el demonio de la cólera y del orgullo humillado, habia ocupado su alma: lívido, tembloroso de furor, con los dientes apretados, y los ojos inyectados de sangre, lanzó en torno una mirada de desprecio á la multitud que aplaudia al toro, y otra indescribible á Betsabé, cuya mirada sin objeto parecia fijarse en una imágen retratada en su alma: sin embargo, cuando Alí-Atar partió de nuevo al encuentro del toro, quien la hubiera observado hubiera visto en su mano el anillo cabalístico de Salomon, mientras su lengua murmuraba algunas ininteligibles palabras: en aquel momento el toro arrancó en su segunda embestida, y sin dar tiempo á Alí-Atar de arrojarle su rejon, arrolló á la yegua, y desdeñando la llamada de los rojos alquiceles de los esclavos, se cebó en ella y en su jinete: la sangre corrió; Alí-Atar espirante voló por el aire tres veces arrojado por las terribles astas, y otras tantas fué herido de muerte. Despues el toro siguió á los esclavos, se ensangrentó en ellos, arrolló á los alguaciles, y se hirió, acometiendo inútilmente á los Almoravides, los Abencerrajes y los esclavos de la guardia negra, que le recibieron con la punta de sus largas picas, muchas de las cuales se rompieron al empuje.

El toro, empero, pareció no haber menguado en vigor con aquella lucha terrible; conociendo lo inútil de sus esfuerzos en aquella parte, se adelantó al centro del coso y persiguió, aunque tarde, á los que retiraban los despojos de Alí-Atar, de sus dos yeguas y de algunos esclavos: el toro era dueño del terreno: nadie parecia ante él: entonces como el atleta que tras un combate se prepara con el descanso para otro, se echó en tierra y con el oído atento, la vista inquieta y las orejas enhiestas, esperó.

Deshonroso era para los caballeros granadinos contemplar impasibles un coso abandonado, en que un toro se atrevia á reposar con tan inaudita é insufrible insolencia; la sangre hirvió en el corazon de algunos, que confiando en su brazo y en su buena estrella, cabalgaron en las nueve yeguas blancas que restaban de las que habian aparecido en muestra, y rodeados de más de cien esclavos, precediendo la licencia del rey, entraron en el coso.

De ver eran aquellos valientes jóvenes disputando cada uno de por sí, merced á la velocidad de sus cabalgaduras, el honor de ser el primero en arrojar su rejon á la fiera, preparada de nuevo al combate: triste era en verdad ver rodar por la arena á aquellos cumplidos caballeros, que en más de un combate habian ensangrentado el asta de sus lanzas hasta la mano, y habian dado dias de gloria á su patria venciendo á los nazarenos. Todos cayeron: arrollábalos el toro como el vendabal doblega y rompe las jóvenes palmeras, y la fiesta era ya un objeto de horror. Desvanecíanse las damas; juraban los valientes; gritaba el populacho; afligia al rey la sangre de sus caballeros inútilmente vertida, y el toro entre tanto se enseñoreaba de la liza, poblada sólo de cadáveres y moribundos. El terror cundia; nadie osaba medirse con aquel soberbio animal á quien el hierro no rendia y que crecia con el castigo.

Pasaba entre tanto el tiempo; el rey, por medio de un pregon, ofreció mil doblas de oro á cualquiera que, esclavo ó muslim, villano ó caballero, fuese vencedor del toro.

Pero ni la gloria ni la ambicion fuéron bastantes á decidir á ninguno á tamaña empresa. Esperóse largo espacio; el rostro del rey se nubló; todos sus vasallos esquivaban el peligro. Por primera vez tenia lugar en Granada el deshonroso espectáculo de un peligro esquivado. Al-Hhamar bajó de su asiento á pesar de las súplicas de Wadah, tomó de manos del alcaide de su caballería Aben-Muza un poderoso caballo, y sin más compañía que su brazo y un rejon, se lanzó en la arena. Aquel ejemplo de inmensa y serena valentía, produjo un efecto maravilloso; el aire retumbó herido por un millon de aclamaciones, y los gritos de ¡Al-Hhamar le galib! (¡Al-Hhamar el vencedor!) salieron de todas las bocas, al mismo tiempo que por todas las puertas de la valla se precipitaron tropas de jinetes.

Llegado era el momento del supremo esfuerzo del bruto; un silencio profundo dominaba en las balaustradas, en los miradores y en las galerías. En el estrado real, Wadah, á pesar de su fiereza, pálida como un cadáver, posaba una angustiosa mirada en Al-Hhamar, que acompañado de su hijo el príncipe Mohhanmed, caracoleaba en derredor del toro en medio de sus caballeros, á quienes en vano gritaba furioso se retirasen; más allá el desconocido de la verde vestidura, el arnés cincelado y la adarga con un murciélago por empresa; aquel hombre que asistia á las fiestas como vasallo de una princesa de la India; con su verde alquicel plegado en el brazo izquierdo y su ancha espada desnuda en la diestra, se veia á pié en la arena á poca distancia del rey y del príncipe Mohhanmed; la mirada que Wadah, fijaba á veces en aquel jóven, revelaba una angustia más profunda que la que posaba en Al-Hhamar, al par que un relámpago de odio brillaba en sus ojos, cuando los tornaba al príncipe Mohhanmed.

Betsabé entre tanto revolvia entre sus lindísimos dedos la terrible esmeralda, y en su rostro frio é impasible se traslucia una vaga y cruel expresion de triunfo cada vez que el toro hacia rodar uno de los leales y valientes caballeros que formaban una valla humana ante Al-Hhamar. Al fin todos cayeron heridos ó fuera de combate, y sólo quedaron ilesos el rey, el príncipe y el caballero del verde atavío.

A falta de otros contrarios, el toro, á quien parecia prestar fuerzas un extraño poder, se lanzó sobre el príncipe Mohhanmed; el valiente jóven arrojó en vano su rejon, que pasó silbando á poca distancia del furioso bruto: Al-Hhamar, sin tener más tiempo que el necesario para interponer su caballo entre el de su hijo y la fiera, rodó á su empuje, como habian rodado antes tantos otros: oyóse entonces en medio del terror general un grito salvaje: vióse al caballero de lo verde arrojar su alquicel entre el rey y el toro; sacarle en medio de la plaza; burlar, merced á la flotante tela, sus embestidas, y en fin asestar contra él la aguda punta de su luciente espada: su alquicel llamó al toro; este partió un momento despues; hombre y bestia cayeron en tierra; pero antes de que pudiese ser notado distintamente, el hombre se levantó sano y salvo, mientras el toro espiró, lanzando un raudal de negra sangre, por una ancha herida que habia abierto en su cerviz, al penetrar hasta la empuñadura, la espada del desconocido.

El peligro de que con tan maravilloso valor habia salvado á Al-Hhamar y al príncipe Mohhanmed, habia causado tan profunda sensacion, que mil voces se levantaron para aclamar vencedor al esforzado caballero, y para pedir se le concediese ser premiado por la sultana de la hermosura. Pero el rey, repuesto de su caida, meditó que no podia concederse tal merced al que sólo habia vencido una prueba, y si bien juró por su espíritu recompensar de una manera digna de su grandeza servicio tan distinguido, volvió al estrado, y suspendiendo la salida del segundo toro, mandó se corriesen sortijas.

Entonces los esclavos clavaron en el centro de la plaza un hermoso árbol, en una de cuyas desnudas ramas, cubierta por una plancha de acero, asomaba imperceptiblemente el círculo de una sortija de oro. Cubriéronse con arena los rastros de sangre, y todos se prepararon al próximo y menos peligroso espectáculo, olvidados ya de los horrores del primero.

Entre tanto, Wadah, que habia caido desvanecida entre sus esclavas, al ver á Al-Hhamar por la arena, habia vuelto en sí, y solicitaba del rey licencia para alejarse de la fiesta.

—Rey y señor, le decia: tu sierva, despues del horrible peligro en que te ha visto, no puede hallar placer en otra cosa que en la soledad: si permaneciese aquí, creeria verte aún en tierra delante del furioso animal, á quien ese valiente caballero ha vencido. Déjame que en el retiro del alcázar piense en tí; que te espere recordando los hermosos dias de nuestro primer amor.

El rey fijó una mirada extraña en la sultana.

—Sí; quiero estar sola, continuó esta: necesito estar sola; el ruido de esas voces me lastima, mi cabeza se pierde... tiemblo, ¿no lo ves?

En efecto, Wadah temblaba; Betsabé fijaba en ella una mirada sombría; Djeidah, Zahra y Obeidah prestaban una descuidada atencion á aquellos misteriosos terrores que para ellas eran una historia completa. En aquel reducido círculo se agitaban todas las pasiones que pueden combatir al corazon. El rey dudó aún.

—¿Y quién dará luz á mis ojos, dijo, si tú te separas de mí, sol de mi vida? ¿Cómo podré yo apreciar el valor de mis caballeros, si al separarte de mí tan turbada, llevas contigo mi cuidadoso pensamiento?

Wadah contestó señalando con una elocuente mirada á Betsabé; el rey palideció.

—Ya lo ves, añadió Wadah, como concluyendo el pensamiento que sus ojos habian empezado á expresar; padezco como tu temes, me fascina esa mujer, su vista me atormenta, déjame partir.

El rey inclinó la cabeza resignado, y permitió á su esposa abandonar las fiestas. Wadah salió, rodeada de sus esclavas, y meditabunda y preocupada llegó á la casa del Gallo.

Despidió á su servidumbre, encerróse en su retrete, y una vez sola, se abandonó á las pasiones que habia contenido en presencia del rey y de la córte. Wadah, no era ya la mujer hermosa que inspiraba insensatos amores, como su mirada tranquila é indiferente; era una pantera furiosa á quien se ha insultado; no habia en ella ni terror ni amor; sus ojos lanzaban un fuego sombrío; su boca entreabierta producia una especie de rugido sordo y contínuo; su hermoso seno se elevaba agitado por una respiracion violenta; sus lindos piés hacian retemblar el pavimento con un paso fuerte, apresurado, circular, como el de una fiera encerrada en una jaula: todo presagiaba en ella una de esas terribles borrascas del alma que al estallar aterran, y que causan la muerte de quien las excita.

Nada oia, nada veia: el presente no existia para ella; recuerdos terribles le traian su pasado, y terrores incógnitos le fingian un porvenir horroroso, que ella habia querido evitar y al cual le arrojaba una mano invisible y poderosa. Su carácter salvaje se sublevaba contra aquel poder superior: su voluntad enérgica la hacia pensar en la lucha, pero aquella lucha era de un éxito dudoso: habia momentos en que se creia impotente, y el conocimiento de su impotencia la irritaba.

Algunas veces la arrancaba de sus terribles pensamientos un sonido vago, perdido en la distancia y en el espacio; era el son de las trompetas de la fiesta que resonaban de tiempo en tiempo: con él se levantaba el rumor confuso de las voces del pueblo que aclamaba á un vencedor. Su vista se dilataba: creia ver á su hijo Juzef en aquel caballero de lo verde, arrancando sortijas que nadie habia logrado tocar; arrojando de la silla, á los botes de su lanza, á los caballeros de brazo más fuerte; arrojando empresas y divisas, ganadas á los vencidos, á los piés de Betsabé. Veia lucir en los labios de este una sonrisa de amor y de triunfo, y la irritacion de su alma la animaba con un fuego sombrío; volvia á su paseo circular, á su terrible furor, á sus pensamientos de venganza.

En uno de aquellos accesos, se detuvo delante de un pequeño alhamí, abierto en el muro y adornado con labores y signos extraños: levantó el mármol que le servia de pavimento y tomó de debajo de él una tabla negra, escrita con caractéres rojos; sentóse en el suelo y colocó la tabla sobre sus rodillas: luego sacó de su seno un punzon de oro, y tocó uno de aquellos nombres escritos en caractéres cabalísticos, y esperó; pero nadie apareció ante ella, como en otro tiempo, al impulso de aquel contacto mágico: su poder habia cedido á un poder superior, y el ensalmo sólo contestó con una muestra horrorosa: la tabla se cubrió de sangre que rebosó de ella y manchó las vestiduras de Wadah; lentamente se levantó una llama azulada, que lamió primero indecisa los bordes del talisman y despues le cubrió enteramente, se elevó, osciló y se consumió. En vez de los caractéres misteriosos, los ojos de Wadah vieron sobre la negra superficie de la tabla, siete murciélagos horribles que la miraban con sus pequeños ojos de fuego, que batian sus alas de crespon, y que parecian mofarse de ella, abriendo sus horribles bocas con un mohin extraño, muy semejante á la risa de un condenado.

El rostro de Wadah expresó una feroz alegría á la vista de las siete alimañas: sus labios murmuraron un conjuro, y los murciélagos dilataron más sus bocas, como contestando con una risa insolente.

Wadah palideció. En aquel momento habia creido ver á través de la tabla fatal el rostro de un cadáver; creyó haber visto en él al nombre de su último amor: amor frenético que llenaba su existencia, que la devoraba, que la consumia; sobre aquel rostro, el tósigo habia dejado impresas manchas lívidas: sus ojos estaban cubiertos por un velo de sangre, y á través de los apretados dientes, fluia por su boca entreabierta roja espuma. Wadah arrojó horrorizada la tabla á un perfumero, cuyo fuego la devoró lentamente, al par que de las siete bocas de los siete murciélagos que ardian, emanaban siete carcajadas horribles.

—¡Oh! ¿qué es esto? gritó Wadah en el colmo del terror: ¿con que todo lo que amo ha de perecer, y he de perecer yo con ellos, y mi poder será inútil para contrarestar el poder de ese miserable? ¡No, no será... aunque lo quieran todos los arcángeles del sétimo cielo!

Su hermoso semblante mostrábase entonces en una de esas terribles expresiones, que si una vez se han visto no se olvidan jamás: sus cabellos se habian desordenado y caian como un velo sobre su frente: fijos sus ojos, amenazadores y sombríos, brillaban con un fuego semejante al que debió lucir en los de Eblis cuando fué arrojado del Paraíso: su boca entreabierta permitia ver sus blanquísimos dientes, apretados por la rabia; sentada en el suelo, replegada sobre sus rodillas, los brazos apoyados en ellas y las manos crispadas, clavando las uñas en su semblante, hubiera hecho temblar al más osado y retroceder al más atrevido.

Pero todo aquel furor creciente, inmenso, era más de lo que puede sufrir un corazon mortal: habia pasado más allá de los límites naturales, y se deshizo en lágrimas: Wadah lloraba por la primera vez.

De repente se levantó, tomó una lámpara de oro colocada en un nicho, la encendió, cubrióse con un velo, salió del retrete y entró en una oscura galería; al fin de ella abrió una puerta, bajó algunos escalones, y se adelantó á lo largo de un estrecho y pendiente tránsito.

El lugar por donde caminaba Wadah era una mina que comunicaba con uno de los extremos del Albaicin; al fin de ella abrió otra puerta, subió una escalera, y atravesando algunos retretes, se encontró al fin en el que habia servido de prision á Betsabé, y donde sujeto á su poder yacia Absalon.

Las lámparas estaban apagadas, los braserillos sin fuego, los pájaros mudos y las flores marchitas; una luz pálida penetraba por el ajimez, á través de los dobles tapices, y un silencio profundo dominaba en aquel magnífico retrete. Wadah colocó su lámpara sobre el mismo pedestal que algunas horas antes sostenia el jarron de porcelana, arrojado al suelo por el furor de Betsabé, y cuyos restos aún se veian sobre la alfombra. El divan se ocultaba tras sus cortinajes de púrpura, y nada indicaba que aquel recinto estuviese habitado.

Wadah observó todo esto en silencio; compuso su desordenada cabellera, cubrióse con el velo, y dirigiéndose con paso recatado al divan, levantó el tapiz y miró: la lámpara arrojó su débil reflejo hasta el fondo de aquel lecho, y dejó ver á la sultana un hombre que dormia: era Absalon.

Su semblante pálido, en que naturalmente estaba retratada la miseria de su espíritu, mostraba entonces una expresion de dolor, reflejo sin duda de algun ensueño horroroso; á través de su boca entreabierta se veian entrechocarse sus dientes, y un sudor copioso filtraba de sus blancos y escasos cabellos, y se deslizaba por su frente.

Wadah contempló por algun tiempo á aquel hombre con severo semblante; sus ojos se tiñeron de una sombría expresion de cólera, que creció progresivamente hasta estallar; luego asió con fuerza la hopalanda del judío y la sacudió con furor:

—Despierta, miserable, gritó.

Absalon se levantó aterrado; sus ojos soñolientos se dilataron, y su boca temblorosa dió salida á un grito:

—¡Perdon, Betsabé! exclamó.

—¡Betsabé! ¡Siempre Betsabé! prorrumpió colérica Wadah. ¡Siempre esa mujer! ¿Qué has hecho de ella, miserable? ¿Dónde está?

El judío pasó su descarnada mano por su frente, y miró con asombro á la sultana.

—No es Betsabé, dijo.

—¿Qué has hecho de ella? repitió con más fuerza Wadah.

—¡Estaba escrito! murmuró el judío.

—¿Pero qué estaba escrito? exclamó impaciente la sultana, ¿Quién es esa mujer?

—Esa mujer... repitió con el acento del idiotismo Absalon; esa mujer es la muerte... esa mujer, es la condenacion.

Wadah se impacientaba: sus labios temblaban, su seno agitado dejaba percibir cada uno de los violentos latidos de su corazon.

—¿Esa mujer? repitió aún.

—No tiene padre entre los hombres, ni sus dias están contados, contestó Absalon, ni mujer la ha acercado á su pecho, ni tumba se cerrará sobre ella; es la hija de los conjuros, el espíritu de Eblis, el arcángel tentador que inspira los amores impuros y las venganzas crueles... esa mujer es el destino de una raza que acerca al horizonte de los mares de la muerte el sol de su existencia.

Absalon parecia inspirado; Wadah le escuchaba con ansiedad.

—Pero esa raza, continuó Absalon, dejará sobre el horizonte del pasado reflejos de grandeza, que mirarán con respeto los que vengan con el porvenir... Esa raza será raza de mártires, y sus espíritus purificados con el sufrimiento, subirán como un perfume, allí donde todo es eterno, donde todo es hermoso, donde el espíritu de Dios vuela, llenando de felicidad infinita cuanto con él está... Esa raza es una raza de justos.

—¿Y qué raza es esa? preguntóle estremecida Wadah.

—Allá en los remotos confines de África, prosiguió Absalon, como si no hubiese oído la pregunta de Wadah, en un campo fértil, rebosa de un lago el Bahr-el-Azrak (rio azul). Corre entre bosques de palmeras y se une al gran rio donde moran el hipopótamo y el cocodrilo. El mismo dia que los espíritus invisibles presidian el nacimiento de Ebn-Al-Hhamar, un hombre pobre, descalzo, fatigado, caminaba por la ribera del Bahr-el-Azrak, á poca distancia del punto donde este rio se une al sagrado Nilo; llevaba en la espalda un cofre y en él alguna joyería falsa, unos cubiletes y una tabla de ajedrez. Era un juglar que recorria los aduares, ejercitando su triple profesion de médico, mercader y jugador de manos; todos le conocian y se apartaban de su paso, arrojándole algunas monedas de cobre, porque le tenian por mago y le temian; sin embargo, el pretendido mago estaba reducido á la miseria más horrible: siempre errante, sus piés se ensangrentaban caminando sobre los arenales, y su piel, defendida tan sólo por un sucio turbante y un roto alquicel, sufria los ardores del sol, que la quemaba, posándose sobre ella como una plancha de hierro enrojecido.

Aquel hombre caminaba sin duda á la ventura, puesto que ni un aduar, ni una ciudad se veian á muchas leguas de distancia; sin embargo, andaba cuanto podia, y en poco tiempo llegó al lugar donde el Bahr-el-Azrak se une al Nilo.

Allí se detuvo, no pudiendo pasar adelante, y se sentó al pié de una palmera.

—¿Y qué me importa tu juglar? gritó Wadah impaciente; ¿qué tiene que ver con esa mujer?

Pero Absalon nada oia, nada veian sus ojos; mostraban una mirada fija, sin objeto, insensata; sus cabellos estaban erizados, su voz era lúgubre; Wadah mordió impaciente sus labios, sentóse sobre la alfombra, cruzó los brazos, inclinó la cabeza sobre el pecho y se resignó á esperar un momento de lucidez en la demencia del viejo. Este entre tanto habia continuado su relato.

—El juglar miró atrás y se contristó al ver el largo camino que tenia que desandar para encontrar una tienda ó una cabaña, puesto que adelante le cerraba el paso la confluencia de los dos rios.—¡Si al menos, dijo, tuviera una barca!—En aquel momento, de entre unas cañas situadas en la opuesta ribera, apareció una balsa que adelantó hasta llegar á la orilla; nadie la dirigia: habia venido por sí misma, á no ser que la impulsase algun invisible cocodrilo.

Aunque deseoso de proseguir su marcha, el juglar tuvo miedo de aquellos maderos entrelazados con juncos, que sin que nadie al parecer los impeliese, habian subido la corriente, fuerte en aquel punto en razon al caudaloso desagüe del Bahr-el-Azrak, y que se mantenian inmóviles convidándole á la travesía; pero luego meditó que allí se encerraba un misterio, y su miedo cedió á su curiosidad.

Resolvióse, pues, levantóse y saltó en la balsa, que como si no esperase nada más, se separó de la orilla y se abandonó á la corriente con la velocidad de una saeta. Ya no era tiempo de retroceder. El Nilo arrastraba con violencia su turbia corriente, y pretender llegar á nado á cualquiera de sus riberas, hubiera sido buscar una muerte segura. Por mucho que fuera el terror del juglar, hubo de resignarse á aquel viaje terrible.

La balsa aumentaba maravillosamente en velocidad. El juglar veia pasar á sus costados las dos riberas con la misma rapidez que pasa una tromba sobre un arenal. Los montes, los valles, las colinas, parecian correr como sombras; la corriente era cada vez más ruidosa, más sensible; la estrella de la tarde reverberaba ya en la inmensidad del firmamento, y algunas brillantes estrellas palidecian ante el sol que tocaba al Occidente.

La balsa siguió: dejó el centro del rio y penetró en un cañaveral; á medida que adelantaba, las cañas eran más elevadas; se estrechaba el cauce, los follajes se unian y menguaba la luz; al fin, solo quedó una claridad nebulosa, un ambiente pesado, unas aguas negras y silenciosas. Y la balsa corria como una saeta disparada sobre aquella superficie tersa en que se reflejaba el color mate y frio de la niebla.

Al fin la balsa desembocó en un lago, abrillantado por el reflejo de una hoguera que ardia sobre una roca de granito rojo, situada en medio de las aguas; la balsa chocó en ella y empezó á sumergirse lentamente, obligando al juglar á tomar tierra. La balsa desapareció al fin, y quedó solo, con su joyería y su tablero de ajedrez, sobre aquella pequeña piedra que se elevaba en el centro de un reducido lago, rodeado de espesa maleza, cubierto por un celaje sombrío y alumbrado por la luz de una hoguera solitaria.

El juglar buscó una habitacion humana y dió vuelta á la roca; en la parte opuesta á aquella á donde habia arribado, encontró la boca de una gruta y entró. Sus ojos, deslumbrados por el vivo resplandor de la hoguera, nada vieron durante un corto espacio; luego las tinieblas fuéron desvaneciéndose, y en el fondo vió una puerta que al llegar á ella se abrió por sí misma: el juglar pudo entonces ver un pequeño aposento, cuyas paredes eran negras y cubiertas de inscripciones misteriosas y signos cabalísticos pintados con tinta roja; veíanse allí la lengua de la serpiente de mar, junto á los ojos del águila de los trópicos; huesos informes del Roc, dientes de lobo rabioso y uñas de cocodrilo; hallábanse allí alimañas no conocidas, reptiles de formas horribles, abortos espantosos; y entre todos estos objetos, instrumentos, armas y utensilios de hechura y usos extraños, cuantas producciones vegetales encierran el tósigo y el narcótico: filtros para matar, para enloquecer, para envejecer, para inspirar amor y aborrecimiento; todo cuanto dañoso encierra la naturaleza, colocado con órden sobre las mesas y sobre las paredes de aquel aposento, dentro del cual temblaba el imprudente juglar, pesaroso hasta el fondo del alma de haberse aventurado en aquella balsa maldita que le habia conducido á lugar tan siniestro.

Y no eran las alimañas y las redomas donde estaba encerrado tanto veneno, lo que causaba su miedo: era otro objeto más horrible que todos aquellos horrores lo que le hacia temblar y le enmudecia: era un hombre sentado sobre un escabel de tres piés, cubierta la cabeza con un bonete puntiagudo, negro como su túnica, y como ella cubierto de caractéres rojos. Aquel hombre entonaba un canto fúnebre, cuyas palabras, á pesar de ser ininteligibles, hacian temblar el corazon del que las escuchaba; su rostro era feroz, malévolo, surcado de manchas lívidas, y animado por dos ojos redondos, pequeños y relucientes como carbunclos; unos cabellos lacios y una barba revuelta y larguísima, de color de plomo blanquecino, afeaban aquel semblante que por sí solo bastaba á causar horror; bajo la ancha hopalanda de aquel sér terrible, se veian descubiertas sus manos secas y huesosas como las de una momia, que se ocupaban en remover con una larga espátula de hierro enmohecido, un brebaje de color impuro que hervia á sus piés en una vasija de materia y forma extrañas; de ella se levantaba en espiral una columna de fuego rojizo que se abria paso fuera de aquel antro por una claraboya abierta en la roca, y que apareciendo sobre ella, era la hoguera que abrillantaba las aguas del lago sobre el cual habian flotado los maderos que condujeron hasta aquel sitio al juglar.

De tiempo en tiempo el viejo dejaba el escabel, tomaba una redoma y vertia en la vasija parte de su contenido, entonando un canto misterioso y desagradable; el brebaje hervia con más fuerza, el fuego chispeaba rugiendo, y un humo blanquecino, impregnado de miasmas hediondos, se extendia en aquel reducido ámbito, lamia las paredes, envolvia las formas y se disipaba al fin, devorado por la misma hoguera que le habia producido.

El juglar observaba inmóvil cuanto sus ojos veian; el viejo parecia no apercibirse de su presencia; al fin sus ojos ardientes se fijaron en aquel hombre tembloroso, sus labios se contrajeron con una mueca, extraña sonrisa peculiar á su semblante; su pecho se levantó, produciendo un ruido semejante al estertor de un moribundo, y se dejó oir su voz ronca, estridente y cavernosa.

—¡Acércate, Djeouar! dijo al juglar.

—¡Djeouar! exclamó Wadah, levantándose como herida por un recuerdo terrible, y saliendo de la inercia á que se habia abandonado ante el delirio del judío. ¿Conoces tú á Djeouar? ¿Sábes quién es Djeouar?

La voz de la africana dejaba notar las inflexiones de la cólera, del odio, del terror; el grito que acompañó á su pregunta fué tan terrible que Absalon se levantó, miró en torno suyo con espanto y pasó las manos por su frente que devoraba la fiebre.

La sultana y el judío, de pié, frente á frente, mudos entrambos, retratada la cólera en la mirada de la una y la insensatez en la del otro, se contemplaron durante un breve espacio.

Wadah fué la primera que rompió el silencio.

—¿Conociste á Djeouar? preguntó al judío clavando su crispada mano en uno de sus hombros.

Absalon miró á la sultana de una manera estúpida, sus ojos vagaron inciertos, y se dejó caer desplomado sobre el divan.

—Yo dormia, dijo reuniendo con trabajo sus recientes recuerdos; soñaba con mi pasado... con una mujer... esa mujer era... Betsabé... sí; era Betsabé; la hija de los conjuros... la hija de Eblis... Betsabé, la hechura de Djeouar.

—Sí, sí, dijo Wadah, procurando ayudar la memoria del judío; recordabas á un hombre á quien otro, hechicero sin duda, habia llevado ante sí; á quien nombraba...

—Djeouar, es verdad, exclamó Absalon soltando una carcajada semejante á la de un niño que encuentra un objeto perdido y ansiado; Djeouar... ya me acuerdo... estaba junto al hechicero, y este le dijo:

—Acércate, Djeouar.

Djeouar, el juglar, se acercó temblando; el hechicero le contempló á su sabor.

La sultana, que hasta escuchar aquel nombre misterioso habia estado abismada en sus pensamientos, contuvo entonces el aliento, temerosa de interrumpir al judío. Este continuó:

—Te he elegido, le dijo, para confiarte un encargo mio, porque eres entre los hombres el más á propósito para llenar mis deseos.

Djeouar se inclinó y tuvo menos miedo.

—Eres ambicioso, continuó el hechicero: levantaste muy alta tu vista y pensaste ser uno de esos hombres que mandan á los demás, que los gobiernan segun su voluntad, que juegan con las vidas y con las haciendas: era la suprema felicidad. Te creiste ver en tus delirios para el porvenir, recostado en un sofá de oro y púrpura, rodeado de esclavos y de mujeres cubiertas de joyas, en un alcázar de mármol, adurmiéndote á los vapores del ópio, y mandando azotar á tus walíes como á perros, y degollar á tus vasallos como carneros; torrentes de sangre pasaron delante de tí, y entre ellos, vírgenes de ojos brillantes y bocas sonrosadas; te entregaste en demasía al halago de tus sueños, y cuando al despertar te viste pobre, miserable, impotente, expuesto á ser degollado por uno de esos hombres cuya suerte envidiabas, los aborreciste, te hiciste santon y predicaste á los miserables como tú, guerra eterna á todo lo que era dominio, á todo lo que era fuerte. La desdicha de los unos, la pobreza de los otros, la envidia de los más, fuéron para tí poderosos auxiliares, y te rebelaste contra el califa de Damasco. Pero el califa envió contra tí uno de sus eunucos y algunos esclavos, y te venció, te aprisionó y te encerró en una mazmorra. Con pretexto de castigar su traicion, gravó á sus pueblos con enormes tributos, añadió leyes bárbaras á las que hacia cumplir con harta rigidez á los suyos, y degolló, ahorcó, empaló y crucificó á los que entre ellos eran más ricos ó le inspiraban más recelos; tú debiste morir entonces, pero yo tenia proyectos acerca de tí, y te salvé por medio de mi poder sobrenatural. Una noche se abrieron las puertas de tu prision y te encontraste en el campo al aire libre, con tu saco lleno de relumbrones, tus cubiletes y tu mugriento tablero de ajedrez. Habias visto desvanecerse un sueño, pero al pasar habia dejado sus huellas en tu alma; no pudiendo dominar á los fuertes, no creyendo en el poder de la ayuda de los débiles, aborreciste á los primeros y despreciaste á los segundos; el aborrecimiento y el desprecio para con tus semejantes te hicieron egoista: el egoismo te hizo cruel.

Pero quedaban aún en tí ambiciones secundarias: tus sueños de grandeza te hicieron pesado el trabajo del pobre, y te dominó la indolencia; soñaste entonces tesoros: si no podias ser califa, podias muy bien ser rico: pero como los cubiletes, las joyas de cobre y el ajedrez, apenas te producian el dinero suficiente para un miserable alimento, meditaste otro medio más conveniente: compraste con ahorros debidos á tristes dias de hambre y privaciones, un arco y algunos venablos, y esperaste al primer transeunte. El que no habia podido ser califa, fué ladron.

Te se unieron algunos árabes de las cabilas salvajes, y no fué ya á los caminantes indefensos, sino á las caravanas, á las que acometiste; todo fué perfectamente mientras diste su parte en las presas al califa, es decir, mientras le pagaste un misterioso y vergonzoso tributo por tus latrocinios; pero un dia acometiste á una caravana que conducia presentes del califa para el schah de Persia: defendiéronlo los soldados, destrozaron á los tuyos y te sepultaron otra vez en una mazmorra. Tu primera derrota te inspiró desconfianza para con los demás hombres, y te hizo cruel: la segunda te obligó á desconfiar de tus propias fuerzas, y te hizo cobarde. El califa te mandó crucificar; pero si me habias convenido por cruel, por cobarde aumentabas en valor á mis ojos. La crueldad y la cobardía constituyen al asesino sin piedad, al hombre sin corazon. Como la vez primera, te abrí las puertas de tu encierro y te viste libre, con tu saco provisto de tus pobres recursos de subsistencia.

Mientras la ambicion y la avaricia dominaron tu corazon, durmió en él otro sentimiento, violento en tí, capaz de arrastrarte á todo: el amor; pero no el amor hijo de la naturaleza, sino un sentimiento impuro, incontrastable, devorador. Si esa hubiera sido tu única ambicion en los dias en que tu frente estaba tersa, tus ojos brillantes, tu barba negra y tu cuerpo gentil, hubieras podido hallar algunas ventajas; pero cuando buscaste el amor, tus ambiciones frustradas habian arrugado horriblemente tu rostro; tus ojos habian adquirido la repugnante expresion que distingue al traidor, y tu cuerpo se habia encorvado bajo el peso de los sufrimientos. Has perdido tu tiempo, y al fin estás ante mí con el corazon lleno de odio y el pensamiento de venganzas. Eres el hombre que necesito, y por eso te he traido hasta aquí.

—¿Y qué quieres? preguntó Djeouar al hechicero.

—¿Ves el licor que hierve en esa vasija?

—Sí.

—Encierra el bien y el mal, y en la llama que produce vamos á leer el horóscopo de un hombre que está á punto de venir á la luz.

El viejo se levantó, asió á Djeouar y le hizo mirar al Poniente á través de la llama.

—¿Qué ves? le preguntó.

—Veo una tierra fértil, contestó Djeouar, rodeada de colinas y montañas, pero no la conozco.

—Es el país de Andalus; ¿no ves más?

—Sí: un pueblo sobre un monte.

—Mira aún.

—Un castillo sobre el pueblo.

—¿Y en el castillo?

—Un retrete, un divan y una mujer hermosa, rodeada de esclavas. Padece horriblemente: está próxima al alumbramiento.

El hechicero hizo entonces á Djeouar tornarse al Oriente.

—¿Qué ves?

—Veo el nacimiento del Bahr-el-Azrak, y más abajo un pueblo junto á un lago. Sobre el pueblo un alcázar; en los jardines del alcázar una mujer jóven y hermosa.

Un relámpago de pasion lució en los ojos del juglar al ver la mujer que dormia guarecida del sol bajo una enramada de jazmines en el alcázar; sus labios entreabiertos temblaban con la convulsion de la cólera, porque junto á aquella mujer habia un hombre que se extasiaba contemplando su semblante lleno de dulzura, al que un hermoso sueño, sin duda, prestaba una sonrisa purísima y satisfecha.

—Tú amas á esa mujer, observó el hechicero á Djeouar.

—Sí: contestó este con voz sombría.

—Esa mujer es la esposa del wasir Aben-Sal-Chem, á quien adora, y de quien es amada con idolatría. Aún no ha corrido una luna desde que el amor unió sus destinos, y mira cuán felices parecen. Sin embargo, si tú quieres, esa felicidad desaparecerá y serán tan desgraciados como tú, que tienes el corazon seco como las aristas que lanza esa hoguera.

—¿Y qué he de hacer?

—Ocupar mi lugar, porque voy á morir. Te dejaré parte de mi poder, y alcanzarás por él cuanto has ambicionado.

—¿Seré rey?

—De la creacion: tu mano poseerá el bien y el mal, usarás de él á tu antojo, te obedecerán los espíritus invisibles, y estarán abiertos al par para tí los jardines del Edem, y las sombras y el fuego eterno del profundo. El juglar se estremeció de terror, y casi estuvo á punto de rehusar tan terrible herencia; pero recordó su abyeccion, sus ambiciones malogradas, sus ultrajes pasados, su pobreza y su sufrimiento. El ángel de la tentacion le envolvió en sus alas, y derramó en su alma la esperanza y los deseos insensatos. Creyó verse jóven, hermoso, rico; volvieron á pasar ante él sus sueños de sangre y exterminio, y las vírgenes de ojos negros envueltas en sus flotantes velos. Creció el odio que profesaba al hombre, la pasion que le arrastraba hácia la mujer que dormia bajo la enramada de jazmines, y se embriagó bajo el encanto de la realizacion de sus deseos. Arrojó léjos de sí el cofre donde guardaba sus joyas de cobre, sus cubiletes y su tablero de ajedrez, y se tornó resuelto al hechicero.

—Acepto tu poder, dijo.

—Pues bien, mira: aquel pueblo asentado junto al rio, en las márgenes del lago, es Dembea; la mujer que duerme en él en los jardines del alcázar, es Noemi, la esposa de Aben-Sal-Chem, la mujer á quien amas. Aquella distante ciudad, perdida entre las brumas de Occidente en el país de Andalus, es Arjona; pasados algunos instantes nacerá en su castillo, de aquella mujer que grita y padece rodeada de esclavas, un varon que se nombrará Aben-al-Hhamar, y que más tarde, cuando la barba haya rodeado su rostro y le haya tostado el sol durante largos dias de combate, fundará un reino fuerte sobre el mismo país de Andalus, á los piés de una sierra cuya altísima frente siempre está y estará cubierta por la helada del invierno. El licor que hierve en esa vasija es su horóscopo: horóscopo incierto en el que luchan por mitad el bien y el mal; yo he sido el mal genio de sus mayores, pero mis dias están contados, y en el momento en que él vea la luz, las sombras de la muerte serán con mi espíritu. Es necesario que ese hombre sucumba con su raza: es necesario que la mujer que nacerá transcurridos diez años, de Noemi y Aben-Sal-Chem, sea el ángel tentador de Al-Hhamar.

El viejo parecia menguar en fuerzas á medida que el fuego producido por el negro brebaje aumentaba en brillantez é intensidad. Su rostro estaba cárdeno y su voz era más ronca y más débil.

—Cuando mi vida se apague, continuó el viejo, se apagará la luz de ese fuego; entonces verterás sobre mí el licor que haya quedado, y esperarás; luego tomarás lo que encuentres de mis restos: en ello está tu poder; serás poderoso hasta el punto de crear séres á tu capricho, pero guárdate bien de hacerlo, porque perderás tu poder y serás como los demás hombres, y se agravarán las miserias que te aquejan.

—¿Pero podré ser rico?

—Sí.

—¿Y tener alcázares y esclavos?

—Sí.

—¿Y el amor de Noemi?

—Sí. Pero ha llegado el momento, dijo el viejo estremeciéndose; la llama oscila, se debilita, se apaga.

Y así era verdad: la columna de fuego, tan viva pocos momentos antes, decreció hasta quedar reducida á una llama azul, indecisa y vaporosa que osciló al fin, se dilató un instante, lamió los bordes de la vasija y se evaporó perdida en la oscuridad. El hechicero habia caido con ella: Djeouar, pálido de terror, contemplaba el cadáver alumbrado por un resplandor débil emanado de la vasija donde reposaba un líquido de color de oro.

Pero la ambicion dominó los terrores del juglar, y el filtro fué vertido por él sobre el cuerpo del hechicero.

Volvió á aparecer la llama, inmensa, rugiente como un toro salvaje; primero consumió la hopalanda, luego hizo crugir las carnes, devoró los huesos, se dilató y espiró.

Entonces el juglar vió con asombro que entre aquella negra ceniza quedaba un despojo; era una calavera blanca como el marfil, cubierta de inscripciones y signos rojos.

Era, sin duda, el cráneo del hechicero.

Djeouar le tomó, y como si aquel resto humano hubiese tenido un poder superior, sus ojos se oscurecieron, el frio de la muerte corrió por sus huesos; sus piernas flaquearon y rodó por tierra aletargado.

Cuando volvió en sí, se encontró sentado al pié de la palmera donde habia tomado descanso en la confluencia del Nilo y del Bahr-el-Azrak: el cofre donde conducia sus cubiletes y sus utensilios estaba junto á él; el sol descendia al horizonte, inundando de una luz rojiza los arenales, y á lo léjos se escuchaba un ruido sordo, profundo, contínuo, semejante al batir del mar contra una roca en un dia de tormenta.

—Mucho he dormido, exclamó Djeouar aterrado; el semoum avanza, y no hay ni una gruta ni un kan donde defenderme de su soplo abrasador. ¡Si al menos fuera verdad lo que he soñado!

El juglar miraba trémulo al horizonte: el ruido aumentaba progresivamente; al fin se dejó ver la tromba impulsada por el semoum; montañas de arena avanzaban con una velocidad espantosa: el juglar se prosternó, resignado á morir.

Cuando ya habia perdido toda esperanza, una violenta ráfaga, precursora de la tromba, arrolló el cofre del juglar, colocado en la pequeña eminencia donde descollaba la palmera, á cuyo pié habia tomado descanso; la tapa del cofre se abrió, y con las joyas de cobre, los cubiletes y el ajedrez, rodó un objeto que volvió la esperanza á Djeouar.

Era una calavera que parecia de marfil, cubierta de inscripciones y signos rojos.

La tromba llegaba ya; parecia que el mundo iba á desquiciarse, arrebatado por el semoum; las palmeras, los espinos, las rocas, cedian á su paso, y arrancados de su asiento, aumentaban la tromba. El Nilo mugia, como saludando al terrible viajero, y los cocodrilos huyeron aterrados á esconderse entre sus grutas festoneadas de algas.

Era un momento supremo: el juglar asió la calavera, y exclamó:

—Si no ha sido un sueño cuanto ha pasado por mí, ábrete Nilo, obedeciendo al poder de este talisman; álcese en tu oscuro fondo un alcázar para mí, y pase la tromba sin agitar uno solo de los mechones de mi barba.

El Nilo obedeció, y como un tiempo el Dios de Moisés separó las aguas del Mar Rojo para dar paso á su pueblo, se abrió la corriente del Nilo, y Djeouar descendió á pié enjuto hasta el fondo de su cauce.

En él encontró un alcázar maravilloso: su ambicion de riqueza estaba satisfecha; el pórfido, el oro y las piedras preciosas, brillaban por todas partes; pero no habia ni un esclavo, ni un animal, ni un pájaro en su recinto solitario: dominaba en él el silencio de la muerte.

Djeouar estaba trastornado con tan repentino cambio de fortuna; agolpábanse á su pensamiento funestísimos recuerdos, y le parecia estar entregado á un sueño engañador: tocaba las columnas, los muros, las puertas de aquel palacio, como quien al ver un objeto querido posa sobre él sus manos temeroso de que no sea una sombra que se desvanezca al llegar á ella.

Al fin sus ideas se aclararon: vióse cubierto de andrajos en medio de aquel alcázar abandonado, y evocó esclavos que aparecieron á su voz y le cubrieron de galas. Luego mandó le preparasen un caballo, y por el poder de su talisman volvió al sitio donde creia haber soñado, y donde le habia sorprendido el semoum.

La palmera no existia ya: habia sido arrebatada por la tromba; el ambiente, rojo é inflamado antes, estaba límpido y azul; el sol habia traspuesto el horizonte, y la luna llena alumbraba la inmensidad, produciendo destellos pálidos y brillantes en las inquietas ondas del Nilo y del Bahr-el-Azrak.

El juglar aguijó su caballo y caminó corriente arriba por la márgen de este último rio; el animal era ligero como una gacela, y antes del amanecer, á pesar de existir una distancia enorme desde el punto de partida de Djeouar, vió los muros de Dembea.

Esperó á que abriesen las puertas, y entre tanto hizo para sí el razonamiento siguiente:

—Soy poderoso, es verdad; yo podria, con sólo quererlo, llevar á Noemi á los climas más remotos, y vengarme de Aben-Sal-Chem; pero yo no haré uso de ese poder más que para probar si es la virtud de ella ó mi fealdad, lo que ha hecho un imposible para mí de esa mujer. Me rodearé de fausto y de hermosura, derramaré el oro á manos llenas, y si mis deseos no se satisfacen, preciso será creer que mi destino me aparta de ella.

Djeouar acarició la calavera, que, encerrada en un saco de cuero, pendia del arzon de la silla.

—Ahora bien, dijo: es preciso que yo tenga una comitiva, y vengo solo; las puertas van á abrirse y quiero entrar en la ciudad con el aparato de un príncipe.

En tanto el juglar meditaba, la aurora habia mostrado su luz en el horizonte, y los pájaros despertaban en sus nidos y entonaban al Criador su canto matutino; en los confines de las praderas se levantaba de las chozas y de los aduares un humo blanquecino, que mostraba que los habitantes del campo se preparaban á su cotidiana tarea. Por el camino que habia seguido Djeouar, se veia alzarse, entre la bruma de la mañana, una nube de polvo que avanzaba con rapidez hasta dejar percibir en medio de ella una tropa de jinetes y camellos, que se dirigia al punto donde esperaba Djeouar.

Cuando hubieron llegado, el que los acaudillaba echó pié á tierra, y prosternándose ante el juglar, le dijo:

—Nosotros somos esclavos de la calavera mágica, y hemos sabido tu deseo de tener una comitiva y un aparato dignos de un príncipe: hénos aquí.

Djeouar contó cien jinetes en los hombres que habian venido con el que estaba prosternado á sus piés: más allá, cien árabes conducian otros tantos camellos cargados de cofres y tiendas; los jinetes eran jóvenes, hermosos, robustos, ricamente ataviados y armados con espadas y lanzas; los caballos pertenecian á la raza más estimada en Arabia, y eran negros y fogosos; los esclavos que conducian los camellos, venian vestidos de blanco, color que hacia resaltar el cobrizo de su piel: todos miraban con respeto al juglar, y su caudillo estaba aún prosternado ante él.

—Levántate, le dijo Djeouar, ¿cómo te llamas?

—Yo soy el genio Zim-Zam, contestó el preguntado, y soy esclavo del talisman que posees.

—Pues bien, dijo el juglar, desde ahora eres mi walí, y te nombras Alí-Zim-Zam. ¡Alí-Zim-Zam! Haz que se armen mis tiendas, y que reposen mis camellos.

En un momento doscientas tiendas de riquísimo cuero se alzaron en la pradera á un tiro de venablo de las puertas de la ciudad: entre ellas se elevaba una de tela de seda, sobre cuya cúspide ondeaba un pendon verde. En torno de aquel real, se veian de trecho en trecho jinetes apoyados en largas lanzas guardando las avenidas; los camellos se agrupaban en el centro alrededor de la tienda del pendon verde, y dentro de ella, gozando de su reciente y magnífica fortuna, Djeouar aparecia muellemente recostado en un sofá, sobre una alfombra de la India.

Ante él, el genio Zim-Zam, esperaba de pié y en una actitud respetuosa sus órdenes.

—¿Sábes mis deseos? preguntó al genio.

—Sí, poderoso señor; contestó este, inclinándose; quieres usar de tu poder de modo que nadie vea en tí más que un hombre adornado de todos los dones que el grande Allah concede á sus protegidos.

—Es verdad. Quiero ser hermoso y jóven.

El genio sacó de entre los pliegues de su faja una planchita ovalada de plata, en cuya bañada superficie se reproducian las formas que se mostraban ante ella; y la presentó al juglar. Lo atezado de su rostro, sus profundas arrugas, sus ojos pequeños, de expresion traidora y cruel, su barba cenicienta y descompuesta y su cuerpo encorvado y miserable habian desaparecido: en cambio era un mancebo, en cuyo semblante noble brillaban dos ojos negros de sublime expresion, coronados por dos cejas perfectamente arqueadas; su frente, blanca, pálida y altiva, estaba ceñida por un chal de vivos colores, entretejido de oro; sus labios, de color de púrpura, mostraban un finísimo bigote y una barba semejante al terciopelo; su cuerpo, cubierto por un caftan de inapreciable valor, era gallardo como una palmera, fuerte como un cedro, y esbelto como el de una hermosa odalisca. Djeouar, en fin, habia pasado del extremo de la fealdad y de la miseria, á lo supremo de la hermosura y de la riqueza.

Pero su alma era la misma: revolvíanse en ella sus ambiciones, sus rencores, sus crueles venganzas. Era el mismo asesino cobarde sin dolor ni compasion. Su amor impuro guardaba, aún con más fuerza que nunca, el recuerdo de Noemi, y su odio para con el wisir Aben-Sal-Chem, habia llegado al colmo. Ni recordaba su pasado, ni pensaba en el porvenir; para él no existia más que el presente.

—¿Cuáles son mis riquezas? preguntó despues de haberse contemplado satisfecho en la plancha de plata.

El genio llegó á la puerta de la tienda, é hizo un ademan imperioso á los esclavos, que instantáneamente entraron en ella, cargados de cofres que dejaron á los piés de Djeouar. Zim-Zam los abrió uno tras otro: armaduras de guerra, dignas de un sultan; ropas de lino, finísimas cual si fueran destinadas á una mujer; caftanes, túnicas, almazares, alquiceles, fabricados con las materias á que ha dado mayor precio el capricho de los hombres; todo un tesoro en joyas y en dinero, fuéron los objetos que contestaron á la pregunta del juglar, que, obedeciendo á su avaricia, hundió sus manos con deleite entre las joyas y el dinero, los contempló, y por un momento lo olvidó todo en presencia de su tesoro.

—Yo necesito á más de esto, dijo al fin dirigiéndose al genio, el nombre de un príncipe. ¿Cómo he de nombrarme?

Zim-Zam puso en las manos de Djeouar un pergamino perfumado, del que pendia sujeto á una cinta verde, un sello grabado en un anillo de oro.

Era una carta del sultan de las Indias, que enviaba un presente al wisir Aben-Sal-Chem, y la rogaba atendiese segun su rango á su sobrino Aben-A'bd-Allah-Charyahr.

—Estoy satisfecho, dijo el juglar, guardando entre su faja el pergamino. ¿Qué gente es aquella, dijo mirando á través de la puerta de la tienda, que sale de la ciudad y viene hácia este sitio?

—Son campeadores, contestó el genio, que Aben-Sal-Chem envia para reconocer nuestro campo. Voy á recibirlos.

Zim-Zam cabalgó de un salto en su caballo, que le esperaba cerca de la tienda, hizo montar á los árabes sobrantes de la guardia del real, y se adelantó con ellos al encuentro del walí, que al frente de algunos jinetes venia de la ciudad.

Cuando estuvieron á poca distancia, Zim-Zam bajó el hierro de su lanza, sacó el pié derecho del estribo en señal de paz, y avanzó hasta el walí que le recibió del mismo modo.

—¿Quién sois, de dónde venís? preguntó el de la ciudad al genio.

—Somos esclavos de un poderoso príncipe de la India, y venimos viajando con él por el mundo. Mi señor trae un presente y una carta para tu amo el wisir Aben-Sal-Chem, y puedes llegar hasta él y escuchar palabras de amistad y paz de su boca como las escuchas de la mia.

—El Señor, Dios de Ismael, sea con tu señor y contigo, contestó el walí, pasando su lanza á la mano izquierda, y tendiendo la diestra al genio que la aceptó; llévame ante tu señor y besaré las huellas de sus piés, y llevaré su carta al magnífico wisir Aben-Sal-Chem.

El walí partió, y antes de que trascurriese una hora sintióse un gran movimiento en la ciudad; llenáronse los muros de árabes cubiertos de galas; abriéronse las puertas, y enmedio de una lucida comitiva, apareció Aben-Sal-Chem, que, separándose de los suyos, partió al galope y se adelantó al encuentro del juglar, que salia al suyo de igual modo; al encontrarse entrambos se desmontaron á un mismo tiempo, se abrazaron, y recíprocamente se besaron en la mejilla izquierda. Despues Djeouar llevó á su tienda al wisir, le hizo sentar, y le contó una historia mentirosa que justificaba su viaje, y que Aben-Sal-Chem creyó con la mayor buena fe posible.

El juglar veia acercarse el logro de sus deseos; iba á entrar rico, bello y poderoso, en una ciudad de la cual habia salido miserable, viejo, huyendo de un suplicio infame y cruel; su enemigo se entregaba en sus manos, y creia ya ver ante sí, concediéndole la sonrisa de su amor, á la hermosa Noemi.

El juglar y el wisir tornaron á cabalgar; los esclavos plegaron las tiendas, pusiéronse en movimiento jinetes y camellos, y toda aquella lucida tropa se dirigió á la ciudad á través de una multitud de curiosos.

Al llegar á la puerta, Djeouar reparó en una escarpia clavada sobre ella, y preguntó al wisir, el objeto á que estaba destinada.

—Espera la cabeza de un hombre, contestó severamente el wisir, como si aquella pregunta hubiese despertado en su memoria recuerdos desagradables.

Djeouar pareció satisfecho con aquella breve respuesta, puesto que respetó el silencio del wisir, que calló, abismado en profundas cavilaciones.

Pasaron bajo del arco de la puerta, y penetraron en las calles de la ciudad que eran anchas y mostraban hermosos edificios; llenábanlas multitud de hombres que victoreaban á Aben-Sal-Chem, y tendian sus alquiceles á los piés de su caballo para que pasase sobre ellos; algunas blancas manos, saliendo por las entreabiertas celosías, agitaban lenzuelos ó arrojaban flores. Todo demostraba que el wisir era querido por los habitantes de Dembea.

A pesar de estas demostraciones, Sal-Chem marchaba al lado del juglar triste y meditabundo.

—¿Qué castigo piensas será bastante, dijo deteniéndose de improviso y dirigiéndose á Djeouar, para castigar al hombre que ha osado penetrar en mi baño y poner su mirada en mi esposa?

—La muerte en la tierra, y la condenacion en lo profundo.

—Pues bien, repuso con furor el wisir, la muerte no será con ese hombre, que ha huido de mi poder con el auxilio sin duda de Eblis... La escarpia esperará en vano su cabeza... He consultado las estrellas por medio de astrólogos y nada han podido decirme; ofuscaba sus sentidos un poder superior. ¿Es verdad que en la India hay magos á cuyos conjuros se abre el libro del porvenir?

—Sí.

—¿Traes alguno contigo?

—Sí.

—Muéstramelo, exclamó el wisir deteniendo su caballo.

—Yo soy, contestó solemnemente Djeouar.

Aben-Sal-Chem, palideció al saber que tenia junto á sí y que habia besado en la mejilla, á uno de esos terribles séres que mandan á los astros, que compelen á los elementos y evocan de sus tumbas los cadáveres. El juglar conoció lo desventajoso de la posicion en que se habia colocado respecto á un hombre, para con el cual no pensaba valerse por entonces del inmenso poder que le habia legado el hechicero, y se apresuró á desvanecer los terrores que presentia en la medrosa mirada del wisir.

—La mágia, dijo, es una de esas ciencias oscuras, inspiradas por Satanás. El espíritu de Dios sólo desciende á los que han purificado su alma con la oracion y práctica de todas las virtudes: sólo el justo puede leer en el pasado, en el presente y en el porvenir; el espíritu profético es la luz del mundo; los conjuros de la mágia son los reflejos del fuego impuro que enciende Eblis en el corazon de los malvados. Yo soy profeta, no mago.

La expresion de terror que se mostraba en los ojos del wisir, se tornó en una expresion de respeto. Llegaban entonces á las avenidas del alcázar. La comitiva se habia aumentado con multitud de curiosos, que se agolpaban en derredor del wisir y del juglar, y admiraban la riqueza de su vestidura y de su acompañamiento. El wisir invitó á Djeouar á que se hospedase en su compañía, y este aceptó. Zim-Zam y los suyos fuéron á hospedarse á un kan, y el juglar y Aben-Sal-Chem entraron en el alcázar.

Era este ostentoso; las galerías, los patios y los retretes estaban construidos con magnificencia; los esclavos y las guardias se contaban en gran número. La comida que sirvieron á Djeouar, fué exquisita. Cuando quedó solo con el wisir, este le dijo:

—Tuyo es cuanto miras, príncipe Aben-Charyahr; tu discrecion y tu hermosura han cautivado mi amistad, y voy á llevarte junto á mi esposa. Tú, que lees en los corazones, me dirás si el suyo está puro ó si debo poner su cabeza en la escarpia destinada para el hombre que ha huido de mi poder.

Djeouar no deseaba otra cosa que ver ante sí á Noemi; consintió, y en pos del wisir, tras haber atravesado el alcázar, entró en un gran retrete situado en el centro de una torre gigantesca.

Al fondo de él, se veia una mujer indolentemente reclinada en un divan, rodeada de flores y perfumes, escuchando el cantar de algunas esclavas, acompañado de la guzla que una de ellas tañia. Aben-Sal-Chem y Djeouar se detuvieron tras el tapiz de la puerta, para oir el siguiente romance:


Entre celajes de fuego, tras el ocaso se pone
el sol, y su oscuro manto despliega la sombra informe.
El lucero de la tarde en trémulos resplandores
reverberando aparece, mensajero de la noche.
Se amengua la luz; el dia va á alumbrar á otras regiones,
y la tiniebla se extiende llenando los horizontes.
¡Bella lámpara de plata, que el firmamento recorres,
brilla siempre entre la bruma, que te envuelve en sus vapores
como trasparente gasa que á velar te se descoge!
¡Brilla siempre misteriosa, mientras murmurando corre
el rio, que á tus destellos reflejos de plata rompe,
y en la sonante ribera, entre sus ondas veloces,
espadañas acaricia, y humildes plantas recoge!
Mas si mi hermosa aparece, á verte en sus miradores,
entre las nubes ¡oh luna! tu pálida faz esconde,
que donde brillan los ojos de Noemi abrasadores,
poco son, no tus reflejos, sino el fulgor de cien soles.


Calló la esclava, y el wisir y el juglar se adelantaron; la vista de este último produjo algun desórden; la mayor parte de las esclavas huyeron, y otras se cubrieron con sus velos; la mujer que reposaba en el divan se levantó ruborosa, y recibió con una sonrisa de amor á Aben-Sal-Chem, y un ademan digno y respetuoso al juglar.

El judío se detuvo en este punto, como fatigado de tan larga relacion; la sultana Wadah, esperó en vano á que prosiguiese; aquella historia la interesaba en demasía, para que no procurase saberla hasta el fin; parecíale, sin embargo, un delirio de Absalon; el judío habia dado á su voz la inflexion de un canto monótono y triste; semejante al que usan los juglares en sus historias de hadas y encantamientos; por otra parte, ¿cómo Absalon recordaba no sólo los detalles más minuciosos, sino tambien los romances cantados en una historia que no era la suya?

Sin embargo, recuerdo ó delirio, verdad ó mentira, la leyenda la habia revelado un nombre conocido para ella: el nombre de Djeouar. Habia escuchado con ansiedad al judío desde que pronunció aquel nombre, y habia esperado descubrir un misterio, que tal vez era el de su existencia y el de su amor.

Pero Absalon habia dejado de hablar; retratábase en su semblante la misma expresion de dolor, que habia visto en él la sultana al levantar el tapiz del divan donde estaba aprisionado; el retrete habia sido envuelto de nuevo en el silencio más profundo.

Acercábase en tanto la hora de adohar; el sol iba á tocar el punto que marca la mitad de su carrera; la fiesta seguia, puesto que de tiempo en tiempo se escuchaba el son de trompetas y atabales; un presentimiento funesto pesaba sobre el alma de Wadah, y se unia de una manera incomprensible á la historia que habia dejado suspendida el judío.

—Es preciso acabar, dijo para sí; es preciso que este hombre hable.

Y sacudió un brazo del judío, que tornó en sí, no aterrado como la vez primera y con la insensatez pintada en sus ojos, sino de una manera natural; miró en torno suyo, y al ver á Wadah, se alzó del divan y se prosternó con respeto.

—¡Oh poderosa señora! exclamó, ¿por qué llegas hasta tu siervo en la hora de la desgracia?

Absalon no era entonces un loco. Wadah le examinó atentamente antes de responder.

—¿Qué haces aquí? le preguntó.

Absalon tembló, pero no contestó.

—Tienes miedo á esa mujer, observó la sultana; su poder te aterra, pero yo quiero que hables; es ya tarde para volver atrás; quiero saber hasta el fin la historia de Djeouar.

El judío palideció, contuvo una exclamacion que ya rebosaba de sus labios, y procurando sonreirse, contestó:

—Es verdad; habré soñado; mis sueños son extraños; quien los presenciara, me creeria despierto. ¡Djeouar!—Y el judío dilató más su singular sonrisa, que tenia algo de la expresion del espanto.—¡Era Djeouar con quien soñaba! ¡Oh! ese cuento es terrible, y desde que le oí á un anciano de mi raza, le reproduzco con frecuencia en mis sueños.

Una llamarada de cólera subió del corazon á los ojos de Wadah. Era la primera vez que, despues de muchos años, se atrevia un hombre á oponerse á sus deseos. Aquella mirada fué, sin embargo, un relámpago. Su irritacion, próxima á estallar, rodó en su corazon, expresándose en un estremecimiento espantoso.

—¿Sábes quién soy? Le preguntó la africana con voz breve y acentuada.

—Sí, poderosa sultana, lo sé.

—¿Sábes mi nombre?

—¿Acaso me he atrevido á desear conocerlo? repuso vivamente el judío, cuyo semblante pálido iba tornándose en lívido, al par que el de Wadah se enrojecia.

—¡Oh! ¡tan olvidadizo es el señor, que no recuerda el nombre de su esclava!...

El judío miró con asombro á la africana.

—Yo en cambio, añadió esta, nada he olvidado. Te ví entrar un dia en el alcázar del rey, y te reconocí á pesar de haber trascurrido 15 años desde la época en que nos separamos. Venias á presentar al magnífico Ebn-Al-Hhamar, mi esposo, una bellísima esclava. Pero no halló gracia en el rey, y volviste con ella á tu casa á donde te hice seguir. Aquella misma noche yo, cubierta con un velo, llamé á tu puerta, ví á la esclava, y te la compré para un jóven, que al dia siguiente pasó, por instigacion mia, bajo tus miradores, y vió á Betsabé. Tú hiciste lo demás. No me habias reconocido más que como la esposa del rey, y adivinaste que yo debia tener un gran interés cuando exponia la paz de mi vida yendo á buscarte á tu casa; creiste haber penetrado mi secreto; te habia dejado traslucir que yo necesitaba un objeto bastante poderoso para arrastrar al príncipe Juzef á una lucha. Pero esa lucha ¡insensato! no debia ser contra su padre el rey Al-Hhamar, á quien amo con toda la fuerza de mi amor; debia ser contra el príncipe Mohamet, por quien siento mi corazon rebosando odio. Ayer Betsabé era esclava, hoy está libre y quiere ser reina.

El judío sufria toda la influencia de un terror pánico; su corazon le decia que aquella mujer tan hermosa podia para él ser la muerte; para él, miserable, que se estremecia al pensar en el no ser, porque á pesar de su impotencia, aún no le habia abandonado ese sueño tenaz que se llama esperanza, y que acompaña al hombre hasta la agonía. El espanto erizaba sus cabellos, porque en el semblante de aquella mujer habia empezado á leer con trabajo una historia, como se lee una inscripcion, cuyos caractéres han sido alterados por el tiempo, porque cada período de la vida de Wadah, habia dado una expresion á su semblante: cuando sólo contaba 12 años y salia del alcázar de Cairvan para recorrer las selvas sobre su caballo salvaje, era una niña pura, candorosa, en cuyos hermosos ojos negros se notaba la dulce melancolía causada por las primeras y misteriosas sensaciones de un amor sin objeto; despues cuando vió correr ante sí la sangre del hombre á quien habia abierto su alma de vírgen, el dolor, el despecho y la vergüenza de un castigo, tal vez injusto, cubrió su frente, tan tersa y tranquila antes, con una nube sombría, que revelaba en ella una ilusion marchita, y el primer impulso de venganza; pensando en su desagravio, ocultando sus padecimientos por orgullo, se hizo reservada, cruel, suspicaz; la franca sonrisa de su boca desapareció, para dar lugar á otra afectada, y tras la cual un observador hubiera encontrado siempre la amargura de un alma contrariada en sus más queridas sensaciones. Entonces contaba 15 años. Desde aquella época habia dejado de verla Absalon, y en los otros 15 años que trascurrieron hasta el dia en que, llegando el judío á Granada, pudo verla junto al rey, en las fiestas y en las monterías tan frecuentes en aquel tiempo, nada en la sultana despertó sus recuerdos, ni cuando una noche se presentó en su casa para comprar á Betsabé, vió en ella más que la esposa del rey, ante cuyas plantas se prosternó, para escuchar las órdenes que respecto á la conducta que debia seguir en los amores del príncipe con la esclava, salieron breves é imperiosas de los labios de Wadah.

Y no era posible que la hubiese reconocido: la sultana no era la mujer esbelta, aérea, semejante á una sílfide como 15 años atrás: era más hermosa, sí; sus formas se habian desarrollado, su hermosura habia llegado al colmo, sus ojos habian adquirido la expresion peculiar que la costumbre de ser obedecida á la primera indicacion da á la mirada de una reina; Wadah, en fin, se habia trasformado en gran manera; sin embargo, Absalon, cuya atencion habia despertado los acontecimientos del momento, creyó reconocer aquella mirada límpida, penetrante, imperiosa: creyó ver levantarse otra mujer entre la niebla de sus lejanos recuerdos; pero dudó, y calló.

—¡Oh! yo no te he olvidado, Absalon, repitió la sultana, en cuya voz se notaba una inflexion de amenaza, no he olvidado las humillaciones que he debido á tu sórdida avaricia; entonces era tu esclava, como ahora tu señora; entonces estaba sujeta á tu poder como tú lo estás al mio. ¿Cuál piensas seria tu suerte si yo dijese á mi amado: señor, el hombre que maltrata á la que tú llamas luz de tus ojos, está en tu ciudad; tu siervo es, el que por una infamia fué mi señor, y yo quiero su cabeza?

Absalon era cobarde, y creyó sentir ya en su cuello el filo del fatal alfanje; una angustia mortal y un decaimiento extremo eran las señales que, pintadas en su rostro, respondian de su padecimiento; á pesar de esto continuó en su obstinado silencio.

—¡Hablarás! gritó Wadah con voz sombría desnudando un puñal con mango de oro, y apoyando su aguda punta en el seno del judío.

Este dió un grito, saltó del divan, y quiso huir, pero cayó contenido por la cadena de oro que le aprisionaba como á Betsabé.

—¡Oh, qué es esto! exclamó Wadah, viendo la cadena cubierta de signos cabalísticos, que hasta entonces habia estado oculta bajo la hopalanda del judío; ¿quién te ha sujetado de esa manera? Luego aquí vuela un poder superior que tú con tu ciencia y tu maldad no puedes contrarestar. ¿Con que está maldito todo cuanto me rodea?

—Esa mujer es la muerte, dijo profundamente el judío, esa mujer es la condenacion.

—¡Pues bien! ¡la historia de esa mujer! ¡la de Djeouar! ¡la de Noemi!... ó tu vida.

El judío asió aterrado las rodillas de Wadah y unió sollozando su rostro á la alfombra.

—Sí, dijiste que Djeouar y el wisir entraron en el aposento de Noemi... ¿quién era esa mujer? preguntó temblorosa Wadah.

El judío hizo un esfuerzo penoso, se incorporó, y dijo con voz lenta y lúgubre:

—Esa mujer era tu madre; Djeouar era mi hermano; el wisir Aben-Sal-Chem el enemigo de nuestra raza.

La sultana palideció al oir aquella inesperada respuesta; su corazon se estremeció, sus rodillas se doblaron, cayó sin fuerzas sobre el divan, y dos lágrimas arrancadas por la emocion, al par dulces y amargas, brotaron de sus ojos, que hasta entonces sólo habian mostrado el fuego de un amor ardiente, ó la expresion de una soberbia ó de un furor sin límites. Tal vez ella en su existencia de lucha y de odio, habia adormecido en el fondo de su alma aquel sentimiento; tal vez, acostumbrada á la soledad y al aislamiento, habia reconcentrado en sí misma sus afecciones; pero al fin el amor inmenso que llena el corazon de las madres; esa voz de la naturaleza, sin la cual la especie humana seria una raza de fieras, se reveló en ella con la vehemencia peculiar á todas sus pasiones. Con la rapidez inherente al pensamiento, retrocedió al pasado, creyó ver á su madre hermosa y desgraciada, separada de su hija, tendiendo hácia ella sus brazos, y sufriendo con su ausencia como ella sufria cuando estaba separada del príncipe Juzef A'bd-Allah. Sólo una madre sabe cuanto puede amar y sufrir una madre.

Por eso dos lágrimas solas y ardientes habian brotado de sus ojos; lágrimas que se evaporaron al rodar por sus ardientes mejillas, enrojecidas por la influencia de encontradas pasiones; un deseo en Wadah era una exigencia; una exigencia contrariada producia en ella el terrible furor á que con tanta frecuencia se entregaba.

—¿Dónde está mi madre? gritó encarándose con el judío, cuya situacion respecto á Wadah se hacia cada vez más difícil.

Absalon se anonadó; el grito y el ademan de Wadah eran tan imponentes como los de una pantera que busca al hijuelo que le han robado.

—¿Dónde está mi madre? ¿Qué ha sido de ella? repitió con acento terrible Wadah. ¡Su historia! ¿Lo oyes? ¡Quiero saber su historia!

El judío se abandonó sin esperanza á su destino; sus ojos volvieron á rodar con la expresion del insensato; un sordo gemido salió de sus labios, cayó sobre el divan, cerró los ojos, y su voz volvió á elevarse como un canto lúgubre, perdido, emanado de la tumba. Parecia que un poder superior dominaba aquella extraña situacion.

—Noemi era muy hermosa, continuó el judío; Noemi sólo contaba doce años; pero sus encantos no tenian número: Djeouar la amaba porque era hermosa, y la aborrecia porque era hija y esposa de los enemigos de sus padres. Djeouar por su amor y su venganza habia vendido su cuerpo á Azrael, y su espíritu á Satanás. Djeouar, el horrible juglar, el de la barba macilenta, el de los hundidos ojos, el de la espalda encorvada, habia pedido al infierno una de esas frentes altivas que inspiran respeto, una de esas miradas que infiltran en quien las ve, un amor sin fin, y uno de esos cuerpos gallardos, que revelan la fuerza y la majestad. Todo se lo habia concedido el espíritu condenado, y al fin estaba entre Noemi y Aben-Sal-Chem, gozándose en el cercano logro de su amor y de su venganza. Cuando tras una breve plática, el wisir salió con Djeouar del aposento de su esposa, esta se levantó recatadamente, llegó á la puerta, separó un tanto el tapiz, miró con el rostro teñido de púrpura y latiéndole el corazon al juglar que se alejaba por una larga galería, y cuando ya no le vió, un hondo suspiro rebosó de su pecho, quedó inmóvil en el lugar donde se encontraba, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Entre tanto Aben-Sal-Chem preguntaba á Djeouar, qué juicio habia formado de su esposa.

—El corazon de la mujer es un abismo en cuyo fondo sólo se ven tinieblas, contestó Djeouar; tengo que apelar á la ciencia; y esta noche si tienes valor para ir solo al sitio que te designe, te daré á conocer si tu esposa es culpable ó inocente.

—¿Y qué sitio es ese? preguntó el wisir.

—En la ribera oriental del lago, hay una ensenada que penetra entre dos montañas, formando un canal sinuoso; al fin de él, bajo la cortadura de la montaña, existen las ruinas de una cabaña, cercada por un vallado. Ve esta noche allí, cuando las estrellas medien su curso, y te revelaré tu presente y tu porvenir.

—Pero aquel es un lugar maldito, donde no osa penetrar ningun buen muslin, observó el wisir palideciendo.

—Sí, en aquel lugar hace treinta años se cometió un asesinato. Desde entonces está inhabitado y huyen de él las aves y los animales. Sin embargo, el Destino me manda que sólo allí hable, y sólo allí hablaré.

El wisir prometió ir solo, y Djeouar se separó de él y con pretexto de descansar, entró en el aposento que se le tenia destinado, y donde le esperaban esclavos. Despidiólos, y cuando quedó solo tocó la calavera, que encerrada en el saco no habia abandonado, y dijo:

—Quiero llegar hasta la puerta del retrete de Noemi, sin ser visto por ojo humano.

Apenas habia expresado su deseo, cuando le vió cumplido; hallóse tras el tapiz que cubria la puerta de aquel retrete; levantóle y miró: Noemi estaba sola sentada en el divan, con la cabeza puesta entre las manos, y los brazos apoyados en sus rodillas; sus largos cabellos negros caian como un velo sobre sus hombros y parte de su semblante, y su mirada estaba fija en el pavimento.

Djeouar levantó el tapiz y entró; sus pasos resonaron sobre el mármol, y Noemi levantó la vista, le vió, dió un grito, y quiso huir; pero la contuvo una mirada del juglar, semejante á la de la serpiente que fascina á una avecilla.

Djeouar siguió adelante, y cuando llegó junto á Noemi, notó que temblaba, y un movimiento de despecho agitó su corazon.

—¿Por qué tiemblas ante mí, paloma mia? la preguntó dulcemente el juglar.

El seno de Noemi se elevó al impulso de una sensacion desconocida; sus ojos se elevaron hasta posar una mirada tímida en los de Djeouar y palideció. Los ojos del juglar arrojaban de sí torrentes de pasion, pero de una pasion impura como su alma; los de Noemi revelaban un amor naciente, tímido, purísimo á veces; repugnancia, desden y temor otras; su espíritu luchaba entre el amor y el horror. Un poder invisible la arrastraba al juglar, y sin embargo rechazaba á aquel hombre por un impulso independiente de su voluntad como su amor.

Djeouar leyó hasta en el fondo del alma de Noemi, y apreció en lo que valia la lucha que la agitaba; conoció que jamás el amor dominaria al terror en Noemi, y se enfureció.

—¡Oh! dijo para sí; no es la virtud de la mujer ni mi fealdad los que me separan de Noemi; es mi destino. Pues bien, ese destino fatal pesará sobre todo cuanto me rodee, y aliviaré mi dolor gozándome en el dolor de los otros. Si esta mujer no puede ser mi amante, será mi esclava y me vengaré.

Luego, sentándose en el divan, trajo hasta sí á Noemi.

—Escucha, la dijo, yo te amo; esta es la tercera vez que llego hasta tí para decírtelo, y es la tercera tambien que me desdeñas.

Noemi miró con espanto á Djeouar, no recordaba haberle visto hasta entonces, y sin embargo, parecia encontrar algo de comun entre la límpida y radiante mirada del hermoso jóven, y la sombría é impura del juglar, que habia visto antes prosternarse dos veces á sus piés. Creyó ser presa de un sueño, y pasó las manos por su frente como queriendo arrancar de ella una cruel pesadilla.

—No, no sueñas, dijo el juglar, presintiendo el pensamiento de la jóven; yo he creido tambien soñar, y estoy despierto como tú; nuestro destino está enlazado, y lo que está escrito se cumplirá.

—¿Pero qué está escrito? murmuró con espanto la hermosa.

—¿Acaso anida la golondrina en otra palmera que en aquella donde debe anidar? ¿Acaso el hombre puede evitar el empeñarse en la senda á donde le arroja su destino? No. Destino mio era amarte; te ví un dia en las márgenes del lago, y te amé; destino mio era llegar hasta tí; esperé la noche, y á favor de la sombra escalé los muros de los jardines, y te ví... ¡Oh! me desdeñaste con horror, huíste de mí aterrada, como hubieras huido de un horrible reptil; sin embargo, volví otra vez, y fuí más desgraciado que la primera; me ví encerrado en una mazmorra, sentenciado á morir, y mi cabeza fué destinada á ocupar una escarpia en las puertas de la ciudad; pero cuando ya sentia los pasos del verdugo, cuando el frio de la muerte corria por la médula de mis huesos, los hierros que me aprisionaban se rompieron, una mano invisible abrió mi prision y me encontré libre en el campo, sobre un camino solitario alumbrado por la hermosa luz de la luna; me protegia un poder superior, y con él he vuelto, no como antes, deforme y miserable, sino hermoso, rico y lleno de poder; si me hubieras amado, mujer ¡cuántas lágrimas hubieras evitado á tus ojos! ¡cuánta felicidad hubieras debido á tu destino!

—Pues bien, sea como quiera, contestó Noemi, levantándose con dignidad y echando atrás con un movimiento de su hermosa cabeza su profusa cabellera; sea como quiera acepto mi destino: el Señor fuerte, el sábio entre los sábios, el justo entre los justos, ha puesto á prueba mi corazon. Antes de verte hoy, amaba á mi esposo, amaba á mis flores, amaba la luz que se desprende de ese cielo purísimo y el hermoso sol que reverbera en su inmensidad; pero mi amor era tranquilo, y el odio no habia penetrado en mi alma; desde que estás hoy á mi lado, mi alma ha cambiado enteramente; me devora un amor solo, inmenso, abrasador, y con él un odio sin fin, sin perdon, y por tí y para tí son ese amor y ese odio; amémonos y aborrezcámonos. Cúmplase nuestro destino.

—¿Y por qué no amarnos siempre? murmuró el juglar posando una ardiente mirada en Noemi.

—¡Amarnos! contestó esta con un acento que parecia inspirado y con los ojos llenos de lágrimas; muchas veces, sentada en aquel ajimez, he visto trasmontar el sol los horizontes entre ráfagas de sangre, y me ha estremecido un vago presentimiento; muchas veces desde ese mismo lugar, he mirado la luna opaca y sombría reflejando sobre mi frente, y las oscuras nubes que han pasado delante de ella, me han parecido horribles visiones que me lanzaban desde la inmensidad miradas de amenaza; he escuchado palabras de maldicion entre los bramidos del viento de la tempestad, y arropada en el fugitivo manto del relámpago, he visto cien veces una frente hermosa y amenazadora semejante á la tuya; y yo he amado y he aborrecido esos terrores como te amo y te aborrezco.

En aquel momento la radiante faz de Noemi tenia mucho de semejante á la de Djeouar, ambos á dos eran más que mortales; habia algo más allá de la vida retratado en sus miradas; sus pasiones al par eran más violentas que las de los hombres. Entrambos se comprendieron, entrambos se respetaron.

Pasó un momento de silencio solemne. Al fin le rompió Djeouar.

—Aquí se encierra un misterio, dijo, que no alcanzo á comprender; esta noche es preciso que vayas allí, añadió señalando un punto del lago á Noemi, y que era el mismo lugar que habia indicado á Aben-Sal-Chem.

—Iré, contestó Noemi.

—A la media noche.

—A la media noche.

Tras esto, Djeouar por donde habia entrado, y Noemi por la parte opuesta, abandonaron el retrete.

III

Llegó la noche oscura y silenciosa; el lago Dembea dormia bajo su pabellon de sombra; de vez en cuando un relámpago rasgaba las tinieblas, y una caliente ráfaga iba á perderse murmurando en las quebraduras de las rocas. La ciudad y el castillo, en los cuales relumbraban algunas luces, se destacaban negros en la sombra, como un gigante de cien ojos de fuego destinado á velar sobre la naturaleza dormida.

Era cerca de la media noche: en la parte oriental del lago, en el fondo de una quebradura, situada entre dos montes, donde penetraban las aguas formando un estrecho canal, habia un hombre que llevaba en la mano una antorcha, y buscaba al parecer un lugar determinado en el reducido terreno que existia entre las aguas y la cortadura de la montaña: saltó por cima de una pequeña cerca casi arruinada, en cuyo interior crecia el espino silvestre en torno de un ciprés seco, y entró al fin en una cabaña, que por su estado indicaba un remoto abandono; clavó la antorcha en el suelo, y sentóse sobre los escombros.

Este hombre era Djeouar; pero Djeouar con su deformidad, con su miseria y su cofre de juglar. Su semblante revelaba con más fuerza que nunca las pasiones de su espíritu, y enrojecido por la luz de la antorcha, se semejaba al de un espíritu condenado. Su mirada estaba tenazmente fija en un ángulo de la cabaña sobre una pequeña prominencia cubierta de un musgo verdinegro y húmedo.

—Allí fué, murmuró el juglar; si yo me atreviese...

Un movimiento inequívoco de terror corrió por el cuerpo del juglar, motivado por el objeto que reflejaba en su pensamiento.

—Sí, es preciso, continuó; va á venir, y yo quiero oir la resolucion de su suerte de la boca de mi padre.

Tras esto, abrió el cofre y tomó de dentro de él la calavera mágica.

—¡Oh tú! dijo mirando siempre á la prominencia; ¡oh tú, que has dormido treinta años bajo el musgo de tu fosa, surge de ella como el dia en que entraste en este fatal recinto!

Apenas pronunciadas estas palabras, la tierra se rasgó en la parte donde el juglar fijaba su mirada, dejó descubierta una huesa, y del fondo de ella se levantó un hombre.

Era un jóven árabe; su traje revelaba á un jefe de tribu, y su blanco alquicel estaba manchado de sangre sobre el costado izquierdo; sus feroces ojos grises, de una movilidad extraordinaria, recorrieron en un momento el espacio abierto ante ellos, y se elevó su voz gutural, lenta y sombría entre el silencio que dominaba cerca y léjos.

—¿Quién trae á mi hijo, exclamó, hasta la tumba de su padre? ¿Por qué emplaza aquí á su enemigo en medio de la noche?

Djeouar se prosternó.

—La sangre pide sangre, contestó temblando el juglar, y la tuya reclama la de Aben-Sal-Chem.

—¡La venganza! exclamó el árabe: ¡siempre la venganza en el corazon del hombre! ¡Siempre la que se llama justicia humana pretendiendo anteponerse á la justicia de Dios! ¡Lo que está escrito se cumplirá, y el dia que ha de venir sólo Dios lo sabe!

—¡La venganza! exclamó Djeouar levantándose y encarándose á su padre; ¡sí, la venganza! Nuestros enemigos los fuertes y los poderosos cortan nuestra carne á su placer, y encarcelan nuestro espíritu á su antojo. Siervos somos de ellos, y en vano es pedir á ese Dios justicia y amparo. Rebaño sin pastor son los débiles en quien se ceba el tigre y cuya sangre bebe. ¡Venganza, sí, contra ellos, los que han vertido la sangre de nuestro padre y deshonrado á nuestra madre; los que nos han lanzado pequeñuelos y sin amparo al hambre y á la desnudez despues de haberse hartado y abrigado con nuestro pan y nuestra túnica! ¡Venganza, sí, contra Aben-Sal-Chem! porque yo soy Djeouar, tu hijo, el mendigo abandonado por Dios y protegido por Satanás.

El árabe miró severamente á Djeouar que, pasado el primer impulso de terror, sostuvo con insolencia la mirada de su padre.

—¡Hijo mio! exclamó este con amargura. ¡Es verdad que eres mi hijo, como es verdad que la desgracia y el crímen han pesado sobre mí! ¡Hijo mio, tú! ¡Sí; la justicia de Dios es incomprensible; yo habia sido ambicioso y cruel, y me castigó haciendo que tú nacieras de mí! Me castigó, entregando á mi esposa, dulce tímida paloma, en las manos de mi enemigo. Y bien; ¿qué quieres de mí, tú que te nombras mi hijo, y vienes á turbar el sueño de tu padre en su huesa de expiacion?

—Quiero derramar sobre ella la sangre de tu asesino.

—...Porque mi asesino posee una mujer hermosa á quien amas, le interrumpió con severidad el árabe; porque mi asesino te ha perseguido y te ha encarcelado, porque le aborreces, y quieres engañarte á tí propio creyendo un acto de justicia, lo que no es más que un crímen, al que unes el sacrilegio. Vuélveme á mi reposo; tu vista me estremece, y estos momentos de vida son más terribles para mí, que esa fosa fria y húmeda lo ha sido durante treinta años.

—¡Oh! ¿no quieres su sangre? pues bien, la tendrás; él perecerá aquí, y ella será mi esclava. Tienes razon, ¿qué me importas tú, ni el universo, ni los siete cielos de Dios, sin Noemi? Quiero que sea mia y lo será.

—Te engañas, miserable impío, gritó el árabe; te engañas, porque Dios no permitirá que la impureza una al hermano con la hermana... porque Noemi es la hermana de Djeouar.

El juglar lanzó una insolente carcajada.

—¡Lo sabes! es verdad, continuó el árabe; ese talisman que te ha prestado el infierno, te permite leer en el presente y el pasado; pero no leas en el porvenir... porque yo te maldigo, Djeouar, y el porvenir de los hijos malditos por su padre, es la muerte y la condenacion.

En aquel momento oyó Djeouar un ruido semejante al de una barca que choca en tierra. Animáronse sus mejillas con un fuego febril, tocó la calavera, murmuró un conjuro, y el árabe se hundió en la fosa que se cerró sobre el. Al punto un hombre, atraido por el resplandor de la antorcha, penetraba en las ruinas.

Djeouar se colocó de manera que la sombra ocultase su semblante, y se envolvió en su alquicel; el hombre que llegaba se adelantó, y la luz de la antorcha reflejó en su rostro.

Era el wisir.

—¿Estás ahí, príncipe Aben Charyarh? dijo, dirigiéndose al juglar, con un acento en cuya convulsion se mostraba el terror de su espíritu.

—Sí, contestó Djeouar, y á la verdad no te esperaba. ¡Amas demasiado á Noemi!

El acento de Djeouar era sombrío, el terror de Aben-Sal-Chem se colmó.

—¡Lo sabes! Aquí en este sitio, exclamó el wisir, le ví ante mí... estaba desarmado... se habia roto su espada luchando con los mios... tras él se agrupaban llorosos una mujer hermosa y dos niños, y el anciano emir parecia dispuesto á vender cara su vida...

—Todo lo sé, contestó con acento solemnemente marcado Djeouar; el emir sólo te dijo: «He huido por ellos», y te señaló sus hijos y su esposa.

El juglar se detuvo para observar el rostro del wisir; estaba cadavérico, sus dientes se entrechocaban y le dominaba un temblor convulsivo.

El implacable juglar, continuó:

—El emir era valiente; la mitad de su espada le hubiera bastado para cerrar tus ojos á la luz; pero tus soldados aparecieron, y una saeta se clavó en el costado izquierdo de tu enemigo. Todo acabó; la muerte fué con él.

Hubo otro intervalo de silencio más solemne que el primero.

—Mucho debes amar á Noemi, continuó el juglar, cuando arrostras por su amor tan terribles recuerdos.

—¡Si la amo! exclamó el wisir. Ella es la hurí que Dios me ha concedido, apiadado quizá de mis remordimientos, y si me engañase, su sangre caeria aquí, aunque Eblis tendiese ante ella sus alas para estorbarlo.

—Pues bien, Aben-Sal-Chem, esa mujer no te ama.

Una exclamacion, semejante á un grito arrancado por un dolor agudo, rebosó del fondo del alma del wisir.

—Esa mujer, continuó Djeouar, vendrá aquí esta noche en busca de un amante.

—¡Mientes! gritó furioso el wisir.

—Y ese amante, soy yo. Añadió Djeouar descubriéndose y colocándose de modo, que la luz de la antorcha hirió de lleno su semblante.

—¡El juglar! gritó Aben-Sal-Chem, á quien el estupor hizo retroceder aterrado:

—Sí, el juglar, contestó Djeouar adelantando lentamente y asiendo con su crispada mano un brazo de su enemigo. ¡El juglar que se venga! ¡Has colocado para mí una escarpia en las puertas de Dembea! ¡Bien, servirá para tí! ¿lo entiendes? ¡Y aquí, donde tú robaste la vida y la esposa al emir, te arrancará la vida y la esposa su hijo el juglar! ¡Porque yo soy hijo del emir de Egipto Abu-Djeouar.

—¡Hijo del emir! murmuró Aben-Sal-Chem fijando una mirada insensata en el juglar. ¡Hermano de Noemi!

—Sí, su hermano y su amante; pero ella no sabe que soy su hermano, porque tú que lo sabes vas á morir.

—No; es imposible, ella no vendrá, exclamó Aben-Sal-Chem contentando á su pensamiento dominante; ella me ama, y te desprecia. ¡Mientes, no vendrá!

Djeouar llevó entonces al wisir á la orilla del lago.

—¡Que no vendrá! dijo cuando hubieron llegado; pues bien, escucha: ¿No te parece que en medio del silencio se levanta en el lago ruido de remos, y que á pesar de la niebla se ve una luz opaca que avanza hácia aquí?

En efecto, se oia el ruido y se veia la luz; los ojos y los oídos de Aben-Sal-Chem devoraban la niebla y el silencio.

Muy pronto no pudo dudarse que una barca se dirigia á la ensenada. La guiaba un solo remero, y una antorcha clavada en su proa dejaba ver que conducia á una mujer. Aben-Sal-Chem reconoció á Noemi, dió un grito salvaje y quiso desasirse de Djeouar, pero este le sujetó, como le hubiera contenido una cadena de bronce; entonces el wisir quiso desnudar su puñal, pero se anticipó el juglar y le desarmó.

—¡Miserable asesino! exclamó luchando con la fuerza de la desesperacion, aunque inútilmente el wisir.

Djeouar no contestó; con una fuerza, que no era de esperar en él, contrahecho y envejecido por los sufrimientos, arrojó por tierra al wisir, le puso una rodilla sobre el pecho, y levantó lentamente el puñal de Aben-Sal-Chem, que cerró los ojos resignado á morir.

Pero fuese que el recuerdo de la maldicion de su padre le aterrase; fuese un sentimiento de crueldad el que le impeliese á respetar la existencia de su enemigo, bajó el puñal con la misma lentitud que lo habia levantado, y murmuró al oído de Aben-Sal-Chem estas terribles palabras:

—Vive, pero vive para sufrir como he sufrido yo; vive para ver en los brazos de otro á la mujer de tu amor.

Nada contestó Aben-Sal-Chem, estaba desmayado.

—¡Zim-Zam! murmuró el juglar.

El genio se presentó instantáneamente.

—Te he mandado esta tarde que construyeses un alcázar en el fondo del lago.

—Cumplidos están tus deseos, poderoso señor, contestó el genio.

—Que en lo más profundo de él pusieses un calabozo.

—Así es, repuso el genio.

—Pues bien, lleva á él ese hombre, añadió Djeouar señalándole el wisir, y cárgalo de cadenas.

El genio, despues de haber envuelto en su alquicel á Aben-Sal-Chem, desapareció con él hundiéndose en las aguas del lago, y Djeouar tornó á la cerca, junto á la cual esperaba Noemi envuelta en su túnica.

Djeouar habia vuelto á parecer el jóven hermoso y rico; sólo habia necesitado la deformidad para la venganza; para el amor aceptaba la belleza que debia al talisman.

Al llegar junto á Noemi asió una de sus manos, que ella le abandonó temblando, y la condujo por una abertura del vallado hasta la cabaña donde ardia aún, clavada en el suelo, la antorcha.

—Siéntate, la dijo, tendiendo su alquicel sobre las ruinas.

La jóven obedeció; Djeouar se sentó á sus piés á alguna distancia; ambos permanecieron mudos: él contemplando con avidez á Noemi; esta ruborosa y trémula, fijando su mirada en el suelo musgoso de las ruinas.

Todo contribuia á hacer solemne aquella situacion; la lobreguez y el silencio de la noche; las paredes ennegrecidas, que sustentaban aún algunas maderas cubiertas de tierra y juncos, entre los cuales brotaba el jaramargo; la antorcha, irradiando una claridad oscilante, y dejando oir de tiempo en tiempo su áspero chascarar, un conjunto, en fin, sombrío y apenador, hacia presumir la gravedad del motivo que habia impulsado á Djeouar á emplazar á aquel sitio á la mujer de su amor.

—Hubo un tiempo en la tierra de Egipto, dijo el juglar rompiendo el silencio, un valiente emir; era justiciero, aunque cruel en su justicia, y habia llegado á la edad en que las pasiones se desarrollan é inflaman el corazon. Dividia su tiempo entre el pórtico de su alcázar, donde hacia justicia al pueblo, el retiro del mirab, donde elevaba á Dios su espíritu, las arenas del desierto, donde daba caza á los leones, ó las fronteras de sus vecinos, á los cuales llevaba con frecuencia la guerra á la primera provocacion: justiciero, religioso, bizarro y prudente, era respetado por su virtud y temido por su rigidez. El califa de Damasco le llamaba Seifu-l'Islam (Espada del Islam), y sus enemigos Al-Muweiyid-Billah (Favorecido de Dios). Este hombre debia haber sido feliz, y sin embargo, no habia libado más que amargura en la copa de su destino. Niño, le habian vendido sus padres; hombre, le habian hecho traicion los que creyó amigos, y harto jóven aún, á los veinte años, habia leido todas las amargas frases del libro de la experiencia escrito por el desengaño. Esclavo, habia luchado por alcanzar una libertad adquirida á fuerza de constancia; libre y soldado, habia subido paso á paso la trabajosa pendiente de la fortuna, y cuando llegó á su colmo y pudo mirar desde la altura á que lo habia elevado la justicia del califa, el abismo insondable desde donde habia surgido hasta la cumbre del favor y de los honores, su vista sondeó aquel abismo, y en su oscuro fondo halló ultrajes que vengar, lágrimas que recoger y séres que exterminar. En aquel abismo estaba su pasado, y su pasado habia dejado huellas profundas en sus recuerdos.

Entre aquellos recuerdos se alzaba un hombre. Aquel hombre, colocado por su destino sobre la huella del emir, le habia comprado á sus padres, cuando sólo contaba diez años; le habia perseguido, cuando habia logrado huir de su padre, y cuando al frente de las tropas del califa habia recorrido triunfante las fronteras enemigas, la calumnia emanada de aquel, se habia levantado siempre entre él y su próspera fortuna. Era el mal genio que seguia por do quier al emir Abu-Djeouar.

Hubo un dia en que aquellos dos hombres se encontraron llenos ambos de odio; el uno, por una larga historia de sufrimientos y desgracias; el otro, por una envidia miserable: la lucha debia ser decisiva. Abu-Djeouar, el caudillo del califa, el guerrero de fortuna, el favorecido de Dios, envistió como un leon al miserable Muza Kelb-namir (Moisés, Corazon de Tigre), que le esperó con la traicion y la rabia del tigre. El combate fué tremendo; las aguas del Nilo se tiñeron de sangre: tres soles y tres lunas brillaron tristes y sombríos sobre el campo de aquel reto singular de hombre á hombre, y dos ejércitos poderosos, de árabes el uno, de egipcios el otro, enrojecieron sus cimitarras hasta la empuñadura, y sus lanzas hasta las manos. Y el Dios grande, el Dios de las batallas, el Dios que tiende su mano vencedora sobre los justos y los valientes, arrolló las gentes del pérfido Kelb-namir, como el viento azota las endebles cañas, y las quiebra y pasa sobre ellas. Kelb-namir y su walí Aben-Sal-Chem, que entonces contaba trece años, huyeron llevando tras sí los restos de sus huestes, y Abu-Djeouar penetró triunfante en Dembea, y sobre el alminar de la gran mezquita clavó la bandera vencedora del califa.

Abu-Djeouar habia satisfecho su odio; habia exterminado á sus enemigos; habia vencido; el califa le honró con magníficos presentes, le envió su espada y le nombró emir de Egipto.

Pero el caudillo feroz, el hombre que hasta entonces sólo habia pensado en su venganza, se encontró subyugado y vencido á la vez. Entre las esclavas abandonadas por Kelb-namir en su alcázar de Dembea, habia encontrado una hechicera doncella, hija de la Persia, de ojos garzos, cabello brillante y tez blanca. Fué la única que tuvo una mirada dulce, exenta de terror ante el emir, entre aquellas mujeres que habian huido gritando á esconderse en el fondo del harem. Abu-Djeouar la tendió la mano, y Sayaradur (Schallaradurr, Arbol de Perlas), se arrojó en sus brazos.

—¿Y quién era esa mujer? murmuró en voz casi ininteligible Noemi.

El juglar se estremeció al escuchar aquella voz tímida, pudorosa, que vibraba en su corazon llena de un poder invencible.

—Esa mujer era tu madre, contestó.

—¡Mi madre! yo nunca la conocí, repuso Noemi, cuyos ojos se humedecieron. ¿Cuántos años han sido desde que el emir conoció á la esclava?

—Treinta y dos veces el estío ha pasado desde entonces sobre el lago.

—¡Treinta y dos veces! exclamó Noemi. Yo sólo cuento doce años; antes de mí debieron venir otros.... ¿qué ha sido de mis hermanos?

—Esta es una historia triste, contestó Djeouar dominando su emocion, una historia de lágrimas para tí, y de sangre y venganza para tus hermanos. Sólo Dios sabe dónde están, añadió el juglar anteponiéndose á una pregunta de Noemi. Tal vez murieron con su padre, aquí; tal vez tu túnica cubre el sitio de la tierra sobre la cual se derramó su sangre.

Noemi palideció.

—Pero la hora de la venganza ha sonado ya. La espada de la justicia se ha levantado, y Aben-Sal-Chem ha caido.

Un grito terrible salió de la garganta de Noemi.

—Sí, ha caido Aben-Sal-Chem; el asesino de tu padre, el verdugo de tu madre, el miserable esclavo engrandecido por el crímen.

Noemi sufria herida en su corazon: aquella historia llena de crueles revelaciones, destilaba gota á gota sobre ella toda su amargura; su frente se abrasaba; sus ojos fijos iban enrojeciéndose al par que pasaba sobre ellos un velo fúnebre. Era la pantera que arrancada de su cubil pequeñuela, dulce y mansa hasta conocer su linaje, se alzaba al cabo fiera, amenazadora, imponente en su primera embestida. Era una digna hija de Sayaradur, una digna hermana de Djeouar, que observó profundamente el primer impulso de aquella mujer, en cuya alma tras tanta pureza y tanto amor, dormian una valentía y una fiereza sin límites.

Sin duda en aquella cabaña abandonada, en las orillas de aquel lago silencioso, volaba el mal genio del crímen y de la venganza; sin duda pesaba sobre ella un terrible decreto del Altísimo. Tal vez habia algo más que humano en Noemi y Djeouar.

Entrambos posaban su mirada en la mirada del otro; entrambos sentian rodar la tormenta en sus corazones, y entrambos la contenian.

—¡Aben-Sal-Chem ha sido el enemigo de mi padre! ¡Oh! ¡no puede ser! exclamó Noemi. ¡Aquí han muerto mis hermanos! ¡Y tú lo sabes! ¿Quién eres tú?

—¿Quién soy yo? contestó lúgubremente Djeouar: tanto valdria que preguntases á esas ruinas, á ese lago, á ese cielo encapotado por las tinieblas.

—Pero tu padre...

—Murió como tu madre, Noemi; murió asesinado como ella murió de vergüenza y desesperacion. Escucha: el emir amó á la esclava y la hizo su esposa, y esta amó al emir, como aman los arcángeles á Dios; los dos eran jóvenes y hermosos. El genio de la felicidad posó sobre ellos, y á los dos años despues que unieron sus destinos tenian dos hijos; el valiente emir creyó terminadas sus pruebas sobre la tierra, y que Dios le anticipaba el Edem dándole el amor de Sayaradur. Vivia tranquilo, reposando sobre sus victorias y adormido en la límpida mirada de su esposa. Pero Eblis, el espíritu terrible á quien Dios permite el mal para poner á prueba la virtud de los hombres, arrojó un dia á un mancebo ante el paso del emir.

IV

Era una ardiente tarde de verano: Abu-Djeouar cabalgaba al trote de su caballo por las márgenes de Bahr-el-Azrak; llevaba un arco á la espalda, y en la mano una azagaya; el caballo trotaba con ardor; los ojos del emir escudriñaban los breñales, las malezas, las quebraduras de las rocas: de repente dió un grito de alegría; frente á él se doblegaba el follaje de un cañaveral, y sobre la seca hojarasca resonaban sordas pisadas. El emir armó su arco y asestó la azagaya al cañaveral que se abrió, pero en vez de un leon, segun habia creido el emir, que habia salido á cazar, se le presentó un mancebo.

Por un momento Abu-Djeouar, que se entregaba con facilidad á la cólera, tuvo asestada la azagaya contra el desconocido, que no era culpable de otro crímen que el de no ser leon; el mancebo y el emir se contemplaron un momento en silencio; el uno, sereno é inmóvil; el otro, ceñudo, blandiendo su terrible azagaya.

—¿Quién eres? dijo al fin con acento breve é imperioso el emir.

-Soy Aben-Sal-Chem, contestó con voz segura y respetuosa el mancebo que se inclinó.

—¿De qué país eres? insistió el emir.

—De Arabia, repuso el jóven.

—¿Qué haces aquí?

—Busco el cubil de una leona que he visto bajar esta mañana á las corrientes. Me parece que está criando y busco los cachorros.

El emir se desarmó; si no habia encontrado un leon, habia encontrado un cazador de leones.

—Acércate, dijo el emir adelantando al propio tiempo su caballo.

Aben-Sal-Chem se acercó; tenia los párpados abrasados por el sol, y sus labios secos y áridos, brotaban sangre. El emir conoció que la sed le devoraba, y le mostró una calabaza llena de agua que colgaba del arzon de su silla.

El árabe rehusó beber; el semblante del emir se nubló.

—Sólo de un enemigo se rechaza el agua, el pan y la sal. La sed te aflige y rehusas mi agua.

—No tengo sed, repuso con energía, aunque con respeto, Aben-Sal-Chem.

El emir dejó de nuevo la calabaza en su lugar, y con continente reposado dirigió de nuevo la palabra al árabe.

—¿Y estás seguro de encontrar el cubil? le dijo.

El árabe se tornó lentamente hácia la cortadura de una roca, extendió su brazo desnudo á ella, y señaló al emir la estrecha grieta de una gruta, á la cual conducia un áspero sendero perdido á trechos entre una ágria maleza de espinos.

En efecto, el emir, escuchando con alguna atencion, oyó los pequeños bramidos de los leonzuelos hambrientos.

—¿Sábes, añadió dirigiéndose al árabe, que te expones á un peligro terrible, robando los cachorros antes de haber muerto á la madre? No tienes caballo y ella te seguirá y te alcanzará.

El árabe, por toda respuesta, puso gravemente su diestra en la empuñadura de su yatagan.

El emir miró con asombro á Aben-Sal-Chem; apenas contaba quince años; casi se sonrojó de que un niño se aventurase á una empresa que tal vez él, experto y esforzado cazador, hubiera respetado.

—¿Con que dices que están allí? repuso el emir con toda la franca alegría de un cazador que encuentra una pieza. Adelante.

Y desmontó del corcel, le ató á un espino, y dijo al árabe:

—Ve delante.

El árabe no se movió.

—¡Guia! añadió con impaciencia el emir.

—Son mios, dijo pausadamente el árabe, y quiero ir solo.

—¡Guia! repitió con imperio Abu-Djeouar levantando su azagaya sobre la cabeza de Aben-Sal-Chem.

El árabe palideció; un relámpago de cólera lució en sus ojos, y su mano buscó instintivamente la empuñadura del yatagan; pero se contuvo. Inclinó la cabeza resignado, y se dirigió en lento paso á la maleza que cubria la entrada del sendero que terminaba en la gruta de la cortadura.

El emir le seguia á alguna distancia. El árabe andaba en paso recto, seguro, marcado, sin volver atrás la cabeza, sin advertir al emir las dificultades del terreno que él vencia con suma facilidad. Al fin se internaron en los espinos; al principio la senda era, aunque escabrosa, practicable, y el sol filtraba sus rayos á través del ancho follaje; algo más adelante la maleza se estrechaba, menguaba la luz interceptada por la espesura, la senda se hacia tortuosa y tajada con frecuencia.

El árabe desnudó su yatagan, y se abrió camino á través de los arbustos que cortaba. Apresuró su marcha, adelantó al emir, y en la vuelta de una quebradura esperó.

Su moreno semblante se cubrió de una palidez sombría: sus ojos brillaron animados de una expresion salvaje, adelantó su cabeza en el ademan de la mayor atencion, como el tigre que espera, y una sonrisa horrible dilató sus labios. Al fin resonaron los pasos del emir, y el ruido que hacia su alfanje cortando la espesura: el árabe apretó con mano convulsiva la empuñadura de su yatagan, sus cejas se fruncieron, y sus ojos se fijaron reflexivos; sin duda un pensamiento nuevo pasó por su inteligencia, puesto que al sentir cerca ya al emir, abandonó su actitud de acecho, volvióse hácia la continuacion de la senda, abrióse paso á cuchilladas entre los espinos, y se alejó murmurando:

—Aún no es tiempo.

Y siguió trepando con ardor por el sendero cortado ya sobre la roca, estrecho y resbaladizo. Al fin llegó á una plataforma; sobre ella, á cuatro piés de altura, se alzaba la grieta á la que conducian desde allí dos escarpaduras asperísimas.

El árabe empezó á trepar por una de ellas, con el cuerpo encorvado, el oído atento y el yatagan preparado. Un poco despues el emir apareció en la plataforma y avanzó por la otra escarpadura. Con alguna ventaja el árabe llegó á la abertura de la caverna y lanzó una mirada salvaje á su oscuro fondo. Nada se veia, nada se escuchaba. Aben-Sal-Chem hubiera creido que nada existia en ella, á no ser por un olor fuerte y acre que le reveló el rastro de la leona.

El árabe invocó á Dios, y se adelantó: entonces en el fondo de la gruta brillaron dos puntos luminosos como carbunclos; agitóse una sombra informe, y un rugido atronador retembló en los aires inmenso y terrible; el emir llegaba entonces á la grieta.

—¡La leona! exclamó con grito bravío el árabe: ¡Allah-Akbark!

—¡Allah-Akbark! repitió con voz pujante el emir armando su arco en la entrada de la caverna.

Un segundo rugido, más fuerte, más amenazador que el primero, fué la señal de la acometida de la fiera. Aben-Sal-Chem la vió cargar sobre él y la recibió. El choque fué tremendo: el yatagan del árabe se abrió paso á través del pecho de la leona, que se lanzó de un salto sobre la plataforma arrastrando consigo al cazador.

Sin el emir, Aben-Sal-Chem no hubiera abierto los ojos á la luz: pero sus dias no estaban contados. La azagaya del valiente Abu-Djeouar, rasgó silbando la distancia, y se clavó vibrante en el cráneo de la leona, que dió su postrer y tremendo salto, lanzó un rugido de agonía, y cayó inerte junto al árabe, que con la violencia de la caida desde la gruta hasta la plataforma, habia perdido el sentido.

Embarazosa era la situacion del emir: dejar allí abandonado junto á un antro de leones á un hombre á quien ya amaba, como amaba á todos los valientes, fué un pensamiento que rechazó con indignacion. Esperar solo el inminente peligro de la vuelta del macho, era esperar una muerte segura.

Y el tiempo corria, el sol tocaba al Occidente, escuchábase ya el aullido de las fieras que volvian á sus cavernas, y los pájaros volaban á su nido.

Pero á tiempo por entre las quebraduras de las rocas resonaron roncas bocinas, y una tropa de jinetes armados de lanzas y azagayas entraron al galope de sus caballos en el valle donde habia encontrado al árabe el emir.

Eran los esclavos de este que le buscaban; el valiente cazador llevó la bocina á sus labios, la hizo sonar tres veces, y sus gentes vinieron á él.

Entre tanto el emir bajó á la plataforma; la leona habia caido sobre el árabe, que aún permanecia sin sentido: el emir le puso la mano sobre el corazon; aún latia; la hora suprema no habia llegado aún para Aben-Sal-Chem.

—¡Loado sea Dios! exclamó el emir, á tiempo que cuatro de los suyos ponian á sus piés cuatro leoncillos que habian encontrado en el antro: ¡loado sea Dios! no sólo adquiero cuatro animales de la mejor raza para mi leonera, sino que he encontrado un valiente cazador de leones.

Poco despues aquella tropa, siguiendo á su señor, entraba al galope de sus caballos en Dembea, y algo más tarde Aben-Sal-Chem, conducido en un palanquin, tornaba en sí en un lecho junto al cual estaba sentado el emir.

El árabe debia su vida á Abu-Djeouar, y sin embargo, aún despues de haber tornado á sus fuerzas, no expresó su agradecimiento á su bienhechor, que le honró con las mayores distinciones, y le hizo jefe de sus cazadores.

V

Atribuyó el noble emir á causas extrañas la taciturnidad y el desabrimiento del árabe; jamás este tocó manjar alguno en el alcázar, ni durmió bajo su techo, ni acudió á él sino cuando el emir le llamaba para ordenarle le siguiese á la caza.

Entonces perseguia con ardor al leon ó la pantera, corria todo un dia como un perro por los breñales, delante del caballo del emir, y terminada la cacería, iba á ocultarse en la misma cabaña donde estamos; en el otro extremo habia un pequeño y rústico mirab, y en él, abstraido del trato del mundo, vivia un anciano morabhita.

El mirab ha desaparecido, y sólo queda la cabaña arruinada.

Un dia el emir llamó á su cazador, este se presentó, como siempre, ceñudo, taciturno, bravío.

—Quiero dar un espectáculo de caza á mis mujeres, le dijo el emir; mañana al amanecer estarás con mis cazadores en la parte oriental del lago. Haré que conduzcan allí dos de los leones más feroces que tengo, y espero que Dios nos dará un buen dia.

El árabe se inclinó segun costumbre, y partió; pero en vez de encaminarse á su albergue, se dirigió por la márgen izquierda del Bahr-el-Azrak, hasta llegar á un pequeño aduar plantado en torno de una palmera en la confluencia de aquel rio con el Nilo.

Algunos caballos pacian junto á las tiendas, y algunos feroces árabes se ocupaban en afilar las puntas de sus lanzas como preparándose á una expedicion.

Aben-Sal-Chem pasó entre ellos sin dirigirles ni una palabra, ni un ademan amistoso, y entró en una tienda colocada en el centro del aduar.

En ella, tendido sobre una estera de palma, estaba Muza Kelb-namir; su edad llegaria á treinta años; su semblante era feroz; junto á él estaban sus armas, y más allá los arneses de sus caballos; su meditacion era profunda y no reparó en Aben-Sal-Chem.

—Héme aquí, dijo el árabe. Ha llegado el dia. Mañana al amanecer cabalga con los tuyos en direccion á las montañas por la parte oriental del lago Dembea.

—Al amanecer cabalgaré.

—Y tiempo es, añadió el árabe, de que yo reciba mi recompensa.

—¿Y qué quieres?

—Escucha, soy hijo de un pescador; mi vida ha pasado triste y afanosa entre el trabajo y la servidumbre; á los doce años arrojé las redes y el remo, y empuñé este yatagan; te he servido en la guerra y en la caza, y quiero, si recobras tu poder, que eleves contigo al hombre á quien lo debes. Quiero riquezas, mujeres y esclavos; quiero pasar por el hijo de tu hermano; quiero ser poderoso.

—Lo serás.

—No basta eso; es preciso que delante de tus árabes me beses en la mejilla, y me declares tu pariente; el triunfo embriaga, y despues de él podrias ser olvidadizo.

Kelb-namir se levantó, tocó una bocina, á cuyo sonido se agruparon en torno de la tienda más de cien árabes.

—¡Creyentes! les dijo Kelb-namir; Aben-Sal-Chem, este que veis á mi diestra, es hijo de mi hermano; yo le adopto por hijo, y quiero que por tal le tengais.

Un murmullo de asentimiento fué la contestacion de los árabes.

—Jurad que reconocereis en mí, dijo Aben-Sal-Chem, al heredero de Kelb-namir, que muerto él le elevareis á su dignidad.

Los árabes guardaron un silencio estúpido.

—Juradlo, exclamó con imperio Kelb-namir.

Los árabes juraron por el profeta; y como Kelb-namir y Aben-Sal-Chem se retirasen al interior de la tienda, se dispersaron y tornaron en silencio á aguzar sus lanzas y á afilar sus yataganes.

Aben-Sal-Chem salió de la tienda y se perdió á lo largo de la márgen del rio. Una hora más tarde, diez árabes partian á toda la carrera de sus veloces caballos en distintas direcciones.

Al amanecer del dia siguiente el aduar se habia aumentado de una manera prodijiosa; las tiendas llenaban la llanura; los árabes enjaezaban sus caballos, y Kelb-namir recorria en todas direcciones el campamento, y ordenaba su hueste, cuyo número ascendia á diez mil hombres.

VI

Cuando el sol se levantó en el horizonte, aquella tropa cabalgaba corriente arriba, por la márgen izquierda del Bahr-el-Azrak. A la hora de adohar dieron vista al lago Dembea, y escucharon el son de las bocinas de caza, y el rugido de los leones acosados por los árabes y por los perros. Kelb-namir se adelantó solo á través de las quebraduras, y desembocó en un extenso valle. Su vista de águila vió al fondo de él una tienda colocada sobre una roca, y en ella una mujer rodeada de esclavas.

Era Sayaradur.

Una tropa de esclavos etíopes defendia las avenidas, y más abajo, en el fondo del valle, el emir Abu-Djeouar seguido de Aben-Sal-Chem y sus cazadores, acababa de rendir á un formidable leon.

El rostro de Kelb-namir se nubló con una expresion de odio; contempló al emir un momento, y murmuró con voz lúgubre:

—Ha terminado tu cacería, emir; pero la mia empieza ahora.

Y acercó á sus labios la bocina, que lanzó por tres veces su vibrante sonido en las concavidades de las rocas.

Por la garganta donde estaba Kelb-namir, se lanzaron tras él sobre el valle los diez mil árabes, agitando sus alquiceles y blandiendo sus lanzas.

En el primer momento, el emir creyó amiga aquella tropa, que bajaba con la rapidez y el ruido de un torrente por la falda de la montaña; pero cuando vió la bandera roja de su enemigo, cuando le reconoció cabalgando al frente de los suyos, lanzó un rugido semejante á los del leon que habia vencido, y llamó junto á sí al escaso número de cazadores que le acompañaban.

Pero estos estaban sobornados por Aben-Sal-Chem, y le rodearon pretendiendo desarmarle.

El emir sólo contaba veinte años; era fuerte y valiente como un tigre, y los primeros que se acercaron á él cayeron bajo los golpes de su espada.

—¡Ah! ¡eres tú tambien, traidor! exclamó viendo á Aben-Sal-Chem que le acometia.

—Mientes, gritó el árabe, yo no soy traidor; nunca he dormido bajo tu techo por mi voluntad, ni he tocado tu mano, ni he comido tu pan ni tu sal.

Entonces llegaba Kelb-namir, seguido en tropel por su hueste; el polvo producido por los caballos oscurecia el ambiente: los gritos se levantaban en un zumbido inmenso y rugiente como el semoum; Abu-Djeouar se vió perdido, tornó su caballo á la roca donde estaba Sayaradur, y se abrió paso á cuchilladas entre los cazadores que le rodeaban.

Los esclavos etíopes se habian puesto en salvo con Sayaradur, los hijos del emir y las mujeres de su harem. El caballo de Abu-Djeouar, estimulado con los gritos de la gente de Kelb-namir, corria con una velocidad increible; salvó las gargantas, atravesó los valles, llegó á las márgenes del lago, y alcanzó á los etíopes que habian huido antes que el emir.

Este puso sobre la grupa de su caballo á Sayaradur, tomó en sus brazos á sus hijos, y siguió corriendo, en tanto que en las revueltas de la montaña aparecia ya Kelb-namir aguijando á su caballo que corria á rienda suelta, seguido por Aben-Sal-Chem y los diez mil árabes.

Los esclavos etíopes quisieron proteger la huida de su señor, y se lanzaron con las lanzas tendidas y las adargas al pecho sobre los árabes, que aún no habian avanzado de la garganta de la montaña.

Aquel espectáculo era horrible. En el centro del valle las esclavas del harem, abandonadas por los etíopes, huian á ocultarse en la selva vecina, lanzando agudos gritos; por la parte oriental del lago se veia corriendo sin rienda un valiente caballo negro, cubierto el cuerpo de espumoso sudor, y los ijares de sangre. Sobre él llevaba sus dos hijos el emir, rugiente y sombrío, á cuya cintura se asia Sayaradur, desmelenada, pálida, fijando una mirada colérica en la parte occidental, donde con el valor de la desesperacion se batian los leales etíopes con las gentes de Kelb-namir; y sobre todo esto un sol abrasador, una atmósfera inflamada, y en ella una banda de buitres, cerniéndose sobre el combate, llamados por el olor de la sangre que ya regaba el suelo.

Pero de en medio de los que lidiaban se adelantó un jinete, seguido por algunos más, y atravesó el valle á toda carrera: el caballo del emir habia caido muerto de fatiga, y él con sus hijos y Sayaradur habia entrado en el terreno que rodea el vallado que guarda esta cabaña; imposible era pasar adelante; por una parte estaba el lago, por otra la cortadura de la montaña, y la que restaba era el camino del valle por donde avanzaba Aben-Sal-Chem.

El mirab estaba cerrado; el emir llamó á su puerta, y nadie contestó; entonces entró en la cabaña sin sospechar que aquel era el asilo del hombre que le habia vendido á su enemigo.

Desde allí vió á Dembea; en las almenas se veian algunas atalayas mirando al lugar del combate; sus huestes salian de la ciudad en su socorro, y tornó su valor con su esperanza. Una hora bastaba á su ejército para llegar á él; un momento á Aben-Sal-Chem para dar cima á su traicion.

Un grito feroz del emir indicó á Sayaradur que la lucha tocaba á su término; el emir se batia cuerpo á cuerpo con Aben-Sal-Chem y los árabes que le habian seguido; rota su espada, herido y fatigado, se retiró á la cabaña, siempre dando frente á los asesinos; Aben-Sal-Chem fué el primero que entró.

Sayaradur se colocó entre él y el emir; los dos niños lloraban sin comprender nada de lo que sucedia.

—Eres un cobarde: dijo Aben-Sal-Chem á Abu-Djeouar; has huido.

—He huido por ellos, contestó con dignidad el emir, señalando á su esposa y á sus hijos; y se lanzó sobre el árabe traidor, á tiempo que una saeta disparada por los que entraban arrojó por tierra sin vida al valiente emir.

VII

Djeouar se detuvo para observar la impresion que producia en Noemi el relato de aquella historia: estaba pálida, aterrada; sus ojos arrojaban una mirada medrosa en los del juglar, dos lágrimas surcaban sus blancas mejillas.

Djeouar continuó:

—Sayaradur habia caido sin sentido, al ver correr la sangre del emir, y cuando tornó en sí se encontró en el alcázar de Dembea sobre su mismo lecho, y creyó que todo lo que habia visto era un sueño horroroso. Pero pronto la realidad se presentó ante ella. Kelb-namir entró y con él Aben-Sal-Chem. Su esposo habia muerto; sus hijos habian sido abandonados, y sus enemigos se habian apoderado de Dembea. Sayaradur tornaba á ser esclava.

—¿Y mi padre?... preguntó Noemi.

—¡Tu padre!... murmuró con espanto Djeouar.

—El emir... ¿qué fué del emir? repuso Noemi.

—Hace treinta años que murió Abu-Djeouar, contestó con acento solemne el juglar, y tú sólo cuentas doce.

—¡Oh! es verdad, exclamó Noemi; el emir no pudo ser mi padre; á no ser que...

Una idea supersticiosa cruzó por la mente de la niña. Djeouar leyó en su pensamiento.

—No, la dijo; el mismo dia en que el valle y la cabaña se habian teñido de sangre, el morabhita que habitaba el mirab, volvió de la montaña, donde habia ido á buscar sus frugales provisiones; vió la tierra cubierta de cadáveres, mientras que algunos buitres volaban hácia la cabaña y el mirab; llegó á la primera y encontró en ella el cadáver del emir y sus hijos, el uno de dos años y el otro de uno, que lloraban desamparados; sepultó el cadáver; tomó los niños, los entregó á una nodriza á quien contó su historia para que se la refiriese más adelante, y se tornó á su mirab... Tu padre, Noemi... es Muza Kelb-namir.

—¡El asesino del esposo de mi madre!

—Sí; pero tu madre no fué culpable. Año tras año pasaron diez y ocho, sin que un solo dia Kelb-namir dejase de arrastrar su amor á las plantas de Sayaradur; diez y ocho años dia por dia, la encontró inexorable y más hermosa, y á medida que pasaban añadian más fuerza al fuego del amor del árabe, más y más odio al corazon de la esclava.

Una noche Kelb-namir velaba y se entregaba á toda la desesperacion hija de su amor insensato. Terribles pensamientos le dominaban, la rabia devoraba su corazon.

La lámpara se habia apagado; por los abiertos ajimeces penetraba frio y ruidoso el viento de la tempestad; Kelb-namir se revolvia sobre la piel de tigre de su lecho.

En medio de su insomnio creyó oir el ruido de un vuelo pausado á poca distancia de su cabeza; el vuelo se cruzaba en todas direcciones; pasaba, volvia á pasar, se perdia y se agitaba por intervalos cada vez más cercano. Al fin sintió unas alas sutiles y frias que azotaban su rostro, y oyó una voz dulcísima que murmuró en su oído:

—Una noche de placer con Sayaradur, por tu eternidad conmigo.

Kelb-namir saltó del lecho despavorido al escuchar aquella voz sobrenatural, y se lanzó al ajimez á respirar el aire de la tormenta. La noche estaba oscurísima; por delante de sus ojos veia pasar en aquel cielo encapotado, cuatro sombras informes que se cernian en los aires, y pasaban y volvian á pasar, y se alejaban y tornaban á acercarse.

Eran cuatro murciélagos enormes; cuatro vampiros.

Y allí tambien, perdida en la oscuridad, arrastrada entre las ráfagas de la tormenta, tornó á resonar la voz misteriosa; otra vez oyó Kelb-namir las incitantes y terribles palabras:

—Una noche de placer con Sayaradur, por tu eternidad conmigo.

—¡Luces! ¡luces! gritó Kelb-namir, retrocediendo helado de espanto hasta el centro de su retrete.

Y despertó á sus esclavos, y llamó á sus guardas, que llegaron en tropel junto á Kelb-namir, con las picas en ristre, cual si los enemigos hubiesen penetrado en Dembea.

Kelb-namir recorrió su retrete, su alhamí, su alcázar, desde los alminares hasta los jardines. Las puertas estaban cerradas y los atalayas despiertos; ninguno habia visto la mujer que buscaba su señor.

Tal vez habia sido el sueño apenador de una tormentosa noche de estío.

Kelb-namir alejó á sus guardas y á sus esclavos, volvió á su retrete, cerró las puertas y los ajimeces, y calenturiento, desvelado, buscó el libro de sus poemas, se acercó á la lámpara y leyó.

Pero en vano quiso alejar de sí aquella medrosa vision; en lo más alto de la cúpula resonó de nuevo el vuelo de los vampiros que descendieron en una larga espiral, batieron las alas en derredor de la lámpara hasta apagarla, y otra vez dijo en el oído de Kelb-namir, la voz lánguida é incitante:

—Una noche de placer con Sayaradur, por tu eternidad conmigo.

No era sueño, era una realidad aterradora; los espíritus invisibles volaban en torno de Kelb-namir, á quien lo intenso de su terror dió fuerzas.

—¿Quién eres tú, dijo, que entre las tinieblas llegas á incitarme? ¡Espíritu ó materia, arcángel ó demonio, déjate ver ante mí!

Apenas pronunciada aquella imprecacion, una luz cárdena inundó el retrete; en el centro de él se alzó una sombra confusa, que tomó formas, y dejó ver á Kelb-namir una mujer.

Pero una mujer hermosa, como no es posible hallar otra sobre la tierra. Envuelta en una ancha y flotante túnica de finísimo lino, majestuosa y severa, con sus largos y brillantes cabellos, sus ojos de mirada límpida y penetrante, y su esbelto talle, fascinó á Kelb-namir con el mágico y poderoso prestigio que la rodeaba. Tres vampiros giraban rápidamente en torno de su cabeza describiendo una negra y fatídica aureola, y un perfume suavísimo, emanado de aquel extraño conjunto, llenaba el retrete, y enlanguidecia los sentidos de Kelb-namir, que cayó de rodillas, y unió su rostro al pavimento.

—Levántate, muslim, dijo la vision con una voz sonora, semejante á la que habia resonado tres veces en los oídos del árabe; levántate y escucha:

Kelb-namir se levantó.

—Yo soy Betsabé, la hada de los amores impuros, añadió con un acento dulce é incitante la aparicion. Yo soy la que, encerrada en la forma de un vampiro, halago el sueño de los amores insensatos, y protejo á los que arden en su fuego. Yo soy poderosa: ¿qué quieres de mí?

Kelb-namir tembló.

—Yo soy muy hermosa, prosiguió el hada, te amo y te daré el amor de Sayaradur, si me das tu eternidad.

Era la cuarta vez que el árabe oia esta terrible propuesta; su corazon se abrasaba, su sangre corria con rapidez, todo su sér sufria la influencia de aquel medroso prodigio; y, á pesar de todo, sus ojos devoraban la radiante hermosura de la hada, y tras ella veia á Sayaradur, hermosa tambien con todo el prestigio de un amor combatido durante diez y ocho años; su espíritu se nubló, envolviéronle visiones tentadoras, la hada se acercaba lentamente; su hermosura crecia, el perfume que emanaba de ella le embriagaba. Al fin los brazos de la mujer aparecida rodearon el cuello de Kelb-namir, y su boca se clavó en su boca quemándola en un largo y ardiente beso.

—Una noche con Sayaradur, y tu eternidad conmigo, tornó á decir la voz dulcísima en el oído del árabe.

—Sí, murmuró este, cayendo fascinado sobre el seno de la hada.

Era aquello un letargo tranquilo, rico de sensaciones, profundo como la muerte. Aquella mujer extraña estrechó con su brazo siniestro el cuerpo inerte de Kelb-namir, y sacando de entre sus ropas un agudo puñal de oro, le hirió en el cuello, aplicó sus labios á la herida, y devoró la sangre del árabe. El pacto estaba terminado, y Kelb-namir despertó.

Era otro hombre, sentíase con una actividad y una fuerza extremas; su inteligencia se habia desarrollado maravillosamente; su amor á Sayaradur habia crecido; su alma se quemaba en él.

—Una noche con Sayaradur, murmuró, volviéndose á la hada.

Esta le asió de una mano y le condujo hasta la puerta del retrete de la esclava, levantó el tapiz, y lanzó dentro á Kelb-namir que adelantó lentamente.

Sayaradur dormia y soñaba; creia ver á su esposo como veinte años antes el dia que habia entrado triunfante en Dembea; sentia sobre sus frescas mejillas coloradas por el rubor, el roce ardiente de los labios del emir; sentia sus manos apoyándose en sus hombros desnudos, y despertó; sus ojos se abrieron; no soñaba, y sin embargo tenia ante sí el semblante de su esposo; sus manos se apoyaban en sus hombros, su boca, trémula de amor, se posaba en su boca.

No era un sueño, no. Sayaradur estaba en los brazos de su esposo; dió un grito de alegría, inclinó la cabeza sobre el pecho de aquella hermosa aparicion y se desmayó.

Entonces la hada volvió á tomar las formas de vampiro, entró en el retrete, revoloteó alrededor de la lámpara y la apagó.

Sayaradur dormia entre los brazos de Kelb-namir, á quien el poder de la hada habia revestido con las formas del emir Abu-Djeouar.

VIII

El sol penetró al dia siguiente á través de las gasas que cubrian los ajimeces, y Sayaradur despertó sonriendo de amor y de felicidad. Pero al arrojar una mirada al hombre que juzgaba su esposo, su corazon se heló, y lanzó un grito desgarrador. Kelb-namir, vuelto á su propia figura, dormia junto á ella.

Todo su odio, toda su repugnancia, se revelaron contra el árabe, comprendió que habia sido engañada por una fascinacion mágica, y en su furor arrancó su puñal á Kelb-namir, y le hirió tres veces en el pecho. El árabe se estremeció en las convulsiones de la agonía, abrió un momento sus ojos á la luz, y los cerró para siempre, sin que de ninguna de las tres heridas manase una sola gota de sangre.

Sayaradur le contempló aterrada; comprendió que la muerte era el porvenir que la esperaba despues de haber asesinado á su señor; tuvo miedo, le cubrió con las ropas del lecho, y huyó del retrete.

Pero las puertas y los muros del alcázar estaban guardados; do quiera encontraba un etíope feroz ó un silencioso eunuco; triste y aterrada volvió á su retrete y se encerró en él.

Por un impulso involuntario de temor y de odio, levantó las ropas de su lecho; Kelb-namir habia desaparecido; ni una señal, ni un rastro quedaban del asesinato del árabe.

Oyéronse entonces en el alcázar gritos de dolor; Aben-Sal-Chem, al frente de la guardia etíope, entraba en el retrete de Kelb-namir, donde sus esclavos le habian encontrado muerto; ni una herida, ni un golpe hallaron en su cuerpo; el veneno no habia dejado tampoco en él señales de su paso.

Como heredero de Kelb-namir, Aben-Sal-Chem ocupó su lugar en Dembea. Aquella tarde, al ponerse el sol, el árabe fué sepultado junto al lago, á la sombra de una acacia, con el rostro vuelto al Oriente.

Tendió la noche su sombra en el espacio, y la tormenta se cernió sobre Dembea. Entonces, á la luz de los relámpagos, aparecieron cuatro vampiros sobre la sepultura de Kelb-namir, le sacaron de ella, y asiéndole por los extremos de la túnica, se hundieron con él en el lago.

La hada, despues de haber dado una noche de amor al árabe, le arrastraba consigo á la eternidad.

IX

Entre tanto, Sayaradur lloraba retirada en el alcázar. Pasaron dias tras dias, y conoció con terror que era madre: la vergüenza y el dolor minaron su existencia; y á pesar del respeto con que la trataba Aben-Sal-Chem, que, satisfecha su ambicion, por la cual habia arrostrado el crímen, era justo y bueno, la desdichada murió nueve meses despues, al dar á luz una hermosa niña.

—La niña eras tú, añadió Djeouar, cortando su relacion y dirigiéndose á la jóven, que le escuchaba fascinada.

El juglar continuó:

—Aben-Sal-Chem lloró sinceramente sobre los restos de tu madre; la mandó conducir á esta cabaña, y sus restos fuéron sepultados junto á los del emir. Despues Aben-Sal-Chem te tomó en sus brazos, te besó en la frente y te llamó Noemi (la hermosa).

Contaba entonces treinta y tres años, y á pesar de que la fortuna le habia hecho rico, respetado y poderoso, quedaba en su corazon un lugar vacío, que sólo podia llenarse con el amor de la mujer. Habia comprado esclavas en los bazares de Oriente; las habia robado de los alcázares de sus enemigos; princesas de Arabia y de la India habian inclinado su frente orgullosa encerradas en su harem; habia alcanzado la hermosura en la mujer; pero no habia hallado la pureza, la dulzura, el amor; habia conquistado y robado esclavas, pero no habia tenido aún una amante.

Por eso, cuando te vió en sus brazos, pura, hermosa, huérfana, hija del misterio, sonrió á su porvenir. «Yo la encerraré, dijo, en mi mirab, como la prenda sagrada de mi felicidad; viviré por ella; la guardaré como una flor preciosa, que tomaré para mí cuando el cáliz de su amor se dilate; ella me amará, porque á nadie conocerá sobre la tierra más que á mí, y embellecerá el otoño de mi vida, para hacerme olvidar los remordimientos de su primavera, y los insomnios apenadores de su estío.»

Y así lo hizo como lo habia pensado: retiróse en gran manera del mundo; dejóse ver sólo para hacer justicia y gobernar á su pueblo; adquirió fama de santo, y en vez de orar á Dios en el mirab, se dedicó á tí sólo, como el avaro que emplea su vida en la alquimia, siempre pensando en el oro que ambiciona.

Tú entre tanto crecias; el Altísimo te daba con cada alborada una gracia, con cada noche un sueño de pureza. Tú lo sabes, Noemi; no conociendo á Dios, porque el impío no te habia dicho su nombre, le adorabas en el firmamento azul, en las aguas del lago, en el mugido de la tormenta y en la luz del relámpago. Sentias sin comprender, y orabas sin palabras; eras pura y santa, y no debias hacer la felicidad de un réprobo.

Hace un año, Aben-Sal-Chem te engalanó, te sacó de tu retiro y te hizo conocer su alcázar; un faki se encargó de explicarte los misterios del libro de Dios, y los mundos de la vida y de la inteligencia se abrieron ante tí.

Mientras esto acontecia, tus hermanos, los niños abandonados junto al cadáver de su padre, mendigan el pan de la miseria; el uno era juglar como yo; el otro ¡desdichado de él! habia vendido su alma por su amor, y ante las plantas de una hebrea habia abjurado la religion de sus padres; tomó un nombre judío, y se nombró Absalon.

—¿Y dónde está? preguntó con interés Noemi.

—No lo sé, contestó el juglar; tal vez le ha exterminado la justicia de Dios. Tu hermano mayor, Djeouar, murió hace un año, el mismo dia en que yo te ví en las márgenes del lago.

—¿Y quién te ha contado esa funesta historia? le preguntó Noemi, fijando en él una mirada escudriñadora.

Djeouar la sostuvo sin inmutarse, y refirió á Noemi la manera como habia llegado á sus manos la calavera mágica. Despues continuó:

—Yo te amo, Noemi: contigo podria ser aún honrado y virtuoso; tu amor me salvaria. Aben-Sal-Chem ha perecido; mi poder es inmenso; si quieres ser sultana, tuyas serán cuantas arenas y cuantas aguas alumbra el sol en las regiones y en los mares del Oriente; te he traido aquí para revelarte tu pasado, en este mismo sitio donde se ha vertido la sangre del esposo de tu madre, y donde ella misma está sepultada. Quiero que me ames, y me amarás.

—¿Acaso no te amo? dijo Noemi levantándose pálida y conmovida. ¿Acaso no eres tú el hombre que yo he visto en mis sueños? ¿No está unido mi destino á tu destino?

—Pues bien, exclamó Djeouar acercándose á la jóven, unamos nuestro amor, embriaguémonos en él; olvidemos nuestro pasado y hagamos que nos envidien los arcángeles de Dios.

—¡Aparta! gritó con terror Noemi, no me toques; hay entre los dos un abismo que nos separa, no sé por qué, pero jamás seré tu esposa.

—Pues bien, serás mi esclava.

—¡Tu esclava yo!... Y bien, podrás matarme y.... nada más.

—¿Con que nunca serás mia? gritó rechinando los dientes el juglar.

—Nunca, exclamó Noemi aterrada.

—¡Zim-Zam! exclamó colérico Djeouar.

El genio apareció.

—Abre camino á mi alcázar, y conduce á él esta mujer.

El genio tomó en sus brazos á Noemi, extendió su alquicel sobre las aguas, sentóse en él al par que Djeouar, y aquellos tres séres se hundieron lentamente en el lago.

A medida que descendian, las tinieblas se disipaban; destellos sin cuento de brillantes colores, reverberaban ante los ojos, produciendo una luz dulce y diáfana; hadas cubiertas con velos de cristal nadaban en torno del alquicel del genio, y en el fondo del lago se levantaba un palacio maravilloso, labrado con esmeraldas y topacios. Djeouar entró, depositó en el más magnífico de sus retretes á Noemi, y dijo al genio:

—Tú la guardarás; que el sueño pese sobre sus párpados en mi ausencia, y que sólo despierte cuando sea mi voluntad; ahora un ejército y un tesoro en Dembea.

Los deseos del juglar se vieron satisfechos apenas concebidos. Encontróse con una lucida hueste junto á Dembea, cuando el alba aparecia en el horizonte, y se hizo abrir las puertas.

—Creyentes: dijo á la multitud que le rodeaba atraida por el fausto de su comitiva; yo soy hijo del emir Abu-Djeouar-al-Seifu-l'-Islam-Al-muweiyid-Billah asesinado hace treinta años por el wisir Aben-Sal-Chem. Yo he muerto al asesino, y vengo á sentarme entre vosotros en el alcázar de mi padre.

El vulgo está siempre predispuesto en favor de las novedades, y, además de esto, los esclavos del juglar arrojaban en profusion monedas de oro á la multitud. Algunos viejos recordaban el gobierno justo del emir, y se declaraban en favor de su hijo; crecieron las dádivas de dinero, adelantaron lanzas y pendones, y por una parte el interés y por otra el miedo, abrieron camino á Djeouar hasta el alcázar, en cuyo pórtico fué aclamado emir.

Envió un magnífico presente al califa, y se adurmió en los goces de su próspera fortuna.

Todos los dias tocaba Djeouar la calavera mágica, y por su virtud se trasladaba al alcázar del lago; todos los dias veia á Noemi dormida y guardada por el genio.

Pero Djeouar era infortunado en amores; como de otras mujeres le separaba de Noemi un poder superior; sólo con ella era inútil su talisman.

Pasó un año, dos, tres, hasta nueve, y empezó á correr el décimo; Djeouar habia llegado al colmo del despecho; aquella mujer que dilataba su corazon, era para él un imposible; perdió la esperanza y se abandonó á su destino.

Entonces se dijo:

—Si no hay una mujer sobre la tierra que me dé su amor, yo buscaré una hermosura más allá de la vida; yo evocaré los espíritus del mar y los genios del aire, y lograré el amor de una hurí.

Entonces recordó la aparicion misteriosa de Kelb-namir; entonces su cerebro enfermo soñó encontrar la felicidad, tras la cual habia corrido en vano, en las hadas convertidas en vampiros, y en pos siempre de su insensato deseo, asió la calavera y las conjuró.

Los cuatro vampiros vinieron á posarse á los piés de Djeouar, y fijaron en él con ansiedad sus pequeños ojos sangrientos; el juglar los contempló con horror.

—Dejad esas impuras formas, les dijo, y mostraos ante mí tal cual habeis sido.

Cuatro hermosas doncellas aparecieron en vez de los murciélagos.

Eran Betsabé, Djeidah, Zahra y Obeidah.

Un grito de admiracion del juglar, hizo reir á las cuatro hadas. Para ellas era inútil el prestigio que el talisman daba al juglar; le veian tal cual era en realidad; miserable, envejecido, encorvado, con su mugriento alquicel, su arquilla y sus cubiletes.

—Mirad qué lindo mochuelo, hermanas mias, dijo Obeidah sin curarse del furor que subia del corazon á los ojos de Djeouar.

—No, es un camello humano, dijo Zahra.

—El demonio en figura de jorobado, añadió Djeidah.

—Pues bien, ese hombre nos ama, dijo Betsabé, y cree engañarnos con la apariencia que le ha prestado el poder del cráneo de nuestro padre. Alegrémonos, hermanas mias; se acerca el momento de nuestra libertad. Matemos á este hombre, y apoderémonos de su talisman.

Djeouar se vió acometido por aquellas cuatro hermosísimas criaturas, pero tuvo tiempo de contenerlas con el mismo poder que las habia evocado. Su cólera habia crecido hasta el colmo; y si hubiera obedecido el talisman á su deseo, las hubiera exterminado.

Pero por primera vez su voluntad tuvo que doblegarse á lo escrito por el destino; el libro del porvenir se abrió ante él por un pasaje fatídico y siniestro. Djeouar leyó convulso aquella terrible escritura:

«En las tierras de Occidente, decia, hay un monte dominando á un pueblo; en la parte oriental del monte hay un abismo, y sobre aquel abismo se elevará una torre: hijos del Islam acrecerán el pueblo, y un nieto de reyes elevará un castillo sobre la colina y sobre el abismo. Así está escrito; y tú, juglar, y vosotras hadas condenadas, dormireis en su oscuridad, y dormirán con vosotras los que fueren vuestros amantes. Pero si lograis fascinar al hombre que ha de edificar el castillo; si lograis exterminarlo antes que ponga pensamiento ó mano sobre él, volvereis á vuestros alcázares del aire y á vuestros jardines de los lagos.»

Y Djeouar que esto leyó, consultó con su talisman para que le explicase el misterio de su profecía, y el talisman le dijo:

«La ciudad es Granada; el monte la Colina Roja; el castillo la Alhambra, y el nieto de reyes, Mohamet-Aben-A'bd-Allah-Aben-Juzef-Aben-Nazar-Aben-Al-Hhamar el de Arjona. Si la torre se levanta, las cuatro hadas y sus amantes dormirán en ella por toda la eternidad convertidos en murciélagos, y tú estarás en ella hasta que se rompa el encanto. Tu salvacion ó tu condenacion son un misterio insondable del destino, que sólo puede leer el Altísimo.»

—¿Con que mi poder no alcanza á mi porvenir? exclamó Djeouar, ¿con que he de seguir atado á esta cadena fatal, y en vano será que luche por romperla?

La rabia ahogó su voz; volvióse á Betsabé y sus tres hermanas, y les dijo:

—Volved á vuestra forma y cumplid vuestro destino.

Djeidah, Zahra y Obeidah se convirtieron en murciélagos; pero Betsabé permaneció con figura humana, y sólo en el centro de su blanca espalda nacieron dos pequeñísimas y negras alas.

—Soy tu esclava, dijo con repugnancia la hermosa, pero jamás conseguirás mi amor; eres feo, horrible, hediondo, y me inspiras horror, yo veo en el porvenir: mi amado es un príncipe hermoso y jóven, á quien amaré tanto como te desprecio.

—¡Me desprecias tú tambien! gritó con furor el juglar. ¡Tú, miserable espíritu condenado por Dios! ¡Tú, hermosa como la tentacion é impura como el nido del cocodrilo! ¡Tú tambien! ¡Oh! ¡Tú seguirás mi destino; tú sentirás como yo la sed implacable de un amor insensato!

Djeouar murmuró un conjuro, y Betsabé se encontró aprisionada en una cadena de oro cubierta de signos cabalísticos.

Pero ni las dificultades, ni el temor de la condenacion eterna fuéron bastantes á extinguir en Djeouar el fuego abrasador de su amor á la mujer; acordóse de que podia crear con el poder del talisman, y se burló de la amenaza del mago; este le habia dicho:

—«Serás poderoso hasta el punto de crear séres á tu antojo; pero guárdate bien de hacerlo, porque perderás tu poder y serás como los demás hombres.»

A pesar de esto, Djeouar quiso asemejarse al Espíritu Inmenso, al Criador, al Dios que ha dado vida y luz á cuanto es sobre la tierra, y cuanto guarda el mar, y cuanto el aire baña; quiso crear una mujer, hermosa como la que acompañó al primer hombre en el Paraíso.

La evocó y la vió; pero como se ve un relámpago, ó una aparicion, ó una ráfaga que pasa entre las nubes; la mujer surgió de la nada, hermosa, con todos los incentivos de la pureza y del amor; pero al par Djeouar se encontró de repente al pié de la palmera donde habia descansado en la confluencia del Nilo y del Bahr-el-Azrak.

¿Habia sido aquello una vision? ¿Habia dormido el semoum en el fondo del golfo Pérsico, y el mago, y la calavera, y Dembea, y Noemi, y Aben-Sal-Chem, no habian sido más que fantasmas de un ensueño sombrío?

No: todo era verdad, porque junto á él, sujeta á su cadena de oro, cubriéndose con su velo, estaba Betsabé, la hada de los sueños impuros y de los amores insensatos.

—No, no sueñas, dijo la hada leyendo en el pensamiento de Djeouar; cuanto has visto es verdad; pero esa verdad sólo existe para nosotros; porque Aben-Sal-Chem y Noemi; cuantos en Dembea te han conocido y respetado, libres por tu imprudente ambicion del encanto que pesaba sobre ellos, abrirán los ojos á la luz de esta alborada, y creerán cuanto ha sucedido un sueño que olvidarán al fin. En Dembea todo es paz; la escarpia destinada para tu cabeza aún está sobre la puerta; pero ve: el wisir al olvidar su encanto te ha olvidado tambien. Ahora soy una mortal como tú, y tengo necesidades como tú. Vamos á la ciudad, yo tocaré la guzla y bailaré, y tú seguirás tu profesion de juglar. Vamos.

Y Betsabé se levantó. Djeouar la siguió lentamente, y al trasmontar el sol de aquel dia, llegaron á Dembea.

La escarpia estaba sobre la puerta. La paz más profunda reinaba en las calles, los mercaderes cerraban sus tiendas, y los habitantes se dirigian á sus moradas. Algunos curiosos se agrupaban alrededor de Betsabé y del juglar, que la seguia asiendo la cadena de oro, miserable, viejo y cansado con su arquilla á la espalda.

Aquellos dos séres formaban un maravilloso contraste; ella deslumbrante de hermosura y de riqueza, con sus negros y brilladores cabellos entrelazados de perlas, su túnica de púrpura, sus sandalias aljofaradas, sus ajorcas de oro y diamantes y su guzla de marfil, en la que tañia lánguidos cantares; él horrible, hediondo, rebozado en un mugriento alquicel, y cubierta la cabeza con una toca desgarrada; y así, por medio del pueblo, sufriendo los sarcasmos y los insultos más groseros, llegaron al bazar de las esclavas.

Creyó la multitud que Betsabé se ponia de venta, y los más ricos se adelantaron; pero con admiracion de todos, el juglar y la esclava se detuvieron en el atrio del bazar.

—Saca la alfombra que hallarás en tu cofre, dijo Betsabé á Djeouar.

El juglar abrió el cofre, y dentro de él encontró dos objetos que le llenaron de admiracion; uno era el alquicel de Zim-Zam y otro la calavera del mago.

—Yo no veo esa alfombra, dijo Djeouar.

Betsabé tomó el que habia servido de alquicel al genio; era una finísima tela de seda azul de grandes dimensiones, de forma cuadrada y cubierta de signos mágicos, escritos con oro. Extendióla, hizo sentar en un ángulo de ella al juglar, y alzándose aérea y gentil en su centro, empezó una danza llena de encantos y voluptuosidad, uniendo al lánguido son de la guzla su voz dulce y sonora en un canto dulcísimo.

Pronto la multitud rodeó la alfombra; la danza y el canto de la esclava crecian en rapidez y en armonía; la cadena de oro agitándose asida á su lindísimo pié, completaba aquel acompañamiento fantástico, al entrechocarse sus eslabones que producian un sonido acompasado, vibrante y sonoro. Los cabellos de la hada se destrenzaron, formando una negra y flotante aureola en torno de su hermosísimo semblante.

Cuando cesó la danza y la jóven se sentó fatigada en el centro de la alfombra, mientras con la más descuidada languidez componia sus cabellos y reparaba el desórden de su túnica, cayeron sobre su regazo y sobre la alfombra monedas de oro, de plata y de cobre; cada uno de los espectadores vació su bolsa, y cuando Betsabé, indiferente siempre, reunió el dinero, encontró una enorme cantidad en oro, que guardó en el cofre, y con un desden propio de una sultana, arrojó á la multitud las monedas de plata y de cobre; despues recogió la alfombra, entregó el cofre á Djeouar, y poniendo en sus manos el extremo de la cadena, ella y él se abrieron paso entre las gentes que los rodeaban, y fuéron á hospedarse á un kan.

Y así vivieron un año; ella cantaba y tañia en las plazas y en los bazares; él entre tanto, ceñudo y silencioso, permanecia en el ángulo de la alfombra, sumido en hondas meditaciones.

Cada dia era mayor la cantidad que el pueblo arrojaba á la hermosa esclava, y llegó uno en que encontraron reunido casi un tesoro.

Ella acrecia en encantos; él menguaba en fuerza; su espalda se encorvaba más y más; su barba encanecia y sus hundidos ojos se amortiguaban; los sufrimientos habian hecho de él un imbécil; despues de haber amado á Noemi, amándola aún, amaba á Betsabé; pero siempre le era fatal su destino; estaba condenado al aislamiento y á la desesperacion. Betsabé le aborrecia como esclava; le despreciaba como mujer, y le inspiraba desgarradores pensamientos como hada.

Nunca existió hombre más desdichado que Djeouar.

Un dia, el mismo que terminaba un año despues de aquel en que habia perdido su poder por su ambicion, Betsabé le llamó junto á sí cuando entraron en el kan.

El miserable se acercó temblando. Nadie hubiera conocido en él al señor, y en ella á la esclava.

—Djeouar, le dijo Betsabé; hemos adquirido lo bastante para satisfacer nuestras necesidades; ya no volverémos á divertir á esas miserables turbas que pagan con su oro el placer de admirar mi hermosura. Hemos asegurado los goces materiales; y además de eso ha cambiado nuestro destino.

El juglar fijó una mirada estúpida en la mujer misteriosa.

—Ahora mismo hay en el alcázar una mujer próxima á dar á luz una niña, añadió la hada, y esa niña se nombrará Wahdah (Amor). Antes de ser mujer será esclava, porque así está escrito: cuando corran quince primaveras de su vida, será sultana. Un rey poderoso la dará su amor, pero antes ella habrá amado á otro. Y ese otro serás tú.

Djeouar sintió despertarse en el fondo de su alma la sed de amor que presidia su existencia, y se estremeció.

—Djeouar es imbécil, dijo; Djeouar es miserable, Djeouar es viejo.

—Yo he leido en el pasado, en el presente y en el porvenir, contestó Betsabé; muchas veces, cuando he vuelto cansada de la danza, en vez de entregarme al sueño, he meditado; yo veia en tí algo superior á la raza humana, y en vano me afanaba por descifrar el misterio de tu historia: dos noches ha que, ya tarde, á la hora en que mis hermanas entraban por aquella ventana á visitarme, recordé que ellas podian ir al lugar donde se oculta el espíritu de nuestro padre, y tal vez lograrian aclarar lo que para mí no era más que tinieblas; y llamé á mi hermana Djeidah, que vino á posarse junto á mí.

—¿Sábes dónde mora el espíritu de nuestro padre? le pregunté.

—En las grutas donde nace el Gran Rio (el Nilo), me contestó: allí moramos nosotras durante el dia, y reposamos junto á él.

—Pues bien, hermana mia, repuse, si el espíritu de nuestro padre está despierto, pregúntale quién es Djeouar.

Djeidah me ofreció preguntárselo, partió y volvió anoche.

—Ya sé quién es, me dijo; Djeouar es una hechura de Eblis.

El juglar se estremeció.

—Sí, continuó Betsabé; un dia, hace muchos siglos, Eblis estaba triste, más triste que de costumbre; pensaba cómo haria para ser igual á Dios. «Yo, decia, soy poderoso, pero mi poder es estéril; puedo amargar los dias del hombre y hacer que en la balanza de su juicio pese más el mal que el bien; pero no puedo crear, estoy solo y necesito un sér que sufra conmigo.» Eblis, pues, evocó un hombre, pero el hombre no apareció. Entonces, dijo: «Tenderé mis alas y llegaré á las puertas del quinto cielo, donde están las hadas, y engañaré á la más pura y hermosa.» Y batió las negras alas, pasó como una saeta junto á la luna, se cernió sobre el sol y llegó á la puerta del quinto cielo. Pero los muros eran de diamante, y tan altos, que la penetrante vista del espíritu condenado no encontraba su fin. Eblis sacudió furioso las puertas de oro, y ni aun las conmovió.

—¿Quién eres, preguntó desde adentro una voz dulce como el rumor de un arroyuelo.

—Soy un arcángel que ha caido del sétimo cielo, contestó Eblis, dulcificando su ronca voz; mis alas se han quemado al pasar junto al sol, y estoy cansado. ¿Y quién eres tú?

—Yo soy Nurminasoh (Nurminash-Shoh, Luz del Alba), y estoy esperando que pase la sombra, para ir á alumbrar el mundo; contestó desde adentro la voz.

—Pues bien, sal y yo iré contigo, dijo Eblis.

Poco despues la puerta se abrió, y apareció una hada hermosísima; sus cabellos eran rubios, su frente blanca, sus ojos celestes y su boca sonrosada; llevaba una larguísima y flotante túnica sembrada de estrellas y celeste como sus ojos; su aliento era balsámico y la acompañaban los céfiros; Eblis se escondió en el pórtico, y cuando la puerta se cerró, dejando fuera á Nurminasoh, se lanzó sobre ella, como el alcon sobre la paloma, la estrechó entre sus negros y membrudos brazos, y la besó en la frente; la hada dió un grito de terror y Eblis se alejó riéndose de su dolor.

Nurminasoh dió á luz algun tiempo despues un hijo, que tuvo por nombre Aben-al-Nurwaddallá (Hijo de la Luz y las Tinieblas). Desde el dia en que perdió su pureza entre los brazos de Eblis, la hada no pudo entrar en el quinto cielo, y desde entonces hasta ahora vuela alrededor del mundo, dejando caer sobre él su llanto y precediendo al sol. Aben-al-Nurwaddallá fué un réprobo y pocos justos ha habido en su generacion, de la cual son los únicos que restan Djeouar y su hermano Absalon.

—¿Y no te ha dicho más nuestro padre? pregunté á Djeidah.

—Sí, me dijo; añadió que sabia los sufrimientos de Djeouar, y que aunque estaba irritado contra él le concederia una hermosura, una inteligencia y una juventud eterna, si llevaba su calavera al lugar de su descanso.

—¡Oh! la llevaré, la llevaré, murmuró Djeouar; ¿dónde reposa tu padre?

—En la misma gruta á donde te condujo una balsa hace diez años.

El juglar no esperó más; sujetó la cadena de la hada á una columna, como acostumbraba todas las noches antes de entregarse al sueño, tomó el cofre donde guardaba la calavera, y salió de Dembea.

El dia siguiente á la misma hora volvió junto á Betsabé; su deformidad habia desaparecido; era otra vez el jóven hermoso, sábio y opulento; vestia el alquicel mágico del genio Zim-Zam, y bajo él traia un objeto que recató cuidadosamente de las miradas de Betsabé.

Era un gran libro escrito en pergamino, forrado con una tela de seda azul y cerrado con cordones de oro.

—Ha sonado la hora, dijo á la hada; esta es la última vez que estarémos juntos; sígueme.

Djeouar tomó la cadena de Betsabé, salió con ella del kan, y se encaminó al alcázar de Aben-Sal-Chem.

—Yo soy un astrólogo, dijo á los guardas, y quiero, si tu señor lo desea, descifrar el horóscopo de la hija que acaba de nacerle.

Algun tiempo despues, Djeouar y Betsabé entraban en el retrete de Noemi, donde en una cunita de ébano dormia una niña. Aben-Sal-Chem fijaba sobre ella una mirada sombría; la recien nacida tenia toda la semejanza de la belleza de Djeouar. Noemi estaba aterrada ante el silencioso furor de su esposo.

El juglar se acercó, llevando la frente casi cubierta con los pliegues de su toca y rebozado hasta los ojos en su alquicel.

—¿Quién eres? le preguntó Aben-Sal-Chem.

—Un astrólogo árabe, contestó Djeouar.

—¿Puedes decirme el horóscopo de esta criatura?

—Hé aquí lo que ha de influir en su destino, en el de tu esposa y en el tuyo; dijo Djeouar, mostrándole el libro azul que ocultaba bajo su alquicel, y sentándose á los piés del wisir y de Noemi, junto á la cuna donde dormia la niña.

Todos guardaron silencio. Djeouar abrió el libro y empezó á leer. Nada habia en su relato que hiciese referencia al horóscopo. Lo que Djeouar relataba era la historia de los amores de un rey nazareno con una judía.

Y á pesar de esto, apenas empezada la lectura, Aben-Sal-Chem, Noemi y Betsabé, sintieron que sus miembros se enlanguidecian, que pesaban sus párpados, y menguaban sus fuerzas; un sopor, profundo como la muerte, cerró sus ojos, y dejaron caer inertes las cabezas sobre los pechos.

Djeouar, sin dejar de leer, extendió sobre el pavimento su alquicel, arrastró á él á Aben-Sal-Chem, á Noemi, á Betsabé y á la niña; sentóse junto á ellos y prosiguió su lectura. El alquicel se elevó lentamente; salió á través de la cúpula del retrete y se lanzó en el espacio dirigiéndose al Magreb.

Djeouar seguia leyendo; los cuatro séres puestos por él sobre el alquicel, dormian profundamente, y eran conducidos á través de la inmensidad con una rapidez maravillosa; Djeouar veia pasar bajo sus plantas las nubes, y á través de ellas, las montañas, los campos, los rios, los lagos y los mares. Al fin, cuando la noche empezó á enseñorearse en el espacio, el alquicel descendió sobre una ciudad musulmana, y se detuvo en el terrado de una de sus casas.

Djeouar, aunque con dificultad, leia aún en el libro misterioso; la luz de la luna llena habia seguido á la del crepúsculo; las estrellas reverberaban en los cielos, cual clavos de diamante, en una inmensa bóveda de zafiros.

La ciudad á que habia arribado el juglar, era Cairvan; desde el terrado donde se posaba, se veian las altas y estrechas calles, perdidas en una penumbra que cortaba con su luz blanca y tibia la luna, á lo léjos, sobre una altura, velado por las brumas de la noche, y perdido en una lontananza de vapores, se veia un recinto torreado. Era el alcázar del walí.

Djeouar cerró el libro; tomó el velo de Betsabé, le rasgó, vendó con él los ojos y la boca á Aben-Sal-Chem y á Noemi; ató sus brazos y pronunció un nombre:

—¡Absalon! dijo.

Nadie contestó. El juglar volvió á repetir con imperio aquel nombre.

Oyéronse entonces tardos pasos en la escalera que conducia al terrado, y un hombre cubierto con una hopalanda negra, y ceñidos sus cabellos con un gorro amarillo, apareció ante el juglar.

X

Al llegar á este punto de aquella historia terrible, en que estaban consignados los crímenes y las desgracias de toda una generacion, el judío se detuvo de nuevo, abrió los ojos aterrado y los fijó en la sultana, que le escuchaba pálida y conmovida.

—¿Aún dura ese horrible sueño? murmuró con acento trémulo el judío. ¿Aún giran á mi alrededor los espíritus condenados, y las sombras de túnicas ensangrentadas?

Incorporóse con trabajo sobre el divan, y miró á la sultana.

—¿Quién está conmigo? murmuró. ¡Ah! ¡eres tú, la esposa del rey! ¡Wahdah, mi sobrina, la hija de Noemi, la nieta de Kelb-namir, la última mujer de la raza maldita! ¿Qué quieres de mí?

—¡Betsabé! murmuró con acento breve la sultana.

—¡Oh! ¡Sí, Betsabé! Tu historia está unida á su historia; tu destino está en sus manos; siento la muerte junto á mí y mis ojos leen en la inmensidad.

Volvió á dominar por un momento el silencio. Absalon se dejó caer de nuevo en el divan, y su voz tornó á resonar como antes en un canto lúgubre y monótono.

—Hace treinta años, dijo, era el principio de una hermosa noche de verano; la luna brillaba lanzando sobre Cairvan su diáfana luz, desde un cielo sin nubes; pero aquella noche tan serena, era para mí noche de sombras y de dolor; con la luz del dia, se habia apagado la luz de los ojos de mi esposa, de mi buena y noble Raquel; los ángeles habian llevado su espíritu al seno de Dios, y yo, triste y sin ventura, lloraba junto á su cadáver.

Sólo me acompañaban el silencio y el dolor, cuando oí una voz que me llamaba; era la voz de mi hermano; dudé, y escuché; la voz volvió á pronunciar mi nombre; aquella voz partia del terrado, y á pesar de mi terror, subí.

—¡Hermano mio! dijo Djeouar, hace mucho tiempo que no nos vemos; desde entonces un espíritu de maldicion ha volado junto á nosotros; yo he vendido mi alma á Eblis; tú has renegado de Dios; él tenga piedad de nosotros.

—¿Qué quieres de mí? le pregunté.

Djeouar me asió de la túnica y me llevó hasta la cunita de cedro. Tú, Wahdah, hermosa ya, dormias en ella.

—Cuando trascurran doce años, me dijo Djeouar, yo habré muerto, y esta niña, mujer ya, será tu esclava. Entonces la darás este amuleto.

Djeouar se inclinó sobre la cuna, y sacó de entre sus ropas una tablita de ébano cubierta de caractéres rojos, y un punzon de oro, que me entregó.

—Este amuleto la protejerá, hará inmarchitable su hermosura, y por él llegará á ser la esposa de un rey. Guárdalo, y cuando el destino te arroje junto á ella, cuando haya muerto yo, se lo entregarás.

Yo guardé el amuleto. Djeouar continuó, señalándome á Betsabé, que dormia aún.

—Hé aquí un sér condenado, me dijo: un sér sujeto al poder de un encanto, y que es necesario permanezca así hasta que el rey que ha de ser esposo de Wahdah, levante la torre sobre el abismo. ¡Ay de nosotros y ay de ellos, si el encanto de esta mujer se rompe!

—¿Y qué he de hacer?

—Que ojo humano no la vea, ni mancebos alcancen su hermosura, ni tu corazon se conmueva con sus lágrimas. Toma, añadió arrojando sobre mi túnica la mitad del oro que contenia una bolsa de cuero; eres pobre y no tienes con qué dar sepultura á tu esposa.

Djeouar arrastró fuera de la alfombra mágica á Betsabé, puso la cadena de oro que le aprisionaba en mis manos, y elevándose con la alfombra, atravesó los aires y fué á posarse en la selva cercana á Cairvan, donde hace diez y siete años ibas tú, hermosa y pura, los ardientes dias de estío, sobre las espaldas de tu caballo salvaje.

Allí dejó á tu padre entre la espesura, á tí junto á él, y envolviéndose en el alquicel mágico, tornó con tu madre á Cairvan, compró una casa, y se hizo cazador y mercader de pieles de fieras.

Entonces nos veíamos todos los dias, y me contó su historia, la de Noemi, la de Betsabé: yo me habia dedicado al comercio de joyas, y entrambos nos habiamos enriquecido.

Pero él estaba siempre entregado á una desesperacion sombría; amaba á Noemi, pero un poder superior le apartaba de ella; de ella, cuya vida se extinguia lentamente como la del árbol herido por el hacha. Sufria y callaba; ni una sola queja salió de sus labios durante doce años; ni una sola vez la infeliz preguntó por su hija ni por su esposo, á pesar de amarlos con toda su alma.

Llegó un dia en que no pudo dejar el lecho; la palidez de la muerte habia cubierto su frente, y se habian amortiguado sus ojos, alrededor de los cuales el sufrimiento habia señalado un círculo cárdeno. Entonces me llamó, hízome sentar junto á su lecho, y me nombró por la primera vez á su esposo y á su hija.

Yo no me atreví á negarme á este último y santo deseo de tu madre; todo se lo revelé. Tu padre al despertar del letargo, en la selva de Cairvan, se encontró solo contigo: creyóse aún en Dembea y llamó á sus esclavos; sólo contestó á su voz el grito del chacal hambriento; al fin comprendió que estaba léjos de los suyos, en una tierra extranjera abandonado á su destino. El odio con que te habia mirado por tu extraña semejanza con Djeouar, acreció con su desesperacion. El pensamiento de exterminarte surgió de su alma; pero no pudo dominar la repugnancia que le inspiraba tan horrible crímen. Te tomó en sus brazos, y resuelto á separarte de sí, se dirigió al castillo, y se presentó al anciano y justo walí de Cairvan.

—Esta muchacha, le dijo, es mi hija, y promete ser muy hermosa. ¿Cuánto me darás por ella?

—¿Qué quieres? respondió el walí.

—Dame un caballo.

El caballo fué entregado á Aben-Sal-Chem, que partió aquel mismo dia en direccion á Tunez, y desesperado murió en batalla, sirviendo á la tribu de los Zeyanes contra los Almohades, el primer dia de la luna de Dilhagia del año seiscientos cuarenta de la Egira.

Esta funesta nueva acabó de postrar á tu madre, que murió entre mis brazos. Lo demás lo sabes; un dia encontraste á Djeouar en el bosque perseguido por una pantera, y le amaste porque así estaba escrito. Tu amor le mató y te hizo mi esclava; tu destino te llevó junto al rey Aben-Al-Hhamar, y eres sultana.

Pero entre tí y el rey se ha levantado Betsabé; Betsabé, que es la muerte; Betsabé, que es la condenacion.

—¡Oh! no, no será, exclamó Wahdah, mirando con ansiedad al judío.

—Lo que está escrito se cumplirá, murmuró Absalon, cuya voz era cada vez más débil. Si la hada condenada fascina al rey, la torre no se levantará, y tú y los tuyos caereis bajo el poder de Eblis.

—¡No será! repitió Wahdah, porque yo diré al rey la historia de esa mujer.

—Has perdido tu talisman, murmuró con acento casi imperceptible el judío; el fuego lo ha devorado, y has perdido con él el amor de Al-Hhamar.

—¿Y no hay esperanza? gritó desesperada la sultana, asiéndose de la hopalanda del judío.

—Sí, murmuró este trabajosamente, ve á la Colina Roja, baja á la sima; en ella vela el espíritu de Djeouar.

Absalon enmudeció, su cabeza cayó sobre el divan y sus ojos mates rodaron en sus órbitas. Wahdah le contempló con terror. El judío era un cadáver.

XI

En medio del silencio que siguió á este espantoso suceso, se levantó al léjos una voz sonora, aquella voz decia:

—¡Creyentes, venid á la oracion! acercaos al Dios santo, al Dios fuerte, al Dios justo; ¡venid á la oracion!

Era el muecin de la mezquita cercana, que llamaba á los fieles desde el alminar á la oracion de adohar.

Y tras aquel clamor solitario y piadoso, se alzó otro clamor, inmenso, terrible, que partia del coso de la fiesta; oyéronse gritos, choques de armas, y sonidos de clarines y atabales; era un estruendo de batalla, pero de una batalla encarnizada á muerte.

Muy pronto aquel estruendo se extendió; abriéronse puertas y ajimeces, y desde el del retrete de la casa de Absalon vió la sultana á los guardas del palacio y del castillo de Hinznarroman, correr desnudando sus espadas en direccion á Bib-Rambla.

Y el estruendo crecia; la lucha se prolongaba; algunas saetas perdidas pasaban silbando por cima del ajimez donde está Wahdah temblorosa.

Era un contraste terrible; fuera, la muerte, ruidosa, armada, imponente; dentro, silenciosa, fria, macilenta; allá el combate; en el retrete el cadáver del judío.

Aquel retrete tan rico, tan sonoro, tan alegre antes, con sus pebeteros de oro, el canto de sus pájaros y la ténue luz de sus lámparas; aquel divan embellecido con la hermosura de Betsabé, se habian tornado en un sepulcro sombrío y en un lecho mortuorio.

Volaba allí un espíritu maldito; faltaba aire y vida: aquellas paredes mataban.

Wahdah tomó de nuevo la lámpara de oro que aún ardia, se lanzó al pasaje subterráneo, llegó á su retrete en el alcázar, abrió la puerta que algunas horas antes habia cerrado, y llamó colérica á su servidumbre.

—¡Mi palafren, mi arco y mi azagaya! gritó al ver el primer esclavo que se acercaba.

La voluntad de la sultana fué instantáneamente satisfecha: ciñóse la cabeza con un bonete de acero, cabalgó de un salto en un valiente caballo negro, se hizo seguir por el escaso número de ginetes que habian quedado guardando la Casa del Gallo, y gritó:

—¡A Bib-Rambla!

La cabalgata partió; Wahdah aguijó su caballo, se deslizó á lo largo de las murallas del castillo, atravesó á rienda suelta algunas calles y se lanzó en el Zacatin.

XII

Hermosa estaba en su furor Wahdah, como el sol, á través de las nubes de una tormenta de estío; era la misma mujer que en otro tiempo en los bosques de Cairvan, habia muerto á la pantera, que sin ella hubiera devorado al hombre de su primer amor; era la amante que corria al lado de Al-Hhamar, su amado para poner su pecho ante él, era la valiente africana de sangre ardiente y corazon varonil.

Muy pronto se encontró envuelta entre los Zenetes que se defendian en un ángulo del coso contra los parciales de los rebeldes walíes.

La plaza ofrecia un espectáculo imponente; cuando al llegar la hora de adohar, las gentes de los walíes, que obedeciendo las órdenes trasmitidas á ellos por Maksan, habian penetrado en la ciudad forzando las puertas de Bib-Lachar, Bib-ataubin y Bib-Al-bolut, entraron en la plaza forzando las guardias de las puertas, las damas huyeron de los estrados y las galerías, y los hombres se lanzaron al coso á rechazar aquella gente advenediza, que gritaba revolviendo sus caballos:

—¡Muerte á Al-Hhamar y al príncipe Mohamet!

Entonces, cuando el combate se hacia forzoso, cuando todos los buenos muslimes se habian agrupado en torno de Al-Hhamar, que cabalgaba tras de su bandera como en un dia de batalla, se vió con extrañeza que el caballero del verde atavío, declarado vencedor en los toros, las sortijas, las cañas, y las justas de las fiestas; que aquel paladin tan bizarro, que habia arrancado de la silla á los botes de su lanza á los caballeros de más pujanza del reino, permaneciese impasible presenciando un combate, sobre el estrado real á las plantas de Betsabé.

Además, ésta, acompañada de las otras tres princesas extranjeras, y rodeada de las comitivas ostentosas con que se habian presentado en las fiestas, permanecia impasible en un campo de sangre en que volaba más de un venablo, y en que más de una lanza, arrojada por un brazo membrudo, habia venido á clavarse rechinando en la gradería sobre que posaba su pié.

Ni habia en ella piedad ni terror; sus ojos brilladores, fijos y sombríos, lanzaban una mirada intensa, contínua, fatídica, en Al-Hhamar, siguiéndole do quiera se encontraba, ora al frente de los suyos; ora con la espada en alto, revolviendo su corcel entre sus enemigos.

Nunca habia estado menos feliz Al-Hhamar; lidiaba al frente de los mismos con quienes habia vencido batallas en campo abierto, y sin embargo aquel dia no adelantaba tan sólo el trecho de una pica; sentíase, sí, empujar, arrastrar, perder terreno; caian á centenares los suyos; su hijo Mohamet habia perdido el caballo, y su valiente pendon, arrancado cien veces por manos leales de manos moribundas, cejaba como impelido por un poder superior. Crecia el tumulto; sobre el estruendo de las armas surgia el grito de los combatientes, y al par que unos clamaban ¡muerte á Al-Hhamar! oíase atronador como el rugido de un leon furioso, el grito de guerra de los soldados del rey: ¡Al-Hhamar le galib!

Y entonces, cuando la lucha se acercaba á su término, cuando Al-Hhamar y los suyos habian sido rechazados hasta el estrado real, cuando Betsabé mostraba en sus ojos la alegría del triunfo; fué cuando Wahdah precipitó su caballo en la plaza, y envuelta con los Zenetes, lanzó una mirada á Betsabé, vió á sus piés al caballero de lo verde, dió un grito y tendió á él los brazos suplicantes; porque desde la aparicion de aquel caballero en las fiestas habia creido reconocer en él á su hijo: porque su corazon le arrastraba con una fuerza misteriosa al valiente incógnito.

—¡A mí! ¡á mí! príncipe Juzef Abd'allah, gritó Wahdah tendiendo hácia él los brazos; ¡mata, hiende, atropella! ¡A mí, príncipe Juzef!

El caballero de lo verde no podia oir entre el estruendo los gritos de Wahdah, pero comprendió su ademan y se lanzó en el coso.

El semblante de Betsabé se nubló; el caballero habia saltado en un caballo que halló sin dueño, y se batia como un leopardo, pretendiendo abrirse paso hasta Wahdah; pero sus esfuerzos eran inútiles; acosábanle las gentes de los walíes, su lanza habia saltado en astillas y su espada obedecia mal á su cansado brazo; no era el mismo caballero vencedor poco antes de tamañas pruebas; era un sér débil; hubiérasele podido creer una mujer cubierta con un arnés de guerra.

Betsabé le observaba con ansiedad; le vió próximo á sucumbir y palideció; entonces sus labios se agitaron murmurando palabras misteriosas, y brilló en sus manos el anillo mágico. El caballero de lo verde se trasformó; irguióse, aplicó los acicates á su caballo, y embistió espada en alto á los que le acosaban; ni el vendabal que abate los cedros, ni el torrente que desquicia las rocas, ni el rayo que desploma las torres, hubieran sido bastantes á igualar la rapidez con que el desconocido hirió, derribó y dió muerte á los mismos entre los cuales un momento antes estaba próximo á sucumbir. Betsabé temblaba de furor, Al-Hhamar ganaba terreno, el desconocido estaba en fin en los brazos de Wahdah, que le arrancó la visera.

Era el príncipe Juzef A'bd-allah.

Los walíes habian sido vencidos; y aquellos de los suyos que no pudieron salvarse, fuéron exterminados por los leales servidores de Al-Hhamar.

Sangre, cadáveres, arneses y armas rotas; hé aquí lo que quedaba de la hazaña de los walíes; el rey habia vuelto á subir al estrado, y abrazaba estrechamente al príncipe Juzef, á quien en aquel aciago dia era deudor de la vida y la corona.

—¡Ah, mi valiente leoncillo! decia el rey fijando una mirada llena de orgullo en su hijo; ¿qué quieres de cuanto en mi reino hay, ó de cuanto poseen los nazarenos y los de luengas tierras?

Juzef A'bd-allah no queria más que el amor de Betsabé, y la mostró á su padre.

—En buen hora, contestó el rey. ¿Quiere la garza de la India, añadió dirigiéndose á Betsabé, dar su amor al alcon de Occidente?

Betsabé sonrió graciosamente al rey, y se arrojó en los brazos del príncipe. Wahdah pretendió interponerse, pero la detuvo el rey y la dijo con acento severo.

—¡Sultana! ¡Tus esclavas te esperan! ¡Tu alhamí está solitario! ¡Ve, y aguarda en él al señor!

Wahdah, herida en el corazon, bajó la gradería, saltó en el caballo, y seguida de algunos guardias, llegó á la Casa del Gallo.

Poco tiempo despues, Al-Hhamar, los príncipes Mohamet y Juzef, Betsabé y sus tres hermanas, seguidos de una comitiva cuyas galas iban cubiertas de polvo y sangre, entraron en el alcázar.

Aquella noche hubo zambra, y Betsabé fué esposa del príncipe Juzef A'bd-allah.

V. La segunda vision de Al-Hhamar

I

Por segunda vez, profundas sombras pasaron ante la vista del rey Al-Hhamar; su corazon no se habia estremecido al contemplar aquellos terribles prodigios, y sereno, valiente siempre, deseó saber hasta el fin su destino; el genio del porvenir tocó con su vara mágica el negro humo, y apareció otra vision.

Era la boca de una sima profunda; la luna iluminaba los bordes erizados de maleza, y horribles aves nocturnas revolaban sobre ella: á través de su negra grieta, surgia un ruido contínuo, sordo, pujante, semejante á veces á la carrera de un caballo, otras al rodar de un trueno lejano, ó al estruendo de una roca que desquiciada por el rayo, rueda por la vertiente de una montaña.

Más allá se dejaba notar otro rumor ténue, lejano, perdido, semejante al zumbido de una colmena; era el hálito que se desprendia de Granada; la union del ruido de sus zambras, de sus cantares, de sus riñas por amor, y del grito de alerta de sus atalayas.

Hacia mucho tiempo que los muezzines habian llamado á los fieles á la oracion de alajá: era ya muy entrada la noche, y ni en torno, ni léjos de la sima, en cuanto podia abarcar la vista, se veia ni un sér, ni una bestia, ni un ave, más que las nocturnas que volaban sobre el abismo oscuro y rugiente.

Era aquella la parte oriental de la Colina Roja, lugar temido, señalado como maldito por terribles consejas, y por el cual nadie se atrevia á transitar, sino en medio del dia, apresurando el paso é invocando el santo nombre de Allah.

Y á pesar de esto y de lo avanzado de la hora, apareció en la cumbre de la Colina una sombra blanca acompañada de otras que llevaban antorchas encendidas; la primera sombra tomó una de ellas, avanzó sola, llegó á los bordes de la sima, y descendió.

La bajada era una ancha espiral cortada en la roca, que se torcia pendiente y escabrosa en torno de la sima; cada vuelta terminaba en una plataforma; cada plataforma daba entrada á una gruta.

La sombra describió descendiendo siete vueltas, y se deslizó ligeramente como una gacela junto á seis grutas; en la sétima terminaba la senda; la sombra entró en ella.

La luz de la antorcha, reducida á un estrecho espacio, aumentó su brillantez; una ráfaga de viento emanado del fondo de la gruta, arrebató el velo de la sombra y dejó ver su semblante: era Wahdah.

Una segunda ráfaga, más fuerte que la primera, apagó la antorcha.

La sultana habia llegado hasta allí, dominando el terror que le inspiraba el extraño y medroso ruido emanado del fondo de la sima; ruido incomprensible, raudo, potente; entonces le oia de una manera inequívoca; le producia la carrera de un caballo sobre un pavimento sonoro; retemblaba la gruta, sentia Wahdah pasar y repasar aquella carrera debajo de sus piés.

El terror, dominado hasta entonces, se reveló inmenso, mortal: Wahdah quiso huir, invocó á Allah, y se volvió á la entrada de la gruta; pero su túnica se enredó en los espinos y la detuvo: creyóse asida por una mano invisible, y se desmayó.

Pero fuese que tornase del letargo, fuese una vision que él producia en su espíritu, abrió los ojos, y una luz más brillante que la del sol y la que pudieran lanzar todas las estrellas juntas, la deslumbró: lentamente su vista fué haciéndose superior á la influencia de aquella luz intensa, y vió, apoyada en la balaustrada de un ajimez festonado, sustentado por columnas de nácar, un magnífico aposento circular, cubierto por una cúpula estrellada y sustentado por delgadas columnas labradas con piedras preciosas; el pavimento era de una piedra de una sola pieza, roja y trasparente como el rubí y dura como el diamante; en el centro de él, dormida sobre almohadones de púrpura y rodeada por perfumeros de oro, en los que ardian la mirra y el aloe, se veia una mujer de maravillosa hermosura, envuelta en un largo sudario, blanco como su tersa y purísima frente, cuya hermosura realzaban los largos y ondulantes rizos de su negra cabellera, ceñida por una corona de siemprevivas, que por su frescura parecian recientemente cortadas de sus humildes tallos.

De aquella corona emanaba la luz diáfana y brillante que iluminaba el aposento, alrededor del cual, un segundo sér, jinete en un caballo blanco, corria á rienda suelta, pretendiendo en vano estrechar el círculo invisible y misterioso que le separaba de la mujer dormida.

Aquel hombre era un árabe de piel tostada y mirada salvaje; ceñia su frente una toca blanca; cubríale un caftan de lana, dejando desnudos sus brazos y sus piernas; un alquicel anchísimo flotaba sujeto á sus hombros, á impulsos de la veloz carrera del bruto, y en su diestra agitaba una larga y fuertísima lanza.

Cuando Wahdah, despues de haber contemplado el aposento, la mujer y el jinete, que estaban á sus piés, miró en torno suyo, vió otro hombre además, sentado en un nicho calado y abierto en el muro junto al ajimez, con las piernas cruzadas, sosteniendo sobre ellas un gran libro con forro azul, y apoyando en él sus brazos, mientras abarcaba con sus manos su cabeza hermosa, meditabunda y melancólica.

Aquel hombre posaba una mirada intensa en Wahdah, que tenia fija en él la suya, fascinada, pálida, temblorosa; quiso hablar, y las palabras espiraron en sus labios; quiso llegar hasta él, y le tendió los brazos.

—¿Qué me quiere la hija de mi hermana? dijo aquel hombre, cuya voz era lenta, dulce y grave: ¿por qué baja al infierno del árabe maldito?

—¡Djeouar! gritó haciendo un esfuerzo Wahdah.

—Sí, yo soy Djeouar, contestó aquel hombre, yo soy el que libertaste de la muerte y el que murió por tu amor. Yo soy el que ha inspirado á Absalon mi hermano, la historia de tu familia; yo soy el que te llevó hasta él y el que te ha traido aquí.

—¿Y qué haces aquí, Djeouar? preguntó con terror Wahdah.

—Escucha: aquella mujer que ves allí dormida, es una hurí. Esa hurí está encantada por ese árabe que corre en torno suyo, sin poder jamás llegar hasta ella. Mira cuál está ensangrentado el ijar del corcel; mira cuál el jinete bate sobre él el acicate. Corre, vuela como el semoum; sus herraduras no se han gastado á pesar de haber abierto sobre el pavimento un surco polvoroso; corre, vuela empujado por una mano invisible. Así, como ahora, ha corrido durante seiscientos setenta y dos años; así como ahora corre, correrá eternamente, porque ese hombre está condenado.

Yo he sido lanzado por el Señor fuerte, por el que llena la inmensidad de los cielos y da lumbre á las estrellas, y aves al aire, y peces al mar, y brutos á la tierra, para esperar aquí mi salvacion ó mi condenacion. Si antes de que muera tu esposo el rey Al-Hhamar, se levanta sobre este infierno una Torre de Siete Suelos, tú y tu hijo y yo, serémos en presencia de Allah cuando hayan trascurrido doscientos treinta y ocho años.

—¿Y qué he de hacer?

—Busca en tu alcázar, dijo el espíritu, en el sitio en que guardabas el talisman que has perdido, y encontrarás una tela de seda azul, en la que están escritos caractéres mágicos; es la alfombra del trono del alto Salomon (¡Allah sea con él!), el más poderoso de sus talismanes, el que puede evocar á los muertos y á los espíritus; envuélvete en él y evoca á Betsabé; cuando haya aparecido, pídela la sortija que posee con el sello de Salomon.

—¿Y despues?

—Despues esperarás la llegada de la noche, y cuando la luna toque á la mitad de su carrera, subirás al alminar del alcázar, despues de haber purificado tu espíritu con la oracion; tomarás entre tus manos la sortija, y volverás el sello al Oriente. Entonces... recuerda bien lo que te voy á decir, pronunciarás estas palabras: «Genios, esclavos del anillo y del sello; en nombre del alto y poderoso Salomon á quien Allah perpetúe la gloria, edificad la Alhambra (Al Qars-Al-hhamrra, Castillo Rojo).» Ve antes de que Betsabé pueda apercibirse de que la alfombra mágica está en tu retrete, porque si se apoderase de ella ¡ay de nosotros! ¡ay de tu hijo!

Wahdah se separó del ajimez, salió del alhamí donde estaba abierto, á un recinto oscuro; era la gruta donde se habia desmayado. La luna encumbrada en lo alto del firmamento, iluminaba con sus pálidos rayos hasta el fondo de la sima, y Wahdah salió de ella, llegó hasta el punto de la colina donde le esperaba su comitiva, y se hizo conducir en un palanquin á la Casa del Gallo. Cuando entró en su retrete, alejó á sus esclavas, cerró la puerta, y se dirigió al alhamí abierto en el muro, levantó el mármol de su pavimento, bajo el cual en otra ocasion habia encontrado un talisman, y pálida de impaciencia, cuidadosa, arrojó una mirada en la cavidad; en ella habia un pequeño cofre de sándalo. Sacóle, le abrió y dió un grito de insensata alegría. Dentro de él, cuidadosamente plegada, estaba la alfombra del trono de Salomon.

II

En tanto Wahdah habia bajado al abismo, en un apartado aposento del alcázar, estaban dos jóvenes contemplándose con delicia, muellemente recostados sobre anchísimos almohadones.

Eran Betsabé y el príncipe Juzef A'bd-allah.

El, pálido, inquieto, devoraba con una mirada insensata las voluptuosas formas de la hada, arrojada con molicie entre sus brazos; ella derramaba en la mirada del príncipe el amor diabólico, matador, que fluia de sus ojos.

Una luz ténue y opaca iluminaba el aposento; envolvíale el silencio del misterio y del amor.

Betsabé parecia estar satisfecha y feliz; su seno se agitaba por una dulce conmocion; sus manos estrechaban calenturientas las del príncipe.

A pesar de esta aparente felicidad, de vez en cuando una imperceptible expresion de inquietud, nublaba el semblante de la hada; desprendíase de los brazos de Juzef, y miraba hácia el Oriente, que podia verse á través de los abiertos ajimeces.

—¿Qué luces son aquellas? dijo en una de estas ocasiones al príncipe, señalando algunas que brillaban en la cumbre de la Colina Roja, y alcanzaban á verse desde los almohadones en que se reclinaban.

El príncipe miró, y creyó reconocer el ademan de su madre en una forma que aparecia entre las antorchas, conducidas por esclavos negros.

—Serán sin duda cazadores nocturnos, contestó el príncipe, esquivando la pregunta de la hada.

—Mientes, repuso Betsabé; aquella mujer es tu madre. Si me amases no me engañarias.

—¡Si yo te amara! exclamó con delirio el príncipe; pues ¿por quién la luz me es odiosa y anhelo la venida de la noche con su soledad y su silencio? ¡Que no te amo, cuando me ves muriendo por tí!

—Y ¿qué me importa, si ese amor es inferior al que te inspiran los tuyos? Yo quiero ser sultana...

El rostro del príncipe se puso lívido, y su corazon se heló al escuchar estas últimas palabras.

—Yo queria ser sultana, continuó Betsabé; y para serlo era necesario que muriese tu padre; yo habia dado á un bruto una fuerza terrible por medio de mi talisman; Al-Hhamar estaba frente á ella; un momento más y era sultana. Pero tú te arrojaste entre el rey y el toro; temblé por tu vida, y mi talisman te hizo vencedor de la fiera. Habias hecho por entonces inútil mi poder. Y yo pude dejarte morir, como se abandona á un perro ó á un esclavo. Mi amor intenso, único, superior á mí misma, te salvó.

La conmocion del príncipe crecia.

—Más tarde, tropas enemigas inundaron el coso; como al toro, las hacia invencibles mi talisman; los caballeros más bizarros del reino cejaban ante ellas; el rey estaba acosado; por entonces habia logrado contenerte; obedecias á mi poder; pero llegó tu madre, te tendió los brazos y te lanzaste al combate por llegar junto á ella; te ví cansado, próximo á sucumbir, y mi amor te acorrió otra vez; arrollaste á los esclavos de los walíes, como el viento del invierno las secas hojarascas, y el rey se salvó. Yo te antepongo á todo, á mi felicidad, á mi salvacion, y ¡tú no me amas!

Betsabé arrojó sobre el príncipe una mirada suprema; el jóven tembló, sintió abrasarse su corazon y nublarse su espíritu, y cayó á los piés de su amada.

—¡Oh luz de mis ojos! la dijo: no llores; por cada una de tus lágrimas, verteria yo torrentes de sangre. Habla, dispuesto estoy; ¿qué quieres de mí?

—Quiero ser sultana.

—Pues bien, lo serás. ¿Qué me importan los siete cielos de Dios, si tú estás triste, lumbre de mi vida? Manda, tu siervo está ante tí.

Betsabé sacó del seno el pomo de oro que le habia entregado Absalon.

—Aquí está la muerte, dijo al príncipe.

—¿Y quién ha de morir? preguntó temblando Juzef A'bd-Allah.

—Al fin de esa galería, contestó Betsabé señalando una puerta frontera, hay un aposento que guardan esclavos y servidores; en ese aposento hay una fuente llena de agua cristalina donde hace su ablucion un hombre; es necesario que viertas este pomo en esa pila, tú, que puedes llegar libremente hasta ella, antes de que el muecin suba al alminar al lucir de la alborada para llamar á los fieles á la oracion.

—Pero ese es el aposento de mi padre, Betsabé, murmuró transido de terror el príncipe.

—¿Y qué me importa tu padre? gritó colérica Betsabé. ¿Qué me importas tú? Yo he visto caer ante mi generaciones enteras, á un leve impulso de mi voluntad, ¿y me resistes tú? ¡Esclavo de mi poder, obedece! añadió Betsabé, volviendo hácia afuera el sello del anillo de Salomon, que tenia ceñido en uno de sus dedos.

Juzef se levantó como al impulso de un poder incontrastable, llegó hasta la puerta señalada por Betsabé, atravesó la galería, pasó entre los guardas que velaban ante el aposento del rey, sin que ninguno le impidiese la entrada, sin que uno solo dejase de inclinarse al pasar el príncipe que entró.

III

Una lámpara de hierro alumbraba el aposento del rey, modesto y severo, en cuyas paredes se veian escritas por do quiera suras (versos) del Koran: en un alhamí en el fondo dormia Al-Hhamar, con el sueño que prestan un corazon puro y una ambicion satisfecha. Sobre el lecho, cuyas ropas eran de blanco lino, la luz de la lámpara hacia lanzar brillantes destellos á un fuerte arnés, á una hacha de armas y á una espada.

El príncipe se acercó cautelosamente al lecho y contempló largo rato el noble y hermoso semblante de su padre: si este hubiese entonces despertado, le hubiera causado horror la expresion del semblante de su hijo predilecto, de su querido leoncillo, con quien tal vez soñaba en las horas de su breve reposo; los ojos del príncipe estaban desencajados, su boca contraida, sus mejillas cárdenas, sus manos crispadas. Una sonrisa siniestra vagaba en sus labios y su corazon estaba frio.

De repente, como arrastrado de una fuerza irresistible, se separó del lecho, llegó al centro de la estancia y, con una calma horrible, vertió el contenido del pomo en el agua que llenaba una fuente de alabastro. Luego, cauteloso como habia entrado, tornó junto á Betsabé.

Estaba rodeada de Djeidah, Zahra y Obeidah.

—¿Qué es de vuestros esposos? les preguntó.

Las tres hadas, como Betsabé á Juzef, se habian enlazado á los walíes.

—Abo-Ishac, contestó Djeidah, está inconsolable, por la pérdida del oro invertido en pagar sus caballeros; apenas repara en mí; es un miserable.

—Abu-Abdalá, dijo Zahra, está aún avergonzado de haber sido vencido por un niño, y me hace sufrir todas las rarezas de su ridículo orgullo. Es un gato salvaje que no me ama.

—Abul-Hassan, murmuró Obeidah, no se ha perdonado aún el descalabro de Bib-Rambla y ha levantado sobre mí su látigo. Es un perro infiel que me hace muy desdichada.

—¿Qué me importan vuestra felicidad ó vuestro enojo? exclamó colérica Betsabé, dirigiéndose á sus hermanas. ¿Os he lanzado yo junto á ellos para que solo penseis en el amor? ¿Qué hacen vuestros esposos? ¿Qué meditan contra el rey?

—Han enviado mensajeros, contestó Djeidah, acogiéndose bajo la fe y amparo del rey Alfonso X de Castilla: con él vendrán sobre Granada, y la muerte y el estrago cabalgarán delante de ellos.

—Pues bien, que entren sus algaras por la vega, dijo Betsabé, que arrasen sus villas, que incendien sus castillos; es necesario que si el tósigo respeta á ese hombre, sucumba por el hierro: es necesario que no se levante la Torre de los Siete Suelos. Idos, y cumplid lo que os he ordenado.

Las tres hadas desaparecieron. Juzef dormia, entregado á un letargo profundo; por los ajimeces penetraba ya la luz de la alborada.

Betsabé fijaba en la cumbre de la Colina Roja una mirada sombría; era el momento en que Wahdah salia de la sima.

—¡Oh! ¡ya es tarde para tí, esclava! murmuró Betsabé; el muecin llama á la oracion, y muy pronto el tósigo penetrará en las venas de tu amado.

Y en efecto, el muecin llamaba á los fieles, desde el alminar, á la oracion de azohhi.

Betsabé se dirigió al aposento del rey; los guardas la detuvieron.

—No puedes entrar, princesa, dijo uno de ellos; nuestro rey y señor está haciendo su ablucion.

Y era así; Betsabé, á través de las plegaduras del tapiz que cubria la puerta, vió á Al-Hhamar, arrojando sobre su cabeza el agua de la pila de alabastro situada en el centro del retrete real.

Entonces un pensamiento extraño surgió en su mente.

—¡Si Juzef no hubiera vertido el tósigo! se dijo.

Y corrió á su retrete donde dormia el príncipe, y le arrancó el pomo que asia aún entre sus crispadas manos.

—¡Vacío! ¡está vacío! exclamó Betsabé entregándose á una feroz alegría. ¡Oh! ¡volveré á mi eternidad, á mis jardines, á mis alcázares! ¡Oh Salomon! ¡qué grande y poderoso eres!

IV

Pero la alegría de Betsabé fué de corta duracion; palideció su frente, estremecióse como por efecto de un terror invencible, y sus ojos se inyectaron de sangre; habia resonado en su oído una voz poderosa que la evocaba, una voz que la obligaba á obedecer como la del señor al esclavo.

Betsabé obedeció, pues, y apareció ante Wahdah.

Estaba esta envuelta en la alfombra del trono de Salomon; los destellos que lanzaba el talisman la rodeaban de una clarísima aureola; su hermosura tenia doble encanto; era entonces más hermosa que Betsabé, sólo podia comparársela á una hurí.

Su ademan era imperioso; su sonrisa terrible; la mirada de sus negros ojos, radiante é intensa, se fijaba en la de Betsabé, que comprendió su destino y cayó á los piés de la sultana.

—¡Perdon! gritó la hada; no me arrojes á las tinieblas y á la desesperacion, y seré tu esclava; quítame mi poder, pero que no se levante la torre sobre el abismo.

—Lo que está escrito se cumplirá, contestó Wahdah: ¿acaso pretendias, miserable espíritu condenado, hacerte superior á tu destino?


* * *


Betsabé entregó á Wahdah el anillo cabalístico, y salió de su retrete para encerrarse en el suyo.

Aún dormia el príncipe Juzef; Betsabé se arrodilló junto á él é inundó de lágrimas su frente; era la primera vez que la conmocion hacia brotar el llanto á los ojos de aquel espíritu soberbio y rebelde; era la primera vez que un amor de mortal habia llenado su corazon. Tal vez surgió en su mente el pensamiento de suplicar á Allah, pero su soberbia le rechazó, y desesperada, con la insensatez pintada en sus ojos, se replegó en un ángulo del divan.

El príncipe Juzef dormia. Betsabé sentia pasar el tiempo con una rapidez cruel; Wahdah en tanto contaba un siglo por cada vez que la voz del muecin llamaba á los fieles á la oracion; al fin llegó la hora de alajá: la noche encapotaba el espacio, la luna habia aparecido en el Oriente. Wahdah, reclinada en el ajimez, miraba á la Colina Roja y esperaba que la luna llegase á la mitad de su curso. Al fin llegó el momento tan temido por Betsabé y tan anhelado por Wahdah; la luna tocó en lo más alto de su órbita, y la sultana volvió el sello de la sortija cabalística al Oriente.

—¡Genios, esclavos del anillo; y del sello! exclamó. ¡En nombre del alto y poderoso Salomon, á quien Allah perpetúe la gloria, edificad el castillo de la Alhambra!

Apenas pronunciadas estas palabras, nublóse la luna, giraron en el espacio millones de sonoros rumores, y en la cumbre de la Colina Roja, aparecieron antorchas sin número, á cuya luz se veian cruzar, perderse y volver á aparecer multitud de hombres.

Una niebla densa fué velando la colina y todo lo envolvió; la sultana permaneció en el ajimez; veíase aún el resplandor informe y dudoso de las antorchas, oscilando, alejándose y tornando á aparecer; al fin la luz del crepúsculo dominó aquel resplandor mate, la alborada disipó la niebla, y Wahdah vió ante sí con asombro sobre la cumbre de la Colina Roja, un fuerte castillo.

Cuatro murciélagos pasaron entonces lanzando agudos gritos por delante del ajimez de Wahdah: eran Betsabé, Djeidah, Zahra y Obeidah.

La Torre de Siete Suelos se habia levantado sobre el abismo y las cuatro hadas iban á esperar en su oscuro seno á sus amantes.

Wahdah, entregada á una alegría delirante, corrió al aposento de su esposo. Este hacia su ablucion en la misma fuente en que el dia anterior habia vertido el tósigo el príncipe Juzef A'bd-allah.

El rey la miró con semblante severo; Wahdah se prosternó ante él.

—Levántate, Wahdah, exclamó el rey: ¿por qué abandonas tu retrete, cuando no te han llamado mis esclavos?

Wahdah se levantó y extendió su diestra en direccion á un ajimez á través del cual se veia la Colina Roja.

El rey exhaló una exclamacion de sorpresa.

—¿Qué torres son aquellas, dijo, que se levantan sobre la montaña? ¿Qué alminar es aquel que se eleva hasta las nubes? ¿Y de quién aquel alcázar cuyas cúpulas de oro lanzan rayos de fuego heridas por el sol de la mañana?

Wahdah refirió al rey el orígen de Betsabé, su ambicion y su odio hácia él, y le entregó el anillo y la alfombra de Salomon.

V

El rey se arrojó en los brazos de la sultana, y la besó en la frente. Despues llamó á sus caballeros, á sus guardas y á sus esclavos, y se dirigió á la Colina Roja.

Cuando llegaron al castillo, le hallaron abandonado: las puertas abiertas.

El rey se detuvo ante ellas: una mano esculpida en la clave del arco exterior y una llave de la misma manera representada en el inferior, excitaron su curiosidad, y dijo á uno de sus sábios:

—Dime, así Allah perpetúe tu generacion sobre la tierra, ¿qué significa esa mano y esa llave?

El sábio meditó un momento, oró al Señor, y su espíritu subió hasta él.

—Cuando esa mano, contestó al rey, descienda hasta tocar la llave, los espíritus condenados que encierra la Torre de los Siete Suelos, tenderán sus alas sobre Granada; muerte y desolacion caerá sobre ella, y los hijos del Islam desaparecerán sobre la haz de la tierra.

El rey dió el joyel de su toca al sábio, y pasó adelante: desde aquel dia hasta la hora en que murió, habitó en el alcázar, y despues de su muerte fué sepultado en él.

VI

Por esta vez el genio del porvenir no hizo desaparecer la vision; el rey Al-Hhamar contemplaba extasiado aquel fuerte castillo con sus torres almenadas, sus agudos y esbeltos mirabetes y su magnífico alcázar con cúpulas doradas.

—Espada del Islam, dijo el genio dirigiéndose al rey; tú has preguntado á aquel que ha sido, es y será, por qué tu alma está cubierta de una tristeza profunda, que hace tus dias sombríos y tus noches sin sueño; y Allah me ha ordenado abrir ante tí el libro del destino; has leido su página funesta; te has visto vendido por tus walíes, asesinado por tu hijo; has sentido en tus venas el frio del tósigo mortal y no has temblado, ni el grito de la venganza ha resonado en tu corazon; eres valiente, generoso y magnánimo, y el Señor fuerte é invencible es contigo. Ese alcázar que ves, llevará á la posteridad tu nombre, y una mujer, elegida por Allah entre sus huríes, morará contigo por toda la eternidad. Mira.

El castillo se veló en profundas nieblas al contacto de la vara del genio, y en su lugar apareció una mujer. Ni el alba es más fragante, ni el sol más resplandeciente, ni las nubes de la montaña más blancas, que aquella aparicion divina; las palabras de los hombres no eran bastantes para encarecer su hermosura.

El corazon del rey se estremeció de amor, y tendió los brazos á la hermosa que fijaba en él la dulce y purísima mirada de sus ojos negros.

—Aguarda, le dijo el genio, aún no conoces enteramente tu porvenir; al espirar una luna desde este momento, tu cuerpo habrá descendido al sepulcro; el tósigo habrá roido lentamente tus entrañas; tu hijo te habrá entregado á la muerte; ¿qué castigo pides á Allah para el parricida?

Al-Hhamar se prosternó.

—¡Es mi hijo! exclamó, ¡mi hijo á quien amo! ¡Desdichado de él que ha caido en poder de Eblis! ¡Perdon para mi hijo!

—Justo entre los justos, magnánimo entre los magnánimos; tu hijo será contigo en el Edem, cuando el príncipe Aben-al-Malek rompa el encanto de la hurí que duerme en la Torre de los Siete Suelos.

El rey se levantó, la mujer de sus amores, la hermosa presentada á él por el genio del porvenir, se arrojó en sus brazos; Al-Hhamar aspiró la suavidad que se desprendia de su sér, reclinó la frente sobre su purísimo seno, y un letargo delicioso cerró sus ojos, creyóse elevado en el espacio, suavemente mecido por las brisas, en una region misteriosa, velada en sombras é impregnada de perfumes: tanta felicidad oprimia su corazon, y despertó.

Al abrir los ojos se encontró en la cumbre de la colina y al pié del sauce donde habia tomado descanso, al bajar fatigado de la caza por las vertientes del Cerro del Sol. El alba se levantaba en el Oriente, Granada despertaba sobre su lecho de flores.

Nada recordaba el rey de cuanto habia visto en el alcázar del destino: acaso habia sido un sueño de esos que pasan sin dejar recuerdos y se hunden en el pasado despues de haber abierto ante nuestros ojos el libro del porvenir.

—¡Oh! ¡cuánto he dormido, y cuán profundamente! dijo el rey. ¡Mis caballeros me esperan impacientes para comenzar la fiesta! Vamos: es necesario que hoy mismo sea declarado mi sucesor y partícipe del mando el príncipe Mohamet.

Y bajó de la colina, y entró en su alcázar, y bajó al coso alzado en Bib-Rambla, acompañado de la sultana y de las mujeres de su harem, y de lo más cumplido de la nobleza mora.

VII

Y de allí en adelante, todo sucedió como habia sido el sueño, porque así estaba escrito.

El castillo se alzó sobre la colina, y el rey fué á él y puso su estandarte rojo sobre la torre más alta de la alcazaba, y trascurrida una luna desde la noche en que el rey tuvo el sueño misterioso, la muerte fué con él.

Y aconteció de esta manera.

VIII

Los walíes de Málaga, Guadix y Comares entraron por la tierra llevando en sus algaras adelante la frontera. Acorríales el rey Alfonso X de Castilla, y una hueste poderosa amenazó los muros de Granada. El rey Al-Hhamar se vistió el arnés, reunió en torno de su bandera á sus caballeros, y salió contra los rebeldes; al pasar bajo la puerta de Bib-Al-bolut, rompióse la lanza al primer caballero que iba en los adalides, y túvose esto por mal agüero; y uno de los sábios que siempre acompañaban al rey, le dijo:

—Torna, señor, torna, que ya veo el cuervo cernerse en los aires y canta la corneja; torna porque la muerte te espera en esta jornada.

—¿Qué puede el hombre contra su destino? dijo el rey; si morir hé, ¿dónde ocultarme que la muerte no sea conmigo?

Y siguió adelante, al frente de sus caballeros.

Y á poco más de mediodía de camino, sintióse cansado y enfermo, y se detuvo y llamó á sus sábios.

Los sábios le dijeron:

—Tósigo te han dado, señor, y tus dias están contados; vuélvete á tu ciudad si quieres morir junto á los que amas.

El rey tornó hácia Granada, pero antes de llegar á la ciudad se agravó su dolencia, y alzando su pabellon le entraron en él y le rodearon todos los caballeros, así muslimes como cristianos que le seguian, y los sábios no sabian qué hacer.

A cada momento era más espantosa la lividez del rey: á medida que la muerte se acercaba, su pensamiento leia en el pasado y sólo entonces recordó las visiones que habian sido ante él en el alcázar del Destino; recordó á su hijo Juzef vertiendo el tósigo en la fuente donde hacia su ablucion, y oró á Dios por su hijo. Despues se apoderaron de él horribles convulsiones; arrojó por la boca espumosa y negra sangre, y le llegó el decreto de Dios á la hora de almagrib (puesta del sol) el dia veinte y nueve de la luna de guimada postrera del año seiscientos setenta y uno.

Enterrósele con gran pompa en el cementerio que él habia mandado edificar en su mismo alcázar, para sí y sus descendientes, embalsamado en caja de plata cubierta de preciosos mármoles, en que su hijo Mohamet mandó esculpir en letras de oro este epitafio:

«Este es el sepulcro del sultan alto, fortaleza del Islam, decoro del género humano, gloria del dia y de la noche, lluvia de generosidad, rocío de clemencia para los pueblos, polo de la secta, esplendor de la ley, amparo de la tradicion, espada de la verdad, leon de la guerra, sábio adalid del pueblo escogido, defensa de la fe, honra de los reyes y sultanes, el vencedor por Dios, el ocupado en el camino de Dios, Mohamet Aben A'bd-Allah-Aben-Juzef-Abem Nazar, el de Arjona, el vencedor y el magnífico; ensálcele Dios al grado de los altos y justificados, y le coloque entre los profetas, justos, mártires y santos. Fué su tránsito, dia veinte y nueve de la luna guimada postrera, año seiscientos setenta y uno. ¡Alabado sea aquel cuyo imperio no fina, cuyo reinar no principió, cuyo tiempo no fallecerá, porque no hay más Dios que él, el misericordioso y clemente!»

IX

Y tras la muerte del rey, desaparecieron de sobre la haz de la tierra el príncipe Juzef A'bd-Allá y los tres walíes rebeldes, sin que sér humano supiera qué habia sido de ellos.

Y la sultana Wahdah murió poco tiempo despues que Al-Hhamar, por el que hizo tal llanto como le habia amado en vida.

X

Sucedió al rey en la silla de Granada su hijo Mohamet II, y vinieron con los tiempos tras él diez y nueve reyes hasta Abou-A'bd-Allah Al-Ssaghír (Boabdil el Chico) y A'bd-Allah Ai-Ssaghar (el Jóven) que perdieron el reino. ¡Dios los perdone!

Y todos ellos enaltecieron á Granada y hermosearon la Alhambra.

¡La Alhambra! ¡el Palacio de Rubíes, por quien llora el árabe en el desierto! ¡Granada! ¡la Damasco de Europa! ¡la perla de Occidente! ¡Que Dios, el justo, el santo, el bueno, tenga piedad de su pueblo escogido y le vuelva su Edem! ¡Que se cumpla pronto lo escrito, porque está escrito que el árabe volverá al Palacio de Rubíes!

VI. La Torre de los Siete Suelos

I

Quince años habian transcurrido desde la fatal luna de rabie, primera del año ochocientos noventa y siete, en que las huestes de los reyes de Castilla y Aragon habian arrojado de Granada al débil Boabdil, y habian clavado la cruz del Nazareno sobre las almenas de la torre de la Alcazaba.

Todo lo habian profanado: el vencedor puso en el mirab su planta impura, y el harem fué abierto á las mujeres castellanas; el trono de Al-Hhamar el Magnífico habia sido arrastrado por el polvo, y el yugo y las flechas coronados por el Tanto monta, empresa de los reyes cristianos, habian sido esculpidos en la sala de justicia del alcázar sobre las suras del santo Koran.

El genio del islam huyó indignado de la Alhambra y de Granada, y Eblis se cernió gozoso sobre el mirab profanado.

El nazareno lo recorrió todo, en busca de los tesoros de los vencidos; bajó á las cisternas, recorrió las minas, y penetró en los subterráneos, como aquel que en una casa deshabitada va en busca de alguna prenda ó joya olvidada por el dueño.

Pero hubo un lugar en el que en vano pretendieron penetrar; le defendia el terror y le envolvia el misterio.

Este lugar era la Torre de los Siete Suelos.

II

Era esta torre circular; coronábala una muralla, defendida por dos fuertes torreones, entre los cuales habia una puerta, por la cual salió el desdichado Boabdil para entregar las llaves de la ciudad á los vencedores.

Entre los torreones, la muralla y la torre misteriosa, existia un foso por el cual se llegaba á una puerta de hierro pequeña, capaz sólo para que pudiese penetrar un jinete en los Siete Suelos.

Sólo con inauditos esfuerzos se habia logrado abrir aquella puerta y penetrar en el primer suelo; una vez allí, oíase un ruido sordo, el vuelo contínuo de un enorme y solitario murciélago, que lanzaba gritos semejantes á los de una mujer desesperada, y al que contestaban subiendo del abismo, otros seis gritos horrorosos; uníase á esto un viento pujante que apagaba las antorchas; un ruido sordo y atronador semejante al de un torrente ó á la carrera de un millon de caballos, y además una atmósfera impregnada de miasmas fétidas trastornaba los sentidos y hacia huir de aquel lugar de muerte á el imprudente que en él se habia aventurado; y si alguno fué bastante audaz para llegar, arrostrando los horrores del primero hasta la puerta del segundo suelo, nunca volvió á parecer.

Con estos prodigios la torre se habia hecho respetable; temblaban los soldados nazarenos, al entrar de guardia en ella, y más de un escucha fué víctima de su terror al encontrarse solo en su plataforma en las altas horas de las oscuras noches de invierno.

III

El mismo dia en que finaban quince años despues del de la conquista, á la hora en que las campanas tañian la azalá de alajá de los cristianos, un mancebo, jinete en un caballo negro, apareció entre los árboles que rodeaban la torre.

Era el príncipe Aben-al-Malek, el que en la alborada de aquel dia que finaba habia partido, sobre el caballo de su padre, obedeciendo á su destino y á la voz del anciano morabhita Abu-Kalek.

El bruto lanzado en el espacio habia salvado como tempestad la distancia, atravesando los desiertos y surcando los mares; ave, bruto y pez, habia conducido al príncipe á la torre misteriosa donde dormia encantada la hermosa hurí Fayzuly, la doncella de las trenzas negras, la querida de su corazon.

Aben-al-Malek desmontó; ató su corcel á uno de los árboles y se aproximó á la torre; la luna menguante y opaca brillaba con débil resplandor entre grupos de espesas nubes; á su escasa luz el príncipe vió los torreones almenados; el recinto circular y el oscuro foso; un soldado cristiano, con el arcabuz al hombro y la mecha encendida, velaba en los adarves.

Aquel hombre vió acercarse al príncipe y preparó su arcabuz lanzando un medroso ¿quién va? desde las almenas.

Aben-al-Malek envió por contestacion su ligera y fuerte pica de dos hierros al adarve; oyóse un sonido estridente, como el que produce el hierro al romper el hierro, un grito de dolor, y un golpe sordo y desmazalado; el cadáver del atalaya habia vacilado sobre la almena y habia caido al foso.

El príncipe llegó hasta la puerta de hierro que conducia á los Siete Suelos y que se abrió ante él.

IV

En aquel momento la torre osciló como al impulso de un sacudimiento subterráneo; salió de su fondo y de sus suelos un rugido sonoro, inmenso, producido por muchas voces humanas; iluminóse el oscuro antro con la diáfana luz del dia, y el príncipe entró invocando el santo nombre de Allah.

V

Estaba en un alcázar magnífico, el silencio y la paz más profunda volvieron á dominar despues de su entrada. Delante de él y adelantando siempre revoloteaba un enorme murciélago.


* * *


Antes de que el príncipe entrase en la torre, en el fondo de ella tenia lugar un acontecimiento extraño.

El espíritu de Djeouar velaba en el mismo nicho donde le habia visto la sultana Wahdah, con sus piernas cruzadas, el libro forrado de seda azul sobre ellas, los codos apoyados en el libro y el rostro entre las manos.

Abajo, en el fondo del retrete, velada por su blanco sudario, ceñidos los cabellos por la corona de siemprevivas, de la cual emanaba la luz que llenaba de un ambiente diáfano aquel magnífico aposento, dormia la hurí Fayzuly; y Aben-Zohayr, el árabe vendido á Eblis y maldecido por Dios, corria aún como antes, la vista fija en la hurí, flotante el alquicel, la pica enhiesta, ensangrentado el acicate; su caballo blanco, lanzaba fuego por las anchas narices, y corria, volaba con la rapidez del rayo lanzando en su carrera el polvo que, arrancado por sus herraduras del pavimento, se elevaba formando una especie de niebla contínua, en cuyo fatídico círculo se veian pasar y volver á pasar, siempre incansables, siempre veloces, el caballero y el bruto.

Además habia otro sér en la torre; era un hermoso mancebo de quince años; el bozo no habia orlado aún su semblante; su traje era de riquísimo brocado, lucia en su toca un joyel de diamantes y ceñian sus piés unos borceguíes de grana labrados con oro y armados con acicates de caballero; sobre su pecho lucia un escudo que mostraba pintado un murciélago negro, con este mote en rojo: Si no venzo, esta es mi suerte; y sujeto á su cintura en una faja de la India se veia un ancho y reluciente alfanje.

Este mancebo dormia sobre el pavimento, y por acaso tal vez reclinaba su cabeza sobre el seno de la hurí: los dos eran hermosos; hubiéraseles podido tomar por dos amantes guardados por un demonio, y por un ángel caido, sufriendo el poder de un encanto; los dos soñaban sin duda, porque en la animada expresion de sus semblantes dormidos, se traslucia el pensamiento abierto á la luz del mundo de los sueños.

El de ella debia ser tranquilo, lleno de encantos y placeres; porque en sus labios lucia una sonrisa inefable; el de él, terrible, apenador, sombrío, porque su semblante estaba cubierto de frio sudor, y la expresion de un dolor agudo contraia la pureza de las hermosas formas de su boca.

La torre estaba tranquila; no se oia otra cosa que el son monótono, seco y contínuo de la carrera del caballo; la hurí y el jóven dormian, Djeouar meditaba, y el árabe corria.

De repente, se alteró aquello que podia llamarse paz en la torre: oyéronse siete voces que partian de fuera del retrete, bramadoras, disonantes; voces infernales que clamaban á grito herido; el árabe entonó un atronador canto de guerra; y el caballo, apresurando su carrera, unió su relincho extridente y poderoso á aquellas voces malditas: Djeouar se levantó sobre el nicho, teniendo el libro azul entre las manos, y dominando con su voz fuerte y sonora aquel estruendo infernal, gritó:

—Despierta, príncipe Juzef A'bd-Allah; despierta; ha llegado la hora; despierta y escúchame.

El mancebo que dormia junto á la hurí, despertó y se puso de pié.

—¿Quién me llama? dijo con una voz timbrada por el dolor y la tristeza, ¿ha sonado ya la trompeta del arcángel?

—Príncipe, continuó Djeouar; tú vertiste tósigo de muerte en el agua de ablucion de tu padre el rey Al-Hhamar el vencedor y el magnífico, á quien Dios perpetúe la gloria, y dejaste caer sobre él la losa del sepulcro.

El príncipe se prosternó.

—Pero tu sér estaba fascinado por los espíritus infernales, continuó Djeouar; pudiste haberlos alejado de tí, purificando tu espíritu con la oracion; pero eras irreligioso é impío, te mofabas de Allah, y Allah te ha hecho expiar tu culpa.

El príncipe seguia prosternado.

—Levántate, Juzef, prosiguió Djeouar.

El mancebo se alzó del pavimento y escuchó á Djeouar.

—Sin los ruegos de tu padre, varon justo, que te perdonó al morir, el puente Sirat se hubiera roto bajo tu planta, y hubieras caido en el fuego eterno, como Aben-Zohayr el árabe condenado. Pero aún no está terminada tu prueba; tú padecerás conmigo hasta que un príncipe bendecido por Dios, rompa los siete encantos á que están sujetos los Siete Suelos de esta torre, hasta que venza á Betsabé, Djeidah, Zahra y Obeidah, y á los walíes de Málaga, Guadix y Comares, que transformados en murciélagos, guardan cada uno de los Siete Suelos.

—¿Y qué he de hacer? contestó el príncipe.

Djeouar fijó su mirada en la resplandeciente cúpula del retrete.

—Veo el sol, dijo, trasmontando las cumbres de los montes de Loja; la noche se levanta más allá del mar en las regiones de África, y pronto tenderá su manto sobre la cumbre de la sierra de la Helada; cuando la luna brille sola en el espacio en las primeras horas de la noche, el príncipe Aben-al-Malek entrará en la torre de los Siete Suelos.

El príncipe encontrará ante sí la tentacion: la hermosura de Betsabé y de sus tres malditas hermanas, le ofrecerá todos sus encantos.

Pero el príncipe ha nacido con buenas hadas, es fuerte, valiente y fiel, y lo protege la invencible mano del omnipotente Allah.

Y el príncipe Aben-al-Malek, como vencerá con la fuerza de su corazon los encantos de las cuatro hadas malditas, é irá encontrando vueltas por un momento á su forma humana y embellecidas por su maravillosa hermosura y la espléndida riqueza de sus galas, á medida que descienda del uno al otro suelo de la torre, vencerá sucesivamente á los tres formidables walíes de Málaga, Guadix y Comares, que habrán dejado por un momento de ser murciélagos, para ser lo que eran antes de su condenacion: tres lobos furiosos nunca hartos de sangre y de exterminio.

El príncipe Aben-al-Malek llegará aquí vencedor de la hermosura y de la fuerza; pero cansado, combatida el alma y enlanguidecido el cuerpo.

Aquí le espera su más terrible combate.

Mi libro azul ha terminado (y Djeouar cerró el libro): su poder mágico no existe; su última página ha concluido.

Cuando llegue la media noche; cuando la luna brille en lo más alto del cielo; cuando todo esté sumido en el sueño y el silencio, el príncipe Aben-al-Malek habrá penetrado en este recinto.

Y entonces yo no podré sumergir en un sueño profundo á Aben-Zohayr, el árabe condenado por los amores de Fayzuly, la más hermosa de las huríes del Señor, que duerme encantada junto á nosotros, que espera el amor de su alma con el príncipe Aben-al-Malek, con el esposo que le ha destinado la misericordia de Allah.

—¿Y qué he de hacer yo? exclamó con la voz sonora y vibrante el príncipe Aben-Abdallah.

—Si tú encontrares en tu corazon el valor de tu padre, de tu noble y magnánimo padre asesinado por tí, dijo con voz ronca Djeouar, haciendo estremecer desde el cabello á la planta, el sér entero del príncipe Ab-da-lá; si tú ayudares al bravo príncipe Aben-al-Malek, el árabe maldito te abrirá con la muerte la sombría puerta del Alcázar de la eternidad, en el cual encontrarás el perdon y las delicias del Paraíso.

—¡Oh! la muerte con su eterno descanso, exclamó con acento de profundo dolor y de ardiente esperanza el príncipe Aben-Abdallah; el sueño de la muerte con su eterna sombra, con su eterno reposo, con su eterna insensibilidad antes que este sueño de condenacion, de dolor, de espanto, en que veo sin cesar fija en mis ojos la mirada expirante de mi padre asesinado por mí. ¡Oh! yo lucharé como el hambriento leon del desierto, si en esa lucha he de encontrar la paz de la tumba aunque no se abra para mi alma la puerta del Paraíso.

—El espíritu del hombre es inmortal, dijo Djeouar con acento inspirado; el espíritu del hombre no puede perecer y ser envuelto por la tierra como los fragmentos de una vil vasija; el espíritu del hombre es inmortal como el espíritu de Dios que lo ha creado y la eternidad de su destino, ya entre los horribles tormentos del fuego eterno, ya entre las desconocidas bienaventuranzas con que Dios premia la creencia, el martirio y la fe de los justos, allí donde todo es luz, todo hermosura, todo placer, todo felicidad. Levanta tu corazon á Dios, ora con toda la fe que encuentres en tu alma, y espera. Se acerca el momento de tu perdon ó de tu condenacion. Si cuando el príncipe Aben-al-Malek llegare junto á nosotros, si cuando se revuelva terrible sobre él Aben-Zohayr, tú no te interpusieres, y dominado por el terror abandonares al príncipe Aben-al-Malek cansado y combatido, tu cobardía te habrá condenado, príncipe Aben-Abdallah.

—Las amargas hondas de la fuente del arrepentimiento han lavado y purificado mi alma, dijo con voz dulce y triste el príncipe: yo siento arder suavemente en ella el fuego de la caridad; yo gozo el inefable consuelo de la fe; mis ojos se anegan en la radiante luz de la esperanza. Yo siento engrandecido y fortalecido mi sér por la proteccion del Dios único é invencible, valor de todo valor, fuerza de toda fuerza, que sólo es, que sólo vive, y para quien nada hay incontrastable. El luchará conmigo, él me dará fuerzas para que por mí se cumpla lo que está escrito. Pero dime tú si lo supieres, si yo he de perecer en la pelea ¿qué será de ese príncipe á quien aguardas, cuando mis ojos se hayan cerrado á la luz de la vida, y mi alma vea la eterna luz de Dios?

—Aben-Zohayr, corre, corre, incansable, terrible, sujeto á su encanto; corre en torno de Fayzuly, procurando en vano estrechar el círculo que le separa de ella. Cada noche, en el momento en que la campana de los nazarenos lanza de sí su sonora vibracion doce veces repetida, el encanto de Aben-Zohayr cesa. El terrible círculo que recorre durante su encanto deja de sujetarle, puede aproximarse á Fayzuly, saciar su rabiosa sed de amor; pero yo le contenia continuando la lectura de mi libro mágico: apenas vibraba la primera campanada, la lectura sepultaba al árabe en un sueño profundo, y él y su caballo salvaje permanecian inmóviles como una estátua; yo seguia leyendo mientras sonaban lentas una tras otra las doce campanadas de la media noche.

El libro ha terminado: cuando llegue la media noche, nada podrá contener al árabe maldito, y si el príncipe Aben-al-Malek despues de haber vencido las tentaciones que le opondrán en cada uno de los Siete Suelos los siete espíritus condenados, convertidos en murciélagos por la justicia de Allah, entra aquí fatigado, luchando aún con el recuerdo de la tentacion, y Aben-Zohayr el maldito le mata, encantados permanecerémos con Fayzuly, en el fondo de esta torre, y condenados por toda una eternidad.

Pero si tú ayudares al príncipe Aben-al-Malek combatiendo con el árabe maldito, si el príncipe Aben-al-Malek lograre sacar fuera de la torre á la amada de su alma Fayzuly y ponerla sobre su caballo mágico, perdonados serémos; nuestras almas irán á morir en el Paraíso entre delicias eternas, y sólo quedarán condenados en el fondo de esta torre Aben-Zohayr el réprobo, y los siete murciélagos malditos.

Levanta tu corazon al Dios altísimo, único y misericordioso, príncipe Juzef-Abdalah; invoca su invencible poder, y está pronto para el combate y para el martirio.

El príncipe Juzef-Abdalah se prosternó y oró.

Djeouar se sentó de nuevo en el nicho, cerró su inútil libro azul, le puso sobre sus rodillas, apoyó en él los codos, con las manos en la cabeza, y esperó inmóvil.

La hurí Fayzuly continuó durmiendo.

El árabe maldito siguió corriendo con la velocidad del huracan en torno de Fayzuly, procurando en vano acercarse á ella.

VII. Los siete encantos de los siete suelos

I

El príncipe Aben-al-Malek al entrar en la torre, habia visto, como ya se ha relatado, no la desnuda, oscura y severa galería semicircular con huecos y saeteras para las escuchas que ahora se ve en el primero y segundo suelo de la torre, que son los únicos que permanecen hoy descegados.

En el primer suelo, donde habia entrado el príncipe, descendiendo por una estrecha escalera, habia visto una galería circular, pero enriquecida con columnas, artesonados de preciosas labores, cúpulas maravillosas, pavimento de brillante alicatado: ornadas las paredes con ricas atauxías y ajaracas, y motes incitadores que representaban el amor y la voluptuosidad en vez del nombre de Dios y las santas suras del Koran, en hermosos caractéres africanos de oro y azul, todo resplandeciente, todo enlanguidecedor, todo sensual, iluminado por una luz blanda, ténue, dulce, que hacia sentir un sopor delicioso.

Blandos divanes que convidaban al reposo, se veian en el fondo de calados alhamíes; odoríferos perfumes que exhalaban humo trasparente y azulado sobre braserillos de oro.

Una música armoniosa llenaba con sus dulces ecos aquel espacio encantado.

Todo allí era embriagador.

II

El príncipe Aben-al-Malek se sintió acometido por una languidez deliciosa.

Un negro murciélago, un murciélago gigantesco revolaba en torno de una de las cúpulas, descendia estrechando el círculo de su vuelo, rodeaba la cabeza del príncipe, y le halagaba, arrojando sobre él un leve y suavísimo perfume con sus alas de crespon.

El príncipe lanzó de sí aquella tentacion invocando el nombre de Dios, se quitó de sobre su espalda su arco, le entezó, armó en él una saeta que sacó de su aljaba, y cuando el murciélago se elevó, disparó sobre él y le clavó con su saeta en el artesonado de la cúpula.

Cayó delante del príncipe sobre el pavimento la sangre del murciélago en un negro chorro.

De aquella sangre se elevó un vapor rojizo é inflamado que fué condensándose hasta que tomó las formas de una hermosísima doncella, lánguida como aquel alcázar, como la ténue y blanca luz que le iluminaba, como el perfume que se elevaba de los braserillos, como la música que llenaba aquel espacio de armonía.

III

El príncipe retrocedió á la vista de Djeidah, una de las tres malditas hermanas de Betsabé que habia aparecido delante de él, é invocó con toda la fe de su alma el nombre de Dios.

Djeidah le miraba con sus grandes ojos garzos adormecidos, sonriéndole lánguidamente, sueltos los luengos cabellos rizados, rubios y brillantes como el oro; desnudo el seno de alabastro; mal cubierta la hermosura de su cuerpo por una sutil túnica de gasa de plata y azul.

Se inclinaba, balanceaba muellemente su esbelto talle, y decia al príncipe con una voz tan dulce como el murmullo del aliento de Dios en las espesuras de los eternos bosquecillos del jardin de Hiram.

—El cansancio te abruma, amado mio, mi vida, alma de mi alma; ven, reposa entre mis brazos en mi encantado alcázar; yo te adormeceré en un sueño delicioso, durante el que gozarás las delicias del Paraíso.

—Hermosa eres, hada del sueño y del reposo, exclamó el príncipe Aben-al-Malek; bello es tu alcázar; pero tú eres maldita, y maldito lo que te rodea, y maldito el pensamiento de tu alma; para el árabe temeroso de Dios no se han hecho las alkatifas de seda y oro, los grandes divanes, los perfumes de Oriente, la música regalada y la ramera indolente é impura: apártate de mi paso; yo voy á buscar á la amada de mi alma, á la hurí Fayzuly que duerme encantada en este maldito palacio y me espera.

—Yo soy Fayzuly, exclamó Djeidah estrechando entre sus brazos y contra su seno al príncipe, haciéndole aspirar su aliento envenenado, inundando su mirada con la mirada indolente de sus ojos soñolientos; yo soy Fayzuly que te esperaba enamorada, amado mio, y que se aduerme al fin entre tus brazos, contemplando tu hermosura, bebiendo el aliento de tu boca y el fuego de tus ojos.

IV

Y la maldita Djeidah sonreia, porque el príncipe vacilaba y temblaba y se adormecia.

—¡Ah! yo soy Fayzuly, exclamaba Djeidah estrechando más y más al príncipe entre sus brazos.

Aben-al-Malek, fuerte por su creencia, por su virtud y por su amor, siguió adelante empujando á Djeidah, llevándola consigo, abrazado por ella, sintiéndola, aspirando la languidez, los encantos de su maldito sér.

Y avanzaba lentamente, á cada momento más envuelto por la mágia que rodeaba á Djeidah.

Al fin, despues de una larga lucha, el príncipe llegó, impulsando siempre á Djeidah, al otro extremo del primer suelo, y delante de una puerta dorada.

A medida que habia ido avanzando, la belleza de aquel alcázar habia crecido, habian crecido la hermosura de Djeidah, y el brillo de sus ojos, y lo delicioso de los perfumes, y la armonía de la música, y la dulce languidez de la luz.

Y todo en vano.

Su fe y su amor habian salvado al príncipe, que habia llegado á la brillante puerta de oro, en la cual se veia en inscripciones cúficas, el nombre de Dios cien veces repetido y ensalzado.

V

Djeidah luchó entonces con toda la fuerza de sus encantos para impedir que el príncipe tocase la puerta.

Pero Aben-al-Malek arrolló á la hada maldita, lanzándola de sí y haciéndola chocar contra la puerta de oro.

Y Djeidah la condenada, al tocar la puerta, se desvaneció en vapor como una gota de agua que cae sobre un hierro candente.

VI

Y la puerta de oro abrió en silencio sus dos hojas, y apareció un sencillo y pequeño mirab alumbrado por una lámpara de alabastro que pendia de su cúpula estrellada.

El libro de la Ley estaba abierto sobre el adoratorio por la santa página en que está escrita la profesion de fe inspirada por Dios á su enviado Sydi Mohhammed-ben-Abd'Allah-el Coraixi.

El príncipe se prosternó y oró, y la oracion le reanimó fortaleciéndole y dándole valor para continuar su prueba.

VII

Y á través de la puerta del mirab, se veia una oscuridad densa, y entre aquella oscuridad se oia un ruido semejante al de las alas de un murciélago que estuviese clavado á una pared, y se oia una voz doliente y lánguida, pero desesperada.

—Amado mio Abu-Ishac, walí de Comares, prepárate á combatir con la virtud del príncipe Aben-al-Malek que ha vencido mis encantos; que no pase de la segunda bóveda, amado mio; libértame, condenándole, de la horrible saeta con que me ha clavado á la bóveda; padezco horriblemente; deslumbra con tus tesoros al maldito Aben-al-Malek; mira que si no le vences, quedarás sujeto á los tormentos á que él me ha sujetado; véncele y seré tuya, y te llamaré luz de mis ojos y te envolveré en mi hermosura.

VIII

Y la voz doliente y lánguida de Djeidah, continuó quejándose y excitando de una manera indolente al condenado walí de Comares Abu-Ishac.

Y el príncipe lo oia, y fortalecia su espíritu con la oracion, preparándose á una nueva prueba.

Al fin salió del mirab, recorrió de nuevo entre la oscuridad el primer suelo, y al pasar por debajo del sitio donde convertida otra vez en murciélago, estaba clavada á la bóveda por su saeta y aleteando Djeidah, oyó que esta decia con su voz amortiguada y siempre soñolienta.

—Maldito, maldito, maldito seas tú, príncipe Aben-al-Malek, que no has querido mi amor.

IX

El príncipe buscó entre la pavorosa oscuridad, tocando el áspero muro, la entrada de la escalera que conducia á la segunda bóveda.

La encontró, bajó por ella, y en el momento, un vivísimo resplandor le deslumbró.

Tenia ante sí un inmenso tesoro de cuantas piedras preciosas de vivos destellos y trasparentes colores Dios crió, y perlas, y corales, y jarrones, y ánforas, y fuentes de plata y oro cincelados, y arneses, y armas de un valor maravilloso, y espejos bruñidos, y lámparas de gran precio, y el pavimento cubierto de monedas de oro, en las cuales se hundian los piés del príncipe, que adelantaba con trabajo, viéndose obligado á apartar de su paso objetos preciosos y pesados de un valor inmenso.

Todo resplandecia de una manera deslumbrante; la bóveda, los muros, el pavimento y todas aquellas alhajas y aquellas ánforas, y aquellos arneses, y aquellas armas, y aquellos espejos, y otro número infinito de preciosidades, estaban agrupados y armonizados, y contrastados de tal manera, que formaban cúpulas y arcos y pilastras, produciendo la perspectiva de un alcázar incomparable por lo hermoso de la forma y lo resplandeciente de la luz.

X

Y un enorme murciélago revolaba en torno de la cabeza del príncipe, elevándose desde ella á las altas cúpulas y describiendo anchos círculos.

Y la voz ronca del murciélago decia:

—Eres el califa más poderoso de la tierra; todo lo que ves es tuyo; no hay placer semejante al de la contemplacion de estas preciosidades y de estas riquezas: los hombres te reverenciaran como á un Dios; las más hermosas mujeres del mundo te sonreirán enamoradas, y podrás cubrir de naves el mar, y de soldados la tierra; porque el oro es el sultan del mundo; al que todas las criaturas rinden un homenaje idólatra; todo esto es tuyo, príncipe Aben-al-Malek; ¡quién como tú!

Y el príncipe, armando una saeta en su arco, contestó:

—La muerte no detendrá su segur sobre mi cabeza cuando llegue el plazo prefijado á mi vida por el Altísimo, aunque yo ofreciese á la muerte un tesoro mil y mil y mil veces mayor que este tesoro; todas las riquezas del universo no abrirán las puertas de diamante del Paraíso como las abren el buen corazon y la buena obra.

Y el príncipe disparó sobre el murciélago, que lanzó un chillido horrible al sentirse herido y sujeto por la saeta entre las deslumbrantes alhajas que pendian de la cúpula y producian un ruido sonoro, movidas por el aleteo del murciélago.

La sangre de este cayó en una gigantesca ánfora de oro colocada bajo el centro de la cúpula.

Instantáneamente se vió salir por la boca del ánfora un humo denso y negro que se desvaneció, y luego, dentro del ánfora, se oyó el ruido causado por una persona que pretendia salir en vano del ánfora que la encerraba.

El príncipe soltó una carcajada.

—Hé ahí el destino del avaro, dijo, morir de una muerte mezquina, sofocado por su tesoro; bendito sea el nombre del grande, del poderoso, del invencible Allah.

XI

Se oyó un fragor espantoso.

Desapareció de improviso aquel inmenso tesoro, y el príncipe se encontró envuelto en tinieblas, pisando el duro pavimento de mármol de la segunda bóveda.

Y se oia entre las tinieblas el aleteo del murciélago, y el ruido de las alhajas que el aleteo movia, y una voz desesperada y terrible que gritaba.

—¡Hermana mia Zahra, venganza! ¡Estoy sufriendo un tormento horrible! ¡Tengo atravesadas las entrañas y no puedo moverme, sujeto por una dura saeta! ¡Hermana mia Zahra, véngame, haz que peque el maldito príncipe Aben-al-Malek!

XII

El príncipe entre tanto adelantaba entre las tinieblas, y al fin entró en un segundo mirab, más bello y más rico que el anterior.

Se prosternó y oró.

Sentía cansancio en el cuerpo y en el alma.

Tenia miedo, porque su espíritu vacilaba.

Recordaba la hermosura de Djeidah, las muelles delicias que le habian rodeado en la primera bóveda y las inmensas riquezas que habia visto en la segunda.

Oró con más fervor, salió del mirab, recorrió la oscura bóveda y empezó á descender por las escaleras de la tercera.

Empezó á sentirse débil, enfermo, miserable.

Le aquejaban el hambre, el frio, la sed.

Cuando entró en la tercera bóveda, la encontró opaca, triste, húmeda.

Quiso andar y no pudo: vaciló y cayó.

Estaba cubierto de lepra: sus ricas vestiduras se habian convertido en andrajos asquerosos.

Un negro murciélago revolaba sobre él.

La alimaña se reia.

—Hé ahí á lo que ha quedado reducido el hermoso, el jóven, el fuerte príncipe Aben-al-Malek. Dios te ha abandonado. ¿Hay alguien sobre la tierra más miserable que tú?

—Cúmplase la voluntad del Señor; contestó humildemente Aben-al-Malek; suyos somos; polvo éramos antes de que Él nos dijese «sed». Él puede reducirnos de nuevo á polvo: el Señor de la vida es tambien el Señor de la muerte: Él prospera sus criaturas, y Él las abate: cúmplase su santa voluntad.

Y la fe del príncipe le reanimó por un momento, tendió su arco, disparó, y el tercer murciélago fué clavado en la bóveda como los anteriores, por la tercera saeta del príncipe.

Se oyó un agudo alarido de mujer.

Al pié del príncipe cayeron algunas gotas de sangre.

Se levantó un vapor sutil que se condensó, y apareció Zahra, la segunda hermana de Betsabé; la hada maldita y condenada por Allah, con su grande hermosura, fijando en el príncipe sus terribles ojos negros, en que aparecia su mirada envidiosa.

XIII

El príncipe habia caido de nuevo en su postracion.

Le abrasaba la fiebre de la lepra; sentia una sed horrible, y no podia moverse.

—¿No te causa envidia, exclamó Zahra, al contemplar mi salud, mi fuerza y mi hermosura?

—La envidia es un pecado de muerte, dijo el príncipe; la envidia hace sentir el aborrecimiento contra los que gozan más que él, al desventurado á quien ha herido la mano del Señor y no tiene fe en el corazon; la envidia engendra la calumnia, la traicion y el crímen; pero Dios proteje al infeliz miserable y enfermo que, abandonado y débil, guarda su fe, y le da el tesoro y el consuelo de la resignacion: la caridad es el preservativo de la envidia: quien tiene caridad, aunque esté postrado como Job en el muladar, vive en el Señor que le presta su fortaleza.

—Mira, le dijo Zahra.

XIV

Desapareció lo que rodeaba al príncipe, y en su lugar quedó un desierto yermo é infinito, cubierto por un celaje sombrío.

Un viento abrasador arrojaba sobre el príncipe arenas candentes, irritando las úlceras de su lepra, y causándole agudos dolores.

Pretendia arrastrarse, y parecia como que estaba adherido á la abrasada arena de aquel desierto horrible.

Sintió ruido junto á sí.

Otro leproso se arrastraba lentamente, pasaba, mientras él no podia moverse.

—Ese es menos desdichado que tú, dijo la voz de Zahra que se habia hecho invisible.

—Dios le favorezca, contestó el príncipe sin sentir el más ligero impulso de envidia.

—Mira, dijo la voz de Zahra.

Pasó un mendigo tullido que se arrastraba sobre sus manos, pero con más rapidez que el anterior leproso.

El mendigo se detuvo y miró al príncipe con una expresion de repugnante alegría.

—Hé aquí otro más desventurado que yo, dijo.

—Ayúdame, hermano, exclamó el príncipe con ánsia: vuélveme al menos; estoy sufriendo horriblemente con mi inmovilidad.

El mendigo soltó una carcajada cruel, y sin ayudar al príncipe, siguió su lenta marcha.

El príncipe lloró y oró; pero no sintió envidia contra el mendigo, ni aborrecimiento porque le habia negado su ayuda.

—Dios tenga misericordia de él, dijo, porque es duro de corazon.

XV

Se oyeron pasos que se acercaban.

Un árabe pobre y enfermo, pero que andaba con facilidad, se detuvo junto al príncipe y le contempló con placer.

—Soy un insensato, dijo, en quejarme, cuando hay criaturas tan miserables como esta: comparado contigo, yo soy feliz.

Y el mendigo bebió de una gran calabaza que llevaba colgada de su hombro.

—Dame una poca de agua, hermano, dijo el príncipe; la sed me devora.

—¡Agua! dijo el enfermo: una gota de agua en el Desierto es más preciosa que una perla; hay que andar durante un sol y otro sol antes de llegar á un nuevo oasis y á una nueva fuente: el agua que yo te diera seria mi sed de mañana.

Y el enfermo se alejó.

—Perdónete Dios tu falta de compasion, dijo el príncipe, lleno de caridad por aquel pecador.

Se oyó el fuerte y rápido paso de un hombre, y apareció un beduino robusto, membrudo, fuerte, que se detuvo un momento á contemplar á Aben-al-Malek.

Aquel hombre comia hermosos dátiles.

—¡Ah! dijo: yo blasfemaba, yo acusaba á Dios porque no tenia un caballo, ya que no un camello, y ved este: ¡cuánto daria este por ser tan fuerte como yo!

—Socórreme hermano, suplicó el príncipe.

—¿Para qué tocarte yo? para que tu lepra me contagie y me encuentre dentro de poco tan miserable como tú, ¿te he dado yo la lepra? que te socorra Dios.

Y el beduino se alejó rápidamente.

El príncipe Aben-al-Malek, en vez de envidiar la salud y la fuerza de aquel hombre, rogó á Dios por él.

XVI

Oyóse sordamente sobre la arena del Desierto, la carrera de un caballo, que se acercó y llegó.

Se encabritó asombrado por la vista improvisa de Aben-al-Malek, y estuvo á punto de arrojar á su jinete, que era un guerrero árabe, agigantado, formidable.

Llevaba un arnés de Damasco, una adarga de cuero, un arco á la espalda, una aljaba llena de saetas pendiente de su cintura, un hacha al arzon, un yatagan al costado, y blandia en su membruda diestra una fuerte lanza de dos hierros.

—¡Ah, miserable! dijo: ¿quién te ha puesto ahí para que asombres á mi caballo y me haya visto yo á punto de ser lanzado de la silla?

—Perdon, hermano, dijo humildemente el príncipe Aben-al-Malek; no ha sido mi voluntad; la mano de Dios me ha herido.

—¡Y mi lanza! exclamó el irritado árabe haciendo saltar su caballo sobre Aben-al-Malek, é hiriéndole al saltar con su lanza.

Y aquel malvado se alejó á la carrera.

Aben-al-Malek lloró por él, y elevó por él su oracion al Altísimo.

XVII

¡Ah! el Señor está contigo y su poder te hace invencible, exclamó con acento de envidia Zahra: tú salvarias á Fayzuly, si Fayzuly no estuviese condenada.

—¡Condenada Fayzuly, la hurí de mi alma! exclamó con desesperacion el príncipe.

—Mira, le dijo Zahra.

XVIII

Desapareció el desierto sombrío.

Apareció un oloroso bosquecillo á la márgen de un trasparente lago.

La luna llena inundaba la tierra y el firmamento con una luz dulce y lánguida.

Entre la espesura apareció una forma blanca y hechicera, apoyada en una forma negra y horrible.

Salieron de la penumbra producida por la enramada, y los iluminó de lleno la luz de la luna.

La forma blanca era la hurí Fayzuly, resplandeciente de hermosura.

La forma negra un genio horroroso; una especie de macho cabrío humano.

Fayzuly sonreia de una manera lúbrica al genio, como una vil ramera.

Aben-al-Malek cerró los ojos para no ver, y oró con toda su alma por Fayzuly; pero no sintió envidia por la felicidad del genio.

XIX

—¡Ah! ¡estamos condenadas sin esperanza! exclamó llorando Zahra; no saldrémos jamás de nuestro infierno de la torre de las Siete Bóvedas; el príncipe Aben-al-Malek es un varon justo, protegido por Dios. Amado mio, walí de Guadix Abul-Hassan, mi poder ha sido inútil: provócale tú.

En aquel momento el príncipe Aben-al-Malek se encontró en el tercer mirab, sano, salvo, fuerte, con sus ricas vestiduras.

Se prosternó, y levantó con su férvido agradecimiento su espíritu al Señor.

Descendió al cuarto suelo, y al pisarle, se encontró en el vestíbulo de la grande aljama de Damasco.

Tal apariencia habia tomado la cuarta bóveda por la fuerza de su encanto.

Un murciélago revolaba bajo su bóveda.

Aben-al-Malek le clavó en ella como á los otros tres murciélagos.

—¡Ah! exclamó el murciélago, lanzando un rugido; ¡miserable de tí! has vencido la molicie, la tentacion de la riqueza, el sufrimiento del dolor, de la enfermedad y de la miseria, vence si puedes la contrariedad y la injuria.

Y desde aquel momento, todos los que entraban y salian provocaban á Aben-al-Malek, y todo en vano.

Ni provocaciones, ni injurias, ni golpes, eran bastantes para que brotase de su corazon la ira.

Aben-al-Malek se encontró á salvo en el mirab de la cuarta bóveda.

Oró, y descendió á la quinta.

Se encontró entre un festin ostentoso.

Los más ricos manjares se veian humeantes en mesas rodeadas por hermosas damas y gentiles caballeros, que no se saciaban de viandas ni de licores.

Y este festin se celebraba en los magníficos jardines de un admirable alcázar.

Un murciélago revolaba sobre el banquete.

—No me hieras, príncipe Aben-al-Malek, decia el murciélago: ¿qué he de hacer yo contra tí, cuando nada han podido las terribles tentaciones de mis dos hermanas Djeidah y Zahra, y sus dos amantes, Aben-Ishac y Abul-Hassan? ¡déjame que á lo menos pueda volar en mi infierno! ¡no me claves á su bóveda! ¡ten compasion de mí!

—Dios lo quiere, espíritu maldito, dijo Aben-al-Malek tendiendo su arco y disparando sobre Obeidah.

Se oyó un chillido agudo.

Luego, un llanto desgarrador, y el banquete donde hermosas mujeres y gentiles caballeros se entregaban de una manera repugnante á la gula, desapareció.

Y el príncipe se encontró en el quinto mirab.

Oró y descendió á la sexta bóveda.

XX

Inmediatamente se encontró sobre un trono.

Numerosos cortesanos llenaban la magnífica cámara en que aquel trono se alzaba.

Elegantes poetas leian uno tras otro cásidas de aduladores versos, en las cuales se ponderaban el valor, las excelencias, las virtudes, los triunfos del vencedor y ensalzado sultan Aben-al-Malek.

Reyes vencidos se prosternaban á sus piés.

Otros reyes, temerosos de su poder, le enviaban riquísimos presentes y hermosísimas esclavas.

Un murciélago revolaba medroso y cuanto más alto podia, y se replegaba chillando en los huecos más profundos de la cúpula, y temeroso de ser herido allí, se lanzaba á otro ángulo.

Aben-al-Malek, insensible á la soberbia, como lo habia sido á los otros vicios, tendió su arco y disparó sobre el murciélago, que lanzó un alarido espantoso.

Inmediatamente desapareció todo aquello, y Aben-al-Malek se encontró en el sexto mirab.

Oró como en los anteriores y bajó al sétimo piso.

Estaba densamente oscuro.

Nada se sentia en él.

Parecia completamente abandonado.

Poco despues se vió el reflejo de una luz, y luego apareció una mujer hermosísima con una lámpara en la mano, que dejó sobre uno de los huecos que se veian de trecho en trecho en el muro.

Esta mujer era la hada Betsabé.

Adelantó modesta y ruborosa, y se prosternó delante del príncipe.

—¿Por qué te humillas ante mí, hada maldita, espíritu rebelde, que dominada por Satanás no reconoces al Señor?

—El señor eres tú, dijo humildemente Betsabé; yo me prosternaré ante Allah y le invocaré y seré salva si tú me amases, si tú quisieses mi pureza y mi hermosura; porque yo te amo, príncipe, como el sol al dia, como la luna á la noche, como el viento al mar.

—Yo no tengo más que un corazon y un alma, dijo el príncipe, y mi alma es de Dios y mi corazon de Fayzuly.

—¡Ah! tú me amarás, dijo Betsabé alzándose resplandeciente.

XXI

Y cuantos encantos tiene la mujer, y cuantos ensueños produce el amor, rodearon al príncipe.

La hermosura de Betsabé, incitante, inmensa, se dejaba ver de él en todo su esplendor.

Y sus ojos ardian, y su boca suspiraba, y su seno palpitaba; y sus brazos se extendian trémulos hácia el príncipe que huia de ella.

Al fin, Betsabé estrechó entre sus brazos á Aben-al-Malek, y éste sintió como si todo el fuego del infierno se hubiese apoderado de él.

El príncipe elevó su espíritu al Señor, luchó con la hada maldita, se arrancó el puñal de su cintura, y le clavó en el pecho de Betsabé.

—¡Ah! exclamó esta cayendo; estaba escrito; la eterna sombra me rodea, y el puente Sirat se romperá bajo mi planta.

Y se agitó en una convulsion y espiró.

XXII

El hermosísimo cuerpo de la hada maldita se convirtió en un vapor de sangre, y aquel vapor se condensó al elevarse, produciendo un negro murciélago que se lanzó dando gritos espantosos por una gran puerta que se veia al fin de la sétima bóveda.

El príncipe se lanzó tambien, y se encontró en la magnífica cámara, en cuyo centro dormia Fayzuly, donde esperaba alfange en mano el príncipe Juzef-Abd'Allah-ben-Nazar-al-Galibi, donde en un nicho esperaba Djeouar el juglar, y á cuyo alrededor corria incesantemente el árabe maldito Aben-Zohayr.

—Tú que corres sin esperanza en tu infierno, gritaba Betsabé convertida en murciélago revolando alrededor de la cabeza del árabe del Hedjaz, mata al príncipe Aben-al-Malek; no le dejes llegar á su amada Fayzuly.

—Príncipe Juzef Aben-Abd'Allah-ben-Nazar, gritó con voz de trueno el Djeouar, saltando de su nicho, á pesar de la altura, y cayendo junto á Fayzuly; prepárate al combate; y tú príncipe Aben-al-Malek, salva á la hurí de tu amor; sálvala cuanto antes, porque la media noche llega, y muy pronto sonará la campana del templo cristiano.

Aben-al-Malek asió á Fayzuly dormida, la levantó con una fuerza extremada, y partió con ella.

—¡Ah! ¡la media noche! exclamó Djeouar desnudando su puñal y tomando la puerta por donde habia salido el príncipe Aben-al-Malek con Fayzuly.

El árabe maldito, libre por un momento del círculo que se veia obligado á recorrer, se lanzó sobre la puerta que defendia Djeouar.

Antes de que llegase á ella, Juzef-Abd'Allah le salió al encuentro, y para obligarle á combatir á pié, tiró un terrible corte de su alfange al cuello del caballo.

La cabeza cayó por tierra; pero no brotó ni una sola gota de sangre: el caballo no cayó; se lanzó sobre el príncipe, le arrojó al suelo con las manos, y al mismo tiempo, el árabe maldito hirió en el pecho con su lanza á Juzef-Abd'Allah.

Un instante despues, Djeouar el juglar caia herido por otro bote de lanza del árabe.

Y todo esto acontecia en medio de un estruendo horrible, de voces infernales, de rugidos, de bramidos, de silbidos, de carcajadas horribles, de blasfemias.

Y un inmenso y constante trueno hacia retemblar la torre.

El árabe y su caballo sin cabeza se lanzaban por las siete bóvedas, á pesar de las escaleras, con la rapidez del rayo.

XXIII

En aquel momento, el príncipe Juzef-Aben-Abd-Allah, desataba su caballo, ponia sobre él dormida aún á Fayzuly, y montaba.

Cuando el caballo mágico de Aben-al-Malek sinti€ó el peso de Fayzuly y del príncipe, se lanzó en el espacio y desapareció como un relámpago, á tiempo que salia de la torre el caballo sin cabeza montado por el árabe maldito.

Aún sonaban las campanadas de la hora de media noche de los cristianos.

El caballo descabezado corria con la rapidez del huracan; Aben-Zohayr rugia y blandia su terrible lanza de dos hierros; pero al llegar á Bib-Leuxar espiró en el espacio la vibracion de la última campanada de la media noche, el descabezado y el árabe maldito arrastrados por un poder invencible, se encontraron corriendo en el fondo de la Torre de los Siete Suelos, alrededor del divan donde habia dormido durante nueve cientos años la hurí Fayzuly, y sobre el cual sólo quedaba el libro azul de Djeouar el juglar.

El cuerpo de este y del príncipe Juzef-Abd'Allah habian desaparecido.

La muerte habia sido con ellos. Dios los habia perdonado: el puente Sirat no se habia roto bajo su planta, y se habian abierto para ellos las puertas de diamante del Paraíso.

La hada Fayzuly y el príncipe Aben-al-Malek gozaban ya su amor, bendecidos por Dios en la encantada Alhambra del Hedjaz.

Sólo quedaban condenados en la Torre de los Siete Suelos, el árabe maldito, el réprobo olvidado de Dios por la hermosura de Fayzuly. Aben-Zohayr el impío sobre su caballo sin cabeza que corria y corria en el terrible círculo de la torre, Betsabé, sus tres hermanas y sus tres amantes convertidos en siete asquerosos murciélagos.

XXIV

Todas las noches de San Juan, al mediar, cuando suena la primera campanada, la torre tiembla; se oye dentro de ella un estruendo espantoso, y el caballo sin cabeza con su caballero sale, recorre como una exhalacion el bosque de la Alhambra; llega hasta la puerta de Bib Leuxar, y al espirar la última campanada, vuelve al fondo de la torre, del cual no vuelve á salir, sino durante un momento á la media noche de San Juan del año siguiente.

¡Ay del desventurado que vea á esa hora el caballo sin cabeza!

XXV

Esta es la tradicion de la torre de los Siete Suelos de la Alhambra, que escribió el poeta granadino Noeman-Dzin-Nun-el-Azis-el-Ferag (Dios sea con él), salud y próspera fortuna de buena voluntad á los que leyeren este libro.

La alabanza á Dios.


Publicado el 21 de marzo de 2021 por Edu Robsy.
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