Los Monfíes de las Alpujarras

Manuel Fernández y González


Novela


PRIMERA PARTE. LOS AMORES DE YAYE.
Capítulo I. El edicto del señor emperador.
Capítulo II. De cómo un hombre puede amar por caridad á una mujer, y de cómo, á veces, puede parecer la caridad amor.
Capítulo III. De cómo puede haber reyes sin reino conocido, y abdicaciones de las cuales no se hace cargo la historia.
Capítulo IV. Lo que eran los monfíes.—Yuzuf cuenta su historia á Yaye.
Capítulo V. Del encuentro que tuvieron en el camino antes de llegar á Granada nuestros caminantes.
Capítulo VI. En que se presentan nuevos é interesantes personajes.
Capítulo VII. En que se relatan extraños é importantes sucesos.
Capítulo VIII. ¡El emir se ha perdido!
Capítulo IX. En que se sabe lo que hicieron con Miguel Lopez don Diego y don Fernando de Válor.
Capítulo X. Del resultado que tuvieron las investigaciones de Harum.
Capítulo XI. Hasta donde habia llegado doña Elvira, arrastrada por su amor á Yaye.
Capítulo XII. De cómo Dios premió la constancia de Yaye.
Capítulo XIII. De cómo la caridad era una virtud peligrosísima para el poderoso emir de los monfíes Muley—Yaye—ebn—Al—Hhamar.
Capítulo XIV. En que se sabe por qué habia dejado su casa el capitan estropeado.
Capítulo XV. De cómo el capitan Sedeño hizo traicion á todo el mundo.
Capítulo XVI. La venganza de don Diego de Córdoba y de Válor.
Capítulo XVII. Cómo se encontraron el rey del desierto y el capitan estropeado.
Capítulo XVIII. Continuacion del anterior.
Capítulo XIX. De cómo la justicia fue á cerrar la casa del capitan, dejándola enteramente deshabitada.
Capítulo XX. Estrella.
Capítulo XXI. Los xeques del Albaicin.
Capítulo XXII. Del tristísimo y horrible encuentro que tuvo un caballero al entrar en Granada.
Capítulo XXIII. Los desfiladeros de Dar—al—Huet.
Capítulo XXIV. De cómo, á causa del levantamiento del Albaicin, cometió Yaye su primera infamia.
Capítulo XXV. Cómo encontró Yaye á su padre.
Capítulo XXVI. Procedimientos judiciales.
Capítulo XXVII. De cómo fué el casamiento de Yaye.
SEGUNDA PARTE. EL MARQUESITO Y LA DUQUESITA.
Capítulo PRIMERO. Tres notabilidades de la córte del rey don Felipe.
Capítulo II. ¡La hermosa duquesita se ha perdido!
Capítulo III. De cómo un niño puede ser el dedo de Dios.

Cuando entró en una húmeda y oscura sala baja el emir, una forma blanca y gentil adelantó, y se arrojó sollozando en sus brazos.

Era la duquesita.

Yaye la estrechó dulcemente contra su pecho, afectando solamente el cuidado natural de un padre en aquellas circunstancias, y la dijo besándola en la frente.

—¡Oh, qué noche! ¡qué noche tan horrible, hija mia!

Despues la separó un tanto de sí, y la miró fijamente: la duquesita estaba muy pálida; pero en sus ojos brillaba aun la expresion de su tranquila pureza.

—Yo no sé dónde he estado, padre mio; dijo la jóven... apenas recuerdo... estas buenas gentes me han dicho que anoche...

—Te encontraron desmayada.

—Asi es, señor, dijo el marido.

—Despues he recordado no sé que cosa horrorosa, dijo doña Esperanza: un incendio... gentes que gritaban y se atropellaban... ¡Oh, Dios mio! luego... yo corria... de repente sentí un vértigo... unas angustias horribles... despues nada... no recuerdo mas, sino que al abrir los ojos, me he encontrado aquí, tendida en un lecho, con las mismas ropas que me habia puesto para acompañar á sus magestades.

Mientras doña Esperanza hablaba, Yaye ponia el mayor cuidado en observar cuanto tenia alrededor: los dos esposos, como dominados por la presencia de tan nobles personas en su casa, estaban en la mas humilde actitud y guardando el mas respetuoso silencio á la puerta del aposento, de la que no habian pasado: un chiquillo como de cinco años, estaba junto á una mesa mirando alternatívamente á un cajon entreabierto y á sus padres: en un momento en que estos estaban abstraidos, mirando á Yaye y á su hija, el muchacho abrió silenciosamente el cajon, y sacó de él una moneda: Yaye se levantó rápidamente, asió la mano del niño, y sacando de ella un dorado doblon de á ocho, le mostró al marido.

—Vuestro hijo os roba, amigo mio, le dijo, y debeis castigarle: hoy os roba á vos; mañana robará á otro. Y abrió mas el cajon para echar en él la moneda. Dentro habia como hasta una docena de doblones.

—Buenos ahorros teneis, dijo el duque señalando con un dedo inflexible aquel oro.

El marido se puso sumamente pálido y balbuceó algunas palabras; la mujer, aunque un tanto alterada, contestó sobre la palabra de Yaye:

—¡Ah, señor! los pobres no podemos ahorrar tanto dinero; lo debemos á la caridad de la señora.

—Has hecho bien, hija mía, dijo Yaye: debemos premiar cumplidamente á los que de tal modo nos sirven, y yo me encargo de acabar de recompensar á estas buenas gentes: tomad, añadió dándoles una bolsa de seda llena de oro; que os quede un buen recuerdo de que ha pasado una noche en vuestra casa la duquesa de la Jarilla.

Y asiendo de la mano á su hija salió con ella.

La pobre jóven leyó en los ojos de su padre cuanto aquel guardaba en su alma; pero ni se inmutó ni tembló, aunque habia visto algo horrible.

Esto consistía en que por uno de esos impulsos incomprensibles de la mujer, habia aceptado su destino al entrar con don Juan en aquella casa.

Entre tanto la mujer que habia permanecido en la puerta de la calle hasta que doña Esperanza entró en la litera y Yaye se alejó con ella y su servidumbre, dijo volviéndose á su marido.

—¡Pedro, tenemos oro; pero es necesario que nos vayamos á gozarle muy lejos! Ese duque me parece un hombre terrible y... todo lo ha adivinado... estoy segura de ello.

—Tú tienes la culpa, Francisca, contestó el marido con acento profundo... yo no quería... pero tú te empeñaste... tú tienes la culpa... ese oro maldito caerá sobre nuestra cabeza y sobre la de nuestro hijo.

Apenas habia entrado Yaye en su casa y dejado á Doña Esperanza en su aposento, cuando su ayuda de cámara le entregó una carta cuidadosamente cerrada.

Aquella carta contenia estas solas palabras:

«Señor: el príncipe ha pasado la noche fuera del alcázar; como siempre le ha acompañado el comediante Cisneros. Merced á los buenos servicios del mayordomo del príncipe Garci—Alvarez Osorio, el rey no sabe nada. Pero yo vigilo y lo sé todo. Señor: vuestro humilde esclavo, Aliathar.

—¡El príncipe de Asturias ha pasado la noche fuera del alcázar! exclamó con un acento incomprensible Yaye, y se quedó profundamente pensativo, con los ojos fijos en aquella carta, apoyados los codos en la mesa y el rostro en sus puños crispados.

Gran rato despues de haber permanecido en esta posicion agitó una campanilla de plata, y dijo á un camarero que se presentó á la puerta.

—Que vayan al momento casa del comediante Cisneros, y que le digan que sin pérdida de tiempo deseo verle.

Capítulo IV. La fuerza de la mujer.
Capítulo V. De cómo el marquesito dió una prueba de que estaba perdidamente enamorado de Amina, pensando en casarse con ella.
Capítulo VI. Del medio que eligió el marquesito de la Guardia para irritar el amor de Amina.
Capítulo VII. La una por la otra.
Capítulo VIII. Zelos italianos.
Capítulo IX. De la no menos extraña aventura que sucedió al marquesito mientras rondaba á la hermosa duquesita.
Capítulo X. Lo que oyeron la duquesita y el marquesito.
Capítulo XI. Lo que puede el amor de una mujer.
Capítulo XII. Lo que hizo la princesa arrastrada por sus zelos.
Capítulo XIII. De cómo la princesa y Cisneros, fueron la dama y el galan de una escena de comedia.
Capítulo XIV. De cómo la princesa descubrió que era mas fácil su venganza que lo que habia creido.
Capítulo XV. De cómo se conjuraba todo contra el emir de los monfíes.
Capítulo XVI. Continuan las contrariedades del emir.
Capítulo XVII. Quien era el príncipe Lorenzini Maffei.
Capítulo XVIII. Complicaciones.
Capítulo XIX. De cómo se vieron obligados á salir de la córte algunos de nuestros personajes.
Capítulo XX. De cómo el rey don Felipe y la Inquisicion se convencieron de que no podian todo lo que querian.
Capítulo XXI. De lo que pasó en un calabozo de la Inquisicion de Madrid.
CAPITULO. XXII. Que sirve de epílogo á esta segunda parte.
TERCERA PARTE. LA REBELION.
Capítulo PRIMERO. El castillo y la atalaya.
Capítulo II. El peregrino y el ermitaño.
Capítulo III. La recua, el carro y el ginete.
Capítulo IV. El corral del Carbon.
Capítulo V. De lo que vió y oyó Diego Lopez en el poco tiempo que estuvo en la hospedería del Carbon.
Capítulo VI. En que continúa un asunto suspendido en el anterior.
Capítulo VII. De como hasta el fin del capítulo no pudo sacar nada en claro Aben—Aboo acerca de sus inquilinos.
Capítulo VIII. El panderete de las brujas.
Capítulo IX. De cómo por el amor se olvida la amistad.
Capítulo X. En que se trata de lo que pasó entre la sultana Amina y Aben—Aboo.
Capítulo XI. Alianza de sangre y lodo.
Capítulo XII. De cómo fue la proclamacion de Aben—Humeya.
Capítulo XIII. Cómo estaba gobernada la villa de Cádiar.
Capítulo XIV. El licenciado Juan de Ribera.
Capítulo XV. Lo que iba á hacer á Cádiar Aben—Jahuar—el—Zaquer.
Capítulo XVI. De qué manera servia á quien le pagaba, Maese Barbillo.
Capítulo XVII. El capitan Diego de Herrera.
Capítulo XVIII. El palacio encantado.
Capítulo XIX. El exámen de doctrina cristiana.
Capítulo XX. De cómo fue el casamiento del marqués de la Guardia.
Capítulo XXI. Continuacion del anterior.
Capítulo XXII. Lo que hicieron contra el emir Aben—Aboo y Aben—Jahuar.
Capítulo XXIII. Cómo trataba Yaye á sus parientes.
Capítulo XXIV. De cómo se encontraron reunidas de una manera extraña, personas que se creian muy separadas.
Capítulo XXV. De qué modo satisfizo Mari—Blanca la honra de su padre.
Capítulo XXVI. De cómo fue para la villa de Cádiar y para otras muchas en las Alpujarras, una noche muy mala la Noche—Buena de 1568.
Capítulo XXVII. Continúa el asunto interrumpido en el anterior.
Capítulo XXVIII. Continúan las escenas de sangre.
Capítulo XXIX. De lo que aconteció aquella misma noche en Granada.
Capítulo XXX. Complemento del anterior.
Capítulo XXXI. De cómo supo Yaye que su mala estrella se le hacia cada vez mas enemiga.
Capítulo XXXII. En que se ve que se estrechan las distancias entre nuestros personajes.
Capítulo XXXIII. En que el autor deja la historia para tomar otra vez la novela.
Capítulo XXXIV. De cómo puede parecer feliz y aun serlo á medias un desgraciado.
Capítulo XXXV. El reverso de la medalla.
Capítulo XXXVI. En que el autor descubre donde estaban los que se habian perdido.
Capítulo XXXVII. En que se cuentan sucesos horribles.
Capítulo XXXVIII. En que empieza á desenlazarse nuestra historia, con la salida pera la eternidad de dos de sus principales personajes.
Capítulo XXXIX. De cómo se perdieron de nuevo Amina y el marqués.
CONCLUSION. LA VENGANZA DE LOS MONFIES.
Capítulo XL. En qué estado se encontraba la guerra de las Alpujarras algunos meses despues de los sucesos anteriores.
Capítulo XLI. De lo que aconteció á los moriscos de Granada la víspera de San Juan de 1559.
Capítulo XLII. De cómo empezaba Harum á vengar al emir.
Capítulo XLIII. De cómo la princesa Angiolina Visconti volvia á ser un instrumento manejado por Harum.
Capítulo XLIV. De cómo los capitanes turcos sirvieron á Aben—Aboo ó creyeron servirse á sí mismos.
Capítulo XLV. En que volvemos á encontrar al perdido marqués de la Guardia, y se sabe cómo escapó del subterráneo de la princesa encantada, y la escena que tuvo con su antigua amante.
Capítulo XLVI. De cómo fue la muerte de Aben—Humeya.
Capítulo XLVII. Reseña de la continuacion de la guerra de las Alpujarras hasta su terminacion.
Capítulo XLVIII. En que se sabe entre otras muchas cosas importantes, de qué muerte murió Aben—Aboo.
Capítulo XLIX. En que se cuenta lo que pasó en las cuevas del castillo de Vérchul.
EPILOGO.

PRIMERA PARTE. LOS AMORES DE YAYE.

Capítulo I. El edicto del señor emperador.

El dia 30 de mayo del año de 1546, una inmensa multitud de gentes de todos clases y condiciones, llenaba en Granada la estrecha plazuela comprendida entre la Capilla Real, sepulcro de los Reyes Católicos, la Casa de la Ciudad y las desembocaduras de algunas callejas, que desde aquel punto conducen al Zacatin, á la plaza de Bib—al—Rambla, y á la parte alta de la ciudad.

Entre aquella multitud abundaban los pintorescos trages de los moriscos, á los que se mezclaban los justillos y las calzas castellanas, y los coletos de ámbar y los castoreños con plumas de los soldados de los tercios viejos del rey.

Notábase cierta cuidadosa ansiedad en los rostros de los moriscos y una insolencia punzante en los de los castellanos que se mezclaban con ellos; segun todos los indicios y á juzgar por ciertas particularidades de que vamos á ocuparnos, debia prepararse algun acontecimiento importante.

Las particularidades que acabamos de indicar, eran las siguientes:

El gran balcon de la Casa de la Ciudad, estaba cubierto por una rica colgadura de terciopelo carmesí con franja y rapacejos de oro, y en su centro se veía bordado en realce el blason de las armas reales de España y Austria, sostenido por un águila de dos cabezas coronada y tendidas las alas; en el centro del balcon y tendido sobre la balaustrada, se veia un pendon rojo de dos puntas, blasonado con las armas de los Reyes Católicos, pendon real que se habia tremolado en la torre de la Vela de la Alcazaba de la real fortaleza de la Alhambra, el dia de la entrega de Granada, que los Reyes Católicos habian dejado como una inapreciable prenda á la ciudad, y cuya sola vista hacia palidecer los semblantes y arrasarse de lágrimas los ojos de los moriscos, á consecuencia de los tristísimos recuerdos que avivaba la vista de aquel pendon en su memoria.

Ultimamente, una compañía de alabarderos, con su capitan Rodrigo de Monforte á la cabeza, formaba en cuatro filas delante de la puerta de la Casa de la Ciudad, y á través de los soldados se veian en el extenso patio, cuyas galerías estaban entonces sostenidas por arcos y columnas árabes, los abigarrados colores de las dalmáticas de los reyes de armas de la Ciudad, los sombreretes de canal con pluma y los negros ferreruelos de los alguaciles, los escuderos del señor corregidor y de los señores veinticuatros ó regidores perpetuos, teniendo los caballos de sus señores del diestro, y por último, los timbaleros y trompeteros de la Ciudad á caballo.

Allá en un rincon podia verse tambien una persona de apariencia abyecta, vestida de negro, con la cabeza descubierta y aislada enteramente; una especie de mancha humana, con la que todos esquivaban ponerse en contacto; el último escalon descendente de la gradacion social puesto en contacto con el verdugo.

Aquel hombre era el tio Gonzalvillo, pregonero jurado de la Ciudad.

Se trataba, pues, de un pregon.

Pero pregon que con tal solemnidad se preparaba, debia ser muy importante, y fué aquí la causa de la ansiedad de los moriscos, que todo lo temian de la mala fe que desde el momento despues de la entrega de la ciudad de Granada, habia usado con ellos la corona de Castilla, durante los reinados de los Reyes Católicos, de la reina doña Juana, su hija, y del emperador don Carlos, su nieto.

A cada momento llegaban caballeros, vestidos con arneses de córte, ginetes en caballos encubertados de gala y rodeados de pajes y escuderos.

A las once del dia oyóse por la calleja que conducia á la parte alta de la ciudad son de timbales, y poco despues desembocaron los músicos de la Real Chancillería, y sus reyes de armas á caballo; luego el señor presidente, en una mula, con sus hábitos de arcipreste; despues, en otras tantas mulas, los señores oidores, los señores alcaldes de Casa y Córte, y por último, una nube de negros ministros de justicia, ginetes en rocines.

Aquella cabalgata atravesó por medio del apiñado gentío, llegó á la puerta de la Casa de la Ciudad, apeáronse los señores de la Chancillería, y entraron por medio de la compañía de alabarderos, que se abrió, quedando fuera la comitiva, y se entraron en la sala capitular, cuya puerta estaba situada al fondo del patio: la multitud, comprimida por aquel cuerpo extraño que se le habia incrustado, y apretada mas y mas por los nuevos curiosos que llegaban, no cabia ya en la plazuela y empezaba á rebosar por las tres callejas que á ella conducian; á las once y media la multitud tuvo que estrecharse mas; por la parte del Zacatin se habia escuchado de repente, bélico son de clarines y atambores que batian marcha; una compañía de arcabuceros habia entrado haciendo plaza, y en pos de ella, precedido por ginetes, el alferez mayor del reino y córte de Granada, llevando el estandarte real; luego el escudero del capitan general don Luis Hurtado de Mendoza, marqués de Mondejar, llevando su adarga; despues los lacayos, palafreneros y demás servidumbre del marqués, vestidos de gala; por último, entre una nube de caballeros, capitanes y alféreces, el mismo capitan general sobre un caballo ricamente encubertado, con una banda roja bordada de oro sobre su arnés de córte, el baston de mando en la diestra, llevando en la cabeza en vez del yelmo, como en señal de paz y confianza, un bonete de grana; seguíanle, empero, como muestra de que iba preparado á todo, cuatro escuderos, el uno de los cuales llevaba desnuda su ancha espada de combate, otro su yelmo de encage, otro su lanza de Milan, y otro su viejo escudo de guerra, que, aunque limpio y bruñido, se mostraba honrosamente abollado y remendado, señal clara de que habia defendido á su dueño en mas de una recia batalla; iban en pos los restantes servidores del marqués, y por último una compañía de piqueros.

Es de advertir que el ayuntamiento habia dejado la posesion entera de la plazuela al pueblo, pero que, la Chancillería le habia robado un buen espacio; que el capitan general habia acabado de comprimirle, y que solo faltaba el Santo Oficio de la General Inquisicion para desalojarle enteramente de ella.

El Santo Oficio no tardó en llegar con sus timbales, sus alguaciles, su pendon verde con la cruz dominica, sus inquisidores sombríos y hoscos, montados en mulas, sus familiares, y, por último sus soldados de la fe.

El pueblo se vió obligado á extenderse fuera totalmente de la plazuela, rellenando las tres calles inmediatas: asi, pues, el ayuntamiento, la Chancillería, el capitan general y la Inquisicion, con sus ginetes y pendones, estaban sitiados, como acuñados por un pueblo inmenso.

Pero aquel pueblo estaba vencido y desarmado, y á pesar de que comprendia que todo aquel aparato era para imponerle nuevas condiciones, para romper mas y mas las honrosas capitulaciones de la conquista de Granada, cada uno de aquellos moriscos callaba, y temblaba de ansiedad y aun de miedo.

Dieron gravemente las doce en el cercano relój de la Capilla Real: aun duraba la vibracion de la última campanada, cuando se escuchó alto alarido de clarines y atronante redoblar de timbales y atambores; poco despues la multitud que henchia la calleja que comunicaba con el Zacatin, fue empujada y se puso lentamente en marcha; sucesivamente fueron saliendo de la plazuela los maceros y timbaleros del ayuntamiento; el pendon de la Ciudad, los regidores, el corregidor y los alguaciles; luego la Chancillería, despues el capitan general, por último, la Inquisicion y trás ella las tres compañías de alabarderos, arcabuceros y piqueros; la multitud que llenaba las otras dos calles se mezcló en la plazuela como dos rios que confluyen en un punto y siguió lento y tristemente aquella procesion, cuyos timbales y trompetas atronaban el espacio.

Las tiendas de los mercaderes moriscos del Zacatin se habian cerrado: las ventanas de los primeros pisos estaban engalanadas con tapices, como en honor del pendon real, del pendon de la fe y del pendon de la Ciudad, que pasaban debajo de ellas; pero en aquellas ventanas, aunque no estaban cerradas, no habia una sola persona: la multitud estaba en la calle precediendo y siguiendo á las cuatro corporaciones que tan solemnemente atravesaban la ciudad.

Al fin los primeros timbaleros desembocaron en la Plazuela Nueva; esta plaza estaba llena ya de moriscos, cuyo número se aumentaba incesantemente con el interminable cordon de ellos que avanzaba por la calle de Elvira y por los que descendían por las avenidas del Zenete, de la Antequeruela y de la Carrera de Darro.

En medio de la plaza y delante del sitio donde algunos años después se construyó el palacio de la Chancillería, estaba levantado un extenso tablado; cuando llegaron á él, subieron por la gradería los tres alféreces del rey, de la Ciudad y de la Inquisicion: el corregidor, el capitan general, el inquisidor mayor y el presidente de la Chancillería; subieron, ademas, un secretario del ayuntamiento, que llevaba un rollo de pergamino rodado (es decir, con un sello de plomo, pendiente de hilos de seda) y el pregonero.

Entonces los trompeteros de la Ciudad dejaron escuchar por tres veces el largo y ronco son de sus clarines, despues de lo cual y en medio de un silencio que habria hecho creer al que aquello hubiese visto de repente, que todos aquellos hombres que llenaban la extensa plaza, no eran otra cosa que fantasmas, se oyó la extensa y sonora voz que habia valido al tio Gonzalvillo su oficio de pregonero, que repetia estas palabras que le apuntaba en voz baja el secretario de la Ciudad:

«¡Oid! ¡oid! ¡oid!»

Despues de esto, Gonzalvillo hizo una pausa. Luego continuó:

«Don Carlos, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de Leon...

Suprimimos en gracia á la paciencia de nuestros lectores, los largos dictados del emperador don Carlos, y la forma cancilleresca del edicto, que tras dichos dictados, pregonó Gonzalvillo: pero vamos á decir cuáles eran los capítulos del edicto, á la enunciacion de cada uno de los cuales se aumentaba, por decirlo asi, el silencio, y como que parecia que se sentian latir en medio de aquel silencio pavoroso, y como si hubieran sido un solo corazon, los corazones de los moriscos.

El edicto, aprobado y firmado en 1530 por el emperador don Carlos, que á pesar de esto no se habia promulgado solemnemente, por no haberse creido oportuno exasperar á los moriscos, era en sustancia lo siguiente:

El emperador, reconociendo las buenas y justas razones que le habia expuesto su consejo, decia á sus buenos vasallos, los moriscos del reino de Granada que: «Habiéndose reunido los años pasados doctos y justos varones, cuyos nombres se citaban largamente, y habiendo estos varones visto y examinado los capítulos y condiciones de las paces que se concedieron á los moros cuando se rindieron, el asiento que tomó de nuevo con ellos el arzobispo de Toledo, cuando se convirtieron, y las cédulas y provisores de los Reyes Católicos, juntamente con las relaciones y pareceres de hombres graves, y visto todo hallaron: que mientras se vistiesen y hablasen como moros, conservarian la memoria de su secta y no serian buenos cristianos, y en quitárselos no se les hacia agravio, antes era hacerles buena obra, pues lo profesaban y decian, se les mandaba dejar su lengua para siempre jamás, y no hablar sino en castellano; que no fuesen válidas las escrituras ni tratos que se hiciesen en lengua arábiga, que dejasen de usar su antiguo trage y usasen el castellano; que abandonasen la costumbre de sus baños; que tuviesen las puertas de sus casas abiertas los dias de fiesta y dias de viernes y sábado; que no usasen las leilas y zambras á la morisca; que no se tiñesen las mujeres las uñas de las manos y de los piés; que no usasen perfumes en los cabellos; que fuesen por la calle con los rostros descubiertos como las castellanas; que en los desposorios y casamientos no usasen ceremonias moriscas, sino que se hiciese todo con arreglo á los preceptos de la Iglesia Católica; que el dia de la boda tuviesen la casa abierta; que oyesen misa; que no tuviesen consigo niños expósitos; que no usasen de sobrenombre, y últimamente, que no tuviesen consigo berberiscos libres ni cautivos.»

Este edicto acababa de anular las capitulaciones de la conquista de Granada, ya en años anteriores harto bastardeadas: los moriscos se encontraban reducidos á la condicion de un pueblo que se hubiese rendido á discrecion.

La fe de la palabra y de la firma real de los Reyes Católicos, ya lastimada en su tiempo, acababa de ser rota por sus sucesores.

Pero ni un murmullo de disgusto se levantó entre aquellos pobres vencidos, tenian miedo: ya habian probado dos veces la insurreccion en la Ajarquía y en las Guajaras, y estas dos insurrecciones habian sido vencidas, y durísimamente castigadas á sangre: estaban enteramente dominados, desarmados, y sin embargo, la cólera rugía en cada uno de sus corazones, y el ánsia de morir matando á sus aborrecidos opresores, les dominaba.

Pero, como hemos dicho, fuese por el estupor primero que sobrecoge á un pueblo cuando siente sobre sí el golpe audaz del látigo del despotismo, fuese por desaliento, fuese por prevision, ni un murmullo, ni una señal de disgusto se dejó notar entre las turbas.

Acabado el pregon del edicto en la Plaza Nueva, la misma comitiva, en la misma solemne forma, se dirigió al Albaicin y empezó á trepar por sus pendientes y estrechas calles, hasta llegar á la Plaza Larga, donde habia otro tablado.

Allí, tambien, en medio de un gentío inmenso, se pregonó el edicto, y concluido que fue el pregon, la cabalgata se encaminó á la parte baja de la ciudad.

Ni un solo castellano quedó en el Albaicin: todos eran moriscos.

Al retirarse las cuatro corporaciones de la Plaza Nueva, la multitud se habia dispersado, retirándose cada uno de los moriscos, triste, cabizbajo y pensativo á su casa. Pero no aconteció lo mismo en la Plaza Larga: en vez de dispersarse el gentío, se estrechaba mas: empezaba á escucharse un murmullo sordo y amenazador: pero aun no se habia proferido un solo grito, no habia tenido lugar ni una sola señal sediciosa.

De repente, un jóven como de veinte y cuatro años, de continente gallardo, y de apariencia robusta, de rostro enérgico y hermoso, y, aunque vestia completamente como los hidalgos castellanos, morisco, sin duda, á juzgar por la expresion letal y la mirada amenazadora con que habia escuchado desde el dintel de una botica, el pregon de los capítulos del edicto, se volvió bruscamente hácia dentro, y abandonando á un anciano que le acompañaba, y que, por el contrario que el jóven, habia escuchado el pregon con semblante impasible, empujó rudamente la puerta de la celosía de la tienda, la atravesó fuera de sí, y salvando á saltos unas escaleras, atravesó una habitacion, abrió una ventana que daba á la plaza, y avanzando por ella el cuerpo gritó:

—¡A las armas contra los cristianos! ¡á barrear las calles que bajan á la ciudad! ¡á morir ó á exterminar á nuestros enemigos!

La voz del jóven excitado por la cólera, era tonante, extensa, poderosa, como la voz de la tempestad.

Su grito de guerra retumbó claro y distinto por cima de los murmullos de la multitud, en los ángulos mas distantes de la plaza.

Aumentóse el murmullo y la agitacion; pero ni un solo hombre se movió, ni una sola voz contestó á la voz del jóven tribuno.

—¡Cobardes! gritó el jóven, irritado por el poco efecto que habian hecho sus palabras en los moriscos, ¡os sentencia á la pobreza, á la esclavitud y á la deshonra, y lo sufrís como sufre el perro el látigo de su señor!

—¡Cobardes no! gritó otra voz no menos tonante que la del jóven, desde el centro de la multitud: ¡cobardes no! ¡desarmados!

Y aquella voz tenia una entonacion de dolor generoso, de desesperacion, de rabia, todo junto á la vez.

—¡Que no tenemos armas! exclamó con una feroz energía el jóven de la ventana, clavando su mirada de águila en el que le habia contestado y reconociéndole. ¿Y eres tú, Farax—aben—Farax el valiente, el descendiente de cien reyes, el que exclamas como una débil mujer: ¡no tenemos armas!—¿acaso porque no ves la infamia delante de tus ojos, no ves las piedras que tienes delante de los piés? ¿y cuando aun estas mismas piedras nos faltáran, no es preferible morir antes que ver á nuestros pequeñuelos separados de sus madres, á nuestras doncellas afrentadas por el cristiano, á nuestros viejos cubiertos de vergüenza de haber llegado á tan ruines tiempos?

—¡A las armas! ¡á barrear las calles! exclamó la multitud, excitada por el entusiasta y enérgico apóstrofe del jóven: ¡á morir ó matar!

Y los moriscos empezaron á revolverse y sin saberse de dónde habian salido, empezaron á verse arcabuces, picas y espadas entre la multitud.

Era inminente una insurreccion: todas las bocas gritaban; todas las manos se agitaban; algunos cargaban los arcabuces y soplaban las mechas para hacer salva, como en señal de levantamiento.

Entonces apareció en la misma ventana en dónde el jóven con la voz y los ademanes seguia excitando al pueblo, apareció, decimos, un viejo venerable, de larga barba blanca, vestido á la castellana; el mismo que hemos dicho acompañaba al jóven durante el pregon en la puerta de la botica.

Una ansiedad mortal se mostraba en su semblante, antes indiferente, y con sus trémulas manos agitaba un bonete encarnado, de que se habia despojado, dejando descubiertos sus largos cabellos blancos como plata.

La toca del bonete ondeaba, y á todas luces se comprendia que el anciano deseaba que se restableciera el silencio para poder ser escuchado: sus señas se vieron, comprendióse su deseo y mucho respeto, mucho amor debia inspirar aquel venerable viejo á los moriscos, porque los gritos cesaron y los que estaban á punto de salir de la plaza se detuvieron.

—¿Me conoceis aun, hijos mios? exclamó el anciano con voz trémula y conmovida: ¿me conoceis aun, bajo estas ropas castellanas?

—¡Si! ¡si! ¡si!

—Tú eres el justo, el bueno, el santo faquí! de la gran mezquita, exclamó el llamado Farax—aben—Farax: tú eres nuestro amado Abd—el—Gewar; habla anciano: tus hijos te escuchan.

—¿Que vais á hacer? exclamó el faquí: ¿no veis la ciudad llena de soldados? ¿no habeis visto la espantable artillería que para causaros terror ha llevado delante de vosotros á la Alhambra el capitan general? ¿no habeis visto hace un momento reunidos el ayuntamiento, la Chancillería, la milicia y la Inquisicion? ¿para qué se han dejado ver tantas gentes con tanta pompa, con tanto estruendo, sino para daros á entender que estan resueltas á cumplir aunque para ello necesiten exterminaros, el cruel edicto del emperador?

El anciano, fatigado por el violento esfuerzo que habia hecho para dejarse oir de la multitud, se detuvo un momento; los que ocupaban la plaza tenian fijos en él sus ojos, y el silencio, mas profundo aun que al principio, continuaba: el jóven morisco que poco antes habia incitado al pueblo á la insurreccion desde la ventana, se veia tras el anciano, de pié con los brazos cruzados y el semblante sombrío.

—¡Acordaos! continuó el anciano faquí: ¡acordaos los que ya teneis canas, cuando en el año 99, el alguacil Velasco de Barrionuevo, osó entrar en la casa de un elche y sacar á su hija doncella para llevarla á bautizar á la fuerza! ¡acordaos de que, á los gritos de aquella desdichada, irritados nuestros hermanos salieron á la plaza de Bib—al—bolut, salvaron la doncella y mataron al alguacil! el Albaicin se levantó, la adarga que don Iñigo Lopez de Mendoza nos enviaba en señal de paz fue apedreada; el arzobispo de Toledo que habia venido á convertirnos, cercado en su casa: durante tres dias defendimos las calles que suben de la ciudad, como desesperados ¿y qué sucedió? solos, sin mas amparo que nuestro valor, combatidos por todas partes, fuimos vencidos, nos vimos obligados á besar de nuevo los piés del vencedor y á pedirle gracia: sin embargo, mas de quinientas familias fueron castigadas: vimos los pequeñuelos arrancados del pecho de sus madres; el padre anciano separado del hijo robusto; las doncellas, con los rostros descubiertos y los cabellos tendidos, entre la brutal soldadesca; los que habian matado al infame alguacil ahorcados; otros llevados al interior de las Castillas, vendidos como esclavos; los demás aterrados, gimiendo nuestro dolor y nuestra vergüenza bajo el altivo perdon de los castellanos. ¿Y quereis que hoy volvamos á probar tales afrentas? ¿quereis que hoy tambien seamos vencidos, despedazados, y que nuestros pequeñuelos y nuestras doncellas nos sean arrebatadas por el vencedor?

—Es que ese edicto no los arrebata, santo faquí, exclamó Farax—aben—Farax.

—Ese edicto no se cumplirá, dijo Abd—el—Gewar; no se cumplirá, porque aun tenemos oro con que saciar la codicia de los ministros del rey: mientras tengamos oro, ahorremos sangre: cuando seamos pobres, cuando todo nos lo hayan robado, entonces, hijos mios, yo, delante de vosotros, iré á hacerme matar por los castellanos.

Un murmullo de amor interrumpió al faquí.

—Ahora, hijos mios, á vuestras casas: mostraos en ellas como si nada hubiera acontecido: esta noche á la oracion de Alajá los xeques del Albaicin, casa del Habaquí, en San Cristóval.

El anciano hizo con su toca un ademan de imperio y se quitó de la ventana.

—¡Oro! ¡siempre oro! dijo el jóven que le acompañaba, siguiéndole. ¿Para cuando guardamos el hierro?

Capítulo II. De cómo un hombre puede amar por caridad á una mujer, y de cómo, á veces, puede parecer la caridad amor.

Ningun pueblo como el pueblo árabe, y como su descendiente el moro, ha llegado á la belleza de las formas, al refinamiento del gusto, á lo voluptuoso de los contrastes, en lo referente á la construccion de sus habitaciones.

La casa de un moro, por pobre que este fuese, era ya una cosa bella, porque lo bello estaba y está en el carácter de su arquitectura: la vivienda de un moro rico era ya un verdadero alcázar en cuya construccion, en cuyo aspecto, se notaban unidos, enlazados, la religion y el amor: si hay mucho de voluptuoso, de lascivo en los arcos calados, en los triples transparentes, en la media luz que por estos arcos y transparentes penetra en las cámaras; en las labores doradas sobre fondos esmaltados, en los brillantes mosáicos, en las fuentes que murmuran sobre pavimentos de mármol, habia tambien en todo aquello mucho de místico, considerado el misticismo desde el punto de vista de las creencias musulmanas.

Visitad los restos de la Alhambra: cualquiera de sus admirables cámaras, ya sea la de Embajadores, ya la de los Abencerrajes, ya la de las Dos Hermanas; ya vagueis entre los arcos del patio de los Leones, ya bajo las cúpulas de la sala de Justicia, cualquiera de aquellos admirables restos, repetimos, si teneis ojos para ver y corazon para sentir, os trasladaran á otros tiempos y á otras gentes; os harán aspirar en cada retrete el sentimiento del amor y de la religion de los musulmanes; os explicaran cómo aquel pueblo pudo llenar una página tan brillante en el interminable libro que ha escrito, escribe y sigue escribiendo la humanidad: son á un tiempo poesías eróticas y salmos sagrados; cantos de guerra y sueños de molicie; la espada del Islam, el libro de la ley y el velo de oro de la hermosa odalisca, todo junto, todo confundido: la materia y el espíritu, la luz y la sombra, y sobre todo esto lo romancesco, lo ideal, lo bello, lo sublime.

En uno de esos admirables retretes árabes, cuyo recuerdo nos ha inspirado la anterior digresion, recostado en un divan, profundamente pensativo, con los elocuentes ojos negros como fijos en la inmensidad, á la luz de una lámpara que ardia sobre una pequeña y preciosa mesa de mosáico, y sirviendo, en fin, de complemento por su magnifica y característica hermosura á la bellísima estancia en que se encontraba, estaba el mismo jóven que aquella mañana habia excitado á los moriscos del Albaicin á la insurreccion en la Plaza Larga despues de pregonado el edicto del emperador.

Observando detenidamente á aquel jóven, se notaba en él un no sé qué misterioso, algo de grande que tenia muchos puntos de comparacion con lo que se llama grandeza en los reyes; algo de valiente, pero con esa valentía generosa de los héroes: mucho de firme, de indomable, de audaz en su carácter: parecia que sobre aquella frente se agolpaban como un grupo de rojas nubes grandes destinos, una altísima mision que cumplir, una grande empresa que llevar á cabo.

Aquel jóven por su expresion reflexiva parecia ya viejo.

Pero un viejo con ojos brillantes, con cabellos brillantes, lleno de la enérgica vida de la juventud, bajo cuya ancha frente se adivinaban atrevidos pensamientos, bajo cuya piel densa, blanca y mate, se adivinaba la circulacion de lava en vez de sangre.

Aquel jóven era uno de esos seres que se hacen notables á primera vista.

Uno de esos seres de quienes se dice: ese es un hombre de corazon.

Uno de esos seres que han nacido para dominar, y que inspiran á las mujeres un amor profundo, una necesidad de convertirse en sus esclavas: que son objeto, en fin, de ese sublime sentimiento que jamás comprenderá el hombre, porque es incapaz de sentirlo: la abnegacion de la mujer.

Porque la mujer no ama con el amor de la abnegacion mas que lo esencialmente bello, grande, fuerte, poderoso.

Este jóven, en medio de su distraccion, tenia en sus manos un ramito de madreselva.

Aquel pobre ramo habia sido la causa de la abstraccion del jóven.

Aquel ramo era una prenda de amor de una mujer.

Entre los árabes y los moros, las flores, las hojas de los árboles, las yerbas, las cintas de colores, son otras tantas frases de un diccionario con cuyo auxilio solo se comprende su dulcísimo lenguaje:

El del amor.

O un lenguaje triste, desesperado, cáustico, provocador:

El de los zelos.

O un lenguaje terrible, inplacable, feroz:

El de la venganza.

Pero siempre que las flores hablan, no pueden referirse á otras pasiones que las que nacen del amor.

El hablar por medio de las flores es peculiar entre los musulmanes á las mujeres, y la mujer toda es amor, ó zelos ó venganza: de cualquier manera que la considereis, la mujer es toda corazon.

¿Sabeis lo que quiere decir entre los orientales, en ese lenguaje inventado por la mujer para expresar sus afectos, un pobre ramo de madreselva?

Significa: lazo de amor.

¡Lazo de amor! ¡frase terrible bajo su dulzura! ¡frase á la que van unidas todas las consecuencias que pueden emanar de la union entre un hombre y una mujer!

Es decir: un mundo de pasiones.

El jóven de quien nos ocupamos, habia visto caer de una celosía vecina aquel ramo de madreselva.

La mano que habia arrojado aquel ramo era tan hermosa, que por ella sola se concebia que la mujer poseedora de aquella mano debia ser un prodigio de hermosura y de pureza.

La magnífica ajorca de oro y diamantes que descansaba en el nacimiento de aquella mano, demostraba que aquella mujer debia pertenecer á una familia, no solo riquísima, sino poderosa entre los moriscos.

El jóven habia tomado el ramo de madreselva y le habia puesto sobre su corazon, en un herrete de su justillo.

Despues habia mirado á la celosía y habia sonreido lánguida y tristemente.

Hasta que llegó á la inmediata puerta de su casa, la hermosa mano permaneció asomada por bajo de la celosía, como demostrando la presencia de su dueño, y la rica ajorca lanzando fúlgidos destellos, herida por los postreros rayos del sol poniente.

Cuando el jóven llegó á la puerta de su casa y le abrieron, saludó con un ademan lleno de gracia y de benevolencia á su hermosa vecina, cuya mano le saludó á su vez. Luego cuando el jóven hubo entrado y cerrado su puerta, la mano se retiró lentamente, como con dolor, y luego se escuchó el leve ruido de una ventana que se cerraba en silencio.

Acaso en aquel mismo punto se escuchó un gemido de las brisas de la tarde.

Acaso el suspiro de una mujer.

El ramo de madreselva habia venido á causar al jóven una impresion que se unió inmediatamente á la profunda impresion que le habia causado el edicto del emperador.

«¿Quién piensa en unir su destino al de una mujer, cuando la patria necesita todo nuestro corazon, toda nuestra alma, toda nuestra fuerza, toda nuestra sangre?»

Este fue el primer pensamiento que inspiró al jóven el ramo de madreselva.

Tras aquel pensamiento se enlazaron natural, necesaria y lógicamente otros.

«Ella me ama, dijo, es hermosa, es pura: mis miradas son su luz, mis palabras su esperanza, mi amor su vida; pero el amor es una debilidad: el amor acaba por apoderarse de nosotros: el amor hace pequeño al hombre porque le esclaviza, y un esclavo no puede ser grande.»

«Yo no quiero ser esclavo.»

«Y luego, esa mujer es enemiga de mi patria, es cristiana de corazon, es la hija de un renegado: yo no puedo ser esposo de esa mujer.»

El jóven se equivocaba, se engañaba: mejor dicho, pugnaba por engañarse.

La verdad era, que sus creencias le separaban de su hermosa vecina, y que á pesar de esto ni aun en su conciencia queria hacerla la ofensa de desdeñarla como mujer, y como mujer enamorada.

La verdad del caso era que habia de por medio fanatismos y pasiones humanas que impedian á nuestro jóven pensar en el amor de aquella mujer.

Ella no se habia parado á meditar si habia alguna razon que la separase del jóven.

La bastaba con saber que le amaba.

Porque la razon suprema de la mujer es el amor.

Necesario es que determinemos nuestro relato para ocuparnos de estos dos jóvenes.

Los dos eran moriscos. Pero existian entre ellos notables diferencias.

El se llamaba entre los cristianos Juan de Andrade entre los moros Yaye.

Ella se llamaba Isabel de Córdoba y de Válor, y no tenia sobrenombre árabe porque en la época de su nacimiento, hacia ya muchos años que su familia era cristiana y estaba ennoblecida y honrada por los reyes de Castilla.

Sin embargo, sus ascendientes tenian un nobilísimo sobrenombre:

Se llamaban los Beni—Omeyas.

Es decir, los hijos de Omeya, los descendientes de la dinastía Omniada, de los califas de Córdoba.

Isabel, pues, era una doncella de sangre real.

Sus padres habian muerto, y estaba bajo la tutela de dos hermanos: don Diego y don Fernando, llamado entre los moriscos por sobrenombre Al—Zaquir, ó el Zaquer (el pequeño, el segundon).

Juan de Andrade ó Yaye, como mejor queramos, era tambien cristiano, pero cristiano como lo eran en aquel tiempo la mayor parte de los moriscos de Granada: convertido á la fuerza: por temor á las prescripciones del vencedor y á la implacable dureza con que eran tratados por los cristianos los moriscos que resistian la conversion.

Yaye, pues, era cristiano en el nombre y en la práctica exterior y en el fondo su alma musulmana y musulman fanático.

Isabel de Córdoba, por el contrario, era cristiana, enteramente cristiana, llena de fe y de entusiasmo por la religion del Crucificado, con esa caridad angelical, madre de todas las virtudes; con esa dulce y poética piedad de la mujer, que es toda amor.

Habia, pues, mas de una discordancia esencial entre estos jóvenes.

Yaye, impulsado por su ciego y severo fanatismo musulman, llamaba como otros muchos moriscos á los Válor, la familia de los renegados.

Isabel, por lo tanto, tenia para el jóven sobre su pura y noble frente este fatal estigma religioso.

Existian aun otras gravísimas circunstancias que separaban á Yaye de Isabel.

Yaye no conocia á sus padres, pero el anciano Abd—el—Gewar, que le habia educado desde la infancia, le habia revelado al tener uso de razon que era hijo de un rey y descendiente de reyes. Yaye habia querido saber el nombre del rey su padre y el nombre de su reino; pero su anciano ayo le habia declarado que hasta que tuviera veinte y cuatro años no conocería á su padre, y aun cuando el jóven le rogó y le suplicó, se mantuvo inflexible.

Preguntóle Yaye que por qué razon se le criaba como cristiano entre los cristianos, y Abd—el—Gewar guardó tambien acerca de este punto un profundo silencio, pero procuró hacer del jóven príncipe, y lo hizo, un hombre honrado, de pensamiento puro, engrandecido en el alma, severo en materias de moral y rígido en las costumbres; pero sobre estas buenas cualidades, tenia Yaye algunas muy malas: el disimulo mas refinado, la intencion mas profunda, y el orgullo inherente al conocimiento de su alto orígen: esto era resultado del doble papel que se veia obligado á representar: cristiano severo en la forma exterior, era, como hemos dicho, musulman y musulman ascético en el fondo de su alma.

Yaye no comprendia el amor, ni las debilidades, ni la compasion en su forma externa: era rígido como una coraza de Damasco. No tenia mas creencias, no conocia otros objetos á quienes rendir adoracion que al Altísimo, con arreglo á las prescripciones del Koran, y á la patria, á la manera que siente por la patria todo el que está dispuesto á perecer por ella.

Los enemigos de su Dios eran sus enemigos: los enemigos de su Dios eran los enemigos de su patria.

Bajo este doble concepto Yaye era enemigo, y enemigo irreconciliable de la pobre Isabel.

Uno de los mas incomprensibles misterios de nuestra alma consiste en que á veces amamos sin saberlo; á un ser á quien creemos aborrecer.

Este amor misterioso que germina dentro de nosotros, que se desarrolla y al fin se hace sentir, lastimándonos como una polilla, como una carcoma roedora, se demuestra primero en un recuerdo tenaz que no podemos desechar, en un sentimiento vago, con el cual luchamos con todas nuestras fuerzas hasta que caemos vencidos: en un malestar interno, semejante al roce del remordimiento en el fondo de la conciencia.

En nosotros existen dos principios que generalmente estan en pugna: la naturaleza y las costumbres, que son una segunda naturaleza, una naturaleza artificial.

Yaye habia sido educado de una manera doble: cristiano por fuera, musulman por dentro: desde su infancia habia vestido el traje castellano, desde su adolescencia, el anciano Abd—el—Gewar, le habia llevado á las aulas de Salamanca, donde ¡cosa extraña! habia aprendido humanidades, teología y cánones: al mismo tiempo, y esta era tambien otra doble faz de su educacion, se habia ejercitado en la equitacion y el manejo de las armas: ademas, el anciano faqui le habia instruido en todos los puntos dogmáticos del Koran, atacando de paso á la teología cristiana en todos los puntos en que está en discordancia con la alcoránica, como quien durante tantos años habia sido gran faqui y sabio expositor del Koran, en la gran mezquita del Albaicin.

Yaye, pues, á los diez y ocho años, y considerado desde los puntos de vista de la ciencia y de la destreza ó del valor, podia haber sido indistintamente canónigo, ó faqui, ó capitan de soldados.

Acaso en las ocultas razones que habia tenido Abd—el—Gewar para educarle de tal modo se contaba con la necesidad que pudiese tener alguna vez de ser cualquiera de estas tres cosas.

Pero lo que hay de mas extraño en esto es, que á pesar de lo opuesto de estas enseñanzas, la inteligencia del jóven no se embrolló, ni su trato con los cristianos, ni sus estudios canónicos, destruyeron una sola de sus creencias musulmanas.

Esto consistia en que la influencia de Abd—el—Gewar era, respecto á él, infinitamente mas fuerte que la de los maestros de Salamanca; en que cada vacacion, despues del año escolar, cuando la mayoría de los sopistas se extendia por toda España en busca de recursos para subsistir durante otro año de estudios, de una manera algo mas cómoda que la dependencia de la sopa de los conventos, Yaye era llevado por Abd—el—Gewar á las Alpujarras ó á Granada, donde le hacia aspirar un odio irreconciliable contra los cristianos, á la vista de la dureza, de los excesos y aun de las infamias, de que eran víctimas los moriscos: Yaye se irritaba, y esta irritacion sorda, esta gota de hiel que la presion de la tiranía, de la intolerancia, del fanatismo, de la soberbia del vencedor, deja caer incesantemente sobre el corazon de los vencidos, iba acrecentando su odio hácia los cristianos y preparándole á ser algun dia uno de sus mas terribles enemigos.

Ya hemos visto que, lleno el baso del sufrimiento del jóven con el pregon del edicto del emperador, su primera palabra habia sido un grito de insurreccion.

Aun no era tiempo y Abd—el—Gewar supo contener al pueblo, supo cambiar el oro por la sangre; supo inspirarles alguna esperanza y con ella alguna paciencia.

Desde que salió de la Plaza Larga con el jóven, habia estado vagando con él por las cercanas cumbres del cerro del Aceituno y de Santa Elena, y durante un largo paseo por lugares en donde no podian ser escuchados sino por los lagartos y por los grillos, le habia preparado á cercanos acontecimientos que debian fijar irrevocablemente su porvenir: le habia anunciado que iba por fin á conocer á su padre y á su reino; le habia hablado de proyectos de emancipacion para el pueblo moro—español, cuando llegase el probablemente próximo caso de que España, fatigada por el mismo peso de su grandeza, empezase á fraccionarse; habíale, en fin, hecho oir estas sentenciosas y magníficas palabras:

—Ten presente, hijo mio, que el hombre que es verdaderamente virtuoso no vive para sí mismo sino para los demás: ten en cuenta que dentro de poco descansaran sobre tus hombros los destinos de un pueblo que es muy desgraciado: que tú no serás un hombre, sino una esperanza; que en fin, ese pueblo tendrá fijos en ti los ojos para execrarte ó para bendecirte.

Despues de estas palabras que fueron pronunciadas por el anciano cerca de la puerta del Fajalauza, entraron en el Albaicín: el sol descendia: Abd—el—Gewar se dirigió á la cita que tenia en casa del Habaquí con los xeques del Albaicín y Yaye se encaminó, pensativo y engrandecido por las palabras de su anciano mentor, á su casa, situada en la calle del Zenete.

Casi junto á su puerta, al pasar bajo los miradores de la casa de don Fernando de Córdoba, y de Válor, su vecino, cayó á sus piés el ramito de madreselva; cuando despues de recogerlo alzó los ojos, vió la hermosa mano de Isabel.

Entonces sintió una impresion dolorosa, como la de quien, marchando confiado por un camino en que no espera encontrar obstáculos, se lastima el pié al tropezar con un objeto durísimo.

Aquel duro objeto era Isabel, la hija del renegado, la doncella cristiana.

¡Y aquella mujer le arrojaba una prenda que representaba un lazo de amor!

Yaye, sin embargo, como hemos visto, habia saludado triste y lánguidamente á la doncella.

¿En qué consistia esta dulce expresion tratándose de un enemigo?

Es que aquel enemigo era una mujer y una mujer enamorada, y Yaye creia sentir hácia ella un impulso de caridad.

Entre otras prevenciones, habia hecho Abd—el—Gewar al jóven la de que aquella noche á las doce estuviese dispuesto á montar á caballo y partir con él á las Alpujarras.

Yaye habia preparado sus ropas moriscas, su jaco damasquino, su yatagan, su lanza de dos hierros y sus pistoletes: habia bajado al jardin, y al extremo de él habia entrado en las caballerizas.

Como buen ginete habia observado cuidadosamente el estado de los caballos, y habia revistado las monturas.

Al salir reparó que, en una galería, sobre otro jardin que solo estaba separado del suyo por una tapia, como solo lo estaba aquella galería de la de sus habitaciones por un tabique, apoyada en su labrada balaustrada de alerce, habia una mujer.

Aquella mujer era Isabel de Válor.

La amante enemiga de Yaye.

Yaye llevaba aun en su justillo sobre su corazon el ramito de madreselva.

Al ver esta prenda de su amor sobre el pecho de su amado, la pobre niña sonrió como deben sonreir los ángeles en presencia de Dios.

Aquella sonrisa que era equivalente á un encantador saludo, obligó al jóven á detenerse y á hablarla.

Pero se detuvo de mala gana, y como cuando hacemos las cosas á la fuerza somos poco espontáneos, necesitó buscar un medio cualquiera para dirigirla la palabra.

—Estais pálida, Isabel, la dijo: ¿estais enferma?

Estas palabras que tenian el acento de una tierna solicitud, hicieron sonreir de nuevo á la jóven de una manera mucho mas expresiva.

¿Sabeis lo que es á veces la sonrisa de una mujer?

A veces reemplaza á los ojos, y es mas elocuente que ellos: á veces toda el alma de una mujer, con sus delicados perfumes, por decirlo asi, se exhala por los labios convertida en una sonrisa.

—Soy muy desgraciada, dijo tristemente la jóven.

Y sus ojos se llenaron de lágrimas, y su hermosa boca antes tan dulce, se contrajo en una expresion de dolor.

—¡Desgraciada! exclamó Yaye, no sabiendo qué contestar.

—Sí, sí, muy desgraciada, pero todo lo espero en vos, todo; y cuando os veo, se alienta mi esperanza y soy muy feliz.

—¿Que lo esperais todo de mí?

—Sí, todo; no puedo por ahora deciros mas, pero esta noche...

Un vivísimo rubor cubrió el rostro de la jóven que al fin continuó, haciendo un esfuerzo:

—Esta noche os espero.

—¡Que me esperais!

—Si; tomad la llave del postigo del jardin y esperad para venir á que yo cante en la habitacion inmediata á la vuestra: adios.

Y la jóven, saludando con los ojos y con la sonrisa, pero con una sonrisa triste y casi fatal á Yaye, arrojó una llave al jardin, y huyó, desapareciendo como una hada entre los arcos festonados del interior de la galería.

—El amor es la pasion impura de Satanás, dijo Yaye recogiendo la llave: los hombres que confian su honor á un ser tan débil como la mujer, son unos insensatos.

Yaye, como veremos mas adelante, calumniaba á la pobre Isabel.

A pesar de su grave é impertinente observacion, y la llamamos impertinente, porque otro hombre menos dado á la contemplacion, no hubiera pensado tan de ligero respecto á Isabel, recogió la llave y se encaminó á su aposento, donde se arrojó sobre un divan.

Sin saber cómo, abstraido en un torbellino de pensamientos, el ramito de madreselva habia venido á parar á su mano.

Sin saber cómo, habia aspirado mas de una vez su ligero aroma silvestre, y al tocar por acaso el ramo á sus labios, su corazon se habia extremecido.

Sin saber cómo, la imágen de Isabel flotaba delante de todos sus pensamientos en el fondo de su alma.

Yaye no creia que aquello fuese amor: para él aquello era caridad.

¿Pero sabemos acaso á dónde puede llevar á un hombre la caridad hácia una mujer? ¿Y luego la caridad no es el amor en toda su intensidad, en toda su pureza, en su omnipotencia, en fin?

Yaye respecto á su corazon, se engañaba como sucede en general á todos los hombres.

El sentimiento es la naturaleza; la razon, es la ciencia.

Son opuestos y se combaten.

Pero en esta lucha, tarde ó temprano, acaba por triunfar el corazon, por obedecer la cabeza.

Yaye habia conocido á Isabel dos años antes, durante unas vacaciones, por razon de vecindad.

Entonces tenia Isabel diez y ocho años; Yaye veinte y dos.

Muchas veces cuando Yaye se asomaba á la galería de sus habitaciones, veia en las suyas á su hermosa vecina.

Isabel habia heredado de sus abuelos el magnífico tipo de la raza árabe: blanca, pálida, con los cabellos y los ojos negros, y los labios sumamente rojos, era una de esas mujeres que no se ven sin que hagan experimentar una impresion dolorosa, porque siempre es doloroso el deseo cuando no se sabe si será satisfecho.

Yaye la vió, y experimentó aquella vaga y dolorosa inquietud, pero de una manera instintiva, sin darse razon de ello.

Los jóvenes siguieron viéndose: á las pocas vistas se saludaron; á los pocos saludos se hablaron; siempre poco despues de amanecer, y, como obedeciendo á una costumbre, los jóvenes se veian en las galerías, teniendo solo un tabique de por medio.

Al principio se hablaron algo de lejos; sucesivamente fueron estrechando la distancia; al fin, solo les separó el tabique medianero.

Progresivamente las miradas de Isabel para Yaye, fueron haciendose mas intensas: al cabo el jóven conoció que era amado; al conocerlo se dijo:

—Yo no puedo amar á esa mujer: yo no debo alentar con mi presencia sus amores.

Y cortó bruscamente sus entrevistas con Isabel.

Pasaron los dias, pasaron las semanas, pasó un mes.

Yaye, entregado al estudio de la filosofía con su maestro Abd—el—Gewar, no habia salido durante aquel mes á la calle.

Isabel le habia esperado en vano, en la galería al amanecer; por las tardes, en la celosía que correspondia á la calle, y desde donde se veía la puerta de la casa de Yaye.

Todas las noches este, habia escuchado la dulcísima voz de Isabel que en la habitacion vecina, cantaba al son de una guitarra tristísimos romances moriscos.

Al fin, un dia, cuando ya habia pasado un mes de ausencia, Harum—el—Geniz, noble morisco, que servia á Yaye de escudero, le dijo:

—Tengo para vos un encargo de la hermosa vecina.

Yaye frunció el gesto.

—Me ha preguntado si estais enfermo, y aunque le he dicho que no, me ha dado este relicario.

Harum sacó de su bolsillo un objeto envuelto en un pedazo de tela de seda color de rosa.

Era en efecto un relicario.

Pero un relicario riquísimo: de oro, cincelado y esmaltado, pendiente de una cadena del mismo metal, orlado de perlas, y conteniendo por un lado la imágen de la Vírgen inmaculada, y por el otro un pequeño Lignum Crucis.

El jóven miró con repugnancia aquel rico objeto de devocion.

—¿Para qué te ha dado esto esa dama? dijo á Harum.

—Doña Isabel me ha dicho: si está enfermo, que se ponga pendiente del cuello esta santa reliquia, y sanará.

Nublóse mas el semblante de Yaye, y tuvo impulsos de entregar el relicario á Harum para que lo devolviese á Isabel.

—Pero no, dijo para sí: su solicitud por mí, no merece tan descortés respuesta; yo mismo se lo devolveré.

Y despidió á Harum.

Aquella noche el sueño de Yaye fue inquieto: al amanecer se vistió, y se puso en la galería.

Ya estaba en ella Isabel.

Pero pálida, con la palidez enfermiza de una salud alterada: flaca, con la mirada tristemente dulce; con las hermosas manos casi diáfanas.

Un solo mes de ausencia, habia causado tal estrago en la pobre niña.

Un vivísimo sentimiento de compasion se apoderó de Yaye al ver á Isabel.

—¡Oh! dijo esta: yo os habia creido enfermo... y estais... como siempre... gracias á Dios.

—Vos en cambio... dijo Yaye, y no se atrevió á continuar.

—Sí, he sufrido mucho... Isabel se detuvo tambien.

—He venido á devolveros un relicario que disteis ayer á mi escudero, dijo Yaye haciendo un esfuerzo.

Isabel le miró y no pudo contener dos brillantes lágrimas que asomaron á sus ojos.

—¡Ah! ¡no quereis conservar mi relicario!... dijo.

Yaye se conmovió; comprendió al fin cuánto le amaba aquella mujer, tuvo lástima de ella y repuso:

—¡Oh! no, perdonad... yo creia... pero conservaré esta prenda... por vuestro amor.

Al fin Yaye habia roto la valla; comprendia que su amor era la vida de Isabel, y creyendo ceder solo á la compasion, cuando en realidad quien le impulsaba era su corazon, demostró á Isabel un amor que él creia fingido.

Pero no reparaba, engañándose á sí mismo, que al fingir aquel amor gozaba de unas delicias purísimas, que su corazon se aliviaba de un peso cruel, porque al fin exhalaba el depósito de amor que traidoramente y contra la voluntad de su dueño habia absorbido su corazon.

Isabel, que se habia puesto flaca y pálida en un mes, volvió á la magnífica turgencia de sus formas, á su admirable hermosura, en una semana: sus ojos brillaban exhalando con un encanto indefinible su alma fecundada por el amor de Yaye: no solo habia recobrado su antigua hermosura: esta habia crecido.

Vióla un dia el anciano faqui y exclamó suspirando:

—Para ser un arcángel del sétimo cielo, no la falta á la pobre Isabel otra cosa que no ser cristiana.

El amor para las mujeres, es como el rocío y el sol de la primavera para las flores.

Durante las vacaciones de aquel año, Isabel y Yaye fueron felices. Ella porque se contemplaba amada; él porque creia hacer una obra meritoria de caridad.

El amor de Yaye hácia Isabel no era amor sino misericordia.

Fuése Yaye á Salamanca á estudiar su último año.

Cuando se separó de Isabel, experimentó un dolor agudo, un vacío en el corazon.

A pesar de su repugnancia á todo lo que representaba las creencias cristianas, Yaye se llevó consigo el relicario.

A los pocos dias de ausencia, el relicario pendia del cuello de Yaye.

Hubo un momento en que se preguntó con terror si verdaderamente amaba á aquella mujer.

Harum iba y venia con mucha frecuencia de Granada á Salamanca; cuando iba, llevaba una carta de Isabel para Yaye; cuando volvia, una carta de Yaye para Isabel.

Yaye, sin embargo, habia logrado engañarse completamente; se habia convencido de que no amaba á Isabel, pero seguia escribiéndola amores, y deseando volver á verla, por caridad, por pura caridad.

En tal estado se hallaban los corazones de los jóvenes, cuando Yaye volvió de Salamanca antes que se acabase el curso, y ya se habian visto algunos dias los dos amantes.

Isabel habia empezado á ser mas esplícita: las palabras esposo y esposa empezaban á salir de sus labios. Yaye comprendió que habia llegado el momento de que su caridad fuese puesta á prueba, y empezó á excusar en cierto modo sus entrevistas con Isabel.

En tal situación y cuando las miserias de su pueblo y la noticia de que iba al fin á conocer á su padre, habian abierto para él una nueva vida, habia recibido el ramo de madreselva, y despues una llave y una cita de Isabel.

Yaye estaba con razón tan profundamente pensativo y abstraido como le hemos presentado al principio de este capitulo.

Pasaban lentamente las horas.

El reló de Santa María de la Alhambra marcó á lo lejos las once de la noche, y retumbaron tres sonoros golpes de la campana de la Torre de la Vela.

Poco despues hizo extremecer á Yaye el preludio de una guitarra.

Armonías fugitivas que se exhalaban de las sonoras cuerdas del instrumento, como suspiros de amor: flexibles ráfagas, que parecian destinadas á llevar á los oídos del amado el alma de una mujer.

Yaye sintió vacilar su alma acariciada por aquella armonía que parecia poner en contacto dos seres nacidos el uno para el otro, separados solo por el fanatismo, por la educacion.

Luego la voz de Isabel, grave, sonora, dulce, enamorada entonó las coplas siguientes:

La esperanza es la vida
de quien bien ama,
y su muerte, la muerte
de su esperanza.
¡Ay! ¡Dios no quiera
que mi amante esperanza
se desvanezca!

Estremecióse de piés á cabeza Yaye al escuchar la copla; después un vértigo envolvió su cabeza: nunca habia oido cantar con tal pasion á Isabel: entonces comprendió que la amaba; al comprenderlo creyóse entregado á Satanás, porque solo Satanás, segun él, pensaba en su fanatismo, podia inspirarle amor hácia una enemiga de su ley, hácia la hija, la hermana, la descendiente de los renegados.

—No iré á la cita, se dijo.

Pero hay negativas que se pronuncian con demasiada audacia: instantáneamente pensó que era una cobardía huir del peligro: que era mas noble arrostrarle, luchar con él y vencerle.

—Iré, sí, iré: ella no tiene la culpa de ser lo que es... es cierto que yo no puedo unir mi suerte á la suya, que no debo amarla; pero la desengañaré: acabaremos de una vez ¡Oh! si por ventura al verse engañada en sus esperanzas, en su amor... ¡oh! ¡si muriese!... pues bien, que se convierta al Dios Altísimo y Unico... si no... que olvide ó muera... yo no puedo hacer traicion por una mujer á mi patria y á mi ley.

Un cuarto de hora despues, estaba Yaye en el jardin de Isabel; pero por una refinada crueldad aconsejada por su fanatismo, porque el fanatismo ha sido siempre cruel, llevaba vestido de una manera completa un trage morisco.

Isabel no conocia ni poco ni mucho la historia de Yaye: le oia hablar con pureza el castellano, le veia vestir ropas castellanas, sabia que era estudiante.

Isabel le creia un hidalgo castellano.

Y luego á una mujer que ama, la importa poco conocer la posicion, el nombre, la historia del hombre amado; la basta con saber que es amada: el corazon se llena con sensaciones, no con palabras. Isabel solo sabia lo que necesitaba saber.

Que el señor Juan de Andrade la amaba con todo su corazon.

Esta era la verdad, por mas que Yaye quisiese desconocerla, Isabel no se engañaba: sabia cuánto amor atesoraba para ella el alma de Yaye, porque la mujer no se engaña jamás acerca de los sentimientos que inspira.

Isabel confiaba ciegamente en Yaye. La pobre Isabel se engañaba. No sabia la infeliz que existen dos pasiones terribles que dominan enteramente el corazon del hombre y le arrastran: el fanatismo y la ambicion.

Le esperaba á la entrada de un cenador de jazmines, y al verle en aquel trage le hubiera desconocido á no bañar de lleno la luz de la luna su semblante.

Sin embargo, al verle en aquel trage, Isabel que habia avanzado rápidamente al sentir sus pasos, retrocedió y se detuvo estremecida por un presentimiento frío, punzante, como la hoja de un puñal.

Los jóvenes hablaron muy poco.

—¿Qué ropas son esas? le dijo Isabel con la voz trémula: ¿á qué ese disfraz?

—Estas ropas, señora, son las ropas de mi pueblo: las que se nos quieren arrancar por los cristianos, las que llevaré desde ahora como buen musulman.

—¡Ah! exclamó Isabel consternada, llevándose las manos sobre el corazon.

Y luego adelantando un paso, y mirando frente á frente con una fijeza sombría á Yaye exclamó:

—¡Vos no me amais!

—Os amo, Isabel... pero antes que á vos amo á mi patria.

—Por piedad, contestadme de una vez ¿sois moro?

—Moro soy.

—¿Estais resuelto á no convertiros á la fe de Jesucristo?

—Jamás.

—Entonces no podeis ser mi esposo, exclamó con acento desesperado Isabel.

—Convertios á la religion de vuestros abuelos los califas de Córdoba.

—Adoro á Dios uno y trino, le adoro con toda mi alma, y por él sufriré el martirio de mi amor; por él sufriré si es preciso el indudablemente menos terrible de mi cuerpo.

—Entonces, adios.

—Esperad un momento: quiero que sepais hasta dónde llega el tormento á que me habeis sentenciado engañándome: yo os amo, os amo desde el momento en que os ví: os amaré siempre: yo contaba con vos; no sabía quién érais, si pobre ó si rico, si noble ó villano: eso me importaba poco. Estaba resuelta á unirme con vos y á ser vuestra esposa... porque, permaneciendo en mi casa me veré obligada á entrar en un convento ó á casarme con un hombre á quien no puedo amar y con el que me obligan á casar mis hermanos. Vos me posponeis á una religion falsa, á una patria que no podeis salvar. Id con dios. Pero tened en cuenta que obligada á ser monja ó casada, seré casada, porque no me atrevo á ofrecer á Dios un corazon que está lleno del amor de un hombre: seré casada y haré feliz á mi marido, porque el dolor se quedará todo para mí. Pero acordaos, y que este recuerdo me vengue del rudo golpe que me dais cuando menos lo esperaba... acordaos de que me habeis hecho infeliz, de que me habeis robado mi única esperanza sobre la tierra. Que me vengue de vos, la rabia de verme entre los brazos de otro... porque me amais, lo sé, lo conozco, estoy segura de ello: me sacrificais á vuestra soberbia... no sé á qué... pero no importa: el amor que logrado nos hubiera hecho igualmente felices, malogrado nos hace igualmente miserables.

—Una palabra: convertios á la ley de vuestros abuelas, si es verdad que me amais.

—Seguid vos en el fondo de vuestro corazon en vuestra ley, profesad ante el mundo la del Redentor Divino: si tenemos hijos juradme que seran cristianos, y soy vuestra esposa.

—¡Adios! exclamó fatídicamente el jóven.

—Esperad, esperad un momento: conservais una prenda mía...

—La llevo sobre mi corazon.

—¡Sobre vuestro corazon la imágen de la Virgen! ¡una reliquia de la cruz del Salvador sobre el corazon de un moro!

—Isabel, dijo con un acento profundamente sentido Yaye: ya no sabia lo que era amor, y no creia sentirlo hasta este momento: yo os amo, os amaré siempre: esta prenda que un dia me entregásteis no se separará jamás de mí.

—¡Que ella os proteja! exclamó llorando Isabel.

—El destino nos separa: vuestros abuelos renegaron de su ley por el oro de los cristianos... ¡renegaron! exclamó enérgica y gravemente Yaye, en vista de un movimiento de la jóven: vos no quereis volver al camino de luz que ellos dejaron. Cúmplase lo que está escrito. Pero cuando el sol aparezca todos los dias, cuando bañe con sus primeros rayos ese mirador que tantas veces ha escuchado las palabras de nuestro amor: ¡acordaos de mí!

Y Yaye, temeroso de que sus fuerzas le abandonasen, que la hermosura y el amor de Isabel fuesen mas fuertes que sus creencias y sus propósitos, huyó de ella como hubiera huido un cenobita de un fantasma tentador.

Isabel le vió desaparecer yerta: mientras resonaron sus pasos sobre la calle de césped alentó alguna esperanza; cuando oyó rechinar la llave en la cerradura del postigo, sintió que se desgarraba su corazon; cuando al fin escuchó la caida de la llave que el jóven la devolvia arrojándola por cima de la tapia, perdió su última esperanza y creyó morir.

Luego cayó de rodillas, lloró por su amor perdido y rogó á Dios por el hombre que se llevaba su corazon.

Despues se levantó, buscó la llave, la alzó del suelo, y se volvió triste, lenta, como un alma apenada que se vuelve á su tumba.

Isabel habia muerto para la felicidad; no la quedaba sobre la tierra mas que la amarga copa del sacrificio.

Capítulo III. De cómo puede haber reyes sin reino conocido, y abdicaciones de las cuales no se hace cargo la historia.

Hay en la historia de nuestra patria una página correspondiente al siglo XVI.

Esta página está llena con un hecho admirable.

Este hecho es la abdicacion del emperador Carlos V en su hijo don Felipe II. Fuese aquella abdicacion producto del hastío del emperador hácia las grandezas humanas, fuese aconsejada por el egoismo de un soberano que conociendo á tiempo que sus años y sus fuerzas eran insuficientes para sostener la carga de tan dilatados imperios, la dejase caer sobre los robustos hombros de su hijo, la página que contiene aquella abdicacion es la mas gloriosa de la historia de Carlos V, ya se considere bajo el punto de vista de un hombre que ha llegado á ser bastante grande para poder sobreponerse á las grandezas humanas, ya del de una sabia prevision política.

Aquella abdicacion asombró al mundo; aun asombra hoy á los que no comprenden cuánto contribuye un postrer acto de humildad en un hombre tal como Carlos V para aumentar la grandeza de su fama: el temido emperador acabó siendo respetado; el pecador siendo perdonado; la severidad de las generaciones encargadas de juzgarle, se estrella contra los sombríos muros del monasterio de San Yuste.

Carlos V para acercarse á las puertas de la eternidad, deponia la púrpura, se vestia el sayal penitente y se cubria la frente de ceniza.

Y en verdad, en verdad, que Carlos V necesitaba del auxilio de una penitente expiacion. La grandeza humana tiene generalmente por base el crímen.

Carlos V habia sido rey déspota: Carlos V habia sido rey conquistador.

Si Carlos V solo hubiera poseido un reinecillo de pocas leguas, si no hubiese llevado sus estandartes victoriosos por todas las partes del mundo, su abdicacion no hubiera causado efecto.

Y decimos esto, porque algunos años antes de la abdicacion del emperador, tuvo lugar otra, de la cual no se ha hecho cargo, ni aun de la manera mas insignificante, la historia.

Nosotros tenemos noticias de ella, en algunos fragmentos de manuscritos árabes, hallados por acaso en el derribo de una casa morisca del Albaicin de Granada.

Vamos, pues, á trasmitir esta abdicacion á la historia siquiera sea en las páginas de una novela.

A las doce de la noche en que tan dolorosamente se habia separado Yaye de Isabel de Válor, montó el jóven á caballo, y acompañado del anciano Abd—el—Gewar, á caballo tambien, de Harum y de dos esclavos berberiscos, tomó la vuelta de las Alpujarras.

Yaye iba silencioso, apenado: el anciano faqui comprendia la causa de su dolor y lo respetó: ni una sola palabra que tuviese relacion con Isabel, se pronunció durante el camino, ni nada tampoco que se refiriese al objeto que le llevaba á las Alpujarras. Al amanecer llegaron á Lanjaron.

Este pueblo estaba un tanto alborotado por las noticias que se tenian en él del pregon que el dia anterior se habia hecho en Granada.

Allí los mismos síntomas de insurreccion que en el Albaicin.

Allí tambien la voz y los consejos del anciano Abd—el—Gewar pudieron restablecer el sosiego.

Descansaron algun tiempo, y al medio dia se pusieron de nuevo en camino.

Poco después de haber cerrado la noche entraban en la villa de Cadiar.

Reinaba un profundo silencio en el pueblo; todo parecia entregado al sueño; ni una luz á través de las ventanas, ni un enamorado en la calle, pulsando, como otras veces, la guitarra, bajo los miradores de su amada; solo de tiempo en tiempo, se veia el turbio reflejo de una linterna, á cuyo opaco resplandor podian verse algunos alguaciles y soldados que rondaban con el corregidor.

La tranquilidad de Cadiar, que era una de las principales villas de la Taha ó distrito de Juviles, en las Alpujarras, era amenazadora por su misma exageracion. Comunmente á aquellas horas no estaba la poblacion tan desierta.

Yaye, Abd—el—Gewar, Harum y los esclavos, rodearon por fuera de las tapias del barrio bajo, subieron un repecho, y ya cerca del castillo, entraron por el postigo de una tapia de un jardin, en una casa del barrio alto.

No habian encontrado á su paso ni una sola persona, y sin duda se les esperaba de antemano, porque apenas resonaron las pisadas de los caballos, junto al postigo, se abrió este en silencio, y con el mismo silencio volvió á cerrarse apenas hubieron entrado en el jardin los cinco ginetes.

Pasó algun tiempo y al fin se escuchó el primer canto del gallo.

Era la media noche.

Abrióse entonces el postigo del jardin, donde habian entrado Yaye y Abd—el—Gewar y salieron dos personas envueltas en alquiceles blancos.

El postigo se cerró.

Las dos personas descendieron en silencio por el repecho en direccion á las montañas cercanas.

La una, encorvada como bajo el peso de los años, se apoyaba en el brazo de la otra, que era esbelta, fuerte, como alentada por el fuego de una vigorosa juventud.

Su paso era apresurado. El jóven sostenia al viejo. Deslizábanse bajo el rayo de la luna que aparecia en medio de un cielo despejado, iluminando de una manera fantástica las montañas cercanas, que recortaban vigorosamente sus penumbras oscuras sobre los valles, mientras á lo lejos apenas se percibian otras montañas casi perdidas entre las brumas de la noche.

Al fondo se extendia una línea brillante.

Era el mar, cuyo gemido se escuchaba ténue é incesante, debilitado por la distancia.

De tiempo en tiempo y entre el oscuro follaje de los álamos que crecian junto á las riberas, en el fondo de los valles, se levantaba la armoniosa y magnífica voz de un ruiseñor enamorado, y allá en las altísimas rocas se dejaba oir el poderoso y estridente graznido de los aguiluchos hambrientos, mientras acá y allá, en todas direcciones se levantaba de entre la yerba el canto alegre de millares de grillos.

Ni una habitacion humana, ni nada que revelase la existencia del hombre en aquellas soledades, se advertía cerca ó lejos, al poco espacio de haberse aventurado los dos hombres de los alquiceles blancos en la montaña.

El eco repetia sus pasos en las concavidades de las rocas, al marchar sobre las ásperas crestas y alguna piedra desprendida á su paso del borde de los desfiladeros, rodaba con estruendo á las profundidades de los valles.

Al cabo de media hora de marcha, el viejo y el jóven llegaron á la entrada de un oscuro pinar. Antes de que pudiesen aventurarse en él se oyó un chasquido, y un venablo pasó silbando sordamente á mucha distancia de ellos.

Indudablemente era une seña, no una amenaza, puesto que el viejo se detuvo y agitó por tres veces su alquicel.

A aquella señal viéronse moverse sombras informes en la entrada de la selva, y adelantar hácia el repecho donde se habian detenido el viejo y el jóven.

El número de aquellas sombras podia llegar á veinte y cuatro. Dos de ellas llevaban una litera.

Cuando saliendo de la penumbra de la selva aquellos hombres se pusieron bajo la luz de la luna, pudo verse que sus semblantes eran feroces, casi salvajes: su trage era característico y bravío: llevaban en la cabeza un pequeño turbante blanco; ceñido su cuerpo por un sayo pardo, con mangas anchas, bajo las cuales se veian sus velludos brazos; este sayo, cuya falda apenas les llegaba á las rodillas, estaba ceñido en la cintura por una faja encarnada y anchísima, en la cual estaban sujetos un alfanje corvo y corto, y un par de largos pistoletes; pendiente de un ancho talabarte llevaban á la espalda una aljaba llena de venablos ó saetas; cada uno de estos hombres mostraba en su mano una fuerte ballesta, y por último, unas calzas de lana azul y unas abarcas, cuyos filamentos de cuero rodeaban sus piernas hasta atarse debajo de las rodillas, completaban su severa y enérgica vestimenta.

Aquellos hombres parecian salteadores, bandidos, gente aparejada á todo linaje de crueldad y de desafuero.

En efecto, tenian mucho de salteadores, porque aquellos hombres eran monfíes.

Mas adelante tendremos ocasion de decir lo que estos monfíes eran.

El anciano habló algunas palabras en árabe con el que parecia jefe de aquella gente, y despues abrió la litera, y entró en ella con el jóven.

La litera se cerró de tal modo, que los que iban dentro no podian ver el camino por donde se les conducia.

Inmediatamente cuatro de los monfíes cargaron con la litera, y rodeados de los restantes adelantaron hácia el oscuro pinar, y se internaron en él.

El lugar donde el jóven y el anciano habian entrado en la litera, quedó solitario.

Poco despues y durante una hora, aparecieron uno tras otro en el repecho frontero al pinar, doce hombres envueltos en alquiceles blancos.

Siempre que aparecia uno de aquellos hombres, zumbaba á alguna distancia de él una saeta salida del pinar.

El hombre se detenia; agitaba por tres veces el extremo de su alquicel, y adelantaba sin recelo, aventurándose en la oscura selva, como en un terreno conocido.

Poco despues otro hombre envuelto tambien en un alquicel blanco, llegó al mismo punto que los otros, y como junto á los otros, zumbó junto á él otra saeta.

En vez de agitar aquel hombre por tres veces su alquicel, se volvió, y empezó á trepar apresuradamente el repecho por donde poco antes habia descendido.

Escuchóse entonces el simultáneo chasquido de algunas ballestas, y el ronco silbar de muchos venablos: el que huia cayó.

Poco despues algunos monfíes estaban á su alrededor, y le reconocian.

—Es el alguacil de Mecina de Bombaron, dijo uno de ellos en árabe á sus compañeros; un perro, espía de los cristianos.

Y arrastrándole por un pié hasta el borde del desfiladero, le arrojó á la profundidad.

Oyóse un ronco gemido, luego el rebotar pesado del cuerpo sobre las rocas, despues el zumbido de un objeto voluminoso que cae al agua.

Despues nada. Los monfíes habian desaparecido. Solo quedaba en el sendero del repecho junto á la cortadura, un ancho rastro de sangre, y algunos girones blancos que iluminaban la luna sobre los espinos.

En aquel mismo punto, sentado en un divan, en una magnífica cámara, teniendo á los piés, sobre la alfombra de pieles de tigre, una hermosa esclava, habia un anciano.

Este anciano dormitaba; su venerable barba blanca se inclinaba sobre su pecho; sus anchas y régias vestiduras se extendian sobre el divan.

Entre la toca árabe del anciano, se veian las puntas de oro de una corona de rey.

La esclava sentada á sus piés, abstraida y pálida, mostraba en sus negros y radiantes ojos una mirada diáfana, y como fija en la inmensidad; de tiempo en tiempo su blanca mano, arrancaba una flevil y fugitiva armonía de las cuerdas de oro de su guzla de marfil.

Un ruiseñor, encerrado en una jaula riquísima, pendiente de la cúpula, lanzaba tambien de tiempo en tiempo un largo y armónico trino.

Una lámpara de seda pendiente de la cúpula, arrojaba los reflejos de la ténue luz que contenia, destellando dulcemente en los erretes de diamantes del almaizar del anciano, en el brillante pomo de su yatagan, en la cabellera, y en los ojos de la esclava, en la ancha tunica de brocado de esta, y en los arabescos dorados que enriquecian los arcos sobre que se asentaba la cúpula.

Era un cuadro de reposo que inspiraba sueño.

Una imágen de voluptuosidad, que inspiraba amores.

Un detalle encantador de la vida íntima de los musulmanes.

El anciano era hermoso, á pesar de su edad.

La esclava, era un arcángel humano.

La cámara, era un robo hecho al paraíso.

Durante algun tiempo, el anciano continuó dormitando, la esclava pensando, trinando el ruiseñor.

Mas allá todo era silencio.

De repente se escuchó un golpe vibrante y metálico.

El ruiseñor calló; el anciano levantó la cabeza; la esclava se puso de pié, dejando ver la arrogante esbeltez de sus formas.

Retumbó un segundo golpe; el anciano se puso de pié, y mandó con un ademan á la esclava que saliese.

Esta desapareció por uno de los arcos laterales, como una ilusion de amores.

Cuando se hubo perdido el ténue eco de los pasos de la esclava, el anciano fué á la puerta de la cámara y la abrió.

En ella apareció otro anciano, de semblante atezado, de mirada dura y centelleante, pero respetuosa ante la persona que habia abierto la puerta: inclinóse como se inclina un vasallo ante su señor, y dijo:

—Poderoso emir: vuestro leal siervo Abd—el—Gewar, el faqui, acaba de llegar.

Coloráronse con una llamarada febril las pálidas mejillas del anciano, arrasáronse sus ojos, y dijo:

—¿Y ha venido solo Abd—el—Gewar?

—No, poderoso emir, le acompaña un jóven.

—¿Dónde estan?

—En la antecámara inmediata.

—Haz entrar á Abd—el—Gewar.

—¿Solo?

—Solo. Entre tanto da compañía al jóven.

Inclinóse el anciano, salió, y el emir se dirigió con paso lento, y profundamente pensativo al divan, y se sentó en él.

Poco despues se abrió la puerta del fondo, y apareció Abd—el—Gewar, que se detuvo un punto, miró al fondo, vió al emir, brilló en sus ojos una expresion de alegría y adelantando con una ligereza superior á sus años, se arrojó á los piés del emir.

—Que el Señor Altísimo y Unico, te bendiga, señor, exclamó asiéndole las manos.

—Alza, Abdel, alza, dijo con la voz ligeramente conmovida el emir: alza mi buen amigo, y siéntate.

Y levantándole, le sentó á su lado en el divan.

Los dos ancianos se contemplaron frente á frente, y en silencio durante algun tiempo: parecia como que en aquella mútua mirada recordaban todo su pasado: una larga historia de lucha y de sacrificios; los recuerdos de la juventud; las pasiones de la edad viril; los desengaños de la edad madura; aquella mirada mutua, era, como pudiera decirse, una mirada retrospectiva lanzada al mundo que habian dejado atrás, desde ese otro mundo que está ya al borde de la fosa, ese otro mundo desconocido que se llama eternidad.

—¿Y mi hijo? dijo al fin con anhelo el emir.

—Vuestro hijo, señor, contestó Abd—el—Gewar, es un cumplido caballero, un corazon de oro, un brazo de hierro.

—Hace tres años que no le veo; la última vez que estuve en el Albaicin era un bello adolescente, un leoncillo de buena raza.

—Ahora, señor, es un hombre hermoso, un verdadero leon. ¿Creereis que ayer cuando pregonaron ese terrible edicto del emperador, de que ya tendreis noticias, me fue necesario apelar á todo el respeto que me tiene, para que no se pusiera al frente de los moriscos y acometiese espada en mano á los cristianos?

—¡Ah, buen hijo de sus abuelos! exclamó el anciano; y luego haciendo una rápida transicion añadió: ¿y cómo han acogido los moriscos de Granada la promulgacion de ese infame edicto?

—De una manera amenazadora, señor; pero no es tiempo aun...

—No, aun no es tiempo, dijo el emir; pero es necesario irnos preparando al combate: un dia, cuando menos lo pensemos, el emperador arrastrado por su fanatismo religioso, por su recelo y por las excitaciones de los frailes y de la Inquisicion, desatenderá los buenos oficios que nos procuramos á fuerza de oro, del príncipe Ruy Gomez de Silva y de sus mas allegados consejeros, y romperá con nosotros de una manera cruel, y si es necesario, nos exterminará, entregándonos atados á la Inquisicion. Entonces será necesario desnudar la espada, rebosar de entre las breñas donde nos ocultamos, y morir matando cristianos. Esta determinacion extrema podrá ser necesaria hoy, mañana, cuando menos lo esperemos. Por lo mismo es necesario estar preparados. Mis buenos monfíes, saben que tengo un hijo; que ese hijo, para que se instruya, para que conozca el mundo, para que conozca las necesidades de los hombres que han nacido para ser gobernados viviendo entre ellos, ha sido entregado á uno de mis sabios. Yo estoy ya viejo y débil: las desgracias han agotado mis fuerzas gastando mi vida, y mi corazon... ¡oh!... ¡los encendidos recuerdos que nunca se apartan de mi alma!... ¡oh! ¡qué desgraciado he sido, Abd—el—Gewar!

El anciano emir inclinó la cabeza sobre el pecho.

—Es necesario olvidar, dijo Abd—el—Gewar con el acento ronco y cavernoso.

—¡Olvidar!¡olvidar! tú mismo no has olvidado, exclamó el emir; y eso que tú no eras su esposo, eso que tu no la amabas... ¡olvidar! ¡olvidar á Ana! olvidar aquel dia terrible en que la Inquisicion...

El anciano se interrumpió, se cubrió el rostro con las manos y lanzó un grito de horror, como si su recuerdo le hubiese llevado hasta una situacion horrible, hasta una de esas situaciones en que parece que Dios coloca á los hombres para probar hasta qué punto puede un corazon humano apurar el dolor sin romperse. Durante algun tiempo el anciano continuó cubierto el rostro con las manos, anonadado, estremecido por un temblor convulsivo. Luego se irguió de repente: brillaba en sus ojos un fuego salvaje, y exclamó con la voz vibrante y trémula:

—La he vengado con la sangre de los cristianos: las breñas de la Alpujarra me han visto persiguiéndolos como bestias feroces: mi yatagan se ha ensangrentado en ellos, y el terror ha guardado los desfiladeros de la montaña. El nombre de los monfíes de las Alpujarras ha retumbado preñado de horror hasta los mas remotos confines de España, y en vano ha sido que el emperador haya enviado sus mas valientes capitanes y sus soldados mas aguerridos en busca nuestra: han sido nuevas víctimas inmoladas al recuerdo de Ana: mi brazo se ha cansado de matar, pero aun no se ha apurado la sed de sangre de mi corazon: he envejecido inmolando sangre á mi venganza, y me veo obligado á entregar esa venganza á mi hijo: me siento morir, Abd—el—Gewar.

—¡Morir! ¡morir vos, señor, cuando apenas contais sesenta años!

—La vejez no es la edad, sino el sufrimiento: desde la muerte de Ana han pasado veinte y cuatro años... y mira: mi piel está arrugada, mis cabellos blancos, mis manos trémulas: apenas puedo ya sostener la espada... es necesario que mi hijo ocupe mi puesto... es necesario que mi hijo sea rey... rey de las Alpujarras ahora, mañana, si Dios lo quiere, rey de Granada.

—¡Rey de Granada! suponiendo, señor, que llegásemos á rescatar del cristiano nuestra perdida joya, la hermosa Granada, ¿ignorais que hay un hombre en quien los moriscos de Granada reconocen un derecho?

—¡Don Diego de Córdoba y de Válor! No importa: don Diego sabe muy bien que los moriscos de Granada son gente baldía y floja acostumbrada al yugo. Sabe muy bien que la fuerza, la constancia, la fe, existen en los monfíes. Ademas, tengo un proyecto que todo lo conciliará. Don Diego de Córdoba, tiene una hermana.

—Sí señor, contestó Abd—el—Gewar, mirando con espanto al emir.

—Cuando yo estuve en Granada hace cuatro años, doña Isabel era una doncella de catorce años, hermosa, pura, noble, cándida, con un corazon de ángel y una dignidad de reina.

—Pero D.ª Isabel es cristiana, cristiana de corazon, exclamó con repugnancia el fanático Abd—el—Gewar.

—Cristiana era su tia doña Ana de Córdoba y de Válor, y sin embargo, Abdel, me casé con ella.

—Dios os castigó de una manera terrible, señor, valiéndose para apartaros de ella de la mano de vuestros enemigos.

—No hagamos á Dios inspirador ni partícipe de los delitos de los hombres, Abd—el—Gewar, yo espero que mi hijo será feliz unido con Isabel de Córdoba.

—¡A pesar de ser cristiana!

—¿No es él cristiano en la apariencia? ¿acaso nuestros abuelos no casaron con cristianas? ¿Acaso no ha habido reyes cristianos casados con moras?

—Allá en los primeros años de la conquista de los árabes sobre España, el emir Abd—al—Azis se unió con la reina Egila, la viuda del rey don Rodrigo: recordad la trágica muerte de Abd—al—Azis: el amor de Egila le hizo traidor á su ley y á su patria, y el califa Walid se vió obligado á condenarle á pesar de sus hazañas. Abd—al—Azis fue asesinado por un enviado del califa, y su cabeza, como testimonio de su muerte fue enviada á Damasco. En los últimos tiempos de la dominacion de nuestros abuelos en España, el rey Abou’l—Hhacem, el viejo, concibió un amor impuro por una doncella cristiana, por la hija del alcaide de Martos el comendador Sancho Gimenez de Solis. Isabel de Solis fue sultana de Granada, en daño de la sultana Aixa—la—Horra, prima de Abou’l—Hhacem, que fue repudiada por este. Dios castigó no solo al rey sino tambien á su reino. Los celos de Aixa—la—Horra y el amor de Isabel de Solis, de la sultana Zoraya, hácia los hijos que habia tenido en su matrimonio con Abou’l—Hhacem, produjeron las guerras civiles que nos entregaron cansados y sin fuerzas á los cristianos. Zoraya, la cristiana renegada, quiso que sus hijos fuesen reyes: Aixa, la sultana repudiada, fuerte con su derecho y con el de su hijo Abd—Allah—al—Ssagir (Boabdil), supo atraer á su bando las tribus de los Abencerrajes, de los Zenetes, de los Massamudes, de los Gomeres, mientras Zoraya, la renegada, se apoyaba en los Zegríes, en los Mazas y en los Gazules: el hermano menor del rey Abou’l—Hhacem, Abd—Allah—al—Ssagar, se aprovechó de estas turbulencias para aspirar á la corona, y se apoyó en las gentes de Almería y en las tribus bereberes: hubo tres reyes para un solo trono: hubo tres bandos en un solo reino: llegaron dias de luto en que Abou’l—Hhacem fue rey del Albaicin, en la casa de Gallo de Viento; Abd—Allah—al—Ssagir, rey de Granada, en el alcázar de la Alhambra; Abd—Allah—al—Ssagar, rey de Almería, de Guadix y de Baza, en el alcázar de Almería. Fernando é Isabel levantaban entre tanto su ciudad real de Santa Fe en la vega de Granada, y sus campeadores llevaban su tala á sangre y fuego hasta los muros de la ciudad: al fin Muley Hhacem murió envenenado, Al—Ssagar envenenado, y el débil Al—Ssagir, cansado, impotente para resistir á los cristianos, se vió obligado á entregarles su reino. Y todo esto fue obra del casamiento de Muley Hhacem con una cristiana, con Isabel de Solis.

—Te he dejado referir esa lamentable historia que tan bien conozco, para que no creyeses que me negaba á escucharla, temeroso de vacilar con su recuerdo en mi propósito. Del mismo modo que los amores de Muley Hhacem con Isabel de Solis produjeron la guerra civil que causó la ruina de Granada, la hubiera causado su casamiento con otra mujer cualquiera: Muley Hhacem estaba ya apartado de Aixa cuando conoció á Isabel de Solis: si no se hubiera casado con ella, se hubiera casado con otra, que del mismo modo le hubiera dado hijos, y del mismo modo hubiera ambicionado para sus hijos la corona. ¿Por qué esa ceguedad que nos hace atribuir á las causas mas comunes desgracias que son hijas de la fatalidad, que estan escritas por la mano de Dios en el libro del destino? ¿Qué mal habrá en que mi hijo se case con una doncella en cuyas venas circula la sangre de cien califas, aun cuando esa doncella sea cristiana? Y luego, ¿no dices tú mismo que don Diego de Válor se cree con derecho á la corona de Granada? para evitar una guerra civil, ¿encuentras nada mejor que mi alianza con esa familia por medio del casamiento de mi hijo con Isabel de Válor?

—¡Ah, señor! pienso que vuestro hijo será el primero que mostrará repugnancia á su casamiento: mira con desprecio á los Válor: los llama los renegados.

—¿Conoce mi hijo á Isabel? exclamó el emir; debe conocerla: cuando yo concebí hace cuatro años el proyecto de casarle con ella, compré la casa medianera á la que habitaba doña Isabel en el Albaicin, con el objeto de que la habitase Yaye: era necesario que se conociesen.

—Y se conocen, dijo Abd—el—Gewar; vuestro hijo la ama, pero sobreponiéndose á su amor la ha desdeñado.

—¡Fatalidad! dijo el emir: ¡amarla y desdeñarla!

—Vuestro hijo, señor, tiene el corazon lleno de las desgracias de su patria.

—Bien, bien; dijo el emir: aun es tiempo: acaso todo consiste en el horror que tiene Yaye al nombre cristiano: pero concluyamos: estoy impaciente por verle: ¿me recuerda alguna vez, Abdel?

—Con mucha frecuencia me habla de vos y con entusiasmo. Ayer cuando le anuncié que habia llegado el momento de que conociese á su padre me contestó: ¡oh! ¡si fuese tan noble y tan valiente como el wali Yuzuf Al—Hhamar!

—¡Oh! ¡me recuerda! exclamó Yuzuf con el placer de un padre á quien llena de alegría y de orgullo el amor de su hijo.

—Sí, os recuerda pero jamás ha sospechado, á pesar de vuestras extraordinarias muestras de amor hácia él, que seais otra cosa que un valiente wali vasallo de su padre, un buen creyente, un antiguo amigo mio.

—En lo que por cierto no se engaña. Y dime ¿ha sospechado que su padre era el emir de los monfíes?

—Muchas veces me ha preguntado el nombre y el reino de su padre, pero presume que es hijo de un emir de Africa.

—No importa: aquí mejor que en Africa, tendrá ocasion de mostrar su valor y sus virtudes: la adversidad es la piedra de toque de todos los hombres y especialmente de los reyes. ¿Pero qué me quieren?

Acababa de sonar de nuevo un golpe metálico.

Aquel golpe se repitió tres veces.

—Vé y abre, dijo el emir á Abd—el—Gewar.

El anciano se levantó y abrió.

Entonces apareció en el banco de la puerta un jóven robusto, gallardo, de aspecto bravío y un tanto salvaje, que adelantó y se inclinó por tres veces.

—¿Qué quieres Aliathar? le dijo el emir.

—Poderoso señor, dijo Aliathar, los doce xeques de las tahas de las Alpujarras acaban de llegar y todas las taifas de los monfíes esperan ya en el cerro de la Sangre.

—Bien, ha llegado el momento, dijo el emir: tú Aliathar, vé al cerro de la Sangre y dí á tus hermanos que muy pronto estaremos entre ellos. De paso dí al wisir Kaleb que introduzca al jóven que acaba de llegar: á Sidy Yaye.

Aliathar se inclinó y salió.

—Tú Abd—el—Gewar, vé al Divan donde ya estan reunidos los xeques: tú los conoces á todos, todos te conocen: prepáralos á la vista de mi hijo.

—¿Pero habeis meditado bien, señor?

—Sí, sí; la corona pesa ya demasiado sobre mí frente y mi brazo está cansado: me siento morir; vé Abdel, vé, y que se cumpla mi voluntad.

—¡Que se cumpla la voluntad de Dios! exclamó Abd—el—Gewar, é inclinándose ante el anciano emir salió.

En aquel momento se abrió la puerta y aparecieron el wisir Kaleb y Yaye.

—Jóven, dijo solemnemente el wisir, el alto, el poderoso, el invencible emir de los creyentes de las Alpujarras te espera: prostérnate ante él.

Y el viejo Kaleb se inclinó profundamente, en tanto que Yaye fijaba una mirada atónita en Yuzuf—Al—Hhamar.

—Vete; dijo el emir, indicando con un ademan á Kaleb que saliese.

Kaleb salió.

El emir y Yaye, esto es, el padre y el hijo, quedaron solos.

Yuzuf adelantó hácia Yaye.

Este se inclinó.

—Perdonad, señor, dijo, mi sorpresa: pero yo creia...

—Sí, tú creías, Sidy Yaye, que yo no era otra cosa que un noble walí, dijo Yuzuf tomando las manos de su hijo y mirándole con delicia y con orgullo.

—Perdonad aun, pero jamás creí...

—¡Qué! ¿no me crees digno de ser rey de los valientes monfíes de las Alpujarras?

—Os creo digno, señor, de ocupar el Divan de los califas de Oriente, de ser rey del mundo: ¿acaso la virtud y el valor no viven en vos? ¿A quién mejor pudieran haber elegido los monfíes para que los gobernase y los llevase al combate contra nuestros enemigos?

—Mi padre antes que yo fue emir de los monfíes.

—¡Ah señor! ¿con que el noble walí que en mi niñez me sentaba sobre sus rodillas, y me estrechaba conmovido entre sus brazos; el que tantas veces me ha aconsejado el desprecio de la vida por la patria; el que de una manera tan enérgica me ha referido las hazañas de nuestros abuelos, era ese poderoso emir invisible, á cuyo nombre palidecían de terror los cristianos, cuyos alcázares jamás ha pisado planta infiel, y que ha fecundado con torrentes de sangre impura las breñas de las Alpujarras?

—Yo era.

—¡Mil veces para mí dichoso el dia, en que puedo saludaros, señor, como al valiente caudillo, como á la invencible espada, perennemente desnuda y enrojecida en defensa del Islam!

Y Yaye se prosternó.

—Alzad, príncipe, dijo Yuzuf: en mis brazos, que no á mis piés es donde debeis estar: ¿acaso el emir de los monfíes, os inspira menos amor que el walí Yuzuf para que huyais de sus brazos?

Yaye se arrojó en los brazos del anciano. El corazon de Muley Yuzuf latía con una violencia tal, que no pudo menos de percibirlo Yaye: un pensamiento, primero indeciso como una sospecha, luego mas determinado, cubrió de palidez sus mejillas; pero con la palidez que causa una gran emocion: su mirada destelló un relámpago de orgullo y dijo con la voz trémula, pero grave y digna.

—Me habeis llamado príncipe, señor.

—¿Acaso no eres hijo de un rey? ¿acaso ayer no te anunció tu maestro, que muy pronto conocerias á tu padre?

—Es verdad, y acaso...

—Sidy—Yaye—ebn—Al—Hhamar, vuestro padre satisfecho de vos, cumplidos los años que habia querido que viviéseis como uno de esos infinitos hombres que han nacido para obedecer, os llama para entregaros su espada y su corona.

—Cómo, señor, vos... añadió Yaye mas pálido aun.

—Yo soy vuestro padre y vuestro rey, dijo acreciendo en solemnidad el emir.

Hubo un momento de profundo silencio.

—Disponed de mí, señor, como mejor os cumpla, dijo al fin Yaye.

—Sé siempre, hijo mío, dijo Muley Yuzuf despues de un largo espacio en que estuvo hablando á Yaye acerca de los deberes que el nuevo lugar que iba á ocupar le imponia; ten siempre presente que desde este momento debes sacrificarlo todo á la patria: la felicidad, la vida, y sí es preciso el honor: todo por la patria, nada por tí: sé justo y fuerte, y Dios te ayudará.

—Puesto, señor, que es vuestra voluntad el que yo os suceda en vida, os juro que sabré morir antes que manchar con un hecho cobarde, con una injusticia ó con una traicion á la patria, el ilustre nombre que me legais.

Despues de esto el emir condujo á su hijo á través de cámaras verdaderamente régias, á un magnífico salon circular.

En aquel salon, sentados en semicírculo en un divan, á entrambos lados de un divan mas alto, habia doce hombres: todos ellos estaban armados de guerra, y en sus costados se veian largas espadas; todos ellos parecian valientes y caballeros, desde el mas viejo cuya barba larga blanca representaba una edad avanzada, hasta el mas jóven, cuya barba gris representaba á uno de esos guerreros para los cuales si bien ha pasado la juventud, no han pasado la agilidad ni la fuerza.

En el centro de la cámara, sobre almohadones de brocado, habia unas vestiduras reales, una corona de oro y una espada.

De pié, á ambos lados del divan donde estaban sentados los xeques, habia como hasta una veintena de personas, todas graves, todas vestidas con túnicas talares y de pié; ademas, entre gran número de walíes y arrayaces, con trages de guerra, habia cinco alféreces: el uno tenia un estandarte rojo bordado de oro, en el centro del cual se veia un escudo azul atravesado con una banda de oro en que estaban escritas en árabe estas palabras: Le galid ille Allah (solo Dios es vencedor). Este era el blason de los reyes de Granada. Los otros cuatro alféreces tenian cada uno una bandera: cada una de estas banderas tenia un color distinto: la una era verde, la otra blanca, la otra azul, la otra morada.

Detrás del divan del centro, que como hemos dicho, era mas alto, y estaba destinado sin duda para el rey, estaban cuatro escuderos: el uno tenia una ancha adarga dorada, el otro una espada de combate, el otro una lanza de dos hierros, el otro en fin, un capacete riquísimo rodeado de una toca blanca.

Allí estaba, por decirlo así, la córte completa del emir de los monfíes.

Se nos olvidaba decir que precedian y seguian al emir y á Yaye, wazires, soldados y esclavos: un alférez pronunció en voz alta, y anteponiéndole algunos adjetivos pomposos, el nombre del emir, en el momento en que este llegó á la puerta.

Los que estaban sentados se pusieron de pié y se inclinaron profundamente, como todos los demás; en el espacio que transcurrió desde que Muley Yuzuf apareció en la puerta hasta que llegó, llevando siempre á su hijo de la mano, al divan del centro, no se vieron mas que cuerpos encorbados y brazos cruzados.

Aquella era la representacion del despotismo musulman: la profunda zalá ó reverencia con que los buenos creyentes rendian homenaje á su señor, el poderoso emir.

Muley Yuzuf se sentó: Yaye permaneció de pié á su lado.

—Que Dios, el Altísimo y Unico, os guarde, mis fieles y valientes vasallos, dijo Muley Yuzuf desde el divan, y vosotros nobles y sabios xeques de mi consejo, sentaos.

Los xeques se sentaron y los demás se enderezaron.

—Abu—Daly, mi secretario, dijo el emir, volviéndose á un anciano que estaba á la derecha de él, detrás del divan: entrega la gacela que te hemos hecho escribir, al noble Hussan—ebn—Dhirar, nuestro wisir; y tú, añadió dirigiéndose al wisir, lee á nuestros xeques, á nuestros sabios, á nuestros capitanes, lo que segun nuestra voluntad se contiene en esa gacela.

El visir desenvolvió el largo pergamino que le habia entregado el secretario, y empezó con voz solemne y campanuda la lectura, en medio de un profundo silencio.

Muley Yuzuf—Al—Hhamar reconocia segun el contesto de aquella gacela por hijo suyo á Sidy—Yaye—ebn—Al—Hhamar, alegaba las razones que habia tenido para hacerle educar entre los cristianos, y despues exponia su incapacidad, á causa de los años, de seguir gobernando á los monfíes y conduciéndolos al combate, como hasta entonces, por último, expresaba solemnemente su voluntad de abdicar la corona en su hijo, y de que este le sucediese inmediatamente en el mando.

Apenas hubo terminado el wisir su lectura, cuando todos los circunstantes se inclinaron profundamente, y dijeron en coro como si hubieran sido ensayados para ello:

—¡Cúmplase la voluntad del querido de Dios, el invencible, el grande, el sabio, el poderoso Muley Yuzuf—Al—Hhamar!

Entonces el emir se levantó, tomó de la mano á Yaye, le llevó hasta los almohadones que estaban en el centro de la cámara, y volviéndose á Yaye, dijo solemnemente:

—Hijo mio Sidy Yaye, escuchad lo que va á deciros vuestro padre, y luego paseando lentamente su mirada en torno suyo, añadió: buenos muslímes, sabios, xeques, wazires, cadies, walies y caballeros, oid lo que va á deciros vuestro señor.

Todos callaron: ese profundo silencio de la atencion excitada, dominó en la cámara donde estaban reunidos mas de cien hombres.

—El Altísimo quiere que nada sea eterno é inmutable mas que él: la robusta encina envejece, sus ramas estériles dejan de producir hojas y frutos, y el huracan, al que ha resistido durante cien inviernos, le arrebata á cada empuje una de sus ramas secas; pero junto á la vieja encina hay siempre otra encina robusta y jóven, retoño de ella, y sus fuertes brazos cubiertos de verdor, dan sombra y frescura á la tierra que nutre sus poderosas raices. Todo muere; pero el Altísimo ha querido que al invierno suceda la primavera, á un año otro año, á un cadáver un hombre robusto y jóven. Yo soy la encina que se ha secado, yo soy el invierno que concluye: fuerte y sereno me habeis visto resistir al huracan de la desgracia, me habeis visto fuerte contra la adversidad: hoy mi corazon es jóven, pero mi brazo está cansado y débil: como la encina se despoja al fin para no volver á engalanarse con ella de su diadema de verdura, yo me despojo de la corona que heredé de mi padre, y la pongo sobre la cabeza de mi hijo.

El anciano tomó de sobre los cogines la corona, y despues de habérsela ceñido un momento, se despojó de ella y la puso sobre la cabeza de Yaye.

Un murmullo de respeto, una especie de salutacion inarticulada, semejante á uno de esos rezos que se pronuncian en voz baja, salió de las bocas de aquellos hombres.

—Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar, continuó el anciano: la corona que os he ceñido es la representacion de vuestro nombre de rey: al ceñírosla he rodeado vuestra frente de magestad, pero tambien la he rodeado de los cuidados del gobierno: desde hoy no vivís para vos sino para los demás: vos no podeis tener amor mas que para vuestra patria: vos no podeis tener ambicion mas que para vuestro pueblo: vos no debeis pensar mas que en gobernarle en justicia, en procurar que algun dia salga del desgraciado estado en que se encuentra, y en que sus banderas puedan recorrer vencedoras y respetadas los extensos ámbitos en un imperio poderoso y feliz. Jurad que sereis justo y guardador de la ley, que vuestros pensamientos y vuestras obras, solo seran por el bien y la grandeza de vuestros reinos.

—Lo juro, señor, contestó Yaye.

Entonces el anciano tomó la espada real, se la ciñó y dijo:

—Mi padre, al ceñirse esta corona que yo he ceñido tambien, y que ahora ciñe vuestra cabeza, se ciñó esta valiente espada: durante treinta años, esta espada ha estado desnuda en las manos de mi padre, y ha brillado sangrienta contra los enemigos del Islam; durante otros veinte años, desde que murió mi padre hasta este momento, mi brazo ha sabido añadir glorias á esta espada: yo os la entrego (y el anciano ajustó el riquísimo talabarte de la espada á la cintura de Yaye), os la doy contra los enemigos de Dios y de nuestro pueblo; jurad que sereis buen caballero, que jamás desnudareis esta espada contra el bueno, ni el desvalido, que en vuestras manos será un rayo exterminador de infieles, pero nunca un hacha de verdugo, que conservareis y aumentareis su gloria, que jamás la desnudareis sin razon, ni la envainareis con mancha.

—Os juro, señor, contestó con altivez Yaye, morir antes que manchar con una traicion, una injusticia ó una cobardía, la noble espada de mis abuelos.

—¡Sed rey! dijo entonces Yuzuf Al—Hhamar; yo en presencia de Dios y de mi pueblo, renuncio en vos la sagrada potestad de que he estado investido durante treinta años; yo espero que mis buenos y leales vasallos no tendrán que maldecirme por haberlos puesto bajo vuestra espada y vuestra voluntad. Lo que he podido daros os lo he dado; lo que resta que daros, pedidlo al pueblo que habeis de mandar.

—¿Me quereis por vuestro rey? dijo Yaye con voz firme y sonora, con la frente alta y resplandeciente de dignidad y de grandeza.

—¡Sí! ¡sí! ¡sí! exclamaron por tres veces, en coro los circunstantes.

—Y en muestra de que asi lo queremos y de que asi antes de ahora lo hemos determinado, dijo Abd—el—Gewar, adelantando hácia el centro: yo gran faqui de los creyentes de España, os ciño la túnica real de vuestros mayores á nombre del reino de Granada.

Y tomando un magnífico caftan negro, que estaba sobre los cogines, le puso por la cabeza á Yaye, despues de haberle despojado de su sencillo alquicel blanco; despues tomó un manto rojo y le puso sobre los hombros del jóven, cerrando sobre su pecho dos magníficos erretes de perlas y diamantes.

—El reino os ha investido con el símbolo de la justicia y de la magestad; el pueblo de Dios espera que sereis justo y grande; el pueblo de Dios, que lucha hace tanto tiempo con sus implacables enemigos, os ayudará, os obedecerá y os respetará como á su rey y señor natural; pero pedirá á Dios que os hiera con el rayo de su justicia si fuéseis cobarde ó tirano.

—Asi sea si yo tal fuere, contestó Yaye.

—Sed, pues, rey.

En aquel momento los cinco alfereces adelantaron: el que tenia el estandarte real de Granada, se colocó á la derecha de Yaye; los otros cuatro tendieron sobre el suelo sus banderas, mirando á las cuatro partes del mundo, segun antigua usanza en la coronacion de los reyes moros, y el escudero que tenia la adarga, adelantó y la puso sobre las astas de las cuatro banderas.

—Desnudad vuestra espada, señor, dijo el justicia mayor del reino, y ponéos sobre la adarga, en señal de que sois rey, y de que de tal manera estareis siempre armado contra los enemigos de nuestra ley.

Yaye desnudó la espada y se puso sobre la adarga.

—¡He aquí nuestro señor, el poderoso, el grande, el temeroso de Dios, Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar! gritó el alguacil mayor.

Todos se prosternaron, y en tanto el alférez mayor del reino, tremolando el estandarte real gritó:

—¡Qué Dios ensalce, y dé prosperidades al magnífico Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar!

Los circunstantes aclamaron á grito herido á Yaye.

Yaye era ya rey de aquel pueblo de extraños bandidos, que vivian entre las breñas, á quienes nadie conocia, y cuyos reyes tenian sus alcázares en las entrañas de la tierra.

Uno tras otro; primero su padre, convertido ya por su voluntad en su vasallo, fueron besando la orla del manto de Yaye, hasta el último caballero.

Quedaba aun la solemne aclamacion delante del pueblo.

Para ello Yaye, con un aparato verdaderamente régio, fue sacado del subterráneo; fuera, en un pintoresco valle á la entrada de la gruta, por donde se penetraba al alcázar, habia un magnífico caballo blanco, cuyas riendas tenian dos esclavos, otra multitud de caballos esperaban á sus dueños: un centenar de esclavos negros vestidos de blanco, llevaban antorchas encendidas; una taifa como de mil monfíes, armados de ballestas y espadas, formaban á un lado del pequeño valle.

La noche era clarísima: la luna brillaba en toda su plenitud, en medio del cielo, y á lo lejos se escuchaba el ténue quejido del mar, en su eterno romper contra la ribera.

Las antorchas eran mas bien un lujo que una necesidad.

Inmediatamente la cabalgata real se formó, la mitad de los monfíes armados rompieron la marcha, y la otra mitad siguió á la comitiva.

Quien hubiera visto aquellas antorchas vagando por la montaña en medio de la noche, aquellos estandartes, aquel rey coronado, aquellos caballeros vestidos de blanco y armados de largas lanzas, aquellos dos tercios de ballesteros que marchaban silenciosos delante y detrás de aquella córte, hubiera creido que el alma en pena de Boabdil el Zogoibi, habia salido de su tumba rodeada de sus cortesanos y de sus soldados para vagar sobre las breñas de las Alpujarras, en lo mas intrincado de la toha de Juviles, y llorar durante la noche su perdida Granada.

Al cabo de media hora de marcha, el nuevo rey, su córte y su guardia, llegaron á la cumbre de una ancha colina; el terreno de aquella colina no se veia; estaba cubierto de hombres; eran los monfíes de las Alpujarras, que en número de diez mil, habian sido avisados por sus xeques para asistir á la proclamacion pública y al reconocimiento del nuevo rey.

Cuando estuvieron en el centro, el alguacil mayor leyó el acta de la abdicacion de Yuzuf—Al—Hhamar.

Despues el alférez mayor ondeó el estandarte real, y proclamó á Yaye.

Los monfíes respondieron con una aclamacion inmensa y el viento de la noche fué á llevar á los lugares cercanos el estruendo de los añafiles, las dulzainas, los atabales y las atakebiras, tañidas en honor del nuevo emir de los monfíes Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar.

Despues la comitiva real se volvió al alcázar subterráneo, y los diez mil monfíes divididos en taifas, se encaminaron á cubrir sus apostaderos en toda la extension de las Alpujarras, que habian abandonado por algunas horas, para ponerse de nuevo en acecho de los cristianos.

Capítulo IV. Lo que eran los monfíes.—Yuzuf cuenta su historia á Yaye.

Ya era la media noche.

Yuzuf Al—Hhamar, se ocupaba en recorrer el alcázar mostrándole á su hijo. Yaye se habia admirado mas de una vez y sucesivamente se admiraba mas y mas.

Todo lo que le habia acontecido desde el dia anterior era extraordinario; habia momentos en que se creia entregado á un sueño; á uno de esos sueños que nos llevan de prodigio en prodigio á un punto tal, en que ya demasiado violentada nuestra fantasía nos obliga á despertar.

Yaye habia alentado mas de una vez ambiciosas aspiraciones; muchas veces al contemplar al pueblo moro tan abatido, tan abyecto, tan tiranizado por los cristianos, habia pensado en que tarde ó temprano aquel pueblo preferiría la muerte al sufrimiento cruel, lento, continuo, y se sublevaría; siempre pensando en una sublevacion de los moriscos, habia pensando en hacerse su caudillo á fuerza de valor y de sacrificios; su valiente fantasía habia pensado en el triunfo: ¿qué oprimido no sueña alguna vez en vencer á sus opresores? y despues del triunfo habia soñado en una corona.

Aquella corona se le habia venido á las manos de una manera extraordinaria, antes de la insurreccion y del triunfo. Yaye, preparado ya por el conocimiento de su alto origen y por sus pensamientos ambiciosos, habia sostenido sin encogimiento, y como lo hubiera hecho un príncipe heredero, educado al lado de su padre en su misma córte, el alto papel que habia desempeñado en la abdicacion de Yuzuf.

Es cierto que Yaye conocia á Yuzuf; le habia visto desde su infancia todos los años en la estacion de los calores en Granada, pero á pesar de que Yuzuf le habia tratado siempre con el cariño y la tierna solicitud de un padre, Yaye no habia visto en él mas que un anciano amigo de su venerable ayo Abd—el—Gewar; nunca habia llegado á concebir que aquel viejo de larga barba blanca, de semblante pálido y melancólico, de ojos negros y hermosos, dulces, cuando miraban á Yaye, bravíos y terriblemente feroces, cuando se lamentaba en presencia del jóven de las desgracias de la patria, nunca habia pensado Yaye, repetimos, que Yuzuf fuese su padre, y mucho menos que sobre aquella cabeza encanecida por los años y por las desgracias se asentase una corona.

Sin embargo, habia llegado el dia en que Yaye supiese que Yuzuf era su padre, y á mas de su padre rey de los monfíes.

¿Y qué eran los monfíes? ¿Salteadores como parecia indicarlo su nombre, ó soldados valientes é indomables de un pueblo vencido que sostenian aun con un teson incansable la bandera del Islam?

Para contestar á esta pregunta que suponemos nos haran nuestros lectores, necesitamos remontarnos á la conquista de Granada.

En el año de 1492 los reyes de Castilla y de Aragon doña Isabel y don Fernando, terminaron con la conquista de Granada, la tenaz guerra de restauracion contra los árabes, empezada por don Pelayo en Covadonga, y sostenida durante siete siglos por los condes soberanos, los reyes y los señores de España, á vueltas de sangrientas disensiones intestinas; habian puesto al fin el sello á su poder y á su grandeza, constituyendo un solo reino de los diferentes Estados de España, y añadiendo á su corona por fuerza de armas el reino moro de Granada, por cuya conquista el papa Alejandro VI los denominó por excelencia los Reyes Católicos; eran al fin señores de aquel último refugio de los restos del gigantesco imperio fundado por Tarik y sostenido con tanta gloria por los califas Omniades.

Ya desde las columnas de Hércules hasta las fronteras de Portugal, por una parte, y por otra, hasta los ásperos Pirineos, resonaba la voz de un solo señor, y la salmodia de un solo rito; la unidad religiosa y la refundicion de tantos reinos en una sola corona, eran un hecho consumado con la conquista de Granada y con la existencia de un descendiente de los Reyes Católicos.

Las pretensiones de la Beltraneja, de aquella desgraciada princesa, cuya legitimidad y cuyos derechos á la corona de Castilla son aun un misterio, habian muerto en la batalla de Toro, y doña Juana la Beltraneja, la excelente señora, como la llaman las crónicas portuguesas, se habia separado del mundo tomando el velo de esposa del Señor, en el convento de Santa Clara de Coimbra. Ningun obstáculo existia ya delante del astro esplendoroso de los Reyes Católicos, y como si esto no bastase, un hombre oscuro, un pobre piloto genovés, Cristóval Colon, habia arrojado á sus plantas el imperio de un nuevo mundo, que habian ocultado hasta entonces los mares de Occidente. Las naciones mas poderosas miraban con espanto el poder de los Católicos monarcas; la victoria reposaba cansada sobre sus pendones, y una extensa y pacífica monarquía era el sólido fundamento de su poder y de su grandeza.

Sin embargo, á veces en el corazon de un robusto cedro vive un insecto roedor é incansable que no se ve, que no se adivina, pero que trabaja en silencio, que adelanta en su afanosa tarea y que logra acaso atacar la vitalidad del robusto tronco que le contiene.

Tambien bajo el esplendoroso manto de victoria de los Reyes Católicos se ocultaba una carcoma activa y roedora, un elemento hostil, pertinaz, bravío, incansable; una raza vencida, pero malcontenta con el yugo, ansiosa de sacudirlo: esta raza era el pueblo moro, á quien se habia concedido una capitulacion honrosa, á quien se habia conservado el derecho de la pacífica posesion de sus propiedades, de la práctica de su religion, de su idioma, de sus leyes, de sus costumbres, á la manera que Tarik y Muza habian dejado siete siglos antes á los godos y solariegos vencidos, iguales derechos y franquicias.

Pero si los árabes habian respetado religiosamente sus pactos con los españoles subyugados, no habia sucedido lo mismo (rubor causa confesarlo) respecto á las estipulaciones concluidas entre los vencedores reyes de Castilla y Aragon, y el vencido rey de Granada. El fanatismo cristiano fue para con los moros infinitamente mas intolerante que lo habia sido el fanatismo musulman con los solariegos; los Reyes Católicos, dominados por sus confesores, pertenecientes al clero mas feroz de que puede encontrarse ejemplo en la historia, empezaron muy pronto á faltar á los solemnes tratados concluidos con el rey moro de Granada. Ya, poco despues de la conquista, (30 de marzo de 1492) habian expedido un decreto de expulsion contra los judíos, decreto que arrojó de Granada y del reino, cincuenta mil familias industriosas y opulentas; los moriscos miraron esta medida tomada contra los judíos con un profundo recelo; no podia ocultárseles que tras la expulsion de los judíos, se pensaria en expulsarlos á ellos mismos, ó lo que era peor, de reducirlos por fuerza á una religion extraña, á usos, á costumbres enteramente opuestas á las suyas; el tremendo tribunal de la Inquisicion, creado poco tiempo antes, se habia establecido en Granada; los frailes cristianos se habian atrevido á penetrar en sus mezquitas, para predicarles la religion del Crucificado, y como estas misiones no habian producido conversion alguna, empezaron las mas odiosas persecuciones; las mezquitas fueron ocupadas por el vencedor, con abierta infraccion de las capitulaciones, y convertidas en iglesias; se pretendió obligar á que volviesen al cristianismo los descendientes de cristianos que habian abrazado el mahometismo, gentes que se conocian entre los moros con el nombre de elches, y estos se negaron enérgicamente, apoyándose en las capitulaciones de la conquista, á pesar de las cuales fueron perseguidos y obligados.

Por consecuencia el Albaicin se sublevó en masa, y fue necesario que el conde de Tendilla, capitan general á la sazon del reino y costa de Granada, apelase á la fuerza y á la artillería; los principales de los sublevados fueron duramente castigados á sangre, y los moriscos, aterrados por el castigo, doblaron la cerviz y aparentaron una sumision que no sentian; esto en cuanto á los moriscos de Granada y de las aldeas de la vega, que en cuanto á los de las Alpujarras, gente indómita y brabía, se alzaron de una manera imponente, degollaron á los cristianos que hubieron á las manos, se apoderaron de las fortalezas y se declararon en abierta rebelion.

Fue necesario que el mismo don Fernando el Católico acudiese á cortar aquel incendio; logrólo no sin trabajo; entregáronle los moriscos gran número de rehenes y se obligaron á pagar á la corona en el término de dos años cincuenta mil ducados, dejándose bautizar por añadidura; pero al mismo tiempo que se sofocaba la rebelion en las Alpujarras, brotaba otra en la Serrania de Ronda y se extendia rápidamente á Sierra Bermeja. Aquella sublevacion costó la vida á uno de los primeros capitanes de los Reyes Católicos: á don Alonso de Aguilar, hermano mayor del Gran Capitan Gonzalo Fernandez de Córdoba.

Aquella sublevacion fue sofocada tambien aunque con mas trabajo y mas tiempo, y al fin no quedó en España un morisco de las poblaciones que no estuviese bautizado y que públicamente no profesase la religion católica.

¿Qué mucho? Ellos se habian visto obligados á escoger entre el bautismo y las hogueras de la Inquisicion.

Eran, pues, cristianos á la fuerza, de una manera externa, y en el fondo de sus corazones aborrecian á muerte al odioso conquistador.

Pero si bien los habitantes de las poblaciones, los que poseian terrenos ú oficios, los que para conservar sus bienes se veian obligados á someterse al yugo, practicaban el cristianismo, habia un número considerable de gente suelta, nómada, como los antiguos árabes del Yemen, que preferian la lucha con el vencedor y sus peligros á someterse vergonzosamente al yugo. Estos moriscos, ó mejor dicho, estos moros, porque solo se llamaba moriscos á los convertidos, no entraban en las poblaciones, sino para saquearlas; vivían en la montaña, se albergaban ya en las cuevas de las rocas, ya bajo sus tiendas de cuero, activos siempre, siempre dispuestos al combate y feroces y terribles hasta el punto de causar terror á los mismos moriscos de quienes habian sido hermanos.

Estos eran los monfíes.

Decíase á la ventura, porque nada podia asegurarse acerca de ellos, que estaban organizados en tahas ó distritos, que cada una de estas tahas estaba gobernada por un xeque (anciano) que todos estos xeques obedecian á un emir (príncipe) y que este emir tenia junto á sí walíes, wazires y alimes (capitanes, consejeros y sabios); abultábanse el poder y las riquezas de este pequeño rey de diez mil soldados, que erraban por las montañas y estaban sujetos á su ley, ó por mejor decir á la ley alcoránica á cuyo título los regia; hablábase de sus palacios subterráneos, aunque nadie los habia visto, y de las maravillas que estos alcázares encerraban; pagábanle tributo las poblaciones de la montaña porque no las invadiese, las saquease ó tal vez las llevase á sangre y fuego, como habia acontecido con alguna que habia resistido al pago del tributo, y el solo nombre del emir de los monfíes bastaba para imponer terror á los mas alentados.

A pesar de esto los monfíes eran una especie de duendes, unos seres misteriosos á los que nadie habia visto, puesto que los que los veian durante la sorpresa de una poblacion, ó en los desfiladeros de la montaña ó en las profundidades de una rambla, morían; pero las huellas de aquella gente feroz quedaban señaladas de una manera horrorosa, ya en los humeantes escombros de una aldea arrasada, ya en el cadáver de algun imprudente viajero, arrojado en los linderos de un camino, ya en las cabezas de los cuadrilleros de la Santa Hermandad ó de los soldados de los tercios reales, que habian ido en su busca: despojos sangrientos que llevados durante la noche á las poblaciones, solian aparecer al dia siguiente en las puertas de las iglesias.

Ya este, ya el otro capitan general de la costa y reino de Granada habian pretendido dar caza á estos terribles monfíes; pero si la fuerza expedicionaria era respetable, nunca tropezaba con ellos, y si era escasa, poco despues los restos ensangrentados se encontraban entre las quebraduras, ó crucificados, asaeteados, ó empalados en los caminos.

Llegó el caso de que las tropas empleadas en su persecucion se limitasen solo á salir ostentosamente de las poblaciones para esconderse despues en la primera breña que encontraban al paso, para volver al dia siguiente diciendo que no habian dado con los monfíes.

La existencia de estos, pues, no se conocia mas que por la exaccion periódica de los tributos, que los habitantes cuidaban de ir á poner en los lugares indicados en los edictos que en ciertas épocas del año aparecian clavados en las puertas de las iglesias ó por este ó el otro cadáver que encontraban acá y allá con suma frecuencia.

Por lo demás eran unos verdaderos duendes á quienes nadie habia visto, pero cuya influencia se sentia, y sobre todo se temia. Tales eran los monfíes de las Alpujarras.

Yuzuf—Al—Hhamar—abu—Yaye era su rey.

¿Quién era este rey?

El mismo nos lo va á decir.

Yuzuf, despues de haber mostrado á su hijo todas las maravillas del alcázar subterráneo, le condujo á un departamento separado: era el harem.

Mas de una magnífica hermosura, jóven y pudorosa, habia levantado la cabeza adormida de sobre un divan, al sentir los pasos de su señor; Yaye vió con una indiferencia verdaderamente ascética aquellas niñas que se ponian de pié cubriéndose con sus velos y bajando las frentes ante la presencia del padre y del hijo: Yuzuf vió con placer que Yaye era un espíritu fuerte, noblemente levantado sobre las miserias humanas.

Hay que tener en cuenta para apreciar su indiferencia, y casi su hastío, que Yaye solo contaba veinte y cuatro años, que las mujeres, junto á las cuales de retrete en retrete y precedido por esclavos mudos, le llevaba su padre, eran jóvenes, deslumbrantes de belleza, la mayor de las cuales apenas llegaria á los diez y ocho años, africanas las unas, asiáticas las otras, bellezas de ojos negros, cabelleras brillantes, talles flexibles, y aspecto de pureza y de candor: algunas de ellas admiradas de la hermosura de Yaye fijaban en él una mirada dulcemente curiosa, y volvian á inclinar la vista cubiertas de rubor.

Yuzuf hizo conocer á Yaye muchas esclavas: habló con cada una de ellas, no con el acento impuro é imperativo de un déspota musulman, sino con el acento dulce de un padre.

A cada una de ellas decia tambien señalándolas á Yaye.

—Este es mi hijo: este es vuestro señor.

Las esclavas al escuchar esta frase callaban, cruzaban sus brazos sobre el pecho y se inclinaban.

Cuando hubieron salido del harem, Yuzuf dijo á Yaye:

—Las mujeres que acabas de ver son tus concubinas, estan destinadas para tí; un rey debe tener en su harem las mujeres mas hermosas del mundo.

—Yo jamás tendré esclavas para el amor, dijo brevemente Yaye.

—Yo siempre he tenido vírjenes en mi harem, dijo Yuzuf, pero jamás esclavas impuras: han sido mis hijas: con ellas he premiado el valor de mis guerreros, haciéndolas sus esposas; en vez de hacer de una esclava una mujer impura, he hecho buenas madres de familia. Solo he amado una mujer, y aquella mujer era mi esposa.

—¡Mi madre! ¡Oh! ¡en verdad, señor, que nada me habeis dicho de mi madre!

—¡Oh! no he querido hablarte de ella, hasta hacerlo en el sitio á donde te voy á conducir: ven.

Al pasar por una habitacion, cuyas puertas estaban fuertemente cerradas, Yuzuf se detuvo.

En aquella habitacion habia seis fuertes y enormes arcas de hierro.

Yuzuf abrió una de las arcas; estaba llena de doblas de oro.

—Yo creí, señor, dijo Yaye, que me habiais traído al lugar en que debíais hablarme de mi madre.

—¡Cómo! ¿no te maravilla saber que eres dueño de tantas riquezas?

—Las riquezas solo deben servir para hacer el bien de nuestros hermanos: de tal manera las aprecio: consideradas de otro modo me causan hastío.

—Te he dado una corona y la has recibido sin envanecerte ni asombrarte; te he presentado mujeres, por cualquiera de las cuales arderia en fuego impuro, un morabitho apartado del mundo, y las has visto sin conmoverte; te he hecho ver el brillo del oro, y no te has asombrado, ni ha nublado tu rostro la palidez de la codicia. Eres digno, hijo mio, de ceñir mi espada y mi corona, digno de vengar á tu madre.

—¿De vengar á mi madre habeis dicho, señor?

—Silencio: aun no hemos llegado, sígueme.

Yuzuf cerró cuidadosamente otra puerta, atravesó con Yaye una larga y estrecha mina, y llegó al fin de ella á una puerta maravillosa, tanto por su labor como por las ricas maderas y preciosos metales con que estaba construida, sacó una llave de oro de entre sus ropas y abrió aquella puerta.

El retrete á que aquella puerta daba entrada era pequeño, pero resplandeciente; una lámpara de cuatro luces, suspendida de la cúpula, hacia brillar el oro de las labores sobre fondos esmaltados, el bruñido mármol de las columnas, y la tersa superficie de los mosáicos, de los que arrancaba cien cambiantes; alrededor de este retrete habia un ancho divan de seda y oro, y al fondo un magnífico arco primorosamente labrado y cubierto enteramente por la parte interior por una cortina de brocado, que ocultaba completamente lo que tras aquel arco existia.

Yuzuf se sentó en el divan y atrajo á sí á Yaye.

—Siéntate, le dijo.

—¿Ha llegado el momento de que me hableis de mi madre?

—Aun no: antes es preciso que conozcas la historia de tu padre.

—Os escucho, señor.

El anciano empezó su relato de esta manera:

—Mi edad ha pasado de los sesenta años, el dia en que Granada, destrozada por las guerras civiles, vendida por el cobarde Muley Abd—Allah, su último rey, se entregó á los cristianos, tenia diez y seis. Mi padre era uno de los héroes de nuestro pueblo, mi padre era el infante Muza—ebn—Abil—Gazan, hijo bastardo de Muley Hhacem, y hermano de Boabdil el desdichado.

Me acuerdo perfectamente del fatal dia en que despues de haber entregado las llaves de Granada al rey don Fernando en las orillas del Genil, Muley—Abd—Allah se encaminó con su familia y con los que quisieron seguirle á las Alpujarras.

Nuestras mujeres lloraban, lloraban nuestros viejos y nuestros soldados cabizbajos y avergonzados marchaban en silencio, sin atreverse á volver el rostro para mirar á la hermosa ciudad, entre cuyos escombros no habian sabido perecer como valientes.

Asi en paso tardo como el de quien se aleja por la fuerza del objeto de su cariño, llegamos al alto del Padul.

Era el último lugar desde donde podíamos ver á Granada: el rey revolvió transido de dolor su caballo, y se arrojó de él. Luego se prosternó mirando á Granada y lloró: todos nos habíamos prosternado; todos llorábamos menos una mujer: aquella mujer estaba de pié, altiva, serena, pero profundamente pálida: aquella mujer era la madre de Muley Abd—Allah: la sultana Aixa—la—Horra.

Aun me parece que la veo de pié en medio de nosotros, como un genio fatal; aun me parece que escucho sus altivas y terribles palabras.

—Llora, dijo al rey, llora como una débil mujer, la pérdida del reino que no has sabido defender como hombre.

Al escuchar el severo acento de su madre, el rey se alzó, lanzó una mirada suprema á Granada, exhaló un grito de dolor, se cubrió el rostro con las manos, y luego, montó de un salto á caballo, le revolvió hácia las Alpujarras, y apretándole los acicates partió á la carrera.

Todos le seguimos como una tromba: la desesperacion nos impulsaba, y doblamos la falda de la montaña, con el estruendo y la rapidez del viento de la tempestad.

Yo cabalgaba al frente de nuestros soldados y de nuestros ginetes, agoviado bajo el peso de un doble é intenso dolor: salia desterrado de la ciudad en donde habia nacido, y el noble infante mi padre, habia desaparecido sin que nadie supiese lo que habia sido de él: acaso habia ido á buscar la muerte en alguna aventura desesperada, yendo solo á hacerse matar por los cristianos, encubriendo su nombre, como un moro cualquiera: acaso habia huido para no ver la deshonra de su pueblo, la rendicion á los castellanos, la Alhambra en poder de los infieles, la vergüenza en la frente del cobarde rey; acaso yo no debia volver á ver á mi padre.

Junto á mí; triste y pensativo como yo, cabalgaba el valiente Ali Huseín, alferez de mi padre, que en otros tiempos habia llevado su bandera de infante á la victoria.

Algo mas allá del Padul, Ali Huseín, detuvo su caballo y me dijo:

—Poderoso señor, tu padre quiere que nos separemos del rey y de sus gentes.

—¡Mi padre! exclamé: ¡pues qué! ¿sabes tú de mi padre?

—Tu noble padre nos espera en la montaña, me contestó.

Y puso su caballo en demanda de otro camino: yo le seguí con el corazon alentando apenas; nuestros parientes, nuestros soldados y nuestros esclavos me siguieron: eramos mas de quinientos.

Mi padre se nos presentó de repente, se nos dió á conocer, y se puso á nuestra cabeza en un camino que se internaba en la montaña, y que á medida que adelantábamos se estrechaba hasta el punto de que nos fue necesario echar pié á tierra y marchar uno en pos de otro.

Mi padre iba delante.

Caminamos todo el dia en silencio por ásperos desfiladeros, viendo á nuestros piés valles profundísimos por cuyo fondo se precipitaban rios convertidos en torrentes por las lluvias del invierno, y sobre nuestras cabezas montañas cubiertas de nieve: sobre las colinas levantaban las tristes y altísimas copas solitarios pinos, y en el fondo de las estrechas vegas, en las vertientes de la montaña, bravíos bosques de deshojadas encinas.

Ni una aldea, ni una habitacion humana, ni aun la choza de un pastor, vimos durante el dia desde el camino por donde nos guiaba mi padre. Solo se escuchaba el graznar de las águilas, el ahullar de los lobos hambrientos, el rugir de los torrentes y el zumbido del viento entre las quebraduras de la montaña.

Llegó la noche y con ella llegamos á una cumbre ancha, árida, cubierta de nieve, desde la cual se veian otras muchas cumbres que se levantaban en anfiteatro hasta el altísimo pico de Muley Hhacem. Tampoco se veia desde allí ninguna habitacion humana.

Detúvose allí mi padre y descabalgó: todos descabalgamos, y durante los primeros momentos de descanso, nuestras mujeres y nuestros esclavos descansaron.

Despues mi padre llamó en torno de sí á los guerreros de nuestra familia.

—«Hemos sido arrojados de nuestros hogares, nos dijo, y ya no tenemos patria: somos vencidos: el vencedor nos ha asegurado nuestras propiedades, nuestra religion, nuestras leyes y nuestras costumbres, por medio de una capitulacion: esa capitulacion que algunos creen honrosa y estable, no vale mas ni es mas fuerte que el papel en que está escrita: la mano del vencedor procurará pasar primero por cima de ella, y cuando aleguemos los capítulos concertados con los reyes de Aragon y de Castilla, la mano del sacerdote cristiano rasgará la capitulacion, y los soldados de los reyes de España, nos impondrán la sumision por la fuerza. Todo lo hemos perdido, todo: patria, religion, leyes, costumbres, haciendas: nos espera una suerte semejante á la de los judíos: la esclavitud y la vergüenza.

Resistamos con valor la inclemencia de los hados: si vivimos en los pueblos, allí nos vigilará el recelo del vencedor, que tendrá siempre el atento ojo sobre nuestros semblantes para medir su alegría ó su tristeza: si nos reunimos en mucho número recelaran; si evitamos reunirnos, recelaran tambien: acecharan por las rendijas de nuestras puertas para sorprender el pudor de nuestras mujeres, y procuraran apartar nuestros hijos de nuestro amor y de nuestras costumbres.

Debemos vivir lejos de los cristianos, y acecharlos incesantemente, en vez de ser acechados: debemos preparar el dia glorioso de una reconquista, si no para nosotros, para nuestros hijos: debemos continuar siendo fieles observantes de la ley, buenos musulmanes; en los pueblos no podríamos serlo: pero por fortuna la montaña es áspera, tiene guaridas desconocidas donde podremos ocultarnos, y desde las cuales seremos el terror del vencedor: es necesario que olvidemos el regalo de nuestras casas de Granada, las suntuosas fiestas, las alegres zambras: nuestros jardines seran las desnudas ramblas de las Alpujarras; nuestras zambras el combate continuo con el cristiano: que el que se aventure en la montaña muera, y que los cobardes habitantes de las poblaciones paguen tributo al rey de la montaña.

En una palabra, desde hoy, si quereis seguir mis consejos, seremos monfíes.»

Concluyó mi padre, y los mas ancianos, los mas prudentes de la familia aprobaron su parecer.

Pero era necesario que aquel nuevo pueblo que habia elegido para su residencia las grutas de las montañas, y por ejercicio la continua guerra con el cristiano, tuviese á su frente un caudillo que les gobernase.

Mi padre fue elegido unánimemente emir de los monfíes.

Un resto de la familia real de Granada, guarecido entre rocas y desfiladeros, no rendia vasallaje al vencedor del reino de Granada; los demás se arrojaban á sus piés en un cobarde vasallaje, ó se desterraban voluntariamente del suelo que les vió nacer, pasando al Africa.

Anduvimos sin cesar por ásperos senderos durante aquella larga noche, alumbrados por la clarísima luna del mes de las nieves, y al amanecer llegamos al centro de un espeso pinar delante de la boca de una lúgubre gruta.

Esa gruta es la misma en que ahora te encuentras, hijo mio.

Dentro de esta gruta, mi padre construyó el alcázar subterráneo del emir de los monfíes.

—Pero segun las cámaras que he visto antes de llegar á esta, dijo Yaye, si he de juzgar por el régio esplendor que nos rodea, este alcázar es tan rico como la Alhambra; para construirlo han debido gastarse tesoros incalculables.

—Mi padre, continuó el anciano Yuzuf, previendo á tiempo la conquista, habia vendido sus tierras, sus alquerías, sus castillos: el precio de estos, aunque enorme, no bastaba ciertamente para la construccion de este alcázar maravilloso, del cual solo has visto una pequeña parte. Pero los monfíes hacian la guerra al cristiano y con mucha frecuencia penetraban en las villas mas populosas y ricas de las Alpujarras, las entraban á saco y se volvian cargados de botin: el quinto de las presas era de mi padre: ademas, justo era que los que habian inclinado cobardemente su cabeza bajo el yugo del vencedor, los que se habian convertido de miedo (porque los cristianos tardaron muy poco en faltar á la fe de las capitulaciones), justo era que los que habian renegado vilmente de su Dios, contribuyesen al sostenimiento de los valientes moros que habian rechazado toda servidumbre, todo envilecimiento, toda apostasía, prefiriendo una sangrienta y continua lucha entre las breñas de la montaña, á una paz vergonzosa entre el ocio y el regalo de las poblaciones, bajo la mano de hierro y la vista recelosa de los cristianos: al poco tiempo de haberse hecho mi padre rey de la montaña, aparecieron gacelas escritas en las puertas de las iglesias, sin que nadie supiese quién las habia puesto, en que se imponia á los moriscos renegados y á los cristianos, un fuerte tributo para el emir de los monfíes: la primera vez las gacelas fueron arrancadas sin temor, y solo recibieron por contestacion un silencio de desprecio: el castigo no tardó mucho despues de la ofensa: una y otra y otra villa fueron acometidas de noche, en medio del silencio, y sus moradores entregados al degüello y al incendio: cuando de nuevo se fijaron gacelas en los mismos parajes que las anteriores, los vecinos, cada uno segun su riqueza, se apresuraron á pagar el tributo impuesto por el rey de la montaña, llevándole al lugar que se prefijaba en la gacela. Asi han continuado año tras año. Al terminar la luna de los frutos, nuestros monfíes entran de noche en las villas y fijan en las iglesias las gacelas en que se les anuncia el dia y el lugar en que han de pagar el tributo y dónde han de depositarle. Ningun año ha faltado una sola villa á cumplir esta prescripcion. Tenia, pues, mi padre tesoros y los tengo yo. Con esos tesoros se ha construido en las entrañas de la tierra, en las excavaciones de unas antiquísimas canteras, este alcázar, que es una ciudad subterránea; con esos tesoros hemos podido ir aumentando el número de los monfíes, que al principio apenas llegaban á quinientos; que cuando murió mi padre llegaban á cuatro mil, y que hoy forman un ejército de diez mil soldados, fuertes, bravos, sin piedad, incansables, que conservan la pureza de la ley alcoránica, y entero el amor de la patria: con esos tesoros podemos tener espías en todas partes, hombres activos que encontraran medio de saberlo todo, de oirlo todo: estos hombres estan allí do quiera ondea la bandera española: en la córte del emperador, en la del rey de Francia, en Italia, en Flandes, hasta el remoto continente americano, de donde nos envian oro á raudales; nadie conoce á esos emisarios mios, y muchos de ellos sirven á sueldo bajo las banderas del rey de España, muchos alientan con mi oro las tentativas de los enemigos de Carlos V, y si yo quisiera, ese soberbio rey caeria herido por un puñal invisible: ¿pero qué me importa la vida de don Carlos? El es un solo hombre, aunque poderoso, y nuestro enemigo es un pueblo entero, un pueblo de soldados aventureros y rapaces, de frailes codiciosos, de jueces y abogados que son otras tantas aves de rapiña: la codicia hace invencibles á esos aventureros, el fanatismo crueles á esos frailes, la soberbia implacables á esos jueces: donde quiera que pone su planta el soldado, donde quiera levanta su cruz el fraile, donde quiera tiende su garra el golilla español, allí van la destruccion, la hoguera y el verdugo: América se extremece bajo su yugo, Flandes se desangra, la hermosa Italia se ahoga; llegará un dia, y acaso no tarde, en que alentados por la desesperacion los oprimidos, hagan crugir y quebrantarse el yugo: en que España, rodeada por todas partes de enemigos, no tenga bastantes soldados para vencer; en que los frailes no puedan encender hogueras para quemar, en que los jueces se vean heridos por sus mismas plumas. Llegará un dia en que se unan contra España todos los que por España son desdichados, porque la tiranía acaba siempre herida por sus mismos excesos. Una terrible guerra religiosa se agita en Europa; Roma lucha contra la protesta; los doctores católicos contra los doctores luteranos: cien pueblos contra uno solo, cien derechos contra una sola tiranía: la España de Carlos V es un coloso de hierro con los piés de barro, y su mismo peso la derrocará: ¡ay cuando llegue el dia en que el coloso vacile! Un pueblo que hoy se esconde en las entrañas de las rocas, atacará á ese coloso por el pié y le arrojará por tierra...

—¡Sueño! exclamó Yaye, interrumpiendo á su padre.

—¿Acaso sabe nadie lo que está escrito en el libro del destino? ¿Acaso no fueron derrocadas Menfis y Babilonia? ¿No pasó la Grecia con sus guerreros, con sus sabios, con sus poetas y sus artistas? ¿Dónde está Cartago la rival de Roma? ¿Dónde está Roma la vencedora de Cartago? ¿Dónde estan los godos que hollaron el Capitolio con los sangrientos cascos de sus caballos? ¿Dónde estan los árabes vencedores de los godos? ¿Qué ha sido de los almoravides y de los almohades vencedores de los árabes? Todo muere: como los hombres, las razas.

—España es fuerte, poderosa y grande, exclamó el tenaz Yaye.

—Carlos V ve que el coloso empieza á desmoronarse bajo su imperio: este imperio pasará quebrantado, herido de muerte, á los hombros del príncipe don Felipe, y si bajo su mano no se destruye, pasará mermado á las de su hijo, y débil á las de su nieto, y miserable y envilecido á las de su viznieto. ¡Qué! ¿puede durar mucho un imperio que se funda en la opresion de pueblos enteros?

Acaso ni yo, ni tú, ni nuestros nietos, veamos convertido á ese coloso sangriento en un fantasma que se verá precisado á volver la vista atrás para contemplar algo grande; pero tenemos el deber de ayudar á la carcoma de ese coloso; tenemos necesidad de vengarnos, ya que no como serpientes, como sanguijuelas: debemos chupar continuamente su sangre y su oro: por cada moro que ese coloso despedace, nosotros debemos despedazar cien cristianos, y si está escrito que en nuestros tiempos ese coloso se derrumbe, debemos estar preparados á la lucha, en acecho de una ocasion propicia para reconquistar lo que hemos perdido, para poder piafar con nuestros corceles en las ricas campiñas andaluzas, y levantar en medio de ellas los minaretes de las mezquitas del dios Altísimo y Único.

—¡Oh, padre, padre! ¡El Altísimo ha visto los pecados de nuestro pueblo, y por ellos le ha destruido!

—Del mismo modo ve los pecados de los españoles, y les destruirá por ellos.

—Padre, ¿habeis vivido alguna vez entre esos hombres?

—El dia en que mi padre fue elegido rey de los monfíes, llamó á uno de sus parientes mas allegados, sabio anciano, y me entregó á él, como yo te he entregado á Abd—el—Gewar. «Ve hijo mio, me dijo: vive entre los conquistadores, conócelos, porque algun dia me sucederás en el gobierno, y el elegido por Dios para gobernar, debe conocer á los enemigos de su pueblo. Aprende su lengua, viste su trage, practica sus costumbres, ponte en estado de conocer sus malas artes para que no puedas ser engañado; conoce sus debilidades, para aprovecharlas, y si es necesario, sé cristiano en la apariencia. Corre mundo, y sobre todo sé dócil con el que desde ahora va á ser tu padre: cuando conozcas bien á nuestros enemigos, cuando largos viajes te hayan dado experiencia, vuelve, mi corona te espera.»

Y partí, y aprendí el habla castellana, y viví en la córte del emperador, y serví bajo sus banderas, y estuve en Francia, en Flandes, en América: por todas partes ví enemigos de España; por todas partes oí maldecir el nombre español; en todas partes vi vireyes y oidores, y clérigos, y capitanes y soldados de España, que se enriquecian por medio del crímen. Comprendí que los pueblos tienen un derecho sagrado de vivir bajo sus antiguas leyes, bajo sus usos y costumbres, y que un conquistador es siempre odioso, porque siempre se ve obligado á ser tirano.

—Lo mismo he comprendido yo, señor.

—Mi amor á la patria crecía á medida que pesaba los excesos que en todas partes, en todos los mares, en todas las regiones del mundo ejercian los españoles: mi sola pasion era el odio hácia los cristianos, mi solo deseo beber su sangre.

—¿Y no sentísteis jamás otra pasion ni otro deseo, padre mio? exclamó con embarazo Yaye.

—Sí, contestó Yuzuf, mirando fijamente á su hijo: tú eres una prueba viviente de que si mi corazon abrigaba un odio á muerte, una inextinguible sed de venganza contra los cristianos, dió tambien cabida al amor.

—Pero vos amariais á una mujer de vuestra raza; á una parienta acaso.

—Tu madre no era mora, hijo mio.

—¡Que no era mora!

—Era árabe... al menos descendiente, en línea recta de los califas árabes de Córdoba.

—¡Descendiente en línea recta de los califas de Córdoba!... ¿Cómo se llamaba?

—Ana de Córdoba y de Válor.

—¡Ana de Córdoba y de Válor!... ¡Hija de los renegados!... ¡Cristiana!...

—Es verdad que los Válor cometieron un gran pecado renegando de su fe y sirviendo á los reyes de Castilla: es verdad que un moro no debia tener con ellos otra alianza que la del acero, otro trato que el del combate... ¿pero acaso hemos de castigar en los hijos los pecados de los padres? ¿Acaso no hay una ley superior á todas las leyes; una ley irresistible, porque está escrita por la mano de Dios en el corazon humano, y á la que es forzoso obedecer? Dichoso tú, hijo mio, si aun no has oido el terrible precepto de esa ley, de esa ley que se llama...

—¡Amor! exclamó profundamente Yaye.

—¡Amor! exclamó con profunda intencion Yuzuf... pero no: á tu edad se juega con el amor; mas á la edad en que yo conocí á tu madre, en el estío de la vida, cuando ya se empieza á descender por la escala de los años, cuando tenemos el corazon vacío por la experiencia, árido por la desgracia, ansioso de amor... ¡oh! entonces no se ama al ángel, se ama á la mujer, se ama á la compañera; se busca un corazon noble y grande que sienta nuestro infortunio, que le acepte, que le alivie, compartiéndolo: un seno de paz en que reposar la cabeza calenturienta por los cuidados del gobierno: una mano amante que limpie de nuestra frente el sudor del combate; una boca que nos sonria como solo sabe sonreir la esposa que ama, y que ahuyente con su sonrisa, siquiera, sea por un momento los crueles cuidados, la lucha azarosa del presente; los temores del porvenir. Y luego... tú no has podido encontrar en las tierras donde has vivido, ni en Madrid, ni en Salamanca, ni en Granada, ni en las Alpujarras, una mujer como tu madre... ¡Ven!

Yuzuf se levantó, y fue al arco del fondo: su semblante estaba mas pálido que de costumbre, su blanca barba temblaba, sus ojos expresaban una tristeza profunda.

—¡Mira! dijo á Yaye.

Y descorrió la cortina.

—¡Isabel! exclamó el jóven con un grito exhalado del fondo de su alma.

Al descorrerse la cortina, una mujer jóven y hermosa habia aparecido ante los ojos de Yaye: aquella mujer demostraba la misma edad que Isabel de Córdoba y de Válor, y era tan semejante á ella, como si hubiera sido ella misma.

Pero aquella mujer estaba pintada en una tabla.

Aquella tabla era á todas luces obra del pintor de los Reyes Católicos, Antonio del Rincon.

(Entre paréntesis: el nombre de Antonio del Rincon estaria arrinconado en el olvido, sino hubiera retratado tres docenas de veces á los serenísimos Reyes Católicos).

Yaye en su permanencia entre los cristianos se habia hecho artista, y reconoció á primera vista por la manera, cuando la reflexion hubo dominado en él á la sorpresa, al autor de aquel retrato: recordó que Antonio del Rincon habia muerto muchos años antes de que Isabel de Córdoba y de Válor llegase á la edad que la dama retratada representaba: no podia ser aquella dama Isabel, pero podia ser su madre.

¡Su madre!

Este fue el primer pensamiento que brotó de la razon de Yaye, y le extremeció.

Acaso habia un misterio en el nacimiento de Isabel: acaso amaba con un amor incestuoso á su hermana.

Cuando llenan la cabeza y conmueven el corazon pensamientos y sensaciones tan profundas, la lengua enmudece, los ojos se asombran, ese organismo que se llama cuerpo humano tiembla.

Yaye fijaba una mirada fascinada en el retrato y estaba pálido como un cadáver.

—Esa era tu madre dijo tristemente Juzuf.

—¡Mi madre! contestó maquinalmente el jóven; mi madre!

Pero dominando la reflexion á la razon se encerró en una prudente reserva.

—Te asombra sin duda, dijo Yuzuf, interpretando mal la confusion de Yaye, ver á tu madre con esas ropas castellanas; con ese tocado castellano, con esa cruz de oro pendiente del cuello. ¡Ah hijo mio! ya te he dicho que tu madre era cristiana: yo, moro de raza, enemigo á muerte del nombre cristiano, no debí haber sucumbido á los amores de una infiel. ¿Pero hay algun hombre que pueda hacerse superior á ese precepto de Dios que dice: hallarás á tu compañera y la amarás?

Hubo un momento de silencio. Juzuf se volvió al divan y se sentó en él. Yaye se sentó á su lado. Entrambos tenian fija su mirada en el retrato.

—Y yo no la busqué, continuó Yuzuf; la encontré un dia en esa tabla... al verla me estremecí, temblé: nunca habia temblado: nunca habia conocido el amor y al sentirle no le comprendí. Sin saber por qué no podia separar los ojos de esa tabla, que tenia para mí voz, aliento, vida. Sin embargo entonces era ya hombre maduro, me acercaba á los cuarenta años. Hacía ya diez que por muerte de mi padre habia heredado su espada y su corona. Obedeciendo uno de los consejos que me dió mi padre al morir, vivia por mitad en las Alpujarras, como emir de los monfíes, ó en Granada ó en la córte, como morisco convertido: cuando vivia entre los cristianos llamábanme el hidalgo Diego Vargas y nadie sospechó jamás que yo fuese el rey de aquellos terribles monfíes, cuyo nombre solo aterraba á los castellanos.

Sabíanlo sin embargo algunos moriscos principales: uno de ellos era don Juan de Córdoba y de Válor, que aunque cristiano en la apariencia era moro de corazon y esperaba, si un dia triunfaba un levantamiento de los moriscos, ser elegido rey de Granada.

Entre don Juan de Válor y yo existia una estrecha amistad: don Juan sin embargo conocia mis incontestables derechos al trono de Granada: derechos no solo heredados, sino adquiridos en el combate continuo con el cristiano, mientras ellos, los moriscos, vivian en un ocio y una sumision vergonzosas; don Juan me habló muchas veces de confundir en uno nuestros muchos derechos por medio de un casamiento.

—Yo no tengo hijos le contestaba yo, siempre que don Juan me hablaba á aquel propósito.

—Pero yo tengo una hermana, me dijo al fin un dia don Juan: una hermosa doncella de diez y ocho años.

—Reparad en que yo cuento ya cerca de cuarenta.

—Para esta clase de alianzas no se repara en edades, replicó; basta con que el hombre ofrezca seguridades de sucesion.

—Por último, don Juan, le dije: vuestra hermana es cristiana, no cristiana como vos lo sois, sino de corazon, por creencia y por costumbre: yo no puedo unirme á una infiel.

Don Juan no me contestó á esta última decision mia; es de advertir que cuando yo le dí esta contestacion no conocia á su hermana doña Ana: solo tenia noticia de ella y de sus exageradas creencias cristianas por algunos moriscos principales que la conocian: sabia sí que era hermosa; pero habia llegado á los cuarenta años sin rendir tributo á la hermosura, por que mi corazon estaba lleno de ambicion y de sed de venganza por las desventuras de mi patria. El saber que doña Ana de Córdoba era una doncella hermosísima no me habia conmovido.

Un dia que, de vuelta de un paseo por el campo, pasábamos por una estrecha calleja del Albaicin, don Juan me convidó á subir á casa de un pintor su conocido.

Aquel pintor era Antonio del Rincon.

Subimos á una torrecilla donde Rincon pintaba sus cuadros, y lo primero en que reparé, entre una multitud de santos, cristos y vírgenes, fue en esa tabla que estaba puesta junto á una ventana y herida de lleno por la luz.

En el tiempo que estuvimos allí, no separé la vista de aquella tabla: un poder misterioso é irresistible me arrastraba á la mujer que en ella estaba representada.

Salimos de allí don Juan y yo, y al dia siguiente volví solo á la casa del pintor. Aquella noche, á mi despecho no habia dormido; ni un solo momento se habia separado de mí el recuerdo de la hermosa castellana. Cuando entré en la habitacion del pintor el retrato estaba en el mismo sitio.

—¿Quien es esa dama, si es que podeis decirme su nombre? pregunté á Rincon despues de algunos minutos que estuve hablando con él de cosas indiferentes.

—Esa dama caballero, me dijo, es doña Ana de Córdoba y de Válor, y me extraña que no la conozcais por que al veros aquí con su hermano don Juan no pareciais sino grandes amigos.

—En efecto lo somos, pero nunca he visto á doña Ana.

—Es doña Ana muy recatada.

—Y decidme, añadí rompiendo por todo: ¿tendriais dificultad en venderme ese retrato?

—No os le venderé, dijo, pero os le cambiaré.

—Cambiarle, ¿y por qué?

—Por vuestro retrato.

Maravillóme el precio que ponia á su venta Antonio del Rincon.

—No os extrañe esto, me dijo: sois un hombre poderosamente hermoso (no hago mas que repetir las palabras del pintor, observó Yuzuf, cuya modestia no era fingida) teneis un semblante sumamente noble, los cabellos y la barba negra, brillantes los ojos, tersa la piel, y apenas demostrais treinta años.

—Pues os engañais, amigo mio, le dije; me acerco ya á los cuarenta.

—Bien podrá ser, pero desde el momento en que os vi me dije: he aquí que me contentaria mucho que ese caballero me mandase hacer su retrato: os pareceis mucho en lo grave y en lo pensador á mi señor el serenísimo rey don Fernando. Habiendo concebido ese deseo, ya comprendereis que aprovecho la ocasion de que vos deseis poseer el retrato de doña Ana de Córdoba para proponeros un trueque.

—Acepto con sola una condicion, le contesté, ó por mejor decir con dos condiciones.

—Sepamos.

—En primer lugar, habeis de procurar que don Juan no sepa que yo poseo este retrato, para conseguir lo cual hareis otro exactamente igual y se lo entregareis como si fuese el mismo.

—Eso por supuesto, contestó Rincon.

—Ademas, insistí, habeis de aceptar el precio de los dos retratos, del suyo y del mio, puesto que son dos trabajos en que os debeis ocupar.

—¿Y estais decidido, me dijo mirándome fijamente, á no dejaros retratar sino bajo esas condiciones?

—Decidido de todo punto.

—Sea lo que vos querais: con esto creo que nuestro trato esté concluido.

—Sí por cierto. ¿Y cuándo me entregareis el retrato de doña Ana?

—Dentro de ocho dias: pero para ello será preciso que dentro de ocho dias esté concluido el vuestro. Hoy prepararé la tabla. Venid á buscarme mañana al amanecer.

Volví al dia siguiente despues de una noche de insomnio.

Encontré á Antonio del Rincon trabajando ya en la copia del retrato de doña Ana.

—¿No temeis, le dije, que venga don Juan y os coja en el fraude?

—No por cierto, me contestó: don Juan viene muy de tarde en tarde: ademas, cuando llame, antes de que le abran trasladaré estas dos tablas á lugar seguro. Ahora permitidme que me apodere de vos para trasladaros á la tabla: desde este momento me perteneceis. Os tengo como quiero; pálido, lo que aumenta vuestra... hermosura, y sencillo aunque rica é hidalgamente vestido.

En efecto, Rincon se apoderó de mí, me colocó frente al retrato de doña Ana de pié, puesta una mano en la cadera, y sosteniendo con la otra mi gorra.

Rincon empezó á trabajar: al poco espacio yo no veia nada; no pensaba en nada; solo veia á doña Ana que estaba frente á mí, solo pensaba en ella: no sé cuanto tiempo estuve inmóvil en aquella posicion, mirando enamorado, loco, á doña Ana.

Al fin Rincon lanzó un grito de triunfo.

—¡Es mi mejor obra, mi grande obra! exclamó: ¡jamás he pintado una cabeza como ésta! ¡Mirad!

En efecto, al ver la cabeza que enteramente habia pintado Ricon, me estremecí: en aquella cabeza enteramente semejante á la mia, estaban pintados al mismo tiempo el deseo, la ansiedad, la duda: mis ojos exhalaban una ardiente mirada de amor: Rincon habia sorprendido la expresion con que yo habia estado contemplando el retrato de doña Ana, y la habia trasladado á la tabla. Solo al ver la obra del pintor, examinándome á mi mismo, comprendí que estaba enamorado.

—Es necesario que borreis esa cabeza, le dije.

—¡Borrarla! ¡quereis borrarla! exclamó con ímpetu poniéndose en actitud amenazadora delante de la tabla; ¿quereis arrebatarme mi fama? Esto seria cosa de andar á estocadas.

Fue necesario ceder ante el entusiasmo de Rincon. Durante ocho dias estuve yendo todas las mañanas al amanecer y permanecí en casa del pintor durante cuatro horas. Al cabo de los ocho dias mi retrato enteramente concluido, habia desaparecido: en cambio, Rincon, despues de haber envuelto cuidadosamente en paños el retrato de doña Ana y metídole en un cajon, me lo habia entregado.

El retrato habia sido trasladado á este mismo lugar. Hace mas de veinte y cuatro años que está ahí; hace mas de veinte y cuatro años que ese tapiz le cubre, que esa lámpara le alumbra.

El anciano se detuvo como para tomar fuerzas: despues de algunos momentos de silencio continuó:

—Durante muchos dias pasé largas horas delante de ese retrato: lentamente mi amor, que estaba en lucha con mi razon, fue venciéndola: nació en mí primero débil y dominada por un invencible horror al nombre cristiano, la idea de mi casamiento con doña Ana: cuando pensaba en esto, mas que la idea de unirme á una cristiana me atormentaba el temor de no ser amado por ella. Mi edad doblaba la suya. ¿Pero no me habia dicho Antonio del Rincon que aun parecia jóven, que aun parecia hermoso? Entonces por la primera vez, mi limpia adarga me sirvió de espejo: ví que mis cabellos eran negros, mi barba poblada y brillante, mi piel tersa, mis ojos jóvenes: comprendi que un contínuo y rudo ejercicio al aire puro de la montaña, mi ignorancia hasta entonces del amor, y la exuberancia de vida que ardia en mi sangre, me habian conservado jóven, en la edad en que otros se encontraban en el otoño de su vida. Tenia alguna esperanza. Habia ademas en la expresion reflexiva y pura de doña Ana algo que me decia: esa mujer no puede amar á un hombre cualquiera: esa mujer no ha amado aun: algunas veces cuando hacia mucho tiempo que mis miradas estaban fijas en el retrato, me parecia que la pintura tomaba vida, que sus ojos brillaban, que con una mirada intensa, emanada del alma, me decian: ¡yo te amo!

Necesité conocer á doña Ana, pero no quise conocerla bajo la impresion de los consejos de su hermano, que indudablemente estaba interesado en que yo fuese su esposo.

Me trasladé á Granada, y uno de mis monfíes, mozo despierto y que conocia perfectamente las costumbres de los cristianos, supo enamorar á una de las doncellas de doña Ana: por ella supo él, y por él yo, que doña Ana jamás habia amado, ni recibido billetes, ni escuchado galanteos; que solo salia de su casa para ir á misa á la colegiata del Salvador y aun asi muy temprano; que era buena hija y buena hermana, piadosa y ardientemente caritativa.

Yo, que jamás habia entrado en la iglesia de Cristo, sino para no hacerme sospechoso, entré en ella para conocer á doña Ana.

Coloquéme junto al presbiterio el primer dia de misa á primera hora: cada mujer que adelantaba cubierta con un manto hacia latir mi corazon: al fin apareció una, esbelta, de continente magestuoso, y mi corazon sin dudar me dijo: ella es: precedíala un paje que llevaba un cojín y seguíanla una dueña y un rodrigon.

Afortunadamente el paje colocó el cojin á poca distancia de las gradas del presbiterio, casi junto á mí. Doña Ana se arrodilló: en el primer momento no me vió, luego, como por acaso me viese, palideció, hizo un movimiento de sorpresa, partió de sus ojos una mirada involuntaria, aquella misma mirada que yo habia creido ver algunas veces en su retrato y que parecia decirme: yo te amo, y súbitamente se ruborizó, bajó los ojos, y no los volvió á alzar hasta que, concluida la misa, se volvió rápidamente como temiendo encontrarme y se encaminó á la puerta del templo. Yo me habia adelantado y la esperaba; la ofrecí agua bendita, la tomó maquinalmente y volvió á mirarme de una manera involuntaria y rápida. Despues desapareció.

No podia dudar de que habia causado una profunda impresion en doña Ana: esto me llenaba de esperanza y por consiguiente de felicidad: al dia siguiente estuve á la misma hora en la iglesia.

Doña Ana llegó y se situó en el mismo sitio. Aquel dia me miró frente á frente, pero serena y tranquila. Al darla agua bendita la recibió, y me dió modestamente las gracias.

Asi pasaron quince dias.

Al fin me decidí á darla un billete que llevaba ya hacia algunos dias preparado y que no me habia atrevido á darla; al salir, al mismo tiempo que la daba agua bendita, la dí recatadamente el billete.

Doña Ana le recibió.

En aquel billete la suplicaba que al mediar aquella noche, se asomase á sus miradores.

Al llegar la hora de la cita estaba yo en la calle: al dar las doce los miradores se abrieron, pero solo por un momento: salió por ellos una mano, y dejó caer un billete á la calle.

Aquel billete decia únicamente:

«Mi recato no me permite hablaros sino en presencia de mi hermano.»

Preciso fue volver al frecuente trato de don Juan; preciso fue que, aprovechando la primera ocasion, le dijese que habia pensado al fin que mi casamiento con su hermana me parecia conveniente y hasta necesario.

Al fin pude hablar á doña Ana: mi amor, tratándola, se desbordó y ya no reparé en nada.

Un mes despues de mi entrevista con doña Ana, era su esposo.

Cuando ya despues de ser su esposo me ví solo con ella, doña Ana me asió de la mano y me llevó á un pequeño retrete.

—Mirad, me dijo, y comprended la razon de que yo me ruborizase y me conmoviese al veros por primera vez.

Y me señaló mi retrato pintado por Antonio del Rincon.

—Ese retrato ha estado hasta ahora en los aposentos de mi hermano, pero al ser vos mi esposo, ese retrato ha entrado con vos en mi aposento.

—¿Y cuánto tiempo hace que estaba ese retrato en vuestra casa antes de que me conocieses? la pregunté.

—Seis meses, me contestó; y fuerza es confesároslo... puesto que soy vuestra esposa y que os he jurado amor ante Dios... antes de conoceros, os amaba.

Entonces lo comprendí todo: comprendí que mi matrimonio con su hermana era la ambicion de don Juan de Válor, que habia comprendido que yo no podria verla sin amarla, y que se habia valido para casarme con ella de Antonio del Rincon.

Pero ella mientras vivió no supo ni que su retrato estaba en mi poder, ni que yo era el poderoso emir de los monfíes.

Tu madre me creia cristiano de buena fe, hijo de moriscos convertidos, y para ella no tenia otro nombre que Diego Vargas.

Al año de nuestro matrimonio naciste tú.

A los dos años murió tu madre.

—¡Oh! exclamó Yaye profundamente: bien desgraciado fuisteis en vuestros amores, señor.

—Si, y doblemente desgraciado, porque tu madre murió asesinada por la Inquisicion.

Yaye se alzó como impulsado por un poder sobrenatural; cubrió su rostro una palidez de muerte, brilló en sus ojos una mirada letal, y tomó una actitud de amenaza que hubiera impuesto terror al mas valiente.

—¡Qué mi madre ha muerto... asesinada por la Inquisicion!

—Era demasiado hermosa: los cristianos son buitres voraces, dijo tristemente Yuzuf.

Hubo un momento de terrible silencio.

—Los cristianos, continuó despues de algun tiempo Yuzuf, no tienen por buenos sino á los que profesan su misma religion, y aun asi á los cristianos viejos. ¡Ay de sus vencidos! Un cristiano nuevo, un morisco, es para ellos punto menos que un judío: un animal despreciable, un ser odioso, contra el cual se creen autorizados para todo: un morisco no les sirve mas que para esclavo: una morisca... ¡oh! ¡cuando las moriscas son hermosas...! ¡tener por manceba una hermosa morisca es cosa muy deseada! La infeliz que resiste á los deseos de uno de esos infames aventureros, á quienes España entrega su bandera, infeliz de ella, porque el crímen acompaña á esos miserables á todas partes. Y luego, ahí están esos frailes sanguinarios que predican la religion cristiana con el dogal en una mano y la tea en la otra.

—¿Pero cómo mató la Inquisicion á mi madre? exclamó Yaye alentado apenas.

—¡Oh! ¡es un recuerdo horrible! Su confesor, un grave religioso dominico, un vil hipócrita, que sabia aparentar la virtud mas rígida, era inquisidor. La hermosura de tu madre excitó los impuros deseos del fraile, y abusando de su ministerio intentó corromperla. Tu madre le rechazó con indignacion. La venganza del fraile no se hizo esperar. Un dia la Inquisicion llamó á las puertas de nuestra casa. Yo estaba ausente en las Alpujarras. Registraron escrupulosamente y encontraron uno de los libros de Lutero que un criado infame, vendido al miserable fraile, habia puesto entre los libros de devocion de tu madre, que fue arrastrada á los calabozos de la Inquisicion: cuando yo lo supe volé á Granada. Mis monfíes forzaron una noche, decididos á todo, las puertas de la cárcel; llegaron hasta el encierro de tu madre, la sacaron de él y la trajeron á las Alpujarras... ¿pero en qué estado? La habian hecho sufrir el tormento, la habian destrozado, y el terror... ese terror frio que causa la Inquisicion, los dolores agudos del tormento, su recuerdo, la habian vuelto loca... vivió dos meses asombrándose de todo... extremeciéndose por todo... revelando en su delirio el nombre del fraile impuro... al fin murió: murió asesinada por la Inquisicion.

Detúvose Yuzuf quebrantado por su dolor. Yaye le escuchaba con la faz sombría.

—¿Y que hicísteis del fraile?

—Murió despedazado por cuatro potros delante de mí en una rambla de las Alpujarras, despues de haber revelado en el tormento el nombre del infame criado que fue su cómplice y que murió del mismo modo. Desde entonces me ensangrenté en los cristianos, singularmente en los clérigos y en los frailes. Pero no basta la sangre vertida, es necesario verterla á torrentes; sangre impura de cristianos: yo soy viejo... ya no puedo, como antes, estar hoy aquí, mañana allá, unas veces coronado entre mis vasallos, otras encubierto entre mis enemigos. ¡Oh Dios mio, Dios mio! añadió Yuzuf levantando los ojos y las manos al cielo, ¡tú no quieres que Ana quede sin venganza, tú no lo quieres porque me has rejuvenecido en mi hijo, y mi hijo vengará á su madre! ¡la vengará!

—¡Y si no puedo vengarla, señor, trasmitiré á mis hijos mi venganza!

—Sí, nuestra venganza pasará de generacion en generacion. Dios querrá que se cumpla. Dios querrá que la sangre de tu madre no quede sin venganza. ¡Qué! ¿permitirá Dios que queden impunes los infames que me robaron á un arcángel del sétimo cielo! Abd—el—Gewar cree que no debí unirme á tu madre porque era cristiana. ¡Oh! era imposible verla y no amarla. Acaso yo, moro de raza, enemigo á muerte del nombre cristiano, no debí sucumbir á los amores de una infiel. Pero basta ver esa tabla para disculparme: su pureza era tan grande como su hermosura, y tan grandes como su pureza y su hermosura sus virtudes. Cómo verla y no amarla? ¿Cómo amarla y no codiciarla? ¿Cómo codiciarla y no ceder á su voluntad? ¿Has visto alguna vez, hijo mío, una mujer semejante á tu madre?

—Sí, dijo roncamente Yaye, la he visto, existe.

—¿Que existe? ¿que la has visto?

—Ayer la ví por la última vez... la estoy viendo ahora: la veis vos... porque su imágen, está ahí, en esa tabla, con su misma frente pura, pálida y tranquila: con sus mismos ojos de mirada ardiente y lánguida, con su boca de sonrisa melancólica... Es ella... ella misma... Y luego su nombre... mi madre se llamaba doña Ana de Córdoba y de Válor, y esa mujer de quien os hablo, esa mujer que parece reproducida en esa tabla, que vive, que tiene la misma edad que representa el retrato de mi madre se llama...

—Doña Isabel de Córdoba y de Válor, dijo interrumpiendo á Yaye Yuzuf, que habia escuchado con un asombro y un placer marcados, la ardiente descripcion que su hijo habia hecho de doña Isabel, comparándola con su madre.

—¡Cómo! la conoceis, señor.

—Doña Isabel de Válor es hija del hermano de tu madre, es tu prima hermana.

—¡Misericordia de Dios! exclamó Yaye.

—Tú la amas, hijo mio, añadió Yuzuf: la amas, porque al pronunciar su nombre, al hablar de ella, tu voz era trémula, estabas conmovido: amándola has colmado mis mas ardientes deseos; yo... yo he sido quien te he puesto al paso de esa mujer.

—¡Vos, señor!

—Si, yo compré para tí la casa inmediata á la de don Fernando de Válor, con quien vive doña Isabel.

—¡Ah padre mio! ¡la fatalidad nos persigue!

—¡Cómo, amas á Isabel y ella no te ama!

—Ella, señor, muere por mí.

—Pues si tú la amas... si ella te ama... ¿acaso sus hermanos?...

—Sus hermanos no conocen nuestros amores: yo procuraba alejarme de su trato todo lo posible porque los despreciaba y los desprecio... son renegados.

—¿Y por qué Isabel es hermana de los renegados te has sobrepuesto á tu amor... al suyo... y acaso la has despreciado?

—Anoche, señor, dijo Yaye confundido por el ronco acento de su padre, he resistido á su amor, la he dejado anegada en llanto, sentenciada á un destino horrible... porque... Isabel ha preferido perderme y ser infeliz, á dejar la religion cristiana; porque yo musulman no podia ser esposo de la cristiana hija de los renegados.

—¿Y por qué, dijo con doble severidad el anciano, has desgarrado entre tus manos su corazon? ¿Por qué la has enamorado si no creias posible tu casamiento con ella?

—Isabel me amaba... necesitaba mi amor para vivir.

—¿Y creiste escuchando á tu soberbia, exclamó Yuzuf con profundo acento, que hacias una obra meritoria diciendo amores á una pobre niña, abriendo su corazon á la felicidad para decirla despues: no puedo ser tu esposo porque eres cristiana?

—¡Señor!

—Tienes un deber sagrado que cumplir; es necesario que devuelvas su dicha á Isabel; ella se parece á tu madre, tanto en el cuerpo como en el alma: la conozco bien, ¿y sabes tú lo que es una mujer de corazon que ama, cuando el hombre de su amor la abandona? Es un alma condenada; una mártir: tú no tienes derecho para martirizar á nadie, y mucho menos á un ángel. Es necesario, puesto que la amas, que seas feliz con ella, y que ella lo sea contigo.

—Acaso sea imposible, señor.

—¿Te ha exigido ella que para ser su esposo reniegues de tu ley?

—Ella me ha dicho: seguid vos en vuestra ley, yo seguiré en la mia: vos pasais entre los moriscos por cristiano, seguid pareciéndolo para ser mi esposo.

—¿Y te negaste?

—Aborrezco el nombre cristiano.

—Yo no aborrezco á los cristianos por su religion, sino por sus crueldades con nosotros; por su feroz fanatismo, por su intolerancia como vencedores. El pueblo de Ismael nunca ha sido tan ignorante, tan fanático, tan cruel. Cuando los árabes conquistaron á España, cuando la ocuparon enteramente desde Calpe á los Pirineos, respetaron la religion, las leyes y las costumbres de los vencidos; les dejaron sus templos, sus sacerdotes, sus jueces y los trataron como hermanos. ¿Y qué sucedió? las dos razas antes enemigas, acabaron por confundirse. ¿Y quién obró este milagro? ¡El amor! Nuestros antepasados tuvieron cristianas por esposas, y los vínculos de la familia hicieron un solo pueblo de vencedores y vencidos. Cuando los Reyes Católicos entraron en Granada, encontraron una iglesia cristiana; oyeron la voz de una campana que llamaba á sus correligionarios á la oracion: aquella campana habia estado resonando durante un espacio de mas de siete siglos en los oidos de los musulmanes sin que estos se irritasen: durante mas de siete siglos los obispos de Hiberis pudieron entrar y salir libremente en aquella iglesia, sin que nadie los insultase, sin que un solo musulman profanase el templo, ni interrumpiese el rito. Si nuestros abuelos fueron tolerantes; si trataron á los vencidos como hermanos; si se enlazaron con las cristianas, hijas de los solariegos, ¿por qué no hemos de imitarlos nosotros? ¿por qué ha de ser imposible tu union con Isabel de Córdoba y de Válor?

—Porque yo no he oido antes vuestra voz, padre mio, exclamó con desesperacion Yaye: porque yo no os he conocido algun tiempo antes.

—¿Has hecho acaso á Isabel una de esas graves injurias que no puede perdonar una mujer? ¿Te has envilecido á sus ojos?

—He rechazado su mano en el momento mismo en que se veia obligada por sus hermanos á entrar en un convento ó á enlazarse á otro hombre.

—¿Y cuando te hizo esa revelacion Isabel?

—Anoche.

—¡Oh! ¡acaso sea tiempo aun! exclamó el anciano corriendo las cortinas sobre el retrato. Ven hijo mio; ven.

Y salió precipitadamente arrastrando consigo á Yaye, cerró, y le llevó á otra cámara apartada.

—¡Mi secretario Ayub! gritó á uno de los esclavos que dormitaban en la antecámara.

Poco despues entró un anciano con el cual salió Yuzuf por una puerta lateral.

En seguida entró por aquella misma puerta un morisco jóven, de aspecto brabío, pero hermoso y simpático, que se prosternó ante Yaye.

—¿Quien eres? le dijo, este.

—Poderoso Emir, contestó el jóven: vuestro magnánimo padre me envia á vos. Creo que es necesario que os disfraceis de hidalgo cristiano.

—Tienes razon. ¿Y hay aquí ropas?

—Sí señor. Con mucha frecuencia nos vemos precisados á parecer lo que no somos. Venid si os place conmigo, señor.

La cámara quedó desierta durante media hora: al cabo de ella entró de nuevo Yaye. Venia vestido con un sencillo pero rico trage de camino á la castellana. Al mismo tiempo entró por otra puerta en la cámara Yuzuf, que traia en la mano un pliego cerrado: en la nema de aquel pliego se leia:

«A nuestro muy querido sobrino don Diego de Córdoba y de Válor.»

—Toma, hijo mio, dijo Yuzuf á Yaye dándole el pliego: corre, vuela, llega á Granada, busca á don Diego de Córdoba, dale estas letras y cásate con Isabel, si aun es tiempo.

Y la voz del anciano temblaba, porque comprendia que aquel «si aun es tiempo» era una condicion de vida ó de muerte para el corazon de su hijo.

—¡Ah padre mio! y si por desgracia...

—Ni una palabra mas: ya he dado mis órdenes á Abd—el—Gewar que te acompañará con veinte hombres de confianza: á caballo, emir de los monfíes; á caballo.

A poco, Yaye y Abd—el—Gewar, tambien con trage castellano, acompañados de Harum que parecia un mayordomo de casa rica, y de veinte monfíes que no parecia sino que toda su vida habian sido lacayos, ginetes en buenos caballos y armados á la ligera, salian de un espeso pinar.

La noche estaba ya muy avanzada: el dia se aproximaba, la luna cercana al occidente iluminaba la montaña.

Al empezar á trepar por un desfiladero les detuvo un ¿quién va? enérgico. A poca distancia soplando la mecha de un arcabuz, se veia un soldado castellano y en el fondo de la rambla, donde como hemos dicho antes, habia sido despeñado el alguacil de Mecina de Bombaron, habia muchos hombres.

—¿Quiénes sois,? dijo un alférez que habia acudido al ¿quién va? del centinela.

—Somos hidalgos castellanos, dijo Abd—el—Gewar que vamos nuestro camino.

—Pues mal camino llevais hidalgos, replicó el alférez: con el edicto del emperador que, como sabeis acaba de pregonarse en las Alpujarras, andan revueltos esos malditos monfíes, y esta misma noche han medio muerto al alguacil del corregidor de Mecina de Bombaron que se habia atrevido á seguirles los pasos disfrazado.

—¿Y no ha muerto el buen alguacil? dijo terciando en la conversacion uno de los monfíes disfrazados de castellanos que escoltaban á Yaye.

Es de advertir que este monfí hablaba perfectamente el castellano.

—Ha sido un milagro de Dios dijo el alférez, le han dado tres saetadas, y le han despeñado de allá arriba. Pero aun tiene vida, segun las muestras, para contarlo.

—¡Malditos monfíes! dijo el monfí disfrazado ¡y no saber dónde diablos se meten!

—Malditos amen, dijo el alférez. Por lo mismo, añadió dirigiéndose á Abd—el—Gewar, yo os aconsejaria, buen caballero, que dejaseis la jornada para el dia, si es que no os importa mucho, y que, aunque vais bien resguardado, os alojáseis en Cádiar, donde hay un buen presidio de soldados.

—Os agradezco el aviso, señor alférez, dijo Abd—el—Gewar, pero ya no puede tardar en amanecer. Adios y que él dé salud al herido.

—El os guarde hidalgos.

El alférez bajó hácia la rambla, y Yaye, Abd—el—Gewar y los suyos siguieron trepando por el desfiladero.

—Cerca andan de nosotros, dijo el monfí que habia hablado antes; por lo mismo mucho será que no tengan alguna mala aventura.

Apenas habia dicho el monfí estas palabras cuando se escucharon á lo lejos, en lo profundo de las breñas, arcabuzazos repetidos, y algunas balas y saetas perdidas, pasaron sobre sus cabezas.

—¡A la rambla del rio! exclamó Abd—el—Gewar revolviendo su caballo; vamos á ganar el camino por mas abajo de Cádiar. Al galope y silencio.

Muy pronto se perdieron entre las ramblas de los barrancos, y luego no se oyeron mas que los disparos de los arcabuces y las campanas de Cádiar que tocaban á rebato.

Capítulo V. Del encuentro que tuvieron en el camino antes de llegar á Granada nuestros caminantes.

Cuando se lleva prisa se camina mucho, y devorado Yaye por la incertidumbre, hacia galopar con ardor su caballo sin cuidarse de si reventaria ó no. Abd—el—Gewar le seguia como si los años no hubieran amenguado en nada su virilidad, y seguianle asi mismo Harum y los veinte monfíes.

Tanto y tanto picaron que á las seis de la mañana llegaron á Lanjaron.

Pero los caballos iban cubiertos de espuma, ensangrentados los hijares, rendidos; era preciso renovarlos si se habia de llegar á Granada con la misma rapidez que se habia llegado á Lanjaron, y para renovarlos era preciso detenerse.

Parecerá extraño que en una pequeña villa se pretendiese renovar veinte y tres caballos; pero dejará de existir la extrañeza cuando se sepa, que los caballos con que se contaba estaban ya preparados en unas quebraduras cercanas á Lanjaron, por un aviso anterior. Los monfíes ocupaban enteramente las Alpujarras y tenian recursos dentro de ellas en todas partes.

Abd—el—Gewar fue de opinion que mientras uno de los monfíes iba á ver si los caballos de refresco estaban preparados, entrasen en un meson á la entrada del pueblo y descansasen y tomasen algun alimento.

Yaye bien hubiera querido seguir, pero doblegándose á la necesidad, se encaminó á la villa y se entró por el ancho portal de un meson, dando una alegria indecible al mesonero que se prometia una excelente ganancia con la permanencia de tantos huéspedes, aunque no fuese mas que por algunas horas en su casa.

Acomodáronse Yaye y Abd—el—Gewar en un aposento á teja vana, en el fondo de un corredor descubierto, Harum el Geniz y los monfíes en la cocina, y los cansados caballos en las cuadras, mientras uno de los monfíes, salia en demanda de los caballos de refresco.

Entre tanto el posadero sirvió una liebre á los amos y un guiso de abadejo á los monfíes.

Todos, á pesar de ser moros, bebian vino, porque este sacrificio entraba en las necesidades de su disfraz.

Solo Yaye no comió ni bebió, y lleno de impaciencia habia salido á los corredores á esperar la vuelta del monfí que habia ido á buscar los caballos, mientras Abd—el—Gewar comia lentamente dentro del aposento su guiso de liebre con la mejor buena fe del mundo.

El dia estaba despejado, y un sol tibio y brillante iluminaba de lleno los corredores: Yaye se puso á pasear á lo largo de ellos.

Sus anchas espuelas producian un ruido sumamente sonoro, al que se unia el de su espada que, pendiente de un cinturon de dobles tirantes, arrastraba por el pavimento terrizo.

Por este ruido su presencia fue notado por el huésped, ó, mejor dicho, por la huéspeda de un aposento situado en el comedio del corredor.

Decimos huéspeda, porque á los pocos pasos que dió Yaye, se abrieron las maderas de una reja situada junto á la puerta de aquel aposento, y apareció en ella una cabeza de mujer.

Pero una cabeza característica. Un tipo evidentemente extranjero, pero enérgicamente hermoso.

Esta mujer, ó mejor dicho, esta jóven, porque á lo mas podria tener veinte años, era densamente morena, pero con un moreno límpido, encendido, brillante: sus ojos eran negros, de mirada fija, de gran tamaño, y llenos de vida y de energía, pero de una energía casi salvaje: bajo una toquilla blanca se descubrian sus cabellos, abundantísimos, rizados, negros, hasta llegar á ese intenso tono del negro que produce reflejos azulados: tenia la nariz un tanto aguileña, la boca de labios gruesos pero bellos, y el semblante ovalado, el cuello esbelto y mórvido, anchos los hombros y alto el seno.

Esta mujer miraba con suma fijeza, y con una fijeza que podriamos llamar solemne, á Yaye que con la cabeza inclinada sobre el pecho, las manos metidas en los bolsillos de sus gregüescos, y profundamente pensativo, seguia paseándose sin reparar en la desconocida, y si alguna vez miraba, no era hácia la parte de adentro, sino hácia la de afuera, al portal del meson.

La desconocida no dejaba de mirarle con un interés marcado, en que sin embargo no habia esa expresion de la mujer que mira á un hombre que la agrada: á pesar de esto concebiase que la desconocida queria ser mirada, y no solo mirada, sino admirada; deseaba en una palabra, á todas luces, interesar á Yaye, puesto que se aliñó un tanto los rizados cabellos, se colocó en el centro del pecho una preciosa cruz de oro, que pendia de un hilo de gruesas perlas de su cuello, y apoyó lánguidamente la cabeza en su mano derecha, cuyo desnudo y magnífico brazo se apoyaba en el alfeizar de la reja.

Sin embargo, abismado en sus pensamientos, Yaye no la vió.

Notóse una lucha interna en el semblante de la jóven, y por tres veces sus mejillas se pusieron excesivamente encendidas, señal clara de que luchaba entre el deseo de hacerse ver por el jóven, y la vergüenza de provocar su atencion.

Al fin con la voz temblorosa, con el semblante encendido y la mirada insegura, dijo á media voz:

—¡Caballero! ¡noble caballero!

La voz de la jóven era sonora, grave, dulce; pero en medio de su dulzura, que tenia mucho de la dulzura y de la languidez del acento andaluz, se notaba por su pronunciacion que era extranjera.

Ese no sé qué misterioso que hay en el timbre de la voz de algunas mujeres, que acaricia, que halaga, que suplica, que manda á un tiempo, hizo extremecer con un movimiento nervioso á Yaye, que se volvió.

—¿Me habeis llamado, señora? dijo Yaye, mirando á la jóven con la fijeza del asombro que causa en nosotros la vista de una mujer poderosamente bella, por mas que estemos enamorados de otra.

La extranjera comprendió que habia logrado admirar á Yaye, y se sonrió de una manera tentadora.

Yaye, á pesar del recuerdo de Isabel, sintió una dulce sensacion al notar la sonrisa de la desconocida.

—Sí, os he llamado, dijo esta; y como tengo muy poco tiempo para hablaros, quiero que no extrañeis mis palabras, que, si Dios quiere, os explicaré en otra ocasion. ¿Vais á Granada?

—A Granada voy.

—¿Cómo os llamais?

—Juan de Andrade.

—¿Sereis tan generoso que querais amparar á dos mujeres desgraciadas?

—¡Oh! para amparar á una mujer, no es necesario ser generoso.

—Pues bien: cuando esteis en Granada, procurad conocer al capitan Alvaro de Sedeño.

—¿Y para qué?...

—Somos víctimas de la brutalidad de ese hombre, mi madre y yo: mi honor peligra en su poder... prometedme que nos defendereis, caballero, que nos salvareis... hacedlo... y si lo quereis, seré vuestra esclava.

—Os prometo hacer por vos cuanto pueda, contestó conmovido Yaye.

—Y yo os creo, porque en la mirada de vuestros ojos se nota que sois un hombre de corazon y de virtud...

—¿Alvaro de Sedeño habeis dicho?

—Sí.

—¿Capitan de los tercios del rey?

—Sí, capitan de infanteria española, de los que fueron á Méjico.

—¿Sois mejicana?

—Soy hija del rey del desierto, del valiente Calpuc.

—¡Hija de una raza subyugada, esclavizada, infeliz! murmuró Yaye.

—Para salvarme de ese hombre, necesitareis no solo valor, sino oro. Tomad, y adios. No me olvideis.

Y la mejicana dejó caer en las manos de Yaye un magnífico ceñidor de perlas de inmenso valor, despues de lo cual cerró la ventana.

Yaye miró por un momento aquel largo y pesado ceñidor que ademas estaba enriquecido en su broche con gruesa pedreria, y le guardó despues en su limosnera.

—Si Isabel no se ha casado, dijo, seré feliz, y justo es que los que somos felices, no nos olvidemos de los desgraciados: si se ha casado, si no puede ser mia, ¡oh! entonces... necesitaré matar á alguien, y me vendrá bien castigar á un infame... ¡el capitan Alvaro de Sedeño...! ¡algun aventurero rapaz... sin corazon...! ¡dos esclavas...! ¡madre é hija...! ¡la esposa y la hija de un rey...! ¡infelices...! y luego... luego es necesario devolverla esta joya... debemos procurar no parecernos á los aventureros castellanos.

Acaso Yaye no se hubiera mostrado tan propicio para proteger á un hombre.

Por lo que vemos, Yaye estaba muy expuesto á engañarse acerca del verdadero móvil de su caridad para con las mujeres.

Lo cierto es que, á pesar de Isabel, los ojos de la princesa mejicana, tan extrañamente encontradas en un meson de las Alpujarras, le habian impresionado.

Lo cierto es que, á pesar de su indudable y ardiente amor por Isabel, no podia desechar el recuerdo de la encendida mirada de la extranjera.

Yaye era un ser digno de lástima.

Bajó en dos saltos la escalera, atravesó el corral, y entró en el zaguan.

—¡Harum! dijo, llamando.

—¿Qué me mandais, señor? dijo Harum, acercándose á Yaye sombrero en mano.

—Sígueme.

Harum siguió á Yaye que le llevó al corral, y cuando no podian ser vistos de nadie, le dijo:

—¿Ves aquel aposento que tiene junto á la puerta una reja?

—Sí señor.

—Allí moran dos mujeres: no conozco mas que á una de ellas: es morena, jóven, con los ojos negros y los cabellos rizados: ademas con ellas anda un capitan castellano. Quédate en el meson, y sin que nadie pueda reparar en ello, observa á esa gente, síguela: ve dónde para, no pierdas ni un solo momento de vista á esas damas: si es necesario protegerlas, protégelas.

—¿Hasta matar?...

—Hasta matar ó morir.

—Muy bien, señor.

—Cuando lleguen á Granada, observa en qué casa habitan.

—Lo observaré.

—Y me avisas.

—Os avisaré.

—Toma para lo que le se pueda ocurrir.

Y le dió algunas monedas de oro que Harum se guardó de la manera mas indiferente del mundo.

—Vete.

Harum se volvió al corro de los monfíes.

En aquel momento un hombre apareció en la puerta del meson.

Este hombre tenia un aspecto extraño: era alto, como de cuarenta años, de color cetrino, de semblante que debió ser bello algun dia, pero de líneas duramente rígidas: llevaba un ojo cubierto con una venda negra, y el otro ojo miraba con una fijeza, con una audacia que ofendian: en la mejilla izquierda tenia marcada una ancha cicatriz que replegaba su boca, haciéndola sesgada: por cima de su valona se veia un cuello moreno y musculoso, medio cubierto por una barba negra; por último, le faltaban el brazo izquierdo y la pierna derecha. El primero estaba representado por una manga de jubon de terciopelo verde, con forros blancos y bordaduras de oro, doblada y sujeta por un extremo á un herrete de su coleto de ámbar; en vez de la segunda llevaba una pierna de palo: sin embargo de estar tan horriblemente mutilado y estropeado este hombre, vestia un uniforme completo de capitan de infanteria, y aunque al parecer no podía montar á caballo, llevaba calzada en la pierna izquierda una bota alta de gamuza, armada con una espuela de plata: apoyábase en un largo y fuerte baston, llevaba pendiente del costado una descomunal espada, y se advertia que era fuerte, valiente, diestro, temible, y sobre todo duramente provocador é insolente.

Este hombre habia salido de un carro tirado por mulas, que se habia detenido á la puerta del meson: en la delantera del carro se veia un mayoral alegre y zaino, y asido de la mula delantera un zagal robusto, y á caballo junto al carro un soldado viejo y armado á la gineta.

Este hombre, pues, por la riqueza de su atavio y por su servidumbre parecia rico, por su trage capitan, por su apostura valiente.

Yaye observó todo esto con una sola mirada, y se dijo:

—Este hombre debe ser el capitan Alvaro de Sedeño.

Sin saber por qué, la sola presencia de este hombre provocó su odio, su cólera, y un ardiente deseo en su corazón de cerrar con él á estocadas.

Y no era ciertamente porque le hubiese predispuesto á ello la breve conversacion que habia tenido con la extranjera; aunque nadie le hubiese hablado anteriormente de aquel hombre, le hubiera sido igualmente antipático.

Por su parte el capitan nada habia hecho para desvanecer, siquiera fuese con una conducta atenta, la mala impresion que debían necesariamente causar su semblante avieso, su media mirada insolente y su extraño estropeamiento: habia lanzado una ojeada altiva y casi impertinente á los monfíes, habia pasado con altanería, casi con desprecio y sin saludar, por delante de Yaye, y habia atravesado el corral con mas ligereza que la que parecia permitirle su pata de palo, entrándose por las escaleras; poco despues le vió aparecer Yaye en los corredores, á tiempo que Abd—el—Gewar salia de su aposento.

Entonces notó Yaye una cosa extraña. Abd—el—Gewar se detuvo y se puso pálido; el desconocido se detuvo tambien, irguió la cabeza, miró de una manera altiva al anciano, y despues se quitó la toquilla, le saludó, y pasó: Abd—el—Gewar se inclinó ligeramente, y se encamino á las escaleras, y el desconocido llegó á la puerta del aposento donde estaba la extranjera, se puso el baston bajo el brazo derecho, sacó una llave, abrió la puerta, entró, y cerró.

Poco despues Abd—el—Gewar, preocupado y pálido aun, estaba en la puerta del corral junto á Yaye.

—¿Conoceis á ese caballero? le dijo el jóven: os habeis conmovido al verle, y él os ha reconocido, y os ha saludado.

—Si, si por cierto: es él.

—¿Y quién es él?

—Es el señor Alvaro de Sedeño, antiguo y valiente soldado de los tercios del rey... y uno de los mejores servidores de tu padre.

—¡Ah! ¡es monfí!

—Lo ignoro; es un secreto que tu padre jamás me ha revelado.

—¿Pero donde habeis vos conocido á ese hombre?

—Muchas veces le he visto al lado de tu padre y hablando con él familiarmente en la montaña.

—Y sabiendo que ese hombre sirve á mi padre, ¿por qué palidecísteis á su vista?

—Es que ese hombre, no sé por qué, desde que le vi, me causó repugnancia, aversion, temor...

—Lo mismo me ha sucedido á mí, cuando hace un momento le he visto por primera vez.

—Me parece ese hombre fatal, dijo distraidamente Abd—el—Gewar, pero aqui viene Hamet; sin duda nos esperan ya nuestras cabalgaduras... es necesario partir.

En efecto, un monfí jóven y gallardo entraba en aquel momento en el meson y se dirigió al lugar donde estaban el jóven y el anciano.

—Los caballos esperan, dijo descubriéndose, en la rambla del río cerca de Tablate.

—¿Enjaezados como conviene? dijo Yaye.

—No ha sido posible, pero se les pondrán los arneses de los que dejemos.

—¡Otra detencion mas! dijo suspirando Yaye, en quien habia vuelto á recobrar todo su influjo el recuerdo de Isabel.

—Por lo mismo, dijo Abd—el—Gewar, es necesario detenernos aqui lo menos posible: paga al mesonero, Hamet, y que saquen los caballos.

Mientras esto se hacia, Yaye, que á pesar del recuerdo de Isabel no dejaba de tiempo en tiempo de lanzar una mirada al aposento donde se encontraba la princesa mejicana, vió que aquel aposento se abria y que salian de él primero dos mujeres, cuidadosamente envueltas en largos mantos negros, tras ellas dos criadas y despues el estropeado: atravesaron el corredor, bajaron las escaleras y pasaron junto á Yaye y Abd—el—Gewar: delante iba el capitan: saludó fria y ceremoniosamente á los dos, y cuando pasaron las mujeres, Yaye creyó notar que la mas esbelta de las encubiertas le dirigia un leve movimiento de cabeza, y que la otra encubierta, cuyo paso era menos ligero, le miraba á través de su manto con ansiedad.

Nada pudo notar el capitan. Cuando llegaron al carro, el zagal apoyó una pequeña escala contra la delantera y las dos mujeres y las criadas entraron y se ocultaron bajo la cubierta; despues subió el capitan, y antes de desaparecer saludó de nuevo, pero de una manera que tenia mucho de insolente, á Yaye y Abd—el—Gewar.

Despues de esto el carro echó á andar á buen paso.

Apenas se habia separado el carro de la puerta del meson, cuando Harum—el—Geniz se dirigió gentilmente á la salida del meson.

—¡Eh! ¿á donde vais, Pedroz? le preguntó con imperio Abd—el—Gewar.

—El señor me ha ordenado... dijo Harum deteniéndose y señalando á Yaye.

—Va á un asunto mio, dijo el jóven, dejadle ir.

Y el monfí, en vista de un ademan del jóven, siguió su camino.

Sigámosle.

El carro descendia con lentitud, por el pendiente camino que conduce al puente de Tablate desde Lanjaron. El monfí, en vez de seguir ostensiblemente tras el carro, rodeó por las tapias del pueblo, se perdió entre los olivares y echándose la espada al hombro, y despues de haberse quitado las espuelas, que le embarazaban, empezó á andar con una rapidez maravillosa. Muy pronto estuvo entre quebraduras y despues de haber flanqueado la montaña por espacio de una hora, se encontró marchando sobre las crestas de los montes á cuya falda se extiende el camino de las Alpujarras á Granada.

El carro del estropeado y el soldado que le escoltaban se veian á lo lejos: muy pronto una nube de polvo apareció por un recodo del camino, y un grupo de ginetes adelantó á la carrera, alcanzó el carro, pasó adelante y se perdió en otro recodo: eran Yaye, Abd—el—Gewar y los veinte monfíes.

Harum, que se habia quedado á pié para cumplir el encargo de Yaye, y que ciertamente atendidas su robustez, su agilidad y lo pujante de su marcha no necesitaba caballo para llegar desde aquel punto y en poco tiempo á Granada, se detuvo, y sacando un silbato de hierro de su bolsillo, le hizo lanzar por tres veces un largo y poderoso silbido.

Al poco espacio salieron de las breñas cercanas y con poco intervalo de una á otra aparicion, tres monfíes con su trage característico de montaña y con fuertes ballestas.

—Que el señor Altísimo y único sea con vosotros, dijo Harum.

—Allah te guarde walí, dijo uno de ellos, ¿qué nos quieres?

—Lo que voy á deciros os lo dice por mi boca el magnífico emir de las Alpujarras.

Los tres monfíes hicieron una zalá ó saludo á la usanza mora.

—Estamos dispuestos á obedecer, dijo el que hasta entonces habia hablado.

—¿Veis allá á lo lejos en el camino un carro?

—Le vemos.

—Pues bien, es necesario no perder de vista ese carro.

—¡Lleva oro! exclamó con la alegría de un bandido que presiente una presa otro de los monfíes.

—No, repuso Harum, en aquel carro van dos damas cubiertas con mantos, un soldado castellano, tuerto, manco y cojo, y dos criadas.

—¡Ah!

—Tú eres un gamo y un lobo, hijo, dijo Harum dirigiéndose al que habia hablado primero. Parte á cuanto andar puedas, y haz que de uno en otro puesto de la montaña no falten diez de los nuestros, que no pierdan un solo momento de vista ese carro. Si se detiene, si las damas que van en él corren algun peligro, defendedlas.

—Muy bien.

—Que cuando yo llegue á la puerta del Rastro de Granada, que será esta tarde, sepa si ha llegado ó no el carro, y si ha llegado, en qué casa han parado el soldado y las dos damas.

—Muy bien.

—Ea, pues, tú, Zeiri, piés á la montaña. Vosotros seguidme.

Unos y otros se perdieron muy pronto entre las ásperas cortaduras.

A las siete de la mañana habian salido Yaye, Abd—el—Gewar y los veinte monfíes del meson de Lanjaron; á las once del dia Yaye y Abd—el—Gewar á caballo y solos, atravesaban la plaza larga del Albaicin de Granada.

Capítulo VI. En que se presentan nuevos é interesantes personajes.

Muy poco despues Yaye y Abd—el—Gewar, llamaban á la puerta de su casa y un esclavo les abria.

Yaye desmontó, y llevando por si mismo su caballo del diestro, mientras el esclavo conducia el de Abd—el—Gewar, atravesó el zaguan, la calle principal del jardin y metió el caballo en la caballeriza. Despues salió al jardin y lanzó una ansiosa mirada á la galería de las habitaciones de Isabel: estaban desiertas, las celosias cerradas, un profundo silencio dominaba en aquella casa.

Aquel silencio, que nada tenia de extraño atendido á que era el medio dia de uno caloroso de junio, impresionó al jóven; y es que cuando estamos predispuestos á recibir impresiones tristes, estas impresiones emanan para nosotros de todo lo que nos rodea.

—Kaib, dijo Yaye volviéndose al esclavo berberisco que les habia abierto, ¿no tienes ninguna noticia que darme?

El esclavo, que amaba al jóven, le miró tristemente.

—Ninguna, señor, dijo despues de un momento de silencio.

—¿Durante mi ausencia no has visto á doña Isabel de Válor?

—No señor; hace dos dias, al amanecer, en las horas del calor, por la tarde, por la noche, las celosías del mirador han estado cerradas. Ni aun la he oido cantar; ya sabeis que la señora cantaba todas las noches... pues nada, señor, nada.

—¿Con que no la has visto? ¿no ha cantado? Estará enferma acaso.

—Puede ser que lo esté, pero si lo está no guarda el lecho.

—¿Cómo sabes eso sino la has visto?

—Os diré, señor: durante vuestra ausencia de Granada no la he visto; pero cuando ya debiais haber llegado, hace media hora, la he visto salir de su casa.

—¡Ah! ¡y estaba triste!

—Muy triste y muy pálida, pero muy hermosa: y luego ¡iba tan bien prendida!

—¡Bien prendida...!

—Llevaba una falda y un justillo de brocado blanco, un velo de plata y seda, y una corona de flores blancas.

Nubláronse los ojos de Yaye, zumbó un ruido sordo en sus oidos, agolpósele toda su sangre al corazon, se puso mortalmente pálido y un vértigo momentáneo, pero violento, pasó por su cabeza y cubrió su frente de sudor frio.

Necesitó apoyarse en la pared para no caer.

Su poderosa voluntad dominó al vértigo, y volviéndose al esclavo exclamó roncamente:

—Deja los caballos, y ven conmigo.

El berberisco obedeció dócil como un perro; Yaye atravesó como una exhalacion el jardin, el zaguan y la puerta, que abrió con un apresuramiento febril: luego, seguido de Kaib, se aventuró á largo paso por las estrechas, tortuosas y pendientes callejas del Albaicin.

—¿Quién acompañaba á doña Isabel? preguntó Yaye al berberisco.

—Su hermano don Fernando, un hidalgo mal carado y como de cuarenta años, pero muy galanamente vestido, Diego el Geniz, y Pedro de Barredo, tambien vestidos de gala, dos pajes con libreas nuevas, su dueña y dos doncellas.

—¡Ah! exclamó Yaye que todo lo adivinaba, apresurando mas el paso: ¿y no iba con ella su hermano mayor don Diego?

—No señor.

—Llevarian literas.

—Si señor, dos: en la una entraron doña Isabel y su dueña, en la otra las dos doncellas.

—¿Y te vió doña Isabel?

—Si señor, y al verme se puso pálida, muy pálida... y me miró de una manera que sin duda queria decir: cuenta á tu señor que me has visto vestida de blanco, con corona de rosas blancas, y pálida como una muerta.

El berberisco pronunció con una profunda intencion estas palabras.

Yaye se extremeció y apretó mas el paso hasta casi correr.

No se habló una palabra mas entre amo y esclavo.

Al fin Yaye se detuvo en la calle del Agua, delante de una casa de noble apariencia, que mostraba un enorme escuson de piedra berroqueña encima de su gran puerta de roble escultada.

Yaye se lanzó á aquella puerta y asió su enorme llamador.

Pero antes de que pudiese llamar se abrió la puerta y apareció un caballero ricamente vestido de negro.

Este caballero se sorprendió al ver á Yaye, retrocedió un paso y le miró con extrañeza y aun con cuidado.

En el zaguan de aquella casa, que al abrirse la puerta habia quedado á la vista, se veia una dama que se preparaba á entrar en una litera cuando se abrió la puerta y apareció Yaye.

Al verle aquella dama que era notablemente hermosa, se detuvo, se puso densamente pálida, ahogó un grito y fijó una intensa mirada en Yaye.

La extrañeza del caballero y la palidez y la conmocion de la dama á la vista de Yaye, nos obligan á que antes de pasar adelante demos á conocer á estos dos nuevos personajes, y á algun otro mas de los que figuran en nuestra historia.

Aquella dama y aquel caballero, eran esposos.

Ella se llamaba doña Elvira de Céspedes: él don Diego de Córdoba y de Válor.

El casamiento de estos dos seres habia sido una consecuencia de consecuencias.

Doña Elvira era una dama cuya juventud parecia extremada: apenas demostraba diez y ocho años; pero nosotros sabemos por los apuntes que nos hemos visto obligados á entresacar de antiguos papeles para escribir esta verídica historia, que doña Elvira en 1546 habia cumplido veinte y tres años y que se habia casado á los diez y siete con don Diego de Córdoba y de Válor. Sabemos tambien que doña Elvira era hija del licenciado Juan de Céspedes, hidalgo por su casa y pobre por desgracias de sus padres, cuyas desgracias le habian obligado á estudiar como sopista en la universidad de Alcalá, desde la cual, concluidos sus estudios y mediante la proteccion del cardenal don fray Francisco Jimenez de Cisneros, para el cual era recomendable todo jóven de talento, aplicado y honesto en las costumbres, habia pasado á ocupar un oficio de alcalde de la Sala de Casa y Córte en la Real Audiencia de Granada.

Allí y por causa de un embrollado proceso conoció el licenciado Juan de Céspedes á una viuda hermosa, ó que se lo pareció, pero pobre, y el resultado de este conocimiento fue, que algunos meses despues el señor Juan de Céspedes, ya hombre maduro, casó con doña Irene de Avendaño que hacia mucho tiempo que habia dejado de ser una rapaza.

En 1523 doña Elvira de Céspedes y Avendaño, fue el fruto de bendicion que dió Dios á los esposos; fruto tardio de la dueña cuarentona doña Irene, que sucumbió á un parto demasiado laborioso, dejando por único consuelo al afligido alcalde de Casa y Córte una hermosísima niña.

La educacion de una hija no era lo mas á propósito para un hombre á quien habian hecho duro y abstracto la pobreza y los estudios, cualidades que se habian exacervado con el continuo ejercicio de sentenciar á horca y galeras, á todo vicho viviente que se le habia venido á las manos entre las fojas de un proceso. El licenciado Céspedes que hasta entonces nada habia encontrado grande y difícil mas que la recta aplicacion de la ley, sintió que le habia caido encima una montaña con la muerte de su esposa, que le sentenciaba por entero á la crianza de su hija.

Pero consideró que en cinco años á lo menos no urgia pensar en la educacion decisiva de doña Elvira, y contó muy prudentemente con que en aquellos cinco años se le ocurriria bien un medio de salir del atolladero.

Pero hé aquí que apenas la niña habia salido de la lactancia, se encontró el licenciado, con que, sin haberlo pretendido, el emperador y rey don Carlos V, le nombraba oidor de la Real Audiencia de Méjico, que acaba de crearse.

La obligacion de justificar el carácter de nuestro personaje, con la apreciacion de su educacion y de su vida íntima, nos pone en el caso de hacer otra digresion relativa al por qué se habia dado al licenciado Céspedes, sin que lo pretendiese, un oficio codiciadísimo, en el riñon de aquel tesoro de la corona de Castilla que se llamaba Nueva—España, oficio á que él no habia osado aspirar en sus mas insensatos sueños de ambicion.

Todo tiene su causa en este mundo: todo consistia en que el licenciado Céspedes despues de haberlo pensado y repensado durante dos años, habian encontrado que el mejor medio de procurar á su hija una educacion conveniente era darla una segunda madre.

Una vez ejecutoriada esta providencia en el censorio del alcalde de Casa y Córte, halló que para cumplirla necesitaba de todo punto casarse, para casarse tener novia, para tenerla buscarla.

Y la halló, como quien dice, debajo de la mano, en una su vecina, hija de un capitan inválido de los tercios de Italia, pobre pero honrada, sobre honrada jóven, y como complemento de conveniencias, exceptuando la pobreza, fresca y robusta.

No era hombre el licenciado Céspedes que á los cuarenta y cinco años se anduviese con telégrafos (que hoy se dice) ni con billetes, ni con otras gerzonias, diametralmente opuestas á su carácter natural, y sobre todo á su carácter judicial: asi es que, despues de haberlo maduramente decidido, se puso un dia su loba mas rica, su mejor golilla y su reluciente espadin de córte, y se presentó casa de su vecino el valiente capitan de los tercios de Italia Illan de Aponte, al que redondamente pidió su hija por esposa.

El capitan no encontró razon para echar á la calle aquella fortuna tan inesperada, que tan de rondon y tan formal se metia por las puertas de su casa.

Entonces no se contaba para nada con la voluntad de las mujeres, ya se tratase de casarlas, ya de emparedarlas en un convento. El capitan Aponte dió palabra formal de soldado honrado al alcalde de Casa y Córte, de que su hija seria su esposa.

Dióse traslado á la parte, esto es: á doña Clara, que así se llamaba la pretendida.

Esta se sobrecogió, se puso pálida y tartamudeó algunas palabras que su padre atribuyó al pudor natural de una doncella de veinte años.

El padre se engañó.

Lo que causaba el sobrecogimiento de su hija era que estaba enamorada de un mancebo noble, hermoso y rico, y comprometida con graves compromisos, de que pudiera haber dado testimonio cierto postigo situado en cierta calleja.

Ello es el caso que el amante supo que se le habia metido entre su amor y su amada, como una cuña de hierro, á la que servia de mazo la autoridad paterna, todo un alcalde de Casa y Córte.

A grandes males grandes remedios: el noble y rico mancebo, se puso su mas rico trage de brocado, su cadena de mas valía y sus mejores preseas, y acompañado de lacayo y escudero, se presentó en la casa del capitan de Italia y dejó oir en ella el aristocrático y altisonante nombre del marqués de la Guardia.

Apresuróse á recibirle el capitan. El noble marqués le dijo sin rodeos que queria ser esposo de doña Clara.

¡Ira de Dios y quien podria contar la impresion que causaron estas palabras en el honrado veterano! Levantóse delante de él como una horrenda fantasma la palabra que habia dado al alcalde de Casa y Córte, porque, al fin, teniendo para su hija un marqués jóven y poderoso, era indudablemente una desgracia tenerse que contentar con un golilla, ya casi viejo, casi pobre y mas de un casi feo.

El capitan tardó quince minutos en contestar; al fin haciendo un esfuerzo y tragando saliva, dijo que tenia empeñada su palabra, y que no faltaria á su palabra por nada del mundo.

El marqués iba preparado á esta respuesta y la contestó sin detenerse un punto.

—Vos no os habreis comprometido á casar vuestra hija sino en España.

Miró con asombro el capitan al marqués porque no le comprendia.

—Quiero decir que si ese hombre á quien habeis dado vuestra palabra se viese obligado á pasar los mares y á llevarse vuestra hija...

—Indudablemente, esa circunstancia me dejaría en libertad, dijo el señor Illan.

—Pues os juro que quedareis libre... solo os pido.

—¿Qué...?

—Que dilateis con cualquier pretexto el casamiento de vuestra hija durante quince dias, solos quince dias, y que guardeis un profundo secreto acerca de nuestra vista.

El capitan lo prometió solemnemente: esto era una especie de conspiracion contra el alcalde de Casa y Córte: una traicion, pensando severamente; pero el caso era cubrir las apariencias, y sobre todo se trataba de un golilla, de uno de esos hombres que estan tan acostumbrados y tan prácticos para buscar callejuelas á la ley.

El alcalde era tratado en su propio terreno y con sus propias armas.

El marqués escribió aquel mismo dia á un su amigo de la córte, hombre poderoso y muy privado de los privados del emperador; á su carta acompañaba un libramiento de buena ley de mil ducados.

A los doce dias, sin saber cómo ni por donde, el alcalde de Casa y Córte recibió una provision de oficio de oidor de la Real Audiencia de Méjico.

En los primeros momentos de júbilo el licenciado Céspedes se trasladó provision en mano casa de su futuro suegro.

Pero este con gran asombro suyo le dijo gravemente:

—¿Y pensais aceptar, señor Juan de Céspedes?

—¡Que si pienso aceptar! exclamó con extrañeza el alcalde: pues decidme: ¿qué harías vos si os nombrasen virey de Méjico ó de Santiago de Cuba?

—Aceptaria con toda mi alma: ya lo creo.

—Pues ved ahí que con toda mi alma acepto yo.

—Pues en ese caso... dijo con una verdadera turbacion el capitan, en ese caso, yo os retiro la palabra que os he dado.

La turbacion del capitan consistia en que el buen hidalgo no habia ejecutado nunca dobles papeles y le repugnaba la intriga.

—¡Qué... me retirais vuestra palabra!... es decir, ¿cuando puedo acumular sin ofender á Dios ni á la justicia grandes riquezas? exclamó el alcalde poniéndose pálido.

—No son las riquezas las que me mueven... dijo balbuceando de nuevo el capitan, porque le repugnaba la mentira tanto como la intriga, pero yo habia contado con que no saldríais de España: bien sabeis, puesto que sois jurista, que no podríais obligar á vuestra mujer á que se embarcase.

—¿Con que es decir?...

—Que ó renunciais á ese oficio de oidor, ó á mi hija.

Meditó algunos segundos el alcalde.

—No puedo renunciar, dijo, una fortuna que Dios me envia... si yo fuera solo... pero tengo una hija.

—¿Cómo que teneis una hija?

—Sí señor, una hija de mi difunta esposa...

—¡Sois viudo!...

—Ciertamente...

—Hé aquí otra circunstancia que me dispensa de mi palabra... nada de vuestra viudez ni de vuestra hija me habíais dicho.

—Pero lo sabe todo el barrio...

—Pues ved ahí, yo no lo sabia.

—Decididamente...

—Yo no he dado mi palabra ni á un viudo con hijos, ni á un oidor de las Indias.

—Estais en vuestro derecho, dijo roncamente el alcalde de Casa y Córte, ó mejor dicho, el oidor de la Real Audiencia de Méjico. Y así, adios, señor capitan Aponte.

—¿Quedamos, pues, recíprocamente libres?

—De todo punto. Podeis casar á vuestra hija con quien mas os convenga.

Separáronse, pues, de una manera ruda.

Ocho dias despues, doña Clara de Aponte era marquesa de la Guardia.

El señor Juan de Céspedes comprendió entonces por qué le habian hecho oidor sin solicitarlo.

Ocho dias despues de haber sido elevada á marquesa doña Clara, el presidente de la chancilleria de Granada llamó al señor Juan de Céspedes.

—Señor licenciado, le dijo, siento daros una mala noticia.

Juan de Céspedes solo contestó poniéndose pálido.

—Se me encarga de órden de S. M. Cesárea, que os recoja la provision de oidor de la Real Audiencia de Méjico, que no puede llevarse á efecto... porque os la han enviado por una equivocacion.

Juan de Céspedes comprendió entonces que habia sido burlado.

Esto consistia, no en que el marqués de la Guardia hubiese influido para aquella segunda peripecia, sino en que los mil ducados enviados á la córte, habian sido bastantes para que en las secretarías de Estado se hiciese aquella infame farsa, sorprendiendo el ánimo del emperador; pero no bastaban, de ningun modo, para comprar un oficio tal como el de oidor en Indias, que entonces era considerado como una mina de oro.

Juan de Céspedes enfermó de rabia y de dolor porque ya se habia consentido y aun infatuado con su carácter de oidor.

La enfermedad concluyó pronto, pero concluyó en la tumba.

Doña Elvira quedó enteramente huérfana.

El marqués de la Guardia, que era un calavera capaz de jugar una sangrienta pasada al mismo diablo, y que solo se habia casado con doña Clara, porque todos los hombres tienen un cuarto de hora en que se casan, no era por esto infame. Sintió que su burla al pobre alcalde hubiese tenido tan negro desenlace, encontró bajo aquella burla una pobre huérfana, sin mas amparo que la caridad pública, y reconoció como un deber el protegerla.

Sin embargo, su proteccion no fue muy espléndida. Se fué al párroco, y en confesion le entregó por una parte seiscientos cincuenta ducados que debian servir para atender á la manutencion, vestido y educacion de doña Elvira en un convento, durante trece años, esto es, hasta que cumpliese los diez y seis, á razon de cincuenta escudos por año: y por otra mil ducados, que debian servirla de dote, ya eligiese el claustro ó el matrimonio.

La huerfanita fue llevada por el párroco al convento de santa Isabel la Real.

Doña Elvira, pues, se habia educado en un convento.

Pero no es en un convento donde mejor puede educarse á una jóven.

Mimaron las buenas madres á doña Elvira, y doña Elvira se hizo voluntariosa.

Enseñáronla á leer y escribir y un poco de latin, con el objeto de hacerla monja.

Como educacion de adorno, enseñáronla á cantar monjunamente y á hacer dulces y flores.

La halagaron, y la hicieron soberbia.

La llamaron hermosa, y la llenaron de vanidad.

Habláronla mal del mundo para que renunciase á él, y doña Elvira ansió conocer una cosa tan mala.

A los diez y seis años, el deseo de respirar otro aire que el contenido en las paredes del convento, fue para doña Elvira una necesidad.

Los deseos comprimidos son los mas fuertes, los mas tenaces.

Doña Elvira era alta, esbelta, con cabellos semejantes á sedosas hebras de oro, frente cándida y pura, ojos celestes como el cielo, y sonrisa aseñorada, aunque un tanto altiva y amarga.

Era, pues, una dama, en toda la extension de la frase, y á mas de esto hermosa á maravilla.

La habian dejado espejo, y doña Elvira, despues de haber visto en el espejo su hermosura, la habia comparado con el aspecto de las buenas madres, y las habia encontrado pálidas, verdinegras, con ojos hundidos, bocas lívidas, feas cuanto puede ser fea una mujer que se ha agostado robada á la naturaleza y al amor: aquellas mujeres, alguna de las cuales habia sido una flor, se habian transformado en ortigas: doña Elvira se punzaba dolorosamente á su contacto, y acabó por aborrecerlas: pero obligada á mostrarse con ellas dulce y cariñosa, habia contraido otro terrible defecto: se habia hecho hipócrita, falsa, intencionada.

La horrorizaba pronunciar unos votos que debian ligarla por toda la vida á aquellas mujeres, incrustarla, por decirlo asi, en aquel claustro del que no debia salir ni aun despues de muerta, una vez pronunciados sus votos, y á pesar de esto, se mostraba dispuesta á ser monja.

Pero á lo que en verdad estaba predispuesta doña Elvira, era á arrostrar cualquier locura, por trascendental que fuese, á trueque de escapar de aquel ataud de vivos.

Como vemos, las consecuencias de la burla hecha al alcaide de Casa y Córte, Juan de Céspedes, por el marqués de la Guardia, continuaban; porque las consecuencias de una falta, mejor dicho, de un crímen son interminables, incalculables.

Aquella burla habia causado la muerte del padre.

Acaso las consecuencias de aquella burla, que eran la burla misma, debian causar tambien la desgracia de la hija y un infinito número de crímenes.

Porque un crímen sembrado en el mundo, da generalmente un fruto de ciento por uno.

Un dia, una parienta de la abadesa se presento en el locutorio. La abadesa, aficionadísima como todas las monjas á lucir las flores del convento, llevó consigo al locutorio á doña Elvira.

Pero la parienta de la abadesa no estaba sola; la acompañaba un jóven caballero, que iba á informarse de las condiciones bajo las cuales podria habitar algun tiempo en el convento, durante una ausencia de sus hermanos, una huérfana hermana suya.

Aquel caballero era don Diego de Córdoba y de Válor, que á la sazon contaba veinte y seis años.

Don Diego de Córdoba y de Válor, era un morisco convertido, hombre de gran calidad y riqueza; subiendo por el altivo tronco de su árbol genealógico, se llegaba á los califas Omniades de Córdoba, á los de Damasco, y por último á la familia del Profeta, del cual descendia por la madre de aquel hombre extraordinario, conocida entre los musulmanes bajo el nombre de Fatimah, la santa: inútil es decir que poseedor legítimo del voluminoso rollo de pergaminos, que tan esclarecida genealogía justificaban, don Diego de Córdoba era orgulloso cuanto puede serlo una criatura humana, y tenia mucho del aspecto dominador y de la palabra breve y despótica que parecia haber recibido como un legado de raza de sus cien regios ascendientes: pero era por cierto gran lástima que á tal aprecio de si mismo, á tal soberbia, no hubiese reunido don Diego las grandes virtudes que han solido resplandecer, formando la parte luminosa de su carácter, en muchos de los tremendos reyes, de cuyos nombres está llena la historia de la humanidad esclavizada. Don Diego era valiente, pero no con el valor espontáneo entusiasta y leal de los héroes: el valor de don Diego, rayando siempre en la ferocidad y siempre conducido por una intencion dañina y desleal, era, preciso es decirlo, el valor del bandido. Era espléndido y generoso, pero jamás estas prendas produjeron una buena accion: tiraba su dinero con la misma indiferencia con que se arroja lo que nada vale; jugaba y perdia sumas enormes sin alterarse ni entristecerse, y del mismo modo sin afan ni alegría, las ganaba; favorecia á todo el que á él se acercaba, ó por mejor decir, á todo el que por su vida escandalosa y aventurera y por sus libres costumbres, habia adquirido la funesta nombradía de camorrista, burlador, taur ó maton; gustábanle á perder esa clase de hombres audaces que viven descuidadamente sobre el país y sobre el presente, sin meterse á considerar quienes eran, de donde venian ni á donde iban: los lugares de su mas asídua asistencia eran los garitos, las mancebías y las tabernas, en las que se entraba sin pudor alguno á la luz del sol, y delante de las gentes, con la frente alta y como desafiando á la opinion pública; en nada invertia con mas placer su dinero que en corromper la virtud de las mujeres, produciendo la vergüenza ó la desesperacion de un padre, de un esposo ó de un amante; sus mancebas, de las cuales tenia á un tiempo un número escandaloso, ostentaban un fausto insolente y despues de algun tiempo, abandonadas y corrompidas, iban á aumentar con sus vicios la hedionda corriente de cieno que de tal manera inficionó las costumbres de España en el siglo XVI.

Tal era el primer hombre del mundo que veia ante sí doña Elvira de Céspedes, y decimos del mundo por que su confesor, el capellan, el sacristan y el andadero de las monjas, á quienes veia todos los dias, eran hombres del claustro, y viejos, feos, sucios, en contraposicion de don Diego de Válor, que era jóven, hermoso, de mirada audaz, gallardo y riquísimamente vestido.

Don Diego en efecto tenia, como sabemos, una hermana: doña Isabel, y ademas un hermano menor llamado don Fernando.

Su padre, Muley Mahomad—ebn—Omeya, uno de los walies de Granada que mas se distinguieron en su juventud en la conquista, habia pasado al servicio de los Reyes Católicos, se habia convertido bajo el nombre de don Juan de Córdoba y de Válor, recibiendo en premio una carta de nobleza y el amayorazgamiento de sus bienes con el título de señor de Válor, y habia casado, por último, y siendo ya hombre de cierta edad, con una morisca parienta suya llamada Inés de Rojas.

Esta le habia dado sucesivamente dos hijos y una hija, poco despues de lo cual murió don Juan, dejando su mayorazgo y su título á Don Diego, y la curaduría de sus tres hijos á su esposa doña Inés.

Murió esta años adelante, y dejó la tutela de sus hermanos menores á don Diego.

Parecia, pues, que este iba legítimamente á tratar de la entrada de su hermana doña Isabel en el convento.

Pero no pensaba ciertamente en ello; era un pretexto: don Diego habia sabido por el marqués de la Guardia, hombre ya machucho, el mismo de la burla que mató al padre de doña Elvira, su grande amigo, tan disipado como él y tan tremendo calavera, aquella historia de desdichas, la existencia de doña Elvira en el convento de santa Isabel y la fama de su hermosura.

¿Cómo el marqués de la Guardia no habia visitado nunca á doña Elvira?

La razon era muy sencilla: al procurarla medios de subsistencia, al dotarla, solo habia pensado en reparar de algun modo una falta: habia buscado un eclesiástico: le habia entregado como fidei comiso y bajo confesion aquel dinero, y despues se habia ausentado de Granada con su esposa.

Durante muchos años anduvo vagando por España é Italia, gastando gentilmente sus rentas, hasta 1539, en que murió su esposa y se volvió á Granada viudo y sin hijos, entregándose desde entonces con toda libertad á los excesos del otoño del calavera, que es la época mas azarosa de la vida de esta clase de gentes, y durante la cual hacen mas daño á la sociedad, sobre todo cuando son tan ricos y tan audaces como el marqués de la Guardia.

Don Diego de Córdoba era una especie de astro entre cierta clase de gentes en Granada y como el marqués de la Guardia por propension y por costumbre se fué á buscar aquella clase de gente encontráronse un dia los dos astros girando en una misma órbita.

Cuando dos hombres de este jaez se encuentran, sucede irremisiblemente una de estas dos cosas: ó se chocan duramente y se matan, ó se unen y se hacen camaradas de libertinage.

Esto ultimo aconteció al encontrarse don Diego y el marqués de la Guardia: el segundo casi doblaba la edad al primero; pero por lo demás en cuanto á fortuna, conducta y aficiones eran iguales.

Durante dos años fueron en Granada una epidemia social; una de esas pústulas crónicas y malignas que solo se curan á yerro ó á fuego.

A principios de 1541 y cuando una noche el marqués se preparaba para salir á una aventura galante, se encontró en su casa con un humilde acólito que le entregó de parte del cura de la parroquia de san Luis, un papel en que bajo una enorme cruz se leian estas breves y solemnes palabras.

«Señor marqués de la Guardia: en este momento me hallo próximo á rendir el alma al Criador. Hace trece años me entregásteis, bajo confesion, cierta suma, mediante la cual debia educarse en un convento y dotarse, llegada que fuese á los diez y seis años, una pobre huérfana. He cumplido como debia el encargo de vuecelencia; pero estando próximo á morir, habiendo llegado la época en que doña Elvira entre en el claustro como religiosa ó vuelva al mundo, un grave deber de conciencia me obliga á suplicaros que vengais á verme al momento. El dador os guiará. Guarde Dios á vuecelencia. De mi lecho de muerte á 16 dias del mes de enero, año de nuestro Señor de 1541.—El licenciado Pero Ponce.»

Dió dos vueltas el marqués á la carta, quedóse pensativo y no sabemos por qué presentimiento vago, renunció á su aventura y se decidió á ir á la cita que se le pedia á nombre de una jóven de diez y seis años que casi podia llamarse su ahijada.

Siguió al acólito y muy pronto estuvo frente al lecho del moribundo.

—Vos por un capricho, por una locura de jóven, le dijo el párroco de san Luis, á las pocas palabras que hablaron, causásteis la muerte del padre, no causeis, señor, por impremeditacion la pérdida de la hija: doña Elvira no ha nacido para el claustro; si abandonada y desesperada profesa, blasfemará, perderá su alma; si sale del convento sin el apoyo de una persona que la ame, que la proteja, se perderá porque es hermosa; pero aun es tiempo, velad por ella, salvadla: no está pervertida, tiene un corazon ardiente, impresionable... vos, señor, que aun sois jóven, que aun podeis haceros amar, ¿por qué no embelleceis el otoño de vuestra vida con el amor de esa niña haciéndola vuestra esposa?

—¿En qué convento vive? dijo profundamente pensativo el marqués.

—En el de santa Isabel la Real.

—¿Y decis que es hermosa y digna de un caballero?

—Os lo juro, señor, y os digo mas: la amo como á una hija y no moriré tranquilo sino me jurais que vos, que hoy sois su padre adoptivo, la amparareis.

—Esa jóven corre por mi cuenta, dijo el marqués pronunciando estas vulgares palabras de tan ambiguo sentido con una entonacion singular.

—¿Quereis que os nombre su tutor en mi testamento? ¿quereis que os dé un testimonio de lo que habeis hecho por ella?

—No, no, de ningun modo, no quiero que sepa que yo he hecho nada por ella.

—¡Oh! ¡que generoso sois señor! Dios os bendiga.

—Dejad la tutela de esa jóven á la abadesa.

—Lo haré así.

—Y ahora ved si os queda algo que satisfacer en el mundo para que yo lo satisfaga por vos.

—¡Ah! no señor; desgraciadamente quedé huérfano y sin pariente alguno muy jóven; he vivido consagrado á mi ministerio y nada tengo que hacer mas que legar la mitad de mis cortos ahorros á los pobres, la otra mitad á doña Elvira, á doña Elvira que es mi corazon, señor, añadió el buen sacerdote mirando de una manera anhelante al marqués.

—Descuidad, descuidad en mí, señor licenciado; si Dios ha dispuesto que murais, morid tranquilo: si en mí consiste doña Elvira será feliz.

—¡Oh! ¡gracias, gracias! ¡ahora dejad que os bendiga!

El marqués mas por costumbre que por veneracion, dobló una rodilla y el sacerdote bendijo con mano trémula y moribunda aquella cabeza llena de vacios pensamientos, que en aquel mismo punto agitaba algo horrible dentro de sí respecto á la pobre huérfana, que era tan jóven y tan hermosa.

El marqués de la Guardia, pues, no habia sabido hasta entonces el paradero de la hija de Juan de Céspedes y por lo tanto no habia podido visitarla.

Aquella misma noche en uno de los lugares escéntricos en que se encontraban todos los dias el marqués de la Guardia y don Diego de Válor, frente á frente y vaso en mano, hablaban con la mayor irreverencia del mundo, del legado que habia dejado el párroco de san Luis al marqués.

—Pero formalmente don Gabriel, decia al marqués que así se llamaba, don Diego, ¿estais resuelto á hacer dichosa á esa muchacha?

—¿Y por qué no? dijo don Gabriel Coloma, que este era el apellido del noble marqués, aun no he cumplido cuarenta años; paso aun entre los buenos galanes sin que las damas reparen en la diferencia, y, sobre todo, esa aventura tiene para mí un encanto misterioso, un no sé qué seductor; decididamente, mañana voy al convento, pasado mañana la saco, al dia siguiente...

—¿Qué la sacais? ¿creeis que ella se prestará á huir con vos?

—¡Huir! la sacaré con los derechos que me asisten.

—¡Los derechos! indudablemente los teneis: pero nadie los conoce mas que el cura de san Luis, y ha muerto.

—¡Diablo! ¡es verdad!

—De modo que para doña Elvira sois un desconocido como otro cualquiera.

—¡Diablo! ¡diablo!

—Y como supongo que no os querreis casar con ella...

—¡Por Cristo vivo! hartos sinsabores me dió mi difunta, para que yo piense en casarme de nuevo... la haré mi querida.

—¡Ah! dijo don Diego; pero se me figura...

—¿Qué?

—Que si habeis de contar con doña Elvira para que abandone por vos el convento, empresa acometeis.

Picóse el orgullo de don Gabriel Coloma, que aun se creía, recordando sus buenos tiempos y fiando demasiado en el éxito que le procuraban sus doblones entre las mujeres, un seductor irresistible.

—¿Quereis que hagamos una cosa, don Diego? dijo.

—¿Qué cosa?

—Una apuesta.

—¿A propósito de qué?...

—Acometamos los dos esta empresa.

—Acepto.

—Vos no conoceis á Doña Elvira mas que lo que la conozco yo. Como yo sabeis que está en el convento de santa Isabel la Real, que es huérfana, que está bajo la tutela de la abadesa.

—Muy bien: ¿y qué apostamos?

—Vuestro caballo Infante, contra mi yegua Niña.

—Es decir que si os gano, me quedo con vuestra protegida y con vuestra yegua.

—Cabalmente.

—Determinemos la apuesta.

—El que saque del convento legítimamente ó no á doña Elvira, en una palabra, el que sea preferido por ella, gana.

—Aceptado.

—¿En cuánto tiempo?

—En quince dias, dijo don Diego de Válor.

—Sea en quince dias.

—Ademas hagamos otra apuesta, dijo don Diego, que era muy previsor.

—¿Cuál?

—Podrá suceder que para sacar á doña Elvira del convento sea necesario casarse con ella.

—¡Diablo!

—Yo lo preveo todo: una vez empeñados, no repararemos en nada, y como es hidalga y hermosa, y entrambos estamos libres... ¿quién sabe?...

—Teneis razon.

—En el caso que vos ganárais, don Gabriel, ya sea que ella se vaya con vos, ya que os caseis con ella, podeis tener por seguro que yo procuraré soplaros la dama ó la mujer.

—Lo mismo procuraré yo, don Diego, si la suerte os favorece.

—Determinemos aun mas: si solo es querida de uno de los dos, la apuesta será vuestro coselete de Milan cincelado, contra la magnífica espada de Damasco que he heredado yo de mis abuelos y que tanto os agrada.

—Sea.

—Pero si doña Elvira fuese esposa de uno de los dos...

—Entonces, don Diego, tenemos apostada la vida á estocadas.

—Me habeis comprendido.

Los dos calaveras se estrecharon las manos, apuraron los vasos y no volvieron á hablar de aquel asunto.

Cuando se separaron, don Diego recordó que tenia una parienta amiga de la abadesa de santa Isabel la Real; fuése á su casa muy temprano, á la hora en que la buena señora oia su misa cotidiana, y la expuso la necesidad que tenia de depositar por algun tiempo á su hermana doña Isabel en un convento.

La anciana parienta se prestó y despues de la misa fueron al locutorio.

La casualidad favoreció á don Diego.

Como sabemos, la abadesa llevó consigo al locutorio á doña Elvira.

Vióse esta mirada por la primera vez de una manera ardiente; vió tambien por la primera vez de su vida á un hombre que era casi tan hermoso como ella, y se enamoró.

Don Diego, por su parte, se enamoró tambien.

Aquella misma tarde el andadero del convento tuvo medio de poner en las manos de doña Elvira una carta de don Diego.

Aquella carta encerraba las primeras palabras de amor que se habian dirigido por un hombre á doña Elvira.

Esta, sin embargo, no contestó.

Al dia siguiente la abadesa llamó á su celda á doña Elvira, y la dijo toda trémula y asustada que el marqués de la Guardia la pedia por esposa.

Doña Elvira dijo que no conocia al marqués, y que no pensaba casarse con él.

Aquella tarde el andadero dió á doña Elvira dos cartas: la una era de don Diego de Válor, la otra del marqués.

La jóven entregó esta última rasgada al andadero para que la devolviese á don Gabriel Coloma, y otra cerrada para don Diego de Válor.

Esta última decia únicamente:

«Caballero: el señor marqués de la Guardia, á quien no conozco, ha pedido á la madre abadesa mi mano. Vos decís que me amais, ¿por qué no haceis lo mismo?—Elvira de Céspedes.»

Don Diego se habia enamorado perdidamente de doña Elvira, y habia comprendido á la primera ojeada que la jóven no saldria del convento sino por la puerta del matrimonio.

Esta certidumbre dió por resultado que dos dias despues la abadesa llamase de nuevo á doña Elvira á su celda y que la dijese muy tranquila, por qué su primera negativa á una demanda de matrimonio la habia hecho creer en la vocacion de la jóven al claustro, que don Diego de Córdoba y de Válor la pretendia por esposa.

Doña Elvira, con gran terror y sentimiento de la abadesa, contestó poniéndose encendida como una guinda:

—Decid á ese caballero, que le acepto por esposo.

Ocho dias despues el marqués de la Guardia envió con un escudero suyo á don Diego de Válor su yegua Niña, enjaezada con un caparazon de brocado azul, cabezon, cincha y pretal de lo mismo, y freno y estriberas de plata cincelada.

A mas de esto, en el caparazon, y dentro de ricas fundas iban dos magníficas pistolas cargadas.

—Comprendo: dijo para sí don Diego de Válor al ver las pistolas, y al reparar que iban cargadas: he ganado la primera apuesta casándome con doña Elvira, y estamos empeñados en la segunda: veremos quien á quien.

Por su parte el marqués habia dicho al poner las pistolas en el caparazon:

—Le he criado, como quien dice, la novia, se la he dotado, le pago con mi mejor vicho una apuesta perdida... mil doscientos cincuenta ducados por una parte... mil trescientos valor de la yegua, por otra... dos mil los jaeces y las pistolas... cuatro mil seiscientos cincuenta ducados en suma... pues señor, es preciso que yo me cobre de todo esto en su mujer.

Como vemos, las consecuencias de la burla hecha por el marqués al difunto padre de doña Elvira, continuaban en una progresion horrible.

Una vez casada se reveló el verdadero carácter de doña Elvira.

Era una mujer altiva y dura, y al poco tiempo de casada, apenas lanzada la influencia del convento, á las primeras lecciones recibidas del mundo, se convirtió en una de esas personas que todo lo calculan bajo el influjo de la mas descarnada razon; no amaba á don Diego: habíase casado únicamente con él para salir del convento, que la horrorizaba, pero como jamás habia amado no se habia visto obligada á hacer ningun sacrificio: ella era extremadamente hermosa y estaba muy pagada de sí misma; pero en cambio don Diego era un mancebo hermosísimo, que sino interesaba su corazon conmovia sus sentidos; en una palabra, aunque el alma de doña Elvira no acogia á don Diego, sus deseos la arrastraban á él: los primeros meses, pues, del matrimonio de estos dos seres tan semejantes entre sí, que nunca debieron haberse casado, fueron un continuo delirio. Pero no era don Diego hombre á quien pudiesen fijar, apartándole de sus viciosas inclinaciones, la virtud, la hermosura y las candentes caricias de una mujer tal como doña Elvira: paso á paso don Diego fue volviendo á su antigua vida, y como jamás se habia recatado del mundo, no se recató de su esposa: la altiva doña Elvira no era mujer que mirase sin un ardiente deseo de venganza la ofensa hecha á su hermosura, á su orgullo: desapareció enteramente el amor material que le habia inspirado don Diego, y solo pensó en vengarse: una herida en el orgullo se paga con otra herida semejante: doña Elvira dejó de ser la hasta entonces honesta y malcarada dueña, y tuvo sonrisas para adoradores que ya habian desesperado, no solo de obtenerla sino aun de ser mirados sin enojo: entre ellos el marqués de la Guardia se habia dado por vencido y habia dicho á don Diego á los tres años despues de su casamiento:

—Amigo mio: podeis llamaros feliz: apostamos á bulto sin conocerla acerca de doña Elvira, y encontrásteis en ella una niña hermosísima de quien os hicísteis amar: me ganásteis pues, la primera apuesta: la hermosa jóven ha sido y es una mujer fuerte: aunque la dais mala vida, os ama y guarda vuestro honor, á pesar de que, sin contar conmigo, que la he pretendido de mil maneras, la han rodeado los galanes mas peligrosos. He perdido mi segunda apuesta y vuestro es mi coselete de Milan. Sin embargo no lo siento; vuestra mujer me ha dado el ejemplo de las mujeres santas en el matrimonio, y yo voy á buscar otra semejante, por mejor decir la he encontrado ya: os convido, pues, á mi segunda boda dentro de ocho dias. Llevad con vos á vuestra mujer.

Y el marqués y don Diego se estrecharon las manos y bebieron como el dia en que habian hecho la apuesta.

Doña Elvira á pesar de su orgullo ofendido y de su determinacion de tomar en el honor de su esposo unas terribles represalias, nada hizo que pudiera ofender á la honra de don Diego.

Es cierto que durante algunos dias coqueteó y estuvo comunicativa, risueña y amable con mas de un enamorado; pero de repente, volvió á su antigua austeridad, ó como podriamos decir valiéndonos de una figura: el sol de sus favores se ocultó de nuevo tras una sombría nube.

¿Consistia esto en que doña Elvira comprendiese que las mayores faltas en un marido, los mas crueles tratamientos, las mas profundas heridas en el corazon y en la vanidad, no autorizan á la esposa para ser adúltera?

No por cierto: esto consistia en que doña Elvira era mujer, en que como mujer estaba propensa á amar, y en que el hielo que cubria su corazon se habia disuelto bajo el intenso fuego de su amor hácia un hombre.

Doña Elvira amaba con toda la violencia de su carácter voluntarioso: pero bajo un profundo disimulo, mejor diremos hipocresía, habia guardado aquel amor que nadie, ni aun el mismo objeto amado habia llegado á conocer.

Vamos á decir á nuestros lectores quien era el objeto de aquel amor.

Por el mismo tiempo que el desenfreno y el libertinaje de don Diego, habian impulsado á doña Elvira á una resolucion desesperada, conoció al hombre que debia fijar su destino.

Un dia le habia visto en misa en la colegiata de San Salvador: era un jóven como de diez y nueve á veinte años, pero ya perfectamente formado, blanco pálido, de frente noble y pensadora, y ojos negros y profundamente melancólicos.

Se habian encontrado en la pila del agua bendita: luego hizo la casualidad, causadora de tantas desdichas, que se encontraran colocados frente á frente en los escaños.

Aquel dia puede decirse que doña Elvira no oyó misa; el jóven por su parte no mostró tampoco mucha devocion, pero no fue doña Elvira la causa: ni una sola vez la habia mirado, á pesar de que doña Elvira era una mujer demasiado notable por su hermosura, para que no se reparase en ella.

La indiferencia es uno de los medios mas eficaces que pueden emplearse para la conquista de ciertas mujeres: cuando la indiferencia es verdadera, la mujer que de tal modo se contempla impotente acaba por contraer una pasion incalculable por el hombre á quien de tal modo es indiferente. Una fea suele resignarse por que comprende la causa de aquella indiferencia: á una hermosa infatuada con su hermosura, como lo estaba doña Elvira, acostumbrada á ser adorada por todos, la indiferencia del hombre á quien ama la vuelve loca.

Doña Elvira vió durante tres años, pero siempre en la estacion del verano, al indiferente jóven en la misa de doce de la iglesia del Salvador: siempre habia notado la misma indiferencia en él, y estaba resuelta á romper por todo, cuando al abrir su marido la puerta de su casa para asistir al casamiento de su hermana doña Isabel le encontró en el dintel.

Porque el hombre de quien tan locamente enamorada estaba doña Elvira, era Yaye ebn—Al—Hhamar.

Esto esplica por qué una palidez profunda cubrió al verle el rostro de doña Elvira: veamos ahora en que consistia la estrañeza y aun el temor que se habia pintado en el rostro de don Diego al ver á Yaye.

Don Diego sabia, porque no podia menos de saberlo, puesto que por el matrimonio con su tia doña Ana habia emparentado con su familia Yuzuf, que este, emir de los monfíes, embreñado en las Alpujarras y dueño de la fuerza, tenía adquiridos derechos á la corona de Granada.

Sabia además, lo que Yuzuf no habia tenido ocasion de decir á Yaye, esto es que el casamiento de Yuzuf con doña Ana de Córdoba y de Válor habia sido una verdadera alianza, una refundicion de derechos.

Su padre don Juan de Válor habia estipulado solemnemente con Yuzuf que si de su casamiento con doña Ana tenia un hijo, este hijo casaria con una hija de los Válor, ó viceversa que, si cuando el hijo ó la hija de Yuzuf y de Ana llegasen á la edad de contraer matrimonio, no pudiese este efectuarse por carencia de varon ó de hembra hija ó nieta de don Juan, en la familia, el pacto quedaría roto, y cada familia de por sí, la de los Al—Hhamar y la de los Beni—Omeyas podrian cuestionar su derecho.

Ahora bien: don Juan de Válor, hermano de doña Ana, habia tenido dos hijos y una hija: don Diego, don Fernando y doña Isabel: Yuzuf al—Hhamar habia tenido un hijo: Yaye; don Juan de Válor y Yuzuf, habian contratado solemnemente el matrimonio de doña Isabel con Yaye, y al morir don Juan habia encargado expresamente en su testamento á su hijo primogénito don Diego que procurase por cuantos medios estuviesen á su alcance, cumplir aquel contrato matrimonial.

Don Diego habia quedado al frente de la casa como tutor de sus hermanos: al casarse con doña Elvira, por amor á su hermana doña Isabel no quiso que viviese á su lado bajo la férula de su esposa. Puso casa á parte y dejó en el solar paterno á doña Isabel al amparo de su hermano don Fernando, aun soltero, y bajo la guarda de una respetable dueña.

Todos los años en las largas temporadas que Yuzuf pasaba en Granada, guardando todas las apariencias de un morisco convertido, don Diego comunicaba con él: hablaban como individuos de una misma familia, de las esperanzas de recobrar la perdida libertad, de sus proyectos domésticos y entre ellos del matrimonio concertado entre Yaye y su hermana doña Isabel.

Don Diego no conocia á su primo: siempre que espresaba á Yuzuf el deseo de conocerle, Yuzuf le contestaba:

—Cuando yo haya puesto mi corona sobre la frente de mi hijo, y tu hermana haya sido su esposa, le conoceras.

Don Diego se veia obligado á satisfacer con estas palabras brevísimas del inexorable anciano su curiosidad por conocer á su primo.

Pero aconteció que un dia Yuzuf compró en el barrio del Zenete de Granada una hermosa casa que lindaba con la en que vivia doña Isabel. Aquella casa fue suntuosamente alhajada y un mes despues fueron á vivir á ella un anciano y un jóven.

El anciano era Abd—el—Gewar, y don Diego le conocia como uno de los servidores mas allegados del emir; el jóven era Yaye, pero don Diego no le conocia.

La circunstancia de ser Abd—el—Gewar ayo de Yaye, la frecuencia con que entraba en la casa Yuzuf y el extremado amor con que trataba al jóven, hicieron sospechar á don Diego si Yaye era hijo del emir.

Pero prudente como se lo aconsejaba la reserva del anciano, guardó sus sospechas y solo se redujo á observar si aquella mudanza tan cerca de su casa, tendria por objeto el que los dos jóvenes se conociesen y se amasen espontáneamente antes de saber que estaban destinados desde antes de su nacimiento el uno para el otro.

Don Diego observó que Abd—el—Gewar y Yaye solo estaban en Granada durante el verano; pretendió averiguar la causa de estas ausencias periódicas, y supo que el señor Juan de Andrade, cuyos padres no se conocian, y que estaba confiado al cuidado de Abd—el—Gewar, era estudiante en Salamanca: esto desvaneció sus sospechas. Don Diego no podia comprender que Yuzuf destinase á su hijo á clérigo ó á oidor; pensar en esto era absurdo; pero observó sí, que su hermana doña Isabel pasaba los meses del invierno triste v retirada, y que á la venida del verano ó por mejor decir de Yaye, se hacia mas comunicativa y alegre.

Don Diego quiso saber si habia amoríos entre el estudiante Juan de Andrade y su hermana. Nada consiguió. La dueña, encubridora de doña Isabel, ó ignorante de sus amores con Yaye, le afirmó que su hermana no amaba á nadie, ni pensaba amar: y en cuanto á su hermano don Fernando no habia visto rondaduras en la calle ni nada que demostrase que hubiese galan, enamorando á doña Isabel.

Don Diego se cansó al fin de unas pesquisas que nada le habian revelado, y se resignó á esperar á que el emir de los monfíes sacase á luz á su misterioso hijo.

Pero entre tanto se cruzó un incidente en el proyectado enlace, que vino á probar que el hombre propone y Dios dispone.

Don Diego vivia en completa comunicacion con Yuzuf, en la continua y sorda conspiracion que sostenian los moriscos contra los cristianos, como todo pueblo vencido contra su vencedor.

El hombre que mas confianza inspiraba á don Diego para ser portador de sus cartas y mensages á Yuzuf, era un morisco llamado Miguel Lopez entre los cristianos, y entre los moriscos Xerif—aben—Aboó.

Era un morisco de buen linage, pero poco considerado por sus costumbres licenciosas: apreciábase el solo por su valor, y por su ciego odio á los cristianos. Tenia otra cualidad recomendable: una reserva sin límites, y una actividad suma para todos los negocios que tenian relacion con la libertad de su patria.

Por estas dos cualidades se servia de él don Diego.

Entraba Miguel Lopez libremente tanto en la casa de este como en la de su hermano don Fernando, y habia tenido ocasion de ver una y otra y cien veces á doña Isabel.

Miguel Lopez se enamoró de ella.

Pero al enamorarse comprendió que tenia ya cuarenta años, que era mas que medianamente feo y zafio, y ademas, que el orgulloso don Diego de Válor, jamás consentiria en darle una hermana suya siendo como era pobre, y estando ademas oscurecido y en la humillante condicion de un hombre que sirve por un salario.

Miguel Lopez procuró dominar su amor: pero su amor pudo mas que él y le dominó.

Entonces Miguel Lopez pensó que un pobre y un criado cuando sirve en ciertos negocios, es un cómplice de su amo, y que un cómplice puede hacerse á veces tan temible, que no pueda negársele nada.

Miguel Lopez meditó y tramó un plan diabólico, y cuando estuvo seguro de su éxito, se presentó una mañanita, muy de mañana, en casa de don Diego.

—Tengo que hablaros á solas, le dijo.

Pensó don Diego que se trataba de alguno de los asuntos en que comunmente empleaba á Lopez, y se encerró con él.

—¿De qué se trata? dijo don Diego.

—Trátase, contestó Miguel Lopez, entrando de lleno y bruscamente en el asunto, de que es necesario que me deis por mujer á vuestra hermana doña Isabel.

Don Diego ofendido gravemente por la extraña é insolente proposicion de Miguel Lopez, se sorprendió y adoptó para con su hasta entonces confidente, una actitud altiva y despreciadora que nunca habia usado. El noble señor se erguia ante la insolente demanda del siervo, y en aquella altivez habia mucho de amenaza.

Miguel Lopez no se desconcertó.

—Sabia, dijo á don Diego, de qué modo habiais de recibir mi peticion: hace mucho tiempo que habia pensado en ello y no os he pedido á vuestra hermana hasta estar seguro de que no me la podiais negar.

—¡Me amenazais! contestó con acento reconcentrado don Diego.

—No os amenazo: os advierto.

—¿Y de qué me advertis?

—De que si no me dais vuestra hermana, yo daré al rey vuestra cabeza.

Un rayo de luz, pero un rayo de luz sombría, iluminó la inteligencia de don Diego; comprendió que su hasta entonces fiel y dócil instrumento se le rebelaba, y abusando de su confianza le imponia condiciones.

Don Diego era hombre de mundo, y se puso á la altura de la situacion: ocultó la cólera que hervia en su corazon bajo un semblante impasible, y dijo friamente á Miguel Lopez.

—¿Es decir, que estais resuelto á obligarme á que... os entregue mi hermana?

—Decidido de todo punto.

—Y decidme: ¿contais con poder bastante para obligarme? ¿habeis meditado bien las consecuencias de la lucha á que me retais?

—Todo lo he meditado, y os afirmo que cuento con tanto poder, que estoy seguro no solo de venceros, sino de teneros sujeto.

—Veamos vuestros medios.

—¡Mis medios! la última carta que me dísteis para el emir de los monfíes de las Alpujarras.

Don Diego se aterró, y por mas que quiso dominarse, palideció densamente: de tal importancia era la carta á que se referia Miguel Lopez; tan graves los secretos que en ella estaban consignados, que bastaban para perderle. Impaciente don Diego, estimulaba en aquella carta al emir para una sublevacion de los moriscos apoyada por los turcos, que decia ser de todo punto necesaria, en atencion á que la presion de los españoles se hacia cada dia mas insoportable.

—¿Creeis, pues, dijo Miguel Lopez notando el terror de don Diego, que esa carta no basta para perderos, para entregaros al verdugo?

—En efecto, dijo don Diego recobrando su calma: os habeis armado bien para entrar en batalla conmigo.

—Aun os queda un medio, dijo con su inalterable insolencia Miguel Lopez.

—¿Quereis decirme cuál?

—Ganar tiempo ofreciéndome que vuestra hermana será mi mujer, y huir despues con ella y con vuestra familia á las Alpujarras. Asi perderiais una cosa: vuestra hacienda, que el rey os confiscaria, pero ganariais tres á saber: primero que vuestra hermana no se casase conmigo, despues la vida, y en fin la honra.

—¡La honra! exclamó don Diego no pudiendo contenerse ya y levantándose con ímpetu; habeis dicho la honra.

—Sí, la honra he dicho, porque si no casais conmigo á vuestra hermana, ella se irá con otro.

—¡Hablad! ¡hablad! ¡explicadme eso... que no comprendo!...

—¡Ya se ve...! ¡son tan calladas las dueñas y las doncellas de vuestra hermana! ¡tan descuidado vuestro hermano don Fernando que no han podido apercibirse de lo que yo me he apercibido!

—¿Y de qué os habeis apercibido vos?

—Yo... ¡bah! me he apercibido de muchas cosas. En primer lugar, me he apercibido de que vuestra hermana espera todas las tardes asomada á las celosías de sus ventanas á un gallardo mancebo: que el mancebo, que es su vecino, antes de entrar en la casa la saluda: además que se ven y se hablan por cierta galería que da á los jardines: lo primero lo he visto oculto en una de las casas de la calle del Zenete, lo segundo desde un mirador de otra casa desde donde se descubren los jardines de la casa de vuestro hermano don Fernando, y de la de el tal mancebo.

—¿Y podria ver yo eso mismo?

—Cuando querais: pero dejadme que concluya de deciros otras cosas que he descubierto; por ejemplo, el poderoso emir de los monfíes Yuzuf—Al—Hhamar viene con mucha frecuencia á Granada: cuando viene se le ve acompañado muchas veces de Abd—el—Gewar, y de ese mancebo que se llama el señor Juan de Andrade. ¿No os parece que el emir trata con demasiado amor á ese jóven para que sabiendo que tiene un hijo á quien nadie ha visto ni conoce, se crea que el señor Juan de Andrade es su hijo?

Miguel Lopez acababa de avivar las sospechas que acerca del mismo asunto habia tenido don Diego.

—Ademas, ya sabeis que yo sé, que por el testamento de vuestro padre estais obligado á casar á vuestra hermana con el hijo del emir de los monfíes de las Alpujarras; el emir es un hombre que se ha criado como quien dice entre cristianos, y que entre ellos ha adquirido unas ideas muy extravagantes. El emir ha querido sin duda que los dos jóvenes se amen antes de conocer su verdadera posicion. El emir ha conseguido que se amen aproximándolos el uno al otro; pero el emir no sabe otra cosa que yo he descubierto, á saber: que el señor Juan de Andrade podia querer á vuestra hermana como manceba, pero como esposa nunca... porque os desprecia... os aborrece... os llama los renegados.

—¡Miguel Lopez! exclamó don Diego enteramente fuera de sí.

—No os irriteis y meditad á sangre fria: dándome vuestra hermana salvais á un tiempo la hacienda, la vida y la honra: es cierto que os exponeis á la enemistad del emir, pero el emir es generoso y se contentará con despreciaros. Del otro lado teneis mi venganza, que yo os juro que no os perdonará.

—¿Y no creeis que tenga otro medio de librarme de todas esas afrentosas condiciones?

—Uno solo podiais tener si yo no fuera previsor: matarme. Pero el matarme os perderia, porque la carta que os pone á mi merced, no está en mi poder, sino en poder de quien, si me sucede una desgracia, la presentará al presidente de la Chancillería.

Don Diego comprendió que estaba enteramente cogido.

—Os pido veinte y cuatro horas para contestaros, dijo á Miguel Lopez.

—Tomaos si quereis cuarenta y ocho ó ciento. No me corre gran prisa.

—Quiero ademas ver algo de lo que vos habeis visto.

—¡Ah! ¿quereis ver si vuestra hermana ama al señor Juan de Andrade? En buen hora. Id mañana al amanecer á mi casa. Entre tanto, que os guarde Dios: os dejo en libertad para que mediteis.

Y salió.

Por mas que meditó don Diego no encontró medio para salir del atolladero en que le habia metido la traicion de Miguel Lopez. Por mas vueltas que le dió, solo encontró una solucion: la de casar á su hermana con aquel bandolero, y estar en acecho de una venganza terrible.

Al dia siguiente al amanecer, don Diego acompañado de Miguel, vió desde una de las celosías de una casa situada á espaldas de la de su hermana, á Yaye y á Isabel que hablaban indudablemente de amor, cada cual en sus respectivas galerías.

Esto tenia lugar algunos dias antes de la noche en que se vieron en el jardin Yaye é Isabel.

Don Diego apremiado por Miguel, le concedió sin condiciones, y con un cuantioso dote la mano de su hermana.

Don Diego vendia cobardemente á la pobre Isabel.

Isabel se vió intimada de una manera dura á casarse con Miguel Lopez; entonces en su desesperacion pensó en huir con Yaye y le citó y le arrojó la llave del postigo del jardin.

Don Diego vió el significativo arrojo de la llave desde su acechadero.

Aquella noche don Diego y Miguel entraron furtivamente en el jardin de la casa de don Fernando, y ocultos tras un cenador de jazmines presenciaron la breve y desgarradora escena habida entre Yaye é Isabel.

Don Diego activó las bodas, contando ya con el asentimiento que la desesperacion habia arrancado á su hermana.

El mismo dia y á la misma hora en que iba á celebrarse el casamiento, Yaye habia aparecido de repente pálido y convulso ante don Diego.

Hé aquí la razon de que, al ver al jóven, don Diego se sorprendiese y se aterrase.

Volvamos á aquella situacion.

—Creo no equivocarme dijo Yaye descubriéndose cortesmente, con el rostro densamente pálido, y con la voz temblorosa por una cólera mal contenida, creo no equivocarme creyendo que hablo con don Diego de Córdoba, señor de Válor.

—Asi es, caballero, contestó don Diego descubriéndose á su vez y con un duro acento de extrañeza: creo tambien no equivocarme creyendo que vos sois el señor Juan de Andrade.

—Necesito de todo punto hablaros, dijo con precipitacion Yaye.

—¿Y no podriamos hablar en otra ocasion? porque ahora, siento decíroslo, me esperan para un asunto muy importante: doña Isabel mi hermana se casa, me esperan en la iglesia.

—Pues porque vuestra hermana se casa, es cabalmente por lo que me urge hablaros: es necesario que ese casamiento no se haga.

—No comprendo caballero, dijo palideciendo con la palidez de la irritacion don Diego de Córdoba, con qué derecho pretendeis ser importuno en esta ocasion.

—Leed, dijo Yaye, sacando de un bolsillo de sus gregüescos la carta que la noche antes le habia dado su padre.

—Permitid que os diga que vuestra tenacidad raya en ofensiva: no tengo tiempo; venid mas tarde.

—Leed lo que os escribe mi padre Yuzuf Al—Hhamar: leed: os lo mando yo, yo el emir de los monfíes.

Y al decir estas palabras, que pronunció con la arrogancia de un rey que amenaza, pero en acento tan bajo que solo pudo ser oido por don Diego, Yaye se cubrió como un superior delante de su inferior.

Don Diego por inadvertencia ó por asombro, permaneció descubierto, fijó una mirada atónita en Yaye, y quedó enmudecido por la sorpresa.

Al fin se rehizo, tomó la carta, reparó en que Yaye se habia cubierto, se cubrió, abrió el pliego y leyó.

Apenas hubo leido algunos renglones de aquel escrito, que lo estaba en árabe, se volvió, infinitamente mas pálido y convulso á uno de sus servidores.

—Ayala, le dijo en voz baja, id al momento á la colegiata del Salvador, llamad aparte al licenciado Periañez, y decidle que dé la bendicion á los novios en el momento; que para que no se extrañe mi falta invente cualquier pretexto... que no se me espere, en fin. Id, id al momento.

El servidor que tenia visos de ser uno de esos hidalgos pobres que no tenian á deshonra servir á los grandes señores en aquellos tiempos, partió.

—Y vos doña Elvira, añadió don Diego, volviéndose á la dama que hasta entonces habia presenciado con una viva curiosidad aquella escena, volveos á vuestros aposentos. Vosotros idos, añadió dirigiéndose á la servidumbre y vos caballero seguidme.

—¿Y no seria mejor que nosotros mismos fuésemos? dijo Yaye sin moverse de su sitio.

—No, no, seria imprudente: vuestra presencia en la iglesia podria producir un escándalo, y luego... mi mensaje se obedecerá.

—Ved don Diego que vuestra hermana es mi vida.

—Si Dios quiere, tendreis vuestra vida... si por desgracia, si por casualidad fuera imposible... quejaos á vos mismo, primo. Ahora venid.

Yaye cedió, y siguió á don Diego: en su preocupacion no reparó que el berberisco Kaib, habia seguido á Ayala en el momento que este habia salido de la casa para cumplir el encargo de su señor.

Capítulo VII. En que se relatan extraños é importantes sucesos.

Doña Elvira saludó ceremoniosamente á su esposo cuando este la mandó que volviese á sus aposentos, arrojó una última mirada á Yaye, y acompañada de dos doncellas, subió unas descomunales escaleras, atravesó un ancho corredor, abrió una mampara de marroquí rojo, atravesó una rica antecámara, entró en una magnífica cámara y sentándose en un sillon, dijo á sus doncellas:

—Dejadme sola.

Las doncellas salieron: mientras resonaron sus pasos doña Elvira permaneció inmóvil en el sillon donde se habia sentado, y profundamente pensativa; luego cuando el ruido de los pasos de las doncellas se hubieron extinguido en las habitaciones interiores, se levantó, atravesó la puerta por donde aquellas habian salido y cerró por dentro otra segunda puerta, despues volvió á la cámara y se fué en derechura á un gigantesco espejo de Venecia, que la reprodujo por entero.

Doña Elvira lanzó una mirada ansiosa al espejo, ese confidente de la mujer que tanto podria revelar si Dios por un milagro le animase y le diese memoria y voz.

Luego atravesó en paso leve y furtivo la cámara, abrió silenciosamente una puerta y entró en un retrete oscuro.

Una vez allí se colocó tras el tapiz de una puerta.

Desde allí se veia una habitacion de hombre; pero bella y ricamente alhajada.

En aquella habitacion habia dos hombres que acababan de entrar.

Don Diego de Córdoba y de Válor, y Yaye—ebn—Al—Hhamar.

El jóven estaba cubierto aun del polvo del camino, pero su trage era muy bello, le caia muy bien y sobre todo ganaba sobre su gallarda y esbelta persona.

Estaba cansado, anhelante, dominado por una ansiedad profunda, densamente pálido, y con la mirada impregnada de una ardiente melancolía.

Doña Elvira no le habia visto nunca tan hermoso, y sintió que el corazon se la comprimia, se la desgarraba; nunca habia sufrido tanto.

Don Diego estaba visiblemente contrariado.

Notábase que sentia respeto y aun temor delante de Yaye, como si se hubiera encontrado delante de un rey á quien hubiese tenido que rendir estrecha cuenta de sus acciones.

En efecto, considerando que Yaye era rey de los monfíes por la abdicacion de su padre, abdicacion que Yuzuf participaba á don Diego en la carta que le habia entregado Yaye, don Diego se veia obligado á respetarle: el valor indomable y tenaz, los sacrificios por la patria, la conservacion de las tradiciones de su ley, todo daba á los monfíes un prestigio merecido entre los moriscos y á su rey un poder terrible.

Por lo tanto y en cierto modo, don Diego ante Yaye era un vasallo y un vasallo culpable.

Porque don Diego creia, que al reconocer Yuzuf á su hijo, al entregarle su corona, le habria revelado el contrato que existía entre las dos familias, contrato á que don Diego habia faltado entregando su hermana á otro hombre.

Lo que don Diego no podia comprender era cómo Yaye, que dos noches antes habia despreciado la mano de su hermana, se mostraba entonces tan ansioso de ella.

De lo que no podia dudar don Diego, era de que Yaye estaba perdidamente enamorado de doña Isabel.

Esta certidumbre le aterraba porque preveía fatales consecuencias.

Durante algun tiempo, guardó silencio. Yaye se habia sentado y estaba cubierto. Don Diego permanecia descubierto y de pié. Doña Elvira que conocia la altivez de su marido no sabia explicarse la causa de aquella posicion humillante á que don Diego se resignaba.

—Espero, dijo Yaye al fin, que contareis con medios bastantes para impedir ese casamiento, y que no me obligareis á tomar en vos una venganza implacable.

—Estad seguro, señor, de que sino hubiesen mediado gravísimas razones, yo nunca me hubiera atrevido á faltar por mi parte al solemne convenio celebrado por nuestros padres, y mediante el cual vuestro casamiento con mi hermana era una cosa decidida.

—¡Cómo! ¿existia un convenio entre nuestros padres? exclamó con violencia Yaye, ¿y vos os habeis atrevido...?

La voz de Yaye temblaba, se habia puesto de pié y miraba de una manera amenazadora á don Diego.

—Escuchadme, señor, y no me condeneis sin oirme.

—Antes de conocer á mi padre, cuando solo me creia moro, me inspirábais aversion como renegado: ahora que sé de quien soy hijo, ahora que el poder de mi padre ha pasado á mis manos, encuentro que á mas de renegado sois traidor.

—Mi traicion es hija de un horrible compromiso, dijo todo desconcertado don Diego: no sabeis hasta que punto he sido engañado por ese infame Miguel Lopez: pero no importa: Ayala habrá llegado: de todos modos hasta que yo hubiera ido no se hubiera efectuado el casamiento: yo soy su hermano mayor, su padre en una palabra...

—¡Y la habeis vendido...! ¡la habeis obligado!

—Me hallé vendido y obligado, señor; ese Miguel Lopez es un morisco renegado, un infame delator... tiene papeles que me comprometen... papeles escritos por mí á vuestro padre... papeles que no sé en poder de quién estan: de otro modo ya hubiéramos encontrado medio de deshacernos de ese hombre... ¿quién habia de pensar, que vos, el amante de mi hermana, habiais de presentaros para decirme: dame tu hermana Isabel, porque yo soy el poderoso emir de los monfíes?

—¡El, emir... rey...! exclamó con orgullo doña Elvira que seguia escuchando tras el tapiz.

—Pero el matrimonio de mi hermana con ese hombre no se hará: mi hermana será vuestra, y de este modo, al mismo tiempo que vos y ella sereis felices se conciliaran todos los intereses de entrambas familias: es verdad que vos, rey de la montaña, teneis la fuerza, y hasta cierto punto el derecho; es verdad que las Alpujarras os pagan tributo, que os obedece un ejército de valientes monfíes; pero tambien es cierto, que yo Aben—Humeya, descendiente del Profeta, nieto de los califas de Córdoba, tengo tambien derechos que reconocen los moriscos de Granada, y los de las alquerías de la Vega: los de Almería y los del marquesado del Zenete cuentan conmigo: al primer levantamiento, al primer grito de guerra, yo seria proclamado rey de Granada; esto se comprende perfectamente: los moriscos desprecian de tal manera la memoria de Muley Abd—Allah, que sus descendientes no pueden tener esperanza de que los moros de Granada los sienten en el trono de su abuelo. Fuera de la descendencia de Muley Abd—Allah, ¿qué otro mas que vos ó yo podemos ser reyes de Granada? vos, como emir de los monfíes, teneis las Alpujarras: yo, como descendiente de los Omeyas, lo demás del reino... una alianza entre nosotros es de todo punto necesaria para evitar una guerra civil, que, si por dicha triunfásemos del cristiano, volveria á ponernos destrozados en su poder. Aquí ha habido mucho de fatal: antes de anoche vos mismo despreciásteis la mano de mi hermana.

—Yo os creia renegado.

—¡Oh! ¡fatalidad! yo sabia que amábais á mi hermana: pero creí que erais un hidalgüelo castellano, destinado á llevar una golilla ó un roquete. Culpad al misterio en que os ha envuelto vuestro padre: yo ignoraba que fuéseis lo que sois.

—Yo mismo lo ignoraba ayer.

—¡Fatalidad! ¡fatalidad!

—Mi noble padre quiso que antes de que ciñese su corona, supiese conocer á los hombres.

—En fin, no hablemos mas de eso y vamos á lo que importa. El casamiento de mi hermana con Miguel Lopez no se hará. Si por desgracia, y como no es de suponer, mi enviado ha llegado tarde... Miguel Lopez morirá.

—¡Oh, alentais una duda y permaneceis aquí, entreteniéndome acaso para ganar tiempo! exclamó Yaye encaminándose violentamente á la puerta.

—¿Qué quereis hacer, exclamó don Diego, que en efecto, temiendo mas á la denuncia de Miguel Lopez que á la venganza del emir, habia preferido la última y entretenia á Yaye, qué quereis hacer? ¿á dónde vais?

—¿En qué iglesia se casa vuestra hermana?

—¡Oh! ¡un escándalo!

—¡Corred! ¡corred vos mismo! ¡yo os espero!

—¡Ira de Dios! exclamó don Diego tomando al fin una resolucion desesperada: por nada me obligareis á dar un paso que pondria mi nombre en boca de todo el mundo.

—¡Ah! ¡me habeis engañado! ¡me habeis entretenido, para que entre tanto!... pero... no os salvareis... yo... mis monfíes... talaremos vuestros Estados de las Alpujarras... si escapais de mis manos... os entregaré al rey de España con cartas semejantes á las que os han obligado á vender á vuestra hermana á ese Miguel Lopez...

Don Diego exhaló un grito: se encontraba enteramente perdido.

—Una palabra señor, exclamó arrojándose á los piés de Yaye: tened compasion de mí y protejedme: yo os seguiré; seré uno de vuestros mas fieles vasallos...

—¡Tu hermana!

—¡Oh! exclamó don Diego, esperad: voy yo mismo: puede que aun sea tiempo...

Y se dirigió á la puerta de la estancia.

En aquel momento apareció en la puerta un paje que dijo:

—Señor, vuestra noble hermana y su esposo acaban de llegar.

El paje volvió á cerrar la puerta. Don Diego arrojó un grito de espanto, y se volvió desesperado y anhelante á Yaye: este al escuchar las terribles palabras «vuestra hermana y su esposo acaban de llegar» hizo un movimiento semejante al de quien ha sido herido de muerte: se puso rojo, mas rojo; la mirada de sus ojos se hizo atónita, se contrajo su boca, y cayó al suelo como herido por un rayo.

Entonces se levantó el tapiz, tras el cual escuchaba doña Elvira, y apareció esta pálida como una muerta.

—¡Ah! venis á tiempo, señora, dijo don Diego que no estaba en estado de reparar en lo extraño de la llegada de su esposa, ni en su palidez, ni en su conmocion: ved si podeis hacer volver en sí á ese caballero... yo os disculparé con esas gentes.

Y partió.

Por la primera vez doña Elvira se quedaba sola con Yaye. ¿Pero en que situacion? levantóle del suelo, con mas facilidad de la que podia suponerse en una mujer delicada, y era que el amor la daba fuerzas; le colocó en un sillon, le abrió el justillo, roció su rostro con agua, y sin considerar si podia ó no ser vista se arrodilló á sus piés, asió sus manos, las estrechó contra su seno, y exclamó alzando al cielo los ojos cubiertos de lágrimas:

—¡Señor! ¡señor! ¡mi salvacion por su vida!

Y permaneció de rodillas delante de Yaye.

Al cabo de algun tiempo Yaye suspiró.

Aquel suspiro, fue para el corazon de doña Elvira como un bálsamo maravilloso para una herida: con el consuelo recobró la reflexion y se alzó.

Yaye abrió los ojos, pero en sus ojos estaba pintada la expresion de la locura.

Empezó á delirar: su sangre se habia agolpado á su cabeza y habia trastornado sus facultades.

Afortunadamente habia perdido la memoria de la causa de su accidente, y no pretendia levantarse del sillon.

Su locura era una locura tranquila.

Se reia pero su risa era horrible.

De una manera horrible sufria tambien doña Elvira.

Ella hubiera dado su vida por verse amada de aquel modo: unos zelos mortales la devoraban: al mismo tiempo sentia una ansiedad horrible: temia por la vida de Yaye: su delirio era cada vez mas intenso, don Diego no volvia y doña Elvira no se atrevia á llamar á nadie.

Al fin, resonaron pasos: se abrió una puerta: era don Diego.

—¿Vive? dijo con afan.

—Si, contestó doña Elvira, valiéndose del dominio que tenia sobre sí misma para no demostrar mas conmocion que la natural en aquellas circunstancias: vive, pero creo que está en peligro de muerte.

Don Diego examinó un momento á Yaye, luego fué á un lugar de la tapicería, oprimió un boton dorado, y se abrió una puerta secreta: tras ella se veia una escalera oscura recta y estrecha.

—Ayudadme, señora, la dijo volviendo junto á su esposa, ayudadme y concluyamos.

Entre tanto don Diego habia encendido una bugía.

—¿Qué pensais hacer? dijo doña Elvira.

—Es necesario conducirle al subterráneo.

Doña Elvira no contestó, ayudó á don Diego á cargar con Yaye, y con gran trabajo le introdujeron por aquella puerta que don Diego cerró tras sí: bajaron las escaleras y atravesando una estrecha mina, llegaron á un aposento espacioso y bien amueblado en que habia un lecho.

Aquella puerta secreta, aquella mina que se prolongaba mas allá de la habitacion donde los dos esposos habian introducido á Yaye, y aquella habitacion, eran un lugar seguro de refugio, preparado por don Diego, para el caso en que por un accidente desgraciado, ó por una traicion de sus parciales invadiese su casa la justicia del rey. Aquello era un escondite: mas adelante veremos que era tambien una comunicacion.

Estas minas y estos aposentos son muy comunes en el Albaicin de Granada. Apenas habrá una casa de moros que no tenga alguna de estas comunicaciones subterráneas, de las cuales se conocen muchas.

Cuando Yaye estuvo colocado en el lecho, don Diego le desciñó el talabarte, le quitó la daga y la espada, y dijo á su esposa.

—No sabeis cuánto nos interesa la salvacion de este jóven: pero si muere, lo que está en manos de Dios, nos interesa tambien sobre manera que no se sepa que le ha matado el amor de mi hermana. Si muere no saldrá de aquí. Escuchad: yo voy á ausentarme.

—¡A ausentaros! exclamó, conteniendo mal su alegría doña Elvira.

—Si, es preciso; preciso de todo punto: mi ausencia será á lo mas de quince dias: cuidad vos entre tanto al enfermo: pero vos sola.

—¡Yo sola! ¡abandonado...! ¡sin los auxilios de la ciencia...!

—No, no he querido decir tanto: antes de marchar avisaré á nuestro médico; es un buen morisco, un noble anciano y guardará el secreto: solo he querido deciros que vos, sola vos, sereis la enfermera.

—Os amo tanto, esposo y señor, dijo hipócritamente doña Elvira, que no perdonaré por vos ningun sacrificio.

—Si, si, ya lo se, doña Elvira, y mereceis que yo... os prometo corregirme... dejarme de locuras... pero adios: no olvideis lo que os he encargado.

—Id tranquilo, señor, no lo olvidaré.

Don Diego salió dejando sola á su mujer con el hombre á quien amaba.

Un momento despues, tranquilo y sonriendo entraba en la gran cámara de recibo de su casa.

En ella estaban doña Isabel de Válor, pálida, pero con la palidez mas hermosa, su hermano don Fernando de Válor, los testigos que habian asistido á la ceremonia y algunos convidados, entre los cuales se contaba don Gabriel Coloma, marqués de la Guardia.

Miguel Lopez, el reciencasado, estaba allí tambien:

Era un hombre como de cuarenta años, moreno oscuro, cegijunto, estrecho de frente, sesgado de boca y avieso de mirada: estaba ricamente vestido, pero á pesar de la riqueza de su trage se notaba lo villano de sus maneras: estaba sombriamente ceñudo y miraba con recelo en torno suyo; don Diego se acercó á él sonriendo, pero, á pesar de su sonrisa, densamente pálido.

—Hermano, dijo asiéndole las manos con cariño; tengo que hablaros, y vosotros, señores dispensad; pero la repentina indisposicion de mi esposa, de que antes os he hablado y que me ha impedido asistir á la celebracion del casamiento, es mas grave de lo que yo creia y me obliga á suspender por el momento la fiesta de bodas.

Todos callaron, pero todos se pusieron de pié: habian comprendido que cortesmente se les despedia: uno tras otro, despues de algunas palabras vacías de sentido fueron despidiéndose.

Por último, el marqués de la Guardia se dirigió á don Diego.

—¡Diablo! dijo: siento en el alma la indisposicion de doña Elvira, pero de todos modos deseo que ello no sea nada y que pueda acompañarnos al bateo de mi hijo ó de mi hija cuando nazca... que debe ser segun los doctores, este mes: por lo demás si me necesitais para algun empeño, añadió en voz baja indicando con una rápida é intencionada mirada á Miguel Lopez, mirada que solo fue vista por don Diego, podeis contar con lo que puedo y con lo que valgo. Ya sabeis que somos antiguos amigos.

—Adios, marqués, adios, contestó don Diego estrechándole la mano: aprecio vuestra oferta, pero por ahora no os necesito sino para serviros.

El marqués despues de un expresivo apreton de manos á don Diego, de un galante saludo á doña Isabel, que le contestó maquinalmente, y de un frio y altivo saludo á Miguel Lopez, que casi no le contestó, salió de la cámara en la que quedaron solos don Diego, doña Isabel, su hermano don Fernando, que se paseaba pensativo, y Miguel Lopez que miraba alternativamente á doña Isabel y á don Diego, con la impaciencia de un lobo hambriento.

—¿Me querreis explicar lo que ha pasado esta mañana, don Diego? exclamó Miguel Lopez volviéndose todo hosco á su cuñado apenas quedaron solos.

—Eso significa, que no habiendo yo podido asistir á la ceremonia, envié á Ayala á avisaros que se efectuase sin mí.

—¿Y cual ha sido la causa de que no hayais podido asistir? replicó con un grosero acento de recelo Miguel Lopez: porque yo no creo en el mal de doña Elvira: creo mas bien en cierto mancebo, con quien segun me han dicho, os encontrásteis á la puerta de la casa.

—Veo que Ayala os ha dicho mas que lo que yo le habia mandado que os dijese. Pues bien ese mancebo...

—Ese mancebo es...

Don Diego interrumpió á tiempo á Miguel Lopez y acercándose á él le dijo rápidamente al oido.

—Ese mancebo es el emir de los monfíes de las Alpujarras.

—¡El emir de los monfíes de las Alpujarras! exclamó Miguel Lopez, sin cuidarse de recatar su acento.

—¡Una rebeldía contra el rey! exclamó toda trémula doña Isabel, que lo habia oido.

—¿Veis Miguel, veis lo que es obligar á los hombres á que digan ciertas cosas delante de las mujeres?

—Es que yo creo que se me engaña.

—Dejemos palabras duras que no deben sonar entre nosotros: amabais á mi hermana, mi hermana es vuestra, y no solo vuestra sino que...

—Me ama, si, si en verdad, dijo con amarga ironía Miguel Lopez.

—Os juro, señor, dijo doña Isabel con voz firme y tranquila, que nadie me ha violentado para que fuese con vos al altar.

—Pero habeis ido desesperada; como si hubierais ido á vuestros funerales; pálida, llorosa.

—Perdonad, señor, pero el estado que acabo de tomar... yo os juro que si vuestra felicidad está en mi mano sereis feliz, muy feliz... ¿no es esto amaros, señor... como os puedo amar ahora? mañana tal vez...

—¿Quién sabe lo que sucederá mañana? dijo Miguel Lopez, sin apearse de su dureza, aunque algo mas tranquilo, porque tenia fe en la virtud de doña Isabel.

—Por lo mismo que no sabemos lo que sucederá mañana, dijo don Diego, será prudente que por ahora no os veleis.

—¿Es decir que solo tengo á medias á doña Isabel?

—Debeis comprender que cuando esto os digo tendré motivos poderosos. Por ejemplo, mañana podreis morir.

—¡Oh! ¡no lo quiera Dios! exclamó cediendo á su natural virtud doña Isabel.

Miguel Lopez se dulcificó un tanto, interpretando de una manera falsa, por amor propio, la frase de doña Isabel en su favor, frase que tenia muy distinto sentido y que hizo estremecer á don Diego y á don Fernando.

—Nadie tiene la vida segura, dijo, y si á eso nos atuviesemos, jamás nos casariamos por temor de dejar á nuestra esposa viuda.

—Pues es muy posible que vos dejeis viuda á nuestra hermana, repitió don Diego.

—¡Ah! ¡eso no sucederá! exclamó levantándose doña Isabel pálida y con la mirada fija en su hermano porque le comprendia perfectamente: Dios no querrá que eso suceda.

—¿Y pensábais que mi hermana no os amaba? dijo don Diego.

—Pero en fin ¿qué peligro amenaza á... á mi esposo...? dijo doña Isabel haciendo un esfuerzo para pronunciar por la primera vez aquella palabra.

—Si, si, sepamos, dijo con acento duro y receloso, Miguel Lopez; sepamos qué peligro es ese, y si vuestras palabras son una amenaza ó un aviso.

—Siempre torceis las intenciones, Miguel, contestó con calma don Diego: ese peligro de muerte próximo, es amenaza como me amenaza á mí, á mi hermano, á nuestros parientes, á nuestros amigos, á todos los moriscos que tienen amor á la patria y fe en el Dios Altísimo y Único. En una palabra, Miguel: el edicto de don Carlos, promulgado antes de ayer y á un mismo tiempo, por decreto del emperador, en Granada y en las Alpujarras, ha indignado al emir de los monfíes, que ha venido en persona á mandarme que en el momento marchemos los mas que podamos á las Alpujarras.

—¡Oh! ¡si, si! ¡vais á rebelaros! exclamó doña Isabel.

—Hermana: dijo severamente don Diego: las mujeres deben callar y obedecer siempre, y mucho mas cuando se trata de ciertos asuntos... asuntos de que yo no hubiera hablado delante de vos á no haberme provocado Miguel.

—Pero vos no debeis rebelaros, hermano, exclamó con severidad doña Isabel: el rey os honra, sois cristiano, lo soy yo...

—¿Lo veis Miguel? repitió don Diego.

—Esposa mia, dijo Miguel Lopez, dejad que lo que Dios quiere que haya de suceder suceda y nada temais: si muero, por fortuna aun no me teneis tanto amor que mi muerte os desconsuele.

Y el acento de Miguel era amargamente irónico.

—Pero es que yo no quiero que murais...

—Ven, ven conmigo, hermana, dijo don Diego: perdonad un momento Miguel, voy á llevar á mi hermana junto á mi esposa á fin de que podamos hablar libremente.

Doña Isabel deseaba hablar á solas con su hermano y le siguió.

Apenas estuvieron en lugar donde de nadie podian ser oidos, doña Isabel dijo á don Diego:

—¿No te basta haber cometido un crímen enlazándome á ese hombre contra mi voluntad, sino que por razones que no acierto, quieres cometer otro? ¡hermano! ¡hermano! yo creo que esa rebelion es una mentira: que tú tienes otros proyectos.

—Mira, dijo don Diego que acababa de entrar en su aposento mostrándola la carta de Yuzuf—Al—Hhamar que le habia entregado Yaye.

Doña Isabel la tomó y la leyó.

Su contenido era el siguiente:

«En el nombre de Dios Altísimo y Unico, dador de la prosperidad y del infortunio: Muley Yuzuf Al—Hhamar, á su muy querido sobrino Sidy Aben—Humeya:—Un pacto sagrado existe entre nuestras familias: segun él, tu hermana doña Isabel, debe ser esposa de mi hijo Sidy Yaye. Acabo de renunciar en él mi corona y mi espada: Sidy Yaye, es desde hoy emir de los monfíes de las Alpujarras. El matrimonio concertado, debe, pues, efectuarse. Mi hijo me ha dicho, que tú, faltando al respeto que debes á la voluntad de tu padre, y al temor que mi poder debe inspirarte, has dispuesto de la mano de tu hermana. Mi hijo, el poderoso emir de los monfíes, te entregará por sí mismo esta carta. Si tu hermana es libre, rompe las obligaciones que con otro hayas contraido, y que doña Isabel sea esposa de mi hijo. Si, por desdicha, doña Isabel fuese de otro, ¡ay de tí y ay de él!—Yuzuf—Al—Hhamar.»

—¡Ah Dios mio! ¡Dios mio! exclamó doña Isabel: ¡con que no se llamaba Juan de Andrade! ¡con que es verdad que es moro, y ademas de moro es monfí!

Y doña Isabel se cubrió el rostro con las manos.

Debemos recordar, para que no parezca extraño el dolor de doña Isabel, que la palabra monfí significa salteador, bandido.

—Pues bien, dijo al fin la jóven alzando la frente radiante de dignidad: no hay motivo para que te arrepientas de lo que has hecho, porque por mas que yo le haya amado, por mas que á mi despecho le ame, jamás, aunque quedase viuda, me casaria con un rey de bandidos: con un hombre que ha rechazado mi mano... que me ha dejado cruelmente abandonada á mi destino... no, no, y cien veces no.

—Ese hombre está muriendo por tí.

—¡Muriendo por mí! exclamó aterrada doña Isabel.

—Ven, añadió don Diego, y abrió la puerta secreta, descendió rápidamente las escaleras llevando á su hermana asida de la mano, y entró con ella en el aposento donde habia dejado á Yaye y á su esposa.

Doña Elvira, que estaba arrojada sobre el lecho de Yaye que deliraba, se levantó al sentir los pasos de don Diego y de doña Isabel.

—Y bien, ¿traeis ya al médico? exclamó con impaciencia.

—Acaso, acaso señora, contestó don Diego adelantando con doña Isabel.

—¡Ah! exclamó doña Elvira al ver á doña Isabel, al mismo tiempo que esta al ver á Yaye postrado en el lecho, con el semblante lívidamente pálido y los ojos desencajados y fijos, lanzaba un grito de espanto, emanacion involuntaria de su alma.

—¡Está muriendo por vos, y pensais en la vida de otro hombre, hermana! dijo don Diego.

Doña Isabel cayó de rodillas, y don Diego, aprovechando aquella ocasion, salió y cerró la puerta dejando á las dos mujeres encerradas con Yaye.

Poco despues, y al mismo tiempo que entraba un médico anciano en la habitacion donde estaba Yaye, salian de Granada á caballo y á la ligera, don Diego de Válor, su hermano don Fernando y Miguel Lopez, acompañados de algunos lacayos armados á la gineta.

Capítulo VIII. ¡El emir se ha perdido!

El médico declaró que la enfermedad de Yaye era peligrosa, y que se necesitaba sumo cuidado, gran reposo para el enfermo, y sobre todo la ayuda de Dios.

Lo primero que hizo doña Elvira, cuidando de que Yaye tuviese todo el reposo necesario, fue sacar del subterráneo á doña Isabel.

Esta se encontraba en el estado mas terrible en que podia encontrarse una mujer.

Lo que primero la aterraba era el estado de Yaye; despues el crímen que habia comprendido meditaban sus hermanos contra Miguel Lopez, luego, en fin, los zelos.

Los zelos, porque habia adivinado en un solo momento que su cuñada doña Elvira amaba á Yaye.

Ella le amaba tambien; habia sacrificado su cuerpo pero no su amor: no podia confesarle ante los hombres, pero podia guardarle en el fondo de su alma, como en un santuario.

Doña Elvira se habia abrogado enteramente el cuidado del enfermo: es cierto que doña Isabel no podia estar junto á él ¿pero acaso, doña Elvira no era tambien una mujer casada?

¿Acaso no amaba á Yaye?

Porque doña Isabel con ese delicado instinto de la mujer que ama, habia comprendido á primera vista que doña Elvira amaba á Yaye.

Ella le hubiera asistido con la pureza de un ángel.

Y sobre todo lo que mas importaba á doña Isabel en aquellos momentos era su vida.

Sin embargo ni una palabra dijo á doña Elvira.

Ni una sola vez la preguntó por el estado del enfermo.

Aquella noche el anciano Abd—el—Gewar, llegó á la puerta de la casa y llamó.

Abriéronle y preguntó por don Diego.

Dijéronle que habia salido á un corto viaje.

Entonces preguntó por un caballero que aquella mañana habia entrado en la casa.

Contestáronle que habian entrado muchos caballeros, y que nada le podian decir.

Al dia siguiente Abd—el—Gewar llamó de nuevo y pidió hablar con doña Elvira: fue introducido.

Doña Elvira contestó á sus preguntas que nada sabia de tal persona.

Abd—el—Gewar escribió inmediatamente al emir.

«Poderoso señor: tu hijo ha desaparecido el mismo dia del casamiento de doña Isabel de Válor con Miguel Lopez: no sé nada de su paradero, pero le busco de una manera incansable: suceden cosas extrañas. Don Diego y don Fernando de Válor, han salido con Miguel Lopez ayer por la mañana y á la ligera, sin que se sepa á donde han ido. Doña Isabel ha quedado casa de su hermano don Diego. No me atrevo á moverme de Granada: espero tus órdenes. Mi esclavo Kaid dice que tu hijo entró ayer casa de don Diego, pero que no sabe si ha salido ó no, por que estuvo apartado de la casa algun tiempo. Guárdete Allah:—tu vasallo Abd—el—Gewar.»

A los tres dias recibió el anciano la contestacion siguiente:

«Noble y virtuoso Abd—el—Gewar: don Diego y don Fernando de Válor han cometido un crímen contra su cuñado Miguel Lopez: los tengo en mi poder y espero saber de ellos el paradero de mi hijo: en cuanto á este tengo formado mi plan: te envio diez de mis monfíes que mas conocimiento tienen de la ciudad para que indaguen su paradero; este y el asesinato de Xerif—ebn—Aboó es obra de ese bandido miserable de ese don Diego de Válor; ¡Ay de él si muere mi hijo!

Capítulo IX. En que se sabe lo que hicieron con Miguel Lopez don Diego y don Fernando de Válor.

Retrocedamos al momento en que los dos hermanos y Miguel Lopez salieron de Granada.

Los tres ginetes, acompañados de cuatro lacayos tomaron á buen paso el camino de las Alpujarras: al llegar al Suspiro—del—Moro, don Diego de Córdoba revolvio el caballo y miró á la distante ciudad.

—¡Granada! ¡Granada! exclamó: hace cincuenta y cinco años, se detuvo en este sitio el cobarde Boabdil y lloró por que te habia perdido: hoy me vuelvo yo para jurarte que si Dios me ayuda y á despecho de mis enemigos, tú volverás á ser la ciudad querida del Profeta, y yo... yo seré tu rey.

—¡Hum! dijo Miguel Lopez, que estaba de muy mal humor; creo, hermano, que os olvidais muy pronto del poder del emir de las Alpujarras.

—¡Ah! ¡el emir de los monfíes! ¿y creeis que el emir tenga mas poder que yo?

—¡Si!

—¿En qué os fundais?

—En que él manda y vos le obedeceis. Y sino ¿por qué hemos abandonado tan de improviso á Granada...? ¿por qué vagan allá entre las faldas de la sierra, como cabras sueltas, ciertos hombres, que Dios me confunda sino son gente que tienen mas de una razon para temer á las justicias de las villas y á los cuadrilleros de la Santa Hermandad? ¿y para qué sino habeis hecho que se adelante uno de vuestros lacayos?

—En cuanto á lo primero, Miguel, ya sabeis que hay momentos en que nos vemos obligados á doblegarnos: el edicto del emperador ha exasperado los ánimos: en Granada ya sabeis que no puede hacerse nada sin que lo noten la Inquisicion y la chancillería, cuyos alguaciles y espias tienen siempre los ojos puestos en nuestras casas, los oidos donde quiera pueda levantarse la voz de un morisco. El golpe vendrá de afuera, de las Alpujarras: mañana, pasados dos dias... ¿quien sabe si esta misma noche? puede acercarse un ejército á los muros de Granada, penetrar en ella, sorprendiendo el descuido de los cristianos que nos creen puestos en temor, y arrebatarles la ciudad. Por lo mismo y puesto que el emir (que ahora es el que cuenta con mayor poder) nos ordena que nos presentemos á él, nos es forzoso obedecer. Si, como decis, vagan monfíes en las próximas quebraduras, esto nos indica que nuestro viaje acaso no será muy largo, y en cuanto á lo de haber mandado á un lacayo que se adelantase, ya sabeis que cuando se quiere tener lecho y comida en una venta de las Alpujarras es necesario prepararlo de antemano.

—Si, si, dijo Miguel Lopez que no habia perdido enteramente su desconfianza; ya sé que habeis cursado algunos años en Salamanca, que sois muy letrado y que para todo encontrais una buena salida. Pero os advierto que si pensais hacerme una traicion...

—¿Que decís Miguel? exclamó don Fernando de Válor con acento amenazador, porque, mas jóven que su hermano y menos sufrido, no sabia contenerse como él: ¿sabeis, amigo mio, que no parece sino que vos sois nuestro señor y nosotros unos miserables esclavos obligados á sufrir vuestras insolencias, y que ya se me va acabando el sufrimiento?

—Pues aunque se os acabe de una vez, mi buen hermano, dijo Miguel Lopez, os advierte que voy prevenido, y que no os será tan fácil dar cuenta de mi para dejar á vuestra hermana viuda.

—¿Es decir, exclamó don Fernando, desatendiendo una significativa mirada de su hermano, es decir que creeis que os hemos sacado fuera de Granada para asesinaros?

—Todo pudiera ser.

—¡Ira de Dios! exclamó don Fernando poniendo mano á su espada y lanzando su caballo hácia Miguel Lopez, que desnudó á su vez.

Don Diego se interpuso.

—¿Estais locos? exclamó; mi hermano no ha comprendido todavía, Miguel, que sois un hombre intratable, y que el miedo de que hagan con vos, lo que vos seriais capaz de hacer con otro y lo que acaso mereceis, os turba la razon y os hace decir locuras: ¿para qué diablos habíamos de haberos casado con nuestra hermana si pensásemos en mataros?

—¡Hum! pronunció Miguel Lopez con desconfianza.

—Por lo mismo que con vos no se puede hablar sin peligro, añadió don Diego, os advierto que durante la jornada no os dirigiremos ni mi hermano ni yo una sola palabra. Envaina tu espada, Fernando; envaina la vuestra Miguel, y marchad detrás, delante, ó á nuestro lado, como mejor os convenga; espero en Dios que pronto nos conocereis mejor y que nos ahorraremos estas desagradables contestaciones.

—¡Hum! repitió Miguel Lopez; y envainando su espada, echó su caballo por un costado del camino. Don Fernando envainó á su vez y siguió por el centro del camino al lado y á la derecha de su hermano.

Y asi, en ese silencio forzado y hostil de personas que se ven obligadas á estar juntas y no se encuentran en buena inteligencia, siguieron caminando á buen paso. Este silencio no se interrumpía sino de tiempo en tiempo por la voz de alguno de los ginetes que alentaba á su caballo, por el cantar de algun romance morisco que entonaba don Fernando, justificando aquel antiguo proverbio que dice que cuando el español canta, ó rabia ó no tiene blanca, ó cuando, encontrándose nuestros viajeros con alguna recua, les saludaban los traginantes quitándose respetuosamente el sombrero y les decian:

—Dios guarde á vuesamercedes.

A lo que don Diego contestaba con esa benévola altivez de los grandes:

—¡Vaya con Dios la gente honrada!

Fuera de estos casos no se pronunciaba una sola palabra.

Pero aunque no se hablaba, cada cual iba revolviendo dentro de sí una máquina de pensamientos: en particular don Fernando, á quien su hermano no habia tenido ocasion de comunicar sus proyectos respecto á su cuñado mas que por algunas rápidas palabras, ansiaba que una casualidad cualquiera le pusiese en la posibilidad de dar una buena estocada á aquel Miguel Lopez tan zafio, tan grosero, tan violento, y que, de una manera tan extraña para don Fernando, porque no conocia los secretos de su hermano, se habia introducido en la familia.

Asi silenciosos y mohinos, habiendo invertido todo el dia en la jornada, llegaron cerca de Orgiva á una venta situada en el recodo de un camino y flanqueada por altas y peladas rocas.

El sol tocaba al horizonte y su dorada y lánguida luz se perdia á lo lejos bajo las frondas de un espeso olivar que se veia en el fondo de un pequeño valle, entre una abertura de las breñas; al occidente, recortando fuertemente sobre el rojo color del cielo su oscura silueta se veian Orgiva y su castillo: por el opuesto lado la vista se detenia ante un monte cubierto enteramente de naranjos y limoneros.

Parecia que la venta se habia buscado exprofeso, oculta, por decirlo asi, en un recodo de un camino pendiente y en un seno de la montaña. Por todas partes se veian breñas: oíase en ellas el áspero graznar de las águilas que anidaban en las cimas, y á lo lejos el ruido de la violenta corriente del río de Orgiva.

El lacayo, que habiéndose adelantado, esperaba á la puerta de la venta á su señor, se acercó y le tuvo el caballo; al mismo tiempo el ventero, mozo fornido y de mala catadura, adelantó sombrero en mano.

—Bien venidos sean vuestras señorías á mi casa, dijo el ventero; este buen mozo, añadió señalando al lacayo, me ha avisado de antemano y nada falta.

Pareció como que se cruzaba una mirada de inteligencia, pero rápida y casi imperceptible, entre don Diego y el ventero.

—¿Decís que nada falta? preguntó don Diego.

—Nada de cuanto se me ha pedido, contestó con desenfado el ventero: es verdad que ha sido necesario ir á buscarlo algo lejos; pero ello es que nada falta, nada.

—¿Y qué quiere decir que nada falta? dijo Miguel Lopez con recelo.

Miró fijamente el ventero al que le preguntaba.

—No faltan ni buen lecho, dijo, ni buena cena, ni buen aposento: ¿qué mas quiere tener el hidalgo en medio de un camino?

—Menos palabras y mas obras, contestó siempre con su tono agresivo Miguel Lopez, y puesto que teneis buena cama, y buena cena, dadnos cuanto antes de cenar á fin de que cuanto antes podamos dormir.

El ventero desapareció hácia el interior y los lacayos desaparecieron con él, sin duda para ayudarle en los preparativos.

—¿Sabeis lo que pienso Miguel? dijo don Fernando.

Miró con atencion y descaro Miguel Lopez al jóven como diciéndole:

—¿Y bien qué pensais?

—Pienso, continuó don Fernando, que despues de las villanas sospechas que habeis concebido acerca de nosotros, no debemos permitir que durmais en el aposento en que nosotros durmamos.

—¡Eh! ¡tanto me da!

—¡Si insistís!

—Creo que he hecho muy mal en salir de Granada.

—¡Os afirmais, pues, en vuestras dudas! pues bien: dormireis en aposento aparte... ó si os place mejor... Orgiva está cerca; en ella teneis, no solo conocidos y amigos, sino parientes: seguid hasta Orgiva, si os place: pero si tal haceis, os rogamos que no digais á alma nacida que paramos en esta venta: cuando se anda en empresas arriesgadas toda precaucion es poca.

—Me quedo, dijo Miguel á quien sin duda daba vergüenza llevar el temor hasta el extremo.

—Pues si os quedais, tomad aposento aparte.

—Le tomaré.

—Entonces, pues, no hablemos mas, y como creo que la cena nos espera entremos y cenemos.

Entraron y en el fondo del zaguan en un cenador que daba á un huerto, se sentaron alrededor de una mesa servida, y asistidos por los lacayos y por el ventero, empezaron á cenar en silencio.

Concluida la cena cada cual se retiró á su aposento.

La venta quedó envuelta en el mas profundo silencio.

Avanzó la noche.

A las ánimas tocaban las campanas de la iglesia de la cercana villa de Orgiva, cuando el mismo ventero que tan ligeramente hemos descrito, se levantó de junto á una mesa sobre la cual habia estado dormitando hasta entonces, ocultó la lámpara de hierro que le alumbraba, y en paso recatado atravesó el zaguan, abrió la puerta de la venta, la cerró de nuevo, atravesó el camino en direccion opuesta á Orgiva, y muy pronto se encontró marchando á largo paso entre las quebraduras.

Trepaba por uno de esos barrancos que suben por las faldas de las montañas y que al fin se extinguen, se pierden, se borran, acabando en punta, como si fueran un pliegue del terreno; cuando llegó á la parte media se detuvo en la oscura grieta de una caverna, y lanzó un silbido tan leve como el de una culebra.

A aquel silbido contestó otro en el interior.

—¡Ah! ¿estais ya ahí? dijo el ventero.

—Si, si, pardiez, Reduan, dijo una voz áspera: y no alcanzamos por qué razon nos has hecho esperar en la cueva, cuando hubiéramos estado mucho mejor en la venta.

—Cada cual sabe lo que se hace, contestó el llamado Reduan. ¿Cuántos sois?

—Seis, que creo que bastamos para cualquier empeño de honra. ¿De qué se trata?

—De ganar cien doblones, dijo Reduan, á quien habian rodeado seis sombras que debian ser la de seis membrudos cuerpos de monfíes.

—¿Y qué hay que hacer para ganar esos cien doblones? dijo uno de ellos.

—¡Poca cosa! matar un hombre.

—¡Ah! ¡pues si no es mas que eso...! ¿y donde está ese hombre?

—En mi casa.

—¡Ah! ¿es acaso el hombre que acompañaba hoy por el camino á don Diego y á don Fernando de Válor?

—El mismo. Pero tú debes conocer á ese hombre, Farix, añadió Reduan dirigiéndose al que habia hablado.

—Si por cierto; es el renegado Miguel Lopez, á quien tengo grandes deseos de antecoger delante de mi ballesta. Es un traidor.

—¿Y cómo sabeis vosotros que Miguel Lopez acompañaba á don Diego y á don Fernando de Válor?

—Esta mañana el wali Harum nos ordenó en nombre del poderoso emir, que observásemos el camino, sin dejar de reparar si iban ó venian golillas, hidalgos ó soldados.

—Es verdad: se nos aprieta tanto por ese endiablado rey de España, que será necesario romper por todo y hacer lagos de sangre cristiana para bañarnos en ella. Dia llegará en que... pero por ahora pensemos en nuestro negocio: el asunto de que se trata es un asunto particular de don Diego de Córdoba y de Válor. Ya sabeis que es pariente del emir, y que estamos obligados á servirle, sobre todo, cuando tan bien lo paga.

—Es muy justo.

—Pero importa que nadie sepa que le hemos servido. Ya sabeis que el emir castiga á sangre toda muerte que se hace, como no sea en combate ó por órden expresa.

—¿De modo que á don Diego le estorba ese renegado?

—Algo debe de haber: lo que yo sé es que á media tarde llegó un lacayo de don Diego y me dió una carta: aquella carta decia en arábigo: «Es necesario que, para servicio de Dios y del emir, tengas prevenidos para esta noche algunos de los monfíes mas valientes que se encuentren por los alrededores.» Os avisé. Despues llegaron don Dieg, don Fernando y Miguel Lopez. Cenaron, y luego Miguel Lopez se encerró en un aposento aparte y en otro los dos hermanos. Los lacayos se fueron al pajar: yo entonces subí al aposento de don Diego por la ventana del cuarto, segun me lo habia dicho don Diego, aprovechando un descuido del Lopez, que se muestra muy receloso, y cuando estuve dentro me dijo que os ofreciera cien doblones por matar un hombre y que, si consentiais, os llevase al huerto y que él mismo hablaria con vosotros. Puesto que consentís seguidme.

Los monfíes siguieron en silencio á Reduan, descendieron á una rambla y á través de algunas quebraduras llegaron á las bardas de un huerto, y uno tras otro las saltaron con la agilidad y el silencio del gato montés.

Apenas habian desaparecido entre las quebraduras, cuando salió de la cueva otro hombre que, sin duda, habia estado oculto en su fondo entre las tinieblas, por lo que los monfíes no habian reparado en él.

—¡Oh! ¡oh! dijo aquella sombra: se trata de un asesinato infame. Pues bien, es necesario impedir ese crímen.

Y se puso en seguimiento de los monfíes, pero á larga distancia y recatándose.

Miguel Lopez, entre tanto, velaba, entregado á encontrados pensamientos; parecíale por una parte que su recelo era infundado: por otra un secreto instinto le decia que desconfiase, y entre seguridad y desconfianza, llegó hasta las ánimas sin acostarse, dando paseos á lo largo del aposento y lanzando de tiempo en tiempo una feroz mirada á los pedreñales (pistolas se llaman ahora), que tenia sobre la mesa.

Pero acordóse una y cien veces que tenia sujeto á don Diego por medio de prendas que podian perderle; que para atentar á su vida no hubiera esperado á hacerle esposo de su hermana, y sobre todo, que despues del aprieto en que ponia á los moriscos el edicto del emperador, nada tenia de extraño que el emir de los monfíes hubiese llamado al morisco mas influyente de Granada, y que este morisco, es decir, don Diego, se prestase dócil y aun voluntariamente á obedecer las órdenes del emir.

Estos pensamientos le tranquilizaron algun tanto: dilatáronse las profundas rugas que hasta entonces habian plegado su frente, y su imaginacion tomó un rumbo distinto. Acordóse de su desposada, de la hermosa doña Isabel, de quien tan brúscamente habia sido separado: representóse en su imaginacion la alegre fiesta de bodas que indudablemente hubiera tenido lugar aquella misma noche, á no haber mediado el urgente mandato del emir de los monfíes. Sucesivamente fueron pasando por su imaginacion cien tentadoras imágenes, cien esperanzas defraudadas por el acaso, ese eterno burlador de la dicha humana; suspiró ruidosamente, y, no teniendo otra cosa que hacer, se recogió al lecho, y perdido de todo punto su recelo, reconcentró su pensamiento en el recuerdo de doña Isabel, y poco despues dormia y soñaba.

Pasaron una, dos, tres horas. La luz del belon que habia dejado el ventero, empezó á debilitarse falta de pábulo; osciló algunos momentos y al fin se apagó.

Luego solo se oyó el poderoso aliento producido por el pecho de toro de Miguel Lopez, que continuaba durmiendo.

Si no hubiera dormido tan profundamente, hubiera podido percibir cierto leve murmullo de voces que hablaban juntas, que cesaban, que volvian á escucharse, que se acercaban, que se alejaban. Hubiera percibido, al fin, los pasos de una persona que se acercaba recatadamente, que se detenia junto á la puerta y escuchaba, retirándose despues: hubiera oido, por último, unos pasos mas fuertes que cesaron delante del aposento; luego ruido de pisadas de caballo y cierto tráfago en la parte baja de la venta: pero Miguel Lopez nada de esto oyó, y fue necesario que diesen sobre la puerta tres fuertes golpes para que despertase.

—¡Voto á mil legiones! exclamó; me han quitado el sueño mas hermoso del mundo; como que me figuraba que...

Miguel Lopez concluyó con un ruidoso suspiro estas frases que habia pronunciado medio dormido, y luego, notando que la luz se habia apagado, se levantó de un salto, tomó á tientas uno de los pedreñales que habia puesto sobre la mesa, y dijo con voz ronca y amenazadora:

—¿Quién va?

—¿Quién ha de ir ni venir? dijo detrás de la puerta la voz de don Diego de Válor: vestios pronto hermano, que suceden grandes cosas.

—¡Ah! ¿sois vos, don Diego? dijo dejando el pedreñal sobre la mesa Miguel Lopez; pues bien, creo que puedan suceder grandes cosas y que sea necesaria gran diligencia; pero si quereis que me vista pronto, entrad y dadme luz: la mia se ha apagado.

Abrió la puerta el morisco, y don Diego entró con una vela de sebo encendida, puesta en una palmatoria de barro cocido.

—¿Qué hora es, hermano? preguntó soñoliento Miguel Lopez.

Don Diego sacó de entre su ropilla un enorme reloj de oro semiesférico, objeto de gran lujo en aquel tiempo, y dijo consultando la muestra:

—Las doce y veinte minutos.

—¿Y podemos fiarnos de ese embeleco?

—Como que está fabricado en Bruselas, y es mas seguro que la máquina de la torre de Santa María de la Alhambra.

—En efecto, muy grave debe de ser el asunto que nos hace madrugar tanto, dijo Miguel Lopez atacándose los gregüescos.

—Como que tenemos encima al emir.

—¡El emir!

—Sí, el emir con seis mil monfíes, que adelanta hácia Granada, á la que piensa llegar antes del amanecer.

—¡Diablo! ¡diablo! ¿es decir que hoy mismo tendremos batalla?

—Es mas que seguro; por lo mismo importa que nos preparemos cuanto antes: en Cádiar hay un capitan del rey con algunos soldados y un alcalde con treinta cuadrilleros: es necesario sorprender á esa gente para que no puedan dar aviso á Granada y prevenir á nuestros enemigos. Asi, pues, acabaos de ajustar las agujetas del jubon y á caballo.

—¿Os ha enviado algun correo el emir? dijo Miguel Lopez acabándose de apretar las hevillas de las espuelas.

—Sí, sí por cierto; me ha enviado uno de sus walíes.

—¿Y dónde está ese walí?

—Ha partido con toda diligencia á poner en armas las taifas de monfíes de la taha de Lanjaron, donde tambien hay gente del rey.

—Pero os habrá dejado á lo menos un guia.

—No, pero me ha avisado el lugar donde podré encontrar al emir.

—¿Y qué lugar es ese? dijo Miguel Lopez saliendo con don Diego de la habitacion.

—A un tiro de arcabuz de Orgiva, en el lecho del rio.

—Vamos, pues.

Por prudencia, segun creia Miguel Lopez, no hablaron ni una palabra mas. Bajaron tranquilamente las escaleras, don Diego pagó el gasto al fingido ventero, y él, Miguel Lopez y don Fernando de Válor, montaron en los caballos que les tenian los criados, y seguidos de estos, tambien á caballo, salieron de la venta y tomaron ostensiblemente el camino de Orgiva.

La noche era un tanto clara, y lo hubiera sido enteramente merced á la luna, á no ser por los densos nubarrones que cruzaban el espacio: de cuando en cuando se veia lucir un relámpago en lontananza, allá entre las profundas quebraduras, y empezaban á escucharse truenos lejanos.

—Famosa noche ha elegido el emir para su empresa, dijo Miguel Lopez que caminaba delante, y que al parecer habia perdido hasta la última sombra de recelo.

—Guardad silencio, hermano, dijo don Diego, que no sabemos quién puede escucharnos, y aguijad vuestro caballo á fin de que lleguemos pronto. Hasta que nos encontremos al lado del emir y entre los monfíes, nos hallamos en peligro.

Y para dar el ejemplo, don Diego aguijó su caballo y pasó adelante.

Los tres ginetes y los lacayos siguieron marchando en silencio.

A poca distancia de la poblacion, don Diego revolvió su caballo y empezó á descender por un oscuro sendero, perdido en la penumbra de un profundo barranco, formado por la abertura de dos montañas; á medida que adelantaban se percibia mas distintamente el ronco ruido de la corriente del rio de Orgiva, corriente rapidísima á causa del gran desnivel del terreno; el fondo del barranco, por el centro del cual corria, saltando entre las breñas, un arroyo, se iluminaba de tiempo en tiempo por la brillante y fugitiva luz de un relámpago.

Hallábanse á la mitad de la garganta, cuando, de repente, el caballo de don Diego se detuvo, lanzó un relincho agudo y resistió á la espuela.

—Debemos estar cerca del emir, dijo Miguel Lopez; vuestro caballo siente las yeguas.

—¡Callad! ¡callad en nombre de Dios! exclamó don Diego; callad y detened vuestros caballos.

—¿Pues qué sucede? dijo Miguel Lopez.

El zumbido de un venablo que pasó cortando el aire por cima de las cabezas de nuestros personajes, fue la contestacion que obtuvo Miguel Lopez: don Diego, su hermano y los lacayos, se habian lanzado con las espadas desnudas en la direccion que parecia haber traido el venablo.

—¡Ah! ¡Dios de Dios! exclamó Miguel Lopez, echando mano á sus pedreñales; esta es, sin duda, ó una traicion de esos miserables, ó un mal encuentro con bandidos: pues bien, es necesario vender cara nuestra vida.

Y apeándose del caballo, porque el terreno era mas á propósito para defenderse á pié que cabalgando, llevó al animal hasta una breña y se parapetó con el.

Pero apenas habia tomado posicion, cuando nuevos venablos pasaron silbando, y el caballo cayó desplomado, como si le hubieran herido en el corazon ó en la cabeza.

Miguel Lopez no tuvo tiempo mas que para disparar uno de sus pedreñales sobre algunos bultos, al parecer de hombres, que adelantaban rápidamente hácia él, saltando por cima de las quebraduras.

En aquel momento brilló un relámpago y Miguel Lopez vió que los que le acometian eran monfíes.

Pero tambien vió, antes de que se extinguiese la rápida llamarada del fuego, que uno de aquellos hombres habia saltado sobre su terreno y caido herido por una saeta, cuyo silbido parecia marcar que quien la habia disparado estaba á espaldas de Miguel Lopez, y frente á los monfíes.

La suerte de su compañero irritó á los monfíes, que se lanzaron dando alaridos de rabia sobre Miguel Lopez: este no tuvo tiempo de ver mas; sintió sobre sí aquellos hombres, luego la aguda punta de sus puñales en el pecho y se desmayó.

Cuando volvió en sí se encontró fuertemente vendado y postrado en un lecho en un lugar extraño.

El espacio en que se encontraba era un aposento cuadrado, abovedado segun las líneas de la arquitectura árabe, y revestido de una argamasa reluciente, á la que el tiempo habia dado un color gris negruzco.

En aquel espacio no habia mas muebles que un arcon pintado de negro, una mesa de nogal y dos sitiales. Sobre la mesa habia un belon de cobre, dos de cuyos mecheros encendidos, alumbraban todo lo que hemos descrito: ademas, sobre aquella mesa habia un crucifijo negro, algunos libros en folio, y yerbas, trapos blancos, hilas, vasijas y redomas.

Nada mas habia en esta habitacion, ni Miguel Lopez pudo reparar en todo esto, á causa del estado de desvanecimiento y de debilidad en que se encontraba.

Reparó, si, que estaba absolutamente solo, que no se percibia ruido alguno, y que aquella habitacion no tenia otro respiradero que una puerta estrecha, de arco de herradura, en la cual empezaba una escalera que ascendia.

Aquel espacio era sin duda un subterráneo.

La perplejidad mas natural, el temor mas lógico, asaltaron la imaginacion de Miguel Lopez: á causa de la debilidad en que le habian constituido sus heridas, apenas recordaba confusamente lo que le habia acontecido antes de acometerle los monfíes: la primera pregunta que se hizo á sí mismo, fue la de quién le habia herido, y quién le habia llevado allí.

Pero como no veia persona alguna que aclarase sus dudas, pretendió salir de ellas provocando la llegada de alguno.

—¡Ah de casa! exclamó; pero con acento tan débil que hubiera sido imposible oirle á pocos pasos de distancia.

El esfuerzo que hizo para hablar le causó un dolor agudo en el pecho.

—¡Ah! murmuró. ¡Alma del diablo! ¡pues estoy herido y no como quiera, sino gravemente! ¡herido en el pecho...! ¿y quién ha podido herirme?

Hizo un esfuerzo Miguel Lopez para evocar sus recuerdos y como los recuerdos obedecen á la voluntad, y la voluntad de Miguel Lopez era poderosa, lentamente fueron eslabonándose sus ideas y al fin recordó de todo punto lo que le habia acontecido.

—¡Los miserables! exclamó: ¡si, si! ¡no hay duda! ¡ellos han sido! Esta mañana han pasado en aquella casa cosas extrañas: el mancebo que se presentó á don Diego, segun me dijo Ayala... aquel hermoso mancebo que ha sido amante de doña Isabel... y luego el pretexto de don Diego de que nos llamaba el emir... nuestra detencion en una venta sospechosa... y despues los monfíes... si, si, ellos han sido... ellos que me han sacado de Granada para asesinarme... ¿pero cómo se ha atrevido don Diego, sabiendo que tengo en mi poder pruebas que pueden perderle...? ademas, ¿quién me ha traído aquí...? ellos no deben de haber sido: hubieran acabado de asesinarme... ¿los monfíes? los monfíes no se hubieran tomado el trabajo de curarme las heridas. ¿Quién ha sido, pues?

Este razonamiento, demasiado largo para el estado en que se encontraba Miguel Lopez, le desvaneció, volvieron á embrollarse sus ideas y recayó en su postracion.

En medio de ella notó el ruido de los pasos de una persona que descendia por la escalera que empezaba en la puerta: luego vió brillar una luz sobre la argamasa abrillantada del muro, y al fin descendió y entró en la habitacion un hombre.

Todo esto lo veia de una manera fantástica, por decirlo asi. Aquel hombre era alto, esbelto y vestia un trage de campaña castellano: acercóse levemente al lecho y examinó con una fria atencion al herido.

Luego fue á la mesa, tomó una taza que habia sobre ella é hizo beber algunas gotas de su contenido á Miguel Lopez.

Este sintió calmarse la ardiente sed que le devoraba, y haciendo de nuevo un poderoso esfuerzo de voluntad, logró fijar sus ideas y ver claro.

Entonces pudo hacerse cumplidamente cargo de la persona que habia entrado en el aposento.

Era un hombre alto, esbelto, fuerte, ágil, moreno, con grandes ojos negros, cabellos ensortijados y barba escasa y corta: á primera vista podia decirse que no era español, ni menos morisco: diferencias esenciales de raza lo demostraban; su mirada era móvil, astuta, recelosa, en contraposicion de la fija penetrante y franca mirada de los hombres oriundos de Arabia: su color no era el moreno y pálido color de los hijos de esta raza, sino un moreno dorado, encendido, vigoroso; su frente, un tanto deprimida, sus cejas sutiles, el óvalo de su rostro demasiado prolongado, todo demostraba en él un extranjero.

En cuanto á su vestido ya hemos dicho que pertenecia á la moda de los hidalgos castellanos, aunque se notaban en él algunas singularidades: llevaba en la cabeza una gorra de paño color de hoja seca, plegada al lado izquierdo por un herrete de acero; debajo de un capotillo casi burdo en el exterior y forrado en el interior por pieles blancas de cordero, llevaba un coleto de ámbar exactamente igual á los que usaban por aquel tiempo los soldados de los tercios viejos de España: este coleto estaba sujeto en la cintura por un talabarte de cuero de Córdoba, color de avellana, de dobles tirantes, del que pendia una espada corta y ancha y un puñal á la derecha; pendiente del mismo talabarte, llevaba á manera de limosnera una bolsa de piel de zorra; los gregüescos eran de paño de igual color y calidad que el de la gorra, sin cuchilladas, lazos ni adornos, y por último, sus fuertes calzas atacadas de lana azul, estaban cubiertas, desde sus piés y hasta media pierna, por unas abarcas y los ligamentos de estas.

Este hombre parecia contar cuando mas, á juzgar por las apariencias, cuarenta años; se desprendia de él un no sé qué de noble y poderoso, y su trage le sentaba á las mil maravillas.

Observó profundamente al herido, y como viese que Miguel Lopez hacia esfuerzos por hablar, le dijo con esa voz llena de autoridad de los mas fuertes, y con marcado acento extranjero, aunque en buen castellano:

—Os prohibo que hableis: en ello os va la vida: reposad.

Y sin decir mas, se separó del lecho, tomó un taburete, le puso junto á la mesa, se sentó dando la espalda á Miguel Lopez, tomó uno de los libros en folio que habia sobre la mesa y se puso á leer.

Quien hubiera arrojado una ojeada sobre aquel libro, hubiera visto que era una magnifica copia en latin de la Santa Biblia, y que el extranjero leia en ella un pasaje del libro de Job.

Era aquel el pasaje en que Dios arrebata á Job sus hijos.

Durante mucho tiempo, Miguel Lopez estuvo contemplando con ansiedad al extranjero, que leia en silencio, y sin atreverse á hablarle, puesto en temor por la autoridad de su palabra y por lo grave de su pronóstico.

Al fin, como emanado de un lugar distante y á través de los muros, se oyó el toque de una corneta: entonces el extranjero cerró la Biblia, se levantó, fué al lecho y contempló profundamente al herido, que tenia fijos en él los ojos, dilatados á un tiempo por la curiosidad y el temor.

—¿Quién sois? dijo Miguel Lopez.

—Nada os importa quien yo sea, contestó el desconocido; pero si os importa mucho el reposar: no hableis: tiempo sobrado tendremos de hablar mas adelante: el hablar os cuesta un esfuerzo y ese esfuerzo os es muy dañoso: estais gravemente herido: esperad: voy á daros una medicina que os servirá de mucho.

Dicho esto fué á la mesa, tomó una redoma de vidrio, vertió parte de su contenido en un vaso de la misma materia, fué al lecho y dió á beber un líquido blanco y un tanto espeso al herido.

Despues se quedó observándole: lentamente se fueron cargando los ojos de Miguel Lopez y al fin se durmió.

Entonces el extranjero fué á la mesa y encendió la lámpara con que habia venido alumbrándose, á tiempo que sonaba de nuevo y mas de cerca la corneta.

—Mucha impaciencia es esa, dijo, y debe suceder algo importante: veamos lo que es.

Y trepó por las escaleras, llegó á su fin á una puerta chata, cerrada por una sola hoja forrada de hierro mohoso, que el extranjero abrió, saliendo á un pasadizo oscuro y abovedado: cerró de nuevo, corrió un cerrojo, le afianzó con dos vueltas de una llave que sacó de su bolsa, y luego adelantó por la mina, que era tortuosa y á trechos ascendia ó descendia: á un lado y otro quedaban otras galerías: al fin se vió una claridad fria al fin de la mina, y cuando el extranjero salió de ella, entró en una caverna anchurosa, por cuya boca penetraba la luz del alba: aquella gruta estaba encubierta y como defendida por una espeso robledal, que coronaba la cumbre de una colina.

Entonces se escuchó por tercera vez la corneta, pero de una manera vibrante, enteramente perceptible y á poca distancia.

El extranjero apagó la lámpara, la ocultó en una grieta de la caverna y sacó de esta grieta un largo arco de acebo y algunas saetas que atravesó en su talabarte. Despues salió de la caverna, y tomó á buen paso por un sendero estrecho, tortuoso, cubierto de musgo, perdido entre las breñas, y que, á poca distancia, penetraba en el robledal.

Muy pronto el incógnito, á gran paso, se internó en el bosque; siguió las sinuosidades del sendero, y rodeando una colina, penetró en una ancha rambla, cuyo aspecto era terriblemente brabío y selvático.

Un pequeño arroyo la atravesaba é iba á formar en la parte abierta de la rambla un pequeño lago, que se perdia pintorescamente entre un bosque de mimbres, bañando sus nudosos troncos: alrededor solo se veian rocas tajadas, abiertas, como calcinadas por la accion del rayo: las asperezas, las peñas que acá y allá brotaban sobre el terreno, como excrescencias, estaban cubiertas de musgo, y la arena que servia de lecho y se extendia en una estrecha márgen á los lados del arroyo, era de color negruzco; lo demás del terreno estaba cubierto por una especie de liquen musgoso, en el que resbalaba la planta.

Aquel lugar que parecia destinado á la mas absoluta soledad, estaba entonces concurrido por muchos seres humanos, entre los cuales se veia un solo caballo; uno de esos caballos pequeños, pero ágiles, fuertes, fogosos; un verdadero caballo de montaña.

Las gentes, que en número como de cien personas, ocupaban la parte superior de la rambla, eran monfíes: algunos de estos, mas avanzados, parecian estar de centinela: al desembocar en la rambla el extranjero, uno de los centinelas armó su ballesta, y gritó:

—¡Alto! ¿quién va?

—¿No me habeis llamado? dijo con acento irritado el extranjero ¿porqué pues me deteneis con la puntería de vuestras ballestas?

—¡Es el cazador de la montaña! dijo otro de los monfíes.

—Dejadle llegar, dijo una voz breve y al parecer acostumbrada al mando.

Desarmó el monfí su ballesta é hizo seña al extranjero de que adelantase: este trepó por las breñas con la agilidad de un gamo, pasó de la línea de los centinelas, y llegó á la parte alta de la rambla, donde le salió al encuentro un anciano enteramente vestido á la usanza mora.

Aquel anciano era Yuzuf, el padre del emir de los monfíes.

El semblante del noble anciano estaba contraido por una sombría expresion: dulcificola, sin embargo, á la presencia del incógnito, y tendiéndole la mano, le dijo:

—¡Bien venido sea mi amigo el rey del desierto!

—¡Rey! exclamó con sarcasmo el extranjero; el imperio de mis abuelos está muy lejos, y en estas regiones no soy otra cosa que tu esclavo, rey de la montaña.

—Mi esclavo no, mi hermano, dijo con dulzura Yuzuf ¿acaso no te he amparado? ¿no te he procurado un asilo impenetrable en mis dominios? ¿no tienes cuanto has menester?

—Sí, todo, todo, menos mi venganza, tras la que ando recorriendo el mundo hace diez años.

—No porque tu venganza tarde será menos segura.

—Pero entre tanto ese infame capitan tiene en su poder á mi esposa y á mi hija: ¿acaso no has protegido tú á ese infame? ¿acaso no has impedido tú que me vengue, que rescate á las prendas de mi alma y vuelva con ellas entre los mios, allá al otro lado de los mares donde soy verdaderamente rey, rey fuerte, poderoso, y vengador de las desdichas de mis abuelos?

—¡Espera!

—Hace un año que estoy esperando desde mi llegada á estas montañas.

—Recuerda que sin mi ayuda, haria tambien un año que dormirias en la tumba.

—Es verdad, dijo profundamente el extranjero: mi impaciencia por rescatar á las prendas de mi alma, me hizo ser imprudente... recuerdo que fuí preso como un ladron, en el momento en que penetraba en la casa de ese capitan infame. Recuerdo que me encerraron en un calabozo... recuerdo tambien que aquella misma noche entró un hombre en aquel calabozo, y me procuró la libertad; pero á cambio de terribles condiciones.

—Solo te pedí que dilataras tu venganza: para ello tenia mis razones: el capitan Sedeño es uno de mis mejores espías entre los cristianos: me sirve de mucho. Yo te he respondido de la honra de tu hija y de la vida de tu esposa.

—¡Oh! ¡mi esposa! ¡mi hija! exclamó con acento rugiente el extranjero.

—Han llegado á tal punto las cosas, continuó Yuzuf, que muy pronto me hará Sedeño sus últimos servicios: aviseme del dia en que la Chancillería, el capitan general y la Inquisicion esten descuidados: sorpréndalos yo en sus hermosos palacios de Granada con mis monfíes, y entonces ese hombre de quien anhelas con justa causa vengarte, es tuyo: entre tanto, espera, Calpuc, espera y ayúdame.

—Y en qué puedo ayudarte, dijo Calpuc, á quien seguiremos dando este nombre.

—Revélame lo que has hecho esta noche.

—¡Ah! si, es cierto: ayer recibí un mensajero tuyo con el que me avisabas que llegase á esta misma rambla á la media noche. En efecto inmediatamente me puse en camino. Cerróme en él la noche; descendia yo á buen paso por una montaña en direccion á Cádiar, cuando oi pasos de algunos hombres: el sitio era solitario, podia ser funesto un encuentro, y habiendo hallado en el barranco por donde descendia una profunda gruta, me oculté en ella.

Poco despues los hombres que habia sentido penetraron en la cueva: yo me habia retirado al fondo y como no traian antorchas ni luz alguna, no pudieron reparar en mí; luego entró un hombre á quien reconocí por la voz: era Reduan, el monfí que pasa por ventero en el camino de Orgiva.

—¿Y que sucedió? preguntó nuevamente Yuzuf.

—Aquellos hombres trataron de un asesinato pagado infamemente por dinero.

—¿Y como no impedíste ese asesinato, Calpuc? añadió con doble severidad el anciano.

—¿Acaso no lo he impedido? ¿acaso Miguel Lopez no está en mi asilo, curado y con grandes esperanzas de vida? ¿acaso no han quedado mordiendo el polvo en el barranco dos de los asesinos?

—Has obrado como noble y valiente Calpuc: queria saber de tí hasta qué punto ha habido traicion contra ese hombre.

—Ha sido un asesinato infame meditado y llevado á cabo por don Diego de Válor.

—Cuenta Calpuc que acusas á un pariente mio.

—Lo he oido yo, he seguido paso á paso á los asesinos, arrastrándome tras ellos como la serpiente de los bosques de mi patria; he oido el crímen y he podido evitarlo: si me hubiera separado de aquellos lugares para avisarte, tal vez no hubiera podido impedir la muerte de Miguel Lopez.

—¿Y has llegado á conocer el motivo por qué don Diego de Válor queria la muerte de ese hombre? dijo el emir mirando profundamente á Calpuc.

—No; solo he oido concertar el asesinato y pagar el dinero.

Quedóse un momento pensativo el emir.

—Ven, dijo al fin, asiendo á Calpuc de la mano.

Y llevándole la rambla arriba, torció una roca tajada y señaló á Calpuc una encina seca, cuyas ramas descarnadas se extendian como los múltiples brazos de un esqueleto.

Aquella encina por sí sola hubiera inspirado tristeza; pero con las adiciones que se notaban en ella causaba horror. Aquellas adiciones consistian en siete monfíes ahorcados, del cuello de cada uno de los cuales pendia una bolsa, llena al parecer de dinero; algunos otros monfíes, con las ballestas afianzadas, guardaban aquel árbol de justicia.

—Ahi faltan dos hombres, dijo sombríamente Calpuc.

—¡Don Diego y don Fernando de Válor! ¡es verdad! repuso el emir; pero si yo hiciese justicia en esos dos hombres, creerian los moriscos de Granada que los habia asesinado por temor. ¿Acaso no sabes que don Diego de Córdoba se titula en el Albaicin, en las alquerías de la vega y en las tahas de Guadix y del Marquesado del Zenete, rey de Granada?

—¿De modo que has dejado en libertad á esos hombres?

—No, no por cierto: esos hombres tienen que responderme de una vida preciosa: de la vida de mi hijo, de la vida del emir de los monfíes.

—¡De tu hijo! ¡se habrán atrevido...!

—¿A qué habia yo de haber avanzado con mis valientes monfíes, casi hasta los linderos de la vega, sino por mi hijo? ¿por quién estoy resuelto á llevar á sangre y fuego á Granada, sino por él? ¡Oh! ¡si! pero ¡por la santa Kaaba! tomaré una venganza horrible de esos hombres si mi hijo ha perecido.

—¡Dios vela por los reyes! dijo solemnemente Calpuc.

—Pero á pesar de esto, bueno es que los reyes velen por sí mismos. Ahora bien, Calpuc: ¿está el herido en disposicion de contestar á mis preguntas?

—Acaso el sueño á que le he dejado entregado restaure sus fuerzas: acaso cuando despierte pueda hablar sin peligro.

—Condúceme á donde está ese hombre, Calpuc.

—Eres padre, emir, y comprendo tu ansiedad: sin embarco, tú solo hace horas que dudas de la suerte de tu hijo... hace diez años que yo tiemblo por la vida y por la honra de mi esposa y de mi hija.

Yuzuf estrechó fuertemente la mano de Calpuc: despues llevó á sus labios una pequeña corneta de caza y tocó por tres veces.

Oyeronse entonces en todas direcciones pasos fuertes y acompasados y poco despues adelantaron en círculo, y se estrecharon alrededor del emir, unos cien monfíes.

—Esos hombres, dijo severamente Yuzuf, señalando á los siete que estaban colgados de la encina fatal, esos homdres, vendieron la vida de un hombre por dinero: ved lo que he hecho con esos hombres: vedlo y escarmentad.

—¡Viva el emir! gritaron en una aclamacion informe los monfíes.

—Que las aves carnívoras los despedacen, añadió Yuzuf: cada uno de esos hombres tiene pendiente del cuello el oro vil con que le pagaron su crímen; ¡ay de aquel de vosotros que toque á una sola de esas monedas!

—¡Viva el emir! gritaron de nuevo los monfíes.

—A vuestros apostaderos: tú Abd—el—Malek, y cuatro mas, conmigo: ¡Mi caballo! ¡Calpuc, á tu caverna! Es necesario que yo hable sin perder un momento con Miguel Lopez.

Los monfíes se dividieron en grupos, y partieron en distintas direcciones, trepando por las quebraduras. Poco despues Yuzuf, en su potro salvaje, saltaba sobre las breñas, precedido de Calpuc, cuyo vigor era maravilloso, y seguido de su escasa escolta de monfíes.

La horrible encina quedó abandonada con los siete repugnantes cadáveres que se balanceaban al impulso del viento de la montaña, pendientes de los descarnados brazos del gigantesco esqueleto.

Trasladémonos á la vivienda subterránea de Calpuc.

De pié, inmovil y con la vista profunda y amenazadoramente fija en Miguel Lopez, estaba Yuzuf acompañado de Calpuc.

Pero esto no sucedia inmediatamente despues de la escena que acabamos de referir á nuestros lectores. Desde entonces hasta el momento en que el emir estaba delante de Miguel Lopez, habian pasado algunos dias.

Calpuc, que entre los misterios de su vida contaba el de ser un excelente médico, habia declarado que la vida del herido peligraba si se le hacia experimentar una sensacion cualquiera.

Yuzuf se habia visto obligado á reprimir su impaciencia.

Entre tanto Calpuc y Muhamad, anciano y sabio médico del emir, habian velado continuamente al lado del herido.

El peligro habia pasado; las heridas habian empezado á cicatrizarse y tenian muy buen aspecto: Miguel Lopez podia sufrir sin peligro un interrogatorio.

Yuzuf descendió al subterráneo, acompañado de Calpuc.

Miguel Lopez dormia.

Contemplóle un momento ferozmente Yuzuf y luego dijo á Calpuc.

—Déjanos solos.

Calpuc obedeció.

Entonces el emir movió bruscamente á Miguel Lopez: este abrió los ojos despavorido, y pasado ese primer momento de confusion que experimentamos al despertar, reconoció á Yuzuf, se agitó en su lecho y lanzó un grito de espanto.

—Haces bien en estremecerte, Jerif—ebn—Aboó, dijo el emir, nombrando á Miguel Lopez por su nombre moro: haces bien en estremecerte, porque me has ofendido, me has sido traidor, á mi, á tu señor, á quien todo lo debes, y te tengo en mi poder.

—Yo creia, dijo reponiéndose y con cierta audacia Miguel Lopez, yo creia que un emir tan poderoso y un tan cumplido caballero como tú, magnífico Yuzuf, no te atreverias á amenazar á un pobre herido que ha estado á punto de ser asesinado por los tuyos.

—Los que han puesto en tu pecho su puñal, se mecen, colgados de una encina, en la montaña.

—Pero viven, sin duda, don Diego y don Fernando de Válor.

—Son tus señores.

—¡Son mis enemigos!

Una llamarada de irritacion, de cólera sombría y letal, subió de una manera febril á los ojos de Yuzuf, que palideció profundamente.

—¡Infame renegado! exclamó: ¿no te has atrevido á poner los ojos en una doncella de sangre real que estaba destinada á un hijo de mi sangre?

—Isabel de Válor es mi esposa, exclamó el audaz morisco.

—Isabel de Válor es el tósigo que te mata Jerif—ebn—Aboó: ¡tu esposa la vírgen descendiente de Mahoma! ¡la amada del emir de los monfíes! ¡Isabel de Córdoba y de Válor tuya!

—¡Ah! ¡has renunciado tu corona en tu hijo! ¿y donde está tu hijo Yuzuf, que no se me presenta en tu lugar á pedirme cuenta de su amada?

Habia tal sarcasmo en la pregunta de Miguel Lopez, que el emir tembló á un tiempo de cólera y de terror.

—¿Que quieres decir hombre fatal? exclamó: ¿sabes tú lo que ha sido de mi hijo?

—¡Cómo! ¿no sabes lo que ha sido de tu hijo, emir?

—¿Si lo supiera vivirias?

—Los Válor se detienen poco ante el asesinato, contestó con cierta feroz complacencia Miguel Lopez.

—¿Y crees que se hayan atrevido...?

—En primer lugar, Yuzuf, tú has sido muy imprudente al elegir la crianza de tu hijo; has querido que sea moro y cristiano, que sepa tanto como un inquisidor, y que aborrezca, como tú los aborreces, á los conquistadores: tu hijo ha vivido entre los castellanos y no ha faltado una castellana impura que le ame, ni una doncella morisca que palidezca de amor por él. Ya sabes quien es la doncella. La hermana de don Diego. ¿Quieres saber ahora quién es la mujer adúltera que ama mas que á su alma al hermoso Yaye? Esa mujer es doña Elvira de Céspedes, la esposa de don Diego de Córdoba y de Válor.

—¡Mientes! exclamó con cólera Yuzuf ¿cómo has podido tu conocer á mi hijo?

—¡Ah! ¡ah! ¡noble y poderoso señor! tú quisieras que todos los que te sirven, todos los que se doblegan ante tí, fueran topos: pero hay hombres... como yo... que están á tu servicio y que son feroces como el lobo y astutos como el raposo. ¡Ah! ¡ah! era necesario ser muy torpe para no conocer que aquel hermoso mancebo que no conocia á sus padres, á quien siempre acompañaba el sabio Abd—el—Gewar, á quien tú mirabas con tanto amor, por el que te atrevias á entrar en Granada, á meterte en medio de tus enemigos, no era tu hijo, el hermoso hijo de doña Ana de Córdoba y de Válor: ¡ah! ¡ah! yo lo sabia todo esto, mi noble señor... y anoche... yo habia visto tambien muchas veces á doña Isabel: yo la amé... ¡yo que nunca habia amado! la amé con toda la fuerza de mi alma... y me propuse que fuera mia... otro acaso no hubiera podido conseguirlo, encontrándose en la pobre situacion en que yo me encontraba, sin nobleza heredada, zafio, nada hermoso, reducido por mi suerte á la servidumbre; pero en mal hora don Diego me habia elegido para ser su correo para contigo: una sola carta de don Diego escrita para tí y depositada en una persona de confianza, me ha servido para que don Diego no se atreviese á negarme su hermana. ¿Qué quieres, emir? el amor nos arrastra á todo ¿No sabes que por una mujer somos capaces de perder la vida y el alma? ¿Acaso no es una mujer la causa de que yo me encuentre en este lecho y en tu poder? El amor de Isabel me arrastró...

—¡Y vendiste por una mujer á tu patria, y ofendiste á tus señores, y jugaste tu vida á un dado!

—Ya te he dicho que por una mujer como doña Isabel de Válor, se juega la vida y la salvacion del alma.

—Escucha, Jerif—Aboó, dijo conteniéndose Yuzuf: por la menor cosa de las que has hecho mereces la muerte.

—Lo sé, contestó con la misma audacia Miguel Lopez.

—De modo que don Diego de Válor trayéndote al matadero, no ha hecho mas que usar de su derecho.

—¿Y por qué antes de entregarme su hermana no me ha matado frente á frente?

—Eso hubiera sido leal y tú has sido traidor.

—Eso no es mas sino que don Diego te tiene mas miedo á tí, que á mí, á pesar de las pruebas de que sabe puedo usar y que le perderian. Pero ya que hablo de perder, estamos perdiendo el tiempo. Tú has venido á verme por algo, poderoso emir.

—Sin duda: he venido á que me des alguna luz sobre el paradero de mi hijo.

—¡Ah! ¡tu hijo se ha perdido! ¡El hermoso Yaye—ebn—Al—Hhamar, el noble emir de los monfíes no parece!

—Ignoro su suerte, dijo Yuzuf, y soy capaz de perdonarte...

—¿Si te digo donde está Yaye?

—¿Lo sabes?

—No, pero lo presumo.

—Habla y pide.

—Primero es pedir que hablar: yo sé que eres noble y grande Yuzuf; yo sé que no hay ningun rey en el mundo que pueda jactarse como tú de respetar la fe de su palabra. ¿Si te doy indicios por los cuales puedas encontrar á tu hijo, me perdonarás mi traicion?

—Sí.

—¿Me dejarás volver al lado de mi esposa?

Meditó un momento Yuzuf.

—Si ella se resigna á vivir contigo, sí.

—Acepto; exclamó Miguel Lopez con alegria, porque conocia la virtud de doña Isabel.

—Es necesario ademas que te comprometas á otra cosa.

—¿A qué?

—A entregarme la carta escrita para mi por don Diego, y de la cual te has valido para conseguir por medio del terror á doña Isabel.

—Te lo prometo, dijo el morisco: cuando doña Isabel, que ya es mi esposa, sea mi mujer.

—Quedamos convenidos. Habla, pues, lo que sepas acerca de mi hijo.

—El mismo dia y en el mismo momento en que yo esperaba en la iglesia del Salvador á que llegara don Diego para celebrar la ceremonia de mi casamiento con doña Isabel, se presentó en casa de don Diego tu hijo.

—¿Estas seguro de ello?

—Tan seguro, como que me lo dijo uno de los escuderos de don Diego llamado Ayala, entre otras cosas graves que me reveló y que me obligaron á que se efectuase la ceremonia antes de la llegada de don Diego.

—¿Y qué presumes?

—Si tu hijo no ha parecido, debe estar en casa de don Diego de Válor: preso tal vez, acaso herido.

—¡Herido! ¡preso!

—Tu hijo amaba á doña Isabel, es altivo: don Diego es valiente y fiero; si han mediado dicterios y amenazas... además recuerdo que cuando despues de salir de la iglesia, fuimos á casa de don Diego, no salió á recibirnos su esposa doña Elvira; que don Diego estaba turbado; que nos pretextó que doña Elvira no podia presentarse porque se encontraba enferma, y despidió á los convidados; despues me dijo que era necesario que le siguiese á las Alpujarras: que tú nos llamabas... lo demás ya lo sabes.

—Si no me has engañado Jerif—ebn—Aboó, cuenta con tu perdon... despues... despues, si encuentro á mi hijo, con mi recompensa.

Y Yuzuf volvió la espalda para salir.

—Espera, emir, espera, dijo con ansiedad Miguel Lopez.

—¿Qué quieres? contestó volviendo Yuzuf.

—¿Me dejas solo en poder de ese gitano?

—Ese gitano, como tú le llamas, y que Dios sabe si lo es, Jerif—ebn—Aboó, es el hombre á quien debes dos veces la vida; primero salvándote de los asesinos, despues curándote las heridas. ¿Qué tienes que temer de ese hombre?

—Ese hombre es un demonio, Yuzuf.

—No, no por cierto: todo consiste en que tú eres cobarde, y como cobarde receloso. Ademas, ese hombre es mi esclavo, y nada se atreverá á hacer contra un hombre á quien yo protejo.

—¡Ah! ¡Dios te libre del gitano, emir!

—Pídele que te libre de tu miedo. Adios, Jerif—ebn—Aboó, adios. Necesito buscar yo mismo á mi hijo. Nada tienes que temer si has sido leal. Y en cuanto á ese hombre, ya te he dicho que es mi esclavo. Adios.

Pronunció el emir con tal resolucion estas palabras, comprendió de tal manera Miguel Lopez, que una nueva réplica solo serviria para irritarle, que le dejó ir sin pronunciar una palabra mas.

El emir empezó á subir lentamente las escaleras: antes de llegar á ellas le habia parecido sentir un breve y furtivo paso que se alejaba con gran rapidez; pero aquel ruido podia haber provenido tambien de las escamas de alguno de los reptiles que anidaban en el subterráneo, al deslizarse por la piedra. Cuando llegó á lo alto notó que la puerta estaba cerrada. Apenas tocó á ella la puerta se abrió y apareció Calpuc, con una lámpara en la mano.

Mas allá estaba Abd—el—Malek y los otros cuatro monfíes.

—Calpuc, dijo el anciano, te recomiendo el cuidado de ese hombre. Su vida me importa demasiado. Adios.

—Ve en paz, rey de la montaña, ve en paz: tus deseos son para mí preceptos.

—Yo ruego á mi hermano, dijo Juzuf, estrechándole la mano.

—Yo amo á mi padre, dijo Calpuc, poniendo aquella mano sobre su frente.

Poco despues Yuzuf montaba á caballo fuera de la gruta, y se alejaba pensando para sus adentros:

—Jerif—ebn—Aboó es un zorro que no se engaña: ¿qué habrá encontrado de terrible en el indiano...? ¡oh! ¡oh! ¿se atravesará alguna vez este hombre en mi camino? ¡Oh! ¡Dios sabe lo oculto! ¡Dios me inspirará!

Entre tanto Calpuc bajaba las escaleras que conducian al espacio donde se encontraba postrado Miguel Lopez, murmurando:

—Ese hombre desconfía de mí, me teme... tiene razon, porque él viene á ser para mí el cabo del hilo que ha de guiarme en el laberinto de mi empresa, y ha de servirme para mis proyectos y para mi venganza. ¡Que soy tu esclavo, rey de la montaña! ¡Ah! ¡ah! ¡soy tu hermano, como el oprimido es hermano del oprimido! ¡pero tu esclavo no! y, sobre todo, no te pongas en mi camino... si tú eres fuerte yo tambien lo soy... tú tienes un ejército de bandidos, pero yo tengo tesoros... ¡oh! ¡oh! ¡tu esclavo! ¡lo veremos! ¡lo veremos, emir!

Y pensando esto, entró en la estancia inferior, dejó la lámpara sobre la mesa, y se sentó al lado de Miguel Lopez.

—¿Tienes interés en que tu esposa sepa que vives? le preguntó despues de algunos momentos de silencio.

—¿Que si me interesa, dices, que doña Isabel sepa de mi vida? ¡Oh! ¡sí! y tú...

—Yo puedo ser tu amigo ó tu enemigo: yo puedo salvarte ó perderte.

—Habla.

—¿Conoces tú al capitan Alvaro de Sedeño?, dijo despues de algunos momentos de meditacion Calpuc. Paréceme haberte visto alguna vez á su lado... cuando yo espiaba á ese capitan.

—¿Que espiabas tú á ese capitan? dijo con extrañeza Miguel Lopez.

—Sí.

—¡Ah! ¡ah! ¿conoces á ese hombre?

—Sí, le conozco... desde hace muchos años, dijo sombríamente Calpuc.

—Yo le conozco tambien, pero desde hace poco tiempo.

—¿Y cuál ha sido la causa de que le conocieras?

—Mis continuos viajes á las Alpujarras, donde tengo alguna hacienda y algunos parientes, dijo con reserva Miguel Lopez. En los pueblos pequeños se conoce fácilmente á las personas. El año pasado Alvaro de Sedeño era capitan del presidio de Andarax.

—¿Y en qué consiste que le conoce tambien el emir de los monfíes y es muy su amigo?

—¡Ah! ¡le conoce el emir de los monfíes! ¡es su amigo!

—Lo que no deja de ser extraño, porque Yuzuf—Al—Hhamar es enemigo de Dios y del rey de quien es defensor el capitan.

Miró con cierta expresion de estupor Miguel Lopez á Calpuc.

—Tú pareces extranjero: tú obedeces al emir: tú sabes algunos de sus secretos.

—Sé mas de lo que crees: soy mas poderoso de lo que crees: llego á tí como un amigo, como un hermano, para ayudarte; pero si desconfias de mí, tengo medios para alcanzar por la fuerza, por el terror, lo que necesite de ti.

Extremecióse Miguel Lopez porque comprendió perfectamente que se encontraba á merced del extranjero.

—Y qué necesitas de mí.

—Necesito que me digas cuanto sepas respecto al conocimiento del capitan con Yuzuf.

—¡Oh! para eso será necesario hacer traicion al emir.

—Elige entre serle fiel, ó morir. Por el contrario si me sirves bien, yo te protejeré.

—Y cual es tu poder.

—Ya te he dicho que puedo mas de lo que parece... y sobre todo ¿no te tengo en mis manos?

—Yuzuf me proteje.

—¡Bah! ¿y crees tú, dado caso de que yo me viese obligado á respetar al emir, que me seria muy difícil demostrarle que habias muerto de las heridas?

Extremecióse de nuevo, pero mas profundamente el morisco.

—Ese capitan, se apresuró á decir, impulsado por su miedo, es espia de Yuzuf—Al—Hhamar.

—¡Ah! ¿y has entrado alguna vez casa de ese capitan?

—Si, he entrado muchas veces, en servicio del emir, porque yo tambien le sirvo; yo soy su espia entre los moriscos de Granada.

—¿Y... nada has tenido que reparar en casa del capitan?

—Si por cierto; creo que hay en ella un misterio que consiste en dos mujeres.

—¿Y cómo has conocido á esas dos mujeres?

—Sé que son dos, porque las he visto ir á misa, enteramente encubiertas, con el Sedeño; sé que la una es muy jóven, y la otra sino es vieja, quebrantada y enferma, por su talante: pero solo la conozco por haber hablado una vez á la jóven.

—¿Has hablado una vez á la jóven? dijo con ansiedad Calpuc.

—Si, si por cierto; y si yo no hubiera estado enamorado de dona Isabel de Válor, me hubiera enamorado de ella.

—¿Tan hermosa es? dijo Calpuc con el acento trémulo, á pesar de sus esfuerzos para parecer sereno.

—¡Hermosa! ¡hermosísima! no tan hermosa, sin embargo, como doña Isabel.

—¡No tan hermosa como doña Isabel! exclamó profundamente Calpuc: creo ademas que doña Isabel viene de gran alcurnia.

—Como que desciende nada menos que de la madre del profeta, Fatimah la santa, y sus abuelos han sido califas de Córdoba, contestó con orgullo Miguel Lopez.

—Yo soy descendiente de emperadores, murmuró de una manera ininteligible Calpuc; pero continúa, añadió dirigiéndose al morisco: ¿cómo tuviste ocasion de hablar á la jóven que vive en compañía del capitan Sedeño?

—Hace dos meses, esperaba yo al capitan para comunicarle un aviso importante del emir: una de las puertas de la sala, sin duda por descuido, estaba entreabierta: oíase tras ella el puntear de una guitarra diestramente tañida: poco despues, al sonido de la guitarra se unió el canto de una mujer: aquella mujer cantaba en una lengua extraña. Tuve curiosidad, y me acerqué recatadamente á la puerta del aposento. A pesar de mi recato la persona que habia dentro, me sintió, sin duda, porque calló la guitarra, sentí apresurados pasos de mujer, se abrió la puerta y... me deslumbró la hermosura de la joven.

—¿Quién sois? me dijo despues de haberme contemplado fijamente.

—Soy... un amigo de vuestro padre, la dije.

—¡De mi padre! exclamó con afan; ¿conoceis á mi padre? ¿mi padre os envia?

—No; por el contrario, espero á que vuestro padre vuelva al castillo, la contesté.

—¡Ah! os habeis engañado; el hombre que vive en esta casa, y que está ahora en el castillo, no es mi padre, repuso con desaliento.

—¡Ah! ¡perdonad, yo creia!

—Ese hombre es mi señor, un señor infame, de quien esperamos hace mucho tiempo mi madre y yo que nos salve la justicia de Dios.

—¡Ah! ¡vuestro amo!

—Sí; somos sus esclavas.

—¡Sus esclavas! ¿luego sois...?

—Somos mejicanas.

—¿Y qué quereis de mí?

—Que nos salveis.

—¡Que os salve...! ¿y cómo?

—Oid: buscad un medio para engañar á ese hombre: sacadnos de esta casa, llevadnos á un puerto de mar para que podamos embarcarnos: sino teneis dinero, yo tengo joyas: si sois ambicioso os haremos rico.

—¿Y por qué no salvaste á aquella infeliz? dijo con voz amenazadora Calpuc.

—¿Y qué me importaba...? ademas era una esclava.

—¡Como sois esclavos vosotros los moriscos! repuso Calpuc.

—¡Ah! pero nosotros peleamos, luchamos; las montañas de las Alpujarras estan llenas de monfíes que nos vengan, matando cristianos, de las infamias del vencedor.

—Los mejicanos tambien luchan: tambien en las fronteras del desierto, los españoles caen á centenares inmolados á los manes de nuestros padres degollados, de nuestras esposas deshonradas, de nuestras doncellas cautivas.

—¡Tú eres mejicano!

—¡Yo soy Calpuc, el rey del desierto! exclamó el extranjero; yo soy el rey elegido por los mejicanos libres, y soy el padre de esa jóven con quien hablaste, de la hermosa doncella á quien te negaste á salvar.

Miguel Lopez se estremeció: habia un acento tal de dolor y de venganza en las últimas palabras de Calpuc, que lo temió todo de aquel hombre.

Sin embargo, como en otras situaciones difíciles, recurrió á su audacia.

—¡Que eres tú el rey de los rebeldes de Méjico! exclamó soltando una carcajada que podremos llamar artificial. ¡tú! ¡un gitano vagabundo, á quien, no sé por qué, conoce el emir de los monfíes!

—Continúa respondiendo á mis preguntas, Miguel Lopez, dijo con gravedad el mejicano, que despues sabrás quién soy y de qué modo he llegado aquí.

—En verdad, en verdad, dijo Miguel Lopez, cediendo al mandato del rey del desierto, yo no ví en tu hija, si hija tuya es, mas que una esclava rebelde que pretendia librarse de su señor, y me negué á ayudarla: es mas, referí lo que me habia acontecido con ella al capitan Sedeño, que desde entonces guardó á tu hija con mas cuidado. Hé aquí la razon de que yo conozca é esas mujeres.

—El capitan ha desaparecido de las Alpujarras. ¿Sabes tú dónde ha ido?

—Sí, á Granada, dijo Miguel Lopez á quien interesaba servir á Calpuc, porque habia comprendido que Calpuc era capaz de todo.

—¡A Granada! no basta eso. El capitan puede vivir en una casa y tener ocultas en otra á mi esposa y á mi hija: las casas del Albaicin se comunican unas con otras por medio de minas y seria muy difícil saber el paradero de mi hija y de mi esposa.

—El capitan y tu esposa y tu hija viven en la calle de San Gregorio el alto: las tapias de su huerto lindan con el huerto de la casa de don Diego de Válor; estas dos casas se comunican por una mina.

—Ten mucha cuenta de no engañarme, Miguel Lopez.

—No, no te engaño; ¿pero qué me darás en recompensa de los servicios que te hago?

—Te daré tu esposa: es decir haré que tu esposa sepa que vives.

—Puede no creerte.

—Tú me darás una carta para ella.

Miguel Lopez miró fijamente al mejicano.

—Un grave interés debes tú tener en que doña Isabel no se crea viuda para que no pueda casarse con el emir de los monfíes, no con el viejo Yuzuf, sino con el jóven Yaye, en quien ha abdicado.

—Nada te importa el interés que yo tenga en ello; cualquiera que sea, yo me obligo á devolverte tu esposa; pero aun me queda mas que exigir.

—¿Qué mas?

—Estoy seguro de que cierta carta que posees, carta de don Diego de Válor al emir Yuzuf, en la cual ha jugado su cabeza, y por cuya carta le tienes en tu poder, la tendrás puesta á buen recaudo.

—¿Y qué te importa esa carta? exclamó con cuidado Miguel Lopez.

—Tanto me importa que sino me procuras los medios para que esa carta caiga en mis manos eres hombre muerto.

—Pero esa carta es mi defensa: por ella he logrado que don Diego me dé su hermana; por ella pienso alcanzarlo todo.

—¿Y qué mas quieres alcanzar que la vida?

—¡Eres un demonio! exclamó con despecho Miguel.

—Demonio contra demonio, el mas fuerte vence.

—¿Y qué uso vas tú ha hacer de esa carta?

—Te repito que nada te importan mis proyectos. Voy á traerte papel, pluma y tinta. Escribe una carta para la persona que sin duda tiene depositada por tí la carta de don Diego de Válor, en la que le prevendrás que me la entregue, y otra despues para tu esposa doña Isabel de Válor.

Dicho esto Calpuc abrió el arcon, sacó del recado de escribir, le llevó al lecho y dijo á Miguel Lopez:

—Incorpórate y escribe.

—¡Es qué...! dijo ferozmente el morisco.

—Escribe ó mueres, le interrumpió con doble ferocidad el rey del desierto.

Miguel Lopez comprendió que estaba enteramente á merced de aquel hombre y se incorporó, tomó la pluma y la puso sobre el papel.

—Escribe clara y naturalmente, en letra lisa, sin signos ni señal alguna; porque para tí será el daño si esa carta es ineficaz.

Miguel Lopez escribió con rapidez algunos renglones y firmó.

—Mira si te contenta, dijo á Calpuc.

Este tomó la carta y leyó su contenido, que era el siguiente:

«Señor capitan Alvaro de Sedeño: os envio uno de mis mayores amigos, á quien entregareis la carta que teneis en vuestro poder, y que ya sabeis de quién es: ademas de esta carta, y segun tenemos convenido, el dador os mostrará la sortija que conoceis. No soy mas largo porque la diligencia importa.—Vuestro humilde criado.—Miguel Lopez.»

—¿Y qué anillo es ese de que hablas?

—Es un anillo que tiene un grueso diamante rodeado de perlas, dijo Miguel Lopez.

—Dámele, pues.

—Ese anillo ha sido mi anillo de bodas, y está en poder de doña Isabel.

—¡Ah!

—Doña Isabel te lo entregará.

—¿Dónde vive doña Isabel?

—Debe permanecer en casa de su hermano don Diego.

—Escribe para tu esposa lo que yo te dicte.

Miguel Lopez escribió bajo la palabra de Calpuc la siguiente carta:

«Mi amada esposa y señora doña Isabel de Córdoba y de Válor: he sido herido gravemente por bandidos en el camino de las Alpujarras: un hombre caritativo me ha recogido y curado: á Dios gracias mi vida no corre peligro. El dador se encarga de comunicároslo. Os ruego que le entregueis la sortija que os dí en arras de mi matrimonio con vos, que me importa. Nada sé de vuestros hermanos. Guardeos Dios y os conserve para mi felicidad muchos años.—Vuestro esposo que bien os ama y lejos de vos padece.—Miguel Lopez.»

Cuando estuvo escrita y cerrada esta carta, Calpuc la guardó con la otra en su bolsa.

—Creo que aun podremos ser amigos, Miguel, le dijo: si no me has engañado y estas cartas producen el efecto que deseo, antes de dos semanas estarás al lado de tu esposa. Adios.

—¡Y me dejas aquí, solo, abandonado!

—No, no por cierto: todos los dias vendré una vez á asistirte y curarte. Adios.

—¡Pero esto es horrible! ¡si te sucede alguna desgracia, si no puedes volver...!

—Morirás aquí como en una tumba, dijo friamente Calpuc, en lo que no perderan nada doña Isabel, ni el emir.

Miguel dió un grito de espanto. Calpuc trepó lentamente por las escaleras, llegó á la puerta, cerró sus triples candados, y adelantando por la excavacion subterránea, torció por una estrecha galería, despues de haberse provisto en uno de los senos de una piqueta.

Al cabo de muchas vueltas y revueltas por una especie de laberinto en que cualquiera otro que Calpuc se hubiera extraviado, llegó á una gran excavacion cónica, cuya altura se perdia en las tinieblas. Aquella excavacion estaba practicada en roca viva, y aquí y allá, hasta una gran altura, se veian bocas de nuevas galerías, suspendidas sobre aquella especie de abismo.

La cortadura sobre que estaban abiertas aquellas galerías era tan perpendicular, tan tajada, que no se concebia pudiera llegarse á ellas sino por medio de grandes escalas; sin embargo, Calpuc levantó la lámpara para alumbrar una de aquellas bocas, situada á gran altura, la miró atentamente y despues se dirigió á la roca tajada, llegó á su pié, se puso el cabo de la lámpara entre los dientes y asiéndose con piés y manos á las asperezas de la roca, trepó con una agilidad y una fuerza maravillosa, como hubiera podido trepar una araña, á la oscura boca de la galería que habia examinado.

Aquella galería se extendia perdiéndose en un fondo oscuro, adelantó Calpuc, y despues de haber torcido varias veces por las sinuosidades de la mina, se detuvo en un lugar del pavimento en el cual habia tres rocas que parecian haber sido desprendidas, del techo por un accidente casual. El mejicano levantó con gran trabajo una de aquellas rocas, la removió, y en el lugar que habia dejado descubierto, cabó con la piqueta; poco despues la piqueta produjo un ruido seco y opaco, como si hubiera chocado en una tabla, y al fin quedó descubierta una como arca pequeña, que por algunos adornos tallados en su superficie, parecia haber sido construida por un artífice árabe.

Calpuc levantó aquella tapa y se vió en el interior un emboltorio de piel de gamo adobada; sacóle, le desenvolvió, y aparecieron algunos paquetes envueltos cuidadosamente en paños de seda y un legajo de papeles: el mejicano tomó primero los papeles y los guardó cuidadosamente en una ancha cartera que ocultó bajo su jubon: luego examinó por fuera cada uno de los otros paquetes, como buscando uno particular, y cuando pareció estar seguro de cuál era el que buscaba, le abrió y sacó de él... una magnífica perla vírgen, íntegra, que aun no habia sido horadada, como si acabase de salir de la concha en que se habia desarrollado.

En el paquete quedaban otras treinta perlas exactamente iguales á aquella, lo que, atendido su enorme tamaño y su igualdad, constituia un tesoro.

Calpuc guardó la perla, envolvió de nuevo cuidadosamente los paquetes en la piel de gamo, depositó aquella en el fondo del cofre, echó sobre él la tapa, le cubrió de tierra, puso de nuevo la roca sobre la tierra removida, y observó cuidadosamente si quedaba algun vestigio de la operacion que acababa de ejecutar.

Nadie que despues de esto hubiese pasado por aquella excavacion, hubiera podido sospechar que bajo una de aquellas enormes rocas, que parecian naturalmente desprendidas del techo, existia oculta una inmensa riqueza.

Calpuc desandó lo andado, llegó al borde de la gran excavacion, descendió con la misma seguridad con que habia subido, dejó la piqueta en el mismo lugar de donde la habia tomado y salió por la gruta á la montaña.

Apenas estuvo al aire libre miró al cielo que estaba diáfano y despejado.

—Aun faltan tres horas para amanecer, se dijo, y tengo tiempo bastante.

Y tomó por un sendero, entre los encinares, á buen paso.

A poco que anduvo, se encontró en un claro y delante de una casita, que á ser de dia, se hubiera visto que estaba construida con tapiales de tierra y cubierta de bálago, junto á la cual pasaba un ruidoso arroyo que fecunda un pequeño huerto plantado de hortaliza y de árboles frutales, y defendido al norte por una peña tajada.

Calpuc abrió con llave la puerta y penetró en la casa: el espacio en que entró estaba oscuro, pero al fondo de él se percibía un escaso resplandor á través de una puerta entreabierta.

El rey del desierto se encaminó á aquella puerta, la empujó, y se encontró en una pequeña habitacion muy pobre, en la que solo habia un lecho, una silla, una mesa con algunos libros, y sobre la mesa, colgada en la pared, una estampa de la vírgen de las Angustias, delante de la cual ardia una lámpara.

Calpuc se descubrió, se arrodilló delante de la estampa de la Vírgen y rezó: luego se levantó, encendió otra luz, salió de la estancia, se encaminó á un establo, donde habia un caballo fuerte y de poca alzada; le embridó, le ensilló, le sacó fuera, cerró la puerta de la casita, montó y se puso en camino.

A punto que amanecia y se abria la puerta del Rastro de Granada, llegó á ella Calpuc, dió cortésmente los buenos dias á los guardas y entró en la ciudad.

Poco despues llamaba á una pequeña puerta bajo los soportales de la plaza de Bib—Arrambla, cercana á la puerta que hoy se llama de las Orejas.

Abrióse la puerta á que habia llamado el mejicano y apareció un viejo encorvado y de semblante receloso.

—Dios os dé muy buenos dias, hermano Franz, dijo Calpuc.

—Dios os guarde señor Gaspar de Ontiveros, contestó el saludado con marcado acento extranjero.

Por lo visto, Calpuc, para encubrir su orígen, habia adoptado entre los europeos el nombre con que le habia saludado el viejo, que, á todas luces, por su nombre y por sus rasgos característicos, era aleman.

—Necesito hablaros, dijo Calpuc, y aun mas, que me deis posada por algunas horas.

El aleman abrió de par en par la puerta, y dejó paso á Calpuc que tiró de su caballo y penetró.

Entonces el aleman cerró la puerta y llamó, presentándose á poco una criada.

—Lleva este caballo á la cuadra la dijo, y di á Berta que disponga un aposento y un buen almuerzo para el señor Gaspar de Ontiveros. Venid, venid conmigo, amigo mio, puesto que quereis hablarme, y que, segun supongo, el asunto que os trae será para tratado sin testigos.

El mejicano siguió al aleman, que le introdujo en una especie de tienda, á juzgar por un mostrador alto como una muralla y algunos armarios fuertes y cerrados: la luz de la mañana penetraba allí por los postigos de una puerta defendida por candados, cerrojos y barras de hierro, lo que demostraba que en aquella tienda habia mucho que guardar.

—¿Me traeis una de aquellas hermosas perlas que tan caras me habeis hecho pagar, amigo mio? dijo con los ojos cargados de una expresion codiciosa el viejo Franz.

—Si por cierto, una os traigo, dijo Calpuc sacando el paño de seda donde habia envuelto aquel rico producto de los mares; pero será necesario que esta me lo pagueis mejor.

El aleman tomó la perla con delicia, la examinó, fué á uno de los armarios, le abrió con una de las llaves de un haz que desprendió de la cintura, y sacó del armario una cajita de sándalo que abrió. Dentro habia otras seis perlas.

—Igual, exactamente igual, dijo, ¡esto es un prodigio! ¿Dónde diablos habeis ido á buscar estas maravillas, amigo Gaspar?

—¿Y qué diriais si, como yo, hubierais visto juntas perlas de este tamaño, en cantidad suficiente para llenar el cajon grande de vuestro mostrador?

—¡Poderoso Dios de Abraham! exclamó el viejo: vos debeis ser un gran personaje, señor Gaspar, cuando os desprendeis de tales riquezas.

—No pardiéz, yo soy como lo sabeis bien, un traficante de perlas y pedrería: hago de tiempo en tiempo un viaje al Nuevo—Mundo y me traigo conmigo algunas preciosidades; necesario es vivir lo mas cómodamente posible. Y aun asi cuando se arrostran un largo viaje y los peligros del mar, justo es que aspiremos á una razonable ganancia.

—Os dí por la última perla hace tres meses, mil doblones.

—No me dareis por esta menos de mil quinientos.

—¡Poderoso Dios de Jacob! ¿y cómo quereis que yo os pague tanto dinero, cuando aun no tengo para hacer un mediano collar?

—¿Creeis que sea fácil encontrar perlas iguales á esa?

—Lo creo imposible y me maravilla que vos las encontreis... pero aun asi...

—¿Cuánto creeis que pagaria un rey por un hilo de tales perlas que llegase al número de cuarenta?

—¡Oh! un tal collar seria digno de la emperatriz! ¡un tal collar costaria muchos cuentos de reales.!

—Por lo mismo, señor Franz, cada perla de esas que yo os traiga os costará mas cara, hasta el punto de que para pagarme la última, no tendreis bastante con el valor de todas las joyas que teneis en vuestros armarios.

—Traédmelas y por ese solo collar, os daré todo cuanto poseo.

—¡Paciencia! ¡paciencia! no es fácil encontrar muchas de estas maravillas: se necesitan para ello muchos viajes. Asi, pues, dadme los mil y quinientos doblones y no hablemos mas.

—¡Oh no! no os daré mas que los mil.

—Entonces, dijo Calpuc, recogiendo la perla, no hacemos nada.

El aleman miró ansiosamente á Calpuc.

—Pero reparad, le dijo, que hasta ahora solo me habeis traido seis.

—Por la primera solo me dísteis doscientos doblones, y esta, os lo juro por lo mas sagrado, no la poseereis ni un maravedí menos de los mil quinientos.

Era tan seguro el acento del mejicano, expresaba una resolucion tan invariable, era de tanto valor la perla, la deseaba tan ardientemente el joyero, que abrió suspirando su fuerte caja de hierro y entregó á Calpuc un bolson de cuero lleno de oro.

—Hay teneis, le dijo, justamente la cantidad que me habeis pedido: la tenia preparada para pagar un libramiento que vence hoy.

—¡Ah! ¡un libramiento para... para el convento de luteranos de Madrid!

—¡Callad! ¡callad! y no digais tales palabras, señor Gabriel, dijo palideciendo densamente el aleman: si alguien os oyera seria cosa de dar en las manos del Santo Oficio... ya sabeis que yo soy católico, apostólico romano, puro y neto.

—¡Cuántos enemigos tiene España! dijo profundamente Calpuc, contando el dinero sobre el mostrador, mientras Franz guardaba cuidadosamente el cofrecillo de sándalo, al cual habia añadido una nueva perla.

—Todos los pueblos que conquistan y quieren llevar su religion, sus leyes y sus usos á otros pueblos, tienen necesariamente enemigos, dijo Franz. Si no fuera tan fuerte España...

—¡Ay si un dia todos los enemigos de España se uniesen bajo una misma bandera! dijo Calpuc acabando de contar el dinero.

—Si, si, en efecto: los moriscos, los judíos, los flamencos, los franceses, los italianos...

—Y los hijos de América, dijo profundamente Calpuc.

—Pues vos pareceis bastante rico, y gastais de tal manera las gruesas cantidades que os he dado en menos de un año, que bien podria creerse...

—Callad, callad, no nos oiga la Inquisicion; ni vos sois luterano ni yo intento nada contra España; vos pagais libranzas de mil quinientos doblones, porque sois mercader, y yo, porque tambien lo soy, vendo perlas y diamantes: nada mas natural, añadió el rey del desierto, levantándose y encubriendo el talego con el capotillo. Ahora, como tengo que hacer dentro de poco, tened la bondad de mandar que me den el almuerzo.

Franz y Calpuc salieron de la tienda y se perdieron en el interior de la casa.

Capítulo X. Del resultado que tuvieron las investigaciones de Harum.

Hacia ya algunos dias, cuando Calpuc llegó á Granada, que rondaban bultos de noche por la calle del Agua del Albaicin, á cuyo extremo estaba situado el palacio de don Diego de Válor.

Ni este ni su hermano don Fernando habian vuelto de la expedicion á que habian salido con Miguel Lopez, ni se sabia nada absolutamente por sus allegados de ninguno de los tres.

La única persona que parecia afectarse con esta ausencia, era doña Isabel de Córdoba y de Válor.

En cuanto á doña Elvira, apenas se la veia á las horas del comer y del rezar, y despues se encerraba en la habitacion de su esposo.

Doña Isabel sabia lo que significaba aquel encierro: sufria y callaba.

En cuanto á los bultos que rondaban el palacio de don Diego, forzoso nos será decir que uno de ellos era el walí Harum el Geniz, el terrible monfí, el confidente de Yaye en cuanto á las mejicanas, el que se habia encargado de seguirlas y averiguar su paradero.

Harum, cumpliendo su cometido, habia averiguado que el capitan estropeado y las dos mujeres del carro habian parado en un casaron del Albaicin, situado en la parroquia de San Gregorio el alto, y cuyo huerto lindaba con el jardin de la casa de don Diego de Válor.

El capitan y las dos damas permanecian sin duda en aquel casaron, puesto que Harum veia salir todas las mañanas al estropoado con una cesta, y volver á poco con un muchacho cargado con la cesta llena de provisiones: el capitan daba algunos maravedises al muchacho, y le despedia hasta el dia siguiente. Despues entraba en la casa, abriendo la puerta por sí mismo; no volvia á salir hasta el anochecer, y permanecia en la calle hasta cerca de la media noche.

Harum no vió jamás abiertas las ventanas de aquella casa ni de dia ni de noche, ni entrar ó salir mas persona que el estropeado.

Por consecuencia, morando allí el capitan, era probable que morase allí tambien la doncella morena y hermosa de los cabellos negros y rizados.

Harum se habia dicho:

—El poderoso emir me manda averiguar el paradero de esa doncella: luego esa doncella le interesa: es verdad que no se sabe por ahora dónde para el emir, y que le andamos buscando; pero cuando menos lo pensemos parecerá, y si para entonces le tengo yo aclarado este asunto, sin duda que no me irá mal: entre ellos median prendas, puesto que el magnífico emir me encargó con todo el empeño de un enamorado que procurase dar con ella: procuremos, pues, burlar la vigilancia de ese capitan, y ponernos frente á frente de la hermosa dama.

Harum, pues, se dedicó con toda su actividad y con toda su inteligencia al asunto que se le habia encomendado.

Dióse á espiar de la manera mas cauta del mundo al estropeado, y no solo él, sino algunos de sus muchos conocidos del Albaicin. Es de advertir que los monfíes hacian todos un doble papel: no habia ninguno de ellos que no tuviese parientes y amigos; ya fuese en las villas de la Alpujarra, ya en la ciudad de Granada. Con mucha frecuencia iban y venian á las poblaciones, y aun vivian en ellas: entonces se asemejaban á los moriscos, y como ellos tenian un nombre cristiano, y como ellos se mostraban sumisos y obedientes al rey, á su capitan general y á sus justicias: pero cuando los monfíes estaban en las poblaciones, era para espiar.

Entonces se transformaban: no parecian los terribles bandidos de la montaña, siempre bravos, siempre amenazadores, sino los vencidos sumisos que sufrian, sin quejarse y como sin pena, el dominio del vencedor; muchos de ellos, aunque todavía se permitia á los moriscos hablar en su dialecto natural y vestir su trage acostumbrado, hablaban perfectamente el castellano, y vestian como los castellanos. Harum y los veinte monfíes que habian acompañado á Yaye y Ab—el—Gewar, eran de este número. En cuanto á Harum, se llamaba entre los moriscos y por ante los castellanos Pedro el Geniz, y pasaba por hijo de un rico mercader de sedas en la Alcaicería.

Sus frecuentes y largas ausencias de Granada se justificaban por el comercio de su supuesto padre. Cuando Pedro el Geniz estaba fuera de Granada, el viejo Silvestre el Xeniz, que Dios sabe por qué habia tomado aquel apellido moro, decia á sus conocidos cuando le preguntaban por su supuesto hijo:

—Está en Florencia por raja, ó en Flandes por encajes: ha ido á Génova á contratar una partida de telas de damasco con unos mercaderes, ú otra contestacion por este estilo.

Del mismo modo todos los monfíes cuando andaban entre los cristianos, tenian medios para encubrirse y burlar la vigilancia de los castellanos. Los moriscos, como todo pueblo esclavizado, estrechaban sus filas; encubrian sus conspiraciones bajo el mas profundo disimulo; se favorecian los unos á los otros; se entrometian mansamente en todas partes, y de este modo sabian á tiempo cuándo se aprestaban soldados para marchar á las Alpujarras, ó con cuánto resguardo iban las conductas de dinero que se enviaban para pagar los presidios de soldados de las villas y castillos de la montaña; asi es que casi todas aquellas tropas eran batidas por los monfíes, y casi todas aquellas conductas apresadas.

Interesados en no hacerse sospechosos los monfíes, parecian los moriscos mas reducidos y mas conformes con la dominacion castellana, llegando hasta el punto de no vestir el trage moro, de beber vino, de comer tocino y de pertenecer á cofradías religiosas. Sucedia con mucha frecuencia, que engañados por estas prácticas exteriores, el presidente de la Chancillería, el capitan general, el alcalde mayor y el corregidor, usasen como confidentes contra los monfíes, de los mismos monfíes. Estos casos se repiten en nuestros dias. Con mucha frecuencia los conspiradores sirven como polizontes á los gobiernos; esto es, cobran sueldo del gobierno, y se sirven á sí mismos.

Harum era uno de estos hombres; conocíanle en Granada altos y bajos, cristianos y moriscos, el capitan general, el buen don Luis Hurtado de Mendoza casi le tenia cariño, y le tuteaba; el presidente de la Chancillería solia citarle como ejemplo de buenos moriscos, y decia con frecuencia, que si todos fuesen como él, se podria dormir á pierna suelta sin temor á levantamientos y alborotos: y en cuanto al corregidor y al alcalde mayor, nunca dejaban de darle crédito cuando le pedian informes acerca de este ó del otro morisco que se habia hecho sospechoso.

Sin embargo Harum era uno de los walíes ó capitanes mas tremendos de los monfíes; una vez á caballo, al frente de una banda de ballesteros, y acometiendo una villa que se habia hecho merecedora de un severo castigo por parte del emir, la trataba sin compasion; caian bajo su lanza ó su espada la munjer, el niño y el anciano, como el varon mas fuerte y robusto, é incendiaba las mieses y los caseríos, sin lastimarse del hambre que aquella devastacion debia producir en comarcas enteras.

Entonces el semblante de Harum era feroz, su palabra breve y dura, su corazon inaccesible á la piedad; una vez lanzado su grito de guerra, su tremendo ¡Allah le ille Allah!, se convertia en un tigre hambriento; poníansele ante los ojos las desdichas de su patria, y se cobraba con usura en sangre cristiana de la fingida sumision que se veia obligado á demostrar cuando vivia en las poblaciones.

En Harum habia dos hombres: el capitan monfí y el buen espía: cuando desempeñaba este último papel se transformaba: mostrábase afable, locuaz, alegre, un tanto casquivano, un mucho galanteador y de todo punto inofensivo: el amor de las mujeres servíale á las mil maravillas para averiguar muchas cosas, y para introducirse en muchos lugares, y como era jóven y galan, y sobre galan buen mozo, hé aquí que Harum representaba en el Albaicin un tercer papel, el de don Juan Tenorio.

Generalmente representaba otro cuarto papel, el de gefe de los monfíes que se encontraban como espías en Granada. Harum les daba sus órdenes, recibia sus noticias, las comunicaba, y era en fin, el ege de aquella máquina invisible, cuyos efectos sentian los cristianos sin conocer la causa que los producia.

Tal era el hombre á quien Yaye habia encargado que no perdiese de vista á la prisionera mejicana, y á quien habia encargado tambien Yuzuf averiguase el paradero del poderoso emir de los monfíes Muley Yaye—Al—Hhamar.

En cuanto al primer asunto, Harum comprendió que si rondaba mucho la casa del capitan podria inspirar sospechas al estropeado y hacer que se marchase con las dos mujeres y con mas precauciones á otra parte.

Aprovechó, pues, la ocasion de desalquilarse una vieja casucha medianera de la que ocupaba Sedeño, especie de tinglado viejo, que se levantaba como una construccion parásita, apoyada en el casaron donde vivia el estropeado.

Apenas se encontró solo en esta casucha Harum, la reconoció de alto á abajo: entraban en ella el viento y el sol por todas partes, cuando no por ventana, por rendija, lo que la hacia sumamente ventilada, cualidad inapreciable en aquella estacion, que, como sabemos era la de los calores; además un pequeño huerto de este tugurio lindaba, por un accidente casual, con los dos jardines de las casas de don Fernando de Válor y del capitan Sedeño.

Harum reconoció minuciosamente las paredes medianeras con el casaron habitado por el capitan; nada encontró en ellas que le ayudase: eran demasiado fuertes y al parecer gruesas para que pudiese abrirse en ellas una mira sin causar ruido y apercibir á los vecinos: renunció, pues, á las paredes medianeras y reconoció la cueva ó sótano: allí fue distinto: encontró la boca de una mina, pero cegada.

Harum se decidió á franquear aquella mina.

Despues reconoció las tapias del huerto y vió que con poco trabajo podia entrarse por ellas tanto al jardin de don Diego de Válor, como al de la casa habitada por el estropeado.

¿Pero á qué penetrar en este último jardin no estando en inteligencia con la hermosa morena?

Sin saber porqué, Harum cifró grandes esperanzas en la mina y se dedicó á hacerla practicable.

Desde aquella noche principió á trabajar, aunque por el momento los resultados fueron capaces de hacer desistir al mas testarudo.

La mina estaba cegada á piedra y lodo.

A pesar de esto, dedicó las noches á aquel trabajo de zapa, sin dejar por ello de aprovechar los dias en otras investigaciones.

Despues de haber trabajado en la mina con mucha precaucion para no ser sentido, desde el principio hasta el medio de la noche, se recogia al lecho y dormia hasta el amanecer; despues se ponia en la parte mas alta de su habitáculo, detrás de una rendija, á observar los dos jardines y las ventanas y galerías de las casas inmediatas.

Todos los respiraderos de la casa del capitan estaban siempre cerrados, asi como el jardin desierto: en cuanto á la casa de don Diego de Válor era distinto: veíase tanto en el jardin, como en las ventanas y galerías, el tráfago de una numerosa servidumbre; generalmente despues del amanecer, veia Harum una jóven hermosa y triste, que aparecia en los cenadores, adelantaba con paso lento, se sentaba en un banco de piedra debajo de una enramada de jazmines, y permanecia allí, pálida, inmóvil y profundamente pensativa, hasta que, entrando el dia y creciendo el calor, se levantaba, y con el mismo paso lento volvia á desaparecer por el fondo de los cenadores.

Aquella jóven era doña Isabel de Válor; la causa indudable para Harum de la pérdida de Yaye.

Se nos olvidó decir que se habian recibido unas noticias tales de la muerte de Miguel Lopez por los lacayos que habian acompañado á don Diego y á don Fernando, que doña Isabel vestia luto.

Y ahora que recordamos á Miguel Lopez, debemos añadir que ni una palabra se sabia acerca del paradero de don Diego de Válor y de su hermano don Fernando.

Aquello era una cadena de misterios.

En cuanto á doña Elvira de Céspedes, Harum no la habia visto ni una sola vez en el jardin, ni en los miradores, ni en las galerías. Sus mismos criados y su cuñada doña Isabel la veian muy poco: á las horas de comer y de las mas precisas atenciones domésticas y nada mas: despues afectando tristeza por la extraña ausencia de su marido y la falta de noticias suyas se encerraba pasando apartada de la vista de todo el mundo la mayor parte de las horas del dia.

Doña Isabel, sabia demasiado la razon del retraimiento de doña Elvira: sentia por él unos profundos zelos; lloraba cuando se encontraba sola, pero guardaba una reserva sin límites: para saber que Yaye vivia, la bastaba mirar el semblante de su cuñada; pero la observacion de aquel semblante era un tormento para doña Isabel.

Parecíala notar en los ojos de doña Elvira una segunda vida; la vida de un amor ardiente y satisfecho...

Pero volvamos á Harum.

Despues de su observacion salia á la calle y se dedicaba á nuevas investigaciones: habia procurado averiguar la procedencia del capitan; pero por mas que él y los otros monfíes que con él estaban en Granada, revolvieron é indagaron, no se pudo sacar en claro sino que el capitan era forastero y nadie le conocia.

Del mismo modo todos sus esfuerzos eran inútiles para dar con el emir; todos los dias, pues, á la caida de la tarde, iba á dar cuenta de sus trabajos á Abd—el—Gewar.

Esta cuenta se reducia á muy pocas palabras.

—Santo faquí, decia Harum inclinándose, ni yo ni los mios hemos podido averiguar nada acerca del paradero del poderoso emir.

Abd—el—Gewar trasmitia diariamente este breve parte verbal á Yuzuf por mano de un monfí.

Al fin un dia Abd—el—Gewar recibió la siguiente carta de Yuzuf.

«Creo que yo me encuentro mas cerca que tú de saber el paradero de mi hijo.»

Y sin embargo Abd—el—Gewar y Harum le estaban tocando, como quien dice, con la mano; le tenian enmedio, aunque á alguna profundidad debajo de tierra.

Doña Isabel, que era la única partícipe del secreto con su hermano y su cuñada, habia callado por amor á su hermano, á pesar de que sabia que Yaye era buscado con ansia... sabiendo que Yaye estaba en poder de una mujer que le amaba.

Isabel por un sin número de razones se veia obligada á callar y á sufrir.

Habia pasado cerca de un mes desde el dia del casamiento de Isabel.

Durante aquel mes ninguna noticia habia venido á desmentir la noticia de la muerte de Miguel Lopez; nada se sabia de la suerte de don Diego y don Fernando de Válor.

Un dia que doña Isabel estaba, segun su costumbre, triste y abstraida, sentada en el banco bajo la enramada de jazmines, vino á sacarla de su abstraccion el ruido de una disputa que pasaba cerca de ella. Levantó los ojos del cesped donde hasta entonces los habia tenido inclinados, y vió que uno de los lacayos de su hermano pugnaba por arrojar fuera un mendigo, que á su vez pugnaba por llegar hasta ella.

—¿Qué quiere ese hombre, Andrés? dijo doña Isabel.

—Este hombre, señora, ha aprovechado un momento en que he dejado abierto el postigo, y quiere á todo trance hablar con vos.

—¿Y qué quereis buen hombre...?

—¡Ah! ¿qué quiero...? tened caridad de mi, señora, y Dios la tendrá de vos, dijo el mendigo con un pronunciado acento extranjero.

—Dadle una limosna, Andrés, y que se vaya, dijo doña Isabel.

—Ved señora que es un gitano, dijo el lacayo, y que hacer bien á este canalla es pedir á Dios una desgracia, porque esta gente está maldita de Dios.

—¡Malditos de Dios! ¡si es verdad! ¡malditos de Dios! exclamó roncamente el mendigo: los crímenes de nuestra raza han caido sobre nosotros, y nosotros nos vemos castigados por las culpas de nuestros abuelos en nuestras cabezas y en las de nuestros hijos.

Doña Isabel se conmovió; habia en el acento de aquel hombre algo de solemne, algo de terrible, algo de ese no sé qué misterioso que revela los grandes infortunios y no el infortunio de un hombre solo, sino el de una raza entera: por mas que doña Isabel fuese cristiana de corazon, pertenecia á un pueblo oprimido y desgraciado, y de una manera precisa se le hacia simpático aquel otro hombre, que parecia pertenecer á otro pueblo tan desdichado como el pueblo moro de Granada.

Porque aquel hombre, en fin, era Calpuc, el rey del desierto, que se presentaba á doña Isabel con el extraño disfraz de mendigo.

Cuando se ha logrado interesar la curiosidad de una mujer se puede tener casi la seguridad de conseguir lo que de aquella mujer se espera.

—Dejadle que se acerque, dijo doña Isabel al lacayo.

—Pero ved que estos gitanos... insistió el criado.

—Dejadle, dejadle que se acerque, repitió doña Isabel: ¿por qué hemos de arrojar lejos de nosotros á los pobres?

Andrés se apartó de mala gana, y murmurando del paso de Calpuc.

Este se acercó á doña Isabel y la contempló en silencio algunos momentos, con una profunda expresion de lástima.

—¡Cuán hermosa sois señora, y cuán digna de ser feliz! la dijo.

—¿Y quién os ha dicho que yo soy desgraciada? contestó con cierta dureza dona Isabel quien, á pesar de todo, la sentaba muy mal que un hombre, que parecia tan miserable, la tuviese lástima.

—¡Oh! para que supieseis los motivos que tengo para compadeceros seria necesario que nadie nos escuchase.

—¿Y era esa la caridad que veníais á pedirme?

—Yo no soy mendigo, señora.

—Sin embargo vuestro aspecto...

—Haced que vuestro criado se retire un tanto: me basta con que no pueda oirnos.

Dominada hasta cierto punto doña Isabel por aquella extraña aventura, mandó á Andrés que se retirase.

Este se retiró á alguna distancia, siempre murmurando y sin quitar ojo del mejicano.

Cuando este vió que no podia ser oido la dijo:

—Os tengo lástima porque mereceis mejor esposo, y mejores parientes.

—¿Quién os ha autorizado á insultar á mi familia?

—¡Oh! ¡la desgracia!

—¿Ha causado mi familia vuestra desgracia?

—No, no ciertamente: pero los desgraciados somos hermanos y tomamos con mucha facilidad por nuestras las desgracias de los demás.

—Concluid, porque me parece que hasta ahora nada me habeis dicho que tenga que ver con la obra de caridad que esperabais de mí.

—Concluiré muy pronto: tomad.

Y sacó de entre sus andrajos una carta que entregó á doña Isabel.

Al ver el sobre de aquella carta doña Isabel dió un grito.

Habia reconocido la letra gorda, bárbara é irregular de Miguel Lopez.

El sobre de aquella carta decia:

«A mi muy querida esposa doña Isabel de Córdoba y de Válor.»

Era la misma carta que Miguel Lopez habia escrito en el subterráneo por mandato de Calpuc.

Esta carta aterró de mil maneras á doña Isabel: ella no habia deseado la muerte de Miguel Lopez, la habia temido y habia procurado evitarla: si al creerla realizada se habia afligido por ella, habia sido mas bien por la infamia que suponia en sus hermanos, que por el interés que podia causarla aquel esposo que de una manera tal se la habia impuesto: ya sabemos que el interés que podia tener doña Isabel por Miguel Lopez era negativo, y en esta parte se encontraba bien con su luto y su viudez, luto y viudez de que habia venido á sacarla con una prueba indudable Calpuc.

Doña Isabel se puso de pié de una manera nerviosa y miró con los ojos lúcidos y asombrados al mejicano.

—¡No ha muerto mi esposo! dijo.

—No, no ha muerto aun, contestó Calpuc.

—¡Es decir que está en peligro! repuso palideciendo la joven.

—No por cierto; pero sino ha muerto hoy, morirá mañana.

—No os comprendo bien ¿quereis tal vez aterrarme?

—Yo no pretenderia jamás imponer terror á un ángel, señora. Solo os he dicho lo que acabais de oir acerca de la vida de ese hombre, porque me parece que es una cabeza sentenciada: sí; estoy seguro de que Miguel Lopez morirá de mala muerte.

—¡De mala muerte! ¿y por qué?

—Porque es un malvado y al fin y al cabo los malvados caen heridos por la mano de Dios.

—¡Ah! exclamó doña Isabel; escudado con esta carta, que de una manera tan extraña me habeis entregado, me estais haciendo oir muy duras palabras.

—Ese es un aumento de desgracia que os procura vuestra familia.

—Pero, en fin, dijo doña Isabel: ¿quién ha sido causa del desgraciado suceso acontecido á mi esposo? Los lacayos que vinieron á traernos la triste nueva, nos dijeron que mi esposo y mis hermanos habian sido acometidos por los monfíes de la montaña; que mi esposo habia sido muerto y que mis hermanos habian desaparecido.

—Es cierto que los monfíes acometieron á vuestro esposo, pero fueron pagados para ello por vuestro hermano don Diego.

Doña Isabel palideció aun mas y bajó la vista ante la profunda mirada de Calpuc.

—Vuestro esposo hubiera perecido, sin duda, continuó este á no haber sido porque yo acudí en su socorro.

—Os doy las gracias, quien quiera que seais, dijo toda turbada doña Isabel.

—¡Ah! ¡si yo hubiera conocido á Miguel Lopez, le hubiera dejado morir! contestó con un acento lleno de misericordia Calpuc. Pero Dios lo ha hecho de otro modo.

—Sí, si, habeis hecho muy bien en salvarle y os repito que os estoy profundamente agradecida.

—Nada me agradezcais. He obrado como debe obrar un hombre temeroso de Dios.

—Vos no sois mendigo, segun me habeis dicho, dijo doña Isabel, fijando profundamente sus grandes ojos de gacela en Calpuc.

—En verdad que no, señora, pero me era preciso adoptar un disfraz cualquiera, para acercarme á vos sin inspirar sospechas. Por lo mismo y para no inspirarlas debemos concluir nuestra conversacion, que se va haciendo larga. Segun recordareis, vuestro esposo os ruega me entregueis la sortija que os dió en arras de su casamiento con vos.

—¿Y os urge recibir esa sortija? dijo doña Isabel.

—No, no ciertamente. Podré esperar hasta esta noche.

—¡Esta noche! ¿y dónde creeis que podreis verme esta noche?

—Aquí, en este mismo sitio, cuando todos esten recogidos en la casa, y podamos hablar sin ser sentidos de nadie.

—¡Eso es imposible! ¡yo sola, de noche, con un hombre á quien no conozco!

—¿Recelais de mí despues de haber leido la carta de vuestro esposo?

—No, no desconfio. Perdonad un vago recelo en una mujer que ha sido muy desgraciada. Me pareceis leal y consiento en recibiros.

—¿A qué hora?

—Despues de las ánimas.

—Despues de las ánimas estaré en el postigo del jardin.

—A esa hora y confiando en vuestro honor, os abriré.

—Adios, pues, señora, y hasta la noche.

—Hasta la noche: adios.

Y Calpuc se separó de doña Isabel, lanzó una profunda y ansiosa mirada á las ventanas de la casa en que vivia el capitan Sedeño, y que se veian por cima de la tapia medianera de los dos huertos, y al verlas cerradas exhaló un profundo suspiro.

Despues salió por el postigo, pasando junto al lacayo Andrés, al que ni siquiera saludó.

—¡Oh! será necesario avisar al alcalde para que prenda á ese hombre si vuelve á venir, murmuró el lacayo; tiene muy mala traza: por mi parte y á no ser por la señora, yo le hubiera echado á palos.

—Ese hombre es un desgraciado, Andrés, dijo doña Isabel, y debemos compadecer y ayudar á los desgraciados.

Doña Isabel se alejó y entró por el cenador, mientras Andrés murmuraba cerrando el postigo del huerto:

—¡Un desgraciado! quiera Dios que su venida á esta casa no nos cause alguna desgracia.

La escena que acabamos de referir pasó cabalmente á la hora en que Harum, desde su casucha, hacia su atalaya matutina á los dos huertos del capitan estropeado y de don Diego de Válor.

—¡El cazador de la montaña! dijo al reconocer á Calpuc ¡el hombre á quien protege el poderoso emir! ¿Por qué viene aquí ese hombre y disfrazado de mendigo á hablar con doña Isabel de Córdoba y de Válor? Será necesario avisar á Ab—del—Gewar.

Pero antes, añadió, es necesario que concluyamos nuestra tarea de la mina: por un milagro de Dios el capitan Sedeño está fuera. Xariz y Athar, que le han seguido, me han dicho que ha tomado á caballo el camino de la montaña. No se sale asi á la gineta sino para tardar algunos dias. Esta es la ocasion mas propicia: pues puños y adelante.

Y dejándose ir con la agilidad de un gato por unas escaleras perláticas, descendió á los pisos bajos, que estaban casi llenos de montones de tierra y escombros, que habia sacado Harum de la mina: encendió una linterna; tomó una piqueta, y se metió por un estrecho pasaje que habia abierto á pico.

A trechos se veia la antigua mina árabe en toda su anchura y altura, capaz de contener un hombre á caballo, porque la mina solo habia sido cegada á trechos: si Harum hubiese tenido una brújula y un plano del terreno, hubiera conocido que aquella mina en vez de prolongarse en direccion á la casa ocupada por el capitan estropeado, se extendia hácia la de don Diego de Válor.

Sea como quiera, á poca distancia se detuvo Harum delante de una pared que cerraba la mina, y dejó la linterna en el suelo.

—Hice bien, dijo, en no seguir anoche mi trabajo cuando encontré esta pared que sin duda comunica con la cueva de la casa del capitan; era ya muy avanzada la noche; la caída de los escombros por esotra parte debe producir un gran ruido y era exponerse á que se malograse mi plan. Sin embargo, como puede suceder que sin que yo lo sepa haya en la casa alguien que guarde á la hermosa doncella de las trenzas negras, bueno es ir prevenidos: llevo un excelente puñal... y sobre el corazon; que no es flojo ni asustadizo, una buena cota á prueba. Adelante pues. Cúmplase lo que está escrito, y que el Dios Altísimo y Unico me proteja.

Y levantando la piqueta descargó un formidable golpe sobre la pared, que fue suficiente para que no necesitase dar el segundo: aquella pared era un simple tabique traspasado por la humedad, que se derrumbó, produciendo apenas, por lo reblandecido de los materiales, un ruido sordo y opaco.

Quedó abierto un boqueron practicable: Harum tomó la linterna, saltó sobre los escombros, y se encontró en una mina mas ancha y enteramente desembarazada, que se prolongaba á la derecha y á la izquierda del boqueron donde habia entrado.

—¡Por Satanás! dijo el monfí: me encuentro en un pasaje que conduce á dos puntos distintos y que no tiene apariencias de estar cegado. Meditemos. La mina por donde me he abierto paso hasta aquí está casi en línea recta; la casa del alférez está á la izquierda: la de don Diego de Válor á la derecha, pues señor: tomemos á la izquierda: esto no impide que despues de reconocer el terreno tomemos á la derecha. Acaso, acaso, descubra yo mas de lo que he creido: adelante pues.

Y tomó con una gentil audacia la mina adelante, á la parte de la izquierda.

A poco que anduvo tropezó con una escalera y trepó por ella: á la altura de cincuenta peldaños encontró una puerta, bien conservada y que parecia estar en uso.

Un impulso de alegría inundó el alma del monfí: pero aquel impulso no le hizo ser imprudente. Acercó el oido á la puerta y escuchó. Nada absolutamente se oia tras ella: permaneció escuchando algun tiempo mas, y ningun ruido alteró el silencio: entonces acercó la luz de la linterna á la puerta y la examinó minuciosamente.

Era de roble, y provista de una cerradura tan fuerte, que para violentarla hubiera sido preciso causar gran ruido.

Harum suspiró.

—Es preciso procurarse una llave maestra, dijo: acaso, acaso, será prudente esperar hasta la noche; durante el dia reconoceré por fuera el terreno. Indudablemente esa puerta me ha de llevar hasta la mujer á quien me ha encargado que busque el emir. Ademas será prudente traer conmigo mejores armas.

Harum bajó de nuevo las escaleras y se aventuró en la mina; pero abstraido en los pensamientos que le inspiraba la aventura en que se habia empeñado, pasó junto al boqueron por donde habia penetrado en la mina, y siguió en direccion de la casa de don Diego de Válor.

Pero de repente Harum se detuvo: habia escuchado el rumor de dos voces, una de hombre, otra de mujer, que hablaban sin recato y como si no temiesen ser escuchados. Harum adelantó con precaucion, y notó que las dos voces salian de un aposento abierto en la mina, por cuya puerta salia, proyectándose sobre el pavimento de la mina, un rayo de luz: el monfí adelantó aun mas y pudo percibir perfectamente lo que hablaban el hombre y la mujer que estaban en el aposento.

La voz del hombre hirió su oido de una manera particular, como si le fuera muy conocida, y al fin la reconoció y exclamó con asombro:

—¡El emir! ¡encerrado en un subterráno con una mujer!

Harum no supo por el momento qué hacer.

—Si, si, está ahí; pero yo no debo escucharle, ¡no! ¡el siervo no debe descubrir los secretos del señor! ¡seria hacerle traicion! ¡pues bien! ¡me ocultaré, observaré cuando salga esa mujer! y entonces... ¡oh! entonces me presentaré á él y le diré: señor, ¡vuestro padre os busca desesperado! ¡si estais cautivo, yo os traigo la libertad! ¡si estais libre, volved un momento, señor, junto á vuestro padre, junto á vuestros leales monfíes...! despues... despues tiempo os quedará para el amor.

Tomada esta leal resolucion, Harum se volvió atrás, buscó el boqueron, le encontró, se sentó sobre los escombros y apagó la linterna, para que no pudiese denunciarle su luz.

Capítulo XI. Hasta donde habia llegado doña Elvira, arrastrada por su amor á Yaye.

Harum obraba sin duda hidalgamente y como convenia á un buen vasallo, en no escuchar lo que su señor hablase; pero el autor comprende que no estan en el mismo caso sus lectores, y va á introducirlos en aquel aposento vedado para Harum.

Aquel aposento era el mismo donde don Diego de Válor y su mujer doña Elvira de Céspedes, habian ocultado á Yaye, á causa del accidente que le habia producido la noticia del casamiento de doña Isabel.

Desde aquel momento al en que le presentamos de nuevo á nuestros lectores, habia pasado, como hemos dicho, un mes.

Yaye estaba completamente restablecido y se paseaba lentamente por la estancia.

Doña Elvira estaba sentada en un sillon, contemplando con ansiedad al jóven, que estaba hermosísimo.

—¿Con que esa es vuestra postrera resolucion? dijo doña Elvira.

—Mi resolucion decidida, contestó el jóven con acento severo.

Por algunos momentos doña Elvira, á quien pareció contrariar la respuesta de Yaye, guardó silencio, impaciente é irritada.

—¿No os he dado bastantes pruebas de mi amor, dijo al fin con altivez, para que consintais en lo que deseo, en lo que ansío... en lo que debia llenaros de orgullo, porque lo que yo ansío, lo que yo deseo, es ser vuestra, enteramente vuestra?

—¿Y no lo sois, señora? dijo dominándose Yaye, y procurando dar á su acento la dulzura del amor, ¿no soy yo vuestro?

—Si, aquí, entre el mas profundo misterio, en las entrañas de la tierra; cuando nadie mas que yo está á vuestro lado, cuando á nadie veis mas que á mi. Vos no me amais, Yaye... vos al decirme amores habeis mentido... si, habeis mentido... vos no amais mas que á vuestra ambicion... y despues de vuestra ambicion á mi cuñada doña Isabel, á pesar de que mi cuñada se casó con otro sabiendo que vos la amábais.

Yaye hizo un movimiento como para contestar, pero guardó silencio.

—Si, ella sabia que vos la amábais, y os pospuso á un hombre feroz, brutal, casi á un bandido... en cambio yo... yo os amo desde que os vi: cuando por una sucesion de circunstancias extrañas os tuve en mi poder, cuando yo sola podia veros, yo sola podia hablaros, mi alma se abrió á la esperanza y á la felicidad... despues vos habeis sabido engañarme, enloquecerme... me habeis hecho la mas feliz de las mujeres... ¡oh! ¡si! porque no hay en el mundo una felicidad semejante á la que vos me habeis hecho probar... ¡pero despues...!

El jóven se acercó á doña Elvira y la asió una mano.

—Escuchad, señora, la dijo: mi corazon os pertenece... es verdad que yo amaba á vuestra cuñada, ó que creia amarla...

—¡Que creiais amarla! exclamó con ansiedad doña Elvira.

—Si, que crei amarla, porque mi afecto hácia ella mas que amor era empeño, un empeño como yo los concibo: tenaces, terribles, voluntariosos... la noticia de su casamiento causó en mí un efecto inesplicable... porque mi empeño se desvanecia, caia vencido ante el empeño de una mujer... no recuerdo lo que me aconteció... solo recuerdo que desperté un dia de un profundo letargo, calenturiento, dolorido, cansado en el cuerpo y en el alma... miré en torno mio y os vi anhelante, con las manos cruzadas, mirándome de una manera tal, que aun no he podido olvidar aquella mirada, hermosa y dulce como la de un ángel... yo no os conocia... vos tampoco me dijísteis quien érais... yo no os lo habia preguntado, porque no tenia voluntad mas que para miraros, ni corazon mas que para sentir vuestra hermosura y vuestra misericordia: pasábais junto á mi largas horas reclinada sobre mi lecho, mis manos en vuestras manos, mi mirada en vuestra mirada, confundiéndose nuestros alientos: llegó un punto en que... nos confundimos en uno; nos unimos, fuimos un solo ser que sentia una misma felicidad, que se embriagaba en sí mismo: yo os crei mi ángel, mi espíritu estaba aun perturbado... nada recordaba... habia vuelto á la vida... á una vida vigorosa, á una vida nueva... para mí este aposento, donde jamás entra la luz del dia, era un eden y era un eden por vos. Vos lo sabeis, señora: no podeis dudarlo: yo enloquecia bajo vuestras miradas, yo desfallecia de amor con vuestras caricias... ¿ha podido jamás un hombre pertenecer de una manera mas completa á una mujer?

—¡Ha sido un sueño! ¡un hermoso sueño! dijo doña Elvira, cuyos ojos se arrasaron de lágrimas, ¡un sueño que no se ha desvanecido sino haciéndome pedazos el corazon!

—¿Por qué me despertásteis? ¿por qué avivásteis mi memoria que la enfermedad habia entorpecido? ¿Por qué me dijísteis: tú eres Yaye—ebn—Al—Hhamar, emir de los monfíes de las Alpujarras?

—¡Ah! ¡la ambicion ha matado en vos al amor!

—No por cierto: el emir, el poderoso emir de los creyentes que luchan en las montañas de las Alpujarras por el Islam, os hubiera asido de la mano, os hubiera presentado á los suyos y les hubiese dicho: hé aquí mi esposa; hé aquí vuestra señora; pero vos no os detuvísteis en vuestras revelaciones: me dijísteis: yo soy casada, lo que equivalia á decirme: somos adúlteros.

—¡Ah! exclamó doña Elvira.

—Y no bastaba esto: me dijísteis soy esposa de don Diego de Córdoba y de Válor, lo que equivalia á decirme: somos infames, porque don Diego de Córdoba es pariente mio por parte de mi madre, como que mi madre era hermana del padre de don Diego.

—¿Y qué importan todos los parentescos, todos los vínculos, cuando se ama como yo os amo?

—Doña Elvira el crímen siempre es el crímen, y no es puro el placer en el fondo de cuya copa se encuentra el remordimiento: yo soy inocente: el Altísimo lo sabe: acababa de salir de una enfermedad terrible cuando os vi á mi lado; me encontraba en una situacion extraña; yo os creia una hurí enviada por Dios para consolarme, porque yo no os conocia: lo que ha sucedido entre nosotros ha sido fatal; pero en el momento en que he conocido que nuestros amores ofendian á Dios y á los hombres, me he detenido, he vuelto atrás en la senda de la perdicion en que habia entrado sin saberlo...

—¡Porque no me amais! ¡porque os habeis burlado de mí! exclamó con violencia doña Elvira.

—No os amo porque no debo amaros, señora; no os amo, porque perteneceis á otro hombre; porque me habeis engañado...

—¡Porque amais á mi cuñada doña Isabel!

—Para que yo no ame á doña Isabel basta el que sea como vos una mujer casada.

—¡Oh! si en vez de ser yo quien soy, fuera doña Isabel, no reparariais tanto en ofender á Dios y á los hombres, exclamó con despecho doña Elvira... y luego... ¡si doña Isabel fuese viuda... viuda y... vírgen...!

Yaye, á pesar del dominio que tenia sobre sí mismo, palideció de una manera marcada.

—¡Oh! ¡si! ¡la amais! ¡la amais! exclamó con rabia doña Elvira, notando la conmocion de Yaye, la amais y me despreciais por ella... ¡pues bien! ¡sabedlo...! ¡os lo voy á revelar todo...! apenas Miguel Lopez habia entrado en nuestra casa de vuelta de la ceremonia... mi esposo, no sé por qué, le llevó consigo, sin darle ni aun tiempo de despedirse de doña Isabel: Miguel Lopez, mi esposo, mi cuñado don Fernando y cuatro lacayos, partieron para las Alpujarras: al dia siguiente volvieron los lacayos trayendo la noticia de que Miguel Lopez habia sido asesinado por los monfíes y que mi esposo y mi cuñado habian desaparecido.

—¡Asesinado Miguel Lopez por los monfíes! exclamó Yaye, en cuya imaginacion surgió una sospecha: ¿y se ha confirmado esa muerte?

—Mi cuñada, vuestra hermosa doña Isabel, lleva luto por ella... ¡y está tan hermosa con su luto...!

—¡Asesinado Miguel Lopez por los monfíes! repitió profundamente Yaye.

—¡Oh! ¡ya se ve! existia un antiguo contrato entre vuestro padre y el padre de mi esposo; segun él, vos y doña Isabel debiais uniros para salvar ciertos intereses encontrados: no sé por qué, obligado acaso por la fatalidad, mi esposo entregó su hermana á Miguel Lopez... pero llegásteis vos... os encerrásteis con mi esposo... yo escuché vuestra conversación... y Miguel Lopez fue sentenciado...

—Os juro que yo no he tenido parte alguna, ni aun con la voluntad, en ese asesinato.

—Si, si: bien sé que el único autor de ese delito es don Diego de Córdoba, mi esposo, pero sé tambien que su delito es inútil, porque no os casareis con doña Isabel, os lo juro.

—Ya os he dicho, continuó dominándose Yaye, que en el momento en que doña Isabel ha pertenecido á otro hombre he dejado de amarla.

—Es que doña Isabel no ha pertenecido á nadie, exclamó con una malignidad indescribible doña Elvira, ni aun á su hermoso Yaye, á quien ama con toda su alma... me habeis llamado adúltera porque el amor me ha arrojado en vuestros brazos: ¿y creeis que no seria tambien adúltera doña Isabel, vuestra virtuosa doña Isabel, si vos la hacias oir una sola palabra de desesperacion..? ¡oh! ¡las mujeres cuando amamos no reparamos en nada...! ¡el amor ha sido creado por Dios para que le sienta única y exclusivamente la mujer!

Yaye se contenia visiblemente: notábase, á pesar de su profunda reserva, no solo que no amaba á doña Elvira, sino que le inspiraba aversion.

Doña Elvira aspiraba perfectamente el sentimiento que se filtraba, por decirlo asi, del semblante del jóven, le comprendia y se irritaba.

—Mi casamiento, dijo fue el resultado de una apuesta, y he sido muy desgraciada: yo amaba á mi esposo y á fuerza de humillaciones he llegado á aborrecerle: yo debia vengarme de él tarde ó temprano; pero no he sido una mujer impura que se prostituye solamente por venganza: era necesario que mi corazon al vengarse aspirase otro amor... os ví... os amé, os he amado largo tiempo en silencio... y al fin... por casualidad, mi mismo esposo os puso en mis manos: he velado junto á vos anhelante, viendoos entre la muerte y la vida y despues de haberos salvado me he creido amada y vengada de las injurias que como mujer debia á mi esposo... vos me despreciais ahora Yaye... pues bien yo me vengaré... os juro que sereis mi esclavo, que no volvereis á ver la luz del sol.

—La pasion, una pasion que no comprendo bien os extravía, señora, dijo Yaye con una profunda calma: vos no teneis ningun derecho para privar á un hombre de su libertad.

—Si, si, es verdad: yo debo dejaros libre para que corrais á arrojaros á los piés de doña Isabel, para que podais decirla, ¡eres viuda...! ¡sé mi esposa...! ¡y yo entre tanto... deshonrada...! ¡perdida...! ¿que creeis que seria de mí si durante una larga ausencia de mi esposo diese á luz un hijo?

Yaye se estremeció.

—Y estoy segura... ¡oh! ¡si! ¡os amo tanto! ¡he sido tan feliz! ¡oh Dios mio! ¡Dios mio! al menos aunque él me desprecie... si me queda una prenda de su amor, seré feliz... muy feliz... y esa felicidad... de seguro me la ha concedido Dios.

—Dios no querrá que vuestra insensata pasion os haya llevado á tal punto señora. Dios no querrá que tengais un doble remordimiento... por el esposo y por el hijo: en cuanto á mí soy inocente, bien lo sabeis; si fuerais libre os haria mi esposa, os lo repito os lo juro.

—¿Me haríais vuestra esposa si yo fuese libre? observó acentuando cada una de estas palabras doña Elvira.

—Cuidad lo que haceis, señora, dijo Yaye.

—¡Qué! dijo doña Elvira con sarcasmo; ¿creeis que yo seria capaz de matar á mi marido por ser vuestra?

—Os lo confieso, aunque me cuesta violencia el confesároslo: os creo capaz de todo.

—Pues bien, dijo con una calma glacial doña Elvira: esperadlo todo de mí. Todo, hasta la venganza.

—Habeis elegido muy mal camino, señora, dijo Yaye con acento frio: ya os lo he dicho antes de ahora: sois impotente contra mí: os he suplicado que me pongais en libertad, que me dejeis volver entre los mios, y os habeis negado á ello á pretexto de que no volveria á veros. En efecto, una vez fuera de esta prision en que la casualidad me ha arrojado, no volveriais á verme sino por otra casualidad... porque el deber me manda apartarme de vos. Jamás hubiera yo incurrido en el crímen que hemos consumado, sino en un estado casi de insensatez, en un estado en el cual no pertenecen al hombre sus acciones.

—¡Es decir, que teneis remordimiento de haberme poseido! exclamó con una soberana altivez doña Elvira.

—Sí, respondió con firmeza Yaye, hasta el punto que puedo tenerlos, porque os lo repito, mis actos, acabado de salir de una enfermedad terrible que habia afectado mi razon, no son mios: son los actos de un insensato... pero no insistiendo mas en esto os intimo por última vez para que me dejeis en libertad de ir á donde me convenga, puesto que ningun derecho teneis para retenerme á vuestro lado.

—¡Jamás! exclamó doña Elvira.

—Pues bien, señora, dijo Yaye adelantando hácia doña Elvira, que retrocedió hácia la puerta; por mas que me cause repugnancia el ejercer con vos una violencia, hareme yo mismo libre, sobrevenga el escándalo que quiera.

Y adelantó aun mas hácia doña Elvira.

—¡Ah! ¡no!... exclamó esta: vos sereis caballero... vos no querreis emplear la fuerza contra una dama.

Yaye se detuvo á esta invocacion á su honor.

—Solo os suplico, dijo doña Elvira que mediteis en mi amor, en mi desesperacion: ¡sino os volviera á ver..! ¡qué! ¿tanto os costaria, sino podeis ser mi amante, ser mi amigo?

—¿Me jurais, señora, sacarme de aquí?

—Os lo juro.

—Pues bien: cumplid vuestro juramento.

En aquel punto doña Elvira que gradualmente se habia acercado á la puerta, la ganó de un salto, y antes de que Yaye pudiera evitarlo la cerró, corriendo los cerrojos.

—Sí, sí, dijo doña Elvira desde detrás de la puerta: tú saldrás de aquí Yaye, pero muerto de hambre, ó entregado enteramente á mi: yo te lo juro.

Y se alejó lanzando una insensata carcajada que retumbó en la mina.

Luego se escucharon por algun tiempo sus pasos precipitados; despues todo quedó envuelto en el mas profundo silencio.

Capítulo XII. De cómo Dios premió la constancia de Yaye.

Yaye quedó mudo de asombro y de cólera en el centro de la estancia.

Las últimas palabras de doña Elvira tenian una muy fácil explicacion.

«Tú saldrás de aquí muerto de hambre ó entregado enteramente á mí.»

Esto queria decir que doña Elvira pensaba valerse de algun brebaje para aletargar al jóven y conducirle á un lugar mas seguro; brebaje que solo podria evitar Yaye sentenciándose á morir. Era aquel el último límite á donde podria llegar el empeño de una mujer.

Yaye conoció que doña Elvira le tenia enteramente en su poder: la habitacion en que se encontraba, aunque ricamente alhajada, y cubierta de tapices, por lo reducido de su extension, por lo deprimido de su bóveda, por lo fuerte de su puerta, en que se veia un ventanillo, indicaba haber sido en otro tiempo destinada para encierro. Por aquel ventanillo podia doña Elvira introducirle alimentos preparados para producirle un estado de letargo, sin que Yaye pudiese usar de la menor violencia con ella. Yaye, pues, sacudió con fuerza la puerta; pero esta era muy fuerte, encajaba perfectamente y nada consiguió: metió el brazo por el ventanillo, y probó si alcanzaba á los cerrojos: esto tambien era inútil: los cerrojos estaban fuera del alcance de su brazo: su espada y su daga, cuyos gavilanes acaso le hubieran servido para alcanzar á los cerrojos, habian desaparecido: Yaye comprendió que si esperaba mucho tiempo, doña Elvira comprendería que los cerrojos no bastaban para asegurar á su prisionero, y buscaria otros medios de seguridad.

Era necesario encontrar una manera de descorrer aquellos cerrojos, y franquear cuanto antes aquella puerta. Una vez fuera, Yaye pensaba ocultarse en la oscuridad en la mina, y sorprender á doña Elvira cuando volviese.

Pero no se le ocurrió medio en lo humano: comprendió que estaba seriamente preso, y á merced del fatal amor de doña Elvira.

La única esperanza que le quedaba era que sobreviniese en aquellos momentos don Diego de Córdoba y de Válor.

¿Pero quién sabia lo que habia sido de don Diego?

Empezaba Yaye á desesperarse, cuando oyó en la mina unos pasos marcados de hombre: era la primera vez, despues que habia vuelto á la razon en aquel calabozo, que oia tales pisadas: supuso que doña Elvira le enviaria algun hombre pagado para intimidarle, y esto le irritó. Los pasos se acercaban y al fin se detuvieron junto á la puerta.

Yaye escuchó en silencio: el que se habia detenido junto á la puerta nada dijo durante algunos segundos.

Al fin se escucharon estas palabras pronunciadas por una voz contenida:

—¿Estais solo, señor?

—¿Qué es eso? ¿Quién me llama señor? dijo Yaye acercandose al ventanillo de la puerta.

—Soy yo, señor; vuestro fiel escudero; el walí Harum—el—Geniz.

—¡Oh! ¡me he salvado! exclamó Yaye; mira si puedes descorrer los cerrojos, mi buen Harum.

—¡Oh! ¡sí, poderoso señor! he aquí la puerta de par en par.

En efecto, la puerta se abrió.

—¿Quién te ha traido aquí Harum? ¿por dónde has entrado? le preguntó Yaye.

—Me ha traido un mandato de vuestro noble padre; en cuanto al lugar por donde he entrado, venid señor y lo vereis.

Harum á quien las circunstancias hacian mas entrometido con el jóven emir que lo que lo hubiese sido en otra ocasion, tomó la bujía que ardia sobre la mesa y salió seguido de Yaye.

Al llegar al boqueron se detuvo, y le mostró al jóven.

—Hé aquí por donde he entrado, señor. Por esa mina adelante, pronto muy pronto, vuestra grandeza verá la luz del sol.

Y siguió por la mina precediendo al jóven emir.

Cuando este se encontró en las habitaciones superiores, cuando vió el cielo, las nubes, el sol, los árboles, la Alhambra, á lo lejos la alta cumbre de la Sierra—Nevada, en lontananza y á los pies de la sierra la extendida vega con sus lejanas montañas azules, respiró como quien se siente aliviado de un peso enorme.

—¿De qué manera quieres que te recompense el emir? exclamó con alegría volviéndose á Harum.

—¡Ah, señor! dijo el monfí; me basta con ser vuestro secretario de confianza en la paz; vuestro escudero en la guerra: á vuestro lado siempre, porque teneis enemigos, señor; todos los reyes los tienen y mi única ambicion es serviros de escudo.

—Aunque me has servido algun tiempo no recuerdo de qué tribu eres, dijo con la gravedad de un rey Yaye.

—De la tribu Zeneta, señor, contestó con orgullo Harum.

—Vienes, pues, de una raza bastante esclarecida, walí, para que puedas estar continuamente á mi lado, dormir á los piés de mi lecho, y llevar tu caballo tras el mio en el combate. Te concedo lo que me has pedido.

—¡Ah! ¡señor! ¡magnífico señor! exclamó Harum arrojándose á los piés de Yaye.

—Alza y escucha: ¿cuántos dias han pasado desde aquel en que yo llegué á Granada?

—¿Quereis decir, señor, desde el dia en que me mandásteis que siguiese sin perder de vista á la hermosa morena de los ojos de luz?

—¡Ah! ¡la princesa mejicana! exclamó perturbado bajo aquel recuerdo Yaye.

—Pues ha pasado un mes, cabalmente desde aquel dia, señor.

—¡Cuántas variaciones en un mes en la vida de un hombre! exclamó el jóven emir. Y se quedó profundamente pensativo.

—Perdonadme, señor, dijo Harum, si os advierto, que estando en estos corredores nos pueden ver desde las ventanas y desde el jardin de la próxima casa de don Diego de Córdoba y de Válor.

—¡Ah! ¡es esa la casa de don Diego de Córdoba! dijo Yaye mirando al frente: pero de improviso se puso pálido y lanzó una exclamacion desde el fondo de su alma.

—¡Ah! ¡doña Isabel!

En efecto, la jóven habia atravesado lentamente y con su severo traje de luto, un corredor de la casa vecina y habia desaparecido.

—¿Vive doña Isabel en la casa de su hermano don Diego? dijo con voz apagada por la conmocion Yaye.

—Si señor, todos los dias por la mañana la veo sentada en aquel banco de piedra que hay al pié de aquella enramada de jazmines. Pero retirémonos de aquí si os place, señor, y si quereis observar la casa de don Diego, yo os llevaré á un lugar desde donde podais ver sin ser visto.

Yaye conoció que la observacion de Harum era prudente, y le siguió á un aposento cercano en el que habia una ventana con celosía y desde donde se descubria lo mismo que desde el corredor, las dos casas y los dos huertos del capitan estropeado y de don Diego de Válor.

—¿Acostumbra doña Isabel á dejarse ver? preguntó Yaye.

—Solo por la mañana, señor, y en el lugar que os he marcado.

—¿Has hablado alguna vez con ella?

—Nada me habiais encargado acerca de doña Isabel, señor.

—Es verdad. Y dime: ¿que ha sido de Miguel Lopez?

—Se le cree muerto.

—¿Se sabe quién ha mandado su muerte?

—Creese que sea cosa de don Diego de Válor.

—¡Infame! murmuró Yaye: pero... me han dicho que ha muerto á manos de unos monfíes.

—Es verdad: segun me ha dicho Dalhy que ha ido dos ó tres veces á la montaña durante este mes, don Diego sobornó á Reduan, que vivia como ventero junto á Orgiba y á otros seis: vuestro poderoso y justiciero padre, señor, mandó ahorcar al dia siguiente á Reduan, y á los otros seis, en la encina muerta de la Rambla de los Gamos.

—¿De modo que en esta muerte nada ha tenido que ver la justicia de mi padre?

—Ha sido un asesinato y nada mas.

—¿Y qué se han hecho don Diego y don Fernando de Válor?

—Los tiene presos vuestro padre hasta que vos parezcais.

—¿Y mi buen ayo Ab—del—Gewar?

—Está inconsolable por vuestra pérdida y nos hace revolver la tierra á mí y á los veinte monfíes que tengo á mis órdenes.

—Pues hasta que yo te lo mande, es necesario que á nadie digais que he parecido.

—Muy bien, señor.

—A nadie, ¿lo entiendes?

—Si señor.

—Además, es necesario que procures introducirte con la servidumbre de don Diego de Válor, á fin de que yo pueda hablar con doña Isabel.

—Las tapias son fáciles de escalar, señor... y yo mismo...

—Componte como puedas, pero no cometas ninguna imprudencia.

—¡Oh! en cuanto á imprudencias seria la primera que cometiese: por no ser imprudente no puedo daros ya noticias positivas acerca de la dama morena que me mandásteis seguir.

—¡Cómo! ¿sabes donde para?

—Muy cerca de nosotros, ahí, en esa otra casa cuyo huerto linda con el de don Diego y cuyas celosías estan tan cerradas.

—¿Y no has tenido medio de amparar á esa desdichada?

—Tengo medio de penetrar hasta su habitacion; pero necesitaba proveerme de cierta herramienta.

—¡Ah! ¡forzar puertas! dijo con repugnancia Yaye: ¡exponerse á pasar por un ladron!

—La puerta que yo forzaré es tan reservada, como que da á un extremo de la mina donde está la habitacion en que os han tenido cautivo.

—Pues bien, cuanto antes liberta á esas desdichadas mujeres, pónlas bajo el amparo de la justicia, devuelve á la jóven la joya y...

—¿Y por qué no habeis de hacer vos todo eso señor? sino me engaño paréceme haberos oido decir que esa dama es una princesa.

Meditó un tanto Yaye.

—Bien, dijo: tiempo sobrado tendremos de pensar en ello. Por ahora búscame una casa segura donde pueda vivir sin ser notado: despues trae una litera cerrada dentro de la cual me trasladaré á mi nueva vivienda, y sobre todo, Harum, un profundo secreto.

El monfí despues de haber recibido algunas otras instrucciones de Yaye, salió de la casa murmurando, mientras se alejaba á buen paso:

—El emir es mi señor único y absoluto desde que el noble Yuzuf renunció en él su poder y su corona. El, solo él, Muley—Yaye—ebn—Al—Hhamar, es nuestro señor, á quien debemos obedecer ciegamente, so pena de traicion. ¿Pero qué pensará hacer el emir?

Dos horas despues salia una litera cerrada del casuco que habitaba Harum: aquella litera entró poco despues en una linda casita de la calle de las Tres Estrellas en el Albaicin.

Capítulo XIII. De cómo la caridad era una virtud peligrosísima para el poderoso emir de los monfíes Muley—Yaye—ebn—Al—Hhamar.

Llegó la noche, y por cierto, lóbrega y tempestuosa.

Poco despues del oscurecer algunos hombres, como en número de doce, envueltos en largas capas, se extendieron por las calles de San Gregorio el alto y sus circunvecinas y se ocultaron en los dinteles de las puertas.

Al poco tiempo otros dos hombres, embozados tambien hasta los ojos, llegaron á la puerta de la casucha habitada por Harum, y uno de ellos abrió la puerta: el que le seguia entró.

El que habia abierto la puerta lanzó un silbido prolongado, entró y cerró.

Poco despues un embozado, llegó á la puerta y llamó: abriéronle y un hombre que tenia una linterna en la mano, le introdujo en una habitacion del piso bajo. Sucesivamente llamaron y entraron otros cinco hombres.

Cuando estuvieron todos dentro, el hombre que les habia abierto les dijo:

—Seguidme.

Aquel hombre era Harum.

Los seis hombres que habian entrado y estaban desembozados, mostraban los semblantes mas angulares y fatídicos del mundo, bajo las anchas alas de sus sombreros gachos, y las espadas de mas voluminosa empuñadura y mas largos y torcidos gavilanes que podian darse, pendientes de los talabartes: ademas, cada uno de estos hombres, llevaba sujetos á la cintura una daga buida, y dos largos pedreñales ó pistolas.

Aquellos seis hombres eran monfíes escogidos entre lo mas duro y valiente de todas las taifas de monfíes de las Alpujarras.

Aquellos seis hombres siguieron á Harum, que los llevó en derechura á la mina que ponia en comunicacion la casa ocupada por el capitan estropeado, con el palacio de don Diego de Válor.

Cuando estuvieron allí, Harum los extendió por la mina y les dió la consigna siguiente:

—Las dagas en las manos. Si sobrevienen gentes por cualquiera de los dos extremos, se las detiene, y se avisa con un silbido. Si oponen resistencia, obrad como quienes sois. Atencion y silencio.

Volvió á salir por el boqueron, y poco despues apareció con un hombre enteramente encubierto, y tomó la direccion de la escalera que conducia á la casa del capitan.

—Espera, le dijo el hombre que le seguia: ¿se va por aquí al aposento donde he estado preso?

—No señor, contestó Harum, se va por la parte opuesta.

—Pues llévame allá: tengo curiosidad de saber lo que allí puede haber sucedido.

Harum se volvió y condujo á Yaye al lugar indicado.

Al entrar en él notó el jóven que algunos objetos que antes estuvieron sobre la mesa, estaban rotos y esparcidos por el suelo; levantadas las ropas del lecho, como si alguien hubiese buscado algo bajo él y los sillones tirados por el suelo.

Yaye lo comprendió todo; aquellos eran los vestigios del furor impotente de doña Elvira al verse burlada.

—¡Ah! ¡ya lo sospechaba yo! dijo con acento sentido el jóven, porque sin saber por qué, le lastimaba la desesperacion de doña Elvira.

Yaye en su foro interno atribuyó aquel sentimiento á caridad.

Salió de aquella especie de calabozo, y pasó, perfectamente cubierto el rostro con un antifaz, por delante de los seis monfíes, que inmóviles y silenciosos como estátuas, estaban apoyados de espaldas contra la pared á lo largo de la mina.

Treparon por las escaleras que subian hasta la puerta, delante de la cual, por falta de una llave maestra, se habia detenido aquella mañana Harum.

No sucedió entonces lo mismo: el walí, transformándose en ladron, sacó un instrumento de hierro de entre su talabarte, lo introdujo en la cerradura, y sin causar ningun ruido y con gran facilidad, descorrió el fiador, que era de resorte: entonces la puerta giró sobre sí misma sin ruido, y pudo notarse que por la parte de delante, era una verdadera puerta secreta disimulada en la tapicería.

El lugar en que habian desembocado Yaye y Harum era una cámara extensa y sombría, cuyos tapices representaban asuntos de la historia antigua: aquellas gigantescas figuras de fuerte colorido, parecian fantasmas, destacándose débilmente sobre el fondo oscuro, y la alta ensambladura de pino, ennegrecido por el tiempo, acabada de dar á la cámara en aquella situacion y á aquella luz un tinte sombrío.

Los muebles que la alhajaban eran ricos, pero antiguos, y en un ángulo se veia un voluminoso lecho de nogal tallado, intacto, con las cortinas de damasco rojo entreabiertas. Junto á un armario cerrado habia un arnés de guerra limpio y sencillo, y acá y allá, en las paredes, sobre los tapices, algunas excelentes armas, tales como espadas, arcabuces y pistolas.

—Este debe ser el dormitorio del capitan Alvaro de Sedeño, dijo Harum en voz baja á Yaye, y es por cierto para él una fortuna el estar ausente; de otro modo nos hubiera sido preciso estropearle mas. Pero aquí hay tres puertas: esta casa es demasiado grande y yo no la conozco; pues bien, adelantemos á la ventura.

Y se dirigió á una puerta pequeña situada á los piés del lecho, que estaba cerrada, y que abrió Harum valiéndose de la llave maestra.

A juzgar por la facilidad con que Harum manejaba aquel instrumento, cualquiera le hubiese tomado por un ladron de oficio.

Una vez franqueada aquella puerta, nuestros dos exploradores se encontraron en un corredor estrecho, de techo bajo y paredes blanqueadas: siguieron adelante, pero al llegar á la parte media del corredor, les detuvo un gemido de dolor.

—¡Misericordia de Dios! dijo Yaye profundamente afectado; mucho me engaño si ese no es el gemido de un moribundo.

—Y si el moribundo no es una mujer, dijo Harum juzgando por otro segundo gemido.

Apenas habia pronunciado el monfí estas palabras, cuando se oyó una voz timbrada por el dolor, pero juvenil y sonora, que exclamó:

—¡Ah! ¡madre mia! ¡pobre madre mia!

Yaye hizo á Harum una indicacion de que no se moviese, y él solo adelantó hácia una puerta entreabierta, situada en el fondo del corredor.

Yaye miró al interior; la sangre retrocedió de sus extremidades á su corazon, y permaneció inmóvil, mirando y escuchando con toda su alma y sin atreverse á pasar adelante.

¿Qué era lo que habia visto Yaye que asi le interesaba y asi le conmovia?

Vamos á presentarlo á continuacion á nuestros lectores.

Era una cámara tan sombría y extensa como la primera por donde habian pasado Yaye y Harum.

Una lámpara puesta sobre una mesa de mármol, bajo un gigantesco espejo de acero, iluminaba debilmente aquel gran espacio, alcanzando apenas á dejar ver de una manera informe las figuras gigantescas de la tapicería. Una chimenea de mármol, enorme, sostenida por cariátides y con ornamentacion del gusto del renacimiento, se veia al fondo limpia y desprovista de fuego en razon á la estacion, lo que daba á la cámara algo de frio y de extraño: á un lado habia un lecho enorme, semejante al que hemos descrito anteriormente; pero aquel lecho no estaba abandonado; por el contrario, en él estaba una enferma.

Arrojada sobre el lecho, asiendo las manos de la enferma, y llorando y besándola alternativamente, habia una jóven vestida de blanco de extraordinaria esbeltez.

Al frente de este lecho y cabalmente enfilando la cabecera, estaba la pequeña puerta tras la cual escuchaba Yaye.

Ultimamente habia una gran puerta de entrada y otros dos balcones; pero quien se hubiese acercado á ellos hubiera notado que estaban aseguradas sus maderas con barras de hierro fuertemente clavadas en los marcos, lo que demostraba que aquellos balcones no se abrian.

Por lo tanto las moradoras de aquella habitacion estaban condenadas á alumbrarse continuamente con luz artificial.

Todo en aquella cámara tenia los visos de una prision, y de una prision donde se guardaban dolores agudos.

La enferma era efectivamente una moribunda; pero á pesar del estado de demacracion en que la habia constituido la tisis, esa terrible enfermedad que no abandona la presa hasta que la deseca para la tumba, notábase que aquella dama, porque dama era, no habia llegado aun á la vejez: apenas contaria cuarenta años, á pesar de lo cual estaba tan gastada, tan abatida como una anciana de ochenta; las formas de esta mujer, aunque excesivamente descarnadas, constituian por su estructura una gran hermosura, pero una hermosura pasada, empalidecida por los sufrimientos y por la enfermedad: la blancura de este semblante era extremada, como extremado era el negro color de sus ojos, de sus cejas y de sus cabellos.

Una tos seca, penosa, terrible, tos que agotaba las fuerzas y el sufrimiento de la enferma, se dejaba escuchar sin interrupcion; sus ojos tenian un brillo fosforente, el brillo de la fiebre, y estaban notablemente hundidos; la jóven lloraba de una manera silenciosa, desesperada, y de tiempo en tiempo se levantaba, iba á un velador, tomaba una taza de plata y daba de beber á la enferma.

Llegó un punto en que la enferma tuvo un acceso horrible de tos, á la que sobrevino un vómito de sangre: la jóven lanzó un grito de terror y se avanzó á la puerta, que golpeó de una manera desesperada pidiendo á gritos socorro.

—¡Estrella! ¡Estrella! ¡hija mia! exclamó esforzándose la enferma; esto ha pasado... yo creo que dentro de poco, de muy poco tiempo, esto habrá pasado de todo punto.

—¡Ah, madre mia! exclamó volviéndose la jóven, pálida como un cadáver y haciendo retroceder á Yaye que, impulsado por su caridad, habia dado un paso hacia el interior.

Afortunadamente ninguna de las dos mujeres, dominadas por la situacion, le vió.

Estrella, pues asi hemos oido llamar á la jóven por su madre, volvió al lado de esta como impulsada por un poder superior.

—Siéntate á mi lado, dijo con acento solemne la enferma.

Estrella, dominada por el mandato de su madre se sentó en un sillon al lado del lecho.

—Es necesario que tengas valor, hija mia, dijo la enferma: Dios me dice que dentro de muy poco voy á ser libre, que vamos á separarnos.

Estrella rompió á llorar en silencio, y se cubrió el rostro con las manos.

—Pero yo no quiero que murais, no, exclamó levantándose en un movimiento nervioso, que revelaba una fuerza de voluntad á toda prueba: no, no quiero que murais y no morireis.

—Nadie se opone á la voluntad de Dios: por lo mismo y como necesito hacerte graves revelaciones, como me queda poco tiempo de vida, es inútil que ninguno de los infames criados de ese hombre venga á interrumpirnos para traernos un socorro que seria inútil. No llores, esto debias haberlo previsto hace mucho tiempo.

Hubo un momento de solemne silencio.

—He sido muy desgraciada, hija mia, continuó la enferma, y mi mayor desgracia es el dolor que llevo á la tumba, de dejarte sola, abandonada, en poder de ese infame.

—Sin duda, Dios, madre mia, dijo Estrella, ha castigado en nosotras algun gran crímen de nuestra familia.

—Sí, Dios castiga á los opresores con la opresion de sus propios hijos. Altivas, soberbias, poderosas, hemos venido á acabar en esclavas... en diez años de cautiverio horrible... en poder de un demonio. Acércate mas, hija mia; temo que haya tras esos tapices alguien que nos escuche. Lo que tengo que decirte es muy grave.

Estrella se levantó maquinalmente, se arrodilló en el sillon en que habia estado sentada y se apoyó en el lecho.

Durante algun tiempo nada pudo oir Yaye: las dos mujeres hablaban demasiado bajo: aquella conferencia duró mas de una hora, conferencia interrumpida por agudos accesos de tos.

Yaye notó que al concluir la enferma su revelacion, que revelacion debia ser aquella tan recatada, se quitó del cuello una cadena de oro de la que pendia una joya, cuya forma no pudo distinguir Yaye en razon á la distancia.

Luego la enferma siguió hablando naturalmente, pero su voz era ya mas opaca, mas cadavérica.

—Si logras que alguna vez tus parientes castellanos conozcan tu suerte, hija mia, ellos que deben ser poderosos, ellos que deben gozar del favor del emperador, te ampararán y te vengarán, si es necesario que te venguen.

—¡Oh, nada temais, madre mia! ¡nada temais! exclamó con una energia casi salvaje la jóven: ese hombre que os ha hecho probar cuantas desgracias puede probar una mujer, no hará tan infeliz á la hija como á la madre; no, no, lo juro por el Dios que está en los cielos. Vos habeis tenido razones que no solo os disculpan, sino que os honran: vos teniais una hija: yo, si Dios es tan cruel que me os arrebate, no tengo nada que me ligue á la vida: pereceré antes que sucumbir al infame: pereceré, pero pereceré vengándoos: ¡ay del infame aventurero!

—¡Oh señor! ¡señor! exclamó la pobre enferma: ¿Sereis tan implacable que me negueis el consuelo de saber que mi hija queda amparada por sus parientes?

—¡Oh! no es posible alentar ninguna esperanza, madre mia. Yo alentaba una... el jóven aquel á quien pude hablar por un milagro, hace un mes, cuando paramos en un meson, parecia noble y generoso... y sin embargo... ese jóven me ha olvidado... ó no ha podido... ¿quién sabe? ¿y luego qué importa á nadie la suerte de dos mujeres?

Y Estrella acreció en su llanto desconsolado.

Yaye creyó que habia llegado el momento de presentarse: la enferma parecia próxima á su fin, y era necesario que llevase á la tumba el consuelo de que su hija no quedaba desamparada.

Al abrir la puerta, aquella puerta rechinó, Estrella volvió azorada la cabeza, y en su rostro apareció una expresion de espanto: sin duda estaba acostumbrada á ver asomar por aquella puerta un ser terrible.

Pero instantáneamente su rostro se tiñó con un color febril, adelantó rápidamente algunos pasos hácia Yaye, como una hermana que sale al encuentro de su hermano, pero se contuvo por pudor.

—¡Ah! ¡sois vos, caballero! dijo.

—Sí, sí, yo soy, que llego en el momento supremo.

—¡Es él! ¡es él, madre mia! ¡el jóven del meson de las Alpujarras!

La enferma quiso incorporarse, pero no pudo. Estrella asió por una mano á Yaye, como si le hubiese conocido desde mucho tiempo antes, y le llevó junto al lecho: la enferma posó en él sus hundidos ojos.

—¡Oh! dijo! ¡si sois honrado y leal y venís á salvar á mi hija, á librar á una pobre madre de la inquietud mortal de dejarla abandonada en el mundo, que Dios os bendiga, caballero!

—Os juro, señora, proteger á vuestra hija como si fuese mi hermana, dijo con entusiasmo Yaye.

—Acaso vuestro poder no alcance á protegerla.

—Mi poder alcanza á mucho, señora, dijo con suma confianza Yaye.

—Sin embargo, temo por vos mismo. ¿Cómo os habeis introducido aquí? ¿Sabeis quién es el hombre que nos guarda? ¿Sabeis que si por desdicha sobreviniese...?

—Aunque ayudase el infierno á ese infame mutilado, nada podria hacer contra mí.

—Respeto las razones que tengais para apoyar vuestro dicho... pero es preciso ganar tiempo...

—Nada temais... os repito que nada teneis que temer... ved por el contrario qué quereis, qué necesitais.

—¿Qué quiero? ¿qué necesito? exclamó con alegría la enferma: ¿podreis procurarme un sacerdote?

—¡Oh! ¡sí! ¡hola, Harum!

Presentóse inmediatamente á la puerta el monfí, asombrando á las dos mujeres que no acertaban cómo podia ser aquello.

—Al momento, al momento, Harum, le dijo Yaye, acercándosele y hablándole en voz baja: ve por un sacerdote cristiano para auxiliar á un moribundo; que traiga consigo la comunion y la extremauncion; que suba á ocupar tu lugar uno de los otros, y escucha: Yaye habló por algun tiempo en secreto con el monfí.

Harum partió.

Yaye se volvió á las dos damas.

—A propósito, señoras, dijo: ¿qué gentes hay en esta casa?

—Debe haber un soldado viejo que sirve al capitan Sedeño, y que es tan infame como él, y dos criadas.

—Y no hay mas gentes en la casa.

—No señor.

—En ese caso llamad á ese criado.

—Pero...

—Llamadle.

Poco despues Estrella, dominada por el acento de confianza de Yaye, llamó á grandes golpes á la puerta de entrada.

Oyéronse lentas y fuertes pisadas tras aquella puerta, luego ruido de llaves y rechinar al fin una cerradura: abrióse la puerta y se presentó un hombre de estatura atlética y semblante avieso que adelantó descuidado, sin reparar por el momento en Yaye.

—¡Vamos! ¿qué quereis? dijo con acento bronco, ¿no es hora ya de descansar? ¿ó es que estamos aquí para andar como un zarandillo de brujas por esa mujer que nunca acaba de morirse?

En aquel momento el hombre que habia entrado y que solo habia dirigido su mirada, en que se veia una impura codicia, á Estrella, reparó en Yaye.

Entonces se pintó en su semblante una expresion feroz, y dirigiéndose al jóven exclamó:

—¿Quién sois? ¿quién os ha introducido aquí?

Yaye, no contestó á aquel hombre: volvióse hácia la puerta por donde habia entrado y exclamó.

—¡Ola! ¡á mí!

Un monfí entró inmediatamente en la cámara.

—¡Oh! ¿qué es esto? gritó el soldado arrojando una feroz mirada á las dos mujeres, y poniendo mano á su daga, única arma que tenia consigo.

—Desarma á ese hombre, dijo Yaye al monfí que habia quedado inmóvil á pocos pasos de la puerta por donde habia entrado.

En este momento la situacion de las personas de nuestro cuadro era la siguiente: Estrella estaba de pié delante del lecho ocupado por su madre; Yaye en medio de la cámara; el soldado servidor del capitan, á pocos pasos de la puerta de entrada, y el monfí que habia acudido á la voz de Yaye, á igual distancia de la otra puerta de servicio.

Aquella situacion solo duró un momento: el soldado avanzó hácia Yaye, daga en mano, y el monfí, rodeándose la capa al brazo, se colocó de un salto entre el emir y su agresor, recibió una puñalada de este en su capa, le asió, le desarmó, apretándole la mano derecha con la fuerza de unas tenazas de hierro, le doblegó, y quedó inmóvil sujetando al soldado por el cuello.

Este rugia.

—¿Qué mas hombres que tú hay en la casa? dijo Yaye.

El soldado continuó en sus inútiles esfuerzos por desasirse de los puños del monfí, que le oprimia con una fuerza salvaje, pero no contestó.

El monfí comprendió que era una irreverencia punible en aquel hombre, el no contestar á la pregunta del emir, y le apretó el cuello de una manera despiadada.

El soldado lanzó un grito de dolor.

Yaye repitió su pregunta.

—No hay mas hombre que yo, dijo, cediendo á aquella especie de tormento, el soldado.

El monfí comprendió que debia aflojar sus dedos y aflojó.

—¿Y qué otras personas hay en la casa? continuó Yaye.

—Una vieja cocinera y una criada.

—¿Dónde están?

—En la cocina.

—Llévate á ese hombre, dijo Yaye al monfí.

El monfí arrastró consigo al soldado que no se podia valer.

—¿Pero qué quereis hacer conmigo, señor? dijo todo trémulo el soldado.

—Llévate á ese hombre, repitió Yaye: que le aseguren los otros de modo que no pueda escaparse ni gritar, y tú vuelve.

El monfí hizo un esfuerzo y, en silencio, siguió arrastrando consigo asido del cuello y doblegado á aquel hombre, y desapareció por la puerta de servicio.

—¡Ah! exclamó Estrella: Dios ha tenido al fin compasion de nosotras y os ha enviado para salvarnos. ¿Pero nada temeis caballero?

—Nada absolutamente, señora; descansad en la confianza de que sois libres, enteramente libres; ¡ay! ¡Ojalá que como he podido libertaros pudiera devolver la salud á vuestra madre!

—¡Oh! yo soy en este momento muy feliz, caballero, dijo la enferma: no sé por qué creo que vos sereis para mi hija un doble apoyo, un hermano, y muero tranquila.

—¡Oh, madre mia! acaso... si Dios tuviera misericordia de nosotras... exclamó Estrella; ya que hemos encontrado un corazon generoso que nos ampara...

—No, no, hija mia, dijo la enferma con acento débil y cansado... esto se acaba... se acabará dentro de algunos momentos... y luego... quedando tú amparada, me importa poco morir... acercaos, caballero... acercaos.

Yaye adelantó.

—Dentro de poco, dijo la moribunda, mi hija habrá quedado sola sobre la tierra... es demasiado hermosa para que no corra mil peligros... sin embargo, mi hija tiene unos parientes que no la conocen; mi padre el duque de la Jarilla...

—¡El duque de la Jarilla! exclamó Yaye.

—Yo no puedo deciros lo que quisiera; necesito reconcentrar mis fuerzas para hablaros; me muero... es preciso que concluya... si mi padre hubiere muerto... si los parientes de mi hija no la reconociesen... no la amparasen...

—Vuestra hija, señora, tendrá en mí un hermano, un hermano poderoso.

—¡Un hermano poderoso! exclamó con admiracion la moribunda. ¿Quién sois pues?

—Soy rey de los monfíes de las Alpujarras.

—¡Rey! exclamaron á un tiempo con asombro la moribunda y Estrella.

—Diez mil hombres, tan fuertes y tan valientes como el que acaba de apoderarse del infame servidor de ese infame capitan, obedecen mi voz.

—¡Ah! ¡pero sois moro! ¡sois infiel! exclamó con desaliento la moribunda.

—¿Y bien, un moro no puede ser caritativo y caballero? exclamó con orgullo Yaye.

—¡Oh! si, si, exclamó la enferma con acento inspirado: todo lo espero de vos, todo, y creo, añadió con acento solemne, Dios me lo dice en mis últimos momentos... vos sereis mas que un hermano para mi pobre Estrella... mi pobre Estrella puede ser para vos... la salvacion de vuestra alma.

La imprevista prediccion de la moribunda, hizo sentir á los dos jóvenes una impresion indefinible, misteriosa, desconocida: Yaye miró de una manera involuntaria á Estrella, y encontró los ojos de esta fijos de una manera ardiente en los suyos.

Pero instantáneamente los dos jóvenes bajaron los ojos: Yaye estaba profundamente pálido, Estrella encendida con un magnífico rubor que habia dado á su semblante las tintas de una rosa de Alejandría.

—¡Oh! ¡si! ¡sereis mas que hermano y hermana! dijo la moribunda que habia aspirado la conmocion de entrambos jóvenes.

Luego asió sus manos y las unió.

Dominados por la situacion, por el fuego febril que les comunicaban las manos de la enferma, por un impulso poderoso, los dos jóvenes cayeron de rodillas á los piés del lecho, continuando de una manera fatal con las diestras enlazadas.

—Si, si, continuó la moribunda: Dios me inspira: sereis mas que hermanos hijos mios... sí, pronto ó tarde á pesar de todos los obstáculos que se crucen ante vosotros, sereis esposos.

—¡Esposos! exclamaron con asombro los dos jóvenes.

Y por una fatalidad creciente, sus manos continuaron enlazadas y se estrecharon con fuerza.

La moribunda puso sus diáfanas manos sobre sus cabezas, y los bendijo.

En aquel momento Yaye se levantó, asombrado de lo que pasaba por él: aquella era una complicacion mas en su vida.

Al levantarse, vió que dos monfíes estaban en la cámara.

¿Habia enviado Dios á aquellos hombres para que sirviesen de testigos á aquella especie de casamiento hecho por las manos de una madre moribunda, manos que parecian consagradas por lo solemne de la situacion y por el sufrimiento, casi por el martirio?

Yaye procuró lanzar de sí aquella pesadilla, poniéndose en contacto con la vida real.

Y separándose de Estrella y del lecho, se dirigió á los monfíes.

—Seguidme, les dijo, y desapareció con ellos por la gran puerta de entrada.

—¡Oh! ¿qué habeis hecho? ¿qué habeis hecho, madre mia, exclamó Estrella?

—Obedecer á una inspiracion de Dios, contestó la moribunda: ese jóven será tu esposo, Estrella... ese jóven será el padre de tus hijos... debes consagrarte á él, hija mia...

—Pero si él me desdeñara...

—¿No crees que Dios baje á iluminar los ojos de los moribundos que han sido mártires? dijo la enferma.

—¡Oh madre mia! ¡si os engañárais!... ¡si os engañárais, yo seria muy desgraciada, porque!...

—¿Por qué?

—Porque le amo desde el dia en que le ví en el meson de las Alpujarras.

—Y Dios te ha enviado el hombre que amabas, y á quien no esperabas volver á ver, en el momento en que vas á quedar sola en el mundo... Dios te ha enviado en él un protector... ámale, hija mia, ámale, con toda tu alma; vive solo para él, y, sobre todo, procura apartarle del error; que el amor le convierta al cristianismo, como mi amor convirtió al cristianismo á tu padre, que tambien era rey de un pueblo de infieles: él ha salvado tu cuerpo de la esclavitud; salva tú su alma...

—¡Oh, madre mia!

—Y escucha; si mi padre el duque de la Jarilla te reconoce; si, por un acaso, que bien pudiera acontecer, mi padre no tiene hijos varones; si tú eres la heredera de su nombre y de su grandeza, no reniegues de ese jóven, Estrella mia: recuerda siempre que á él ha debido tu madre una muerte tranquila, la seguridad de que no quedas abandonada, y los auxilios de la religion. Ahora ve, y con la llave que te he dado, abre un cofrecillo que encontrarás en el cajon de aquella mesa. En él está el relato de mis desventuras, que he escrito mientras tú dormias; en estos últimos tiempos; relato que no es otra cosa que la revelacion que te hice antes de que apareciese ese jóven. Hay tambien con ese manuscrito una declaracion de tu padre y su conversion al cristianismo; ademas, tienes mi retrato del tiempo en que yo tenia tu edad; nadie, viendo ese retrato, y conociéndote, puede negar que eres mi hija; ve, recoge esos papeles, guárdalos y déjame que me prepare entre tanto, para recibir al sacerdote del Señor.

Estrella fué á la mesa, abrió su cajon, y buscó en él el cofrecillo y los papeles.

Entre tanto Yaye habia recorrido la casa con los dos monfíes.

Era extensa y rica: estaba perfectamente alhajada en las habitaciones superiores, y se comprendia que quien la habitaba, estaba acostumbrado á vivir con lujo y con grandeza.

Yaye no encontró en ella mas seres vivientes que las dos domésticas de que le habia hablado el soldado prisionero, y á las que encerró en un aposento retirado, y un caballo perteneciente, sin duda, al criado del capitan.

Yaye franqueó la puerta principal de la casa, y lanzó un silbido.

Inmediatamente los seis monfíes que estaban extendidos en la calle de San Gregorio el alto, se agruparon á la puerta.

—¿Habeis visto pasar, les dijo Yaye, al walí Harum?

—Sí, poderoso señor, contestó uno de los monfíes; ha pasado en direccion á San Gregorio.

—Pues bien; esperadle uno en la avenida, y cuando llegue con el viático, decidle que llame por esta puerta.

—Muy bien, poderoso señor.

—Ademas, id por una litera, y tenedla preparada: dos de vosotros entrad; dejad las capas, los sombreros y las armas, como si solo fueseis criados; encended las linternas del zaguan y de las escaleras, y esperad á que llame el walí Harum; los otros á sus puestos.

Yaye se volvió para adentro con los dos monfíes que hasta allí le habian acompañado, y por otra comunicacion, que habia descubierto al registrar la casa, con la cámara del capitan, abrió la puerta secreta y envió aquellos dos monfíes á su apostadero de la mina; luego, se encaminó á la cámara á que correspondia el dormitorio de la moribunda, y miró por la puerta entreabierta.

Estrella estaba inclinada sobre el lecho de su madre y sin duda lloraba.

En la casa, de que por tan completo se habia apoderado Yaye, dominaba un profundo silencio.

Yaye se retiró de la abertura de la puerta y se puso á pasear, profundamente pensativo, á lo largo de la cámara.

Lo que le acontecia era verdaderamente extraordinario.

Su corazon y su cabeza empezaban á no entenderse; sus ideas á embrollarse; recordaba á doña Isabel casada, viuda y vírgen, y esto hablaba á sus deseos; pero seguidamente recordaba á doña Elvira como un sueño de voluptuosidad, como una creacion fantástica, como una mujer divina, á quien habia pertenecido, en cuyos brazos habia apurado inefables delicias, sin recordar su pasado, sin sentir mas que el presente, cuando aun duraba la perturbacion de sus facultades á influjo de la dolencia; despues, y quemándole el corazon como un hierro candente, venia el recuerdo de la princesa mejicana, á quien habia visto por la primera vez de una manera casual, á quien de tan extraño modo, y por tan imprevisto camino habia encontrado de nuevo necesitada de su amparo, al lado de su madre moribunda... luego el poder misterioso, que, ya fuese por la situacion, ya por otra causa distinta, habian ejercido sobre él aquellas dos mujeres; la prediccion de la moribunda, el enlazamiento de sus manos, y aquella bendicion solemne; aquella especie de esponsales en las cuales ninguno de los dos jóvenes se habia obligado por una palabra; pero que estaba casi como aceptada, como consumada por aquel nervioso é involuntario estrechamiento de sus manos, en el acto de recibir la bendicion materna.

Yaye, pues, tenia razon para no saber qué hacer ni qué pensar: habia abandonado por fanatismo á Isabel, habia sido cruel con ella, habia dejado que se llevase á efecto su casamiento con Miguel Lopez. Por resultado de aquel casamiento habia caido él mismo, como herido por un rayo, y habia sido asesinado Miguel Lopez (porque Yaye no sabia otra cosa); entregado á una mujer que le amaba, á doña Elvira, habia llegado de una manera fatal hasta el adulterio, y por último, al verse libre por un acaso, habia caido en poder de otra mujer, con la cual podia decirse, ó al menos la exagerada sensibilidad de conciencia de Yaye se lo hacia creer, estaba moralmente casado; su padre lloraba desolado su pérdida; Abd—el—Gewar, su ayo, estaba igualmente aterrado por la ignorancia de su destino, y por último, influia en él su alta posicion de emir de un pueblo, aunque reducido, enérgico, indomable, valiente, sobre el cual estaban fijas las recelosas miradas del rey de España y de sus lugartenientes en Granada.

A pesar de esto, la virtud culminante de Yaye, la caridad, le retenia allí, en aquella cámara, como protector de dos mujeres tan desgraciadas como aquellas.

La imaginacion, pues, de Yaye, era un caos; una máquina de pensamientos contrarios, que fatigaban su cerebro y le lastimaban; pensamientos embrollados, de cuyo laberinto queria en vano salir; problemas difíciles, cuya resolucion se afanaba en vano por alcanzar; dificultades, contra las cuales gastaba en vano toda su actividad.

Abrióse la puerta de entrada de la cámara, y un monfí con todas las trazas de lacayo, dijo:

—Poderoso señor: el walí Harum y dos sacerdotes cristianos con los suyos me siguen.

—Adelante, adelante, dijo Yaye, despojándose de su gorra, á punto que se oyó la campanilla del viático y se inundó de luces la antecámara.

La puerta se abrió de par en par.

Un sacerdote revestido entró, llevando el copon en las manos; á su lado iba un monago, agitando una campanilla; tras este sacerdote venia otro, que llevaba entre sus manos el santo óleo, y luego un sacristan con una linterna.

El sacerdote que conducía el viático entró en el dormitorio.

Poco despues Estrella salió llorando, y se quedó de pié, en silencio, al lado de una mesa, junto á la cual, silencioso é impresionado, estaba Yaye; el sacerdote que llevaba consigo la extremauncion, quedó en la cámara con el sacristan y los acompañantes del viático.

Durante algun tiempo nada se oyó en el dormitorio; sin duda la moribunda estaba confesando; pero un cuarto de hora despues, se oyó dentro la campanilla. Estrella cayó de rodillas con las manos cruzadas sobre el pecho; los asistentes se arrodillaron á su vez, y Yaye se arrodilló lentamente, y, aunque musulman, rogó á Dios por la salvacion de la moribunda; los dos monfíes que habian quedado á la puerta, se arrodillaron tambien, imitando á su señor.

Y cuando todos estaban arrodillados, cuando todos oraban, cesó de repente la campanilla, se abrió la puerta, y el monago que habia penetrado con el sacerdote, dijo con su voz atiplada de niño de coro, y con la frialdad de quien está acostumbrado á tales situaciones:

—¡Señor licenciado Dávalos! ¡acudid, acudid pronto con la extremauncion, que la enferma se muere!

—¡Mi madre! exclamó Estrella, y dió algunos pasos hácia el dormitorio; pero se detuvo, vaciló, y cayó desmayada entre los brazos de Yaye.

Media hora despues, nadie quedaba en la casa del capitan Sedeño, á escepcion de un cadáver de mujer.

Yaye habia dado con sus monfíes un golpe de mano; habia trasladado, desmayada aun, en una litera, á Estrella, á la linda casa que le habia buscado Harum, y habia mandado retirar los monfíes del subterráneo de la casa del capitan y de la calle de San Gregorio. El criado de Alvaro de Sedeño, y las dos criadas, habian sido conducidos á la casa de Yaye, y encerrados en los sótanos.

Las huellas habian quedado borradas, y nadie hubiera creido que por aquella casa, donde solo quedaba la muerte, habian pasado los monfíes.

Capítulo XIV. En que se sabe por qué habia dejado su casa el capitan estropeado.

Retrocedamos un tanto á la madrugada del dia anterior, en que el capitan Sedeño habia salido de Granada en direccion á las Alpujarras.

Urgente debia ser el motivo que á ellas le llevaba, puesto que aguijaba su caballo todo cuanto podia correr el animal, sin cuidarse de si reventaria ó no.

Antes de llegar al Padul, entró en una venta, pronunció algunas palabras en árabe al oido del ventero, y le entregó el caballo; poco despues el ventero sacó otro caballo enjaezado con los arneses del primero, montó el capitan, aunque cojo, con la misma facilidad que pudiera haberlo hecho un hombre sano, y tomó de nuevo el camino, con toda la rapidez de que era capaz su nueva cabalgadura.

Cuatro veces mudó de caballo en la misma forma, y antes de las ocho de la mañana, dejando á un lado la villa de Orgiva, tomó por la misma loma y por el mismo barranco que al principio de esta historia vimos tomar á Yaye y Adb—el—Gewar.

Al llegar al bosque de pinos, lanzó un agudo silbido, y algunos monfíes adelantaron.

Mostróles el capitan un pergamino enrollado, leido el cual por el walí que mandaba los monfíes, le hizo desmontar, le vendó los ojos, le prestó su brazo para servirle de guía y de apoyo, y llevando otro de los monfíes el caballo del diestro, se introdujeron en la selva; atravesaron estrechos y pendientes senderos, bajaron á un profundo barranco, treparon por entre las breñas á una gigantesca cueva, y cuando estuvieron dentro, el walí se llevó una pequeña corneta á los labios y dejó oir un toque particular.

Poco despues se vió moverse una enorme roca, y dejar patente una puerta de hierro, abierta tambien.

Entraron el walí, el alférez y el monfí que llevaba el caballo, y la puerta volvió á cerrarse.

Allí imperaban ya las tinieblas: de trecho en trecho una linterna clavada en la pared de una ancha mina abovedada, determinaba una escasa luz: al pié de cada una de aquellas linternas y como centinela, se veia un monfí armado.

A pocos pasos que adelantaron en la mina, el monfí que conducia el caballo torció por una de las galerías que á trechos se veian á derecha é izquierda, y el walí y el alferez, continuaron solos la mina adelante.

Al fin de ella llegaron á un ensanchamiento octógono de muros y bóveda árabe de ladrillo agramilado, á cuyo frente se veia una puerta ornamentada, y delante de ella una numerosa guardia con ostentosos trages musulmanes. El walí que conducia al alférez habló algunas palabras con el walí de la guardia, é inmediatamente aquel abrió con una llave dorada la puerta, dando paso al walí y al capitan Sedeño.

La puerta volvió á cerrarse.

Entonces el walí quitó la venda al capitan.

Se encontraban ya en la parte maravillosa del alcázar subterráneo.

Era una magnífica galería sustentada por arcos calados sobre columnas de alabastro: bellísimas lámparas producian á través de sus velos de gasa una luz languida; cubria el pavimento una muelle alfombra; veíanse de trecho en trecho, é inmóviles como estátuas, esclavos negros, vestidos de púrpura, y era por último, aquella galería, el magnífico ingreso de un alcazar admirable.

Siguieron adelante, atravesando galerías y cámaras, hasta llegar á una, en cuya puerta hizo esperar el walí á Sedeño.

Poco despues salió, y dijo al capitan:

—El poderoso Yuzuf, padre del elegido de Dios Muley Yaye—ebn—Al—Ahamar, emir de los monfíes de las Alpujarras, te espera.

Alvaro de Sedeño entró en una ostentosa cámara, y se despojó respetuosamente de la gorra.

En aquella cámara, pensativo y triste, se paseaba un anciano, sencilla aunque magestuosamente vestido.

Cualquiera al verle con su blanca toca revuelta á la cabeza, su caftan negro y su ancho y flotante albornoz blanco, le hubiera tomado por un patriarca de los antiguos tiempos.

Alvaro de Sedeño adelantó cojeando, y dijo á cierta distancia del anciano:

—Que Dios el Altísimo y Unico, te guarde, poderoso Yuzuf.

El anciano se detuvo, y miró de una manera profunda y severa á Sedeño.

—¿Qué quieres? le dijo.

—Vengo á verte, poderoso Yuzuf, impelido por muchas razones.

—Siéntate, le dijo el anciano, señalándole un divan.

Sedeño se sentó: Yuzuf se sentó junto á él.

—¿Hay en los aposentos cercanos alguien que pueda oirnos? dijo el capitan.

—¿Cual de los mios, dijo con autoridad Yuzuf, se atreveria á exponer su cabeza por satisfacer sus oidos?

—Puesto que nadie mas que tú puede escucharme, dijo el capitan, escúchame, emir.

Yuzuf tomó una altiva actitud de atencion, y el capitan Sedeño empezó de esta manera:

—Será preciso que me otorgues algun tiempo y alguna paciencia, señor: necesito recordarte cosas que tú pareces haber olvidado.

Frunció el cano entrecejo Yuzuf.

—Nada tiene de extraño, que tú, en medio de los cuidados que te cercan, continuó el capitan, olvides los asuntos de un hombre como yo, que comparado contigo en fuerza y en grandeza, soy lo que seria un grano de arena comparado con una roca; por lo mismo reclamo tu indulgencia para mis palabras.

—Al asunto, al asunto, Sedeño, dijo Yuzuf con impaciencia; graves pensamientos me ocupan, y solo me he prestado á escucharte, suponiendo que te traia á mí algun empeño de gran interés.

—Vuelvo á reclamar tu indulgencia, señor, y procuraré ser todo lo breve posible.

Hace cuarenta años, cabalmente los de la edad que tengo, que un matrimonio castellano, fue asesinado entre las breñas de las Alpujarras. El era un soldado hidalgo que iba al pueblo de Orgiva; ella una hermosa jóven de las montañas de Santander: la mujer, cuando fue asesinada, llevaba entre sus brazos un niño. Aquel niño era yo. Los asesinos de mi padre, fueron los monfíes de las Alpujarras.

—Tu padre era enemigo nuestro; un hombre cruel como tú, que perseguia encarnizadamente á los monfíes, y por el cual muchos de ellos perecieron ahorcados en las plazas públicas.

—Bien: comprendo que en mi padre matarais un enemigo; pero mi madre...

—Los cristianos esclavizan, azotan, acuchillan y queman á las moriscas, exclamó sombriamente Yuzuf.

—El delito de otro no disculpa el delito propio, contestó con energía Sedeño.

—Y sin embargo, tú eres un hombre cubierto de delitos.

—No importa eso. Yo extermino á mis enemigos cuando puedo, y procuro satisfacer mis deseos, ni mas ni menos que tú, como todo el que se siente con fuerza y con medios para obrar. Pero volviendo á mi historia: el puñal de los asesinos que no se habia detenido ni ante el valor del padre, ni ante la hermosura y las lágrimas de la madre, y que ciertamente no se hubiera detenido ante la debilidad del hijo, fue contenido por un hombre generoso y valiente: aquel hombre era tu padre, emir entonces de los monfíes.

Enviome misteriosamente á la justicia de Orgiva, es decir, hizo que sus gentes me depositasen una noche en la puerta de la iglesia de la villa, con este papel puesto entre mis ropas.

El alférez sacó una cartera, y de aquella cartera un papel tosco y amarillento.

«Corregidor de Orgiva, decia aquel papel: ahí te dejamos al hijo del alférez Pedro de Sedeño, el cruel, á quien hemos dado muerte en castigo de sus crueldades. Su mujer ha sido muerta tambien por lo que se gozaba en los sufrimientos, en el martirio de nuestras mujeres. Hemos perdonado al inocente, y te entregamos ese niño. Críale con esmero, para lo cual encontrarás todos los meses una cantidad bajo la puerta de tu casa. ¡Y ay de tí si ese niño no recibe la crianza de un hidalgo!—Los monfíes.»

—Ya ves que si mi padre hizo morir á los tuyos, cumpliendo estrictamente con la justicia, te aceptó por hijo.

—Yo he pagado en tí á tu padre mi deuda; he sido un servidor leal; he vertido mi sangre por vosotros, enemigo de mi Dios y de mi rey; yo cristiano y honrado por el rey.

—Sígue, sígue, y concluye.

—Hace quince años, cuando yo tenia veinte y cinco, fuí acometido un dia en que me entretenia en cazar en la montaña, por un crecido número de monfíes: sin herirme, sin maltratarme, me rodearon, se apoderaron de mí, me vendaron los ojos, y asiéndome de un brazo, me condujeron á este mismo sitio. Entonces te conocí, Yuzuf; me dijiste que tu padre te habia encargado que velases por mí, y que cuando llegase á cierta edad, me propusieses si queria pertenecer á vuestro bando; yo sabia demasiado que todo lo que era, las galas que vestia, las armas que llevaba, el oro que guardaba en mis bolsillos, pertenecian á un protector generoso y desconocido. Yo le habia concebido grande y fuerte, y ansiaba conocerle; cuando entré en este subterráneo, cuando te ví delante de mí, todo lo que me rodeaba me deslumbró. Tú entonces, me revelaste la parte que yo ignoraba de mi historia, y me propusiste el que te sirviera de espía entre los cristianos, y en cuanto estuviese á mi alcance y tú me exigieses. Yo era agradecido, á mas de agradecido ambicioso; sabia que mis padres habian muerto fatalmente, y que tu padre me habia salvado; yo no sé si debí rechazar todo lo que viniese de los hombres que habian teñido sus puñales en la sangre de mis padres; acaso debí preferir una vida oscura á las riquezas y al poder que de repente habias desplegado delante de mis ojos; pero, en fin, bien ó mal hecho, juré servirte y te he servido.

—Yo en cambio te he pagado espléndidamente: te compré una plaza de capitan...

—Es verdad; me compraste una plaza de capitan en los tercios del reino y costa de Granada: tú tenias tus proyectos y yo te serví tan bien, te avisé tan á tiempo de cuantas expediciones de soldados salian contra nosotros, que por mi causa blanquean millares de huesos de soldados cristianos, muertos por los monfíes en las profundas ramblas de las Alpujarras.

—Por cada cabeza de cristiano, has recibido un precio Sedeño.

—Es verdad, y no me quejo; pero déjame continuar. Decia, pues, que lo importante de los servicios que te prestaba, te impulsaron á emplearme en mayores empresas. Acababa de conquistar un hidalgo estremeño, Hernan Cortés, con un puñado de aventureros, un rico y poderoso imperio mas allá de los mares. Decíase que en aquel imperio abundaban las perlas y las piedras preciosas, y que en el centro de sus desiertos habia una montaña de oro. Tú necesitabas mucho dinero para llevar adelante tus proyectos de reconquista sobre Granada, y volviste tu pensamiento á Méjico, á aquel imperio recien conquistado, donde, segun fama, el oro y las riquezas se encontraban por todas partes. Tú fuiste uno de los innumerables ambiciosos que extendiste tus garras hambrientas hácia las Indias, ese nuevo mundo, que debia cubrir con su oro los andrajos del mundo viejo. Tenias confianza en mí; te convenia un castellano conocido ya bajo las banderas del rey de España, mucho mejor que uno de tus walíes, para tus proyectos: entonces me compraste una compañía, por mejor decir, me diste dinero para comprar la licencia para reclutarla en las Alpujarras, y para ir á servir con ella en las Indias. Como el dinero todo lo alcanza, tuve la licencia para reclutar en las villas de las Alpujarras la gente: tú mismo escogiste entre los mas feroces, los mas valientes de tus monfíes, cien demonios que debian llevar la desolacion á Méjico, y asegurarte de mi fidelidad. Hace doce años que me embarqué con mi gente ó por mejor decir, con la tuya: en tres años que permanecí en Méjico antes de recibir las heridas que me imposibilitaron para las fatigas de la guerra, uno tras otro monfí, tornó á España trayendo para tí un tesoro.

—Es verdad.

—Ya lo creo. Desdichada la provincia rebelde donde entraba la compañía del capitan Sedeño: desdichada la tribu del desierto que se oponia á su paso. Las cabañas eran incendiadas, los hombres pasados á cuchillo, las mujeres cautivadas, y si á algun cacique se concedia la vida, solo era á trueque de cantidades inmensas, de tesoros que atravesaban los mares, llegaban á España, y venian á sepultarse en tu subterraneo de las Alpujarras. No me puedes negar, Yuzuf, que te he servido bien, que me debes mucho, y que tengo derecho á que me protejas.

—Y bien, ¿cuando te he negado mi proteccion?

—Nunca, es verdad; pero ahora la necesito de nuevo, y creo que me va á ser difícil obtenerla.

—Pide.

—Antes de llegar á mi peticion, es necesario que prosiga mi historia. Hace diez años, estaba de adelantado por el rey, sobre la frontera del desierto mejicano, uno de los señores mas nobles, ricos y poderosos de España; se llamaba don Juan de Cárdenas, y era grande de España, bajo el titulo de duque de la Jarilla. Travé conocimiento con él, por razon de hallarme con mi compañía sobre la frontera, y muy pronto nuestro conocimiento se trocó en amistad. Frecuentaba su casa, comia comunmente á su mesa, y era recibido por él en lo mas reservado, y allí donde no entraban otras personas que su servidumbre.

En una de estas habitaciones interiores habia un retrete, donde pasaba el duque la mayor parte del tiempo, y donde me habia recibido muchas veces. En las paredes de aquel retrete no habia mas que un solo cuadro, pero aquel cuadro, encerrado dentro de un magnífico marco, estaba cubierto por un tapiz negro. Esta singularidad llamó extraordinariamente mi atencion desde el momento en que reparé en ella; al fin un dia, sin meditar si era ó no indiscreto, vencido por mi curiosidad, pregunté al duque la razon por la cual estaba tan lúgubremente velado aquel cuadro.

Los ojos del duque se llenaron de lágrimas.

—Mirad, me dijo, y comprended la razon de su luto y de la tristeza que me devora.

Y levantándose, descorrió el tapiz y me dejó ver el retrato de una dama como de diez y seis años, tan hermosa, que no pude menos de enamorarme.

—Esa, era, me dijo, doña Inés, mi hija única.

—¡Ha muerto! exclamé con sentimiento; porque me habia interesado sobremanera aquel retrato.

—Si, debe de haber muerto, me contestó. Me la arrebataron los idólatras en una sorpresa hace doce años; Calpuc, el terrible Calpuc, el rey del desierto. Debe haber muerto, si; porque ella habrá preferido la muerte á la deshonra.

El duque volvió á correr el tapiz, se enjugó las lágrimas, y yo me abstuve de hablar mas sobre aquel asunto.

Pero desde aquel dia, un proyecto audaz, en que tenia tanta parte el deseo que me habia inspirado doña Inés de Cárdenas, como la ambicion de llegar á ser rico y poderoso por medio de un servicio hecho al duque, me impulsó á una empresa difícil, arriesgada, en la cual se podian contar cien probabilidades de muerte por una de triunfo. Mi proyecto consistia en penetrar en aquellos desiertos erizados de montañas; en aquellas interminables sábanas de arena, en aquellos mares de flores y verdura, que se llaman praderas, y en aquellas selvas brabías, que cubren con su sombra centenares de leguas: buscar en aquella inmensidad á su rey, al terrible Calpuc, y si vivia doña Isabel arrebatársela. Este era un proyecto que por su grandeza halagaba á mi orgullo, y para el cual solo contaba con el indomable valor de los cien monfíes que formaban mi compañía de arcabuceros.

Una mañana al amanecer, sin avisar á nadie, sin pedir licencia al Adelantado, sin decir á mi gente adonde la conducia, pasé con ella la frontera y me interné en el desierto.

Cruzábanse cada dia á mi paso inmensas turbas de mejicanos armados: nos acometian, y cada combate empeñado era para nosotros un triunfo fácil, al que nos llevaban, la codicia á mis soldados, á mí mi ambicioso empeño: las aldeas, ya estuviesen sobre la cumbre de una montaña, ya en centro de una pradera, ya en las entrañas de las selvas, eran arrasadas é incendiadas, los hombres muertos, las mujeres violadas y muertas tambien, para que no nos embarazasen; nuestros indios de carga y los esclavos á quienes dejábamos la vida para que condujesen las riquezas que arrebatábamos á los vencidos, marchaban entre nosotros agoviados con el peso del oro y de las piedras preciosas.

Los bosques eran incendiados por nosotros y nos precedia un torbellino de fuego; de en medio de aquel círculo inflamado, salian con la rabia de la desesperacion, y nos acometian llenos de sed de venganza los indios: nosotros apagamos con su sangre los ardientes troncos que encontrábamos sobre nuestro camino, y seguiamos adelante, como una tempestad, ébrios de riquezas y de sangre. Habíamos atravesado ya inmensas praderas, profundos y bramadores torrentes, selvas que solo habiamos podido hacer accesibles por medio del fuego, y habiamos penetrado, despues de atravesar una barrera de montañas, en una extensa comarca extremadamente fértil y deleitosa; al bajar por las montañas habiamos visto inmensas poblaciones, en medio de las fértiles vegas, y acá y allá antiguos monumentos, que demostraban que aquella comarca hacia centenares de años que estaba poblada.

Aquella era una provincia no descubierta aun por los españoles, porque nadie se habia atrevido á penetrar donde nosotros habiamos penetrado.

En medio de aquella comarca extensa, sobre la llanura engalanada con su verdor, sus corrientes y sus árboles, descubrimos un objeto que nos hizo arrojar un grito de insensata alegría; era un montaña que relucia á los rayos del sol de una manera deslumbrante: aquella era sin duda la famosa montaña de oro, que habia llevado á tantos ambiciosos á la Nueva España.

Ya no hubo medio de contener el paso de los monfíes; precipitáronse por las vertientes sobre la llanura, con la fuerza de la tempestad: las primeras poblaciones que encontramos fueron llevadas á sangre y fuego, y en vano el rey de aquel nuevo imperio, al que no habian podido proteger de nosotros sus triples barreras de arenales, bosques y montañas, habia reunido lo mas fuerte, lo mas valiente de los suyos, para salirnos al encuentro: una y otra vez el rey del desierto, Calpuc, se habia visto obligado á retirarse con enormes pérdidas hácia la montaña dorada, que venia á ser para los monfíes una enseña enloquecedora que triplicaba su valor y sus fuerzas, y les hacia ejecutar hazañas increíbles por lo maravillosas.

Ni uno solo de los míos habia muerto: acobardados los mejicanos por la pujanza española, nos cedian siempre el campo á las primeras descargas de mosquetería, y sus flechas envenenadas se embotaban en los colchados de que mi gente iba provista: al fin Calpuc se vió obligado á encerrarse en la poblacion que le servia de córte.

Era esta pequeña, pero de buena apariencia; defendíala una pared de piedra, con saeteras, y sobre aquella especie de muro, se veia únicamente descollar la casa real y el templo piramidal, sobre cuya cúspide, segun la horrible costumbre de los mejicanos, se veian puestos en palos una horrible fila de cráneos humanos. Mas allá, al poniente de la ciudad, como á unas cuatro leguas de distancia, se veia la montaña dorada, y á lo lejos las extensas praderas y las azules rocas del Oeste.

Podia decirse que aterrada toda la poblacion de la comarca, habia abandonado sus habitaciones y se habia refugiado en la ciudad de Calpuc: franco nuestro camino, aterrados los naturales, que no osaban venir ya en nuestra busca, fue imposible de todo punto contener la codicia de los monfíes, cuyo único afan era llegar cuanto antes á la montaña de oro.

Un año habíamos invertido en penetrar hasta aquel punto desde las fronteras del desierto; un año durante el cual, todos los dias nos habian presentado un combate, una matanza y un rico botin: nos habíamos visto obligados á dejar atrás numeras riquezas por falta de brazos que las condujesen, y veiamos al fin, mis soldados la montaña de oro, yo la ciudad de Calpuc donde, sin duda, si vivia, debia habitar doña Inés de Cárdenas, la hermosa hija del duque de Jarilla, á quien no habia podido olvidar desde que vi su retrato.

Aquella mujer á pesar de que no la conocia, sino por medio de una pintura, habia logrado interesar mi corazon y mi cabeza de una manera profunda. Yo ansiaba para mi amor su hermosura, para mi engrandecimiento su mano. Era de presumir que salvándola yo de los idólatras, su padre no se negaria á dármela por esposa, y que el duque no tendria hijos á causa del estado de su salud, gastada en una vida de contínuas disipaciones: podia, pues, llegar á ser, por medio de doña Inés, uno de los grandes mas grandes de España, á cuya grandeza debian prestar un brillo y un poder inmensos, los tesoros que yo pensaba aportar de las Indias á España.

Urgíame, pues, sobre todo, acometer la ciudad de Calpuc, apoderarme de ella y buscar á doña Inés: un presentimiento tenaz me decia que estaba allí, y algunas veces al ver sobre los terrados de la casa real dos mujeres vestidas de blanco, á quienes acompañaba un solo hombre, y que parecian mirar con interés al campo que habíamos levantado delante de la ciudad, yo me decia: una de aquellas dos mujeres debe ser doña Inés.

En vano pretendí llevar á mis soldados contra la ciudad: la vista cercana de la montaña dorada les fascinaba: al fin un dia se me presentaron en abierta rebelion, y me fue necesario marchar al frente de ellos, dejando á uno de mis costados á la ciudad, hácia el codiciado tesoro.

Pero á medida que nos acercábamos á la montaña esta cambiaba sino de forma, de color: empezábamos á ver el color natural de la tierra entre la cual multitud de cuerpos brillantes destellaban los rayos del sol: al fin una noche en que la luna llena despedia una luz clarísima, la montaña cambió de aspecto: entonces parecia de plata.

Los monfíes empezaron á desconfiar de su portentoso hallazgo, y yo sabia ya á qué atenerme: aquella montaña que á larga distancia parecia de oro, herida por los rayos del sol, y de plata, cuando la iluminaba la luna, no era otra cosa que una cantera de pizarras brillantes.

Sin embargo los monfíes quisieron llegar hasta ella, y solo cuando tuvieron en sus manos aquellas piedras engañadoras, se convencieron de que si querian oro, era necesario buscarlo donde le habiamos encontrado hasta entonces: en las casas y en los templos de los indios.

Volviéronse, pues, los deseos de todos á la ciudad de Calpuc: en ella, como he dicho antes, se habian refugiado, llevando cuanto poseian, todos los habitantes de la comarca: debiamos, pues, esperar un botin riquísimo, y nos encaminamos decididamente á la poblacion.

Pero antes de llegar á ella, nos salió al encuentro una embajada del senado: aterrados con nuestros contínuos triunfos, los indios preferian un avenimiento. Esto convenia perfectamente á mis proyectos, porque en paz mejor que en guerra, podria esperar el descubrimiento de doña Inés. Exigí como primera condicion, y segun costumbre, porque la religion era el antifaz con que encubrian su codicia los españoles, que el templo idólatra se convirtiese en templo cristiano; que en vez del monstruoso simulacro de oro macizo que adoraban los indios, se colocase sobre un altar un crucifijo de madera; que se sepultasen los cráneos humanos que servian de trofeo al templo, y que, para evitar que aquel culto abominable se reprodujese, me entregasen el ídolo, y las alhajas del culto.

Con asombro mio los embajadores, en vez de negarse, asintieron á mi propuesta en nombre de su rey Calpuc, y del mismo modo consintieron en entregarme un fuerte tributo por cada uno de los habitantes de la ciudad; exigí, ademas, para mi seguridad y la de mi gente, que el rey viniese entre nosotros y entrase á mi lado en la ciudad, y que se entregasen á mis soldados el templo y las habitaciones de los sacerdotes.

Convínose la entrada en la ciudad para el dia siguiente, y en él, á la hora convenida, se me presentó Calpuc, el terrible rey del desierto, con algunos de sus magnates, y á pié, en contraposicion de los caciques que hasta entonces habia conocido, y que se hacían conducir en andas cubiertas de oro, sobre los hombros de sus esclavos.

Maravillóme tambien que Calpuc llevase un trage puramente castellano, un birrete de brocado bordado con piedras preciosas, y únicamente, como distintivo de su dignidad, un manto de una tela fabricada con plumas. Los demás de su acompañamiento llevaban tambien algunas prendas castellanas: quién una gorra, quién un jubon ó unos gregüescos, ó simplemente unas botas. Esto me demostró que se me temia y se me adulaba, y me confirmó en esta idea, las inequívocas muestras de distincion que desde el primer momento me dispensó Calpuc; dióme la mano, á usanza de Castilla, y, lo que mas me maravilló, me significó en buen castellano, aunque con un tanto de acento extranjero, lo dispuesto que estaba á mantener conmigo una amistad duradera, siempre que yo me prestase á razonables condiciones.

Despues nos encaminamos juntos á la ciudad, yendo Calpuc á mi derecha y entre las filas de mis arcabuceros, y detrás los pocos caciques que le habian acompañado, la mayor parte de los cuales mostraban en sus semblantes el temor y la desconfianza.

Durante el corto trecho que anduvimos hasta llegar á la ciudad, el rey me dijo que se habian cumplido mis deseos respecto al templo, y que las habitaciones de los sacerdotes situadas á su alrededor, estaban ya dispuestas para aposentar á mis soldados.

En efecto, se veia desde el campo que los cráneos humanos, que el dia anterior coronaban la parte mas alta del templo, habian desaparecido, y en su lugar ví en cien astas de madera, banderolas de todos colores en señal de agasajo y alegría.

Era necesario desconfiar de este aspecto y de esta docilidad, atendido el respeto y la adoracion que los indios profesan á sus ídolos: era necesario estar preparados para rechazar una asechanza, y mis alféreces y sargentos, prevenidos por mí, habian hecho que los monfíes llevasen los arcabuces preparados y las mechas encendidas.

Cuando llegamos á una de las entradas de la ciudad, en la cual, para evitar yo el peligro de marchar á la desfilada por los estrechos callejones de todas las entradas de las poblaciones indias, habia pedido que se abriese una brecha, lo que se habia efectuado; al entrar por aquella brecha, nos salieron al encuentro una multitud de músicos á manera, de juglares, con tambores, que batian á compás, y gran número de hermosas bailarinas que nos precedieron tocando y danzando hasta el templo, en el cual penetramos por una alta gradería.

Al penetrar en el interior ví con asombro, que sobre el pedestal en que sin duda habia estado el ídolo, se alzaba un magnífico crucifijo de talla, y que nos salian al encuentro tres ancianos revestidos, ni mas ni menos que como los sacerdotes católicos y con los mismos ornamentos.

Calpuc me indicó entonces el altar y me dijo:

—He ahí el Redentor del mundo, inclinad vuestra cabeza, capitan, y adoradle, puesto que os ha permitido llegar sano y salvo hasta estas apartadas regiones en medio de tantos peligros.

El acento de Calpuc era el de un cristiano lleno de fe, lo que aumentó mi admiracion: prosternéme ante el altar, prosternáronse mis soldados, y únicamente el rey y sus magnates quedaron de pié, aunque en una actitud respetuosa, á un lado del templo.

Inmediatamente se celebró una misa; despues de ella el mas anciano de los sacerdotes, me dirigió una corta plática en que enaltecia el valor y la fe que me habian llevado á aquellas remotas regiones, para extender en ellas el conocimiento de la divina verdad, y arrancar del error á aquellos infelices idólatras.

Despues de esto, mi compañia se aposentó en las habitaciones que estaban alrededor del templo, desde las cuales dominaban á la poblacion, y Calpuc me llevó consigo á su casa, á cuya puerta despidió á sus magnates y en la que penetró solo conmigo.

Aquella casa, que podia llamarse palacio, era de piedra, de un solo piso, y en el interior estaba revestida de maderas olorosas y ricas telas tejidas de plumas, oro y plata. Los pavimentos y los techos eran de cedro, y todo allí, con arreglo á las costumbres de los indios, era régio y maravilloso.

Calpuc me condujo por sí mismo, á través de muchos patios y habitaciones, y al fin, en lo mas retirado de su palacio, se detuvo delante de una ensambladura, donde ni aun resquicio de puerta se notaba.

—Vais á entrar, me dijo, con acento grave y lleno de autoridad, donde solo han entrado hasta ahora, mi esposa, mi hija y esos tres sacerdotes cristianos que acaban de presentaros el santo sacrificio de la misa. Todo esto os parecerá extraño y maravilloso, y con efecto lo es. Por lo mismo espero que vos, obrando con la fe y el sigilo que cuando es necesario debe obrar un caballero, guardareis un profundo secreto acerca de cuanto vais á ver y á oir.

Prometíselo, y entonces Calpuc oprimió un resorte oculto y nos encontramos en una habitacion alhajada enteramente al estilo de España: atravesamos algunas otras iguales, y al fin, Calpuc abrió una puerta, y me introdujo en una capilla ú oratorio á cuyo frente habia un altar y otro á cada costado.

En el del centro no habia imágen alguna, en el de la derecha se veia una imágen de talla de la Vírgen de los Dolores, y en el de la izquierda otra de San Juan Evangelista; á los piés del altar de la Vírgen habia arrodilladas dos mujeres, que se levantaron sobresaltadas al notar mi presencia y se dirigieron á una puerta situada á la izquierda del altar del centro.

—Esperad y nada temais, dijo Calpuc dirigiéndose á ellas: este caballero es mi amigo.

Las dos mujeres se detuvieron, se volvieron y adelantaron hácia nosotros, saludándome, una de ellas, con suma cortesanía. Necesité hacer un poderoso esfuerzo sobre mí mismo, para contener mi conmocion. La dama que tenia delante, y que parecia contar veinte y ocho años, maravillosamente hermosa, y vestida con un sencillo trage blanco, era el original del retrato que habia visto en casa del duque de la Jarilla; era, en fin, doña Inés de Cárdenas, su hija.

La que la acompañaba y me habia parecido mujer por su estatura, era una niña como de nueve años, maravillosamente hermosa tambien; pero en cuyo semblante se veia el color dorado de la raza mejicana, los negrísimos ojos que son tan comunes entre las indias, y el cabello profuso, rizado y brillante, que tanto encanto presta á su hermosura. Doña Isabel me miraba con curiosidad, y su hija, que indudablemente lo era, puesto que habia heredado sus mismas formas, su misma hermosura, me miraba con un temor instintivo.

—¿Venís de España, caballero? me dijo doña Inés en excelente castellano.

—Hace un año señora, la contesté con la mayor naturalidad, que he atravesado la frontera del desierto por órden de su adelantado don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla.

Noté que doña Inés se ponia sumamente pálida, y que Calpuc plegaba levemente el entrecejo.

—Este caballero es nuestro huesped, dijo Calpuc á doña Inés, que me saludó de nuevo, me hizo algunos cumplidos y se retiró llevando la niña de la mano.

Quedamos solos Calpuc y yo.

—Necesitamos hablar á solas, me dijo, y comprendernos; tened la bondad de seguirme caballero.

Y por otra puerta, situada á la derecha del altar, me llevó, atravesando algunas habitaciones, á otra donde se encerró conmigo.

Noté que la disposicion de Calpuc hácia mí habia cambiado.

—Sentaos, me dijo, y cubrios capitan: estais enteramente en vuestra casa: quiero que me trateis con franqueza y que me respondais lisa y llanamente á lo que voy á preguntaros. ¿Cuánto tiempo hace que habeis atravesado la frontera?

—Un año poco mas ó menos, le contesté.

—¿Y decís que el adelantado de la frontera os ha mandado penetrar en el desierto donde nadie hasta vos se ha atrevido á entrar?

—Sí, señor, le contesté.

—¿Y cuáles eran las instrucciones que traiais? repuso mirándome fijamente.

—Las de reducir á la obediencia á los rebeldes que habian negado el vasallaje á S. M. el gran emperador nuestro amo.

—Estais en un error, capitan, y lo estaba el adelantado al llamar rebeldes á los moradores del desierto: esto no es exacto: los hombres que han preferido huir de las poblaciones conquistadas, para internarse en estas soledades, para venir á buscar estas otras poblaciones, desconocidas aun para los castellanos, no son rebeldes, porque ellos no han reconocido otros señores que los que á falta de Motezuma han defendido la libertad y la honra de los mejicanos: todo consiste en que en Méjico les queda aun mucho que conquistar á los españoles, en que en sus interminables soledades, en sus gigantescos bosques, en sus inmensas florestas, viven y vivirán siempre hombres, que prefieren la fatiga y la guerra á la paz de la servidumbre bajo la tiranía del conquistador. No nos llameis rebeldes, capitan; la rebeldía es un crímen de que no me siento capaz; si alguna vez Calpuc jura fidelidad al emperador don Carlos, será su mas fiel vasallo.

—En buen hora, contesté, que no seais rebelde; pero el emperador, mi amo, es bastante fuerte para conquistaros y os conquista: ya podeis juzgar: cien hombres solos han sido bastantes para penetrar hasta el interior del desierto y dictaros condiciones.

Yo habia aventurado mis últimas palabras para probar el temple de alma de Calpuc, y noté que las habia escuchado con un altivo desprecio: en vez de irritarle yo, el me habia irritado á mí.

—Lo que demuestra, dijo el anciano Yuzuf, interrumpiendo al capitan, que el rey de aquellas gentes valia infinitamente mas que tú.

—Líbrete Dios, emir, dijo profundamente el capitan, de verte frente á frente de Calpuc. Ese hombre tiene alma de demonio.

—No, yo creo que ese hombre tiene un alma valiente, que resiste con una fuerza prodigiosa á la adversidad; pero continúa, porque aunque he oido contar esa misma historia á Calpuc, quiero oir á entrambas partes; él te acusa de asesino y de bandido, y si yo no te protegiera...

Hizo un gesto de profundo desden Sedeño y exclamó:

—Calpuc vive porque le proteges tú, emir; pero continuemos, que tiempo tendrémos sobrado para llegar á ese asunto.

El aspecto de frialdad con que Calpuc habia contestado á mi arrogancia, arrogancia á que me daban derecho cien victorias conseguidas contra aquellos bárbaros, sin perder un solo hombre, me contrarió.

—Habeis llegado hasta aquí, capitan, me dijo, porque Dios lo ha querido; porque Dios castiga en nosotros los pecados de nuestros padres y su ciega idolatría; Dios os ha enviado, no como la luz que alumbra, sino como la espada que hiere: sois un azote al que ha prestado Dios la fuerza de su brazo, y triunfais; porque es necesario, porque es preciso que triunfeis: en una palabra, sois los verdugos de la justicia de Dios.

—Y sin duda para desarmar la cólera de Dios, le dije con intencion, os habeis convertido al cristianismo.

—Me he convertido al cristianismo porque Dios ha querido que me convierta, me contestó con la gravedad peculiar á los indios.

—¿Y por qué, si sois cristiano, resistis á las armas del emperador?

—¡Qué! ¿acaso vuestro emperador ha nacido para esclavizar al mundo entero? contestó con desden Calpuc.

—El gran emperador y rey don Carlos V es el monarca mas grande de la tierra.

—Su grandeza es un crímen continuado, contestó Calpuc; pero dejemos vanas disputas. ¿A qué habeis venido aquí?

—Ya os lo he dicho: á conquistar tierras á mi amo el emperador, y á extender la fe de Jesucristo.

—Por ahí debiais haber empezado; pero la fe de Jesucristo no se extiende por medio del incendio, de la matanza, de la impureza, del robo y de todo género de delitos: el que quiera extender la fe de Jesucristo debe de ser un apóstol y encadenar las almas por el ejemplo de su virtud y por la sabiduría de su palabra. Y si Dios os ha traido hasta estas remotas tierras, no ha sido por la gloria de su nombre; vosotros sois indignos de enaltecerla; os ha enviado como un castigo, y vosotros no peleais con el valor del leon, excitados por la fe, sino por la sed de oro; habeis llegado hasta aquí atraidos por la fama de la montaña dorada, y os habeis encontrado con una roca de cristal. Si vuestros soldados hubieran sabido esto, no hubieran sido tan audaces. Para encontrar botin en abundancia, no es necesario penetrar en el desierto; si en vez de estar la montaña dorada despues de esta ciudad, hubiese estado mas allá, no hubiéreis pasado adelante. Sea como quiera, ¿cuanto oro será necesario para que nos dejeis en paz?

—Todo el oro que teneis, todas las riquezas que atesorais pertenecen á mi amo el emperador, le contesté.

—En buen hora, dijo Calpuc; vuestro será el oro del templo; vuestras las riquezas que encierran las casas de la ciudad; pero no serán vuestros los tesoros ocultos por nosotros en las entrañas de la tierra; tesoros, en comparacion de los cuales, nada es cuanto habeis robado ó podeis robar, porque nosotros sabemos donde estan las minas de oro y los bancos de perlas y las rocas que encierran el diamante. Si vuestro objeto no es otro que el de acumular riquezas, hablad; poned precio á nuestra libertad, recibidlo y partid.

—Escuchad, le dije: hay un medio de conciliarlo todo: al entrar he visto una niña.

Púsose sumamente pálido Calpuc.

—Esa niña es mi hija, me contestó.

—Pues bien, dadme vuestra hija por esposa, y me quedo entre vosotros; os ayudo con mis invencibles soldados; fundamos un poderoso imperio al que no se atreveran á llegar los españoles y...

—¿Son esas vuestras últimas condiciones? dijo interrumpiéndome Calpuc.

—Decididamente.

—Pues bien, pensaré en ello. Entre tanto descansad; esta es vuestra habitacion; no extrañeis si no me veis en algun tiempo, porque acaso me lo impediran graves ocupaciones. Adios.

Y sin esperar mi contestacion se perdió tras un tapiz.

Para mí todo lo que habia visto y me habia maravillado, el trage castellano de Calpuc, la pureza con que hablaba el castellano, la existencia de tres sacerdotes católicos en un país de idólatras, estaba explicado desde el momento en que encontré en el palacio del rey del desierto á la hija del duque.

Ella sin duda le habia convertido, ella le habia enseñado el habla castellana; su apóstol y su maestro habia sido el amor.

Y nada tenia esto de extraño: doña Inés era una mujer bastante por sus encantos, por el poder de un no sé qué misterioso que se revelaba en ella, para convertir y enamorar á un dervís. Yo mismo comprendí que si doña Inés se empeñaba, á pesar de mis hábitos de bandido y de libertino, me convertiria.

Yo habia ido por ella sola al interior del desierto, porque nunca habia creido en la existencia de la montaña de oro, y porque, como decia muy bien Calpuc, para obtener grandes riquezas por medio del saqueo, no era necesario alejarse tanto de la frontera.

Yo habia buscado al terrible Calpuc con un puñado de valientes, porque tenia indicios de que si doña Inés vivia, debia estar en su poder.

La habia encontrado de una manera maravillosa; pero si bien la ambicion me habia impulsado hacia ella, el amor y un amor violento habia sustituido en mi alma el lugar de los pensamientos ambiciosos desde que la ví.

Mi demanda para esposa de la hija de Calpuc solo habia sido un pretexto para acercarme á doña Inés.

Sin embargo, una inquietud mortal me devoraba; habia cometido indudablemente una imprudencia en pronunciar ante Calpuc el nombre del duque de la Jarilla; Calpuc se habia mostrado receloso conmigo y era de temer que ocultase de tal modo á doña Inés que no pudiese dar con ella.

Sirviéronme de comer al uso de los naturales, en la habitacion que Calpuc me tenia designada, y despues de comer se me presentó un indio que hablaba medianamente el castellano, y me participó que su señor le enviaba, para que, si yo queria, me sirviese de guia y de intérprete en la ciudad.

Aproveché sus servicios, salí del palacio por un postigo que estaba muy cerca de mi habitacion, visité los alojamientos de mi tropa, á la que encontré dispuesta á todo, y recorrí despues la ciudad. Notaba que por todas partes se fijaban en mí miradas recelosas, que las mujeres se escondian á mi vista, y que los agoreros predicaban de una manera enérgica, á pesar de mi presencia, en el lenguaje bárbaro de los sacerdotes indios, en medio de una multitud cabizbaja y silenciosa.

Algunos de estos agoreros, señalaban con rabia la cruz que habia aparecido sobre el templo, y por sus gestos, y violentos ademanes, podia comprenderse que excitaban á los indios á la insurreccion.

Cuando ya cerca de la noche me volví al palacio de Calpuc, y entré en mi habitacion por el mismo postigo por donde habia salido, noté que la ciudad habia quedado entregada á una agitacion sorda y amenazadora.

Ya habia indicado yo á mis alféreces donde podrian encontrarme, y aunque mi situacion era aislada y peligrosa, me llenó de alegria la idea de que una acometida por parte de los indios, me autorizaria para obrar sobre la ciudad como sobre pais conquistado.

Inmediatamente que entré me sirvieron la cena.

Despues me dejaron solo.

No pasó mucho tiempo cuando percibí un ruido leve en una de las habitaciones inmediatas. Mi primer pensamiento fue la sospecha de que acaso pensaban sorprenderme y asesinarme, y á todo evento esperé de pie en medio de la cámara.

Poco despues se levantó el tapiz de una puerta y en vez de un asesino entró una niña. Una niña hermosa como un ángel.

La niña se puso sonriendo uno de sus pequeños dedos sobre su pequeñísima boca, y acercándose á mí me dijo con una hechicera confianza:

—Señor español, mi madre, que es española como vos, desea hablaros; pero para ello será necesario que me sigais sin hacer ruido; muy quedito y muy en silencio.

Despojéme de mis espuelas, y como no era de presumir que Calpuc se valiese de su hija para tenderme un lazo, me limité á llevar por única arma mi daga, que aun conservaba en la cintura: si por acaso no la hubiese tenido, hubiese seguido á Estrella, que asi se llamaba la niña, enteramente desarmado; hacer otra cosa hubiera sido demostrar desconfianza ó miedo, y esto ofendia mi orgullo.

Estrella me asió de una mano, me sacó de la cámara, y me llevó á oscuras por un laberinto de corredores y habitaciones. Al fin entramos en un departamento donde se aspiraba un ambiente cargado de perfumes, lo que demostraba que ya estábamos en las habitaciones de doña Inés.

Al fin Estrella levantó un tapiz y entramos en una magnifica cámara, iluminada blandamente por una lámpara, en cuyo fondo, sobre almohadones de pluma, estaba sentada una mujer vestida de blanco.

Era doña Inés.

La media luz que iluminaba la cámara, los brillantes muebles que la alhajaban, el trage blanco de doña Inés, su cabellera negra, magníficamente agrupada en trenzas sobre su cabeza, la ardiente melancolia de su semblante, la ansiedad que se pintaba en su mirada, todo, todo, hacia de aquella mujer una tentacion viviente.

Doña Inés besó á su hija en la boca, la dijo algunas palabras al oido, y la niña, haciendo una señal de inteligencia, atravesó, leve como una pluma, la cámara y se perdió detrás de una puerta.

—Dispensad, caballero, me dijo doña Inés con un acento ávido, opaco y profundamente melancólico; perdonad que os haya molestado, y sentaos. Me habeis dicho que venis de España, que hace un año habeis penetrado en el desierto, y que esto ha sido por órden de don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla, adelantado de España en la frontera.

Doña Inés pronunció todas estas palabras con una precipitacion febril.

Esperé un momento á que dominase su conmocion, y la respondí:

—En efecto, señora, el adelantado de la frontera, ha premiado mis largos servicios al emperador, haciéndome la honra de encargarme...

—¿Y qué encargo es ese?...

—Hace diez años los indios sorprendieron al adelantado, y le robaron una hija adorada.

—¿Y el adelantado, no se ha acordado en diez años de buscar á su hija? dijo con cierto sarcasmo doña Inés.

—El adelantado, señora, ha enviado uno y otro capitan; á uno y otro tercio al desierto; todos han perecido.

—¿Y solo vos habeis podido llegar?...

Doña Inés se detuvo.

—Si, si señora, la dije con audacia, yo solo he tenido la fortuna de encontraros.

—¡De encontrarme! ¡pues qué! ¿creeis que yo soy la hija del adelantado? ¿es esa señora la única española que por las vicisitudes de la guerra ha venido á parar á poder de los indios?

—Yo, señora, la contesté, no hubiera aventurado ninguna expresion, sino estuviese seguro de que vos sois doña Inés de Cárdenas.

—¡Que estáis seguro de que yo soy...!

—Si, por cierto, porque os conozco.

—¡Que me conoceis!

—He visto vuestro retrato en casa de vuestro padre.

—Sin duda os engaña la memoria.

—Suele suceder que la memoria engañe; pero jamás engaña el corazon.

Doña Inés afectó no comprender el sentido directo y audaz de mis últimas palabras.

—El corazon se engaña tambien me dijo con la mayor naturalidad; á quinientas leguas de distancia, cuando se han atravesado bosques y desiertos, y se han visto muchas mujeres... es fácil...

—Si, eso es fácil para un indiferente, pero no para un hombre que ama.

Era ya el tiro tan directo que doña Inés no pudo desentenderse y adoptó un aspecto severo.

—Si creeis que yo soy hija del duque de la Jarilla; si habeis comprendido la posicion que ocupo en esta casa, por mas que yo no sea la mujer que creeis, me haceis una grave ofensa.

—Perdonad, pero no conozco bien vuestra posicion.

—¿Y qué posición puede ser la mia, teniendo una hija, sino la de esposa de un hombre que profesa mi misma religion, y que es mas ilustre que yo, puesto que es rey de unos dominios tan extensos como los del emperador don Carlos?

—Dominios que sin embargo se conquistan con cien soldados castellanos.

—Asi lo quiere Dios, y es justo que asi sea, dijo doña Inés. Pero no os mostreis tan orgulloso; hasta ahora solo habeis tropezado con pequeños caciques á los que os ha sido fácil vencer: no habeis encontrado un solo guerrero: todas esas turbas que habeis vencido, son restos de tribus aterradas, desmembradas que han huido á los desiertos, despoblando la parte conquistada por los españoles. Pero ahora os encontrais en la primera ciudad de otro imperio fuerte y poderoso que no se ha aterrado todavía, y que está acostumbrado á vencer á los españoles. ¿No sabeis de boca del mismo adelantado de la opuesta frontera, que á pesar de sus murallas, de sus cañones y de sus soldados castellanos, los idólatras le arrebataron su hija de su mismo palacio?

—¡Oh! ¡al fin confesais!...

—Me remito á lo que vos mismo me habeis referido.

—Pero os repito, doña Inés, que he visto vuestro retrato en la casa de vuestro padre, que no puedo desconoceros, porque causásteis en mí una emocion profunda, y porque, en fin, en nada habeis variado sino en haber acrecido en hermosura.

—¿Habeis hecho una campaña de quinientas leguas por mí, solo por mí? dijo con un acento indefinible doña Inés.

—Vuestro padre...

—Mi padre, porque... si, yo soy esa doña Inés que buscais; mi padre ha tenido ocasion de saber de mí, ya enviando un indio de paz, ya por otros mil medios. No, no: mi padre me ha maldecido sin duda; mi padre ha renegado de su hija.

—Vuestro padre os cree muerta, señora; vuestro retrato está cubierto con un velo negro.

Doña Inés se conmovió, surcaron dos lágrimas sus blancas mejillas, y dijo con acento conmovido:

—Mi padre no podia creer que entre los idólatras hubiese un alma generosa, un gran corazon que me sirviese de amparo. Mi padre supuso y supuso con razon, que yo no podria sobrevivir á la esclavitud y al envilecimiento. Pero mi padre se ha engañado. Para ser completamente feliz, solo me falta respirar el aire de la patria, y vivir entre cristianos.

—¡Ah! ¡sois feliz!

—Cuanto puedo serlo en una tierra extraña habitada por idólatras. Si esto os maravilla, prestadme un tanto de atencion y cesará vuestro asombro.

Mi padre os habrá referido cómo le fuí arrebatada: los indios nos sorprendieron, pasaron á cuchillo á los españoles, y su rey penetró en nuestra casa, y en mi cámara, en el momento en que la mano brutal de un salvaje me habia arrancado de mi reclinatorio, donde pedia á Dios misericordia, y arrastrándome por los cabellos, levantaba sobre mí su hacha.

El valiente Calpuc me arrancó de las manos del terrible guerrero, y para salvarme, me declaró su cautiva.

Todos respetaron á la cautiva del rey.

Despues no recuerdo lo que sucedió; solo que cuando torné en mí, me encontré en un lecho portatil, conducido por cuatro indios, en medio de un ejército innumerable de salvajes, que marchaban por ásperos y horribles desfiladeros.

Durante muchos dias, hicimos pacíficamente el mismo camino que vos, sin duda, habeis hecho, dejando á vuestras espaldas la muerte, la desolacion, y el incendio: al fin llegamos á esta ciudad, y fuí trasladada á este mismo palacio.

Durante el camino, mis ojos habian buscado en vano al jóven guerrero que me habia librado de una muerte horrorosa. Un impulso de gratitud y un sentimiento que no podia explicarme, me hacian pensar en él. Algunos dias despues de haber llegado á este palacio, me atreví á preguntar á las esclavas que me asistian, por el rey de aquella tierra.

Entonces un anciano sacerdote que habia sido cautivado en la misma ocasion en que yo lo habia sido, se me presentó y me dijo que el jóven rey del desierto, Calpuc, habia ido á reprimir la insurreccion de una de las tribus; díjome asimismo, que conmigo, ademas de él, habian sido libertados de la muerte otros dos sacerdotes cristianos y algunos soldados y mujeres castellanas.

—Ignoro la suerte que nos está reservada hija mia, añadió: creo que este rey es humano y generoso; pero en todo caso, antes que faltar á la virtud y á la fe de Jesucristo, es preferible el martirio.

Algunos dias despues, se me presentó el mismo Calpuc.

Era muy jóven, y ya le conoceis, y podeis comprender que posee dotes para hacerse amar. Yo no habia pensado en que podria amarle; este pensamiento me hubiera llenado de terror: mis creencias, mi educacion, mi altivez, todo se oponia en mí á este pensamiento, y sin embargo, ya os he dicho, que el recuerdo de aquel jóven que me habia salvado, me inspiraba un sentimiento misterioso que no podia explicarme, que yo no creia que pudiese ser amor, y que atribuia á gratitud.

Fuése que por hacerse entender de mí, Calpuc hubiese procurado aprender el habla castellana, fuese que conociese algunas de sus palabras por la continua guerra contra los españoles, me hizo entender, aunque á duras penas, en nuestra primera vista, que nada tenia que temer, y que si me habia llevado consigo á sus dominios, solo habia sido por no dejarme expuesta á mil peligros.

Desde entonces todos los dias me hacia una corta visita.

Lentamente el jóven indio fue comprendiendo mejor el castellano; al fin á los seis meses, se hacia entender perfectamente.

Yo tambien habia comprendido lo que mi corazon no habia podido ocultarme, esto es, que amaba al rey del desierto. Le amaba, sí, pero jamás le revelé mi amor, ni con una mirada, ni con una demostracion de alegría á su llegada, llegada que yo ansiaba, para dar en el fondo de mi alma una expansion á mi amor.

Calpuc, por su parte, me trataba con el mayor respeto y con una indiferencia perfectamente afectada; pero ¿qué mujer no conoce si es amada ó no por un hombre á quien ve todos los dias?

Sabia, pues, que le amaba y que era amada; pero estaba resuelta á morir antes que á pertenecer á un idólatra.

Pero nuestra mutua posicion debia ser mas íntima y mas difícil; debia llegar un dia en que viviésemos continuamente juntos, en que comiésemos en un mismo plato, en que hiciésemos una vida comun.

Aun no habian pasado seis meses, desde que habia sido arrebatada á mi padre, cuando un dia se me presentó Calpuc pálido y trémulo.

—Es necesario que seas mi esposa, castellana, me dijo, y que adores á nuestros dioses.

—¡Jamás! le contesté; Jamás seré la esposa de un idólatra, ni me prosternaré ante el ara horrible que se riega con sangre humana.

—Escúchame, Inés, dijo Calpuc, sentándose á mi lado: los agoreros han dicho al pueblo, que una mujer que vive en mi palacio, me envuelve en la tentacion y en la impureza; que esa mujer causará la completa ruina de los restos del imperio mejicano, y que, para aplacar á los dioses, es necesario que esa mujer sea entregada á los sacerdotes y sacrificada ante el altar.

El horror de esta terrible perspectiva me hizo estremecer.

—Y no es esto solo: los agoreros dicen que es necesario para asegurar la suerte del imperio, que sean sacrificados tambien tus hermanos de religion y de patria que han sido cautivados contigo.

—Pero tú eres el rey de esa gente, le dije.

—Mi poder, me contestó Calpuc, nada puede contra el poder de los sacerdotes. No hay otro medio para ti que ser mi esposa, y adorar á nuestros dioses, ni otro medio tampoco de salvar á esos infelices, sino se prosternan ante nuestros altares.

—Pues antes que eso, ellos y yo, preferimos el martirio.

—Escúchame, Inés, me dijo Calpuc con acento profundamente conmovido, y asiéndome una mano, yo te amo.

Era la primera palabra, y la primera mirada de amor que se atrevia á dirigirme Calpuc.

—¿Y por qué me amais, conociendo que yo no habia de sucumbir á vuestros amores? ¿Pretendeis aterrarme para que consienta en ser vuestra esposa?

—No, no; dijo dulcemente Calpuc; yo solo quiero salvarte.

—Pero mi salvacion es imposible.

—¿Y por qué?

—Porque jamás renegaré de mi Dios.

Calpuc observó si podia ser escuchado de alguien, y luego llevándome á un ángulo retirado de la cámara donde nos encontramos, me dijo:

—Yo no quiero que mueras.

Me miró de una manera apasionada durante un momento, y luego continuó.

—Si tú murieras, Calpuc se convertiria en el mas feroz de los hombres.

—Pues bien, sé rey fuerte y poderoso.

—Y dime, ¿qué harian los españoles, si su emperador les mandase ofender al Dios de sus padres, y desobedecer á sus sacerdotes?

—¿Los españoles...? los españoles destituirian, exterminarian al emperador.

—¿Y por qué no habian de hacer lo mismo los mejicanos con un rey que les mandase arrojar por tierra los altares de sus padres?

—Pero los españoles adoran al verdadero Dios, y vosotros adorais á Belial.

—La oracion de mi madre resuena en los oidos de los guerreros de mi nacion, cristiana, como la de tus abuelos resuena en los oidos de los tuyos. No te obligaré yo á que abandones á tu Dios...

—Y me exiges que reniegue de él.

—No, solo te pido que engañes á los hombres.

—¡Cómo!

—Guarda en tu corazon tus dioses; pero arrodillate, para que mis sacerdotes dejen de aborrecerte, arrodillate ante los nuestros.

—¡No, nunca!...

—¿Y la vida de esos desdichados? ¿y mi vida?

Calpuc se arrojó á mis piés.

—Es necesario que te resuelvas, continuó; no se pondrá el sol tras las montañas azules, sin que los sacerdotes me pidan una respuesta. Es necesario que la hermosa vírgen se salve, y escucha: si no me amas no serás mi esposa, sino para los hombres, que se alimentan con lo que ven y con lo que oyen: Calpuc no se acercará á la vírgen de su amor, sino para tenderse á sus piés y guardar su sueño. Calpuc amará á su hermana, pero es necesario que su hermana le llame esposo; es necesario que todos la crean esposa del rey, para que ninguno se atreva á pensar en matarla: ¡ah! si mi hermana muriera, Calpuc se convertiria en un tigre.

Los ojos del jóven salvaje centelleaban, y un amor inmenso se exhalaba por ellos; pero un amor tan respetuoso, tan sublime como ardiente.

Yo, aunque aterrada por la horrorosa suerte que me amenazaba, me sostuve sin vacilar en mi resolucion, y Calpuc desesperado llamó al mas anciano de los tres sacerdotes cristianos.

Este consintió en persuadirme al fingimiento que de mí se exigia, pero con una condicion solemne: exigió á Calpuc que se convirtiera al cristianismo.

—Nuestros dioses se alimentan con sangre humana, dijo profundamente Calpuc; nuestros sacerdotes son unos malvados, que vuelven en su provecho la fe de mis hermanos; muchas veces he pensado en que un dios de muerte y de sangre, no es el dios que ha criado el sol, que es tan beneficioso, ni la luna que es tan bella, ni la tierra que es tan fértil, ni el mar que es tan grande, ni ese abismo tan azul, donde brillan innumerables los luceros. Mi padre que era un sabio y un justo me habia dicho: estos sacrificios humanos nos traerán al fin la maldicion de Dios. Por allí, por donde sale el sol tan resplandeciente, vendrán unos guerreros formidables que nos traerán, sobre mares de fuego y sangre, en castigo en nuestras culpas, otro Dios mas benéfico. Yo escucho todavía la voz de mi padre. Calpuc, ha querido conocer á Dios, y los agoreros no han sabido mostrárselo. ¿Se lo mostrarás, tu, anciano?

El licenciado Vadillo, que así se llamaba el sacerdote, aprovechó la buena disposicion de Calpuc, y me decidió á que, para causar un gran bien, me prestase á unas formas externas, que en nada podian ofender á Dios, puesto que conocia la pureza de nuestras intenciones.

Imponderable fue la alegría de Calpuc cuando supo que yo consentía en cuanto era necesario hacer para que los sacerdotes idólatras renunciasen, ó por mejor decir, no pensasen en sacrificarnos.

Algunos dias despues era yo la esposa de Calpuc.

Esposa para el pueblo; hermana para él.

Lentamente el licenciado Vadillo y yo fuimos labrando la fe cristiana en el alma de Calpuc. Al fin un dia, el dia mas hermoso de mi vida, el licenciado Vadillo bautizó á Calpuc en secreto, y en secreto tambien nos desposó con arreglo al rito de la Iglesia católica.

Entonces no fui ya la hermana, sino la mujer de Calpuc.

Un año despues el cielo habia bendecido nuestra union dándonos á Estrella, á mi hermosa Estrella.

Una capilla, la misma que habeis visto, fabricada por españoles, que habian venido á fuerza de oro, y construida con el mayor recato, habia abierto para nosotros el fecundo manantial de vida de la oracion y de las prácticas religiosas. Habreis reparado que habeis sido introducido por una puerta secreta en esta parte del palacio; que todas las habitaciones estan iluminadas por ventanas abiertas en el techo; que nadie, en fin, puede sorprender lo que aquí suceda: el vulgo cree que estas habitaciones tan cerradas son las de las mujeres del rey, y nadie se atreveria á mirar ni á espiar el interior del sagrado recinto aunque le fuese posible. Mi esposo tiene adormida la suspicacia de los sacerdotes á fuerza de oro, y á fuerza de oro ha conseguido que no haya un solo sacrificio humano, á pretexto de que los sacerdotes dicen al pueblo, que los dioses estan contentos y que no hay necesidad de aplacar su cólera con sangre. Los cráneos humanos que veríais ayer sobre el templo eran antiguos.

—Pues mucho me temo, dije interrumpiendo á doña Inés, que tanta felicidad no sea turbada por vuestra causa.

—¿Por mi causa? dijo doña Inés.

—Si por cierto, porque vos sois la que me habeis traido aquí al frente de mis soldados.

—¿Y qué desgracia nos puede acontecer?

—Nuestros soldados han entrado triunfantes en la ciudad.

—Pero ha sido porque hemos hecho creer á los habitantes que tras vosotros venia un formidable ejército; ha sido porque yo no he querido que se vierta sangre de cristianos; porque deseo, en fin, que haya un acomodamiento entre los conquistadores y los naturales, y á propósito de ello queria hablar con el capitan de la bandera española que se habia presentado delante de nosotros.

—No me ha dicho lo mismo vuestro noble esposo, señora, la repliqué.

—¿Ha hablado con vos mi esposo?

—Si, me ha ofrecido tesoros porque me vuelva con mi gente á la lejana frontera.

—Eso consiste en que habeis cometido la imprudencia de nombrar á mi padre delante de mí.

—Pero en fin, señora, ¿á que habremos de atenernos?

—Es necesario obrar y obrar pronto. Es necesario que marcheis, llevando á mi padre un mensaje que yo os daré para él.

—¡Partir! ¡partir, cuando se han hecho quinientas leguas y se han dado cien batallas por encontraros!

—Vuestra gente está perdida en la ciudad: solo por el temor de verse anonadados, dominados por un formidable ejército, han podido los naturales consentir en que se celebren las ceremonias de otra religion en el templo de sus falsos dioses: si mañana no aparece, como es imposible que aparezca, ese soñado ejército, innumerables idólatras envestirán á vuestras gentes, las sofocarán por su número y las sacrificarán á sus dioses, á fin de aplacarlos por la, para ellos, terrible profanacion que se ha efectuado hoy en el templo; creedme, caballero, creedme; voy á hacer que busquen á mi esposo, á fin de que tratemos acerca de lo que conviene hacer, á propósito de establecer una buena inteligencia entre los españoles y los naturales, y esta misma noche partireis... ó sino partís sereis sacrificado... lo que me pesaria sobre manera.

—Pues os repito, señora, que habeis acudido tarde á no ser que lo que me preponeis sea una discreta industria para alejarme con mi gente.

—Os juro que nada hay en mis palabras doble ni artificioso; sino os alejais sois gente perdida.

—Pues creo que eso lo hemos de ver muy pronto, dije aplicando el oido, porque me pareció haber escuchado un disparo de arcabuz.

En efecto, no me habia engañado; poco despues, y partiendo del templo, retumbaba sobre la ciudad un cerrado fuego de mosqueteria: oíanse distintamente los gritos tumultuosos de los idólatras, y dentro del mismo palacio se dejaba oir una animacion terrible.

Estrella se presentó pálida en la cámara y se arrojó en los brazos de su madre, que se habia levantado y fijaba en mí, que me habia levantado tambien, una mirada fija y terrible.

—¿Qué significa esto, caballero? me preguntó.

—Esto significa que las gentes de la ciudad han acometido á mi gente, que, como es natural, se defiende. Por mi parte os juro que nada sé de esto, y que me pesa; pero lo tenia previsto.

—Pues bien, no saldreis de aquí, caballero, dijo una voz á la puerta.

Aquella voz era la de Calpuc, que se presentaba, no con el traje español con que se habia presentado aquel dia ante nosotros, sino con sus ostentosas vestiduras de rey mejicano, armado con un hacha corta y reluciente.

—¡Ah! ¡me habeis tendido un lazo! exclamé; ¡me habeis asegurado en vuestra casa, creyendo que mis gentes sin su capitan serian mas fácilmente vencidas! Pero os habeis engañado: lo he previsto todo; no tardaran en llegar aquí mis soldados.

—¡Ah! ¡lo habiais previsto todo! dijo sombríamente Calpuc: ¡habeis venido no á extender la religion de Cristo, sino á robarme mi esposa! El duque de la Jarilla os envia, y contábais demasiado fácilmente con el logro de vuestra empresa. Os habeis engañado capitan: habeis venido á morir á mis manos como un traidor.

Y adelantó hácia mí.

Yo desnudé mi daga, única arma de que, por imprevision, estaba provisto: doña Inés se interpuso.

—No, no, exclamó: no vertamos mas sangre que la necesaria para defender nuestros hogares.

—Nuestros hogares estan acometidos é incendiados, exclamó con rabia Calpuc, y este miserable renegado, que blasfema la religion de Cristo, va á morir á mis manos.

Y rechazó con fuerza á su mujer.

Trabóse poco despues una lucha desigual: yo solo tenia mi daga: el rey del desierto era valiente, vigoroso y ágil, y se defendia con las armas de que iba cubierto, de mis golpes. Para defenderme de los suyos me veia obligado á retroceder; oia ya cerca, muy cerca, los gritos y los disparos de arcabuz de mis soldados; un resplandor rojizo se veia al fondo en las habitaciones, por la puerta que habia dejado franca Calpuc: pero yo no podia ganar aquella puerta: las mujeres, asustadas, habian huido por otra; habiamos quedado solos el indio y yo: él estrechándome, yo retrocediendo: al fin me alcanzó un hachazo en el brazo izquierdo, luego otro en el rostro. Caí, la sangre me cegó, el vértigo se apoderó de mí: sentí diferentes golpes de hacha en el cuerpo, y perdí los sentidos.

Calpuc me dejó tal como me ves ahora, con un costuron en el rostro, con una manga sin brazo, y con una pata de palo, á mas de otras heridas profundamente señaladas en el resto de mi cuerpo.

Aquella negra aventura dió ocasion á que me llamasen mis compañeros primero y despues todos los soldados de los tercios en que he servido, el capitan estropeado.

Debes tener tambien en cuenta, que en tu servicio he recibido estas heridas, ó por mejor decir, he perdido el agradable aspecto que antes tenia mi semblante; un brazo y una pierna: no debes olvidar esto, Yuzuf.

—¿Te mandé yo, que penetrases en el interior de los desiertos de Méjico? dijo con desden Yuzuf: si te llevaron á ellos tus vicios, esto es, tu lujuria y tu codicia, tuya, y sola tuya es la culpa: no en mi servicio, síno en el tuyo fuiste estropeado.

—Si, es cierto en alguna parte lo que dices; pero ten en cuenta, Yuzuf, que tú habias apurado los tesoros de tu padre: que la contribucion que te pagaban las Alpujarras, no bastaba para alimentar á tus monfíes, ni para sostener tu decoro de emir: que tú, como el emperador don Carlos, y como los aventureros y golillas españoles, habias pensado en la América, en ese rico tesoro encontrado mas allá de los mares por Cristóval Colon: que para procurarte riquezas fue únicamente para lo que me compraste una compañía, y me diste ciento de los tuyos: que sino hubiera sido por tí, yo no hubiera ido á Méjico, no hubiera conocido al duque de Jarilla, no hubiera visto el retrato de su hija, y no hubiera pasado de la frontera, donde, sin gran peligro y trabajo, se alcanzaban ricas presas. Recuerda, en fin, que en seis años que estuve por allá, llené tus arcas de oro para mucho tiempo.

—Y dime: ¿á quién debes tu salvacion en tu descabellada excursion por el desierto sino á mis monfíes?

—Es cierto; pero eso no quita el que te haya servido fielmente, y el que estés obligado á darme ayuda.

—Si me has servido fielmente, es porque te tenia sujeto: porque á tu lado y como alféreces tuyos, iban hombres que no te hubieran permitido que me hicieses traicion: si hubieras podido, no me hubieras enviado ni un solo marco de oro: nada tengo que agradecerte, eres mi esclavo. Pero continúa, y sepamos á donde vas á parar con tu extraño relato.

—Cuando volví en mí, me encontré dentro de una cabaña en el centro de un bosque; estaba en un lecho de pieles de búfalo, y enteramente solo: era de noche: una lámpara de hierro puesta sobre una piedra, alumbraba la cabaña: junto á mí, tendido en el suelo, y echada la cabeza sobre el lecho, dormia un hombre, y únicamente sus fuertes ronquidos interrumpian el profundo silencio que reinaba.

Yo estaba vendado, dolorido, débil: por el momento, nada percibí mas que en conjunto: despues pasé de la observacion de los objetos exteriores á mí mismo, y me aterré: me faltaban un brazo y una pierna; el conocimiento de esta falta me hizo arrojar un grito de terror; á aquel grito, el hombre que dormia junto á mí despertó; era uno de mis alféreces; uno de tus monfíes.

Esto me tranquilizó un tanto; al menos no estaba en poder de los idólatras: no debia temer el ser sacrificado á sus horribles ídolos. Sin duda estaba en medio de mis gentes, puesto que el alférez se mostraba completamente armado.

—Gracias á Dios, me dijo, que al fin habeis tornado en vos, capitan: tres dias habeis estado como muerto.

—¿Y dónde nos hallamos?

—A muchas leguas de la ciudad de ese perro idólatra, en cuyo palacio os encontramos casi hecho pedazos.

—¿Y qué ha sido de ese hombre?

—Logró escapar de nuestras manos; reunió su gente en número considerable, y nos obligó á retirarnos de la ciudad.

—Pero no nos ha perseguido, puesto que estamos en reposo, y debe estar muy lejos el peligro, porque dormiais profundamente, alférez, cuando yo he vuelto en mí.

—Perdonad, capitan, me dijo, si he podido dormirme; hace tres dias con sus noches que no dormimos: pero eso no quiere decir que no haya peligro: por el contrario, tenemos al otro lindero del bosque el campo de los idólatras, y nuestras postas (centinelas) estan al frente de ellos. Tres dias hemos venido retirándonos, conteniendo una infinita muchedumbre con el fuego de nuestra mosqueteria, sin cesar de andar, llevándoos delante de nosotros en un lecho cubierto. Aquí fue necesario cortaros una pierna y un brazo, y para hacer esta operacion, nos fue forzoso detenernos y sostener un reñido combate: en él hemos perdido diez hombres.

—¿Y las mujeres? dije con ansiedad.

—Las mujeres y la presa la hemos mantenido constantemente en medio de nosotros, y aun no nos hemos visto obligados á perder la menor parte del botin.

—Y entre esas mujeres, ¿vienen por acaso la esposa y la hija del rey Calpuc?

—Sí señor.

—Supongo que esas mujeres se habran respetado.

—Ninguno de vuestros soldados, capitan, se hubiera atrevido á tocar á la presa antes de que vos la hubiéseis repartido.

—¿Y quién me ha curado?

—El médico judio que nos acompaña desde las Alpujarras.

—¿Y qué dice el médico acerca de mi vida?

—Despues de haberos cortado la pierna y el brazo, y de haberos examinado las heridas de la cabeza, nos aseguró que os quedaban muchos años de vida; pero... ¿no ois, capitan?

Habia resonado á lo lejos un disparo de arcabuz, al que siguieron instantáneamente algunas descargas. Poco despues el fuego se extendió á la redonda, se acercó y se estrechó alrededor de la cabaña donde yo me encontraba.

—Los idólatras han acometido el campo, exclamó el alférez, y nunca como ahora nos han cercado: quiera Dios que no nos exterminen esta noche.

—Esperad, le dije: ¿no me habeis dicho que estan entre nosotros la hija y la esposa del rey Calpuc?

—Si, por cierto.

—Hacedlas venir al momento.

El alférez salió, y poco despues entró con la madre y la hija.

Doña Inés venia pálida, grave; pero altiva, con el mismo trage con que la habia visto tres dias antes: á no ser por los pasos que dió en la cabaña al entrar en ella, se la hubiera podido creer una estátua.

Su hija Estrella, inmóvil tambien, abrazada á la cintura de doña Inés, pálida y trémula, fijaba en mí una mirada llena de terror; el alférez estaba detrás de ellas impasible, como sino se tratara de una mujer tan hermosa como doña Inés, y una niña tan semejante á un ángel como Estrella.

—Doña Inés, la dije: las circunstancias en que nos encontramos haran que no extrañeis la resolucion que voy á tomar para salvar á mi gente.

—Comprendo la resolucion que tomareis, me dijo con acento glacial doña Isabel, y bien, estoy resuelta: pereceremos todos.

—¿Y vuestra hija? exclamé con acento profundo.

Noté que doña Inés temblaba, que la niña palidecia aun mas, y que pugnaba en vano por contener sus lágrimas.

—Ved lo que haceis doña Inés, la dije: vuestro padre tiene indisputables derechos á recobraros por el honor de su familia, y prescindiendo de eso, vos teneis un deber sagrado de protejer á vuestra hija. ¿No os causa horror solo el pensar en ver ensangrentada á vuestros piés á esa hermosa criatura?

Estrella lanzó un grito de terror, se asió mas á su madre, y rompió á llorar á gritos.

Doña Inés me llamó infame.

—Y doña Inés tenia mucha razón para llamártelo, dijo Yuzuf.

—Yo no sé si he sido infame, dijo secamente el capitan. Lo que sé es, que por doña Inés hubiera arrostrado la condenacion de mi alma. Déjame continuar, Yuzuf.

—Continúa en buen hora, pero procura abreviar, porque tu cuento se ha hecho ya muy largo, y me aquejan otros cuidados.

—No; es preciso que sepas cuánto he sufrido, cuánto he hecho por el amor de esa mujer, para que comprendas cuánto puedo hacer todavía.

—Sigue, sigue.

—Si doña Inés hubiera sido mi única prisionera, hubiera arrostrado por todo y los indios nos hubieran exterminado; pero doña Inés no se atrevió, no tuvo valor para sacrificar consigo á su hija, y su amor de madre nos salvó. Escribió una carta para su esposo, en que le hacia presente su horrible situacion y la de su hija: deciale, que su padre el duque de la Jarilla me habia enviado para arrancarla de su poder, del mismo modo que él la habia arrebatado de la frontera en otro tiempo; que nada tenia que temer de mí, que todo se reducia á volver al seno de su familia. Doña Inés, en fin, mintió y se valió de su buen ingenio para aterrar á su marido. Uno de nuestros soldados atravesó el fuego, y fue á llevar al rey del desierto la carta de su esposa.

Inmediatamente cesó el combate, y se entró en capitulaciones.

Calpuc exigió que se le entregasen los demás cautivos hombres y mujeres, y la presa, y juramento por mi parte de entregar sanas y salvas, sin ofensa en su honor, su esposa y su hija al duque de la Jarilla.

Cuando tus monfíes, Yuzuf, supieron que para que se retirasen los idólatras era necesario entregar la presa, quisieron continuar al combate á todo trance, á pesar de que contra cada monfí habia mil enemigos. Hay que confesar que tus monfíes son muy valientes, y que á duras penas conseguí que entregasen la presa.

Solo doña Inés y Estrella quedaron en mi poder.

Calpuc, que habia comprendido que si bien le era fácil exterminarnos, atendiendo á que mi gente estaba sin capitan y á que era infinitamente inferior en número á la suya, el destruirnos era sentenciar á morir á su esposa y á su hija, quiso mejor que estando vivas, le quedase la esperanza de recobrarlas algun dia. Yo habia contado con esto, y no habia contado mal. Antes del amanecer se habian retirado los idólatras al otro lado del bosque, y pudimos continuar nuestro camino. Pero la mitad de la compañia habia quedado muerta sobre el campo.

Como me habia dicho en nuestra primera entrevista doña Inés, hasta que habiamos entrado en los dominios de Calpuc, no habiamos encontrado gentes formidables: nuestros triunfos habian sido fáciles hasta entonces, y asi es que cuando desandamos el camino que habiamos llevado hasta la ciudad de Calpuc, vencimos con facilidad á algunas tribus salvajes que nos salieron al encuentro. Pero no pudimos hacer una sola presa y llegamos á la frontera, tan pobres como un año antes habiamos partido de ella.

Los monfíes estaban desatalentados. Solo yo habia conseguido mi objeto; pero á medias. Traia conmigo á doña Inés; pero me dejaba allá en el centro del desierto un brazo y una pierna, y el hacha de Calpuc, cruzando mi cara, me habia desfigurado conpletamente.

Ademas, mis proyectos de ambicion habian fracasado. Yo no podia ser esposo de doña Inés, porque doña Inés estaba casada.

A pesar de que el duque de la Jarilla habia dejado el adelantamiento de la frontera, no me atreví á entrar en las ciudades con doña Inés, que era muy conocida, y restablecido ya completamente de mis heridas, me dediqué á hacer la guerra de frontera como antes de mi expedicion al desierto, llevando siempre conmigo á doña Inés.

Llegó al fin un dia, en que, subyugadas de nuevo las provincias rebeldes, los indios que no quisieron sujetarse al yugo se internaron en el desierto, donde no era posible perseguirlos sino con grandes ejércitos, y por último, no habiendo ya aldeas que quemar ni presas que hacer, me mandaste que volviese á España.

Yo temia volver á España con doña Inés, por la misma razon que no habia entrado con ella en ninguna de las villas y ciudades de Nueva España: temia que algun amigo ó deudo de su padre la conociese. Te envié, pues, tu gente, y me quedé solo con doña Inés y Estrella, como esclavas.

Dudé al embarcarme con ellas para Europa á dónde mi dirigiria: en Flandes y en Italia me exponia á dar con un tropiezo, porque en aquellos paises abundaban los españoles. Difícil era encontrar un punto en Europa donde los españoles no llevasen su planta. Me decidí, pues, por Grecia.

En el archipiélago he vivido algunos años. Me hice construir una casa á las orillas del mar, en Chipre, y compré una almadía. Yo necesitaba oro, y me hice pirata. ¿Qué quieres? Yo necesitaba ejercitarme en algo. Cuando volvia de mis excursiones cargado de oro y cubierto de sangre, gozaba entre los brazos de doña Inés...

—¡Cómo! ¿doña Inés fue tan miserable que al fin manchó su fe, amándote? exclamó con severidad Yuzuf.

—Recuerda emir que doña Inés tiene una hija.

—¡Ah!

—Como se habia sacrificado la esposa, se sacrificó la madre. Doña Inés luchó largo tiempo y fue preciso para que sucumbiese que yo la amenazase con separarla de su hija. Estrella era mi esclava y podia venderla. ¿Comprendes ahora que doña Inés pudiera ser mia, y hasta que por no irritarme fingiese que me amaba?

—Comprendo que eres un infame, Sedeño, y que Calpuc ha tenido y tiene mucha razón para pedirme tu cabeza.

—¡Eh! yo no sé si he sido infame ó no: lo que sé es que doña Inés podia haber sido muy feliz conmigo, si hubiera sido menos testaruda. Al fin, lo hecho está hecho. La obstinacion de doña Inés me ha obligado á tratarla con crueldad. No es mia la culpa. ¿Acaso la amé yo porque quise? Si no con su hermosura, con un no sé qué misterioso, que me enloquecia, me obligó á amarla. Era necesario que yo ó ella nos sacrificásemos, y entre los dos sacrificios elegí el suyo. Esto es muy natural. Ademas, me habia costado muy cara para que yo renunciase á ella: me habia costado una expedicion al desierto en que expuse mi vida en cien combates, y por último un brazo y una pierna. ¿Cómo querias que yo renunciase á doña Inés?

—Continúa.

—Ya te he dicho que doña Inés solo se doblegaba á mis deseos por el temor de perder á su hija. Pero yo no podia engañarme: me aborrecia con toda su alma, y este aborrecimiento, que no podia ocultarme, me irritaba y mi irritacion era siempre fatal para ella: de dia en dia iba desapareciendo su hermosura, y su palidez enfermiza, su demacracion, la aguda enfermedad de pecho que la aflige, la tornaron al fin desconocida, fea, flaca, cuando apenas contaba treinta y cinco años. Entre tanto Estrella crecia cada dia mas hermosa, y me enamoré de Estrella.

—¿Despues de haber sacrificado á la madre, querias sacrificar á la hija? exclamó con indignacion Yuzuf. ¿Y te atreves á confesarme sin rubor tales infamias?

—¿Qué quieres Yuzuf? Son cosas del corazon. Yo siempre me he dejado llevar de mi corazon, y bueno es que sepas cuánto me interesan esas mujeres, para que comprendas hasta qué punto me dejaré llevar antes que consentir en que nadie me las arrebate. Además, tú no tienes por qué extrañarte de nada. ¿Acaso tú al frente de tus monfíes no has incendiado villas y llevado á sangre los viejos, las mujeres y los niños?

—Son gente de la raza maldita; son cristianos, son los enemigos de mi pueblo: los que se gozan en nuestro sufrimiento, en las crueldades que se apuran con los moriscos. Entre los cristianos y nosotros, no puede haber mas que sangre y fuego.

—Resulta que tú eres cruel con los cristianos por venganza, y que yo soy cruel con esas dos mujeres, porque la una y la otra me han enamorado: exigencias del corazon, Yuzuf. Pero necesito concluir. El estado en que se encontraba doña Inés, y los años que habian trascurrido desde que fue robada á su padre, me aseguraban de que no pudiese ser reconocida, si por un azar lograba verla alguien, burlando mi vigilancia. Deseaba volver á España, y hace un año que volví á las Alpujarras y me puse de nuevo en inteligencia contigo. Volví á ser capitan del presidio de Andarax, espía de los cristianos en servicio tuyo, y ya sabes cuan bien te he servido durante este año.

—Por lo mismo he hecho jurar á Calpuc que no tocará á tu cabeza mientras yo no se lo permita.

—Sí, sí, todo esto es cierto. Pero tambien es cierto que hubieras hecho mucho mejor en dejarle morir á manos de la justicia que le habia preso por intento de asesinato contra mí, que en librarle de la cárcel y protegerle, contentándote solo con exigirle juramento de que no atentaria á mi vida. Mejor hubieras hecho en castigar al monfí, que habiendo sido hecho cautivo por las gentes de Calpuc en el desierto, le ha servido de guía hasta las Alpujarras. Pero ¡ya se ve! Calpuc es muy rico y te habrá comprado tu proteccion.

—Concluyamos, Sedeño: ¿que quieres de mí?

—Quiero que me permitas deshacerme de ese hombre.

—Yo no puedo ser el verdugo de un rey.

—¡De un rey de bárbaros, cuyo trono está al otro lado de los mares!

—Sea como quiera, Sedeño, las desgracias de Calpuc le hacen merecedor de una proteccion mayor que la que yo le he dispensado; en conciencia yo debia haberte dejado entregado á él...

—¡Entregado á Calpuc! ¿crees tú que si Calpuc no estuviera protegido por tí, por tí, que tienes demasiadas pruebas para entregarme al rey y á la Inquisicion, ya que no quisieras destruirme por tu propio poder, estaria vivo Calpuc?

—Calpuc te hará pedazos el dia en que yo se lo permita.

—¡Oh! ¡oh! tú eres el que me tienes atado de piés y manos: en cuanto á Calpuc está tan resuelto á romper el juramento que te hizo de respetar mi vida, que me ha obligado á salir de las Alpujarras, y hace algunos dias que ronda mi casa en Granada.

—Eso prueba que respeta su juramento, lo que no impide el que pretenda rescatar su esposa y su hija.

—Pues cabalmente es necesario que eso no suceda.

—Obra como mejor puedas para guardar á esas mujeres: por lo demás, te anuncio que el dia en que tenga un solo indicio de que has tendido una sola asechanza al rey del desierto, aquel dia eres hombre muerto, Sedeño. ¿Qué? ¿no eres mi vasallo? ¿no me debes obediencia? ¿no eres, aunque de sangre cristiana, monfí, como cualquier otro de los mios? Si no fueras monfí, ¿poseerias las riquezas que posees?

—Veo que va á ser necesario que entremos en condiciones.

—¡Condiciones! ¡condiciones entre los dos! exclamó Yuzuf con ímpetu: ¿acaso eres mas que mi esclavo?

—Siéntate, poderoso Yuzuf, y escucha: en la situacion en que me encuentro me veo obligado á todo... y tengo de mi parte ciertas ventajas.

—¡Ventajas...!

—Si por cierto. Tú tenias un hijo.

—¡Que tenia yo un hijo!... ¿pues qué, Yaye ha muerto?

—Cuéntale por muerto, porque está en poder de Satanás, y si yo no te le entrego...

—¡Cómo! ¿te habrás atrevido?

—Aunque yo sea malo como el diablo, Yuzuf, no soy yo el que está apoderado de tu hijo. Es una mujer que hace mucho tiempo está enamorada de él.

—¡Una mujer! No te comprendo Sedeño.

—Ni yo me explicaré mas. Bástete saber que tu hijo está en poder de esa mujer, encerrado, cautivo... que aunque esa mujer ha llegado á ser su querida, sabe demasiado que Yaye no la ama, y será capaz de retenerle en su encierro ó de envenenarle, cuando no le pueda retener. Te juro que si yo no te ayudo, pierdes tu hijo, le pierdes, como yo perdí á mi padre.

—Pero yo puedo sujetarte al tormento.

—Moriré en él sin revelar una sola palabra. Bien sabes que soy valiente, Yuzuf.

El anciano se levantó, y se puso á pasear agitado, por la cámara. Sabia demasiado que Sedeño era hombre á quien nada aterraba, y que habiéndose propuesto deshacerse de Calpuc, no cejaria en su empeño aunque emplease para dominarle todos los terrores; todos los dolores posibles.

Yuzuf era padre, amaba á Yaye de una manera exagerada, si es que puede haber exageracion en el amor de un padre hácia su hijo. La pérdida de Yaye, la incertidumbre acerca de su suerte, habia llenado de amargura el corazon del anciano, y habia recibido un inmenso consuelo al saber por boca de Sedeño que su hijo vivia. Pero al mismo tiempo Sedeño se negaba á revelarle el lugar donde se ocultaba su hijo, y le exigia en cambio una infamia.

Yuzuf, sin embargo, no tardó en decidirse; pero antes se habia hecho el razonamiento siguiente:

—Calpuc me exige todos los dias, á todas horas, con un empeño justísimo, que le releve del juramento de respetar la vida de ese infame; ese vil Sedeño me pide por su parte que le permita deshacerse de Calpuc; entro estos dos hombres existen razones bastantes para que quieran mútuamente exterminarse. A mí, á mi pueblo conviene, que esos dos hombres vivan: Calpuc es riquísimo, sus tesoros son inagotables, y por odio á los españoles, me facilita medios para sostener mi ejército de monfíes. Como yo, es rey de una raza proscripta, vencida, amenazada por la cólera de los castellanos. Calpuc es mi igual, mi aliado natural. Por otra parte, Sedeño me sirve bien: es un excelente espía; vende á los castellanos en mi provecho, y acaso podríamos deberle un dia una sorpresa sobre Granada, sobre nuestra querida ciudad. Estos dos hombres son preciosos para mí. Pero mi hijo es antes que todo. Si Sedeño me revela el lugar donde se encuentra, le permitiré que obre contra Calpuc, y del mismo modo permitiré á Calpuc que obre contra Sedeño. El resultado será verme privado de la ayuda de uno de estos dos hombres, ó acaso de la de los dos. Pero mi hijo... mi hijo... si, es preciso de todo punto... mi hijo antes que todo.

Y se detuvo, y se volvió resueltamente á Sedeño.

—¿No has tenido tú parte, directa ni indirectamente, en la prision de Yaye? le dijo.

—Ya te he dicho que Yaye está en poder de una mujer.

—Respóndeme de una manera decidida.

—Nada he tenido ni tengo que ver en la prision de tu hijo.

—Pues bien; revélame el lugar donde se encuentra, y los medios de salvarle, y te permito que hagas lo que puedas contra Calpuc.

—¿Hasta matarle?

—Te dejo libre del juramento de respetar su vida.

—Pues bien; solo me falta una condicion para señalarte el lugar donde tu hijo se encuentra.

—¡Otra condicion!

—Sí, poderoso Yuzuf, las duras circunstancias en que me encuentro me han obligado á ofenderte. Prométeme, por tu fe de emir, de creyente y de caballero, que me perdonarás, y que no me negarás tu confianza, como no me la has negado hasta ahora. Hé aquí mi última condicion.

—Dáme á mi hijo, y te lo prometo todo.

—¿Nada tendré que temer de tí?

—Nada.

—Pues bien; tu hijo Yaye, está encerrado en un subterráneo de la casa de don Diego de Válor, y en poder de su esposa doña Elvira, que hace mucho tiempo que le ama.

—¿En casa de don Diego de Córdoba y de Válor?

—Sí por cierto.

—¿Y cómo sabes tú eso, dijo con recelo Yuzuf, cuando no han podido averiguarlo Abd—el—Gewar, ni los monfíes que yo he enviado á Granada en demanda de Yaye?

—Escucha Yuzuf: tú recordarás que yo, para estar en inteligencia oculta con don Diego, sin que pudiesen conocerlo los cristianos, compré una casa contigua á la de don Diego en el Albaicin. Estas dos casas se comunican por una mina.

—¡Ah! exclamó Yuzuf, para quien el recuerdo de Sedeño fue un rayo de luz.

—Bien; pues en esa mina hay algunos aposentos. Hace algunos dias, ignorante yo de que don Diego habia salido de Granada, y teniendo que darle algunas noticias importantes para que te las trasmitiese, bajé á la mina, y al acercarme á uno de los aposentos de que te he hablado, oí dos voces que hablaban apasionadamente: era la una de mujer, la otra de hombre, hablaban de amores: en la mujer reconocí á doña Elvira, la esposa de don Diego: por lo que escuché, supe que el hombre era Yaye, tu hijo. Sabia que tú le buscabas y que no le encontrabas, y esto me llenó de alegría, porque me dije: yo daré al emir su hijo, y el emir en cambio me dará la vida de Calpuc.

—¿Y doña Elvira es amante de Yaye? preguntó con repugnancia Yuzuf.

—Sí, sí por cierto, y parece que se aman mucho.

—¡Ah! silencio, silencio; don Diego anda libremente por esta parte del alcázar, y pudiera oirnos, dijo Yuzuf con cuidado.

En aquel momento se oyeron pasos, y poco despues se abrió una puerta, y entró don Diego.

Yuzuf le miró de una manera profunda, pero nada vió en don Diego que demostrase que habia oido las últimas palabras del capitan; estaba tranquilo, su paso era seguro, y su mirada descuidada.

—¡Ah! dijo deteniéndose, apenas habia dado algunos pasos en la cámara, perdonad si he sido indiscreto sin saberlo: pensaba que estabas solo, Yuzuf.

—No, don Diego, no estoy solo; hace algunos momentos que me ocupo de una conversacion interesante con el capitan Sedeño.

—Sí, sí por cierto, dijo el estropeado, y venís muy á tiempo don Diego, porque yo he venido á haceros un mutuo servicio al emir y á vos.

—¿Un mutuo servicio, capitan? dijo con perplejidad don Diego.

—Sí por cierto. ¿Recordais lo que pasó en vuestra casa el dia en que se casó con Miguel Lopez vuestra hermana doña Isabel?

—No comprendo lo que quereis decir.

—Cuando ya aquella boda no podia suspenderse, se presentó en vuestra casa Sidy Yaye, el hijo del emir.

—Es verdad, dijo don Diego.

—¿Y por qué me lo has ocultado, preguntó con su acento de terrible amenaza Yuzuf, cuando sabias la ansiedad con que yo buscaba á mi hijo?

—Porque no sabia si estaba muerto ó vivo.

—¡Cómo! ¿pues quién se atrevió?...

—Tu hijo, Yuzuf, supo en mi casa sin que yo lo pudiese evitar, que mi hermana doña Isabel acababa de casarse con Miguel Lopez: ya te he dicho las terribles razones que tuve para obligar á mi hermana á que se casase con ese hombre, rompiendo el pacto que existia en nuestras familias y por el cual tu hijo Yaye debia ser esposo de mi hermana. Tu hijo al saber que ya aquella union era imposible, cayó en tierra mortal, y yo le dejé al cuidado de mi esposa en lugar seguro, y me puse inmediatamente en camino con Miguel Lopez, á quien arrastré con un pretexto, y á quien como traidor debia matar, y como obstáculo remover de en medio de doña Isabel y de Yaye, que ya se amaban. Cuando algunos monfíes estaban próximos á dar muerte á Miguel Lopez, tú que te habias aproximado á Granada, me encontraste, é irritado por el asesinato de Miguel Lopez, cuya razon no podias apreciar bien, porque no conocias su traicion, me trajiste contigo. Tú tenias indicios ó los tuvistes despues de que tu hijo habia estado en mi casa, recelaste de mí, y me intimaste que no me veria libre hasta que estuvieses seguro de mi inocencia acerca de la desaparicion de tu hijo. Yo no podia saber, pues, si tu hijo habia sobrevivido ó no al accidente mortal que le habia acometido al saber el casamiento de mi hermana, y temiendo que hubiese muerto no me he atrevido á revelarte nada. Acaso, si por desgracia Yaye hubiese fenecido, me hubieras imputado su muerte cuando he hecho cuanto ha estado de mi parte por salvarle, y por romper el lazo que impedia su union con Isabel. Juzga en tu prudencia si he tenido razon para callar ó no.

—Por fortuna, don Diego, dijo Yuzuf, el capitan Sedeño ha descubierto que mi hijo vive.

—¡Ah! por la mina... lo comprendo perfectamente. ¿Y le habeis hablado, capitan?

—No por cierto: sabia que allí estaba en seguridad, conocia ó adivinaba las razones del misterio acerca del paradero de Yaye, y he venido á avisar al emir. He tenido una doble satisfaccion; porque en vuestra casa se tiene una gran ansiedad por vos.

—Pues esa ansiedad durará muy poco, dijo Yuzuf; aprecio en lo que valen las razones que has tenido, don Diego, tanto para castigar á Miguel Lopez, como para ocultarme la existencia de mi hijo en tu casa. Pero ya han desaparecido mis temores y el motivo de tu prision, don Diego. Ahora mismo vais á partir á Granada, tú, tu hermano y el capitan Sedeño. Es preciso que esta noche mi hijo esté en poder de Abd—el—Gewar.

—Un momento aun: me queda algo importante que decirte Yuzuf, dijo el estropeado.

—¡Importante!

—Sí; el capitan general y la chancillería de Granada estan con gran cuidado.

—¿Pues qué sucede?

—Hay poca gente de guerra en la ciudad, los moriscos se muestran cada dia mas y mas amenazadores, y representan de una manera rebelde contra el edicto del emperador. Anoche casa del Homaidí, en el Albaicin, se reunieron los xeques de la ciudad y los de las aldeas de la vega, y resolvieron enviarte algunos de ellos para poderte ayudar; se trata de una rebelion.

—¿De una rebelion? exclamó con alegría Yuzuf; ¿se han decidido al fin á romper las cadenas que tan vergonzosamente han llevado tanto tiempo los moriscos de Granada?

—Sí, y la ocasion es propicia, dijo don Fernando: el emperador se halla empeñado en guerra con Francia; el sultan de Constantinopla ansía un campo de batalla en las tierras de Occidente contra el cristiano, ¿y qué campo mejor que las Alpujarras? Puesto que en Granada hay pocos soldados, á las armas, y ¡sus! lancemos el grito de guerra. Demos el primer golpe, y si nos apoderamos de Granada, despues no nos han de faltar ni naves, ni soldados turcos.

En aquel momento se abrió la puerta del fondo y un monfí dijo inclinándose profundamente.

—Magnífico, señor, cuatro xeques de Granada desean hablarte.

—Que entren, que entren al momento.

Poco despues se celebró un consejo, en que abundaron el entusiasmo, el valor, la energía de las razas dominadas que aun no se han degradado, se alimentaron magníficas esperanzas y se decidió dar el grito en Granada en la noche del dia siguiente.

Yuzuf estaba frenético de alegría; habia encontrado á su hijo, y se le presentaba la ocasion que tanto tiempo habia deseado de desplegar su bandera real ante el estandarte imperial de Carlos de Austria, el valiente rey de España, el poderoso emperador de los germanos.

Capítulo XV. De cómo el capitan Sedeño hizo traicion á todo el mundo.

A las doce de aquel mismo dia galopaban en direccion á Granada, por el camino de las Alpujarras, don Diego de Válor, su hermano don Fernando, y el capitan Sedeño.

Al mismo tiempo por todas las veredas y barrancos de la montana, marchaban monfíes que llevaban á las diferentes tahas, órdenes de Yuzuf, para que reuniesen las taifas y marchasen hacia Granada, á la que debian llegar por los atajos de la sierra la noche siguiente. En cuanto á los tres ginetes, fuese por prudencia ó por otra causa, no hablaron una sola palabra durante el camino acerca de la rebelion, ni trataron mas que de cosas indiferentes.

En cuanto á don Diego de Válor, ni una palabra dijo que pudiese indicar que hubiese sorprendido la revelacion que habia hecho Sedeño á Yuzuf acerca de los amores de su mujer con Yaye. Pero Sedeño, que era sobre manera perspicaz, por el aspecto sombrío de don Diego, por la impaciencia con que aguijaba á su caballo, y sobre todo, por su tenaz reserva acerca de todo lo que tuviese relacion con Yaye, y con la manera de haber descubierto en su casa el capitan la existencia del jóven, comprendió que habia escuchado don Diego perfectamente las palabras que habia pronunciado poco antes de entrar aquel en la cámara de Yuzuf.

En efecto, el autor puede decirlo porque lo sabe, don Diego, que, como dijo Yuzuf, andaba libremente por aquella parte del alcázar subterráneo, habia llegado poco antes de aquella revelacion y habia escuchado y sabia á ciencia cierta, que doña Elvira su esposa habia manchado su honor.

Esto ennegrecia su alma, meditaba una cruda venganza y espoleaba á su caballo ansioso de realizarla.

Por su parte el capitan estropeado comprendió, que se habia hecho un enemigo formidable de don Diego de Córdoba, y resolvió deshacerse de él cuanto antes. Sedeño, como saben nuestros lectores, era el depositario de la carta por la que, Miguel Lopez habia obligado á don Diego que le entregase su hermana. Calpuc, poseedor de la sortija por medio de la cual debia Sedeño entregar aquella carta á quien se la pidiese, no habia tenido tiempo de encontrar una persona de confianza, á quien encargar de que recogiese aquella carta, puesto que él no podia presentarse ante Sedeño, sino para matarle, y esto le estaba prohibido por el juramento que habia hecho al emir Yuzuf, cuando este se lo exigió en la cárcel de Andarax, á trueque de conseguir su libertad.

Aquella carta, pues, estaba en poder de Sedeño.

Por lo que se vé todos aquellos personajes excepto Calpuc y Yuzuf, se trataban con una fe digna de bandidos.

Miguel Lopez, don Diego de Válor y el capitan estropeado eran tres infames.

Como picaban mucho y mudaban de caballos, llegaron aquella misma noche antes de que se cerraran las puertas á Granada. Poco tiempo antes de llegar, y porque les importaba, se separaron, y el estropeado tomó adelante y entró antes que los dos hermanos en la ciudad.

Eran las ánimas. Sedeño tomó por la plaza de Bibarrambla, el Zacatin y la Plaza Nueva, subió por la cuesta de los Gomeres, luego por otra pendientísima cuesta, y llegó á la puerta del Juicio de la Alhambra: una vez allí pidió una audiencia urgentísima al capitan general marqués de Mondejar.

Sedeño fue conducido al alcázar y á la presencia del capitan general, digno vástago de la familia de los Mendozas, en la que estuvo vinculada, durante muchos años, la capitanía general del reino y costa de Granada.

Lo que llevaba allí á Sedeño era una nueva traicion aconsejada por su recelo; hombre de poca fe, confiaba poco en la fe de los demás. Se habia visto obligado á imponer condiciones á Yuzuf, y recelaba la venganza de este: era rico, estaba cansado de servir y le importaba deshacerse de sus enemigos.

Asi es, que se presentó á don Luis Hurtado de Mendoza resuelto á consumar sus infamias con dos nuevas infamias.

El capitan general le recibió con ese altivo desprecio con que un caballero recibe á cierta clase de gente.

Para justificar el desprecio con que el marqués de Mondejar miraba á Sedeño, basta saber, que al mismo tiempo que era espia de Yuzuf contra los cristianos, lo era del capitan general contra los monfíes.

Esto es, era espia doble.

El marqués le dejó permanecer de pié, y despues de mirarle de piés á cabeza le dijo:

—¿Por lo que veo, acabais de venir de un viaje?

—Si, excelentísimo señor, contestó servilmente Sedeño: vengo de las Alpujarras, del alcázar del emir de los monfíes.

—¡Del alcazar del emir! ¿Pero donde está ese alcázar?

—Ya he dicho á vuecelencia que ese alcázar es subterráneo, y que está situado como á media legua de la villa de Cadiar. No he podido dar á vuecelencia noticias mas seguras, porque siempre al llegar á los pinares, me han salido al encuentro los monfíes y me han vendado los ojos.

—Señor Alvaro de Sedeño, dijo el marqués con fijeza, desde el dia en que me ofrecísteis vuestros servicios en defensa del rey, de la religion y de la patria, contra esos descreidos, os di cuantos medios podíais necesitar para exterminar á esos bandidos: vuestra compañía de arcabuceros es de la gente mas braba y aguerrida de los ejércitos de su magestad; se os ha dado oro, se os ha ofrecido mas gente y mas dinero, y sin embargo...

—¿Cree vuecelencia que en un año que llevo últimamente sirviendo al rey nuestro señor en las Alpujarras, se puede hacer mas de lo que he hecho?

—Es que no habeis hecho nada, dijo con doble fijeza el marqués; es que, á pesar de vuestros avisos, la gente de guerra que ha atravesado la montaña ha sido acometida y desbandada, quedando muertos entre las breñas los mejores capitanes de los tercios: es que nadie ve á esos monfíes; que solo se conoce su paso, por la destruccion, el saqueo y el incendio que dejan tras sí, y vos sin embargo les conoceis y tratais con ellos. Esto me habia hecho pensar en pediros serias explicaciones, y aun á obrar con rigor respecto á vuestra persona.

—¿Desconfía vuecelencia de mí? dijo con gran aplomo Sedeño.

—No es que desconfio, sino que la lealtad que debo al rey me prescribe el obrar con entereza. Ninguno de los capitanes que he enviado á las Alpujarras han podido dar con esa gente: los que los han encontrado han muerto: vos que pareceis valiente y teneis gente braba, no me habeis presentado ni uno solo, y por otro concepto, vos tratais con los rebeldes y los conoceis. Al mismo tiempo afirmais que os son desconocidos los lugares en que se ocultan ¿qué debo pensar de esto?

—Que el año que llevo últimamente en tratos con los monfíes en servicio del rey, es el plazo que se ha necesitado para que vuecelencia les puede dar un golpe decisivo. En cuanto á lo de ignorar yo el lugar donde se albergan, nada mas natural. Ya he dicho á vuecelencia que jamás entré en el alcázar subterráneo, sino con los ojos vendados.

—Se han reconocido todas las cavernas inmediatas á Cadiar, y solo se han encontrado minas de en tiempo de los romanos y de los moros; pero reconocidas esas minas no se ha hallado el mas leve vestigio de los ponderados alcázares subterráneos de que me habeis hablado tantas veces.

—Esta misma mañana he estado en ese alcázar hablando con el emir de los monfíes.

—¿Y me traeis algun aviso importante? dijo el marqués moviéndose con impaciencia en su ancho sillon coronado con las armas reales.

—Traigo á vuecelencia noticias decisivas.

—Veamos.

—Mañana á la noche debe levantarse el Albaicin.

—¡Ah! ¡ah! ¡tenemos á la rebelion llamando á las puertas de nuestra casa!

—Si señor.

—¿Y quienes son las cabezas de esa rebelion?

—Primeramente don Diego de Córdoba y de Válor.

—Ved lo que decís; don Diego de Válor aunque morisco, es uno de los mas leales vasallos de su magestad: ha dado repetidas pruebas de ello.

—Don Diego de Válor es un traidor que se encubre bajo la máscara de la lealtad para obrar con mas seguridad su traicion; en prueba de ello, ved, señor, esta carta escrita de su mano, dirigida al emir de los monfíes Yuzuf—Al—Hhamar.

Y Sedeño sacó una cartera y de ella la carta que le habia entregado Miguel Lopez y con la cual habia este último impuesto condiciones á don Diego.

Aunque la carta estaba escrita en algarabia aljamiada, lenguaje y escritura que se usaba entre moros y cristianos aun antes de la conquista de Granada, el marqués que era docto la comprendió perfectamente.

Era una prueba indudable de la traicion de don Fernando de Válor.

Sin embargo, el capitan general, que no guardaba ningun género de consideracion á Sedeño, le dijo profundamente, reteniendo la carta:

—¿Y quien me asegura de que este escrito no es una falsificacion con que acaso quereis sorprenderme?

—Llame vuecelencia á don Diego de Válor, hágale escribir con cualquiera pretexto en arábigo aljamiado, y vuecelencia se convencerá de que esa carta es suya, contestó con gran aplomo Sedeño.

—He llegado á entender, dijo el marqués, que don Diego y su hermano faltan estos dias de Granada.

—Como que han estado en las Alpujarras en el palacio del emir preparando el levantamiento; pero han venido desde allí conmigo, y se les encontrara en su casa.

Meditó un momento el marqués, despues de lo cual tomó un papel, escribió sobre él algunas palabras, despues llamó con una campanilla de plata, á cuyo sonido se presentó á la puerta de la cámara un escudero.

—Ginés, le dijo don Luis; dad esta órden al capitan de caballos Pero de Baena, y que la cumplimente al momento.

El escudero tomó la órden y salió.

—¿Y quienes mas son las cabezas de esta rebelion? añadió el marqués, encarándose de nuevo con Sedeño.

—El cuñado de don Diego, Miguel Lopez, y tanto es esto asi, como que en el mismo dia de sus bodas partió de Granada con sus dos cuñados, de que hay muchos testigos.

El marqués anotó en un papel el nombre de Miguel Lopez.

—¿Y donde está ese hombre? ¿ha vuelto con sus cuñados? preguntó á Sedeño.

—Sus cuñados y yo hemos venido solos. Nada sé de Miguel Lopez; pero es natural de Orgiva y es muy posible que haya quedado con los monfíes.

—Continuad.

—Otra cabeza de la rebelion, es el Homaidi xeque de los moriscos que vive en el barrio del Zenete.

Don Luis escribió este nuevo nombre.

—Continuad, repitió.

—Hay ademas, dijo Sedeño, un hombre que está en Granada hace quince dias que es poderosísimo por sus riquezas, y que es doblemente traidor al rey.

—¿Y quien es ese hombre?

—Ese hombre se llama Calpuc: es rey de los rebeldes de Méjico; ha venido á España ignoro por qué causa, y ayuda con sus tesoros á los monfíes.

—¿Le conoceis?

—Le conozco, porque Yuzuf me lo ha dado á conocer. Ese hombre vive en la plaza de Bibarrambla casa del aleman Franz Maitller y sale de ella todas las mañanas disfrazado de mendigo, y todas las noches vestido de caballero; se le puede conocer ademas por su color moreno dorado y por sus cabellos ensortijados: es un hombre como de treinta y cinco á cuarenta años, alto cenceño, de mirada fija y profunda.

Don Luis, escribió de nuevo, despues de lo cual repitió la palabra:

—Continuad.

—Estas son las cabezas de la rebelion; ademas, tengo grandes esperanzas de entregar al rey al emir de los monfíes.

—¿Al terrible Yuzuf Al—Hhamar? exclamó con alegría el marqués.

—No, no señor, sino su hijo Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar, en quien el viejo emir ha renunciado su autoridad.

—Os cojo la palabra, Sedeño, y si me presentais á ese emir, os ofrezco en nombre del rey una encomienda.

—Solo me impulsa mi lealtad al rey nuestro señor, dijo Sedeño.

—Por lo mismo debeis ser recompensado. Pero seguid: conocidos los capitanes de la rebelion, veamos cómo piensan llevarla á cabo los moriscos.

—El edicto del emperador los ha acabado de desesperar y les ha puesto las armas en las manos.

—Ya he dicho á sus xeques, que representaré á su magestad, á fin de que les otorgue un plazo durante el cual puedan consumir las ropas que se les prohiben; vestir sus esclavos fuera de estos reinos y hacer de manera que sus haciendas no padezcan con el cumplimiento del edicto.

—Ellos han dicho, que no quieren dejar su habla, ni sus usos, ni sus fiestas y ceremonias moriscas, ni dejar de ser juzgados por sus cadies, en sus desavenencias; que antes de permitir que sus casas estén abiertas, que sus mujeres salgan á la calle con los rostros descubiertos y privarse de sus baños, se dejaran matar, hacer pedazos.

—Se les trata con demasiado rigor, murmuró el marqués de una manera involuntaria é ininteligible para Sedeño que continuó:

—Así, pues, han recurrido á las armas: aprovechan la ocasion de haber poca gente de guerra en la ciudad...

—¡Vive Dios! exclamó el marqués: los cortesanos piensan que ser capitan general de Granada, es lo mismo que llevar el ferreruelo y la espada dorada en las antecámaras de las secretarias de Estado. Piensan que todo se gobierna aquí con papeles, y aquí se necesitan muchas lanzas, muchos arcabuces y muchos brazos robustos para sostenerlos: dicen que cuesta mucho dinero el entretenimiento de tantas gentes de guerra en el reino y costa de Granada; que España está exhausta con las pasadas turbulencias, y que aquí nos basta para reprimir á los moriscos, con los alguaciles de la Chancilleria, y con dos ó trescientos arcabuceros viejos del presidio de la Alhambra: si mañana los moriscos de la vega y de la ciudad, los monfíes de las Alpujarras y los berberiscos, que pueden venir en un dia de Africa y desembarcar á mansalva en las costas desamparadas, se apoderasen de Granada, se llamaría torpe y descuidado al capitan general, cuando no se adelantasen á llamarle cobarde ó traidor. Pero en Dios confio que con la ayuda de los buenos caballeros de la ciudad y reino de Granada, con la gente de guerra de la Alhambra, y con los escuderos de mi casa, podremos sofocar esta primera llamarada. ¿Donde teneis vuestros cien buenos arcabuceros, capitan?

—En Andarax, señor.

—¿Quién los manda en vuestra ausencia?

—El alférez Pero Villasante.

Escribió el marqués.

—Bien, muy bien, dijo: ahora relatadme cuándo y de qué manera piensan levantarse los moriscos.

—¿Cuando? mañana á la noche. ¿Cómo? barreando las calles del Albaicin y viniendo al mismo tiempo sobre la ciudad por los atajos de la sierra, los monfíes.

—¡En los atajos, en los atajos de la sierra está nuestra salvacion! dijo el marqués con el rápido golpe de vista de un buen capitan. ¿Sabeis el punto por donde se han de acercar á Granada los monfíes?

—Si señor. Por los desfiladeros de Dilar.

—Bien, bien, capitan, dijo don Luis: os confieso que habia llegado hasta desconfiar de vos; pero el servicio que acabais de hacer á su magestad, os vuelve toda mi confianza. ¿Dónde vivís?

Sedeño dió al marqués las señas de su casa.

—Id, pues, con Dios; es tarde y necesitareis descansar.

Sedeño saludó profundamente al marqués, que se levantó y le dijo:

—Venid, venid conmigo: ahora pienso, que habiendo yo llamado á don Diego de Válor podria suceder que si volvíais por donde habeis venido podriais encontrarle y darle que sospechar. Venid.

—¿Y mi caballo? pudiera verle tambien al entrar y reconocerle.

—¡Ah! ¡vuestro caballo! ¡es verdad! ¡hola! dijo el marqués, y al presentarse un criado añadió: id á la puerta del Juicio, tomad un caballo que encontrareis allí y llevadle al momento á la puerta de Hierro.

Despues de esto el marqués salió precediendo á Sedeño, bajó unas escaleras, atravesó el hermoso patio de Lindaraja, pasó junto la sala de los secretos, entró por una mina, llegó á su fin, llamó á una puerta y despues del llamamiento se oyó la voz de un soldado que llamaba al alférez de la guardia. Poco despues se oyó otra voz que dijo:

—¡Quien va!

—Abrid al capitan general.

Rechinó precipitadamente una llave en una cerradura, descorrióse un cerrojo y la puerta se abrió.

—Alférez, dijo el marqués á uno que habia aparecido tras la puerta con una linterna en la mano. Cuando llegue uno de mis criados con un caballo, le entregareis á este capitan, abrireis la puerta de Hierro, y le dejareis salir libremente.

Despues de esto el marqués se volvió y el alférez cerró la puerta. A poco rato Sedeño á caballo, bajaba lentamente la pendientísima y tortuosa cuesta, que ciñe los muros de la Alhambra, desde Peña—Partida hasta los molinos del río Darro.

Habia quedado fuera del recinto de la ciudad; pero cuando despues de pasar el puente del Diablo, y de subir la cuesta del Chapin llegó á la puerta de Guadix, vió que por fortuna esta aun no se habia cerrado, y entró en el Albaicin, por cuyas oscuras y tortuosas calles se perdió.

Capítulo XVI. La venganza de don Diego de Córdoba y de Válor.

En una cámara del palacio de don Diego en el Albaicin, velaban una hora antes de los últimos sucesos que hemos referido, dos damas.

La una leia con suma distraccion, en un libro en folio feamente impreso. Decimos con suma distraccion, porque hacia gran tiempo que tenia fija la vista en el libro como si leyese, y sin embargo, no habia vuelto la hoja, á pesar de haber trascurrido espacio sobrado para que el mas torpe lector hubiese recorrido diez veces las líneas de las dos paginas por donde estaba abierto el libro. A poco que se leyese en aquellas páginas podia comprenderse que aquel libro era la historia del famoso caballero Amadis de Gaula.

Aquella dama era doña Isabel de Válor.

A pesar de que Calpuc la habia dado aquella mañana noticias exactas acerca de la existencia de Miguel Lopez, ni doña Isabel habia comunicado á nadie aquellas noticias, ni habia dejado su luto.

El negro color de sus ropas contrastaba enérgicamente con la palidez mate que hacia mas diáfana la blancura de su semblante.

La otra dama, sentada junto á la misma mesa apoyada un brazo en ella y en la mano el semblante, estaba, si cabe, mas pálida, que doña Isabel, y en sus negros ojos destellaba una chispa sombría y colérica.

Aquella otra dama era doña Elvira de Céspedes, esposa de don Diego.

Ni una sola palabra se cruzaba entre las dos cuñadas; la una fijaba la vista abstraida en el libro; la otra parecia fijar su intensa mirada en la inmensidad.

Dieron las animas en la cercana iglesia de San Gregorio, y doña Isabel se agitó con un ligero estremecimiento nervioso. Aquella campana que tañía lúgubremente á la oracion por el eterno descanso de los que habian dejado de existir, recordó á doña Isabel su cita en el huerto con el extraño hombre de aquella mañana. Doña Elvira pareció salir de su distraccion y rezó en voz baja, á cuyo rezo contestó doña Isabel.

Cuando se terminó la oracion, doña Elvira dirigió algunas secas palabras á doña Isabel.

—Ya es hora que nos recojamos, hermana, la dijo tomando una lamparilla de plata que estaba sobre la mesa, y encendiéndola en el velon.

—Recojámonos, pues, dijo doña Isabel cerrando el libro, y tomando una bugía y encendiéndola á su vez. Buenas noches, hermana.

—Buenas noches.

Como se ve no mediaba la mejor inteligencia entre doña Isabel y doña Elvira. Las dos cuñadas salieron de la cámara cada cual por distinta puerta.

Pero ninguna de las dos se encaminó á su dormitorio. Doña Isabel apenas salió á los corredores apagó la bugía y por una escalera de servicio, bajó al huerto buscando en su limosnera, la llave del postigo que se habia procurado durante el dia, y cerciorándose de si llevaba consigo la sortija, que por órden de Miguel Lopez, su esposo, debia entregar á Calpuc. Doña Elvira apenas salió de la cámara apagó tambien su luz, atravesó á tientas una habitacion, salió á otros corredores y abrió una puerta tras la cual se perdió. Aquella puerta era de los aposentos de don Diego, donde estaba la entrada secreta del subterraneo donde habia estado preso, por decirlo así, Yaye.

Una vez en la cámara de su esposo, doña Elvira encendió de nuevo su luz en una lámpara que ardia delante de un Cristo de talla sobre un reclinatorio, fué á la puerta secreta, la abrió, bajó las escaleras y se puso á escuchar.

—Nadie, no hay nadie, dijo: sin duda se han ido aquellos hombres que hoy al bajar me detuvieron: pero ¿por donde han entrado esos hombres? ¿quién los ha traido? Ellos son sin duda los que me han robado á Yaye.

Doña Elvira al pronunciar el nombre del jóven, exhaló un gemido, se llevó una mano sobre el corazon, y se apoyó en la pared un momento, como si hubiera necesitado de aquel apoyo para no vacilar y caer: luego rehaciéndose, merced á su indomable voluntad, acabó de bajar los escalones, y entró resueltamente en la mina y la recorrió, llegando á la otra escalera que comunicaba con la casa del capitan Sedeño.

A causa de la oscuridad y de su sobreexcitacion, doña Elvira habia pasado sin reparar en ella junto á la abertura practicada en uno de los costados de la mina por Harum el monfí.

Se detuvo un momento al pié de la escalera de la casa del capitan, y luego pintóse una decidida expresion en su semblante y trepo por ella.

No tardó en llegar á la puerta secreta: por acaso aquella puerta habia quedado abierta, y doña Elvira se encontró en la cámara del capitan.

Por un momento tuvo miedo de pasar adelante: se hallaba en una casa extraña; pero doña Elvira se hallaba en un estado terrible: tenia fiebre: esa fiebre que producen en las organizaciones vigorosas, la rabia y la desesperacion.

Doña Elvira siguió adelante, y recorrió la casa del capitan, hasta llegar á la puerta exterior; como si Dios no hubiese querido doblar el terror de doña Elvira, habia pasado algunas veces junto á la puerta de la cámara mortuoria, donde yacía doña Inés de Cárdenas, sin que se le hubiese ocurrido que allí habia una habitacion en la cual no habia entrado.

Maravillóla, sí, el encontrar encendidas las luces del zaguan en una casa donde no se encontraba á nadie.

Doña Elvira para cerciorarse de si aquella gran puerta daba á la calle ó á un patio interior, lo que podria muy bien suceder, corrió los cerrojos y abrió uno de los grandes postigos de aquella puerta.

En aquel momento un ginete arremetió por ella, y á poco no atropella á doña Elvira que se hizo un paso atrás, dejó caer la lámpara y exaló un grito de espanto al reconocer al ginete.

Aquel ginete era don Diego de Córdoba y de Válor.

—¡Ah! ¡ah! dijo don Diego; ¿sois vos señora? En verdad, en verdad, que yo esperaba encontraros en otra parte; pero no ciertamente aquí.

La situacion en que se hallaba doña Elvira era tan extraña que solo contestó fijando en su marido una mirada de terror.

—Haceis bien en aterraros, dijo don Diego, porque en verdad que sé algunas cosas de vos, que mas os valiera no haber nacido para no haberlas ejecutado.

Doña Elvira, que como la mayor parte de las mujeres, tenia suma facilidad para dominarse, se repuso y contestó á don Diego:

—No comprendo lo que me quereis decir, esposo y señor.

—¿Que haceis aquí, señora? dijo don Diego atando á una argolla del portal su caballo, del que habia descabalgado.

—En verdad que no lo sé, dijo doña Elvira recogiendo del suelo con gran serenidad la lámpara; al veros de repente ante mí me he sorprendido, porque no esperaba veros en esta casa, en la que á mí misma me causa gran extrañeza el encontrarme. Encended mi lámpara en uno de esos faroles y seguidme; tengo grandes cosas que comunicaros.

Sorprendido don Diego del aplomo con que doña Elvira le hablaba, ni mas ni menos que si nunca le hubiese ofendido, tomó maquinalmente la lámpara, la encendió y la entregó á su esposa.

—Vamos de aquí, dijo ella, trasladémonos á nuestra casa; tengo que revelaros sucesos importantes.

—¡Ah! ¿teneis que revelarme... sucesos importantes? dijo conteniendo mal su cólera don Diego.

—Si por cierto; pero ante todo decidme: ¿por qué razon habiendo estado un mes ausente, venís á esta casa antes que á la vuestra?

—Tenia mis razones para pretender llegar á cierto punto de mi casa sin ser sentido.

—¡Ah! ¿y á qué punto de vuestra casa queriais llegar sin ser sentido, caballero? en verdad que no comprendo la razon de tanto misterio, á no ser que pensáseis darme el placer de una sorpresa.

—Si por cierto, queria sorprenderos doña Elvira.

—Y efectivamente me habeis sorprendido presentándoos ante mí en un lugar y en una ocasion en que ciertamente no hubiera esperado encontraros.

—Perdonad si no os digo en qué lugar queria sorprenderos; porque estamos en una casa extraña y podria escucharnos alguno de los criados del capitan Alvaro de Sedeño.

—¡Ah! ¡esta es la casa de vuestro amigo el capitan Sedeño! En verdad que yo ignoraba que viviese tan cerca; que pudiese comunicarse con nosotros, y habeis hecho mal en no advertírmelo, porque...

—Seguid, seguid adelante, señora, y callad: basta con que hayais dado el escándalo de que os vean en esta casa, en la que no comprendo por qué razon estais; no hay necesidad de que nadie se entere de nuestros asuntos.

—Podeis estar tranquilo, dijo doña Elvira; nadie nos escuchará porque esta casa está deshabitada.

—¡Deshabitada!

—Si por cierto, seguidme y os convencereis.

Doña Elvira tomó por la escalera principal, y don Diego la siguió, dominado por lo extraño de lo que le acontecia.

Preocupados entrambos esposos con la situacion en que se encontraban, se olvidaron de cerrar la puerta de la calle, y siguieron en silencio el uno tras la otra por las escaleras arriba.

Doña Elvira entró en los corredores, y de ellos pasó á una antecámara, en la que antes no habia entrado.

En aquella antecámara habia un fuerte olor á cera quemada: era la antecámara mas allá de la cual habia muerto doña Inés.

Doña Elvira siguió fatalmente adelante y se encontró en el aposento mortuorio. Habia sobre la mesa dos bugías encendidas que proyectaban una luz opaca sobre el lecho.

—Aquí hay una mujer que duerme, dijo don Diego.

Doña Elvira miró el lecho, y mas perspicaz que su marido lanzó un grito de horror.

—¡Esa mujer está muerta! exclamó.

—¡Muerta! exclamó don Diego arrebatando la lámpara á doña Elvira que habia quedado yerta de espanto, y acercándose al lecho: ¡muerta! ¡sí muerta! pero... ¿quién es esta mujer?... ¡ah! ¡la muerte se cruza en mi camino cuando vengo á buscar una prueba de mi deshonra!

—¡De vuestra deshonra! exclamó en un acento indefinible doña Elvira.

—Sí, sí, seguidme, señora, seguidme y concluyamos de una vez.

Y asió brutalmente de un brazo á doña Elvira y la arrastró consigo fuera de la cámara; atravesó la antecámara, salió á los corredores y luego, como quien conocia bien aquella casa, torció por una puertecilla, atravesó un pasadizo, entró en el aposento del capitan Sedeño, y se encaminó á la puerta secreta.

Aquella puerta estaba abierta.

—¿Habeis entrado por aquí, señora? la dijo.

—Por aquí he entrado, contestó con acento severo y duro doña Elvira, como si con la entonacion de su voz hubiera querido protestar de la manera brutal con que la arrastraba consigo don Diego.

—¿Y quién os ha dicho que existia esta comunicacion secreta con nuestra casa? preguntó con un acento no menos duro y severo don Diego.

—Nadie me lo ha dicho, yo he descubierto esta comunicacion.

—¡Que la habeis descubierto! ¿y cómo? hay alguna distancia desde el aposento subterráneo aquí y no parece natural...

—Yo no hubiera descubierto esta comunicacion, sino hubiera desaparecido Sidy Yaye.

—¡Que ha desaparecido Sidy Yaye! exclamó con un acento indescribible don Diego: ¡es decir que se os ha escapado!

—Solo sé deciros que esta noche cuando bajaba á traerle la cena, encontré la habitacion abandonada. Yo habia dejado bien cerrada la puerta; nadie conoce la entrada del subterráneo por nuestra casa mas que vos y yo: Yaye debia haberse escapado por otra parte: nos importaba demasiado ese mancebo para que yo no procurase indagar cómo podia haber huido, y recorrí la mina: al fin de ella dí con una escalera, al fin de la escalera con esta puerta que encontré franca; recorrí la casa, menos esa habitacion donde hemos visto ese cadáver, y no encontré persona alguna: llegué al zaguan, y... abrí maquinalmente la puerta...

—Para ver sin duda, si se alejaba con seguridad vuestro hermoso Yaye, dijo don Diego cediendo á una suspicaz suposicion: ¡oh! si, si, veo en esto la mano de los monfíes; vos no habeis querido que vuestro amante esté privado del sol y del aire.

—¡Mi amante! exclamó verdaderamente aterrada doña Elvira; pero sobreponiéndose á su terror, ¿habeis dicho mi amante? añadió con altivez.

—Venid, exclamó trémulo de furor don Diego.

Y arrastrándola consigo, descendieron por las escaleras: un instante despues se encontraron en el aposento subterráneo donde habia vivido un mes Yaye.

Don Diego revolvió en torno suyo una mirada de tigre y acercándose á un sillon colocado junto al abandonado lecho de Yaye, tomó de sobre él un riquísimo justillo de mujer y una gargantilla, que doña Elvira había dejado allí abandonados, con el descuido de una mujer que no piensa ser sorprendida en la habitacion de su amante.

—¿Qué significa esto, señora? dijo con acento opaco don Diego: ¿habeis elegido por vuestra cámara de vestir, este aposento, y por camarera á Yaye?

Doña Elvira no pudo contestar: su palidez se hizo lívida y miró con los ojos desencajados de espanto las acusadoras prendas que don Diego la mostraba.

—Nunca os habeis engalanado tanto para vuestro marido, exclamó con acento ronco don Diego; conócese que el hermoso emir apreciaba sobre todo, la desnuda blancura de vuestro cuello, cuando os hacia despojaros de esta rica gargantilla: á falta de sol y de aire vos llenábais de flores, de perfumes y de amores su encierro. ¡Oh! razon tenia yo en querer sorprenderos; sorprenderos de manera que nadie pudiese avisaros, pero os sorprendo á vos sola... el infame... el infame se ha escapado llevándose mi honor: pero yo sabré encontrarle: yo sabré matarle aunque le protejan todos sus monfíes.

Doña Elvira quiso disculparse aun; pero don Diego trémulo de cólera, acometió á su mujer en el momento de hacer ademan de hablar. Doña Elvira aterrada retrocedió y la mano de don Diego solo pudo asir su rizada gorguera de encaje de Flandes, se la arrancó y dejó descubierto el cuello y parte del seno de doña Elvira.

Entonces vió don Diego que sobre el pecho de su esposa habia un relicario de oro, pendiente de su cuello por una preciosa cadena del mismo metal.

Don Diego arrojó lejos de sí la gorguera, y señaló con un dedo inflexible el relicario.

—Negad ahora, si os atreveis, exclamó.

—¿Y este relicario que os prueba? exclamó con audacia doña Elvira.

—Es el relicario de mi hermana: el relicario bendecido por el papa, que yo la regalé hace un año. Y ¿sabeis lo que hizo mi hermana con ese relicario? le regaló á Yaye, al hombre á quien amaba. ¿Sabeis que la noche en que se separaron Yaye é Isabel pidió ella su relicario al hombre de quien debia separarse para no volverle á ver, y que él, no consintió en separarse de ese relicario? ¿sabeis que yo lo escuchaba todo, oculto? ¿que sé que ese relicario habia quedado en poder de Yaye, y que solo él puede habérosle dado? ¿sabeís que cuando un hombre da una prenda de amor de una amante á otra amante, es porque ama mas á la segunda que á la primera ó porque no ama á ninguna de las dos? ¿Y me quereis negar todavía que sois amante de Yaye?

Dona Elvira era una mujer de pasiones violentas, de la cual no podian esperarse sino extremos, y desesperada por la pérdida de Yaye, enloquecida por la situacion en que se encontraba, devorada por la fiebre, fuera de sí, exclamó con una energía casi salvaje:

—Pues bien, si, matadme, matadme, porque estoy desesperada: porque le amo, he sido suya y le he perdido.

Don Diego se sintió acometido de un vértigo de sangre, desnudó su daga furioso y acometió á doña Elvira que cayó de rodillas; pero de repente se contuvo; se pasó la mano por la frente, envainó la daga y dijo asiendo á su esposa con una fuerza desesperada por un brazo:

—Aun no es tiempo... aun vive él... vivid vos tambien... una puñalada es poco... necesito mas para vengarme... y me vengaré... me vengaré sin que el mundo pueda conocer mi venganza, ya que no conoce mi deshonra... me vengaré, pero de una manera horrible.

Y sombrío y letal, dejando á doña Elvira doblegada sobre sus rodillas, salió del subterráneo por la casa del capitan Sedeño, cerró perfectamente la puerta secreta, atravesó aquella casa, bajó al zaguan, sacó el caballo fuera, encajó la puerta ya que no podía cerrarla, montó y rodeó el Albaicin para dar lugar á que su esposa se rehiciera, bajó al meson donde habia dejado á su hermano, y dos horas despues de la terrible escena habida con su esposa, llamó á su casa.

Doña Elvira bajó serena y tranquila; mejor dicho: como una esposa amante, á recibirle y se arrojó en sus brazos.

Don Diego la estrechó en ellos y la dijo al oido estas palabras envueltas en un beso satánico:

—¡Gracias! ¡doña Elvira, me habeis comprendido!

Y asido de su mano se encaminó á las escaleras en cuyo primer peldaño pálida y anhelante le esperaba doña Isabel.

—¡Y mi esposo! exclamó esta.

—Tu esposo hermana dijo don Diego ha tenido la desgracia de ser asesinado por los monfíes de las Alpujarras.

Un momento despues, don Diego fue solemnemente preso por un capitan de caballos de órden del capitan general de la córte y reino de Granada, y conducido con grandes seguridades á la Alhambra.

Capítulo XVII. Cómo se encontraron el rey del desierto y el capitan estropeado.

Sepamos ahora, lo que habia hecho en el huerto doña Isabel.

Adelantó temblando y á oscuras por entre las flores y se acercó al postigo; poco despues se oyeron por la parte de afuera en aquel postigo tres golpes recatados.

Doña Isabel abrió temblando.

—¿Sois vos? dijo á un hombre, que á pesar del calor, estaba envuelto en una ancha capa.

—Yo soy, dijo aquel hombre entrando; cerrad, señora, cerrad.

Doña Isabel cerró.

—¿Estais segura de que nadie puede vernos? dijo el hombre.

—Los criados estan al otro lado de la casa, y no acostumbran á venir de noche al huerto, contestó doña Isabel.

—Aunque la noche es oscura, como el huerto está descubierto por esta parte, temeria que os viesen conmigo.

—Os repito, dijo doña Isabel con acento en que se notaba la contrariedad en que la ponia aquella aventura, os repito que nadie puede vernos.

—¡Ah! la noche es oscura y las tapias no son muy altas, dijo el desconocido mirando á las que lindaban con el huerto de la casa del capitan Sedeño.

—¿Qué habla este hombre de tapias? dijo para sí con cierto temor doña Isabel, temiendo haber caido en un lazo tendido por un ladron.

Pareció como que el desconocido adivinaba el cuidado de doña Isabel, puesto que se apresuró á decirla:

—Nada temais: no es un criminal el hombre que teneis delante, y puesto que habeis tenido la bondad de franquearme la entrada, tenedla tambien de oirme en un lugar en donde de nadie podamos ser escuchados.

Una vez puesta en aquella situacion doña Isabel, siguió de una manera fatal el camino que habia empezado y condujo al extranjero á su enramada favorita.

—Sentaos, le dijo, señalándole el banco.

—Sentaos vos, señora, y nada temais; sois buena, necesitais de amparo y os juro que yo os ampararé.

Se trocaban los papeles: convertíase en amparador, el que aquella mañana pedia ser amparado.

—Nos encontramos en una situacion verdaderamente extraña, doña Isabel, la dijo; he podido procurarme una entrevista á solas con vos á nombre de vuestro esposo, y es necesario que sepais cómo he trabado conocimiento con él. Este conocimiento le debo á una traicion de vuestros hermanos.

—¡Ah! ¡ya lo temia yo! exclamó doña Isabel.

—Pero antes de que lleguemos á este punto es necesario que sepais quién soy yo.

—Vos sin duda sois extranjero, dijo con encogimiento doña Isabel.

—Si, es verdad, contestó suspirando el desconocido, y bien sabe Dios que si estoy en tierras de Europa, y en España, es contra mi voluntad.

—¿De qué parte del mundo sois, pues, caballero?

—De la cuarta parte, contestó el desconocido.

—¿De América?

—Cabalmente: soy mejicano.

—¡Ah!

—¿Comprendeis que un mejicano tiene tantos motivos para aborrecer á los españoles como un morisco?

—Sin embargo, á pesar de todas sus crueldades, de todas sus tiranías, los españoles nos han mostrado la santa ley de Jesucristo.

—¿Y qué importa que hayamos escuchado la voz de los ministros del Altísimo? ¿qué importa que persuadidos por su palabra hayamos despreciado á los torpes ídolos á quienes antes rendíamos un culto abominable, para arrojarnos llenos de fe y de esperanza al pié de los altares del Crucificado? ¿hemos conseguido por eso que los españoles nos traten como hermanos? Ellos nos han traido á la religion única y verdadera; pero tambien nos han traido al martirio.

—Es verdad, dijo doña Isabel que como morisca no podia desconocer las infamias de que los moriscos eran víctimas.

—Para esos hombres, continuó el mejicano no hay mas Dios que el oro, ni mas cielo que los placeres: allí donde alcanzan su garra ó sus ojos, allí van el robo, el asesinato y la impureza: la América es un tesoro vírgen, y las vírgenes de América las mujeres mas hermosas del mundo. ¡Ah! ¡perdonad! vos sois tan hermosa y tan pura, como la mas pura y mas hermosa de ellas. ¡Si conociíeseis á mi esposa! ¡si conocíeseis á mi hija!

La voz del mejicano se hizo trémula y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Doña Isabel perdió todo su terror, que dejó en su alma su lugar á la compasion.

—¡Vuestra esposa! ¡vuestra hija! exclamó con un profundo acento de misericordia ¡Las habeis perdido!

—¡No! ¡me las han robado! ¡me las robó hace diez años un español infame! ¡pero no las he perdido no! estan muy cerca de mí: allí, en aquella casa.

Y señaló la del capitan estropeado.

—¿Qué estan allí, en esa casa, vuestra esposa y vuestra hija?

—¡Si! son esclavas del capitan Alvaro de Sedeño.

—¡Esclavas! ¡Dios mio! exclamó horrorizada doña Isabel.

—Como podeis serlo vos mañana.

—¡Yo soy cristiana!

—Pero sois morisca. Mañana una rebeldia imprudente de vuestro hermano, que es harto ambicioso, podrá causaros desventuras incalculablemente mayores que las que os ha causado ya su falta de prevision. ¡Oh! ¡si mañana encendida la guerra os vieseis cautiva arrancada de vuestros hogares, tratada brutalmente...! ¿de que os serviria haber abrazado con toda vuestra alma la religion de Cristo?

—Si eso sucede, la religion me servirá y me sirve ya, para sufrir con valor mis desventuras.

—¡Ah! yo procuraré salvaros, como procuro salvar á mi hija y á mi esposa, si aun es tiempo.

—¡Si aun es tiempo!

—He visto una sola vez á mi esposa hace algunos dias despues de diez años de separacion y de lágrimas, y apenas he podido reconocerla. ¡Oh! ¡la desesperacion y la muerte estaban pintadas en su semblante! aun no he podido vengarla: cien veces he tenido junto á mí al infame, y un juramento horrible me ha atado las manos: cuento con vos para salvarlas y luego,... ¡quiero una venganza horrible, horrible de todo punto...! quiero que me vengue la Inquisicion!

—¡La Inquisicion!

—¡Oh! si: ese hombre es un espia de los monfíes, un renegado de Cristo.

—¿Conoceis á los monfíes?

—El rey de los monfíes contiene mi venganza por un juramento.

—Pero ¿quien sois vos? dijo maravillada de aquel hombre doña Isabel.

—Yo soy Calpuc, el rey del desierto, contestó solemnemente el mejicano.

—¡Ah! exclamó doña Isabel.

—Sí; como la vuestra, mi alcurnia es egregia, señora... para que cese vuestra extrañeza, para que consintais en ayudarme, necesito revelaros la historia de mi vida, de mis alegrias y de mis desventuras... pero ahora que hablamos de favorecernos: ¿habeis traido con vos la sortija de bodas?

—Si, si, tomad: ¿pero qué tiene que ver esta sortija...?

—Esta sortija servirá para arrancar de las manos de un miserable, una carta de vuestro hermano que puede perderle y perderos con él, porque la tal carta, fue escrita por don Diego al emir de los monfíes y contiene pruebas de traicion al rey. Miguel Lopez, vuestro esposo, se apoderó de aquella carta, y obligó con ella á vuestro hermano, á que eligiese entre haceros esposa de Miguel Lopez, ó que fuese entregada aquella carta al presidente de la Chancillería: vuestro hermano os sacrificó á su seguridad.

—¡Ah! ¡Dios mio! ¡Dios mio! exclamó doña Isabel.

—Pero nada temais: acaso Miguel Lopez muera, y esa carta no será entregada á los ministros del rey de España.

Doña Isabel dobló la cabeza bajo el peso de su infortunio.

—No perdais la esperanza, señora, la dijo Calpuc: vuestra felicidad está en mis manos; Yaye, el emir de los monfías, el hombre á quien amais, vive, y Miguel Lopez está en mi poder.

—¡Ah! ¡no le mateis! exclamó doña Isabel.

—Acaso muera sin que yo pueda evitarlo, respondió profundamente el rey del desierto.

Hubo un momento de silencio solemne, despues del cual dijo Calpuc.

—La noche sube y necesito que consintais en ayudarme; escuchad, pues, mi historia.

Y seguidamente contó á doña Isabel cómo robó á doña Inés de Cárdenas de la frontera del desierto; cómo por su amor se convirtió al cristianismo y cómo le fueron arrebatadas su esposa y su hija por Sedeño; su venida á España, en busca del robador, y su conocimiento con el emir de los monfíes.

Cuando concluyó, los ojos de doña Isabel estaban llenos de lágrimas.

—¿Y cómo quereis que contribuya á la libertad de vuestra esposa y de vuestra hija? preguntó.

—Escuchad, señora, dijo Calpuc: el capitan ha salido esta mañana hacia las Alpujarras: solo han quedado en la casa un viejo soldado y dos criadas: pretender penetrar por la puerta seria imprudente... pero puedo penetrar por esas tapias, si vos me lo permitís.

—¡Oh! si, si, id... y si yo pudiera ayudaros personalmente...

—No, no señora, dijo Calpuc; pero dejadme ir, por que me devora la impaciencia.

—¡Oh, si! id á salvarlas, id y que Dios os ayude.

—¡Que él os bendiga señora, exclamó Calpuc besando la mano de doña Isabel; que él os lo pague si yo no puedo pagaros!

Calpuc se separó de doña Isabel: esta le vió llegar á la tapia, terciarse la capa, asirse á las asperezas de la pared y trepar silenciosamente por ella.

Poco despues desapareció.

Doña Isabel permaneció algun tiempo en el huerto abstraida profundamente, pero vino á sacarla de su abstraccion un grito horrible, inarticulado, semejante á un rugido, que procedia del interior de la casa del capitan Sedeño.

Tuvo miedo, huyó del huerto, y se encerró en su habitacion de la que salió poco despues á recibir á sus hermanos que habian llamado á la puerta.

Capítulo XVIII. Continuacion del anterior.

El capitan Sedeño, bien ageno de todos estos acontecimientos, y anegando su alma de tigre en la feroz y para él alegre contemplacion de sus traiciones, que aseguraban su reposo y su independencia, se dirigia á su casa, atravesando las estrechas y oscuras callejas del Albaicin.

Llegó al fin, y llamó con fuerza desde el caballo; pero nadie le contestó.

Repitió dos golpes mas fuertes, y á su empuje la puerta, que como sabemos no estaba afianzada, cedió y se entreabrió.

—¿Qué es esto, exclamó con un colérico asombro el capitan? ¿no me responde nadie y la puerta está abierta?

Dicho esto empujó mas la puerta, penetró á caballo, y al ver los faroles del zaguan encendidos, gritó:

—¡Ola! ¿qué es esto? ¡vive Dios!

Nadie le contestó.

Entonces el capitan echó pié á tierra, temblando de cólera, corrió los cerrojos de la puerta, y subió, cuanto de prisa se lo permitia la falta de su pierna, las escaleras.

A medida que adelantaba, la soledad que encontraba en su casa, le hacia sentir un terror frio, semejante al presentimiento de un suceso terrible; siguió adelante, atravesó algunas habitaciones, y al fin abrió la puerta de la cámara mortuoria.

Al entrar encontró en el centro de ella un hombre que fijaba en él una mirada sobrenatural, y decimos sobrenatural, porque tal era el odio, la rabia, la desesperacion y la venganza que brillaban al par en aquella mirada.

Aquel hombre era Calpuc, el rey del desierto, que habia sentido acercarse al capitan, merced al ruido seco de su pata de palo sobre el pavimento, y se habia alzado de sobre el lecho, donde el infeliz habia encontrado muerta á su esposa.

Al ver ante sí á Sedeño, se encaminó gravemente á la puerta, y la cerró por dentro. Luego adelantó hasta el capitan, que permanecia asombrado en el centro de la cámara, mirando con una fascinacion horrible el cadáver de doña Inés.

Aquellos dos hombres no tenian nada que decirse: la situacion en que respectivamente se encontraban colocados, era demasiado terrible para que diese lugar á palabras ni á recriminaciones.

Calpuc desenvainó su espada con una calma horrorosa, y punzando en un brazo al capitan que estaba absorto, dominado por el terror, como para advertirle, le dijo, cuando este, al sentir la aguda punta, se volvió en un movimiento colérico:

—¡Defiéndete! ¡ese cadáver va á ser nuestro testigo!

—En buen hora, dijo con voz cavernosa el capitan, desnudando convulsivamente su espada: ese cadáver colocado entre los dos pide sangre: defiéndete.

Y empezó un combate espada contra espada, que hubiera podido parecer por lo acompasado y reflexivo un asalto de armas, sino hubiera existido en el lecho aquel cadáver, y una pasion profunda, letal, en el semblante de los combatientes.

Los dos eran maravillosamente diestros: los dos acometian y paraban con suma reflexion, como si hubiesen querido no perder un golpe, no faltar á una parada: conocíase en ambos la decidida intencion de matar á su adversario, y las estocadas eran rectas, profundas, las paradas vigorosas: cubríanse y reparábanse con un cuidado exquisito, con una sangre fria, admirable en la situacion en que se encontraban los dos enemigos.

Pero á poco que se observase á aquellos dos hombres, se conocia que la ventaja estaba de parte de Calpuc: no porque Sedeño fuese cojo y manco, defectos que no impedian el que se manejase perfectamente con la pierna y el brazo que tenia sanos, sino porque, á pesar de su valor y de su sangre fria, Sedeño estaba aterrado, su terror crecia de momento en momento, y no podia sufrir la candente mirada de Calpuc, que le devoraba, le amenazaba, le torturaba. En una palabra: porque su infamia habia acabado por dominar al capitan, mientras Calpuc, en quien vivian la rabia y el derecho, estaba sostenido por ellos como por la mano de Dios.

Sin embargo, y atendido el estado de la lucha, aunque se notase alguna ventaja en Calpuc, ventaja puramente moral, ningun inteligente en la esgrima de aquellos tiempos que hubiera presenciado el duelo, se hubiera atrevido á decidir rotundamente acerca de cuál de aquellos hombres seria el vencedor.

Conocíalo esto asimismo Calpuc, y se afianzó mas en su posicion y se hizo mas cauto y perspicaz en la acometida y en la parada; notó que Sedeño, á pesar del peligro, estaba abstraido, que se defendia bien por tacto y por costumbre, y que, saliendo bruscamente del género de ataque que habia usado hasta entonces, podria cogerle desprevenido y matarle.

Asi es que, con una destreza maravillosa, le marcó un golpe al rostro; hizo pasar la punta de su espada con la velocidad del relámpago por delante del único ojo del capitan, y rebatiendo la mano, á tiempo que Sedeño acudia á la parada por arriba, le metió la espada en el pecho hasta la empuñadura.

Calpuc dejó la espada en la herida, temeroso, si la sacaba, de traerse con ella la vida del capitan: este lanzó una horrible blasfemia al sentirse herido, quiso afianzarse sobre su pié y su pata para no caer; pero al fin vaciló y cayó sobre el costado donde habia sido herido.

—Mi esposa ha muerto: exclamó Calpuc, acercándose á él, pero mi hija vive: ¿sabes qué ha sido de mi hija?

—¡Ah! exclamó con una feroz alegria Sedeño: ¿has encontrado muerta á tu esposa, y no sabes qué ha sido de tu hermosa Estrella...? muero, pues, mas tranquilo. Doña Inés no puede ser tuya, porque es de la tumba, y tu hija ha huido acaso con algun castellano; acaso con el soldado que me servia... ¡deshonrada! ¡ah! ¡hermosa ramera!

Una tos profunda, hirviente, interrumpió al capitan, que lanzó un vómito de sangre.

—Contesta, contesta y te perdono... exclamó Calpuc: ¿qué has hecho de mi hija? ¿dónde está mi hija?

—¿Para qué quiero yo tu perdon? exclamó con la voz enronquecida Sedeño: yo te desprecio Calpuc, y muero satisfecho porque sé que no tardarás en acompañarme; porque muero dejando por una casualidad preparada mi venganza.

Un nuevo vómito de sangre, sin tos, sin esfuerzo, fácil, como rebosa el agua de una fuente, interrumpió de nuevo al capitan.

Calpuc se aterró ante aquella oscura amenaza que salia de los siempre crueles labios del moribundo.

—¡Mi hija! ¡mi hija! gritó Calpuc inclinándose sobre el capitan, y sacudiéndole furioso.

Tornó á él Sedeño la vista nublada y vaga por la muerte, sus labios se contrajeron de una manera horrible, y exclamó en medio de una carcajada débil, dolorosa; pero sarcástica y acerada:

—¡Tu esposa! ¡tu hija! ¡las dos! ¡y luego tú!

Su voz se apagó, se agitó en un débil esfuerzo, y faltándole el brazo sobre que se apoyaba, cayó y quedó inmóvil.

Estaba muerto.

Aquella muerte abrió un vacío profundo en el alma de Calpuc.

—¡Ah! exclamó: he sido un insensato: le he matado, y no he podido saciar mi venganza... mi venganza es ya imposible... está muerto... ¡muerto...!

Calpuc quedó inmóvil como una estátua, con una ansiedad mortal pintada en el semblante, con una rabia concentrada en sus ojos: luego se volvió de una manera insensata hácia el lecho, se arrojó sobre él, y besó una y otra vez delirante, la fria boca del cadáver.

Luego se alzó, cortó con su daga uno de los negros rizos de dona Inés, y le envolvió en un pedazo de las ropas del lecho que cortó tambien con su daga: despues besó de nuevo al cadáver, y dijo como si este pudiera oirle:

—¡Adios, Inés! ¡Inés de mi alma! yo moriria junto á tí... pero mi vida no me pertenece... ¡pertenece á nuestra hija! ¡tú, cuyo espíritu está sin duda en el seno de Dios, guíame para que pueda encontrarla, fortaléceme para que no sucumba al dolor, y vela desde el cielo por nuestra Estrella!

Despues de esto, Calpuc se levantó de sobre el cadáver y se separó algunos pasos; pero volvió de nuevo: parecia que un poder invencible le ataba, le retenia junto al cadáver de su esposa. Por una, dos y tres veces, pretendió en vano alejarse; pero al fin, hizo un violento esfuerzo y salió frenético de la cámara.

Cuando estuvo fuera de ella, se detuvo, volvió su rostro hácia el interior, y rompió á llorar como una mujer desconsolada.

Luego se alejó á paso lento, y salió de la casa, cuya puerta dejó abierta, murmurando una y otra vez con el acento de la mas profunda desesperacion:

—¡Ni mi esposa, ni mi hija, ni mi venganza!

Capítulo XIX. De cómo la justicia fue á cerrar la casa del capitan, dejándola enteramente deshabitada.

Aquella misma noche algunos monfíes enviados por Yuzuf, entraban en Granada escalando silenciosamente los ya aportillados muros de la muralla que por la parte de la Torre del Aceituno (hoy ermita de San Miguel el Alto), constituian la cerca que lleva aun en nuestros dias el nombre del Obispo don Gonzalo.

Aquellos monfíes disfrazados, llegaron en secreto y protegidos por la noche y por la soledad del Albaicin, á las casas de algunos moriscos principales, para manifestarles que la noche siguiente llegaria á Granada por los atajos de la sierra, el anciano Yuzuf con seis mil monfíes.

Al mismo tiempo algunos adalides del capitan general en traje de arrieros, salian secretamente por las puertas con pliegos para los corregidores de las poblaciones moriscas, en los que se les mandaba que al momento viniesen á Granada con los caballeros particulares y gente de guerra y del comun que pudiesen reunir.

No mucho despues de haber salido Calpuc de la casa del capitan Sedeño, un alcalde con una ronda de alguaciles, que, segun costumbre, recorria las silenciosas calles, entró en la de San Gregorio: al pasar por delante de la casa de Sedeño, maravillóle ver la puerta abierta y las luces del zaguan encendidas.

—Pues segun los bandos, dijo el alcalde, á estas horas debia estar ya cerrada esta puerta: adelantad maese Barbadillo, y decid al que saliere, que la justicia castiga por su descuido al dueño de esa casa, en dos ducados para obras pías.

Adelantó el corchete con su linterna, y entró.

—¡Ah de casa! dijo.

Nadie le contestó.

Asió entonces la cuerda de la campana y la agitó: tampoco sobrevino contestacion alguna.

Salióse el corchete.

—Señor alcalde, dijo, por el presente no parece en esa casa mas persona viviente, que un caballo que está enjaezado en el zaguan.

—Volved á llamar, maese Barbadillo, volved á llamar.

Llamó de nuevo el corchete con la voz y con la campana desaforadamente; pero no recibió mas contestacion que las veces anteriores.

Entonces el alcalde Anton de Zalduendo, hombre ágrio y seco, de cincuenta años, enhiestó la vara de justicia, y alegrándose, con esa alegría característica de los curiales cuando les cae que hacer, esto es, con una alegría maligna, se entró de rondon por la puerta franca, seguido de cuatro alguaciles, y dejando dos de guardia á la puerta.

Despues de un escrupuloso registro, que dió por resultado encontrar una casa grande, principal, ricamente amueblada y entapizada, sin una alma viviente y con dos cadáveres, el alcalde, aumentada su alegría en una proporcion maravillosa, mandó á un alguacil para que buscase de una manera apremiante un escribano, y otro para el cura de la parroquia, á fin de que acudiese con sus sepultureros.

El escribano libró testimonio de cómo en una casa grande de la calle de San Gregorio el Alto, el nombre de cuyo dueño no se sabia aun, por no haber habido lugar á la indagatoria, y en una de las cámaras de aquella casa, se habia encontrado por la ronda del alcalde de Casa y Córte, Anton de Zalduendo, los cadáveres de una dama como de cuarenta años, muerta al parecer de enfermedad, y el de uno, al parecer por sus divisas, capitan de infantería española, manco del brazo izquierdo, cojo de la pierna derecha, y tuerto del ojo siniestro, muerto á hierro y al parecer en riña: que habiendo comparecido el licenciado Pero de Rávago, cura de la parroquia de San Gregorio el Alto, se le habia ordenado que mandase conducir los dos difuntos á la iglesia, y que al dia siguiente los pusiese en sendas cajas de ánimas en la puerta de la parroquia, á fin de que los vecinos los viesen, por si alguno los reconocia; despues de lo cual, y habiéndose llevado los difuntos los sepultureros, y quedado en poder del infrascripto escribano, dos espadas y una daga que tenia sobre sí el difunto, la una espada en el cuerpo en una herida que le atravesaba de parte á parte, y la otra espada en la mano, sin señal alguna de sangre, se procedió al inventario y embargo de los muebles de la casa, y de dos caballos que se encontraron, el uno en el zaguan y el otro en la cuadra, cerrándose y sellándose todas las puertas por la justicia, y entregándose los caballos al mesonero del Meson del Cuervo, en la calle del Agua, todas cuyas diligencias tuvieron fin y remate al alborear el dia 1.º de julio del año de 1546.

Como se vé, Yaye, sin duda se habia llevado consigo las dos sirvientes, que como hemos dicho habian sido encerradas, puesto que la justicia no encontró en la casa persona alguna.

Igualmente se desprende del testimonio del escribano, que la justicia no habia dado con la puerta secreta que ponia en comunicacion la casa del capitan difunto con la de don Diego de Córdoba y de Válor, puesto que ni una palabra se decia en el testimonio acerca de la tal puerta.

Pero en un testimonio por separado que habia pasado con urgencia el alcalde Anton de Zalduendo al presidente de la Chancillería, constaba que en un armario, encontrado en un dormitorio, al parecer de hombre, se habían hallado papeles interesantísimos para la salud de la república y el servicio del rey.

Capítulo XX. Estrella.

La casa que el walí de los monfíes Harum, habia procurado á su señor el poderoso emir de las Alpujarras Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar, era, como hemos dicho, una bellísima casa; mas aun, un pequeño alcazar situado en una calleja angular que se llamaba entonces la casa de las Tres Estrellas, y aun se llama hoy, puesto que la casa y la calleja en cuestion existen.

Debemos decir que la causa ostensible de tal nombre, son tres estrellas incrustadas en el ladrillo que sirve de clave al arco árabe agramilado de la puerta de la casa, y la causa ostensible de aquel nombre, porque aquellas tres estrellas, mas que un adorno son, por decirlo asi, un símbolo; lo que queda sobre la tierra de un tremendo suceso acontecido en aquella casa cuando Granada era de moros, suceso con el cual pensamos confeccionar una leyenda á la que titularemos, Dios mediante, Las Tres Estrellas.

Mas, volviendo á nuestra narracion, nos permitirán nuestros lectores que digamos algo acerca del estado en que se encontraba aquella casa cuando acontecian los sucesos que vamos refiriendo.

Su fachada era pequeña y formaba uno de los lados del segundo ángulo recto de la calle: la pequeña y sencilla, pero bella puerta ogiva de herradura, constituia el frente de la calle, conforme se doblaba el primer ángulo viniendo de la parte de la iglesia de San Gregorio el Alto; el muro á que aquella puerta pertenecia, no tenia perforacion, ventana ni respiradero alguno, mas que un pequeño agimez de estuco labrado, con columnas de mármol blanco de Macael, que correspondia á un pequeño mirador con cúpula, situado sobre el tejado de la casa, encima del alero de pino labrado y ennegrecido por el tiempo, mirador que estaba situado á la derecha de la casa, y que se veia desde la calle, merced á la poca elevacion de la pared, que constituia el otro lado del ángulo recto que determinaba la calle.

Este mirador era tan esbelto, tan delicado, tan feble, que algunos años hace, fue arrebatado por el huracan un dia de tormenta, del mismo modo que si hubiera sido de carton, ó como las hojas secas de un árbol.

Pasando la puerta se encontraba una especie de zaguan oscuro, pavimentado de mármol, con faja de mosáico ó alicatado en la parte inferior de los muros, que desde aquella faja hasta el techo estaba prolijamente adornado de arabescos, y aquel techo era de bobedillas pintadas con sumo primor y buena eleccion de colores, para los cuales faltaba luz. Frente á la puerta habia un delicado arco que daba paso á un patio muy pequeño, mas largo que ancho, en cuyo centro habia una fuente abierta en el pavimento, de mármol como el del zaguan; al fondo de este patio habia una puerta mas pequeña que daba á una estrechísima y oscura escalera que ponia en comunicacion el piso bajo con el alto, desembocando en una galería, situada á la izquierda del patio, con barandilla ó balaustrada de pino tallado y agramilado.

El costado izquierdo del patio consistia en un cenador estrecho en el piso bajo, y en la galería que hemos citado en el alto. Esta galería estaba sustentada por una viga maestra labrada delicadamente y apoyada en sus extremos por dos zapatas ricamente talladas, pintadas y doradas; otra viga enteramente semejante, con iguales zapatas, sostenia el alero que estaba tambien pintado y dorado. Ambos techos, el del cenador, y el de la galería, eran de ensambladura, con estrellas, escudetes y triángulos cruzados, matizados y dorados, con filetes de blanco y rosa. Ambos muros, el superior y el inferior, estaban ornamentados con fajas de azulejos ó mosáicos, labor de estuco, pintadas inscripciones y follajes. En ambos muros habia dos puertas de herradura, con elegantes nichos para las babuchas, en la parte media de sus gruesos, diferenciándose solo estas dos puertas, cuyos festones y enjutas estaban primorosamente labrados, en que la del cenador era mayor que la de la galería.

Por la puerta inferior se entraba en una cámara oscura; pero riquísima en su pavimento de mosáico, en sus arabescos y en su techo; á los extremos de esta sala habia dos pequeños alhamíes ó alcobas. Por la puerta de la galería se entraba á otra sala enteramente igual; pero mas baja de techo y variada en el adorno; al extremo de la galería habia una pequeña puerta que daba á una escalera, y aquella escalera desembocaba en un pequeño corredor oscuro, que iba á dar al mirador que se veia desde la calle.

Este mirador era perfectamente cuadrado y apenas de tres varas de extension. Tres de sus costados tenian agímeces cubiertos por celosías y por cortinas de seda carmesí; en el otro costado estaba la puerta. El friso de este mirador se hacia octógono, y sobre él se veian diez y seis bellísimas ventanas transparentes de estuco, sobre las cuales se levantaba una cúpula de estalácticas, que remedaba con sus colgantes una gruta de hadas.

Todo en aquel mirador era delicado, bello y rico: el mosáico menudo, caprichoso, ejecutado con sumo primor; las pechinas de agallones, que naciendo de los ángulos, determinaban la figura octógona del friso; los adornos, las inscripciones, los colores, todo perfectamente ejecutado, todo perfectamente concluido; un hermoso sueño de un hábil alarife realizado en miniatura. En aquella pequeña estancia habia un divan de seda y oro; cortinas magníficas en la puerta y en los agímeces y un bello perfumero de plata.

Ademas, pendiente de la cúpula habia una lámpara de seda, y de cuatro de los cupulinos del octógono, cuatro jaulas de plata doradas en que vivian aprisionados cuatro ruiseñores.

Estas eran las habitaciones que constituian la parte bella y artística de la casa de las Tres Estrellas. A las demás dependencias, habitaciones de los criados y caballerizas, se entraba por el postigo de una huerta situada á espaldas de la casa y la comunicacion estaba abierta en el muro derecho del patio por una puerta sencilla.

En lo que hoy existe de la casa solo se encuentra parte del plano, y algunos restos de estucos, adornos y pinturas, gastados, corroidos, ennegrecidos por el tiempo.

Aquella casa es hoy el esqueleto mutilado de lo que fue.

A aquella casa fue á donde Yaye hizo conducir á Estrella desmayada, y á donde tambien fueron llevados, como hemos dicho anteriormente, el soldado que servia á Sedeño, y las dos sirvientes que habia en la casa.

Estrella fue conducida al bello mirador que hemos descrito.

La infeliz jóven tardó mucho tiempo en volver de su desmayo; acompañábala Yaye, que observaba su estado, lleno de interés y de caridad: ya sabemos, que la caridad era la virtud culminante de Yaye: una caridad sui generis; pero al fin el jóven llamaba caridad al dulce sentimiento que le hacia experimentar, en mayor ó menor grado, toda mujer hermosa colocada en ciertas circunstancias, y nosotros nos hemos propuesto respetar la conciencia del jóven emir; pero era muy extraño que la caridad de Yaye no se extendiese á los hombres ni á las mujeres feas ó viejas: era, en todo caso, una caridad muy condicional.

Las circunstancias en que habia encontrado Yaye á Estrella habian sido eminentemente extraordinarias: Estrella, por su posicion, por su juventud, y por su magnífica hermosura, impresionaba fuertemente el alma entusiasta, espansiva y ardiente de Yaye; se sentia arrastrado por ella á una caridad sublime, caridad llena de goces y de placeres, que le hacia sentir una emocion dulce, lánguida, fresca, odorífera, si se nos permiten estas dos últimas extrañas calificaciones: caridad que era de todo punto independiente del amor que le inspiraba doña Isabel de Válor, amor que habia empezado tambien, al menos asi lo creia Yaye, por un impulso caritativo. Doña Isabel era para el jóven la luz de su alma, su amor contrariado, su empeño: doña Estrella, un ser débil, necesitado de proteccion, una hermosa flor que la desgracia habia arrojado ante los piés del emir, y que estaba ante él pálida, privada de sentido, y sufriendo de una manera interna, ó, por mejor decir, orgánica. Yaye se habia dicho, respondiéndose á sí mismo, y como queriendo calificar el lazo que le unia á aquellas dos mujeres, tan jóvenes, tan puras, y tan desgraciadas las dos:

—Estrella será mi hermana; Isabel... Isabel si no puede ser mi esposa, será mi amante: Isabel será mia.

Pero entre tanto no volvia en sí Estrella; el sacudimiento que habia sufrido el alma de la pobre niña habia sido demasiado fuerte para que el accidente causado por él fuese pasajero. Continuaba el desmayo y aquella congoja muda que hacia presentir acaso una afeccion mayor y mas peligrosa, si la ciencia no acudía al socorro de Estrella. Yaye estaba realmente preocupado, casi aterrado, porque queria tener oculta á Estrella, y no se fiaba de nadie absolutamente mas que de los monfíes.

El jóven estaba solo con ella. La habia rociado el rostro con agua; la habia hecho aspirar las fuertes esencias que los moros sabian extraer de las flores y de las plantas, y Estrella no habia vuelto en sí. Yaye no se habia atrevido á desembarazarla de la presion de sus vestidos, ni la habia tocado mas que con una mirada ardiente, es verdad; pero ardiente de caridad. Al fin, cuando ya estaba casi resuelto, en vista de la duracion del accidente, á tomar, contra su voluntad y de una manera desesperada, una resolucion mas eficaz y decisiva, Estrella suspiró profundamente y abrió con languidez los ojos, sus hermosísimos ojos negros, á los que el dolor y la ansiedad hacian mas hermosos, irresistibles.

Poco á poco fue volviendo al uso de sus facultades; se levantó sobre el divan, pasó sus pequeñas manos por su frente, se apartó las pesadas bandas de sus cabellos, que se habian desordenado, y miró en torno suyo.

No preguntó donde se encontraba, no nombró á su madre, no se entregó á ese dolor ruidoso, que grita, se retuerce, se exhala de mil maneras, que serian ridículas á no ser por lo terrible de la causa que las motiva. Nada dijo á Yaye, únicamente le asió una mano, y se la besó, dándole las gracias por la proteccion que la habia dispensado con una mirada velada por lágrimas; mirada que hizo estremecerse de los pies á la cabeza á Yaye.

Luego se replegó sobre sí misma y Yaye la sintió llorar en silencio.

Hay momentos en que toda palabra de consuelo es inoportuna y aun cruel, porque aviva el dolor en vez de calmarle: el jóven emir lo comprendió asi y dejó á Estrella abandonada á su dolor; pero no se atrevió á dejarla sola; hacia calor en aquel reducido aposento, y Yaye descorrió los tapices de la puerta y de los agimeces y abrió las maderas; frescas oleadas de las auras nocturnas cruzaron por el interior del mirador y uno de los ruiseñores rompió en un magnífico trino.

Yaye tomó la jaula, la descolgó y llevó fuera el ave cantora: parecióle que la alegría tranquila del pájaro debia punzar el alma lastimada de Estrella; los otros tres ruiseñores fueron desterrados tambien á una habitacion inmediata, donde, dominados por la oscuridad, guardaron silencio.

Cuando entró de nuevo Yaye en el mirador, encontró á Estrella mas tranquila; habia variado de posicion, estaba abandonada voluptuosamente en el divan, sin duda por casualidad, y apoyaba su cabeza en una de sus manos cuyo brazo se hundia en los almohadones.

Sus grandes ojos negros, en los cuales se habia secado el llanto, aunque conservaban una profunda expresion de dolor y de ansiedad, se fijaban lucientes en Yaye, en cuyo semblante se posaron algun tiempo.

Luego aquellos ojos irresistibles parecieron aumentar su fuerza, su brillo, su expresion; se entreabrieron los rojos labios de Estrella, y Yaye la oyó murmurar con un acento apagado y ardiente, semejante á un suspiro:

—¡Oh! ¡gracias! ¡gracias, caballero! ¡cuánto os debo! ¿sin vos qué hubiera sido de mí?

Yaye no supo qué contestar y contestó á la ventura lo primero que se le ocurrió.

—Dios sin duda os hubiera amparado, dijo.

—Y ¿quién sino Dios, ha podido llevaros á mi lado en la terrible situacion por que acabo de pasar?

—¿Creeis que haya sido Dios quien me ha traido á vuestro lado? dijo Yaye pronunciando tambien estas impías palabras á la ventura, porque estaba trastornado.

—Y ¿quién sino Dios, respondió con acento sonoro y solemne Estrella, ha podido valerse de vos para que consoleis á una pobre madre moribunda, y ampareis á una huerfana infortunada? ¿Quién sino Dios pudo haber hecho que nos encontráramos y nos conocieramos en aquel meson de las Alpujarras? ¿quién sino Dios, ha podido inspirar á mi madre, á mi infeliz madre, para que me ponga bajo vuestra proteccion? ¿Creeis que Dios no habla por la boca de los moribundos?

—¿Creeis que Dios haya hablado por la boca de vuestra madre? exclamó Yaye que seguía hablando abandonado á sí mismo, ó por mejor decir, abandonado á aquella situacion que le presentaba á Estrella con el triple incentivo de su hermosura, de su dolor y de su infortunio.

La caridad habia tomado en aquella situacion tales proporciones en el alma de Yaye, que le quemaba en un fuego voraz, le envolvia en una atmósfera ardiente, dominaba su corazon, que flotaba en una region de sueños desconocidos; en una palabra, Yaye estaba embriagado, dominado, loco, y sin voluntad, por decirlo así, de una manera instintiva, como atraido por una influencia magnética, se sentó en el divan al lado de Estrella.

—Sí, sí; Dios ha hablado por la boca de mi infeliz madre, dijo la jóven; Dios ha tenido compasion de mí, y al herirme tan profundamente en mi amor de hija, ha abierto para mí una fuente de consuelo, presentándome un alma noble, á la cual unir mi alma...

Estrella que hablaba sin reflexion, abandonada á su dolor, á su necesidad de consuelo, se contuvo, porque un rayo de razon brilló en medio de su delirio.

Yaye no se atrevió á pronunciar una sola palabra; otro rayo de razon le habia hecho comprender la gravedad de las palabras de Estrella.

Pero como nuestro corazon es siempre exigente y despótico y siempre sale vencedor en sus luchas con la cabeza, Estrella, alma ardiente como el suelo en que habia nacido; fuerte y poderosa, porque se habia fortalecido en la desgracia; sedienta de felicidad, la sed mas implacable del corazon; voluntariosa, como es voluntarioso quien siempre ha estado luchando con un imposible, y ansiosa de afectos, como que solo habia gozado del desesperado afecto de su madre á la que acababa de perder, no tuvo fuerza para contenerse en la pendiente sobre la cual la habia puesto su situacion, ó, tal vez desesperada, importándola poco todo lo que en el mundo se respeta como conveniencia, continuó infiltrando en Yaye todas las ardientes pasiones que se exhalaban por su magnífica mirada, y dijo con voz temblorosa de temor y de dolor.

—¡Estoy sola en el mundo! ¡sola y desesperada!

—¡Sola! esclamó Yaye con un tímido acento de reconvencion.

—¿Cómo os llamais? dijo Estrella, sin apartar su mirada poderosa de los ojos de Yaye: he oido vuestro nombre, pero... lo he olvidado... lo he olvidado todo... ¡Oh, Dios mio! ¡mi cabeza! ¡tengo aquí un infierno!

Y se oprimió con ambas manos la frente.

Yaye la tomó las manos, las separó de su cabeza y las retuvo entre las suyas, sin que Estrella hiciese el mas leve esfuerzo, la menor indicacion para desasirse; por el contrario, las manos de los dos jóvenes se estrechaban fuertemente y se trasmitian un flúido irresistible, mientras sus miradas se devoraban y se confundian.

Entrambos estaban pálidos, solemnemente graves, confundiendo sus almas, entregados el uno al otro, como si nada existiese en el mundo mas que ellos, como si hubiesen sido el primer hombre y la primera mujer.

Sin embargo, Yaye al contestar á la pregunta de Estrella, mintió en cierto modo, no sabemos por qué.

—Me llamo Juan de Andrade, la dijo.

—¡Ah no, no! dijo Estrella; ese no es el nombre de un rey: ¿por qué me engañais cuando os preguntan mi dolor y... mi alma?

Estrella iba á decir mi amor, pero el pudor, que el mundo ha fabricado para la mujer, la contuvo y la hizo dar tortura á la frase.

—¡Ah! perdonad, pero sois cristiana, y no me he atrevido á deciros que me llamo Sydy Yaye, y que soy emir de los monfíes de las Alpujarras.

—¿Y qué importa? mi padre se llama Calpuc y es rey del desierto mejicano: somos hijos y señores de dos pueblos dominados por los españoles. Los enemigos de cada uno de nosotros son nuestros mismos enemigos. ¿No creeis que Dios ha querido sin duda que dos que llevan en su frente una corona de desventuras se encuentren y se unan?

Yaye se acordó, estremeciéndose, del extraño y terrible desposorio efectuado con los dos por una moribunda, y detrás de aquel solemne y sombrio cuadro que le representaban sus recientes recuerdos, vió pasar la sombra de Isabel de Válor, pálida, triste, desesperada.

—¡Que Dios ha querido que nos unamos! exclamó.

Por fortuna la voz de Yaye era tan temblorosa que la altiva Estrella no pudo notar el profundo terror de que eran hijas las últimas palabras de Yaye.

—¡Oh! y oíd, porque si no os lo digo ahora que estoy desesperada, no os lo diria nunca: si Dios quiere que mis desgracias tengan fin, que goce algunos años de reposo sobre la tierra, será necesario que nuestras almas se unan, porque yo os amo.

Por esta vez Estrella no vaciló al pronunciar las palabras que expresaban su supremo pensamiento, sino que las lanzó con una entonacion firme, sonora, vibrante, llena de voluntad.

Yaye exhaló un grito que tanto podia parecer de espanto, como de alegría, como de placer.

Y era que el amor de Estrella, producia en él al mismo tiempo aquellas sensaciones.

—Si, yo os amo: el dia en que os ví en el meson de las Alpujarras os estuve contemplando largo espacio antes de hablaros: estabais distraido, profundamente preocupado; no sé qué teniais en vuestra mirada de sufrimiento, de ansiedad, de desesperacion: pero comprendí que erais desgraciado. ¡Desgraciado! yo tambien lo era y el sufrimiento es ya un vínculo bastante fuerte para acercar la una á la otra á dos almas desesperadas. Despues cuando os hablé, me ofrecisteis con toda la expansion de vuestra alma una generosa ayuda, y yo confié en ella, como siempre he confiado en Dios. Despues nos separamos. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos vimos por la primera vez? yo no lo sé, yo no he medido ese tiempo; pero durante ese tiempo no he dejado de pensar en vos, ni ha habido un instante en el que no haya sido mas íntimo el recuerdo que me inspirabais que en el instante anterior. Yo os esperaba: no sabia cuándo ni cómo os presentariais á mi vista; pero yo estaba segura de volveros á ver, segura de que me salvariais, segura de que un dia seriais para mí mas que un recuerdo, mas que un hombre, mas que un hermano: estaba segura de que seriais mi alma.

La expresion del semblante y de la mirada de Estrella llegó al último desarrollo de pasion que podian prestarla el amor, el dolor y la esperanza: Yaye sintió como que su alma se fundia, por decirlo asi, en aquella mirada; una fruicion suprema ensanchó, dilató todo su ser, se sintió trasportado á un paraiso, arrancado de la vida siempre fatigosa del mundo, como transformado en otro ser, cuya vida era mas fácil: decimos que se sintió, y hemos dicho mal: Yaye no podia darse razon de su sentimiento; aquel sentimiento era mas poderoso que la razon que compara y juzga: aquel sentimiento le arrastraba, y en el colmo de su fascinacion, de su trasporte, atrajo hácia sí á Estrella.

La jóven se dejó arrebatar por el mismo sentimiento; pero la presion convulsiva de los brazos de Yaye, y un ardiente beso que este estampó en sus labios, exhalando por él todo el volcan que ardia en su alma, la despertaron de su delirio y rechazó á Yaye.

—Aun está caliente el cadáver de mi madre, exclamó con un acento en que vibraban á un tiempo el pudor y el dolor; aun no sois mi esposo.

Yaye despertó á su vez y comprendió que envuelto por la fascinacion que habia arrojado sobre él á torrentes Estrella, habia dado un paso del cual no podia volver atrás sin dar derecho á una mujer á que le llamase infame.

Su caridad, su singular caridad, le habia llevado hasta aquel punto: su semblante se entristeció, se doblegó sobre el divan y se cubrió el rostro con las manos.

Estrella se conmovió; le amaba y el amor es la caridad de la mujer: se acercó á Yaye, le apartó las manos del rostro, como antes habia hecho Yaye con ella, le miró frente á frente con una expresion dulcísima y con los ojos llenos de lágrimas, y le dijo:

—Me habeis hecho mucho bien, habeis abierto para mí una nueva vida y ya no estoy sola en el mundo: me amais... ¡oh! ¡sí! ¡me amais! Sed mi esposo, pero respetad el dolor y la honra de vuestra esposa... yo os amo con toda mi alma... ¡pero abrir los brazos á la felicidad cuando mi pobre madre... cuando aun no está santificada nuestra union...! ¡oh! ¡no! eso seria una profanacion y un olvido imperdonable de lo que mutuamente nos debemos... yo no os culpo... la situacion en que nos encontramos debe haceros comprender que solo mi desesperacion ha podido hacer que yo sea la primera de los dos que hable de amor, y que vos os hayais dejado arrebatar por vuestro amor... ¡Oh! ¡Dios mio! ¡cuanta desgracia y cuanta felicidad á un tiempo!

Y Estrella rompió á llorar; pero de una manera convulsiva, en una de esas terribles reacciones del dolor, que es tanto mas fuerte cuanto mas se medita en el valor de lo que se ha perdido.

Yaye estaba enteramente desconcertado y no sabia que hacer.

En aquel momento se oyó un golpe recatado en una de las puertas interiores, y Yaye se dirigió á Estrella.

—Calmaos, calmaos por Dios, la dijo: me veo obligado á dejaros sola y quiero dejaros mas resignada.

Resonó otro golpe mas fuerte y mas impaciente.

—¡Dejarme sola! exclamó Estrella.

—Sí; algo grave debe acontecer cuando mis gentes se atreven á llamarme y con insistencia. Oid.

Habia resonado un tercer golpe.

—Id, id, dijo Estrella, nada temais, esto pasará... id donde os llaman.

—Pero estais desesperada... y lo temo todo...

—¡Oh! nada temais, porque os amo y necesito vivir para mi amor.

Yaye estrechó una mano que le presentó Estrella, la besó y salió.

Apenas habia salido Yaye, Estrella se levantó de una manera enérgica: sus ojos resplandecian con un brillo inconcebible, y su mirada parecia fija en la inmensidad; estaba pálida, temblorosa y su boca entreabierta tenia una expresion de fuerza y de voluntad inconcebibles.

Luego cayó de rodillas, levantó sus brazos y sus manos al cielo, y exclamó con un acento sublime, que parecia emanado del fondo de su alma:

—¡Oh madre mia! ¡madre mia! perdóname si cuando acabo de perderte me he atrevido á hablar de amor! ¡Estoy sola en el mundo y necesito vengarte! Ese hombre te vengará, sí, te vengará aunque me vea obligada á ser su manceba, su esclava! ¡ese hombre te vengará! ¡yo te lo juro!

Luego se alzó y se sentó pensativa en el divan: despues de su juramento habia recobrado una calma terrible, y sus ojos se habian secado. Luego la reflexion se fue apoderando de ella y arrojó una mirada indagadora al fondo de su alma.

—¡Oh, Dios mio! exclamó: ¿le amaré acaso...?

Se pasó la mano por la frente, palideció aun mas, y luego dijo como traduciendo en palabras lo que su corazon le decia en sensaciones:

—¡Oh, sí, le amo! no he podido olvidarle desde el dia en que le ví, y hace un momento, á pesar de mi dolor, una fuerza irresistible me ha arrastrado, y he estado á punto de ser suya... ¿y él, él me amará? ¡oh! ¡sí! ¡ha sido generoso! ¡ha respetado mi dolor y mi pudor! ¡pero Dios mio! ¡sino me amara! ¡si solo hubiese cedido á mi dolor y... á mi hermosura! ¡si solo me hubiese respetado por caballero! ¡oh, Dios mio! ¡al sentir esta duda conozco que le amo con toda mi alma! ¡oh, Dios mio! ¡ya que me has arrebatado mi madre, dame su amor! ¡permite que sea su esposa!

Yaye entró en aquel momento.

—Suceden cosas gravísimas, Estrella, le dijo con precipitacion; me es imposible vengar á vuestra madre.

—¡Qué os es imposible vengar á mi madre! exclamó profundamente Estrella.

—Si por cierto, porque el capitan Sedeño ha sido muerto esta misma noche á estocadas.

—¡Muerto á estocadas! ¿y por quién? exclamó con anhelo Estrella.

—Aun no puedo deciros quién es el hombre que le ha muerto: debe ser un hombre que salió de la casa del capitan algun tiempo despues que este habia entrado en ella de vuelta de un viaje.

—¿Con que el infame capitan Sedeño ha sido muerto por otro hombre en su misma casa, acaso delante del cadáver de mi pobre madre?

—Tal vez.

—¿Y quién os ha dado esas noticias? añadió Estrella, cuyo interés crecia.

—Uno de mis mas leales servidores, á quien dejé con algunos de los mios en observacion de la casa del capitan.

—¿Y no podrá averiguarse quién ha sido el hombre que ha matado á Sedeño?

—Acaso, puesto que uno de mis monfíes ha seguido recatadamente á ese hombre y ha visto que entraba en una casa en Bibarrambla.

—¡Muerto el infame Sedeño!

—Y no es esto solo; poco despues una ronda entró en la casa que encontraron abierta y abandonada, salieron dos alguaciles, y volvieron con un escribano y con el cura de la parroquia de San Gregorio á quien acompañaban... algunos sepultureros.

—¡Ah! exclamó Estrella cuyo dolor se avivó: ¡ya no volveré á ver á mi pobre madre!

—Su cadáver y el de Sedeño fueron sacados de la casa y conducidos á la iglesia: uno de mis monfíes se hizo el encontradizo con uno de los alguaciles á quien por acaso conocia, y supo por él que el capitan habia sido encontrado atravesado por una espada, y muerto en la misma cámara de vuestra madre.

—¡Oh! ¡y cuán justiciero es Dios! exclamó Estrella.

—Pero no es esto lo que me obliga á separarme de vos; asuntos que conciernen al pueblo, cuya corona ciño, me imponen el imperioso deber de ir á ocupar el puesto de honor que me corresponde.

—¿Vais á combatir con los cristianos? exclamó anhelante Estrella.

—Es muy probable.

—Podeis morir en el combate.

—Es muy posible.

—¿Y yo...?

—Vos sereis...

—Detúvose indeciso Yaye...

—¿Qué seré yo...?

—Sereis... la viuda de un rey que ha muerto con la espada en la mano en defensa de su pueblo oprimido.

—Partid, partid, señor, dijo Estrella cediendo á su amor y arrojándose en sus brazos: partid; Dios no querrá que murais, porque Dios no querrá hacer mas grande mi desesperacion.

Y apoyando su cabeza sobre el hombro de Yaye lloró.

—Es necesario separarnos en el momento, la dijo Yaye levantándola entre sus brazos; para cuidar de vos, señora, queda un hombre que velará por vos, y si muero queda encargado de serviros y de acompañaros. Vais á conocer á ese hombre.

Estrella se separó de los brazos de Yaye y se enjugó las lágrimas.

—¡Ola! ¡wali Harum! dijo Yaye asomándose á la puerta.

Harum, que venia completamente vestido á la castellana, apareció en la puerta y se inclinó profundamente ante Yaye, como se habria inclinado un wali antiguo ante un califa de Córdoba.

Estrella se habia sentado en el divan y tenia la actitud digna y altiva de una sultana.

—Mientras yo esté ausente, dijo Yaye, servirás y obedecerás á esta señora, como me servirias y me obedecerias á mí mismo. Si yo muriese, seguirás sirviéndola y obedeciéndola como si fuese mi hermana.

—Será como querais que sea, poderoso señor.

—Ahora, doña Estrella, adios, dijo el jóven acercándose galantemente á ella y besándola una mano.

—¡Adios! ¡adios! dijo Estrella; ¡que la Santa Vírgen os proteja y os dé ventura!

Los ojos de Estrella se arrasaron de lágrimas, y la fue necesario hacer un violento esfuerzo para contener su llanto.

Pero cuando salieron Yaye y Harum aquel llanto brotó libremente, y Estrella exclamó entre sus sollozos.

—¡Que me sirva como si fuera su hermana! ¿por qué no ha dicho que me respete y me sirva como si fuera su esposa?

Entre tanto Yaye decia á Harum.

—¿Para atender á las necesidades de esa dama mientras yo esté ausente tienes oro bastante?

—Si señor.

—Antes de emprender mi expedicion, que será al momento, yo dejaré dispuesto lo necesario para que si muero te entreguen del tesoro de mi corona, lo que baste para atender á la subsistencia honrada de esa dama durante toda su vida.

—¡Morir! ¡señor! ¡morir tan jóven y tan valiente! ¡eso no puede ser! el Altísimo y Único velará por vuestra vida, que es la esperanza de vuestro pueblo.

Como llegaban entonces á las puertas de la casa, Yaye que habia tomado una capa, una gorra y una espada, salió solo y se encaminó á largo paso á la calle del Zenete, á la casa donde habia vivido con Abd—el—Gewar y en donde habia conocido á doña Isabel de Córdoba y de Válor.

Capítulo XXI. Los xeques del Albaicin.

El anciano Abd—el—Gewar no supo lo que le acontecia cuando vió ante sí al jóven.

En el primer momento se arrojó á sus brazos, le besó como pudiera haberlo hecho despues de una larga ausencia su madre, y lloró y rió, como un niño ó como un loco.

—¡Oh! ¡gracias al Todopoderoso, exclamó, que te vuelvo á ver! ¿Donde habeis estado, caballero, durante un mortal y abominable mes?

—He estado en las entrañas de la tierra y ahora salgo de ellas.

Por mas que hizo Abd—el—Gewar no pudo sacar otra contestacion á Yaye.

Abd—el—Gewar le ponderó el mortal cuidado en que habia tenido á su padre y á él mismo su pérdida; los esfuerzos que se habian hecho por encontrarle, por último, que habiendo llegado el caso de un levantamiento general, era necesario que le acompañara para darle á reconocer como emir de los monfíes al lugar donde debian reunirse los xeques y los principales moriscos de la ciudad.

Con este objeto salieron de la casa mucho despues de la media noche, y subiendo por las agrias cuestas que conducian á la torre del Aceituno, entraron en una casa aislada en medio de huertos, mediante una seña que rindió á la puerta Abd—el—Gewar.

Hiciéronles atravesar varias habitaciones oscuras; bajaron unas largas y pendientes escaleras, y al fin entraron en un gran espacio de bóveda alta, sostenida en pilares, que por el revestimento verde y viscoso de sus paredes y por su pavimento resbalizo y húmedo, parecia una cisterna ó algibe.

Al fondo habia algunas sillas y una mesa con un belon de cobre encendido, y delante en la mesa, formando cuadro con ella, dos escaños.

En aquellas sillas y en aquellos escaños habia como hasta treinta hombres, la mayor parte de ellos ancianos.

Todos tenian impreso en su semblante el sello típico de la raza mora; todos estaban sobreexcitados, pálidos y con las miradas chispeantes.

Cuando entraron Yaye y Abd—el—Gewar, y antes de ser notados, un anciano de rostro noble y enérgico, que parecia hacer algun tiempo que dirigia la palabra á los demás, segun la altura á que se encontraba, su peroracion, decia:

—Y cuando tantas desgracias nos oprimen; cuando han llegado ya al extremo, como os he hecho notar, los ultrages de los cristianos, ¿sufriremos cobardemente por mas tiempo el yugo? ¿Qué importa que don Diego de Córdoba y de Válor, el hombre que estábamos decididos á proclamar rey despues del triunfo, si el Altísimo se digna concedérnoslo apiadado de nosotros; el que reconociamos por cabeza durante la desgracia, qué importa, repito, que ese hombre nos haya abandonado, y que cuando, extrañando su tardanza se ha ido á buscarle á su casa, se nos diga que ha sido llamado y preso por el capitan general? ¿no hemos lanzado ya todo temor? ¿no hemos desenterrado el viejo arcabuz y la coraza de nuestros padres, decididos al combate? Decís que, sin duda, don Diego, apegado al regalo que le proporcionan sus riquezas, ennoblecido por el rey de España, nuestro enemigo, y honrado con mercedes, nos abandona en el momento del peligro, nos vende, y para cubrir las apariencias se hace prender por el capitan general. En buen hora: asi nos ha avisado á tiempo de que es traidor á su ley y á su patria, y podemos volver los ojos á otra persona mas digna y mas valiente para ceñir á su cabeza la corona del reino. Pero decís: si don Diego nos ha hecho traicion descubriendo nuestros intentos al capitan general, estos intentos fracasan. No lo creais: el plazo es corto. El capitan general no puede tener mañana mas soldados que los que tiene hoy, y en todo caso, su refuerzo se reducirá á doscientos ó trescientos hombres mas, poco acostumbrados á la guerra, que podrán venirle de las villas inmediatas. Si el golpe se retardara algunos dias, podria ser imposible, porque los tercios de la costa, y los presidios del reino de Granada vendrian á ocupar la ciudad. Por lo mismo es necesario no cejar en lo comenzado, y dar el golpe, como se tenia preparado, mañana mismo, y si fuera posible, esta misma noche; pero es necesario esperar á los seis mil monfíes que llegarán mañana con Muley Yuzuf de la montaña, y á falta de capitan del alzamiento por la prision de don Diego de Válor nombrar uno entre nosotros.

—Ese capitan os le traigo yo, dijo Abd—el—Gewar, interrumpiendo al orador.

—Es Abd—el—Gewar, el santo faquí, dijeron algunas voces.

Todos se levantaron y saludaron á Abd—el—Gewar.

Cuando se hubo restablecido el órden, momentáneamente turbado por la aparicion del anciano faquí y de Yaye, preguntó el xeque que parecia presidir aquella reunion revolucionaria:

—¿Y quién es ese capitan que nos traes, Abd—el—Gewar?

—Ese capitan es el jóven que me acompaña.

—¡Cómo! ¿y á un jóven casi imberbe, dijo con desden el orador que habia sido interrumpido por Abd—el—Gewar, casi á un niño, hemos de entregar la suerte del reino?

—¿Y qué diriais, exclamó Yaye, adelantando con altivez al centro del espacio determinado por los escaños y por la mesa, qué diriais, si ese niño imberbe os dejase abandonados á vosotros mismos?

—¡Soberbia ayuda la tuya, rapaz! exclamó con desprecio el orador.

—¡El reino de Granada es mio, como son mias las Alpujarras! exclamó con una cólera mal contenida Yaye: y todos vosotros no sois mas que mis vasallos, mis siervos naturales, que debeis escuchar de rodillas la expresion de mi voluntad.

—¿Quién eres tú que asi te atreves á insultarnos? exclamó con cólera el Homaidi, feroz anciano que presidia la reunion, que dejó la mesa y se vino furioso hácia Yaye.

El jóven le asió con una mano de hierro, le doblegó y exclamó con acento vibrante:

—¡De rodillas, esclavo, ante el emir de los monfíes!

—¡El emir de los monfíes! exclamaron absortos todos los circunstantes.

—Sí: el emir de los monfíes, el magnífico Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar, dijo Abd—el—Gewar, gozoso al ver que Yaye á pesar de su educacion medio castellana, poseia el terrible y altivo arranque, la mirada omnipotente y la terrible altivez de los déspotas musulmanes; sí, el emir de los monfíes es el que teneis delante.

—¡La prueba! exclamaron en coro muchos de aquellos hombres, mientras los demás miraban con recelo á Yaye y á Abd—el—Gewar; ¡la prueba de que ese mancebo es el emir!

—¿Acaso Homaidi, ayer en las Alpujarras de donde acabas de venir, no te dijo el poderoso, el valiente Yuzuf, que habia hecho renuncia de su corona y de su dignidad en su hijo Sidy—Yaye?

—Es verdad.

—¿No os he dicho yo muchas veces cuando me preguntábais si era mi hijo ese mancebo, que su padre era un noble y poderoso señor?

—Sí.

—Pues bien, he ahí que el padre de este noble mancebo es Yuzuf Al—Hhamar, el emir de las Alpujarras.

Desvanecida la duda, porque nadie podia dudar de veracidad de las palabras del anciano faquí, notóse un cambio completo en la disposicion de los xeques respecto á Yaye: sin embargo, el Homaidi se atrevió á decir:

—El emir de las Alpujarras no es el rey de Granada: bien lo sabeis: los xeques del Albaicin habian elegido por su señor á don Diego de Válor, segun le llaman los cristianos, á Yuzef—Aben—Humeya, segun le llamamos nosotros.

—¡Si! dijo con desprecio Yaye, ¡al miserable cobarde que doblegaba la cabeza ante el cristiano, y aceptaba mercedes de sus reyes, mientras los monfíes vivian sueltos y libres merced á su valor y á una guerra contínua en la montaña! ¡al infame traidor que, cuando llega la hora del combate, vende los secretos de su pueblo y con ellos su libertad, y se hace prender por el capitan general de Granada para encubrir su traicion! vosotros lo habeis dicho: vosotros habeis acusado de ese delito á don Diego de Válor.

—¿Y quién nos asegura de que no habeis sido vosotros, los monfíes, los que le habeis delatado, para que sea preso, y en su falta, acusándole de traidor, venís á reclamarnos la corona de Granada? dijo otro de los ancianos.

—No necesito yo, emir de los monfíes vuestra ayuda, cuando vivís enervados, y envilecidos, bajo el yugo. Por el contrario vosotros no podreis alzaros sin que mis monfíes os ayuden. ¿De quién es el poder? ¿De quién la fuerza?

—Es verdad, dijo el Homaidi: sin tu ayuda emir, nada podemos hacer los de Granada. Pero una palabra no mas para que concluya esta enojosa disputa y podamos consagrar todo nuestro tiempo á la salud del reino. ¿Estás dispuesto á jurar sobre este santo Koran, (y abrió un libro ricamente forrado que estaba sobre la mesa) que ninguna parte has tenido en la prision de don Diego de Válor?

—Lo juro, dijo el jóven con voz segura y tendiendo una no menos segura mano sobre el Koran.

—¿Juras que ninguna traicion has cometido contra nosotros?

—Lo juro.

—Pues bien, te creemos bajo tu juramento. Ahora, amigos, añadió volviéndose á los demás xeques; ¿admitimos por nuestro capitan al emir?

—Si, dijeron á una voz todos.

—En cuanto á lo de ser rey de Granada, Muley Yaye, continuó el Homaidi, primero es triunfar de los cristianos.

—Triunfaremos, dijo con gran aliento Yaye.

—Despues, continuó el Homaidi, el reino te elegirá ó no por su rey.

—El califa es el vencedor, dijo Yaye apoyándose en una prescripcion del Koran, y yo que venceré al cristiano, venceré tambien al que quiera disputarme la corona.

—Eres valiente á pesar de tus pocos años, emir, dijo otro de los ancianos, y si Dios pone la victoria en tus manos serás un esclarecido rey.

—¿Con cuanta gente de armas contamos en Granada? dijo Yaye entrando de lleno en sus funciones de capitan de la empresa.

—Con cuatro mil.

—¿Todos fuertes?

—Todos valientes y experimentados.

—¿Tienen armas?

—Sí.

—¿Dinero?

—Sí.

—¿Están ordenados en taifas?

—A una señal de las dulzainas y de las atakebiras; cada cual irá á reunirse al lugar que le está señalado.

—¿Quienes son sus capitanes?

—Yo, y yo, y yo, dijeron algunos ancianos.

—Pues, bien; id á avisar á vuestra gente que estén dispuestos para mañana á la noche á la primera señal: tú Homaidi, y tú Abd—el—Gewar, permaneced conmigo.

Los xeques salieron y se quedaron solos con Yaye los otros dos ancianos.

Agrupáronse alrededor de la mesa y se pusieron á tratar de los preparativos en la insurreccion.

Capítulo XXII. Del tristísimo y horrible encuentro que tuvo un caballero al entrar en Granada.

Al dia siguiente, como á las doce de la mañana, atravesaba por el lugar de Alfargue, próximo á Granada, un caballero como de sesenta anos, ginete en una mula y defendiéndose del sol, que picaba demasiado, con una ancha sombrilla. A su lado izquierdo cabalgaba un escudero viejo, ginete tambien en una mula, y detrás, caballeros en rocines, iban como una docena de lacayos jóvenes y robustos, armados á la gineta.

Dos de estos lacayos llevaban del diestro dos caballos fuertes enjaezados de guerra, sobre el caparazon de acero de cada uno de los cuales, iba una armadura, y otro lacayo llevaba, asimismo del diestro, una acémila cargada con dos grandes cofres.

El que parecia señor de toda esta gente, el caballero de los sesenta años, era un hombre flaco; pero nervudo, de grandes y severos ojos negros, en cuyo foco se notaba un disgusto sombrío, de mejillas pálidas, de barba gris, entera; pero convenientemente recortada, y con los cabellos canos y muy cortos. Vestía un sayo negro de raja de Florencia sencillo y sin cuchilladas, unos gregüescos de lo mismo, gorguera de cambray rizada, gorra negra de terciopelo con joyel de diamantes, y una pequeña pluma blanca, calzas atacadas de grana, y botas altas de gamuza: sus armas eran una espada larga de gabilanes, una daga no muy corta con guardamano, y dos pedreñales en sus fundas en el arzon delantero.

Por último, pendiente de un cordon de seda negro llevaba sobre el pecho una placa de oro, en que se veia esmaltada la cruz de Santiago.

Este hombre, por su aspecto, por lo altivo y dominador de su mirada, por su trage, por la condecoracion que resplandecia sobre su pecho y por su numerosa servidumbre, demostraba que era un señor y un señor de los grandes de aquellos tiempos.

El escudero que le acompañaba, vendria á tener sobre poco mas ó menos su misma edad; tenia trazas por su continente y por su trage de hidalgo, y por su desembarazo á caballo y por cierto sabor militar, de haber sido en sus tiempos un buen soldado, y que era un buen servidor lo demostraba la solicitud con que de tiempo en tiempo miraba á su amo, como si se hubiera tratado de un enfermo.

Los lacayos eran tambien, al parecer, buenos soldados: llevaban sombreros grises con plumas rojas, coseletes de hierro muy limpios, coletos de ante, calzas azules, botas altas, espada, daga, lanza y un largo arcabuz á la derecha de la silla.

Guardaban un profundo silencio, por respeto sin duda á su amo, y no caminaban tan deprisa como hubieran querido, porque descendian á la sazon por una cuesta bastante empinada.

Notó el caballero la lentitud de sus servidores, mas no la cuesta, y se volvió displicente á su escudero.

—Saez, haz caminar mas deprisa á esos bergantes. ¿No sabes que el capitan general nos necesita en Granada esta tarde?

—Aun no son las doce, señor, dijo Saez sacando del bolsillo un reloj de plata voluminoso y semi esférico; hemos salido de Guádix al amanecer y ya estamos á media legua de Granada.

—Si, pero ahora amanece á las tres de la mañana, dijo el caballero.

—No por eso hemos dejado de hacer una muy buena jornada: si los lacayos no caminan mas aprisa, mire vuecelencia cuán agria es la cuesta por do vamos.

—Mas agrias cuestas he bajado harto de prisa, dijo suspirando roncamente el señor excelentísimo.

—Por lo mismo, señor, y porque vuecelencia ha experimentado grandes desgracias, deberia reposar, cuando ya ha probado suficientemente á su magestad que sabe verter como noble la sangre en su servicio. ¿Qué importa á vuecelencia que los moriscos se subleven ó no?

—Me estas irritando, Gabriel, dijo el noble: ya sabes que no gusto de que me contrarien. ¿Qué me importa que se subleven los moriscos? allí donde se levante un rebelde al rey, allí está mi odio. ¡Los vencidos rebeldes! ¡ah! ¡daria toda mi sangre con tal de que me dejasen beber toda la sangre de los vasallos rebeldes al rey de España! ¡Infames! ¡Bandidos!

—Sea en buen hora, dijo el rebelde Gabriel Saez. Pero los moriscos no han hecho ningun daño á vuecelencia.

—No hablemos mas de esto. Estoy solo en el mundo, sin parientes, sin tener al lado mas que afectos interesados.

—¡Señor! exclamó con acento de respetuosa reconvencion Saez.

—No hablo por tí; pero ello es el caso que todo lo he perdido: estoy harto ya de oir resonar mis pisadas huecas en los desiertos salones de mi palacio de Guádix; de cazar en mis tierras sin llevar al lado mas que hidalguillos de gotera, y de aburrirme las largas noches de invierno.

—Ya he aconsejado á vuecelencia que viva en la córte.

—¡En la córte yo! ¡para irritarme entre la turba palaciega de extranjeros y de nobles degradados en su mayor parte que rodean el trono del emperador Don Cárlos! ¿qué habia yo de hacer en la córte? No, no; necesito algo que me saque de mi inaccion, algo que me ponga algun tiempo en actividad, que me distraiga, sin irritarme: la guerra ¡vive Dios! la guerra que tratándose de los moriscos será larga y peligrosa, porque esos perros, ya te lo he dicho otras veces, son muchos, valientes y tenaces. Y luego, si en la guerra me encuentran en buen sitio una pelota de arcabuz, una lanza ó una saeta, mejor, tanto mejor... así acabaré de sufrir.

Guardó silencio aquel extraño personaje y el escudero no se atrevió á sostener por mas tiempo la conversacion, temeroso de que su amo se irritase.

Habíase hecho menos agria la cuesta, los caballos caminaban mas desembarazadamente, y en poco espacio llegaron á la puerta de Fajalauza y entraron en Granada por la parte alta del Albaicin.

Inmediatamente despues de la citada puerta, hay una calle recta, cuyo nombre no recordamos, que entre feas casucas, desemboca junto á la iglesia de San Gregorio el Alto.

Por aquella calle tomaron el noble señor, su escudero y sus lacayos.

Por aquel punto parecia Granada una ciudad desierta. Todas las puertas estaban cerradas y no se veia un alma viviente. Pero cuando la cabalgata dobló el ángulo de la iglesia fue distinto. Una multitud de gentes que se empinaban para mirar á un centro comun, se agolpaban en la puerta de la iglesia.

—¿Que es eso Saez? ¿qué miran esos galopos? dijo el caballero.

—Lo ignoro, señor.

—¡Que lo ignoras! ¡que lo ignoras! no te he preguntado para que me respondas que lo ignoras, si no para que veas lo que es.

Acercó la mula el escudero, y miró cómodamente por encima de la multitud lo que la multitud miraba, mientras que su señor, no queriendo ponerse en contacto con la plebe, se mantenia á una distancia medida por el orgullo.

Lo que llamaba la atencion general, eran dos atahudes que se veian en la puerta de la iglesia en posicion vertical apoyados contra la pared, ó por mejor decir, los dos cadáveres que ocupaban los atahudes. Ya sabemos cuáles eran aquellos cadáveres. El de doña Inés de Cárdenas habia sido amortajado con un hábito. La infeliz, mas que muerta parecia dormida, y á pesar de la demacracion que habia operado en ella la tisis, la muerte la habia vuelto toda su hermosura, hermosura sobre la que flotaba una niebla fantástica, una expresion de sufrimiento profundo; pero tranquilo y resignado; la amortajadora habia querido peinar sin duda sus cabellos negros y aun abundantes; pero solo habia podido peinar los del lado derecho, porque el rizo izquierdo habia sido cortado enteramente y casi á raiz. Una cruz negra se veia entre las manos del cadáver, cuya blancura, aumentada por la palidez de la muerte, alcanzaba á la diáfana blancura del alabastro, y en su semblante se notaba de una manera indudable eso que se llama distincion de raza.

En cuanto al capitan era distinto: vestia su uniforme acostumbrado; tenia puesta aun su pata de palo, y cogida la vacía manga izquierda de su jubon á un herrete de su coleto: tenia horriblemente ensangrentado este coleto sobre el pecho; la muerte habia dado un color lívido á su semblante moreno y hosco; su ancha cicatriz se habia hecho repugnante, y á través de sus labios entreabiertos, que tenian la expresion de una horrorosa blasfemia, se veian sus dientes apretados y manchados con una espuma sanguinolenta.

Tanto se detuvo Gabriel Saez en la contemplacion nada grata por cierto de los dos cadáveres, que su señor hubo de llamarle: pero Saez no le oyó: repitió el incógnito personaje una, dos y tres veces su llamamiento, y tampoco le oyó. Entonces uno de los lacayos creyó que debia tomar cartas en el negocio en servicio de su amo, y le dijo acercándose á él y tocándole en el hombro:

—Señor Gabriel, su escelencia os llama.

—¡Eh! dejadme, exclamó volviéndose todo hosco al lacayo.

Lo que habia pasado en el semblante y en todo el ser del escudero apenas vió los cadáveres, habia sido singular.

Primero sus ojos tomaron una expresion de sorpresa, despues de espanto, luego se puso tan pálido como los dos cadáveres y se extremeció todo.

—¡Oh! ¡no no puede ser! murmuró: seria horrible: ¡doña Inés mi señora y el capitan Alvaro de Sedeño! le conozco, sí, le conozco; á pesar de esa pata de palo, de esa manga sin brazo, de esa cicatriz que le cruza el rostro. Sí, sí, es necesario creerlo, á menos que el diablo se esté burlando de mí; esa es doña Inés: mas vieja... ¡ya se vé! han pasado veinte años... mas flaca... pero es ella, si, yo veo en ese cadáver á la hermosa niña de quince años que era la alegría de la casa: y él... él... sí, es la misma expresion dura, amenazadora de aquel maldito capitan en quien mi señor se habia empeñado en ver un valiente hidalgo y un hombre de bien: valiente si, hidalgo pase, ¡pero hombre de bien...! ¿y cómo es que están aquí juntos... juntos y muertos, cuando no se conocieron, al menos en la casa de mi señor?

El escudero necesitó salir de dudas acerca de este último punto, y creyó que nadie le podia sacar de ellas, mejor que un alguacil que por órden superior estaba de guarda junto á los cadáveres.

Inclinóse, pues, sobre el arzon, y dijo de manera que pudiera ser oido, á pesar de las múltiples conversaciones de los curiosos.

—¡Eh! ¡señor ministro! ¡señor ministro! ¿tiene vuesamerced la dignacion de escuchar una palabra?

Gabriel Saez estaba, segun las muestras, muy bien criado y trataba con mucha consideracion á las gentes de justicia.

Volvióse el alguacil, que era un hombrecillo rechoncho, de semblante mofletudo y alegre, y ojillos vivaces y maliciosos, y al ver que quien le llamaba era un escudero de buena cara, que olia de cien leguas á hidalgo, no tuvo inconveniente en acercarse, pasando por entre los curiosos, y asiéndose al arzon, dijo con semblante propicio:

—Puede vuesamerced preguntarle lo que quisiese.

—Gracias, señor ministro. Ahora, bien, ¿para que tienen ahí á esos dos difuntos?

—Están expuestos para ver si hay alguien que los conozca.

—¡Qué! ¿nadie los conoce?

—Es toda una historia, dijo misteriosamente el corchete; y relató ce por be y pesadamente al escudero todo el encuentro que habia tenido la justicia con los dos difuntos en la casa del capitan.

—Preguntóse en el vecindario acerca del nombre de la persona que vivia en aquella casa, prosiguió el alguacil, y nadie supo decir si no que era un capitan estropeado. Eso ya se veia, y bien estropeado por cierto. En cuanto á la mujer, nada, ni pizca; nadie sabia ni aun siquiera que viviese en tal casa una mujer.

—¿Pero la justicia no ha encontrado en esa casa papeles, prendas?...

—Ya se ve que ha encontrado... pero... hay cosas que no se pueden decir.

—Todo puede decirse cuando se da con una persona discreta y agradecida.

Y Gabriel, que antes de llamar al corchete habia metido una mano en su bolsillo á todo evento, la sacó conteniendo un doblon de á ocho, que con gran disimulo y sin que nadie pudiese notarlo introdujo en la mano que el alguacil tenia asida al arzon; lo que demuestra, que, si bien el escudero trataba con buenos modos á las gentes de justicia, sabia que esta clase de gentes no se ofende de que pretendan comprarles un secreto con tal de que lo paguen bien.

Entreabrió un tanto con disimulo la mano el corchete, miró rápidamente y de soslayo el doblon, y al darle en los ojos el brillo del oro, se dulcificó aun mas y guiñando maliciosamente un ojo, dijo á Gabriel.

—Ciertamente que sois un honrado hidalgo, á quien no se puede negar nada; pero inclinad un poco mas la cabeza á fin de que nadie nos oiga y prometedme que guardareis secreto.

—Pues ya se ve, y callaré mas que un muerto.

—Pues señor, habeis de saber que el señor Andrés Zorcillo, escribano que ha andado en estas diligencias es todo un hombre de pro, que visita mucho mi casa, y dice que mi mujer, que es una moza alpujarreña, garrida donde las hay, es la mujer mas honrada del mundo, y en tanta estima nos tiene á mi mujer y á mí, que no nos guarda secretos. Bien es verdad que nosotros no vendemos ni uno solo de sus secretos ni por un ojo de la cara. Pues, bien, el señor Andrés Zorcillo me ha dicho, que nada menos que el capitan general ha declarado que el muerto era el capitan de infanteria española Alvaro de Sedeño.

—Bien, bien, dijo impaciente Saez; pero la dama...

—¿Qué dama?...

—La difunta.

Miró rápida; pero profundamente el corchete al escudero, y contestó.

—Estais equivocado; la difunta no es dama: es una mejicana que era esclava del capitan, y que segun lo que han declarado los médicos que han reconocido el cuerpo, ha muerto de una enfermedad de pecho.

—¿Y por dónde sabeis que la difunta era una esclava mejicana? preguntó con interés Saez.

—¿Cómo? por unos papeles que se encontraron en la casa del capitan en un armario, por los que se ha venido en conocimiento, de que el capitan era un perro monfí, un morisco traidor, que vendia al rey y que tenia consigo dos esclavas: la difunta, y otra...

—¿Y esa otra esclava? exclamó con anhelo Saez.

—Se espera saber donde para, porque se ha dado con el hombre que mató al capitan.

—¿Y quién es ese hombre?

—Un mejicano rebelde: uno de esos perros idólatras de Nueva España, que acometen las villas españolas, roban las doncellas y los niños y despues de hacer mil atrocidades con ellos, se los comen crudos.

—¡Ella esclava del capitan! murmuró de una manera ininteligible Saez, ¡otra esclava que ha desaparecido, y un indio mejicano que ha dado muerte en su propia casa á Sedeño...! ¡Oh! ¡oh! Y decidme señor ministro, ¿cómo se ha averiguado que ese idólatra ha muerto al capitan?

—¡Ah! para la justicia no hay nada oculto, señor escudero: figuraos que el señor capitan general tenia indicios de que un platero aleman de la plaza de Bibarrambla, andaba en tratos de rebelion con los moriscos, y supo les daba dinero á mano: que ademas, en la casa de este aleman vivia un mejicano que andaba tambien en la rebelion: el capitan general mandó prenderlos, y cuando los registraron en la cárcel para ver si tenian algun arma oculta, segun es costumbre y ley, y... mirad... ¿no reparais en que falta á la difunta el rizo del lado izquierdo, como si dijéramos, de la parte del corazon?

—Si, si que lo veo.

—Pues bien, ese rizo se encontró sobre el mejicano, envuelto en un pedazo como de tela de sábana que estaba cortado al parecer con un puñal: comprobados el rizo y el paño, se halló que era indudablemente el rizo aquel el que se habia cortado á la difunta, y el paño... el paño faltaba de las sábanas de la cama donde se encontró el cadáver, y comprobado, venia bien, perfectamente bien por todas sus cortaduras, con la falta que habia quedado en la sábana.

Cuando el alguacil llegaba á este punto de su revelacion fue cuando impacientado ya, y con sobrada razon, el desconocido, de la tardanza de Gabriel, le llamó, y cuando el lacayo le avisó de que su señor le llamaba.

—¿Dónde vivís, señor ministro? dijo Gabriel cuando, segun hemos dicho, hubo despedido bruscamente al lacayo.

—Vivo en la Calderería Vieja, para lo que gusteis mandar, dijo el alguacil, al lado de la carnicería, preguntad por Picote, y todo el mundo os dará razon.

—Pues bien, iré á veros esta noche, y á Dios que mi señor se impacienta.

Revolvió Gabriel su mula, y de nuevo se puso pálido y tembló; pero mas profundamente que la vez primera: impacientado el incógnito de la pesadez de su escudero, habia ido á avisarle por sí mismo; al acercarse, dominando, por razon de la altura de su mula, el círculo de curiosos que rodeaban á los dos cadáveres, su vista habia chocado con el de doña Inés.

El desconocido lanzó un grito horrible, en el momento en que Gabriel Saez se volvia, y se extremecia al ver la expresion atónita, fascinada, mortal con que su amo miraba el cadáver: luego, el incógnito, y antes de que Saez pudiera dirigirle una sola palabra, extendió los brazos hácia el cadáver, y gritó con un acento desgarrador, inmenso, como si se hubiese exhalado toda su vida en aquel grito supremo:

—¡Hija de mi alma!

Y cayó inerte de lo alto de la mula al suelo, sin que nadie pudiera valerle.

Aquel incidente lúgubre, dramático, en todo su horror, aterró á los circunstantes, que en union del leal Gabriel, que se tiró mas que se apeó de su mula y los lacayos, que asimismo se arrojaron de sus caballos, corrieron á socorrerle: el interés era general; hasta el mismo alguacil Picote se conmovió: el incógnito, segun dijo un médico que se apareció como llovido, no estaba muerto sino peligrosamente accidentado, y fue conducido á una casa inmediata que se le abrió francamente, probando una vez mas la característica caridad española; la curiosidad pública, cambiando de objeto, se apartó de los cadáveres para volverse á aquella casa, á la que no tardó en acudir la justicia, que siempre se mezcla por España á todo: un cuarto de hora despues salió Gabriel pálido, trémulo, de la casa á donde habia sido conducido su señor, y, acompañado de un alcalde y de un escribano, adelantó hácia los cadáveres á los que rodeaba un nuevo círculo de curiosos.

Rompieron por medio de ellos el escudero, el alcalde, el escribano y el alguacil Picote, y Gabriel, con las lágrimas en los ojos, dijo con voz conmovida, pero que todos pudieron oir:

—Habeis puesto esos cadáveres á la vista de todo el mundo para que declare quienes fueron, quien los conozca, pues bien, yo declaro que este cadáver es el de mi noble ama la excelentísima señora doña Inés de Cárdenas, hija única del excelentísimo señor don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla.

—¿Y ese otro, preguntó el alcalde?

—Ese otro, dijo con cólera Saez, es el del infame capitan de infantería, Alvaro de Sedeño.

Gabriel no se apartó de allí hasta que dejó depositado en una capilla de la iglesia el cadáver de su señora, convenientemente alumbrado, y guardado por cuatro lacayos, y despues de haber enviado á otros dos en busca de un carpintero y de un tapicero, para que se encargasen de la construccion de un féretro magnífico, volvió triste y cabizbajo á la cabecera del lecho de su amo.

Capítulo XXIII. Los desfiladeros de Dar—al—Huet.

Apenas habia cerrado la noche, cuando por la parte alta de la Alhambra, esto es, por la puerta de la Torre de los Siete Suelos, salieron en silencio algunas tropas como en número de quinientos hombres.

Estas tropas estaban compuestas de trozos de tercios y compañias diferentes, á juzgar por sus divisas; pero aunque unos eran piqueros, otros ginetes, otros arcabuceros, todos iban á pié, y todos llevaban arcabuces. Solamente iban montados el capitan general marqués de Mondéjar, que mandaba la expedicion, y que iba armado con un medio arnés á la ligera, sus maestres de campo y sus escuderos, sirviéndole de escolta como hasta veinte rocines. Comprendíase que aquella gente habia sido reunida de pronto, para acudir á un peligro, y que no se habia cuidado gran cosa de la organizacion, puesto que marchaban revueltos, detrás de los caballos que constituian la guardia del capitan general.

Los moriscos habian pensado bien cuando habian dicho, que aunque el marqués de Mondéjar, y el presidente de la Chancillería y el corregidor, tuviesen noticias del levantamiento preparado, les era imposible reunir gente bastante para contrarrestarles en el término de un dia.

Verdad es que muchos caballeros é hidalgos de los alrededores habian acudido, como el duque de la Jarilla, al llamamiento del capitan general, con la gente que habian podido reunir; pero toda esta gente llegaba á penas á doscientos hombres, en la generalidad mal montados, peor armados, y poco acostumbrados á la guerra.

Conoció el marqués de Mondéjar que aquellas gentes mas que de socorro le servia de embarazo; pero para no disgustarlas las metió en la Alhambra, las hizo distribuir por los adarves, dejó en la fortaleza cien soldados viejos para servir la artillería y guardar las puertas, y otros cincuenta en el castillo de Bib—Ataubin, bajo las órdenes del corregidor, que con ellos y algunos buenos caballeros, debia procurar asegurar la ciudad donde á la caida de la tarde se habian notado señales de movimiento, particularmente en el Albaicin, algunas de cuyas calles habian sido barreadas por los moriscos.

Barrear las calles queria decir en aquellos tiempos, lo mismo que hacer barricadas en los nuestros.

Pero el mayor peligro no estaba en Granada, sino fuera de ella. Los monfíes eran los enemigos formidables, los que debian decidir el lance. Comprendiólo asi don Luis Hurtado de Mendoza, y aunque no tenia fuerzas bastantes para ello, se decidió á salir á cortar á los monfíes el camino de la ciudad, ó á morir como buen caballero en servicio del rey.

Los monfíes, con arreglo á la traidora revelacion de Alvaro de Sedeño, debian venir sobre Granada por los atajos de la sierra y pasar por Dilar. El capitan general tomó por el costado de Generalife arriba, por una cañada del cerro del Sol y luego torció por un mal camino que guiaba al pueblo del Dar—al—Huet, que hoy se llama Casa—Gallinas.

Marchaba la gente á gran paso y en silencio, atenta y apercibida, y una hora despues de la salida de la Alhambra, llegaron á unos ásperos desfiladeros cerca ya del lugar.

En aquellos momentos llegó un adalid de los que el marqués habia enviado á la montaña, con la noticia de que los monfíes, en número de seis mil hombres se acercaban á Dilar, y que detrás de ellos y por los atajos, sin ser sentida, venia la compañia de arcabuceros del capitan Sedeño, bajo las órdenes del alférez Villasante.

El lugar en que se encontraba el marqués era inmejorable para una emboscada y tenia, ademas, la ventaja de estar muy cerca de la Alhambra, á la que podian recogerse en el caso de una derrota. El marqués, buen capitan, práctico en la guerra y en el terreno, dividió su escasa gente en pelotones, que situó convenientemente entre las breñas, y él con sus ginetes, se situó á la salida del desfiladero á la parte de Granada en un pequeño valle, por medio del cual atravesaba el rio Genil.

Dióse órden á todos de que guardasen el mayor silencio, y á pesar de que hacia una luna clarísima, nadie hubiera creido que hubiese una sola persona en el desfiladero: tan bien oculta y tan silenciosa estaba la gente.

Siendo alto el lugar en que se encontraban, y dominando á Granada, oiase perfectamente desde allí ese álito de vida que se desprende de una gran poblacion, antes de entregarse al descanso sus moradores y que tan bien se percibe, desde los silenciosos campos; oíase el reló de la iglesia de Santa María de la Alhambra á lo lejos y casi perdido; pero la campana de la torre de la Vela callaba, señal clara de que no habian lanzado aun el grito de insurreccion los moriscos del Albaicin, en cuyo caso se hubiera oido tocar á rebato aquella campana, y el estampido del cañon de la Alhambra.

Pasó una hora, y se oyó tocar á animas todas las campanas de las numerosas parroquias, conventos y cofradías de la ciudad, y sin embargo, pasó aun largo espacio sin que una sola persona atravesára el silencioso desfiladero; continuaba el silencio de una manera profunda y solo de tiempo en tiempo se oia el relincho de un caballo que nadie podia evitar, y el solitario ladrido de los perros campestres.

El marqués de Mondéjar llegó á creer, y su suposicion era muy posible, que los exploradores de los monfíes se habian apercibido de la ocupacion del desfiladero, y que los enemigos, variando de direccion, habrian tomado otro camino para llegar á Granada.

En este caso la ciudad estaba perdida, y no quedaba otro medio al marqués que correr á la Alhambra en el momento que la campana de la Vela y el cañon de la Alcazaba diesen la señal de alarma.

Pero si los monfíes entraban en Granada nada podia la Alhambra con la escasa gente que la guarnecia. El marqués, pues, estaba en un estado de ansiedad terrible.

Pero de improviso se escucharon pisadas sordas de algunos hombres en el desfiladero, y despues una banda de monfíes, exploradores sin duda, pasaron á buen andar, con las ballestas armadas, por delante de las breñas, entre las cuales se ocultaban el marqués y sus ginetes.

Los monfíes de detuvieron cuando estuvieron fuera del desfiladero y lanzaron al aire por tres veces el sonido ronco y poderoso de una bocina, despues de lo cual pasaron adelante.

Aquel triple toque de bocina debia ser una señal de los exploradores para avisar al grueso de los monfíes que el desfiladero estaba franco y seguro.

Por fortuna, mientras duró la parada de los exploradores, no relinchó un solo caballo, ni se escapó un tiro de un soldado imprudente. Poco despues se oyó rumor de mucha gente que se acercaba descuidada y como si no temiese ningun peligro.

La órden que tenian los capitanes y cabos puestos por el marqués á la cabeza de cada uno de los pelotones emboscados, era de que no se hiciese fuego hasta que los monfíes estuviesen extendidos en el desfiladero, despues de lo cual era fácil atacarlos y revolverlos.

Asi es, que tuvieron lugar los primeros de los monfíes de llegar al sitio donde estaba emboscado el marqués, antes de que se disparase un solo tiro; pero en el momento en que los primeros iban á desembocar en el valle, el mismo capitan general sacó de su arzon un pistolete y le disparó. Inmediatamente, de entre todas las breñas cayeron nutridas descargas de arcabucería sobre los monfíes, que sorprendidos, aterrados en el primer momento, se revolvieron, mientras el capitan general, saliendo de su acechadero á la cabeza de su pequeño escuadron, se lanzaba sobre ellos gritando:

—¡Por el rey! ¡Santiago y cierra España!

A aquel grito de guerra tan antiguo y tan entusiasta para los españoles, los ginetes se arrojaron con un ardor increible sobre los monfíes que estaban á la entrada del valle, y que, aterrados, dominados por la sorpresa, retrocedieron huyendo ante los caballos, hácia el interior del desfiladero.

El desórden de los monfíes era ya irremediable: en vano el valiente Yuzuf, que ginete en un caballo blanco, se revolvia entre ellos, les gritaba que los cristianos eran pocos, que bastaba el que se rehiciesen y penetrasen en las breñas, para que fuesen vencidos; en vano los mas valientes de los walíes, procuraban llevar á sus taifas á los lugares de donde salia el fuego siempre sostenido de los soldados: arremolinábanse los monfíes, apretábanse, y las balas que silbaban entre ellos, los tendian á centenares, mientras el marqués de Mondéjar y sus ginetes se ensangrentaban á mansalva en aquella multitud dominada por un terror pánico.

Yuzuf tenia noticias exactas de la gente con que podia contar el marqués de Mondéjar, y despreciándola por poca, no creyendo que se atreviese á salir al campo, habia descuidado precauciones, que sin duda le hubiesen ahorrado aquel fracaso, motivado por el terror de los monfíes, ante un ataque invisible é inesperado; terror que nada tenia de extraño, porque cada uno de los monfíes creia tener sobre sí un ejército.

Yuzuf era uno de esos valientes á quienes las dificultades y el peligro irritan, y volviéndose á los que le rodeaban y alzándose sobre los estribos exclamó:

—¡Ah! ¡de mis walíes! ¡á mí! ¡á mí todo el que quiera morir con honra! ¿Sereis tan cobardes que os dejareis matar por un puñado de perros cristianos ocultos entre las breñas?

Un centenar de hombres se agruparon alrededor de Yuzuf, que envistió con ellos al escuadron del marqués. Pero de repente Yuzuf vaciló en su caballo y cayó; una bala le habia herido en la cabeza.

Sus walíes se arrojaron sobre él, y le recogieron: oyéronse gritos desesperados y una voz robusta que gritó:

—¡El valiente Yuzuf, el magnífico emir, ha sido herido! ¡salvemos al emir!

Y aquella voz corrió de boca en boca á lo largo del desfiladero.

Por uno de esos misterios incomprensibles del corazon humano, los mismos á quienes el terror dominaba, se rehicieron ante el peligro del emir; lo que no habian podido hacer las exhortaciones y los esfuerzos de los walíes, lo hizo cada monfí por sí mismo; se arrojaron á las breñas sufriendo el fuego de la mosquetería, y muy pronto los soldados del marqués se vieron desalojados de sus posiciones, dispersados y replegados al valle.

El capitan general seguia batiéndose al frente de su pequeño escuadron; pero cuando vió que el fuego de mosquetería se habia apagado, que solo resonaba acá y allá algun tiro perdido entre las breñas, y escuchó los alaridos de triunfo de los monfíes, conoció que todo estaba perdido y mandó á sus trompetas que tocasen á recogerse.

Muy pronto la gente del marqués formada en buen órden, colocada delante de la caballería, empezó á retirarse, dando siempre el rostro al enemigo, y arrojando sobre él el fuego de su arcabucería; pero todo parecia inútil; los monfíes empezaban á flanquear la montaña, amenazando cortar á los cristianos, lo que, atendido su número, no les hubiese sido difícil, cuando se oyó sobre los mismos flancos fuego de mosquetería.

Los que producian aquel fuego en las alturas no podian ser otros que la compañía de arcabuceros de Alvaro de Sedeño.

Ignorando los monfíes el número de gente que venia en auxilio de los castellanos, tocaron tambien á recoger. El capitan general, que sabia lo escaso del socorro que le habia venido, tocó á recoger de nuevo, incorporósele la compañía de Alvaro de Sedeño y siguió en buen órden su retirada hácia la ciudad.

Los monfíes quedaron ocupando el desfiladero, mientras sus walíes estaban en consejo.

—El valiente Yuzuf está gravemente herido; dijo uno de ellos: ¿qué debemos hacer, hermanos?

—Recoger nuestros muertos y nuestros heridos, y volvernos á la montaña, dijeron algunos.

—¿Pero y los de Granada?

—Que se compongan como puedan.

—Lo primero es nuestro emir.

—¡A la montaña! ¡á la montaña!

Poco despues toda aquella gente se volvia á las Alpujarras, llevando consigo sus muertos y sus heridos, para que los cristianos no pudieran gozarse con la vista de ellos.

Yuzuf, perdido el conocimiento, era conducido en un lecho de campaña.

La bala de un soldado desconocido habia salvado á Granada.

Sobre el desfiladero habian quedado los cadáveres de algunos soldados castellanos, muertos en la pelea, y los de algunos heridos que, abandonados, habian sido rematados por los monfíes.

Capítulo XXIV. De cómo, á causa del levantamiento del Albaicin, cometió Yaye su primera infamia.

Entre tanto el capitan general se habia recogido en silencio á la Alhambra, entrando en ella secretamente por la puerta de Hierro.

Dióse órden de que no se dejase salir á nadie de la fortaleza para que no se supiese en Granada el mal resultado de la expedicion, y el marqués de Mondéjar, asomado á un agímez de la torre de Comares, con la vista fija en el Albaicin, esperaba con ansiedad ver brotar la primera chispa de insurreccion.

Veamos ahora lo que acontecia en el Albaicin.

Conócese por Albaicin en Granada un barrio alto extenso y populoso, que se extiende por una parte á lo largo y por cima de la calle de Elvira, mas allá del Zenete, que corre á lo largo de dicha calle, y por otra parte, por cima de la calle de San Juan de los Reyes, extendiendose hasta la cerca del obispo don Gonzalo, que orla la cresta de un cerro, donde ahora está situado San Miguel el Alto, desde el rio Darro hasta mas abajo la iglesia de San Cristóval.

Este barrio tiene dentro de sí una fortaleza que se llama la Alcazaba Cadima, y un número considerable de parroquias, capillas y conventos de frailes y monjas.

En aquel tiempo el Albaicin tenia mas alumbrado de noche que el que tiene en la actualidad, á pesar del gas y de la civilizacion. Esto consistia en que hoy no tiene absolutamente alumbrado público, y en aquellos tiempos la devocion de los vecinos sostenia en la esquina de cada calle, en el ángulo de cada plaza, una lampara encendida, delante de una imágen, de una cruz ó de un ecce—homo, colocados dentro de un nicho, ó simplemente clavados á la pared bajo un tejadillo de tablas.

Habia, ademas, los faroles en las cruzes de piedra, colocadas delante de las puertas de iglesias, conventos, cofradías, ermitas, capillas y cementerios, y lo que tambien era un alumbrado, aunque ambulante: las linternas de los alguaciles de las rondas.

Puede asegurarse, pues, que el Albaicin estaba mucho mas seguro, alumbrado y acompañado de noche en el siglo XVI que en nuestros dias.

Es cierto que ahora solo de tiempo en tiempo se da alguna cobarde puñalada en sus oscuras calles ó se roba alguna capa vieja, y que en aquel tiempo era un acontecimiento casi diario, encontrar dentro de la jurisdiccion murada del Albaicin algun hombre muerto á estocadas.

Tambien es verdad que aquello era mas noble y mas romancesco; que si ahora, al encontrarse un hombre muerto violentamente en aquel barrio, se piensa en alguna miserable riña de taberna, entonces al ver un hidalgo muerto se pensaba en alguna hermosa dama como causa de la desdicha, y la justicia y los que no eran la justicia se decian:—¿Quién será ella?

La verdad del caso es que el Albaicin, por cualquier faz que se le considere, valia mucho mas en 1546 en que estaba lleno de un vecindario noble y rico, que en el momento en que escribimos estas líneas: al Albaicin de hoy solo le quedan fragmentos de torres y murallas ennegrecidas; restos de su antiguo esplendor; solares llenos de escombros que otros tiempos fueron grupos enteros de casas, y casucos viejos y apolillados que amenazan hundirse muy pronto. Dentro de algunos años el Albaicin solo será un monte cubierto de hermosos cármenes, cuyas cercas se habrán hecho con los viejos materiales de la poblacion muerta, en medio de cuyos cármenes, se sostendran en pié durante algunos años aun, las iglesias y las macizas casas de solar construidas despues de la conquista.

Hace muchos años que Granada se está transformando, y perdiendo en sus transformaciones, y llegará un dia en que solo la queden algunos barrios desiertos, algunos restos de la Alhambra, con tal cual arabesco, y lo que nadie puede quitarla: su manto de flores y verdura, que cubrirá por sí mismo y sin que nadie se cuide de ello, sus ruinas.

¡Pobre Granada!

Hemos dicho que el Albaicin de 1546 estaba mas concurrido y mas alumbrado de noche que en nuestros dias; pero concretándonos á la noche en que acontecian los sucesos que estamos refiriendo, no habia ni una sola luz encendida, no sabemos si porque las habian apagado los moriscos, ó porque, recelosos del estado de alarma y de conmocion en que desde el oscurecer se habia presentado el Albaicin, no las habian encendido los vecinos.

Hacia una luna muy clara; pero tambien es cierto que como las calles del Albaicin, poblacion originariamente mora, eran estrechísimas y los aleros de las casas se cruzaban, superponiéndose en la mayor parte de ellas, estos callejas estaban en su fondo tenebrosamente oscuras.

Para que nuestros lectores pudiesen apreciar lo estrecho y lo tortuoso de aquellas calles, era necesario que las hubiesen visto y que hubiesen experimentado por sí mismos, que por muchas de ellas solo puede pasar un hombre de frente, y que la mas ancha, apenas tiene espacio para que marchen dos hombres de frente á caballo.

Como para desahogo y ensanche habia, sí, algunas plazas medianamente espaciosas, donde reflejaba á sus anchas la luna; pero en aquellas plazas no se veia una sola persona.

Por el contrario, en el fondo de las oscuras calles se notaba una animacion de mal agüero; iban, venian, se detenian y hablaban entre sí, hombres armados; se abrian y se cerraban puertas silenciosamente, sin que tras ellas apareciese una sola luz: todas las calles que bajaban á la ciudad estaban fuertemente barreadas y guardadas por hombres armados de arcabuces y ballestas: las rondas, tan frecuentes otras noches, que era dificil recorrer tres calles sin tropezar con una, se habian suprimido por sí mismas, lo que prueba el admirable instinto de las gentes de justicia para esconderse á tiempo, en cuanto asoman los primeros síntomas de insurreccion popular: las casas de los moriscos estaban cerradas por prudencia, y las de los cristianos por miedo.

En una plaza, que existia entonces entre las últimas casas de la parroquia de San Gregorio el Alto y las pendientes calles que poblaban un terreno áspero, que hoy está cubierto de nopales, á la falda del cerro donde se levanta la ermita de San Miguel, en dícha plaza decimos, donde á pesar de la claridad de la luna habia gente por no poderse ver á aquella plaza desde la Alhambra, por los accidentes del terreno, se paseaba meditabundo y pensativo Yaye—ebn—Al—Hhamar, asido del brazo del faquí Abd—el—Gewar, que á pesar de sus años, estaba completamente armado como el jóven, y, como él, con trage castellano.

Divididos en grupos en la plaza, se veian como hasta cien hombres armados de picas y de arcabuces, y en el centro de uno de aquellos grupos, se levantaba un estandarte rojo de tres puntas.

Se notaban una gran impaciencia y una ansiedad profunda en aquellos grupos: habian dado ya las ánimas y ninguna noticia se tenia de la aproximacion de los monfíes. La Alhambra estaba silenciosa y oscura como de costumbre, sin que, á pesar de la luna, se viese brillar una sola arma sobre los adarves, mas que las de los acostumbrados atalayas: ni se veia el farol de los artilleros en la batería de la torre de la Vela, ni en fin, indicio alguno de que la Alhambra estuviese preparada al combate, á pesar de que el capitan general no podia ignorar que las calles bajas del Albaicin estaban barreadas y los moriscos puestos en armas.

El castillo de Torres Bermejas estaba asimismo sombrío y silencioso y desiertas sus baterías.

Esto para los moriscos era objeto de una gran ansiedad, porque sabiendo el marqués de Mondéjar y el presidente y el corregidor, que los moriscos estaban sublevados, mucha seguridad debian tener de vencerlos cuando tan descuidados se mostraban.

Doblaba esta ansiedad la tardanza de los monfíes que debian entrar en el Albaicin por tres puertas: esto es por la de Fajalauza, por el portillo del Aceytuno y por la puerta de Guadix.

Llegaron las once de la noche, y la campana de la Vela dió, segun costumbre, treinta y tres campanadas graves y solemnes en aquellos momentos; aquella era la única voz del castillo y aquella voz parecia decir: estoy alerta.

Era demasiado tarde y la impaciencia empezaba á apoderarse de las masas que afluian en la plaza, corriendo de la parte baja en busca de noticias: aquella impaciencia empezaba á ser miedo, y el miedo á expresarse en quejas.

Al fin algunos de los principales creyeron que debian interrogar á Yaye, que habia sido nombrado capitan de la insurreccion; pero Yaye se encogió de hombros, como quien no puede responder acerca de lo que no está en su mano.

Al fin fue necesario para calmar la ansiedad general, enviar emisarios que adelantaran por el camino por donde debian venir los monfíes. Pero al abrir la puerta de Fajalauza, de que estaban apoderados los moriscos, se presentó á caballo y con las señales de haber venido corriendo á rienda suelta, un walí de los monfíes.

Al reconocerle por su trage y por sus armas, los que estaban en la puerta, creyendo ya cerca el ejército auxiliar, rompieron en una aclamacion de alegría; pero el walí no contestó á aquella aclamacion y se redujo á preguntar con semblante hosco, dónde estaba el poderoso emir Yaye—ebn—Al—Hhamar.

El aspecto del monfí, lo ronco de sus palabras y lo hosco de sus miradas, apagaron el entusiasmo de los aclamadores, que en silencio, y no sabiendo qué pensar, condujeron al walí á la plaza donde habia establecido su cuartel general, por decirlo asi, Yaye.

Cuando el walí estuvo en su presencia, cuando le dijeron que aquel jóven era el emir, se arrojó del caballo y se prosternó ante Yaye.

—Magnífico y poderoso señor dijo: la fortuna nos vuelve las espaldas. Vengo á avisarte que tu poderoso padre el emir Yuzuf, se vuelve con su gente á las Alpujarras.

—¿Que se vuelve mi noble padre á las Alpujarras? exclamó con asombro Yaye.

—Los cristianos nos esperaban emboscados en las quebradas de Dar—al—Huet, y no hemos podido forzar el paso.

—¿Que los cristianos esperaban emboscados, y os han vencido...? ¡Luego alguno de los nuestros nos ha hecho traicion avisando á los cristianos!

—Sí, sí, dijo sombriamente el monfí, nos han hecho traicion y han ocurrido horribles desgracias.

—¿Y mi padre?

—La mano de Dios protege á los reyes, dijo profundamente el walí.

Habíasele ordenado, para evitar á Yaye cuanto fuese posible lo doloroso de la noticia de la herida de Yuzuf, que guardase silencio acerca de ella, y el walí cumplia exactamente su encargo.

—Vuestro poderoso padre el emir Yuzuf, continuó el walí, me encarga deciros que si contais con bastante gente en el Albaicin para apoderaros de la ciudad y de la Alhambra, no os detengais un solo momento; pero que, si esto fuera imposible, marcheis inmediatamente y sin perder un momento á la montaña.

—Ya lo ois, dijo Yaye á los xeques que le rodeaban; mis monfíes han sido envueltos en una celada, y no podemos contar con ellos.

—¡Oh! exclamó con acento rugiente el Homaidi, que estaba entre los xeques: el infame don Diego de Válor, nos ha hecho traicion.

Estas palabras del Homaidi irritando á las masas excitadas, pasaron de boca en boca y muy pronto multitud de hombres armados, se encaminaron á la carrera, trémulos de corage, á la casa de don Diego.

Mientras, que viendo imposible la empresa, Yaye mandaba á los xeques y á los capitanes, que fuesen á retirar la gente y á quitar las barreras de las calles bajas; que se escondiesen las armas y que todo volviese al antiguo aspecto de paz y sumision, oyóse hácia la parte de San Gregorio el Alto un alarido informe; luego reflejó un resplandor indeciso, despues una llamarada y luego otra y al fin se declaró un incendio.

Y como si aquella hubiese sido una señal de alarma, retumbó el ronco estampido del cañon de la Alhambra, y la campana de la Vela empezó á tocar apresuradamente á rebato, lanzando aquella voz de guerra, hasta las distantes cumbres de las montañas que rodean la vega.

Al mismo tiempo, mientras unos corrian apresuradamente á las avenidas por donde podian acometer las tropas de la Alhambra el Albaicin; mientras otros tocaban ruidosamente la zambra, y otros disparaban al aire sus arcabuces en señal de levantamiento, algunos entraron en la plaza donde Yaye absorto no sabia qué partido tomar, y gritaron:

—La casa de don Diego de Córdoba y de Válor ha sido acometida y está ardiendo.

En aquel momento todo lo que le rodeaba, la situacion en que se encontraba, el peligro de un combate á todas luces dudoso, contra los cristianos, todo desapareció de la imaginacion de Yaye, en la que solo quedó una idea: la de doña Isabel de Córdoba y de Válor, abandonada en la casa de su hermano á una turba feroz irritada y sanguinaria: entonces, sin decir una sola palabra á los que le rodeaban, ni hacerse seguir de nadie, solo, anhelante, aterrado; echó á correr como un frenético hácia la casa de don Diego, llegó, tiró de la espada, se abrió paso, hiriendo como un leon irritado entre la multitud compacta que rodeaba la casa, y, en el primer momento de sorpresa, logró penetrar en el interior. Pero por valiente que fuese, iba solo: su trage habia sido visto, y una exclamacion de rabia habia salido de todas las bocas.

—¡Al cristiano! ¡al cristiano traidor, que viene á socorrer á los traidores! gritaron algunas voces.

Y todos aquellos que pudieron penetrar en la casa se precipitaron con las armas enhiestas en seguimiento de Yaye.

Entre tanto en el interior de aquella casa reinaba un desórden espantoso.

En el primer momento de peligro, doña Elvira, sin cuidarse de la seguridad de su cuñada doña Isabel, á quien aborrecia de muerte, corrió al aposento de don Diego, abrió la puerta secreta y se refugió en la mina.

En cuanto á doña Isabel y á los criados, aterrados, sobrecogidos, á penas tuvieron tiempo para huír al huerto en busca de una salida por el postigo.

Pero todos, en el primer momento de turbacion, habian olvidado la llave; el postigo era fuerte; se necesitaba perder algun tiempo, y el terror les aconsejó que buscáran un medio mas pronto.

Habia en el huerto algunos árboles arrimados á la cerca: los hombres, sin cuidarse de las mujeres, ni aun de doña Isabel, porque en los momentos de supremo peligro nadie se cuida mas que de sí mismo, treparon á los árboles, ganaron el borde de la cerca, se descolgaron á la calle y huyeron.

Doña Isabel y tres criadas quedaron en el huerto, que empezaba á iluminarse con la rojiza luz de las llamas, que emanaban de los pajares de la casa, que habian sido incendiados.

Algunos furiosos habian puesto fuego á la leñera.

Por las ventanas de los pisos bajos que daban al huerto, salieron muy pronto torbellinos de fuego.

Oíanse los furiosos alaridos de los moriscos que habian penetrado en las habitaciones y que las desmantelaban, robando los objetos de valor.

Doña Isabel y las tres criadas, hacian maravillosos esfuerzos y se ensangrentaban las manos en la cerradura del postigo; pero sus fuerzas eran demasiado débiles para forzarla.

A medida que el tiempo trascurria, el terror de doña Isabel aumentaba, y el llanto y los alaridos de las pobres mujeres que estaban con ella: el incendio se habia propagado á toda el ala del edificio que daba sobre el huerto, y la hacia parecer una inmensa cortina de fuego.

Desplomábanse los tabiques, y á través de algunos boquerones, se veia pasar y cruzar á la canalla, corriendo y cargada con el saqueo.

Solo quedaba libre de las llamas el gran portalon por donde se entraba al huerto; pero ya por la parte superior tocaban á su techumbre. Por el fondo de aquel portalon se veian pasar de contínuo hombres con antorchas encendidas ó cargados de efectos; pero hasta entonces ninguno se habia dirigido al huerto.

De repente se oyeron voces mas rugientes, mas irritadas, mas terribles; voces que alguna vez dejaban escucharse distintamente.

—¡Al traidor! ¡al castellano! ¡matadle!

Llenóse al fin el portalon de gente y doña Isabel, á pesar de su terror, vió que un hombre solo retrocedia defendiéndose de una turba numerosa.

Pero aquel hombre era muy diestro y muy valiente, y dando una cuchillada á este, una estocada al otro, no permitia que ninguno le tomara la espalda; pero se veia obligado á retroceder de una manera decidida.

Cuando el que se defendia y los que tan tenazmente le acometian, entraban casi en el huerto, doña Isabel, que contemplaba fascinada aquel espectáculo, lanzó un grito de horror: el techo del portalon, invadido por el incendio, se habia desplomado sobre los combatientes, dejándolos sepultados bajo un monton de maderas inflamadas y escombros.

Pero de delante de aquel horno saltó un hombre, y al verse incomunicado con el interior de la casa, empezó á buscar, como fuera de sí, una nueva entrada que hubiese respetado el fuego.

Doña Isabel fijaba la vista en aquel hombre, no sabiendo si aterrarse, contemplando en él un enemigo, ó alegrarse considerándole como un salvador: aquel hombre habia tenido la fortuna de que al derrumbarse el techo del portalon, cogiese solo á los que le acosaban y mantenia alejados al alcance de su espada, sin que un solo fragmento del hundimiento le tocase. Doña Isabel notó que estaba vestido á la castellana, segun la moda de los caballeros de aquel tiempo; que tenia en la mano una espada desnuda, y que en su apostura demostraba que estaba muy lejos de pertenecer á la canalla incendiaria y rapaz que habia acometido la casa.

En el primer momento, el terror solo permitió á doña Isabel ver en aquel hombre las generalidades que hemos indicado; pero despues, cuando le hubo mirado con alguna insistencia, arrojó un grito que tanto expresaba terror como alegría, y cayó de rodillas.

En aquel hombre habia reconocido al único hombre á quien habia amado; por el que habia sido abandonada; en una palabra: habia reconocido á Yaye.

A su vez Yaye oyó el grito de doña Isabel y se volvió. A la luz del incendio, que dominaba á la de la luna, vió una mujer de rodillas, y junto al postigo, pugnando por abrirle, otras tres mujeres; Yaye corrió desalado hácia ellas, llegó á doña Isabel, la apartó las manos con que se cubria el rostro, la miró frente á frente y arrojó un grito de insensata alegría; doña Isabel miró tambien á Yaye, palideció de una manera mortal, lanzó un gemido, y no pudiendo resistir á tantas emociones, cayó por tierra desmayada.

Yaye, antes que en socorrer á doña Isabel, pensó en arrancarla de aquel lugar de peligro: fué á la puerta, que pugnaban en vano por abrir las criadas, apartó á estas, desenganchó un pistolete de su cinto, buscó la cerradura, é hizo fuego sobre ella: la cerradura saltó rota en mil pedazos, Yaye abrió el postigo, y las tres criadas escaparon al momento, como pájaros á quienes se abre la puerta de la jaula.

Despues, Yaye fue á donde estaba doña Isabel desmayada, la contempló un momento con éxtasis, la cargó en sus brazos, y salió por el postigo y se dió á correr por las empinadas calles, hácia la cercana muralla del obispo don Gonzalo.

—La traicion de don Diego de Válor, exclamó con un acento indescribible, ha hecho inútil el levantamiento de los moriscos; pero esa traicion ha puesto á Isabel en mis manos: Isabel es mia.

Y el jóven, á quien hacia insensato el amor, se alegraba casi de la desdicha de su pueblo, puesto que le habia procurado la posesion de doña Isabel.

Porque Yaye estaba resuelto á romper de una manera terrible para la pobre niña, los vínculos extraños que le separaban de ella.

Por otra parte, Yaye se decia:

—Si hoy por culpa de un traidor no hemos vencido, mañana venceremos. Y su conciencia se apoyaba en su esperanza.

Entre tanto, Yaye seguia corriendo las calles arriba, sin sentir el peso de la carga de doña Isabel, que era demasiado buena moza para que no pesase mucho. Las calles estaban desiertas por aquella parte y muy pronto el jóven llegó á un lugar aportillado de la muralla, y salió al campo, ó por mejor decir, al monte.

Sin embargo, no se detuvo hasta que se encontró muy lejos de la muralla, sobre una senda que orlaba la falda del cerro de santa Elena, y que conducia á su cumbre.

A poca distancia habia un aprisco abandonado, y hácia él se dirigió Yaye con su preciosa carga. Junto al aprisco brotaba una fuente rodeada de álamos, sobre un terreno cubierto de cesped, y allí fue donde se detuvo Yaye, depositando blandamente á doña Isabel sobre el cesped.

El terror, y la sorpresa de haber encontrado en aquella situacion á Yaye, habian afectado de tal manera á la desdichada jóven, que su desmayo continuaba.

Yaye la miraba extasiado: el semblante de doña Isabel por el doble efecto de la palidez y de la luz de la luna, alcanzaba á una blancura sobrenatural: sus negras trenzas estaban desordenadas de una manera hechicera: sus ojos velados por la sombra de sus espesas pestañas, su boca entreabierta por un gemido, tenian esa bellísima expresion del dolor que tanto sublima las formas puras, y su cuello y su seno estaban casi descubiertos, por efecto de la manera violenta con que habia sido conducida hasta allí por Yaye.

El jóven hasta entonces solo habia adivinado los secretos tesoros de hermosura de la jóven; esos tesoros que oculta el pudor tras la celosa y falaz plegadura de las ropas: Yaye que en un tiempo habia dicho palabras de consuelo y de amor á la joven, creyendo ceder solo á la caridad, que despues de haberla dejado abandonada á su suerte por fanatismo ó por ambicion, habia comprendido que la amaba por el intenso dolor que le causó la ruptura del lazo simpático, íntimo y misterioso que le unia á ella, al verla abandonada en su poder, sola en medio del silencio de la noche, experimentó un sentimiento hácia doña Isabel que nunca habia experimentado por su causa: un sentimiento de deseo ardiente, voraz, impuro, en que la materia, sobreponiéndose al espíritu, mandaba, como mandan los tiranos, sobreponiéndose á la justicia, al deber, á la generosidad. Una magia inconcebible se desprendia de doña Isabel y embriagaba mas y mas á Yaye, acreciendo en su cerebro la fiebre, en sus sentidos el deseo. Hubo un momento en que toda su vida se concretó en aquella mujer purísima y mas que pura hermosa, que tenia entre sus brazos; en que olvidó su pasado, su presente, su porvenir; en que su alma recogida en un solo punto, ansió unirse, confundirse, anegarse en el alma de doña Isabel. Lentamente el semblante del jóven, como atraido por una fascinacion poderosa, se acercó al semblante de ella: su brazo estrechó con mas fuerza su cintura y llegó por fin un momento, en que aquellos dos semblantes se acercaron, en que aquellos dos pechos se estrecharon, en que la boca de Yaye, imprimió un solo y ardiente beso en la boca de la jóven; beso abrasador, interminable, por el que se exhaló todo el alma de Yaye, y que hizo volver en sí de repente, por un misterio que nosotros ni aun pretendemos investigar, á doña Isabel.

Encontróse entre les brazos de Yaye, medio desnuda, flotantes los cabellos, estrechada de una manera delirante entre los brazos de un hombre, ¡ay! demasiado adorado; sintió unos labios convulsivos y ardientes posados en sus labios, y se creyó entregada á un sueño; la razon de Isabel estaba perturbada: habia sufrido sucesivamente emociones demasiado fuertes para que pudiese darse una explicacion exacta de la situacion en que se encontraba; no supo si estaba soñando ó si estaba despierta.

Yaye, segun la expresion de un escritor contemporáneo, se la arrebató vírgen á su marido, é Isabel fue enteramente de Yaye, sin saber si estaba despierta ó soñando.

Pero aquella felicidad era demasiado dolorosa, demasiado punzante, para que pudiese ser soñada: doña Isabel, que dominada por una fascinacion extraña, habia concedido á el único hombre que habia sabido inspirarla amor, delirantes caricias, volvió realmente en sí; aquella reaccion fue terrible; primero, apartó lentamente á Yaye, le miró, le reconoció, comprendió toda la verdad y se alzó rugiente, excitada por su dignidad y por su virtud.

Yaye, sorprendido, trémulo, porque comprendió que estaba colocado en esa indigna posicion del fuerte que abusa del débil, pronunció en vano algunas palabras de disculpa. Doña Isabel le interrumpió, y le dijo con acento severo; pero profundo, y lleno de amargura y de desprecio:

—Habeis sido tres veces infame conmigo: primero, fingiéndome un amor que no sentiais; despues, cuando ya mi alma era enteramente vuestra, abandonándome, sentenciándome á un sacrificio que jamás podreis apreciar bien: despues, cometiendo la última de las infamias.

Yaye quiso contestar; pero Isabel le hizo guardar silencio con un ademan supremo de desprecio. Luego tomó lentamente el camino de los muros, se perdió á lo lejos y entró en la ciudad sola, en aquella misma ciudad de donde Yaye la habia sacado pretendiendo salvarla, para perderla.

¿Por qué no la habia seguido Yaye?

Porque la amaba, porque la habia ofendido, porque comprendia con cuánta razon le despreciaba doña Isabel; porque aquel desprecio le habia anonadado, cubriéndole de confusion y de vergüenza, y habia quedado inerte, sin fuerzas, en el mismo lugar donde se habia desplomado sobre él el desprecio de su víctima.

Cuando ya habia pasado largo tiempo desde que habia desaparecido la jóven, Yaye logró sobreponerse á su fascinacion: se pasó la mano por su frente calenturienta, y exclamó:

—¡Ah! ¡he perdido toda esperanza! ¡he sido infame con ella, y ella, la conozco bien: jamás me perdonará!

Y dos lágrimas solas, representando el despecho del jóven, brotaron de sus ojos.

¿Eran aquellas lágrimas hijas del amor y de la dignidad, ó del egoismo de Yaye?

No lo sabemos.

Porque acerca de un hombre tal que llamaba caridad al amor, amor al deseo y dignidad al amor propio, no es fácil aventurar suposiciones, sin exponerse á incurrir en un error.

Lo que nosotros creemos es que Yaye, educado para ser déspota, lo era.

Tomó á paso lento el mismo camino que antes habia tomado la desolada Isabel, y entró en el Albaicin. La casa de don Diego de Válor, estaba aun ardiendo; pero los vecinos se ocupaban en apagar el incendio. Los moriscos habian desaparecido: por mejor decir, se habian ocultado, y las gentes de guerra del capitan general, los caballeros y vecinos honrados de la ciudad, con las armas en la mano, y tras ellos el corregidor y los alguaciles, con el presidente de la Chancillería y los alcaldes de casa y córte ocupaban el Albaicin.

Sin embargo, de esta ocupacion, Yaye pudo llegar sin ser visto por callejas excusadas á la casa de Abd—el—Gewar, á aquella misma casa donde habia vivido tanto tiempo, que lindaba con la de don Fernando de Válor y donde habia conocido á doña Isabel.

Abd—el—Gewar, que esperaba con ansiedad al jóven, le recibió sollozando de placer entre sus brazos, y sin detenerse un punto, le hizo montar á caballo y montando en otro, salió con él de la casa. Aquella era una medida prudente: no se sabia si habian sido presos algunos de los moriscos que conocian á Yaye y á Abd—el—Gewar, y hubiera sido harto imprudente no probar un medio de salvacion, antes de resignarse á caer entre las manos de la justicia del rey.

Cuando abrieron la puerta del huerto, se les presentó un hombre.

—Deteneos, les dijo.

Yaye echó mano á un pistolete.

—Nada receleis, dijo aquel hombre notando la acción de Yaye: soy don Fernando de Válor.

—¿Y qué quereis? dijo con aspereza Yaye.

—Mi hermano don Diego ha sido preso; su casa incendiada y acometida esta noche; su esposa ha desaparecido, y mi hermana doña Isabel, acaba de presentárseme aterrada, trémula, entregada á la mayor desesperacion: he sentido desde mi casa en el huerto vuestros caballos, cuando preparaba el mio, y puesto que vos, señor, sois emir de los monfíes, os ruego que me permitais partir con mi hermana en vuestra compañía, y trasladarnos á las Alpujarras, donde cuento conque me amparareis.

—Cabalgad, don Fernando, dijo Abd—el—Gewar; pero cabalgad al momento; no tenemos un solo instante que perder.

Yaye habia quedado en un profundo silencio.

Poco despues Abd—el—Gewar y Yaye salian de la ciudad, por el portillo de la cerca de don Gonzalo, por donde antes habia sacado Yaye á doña Isabel desmayada.

Detrás iba otro ginete que llevaba sobre su arzon delantero una mujer que lloraba de una manera desconsolada.

Capítulo XXV. Cómo encontró Yaye á su padre.

Caminaron harto de prisa nuestros personajes, mientras estuvieron dentro de la jurisdiccion de la ciudad; pero cuando empezaron á penetrar en la montaña, dieron vado á su temor y mas descanso á sus caballos.

Amanecia en aquel punto.

Atravesaban ásperos desfiladeros, y profundos valles, solitarios; pero rientes y magníficos bajo la diáfana luz de la alborada. Cuando Abd—el—Gewar se encontró ya dentro de las Alpujarras, detuvo su caballo sobre la ladera de un monte que á la sazon trepaban, y lanzó tres vezes un grito agudo semejante á una seña.

A aquel grito, aparecieron en los picos de algunas rocas algunos bultos indecisos, que descendian con rapidez al lugar donde se encontraban los viajeros, y que al acercarse dejaron conocer que eran monfíes.

—¡El santo faquí! exclamó uno de los que llegaron primero.

—Y el poderoso emir nuestro señor, añadió el anciano señalando á Yaye.

—¡Que Dios proteja al emir! dijeron los monfíes, inclinándose profundamente.

—¿Tú eres walí? dijo Yaye dirigiendo la palabra á uno de los monfíes, que por su trage mas rico y esmerado, parecia capitan de los otros.

—Sí, poderoso señor, contestó inclinándose de nuevo y mas profundamente el preguntado.

—¿Cuántos hombres acaudillas?

—Cincuenta valientes muslimes, señor.

—Pues bien, dijo Yaye, señalando como con miedo y apartando de ellos la vista, á don Diego, que habia detenido á algunos pasos su caballo, y á doña Isabel, que ocultaba su rostro contra el pecho de su hermano. Aquel que ves allí es don Fernando de Válor: aquella dama su hermana. Quedaos con ellos; acompañadles y llevadles á donde quieran ser conducidos en seguridad.

—Queremos entrar esta noche secretamente en Andarax, donde tenemos parientes que nos ampararan, dijo don Fernando que habia escuchado el encargo de Yaye.

—Resguardareis, pues, y conducireis á don Fernando y á su hermana, á Andarax, con seguridad: ¿lo entiendes, walí?

—Si señor.

—Ahora, cuatro de vosotros adelante hácia mi alcázar, dijo Yaye.

Cuatro monfíes se echaron las ballestas al hombro, y empezaron á trepar á gran paso por la ladera.

—Adios, exclamó Yaye, saludando de una manera indeterminada á don Fernando y á doña Isabel.

—Que él os proteja, señor, dijo el jóven.

Doña Isabel guardó un obstinado silencio; pero don Fernando la sintió extremecerse.

Yaye y Abd—el—Gewar picaron á sus caballos, y desaparecieron muy pronto por un recodo de la montaña.

Al mediar el dia llegaron al pinar en cuyo centro se encontraba la cueva por donde se entraba al alcázar subterráneo.

Pero con gran asombro de Abd—el—Gewar, encontró delante del pinar un ejército acampado: los monfíes, extendidas sus atalayas por las lomas inmediatas rodeaban el bosque.

Los dos viajeros se vieron obligados á darse á reconocer de punto en punto, hasta que llegaron á una magnífica tienda, alzada en medio del bosque, en el centro de un claro.

Habia impresionado á Yaye y al anciano, el aspecto de profunda reserva y de sombría tristeza que se notaba en el semblante de todos, singularmente en el de los capitanes; no era aquel el aspecto ni de un ejército que hubiese sido vencido, ni que esperase al enemigo.

—¿Qué significa esto? dijo Abd—el—Gewar á uno de los walíes.

—¡Dios lo quiere, santo faquí! contestó gravemente el moro.

—¡Que Dios lo quiere! ¿y esa tienda alzada en medio de ese bosque?

—Los médicos han dicho, que el poderoso Yuzuf, á quien Dios salve, necesita aire puro que no encontraria en el subterráneo.

—¡Pues qué!... exclamó con ansiedad Yaye.

El walí no conocia personalmente al jóven, que aunque emir por la abdicacion de su padre, no habia tenido tiempo de darse á conocer de todos los monfíes. Por lo mismo, el walí, que no sabia con quien hablaba, contestó:

—Nuestro valiente y magnánimo emir, Yuzuf, está á las puertas de la muerte, á consecuencia de una herida que recibió anoche en la cabeza en el desfiladero de Dar—al—Huet.

Yaye no acabó de escuchar al walí, exhaló un grito salvaje, se arrojó del caballo y se precipitó en la tienda.

Yuzuf estaba postrado en el fondo de ella, en un lecho, y rodeado de médicos. Estos abundaban entre los monfíes, porque los moros, lo mismo que los árabes, eran muy dados al estudio de la medicina y de las ciencias naturales.

Yaye se precipitó al lecho y asió las manos de su padre, al que miró de una manera anhelante.

Yuzuf, á pesar del estado en que se encontraba, le reconoció y sonrió lánguidamente.

—¡Ah! ¡la misericordia de Dios es infinita! exclamó alzando los ojos al cielo; el Altísimo no ha querido que yo muera sin verte, hijo mio; sin hacerte conocer mi última voluntad.

Yaye quiso contestar y no pudo; la voz se habia anudado en su garganta.

—¡Ah! ¡eres tú, tambien, mi buen amigo, mi hermano! añadió Yuzuf viendo á Abd—el—Gewar, que habia penetrado tambien en la tienda, y, transido de dolor y de sorpresa, estaba de pié á algunos pasos del lecho: bien venido seas á recibir mi última despedida, santo faquí. Pero en estos momentos, tú, Abd—el—Gewar, y vosotros, mis buenos doctores, dejadme solo con mi hijo. Que nadie nos interrumpa.

Todos salieron, excepto Yaye, que estaba arrodillado junto al lecho y lloraba sobre las manos de su padre.

—¡El Altísimo es el dador de la vida y de la muerte, Yaye! dijo con acento solemne y tranquilo Yuzuf. ¡El da la victoria y él la quita! ¡suyos somos, y como dueño dispone de nosotros! No llores, Yaye: las lágrimas que el guerrero vierte por su padre, le honran; pero es necesario secar el llanto, para pensar en la venganza.

—Os vengaré, padre mio; exclamó Yaye alzando fieramente la cabeza, y mostrando sus ojos secos como si en un instante hubiese evaporado sus lágrimas el fuego de un volcan. Os vengaré, primero del infame don Fernando de Válor, despues de los cristianos.

—Escúchame con atencion, dijo Yuzuf, porque me quedan pocos momentos de vida. No es don Diego de Córdoba y de Válor el que nos ha hecho traicion.

—¿Quién es, pues?

—Un infame castellano á quien yo habia amparado; un capitan de infantería española, llamado Alvaro de Sedeño.

—¡Ah! exclamó Yaye.

—Escucha, ademas: en poder de ese hombre hay cautivas dos mujeres.

Yaye lanzó toda su vida á sus oidos.

—Esas dos mujeres son la esposa y la hija de un hombre, que, como yo, lucha contra los españoles: ese hombre, rey como yo, de un pueblo valiente, es nuestro aliado natural: ademas, á ese hombre debemos mucho, y tú podrás deberle mas: es riquísimo; tiene tesoros inmensos.

Yaye escuchaba con suma atencion á su padre.

—Ademas, Yaye, continuó Yuzuf; tu proyectado enlace con doña Isabel de Válor, es ya imposible, porque doña Isabel está casada.

—Pero dícese que ha muerto Miguel Lopez.

—No, Miguel Lopez vive: vive en un lugar donde te conducirá cualquiera de nuestros walíes, solo conque le digas que quieres ir á la morada del cazador de la montaña.

—¿Y quién es ese cazador?

—Ese cazador es Calpuc, el rey del desierto de Méjico.

—¡Ah! ¿y ese es el padre de Estrella?

—¿Conoces tú á la hija de Calpuc?

—Si, padre mio, y la tengo amparada en mi poder.

—¡Y esa mujer!...

—Es noble y pura.

—¿Hermosa?...

—Como un ángel.

—Sea tu esposa, Yaye.

—¿Mi esposa?... ¿Y doña Isabel?...

—¡Doña Isabel! ¡Una mujer casada!...

Ya delante de dos lechos de muerte habia escuchado Yaye las palabras: sé esposo de Estrella.

Yaye quedó profundamente pensativo.

—Los oprimidos deben unirse á los oprimidos, continuó Yuzuf: ademas, la amistad de Calpuc será preciosa para tí. Cuando yo muera, que será muy pronto, busca primero á Calpuc, dile que ponga en libertad á Miguel Lopez; entrega despues su hija á ese hombre; no te pregunto cómo te has apoderado de esa mujer, ni dónde has estado oculto durante quince dias. Te he vuelto á ver y esto me basta: creo ademas en tu honor y en tu virtud. Recuerda bien: véngame y véngate de ese capitan infame, procura la amistad de Calpuc, y el amor de su hija, y en cuanto á lo demás, lo que como padre debo aconsejar al emir de un pueblo que lucha, y que lucha con tan justa causa como el nuestro, escrito está en estos pergaminos: ellos guardan mi voluntad. Espero que la cumplas. Es lo que conviene á nuestra patria, que tiene derecho á exigirnos toda clase de sacrificios. Grava bien en tu memoria las últimas palabras que voy á decirte: un rey debe sacrificarlo todo por su pueblo: su corazon, su felicidad doméstica, su vida, y si es preciso Yaye... hasta su honor.

Yuzuf entregó el rollo de pergaminos á Yaye que se habia arrodillado para escuchar las últimas palabras de su padre: este tendió las manos sobre él y le bendijo.

Aquella noche Yuzuf, el valiente, el magnifico, el vencedor, como le llamaban los monfíes, murió, y Yaye fue proclamado de nuevo emir de las Alpujarras.

Capítulo XXVI. Procedimientos judiciales.

El dia siguiente al de la malograda tentativa de los moriscos, no se hablaba en Granada de otra cosa que del peligro en que habia estado la ciudad; decíanse los nombres de los que habian sido presos, de los que probablemente serian ahorcados y de las precauciones que habia tomado el capitan general para que no volviese á reproducirse el peligro en que, durante algunas horas, habia estado Granada.

Decíase, ademas, que la justicia se habia apoderado del cadáver de un capitan de infantería española, que habia sido encontrado muerto á estocadas en su propia casa y de la persona viva del que le habia matado. Añadian que don Diego de Córdoba y de Válor, andaba envuelto en aquella causa, que su hermano don Fernando, su esposa doña Elvira, y su hermana doña Isabel habian desaparecido, y por último, que de la casa de don Diego de Válor no habian quedado en la calle del Agua mas que escombros denegridos.

Hablábase tambien con suma variedad de accidentes y en detalle, de cómo el duque de la Jarilla, poderoso señor que hacia muchos años estaba retirado de la córte, en la pequeña ciudad de Guadix, habia encontrado muerta á su hija, á quien habia perdido, encuentro que habia tenido lugar en ocasion de acudir el duque con sus escuderos al llamamiento que habia hecho el capitan general á los caballeros é hidalgos del reino contra los moriscos, y todas estas noticias se comentaban, se alteraban, y tenian en espectativa de los sucesos que podrian sobrevenir, á los curiosos y desocupados.

Pero nadie hablaba una sola palabra acerca de que el emir de los monfíes, con algunos de sus vasallos, se hubiese encontrado en Granada á la cabeza del alzamiento, y por otra parte, los moriscos que habian sido presos en las avenidas de la parte baja de la ciudad, eran gente vulgar, que solo conocian aisladamente á sus capitanes, y estos habian huido, poniéndose en salvo en las breñas de las Alpujarras, y haciéndose por necesidad monfíes. Nada resultaba, pues, en el proceso abierto por la Chancillería, bajo la presidencia del capitan general, ni contra Yaye, ni contra el Homaidi, ni contra ninguno de los xeques y capitanes que habian provocado y puéstose al frente de la rebelion.

El último mono se ahoga, dice un adagio vulgar, y esto cabalmente aconteció entonces: los instrumentos, los que nada sabian, los que por no saber nada habian quedado abandonados á si mismos y presos, pagaron la culpa de los otros, siendo ahorcados los unos, y sentenciados á galeras los otros. Vertido aquel chorro de sangre sobre la efervescencia revolucionaria de los moriscos, el capitan general y la Chancillería, opinaron que no era prudente extremar el rigor, y aunque habia muchos moriscos notoriamente sospechosos y contra los cuales podian haberse fulminado terribles procesos, se echó tierra al negocio, como se habia echado sobre los cadáveres de los ajusticiados, y no se volvió á hablar mas de ello.

Quedaba, sin embargo, un preso de consideracion, una cabeza ilustre, casi régia, sobre la que estaba levantada la espada de la justicia. Esta cabeza era la de don Diego de Córdoba y de Válor, contra el que obraba la terrible carta que habia presentado al capitan general Alvaro de Sedeño.

Pero don Diego gastó tan á tiempo y en tanta cantidad su dinero, sirviéndole de agente su buen amigo el marqués de la Guardia; era tan benévolo y compasivo el capitan general, que la carta presentada por el capitan Sedeño, pasó sin dificultad por falsa, y como no habia contra él otra prueba, como, por otra parte, el capitan Sedeño habia aparecido monfí y traidor por los papeles que se encontraron en su casa, túvose aquella carta por apócrifa, por un nuevo delito de Alvaro de Sedeño, sobreseyóse en la causa; pero con la condicion de que don Diego se confesase públicamente vasallo del emperador, fiel, leal y dispuesto á verter toda su sangre en su servicio, asi como ardiente cristiano, católico, apostólico romano. Del mismo modo se levantó mano respecto á su hermano don Fernando, á quien, mediante la misma confesion, se permitió volver á vivir libremente en Granada.

Se nos olvidaba decir que habia contribuido en gran manera á esculpar á don Diego, la circunstancia de haber incendiado y saqueado su casa los moriscos la misma noche del alzamiento, circunstancia en que insistieron con gran ahinco los letrados defensores.

Don Diego, pues, hubiera sido puesto inmediatamente en libertad, á no ser porque, durante el tiempo de su prision, habia caido sobre él una acusacion terrible: la de asesinato contra su cuñado Miguel Lopez.

Esta acusacion habia provenido de Calpuc, ó mejor dicho, la conciencia de Calpuc habia sido la causa ocasional de aquella acusacion.

En el momento en que Calpuc se vió preso y encerrado, imposibilitado por lo tanto de ir á cuidar, como se habia propuesto, de Miguel Lopez, contando con su libertad, pensó en que, á pesar del dolor en que le habia sumergido la muerte de su esposa y la pérdida de su hija, él, que no habia cometido durante su vida ninguna infamia, no debia cometerla en el momento en que de una manera tan dura le oprimia la mano de la desgracia; pensó tambien que necesitaba toda la proteccion de Dios, primero para alcanzar su libertad, despues para encontrar á su hija, y que, para que Dios le protegiese, debia obrar como bueno: asi, pues, pidió con insistencia que le tomaran declaracion para hacer una revelacion importante, y creyendo el capitan general y la Chancillería que esta revelacion seria referente á la rebeldia de los moriscos, se apresuraron á enviar un alcalde de casa y córte, acompañado de un escribano, al calabozo de Calpuc.

Este declaró que estaba en su poder Miguel Lopez, refirió las circunstancias por medio de las cuales el morisco habia dado en sus manos, cuando le salvó de los monfíes, y dió tales y tales señales del lugar en donde Miguel Lopez se encontraba, que parecia no podian equivocarse los que fuesen enviados en su busca; á pesar de esto, los emisarios enviados por la justicia, ó mal enterados ó torpes, no dieron con el subterráneo; volvieron; en atencion á lo grave del asunto, decretó la Chancillería, que el mismo Calpuc, bien asegurado y escoltado, fuese en demanda de Miguel Lopez, y al fin, y despues de tres dias desde la primera declaracion de Calpuc, y de cinco desde que se habia separado el megicano de Miguel Lopez, la justicia pudo penetrar en el subterráneo.

Entonces se vió una cosa horrible: junto á la puerta de hierro, entrando, en lo mas alto de la escalera, se encontró á Miguel Lopez muerto de hambre, mordiéndose un brazo, con el que sin duda el desventurado habia querido alimentarse, y reconocido el cadáver, se encontraron sobre su pecho seis heridas profundas que empezaban á cicatrizarse.

Reconocido el subterráneo, se encontró un lecho revuelto, y sobre una mesa, junto á una lámpara apagada y exhausta, un papel escrito con letra gorda y ruda en que se leia:

«He cometido grandes crímenes, y la mano de Dios me castiga: muero aquí en este calabozo mal herido, y de hambre: hace tres dias que el hombre que me salvó de los monfíes, que me trajo aquí y que me curó, salvándome del rigor de mis heridas, no ha vuelto. Debe haber sucedido alguna desgracia á ese hombre cuando no ha venido á cuidar de mí. Si no vuelve pronto conozco que no tardaré en morir y quiero dejar á la suerte mi venganza. El hombre que me ha traido aquí y que me ha cuidado, es inocente de mi muerte, y debo confesar, porque mi conciencia me lo manda, que él me salvó del puñal de los monfíes. Mi asesino es don Diego de Córdoba y de Válor á quien mi muerte importaba. Que á nadie mas que á don Diego se haga cargo de mi muerte, si por un milagro de Dios, cae este papel en manos de la justicia. Pido asimismo perdon á doña Isabel de Córdoba y de Válor por el mal que he podido causarla, obligando á su hermano don Diego á que la casase conmigo, y como enmienda de mi delito la dejo por heredera de todos mis bienes. Rogad á Dios por mí para que me perdone. En las entrañas de la tierra, no sé qué dia ni qué hora.—Miguel Lopez.»

Siguió la justicia en el reconocimiento de aquel lugar y encontró en el arcon negro, libros de devocion, y un papel autorizado por los religiosos dominicos fray Luis de Saavedra y Diego de Rojas, cuyo contenido era la abjuracion de la idolatría y su conversion al cristianismo de Calpuc, rey del desierto mejicano. Halláronse ademas algunas ricas ropas, y en un rincon del arca, como un centenar de doblones de oro.

Recogió todo esto la justicia, incluso el cadáver de Miguel Lopez, se volvió con el vivo y con el muerto á Granada, encerró de nuevo al primero, enterró al segundo, despues de haber hecho constar su identidad por medio de sus parientes y conocidos, y guardó, para unirlos al proceso de Calpuc, los dos papeles hallados en el subterráneo.

Aquellos dos papeles favorecian en sumo grado á Calpuc; pero la justicia es muy suspicaz y no dándose por satisfecha con ellos de la inocencia del mejicano, hasta que la autenticidad de aquellos papeles fuese comprobada, le hizo cargo de la muerte de Miguel Lopez.

Calpuc apeló á otra prueba: á la carta que Miguel Lopez le habia entregado para su esposa doña Isabel, en que se acusaba de aquel asesinato á don Diego, y á la sortija que en aquella carta mandaba Miguel Lopez á doña Isabel entregase á Calpuc.

Pero doña Isabel estaba ausente y no se sabia donde paraba: enviaronse requisitorias á las Alpujarras y al fin doña Isabel fue encontrada en Mecina de Bombaron por los sabuesos de la justicia, y hecho registro repentino en su casa, se la encontró, entre algunas cartas de amores de un tal Juan de Andrade, la carta de Miguel Lopez, citada por Calpuc.

Compulsada aquella carta con documentos indubitables, escritos y firmados por Miguel Lopez, los peritos nombrados declararon por unanimidad, que aquella carta era de puño y letra del difunto y por lo tanto legítima.

La acusacion, pues, del asesinato de Miguel Lopez recayó sobre don Diego de Córdoba y de Válor, en el momento en que iba á ser puesto en libertad, absuelto de la otra causa de traicion contra Dios y contra el rey.

Preguntados los lacayos que acompañaron á don Diego en su viaje con Miguel Lopez á las Alpujarras, declararon que nada sabian; pero puesto á la prueba del tormento uno de ellos, declaró que habia llevado una carta á un ventero de las Alpujarras cerca de Orgiva, que por indicios habia sospechado que se tramaba algo contra Miguel Lopez, y que solo don Diego era á su parecer el que habia andado en aquel asunto.

Reconocida, por declaracion de Calpuc, la rambla de los Gamos, se encontraron los siete monfíes ahorcados de la encina, muertos y medio deborados por las aves carnívoras, y pendiente del cuello de cada uno de ellos un pergamino con la sentencia del emir de los monfíes escrito en árabe, como asesinos de Miguel Lopez, y una bolsa con veinte y cinco doblones de oro. Los monfíes, temiendo la justicia del emir, habian respetado aquellas bolsas; pero la justicia castellana las recogió como cuerpos de delito, y apesar del estado en que se encontraban los monfíes, los descolgó de la encina y los llevó á la plaza de Orgiva para ver si alguno los reconocia: en uno de ellos, cuyo rostro estaba mas conservado que el de los otros, algunos de los vecinos del pueblo reconocieron al ventero del camino de Granada, que cabalmente habia desaparecido algunos dias antes.

Esto parecia bastante para esculpar de todo punto á Calpuc; pero la justicia le hizo cargo de haber detenido al herido en su poder.

Calpuc contestó que el estado del herido le habia obligado á no llevarle á ninguna poblacion, por estar todas mas distante que su asilo, y de no haber dado parte á la justicia por no haber podido separarse de él.

Mediaron algunos cientos de doblones ofrecidos discretamente á la justicia, y se absolvió á Calpuc de la acusacion del asesinato de Miguel Lopez, recayendo todo el peso de este en don Diego de Válor.

Pero como este permaneciese negativo, y por ser hidalgo no pudiese sujetársele al tormento, la Chancillería encontró que, si bien no habia pruebas bastantes para ahorcarle, habia las bastantes para sentenciarle á galeras.

Don Diego fue, pues, degradado, privado de su oficio de regidor perpetuo de la ciudad de Granada, confiscados sus bienes, y condenado por diez años á las galeras de su magestad.

«Pero, añadia la sentencia: en atencion á que el padre y el abuelo del don Diego, sirvieron buena y fielmente los años pasados á los señores reyes católicos y á la señora reina doña Juana, manda la sala, que si doña Elvira de Céspedes, esposa del dicho don Diego, diere á luz un hijo dentro de los nueve meses posteriores á esta sentencia, no recaiga sobre el dicho hijo la infamia de su padre, que herede sus bienes, y si fuese varon, el oficio de regidor perpetuo de la ciudad de Granada, de que estaba en posesion el don Diego.»

Esta sentencia estaba fechada en el mes de setiembre del 1546.

El dia 15 de marzo de 1547, doña Elvira de Céspedes, dió á luz un hijo, que se llamó don Fernando de Válor, y heredó los bienes y el regimiento de su padre con arreglo á la anterior sentencia.

Don Diego de Válor no quiso publicar su deshonra y dejó que heredase su nombre y sus bienes un hijo que no era suyo.

Porque es de advertir que, segun la fecha del nacimiento de don Fernando, debió ser concebido por su madre, durante la ausencia de don Diego y su permanencia en el alcázar del emir de los monfíes.

Cuando Yaye—ebn—Al—Hhamar supo, por una amenazadora carta de doña Elvira, este nacimiento, se estremeció, porque no podia dudar, ni aun por asomo, de que don Fernando de Válor era hijo suyo.

Quince dias después, Yaye recibió otra carta: era de doña Isabel de Válor: antes de leerla le llenó de alegría y despues de leerla de espanto.

Aquella carta tenia sobre sí muchas lágrimas.

«Señor Juan de Andrade, decia: perdonadme si os nombro con el apellido con que os dísteis á conocer de mí: perdonadme tambien si os escribo, porque... á mas de que la crueldad con que me tratásteis la noche que me salvásteis del incendio de la casa de mi hermano para perderme, me obligaria siempre á guardar con vos un silencio provocado por vos mismo, sé que os habeis casado. Dios os haga feliz con vuestra compañera. Pero un sagrado deber me obliga á escribiros. Vuestro delito ha dado resultados funestos. Acabo de dar á luz un hijo... un hijo á quien han bautizado con el nombre de Diego Lopez, con el nombre de un hombre que no es su padre... ¿lo comprendeis bien? porque ese desdichado es vuestro hijo... un dolor y un placer que Dios me envia á un tiempo... porque no pudiéndoos amar, os amaré en él. Pero al mismo tiempo me ha dado Dios con él el remordimiento... de un adulterio, que he cometido al dejar que vuestro hijo herede el nombre y la hacienda de quien no es su padre. Yo he debido decir á voces para que todos me oyeran: ese hijo no es hijo de quien creeis; os engañais... es hijo de otro: Miguel Lopez solo ha tocado mi mano derecha para desposarse conmigo... pero no he tenido valor de decir al mundo: he renegado de mi virtud, he sido adúltera, porque el mundo juzga por las apariencias, he manchado la casta memoria de mi buena madre... no, no he tenido valor para envilecerme delante del mundo, y sobre todo, para envilecer á nuestro hijo, que es inocente. Yo tambien lo soy; bien lo sabeis. Yo soy tan pura ahora como antes de conoceros. Pero nadie me creeria si lo dijese. Vos solo podeis creerme, y me creeis, porque no podeis dudar de mí. Sin embargo, yo no os escribiria, si al dar el primer beso á mi hijo no me hubiese asaltado un terror supersticioso... me ha parecido ver en su frente pura una mancha de sangre; he creido adivinar que esa sangre era vuestra; que un dia vuestro hijo levantaria su mano armada de muerte sobre vos... ¡Oh! me he estremecido; mi corazon se ha helado y en el primer momento ni aun he tenido fuerzas para rogar á Dios. ¡Oh! ¡si un dia vos, emir de los monfíes, os vierais frente á frente con un hijo de los Válor, con un hombre que puede creerse con derecho á la corona de Granada! Quemad, quemad esta carta, señor, despues de que la hayais leido. Comprended los motivos que tengo para advertiros de que Diego Lopez Aben—Aboo es vuestro hijo... por lo demás, yo no os maldigo... yo os amo... os amo con toda mi alma... pero, entendedlo bien... jamás seré vuestra... jamás; aunque enviudárais, aunque desfalleciéseis de amor y de deseo á mis piés, nunca consentiria en ser vuestra. Dios y nuestro deber nos separan. Vos sois casado; yo he muerto ya para todo, para todo, menos para nuestro hijo. Vos sois poderoso, señor; protegedle, protegedle y evitad con cuantas fuerzas podais, los nuevos crímenes que pudieran resultar del crímen que cometísteis contra mi.—Mesina de Bombaron á 31 de marzo de 1547.—Doña Isabel de Córdoba y de Válor.

Yaye sintió que su corazon se rompia al leer esta carta: conoció que su amor, su alma entera pertenecian á Isabel; al saber que doña Elvira de Céspedes habia dado á luz un hijo, se habia irritado, habia acusado de injusto al cielo, habia blasfemado. Pero al saber que doña Isabel era madre, su corazon se quemó de una manera horriblemente dolorosa en un nuevo amor, en un amor que llenaba su ser, pero que le llenaba torturándole: en un amor que era al mismo tiempo para él un remordimiento agudo y cortante como la hoja de una espada. Comprendió cuánto decia para él la acusadora carta de doña Isabel, en la frase de aquella carta en que doña Isabel juraba que aunque muriera de amor á sus piés no seria suya, comprendió que doña Isabel estaba segura de su amor, que creia en él como creia en Dios, que sabia que ella era su paraiso perdido, que estaba escrito que un dia Yaye romperia por todo é iria á mostrarla el volcan de aquel amor. Y esta certeza de ser amado, de ser comprendido, era para Yaye un abismo lleno del fuego del infierno colocado entre él y doña Isabel.

Y entonces volvió con desesperacion la vista á su pasado de un año: vió en aquel pasado la felicidad que habia arrojado de sí con desprecio; recordó con el alma llena de amargas lágrimas, aquella noche que tan duramente rechazó por fanatismo, por ambicion el amor de Isabel: miró á su presente y vió junto á sí una víctima: doña Estrella de Cárdenas, duquesa de la Jarilla, su esposa, que le amaba con toda su alma, y con quien se habia casado sin amarla, por ambicion.

Yaye cerró los ojos á tanta desgracia, hizo un violento esfuerzo sobre sí mismo, lanzó una carcajada de loco y exclamó:

—La felicidad ha muerto para mí; pero me queda la embriaguez de la grandeza; lucharé, venceré, conquistaré un imperio, y ahogaré mis dolores, en el mar de mi gloria.

Luego con los ojos escandencidos y el corazon inerte, guardó la carta de doña Isabel, junto á la que le habia escrito doña Elvira de Céspedes, manifestándole que don Fernando de Válor era su hijo.

Acaso Yaye hubiera hecho bien en quemar aquellas dos cartas como se lo encargaban doña Isabel y doña Elvira.

Capítulo XXVII. De cómo fué el casamiento de Yaye.

Hemos dicho al final del capitulo anterior que Yaye se habia casado con doña Estrella de Cárdenas, duquesa de la Jarilla.

Para demostrar la causa de la nueva situacion en que se encontraban estos dos importantes personajes de nuestra historia, nos vemos obligados, muy á pesar nuestro, á meternos de nuevo en el árido terreno de las investigaciones judiciales.

De buena gana saldriamos del paso diciendo que mediante pruebas bastantes, don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla, habia reconocido por su nieta á Estrella... pero no nos atrevemos á ello, temerosos de que algun lector nos acuse de haberle defraudado de las minuciosidades del reconocimiento. Abordamos, pues, el fárrago á que nos condena en esta ocasion nuestro oficio y empezamos.

Estaba en su casa don Gabriel Coloma, marqués de la Guardia, acabando de dejarse enhevillar su coselete por su escudero, el mismo dia en que entró en Granada el duque de la Jarilla, y se preparaba á montar á caballo para ponerse á las órdenes del capitan general como buen vasallo de su magestad, cuando entró por las puertas de la cámara un hombre lloroso, pálido, asustado, en quien reconoció al escudero de uno de sus mejores amigos.

—¿Qué os sucede, señor Gabriel Saez? le dijo el marqués.

—¿Qué me ha de suceder, triste de mí, contestó el preguntado, sino que mi amo está entre la vida y la muerte?

—¡Diablo! exclamó el marqués, poniéndose serio, ¿que el duque está en peligro de muerte? ¿y donde?

—Aquí, en el Albaicin, en una casa junto á San Gregorio el Alto.

—Pues perdonen el capitan general y su magestad, y suceda lo que quiera, dijo el marqués deshevillándose por si mismo el coselete y arrojándole; vamos á ver á vuestro amo. ¿Habeis venido á caballo, señor Gabriel Saez?

—Si señor.

—Pues adelante.

Y sin decir mas palabra, salió, seguido de Saez, bajó al patio, montó en un caballo que le tenian preparado, montó en su mula Saez, y saliendo de la casa, llegaron en muy poco espacio á la en que, después de su accidente, habia sido recogido el duque de la Jarilla, y delante de su lecho.

Habia vuelto en sí el duque; pero se encontraba en un estado deplorable, y hasta tal punto, que los médicos habian prohibido que se le hablase, ni se le excitase.

Pero no sabian los médicos que tenian que luchar con un carácter de hierro, hasta que, para no excitarle mas, se vieron obligados á permitir que el enfermo hiciese lo que quisiese.

Por resultado de esto, Saez fué á llamar al marqués de la Guardia, y este se encontró delante de su viejo amigo.

—¡He encontrado á mi hija! exclamó con precipitacion el duque, en cuanto vió al marqués y antes de que este pudiese hablar una palabra.

—¡A vuestra hija! ¿á la que os robaron hace tantos años los indios mejicanos?

—¡Sí, sí! ¡la he encontrado! exclamó creciendo en su anhelo el duque.

—¡Pues me alegro, vive Dios! ¡me alegro! exclamó el marqués.

—¡Pero la he encontrado muerta! ¡muerta!

Y el anciano rompió á llorar.

El marqués se mordió la lengua.

—¡Ira de Dios! dijo, ¡y yo que me habia alegrado!

—¡Muerta! repitió con desesperacion el duque. ¿Comprendeis, lo que es para un padre encontrarse muerta una hija á quien he llorado por espacio de veinte y dos años: ¡muerta y miserable!

—¿Pero cómo ha sido eso señor? exclamó el marqués que estaba atortolado é incómodo por aquel duelo que se le habia venido encima, á él, que era el hombre mas alegre del mundo y que mas aborrecia los llantos y los gemidos.

—Cuéntaselo tú, Gabriel, dijo el duque, tú que no eres su padre y recordarás mejor.

El escudero contó al marqués circunstanciadamente su encuentro imprevisto con el cadáver de doña Inés, la conversacion con el alguacil Picote, y el accidente de su señor.

—Con que resulta, dijo el marqués, que teneis una nieta, don Juan.

—Sí; sí señor; que tengo una nieta, y que esa nieta se ha perdido.

—¿Pero no está preso el hombre que mató al capitan Sedeño?

—Si, si por cierto.

—Pues bien, dijo el marqués, por el hilo se saca el ovillo, y ya que la muerte de vuestra hija no tiene remedio, procurad vivir para vuestra nieta.

—Es necesario que mi nieta parezca, dijo el duque.

—Si, es preciso, repitió maquinalmente el marqués.

—Y os he llamado para que la busqueis, don Gabriel.

—¿Para que yo busque á vuestra nieta?

—Si por cierto. ¿No veis que yo estoy sujeto en este lecho de maldicion?

El marqués de la Guardia meditó que tenia un pretexto para escapar de aquella situacion que le fastidiaba y se apresuró á decir:

—Habeis hecho bien en acordaros de mí, don Juan, y en el momento voy á hacer las primeras diligencias. ¿No decís que ese alguacil con quien hablásteis, vive en la Caldereria y que se llama Picote?

—Si señor, contestó Saez.

—Pues bien, voy al momento á ver al alguacil. Reposad vos entre tanto y sed dócil á lo que os ordenen los médicos. El alguacil Picote... en la Caldereria... adios, don Juan, hasta la vista.

Y escapó, montó á caballo y se alejó á buen paso, burlando á Saez que queria darle algunas instrucciones.

—¡Ira de Dios! exclamó el marqués: ¡pues échese vuesamerced á buscar niñas perdidas! ¡encárguese de un negocio en que habrá pleito y ruido! porque los parientes del duque no se han de dejar arrancar la herencia! ¡Bah! que se componga allá como pueda mi viejo amigo: por hoy tengo pretexto con la jarana que se prepara; despues... despues... don Juan se muere dentro de veinticuatro horas, sino le queman antes los moriscos, y asunto concluido.

De repente, un pensamiento como suyo vino á hacer variar de resolucion al marqués.

—¡Diablo! dijo: ¿y si la niña perdida fuera una buena moza?

Este pensamiento bastó para que el marqués hiciese variar de direccion á su caballo y se pusiese en demanda de la Calderería y del alguacil Picote.

Llegó, y como todo el mundo conocia en la vecindad al tal ministro, el marqués se encontró en un zaquizami, delante de una robusta moza como de veinte y seis años, á quien por todo saludo tomó la cara. Esto demostraba que la esposa de Picote estaba sola, y que era mujer de buen empaque.

A las pocas palabras el marqués se entabló en la casa y obtuvo una doble cita; una para el marido y otra para la mujer.

Al salir el marqués se atusó el vigote, montó á caballo y se alejó murmurando.

—Pues señor, los principios de mi aventura no son malos: yo no conocia á la mujer de ese alguacil, y es una moza completa la mujer del tal Picote.

En seguida el marqués fué á presentarse al capitan general.

Al dia siguiente Granada estaba tranquila, y el marqués pudo dar algunas esperanzas á su amigo y seguir en sus investigaciones.

Entre tanto la justicia, á instancias del duque de la Jarilla, habia careado á Calpuc con el cadáver de su esposa; se habian comprobado el rizo negro y el pedazo de sábana; el mejicano habia declarado que aquel cadáver era el de su esposa; que tenia una hija llamada doña Estrella; que era cristiano, como eran cristianas su esposa y su hija; refirió, en fin, su historia entera: presentó como comprobantes su partida de desposorio, y la partida de bautismo de su hija, y citó el acto de su retractacion de la idolatría, que se habia encontrado en el subterráneo de las Alpujarras, autorizados los tres documentos por las venerables firmas de los dos religiosos dominicos, fray Luis de Saavedra y fray Diego de Rojas: declaró asimismo que al venir á Europa y á España, habia dado libertad á los dos religiosos: que uno estaba en la casa de su órden de Salamanca, y el otro en la de Avila.

Llamaron á los dos religiosos, que por fortuna vivian, y estos decidieron la cuestion declararon unánimemente, que Calpuc era rey del desierto mejícano, que en sus mismos dominios habia profesado, aunque secretamente, la religion católica; que se habia casado con la dama cuyo retrato despues de muerta se les presentaba; que siempre habian oido decir á aquella dama, que era hija del adelantado de la frontera del desierto, duque de la Jarilla; que tenian los esposos una hija llamada doña Estrella, muy semejante á su madre, y por último, que el capitan de infanteria Alvaro de Sedeño, cuyo retrato, aunque de su cadáver, reconocian, las habia arrebatado á Calpuc diez años antes.

Hemos hablado de los retratos de los dos cadáveres: estos se habian mandado hacer por la Chancilleria, por no encontrarse medio para conservar los cadáveres durante una tan larga probanza. Aquellos dos retratos, pues, eran dos testimonios pintados, legalizados en forma.

Los herederos del duque habian interpuesto su accion pretendiendo probar que aquel cadáver no era el de doña Inés de Cárdenas; pero tales fueron las pruebas y los doblones del duque y de Calpuc, que la verdad resplandeció á despecho de los herederos que temian, no por doña Inés, que no podia heredar, sino por aquella hija de doña Inés, que podia parecer de un momento á otro.

En cuanto á Calpuc, libre de la acusacion del asesinato de Miguel Lopez, no resultando contra él ninguna prueba de traicion al rey, y teniendo en su abono su conversion y sus desgracias, la Chancilleria opinó que la muerte que habia dado al capitan Sedeño, merecia en gran parte disculpa, y, mediando el indulto del emperador por ciertos extremos que necesitaba indulto, fué puesto en libertad, como asimismo el platero Franz, contra el cual no resultaba mas cargo que haber acogido á Calpuc.

Además de esto, el duque de la Jarilla se habia restablecido un tanto, aunque envejeciendo diez años, y todo iba bien, menos el asunto de que se habia encargado el marqués de la Guardia: esto es, el encuentro de Estrella.

En vano el alguacil Picote, de cuya casa con lo mejor que contenia, esto es, su mujer, se habia apoderado el marqués, revolvió, y fué y vino por sí mismo y por medio de sus compañeros. Eran pasados dos meses desde la muerte de doña Inés, y su hija Estrella no parecia.

La jóven, que habia venido á ser la cuarta estrella de la casa en que vivia, y la mas hermosa (nosotros tenemos los retratos de las otras tres estrellas en nuestra carpeta), doña Estrella decimos, vivia triste y creyéndose abandonada por Yaye, aunque asistida como una reina por Harum.

Desde la noche en que Yaye se habia separado de ella, no le habia vuelto á ver ni recibido noticias suyas. Esto consistia en que Yaye, por razon de la muerte de su padre, habia entrado de lleno en la posesion de su alta dignidad de emir, y en que necesitaba, no solo darse á conocer como valiente á sus monfíes, sino tambien vengar en los cristianos de las Alpujarras la muerte de Yuzuf.

Durante aquellos dos meses, incendió, saqueó y ensangrentó algunas villas con gran contento y aplauso de los monfíes, que vieron que Yuzuf habia sido dignamente reemplazado por su hijo, y en todo este tiempo Yaye no se cuidó de otra cosa, ni envió noticias suyas á Harum, ni se las pidió de Estrella.

Esta, por orgullo, no preguntaba por Yaye: Harum, que miraba con un profundo respeto á la jóven, como á todo lo que provenia del emir, tampoco la hablaba sino cuando ella le dirigia la palabra, obedeciendola, de una manera ciega.

Durante algunos dias, la enamorada jóven lo esperó todo de Yaye; pero pasó una semana y otra y un mes, y Yaye no parecia. Entonces Estrella se decidió á obrar por si misma; á provocar un conocimiento extraño, por medio del cual pudiese ponerse en contacto con su abuelo el duque de la Jarilla.

Mandó á Harum que la procurase ropas de calle, un libro de devociones y un manto. Harum le procuró todas estas cosas. Cuando Estrella las tuvo, le dijo que queria ir todos los dias á misa á la parroquia mas próxima.

Harum, aunque con repugnancia, acompañó desde entonces á misa todos los dias por la mañana á Estrella, llevándola á la iglesia de San Gregorio el Alto.

Durante ocho dias, Estrella que habia contado con su juventud y su hermosura para procurarse un noble conocimiento que la sirviese para dar con su abuelo, notó que á la iglesia de San Gregorio, la mas alta y lejana del Albaicin, solo concurrian pobres gentes y toscos trabajadores, que se asombraban de ver todos los dias á una dama tan hermosa, en aquella iglesia donde no acostumbraban á ir damas.

Estrella pidió á Harum que la llevase á una iglesia mas concurrida. Harum, por mas que le disgustase este afan de dejarse ver, en una dama por la cual podia interesarse su señor, aunque solo le habia mandado que la obedeciera como si fuera su hermana, la llevó á la colegiata del Salvador; pero aunque en aquellos tiempos era la tal iglesia muy concurrida, iba á ella la jóven demasiado temprano para encontrar en ella gente noble. Entonces preguntó á Harum á que hora concurria á la iglesia la gente principal. Harum la contestó un tanto contrariado, que á la misa de hora.

—Pues, bien, dijo Estrella; quiero ir á la misa de hora.

—Para ello será necesario que vayais mejor prendida, en litera, y con noble servidumbre, observó Harum.

—Pues bien; comprad lo que fuere menester.

Harum procuró á Estrella nobles y ricos trages y una litera de córte y la hizo acompañar por sus monfíes disfrazados de pajes, que la llevaban el cogin y la silla: no bastando para estos gastos el dinero que le habia dejado Yaye, Harum se vió obligado á empeñar sus mejores prendas. Pero Estrella fue vista y admirada el domingo inmediato por la gente mas noble de Granada.

Sin embargo, durante tres dias de fiesta, aunque la miraron con codicia muchos hidalgos jóvenes y viejos, y aunque Estrella, que ansiaba tener un instrumento de quien valerse, no fuese muy esquiva de semblante, ninguno, al verla tan bien acompañada y por un hombre tan cegijunto como Harum, se atrevió á seguirla ni á ponerse en conquista. Pero la fama de la hermosa desconocida cundió entre lo que podia llamarse entonces buena sociedad, por boca de damas y galanes, y llegó á oidos del marqués de la Guardia.

Don Gabriel jamás dejaba de acudir allí donde se presentaba un nuevo sol entre los soles conocidos, y tanto oyó ponderar la belleza y el boato de la incógnita, que al primer dia de fiesta, se aliñó, se tiñó las canas, se puso sus mejores prendas, y antes de la misa de hora fué á plantarse junto á la pila del agua bendita en la iglesia del Salvador.

Ya estaba cansado el marqués de ofrecer agua á todas las damas conocidas suyas, jóvenes y viejas, que iban entrando sucesivamente, cuando se presentó Estrella.

Al ver el marqués á una jóven tan hermosa, tan bien prendida, tan noblemente acompañada, y á quien no conocia, dijo para sí:

—Esta debe ser la famosa incógnita.

Y sumergiendo dos dedos de su mano diestra en la pila, adelantó gentilmente hácia Estrella, la saludó con una sonrisa tal y tan noble como quien á ellas estaba acostumbrado, y la ofreció el agua bendita. Estrella la tomó con suma gracia y pasó sonriendo levemente al marqués, y desplomando sobre sus ojos una mirada, que á poco mas hace un destrozo en el corazon de don Gabriel.

—Decididamente, dijo este, cuando se hubo repuesto: es la mujer mas hermosa que he visto en toda mi vida.

El marqués no oyó misa, ni vió otra cosa que á Estrella que se habia arrodillado junto al presbiterio. La jóven, como sabemos, tenia interés en hacerse con un instrumento, y tales fueron sus frecuentes y al parecer impresionadas miradas al marqués, que este acabó de volverse loco.

Cuando salieron, don Gabriel siguió á Estrella á pesar de Harum, que de tiempo en tiempo le miraba fosco, como un mastin que olfatea al lobo.

Don Gabriel supo donde vivia Estrella, pero supo tambien que su casa no tenia resquicio ni respiradero.

Rondó, fué y vino durante tres dias; pero siempre vió la casa cerrada y muda. El cuarto dia era de fiesta. Don Gabriel fué á la misa de hora provisto de un billete en que declaraba su amor á Estrella, y la suplicaba que, si la era posible, fuese al dia siguiente á las ocho á misa á la misma iglesia, para darle la sentencia de vida ó muerte.

Cuando Estrella entró, don Gabriel, al ofrecerla el agua bendita, la deslizó en la mano el billete. Estrella le tomó recatadamente; pero no se sonrió, ni miró al marqués durante la misa, manteniéndose grave y seria. El marqués se desesperó creyendo que habia errado el golpe por precipitacion y se abstuvo de seguirla cuando salió.

Sin embargo, al dia siguiente, entre temor y esperanza, fué antes de las ocho á la iglesia del Salvador.

Poco después entró Estrella, seguida, como siempre, de los dos pajes y del receloso Harum. El marqués adelantó hácia ella trémulo y pálido, y al tomar Estrella el agua bendita, dejó en su mano un pequeño billete.

Jamás pareció mas larga una misa á don Gabriel; concluyóse al fin; doña Estrella pasó junto á él, le saludó y desapareció. El marqués abrió con ansia en el mismo vestíbulo del templo el billete y vió que contenia lo siguiente:

«Señor marqués de la Guardia: os contestaré al billete que me entregásteis ayer, cuando tenga algo que agradeceros, y para que eso pueda suceder, voy á presentaros la ocasion de servirme. Necesito que don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla, mi abuelo...

Al llegar á esta frase don Gabriel, lanzó un grito de alegría, arrugó el billete y le besó frenético; luego le desarrugó lentamente con placer, con el alma inundada de delicia y prosiguió la lectura.

»... Necesito que don Juan de Cárdenas, mi abuelo, sepa que tiene una nieta, que esta nieta está sola en el mundo, que tiene medios para probarle su parentesco y que necesita su noble y paternal amparo. Buscad al duque, mi abuelo, y decidle dónde vivo. Cuando el duque me haya reconocido, entonces, señor marqués, veré lo que debo contestar á vuestra peticion, y se aclarará para vos el misterio de este encargo que os hago, contando con que, como noble, me servireis.—Doña Estrella de Cárdenas.»

El primer impulso de don Gabriel fue correr á casa del duque y mostrarle el billete; pero meditó que el duque sabia que era casado, y su paso se hizo mas lento, reprimido por su meditacion.

—Pues bien, dijo el marqués, no hay necesidad de mostrarle el billete; le diré que he encontrado á su nieta, y si me pregunta el cómo, inventaré una mentira cualquiera. Vamos á casa del duque. Es necesario que doña Estrella me esté agradecida, y ademas, tenia picado mi amor propio por no haber podido dar con ella. ¡Ya se ve! ¿ Quién habia de figurarse?... Decididamente soy un hombre de suerte.

Al mediar aquel mismo dia, Harum se encontró sériamente sorprendido, al ver que llamaba á la puerta de su casa la justicia.

Eran un alcalde de casa y córte, un escribano y cuatro alguaciles, á los cuales acompañaban el duque de la Jarilla y el marqués de la Guardia, con algunos criados armados.

—¿Cómo os llamáis? dijo severamente el alcalde á Harum.

—Pedro de Xeniz, contestó Harum con entereza.

—¿Quién vive en vuestra casa?

—Una dama que se llama doña Estrella y...

—Basta, dijo el alcalde; en nombre del rey llevadnos á la presencia de esa señora.

Harum, cediendo á las circunstancias, introdujo al alcalde, al escribano, al duque de la Jarilla y al marqués de la Guardia, en una sala del piso bajo á donde estaba Estrella.

Al verla el duque, la reconoció: tan parecida era á su hija cuando tenia la misma edad, con la sola diferencia de que era morena y de que su semblante revelaba de una manera inequívoca el tipo indígena mejicano.

El duque se arrojó entre los brazos de Estrella.

—¡Sí! ¡sí! exclamó, cubriéndola de besos y lágrimas; ¡tú eres, si, la hija de mi pobre Inés, la hija de mi alma! ¡tú semblante lo está diciendo á voces! ¡sus mismos ojos, su misma frente, su misma pureza, y luego... el color de tu padre!... ¡Ah, Dios mio! ¡Dios mio!

Y el viejo, no pudiendo resistir mas á su emocion, cayó desfallecido entre los brazos de Estrella, que se vió precisada á sostenerle.

La jóven lloraba; todos estaban conmovidos: solo Harum se mostraba hosco y receloso.

El duque habia perdido el conocimiento.

—Es necesario concluir, dijo el marqués; vuestro abuelo, señora, no ha podido resistir á tanta felicidad. Concluid, señor alcalde, mientras yo voy á buscar dos literas.

El alcalde se dirigió á Estrella.

—¿Reconoceis por vuestro abuelo al señor duque de la Jarilla? dijo.

—Soy nieta del duque de la Jarilla, contestó Estrella, sin dejar de atender con una tierna solicitud al anciano.

—¿Sois casada? repuso el alcalde.

—No, señor; soy enteramente libre.

—¿Estais, pues, dispuesta á trasladaros á la casa de vuestro abuelo?

—Sí señor.

—¿Habeis estado por vuestra voluntad en esta casa?

—Sí señor; y solo tengo motivos de agradecimiento para con el honrado Pedro el Xeniz, y para con su señor. Ellos fueron los que me salvaron del infame Alvaro de Sedeño; ellos los que procuraron á mi madre una muerte tranquila.

—¿Conque vos no sois el dueño de esta casa? añadió el alcalde dirigiéndose á Harum.

—No señor.

—¿Quién es vuestro amo?

—El señor Juan de Andrade.

—¿Y dónde está?

—Ausente.

—Puesto que contra vos no hay ninguna queja, os encargo que aviseis á vuestro señor de lo que acontece y de que su presencia será muy necesaria en Granada para ciertas probanzas.

—Muy bien, señor.

—¿Habeis concluido ya, señor alcalde? dijo don Gabriel entrando en la estancia.

—De todo punto.

—¿De modo que podremos trasladar al señor duque y á doña Estrella á su casa?

—Sí señor.

—Esperad un momento, dijo Estrella.

Y se apartó á un lado con Harum, á quien habló en voz baja lo siguiente:

—Decid á vuestro señor, que me perdone por el paso que he dado sin su conocimiento; vos sabeis que durante un mes no he salido de esta casa; pero me importaba encontrar á mi familia. Decidle que me encontrará siempre en casa de mi abuelo; que no me moveré de Granada hasta que le vea y... añadidle, dijo Estrella cubierta de rubor y con los ojos arrasados en lágrimas, que no puedo vivir sin él.

—¡Ah, señora! ¡que Dios os haga feliz! contestó Harum.

Apenas habian salido de la casa Estrella, su abuelo, á quien la alegría habia puesto en un estado lamentable, el marqués de la Guardia, que iba formando castillos en el aire, y el alcalde y el escribano, que ajustaban in mente la suma de las costas de la diligencia que acababan de practicar, cuando Harum, irritado, hosco y mohino, sacó un caballo de las cuadras, montó en él y se fué á buscar al emir de los monfíes de las Alpujarras.

Estrella fue reconocida por su abuelo y por su padre: los dos religiosos dominicos declararon que era la misma doña Estrella que diez años antes habia sido arrebatada del desierto por el capitan Alonso de Sedeño; reconociéronse como buenas pruebas el retrato y el manuscrito que doña Inés habia dado á su hija antes de morir, y á despecho de los parientes del duque, doña Estrella fue declarada su nieta, y su heredera legítima.

El duque, que habia podido resistir al dolor de la pérdida de su hija, no pudo resistir á la alegría del encuentro de su nieta, y murió perdonando á Calpuc, y llamándole su hijo.

Doña Estrella le heredó y se encontró jóven, hermosa, libre, duquesa de la Jarilla, grande de España y riquísima por sus rentas y por el dinero que habia acumulado su abuelo durante su retiro.

Pasó un mes desde la muerte del duque y ninguna noticia tenia Estrella de Yaye.

El marqués de la Guardia entre tanto importunaba á la jóven con sus amores.

—Ya os he dicho, le contestaba, la duquesa, que antes de conoceros amaba á otro: ya os he dado todo lo que podia daros: mi agradecimiento.

El marqués, sin embargo, cada dia mas tenaz, insistia.

Estrella le demostraba su agradecimiento sufriendo sus importunidades.

El amor del marqués llegó á hacerse lúgubre: se creyó engañado y pensó en vengarse.

Estrella, triste por la ausencia de Yaye, enflaquecia y se ponia pálida.

Calpuc veia con inquietud el estado de su hija.

Al fin un dia y cuando el marqués, por la millonésima vez, hablaba á Estrella de su amor desesperado, un lacayo anunció á la puerta de la cámara al señor Juan de Andrade.

Estrella se puso pálida, tembló y lanzó un grito ahogado.

El marqués comprendió que habia aparecido el rival dichoso y se levantó irritado y letal, al mismo tiempo que Yaye entraba en la cámara.

La vista de la enérgica belleza y de la juventud de Yaye, irritaron al marqués que salió desesperado.

Al ver á Yaye, Estrella se levantó y corrió desalada á arrojarse en sus brazos.

No le dijo una sola palabra; pero reclinó la cabeza en su hombro y lloró de placer.

Yaye la llevó al sillon de donde se habia levantado.

—Mi buen Harum, dijo Yaye, me ha dicho que necesitabais verme: yo tambien necesitaba veros, y he venido.

—Sí, despues de cuatro horribles meses que han pasado desde que nos vimos por la última vez.

—Cuatro meses que he necesitado para darme á conocer dignamente á los míos y para vengar á mi padre.

—¿Vuestro padre ha muerto? dijo apareciendo Calpuc en una puerta de la cámara.

—¡Es mi padre! dijo Estrella.

—¡El rey del desierto! exclamó Yaye.

—Y vos el emir de los monfíes, dijo Calpuc.

Entrambos se estrecharon las manos.

—Mucho he debido á vuestro padre, dijo Calpuc; sin su proteccion hubiera muerto á manos de la justicia en Andarax. Pero lo que debo al padre lo pagaré al hijo.

—¿Me dareis lo que os pida?

—¡Sí!

—Meditad bien lo que prometeis.

—Aunque me pidieseis mi hija os la daria.

—Pues vuestra hija os pido.

—Tenedla por vuestra.

—¡Ah! exclamó Estrella, y se arrojó en los brazos de su padre.

El casamiento, bien á despecho del marqués de la Guardia, se hizo de allí á pocos dias.

¿Amaba Yaye á Estrella?

No: cuando mas estaba enamorado. Yaye era uno de esos hombres todo corazon, que solo aman una vez, y su amor pertenecia á doña Isabel de Córdoba y de Válor.

¿Y siendo esto asi, siendo doña Isabel viuda, porque no se habia casado con ella Yaye?

Su carácter, su orgullo, su ambicion desmedida y los pergaminos que al morir le habia dado su padre explicaran este misterio.

Veamos aquellos pergaminos.

«Ultima voluntad del emir Yuzuf Al—Hhamar.—A su hijo el emir Yaye—ebn—Al—Hhamar.

»Soy viejo y presiento la muerte que se acerca.

»Estoy preparado: que se cumpla la voluntad del Altísimo.

»Nada tendria que decirte, hijo mio, si acontecimientos imprevistos no hubieran echado por tierra mis proyectos.

»Isabel de Córdoba y de Válor se ha casado con un hombre oscuro. La muerte de su esposo la ha hecho libre. Pero el emir de los monfíes no puede casarse con una viuda, y mucho menos con la viuda de Miguel Lopez, de Sayd—Aboo, el infame y el renegado.

»Isabel era una doncella de sangre real, ennoblecida por los cristianos: Isabel era la esposa que te convenia.

»Pero el Altísimo en sus inescrutables decretos no ha permitido que sea tu esposa Isabel.

»Existe, sin embargo, al alcance de tu mano, una doncella de sangre real: sus ascendientes tuvieron un poderoso imperio al otro lado de los mares; el padre de esa doncella, el rey del desierto mejicano, vive entre nosotros: cualquiera de nuestros monfíes te llevará á él, solo con que le digas: necesito ver al cazador de la montaña.

»El te contará su historia. Salva á la madre y cásate con la hija.

»Este casamiento te producirá grandes riquezas, porque el rey del desierto es poderoso, y una noble posicion entre los cristianos, porque Estrella, la mujer con quien debes casarte, vendrá á ser un dia grande de España, por el derecho de su madre.

»Yo te he hecho educar de manera que puedas pasar por cristiano entre los cristianos: si logras hacerte amar por Estrella, puedes vivir en la córte del rey de España como uno de sus grandes.

»Es necesario tender por todas partes asechanzas al leon. Rodéale, espíale, gasta tus tesoros y los del rey del desierto, en suscitarle enemigos y dificultades... sacrifícalo todo por tu patria: tu corazon, tu honra como hombre, y si es necesario la honra de tu esposa y de tu hija.

»Un rey no se pertenece; es todo de su pueblo. Sacrifícate por tu pueblo, Yaye.

»Cásate con la hija del rey del desierto: sé una doble persona: el brazo vengador del Islam en la montaña; el enemigo encubierto, en la córte del tirano...»

El manuscrito seguia esplanándose en la explicacion de estas consideraciones: era un extenso memorandum, que Yuzuf legaba á su hijo; el plan detallado de una doble guerra al rey de España.

Yaye se casó con Estrella bajo el influjo de su ambicion.

Pero era tan hermosa la jóven, tan pura, estaba tan enamorada de Yaye, que contagió con su amor, cuanto podia contagiarle, al jóven emir.

Yaye hubiera acabado, al fin, por ser feliz hasta cierto punto con ella como marido, sino hubieran venido dos incidentes fatales á turbar su paz doméstica.

El primero fue la carta de doña Isabel de Válor que le noticiaba el nacimiento de su hijo.

El amor que Yaye sentia por doña Isabel y que solo estaba, por decirlo así, sobresanado, brotó con nuevo ímpetu, de una manera incostrastable, y á pesar del memorandum de su padre, se arrepintió de haber cedido á su ambicion, de haberla sacrificado su felicidad, de haberse casado, en fin, con Estrella, en vez de haber obligado con su amor á doña Isabel á que fuese su esposa. Estrella, la infeliz Estrella, obstáculo sensible de su union con doña Isabel, se le hizo odiosa.

Yaye, disimuló, sin embargo, y creyó que su disimulo bastaba para encubrir el desvio que experimentaba hácia su esposa: pero el alma de la mujer que ama, es muy delicada, sus ojos muy perspicaces. Estrella comprendió que no era amada, y lloró en silencio.

El otro incidente que acabó de destrozar el corazon de Yaye, provino del marqués de la Guardia.

Irritado este cada vez mas en sus tenaces amores por Estrella, llegó á ese punto fatal en que un enamorado en nada repara, en que todo lo arrostra por alcanzar la posesion de la mujer amada.

Irritaba mas su rabia el que la duquesa se hallaba en cinta en un período muy avanzado.

Entonces, desesperado ya, pensó en una venganza infernal.

El marqués, habiendo apurado todos los medios, apeló á la corrupcion de la servidumbre íntima de Estrella.

Pero no apeló al medio vulgar del dinero. Pensó en vengarse de Estrella de una manera indirecta, como si dijéramos, por tabla. Enamoró á una de sus doncellas.

Esta conquista no le fue difícil. La doncella cedió á las consumadas artes de seducción del marqués, que aun era buen mozo, y todas las noches el marqués entró en casa de la duquesa por un balcón inmediato á sus habitaciones, que daba al dormitorio de la doncella seducida.

Don Gabriel no queria que su venganza fuese pública. Solo ansiaba herir el corazón de Yaye á quien aborrecia porque era amado de Estrella.

El marqués, pues, envió un infame anónimo á Yaye, en que se le avisaba que todas las noches oscuras á las doce, entraba un hombre por los balcones en su casa y le recibia su esposa.

Yaye observó á Estrella; notó en ella un desvío que no era otra cosa que el resultado de un amor lastimado por el desvío de Yaye. Este, preparado por el anónimo, sospechó de Estrella, interpretando mal su tristeza y su abstraccion. Tras la sospecha vino el deseo imprudente de aclarar la verdad, y se puso en acecho bajo los balcones de Estrella, la primera noche oscura que sobrevino. Poco despues de las doce apareció un hombre embozado en la calleja donde estaba oculto Yaye, hizo una seña, se abrió silenciosamente uno de los balcones del departamento que habitaba Estrella, apareció en él una sombra blanca de mujer y una escala cayó á la calle.

Yaye no tuvo ni valor, ni espera; no meditó que podian engañarle las apariencias, y en el momento en que el marqués de la Guardia aseguraba la escala para subir, le acometió espada en mano, y le hirió.

El marqués vaciló y cayó; barbotó algunas palabras, y soltó una carcajada horrible, por cuya entonacion é inseguridad se podia comprender que estaba borracho: la mujer del balcon huyó y cerró.

El marqués yacía en tierra, muerto.

Yaye se arrojó sobre él, le descubrió el rostro y á la media luz de la noche le reconoció.

—¡Ah! ¡es el marqués de la Guardia! dijo.

Entonces recordó que el marqués era el que habia descubierto el paradero de Estrella.

—¡Se amarian! exclamó. ¡El es casado!

Esta circunstancia agravó mas las sospechas de Yaye.

—Ella, sin duda, quiso tener un hombre que encubriese los resultados probables de su infamia...

Yaye se cubrió el rostro con las manos.

Luego envainó frenético su espada, se dirigió á un postigo inmediato, abrió con una llave de que iba provisto, y entró en su casa.

El cadáver del marqués quedó abandonado en la calleja.

Cuando Yaye entró en el dormitorio de su esposa, la encontró dormida, aunque inquieta. Al abrir las cortinas del lecho, la oyó murmurar un nombre en sueños.

Esperó escuchando con suma atencion á que volviera á hablar la duquesa.

—¡Yaye! ¡yo te amo! exclamó al fin esta.

Yaye creyó volverse loco. ¿Conque no era su esposa la que habia arrojado la escala al marqués?

Entonces meditó á qué habitacion caia el balcon que se habia abierto, se retiró recatadamente, salió á un corredor y llamó á una puerta de servicio.

Abrióle una doncella pálida y consternada.

Aquella mujer estaba vestida de blanco.

—¡Ah! ¡perdón! ¡perdón, señor! exclamó: ¡yo le amaba!

—¡Ah! ¿conque eras tú? exclamó Yaye: y la volvió las espaldas.

Al dia siguiente la doncella fue despedida; pero á pesar de lo que habia visto, Yaye no pudo despedir las sospechas de su alma.

Jamás las manifestó á Estrella, pero excitado su aborrecimiento á la pobre joven, lo demostró sin rebozo.

Ausentábase y pasaba semanas enteras en las Alpujarras.

Estrella no podia ser mas infeliz.

Pero Dios tuvo compasion de ella.

Murió, al dar á luz una niña, entre los brazos de Yaye, que al verla morir creyó en ella, lloró, y sintió sobre su alma un nuevo remordimiento.

Aquellos remordimientos estaban representados por don Fernando de Válor, por Diego Lopez y por su hija doña Esperanza.

Aquellos tres inocentes representaban los dolores de tres mujeres á quienes habian sacrificado de distinto modo los amores de Yaye.

SEGUNDA PARTE. EL MARQUESITO Y LA DUQUESITA.

Capítulo PRIMERO. Tres notabilidades de la córte del rey don Felipe.

Eran estas notabilidades dos mujeres y un hombre.

La una mujer se llamaba doña Esperanza de Cárdenas, duquesa de la Jarilla.

La otra, la princesa Angiolina Visconti, esposa del príncipe Maffei Lorenzini.

El hombre se llamaba don Juan Coloma, marqués de la Guardia.

Estos tres personajes tenian tres nombres por los cuales se les nombraba por excelencia.

Conociese á doña Esperanza de Cárdenas, bajo el nombre de la hermosa duquesita.

A la princesa Angiolina, bajo el de la casada—virgen.

A don Juan de la Guardia, bajo el de el marquesito.

La hermosa duquesita, tenia veinte años.

La casada—virgen veinte y seis.

El marquesito veinte y uno.

Necesitamos dar á conocer á estas tres personas, y, por mas que pese á nuestra galantería, el órden de los sucesos que vamos refiriendo nos obliga á empezar por el marquesito.

El marqués de la Guardia habia quedado huérfano cuando solo contaba un año. Su padre don Gabriel Coloma, habia sido encontrado muerto á estocadas en una calleja del Albaicin, y por resultado de su muerte, murió afligida y triste siete meses despues su madre doña Clara de Arévalo.

El marquesito huérfano, pues, fue entregado á la tutela de un tio materno, hidalgo disoluto, que no cuidó gran cosa de la severidad en la educacion de su sobrino: sin embargo, le amaba, y era imposible no amar á aquel arrapiezo tan hermoso, tan inteligente, tan diabólico, tan cariñoso, tan vivo: su tio don César de Arévalo, al ver las favorables disposiciones de su sobrino, habia jurado hacer de él un don Juan Tenorio y en ningunas manos habia podido caer el pobre huérfano, que mejores fuesen, para hacer de él uno de esos terribles calaveras del siglo XVI, que, considerados bajo cierta faz, son una de las ilustraciones de nuestro siglo de oro, por lo valientes y audaces; muchos de los cuales, despues de una juventud borrascosa, habian contribuido con su espada, ya en los viejos Estados de Europa, ya en las vírgenes praderas del Nuevo Mundo, á sostener el carácter preponderante y conquistador de las Españas.

El cariño de don César hácia su sobrino, cariño indiscreto y exagerado, habia hecho al jóven marqués voluntarioso y exigente; este mismo cariño habia contribuído á que, en punto al saber, la educacion del jóven fuese mezquina y descuidada: en efecto; ¿para qué necesita un marqués la ciencia? Los pobres la adquieren como un medio de hacerse ricos, pero el que ha nacido opulento no necesita de la ciencia para nada. Limitóse, pues, su tio á que aprendiese á leer por el catecismo, y á escribir medianamente: en cuanto á contar abstúvose prudentemente de esta enseñanza su tio, porque preveia que tarde ó temprano se veria obligado á rendir cuentas de su hacienda á su sobrino.

A los ocho años ya sabia nuestro marquesito leer de corrido en letras gordas de molde y de mano, y escribir con un carácter demasiado correcto y claro para un título de Castilla, cartas de amores á las vecinas, que estaban locas con la precocidad del pequeño don Juan, y se le disputaban y le convidaban con frecuencia á sus fiestas, en las cuales era el marquesito un aliciente, por su espíritu despierto y sus oportunidades prematuras.

Habia la desgracia de que don César de Arévalo, obedeciendo á sus instintos, vivia en una muy mala vecindad: las damas moradoras de las casas circunvecinas, eran todas de vida alegre, de fácil trato, de espíritu galante y aventurero. Don César las trataba á todas, y con todas gastaba bizarramente la hacienda de su sobrino. El pequeño don Juan, desde sus primeros años, se habia visto acariciado por hermosas manos, besado por bocas fresquísimas, de labios purpúreos, y aliento perfumado: mirado, en razon de su extremada hermosura, por ojos ardientes, poco pudorosos y mucho provocadores; el demonio de la tentacion, bajo todas sus formas, habia mecido en la cuna á aquel niño abandonado al vício, y su espíritu se habia formado en una atmósfera envenenada, pero brillante, ardiente, en medio de la cual flotaban mujeres como hadas, saturadas de perfumes, engalanadas con brocados y sedas, y prendidas con plumas y diamantes.

Asi es, que don Juan no conoció la inocencia, y á los doce años amaba con la intensidad y la impureza de un hombre de treinta; á los trece años, era peligroso para las mujeres; á los catorce, desarrollado, hermosísimo, valiente, audaz, consumado en el manejo de las armas, galan entre los galanes, el hombre niño, como se le habia llamado desde pequeño, habia ascendido en la consideracion y en el lugar que ocupaba entre sus antiguas maestras: aquellas mujeres le habian convertido en su amante, le habian dado una fama que don Juan habia sabido sostener á las mil maravillas, y desde los trece á los catorce años, habia tenido cien queridas: una por dia. Don Juan era un prodigio.

Su juventud, su hermosura, su audacia, le habian hecho el favorito de las damas galantes: por consecuencia, se había hecho enemigos numerosos entre los hombres galanteadores. Al principio hubo algunos zelosos que se permitieron tratarle como niño. Don Juan se encargó de hacer que le tuviesen por hombre, matando en duelo al primero que se le vino á las barbas y su tio se vió obligado á gastar sumas enormes para sacarle de la cárcel y templar el rigor de las pragmáticas.

Como se ve, tan de prisa le habia educado su tio, que habia adelantado para él la edad de las pasiones, y los graves acontecimientos de la vida.

Don Juan, que no habia tenido infancia, porque la infancia es la inocencia, ni adolescencia, porque la adolescencia es la timidez, habia llenado cumplidamente los deseos de su tio, siendo á los quince años un completo don Juan Tenorio.

Jugaba con el mayor desprendimiento y nobleza enormes sumas, sin afligirse por las pérdidas, ni regocijarse por las ganancias: montaba á caballo como el mejor picador; con espada y daga no habia maestro que le metiese un tajo, ni galan que mas bizarras galas gastase, ni mas querido de las damas fuese, en la noble córte del rey de las Españas.

Juntos á gastar tio y sobrino, muy pronto fueron á dar, empeñadas, en manos de prestamistas, las cuantiosas rentas del marquesado de la Guardia, que habian ya quedado bastante empeñadas por el difunto marqués; llegó al fin un momento, en que el tio se vió obligado, por la primera vez, á negar una respetable suma á su sobrino.

Era tambien esta la primera contrariedad que experimentaba el jóven don Juan y se irritó; pero de una manera tal, que el tio se arrepintió, aunque tarde, de haber dado tal educacion á su sobrino. Arreglóse, pues, como pudo, buscó al marquesito la suma en cuestion, y se decidió á apartarle de su lado, cuanto antes le fuese posible.

Pero esto era sumamente difícil; le habia acostumbrado á vivir por fuero propio, y se habia convertido en tirano de su tio.

Don Juan llegó á cumplir veinte años, y se hizo incontrastable.

En aquellas circunstancias habia sido presentada doña Esperanza de Cárdenas en la córte, y admitida al servicio de la reina doña Isabel de Valois ó de la Paz. Doña Esperanza tenia un título ilustre, como que habia heredado de su madre, doña Estrella, el ducado de la Jarilla, y á mas una maravillosa y característica hermosura.

La hermosa duquesita, como rompieron á llamarla espontáneamente á su aparicion, eclipsó desde el momento á las mas hermosas y á las mas ricas; es verdad que la habia precedido un prólogo, por decirlo así, ostentoso: seis meses antes de la llegada á la córte del duque viudo de la Jarilla y de su hija, uno de los genoveses mas ricos de Madrid, se presentó al dueño de una manzana entera de casas en Puerta de Moros, y le hizo la proposicion de que, fuese cualquiera el valor que impusiera á su propiedad, se le satisfaria en el acto, y tanto mas, cuanto mas pronto se hiciese el negocio. Concluyóse este con brevedad, porque quien bien paga, obtiene, generalmente, lo que quiere; otorgóse escritura de venta á favor de la duquesa de la Jarilla, y ocho dias despues, solo habia un monton de escombros en el lugar ocupado antes por un hacinamiento de feas y viejas casuchas: abriéronse profundos cimientos, y de dia en dia se vió levantarse, con una rapidez inusitada, un magnífico palacio á la flamenca, con ciertos resabios árabes, en ventanas, galerías y balcones.

Una obra de tal volúmen, que con tal ostentacion y coste se hacia, y en la que trabajaban centenares de albañiles, llamó naturalmente la atencion; preguntose el nombre de quién hacia aquella fábrica, y sabido el nombre, se deseó conocer á la persona que tanto y tan bien gastaba: despues los primeros pintores, tallistas y tapiceros de Madrid, se encargaron de la pintura, decorado, adorno y mueblaje de la casa, y estos fueron otras tantas lenguas de la fama para ponderar el excesivo coste de pinturas, tapices, alfombras y muebles: sintiéronse mortificados los mas ricos y los mas nobles por tanta esplendidez, y el mismo Felipe II frunció las cejas cuando supo que habia en sus dominios, y vasallo suyo, un grande que tan exorbitantes gastos sufria: repitióse el nombre de la duquesa y del duque viudo de la Jarilla: súpose por los mas viejos de la grandeza, que aquel era un título antiguo y de buenas rentas, pero no tales como se necesitaban para tal lujo de casa: súpose que hacia mas de cuarenta años que los poseedores de aquel título habian estado apartados de la córte y como oscurecidos: y, como algo debia deducirse, se dedujo que aquel retiro habia servido para desempeñar las rentas, para ahorrar, en una palabra, y que con aquellos ahorros se pensaba, sin duda, preparar una ostentosa vuelta á la córte: suposicion natural, que tranquilizó, hasta cierto punto, las hablillas de todos, porque todos preveian que aquel lujo solo era una llamarada que no se podria sostener en lo sucesivo; una especie de fanfarronada; un gasto loco, en fin.

Pero cuando, concluido el palacio, se vió la numerosa servidumbre que vino á ser su alma; servidumbre jóven, galana y cubierta con ricas libreas; cuando se contaron los caballos que entraban y salian de las cuadras, montados cada cual por un palafrenero; animales magníficos, la mayor parte árabes y andaluces, y cuyo número no bajaba de doscientos; las diferentes carrozas de córte, calle y campo; las literas, los demás accesorios, en fin, de una casa de rey, todos volvieron á sentir el agudo aguijon de la envidia y no faltó quien dijo:

—Sangre de indios es esa grandeza: ¿no sabeis que uno de los duques de la Jarilla estuvo muchos años de adelantado en Méjico?

Fuese como fuese, el resultado era, que para hacer lo que el duque viudo de la Jarilla habia hecho en la córte, á nombre de su hija la duquesa, era necesario poseer las riquezas de un rey.

Pero la admiracion subió de punto cuando Esperanza fue presentada por su padre en la córte y admitida como dama al servido de la reina; ninguna grande llevaba antes que ella una riquísima tela traida á costa y coste del extranjero: ninguna poseía tanta, ni tan rica, ni tan variada pedrería; ninguna se presentaba diariamente con ricos estrenos y con alhajas y galas no vistas. La hermosa duquesita superaba á todas las damas de la córte en hermosura y en riqueza, inclusa la reina, no sin que esto llamase profundamente la atencion del receloso Felipe II.

¿Habia una familia desgraciada? allí estaba Esperanza: y el consuelo que Esperanza llevaba á aquella familia, no era una limosna mas ó menos cuantiosa, sino una fortuna estable, asegurada, relativa á las necesidades del socorrido. ¿Mostraban los genoveses ó los judíos, riquísimos brocados, costosos encajes, magníficos aderezos? allí se estaban hasta que un dia pasaban Esperanza ó su padre y los compraban sin reparar en el precio. ¿Pasaban comediantes por la córte? El aposento mas cercano al tablado, mas visible, mejor situado, era obtenido por el duque, aunque tuviese que pujar su mayordomo de soberbia á soberbia con el mayordomo del mas encopetado grande: luego, por la tarde, cuando el público iba á la comedia, auto ó farsa, se reparaba que el mejor repostero entre todos los del corral, el de mejor brocado, era el que cubria el antepecho del aposento del duque de la Jarilla: que los tapices del interior de aquel aposento, y los sillones y las pieles, si era invierno, eran los mas ricos; por último, que la dama mas hermosa, mejor ataviada y mejor prendida, con mas sencillez y gusto que ninguna, y con mas riqueza, á pesar de su sencillez, era la duquesa de la Jarilla. El bobo, el rústico, el simple, como se llamaba entonces á los graciosos, tenia sus motivos para endilgar á la duquesita alguna redondilla ó copla aduladora, ya en la loa, ya en el discurso de la representacion. Siempre que el gracioso hacia esto, el duque le arrojaba una repleta bolsa de oro, y el patio aplaudia. Cuando la adulacion venia de una comedianta, Esperanza se sonreía benévolamente, se arrancaba una rica joya de su prendido y la arrojaba al tablado con la mayor naturalidad y gracia. Entonces los aplausos del patio se hacian frenéticos y frenética y casi rabiosa la envidia de las otras damas. Los pintores de mérito podian contar de seguro con la buena venta de sus cuadros en casa del duque, y hablaban de un precio fabuloso pagado á Pantoja, el buen pintor de Felipe II, por un cuadro de familia mandado hacer por el duque. En las fundaciones de conventos, hospitales, iglesias y obras pías, que eran muchas por aquel tiempo, contribuia con la mayor parte del dinero la duquesa de la Jarilla, aunque sin dar su nombre á ninguna de estas fundaciones religiosas. Por último, el duque mantenia á su costa una compañía de infantería española en Flandes, y llevaba por lo tanto el nombre de capitan.

Por otra parte, eran tan rígidas las prácticas religiosas del duque viudo y de la duquesita; tenian por directores de sus conciencias varones tan doctos, tan graves y tan justificados, que la Inquisicion, á quien mandó el rey bajo cuerda, hacer informacion acerca del duque, cumplió su encargo declarando que: despues de prolijas y bastantes informaciones secretas, resultaba que: tanto el duque viudo de la Jarilla, como su hija la duquesa, eran buenos y celosos cristianos; que los monasterios, las obras pías y los pobres, les debian mucha caridad y que nada encontraba porque pudiera recelarse ni aun remotisime de la religion, lealtad y virtud de tan ilustre y poderosa familia.

Encogióse de hombros Felipe II al leer el informe del Santo Oficio, y dejó rodar la bola, y la envidia de las damas seguia viva; pero no roedora, porque Esperanza, siempre altiva y desdeñosa con los hombres, circunspecta y mesurada en sus acciones y palabras, no dió el mas ligero pretexto á la envidia que volaba á su alrededor, para que la mordiese.

Por un contraste singular con la educacion que habia recibido el marqués de la Guardia, la hermosa duquesita, segun el dicho de su padre, habia sido educada en un convento; pero, por otra singularidad tambien notable, sin que pudiera atribuirse á los vicios de la educacion, la duquesita, á pesar de su poca edad, que apenas llegaba á los veinte años, era una mujer completamente formada, con un cuello, un seno y unas manos admirables; morena, pálida, y en cuyos ojos graves y ardientes, brillaban una pasion, una exuberancia de vida y una predisposicion al amor y al amor violento, que la hacian parecer doblemente hermosa. Notábanse en ella, un aprecio de sí misma, una gravedad y una altivez impropias de sus pocos años, y una especie de experiencia, de trato de mundo, de conocimiento de las gentes, cuya causa, teniéndose en cuenta la educacion monástica indicada por su padre, no podia comprenderse. Aquello era un fenómeno.

No faltó al reparar esto, quien reparase la semejanza que existia, tanto en el desarrollo físico como en el moral, entre la duquesita y el marquesito de la Guardia, no faltando tampoco quien, creyendo en la predestinacion, en lo de las dos medias naranjas, hablando vulgarmente, rompiese con poca circunspeccion por medio, y llamase á la duquesita la mujer del marquesito y al marqués de la Guardia el hombre de la duquesita.

Y hay frases, que se dicen solamente por decir una oportunidad, y acaban por ser fatales. Muy pronto, acogido el dicho, dejó de llamarse á la jóven la hermosa duquesita, y se la confirmó con el sobrenombre de la mujer del marquesito.

Entre tanto los dos jóvenes, de quienes tanto se ocupaba la gente libertina de ambos sexos de la córte, no se conocian: la mujer del marquesito, no habia dejado de ser guardada por las dueñas de su casa, sino para serlo por las dueñas de palacio, y no salia, por lo tanto del círculo de hierro establecido por la rígida etiqueta de la casa de Austria. Por su parte el hombre de la Duquesita, siguiendo los consejos de esa segunda naturaleza que se llama educacion, no salia de los garitos y de las mancebías. Por lo tanto habia una sociedad entera entre los dos jóvenes predestinados.

A pesar de vivir en círculos tan opuestos, la murmuracion, que á todas partes alcanza y en todas partes se mete, no tardó en hacer llegar á los oidos de entrambos jóvenes que la opinion pública los habia casado. Natural era que la mujer que tanto oia ponderar las bizarrías, la gentileza y la hermosura de su marido de fama, desease conocerle, y que el marquesito, de suyo predispuesto á todo lo que era escéntrico y romancesco, ansiase conocer á aquella nobia, que sin pretenderlo le habian adjudicado, y que tenia el triple aliciente de una extremada hermosura, de una extremada juventud, y de una extremada nobleza, y no hablamos de lo cuantioso de sus rentas, porque, calificando estas como aliciente respecto á don Juan, inferiríamos una grave ofensa á su memoria. Don Juan despreciaba el dinero, y tanto le despreciaba que apenas le habia á las manos le separaba de sí con el mayor desprecio del mundo. Sin embargo, ya hemos visto que el dinero se habia vengado de su desprecio haciéndose desear por aquel gastador incurable, y obligándole á tener serias contestaciones con su tio.

Cuando el marquesito deseó conocer á la duquesita, corrian los primeros dias de enero de 1567.

Desde el momento en que los jóvenes tuvieron noticia el uno del otro, se desearon; pero de una manera ardiente. Puede decirse que desde el punto en que el nombre del uno sonó en los oidos del otro, empezaron á amarse. Al principio cada uno de ellos se fingió en el otro su bello ideal, y ese amor vago, ese amor que se refiere á un ser que no se conoce, ese amor que de ninguna manera puede ponerse en contacto con el ser amado, llegó á ser un amor violento respecto á personas dotadas de organizaciones tales como las de los dos jóvenes: ella era voluntariosa, él voluntarioso é impaciente: entrambos luchaban con su soberbia íntima: no querian vencerse ni aun ante sí mismos, y no procuraron, por lo tanto, acercarse el uno al otro. Ella se habia dicho:

—Si él conoce mi nombre y desea conocerme, que me busque.

El se habia dicho á su vez:

—Yo no he de buscarla.

Y esto se lo habian dicho entrambos con ese lenguaje misterioso é instintivo del alma, que no formula en palabras sus deseos, que es un sentimiento íntimo, un deseo germinado por una idea puesta en contacto con el espíritu: una de esas simpatías misteriosas que no han podido definirse y que se revelan al simple sonido de un nombre; que es el resultado de un amor instintivo, de un amor que, ó desaparece, dejando una impresion dolorosa en el alma, si al conocer realmente al ser que nos le ha inspirado de una manera abstracta, no corresponde á la idea que de él habiamos concebido, ó crece y se desborda si por acaso la excede.

Colocados en esta situación moral entrambos jóvenes, solo faltaba que una casualidad los reuniese.

Pero las casualidades suelen dejarse esperar mucho tiempo, y como el tiempo es el mejor remedio que conocemos para curar ciertas afecciones, acaso nuestros jóvenes hubieran dejado de pensar el uno en el otro; pero eran dos cometas lucientes que habian aparecido en el firmamento estrellado de la córte, y se hablaba continuamente de ellos: la duquesita oia referir cada dia una nueva aventura de su hombre; el marquesito escuchaba con mucha frecuencia el percance desgraciado de algun amador veterano que habia pretendido enriquecer su corona de flores marchitas, con la posesion de la duquesita.

No podian, pues, olvidarse.

Sin embargo, la caprichosa casualidad habia hecho pasar tres meses desde que ambos jóvenes se habian conocido de fama pública hasta el jueves santo de 1567.

En aquella época ella era la desesperacion de los cortesanos.

El la expiacion de las cortesanas.

La novedad eterna de la córte ella.

El el escándalo perpétuo.

En aquellos tiempos el espíritu religioso del pueblo español estaba por cima de todo: era, por decirlo asi, un elemento componente de la sociedad de entonces: desde el rey al verdugo, altos y bajos, chicos y grandes, buenos y malos, todos creian en Dios, y todos lo adoraban, dentro de los dominios de la católica España, exceptuando solo un rincon de ella donde, entre breñas, no se rendia al Crucificado mas que un culto de miedo, bajo la presencia inmediata de la Inquisicion, de los obispos, de los párrocos y de las justicias. Este giron, riquísimo sin embargo, se llamaba las Alpujarras.

Por lo tanto, nunca podia admirarse mas el recogimiento y la fe de los españoles, que el jueves y el viernes santo, en las calles, y particularmente en los templos, que se llenaban de una multitud devota y severa.

A las dos de la tarde de aquel jueves santo, que debia formar época en la vida de la duquesita y del marquesito, salió este á la calle, severa aunque ricamente vestido de negro, y se dedicó á recorrer los monumentos.

Un secreto instinto le decia que aquella tarde debia conocer á su mujer, y por lo mismo no iba su pensamiento preparado con toda la devocion conveniente á tan sagrado dia.

Una idea le preocupaba sobre todo: la córte, segun costumbre, debia visitar los santuarios: en la córte en la servidumbre de los reyes, debia ir la hermosa Duquesita. Pero ponerse en acecho de la córte ¿no era buscarla? El marquesito se habia jurado á sí mismo no robar su privilegio á la casualidad, y tomó una resolucion que debemos llamar heróica: lo dejó á la suerte: para que la suerte fuese el principal agente, se prescribió un número determinado de iglesias y un itinerario rigorosamente lógico; don Juan, vivia en el monte de Leganitos: por consecuencia la primera iglesia que debia visitar era la de Santo Domingo el Real: despues las de Santa María, San Pedro, San Andrés, San Francisco, San Miguel, y por último, la del Hospital del Buen Suceso.

El marquesito se veia obligado á recorrer esta extensa periferia, porque en el año de 1567, en que acontecia lo que vamos refiriendo, no habia en Madrid ni aun la mitad de las parroquias, conventos y ermitas que se fundaron despues sucesivamente hasta los tiempos de Fernando VI: ningun itinerario habia encontrado mas cómodo que el que habia elegido, y hé aquí lo lógico de su eleccion; porque siempre elegimos, cuando no tenemos otro interés, lo que nos ofrece mas comodidad y brevedad.

Para no alterar en nada lo natural de los sucesos, el marqués se propuso invertir en cada iglesia el tiempo necesario para las acostumbradas oraciones en aquellos dias, y además no mirar deliberadamente á ninguna mujer.

Asi es, que, cuando llegó al Buen—Suceso, su última estacion, era ya muy cerca del oscurecer, y la córte, segun costumbre, debia haber regresado ya al alcázar.

No dejó de fastidiar al marquesito esta circunstancia: la casualidad le volvia decididamente las espaldas; pero de repente, una voz que retumbó en la iglesia, le conmovió de piés á cabeza, haciendo vibrar un eco desconocido hasta entonces en su corazon: el de la esperanza satisfecha: aquella voz habia dicho:

—¡Sus magestades, el rey y la reina!

Allí estaba la córte: en ella debia venir su desconocida mujer.

Adelantaron, entre tanto los suizos, abriendo calle entre la multitud de fieles; siguieron los altos empleados de palacio, y al fin, el rey y la reina se arrodillaron sobre las almohadas; detrás de ellos se habia arrodillado la córte.

Don Juan no pudo contenerse en las condiciones que se habia impuesto, y rompió la de no mirar deliberadamente á ninguna mujer; sus ojos anhelantes se habian fijado en la pleyada deslumbradora que constituian las damas de la reina; pero la casualidad quiso que no la robase el marqués ninguna parte de su imperio, y don Juan, aunque vió muchas cabezas hechiceras, muchos ojos y muchos rostros deslumbrantes, no vió ninguna dama, que por su juventud, ni por su hermosura especial, pudiese convenir con la idea que él se habia formado de su mujer.

Entonces experimentó otro sentimiento desconocido tambien para él:

La decepcion de la esperanza.

De repente, y cuando el jóven exhalaba su primer suspiro de despecho, un resplandor fugaz iluminó la iglesia, y se escuchó un grito general de terror; seguidamente un resplandor mas fijo brilló en el templo, y la gente se agolpó aterrada á las salidas; la gran cortina morada del tabernáculo se habia incendiado: el fuego se habia comunicado á la armazon del monumento, y una inmensa y ancha llama se elevaba hasta tocar la bóbeda, contra la cual se torcia como una serpiente de fuego.

En aquella situacion suprema, don Juan, que ante todo era caballero y leal, se lanzó hácia el sitio donde estaba la reina, como se lanzaron otros muchos; pero embarazado por la multitud, contra cuya corriente iba, antes de llegar al lugar que habia ocupado la córte, sintió que unas manos temblorosas se asian á él, y oyó una voz sonora, grave, llena de ansiedad, que exclamaba:

—¡Salvadme, caballero! ¡salvadme!

Aquella voz, por su timbre particular, por un no sé qué misterioso, se apoderó del alma del jóven, la halagó, como halaga una suave esencia al olfato; le acarició, como acaricia nuestra frente calenturienta la brisa, y le obligó á mirar á la mujer que la producia.

Apenas habia podido ver su rostro don Juan, cuando la asió por la cintura, la levantó en peso, con la misma facilidad que hubiera levantado un copo de seda, y reteniéndola con el brazo izquierdo, y empujando brutalmente con el derecho á los que tenia delante, y saltando sobre ellos, salió por una puerta lateral, atravesó el patio y se encontró, fuera ya, en la carrera de San Gerónimo, que atravesó rápidamente, perdiéndose por una de las calles inmediatas.

La noche habia cerrado, pero era muy clara: acababa de salir la luna y alumbraba el centro de la calle.

Don Juan siguió con su carga, sin hablar una palabra, hasta una plazuela irregular y enteramente desierta.

Entonces se detuvo y dejó que la dama se afirmase en el suelo; pero retuvo sus manos entre las suyas.

Don Juan, por una rapidísima, por una verdadera inspiracion, habia arrojado en la iglesia, al asir á la dama, su toquilla de terciopelo, á pesar de que tenia un herrete de diamantes de sumo valor, y con la cabeza descubierta y su ancha y blanca frente iluminada por la luna, estaba hermosísimo.

La mujer que tenia delante de sí y toda trémula, era muy jóven; apenas representaba diez y seis años; habia perdido su velo y tenia la cabeza descubierta, y sus negrísimos y voluminosos cabellos, peinados en trenzas, salpicadas de perlas y esmeraldas, despedian reflejos azulados á la luz de la luna; su semblante enteramente en la sombra, brillaba, por decirlo así, por la lucida mirada de sus ojos, intensamente fijos en el marquesito, con una expresion de asombro, de fascinacion, de suprema alegría, que el autor no se atreve á calificar; pero que enloquecia al jóven y le hacia probar delicias para él desconocidas; á pesar de que la luz de la luna emblanquece y de igual modo su reflejo, se comprendia que aquella jóven era morena: por lo demás, llevaba una riquísima y gruesa gargantilla de perlas, arracadas de gruesos diamantes, un vestido de córte, de damasco brocado, y brazalete y ceñidor de perlas; solo la faltaba el velo que habia perdido en el tumulto.

El silencio de entrambos jóvenes despues de su parada y de su mútua é intensa contemplacion solo duró un momento.

El primero que le rompió fue el marquesito con una exclamacion apasionadísima que parecia salir del fondo de su alma:

—¡Vos sois mi mujer! dijo.

Mudó de color la jóven, dejó de mirar de aquella manera irreflexiva al marqués, y contestó con gravedad:

—No comprendo lo que quereis decir, caballero.

—¡Yo soy el marqués de la Guardia! ¡Vos sois la duquesa de la Jarilla! contestó con acento opaco don Juan.

—¡Ah! exclamó involuntariamente la jóven.

Y aquel ¡ah! por su intencion, por su asombro, por su espontaneidad, y si se quiere, por cierto fondo imperceptible de alegría, era equivalente á la frase de:

—¡Vos sois mi hombre!

Don Juan era demasiado audaz y estaba demasiado enamorado, para que pudiera contenerse, y abandonando por un momento las manos de la jóven, la asió con entrambas palmas las mejillas, y la besó hambriento en la boca.

La jóven dió un grito que era al mismo tiempo un gemido de dolor, una protesta de pudor y una demostracion de dignidad, y seguidamente, y con paso apresurado, se dirigió á una de las tres salidas de la plazuela.

—¿A dónde vais, señora, sola y á tal hora? exclamó el marqués alcanzándola y cortándola el paso.

—¡Haceos á un lado! exclamó con altivez la jóven. Voy á buscar por esas calles un caballero que sepa conducir dignamente á palacio una dama de la reina.

—¿Segun eso, dijo sin alterarse el marqués, no me teneis por caballero?

La jóven tornó á mirar con un desden mas altivo al marqués, y dijo severamente:

—¡Haceos atrás!

—¿Que me haga atrás cuando os encuentro milagrosamente despues de un siglo que ando enamorado de vos en busca vuestra?

—Haceos atrás, repitió con un tanto menos de empeño la hermosa dama.

—Escuchadme, doña Esperanza, dijo amorosamente el jóven, asiéndola de nuevo las manos que ella pugnó ligeramente por desasir de las del marqués; ¿no creeis que Dios no ha hecho que nos encontremos de este modo extraño, sino para que no nos volvamos á separar? ¿No os dice vuestro corazon como á mí el mio, que hemos nacido para amarnos, que no podemos ser felices sino el uno por el otro, que de todo lo que el mundo encierra, nada mas que nuestro amor es lo que para nosotros existe? ¿No me habeis visto nunca antes de conocerme, como yo os he visto antes de veros?

Doña Esperanza, que asi sabia don Juan que se llamaba la duquesa de la Jarilla, perdió su expresion severa bajo el influjo de las palabras del marqués, y juntando sus hermosas manos y fijando en el jóven una mirada suplicante exclamó:

—¡Por piedad, caballero! ¡ved que cada momento que pasa es un siglo para mi honra! aun es tiempo: el tumulto ha sido horroroso y nadie tendrá nada que decir si me llevais ahora mismo á la córte, que no debe estar lejos.

—Si, si, doña Esperanza; pero meditad al mismo tiempo que yo, por socorreros, he perdido mi toquilla en ese tumulto; que vos estais en trage de córte; que habeis perdido tambien vuestro velo y que, de seguro, con esta clarísima luna, llamaremos la atencion de las gentes al atravesar á Madrid en busca de la córte que, sin duda está ya en el alcázar.

—¡Oh, Dios mio! exclamó la duquesita, conociendo el peso de las razones de don Juan.

—Pero hay un medio, dijo este.

—¿Cuál?

—Entrar en cualquiera de esas casas vecinas.

—¡Oh! ¡eso jamás!

—Entrar para esperar únicamente que venga una litera.

La duquesa levantó sus magníficos ojos, y los fijó radiantes, límpidos, en el semblante del jóven, que nunca se habia visto mirado de aquel modo por ninguna otra mujer: comprendió por aquella mirada que la duquesita era su destino, mas que su destino: su señora, la pasion de toda su vida; su alma se anegó en el abismo de aquella mirada, y de sus ojos partió otra mirada por la que se exhaló toda su alma.

Aquellos dos seres se habian confundido en uno.

Dios los habia criado el uno para el otro, y la casualidad los habia reunido.

—¿Quereis que entremos en una casa que no conozco, don Juan? dijo la jóven.

—¡Cómo! ¿Sabeis mi nombre?

—¿No sabeis vos el mio?

—¡Me amais!

—Confio en vuestro honor. Entremos en esta casa don Juan, mientras buscan una litera.

El marqués no la contestó.

La asió de la mano, se fué á un casuco situado en un rincon lóbrego de la plazuela, y llamó.

Abrieron poco despues aquella puerta.

Mediaron algunas palabras en voz baja, entre el marqués y la persona que habia abierto; sonaron algunas monedas, y al fin doña Esperanza y el marqués desaparecieron por el oscuro fondo.

La puerta volvió á cerrarse en silencio.

Capítulo II. ¡La hermosa duquesita se ha perdido!

El incendio del monumento del Buen Suceso, en 1567, causó una sensacion profunda en lo que podemos llamar mundo elegante de la córte.

Y no era por cierto porque á sus magestades les hubiese acontecido ninguna desgracia, ni porque se hubiera destruido el templo, que, gracias á Dios, y al celo y actividad de los vecinos, solo habia quedado ligeramente ahumado en la bóveda, y algo mas profundamente chamuscado en el tabernáculo; ni porque hubiese habido muertes ni fracturas: todo se habia reducido á un buen susto, á algunas contusiones, y á otras tantas caidas: lo que habia hecho célebre al tal incendio, habia sido que á causa de él, la magnífica duquesa de la Jarilla, la poseedora de diez dehesas, veinte montes, y cien lugares, se habia perdido.

Al salir la córte de la iglesia, hallaron las dueñas que de su hermoso rebaño se habian descarriado cinco magníficas ovejas: cuatro de ellas, que se habian revuelto entre la multitud, se presentaron de nuevo en sus puestos, servidas por otros tantos caballeros, apenas el tumulto se hubo desvanecido; pero la mas hermosa, la duquesita, la mujer del marquesito de la Guardia, no parecia.

El rey mandó que la mitad de los gentiles—hombres que le acompañaban, algunas dueñas, y todos los alguaciles que hubiese á mano, se pusieran en busca de la perdida duquesa, y la córte se volvió como si nada hubiera acontecido á palacio: solamente la reina hablaba cuidadosa con el rey; pero el rey contestaba que nada está perdido, que todo se encuentra cuando se sabe buscar bien, y sobre todo que aquello era acaso una permision de Dios, para que doña Esperanza de Cárdenas, que era un tanto presumida y voluntariosa, doblegase su soberbia, y encontrase su salvacion entrando á servir á Dios en el cláustro.

Y cuando el rey decia esto, miraba de una manera singular; pero disimulada y profunda, á su hijo el príncipe don Carlos de Austria, mozo de veinte y dos años, que marchaba á su lado, cabizbajo y profundamente pensativo y al parecer contrariado.

—Porque, añadia el rey sin dejar de observar á su hijo, el que se pierde es porque quiere, y dama que de tal modo se ha perdido, bien pudiera perder á alguien, y no es bien tener en nuestro alcázar dama que entre tan poca confusion se pierde, que en tan poca agua se ahoga.

Asi es que el rey, en cuanto llegó al alcázar, tuvo muy buen cuidado de hacer decir por un gentil—hombre al duque viudo de la Jarilla, que su hija se habia perdido, y que se dispensase, si parecia, de enviarla á palacio.

El duque recibió por el rey aquella noticia; pero los gentiles—hombres, la servidumbre de palacio, y los alguaciles, se encargaron de que la supiese todo el mundo.

Las dueñas, convenientemente acompañadas, anduvieron dando vueltas, y preguntando durante dos horas, transcurridas las cuales se retiraron á palacio: los alguaciles rondaron hasta la media noche, y dieron parte de no haberse descubierto el menor indicio de su excelencia la señora duquesa de la Jarilla, y en cuanto al padre de esta, el duque viudo, estuvo dando vueltas por Madrid con todos sus criados, que venteaban como sabuesos, y que, sin embargo, nada lograron sacar en limpio en toda la noche.

Cuando irritado Yaye, como un leon hambriento, se volvía á su palacio, encontró delante de su puerta una mujer de mediana edad, de buena apariencia, y á todas luces de la clase artesana, que llamaba á grandes golpes, sin que nadie la contestase: esto consistia en que todos los criados, desde el mayordomo hasta el último marmiton, habian salido en busca de la duquesita, y la casa habia quedado abandonada solamente á las mujeres de la servidumbre.

Yaye, que no habia desfogado bastante su cólera con los criados, á pesar de que habia llegado al lamentable extremo de aporrear á cuatro lacayos, embistió muy de mal talante con aquella mujer.

—¡Con mil legiones! ¿qué quereis vos á las puertas de mi casa? exclamó mirando á la mujer con ojos centelleantes.

—¿Es vuecelencia el señor duque viudo de la Jarilla? preguntó toda trémula aquella mujer.

—Sí, y bien... ¿qué quereis?

—La señora hija de vuecelencia...

—¡Mi hija! ¿qué sabeis vos de mi hija?

—La señora duquesa, está en mi casa.

—¡Que mi hija está en vuestra casa!

—Y me ha dado esta carta para vuecelencia.

Yaye tomó con una mano que temblaba de cólera, una carta que le dió aquella mujer con otra mano que temblaba de miedo, rompió la nema y devoró, que no leyó, el contenido del escrito.

—¡Harum! exclamó roncamente Yaye, acercándose á uno de sus servidores despues de haber leido la carta, y guardádola en su escarcela: pronto una litera, y conmigo.

La litera estuvo dispuesta al momento.

—Y vos mujer, añadió Yaye, guiad á vuestra casa.

La mujer echó á andar.

—¿Cuándo fué mi hija á vuestra casa? la preguntó el emir.

—La señora no fué, dijo la mujer.

—¿Cómo que no fué?

—La llevó mi marido que la encontró desmayada en la plazuela.

—¡Ah! ¡la encontró desmayada! ¿y cuándo?

—Despues de oscurecer.

—¿Y por qué no me avisásteis al momento?

—¡Ah, señor! nosotros no sabiamos que la señora fuese hija de vuecelencia.

—¿Cómo que no lo sabiais? ¿pues no os lo ha dicho mi hija?

—La señora duquesa ha estado desmayada hasta el amanecer.

—¡Desmayada! ¡Desmayada! ¿habeis llamado á algun médico?

—No, no señor: temimos, como vimos que era una dama principal... que la conocieran... y se enteráran de que habia estado perdida... y luego... en fin, como nada sabiamos, no nos atrevimos á nada.

—¿Y se atrevió vuestro marido á llevarla á su casa?

—¿Y cómo habia de dejar en la calle, sola, abandonada, á una señora tan jóven, tan hermosa, y con tan ricas alhajas, expuesta á los libertinos y á los ladrones? no, no señor: mi marido hizo muy bien: sábenlo Dios y la justicia; y si le castigasen por ello, harian muy mal.

—Pero... ¿por qué no avisásteis á palacio? ¿No sabeis que en estos días solo visten de ceremonia las damas de la reina?

—Nosotros no entendemos de eso, señor, y como nada sabíamos dijimos: cuando vuelva en sí, nos dirá quién es, y lo que debemos hacer. Hay que confesar que el marquesito de la Guardia, autor de esta tragi—comedia, habia previsto todos los golpes y preparado todas las paradas: lo que demuestra, que cuando aquella mujer habia aprendido tan bien este juego, era una bribona consumada.

Al fin llegaron á la casa.

Al ver su pobre aspecto, se le heló la sangre al duque; pero dominó su cólera, á fin de que esta no le impidiese hacer con fruto la mas ligera observacion, y dejando á sus criados, con la litera, en la calle, entro en la casa cuya puerta habia abierto la mujer.

Capítulo III. De cómo un niño puede ser el dedo de Dios.

Cuando entró en una húmeda y oscura sala baja el emir, una forma blanca y gentil adelantó, y se arrojó sollozando en sus brazos.

Era la duquesita.

Yaye la estrechó dulcemente contra su pecho, afectando solamente el cuidado natural de un padre en aquellas circunstancias, y la dijo besándola en la frente.

—¡Oh, qué noche! ¡qué noche tan horrible, hija mia!

Despues la separó un tanto de sí, y la miró fijamente: la duquesita estaba muy pálida; pero en sus ojos brillaba aun la expresion de su tranquila pureza.

—Yo no sé dónde he estado, padre mio; dijo la jóven... apenas recuerdo... estas buenas gentes me han dicho que anoche...

—Te encontraron desmayada.

—Asi es, señor, dijo el marido.

—Despues he recordado no sé que cosa horrorosa, dijo doña Esperanza: un incendio... gentes que gritaban y se atropellaban... ¡Oh, Dios mio! luego... yo corria... de repente sentí un vértigo... unas angustias horribles... despues nada... no recuerdo mas, sino que al abrir los ojos, me he encontrado aquí, tendida en un lecho, con las mismas ropas que me habia puesto para acompañar á sus magestades.

Mientras doña Esperanza hablaba, Yaye ponia el mayor cuidado en observar cuanto tenia alrededor: los dos esposos, como dominados por la presencia de tan nobles personas en su casa, estaban en la mas humilde actitud y guardando el mas respetuoso silencio á la puerta del aposento, de la que no habian pasado: un chiquillo como de cinco años, estaba junto á una mesa mirando alternatívamente á un cajon entreabierto y á sus padres: en un momento en que estos estaban abstraidos, mirando á Yaye y á su hija, el muchacho abrió silenciosamente el cajon, y sacó de él una moneda: Yaye se levantó rápidamente, asió la mano del niño, y sacando de ella un dorado doblon de á ocho, le mostró al marido.

—Vuestro hijo os roba, amigo mio, le dijo, y debeis castigarle: hoy os roba á vos; mañana robará á otro. Y abrió mas el cajon para echar en él la moneda. Dentro habia como hasta una docena de doblones.

—Buenos ahorros teneis, dijo el duque señalando con un dedo inflexible aquel oro.

El marido se puso sumamente pálido y balbuceó algunas palabras; la mujer, aunque un tanto alterada, contestó sobre la palabra de Yaye:

—¡Ah, señor! los pobres no podemos ahorrar tanto dinero; lo debemos á la caridad de la señora.

—Has hecho bien, hija mía, dijo Yaye: debemos premiar cumplidamente á los que de tal modo nos sirven, y yo me encargo de acabar de recompensar á estas buenas gentes: tomad, añadió dándoles una bolsa de seda llena de oro; que os quede un buen recuerdo de que ha pasado una noche en vuestra casa la duquesa de la Jarilla.

Y asiendo de la mano á su hija salió con ella.

La pobre jóven leyó en los ojos de su padre cuanto aquel guardaba en su alma; pero ni se inmutó ni tembló, aunque habia visto algo horrible.

Esto consistía en que por uno de esos impulsos incomprensibles de la mujer, habia aceptado su destino al entrar con don Juan en aquella casa.

Entre tanto la mujer que habia permanecido en la puerta de la calle hasta que doña Esperanza entró en la litera y Yaye se alejó con ella y su servidumbre, dijo volviéndose á su marido.

—¡Pedro, tenemos oro; pero es necesario que nos vayamos á gozarle muy lejos! Ese duque me parece un hombre terrible y... todo lo ha adivinado... estoy segura de ello.

—Tú tienes la culpa, Francisca, contestó el marido con acento profundo... yo no quería... pero tú te empeñaste... tú tienes la culpa... ese oro maldito caerá sobre nuestra cabeza y sobre la de nuestro hijo.

Apenas habia entrado Yaye en su casa y dejado á Doña Esperanza en su aposento, cuando su ayuda de cámara le entregó una carta cuidadosamente cerrada.

Aquella carta contenia estas solas palabras:

«Señor: el príncipe ha pasado la noche fuera del alcázar; como siempre le ha acompañado el comediante Cisneros. Merced á los buenos servicios del mayordomo del príncipe Garci—Alvarez Osorio, el rey no sabe nada. Pero yo vigilo y lo sé todo. Señor: vuestro humilde esclavo, Aliathar.

—¡El príncipe de Asturias ha pasado la noche fuera del alcázar! exclamó con un acento incomprensible Yaye, y se quedó profundamente pensativo, con los ojos fijos en aquella carta, apoyados los codos en la mesa y el rostro en sus puños crispados.

Gran rato despues de haber permanecido en esta posicion agitó una campanilla de plata, y dijo á un camarero que se presentó á la puerta.

—Que vayan al momento casa del comediante Cisneros, y que le digan que sin pérdida de tiempo deseo verle.

Capítulo IV. La fuerza de la mujer.

Yaye no permaneció mucho tiempo solo.

Abrióse silenciosamente una puerta de servicio y sin ruido, apagado el de sus pasos por lo muelle de la alfombra, adelantó, completamente vestida de negro, doña Esperanza, que no se detuvo hasta sentarse en un sillon junto á su padre.

Este no la habia visto, abstraido en lo profundo de sus pensamientos, ni reparó en ella hasta que la duquesita, despues de haberle mirado intensamente durante algunos segundos, le dijo:

—Padre: la fatalidad nos persigue.

Volvió el duque la cabeza, miró fijamente á su hija con una mirada extremadamente lúcida y la dijo con acento opaco:

—¡Te has vestido de luto, Amina! ¡has hecho bien!

—Vengo preparada á todo, padre, contestó Amina, á quien seguiremos dando este nombre.

—¿Con que es verdad?

—Yo no sé mentir.

—Y quién ha sido... exclamó con voz temblorosa Yaye, y se detuvo.

—Escúchame padre, y mata despues á tu hija: pero sabe antes; que si ha olvidado un momento lo que te debia, lo que á sí misma se debia, la ha arrastrado la fatalidad.

—¡Estaba escrito! exclamó con doloroso sarcasmo Yaye.

—Lo que Dios quiera que se cumpla se cumplirá padre. ¿Qué somos sobre la tierra? una hoja seca que arrastra delante de sí el viento del destino.

Yaye se estremeció.

—Permiteme, padre, que te relate una leyenda que hace muchos años nos contó, en una hermosa noche de verano, la esclava que el dey de Argel habia destinado para que nos entretuviese á sus hijas y á mí, con hermosos cuentos.

Yaye miró con asombro á su hija.

La jóven continuó sosteniendo con su diáfana mirada, la mirada sombría de su padre.

—Hé aquí la leyenda que nos refirió la esclava, dijo al fin:

«Hay en el centro de la Arabia un jardin maravilloso, en que todo es eterno, jóven é inmarchito. Este jardin, creado por Dios para recreo de sus escogidos, es el jardin de Hiram. Muchos le han visto en diferentes épocas; pero nadie sabe en qué lugar del desierto está situado. Algunas mañanas, antes de que aparezca el sol en el horizonte, las caravanas que atraviesan los ardientes arenales, suelen ver á lo lejos, tras una diáfana niebla de color de rosa, una ciudad, cuyos minaretes de oro brillan de una manera deslumbrante; aquella ciudad está rodeada de bosques verdes como la esmeralda, cuyo suave murmurio al agitarlos el viento, se escucha á lo lejos tenue y perdido; pero melodioso como la música mas regalada. Los primeros de nuestros abuelos que vieron aquel prodigio, creyeron que el jardin fuese alguna ciudad desconocida, habitada por gentes ricas y poderosas, y dirigieron á ella sus pasos; pero siempre que esto hacian, la ciudad caminaba delante de ellos como una nube, y siempre desaparecia, cuando los primeros rayos del ardiente sol reberberaban en los arenales. Despues se supo que el jardin solo se dejaba ver, para patentizar á los hombres las delicias del paraiso, donde despues de su muerte deben vivir los justos en un dia sin fin, y desde que esto se supo, cuando el jardin de Hiram aparecia alguna vez á los errantes árabes, no pretendian llegar á él, sino que se prosternaban y adoraban la grandeza de Dios, despues de lo cual, seguian su ruta sin dejar de mirar la hermosura de aquella obra del Altísimo, hasta que con los primeros rayos del sol desaparecia.—Cuando Dios queria que un justo, antes de acabar su peregrinacion sobre la tierra, gozase las delicias del paraiso, le inspiraba el deseo ó la necesidad de ir á una ciudad distante, cuyo camino fuese por el desierto. Cuando el varon á quien Dios habia escogido para que viese el jardin de Hiram, cansado, abrasados los pies y sediento, se apresuraba por llegar á un cercano oasis, apenas entraba en él, Dios le inspiraba un sueño profundo, del cual despertaba instantáneamente al eco de una música superior en armonía á cuantas pueden oir los hombres. El justo se encontraba en un jardin deleitoso: su suelo, cubierto de un finísimo césped, salpicado de florecillas de vivísimos colores, era superior en belleza á la mas preciada alfombra de la India: aquellas florecillas, de suavísima fragancia, formaban con sus matices peregrinas labores, y aquí, y allá, y en todas partes, se veian escritos con flores el nombre de Dios y sus alabanzas, y los eternos versos del libro de la santa ley: el cielo era diáfano y transparente y en medio de él, inundándole de resplandores que no ofendian á la vista, brillaba un sol, cien veces mas grande, puro y resplandeciente, que el sol del desierto: las hojas de los árboles, y de los arbustos, y de las flores, eran de esmeraldas, de topacios, de rubíes, de carbunclos y de cuantas preciosidades Dios en su grandeza crió: los arroyos y los lagos parecian de líquidos diamantes, y entre la sombra y la fragante frescura de los bosquecillos, habia magníficos alcázares, de los cuales había sido el único artífice la palabra de Dios. ¿Cómo se podría contar la belleza de lo que solo podía ver con los ojos de su alma un justo? ¿ni cómo compararla con el lodo y la escoria de la tierra? El que entraba allí solo salia para contar á los hombres tanta maravilla y morir, para ser trasladado, en premio de sus virtudes al paraiso, imponderablemente mas bello que el jardin de Hiram.—Pero la maravilla de las maravillas del jardin, no lo eran ni sus prados aromáticos y blandos á la planta, como un mullido lecho; ni sus espesuras fragantes; ni su cielo, ni su sol, que brillaba inmóvil en un eterno dia; ni sus alcázares ni sus flores, sino la hada de juventud inmarchita y siempre pura, puesta por Dios en aquel edem como su flor mas preciada. Muy pocos habían logrado ver su hermosura, y estos habian desfallecido ante ella. Era mas blanca que los primeros albores de la mañana; sus cabellos, negros como el manto de la noche, la cubrian casi enteramente de suavísimos y perfumados rizos; sus ojos resplandecian á través de sus negrísimas pupilas; su semblante daba á quien le veia la paz de los cielos, y su resplandeciente túnica dejaba ver bajo su tela sutilísima, la belleza mas perfecta que habia creado la voluntad de Dios. El alma de quien la miraba se anegaba de delicias sin fin; el perfume de su aliento dilataba la vida y la hacia mas fácil. El hombre mas impuro se hubiera tornado casto como un arcángel del sétimo cielo por sola una mirada de sus ojos y santo por un solo beso de su boca.—La hada vivia feliz y venturosa con su eternidad sin deseos, en aquel edem de delicias: para ella no existia el tiempo; flotaba alegre en los aires sobre nubecillas de color de rosa, y sus cantos de alabanza á Dios, solían ir á confortar al cansado peregrino del desierto, próximo á sucumbir á la fatiga. Otras veces flotaba sobre las aguas de los lagos tan diáfana y tan fresca como ellos, y se anegaba en su fondo, y fuego se elevaba como un vapor y discurria por los bosques y por las praderas, corriendo tras las mariposas.—Pero un dia, el eterno enemigo del cielo y de los hombres, Satanás, el envidioso y el soberbio, sintió envidia por la felicidad de la hada, y se propuso hacerla tan infeliz como las mujeres de la tierra.—Dios quiso en sus misteriosos juicios, que el espíritu maldito pudiese llegar hasta la hada, encubierto bajo una hermosa apariencia. Satanás habia sabido ocultar su sonrisa impura, apagar el fuego terrible de su mirada, y embellecerse con una hermosura tal como la que habia perdido, ó mas bien lo consintió Dios.—La inocente salió á su encuentro y le sonrió: entonces Satanás la estrechó en sus brazos, la besó en la frente, y desapareció.—La hada arrojó un grito agudísimo de dolor, y desde entonces ni flotó en los aires, ni en la superficie de los lagos, ni corrió tras las mariposas: en su frente habian quedado impresos, como una marca negra los hermosísimos labios de Satanás, y su corazon ardía en deseos impuros: continuamente recordaba aquel hermosísimo mancebo, y un amor impuro la devoraba, y le buscaba anhelante por todas partes, le llamaba, gemia por él, y en su delirio se habia olvidado de invocar el nombre de Dios, que la hubiera vuelto por esto solo á su pureza y á su eternidad.—El jardin de Hiram habia desaparecido para ella; la hada estaba desterrada y sujeta á las miserias de la vida mortal.—Su planta se fatigaba y se veía reducida á calmar la sed en las bramadoras aguas de los torrentes, su hambre con los silvestres frutos que con gran pena y trabajo obtenia de los copudos y ásperos árboles, y el aguacero, y el trueno y los relámpagos de la tormenta, la obligaban á buscar asilo en las horrorosas grietas de las rocas. Ya las mariposas y las aves no venian, como antes, con delicia, á revolar en torno de su cabeza y á ponerse en sus manos; huian de ella, y durante la noche, la aterraban los rugidos del leon y del tigre, y los bramidos de las bestias hambrientas.—Un dia, en fin, Dios permitió que un rayo de su divina luz inundase el espíritu de la hada, y este le reconoció y le invocó.—El Altísimo tuvo compasion de ella; pero quiso que antes de que volviese á ser lo que desde el principio habia sido, quedasen su hermosura y su impureza sobre la tierra; pero variando de forma, para perpetuar con un ejemplo lo que la hada hubiera sido, si Dios no la hubiese perdonado.—La bondad de Dios habia vuelto la paz y la inocencia á la hada; pero aun no habia vuelto á su perdido jardin de Hiram. Sufria aun las penalidades de la vida, y estaba triste y pensativa sentada sobre las breñas al borde de un precipicio, por cuyo fondo se despeñaba un espumoso torrente.—De improviso una mariposa de alas diáfanas y matizadas, vino á revolar á su alrededor; vióla la hada, y como en otros dias, quiso acariciar al hermoso insecto, tenerle entro sus manos, sin lastimarle, como otras veces; pero la mariposa huyó y fué á posarse en un espino; la hada se levantó, se acercó recatadamente, tendió la mano, y cuando esperaba tener asida á la mariposa, se sintió punzada decorosamente por las agudas puas. La mariposa habia desaparecido, y una sola gota de sangre de la hada habia caido sobre el espino. Luego, el cuerpo de la hada se fue haciendo diáfano, mas diáfano, hasta que se deshizo en el aire, como una niebla que se desvanece.—El jardin de Hiram se habia abierto de nuevo para ella, y en el espino, en el mismo lugar donde habia caido la gota de sangre de la hada, habia aparecido una rosa purpúrea, cuya fragancia embalsamaba el ambiente. ¡Cuán hermosa era aquella flor! ¡cuán pura! pero llegó un viandante, la vió, la codició, arrancó despiadadamente del tronco el gentil tallo en que se balanceaba, y aspiró ansioso su fragancia y la besó. La pobre flor perdió su fragancia, su color y su frescura, y el viajero, no encontrándola ya hermosa, la arrojó marchita al torrente, que primero la enlodó y la despedazó despues. ¡Pobre flor! cada primavera brota del tronco un pudico capullo, y siempre llega un viajero y le corta de su tallo, antes de que haya abierto enteramente su corola, goza un momento su naciente perfume, y como el viajero anterior, cuando le ve marchito, le arroja al torrente. ¡Ay y cuan pocas rosas se salvan del abandono y del olvido! ¡ay cuan pocas dejan de enlodarse en la corriente bramadora!»

Détuvose un momento Amina, cuyos ojos estaban arrasados de lágrimas, y luego añadió con acento meláncolico y triste:

—Cuando la esclava llegaba á este punto de su leyenda, añadia siempre: «la rosa es la mujer, hijas mías; el espino la representacion de sus dolores; el despiadado viandante, los deseos impuros del hombre; el torrente de cieno, el mundo. Pero la mujer, como la hada, tiene un Dios que la proteje, y la virtud y la pureza son para ella el eterno jardin de Hiram.»

Détuvose la jóven, posó en su padre tras un velo de lágrimas una mirada desesperada y guardó silencio.

Yaye habia comprendido perfectamente la amargura que contenia, especialmente en aquellas circunstancias, la fábula oriental que habia oido su hija de boca de la esclava destinada á entretener con hermosos cuentos á las hijas del dey de Argel. Pero le interesaba sobre manera conocer la aplicacion que hacia Amina de aquel cuento, y dijo fria y severamente:

—¿Y á qué propósito me has relatado esa leyenda?

—Para que juzgues, padre, de la influencia que ese cuento y otros semejantes, han podido tener en el porvenir de tu hija.

Yaye inclinó la cabeza y quedó en la actitud del que escucha, y no quiere perder ni una sílaba.

—Desde el momento en que la esclava nos relató el cuento que acabas de oir, padre, mis compañeras de infancia, casi mis hermanas, las hijas del dey, no me llamaron como antes Amina, como me llamas tú, cuando nadie nos escucha. Me llamaron Saruhl—Hiram: ¡Flor de Hiram! esto ya era fatal: era como decirme: tú eres esa rosa puesta por la fatalidad al lado de la via pública, al borde del torrente. Tú eres esa naciente flor expuesta á las codiciosas miradas del viandante. Un dia, tú, pobre flor, marchita y deshojada, serás arrojada al torrente.

Yaye se estremeció: veia en aquellas palabras una acusacion de su hija: se anonadó, inclinó aun mas la cabeza, y oprimiéndose el pecho con la mano, como, si hubiera querido impedir que su corazon saltase, murmuró de una manera opaca é ininteligible:

—¡Oh, padre! ¡padre! ¡y cuán terrible herencia me has dejado!

Amina continuó, con la vista siempre dilatada y fija en Yaye:

—Prescindiendo de la fatalidad que parecia determinar, el que sin motivo justificado me llamasen las hijas del dey, Flor de Hiram, ¿no crees, padre, que es un modo singular de apartar á las mujeres de la impureza, el presentarlas los ejemplos de la virtud envueltos con las incitantes descripciones del placer? Los cuentos de la esclava eran muy morales en el fondo, pero en su lenguaje... ¡Oh! siempre el vicio hermoso, halagando á la mujer, enloqueciéndola, extraviándola: siempre el deleite ardiente, las formas desnudas, el corazon que late anamorado, los ojos que desfallecen de placer. ¿Qué vale presentar despues las horrorosas consecuencias del vicio y de la impureza, si se ha dado el veneno en copa de oro; si se ha hecho aspirar á la vírgen llena de vida y de esperanzas, cuanto bello y tentador rodea y acecha la vida en la mujer? ¿Qué vale que se os diga: apartaos de ese camino, si se os ha presentado ese camino lleno de encantos, y solo al fin, se os presenta un precipicio del que apartais con repugnancia los ojos, que solo quieren mirar lo bello, lo ardiente, lo deslumbrador? ¿Cómo querer formar á la esposa honesta, si se mancha la castidad de la vírgen, desgarrando sin piedad, á ciegas, giron á giron, su velo de pureza?

—¡Amina! exclamó Yaye, no pudiendo sufrir ya mas el peso de las justas, aunque indirectas reconvenciones de su hija.

—Los musulmanes, educan sus mujeres para el placer, continuó la inflexible jóven; tienen un harem donde las encierran: horribles esclavos que las guardan: una vírgen, que no hubiese perdido la virginidad del alma, que no conociese profundamente la ciencia del bien y del mal, seria para ellos ni mas ni menos que una hermosa estátua inanimada: es necesario que la esposa ó la esclava, compongan ó canten, hermosos y ardientes romances de deleite; que dancen como una bayadera; que hayan perdido enteramente el pudor. Se las educa para el placer... y ¡horrible sarcasmo! se las pide luego virtud, y si desprovístas de su pureza, invencible arma de la mujer; enloquecidas por el deseo, marchando por una senda tapizada de flores, caen en un precipicio que no han visto, hasta que han tocado su fondo, ¡oh! entonces no hay castigo bastante para la esposa adúltera ó la virgen perdida: el hoyo de arena, ó el saco de cuero y las ondas del mar.

La voz de Amina era solemne y parecia doblegar como un horrible peso material la cabeza de su padre.

Amina, continuó.

—Criada bajo el ardiente sol del Africa, á los doce años, tú lo sabes, padre, era ya una mujer formada: cuando por el Rhamadan (la cuaresma), ibas á visitarme durante algunos dias á la Casbá del dey, me sentabas sobre tus rodillas y me llamabas tu pequeña mujercita.

Yaye lanzó un rugido sordo, porque el recuerdo que evocaba su hija le desgarraba el alma; irguió la cabeza y mirando frente á frente á Amina, la dijo:

—Muchas veces, y en mas de un recio combate, una lanza enemiga ha desgarrado mi pecho; jamás esa lanza me ha causado tanto dolor como cada una de tus palabras: pero continúa, continúa, porque quiero que llegues al fin; quiero saber cuanto se encierra en el corazon y en la cabeza de mi hija.

—Padre, compréndeme y no creas un reproche ni una acusacion mis palabras; pero tu hija necesita justificarse, porque... perdóname si te desgarro el corazon, padre: tu hija está deshonrada.

Yaye no hizo un solo movimiento, no pronunció una sola palabra; pero un estremecimiento poderoso, un temblor semejante al de una montaña agitada por un volcan, estremeció su cuerpo de los piés á la cabeza.

—A los doce años, pues, era ya una mujer en toda la extension de la palabra, y se habia procurado enseñarme tanto, que mi espíritu estaba enteramente formado. En los pocos dias que cada año pasabas á mi lado, procurabas informarte por tí mismo, si se me habia dado la enseñanza que tú habias querido se me diese. Recuerdo que cuando me hablabas en castellano, al ver la pureza con que yo te contestaba, decias:

—Es maravilloso: un español te creeria andaluza; hija de ese pais bendito, donde todo es hermoso; el cielo, la tierra y la mujer.

Yo no sabia entonces nuestra historia y me maravillaba de que se me hubiera hecho aprender un habla que nadie usaba en torno mio, sino los cautivos españoles, los pobres viejos, con los cuales, durante algunos años, se me hacia hablar muchas horas seguidas al dia. No comprendia tampoco para qué se me habia instruido en la religion cristiana, cuando se me repetia que aquella religion era una impostura, que no habia mas Dios que Dios el Altísimo y Unico, y su profeta Mahomet. ¡Oh! esto era tambien fatal: la una religion me prescribia la caridad, la humildad, la pureza: me decia que una mujer, una santa vírgen, era la madre del Redentor del mundo; me daba una parte en el paraiso como al hombre, me hacia su igual, su compañera por el matrimonio; me daba derecho al amor exclusivo de un esposo, amor al que debia ser fiel, vínculo que no consiente una tercera persona, dulce alianza que constituia en uno á dos seres durante la vida: el islamismo me decia: la mujer es una esclava, una cosa que ningun derecho tiene: la mujer debe ser solo de su esposo ó de su señor; pero no debe tener zelos si su esposo y su señor son de otra ó de otras muchas: tu corazon no debe latir, tu cabeza no debe pensar; eres para tu esposo ó para tu señor menos que su arco, su lanza ó su caballo.

Entre tan opuestas doctrinas, mi razon fluctuaba; no creia en ninguna de ellas; pero me decidí por la que me daba mas derechos: esto era natural: sabia que existia una religion bajo la cual era igual al hombre, en la cual tendria familia, esposo, hijos, hijos mios que nadie me arrebataria, y me decidí por el cristianismo. Despues... pérdoname, padre, porque sé que aborreces á los cristianos: perdóname... pero ¿quieres saber lo que guardan mi corazon y mi cabeza, y quieres saber lo de un dia solemne, en un dia en que la Iglesia conmemora la pasion de Jesucristo; en un dia en que he elegido esposo?... Yo soy cristiana, cristiana con todo mi corazon, porque Dios ha hablado á mi entendimiento é iluminándole con un rayo de su divina luz, ha salvado mi alma.

Otro extremecimiento comovió á Yaye, que como si se hubiese resignado á todo, continuó callando.

—Pero la fe, por poderosa que sea, no ha podido arrancar de mi la influencia de la educacion que se me habia dado: yo no conocia el placer, pero conocia el amor: le conocia porque me lo habian dado á conocer de una manera tentadora, en una y otra leyenda, en uno y otro romance. Tú mismo has dicho muchas veces despues de haberme oido cantar, despues de haberme visto ejecutar una de esas lúbricas danzas musulmanas:

—¡Oh! ¡hermosa, hermosa como el amor! ¡irresistible! ¡tú serás la tentacion que ayudará á mi espada!

Yo no comprendia entonces estas palabras; despues cuando conocí nuestro pasado y nuestro destino, comprendí que todo lo sacrificabas por tu patria: ¡hasta el corazon y la honra de tu hija!

—¡Oh, padre! ¡padre! murmuró de nuevo Yaye.

—Si; acaso sea verdad que soy irresistible. Un príncipe real, exclamó con amargura Amina, un pobre loco, arde por mí en deseos impuros, y por mí es capaz de atentar á los de su padre. Ese mismo padre, el taciturno y grave Felipe II, no ha podido ser siempre tan prudente, que yo no haya visto en él alguna vez una chispa de deseo en una mirada; los grandes mas grandes de la córte, se arrastran á mis piés, olvidada la soberbia que les inspiran sus blasones y sus riquezas. Llámaseme por excelencia, y con gran envidia de las damas de la córte, la hermosa duquesita, y acaso, acaso, soy irresistible. Pero el adquirir ese poder tentador me ha costado la paz de mi alma. Tú no sabes, padre, de qué modo han llenado mi pensamiento despierta, y mi sueños dormida, todas esas ardientes imágenes de los cuentos de hadas y de amores; tú no sabes, padre, de qué manera lenta, pero segura, se ha ido formando en mi alma, un amor intenso, ardiente, roedor, que me hace necesario un ser á quien unir mi alma, á quien enamorar con todo el amor que mi alma encierra; á quien enloquecer con mi hermosura desnuda, incitante, palpitante, con toda la tentadora fuerza de mis ojos; tú no sabes de qué manera se ha ido formando dentro de mí un ser imposible, por lo hermoso, por lo grande, por lo enamorado; un conjunto de perfecciones; un amante divino, á quien yo veo solo con cerrar los ojos: tú no sabes cuánto le acaricia mi alma, cuanto le ama, cuanto desea verle ante sí, como una realidad que se toca, no como un sueño que huye. Tú no sabes cuán hermoso es el satanás que ha besado mi frente, dejando impresos en ella sus hermosos labios, empalideciendo mi semblante, y arrojándome del perdido jardin de Hiram de mi pureza. Tú no sabes cuán desesperado, cuán ansioso, cuán muerto á la esperanza está el corazon de tu Esperanza.

Este terrible juego de palabras, hizo levantar la cabeza á Yaye y fijar una mirada infinitamente ansiosa en su hija.

En efecto, el semblante de Amina, revelaba una desesperacion tan profunda, que Yaye se sintió completamente aniquilado.

—¡Pero ese hombre..! ¡ese hombre..! ¡ese esposo á quien has elegido! exclamó el duque con un acento supremo por lo desesperado: ¿no le amas?

—No lo sé aun.

—¿Has sido suya en un momento de delirio?

—Si.

—¡Oh! exclamó Yaye.

Y aquella exclamacion era al mismo tiempo una blasfemia y un rugido de amenaza.

—Desde que fui presentada en la córte, poco despues, continuó Amina, oí hablar de un hombre con quien los ociosos habian tenido á bien casarme de una manera singular: supe que, por un capricho, habian dejado de llamarme la hermosa duquesita para llamarme la mujer del marquesito.

—Pero ¿quién era este marquesito?

Un jóven de mi misma edad ó poco mas, de quien se decian maravillas; las damas hablaban de él con deseo, y los hombres con envidia; sin saber como, di en pensar en el marquesito, y al fin, atribuyéndole todas las prendas que yo soñaba en el hombre de mi amor, amé sin conocerle al marqués, pero con delirio, como únicamente puedo amar yo.

Guardaba, sin embargo, mi secreto, le deboraba, esperaba una ocasion de verle en la córte; pero el marquesito jamás concurria á ella. Al fin, ayer, cuando incendiado el tabernáculo del templo, huia despavorida, sentí que unos brazos me levantaban del suelo, que un hombre me llevaba consigo hasta un lugar solitario donde me dejó en tierra. Brillaba la luna. Ante mí habia un jóven, la cabeza descubierta, y tan hermoso como no habia visto ninguno. Sentí que mi corazon se rompia, que me arrastraba hácia aquel hombre, y cuando en un accidente de la conversacion brevísima que se cruzó entre nosotros, supe que aquel hombre...

—Era él... observó roncamente Yaye.

—Si, el marquesito: ardiente, enamorado, audaz: quise defenderme en vano: mi razon habia sido dominada por mi eterno sueño, por ese sueño fatal de amores: lo olvidé todo: para mí no existia nadie en el mundo mas que él: me dejé conducir á donde quiso, y cai en el abismo que se me habia preparado, envenenando mi alma.

Detúvose Amina, y Yaye no tuvo valor para pronunciar una sola palabra.

—Ahora que ya lo sabes todo, padre, dijo Amina, levantándose y arrodillándose á sus pies, mátame; mátame, porque te he deshonrado; mátame, porque yo no puedo vivir; porque he probado el amor, y no es el amor que yo habia soñado: porque al perder mi pureza he conocido que era pura; porque no puedo volver á mi hermoso sueño que era mi edem, porque... porque si tú no me matas, me mataran el dolor... y la vergüenza.

Y Amina de rodillas con las manos juntas y los ojos levantados al cielo é inundados de lágrimas, era el mas bello trasunto del ángel de la desolacion.

—¡El nombre! ¡el nombre de ese hombre! exclamó Yaye levantándose con impetu.

—¡Ese hombre se llama el marqués de la Guardia! respondió Amina.

Al oir esta revelacion el duque, cayó de nuevo desplomado sobre el sillon.

—¡El marqués de la Guardia! ¡El marqués de la Guardia! ¡Fatalidad! ¡Horrible fatalidad!

Luego, como saliendo de un horrible sueño, exclamó:

—Yo no puedo matar á ese hombre: tú no puedes ser su esposa.

—¿Y quién te pide su muerte? exclamó palideciendo Amina.

—¡Le amas!

—¡Oh! ¡no lo sé! ¡no lo sé! ¡aun no le conozco bien! ¡pero si él me amase, si él me amase como yo le amaria!... y luego... ¿Tiene la culpa de haber encontrado en su camino una virtud tan frágil que se ha roto al primer choque!... ¡matarle! ¿y por qué? ¡yo soy la que debo morir!

—Si yo no fuese lo que soy, serias su esposa, Amina: si se negaba á ser tu esposo, seria asunto de hacerle pagar con la vida la felicidad de haberte poseido, y de encerrarte donde nadie pudiera ver tu deshonra. Pero ese casamiento es de todo punto imposible por varias razones. Sobre todas está la de que tú debes ser esposa del príncipe don Carlos.

—¡El príncipe don Carlos! exclamó con terror Amina; con un terror que no habia demostrado, durante su audaz revelacion á su padre, ni cuando le pedia que la matase.

—Si, dijo Yaye: la fatalidad quiere que tú seas reyna.

—Pero, padre mio: ¿olvidais que para ello es necesario hacer de el príncipe un parricida? ¿á tal malvado quereis unirme?

—Mira, Amina: allí, y el duque extendió su brazo rígido y fatal hácia el Oriente: allí hay un pueblo entero esclavo, despedazado por el vencedor: allí se ahorca, se azota, se arranca de entre los brazos de su familia, á ancianos cubiertos de canas, á hombres en la fuerza de su vigor: allí los hijos no tienen madre, ni las madres, hijos: allí se destila gota á gota por la mano del verdugo la sangre de tu pueblo: al otro lado de los mares, tras la inmensidad del océano, un pueblo que tambien es tuyo, sufre la misma suerte horrible, imposible. La sangre de esos dos pueblos te alienta: la corona de esos dos pueblos ceñirá un dia tu cabeza: el opresor de esos dos pueblos, el tirano que se alimenta con sangre humana, es demasiado poderoso para que pueda vencérsele por la fuerza: Satanás le ayuda: es necesario acercarse á él como la serpiente, acechar su sueño, y morderle antes de que despierte, en el corazon: tú y yo nos sacrificaremos por esos dos pueblos oprimidos; para salvarlos romperemos nuestro corazon, y cubriremos, si es preciso, de vergüenza nuestra frente: ¿qué importan los medios con tal de que nos lleven al fin apetecido?

—¡Pero si aun asi no logramos salvar á esos desgraciados! ¡si nos perdemos inútilmente!...

—Habremos luchado con todas nuestras fuerzas.

—¡Esposa del príncipe don Carlos!... murmuró mortalmente pálida Amina.

—Ni una palabra mas: la conversacion que hemos sostenido, es demasiado dolorosa para que queramos prolongarla. ¡Dios lo ha querido, y es necesario resignarse á su voluntad! vete: déjame solo; quítate esas lúgubres ropas, y que nadie vea en tu frente ni la mas leve nube de tristeza; preséntala altiva y serena al mundo, como yo le presento la mia... y, sin embargo, guardo en mi corazon un infierno. Guárdalo tú tambien, y sobre todo... olvida... olvida al marqués.

Y despues de esto, llegó á su hija, la besó en la frente, la asió de una mano, y la condujo hasta una de las puertas de la cámara.

Amina desapareció tras el tapiz.

Yaye permaneció algun tiempo inmóvil, como una estátua, con la mirada fija, abstraida; luego se pasó la mano por la frente como si hubiera querido arrancar de ella una pesadilla, y su impenetrable semblante, adoptó de nuevo una expresion glacial, fria, reflexiva que parecia ser su expresion característica; fué á la mesa, abrió un cajon con llave, sacó cuidadosamente unos papeles y se puso á hojearlos.

Poco despues se levantó, puso los papeles en un armario, cuya llave guardó cuidadosamente en un bolsillo, y se fué á la puerta.

—No ha venido aun el señor Cisneros, dijo con acento breve.

—Ah, señor duque, dijo otra voz á la puerta opuesta de la antecámara; aquí me teneis, y no muy á tiempo por cierto, porque creo que os impacientais.

—Si, me impaciento, Cisneros, dijo el duque dejando pasar á su cámara á este segundo personaje y cerrando tras él la puerta.

—Perdonad, dijo Cisneros; pero me he acostado anoche muy tarde, y aunque ya han dado las diez de la mañana, hoy es para mí muy temprano.

—Sentaos.

El duque señaló un sillon á Cisneros y se sentó en otro junto á una chimenea, cuyo fuego se puso á arreglar de la manera mas natural.

Tenemos delante dos personajes, la fisonomía de uno de los cuales se habia modificado, mientras la del otro nos es enteramente desconocida.

Yaye era por aquel tiempo un hombre jóven aun, de poco mas de cuarenta años, y de mediana estatura; era aun, sin embargo, gallardo sobremanera, y de todos sus movimientos, de todas sus actitudes rebosaban nobleza y distincion; esa especie de distincion que solo poseen los que desde la cuna han vivido en la opulencia, mandando y siendo obedecidos. A mas de su juventud y su gallardía, conservaba su poderosa hermosura, su tez blanca, densamente pálida, y tersa y límpida, tanto en su semblante como en sus manos, que revelaban por su forma que ningun rudo trabajo las habia ocupado jamás: sus cabellos negrísimos, rígidamente cortados segun la moda de la nobleza española, eran tan espesos que contrastaban de una manera decidida con la mate y diáfana blancura de su frente: sus cejas y su barba, convenientemente recortada, eran tan negras y tan tupidas como el cabello, y sus negros ojos habian adquirido un no sé qué de dominador, de fijo, de valiente, de incontrastable: aquellos ojos eran un abismo en cuyo fondo solo se leía nobleza y talento, y á veces, cuando nadie le veía, desesperacion y remordimiento. Su boca, aun sin hablar, mandaba, por su configuracion particular, y su nariz, un tanto aguileña, acababa de armonizar las líneas rígidas, bellas y magestuosas de su semblante.

Yaye debia imponer consideracion, respeto ó miedo á la persona con quien hablase, con arreglo á la situacion ó al carácter de esta persona.

Lo que indudablemente inspiraba al comediante Cisneros era miedo, lo que se comprendia por mas que este quisiese disimularlo.

Pertenecia Cisneros á otro tipo enteramente distinto: era buen mozo, bien proporcionado, de buen talante; pero habia en su belleza un decidido sabor picaresco, audacia baja en su mirada y mucho de rufianesco en sus maneras: todo esto encubierto y como velado por un baño de córte, y por su trage rico, término medio entre las ropas usadas por la nobleza y los hombres ricos de la clase media. Llevaba espada de gabilanes ancha y larga, un tanto mas de lo que consentian las pragmáticas; limosnera y jubon bordados, pero con una profusion y una riqueza de mal gusto; un arete en la oreja izquierda y las manos cuajadas de cintillos: la hipocresía ó el fanatismo estaban representadas en él, por un rosario de cuentas gordas y relucientes, sujeto en su cinto al lado de la espada, y por lo demás, unas calzas de grana, unas botas rizadas de gamuza, sin espuelas, y una capa larga, de paño fino de Segovia, completaban su trage.

Desde el momento en que Cisneros se encontró sentado frente á frente con Yaye, fijó en él una mirada ambigua, que tanto tenia de audaz como de recelosa. Yaye parecia no reparar absolutamente en Cisneros y seguia arreglando sus tizones.

—Hace un buen frio, dijo.

—El invierno se alarga mas de lo justo, contestó Cisneros.

—Y no deben ser las noches muy á propósito para pasarlas al sereno corriendo aventuras.

—¡Ah, señor duque! estas noches son mucho mas á propósito para pasadas al lado de una chimenea entre dos cosas que se parecen mucho en la figura y en los efectos.

—¿Y cuáles son esas dos cosas que se parecen tanto?

—Una botella y una mujer.

—¡Ah! ¿y habeis pasado de tal suerte la noche el príncipe y vos?

—¿El príncipe y yo?

—¡Qué! ¿no le habeis acompañado?

—No señor; pero me ha tenido de ronda toda la noche observando á otras rondas que han andado de acá para allá, buscando como sabuesos, y sin poder dar con lo que buscaban.

—¿Y qué buscaba el príncipe?

—Buscaba á vuestra hija, contestó con una audacia infinita Cisneros.

—Solo se busca lo que se ha perdido, contestó friamente el duque, y mi hija no ha estado perdida un solo momento.

—Sin embargo no volvió con la córte al alcázar, y se dice ó se decia anoche de público, que habia desaparecido entre el desórden causado en el Buen—Suceso, por el incendio del monumento.

—Es cierto; pero mi hija aterrada, apenas se vió por un milagro en la calle, tomó el camino del monasterio de las Vallecas, que como sabeis, está cerca del Buen—Suceso, en la calle de Alcalá, donde recientemente ha profesado una parienta nuestra por parte de mi difunta esposa. Doña Esperanza ha pasado la noche en el convento. Avisáronme algo tarde de ello, cuando ya sabia yo que mi hija habia desaparecido, y cuando me habia puesto en su busca, razon por la cual, no he podido saber su paradero hasta que al amanecer he vuelto á mi casa.

—Pues si vos no me hubiérais afirmado en mi creencia de que el convento de las Vallecas está en la calle de Alcalá, dijo Cisneros doblando su audacia, al saber de vuestra boca que mi señora doña Esperanza ha pasado la noche en un convento, hubiera creido que el tal convento era un casuco en la plazuela de Peranton, que está, por cierto, mas cerca que las Vallecas del Buen—Suceso.

—¿Quién os ha dado tales noticias? dijo Yaye posando una mirada profunda y amenazadora en Cisneros.

—Me lo han dicho mis ojos.

—¿Vuestros ojos?

—Si, por cierto.

—¿De modo que vos visteis salir á mi hija de la iglesia?

—No por cierto, aunque en la iglesia estaba.

—¿Habrá habido en esto alguna infamia?

—No, no, señor: el marqués de la Guardia guardará probablemente un profundo secreto acerca de esta aventura. No es doña Esperanza una dama cuyos secretos se tiran asi por la ventana: es demasiado hermosa, vale mucho, para que no inspire un amor respetuoso y discreto.

—¿Es decir, repuso Yaye con la misma serenidad, y el acento tan seguro como pudiera haberlo usado al tratarse de una dama enteramente extraña á él, es decir, que hay quien sabe que el marqués de la Guardia ha pasado la noche bajo el mismo techo que mi hija?

—Lo sé yo, y lo saben indudablemente los dueños de aquella casa: pero estos deben ignorar el nombre de vuestra hija, aunque conocen demasiado al marqués, á quien han prestado diferentes veces servicios semejantes al que le prestaron anoche.

—Seguid, maese Cisneros, seguid, dijo Yaye con su inalterable calma, á fin de que sepamos lo que debemos hacer: pero tened mucha cuenta con no engañarme.

Unicamente tras esta palabra brilló una mirada amenazadora en los ojos de Yaye; mirada tal y tan poderosa que hizo temblar á Cisneros.

—Me interesa tanto serviros, dijo con un marcado servilismo el comediante, que me guardaré bien de engañaros. Si vos no me hubiéseis llamado, yo mismo hubiera venido á veros, porque sé muy bien que el asunto que nos ocupa es grave. Voy por lo mismo á contaros todo lo que sucedió, y vereis como ha podido la casualidad ponerme en la verdadera situacion de este negocio.

Anoche estaba yo en el Buen—Suceso, cuando aconteció aquel endiablado incendio: naturalmente, y creyendo de mas gravedad el acontecimiento, pensé en ponerme en salvo; pero al huir perdí mi gorra. Habeis de saber, señor duque, que la gorra que perdí era de mucho valor y que la tenia en gran estima por haberla bordado una dama amiga mia. Echéme, pues, á pesar del peligro, á buscar la gorra, y á poco que tenté por el suelo, encontré esta que veis.

Y Cisneros mostró al duque una de terciopelo negro de Utrech, prendida al lado izquierdo con un joyel de diamantes.

—¿No sabeis de quién es esta gorra? continuó Cisneros.

El duque se encogió de hombros.

—Pues esta gorra es ni mas ni menos que del marqués de la Guardia; la conozco demasiado porque este joyel de diamantes se ha perdido y se ha ganado hace algunas noches por cien veces seguidas á los dados y habia quedado definitivamente en poder del marqués.

—Pero si el marqués es jugador, dijo con una expresion de repugnancia y de hastío Yaye, puede haber perdido este joyel, y haber pasado á manos de otro.

—No, no, señor; estos dias el marqués está en ganancias, y aprecia mucho esta joya porque era de su madre. Tanto la aprecia, que solo en uno de esos momentos en que un jugador es capaz de echar á un dado su honra, la echó sobre el tapete.

Alegréme, pues, de que habiendo perdido el marqués su joyel, hubiese venido á dar en mis manos, porque era lo mismo que si no le hubiese perdido, y me encaminé á cierta mancebía, seguro de encontrarle, porque el marqués estaba citado con un príncipe aleman, para darle el desquite de una gruesa suma que le habia ganado la noche anterior.

A pesar de que el marqués es todo un caballero y nunca falta á empeños de juego, de amor ó de honra, dieron las ánimas, hora de la cita, y el marqués no pareció: dieron las nueve, tampoco: temióse, conociendo su puntualidad, que le hubiese sucedido alguna desgracia, y muchos de sus amigos fuimos á buscarle á los lugares á que sabiamos que él podia concurrir.

En aquellos momentos otro de nuestros amigos nos trajo del alcázar la noticia de que se habia perdido en el Buen—Suceso vuestra hija. Como otros dos concurrentes, pronunciasen á propósito ¡la mujer del marquesito! nombre que, como sabeis, se da tambien á vuestra hija...

—Fatalidad, murmuró Yaye.

—... estas dos frases me hicieron formar una idea atrevida; pero posible: yo habia encontrado la gorra del marqués en la iglesia del Buen—Suceso. Doña Esperanza habia desaparecido de la iglesia. ¿No podia ser muy bien que hubiese tropezado vuestra hija con el marqués, y que en un momento de desmayo, de terror, la hubiese arrastrado consigo? Habia ademas en abono de mi pensamiento, el que solo por una dama tal como mi señora doña Esperanza, hubiera faltado el marqués á dar un desquite de juego.

Sin decir á nadie nada, y calculando á qué lugar mas cercano á la iglesia del Buen—Suceso, podia haber conducido el marqués á una dama, me acordé de cierta casa de la plazuela de Peranton. En efecto, fuí á ella, llamé, me ví obligado á alborotar para que me abriesen, señal clara de que la casa estaba ocupada dignamente, y cuando pregunté por el marqués, me le negaron de tal manera, que no tuve duda de que estaba en la casa.

Como la noche estaba fria y húmeda, y era además Jueves Santo, me retiré á mi posada y estaba haciendo mi colacion, cuando hé aquí que recibo un recado de Garci Alvarez Osorio, en que, de órden del príncipe me mandaba ir al alcázar por el Campo del Moro. Fuí y encontré al príncipe furioso por la pérdida de vuestra hija. Doña Esperanza ha acabado de volver loco á su alteza, señor duque, y haremos del príncipe lo que queramos.

—Continuad, continuad, dijo secamente Yaye.

—Ya conoceis el carácter voluntarioso é impaciente del príncipe: despues de haber recorrido conmigo todos los lugares donde, de una manera insensata y villana, creia podian tenerse noticias de doña Esperanza, apeló á la justicia y á la Inquisicion: pagó á peso de oro alguaciles y familiares, y puede decirse, señor duque, que no ha habido posada, ni casa pública, ni lugares de sospecha, que no hayan sido registrados. Esto ha producido la prision de mucha gente menuda que se ha encontrado mal entretenida...

—¡Y en tales lugares buscaba el príncipe á mi hija!

—Los zelos son villanos, señor duque. Pero, á pesar de ellos, tan bien oculta y en tan buenas manos estaba doña Esperanza, que ni alguaciles ni familiares pudieron dar con ella.

Poco antes del amanecer, transido de frio y trémulo de zelos y de corage, se volvió su alteza al alcázar, y viéndome libre, me propuse llegar hasta el fin de mis investigaciones, solo en servicio vuestro, señor duque. Me fuí á la plazuela Peranton, me hice abrir la puerta de una taberna, á pesar de que aun no habia amanecido, y mediante un ducado, conseguí que me dejaran ponerme en acecho en una ventana baja, desde la cual se veia perfectamente la puerta de la casa, donde estaba seguro que se hallaba el marqués de la Guardia.

Poco antes del amanecer se abrió aquella puerta y salió un hombre embozado, en cuyo talante reconocí al marqués, á la dudosa luz del alba.

Amaneció, volvió á abrirse aquella puerta, salió la dueña de la casa y poco despues volvió. La acompañábais vos, y tras vos venia una litera conducida por dos ganapanes. Entonces no tuve duda de que doña Esperanza era la dama que habia pasado la noche en aquella casa.

Calló concluida su exposicion Cisneros, y durante algunos segundos Yaye se puso á arreglar de nuevo los tizones, en una posicion en la cual Cisneros no podia ver su rostro.

Levantóse al fin el duque: estaba perfectamente tranquilo. Miró de una manera glacial á Cisneros y le dijo:

—El trage que vistes; el oro que gastas; las ganancias que te dan tus funciones en el corral de la Pacheca; el silencio de la justicia acerca de tus truanerías y de tus delitos, todo me lo debes, Cisneros: sin mí estarias representando con una mala comparsa por los villorrios de Castilla, y aunque tienes habilidad é ingenio para tu oficio, nunca llegarias á capa de raja.

—En cambio, señor duque, yo soy el demonio que habeis puesto al lado del príncipe. Por mí, una desmedida ambicion se ha apoderado de su alma, y anda en tratos con los Hugonotes de Francia y los herejes de los Paises—Bajos. Me pagais bien: pero me pagais mi cabeza, señor duque; porque sirviéndoos soy traidor al rey, y ya sabeis lo que hace el rey con los traidores cuando los descubre.

—Bien, basta. Es necesario que nadie sepa donde ha estado mi hija esta noche. El marqués de la Guardia, callará. En cuanto á los dueños de esa infame casa, callarán tambien. Si se divulga en la córte este secreto, tú solo habrás sido la causa, me habrás hecho traicion, y en cuanto á los traidores soy yo un rey mas terrible que don Felipe.

Levantóse tras esto Yaye, abrió el armario donde antes habia dejado en un secreto unos papeles, y sacó un pesado saco que entregó á Cisneros.

—Mi hija ha pasado la noche en el convento de las Vallecas. ¿Lo entiendes?

—Si señor, dijo Cisneros levantándose y poniéndose el pesado talego bajo el brazo.

—Vete, dijo Yaye.

—Guárdeos Dios, señor, dijo el comediante inclinándose profundamente, y salió.

Apenas habia salido, se abrió una puerta, y se le presentó un hombre membrudo, atlético, de fisonomía noble y simpática, un tanto pálido, de ojos negros y mirada profunda é inteligente.

Aquel hombre demostraba contar cuarenta y cinco años de edad, y llevaba preseas, armas y coleto de soldado.

—Dios te guarde, Harum, le dijo el emir á quien seguiremos dando su verdadero nombre originario: te he mandado llamar para un grave empeño.

—Mandad á vuestro esclavo, magnífico señor.

—Hace mas de veinte años que me sirves con una lealtad y un valor á toda prueba.

—Es mi obligacion: ademas de eso me habeis recompensado magníficamente, señor: cuando empecé á serviros era walí, y me hicísteis vuestro secretario; ahora soy vuestro wazír.

—Por lo mismo el servicio que voy á pedirte es mas humilde, mas degradante, que el oficio que tienes delante de todo el mundo, siendo alferez de los tercios viejos de Flandes.

—Y te traigo muy buenas nuevas, señor.

—Dejémoslas para mas adelante. ¿Cuándo has llegado?

—Hace una hora; quise veros al momento; pero me dijeron que estabais con la poderosa sultana Amina.

—Para guardar el honor de la sultana, es necesario que busques cuatro de nuestros monfíes, los mas astutos, los mas feroces, los mas callados, con los cuales cumpliras el decreto que voy á darte.

El emir escribió algunas lineas en caracteres árabes, y entregó despues el papel donde las habia escrito, á Harum, que dijo despues de leerle:

—Vuestras órdenes se cumplirán, poderoso señor.

—Cuenta con equivocaros: las señas son claras.

—Si, si, señor; plazuela de Peranton, rinconada: una claraboya redonda sobre la puerta, y una reja de madera á la izquierda.

—No sé cómo recompensarte el sacrificio que me haces encargándote de este servicio. Pero no me fio de nadie... de nadie... y á veces ni aun de mí mismo.

—Vos ordenais, señor, y lo que ordenais debe ser justo. Vos sois el señor, yo el vasallo: vos la cabeza, yo la mano. Ignoro el delito de esas gentes. Pero vos las condenais y basta.

—Si, justicia, justicia severa... véte Harum. Mas tarde me hallarás dispuesto á escuchar las nuevas que me traes.

—Pero esas nuevas, señor...

—Por importantes que sean, necesito quedarme solo: arrojar la dolorosa máscara de que me he cubierto y que me sofoca. Yo te llamaré, Harum.

El leal monfí se inclinó profundamente y salió.

Lo que pasó en la noche de aquel mismo dia en la casa de la rinconada de la plazuela de Peranton, donde habia pasado la noche anterior la hija del emir de los monfíes; con el marqués de la Guardia, fue horrible.

Despues de las doce los vecinos despertaron asustados por unos agudos gritos de mujer que pedia socorro: cuando los mas ligeros salieron á las ventanas, los gritos habian cesado; pero vieron cinco hombres que, saliendo de la casa, se alejaron y se perdieron en la oscuridad.

Poco despues vino la justicia llamada por los vecinos y encontró la puerta de la casa violentada: los esposos que la noche antes habian acogido á la hermosa Amina y al marquesito, estaban cosidos á puñaladas sobre un lago de sangre.

Un niño como de unos cinco años, jugaba arrastrándose por el suelo y manchándose de sangre, á la luz de una lámpara, con algunas monedas de oro: la justicia recogió los muertos, el niño y las monedas, se guardó estas últimas, entregó el niño á una moza de vida alegre llamada la Sastra, que le pidió para adoptarle, y envió los cadáveres al cementerio.

Nada mas se supo acerca de este lúgubre asunto: ni por mas que la justicia se ocupó dos dias en averiguar quiénes fuesen los asesinos, pudo dar con ellos.

Capítulo V. De cómo el marquesito dió una prueba de que estaba perdidamente enamorado de Amina, pensando en casarse con ella.

Cuando el marqués tuvo noticias de aquel doble asesinato, se le heló la sangre, á impulsos de un terror mortal. Aquel tremendo duque que de una manera tan sangrienta habia sellado los labios de las dos personas que habian encubierto su deshonra (porque para el marqués era indudable que, á pesar de sus precauciones, el duque lo sabia todo), seria capaz de tomar, respecto á su hija, una resolucion terrible.

Don Juan, al aterrarse por Amina, ni aun habia pensado que él podia verse en peligro. Amina, solo Amina, era el cuidado que comprimia su alma: porque aquel terrible burlador que en tantos dolores mujeriles se habia gozado, sentia al fin el amor; pero ese amor violento, exclusivo, que nos obliga á anteponer una mujer á todo otro amor, á todo otro interés, aun á nosotros mismos: ¿qué mas podremos decir cuando digamos que don Juan habia prometido solemnemente á Amina ser su esposo, y que al prometerlo habia pensado cumplir rígidamente su promesa?

Cuando su tio le oyó decir que iba á pedir por esposa su hija al duque, palideció y sintió un terror mucho mayor que el que habia sentido su sobrino al saber la muerte de los encubridores de sus amores con Amina: una vez casado el marquesito, estaba, segun las leyes del reino, emancipado de su tutela: esto importaba muy poco á don César de Arevalo, pero importábale muchísimo primero verse obligado á rendir cuentas de unos bienes que habia explotado sin precaucion alguna, y despues cesar en el manejo de aquellas rentas, que aunque casi agotadas, aun podian dar buenos rendimientos.

Don César acusó de loco á su sobrino: púsole ante los ojos desde el primero hasta el último de los inconvenientes del matrimonio: recordóle los muchos maridos que él mismo habia modificado, y, á propósito, la hipocresía, el talento y la astucia satánica de las mujeres para engañar á sus maridos, respecto á lo cual apelaba á la experiencia propia del marquesito: apuró toda la infame lógica de los libertinos; apeló á las armas del ridículo; al egoismo, á todos los elementos enemigos del matrimonio. Su sobrino le dejó hablar, y cuando el tio, creyendo que habia causado en el marquesito un magnífico efecto su perorata, hubo concluido, el jóven pronunció con un aplomo que daba á conocer lo irrevocable de su resolucion:

—Me caso.

—Pues yo os digo que no os casareis.

—Me casaré.

—Yo no os daré mi consentimiento.

—Me le dará el rey.

—El duque no os dará su hija.

—Se la robaré.

—No teneis poder para ello.

—Lo veremos.

—Lo veremos.

Y tio y sobrino se separaron altamente disgustados el uno del otro.

Y es el caso que aquella frase de su tio: «el duque no os dará su hija» habia impresionado sobremanera al jóven, causándole una triple herida en su amor, en su vanidad, en su voluntad. Cabalmente las mismas palabras le habia dicho Amina, cuando en un arrebato de pasion la habia dicho el jóven estrechándola en sus brazos:

—Te juro por lo mas sagrado ser tu esposo.

—Mi padre no os dará mi mano, habia respondido Amina suspirando.

—¿Y porqué? la habia preguntado anhelante el marqués.

La hermosa duquesita solo habia contestado con otro suspiro.

Don Juan habia jurado que la duquesita seria su esposa á pesar de los cielos y de la tierra.

Irritado, pues, por la coincidencia de la observacion de su tio con la de Amina, tomó una resolucion heróica.

Fuese en derechura á la casa del duque, y se hizo anunciar.

Inmediatamente fue introducido.

Al ver á Yaye experimentó por primera vez ese sentimiento de respeto hácia todo lo que concebimos superior á nosotros. Ya hemos dicho que Yaye, á pesar de sus cuarenta y mas años, de sus desgracias, de su lucha, se conservaba vigorosamente jóven, como en los dias en que enamoraba por caridad á doña Isabel de Válor. El marquesito concibió perfectamente que el duque de la Jarilla, á quien no conocia, fuese padre de Amina, y que á no ser su hija, pudiera haber sido muy bien su esposa, sin que el mundo hubiera encontrado nada de repugnante en aquel enlace: Yaye en fin, representaba una de esas juventudes vigorosas que á despecho de los años se estacionan; una de esas juventudes que han perdido la expresion irreflexiva y confiada del adolescente, adquiriendo el grave aspecto de experiencia del hombre. El marqués de la Guardia se sintió, pues, dominado, y perdió mucho del valor audaz de que iba provisto.

—¿Tengo la honra, dijo inclinándose cortesmente, de hablar al señor duque de la Jarilla?

—Efectivamente, caballero, dijo Yaye indicándole con la mas perfecta cortesanía un asiento.

—Perdonad lo indiscreto de mi pregunta, dijo el marqués sentándose; nunca os he visto; solo conocia vuestro nombre.

—¡Qué quereis! aunque vivo en la córte ando muy retirado de ella: solo he venido á Madrid por mi hija; no por buscarla un buen marido, como hacen muchos, porque será difícil, muy difícil que mi hija se case; sino porque no se fastidie en un rincon de nuestras montañas.

—¿Decís que es muy difícil que vuestra hija, la hermosísima duquesa de la Jarilla se case? dijo don Juan con cierto acento de proteccion, creyendo que lo que establecia para el duque la dificultad de que su hija se casase, era la circunstancia de haber estado una noche perdida en la córte, circunstancia que sabia todo el mundo: ¿y podria preguntaros, sin parecer indiscreto, por qué es muy difícil que se case doña Esperanza?

—Sí por cierto; y como me habeis hecho la pregunta, voy á contestaros; entre mis caprichos tengo el de que mi hija sea reina.

—¡Reina! exclamó atónito el marqués.

—Si por cierto, mi hija no se casará sino con un rey.

El marquesito miró fijamente al duque, y de tal modo, que Yaye le dijo, como contestando á aquella mirada:

—Ni me chanceo ni estoy loco: mi hija si se casa, se casará con un rey.

—¿Estais enteramente decidido á ese empeño?

—De todo punto.

—¿Y contais con que vuestra hija?...

—En mi familia, caballero, las mujeres, ni oyen, ni ven, ni entienden: obedecen cuando la voz de su padre las manda: por consecuencia, mi hija piensa como yo, enteramente como yo.

—Permitidme que lo dude.

—Dudad cuanto querais.

—Permitidme que os recuerde que soy el marqués de la Guardia.

—Sí, sí, ya sé que sois voluntarioso y valiente, y que amais á mi hija.

—¡Cómo! ¿os ha dicho ella?...

—Sé que venís á pedírmela por esposa.

—Y cuando lo hago, es creyéndome autorizado...

—¡Por su amor!

—Hace tres noches me lo juraba entre mis brazos, dijo el audaz jóven, sin medir las consecuencias de su dicho.

—Bien podrá ser, caballero, dijo Yaye sin alterarse en lo mas mínimo: bien podrá ser: y es mas; cuando mi hija os dijo que os amaba, no mentia, y porque os amaba habeis sido su amante, su amante de una noche: porque os amaba con toda su alma: hay cosas que son fatales: Dios lo quiso.—Pero lo que yo os puedo asegurar, es que mi hija no quiere ser vuestra esposa.

—¡Señor duque!

—No os irriteis, caballero: ya veis que os hablo mesuradamente, á pesar de que soy un padre engañado, injuriado: á pesar de que habeis envenenado el corazon de mi hija. No os irriteis, y adios. Obrad como mejor os parezca; decid por todas partes que habeis obtenido la suprema felicidad de la posesion de mi hija.

—¡Señor duque!

—Haced lo que querais: decid lo que querais. De la misma manera que os he recibido hoy, os recibiré mañana: siempre con indulgencia; siempre como si fuerais mi hijo. ¿Y sabeis, añadió el duque levantándose lentamente y dando un paso hácia el marqués, sabeis por qué no os hago pedazos, como pudiera romper una copa de vidrio?

El marqués fijó una mirada intensa, altanera, en la profunda mirada de Yaye, que continuó.

—No os mato, como maté á los dos miserables que os ayudaron en vuestra infamia... porque... Dios no quiere... porque... porque, en fin, mi hija os ama de tal modo, que vuestra muerte la mataria y... yo, por muy criminal que haya sido, no quiero matar á mi hija.

—¿Conque ni la razon del honor, ni la de la sangre, ni ese amor que ella me profesa y que no es mayor que el que yo siento por ella, os hacen desistir de vuestro extraño propósito?

—Por muy extraño que ese propósito os parezca, me afirmo en el.

—¿Y sacrificareis á vuestra ambicion vuestra hija?

—Mi hija piensa como yo. Quiere ser reina.

—¿Y me ama?

—Vais á juzgar por vos mismo. ¡Ola!

Al llamamiento del duque, se abrió una mampara y apareció un criado.

—Decid á la señora duquesa que la espero, dijo Yaye.

Algunos momentos despues, se oyeron en una habitacion inmediata, pasos de mujer, acompañados del crugir de un trage de seda; se levantó el pestillo de una puerta, y al fin, Amina se presentó en la cámara de recibo de su padre.

Al ver al marqués se puso letalmente pálida, retrocedió un paso, ahogó un grito, y se llevó involuntariamente la mano sobre el corazon, como si hubiese recibido en él un golpe de muerte: despues quedó inmóvil, fijando en el marquesito una mirada intensa, fascinada, insensata.

Yaye se acercó á ella, la asió de una mano, y llevándola junto al marqués, la dijo:

—El señor marqués de la Guardia, nos hace la honra de solicitar tu mano, hija mia. Antes de contestar quiero que sepas cual es mi voluntad: esta se reduce, á que se cumpla la tuya. Poco importa que yo acoja de buen ó mal grado los deseos del señor marqués: yo te juro, por la memoria de tu madre, que si quieres ser esposa de don Juan, lo serás. Ahora puedes responder al señor marqués.

—Don Juan, dijo Amina que se habia sobrepuesto á su alteracion, y cuya palidez mate era la única señal que conservaba de la emocion que habia causado en ella la inesperada vista del marqués: yo os agradezco con toda mi alma, el que os hayais acordado de mí para hacerme vuestra esposa; jamás olvidaré que habeis venido á ofrecerme lo que indudablemente me haría muy felíz; vuestro nombre y vuestra fé; pero yo no puedo aceptar.

—¡Que no podeis! ¡es decir que!...

—No quiero: contestó con firmeza Amina, completando la frase de don Juan.

—Ya lo oís, señor marqués; habeis obligado á mi hija á que para evitar todo género de interpretaciones, os diga claramente y sin rodeos, que no quiere ser vuestra esposa.

Dicho esto, Yaye llevó á su hija á la puerta por donde habia entrado, la besó en la frente, y despues que hubo salido, se volvió al lado del marqués que estaba mudo de asombro y de cólera.

—Ahora, señor don Juan, dijo el emir sentándose de nuevo, permaneced cuanto tiempo querais en mi casa; pero os suplico que no me hableis mas del asunto que os ha traido á ella. Seria un empeño inútil. Solo os diré algunas palabras: el paso que acabais de dar, me reconcilia con vos: fullero de amor, habeis contraido una mala deuda; pero despues habeis reflexionado, y habeis venido lealmente á pagar con lo que únicamente podiais pagar una deuda de tal género, con vuestro nombre: yo os lo agradezco: yo os perdono... á pesar de que me habeis causado una herida que siempre brotará sangre.

—Hay otro modo de pagar esas deudas, señor, dijo el marqués conmovido.

—¿Cuál? contestó con amargura Yaye.

Don Juan desnudó su daga y la entregó por el pomo al duque que la tomó con indiferencia; luego el marqués dobló una rodilla, y dijo con voz resuelta:

—Tomad mi sangre, señor.

—¿Para qué quiero yo vuestra sangre, niño? respondió con voz opaca el emir; vos habeis sido una fatalidad que se ha puesto sobre mi camino: á vos mismo os ha traido á ese camino la fatalidad: respetémosla entrambos: quedaos vos con vuestro amor y vuestro remordimiento: dejadme con mi dolor y con mi rabia: tomad vuestra daga: yo no necesito para nada vuestra sangre: idos ó quedaos; pero no hablemos mas de esto.

Y levantó al marqués y le puso por sí mismo la daga en la vaina.

Don Juan lloraba por la primera vez de su vida: lloraba silenciosamente, como pudiera haber llorado una mujer desesperada.

—¡Oh! á pesar de vuestra fama de libertino, teneis corazon, dijo conmovido Yaye.

Hubo un momento de solemne silencio.

Yaye tomó entrambas manos al jóven.

—¡Con que tanto amais á Esperanza! le dijo.

—¡Ah señor! exclamó el jóven: ella es la esperanza de mi vida, acaso la salvacion de mi alma.

—Pues, bien, pensad en vuestra Esperanza, dijo el emir.

Iluminóse con una intensa expresion de alegría el semblante del jóven marqués.

—¡Ah señor! exclamó: ¿renunciareis al fin, de llevar á cabo vuestro extraño empeño?

—No, no por cierto: mi hija, vuestra Esperanza se casará con un rey: esto no quiere decir otra cosa, sino que será necesario haceros rey.

Causó tal impresion aquella nueva extravagancia en el ánimo del marqués, que miró fijamente al duque, temiendo habérselas con un loco; pero en los ojos de aquel, brillaba la mas fria razon.

Don Juan temió volverse loco si permanecia un momento mas en aquella casa, y salió delirante, frenético, sin despedirse del duque.

Este se quedó murmurando:

—¡Fatalidad! ¡la mano que mató al padre, no debe matar al hijo!

Capítulo VI. Del medio que eligió el marquesito de la Guardia para irritar el amor de Amina.

Ciertamente era necesario un obstáculo de gran monta para detener en su carrera al voluntarioso don Juan.

Acostumbrado á que todo se rendiese á sus deseos, era un torrente cuyo curso se hacia cada vez mas rápido, y sus aguas mas turbias: al fin habia encontrado una roca en su camino; la habia enlodado, la habia manchado, la habia hecho temblar; pero la roca era demasiado fuerte para que la corriente la arrastrase y saltase por cima de ella, dejándola enterrada en el fango; aquella roca era el amor de Amina contrapuesto al torrente de las pasiones del marqués.

Hasta entonces solo habia encontrado cortesanas que le provocaban y le sonreian, abriéndole sus brazos, ó virtudes fáciles que cedian en el momento en que se veian combatidas por la exigente voluntad del jóven. Esto en cuanto á las mujeres. En cuanto á los hombres, como el marqués era demasiado terrible, diestro y valiente para que le temiesen los mas esforzados, nuestro jóven campaba entre ellos por su respeto, puesto que el que no le rodeaba para explotarle, le evitaba para no verse comprometido en un lance desastroso.

Don Juan Coloma, favorecido por las mujeres, respetado por los hombres, considerado en todas partes por su rango, por su fortuna y por su belleza, no podia haber sido hecho esclavo, sino por la hermosa duquesita, por aquella otra singularidad femenina, por aquel hermosísimo misterio viviente, contra cuyo desden se estrellaban los empeños de los mas libertinos, y contra cuya pureza se mellaba el diente de acero de la murmuracion femenil.

El marqués, que como hemos dicho, antes de conocer á Amina, se habia sentido arrastrado hácia ella por un impulso instintivo; que al verla se habia enamorado en un solo momento, como jamás se habia enamorado de otra mujer; que al poseerla habia comprendido que aquella niña magnífica en el cuerpo y el alma, era una parte de su ser, que no podia vivir sin ella, que la luz de sus ojos eran su luz, y el aliento perfumado de su boca su vida; se vió sujeto cuando mas libre se creia, y de tal modo, que como hemos visto, habia dado el paso, en él extraño y casi milagroso de pensar en el matrimonio.

Don Juan se habia transformado de repente, de señor en siervo, de burlador en burlado, de opresor en oprimido; se habia modificado dejando de ser lo que era, para convertirse en un ser enteramente distinto: este milagro lo habia hecho el amor, que es la pasion que conocemos con mas dominio sobre el corazon humano, y Amina habia sido el instrumento de que el amor se habia valido.

Es necesario tambien tener en cuenta que no se necesitaba menos para dominar al soberbio don Juan.

Amina reunia cuantas cualidades puede reunir una hija de Eva para ser codiciada: juventud, riqueza, ilustre cuna, elevacion de ideas y un no sé qué dominador que se exhalaba de su mirada irresistible, de la enérgica y vigorosa hermosura de sus formas, de su continente, de sus maneras, de su palabra, de su acento. Era, en fin, un conjunto irresistible de cualidades tentadoras, ante las cuales hubiera caido, no don Juan, que cuando mas, era soberbio, sino el santo mas santo, con toda la terrible fortaleza de la humildad, que es la primera de las fuerzas que conocemos.

Don Juan se sintió humillado; pero al ser humillado se sintió engrandecido; porque no era una afrenta lo que le humillaba; no el desprecio público; no las desesperadoras consecuencias de la pobreza: lo que le humillaba dominándole, porque para él todo dominio era humillante, era el amor, esa noble y ardiente pasion, que á todo se sobrepone y que dominándolo todo, todo lo engrandece. Amina se habia apoderado del alma del marqués, le habia hecho gozar por un momento de un cielo para despeñarle despues á la tierra y decirle:—No pasarás de ahí.

Y don Juan, queriendo desplegar las poderosas alas para alzarse á aquel cielo, conoció que sus alas se habian quemado; que era un ángel rebelde, caido entre el lodo, y solo aspiró lo nauseabundo, lo fétido de aquel lodo, cuando quiso levantarse á otra region mas pura, y no pudo; cuando lleno de amor y de esperanza, regenerado, despierto del sueño de impureza que habia dormido desde su infancia, oyó una voz terrible, la de la mujer amada, que le decia con ese acento que demuestra una resolucion irrevocable:—No quiero ser vuestra esposa.

¿Acaso Amina rechazaba por dignidad al hombre que habia abusado de la ocasion, de la situacion, de uno de esos momentos decisivos, en que la fatalidad coloca á la mujer mas pura? Pero don Juan sabia que de la misma manera instintiva, por decirlo asi, que el amaba á la hermosa duquesita, era amado de ella. ¿Acaso aquel padre que parecia tan terrible, tan valiente, que todo lo sufria, que todo lo confesaba, que se burlaba de una manera inconcebible de la opinion pública, tendria por objeto irritar la pasion en su alma en provecho de su hija? Pero él se habia presentado decidido, resuelto á ser esposo de la duquesita y se le habia rechazado. ¿Seria que efectivamente padre é hija estuviesen locos ó fuesen tan soberbios, que aspirasen á un trono? ¿Y qué trono podia ser este? ¿El de España? ¿El que ocupaba el tremendo, el frío, el calculador Felipe II?

Esto era un absurdo, un sueño insensato, y sin embargo, pensó en ello el marqués de la Guardia, á pesar de lo monstruoso del pensamiento.

¿Acaso se contaria con el príncipe de Asturias?

Don Carlos de Austria tenia en aquella sazon veinte y dos años. Contábanse de este príncipe en los círculos íntimos de la córte, vicios repugnantes, acciones indignas de un caballero, severos castigos impuestos al príncipe por el rey. Sin embargo, estos castigos en nada habian influido respecto á las viciosas inclinaciones del príncipe. Las damas de la reina se veian á cada paso obligadas á quejarse de las tenaces solicitudes de don Carlos, y aun de atrevimientos de mayor monta. Las gentes de su servidumbre, maltratadas y aterradas, desaparecian del cuarto del príncipe, huyendo de su ferocidad. Su ayo, sus gentiles—hombres, sus caballerizos, á trueque de no irritarle, encubrian sus nocturnas salidas de palacio, y el rey se veia obligado á cerrar los ojos y los oidos á muchas cosas, para no verse en la dura necesidad de castigarlas; para no dar el escándalo de reducir á una prision rigorosa al heredero inmediato de la corona.

Solo habia un hombre que gozaba por entero de la amistad y de la confianza del príncipe: este hombre era el famoso comediante Cisneros.

Pero si Yaye, conociendo el carácter voluntarioso del príncipe, y contando con la maravillosa hermosura de su hija, habia pensado en ponerla por este medio en el trono de las Españas, era necesario deducir como consecuencias de este pensamiento, sucesos horribles.

En primer lugar, suponer que un soberano de la casa de Austria consintiese en el casamiento de su hijo con una grande de España, y cuando este soberano se llamaba Felipe II, hubiera sido contar con un imposible, con un milagro. Si él se casaba secretamente... esto era tambien imposible, porque los ojos y los oidos de Felipe II, segun don Juan creia, alcanzaban á todas partes; pero contando con la maldad de que tantas pruebas habia dado don Carlos de Austria, no era descabellado suponer que el príncipe se rebelase contra su padre, procurase destronarle, y al sentarse en el trono, impusiese á la altiva nacion española una reina sacada de entre la nobleza, y sin otros títulos á la corona que el capricho del príncipe.

Estos proyectos podian muy bien caber en la cabeza enferma de don Carlos (que, segun opiniones muy autorizadas, era víctima de una feroz monomanía), ¿pero cómo suponer, sin injuria para el duque de la Jarilla y para su hija, que se prestasen á tales proyectos? Siendo asi, el duque era un traidor, un infame, y doña Esperanza una miserable prostituta; porque la mujer, que sobreponiendo su ambicion á su amor, se casa con un rey porque quiere ser reina, es una prostituta que vende su cuerpo y su alma por un trono.

Don Juan cerró con disgusto, con horror, los ojos de su alma á estas suposiciones, y sin embargo, aquellas sospechas crueles, le perseguian, le torturaban, magullaban, por decirlo asi, su orgullo; le hacian probar unos zelos crueles, y con ellos la terrible pasion que siempre los acompañan: la venganza.

Don Juan necesitó salir á todo trance de aquella terrible duda, y para salir de ella, poner de claro en claro cuanto habia de misterioso en el duque viudo y en la duquesa de la Jarilla.

Por la primera vez pensó don Juan en presentarse en el alto círculo de la córte: hasta entonces le habian separado de ella sus libres costumbres. Don Juan aborrecia la sujecion aunque solo fuese en la forma. Nada le placia mas que ese género de reuniones, donde se puede estar con el sombrero puesto, y entre tendido y sentado, con la palabra suelta, en entera libertad de hacer y de decir; las casas de juego, las mancebías, las tabernas, los nidos de las damas galantes, habian sido hasta entonces sus lugares favoritos. Amina le hizo ver que habia un mundo aparte, en el cual se respiraba mas fácilmente; en que lo bello era realmente bello; en que, si habia vicio, estaba rígidamente oculto por apariencias de virtud. Don Juan comprendió que se puede ser malo pareciendo bueno, y viceversa. En una palabra: repetimos lo que ya hemos dicho: el amor de Amina, comparado con los amores que hasta entonces habia probado, le habia hecho sentir el olor del lodo de que hasta entonces habia estado circuido. Asi es que una repulsion natural le separó de su antigua sociedad y le hizo acercarse sin repugnancia á aquel otro círculo decoroso de que hasta entonces habia estado alejado.

No hay que decir que fue acogido con un completo éxito, porque esto se comprende, teniendo en cuenta los antecedentes del marqués. En la córte tambien, aunque bajo la máscara de una refinada hipocresía y con formas convenientes, encontró don Juan, hechiceras cortesanas, ojos que, aprovechando el descuido de otros ojos, le miraban chispeantes y ricos de promesas; opulentas y nobilísimas herederas que le sonreian diciéndole harto claro que era un marido codiciable: las altas cortesanas distinguieron á don Juan del mismo modo que las cortesanas aventureras. Toda la diferencia estaba en las formas.

Don Juan notó que tambien en la córte habia cieno; pero cubierto de césped y flores: es cierto que el que confiado aventuraba la planta sobre aquel florido césped, se hundia hasta el cuello; pero se guardaba bien de decirlo, por razones de conveniencia social: cada cual explotaba en su provecho los filones riquísimos que se ocultaban bajo aquel cesped. Pero don Juan fue prudente.

En vez de revolcarse á diestro y siniestro por aquel lodo, se echó á buscar entre él una víctima que le ayudase, sin saberlo, en sus proyectos: una amante beneficiosa, en una palabra: cuando se ha llegado á la intimidad con una alta dama, se saben cosas que no solo no se hubieran creido posibles, sino que ni probables, respecto á ciertas gentes. Ademas, don Juan, siguiendo esta línea de conducta, tenia dos objetos: frecuentaba las primeras casas de la córte, veia en ellas á Amina, la hablaba, gozaba, viendo representada la influencia de su amor en la densa palidez que cubria el semblante de la hermosa duquesita, y sobre todo, aumentaba su amor y le mantenia vivo con el punzante aguijon de los zelos. El corazon de la mujer que ama nunca se engaña, y Amina sabia distinguir entre cien mujeres á la favorita del marqués.

Este habia tenido tacto: para dar zelos á Amina habia elegido una mujer notabilísima por su hermosura, por su juventud, por su clase y por sus singularidades.

Esta mujer era veneciana, y se llamaba la princesa Angiolina Vizconti. Una de las tres singularidades de la córte de Felipe II en aquellos dias, como dijimos al principiar esta segunda parte.

No le fué tan fácil á don Juan, como habia creido, la conquista de la princesa, por mas que esta hubiera distinguido al marquesito desde sus primeras vistas. Frecuentó su trato don Juan, la galanteó de una manera delicada y ella se dejó galantear hasta cierto punto; pero cuando don Juan se lanzó al fin á una declaracion decisiva, la princesa le contestó con la dignidad mas dulce y graciosa del mundo:

—No puedo aspirar á la felicidad de ser vuestra, caballero, porque soy casada.

Don Juan, respecto á las mujeres de cierta clase, no tenia absolutamente experiencia; creyó que en la princesa italiana habia encontrado una virtud á prueba de bomba, como diriamos en nuestros dias, y obstinado, por lo mismo que habia encontrado resistencia, se empeñó en el sitio de la durísima belleza, y para sostenerle con mas probabilidades de éxito pidió informes á sus amigos.

Esto equivalia á reconocer las obras avanzadas de la plaza.

—Os habeis metido en una empresa diabólica, amigo mio, le dijo el marqués del Vasto, á quien don Juan abrió su pecho. Nada conseguireis de la princesa.

—¿Y por qué razon, amigo don Alonso? repuso el marqués.

—Por la sencilla razon de que en cuatro años que lleva en la córte, ninguno de los muchos apasionados de esa dama, ha podido jactarse de poseerla.

—¡Ah! ¡ah!

—Ya veis: es la mas hermosa de las damas que tenemos presentes. (Se encontraban los interlocutores en un ángulo de un salon de la casa del duque del Infantado).

—Os engañais, don Alonso, hay otra mas hermosa que ella.

—Ya se sabe, ya se sabe, que la hermosa duquesita es la primera en la córte, antes que la reina en hermosura y discrecion, y despues de la reina en riqueza; pero prescindiendo de ese portento, Angiolina es un prodigio; ved qué cabellos, qué frente, qué ojos... qué todo. Pues bien: lo que mas hace codiciable á esa mujer, no es su hermosura, sino la situacion especial en que se encuentra: ya sabreis que es la llamada la casada—vírgen.

—¡Bah! siempre he tenido eso por una exageracion ó por una burla.

—Pues no es ni burla ni exageracion.

—¿Sabeis algo acerca de esa singularidad?

—¡Bah! lo sabe todo el mundo.

—Perdonad; yo formo parte del mundo, y no lo sé.

—Pues vais á saberlo, para que todo el mundo lo sepa.

—Os escucho.

—Angiolina Vizconti, como lo demuestra su apellido, es veneciana.

—Pues no pasan por muy virtuosas las hijas de la serenísima república.

—La princesa se ha criado en Roma.

—No son tampoco vestales todas las romanas.

—Sea como quiera, Angiolina quedó huérfana á los diez y seis años. Su padre, Paolo Vizconti, fue encontrado en una de las calles de Roma, cosido á puñaladas. Sola y sin amparo Angiolina, salió de Roma, pasó á Toscana, y entró en un convento en Lierna. Conocióla por un accidente en el cláustro, el príncipe romano Maffei Lorencini; comprendió que Angiolina no tenia vocacion al cláustro, en el que solo habia entrado por necesidad, y se propuso hacer con ella una obra de misericordia. La habló, la pidió su mano, y aunque el príncipe no era ni jóven ni hermoso, Angiolina prefirió el mundo al lado de un esposo poco agradable, al cláustro junto á monjas menos agradables que el príncipe. Aceptó y se casó con él. Entonces Maffei, en vez de entrar con ella en la cámara nupcial, la dijo:

—Entrásteis por necesidad en el cláustro, y no quiero que por necesidad os sacrifiqueis á un hombre que no puede agradaros. En vez de ser vuestro marido seré vuestro padre. Sois libre, pues; libre para todo menos para manchar mi nombre, lo que estoy seguro que ni aun siquiera os pasará por el pensamiento. Soy viejo, no tengo parientes: os he nombrado mi heredera: vos sois jóven, y dentro de poco sereis viuda, libre, y princesa.

—El señor Maffei Lorencini fue un héroe, dijo don Juan.

—No ha sido menos heroina la princesa. A pesar de que su esposo pasa la vida viajando, hasta tal punto que nadie le conoce; á pesar de que, por lo mismo, Angiolina está enteramente libre, ha guardado de tal modo la honra del príncipe, que ha causado la desesperacion de cuantos han tenido la desgracia de enamorarse de ella. Cuéntase (el marqués del Vasto bajó la voz), que su magestad ha deseado tambien á la princesa, y que ha salido tan mal parado como todos los demás.

—¿Estais seguro de que esa mujer no es bastante discreta para recatar á un amante?

—¡Bah! es una mujer fria, altiva, orgullosa; está enamorada de sí misma. Solo se la ha conocido una pasion.

—¿Cuál?

—La de la envidia, y esta no se la conoció hasta que se presentó en la córte la hermosa duquesita.

—¡Ah! exclamó profundamente don Juan.

—Ya se ve: la pobre princesa era el sol de la córte, la reina de la hermosura, hasta que se presentó ese nuevo sol, esa doña Esperanza, que la ha eclipsado.

—Os doy un millon de gracias por las noticias que me habeis dado de la princesa, dijo don Juan, impaciente por poner en práctica un pensamiento brillante que habia concebido.

—Pues dadme dos millones de gracias por el consejo que voy á daros, añadió el marqués del Vasto. Si no quereis sentenciaros á un sufrimiento inútil, no volvais á pensar en la princesa.

Estrechó don Juan la mano de su noble amigo, y aprovechando la ocasion de haberse desocupado una silla colocada por acaso entre Amina y la princesa, fué á sentarse en ella.

El pensamiento que habia concebido el marqués, era el siguiente: siendo cierto que la princesa envidiaba á la duquesita, debia aborrecerla. Si don Juan lograba que doña Esperanza se mostrase enamorada de él hasta el punto de que lo notase la princesa, era asunto concluido: no solo era suya la princesa, sino que tendria sumo cuidado en procurar hacer conocer á la duquesita que la habia robado el corazon del hombre de su amor.

Don Juan no pensaba mal. Uno de los mejores medios para conquistar á la mujer mas dificil, es servirse de sus pasiones.

Capítulo VII. La una por la otra.

Habíase sentado el marquesito entre las dos rivales, en una disposicion de espíritu muy favorable para conseguir su intento. Habíase colocado entre dos polos opuestos, cada uno de los cuales tenia sobre él una atraccion poderosa. Si bien estaba seriamente enamorado y mas que seriamente empeñado por Amina, la princesa le impresionaba fuertemente, y su hermosura aunque, de todo punto distinta de la de la jóven sultana, excitaba sus deseos.

Procuraremos describir la hermosura de la princesa, para que nuestros lectores puedan juzgar si estaba don Juan impresionado con razon por ella.

Era alta, esbelta, de formas redondas, de seno turgente y de cuello mórvido, cuya blancura era transparente; su cabeza, de una forma magestuosa, parecia fatigada por el peso de una cabellera negra densa y brillante; tenia la frente despejada y serena, las cejas anchas, dulcemente arqueadas y negrísimas; negros los ojos, rasgados, resplandecientes, sombreados por largas y espesas pestañas, que no sabemos si servian para amortiguar el brillo de su mirada ó para aumentar su fuego con el contraste de su sombra; era densamente pálida, lo que aumentaba su blancura, y, como en muestra de que aquella palidez no era enfermiza, sus labios tenian un color rojo vivísimo, puro, fresco, como el de los granos de una granada: las formas de su cabeza, de su semblante, de su cuello, de sus hombros, de su seno, de sus brazos, de sus manos y de su talle, mostraban el puro y rígido contorno, la magestuosa armonía, la extremada belleza de la estatuaria griega, de los buenos tiempos en que los griegos robaron á la naturaleza sus mas bellas y puras formas para animar con ellas el mármol.

Era, en fin, la princesa Angiolina, una de esas bellezas reinas, que no se ven sin admiracion, que no se recuerdan sin deseo.

Tenia ademas, y como si la naturaleza hubiera querido dulcificar ese no sé qué de severo, de casi duro, de las formas enérgicamente correctas, el atractivo meridional de las venecianas, su sonrisa sensual é incitante, y la mirada lánguida, velada, dulcísima. Esto, se entiende, en los momentos en que Angiolina parecia feliz y tranquila, que cuando, por efecto de su envidia y de su rivalidad hácia Amina, rivalidad hasta entonces puramente de posicion, sufria y luchaba, el semblante de la princesa tenia toda la siniestra, sombría y terrible expresion del angel caido.

Y no sabemos cuando estaba mas hermosa: si cuando sonreia tranquila, ó cuando sus ojos mostraban la funesta expresion del odio y de la envidia.

Ello era verdad que Angiolina era una de esas mujeres de alma terrible, de las cuales un hombre prudente se aparta para no morir de deseos siendo desdeñado, ó devorado por un amor frenético, exigente y zeloso, siendo amado.

Sobre todo esto, ya lo hemos dicho, era tan vigorosa, tan fresca, tan pura, la juventud de la princesa, que, contando ya veinte, y seis años, á penas representaba veinte.

Cuando se presentó por primera vez en la córte de las Españas con su viejo marido el príncipe Lorencini Maffei, causó una sensacion profunda.

Y eso que en aquellos tiempos, en que la preponderancia española no tenia rival en Europa, la córte de las Españas era muy concurrida de gente noble y rica de todas las partes del mundo, y eran muy comunes en ella las mujeres hermosas; encontrábanse á cada paso, en las iglesias, en los paseos, en los saraos, ya flamencas de carne delicada y ojos azules; ya italianas de mejillas morenas y aterciopeladas, pelinegras y ojinegras; ya inglesas blancas, como la espuma del mar, y con cabellos de oro; ya indias doradas, con su hermosura semisalvaje por lo extremadamente enérgica; ya francesas galantes y espirituales etc. Esto por lo relativo al extranjero, que en cuanto á lo relativo al interior, al género de casa, la córte era una admirable y variada exposicion de fidalgas vascongadas, montañesas, asturianas y gallegas, con su candor y su nítida blancura; de andaluzas y estremeñas con su mirada volcánica; de valencianas y murcianas con sus tentadores encantos y sus felices disposiciones para las intrigas amorosas; de aragonesas y catalanas con su hermosura altiva y tirante, por decirlo asi, y su acento enérgico y duro; de toledanas (de ellas nos libre Dios) con su gracejo y travesura, y por último de las hijas de Madrid, con su profunda experiencia en galanteos, y sus artes y sus aliños que suplen á la hermosura. El aficionado, pues, tenia una coleccion completa donde elegir, puesto que, ademas de las blancas, las trigueñas, las morenas y las doradas, no faltaban algunas incitantes hijas del Africa, negras como el ébano y hermosas, con arreglo á su tipo, que servian de doncellas esclavas, en la mayor parte de las casas de la nobleza.

Difícil era, por lo tanto, que una mujer por hermosa que fuese, brillase, se destacase, se hiciese notable entre una pleyada tal de bellezas. Sin embargo, á su aparicion en la córte, Angiolina alcanzó un éxito ruidoso; hubo por ella apuestas, desafios y empeños, y se hicieron codiciables una mirada suya, una sonrisa ó una inclinacion de cabeza algo expresivas.

Si Angiolina hubiese cedido al amor de alguno de sus innumerables galanteadores, indudablemente se hubiera vulgarizado, dejando de ser un empeño; pero su firmeza, lo extraordinario de su situacion como casada—vírgen, y las exageraciones que con relacion á ella se citaban, la sostuvieron sin rival en el trono de la hermosura, hasta la aparicion de Amina en la córte, que fue una singularidad de mas monta.

Llevábala ventaja Amina, en juventud, en hermosura, en riqueza y en singularidad de historia, puesto que todo el mundo sabia que era hija de una mejicana y de un hidalgo oscuro (que por tal se tenia á Yaye); conociase en razon de los pleitos que una poderosa familia habia sostenido contra Estrella, la historia de esta, y era tan romancesca, tan singular aquella historia, que no podia menos de dar un gran prestigio á Amina.

Por otra parte Yaye habia entrado en la córte, asombrándola con su inmenso fausto: Amina eclipsaba en riqueza de trages y joyas á las mas altivas grandes de España y se ponderaban los tesoros de la duquesita. Angiolina se presentaba, es verdad, siempre que la ocasion lo requeria, con un nuevo y rico trage; pero siempre las perlas y la pedrería eran las mismas; no habia podido comprarse un palacio, ni aun amueblar como hubiera convenido á su rango su enorme casaron alquilado, y en cuanto á lo demás, no habia logrado aventajar, ni aun igualar, á muchas de las riquísimas y faustosas señoras de la córte.

Esto y su rivalidad con Amina, eran los únicos sinsabores que amargaban el corazon de la princesa: por lo demás, tenia un excelente marido, ó mejor dicho, esposo, que comunmente se encontraba viajando, que venia á hacerla una brevísima visita de año en año, y que la dejaba enteramente entregada á sí misma y dueña de sus acciones, libertad de que, segun fama pública, no habia abusado en lo mas leve la princesa.

Tal era la mujer de que habia pensado valerse el marqués de la Guardia para excitar los zelos de Amina: la mujer de quien, hasta cierto punto, podia decirse que estaba enamorado, acaso solo porque habia resistido á sus deseos.

La casualidad, que tantas veces hace que se encuentren reunidos, y mano á mano, dos enemigos irreconciliables, habia hecho que Amina y la princesa se encontrasen demasiado próximas aquella noche en la casa del duque del Infantado, y la casualidad hizo tambien que se encontrase vacío el único sillon que las separaba, en el que se sentó don Juan.

Cuando un hombre que vale tanto como el marqués valia, se encuentra colocado entre dos mujeres con las cuales tiene antecedentes, y mucho mas cuando estas dos mujeres son rivales, se establece una situacion especial que generalmente es fecunda en consecuencias.

Amina, que antes de llegar el marqués, se habia mostrado indiferente y altiva con la princesa, al saludar don Juan á esta, se puso pálida; al sentarse el jóven se la comprimió el corazon, y sus ojos se fijaron con ansiedad en el semblante de Angiolina, que contestaba sonriendo al saludo del marqués.

Este y la princesa notaron la turbacion y el anhelo de Amina, y entrambos, cada cual por lo que le convenia, se propusieron forzar la situacion. Don Juan tomó familiarmente, como un hombre que está autorizado para ello, el abanico de plumas de la princesa, y á propósito de su mérito y de su riqueza, sostuvo con ella una conversacion llena de galanteos, de intenciones, de dobles sentidos. El rostro de Amina se nubló; su altivez rugió poderosamente dentro de su alma, y las oleadas de aquella tempestad salieron á su rostro, tanto mas determinadas cuanto la jóven luchaba por ocultarlas: don Juan dejó que Angiolina gozase de su triunfo, que lo saborease, esperando una ocasion propicia para amargar aquel triunfo, para empeñar, en una palabra, á la princesa: aquella ocasion no tardó en presentarse: algunos músicos, con guitarras y arpas, que acababan de entrar, rompieron tocando uno de los bailes de la época.

Entonces el marqués se volvió á Amina, y mirándola de una manera tal que parecia decir: «á vos, sola á vos amo,» la invito á bailar.

Amina entregó su mano á don Juan, se levantó en un movimiento nervioso, y clavó una humillante mirada de triunfo en la princesa, que la contestó con otra mirada de amenaza.

Amina y el marqués se lanzaron en el baile: la princesa se negó á todos los que llegaron á invitarla; cada vez que Amina pasaba, reclinada entre los brazos del marqués, envuelta en el torbellino de la danza, lanzaba una mirada rápida, fugitiva como un relámpago, pero llena de insultos, á la princesa: cada una de estas miradas ennegrecian mas, por decirlo asi, el alma de Angiolina y hacia asomar á su semblante las oscilaciones de una lucha interna y poderosa; al fin el semblante de la princesa tomó una expresion glacial, profunda: la expresion de una resolucion decidida; y cuando, terminada la danza, el marqués volvió con Amina y se sentó de nuevo junto á la princesa, esta se apresuró á decirle:

—Cuento con vuestra cortesanía, don Juan.

—Quien os ha ofrecido su corazon, señora, contestó el marqués, está siempre dispuesto á serviros.

—Pues bien, repuso Angiolina; me siento mal; hace calor; estas luces me sofocan; este ruido me aturde; necesito salir de aquí; respirar el aire libre; mis criados aun no habrán venido; es temprano. ¿Quereis acompañarme, señor marqués?

Don Juan se levantó, saludó á Amina, y dió el brazo á la princesa.

Amina sintió que el corazon se la rompia al recibir la mirada indescribible con que Angiolina se despidió de ella: comprendió cual era la resolucion de la princesa, y tuvo impulsos de levantarse y disputarla la posesion de don Juan: pero existe una ley tiránica que encadena á la mujer que tiene dignidad: la ley de su dignidad, y Amina permaneció aniquilada en su asiento, mientras el marqués y la princesa salian juntos, causando con su salida uno de esos sordos escándalos, que se hacen por un momento dueños exclusivos de la sociedad en donde pasan; que se comenten de mil maneras, y sostienen durante ocho dias la conversacion de todos.

—¿Quereis que pida una litera? dijo el marqués cuando estuvieron en el zaguan.

—No, contestó Angiolina con un acento poderosamente incitante: por nada del mundo trocaria el placer de apoyarme en vuestro brazo.

El alma de don Juan se sonrió, cediendo á un impulso de vanidad: habia conseguido su objeto: Angiolina era su instrumento, y un instrumento muy bello por cierto: sin embargo, temió perderlo todo por precipitacion y se mantuvo en los límites de la mas profunda reserva.

—Ved, dijo, que aun son las noches frias; que estais muy sofocada.

—Por lo mismo necesito respirar libremente, y luego... la noche esta hermosísima... no recuerdo otra noche mas hermosa.

—¿Qué camino quereis que elijamos para que vayais á vuestra casa?

—¿Para que vayais? Contestó la princesa subrayando con su intencion particular estas palabras. ¡Qué! ¿en el caso de querer yo ir á mi casa, no venís vos tambien?

—¡Qué no vais á vuestra casa, señora! ¿pues á dónde quereis que os acompañe?

—No quiero que me lleveis; quiero llevaros yo. ¿No quereis que os sirva de guia?

—Indudablemente que guiándome vos, no puedo ir mas que al cielo.

—¿Quién sabe?

—Pero os suplico que mediteis, que nuestra salida del sarao se ha notado; que vuestra dignidad requiere mi pronta vuelta que ademas, he notado que alguien nos sigue.

—¿Y qué me importa? ¿Qué os importa á vos?... Sigamos: mirad que noche tan hermosa; mirad que luna: vaguemos por las calles al aire libre... y que nos sigan en buen hora.

—Creo señora que estais enferma; vuestra voz tiembla de un modo singular; os estremeceis toda.

—Si, si, estoy enferma: por lo mismo sigamos, aspiremos el fresco viento de la noche.

Y la princesa tiraba de don Juan, que se hacia el reacio exprofeso.

Empezaron á rodear calles y en silencio: ella creia haber dicho bastante; él se habia propuesto que ella lo dijese todo.

Con el andar y con el fresco de la noche volvieron la calma y la razon á Angiolina.

—Qué pensareis de mi don Juan, le dijo.

—¿Qué quereís que piense? dijo don Juan.

—¿Que qué quiero que penseis? pero eso no es una respuesta: no se trata de lo que yo quiero, sino de lo que pensais vos.

—Pienso que he tenido la fortuna de que volvais la vista á mi, cuando habeis necesitado de alguno que os acompañe.

—¿Y pensais que yo hubiera pedido á cualquier otro que me acompañase?

—Creo que respecto á vos me encuentro en el mismo caso que cualquiera de vuestros conocidos.

—Pues os habeis engañado.

—¿Ocupo yo en vuestro corazón un lugar distinto que los demás?

—¡Oh! ¡si!

Y aquel ¡oh! ¡si! de la princesa equivalia á decir: yo os amo.

Don Juan se hizo el torpe.

—Pues no tengo motivos para creer... dijo.

—¿Os habeis propuesto, don Juan, que yo lo diga todo? observó con suma impaciencia la princesa.

—¡Pero si vos, señora, me habeis dicho ya cuanto teniais que decirme!

—¿Y qué os he dicho?

—Que no podeis amarme.

—Pues... ya que me obligais á ello... será preciso decíroslo. Cuando contesté á vuestra demanda de amor que no podia amaros, me engañé.

—¡Ah señora!

—Cuando os ví, vuestra primera mirada me causó extrañeza. Casi me ofendió.

—¡Ah! me comprendisteis mal.

—No don Juan; acostumbrado, sin duda, á tratar con ciertas mujeres, sois demasiado audaz. Sin embargo de que me ofendió vuestra confianza en vos mismo, no pude menos de recordaros... luego deseé volver á veros: os ví y sentí algo misterioso por vos: como no he amado nunca, no comprendí que os amaba: cuando me pedisteis amor os contesté poniéndoos delante mis deberes, y os los puse de buena fe: pero esta noche he conocido que os amo con toda mi alma... porque he tenido zelos.

—¡Zelos! ¡zelos vos y por mí! exclamó don Juan afectando la mas perfecta admiracion.

—Si; zelos de una mujer á quien, no sé por qué, aborrezco: de una mujer que os ama... que está loca por vos... de la duquesa de la Jarilla.

—¡Ah! ¡zelos infundados!

—¡Vos no la amais! exclamó con ansia la princesa.

—Os juro que á nadie amo mas que á vos; que he galanteado á muchas mujeres; pero que vos sois la primera á quien amo.

—¡Oh! ¡que feliz seré si llego á creer en lo que me decis!

—¿No os he dado bastantes pruebas?

—Si, creo que me amais, porque necesito creerlo; porque yo no creia amaros y al conocer que os amaba otra mujer se me ha desgarrado el corazón: entonces me decidi á ser vuestra, á ser vuestra para siempre.

—Creo señora, que no meditais bien lo que decis: que estais irritada.

—Si, he meditado lo que digo: he medido con una sola mirada mi destino respecto á vos, y esa mirada me ha dicho: serás suya, serás su esclava, pero solamente suya.

—¿Y vuestro esposo?

—Solamente vuestra.

—¿Pero no considerais?

—Nada considero. Si muero por vos moriré contenta.

—¿Pero el mundo?...

—¿Y qué me importa el mundo? ¿qué me importa que ese mundo diga señalandome con el dedo: esa, la altiva, la orgullosa, la invencible, es al fin la querida del marqués de la Guardia: ha caido como todas? el nombre de querida vuestra será mi orgullo.

—Pero puede evitarse que el mundo sepa...

—¡Evitar yo que el mundo sepa que os amo! ¡que soy vuestra querida! no; yo no soy hipócrita, ni encuentro condiciones para el amor: ó amar ó no amar: ó todo ó nada. Esta noche vais á venir á mi casa y vais á entrar en ella por la puerta principal, dándome el brazo, delante de mis criados, como si fuerais mi esposo: nada de misterios: suceda lo que quiera: si mi esposo me mata... bien: si me arroja de sí... me iré con vos; si vos me abandonais... me meteré en un convento á llorar y orar por vos. Estoy decidida y nadie me hará volver atrás.

¿Sentia la princesa lo que decia con toda su exageracion, con todo su ardor, ó era que comprendia que todo aquello era necesario para vencer á la hermosa duquesita?

Entrambas cosas: Angiolina era una mujer exagerada: habia contraido un empeño por el marqués y aborrecia á Amina.

Por su parte don Juan no pudo menos de exclamar en el fondo de su alma al ver la posicion en que se habia colocado la princesa.

—¡Mi adorada Esperanza es mía!

Despues don Juan y la princesa siguieron hablando como dos amantes locos, hasta que llegaron á la casa de la princesa á cuya puerta principal llamó el marqués.

Abrió el portero: el zaguan estaba debilmente alumbrado y Angiolina pidió luces.

Luego la precedieron, alumbrándola con antorchas, dos pajes que se asombraban de que su señora llegase á aquellas horas á pié, y acompañada de un caballero jóven y buen mozo, que continuaba dándola el brazo hasta dentro de su casa y que penetraba con ella en sus habitaciones particulares.

Angiolina despidió desde allí á los pajes, é introdujo á don Juan en una preciosa cámara donde la esperaban dos doncellas que se asombraron al ver al marqués.

—La cena, dijo la princesa quitándose el manto.

La cena fue servida, y cuando se hubo terminado la princesa despidió sus doncellas hasta el otro dia.

Para completar este capítulo réstanos decir lo que pasó sotto voce en el palacio del duque del Infantado.

Algunos caballeros jóvenes, que habian extrañado la temprana salida de la princesa acompañada de don Juan, se propusieron averiguar hasta donde pudiesen el resultado de aquella aventura, y uno de ellos fue comisionado para seguir á la pareja.

El seguidor volvió una hora despues con la estupenda noticia de que la princesa y el marqués, distraidos en una animada conversacion, habian vagado á la ventura por las calles, y de que, por último, la princesa habia entrado en su casa por la puerta principal, arrastrando consigo al marqués de la Guardia: esta noticia corrió de oido en oido hasta que llegó á los de Amina.

La pobre joven no necesitaba esta noticia confirmadora de sus zelos; en la mirada que la habia fulminado Angiolina al salir del sarao, habia comprendido que la robaba su amante.

Pero por fuertes que sean nuestras convicciones, siempre es un golpe terrible su funesta confirmacion. Amina se sintió verdaderamente enferma, y, como siempre sus criados la esperaban, se trasladó á su casa.

Al dia siguiente el leal Harum se presentó al emir.

—La noble sultana Amina le dijo, me ha mandado que averigue la historia de una princesa italiana llamada Angiolina Visconti.

Quedóse por un momento Yaye pensativo.

—Pues bien, dijo al fin: vete á Roma y procura poner de claro en claro la historia de Pedro Visconti, coronel que fue de lo suizos del papa. Sigue el hilo, gasta oro, ejercita tu ingenio y trae las noticias que de esa mujer encuentres, á la sultana.

Por una coincidencia singular, cuando el marqués de la Guardia se despidió, bien entrado el dia, de la princesa, esta salió de su retrete, atravesó algunas habitaciones y en una de ellas se detuvo y dió dos palmadas.

Al punto, y como lanzado por una máquina, apareció entre el tapiz de una puerta un hombre.

Aquel hombre era jóven; como de treinta y cuatro á treinta y cinco años, y hermoso, con la hermosura meridional del tipo romano: sus ojos tenian algo de lo sesgado y duro de la mirada del bandido de la campiña de Roma: llevaba calada sobre los negros y rizados cabellos una gorra de paño, revuelta una capa parda al cuerpo, entre cuyos pliegues asomaba la enorme empuñadura de una espada de gabilanes; por cima de aquella capa se veian su hombro y su brazo derecho, ancho el uno y robusto el otro, vestidos por la manga de un jubon de terciopelo verde tomado de oro; el otro hombro y el otro brazo estaban envueltos por la capa, y bajo el corto extremo de esta, se veian dos piernas perfectamente contornadas, ceñidas por unas calzas de grana y dos piés de excelente forma, calzados por zapatos de ante.

La princesa, anticipando su palabra á la de este hombre, que por su parte permaneció impasible, le dijo con acento familiar:

—Sígueme, Bempo.

Bempo la siguió por una sucesion de habitaciones apartadas y desamuebladas, y entró con ella en un retrete donde habia algunos cofres.

Abrió uno la princesa, buscó en él, sacó un estuche y del estuche un brazalete de perlas y diamantes y le entregó á Bempo.

—¿Para qué es esto? dijo aquel singular personaje.

—Para que lo vendas, contestó la princesa.

—¿Y qué he de hacer con el dinero?

—Ir á Granada: necesito que busques allí noticias de la duquesa de la Jarilla, de su padre, de su madre, de sus abuelos: que averigues dia por dia la historia de su familia: esto no te será difícil, por que ha existido un pleito ruidoso acerca de la posesion del ducado de la Jarilla, y se han hecho muchas pruebas é informaciones. Nada te importe gastar: el valor de esta joya es considerable: lo que quiero son noticias acerca de la duquesa y pronto.

—¿Y cuando he de partir?

—Mañana.

Al dia siguiente salieron Harum el monfí para Roma: Bempo para Granada.

Capítulo VIII. Zelos italianos.

Habian pasado cuatro meses desde el jueves santo y dos desde que el marquesito era amante público de la princesa. Angiolina habia demostrado al marqués que sus protestas de amor no habian sido vanas: no recataba de nadie el amor que le tenia, demostrándoselo delante de las gentes, con la expresion, con la mirada, por cuantos medios puede demostrarlo una mujer.

Amina lo veia, sufria, callaba, ocultaba bajo la mas profunda reserva sus dolores, pero por mucho que fuese su dominio sobre su corazon, habia momentos en que el despecho la vendia; gentes hubo que, recogiendo estos descuidos, mejor dicho: estos momentos de desesperacion, se encargasen de decir á todo el mundo que la hermosa duquesita estaba enamorada del marqués.

—Hé ahí un mancebo afortunado, decia alguno; las dos mujeres mas hermosas de la córte le aman; la una es su querida y la otra desea serlo.

Y seguia la murmuracion y el odio entre las dos rivales.

Harum habia vuelto de Roma trayendo consigo la historia de Angiolina.

Bempo habia vuelto tambien de Granada trayendo un mamotreto.

Al leer la princesa los papeles que le entregó el italiano se extremeció de placer: pero aquel placer era el de la venganza.

Porque la princesa tenia zelos: hacia mucho tiempo que el marqués no era ya para ella el amante frenético... hacia mucho tiempo que faltaba dias enteros de su lado: Angiolina le habia hecho seguir y sabia que todas las noches, al mediar, iba el marqués á rondar los balcones del palacio de la duquesa.

Angiolina, pues, que habia devorado su rabia, cuando tuvo en sus manos un instrumento vengador, se apresuró á aprovecharle.

Esperó á que don Juan se la presentase á la hora de costumbre, esto es, al oscurecer.

Entró don Juan confiado y alegre. Angiolina le asió de una mano.

—Ven, le dijo, necesito hablarte donde nadie pueda escucharnos.

El marqués siguió á la princesa algo interesado por este exordio.

La princesa le llevó á un retrete apartado.

Cuando estuvieron en él, Angiolina cerró las puertas de las habitaciones contiguas y despues las del retrete.

—¿A qué tanto misterio, Angiolina? la dijo el marqués: ¿no has cifrado tu orgullo en que todo el mundo sepa que eres mi amante?

—Si, contestó pálida de zelos la princesa; pero no quiero que nadie sepa que he sido vilmente engañada.

—¡Que yo te he engañado!

—¡Si! ¡no me amas!

—¡Que no te amo! exclamó afectando la mayor sorpresa el marqués, ¿pues por quién estoy loco?

—Voy á decírtelo: por esa mujer á quien llaman en la córte, no sé por qué, la hermosa duquesita.

—¡Bah! y ¿puedes tú tener zelos de doña Esperanza? ¿tu la mujer mas hermosa del mundo?

—Zelos, si, zelos terribles, porque se vengaran. ¡Herirme en el corazon, abandonarme, y todo por una especie de aventurera!

—La pasion te ciega: quieres mal, no sé por qué, á la duquesa de la Jarilla, y la prueba está en que la niegas lo que nadie la ha negado: lo ilustre de su cuna.

—Si, ciertamente: es hija de una esclava y de un bandido.

—¡Ah! ¡perdona, Angiolina! ¡nada de eso sabia yo!

—Puedo contarte su historia: su madre doña Estrella de Cárdenas era conocida en Granada con el nombre de la hermosa indiana, y gozaba allí de la fama que, por extravagancia, ha obtenido en la córte su hija: doña Estrella era morena, con ese horrible color moreno dorado de las Indias, que las hace semejantes á una naranja con forma humana.

—¡Ah! ¿crees que la duquesita es hija de una india?

—No es que lo creo, tengo la prueba de ello.

—Pues te escucho, vida mia, porque esa historia debe ser curiosa.

—Te la contaré, y con tanta mas exactitud, como que poseo la relacion escrita y la he aprendido de memoria.

—¿Y quién ha escrito esa relacion?

—La justicia de Granada, por las dos vias que pueden hacer escribir á la justicia: la civil y la criminal: porque has de saber que el abuelo de doña Esperanza, rey ó cacique de los indios rebeldes de Méjico, ha estado encausado por crímenes, y que si el rey le ha indultado ha sido á beneficio de las muchas perlas y el mucho oro que se han distribuido entre algunas de las gentes del consejo de su magestad: como que dicen que ese indio tiene tesoros inmensos: que la justicia haya tenido que ver civilmente con esa familia, consiste en el pleito que sostuvo por la herencia del duque de la Jarilla, un sobrino de este con la princesa mejicana. Hay en el proceso declaraciones importantes del capitan general del reino de Granada don Luis Hurtado de Mendoza; del duque de la Jarilla bisabuelo materno, segun pretenden, de la doña Esperanza; unos papeles que se encontraron en la casa de un capitan de infanteria española, llamado Alvaro de Sedeño, y por último, una relacion escrita de doña Inés de Cárdenas, abuela de doña Esperanza, y esposa del cacique indio.

—Has excitado vivamente mi curiosidad, adorada mia, dijo don Juan y espero con impaciencia esa historia.

La princesa palideció letalmente, porque comprendia el verdadero interés de don Juan en conocer la historia de Amina; sin embargo, se dominó, se reclinó indolentemente en el estrado, echó la cabeza atrás, dejando enteramente descubierta su hermosa garganta y empezó de esta manera:

—Hace treinta y cinco años, en 1522, dos despues del descubrimiento y conquista de Méjico por el gran Hernan Cortés, fue enviado á aquellas remotas regiones para servir al rey bajo la autoridad del virrey de Méjico, uno de los caballeros mas principales de Castilla.

Era este don Juan de Cárdenas, duque de la Jarilla, recientemente viudo de doña Maria de Avendaño, cuya muerte le habia dejado inconsolable. De este matrimonio solo habia nacido una niña: doña Inés de Cárdenas, que en la ocasion en que su padre fue nombrado para aquel empleo contaba solo catorce años.

Amábala de tal modo el duque, que no tuvo valor para separarse de ella. Ciertamente que era un amor muy extraño el de aquel padre, que llevaba aquella hija única, aquella flor delicada, á aquellas regiones remotas, donde ardia una guerra encarnizada, y para llegar á las cuales era necesario arrostrar los peligros de mares aun no bien conocidos, y tan bravos, que imponian espanto á los mas valientes pilotos.

—¿Y sin embargo, dijo don Juan, el duque no desistió de su empeño? Los hombres de aquellos tiempos eran atroces.

—El duque, continuó la princesa con acento acerado, hizo aquel viaje por amor á su hija.

—¡Extraño amor el de ese padre!

—Lo comprenderás cuando sepas, que el duque de la Jarilla, de que nos ocupamos, habia corrido, como tú, una juventud borrascosa; que en todo género de excesos habia gastado su salud y sus rentas, y que cuando murió su esposa, no le quedaba mas que el título. Como las Indias son el tesoro donde iban y donde van á reponerse los españoles arruinados, el duque solicitó el oficio de adelantado sobre las fronteras de los rebeldes, y el rey se lo concedió.

—¡Ah! empiezo á comprender: el duque quiso volver á ser rico por amor á su hija; y por amor tambien no tuvo valor para separarse de ella.

—Cabalmente; pero habia en esto mucho de fatal. El libro santo dice que los hijos pagaran los pecados de los padres hasta la tercera y cuarta generacion.

—El libro santo es al fin un santo libro, y dice muy santas cosas, aunque harto duras, tales como las de que paguen justos por pecadores. Pero continúa, Angiolina, continúa; te confieso que me va interesando mucho tu cuento.

—Mi historia, don Juan, mi historia.

—Sea en buen hora; pero continúa.

—Despues de una larga navegacion, el duque llegó sin accidente á Méjico, y en seguida se trasladó á su adelantamiento. Hizo bravamente la guerra á los indios, y en solos dos años logró ver reunidas unas riquezas diez veces mayores que las que habia perdido. Enviada parte de aquellas riquezas á España á un mayordomo leal, las rentas del ducado de la Jarilla, fueron desempeñadas, pagadas las lanzas y medias annatas atrasadas, para lo cual bastó, como he dicho, que el duque enviase solamente una pequeña parte de las presas hechas á los indios. Todo parecia indicar al duque que se volviese, pero la codicia le cegó, y determinó seguir ejerciendo aquel su buen oficio de adelantado algunos años mas.

—Me parece, dijo don Juan, que vamos llegando al capítulo de las pérdidas.

—Efectivamente, segun la relacion sacada de los autos á que me refiero, á los dos años, tres meses y diez dias de haberse embarcado el duque para Nueva España, perdió su hija; el amor que le habia impulsado á aquella arriesgada empresa; todo lo que le quedaba en el mundo.

—Lo que demuestra que los hijos pagan los pecados de los padres.

—Doña Inés pagó los del suyo de una manera cruel. Figúrate don Juan, que durante la noche de... no recuerdo exactamente la fecha, pero esto no hace al caso... los indios acometieron el fuerte que ocupaba el adelantado, le entraron, hicieron una matanza horrible y se llevaron consigo á doña Inés.

—Preveo las consecuencias, dijo el marqués: el rey de aquellos bárbaros se casó con la hermosa castellana.

—¿Quién cuenta la historia, don Juan, dijo con impaciencia la princesa, tú ó yo?

—Perdóname, pero...

—¡Querias darme una muestra de tu penetracion! renuncia por ahora á ello, y del mismo modo á saber si el cacique se enamoró de doña Inés ó doña Inés del cacique. Hemos concluido la primera parte de mi historia.

—Pues no puede ser mas sencilla.

—De una bellota nace una encina, don Juan, y ya verás como los sucesos se complican. Voy á referirte la segunda parte que es mucho mas sencilla, como que se reduce á muy pocas palabras: el duque de la Jarilla buscó en vano á su hija, y en vano durante diez años envió al desierto indios de paz, ofreciendo un crecidísimo rescate por ella. Por último, habiendo enfermado y casi enloquecido el duque, los médicos le declararon formalmente que si no volvia á su país natal moriria sin remedio antes de seis meses.

—¿Y se volvió?

—Se volvió pensando recuperar su salud, solamente para volver á buscar de nuevo á su hija: el duque se estableció primero en la córte, y despues se vió obligado, por consejo de los médicos, á ir á buscar, no su salud, porque la habia perdido para no volverla á recobrar, sino su vida, bajo el templado cielo de Andalucía.

El duque se retiró á uno de sus Estados cerca de Guadix.

Hemos concluido la segunda parte de nuestra historia.

—Pues te confieso, adorada Angiolina, y no te ofendas por ello, que tu historia á fuerza de poco interesante, me va causando sueño.

—Espera, espera; este no es un libro de caballerías donde se suceden una sobre otra las aventuras; es una historia real y efectiva. Entremos en la tercera parte.

Era el año de 1546, veinte y cuatro años despues del dia en que el duque salió de España para Méjico y veinte y uno desde el en que le fue robada su hija por los indios.

El duque la habia buscado inútilmente durante diez años en los mismos lugares donde le habia sido robada, y debia encontrarla despues de su venida á España en Granada, pero la encontró muerta.

—¡Muerta! exclamó con asombro don Juan.

—¿Ves como mi historia se va haciendo interesante?

—¿Pero cómo fue ese encuentro? ¿Quién habia llevado allí á la hija perdida?

—Voy á entrar en pormenores: una noche, en el mismo ano de 1546, al pasar una ronda por delante de una casa del Albaicin en Granada, encontró su puerta franca, penetró en la casa y la encontró desamparada, pero en una de sus cámaras encontró el cadáver de una mujer, muerta, al parecer naturalmente, y el de un capitan de infantería española, manco y cojo, atravesado de parte á parte por una espada que aun permanecia en la herida. Preguntóse á los vecinos el nombre del dueño de aquella casa y ninguno le conocia. Entonces la justicia mandó que los cadáveres fuesen expuestos en la puerta de la parroquia.

—¡Ah, ah! esto es ya distinto, me agradan los misterios.

—Antes de pasar adelante te haré reparar en una circunstancia: al recojer el cadáver de la mujer se notó que le faltaba enteramente un rizo de cabellos de la izquierda de la cabeza. Reparóse tambien que en una de las sábanas faltaba un pequeño pedazo cuadrado de lienzo, cortado al parecer con puñal, navaja ó daga.

—¿Y sirvió esta observacion para algo?

—Ya verás. Aquel rizo de cabellos envuelto en aquel pedazo de sábana, fue hallado sobre el pecho de un hombre á quien se habia preso la mañana siguiente á la noche en que acontecieron aquellos sucesos, juntamente con un aleman en cuya casa vivia.

El preso á quien se encontraron el rizo y el pedazo de lienzo, era el cacique mejicano.

—¡Ah! ¿el preso en cuestion era el cacique?

—Un indio feroz; un hombre cubierto de crímenes; el abuelo de tu duquesita.

—¿Y por qué crímenes le habian preso?

—Por el de traicion al rey.

—¡Traicion al rey!

—Si; se le acusaba de andar en tratos con los moriscos de Granada, y de darles el dinero que habian menester para un levantamiento: asi lo habia declarado el capitan Sedeño, la misma noche que fue asesinado, á don Luis Hurtado de Mendoza. En una palabra: el tal cacique era un criminal que conspiraba contra el rey, y en una ocasion terrible, cuando estaban convenidos en levantarse los moriscos de la ciudad de Granada en union con los monfíes de las Alpujarras: este tal, este cacique, el abuelo de doña Esperanza, era muy amigo del emir de los monfíes.

—¿Y me querrás decir Angiolina, qué son monfíes?

—¿Qué sé yo? una especie de moros sueltos, no reducidos, salteadores, gente feroz, que viven de lo que roban, de lo que saquean, de lo que incendian. ¡Dignos amigos del abuelo de tu amada!

—¿Sabes que me va interesando demasiado tu historia?

—Pues aun queda mas, mucho mas; dejando por ahora á un lado al cacique, has de saber que el capitan general no teniendo en Granada bastante gente de guerra, no ya para castigar, sino que ni aun para evitar el levantamiento de los moriscos, envió con urgencia partes á las villas y ciudades cercanas para que le acudiesen con gentes, y uno de los caballeros que acudió con sus criados al llamamiento del capitan general, fue el antiguo duque de la Jarilla, don Juan de Cárdenas, que al entrar el dia siguiente en Granada, vió, por acaso, dos cadáveres expuestos en la puerta de una iglesia, y en uno de ellos reconoció á su hija... á su hija doña Inés, que le habia sido robada veinte y dos años antes en Méjico. ¿Crees tú que el duque que era viejo y que estaba loco, no pudo equivocarse? ¿crees que fuese efectivamente aquel cadáver el de doña Inés de Cárdenas?

—Bien podia ser. Y sobre todo cuando la justicia despues de repetidas, y sin duda, minuciosas indagaciones y probanzas, lo dijo, no debió engañarse.

—La justicia es ciega, don Juan, sobre todo cuando se le pone sobre los ojos una venda de oro. ¡La justicia! ¿Sabes el primer testigo que se tuvo de la certeza del dicho del duque...? un viejo escudero tan achacoso y tan loco como su amo que afirmaba que la difunta era su señora doña Inés de Cárdenas.

—No conozco el proceso.

—Pues bien, voy á dártelo, porque ya me cansa esta historia, y en él verás lo que dejo de decirte.

La princesa se levantó, salió dejando profundamente pensativo al marqués, que á duras penas habia sostenido su serenidad, y volvió, trayendo un enorme volúmen de papeles.

—Aquí tienes el proceso que me he procurado, deseando saber si la mujer que amas es digna de tu amor:... en él encontrarás que la duquesa de la Jarilla es una mujer de origen dudoso, y que, dado caso que proceda del duque de la Jarilla, siempre será la nieta de un indio y la hija de un hidalguillo oscuro, de un sopista de Salamanca.

—¿Quién piensa en que yo ame mas que á la luz de mis ojos? dijo don Juan disimulando su ansiedad y atrayendo hácia sí á la princesa, y dándola un beso en la boca: tu historia me ha entretenido y nada mas: es muy interesante.

—¡Aparta, aparta traidor! dijo la italiana rechazando las caricias del marqués: ¿por qué esforzarte tanto en disimular el interés que te inspira la historia de la duquesita?

—¡Ah, no! dijo indolentemente el marqués: cosas hay en el mundo que al principio no nos interesan y que despues deciden de nuestra vida.

—¿Y será para tí una de esas cosas la historia que se encierra en este proceso? dijo la recelosa veneciana, posando en don Juan una mirada candente.

—Tus zelos, divino amor mio, dijo don Juan asiendo por sorpresa el talle de la princesa y estrechándole amorosamente, acabaran por volverme loco, porque ellos me demuestran cuanto me amas.

—¡Ah, don Juan! tú eres mi primer amor, el primer amor que se ha cruzado á mi paso en los veinte y seis años de mi vida; por tí he olvidado mi decoro, me he manchado delante del mundo, he aborrecido á una mujer á quien acaso, no mediando, tú habria amado; para darte á conocer en parte á esa mujer he hecho sacar testimonio de ese proceso por el escribano de cámara de la chancillería de Granada Alfon de Villasante: ahí estan los derechos jurados al pié de cada testimonio, que valen una buena suma de maravedises.

—Permíteme Angiolina que te diga que esto no pasa de ser una extravagancia de tu amor.

—¡Una extravagancia!

—Te pido de nuevo perdon por la palabra, pero no encuentro otra mas exacta: ademas, si yo amara á doña Esperanza, lo que no es posible amándote como te amo, ¿no comprendes que todas estas singularidades, lo misterioso de su orígen, lo real de su alcurnia, porque al fin su abuelo es ó ha sido rey... siquiera de idólatras; las desgracias de su familia, aumentarian mi amor en vez de extinguirle?

Don Juan habia comprendido que la princesa tenia algo mas que revelarle que lo contenido en el proceso respecto á Esperanza; no queria preguntarla, y para saber todo lo que supiese Angiolina respecto á la duquesa de la Jarilla, irritaba sus zelos.

La princesa palideció densamente; miró de una mas manera sombría á don Juan y exclamó trémula de cólera:

—Bien sabia yo que la amabas: los ojos de una mujer, que ama como yo te amo, no se engañan: pues bien: contaré á todo el mundo esa historia que habia comprado para tí solo, y veremos si te atreves á amar á una mujer á quien todo el mundo señale con el dedo: todo el mundo no tiene los mismos motivos que los oidores de la chancillería de Granada, para creer á ciegas cosas tan extraordinarias.

—Por tu bien te aconsejo, dijo don Juan que iba perdiendo la paciencia, que no propales esa historia, mi querida Angiolina: aborreces, aunque sin motivo, á doña Esperanza, y no querrás ser la causa de que se haga adorable, en el momento en que todo el mundo sepa su historia. ¡Bah! no sé qué motivos tienes para desconfiar de mi amor.

—Don Juan, dijo gravemente la princesa, ya que no basta lo que sabes para que te apartes de esa mujer, voy á revelarte un secreto terrible: tu padre murió á hierro.

—¿Qué quieres decir, Angiolina?

—Tu padre el marqués de la Guardia apareció una mañana muerto á estocadas en una oscura calleja del Albaicin.

—Es verdad.

—¿Sabes quien le mató?

—No pudo averiguarse quien fue el asesino.

—Pues yo te lo voy á decir: el asesino de tu padre es don Juan de Andrade, padre de la hermosa duquesita de la Jarilla.

—¡Eso es imposible! gritó, perdiendo los estribos el marqués; mientes; ¡mientes de una manera infame!

—¡Ah! exclamó Angiolina, poniéndose la mano sobre el corazon, como si hubiese recibido en él una puñalada: tu amor por esa mujer se revela al fin en una frase descortés, lanzada al rostro de una dama; pero me has dicho que miento y es necesario que te presente la prueba de que te he dicho la verdad, por mas terrible que haya sido.

Y la princesa salió de nuevo precipitadamente y volvió con otro papel en la mano, que entregó á don Juan.

—¡Lee! ¡lee y cree! le dijo; ese es el testimonio de una declaracion dada en el tormento por uno de los bandidos del padre de tu amada.

El marqués leyó aquella declaracion, y no pudo acabar: se nublaron sus ojos, vaciló, dejó caer el papel de las manos y se vió obligado á sentarse en el estrado.

—¡Oh! dijo la implacable princesa, recogiendo el testimonio y guardándolo; horribles crímenes, y homicidios hechos por ese hombre; la certeza de que es rey de los monfíes, por declaracion de un monfí; los deshonrosos zelos de ese hombre hácia su esposa, todo está aquí, escrito, testimoniado, vivo, acusador, y me basta solo quererlo para que todo el mundo sepa que la mujer que amas es hija de una ramera y de un bandido. ¡Oh! ¡las venecianas, don Juan, cuando amamos sabemos amar! ¡cuando hieren nuestro amor sabemos vengarnos! ¡Oh! ¡estoy plenamente convencida de que me has tomado por tu juguete, porque te he parecido bastante hermosa, ó por vanidad ó... no sé por qué.[..]! ó, tal vez, y si esto fuese cierto seria horroroso, por dar zelos conmigo, con una mujer digna á una mujer que ha estado perdida una noche en Madrid, sin que nadie sepa donde ha estado. Me has tratado indignamente: me has creido, sin duda, una de esas infames mujeres entre las cuales has perdido el corazon y el pudor... pues bien, me vengaré don Juan, me vengaré: pero de una manera horrible: ¡te juro por la salvacion del alma de mi madre que me vengaré!

Y la princesa irritada, altiva, mas hermosa que nunca, pero con una hermosura que causaba miedo, salió dando un portazo y dejando solo á don Juan.

El testimonio que guardaba la historia de la familia materna de Amina, quedó abandonado sobre los almohadones, donde poco antes descansaba la enamorada princesa.

Don Juan permaneció algun tiempo inmóvil, luego tomó silenciosamente el testimonio y salió, primero del retrete y luego de la casa.

Capítulo IX. De la no menos extraña aventura que sucedió al marquesito mientras rondaba á la hermosa duquesita.

Don Juan se encaminó á su casa y se encerró en su cámara dando órden de que por nada ni para nada le importunasen. Sentóse junto á una mesa y se puso á hojear el testimonio.

Pero tenía la imaginacion llena y turbada con las noticias que le habia dado la terrible princesa: zumbaban aun en su oido aquellas funestas palabras:

—El emir de los monfíes de las Alpujarras es el asesino de tu padre.

Don Juan no pudo leer una sola línea: una niebla de color impuro flotaba entre sus ojos y aquellos papeles: una perturbacion extraña envolvia su espíritu. Por mas que creyera que las noticias de Angiolina eran exageradas y acaso mentiras aceptadas por sus zelos, habia en aquellas noticias verdades comprobadas de las cuales no podia dudar. Por ejemplo: si Esperanza no era decididamente una mujer de la raza indígena mejicana, tenia mucho de aquel moreno rojo é incitante que habia tenido ocasion de admirar el marquesito en algunas mujeres venidas de allende los mares, como esclavas ó esposas de los españoles de la conquista del Nuevo Mundo: el carácter del duque tenia mucho de escéntrico, de poderoso, de extraordinario: don Juan recordó el extraño capricho del duque de que su hija fuese reina, y todos estos misterios, la revelacion de que el duque era el matador de su padre, fermentando en su loca imaginacion, aumentaron de una manera prodigiosa y á despecho suyo su amor por Amina: esto parecerá extraño á alguno que creerá que don Juan debia mirar con aversion á la hija del matador de su padre: pero debe recordarse que el marquesito extrañaba sobremanera el contesto de aquel versículo de las sagradas escrituras que dice:

Yo soy el señor tu Dios fuerte, celoso, que visito la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generacion de aquellos que me aborrecen.

Don Juan no alcanzaba la profunda filosofía de que estan nutridos los libros santos, y rechazaba aquel precepto que, segun él, hacia responsables á los hijos de las faltas de los padres.

Don Juan no comprendia siquiera la palabra fatalidad, con la cual únicamente se explica aquella terrible é inapelable sentencia: Don Juan no comprendia que las causas producen efectos, y que las consecuencias de los crímenes de los padres alcanzan necesariamente á los hijos.

Ademas que para tener estas ideas en los tiempos de don Juan era necesario ser un hombre muy avanzado, porque tales ideas no eran de aquellos tiempos, y casi casi no lo son aun de los nuestros.

Sea como quiera, en Don Juan no habia que buscar otra cosa que corazon, y aun este estaba harto viciado por la educacion que habia debido á su tio: no habia conocido á su padre y no le amaba: si le habia irritado el saber el nombre de su matador, habia sido mas porque aquel hombre era el padre de su amada. Si hubiera sido otro, don Juan se hubiera ido á buscarle y le hubiera dicho:

—Vos matásteis á mi padre y yo voy á mataros aqui mismo, como quiera que os encontreis: si quier sea en pecado mortal.

Lo hubiera hecho, como lo hubiera dicho, y despues no se hubiera vuelto á acordar de ninguno de los dos difuntos.

Pero á despecho de don Juan, una voz interna le decia que debia hacer justicia en el matador de su padre: pero como para hacer justicia en causa propia es necesario estar justificado á los ojos de aquel á quien debemos castigar, don Juan, siempre que pensaba en esto, tropezaba en su conciencia. Recordaba aquel padre deshonrado, que con tanta calma, con tanto valor, con tanta grandeza habia recibido al seductor de su hija: entonces creia comprender por qué razon el duque ó el emir de los monfíes, aquel personaje extraordinario, en una palabra, no habia lavado con su sangre el deshonor de Amina: don Juan creia escuchar en los labios del duque estas ó semejantes palabras:

—Maté al padre por calumniador ó seductor de mi esposa: no quiero matar al hijo por corruptor de mi hija.

Cuando pensaba esto don Juan casi comprendia la terrible sentencia de Dios, y sentia sobre su frente un peso enorme, que casi le obligaba á doblegar su soberbia cabeza ante el duque. Aquel hombre habia tenido su vida en sus manos y no la habia tomado. El duque habia matado al marqués, sin duda justamente: el hijo del marqués habia herido de una manera infame el corazon del duque. Casi estaban en paz. Don Juan, pues, no pudo aborrecer al matador de su padre y en cuanto á Amina...

Amina habia aumentado en valor á los ojos del marquesito de una manera prodigiosa: su empeño por ella se habia centuplicado. Era necesario á todo trance que fuese suya, enteramente suya, dijese la irritada sombra del difunto marqués lo que quisiese: dijera el mundo lo que mas le agradase: era necesario conceder, á pesar de lo mucho que se habia hablado acerca de la pérdida de la duquesita, que esta tenia un prestigio legitimamente adquirido, ya por la grandeza que naturalmente rebosaba de ella, ya por su extremada hermosura, ya en fin por las riquezas de su padre: ademas tanto se habia hecho respetar Amina de la maledicencia, que á pesar de haber sabido toda la córte que habia estado perdida toda una noche, se creyó lo del convento de las Ballecas, y nadie sospechó siquiera que su pureza se hubiese empañado: todo el mundo creyó lo que quiso creer excepto lo deshonroso, porque ni el duque, ni su hija, ni sus criados, habian dado á nadie explicaciones, y por otra parte, muertos los cómplices de don Juan, é interesado este por la honra de la mujer que amaba, nada cierto se habia sabido, porque el que hubiese podido servir de testigo fehaciente, el comediante Cisneros, estaba demasiado interesado en guardar el secreto, y, por otra parte, tenia tal fama de mancillador de honras, que nadie le hubiera creido bajo su palabra.

Sobre todo esto, Amina se habia presentado al dia siguiente de su pérdida en los parajes mas públicos con la frente alta y radiante de pureza y de inocencia, y habia conseguido lo que se consigue siempre cuando se mira frente á frente al mundo con la expresion de la dignidad y del orgullo.

La funesta aventura de la noche del jueves santo de 1567, solo era conocida de Yaye, de Amina, del marqués de la Guardia y del comediante Cisneros.

El secreto, pues, estaba perfectamente asegurado.

Llena la imaginacion de delirios, enamorado, fuera de sí, don Juan salió de su casa y se encaminó á Puerta de Moros, cerca de la cual tenia su palacio Yaye.

¿A qué iba allí el marquesito? A pasearse por la calle, á mirar las ventanas de su amada, á ocultar en la sombra y el silencio el dolor de sus amores. ¿Acaso en nuestra juventud no hemos hecho cada cual lo mismo alguna vez? ¿Una ventana tras la cual se ve una luz, cuando aquella luz ilumina la habitacion de la mujer que amamos, no ha tenido alguna vez para nosotros encantos indefinibles? ¿No hemos esperado ver una sombra tras los cristales, esbelta, hechicera, embellecida por nuestro pensamiento y si la hemos visto, no nos hemos considerado felices?

A eso pues iba don Juan á la estrecha calleja á donde daban algunos balcones de los aposentos de Amina: á estar mas cerca de ella; á espiar su sombra en los cristales de los miradores.

Eran mas de las doce de la noche y esta muy oscura: ventiscaba y de tiempo en tiempo el cerrado celaje arrojaba una ligera lluvia.

Cuando llegó don Juan frente á frente de un postigo de la casa de Yaye y debajo de un balcon cubierto con celosías, se ocultó tras uno de los postes de un soportal de un casuco inmediato y se puso á atalayar el balcon, á través del cual se veia el reflejo de una luz.

Habian pasado cuatro meses desde el jueves santo y era una calorosa noche de julio: hacia algun tiempo que Amina, so pretexto de enfermedad, no asistia á las reuniones de costumbre, y decimos bajo pretexto de enfermedad, porque todas las noches al mediar, cuando el marquesito estaba ya en la calleja, aparecia una sombra esbelta en el balcon, tras las celosías, y permanecia allí una hora, mirando á la otra sombra opaca que habia en la calle. Despues la hechicera sombra se retiraba del balcon, se cerraba este, y el marquesito abandonaba su poste y se alejaba suspirando.

Esto demostraba que Amina no estaba enferma, porque tratándose de la casa del duque de la Jarilla, la sombra que hacia permanecer una hora en la oscura calleja al marquesito, no podia ser otra que Esperanza.

Haria tres dias que don Juan no habia asistido á aquella cita tácita, á aquella muda y misteriosa entrevista, en que los amantes se hablaban con el alma, y en que se lo prometian todo, se lo juraban todo.

Por lo mismo, y á pesar de la máquina de pensamientos que se revolvian en su cabeza, quiso saber si se le esperaba; si se contaba con que su ausencia seria corta, y se ansiaba su vuelta: tras las celosías del balcon brillaba la luz; pero Amina no estaba allí: don Juan para no ser visto se ocultó detrás del poste, desde el cual hacia su acostumbrada atalaya, y esperó.

Pasó un cuarto de hora, media hora, que marcó lentamente la campana de un relój dentro de la habitacion de la duquesita: al fin el marqués oyó unas pisadas que conocia demasiado, en aquella habitacion; luégo apareció una sombra tras las celosías, y se apoyó en la balaustrada del balcon.

Don Juan permaneció oculto.

Poco despues la sombra se retiró con un movimiento de despecho, y se entró en la habitacion: trascurrido un corto espacio, don Juan oyó el preludio de una guitarra, y al fin la voz de Amina que cantaba.

¿Pero qué cantaba?

La armonía era lánguida, sentida, llena de expresion; un verdadero canto de amores; pero de amores tristes; un gemido del alma. ¿Pero en qué dialecto? era extranjero. Don Juan no comprendia una sola palabra, no podia comprenderla; pero por la entonacion, por lo sentido del acento de la jóven, se comprendia bien á qué género pertenecia su canto.

¿Pero á qué aquel dialecto extranjero?

Otro nuevo misterio se desplegaba ante el alma de don Juan, ó por mejor decir, aquel misterio parecia comprobar las revelaciones de Angiolina. ¿Seria acaso una balada indiana, inspirada por la soledad y la ausencia en una de las brabías y gigantescas selvas del desierto mejicano?

Pero no, no podia ser. ¿Cómo un pueblo idólatra, y salvaje, segun creia don Juan, podia haber llegado á expresar en sus cantos tan dulce sentimiento, tan lánguida, tan triste, tan suspirante armonía?

Aquel canto no era el canto rudo y monótono de un pueblo primitivo, sino el de un pueblo civilizado que habia comprendido en todas sus entonaciones el lenguaje del corazon y sabia hablar sin palabras por medio de la música, ese lenguaje maravilloso comprensible para todos los pueblos, cualquiera sea su dialecto, y que debe ser el lenguaje de los ángeles. Don Juan comprendió en aquel canto, que para él no tenia palabras, la espansion del alma de una mujer enamorada, que se encuentra lejos del ser que ama y que solo alienta una dudosa esperanza de poseerle. Las notas de aquel canto caian una á una en el corazon de don Juan, y aumentaban su amor, sobreponiéndole á todo otro pensamiento; y decimos que aumentaba, su amor, porque el amor, como todos los sentimientos espansivos, puede crecer comprimiéndose hasta hacer estallar el corazon que le contiene.

Amina cantó algunas estrofas; despues cesó, y el marqués oyó el sonoro gemido de la guitarra, al caer abandonada con descuido por la mano que la habia sostenido.

La duquesita volvió á aparecer en el balcon.

Don Juan iba á dejarse ver, cuando sintió pasos de dos hombres en la calle y se detuvo, y se ocultó mas, para dejar pasar á los importunos. Pero, con gran sorpresa suya, los dos hombres se detuvieron junto al postigo de la casa del duque, hablaron un momento, y despues uno de ellos se acercó al postigo, sonó una llave en la cerradura, abrióse el postigo, y uno de los dos hombres entró. Aquel hombre no era el duque, ni tenia su altivo continente, ni su gallardía. El otro hombre se habia quedado fuera, y se habia sentado, sin duda para esperar cómodamente, en el dintel del postigo.

Amina continuaba inmóvil en el mirador.

En el primer momento el marquesito sintió en sus oidos un zumbido sordo, terrible; luego la sangre se agolpó á su corazon, un movimiento salvage de rabia, de zelos, de indignacion, como podia haberlo experimentado un marido engañado, le agitó de piés á cabeza; sintió al fin un horrible vértigo, el vértigo de la venganza, y, saliendo de repente de su acechadero, desnudó la espada, y se fue con ella de punta hácia el hombre que se habia sentado en la grada del postigo, y á quien no dejó, como suele decirse, en el sitio, porque la cólera, haciendo errar el golpe al marqués, salvó á aquel hombre por un momento.

La espada de don Juan habia dado en la madera del postigo y se habia clavado en ella fuertemente.

El bulto se habia puesto de pié y habia desenvainado su espada.

El marqués con un violento esfuerzo desclavó la suya, y se fue para aquel hombre, que le esperó con una serenidad que demostraba bien claro que se trataba de un valiente.

Era la noche muy oscura, y no podian verse las caras, y mucho menos los aceros.

Ni uno ni otro pronunciaban una sola palabra.

El marqués acometia, y el incógnito se mantenia firme.

Pero muy pronto se vió obligado á retroceder ante el furioso ataque del marqués; muy pronto aquella retirada fue violenta, el marqués le hizo cejar á todo lo largo de la calle, y al fin, fatigado el otro, aflojó en la defensa, y el marqués le alcanzó con una terrible estocada.

Al sacar don Juan la espada de la herida, aquel hombre cayó redondo en tierra, sin pronunciar una sola palabra.

—¡Ah! exclamó don Juan: ¡ahora me queda el otro, y despues el duque, y luego su hija!

Como ven nuestros lectores, el marqués, en su zelosa rabia, queria exterminar á medio mundo.

Cuando llegó al postigo, se volvió á él con visible intencion de llamar. Amina estaba aun en el balcon, y antes de que el marqués tocase al llamador, se abrieron con extruendo las celosías, y la dulce y grave voz de la jóven dijo con ansiedad:

—Esperad, don Juan; yo os lo suplico.

El marqués se detuvo; permaneció inmóvil y como anonadado algunos segundos, y luego exclamó con un acento en que se exhalaba una alegría infinita:

—¡Ah!; eres tú!

Aquel ¡eres tú! contenia en sus seis letras un mundo de sensaciones y de pensamientos para cuya explanacion se necesitaria un volúmen.

—Si, si, yo soy; dijo con ansiedad Amina: ¿habeis muerto á ese hombre?

—No lo sé.

—¿Estais herido?

—No.

—Pero pueden encontrar á ese hombre muerto ó herido: vos, os conozco, no os retirareis: yo os esperaba para hablaros si veníais: os hubiera hablado por una reja, pero ahora es imposible: podian encontraros... ¡Dios mio!

—¿Y qué podria sucederme peor que lo que me sucede? exclamó con desesperacion el marqués.

—Yo no quiero que os acontezca ninguna desgracia. Por lo mismo, seguid adelante junto á la pared hasta que encontreis una reja: trepad por ella; encima hay un balcon: voy á abrir ese balcon.

—¡Oh Dios mio! exclamó el marqués dominado por un intenso sentimiento de felicidad.

Poco despues trepaba por una reja, salvaba la balaustrada del balcon, pisaba una alfombra, y una hermosa mano asia la suya.

—¡Oh, Esperanza de mi alma! exclamó el marqués.

—Ven conmigo, ven; dijo con voz opaca Amina: este momento es supremo.

Y diciendo esto conducia al marqués asido de una mano á través de habitaciones oscuras.

Amina se detuvo en una de ellas, y dijo con acento grave:

—Júrame, don Juan, que serás prudente: te voy á llevar á un lugar donde mi padre cree que de nadie puede ser escuchado mas que de su hija.

—¿Y para qué? dijo el marqués que lo habia olvidado todo: escuche yo tu voz, vea yo tus ojos, y nada me importa el mundo entero.

—Has visto entrar en mi casa un hombre, dijo Amina.

—¡Ah! exclamó don Juan, como quien despierta de un hermoso sueño.

—Pues bien, es menester que sepas por qué ha entrado y á qué ha entrado ese hombre aquí: sígueme: no hables una palabra mas; recata tus pisadas: silencio y prudencia.

Don Juan se dejó conducir por la duquesita, que le hizo atravesar algunas otras habitaciones oscuras, y al fin le introdujo en una en que penetraba un débil resplandor á través de unas puertas vidrieras, cubiertas con unas tupidas cortinas de cambray bordado.

El marqués levantó imperceptiblemente una de las cortinas: en la otra vidriera observaba Amina: los dos jóvenes estaban asidos de las manos.

En la habitacion inmediata habia dos hombres.

Capítulo X. Lo que oyeron la duquesita y el marquesito.

Uno de aquellos hombres era jóven, como de veinte y dos años.

Aquel hombre era el príncipe de Asturias don Carlos de Austria.

Estaba sentado y cubierto.

El otro hombre estaba de pié y descubierto.

Era Yaye.

El príncipe, á pesar de sus pocos años, era uno de esos seres repugnantes que se han gastado practicando constantemente el vicio; su palidez enfermiza, sus ojos de un color impuro, la especie de vejez prematura que sobre aquel semblante lívido aparecia, y la fosforescente insensatez de su mirada, demostraban que su organizacion habia sufrido mucho á causa de excesos. En los gruesos labios que habia heredado de su padre, se adivinaba que el temblor de la cólera era su expresion habitual: tenia los ojos azules, el cabello y las cejas rubias, y estaba flaco, muy flaco.

—En verdad, en verdad, decia el príncipe, en el momento en que el marqués y Amina podian escucharle, no pensaba que tú, un oscuro aventurero, ennoblecido por un casamiento afortunado, y tolerado por el bueno de mi padre en la córte, cuando hay mas de una lengua maligna que habla mal de tí, te atrevieses á representar una farsa tan grosera conmigo. ¡Ya se vé! Sabes que estoy enamorado de tu hija y te prevales... pues bien, concluyamos pronto: las condiciones, las condiciones, duque. Ya que no ha salido á recibirme tu hija, segun esperaba, te confieso que me molesta estar á estas horas en conversacion contigo. ¡Por mi patron Satanás que esta es una treta que no te perdonaré nunca, duque!

—Ignora vuestra alteza con quién habla, dijo reposadamente Yaye, del mismo modo que ignoraba que nada sucede en mi casa sin que yo lo sepa.

El marqués estrechó fuertemente la mano de la duquesita, que no contestó á la presion, porque era una especie de burla hecha á su padre.

—En verdad, duque, repuso el príncipe con un acento en que habia una ligera indicacion de cólera, que tratándose de una persona tan misteriosa como tú, tan oscura, es difícil saber á qué atenerse; sin embargo, tu aspecto es altivo y noble, y me agrada; algunas veces, ahora, por ejemplo, tienes la misma expresion, sin quitar ni poner, que mi padre cuando me sermonea porque he asustado á una dama de la reina. Tu mirada á veces es la de un rey. ¿Serás acaso rey de alguna ínsula desconocida?

Habia un tan profundo desprecio en las palabras del príncipe, que otro que no hubiera sido Yaye, se hubiera alterado.

Apoyóse ligeramente en un ángulo de la mesa junto á la cual estaba de pié y contestó:

—Sea yo rey ó mendigo, hidalgo ó villano, caballero ó bandido, es lo cierto que vuestra alteza está en mi casa y de mala manera llegado. Yo sabia, sin embargo, que ibais á venir, y sino hubiera querido que vinieseis no hubierais poseido la llave que os ha dado uno de mis criados, no por vuestro oro, que le he hecho repartir á vuestro nombre entre algunos pobres, sino porque yo le he mandado que os la dé. Necesitaba hablar con vos, y ciertamente que lo que aquí puedo deciros, no os lo hubiera dicho por nada del mundo en la córte. ¿En qué estado de relaciones os encontrais con los rebeldes de Flandes?

El príncipe se levantó de un salto al escuchar estas palabras, y el marqués de la Guardia sintió que la mano de Amina temblaba entre la suya.

—¿Que en qué estado estoy de relaciones con los rebeldes? exclamó acreciendo en lividez el príncipe. ¿Y te atreves á hacerme esa pregunta, traidor?

—Espere un momento vuestra alteza, dijo Yaye, y comprenderá, en vista de una prueba indudable, que tengo razones poderosas para hacerle esta pregunta.

El duque fue á una especie de secreter de ébano incrustado de plata y nacar, y de uno de sus secretos sacó una cartera de seda bordada de lentejuelas de oro, desenvolvió lentamente la ancha cinta de raso que la rodeaba, sacó de ella algunos papeles, y de entre ellos uno que retuvo en sus manos.

El príncipe le miraba atónito con la vaguedad de los insensatos:

—Hace dos meses dijo Yaye, entró en Madrid secretamente, y se hospedó en uno de los mesones menos concurridos de la villa, un jóven caballero francés. Aquel caballero se llamaba Laurent de Perceval, y era hugonote.

El duque se detuvo y miró profundamente al príncipe, que procuró en vano sostener su mirada, y se puso lívido como un cadáver.

Hubo un momento de silencio: durante él, don Juan dijo rápidamente al oido de Amina:

—Yo no puedo permanecer aquí: se trata de secretos terribles.

—¡Mi honor te manda permanecer! exclamó profundamente Amina.

—¡Oh, quiera Dios que tu amor no me pierda! murmuró el marqués.

—Una noche, continuó Yaye, rompiendo su momentaneo silencio, un cierto Cisneros, un comediante miserable que os acompaña, y que habia ido al tal meson varias veces, y todas ellas preguntando por el Laurent, supo al fin que aquel caballero habia llegado y le habló: una hora despues el hugonote Perceval, el príncipe heredero del cristianísimo rey de las Españas, y el comediante Cisneros, conspiraban abiertamente contra Dios y contra el rey, en el oscuro aposento de un meson, harto agenos de que eran escuchados.

En efecto, todos los aposentos inmediatos estaban vacíos y cerrados.

Yaye pronunciaba una á una y solemnemente sus palabras.

—Pero sobre aquel aposento, continuó Yaye, habia un desvan á teja vana, y en él vivia desde dos dias antes de la llegada á Madrid del caballero francés, un pobre y anciano mendigo. Este mendigo habia levantado una baldosa, y habia abierto en las tablas un agujero, desde el cual podia mirar y escuchar cuanto pasase ó se dijese en el aposento inferior. La noche, pues, que vuestra alteza estaba encerrado en aquel aposento con el francés y el comediante, el mendigo observaba cuanto en aquel aposento acontecia. El príncipe, con mas ambicion que paciencia, deseaba la corona de su padre.

El príncipe tenia la vista fija en el suelo y temblaba como un reo ante su juez.

La voz de Yaye era solemne.

—¿Y qué mucho? añadió con voz vibrante y terrible. Estamos en una época de crímenes. A donde quiera que se vuelvan ahora los ojos encuentran sangre; rostros amoratados por el dogal ó lividos por el tósigo. Acá y allá, cerca y lejos, solo encontrais opresores y esclavos; volved la vista al Occidente, atravesad con ella los mares, mirad á la América: allí, brutales aventureros, bandidos codiciosos, oprimen á millones de hombres á quienes han robado la patria y los altares, á quienes han arrojado de su hogar: los infelices indios se han visto obligados á huir á los desiertos, donde se defienden con el valor de la desesperacion de las infamias del feroz conquistador. Ved sus doncellas violadas y vendidas como esclavas, sus viejos degollados, los niños arrebatados á sus padres, y entregados á los frailes: ved sus guerreros domeñados, reducidos á la servidumbre, bautizados á la fuerza: si penetrárais en esos desiertos peñascosos, cubiertos de selvas interminables, surcados por torrentes y abiertos por volcanes; si aportárais al fuego del consejo de una de esas tribus errantes y escuchárais el cántico de guerra con que se preparan al combate, les oiriais maldecir á los rostros pálidos que llegaron en las grandes canoas: aquellos rostros pálidos son los españoles: si los viérais en el combate, admirarías la desesperacion con que prefieren la muerte á la esclavitud; veríais las praderas cubiertas de cadáveres destrozados por el hierro y por los cascos de los caballos, y despues del triunfo de los españoles, os horrorizaria mirar cómo estos tratan á los vencidos; con cuanta innoble avaricia aquellos miserables aventureros, se arrojan sobre el oro y sobre las perlas que produce con una fecundidad maravillosa, la vírgen América. Allí el testimonio del gran crímen de las Españas, se levanta por todas partes; aquel es el tesoro donde á trueque de sangre y de infamias van á enriquecerse miserables bandidos bajo las banderas de un rey católico. Si no os satisfacen los crímenes de Occidente, si quereis apurar mas horrores, volved la vista al Oriente, al reino de Granada: allí tambien hay un pueblo vencido: allí tambien se esclavizan las doncellas, se roban los hijos á sus padres, se bautiza á la fuerza, se degüella y se quema á los hombres, y se arrasan pueblos enteros. Allí tambien resuena la terrible voz del sacerdote español: allí tambien los gemidos se mezclan al crugir de las cadenas. Una garra del leon de España ataraza al Occidente, mientras la otra despedaza al Oriente. Si quereis ser testigo de mas crímenes, volved la vista á Flandes; allí tambien, so pretexto de religion, flotan los pendones de España, y sus tercios se ensangrientan sobre los campos que respetan los mares, y el saqueo y el incendio visitan una tras otra populosas y ricas ciudades; y aun en el mismo corazon de la España, si quereis presenciar horrores, bajad á los calabozos del Santo Oficio, penetrad en las mazmorras de los castillos reales; en las unas se empareda y se descuartiza, en los otros se estrangula y se degüella; por todas partes el terror imponiendo la ley del fuerte; por todas partes, por el mar y por la tierra, los innumerables galeones y las mil banderas de los tercios del rey. Castilla quiso un dia sacudir el yugo, y cayó vencida con sus comunidades: el rey ahogó con sangre la voz de la libertad: el sacerdote sofocó con fuego los fueros de la conciencia. Si; España es grande, poderosa, terrible; en todas partes domina; pero en todas partes domina por el crímen. ¿Qué mucho, repito que, cuando tantas infamias se levantan ante los ojos, un hijo ansíe ser rey aun á costa de la vida de su padre? ¿Acaso don Felipe el II no era rey de Nápoles y de Inglaterra á los diez y seis años? Es cierto que el emperador Carlos V se retiró por su voluntad á una celda de San Gerónimo de Juste: pero ¿San Lorenzo del Escorial no es tambien un magnífico monasterio? ¿Acaso una tumba es otra cosa que una celda donde se duerme por toda una eternidad?

El príncipe continuaba en silencio y cada vez mas turbado y trémulo, dominado por la mirada y por la palabra cada vez mas penetrante y solemne de Yaye.

Este por cansancio ó por desprecio hácia el príncipe se sentó: don Carlos continuó de pié.

—Laurent de Perceval, continuó el duque cambiando su entonacion declamatoria por otra sencillamente narrativa, era un enviado de Guillermo de Nassau, príncipe de Orange: este le enviaba á vos, para ofreceros la corona de los Paises Bajos, bajo el titulo de conde de Flandes: esto no era otra cosa que excitaros á la rebeldía contra vuestro padre; pretender arrancarle uno de los mas ricos florones de su corona: se os pedian cartas que se pudiesen mostrar á los luteranos, y vos, vos, príncipe rebelde á vuestro padre, escribísteis esta carta que tengo entre mis manos. Tomad, leed.

El príncipe tomó con una mano trémula aquella carta y la reconoció á primera vista: estaba enteramente escrita de su mano, firmada por él, y en ella aceptaba la propuesta del príncipe de Orange, y se declaraba protector de la Reforma en los Estados de Flandes. Aquella carta era la cabeza del príncipe si por un acaso iba á dar en las manos de su padre.

—Ya podeis conocer, dijo el duque, que quien es poseedor de esa carta es muy amigo vuestro cuando no ha usado de ella presentándola al rey.

—¿Cómo ha venido á vuestro poder esta carta? dijo el príncipe reteniéndola.

—Recordad que os he dicho que mientras vos hablábais en cierto meson excusado con Laurent de Perceval y el comediante Cisneros, habia otra persona, que sin que vos lo supiéseis, lo presenciaba todo, á través de un agujero abierto en el techo. Aquella persona, que tenia todas las apariencias de un mendigo viejo y enfermo, era en la realidad jóven, robusto, lleno de vida. En una palabra, aquella persona era yo.

—¡Vos!

—Si, yo.

—¿Y quién os habia dicho que el caballero Laurent de Perceval debia venir á Madrid enviado por el príncipe de Orange?

—Vos no sabeis quién soy, si bandido ó caballero, rey ó esclavo: yo tengo medios de saber todo cuanto me interesa saber. Por otra parte, como solo he venido á Madrid contando con vos, era natural que me interesase por vos. Sabedor del dia en que Laurent de Perceval debia ponerse en marcha para llevar vuestra imprudente carta á Guillermo de Nassau, le esperé en el camino.

—¡Y le matásteis!

—No le maté. Iba perfectamente disfrazado con las preseas de alférez de vuestra guardia, en términos que Perceval no me reconoceria si me viera de nuevo ante sí. Dejéle pasar oculto en una venta, alcancéle luego, y me presenté á él como vuestro enviado. Díjele que habiais meditado mejor; que no creíais prudente todavía un alzamiento general en los Paises—Bajos á vuestro nombre, y le dí tales señas de las conferencias que el mismo Perceval habia tenido con vos, que sin dificultad me entregó esa carta, y en cambio se encargó de un mensaje verbal para el príncipe de Orange y de un libramiento de treinta mil florines á la órden del Laurent, dado por un genovés de Madrid contra otro de Bruselas, para que Orange pudiese sostener la guerra contra España por algun tiempo; ved aquí el recibo del libramiento, que Perceval me hizo en una venta del camino.

Yaye sacó otro nuevo papel de la cartera y le entregó al príncipe.

—Ahora, dijo el duque, podeis quemar esa carta y ese recibo. Tales pruebas deben destruirse cuando ya han servido de la mejor manera que podian servir.

El príncipe se apresuró á quemar á la luz de una bujía aquellos terribles papeles.

—Y ahora bien, ¿qué quereis de mí? dijo cuando los hubo destruido.

—Quiero en primer lugar que nada hagais sin consultarlo conmigo.

—¿Y qué creeis que debo hacer?

—Reinar.

—¿A todo trance?

—A todo trance.

—Sin embargo, no ha mucho me hablábais con indignacion del crímen.

—Por lo mismo que el crímen nos rodea por todas partes, debemos valernos de él en nuestro provecho antes de que otros le empleen en nuestro daño.

—¿Creeis, pues, que debo aceptar el vasallage de los flamencos?

—Si, si por cierto; pero no ahora. Aun no es tiempo: una tentativa en estos momentos fracasaria: la infanta Margarita de Parma, gobernadora de Flandes, es una mujer que con su gobierno blando y benéfico tiene contenida la insurreccion: es necesario que á este poder tolerable, sustituya un poder duro, despótico, insufrible; es necesario que sea gobernador de los Paises Bajos el duque de Alba; dejad que pruebe fortuna el príncipe de Orange; que despues, si la rebelion crece, tiempo tendremos de obrar. Yo he hecho en vuestro nombre cuanto se debe hacer por ahora: enviar dinero á los descontentos: del mismo modo alentaremos á los hugonotes de Francia: cuando hay oro todo es fácil.

—¡Y vos!...

—Ya os he dicho que acaso soy un rey; acaso un bandido. Tal vez sea las dos cosas á la vez. Ahora que ya me conoceis como vuestro partidario, que ya sabeis que podeis recurrir á mí por oro y consejos, idos príncipe, y no olvideis jamás cómo os ha recibido un hombre en cuya casa habeis entrado con intencion de deshonrarle.

—No, no saldré de aquí sin que me hagais una promesa.

—¿Cuál?

—Amo á vuestra hija.

—¿Y la amais mirando en ella á vuestra esposa?

—Si, aunque para ser su esposo hubiese de sacrificar mi vida.

—¡Sed rey!

—¡Cómo!

—¡Sed rey! repitió fatídicamente el duque.

—Pero... mi padre es jóven... balbuceó el príncipe.

—¡Sed rey ó renunciad al amor de mi hija!

—¡Pues bien, lo seré y pronto!

—No os apresureis, no cometais una imprudencia; esperad.

—Esperaré: pero...

—Os prometo mi hija: ahora salid.

Yaye tomó una bujía de sobre la mesa y acompañó al príncipe: la habitacion quedó abandonada: detrás de las vidrieras habia quedado mudo, aterrado, el marqués de la Guardia: Amina fijaba en él una mirada lúcida.

—¡Oh, Dios mio! ¡Dios mio! exclamó el marqués: ¡qué horror! ¡Tú, Esperanza, prometida á ese príncipe infame á cambio de un parricidio!

—El crímen se combate con el crímen, don Juan, dijo Amina: ahora bien, ¿tendrás valor para sacrificarte á mi amor como yo me sacrifico á sagrados deberes?

—¡Oh, Esperanza! ¡considera que soy español, noble y caballero!

—El hombre que haya de ser mi esposo lo ha de sacrificar todo por mí.

Llevó al jóven á una puerta; le dejó encerrado tras ella, volvió, abrió la vidriera y entró en la cámara de su padre. Poco despues entró este, y la besó en la frente.

—El dia en que nuestros enemigos se hagan pedazos se acerca, dijo este. Ese dia se enjugaran tus lágrimas, hija de mi alma. Entre tanto es necesario que cumplamos el juramento que yo hice á mi padre moribundo. ¡Todo por la patria! ¡todo! ¡hasta la virtud!...

Despues, estos dos extraordinarios seres se separaron; Amina fue á la puerta tras la cual habia dejado á don Juan, y atravesando las mismas habitaciones oscuras que habian recorrido hasta allí, le llevó á su aposento, cerró el mirador y se sentó á su lado.

Capítulo XI. Lo que puede el amor de una mujer.

La habitacion de Amina estaba amueblada con una riqueza suma: sus cuadros, sus tapicerías, sus alfombras, sus divanes eran lo mas bello, lo mas rico, lo mas raro que producian en aquellos tiempos las artes y la industria. Sobre una mesa maravillosa, lucian dos candelabros de plata cincelados, y el estrado en que se habian sentado los dos amantes, era de brocado de tres altos.

Don Juan, profundamente abstraido, no veia nada de todo esto, habia llegado hasta allí maquinalmente; tenia abandonada una mano en otra mano de Amina, y aquella mano temblaba y estaba fria como la de un cadáver.

Amina le contemplaba con una fijeza intensa; estaba palida, y en sus negros ojos brillaba una expresion de altivez indomable: parecia que queria escudriñar y analizar con su mirada lo que pasaba en el alma del marqués, que estaba aterrado, anonadado, como insensible, á causa de los terribles secretos que sucesivamente habia descubierto.

Su afan por ver claro en la vida interior de Amina, habia sido demasiado satisfecho: don Juan se arrepentia de haber deseado salir de su ignorancia.

Como por efecto de un poder magnético, la intensa mirada de la jóven atrajo al fin la mirada de don Juan, y entrambos se contemplaron durante un segundo, con una de esas miradas que no pueden describirse, y que jamás se olvidan por quien ha sido objeto de ellas.

—Si, si, te amo, Esperanza; te amo á pesar de todo, dijo el marqués comprendiendo la expresion de la mirada de Amina; te amo tanto, que á pesar de que yo debia revelar al rey cuanto he visto y oido, guardaré acerca de ello un profundo secreto.

—¿Y qué sabeis? dijo Amina con un acento tal y tan dominador, que fascinó á don Juan; verdadero acento de reina que sin despreciar impone, y sin exigir manda; ¿sabeis acaso quién es la mujer que la fatalidad ha puesto en vuestras manos?

Don Juan lo sabia por la revelacion de Angiolina; pero se guardó muy bien de demostrarlo: limitóse, pues, á contestar:

—Seas lo que quieras, conozco que mi vida y mi alma son tuyas, Esperanza.

—Llegará un dia en que comprendas, don Juan, dijo Amina, cuya frente se habia serenado, descendiendo, por decirlo así, de su terrible magestad; llegará un dia en que comprendas cuánto te ama la mujer á quien con tus locuras has hecho desgraciada.

—¡Mis locuras!

—Si por cierto, ¿qué son sino locuras tus amores con esa aventurera italiana, con esa princesa Angiolina? ¿Tu empeño en causarme zelos con ella? ¿qué ha sido sino una locura suponer que yo podria empenarme de tus amores por arrebatarte á esa mujer?

Habia tal dignidad, y una dignidad tan tranquila en Amina al pronunciar estas palabras, que el marqués se desconcertó, y no pudiendo negar sus amores con la princesa por demasiado públicos, contestó:

—Yo me veia desdeñado por tí.

—Desdeñado no: alejado si.

—Sea como quieras; pero si nada te importa que yo ame á otra ¿por qué eres desgraciada?

—Porque te creia mas grande, mas noble de lo que eres en realidad.

—He pretendido olvidar, dijo por decir algo el jóven.

—¡Olvidar! ¡olvidarme!¡y para olvidarme...! ¡á mí! ¿has recurrido al amor de esa mujer? lo repito: me he engañado: yo pensé que valias mas, infinitamente mas que lo que vales.

Don Juan conoció que habia incurrido en una necedad, y para remediarla incurrió en otra, como sucede generalmente á todo el que quiere salir de una posicion falsa sin confesarse vencido.

—Rechazaste mi mano con un pretexto que no he podido comprender, dijo.

—Un hombre que ama á una mujer y no puede obtenerla, la obtiene ó muere; pero no intenta ultrajarla, contestó con dignidad Amina.

—¿No me he puesto á tu paso? contestó apelando á la dulzura el marqués.

—Conservando tu vanidad; pretendiendo que me humillase; enamorando á otras á mis ojos.

—¿No he venido todas las noches á esa calleja?

—¡Esperando sin duda, dijo con sarcasmo Amina, que yo, arrastrada por mi amor, te llamase!

—¡Oh, y cuán cruel eres, Esperanza!

—Y al fin te he llamado; y al fin estás en mi aposento, solo conmigo, en medio de la noche.

—¡Oh! ¡Esperanza!

—Pero ya sabes para qué y por qué te he llamado: ahora don Juan es necesario que nos separemos.

—¡Con que es decir que me has llamado para que sepa que el príncipe va á ser tu esposo!

—Si mi padre lo exige, lo será.

—¡Es decir que no me amas!

—Nunca debimos unirnos, don Juan.

—¿Que nunca nos debimos unir?

—No, para evitar el dolor y la vergüenza de separarnos.

—¡De separarnos...! ¡es decir que tu ambicion..!

—Yo me sacrifico á mi nacimiento, á mi destino.

—¡Oh! ¡si! dijo con doloroso sarcasmo el marqués; me he olvidado de que eres... y se detuvo.

—Si, soy reina, contestó con una fria dignidad Amina.

—¡Reina tú! exclamó con creciente asombro el marqués.

—Si, no importa de qué reino; pero mi reino existe, y mis vasallos, cuando me presento entre ellos, doblan ante mí la rodilla.

Don Juan quiso contestar y no pudo: la admiracion, el estupor, el miedo, y aun podemos decirlo, un miedo supersticioso, habian cohartado sus facultades de apreciacion; recordó entonces cuanto le habia revelado la princesa, y comprendió que aquella mujer no le habia engañado: vió delante de si á la reina de aquellos famosos monfíes de las Alpujarras, solo conocidos por sus terribles hechos: trasladóse su pensamiento á las, para él desconocidas, regiones del Nuevo Mundo, y parecióle ver á Esperanza, en medio de las tribus indias, que la rendian homenaje; entonces hablaron de una manera clarísima para él, el encendido color moreno de Amina, aquel color tan bello, tan límpido, tan incitante; parecióle ver destellar de sus negros ojos una chispa de magestad salvaje, y que aquella frente magnífica, aquella mirada incontrastable, le decian:

—Soy nieta de los reyes de Granada, reina de los monfíes de las Alpujarras; soy nieta de los emperadores de Méjico, reina de los rebeldes del desierto.

Esta era la única solucion que, contando con los antecedentes que tenia, encontraba el marqués á tales misterios.

—En vano te obstinarás, don Juan, dijo Amina, comprendiendo la perplejidad del jóven, por descifrar el misterio de mis palabras. Solo sabrás la verdad si un dia la desgracia cesa de afligirnos. Para eso será necesario que se cambie la faz de los reinos de Europa, y que se viertan torrentes de sangre. Entre tanto respeta el secreto que no debo revelarte.

—¿Pero nada puedo esperar?

—Puedes esperarlo todo si consientes en sacrificarlo todo por mí.

—¡Oh! ¡y qué sacrificio no haria yo por tu amor!

—Hubo un momento, dijo tristemente Amina, en que yo olvidé por tí mi condicion, mi honor y los proyectos de mi padre. Cuando vine en mal hora á la córte del rey de España, para desempeñar al lado de la reina un servicio que me humillaba, y que yo sufria porque tal era la voluntad de mi padre, tenia el corazon libre, no amaba; pero sentia una ardiente necesidad de amar: llegó un dia en que oí hablar de tí; se ponderaban, tu hermosura, tu juventud, tu valor, tu generosidad: supe que los ociosos de la córte habian unido nuestros destinos de una manera extraña: á tí te llamaban mi hombre, á mi, tu mujer. Era necesario que yo te viese, para que pudiera contestarme á esta pregunta que me habia hecho con cólera al escuchar aquellas extrañas palabras.—¿Qué puede haber de comun entre ese marqués tan ponderado y yo? Pero cuando te ví al fin, cuando ví tu semblante al reflejo de la luna despues del incendio de la iglesia del Buen Suceso, que me habia aterrado; cuando sentí llegar tu mirada hasta el fondo de mi alma, inflamándola, llenando su vacío con un fuego divino, abriendo para mí una nueva vida; la vida del amor... ¡Oh! entonces comprendí lo que el mundo habia encontrado de comun entre nosotros; entonces comprendí que tú eras mi hombre; mas todavía: mi esperanza, mi felicidad, mi Dios.

Al decir estas palabras, el semblante de Amina fue perdiendo gradualmente la fria rigidez que hasta entonces habia afectado por orgullo; brotó á él la pasion; acreció su palidez, sus ojos lanzaron un fulgor divino, sus hermosos y rojos labios se mostraron trémulos y entreabiertos, y como iluminado por el reflejo del semblante de Amina, el del marqués resplandecia tambien.

Hay situaciones en que no se habla, porque el lenguaje humano no tiene palabras para expresar lo que en tales momentos el alma siente; situaciones en que los ojos que lucen con una fuerza superior á la que puede suponerse en la vida; en que la sangre que afluye al corazon; los latidos de este que se oyen; un no sé qué de sobrenatural, de fantástico, de divino, que emana de esa semejanza de Dios que se llama criatura, hablan por sí mismos con un lenguaje mas elocuente, mas sublime que el lenguaje material; y cuando el alma se exhala, como que se escapa por todo nuestro ser, cuando ese ser es una mujer tan hermosa como Amina, tan pura (y decimos tan pura porque la pureza reside en el alma y no pueden mancharla las miserias de la vida), aquella mujer es el ángel de redencion y de perdon, ó el demonio de perdicion con que Dios glorifica ó condena á un hombre sobre la tierra.

Don Juan se extremecia bajo la mirada de Amina, bajo su aliento, ante su hermosura; don Juan sentia el horrible tormento del placer que hiere porque no tenemos sentidos bastantes para absorverle: don Juan se sentia levantado á una altura inmensa sobre la tierra, flotando en un espacio aéreo, ardiente, impulsado por un torbellino de fuego.

—¿Con que me amas? ¿me amas? exclamó con delirio.

—¿Si no te amara viviria? exclamó Amina. ¿Si no te amara te hubiera introducido bajo el techo de mi padre para que vieses por tus ojos y no dudases de mi? ¿si no te amara me importaria algo que dudases ó no?

—Y bien; si me amas, ¿por qué no ser mi esposa?

—Júrame que jamás levantarás el acero contra mi padre, y te prometo, te juro, que si no soy tu esposa, no lo seré de otro.

—¡Oh! si, si, dijo don Juan trasportado; te lo juro por la gloria de mi madre, y por mi honor.

—Por el descanso de tu buena madre si; dijo Amina levantándose con enerjía; ¡por tu honor no!

—¿Por mi honor no? exclamó levantándose asombrado el marqués.

—¿A qué llamais los castellanos honor? exclamó con desprecio Amina; á servir ciegamente y como viles esclavos á un rey tirano; á un rey á quien el Altísimo sostiene en un trono para castigar los pecados de un pueblo: cuando ese rey fija la mirada codiciosa en una region feliz, rica y próspera y la ambiciona; cuando ese rey os dice: tomad mi estandarte y empapadlo en sangre humana, porque es necesario que yo añada á mi blason real los blasones de aquel otro pueblo, id, conquistadle, destrozadle, esclavizadle, yo lo quiero; es necesario que yo sea rico, grande y fuerte, á costa de la pobreza, la abyeccion, y la debilidad de pueblos enteros; id, que os lo mando yo... cuando el rey os dice: id á llevar el luto, la servidumbre y la deshonra á otros paises, vosotros llamais honor á la obediencia que os pone las armas en la mano y os lleva, como bandidos en cuadrilla, á apoderaros por fuerza de lo que no es vuestro; á robar lo que Dios quiere que sea respetado. ¡Oh, no! ese honor es la infamia; el verdadero honor es el que defiende la patria, el que ampara al pobre y al desvalido, el que acomete á los tiranos y los vence ó sucumbe: los castellanos no comprendeis ni el honor ni la gloria; llamais honor al crímen y gloria á la infamia. No; yo acepto tu juramento por el descanso de tu madre, por mi amor, por tu alma, pero por lo que tú crees honor, no: ese honor te haria mi enemigo; ese honor te obligaria á delatar á mi padre, á entregarle al verdugo; ese honor te obligaria mañana á degollarme ó á contribuir á que fuese vendida como esclava: ese honor te separa de mí.

—¿Luego eres enemiga de los castellanos?

—Si, enemiga á muerte.

—¿Y por qué entonces cuando nos encontramos, no me dijiste: sigue tu camino, y no procures unirte á mi porque un abismo nos separa?

—¡Oh! ¡los hombres son cobardes, muy cobardes! exclamó con acento frio y acerado Amina; ¡el valor es de la mujer, exclusivamente de la mujer! ¡nosotras lo sacrificamos todo por ellos, patria, religion, virtud, felicidad! ¡nos perdemos en cuerpo y alma por ellos! ¡ellos no saben sacrificarnos nada! ¡Ya se vé! ¡la mujer ha nacido para ser esclava! ¿por qué te amaba antes de conocerte? ¿por qué, si en aquellos momentos me hubieras pedido la vida te la hubiera dado sonriendo? ¡Oh, vosotros no amais! ¡vosotros..! ¡ni aun siquiera comprendeis de cuánto es capaz una mujer enamorada!

—Pues bien; si eso es verdad; si alientas en tu alma esa fuerza sublime del amor, sígueme.

—¡Abandonando á mi padre! ¡No! ¡jamás!

—¿Con que en el momento de la prueba retrocedes? ¿Con que no has pronunciado mas que palabras vanas?..

—Escrito está en los libros de luz, dijo gravemente Amina, que por el hombre abandone la mujer á su padre y á su madre; pero no está escrito en ninguna parte que la mujer asesine al hombre á quien ama.

—¿Es decir que si me siguieses abandonando á tu padre?..

—Allí, á donde quiera que nos ocultásemos, iria la venganza de mi padre: venganza terrible, implacable, fria: ¡oh, qué horror! cuanto he podido sacrificarte, te lo he sacrificado, sin dudar, sin retroceder; todo lo que en adelante pueda sacrificarte, te lo sacrificaré... pero no me pidas tu propio sacrificio, ¡eso jamás!

—¿De modo que será forzoso que nos separemos?

Amina fijó en el marqués, con una ansiedad indescribible, sus hermosos ojos, que á pesar de sus esfuerzos por mostrarse serena, se llenaron de lágrimas.

—Separémonos mas bien, dijo: olvídame si puedes; en cuanto á mí... yo nunca te olvidaré.

—¿Y para esto me has llamado?

—Yo te esperaba y te esperaba para hablarte; pero sin el desgraciado encuentro que has tenido junto al postigo de mi casa, sino hubieras visto entrar por él un hombre, te hubiera hablado por la reja para decirte:—«Me has ofendido de una manera cruel, y sin embargo te amo: durante algun tiempo no nos veremos, pero espera: yo te amaré siempre: cuenta conmigo.»—Dios lo quiso de otro modo: el príncipe don Carlos habia entrado en mi casa, y era necesario que supieses lo que hacia en ella; por esta razon has conocido graves secretos.

—¡De modo que, obedeciendo á ese honor castellano que tan extraviado y absurdo te parece; debia yo como español y caballero, revelar al rey cuánto he visto y cuánto he oido..!

Irguió la cabeza Amina y dijo friamente:

—Hazlo, don Juan, hazlo, y me habrás devuelto la felicidad.

—¡Ah! ¡serias feliz!

—Si, porque si cometieras tal infamia, no serias ya el hombre que mi amor habia soñado; dejaria de amarte, y... dejando de amarte, seria muy feliz, mucho.

—¡Muy feliz! exclamó con extrañeza el marqués.

—Si, muy feliz: nada me importaria no verte, no saber de tí... y... mas que eso: entonces me vengaria de un infame que me habia tomado por juguete.

Amina apenas podia hablar: la voz se ahogaba en su garganta.

—¿Y nada temes por tí, nada por tu padre? exclamó asombrado y fuera de si el marqués que sufria horriblemente.

—El rey de España, dijo con altivez Amina, nada puede contra nosotros; aunque nos sepultase en el mas lóbrego calabozo de la Inquisicion, nuestras cadenas se romperian como si fueran de vidrio: las puertas, los muros, se abririan para darnos libertad. De otro modo, sino estuviésemos á salvo, ¿crees que por mucho que me interese el que no puedas dudar de mi amor y de mi honra, hubiera yo vendido la cabeza de mi padre?

—Sea cualquier el poder de tu padre, Esperanza, no seré yo quien le ponga á prueba, revelando al rey lo que esta noche he visto y oido en tu casa.

—Pero repara que de ese modo eres traidor á tu amo el rey de España, dijo con sarcasmo Amina.

—Entre el rey y mi amor, dijo el marqués con voz firme, mi amor es lo primero.

—¡Oh! ¡espéralo todo de mí! exclamó con una alegría infinita Amina.

—¡Que lo espere todo de tí!

—¡Oh! si, si, has salido victorioso de una terrible prueba: tu amor es grande, valiente, inmenso como el mio. Tú me sacrificas lo que crees, lo que llamas tu honor. Yo te sacrificaré mi vida, mi corona... pero es necesario esperar.

Al oir la palabra corona, el marqués hizo un movimiento de extrañeza.

—Si, mi corona, dijo Amina; no creas que estoy loca; mi corona, ya sea la de un pueblo poderoso y vencedor; ya la de una raza vencida, perseguida, errante, es siempre una corona. Si un dia me dices estoy dispuesto á abrazar, aunque solo sea en apariencia, la religion de los tuyos, á defender tu pueblo, á ser tu esposo, entonces se aclararan para tí tantos misterios. Ahora, don Juan, escucha: la fatalidad nos obliga á separarnos, y en algun tiempo no nos veremos. Pero siempre tendrás á tu lado, sin que lo conozcas, sin que lo veas, como lo tienes ahora, siguiéndote á todas partes, quien vele por tí, quien te proteja, quien ponga oro en tu bolsa, si es necesario, sin que tú veas la mano que lo pone. Ademas, podrá suceder que un dia tu lealtad, el resto de lealtad que conservas aun al rey de las Españas, te lance á la guerra: entonces, don Juan, si esa guerra es contra hombres de otra religion, toma: lleva este amuleto sobre las armas, pero de modo que se vea y nada temas: el hierro enemigo no te tocará.

Amina se quitó del cuello una rica cadena de oro de la cual pendia una placa esmaltada guarnecida de diamantes, en cuyo centro habia algunos caracteres azules enteramente extraños para el marqués, y le puso la cadena al cuello.

—¡Oh! la llevaré siempre sobre mi corazon, exclamó don Juan besando apasionadamente aquella joya, que aun conservaba el calor del seno de Amina.

—Sobre el corazon en paz; sobre la coraza en guerra. Ahora es preciso que nos separemos, don Juan.

—¡Separarnos!

—Si; es necesario de todo punto.

—¿Y cuándo nos volveremos á ver?

—¡Oh! ¿quién sabe? dijo tristemente Amina: tal vez pronto, tal vez nunca.

Y asiendo de la mano al marqués le condujo á una habitacion oscura, abrió un balcon y miró á fuera.

—¡Nadie hay en la calle! dijo Amina: nada se oye...

—¡Oh! ¡Esperanza! ¡Esperanza! dijo el marqués: ¡yo no puedo separarme de tí!

Oyéronse entonces en el interior algunas puertas que se abrian.

—¡Mi padre! exclamó Amina: ¡vete!

Don Juan la estrechó rápidamente entre sus brazos, Amina se escapó de ellos, y empujándole hácia el balcon, le dijo:

—Vete... ¡y no me olvides!

—¡Adios, vida de mi vida! dijo el marqués: ¡jamás te olvidaré!

Y echándose fuera de la balaustrada del balcon, se descolgó por una reja á la calle.

Cuando estuvo en ella, Amina se asomó al balcon, y dijo conteniendo mal sus sollozos:

—Toma, don Juan, y lee, y cuando hayas leido, comprenderás cuánto estás obligado á amarme.

Dicho esto, arrojó una carta á la calle, desapareció de la balaustrada, y se oyó el ruido de las maderas del balcon que se cerraban.

—¡Oh, Dios mio! exclamó don Juan recogiendo la carta: ¡esto es para volverse loco!

Y ansioso por conocer el contenido de aquella carta, se encaminó á buen paso á una esquina situada al otro extremo de la calle, donde un farolillo, puesto por la devocion de los vecinos, alumbraba el tétrico nicho de un Ecce—Homo.

Para llegar allí, tenia que pasar necesariamente por el sitio donde habia caido muerto ó herido, el hombre que habia quedado aguardando al príncipe de Asturias, en el postigo de la casa de Amina.

El marqués no miró á aquel sitio, ni se acordó siquiera de que allí acaso habia muerto á un hombre.

Cuando llegó delante del nicho del Ecce—Homo, abrió la carta, de la cual se desprendia un leve y delicado perfume, y leyó estas breves, pero terribles palabras:

«Don Juan de mi alma: hay cosas que el pudor impide á una mujer revelarlas ni aun á su mismo esposo; pero es preciso que sepas que alienta en mis entrañas un hijo de nuestro amor.—Tu Esperanza.»

Don Juan lanzó un grito insensato de amor, de alegría, de dolor; arrugó en un movimiento frenético aquella carta entre sus manos, la oprimió contra su boca y luego... luego cayó de rodillas ante el Cristo, fijó en él sus ojos, llenos de fe, de esperanza, y aun podremos decir de caridad, y exclamó:

—¡Señor! ¡Divino Señor! ¡Vela por ella y por mi hijo!

En aquel momento el marqués se sintió asido...

Pero antes de relatar lo que sucedió á don Juan, es necesario que retrocedamos un tanto y volvamos á la casa de la princesa Angiolina Visconti.

Capítulo XII. Lo que hizo la princesa arrastrada por sus zelos.

El autor recuerda haber dicho anteriormente, que Angiolina Visconti se habia separado de la manera mas ruda y tormentosa del marquesito de la Guardia, dejándole solo en el lindo retrete donde le habia recibido.

La princesa atravesó rápidamente algunas habitaciones, y en una de ellas se detuvo y se puso á contemplarse en un magnifico espejo de Venecia.

¿Con qué objeto era esta contemplacion de sí misma?

La princesa estaba resuelta á vengarse, y por lo mismo concentraba sus fuerzas y contaba sus recursos.

Entre estos era uno poderosísimo su hermosura.

Por esto Angiolina se miraba al espejo. Se preguntaba qué motivo habia tenido el marqués para abandonarla á ella, la altiva hermosura que tan codiciada era por los hombres de mas valer de la córte: el espejo la dijo que era tan hermosa como la duquesa de la Jarilla, y sin embargo, la fiebre que su hermosura habia producido en la loca imaginacion del marqués de la Guardia habia pasado; la princesa comprendió que el marqués habia usado de ella como de un instrumento; vió, sin que pudiera quedarla ni aun el leve consuelo de la duda, que la hermosa duquesita poseia todo entero el corazon de don Juan, á quien ella amaba con toda su alma: su aborrecimiento hácia Amina creció, y pensó en vengarse de ella usando de los terribles papeles que Bempo la habia traido de Granada.

Angiolina era una fatalidad mas que la suerte arrojaba delante de Yaye ebn—Al—Hhamar, del poderoso emir de los monfíes, ó del duque viudo de la Jarilla, si nuestros lectores han olvidado que tenia estos dos nombres.

Amina, la nieta de cien reyes, ofrecida por su padre en aras de su patria, tenia ante si un enemigo terrible, una mujer hermosa, altiva, enamorada y zelosa de ella. Por aquella mujer, el marqués de la Guardia habia llegado á ser para Amina una doble fatalidad.

Pensando en su venganza Angiolina se miraba profundamente al espejo.

Ya hemos dicho lo que sabemos acerca de la figura y de los atractivos de la princesa; réstanos decir, que el traje que en aquella situacion vestia, realzaba sus atractivos.

Un justillo de brocado de oro sobre azul de cielo muy bajo, indicaba su escasa y flexible cintura, su seno y sus hombros, cerrándose en el cuello por una gola rizada de encaje de Flandes. Las mangas ceñidas, acuchilladas y tomadas de perlas, dejaban ver el magnífico contorno de sus brazos y terminaban en dos puñitos del mismo encaje, bajo los cuales medio se ocultaban unos ricos brazaletes de oro cincelado y diamantes: la falda ancha, larga, terminada por detrás en cola, flotante y vaporosa, era de damasco brocado de oro en blanco. Las faldetas que unian al justillo con la falda, estaban guarnecidas de perlas, y rodeaba su cintura un cordon de oro; ese cordon estaba sujeto en el talle por un broche de esmeraldas y anudado y trenzado caprichosamente á lo largo de la falda, con perlas y esmeraldas en los entrelazos, terminando en dos gruesas borlas de perlas; en los cabellos, recogidos atrás en trenzas, mostraba tambien algunas ricas joyas, colocadas con un esquisito gusto; últimamente, llevaba arracadas de pedrería, y en las bellisimas y blancas manos una multitud de cintillos de valor segun la moda de aquellos tiempos.

La pobre princesa se habia puesto, por parecer bella á don Juan, todo lo que la quedaba de su guarda—joyas.

Pero como es lo mas dificil del mundo, que una mujer parezca hermosa á un hombre hastiado de ella, la pobre princesa, aunque estaba, no solamente hermosa, sino hermosísima, radiante, adorable, no logró causar efecto en don Juan.

Angiolina, por lo tanto, consultaba con su espejo, con ese severo confidente de la mujer, que de una manera tan despiadada la arroja á la cara los estragos que hacen en su hermosura los años, las enfermedades y los pesares; que nada la oculta, ni la primera cana, ni la primera arruga, ni la palidez del cansancio; confidente á quien la mujer sonrie cuando la presenta tesoros de hermosura; ante el cual se irrita cuando aquella hermosura empieza á empalidecer, á marchitarse: la princesa, repetimos, preguntaba á su espejo la razon que podia haber tenido el marqués para mostrarse con ella tan cruel, tan terrible, tan desenamorado: el espejo la contestó que era hermosa, con todo el esplendor de su hermosura; que sus ojos eran brillantes, sus miradas irresistibles, irresistibles sus encantos: la presentó su vigorosa juventud, con toda su exuberancia de vida, pero al mismo tiempo la presentó la lividez de la cólera que alteraba aquellos encantos; la expresion amenazadora y letal de su mirada, que daba á sus ojos toda la apariencia de los ojos sangrientos de la leona irritada: comprendió que la cólera era un enemigo terrible de la hermosura, que la verdadera fuerza de la mujer está en su aparente debilidad: comprendió que habia hecho muy mal en dejarse arrebatar por sus pasiones escitadas, y que acaso don Juan habia retrocedido irritado y desencantado ante su mirada amenazadora, cuando tal vez hubiera caido á sus piés, si en vez de amenazarle hubiera recurrido á las lágrimas.

Angiolina quiso saber si podia dominar la cólera, la irritacion, el despecho que agitaban su alma; si podia ocultar aquel volcan rugiente y amenazador bajo un aspecto tranquilo y riente: entonces tuvo lugar una transformacion en el brillante fondo del espejo; desapareció el ángel rebelde, y quedó el ángel del sufrimiento, con su belleza espiritualizada por el dolor, por un dolor intenso, paciente, resignado. Angiolina lanzó un grito de alegría: nunca se habia contemplado tan hermosa como bajo aquel antifaz de resignacion, de sufrimiento íntimo. Ensayó una y otra vez, irritando sus pasiones con el candente recuerdo del desprecio de don Juan, si podia dominarlas, concentrarlas en el fondo de su alma, velarlas con una mirada dulce, triste, anhelante: una y otra vez el resultado sobrepujó á sus esperanzas; una y otra vez se contempló sucesivamente mas hermosa.

—¡Ah! exclamó: he ahí: he ahí mi fuerza: he sido una insensata en dejarme arrebatar por la cólera: la amenaza ha irritado á don Juan: mi sumision y mis lágrimas le hubieran hecho caer de nuevo enloquecido entre mis brazos... probaré, probaré el rendimiento sin renunciar á mi venganza, y si el rendimiento no basta para volverme el corazon de don Juan... ¡ah! entonces es necesario tambien ocultar en el fondo de mi alma mi desesperacion: mostrarme tranquila; provocar el amor de los que pueden servirme para llevar á cabo mi venganza; no dejar sospechar á nadie lo que pasa en mi alma, para que ninguno pueda despreciarme, ni creerme despreciada: tal vez don Juan no resista al pensamiento de que ninguna herida ha hecho en mí su abandono; los hombres son mas vanidosos que las mujeres: tal vez el deseo de hacerme sufrir, de verme llorar y retorcerme á sus piés desesperada, le vuelvan á mí, lo arrojen á mis piés, me hagan su señora: ¡oh! ¡sí! ¡sí! y puesto que la mentira es el arma de la mujer, mintamos... mintamos hasta el punto, de que todos me crean venturosa; no debemos derramar ni aun á solas nuestras lágrimas... las lágrimas dejan horribles huellas en el semblante de una mujer, cuando estas lágrimas son de fuego, como las que yo verteria sino dominase mi llanto, si no le encerrase en mi corazon: que hierva encerrado en él, que se convierta en un tósigo mortal para el marqués y para esa mujer por quien me abandona; una mujer que llora, solo puede conmover al hombre que la ama; cuando el hombre amado ama á otra, la mujer ofendida no debe llorar, no debe dejar ver al mundo su desolacion, para que el mundo no pueda decir: ¡pobre mujer abandonada! para que el mundo no pueda despreciarla.

Y después de este razonamiento, la paz mas profunda se fijó en el semblante de Angiolina, volvió á sus ojos su brillo deslumbrador, á su mirada la dulzura, á su boca la expresion riente que tanto la embellecia: nadie, al verla, hubiera sospechado que aquella mujer, que parecía tan feliz, guardaba dentro de su alma un infierno; que era, por decirlo asi, un horrible abismo cubierto de flores.

Solo un hombre existia que debia necesariamente conocer aquel abismo; ver el cieno infecto á través de la tersa superficie de aquel lago engañador; aquel hombre era Bempo.

En el momento en que Angiolina se separó del marqués, mandó al italiano que siguiese al jóven, que averiguase donde paraba, y que volviese á avisarla.

Bempo volvió una hora despues.

—Excelencia, dijo, en ese acento dulce y cadencioso de los romanos; he cumplido vuestras órdenes.

—¿Has seguido al marqués?

—Sí, excelencia.

—¿Dónde ha ido?

—A colocarse en acecho bajo un soportal, frente al postigo de la casa de la duquesa de la Jarilla.

—¿Qué ha hecho despues?

—Dos hombres han llegado á aquel postigo; el uno ha entrado, valiéndose de una llave; el otro ha quedado esperando; el marqués le ha acometido, aquel hombre se ha puesto en defensa, y al fin, ha caido bajo la espada del marqués.

—¡Muerto!

—No.

—¿Has reconocido, pues, á ese hombre?

—Si.

—Has sido imprudente, Bempo; ya sabes que no quiero que te expongas.

—Es tarde: la calleja apartada y solitaria; no habia peligro.

—¿Y dices que ese hombre no ha muerto?

—No; pero puede morir.

—¿Le has conocido?

—Es la noche muy oscura.

—¿Qué hizo despues el marqués?

—Se dirigió furioso al postigo de la casa de la duquesa; pero antes de llegar á él, la misma duquesa apareció en uno de los balcones y le habló.

—Y... ¿qué hablaron?

—Estaba demasiado lejos para poder oir su conversacion, que por otra parte, duró muy poco; el marqués trepó por una reja y entró por un balcon en la casa de la duquesa.

—¡Ah!... ¡entró!... ¡por un balcon!

—Si, y yo, creyendo que no saldria tan pronto, he venido á avisaros, excelencia.

—Has hecho bien, Bempo, dijo tranquilamente Angiolina: es necesario que vuelvas:

Aquella especie de lazzaroni puerta.

—Espera, añadió la princesa: es necesario que vuelvas; pero no vuelvas solo.

—¿Y qué he de hacer?

—Lleva contigo cuatro de tus amigos, de tus buenos amigos; ¿me entiendes?

Bempo hizo con la cabeza un movimiento afirmativo.

—Ven con ellos por el postigo del huerto, continuó Angiolina; yo misma te abriré: despues, te lo encargo ahora porque no quiero hablarte delante de esos hombres; tomarás una de mis sillas de mano, é irás con ella y con tus cuatro amigos á la calle donde ha quedado ese hombre herido, y sino ha muerto le metereis en la silla, y le traerás á casa, entrando en ella por el mismo postigo que yo abriré: luego volverás con tus cuatro camaradas á la misma calle; te ocultarás donde puedas ver sin ser visto el postigo de la casa de la duquesa, y harás que uno de los tuyos siga, cuando salga, al hombre que entró por el postigo, y que averigue su paradero. Tú, con los restantes, te apoderarás del marqués cuando salga de esa casa: te apoderarás de él, ¿lo entiendes?

—¿Muerto ó vivo?

—Vivo: debes evitar una lucha: cuatro hombres bien pueden sorprender y sujetar en una calleja oscura á otro hombre que va por ella descuidado. Para conducirle aquí, te prevendrás de otra silla de manos, y le meterás en ella con los ojos vendados.

—¿Es decir que he de traer aquí al marqués como al otro?

—Si.

—¿Por el mismo sitio?

—Si, por el postigo del huerto. Nada mas tengo que encargarte, Bempo.

Bempo no se movió.

—¿A qué esperas? dijo con impaciencia Angiolina.

—No tengo dinero, excelencia, contestó gravemente Bempo.

—¡Ah! ¡no tienes dinero!

—Los cuatro hombres que han de acompañarme, no me seguiran sino se les paga á peso de oro. Los valientes de España no me conocen tanto como los lazzaroni de Roma. Además, entonces un solo paseo nocturno por la campiña, me bastaba para no verme en el caso de pediros nada: pero ahora es distinto.

—Toma: dijo Angiolina, quitándose un joyel de diamantes de su prendido.

—¡Buena prenda! dijo Bempo: ahora todo es posible.

Y girando sobre sus talones, desapareció por una puerta inmediata.

Sigámosle.

Atravesó algunas habitaciones y algunos corredores oscuros, bajó una escalera, cruzó un patio, pasó de él á un huerto, y abrió una puerta oculta bajo un emparrado: tras aquella puerta habia dos habitaciones reducidas, y en la interior, que era un dormitorio, se veia una imágen de la Vírgen, delante de la cual ardia una lámpara.

Bempo abrió un arca que estaba en el mismo dormitorio, sacó de uno de sus ángulos algunas monedas de oro, que guardó en una bolsa de seda, envolvió el joyel en un paño, y le ocultó en otro ángulo del arca: despues salió, cerró la puerta del aposento, atravesó el huerto, y llegando á un postigo, descorrió sus cerrojos y salió á una calle estrecha: poco despues una sombra informe de mujer, llegó á aquel postigo que solo habia quedado encajado; corrió de nuevo sus cerrojos, y quedó esperando junto al quicio.

Aquella mujer estaba envuelta en un manto.

Bempo se encaminó á buen paso á la Cava Baja de San Miguel, y llamó á la puerta de una casa de mezquina apariencia.

Contestó desde adentro una voz breve, enérgica, y al parecer de hombre de brios; mediaron algunas breves contestaciones entre el de adentro y el de afuera, y la puerta se abrió.

Apareció tras ella un hombre fornido, de buena estatura, de semblante extremadamente sesgado, verdadero semblante de bandido español: aquel hombre por lo exíguo de sus vestidos, y por el efecto que causaba en sus ojos el resplandor de la luz con que se alumbraba, demostraba claro que acababa de dejar el sueño y el lecho.

—¿Qué se os ofrece á estas horas, amigo?, dijo á Bempo.

—Déjame entrar, camarada, contestó el italiano; tenemos que hablar de cosas que no son para oidos de nadie.

—Entrad, pues.

Adelantó Bempo, cerró el otro la puerta, y atravesando el zaguan introdujo á su visitante en una habitacion baja.

—Aquí nadie puede oirnos, dijo el de la casa dejando sobre una mesa la luz con que se alumbraba y sentándose en una arca.

Sentóse Bempo en un banquillo de pino y dijo:

—Los valientes se conocen, Pablo.

—Bien, ¿y qué? contestó el otro.

—Cuando los valientes se conocen y estan seguros unos de otros se sirven en lo que han menester.

—Bien, ¿y qué? repitió flemáticamente Pablo.

—Yo necesito que me ayudeis tú y otro tres de tus camaradas.

—¿En qué y cómo?

—Hay que recoger á un herido y apresar á un hidalgo.

—¡Ah! ¿y quién necesita eso?

—La persona que me envía.

—¿Y quién es esa persona?

—No hay necesidad de conocer su nombre si se conoce su oro.

—Señor Bempo, dijo Pablo levantándose: mereciais un chirlo en la cara por vuestra desvergüenza.

—¡Bah! dejémonos de brabatas, dijo Bempo sin moverse de su asiento, lo que obligó al llamado Pablo á sentarse de nuevo; el hombre lleva en la cara su oficio; y aunque yo solo os he conocido en la Tela y en los tiros de espada, sabeis que nos hemos comprendido y nos hemos estrechado las manos, porque, como quien dice, somos de la misma madera. Vosotros pasais por buenos soldados de á caballo del rey, en la corneta del señor capitan don Luis Moncada, y yo paso por criado del príncipe Lorenzini Maffei: pero cualquiera que no sea lerdo, á poco que nos mire puede decir: he ahí unos buenos bandidos. ¡Bah! yo no os he pedido hasta ahora ningun favor, pero contaba y cuento con vosotros, como vosotros podeis contar conmigo, sobre todo, cuando los servicios se pagan bien, tan bien como el que os pido.

Y Bempo sacó algunos doblones de á ocho y los extendió sobre la mesa.

Pablo miró con mas cólera que codicia el dinero; pero instantáneamente aquella chispa de irritacion se apagó en sus ojos, reemplazándola una expresion profundamente pensadora, y despues de un momento de silencio, dijo:

—Tú eres mayordomo, ó lacayo, ó qué sé yo, de una princesa italiana.

—Es verdad, dijo Bempo.

—De la señora Angiolina Visconti.

—Es verdad.

—¿Y es esa dama... quien nos paga?

—Vamos, no quiero ocultártelo, ella es: pero guárdame el secreto.

—¡Ah! tratándose de esa dama es distinto. Dicen que es querida del marqués de la Guardia.

—Mucho sabes.

—Oimos hablar mucho de galanteos y aventuras á nuestros cabos y alféreces cuando damos la guardia al rey.

—Sea como quiera: aquí de lo que se trata es de recoger un herido, y de esperar á que salga de cierta casa donde ha entrado el marqués de la Guardia y apoderarnos de él.

—Dicen que el marqués es muy valiente.

—Pero la noche es oscura: se le deja pasar y se le acomete y se le sujeta por la espalda.

Quedó de nuevo profundamente pensativo Pablo.

—Asunto concluido dijo: ¿esta es la señal?

—Ese oro es la paga.

—Poca paga es, pero no importa; voy á despertar á tres de los amigos y al momento estamos listos.

—Ya sabia yo que nos entenderiamos.

—¡Los valientes se conocen! dijo Pablo con acento indefinible, guardándose el dinero.

Poco despues cinco hombres embozados salian de aquella casa, atravesaban algunas calles, y llegaban al postigo del huerto de la casa de la princesa, que se abrió inmediatamente despues de haber llamado á él recatadamente Bempo.

Los otros cuatro hombres no vieron quien habia abierto y entraron siguiendo á Bempo que les llevó entre unos árboles, donde habia una silla de manos.

Dos de los embozados se terciaron las capas, cargaron con la silla, y salieron precedidos de Bempo y de los otros dos: el postigo volvió á cerrarse y sus cerrojos se corrieron en silencio.

Un relój dió á lo lejos la una de la noche.

Esta continuaba densamente oscura.

Solo de tiempo en tiempo se escuchaba el reñir de dos perros que disputaban un hueso: solo de largo en largo trecho se veia un embozado pegado á una reja ocupado en lo que desde tiempo inmemorial se llama en España pelar la pava: pero no encontraron una sola ronda.

Era una noche á propósito para el crímen.

Cuando llegaron á la calleja á donde correspondia la parte posterior de la casa del duque de la Jarilla, Bempo se encaminó en derechura al sitio donde habia visto caer al herido.

Aun estaba allí; el trastorno, el desvanecimiento que le habia causado la herida habia pasado, se quejaba, pero débilmente, á causa sin duda de la pérdida de la sangre; pugnaba en vano por levantarse, y cuando sintió junto á sí á Bempo y á sus cuatro acompañantes, exclamó con voz casi imperceptible:

—Quien quiera que seais, socorredme, y despues de pagaros yo, Dios os lo pagará.

—Si, si, dijo Bempo; á socorreros venimos, señor hidalgo: ea, camaradas, ayudadme y pongámosle en la silla.

Dos de aquellos hombres ayudaron á Bempo y levantaron del suelo al herido, que con el dolor causado por aquel movimiento se desmayó.

Una vez colocado en la silla, Bempo se dirigió á uno de los que le acompañaban.

—Ven conmigo, Pablo, le dijo, y que nos siga uno de tus camaradas.

El italiano llevó á los dos hombres frente al postigo de la casa del duque, y les dijo ocultándolos en el soportal donde poco antes se habia ocultado el marqués.

—Observad desde aquí ese postigo; si sale por él un hombre, seguidle uno de vosotros recatadamente, y sin perderle de vista, hasta ver en donde para. Luego el que le siga irá á esperar junto al postigo del huerto por donde hemos sacado la silla de manos.

—¿Y si ese hombre se apercibe de que lo siguen?

—Que no pueda apercibirse. Mientras el uno le sigue, el otro debe permanecer aquí, y observar lo que pase en esa casa (y señaló la del duque). Ahora adios; voy á despachar el asunto del herido con vuestros compañeros.

Dicho esto, Bempo fue á reunirse con los que habian quedado guardando la silla, y cuando llegó á ellos les dijo:

—En marcha.

Cargaron aquellos dos hombres con la silla, y precedidos por Bempo, y dando una buena idea de sus fuerzas en la velocidad con que conducian al herido, llegaron en poco tiempo al postigo de la casa de la princesa, que se abrió al primer llamamiento de Bempo, y silla y hombres se perdieron tras el postigo que volvió á cerrarse.

Media hora despues, Bempo y los dos hombres llevando de nuevo consigo la silla de manos salieron por el postigo y se encaminaron al soportal donde habian quedado los otros dos hombres en acecho de la casa de Yaye.

Bempo llamó á Pablo.

—Ha ido en seguimiento de un hombre que ha salido por ese postigo, dijo lacónicamente una voz contenida desde lo oscuro.

—¿Hace mucho tiempo que ese hombre ha salido? preguntó Bempo.

—A poco de haberos vosotros alejado.

—¿Y no ha acontecido ninguna otra novedad en esa casa?

—Ninguna, á excepcion de que, cuando nos pusimos en acecho todos los balcones estaban oscuros, y desde poco despues de haber salido el hombre á quien ha acompañado Pablo, ha aparecido la luz que se ve reflejar tras las celosías de ese mirador.

En efecto, se veia el reflejo de una luz tras los miradores de Amina.

—Pues bien; atencion y silencio, dijo Bempo.

Dieron sucesivamente las dos, las tres y las tres y media en los relojes de la villa, sin que se notase movimiento alguno en la casa de Yaye: al fin, poco despues de las tres y media, se abrió uno de los balcones que habian permanecido oscuros, se oyeron en él las voces contenidas de dos personas, y luego un hombre se descolgó del balcon por una reja á la calle: apareció en el balcon una sombra blanca, habló algunas palabras con el hombre que habia bajado, dejó caer un papel á la calle, y retirándose del balcon le cerró: el hombre recogió el papel, fue al nicho del Ecce—Homo de la esquina, y á su luz leyó el papel y cayó de rodillas ante el Cristo.

En aquel momento Bempo y los tres embozados que habian seguido recatadamente al marqués de la Guardia, que él era, se arrojaron sobre él.

Capítulo XIII. De cómo la princesa y Cisneros, fueron la dama y el galan de una escena de comedia.

En una habitacion extensa, entapizada con cueros de Flandes, por cima de los cuales se mostraba á trechos la humedad de las paredes, y en un lecho en un apartado ángulo, habia un hombre con el pecho descubierto y fuertemente vendado.

Aquel hombre era el comediante Cisneros.

Sobre el vendaje se veian algunas gotas de sangre, y junto al lecho apoyada en él y mirando con sumo interés al herido, que habia vuelto enteramente en su conocimiento, estaba una mujer hermosa y deslumbrantemente vestida.

Aquella mujer era Angiolina Visconti.

Una bujía de cera perfumada, puesta en un candelero de plata, sobre una mesa de mármol, iluminaba este grupo.

El semblante de Angiolina dulce y misericordioso, era el semblante de un ángel.

Cisneros la miraba con asombro, con agradecimiento, con toda la alegría que le permitía tener su estado. De tiempo en tiempo sin embargo lanzaba un profundo gemido.

—Os sentís muy mal, amigo mio, ¿no es verdad? dijo en una de estas ocasiones la princesa.

—¡Ah, señora! dijo Cisneros: infinitamente peor me sentiria sino os tuviese á mi lado, os veo, y me parece un sueño: ¡vos, vos junto á mi! ¡acaso en vuestra casa! ¡bendita sea la espada que me ha herido!

—No digais eso, señor Cisneros; no digais eso, contesto dulcemente Angiolina; sacadme mas bien de la ansiedad en que me teneis: ¿Cómo os sentís?

—Mi herida es muy incómoda, señora; pero juraria que no es peligrosa: no respiro por ella, lo que me demuestra que no ha atravesado la cavidad; sufro porque sin duda el hierro me ha tocado alguna costilla, á lo que atribuyo el haberme desvanecido: estoy débil, pero debo de haber perdido poca sangre: esto será cosa de quince dias: quince dias en que vos estareis á mi lado, ¿no es verdad?

—¿Y cómo podeis dudar eso, señor Cisneros? ¿á qué os habia yo de haber recogido en mi silla de manos y traido á mi casa sino me interesase por vos, é interesándome por vos, cómo puedo abandonaros ni un momento?

—¡Ah! ¡me habeis encontrado! ¡habeis sido vos!

—Si, amigo mio; despues de la desgracia que os ha acontecido, ha sido para mí una felicidad el encontraros.

—¡Ah! indudablemente Dios no me ha abandonado. ¿Cómo creer que tan tarde la princesa Angiolina Visconti?...

—¡Cómo! ¿me conoceis?

—Los comediantes, señora, conocemos desde la escena á todas esas nobles personas que protejen nuestro bajo oficio dándonos oro á cambio de una habilidad escasa... yo os he visto muchas veces en el corral de la Pacheca en un aposento inmediato al que generalmente ocupa la señora duquesa de la Jarilla.

Angiolina tenia mucho interés en escuchar á Cisneros, al que pensaba utilizar, y aquel interés creció en el momento en que Cisneros nombró á la mujer que ella aborrecia. Por lo mismo que tenia un gran interés creyó prudente ocultarle é interrumpiendo á Cisneros le dijo con la mayor naturalidad:

—Os suplico, amigo mio que calleis: hablais demasiado y esto, en el estado en que os encontrais, os puede ser dañoso: si mi presencia ha de haceros hablar será cosa de apartarme de vos para que reposeis.

—¡Ah! ¡no! ¡no os vayais! vuestra presencia, señora, vuestra bondad, la generosa compasion que brota de vuestras miradas, son el mejor bálsamo que se podria aplicar á mi herida, que por otra parte, os lo afirmo, es mas grande que grave: el hablar no me molesta, no me fatiga; por el contrario me distrae y me alivia: desde que os he visto, desde que he escuchado vuestra voz me siento reanimado; permaneced, pues, junto á mí, y no me priveis de la felicidad de ver el cielo en vuestro semblante.

—Ya que decís que nada os daña el hablar, de lo que me alegro en el alma, porque eso me prueba que vuestra herida no es grave, permitirme, señor Cisneros, que me ria.

—¿Que os ríais? ¿y de qué?

—De vuestro genio peregrino. Estais herido y débil, y sin embargo me requebrais, y Dios me perdone, sino me estais enamorando.

—¿Y de eso os reis? ¡Ah! ¡lo comprendo! os causa risa, una risa de desprecio el que un humilde comediante...

Cubrió una dulce seriedad el semblante de la princesa.

—Yo no os desprecio, dijo: hombres de vuestro ingenio mas que para despreciados, son para admirados: paréceme, sí, que os creeis en uno de esos pasos de amor de las comedias que tan bien representais... y eso me hace reir.

—¡Ah, señora! la palabra de amor que nace del agradecimiento no debe interpretarse de ese modo, y... luego... un cómico, por despreciado que sea, al fin es un hombre: un hombre que tiene corazon: y cuando ese hombre ha adorado largo tiempo en silencio á una alta persona, y de repente, despues de un lance en que ha sido herido y vencido, encuentra junto á sí á aquella mujer, á quien en otra ocasion no se hubiera atrevido á mirar frente á frente; cuando la imaginacion está perturbada, ¿qué mucho que ese hombre, bajo cuanto querais, cuanto querais infeliz, diga al ángel que tiene junto á sí: ¡Ah! ¡bendito sea Dios que ha hecho que deba la vida á la mujer á quien amo!

Angiolina miró gravemente, pero sin severidad ni desden á Cisneros, y le inundó con una mirada lucida, intensa, poderosa, que á pesar del estado en que se encontraba y que, como él mismo habia dicho, era mas doloroso que grave, hizo estremecer al comediante.

—¿Sabeis, señor Cisneros, que lo que me sucede es demasiado extraño? dijo despues de un momento de silencio la princesa.

—¡Extraño, señora! ¿y por qué?

—Figuraos que estoy pasando de sorpresa en sorpresa, desde hace dos horas: salgo de casa de una amiga mia, donde acostumbro á pasar algunas veladas y de repente, los criados que conducen mi silla se paran: pregunto la causa y me contestan que han tropezado con un hombre herido.

—Muy trastornado estaba yo, cuando solo ví cuatro embozados que se acercaron á socorrerme; dijo Cisneros.

—¡Ah! yo habia dejado la silla para que os condujeran á vuestra casa ó á donde indicárais y habia seguido á pié mi camino, acompañada de uno de mis criados: yo esperaba que los que habia dejado para que os socorriesen, me traerian la noticia de haberos dejado amparado: pero á poco de haber yo llegado á mi casa se me presentó uno de ellos y me dijo:

—El herido se ha desvanecido, ha perdido el habla y no sabemos á donde conducirle: en el hospital no nos abrirán á estas horas.

¡Llevaros al hospital! yo no quise enviar á ciegas á tal punto á un hombre que podia ser muy principal.

—Os engañásteis, pues, señora, dijo Cisneros.

—Y qué ¿no sois vos un hombre principal? ¿Creeis que el noble mas noble, vale para las almas que saben sentir, lo que valeis vos que arrancais dulces lágrimas ó alegre risa de los ojos ó de los labios de vuestros espectadores? ¿que vos, que sabeis ser rey y mendigo, caballero y villano, cortés y rústico, jóven y viejo? ¿que tomais todas las formas, que expresais todos los sentimientos, que obligais á un público entero á que arroje laureles á vuestros piés? ¿quereis ser mas principal? ¿cambiariais vuestro ingenio por un título de nobleza?

—Si, dijo Cisneros: aun á condicion de volverme estúpido.

—No blasfemeis de la providencia de Dios. ¿Por qué deseais ser pequeño, cuando habeis nacido grande?

—Si os parezco noble, y grande, y digno de ser amado, no me cambio por el rey mas poderoso de la tierra.

—Dejaos de locuras, y seguidme escuchando: os decia, pues, que por vos he pasado esta noche de sorpresa en sorpresa: sorpresa cuando os encontré herido; sorpresa cuando os vi sobre ese lecho y os reconocí; sorpresa cuando me habeis descubierto de una manera que puede llamarse solemne, que me conociais antes de ahora, que me habeis amado en silencio... ¡Ah, señor Cisneros! y todas estas sorpresas han sido dolorosas para mí.

—¡Dolorosas!

—Si: doloroso el veros herido; doloroso el saber que me amais porque...

—¿Por qué?

—Porque yo no puedo recompensar vuestro amor.

—¡Ah! ¡no me creeis digno!

—No es eso, señor Cisneros, no es eso: es que soy casada.

—¡Ah! murmuró el comediante.

—Por lo mismo no debeis hablarme de amor.

—Perdonad...

—Si, os perdono: pero á condicion de que no volvais á decirme amores.

A pesar de esta severidad de palabra la princesa no habia retirado una de sus manos que Cisneros habia asido y que estrechaba dulcemente.

—Pero no me abandoneis; exclamó con ansiedad.

—Pues es preciso que os abandone por un momento, amigo mio, dijo la princesa; han llamado á la puerta de la habitacion: oíd, vuelven á llamar.

—Id, id, pues, señora, dijo Cisneros, llevando dulcemente la mano de la princesa á sus labios y besándola.

Angiolina solo castigó aquel atrevimiento retirando bruscamente su mano de la de Cisneros, y separándose del lecho sin pronunciar una palabra.

Cisneros vió que la princesa atravesó rápidamente la cámara y salió por una puerta del fondo.

—¡Ah! pensó Cisneros, dejando caer sobre la almohada la cabeza que habia levantado para seguir con la vista á la princesa; padezco horriblemente: mi cabeza se desvanece: siento irritada la herida: esa mujer me ha obligado á hablar: no, no ha sido ella la que me ha encontrado en la calle: los hombres que fueron á buscarme, iban sin duda enviados de intento: ¡yo no pude conocer al hombre que me hirió! los pasos en que ando con el príncipe don Cárlos son peligrosos: ¿quién sabe lo que significa el encontrarme en casa de la princesa? Esta puede ser una buena aventura, si mi herida no es peligrosa: es verdad que hace mucho tiempo que esa mujer me enamora; pero ella amaba... estaba loca por el marqués de la Guardia... y hace un momento que, á pesar de sus palabras decorosas, parecia enamorada de mí... ¡ah! mis pensamientos se embrollan. Es necesario que me tranquilice... ¡Ah! ¡ah! no pensemos en nada... esperemos.

Cisneros procuró detener su pensamiento, pero esto era imposible. La fuerza con que su pensamiento se agitaba influyó al fin de una manera poderosa en su físico y se desvaneció de nuevo.

Capítulo XIV. De cómo la princesa descubrió que era mas fácil su venganza que lo que habia creido.

—¿Y bien, qué has hecho? dijo Angiolina á Bempo, al que encontró en el huerto.

—He hecho cuanto he podido excelencia: el herido está en vuestro poder.

—Pero... ¿y lo demás? lo demás... nada... ¡te me vienes con las manos vacias!

—No he podido hacer mas excelencia: el hombre á quien mandé que siguiera á la persona que saliese por el postigo de la casa del duque de la Jarilla, la siguió, pero la ha perdido en la oscuridad.

—¿Y el marqués?

—No hemos podido apoderarnos de él.

—¿Qué no habeis podido apoderaros de él cuatro hombres? ¡ah! ¡es verdad! ¡el marqués es muy valiente!

—Decid mas bien, excelencia, que le han ayudado Dios ó el diablo: ya sabeis que Bempo es valiente. Lo sabeis demasiado, Angiolina.—Y al pronunciar estas palabras que establecian cierta familiaridad entre el criado y la señora, los ojos del romano, desplomaron, por decirlo asi, una mirada tal sobre los ojos de la princesa, que aquellos ojos vacilaron por un momento en una mirada vaga, dominada.—Ya sabeis que Bempo es valiente: pues bien: el marqués, se desasió de nuestros brazos en el momento en que le creiamos sujeto; tiró de la espada y nos llevó á estocadas por delante, hasta que ganó un lugar ancho, y escapó.

—¿De modo que será necesario que en adelante desconfíe de tu valor?

—Creo que os he servido demasiado bien, excelencia, para que podais desconfiar de Bempo. Ademas creo que esta noche os he hecho un servicio, que no os hubiérais atrevido á esperar.

—Si, no esperaba ciertamente que fueras tan cobarde.

—Os he hablado de un servicio, excelencia.

—¿Te queda algo que decirme?

—Si, por cierto; y algo que daros: algo que os llenará de placer.

—Estás abusando del predominio que crees tener sobre mí, porque posees un secreto mio, Bempo, y me impacientas, y mas pareces mi señor, que mi criado.

—Bien sabeis, Angiolina, que ese secreto no ha salido de mi pecho, y en cuanto á lo de impacientarse, no sé cuál de los dos se impacienta mas. Pero concluyamos. Cuando acometimos el marqués, en el momento en que este, con una vigorosa sacudida, se libertó de nuestras manos, dejó caer al suelo un papel que le habia dado cierta dama: yo tuve tiempo de recoger el papel, mientras el marqués se defendia, ó, mejor dicho, obligaba á defenderse á mis tres camaradas: ese papel está aquí.

Y Bempo entregó á Angiolina un papel arrugado.

—¿Y qué esto? dijo la princesa.

—Leedlo, excelencia, leedlo y comprendereis cuanto vale el papel que os entrego. Vale mas que el marqués para vos: mucho mas, porque ese papel es vuestra venganza.

—¡Mi venganza!

—Sí, porque ese papel es la deshonra pública de la duquesa de la Jarilla: deshonra confesada por ella misma: una revelacion terrible escrita de su mano.

Angiolina abandonó el huerto, palpitante de ansiedad y entró en una habitacion donde habia luz, se acercó á ella y leyó ávidamente el papel.

Bempo la habia seguido, y al escuchar el grito de suprema alegría de la princesa exclamó con acento profundo.

—Satanás ha querido, que Bempo te sirva mejor de lo que esperabas.

—¡Ah, Bempo, Bempo! ¡yo te amo! exclamó Angiolina arrojándose en los brazos del lazzaroni arrastrada por el horrible agradecimiento de su venganza satisfecha.

Bempo la separó de sí asida por los hombros y la dijo con acento indefinible, posando en ella una indefinible mirada.

—Os engañais, señora; vos no amais á Bempo: Bempo no se llama marqués de la Guardia.

Y volviendo la espalda á la princesa salió lentamente de la habitacion.

—¡Ah! dijo Angiolina viéndole alejarse: ¡tienes zelos! ¡zelos como yo! ¡pues bien, sírveme para mi venganza, aunque despues te vengues de mí!

Luego atravesó un corredor, entró en la cámara donde estaba Cisneros, que parecia aletargado, y se sentó en silencio junto al lecho.

Capítulo XV. De cómo se conjuraba todo contra el emir de los monfíes.

Al dia siguiente, muy temprano, ó por mejor decir, al salir el sol de aquel mismo dia, se notaba un gran tráfago en la casa del duque viudo de la Jarilla.

Algunos criados se ocupaban en cargar cofres á la zaga de un enorme coche de camino, y algunos lacayos armados á la gineta sacaban de las caballerizas fuertes caballos: las lanzas de estos hombres se veian en un ángulo del patio, y del arzon posterior de cada caballo, pendia un largo arcabuz.

Todo parecia indicar que se preparaba un viaje.

La casa estaba en movimiento de arriba á abajo, á pesar de que aun no eran las cinco de la mañana, lo que nada tenia de nuevo, puesto que en la casa de Yaye, todos inclusa Amina, tenian la costumbre de levantarse muy temprano.

Pero ninguna mañana como aquella, habia llamado la jóven á sus doncellas para que la peinasen y ataviasen á tales horas. Amina estaba sentada delante de un magnífico tocador, pálida y profundamente pensativa, y dos doncellas se ocupaban en trenzar sus largos cabellos, mientras otras preparaban un hermoso traje de camino.

Ni una palabra se habló durante el atavio de Amina entre esta y sus doncellas: al fin, cuando el tocador hubo concluido, la jóven dijo á una de sus sirvientas:

—Doña María; traed todos mis vestidos de córte y de casa.

La doncella á quien Amina se habia dirigido, salió.

—Doña Ana, añadió Amina, dirigiéndose á otra doncella; traed un cofrecito que encontrareis en mi retrete.

Salió la otra doncella.

Poco despues, casi todos los sillones del aposento, estaban cubiertos por magníficos trages, y sobre la mesa del tocador se veia abierto un cofrecillo lleno de joyas.

Amina se volvió á sus doncellas, y las dijo:

—Amigas mias, vamos á separarnos, sabe Dios por cuánto tiempo.

—Pero, señora, dijo una doncella, donde quiera que vuecelencia vaya, necesitará de nuestros servicios.

—Mi viaje es largo, y la vuelta dudosa; dijo tristemente la jóven: en los lugares á donde voy, tengo ya preparada mi servidumbre.

Guardó un momento silencio Amina, y luego continuó:

—Estoy satisfecha de vosotras; me habeis servido bien, y quiero dejaros un recuerdo mio.

—¡Ah, señora! demasiado profundo nos los deja vuecelencia, con sus bondades, dijo conmovida doña María.

—Ahorremos las lágrimas, dijo Amina, procurando ocultar bajo una sonrisa su conmocion, y aprovechemos el tiempo. Aunque nobles, sois pobres; y siendo yo rica, no quiero, cuando voy á separarme de vosotras, acaso para siempre, que quedeis sujetas á otra servidumbre, no tan blanda quizá, como la que me habeis prestado. Mis ropas y las joyas que uso diariamente, son vuestras. Aceptadlas, mas bien como el recuerdo de una amiga, que como el don de una señora.

Y Amina, en medio del asombro de las doncellas, repartió entre ellas sus trages y las joyas que contenia el cofrecillo.

Cuando estuvo concluido el reparto, Amina abrió el cajon de su tocador, y sacó de él cuatro pesadas bolsas de oro.

—Tomad, las dijo, dando á cada una una bolsa: este es vuestro dote.

—¡Ah, señora! ¡cuánta bondad!—

—¡Cómo podremos olvidaros!—

—¡Qué noble y qué grande sois! exclamaron las doncellas.

—Basta ya: tomad doña María: bajo esta llave, en un cofre que ha quedado en mi retrete, encontrareis una cantidad en oro, que repartireis á las criadas, y adios: mi confesor, á quien he mandado llamar, me espera.

—¿Y no volveremos á ver á vuecelencia?

—Acaso no nos veamos en la tierra, pero podremos vernos en el cielo.

Y Amina abrazó y besó en la boca á cada una de aquellas hermosas jóvenes, que mas que sus sirvientas habian sido sus compañeras, y se separó de ellas. Quedáronse las cuatro llorando, y Amina salió, conteniendo sus lágrimas; atravesó algunas habitaciones, y entró en una cámara donde la esperaba un anciano religioso de Atocha.

—Frai Miguel, dijo la jóven adelantando hácia el sillon donde el anciano estaba sentado, y arrodillándose á sus piés: adsolvedme de un pecado que no os he confesado hasta hoy por pudor, y bendecidme por la última vez.

—¡Bendecirte por la última vez hija mia! exclamó el anciano, pálido y turbado: ¡absolverte de una falta que no me has confesado por pudor! ¿qué falta es esa, Esperanza?

Un padre no hubiera mostrado mas severidad ni mas interés, que el anciano religioso en aquella pregunta.

—¡Soy madre! dijo entre sollozos y ocultando su rostro entre sus manos Amina.

El buen sacerdote alzó los ojos y las manos al cielo, y sus labios trémulos murmuraron una oracion, brotaron lágrimas á sus ojos, y luego poniendo sus dos manos temblorosas sobre la cabeza de Amina, la dijo con voz cobarde, por decirlo asi:

—¿Sabe tu padre esa falta, hija mia?

—La sabe y me envia lejos; muy lejos de la córte para ocultar mi deshonra.

—¿Y tu padre te ha perdonado?

—Mi padre, como yo, se conforma humildemente con la voluntad de Dios.

—Y... ¿no tiene reparacion esa falta?

—Ni mi padre ni yo lo sabemos, padre mio.

—Que te perdone Dios, pobre Esperanza, como tu padre y yo te perdonamos, exclamó el religioso profundamente: yo, ministro del Altísimo, te adsuelvo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y os bendigo á tí y á tu hijo.

Despues de haber hecho descender su perdon y la bendicion de Dios sobre la cabeza de la jóven, el anciano religioso se cubrió el rostro con las manos.

—¡Oh, que desgracia! exclamó: ¡que desgracia, Dios mio! ¡una casa tan ilustre, una criatura tan caritativa, tan noble, tan religiosa mancillada, por el mundo! ¡Oh! ¡que Dios tenga misericordia para el causador de tantos males! ¡Que Dios le perdone, porque bien ha menester de su perdon!

—¿Oh! ¡sí, padre! ¡rogad, rogad á Dios por él! ¡pedid á Dios que no olvide jamás á la pobre mujer que tanto le ama!

—Pero ese hombre... ¿por qué no es ese hombre tu esposo?

—Os suplico padre que no hablemos mas de esto: voy á marchar y tengo que haceros antes un sagrado encargo.

—¡Un sagrado encargo!

—Sí; pienso hacer una donacion á la santa casa de religiosos de Nuestra Señora de Atocha.

—La casa de Atocha es rica, á Dios gracias, hija mia; destina mas bien esa donacion á los pobres.

—Es que no he olvidado á los pobres, dijo Amina: tomad padre, tomad esta carta; por ella mi padre os entregará tres mil doblones: los mil son para la santa casa de Atocha: los dos mil restantes para que los distribuyais entre necesitados.

El anciano tomó aquella carta conmovido, y exclamó:

—¡Ah! ¡eres buena cristiana y virtuosa, hija mia, Dios te protejerá!

—¡Ay padre! ¡harto mas que otros que son muy desgraciados, necesito yo de la proteccion de Dios!

Entre tanto y en otro aposento de la misma casa, pasaba una escena enteramente distinta de las sencillas que acabamos de consignar.

Aquel aposento era la misma cámara donde la noche antes habia recibido el emir de los monfíes al príncipe don Carlos.

Yaye se paseaba meditabundo y mostrando en lo contraido de su semblante, una terrible irritacion interna.

Con él, sentado en un sillon, habia otro personaje á quien hemos perdido de vista desde la primera parte de nuestro libro.

Aquel hombre era el rey del desierto, Calpuc.

La vejez se mostraba ya en sus canas y en las arrugas de su semblante, pero se conservaba en la apariencia fuerte y robusto.

Acababa de llegar de las Alpujarras, llamado por Yaye el dia anterior, y en el momento en que le presentamos á nuestros lectores, estaba silencioso y pensativo.

—Todo me sale mal, dijo Yaye, parándose de repente: parece que Satanás anda metido en mis asuntos: este viaje de Amina me contraría, y sin embargo es necesario: dentro de poco la deshonra la saldrá á la cara.

—Has querido luchar con la astucia, al mismo tiempo que con las armas, dijo Calpuc, y ante tu fuerza de voluntad se han puesto los inconvenientes de la vida. La fatalidad nos persigue, Yaye.

—Mi hija tiene un corazon de mujer.

—Tuya es la culpa: ¿por qué la has puesto al paso del mundo tan hermosa y tan incitante? Todo lo has sacrificado á tu ambicion, Yaye: sacrificaste primero á la pobre doña Isabel de Válor; luego á mi hija, á mi pobre Estrella; despues á la hija de mi hija, á mi pobre Esperanza.

—Si; todo eso y mas he sacrificado: pero lo he sacrificado á mi patria.

—Tienes el grave defecto de dar á tus pasiones el pretesto de grandes pensamientos. ¿Qué has conseguido con presentarte en la córte de Castilla encubierto con el título que debiste á tu casamiento con mi hija?

—He conocido que España es un gigante enfermo, un gigante que se hará pedazos, que no tiene fuerzas para resistir á todos los enemigos que le acometen á un tiempo. He logrado rebelar al príncipe contra el rey.

—Lo que no pasa de ser un horrible crímen.

—Tratándose de mis enemigos en nada reparo: todos los medios de destruirlos son buenos para mí: además, encubierto entre los cristianos, he logrado introducir mi gente y mi oro entre ellos: mis monfíes están en todas partes: en la servidumbre de palacio; bajo las banderas del rey, en España, en Flandes, en Italia, en Francia, en Africa, en América; los hugonotes tienen cuanto oro y cuantos avisos han menester; los flamencos empiezan á corresponder á mis esperanzas, excitados por mis emisarios y por mi oro, hasta el punto de que Felipe II, creyendo poco fuerte la autoridad de su hermana la infanta doña Margarita de Parma, envie á los Paises Bajos al duque de Alba: el mando feroz de este capitan brutal, acabará la obra que yo he empezado; la guerra crece en Méjico, y los moriscos de Granada estan ya en el caso de jugarlo todo á un envite: la insurreccion general contra España amenaza, y los enemigos del opresor universal crecen: es verdad que he perdido la paz del corazon; que he enlodado á mi hija: pero, Calpuc, el dia de la venganza se acerca: Felipe II está herido de muerte.

—Nunca hemos pensado del mismo modo; si hubieras seguido mis consejos, no hubiéramos sido mas afortunados de lo que lo somos respecto al tirano que nos oprime; pero al menos tendríamos la conciencia tranquila: no hubiéramos cometido crímenes, Yaye; no hubiéramos sacrificado á las dos prendas de nuestra alma.

—Si, siempre hemos pensado de distinto modo; por lo mismo lo mejor es que no hablemos mas de tales asuntos. Lo que haya de suceder será. Vamos á lo que importa. Todas nuestras joyas, todo nuestro oro, gran parte de nuestro tesoro, en fin, ha sido encerrado en cofres, y va á partir con Amina. Para defenderla á ella y á esas riquezas, te acompañarán treinta de mis mas bravos monfíes con nombre y traje castellanos; el wali que mande á esa gente y que te acompañará bajo el aspecto de mayordomo, es el Partal: ya conoces su valor de leon y sus fuerzas de toro. Es ademas muy leal. Vais, pues, perfectamente asegurados mi hija y tú. Cuando llegues á Granada, aunque allí no tenemos palacio, tengo ya preparada una hermosa casa que pertenece á Aben—Aboo...

—¡Aben—Aboo... ¡pobre jóven! exclamó Calpuc.

—No hablemos ni una palabra de eso, exclamó con irritacion Yaye; Dios lo quiso... ó Satanás. La pobre Isabel ha quedado reducida á muy poco; jamás he logrado que acepte nada de mi mano, y su hijo que ha perdido la mayor parte de los bienes de... su padre Miguel Lopez, se ve hoy obligado á alquilar á los nobles que van á Granada su casa junto á San Miguel: yo he tomado esa casa. En ella puedes vivir con Amina todo el tiempo que pueda encubrirse su estado: despues, cuando sea necesario, la llevarás á mi alcázar de las Alpujarras, del que no saldrá hasta que pueda salir, si es que Dios quiere sacarla salva de esa dura prueba. Yo permaneceré en la córte todo el tiempo que sea posible, y no iré allá sino para desplegar mi bandera y embestir decididamente con el cristiano. He hecho cuanto he podido hacer. Dios hará lo demás. Ahora silencio, siento que Amina se acerca.

En efecto, poco despues se abrió una puerta, y Amina entró en la cámara de su padre.

Venia profundamente tranquila.

—Estoy dispuesta, padre mio, dijo.

—Si, abreviemos cuanto sea posible lo doloroso de esta separacion, dijo Yaye besándola en la frente: tu abuelo está dispuesto á acompañarte y todo está preparado.

—¡Ah, padre mio! exclamó Amina cayendo de rodillas; ¡perdonadme y bendecidme de nuevo, por si no nos volvemos á ver!

—¿Quién piensa en no volvernos á ver? exclamó Yaye levantando á su hija: ¿ni por qué he de negarte yo mi perdón ni mi amor, cuando lo que es, ha sido porque Dios ha querido que sea? Yo te amo y procuraré hacerte feliz, Amina; pero es preciso que luchemos aun. Es preciso que nos separemos.

Amina se arrojó sollozando en los brazos de su padre. Calpuc miraba con un dolor profundo aquella escena.

—Vamos, tranquilízate, dijo Yaye: adivino lo que no te atreves á decirme. Yo velaré por don Juan, yo le amaré como á un hijo, á pesar de que me ha hecho mucho daño. Ahora enjuga tus lágrimas, tranquilízate y vamos.

Amina hizo un violento esfuerzo sobre sí misma, y logró aparecer mas tranquila: entonces Yaye fué á una de las puertas de la cámara.

—¡Ola, Partal! dijo:

Presentóse un hombre como de treinta años, vestido de camino á la usanza de los hidalgos castellanos.

—Baja y haz montar á la gente, le dijo Yaye. No olvides lo que te he encargado.

—No lo olvidaré, magnifico señor.

—Vé, nosotros te seguimos.

Cuando Calpuc, Yaye y Amina, bajaron al patio, encontraron montados á los lacayos y la servidumbre, silenciosa y triste agolpada á la puerta: se habia hecho amar la jóven de tal modo por todos, que su partida causaba un sentimiento general.

Sus doncellas, que la habian esperado en las escaleras, la siguieron hasta la carroza: el anciano religioso fray Miguel, estaba esperándola humildemente á la puerta. Un círculo de curiosos, aunque era muy temprano, se agolpaba en la calle para presenciar aquella faustosa marcha.

Repitiéronse los abrazos, las lágrimas de las doncellas y las demostraciones de afecto de la servidumbre; Amina entró en la carroza con Calpuc: poco despues el pesado carruage se puso en marcha escoltado por los lacayos.

El duque se apartó con un movimiento brusco de la puerta, y se perdió en el interior de su palacio; las doncellas saludaron con sus pañuelos á Amina, que asomaba la cabeza por la portezuela, y antes de que aquella cabeza se ocultase, el anciano fray Miguel la envió su última bendicion, y se alejó todo lloroso y en paso tardo hácia su convento de Atocha.

Capítulo XVI. Continuan las contrariedades del emir.

Al entrar en su cámara parecióle á Yaye que habia quedado solo en el mundo; con su hija se alejaban por una parte su amor, por otra los proyectos que mas habia acariciado: Yaye habia arrojado á Amina al paso del mundo como un hermoso instrumento tentador: habia logrado irritar la locura de que hacia tiempo era víctima el príncipe don Carlos, y valiéndose de su ambicion y de su empeño por Amina, habia logrado lanzarle de lleno en la senda de la rebeldía.

Yaye esperaba con razon, que huyendo el príncipe á Flandes, poniéndose al frente de los flamencos revelados, creándole un partido aun dentro de la misma España, porque nunca faltan ambiciosos que ayuden á los príncipes rebeldes; habia esperado, decimos, que Felipe II, demasiado ocupado en reprimir rebeldías, no pudiese acudir con fuerzas bastantes al reino de Granada, donde, en el momento preciso, debia levantarse por los moriscos el estandarte de su emancipacion. Contaba con sus monfíes, fuertes, acostumbrados al peligro y á la fatiga, y bastante numerosos para poder apoderarse en un dia de la desatendida Granada: una vez dueños de la ciudad, levantado el trono de la Alhambra, desplegado el pendon de Islam sobre las torres de la alcazaba, degollados ó cautivos los cristianos, enteramente reconquistadas las Alpujarras y la Vega, era de esperar que el ambicioso Selim II, sultan del imperio de Oriente, y sus tributarios el rey de Argel, y los reyes de Fez y de Marruecos, se apresurarian á enviar á las costas de las Alpujarras sus galeotas piratas henchidas de taifas de turcos, y de los indomables hijos de las razas bereberes. Habia momentos en que Yaye soñaba que, rey de Granada, avanzaba al frente de un innumerable y feroz ejército, sobre las ciudades de Andalucía, que todo cedia á aquella inundacion de hombres, que salvaba los desfiladeros que separan á Andalucía de Castilla, y que arrojándose sobre esta como una tromba, se llevaba por delante villas y ciudades, hasta ir á poner el estandarte del Profeta en una sola campaña, sobre las torres de la catedral de Toledo.

Y como el que es ambicioso nunca lo es á medias; como el hombre de accion confia mas de lo que debiera en sus propios recursos y en su fuerza de voluntad, Yaye, creyéndose un héroe, como Tarie—ebn—Ziak, ó como Abd—el—Rajman—ebn—Moavia, ó como Almanzor, tendia su soberbia vista á la inmensidad del porvenir, y no creía descabellado, el que, como en tiempos antiguos, volviese á ser España bajo su espada el poderoso califato de Occidente; que tal vez llegaria á conquistar la Europa, y llevar sus banderas vencedoras á Constantinopla, tornándose de este modo en conquistador de los que le hubiesen ayudado, y despues revolver sobre el Africa, sujetarla bajo su mano, y hacer del mediterráneo un lago de su imperio.

La ambicion es una embriaguez, y nada tiene de extraño que el que se embriaga sueñe delirios: y hasta cierto punto no eran delirios los de Yaye: un poco de fortuna para ayudar á su genio, y sus sueños podian realizarse: el pueblo árabe se desarrolló y dominó en una considerable extension del globo bajo el espíritu de la conquista; el Koram la prescribe: Dios, segun los musulmanes, les habia dado la espada para llevar adelante el conocimiento de Dios Altísimo, y Unico sobre todas las tierras de los infieles; el pueblo árabe fue indomable, fuerte, mientras se le condujo al combate, y solo empezó á desmembrarse, á corromperse, á decaer, cuando, halagado por el templado clima de España, trocó sus tiendas de piel de camello en suntuosos alcázares; cuando, en una palabra, se estableció: Yaye lo sabia demasiado: se lo habia enseñado la historia de las generaciones de ocho siglos y Yaye se decia: yo no pararé, yo no reposaré mientras haya tierras que conquistar bajo el sol: si el valiente pueblo árabe ha desaparecido, queda en pié el pueblo moro, resplandece el imperio turco y el Dios Altísimo y Unico se adora en la tercera parte del mundo; el Koram da el supremo poder al vencedor; pues bien, yo venceré porque quiero vencer.

Pero Yaye no habia contado con los acontecimientos, ni se habia conocido á sí propio: una tras otra contrariedad vinieron á demostrarle lo colosal de la empresa que habia embestido; vió que tras largos afanes, sus monfíes estaban en el mismo estado y con la misma fuerza que á la muerte de su padre; que aquella niña, de quien habia pensado hacer uno de los mas poderosos instrumentos de sus proyectos, se habia roto, por decirlo asi, al ponerse en contacto con el mundo, vulgarizándose, como todas las mujeres, por el amor; que si bien habia logrado empeñar por medio de ella al príncipe de Asturias en un camino de perdicion, aquel príncipe era loco, débil, voluntarioso, la persona menos á propósito para poder apoyar en ella de una manera firme una empresa de importancia; comprendió, en fin, que habia cometido crímenes estériles; se sintió humillado delante de sí mismo, con la conciencia manchada, con el porvenir incierto, y por esto cuando entró en su cámara, le pareció que se encontraba solo en el mundo, abandonado del cielo y de la tierra, mientras Satanás le sonreia y le mostraba con un dedo horrible la espantosa página donde estaban consignados sus desaciertos, muchos de los cuales eran horribles crímenes.

Yaye se hallaba en un estado de exaltacion espantoso: sus ojos, escandencidos, dejaban ver una expresion feroz: ardia en ellos la fiebre y la rabia de la impotencia. Las figuras de los tapices flamencos que adornaban la cámara, parecian agitarse, revolverse, cambiar de forma: parecíale que de en medio de un infernal torbellino, salian dos damas, hermosas aun, pero pálidas y con los ojos enrogecidos por un llanto continuo: la una resignada y paciente, la otra iracunda y vengativa; cada una de ellas llevaba de la mano un hermoso mancebo y se le mostraba: Yaye, horrorizado, cerraba los ojos por no verlos, y sin embargo, á través de sus párpados cerrados los veia: cada uno de aquellos mancebos tenia impreso en la frente el estigma de fuego de una ambicion insensata; alrededor de la cabeza de cada uno de aquellos mancebos, habia una señal lívida, inflamada, como la que pudiera haber dejado en ellas el círculo candente de una corona: alrededor del cuello amoratado de aquellos mancebos, habia un dogal: en sus manos un puñal rojo y humeante. Tras aquellos mancebos conducidos por sus madres, marchaba una turba furiosa: mujeres, hombres, niños, ancianos, todos agitaban las cadenas de que iban cargados, todos miraban á Yaye, y todos le decian:

—¡Tu ambicion nos ha hecho esclavos! ¡por tu ambicion nos vemos hambrientos, desnudos, desesperados, sin padres, sin hijos, sin esposos, lanzados del pueblo que nos vió nacer, vendidos como bestias, robados, degradados!¡has querido ser rey y nos has impulsado pensando en tu ambicion, solo en tu ambicion, á una empresa en que necesariamente debiamos ser vencidos! ¡maldito, maldito, maldito seas!

Yaye veia todo esto en el fondo de su conciencia: un sentido íntimo, ese sentido misterioso, esa prodigiosa intuicion que tenemos en el fondo de nuestro espíritu y que nunca nos engaña, le decia con el severo y horrible acento de la verdad que marchaba hácia un lago de sangre; por eso los objetos, en los cuales se fijaba su vista, tomaban formas, cuerpo, color, vida fantástica; su conciencia le traia su pasado y le presagiaba su porvenir; porvenir horrible, henchido de desgracias y de horrores, entre los cuales debia desvanecerse la última esperanza de los restos vencidos del pueblo moro español.

Yaye queria en vano arrojar de sí el remordimiento y el presentimiento, que le acometian implacables: en vano queria atribuir aquellos pensamientos, aquellas visiones á la perturbacion de su espíritu, causada por el dolor de haber visto á su hija alejarse de él, por necesidad, para encubrir su deshonra, con la frente baja y manchada, con el corazon ardiente y desgarrado. Cuanto mas pugnaba Yaye, por arrojar de sí aquella terrible pesadilla que le combatia despierto, mas y mas se condensaba aquella pesadilla y le acometia y le estrechaba. Hubo un momento en que, de en medio de aquel horrible caos de fantasmas acusadoras, salió una mujer envuelta en un sudario, desmelenada, lívida, anhelante: aquella mujer, á pesar de su horrible estado y de su palidez cadavérica, era muy hermosa; aquella mujer, ó por mejor decir, su recuerdo, hizo lanzar un grito de espanto á Yaye, porque aquella mujer era su esposa, Estrella, la hija de Calpuc.

—¿Y qué has hecho, qué has hecho de mi hija, gritaba aquel fantasma acusador? ¡Tu desamor me secó las fuentes de la vida, y tu ambicion ha muerto á mi hija, matándola el alma! ¡Yaye—ebn—Al—Hhamar! ¿qué has hecho de mi Esperanza?

—¡Afuera, afuera, horribles visiones! exclamó Yaye clavándose las uñas en la frente como si hubiera querido arrancarse de ella aquel infierno, ¡afuera! Yo he heredado la venganza de tres generaciones!, yo he bebido mezclada con lágrimas, la sangre de mi padre: yo escucho continuamente, despierto y dormido, en la soledad y en medio del mundo los gemidos de dolor, y siento correr como un rio, las lágrimas de millares de esclavos que todo lo esperan de mí. ¿Qué importa que vosotros hayais caido? ¿que tú, Estrella, hayas sucumbido, esposa abandonada, madre sin hija? ¿qué importa que Amina haya bebido toda la hiel que cabe en su corazon? yo marcho hácia adelante, poderoso y terrible como el huracan, y como el huracan no me detengo ante nada. ¡Mi ambicion! ¡me acusais de ambicioso! ¡y sin embargo, mi ambicion es vuestro poder, vuestra libertad y vuestra gloria, porque yo nada puedo ser sin vosotros!

Y mucha fuerza de voluntad tenia indudablemente Yaye dentro de su alma, porque logró dominar el vértigo, sus ojos perdieron su sangriento color y su expresion de tigre, dominóse, hizo callar la voz de su conciencia y los latidos de su corazon, y su semblante volvió á mostrarse impasible y frio como el de una estátua.

Solo habian quedado en su frente como huellas de la tormenta las señales amoratadas que habian impreso en ella sus dedos.

Sentóse en un sillon, respiró profundamente, como quien descansa de una larga jornada, y su pensamiento, frio ya y calculador, volvió á su eterno objeto; á su lucha contra el rey de España, y contra sus reinos: lucha encerrada hasta entonces en el pensamiento de Yaye, pero que debia algun dia pasar inmensa y aterradora, al terreno de los hechos, al campo de batalla.

Pero parecia que la fatalidad perseguia á Yaye: la fatalidad preñada de sangre y crímenes que le perseguia, y que se le presentó de repente cuando menos lo esperaba, en la persona de Harum—el—Geniz, del valiente wali, su leal secretario; el que durante veinte años le habia servido con una fidelidad á toda prueba; el que poseia todos sus secretos, el que adivinaba todos sus dolores.

Abrió silenciosamente la puerta de la cámara, y adelantó hácia el emir, sacándole de su distraccion con el ruido de sus espuelas de alferez castellano.

Miróle profundamente Yaye, y en la expresion grave y triste de Harum, comprendió que le traia un asunto importante.

—¿Qué me quieres? le dijo: no recuerdo haberte llamado.

—Hay momentos en que el siervo debe llegar hasta el señor, y decirle aunque descanse entre los brazos de la querida de su alma: levántate y despierta, toma tus armas y prepárate al combate.

Yaye se levantó como si le hubiera despedido del sillon un resorte.

—¡Al combate! ¿aquí ó allá? ¿en la córte del rey de las Españas ó entre las breñas de las Alpujarras?

—No, no, poderoso señor; no son las armas que brillan entre la polvareda del combate las que debes tomar, sino las armas que matan en silencio y de una manera segura: las armas de la venganza. No vas á luchar contra un rey poderoso, ni contra un ejército valiente, sino contra una cortesana y un bandido.

—¡Angiolina! ¡Laurenti! exclamó el emir. ¿Y de qué modo? ¿cómo me provocan esos dos miserables?..

—Anoche, ya tarde, un hombre que ha conocido á Farrix, á Abdelhamar, y á otros de los nuestros, que viven encubiertos en Madrid con nombre y trage de soldados de la compañia de ginetes de don Luis Moncada, se presentó á ellos en su casa de la Cava Baja, y pidió á Farrix que, con algunos de sus camaradas y por algun oro que les ofrecia, le acompañasen para una aventura. El oro dado por ese hombre está aquí:

Y Harum arrojó sobre la mesa del emir algunos doblones de á ocho.

—¡Y bien! ¿tenemos algo que ver en esa aventura?

—¡Oh! exclamó Harum con acento de amenaza.

—Acaba de una vez Harum, exclamó impaciente el emir.

—El desconocido, continuó Harum, llevó á Farrix y á otros tres á una casa en la cual entraron por el postigo de un huerto.

—¿Y qué casa era aquella?

—Farrix me ha llevado hasta el postigo, y he reconocido por él, que la casa donde entraron, era la de la princesa Angiolina Visconti.

—¡Ah! exclamó profundamente el emir ¿Y qué iban á hacer allí?

—De la casa sacaron una silla de manos y fueron con ella á la calleja á donde da el postigo de tu palacio, poderoso señor. De uno de los extremos de aquella calle recogieron un hombre herido, le metieron en la silla de manos y le condujeron á casa de la princesa, en la que entraron por el mismo postigo.

—¿Y qué tenemos que ver nosotros con eso?

—Es que hay mas, magnífico señor: mientras el desconocido con dos de los nuestros conducian al herido á casa de la princesa, otros dos, Farrix y Abdelamar, quedaron en un soportal frente al postigo de tu palacio, ocultos en la sombra y con encargo de observar cuanto sucediese. Poco despues volvió el desconocido con los otros dos monfíes, y se ocultó bajo el mismo soportal. Segun me habia dicho Farrix, habia luz en tu casa en un mirador, y aquel mirador, era, á no dudarlo, del aposento de la sultana Amina.

—Nada tiene de extraño que la sultana velase, preparando su partida.

—Es que hay mas que eso: antes del amanecer salió un hombre por el postigo, y despues se abrió uno de los balcones de los aposentos de la sultana, y por él se descolgó otro hombre á la calle.

Irradiaron una mirada incalificable por lo feroz, los ojos de Yaye.

—Farrix y sus compañeros mienten, exclamó.

—Si han mentido, mancillando el honor de la sultana, dijo Harum cuya mirada no se alteró, deben morir.

—¡Que mueran! ¿lo entiendes? que mueran y que mueran al momento, exclamó con voz cavernosa el emir. Pero... sigue, sigue relatando la impostura de esos miserables.

—Farrix asegura que cuando aquel hombre estuvo en la calle, una mujer vestida de blanco habló algunas palabras amorosas con el que habia descendido, y le arrojó un papel.

—¡Oh, miserables! y si era verdad ese dicho, ¿por qué no aseguraron á aquel hombre? ¿por qué no se apoderaron de aquel papel?

—Cabalmente, segun dice Farrix, esta era la intencion del que los habia conducido hasta allí, pero añade tambien, que aquel hombre era tan valiente y tan diestro que se les escapó.

—¿Y no aconteció mas?

—No señor. Los cuatro monfíes se despidieron del hombre que los habia buscado, y que les encargó el secreto, y Farrix vino á avisarme.

—Paréceme que tú has creido esa impostura, Harum, dijo el emir fijando en su confidente una mirada intensa.

—Hace tanto tiempo señor que te persigue la desgracia...

—Pero la desgracia ha respetado hasta ahora mi honra, Harum. No adivino la causa; pero deben haber comprado á esos miserables para que me hieran en lo mas profundo de mi alma... en mi hija... acaso la princesa... pues bien... es necesario que esos cuatro hombres no hablen.

—No hablarán, señor.

—Pero es necesario evitar escándalos. Envíalos á las Alpujarras, y avisa para que cuando lleguen...

—Muy bien, señor.

Quedó profundamente pensativo Yaye durante algunos segundos.

—Creo que la princesa Angiolina se vale para todos sus asuntos, de una especie de bandido romano.

—Si señor.

—Cuando te envié á Roma hace dos meses para que averiguases quién era esa princesa, me trajiste una relacion escrita.

—Esa relacion debe estar en tu poder, señor.

—Bien: bien: es necesario que hagas venir al momento á ese hombre que sirve á la princesa. ¿Cómo se llama?

—Andrea Bempo.

—Pues bien, procura que ese hombre venga al instante.

—Muy bien, señor.

—Vete. Y al momento, al momento, esos cuatro monfíes a las Alpujarras y un correo á caballo que les preceda.

Harum se inclinó y salió.

El emir permaneció algún tiempo como anonadado. Despues hizo un poderoso esfuerzo para salir de su atonía, se levantó en fin de la mesa, y escribió lo siguiente con mano firme:

«Señor marqués de la Guardia: os suplico que hoy mismo vengais á verme: espero que atendereis mi suplica, y no me hareis dudar, negándoos, del afecto que creo inspiraros.—El duque de la Jarilla.»

Yaye cerró esta carta y la entregó á un lacayo para que la llevase á su destino.

Dos horas despues la carta le fue devuelta cerrada, tal como la habia enviado, dentro de otra de don César de Arévalo que contenia estas solas palabras:

«Señor duque: el loco de mi sobrino no parece en ninguna parte desde ayer, y como vuestra carta para él puede ser importante, os la devuelvo temiendo que se extravíe. Vuestro mas afecto criado.—Don César de Arévalo.»

El duque arrugó en un momento de cólera aquella carta.

Luego envió cuatro ó seis de sus lacayos á que buscasen por todo Madrid al marquesito.

A las diez del dia el duque oyó pronunciar con asombro á la puerta de su cámara á uno de sus sirvientes el nombre del señor príncipe Lorenzini Maffei que venia á visitarle.

Yaye mandó que le introdujesen en su salon de recibo.

Capítulo XVII. Quien era el príncipe Lorenzini Maffei.

Antes de entrar en la cámara donde le esperaba su visitante, Yaye le observó detenidamente tras las vidrieras de una puerta.

Vió un hombre como de cincuenta años, un tanto encorvado, mas bien como por el exceso de una vida estragada, que por los años, que no eran excesivos: tenia el pelo entrecano, y un tanto largo y rizado según la moda de los nobles italianos: llevaba por autoridad una cadena de oro al cuello, y al costado una ligera espada de córte.

Este hombre se paseaba meditabundo á lo largo de la camara, con las manos juntas á su espalda y sosteniendo en ellas una gorra de terciopelo.

Durante algunos minutos Yaye le contempló con una mirada intensa, lúcida, dibujóse en sus labios una sonrisa de desprecio, y luego componiendo su semblante y adoptando la expresion mas impenetrable, abrió la vidriera y entró en la cámara.

Volvióse al saludo el príncipe, saludó profundamente á Yaye, y le dijo con un perfecto acento italiano, aunque en buen español:

—Os suplico, señor duque, me perdoneis si me he tomado la libertad de venir á vuestra casa, cuando ningun antecedente media entre nosotros: apenas si nos conocemos de nombre.

Yaye señaló un sillon al príncipe, que se sentó, acercó otro en el que se sentó á su vez, y prestó al príncipe una de esas atenciones que interrogan.

El príncipe no se alteró en lo mas mínimo por el silencio del duque, que era hasta cierto punto grosero, y añadió:

—Esta mañana uno de vuestros criados ha dejado en la casa de mi esposa, es decir: en mi casa, un recado vuestro para cierto Andrea Bempo. Como en mi casa no se conoce á tal sugeto; como su nombre es italiano y poco ilustre por cierto; como, ademas, al volver de Italia he encontrado en mi casa ciertas singularidades...

—¿Singularidades habeis encontrado en vuestra casa, señor príncipe? dijo acentuando fuertemente sus palabras Yaye.

—¡Oh! ¡si! llegué á Madrid anoche muy tarde, y como no me gusta incomodar á nadie ni aun en mi misma casa, me quedé en una de las posadas; pero apenas amaneció, me trasladé á mi casa... solo... me gustan las sorpresas... porque amo entrañablemente á mi esposa... que como sabreis sin duda...

—Es una de las damas mas hermosas, mas nobles y mas discretas que viven en la còrte de España.

—¡Oh, gracias! comprendereis, pues, que yo ame á mi esposa.

—¡Oh! lo comprendo demasiado, dijo Yaye con acento frio. Como que yo tambien, por mas que no se lo haya dicho, la amo... ¡oh! perdonad, pero vuestra esposa, príncipe, es muy peligrosa.

—¡Ah! ¡si! dijo con una perfecta impertinencia Lorenzini; mi esposa tiene por destino el estar siempre rodeada de adoradores... lo que me llena de orgullo, os lo aseguro; ¿pero qué deciamos?

—Deciais que os agrada sorprender á la vuelta de vuestros viajes á vuestra esposa.

—¡Ah, si! por lo tanto siempre cuido de proveerme, á hurto, como si se tratara de un ladron, de una llave de cierto postigo. Segun mi costumbre, tomé el camino de mi casa, entré en ella furtivamente; adelanté por una y otra habitacion de un piso bajo, y en una de ellas ¿qué creeis que encontré?

—Una singularidad de esas á que se exponen los maridos que gustan de sorprender á sus mujeres.

—En efecto, encontré una singularidad de bulto: un hombre herido en un lecho, según supe despues, y á mi esposa, bellamente ataviada, sentada junto á la cabecera de aquel lecho, y durmiendo sobre la almohada.

—¡Ah, ah!

—¿Y qué creereis que hice yo?

—Indudablemente os fuisteis de puntillas para no ser sentido.

—De ningun modo, desperté á mi esposa.

—Y vuestra esposa...

—Se arrojó en mis brazos como de costumbre, delirante de alegría y me colmó de caricias. Mi esposa me ama con toda su alma, pero es demasiado caritativa, y esta era la causa de la singularidad, que al principio no comprendí, pero que despues me fue explicada de la manera mas natural. Mi esposa habia encontrado á aquel hombre, al célebre comediante Andrés Cisneros, en una palabra, herido gravemente en una calle á que da vuestra casa, y le habia recogido. Esto es todo. Como despues se ha buscado en mi casa á ese Andrea Bempo, á quien no conozco; como el señor Andrés Cisneros ha sido herido cerca de vuestra casa; como estos dos sucesos podian tener relacion entre sí, me presento á vos, para serviros á fuer de hidalgo en lo que hubiereis menester.

Yaye cruzó una pierna sobre la otra, se echó atrás sobre el respaldo del sillon, y apoyando en sus brazos los codos y cruzando las manos dijo al príncipe con una sonrisa fria:

—Vuestra esposa os engaña.

Habia en Yaye una decidida intencion de provocar al príncipe.

—¡Bah! dijo este. Estoy seguro, enteramente seguro de que no.

—Os ha engañado al casarse con vos.

—¡Bah! os afirmo que el engañado sois vos.

—Os entregó una mano deshonrada por la desgracia y por la miseria, es verdad, pero al fin deshonrada.

—¡Bah! no conoceis la historia de Angiolina... de Angiolina á la que yo saqué de un convento para hacerla mi esposa.

—Pues ved ahí; Angiolina Visconti se jacta con sus amantes, ó por mejor decir, con su único amante, de que si bien sois su esposo, no habeis sido nunca su marido.

—¡Ah! eso lo digo yo por todas partes; yo he preferido la ansiedad del deseo que no se satisface, al hastío del deseo satisfecho... y luego... ser esposo de una mujer jóven, de brillante hermosura y vírgen...

—¡Vírgen! exclamó profundamente Yaye.

—Yo gozo con lo extraordinario. Mi vida toda es una cadena de sucesos extraordinarios.

—Demasiado extraordinarios, príncipe.

—Es que vos no sabeis mi historia.

—Acaso, acaso. Acaso tambien sepa la de la princesa.

—La historia de mi esposa es muy sencilla. Una vida de diez y seis años en un convento. Despues diez años de matrimonio puro, sencillo, casto, de un matrimonio, como de seguro no ha habido, ni hay, ni habrá dos en el mundo.

—Sin embargo, hablais de las caricias de vuestra... mujer.

—Caricias de hermano y hermana. Un abrazo, un beso en la frente, hé aquí todo.

—Con que ¿segun eso, no conoceis la historia de vuestra esposa?

—Sé la verdadera, pero ignoro la que puedan atribuirla.

—Pues os voy á contar esa historia, verdadera ó falsa, y despues os contaré... la vuestra dia por dia, hora por hora.

—Os escucho, y si la historia es ingeniosa, os agradeceré el cuento... pero os pediré tambien que me reveleis el nombre de quien la ha inventado.

—Os lo diré antes, porque no me gustan las historias en cuya primera hoja no va el nombre del autor. Muchas veces por el nombre del autor se juzga de la historia, y si este nombre es bueno poco importa que la historia sea mala. El autor de las dos que voy á referiros, es el mejor autor de historias que conozco, porque su autor es Dios.

—¡Ah, Dios!

—Dios, ó lo que es lo mismo, la fatalidad.

—Pues empezad y juzguemos del ingenio de Dios.

—Permitidme: todas las historias tienen un prólogo.

—¡Ah! y esta...

—Lo tiene tambien. Este prólogo se refiere á la causa de que hayan venido á mis manos esas dos historias; la causa, ya os la he indicado: es el amor, el deseo, el empeño que me inspira vuestra esposa, ó por mejor decir, que me inspiraba cuando yo tenia dudas acerca de su procedencia.

—¿Dudas? todo el mundo sabe que es mi esposa.

—Pero nadie conocia al tal esposo. Creo que yo soy el primero que tiene la dicha de conoceros.

El príncipe se inclinó.

—Por lo mismo, dudando de si seria soltera, casada ó viuda, envié hace dos meses á Roma un sugeto muy á propósito para desenterrar historias, y provisto de oro suficiente para ello. Ese sugeto me ha traido las dos historias que vienen á ser una misma. He concluido mi prólogo y empiezo...

—Os escucho.

—¡Ah! dijo el duque, me olvidaba del título: llámase, pues, la que voy á referiros, «Historia de una venganza infame.»

Despues de estas palabras Yaye cerró los ojos como para concentrar y ordenar sus recuerdos, y el príncipe se colocó en la actitud de la mas perfecta atencion.

Yaye empezó, al fin, de esta manera:

—Nuestra historia principia en la cabeza del orbe católico, en Roma, en el verano de 1537, es decir, hace diez años.

Por aquel tiempo habia en Roma dos personas notables.

La una era un famoso bandido de la campiña á quien nadie conocia mas que por su terrible nombre: aquel nombre era Laurenti.

La otra era una dama veneciana de diez y seis años á quien conocia todo el mundo, mas que por el alto empleo que su padre desempeñaba en la córte pontificia, por su peregrina, por su maravillosa hermosura.

Esta dama se llamaba Angiolina Visconti.

Su padre, Paolo Visconti, miembro de la poderosa familia de este título, se habia visto obligado á huir de la justicia de la república de Venecia, á causa de haberse visto envuelto en cierta conspiracion de nobles contra el Estado.

Paolo Visconti habia logrado ponerse á salvo con una hija única, con Angiolina, de los esbirros de la serenísima república, pero no logró poner del mismo modo á salvo sus bienes que fueron confiscados.

Aportó á Roma, pobre pero provisto del interés que inspira todo hombre que ha luchado por la libertad de su patria, que ha sido vencido, y que vuelve las espaldas á sus hogares para no volver mas á ellos.

Aumentaba este interés la belleza y la inocencia de Angiolina, pobre desterrada en la adolescencia, que se veia envuelta en las desgracias de su padre.

Acogiósele bien por la nobleza romana, y especialmente por el papa, y con tanta mayor deferencia por este, como que Visconti era perseguido por una república con la cual no se encontraba en la mejor armonía la silla pontificia. A fin, pues, de que Paolo Visconti pudiera vivir en Roma, sino de una manera opulenta, conveniente á su clase, le concedió el papa un alto oficio militar bajo sus banderas.

Nombróle, pues, coronel de su guardia suiza.

Entre otras ventajas, que á mas de su pingüe sueldo y de su representacion, gozaba el coronel de los suizos, eran no pequeñas, el vivir en un pequeño y bello palacio del papa junto al Coliseo y el uso de carroza y servidumbre, pagados por el tesoro pontificio.

Asi, pues, Paolo Visconti podia sostener á su hija en la posicion de una ilustre dama.

Visconti, que se habia casado muy jóven y muy jóven habia enviudado, era por los años de 1537 un hermoso caballero de treinta y cuatro años, galante como veneciano, altivo por su alcurnia y espléndido, cuanto se lo permitía su sueldo.

Los dados y los naipes habian sido con él sumamente propicios, y habia ganado enormes sumas, indemnizándose casi por este medio, de lo que le habia quitado su amor por las libertades patrias.

Asi es, que se contaba mas de una escandalosa aventura de amores, en que el coronel Paolo Vizconti habia sido el galan afortunado, y no habia marido, padre ó hermano que no le temiesen, si tenian hijas, esposas ó hermanas bellas; sin embargo, Vizconti logró salir sano y salvo de una y otra aventura arriesgada, á lo que contribuyó no poco su fama de valiente y de diestro en armas. Esto, acreciendo su soberbia, le impulsó á nuevas y cada dia mas arriesgadas empresas amatorias, hasta que, cansada la suerte de protegerle, le metió en una que debia decidir, no solo de su suerte, sino tambien de la de su hija.

Cerca del palacio que habitaba Visconti, entre este, y el Coliseo, en una linda casita de un solo piso, vivia una jóven llamada Fioreta, al solo cuidado de una anciana. Servíalas una vieja criada, y nunca se habia visto entrar en aquella casa un hombre, ni acompañarlas jamás nadie en sus breves salidas desde su casa á una iglesia próxima. Sin embargo, Fioreta, que vestia como una dama de la alta nobleza romana, era tan hermosa, tan cándida y tan jóven, que muchos nobles solicitaron sus favores, sin faltar algun miembro del sacro colegio que no hubiera vacilado en comprometer su alma, si le hubiesen mirado con amor los negros ojos de Fioreta.

Pero esta se mostraba inaccesible á los seguimientos, á las rondaduras y las músicas de sus numerosos adoradores, y habia logrado adquirir una fama de insensible, de inespugnable, que el mundo galanteador la impuso el nombre de la mujer fuerte.

Llegó esto á oidos de Visconti, del hombre irresistible, del corruptor, por decirlo asi, de Roma, y deseó conocer á la tan ponderada y rigorosa hermosura. Eran vecinos, y esto no le fue difícil. Púsose al paso de Fioreta, engalanado con su ostentoso uniforme de coronel de los suizos; la vió, se enamoró perdidamente, la siguió á la iglesia; se puso continuamente á su paso, y no tardó en conocer, que la para todos desdeñosa hermosura, era para él camino llano y abierto. Fioreta se habia enamorado de Visconti, con un amor tan puro, tan intenso, tan sublime, como era sensual y miserablemente ardoroso el de Vizconti.

Por mas que quiera guardarse á una mujer, no se guarda si ella no quiere guardarse: la iglesia á que la jóven concurria era oscura: cambiáronse billetes entre los amantes, y por ellos supo Visconti que era amado como jamás lo habia sido, y que en la existencia de Fioreta habia un misterio que realzaba el valor que ya por su hermosura tenia sobradamente la jóven. Este misterio consistia en que Fioreta no tenia padres conocidos, y ademas, en que una mano invisible y que debia ser inmensamente rica y poderosa la protegía, atendia á su subsistencia de una manera expléndida, y la procuraba cuantos goces honestos puede desear una jóven honrada. Se la habia dado una educacion de princesa; se ponderaban las preciosidades que encerraba dentro de sí la pequeña casa en que vivia; sus trajes eran riquísimos y nobles, y en las grandes solemnidades públicas, se la veia cubierta de diamantes y brocados, en una magnífica carroza dorada, tirada por cuatro caballos admirables, carroza que aparecia por sí misma, sin saberse de donde venia, y que desaparecia sin que Fioreta ni su aya supiesen á donde iba. En cuanto al cochero y los lacayos eran mudos, siempre que las dos mujeres trataron de indagar por ellos quien era aquella persona misteriosa, que de una manera tal, cuidaba de la suerte de Fioreta.

Todo esto lo supo Visconti, como he dicho, por las cartas de la jóven, y el misterio de su nacimiento, la opulencia que la rodeaba, y el desenlace problemático que podia tener aquel misterio, irritaron su curiosidad, sus deseos, y aun su ambicion. Porque no sabiendo quien era Fioreta, ¿no podia suponerse todo? ¿Y quién sino un altísimo personaje podia sostener tan ruinosos gastos?

Visconti, pues, se empeñó y quiso á todo trance, llegar á la resolucion de aquel problema. Compelió en una y otra enamorada carta á Fioreta, á que le concediese una cita, y esta al fin, se vió obligada á escribirle la lacónica carta siguiente:

«Contentaos con amarme, sin esperanza de obtenerme. Básteos saber, que yo os amo hasta el punto de no pertenecer á otro hombre, sino puedo algun dia ser vuestra. Yo no faltaré jamás á mi decoro, y me está prohibido de una manera misteriosa y terrible disponer de mi mano.—Fioreta.»

Esta carta fue un nuevo combustible arrojado al empeño de Visconti, que juró perecer ú obtener aquella dificilísima y misteriosa hermosura.

Poco tiempo despues de recibida esta carta de Fioreta, notó Visconti, que cuando seguia á la jóven á la iglesia, un hombre siempre embozado, á pesar de que era el tiempo de los calores, les seguia á alguna distancia, entraba en la iglesia, se ponia en acecho, y no desaparecia hasta que las mujeres habian regresado á su casa.

Empezaba Visconti á impacientarse con aquel espionaje descarado y tenaz, cuando un dia encontró sobre la mesa de su aposento y sin que nadie supiese por donde habia entrado, una carta concebida en estos términos.

«Sé que seguís obstinadamente á Fioreta, y que Fioreta os ama. Si la amais, será vuestra, pero para ello será necesario que deis á su hermano una muestra indudable de vuestro amor. Para conocer las condiciones bajo las cuales podreis ser su esposo, id esta noche, solo, á la vía Apia. Allí encontrareis al hermano de Fioreta.»

Inutil es decir, que Visconti no faltó á la cita.

Apenas habia entrado en la vía Apia, cuando se le presentó el misterioso embozado que se habia constituido en su espía.

El camino estaba desierto, y la luna blanqueaba las ruinas de los sepulcros romanos. El embozado hizo una seña á Visconti de que le siguiese, y este le siguió hasta un bosque cercano en el que se internaron. Allí, en lo mas oscuro del bosque, se detuvo el embozado, y, sin descubrirse, dijo á Visconti con la voz dura é imperiosa del que está acostumbrado á mandar despóticamente y ser servilmente obedecido:

—Veamos si valeis lo bastante para que yo os dé mi hermana.

—Yo me llamo Paolo Visconti, dijo con orgullo el coronel de suizos del papa.

—Sé quien sois y me convenís, como hombre valiente y arrojado: porque me convenís, os daré mi hermana, si la mereceis, y lo que vale infinitamente menos que ella, tesoros inmensos. Veamos si la amais.

—Indicadme vuestras condiciones.

—Vos me habeis dicho vuestro nombre, justo es que yo os diga el mio: me llamo Giussepo Laurenti.

Visconti dió un paso atrás asombrado: el misterio de la procedencia de Fioreta se desenlazaba de una manera inesperada. Quien protegia á la jóven, quien tenia sobre ella derechos indudables, era Laurenti, el terrible bandido; el hombre á quien la justicia del papa no habia podido castigar; el gefe de los invisibles que tenia cubierta de espanto la campiña de Roma. Esto, por otra parte, explicaba las inmensas sumas que se invertian para poner á Fioreta á mas altura que la mas rica é ilustre dama romana.

Hubo un momento de silencio.

—Paréceme que os falta valor, caballero Visconti, dijo sombriamente Laurenti.

—No, no me falta valor, pero explicadme, aclaradme: vos sois hermano de Fioreta, pero, ¿quién es vuestro padre?

—Ved que cuanto mas os revele, mas grave será el peso del secreto que habeis de guardar, so pena de vuestra vida.

—No importa. Hablad.

—Mi padre se llamaba Andrea Alberti.

Dió otro paso atrás Visconti. Laurenti habia pronunciado el nombre de otro terrible gefe de bandidos.

—No os asombre esto, dijo Laurenti; hace mas de dos siglos que mi familia viene reinando de generacion en generacion sobre la campiña de Roma. El padre educa al hijo, y el hijo hereda al padre; nada mas natural.

—¡Pero la madre de Fioreta!...

—Aumentemos la suma del secreto si os place. La madre de Fioreta era una dama romana.

—Su nombre.

—Lo ignoro yo mismo. Mi padre al encargarme de la suerte de Fioreta, me dijo solamente: su madre era una mujer casada; una hermosa é ilustre dama. Yo la juré guardar como un depósito sagrado su honor, y muero con su secreto. Pero á mas de guardar su honor, la juré proteger á nuestra hija y hacerla feliz. Fioreta puede elegir libremente el claustro ó el matrimonio, pero si eligiese este último estado, no será su esposo sino quien sea bastante valiente y arrojado para partir con nosotros los peligros. Ahora, bien, caballero Visconti, ¿amais bastante á Fioreta para abandonar por ella vuestro baston de mando, vuestra hermosa banda de coronel, y cambiar vuestro nombre de caballero en un nombre de bandido?

—¿Es esa vuestra resolucion irrevocable?

—Es la voluntad de mi padre, á la que no faltaré en una sola palabra.

—Pues os juro que Fioreta será mia á pesar vuestro.

—Peor para los dos si eso sucede, dijo lacónicamente Laurenti.

—Adios, pues, rey de la campiña de Roma.

—Adios, señor coronel de los suizos del papa: pero escuchad antes una palabra: me conoceis y todos los dias me estrechais la mano y me pedis por la salud en la córte de su Santidad. Adonde jugais, concurro; en donde bebeis, bebo; lo que hableis resonará en mis oidos, porque soy uno de vuestros mayores amigos. He observado, que hasta ahora no habeis hablado ni una sola palabra con nadie acerca de vuestras pretensiones hácia Fioreta, y que no habeis mostrado ni una sola carta suya. Seguid siendo prudente. Os lo aconsejo, en ello os va la vida. Adios.

—Esperad.

—¿Qué quereis?

—Me habeis dicho que os conozco.

—Es cierto.

—¿Que sois uno de mis mayores amigos?

—Por tal me teneis.

—¿Que concurris á donde concurro?

—Es verdad.

—Sin embargo, yo no conozco vuestra voz.

—Mi voz se desfigura al pasar por el hueco de mi antifaz de hierro.

—Aclaradme...

—Ni una palabra mas; adios.

—Esperad.

—Adios.

—¡Por san Paolo mi patron, que yo os haré esperar y daros á conocer! dijo Visconti desnudando su espada y acometiendo rápidamente á Laurenti.

Este se hizo atrás de un salto, y lanzó un fuerte silbido.

Instantáneamente, aparecieron saliendo de detrás de cada árbol una multitud de hombres cubiertos con antifaces y armados de arcabuces.

Aquellos hombres rodearon al coronel de los suizos del papa.

—Guiad á ese caballero hasta la salida del bosque, dijo Laurenti á sus bandidos, perdiéndose en la espesura. Hasta mañana, caballero Visconti.

Vióse este obligado á ceder, y rodeado de los bandidos, llegó hasta la salida del bosque, y desde allí ganó la vía Apia y entró en Roma.

En vano durante muchos dias buscó Visconti entre sus numerosos amigos, uno que le presentase ni el mas ligero indicio del terrible bandido romano. Creyó al fin, que aquello habia sido una amenaza y una burla, y dejó de desconfiar de los que le rodeaban.

En cuanto á Fioreta, su amor, ó por mejor decir, su empeño, se aumentó en proporcion á las dificultades. Habian cambiado una y otra carta, pero en ninguna de las suyas habia indicado Visconti á Fioreta lo que sabia acerca de su orígen.

Si las dificultades irritan al hombre, puede decirse que irritan infinitamente mas á la mujer. El amor de Fioreta se exaltó, y concedió á Visconti lo que siempre se habia negado á concederle: esto es, hablar con él en las altas horas de la noche por las ventanas de su casa. Visconti, despues de su primera entrevista de este género con Fioreta, esperó que se revelase de cualquier modo, sino la venganza, la cólera del terrible Laurenti: pero pasaron muchas entrevistas del mismo género, y ni recibió una sola carta, ni el mas leve aviso.

Visconti empezó á burlarse para sus adentros del Rey de la campiña, y le despreció del todo cuando, enteramente rendida Fioreta, le concedió lo último que podia concederle: su posesion completa. Todas las noches, una escala llevaba á los brazos de Fioreta al afortunado Visconti, y el terrible bandido, el hermano protector, permanecia mudo.

Sin embargo, un dia, encontró Visconti sobre la mesa, y sin que nadie la hubiera llevado, otra carta que contenia las frases siguientes:

«Todo lo sé. Gozad en secreto de vuestra felicidad, y haced feliz á mi hermana, pero, ¡ay de vos si por un accidente natural, ó por una villanía vuestra, se hace pública su deshonra! ¡ay de vos, y ay de ella! Laurenti.»

Visconti era un hombre que no temia al cielo ni al infierno, y esta amenaza lo irritó: acontecia ademas, que, como su amor hácia Fioreta no habia sido mas que deseo y empeño, satisfecho el deseo, hastiado de la pobre jóven, necesitó satisfacer su vanidad de libertino, publicando su victoria sobre aquella mujer que habia resistido las pretenciones de los hombres mas peligrosos. Esta vanidad infame fue desarrollándose en él, y al fin, un dia, en una casa de juego, con ocasion de ponderar un nuevo enamorado los desdenes de Fioreta, dijo:

—¿Qué apuesta quereis hacer conmigo, señores, acerca de esa mujer?

—¿Pretendeis acaso haceros amar de ella? dijo un jóven caballero muy amigo de Visconti, llamado Marco Antonelli.

—No, no pretendo hacerme amar de ella, dijo Visconti, porque es mi querida.

—¡Vuestra querida! exclamaron asombrados los circunstantes.

—¡Vuestra querida! exclamó soltando la carcajada Marco Antonelli.

—Os reis de un modo muy impertinente amigo mio, dijo Visconti picado por la hilaridad de Antonelli.

—¿Pues no quereis que me ria? Mientras no nos presenteis pruebas de vuestro dicho me reiré.

—Es que pudiera suceder...

—No debe suceder nada dijo, sin afectarse en lo mas mínimo Antonelli; si esa mujer es vuestra querida, no merece ser la causa de un rompimiento entre dos amigos, y si no lo es, mereceis en castigo de vuestra mentira que nos riamos de vos.

—Y si presento la prueba.

—Me comprometo á perder quinientos escudos romanos, dijo Antonelli.

—Y yo otros tantos.

—Y yo.

—Y yo.

—Y yo, exclamaron todos los que estaban presentes.

Visconti, salió y volvió poco tiempo despues con las cartas de Fioreta que arrojó sobre la mesa, entre los dados y las botellas.

Examináronse aquellas cartas; ellas probaban que Fioreta amaba á Visconti; pero en ninguna de ellas habia una sola prueba de que fuese su querida.

—Y bien, dijo Antonelli sin perder su jovialidad: aun no habeis ganado un solo escudo: estas cartas prueban que sois mas afortunado que otros: y digo prueban, porque no quiero haceros el agravio de creer que estas cartas sean falsas; pero de ser amado á poseer á la mujer que nos ama, hay una diferencia incalculable. Asi, pues, la apuesta queda en pié hasta que nos probeis que es vuestra querida Fioreta.

—Una palabra señores. Ahora está la luna en creciente y las noches son muy claras: ¿sabeis alguno de vosotros donde vive Fioreta?

—Todos lo sabemos.

—Sabeis á donde caen las ventanas de sus habitaciones.

—Todos la hemos visto alguna vez en ellas.

—Pues bien: si esta noche á las doce, al hacer yo una señal veis que se abre una ventana de las habitaciones de Fioreta; si la veis á ella misma salir á aquella ventana, y arrojarme una escala; si despues me veis trepar por ella, recibirme Fioreta en sus brazos, retirarse la escala y cerrarse silenciosamente la ventana ¿creereis...?

—Creeremos que Fioreta es vuestra querida, y os envidiaremos Visconti; pero habreis ganado la apuesta.

—Si, si, habreis ganado la apuesta dijeron todos.

En efecto aquella noche se hizo la prueba: los amigos de Visconti ocultos en la sombra, le vieron entrar en las habitaciones de Fioreta. Al dia siguiente todo el mundo supo en Roma que Fioreta era la querida de Paolo Visconti.

Sin embargo el terrible bandido de la campiña permaneció mudo: pasaron dias y dias hasta uno en que tuvo lugar un acontecimiento que heló la insolente risa de la infamia, en los labios del seductor de Fioreta.

El suceso á que me refiero pasó de la manera siguiente:

Era una hermosa tarde de mayo. Angiolina Visconti habia expresado á su padre el deseo de dar un paseo por la campiña; Visconti hizo preparar una carroza, se disculpo con su hija por no acompañarla, y Angiolina salió de Roma, acompañándola solo en el exterior el cochero y dos lacayos.

Caminaban lentamente por la via Apia: Angiolina, cuya alma aspiraba ya ese amor vírgen que es el sueño de la adolescencia de las mujeres, Angiolina inocente y pura, miraba con delicia el hermoso cielo de Italia, perdiéndose tras los horizontes azules, y la árida campiña por medio de la cual arrastra su turbia corriente el Tiber.

Descendia el sol al Occidente; el dia iba perdiéndose en ese poético tinte del crepúsculo vespertino tan bello y tan diáfano en la primavera de los paises meridionales, y una dulce melancolía inundaba el alma de la jóven, cuando la carroza se detuvo de repente y uno de los criados asomó á la portezuela.

—Si adelantamos mas excelencia, dijo el lacayo, se nos echará la noche encima antes de que lleguemos á la ciudad, y no es prudente...

—Seguid, seguid, dijo la jóven, que de lo que menos se acordaba entonces era del terrible Laurenti ni de los bandidos.

La carroza siguió adelante: muy pronto, traspuesto enteramente el sol, empezó la noche á invadir el opuesto horizonte. Angiolina entonces sintió un vago temor y mandó al cochero que se volviera.

Volviéronse en efecto. Roma se veia á lo lejos perdida tras la vaporosa neblina, y quedaba mucho camino que andar para llegar á la ciudad.

El cochero azotó á los caballos que partieron al galope: á pesar de esto era ya de noche y quedaba mucho espacio para llegar á los arrabales.

De improviso el coche se detuvo, y antes de que Angiolina pudiera preguntar la razon, se abrió la portezuela y entro un hombre, vestido enteramente como los aldeanos de la campiña, y cubierto el rostro con un cumplido antifaz: aquel hombre llevaba á la cintura un puñal y un par de pistolas.

Angiolina solo tuvo tiempo para oir que aquel hombre decia:

—¡Al bosque!

Y se desmayó.

Cuando volvió en sí se encontró en un lecho en un aposento densamente oscuro. Un hombre la estrechaba entre sus brazos. Aquel hombre prevaliéndose de su desmayo la habia deshonrado.

Angiolina notó con terror, con el terror del pudor, que estaba medio desnuda.

Gritó, quiso resistirse, arrancarse de los brazos de aquel hombre, pero aquel hombre la retuvo entre ellos y la dijo con un acento terrible:

—Vuestro padre ha deshonrado á mi hermana, y yo empiezo á vengarme deshonrándole en su hija.

Roma entera supo, por los criados á quien Laurenti habia dejado en libertad, que Angiolina Visconti, la noble hija del señor coronel de los suizos del papa, habia sido robada por los bandidos de la campiña.

Visconti sintió en medio del corazon la venganza de Laurenti; salió á la campiña, le llamó á voces en el mismo lugar donde habia hablado con él algunos meses antes; pero nadie respondió á las voces del desolado padre, que al fin era padre Visconti. Pidió licencia al papa para revolver con sus suizos la campiña y no logró ver un solo bandido. A los quince dias, perdida casi la esperanza, se fué á buscar su último consuelo junto á Fioreta y la dijo.

—Es necesario que nos casemos: tu hermano sin duda nos escucha: pues bien yo acepto todas sus proposiciones: si; yo acepto todas tus proposiciones Laurenti, seré bandido, verdugo, si quieres, pero vuélveme mi Angiolina.

—Vuélveme tú la honra de mi hermana, dijo una robusta voz á tiempo que se abrió una puerta y apareció un hombre.

Fioreta dió un grito agudísimo y se desmayó.

Visconti dió un paso atrás helado de espanto.

El hombre que tenia delante pidiéndole la honra de su hermana era uno de sus mayores amigos.

—¡Marco Antonelli! exclamó.

—No, Laurenti el bandido, Laurenti, que se venga, destrozándote el corazon, deshonrando á tu hija, como tu se lo has destrozado, desonrrando á su hermana: ahora defiéndete, infame, defiéndete por que entre nosotros se ha colocado tu infamia y no puede haber mas que odio y sangre entre los dos.

Al dia siguiente se encontró junto al Coliseo el cadaver de Paolo Visconti atravesado á estocadas, y sobre él un cartel en que se leia en letras enormes:

«Laurenti, hermano de la hermosa Fioreta ha hecho este cadáver.»

La casa en que habia vivido Fioreta estaba completamente abandonada.

¿Y sabeis vos príncipe, dijo Yaye, mirando profundamente á Lorenzini Maffei lo que se hizo de la pobre Fioreta?

—¡Qué! ¿no lo sabeis? dijo con la mas ingénua curiosidad el príncipe; pues ved ahí que falta á vuestra historia una noticia esencialísima.

—Lo que fue de Fioreta no lo sabe nadie, porque Laurenti á nadie se lo dijo.

—¿Y como, como, dijo el príncipe con una curiosidad creciente; como fue á parar Angiolina al convento donde yo la conocí en Nápoles?

—Se ignora tambien, porque á nadie lo ha dicho tampoco Laurenti. Pero lo que se sabe de seguro, es, que al fin, por una traicion de uno de los bandidos de Laurenti, fue descubierta su guarida, exterminada su cuadrilla de malhechores y el...

—¿Y el?...

—Hay quien cree que acaso quedó entre los cadáveres de los bandidos que murieron defendiéndose, porque no se le oyó nombrar mas en las inmediaciones de Roma.

—Pues habeis burlado mis esperanzas, duque, en cuanto á la historia del bandido. Debia ser curiosa.

—Pues voy á contárosla en dos palabras: el bandido está ciegamente enamorado de Angiolina que no le conoce: el bandido sigue á Angiolina por todas partes bajo el nombre de Andrea Bempo: Andrea Bempo no es otro, pues, que Laurenti, nombre fecundo en disfraces, y que sabe variar de rostro como de vestido y de edad como de lenguaje: que unas veces se llama Bempo, otras don Diego de Zayas, y pasa por caballero español, como en Roma bajo el nombre de caballero romano pasaba por Marco Antonelli: Laurenti, en fin, esposo enamorado de Angiolina, esposo despreciado por Angiolina, que se llama el príncipe Lonrenzini Maffei.

Mudáronse instantáneamente al oir estas palabras, la mirada, la actitud y la expresion del príncipe; irguióse, centellearon sus ojos, temblaron de cólera sus lábios y se puso de pié buscando un objeto entre su justillo de terciopelo.

El duque no se movió de su sillon.

El príncipe, ó Laurenti, ó Bempo, aquel singular personaje, en fin, sea que le dominara la imperturbabilidad de Yaye sea que fuese demasiado valiente para cometer un asesinato, sea por otra causa cualquiera, retiró la mano de su jubon entreabierto, y se sentó de nuevo.

—¿Con que lo sabes todo? exclamó con acento convulso por la cólera: con que sabes, que esa mujer á quien elegí en mal hora para instrumento de mi venganza, me esclaviza, se burla de mí, me trata como un perro cuando me cree Bempo, y me deshonra creyéndome el príncipe Lorenzini Maffei! ¡Oh! no importa: yo sé tambien que tú, bandido como yo, emir de los Monfíes de las Alpujarras estás herido en el corazon, deshonrado en tu hija, como yo estoy herido en el corazon, deshonrado en mi esposa, por un mismo hombre, por el marqués de la Guardia. ¡Oh! secreto por secreto monfí; y puesto que necesitamos vengarnos...

—¿Y que culpa tiene el marqués de la Guardia, dijo imperturbable el duque de que le haya amado mi hija, de que le haya amado Angiolina?

—El marqués no la ama, exclamó con sarcasmo Laurenti; el marqués la ha tomado por instrumento para dar zelos á tu hija... y lo ha conseguido...

—Escucha Laurenti, dijo Yaye levantándose y asiendo á Bempo de un brazo con la fuerza de un gigante. Estás en mi poder.

—¿En tu poder yo? exclamó el bandido pretendiendo en vano desasirse.

—A donde quiera que vayas, donde quiera que te ocultes allí te encontrará mi mano. No lo pruebes, por que serias vencido en la prueba. En cualquier terreno que elijas te haré pedazos si te niegas á servirme.

—Yo no he servido á nadie mas que á esa mujer...

—A quien no debiste deshonrar, á quien no has debido servir.

—Tú has prostituido tu hija al príncipe don Cárlos: tú te has visto obligado á apartarla de la córte, para que la córte no sepa tu deshonra.

—¡Laurenti! exclamó el duque echando á su vez mano á su daga.

—¡Laurenti es siempre el indomable rey de la campiña de Roma! contestó sin inmutarse el bandido: Laurenti desprecia el furor del emir, como antes el emir de los monfíes ha despreciado el furor de Laurenti.

Yaye dejó la daga, soltó á Laurenti y se sentó de nuevo en el sillon.

—Quiero que me digas, como has sabido mi nombre, exclamó despues de unos instantes de silencio, recobrando enteramente su calma.

—En Granada hay muchas personas que saben la interesante historia de la hija y de la nieta del duque de la Jarilla: como en Roma hay otras que saben la historia de Paolo Visconti: ademas como hubo un bandido que vendió en Roma á Laurenti, hubo tambien en Granada un monfí que vendió al emir de las Alpujarras... Habian pagado á peso de oro, ó por mejor decir el alcalde de casa y córte que habia tomado la declaracion del monfí traidor, prefirió vender aquella declaracion enriqueciéndose, á servir al rey denunciando al falso cristiano, al falso duque: pero el juez se quedó con copia de la declaracion por si alguna vez necesitaba algun dinero, y se la vendió á Laurenti el bandido, que sabe andar sin perderse por un laberinto y llegar al fin, solo con que coja el cabo de un hilo: esa declaracion existe... y acaso acaso esté á estas horas en poder del rey.

Yaye se puso letalmente pálido, sus ojos inyectados de sangre rodaron en sus órbitas y desnudó su daga: pero en aquel momento un resplandor vivísimo le cegó y luego... luego no sintió nada...

Cuando volvió en sí, se encontró en un lecho: sintió una pesadez inexplicable en la cabeza, se llevó las manos á ella y encontró un vendaje: revolvió los ojos en torno suyo y se encontró en un calabozo; movióse y sintió que sus piés estaban sujetos por un par de grillos. Vió junto á sí un hombre de aspecto rudo y quiso preguntarle: pero se sintió débil, y las palabras se ahogaron en su garganta.

Aquel hombre pareció comprender el deseo de Yaye y le dijo como si este le hubiese hecho una pregunta:

—Habeis sido herido en vuestra casa de un pistoletazo en la cabeza por el príncipe Lorenzini Maffei, segun han declarado vuestros criados; el príncipe ha desaparecido: estais preso en el Santo Oficio por hereje, sacrílego y traidor al rey y si no moris de la herida, morireis quemado en auto público del Santo Oficio de la general Inquisicion.

Yaye á falta de voz, dió á aquel hombre con una expresiva mirada las gracias por su noticia, y luego, encerrándose en su pensamiento, exclamó en el fondo de su alma:

—¡Satanás se ha conjurado contra mí!

Capítulo XVIII. Complicaciones.

Algunos dias despues de los acontecimientos que dejamos relatados estaba Madrid profundamente conmovido en sus dos círculos cortesanos, el alto y el bajo; algunas noticias extraordinarias habian ido circulando de boca en boca, agravándose mas, á medida que se sucedian.

Primeramente, la hermosa duquesita habia desaparecido de la córte sin despedirse de nadie, y sin que nadie supiese á donde habia ido.

En segundo lugar el hidalgo don César de Arévalo, tutor del marquesito de la Guardia, andaba desolado por calles y plazas, tabernas y garitos, mancebías y palacios, en busca de su sobrino que tambien se habia perdido. Ayudábale en su árdua empresa Peralvillo, lacayo favorito y confidente del marqués, mozo despierto y de puños, á quien no hemos tenido ocasion de citar hasta ahora, y señalado con un profundo chirlo en la cara, pero no por eso feo, ni desgraciado, respecto á ciertas princesas de vida airada. Ni el tio ni el lacayo habian podido ponerse sobre el rastro del marquesito.

Ademas de esto y de que los acontecimientos que vamos á relatar, fueron los que mas impresion causaron en la córte, el mismo dia de la salida de Amina de Madrid, á la hora de la audiencia, apareció fijado en la mampara de la antecámara pública de palacio, un papel en forma de carta, escrito, al parecer, por una mujer, con señales de haber estado arrugado, y vestigios de lágrimas en que se leian estas palabras:

«Don Juan de mi alma: hay cosas que el pudor impide á una mujer revelarlas ni aun á su mismo esposo, pero es preciso que sepas que alienta en mis entrañas un hijo de nuestro amor. Tu Esperanza.»

Por debajo estaba, pegado asimismo, otro papel escrito tambien al parecer por otra mujer, en que se leia en letras gordas:

«La esperanza de este don Juan, es la hermosa duquesita de la Jarilla, y el alma de esta Esperanza es el marquesito de la Guardia.»

El escándalo era soberano y debia retumbar de una manera imponderable: antes de que un ugier arrancase estos dos papeles y los entregase al gentil hombre de cámara de servicio, ya se habian sacado cien copias por los curiosos, y ya aquellos curiosos se habian esparcido por Madrid, llevando consigo el escándalo.

Pero no era esto solo.

Aquellos dos carteles fueron entregados al rey que despachaba á la sazon con el cardenal Espinosa.

Felipe II leyó letra por letra los dos escritos, meditó algun tanto sobre ellos, y luego dijo posando una mirada glacial en el cardenal secretario:

—Que se averigue á todo trance quién ha puesto estos carteles en palacio, y averiguado y probado que sea, que le ahorquen secretamente sin distincion de clase ni persona.

El cardenal dió las órdenes oportunas, y á poco volvió trayendo un pliego en las manos.

—¿Qué es eso? preguntó el rey.

—Se ha encontrado este pliego en una de las habitaciones bajas del alcázar, donde han debido arrojarle por una reja, con sobre á vuestra magestad.

Tomó el rey el pliego.

Sobre su nema se leia en letra exactamente igual á la que habia esclarecido de una manera tan infame la carta de Amina al marqués:

«Al católico y justiciero rey de las Españas.»

El pliego era voluminoso.

Contenia las pruebas que contra Yaye poseia la princesa Angiolina: la historia del casamiento del emir con Estrella, la muerte del anterior marqués de la Guardia, la declaracion del monfí traidor, y ademas la para el rey terrible revelacion de que su hijo el príncipe don Cárlos le hacia traicion conspirando contra su persona.

«Y tenga en cuenta vuestra magestad, concluia la carta, que el hombre de quien se trata, es poderoso, rico, mas rico que vuestra magestad, y que si vuestra magestad tiene en su córte un ejército, en la córte, tiene tambien ese hombre un ejército de monfíes disfrazados.»

Solo por el cuidado con que don Felipe leyó aquel proceso, que tal lo parecia el contenido del pliego, pudo traslucir Espinosa que se trataba de un asunto de gran importancia: el rostro del rey habia permanecido impasible. Despues que los hubo leido y releido, dobló de nuevo aquellos papeles, los puso bajo su libro de devociones, y dijo al cardenal:

—Que me llamen con urgencia al marqués de los Velez.

Despues se puso á hojear algunos memoriales, y cuando volvió el cardenal le dijo:

—Sigamos en el despacho de Indias.

Rey y secretario siguieron en el despacho.

Como á las once del dia un gentil hombre anunció á don Luis Fajardo, marqués de los Velez, que fue introducido.

El rey despidió al cardenal y se quedó solo con el marqués, á quien ni miró ni dijo una sola palabra.

El rey escribia.

—Tomad y cumplid inmediatamente esta órden, adelantado, dijo el rey entregando al marqués de los Velez el papel en que habia escrito.

Don Luis hincó una rodilla para tomar el papel, alzóse despues, saludó profundamente al rey y salió.

Al llegar á la antecámara, el marqués de los Velez se detuvo, y ocultando la órden en el hueco de su gorra, la leyó; decia asi:

«El rey.—A nuestro muy leal vasallo don Luis Fajardo, marqués de los Velez, adelantado en el reino de Murcia.—Haceos acompañar de nuestra órden de un alcalde de casa y córte y de un secretario. Tomad, asimismo de nuestra órden, treinta alabarderos y un alférez de nuestra guardia suiza; id con esta gente á la casa de don Juan de Andrade, duque viudo de la Jarilla, grande de España, y prendedle muerto ó vivo. Mandad al alcalde en nuestro real nombre, que haga inventario de los papeles del duque, y de cuanto hubiere en su casa, que la desocupe, que selle los armarios, cajones y puertas, y que ponga un cartel en la puerta en que se conmine con pena de la vida al que pretendiere penetrar en dicha casa. Preso que sea el duque, le conducireis á la cárcel del Santo Oficio, que tiene en nuestra córte la Inquisicion del arzobispado de Toledo, y mandareis, so pena de la vida, que nadie hasta nuestra órden comunique con el preso. Del cumplimiento de esta me respondeis como vasallo.—De nuestro alcázar de Madrid á los cinco dias del mes de julio de 1567.—Yo el rey.

El marqués de los Velez palideció primero, arqueó las cejas, y despues se encogió de hombros, y sobre la marcha empezó á cumplimentar la órden del rey.

A las doce en punto, llegaba acompañado de un alcalde de casa y córte, de un secretario, de algunos alguaciles y de un alférez y cincuenta alabarderos suizos á la casa de Yaye. Cercóla á la redonda, tomó las salidas y se hizo anunciar á Yaye de órden del rey.

Pero encontró la casa en la mayor consternacion: los criados iban de acá para allá, y no sabian que hacerse; al fin vino á sacarse en claro, que aquella mañana habia entrado á visitar al duque un caballero que decia llamarse el príncipe Lorenzini Maffei, que despues de largo tiempo que el duque y el príncipe estaban encerrados, se habia oido un tiro en la cámara del duque; que el príncipe habia desaparecido en el primer momento de sorpresa, y que acababan de encontrar al duque en su cámara, sin conocimiento y con la cabeza atravesada de un tiro.

El marqués se hizo conducir hasta Yaye de órden del rey; en vista del deplorable estado del emir, se llamaron doctores, y estos declararon que tal como se encontraba el herido era expuestísimo para su vida, el que se le trasladase á ninguna parte. El marqués de los Velez fue con estas noticias al rey, pero el rey mandó que se curase en su casa al duque, y que despues, fuese cual fuese su estado, se le condujese de la mejor manera posible á la cárcel del Santo Oficio. Asimismo mandó que se prendiese al príncipe Lorenzini Maffei.

Hízose á Yaye la primera cura, sin que volviese en sí, despues de lo cual fue puesto en una silla de manos y llevado á la prision.

En seguida el marqués de los Velez, se presentó en la casa del príncipe Lorenzini; salióle al encuentro Angiolina que se mostró profundamente admirada de que un caballero tan galante como don Luis Fajardo fuese á visitarla al frente de la justicia, y acompañado de un tan respetable resguardo de alabarderos reales.

—El rey lo manda, hermosa señora, dijo con galantería el marqués, y me veo en la dolorosa pero imprescindible necesidad de prender á vuestro esposo.

—Pues os desafío á que le prendais, dijo riendo Angiolina: aunque trajerais con vos, señor don Luis, todos los ejércitos de su magestad, seria imposible prenderle.

—¡Imposible porque le guardais vos! dijo sosteniendo su galanteria el marqués.

—Yo soy muy débil guarda contra el rey, dijo Angiolina, pero la imposibilidad de que prendais á mi esposo consiste... en que no está en España.

—¡Oh! ¿no está en España el señor príncipe?

—No, no por cierto; está en Venecia, donde procura porque la república me devuelva los bienes que en otro tiempo confiscó á mi padre.

—¡Ah! ¿con que el señor príncipe está en Venecia?

—Ni mas ni menos, y en prueba de ello, ved, ved una carta que acabo de recibir de él.

—¡Ah! basta vuestro dicho, señora, dijo el marqués rechazando noblemente una carta que Angiolina habia tomado de encima de una mesa. Ademas, no conozco la letra ni aun la persona de vuestro esposo.

—Se le conoce muy poco ó nada, señor marqués; mi esposo es un hombre extraordinario. Yo apenas le conozco; hace seis años que nos casamos y despues de la ceremonia solo permaneció un dia á mi lado; despues me envió á España; sucesivamente ha venido á visitarme dos veces al año, y eso por un solo dia; emplea el tiempo en viajar y en escribirme con suma frecuencia cartas amorosas; eso lo sabe todo el mundo en Madrid; se sabe tanto, que me llaman de pública voz la casada doncella... y ¿qué ha hecho, ó qué dicen ha hecho el príncipe para que el rey quiera prenderle?

—Se le acusa de haber dado muerte al duque viudo de la Jarilla.

—¡De haber dado muerte al duque de la Jarilla! exclamó palideciendo profundamente Angiolina, y dejando su acento y su aspecto ligero y galante; pero eso es imposible, don Luis; imposible de todo punto; puedo probar que mi esposo está ahora mismo en Venecia, á no ser que haya venido corriendo postas como esta carta. Deben haberse equivocado; alguien debe haber tomado el nombre de mi esposo para cometer ese asesinato.

—¿Es el príncipe un caballero como de cincuenta años?

—Sí.

—¿Un tanto encorbado?

—Sí.

—¿Con los cabellos entrecanos, largos y rizados?

—Exactamente, exclamó con asombro Angiolina.

—¿Usa anteojos verdes?

—Sí, si señor, porque tiene débil la vista.

—¿Ademas la nariz un tanto gruesa y encarnada?

—No hay duda, esas son las señales de mi esposo.

—Señales que ha dado uno de los criados del duque al alcalde de casa y córte que me acompañaba, y que escritas traigo conmigo. Mirad, princesa, mirad.

El marqués sacó de su limosnera un papel doblado que desplegó y entregó á Angiolina.

—Si, si, dijo esta cada vez mas turbada, con sus señas; pero os juro, don Luis, por mi honor, que no he visto al príncipe, que no le esperaba, y por lo tanto que no está en mi casa.

—Os creo señora, os creo, dijo el marqués guardando de nuevo el papel que le devolvió Angiolina: vuestras palabras rebosan ingenuidad, pero me veo en el doloroso compromiso...

—¡De prenderme...! exclamó trémula y conmovida la princesa.

—¡Oh! ¿quien piensa en eso? dijo el marqués: ¿quien podrá haceros cargo de un delito que no habeis cometido? solo he querido decir al hablar de compromiso, que no puedo escusarme de registrar vuestra casa, para asegurarme y asegurar al rey con testimonio de escribano que no se encuentra en ella el príncipe.

—¡Ah! eso es distinto: podeis registrar cuanto gusteis, don Luis, pero antes de que registreis tengo que haceros una advertencia.

—Advertidme cuanto gusteis.

—En estos momentos hay en mi casa un hombre herido.

—¡Un hombre herido...!

—Si por cierto: el comediante Andrés Cisneros, á quien encontré muy tarde abandonado en la calle cuando volvia de casa de una amiga: pero ya he dado parte de ello al alcalde del barrio, el herido ha declarado, y sino ha sido trasladado ya á su casa, es porque el estado de su herida no lo permite.

—¡Ah! en ese caso nada temais, señora; por el contrario, esta bella accion añadirá nuevo brillo á vuestra ardiente caridad, que tanto conoce la córte. Ahora bien, como hace ya algun tiempo que estamos solos, y espera fuera la justicia, permitidme que para evitar enterpretaciones...

—Si, si, don Luis, registrad cuanto gusteis, voy á mandar que os abran mis criados todas las puertas.

Procedióse al registro, revolvióse la casa de alto á abajo desde los desvanes hasta los sótanos; abriéronse los muebles huecos, se tentaron las paredes y el príncipe no pareció: no podia haberse escapado porque el marqués de los Velez habia mandado cercar la casa antes de entrar en ella. Solo se encontró á Cisneros herido; pero Angiolina lo habia previsto todo, habia dado parte á la justicia, Cisneros, que habia declarado de una manera que apartaba toda responsabilidad de la jóven, prestó nueva declaracion ante el alcalde de casa y córte que acompañaba al marqués de los Velez, y cuando se le pidió el nombre de quien le habia herido, respondió que no le conocia, lo que era verdad, porque no habia tenido ni tiempo, ni luz la noche antes, para reconocer al marqués de la Guardia en su adversario.

Don Luis Fajardo salió con la justicia: apenas se vió sola Angiolina, tocó un silvato; entonces, como una aparicion, se la presentó el bandido Laurenti, bajo la figura de Andrea Bempo, y con el mismo trage que la noche anterior.

—Has puesto la carta de la duquesita en la antecámara de la audiencia, le preguntó.

—Si, contestó Laurenti; en la misma mampara.

—¿Has puesto el pliego que te dí en lugar á propósito para que pueda llegar á las manos del rey?

—Si.

—Gracias Bempo, gracias, dijo Angiolina estrechando entre sus blancas manos una membruda mano de Laurenti.

El bandido se extremeció como si hubiese recibido un choque galvánico y retiró su mano de las de Angiolina.

—Sucede una cosa muy singular, dijo esta, y es necesario averiguar lo que en ello hay de cierto. La justicia acaba de salir de casa.

—Lo sé.

—¿Y sabes por qué ha venido á casa la justicia?

—Buscando á tu esposo.

—¿Sabes de qué le acusan?

—Si: de haber herido ó matado al duque viudo de la Jarilla, al emir de los monfíes.

—¿Pero es eso cierto?

—¿Quién sabe? El príncipe Lorenzini es un hombre extraño. Siempre he desconfiado en él. ¿Y luego quién es ese hombre?

—Lleva un ilustre nombre italiano.

—¿Pero sabeis quién es ese hombre?

—Acuérdate, Bempo, de que tu fuiste quien me aconsejaste...

—Si te aconsejé que te casarás con el príncipe, te lo aconsejé porque debia aconsejartelo; cuando te libre de mi capitan el infame Laurenti, el hombre que en medio de un misterio tenebroso te esclavizaba, te hacia sufrir su odiosa brutalidad, pudimos sostenernos durante algun tiempo con el dinero que logré sacar de las canteras que nos servian de asilo. Despues la caberna fue descubierta: me ví privado de los recursos que me proporcionaban algunos compañeros que conspiraban conmigo contra el capitan, y sobrevino la miseria, una miseria horrible: yo no sabia ningun oficio, no sabia mas que robar, y esto, encontrándome solo era dificil: nos vimos obligados á buscar un medio de vivir; entonces tú, con ese corazon fuerte que Dios te ha dado me dijiste: yo soy hermosa, se tocar el laud y cantar; viviremos como vivian los trovadores en otros tiempos: yo ganaré nuestro pan, tú me acompañaras y me defenderas. Asi recorrimos la Italia. Un dia en Nápoles, un autor de cómicos españoles te vió, y te dijo si querias formar parte de su compañía; aquello era mas cómodo y mas decente que andar por calles y plazas como mendígos sufriendo soeces injurias. Fuiste cómica, yo fuí cómico: antes de mucho teniamos fama, nos aplaudian, ganábamos dinero abundante. Otro dia en Pésaro, te vió el príncipe representar en una farsa y se enamoró de tí. Aquel hombre no te buscó como se busca á una mujer perdida: aquel hombre te dijo redondamente que si querias ser su esposa. Yo te amaba lo bastante para anteponer tu felicidad á la mia, te amaba, aunque no tenia esperanzas de ser correspondido, aunque me tratabas como un esclavo, porque conocias mi amor y abusabas de él.

—¡Ah! no, no, Bempo: es verdad que Dios no ha querido que yo te ame, que he abusado acaso de tí... pero...

—Dejemos eso, la interrumpió Laurenti; dejemos eso, porque me mortifica y no quiero pensar en ello. El príncipe, antes de casarse contigo, quiso que estuvieses algun tiempo en un convento de Nápoles, para cubrir las apariencias. A los dos meses eras su esposa, y te enviaba á España, para evitar que alguien te conociera en Italia, por donde habias andado vagando como cantora y como cómica. Yo te seguí como sigue la sombra al cuerpo, y en seis años que llevas de casada, he visto muy pocas veces al príncipe.

—¡Oh! ¡nunca he podido comprender á ese hombre! exclamó Angiolina.

—¿Y estás segura de que ese hombre tan misterioso, no sea el bandido Laurenti?

—¡El bandido Laurenti! exclamó estremeciéndose Angiolina; yo no le conozco, nunca le he visto: si sé que fue él el bandido que me robó, que me deshonró, que me obligaba á satisfacer sus deseos en medio de una eterna oscuridad, es porque tú me lo has dicho: en el aposento subterráneo en que yo estaba, no entraba otra persona que el capitan Laurenti. A mí, á pesar de la oscuridad, me parecia jóven y hermoso... muy diferente del príncipe...

—¿Y no has tenido nunca un recuerdo de amor para Laurenti? dijo él mismo con voz insegura, que Angiolina atribuyó á zelos.

—¡Yo! ¡amar yo al miserable que me robó, que me deshonró, que mató mi porvenir, que asesinó á mi padre! ¡Amarle yo! si le conociese... si le conociese, le sonreiria, sí, le colmaria de caricias, seria una vez mas suya, y... le mataria cuando estuviese dormido entre mis brazos.

—¡Ah! exclamó Laurenti...

—Y si supiera que el príncipe era él... si lo supiera, si el príncipe volviera á verme... ¡Oh! le daría ese amor que tanto desea... para matarle, Bempo, para matarle, para vengar mi deshonra, para vengar á mi padre.

—¡Ah! exclamó de nuevo y mas profundamente Laurenti.

—Pero tú, que conoces al príncipe, tú que has sido bandido de Laurenti, descubre si el príncipe es Laurenti.

—Nadie, ni el mas valiente, ni el mas allegado de sus bandidos, ha visto nunca el rostro del capitan Laurenti, eternamente cubierto con una máscara de hierro.

—¿De modo que nada sabemos?

—Nada.

En aquel momento un criado entró con una carta para la princesa.

Esta notó que la letra del sobre era del príncipe.

—¿Quién ha traido esta carta? dijo preocupada por aquel inesperado accidente.

—Un hombre encubierto, que no se ha detenido, señora; contestó el criado.

—Vete.

El criado salió.

Angiolina rompió la nema de la carta, y la leyó rápidamente.

—¡Ah! exclamó con un acento emanado del fondo de su alma; ¡abandonada! ¡abandonada otra vez á mí misma!

—¡Abandonada! ¿y de quién? exclamó Laurenti.

—¡De quién! ¡del príncipe! toma y lee.

Laurenti tomó la carta que conocia demasiado, y la leyó en voz alta.

Aquella carta decia:

«Mi adorada Angiolina: me veo en la triste necesidad de deciros, que á contar desde el dia de hoy, no puedo serviros de nada. Estoy arruinado. He muerto ademas á un hombre poderoso, al duque de la Jarilla, y me veo obligado á huir, á ocultarme, porque ese hombre tiene parientes poderosos. Volved, pues, reina mia, á vuestro oficio de cómica, y buscad otro príncipe que se case con vos...

—¡Ah! ¡yo no he leido eso! exclamó Angiolina.

—Pues aun queda mucho de la carta, que por lo visto no has leido.

—¡Ah! sigue Bempo, sigue.

Laurenti siguió.

»Buscad otro príncipe que se case con vos, lo que podeis hacer sin escrúpulo de conciencia, porque no estais casada, ni yo soy príncipe. Por lo demás, aunque vos os habeis jactado de que yo no habia obtenido la felicidad de poseeros, estais en un error. Os he poseido tanto, como que me llamo Laurenti...

—¡Ah! exclamó Angiolina.

—¡Ya lo sospechaba yo! exclamó con la mayor formalidad Laurenti.

—¡Oh! ¡sigue Bempo, sigue! exclamó irritada Angiolina.

»Como ya no tengo mis buenos bandidos, como se me han acabado las riquezas que pude salvar de mi antigua guarida, no solo no puedo daros, sino que, mientras vos cuidabais al hermoso comediante Cisneros, os he tomado los diamantes y las perlas que os habia regalado, valiéndome para ello de la llave de vuestro postigo, que siempre me acompaña. Sin embargo, os quedan las alhajas con que estabais prendida, mientras yo hacia mi último robo, con las cuales podeis vivir algunos meses.—Vuestro enamorado.—Giussepo Laurenti.»

Angiolina miró pálida y convulsa á Laurenti.

—¡Y qué hacer! ¡qué hacer Dios mio! exclamó llorando.

—Aun queda un recurso, dijo Laurenti, si sigues mis consejos.

—Por ellos me casé con ese infame.

—Ya te he dicho que yo no conocia al capitan, me ha engañado como á tí. Los consejos que te daré ahora son mas juiciosos.

—Te escucho.

—Yo te amo Angiolina, te amo con toda mi alma. En España no me conoce nadie, y seré capaz por tí de ser un hombre honrado.

—Y bien, dijo con impaciencia Angiolina.

—Sé mi esposa.

—¡Tu esposa!... ¿y qué hemos de hacer pobres, sin apoyo..? tú no sirves para nada mas que para bandido... esto sería expuesto... yo no sé mas que representar y cantar... tú tenias zelos cuando era cómica. ¿Si no adoptamos ninguno de esos dos partidos, cómo podremos vivir?

—Te quedan bastantes alhajas de valor, y ricos trajes. Los muebles de tu casa ascienden á una buena suma...

—Pero viene un dia y otro dia, y el dinero se acaba.

—Sí... cuando el dinero no se emplea... pero podriamos vender esas alhajas, esas ropas, esos muebles; comprar unas tierras en un rincon de Asturias ó de Galicia, y vivir felices.

—¡Déjame que me vengue, y soy tuya! dijo Angiolina, levantando hácia Laurenti sus ojos cubiertos de lágrimas.

—¡Qué te vengues! ¿y de quién?

—De la duquesita de la Jarilla.

—¡Ah! ¡tú amas al marqués de la Guardia!

—Pues bien, sí, dijo Angiolina levantando la frente radiante de amor: no quiero engañarte Bempo; le amo, le amo con toda mi alma, le he entregado mi corazon vírgen, y mi cuerpo... ¡vírgen! ¡vírgen tambien! ¿Qué importa? la violencia y la fatalidad no mancillan; yo he salido pura de las manos de Laurenti, como habia caido en ellas; yo he dado á don Juan toda mi alma, todo mi amor, toda mi felicidad... y don Juan no me ama, don Juan ama á esa sultana, como que es mas noble, mas hermosa, mas rica, mas jóven, mas feliz que yo, ¡necesito completar mi venganza contra esa mujer, y despues morir! No quiero engañarte Bempo, te debo mucho; te lastima mi trato acaso duro, esa es la corteza Bempo, debajo está el corazon; yo no puedo ser tu amante, seré tu hermana: si esto no te satisface, si te he hecho desgraciado sin quererlo, déjame que me vengue, y mátame despues.

Laurenti miró de una manera profunda, severa, terrible, desesperada, á Angiolina: sus ojos se tiñeron de sangre, y puso mano á su puñal: Angiolina se creyó sentenciada, dió un grito y cayó de rodillas: Laurenti la contemplo un momento en silencio; en su semblante se pintó una lucha horrible, y luego la volvió la espalda y salió de la estancia.

Angiolina se dobló sobre sus rodillas, se cubrió el rostro con las manos, y rompió á llorar de una manera desolada.

Capítulo XIX. De cómo se vieron obligados á salir de la córte algunos de nuestros personajes.

Algunos dias despues, el rey supo que Yaye ebn—Al—Hhamar, el terrible emir de los monfíes, preso en los calabozos del Santo Oficio, estaba bueno, y que antes de mucho podria empezarse el proceso contra él.

El príncipe don Cárlos supo tambien, que Cisneros estaba á punto de curar de su estocada.

Angiolina Visconti, no pudo tener duda de que estaba abandonada y sola en el mundo, sin mas caudal que su hermosura, su talento de cómica, su habilidad de bailarina, y mas desgraciada que jamás lo habia sido, puesto que estaba, como nunca lo habia estado, enamorada y zelosa.

El hidalgo don César de Arévalo, supo al fin de su sobrino por una carta de este, que le escribía desde las Alpujarras; pero la alegría del buen tío se aguó, como suele decirse, porque en aquella carta, su sobrino, le pedía dinero y Peralbillo.

El tio envió al lacayo con una bolsa demasiado ligera, y esta carta demasiado pesada.

«Amado sobrino don Juan: de lo que me pedis, os envío lo que puedo enviaros; vuestro lacayo y cincuenta doblones que es todo lo que he podido reunir: y no me pidais mas en mucho tiempo, porque en este último año nos hemos dado tal maña los dos para gastar vuestras rentas, que estan empeñadas hasta el cuello, sin que haya fuerzas humanas que puedan sacarlas de poder de los prestamistas. Si vuestros bienes no fueran vinculados, podriamos vender alguna hacienda y salir de apuros. Pero como esto no puede ser, y es menester vivir, yo me marcho á Flándes con una provision de capitan que he podido sacar al príncipe Ruy Gomez. Para que veais que no me he olvidado de vos, dentro de poco recibireis una provision de capitan para vos, de una de las compañías de arcabuceros del reino y costa de Granada. Si Dios quiere que entremos á saco algun burgo flamenco, os acudiré con lo que hubiere. Es cuanto tiene que deciros vuestro tio, que tiene ya puesto el pié en el estribo para ir á buscar á sus soldados.—Don César de Arévalo.»

En efecto, don César marchó dejando desesperadas á una porcion de doncellas que vivian de sus buenas obras.

En cuanto á Angiolina, habia recibido tambien una carta harto pesada, y mas que pesada, terrible. Esta carta era de Laurenti.

«Adorada Angiolina: El príncipe Lorenzini Maffei, Andrea Bempo y Giussepo Laurenti, son una misma persona: debes haberlo adivinado despues de la última y acalorada entrevista que tuvimos. Como hace diez años que andamos juntos, me ha parecido descortés salir de la córte de las Españas, de donde me alejo por muchas razones, sin despedirme de tí. Ademas, mi conciencia me manda que cuando busques tus últimas joyas y tu último dinero y no lo encuentres, no culpes á tus criados, porque esas joyas y ese dinero me los llevo yo para la costa del viaje que será largo. No te desconsueles por eso. Aun te quedan esperanzas. He sabido por boca de don César de Arévalo, que es muy amigo mio, que el marqués de la Guardia, tu adorado, el único hombre que ha sabido conmover tu corazon, está en la villa de Cádiar, en las Alpujarras. Aunque no tienes dinero puedes valerte, engañándole, del señor Andrés Cisneros, que, segun creo, se verá muy pronto obligado á dejar la córte.—Tuyo, siempre tuyo.—Giussepo Laurenti.»

Es indecible la desesperacion de Angiolina, porque aquella carta no mentia; sus joyas y su dinero habian desaparecido. Solo la quedaban sus ricos trages y sus muebles; pero para vender los primeros, necesitaba renunciar á presentarse en la córte; para vender los segundos, cerrar la casa; nada de esto podia ser: Angiolina, pues, se vió obligada á adoptar un partido decisivo.

Anunció, pues, que su esposo el príncipe Lorenzini, la llamaba á su lado á Italia, noticia que causó gran sensacion en la córte, porque mataba las esperanzas tenaces de muchos enamorados, y curaba el rabioso despecho de muchas damas envidiosas de Angiolina, y esta puso en almoneda, sus muebles, sus tapices, sus literas, su carroza y sus caballos.

Una vez hecha aquella almoneda, y convertido en oro aquel mobiliario, era preciso salir de la córte: ¿pero cómo? ¿adónde ir? ¿qué hacer?

Despues de pensar mucho y en vano, de haber adoptado cien veces, y rechazado otras tantas, la idea de encerrarse en un convento, tropezó al fin en su imaginacion, como un recurso extremo, con el comediante Cisneros. Aquel hombre estaba locamente enamorado de ella, y seria capaz de todo por ella; pero Angiolina temia que no se prestase tan fácilmente á dejar la córte; Angiolina, que habia pensado usar de Cisneros, como de un instrumento de venganza, se vió obligada á asirse á él como á un áncora de salvacion.

En ocho dias que habian trascurrido desde que fue herido Cisneros, Angiolina le habia rodeado de cuidados, de esos cuidados afectuosos que con tan exquisita dulzura sabe prodigar la mujer á los seres que sufren; habia velado junto á su lecho, habia sostenido con él largos debates amorosos; habia sido indulgente con las no siempre respetuosas manos del comediante; le habia empeñado, en fin, en un deseo voraz, en uno de esos deseos que el mas experimentado confunde con el amor. Unas veces habia alentado sus esperanzas, otras las habia contenido, y se habia guardado muy bien de explorar á Cisneros, en cuanto á las rebeldías del príncipe, de quien le creia, y no sin causa confidente, para no alarmarle y hacerle sospechar acaso, que solo le queria para instrumento.

Cisneros, pues, era una masa preparada á todo entre las manos de Angiolina.

Decidida al fin esta, á apoyarse por último recurso en el comediante, bajó á la habitacion donde este se encontraba, sencilla, pero voluptuosamente vestida de blanco, y vaporosa y leve como una nubecilla de la mañana. Cisneros, cansado del lecho, se habia atrevido á levantarse y á probar sus fuerzas: el éxito excedió á su deseo, se encontró vigoroso, ágil, como si nada le hubiese acontecido; solo sentia un ligero picor en la herida.

Cuando Angiolina fué á entrar en la estancia, encontró á Cisneros á la puerta.

Iluminóse el semblante de Cisneros con una alegría infinita, sensual, ardiente, al ver junto á sí y tan hermosa á Angiolina.

Y aquella mujer que estaba desesperada, abandonada á sí misma, herida en el corazon y en el orgullo, excitadas cuantas pasiones violentas encierra el alma de la mujer, sonrió á Cisneros, con la alegría, con amor, con un amor ardiente y casi sensual.

Angiolina estaba segura, y podia estarlo, de que de todos sus secretos solo conocia uno Cisneros: el amor ó el galanteo que habia tenido con el marqués de la Guardia, y este, hemos dicho mal cuando le hemos calificado de secreto, no lo era, lo sabia todo el mundo, porque Angiolina habia necesitado hacer gala de aquellos amores para dar zelos á Anima.

Angiolina era, pues, para el comediante una gran señora, una princesa, una de las hermosuras mas codiciadas, y tenida por inconquistable antes de que hubiera dado el escándalo de sus amores con el marquesito de la Guardia.

Aun la circunstancia de haber sido el marqués el único que habia triunfado de la severidad de Angiolina, mantenia el prestigio de esta, porque ya se sabia por todo el mundo que el marquesito tenia tantos elementos de seduccion, que era irresistible.

Cuando una mujer domina á un hombre, puede decirse, sin temor de equivocacion, que hará de aquel hombre lo que quiera.

Angiolina dominaba al comediante por muchos conceptos, lo sabia y se aprovechaba de su influencia.

—¡Oh! ¡qué grata sorpresa, amigo mio! exclamó; os encuentro enteramente distinto de como estabais ayer. De lo vivo á lo pintado.

Y tendió su hermosa mano á Cisneros, que la besó de una manera demasiado ardiente, sin que por esto diese muestras Angiolina de incomodarse.

—Tan bueno me encuentro, señora, dijo Cisneros, que me parece lo de la estocada un sueño, pero un sueño delicioso, porque he tenido un ángel á mi lado.

—¿En que comedia habeis aprendido eso de ángeles y de sueños, Cisneros?

—¡Ah!¡señora! ¿será posible que desconfieis todavía de mi amor?

—Las mujeres deben ser muy desconfiadas, muy cautas, antes de dar un paso que puede decidir de su suerte.

—¡Ah! ¡señora! ¡señora! ¡habeis meditado lo que habeis dicho! exclamó Cisneros, pálido de emocion, absorviendo en su alma la sonrisa envenenada con que Angiolina habia acompañado sus palabras, ó por mejor decir con que las habia ilustrado.

—¡Oh! sí: he meditado mucho antes de decirlas, y conozco su valor.

Angiolina desasió indolentemente su mano de entre las de Cisneros, y fué á sentarse en un estrado que habia en la cámara: el comediante fue ansioso á sentarse junto á ella, y de tal modo se sentó, que Angiolina se vió obligada á retirarse, obedeciendo á las prescripciones del decoro, que nunca olvida una mujer que vale algo, y mucho menos cuando se trata de un hombre de quien se quiere sacar partido, que tiene ingenio, y, como se dice, mundo.

—¡Habeis meditado vuestras palabras! dijo con intencion Cisneros.

—Si; ya os he dicho que sí.

—¿Las habeis pronunciado con intencion de ser comprendida?

—Nunca pregunteis, Cisneros, á una mujer acerca de sus intenciones; contentaos con adivinarlas.

—¿Me permitireis que os diga lo que yo he entendido en esas palabras divinas?

—Puesto que os parecen divinas habreis comprendido algo que os halague.

—¡Algo que me halague! ¡una vida de felicidad suprema! ¡todo un cielo, señora! exclamó con entusiasmo Cisneros.

—Pues si habeis comprendido que yo os guardo un cielo, dijo Angiolina con una expresion y una sonrisa terriblemente seductoras, haceos digno de ese cielo.

—¡Oh! es que nadie, nadie sobre la tierra es digno de poseeros, señora.

—Teneis atrevida la lengua como las manos, Cisneros, dijo severamente Angiolina.

—¡Ah! señora es que me habeis vuelto loco.

—En ese caso será necesario que os alejeis de mí, dijo riendo la jóven: no quiero á mi lado un hombre que pueda disculparse de todo á pretexto de locura. Ademas, añadió con mas severidad, si habeis podido permanecer en mi casa sin escándalo mientras los médicos han afirmado que trasladándoos peligraba vuestra vida, ahora es distinto: afortunadamente os encontrais curado y fuerte...

—¡Ah! no, no señora, dijo suspirando Cisneros: me encuentro mas enfermo y mas débil que nunca: enfermo del corazon, que es todo vuestro; débil de la cabeza, que llenais con sueños y con visiones insensatas. No, no señora; no saldré de vuestra casa...

—Si, si, saldreis por el momento, Cisneros, pero después volvereis á entrar.

—¿Cuando?

—¡Oid y oidme con las manos cruzadas y de rodillas!

Habia tal intensidad, tal calor, una expresion tan dulce, tan apasionada en los ojos de Angiolina, que Cisneros cayó de rodillas.

—¡Yo os amo! exclamó la jóven inclinando su rostro sobre el de Cisneros casi hasta tocarle.

Angiolina se retiró un tanto y miró al comediante: aquella mirada le convenció de que aquel hombre era suyo.

Cisneros estaba pálido, temblaba, asomaban á sus ojos las lágrimas, y su hermosura, porque Cisneros era un hombre hermoso, se habia transfigurado; se encontraba sujeto, esclavo por aquella mujer.

—¡Oh! pensó Angiolina, ¡será el de este hombre amor, ó deseo, uno de esos deseos frenéticos que he inspirado á tantos!

Luego le alzó, le sentó á su lado y le dijo.

—Os amo como nunca he amado: creí amar una sola vez, me sentí deslumbrada, pero el hombre á quien creí amar no merecia mi amor; fue un error, pero error en el que solo perdí momentaneamente algo de mi orgullo: despues... despues me curé enteramente: ese hombre era el marqués de la Guardia.

—¡Ah, señora!

—Ya os dije que me engañé... y ahora os digo que estoy segura de no engañarme respecto á vos. Me amais y os amo. Os amo porque sois grande, porque teneis un alma sublime, porque antes de hablarme á solas, habeis hablado á mi alma delante de todo el mundo, la habeis hecho estremecerse, comprimirse, espaciarse, alegrarse, entristecerse: yo he corrido ansiosa á admiraros, siempre que os habeis dejado admirar del vulgo, y despues, cuando os he tratado de cerca, he visto que sois sublime, grande como comediante, porque como hombre sois grande y sublime. Os amo, Cisneros, con toda mi alma, hasta el punto de despreciarlo todo por vos.

Cisneros estaba trastornado, doblegado, bajo el peso de tanta felicidad, sufriendo no un dolor, sino un placer: hubo un momento en que, avaro de mas placer, quiso llevar su felicidad basta el último punto, pero Angiolina le adivinó y le dijo:

—Respetad en mí las costumbres de una mujer honrada: seré vuestra, os lo juro, pero no lo seré sino completamente.

—¿Que quereis decir?

—Quiero decir que no seré vuestra sino fuera de la casa de mi esposo; fuera de la córte, cuando ya no hayamos de separarnos jamás.

—¡Cómo! ¿y abandonais por mí...?

—Lo abandono todo.

—Pero si os venis conmigo...

—Dirán lo que quieran, pero no haré ese doble y vergonzoso papel que hacen tantas mujeres sonriendo á un tiempo á dos hombres, partiendo con dos lo que solo debe ser de uno: seré adúltera... en buen hora... seré adúltera porque os he conocido tarde: pero no mentiré.., una mujer puede deshonrarse, pero en la deshonra, como en todo, hay dignidad ó bajeza: yo no seré jamás baja ni cobarde: yo no engañaré nunca á dos hombres á un tiempo.

—Pero meditad...

—¿Es que no quereis partir vuestra vida con la mia? ¿vuestro peligro con el mio?

—¡Oh! si, si... pero yo no puedo daros lo que dejais... una posicion envidiable...

—¿Quien os pide mas que amor?

—¡Oh, Dios mio!

—Oid: ahora vais á salir de esta casa: no volvais á ella: pero estad todas las noches en la vuestra despues de media noche. Cuando menos lo espereis yo iré á llamar á vuestra puerta vestida de viaje... yo iré á arrojarme en vuestros brazos y á partir despues.

—¡Ah, señora! aseguradme que no sueño, que estoy despierto: que sois vos la que eso me decis...

—Si, si, soy vuestra, enteramente vuestra... pero fuera de la córte, donde nadie nos conozca. Adios.

Angiolina se levantó, atravesó ligera y gentil la cámara y antes de atravesar la puerta volvió el rostro á Cisneros y le sonrió.

—¡Ah! ¡ah! exclamó Cisneros: es hermosa, hermosísima, divina: pero se ha vuelto loca... ¡dejar la altura en que se encuentra colocada..! ¡obligarme á mí, á Cisneros, á dejar la córte! ¡oh! ¡esto es imposible! ¡imposible! pues bien: procuraremos que esta mujer sea racionalmente nuestra querida ó de lo contrario abandonemos la empresa: bien sé que la posesion de esa mujer aumentará mi renombre... ¡pero el príncipe don Carlos! ¡mis proyectos! ¡proyectos que un dia deben hacerme grande..! ¡bah! ¡bah! es necesario que nos dominemos y que pueda mas la cabeza que el corazon.

Cisneros salió aquel mismo dia de la casa de Angiolina, donde, por decirlo asi, habia estado incomunicado: cuando supo lo que pasaba en la córte se aterró: el príncipe don Carlos estaba confinado en su cuarto en el alcázar, bajo pretexto de enfermedad: acerca de la hermosa duquesita se decian cosas horribles, y no se la llamaba entre las cortesanas mas que la sultana enamorada.

El emir de los monfíes estaba herido y preso en el Santo Oficio; la princesa Angiolina no se presentaba en la córte, y su esposo estaba procesado en rebeldía por asesinato intentado contra el duque viudo de la Jarilla.

Pero el prestigio de la princesa se mantenia en pié; á nadie se le habia ocurrido que ella hubiese sido ni remotamente la causa de la herida del duque moro, como se le llamaba, ni se creia tampoco que el príncipe, á quien nadie conocia, hubiese realmente cometido aquel crímen.

Cisneros se encontró perplejo sin saber que partido tomar, y de su inaccion, de su perplejidad, sacó en claro que estaba realmente enamorado de Angiolina.

En cuanto á lo que debia hacer, el cardenal arzobispo de Toledo, se tomó la molestia de prescribirselo. El licenciado Pelegrin, secretario privado de su señoría habia intimado de órden de su señor á Cisneros que en el término de tercero dia saliese de la diócesis de Toledo (en la cual estaba como ahora comprendido Madrid) porque con su mala conducta, irreverencia y trato peligroso con el príncipe de Asturias, estaba dando escándalo á todos los hombres de lealtad y religion.

Hubo de resignarse Cisneros á esto y aun lo atribuyó á una intriga de la princesa, lo que, como le alhagaba se consoló en parte. Pero queria disculparse al menos con su señoría el cardenal arzobispo de Toledo y escribió á su secretario la carta siguiente;

«Señor licenciado Pelegrin: he recibido primero con gusto, y he leido despues con sumo dolor de mi alma, la órden que vuesamerced me ha enviado con un papel en que su señoría el cardenal arzobispo de Toledo me manda que en término de tercero dia salga de su diócesis. Siéntolo por muchas razones, y la principal de ellas, porque haciéndose público este mandamiento, pueden creer las gentes, no solo que soy mal cristiano, lo que es ya mucho, sino que soy mal hombre. Dícese en la órden que yo traigo á su alteza en vicios y malas costumbres y bien sabe Dios, señor, que si yo sirvo al príncipe es como criado; que le sirvo lealmente y que estoy á los reparos de todo. Buena muestra es de ello la estocada que recibí y que me ha tenido muy al cabo, causada, no por imprudencias mias, sino por la tenacidad de su alteza en servir á cierta dama de quien se habla mucho estos dias en la córte. Por mi parte, aunque me ha dejado muy débil esta herida, que ha sido tal como recibida de mano airada, saldré antes de tres dias á buscar mejores venturas por esos mundos, obedeciendo como esclavo lo que me ordena su señoría el arzobispo.—Dios guarde á vuesamerced, señor licenciado. De esta su casa á los veinte dias del mes de julio de 1567.—Andrés Cisneros.»

Al dia siguiente recibió Cisneros esta otra carta.

«Mi buen amigo: haced vuestra maleta y venid á buscarme: por razones que podeis adivinar no he querido ir á vuestra casa. Os espera en la venta de los Angeles con un coche de camino, quien tanto os ama que todo por vos lo deja.—Angiolina.»

El señor Andrés Cisneros, pues, metió en su maleta sus joyas y sus dineros; en sus cofres sus ropas de comediante, las cargó en un carro y salió de Madrid con su amor y sus aventuras, no sin cuidarse de decir antes á sus conocidos, para que lo divulgasen, que se iba acompañado por la princesa Angiolina.

Cisneros, que indudablemente se hubiera hecho interesante entre las damas durante ocho dias, solo por haber sido desterrado por el arzobispo de Toledo, lo estuvo siendo durante quince por la circunstancia de haberse llevado consigo á la hermosísima princesa Angiolina Visconti.

Capítulo XX. De cómo el rey don Felipe y la Inquisicion se convencieron de que no podian todo lo que querian.

Menudeaban las cartas. Poco despues de haber salido de la córte Cisneros, y de haber desaparecido de ella Angiolina, recibió el cardenal inquisidor general don Fernando Valdés, la siguiente irreverentísima epístola;

«Verdugo con sotana: te aviso de que se me va acabando la tinta con que te he escrito varias veces, advirtiéndote de que te abstengas de atormentar al emir de los monfíes, mi señor, que si se encuentra en tu poder es porque aun no puede movérsele por el estado de su peligrosa herida. Vuelvo, pues, á advertirtelo, y que, como la tinta se me acaba, la renovaré con tu sangre, que como alimentada de sangre humana, es de la mejor calidad posible.

»Y no desprecies este mi último aviso como los anteriores, porque sino te haces mas humano, tomaré tu sangre, aunque te rodees de familiares, y te escondas en las entrañas de la tierra.—Un moro tan moro como Mahoma, vasallo del poderoso emir de los monfíes, que vive en Madrid, que te ve todos los dias y todos los dias habla contigo; que se llama entre los cristianos como quiere, y entre los moros, sus hermanos, Harum—el—Geniz.

Entróle cierto miedo al bueno de don Fernando Valdés, con la lectura de esta carta, que se habia encontrado sobre su mesa, sin que nadie la hubiese llevado á no ser un duende ó un espíritu. Y tenia razon para intimidarse el inquisidor general, porque asi, de la misma manera invisible, habia recibido otras misivas amenazadoras, en las cuales se le habia hecho ver que habia quien conocia lo que pasaba dentro de la cárcel del Santo Oficio, como si fuera lo mas público, á pesar de que se creia muy reservado. Supuso, y no sin razon el cardenal, que quien tenia poder natural ó sobrenatural para sorprender los tenebrosos secretos de la Inquisicion, lo tendria tambien para cumplir lo que amenazaba. Aguijado, pues, por el miedo, llamó á un tremendo inquisidor llamado Molina de Medrano, calificador de la Suprema y fiscal de la general Inquisicion, y por no permitirle sus achaques ir en persona á ver al rey, encargó á Medrano que llevase aquella insolente carta á su majestad, y que le dijese, que estando ya el preso en estado de prestar declaracion, podia pedirsele la indagatoria para abreviar de este modo, y salir de una vez con un ejemplar castigo del cuidado de aquel preso, que segun muchas y repetidas pruebas era peligroso.

Partió el licenciado Medrano con la carta y el mensaje, orgulloso y contento porque se le presentaba una ocasión de hablar al severo Felipe II, dificilísimo de ver para ciertas gentes en razon de la rígida etiqueta de la casa de Austria; llegó á las antecámaras y se hizo anunciar para un asunto que atañia á la religion y á nombre del inquisidor general, merced á lo cual fue introducido, no sin que tuviese que esperar dos horas largas en la antecámara de audiencias.

Oyó sin pestañear el rey su mensaje, leyó y releyó detenidamente la carta de Harum el—Geniz, meditó sobre ella un gran rato y luego dijo:

—Decid al cardenal que vé por todas partes visiones de moros: que no sea tan asustadizo: que en nuestra córte estamos seguros de tales duendes, y que en todo caso, obligacion suya es morir, si necesario fuese, por nuestra santa religion; que no se atormente al preso, porque atormentándole se dilatará mas su cura y la posibilidad de sujetarle, como Dios manda, sano y bueno, á la prueba del tormento: y puesto que el cardenal cree que ese moro puede prestar declaracion indagatoria, decidle que me envie una órden en forma, para que una persona encubierta pueda entrar en el calabozo del preso y permanecer á solas con el. Por lo demás, advertid al cardenal, que no ponga mano en esto, porque todo lo que respecta á ese hombre es asunto mio. Que se componga allá como pueda en averiguar quien le envia estas amenazas, que bastantes familiares y alguaciles tiene, y que no volvamos á hablar de esto. Id, pues, en paz, Medrano, y cuidad de que se me envie al momento esa órden.

Y volviendo el rey las espaldas al licenciado, le dejó hecho una estátua.

—O el inquisidor general no sabe lo que se pesca, dijo Molina de Medrano para su manteo, mientras salía de la cámara, ó el rey no sabe el terreno que pisa. ¡Hum! con reyes como este la Inquisicion no sirve mas que para gitanos, brujas y buhoneros. ¡Es mucho, mucho rey don Felipe!

Cuando salió del alcázar Molina de Medrano era ya de noche, merced á las dos horas que le habia hecho esperar el rey; entonces alrededor del alcázar y en la parte que ahora se llama Plazuela de Oriente, existia un enmarañado laberinto de callejuelas, por las cuales era aventurado meterse de noche, á pesar de su proximidad al alcázar.

Distraido Molina de Medrano, se aventuró por ellas, y no lo reparó hasta que ya estaba en el centro del laberinto.

—¡Hum! dijo; malos sitios son estos, muy malos, y especialmente para quien tiene enemigos.

Y apresuró el paso.

De improviso y sin que antes hubiera sentido pisadas ni otra señal que le revelase la aproximacion de persona alguna, sintió una mano que se apoyaba pesadamente en su hombro derecho, y al volver la vista hácia aquel lado, vió ante sí un bulto envuelto en una capa, á pesar del calor de la estacion, cubierto con un ancho sombrero, y mostrándole á dos dedos de los ojos otro objeto terrible, esto es, el cañon de un pistolete.

—¡Socorro! gritó instintivamente el inquisidor.

—¡Eh! ¡silencio! exclamó una voz amenazadora, ó si quieres que hagamos ruido, hagámosle en buen hora: pero te juro que ese ruido pasará muy pronto.

—No llevo dinero conmigo, dijo todo trémulo Molina de Medrano.

—¡Por Mahoma! ¿y quién te pide dinero, clérigo? exclamó el embozado.

Aquel por Mahoma, fue un rayo de luz, ó por mejor decir, un relámpago que iluminó el turbado pensamiento de Medrano. Aquel hombre era mucho mas temible que un ladron vulgar, porque aquel hombre era, sin duda, un monfí.

—¿Qué me quereis? dijo Medrano haciendo un esfuerzo para hablar.

—Muy poca cosa, amigo mio, contestó el embozado; quiero que me sigas.

—¡Qué os siga! ¿y á dónde?

—Cerca de aquí.

—¿Pero qué quereis hacer de mi?

—Lo que tú haces con todos, todos los dias y á todas horas: interrogarte, y si no contestas sujetarte al tormento.

—Ved que lo que pretendeis hacer os pudiera pesar.

—Lo que te interesa sobre todo es salvar tu vida obedeciéndome: no siempre has de mandar tú: con que agarrate á mi brazo y sígueme.

Y esto diciendo, asió el brazo derecho de Molina de Medrano, le sujetó bajo su brazo izquierdo y tiró del inquisidor, que opuso resistencia.

—Escucha, clérigo, le dijo el incógnito, si resistes, por la santa Kaaba que te envio á cenar con el diablo, que hace mucho tiempo que debe de tener la mesa puesta esperándote. ¡Adelante y silencio!

Molina de Medrano se dejó arrastrar, temblando como un raton entre las garras de un gato.

Su apresador le hizo rodear dos ó tres callejas lóbregas, y en una de ellas se detuvo y lanzó un largo silbido.

Instantáneamente, de detrás de una esquina salieron otros cuatro hombres que adelantaron y rodearon al inquisidor, que perdió toda esperanza.

—Será preciso que consientas en que te vende los ojos, dijo el que hasta allí le habia conducido.

—Ved lo que haceis, repitió Medrano, queriendo valerse como de un arma poderosa del terror que imponia á todo el mundo la Inquisicion, de que era uno de los mas terribles ministros.

—Tambien ahorcan al verdugo, amigo Molina, dijo uno de los recien llegados, con la diferencia de que nosotros, si es necesario ahorcarte, te ahorcaremos con mas humanidad que como vosotros lo haceis: te dejaremos elegir la cuerda y la altura. Vamos, estate quieto y concluyamos, que se va haciendo tarde.

Y diciendo esto, sacó un pañuelo, le preparó en forma de venda, y cubrió con él los ojos del inquisidor, que cediendo á las circunstancias: no opuso la menor resistencia.

Poco despues Medrano sintió que le metian en una litera, y luego que aquella litera se ponia en marcha.

Fuese por desorientarle, fuese porque efectivamente recorriesen una gran extension, la litera, y junto á ella los embozados, cuyas pisadas sentia el prisionero, anduvieron durante una hora. Al cabo de ella sintió que una puerta se abria, pararon la litera y los hombres y se abrió la portezuela.

—Sal, dijo la voz del hombre que le habia apresado.

El inquisidor salió.

Una mano asió una de las suyas y tiró de él, conduciéndole en la extension de algunos pasos en línea recta.

Luego la misma voz le dijo.

—Aquí hay una escalera.

Molina de Medrano bajó y tuvo cuidado de contar los escalones.

Cuando hubieron llegado al ciento cincuenta su guia le dijo:

—Ya no hay escalera.

El inquisidor siguió siempre asido y llevado, y contó doscientos pasos por un pasadizo tortuoso y humedo, á cuyo fin se abrió una puerta y se tornó á cerrar.

Entonces el hombre que le conducia le quitó de los ojos el pañuelo.

Molina de Medrano á la luz de una vela de sebo que ardia sobre una mesa, vió un aposento reducido, humedo, y por únicos muebles una silla, la mesa que hemos indicado, y sobre ella un tintero, papel blanco y una bugía.

Ante él habia un hombre: aquel hombre era alto, fornido, vestia coleto de ante, greguescos pardos, calzas rojas y zapatos de ante con lazo: llevaba en su talabarte una espada de voluminosa empuñadura, una daga con enorme guardamano, y un par de pistoletes ó pedreñales de extraordinaria longitud; tenia cubierta la cabeza con un sombrero ancho de alas caidas, el rostro con un antifaz de cuero, y los hombros con una ancha capa parda.

—¿Que tal te parece esto? dijo aquel hombre sentándose en la única silla que habia, y señalando con un ademan al inquisidor el aposento en que se encontraban; no es muy hermoso que digamos, pero no son mucho mejores vuestros calabozos de la Inquisicion. Aquí á lo menos no hay cadenas, ni ruedas, ni hornillos, pero te advierto que no te fies mucho de esto, porque ya, sin esos trevejos, encontraré medio de darte tormento si te niegas á hablar. Veamos, añadió el incógnito poniéndose en posicion de escribir; apunto mi primera pregunta. ¿Ha recibido el inquisidor general don Fernando Valdés, una carta firmada por un moro?

Molina de Medrano que se habia decidido por sacar su pellejo lo mejor librado posible, contestó con un sí categórico.

—¿Has estado esta tarde en casa del inquisidor general?

—Si.

—¿El inquisidor general te ha enviado á ver al rey?

—Sí.

—¿Has esperado en la antecámara de audiencias dos horas largas?

—¡Lo sabeis todo!

—No importa. Contesta.

—Si.

—¿Qué mensaje has llevado al rey?

Molina de Medrano declaró al pié de la letra cuanto habia hecho desde que salió de casa del inquisidor general, y cuanto le habia mandado y dicho el rey.

—Bien; perfectamente; dijo aquel hombre: eres dócil y mereces que te tratemos bien. Firma esta declaracion.

—Pero... balbuceó el inquisidor.

—Espero que no me obligarás á tratarte con dureza.

Era tan amenazador el acento del enmascarado, que Molina de Medrano ocupó el asiento que aquel habia dejado vacío, y firmó.

—Ahora toma otro papel.

—¡Otro papel! ¿Y para qué?

—Escribe con letra clara y puño firme lo que voy á decirte.

—Espero que no tratareis de perderme.

—No; pero trato de asegurarte. Escribe.

Y dictó al inquisidor lo siguiente:

«Mi buen amigo Harum—el—Geniz: agradecido á las dádivas que os debo...

—¡Pero esto me deshonra! exclamó el inquisidor.

—Escribe ó te mato, murmuró sordamente el encubierto, y continuó:

»... á las dádivas que os debo, no puedo menos de avisaros que he ido á ver al rey esta tarde de órden del inquisidor general, que ha recibido vuestra carta. El rey me ha mandado pedir al inquisidor general, una órden para que se permita entrar un encubierto en la cárcel del Santo Oficio esta noche. Como esto tiene, sin duda, relacion con el emir, os lo comunico para que esteis avisado y tomeis las medidas que creais oportunas. Os advierto que el inquisidor general tiene mucho miedo, y que podreis hacer de él cuanto querais. De lo que haya de nuevo os avisaré, como debo. Guárdeos Dios. De esta vuestra casa á veintidos dias del mes de julio de 1567.—El licenciado Molina de Medrano.

El inquisidor escribió sudando y de la mejor manera que pudo esta carta, que su tiránico apresador leyó detenidamente.

—Ciérrala á tu modo, le dijo despues de leerla, y pon en el sobrescrito: á Sidy Harum—el—Geniz, walí del poderoso emir de los monfíes.

El sacrificio estaba consumado: Molina de Medrano estaba cogido: por mas que declarase la violencia de que habia sido víctima; por mas que se preparase, estaba seguro de que, si aquella carta iba á dar en manos del inquisidor general, era hombre perdido.

Ademas de esto, y acaso porque fuese verdad, acaso por aterrarle, el encubierto le dijo:

—Vamos ven: voy á ponerte en libertad para que vayas á casa del inquisidor general; pero cuenta con lo que hablas en ella, porque hay allí ojos y oidos que ven y oyen, cuanto nosotros queremos ver y oir.

Volvióle á vendar los ojos, le sacó fuera del subterráneo y de la casa, de la misma manera que le habia llevado á ella, y luego, despues de haber dado vueltas y revueltas, se abrió la portezuela y una mano le condujo á alguna distancia. Poco despues sintió que el que le habia conducido se alejaba, y se quitó el pañuelo de los ojos: encontróse en una calle lóbrega y delante de la luz de una imágen: á aquella luz el inquisidor vió el pañuelo con que le habian vendado y se estremeció: aquel pañuelo estaba manchado de sangre.

Dominóse lo mejor que pudo, se orientó y vió que estaba muy cerca de la casa del inquisidor general, á la que se dirigió entrando en ella mas muerto que vivo.

Una hora despues salió.

Al poco tiempo conoció que un hombre embozado le seguia: apresuró el paso, pero el embozado le apresuró tambien: desgraciadamente marchaban por una calle solitaria, y no habia una sola puerta abierta ni pasaba una sola persona.

Entróle á Medrano un miedo mortal, y se dió á un trotecillo picado que tenia todas las señales de fuga.

—¡Diablo, dijo el que le seguia, y como huis de los amigos, señor licenciado!

El inquisidor se estremeció: habia reconocido la voz del que anteriormente le habia apresado, pero estaba cerca la desembocadura de la calle, y probó á ganar la esquina.

—Me vais á obligar á que os demuestre que una pelota de pistola corre mas que vos, amigo mio, dijo roncamente el tenaz perseguidor.

A aquella insinuacion, Molina de Medrano se detuvo y quedó inmóvil, como si se hubiera convertido en una estátua.

El embozado, á quien llevaba mucha delantera, llegó á él.

—¿Adónde vais? le dijo.

—Al alcázar.

—¿Llevais, pues, la órden pedida por el rey?

—Creo que si.

—Venid á este soportal.

El inquisidor obedeció y siguió al embozado á un soportal oscuro.

Allí fue registrado escrupulosamente: no llevaba consigo mas que un pliego cerrado, cuya oblea estaba todavia fresca.

—Esperadme aquí, le dijo aquel hombre.

—¿Pero os llevais la órden?

—Yo volveré á traerósla...

—Pero...

—Esperad.

Molina de Medrano se resignó y esperó un cuarto de hora escondido en el soportal, y temblando, á que volviese el terrible incógnito.

Cuando este volvió le entregó el pliego.

—Veo con satisfaccion que no me habeis engañado, le dijo: es efectivamente la órden consabida. Id y llevádsela al rey. Cuidad de no tomar una necia precaucion, ó de procurar prenderme; porque no lo conseguiriais, y la prueba os costaria muy cara. Id en paz; llevad al rey esa órden, y no tengais miedo por el camino, porque yo os acompaño.

Molina de Medrano salió todo trémulo y desconcertado, y tomó la direccion del alcázar: por mas que aguzó el oido y volvió cautelosamente algunas veces la cabeza durante el tránsito, no pudo notar tras sí ninguna persona.

Una hora despues salió del alcázar, y escarmentado ya, varió de direccion y tomó hácia la iglesia de Santa María.

Pero al pasar bajo el arco, que entonces existia en aquel lugar, se despegó de la pared un bulto, que fue para el inquisidor una aparicion lúgubre.

—Seguidme, dijo aquel hombre.

No era la misma voz, pero el aspecto del nuevo encubierto era enteramente igual al del anterior.

Molina de Medrano obedeció y siguió á su nuevo tirano hácia la calle de Segovia, murmurando:

—¡Dios mio! ¡ese condenado moro, tiene monfíes en todas partes!

Entre tanto en la casa del inquisidor general, acontecia una escena que no debemos pasar en silencio.

Apenas habia salido de ella Molina de Medrano, un familiar anunció á don Fernando Valdés, que el señor don Luis de Robles deseaba hablarle.

—¡Oh! ¡me viene como llovido del cielo! murmuró el cardenal, despues de haber mandado que le introdujeran.

Entró á poco un jóven como de veinticuatro años, al parecer caballero, y gentilmente vestido.

—Guarde Dios á vuesamerced, señor familiar, dijo dulcificando su acento, generalmente áspero, Valdés; ¡y que me place de veros! ¡venid, venid á sentaros á mi lado! estos malditos humores me tienen postrado en este sillon; y luego los sinsabores que debo á mi oficio de inquisidor general me irritan la gota. Venid, venid acá, valiente caballero. Pareceme que cada dia estais mas contento de la predileccion con que os miro, y de las honras que os hace el Santo Oficio.

—¡Ah, señor cardenal! dijo el jóven llevando un sillon junto á la poltrona del prelado, y sentandose con noble soltura; indudablemente que todo lo debo á vuestra señoría, no á mis pobres merecimientos.

—No tal, no tal; vos sois uno de los miembros mas útiles del Santo Oficio, y á vuestra fe cristiana, y á vuestro celo por la honra de Dios y nuestro católico monarca, su imágen sobre la tierra, debemos muchas noticias acerca de ese asunto de los monfíes, de ese asunto que se va haciendo terrible.

—Débese á la casualidad, señor cardenal; ya os dije que he estado cautivo en Argel dos años, lo que me ha servido para aprender la lengua de los moros, y por doble desgracia, al saltar en tierra de Almuñecar, y en mi primer jornada por las Alpujarras, fuí apresado de nuevo por los monfíes y obligada mi familia á pagar un crecido rescate. Estas desgracias, sin embargo, han sido una felicidad para mi, puesto que me proporcionan ciertos medios para entenderme con esa gente... la conozco sobre todo.

—¿Y creeis que haya en Madrid algunos de ellos?

—¡Si lo creo! no tengo duda. El emir es hombre que nunca entra en un lugar sin dejar cubierta la salida.

—Pero no habeis podido descubrir...

—Esto es difícil: por su costumbre de tratar con los cristianos, esos moros hablan perfectamente nuestra lengua, pueden disfrazarse y proveerse de papeles falsos que prueben un nombre y un parentesco cualquiera; venir á la córte y entrar al servicio del mismo rey, sin ser conocidos.

—Pero y bien...

—Trabajo por ponerme en el caso de dar con el nido, ó mejor dicho, con los nidos que deben tener en la córte esos traidores. A propósito, valiéndome de mi cualidad de familiar del Santo Oficio, y de la autorizacion que tengo para entrar en los calabozos de todos los presos sin excepcion, he bajado hoy al del emir de los monfíes.

—¿Y se encuentra en estado de sufrir la prueba del tormento?

—¡Oh! ¡no señor! está fuera de peligro pero muy débil: nada se conseguiria.

—¡Ah! ¡ah! á ese hombre le protege lo mismo que le ha puesto en nuestro poder: pero no importa: dicen que puede prestar declaracion.

—Su razon está despejada y fuerte, de lo que he podido juzgar en dos horas que he estado hablando con él.

—¿Y de qué le habeis hablado?

—Le he propuesto lisa y llanamente, para inspirarle confianza, que si me dá una gran cantidad de dinero, le procuraré su fuga.

—Y... ¿qué os ha respondido?

—¡Oh! es un hombre terrible: me ha dicho con la serenidad mas completa:—Agradezco vuestros servicios, pero yo no estoy preso, caballero.

—¡Cómo! pues ya diremos si está preso ó no á ese jactancioso. ¡Hum!

Y Valdés contuvo una tos profunda que habia causado en él la irritacion.

—Me ha hablado ademas de sus proyectos, como si se encontrase ni mas ni menos, entre sus bandidos de las Alpujarras.

—¡Sus proyectos...! ¡sus proyectos! ¿y qué proyectos son esos?

—Hacer la guerra al rey.

—¡Hum! hanme dicho que los moros como los andaluces, son muy fanfarrones.

—Eso dice quien no los conoce, dijo con cierto acento particular el jóven.

—¿Y vos creeis conocerlos?

—¡Bah! como os conozco á vos, señor cardenal.

—¡Ah! ¡me conoceis...!

—Si por cierto: sé, por ejemplo, que el emir Yaye—ebn Al—Hhamar, se escapará de las prisiones del Santo Oficio, como sé que tú, Fernando Valdés, tienes miedo de tenerlo preso.

Para comprender esta variacion de tono del familiar, debemos advertir, que poco antes de pronunciar estas palabras, habia resonado en la calle un silbido particular.

—¿Qué significa esto? exclamó dominado por la sorpresa y por la cólera Valdés.

—Esto significa, que tienes delante un monfí en cuerpo y en alma; un moro disfrazado de cristiano.

—¡A mí! ¡pages! ¡familiares! exclamó pálido de espanto el inquisidor general, apoyando fuertemente sus manos en los brazos del sillon, y procurando, aunque inútilmente, levantarse.

—No grites ni te esfuerces, viejo, dijo sin variar de tono el jóven, en cuyo acento se notaba únicamente un profundo desprecio: en tu casa, desde ahora hasta que esté libre el emir, no hay mas que monfíes; tus pages y tus familiares están encerrados y no acudirán á tu voz. En cambio, observa. ¡Ola! exclamó el jóven con acento de autoridad.

Inmediatamente apareció en la cámara un hombre de las peores trazas posibles, verdadero truan de plaza, que adelantó con desenfado.

—¿Ha llegado la hora de aplastar la cabeza á este viejo víbora, Suleiman? dijo aquel hombre dirigiendo la palabra al jóven, y una mirada de odio salvaje al cardenal.

—No, Jafar, pero será muy posible que haya necesidad de apretarle los pulgares, lo que debes evitar, cardenal, porque estás achacosillo y delicado, añadió volviéndose á Valdés que estaba mudo de sorpresa, de miedo y de cólera; te ruego que te tranquilices, á fin de que puedas escribir con seguridad y de manera que nadie dude de tu escrito, una órden para el alcaide de la cárcel del Santo Oficio en Madrid, á fin de que me entregue la persona del duque de la Jarilla, para trasladarle á la cárcel del Santo Oficio en Toledo. Lo que te pedimos no es gran cosa. ¿Qué te importa que quemen ó no quemen al emir?

—¡Oh! sí le importa Suleiman; porque si el emir muriese entre las garras de estos clérigos, seria cosa de llevarse algun tiempo agujereando sotanas á puñaladas, dijo ferozmente Jafar.

—Moriré como mueren los mártires, dijo Valdés, desmintiendo con lo trémulo de su voz lo valiente de sus palabras.

—No perdamos el tiempo en sandeces, dijo Suleiman: esta es una lucha en que has sido vencido, con las mismas armas que has querido usar contra el emir; tú has querido conocer, descubrir á los monfíes por medio de un traidor: un monfí te ha ganado por la mano, engañándote, fingiéndose cristiano y verdugo é infame como tú: acepta, pues, tu suerte, y no la hagas peor de lo que es: no nos obligues á cometer una violencia que siempre es repugnante cuando se trata de hombres que solo saben matar hombres fuertes, armados, frente á frente y con peligro.

El mismo exceso del terror operó una reaccion en el cardenal, que tentó un medio de salvacion.

—Estais jugando vuestra vida, dijo, en una empresa descabellada: un acaso puede revelar vuestra existencia en mi casa, y sois perdidos.

—¡Oh! ¡oh! ¡y cuán amoroso nos trata! dijo el monfí que habia entrado y que permanecia como un espectro amenazador, de pié delante del cardenal y con su membruda mano puesta sobre su daga.

—Os trato con la caridad de un cristiano, como debe trataros un príncipe de la Iglesia; quiero que no perdais vuestro cuerpo y vuestra alma.

—Estás procurando ganar tiempo, cardenal, dijo Suleiman, y te advierto que esto es de todo punto inutil: cualquiera que venga á tu casa encontrará en la puerta familiares, que son monfíes como yo; familiares que dirán á todo el que llegue que estás enfermo y no puedes recibir á nadie. En todo caso el que entre, no saldrá, te lo aseguramos, y si yo te pido esa órden, es solo para causar menos escándalo. ¿Qué, no tengo yo una órden tuya que me autoriza para entrar con mis alguaciles en la cárcel del Santo Oficio?

Valdés tentó un nuevo medio de salvacion.

—Puedo haceros ricos, dijo: puedo cubriros de oro; fijad el límite á vuestra ambicion, y lo que me pidais será vuestro.

—Si algo tomamos tuyo, mal clérigo, será la sangre, exclamó Jafar, sacando con un movimiento enérgico su daga de la vaina y dando un paso hácia el prelado.

Este lanzó un grito horrible.

—¡Eh, silencio! dijo Suleiman: ¡ó la órden ó tu vida, cardenal!

Diciendo esto Suleiman tomó un libro en folio que habia sobre una mesa, buscó un pedazo de papel, le puso sobre el libro, tomó una pluma del tintero, y puso aquel libro con aquel papel sobre las rodillas del prelado y en su mano la pluma. En tanto Jafar alumbraba con una bugía, y en la otra mano tenia desnuda su daga.

El inquisidor general comprendió, que habia llegado el momento de elegir entre el martirio ó hacer al rey y al Santo Oficio traicion y se decidió por la traicion.

Tomó la pluma y ya enteramente entregado se puso en la actitud del que espera que le dicten para escribir.

Suleiman estaba perfectamente enterado de la forma, por decirlo asi, chancilleresca, usada por la Inquisicion en estos casos, puesto que dictó sin detenerse lo siguiente:

«Nos don Fernando Valdés (seguian todos los cargos dignidades y títulos del cardenal.)

»Por la presente mandamos á el alcaide de las prisiones del Santo Oficio de la Inquisicion de Toledo en Madrid, entregue al familiar don Luis de Robles y á los ministros que le acompañen, el cuerpo de don Juan de Andrade, preso en la dicha cárcel del Santo Oficio de Toledo en Madrid, sin ponerle oposicion, ni obstáculo alguno, bajo pena de excomunion mayor, perdimiento de oficio, y demás á que hubiere lugar. Dado en Madrid á 22 de Junio de 1567.—Don Fernando Valdés.»

—Falta el sello, dijo Suleiman.

—¡Oh! ¡oh! exclamó el cardenal; ¡que falta el sello! pero el sello no le tengo yo; le tiene el consejo de la Suprema.

—Pero tú tienes un sello superior, y yo sé donde está ese sello.

Suleiman fué á una mesa; forzó con su daga uno de los cajones, le abrió, sacó de él una barra de lacre verde y un sello de hierro, derritió algun lacre sobre el papel, estampó sobre el lacre el sello, y luego, volviéndose triunfante al cardenal exclamó:

—Deseabas conocer á los monfíes, cardenal, y los has conocido: pero has tenido mas suerte que otros que solo les han visto el rostro para morir.

Tras estas palabras salió, dejando encargado á Jafar de la guarda del cardenal.

Dos horas después se oyeron tres silbidos en la calle: entonces Jafar, que se habia sentado frente al cardenal, se levantó, ató fuertemente al inquisidor con una cuerda que sacó de su bolsillo, y sin consideracion á su edad ni al estado de su salud, le puso una mordaza.

—Es necesario procurar que no grites, le dijo, y des la alarma antes de que nos hayamos puesto en cobro. En pasando una hora te desafiamos y lo mismo á tus sabuesos para que nos encuentres. Me voy con el sentimiento de no dejarte mudo para siempre; pero quien puede mas que yo no lo quiere. Pídele á Dios no ver otra vez delante de tí, á los monfíes de las Alpujarras.

Y el impío hizo una mamola al prelado, dió una zapateta, se le rió en las barbas y salió.

Don Fernando Valdés, se quedó rugiendo tan fuerte como se lo permitia la mordaza.

Capítulo XXI. De lo que pasó en un calabozo de la Inquisicion de Madrid.

Dos horas antes de acontecer lo que en el capítulo anterior dejamos referido, se detuvo delante de la puerta de la cárcel que tenia en Madrid la Inquisicion del arzobispado de Toledo, una litera conducida por dos hombres y escoltada por otros cuatro y salió de ella un hombre embozado.

Precedióle uno de los que escoltaban la litera, que llegando á la guardia, hizo llamar al alcaide y cuando este estuvo presente, el embozado que de la litera habia salido, mostró en silencio un papel al alcaide, el cual, á penas hubo leido el papel, dijo á quien se lo habia dado:

—Sígame vuesamerced.

—Despues de haber abierto dos fuertes rastrillos, de haber recorrido callejones y patios y de haber bajado escaleras, el alcaide abrió la puerta de un calabozo, situado en un sótano, é introdujo en el al embozado.

—Cuando quisiereis salir, le dijo señalándole una cuerda que pendia dentro del calabozo de la pared, tirad de esta cuerda.

Y dejó dentro al embozado, cerró la puerta y se sintieron sus pasos que se alejaban.

El embozado miró en torno suyo, y se encontró en un espacio cuadrado, estrecho, de bóveda baja, sin mas muebles que un lecho, una mesa y una silla. En la mesa habia una luz, algunas redomas, hilas y vendajes; y en el lecho un hombre que estaba vuelto el rostro á la pared y que no se movió, á pesar de la presencia del embozado en el calabozo.

Mirábale profundamente el recien llegado entre su embozo y el ala de su sombrero, pero pasó algún espacio sin que dijese una sola palabra.

Al fin dijo con acento breve y duro:

—¡Duque de la Jarilla!

—Hé aquí que te esperaba, y no me he engañado, dijo Yaye sin volverse.

—Creo, Dios me perdone, que os permitís tutearme, dijo con una cólera mal contenida el embozado.

—¿Y bien no somos iguales? dijo Yaye.

—¡Iguales!

—Si por cierto: los dos somos reyes.

—¿Por quien me tomais?

—Te tomo por quien eres: por mi enemigo el rey de España.

—¡Oh! ¡esto es ya demasiado! exclamó el encubierto á quien irritaba lo sereno del acento de Yaye. ¿Os atreveis á llamaros enemigo del rey?

—Vaya si me atrevo: y me he atrevido á mucho mas y sabe Dios hasta que punto me atreveré en lo sucesivo.

—¡Es decir que creeis veros libre!

—Tanto como lo creo. Cuando menos lo esperes, don Felipe, la Inquisicion irá á decirte que ha encontrado mi calabozo vacío.

—Solo un medio teneis de veros libre, duque.

—¡Ah! ¿y vienes tú, señor rey, á proponerme ese medio?

—Sí, vengo, yo, don Felipe, á quien llaman el prudente, á verte en tu calabozo (y el rey, que él era, se descubrió); vengo á hablar contigo aquí, donde nadie puede oirnos: vengo á ver hasta donde llega tu audacia, y sobre todo á escuchar yo solo tu confesion.

—Entre vosotros siempre se confiesa al que va á morir.

—¿Y crees tú que si yo quisiera vivirias mucho tiempo?

—Prueba á matarme.

—Otros que se creian fuertes y poderosos...

—Han muerto á una sola palabra tuya, ya lo sé... pero tú no me matarás, don Felipe.

—¿Y en que te fundas para tener esa seguridad?

—En que no puedes matarme.

—¿Te proteje el diablo? dijo con un acerado acento de sarcasmo el rey.

—Tal vez: tal vez me proteja Satanás: por lo pronto las señales de mi odio están ya en tu familia:

—¡En mi familia!

—El príncipe don Carlos tu hijo, tu heredero, te hace traicion.

—¡La prueba!

—No tardará el mismo príncipe en dártela.

Estremecióse profundamente el rey.

—¿Y has sido, tú, tú monfí, quien has impulsado á la rebeldía á mi hijo?

—Ha sido primero Satanás, que le ha dado perversas inclinaciones, y luego yo, que soy tu enemigo, que necesito vencerte, y vengar con tu desgracia, con una horrible desgracia, las infamias, las crueldades que has cometido contra los mios.

—Tu audacia, solo es comparable á tus delitos, dijo el rey.

—¡Mis delitos! ¡y hablas tú de delitos, verdugo coronado!

Nunca, el rey don Felipe se habia oido tratar de tal modo: nunca, él, tan celoso de su autoridad, tan déspota como todos los déspotas de la historia juntos, habia necesitado de tanta fuerza de voluntad para dominarse: sin embargo, como Yaye poseia terribles secretos, muchos de los cuales atañian al príncipe su hijo, no queria que nadie pudiese oir las revelaciones del emir de los monfíes, y estaba resuelto á todo para arrancarle la confesion que anhelaba; por otra parte, tales eran sus intenciones con respecto á Yaye, que solo veia en el un cadáver.

—Te estoy probando mi magnanimidad y mi grandeza, le dijo, cuando tolero tu osadia: estás herido y preso, y es necesario que se conozca cuanta diferencia hay entre un príncipe cristiano y un capitan de bandidos.

—¿Y por qué vienes tú solo, rey, encubierto, de una manera vergonzosa, á visitar al capitan de malhechores? ¿No hay verdugos en tus reinos, ó es que me crees tu igual y quieres que este asunto se quede entre los dos?

Don Felipe estaba mudo de asombro. Yaye que hasta entonces habia permanecido echado, con el rostro vuelto á la pared, se levantó, se sentó sobre el lecho y dijo contemplando frente á frente al rey:

—Tu soberbia, le dijo, no te deja comprender la razon que tengo para ser tu enemigo. Sin embargo, debia bastarte para conocerla, saber que yo soy rey de los moros de las Alpujarras.

—De los bandidos, querras decir.

—En buen hora; pero entonces tú tambien eres un rey de bandidos.

—¡Yo!

—Si, tú, nieto de la reina Isabel, hijo del emperador don Carlos, es decir descendiente de una raza maldita que se ha alimentado con sangre humana y con lágrimas de desesperacion.

—Me habian dicho que los monfíes erais una gente braba y desalmada, pero no me habian dicho que erais maldicientes: ¡hasta donde llegará tu audacia, moro!

—Escúchame con calma y no me interrumpas, rey. Cuando un hombre es enemigo de otro, y sobre ser su enemigo es caballero y leal, debe procurar que se conozcan los motivos de su enemistad.—No es la causa de mi odio hácia tí ni hácia los tuyos, el que en tiempos de los Reyes Católicos, tus bisabuelos, fuese conquistado por ellos el reino de Granada. El Dios de las batallas, el Dios fuerte, el Dios Altísimo y Unico, da la victoria ó la quita; hace esclavo al señor y señor al siervo. ¡Dios lo quiso! mi pueblo hubiera obedecido las leyes del vencedor, si el vencedor hubiera cumplido religiosamente las capitulaciones pactadas con el vencido: pero esto no sucedió: esas capitulaciones han sido rotas: tus capitanes generales han azotado y maltratado á los moriscos; tus frailes los han bautizado á la fuerza; tus jueces y tus golillas los han robado; tus vasallos les han prodigado toda clase de insultos, hasta el punto de manchar la honra de sus mujeres y de sus hijos; la Inquisicion los ha quemado y la Chancillería los ha ahorcado; un anatema de servidumbre, de muerte y de infamia ha caido sobre ellos, y al probar la insurreccion una y otra vez, no han sido rebeldes, sino que han usado del derecho que da Dios á los oprimidos de levantarse contra la mano infame que los despedaza. Esto solo bastaria para que yo, descendiente de ese pueblo, rey de los valientes que no han sabido doblegarse al yugo, fuese tu enemigo: la patria me manda defenderla contra tí, probar todos los medios de libertarla de tu tiranía; y como si esto no bastase, voy á decirte las razones que tengo como hombre para ser tu enemigo. Escucha: mi madre murió á manos de la Inquisicion.

—¡Hereje, acaso!

—No, murió porque era hermosa, bajo el peso de la venganza de un fraíle.

—La Inquisicion no se engaña.

—Es verdad, porque asesina á sabiendas. Pero déjame continuar: la mano de un soldado español mató á mi padre, que espiró entre mis brazos, pidiéndome venganza. Yo he empezado á vengarle.

—¡Que le has vengado!

—Si: he vengado á mis padres, matando á cuantos frailes, golillas y soldados he habido á las manos: he vengado ademas en tí, á mi pueblo.

—¿En mí?

—Si, en tí. ¿Quien ha impulsado á la rebeldía á tu hijo?

—¡Oh! exclamó, con acento rugiente, don Felipe.

—Es verdad que para ello he roto el corazon de mi hija, pero te he herido en tu soberbia, porque tú no tienes corazon, don Felipe. Te he herido en tu esencia de rey, porque don Carlos es tu hijo único, y tú le matarás, rey, tú le matarás.

—¡Que yo mataré á mi hijo!

—Si, tú le matarás, porque antes que padre eres rey, y tendrás miedo de tu hijo.

—Yo romperé con tu vida esa horrible red de desgracias: ¡por san Lorenzo, mi patron, te lo juro!... No te conocia bien y habia venido á hacerte merced... pero ahora... ahora que sé que de tí no puedo esperar mas que crímenes, ¡morirás, moro, morirás!

—No faltará en todo caso quien gobierne á mis monfíes, que con mi muerte tendrán una infamia mas de que pedirte cuenta, rey.

—Has hablado de traiciones de mi hijo, preguntó con un creciente anhelo don Felipe.

—A tu hijo le pesa tu vida, rey.

—Mi desventurado hijo está loco.

—Sus locuras ó mas bien tu miedo te obligarán á matarle.

—¡Matarle! ¿crees tú que para hacer justicia en los traidores me sea necesario matar á mi hijo?

—¡Le matarás!

—¡El nombre! ¡el nombre de los que alientan las rebeldías de don Carlos!

—Esos nombres se reducen á uno solo: ese nombre es el mio.

—¡Tú! ¡pero como has podido tú..!

—¡Como! primero prevaliéndome del amor extremado, insensato que tu hijo siente por mi hija, la hermosa duquesa de la Jarilla: despues derramando oro á manos llenas entre los flamencos, y manteniendo entre ellos consejeros que los decidan á negarte la obediencia y á aclamar por su señor á tu hijo.

—¡Oh! ¡infame! ¡infame alevosía!

—Y ten mucho cuidado con el príncipe tu hijo, rey, no sea que la Inquisicion averigue que anda en tratos con los luteranos y te le queme vivo.

El color generalmente pálido del rey se habia tornado lívido y sus ojos centelleaban.

—Ya ves si me vengo de tí; un solo hijo que tenias te lo he muerto en cuerpo y en alma; porque tu le matarás por traidor y Dios le condenará por hereje.

—¡Morirás, morirás, como no ha muerto ningun hombre! exclamó don Felipe, tirando de la cuerda que le habia indicado el alcaide, y haciendo sonar una campana; morirás lentamente, dia por dia, hora por hora, minuto por minuto; padecerás como padecen los condenados en el infierno, y llegará un dia en que aterrado, domado, cobarde, me reveles los nombres de los traidores.

—¿Y crees tener poder para todo eso, don Felipe?

—¡Que! ¡y creerás tú que puedes librarte de mi justicia, bandido!

—Ya lo veremos.

—Pues bien, si, lo veremos: tu único juez y tu único verdugo seré yo: nuestros únicos testigos los muros de la Inquisicion. Adios, pues, rey de las Alpujarras. Que vengan á sacarte de entre mis manos tus monfíes.

—Ve en paz rey don Felipe, ve en paz, si puedes: has querido conocerme y te he hablado franca y lealmente... Pero silencio, oigo pasos que se acercan, hasta mas ver, don Felipe.

En efecto, se habian escuchado pasos cercanos y poco despues resonaron los candados y los cerrojos del calabozo, que se abrian.

Yaye se volvió de nuevo á la pared. El rey se encubrió enteramente.

La puerta se abrió y apareció el alcaide.

—Guiad á fuera, le dijo el rey.

Salieron y la puerta se cerró.

Poco despues Yaye los sintió alejarse.

CAPITULO. XXII. Que sirve de epílogo á esta segunda parte.

No habia pasado media hora cuando Yaye, que habia quedado profundamente pensativo y preocupado por su anterior escena con el rey, sintió pasos que se detuvieron junto á su calabozo, y luego el ruido en los cerrojos y de los candados.

La puerta se abrió.

Entró en el calabozo el alcaide acompañado de dos familiares.

—Levantáos y vestíos, don Juan, le dijo con acento duro el alcaide.

Estremecióse Yaye porque creyó que habia llegado la hora del tormento.

—¡Se habrá adelantado por fatalidad el rey á los mios! dijo para sí; y luego añadió alto; ¿y para qué he de levantarme y vestirme?

—Si no quereis levantaros, contestó el alcaide, se os levantará; sino quereis vestiros, se os conducirá desnudo.

Yaye comprendió que herido y débil, se encontraba enteramente á merced de aquellos sicarios, y se levantó y se vistió lentamente.

Cuando estuvo vestido, el alcaide mandó á los dos familiares que le sostuviesen en razon de su debilidad, y sacándole del calabozo, le condujo hasta un patio donde le esperaba una litera.

—¿Es ese el duque de la Jarilla? dijo una voz que estremeció de alegría á Yaye.

—Si, por cierto, señor don Luis de Robles, este es ese condenado preso, que tanto nos han encargado que guardemos. Alégrome que me quiten de encima esta guarda, y lo cedo de muy buena gana al alcaide de la cárcel de Toledo. Dadme, si gustais, el recibo de su excelencia, señor familiar.

—Tomad, pues, y que Dios os guarde señor Roquelillo; vamos, ganapanes, cargad con la litera y en marcha, que se hace tarde.

Yaye se sintió conducido, y poco despues oyó abrirse y cerrarse sucesivamente tres rastrillos.

Luego solo oyó el paso acompasado de algunos hombres que le acompañaban.

Mientras estuvieron en Madrid no hablaron una sola palabra, pero apenas hubieron salido por la puerta de los Pozos, cuando toda aquella gente se metió, llevando consigo la litera, por las tierras á campo atraviesa, y cuando se hubieron internado en ellas se pararon y un hombre abrió la portezuela de la litera:

—¿Vais bien, señor, preguntó?

—¡Ah! ¿eres tú Harum? dijo Yaye.

—Si, si señor, y espero vuestras órdenes.

—¿Has enviado á alguien á mi casa á que recoja mis papeles?

—Si señor, y ya no debe tardar.

—¿Lo tienes preparado todo?

—Si señor, y desafío á los familiares y alguaciles de la Inquisicion á quienes tan á poca costa hemos burlado, á que nos encuentren.

—Pues adelante, Harum, adelante.

La litera se puso de nuevo en marcha, y tomando una senda, aquellas gentes condujeron al emir á buen paso á una casa de campo en las inmediaciones de Fuencarral.

Poco despues Harum entró en un aposento donde, en un magnífico lecho, reposaba Yaye.

—Señor, dijo: Malek ha penetrado en vuestro palacio de Madrid sin ser sentido de nadie: ha ido á la cámara que indicásteis á Suleiman, y ha encontrado descerrajada la papelera.

—¡Descerrajada!

—Si por cierto, y roto el sello que habia puesto sobre ella la justicia.

—Pero veo que traes en tus manos la cartera que yo habia pedido.

—Si señor.

—Dáme acá y acerca una bugia.

Harum dió á Yaye una cartera que tenia en la mano y acercó una luz.

Yaye abrió la cartera y buscó en ella con ansia.

—¿Tienes confianza en Malek? dijo Yaye que estaba pálido.

—Si, si señor, ademas Malek no sabe leer.

—Aquí faltan dos papeles importantísimos; Harum, dos papeles que yo debí haber quemado; dos cartas terribles.

—Ya os he dicho, señor, que Malek encontró rotos la cerradura y el sello de la papelera, como asimismo los de las puertas de la cámara.

—¡Cúmplase la voluntad de Dios! dijo Yaye pálido de espanto.

Las dos cartas que faltaban, eran la de doña Elvira de Céspedes y la de doña Isabel de Válor, en que le avisaba la una del nacimiento de Diego Lopez; la otra del de don Fernando de Válor.

El emir hubiera dado diez años de su vida por recobrar aquellas cartas.

Su pérdida encerraba para él una amenaza oscura, y en vano queria adivinar quién fuese el que se habia atrevido á entrar en una casa sellada por la justicia, en busca de aquellos papeles.

En aquel mismo punto, el rey recibia una carta escrita con mano trémula por el inquisidor general don Fernando Valdés.

Ni un solo músculo de su semblante se contrajo, aunque en aquella carta el inquisidor general le avisaba de la violencia que se habia hecho con él, y de haberse escapado el emir de los monfíes de la cárcel del Santo Oficio.

El rey tomó una pluma y escribió por bajo estas lacónicas palabras:

«Vuestra cobardía no tiene ya remedio; procurad, pues, que nadie sepa que la Inquisicion y el rey han sido burlados. ¡Que se cumpla la voluntad de Dios!»

Durante algunos dias los familiares y los alguaciles del Santo Oficio, revolvieron hasta las piedras en Madrid y en sus alrededores.

A pesar de esto el emir no pareció ni mas ni menos que una gota de agua que cae en el mar.

TERCERA PARTE. LA REBELION.

Capítulo PRIMERO. El castillo y la atalaya.

No á mucha distancia una de otra en ese laberinto montañoso que se llama las Alpujarras, hay dos cumbres que se atalayan, y que descubren otras muchas y son descubiertas por ellas, incluyendo la cima de Sierra Nevada, y su gigantesco anfiteatro de montañas.

Una de estas dos cumbres que hemos citado domina al pueblo de Válor, la otra al de Cádiar.

En ambas cumbres se conservan vestigios de cimientos: llaman los de Válor á los unos castillo, los de Cádiar á los otros atalaya.

Hoy los lagartos asoman entre las grietas de las ruinas, y las culebras se deslizan entre los escombros cubiertos de musgo, y los habitantes conservan acerca del castillo y de la atalaya la memoria de dos nombres que son dos historias sangrientas. Las ruinas del castillo guardan el nombre de Muley Aben—Humeya: las de la atalaya el de Muley Aben—Aboo.

No hay alpujarreño que no sepa contaros, si se lo preguntais, cómo murieron cada uno de los hombres que llevaban aquellos nombres; no hay uno solo que no os diga que sus antiguas viviendas han sido arruinadas, porque sus dueños estaban malditos de Dios.

Las que hoy son ruinas, eran en 1568 dos edificios característicos.

Empezemos por el castillo.

Ocupando la ancha planicie de la cumbre se levantaban cuatro torreones cuadrados, unidos entre sí por cuatro muros robustos y almenados: ni un agimez, ni una galería, ni mas que algunas estrechas saeteras, se veian en aquel recinto exterior, pero en el centro del extenso cuadrado comprendido dentro de aquellas torres y muros, se veia un bellísimo alcazar moruno, con torrecillas caladas, galerías, miradores, cúpulas y pizarras, resplandeciente con sus vivos colores; era aquel alcázar, dentro de aquel fuerte y rojizo recinto murado, lo que podia ser una hermosa dama, cuya magnífica y engalanada cabeza se levantase sobre una armadura de guerra: fuera, robustez, almenas enhiestas, profunda caba, hondo rastrillo, puerta chata y maciza de herradura, matacanes y ladroneras: dentro, todos los bellos caprichos de la arquitectura oriental; galerías cinceladas con esbeltas columnas de alabastro; agimeces con dobles arcos festonados, y entre estos arcos y trás estas columnas, cristales rica y maravillosamente matizados, como los de nuestras viejas catedrales góticas; era aquel un alcázar fuerte, de los tiempos medios de la dominacion de los árabes en España; una especie de casa de placer de algun rey moro, que al mismo tiempo servia de alcazaba á la villa: una de esas magníficas huellas que dejó trás sí el paso de ese maravilloso pueblo árabe.

La atalaya que coronaba la cumbre del monte sobre Cádiar, era un edificio severo, escueto, que se destacaba vigorosamente sobre el horizonte, y que descubria con sus cuatro ojos negros, abiertos en su muro circular de piedra, ennegrecida por el tiempo, un número considerable de pueblos y montañas, y el mar por la parte de Levante. Dábala entrada una pequeña puerta de herradura, y por la parte oriental, sobre una cortadura del monte, se veia una ventana estucada, dividida por una columnilla blanca, y guarnecida por vidrios de colores; este era el único detalle delicado y bello que se notaba en aquel macizo torreon negruzco; detalle que á tiro de arcabuz dejaba conocer que era una adicion reciente, una herida abierta en el muro antiguo, una especie de respiradero practicado en el centro de la torre para hacer habitable y un tanto cómoda aquella atalaya de guerra.

Dulcificaba un tanto su aspecto brabío, una pequeña huerta y una blanca casita adherida á la atalaya por la parte del Sur. La cumbre se habia allanado y cercado con un tapial, y una noria, á que daba vueltas un enorme buey, mantenia la frescura y la frondosidad de un emparrado, colocado como un toldo delante de la fachada de la casa, y que corria hasta la puerta de la atalaya, y á las legumbres y á los árboles frutales que ensanchaban sus frondas odoríferas, bajo el templado cielo del Mediodía.

Un perro, una legion de gallinas y algunos patos, que nadaban en un estanque donde se recogian las aguas de la noria, daban ruido y vida, una vida especial á aquel pequeño recinto, dulcificando lo severo y sombrío del aspecto de la atalaya.

Entre esta y el castillo de Válor existia no sé que de extraño y hostil. La atalaya, hasta en la pequeña perforacion que se habia practicado en ella abriendo en su muro un agimez, era severa y sencilla; pero altiva y enérgica, por decirlo asi, como un viejo y veterano centinela avanzado al enemigo: el castillo, cuyas defensas estaban deterioradas, y desatendidas, parecía envilecido por aquel alcázar tan delicado y tan bello que á nada podia compararse tanto como á una cortesana corrompida y coronada de flores, que se sentase sobre un viejo y abollado arnés de guerra: la atalaya parecia representar la ancianidad brabia aun é indomable, y el castillo el valor degradado, el atleta rendido á los pies de la hermosura.

Entre el castillo y la atalaya filosóficamente considerados existía un abismo.

Pasando de los edificios á sus habitantes respectivos, hallaremos entre ellos diferencias esenciales.

Eran dos mujeres viudas, cada una de las cuales tenia un hijo.

La una, la moradora de la atalaya se llamaba doña Isabel de Córdoba y de Válor. La otra la habitante del castillo doña Elvira de Céspedes.

Veinte y dos años habian pasado por estas dos mujeres desde la fecha en que las presentamos á nuestros lectores al principio de nuestro relato.

Doña Isabel contaba, pues, cuarenta y dos años; doña Elvira cuarenta y cinco.

Por un privilegio de la naturaleza estas dos mujeres se habian conservado hermosas, en la edad en que generalmente ha empalidecido la hermosura de la mujer, han brotado en su cabeza las canas, y se han impreso en su rostro las arrugas.

Doña Isabel y doña Elvira no tenian ni canas ni arrugas.

Comprendiase, sí, á primera vista, que no eran jóvenes; pero nadie se hubiera atrevido á decir que eran viejas.

Encontrábanse en ese desarrollo de vida y de hermosura, que viene á ser como el estío en la vida de la mujer, en que lo que la falta de frescura la sobra de fuerza, de vigor.

Eran todavía dos mujeres peligrosas.

Cuando salia doña Isabel de su casita adherida á la atalaya, ó cuando salia doña Elvira del castillo para bajar á las poblaciones, siempre habia ricos y jóvenes moriscos que las aquejasen con pretensiones.

Llamábanlas, por último, en la comarca las hermosas viudas.

Sin embargo desde la muerte de Miguel Lopez, ó poco despues, doña Isabel se habia retirado á las Alpujarras, á la villa de Cádiar donde habia dado á luz un hijo, y se habia mostrado sorda á todas las pretensiones, vistiendo severamente sus tocas de viuda, y dedicándose por completo al cuidado de su hijo á quien amaba de una manera extremada; doña Elvira, antes de la muerte de don Diego de Córdoba, su esposo, se habia retirado á la villa de Válor donde habia dado á luz á don Fernando de Válor, y del mismo modo despues de la muerte de don Diego se negó de todo punto á contraer un nuevo enlace, concentrando, como doña Isabel, todo su amor en su hijo.

A pesar de que vivian á poca distancia, ninguna de las dos cuñadas se visitaron, ni se vieron una sola vez, desde la noche en que, veinte y dos años antes, habia sido incendiada por los moriscos la casa de don Diego de Córdoba y de Válor.

Pero si doña Isabel y doña Elvira no se veian, no acontecia lo propio respecto á sus hijos Diego Lopez y don Fernando de Válor.

Cuando fueron mozos, estos se encontraron cazando en la montaña, ó en Granada, á donde solian ir con frecuencia, ó en donde era mas peligroso: en las reuniones de los moriscos, á las que se les llevaba para nutrir en sus almas el odio contra los cristianos.

Las ambiciones de los parientes de entrambos jóvenes, habian hecho nacer entre ellos rivalidad y aun odio; odio y rivalidad que disimulaban, pero que no por ello eran menos fatales: los parientes de Miguel Lopez no cesaban un punto de decir á Diego su hijo, que su madre doña Isabel, era descendiente del Profeta; que si bien era verdad que don Fernando de Válor su primo, era el primogénito de la familia, sus vicios, su afeminacion, y la estrecha amistad que como veinticuatro de Granada y capitan del rey de España sostenia con los cristianos, le hacian peligroso, cuando él, pobre, aislado en las Alpujarras, contando sus únicos amigos entre los moriscos, fuerte, robusto y severo en sus costumbres, era mas á propósito para ponerse al frente de ellos: los allegados de don Fernando de Válor excitaban de la misma manera la ambicion de este, recordándole siempre su alto orígen y avivando su odio á los cristianos con traerle continuamente á la memoria, el desastrado fin de su padre. Contribuia no poco á ello, su tio don Fernando, á quien se conocía entre los moriscos con el nombre de Aben—Jahuar—el—Zaquer. Encargado este de su tutela, habia pretendido, aunque en vano, pasar de tutor á padrastro por su casamiento con su cuñada doña Elvira; pero esta se habia negado constantemente; don Fernando sin embargo no habia cedido; enamorado y empeñado cada vez mas por la peligrosa hermosura de doña Elvira, habia procurado hacerse de un arma contra la misma doña Elvira de su hijo don Fernando: enervó su alma, se apoderó de él, le corrompió, y para sujetarle mas á su influencia le casó con Inés de Rojas, hija de Miguel de Rojas, morisco influyente, tan ambicioso como Aben—Jahuar, y dispuesto á ayudarle en sus proyectos que eran tenebrosos.

Reducíanse estos, á poner como condicion á doña Elvira, el engrandecimiento de su hijo, á trueque de su mano, ó su anulacion completa ante los moriscos si persistia en su negativa. Fácil era de comprender que, amando como amaba doña Elvira á Aben—Humeya, su hijo, no vacilaria, por repugnante que le fuese, en entregar su mano á Aben—Jahuar, su cuñado, á trueque de que Aben—Humeya fuese proclamado rey por los moriscos de Granada, cuando llegase el caso inminente de una insurreccion decisiva. Miguel Rojas, por su parte, morisco influyentísimo, como ya hemos dicho, no podia menos de desear que el marido de su hija, llegase á ser rey, y ayudaba con todas sus fuerzas á Aben—Jahuar: este se habia cubierto de la mas profunda reserva, y nadie mas que doña Elvira, porque los ojos de una madre lo adivinan todo, habia adivinado, que Aben—Jahuar, satisfecho su empeño amoroso casándose con ella, no pararia hasta ver satisfecha su ambicion: doña Elvira habia comprendido que su cuñado elevaria á su hijo, que le sostendria hasta cierto punto en el poder, y que le derribaría despues para hacer con su cadáver un escalon del trono de Granada.

Doña Elvira aborrecia, pues á su cuñado; pero encubria su odio, porque Aben—Jahuar estaba apoderado de su hijo, y le tenia como en rehenes.

Abandonado Aben—Humeya á su tio, habia contraido viciosas inclinaciones: era jugador y camorrista como su padre; falto de fe en sus empeños como su padre, y como él infatuado con su orígen: añadíase á esto el odio que doña Elvira le habia hecho concebir contra su tia doña Isabel de Válor, y su primo Aben—Aboo; su corazon era un depósito de amargas pasiones: su pensamiento enloquecia con sueños insensatos: desconfiaba de todo el mundo, y sin embargo á todo el mundo se entregaba: débil, irresoluto, voluntarioso, era á todas luces inferior á su primo Aben—Aboo, á su rival, á su antagonista.

Era este un mancebo de veinte y dos años, á quien la reflexion hacia parecer de mas edad; hermoso; pero con una hermosura enérgica; moreno, con ese color dorado y característico de los oriundos de Africa; pálido, con enormes y elocuentes ojos negros, nariz aguileña, boca de sutiles labios, que indicaban astucia y firmeza, y miembros musculosos y fuertes; pero constituyendo un conjunto esbelto, en que se adivinaban un vigor sumo y una agilidad extraordinaria.

Aben—Humeya, era otro tipo enteramente distinto: su semblante blanco, pálido, de cútis fino y denso, y sus grandes ojos negros de mirada sensual y lánguida recordaban la antigua y casi extinguida raza árabe: aunque á veces brillaba una chispa de valor indómito en sus miradas, aunque habia altivez en la actitud de su cabeza, y algo de magestad en su frente, sin embargo, en la tersa morbidez de sus manos, que hubiera envidiado una dama, en la indolencia de sus movimientos, en esa especie de cansancio habitual que constituye la afeminacion en el hombre, se comprendia que estaba enteramente entregado á la molicie, á los placeres, á la vanidad: sin embargo, como un indicio, como un signo de raza, en medio de esta degradacion, se notaban algunos destellos de valor sereno é infinito, de actividad, de magestad: algo de regio, de grande, de indomable, que debia revelarse y dominar á la degradacion en situaciones dadas, haciendo de aquel hombre otro enteramente desemejante de sí mismo, aunque por un momento.

Aben—Aboo, aventajaba á Aben—Humeya en hermosura, en energía, en virilidad; pero Aben—Humeya aventajaba á Aben—Aboo en fueros y privilegios.

Aben—Humeya era señor de Válor, regidor perpetuo, ó veinticuatro del ayuntamiento de Granada, capitan de infantería, y se llamaba don Fernando.

Aben—Aboo, solo era hidalgo por su madre, vivia oscurecido, y se llamaba lisa y llanamente Diego.

Aben—Humeya era rico y brillaba entre la nobleza castellana.

Aben—Aboo, ó por mejor decir doña Isabel, su madre, lo habia vendido todo á excepcion de la atalaya y la huerta en que vivian en Cádiar, y una enorme casa situada en el Albaicin de Granada, perteneciente al dote de doña Isabel, que esta habia cedido á su hijo, y que estaba continuamente alquilada.

En vano Yaye—ebn—Al—Hhamar, habia pretendido de doña Isabel que aceptase, al menos, cuanto fuese necesario para sostener dignamente los gastos de Aben—Aboo. Doña Isabel se habia mostrado inexorable.

Aben—Humeya tenia en Inés de Rojas una esposa jóven, pura y enamorada, que le habia dado un hijo; en su tio un espíritu que hablaba siempre á su vanidad y á sus pasiones; en su suegro un instrumento servil, que se plegaba á todos sus caprichos, y numerosos amigos parásitos que le adulaban y le ensoberbecian.

Aben—Aboo, solo tenia á su madre, pura y santa mártir, que le predicaba constantemente la virtud y el honor, y unos que, por parte de Miguel Lopez, se creian parientes del jóven, y que este tenia por tales (hasta tal punto habia quedado envuelto en el misterio el orígen de Aben—Aboo) gentes zafias, brabías, que no pudiendo ser nada por sí mismas, lo esperaban todo del derecho que parecia asistir en un caso dado á la corona de Granada, á Aben—Aboo, como descendiente de los Aben—Humeyas por parte de su madre. Pero estas gentes aunque ricas, eran oscuras y no podian dar prestigio alguno á Aben Aboo.

Habia ademas otras disparidades notabilísimas entre ambos jóvenes.

Aben—Humeya, tenia en torno suyo una numerosa y espléndida servidumbre; sus caballerizas estaban llenas de caballos de raza pura; tenia un palacio en Granada y otro en Cádiar, y en estos palacios magníficas cámaras, y en estas cámaras, costosos y bellísimos muebles, cuadros, estátuas, alfombras; cuanto constituia, en fin, la ostentacion de un gran señor de aquellos tiempos.

Aben—Aboo, solo tenia á su servicio un esclavo africano, negro como la noche, fuerte como un cedro, valiente como un leon, y fiel á su dueño como un perro: en su cuadra no habia mas que dos caballos, valientes animales de raza, y tan buenos como los mejores de don Fernando: vivia encerrado en aquella vieja atalaya en cuyo centro habia habilitado un reducido y desnudo aposento, al que, mirando al distante mar, que aparecia á lo lejos entre las rompientes de las montañas, daba luz la ventana ornamentada de que hemos hablado. En aquel aposento no habia mas muebles que un lecho modesto, una ancha mesa de roble con recado de escribir, y algunos legajos de papeles; un armario donde se encerraban algunas ropas sencillas, y un medio arnés de hierro, suspendido de una escarpia: los objetos de mas lujo que allí se veían, eran las vidrieras de colores de la ventana, y una chimenea de mármol blanco del gusto del renacimiento; una pequeña puerta que daba paso á una escalera de caracol, servia de entrada á este aposento que era circular, y tenia cierto aspecto severo y triste, á causa de un pilar de ladrillo agramilado, que sostenia en el centro la bóbeda de agallones al estilo árabe.

Sin embargo, á pesar de las diferencias que existian, segun hemos demostrado, entre ambos jóvenes, estaban puestos en contacto de una manera peligrosa, bajo dos distintos aspectos; el de la ambicion, y el del amor, siendo de advertir, que estas dos pasiones estaban alimentadas por ellos sobre dos fantasmas.

Su ambicion miraba á la corona de Granada.

¿Y donde estaba aquella corona?

En la acalorada imaginacion de los moriscos.

Su amor, en un ser misterioso, cuyo nombre y cuyo semblante no conocian; en una especie de fantasma.

¿Y qué fantasma era esta?

Fantasma ó mujer, el ser á quien amaban Aben—Aboo y Aben—Humeya, era... ¡la Dama blanca de la montaña!

Cuanto de bello y de poético sueña la imaginacion meridional del pueblo andaluz, se atribuia á aquella dama misteriosa: ¿era un fantasma, una hada, un génio de la montaña, ó un ser viviente real y efectivo? Nadie podia asegurarlo; pero era preciso contestar algo: aquella dama que, durante el verano anterior, habia aparecido con suma frecuencia en los desfiladeros de la montaña, por las mañanas antes de salir el sol, y durante las noches de luna; aquella dama misteriosa, siempre encubierta, siempre engalanada con regias vestiduras, conducida en un palanquin, ó cabalgando en una blanca hacanea, resguardada siempre por soldados moros, blancos como ella, y encubiertos con las viseras de sus cascos, no podia ser otra que la sultana Zoraya, que consecuente á su nombre y á su amor, se levantaba de su tumba antes de la salida del sol, ó á la luz de la luna, para mirar la altísima y siempre nevada cumbre de Muley—Hacem, donde creia ver la sombra de su esposo.

Esto, que no pasaba de ser una conseja, era creido como un artículo de fe, no solo por los moriscos, sino tambien por los cristianos viejos. Estos la maldecian porque era la sombra de una perra infiel y renegada, á cuya influencia se debian sin duda las calamidades que afligian á la comarca: los moriscos sentian hácia la dama fantástica, un horror invencible, porque, al fin, ¿la sultana Zoraya no habia sido cristiana? ¿No se habia llamado doña Isabel de Solís? ¿Enamorando al rey Hacem, no habia motivado los zelos y la venganza de la sultana Aixa la Horra, las disidencias entre los infantes sus hijos y el rey Boabdil, hijo de Muley—Hacem y de Aixa, y las guerras civiles de Granada y por ellas la pérdida del reino?

Segun los moriscos, la sultana Zoraya, castigada sin duda por Allah, vagaba insepulta expiando sus pecados: ella era el espíritu maldito de las Alpujarras; ella tenia sobre sí, no solo la execracion de los habitantes cristianos, sino tambien la de los moriscos.

¿Pero acertaba en sus deducciones el vulgo? ¿Habia algo de cierto en aquella conseja?

No hay tradicion que no tenga algun fundamento: la Dama blanca existia; pero lejos de ser un fantasma, era lo que mas adelante, en el discurso de nuestro relato, verá, el que lo leyere.

Para Aben—Humeya y Aben—Aboo, la Dama blanca era mas que una mujer; entrambos, habian acechado su paso escondidos entre las breñas; entrambos la habian visto, y aunque siempre encubierta, era tal la magia, el encanto que se desprendia de ella, que entrambos se habian enamorado.

Aben—Aboo y Aben—Humeya, estaban separados por las dos pasiones que mas imperio ejercen sobre el corazon humano: el amor y la ambicion.

Sin embargo, siempre que los dos jóvenes se encontraban, se saludaban sonriendo; siempre antes de separarse, se estrechaban con fuerza las manos; pero siempre que Aben—Humeya se asomaba á los miradores de su castillo de Válor, lanzaba una mirada llena de odio á la atalaya de Cádiar; siempre que Aben—Aboo sacaba la cabeza por la ventana de su nido, arrojaba una mirada letal al castillo de Válor.

Entrambos tenian respectivamente, el uno para el otro, la palabra de amistad en los labios, y el odio en el corazon.

Para aumentar este odio, la suerte parecia vacilar entre los dos.

Los moriscos de las Alpujarras despreciaban á Aben—Humeya, y los monfíes, aquellos horribles bandidos invisibles, habian dejado mas de una vez el cadáver de un perro á la puerta de su castillo, lo que era una afrenta horrible entre los moros, y al mismo tiempo una amenaza: por el contrario, los xeques de la vega de Granada y del Albaicin, seducidos por Aben—Jahuar—el—Zaquer, tio paterno de Aben—Humeya se habian declarado ardientemente sus partidarios, y pensaban en él para hacerle rey de Granada.

Habia ademas, otra persona parienta de entrambos jóvenes, á la que nunca habian visto; pero cuyo parentesco conocian, y cuya influencia sentian, y á quien aborrecian por la misma razon que se aborrecian entre sí: por ambicion: aquel hombre era demasiado poderoso para que no les fuese temible: era el que mas derechos tenia á la corona de Granada; porque aquel hombre, en una palabra, era Yaye—ebn—Al—Hhamar, emir de los monfíes.

Nuestros lectores, por lo que acabamos de consignar, comprenderan, que la vida del emir habia llegado á su situacion mas dramática; nuestros lectores conocen los amores de Yaye con doña Elvira de Céspedes, esposa de don Diego de Córdoba y de Válor, y con doña Isabel, hermana de este: saben tambien, que por una horrible fatalidad, aquellos amores habian dado por fruto dos niños, cuyo verdadero orígen, habia sido cubierto respectivamente por decoro de familia: nadie sabia aquel secreto, mas que las dos mujeres y Yaye, siendo de presumir, que lo supiese tambien la persona que se habia apoderado de las cartas de doña Elvira y de doña Isabel, en que ellas mismas habian descubierto aquel secreto. Por mas que habia hecho Yaye, no habia podido averiguar quién habia sido el ladron de aquellas cartas, lo que le tenia en una ansiedad increible.

Fuera de esta persona ignorada, nadie habia que pudiera revelar aquel secreto. A nadie constaba si Miguel Lopez, antes de partirse á las Alpujarras, habia poseido á su esposa. Nadie sabia la terrible escena que habia acontecido entre don Diego de Válor y doña Elvira, á la vuelta de aquel de las Alpujarras, y antes de que fuese preso por el capitan general. Miguel Lopez no habia podido revelar nada, porque habia muerto de hambre en el subterráneo; don Diego de Válor, que esperaba para vengarse verse en libertad, acusado con pruebas fehacientes del asesinato de su cuñado, habia muerto en la prision; su hermano don Fernando, al tiempo de la muerte de don Diego, se encontraba en Africa á donde habia ido á buscar auxilio en nombre de los moriscos de Granada, en la córte del dey de Argel, y nada pudo revelarle el preso antes de morir. El secreto, guardado de una parte por la tumba, y de otra por intereses de familia, no podia ser descubierto, sino por la mano misteriosa que habia robado sus únicas; pero terribles pruebas.

Hermanos Aben—Humeya y Aben—Aboo, solo se creian primos, y se aborrecian de muerte, y este aborrecimiento; cuya causa conocia Yaye, le aterraba.

Porque Yaye no podia dudar de que los dos jóvenes eran sus hijos, y esto para él era una fatalidad mas: sino hubieran sido hermanos de Amina, el emir que conocia las rivalidades de entrambos, las hubiera atajado, uniendo á Aben—Humeya con su hija, cumpliendo de este modo el antiguo contrato de las dos familias, y satisfaciendo ó sosteniendo con mano fuerte la ambición de Aben—Aboo.

Llovian las contrariedades sobre el emir. Del mismo modo que Aben—Humeya se habia hecho partido entre los moriscos de Granada y de la Vega, Aben—Aboo, por las influencias de los parientes de Miguel Lopez, su falso padre, se lo habia hecho entre los de las Alpujarras.

Ademas, por su valor, por su fanatismo musulman, que en vano habia querido dominar su madre; por sus atrevidas excursiones á la montaña; por algunas muertes dadas, aunque secretamente, á algunos castellanos, habia llamado la atencion de los monfíes que le apreciaban sobre manera, del mismo modo, que, como dejamos dicho, insultaban á Aben—Humeya.

Sabíalo esto Yaye, y veia venir las disidencias y las luchas intestinas entre los moriscos. Queria remediarlo y no podia. Todos los caminos se le cerraban. Amina, Aben—Aboo y Aben—Humeya, eran sus hijos.

Yaye habia empezado á ser hombre, cometiendo grandes desaciertos. Habia escuchado á su ambicion y á su fanatismo, mas que á su corazon; habia, en una palabra, cometido crímenes: el crímen no puede producir mas que crímen, y Yaye, ya casi en el otoño de su vida, veia levantarse contra él su pasado de una manera aterradora: dos mujeres, hermosas aun y llenas de vida, sedienta la una, doña Elvira, de venganza, lo que no se ocultaba á Yaye; resignada la otra, dona Isabel, pero infeliz, víctima de la ambicion y de los crímenes de su familia, mártir inocente que devoraba su dolor y sus lágrimas, ocultándolas á todo el mundo. Ademas de estas dos mujeres, era otro cruel remordimiento para Yaye, su hija, su infeliz Amina, deshonrada á sus ojos, enamorada de una manera insensata del marqués de la Guardia; una niña, una infeliz criatura dada á luz por Amina, oculta, bastarda, con un porvenir oscuro; sus dos hijos Aben—Humeya y Aben—Aboo, empeñados en una lucha sorda, pero por lo mismo mas terrible. Calpuc, el rey del desierto, viniendo de tiempo en tiempo de América, trayéndole tesoros, representante á un tiempo de la desventura de Estrella y de la desventura de Amina, y luego ¡oh! luego otro remordimiento mas terrible, mas aterrador... El príncipe don Cárlos de Austria, el insensato, á quien él habia lanzado á la rebeldía contra su padre, el infeliz loco habia sido procesado por el terrible Felipe II, y habia muerto en el alcázar de Madrid.

Dios, el rey y los médicos de cámara, Oliva y Vallés, el divino (como se le llama aun) sabian si el príncipe habia muerto por enfermedad, por excesos, ó por un veneno: la historia nada sabe, nada ha podido decir, sino que el príncipe murió preso y procesado por su padre, y este horroroso suceso, este parricidio, acaso, pesaba sobre el alma de Yaye, la torturaba, la estremecia, porque, aunque Felipe II fuese su enemigo natural, el verdugo de su pueblo, lo horrible, lo monstruosamente criminal, este sobre todos los odios, flota sobre todos los intereses.

De modo que Yaye, que habia tenido la vanidad de la virtud, y la ambicion de un héroe, se encontró cuando empezaba á descender el sol de su vida, con el alma ennegrecida y humillado por el remordimiento, y con la desesperadora certeza de no haber hecho nada por su patria.

Tales eran la situacion de Yaye, de doña Isabel de Válor, de doña Elvira de Céspedes y de sus hijos, en la fecha en que se encuentra nuestro relato.

Capítulo II. El peregrino y el ermitaño.

Un dia de invierno del año de 1568, domingo por cierto á 19 de diciembre, despertó Granada, la que llaman los poetas paraiso oriental, jardin de amores, alcázar de perlas, castillo fuerte y contentamiento de la vida; despertó, decimos, tan envuelta en nieblas, que no parecia sino dueña mogigata y pudibunda, ú honesta desposada, que sale á la calle la mañana siguiente de sus bodas, y se cubre con su rebocillo en el breve tránsito de la casa nupcial á la iglesia. Lo cierto del caso es, y nos dejamos de peligrosas figuras, que tal y tan espesa era la niebla, que apenas se lograban ver los objetos á diez pasos de distancia; que algo mas allá los árboles parecian fantasmas y que, por último, algun espacio mas allá nada absolutamente se veia mas que el fondo perdido, vago y flotante de las extremidades de las nubes que tocaban á la tierra y la inundaban con una lluvia menuda, espesa y fria como la nieve.

Corria, otro si, un vientecillo tan sutil y helado que los traginantes y demás gente de camino que iban por el de las Alpujarras á Granada, tenian gran cuidado de llevar calados los chapeos hasta los ojos y subidas las mantas, capas ó capotes hasta las narices, requisito sin el cual se exponian á convertirse en carámbanos, á beneficio de un aire colado y á pesar del cual se les helaba el aliento á la salida de las narices, escarchándose sobre los mostachos de quien los tenia: era, en fin, una de esas homicidas mañanas de invierno contra las cuales no hay mejor defensa que el lecho y una habitacion herméticamente cerrada y convenientemente caldeada.

Si fuera preciso que nuestros lectores nos acompañasen en cuerpo y alma, en una mañana tal y con tal frio, al lugar en que es necesario que nos apostemos para esperar á ciertas personas, estamos seguros que del infinito número de lectores que han de tomar en sus manos este libro, solo quedaria alguno de esos calaveras á quienes nada pone espanto, y que estan siempre dispuestos á correr una aventura, siquiera sea en el infierno, ó algun desesperado cansado de la vida, y á quien fuese indiferente morir de pulmonia, de pasmo ó á mano airada. Pero, afortunadamente, tanto nuestros lectores como nosotros, no tenemos necesidad de otra cosa que de trasladar nuestra atencion, entidad moral é incorpórea, agena por lo tanto al frio ó al calor atmosférico, á la ermita de san Sebastian, antigua mezquita de moros, convertida despues de la conquista de Granada por el celo religioso de nuestros abuelos en santuario y hoy (vicisitudes de la suerte) por el espíritu mercantil y codicioso de nuestra época, en taberna.

Sin embargo, y decimos esto de paso; sin embargo de que el humo del aceite del figon y de los cigarros de los borrachos, ha ennegrecido el interior de aquel pequeño edificio cuadrado, á pesar de que un innoble hacecillo de sarmientos se mueve al impulso de las auras del Genil sobre el venerable arco árabe de la antigua mezquita, como en muestra de que allí puede embriagarse todo el que quiera por algunos maravedises, aquel edificio, envilecido por los hombres, conserva los gloriosos recuerdos de haber acampado junto á él los ejércitos de Castilla y de Aragon, el mismo dia en que se entregó Granada á los Reyes Católicos, que, rodeados de su córte, de sus prelados y de sus mas grandes capitanes, vieron desde aquel punto ondear sobre la distante torre de la Alcazaba de la Alhambra los tres pendones de Castilla, de la fe y de las órdenes militares: una lápida antigua, incrustada en el lado oriental de la ermita que conserva en una sencilla inscripcion estos gloriosos recuerdos históricos, forma un enérgico contraste, es casi una protesta, contra el hacecillo de sarmientos y las impuras bacanales de rameras y gente perdida, cuotidianos concurrentes del garito, y una voz muda, pero severa, que acusa ante el buen patricio, ante el hombre de corazon y ante el extranjero, la incuria de los que no han sabido defender del envilecimiento, aquel depósito de tan nobles tradiciones, aquel santuario donde se ha elevado entre el humo del incienso del altar, el homenaje de adoracion y alabanza del hombre á su Criador.

Pero dejando el tono declamatorio que sin saber cómo, nos ha inspirado el recuerdo de la mezquita—templo—taberna, situémonos junto á ella y veamos si llegan las personas á quienes esperamos.

Inútil es decir que en aquellos tiempos la ermita de san Sebastian era una verdadera ermita, con su fraile—lego—sacristan, su esquilon colgado entre dos postes sobre la puerta, su rejilla de hierro abierta en ella, y su lámpara siempre encendida delante del altar, que se veia á través de la rejilla.

Acababa de amanecer, ó por mejor decir, de esclarecerse la luz del dia, harto empañada por la niebla, cuando de entre esta y ya cerca de la ermita, se destacó un bulto, primero informe, y perfectamente perceptible poco despues; componian el bulto un hombre y un asno; vestia el primero, que venia cabalgando en el segundo, un hábito de peregrino; esto es: sombrero de anchas alas, fatigadas por enormes conchas, muceta igualmente conchuda, túnica de buriel y bordon con la consabida calabacilla pendiente de su extremo superior; era el segundo un sesudo y robusto jumento de las Alpujarras, enjaezado con jáquima y albarda á la morisca; esto es: enriquecidas ambas con flecos de estambre y seda de colores á que llaman alhamares de la tierra, y adornada la cabeza con un penacho voluminoso, cuya tiesura contrastaba de una manera original con lo abatido y lacio de las enormes orejas del jumento, abatidas por el frio y por la lluvia.

En vez de seguir adelante por el enlodado y difícil camino que siguiendo por la márgen izquierda del Genil, sobre que está situada la ermita, conduce al cercano puente y á la ciudad, el peregrino tocó suavemente con la extremidad de su bordon el lado derecho de la cabeza del asno, y este se dirigió en derechura á la puerta de la habitacion del ermitaño, adherida por la parte del rio á la ermita.

Es de advertir que el peregrino no se habia descubierto ni santiguado al pasar junto á la cruz de piedra situada delante de la ermita, irreverencia notabilísima en aquellos tiempos, y que hacia sumamente sospechoso á quien tal desacato se permitia: ello es verdad que nadie podia haberlo visto, porque en la pequeña área en que podian ser perceptibles los objetos á causa de la niebla, no habia otra persona que el irreverente, ni otro testigo que el asno, y aun este, por su posicion natural, no podia notar la falta, y caso de que la hubiera notado, ya sabemos hasta donde llegan el silencio y la discrecion de un borrico.

Apeóse el peregrino cuando el animal hubo de detenerse, no pudiendo pasar adelante á causa de la interposicion del muro de la ermita, y acercándose aquel á la puerta de la habitacion del ermitaño, dió en ella y consecutivamente tres fuertes golpes con el herrado cuento de su bordon.

Contestó inmediatamente tras de la puerta una voz nasal y característica, verdadera entonacion frailuna y untuosa, á cuyo sonido contestó el peregrino en dialecto extranjero gutural y acentuado:

—¡Al—jandul—illah!

—¡Le ille—Allah! contestó inmediatamente con entonación devota y enérgica una voz robusta y varonil, al mismo tiempo que se abría la puerta y dejaba ver un ermitaño robusto de cuerpo, de barba bermeja, cútis cobrizo y ojos negros y centelleantes, envuelto en un hábito ceniciento de franciscano descalzo.

Miráronse frente á frente ermitaño y peregrino y el primero dijo al segundo:

—Yo esperaba á un hombre que pronunciara á mi puerta el nombre de Dios.

—Yo soy ese hombre, contestó el peregrino.

—¿Ha llegado el dia hermano? dijo el ermitaño.

—Se acerca la hora, contestó el peregrino.

—Muéstrame una señal para que pueda creerte.

—Déjame entrar en tu casa, dijo el peregrino, viendo que el ermitaño cubria recelosamente la estrecha entrada.

Apartóse el ermitaño, y el peregrino tirando del ronzal del asno, le introdujo en un reducido patio en cuyo centro existia aun la pequeña fuente de ablucion de la mezquita, y al fondo bajo un parral en esqueleto, una preciosa puerta árabe minuciosamente labrada y orlada de inscripciones cúficas, con leyendas del Koram.

El ermitaño cerró inmediatamente la puerta exterior: entonces el peregrino se quitó el sombrero, levantó una de sus conchas, y arrancó de ella un pequeño pergamino cuidadosamente enrollado, que habia estado adherido con cera á la parte interna de la concha, le desenrolló y le mostró al ermitaño.

Este leyó lentamente el contexto del pergamino, que consistia en algunas líneas de pequeños y hermosos caracteres africanos, escritos con tinta roja.

—¿Cómo te llamas? dijo el ermitaño mirando profundamente al peregrino.

—Abul—Hhassan, contestó aquel.

¿Por dónde se camina hacia la luz hermano? replicó el ermitaño.

Por las tinieblas, contestó el peregrino.

—Bien venido seas, hermano, dijo el ermitaño tomando la mano derecha del peregrino y llevándola á la frente, muestra de aprecio y de amistad entre los moros, recibida por ellos de los árabes.

—Que el Altísimo y Unico te pague tu buena acogida hermano, contestó el peregrino.

—Entra y conforta tus miembros, Abul—Hhassan, dijo el ermitaño; por acá tenemos el invierno crudo, y vienes sin duda de tierra donde el sol es siempre ardiente.

—Vengo de Argel.

—¿Y qué noticias traes?

—Malas, muy malas; dijo el peregrino sentándose en un taburete junto á un hogar en que habia fuego.

—¿Malas noticias dices que traes?

—El dey Aluch—Alí, desconfia de nosotros.

—¡Que desconfia de nosotros! y bien: tiene razón: hasta tal punto sufren los moriscos las tiranías y las afrentas con que los afligen los castellanos, que debe creerlos cobardes, y lo son, si, por la santa Kaaba. ¿Por qué no imitan á los monfíes de la montaña?

—Pero el dia de la venganza y del exterminio se acerca, exclamó con energía Abul—Hhassan.

—¿Y qué haran los moriscos solos, rodeados por todas partes de soldados, de alguaciles y de inquisidores?

El peregrino sonrió con desden.

—El pueblo de Dios, dijo con solemnidad, vive entre los infieles; parece sumiso y resignado; pero se agita en silencio, y está en todas partes; en las casas de los magnates cristianos, sufriendo sus insolencias y comiendo el pan de la servidumbre con la frente baja, la mirada tranquila, la sonrisa en los labios; en los conventos, vistiendo el sayal del fraile cristiano; bajo las banderas del rey impío, vistiendo el coselete del soldado; nuestras hijas sonrien al castellano y le enamoran, mostrándole el rostro descubierto y dominándole con su hermosura; en nuestras casas entran descuidados, y en sus templos penetramos nosotros encubiertos; tú mismo pasas por santo entre ellos, eres sacristan de esta santa mezquita profanada, y ninguno desconfia de tí; yo, cuando paso por los caminos del infiel, con mi bordon de peregrino, les pido caridad en nombre de su dios, y con la máscara de mendigo penitente, paso entre ellos, que me respetan y llenan mi bolsa con sus limosnas. ¿Quieres mas? Llegará un dia en que el vencido, humillado hoy, envilecido, doblegado ante su señor, se levante con el puñal en una mano y la tea en la otra, cuando menos lo esperen los cristianos; cuando esten mas confiados por nuestra humildad y nuestro sufrimiento, y ese dia ha llegado ya.

—Pero envuelto en nieblas: me parece muy pronto Abul—Hhassan.

—Dentro de pocas horas esas nieblas se habran deshecho ante la luz del sol; nos espera un hermoso dia, hermano.

—¿Y por qué si tienen los moriscos tantas esperanzas los abandona el dey de Argel?

—Su guerra con los venecianos, á que le lleva su fidelidad hacia el supremo emir de los creyentes, Selim II, á quien Dios prospere, le tiene sin naves y sin dinero; hoy no nos podria dar ni una sola fusta, ni un solo soldado, ni una sola dobla. Esperémoslo todo del sultan, del sublime Selim. Entre tanto nos ayuda el emir de los monfíes de las Alpujarras.

—Ya, ya lo he visto por el pergamino que me has entregado.

—Si unidos á los monfíes de la montaña logramos apoderarnos de Granada y poner en armas la tierra desde Almería á Gibraltar; si vencidas, como es de esperar, las armadas de Venecia, puede el sultan enviarnos sus galeones, y sus taifas, que haran innumerables las taifas berberíes, España volverá á ser nuestra como lo fue en tiempos de Muza y de Tarik, y ¡ay entonces de la infame Europa! la palabra de Dios llevada adelante por las espadas del Islam, llenará la tierra desde el Oriente á las mas altas regiones del Occidente, mas allá de los grandes mares, y desde el Mediodia al Septentrion; hasta los eternos hielos.

—Cúmplase la voluntad de Allah.

—Y se cumplirá, asi está escrito: ¿no crees tú en lo que revelan esas palabras de luz que se llaman estrellas?

—La carta que me has dado dice que eres sabio y astrólogo: solo Dios sabe lo oculto, y él lo revela á sus escogidos. ¡Cúmplase la voluntad de Dios!

Hubo un momento de silencio.

—¿Quién te ha dicho que me busques? preguntó al cabo el ermitaño que no confiaba mucho en Abul—Hhassam.

—El emir de los monfíes.

—¿Y dónde has visto al emir?

—En las Alpujarras.

—¿Cuánto tiempo hace?

—Dos dias.

—Y nada mas te ha dicho el magnífico emir al enviarte á mí.

—Si me ha dicho: busca al Julaní que vive encubierto en la mezquita de Al—Morabethin y á quien los cristianos llaman el hermano Pablo; desde la mezquita hasta la casa de su hermano el Hardon en el Albaicin hay una larga mina, cuya entrada por la mezquita sabe él solo: no es prudente que tú, hombre de Dios, andes á la luz del dia por Granada, ni te aposentes en las posadas públicas; en la ciudad hay gente que te conoce y que sabe que andas oculto desde el levantamiento de las Guajaras. Toma este escrito: mediante él, el Julaní te abrirá la puerta de la mina, y por bajo de Granada, llegarás á casa del Hardon. Esto me dijo el emir al darme el escrito que te he entregado.

—Tú eres el faqui, dijo aun con recelo, pero mas tranquilo el Julaní, que hace algunos años dijiste que las estrellas te habian revelado el nombre del escogido por Dios para ser rey de Granada.

—Sí es verdad, yo soy Abul—Hhassam el faqui.

—¿Y quién debe ser rey de Granada? dijo con sarcasmo el Julaní.

—Hubo un tiempo en que yo creí leer de una manera clara su nombre en el eterno libro del firmamento.

—¿Y era ese nombre el de Aben—Aboo, el hijo de doña Isabel de Córdoba y de Válor?

—Si, ese era el nombre que creí leer; pero despues las estrellas me han dicho: «espera solo un momento antes de que el pueblo de Granada se levante armado contra sus opresores y podrás saber ese nombre.»

—¿De modo que?...

—Esta noche á las doce, sabré quién ha de ser rey de Granada.

—Que Dios te ilumine para bien de su pueblo santo faqui, dijo el Julaní con acento de amenaza. Entre tanto, y como tu permanencia aquí no es prudente, ven.

El Julaní se levantó y llevó al faqui á un ángulo de la estancia donde estaba la humilde tarima de penitente, que le servia como complemento de su apariencia cenobítica; la apartó y debajo de ella quedó descubierta una trampa cerrada con un candado: sacó el Julaní una llave de la manga de su hábito, levantó la compuerta y quedó descubierta una trampa.

Abul—Hhassam fue á descender por ella.

—Espera, dijo el Julaní; es necesario que todo lo que ha venido contigo desaparezca.

Y salió al patio, asió el ronzal del jumento, tiró de él, le introdujo en la habitacion y le hizo descender por la trampa: siguióle Abul—Hhassam, y poco despues marchaban por un pasadizo llano, á cuyos costados habia algunas puertas, iluminado por una lámpara pendiente del techo.

—¡Daruh! exclamó el Julaní cuando estuvieron en el pasadizo.

Poco despues por una de las puertas laterales apareció un hombre jóven, robusto y de aspecto feroz, vestido exactamente como los monfíes de la montaña.

Este hombre examinó atentamente á Abul—Hhassam, y volviéndose al Julaní le dijo.

—¿Qué me quieres walí?

—Lleva este asno á la caballeriza, ponle pienso como á nuestros caballos y vuelve.

Daruh tomó el ronzal del asno, y desapareció con él por una puerta inmediata.

—¡Tus caballos! ¡tus caballerizas! exclamó con asombro el faquí.

—Si por cierto: estamos preparados: en un solo momento los monfíes de las Alpujarras saldran de debajo de la tierra armados y cabalgando como en tiempos de Boabdil.

—A quien Dios maldiga.

—Si; maldígale Dios: fue un traidor.

Apareció entonces Daruh.

—Guia á este hombre de Dios, le dijo el Julaní señalando al faquí, á casa del Hardon en el Albaicin.

—¡Qué! ¿de esta entrada corren muchas minas al interior?

—Tantas Abul—Hhassam, que si Daruh no te acompañase te perderias en su laberinto. Pero á Dios: no puedo faltar mucho tiempo de la mezquita: que Dios te guie y te ilumine, faquí.

—Que la proteccion del Dios Altísimo y Unico esté sobre tí, hermano.

Habia un ligero acento de amenaza en las palabras con que se habian despedido el wali y el faquí.

Daruh encendió una lámpara, y echó por la mina adelante precediendo al faquí.

El Julaní permaneció un momento inmóvil y pensativo.

—El emir lo quiere, dijo al fin; pero hace algun tiempo no eran esas sus intenciones: ¿le habrá engañado ese astrólogo embustero? ¿Quién sabe? Que Dios ilumine al magnífico emir.

Despues de estas palabras el Julaní subió, cerró la trampa, puso sobre ella la tarima, y tomando de sobre una mesa en que habia un crucifijo y una calavera, un cepillo de cobre, salió á la ermita, abrió su puerta y se puso en ella exclamando de tiempo en tiempo con voz compungida, y haciendo sonar algunas monedas que contenia el cepillo:

—¡Hermanos caritativos! ¡ayudad con vuestras limosnas al culto de esta santa ermita!

Capítulo III. La recua, el carro y el ginete.

El sol habia salido, y haciendo honor á los pronósticos de Abul—Hhassam, la niebla se habia disipado, contribuyendo á ello, un fuerte viento del Norte que habia arrojado las nubes hácia Sierra—Nevada, en cuya cima se agrupaban, como sirviéndola de turbante.

El golpe de vista que se gozaba desde la ermita de san Sebastian era bellisimo: una ciudad maravillosa, Granada, iluminada por los primeros rayos del sol de la mañana, aparecia, extendiéndose su anfiteatro desde el puente de Genil hasta la encumbrada Alhambra que recortaba sobre el purísimo y radiante azul del cielo, sus torres y sus muros almenados, y sobre estos y entre aquellos, los verdes cipreces de los adarves de la torre de la Vela de la Alcazaba, el bello palacio del emperador Carlos V, y la iglesia de santa María. Has cerca las torres Bermejas, con sus robustas defensas; el cerro de los Mártires, cubierto de cármenes, y estos cármenes cubiertos de verdura, á pesar de la estación, merced al verdor eterno de los laureles, los naranjos, los cipreces y los nopales. Mas abajo los muros, siguiendo las inflexiones de las colinas; la Puerta del Sol, las torres de la ribera de los Molinos, la puerta de Bib—Lachar, el Cuarto Real, la puerta, la del Rastro, de Bib—Ataubin, la Real, de Bib—Arrambla, hasta perderse á lo lejos entre las calles de la ciudad nueva; y dentro de los muros, cubriendo las colinas, casas blancas como tórtolas en su nido, entre las que brotaban cipreces y laureles, y los campanarios de las parroquias y de los conventos, y de las capillas; y todos aquellos capiteles relumbrando, todas aquellas casas frescas y galanas, todo aquel verdor desmintiendo al invierno y aquellos castillos pesando sobre las cumbres; todo visto á través del dorado vapor producido por la luz matinal del sol naciente, y á la derecha la Sierra—Nevada con su turbante de nubes, su blanco manto y su anfiteatro de montañas; á la izquierda la extendida vega y las distantes y azules cordilleras; cerca el murmurante y claro Genil; en torno la tierra empapada por la lluvia exhalando un tenue vapor bajo los rayos del sol; todo aquello, repetimos, era una magnífica poesía, escrita la mitad por la mano de Dios, la otra mitad por la mano del hombre.

El camino de las Alpujarras, ó como ahora se dice, de Armilla, se hacia mas concurrido á medida que avanzaba el dia; hermosas y robustas aldeanas, la mayor parte moriscas, montadas á las ancas de sus pollinos, por temor de manchar con el lodo, sus encarnados zagalejos, llevando en los serones hortalizas ó en los capachos gallinas y corderos, pasaban alegres entonando el lánguido fandango, é interrumpiéndole de tiempo en tiempo para animar su cabalgadura; oíase sin interrupción el zumbido de los cencerros de las recuas, que conducían á la ciudad los variados frutos de las ricas Alpujarras, y de tiempo en tiempo pasaba tambien algun hidalgo, ginete en su cuártago con el arcabuz en el arzon y la espada al cinto; toda esta gente, las aldeanas que saltaban de una manera hechicera de las ancas de sus asnos; los arrieros que se separaban de su recua; el hidalgo que dejaba momentáneamente el camino, se dirigian á la ermita, se descubrian, se santiguaban, y dejaban caer media blanca, ó moneda de mayor valía, en el cepillo del ermitaño.

Unos decian al dar la limosna:

—¡Dios le guarde santo ermitaño!

Otros:

—Dios nos ayude hermano.

A los primeros contestaba el Julaní:

—Dios se lo pagará en el cielo.

A los segundos.

—Dios tendrá misericordia de nosotros.

Los primeros eran cristianos viejos: esto es, vencedores.

Los segundos eran moriscos: esto es, vencidos.

Hacia ya mas de una hora que el fingido ermitaño pedia para el culto de la ermita, y agitaba el cepillo que era enorme, y que sucesivamente iba produciendo su sonido mas ronco, y haciéndose mas pesado, cuando se oyó un cencerro mucho mas sonoro que los que habian pasado hasta entonces, acompañado del sonido de muchas campanillas, y desembocó por el camino una recua de poderosos burros que venian al trote, excitados por sus arrieros.

Pero lo que tenia de extraño esta recua, ademas de la riqueza y de la variedad de los penachos y los caireles con que venian engalanados los jumentos, era que para cada uno de ellos venia un hombre, y que estos hombres eran jóvenes, robustos, bien encarados y gallardos; vestian ni mas ni menos, como los traginantes de las Alpujarras; quien los hubiera contado, hubiera visto que llegaban á veinte y dos, y que tras ellos, ginete en un macho, sobre una vistosa enjalma, venia un hombre de mas edad y respeto, y al parecer como capataz ó mayoral de aquella gente; en cada asno detrás de la carga, que era abultada, aunque no de un peso excesivo, á juzgar por lo desembarazado y fácil del trote de los jumentos, se veia un largo arcabuz, y en cuanto al que hacia cabeza de aquellos hombres, llevaba sujetos al cinto dos pedreñales y una daga, en el talabarte una espada y á mas de esto dos arcabuces pendientes á los costados de la parte posterior de la enjalma.

Estos veinte y dos jumentos, sonoros con su cencerro y sus cascabeles, pasaron como una exhalacion por delante de la ermita, no sin que el Julaní los mirase de una manera profunda, no á los burros, sino á cada uno de los hombres que llevaban á las ancas, ni sin que todos estos hombres mirasen con profunda atención al Julaní. En cuanto al capataz de aquella gente, se desvió del camino, enderezó su mulo á la ermita, se descubrió respetuosamente al pasar por delante de la cruz; pero con un tanto de tiesura y como quien lo hace de mala gana, y parando junto al falso ermitaño, que acortó el trecho, saliendo al encuentro del que llegaba, cepillo en ristre, el ginete se inclinó y echó en el cepillo un doblon de á ocho.

Aquella enorme limosna, que trocada en cobre hubiera llenado veinte cepillos, era sin duda una seña, puesto que el Julaní dijo palideciendo y mirando fijamente al ginete, que era un hombre como de cuarenta y seis años.

—¿Con que ha llegado la hora?

—Si, contestó el otro.

—Tú eres el walí, Harum—el—Geniz, exclamó el Julaní mirando fijamente al otro.

—Si, si por cierto, y vengo bien disfrazado cuando solo me has reconocido por la voz.

—Buena barba y buenas cejas traes. ¿Y esos valientes que han pasado con la recua son de los nuestros?

—Si, son de la taha de Cádiar. Pero vamos á lo que importa. Tras mí viene un carro de mulas resguardado por cuatro de nuestros mejores hermanos; dentro de poco estará aquí y entrará una persona que viene en el carro á orar en la ermita: deja ya de pedir y espera dentro; ya suenan las campanillas de las mulas del carro, y mi buena recua va lejos. Adios.

Y apretando las espuelas al mulo, partió al galope al mismo tiempo que el Julaní se metia en la ermita.

Poco despues apareció en el camino un carro que adelantó á buen paso; tiraban de él cuatro mulas, al cabezon de una de las cuales iba asido un zagal jóven y ágil: en la delantera iba un mayoral fornido, y la entrada del carro iba cubierta por una doble cortina de cuero.

Detrás y á poca distancia armados con lanzas á la gineta, venian cuatro lacayos de buen aspecto, y lo bien costeado y lujoso del carro, el valor de las mulas y de los caballos de la servidumbre, y las libreas de estos, todo demostraba que quien de tal modo hacia su viaje, era una persona principal.

El carro se dirigió á la ermita y cuando estuvo cerca de ella paró, uno de los lacayos echó pié á tierra, tomó de la zaga una escalerilla de madera, la apoyó contra la delantera, y el mayoral abrió las cortinas que cerraban la entrada: entonces salió una persona con trage negro de caballero, y apoyándose ligeramente en el hombro del lacayo, que á pesar del frio tenia el sombrero en la mano, saltó al suelo casi sin tocar los travesaños de la escalerilla, pasó junto á la cruz, se quitó devotamente la gorra y entrando en la ermita se arrodilló delante del altar.

La estatura de esta persona era mediana para hombre y aventajada para mujer, y decimos para mujer, por que por la redondez de sus formas, por lo mórvido de su cuello, que se veia en parte entre una rica gorguera de Cambray y un cumplido antifaz de terciopelo que cubria su semblante; por lo brillante y sedoso de sus largos rizos, muy reparables entonces, puesto que los nobles llevaban los cabellos exageradamente cortos; por la altura de su pecho, por la pequeñez de sus manos, por mil indicios, en fin, de delicadeza y de hermosura femenil, se comprendia que aquella persona era una mujer disfrazada de hombre.

Sus ropas eran ricas, y como hemos dicho, enteramente negras, y de terciopelo; únicamente su capotillo era de riquísimo paño de Segovia, forrado de armiños; llevaba espada y daga; pero no pequeñas como pudieran suponerse pendientes de la cintura de una mujer, sino tales como pudiera haberlas usado un capitan de los tercios de Italia, aunque de gran riqueza y primor en sus empuñaduras; últimamente, sus botas de gamuza adobada estaban armadas de espuelas de oro y (cosa extraña) pendiente de un cordon de seda negro, llevaba sobre el pecho una plaquita de oro, en que estaba esmaltada la cruz de Santo Domingo, distintivo usado por los familiares del Santo Oficio de la Inquisicion.

El antifaz que esta persona llevaba, sin duda para no ser conocida, no era de reparar en aquellos tiempos, en que tanto los caballeros de algun estado, como las damas, usaban el antifaz cuando iban de camino con el objeto de resguardar el rostro de los agravios de la intemperie.

La incógnita estuvo algun tiempo arrodillada ante el altar y luego se levantó, miró en torno suyo, vió al Julaní que estaba relegado á un ángulo junto á un confesonario, se dirigió á él, sacó de su limosnera un pliego cerrado, se lo dió y sin decir una sola palabra salió de la ermita, y entró en el carro que seguidamente tomó á buen paso el camino del puente de Genil.

El Julaní se volvió de espaldas á la puerta y rompió la nema del pliego en la que se leia únicamente estas palabras: «Obediencia y sigilo.»

Dentro algunas líneas en caracteres africanos muy bien escritos decian: «El Señor Altísimo y Unico prospere tus bienes y te de paz y salud. Sabrás, Julaní, como esta noche á las doce, llamaran á tu puerta todos los xeques de las tahas de las Alpujarras y de la Vega; cada uno de ellos te mostrará una sortija de oro que tendrá escrito en la parte exterior el nombre de Dios. A todo el que te presente una sortija tal le introducirás por la mina, haciendo que uno de los monfíes que te acompañan le guie á casa del Hardon junto á San Miguel. A todo el que pretenda entrar sin mostrarte la sortija convenida, préndele y si resistiere mátale.—El emir.»

Guardó cuidadosamente el Julaní en su seno esta carta, fué á la puerta de la ermita, permaneció en ella con el cepillo en la mano y tan profundamente pensativo, que aconteció que mas de un viandante se acercase á él, echase una moneda en el cepillo y pronunciase la fórmula de costumbre, sin que el le contestara.

Los cristianos al verle tan abstraido decian:

—Es un santo.

Los moriscos:

—¿Qué sucederá que tan pensativo se muestra el Julaní?

Pero hubo de volver en sí de su profunda meditacion al sentirse sacudido de una manera vigorosa.

Miró y vió ante sí á un jóven como de veinte y dos á veinte y cuatro años, de altivo continente, rostro moreno y ojos negros y penetrantes: vestia á la usanza de los hidalgos castellanos, usaba el pelo corto como ellos, llevaba espada, daga y pedreñales y además, como arma defensiva una coraza blanca y limpia y tenia del diestro un magnífico caballo de raza árabe.

—Te he llamado dos veces y no me has contestado, dijo el jóven, ¿en qué diablos piensas, Julaní?

—¡Ah! es Aben—Aboo, dijo aquel conociéndole.

—Si, yo soy; ¿pero qué sucede?

—¡Suceder! ¿quién sabe? pero me parece que llega la hora.

—Lo mismo me parece á mí.

—¿Estás seguro de tus parciales, Aben—Aboo? dijo gravemente el Julaní.

—Como lo estoy de la hoja de mi espada, contestó el jóven.

—Entra dentro, Aben—Aboo, dijo el Julaní, que no es prudente, hablar largo tiempo donde alguien pueda vernos juntos.

Y diciendo esto cerró la puerta de la ermita, fué á la que daba paso desde el exterior á su habitacion, la abrió, miró con recelo al camino, y viendo que en él no habia nadie, empujó al interior del patio á Aben—Aboo que le habia seguido, tiró de su caballo, y cuando estuvo dentro cerró el postigo. Un momento despues Aben—Aboo y el Julaní estaban sentados frente á frente junto al hogar.

—¡Oh! cómo nos engañamos los mas prudentes, dijo el Julaní: te muestras muy seguro de tus parciales, y sin embargo ni aun puedes sospechar donde se encuentra ahora Abul—Hhassam. Es, ó era segun creo uno de tus mayores amigos.

—Es sabio y santo, dijo Aben—Aboo: el espíritu de Dios ilumina sus pensamientos y las estrellas hablan para él con tanta claridad como el libro de Dios para los creyentes. Abul—Hhassam está en Argel donde yo le he enviado á pedir ayuda al dey Aluch—Alí.

—Sin duda que la costa del viaje habrá concluido con las últimas doblas de la hacienda que te dejó tu padre.

—En verdad, en verdad que ando muy pobre, Julaní.

—Ya lo sospechaba yo. Tu hermosa casa de la calle de San Miguel está alquilada; ya no eres el rico hidalgo que viajaba acompañado de lacayos, ahora viajas solo como un cualquiera.

—¡Qué quieres, Julaní! ¡decretos son de Dios! pero espero recojer con usura el dinero que he sembrado.

—Creo que te engañas, dijo el Julaní. Pero creo tambien que creerás en mi amistad.

—No tengo motivos para dudar de ella. ¡Hemos recorrido tantas veces juntos la montaña! ¡juntos hemos dado muerte á tantos castellanos!

—Y yo que te he visto valiente y noble, yo que sé que como Aben—Humeya tienes derecho al trono de Granada; yo que comprendo que habria un medio para que nuestro invencible emir, pensase en tí para hacerte su heredero, yo que te amo, siento un dolor profundo al decirte que es necesario que renuncieis á la corona de Granada.

Púsose en pié de un salto Aben—Aboo.

—¡Qué renuncie á ser el caudillo de mi pueblo en la guerra que va á emprenderse contra el cristiano! ¡Que otro los lleve al combate! exclamó con voz reconcentrada y el rostro lívido de cólera. ¿Piensas acaso que yo ambiciono una corona? ¡Miseria humana! Honra y nada mas es lo que quiero. Libertar á mi patria lo que ambiciono. ¿Y quién tiene mas derecho que yo para empuñar la bandera del Islam? ¿Quién mas que yo ha trabajado, ha velado, ha sufrido, por libertar á mi patria? ¿No he expuesto mi vida? ¿No he gastado mis riquezas?

—Hé ahí el mal, todo el mal. Por desgracia hay entre nosotros un hombre á quien la plebe cree santo, inspirado por Dios, profeta: no será rey de Granada, sino aquel cuyo nombre salga de la boca de ese hombre. Ese hombre es el faquí Abul—Hhassam.

—Pero Abul—Hhassam...

—Abul—Hhassam sabe que has gastado tu último doblon.

—Mis parientes han hecho pasar por su mano mis riquezas para ayudar la predicacion con la caridad, para proveernos en Africa de armas y de bajeles.

—Tus riquezas han servido para aumentar las de ese embustero.

—Abul—Hhassam es un santo.

—Ha sabido parecerlo, y tanto que os ha engañado á tus parientes y á tí.

—La prueba, una sola prueba.

—Vuelvo á repetirte una pregunta que ya te he hecho: ¿dónde crees que está en estos momentos tu santo faquí?

—Ya te he contestado que en Argel.

—Hace una hora que Abul—Hhassam ha estado aquí, y ha entrado por la mina en Granada.

—Pero eso es imposible, imposible de todo punto. Ayer tarde se me mandó de órden del emir, que estuviese hoy en Granada, y yo me he apresurado á cumplir su mandato. Pero no sabia que me esperaban tan malas nuevas.

—Pues aun hay mas. En Granada se dice entre los moriscos, que Aben—Humeya será su rey, y que para evitar toda disension, casará con la hija del emir.

—¡Con la hija del emir! ¡con la sultana Amina! pero Aben—Humeya está casado con Inés de Rojas.

—La repudiará.

—¿Y su hijo?

—Le abandonará como á su madre.

—Pero esto es un tejido de infamias.

—¿Y crees tú que se pare mucho Aben—Humeya en cometerlas, si son necesarias para alcanzar el reino? Es necesario que renuncies por ahora á la corona. El emir es poderoso. Nosotros los monfíes lo podemos todo. Cuando Yaye—ebn—Al—Hhamar, proteje á Aben—Humeya, es necesario obedecer y callar. Y luego, aunque Aben—Humeya sea elegido rey, nada debe importarte; él tendrá que vencer las primeras y mas duras dificultades, y luego tú...

—¿Y qué me importa que Aben—Humeya sea elegido rey, en comparacion de la pérdida de Amina?

—¿Cómo! ¿conoces á la sultana?

—No.

—¿Y estás enamorado de ella?

—Como nos enamoramos de un misterio, tras el cual creemos encontrar un tesoro. ¿Sabes tú lo que es en las Alpujarras la sultana Amina?

—Si, sé que es un Dios.

—Todos ansían conocerla y ninguno la conoce.

—Te engañas. Hay un hombre que la conoce y que nunca se separa de ella.

—¿Y qué hombre es ese?

—Ese hombre es Harum—el—Geniz.

Despejóse la frente de Aben—Aboo de la sombría nube que la habia cubierto.

—Algunas alboradas de verano, dijo suspirando, al volver la ladera de una montaña, suelen verse en el borde del opuesto barranco, brillantes armas, tocas y almaizares; algunos ginetes armados como nuestros abuelos antes de la conquista, pasan deslumbrantes y magníficos, y entre ellos, en un palanquin cubierto con un dosel de púrpura, va una dama con vestiduras régias, cubierta con un velo: la cabalgata pasa, y con ella el palanquin y la dama, y se pierden en las cercanas quebraduras: muchos han visto este prodigio y siempre antes de la salida del sol: los naturales creen que aquellos ginetes y aquella dama son sombras de nuestros abuelos. Ninguno se atreve á seguirles por temor que aquellas sombras condenadas pierdan su alma. Pero yo un dia me lancé tras ellos al escape de mi caballo.

—¿Y qué sucedió?

—Uno de aquellos ginetes, magníficamente armado, que mostraba en su adarga el blason real de los reyes de Granada, volvió hácia mí á rienda floja, con la lanza baja, y me encontró de tal manera, que me arrojó en tierra, valiéndome para no ser herido, el buen temple de mi coselete, que es el mismo que llevo puesto: entonces aquel hombre, que llevaba calada la visera, me puso la lanza al rostro, y me dijo:

—Júrame si quieres vivir, que no volverás á seguirnos.

—Te lo juro, le contesté. Pero una sola palabra. ¿No es verdad que esa dama no es la sombra de la sultana Zoraya?

El jinete lanzó una carcajada.

—Esa dama, dije con harta imprudencia, es la sultana Amina, hija del poderoso Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar.

—Si tú no te llamases Aben—Aboo, contestó con acento irritado el caballero, el nombre que acabas de pronunciar te costaria la vida. Pero cuenta contigo Aben—Aboo; cuenta con lo que haces, con lo que dices y con lo que piensas, porque los monfíes estan en todas partes, hasta en el pensamiento de sus enemigos.

Dicho esto, revolvió su caballo, y fué á incorporarse con la dama, que desde su palanquin habia presenciado impasible mi aventura, y desaparecieron en la vuelta de la montaña. Yo me levanté, monté como pude, y volví á Cádiar. Desde entonces amo á esa mujer. Yo habia visto su apostura magestuosa, sus largas trenzas negras pendientes bajo la toquilla que la encubría: sus brazos desnudos, su talle esbelto, la incitante y lánguida actitud con que iba reclinada en el palanquin que conducian cuatro esclavos negros. Muchas veces he salido de noche de Cádiar, y á pié y solo, he ido á ocultarme en las quebraduras cercana al barranco por donde la ví pasar la vez primera y algunas otras veces, antes de la salida del sol, la he vuelto á ver, ya reclinada en el palanquin, ya á caballo, ya á pié, siempre gentil, siempre magestuosa, pero siempre encubierta. Esa mujer arroja de sí, no sé qué de voluptuoso, de bello, de magnifico, que arrebata, que enamora, que obliga por su mismo misterio á que no pueda olvidársela. Y luego esa mujer que gasta vestiduras tan deslumbrantes como las de una sultana, á quien obedecen hombres feroces, que tiene, sin duda, en alguna sima debajo de la tierra, alcázares maravillosos y tesoros inmensos, es un misterio impenetrable. Llámanla unos la hechicera, otros el espíritu del Islam, que en forma de mujer vaga por las montañas, de donde espera renazca la gloria del pueblo moro; otros la Dama blanca. Yo sé que es la sultana Amina, no sé por qué, pero lo juraria. Esa mujer, y no mi pobreza como habias pensado, es la que me obliga á retirarme de Granada, porque á donde ella esté va mi alma y yo no puedo vivir sin verla alguna vez, oculto entre las breñas.

—¿Y no conoces tú al emir? dijo profundamente el Julaní.

—Nunca le he visto; pero obedezco sus órdenes, acato su valor y le reconozco como nuestro señor.

—¿Y te obstinas en el amor de su hija?

—Es mi ambicion, es mi luz. La busco y se me huye como un misterio, como una sombra: algunas veces he creido tenerla al lado, y luego... era una pobre labriega, hermosa, sí, como son hermosas todas las hijas de las Alpujarras, pero ruda y zafia. Algunas veces he creido escuchar entre las quebraduras, una voz dulcísima que me gritaba: «¡Aben—Aboo!» y era el viento en cuyos zumbidos creia escuchar mi locura acentos humanos; era un sueño; era mi amor que cree verla en todas partes.

En aquel momento rechinó violentamente la tarima, se alzó crugiendo, impulsada por la compuerta de la mina, y apareció un hombre enteramente envuelto, á la usanza mora, en un blanco almaizar.

Al verle Aben—Aboo y el Julaní, se hicieron atrás, y el primero echó mano á la empuñadura de su espada.

—Antes imprudente y ahora loco, dijo aquel hombre cuyas palabras estaban llenas de autoridad: los monfíes estan en todas partes y á nadie temen. ¿Te has olvidado ya de la negra aventura que te aconteció, por seguir á la Dama blanca de la montaña?

—He olvidado la aventura, pero no la memoria de que fuiste generoso conmigo.

—¡Yo!

Te he reconocido en la voz. Tú fuiste el caballero que me derribó.

—Has quedado pobre por la patria, noble Aben—Aboo, dijo aquel hombre con voz solemne, has sacrificado tu amor á tus promesas. Sírvate esto para disculpar tu imprudencia. Amas ó crees amar á esa dama, olvídala. Te crees llamado á ser rey de Granada: los monfíes te daran rey.

—¿Y con qué derecho? exclamó con orgullo Aben—Aboo.

—Con el derecho de la fuerza, con el derecho de la justicia. ¿Qué habeis hecho vosotros y vuestros padres, desde el dia de la conquista? doblegaros cobardemente ante el cristiano, aprender su habla, vestir sus trages, acudir á sus templos, y murmurar en voz baja y estremecidos de espanto, en lo retirado de vuestras casas, delante de vuestras hijas profanadas y envilecidas por el vencedor: y ¿qué hemos hecho nosotros los monfíes de la montaña? no hemos cambiado con el castellano mas que hierro y sangre, odio por odio, exterminio por exterminio: hemos huido de las poblaciones impuras, y hemos hecho nuestros templos las montañas, nuestros alcázares, las grutas de los barrancos: y admírate: somos ricos, poderosos, terribles: la Chancilería se aterra á nuestro nombre, el capitan general nos teme; cuando un monfí da en manos de la Inquisicion, se apresura á entregárnoslo; por nosotros la ley alcoránica vive en las Alpujarras y el Almanzora; y por nosotros, alentais la esperanza de ser libres algun dia, vosotros, los infames habitantes de las poblaciones.

—¡Infame! ¡eso no! llama infame á quien lo sea, no á Aben—Aboo, no al enemigo irreconciliable de los cristianos.

—Eres bueno y leal, jóven: pero es necesario que no seas imprudente. Antepon tu patria á tu ambicion: y espera. Entre tanto, toma.

—¿Qué me dais aquí? dijo con orgullo Aben—Aboo: ¡un bolsillo! ¿Soy acaso un mendigo?

—El emir de los monfíes es tu pariente.

—Es verdad.

—El emir puede darte oro sin humillarte.

—Sí.

—Te ha mandado venir hoy á Granada.

—Es verdad.

—¡Y vienes sin dinero!

El jóven se sonrojó y calló.

—Guarda ese oro, jóven, guárdalo. Yo te lo entrego de órden del emir.

Aben—Aboo guardó el pesado bolsillo.

—Ahora vete: el emir te ha llamado á Granada. Cuando estés en ella, el emir te buscará.

Y señaló con un ademan de imperio la puerta á Aben—Aboo.

Este, dominado, salió, tiró de su caballo, montó en él, y se dirigió á la ciudad.

—Para unos hombres la palabra que manda, dijo el incógnito, para otros el amor, para otros la ambicion, para todos el oro. ¡Miseria humana! Cierra tu puerta Julaní, y sígueme.

El monfí cerró, y precedido del encubierto desapareció por la mina.

Capítulo IV. El corral del Carbon.

Aben—Aboo habia tomado el camino del puente de Genil, harto pensativo y preocupado; su porvenir era un laberinto en que se embrollaba su pensamiento cuando queria aventurarse en él: no sabia si esperar ó desesperar: tenia el alma poseida por dos terribles pasiones: la ambicion y el amor: de un lado una corona, del otro una mujer: entrambas misteriosas, pero magníficas, y entrambas difíciles y rodeadas por todas partes de peligros.

Usaban los monfíes de él como de instrumento: ¿le querian por gefe ó por soldado? ¿Quiénes eran aquellos hombres? Bandidos los llamaba el vulgo, pero Aben—Aboo no habia sabido explicarse lo que eran. Robaban, incendiaban y degollaban sin compasion, pero jamás un buen creyente habia sido acometido por mas que hubiese atravesado solo los desfiladeros de la montaña, ni las haciendas de los buenos moriscos habian sido taladas: los cuadrilleros de la Santa Hermandad jamás habia logrado encontrarlos, ni nadie sabia sus guaridas: la dama encubierta era á todas luces su reina, y se hacia rodear de un aparato tal, en sus solitarios paseos por los pintorescos valles y quebradas de las Alpujarras, que era necesario concebir en ella algo de regio, algo de grande, algo de magnífico.

Por otra parte, aquel hombre que acompañaba á la Dama blanca, hasta entonces inaccesible para él, le daba oro en nombre del emir, y le hacia escuchar una voz amiga. ¿Qué significaba esto? le amaba aquella mujer, ó le temia y pretendia seducirle, engañarle y hacerle esperar por amor á Aben—Humeya. De todos modos, Aben—Aboo, deducia, que cuando asi se le trataba, debia temérsele ó apreciársele, y esto ya era mucho: esto significaba que se reconocia su poder.

La esperanza, ese dulce consuelo que Dios ha dado al hombre, empezó á refrescar el hasta entonces árido y seco corazon de Aben—Aboo, y como la esperanza nunca llena el corazon del hombre sin traer consigo alguna parte de alegría, á medida que se abrigaba en el corazon del morisco, iba dulcificando la torva expresion de su semblante, iluminándole con un aspecto de paz y de resignacion que hasta entonces no habia expresado. Al fin, parte por esta causa, y parte por la necesidad que como morisco tenia de mostrarse satisfecho y tranquilo ante los cristianos para no hacerse sospechoso, á medida que despues de haber pasado el puente de Genil, se acercaba á la puerta del Rastro, su semblante se serenaba mas, hasta que, llegando á la puerta, se mostró ya perfectamente tranquilo.

Entonces sus pensamientos cambiaron de rumbo; volvia á Granada despues de una ausencia de algunos meses, y podia decirse, que aunque tenia casa, era como si no la tuviese: reducidos sus bienes por una y otra venta, consumidos del todo en expediciones á Africa y á las Alpujarras, sobre todo como sabemos, en pagar la codicia ó la ciencia de Abul—Hhassan, solo le habia quedado en el Albaicin, dentro del recinto de la Alcazaba Kadima, y cerca de la iglesia de san Miguel, la casa, con honores de palacio, y palacio verdaderamente en aquellos tiempos, que constituia el resto de la dote de su madre, y la atalaya de las Alpujarras con su pequeño huerto. Pero hasta su última dobla habia desaparecido.

Un dia, pues, antes de que llegase el caso de contraer deudas, vendió sus caballos y sus esclavos, quedose solo con dos hermosos caballos árabes de montar, y un esclavo negro, se trasladó con su pequeño capital y su escasa servidumbre á su antiguo señorío de las Alpujarras, y puso su casa ó palacio del Albaicin con todos sus muebles y alhajas en arrendamiento.

Lo populoso, salubre, y en aquellos tiempos aristocrático, del barrio de san Miguel, hizo que su casa estuviese poco tiempo sin inquilinos: presentóse un dia el mayordomo de un caballero de Castilla al administrador de Aben—Aboo en Granada, y por el precio de diez ducados al mes tomó la casa para su señor y su familia.

Aquel caballero continuaba viviéndola, y hé ahí por qué hemos dicho que Ahen—Aboo tenia casa en Granada y no la tenia.

Pero sus circunstancias habian variado: habia aceptado como pariente cercano del emir, aceptando con él, una esperanza, un bolson de oro bastante á satisfacer por algunos meses sus necesidades, y se decidió á usar de su despotismo de propietario, y á arrojar de su cómoda vivienda para ocuparla él mismo, á sus inquilinos.

Pero para llegar á este fin, era preciso pasar por algunos trámites: á saber: buscar al administrador, encargarle del mensaje, esperar la respuesta, y acaso, acaso, andar de justicia.

Pero es el caso, que Aben—Aboo no conocia á su administrador: era de tan poca cuantía la renta que tenia que pasar por sus manos, que el morisco habia desdeñado tratar directamente con él, y habia encargado de ello á su fiel esclavo Agar.

Recordando Aben—Aboo, vino á sacar en claro, ateniéndose á las noticias que le habia dado el esclavo, que venia cada tres meses á Granada á cobrar la renta, que su administrador era un rapista de los famosos de Granada, no porque rasurase bien, sino por su habilidad en puntear la vihuela, que vivia en el corral del Carbon, y que se llamaba maese Pertiñez.

Armado con estas noticias, y recordando que en el mismo corral del Carbon habia una excelente hospedería donde poder esperar el resultado de su intento de desalojo de sus inquilinos, el morisco tomó á buen paso por las callejas que ahora se llaman de san Matías, y tropezando y deslizándose por sus estrechuras, llegó al fin delante de la bellísima portada árabe del corral del Carbon, en tiempo de los moros almarestan ú hospital de los mas famosos de Granada.

Entróse de rondon y á caballo por el arco flanqueado por los tenduchos ó nidos de dos adobadores de pieles de gato, echó pié á tierra en el destartalado corral, y miró en torno suyo.

En un ángulo estaban levantando un tablado y poniendo una cortina, señal clara de que habia llegado á la ciudad alguna compañía de farsantes, y que para aquella tarde se preparaba algun auto, loa ó farsa. Esto tenia en movimiento á todos los habitantes del corral; y las vecinas, andaban en retruécanos y agudezas de casa de vecindad, y los chiquillos miraban embobados á un hombre, que con trage de botarga, dirigia la construccion de aquel teatro informe, muestra de la infancia del arte, compuesto de una docena de malas tablas, de algunos tapices viejos, de una cortina descolorida, y abierta enteramente á la intemperie.

Como era natural, este objeto el mas notable de los que contenia el corral, fijó por un momento la atencion del morisco, que seguidamente se puso á buscar por los ámbitos del corral, los vestigios de la tienda de su administrador rapista.

Vió al fin, una vieja y abollada vacía que se balanceaba colgada del dintel de una puerta tenebrosa, pero lo que mas que nada le indicó que habia dado con su dependiente, fue un alegre y zarandeado ruido, que no armonia, de guitarras y castañuelas, que salia como una tempestad por la negra puerta donde la vacía se balanceaba.

Enderezó para ella sus pasos el morisco, llevando su caballo del diestro, y en breve se detuvo en el dintel de la tienda.

A la presencia de uno que creyeron parroquiano, por interés al dueño de la casa, callaron castañuelas y guitarras, para que se pudiese oir lo que se hablase, y el morisco pudo decir sin temor de no ser oido, en un acento entre llano y altivo, verdadero acento de gran señor que quiere tratar bien á sus inferiores:

—Dios guarde á la buena gente.

—¡Ah! ¡voto á mil legiones de demonios! dijo una alegre voz de jóven desde un negro ángulo: bien venido sea el señor Diego Lopez; ¿y á qué hora? parece que os han llamado con campanilla, mi buen amigo: haced un lugar en el barreño, princesas, é id llenando los vasos: ¡cuernos de Lucifer! ¿pues si es mi mayor amigo?

Y adelantó guitarra en mano y con los brazos abiertos, un bulto, que al llegar mas hácia la puerta, pudo verse lo que era: á saber: un capitan de infantería, jóven y buen mozo, con su abigarrado uniforme, su castoreño, su espada de gabilanes, y unos atrocísimos mostachos retorcidos de una longitud espantosa.

—¡Ah! marqués de mis pecados! exclamó Aben—Aboo, aceptando el terreno que le presentaban y abrazando cordialmente al capitan: vos en este tabernáculo... siempre el mismo, pardiez.

—Mi casa no es tabernáculo, dijo un hombre diminuto, que necesitó para ver al rostro de Aben—Aboo, levantar la cabeza, del mismo modo que un hombre de buena estatura puesto al pié de una torre, se vé obligado á levantarla para ver su parte superior: sabed señor Diego Lopez, que esta es una casa honrada donde concurre gente noble.

—Ya, ya veo que entre vuestros conocimientos teneis nada menos que al marqués de la Guardia.

—¡Chits! exclamó el capitan, ya lo habeis dicho dos veces y me habeis perdido: nadie extraña que un capitan ande con la bolsa un tanto ligera... los pagadores de los tercios nunca tienen dinero... pero un marqués... no lo creais, señores, el señor Diego Lopez, mi amigo, se chancea... yo no soy ni mas ni menos que un buen soldado del rey, que gasta lo que tiene, cuando lo tiene... eso si; ¡ea! siga la zambra, y vos sentaos y mirad en qué buena compañía nos encontramos.

Dispensad un momento, don Juan, dijo Aben—Aboo; necesito antes que todo, hablar con maese Pertiñez. ¿No es esta la tienda de maese Pertiñez?

—Ya se ve que si, y no me espanta que hayais preferido mis navajas, caballero; son unas excelentes navajas cuando yo las uso... nos conocemos hace ya mucho tiempo; el que se rasura una vez en mi casa, de seguro viene ciento.

Y el hombrecillo suavizaba una enorme navaja en un pedazo de cuero negro y lustroso.

—¡Ah! ¿sois vos maese Pertiñez? Pues mirad, nunca lo hubiera creído... me pareceis hombre de bien.

—¡Cómo, caballero de gente honrada vengo, y apellido uso, que mas noble, ni en la córte... los Pertiñez...

—Son indudablemente unas gentes honradas, pero nada importa eso: dejad vuestra navaja que por ahora no pienso ser desollado, y ved donde podemos hablar unas palabras á solas.

Y Aben—Aboo, que no habia pasado dos palmos dentro de la tienda, ató las bridas de su caballo á la celosía, que segun costumbre en esta clase de establecimientos, heredada sin duda de los árabes, servía de cancela, y siguió á maese Pertiñez que le indicaba una pequeña puerta.

—Ya sé para lo que me habeis llamado aparte, caballero, dijo con gran misterio Pertiñez cuando estuvieron dentro de un reducido cuartucho... vaya si lo sé... pero os advierto, que la empresa en que os meteis es difícil.

Aben—Aboo, que tenia mas de un motivo para dar importancia á palabras menos graves que aquellas, se alarmó, pero encubriendo su cuidado, dijo de la manera mas natural del mundo:

—¿De qué empresa quereis hablar, amigo mio?

—¡Bah! todos los señores de Granada estan alborotados, desde que vino ese prodigio; todos, hasta el mismo don Fernando de Válor, hombre que jamás ha puesto los piés en mi casa, y que ha estado hablando conmigo dos horas largas sobre el mismo asunto.

—Pero, ¿de qué prodigio y de qué asunto hablais, mentecato? dijo Aben—Aboo, que era por naturaleza impaciente, y que al oir el nombre de don Fernando de Válor acabó de impacientarse.

—¡Ah! yo creia que veniais por la reina mora.

—¿Por la reina mora? ¿Qué reina es esa?

Miró con asombro el barbero á Aben—Aboo, y luego dijo:

—¿De donde venis caballero?

—Quiero contestaros aunque vuestra pregunta sea importuna. Vengo de las Alpujarras.

—¡Ah! acabáramos: ya no me extraña que vos no conozcais á la reina mora. Y decidme, ¿no era de eso de lo que veniais á hablarme? me alegro, porque asi me ahorrais el trabajo de desesperanzaros.

—Acabemos de una vez, dijo Aben—Aboo ya enteramente perdida la paciencia y alarmado por el misterioso sentido de las palabras de maese Pertiñez. Sepamos claro qué empresa es esa tan difícil, y de qué reina mora se trata.

—Pues señor, la reina mora no es ni mas ni menos, que una famosa comedianta, llamada Angélica, que hace á las mil maravillas de reina mora en una farsa de moros y cristianos, que se ha hecho ya tres veces en otros tres dias de fiesta: y como la tal Angélica gasta unas plumas y una saya de relumbron, que no hay mas que pedir, y tiene una voz de ruiseñor, y llora que da lástima (porque la farsa es muy lastimosa), y es la mas garrida manceba que yo he visto en todos los dias de mi vida, que es mucho encarecer, porque en Granada hay mozas como serafines, han dado las gentes en llamar á la Angélica la reina mora, y los caballeros que gustan de galanteos, y aun los que nunca han andado en ellos, en la empresa de rendir su desvio, que os juro que es empresa mayor y mas difícil que ninguna de las que llevaron á cabo los Doce Pares de Francia.

—Acabarais de una vez, maese, con vuestras impertinencias que me han hecho perder mas tiempo del que quisiera. Vamos á lo que me interesa. Vos cobrais cada tres meses treinta ducados de una casa que poseo en san Miguel.

—¡Qué poseeis! ¡luego vos sois, el señor Diego Lopez!

—Ya habeis oido que asi me nombraba el capitan don Juan.

—Perdonad señor, pero hay en este mundo tantos Lopez y tantos Diegos...

—Bien, quiero perdonaros, pero á condicion de que me habeis de hacer un encargo que me interesa, por el aire.

—Mandad, señor.

—Ireis á mi casa.

—Iré.

—Direis á las gentes que la habitan, que se muden al momento.

Rascóse una oreja, como en muestra de que encontraba sumas dificultades en el negocio, el rapista, y murmuró algunos monosílabos.

—¡Qué! ¿creeis, que no puedo yo cuando guste disponer de mi casa? Creo que esa fue una de las condiciones del arriendo: ademas, que segun me ha dicho Agar mi esclavo, la tal gente no ha traido un solo mueble, sino que se sirven de los mios. De modo, que es lo mas fácil del mundo, que carguen con sus maletas y se vayan á donde mejor les convenga: no he de pasarlo yo mal, alojado en una hospedería, teniendo casa en Granada.

—Y una casa tal como la vuestra; pero es el caso, que la casa está arrendada á personas muy principales: y ya veis que el caso es díficilillo... Cuando se trata de gente noble y rica... tomariánlo á desprecio, me despedirian de mala manera, y vos podriais tener un lance.

—Me importa poco.

—Pero cuando las cosas pueden hacerse yendo por el buen camino, es dislate echar por el malo... si consintierais en darle un plazo siquiera de ocho dias...

—Ni tres.

—Yo os procuraría hospedaje tal, que no os pesase (y el rapista se sonreia maliciosamente), tabique por medio de la Angélica, de la reina mora.

—De alguna mozuela descarada que me ponderais, esperando que os pague bien las diligencias.

—Me injurias, caballero; los Pertiñez...

—Van á concluir á mis manos si sois vos el último de la familia.

—Nada menos que eso, señor, nada menos: pero os ruego que mireis bien lo que me pedis, aunque no sea mas que por el apuro en que me poneis: si supiérais quiénes son vuestros inquilinos...

—Me estan dando ganas de probar por mi mismo lo que haya de terrible en esa gente.

—Y que me place señor Diego Lopez, id vos, y ved... contadme despues si yo tenia razon para negarme, es decir, para poner dificultades... en fin, id vos y contadme.

—¿Tendremos aquí otro misterio como el de la reina mora?

—Sentaos, señor Diego Lopez; sentaos y escuchadme, que por media hora mas ó menos no se descompone ningun negocio.

Sentóse Aben—Aboo, un tanto interesado á su pesar por los misterios del rapista, y este, tomando otra silla, se encaramó en ella, puso sus piés en el primer travesaño, sus codos en sus rodillas y su barba entre sus manos y en esta actitud en que á nada se parecia tanto como á un mono, dijo:

—Hace un año vuestro honrado negro Agar, que venia á mí casa á tomar leccion de vihuela á que era muy aficionado, y para cuyo instrumento...

—Maese, si empezais asi, yéndoos del camino de vuestra relacion por las orillas, y á cada paso, no acabaremos nunca.

—Pues si señor, bien; dejando á un lado, á la orilla, como vos decis, la vihuela, vuestro esclavo Agar, á quien conocí...

—Mi esclavo Agar, exclamó con cólera Aben—Aboo, merecia quinientos azotes por haber pensado en vos para encargaros ningun asunto mio. Lo que yo quiero saber es qué clase de gente vive en mi casa, por qué razon es tan temible como decís y concluyamos.

—Concluyamos: son cinco hombres y dos mujeres: el uno y la una amos: los otros criados: el señor, el amo, es un hombre de cuarenta y mas años, muy rico, muy noble, pero muy altivo: la señora, el ama, es una doncella muy hermosa, segun dicen, y segun dicen tambien muy caritativa y dulce, y tratable y muy cristiana, eso si: dicen que es un ángel. La otra mujer, la criada, es una dueña como de cincuenta años, rezadora y gruñona, con la cara enjabelgada de soliman y las tocas tales y tan almidonadas, que mas que tocas parecen yelmo de encaje en lo tiesas: de los otros cuatro hombres, el mayordomo, el rodrigon, el cocinero y el paje, no hay que hablar: son cuatro demonios á los cuales nunca se les ve la risa. El señor se llama don Alonso de Fuenzalida, la señora doña Inés; la dueña doña Mónica, el mayordomo Rodriguez, el cocinero Cuchillada, el paje Ballestilla y el lacayo Judas.

—¡Pardiez! ¡pues tienen nombres de encargo los criados de mis inquilinos!

—Esto es todo lo que sé de esa familia... por lo demás pagan bien, cuidan de la casa, y tanto que en ella no entra persona viviente y son buenos cristianos.

—¿Con que nadie entra en la casa?

—Nadie; y eso que muchos señores que han visto alguna vez, aunque siempre encubierta á la señora, andan que se desviven por ella, y muchos se la han pedido á su padre... ¡pero ca! yo creo que doña Inés se destina á monja.

—¿Tan recatada anda?

—Como que se pasan meses enteros sin que se la vea ni por una rendija de los miradores: cuando sale á misa, y eso muy de mañana, va cubierta de los piés á la cabeza con un manto, á través del cual el mas lince solo puede verla un ojo, pero un ojo como un sol... eso si... por lo hermoso del ojo, y luego por su andar noble y grave y por su talle y por su apostura, y por una mano que suele asomar bajo el manto, y por la punta de un pié que suele verse bajo la saya, se adivina... que es adivinar, se tiene certeza, de que es hermosa, muy hermosa, hermosísima, y... vamos señor Diego Lopez... vos sois noble, rico, valiente, gallardo y vuestra inquilina es hermosa, honrada, noble y rica... sois mozo... y ella soltera... y ¡qué diablos! si no os empeñárais en echarlos de la casa, y os presentárais como dueño, acaso, acaso...

—¿Y dónde habeis tenido vos ocasion de ver, aunque encubierta, á doña Inés? dijo Aben—Aboo.

—En mi casa tres veces.

—En vuestra casa... ¡Ah! ¡ya! la habeis visto tres veces, y tres veces han representado en el corral los comediantes...

—Eso es. Cuando llegó la compañia de cómicos á Granada, como aquí es donde se han hecho siempre las farsas y los entremeses y los bailes, el autor de la compañia, el buen Godinez, me llamó aparte y me dijo: maese Pertiñez, me han dicho que vos sois el vecino mas honrado del corral; que haceis en él cabeza y que los otros vecinos van por donde vos querais que vayan: ahora bien, segun costumbre, para hacer aquí farsas y otros autos, es necesario pagar tantos reales á la hermandad de las Animas, otros tantos á la Ciudad, cuyo es el corral, y otros á los vecinos por el ruido.—Asi es, le contesté, porque asi era la verdad.—Ahora bien á mas de eso hay que alquilar tablado y tapices y músicos.—Con los músicos corro yo, le contesté.—Corred vos con todo, me dijo; haced que los vecinos nos alquilen las ventanas en un precio arreglado para que nosotros podamos revenderlas al público con alguna ganancia; quedaos con las vuestras que yo os aseguro las podreis alquilar á buen precio, porque la compañía es muy buena y hará ruido, y vos ganareis, y yo ganaré y todos ganaremos.

—¿Sabeis maese que para contestar á una pregunta, hablais mas palabras que las que tiene un misal?

—¿Que quereis? yo no sé dar razon de las cosas sino empezando por su principio, y asi se entera bien el que pregunta y queda satisfecho el que contesta. Como decia, tira de aquí y afloja de allá, ajustamos el negocio el autor de los cómicos y yo; por mis conocimientos, que son muchos, y todos por mi navaja, logré que el hermano mayor de las Animas se contentase con tres reales por cada funcion, que la Ciudad perdonase su parte, y que los vecinos por el ruido y el alquiler de las ventanas no pidiesen mas de veinte reales. En cuanto el trato estuvo hecho, el autor colgó un lienzo con pinturas extrañas y vistosas en la puerta del corral, y el bobo de la compañia, tocando el tambor, se puso á gritar y anunciar al público la primera funcion. Como hacia mucho tiempo que no habian venido á Granada comediantes, se dieron de ojo á pedir aposentos y sitio para las sillas, y aunque el corral hubiera sido como Bibarrambla, tantas sillas vinieron que no quedó lugar para la gente de á pié.—Yo, que al principio vi la bulla, me dije: tengo tres ventanas que vender, las mejores, porque yo he tenido mucha cuenta con que el tablado se haga cerca de mi ventana: si las vendo al principio ganaré mucho menos, pero no si me quedo para lo último cuando ya todo esté vendido: y dicho y hecho; me salió mejor la cuenta de lo que yo esperaba.

—Debeis descender de judios, maese Pertiñez...

—Vos podeis decirme todo lo que querais, señor Diego Lopez, seguro de que no me he de ofender. Pero vamos al asunto: ya era por la mañana del domingo en que habia de hacerse la funcion y como á las siete, he aquí que se encaja de rondon en mi casa Ballestilla, el paje de doña Inés, y me dice que su señora quiere ver la funcion y que cuenta conmigo para que le procure un aposento.—Yo le digo que no hay, que seria necesario pagar mucho para lograr que alguno lo cediese por codicia.—Y no hay cuidado por el dinero, me dice el paje poniéndome un bolsillo en la mano.—Dígole que vuelva pasada media hora á saber la razon y cuando vuelve le llevo á mi primera ventana desde la que puede tocarse casi con la mano al tablado:—Todo esto está muy bien: pero mi señora quiere un balcon.—Aquí no hay balcones.—Ya veo que todas son ventanas, pero habiendo dinero, madera y carpinteros todo puede hacerse.—Consiento y Ballestilla parte como un venablo, y á poco vuelve con carpinteros y madera, y en un santiamen hacen el mirador que habeis visto desnudo á un lado de mi casa: luego le vistió de tapices y he aquí un aposento tan bueno como el del rey. El mirador se hizo en una hora. Entonces yo me dije para mí: hijo de cristiano soy, gusto tengo como el que mas, vendamos la ventana segunda, y hagamos en la tercera otro mirador, y no faltarán muchos de mis parroquianos entre ellos el capitan don Juan Coloma, que me paguen bien y sobradamente por ocupar un puesto en mi aposento: manos á la obra: á la una estaba ya todo concluido y empezó á entrar la gente. Ved ahí como he podido ver tres veces y en mi casa á doña Inés de Fuensalida... ¡y qué talante el de doña Inés...! os aconsejo señor Diego Lopez que antes de dar ningun paso acerca de vuestra casa, os espereis á conocerla.

—Me urge maese, me urge, y no estoy de humor de amoríos ni de galanteos... no me pesa por otra parte que me hayais dado algunas noticias de esa familia; bueno es saber con quien se trata; asi pues ireis y direis á ese caballero...

Interrumpió en aquel momento á Aben—Aboo el rechinar de la puerta de la habitacion en que se encontraban y abriéndose aquella entró un hombre como de veinte y cuatro años con librea de paje de casa noble, y al ver á Aben—Aboo, se quitó respetuosamente su gorra.

—¡Ah! ¡mil perdones! dijo, yo creia que estábais solo, maese Pertiñez.

—¡Ah! es el buen Ballestilla, dijo el barbero; que me place. Se no os venís como llovido del cielo; he aquí al señor Diego Lopez, el dueño del palacio que habitan vuestros amos: y que en este momento...

Ballestilla interrumpió providencialmente al barbero cuando este iba á decir, por quitarse el muerto, la pretension de Aben—Aboo de que sus inquilinos dejasen la casa.

—¿Vuesa merced es el señor Diego Lopez? dijo acreciendo en cortesanía Ballestilla: pues me alegro, si ciertamente.

—¿De qué os alegrais mozo? contestó con secatura Aben—Aboo.

—Me alegro porque el encontraros aquí me escusa de buscaros.

—¿De buscarme? ¿y quién os manda buscarme?

—Mi señor don Alonso de Fuensalida.

—¿Y para qué me quiere vuestro señor?

—Esta carta que me ha dado para vos os lo dirá, señor, contestó Ballestilla sacando del bolsillo de sus gregüescos una carta.

Tomóla Aben—Aboo, rompió el sello blasonado de la nema, en la cual se leia: «Al señor Diego Lopez de un su amigo», desdobló el pliego y leyó lo siguiente:

«Amigo mio: permitidme que os trate con esta confianza, aunque no os conozco, y que sabiendo que acabais de llegar hoy á Granada, me apresuro á ofreceros en vuestra casa, en la cual con vuestra licencia vivo, el aposento que os tengo preparado. Cómo sé que habeis venido, y las sencillas razones que me aconsejan pediros vivais en nuestra compañia, las sabreis si, como espero, consentís en honrarme acompañándome hoy á la mesa. Dios os guarde. De Granada á 19 de diciembre de 1568.—vuestro amigo don Alonso de Fuensalida.»

Quedóse absorto con aquella novedad imprevista Aben—Aboo. Indudablemente aquel era un dia para él de singularidades. Prudente por naturaleza y conocedor por experiencia de que nada que tenga visos de singular debe desatenderse por quién como él se encontraba en una de las situaciones mas delicadas en que puede encontrarse un hombre, plegó lentamente la carta, y dijo á Ballestilla.—Decid á vuestro noble amo, mozo, que he recibido su carta, que he apreciado en lo que valen sus palabras, que no le contesto por escrito por no deteneros, y detener con vos la expresion de mi agradecimiento y que tendré el placer de comer con él en su compañía segun me dice lo desea.

—Tendré la honra de decirlo asi á mis señores, señor hidalgo. Mis señores se sientan á la mesa á las doce.

—No faltaré.

—Permitidme que diga dos palabras á maese Pertiñez.

—Decidle cuantas gusteis.

Ballestilla sacó de su bolsillo una bolsa de seda y la entregó al barbero.

—A las dos, ya sabeis, le dijo, tened dispuesto el aposento, poned una silla mas: es decir tres sillas.

—No haré falta, señor Ballestilla.

—Y adios señor hidalgo, añadió el paje inclinándose profundamente ante Aben—Aboo; adios maese Pertiñez.

Y se dirigió á la puerta volviéndose antes de salir para saludar otra vez á Aben—Aboo.

—¿Y deciais, exclamó el morisco cuando quedó solo con el barbero, que los servidores de ese don Alonso de Fuensalida eran zafios y montaraces?

—Es la primera vez que veo al señor Ballestilla cortés y comedido. Pero á propósito de lo que estábamos hablando antes de que llegase, ¿qué os decia yo..? es bueno esperar para ver... os convidan á comer... ¡bah! de seguro que de este convite salen muchas cosas.

—Por lo pronto sale una que me contraría en extremo.

—Sepamos: ya podeis haber conocido que yo sé hacer milagros.

—Pues ved si lograis hacer uno que necesito, aunque me parece difícil.

—Veamos.

—Decís que ese caballero es muy rico.

—Si por cierto.

—¿Viste con esplendidez?

—Terciopelos y brocados, y una cruz de Santiago de diamantes y rubíes lleva con mucha frecuencia, que vale un tesoro.

—Pues ved ahí que yo no puedo presentarme en casa de hombre tan principal y á primeras vistas con mi vestido de camino, ni con este coleto usado que llevo bajo el coselete: necesito gorra, jubon greguescos, calzas, zapatos, todo rico y bueno: hasta espada y daga: diablo... diablo... necesito vestidos riquísimos, y nada traigo conmigo mas que dinero y camisas limpias.

—Pues me parece que el milagro lo tenemos hecho y á poca costa.

—¡Cómo! ¿habrá un sastre que haga en dos horas esas prendas? ¿habrá un armero en Granada que tenga daga y espada como las que yo necesito?

—Estoy mirando que sois de la misma estatura y de las mismas carnes que un amigo vuestro que no está lejos y que por mas señas está ahora mismo alborotando por ciento.

—¡Cómo! ¿el capitan don Juan Coloma?

—Ciertamente. El os puede proveer de cuanto necesitais y asi como asi le haceis un favor.

—Don Juan es un loco, que jamás posee un escudo y fuera maravilla que tuviera prendas como las que necesito.

—Don Juan es un hombre de suerte: es cierto que gasta como el fuego; pero cuando ha gastado su último real he aquí que sin saber como, se le vienen mil á las manos. Ademas es jugador y le sucede como á todos los jugadores: arca llena y arca vacía; cuando tiene una buena entrada provee sus armarios, y se presenta relumbrante como el marqués de Mondéjar en los dias de córte, ó como don Fernando de Válor en cabildo; llega un apuro y los brocados y los cintillos y hasta el caballo, vuelan: de la hostería de la Cruz se viene á vivir á la hospedería del Carbon y hace su gasto diario con dos reales que yo le presto. Nunca ha llegado á deberme treinta; siempre antes de los quince dias me paga, y se vuelve á la hostería de la Cruz; ya sabeis en la plaza nueva, frente al palacio de la Chancillería.

—¿Y ahora os debe?.

—Veintiocho reales.

—Lo que demuestra que antes de apelar á vos habrá vendido todas sus prendas.

—No por que de esta vez está enamorado. Asistiendo en mi aposento, en el aposento que como os he dicho, he reservado para mis amigos y para mí; vió á doña Inés, la hermosa hija de Alonso, y se enamoró perdidamente de ella. Tenia algunos doblones y los gastó en brocados, tres ó cuatro vestidos completos, tres ó cuatro juegos de espada y daga. Ya se ve, queria estar galan por que las galas para las mujeres son las dos partes, y el hombre la una. Con que, vamos, vamos al asunto que es ya tarde, tengo que hacer poner los tapices en los aposentos, y no hay tiempo que perder. Oid: ya se marchan los cómicos para irse preparando para la funcion. Procuraremos que don Juan no se nos marche con ellos.

Y abriendo la puerta salió y asió por el coleto al capitan, que se iba en pos de una turba de músicos y farsantes, que salian de la tienda con las vihuelas debajo del brazo.

—¡Eh, señor don Juan! perdona, le dijo, pero vuestro amigo el señor Diego Lopez os necesita.

—Yo creí que no acababais nunca, y estaba resignado á verle en mejor ocasion, porque creo que el señor Diego Lopez será de los nuestros esta tarde.

—No lo sé; aunque creo que le tendremos vecino: pero venid.

El capitan entró y Aben—Aboo le salió al encuentro.

—Necesito pediros un favor, señor marqués, le dijo.

—Cuantos querais amigo mio. ¡Diablo! á fe á fe que no esperaba yo nunca tener la fortuna de favoreceros: ¿se trata de algun desafio? ¿de algun empeño de honra? pues adelante á pesar de las pragmáticas del rey y del capitan general de la córte y reino de Granada.

—No, no se trata de eso... tened la bondad de dejarnos solos maese Pertiñez.

—¡Que vanidosos son estos señores! dijo el barbero saliendo: y al fin y al cabo en mas de una ocasion tienen que acudir á mí.

—Se me atraviesa un compromiso infernal, don Juan, dijo el morisco cuando se encontraron solos: yo me habia venido de mi retiro de Cádiar á la ligera, sin pensar en que tuviera que necesitar nada, y he aquí que me hallo en gran apuro.

Púsose encarnado hasta lo blanco de los ojos, el marqués.

—¡Diablo! ¡diablo! si fuera de noche y tuviéramos una hora de espera y un solo escudo, yo tengo una suerte insolente al juego: solo que no juego sino cuando me es de todo punto necesario dinero: el juego es un robo, si, pardiez... y... vamos... no podiais haber llegado á peor ocasion; no tengo un maravedí, me podeis creer á fe de caballero, y lo que mas me pesa es que podais creer que me niego cuando... pues... ¡Satanás me asista..!. he aquí un compromiso mayor que el vuestro.

—¡Con que no teneis dinero!

—Esas cómicas se han bebido y se han comido mi último real de á ocho.

—¡Oh! pues ved ahí que no es dinero lo que me hace falta.

Respiró recio como si le hubieran quitado una montaña de encima al marqués.

—¿Pues si no necesitais ni espada ni dinero, que quereis de mi?

—Quiero que en el momento me vendais uno de vuestros mejores vestidos, una daga y una espada de córte.

—¡Acabáramos! me habeis dado un mal rato: esto es distinto: voy á buscar á mi lacayo Peralvillo, y al punto teneis aquí lo que querais.

—Esperad un momento; vos teneis lo que yo necesito y yo tengo lo que vos necesitais;

—¿Que quereis decir? exclamó el marqués poniéndose de nuevo encarnado como una guinda.

—Quiero decir que hace mucho tiempo que nos conocemos, para poder tener entera confianza el uno respecto al otro. Ademas que recuerdo que nos conocimos por haberme vos salvado la vida en una riña. ¿Os he ofrecido yo oro por la vida que me disteis?

—¡Bah! no hablemos de eso. Ahora bien: tomad de mi lo que habeis menester; mejor dicho: tomad lo vuestro por que vuestro es todo lo mio, y adios.

—Ya sabeis que yo soy firme en sostener lo que digo.

—Si á fe.

—Pues os afirmo que si no aceptais el precio de esas prendas que necesito no uso de ellas.

—Esto es ponerme entre la espada y la pared, amigo Lopez.

—Esto os lo digo para que sepais, que me interesa en gran manera tener antes de poco esos vestidos y esas armas; que no cediéndomelos por su valor, no los tomo, y que obligándome á no tomarlos, me poneis en un caso apuradísimo.

—Con vos no hay medio. Sea. Quedad con Dios. Ya hablaremos de eso.

—No, ha de ser ahora. Estoy seguro, de que una vez esas prendas en mi poder, huiriais de mí para no tomar su importe, con mas cuidado que de un acreedor judío.

—Lo que molesta debe terminarse pronto. Os conozco y veo que con vos no hay escape. Me debeis treinta doblones, que os juro recibir otro dia.

—No me gusta deber. Hé aquí los treinta doblones.

Y Aben—Aboo sacó de la bolsa que habia recibido á nombre del poderoso emir de los monfíes de las Alpujarras, una cantidad en oro equivalente á la suma que habia marcado, el marqués.

—No os perdonaré nunca este sonrojo, dijo este guardando con embarazo y sin mirarla, la suma que Aben—Aboo habia puesto en su mano. Es la mayor prueba de amistad que podia daros. Adios pues; ¿en donde os busca mi lacayo?

—Aquí mismo en la hospedería.

—Pues adios.

—Adios, señor marqués: hasta la tarde.

—El marqués salió apresuradamente y Aben—Aboo salió tambien de la tienda murmurando:

—¡Que noble y que franco! ¡Lástima que sea cristiano!

Capítulo V. De lo que vió y oyó Diego Lopez en el poco tiempo que estuvo en la hospedería del Carbon.

Entre tanto maese Pertiñez, contento con haber salido del atolladero en que le habia puesto la pretension de Aben—Aboo, habia conducido á este á la hostería y recomendándole para que le diesen uno de los mejores aposentos.

Subiase á la hostería por una escalerilla situada en uno de los ángulos del corral, escalera que tenia y aun tiene ciertos resabios moriscos, y al desembocar de aquella escalera, se entraba por una puerta ennegrecida, que al abrirse hacia sonar una campana en un corredor largo y tortuoso, iluminado por unas altas lucanas desprovistas de vidrios, por las cuales entraban el viento la lluvia ó el polvo segun era la estacion ó el estado atmosférico. De la misma manera que sobre la puerta de entrada estaba escrito con letras bárbaras: «Hostería del Carbon», habia sobre las de los aposentos situados á derecha é izquierda enormes números que seguian una correlacion casi infinita. Antes de llegar á otra puerta donde se leia la palabra «cocina» y despues de muchas vueltas y revueltas, habia contado Aben—Aboo, ó por mejor decir leido hasta el número cincuenta y nueve. La numeracion seguia, pero maese Pertiñez se entró de rondon en la cocina.

Rey de aquel departamento, en medio de una atmósfera cálida y grasienta, habia un hombre alto flaco, vestido de una manera ordinaria, y constituyendo la mitad de su traje un enorme gorro blanco, y un mandilon del mismo color que le cogia de alto á abajo por delante, y que no estaba tan limpio como hubiera sido de desear: aquel hombre cuando entraron Aben—Aboo y el barbero empuñaba una cacerola, y hacia andar de prisa, en una actividad increible, á cuatro marmitones que se ocupaban de faenas culinarias, en derredor de un inmenso fogon, enteramente cubierto de tarteras, ollas y sartenes. Hervian los unos, chirriaban las otras, desprendiase del todo un olor indefinible, y una niebla de humo velaba aquel conjunto, capaz por sí mismo de dar hastío á un hambriento.

Al ver entrar á maese Pertiñez en su habitacion principal, en su sala de honor, por decirlo asi, con un jóven del aspecto de Aben—Aboo, el hombre de la cacerola entregó la que tenia en la mano á un marmiton, y adelantó hácia los recien llegados luciendo en sus labios la noble sonrisa del cocinero y del hostalero á quien se presenta un huésped, y

—¿En que puedo servir á vuesamerced? dijo prescindiendo enteramente del barbero, á quien trataba como cosa de la casa.

—Este caballero, dijo Pertiñez, necesita vivir en vuestra casa, únicamente hasta las doce del dia.

Secóse, por decirlo asi, la sonrisa en el semblante del hostalero: eran ya las diez.

—Lo que no importa, añadió Pertiñez, porque el conocimiento con un hidalgo tal como el señor Diego Lopez, es siempre un conocimiento que vale mucho.

Volvió á la boca del hostalero la mitad de la sonrisa que habia desaparecido de ella, y se inclinó de nuevo.

—Siento mucho, muchísimo, que...

Aben—Aboo le interrumpió impaciente.

—En fin, dijo: ¿no teneis un aposento donde meterme? Poco os importe el tiempo; figuraos que he vivido en el un mes, que he comido todo lo que teneis en la despensa, y poned la cuenta.

—No no lo digo por tanto, contestó apresuradamente el hostalero, si vuesamerced me hubiera dejado concluir, hubiera oido que lo que siento mucho muchísimo, es no poder dar á vuesamerced aposento tal como el que merece: con la multitud de hidalgos que han venido á las pascuas que se acercan, y la compañía de comediantes del señor Godinez...

—Bien, bien; pero tendreis un aposento cualquiera.

—Si señor, el número sesenta y siete. ¡Diablo! ¡diablo! un aposento oscuro, donde es necesario tener luz encendida á todas horas si se ha de ver algo.

—No importa; llevadme á ese aposento y concluyamos.

Era tan concluyente el mandato, que el hostalero, tomó dos bugías de sobre un anden donde habia otras muchas, encendió la una, y tomando una única llave de una larga espetera, llave que estaba colocada bajo un número sesenta y nueve, salió precediendo á Aben—Aboo y á Pertiñez.

A penas se habian aventurado en el corredor cuando se oyeron pisadas de mujer, fuertes, como de buena moza, acompañadas del crugir de una falda de seda.

—Alto, dijo con un acento malicioso é insinuante maese Pertiñez; alto, señor Diego Lopez; el corredor es estrecho y será bien que nos hagamos á un lado para que pueda pasar su magestad la reina mora.

—¡Ah! ¡sois vos! maese rapista, dijo una mujer que llegó á punto y cuyo semblante al reflejar en el la luz del hostalero, deslumbró á Aben—Aboo por lo extraordinariamente hermoso; Dios os guarde, amigo mio; y á vosotros tambien, señores; y decidme, que tengo curiosidad de saberlo: ¿os han mandado poner ya las celosias en el aposento aquel que está cerca del tablado...? hablo de aquel aposento que tiene unos reposteros de terciopelo franjado tan ricos.

—¡Ah! ¡ah! allí sin duda debe ocultarse algun enamorado de vos, que no quiere acaso que le vean palidecer ante vuestra hermosura, y sufrir y palidecer.

—O alguna enamorada: me han dicho que en aquel aposento, han entrado una mujer y un caballero.

—¡Ah! ¡ah! os han dicho...

—Y como soy curiosa, quiero que me digan mucho mas, señor Pertiñez; por lo mismo os espero en mi aposento. Número 13. Con que hasta luego. Adios señor hidalgo, añadió dirigiéndose á Aben—Aboo, á quien durante su corto diálogo habia mirado con una extraña insistencia. Adios, maese Briviesca, añadió dirigiéndose al hostalero.

Y se alejó ligera y gentil, casi corriendo, entonando con una voz de ruiseñor una copla de entremés.

—La mejor ave de mi casa, exclamó Briviesca, pero dura de desplumar como un grajo.

—¡Oh! la cómica mas hermosa que ha desplumado hidalgos exclamó el barbero.

—¡Ah! ciertamente que es una mujer hermosísima, dijo con un acento particular Aben—Aboo: ¿Y la llaman la reina mora?

—Ya, ya vereis esta tarde como la aplauden, repuso el barbero.

—Hemos llegado al número sesenta y nueve, dijo Briviesca dando vuelta á la llave de una puerta.

Entraron en una especie de zaquizami, en uno de cuyos ángulos habia un fementido lecho: completaban aquel mueblaje de posada una mesa mugrienta, dos sillas distintas en forma, aunque iguales en lo viejas y media luna de espejo en un marco negro...

—Esto es indigno... lo conozco, dijo Briviesca.

—Esto es muy bueno, dijo Aben—Aboo: haced que suban mi maleta y que me traigan agua para labarme. Vos, maese Pertiñez, venid despues á afeitarme. Por ahora dejadme solo.

—Y decís bien; aunque me hubiérais necesitado en el momento, os hubiera suplicado me dejaseis libre para ir á ver que me quiere la reina mora.

—¿Quiere algo mas vuesamerced? dijo Briviesca.

—No, únicamente mi maleta que está en mi caballo á la puerta de maese Pertiñez, y una taza de caldo de gallina.

—¿Y vino?

—No bebo vino, ¡ah! maese Pertiñez: haced que cuiden á mi caballo.

—Muy bien; descuidad por vuestro caballo.

—¡Ah! si viene preguntando á vuestra casa por mí el criado del capitan...

—Por supuesto, le enviaré. Que Dios os guarde.

—Yd con Dios.

A penas se quedó solo murmuró Aben—Aboo, obedeciendo al encendido recuerdo que le habia dejado la comedianta:

—¡Por la piedra negra de la santa Kaaba, que todos los dias de mi vida no he visto una mujer tan hermosa! ¡La reina mora! es singular.

Pero dejando á Aben—Aboo entregado á tales pensamientos, que nada tenian de extraños en quien como él solo contaba veintidos años, edad en la que el pensamiento, por graves que sean sus cuidados, pasa con facilidad de uno á otro, sigamos aunque nos salgamos del epígrafe de este capítulo, á maese Pertiñez que adelantaba con tanta prisa como era su curiosidad, hácia el aposento número trece donde decia vivir la reina mora.

Tenia ademas en esto un grave interés el rapista: un interés puramente pecuniario; el interés que tiene por hacer un buen negocio un corredor de amores.

Era el caso que don Fernando de Válor, ó Aben—Humeya, como mejor queramos, en el momento en que en la primera representacion de la compañía de cómicos se habia presentado en la escena Angélica, se habia enamorado de ella. Al concluir la primera jornada, don Fernando, segun costumbre admitida en aquel tiempo, habia ido á la puerta del apartado donde se vestian las cómicas, solicitando entrar para saludar á la dama. Pero Godinez, que era al parecer un hombre como de treinta á cuarenta años, cegijunto, enérgico, y un si es no es altivo, le dió con la puerta en las narices diciéndole: que en su compañía no estaban en uso aquellas costumbres y que las damas tenian casas donde ser visitadas.

Don Fernando, pues, se volvió, echando ternos inútiles, y hubo de contentarse con arrojar á Angélica el joyel de diamantes de su gorra, en el momento en que el entusiasmo público enviaba una salva de aplausos á la comedianta.

Al dia siguiente, se presentó en la hospedería, preguntó por el número de la habitacion de la dama y sabido este llegó á la puerta y llamó. Abrióle una doncella, que contestó á la cortés demanda de don Fernando, con que su señora estaba enferma y no podia recibir á nadie.

Don Fernando, que iba preparado á todo evento, entregó á la doncella un billete perfumado de que iba provisto y se retiró.

El billete que habia dejado Aben—Humeya contenia las palabras siguientes:

«Hermosa señora: soy el caballero que tuvo el placer de ofreceros ayer tarde su homenaje de la manera que pudo, arrojando á vuestros piés el joyel que llevaba sobre su cabeza. Hoy ha venido á poner á vuestros piés su corazon, que espera levanteis hasta unirle con el vuestro. Si hoy, por un acaso, no puedo veros, os suplico me digais, contestándome, á que hora podré veros mañana.—Quien os adora por hermosa y discreta: don Fernando de Válor.»

Al volver don Fernando á su casa despues de otros quehaceres, encontró sobre su mesa, una preciosa caja de oro cincelada, con guarnicion de piedras preciosas, y junto á ella un billete. Llamó á su lacayo y este le dijo que aquellas dos cosas las habia traído una doncella.

El billete contenia estas brebes palabras:

«Señor don Fernando de Válor: ignoro si la joya que os devuelvo es la misma que ayer me arrojasteis á la escena rindiéndome un homenage: como no he encontrado papel á mano para envolverla, os la envio dentro de una caja, que encontré tambien á mis piés, no sé de quien, y que recogí, porque las cómicas nos vemos obligadas á hacer delante del público, lo que como mujeres nunca hariamos. Si habeis creido que con ese joyel pagabais la entrada en mi aposento particular, como por algunos maravedises habeis comprado el derecho de juzgar de mi escaso ingenio, os habeis engañado. Mi aposento no se abre con oro. Mi corazon necesita de mas noble llave para abrirse. Perdonad si os he ofendido, obrando no como una dama de comedias, sino como quien soy.—Vuestra servidora.—Angélica, la comedianta.»

Hombre de mundo á pesar de su juventud don Fernando, creyó que la comedianta adoptaba aquella posicion digna y á todas luces mas noble, para hacerse mas preciosa, y se obstinó, apuró cuantos medios se conocen para obtener una cita de una mujer, y ya desesperado, se dirigió á maese Pertiñez, que tenia una tremenda fama de corredor experimentado. Ofrecióle oro á montones si le ayudaba á rendir aquella fortaleza, pero en vano, aunque obraba con toda la fuerza y á toda la altura de su codicia excitada, pretendió hablar á solas con Angélica: como maese Pertiñez era una especie de omnipotencia en al corral del Carbon y en la adjunta hostería tuvo mil veces ocasion de estar al lado de Angélica; pero esta jamás se encontraba sola: jamás habia podido el rapista decirla una sola palabra del asunto. Se concibe, pues, con cuanta ansia iria á la cita que de una manera tan inesperada habia recibido de la comedianta.

Llamó, latiendole el corazon de esperanza, esperanza que se refería á los doblones que debia recibir, si el negocio se llevaba á cabo, de don Fernando de Válor, y al punto que llamó se abrió la puerta. Era Angélica en persona.

—Entrad, entrad, maese, le dijo, tengo que preguntaros muchas cosas.

Pertiñez, restregándose las manos de alegría, atravesó, siguiendo á la comedianta, dos habitaciones y entró en una inundada por un hermoso sol de medio dia y tan ricamente alhajada como hubiera podido estarlo la de la dama mas principal.

Pertiñez abrió tanto ojo: aquellos muebles á todas luces no pertenecian á maese Bribiesca, que era miserable y raquítico con sus huéspedes.

—¡Ah! ¡ah! exclamó el rapista: ¿sabeis, señora, que debe de llevaros un sentido por todo esto ese ladron de Bribiesca?

—¡Ah! dijo Angélica, no os he llamado para eso: sentaos.

Y le señaló un magnífico sillon.

—Pero ved, señora, que voy á dejar inservible este hermoso terciopelo de Utrech.

—¿Y que os importa? dijo con impaciencia la comedianta.

—¡Ah! ¡ah! los barberos nos estamos restregando continuamente con toda clase de vichos grasientos: ¡qué vida la nuestra!

—¿Me vais á contestar en verdad á lo que os pregunte maese? le dijo Angélica sin escuchar sus últimas palabras.

—Os contestaré á todo lo que querais y á mas de lo que querais, hermosa señora, contestó el rapista.

—Decidme, continuó Angélica, inclinándose hácia Pertiñez, sobre uno de los brazos de su sillon, y con el acento ardiente y ansioso: ¿por qué está cubierto con celosías el primer aposento del lado derecho de la escena?

—¡Ah! eso es lo que no podré deciros: por un capricho: lo que sé es que quien ha tomado ese aposento tiene licencia de la Inquisicion y de la Chancillería para tenerle cerrado.

—Bien: ¿pero me podreis decir quienes son las personas que ocupan ese aposento?

—Las personas son un hombre y una mujer.

—¡Ah! ya sabia yo que habia por medio una mujer; no me habia engañado.

—Y, permitidme, señora, dijo sonriendo sutilmente el hombrecillo, si me entremeto en lo que no debo: ¿qué razones teneis para pensar que haya una mujer tras de las celosias?

—Tengo tres razones poderosas, tres razones de mucho valor que hablan por mí. Vais á ver.

Angélica se levantó, fué á una especie de secreter de ébano, marfil, concha y plata, le abrió y sacó de él un cofrecillo, con el cual fué á sentarse en el sillon: cuando abrió aquel cofrecillo, se deslumbró el barbero, y sus ojos casi se saltaron de codicia: tal le habian deslumbrado las joyas que en el cofrecillo se encerraban.

—Escuchad, dijo Angélica y como si nada la interesasen aquellas joyas; vos habeis visto la comedia que hacemos.

—¿Pues no he de haberla visto? contestó maquinalmente el rapista que no quitaba ojo de la pedreria.

—¿Recordais el momento en que Xarifa, la reina mora, jura vengar la muerte de su padre el rey Mirtilo?

—¡Oh! ¡vaya! como que se hunde el corral aplaudiendo; como que dais miedo, señora; tan al vivo lo haceis.

—Pues bien, me arrojaron confitura, llenaron la escena de gorras y toquillas, y en medio de todo esto ¿qué diriais que cayo á mis piés?

—¡Oh! ¿quién sabe, señora?

—Pues bien, cayó este collar. Y la comedianta asió por un extremo su magnífico collar de gruesas perlas con broche de brillantes y le levantó ante los ojos admirados del barbero.

—¿Y estais segura de que esas perlas y esos diamantes son finos?

—¡Que si estoy segura! este es un collar de reina; este collar vale un tesoro.

—¿Y no sabeis quien pueda haber sido...?

—Mientras devolvia al patio, segun costumbre, gorras y toquillas, miré ansiosamente á todas partes: deseaba conocer á la mujer que se habia desprendido por mi de tanta riqueza: yo habia recibido aquel collar como hubiera recibido una bofetada: con cólera: este collar era para mí un insulto... la mujer que me lo enviaba, solo habia tenido por objeto humillarme... vos no conoceis á las mujeres, añadió Angélica comprendiendo la estúpida expresion de asombro que se pintaba en los ojos estraordinariamente abiertos del maese: si; quien me arrojaba este collar, quien me decia sin palabras: «toma y deja de ofrecer tu hermosura y tu ingenio á la soez admiracion del vulgo,» era sin disputa una mujer enemiga mia, que me dispensaba una proteccion humillante; sin embargo no vi ninguna dama, aunque las habia hermosas y bien prendidas, que pudiese hacerme sospechar que era la dueña de esta joya: las mujeres lo conocemos esto con una sola mirada: pero habia un aposento cerrado con celosías... tras aquellas celosias debia estar mi enemiga: si, mi enemiga, y en efecto en aquel aposento habia una mujer.

—Si sabiais que la habia ¿á qué me habeis preguntado?

—Os diré; mientras estuve dentro, antes de que se acabase la funcion, encargué á un comediante que procurase informarse de qué personas habia en el aposento misterioso: cumplió su encargo y me dijo que habia visto salir un caballero de estado y una dama, pero enteramente cubierta con un manto. Despues para asegurarme mas me dijo que no estaba seguro de si la dama encubierta habia salido ó no del aposento cerrado, porque habia mucha gente y se habia confundido: pero me aseguró que de todas las damas que habia visto solo aquella llevaba manto.

—¡Desesperarse porque sin duda la admiracion de una gran señora os ha ofrecido un hermoso regalo...!

—¿Qué entendeis vos de esto? dijo con impaciencia Angélica. Dejadme seguir porque os cuento únicamente esto para que me ayudeis en mis sospechas para que las aclareis, si es preciso: me vi obligada á esperar otra funcion: en efecto el domingo siguiente, cuando el público me aplaudia con frenesí, yo, que tenia fijos los ojos en el aposento de las celosías vi abrirse una de estas, asomar una blanquísima mano de dama y arrojar á mis piés este brazalete.

Y Angélica mostró á maese Pertiñez, cuyo estupor crecia, una segunda y riquísima joya.

—Ya no podia tener duda, continuó la comedianta, de que en aquel aposento estaba la dama que se atrevia á insultarme. Tenia preparado como en la funcion anterior quien la siguiese, y aquella tarde fue seguida. Al volver el comediante encargado de seguirla, me dijo que del aposento de las celosías, acompañada de un caballero de mas de cuarenta años habia salido una dama cubierta con un manto de terciopelo. Que habia entrado en una litera y que rodeada de muchos criados, habia ido á una casa grande y principal en el Albaicin, junto á la parroquia de San Miguel. Encarguéle que se informase de quien era aquella dama, y solo pudo decirme que se llamaba doña Inés de Fuensalida, que salia muy poco, y siempre cuidadosamente encubierta, y por último que iba todos los dias al amanecer á la primera misa á San Miguel. Irritada de que mi emisario no supiese darme mas claras noticias, ansiosa de conocer por mi misma á aquella mujer, me levanté al dia siguiente antes de que fuese de dia, y me fuí á la iglesia de San Miguel á esperar á esa dama tan misteriosa: al fin al segundo toque de la misa de alba, entró una dama tapada, y aunque su andar y sus maneras no me eran desconocidas, no pude verla el rostro: he procurado corromper á sus criados y los he encontrado incorruptibles: por último, en la tercera función recibí un nuevo ultrage, viendo á mis piés estas arracadas que valen tanto como cualquiera de las dos joyas.

—¿Y nada habeis podido averiguar mas claro?

—No. He sabido, si, que vos sois el que cobra los alquileres de la casa en que esas gentes viven; que esa casa es de un morisco...

—Si, si por cierto, del señor Diego Lopez á quien conoceis.

—¡Qué yo conozco al señor Diego Lopez! dijo palideciendo Angélica.

—Si por cierto, es el hidalgo á quien encontrásteis conmigo en el comedor, y á quien habéis saludado hace un momento.

—¡Ah! ¡ese jóven moreno, pálido, de ojos negros, es Aben—Aboo! exclamó profundamente pensativa Angélica.

—Si, si señora; asi le llaman los moriscos, del mismo modo que llaman á don Fernando de Válor Aben—Humeya.

—¡Aben Aboo! ¡Aben—Humeya! repitió Angélica.

—Y si supiérais, dijo envistiendo de frente el rapista, cuán loco, cuán enamorado por vos está don Fernando de Válor.

—¡Qué está enamorado de mí!

—Cómo que me ha ofrecido no sé cuantas riquezas, si consigo de vos que le permitais hablaros una sola vez.

—¡Ah! murmuró Angélica; y reponiéndose, añadió: hablemos de la dama: vos cobrais los alquileres de la casa donde vive.

—Es verdad; pero jamás paso de un aposento del piso bajo, donde me recibe y me paga el mayordomo.

—Vos habeis revendido ese aposento cerrado á esa familia.

—Es verdad.

—Debeis, pues, haber visto á esa dama.

—Si, pero cubierta con el manto.

—¡Oh! ¿y no habéis tenido curiosidad?

—Si por cierto: pero cerraban por dentro con llave la puerta del aposento.

—De modo que no la conoceis.

—Ni mas ni menos que vos.

Golpeó impaciente Angélica el pavimento con su pequeño pié.

—Pues yo necesito ver frente á frente á esa mujer, dijo.

—Lo creo, murmuró el rapista, no encontrando otra cosa mejor que contestar á la comedianta.

—Y es que vos me vais á procurar que la conozca.

—¿Y cómo?

—Buscando una llave que sirva para abrir la puerta del aposento.

—¿Estais en vos?

—Sé que os pido un gran servicio, pero os lo pagaré.

—¡Cómo!

—Dándoos una carta de cita para don Fernando de Válor.

Alegróse en lo íntimo de sus entrañas el barbero, pero se mantuvo firme.

—Me pedís una cosa muy arriesgada para mí, señora. Yo puedo proveeros, á cambio siempre de esa cita con don Fernando, de un medio mejor y menos expuesto; porque al fin, si os doy la llave y entrais, y esa dama no es la que creeis...

—¿Y qué medio es ese?

—El señor Diego Lopez Aben—Aboo, dijo con acento de misterio el barbero, está convidado á comer con ella, y va á vivir en su propia casa.

—Esa mujer será capaz de comer con antifaz, y de hablar á oscuras con Aben—Aboo. La llave, la llave, maese Pertiñez, y por la llave del aposento de esa mujer, os doy una cita al mio para don Fernando de Válor.

—¡Dádmela!

—Cuando me hayais entregado la llave.

—Pues dentro de una hora.

—Pues hasta dentro de una hora.

Pertiñez salió contando ya en su imaginacion los brillantes doblones, que esperaba recibir de Aben—Humeya á cambio de la cita de Angélica, y esta se quedó murmurando:

—¡Aben—Humeya! ¡Aben—Aboo! ¡el uno me solicita loco de amores, y el otro ha palidecido al verme por la primera vez! Creo que al fin encuentro el principio de mi camino.

Capítulo VI. En que continúa un asunto suspendido en el anterior.

Aben—Aboo se paseaba impaciente en el chirivitil, donde le habia establecido maese Bribiesca: habíanle llevado el agua, el caldo y la maleta; se habia lavado y mudado de ropa blanca, pero ni maese Pertiñez se habia presentado á rasurarle, ni el lacayo del marqués de la Guardia, el aun para nosotros desconocido Peralvillo le habia traido el trage anhelado.

Aben—Aboo impresionable, como todos los hombres de la raza de que era hijo, tenia en la cabeza un hervidero de impresiones tentadoras; un volcan en una palabra; pensaba á un tiempo en Aben—Humeya, que le arrancaba la corona con que habia soñado; en la Dama blanca de la montaña, en la inquilina de la casa de San Miguel, y por último, flotante como una nube blanca y transparente sobre un celaje ennegrecido, la magnífica mujer, la cómica, que habia visto un momento al reflejo de la luz de maese Bribiesca en el oscuro corredor de la hosteria.

Eran estas bastantes impresiones para que el jóven estuviese profundamente preocupado, pasando de la una á la otra en un continuo torbellino, uniéndolas á veces como si fueran partes de un solo cuerpo, como si hubiese entre aquellas mujeres una relación extraña.

Demasiadamente excitado su cerebro, empezó á embrollarse su pensamiento y el oscuro chirivitil en que se encontraba á dar vueltas en torno suyo. Se sentó para dominar aquella especie de vértigo, en una de las sillas que estaban arrimadas á la pared, y permaneció inmóvil procurando dominar sus pensamientos.

De repente oyó ruido en el aposento inmediato como de abrir una puerta; luego la voz de dos personas que hablaban con interés.

De seguro que Aben—Aboo no hubiera reparado en aquello mas que en cualquier otro incidente vulgar y de poca monta, si la conversacion de aquellos dos hombres no le hubiera llamado vivamente la atencion por algunas palabras para él demasiado interesantes.

—Os digo, os repito, decia una voz que acentuaba perfectamente el castellano, que don Fernando acabará por perderse.

—¡Bah! dijo otra voz que tenia, aunque levísima cierto acento extranjero; y ¿qué os importa á vos Cisneros, que Aben—Humeya se pierda ó se gane?

—¡Oh! mas de lo que os parece, señor Godinez, os he traido á este aposento apartado porque aquí nadie puede oirnos ¿sabeis lo que ha hecho don Fernando de Válor?

—Alguna cosa como suya, dijo Godinez.

—Una atrocidad: ya sabeis que es regidor perpétuo de la Ciudad.

—¿Y quién no lo sabe?

—Pero no sabeis que este oficio se le habia quitado á su padre por delitos, y que despues de su muerte en una prision, el rey le ha dado á su hijo por gracia y con arreglo á una sentencia de la sala de Granada. Afortunadamente la venticuatria no habia sido declarada vacante, y don Fernando se vió horro de pleitos, pero no de envidias, porque ya algunos caballeros principales habian contado con que se proveria en ellos el tal oficio. Don Fernando, pues, al empuñar su vara de regidor perpetuo, se encontró con que aquella vara era para el un haz de enemigos. Se le ha mirado mal, porque todo el mundo mira mal al que es objeto de envidias, y además de esto porque don Fernando ha tratado á todo el mundo con tanta altanería, que á todos los tiene ofendidos, y nada hay que extrañar en lo que le sucede.

—¿Pero qué le sucede?

—Esta mañana habia cabildo: segun costumbre inmemorial en Castilla, todos los regidores al entrar en cabildo dejan todas las armas que llevan á sus escuderos ó criados; pues bien, á pesar de esta costumbre reconocida y acatada por todos, hasta por el mismo capitan general, don Fernando de Válor entró en cabildo con la daga en la cintura.

—¡Un olvido!

—Ó una intencion imprudente. Lo cierto del caso es que habiendo notado esto que creyó descuido en don Fernando, el regidor don Luis Dávila, advirtióle con mesura que no era bien enterase armado donde nadie tenia armas. Replicó descortesmente don Fernando, alegando privilegio; don Luis Dávila irritado por su descortesia, le echó mano á la daga para quitársela, y á esta accion, tambien imprudente, sucedió un tumulto espantoso; en vano el corregidor quiso calmarlo: don Fernando amenazaba al cielo y á la tierra, y yendo el escándalo en aumento, el corregidor llamó traidor á grandes voces á don Fernando y le mandó llevar preso. Mas este, que sin duda estaba preparado, rompió daga en mano por medio de los que se acercaban á prenderle, dejóse herido un portero, ganó la puerta de la sala, la antecámara y las escaleras, montó á caballo y escapó, sin que hasta ahora se sepa donde para. Se ha armado una gresca infernal. Se tienen sospechas de que los moriscos piensan rebelarse, y se cree que todo lo que ha pasado en las casas consistoriales, no sea otra cosa que un lance provocado por don Fernando para tener un pretexto para ponerse á la cabeza de la rebelion. Los tercios se han encastillado; no se ven por esas calles mas que caballeros armados de lanza y coselete que corren á presentarse al capitan general, y este, el presidente de la Chancillería, el corregidor y el alcalde mayor estan en consejo. ¿Y creeis que esto no me importe nada?

—Nada debe importaros Cisneros, nada absolutamente, puesto que vos no sois ni morisco ni soldado. Si la cosa se enreda, con volvernos á Sevilla de donde hemos venido, punto redondo.

—¡Volvernos á Sevilla! ¿sabeis señor Godinez que estamos arruinados?

—¿Y quién os manda ceder hasta tal punto á los caprichos de esa mujer? Hemos ganado un rio de oro, en un año que andamos representando por Andalucía, y esa mujer ha sido el embudo por donde ese oro ha desaparecido.

—Vos no conoceis á esa mujer, maese Godinez.

—Sé que es muy difícil encontrar una dama tal como ella: sé que sin ella no ganariamos ni la décima parte de lo que ganamos; pero en cambio no tendriamos que gastar tanto. Es nuestro tirano: con sus humos de gran señora, no hay medio de que se avenga á lo que otras damas se avienen; los trages han de ser de lo mejor, de lo mas fino: sedas, pieles, brocados, joyas: su habitacion ha de ser una habitacion de princesa, su mesa una mesa de arzobispo. Si hay polvo ó humedad en las calles, litera; si la duele un tanto la cabeza no hay medio de hacerla representar, aunque la entrada esté hecha. Decís bien, no sé quien es, porque esa mujer es un misterio, pero sé que todo lo que por ella se gane se gastará con ella, y que en vez de ahorrar nos empeñaremos.

—Pues ved ahí por lo que me contraria, me desconcierta, el lance de don Fernando de Válor; porque á no dudarlo, esta tarde no habrá funcion, habia muy buena entrada, con la cual esperaba salir de apuros, y será necesario devolverle el dinero; ¡si al menos esto pasase! pero tiene trazas de haber empezado para no concluir tan pronto.

—Os aconsejo que os separeis de esa mujer, Cisneros. A mi, como autor, me importa muy poco porsaco mi parte; pero vos os vais quedando cada dia mas pobre.

—¡Oh! ¡separarme de ella! ¡imposible! ¡imposible de todo punto; Godinez! la amo con toda mi alma.

—Pues ved ahí, yo no comprendo que un hombre ame sin ser amado, y sobre todo cuando se le dan continuamente zelos. Y os digo esto porque se dice, no sé con qué fundamento, que nada conseguis ni habeis conseguido de ella.

—¡Es verdad! ¡es verdad! hubo un tiempo en que creí que esa mujer me amaba: pero me engañé. Aun espero el primer favor.

—Dicen ademas que ella tiene un amante á quien adora, y que el tal amante se jacta de que nadie mas que el ha poseido á esa hermosura, tras la cual andan tantos desesperados.

—¡Ah! ¡el marqués de la Guardia se jacta...! tiene razon... porque ella le adora!

—¿Y lo sufrís?

—Sufro mas de lo que creeis; por ejemplo: yo que tengo mi aposento cerca del de Angélica, siento todas las noches por delante de mi puerta los pasos de un hombre, que se detiene delante de la puerta de Angélica abre y entra; despues sale por la mañana, muchas veces sin recatarse de nadie.

—No comprendo vuestro amor.

—Es porque yo amo de veras y soy esclavo.

—Pues teneis fama de no haber sido asi en otro tiempo.

—¿Qué quereis? Aquellos tiempos pasaron. Un príncipe poderoso era mi esclavo. Tenia en mis manos mas de lo que pensaba. Pero un dia una mujer terrible se puso entre el príncipe y yo...

—La hija del emir de los monfíes...

—¡Cómo! ¡exclamó Cisneros asustado! ¿quién os ha dicho eso?

—¡Bah! yo sé quién sois, quién es Angélica, quién es la hija del emir. Vos no sabeis quien soy yo... no os lo digo, porque necesito imponeros respeto para salvaros.

—¡Para salvarme!

—No quiero que seais la víctima de esa mujer.

—¡Y sabeis quién es esa mujer!

—Vaya si lo sé. Como sé quién os hirió la noche que la conocisteis.

—¡Que sabeis...!

—Si por cierto: fue vuestro amigo el marqués de la Guardia.

—¡Que rondaba la casa de la hija del emir...!

—Y vió entrar al príncipe y tuvo zelos.

—¡Ah! pero cuando tanto sabeis, quién sois...

—¿Que quién soy yo...? hace mucho tiempo que nadie me conoce mas que yo mismo. Oid; unas veces soy jóven: otras viejo: suelo llamarme príncipe, ó caballero, ó rufian, ó comediante: unas veces tengo un nombre, otras otro: Angélica me conoce demasiado bajo otra forma: ¿pero preguntadle si conoce á Salvador Godinez? ¿si sabe quién es? De seguro que no piensa que yo soy una moneda falsa. Yo sé cambiar de semblante, de cento de edad, aun de estatura: sé adaptarme á todas las condiciones. Ya me habeis visto representar...

—Y lo haceis á las mil maravillas. He tenido zelos de vos.

—No tanto, no tanto. Vos siempre sereis el famosísimo Cisneros, la delicia de las damas de la córte, que lloran vuestra ausencia, y la admiracion de los hombres de ingenio. Yo soy infinitamente mas cómico que vos, pero no en el tablado y entre las cortinas, sino en el mundo, entre las gentes. Tan cómico soy que Angélica, vuestra adorada Angélica, que sabe que existe un hombre que la ama y la aborrece á un tiempo; que sabe que ese hombre cambia de aspecto y de nombre, pero no de corazon ni de propósito; que por lo tanto debia desconfiar de todo desconocido que se la acercase, no desconfia de mí, y me cree simplemente Salvador Godinez, comediante y autor de la compañía del señor Andres Cisneros.

—¡Qué, amais á Angélica! exclamó Cisneros que solo esto habia oido de las últimas palabras de Godinez.

—¡Que si la amo! ¡sino la amara viviria!

—¡La amais! yo creo que esa mujer ha nacido para enamorar á todo el mundo.

—Os engañais. A esa mujer la sucede lo que á otras muchas. Las aman todos, menos el hombre que las posee.

—Es decir que el marqués de la Guardia...

—No la ama, porque ama á otra.

—¡A otra!

—Si, á una mujer á quien yo amaria tambien, si mi amor hácia ella no fuese insensato; un martirio á que me condenaria inútilmente. El marqués de la Guardia ama á la hija del emir de los monfíes, y porque la ama finge amor á Angélica.

—Nos os comprendo.

—La hija del emir se ha perdido para el marqués. Pero el marqués sabe que si una mujer se pierde para su amante, no se pierde jamás para la mujer que la aborrece, que la sigue, que la persigue ansiando venganza, cuando esta mujer tiene medios para obrar tan poderosos como son los que tiene Angélica.

—Con que la hija del emir y Angélica...

—Son enemigas, enemigas á muerte por la sola razon de que aman á un mismo hombre.

—Lo que no comprendo bien, es por qué me haceis estas revelaciones, dijo con intencion Cisneros.

—Porque ha llegado ya el momento de obrar. Angélica sabe que tiene cerca á su rival, tiene medios para envolverle en una horrible venganza y obrará. Es mas: yo la ayudaré á que obre. Por lo mismo para ayudarla, me veré obligado á estar separado de ella largas temporadas: yo puedo trasformarme: pasar por monfí entre los monfíes, por soldado entre los soldados del rey, como paso por comediante entre los comediantes; pero no puedo duplicarme, no puedo hacer dos mi persona, y quiero saber todo lo que dice, todo lo que hace, si es posible, todo lo que piensa Angélica. Para ello necesito un hombre esperimentado, sagaz, que sepa como yo encubrir bajo su semblante tranquilo sus pasiones, dominar los sucesos y no dejarse dominar de ellos; ese hombre sois vos Cisneros: pero para que lo seais, es necesario que os domineis: es necesario que comprendais que una mujer que nos desprecia, que ama á otro, sin recatarse de ello, que nos toma como instrumento, no debe inspirarnos amor sino venganza. Es necesario que comprendais tambien que habeis sido muy ambicioso y muy imprudente: que habeis cometido graves delitos cuyas pruebas tengo yo...

—¡Que yo he cometido delitos!

—Si, y ya que me habeis traido á un lugar donde nadie puede escucharnos, voy á hablaros con lisura. Vos, nacido de la pleve, lanzado por casualidad á la vida de comediante, para lo que poseeis grandes talentos, os visteis aplaudido, enriquecido, acariciado por las damas, casi recibido en la córte: entrabais en ella por el postigo es verdad, pero aquel postigo os llevaba á donde no llevaba á otros la puerta principal. Hace algunos años trabásteis conocimiento con el príncipe don Carlos, como lo traban generalmente con los grandes señores los hombres que han logrado hacerse famosos en cualquier oficio: á título de proteccion del gran señor, hácia el gran comediante. El príncipe no tenia la cabeza enteramente sana y habia nacido ademas muy mal inclinado: era ambicioso, incorregible, déspota, amigo de escesos y enemigo de toda sujecion: la dependencia en que vivia como hijo y como vasallo de uno de los hombres mas terriblemente celosos de su autoridad, le irritaba. Vos comprendísteis todo esto, como lo habian comprendido otros, ú otro, y pensasteis como aquel otro, aprovechar las perversas cualidades del príncipe para engrandeceros. Aquel otro, que era tambien un gran señor, casi un rey, el emir, en una palabra, conoció que debia aprovecharse de vos y se aprovechó. El vínculo que unia á un tiempo al príncipe, al emir y á vos era el amor de una mujer: el amor voraz, voluntarioso, impaciente, que el príncipe sentia hácia la hermosa duquesita. ¿Quereis que invierta mas tiempo probándoos de qué manera poseo pruebas de vuestra doble traicion contra el rey, incitando á la rebeldia al príncipe, irritando sus deseos por doña Esperanza, y sirviendo al mismo tiempo al emir de los monfíes? Vos habeis escrito cartas imprudentes, cartas cada una de las cuales vale vuestra cabeza, y esas cartas Cisneros estan en mi poder.

—¡Es decir que me imponeis condiciones!

—Me constituyo en vuestro señor, representando al diablo á quien os habeis vendido por ambicion.

—¿Y no temeis que esté desesperado?

—No porque aun sois ambicioso.

—¿Y qué me podeis vos dar?

—Puedo daros, si os resistis á servirme, una muerte horrible. Porque ¿qué creereis que haria con vos Felipe II cuando supiese, que vos, envenenando al corazon de su hijo, impulsándole á la traicion, le habeis obligado á matar al príncipe?

Cisneros calló.

—Por el contrario si me servís bien, os enriqueceré; es mas: os pondré en ocasion de ser. ¿Quereis ser walí de un rey moro..? pues bien: podrá suceder que lo seais. ¿Quereis conquistar la gracia del rey de España y su privanza? Servidme: si solo quereis ser rico, sedlo desde ahora.

—¡Cómo! ¿vos podeis enriquecerme, hacer levantar el destierro que me separa de la córte, fuera de la cual no vivo?

—Lo puedo.

—Y sin embargo, ¿teneis paciencia para vivir con un miserable salario..?

—¡Imbecil! ese es el antifaz, el medio. Decidme Cisneros: ¿habeis creido de buena fe que hemos ganado todo el oro que se ha gastado en pagar la compañía, y en sostener los caprichos de Angélica?

—El público ha pagado muy caro...

—Por muy caro que hubiera pagado el público, las entradas no hubieran bastado para pagar la compañia, que es muy numerosa y muy buena, porque vos no quereis trabajar con malos cómicos. Quien ha pagado he sido yo: como soy quien vendo las entradas; como nadie tiene que enterarse de ello, he hecho al revés de otros que roban: he aumentado... he aumentado diez veces mas: aposento habia por el que solo han pagado un escudo, y yo he dicho que han pagado un doblon, y asi todo. Con que, nada os importe que los moriscos se revelen ó no: mejor para nosotros... nada importa que no podamos representar mas en Granada; mejor; nos desembarazaremos de todos esos comediantes, que al fin son ojos que ven, oidos que escuchan y bocas que mienten, y nos estorban. Por lo demás, y ya que os prestais á servirme, tened muy en cuenta el no ser débil con Angélica, revelándola una sola palabra de lo que hemos hablado; continuad, como siempre; tratadme delante de los demás con la soberbia que siempre me habeis tratado, y basta por ahora. Son ya cerca de las doce, y voy á ponerme á despachar las entradas.

—¿Pero creeis que despues, de lo que ha sucedido esta mañana pueda haber funcion?

—¡Bah! todo ello no pasará de ruido: ya vereis como se nos llena al corral, y sobre todo que nosotros no podemos suspender la funcion sin órden del corregidor.

Tras estas palabras, Aben—Aboo que habia unido su oreja derecha á la pared para oir mejor, sintió que los del aposento inmediato se dirigian á la puerta, la abrian, salian y cerraban de nuevo.

Luego los pasos de los dos se perdieron á lo largo del corredor.

—¿Con que ese señor Godinez, no es Godinez? dijo Aben—Aboo, ¿ni esa comedianta es lo que parece, ni el señor Cisneros por lo visto se contenta con ganar su dinero representando? ¡Aben—Humeya, toma un pretesto para la rebelion! ¡Amina ama al marqués de la Guardia! ¡la comedianta tambien! ¡estas dos mujeres se conocen y son enemigas! ¡El señor Godinez alienta proyectos! ¡Oh! ¡por el Dios Altísimo, que mi buena suerte me ha traido á esta hostería. Creo que al fin de este laberinto está mi suerte buena ó mala! la tumba ó el trono! Pues bien: es necesario que yo me procure un hilo que me guie para llegar al fin de ese laberinto. Cada uno de esos comediantes es un cabo. Pues bien yo reuniré á los tres. Yo procuraré no perderlos. ¡Y el marqués de la Guardia! ¡mi buen amigo! ¡oh! ¡oh! ¡Ahora mas que antes me impacienta la tardanza del criado del marqués! y bien mirado ¿para qué necesito yo sus vestidos? ¿No vengo de viaje? No se por qué tengo impaciencia de conocer á esa doña Inés de Fuensalida; me parece que este es otro cabo que me presenta mi fortuna.

Habíase ya decidido Aben—Aboo por presentarse de cualquier modo en la casa de sus inquilinos, cuando se oyeron pasos en el corredor que se detuvieron junto á su puerta y una mano llamó á ella.

Era el lacayo del marqués que traia un emboltorio bajo el brazo izquierdo y una espada y una daga de córte en la mano derecha.

Capítulo VII. De como hasta el fin del capítulo no pudo sacar nada en claro Aben—Aboo acerca de sus inquilinos.

A punto que daban las doce, llegaba Aben—Aboo, bizarramente vestido con un trage de brocado escarlata, calzas de grana y zapatos acuchillados, á la puerta de la casa de don Alonso de Fuensalida, ó, por mejor decir, de su casa.

Al atravesar la ciudad habia observado profundamente el aspecto de ella y nada habia encontrado de extraño: era muy posible que los tercios estuviesen renuidos, instalados en consejo el cabildo y la Chancillería y que se hubieran tomado algunas precauciones; pero las gentes iban tranquilamente por la calle como de costumbre, salian de oir misa de las iglesias multitud de damas ataviadas como la que va á misa tarda para ser vista, y muchos soldados alféreces y capitanes, andaban, á su paso, y á sus negocios, como si absolutamente no amenazara ningun peligro.

El acontecimiento, pues, de aquella mañana en las casas consistoriales habia quedado completamente aislado.

Aben—Aboo, se entró por el zaguan, y pidió á uno de los lacayos que vagaban por él, le anunciase á su señor.

Inmediatamente aquel hombre le introdujo, precediéndole para guiarle por unas anchas escaleras de mármol, alfombradas en el centro y unos corredores, alfombrados tambien, á una antecámara y una cámara donde le salió al encuentro un caballero como de cuarenta y seis años, enteramente vestido de negro, de fisonomía enérgica, y hermosa.

—El señor Diego Lopez, á quien esperaba vuecencia; dijo el lacayo á penas vió á su señor, retirándose en seguida.

—Bien venido seais, caballero, le dijo el señor excelentísimo á Aben—Aboo, y tanto mas, cuando mi hija y yo empezábamos á estar cuidadosos por vos.

—¡Oh! permitidme que me enorgullezca de haber sido el objeto del cuidado de esa hermosa señora.

—Nada tiene esto de extraño caballero, cuando mi hija doña Inés os debe muchas atenciones.

—¡Atenciones!

—Sí por cierto: cuando tuvísteis la complacencia de cedernos vuestra casa...

—Decid la necesidad, señor don Alonso: si yo no hubiera venido á la pobreza en que me hallo...

—No hablemos de esto, sois pobre por que sois honrado, y la honra es el primer caudal de un hidalgo. Dejadme ahora probaros como os debe atenciones mi hija. Cuando supísteis que venia á vivir á vuestra casa una dama, vos, que del ajuste de arriendo habiais exceptuado cuatro habitaciones, que eran para vos un santuario, las que habia vivido vuestra madre, habitaciones que debian permanecer cerradas, os apresurásteis á ofrecerlas á mi hija para su uso. Doña Inés aceptó con placer vuestro ofrecimiento, ha vivido en esas habitaciones y ha aspirado el perfume de santidad, de sufrimiento, de dulzura que en ellas ha dejado vuestra madre. Doña Inés vive en la misma habitacion en que vivió vuestra madre, Aben—Aboo.

—¡Ah! ¡sabeis mi nombre!

—Porque lo sabemos; porque sabemos que sois primo hermano de Aben—Humeya, que ha cometido hoy, arrastrado por su mocedad y por su imprudencia uno de los mayores desaciertos que pudiera haber cometido, estábamos con cuidado por vos.

—¿Con que sabeis?

—¿Y quién no sabe los pensamientos de los moriscos? Sábelos el capitan general, el presidente, el corregidor... y como vos sois tambien morisco...

—Pero vasallo leal del rey nuestro señor, aunque no me haya honrado tanto como á mi primo hermano don Fernando de Válor, dijo cubriéndose de la mayor reserva Aben—Aboo, por que no sabia el terreno que pisaba.

—¿Y cómo andais Aben—Humeya y vos?

—Nos tratamos como buenos parientes, pero nos vemos poco: él vive generalmente en Válor con su madre doña Elvira, y yo vivo con mi madre en Cádiar, cuidando de unas tierrecillas que nos han quedado.

—¿Y cómo se encuentra vuestra buena madre? Yo la conocí antes de que os diese á luz y era una doncella hermosísima, dulce, sufrida; un ángel en una palabra. Baste deciros que estuve enamorado de ella, y que bien hubiera podido ser que nos hubiésemos casado. A veces una casualidad dispone del porvenir de dos personas: pero no hablemos mas de esto, porque no debe hablarse de las cosas pasadas. Y puesto que ya os tenemos aquí, vamos á tranquilizar á mi hija.

—Una palabra, don Alonso, una sola palabra: desde que recibí vuestra cortés invitacion para venir á vuestra casa, bajo pretexto de que era mia, estoy luchando con la duda de quién habia podido deciros que yo estaba en Granada, cuando me he venido solo, á la ligera y á mata caballo desde mi atalayuela de Cádiar, sin avisar á nadie.

—No lo extrañeis: me ha avisado maese Pertiñez.

Aben—Aboo recordó que el rapista no se habia separado de él ni habia hablado con nadie; aceptó con las muestras de la mayor credulidad la respuesta de don Alonso, pero en su pensamiento se estereotipó por decirlo así esta frase recelosa:

—¿Quién será este hombre? ¿quién será su hija?

Don Alonso le hizo atravesar algunas habitaciones demasiado conocidas para él, y cuyo rico mueblaje encontró en el mismo estado en que se encontraba cuando vivia en aquella casa con su madre, y al fin se acercó con el corazon palpitante á una puerta cubierta de arabescos. Aquella puerta era la de las habitaciones de su madre.

Despues de pasar aquella puerta y una antecámara, don Alonso abrió una mampara de cuero de Marruecos recamado, é hizo seña al jóven para que pasase. Aben—Aboo, al abrirse aquella mampara habia arrojado un grito, involuntario. Delante de él se habia presentado una doble aparicion. Una dama hermosísima, vestida completamente de blanco, con una rozagante túnica de brocado, resplandeciendo toda, con sus joyas, con su mirada, con su hermosura, con sus ropas, y por cima de la cabeza de aquella aparicion casi divina, otra mujer no menos hermosa, vestida de blanco, pura, coronada de flores, é impresa sobre su semblante de niña, la melancólica expresion de un sufrimiento resignado, que la hacia aparecer mas hermosa: entre aquellas dos mujeres, real la una, pintada la otra, que se tocaban y se confundian á la vista de Aben—Aboo, por un accidente de posicion, habia algo de comun, algo de semejante, algo de eso que puede llamarse aire de familia, y que bien podia ser ese misterioso punto de contacto que existe entre dos mujeres hermosas que pertenecen casi á un mismo tipo. Para completar mas esta analogía, en el semblante de la una dama, de la dama que respiraba á dos pasos de Aben—Aboo, habia la misma expresion de sufrimiento dulce y resignado, que en el semblante de la dama pintada en un magnífico cuadro suspendido de la pared al fondo de la cámara. Aben—Aboo no sabia quién era la dama viva, pero sabia si, que la dama pintada era una reproduccion exacta de su madre doña Isabel de Válor cuando solo tenia diez y siete años.

La inesperada vista de su madre á quien amaba con delirio, puesta de contraposicion con doña Inés, le habia arrancado del corazon un grito de angustia, por decirlo asi, porque al mismo tiempo creia haber encontrado en la jóven y hermosa dama que le contemplaba con una profunda paz, mucho de semejante en el trage y en la actitud, con la misteriosa Dama blanca de la montaña.

Pero Aben—Aboo tardó poco en reponerse, saludó cortésmente á doña Inés, se disculpó de su conmocion con la inesperada vista de su madre á quien dijo haber dejado harto triste en las Alpujarras, y se sentó á la mesa que ya estaba servida y á la que asistieron inmediatamente cuatro lacayos á cuya librea no podia pedirse nada en cuanto á gusto y riqueza.

¡Y cosa extraña! el semblante y las maneras de aquellos lacayos; la precision con que servian; un no sé qué de característico impreso en ellos, que Aben—Aboo, no comprendia bien, le impresionaban tanto, como don Alonso, como su hija, como el recuerdo ardiente en todo cuanto habia pasado por él aquel dia fecundo en aventuras.

Pero Aben—Aboo era sagaz, astuto y prudente y sostuvo á pesar de sus observaciones, con la mayor lisura y naturalidad, la conversacion de generalidades que se sostuvo durante la comida.

Nada vió Aben—Aboo que indicase en doña Inés el deseo de agradarle; le trataba con esa fácil manera á que está acostumbrado todo el que ha tenido trato de gentes; hacia los honores de la mesa de una manera perfecta, y, sin embargo, lo perfumaba todo para Aben—Aboo, que acabó por sentirse impresionado, y, por necesitar de toda su fuerza de voluntad para no perder su aspecto tranquilo. Concluyóse la comida cuando eran las dos, y don Alonso pidió las sillas.

—Esperamos, dijo, que nos acompañareis: no siempre se encuentra en Granada una compañía tal de comediantes como los que ha traido el señor Andrés Cisneros.

Aprovechó la ocasion Aben—Aboo para empezar á utilizar las observaciones que le habia procurado la casualidad en la hostería del Carbon y dijo con suma naturalidad:

—En efecto, mi amigo el señor marqués de la Guardia, á quien he encontrado de una manera imprevista casa de maese Pertiñez, me ha hecho grandes elogios de esos comediantes, especialmente de una Angélica, que dice es un prodigio; yo le habia creido de buena fe, pero despues he dudado acerca de la habilidad de esa mujer.

—¿Y por qué? dijo sonriendo doña Inés; habeis hecho mal: la Angélica es toda una comedianta que se hace aplaudir con entusiasmo.

—Créolo, señora, despues de que vos me lo afirmais.

—¿Y por qué no creerlo por el dicho de vuestro amigo?

—Porque mi amigo que es un loco, señora, un hombre de aventuras, está ciegamente enamorado de la Angélica.

—Y hace bien, porque es muy hermosa, caballero: en fin, vos la vereis y la juzgareis.

—¡Ah! mi opinion, señora, seria muy falsa: criado, como quien dice, en las Alpujarras, entre cerros, siempre aguijando lebreles, y corriendo tras los corzos, soy casi un rústico.

—Pero un rústico, ya que vos lo quereis, que tiene un gusto exquisito, dijo riendo la jóven; perdonad si me tomo con vos alguna confianza: estoy viendo todos los dias á vuestra madre, he acabado por amarla, y esto es bastante título para que trate á su hijo como á un conocido antiguo, casi como á un pariente; os digo esto para que no extrañeis lo que voy á deciros á cerca de vuestro buen gusto.

—Que vos me suponeis.

—Del que llevais sobre vos una prueba indudable.

—¿Sobre mí?

—Si, en el brocado de vuestro trage; es precioso... y rico... las mujeres reparamos mucho en esto, y siempre procuramos informarnos de en donde se venden tan ricas, tan hermosas telas. ¿Donde habeis comprado ese brocado?

—En Granada hoy mismo.

—¡Hoy!

—Elogiando mi buen gusto habeis elogiado el del marqués de la Guardia.

—¡Ah! ¡dispensad! yo creia que vos...

—Nada tiene esto de extraño. Habia venido á la ligera y no queria presentarme con el lodo del camino. Afortunadamente encontré á mano al marqués que se prestó á venderme un traje, y él mismo ha elegido este entre los suyos.

—Pues debeis estar muy agradecido á vuestro amigo. Por mi parte quiero que le pregunteis donde ha obtenido tan hermosa tela. Yo creo que solo en Venecia podrá encontrarse hoy y á un precio exorbitante. Reparad, reparad, padre mio, lo fino, lo bello de este brocado; es de tres altos y está bordado de aljofar. Con que ¿preguntareis al marqués?...

—¡Oh! de seguro señora.

—Las literas esperan á vuecencias, dijo un lacayo á la puerta.

La hermosa dama llamó á una de sus doncellas, la pidió un manto, y esta le trajo uno de terciopelo en que se envolvió completamente.

Despues, asiéndose con la mayor lisura al brazo derecho de Aben—Aboo.

—Vamos, señor Diego Lopez, dijo: estoy impaciente porque viendo á la Angélica, comprendais que el marqués de la Guardia vuestro amigo, tiene tanto gusto para sus amores como para sus brocados.

Aben—Aboo, seguido de don Alonso, condujo á la jóven hasta el patio donde esperaban dos literas: en la una entraron el padre y la hija, y en la otra Aben—Aboo.

Esta circunstancia favoreció al jóven. Se encontraba solo, y por decirlo asi encerrado, y para aumentar mas aquella especie de aislamiento, corrió las cortinillas de los cristales, y se entregó á la meditacion de lo que habia observado durante la comida.

Por muchas razones habia sospechado que quien le habia dado un bolsillo de oro en la ermita de San Sebastian, y el que le habia convidado á su casa eran una misma persona: en aquel caso don Alonso debia ser el emir de los monfíes y su hija Amina, aquella misteriosa hermosura que nadie conocia: tenia además razones para sospechar que la mujer rival de Angélica fuese la hija del emir, y otras razones no tan claras para creer que doña Inés, Amina, y la Dama blanca de la montaña eran una misma persona.

Pero todas sus suposiciones se estrellaban contra el aspecto y las palabras tranquilas con que doña Inés habia oido y contestado las palabras intencionadas que habia permitido á sus recelos Aben—Aboo: ni al oir el nombre de Angélica ni el del marqués de la Guardia se habia conmovido la jóven, ni un solo músculo de su semblante se habia contraido, al saber que el marqués de la Guardia estaba enamorado de la comedianta.

Extrañábale, ademas sobre manera, que una dama de la calidad y del estado que mostraba doña Inés, se hubiese entrometido, por mas que hubiera querido justificarlo, en la calidad del brocado que vestia y en su procedencia. Y en verdad que esto era de extrañar, tratándose de un hombre á quien doña Inés veia, ó por lo menos hablaba, por la primera vez. Todos estos pensamientos eran bastantes para revolver el seso á otro menos cabiloso que Aben—Aboo, y como si esto no bastase, punzábale el corazon un sentimiento agudo, amargado por un sin número de dudas y de temores: este sentimiento era un amor naciente, puro, dominador y tirano, aun en su principio, que habia aspirado Aben—Aboo en la hermosura de doña Inés y de la atmósfera de misterios que la rodeaba.

Antes de que el jóven hubiese encontrado la mas leve solucion á sus pensamientos, paró la litera. Entonces, se encontró á la puerta del corral del Carbon, á la que afluia una multitud inmensa. La funcion debia haberse empezado, ó estaba á punto de empezarse, porque ya el bobo y su tambor habian desaparecido. Sudando y codeando por hacerse visible entre la multitud, aparecia maese Pertiñez vestido de dia de fiesta y con su capa nueva de paño fino. Dos lacayos de don Alonso abrian plaza, y al cabo, Aben—Aboo, siguiendo al padre y á la hija, se encontró primero en unas escaleras, despues en un corredor, luego delante de una puerta, que abrió con llave un lacayo, y al fin dentro de un pequeño espacio cuadrado, cubierto de tapices en las paredes y en el techo, y de alfombra en el suelo y cerrado por delante por una celosía. Ademas en el centro, y por razon de lo frio de la habitacion, habia una copa de plata con fuego.

Tres sillones estaban colocados delante de la celosía: sentóse en el de la derecha doña Inés, en el del centro Aben—Aboo, y don Alonso, despues de haber cerrado la puerta del aposento con la llave que le entregó un lacayo, se sentó en el sillon de la izquierda.

Solo entonces y cuando estuvo segura de que de nadie podia ser vista mas que de Aben—Aboo y de su padre, se despojó doña Inés de su velo, dejando descubiertos ante Aben—Aboo, tesoros de hermosura en los redondos hombros, y en el seno cuasi cubierto por un exagerado descote.

Aben—Aboo estaba en malas condiciones para consagrarse á la observacion de lo que pasaba, de lo que se veia mas allá de doña Inés; pero nosotros que no estamos enamorados ni dominados por las pasiones que Aben—Aboo, podemos salirnos de aquella especie de cajon en que estaban encerrados los tres personajes, y dedicarnos á la contemplacion del aspecto que presentaba el corral.

Tres de sus lados mostraban sus ventanas y corredores henchidos de damas, aderezadas, pintadas, ó afeitadas, como se decia entonces, luciendo su desnudez á pesar del frio; entre las damas cubiertas de plumas y de relumbrones, caballeros jóvenes, maduros y viejos, no menos enjalbegados y aliñados muchos de ellos, mas que las mujeres: en un aposento grande, al frente, se veia el tribunal del Santo Oficio de la Inquisicion; en otro al lado, el capitan general y sus tenientes y oficiales; mas allá el aposento de la Chancillería, y luego el de la ciudad: todos estos aposentos tenian en sus balaustradas, asi como los ocupados por las damas y caballeros particulares, ricas colgaduras de seda ó de terciopelo, del color y con las armas que correspondian á cada corporacion ó familia, lo que, siendo muchos los colores y harto diferentes los blasones y las empresas, formaba un peregrino contraste: solo habia una colgadura ó repostero que no tenia armas ni empresa; pero en cambio era tan rico, tan recargado de oro y adornos, que valia él solo por todos los del corral: este repostero era el del aposento del llamado don Alonso de Fuensalida.

Descendiendo al patio, allí era tambien grande la variedad de colores, cintas y preseas: ocupaban las sillas hombres, en general, y algunas damas galantes en la delantera junto á los músicos: á medida que las sillas estaban mas lejos de la escena, era menor el lujo de los que las ocupaban, y al fin, allá en último término, estrujándose, apretándose, pisándose, apostrofándose, produciendo un ruido infernal, estaba la gente de á pié, compuesta de hidalgos pobres y de gente valdía.

El cuarto lado del corral, estaba enteramente ocupado por el escenario y por los tapices que encubrian los cuartos provisionales donde se vestian los actores: el escenario, propiamente dicho, formado por dos pabellones de damasco rojo y un tapiz de Flandes, sobre un tablado de una vara de altura, estaba inclinado notablemente hácia la derecha, y de tal modo, que el aposento mas cercano á él, era el de la celosía.

Esto tenia sus razones sin duda, pero los que ocupaban los aposentos y la sillas de la izquierda, se quejaban con razon, porque desde sus puestos no podia verse bien lo que pasaba en el escenario.

El cielo estaba radiante y despejado, y como ya eran las dos largas de la tarde, el sol iluminaba únicamente la parte alta de la pared oriental del patio.

Apenas habia entrado en su aposento don Alonso de Fuensalida, con su hija y su huésped, cuando, como si solo hubieran esperado su llegada, rompieron las guitarras de la música, acompañadas de trompetas y tambores, que se habian llevado porque la comedia era de moros y cristianos, y habia, por lo tanto, que tocar al arma. Todos estos instrumentos juntos, mal tañidos y peor concertados, formaban un estrépito infernal, que solo podia ser tolerable por la costumbre, y sobre todo, por lo corto de su duracion. Concluida aquella especie de obertura salvaje, se corrió la cortina, quedando descubierto un espacio cuadrado, formado por tapices, y salió el bobo, vestido de pastor, con zurron, cayado y pellica.

Nuestros lectores nos permitiran que les demos una idea de lo que era una representacion teatral en aquellos tiempos, en que el arte escénico estaba en su infancia: ya hemos descrito la manera como se adornaban los corrales en que estas representaciones se hacian: réstanos decír, en cuanto á la parte material, que no habia decorado, sino muy raras veces, representando generalmente los cómicos entre cortinas ó tapices, tras los cuales aparecian ó desaparecian por una abertura, según que lo requeria la marcha del asunto: representaban de memoria y sin apuntador, y su declamacion era un tanto cantada, armónica, particularmente en las obras en verso. En cuanto al órden de los espectáculos, vamos á presentar, como muestra, el de la funcion que iba á representarse aquella tarde en Granada por la compañía del famoso Cisneros.

Primeramente el introito, con una loa de Torres Naharro, autor dramático, que floreció á principios del siglo XVI. Despues la comedia en cuatro jornadas, y en verso, de un autor desconocido, titulada: «Reina Moraima». En tercer lugar, un coro y baile, titulados «El amor». En cuarto, el «Paso del convidado», de Timoneda; autor valenciano, que floreció por aquellos tiempos: y últimamente, el «Paso del ciego», de Lope de Rueda, que de batidor de oro, se habia convertido en insigne autor y comediante.

En la imposibilidad de ofrecer á nuestros lectores toda esta funcion, diálogo por diálogo y punto por punto, vamos á trascribirles la loa ó introito que declamó el bobo (asi se llamaba entonces á los graciosos), no solo para que juzguen del gusto dramático de entonces, sino para que observen con cuánta libertad hablaban entonces al público los autores y los comediantes.

Hé aquí la loa que el bobo declamó con gran desemboltura y maestría á vuelta de botargadas, que se recibian muy bien en aquella época.

«Dios mantenga y remantenga
mia fé á cuantos aquí estais,
y tanto pracer os venga
como creo que deseais.
. . . . . . . . . .
Pues pobretos,
que quereis vivir sugetos
al mundo y á su cebico,
en mi tierra los discretos
al contento llaman rico.
Por probar
ora os quiero preguntar:
quien duerme mas satisfecho,
yo de noche en un pajar
ó el Papa en su rico lecho?
Yo diria
quel no duerme, todavia
con mil cuidados y enojos;
yo recuerdo á medio dia
y aun no puedo abrir los ojos.
Mas veran:
que dais al Papa un faisan
y no come del dos granos;
yo tras los ajos y el pan
me quiero engollir las manos.
Todo cabe,
mas aunque el papa me alabe
sus vinos de gran natio,
menos cuesta y mejor sabe
el agua del dulce rio.
(aplausos generales.)
Yo, villano,
vivo mas tiempo y mas sano,
y alegre todos mis dias,
y vivo como cristiano
con aquestas manos mias.
Vos, señores,
vivís en muchos dolores
y sois ricos de mas penas,
y comeis de los sudores
de pobres manos agenas.
(aplausos de la gente de á pié.)
Y infinitos,
que teneis los apetitos
tan buenos como palabras,
no comiérades cabritos
si yo no criase cabras.
Concrusion:
pues os demando perdon
me lo debeis conceder,
y pues que fué mi intencion
venir á daros prazer;
y será:
que una comedia verná
Reina Moraima llamada.
Sabed que no faltará
de graciosa ó desgraciada.

A continuacion, el bobo charló en verso el argumento de la comedia, y, concluido, retiróse dentro, llevando consigo una salva de aplausos.

Despues de esto é inmediatamente debia salir la reina mora, y decir al público, que su padre habia sido asesinado, su esposo asesinado, sus hijos asesinados, y que iba por el mundo en busca de un caballero que la vengase del hombre que habia asesinado á su padre, á su esposo y á sus hijos.

Sin embargo, Angélica que debia representar la reina mora, no parecia; el público empezaba á impacientarse, y á murmurar, y á silbar al fin, y armar un verdadero alboroto.

Veamos en qué consistia la tardanza de Angélica.

Apenas habia entrado en su aposento don Alonso de Fuensalida, cuando maese Pertiñez, se deslizó por una escalera de mano, que mas allá, apoyada en la balaustrada, daba al escenario, y pasando entre moros y cristianos, llegó á un espacio cerrado por tapices, levantó uno y se encontró frente á frente con Angélica.

Estaba la comedianta deslumbrante de hermosura; tenia en la cabeza sobre las pesadas trenzas de sus cabellos, un adorno de plumas y diamantes, un riquísimo collar sobre el casi desnudo seno, y una magnífica y ancha túnica de brocado blanco de tres altos: tenia en la mano su papel plegado, en el que no estudiaba; por el contrario, le rompia lentamente y con cólera en pequeños pedazos. Sobre una mesa inmediata habia un objeto de poco volúmen envuelto en un pañuelo de encaje.

Cuando entró Pertiñez, Angélica se levantó sobrexcitada.

—¡Gracias á Dios que habeis venido! le dijo. ¿Traeis la llave del aposento de las celosías?

—Es que... me habiais prometido otra llave, que ya no sirve, porque don Fernando de Válor...

—Sí, si: ya sé que don Fernando ha hecho una de las suyas y anda huyendo; pero no importa, dad mi llave al señor Diego Lopez.

—Pero el señor Diego Lopez, no me pagará...

—Acabárais de una vez; os pagaré yo. Tomad mi llave, añadió sacando una de su limosnera, y esta carta para el señor Diego Lopez. Dadme la llave del aposento de la dama encubierta.

—Pero...

—¡Ah! me habia olvidado de que era necesario pagaros: tomad.

Y se quitó su magnífico collar, que no le hacia falta, porque su cuello desnudo era mas hermoso.

—Pero... repitió Pertiñez.

—¡Oh y que cansado! tomad y dadme.

Pertiñez sacó de sus gregüescos una llave que entregó á Angélica, y esta le dió el collar.

—Oid: haced de modo que el señor Diego Lopez reciba mi carta y mi llave esta misma noche. Adios.

Y rápida como el pensamiento, salió de entre sus tapices, atravesó el interior del escenario, trepó por la escalera de mano, y se encontró en el corredor de los aposentos del público, que estaba desierto á causa de haberse empezado la funcion. Los lacayos de don Alonso que habian quedado á la puerta del aposento de su señor, creyendo que no harian falta, se habian escurrido para pillar algo de la funcion entre la gente de á pié, y Angélica pudo llegar sin que nadie se lo impidiese á aquella puerta, y metió en la cerradura la llave, abrió con mano trémula y se precipitó dentro.

Al ruido, doña Inés volvió la cabeza, al mismo tiempo que su padre y Aben—Aboo. Angélica habia puesto sus manos sobre los dos hombros desnudos de doña Inés, y la miraba frente á frente.

—¡Oh! ¡no me habia engañado! exclamó, ¡eras tú!... ¡tú!... ¡siempre tú!

—¿Qué quereis señora? dijo con asombro don Alonso.

Palideció aun mas que lo estaba Angélica, temblaron sus labios, y sin duda iba á pronunciar alguna palabra inconveniente, porque se la vió hacer un esfuerzo sobre sí misma. Habia visto junto á sí á Aben—Aboo, que la miraba admirado.

—¡Perdonad! dijo, me he engañado señora: perdonad, señor caballero, pero las cómicas tenemos corazon: yo creia que una mujer á quien aborrezco de muerte, de quien he jurado vengarme, y de quien me vengaré, me habia arrojado para humillarme desde este aposento estas tres joyas (y Angélica desemvolvió el pañuelo de encaje); perdonad otra vez: si yo hubiera encontrado aquí á esa mujer la hubiera arrojado estas joyas á la cara; pero... me he equivocado... sin embargo, os suplico que volvais á admitir estas joyas, que para nada me hacen falta, y que podrán aliviar la suerte de muchos desgraciados.

—Guardadlas, Angélica, guardadlas como un recuerdo mio, dijo dulcemente doña Inés. Yo cuido ya bastante de los desgraciados que conozco. Por lo demás, siento mucho que hayais podido creerme enemiga vuestra...

—¡Oh! ¡no! he dicho simplemente, señora, que creia que quien tras tantos misterios, tras estas celosías, me arrojaba á la escena estas joyas, era una mujer á quien aborrezco, y que tiene muchos motivos para aborrecerme. Una mujer á quien yo conocí cuando era una gran señora, como vos lo sois y como yo misma espero volver á ser. Perdonadme, pues, mis primeras palabras, hijas de mi equivocacion, y adios, porque veo que la loa ha concluido y hago falta en la escena.

—No, no recibiré esas joyas: son una muestra de mi entusiasmo hácia vos. Reparo que os falta collar, dijo doña Inés, tomando el de perlas que estaba entre el pañuelo; teneis un hermoso cuello, y os estará á las mil maravillas. Permitidme, añadió levantándose: quiero ponérosle yo misma.

Y como nadie la viese por haberse vuelto, mas que Angélica, la lanzó una mirada de amenaza, de odio, de desprecio y de mando á un tiempo.

Angélica inclinó su hermosa cabeza hácia doña Inés, que, al ponerla el collar, la dijo al oido con un acento casi imperceptible, pero que la comedianta escuchó perfectamente.

—Me le has robado, me has robado mi honra, y me debes tu vida.

—Odio por odio, y odio á muerte, exclamó Angélica en el mismo acento.

Y luego, alzando Angélica la cabeza:

—¡Oh! ¡cuanto tengo que agradeceros, señora! exclamó: ¡cuán buena sois!

—¡Ah! nada me agradezcais, guardad esas joyas en amor mio, y contad siempre... siempre... con que seré la misma para vos.

—Adios señora, y perdonad otra vez mi error; adios, caballeros: ya he faltado á mi obligacion y el público se alborota.

Y salió como un relámpago, dejando abierta la puerta.

Don Alonso se levantó á cerrarla. Aben—Aboo entre tanto, decia á doña Inés que se mostraba tranquila:

—¡Esa mujer está loca!

—Y es lástima, dijo doña Inés, porque es muy hermosa y tiene mucho ingenio.

No se volvió á hablar una palabra mas, ni Aben—Aboo, aunque estaba gravemente alarmado por aquella nueva singularidad que parecia iluminar el caos de sus dudas, notó una sola mirada de inteligencia entre el padre y la hija.

Entre tanto seguia el tumulto del patio, cuando hé aquí, que cesa como por encanto, y le sucede una tempestad de aplausos y de víctores: tan hermosa y tan bien prendida habia aparecido Angélica, y con tal donaire habia avanzado hácia el proscenio.

Pero cuando el entusiasmo público, no tuvo límites, fue cuando, despues de haber hecho la reina mora la exposicion de sus amores y de sus desgracias, exclamó con un arranque sobrenatural en una transicion magnífica:

Montes, árboles, fieras,
venid, y aprendereis de mil maneras,
como, pidiendo fuerzas á los cielos,
una amante infeliz venga sus duelos.

Tras esto, siguió la representacion y siguieron los aplausos á Angélica y á Cisneros, que hacia admirablemente el papel de traidor enamorado.

Angélica fue tambien aplaudida con frenesí en la cancion y en el baile, y, por último, al oscurecer, terminado el espectáculo con gran contentamiento de todos, empezó á salir la gente.

Al salir por los corredores de los aposentos, y como Aben—Aboo, habia quedado un tanto rezagado de don Alonso y de su hija, sintió que le tiraban con impaciencia de las faldetas del jubon.

Volvióse y encontró bajo su vista la exigua figura de maese Pertiñez.

¿Qué me quereis? le dijo.

Escuchad una palabra al oído y mostrad una mano. La reina mora, la de la comedia, me ha dado para vos esta carta y esta llave: la llave por si no os lo dice en la carta, es la del corredor de su aposento: el número 13. Teneis mucha suerte, señor, mucha suerte: todas os aman.

Y el hombrecillo se escurrió, dejando en las manos de Aben—Aboo la carta y la llave.

Capítulo VIII. El panderete de las brujas.

A la misma hora en que el público salia de ver la comedia del corral del Carbon, esto es: al oscurecer, se abrió silenciosamente un postigo en una de las tapias de los huertos del cerro de San Miguel por la parte de la Torre del Aceituno, y salio un hombre embozado hasta los ojos: cerraron de nuevo el postigo y el bulto embozado siguió adelante por el desierto callejon que existia entonces entre las tapias de los huertos y la muralla del obispo don Gonzalo, por un portillo de la cual salió al campo y sin ser notado por los guardas adelantó á buen paso hácia la próxima falda del cerro de Santa Elena.

Tenia un no sé qué de melancólico y fantástico el paisaje á la fria luz del crepúsculo: el pendiente terreno por donde avanzaba el embozado hácia un barranco cercano, era árido seco pedregoso cubierto, acá y allá por tomillos y retamas raquíticas: mirando al frente hacia el Nordeste solo se veia la oscura masa del monte de Santa Elena y la desembocadura de un barranco que cortaba su falda por la parte del Este; pero si se miraba á la derecha el alma podia aspirar un suave consuelo con la vista de Sierra Nevada en cuyo altísimo picacho del Veleta, reflejaba aun el postrer rayo del sol tiñéndole de color de rosa; mas abajo se veia el magnífico anfiteatro de montañas, tendidas á los piés del blanco gigante, y al fin, mas cerca, la roja cordillera de la Silla del Moro, el verde y florido Generalífe, con su viejo y altísimo Ciprés de la Sultana: mas abajo los cármenes del Darro, luego las arboledas de avellanos, en fin, el profundo cauce del rio y las colinas que venian á ser por aquella parte la falda del monte de Santa Elena. A la derecha el horizonte se alejaba, la luz parecía mas diáfana, se perdian en la lontananza las colinas de viñedos, y al fin confundidas en la neblina del crepúsculo, apenas se percibian las distantes cimas de la cordillera de los Dientes de la Vieja.

Reinaba un profundo silencio y en medio de él solo se escuchaba el largo silbido del viento del invierno, que se quebraba entre los barrancos.

El embozado, sin cuidarse mucho ni de la soledad ni del frio, siguió resueltamente un paso apresurado, pero con la cabeza inclinada sobre el pecho en ademan pensativo.

Llegó al barranco y antes de entrar en él se volvió de una manera brusca y como al impulso de un sacudimiento nervioso. La luna que durante la marcha del embozado, habia aparecido sobre la nevada cima del Veleta, inundando con una dulce luz el espacio, hubiera dejado ver á quien cerca de aquel hombre hubiera estado, la terrible expresion de sus grandes ojos negros, fijos en Granada y en la Vega, que desde la altura en que aquel hombre se encontraba, se veian por completo y casi á vista de pájaro.

—Hoy huyo de tí, Granada, dijo aquel hombre extendiendo su brazo derecho hácia la ciudad como en ademan de aplazamiento; hoy me oculto como un malhechor. Pero ¡ay de tus cristianos! ¡ay de tus verdugos, cuando venga á llamar á tus puertas con las trompas de guerra de mis soldados! ¡ay de tí entonces, marqués de Mondéjar! ¡ay de tí, presidente Deza!

Dichas estas palabras que habia pronunciado descuidadamente en voz alta se volvió y al volverse encontró junto á sí un hombre que tenia un caballo del diestro y que estaba tambien embozado.

—¿Quien vá? exclamó el primero haciéndose un paso atrás y empuñando su espada.

—¿Quien ha de ser, contestó el otro con acento un tanto seco, sino quien te está esperando yerto de frio hace una hora?

—¡Ah! ¿eres tu Diego Alguacil? exclamó el primer embozado: de poco desesperas, en empresa nos metemos en que tenemos que esperar mucho, sufrir mucho.

—Entonces bien; pero ahora es distinto: ahora cada instante vale una perla: un descuido puede costarte la pérdida de tus esperanzas.

—¡Cómo! exclamó con cuidado el otro: ¿pues qué sucede?

—Aben—Aboo está en Granada.

—¡En Granada Aben—Aboo! ¿y qué quiere aquí mi amado primo? ¿pretende acaso, suscitarme dificultades?

—Todo está preparado para esta noche: se ha guardado un gran secreto pero la venida inesperada de Aben—Aboo, cuando estaba descuidado en las Alpujarras, demuestra que entre nosotros hay traidores.

—¡Traidores! exclamó con sarcasmo el primer embozado: ¡es verdad! hace mucho tiempo que viven entre nosotros: allí ha vivido el primer traidor de nuestro pueblo... y señalaba la distante Alhambra; allí en medio de un vergonzoso silencio, firmó las capitulaciones que entregaban á Granada á sus verdugos los cristianos. Pero el Altísimo fue justo, y el traidor, el miserable, el cobarde Boabdil, fué á morir allá, al otro lado del mar, defendiendo una corona agena, él, que no supo defender la suya.

—No es hora de largas pláticas, dije el otro: monta á caballo y marcha al Panderete de las brujas.

—Te confieso que voy con repugnancia á ese lugar maldito.

—Te espera en él la Dama blanca.

—¡Oh! ¡la Dama blanca de la montaña! es verdad. Adios.

—No te olvides, de que á las doce debes estar en la taberna de San Miguel.

—No lo olvidaré. Adios.

Y el segundo embozado se rebozó y se alejó y se perdió en el descenso del monte hácia la cerca de don Gonzalo.

El otro montó á caballo, le arrimó las espuelas y á buen paso, ya al trote ya al galope, adelantó por un sendero, estrecho pero llano, que en direccion al Norte orlaba la falda del monte de Santa Elena.

Muy pronto llegó al camino de Guadix y al mismo sitio donde ahora se levanta una venta ó parador; atravesó el camino, descendió por un sendero mas estrecho, bajó á un barranco, le recorrió, trepó á una loma y subiendo asi y bajando los repechos de algunas colinas, llegó al fin á un terreno practicable y llano, que se perdía en medio de viñedos.

Despues de haber recorrido por él una distancia como de tres tiros de arcabuz, detuvo su caballo al pié de una colina árida y cónica, que parecia un lunar, una escrescencia maldita en medio de la vigorosa vegetacion que le rodeaba. Aunque de poca altura la colina, el sendero que conducia hasta la cima era escarpado, y no se veia en todo la colina ni una mata, ni un arbusto, ni aun una retama.

—¡El Panderete de las brujas! dijo el ginete con cierto terror supersticioso.

Y aquel hombre, que de una manera tan hostil habia hablado de los cristianos, se santiguó de la manera mas cristiana del mundo, despues de lo cual hechó pié á tierra, y adelantó hácia la colina llevando el caballo del diestro.

Pero á penas habia andado algunos pasos, como si hubiera salido de la tierra, se levantó de detrás de una peña una sombra blanca; aquella sombra, que parecia un hombre, ó aquel hombre que parecia una sombra, llevaba la misma armadura y demás ropas, que usaban los ginetes moros del tiempo de la conquista de Granada.

—Poderoso, señor, dijo aquel hombre dirigiéndose al incógnito, no te cuides de tu caballo: yo te le guardaré.

Sintió el embozado vergüenza de demostrar miedo, y aunque el lance se le hacia extraño y desagradable, entregó su caballo á aquel bulto blanco y sin decirle una palabra siguió adelante.

Apenas se habia aventurado por el escarpado sendero que conducia á la cumbre, se levantó de un costado otra sombra blanca, y sin decirle una palabra, siguió delante de él á gran paso. Las pisadas de aquel hombre crugian como si hubiera ido armado de punta en blanco.

Una vez allí, el incógnito, por la misma razon que antes, esto es por disimular el miedo, continuó hácia la subida de la colina, pero no sin llevar la mano derecha á la empuñadura de su espada, ni sin invocar fervorosamente el nombre de Dios.

A poca distancia apareció una tercera sombra que siguió á la segunda en silencio.

—¡Será hoy sábado! pensó con terror el embozado: pero instantáneamente desechó este terrible pensamiento: era domingo, dia en que las brujas no podian tener conventículo.

A medida que adelantaba en el ascenso se iban levantando de entre las peñas y quebraduras que flanqueaban el sendero, nuevas sombras: cuando llegaron á la cumbre el encubierto habia contado veinticuatro.

La figura de la cumbre justificaba el nombre de la colina: era enteramente redonda y perfectamente plana, como la superficie de un pandero; en cuanto á su calificacion de Panderete de las brujas la justificaba el ser pública voz y fama que en aquel lugar se reunian todos los sábados á celebrar sus conventículos las brujas residentes en diez leguas á la redonda.

En medio de la cumbre habia un casuco arruinado y desvencijado, en donde segun fama, los demonios levantaban su trono á Lucifer, siempre que se celebraba una de aquellas negras, misteriosas y reprobadas festividades, en cuyo trono se sentaba el espiritu de las tinieblas, disfrazado bajo la forma de un macho cabrío.

El Santo Oficio de la Inquisicion, como era natural y forzoso (y perdónennos nuestros lectores si por un momento les detenemos en la prosecucion de la aventura en que se hallaba tan misteriosamente empeñado el incógnito). El Santo Oficio decimos, no habia podido escuchar con indiferencia rumores tan alarmantes á la pureza de la religion y de las costumbres de los dominios de la cristianísima España, y se habia trasladado, representado por un exorciente, un maestro en teología, un familiar y algunos soldados, en el lugar sobre que recaia una tan grave acusacion pública. Desde el momento la esterilidad de aquella colina en medio de unos campos tan fértiles, lo escabroso de la subida, y, sobre todo, lo ennegrecido, aportillado, feo y verdaderamente infernal, en cuanto al aspecto de aquel casucho medio arruinado, hicieron concebir á los delegados del Santo Oficio, grata esperanza de descubrir un filon de brujos y brujas con las cuales hacer un magnífico auto de fe en que la justicia de Dios resplandeciese, tostándolos á fuego lento: pero fuese que las brujas estuviesen avisadas, ó que les diese en las narices el olor á tizon del Santo Oficio, ó que el vulgo se hubiese engañado, como es mas verosimil, hallaron que la casa estaba abandonada, y desmoronándose lentamente, sin visos de haber tenido habitantes hacia muchos años. No satisfechos aun, esperaron á un sábado y á la hora de las doce en punto, con la intencion, como quien dice, de sorprender al infierno, república terrible contra la que, á pesar de su formidable poder, no tenia medio alguno la Inquisicion y aunque llevaron dobles exorcizadores, y calificadores, y aspersadores, nada hallaron en sábado que lo mismo que habian visto de los demás dias de la semana: la luna clara y diáfana alumbraba en paz el Panderete de las brujas y ni estas parecieron, ni se vió una sola hoguera, ni la mas ligera señal de ceniza, ni aun siquiera el mas leve olor á azufre ni á demonio: sin embargo de esto recelando la Inquisicion que las brujas hubiesen conocido de antemano su ida y se hubiesen abstenido de concurrir por no ser cogidas in fraganti, repitieron sus visitas diferentes sábados: pero siempre encontraron el mismo resultado: soledad y silencio, y algun paredon menos, arruinado por las lluvias ó por los vientos.

Limitóse, pues, la Inquisicion, á garantir el lugar calumniado de todo acto contrario á la religion, bendiciéndole y gastando en él una caldereta de agua bendita, y celosa de que en su jurisdiccion no hubiese lugar manchado con fama tan nefanda, condenó con terribles censuras, excomuniones y castigos á todo el que se atreviese á llamar de allí en adelante á aquella colina el Panderete de las brujas. A pesar de esto, el vulgo siguió en su tema, creyó únicamente que el diablo se habia burlado de la Inquisicion, y siguió, aunque recatadamente y en voz baja, dando su nombre maldito á la colina, nombre que se ha conservado por tradicion hasta nuestros dias; puesto que aquel lugar se llama hoy y se llamará mañana, y probablemente pasado mañana tambien, el Panderete de las brujas.

Conocido el lugar de la escena, sus antecedentes y la razon de su nombre, volvamos al embozado.

Sostenido por el orgullo mas que por el valor adelantó hácia la casa arruinada á cuya puerta desguarnecida se agrupaban los veinte y tres fantasmas que le habian precedido hasta allí; se detuvo á alguna distancia de ellos y dijo con voz serena:

—Ignoro quiénes sois y vuestras intenciones; pero aquí me llama un empeño, y no veo á la persona que busco. Está acaso en esas ruinas.

—Pasad, poderoso señor, dijo uno de aquellos hombres haciendo al mismo tiempo señal á sus compañeros que abrieron una estrecha calle.

El embozado pasó y se encontró en un espacio lóbregamente oscuro.

No sabiendo á dónde encaminarse se detuvo.

—Seguid, seguid adelante, señor, dijo uno de los hombres que estaban á la puerta, y cuando hayais andado diez pasos volved á vuestra diestra mano.

El incógnito siguió forzando su valor artificial por decirlo asi; á los diez pasos se volvió á la derecha y vió al fin de una galeria, el resplandor de la luna que iluminaba de lleno un patio cubierto de escombros, en medio de los cuales se levantaba una sombra blanca de mujer, de pié é inmovil; mas allá todo era sombra y aquella forma gentil, se destacaba sobre ella, con el mismo prestigio fantástico que si hubiera tenido tras sí la eternidad.

El embozado adelantó con el corazon violentamente agitado; la Dama de la montaña, porque sin duda era ella, se le presentaba de la manera mas extraña del mundo.

El incógnito adelantó hácia la sombra y se detuvo al entrar en el patio.

—Acercaos, don Fernando, acercaos, dijo con una voz sonora, grave y afectuosa la mujer vestida de blanco; estais haciendo esperar á una dama.

—Perdonad, dijo don Fernando, adelantando mas y descubriéndose con suma galantería, accion que dejó ver á la luz de la luna que su frente era noble y altiva: perdonad; pero la situacion en que me encuentro...

—Cubríos, don Fernando, y sentaos: necesitamos hablar durante un largo espacio y no es justo ni quiero, que sufrais al descubierto el frio de la noche ni que os fatigueis.

Y señaló á don Fernando el brocal de un pozo cegado, sentándose al mismo tiempo en el.

Don Fernando fue perdiendo poco á poco su terror; y es que es muy difícil sentir terror junto á una buena moza. Lo era la encubierta (y decimos la encubierta porque tenia sobre el rostro un antifaz de seda blanco) de una manera exagerada. El celoso antifaz no impedia que se viesen su boca, su barba y su cuello; cada una de estas partes era perfecta, y de una morbidez incitante: anchos y redondos sus hombros, alto y puro en las formas su seno, sobre el que descansaba uno como amuleto, pendiente de un collar que, sin duda por un contraste caprichoso, era negro como el ébano; esbelto y gentil su talle, del cual descendia en ancha plegadura, la flotante y vaporosa falda de brocado blanco, larga hasta tocar sobradamente el suelo: sus manos eran manos de dama, y la parte de sus brazos que se veia entre una nube de encages de Flandes habian logrado fijar las miradas de don Fernando á pesar de lo extraño de la aventura.

Se nos olvidaba decir que á través de las dos averturas del antifaz, brillaban dos ojos negros y de enorme tamaño, fijos de una manera tenaz y profunda en don Fernando, y que, escapados sin duda de entre la toquilla y el antifaz, se veian algunos rizos sedosos, pesados brillantes y negrisimos.

De aquella mujer se exhalaban á mas que su natural perfume, los que estaban de moda en aquel tiempo entre las damas, lo que sino podia tomarse como indicio de su alto linaje, bastaba á demostrar que aquella mujer estaba muy sobre el vulgo, y que nada tenia de alma del otro mundo.

A esto podria contestársenos que nadie mejor que el diablo, cuya mas grata ocupacion es tentar á los mortales, podia tomar las formas de una mujer tentadora, por hermosa, por rica y por galana. Pero nosotros creemos que á ellas para ser diablos las basta ser mujeres y que de todo es capaz el Arcángel rebelde menos de convertirse por un solo momento en mujer.

—Sé, y por ello os disculpo, don Fernando, dijo la Dama blanca cuando se hubieron sentado, qué cosas os han sucedido hoy, despues de concertada nuestra vista, que os obligan á recataros y á huir de la luz del dia.

—Sabeis...

—Si, sé por ejemplo, que esta mañana por descuido ó por intencion os entrásteis en el cabildo con la daga en la cintura.

—¿Y quién os lo ha dicho señora?

—¡Bah! ¿acaso no lo sabe todo el mundo en Granada? Nadie ha extrañado el suceso: se os conoce, por altivo y valiente, y se comprende bien que cuando otro regidor os advirtió de vuestro olvido le contestáseis de una manera violenta.

—Se me acusaba de una falta que no habia cometido.

—Es costumbre, segun dicen, que los veinticuatros, antes de entrar en cabildo, dejen á la puerta sus armas.

—Yo tengo privilegios...

—Que alegásteis con demasiada dureza.

—Eso podrá decir el corregidor que se atrevió á llamarme desleal y á mandar que me llevasen preso.

—El corregidor, vasallo fidelísimo de su magestad el rey de España é Indias, tiene motivos para llamaros traidor. El presidente Deza ha podido decir, por ejemplo, que andais en conspiraciones, que alentais á los moriscos para que se rebelen...

—¿Y quién ha dicho eso al presidente...? su nombre señora si lo sabeis... el nombre del traidor.

—Se lo he dicho yo...

—¿Vos...?

—Yo precisamente no, pero sí un escrito mio, en que le recordaba vuestras continuas denuncias á las Alpujarras...

—En ellas está mi señorio de Válor.

—Sin embargo le hice reparar en lo mucho que favorecíais á los moriscos: que de contínuo recibiais visitas recatadas de Bartolomé de Barredo, de Diego Alguacil, de los principales promovedores de motines que tiene Granada...

—¡Ah! ¡Diego Alguacil os lo ha revelado todo!

—Para contestaros será necesario que me contesteis á la pregunta que voy á haceros. ¿Sabeis quién soy?

—Diego Alguacil me ha dado cita para esta noche á este sitio á nombre de la Dama blanca de la montaña.

—¿Y sabeis quién es la Dama blanca de la montaña?

—¿Lo sabe alguien señora? dijo con anhelo don Fernando. ¿Sabe alguien acaso si la aparicion divina que hace algunos meses y con mucha frecuencia, recorre las montañas de Cádiar, ya bajo la blanda luz del alba, ya bajo los plateados rayos de la luna, es un espíritu ó una realidad, la sombra de la sultana Zoraya como creen muchos, ó Amina, la hermosísima hija de mi noble tio el emir de los monfíes de las Alpujarras, Yaye—ebn—Al—Hhamar? ¿Conoce alguien al emir?

Su brazo se siente, pero su rostro no se ve. ¿Conoce alguien á mi prima Amina?

Dicen que es hermosa como un lucero y pura como el sol.

—¿Y quién os ha dicho eso?

—Algunas veces he ido á la montaña á ponerme al paso de la Dama blanca á vuestro paso señora; siempre me ha detenido un monfí: «no paseis adelante» me ha dicho y cuando le he preguntado quién era esa Dama blanca me ha dicho: «Esa dama es la niebla.»

La Dama blanca se echó á reir.

—¿Os reís? exclamó picado don Fernando.

—Me rio porque los monfíes son ingeniosos. En efecto la niebla por la mañana y por la noche, vista de lejos orlando las cumbres de las montañas puede tomar formas muy caprichosas: puede parecer ya una dama ya un monstruo. ¿No creeis que el vulgo es muy propenso á dar forma y nombre á lo que al acercarnos á ello desaparece?

—Pero el vulgo, respecto á vos no se ha engañado, porque os tengo delante de mí, con vuestra divina apostura, y vuestras vestiduras de sultana.

—Podía haberse engañado el vulgo.

—¡Ah y cuanto me ha hecho sufrir esa blanca aparicion!... porque yo preguntaba siempre que un monfí me detenia: «¿es por acaso esa dama la hija de vuestro emir?» y el monfí me contestaba: «bien pudiera serlo, porque la sultana Amina, segun dicen los que la conocen, es hermosa como una huri.» Y siempre que el monfí decia esto, suspiraba, porque teneis el privilegio de ser amada antes de ser conocida.

—Segun eso, ¿creeis que yo sea la sultana Amina?

—Lo creo, señora, lo creo, porque me lo está diciendo á voces el corazon.

—Pues bien, no os engañais, yo soy vuestra prima Amina, la hija del emir Yaye—ebn—Al—Hhamar, la sultana de los monfíes de las Alpujarras.

—¿Y para qué me habeis llamado? exclamó alentando apenas don Fernando.

—Mi padre, que tiene muchos motivos para ser severo con vos, no ha querido hablaros, y me envia á vos como intermediaria.

—¡Ah!

—Sí, es preciso que sepamos si podeis ser proclamado rey de Granada.

—Los moriscos me elegiran esta misma noche por su rey, dijo con un acento impaciente y un tanto duro don Fernando: hay una profecía...

—Sí, sí, sabemos la superchería de que se ha valido vuestro tio Aben—Jahuar el Zaquer, comprando á cierto faquí embustero, que pasa por santo entre los moriscos de Granada, á fin de haceros triunfar de las pretensiones que tiene á la corona de Granada nuestro primo Aben—Aboo, lo sabemos todo: mi padre está enojado con vos por vuestra conducta licenciosa, pero os ama, del mismo modo que ama á Aben—Aboo; al fin y al cabo entrambos sois sus parientes. Mi padre, pues, ha dejado correr los sucesos, pero como la rebelion de los moriscos de Granada no puede hacerse sin la ayuda de los monfíes de las Alpujarras, como sin esa rebelion ninguna esperanza tendriais de ser rey, como mi padre el emir no tiene mas descendiente que yo... una mujer...

—¿Ha pensado tal vez en ceñirme una doble corona dándome la del amor al hacerme vuestro esposo?

—Eso no puede ser, primo, contestó dulcemente Amina.

—¡Ah! no me amais.

—Ni puedo amaros.

—¿Que no podeis amarme...?

—No, porque soy casada.

—¡Casada! exclamó con asombro don Fernando. ¡Casada! ¿y con quien?

—¿Qué os importa eso? ¿No sois vos tambien casado?

—Pero casado con una cristiana á quien puedo repudiar.

—¡Repudiar á la pobre Isabel, á la madre de vuestro hijo!

—Los reyes prima...

—¡Aun no sois rey y ya quereis cometer los crímenes de los reyes!

—¡Ah! vos que os habeis casado sin duda con algun poderoso príncipe musulman, vos que en todo habeis sido afortunada...

—¡Ah! que he sido afortunada en todo. Pedid á Dios, primo, que vuestro corazon no vierta el llanto de sangre que ya ha vertido el mio; pedid á Dios que os haga mas venturoso de lo que yo he sido. ¡Casada con un príncipe musulman! Si tal fuere mi esposo, ¿seriais vos rey de Granada?

—Y si nuestro casamiento es imposible, dijo con una cólera mal encubierta don Fernando, ¿para qué me habeis llamado, señora?

—Si nuestro casamiento es imposible, no es imposible el de nuestros hijos.

Don Fernando marchaba de sorpresa en sorpresa.

—¡El de nuestros hijos! exclamó.

—Si, de la misma manera que vos teneis un hijo, yo tengo una hija.

—Explicaos, explicaos mejor, señora.

—Voy á explicarme. Pero primero quiero haceros algunas preguntas. ¿Sabeis de quien desciendo?

—Dícese que descendeis de Boabdil.

—¡Oh! no ha querido Dios que yo descienda de traidores. Si en vez de ocupar el trono de Granada Boabdil, cuando la acometieron los reyes de Castilla y Aragon, le hubiera ocupado mi padre, Granada no seria esclava de los cristianos, sino la poderosa reina de Occidente, altiva con su poder y su hermosura.

—¿Quienes han sido, pues, vuestros abuelos? dijo con cierto sarcasmo don Fernando.

—Mi sangre viene de las sangres mas ilustres del mundo. Oid. Cuando Granada era todavía una ciudad musulmana, el rey Abul—Hacem, el viejo, prendió en la frontera á una doncella. Aquella doncella era hija bastarda del condestable de Castilla, el poderoso, el invencible don Alvaro de Luna. Despues de la desastrada muerte de aquel magnate, su hija bastarda, habida en una judia, doña Judid de Sotomayor, en fin, fue cautivada por los ginetes del rey Muley—Hacem, y conducida á una torre de la Alhambra. Aquella torre se llamó desde entonces la torre de la cautiva. Vió el rey á la castellana, se enamoró de ella, y fuese por amor ó por violencia, doña Judid fue suya. Un año despues, la cautiva murió dando á luz un niño. Aquel niño fue años adelante, el caudillo mas valiente de Granada, porque aquel niño, que tenia en sus venas la valiente sangre de dos héroes, se llamó el emir Muza—ebn—Abil—Guzan, hermano bastardo del rey Boabdil. ¿Y sabeis don Fernando lo que se hizo del emir Muza, despues de la conquista de Granada?

—Los historiadores moros, dicen, que no queriendo ser testigo de la deshonra y de la destruccion de su patria, desapareció antes de la rendicion de Granada, y añaden que no se volvió á saber de él.

—Es verdad, Muza desapareció, pero seguido de sus valientes ginetes y de sus esclavos, se ocultó en las montañas de las Alpujarras desconocido para todo el mundo, y fue el primer emir de los monfíes. Sabeis ya mi ascendencia paterna, oid mi ascendencia materna: mi madre era hija del rey del desierto de Méjico, descendiente de los ascendientes del emperador Motezuma.

—¡Ah! no puede negarse que vuestra descendencia es ilustre; pero, ¿por qué no vanagloriaros tambien de que vuestro abuelo era hermano de mi abuelo? ¿por qué no decir con orgullo que teneis sangre de los Abderramanes?

—Sabéislo vos que sois mi pariente, y con vos estoy hablando. Ahora bien, el derecho de mi padre al trono de Granada, es incontestable.

—¿Y por qué no le reclama? dijo con altivez don Fernando.

—Mi padre quiere robustecer con la alianza al pueblo moro de Granada, en vez de debilitarle con la desunion. Mi padre renuncia en vos todos sus derechos, pero con algunas condiciones.

—¿Y esas condiciones?

—Estan escritas en este pergamino, firmadas y selladas por mi padre.

—Pero es imposible leer: la luz de la luna no basta.

—Tendremos cuanto hayamos menester: seguidme.

Amina se levantó, y se encaminó con paso seguro por el oscurísimo espacio que poco antes tenia á sus espaldas: don Fernando la siguió: poco despues, Amina empujó una puerta, y se encontraron en un aposento ennegrecido y ruinoso. En el centro de él, habia una mesa con tapete, sobre la que se veian dos bujias, y un tintero de plata: á uno y otro lado de la mesa habia un sillon. Sentóse en uno de ellos Amina y en el otro don Fernando.

—Véamos esas condiciones, dijo este.

—Esperad un momento: quiero cortaros toda evasiva, demostrándoos que sois casado con Isabel de Rojas, y que teneis de ella un hijo que se llama Ben—Yaschem.

—Hablad: quiero probar si vuestro padre está bien informado.

—Mi padre sabe todo lo que le conviene saber, primo. Vais, pues, á juzgar: vuestro padre, mucho tiempo antes de que vos nacíeseis, fue preso por el capitan general de Granada; esto hace mas de veintidos años. Durante la prision de vuestro padre, os dió á luz vuestra madre doña Elvira de Céspedes: acusado vuestro padre de la muerte de su cuñado Miguel Lopez, esposo de vuestra tia doña Isabel de Válor, y padre de nuestro primo Aben—Aboo, murió en la prision á que habia sido condenado de por vida.

—Mi padre fue víctima de una traicion oscura, exclamó con calor don Fernando; y ¡ay del traidor si alguna vez llego á descubrirle! ¡ay de su sangre!

—En efecto, hay mucho de misterioso en algunos sucesos de nuestra familia, misterios que mi padre no ha podido descubrir á pesar de su poder. La verdad del caso es, que vuestra madre os amaba demasiado para daros una buena crianza, y que vuestro tio don Fernando de Válor, que ahora lleva el nombre de Aben—Jahuar, os pervirtió desde vuestros primeros años. A los catorce, perdonad lo que voy á deciros primo, á los catorce años erais ya un pequeño libertino. Por entonces conocísteis en el Albaicin una doncella que tenia vuestra misma edad, os enamoráisteis de ella, y ella se enamoró de vos. Pero el padre de Isabel de Rojas, que ella era, tenia demasiado interés en haceros su yerno, y guardó tanto á su hija, que vos á trueque de poseerla, os casásteis con ella, por ante la iglesia católica, sin que lo supieran, ni vuestra madre ni vuestro tio, porque aquel casamiento fue secreto. Si el padre de Isabel hubiera vivido, aquel matrimonio no hubiera tardado en ser público: pero el padre de Isabel murió antes de que su hija diese á luz el fruto de sus amores, y quedó sola Isabel: vos la abandonásteis don Fernando, abandonásteis á vuestro hijo...

—Y quien os ha dicho, prima...

—En vano buscais una disculpa, la conciencia os acusa: por lo demás, y á pesar de que Isabel haya callado y sufrido, porque cree que no habeis abandonado á su hijo...

—Cada vez os comprendo menos.

—Ya se vé: mi padre ha acudido secretamente á las necesidades de esa desgraciada, á la que nada absolutamente falta, mas que el amor de su esposo: mi padre ha hecho de modo que Isabel cree que atendeis á su subsistencia y á la de vuestro hijo, y vuestra pobre esposa se cree desgraciada, y sufre, pero os cree caballero y os respeta.

—¡Ah! exclamó don Fernando.

—Por lo demás, las pruebas de vuestro casamiento con Isabel de Rojas y las de la legitimidad de vuestro hijo Ben—Yaschem, existen. Mi padre ha contado con ello, y teniendo vos un hijo y yo una hija, ha creido que todas las diferencias que podrian mediar entre nosotros por causa del derecho á la corona de Granada, pueden salvarse por estas capitulaciones. Leedlas, primo, y firmadlas ó rechazadlas, pero contestadme definitivamente, para que mi padre pueda obrar en consecuencia.

Don Fernando desenrolló el largo pergamino que Amina le entregaba, y vió que estaba escrito primorosamente en árabe: su contenido era el siguiente:

«En el nombre de Dios Altísimo y misericordioso, dador de la vida y de la muerte, estas son las capitulaciones de alianza entre el emir de los monfíes de las Alpujarras, el fuerte y vencedor, y el elegido de Dios Muley Aben—Humeya, rey de Granada.

Primeramente: el emir de los monfíes, Yaye—ebn—Al—Hhamar, renuncia á todos los derechos que pueda tener y tenga á la corona de Granada, en su sobrino Muley Aben—Humeya.

Segundo. Muley Aben—Humeya, se obliga por su parte, á casar su hijo único Ben—Yaschem, con Kinza, hija de la sultana Amina, hija única del emir Yaye—ebn—Al—Hhamar.

Tercero. En el caso de que por la voluntad de Dios, muriesen Aben—Humeya ó Yaye—ebn—Al—Hhamar, el que sobreviva, mandará en los dominios del otro, durante la menor edad de sus hijos Ben—Yaschem y Kinza.

Cuarto. Si alguno de estos dos muriese antes de poder contraer matrimonio, se consideran rotas y de ningun valor estas capitulaciones.

Quinto. Si el matrimonio de Ben—Yaschem y Kinza se efectuase, y tuviesen hijos, el primer hijo varon, heredará las coronas reunidas de Granada y de las Alpujarras; si no tuviesen hijo varon, estas dos coronas reunidas, pasarán al hijo segundo varon de Aben—Humeya si lo tuviere, ó en igual caso al segundo hijo varon de la sultana Amina.

Sexto. No habiendo por ninguna de las dos partes hijo varon, las coronas reunidas de Granada y de las Alpujarras, pasarán á Sidi—Aben—Aboo, primo hermano de Aben—Humeya, y sobrino de Yaye—ebn—Al—Hhamar, ó al hijo varon de Aben—Aboo, si este hubiese muerto.

Sétimo. En el caso de haber descendencia masculina por cualquier concepto de Muley Aben—Humeya, ó de Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar, Sidi—Aben—Aboo, será considerado como infante de la casa real de Granada, y se le señalará señorío bastante para que pueda vivir con arreglo á su estado.

Ultimamente. En virtud de las presentes capitulaciones, el emir de los monfíes de las Alpujarras, se obliga á ayudar con sus gentes de guerra y con sus tesoros, á Muley Aben—Humeya para reconquistar de los cristianos el reino de Granada.

Seguian la fórmula religiosa y cancilleresca, por decirlo asi, que usaban en tales documentos los moros, la fecha, el nombre de los testigos y el sello y la firma del emir.

Despues de leer don Fernando detenidamente este pergamino, miró con ansiedad á Amina.

—Sultana, la dijo: todo esto seria inútil si tu consintieses en ser mi esposa.

—Eso es imposible, dijo con impaciencia y desagrado Amina.

—¡Imposible! ¡los reyes pueden romper los vínculos del matrimonio!...

—No lo haré jamás.

—Y... ¿por qué?

—Porque amo lo bastante á mi esposo para renunciar por él una corona, y temo á Dios lo bastante para robar á una mujer y á un niño, su esposo y su padre.

—Y si yo no quisiese firmar esas capitulaciones.

—No seriais rey de Granada.

—¡Oh! ¡lo veríamos!

—Una sola palabra de mi padre, y el faquí Abul—Hasam, á quien dentro de poco consultaran los xeques del Albaicin y de la Vega, pronunciaria el nombre de mi padre en vez del vuestro.

Entróle un terror pánico á Aben—Humeya, que tenia tal idea del poder del emir de los monfíes, que todo lo temió.

—Firmaré, dijo tomando una pluma.

—Esperad, dijo Amina: es necesario que firmeis solemnemente en presencia de los wacires y de los katibs de mi padre.

Amina dió tres fuertes golpes sobre la mesa, é instantáneamente se abrió la puerta y aparecieron uno tras otro, las veintitres sombras blancas que habian precedido hasta allí á Aben—Humeya.

—Acércate, mi buen Harum, dijo Amina, y vé como firma Muley Aben—Humeya las capitulaciones que voy á leerte: escuchad tambien vosotros ancianos walies nobles secretarios de mi padre, sabios de su consejo.

Amina leyó con voz sonora las capitulaciones.

Entonces adelantó una de aquellas sombras, y dijo con autoridad á don Fernando.

—¿Te obligas á todo lo que has oido?

—Me obligo.

—¿Juras por el Dios Altísimo y Unico, guardar y cumplir estas capitulaciones?

—Lo juro.

—Pon al pié de ellas tu nombre de rey, y junto á tu nombre este sello de oro, que es el antiguo sello de los reyes de Granada.

Y el que asi hablaba, sacó un magnífico sello de entre sus ropas y le puso sobre la mesa.

Don Fernando de Válor firmó, y cuando hubo firmado, el mismo moro encubierto, sacó de una manga de su almaizar, otros tres pergaminos enrollados.

—¿Qué es eso? dijo cuidadoso don Fernando.

—Tres copias iguales de estas capitulaciones, señor, contestó el moro.

—¿Y para qué tanta copia?

—Una para vos, otra para el emir de los monfíes; otra para Sidi—Aben—Aboo.

—¡Ah! es verdad, que tambien se le incluye en las capitulaciones.

—Firmad si quereis estas otras.

Don Fernando firmó con despecho.

Entonces el mismo moro derritió cera encarnada sobre los tres pergaminos, junto al nombre de don Fernando de Válor, estampó sobre la cera en los tres el sello real de Granada, y luego firmaron como wacires, secretarios y testigos, los tres pergaminos, los veintitres moros que estaban presentes, despues de lo cual, el moro que hasta entonces habia hablado, entregó el sello real y uno de los pergaminos á don Fernando, y guardó los otros dos.

—Id á ser rey, primo mio, dijo entonces Amina; los xeques del Albaicin y los de la Vega, estaran á las doce de la noche, en la casa del Hardon, junto á san Miguel.

—¿Y vos...?

—Yo... yo parto esta misma noche para las Alpujarras.

—¿Y no me dejareis ver vuestro rostro? exclamó desesperado don Fernando, sin reparar que le escuchaban todos aquellos hombres.

—¡Oh! no, eso jamás. Adios primo, adios. Que él os ayude en la empresa en que os vais á empeñar.

Y Amina desapareció por la puerta, dejando á don Fernando, mudo, asombrado, como presa de un sueño.

Los veintitres fantasmas desfilaron tambien, y el jóven se encontró solo: entonces se precipitó á la salida, atravesó el oscuro espacio de la casa arruinada, y salió á la cumbre del Panderete de las brujas.

Nada vió. Se precipitó por el sendero, y á nadie encontró; solo su caballo atado á una vid al lado del camino.

Volvió á trepar á la cumbre, entró en la casa esperando encontrar á alguien, y llegó á tientas al mismo aposento donde se habian firmado aquellas capitulaciones. Estaba densamente oscura. Palpó: la mesa, los libros, todo habia desaparecido. Dudando aun, buscó mas, y oyó una voz que le dijo:

—No busques, señor, porque nada encontrarás. En la calle de San Miguel te esperan, casa del Hardon.

Don Fernando lanzó un rugido de rabia, salió de nuevo de las ruinas, bajó del Panderete de las brujas, desató su caballo, montó en él, y partió como una flecha en direccion á Granada.

—¡Ella! ¡ella! ¡hermosa, rica! ¡hija del emir! ¡mi prima la sultana Amina, mi esperanza! ¡y casada! ¡casada! ¿y con quién? con algun reyezuelo de Africa. ¡Oh! ¡oh! si no tuviera en mi poder este pergamino y este sello, creeria que todo lo que me ha acontecido era un sueño.

Capítulo IX. De cómo por el amor se olvida la amistad.

Cuando llegaron don Alonso de Fuensalida, su hija doña Inés y Aben—Aboo á su casa, que bien podia llamarse casa de todos, cuando estuvieron en la cámara de recibo, doña Inés se inclinó graciosamente hácia Aben—Aboo y le dijo:

—Os suplico, señor Diego Lopez, que me perdoneis si os dejo solo con mi padre, necesito variar de ropas... y rezar mis devociones de costumbre. Adios.

Y sonriendo al jóven de un modo que le hizo palidecer de emocion, salió.

A su vez Aben—Aboo se inclinó tambien cortesmente ante don Alonso:

—Os suplico me perdoneis, si os dejo por un momento.

—¿Teneis alguna aventura, señor Diego Lopez? dijo don Alonso con un acento de interés y de autoridad que maravilló á Aben—Aboo.

—¡Aventura! no ciertamente; pero... quisiera ver á mi amigo.

—¿A vuestro amigo...?

—Creo haberos dicho que era mi amigo el marqués de la Guardia.

—¿Estais citado con él?

—No, pero le buscaré.

—No andeis mucho por Granada esta noche; creedme á mí que soy vuestro amigo: podreis tener malos encuentros.

—¡Oh! por eso descuidad: voy siempre bien acompañado con mi espada.

—Sé que sois valiente. Sin embargo, los encuentros que podeis tener, son de aquellos en que nada vale una espada.

—No os comprendo.

—¿No sois morisco?

—Si por cierto.

—Pues bien, de seguro que los moriscos seran vigilados esta noche por la justicia.

—¡Ah! ¿y quién os ha dicho?

—Es de suponer que suceda asi, despues de lo que ha pasado esta mañana en el Ayuntamiento con don Fernando de Válor.

—Don Fernando es un imprudente.

—Paréceme que amais poco á vuestro primo.

—Mi primo es enemigo mio.

—¡Ah! esas enemistades no deben existir entre parentescos tan cercanos.

—Vos no conoceis á don Fernando; él me provoca.

—Perdonad, señor Diego Lopez; pero necesito hablaros mucho y despacio, no os detengo ahora: id á ver á vuestro amigo... pero os lo ruego, os lo suplico, no entreis esta noche en casa de ningun morisco; no nos obligueis á hacer un esfuerzo para salvaros. ¿Cuándo volvereis de ver á vuestro amigo?

—¿Quién sabe? porque el tal marqués es un loco de atar, y estando á su lado, no hay medio de ser mas cuerdo que él. Pero no quiero pasar esta noche fuera de la casa.

—Bien; á cualquier hora que vengais os estará esperando un criado que os llevará á mi aposento.

—¿Tan importante es lo que teneis que decirme...?

—¡Oh! ¡mucho! con que id con Dios, y sed prudente.

Aben—Aboo salió lleno de confusiones; no sabia qué pensar de aquella familia con quien habia trabado conocimiento de una manera tan singular, y si se quiere tan misteriosa; por otra parte, doña Inés habia causado en él una sensación profundísima: su hermosura le habia hecho concebir deseos ardientes; la habia aspirado, la habia visto de cerca, habia estado en contacto con ella durante muchas horas, y su alma se habia saturado del tentador perfume que emanaba de la jóven: por otra parte habia sido testigo de muchas singularidades, y todas aquellas singularidades venian á anudarse en un solo punto: en la comedianta Angélica.

Segun la conversacion que habia oido en la hostería entre Andrés Cisneros y el misterioso Godinez, Angélica estaba zelosa de una mujer á quien amaba el marqués de la Guardia; aquella mujer á quien aborrecia Angélica era hija del emir de los monfíes: era Amina: Angélica habia entrado aquella tarde de una manera inesperada en el aposento de doña Inés, y la habia insultado, porque Aben—Aboo á pesar de las protestas que de haberse equivocado habia hecho la cómica, habia notado que aquellas dos mujeres se aborrecian: sin duda doña Inés no era otra que la hermosísima hija del emir, la sultana Amina, la Dama blanca de la montaña; su primo, Aben—Aboo pues, estaba loco enamorado, zeloso aun tiempo, é iba en busca del marqués de la Guardia, ansioso de esclarecer cuanto le fuera posible sus dudas, y de arrancarle insidiosamente algunas palabras con las que esperaba esclarecer sus sospechas.

Atravesaba, pues, Aben—Aboo muy de prisa el corredor medio oscuro de que hemos hablado, cuando se abrió silenciosamente una puerta, y sintió un ceceo: detúvose, y el ceceo se repitió; entonces Aben—Aboo se dirigió á donde sonaba, y á través de una puerta oscura una mano de mujer le dió un papel y cerró.

Estremecióse de placer Aben—Aboo; aquella carta no podia ser de otra que de doña Inés, de doña Inés que le habia sonreido durante la comedia; de doña Inés que se habia apoyado fuertemente en su brazo. Y si era de doña Inés aquella carta, doña Inés no era Amina, se habia verdaderamente equivocado Angélica, sus disculpas no eran fingidas; él se habia engañado tambien creyendo encontrar una intencion en el acento de aquellas dos mujeres; no, no podia ser Amina doña Inés, porque le citaba, porque una mujer no cita á un hombre jóven mas que para asuntos amorosos, y Amina no le hubiera citado porque amaba al marqués de la Guardia.

Aben—Aboo se precipitó por las escaleras, ansioso de salir de aquella casa, é ir á otro lugar donde pudiese leer el papel que acababa de recibir: al bajar por las escaleras se acordó de que en la misma calle de San Miguel, lindando con su casa, estaba la taberna del Hardon.

Atravesó el zaguan, salió, tomó la calle á la izquierda, y se metió por una puerta inmediata. Muy pronto se encontró en una sala baja, en la cual habia dos grandes rejas y un postigo que daban á un patio. Al fondo, sentado tras un mostrador y entre toneles, habia un hombre de fisonomía ruda, y enérgica, aunque franca: algunos bebedores charlaban y bebian sentados en derredor de las mesas.

Aben—Aboo se dirigió resueltamente al mostrador: al verle el que estaba al despacho, se puso de pié y clavó en el jóven una profunda mirada.

—¿En qué puedo servir á vuesamerced, caballero? dijo llevándose respetuosamente la mano á la gorra.

—¿Teneis un aposento en que pueda estar solo? dijo Aben—Aboo.

—¡Oh! si señor, y bien abrigado; seguidme si gustais.

Y tomando de un anden una palmatoria con una bugia hizo luz, y saliendo de detrás del mostrador, atravesó la taberna, y seguido de Aben—Aboo, abrió una puerta, y entrambos subieron por una estrecha escalera, y se encontraron en una reducida habitacion en que habia una mesa, algunas sillas y un barreño con fuego.

El tabernero puso la luz sobre la mesa, y dijo encarándose á Aben—Aboo.

—¿Necesitais algo mas?

—Si, necesito que me contesteis á una pregunta. ¿No sois el tabernero que estaba aquí hace seis meses?

—Ya veis que no, respondió con un severo laconismo el preguntado.

—¿Y qué se ha hecho del otro?

—Toméle la taberna, se fué é ignoro su paradero.

—¿Pero esta taberna no es la del Hardon?

Miró con doble profundidad el tabernero á Aben—Aboo.

—El Hardon, ó Pero Alonso, que es como le llamamos, tiene parte conmigo en la taberna, como la tenia con el otro tabernero. Ademas, la casa es suya y vive en ella.

—¿Cómo os llamais?

—Roque Garcia, para serviros.

—¿Sois morisco como el Hardon?

—Algo de morisco tengo.

—Entonces debeis conocerme; yo me llamo entre los moriscos Aben—Aboo.

—Pues no os conozco.

Mortificó un tanto esta respuesta al jóven que continuó.

—¿Pero conoceis al marqués de la Guardia?

—Tampoco conozco á ese caballero.

—Es un jóven como de veinte y tres años, muy galan, muy valiente, muy bebedor y gran jugador de dados.

—Solo conozco de esas señas á un capitan de infantería, que se llama don Juan Coloma.

Acordóse entonces Aben—Aboo, de que don Juan ocultaba su título á causa de su pobreza.

—Y bien dijo: tambien don Juan Coloma es mi amigo. ¿Y viene con mucha frecuencia á vuestra casa ese caballero?

—¡Oh! si señor, y ahora mas que nunca.

—¿Y por qué mas ahora que antes?

—Porque anda enamorado en la vecindad.

—¡Ola! ¿y de quién está enamorado?

—De una dama que vive en la casa grande inmediata.

—¿Y conoceis á esa dama?

Fijó otra nueva y profunda mirada Roque en el semblante de Aben—Aboo.

—Sábese, dijo, que el padre de esa dama es un caballero noble y rico, pero en cuanto á su hija nadie puede jactarse de haberla visto el rostro.

—De modo, que solo el capitan Coloma nos puede decir...

—Creo que tampoco la conoce don Juan: pero helo ahí: en nombrando al ruin de Roma... me parece que le oigo gritar llamándome.

En efecto, se oian en el piso bajo desaforadas voces.

—Pues id, id, amigo, dijo Aben—Aboo, y decid al buen capitan que aquí hay un conocido suyo que le espera.

El tabernero desapareció por las escaleras.

Aprovechando aquel momento, Aben—Aboo leyó el papel que le habian dado en el oscuro corredor de su casa: el contenido era muy corto:

«Si sois discreto, guardad un profundo secreto acerca de la cita que os doy, y ningun pensamiento atrevido aventureis por ella; id á las ánimas, por el postigo de vuestra casa; yo os abriré. Doña Inés.»

Tras este billete y como no tenia tiempo que perder, sacó de la escarcela el que le habia dado con una llave Pertiñez de parte de la comedianta Angélica, y que no habia podido leer hasta entonces: decia así:

«Si sois tan cortés como bizarro, venid esta noche á las doce á la hosteria del carbon: cuando llegueis á lo alto de las escaleras abrid con la llave que os entregará maese Pertiñez la puerta, y adelantad por el corredor: mi aposento es el número 13. Yo os estaré esperando. Angélica.»

Aben—Aboo no tuvo tiempo de meditar en el contenido de estos dos billetes, porque el marqués de la Guardia se le echó encima.

Traia en las manos una guitarra, al costado una espada descomunal, y pendiente de la pretina un broquel cincelado.

—¡Ah! gracias á Dios que os hallo, exclamó; no sabia donde podria hallaros, y hubiera dado por hablaros esta noche... mi alma, porque no tengo otra cosa que daros.

—¿Y para qué me buscabais con tanto interés, don Juan?

—¡Qué diablos! necesito explicarme con vos.

—¿Explicaros conmigo?

—Si por cierto, me habeis dado zelos.

—¿Zelos yo?

—Habeis acompañado esta tarde á una mujer á quien amo, á quien adoro, por la que estoy loco.

—¿La que vive en mi casa?

—¿Cómo en vuestra casa?

—Habeis de saber que la casa grande de al lado es mia, y que la tengo alquilada á don Alonso de Fuensalida.

—¡Ah! perdonad; pero decidme: vos habreis visto el rostro á esa dama.

—Sin duda.

—¿Y es hermosa?

—Permitidme que extrañe, marqués, que me hagais una pregunta tal acerca de una mujer de quien os confesais enamorado.

—¡Ah! no lo extrañeis: sino es la que yo creo esa dama encubierta, no la he visto en mi vida.

—¡Ah! ¿creeis que sea una dama de la que habeis estado enamorado?

—No he amado á otra que á ella.

—Sin embargo, dicen que sois amante favorecido de una hermosísima mujer.

—¡Ah! de la princesa.

—No, no os hablo de princesas; sino de una comedianta.

—¡Ah! sí, de la comedianta Angélica: tanto da.

—Es verdad las comediantas lo son todo, princesas reinas... pero en fin ello es que pasais por su amante.

—Yo amo á esa por la otra. Estoy seguro de que donde quiera esté esa comedianta, estará la dama á quien amo. No sé por qué tengo esa seguridad, pero creo que el odio que se profesan las atrae, las junta.

—Os confieso que no os comprendo.

—Y yo os confieso que lo que pienso es incomprensible: no hay ninguna razon que lo justifique; se apoya en un instinto, en un impulso del corazon, que me grita: donde está la una está la otra.

—Pero ¿qué razones teneis para creer que doña Inés sea la mujer á quien amais?

—Os diré: hace algunos meses, yo, que habia dejado la córte siguiendo á la mujer que amo, mujer que me arrebataba su padre me vine á Granada: en Granada su padre fue mas astuto que yo y perdí su rastro de todo punto.

—¡Ah!

—Estaba ya desesperado, cuando una mañana, hace seis meses, al entrar á oir misa en la iglesia de san Miguel, ví salir una dama enteramente envuelta en un manto de seda. No vi ni su rostro ni su mano, ni su pié, y sin embargo me pareció reconocerla, me pareció que era ella... mi alma, á la que ando buscando desesperado: ella por su parte, al verme de improviso ante sí, hizo un movimiento marcado, un movimiento que me hizo creer que aquella dama me conocia, mas aun, que al verme habia sentido una vivísima alegría: la seguí, y ví que se entró en esa casa de al lado, en la vuestra, señor Diego Lopez. Empecé á rondar pero inútilmente. Jamás se abrió un balcon ni una reja; pregunté á la servidumbre, pero la encontré muda, incorruptible. Vine todas las mañanas á la iglesia de san Miguel, y siempre la ví á la misma hora, pero envuelta cuidadosamente en el manto, acompañada de una dueña tan encubierta como ella y de un viejo escudero. Indagué cuanto pude, y solo saqué en claro, que su padre era un rico indiano llamado don Alonso de Fuensalida, que guardaba mucho á su hija y que nadie la habia visto el rostro. Añadian aun que dentro de su casa tenia un antifaz puesto.

—Y decidme: ¿habeis visto á esa dama todos los dias en misa?

—No, todos los dias no, con frecuencia faltaba seguidos quince dias.

—Tambien, dijo para sí Aben—Aboo, faltaba con frecuencia quince dias seguidos la Dama blanca á sus paseos por la montaña.

—Acontecióme por aquellos dias un suceso singular. Estando yo en mi posada, entró mi lacayo una mañana, y me entregó una caja que habian dejado para mi. Abrí la caja y encontré... ¿qué diréis que encontré?

—¿Quién sabe?

—Pues encontré tres cortes de brocado de los cuales es uno el que teneis puesto, algunas ricas joyas de hombre y quinientos doblones de oro.

—¿Decís que encontrásteis dentro de la caja el córte del justillo que llevo puesto?

—Si por cierto, y á no ser vos tan mi amigo, no os hubiera dado por nada del mundo ese justillo.

Esta confidencia del marquesito, fue un rayo de luz que empezó á esclarecer las dudas de Aben—Aboo: entonces comprendió por qué doña Inés le habia hecho preguntas, basta cierto punto extrañas é inconvenientes, acerca de la procedencia del brocado que vestia.

—Ahora os agradezco doblemente vuestro sacrificio, dijo Aben—Aboo, pero continuad.

—Para obligarme á admitir aquel regalo venia dentro de la caja un billete que contenia las siguientes palabras:

«Podeis aceptar sin reparo lo que os envio, porque teneis mi alma.»

—Era, pues, el regalo, de una dama enamorada de vos.

—¿Y quién podía ser esa dama mas que la mujer á quien adoro? ¿Cómo pudo conmoverme la vista de dona Inés encubierta sino era el amor que busco?

Don Juan inclinó la cabeza sobre el pecho como para ocultar su conmocion.

—Pero vos habeis visto á esa doña Inés, exclamó de repente el marqués levantando la cabeza y fijando una mirada entumecida en Aben—Aboo; vos me direis si es hermosa ó fea, porque si es fea, no es ella, y me interesa saberlo, porque mirad: hoy que se cumplen quince dias desde que no he visto á mi encubierta, he recibido esta brevísima carta.

Y el marqués sacó de su escarcela un papel que entregó á Aben—Aboo.

Este al abrirle palideció: estaba escrito, al parecer, por la misma mano que el billete de doña Inés que le habian entregado poco antes. Aquella carta decia:

«La constancia con que me habeis seguido me obliga; estad esta noche en la taberna próxima y me conocereis.—Quien bien os ama.

—Yo no puedo aseguraros, dijo el marqués, si esta carta esta escrita por la misma mano que escribió la que acompañaba el regalo que me hizo una dama hace seis meses antes por que aquella carta de puro guardarla se me extravió. Lo que sé deciros es que estoy loco; que la cabeza se me arde; que vine esta tarde á saludarla, frenético de alegría, aunque solo pudiese enviarla mi saludo á través de las paredes, cuando os ví salir con ella y con su padre, á quien creí reconocer, á quien creí haber hablado alguna vez: soy muy mal fisonomista, y nada tiene de extraño que si en efecto le he hablado alguna vez no recuerde su semblante: la verdad del caso es que por una parte tuve zelos de vos, y por otra me alegré porque me dije: el señor Diego Lopez es mi amigo, sabe que puede contar con mi bolsa, y con mi espada y me hablará con franqueza. ¿Amais á esa mujer?

—Hoy es el primer dia que la he visto.

—¡Ah! no importa; si es ella, con sola una vez que la hallais visto os habreis enamorado de ella para no olvidarla jamás.

—Eso piensan todos los que aman como vos, de los que conocen á su amante.

—¿No la amais, pues?

—No marqués, no, porque amo á otra; á una mujer que es vuestra querida: á la comedianta Angélica.

—¡Oh! amadla cuanto querais: yo mismo os llevaré de noche, tarde, á la puerta de su aposento. Llamaré y en vez de entrar yo entrareis vos. Pero decidme: ¿esa doña Inés es hermosa?

—No puede ser la que vos sospechais, marqués, es imposible, dijo Aben—Aboo, empezando á tender un lazo traidor al confiado don Juan, lo que demuestra que no hay amistad que no pueda romper una mujer.

—¡Ah! no sabeis si es, eso posible, dijo el marqués; contestadme: ¿es hermosa?

—Hermosísima: tan hermosa como la comedianta, mas hermosa, porque hay en doña Inés mas juventud y mas pureza.

—¡Es jóven! exclamó el marqués que alentaba apenas.

—Como de veintiun años.

—¡Ah! ¡Dios mio! ¿Morena?

—Moreno límpido, encendido, ardiente, y para concluir de una vez ojos negros y grandes, cuello incomparable, alto y puro el seno, los labios muy rojos, y la sonrisa de ángel, pero triste y apasionada.

—¡Oh! ¡es ella! añadió levantándose fuera de si el marqués: la esposa de mi alma, mi Esperanza.

—¿Estais loco? dijo Aben—Aboo, dominando sus zelos y su rabia.

—Si, si, perdonadme, amigo mio, dijo el marqués sentándose y apoyando la frente calenturienta entre sus manos; estaba hablando como si hubiera hablado con ella.

—No lo digo por eso, sino porque os equivocais: porque esa dama que vos llamais Esperanza y que yo llamo doña Inés, no puede ser vuestra esposa ni vuestra amante, porque... en fin, no puede ser.

—No, no me engaño: es ella; ni me he engañado nunca; me lo dijo el corazon desde el momento en que la vi.

—Os digo que no puede ser, insistió Aben—Aboo: para probároslo necesito revelaros un secreto.

—¿Y creeis que yo no soy bastante caballero para guardarlo?

Aben—Aboo esperaba esta respuesta, y se apresuró á contestar:

—Para que no creais que dudo, de vuestra, hidalguia, voy á deciros el verdadero nombre de esa dama. Olvidadle despues é id á buscar con mas fruto vuestra perdida Esperanza, á quien tanto amais. Esa dama tan encubierta es una mora.

—¡Y bien! dijo el marqués con fijeza.

—Esa mora es sultana.

—Y esa sultana, insistió el marqués, es mi esposa ante Dios y mi conciencia.

—Pero... ¿sabeis la que decís...? tartamudeó Aben—Aboo.

—Esa dama á quien yo llamo Esperanza, es hija del emir de los monfíes de las Alpujarras; ya veis que no me habeis revelado secreto alguno.

Aben—Aboo al escuchar estas palabras hizo crugir la silla en que se sentaba: todas sus dudas habian quedado esclarecidas por la revelacion del marqués; habia sentido revolverse en su alma pasiones terribles, salvajes; los zelos, la envidia, el odio; pero ninguna de estas furiosas oleadas de su alma salió á su semblante.

Entonces un pensamiento siniestro cruzó por su alma: sintió ansia mortal contra el marqués, pensó en embriagarle y en asesinarle cuando lo hubiese conseguido, y desplegando la funesta astucia, y la intencion mortífera de que mas tarde se sirvió en la rebelion de las Alpujarras, revistió su semblante de la mas engañadora alegría, y tendiendo la mano al marqués exclamó:

—¡Oh! ¡pues me alegro, me alegro con toda mi alma, don Juan! porque amando vos á la sultana Amina, como la amais, ¡sois de los nuestros!

—Soy enteramente de ella. Ya sé que sois morisco, señor Diego Lopez, dijo con altivez el marqués, y que sois de los mas ilustres. Pues bien: si mañana me dice Esperanza... ó Amina, como querais; «¡Defiende mi corona!» seria traidor á Dios, traidor al rey, perderia mi alma, pero empuñaria el estandarte de la rebelion por los moriscos, y os llevaria al combate.

—¡Que nos llevariais al combate! exclamó Aben—Aboo, cuya alma acabó de ennegrecerse; sois digno del amor de la sultana; sois digno de la corona que ese amor puede ceñir á vuestra cabeza: ¡oh, don Juan! permitid tambien que dé rienda á la locura de mi alegría y que os abrace: ¿con que al fin todos somos unos? ¿todos hermanos?

Y Aben—Aboo se arrojó en los brazos del marqués que le estrechó en ellos con efusion, porque se sentia feliz y el que es feliz, no odia, no sospecha, no desciende á las miserias del mundo.

—Pero Esperanza no me sujetará á tal prueba, dijo el marqués sentándose de nuevo; Esperanza sabe que soy capaz de sacrificarlo todo por ella, pero no me pedirá el sacrificio. Y sin embargo, y ahora recuerdo cuando ví á su padre: un dia que fuí á pedírsela, en Madrid el año pasado, me dijo estas palabras que no he podido olvidar: «Mi hija solo se casará con un rey; pero no importa: si es preciso os haremos rey.»

El alma de Aben—Aboo se decidió al crimen; sin embargo dijo con un acento natural y amigable:

—¡Oh! pues, si el emir se propone haceros rey lo sereis.

—¡Dios me libre de ambicionar tal cosa!

—Pero decidme don Juan, ¿si habeis hablado una vez al emir cómo no le habeis reconocido al verle en Granada?

—Ya os dije que solo tenia de ese caballero un recuerdo muy confuso, como que hace muy cerca de dos años que le hablé y eso solo una vez y en una ocasion en que estaba muy turbado.

—Lo comprendo, dijo Aben—Aboo: y recayendo en su traidor pensamiento de embriagar al marqués para matarle sin ruido añadió: pero lo que no comprendo bien, es que vos, que sois tan bebedor...

—¡Ah! es verdad: es necesario que brindemos juntos por mi felicidad.

—No: bebed vos solo: ya sabeis que soy morisco: sabed ademas que solo soy cristiano en el nombre, y que el Koran me veda el vino y las bebidas espirituosas.

—Sea como vos querais; pero en cuanto á mí necesito templar bebiendo y cantando mi alegría. ¡Ola, Roque! ¡Roque de Satanás! mis dos botellas, añadió levantándose y asomando la cabeza á la puerta de la escalera.

Apareció á poco Roque, con dos botellas y un vaso; estaba pálido de una manera notable, y miró de un modo singular al marqués.

Después salió.

El marqués se entregó á una alegría que podremos llamar lúgubre, en la que habia mucho de locura, mucho de sufrimiento; habia encontrado, al fin, á Esperanza, á la que habia buscado largo tiempo en vano, y un presentimiento oscuro, de que no se apercibia, daba á su contento el aspecto lúgubre y aterrador de que hemos hablado. Bebia á grandes tragos, y con una frecuencia tal, como si hubiera querido ahogar en vino lo que de una manera incomprensible, comprimia su alma.

Pero cantaba, rasgueaba la guitarra, bebia y abrumaba á preguntas sobre Amina á Aben—Aboo, que le contemplaba con ansiedad, esperando ver los primeros síntomas de la embriaguez.

Ya habia despachado el marqués una botella, y ni el mas ligero asomo de embriaguez habia aparecido en su semblante.

Destapó la segunda, llenó el vaso y le apuró de un trago.

—¿A qué sabe este vino? dijo: ese Roque se descuida: este vino sabe á húmedo.

—¡Bah! os habreis engañado tal vez, dijo Aben—Aboo.

—¿Qué es engañarme? dijo el marqués, llenando de nuevo el vaso y apurándole hasta la mitad. Este vino está echado á perder. ¡Eh! ¡Roque! ¡Roque!

Pero Roque no podia oirle, porque la voz del marqués se habia hecho ronca; ademas se iba poniendo densamente pálido; Aben—Aboo sin saber qué pensar de aquello, miraba al marqués con asombro.

—¡Oh! ¿qué es esto? añadió don Juan, llevándose las manos á la frente: la casa se me anda alrededor. ¡Ah! ¿qué... es... esto?

Y como al impulso de una sospecha terrible, se levantó, dió un grito, y cayó de nuevo, pálido como un cadáver sobre la silla.

—¡Oh! ¿le habrán envenenado...? exclamó con terror y con alegria al mismo tiempo Aben—Aboo. Tal vez le mate el amor de Amina. Le han citado á esta taberna... acaso el emir se deshace de una manera tan buena como cualquiera otra, de un amante de su hija, de un amante peligroso...

Y siguió contemplando al marqués que pugnaba en vano por hablar y por levantarse. Sus ojos se cargaban; su semblante palidecia mas y mas, y al fin, su cabeza cayó inerte sobre la mesa.

—¡Oh! esto está concluido, dijo con una feroz alegria Aben—Aboo: el amor de Amina le ha costado la vida.

Aben—Aboo, se levantó, se acercó á él, tomó la luz, levantó la cabeza del jóven y la examinó atentamente: entonces notó con rabia, que el marqués no estaba muerto, sino dormido: respiraba con facilidad, y la palidez habia desaparecido. Aben—Aboo puso la mano sobre el pecho de don Juan, y notó que su corazon latia naturalmente.

—¡Oh! no era un veneno, exclamó; sin duda se le ha adormecido con la intencion de conducirle misteriosamente, sin que pueda darse cuenta del lugar, á los brazos de Amina.

Y la sombría mirada de Aben—Aboo, y la letal palidez que cubrió instantáneamente su semblante, demostraron que luchaba con un horrible pensamiento.

—Y bien, dijo; estoy solo con él; le tengo en mis manos; no puede haber lucha ni gritos; aquí hay un misterio que no comprendo, y en el cual está envuelta Amina; y luego... este hombre es peligroso; el emir ama demasiado á su hija; el marqués ha dicho, si, lo recuerdo bien, que cuando le pidió la mano de Amina, le dijo que era necesario que fuese rey... que podria ser rey. ¡Oh! ¡y el marqués es valiente! ¡el emir poderoso! Dios me entrega este hombre para que impida con su muerte una traicion que nos perderia.

Aben—Aboo salió; fué á la puerta de la escalera, escuchó, miró al oscuro fondo de una manera insensata, y luego, despues de un momento de vacilacion, en que pasaron por su rostro las mas horribles expresiones, se arrancó la daga de la cintura, y se arrojó sobre el marqués.

Pero cuando creia asegurado el golpe, cuando iba á descargarle sobre el corazon de don Juan, sintió que una mano, formidable por su fuerza, detenia la suya y le arrancaba la daga.

Volvióse rugiente de cólera, y vió ante sí á Roque.

—Los que quieren ser reyes, dijo profundamente, no deben ser asesinos.

—¡Ah, traidor! exclamó Aben—Aboo: tú sirves al emir de los monfíes.

—Y bien, ¿qué? contestó el tabernero, con una calma glacial.

—Tú sabias, que esa dama encubierta por quien te pregunté, era la sultana Amina.

—Y bien, ¿qué? repitió con doble calma Roque.

—Tú no eres lo que pareces.

—¡Yo soy monfí! exclamó Roque con acento feroz.

—¡Ah! ¡tú eres monfí! ¡esclavo de un hombre que nos tiende lazos traidores, que mantiene amistades con los cristianos, y nos suscita peligros!

—No sé quien haya podido revelarte que don Alonso de Fonseca y su hija doña Inés, son el poderoso Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar, y la noble sultana Amina; pero no importa, Aben—Aboo: la suerte está echada: muy pronto la sangre del combate correrá en la montaña, y acaso en la ciudad: importa poco que hayas descubierto el secreto: y oye... guárdate: porque si te atreves á levantarte contra el emir, eres hombre muerto.

—¿Me retas?

—Te aconsejo.

—¿Y si yo te castigase y diese muerte al castellano que puede ser la causa de nuestra ruina? exclamó Aben—Aboo, echando mano á su espada.

—Aunque yo solo basto para reducirte á la razon; una sola voz mia, haria caer sobre tí mil puñales.

—¡Ah! los monfíes ¡siempre astutos y traidores! exclamó Aben—Aboo, trasportado de rabia; ¡los monfíes en todas partes!

—Vete; y olvida lo que aquí ha pasado, dijo con altívez Roque; es lo mejor que puedes hacer. Pronto empezaran á venir los moriscos que elegiran por rey de Granada á tu primo Aben—Humeya, y debes evitar que te encuentren aquí.

—¡Si; adios! exclamó trémulo de cólera Aben—Aboo: ¡pero hay del emir! ¡hay de Aben—Humeya! ¡hay de tí!

—¡Y hay de tu cabeza! contestó con desprecio el monfí.

Aben—Aboo, salió rugiendo; bajó como una avalancha las escaleras, y salió á la calle, rebozóse, y se puso en un soportal, en acecho de su casa y de la taberna.

Entre tanto el monfí habia quedado profundamente pensativo en medio de la habitacion.

—No sé, dijo, por qué el emir anda con tantas contemplaciones con esos dos mozos, permite que Aben—Humeya sea rey, y me ata las manos respecto á Aben—Aboo. El emir se arrepentirá, porque esto acabará mal... muy mal... los dos son miserables y traidores: Dios quiera que no sucedan grandes desgracias: por ahora obedezcamos las órdenes de la sultana, y avisémosla de lo que aquí ha pasado.

Y asiendo del marqués, le cargó sobre sus hombros, con la misma facilidad que si hubiera sido un niño, tomó la bugía que estaba sobre la mesa, se encaminó á una puerta situada al fondo de la habitacion por la parte que lindaba con la casa habitada por el emir, y desapareció por aquella puerta con su carga.

Capítulo X. En que se trata de lo que pasó entre la sultana Amina y Aben—Aboo.

El joven permaneció algun tiempo observando la casa y la taberna contigua.

La calle estaba desierta y envuelta en un profundo silencio. La luna brillaba sobre ella. Al dar las diez en la iglesia del Salvador, hora en que se cerraban las tabernas, la gente que habia en la del Hardon salió, y se cerró la puerta. La calle quedó ya completamente silenciosa.

Aben—Aboo esperó algun tiempo, pero nadie apareció, á pesar de que segun las noticias del morisco, los xeques del Albaicin debian empezar á acudir á las diez. Entonces recordó Aben—Aboo que á la casa del Hardon podia entrarse por diferentes minas, algunas de las cuales conducian fuera de la ciudad.

—¡Oh! exclamó: los que han de elegir rey á don Fernando entraran por las minas, y de la misma manera habran sacado por las minas al marqués: aunque me estuviese aquí toda la noche nada descubriria... y luego... luego quién sabe por qué se ha dado ese brebaje al marqués. Acaso he supuesto lo que no existe: acaso mis zelos... tenia razon ese hombre... no se puede ver á Amina una vez sin amarla... el amor que me ha inspirado ha crecido con los zelos que el marqués me ha hecho sentir... y acaso me engañe... porque si ella amara al marqués ¿á qué haberse estado recatando de él durante dos años? pero sin embargo, la carta que le citaba esta noche á la taberna... pero á mi me ha citado tambien y de una manera mas directa, por el postigo... yo puedo saber si la sultana, esa sultana que ha estado á mi lado sonriéndome horas enteras, es la Dama blanca... y luego puede ser muy bien que me ame: que me conozca hace mucho tiempo... yo me he puesto á su paso en la montaña... tal vez solo ha tenido con el marqués una aventura galante... y sobre todo yo debo apurar hasta donde pueda este misterio... yo debo acudir á la cita de doña Inés.

Y saliendo del soportal rodeó su propia casa como quien bien la conocia, y se dirigió sin vacilar al postigo.

Detúvose un momento en él á fin de dominarse, y cuando lo hubo conseguido, cuando juzgó que en su semblante no quedaba el menor vestigio de la reciente tormenta, llamó recatadamente al postigo.

Inmediatamente aquel postigo se abrió, y Aben—Aboo lanzó un grito de sorpresa al ver ante si entre las sombras una mujer enteramente vestida de blanco y con un antifaz del mismo color sobre el rostro.

—¡La Dama de la montaña! exclamó.

—Seguidme, dijo la joven.

Aben—Aboo la siguió con el corazon palpitante: atravesó el huerto tras ella, y tras ella atravesó un corredor oscuro, subió unas escaleras, y se encontró en un precioso retrete alumbrado por dos bugías de cera que habia sobre una mesa. Sobre aquella mesa ademas habia un pergamino enrollado y una daga que Aben—Aboo reconoció con terror: era la suya, la que le habia arrebatado en la taberna el monfí.

La jóven cerró la puerta, se quitó el antifaz y apareció el semblante pálido y severo de Amina.

—¿Qué habeis pensado de esta cita? dijo Amina con acento grave.

—¿Me preguntais lo que he pensado ó lo que pienso? dijo con audacia Aben—Aboo.

—Os pregunto lo que habeis pensado, no lo que penseis ahora.

—He pensado delirios, prima.

—¡Delirios!

—Si; he pensado que Dios se compadecia de mí y me daba con vos la felicidad.

—¿Y qué motivos habeis tenido para pensar que yo?...

—Hace mucho tiempo que sin conoceros os amo.

—¡Extraño amor!

—Os he visto en la montaña...

—Creo que ya os costó un lance desagradable vuestra obstinacion en seguirme.

—Con que confesais...

—Lo confieso todo... todo lo que querais que confiese... que soy la Dama blanca de la montaña, la sultana Amina, la amante del marqués de la Guardia...

Amina pronunció estas palabras con una indiferencia despreciativa.

—¡Oh! exclamó con rabia Aben—Aboo, ¿sabeis que os amo, que os he buscado con una tenacidad incansable, y os atreveis á decirme que amais á otro?

—Sino vinierais de donde venís, sino hubierais querido hacer lo que no habeis podido, yo os hubiera dicho: soy vuestra prima Amina, la que habeis seguido á la montaña con peligro de vuestra vida; en el tiempo que hoy hemos estado juntos he comprendido que me amais: yo no puedo pagar vuestro amor, porque no me pertenezco, porque mi corazon y mi vida son de otro á quíen conocí antes que á vos; pero ahora despues de lo que he hecho, despues de lo que habeis dicho, me limito á deciros: tomad vuestra daga, infante Aben—Aboo, y dedicadla á mas noble uso que á asesinar hombres dormidos.

—¿Sabeis señora que ese hombre se jactaba de una manera insolente de que le amabais?

—Puede jactarse de ello: ademas creia hablar con un amigo.

—¿Habeis olvidado señora que ese hombre desprecia vuestros dones vendiéndolos?

—Creia hacer un servicio á un amigo.

—¿Es decir que creeis bueno y noble todo lo que proviene del marqués de la Guardia?...

—Es mí esposo, y debo respetarle... es mas, creo que solo peca de imprudente, de enamorado.

—¿Que es vuestro esposo, exclamó asombrado Aben—Aboo?

—Tomad ese pergamino y comprended por qué os llamo infante, por qué llamo mi esposo al marqués de la Guardia.

Y entregó á Aben Aboo el pergamino enrollado que estaba sobre la mesa, y que no era otra cosa que una copia de las capitulaciones concertadas entre el emir de los Monfíes y Aben—Humeya.

—¡Teneis una hija! exclamó ferozmente Aben—Aboo despues de haber leido el pergamino; ¡Aben—Humeya tiene un hijo!...

—¡Oh! nunca hubiera creido, dijo con profundo desden Amina, que la ambicion hiciese á los hombres tan miserables. Pero ved lo que haceis, Aben—Aboo, ved lo que haceis, porque os advierto que vuestra primera traicion será la señal de vuestro castigo.

—¿Para qué me habeis llamado aquí, señora?

—Mi padre os conoce, Aben—Aboo, y lo ha temido todo de vos, en los momentos en que los moriscos de Granada elijen por su señor á Aben—Humeya: procuró distraeros, os llamó á su casa con un pretexto, os retuvo á nuestro lado, y yo procuré haceros olvidar vuestra ambicion por el amor. Creyéndoos enamorado os cité para apartaros acaso de vuestra ruina, no para alentar un amor que era imposible. Pero vos habeis obrado de tal modo, que me obligais á ser con vos todo lo severa que puede ser una persona que aborrece el crímen.

—Pues os anuncio que vos sereis la causa de muchos crímenes.

—¡Yo!

—Si, vos. Primero he codiciado la corona de Granada, y me la habeis robado; despues os he codiciado á vos y os he perdido.

—¿Y qué derecho teneis á esa corona, qué derecho á mi amor?

—Mi voluntad.

—Vuestra voluntad os llevará á vuestra ruina. Haced lo que mejor os plazca, sed en buen hora mi enemigo. Ni os temo ni os desprecio. Procuraré burlar la venganza que sin duda meditais contra mi padre y contra mí. Pero os aconsejo una cosa. Recatad mucho vuestra venganza, y sobre todo no hableis con mi padre como habeis hablado conmigo. Mi padre nada sabe. Yo debia avisarle para que se precaviese de vos, pero sobre ser vos casi impotente, espero que cuando salgais del estado de delirio en que os encontrais, reflexionareis, comprendereis que en vez de odio nos debeis agradecimiento, y sereis nuestro buen pariente. Si ese momento llega, yo os tenderé mi mano, os perdonaré el mal que habeis querido hacerme, y seré vuestra hermana. Ahora salid, porque todo lo que teniamos que hablar lo hemos hablado ya.

—Adios señora, adios, dijo Aben—Aboo, con acento sombrio, adios, y no os olvideis de mi.

—A pesar de vuestras amenazas, os aconsejo que nada intenteis esta noche contra Aben—Humeya, por mas que tengais algunos parciales, ni dejeis de ver á mi padre. No deis un paso hácia adelante, sino estais seguro de que no habeis de arrepentiros, porque os lo repito, creo que mas que criminal sois loco.

La triste dulzura con que Amina pronunció estas palabras alentó á Aben—Aboo que volvió desde la puerta y se arrojó á los piés de Amina.

—¡Oh! tened compasion de mí, le dijo: teneis razon, yo no he pensado en el crímen hasta que he visto defraudadas todas mis esperanzas... pero amadme, señora, amadme, porque yo antes de ver vuestro semblante os amaba, me habia fingido en vos la hermosura de un arcángel, y al veros he visto que habia soñado poco, que sois mas hermosa, mas noble que lo que soñó mi deseo: amadme, y sea en buen hora Aben—Humeya rey de Granada: si vos sois mia, seré mas feliz que mandando sobre todos los imperios del mundo.

—¡Yo os amo! dijo Amina con una dulcísima voz de consuelo.

—¡Oh! ¡que me amais! ¿luego vuestro amor al marqués de la Guardia es mentira?

—Y es mentira tambien mi hija Kinza.

—¡Ah!

—¿Y habeis podido creer que habria sido madre sino por el amor de un hombre que hubiera llenado enteramente mi alma?

—¡Oh! y entonces... entonces... ¿cómo me amais?

—Levantad y oid: yo os amo porque una voz íntima de mi corazon me dice que os ame; pero os amo de una manera tranquila; como creo que se debe amar á los hermanos; el solo pensamiento de otro amor hácia vos, me horroriza, me repugna... ese amor no puede ser entre nosotros: mi corazon le rechazaria, aunque no amase á otro hombre.

—Pues adios, señora... adios, dijo Aben—Aboo levantándose con el semblante teñido de una palidez letal... ya que no puede haber entre nosotros amor, habrá odio... no podeis amarme... yo os juro que me aborrecereis.

Y Aben—Aboo que conocia las entradas y salidas de la casa como quien era su dueño, salió frenético, dejando sola y aterrada á Amina, que comprendia bien lo temible que era Aben—Aboo.

Por algun tiempo, este vagó á la ventura por calles y callejas; sin direccion fija, calenturiento, entregado á pensamientos, ó por mejor decir, á intenciones de venganza á cual mas horribles: la venganza, ese monstruo del corazon humano, no habia tomado para él formas, pero se revolvia fermentando y rugiendo en su alma.

Asi anduvo una hora: al cabo de ella, el frio que era intenso, contrapesó el ardor febril de su sangre, volvió á su pensamiento la reflexion y se rehizo. Entonces no renunció á su venganza, sino que se resignó á esperar que esta se le presentase en todo su esplendor, justificada, traida por los acontecimientos; comprendió que debia ser prudente, que cuanto mas encubriese su odio mas seguro seria su efecto, y á paso lento tomó el camino de la calle de San Miguel; cuando llegó á ella notó que estaba tan silenciosa y desierta como cuando la habia abandonado, y que no se veia el reflejo de una sola luz ni se escuchaba el mas leve rumor en la casa del Hardon.

—Habrán venido por las minas y estaran en los subterráneos, dijo suspirando, y se encaminó á la puerta principal de su casa.

Abrióle un criado que le indicó que su señor le esperaba y le condujo á su habitacion.

Yaye estaba sentado junto á una mesa, tenia quitada la venda y se le veia en el lado izquierdo de su frente una profunda cicatriz redonda.

Aben—Aboo, ya enteramente dominado adelantó y dobló una rodilla ante el emir besando una de sus manos.

—¿Qué haces, hijo mio, le dijo conmovido Yaye?

—Os rindo el homenaje que os hubiera rendido desde el primer momento, señor, si hubiera sabido quien erais.

Yaye le atrajó á sí y le besó conmovido en la frente: Aben—Aboo notó que una lágrima del emir habia caido sobre sus mejillas.

Esto que hubiese conmovido á otro, irritó á Aben—Aboo.

—¿Has visto á tu prima? le dijo Yaye haciéndole sentar á su lado.

—Si señor.

—He preferido que ella sea quien te revele lo que no te he querido revelar hasta este momento: queria retenerte junto á mí para que no hicieses una locura, pero no quise imponerte el respeto que en este momento te domina. Pero era necesario, cuando te se da un infantazgo, que tu tio y tu señor hablase contigo. Ya sé que has pensado en un puesto mas alto, pero en todos los puestos, hijo mio, encuentra un noble lugar el que es valiente, caballero, y, sobre todo, ama á su patria. Ha llegado el momento de la lucha, lucha que ya no puede dilatarse por mas tiempo. Aben—Humeya cumplirá con su deber como rey de Granada y tú como infante le ayudarás: yo os ayudaré á entrambos. No quiero ocultártelo; la lucha es terrible, arriesgada, y si sobreviene la mas leve division entre nosotros somos perdidos, y sentenciamos á nuestros pobres hermanos, ya harto oprimidos, á la esclavitud, á la muerte, á la deshonra, que es la peor de las muertes. Si hay en tí ambicion, espera y no desesperes, hijo mio. Si el cristiano nos vence, nuestra corona será la corona del martirio; si le vencemos, si, como en otro tiempo nuestros abuelos, logramos avanzar sobre las tierras del cristiano, ayudados del poder del Sultan de Constantinopla nuestro amigo, entonces Aben—Aboo, sobraran coronas en los reinos que reconquistemos.

—Solo os pido una gracia, señor, dijo hipócritamente el jóven.

—¿Cual?

—No separarme de vos, pelear á vuestro lado, llevar en el combate vuestra bandera.

—En lugar estarás, que satisfaga tu valor y tu orgullo, hijo mio. Ahora escúchame, es necesario que partas al momento á las Alpujarras.

—Eso mismo pensaba deciros, señor.

—Yo partiré mañana. Toma: esta carta mia te abrirá paso entre los monfíes que te ayudaran si necesario fuese. Tu madre vive en Cádiar, añadió conmovido el emir.

—Si señor.

—Tu madre estará inquieta.

—Mi madre me ama en extremo, señor.

—Pues bien: dí á tu madre que nada tema, que el emir de los monfíes te protege. Esto la tranquilizará.

—Muy bien, señor.

—Toma, añadió Yaye, abriendo un cajon de una mesa y sacando una repleta bolsa de oro: sé infante de Granada.

—¡Ah! ¡cuántas bondades, señor!

—Adios, vete: sobre todo prudencia y sigilo: que nada puedan sospechar los cristianos hasta el dia del alzamiento.

—Adios, señor, adios, dijo Aben—Aboo que deseaba verse libre de la influencia que ejercia sobre él el emir.

—¿Y no te despides de mi hija? dijo el emir señalando á Amina que habia aparecido en una puerta.

—¡Ah, señora, adios! dijo Aben—Aboo dirigiéndose á ella.

—Sed feliz... y seguid mis consejos, le dijo Amina.

—¡Ah! no los olvidaré, señora.

Aben Aboo salió, y poco despues se sintió abrir la puerta exterior y las pisadas de un caballo en la calle que se alejaron hasta perderse en el silencio.

—¡Ah! exclamó Amina en un acento que no pudo oir su padre: quiera Dios que con ese hombre no nos preceda á las Alpujarras la desgracia.

Amina sentia oprimido su corazon por un presentimiento funesto.

Capítulo XI. Alianza de sangre y lodo.

A punto que Aben—Aboo entraba á caballo en el corral del Carbon, daban las doce en el reló de la capilla real.

Era la hora de la cita con Angélica.

El corral estaba desierto, silencioso é iluminado de lleno por la luna. Aun estaba alzado el tablado donde se habia hecho la representacion, pero despojado de los tapices y de las cortinas: como si dijéramos: en esqueleto.

Aben—Aboo, pensó primero en llamar á maese Pertiñez para que le sirviera de guia hasta el aposento de la comedianta. Pero prefirió no recurrir á él, sino en un caso extremo, ató su caballo á un poste del corral, y se aventuró por las estrechas escaleras que guiaban á la hospederia.

Llegó á lo alto de las escaleras y palpó: encontró al fin una puerta que abrió con la llave que le habia entregado maese Pertiñez de parte de Angélica.

Pero se encontró con una dificultad; el pasillo estaba oscuro, y apenas penetraba en él un débil reflejo de los rayos de la luna á través de las claravoyas del techo.

Aben—Aboo recordó que el aposento de Angélica estaba á la derecha, y en la parte media del pasillo, cabalmente por aquella parte y en el mismo costado daba un rayo de la luna.

Aben—Aboo adelantó con la esperanza de que tal vez aquel blanco rayo de tibia luz le dejaria percibir algun número por el cual guiarse; se quitó las espuelas para no hacer ruido, y adelantó recatadamente, hasta el lugar iluminado por la luna.

Aquel lugar de la pared estaba sobre una puerta; Aben—Aboo sintió una extraña conmocion al notar que en medio del espacio iluminado por la luna se destacaba un negro y enorme el número 13.

¿Era aquello una casualidad ó que Dios ó el infierno le ayudaban?

Otro estremecimiento distinto agitó á Aben—Aboo al llamar á la puerta; al fin era jóven y por mas que un jóven esté poseido de las mas violentas pasiones, siempre siente un no sé qué poderoso que le domina cuando en medio del misterio se acerca á una buena moza que le espera.

Porque Angélica debia esperarle.

Aben—Aboo notó que la puerta cedia bajo su mano sin ruido, lo que demostraba que la puerta estaba preparada para esta clase de lances: el jóven adelantó y se encontró en un espacio alfombrado, con gran asombro suyo, porque no esperaba encontrar tal lujo en tal hostería.

Por una puerta al frente se percibia un tenue resplandor: Aben—Aboo adelantó guiado por él, atravesó otro aposento oscuro y se encontró al fin en la misma habitacion en que Angélica habia recibido aquella mañana á maese Pertiñez.

En un estrado de damasco, reclinada en sus almohadones, y dormida, reflejando en su hermoso semblante, en su cuello y en su seno casi descubierto, como por descuido, la luz de una bugía colocada en una pequeña mesa junto á ella, estaba Angélica.

¿Dormia ó fingia dormir? esta pregunta se hizo Aben—Aboo, pero comprendió que aquella mujer que le esperaba á aquella hora, despierta ó dormida, no debia de haberle citado para hablarle del gran turco.

Aben—Aboo no se atrevió á despertarla en el momento: tan hermosa estaba dormida; por intencion ó pereza, no se habia quitado el traje que habia usado para la comedia, mas que el adorno de plumas: conservaba el magnífico collar de perlas, regalo humillante de Amina, y sin duda, para respirar mejor, se habia abierto el justillo; Aben—Aboo, pudo pues, anegar sus miradas en aquel cuello divino, y en aquel seno de mármol; luego como si una atraccion poderosa le hubiese dominado, acercó lentamente su semblante á aquel seno y le besó.

En esto, entraba al mismo tiempo el deseo y el cálculo, necesitaba mostrarse enamorado y audaz con aquella mujer, en quien habia visto un enemigo mortal de Amina, y cuya alianza podia convenirle.

Al sentir el ardiente beso del jóven, Angélica despertó y exaló un ligero grito de terror, que si fue fingido, lo fue admirablemente. Luego, al reconocer al jóven se tranquilizó, se sonrió de una manera tentadora, y tendió la mano á Aben—Aboo, cubriéndose con la otra el seno con los encajes.

—¿Por qué estais de rodillas? dijo infiltrando una mirada traidora por lo amante, en los ojos entumecidos de Aben—Aboo.

—Estaba adorando vuestra hermosura.

—¡Ah! ¿y vos cuando adorais besais?

—¡Ah, señora! perdonad; pero la culpa es de vuestra divina belleza.

—¡Quién os ha enseñado á enamorar de ese modo?

—Vos.

—En poco tiempo hago yo maestros de amor.

—Vos le enseñais con una sola mirada.

—De modo que vos...

—Yo os adoro.

—No lo creo.

—¿Por qué?

—Porque adorais á otra.

—¡Ah!

—Como yo adoro á otro.

—¡Oh!

—Pero vos necesitais vengaros.

—Si.

—Y yo tambien.

—Yo de la altivez de una mujer.

—Yo del desamor de un hombre.

—Somos, pues, amigos.

—Amigos de odio.

—¿Y no mas que amigos? dijo Aben—Aboo rodeando la cintura de Angélica.

—Ya veis que os dejo hacer...

—¿Quereis sin duda serviros de mí?

—Como vos de mí.

—¡Ah! yo me serviria de vos para ser feliz.

—Vos podeis hacerme feliz haciéndome vuestra.

—¿Hablais de veras?

—¿Pues nó?

—Oid, señora: á pesar de que creo, que cuando me habeis llamado, me conoceis y comprendeis que puedo serviros de mucho, á pesar de que estoy seguro de que ni me amais ni podeis amarme, vos podeis estar segura tambien, de que á pesar de que amo á otra mujer, á pesar de que lucho con mi suerte, podeis ser mi tentacion, la mano que me impulse... y á mas de eso, la fuente donde beba el amor de que estoy sediento.

—¿De veras? ¿Hablais de veras?

—Entre una mujer como vos y un hombre como yo, no puede haber mentira. Yo os comprendo como vos me habeis comprendido.

—¿Y qué habeis comprendido en mí?

—Que sois capaz de todo por vengaros de una mujer.

—¡Ah! sí, como vos arrostrareis la perdicion de vuestra alma por vengaros de un hombre.

—Yo os doy la mujer á quien amo.

—Y yo el hombre á quien adoro.

—A falta de ese hombre.

—Acepto vuestro amor.

—A falta de esa mujer, yo os doy mi alma.

—Oid, dijo Angélica levantándose de entre los brazos de Aben—Aboo, y separándole de sí en un movimiento de suprema dignidad: no creais que la mujer que habeis visto representando sobre un tablado, ofreciendo su talento y su hermosura al vulgo, es una de esas cómicas perdidas, que abren sus brazos al primero que se las presenta con las manos llenas de oro. Bajo la comedianta está la mujer con todo su pudor, con toda su dignidad: tras mi presente de cómica, hay un pasado noble y altivo, aunque lleno de amargura y de pasiones terriblemente combatidas. Lo he perdido todo, todo, menos la honra y el corazon. Y os digo que no he perdido la honra, porque solo he pertenecido á un hombre á quien he considerado como mi esposo; os digo que no he perdido el corazon, porque no puedo sufrir que ese hombre me engañe y me mienta amores cuando me desprecia. El amor que sentia hácia el marqués, se ha convertido en odio, en lo único que puede convertirse el amor, como un dia se convertirá en odio el amor que os inspira esa duquesita de la Jarilla, esa sultana mora, esa doña Esperanza ó Amina...

—Se ha convertido ya.

—Os habeis arrastrado á sus pies y os ha despreciado...

—Si.

—¡Oh! pues debeis vengaros.

—Me vengaré, no sé cómo, pero me vengaré.

—¡Oh! ¡cuanto me amareis si yo os proporciono una venganza doble, una venganza horrible!

—Siento, señora, que me dominais, que acabareis por enloquecerme por ser el arcángel de fuego de mi vida.

—¡Oh! seguid, seguid: irritad vuestro odio: ¡qué hermoso estas pensando en vuestra venganza!

En efecto, Aben—Aboo estaba hermoso, pero con una hermosura como la que solo puede suponerse en Satanás.

—Somos, pues, el uno del otro. Nos pertenecemos, dijo Aben—Aboo.

—Si; somos desde ahora el uno del otro para vengarnos: despues, cuando nos hayamos vengado; cuando yo pueda considerarme viuda, ahogaremos nuestros remordimientos, el uno en los brazos del otro.

—¡Remordimientos!

—Sí; ¿qué culpa tienen Amina y don Juan, de que el cielo los haya reunido para amarse como se aman los ángeles? Nosotros deberiamos respetar ese amor, noble y grande, purificado por el infortunio, y sin embargo, ese amor nos roe el alma, y necesitamos exterminarle para que no nos despedace: cometeremos un crímen: lo sé: marcho á él de frente, sé que me espera el remordimiento, pero me vengaré, ó por mejor decir, destruiré lo que no puedo ver, lo que no puedo suponer sin sentir una rabiosa sed de sangre.

No parece sino que mi alma es una continuacion de vuestra alma, porque lo mismo pensamos los dos, señora.

—Nuestro comun odio hácia esos dos, que sin nosotros serian tan felices, establece ya entre nosotros una especie de amor extraño...

—Que tal vez mañana...

—¿Quien sabe?

—Os juro no perdonar nada por vengaros.

—Yo os lo juro tambien.

—Os seré fiel como la espada á la mano.

—Y yo á vos como el veneno á la muerte.

—Somos, pues, el uno del otro.

—Como hermanos de venganza ahora.

—¡Y cuando se satisfaga esa venganza!

—Creo que para entonces os amaré... os amaré como yo amo, con toda mi alma.

—Para eso es preciso que no nos separemos.

He despedido esta noche á mi doncella para estar en libertad de obrar.

—¿Qué quereis decir?

—Que voy á seguiros ahora mismo.

—¿Y el señor Cisneros?

—¡Ah! ¡Cisneros! ¡pobre loco!

—¿Y el señor Salvador Godinez?

—¡Callad! dijo Angélica palideciendo: callad: cabalmente por temor á ese hombre seria capaz de huir con Satanás.

—El cree que no le conoceis.

—¿Le conoceis vos?

—No, pero creo...

—Es mi verdugo, el autor de mis desgracias, el que me ha obligado á arrojarme á las tablas: cree que no le conozco. ¡Ah! á una mujer como á mi no se la engaña mas que una vez.

—Pero, ¿quién es ese hombre? ¿por qué os causa tanto terror?

—Si me probais que no desconfiais de mí, yo no desconfiaré de vos. ¿Como os llamais?

—Me llamo el infante Sidi—Aben—Aboo.

—¡Ah! ¡no mentís cuando decis que sois mio! ¿Sois moro?

—Si.

—¿Vais á revelaros contra el rey?

—Si.

—¿Ansiais beber la sangre de Aben—Humeya?

—Si.

—¡Oh! he buscado el crímen, y el infierno no podia habérmele presentado mas completo, mas terrible. ¿Matareis á Aben—Humeya, vuestro pariente?

—Aunque fuese mi hermano.

—¡Y si yo os dijese el nombre del asesino de vuestro padre!

—El nombre del asesino de mi padre...

—Vuestro padre murió de hambre despues de haber sido herido por los monfíes en una cueva de las Alpujarras.

—¡Ah! y acaso el emir de los monfíes...

—Es el asesino de vuestro padre... y no solo de vuestro padre, sino de don Diego de Válor, padre de Aben—Humeya.

—¡Y aun no hace una hora, que el hipócrita, que el miserable me abrazaba y me llamaba su hijo, y regaba con sus lágrimas mi semblante!

Angélica se estremeció; su crímen era horrible; pero necesitaba despedazar el corazon de Amina, y siguió marchando de frente al crímen.

—¡La prueba! ¡la prueba de lo que acabais de revelarme, señora!

—Si, os la daré clara y terminante: pero si hemos de llevar á cabo nuestra alianza, es necesario que no nos separemos: para no separarnos, es necesario que huyamos, para huir es necesario aprovechar los momentos. ¿No os he dicho que me he quedado sola para estar dispuesta á todo?

—¡Huir! ¡huir conmigo, esta misma noche!

—¿Os falta dinero?

—Tengo unos cien doblones.

—Y yo tengo joyas que valen un tesoro: joyas que he preparado para la fuga.

—¿Pero habeis meditado que estamos en diciembre, que tenemos que pasar por la falda de la Sierra?...

—¿Y quien teme al frio llevando un volcan en el corazon?

—Luego... un viaje de algunas leguas á caballo...

—Pero vuestro caballo es fuerte...

—¡Oh! ¡sí!

—¿Para llevarnos, y á mas mis joyas y mi dinero?

—Si, indudablemente, si no es mas que lo que hay en ese cofrecillo.

—¡Oh! pues entonces, esperad.

Angélica, tomó la luz, dejando á oscuras á Aben—Aboo, y desapareció tras una puerta de cristales.

No es la oscuridad lo mejor para inspirar buenos pensamientos; parece que hay mas bien allí donde hay mas luz. Durante el breve espacio que Angélica tardó en volver, Aben—Aboo acabó de convertirse en un demonio, sintió hácia Angélica un amor satánico, enteramente distinto del amor que le habia inspirado Amina: ardió su sangre al recuerdo de su hermosura; se inflamó su alma en un fuego sombrío al medir la profundidad de aquella alma infame de mujer. En una palabra, Aben—Aboo se vendió enteramente al diablo.

Angélica volvió enteramente vestida de negro, y envuelta en un largo manto, tomó el cofrecillo de sus joyas, puso en él las que tenia puestas cuando llegó Aben—Aboo, cerró el cofrecillo y le entregó al jóven que le puso debajo del brazo. Luego se asió al otro brazo de Aben—Aboo, y apagó la luz.

—Me habeis dicho vuestro nombre y vuestros intentos, dijo Angélica en medio de las tinieblas, con un acento tal, que erizó los cabellos del supersticioso Aben—Aboo. Voy á deciros el mio y mis intenciones. Pertenezco á la familia mas ilustre de Venecia, y en la córte de las Españas todos conocen mi nombre. Permitidme que os diga antes mis intenciones. Quiero gozar con vos, un placer del infierno, quiero quemaros y quemarme en ese amor; quiero morir en medio de un torbellino de fuego levantado sobre mi venganza satisfecha. Os he llamado, y habeis respondido á mi llamamiento. Sois mio, enteramente mio en cuerpo y en alma, como en cuerpo y en alma soy toda vuestra.

Y tras estas palabras, resonó, entre las tinieblas, un doble beso, ardiente, terrible, por el que parecian haberse exhalado dos almas condenadas.

—Ahora, dijo la comedianta, sabed mi nombre: me llamo la princesa Angiolina Visconti.

Capítulo XII. De cómo fue la proclamacion de Aben—Humeya.

A la misma hora en que Aben—Aboo, desesperado se encaminaba al corral del Carbon, en busca de Angiolina, dentro de una habitacion de una casa situada en lo mas alto del Albaicin, se paseaba impaciente Aben—Humeya.

Los adornos y los muebles de aquella habitacion, demostraban que la casa pertenecia á un moro rico.

Aben—Humeya, estaba completamente vestido á la castellana, con un trage de terciopelo negro.

En la casa no se oia el mas leve ruido.

El jóven mostraba en su semblante, esa profunda preocupacion que se apodera de todo el que está á punto de cambiar de posicion y de destino de una manera grave y trascendental.

Podia decirse, que las dos pasiones que de una manera mas marcada se dejaban ver en aquella preocupacion, eran la ansiedad y el miedo.

El jóven habia oido distintamente dar las doce en el reloj de la colegiata del Salvador, y su ansiedad y su miedo parecieron doblarse.

Aun duraba la vibracion de la última campanada, cuando resonó una llave en una cerradura, se abrió una puerta, y apareció un moro completamente vestido de blanco, cubierto el rostro con el extremo de su toca, y con una linterna encendida en la mano.

Aquella noche era para don Fernando de Válor, ó Aben—Humeya, una noche de fantasmas blancos.

—Sígueme, le dijo el moro.

Aben—Humeya tiró de una manera resuelta tras el encubierto, que atravesó algunas habitaciones y en el fondo de un corredor, abrió una puerta, pasó por ella, y empezó á descender por unas estrechas escaleras.

Aben—Humeya le siguió.

Ya á bastante profundidad, el moro abrió otra pequeña puerta chapeada de hierro mohoso, y tiró adelante, siempre seguido por Aben—Humeya.

Marchaban por una estrecha mina abovedada, revestida por una argamasa gris, dura y reluciente.

Despues de haber recorrido una distancia como de mil pasos, el moro se detuvo delante de otra puerta, igualmente forrada de hierro, la abrió y empezó á subir por otras escaleras.

Abrió al fin otra puerta, hizo atravesar á Aben—Humeya algunas habitaciones, y al fin le dijo al entrar en un aposento circular ricamente ornamentado y alhajado:

—Espera aquí.

Y cerró con llave la puerta.

El jóven notó que sobre algunos almohadones, que constituian los asientos de la estancia, habia ropas y armas moriscas.

El sobresalto y la ansiedad, seguian siendo la expresion de su semblante.

No pasó mucho tiempo antes de que resonase una llave en la cerradura de otra de las puertas de la estancia, que se abrió y dió paso á un hombre grave, hermoso, noble, que llevaba vestiduras de califa, y corona de oro en la cabeza.

Tal era la magestad del recien entrado, que la turbacion de Aben—Humeya creció.

—En este momento, dijo á Aben—Humeya, se reunen en casa del Hardon, los xeques del Albaicin y de la Vega, y los wazires, alimes y walíes de las Alpujarras. ¿Estás dispuesto, Aben—Humeya?

—¿Quién eres tú que te me presentas con las insignias de rey de los creyentes, la espada de la conquista al costado, y la corona del imperio en la cabeza? preguntó con recelo el jóven.

—Soy el emir de los monfíes de las Alpujarras, el primo hermano de tu padre, tu tio, contestó Yaye—ebn—Al—Hhamar, que él era.

—¡Ah, señor! exclamó Aben—Humeya, dominado por el magestuoso aspecto de Yaye, por su palabra, y por la conmocion misteriosa que se notaba en su voz: ¡ah señor! ¿con que vos sois ese noble y poderoso pariente que tanto ansiaba conocer?

Y Aben—Humeya, se arrojó á los piés de Yaye, y asió sus manos, sobre las cuales, como sobre las de Aben—Aboo, anteriormente rodó una lágrima del emir.

—Ha llegado la hora, dijo Yaye: nuestros hermanos no pueden resistir ya el odioso yugo del conquistador y le rompen. El levantamiento necesita un rey, y todos esos fieles creyentes que se congregan en casa del Hardon, te aclamaran, hijo mio; pondran á tu costado la espada de la conquista, y sobre tu cabeza la corona del imperio.

—¿Y vos, señor? exclamó hipócritamente Aben—Humeya.

—Cuando Granada obedecia las leyes del cristiano, cuando el emperador don Carlos, antes, y despues su hijo don Felipe, se llamaban reyes de Granada, yo sustentaba sobre mi cabeza, la corona de un pueblo de valientes, que vivían y viven sueltos y libres en la montaña: esos valientes son la esperanza del pueblo moro de Granada: sin los monfíes nada podria hacerse: suya es la fuerza: yo he podido bien decir á los moriscos de Granada, de Almería y del Almanzora: «héme aquí, descendiente de reyes, que he sostenido con honra en las Alpujarras, durante veinte años, siempre desnuda y roja en sangre infiel, la espada de Islam; reconocedme y juradme vuestro señor y venid armados bajo mis banderas.» Los moriscos me hubieran aclamado su emir supremo, y todas las pretensiones de los que se hubieran creido con derecho á la corona de Granada, hubieran quedado imposibilitadas de logro. Pero vives tú: el Altísimo me ha negado hijos...

—Pero te ha dado una hija que es un arcángel del sétimo cielo, señor.

—Ya sé, ya sé, que bien quisieras ser esposo de la sultana Amina. Pero ese casamiento es imposible. Has hablado con ella esta noche, has firmado unas capitulaciones que ya habia yo firmado, por las que se determina de qué manera serás rey de Granada, y el órden de sucesion de la corona; por lo que mi hija te ha dicho, por el contexto de esas capitulaciones, sabes que la sultana Amina es casada como tú lo eres: que como tú tienes un hijo, la sultana tiene una hija, que si Dios no lo impide seran esposos.

—Y no era mejor, mas conveniente que la sultana Amina, rompiese su matrimonio, que yo rompiese el mio...

—Tu casamiento con mi hija es imposible, exclamó profundamente conmovido Yaye, y daria parte de mi salvacion, porque ni aun en ello hubieses pensado: seria provocar la justicia de Dios: no, no: y luego yo no quiero ser cruel, no quiero romper el corazon de mi hija que adora á su esposo; no quiero romper el corazon de la pobre Isabel de Rojas que te ama con toda su alma. No, Aben—Humeya, hijo mio; cuanto he podido hacer por tí, por tu engrandecimiento lo he hecho; serás rey de Granada; cuanto pueda hacer por la gloria de tu nombre lo haré, y serás rey vencedor. Luego, despues del triunfo, si el Altísimo en sus bondades se digna concedérnoslo, cuando tu hijo y mi nieta, sean el uno del otro; cuando haya asegurado sobre tu cabeza y la de tus descendientes la corona del reino, yo que soy harto desdichado, y estoy harto cansado de la vida, pasaré á Africa, y te dejaré dueño absoluto de tu herencia. Entre tanto mi espada y mis consejos te son necesarios, y seré tu padre y tu señor, mientras convenga que asi sea. No hablemos mas de esto; vístete esas ropas, cíñete esas armas y vamos; es necesario que los que te esperan no se impacienten.

Aben—Humeya empezó á despojarse en silencio de su traje castellano, sustituyéndole con el musulman.

Hubo un momento de silencio.

—¿Y estais seguro, señor, dijo de repente don Fernando como si hubieran nacido sus palabras de un recelo, que no habrá quien quiera disputarme la corona?

—Peor para el que á ello se atreva, dijo con una autoridad llena de confianza Yaye.

—Sin contar con el brabío Farax—aben—Farax, que como descendiente de Abencerrages, se dice merecedor de la corona, mi primo Aben—Aboo puede alegar que como yo, que desciende del Profeta, y de los califas omniades.

—Farax—aben—Farax, es el valiente de los valientes de Granada, y contentaremos su ambicion, y daremos entretenimiento á su valor, haciéndole la segunda persona despues del rey; Farax será alguacil mayor del reino. Aben—Aboo es nuestro pariente, y como tal, infante de Granada. Mi autoridad nos responde de su lealtad. Nada temas, pues, y puesto que ya has cambiado de ropas, sígueme.

Yaye, y Aben—Humeya salieron, y precedidos por el moro blanco que los esperaba fuera, y alumbrados por su linterna, atravesaron algunas habitaciones, llegaron á otra mina y al fin de ella Yaye despidió al moro, y asiendo una mano al jóven le condujo á oscuras á una habitacion en la que entraba una escasísima luz, por los claros de la celosía de una ventana árabe que parecía corresponder al interior de una habitacion iluminada.

Yaye condujo á Aben—Humeya á la celosía.

—Espera aquí le dijo: mira y escucha.

Aben—Humeya apoyó su trémula mano en la columnilla de la ventana y miró á la habitacion que se veia desde ella.

Era extensa y magnífica; al fondo, bajo un arco labrado y dorado, se veia un dosel real, con el escudo de las armas de los reyes de Granada; bajo el dosel sobre dos gradas cubiertas con una magnífica alfombra, un divan; á cada uno de los ángulos de las gradas sobre la alfombra del pavimento general almohadones, destinados á los katibs ó secretarios: alrededor de la estancia corría una galería de arcos, entre los cuales pendían ricos tapices; á lo largo de estos arcos corría un divan, y mas hácia el centro, paralelos á los divanes de los costados otros dos: entre estos dos divanes, en el centro de la cámara, habia cuatro almohadones superpuestos de riquísimo brocado, y sobre estos almohadones vestiduras régias y una bandeja de oro, con una corona, y una espada desnuda.

Una lámpara de seda pendiente del techo iluminaba la cámara.

Cuando Aben—Humeya se puso á observar tras la celosía, la cámara estaba llena de moros, viejos y venerables los unos, hombres maduros los otros, muy pocos jóvenes; hablaban con calor en corrillos y se notaba que estaban impacientes; al fin poco despues de haberse puesto junto á la celosía Aben—Humeya, se levantó el tapiz de uno de los arcos situados junto al dosel y una voz sonora dijo:

—¡El poderoso emir de los monfíes, Muley Yaye—ebn—Al—Hhamar!

Inmediatamente, un profundo silencio sucedió á la agitación anterior, los moros se colocaron en órden junto á los asientos, los secretarios ocuparon su lugar á los piés del dosel, y Yaye entró precedido y seguido, de guardias wazires y walíes y ocupó el dosel: todos estaban de pié é inclinados.

A la derecha del dosel junto á los guardias se veian dos hombres que ya conocemos: eran don Fernando de Válor el Zaquer, tio de Aben—Humeya, y el faquí Abul—Hassam.

Un poco mas allá fijando en los anteriores una mirada profunda y recelosa se veia otro hombre como de cuarenta años, de semblante enérgico y brabío. Aquel hombre era Farax—aben—Farax.

Yaye estaba de pié sobre el trono. Todos los asistentes como hemos dicho estaban de pié é inclinados.

Reinaba un silencio profundo, en medio del cual se escuchó reposada magestuosa y grave la voz de Yaye.

—Buenos muslimes, dijo, creyentes del reino de Granada, héme entre vosotros, en el momento necesario. Me habeis llamado y acudo á vuestro llamamiento. Sentaos y escuchadme.

Todos se sentaron; Yaye se sentó pero en una actitud valiente inclinado hácia el concurso á quien dominaba desde su alto asiento.

—Veo reunidos aquí, dijo paseando sus miradas por la sala, lo mas notable del reino: el anciano y sabio Abul Ben—Eden, xeque del Albaicin, el prudente Aben—Coraixí, la familia entera de los Homaiditas, el fiel Hardon, los buenos y leales xeques de la Vega, y permitidme que lo diga, el cedro del Islam, el leon de la ley, la espada de exterminio, el valiente entre los valientes, Farax—aben—Farax el último que queda de la generosa tribu de los Ben—Serajis, entre vosotros hay hombres que han nacido conmigo, y de los cuales conoceis muy pocos: el valiente Harum el Geniz, mi wazir, el Partal y alguno otro: los demás son mis walíes, mis brabos walíes, los que acaudillan mis monfíes, y tienen siempre teñidas en sangre fresca sus espadas. Veo ademas prestándonos su ayuda el noble Aben—Jahuar—el—Zaquer, y asiste entre nosotros para iluminarnos con su ciencia el sabio faquí Abul—Hassam.

Detúvose un punto Yaye y luego continuó.

—El lugar que ocupo sobre vosotros, nada significa sino que el emir de los monfíes, que ha nacido sobre un trono, ocupa el trono que ha sustentado con su espada: pero este no es el trono del reino, sino el trono de las Alpujarras. El que vosotros elijais por rey, ocupará un asiento en este trono á mi derecha, será mi hermano, y como nos habremos sentado en un mismo divan, combatiremos juntos por la libertad de la patria, y por el restablecimiento de la ley. Esto tenia que deciros y ya os lo he dicho, me habeis llamado y he venido; necesitais para levantaros mi ejército, y ya está aparejado y pronto para la pelea. Ahora, vosotros, xeques y caballeros, tratad de lo que os pareciere conveniente para la salud de la patria y para la eleccion del rey que ha de gobernaros.

Guardó silencio Yaye, y seguidamente se levantó el xeque mas anciano del Albaicin, y apoyado en un baston dijo con la voz mas segura y robusta que lo que se podia esperar de sus años.

—El momento de probar si somos dignos de vivir como hombres, ó de gemir y llorar nuestra ignominia como esclavos, ha llegado, poderoso emir, nobles hermanos. Los capítulos que hace tanto tiempo estamos evitando que se cumplan, van á ser al fin llevados á cabo, ¿qué digo que van á ser llevados? ¿Acaso los alguaciles y las guardas que nos hace pagar el presidente Deza no se atreven á entrar en nuestras casas? ¿no obligan á nuestras mujeres á que lleven el rostro descubierto? ¿no nos vedan nuestros baños? ¿no nos obligan á tener las puertas abiertas el dia de viernes y los domingos? ¿Ya cuando nace entre nosotros un desventurado, podemos celebrar la fiesta de las buenas hadas, ni ya nuestras doncellas pueden regozijarse con las leilas y las zambras? Vienen casa por casa, regístranlas, nos cuentan como cabezas de ganado y nos empadronan. Llevan nuestros pequeñuelos á las iglesias y los bautizan: oblígannos á ir á misa, cada dia, y despues de hacernos adorar figuras: despues de predicarnos abominaciones, sacan un papel y allí nombran desde el mas pequeño hasta el mas grande y al que falta le buscan y le prenden. ¿Pero á qué he de repetiros lo que todos sabeis y no es necesario recordaros, ni aun para excitar vuestra cólera que harto sublevada está contra tantas infamias? Ya ha pasado el tiempo de las lamentaciones y llegado es el de la venganza. Y puesto que el valiente emir de los monfíes nos ayuda, abreviemos de pláticas y elijamos rey que nos gobierne.

Sentóse Abul—Ben—Eden, y aprovechando su silencio Aben—Jahuar el Zaquer, tio de Aben—Humeya, dijo con voz robusta adelantando hácia el centro.

—Sí, llegada es la hora de la venganza, pero aun no es ocioso representar nuestras miserias á algunos que creen que aun pueden esperarse treguas de nuestros verdugos, y ¿por qué no hemos de justificar la causa que nos impulsa á levantarnos armados con toda nuestra indignacion? ¿por qué no hemos de recordar la opresion en que estamos, sujetos á letrados y legos y no menos esclavos que si lo fuésemos? ¿Las mujeres, los hijos, las haciendas y nuestras propias personas al arbitrio de nuestros enemigos, sin esperanza en muchos siglos de vernos fuera de tal servidumbre, sufriendo tiranías y tributos, y privados del asilo en los lugares de señorío y en las iglesias, haciéndonos con esto de peor condicion que los castellanos, pero obligados bajo pena de dinero á ir á rezar á las iglesias? Los clérigos se enriquecen á costa nuestra, no tenemos acogida ni en Dios ni en los hombres, los cristianos nos desprecian llamándonos moros, y los moros nos niegan su ayuda creyéndonos cristianos: mándasenos que no hablemos nuestra lengua cuando no sabemos la castellana, y no sabemos en qué lengua nos hemos de expresar, ni cómo pedir las cosas; como sino se pudiese ser cristiano hablando en arábigo, y moro hablando la lengua castellana. Llevan á nuestros hijos á sus congregaciones y á sus escuelas, y les enseñan artes prohibidas por nuestra ley: á cada momento nos amenazan con arrebatarlos del pecho de sus madres y de la enseñanza de sus padres, y llevarlos á extrañas tierras, donde olviden nuestras costumbres y aprendan á ser enemigos de los padres que los engendraron y de las madres que los parieron. Nos mandan dejar nuestro trage y vestir el castellano, como si trajéramos la ley en el vestido y no en el corazon; nuestras haciendas no bastan (tan pobres nos han dejado ya) para comprar los nuevos trages para nosotros y nuestras familias: de las ropas que tenemos no nos podemos valer, porque nadie compra lo que no ha de vestir: para llevado es prohibido; para vendido inútil. Si mendigamos, nadie nos socorre como á pobres, porque somos pelados como ricos. Nuestros pasados quedaron tan pobres en las guerras contra Castilla, que, cuando casó su hija el famoso Alí—Athar, alcaide de Loja, pariente de algunos de los que aquí nos hallamos, se vió en la necesidad de buscar prestados vestidos para la boda. Nos privan del servicio de los esclavos negros y no nos permiten los blancos. Los habiamos comprado criado y mantenido, y nos vemos sujetos á otra nueva pérdida. ¿Quién nos servirá? ¿qué haremos, cuando á nuestras hijas y á nuestras mujeres que van con los rostros cubiertos á servirnos y á proveer de lo necesario sus casas se las manda descubrir los rostros? Son vistas y codiciadas y requeridas, y la deshonra penetra entre nosotros, y no se sabe cuál es la que da ocasion á la avilantez de los codiciosos. Nos obligan á tener las casas abiertas, para que pueda entrar á todas horas el ladron, el impuro, el adúltero. Nos quitan la alegría de nuestras fiestas y nos prohiben los baños, que son la salud y la limpieza de nuestras mujeres: las veremos en nuestras casas, tristes, sucias, enfermas, donde tenian la limpieza por contentamiento y por vestido. ¿Y queréis que no recordemos tales injurias? ¿quereis que no digamos á cuanto somos obligados por nuestra patria y por nosotros mismos?

—Lo que queremos, dijo Farax—aben—Farax con arranque, no es que se nos diga, lo que todos sabemos, lo que todos sentimos, por que lo tenemos delante de los ojos. Lo que queremos son menos palabras y mas obras: veinte años y mas llevamos de hablar, y de gemir, y de rescatar con oro nuestra servidumbre: ¿será que ahora tambien ha de quedarse todo en palabras?

—¡Acuérdate Farax! dijo con voz grave Yaye: ¡acuérdate! hace veinte y dos años, subieron al Albaicin, el capitan general con sus banderas, la Chancilleria con sus oidores, el ayuntamiento con sus veinticuatros, la Inquisicion con sus frailes: la ciudad estaba llena de soldados y de piezas de artillería; un pregonero nos leyó su edicto, cuyos capítulos nos llenaron y nos llenan de indignacion: hasta entonces, aunque aquel edicto era ya antiguo, no se habia cumplido. Tú y yo, y muchos de los que aquí estan, y muchos que han pasado ya de esta vida, oimos en silencio, transportados de cólera aquel pregon infame: entonces... ¡acuérdate! yo, apenas habian salido de la Plaza Larga, los tiranos, llamé al pueblo á la insurreccion: entonces ¡acuérdate, Farax! entonces, dijiste tú: ¡no tenemos armas! entonces un noble anciano, el padre de los moriscos del reino, el noble Abd—el—Gewar, que ya no existe, dijo: ¡Tenemos oro! los jóvenes tenian miedo; los viejos apelaban al dinero, para entretener con la codicia de los cristianos el cumplimiento del edicto. Yo comprendia demasiado aunque jóven, que no haciamos mas que dar largas á la tiranía, que el oro acabaria por concluirse y que seria tarde cuando apelaramos al hierro. Mis temores de entonces se han cumplido: nuestros hermanos, nuestras mujeres, nuestros hijos, han sufrido veinte y dos años de martirio inútil, durante los cuales el vencedor ha aprendido la manera de aterrarnos y el modo de combatirnos. Solo yo, solo los valientes que han vivido conmigo en la montaña, no podemos acusarnos de haber contribuido á las desgracias de la patria con nuestro apocamiento, con nuestra cobardia.

—¡Nos llamas cobardes! exclamó cerrando los puños y lívido de cólera Farax—aben—Fraax.

—En una sola ocasion, continuó Yaye, sin dar muestras de haber notado el furor de Farax, pretendisteis alzaros: yo era el capitan del alzamiento: mi padre venia en socorro de Granada por los desfiladeros de la sierra; vendidos por una traicion miserable los monfíes, mi padre murió peleando por vosotros, y vosotros al saber que quedábais solos, temblásteis de espanto y corrísteis, arrojando las armas, á esconderos en vuestras casas.

Levantóse un murmullo de disgusto.

—Por mas que os pese, digo la verdad, continuó con energía Yaye levantándose del divan; y testifican esa verdad los veintidos años de ignominia que han pasado para vosotros. Yo lo he sacrificado todo por la patria; yo he herido en el corazon al rey de España, y para herirle me he herido á mí mismo: yo os he incitado contínuamente al levantamiento, y vosotros habeis contestado siempre á mis excitadores: ¡tenemos oro! ¡os habeis arrastrado humildes ante el Presidente, ante el Capitan general! ¡os habeis llamado fieles vasallos del rey de España, habeis confesado la religion de los cristianos, habeis poblado sus iglesias, y no habeis preferido á tanta humillacion, á tanta deshonra, el ir á vivir entre las breñas donde viven mis monfíes, cambiando con el cristiano, como ellos, hierro por hierro, sangre por sangre!

Callaban todos dominados por la voz tonante de Yaye.

—Al fin me habeis llamado, continuó este despues de un momento de silencio: al fin habeis recurrido al último extremo: á la guerra, cuando ya no teneis oro, cuando los ministros del rey de España os despedazan despues de haberos chupado: no teneis oro, ni armas...

—Pero tenemos sangre, emir, contestó levantándose con una energía superior á sus años el viejo Abul—ben—Eden.

—Me habeis llamado y he venido, continuó Yaye; no teneis oro ni armas: pero acaba de decirlo el noble Abul—ben—Eden: teneis sangre. Yo tengo tesoros y soldados: tesoros inagotables, soldados fuertes como robles y bravos como leones. He sacrificado mucho por la patria, mi corazon está desgarrado, muerta mi esperanza, pero me queda aun mas que sacrificaros y os lo sacrificaré. Yo bien pudiera deciros: soy vuestro rey: sé que me elegiriais sin dudar, pero no quiero que se crea mi ayuda interesada: os prevengo que sera inutil que me elijais por que no habrá poder humano que me haga aceptar: muchos de vosotros me conoceis y sabeis que mi voluntad es firme como una roca. Elegid, pues, á otro. Pero antes, y como sé que hay algunos que aspiran á la corona de un reino que aun existe, que es necesario conquistar, quiero deciros el estado en que se encuentra España en estos momentos, las fuerzas con que contamos y lo funesta que seria para la patria una division entre nosotros. España esta amenazada por todas partes: recela de Inglaterra, es enemiga de Francia, combate en Flandes y en Italia. El rey no tiene ni dineros, ni galeras: sus ejércitos no bastan para sus cuidados; la gente es valdia y floja por mal pagada, las galeras estan mal armadas, y los capitanes y cabos del ejército disgustados: Europa entera se conmueve bajo una terrible lucha religiosa, en que combaten los católicos con los sectarios de Lutero: por otra parte crece el poder del gran Selim II, que nos ayudará con todas sus fuerzas, y los corsarios de Africa llenaran el mar delante de nuestras costas: si nos unimos, si marchamos todos como hermanos contra los ejércitos del rey de España, las Alpujarras seran para nosotros, lo que fueron en otro tiempo las montañas de Asturias para los cristianos: si unidos desplegamos todas nuestras fuerzas, si obedecemos á una sola voz, si caemos sobre Granada y la entramos (que no es difícil), al ver nuestros pendones clavados en el alcazar de la Alhambra, al contemplarnos honrados por el triunfo, nuestros hermanos de Africa y de Constantinopla se prestaran á ayudarnos, y formidables ejércitos inundaran la España, é innumerables galeras cubriran los mares: pero si les damos la muestra con nuestras divisiones de una guerra oscura, sin triunfos, llevada de breña en breña, y de valle en valle, nos abandonaran á nosotros mismos, que no podremos resistir á los ejércitos de España: sino hemos de luchar como debemos, mas vale que nada hagamos: si hemos de ser esclavos, seámoslo sin irritar con la resistencia á nuestros enemigos. Es cuanto tenia que deciros. Elegid rey.

—En otros tiempos, dijo Aben—Jahuar el Zaquer, cuando era necesaria una eleccion, nuestros abuelos consultaban á los sabios, á los alimes de Dios, y el Altísimo por medio de ellos, expresaba su voluntad: ¿por qué no hemos de hacer ahora lo mismo?

—¿Y quién es el sabio, que nos ha de decir la sentencia de las estrellas, dijo con sarcasmo Farax—aben—Farax?

—Entre nosotros hay un hombre de Dios, dijo uno de los parciales de Aben—Jahuar.

—¿Y quién es ese hombre? dijo Farax.

—El sabio Abul—Hassam, el faquí.

Al escuchar este nombre, que era muy respetado por el fanatismo de los moriscos, se escuchó un murmullo de respeto.

Farax conoció que estaba vencido y calló.

Abul—Hassam comprendió que estaba ayudado por la situacion y adelantó grave y mesurado, cruzados los brazos, ocultas las manos en las anchas mangas de su caftan, y con la cabeza inclinada.

—Yo veo tres gigantes, á quienes siguen otros mas pequeños: dijo despues de algunos segundos de silencio: el primero es el rey de España: el segundo, representa á las gentes de iglesia; el tercero á las gentes de justicia; los restantes á las gentes de guerra, rapaces y aventureras. Estos demonios, castigaran al mundo con sus crueldades y tiranías, hasta que el Altísimo permita que se levante en frente de ellos, armado de armas resplandecientes, un rey poderoso, que seguirá la ley del enviado Profeta de Dios: y este rey será el que está contenido en esta profecia escrita en metros por el sabio Tauca el Hamema, cuyo nombre significa pecho de la paloma, comparando su hermosura y elegancia, con la hermosura de los colores del pecho de esta ave.

Y Abul—Hassam, sacó un largo pergamino que desenrolló, en el cual leyó lo siguiente:

«En el nombre de Dios piadoso y misericordioso.

»Las alabanzas sean á Dios solo, que no hay otro sino él.

»Oid lo que dijo el Altísimo á su escogido:

»Cuando viéres las mujeres correr tras los hombres, sin empacho ni vergüenza,

»Y creciere el logro y lo mal ganado en los hombres,

»Y tomaren por ley la injuria y los homicidios,

»Y se multiplicase la inobediencia de hijos á padres;

»Cuando vieres abatido al buen creyente, y ser los sabios perseguidos hasta servir á los malos;

»Cuando viéres poblados todos los encuentros de tu casa de lo ilícito y mal ganado,

»Y desamparares á tu hermano y obedecieres á tu amigo;

»Cuando viéres la madre caduca ganar con sus hijas entre los hombres,

»Y salir el hijo de la obediencia de su padre y obedecer á su mujer en todo negocio;

»Cuando viéres las pinturas prohibidas en los templos,

»Y las mujeres entregadas á todo linage de licencias,

»Y los hombres de religion vivir en ricos y suntuosos edificios,

»Y los temerosos de Dios solos como huérfanos,

»Y los malos con las cabezas mas altas y duras que las aplomadas tierras;

»Cuando viéres las colas preceder á las cabezas, y el amigo muy allegado negar al amigo, y no osarse fiar el hombre de aquel con quien se junta;

»Cuando viéres empobrecer la gente liberal, y enriquecer y subir los avarientos,

»Y las manos liberales hacerse duras y crecer el número de los mendigantes;

»Cuando viéres la ley desamparada y sus secuaces tan pocos como lunares blancos en cabellos prietos,

»Y los hombres hechos lobos, cubiertos con vestiduras de hombres,

»Y que el que fuese lobo, comerá con los lobos, y que el que no fuere lobo será comido por los lobos;

»Y cuando viéres crecer las discordias entre hermanos, y ser las lluvias sobre la tierra pocas;

»En este tiempo será el fin del imperio puesto entre los dos mares.

»Y gentes soberbias y duras, correran como el fuego sobre aquel imperio,

»Y no dejaran campo que no talen, ni aldea que no abrasen, ni ciudad que no derroquen;

»Y los que con sus pecados habran dado causa á la cólera del Altísimo,

»Desamparados por él, pararan en servidumbre, y en envilecimiento y en angustia.

»Cadenas oprimiran sus cuellos, y veránse despojados de cuanto tuvieren,

»Y vilipendiados en sus mujeres, y abandonados de sus hijas y azotados en el rostro de sus padres.

»Quitarles habran sus templos, y mudaránles las leyes, y enmudeceran sus lenguas que no podran pronunciar el habla de sus padres.

»Resistiran y seran vencidos; se quejaran y seran apretados.

»Sus hijos seran llevados lejos de ellos y criados en otros dioses;

»Sus dias seran de sombra, y sus noches de quebranto.

»Y durará esta miseria muchos años.

»Y mandará Dios salir en el Poniente un rey tirano, que lo atajará y lo sujetará todo;

»Y su vista no tendrá señal de vista humana, y maltratará y juzgará con toda maldad á las gentes,

»Y entre sus manos pereceran los moros del Poniente con todos sus bienes.

»Y el Andalucía quedará huérfana negra y oscura, hasta que aparezca un rey en quien no habrá falta.

»Rey hijo de rey será, y vendrá á Granada, la cándida y la clara, donde le diran:

»Vos sois nuestro rey y nuestro gobernador forzoso.

»El cual subirá con sus ejércitos y estandartes á los alcázares de la Alhambra, y allí estará algunos dias encubierto:

»Y desde allí conquistará muchas y muy grandes fortalezas, climas y provincias,

»Y vereis pujante el cetro y la corona de los moros.

»Poseerá este rey á Sevilla, y tomará noventa ciudades á los herejes;

»Y todas las ciudades del Poniente seran dichosas bajo la corona de este rey.

»Siete años durará esta guerra victoriosa;

»Y el rey de los creyentes alcanzará al cabo de este tiempo al rey de los infieles,

»Y le combatirá y le matará.

»Y sobre la frente de este rey maldito se leerá: tiranizó y pecó.

»Y el valiente rey que cumplirá todas estas maravillas, pasará sus primeros años encubierto bajo un humilde nombre.

»Y será bautizado y hereje de su ley;

»Y para que podais conocerle mejor, este mozo será descendiente de la santa familia del Profeta;

»Y sus abuelos habran sido califas de Damasco y de Córdoba:

»Y el astro esplendoroso de los Omeyas lucirá sobre su frente y le dará victoria.

»Y en el tiempo en que este mancebo sea reconocido y encumbrado, los árboles llevaran abundantes frutos,

»Y los agostos del pan seran mas ricos en los montes frios y en las costas;

»Y las abejas llenaran sus colmenas de miel en este año bendito;

»Y la entrada de este año será en sábado;

»Y el ángel Miguel y el ángel Gabriel bajaran sobre el Andalucia con la espada de la justicia de Dios.

»Glorifiquemos y alabemos al Señor Altísimo y Unico.

»El levanta y abate los imperios: él da la vida y da la muerte; él es la luz y él la sombra.

»Glorifiquémosle y confesémosle: no hay otro Dios sino Dios.

»Roguemos á su escogido Mahoma y por el amor que Dios le tiene, el enviará sobre los tiranos su castigo en todo extremo y su rigor.»

Calló Abul—Hassam y extendiendo el pergamino y mostrándolo á los circunstantes que guardaban el mas profundo silencio, dijo:

—Esta es la profecía de Tauca—el—Hamema, el sábio y el justo: vedlo: aquí está escrito lo que os he leido.

—¿No dice esa profecía, exclamó Yaye, que el rey que ha de libertarnos, rey hijo de rey, será descendiente de la santa familia del Profeta, nieto de los califas de Damasco y de Córdoba, y que vivirá entre nosotros encubierto y hereje de su ley?

—Si, dijo Abul—Hassam; eso dice la profecía.

—¿Y no veis cumplido claramente su pronóstico, sabios y caballeros, en Aben—Humeya, que ha llevado entre los cristianos el nombre de don Fernando de Válor?

—¡Si! ¡si, si! dijeron todos los parciales de Aben—Jahuar—el—Zaquer:

—¿Cuanto oro te han dado por ese jofor embustero? dijo Farax—Aben—Farax adelantando lleno de cólera hácia el faquí.

—La palabra de Dios ha resonado entre nosotros, dijo con acento solemne Abul—ben—Eden, levantándose: ¿quién es el imprudente que se atreve á blasfemar de la palabra de Dios?

—¿Y qué crédito puede mereceros un artificio que cualquiera puede haber inventado?

—¡Esta es la profecía de Tauca—el—Hamema! exclamó con acento indignado el faquí: ¡hay del impío que blasfema de los profetas de Dios!

—El reino es libre para elegir su rey, Farax—aben—Farax, exclamó el emir bajando de su trono: y mientras yo lleve espada al costado, nadie se atreverá impunemente á contrariar la voluntad del reino. ¿Hay alguno que se atreva á imponernos aquí su voluntad?

Todos callaron.

Yaye revolvió en torno suyo una mirada amenazadora, que acabó por fijarse en Farax. Este se hizo atrás murmurando sordamente como un mastin á quien su amo arrebata de los dientes una presa, y le amenaza con un palo.

Yaye volvió al diván.

—Puesto que ya habeis oido esa profecía; puesto que estais decididos á elegir rey, consultad entre vosotros; escribid cada uno en un papel el nombre del elegido, y entregad ese papel doblado á los secretarios.

Todos se levantaron y se dividieron en grupos; Yaye hizo á Farax señal de que se acercase.

El tremendo morisco se acercó hosco y sombrío, y Yaye estuvo hablando con él largo tiempo en voz baja.

—No es la ambicion la que me mueve, dijo al fin Farax, sino el amor de la patria; pero puesto que quieres que Aben—Humeya sea rey de Granada, sealo en buen hora: Dios quiera que no te arrepientas tarde, emir.

Y tomando un papel, escribió en él el nombre de Aben—Humeya, le dobló y le entregó á un secretario.

Despues, cada uno de los moriscos y de los monfíes, fue entregando su voto, y cuando se contaron, se vió que todos habian votado; cuando se abrieron los papeles se encontró escrito en todos el nombre de Aben—Humeya.

Poco despues, buscado el jóven por su tio Aben—Jahuar—el—Zaquer, fue traido á la cámara, revestido de las vestiduras reales, y proclamado rey con las mismas ceremonias que vimos al principio de este libro proclamar á Yaye emir de los monfíes en el alcázar subterráneo de las Alpujarras.

El primer acto de soberanía de Aben—Humeya, fue nombrar alguacil mayor del reino á Farax—aben—Farax, y capitan general de sus ejércitos, á su tio paterno Aben—Jahuar—el—Zaquer.

Aquella misma noche, Aben—Humeya partió acompañado de sus parciales á las Alpujarras.

Aquella misma noche tambien, partieron á la montaña, Yaye, Amina y los monfíes.

Capítulo XIII. Cómo estaba gobernada la villa de Cádiar.

La villa de Cádiar está situada entre lo mas montañoso de las Alpujarras, sobre una vertiente.

Esto no impide que los terrenos, colinas y montañas que rodean á esta villa sean muy fértiles, siendo ademas recomendable esta poblacion, por la pureza y salubridad de sus aires y de sus aguas.

Hoy la tal villa es un poblacho feo, de reducido vecindario, albergado en algunas casas ennegrecidas, agrupadas alrededor de una iglesia situada en lo mas alto y deteriorada y fea.

Cádiar ha perdido mucho de su antigua importancia; por mejor decir: lo ha perdido todo.

Pero en el año de 1568 era otra cosa.

Solo habian pasado entonces setenta y seis años desde la conquista de Granada, y aquella terrible catástrofe para los moros, que los habia sujetado al fin bajo el yugo de los cristianos, sus enemigos, en toda la extension de España, habia determinado el apogeo, la riqueza, no solo de Cádiar, sino tambien el de las demás villas y lugares de las Alpujarras.

Esto se explica facilmente: del mismo modo que el vencido Muley—Abd’—Allah—al—Ssagir—el—Zogoibi, mas vulgarmente conocido por Boabdil, al trasladarse á Andarax, despues de haber entregado la Alhambra y los castillos de Granada á los reyes don Fernando y doña Isabel, llevó consigo á aquel destierro, donde estuvo dos años, gran parte de su córte y de sus caballeros: otros muchos nobilísimos y ricos musulmanes, con sus familias, esclavos y tesoros, se habian trasladado de Granada, á esta, ó á la otra villa de las Alpujarras, pretendiendo de este modo robarse en parte á la vista de los aborrecidos vencedores, y esta gente acostumbrada á la riqueza y á la molicie de sus alcázares, y á la frescura y frondosidad de los jardines que habian dejado en la ciudad perdida, embellecieron para hacer mas cómoda su residencia en ellas, y aumentaron la poblacion y la riqueza de las villas á que se habian acogido.

Cádiar habia sido una de las villas mas favorecidas por esta especie de inmigracion; muchas familias poderosas se avecindaron en ella, y con una rapidez maravillosa, fueron desapareciendo las casas pobres y antiguas, para dar lugar á otras mas bellas y mejor proporcionadas; construyéronse algibes; convirtiéronse en amenos cármenes las laderas de la montaña, estableciéronse en sus plazas mercaderes, creció el tráfico y el dinero, y al cabo, la antes casi insignificante villa, se convirtió en una poblacion importante, rica, populosa y considerada, llegando á tal punto, que el capitan general de la costa y reino de Granada, en vista de la aglomeracion en aquel lugar, de tanta gente recien conquistada y mal sujeta al yugo, creyó oportuno establecer en la villa un presidio de soldados, y uno de esos rígidos é inflexibles corregidores que son capaces de ahorcar hasta á su sombra.

A mas de esto, habia en Cádiar parte de una compañía de arcabuceros, cuyo resto estaba dividido entre las villas de Válor y Yátor.

El capitan de esta gente de guerra, que pertenecia á los presidios del reino y córte de Granada, era nuestro antiguo conocido el marqués de la Guardia, á quien, como recordaran nuestros lectores, habia procurado su tio, don César de Arévalo, este oficio de capitan, para que se mantuviese con su sueldo, no siempre pagado con exactitud, á falta de las pingües rentas de su marquesado que sabemos estaban empeñadas.

Un capitan de infantería de aquellos tiempos, era mucho mas considerado que en los nuestros, y para llegar á este empleo, era necesario haber servido mucho y bien, ser ya viejo, ó gastarse sendos doblones para levantar á su costa una compañía. Fuera de estos dos casos, solo podia ser capitan un jóven, por su título y su nobleza: como si dijéramos: en premio á los servicios de sus antepasados.

En este caso se encontraba el marqués de la Guardia, que era demasiado jóven para capitan, no mediando favor ó méritos heredados, y demasiado arruinado para poder gastar un solo doblon.

En cambio era valiente hasta la temeridad, y se hacia respetar y obedecer ciegamente de sus soldados, en las pocas ocasiones en que se encontraba entre ellos.

Y decimos las pocas ocasiones, porque tal estaba la disciplina militar en aquellos tiempos, que la gente de sueldo ensanchaba cuanto podia y aun mas de lo que podia el círculo de su licencia: singularmente los capitanes iban de acá para allá y residian donde mejor les parecia, dejando encargado el mando á su teniente.

El marqués de la Guardia, que, como sabemos, buscaba desalado á su Esperanza sin lograr encontrarla, residia la mayor parte del tiempo en Granada, yendo muy pocas veces á su presidio, y aun asi morando alternativamente en Cádiar, en Válor ó en Yátor.

En Cádiar estaba la bandera de la compañía, y con ella un teniente soldadote y aventurero, que quedaba encargado del mando en ausencia del marqués.

Este teniente, pues, venía á ser en Cádiar, la segunda potencia despues del corregidor.

Ademas de estas autoridades que llamaremos temporales, habia otra autoridad que llamaremos espiritual: el beneficiado de la iglesia parroquial de la villa.

Este eclesiástico era un varon duro, irascible y terriblemente fanático; su fanatismo era para aquel pueblo de moriscos mal convertidos, tan fatal como las arbitrariedades del corregidor, y las licencias del teniente del marqués de la Guardia.

El corregidor se llamaba el licenciado Lope Gutierrez, vivia de los derechos que le daba su vara, no siempre recta é inflexible, y en cuanto á calidad, tan tenebrosa era su procedencia, que solo se sabia de él, y esto por el dicho de algunas lenguas murmuradoras, que habia sido escolar sopista en Salamanca.

El teniente se llama Cristóval de Belorado, era hidalgo y valiente, pero hombre licencioso y cruel, que abusaba contra los pobres moriscos de la fuerza que únicamente se le habia dado para sostener la justicia.

El beneficiado se llamaba Juan de Ribera; trataba severísimamente á sus feligreses, y á pesar de su rigidez y de sus pretensiones de santo, no les daba el mejor ejemplo, teniendo en su casa á una mocetona de veinticinco años, desenfadada y hermosa, que se llamaba Mariblanca, morisca convertida, que despues de algunas negras aventuras, habia ido á servir á su casa al eclesiástico.

De modo que, la villa estaba encerrada dentro de un triángulo terrible: el rey, la religion, y la justicia, tenian por representantes en ella, tres corazones de pedernal.

Las moriscas que escapaban de la soldadesca, iban á dar en los alguaciles, entrando por último á la parte el sacristan maese Barbillo, especie de bribon con sotana, que sabia ser lo suficientemente hipócrita para que el señor beneficiado le creyese un casi santo, y diese el mayor asenso á las acusaciones de impiedad que fulminaba el sacristan contra todos aquellos que no reconocian su influencia.

El teniente, dejaba á título de rebeldes á aquellos que tenian la desgracia de querer emanciparse de sus tropelias; el corregidor, multaba, encerraba, atormentaba y ponia á la vergüenza, siempre con pretexto de una infraccion de las pragmáticas, á aquel contra quien, por cualquier fútil motivo, habia contraido ojeriza; por último, el licenciado Ribera, por las sugestiones del sacristan unas veces, por su exagerada severidad religiosa otras, afligia á aquella pobre raza vencida.

El teniente los apaleaba; el corregidor los multaba y los prendía; el beneficiado, á pretexto de irreligion, solia quitarles sus hijos menores de diez años, para enviarlos á los hospicios del rey, donde debian aprender á ser buenos cristianos.

Lo que decimos, pues, de Cádiar, podriamos decir de cualquiera de las demás poblaciones de las Alpujarras; no tenian seguridad personal, ni hacienda ni familia, propiamente dicho: eran esclavos.

¿Y por qué no huian de aquella region maldita?

Porque en cualquiera de los lugares comprendidos en los dominios del cristianísimo rey don Felipe el II, hubieran sido tratados de la misma manera.

Podían haber pasado á Africa, pero sucedia con frecuencia, que despues de haber vendido sus propiedades, y embarcádose con su dinero y alhajas, eran robados por los patrones de los barcos, y, lo que era peor, arrojados al mar para que no pudiesen querellarse del robo.

Asi, pues, preferian vivir miserablemente labrando la tierra donde habian nacido, y practicar las industrias en que eran tan sobresalientes, entre las demasías de los cristianos.

Con tantas causas, con tan repetidos vejámenes, estaban dominados por un profundo disgusto y predispuestos á la insurreccion por cien fatales elementos.

Capítulo XIV. El licenciado Juan de Ribera.

Era el jueves 24 de diciembre de aquel año, tres dias despues de la proclamacion de Aben—Humeya.

Era muy de mañana: despues de haber celebrado la misa de alba, y mientras maese Barbillo le desnudaba de los ornamentos, el licenciado Ribera, dijo al sacristan lego:

—Ireis inmediatamente casa del señor corregidor, que con sus alguaciles y gente de justicia esté esta misma mañana á la hora de las once en la iglesia.

—Se lo diré, contestó con voz gangosa y humilde Barbillo.

—Ireis despues á la posada del señor marqués de la Guardia...

—El señor marqués hace dias que anda fuera de la villa, observó el sacristan.

—Pues á falta del marqués, ireis á la posada de su teniente el señor Cristóval de Belorado, y le direis que con su bandera y sus hombres vestidos de gala, venga asimismo á las once.

—Se lo diré, repitió con la misma mansedumbre Barbillo.

—Ireis luego al convento de los frailes de San Francisco, y direis al guardian, que de órden del Santo Oficio de la Inquisicion, venga con su comunidad y estandarte; despues avisareis á los clérigos de la iglesia; hareis que se vistan los monaguillos, sacareis la cruz y los ciriales de plata, la capa pluvial de brocado de tres altos, y el alba de encajes de Flandes.

—¡Ah! ¡viene la Santa Inquisicion á la villa! dijo con acento de queja maese Barbillo: y vea vuesamerced, señor licenciado: yo no sabia nada.

—Ni yo mismo lo sabia hace una hora: como que aun era de noche cuando llamaron á la puerta; asomóse á la ventana Mariblanca, y un alguacil del Santo Oficio que se habia adelantado, la dió para mí cerrada y sellada, esta órden del Santo Oficio.

Y el beneficiado sacó de su bolsillo un papel grueso y basto, doblado en forma de pliego, sobre el cual se veia en cera verde, la cruz de Santo Domingo, sello de la Inquisicion.

El sacristan acabó de doblar pausadamente una riquísima alba, la guardó, tomó el papel que el beneficiado le entregaba, y sacando una caja de cuero, y de ella unas enormes antiparras, leyó, tarda, pesada y malamente el escrito, á pesar de que su letra era gorda y perfectamente legible.

—¡Ah! dijo devolviendo el pliego al beneficiado: ¡el señor inquisidor de la Suprema, Molina de Medrano, viene á la visita! no esperaba yo tan pronto al Santo Oficio.

—¿Qué quereis buen Barbillo? la depravacion de las costumbres cunde entre esos desdichados moriscos: no hay medio de apartarles de sus zambras, de sus impuras fiestas de bodas, de sus baños y de sus torpes placeres: será necesario que su magestad se deje de contemplaciones, y haga cumplir á todo derecho, y con una severidad, que nunca será sobrada, la pragmática de su nobilísimo y piadoso padre el gran emperador don Carlos. ¡Fuera! ¡fuera esas fiestas malditas! ¡fuera esas costumbres reprobadas! ¡fuera el misterio con que cierran sus puertas para que no veamos sus impurezas! ¡que el rigor los haga cristianos, ya que no bastan las persuasiones y el consejo humilde! ¡el hierro y el fuego! De otro modo, el dia menos pensado, el dia en que menos la esperemos, tendremos que lamentar una desdicha. ¡El hierro y el fuego para los rebeldes y los descreidos!

Y la voz del tremendo sacerdote tronaba: y el funesto fuego del fanatismo lucia en sus ojos en una chispa sombría.

—¡Ah! ¡ah! dijo untuosamente el sacristan: pues yo creia que el Santo Oficio apresuraba su visita por otro motivo.

—¿Y qué motivo puede ser ese? preguntó con severidad el licenciado; ¿motivo que yo no conozco, cuando me lo anuncias con tanto misterio?

—¡Hum! dijo flemáticamente el sacristan: ese motivo es un hombre.

—¿Un hombre que vive en el pueblo?

—Hé ahí lo que yo encuentro de malo: que no vive en el pueblo ni se sabe donde, ni quién es, ni á que viene.

—¿De quién quereis hablar, maese? dijo el beneficiado, fijando sus ojos grises con una fijeza extraordinaria en el sacristan.

—Hablo de un hombre que, por su talante, parece un gran caballero, que viene de noche al pueblo en un caballo que da envidia el verlo, se mete en el meson Alto, y cuando ya es la queda, sale sin saberse á donde va.

—Debiais haberme avisado.

—Vuésamerced se hubiera quedado con el deseo de saber á donde iba, ó qué venia á hacer porque...

—¿Por qué?

—Porque yo le seguí una noche, y al ir á entrar en la plaza, se volvió aquel hombre y me dijo con una voz que me puso espanto:—«Vuélvete sino quieres que te envie á cenar con el diablo.»

—¡Ah! ¡eso os dijo! ¿y por qué no me dísteis cuenta para que yo se la hubiera dado al corregidor?

—Bien hecho hubiera estado, pero perdóneme vuesamerced; es el tal hombre tan grave de suyo, parece tan principal, que yo quise saber antes si tenia agarradero, no fuese que vuesamerced, que en nada repara, cuando de estas cosas se trata, se pusiese en contingencia de un peligro. ¿Qué sabe nadie lo que es un hombre á quien no se conoce?

—Adelante, adelante, maese Barbillo.

—A la noche siguiente me puse en acecho tras una esquina del meson Alto, acompañado del organista y del barbero, que, como sabe vuesa merced han sido soldados, y de los buenos de los tercios viejos: cada uno llevaba una espada y una ballesta; para que no nos sintiera, porque el asunto no era prenderle, sino saber á donde iba, y sacar por el hilo el ovillo, nos habiamos calzado abarcas. Dió la queda; rechinó la puerta del meson y salió nuestro hombre embozado en una capa negra. Dios me perdone, si miento al decir, que al pasar por delante del cristo de la Caba honda, ni se descubrió, ni aun se persignó.

—¡Hum! dijo el beneficiado, acabándose de arreglar los manteos y encasquetándose el bonete.

—Dejámosle pasar un trecho adelante, y nos pusimos en su demanda á larga distancia, por temor de ser vistos, aunque la noche era oscura, y recatando nuestros pasos para no ser oidos. Pero ¡bah! ese hombre debe de ser el diablo.

—Suelto anda el enemigo entre estas gentes condenadas: pero seguid, maese, seguid.

—Digo que debe de ser el diablo, porque nos sintió, nos vió, se vino para nosotros, y... mire vuesamerced, exclamó en acento entre dramático y dolorido el sacristán, levantándose la manga de su balaudran y mostrando al beneficiado un cardenal lívido y enorme.

—¡Os maltrató!

—Sin hablar una palabra; y lo que es mas: al organista le rompió la cabeza, y al barbero un brazo.

—¿Y quién os manda, mentecatos, poneros en seguimiento de quien no conoceis? dijo una voz sonora á la puerta de la sacristía.

Estremecióse todo al escuchar aquella voz maese Barbillo, y el beneficiado, con gran asombro del sacristan, salió solícitamente al encuentro del desconocido y le estrechó las manos con un ardor completamente en contradiccion con la frialdad que, segun su aspecto, parecia la base de su carácter.

—¡Ah, señor don Alonso! exclamó, ¡vos al fin en mi iglesia!

—Perdonad, pero necesitamos quedarnos solos, dijo con gravedad aquel caballero, que no era otro que el emir de los monfíes.

Antes de que el beneficiado mandara salir al sacristan, este se apresuró á escurrirse: saludó profundamente á Yaye, le lanzó una recelosa mirada de lobo escarmentado y salió murmurando:

—Bien pensaba yo, cuando pensaba que un hombre á quien no se conoce, puede ser muchas cosas. Pero yo sabré quien es ese hombre.

Esto significaba que no conociendo el sacristan á Yaye, nadie lo conocia en Cádiar.

Entre tanto el beneficiado se deshacia en cumplidos con su visitante.

Desde el momento en que Yaye, al entrar en la sacristía, fijó su mirada en el licenciado, produjo en él el singular milagro de borrar de su semblante la austeridad, y de matar en sus ojos la sombría y dominadora mirada del sacerdote ascético y fanático: parecia que donde estaba Yaye, solo podia haber un semblante grave; solo una mirada inflexible; su semblante y su mirada.

—Vengo á veros para dos negocios importantísimos, señor licenciado, le dijo.

—Si quereis, contestó el beneficiado, subiremos á mi casa y nos encerraremos.

—No, no por cierto; retirémonos á aquel rincon de la sacristía y allí estaremos bien.

Y Yaye se dirigió á un escaño situado al fondo de la sacristía, adonde le siguió el eclesiástico.

Sentáronse al par, y Yaye dijo, mirando con ansiedad al beneficiado.

—¿La habéis visto?

—Si señor, la he visto: la he hablado, he procurado convencerla: la he dicho cuán desesperado estais...

—¿Y qué os ha contestado?

—Como siempre, no: pero ayer añadió: decidle que, hace veintidos años, le dije en una carta que debe recordar, cuál era mi resolucion invariable: decidle, que como pensaba entonces pienso ahora, y que es inútil, de todo punto inútil, su obstinacion.

—Hágase la voluntad de Dios, dijo Yaye.

—Siempre habeis sido muy cristiano y muy paciente, dijo el beneficiado, y Dios os premiará.

—Necesario me es que Dios tenga compasion de mí; pero pasando al otro asunto de que necesito hablaros, habeis de saber, que hemos hecho una adquisicion importantísima para el pueblo de Dios.

—¡Acaso este terrible rey de los monfíes..!

—No tanto, no tanto, señor Juan Ribera: pero sin embargo, debemos dar muchas gracias á Dios por la adquisicion que hemos hecho.

—Ciertamente don Alonso, que vos sois uno de los campeones, casi me atrevería á decir, uno de los apóstoles mas ardientes de la iglesia de Jesucristo: todavía me acuerdo de que lo que no pudieron hacer mis pláticas, y todos mis esfuerzos, y todas mis amenazas, y el rigor que estrené con los habitantes de las alquerías de la jurisdiccion de la villa, á fin de que fuesen buenos cristianos, lo conseguísteis vos en breve espacio: casi estaba ya resuelto á quitarles sus hijos para que no se pervírtiesen con su ejemplo, cuando vos me digísteis: id á las alquerías: entrad en ellas una por una, y abrid para esos infelices el reino de Dios por la puerta del bautismo. ¡Oh don Alonso! yo os amaba por vuestra piedad, por vuestra caridad, por el celo con que habeis favorecido esta iglesia, que está encomendada á mi indignidad, y que sin vos seria pobre, muy pobre: cuando veo esos hermosos cuadros que adornan nuestra iglesia; cuando tomo en mis manos esos sagrados vasos de oro purísimo; cuando me visto esas albas y esos ornamentos tan maravillosos por su valor y por su mérito; sobre todo, cuando me dais para que las distribuya entre los pobres esas cuantiosas limosnas, oro por vos al Altísimo y os bendigo.

—¡Orad señor licenciado, orad!, contestó solemnemente Yaye, en un acento indeterminado que tenia mucho de terrible: orad, porque soy muy pecador y aun estoy en el camino del pecado.

—¡Oh! si vos no os salvais ¿quién se salva? No bastaba vuestra ardiente fe, vuestra inagotable caridad; era necesario que como salvais á los pobres de la miseria del cuerpo, los salvareis de la miseria del alma. Cuando vi arrodillarse á mis piés pidiendo la regeneracion del bautismo, una y otra familia, que antes habian rechazado el agua de vida que yo les ofrecia, entonces, don Alonso, sentí por vos mas que amor; sentí veneracion, y desde entonces no oro por vos, porque no se ora por los santos...

—No hay mas santo que Dios, el Altísimo y Unico... y trino, dijo Yaye pronunciando con un acento estremadamente duro su última palabra.

—Si, ciertamente, dijo el beneficiado; los santos lo son en Dios y vos sois uno de sus elegidos.

—Decíamos, continuó Yaye, á quien visiblemente contrariaba la mística adulacion del beneficiado; decíamos que hemos hecho una gran adquisicion para el rebaño del Señor.

—Vos la habeis hecho.

—Yo empiezo y vos concluís. Vamos, pues, sin mas rodeos al asunto: el Ferih de los Berchules está en mi casa gravemente herido y desea bautizarse.

—¡Cómo! ¿ese terrible monfí, que no pasa semana que no ponga de noche en la puerta de la iglesia, un impío cartel en que nos amenaza de muerte si seguimos en la conversion? ¿ese terrible bandido que tiene aterrada á la comarca?

—Ese hombre, continuó reposadamente Yaye, me salió al camino ayer cuando volvia con mi hija de Granada á mi heredad de Yátor: empezamos á subir la cuesta, cuando hé aquí que siento pasar zumbando junto á mi cabeza una jara, y oigo el chasquido de una ballesta entre una maleza inmediata. Eché pié á tierra, me fuí hácia el asesino, me encomendé á Dios, y Dios me amparó: poco despues, el Ferih de los Berchules estaba en mi alquería: no le maté porque yo jamás vierto mas sangre que la precisa para defender mi vida. El Ferih quiso matarme, segun me dijo despues, á causa de haber motivado yo la conversion de la gente de las alquerías: y mirad lo portentoso de los milagros de Dios: ese hombre que habia deseado mi muerte por aquella causa, se convirtió á Dios despues de dos horas de conversacion conmigo. Dios; siempre Dios; manso y arrepentido queda allá como un cordero, esperando con ansia, antes de morir, la vida del bautismo.

—¿Pero ese pecador está tan en peligro de muerte, que sea necesario, inevitable ir al momento? exclamó con una inquietud que no era fingida el beneficiado.

—Ese hombre estará en mi casa hasta mañana.

—¡Vivirá... hasta mañana!

—Eso es; mañana habrá salido de mi casa para no volver.

—Pues bien, vuestra heredad está cerca: iremos esta tarde: bien tendremos lugar maese Barbillo y yo de ir despues que la Inquisicion haya hecho su visita y volver aun de dia.

—¡Cómo! ¿esperais al Santo Oficio?

—Hoy al medio dia, entrará solemnemente en el pueblo, y despues de que haya cumplido su santa comision, pasará á Yátor.

—¿Y qué inquisidor viene encargado de la visita?

—El señor Molina de Medrano.

—¡Molina de Medrano! dijo Yaye como quien no conoce un nombre en una corporacion que le es muy conocida.

—Si, si señor, dijo el beneficiado, comprendiendo la duda de Yaye: es un santo varon muy severo y muy descontentadizo en religion: un ministro de la Suprema, que el rey nuestro señor ha enviado de su córte para que le informe del grado de conversion en que se encuentran los cristianos nuevos de las Alpujarras.

—¡Molina de Medrano! exclamó Yaye levantando decididamente la cabeza y dejando ver en sus ojos una mirada semejante á un relámpago: será necesario que yo conozca á ese señor Molina de Medrano: ¿decís que es muy severo?

—Es una de las lumbreras de la Orden de Predicadores, segun dicen: yo tampoco le conozco.

—Pues bien, tendremos á un tiempo el gusto de conocerle. Entre tanto y en albricias de la conversion del Ferih, tomad, señor beneficiado; repartid este poco de oro entre los pobres de vuestra feligresía.

Y puso entre las manos del bachiller un repletísimo bolsillo.

—¡Cómo! ¿os vais? dijo el beneficiado viendo que Yaye se levantaba.

—Si, adios; esta tarde os espero en mi heredad, temprano.

—Iré, señor don Alonso, iré.

—Adios, pues, y hasta la tarde: quedaos: no me hagais la honra de acompañarme: un sacerdote es mas que un simple hidalgo: quedaos, señor licenciado, y hasta la tarde. Adios.

—El os premie y os bendiga, señor, dijo el eclesiástico, lanzándole su bendicion cuando salia por la puerta de la sacristía: luego añadió, metiéndose el oro que aun tenia en la mano en el bolsillo: no me queda duda ninguna; don Alonso es un santo.

—¿Y le habeis dejado ir, cuando acaba de entrar en el pueblo una compañía de arcabuceros? exclamó el sacristan entrando en aquel momento.

—¿De quién hablais maese Barbillo? dijo con acento acre el beneficiado, que al desaparecer Yaye habia recobrado su dureza y su severidad habituales.

—¿De quién he de hablar, pecador de mí, sino de ese hombre que ha estado hablando con vos? respondió temblando todavía el sacristan.

—¡Cómo! ¿de don Alonso hablábais?

—Es que ese don Alonso, es quien anoche estropeó al organista y al barbero, y á mí mismo, aunque mucho menos que á los otros, por la misericordia de Dios.

—Vamos claros, dijo el beneficiado mirando fijamente al sacristan: ¿no me habeis dicho que el hombre á quien pretendisteis seguir anoche, pasó irreverentemente por delante del cristo de la Caba honda?

—Si señor, y lo afirmo y lo juraria á siete cruces.

—¡Y os condenariais, desdichado! exclamó con una irritacion terrible el eclesiástico, os condenariais si os atreviéseis á jurar que ese caballero habia pasado por delante de la imágen de Nuestro Divino Redentor sin descubrirse ni santiguarse.

Barbillo se quedó mirando de una manera atónita al bachiller.

—¡Arrepentíos! ¡arrepentíos, y haced penitencia por haber calumniado á tan cristiano caballero! mas valiera que el tiempo que habeis empleado en alentar tan ruines pensamientos, le hubiérais invertido avisando á la gente que os dije.

Cuando el sacristan volvió de su asombro y notó que se encontraba solo en la sacristia, cambió rudamente de aspecto, dejó su posicion encorvada, se irguió, brilló en sus ojos una expresion salvaje, y exclamó:

—¡Cien rayos y cien truenos! ese clérigo mentecato lo cree todo: ¡decirme que ese hombre es cristiano! Cuando doña Elvira me ha prometido un tesoro si logro apoderarme de él, algo hay mas de lo que el licenciado Ribera cree: yo he seguido á ese hombre y le he visto perderse en la montaña; le he visto además hablar con los monfíes entre las breñas de la rambla de Yátor, y esto mas de una vez: hace tres dias que ha venido de Granada y no ha venido solo: le acompañaba una hermosa dama; que me confunda Dios, si anoche cuando nos apaleó no le oimos soltar un juramento en árabe... yo no aborrecia á ese hombre... pero desde anoche que nos zurró de lo lindo, le tengo ojeriza. Afortunadamente tenemos á las puertas del pueblo á la Inquisicion.

Dicho esto, tomó una capa parda y un enorme sombrero de un rincon de la sacristia, y salió: desde el momento en que estuvo en la calle, su estatura herguida y corpulenta se encorvó; su rostro antes feroz, adoptó de nuevo su expresion humilde, miserable é hipócrita, y empezó á saludar á todos los que encontraba por la calle, con una expresion servicial que tenia mucho de estúpida.

De repente, una mano se apoyó vigorosamente en su hombro.

Volvióse Barbillo, y vió ante sí á un hombre como de cuarenta y cinco años.

Aquel hombre era don Fernando de Válor, hermano de don Diego, tio de Aben—Humeya, á quien nombraremos en adelante con su nombre árabe: esto es, con el de Aben—Jahuar—el—Zaquer.

Capítulo XV. Lo que iba á hacer á Cádiar Aben—Jahuar—el—Zaquer.

Volvióse maravillado el sacristan.

—Yo no os conozco caballero, dijo á Aben—Jahuar.

—Nada importa, con tal que te conozca yo.

—A mí me conoce todo el mundo en Cádiar, dijo con su sonrisa untuosa Barbillo.

—Pues mira, creo que no te conoce nadie.

—¿Y vos decís que me conoceis?

—Si por cierto: hace mucho, muchísimo tiempo, que te conocí en otra parte.

—¿En dónde, señor?

—En Granada.

—¿En Granada?

—Si por cierto: en la cárcel.

—¡Bah! vuesamerced se equivoca, yo no he estado nunca en la cárcel.

—Yo me llamo don Fernando de Válor.

—¡Ah! ¡ah! ¡vuesamerced se llama don Fernando de Válor!

—¡Vas recordando...!

—No, no recuerdo muy bien:

—Mi familia ha sido muy perseguida, Barbillo, y despues de la muerte de mi hermano don Diego, he sido preso varias veces: hace diez años, lo fuí á pretexto de no sé qué conspiracion de moriscos, en que yo no habia tenido parte: pero los señores alcaldes de casa y córte, se mostraban tan severos conmigo que lo temí todo: entonces pensé en escaparme: entonces nos conocimos: tú tambien tenias miedo de ser ahorcado y querias huir: nos concertamos y tú empezaste á abrir un agujero en mi calabozo.

—Repito á vuesamerced que se equivoca.

—No perdamos el tiempo. Yo pude al fin probar mi inocencia, y fuí puesto en libertad: tú quedaste preso.

—Os juro que...

—Déjame continuar. Yo me habia olvidado enteramente de tí: pero hace algun tiempo, la casualidad y el empeño de una mujer, ha vuelto á unirnos.

—Pero si os digo...

—Hace cuatro meses, que la conducta de mi cuñada doña Elvira de Céspedes me tiene cuidadoso: recibia en su casa de Válor y á horas desusadas, hoy á este, mañana al otro hombre desconocido. Doña Elvira no podia tener amores con ellos, porque eran de tu estofa: pero por medio de ellos podia tratar de amores con otro: hace algunos dias, aceché á uno de estos mensajeros, le salí al camino y supe que te traia una carta; yo no quise tocar á aquella carta, pero quise saber quién eras tú: me dijeron que eras sacristan de la iglesia de Cádiar, y vine, te ví, y te reconocí: entonces y antes de hablar contigo, quise saber si descubria en tu vida algo que pudiese obligarte á servirme. Fuí á Granada, pregunté, y averigüé que hace cinco años habias sido condenado á galeras por diez; luego, eres un gallote escapado, Barbillo, y si te niegas á servirme, te delato, te pierdo, porque á los galeotes huidos se les ahorca cuando se les coge.

Echóse á temblar Barbillo.

—Pero nada te acontecerá si me sirves bien, añadió Aben—Jahuar.

—Vamos, está visto que nada se os puede negar y os serviré en cuanto querais, don Fernando, dijo el galeote escapado.

—Y yo te pagaré. Pero los tiempos no estan para estar muy despacio en la calle, y es necesario que busquemos un lugar donde nadie nos vea.

—¿En qué posada vivís? porque vos sois forastero en Cádiar.

—Vivo en el meson del Cojo.

—Pues en mejor parte no pudierais vivir, porque el Cojo es un grande amigo mio, y á propósito para cualquier cosa. Yo iré por allá esta noche.

—¡Esta noche! sabe Dios lo que sucederá esta noche.

—Sucederá que como es noche de Navidad, todos la celebraran y nadie se acordará de nosotros.

—Juro á Dios que han de acordarse muchos de la noche de Navidad de 1568.

—¿Pues qué va á suceder?

—Yo me entiendo y Dios me entiende. Es preciso que al momento, y rodeando por otro lado, vayas al meson del Cojo.

—Iré, en cuanto avise al corregidor y á los soldados y los frailes de San Francisco.

—¡Avisarles! ¿y de qué?

—¡De que viene la Inquisicion al pueblo!

—¡Ah! viene la Inquisicion, murmuró Aben—Jahuar: pues, no podia venir á mejor hora. Vé, vé, y avisa, y al momento vé á buscarme. Te espero.

—Iré.

Separáronse los dos antiguos conocidos, y Aben—Jahuar, bajando por unas pendientes y torcidas callejuelas, llegó á la entrada del pueblo á un meson miserable.

—Ahí está esperándoos hace una hora, el señor Diego Lopez, nuestro vecino, dijo un viejecillo cojo.

—¡Ah! mi sobrino Aben—Aboo, exclamó de una manera ininteligible Aben—Jahuar. Ya era tiempo.

Y entró, subió unas escaleras, atravesó unos corredores, y entró en un aposento.

Sentado junto á un brasero con fuego, habia un jóven.

Era Aben—Aboo.

Tan distraido estaba, que no reparó en que otra persona habia entrado en el aposento: miraba á través de una ventana abierta y desguarnecida de vidrieras, á unas breñas cercanas que estaban enteramente cubiertas de nieve, y entre cuyas quebraduras se veian otras cumbres.

Ibale á hablar su tio, cuando Aben—Aboo se levantó, se fué á la ventana, y miró con grande interés hácia fuera en direccion á una cumbre que se veía entre un rompimiento de las breñas.

—¿Qué será lo que llame de tal modo la atencion de mi sobrino? dijo para sí Aben—Jahuar; y permaneció inmóvil.

—Ellos, son: murmuraba á su vez Aben—Aboo: si; los dos hombres que hace dos dias rondan mi atalaya. Desde aquí no se les distingue bien; pero los reconozco por la capa parda del uno, y la gris del otro: el de la capa parda, es sin disputa aquel comerciante que representó con Angiolina en la comedia «Reina Moraima», Andrés Cisneros: no me cabe duda; en cuanto al otro creo haberle visto tambien, pero no sé quien es: ¿qué busca el señor Cisneros en mi casa? ¿Tendrá á caso algun derecho sobre la princesa? pues en mal hora os habeis venido á las Alpujarras, galanes.

Y Aben—Aboo, trás estas palabras se separó de la ventana.

Al volverse vió á su tio.

—¡Ah! gracias á Dios, dijo: hace una hora que os espero.

—He tenido que atender á asuntos importantes, sobrino; contestó Aben—Jahuar: creo que tú tambien tienes entre manos asuntos de interés.

—Si por cierto, tio, contestó Aben—Aboo, me ocupo en pensar de qué manera puedo ser mas útil á mi patria.

Movió en un movimiento de incredulidad la cabeza Aben—Jahuar.

—¡Qué! dijo ofendido el jóven, ¿creeis que no haré yo tanto como el que mas por romper el yugo de los cristianos?

—No digo eso, sino que en estos momentos, en todo pensabas menos que en nuestra empresa.

—¿Teneis la pretension de adivinar, tio? dijo con cierta secatura Aben—Aboo.

—No, pero pretendo tener tan buenos ojos como tú.

—No os comprendo.

—Estoy viendo desde aquí, dijo Aben—Jahuar extendiendo el brazo hácia la cumbre á donde antes habia mirado Aben—Aboo, dos hombres que llamaban hace poco tiempo tu atencion: el uno tiene una capa parda, y el otro una capa gris. Entrambos miran con la misma atencion con que tú los mirabas, á la atalaya donde vives, y desde la cual no pueden ser vistos.

—¡Ah! ¿habeis reparado eso?

—Como lo has reparado tú.

—¿Y qué interés creeis que puedan tener aquellos dos hombres en mirar á mi casa? dijo con negligencia el jóven.

—Veo con disgusto, sobrino, que me tratas con doblez, dijo Aben—Jahuar.

—No, no por cierto; decid mas bien que vos sois receloso.

—Me ha hecho receloso la experiencia: ademas de eso, de algun tiempo á esta parte, no te reconozco: eras mas confiado, mas sincero: has contraido con tu familia una reserva...

—No hago mas que pagarla en la misma moneda.

—Mi sobrino Aben—Humeya te ama.

—Ciertamente, como ama el carnicero á la oveja.

—En mala disposicion de ánimo empezamos la guerra.

—Esforcémonos todos: mi primo es rey, Aben—Farax alguacil mayor, vos capitan general, yo infante: nuestro poderoso pariente el emir de los monfíes nos ayuda...

—Y todos nos aborrecemos.

—¡Que nos aborrecemos!

—Esta es la verdad; Satanás se ha metido en medio de nosotros.

—Yo por mi parte...

—Tú estas tan empeñado como cada ano de nosotros.

—¡Empeñado! ¿y en qué?

—Has pensado en ser rey de Granada.

—Creo que tenia derecho para pensar así; pero desde el momento en que el reino ha elegido á mi noble primo Aben—Humeya, le he recibido por rey y le he prestado homenaje: y si á eso vamos vos tambien...

—¿Qué quieres suponer? exclamó con cuidado Aben—Jahuar.

—¿No pretendeis casaros con vuestra cuñada, con mi tia, doña Elvira?

—¡Oh! si... la amo, la amo hace muchos años.

—Bien puede ser porque doña Elvira es muy hermosa... ¿pero no podria tambien suceder que pretendiérais apartarla de su hijo, sin suscitar á este dificultades, envolverle en un lazo y alzaros con el reino...?

—Te repito que no te conozco, Aben—Aboo.

—Si, es cierto, vos creiais que yo era un mancebo inexperto, confiado, sobre quien su madre tenia una potestad absoluta...

—Tu madre no es ambiciosa, tu madre no quiere la guerra: tu madre tiembla de que esa guerra se empieze.

—Harto lo sé.

—¿Y sabes por qué tu madre tiembla la guerra?

—Es cristiana de corazon.

—Tu madre ama...

—Es natural que ame á su hijo.

—A mas que á tí ama á otra persona.

—Mi madre no se ha quitado aun sus lutos de viuda, que lleva hace veintidos años.

—Mas de veintidos años hace que tu madre amaba con toda su alma á otro hombre que no era tu padre.

—Teneis fama de maldiciente, tio.

—Yo no digo que mi hermana, la pobre Isabel haya faltado á su virtud; la conozco mejor que tú: mi hermana ha sido una mártir de su familia, y aunque ha amado, aunque ama á un hombre que debió ser su esposo, ni le ha alentado con una sola esperanza, ni aun ha consentido en verle, desde el dia en que se casó con tu padre. Pero ama á ese hombre, le adora, y se estremece por él tanto como por tí... Teme la guerra, la evitaria á costa de su sangre.

—¿Y qué hombre es ese á quien decís que mi madre ama, y con quien debió casarse?

—Ese hombre es nuestro pariente el poderoso emir de los monfíes.

—¡Ah! exclamó Aben—Aboo, comprendiendo entonces el amor con que le habia tratado Yaye.

—¿Y estás seguro sobrino, de que esos dos hombres que observan con tal interés y tan de lejos tu casa, no sean monfíes enviados por el emir, en un dia en que han de tener lugar graves acontecimientos?

—Os afirmo que esos hombres no son monfíes.

—Pues entonces, no es tu madre el objeto de esos hombres.

—¿Y cuál creeis que pueda ser?

—Bien pudiera ser una dama que has traido imprudentemente de Granada.

—¿Quién os da tantas noticias, tio?

—Nada pasa en las Alpujarras que yo no lo sepa: por ejemplo hace tres dias que llegó á Yátor otra dama que tambien te interesa mucho.

—¿Una dama que me interesa...?

—Si por cierto: la sultana Amina.

Palideció profundamente Aben—Aboo.

—¿Y decis, que la sultana Amina está en Yátor...?

—Si, si por cierto y repito que Satanás en forma de tres mujeres se ha metido entre nosotros.

—Explicaos.

—Tú amas á la hija del emir.

—Es verdad, contestó Aben—Aboo bajando los ojos.

—Aben—Humeya la ama tambien.

Destelló un relámpago de zelos salvajes en los ojos de Aben—Aboo.

—¿Y qué pretende mi primo?

—Pretende un imposible. Hacer su esposa á Amina.

—Pero eso no puede ser, mi prima es casada.

—¿Pero con quién? ¿con quién? dijo Aben—Jahuar con cierto temor ¿quién es el afortunado esposo de esa mujer?

—Se os sale la ambicion por los ojos, tio: no creeis que la sultana Amina pueda estar casada con menos que con un emir de Africa y temeis que ese emir se ponga entre Aben—Humeya y vos. Descuidad... descuidad de todo punto.

—¿Pero sabes tú quién es el marido de la sultana?

Sonrió con el desden de la superioridad, Aben—Aboo.

—Mi prima no está casada, dijo, sino simplemente deshonrada.

—¡Mira lo que dices! exclamó Aben—Jahuar mirando en torno suyo con recelo: en todas partes hay monfíes y esos tabiques...

—Descuidad, tio: por lo mismo que sé que podemos estar espiados hablo muy bajo.

—¿Pero qué pruebas tienes...?

—¿No habeis leido un contrato solemne, celebrado entre Aben—Humeya y el emir de los monfíes?

—Si.

—¿No hay en él una cláusula por la que se acuerda el casamiento del hijo de Aben—Humeya con una hija de la sultana?

—Si.

—Pues bien, esa hija es hija del amor: esa hija ha sido concebida en Madrid, sin duda alguna, á contar por el tiempo en que la dió á luz la sultana en las Alpujarras: esa niña es hija del capitan del presidio de Cádiar, el marqués de la Guardia, á quien adora Amina; que es su amante.

—¿La sultana amante del marqués de la Guardia? ¿y por qué no su esposa?

—Hace cinco dias, en la fecha en que se firmaron las capitulaciones entre Yaye y el emir, estuve hablando con el marqués de la Guardia en el Albaicin, en la taberna del Hardon. El marqués buscaba á su amante, á Amina, y estaba muy lejos de saber que era su esposa... esto no impide que lo sea ya... y con haber atrasado la fecha...

—Resulta, pues, que Amina se ha enamorado de un caballero castellano: peor para el emir.

—Si peor para el emir y para su hija, exclamó con acento reconcentrado Aben—Aboo. Pero seguid, tio, seguid: sepamos cuáles son las otras mujeres que Satanás ha metido en nuestros asuntos.

—La sultana Amina bastaria; porque tanto tú como Aben—Humeya estais empeñados por ella: pero existen ademas tu tia doña Elvira y tu madre.

—¡Ah!

—Si, ambas aman al emir y son enemigas á muerte: yo amo á mi cuñada y soy enemigo del emir; los odios se cruzan entre nosotros: hay ademas otra mujer por quien estais á un tiempo empeñados Aben—Humeya y tú: esa comedianta que has traido de Granada.

—Os confieso tio, que esa mujer me espanta, que no la comprendo, y que á pesar de estar enamorado de la sultana, esa mujer me enloquece.

—Eso consiste en que la sultana habla á tu ambicion, y la comedianta á tu deseo. Pero es necesario que encubras tus amores hácia la sultana: es necesario que separes de tí á la comedianta.

—¿Y á qué propósito?

—Para evitar el odio de Aben—Humeya.

—¿Y qué me importa? Bien sabeis que desde antiguo, por mas que lo hayamos disimulado, somos enemigos.

—Pero esa enemistad es fatal en estos momentos.

—Yo no quiero una patria en que he de ser esclavo.

—Es que esa patria, si luchamos todos á una, podrá ser tan grande que haya lugar en ella para todas las ambiciones.

—Yo no puedo contar con la buena fe de Aben—Humeya.

—Si Aben—Humeya te se muestra hostil, es porque desconfia de tí; ayúdale, inspírale confianza y Aben—Humeya se unirá á tí como á un hermano.

—Ya habeis dicho, que entre nosotros se han colocado dos mujeres.

—Si sigues mis consejos, solo habrá una, y esa es tal que no merece que dos buenos creyentes sean enemigos por ella.

—¿Y cuál de esas dos mujeres ha de ser la que ha de dejar de excitar nuestra rivalidad?

—La sultana Amina.

—¡Ah! exclamó Aben—Aboo, cuyo rostro se cubrió con la expresion de la mas profunda reserva; ¿y de qué modo podremos hacer para que la sultana Amina deje de ser un objeto de rivalidad entre Aben—Humeya y yo?

Sonrió sutilmente Aben—Jahuar.

—Ni tú ni Aben—Humeya amais á la sultana, dijo: quereis sin embargo casaros con ella, porque comprendeis que el que sea su esposo, tendrá en su favor al poderoso emir de los monfíes.

—Puede ser que piense así mi noble primo.

—No piensas tú de otra manera.

—Y bien, dado caso que yo piense así, ¿de qué modo hemos de obrar para que la sultana deje de ser un medio de elevacion?

Sonrió de nuevo sutilmente pero de una manera mas sesgada Aben—Jahuar.

—Supongamos que muere el emir...

—¡Ah!

—Esto es muy fácil que suceda... acometemos una empresa peligrosa... ademas el emir va todas las noches...

—¿A dónde?

—A ver á tu madre.

—¡A ver á mi madre!

—¿No te he dicho que se aman?

—¡Eso es mentira!

—Observa tu casa en las altas horas de la noche.

—Sois un demonio, dijo Aben—Aboo; quereis envenenarme el corazon.

—Tengo experiencia y te aconsejo bien.

Guardó por un momento silencio Aben—Aboo, y luego dijo.

—No hablemos mas de esto y vamos á lo que importa. Vos como capitan general de los moriscos me habeis mandado llamar y he venido.

—Ha llegado el momento de probar tu valor.

—¿Es decir, que ha llegado la hora?

—Si; Farax—aben—Farax, con seis mil hombres, marchará esta noche sobre Granada, sublevará el Albaicin, acometerá la Alhambra, en la cual hay poco resguardo, y para lo que llevan escalas, y es muy posible... los cristianos se entregarán descuidados á sus fiestas de la Noche—Buena; acudiran á los templos á la misa del Gallo, y cuando pretendan salir de ella, se encontraran con la muerte. Pero es necesario obrar al mismo tiempo en las Alpujarras: los cristianos, sea por casualidad ó por recelo, se mueven en nuestras montañas; la parte de compañía del marqués de la Guardia, que estaba en Cádiar, ha marchado á Yátor, pero en cambio, acaba de entrar esta mañana en la villa y de alojarse en las casas, la compañía de arcabuceros del capitan Diego de Herrera.

—¡Cómo! ¿ese miserable que ha cometido en las Alpujarras tantas infamias, vuelve entre nosotros?

—Vuelve para morir. Ademas de esto, la Inquisicion nos visita hoy.

—¡La Inquisicion!

—Esto nos favorece: como nuestros hermanos estan poco instruidos en lo que atañe á la religion cristiana, el inquisidor Molina de Medrano, que viene encargado de la visita, se estremará con ellos: á pretexto de que son poco celosos, de que ignoran los preceptos de la religion cristiana, les amenazará, pretenderá arrebatarles sus hijos...

—Es necesario arrancar el corazon á ese clérigo, exclamó Aben—Aboo.

—¡Los monfíes! exclamó con un acento feroz Aben—Jahuar; los monfíes haran eso. El Ferih el tremendo Abd—el—Melik el Ferih, te espera esta tarde á la caida del sol en las quebraduras de la rambla de los Ciegos.

—¡Ah! ¡me espera!

—Sí; tú á mas de ser infante de Granada, eres el morisco de mas influencia en Cádiar.

—¿Y me obedecerá el Ferih?

—Ciegamente.

—¿Sabe esto el emir?

—Ha dado órdenes al Ferih para que te espere.

—¿Y qué he de hacer, tio?

—¿Qué han hecho con nosotros los cristianos?

—Nos han aterrado á fuerza de crueldades.

—Pues bien, los cristianos te han dicho lo que debes hacer.

—¡Oh! ¡oh! ¿debo hacer con los cristianos lo que los cristianos han hecho con nosotros...? ¡bien! lo haré.

—No olvides lo que hemos hablado.

—¡Oh! es muy dificil olvidarlo: mi madre y mi tia aman al emir: el emir ama á mi madre; el marqués de la Guardia está casado con la sultana Amina y tiene de ella una hija... ¿Sabeis donde está la hija de la sultana? exclamó de repente Aben—Aboo.

—Puede ser que lo sepa.

—¿Y por qué no he de saberlo yo?

—Te he dicho que puede ser que lo sepa, lo que quiere decir que no lo sé.

—¿Y teneis medios para saberlo?

—Los buscaré...

—Y entonces...

—Lo sabrás.

—¡Ah tio, tio! conozco que sois un demonio, y sin embargo me parece que me voy á condenar con vos.

—O á salvarte.

—El olor de la sangre y de la carniceria me da ya en las narices.

—Procura que ese olor no te desvanezca: si oyes mis consejos, y eres valiente y leal, hijo, grande suerte te espera. Pero por el momento muéstrate con Aben—Humeya como un hermano; con Aben—Farax como con un amigo.

Aben—Aboo; estrechó la mano de Aben—Jahuar.

—Ahora es necesario que te vayas, dijo este á Aben—Aboo: Espero á una persona que no quisiera te viese conmigo.

—Pues entonces adios, tio.

—No te olvides de ir esta tarde á puestas del sol, á las quebraduras de la rambla de los Ciegos: yo iré tambien. Adios.

Aben—Aboo, salió, y poco despues, su tio le sintió bajar por las escaleras.

—Hé ahí un sobrino de buena raza, dijo Aben—Jahuar cuando se hubo quedado solo. Es valiente y cruel, y sobre todo ambicioso: en mejores manos no podría haberse puesto lo de Cádiar. Esta noche se verá claro en las calles aunque no haga luna.

Y se puso á pasear meditabundo á lo largo de la habitacion.

Como se vé, el amor hácia su cuñada doña Elvira, y su anhelo por poner las cosas á punto de que él fuese la única cabeza de la rebelion de los moriscos, hacian meditar á don Fernando de Válor ó Aben—Jahuar, horribles crímenes: para llegar á su objeto era preciso que se ensangrentase en su misma familia, que matara á sus sobrinos; que desgarrase el corazon de su hermana, y que hiciese caer en un lazo traidor y horrible á Yaye, su pariente tambien, pariente generoso que le habia dado continuamente oro y proteccion, y á cuya influencia debia el no haber muerto en galeras, ó á lo menos en un encierro como murió su hermano. Pero Aben—Jahuar queria poseer el amor de doña Elvira y la corona de Granada, y nada le detenia en su terrible paso hácia aquellos objetos: ni aun la sangre de los suyos.

Oyéronse pasos en el corredor, se acercaron, se entreabrió la puerta, y una voz clerical, dijo:

Deo gratias.

—A Dios sean dadas, contestó don Fernando.

Poco despues, maese Barbillo, el galeote escapado, el sacristan de la iglesia parroquial de Cádiar, estaba de pié y caperuza en mano, delante de Aben—Jahuar.

Capítulo XVI. De qué manera servia á quien le pagaba, Maese Barbillo.

Miróle este por un momento fijamente.

—¿Has concluido ya tus negocios? le preguntó.

—Por el momento si; pero no puedo estar mucho tiempo con vuesamerced, porque tengo que colgar la iglesia, y sacar los sillones para la Inquisicion, y qué sé yo cuántas cosas.

—Bien, siéntate.

—Estoy así bien, señor.

—Siéntate.

Barbillo se sentó.

—¿Has dicho á alma viviente lo que has hablado conmigo?

—¡Cómo, señor! ¿desconfia vuesamerced de mí?

—Desconfio de todo hombre que anda en tratos con mujeres.

—¿Y yo?

—Tú, á la socapa, tienes por novia á la morisca mejor moza de la villa.

—¿Quién ha dicho á vuesamerced tanto? exclamó con cuidado Barbillo.

—Me alegro que nada me niegues: yo sé que el ama del beneficiado Juan de Ribera, la buena Mariblanca, arde por ti, y que teneis tratado casaros.

—Algo hay de eso: pero mientras viva el beneficiado...

—¿Quién sabe lo que el beneficiado vivirá? pero volviendo al asunto: quien tiene por novia una mujer de tan buenos ojos, y tan ladina como Mariblanca, está expuesto á ser imprudente.

—¡Quiá! ¡no señor! ya sabe vuesamerced que yo soy mucho pez, y que todas las Mariblancas y Marinegras del mundo, no me haran hacer lo que no me convenga: es verdad que la Mariblanca es una muchacha que no la hay mas garrída en la córte del rey: es verdad que he andado y ando y andaré trás ella, y que lo que mucho cuesta se aprecia mucho: pero no hay miedo que yo la diga mas de lo que la debo decir.

—Yo sé que mi cuñada doña Elvira, viene algunas veces encubierta á Cádiar, y que aunque no vea á su cuñada doña Isabel, siempre ve á Mariblanca.

—Es verdad, pero eso consiste...

—¿En qué?

—En que Mariblanca y yo, servimos á doña Elvira.

—En sus amores...

—Cierto que sí.

—¿Pero tú sabes con quién tiene sus amores?

—Ayer no lo sabia, pero hoy lo sé.

—Y... ¿quién es?

—Un caballero muy principal.

—¿Como de cuarenta y cinco años?

—Si señor.

—¿Muy blanco, muy hermoso, con el pelo negro?

—Eso es.

—¿Y sabes cómo se llama ese caballero?

—Lo que sé, es que es muy amigo del beneficiado Juan de Ribera.

—¿Y cómo le conocias de antes?

—De una manera muy sencilla: á causa de doña Elvira. Antes de conocerme á mí, doña Elvira habia conocido á Mariblanca.

—¿Y cómo conoció mi cuñada á tu novia?

—El padre de Mariblanca es morisco.

—Ya lo sé.

—Un morisco feroz.

—Es mas que morisco: es moro: es monfí: se llama Abd—el—Melik el Ferih.

—Un moro muy principal... pues bien: habeis de saber que Mariblanca se enamoró de un capitan del presidio de Andarax. De esto, hace diez años: Mariblanca tenia entonces quince: el capitan la sedujo... la deshonró... y la robó de la casa de su padre... todo esto me lo ha contado Mariblanca.

—Sigue, sigue.

—Como decia, el capitan la sacó de su casa, jurándola que seria su esposa, y la escondió, y gozó de ella cuanto quiso, y cuando se fastidió de ella, empezó á distraerse y á requebrar á otras... entonces Mariblanca le dijo, que la cumpliese su palabra, á lo que el capitan la contestó, que no podia casarse con ella porque era mora. Entonces Mariblanca se fué á buscar al beneficiado.

—¿A Juan de Ribera?

—Al mismo. Le dijo en confesion lo que la acontecia, y le pidió que la bautizase. El beneficiado la bautizó, y ella, con la partida de bautismo en la mano, volvió á Diego de Herrera y le dijo:

—Yo he dejado por tí la casa de mi padre, que si me encuentra me matará: yo te seguí, oyendo tus promesas de que te casarias conmigo: tú me has dicho que no podias casarte con una mora: ya soy cristiana: cúmpleme tu promesa.

El capitan volvió la espalda á la muchacha, que se iba quedando á trás, y que al ver este desprecio de su amante, cegó de cólera y de venganza, y echando mano á un pequeño puñal que llevaba consigo, le hirió á traicion. El capitan cayó: Mariblanca creyendo que le habia muerto, huyó, y se refugió en la iglesia, donde tomó asilo. Entonces el beneficiado, Juan de Ribera, la llevó á su casa, y antes de tomar ninguna resolucion, fué á la casa del capitan: le encontró en el lecho herido, pero no peligrosamente, y supo que el capitan no queriendo acabar de perder á una mujer á quien ya habia hecho bastante daño, habia dicho que le habian herido los monfíes. Condolióse, pues, de la muchacha el beneficiado, ó enamorado de ella, segun dicen malas lenguas, aunque Mariblanca lo niega, y la recibió por su ama, á pesar de que entonces la muchacha solo tenia diez y siete años.

Pasó mucho tiempo: Abd—el—Melik el Ferih que desque su hija huyó de su casa habia desaparecido de Cádiar sin que nadie le hubiese vuelto á ver, permaneció fuera, hasta que una noche, hace dos años, cuando Mariblanca volvia de la fuente, se encontró de repente con un monfí. Era su padre.

—¡Ah! ¡ah! ¡un encuentro endiablado! ¿Y cómo es que hasta hace dos años no se habia presentado el padre á la hija?

—El Ferih habia estado en Africa.

—¿En Africa durante ocho años?

—Sea como quiera, el Ferih no se presentó á su hija sino despues de ocho años que su hija habia huido; pero cuando la vió ante sí...

—No la maté puesto que vive; pero sin duda procuró matarla.

—Nada de eso: la miró por un momento fijamente mientras la pobre temblaba, y luego como si nunca la hubiese visto la dijo:—Sígueme muchacha.

—¿Y le siguió Mariblanca?

—¿Qué habia de hacer? estaban solos y el Ferih la miraba con los ojos mas feroces del mundo. El padre delante y la hija detrás, salieron de la villa, siguieron un sendero adelante y no se detuvieron hasta pasar la valla del cercado de una huerta. Una vez dentro el Ferih se detuvo, y señalando á su hija una casa, tras una de cuyas ventanas se veia una luz, la dijo:—Vé allí; empuja la puerta, sube unas escaleras, y cuando entrares en una habitacion, cuya puerta encontrarás tambien abierta, dirás á una dama que verás allí: el monfí me envia.—La muchacha siguió adelante hácia la casa, empujó la puerta, subió las escaleras, abrió otra puerta y se encontró en una pequeña habitacion donde habia una dama muy hermosa.

—¿Quién eres? la dijo la dama.

—El monfí me envia; contestó con voz medrosa Mariblanca.

—¿Has conocido á ese monfí? replicó la señora.

—¡Es mi padre! exclamó toda trémula Mariblanca.

—¿Y sabes por qué tu padre no ha lavado con tu sangre la deshonra que has echado sobre él?

—No lo sé, señora; dijo Mariblanca.

—Tu padre me debe la vida, repuso la dama, y en agradecimiento me ha prometido no tocar á uno solo de tus cabellos.

—¡Ah! ¡Dios se lo pague á vuesamerced, señora! exclamó Mariblanca cayendo de rodillas.

La dama se inclinó sobre ella, y sin levantarla del suelo la dijo:

—Te he salvado la vida para que me sirvas.

—¡Ah! ¡serviré á vuesamerced de rodillas! exclamó juntando las manos Mariblanca, que no podia echar de si el terror que la habia causado la súbita presencia de su padre.

—No; quiero que me sirvas de pié y con gran discrecion, levántate.

—¿Y en qué he de servir á vuesamerced?

—Conoces tú á doña Isabel de Córdoba y de Válor.

—¡Ah! ¡si señora! contestó Mariblanca; la conozco mucho, porque va con frecuencia encubierta, á hablar con mi señor el beneficiado.

—¿Que va á hablar con tu señor?

—Si señora: muchas veces mi señor está en la iglesia, y doña Isabel le espera; es un ángel: me habla con cariño porque soy morisca convertida...

—¿Es decir, repuso la dama, que con poco que hicieras podrias entrar y salir libremente en casa de doña Isabel?

—Si señora.

—Pues bien; es necesario que entres en su casa cuantas mas veces puedas, que observes, que veas... ademas de eso tú debes de tener un amante...

Mariblanca se turbó, tartamudeó, y al fin confesó que era mi novia.

—¡Ah! dijo la dama: un sacristan... ciertamente el amante digno del ama de un beneficiado; así todo se queda en casa: pues bien, es necesario que de noche tu amante ronde por fuera de la casa de doña Isabel, y vea quién entra y quién sale, ó quién ronda ó no.

Mariblanca prometió á la dama servirla á su placer, y salió mas muerta que viva, temiendo encontrar de nuevo á su padre; pero su padre habia desaparecido: vínose á casa del beneficiado, y mientras este dormia aquella noche su primer sueño, me contó todo lo que la habia acontecido. De esta manera fue como Mariblanca conoció á vuestra cuñada doña Elvira de Céspedes, y me ha contado tantas veces y tan al pormenor su aventura, que la sé de memoria sin que en ella falte ni un ápice.

—Me has dicho en esa relacion que doña Elvira habia salvado la vida al Ferih.

—Asi lo dijo doña Elvira á Mariblanca.

—Esto lo sabré yo por la misma parte interesada; dijo para sí Aben—Jahuar, y luego añadió alto:

—¿Y qué vísteis Mariblanca y tú?

—Mariblanca, que empezó á frecuentar, á pretexto de conocimiento y de cariño á doña Isabel, vió que estaba siempre muy triste, que hasta dentro de su casa llevaba sus lutos de viuda, aunque ha mas de veintidos años que, segun cuentan, y estando de recien casada con él, murió su marido: que ama mucho á su hijo Diego Lopez, y que es muy caritativa y muy cristiana.

—¿Y no vió nunca Mariblanca en la casa ningun hombre?

—Si señor, los parientes del difunto marido de doña Isabel.

—¿Y nadie mas?

—Nadie mas.

—¿Y tú qué vistes en tus rondaduras?

—Os diré, señor: yo he visto mucho y no he visto nada.

—Explícate.

—He visto, por ejemplo, algunas temporadas en este último año un bulto con trazas de caballero, y de caballero principal, que rondaba las bardas de la huerta donde vive doña Isabel.

—¿Rondarlas nada mas?

—Algunas veces hablaba con el esclavo de Diego Lopez, que para hablarle se ponia caballero en la tapia, y esto muy tarde.

—¿Y no pudiste entender lo que hablaban?

—Sí, sí señor; una noche por encargo de doña Elvira, que deseaba mucho saber lo que el caballero hablaba con el esclavo, me arriesgué á todo, y aprovechando la oscuridad, que era tal que no se veian los dedos de las manos, me tendí cosido contra la tierra y la barda cerca del lugar por donde solian hablar el caballero y el esclavo del señor Diego Lopez; poco despues de estar allí oí ruido entre las matas, y sentí acercarse á un hombre que se detuvo y silbó como una culebra: al silbido sentí que por dentro se acercaba una persona que trepaba á la barda, y al fin oí la voz de Alí, á quien conozco mucho, que decia:

—¿Sois vos señor?

—Sí, yo soy, contestó el de fuera: ¿qué tienes que decirme?

—He puesto la carta de vuestra señoría, sobre la mesa del aposento de mi señora; me he puesto en acecho; cuando mi señora ha entrado y visto la carta se ha puesto pálida, la ha tomado y la ha leído temblando; despues la ha ocultado, como ha hecho siempre con las otras, entre sus ropas; ya entrado el dia, me ha encontrado en el huerto, me ha mirado fijamente, como siempre que he dejado alguna carta, pero no me ha dicho nada; á Genoveva, su doncella, la ha tratado con impaciencia, y como la pobre muchacha no sospecha nada, se ha entristecido; yo por mi parte me he hecho el torpe, como si nada supiese, y ha pasado.

—¿Y nada mas? dijo el caballero.

—Sí, si señor, contestó Alí: he robado un ramo de flores del búcaro de la señora, y una de las marañas de cabello de su peinado. Ahí va todo junto: los cabellos en las flores.

—Paréceme que hubiera querido mucho mejor el incógnito, dijo Aben—Jahuar, las flores en los cabellos.

—Eso tambien creo yo, dijo Barbillo, porque el tal señor está perdidamente enamorado de doña Isabel.

—¿Y lo sabe eso doña Elvira?

—¡Pues no ha de saberlo! como que yo la escribí relatándola, sin faltar letra la conversacion que habia oido entre el hidalgo y Alí.

—¿Y no ha entrado nunca ese enamorado, casa de mi hermana?

—Nunca. Sabríalo yo, y hace algunas noches estaba tan desesperado como antaño.

—Continúa.

—Pues señor, doña Elvira quiso á todo trance saber con certeza quién era el desesperado amante de doña Isabel, y... ayer vino á Cádiar.

—Ya lo sé.

—Se ocultó en la casa que tiene de costumbre, en la Caba Alta.

—Lo sé tambien: casa de la viuda de un mudéjar.

—Eso es: con la viuda mandó llamar á Mariblanca.

—Lo sé tambien: es decir que Mariblanca fué á ver á doña Elvira, pero no sé lo que hablaron.

—Doña Elvira queria á todo trance, que yo con algunos amigos me apoderase del encubierto; anoche mismo Mariblanca me lo dijo, y como pagaba bien doña Elvira, busqué al organista y al barbero, que son dos mozos de pelo en pecho, y bien armados, esperamos á nuestro hombre por el camino por donde suele entrar en la villa; el hombre vino, pero nos aporreó: á pesar de la noche le conocí: esta mañana le ví en la sacristía.

—¿Con qué es decir que el beneficiado, anda en tratos con ese hombre?

—¿Y como si anda? y jura y perjura que es el mejor cristiano que conoce.

—Pues no tiene mucho conocimiento el beneficiado.

—¡Cómo! ¡qué! exclamó abispado, como suele decirse, Barbillo.

—Dios me entiende y yo me entiendo, y basta con que Dios y yo nos entendamos: vamos á otra cosa. Mariblanca seguirá frecuentando la casa de mi hermana.

—Ahora mas que nunca, y de tal manera la finge cariño y amistad Mariblanca, que doña Isabel ha llegado á amarla y á no poder pasar sin ella: de tal modo que la tarde que Mariblanca falta á su visita, la envia á buscar doña Isabel.

—¿Y qué sabe Mariblanca de cierta dama, que hace diez dias ha traido mi sobrino Diego Lopez á su casa?

—¡Ah! esa es otra historia. Diego Lopez ni aun se ha tomado el trabajo de disculparse con su madre.

—¡Ola! ¡Ola! ¿con qué de tal modo falta mi sobrino al respeto á mi hermana?

—Hace algun tiempo que el señor Diego Lopez está desconocido, antes era alegre y decidor; iba á todas partes, galanteaba á las mozas, y hacia finezas á Mariblanca, hasta el punto que casi, casi, llegué á tener zelos: jugaba á la pelota, tiraba la barra y era el que mejor parte llevaba en la palestrilla. ¡Pero ahora! ni tiene un requiebro para las mozas, ni una palabra para sus conocidos; anda triste y mohino, pensativo y cabizbajo, y algunos pastores le han visto acechando por el sitio por donde suele pasar la Dama Blanca de la montaña.

—¡Bah! ¡bah! ¡la Dama Blanca! dijo con acento de burla Aben—Jahuar.

—Burlaos cuanto querais, pero no por eso será menos cierto que anda por nuestras montañas ese duende maldito, que hace mal de ojo á los ganados, y mucho será que no se lo haya hecho al señor Diego Lopez.

—Bien, bien; pero sigue, que nuestra conversacion se va haciendo demasiado larga y tengo que hacer.

—¿Pues y yo que estoy haciendo falta ya en la iglesia? ¡Ya se ve! ¡quiere vuesamerced saber tanto!

—Quiero saber lo que sabe Mariblanca acerca de esa dama, que ha ido á vivir desde hace tres días á la casa de mi hermana.

—Esa dama es muy hermosa.

—Lo sé.

—Y muy principal.

—Lo sé tambien.

—Y gasta unos vestidos como no se han visto en las Alpujarras.

—Vamos al asunto maese Barbillo.

—Pues el asunto es, que el señor Diego Lopez se presentó en su casa el lunes en la noche, trayendo á esa dama á la grupa de su caballo, y que dijo á su madre, segun vuestra señora hermana ha dicho á Mariblanca, que era necesario que la tuviese en su compañía. La dama, que se llama, quisiera no equivocarme, doña Angélica, dijo á vuestra hermana que era viuda de no sé qué príncipe, que se encontraba sola en el mundo, que el señor Diego Lopez la habia enamorado, y que preferia vivir al arrimo de doña Isabel, á que nadie viese que siendo moza y sola la galanteaba un hidalgo jóven. Doña Isabel por amor á su hijo, y viéndose tambien sola, ha dicho en el pueblo que la doña Angélica es una parienta suya, que ha venido á vivir una temporada en las Alpujarras. ¡Pobre madre!

Callóse Barbillo, porque no tenia mas que decir.

—Toma maese, le dijo Aben—Jahuar sacando un escudo de oro de su bolsillo y dándolo al sacristan, has cantado de plano y te estoy agradecido. Ahora cuídate de no decir á alma viviente, ni aun á Mariblanca, que has hablado conmigo, y adios.

—¿Y no me encargais nada, señor?

—Será muy posible que no necesite de ti, contestó Aben—Jahuar con voz cavernosa.

—Pues lo siento mucho, don Fernando, porque teneis una manera tal de tratar á las gentes, que dan ganas de serviros de rodillas.

—Si te necesito otra vez te buscaré.

Y como al decir esto Aben—Jahuar habia demostrado con el acento y con el gesto que deseaba quedarse solo, Barbillo, despues de haberle saludado servilmente, salió.

—No gozarás ese dinero, sino lo gastas de aquí á la noche, dijo el capitan general de los moriscos: sé cuanto necesitaba saber: ahora empecemos á obrar.

Y yendo á la puerta gritó:

—Ola mesonero: mi caballo y la cuenta.

Un momento despues salia del meson y de Cádiar á un mismo tiempo.

Capítulo XVII. El capitan Diego de Herrera.

Los pobres moriscos de la villa estaban consternados.

En primer lugar desde el dia anterior se sabia una noticia en extremo alarmante.

El hecho á que aquella noticia se referia, era el siguiente:

Acostumbraban los escribanos y los alguaciles de la audiencia de Ujijar de Albacete, villa de las Alpujarras, ir á pasar las vacaciones de Pascuas en Granada, donde los mas de ellos tenian sus familias, y al hacer el camino, como los moriscos estaban acobardados y ellos lo sabian bien, porque eran los que los acobardaban, llevábanse á su paso, gallinas, pollos, miel, fruta y dinero, todo arrancado con amenazas, ó mejor dicho: robado.

Cinco de estos escribanos y alguaciles, entre los que iban dos ferocísimos, Juan Duarte, y Pedro de Medina, salieron de Ujijar el martes veinte y dos de diciembre llevando por guia á un morisco, é hicieron por los lugares por donde pasaron desórdenes y tropelías, con el mismo descuido que si las Alpujarras hubieran estado en perfecta tranquilidad, y no agitadas y preparándose para un alzamiento; á las noticias de estos desórdenes, salió á ellos con algunos monfíes nuestro antiguo conocido Harum—el—Geniz, y encontrándolos en una senda cerca de la villa de Poqueira les cortaron el camino y los pasaron á cuchillo, no pudiendo escapar mas que el escribano Pedro de Medina y el guia morisco, que fueron á ampararse á la villa de Orgiva. Del mismo modo los monfíes mataron y quitaron los caballos á cinco escuderos que habian salido de Motril.

Temian, pues, los moriscos, que, como en otras ocasiones, pagasen justos por pecadores, es decir, que el corregidor de Ujijar enviase al término donde aquellos fracasos habian acontecido y aun mucho mas lejos; algunas escuadras de soldados, y no pudiendo haber á los monfíes, ó no atreviéndose á ellos, extremasen sus crueldades y sus licencias con los que ninguna parte habian tenido en el caso.

Lo que en segundo lugar los tenia como suele decirse con la mosca sobre la oreja, era que se sabia de cierto que la Inquisicion iba á Cádiar á hacer su visita, y lo que en su lugar los aterraba era la llegada á la villa del capitan Diego de Herrera, y su cuñado Juan Hurtado Docampo, hombres crueles, que con cincuenta soldados y una carga de arcabuces, habian venido de Granada, causando á su paso por los pueblos agravios, cometiendo desafueros, y tratando á los naturales como cosas viles de las cuales dispone á su antojo su dueño.

Aquella mañana antes de que entrasen los dos hidalgos cuñados con su gente, sabíase en la villa, y encontrábanse en la plaza los moriscos divididos en corros, hablando animadamente: pero notábase que cambiaban, aunque con gran disimulo, de conversacion cuando pasaba junto á ellos algun alguacil del corregidor, ú otro de los castellanos de los que vivían en el pueblo con fueros y soberbia de autoridad, ya fuese por su oficio, ya por su amistad con los oficiales del rey.

Un observador hubiera notado que los moriscos trataban algo y algo terrible.

Como á las nueve de la mañana oyéronse en la parte baja de la villa pífanos y tambores, y cambió como por ensalmo la expresion de los semblantes de los moriscos, de tal modo que nadie los hubiera creido sino los mas contentos y felices hombres del mundo: poco despues entraron en la plaza con la bandera tendida los cincuenta arcabuceros, llevando delante dos pífanos y dos tambores, tras ellos Diego de Herrera y su cuñado Juan Hurtado Docampo, ginetes en dos rocines, con las espadas desnudas, y con mas fueros, autoridad é hinchazon que podia haber traido el mismo rey.

—¡Eh! ¡tú, Tomás el Ansarí! dijo el capitan Herrera á un anciano que estaba entre los moriscos y á quien conocia por haber estado antes de presidio en la villa: mis muchachos vienen cansados, necesitan buen almuerzo, buena cama, y buenas mozas: conque mira de qué modo se les aposenta, que no tengan que enojarse con vosotros.

El Ansarí, que era el xeque de la talla de Cádiar, noble anciano descendiente de la esclarecida familia de los Abencerrages, se acercó al capitan con la gorra en la mano, y le dijo con la sonrisa en los labios:

—Bien venido sea vuesamerced entre nosotros: por mi parte, mi casa y cuanto en ella tengo está para serviros y á ese honrado hidalgo que os acompaña: juro á Dios que no os ha de faltar nada y en cuanto á la tropa, yo haré de modo que á cada soldado se le aposente como si fuera un rey.

—Bien harás en eso Ansarí, porque tanto como un rey vale un soldado español, y tal andais vosotros que os importa estar bien con la gente de guerra; que nadie sabe lo que acontecerá, y ocasion podria llegar, en que sea mas útil la amistad de un soldado que la del mismo Preste—Juan de las Indias.

—Si esa ocasion llega, ya procuraremos que los buenos soldados del rey no puedan quejarse de nosotros.

Tras estas palabras Tomás el Ansarí se llevó consigo hácia su casa al capitan Herrera y á su cuñado, y los arcabuceros fueron alojados en las mejores casas del pueblo.

Al atravesar la plaza el capitan Herrera, detuvo de repente su caballo.

—¡Juro á Dios que no la hubiera conocido! exclamo mirando á una moza que pasaba á la sazon y que se detuvo á su voz y clavó una penetrante mirada en el capitan; ha crecido y está hecha una reina: será preciso volver á travar conocimiento con esta muchacha.

Aquella muchacha era Mariblanca, que despues de haber mirado por un momento el capitan, siguió su camino haciendo un mohin de desprecio.

—¿Conoces á esa prenda? dijo el capitan al Ansarí, siguiendo adelante.

—Es Mariblanca, contestó lacónicamente el xeque.

—Cuando yo se la quité á su padre para hacerla mia, repuso con desvergüenza el capitan, se llamaba Alida.

—Entonces era mora.

—Es verdad: recuerdo que por casarse conmigo se bautizó.

—Y entonces la pusieron María: despues como es blanca como la nieve, han dado en llamarla Mariblanca.

—¿Y se ha casado?...

—Es ama del licenciado Juan de Ribera, beneficiado de la iglesia de la villa.

—¡Ah! ¡ah! ¡querida de un clérigo!... bien... pues mira aposenta á mi cuñado en tu casa, que yo voy á aposentarme en la del beneficiado.

—Como guste vuesamerced, dijo el Ansarí.

Diego de Herrera, como quien conocia el pueblo, se fué derecho á la casa del beneficiado.

Cuando llegó á ella no habia nadie mas que el niño de coro que servia á Mariblanca, porque en cuanto al clérigo solo se dejaba servir por la jóven.

Era demasiado persona un capitan de infantería española en aquellos tiempos y en tales circunstancias, para que un vecino, y mucho menos un niño, se opusiese á su voluntad. El capitan metió por sí mismo el caballo en la cuadra donde el beneficiado tenia su mula; entróse como por su casa en las habitaciones interiores, y en la mejor se echó sobre un ancho mueble, especie de sofá que el beneficiado, hombre cómodo si los habia, tenia para su regalo, y clavó sus espuelas en el damasco de los almohadones, sin importársele de ello un ardite.

—¿Dónde está tu amo? dijo el capitan al niño de coro que le habia seguido absorto.

—Está en la iglesia, señor, contestó aturdido el muchacho.

—¿Y no hay quien me dé de almorzar?

—No, no señor, contestó mas aturdido el muchacho: la señora Mariblanca está fuera.

—¿Quién está ahí? dijo una voz sonora y fresca á la puerta del aposento.

El muchacho por toda respuesta señaló al capitan que estaba echado sobre el sofá una pierna sobre la otra, y desceñido el talabarte.

—¡Ah! dijo Mariblanca, de la manera mas natural y aun con alegría, con la alegría de quien ve al cabo de mucho tiempo de ausencia á una persona á quien ama: ¡bien venido sea el señor capitan!

El muchacho se habia ido: Mariblanca y Diego de Herrera estaban solos.

Reconozcamos á estas dos personas.

Era ella una mujer como de veinte y cuatro á veinte y cinco años, pero con el brillo de una juventud extremada, alta de frente, ancha de hombros, un tanto largo el cuello, prominente el pecho, delgado el talle, y gallardamente pronunciadas las caderas; era muy blanca, hasta el último punto que puede ser blanca una mujer; levemente sonrosada en las mejillas y los labios húmedos y muy rojos: tenia los cabellos muy negros y muy abundantes: las cejas y las pestañas negrísimas y espesas; los ojos garzos; torneados el cuello, los brazos y las piernas, y muy pequeños y muy gruesecitos los piés y las manos: era una de esas moriscas cuyo tipo se conserva aun en las Alpujarras, que enamoran á una piedra, que derriten con su mirada el hielo, y que desesperarian á un pintor.

Vestia al uso del pais, y su corto zagalejo dejaba ver las deliciosas extremidades en que se sustentaba: se nos olvidaba decir que era alta y robusta, y que en sus ojos, en su boca y en la actitud de su cabeza, habia algo de duro, altivo y fiero, que en vez de perjudicarla aumentaba su hermosura, porque asociaba á ella la idea de la fuerza, del valor y de la dignidad.

Diego de Herrera era un hombre de cuarenta años; alto, robusto, membrudo, con picaresco semblante de soldado, curtido por el sol, por el aire, y por el polvo y el humo de las batallas; procacidad en los ojos, cinismo en la expresion de la boca, audacia en sus maneras, y rudeza y sabor soldadesco en todo su conjunto; todo como cubierto, velado y dulcificado por cierto espíritu de nobleza de raza, que hacia comprender que se trataba de un noble, aventurero y soldadote eso sí, pero de pur sang.

—¿Sabías tú que yo vivia en esta casa, Diego? dijo Mariblanca, posando en el capitan una mirada entumecida, no sabemos si por el odio, pero que podia haberlo sido del mismo modo por el amor.

—¿Pues si tú no vivieras en esta casa vida mia, á qué habia yo de haber venido á ella?

—Pues has tardado en venir, contestó Mariblanca.

—¿Qué quieres? En primer lugar el soldado es del rey en cuerpo y alma, y es necesario ir á donde nos manda su magestad, sin que nos duelan prendas del alma: ademas que la última vez que nos vimos me trataste de un modo que no demostraba que tuvieses muchas ganas de volverme á ver.

—Te dí de puñaladas.

—Pero no me mataste, como me estas matando con tus ojos.

Y el capitan se sentó en el sofá, y echó á un lado el talabarte con la daga y la espada.

Mariblanca se habia acercado, y habia apoyado una mano en el hombro del capitan.

—¿Es verdad que mis ojos te matan? le dijo.

—¡Ah, diablo! me parece que respiro con dificultad, Alida, repuso el capitan rodeando con sus dos manos su cintura.

—A veces el tiempo que pasa hace milagros, dijo con un leve sarcasmo la jóven.

—Sí, si por cierto; el tiempo que pasa, cuando pasa como ha pasado por tí, hace el milagro de convertir á una niña bonita en una moza como tú ¡cien rayos! ¿sabes que seria capaz por tí de matar á todos los clérigos del mundo?

—¿Y por qué?

—¿No eres ama de un beneficiado?

—¡Y bien!

—Ama y manceba...

—Son dos cosas distintas...

—¿De veras?

—Te lo juro.

—Si se pudiera creer eso...

—La que dió de puñaladas al amante que la engañaba, no es mujer de tener mas que un amante.

—¡Oh! ¡oh! si yo llego á creer eso...

Y el capitan trajo hácia sí con tal fuerza á Mariblanca, que aunque esta era fuerte, no pudo evitar que la diese un sonoro beso en el cuello.

Mariblanca, sin embargo, saltó atrás y quedó libre.

—Estas son locuras, dijo.

—¡Cómo! exclamó el capitan: ¿no quieres ser mi mujer?

—No digo eso: sino que venir á esta casa, y despues enamorarme en ella, son locura sobre locura.

—¿Pues qué he de hacer?

—Ven á verme esta noche.

—¿Esta noche?

—Sí.

—¿A hablarte por la reja? no me acomoda.

—Toma: dijo Mariblanca yendo á una espetera y tomando una llave.

—¿Y para qué esto?

—Para que entres esta noche en el huerto por el postigo.

—Hace mucho frio para estar al sereno.

—Al huerto da la ventana de mi aposento.

—¡Ah! eso es distinto. Pero es el caso, que yo no daré con ese postigo.

—Pues es muy fácil; mira (y Mariblanca señaló al huerto que se veía por una puerta del fondo): ¿ves aquella higuera?

—Sí.

—Sus ramas salen fuera de la tapia.

—Sí.

—Junto á esa higuera, está el postigo.

El capitan tomó la llave y la guardó en el bolsillo de sus gregüescos.

—¿Y á qué hora he de venir, luz de mis ojos?

Quedóse un instante meditando Mariblanca.

—Esta noche es noche de Navidad, dijo al fin.

—Es verdad, repuso el capitan.

—A las doce dirá la misa del Gallo el señor Juan de Ribera.

—Y entre tanto tú te quedarás sola en la casa.

—Sí, porque pretextaré que estoy enferma para no ir á misa.

—Bien, muy bien: con que es decir, que esta noche á las doce.

El capitan se levantó, y se dirigió á Mariblanca con notoria intencion de abrazarla.

—Quieto, quieto, señor mio, dijo la jóven: aunque estamos solos puede entrar gente de un momento á otro. Vete. Hasta la noche.

—Sea como tú quieras, Mariblanca: adios.

El capitan se fué á la cuadra, sacó su caballo, montó en él, y fué á hospedarse casa del Ansarí murmurando por el camino:

—Está hecha una prenda de rey: y me ama: me ama aun: las mujeres no olvidan nunca á su primer amante: vive Dios que esta Noche Buena, vá á ser la mejor noche que haya pasado en toda mi vida.

Capítulo XVIII. El palacio encantado.

Aun no eran las once de la mañana, cuando salia de Cádiar una larga procesion, en medio de los moriscos que la miraban con un mudismo de mal agüero.

Componian esta procesion, unos cuarenta frailes entre donados y de misa, franciscanos descalzos, con sus hábitos cenicientos, sus anchas sandalias y sus estrechos cerquillos, llevando su pendon y su cruz: trás estos, iba la clerecía de la iglesia parroquial, con sus albas y sus bonetes, llevando delante estandarte y ciriales, y detrás el señor beneficiado, cubierto con una riquísima capa de coro, llevando á la derecha un diácono, y á la izquierda un subdiácono; seguia el corregidor con el escribano, y la turba alguacilesca, despues los vecinos mas ricos del pueblo, entre los que se contaba Tomás el Ansarí, y por último, el capitan Diego de Herrera, y su cuñado Juan Hurtado Docampo, vestidos de gala, llevando trás sí, al compás de la marcha de pífanos y tambores, los cincuenta arcabuceros que habian traido á la villa, no menos engalanados y empenachados.

Toda esta gente salia á recibir al señor Molina de Medrano, inquisidor de la Suprema del Santo Oficio de la general Inquisicion, que con un secretario, algunos alguaciles y un resguardo de cuadrilleros de la Santa Hermandad, esperaba aquella procesion en la venta de la Mala—noche, á un cuarto de legua de Cádiar, para entrar con ella en la villa, con la pompa, decoro y aparato que correspondian al Santo Oficio.

Llegaron á la venta los que recibian, se incorporaron á ellos los recibidos, y tomaron el camino de Cádiar, aumentándose el ruido de los pífanos y tambores de la infantería, con los clarines de los cuadrilleros y los sordos timbales del Santo Oficio.

Apenas el insigne maese Barbillo, que armado de sobrepelliz y sotana, atalayaba desde la torre de la iglesia el camino, vió que los que iban, se habian reunido á los que venian, cuando, satisfaciendo la impaciencia de los monaguillos, les mandó echar las campanas á vuelo.

Aquel alegre toque, penetró como una amenaza terrible en las casas de los moriscos del pueblo: los hombres miraron con temor á sus mujeres como si las viesen por la última vez, y estas abrazaron llorando á sus pequeñuelos.

¡La Inquisicion se acercaba!

Sin embargo, esta consternacion, este dolor eran un delito, y debian quedar ocultos en el fondo del hogar: fuera era necesario, no solo mostrar el semblante alegre, sino tambien salir engalanados al encuentro de la Inquisicion.

Esta, con las gentes que la acompañaban, entró al fin en el pueblo; pero apenas habia entrado, cuando de una breña cercana se levantó un hombre.

Aquel hombre era el emir de los monfíes.

Llevaba Yaye el mismo trage castellano, con que aquella mañana habia hablado á Juan de Ribera, con el nombre de don Alonso de Fuensalida.

Junto á él, oculto en las quebraduras, estaba su caballo.

Silbó Yaye, y un momento despues saltaron por las rocas del barranco dos hombres.

Era el uno su wazir, Harum—el—Geniz, el otro, brabío, terrible, casi salvaje, era el tremendo Ferih de los Berchules.

—Al momento, Harum, al momento, dijo Yaye: vé y ordena á Farax—aben—Farax, que con los seis mil hombres que le he entregado, marche sobre Granada: que procure llegar á ella á la media noche; que levante el Albaicin con unos pocos, mientras con los restantes enviste la Alhambra. Que ponga, en fin, en ejecucion cuanto le tengo ordenado. Vé.

Harum partió.

Yaye se volvió al Ferih, y le señaló á Cádiar que se levantaba delante de ellos sobre su vericueto.

—¿Oyes? le dijo.

—¡Los infieles estan alegres! contestó el Ferih.

—Allí vive tu hija, la hija que te ha deshonrado; allí está el que deshonró á tu hija: es necesario que te vengues, Melik.

—Hace mucho tiempo que estoy esperando mi venganza.

—¡Allí tambien está doña Elvira de Céspedes!

—¡Ah, señor! el amor que os tiene esa dama, os puede ser funesto: ¿porqué en estos momentos supremos no satisfaceis ese amor? ¿ignorais que Aben—Jahuar—el—Zaquer, es un traidor?

—No importa: una cabeza mas que cortar.

—Es que Aben—Humeya y Aben—Aboo, son sus sobrinos.

Estremecióse Yaye al escuchar el nombre de sus hijos, y repitió sin embargo.

—No importa: escúchame bien: en Cádiar tenemos ahora mismo un inquisidor infame, un beneficiado hipócrita y cruel, un capitan de infantería aventurero y asesino; una compañía de arcabuceros, un convento de frailes; un corregidor, y una bandada de alguaciles: cerca á la redonda á Cádiar: que no pueda salir ninguno de esas gentes; que cada breña, cada piedra, cada mata, oculte á un monfí.

—Cercaré la villa, señor, y no saldrá ni una mosca de ella.

—Pero cércala bien: con gente sobrada, y de modo que nadie pueda verla.

—Asi lo haré, señor.

—Solo dejarás pasar por el camino de Yátor, al beneficiado Juan de Ribera, y al sacristan Barbillo.

—¿No sabeis, señor, que ese Barbillo es el amante con que ahora se entretiene mi infame hija?

—El beneficiado y el sacristan volverán á Cádiar: cuenta Ferih con que les acontezca algo en el camino.

—¿Y si fuese con ellos alguna otra persona?

—La dejarás tambien pasar.

—Muy bien, señor.

—Vete y espérame en la rambla Roja.

El Ferih desapareció entre las breñas.

El emir desató su caballo de un espino, y siguió una rambla abajo.

Las campanas de la iglesia de Cádiar seguian repicando.

Yaye se perdió entre las quebraduras.

Entonces, de una breña que estaba próxima al lugar donde habian hablado Yaye, Harum y el Ferih, salieron dos hombres.

El uno tenia una capa gris, y el otro una capa negra.

Eran los mismos que habia estado mirando Aben—Aboo desde la ventana del meson del Cojo.

Eran el comediante Andrés Cisneros, y Laurenti ó Bempo ó Godinez, como quieran nuestros lectores.

—¿Habeis oido? dijo Laurenti á Cisneros.

—Si por cierto, dijo el comediante todo trémulo, y me parece que estamos en muy mal lugar.

—Yo os creia mas valiente.

—¿Podeis pedirme mas valor? Por esa mujer he hecho lo que no hubiera hecho por ninguna. Desde que me dijisteis que no la perdiese de vista, desde el domingo por la mañana, la he observado: en acecho estaba cuando entró en su aposento Aben—Aboo, y me dieron tentaciones de entrar y de matarle allí mismo.

—Hubiérais hecho muy mal.

—Los zelos son malos consejeros.

—Vos no debeis tener zelos de esa mujer.

—¿No los teneis vos?

—¡Yo! lo que la tengo es odio. Ademas, no hay que tener zelos. Ella no ama mas que á un hombre, y ese hombre no la ama.

—¿Y á pesar de eso, huye con otro hombre?

—Por vengarse.

—¿Y por vengarse, ha hecho lo que yo la he visto hacer?

—¿Y qué la habeis visto hacer vos?

—He dicho mal, no lo he visto: lo he sentido.

—¿Pero qué habeis sentido?

—Ya os he dicho, que cuando salieron del corral del Carbon los seguí; que cuando salieron de la ciudad los seguí tambien, pagando á los guardas de la puerta del Rastro, para que me dejasen salir como á ellos; que los seguí por el camino, á pesar de que el caballo de ese maldito morisco, andaba mas deprisa de lo que yo hubiese querido; que cuando ellos han entrado en una venta del camino, me he esperado fuera, sin comer, descansando solo el tiempo que han tardado en salir: pues bien, durante esa larga jornada, he sentido en medio del silencio de la noche...

—¡Algun beso!...

—Besos ardientes: besos de enamorados.

—Y bien, ¿no os ha besado tambien Angiolina?

—Si.

—¿No se ha mostrado tan amorosa con vos delante de las gentes, como os han dicho se han mostrado con Aben—Aboo las mozas de las ventas á quienes habeis preguntado, cediendo á vuestros ridículos zelos?

—Si, si; es verdad que hasta que apareció en Granada el marqués de la Guardia, todos me han creido amante de esa mujer.

—Sin embargo nada habeis obtenido de ella.

—Es verdad.

—Y os ha mantenido continuamente en una falaz esperanza.

—Es verdad.

—Pues de la misma manera, aunque todo el mundo la crea enamorada de Aben—Aboo, aunque Aben—Aboo, que si no la ama ya, la amará con toda su alma, se crea amado por ella, os lo afirmo, os lo afirmo yo que la conozco desde hace diez años: Angiolina, que solo ama al marqués, será fiel á sus amores, se vengará del marqués, le matará si es posible: matará si puede á la sultana Amina, á cuantos encuentre ante sus zelos y su rabia: pero guardará puro su amor á ese hombre: vos no conoceis á Angiolina, añadió suspirando Laurenti: no, no la conoceis: si ella me hubiera amado, que bien pudiera haber sido si yo... pero en fin, no hablemos de esto: hay dolores que hierven en mi corazon, silenciosos, terribles; que se agitan dentro de él, que luchan, que solo conoce esa mujer... no hablemos mas de este asunto: pero vos necesitais vengaros...

—Si... con toda mi alma.

—Yo tambien.

—Pues á vengarnos hemos venido á las Alpujarras, á vengarnos del marqués de la Guardia.

—Nuestra venganza es injusta, dijo moviendo tristemente la cabeza Cisneros.

—¡Oh! yo odio á ese hombre: yo la aborrezco á ella: á él porque ella le ama, á ella porque le ama á él. Pero andad mas de prisa, Cisneros; ¿no habeis oido al emir mandar á sus monfíes que cerquen á Cádiar á la redonda?

—Y es muy posible que si los monfíes nos encuentran y nos prenden, y nos presentan al emir, no podamos dar cima á nuestros proyectos.

—Si me seguís á buen andar yo os juro que no daran con nosotros.

—La primer contra que tenemos es que no conocemos el terreno.

—Vos no; yo si, y os sirvo de guia.

—¿Que conoceis vos las Alpujarras?

—Conozco la parte que necesito conocer.

—Yo creia que nunca habiais venido á ellas.

—Yo presentía que los sucesos me habian de traer á ellas alguna vez, siguiendo á Angiolina, y procuré que me fuesen familiares.

—No sé cuando habeis podido...

—Yo necesito muy poco tiempo para conocer un terreno: como que he sido bandido...

—¡Ah! exclamó Cisneros, mirando con un asombro temeroso á Laurenti, que á cada momento crecia en proporciones fatídicas ante sus ojos.

—Si; he sido bandido, y famoso y terrible: me han perseguido y jamás han podido dar conmigo: basta con que yo vea la estructura de un país para que comprenda sin equivocarme las ventajas que puedo sacar de él. Y sino juzgad, juzgad por vos mismo: ¿no me habeis encontrado junto á vos en las Alpujarras cuando menos lo esperabais?

—¿Y cómo habia de esperarlo? Yo creia que os quedábais en Granada al frente de la compañía.

—¡Que se la lleve el diablo! vos os vinísteis siguiendo á una mujer; yo me vine siguiendo á un hombre.

—¡Al marqués de la Guardia! ¿estará acaso en las Alpujarras?

—En las Alpujarras se encuentra, aunque es muy posible que no lo sepa.

—¿Y dónde está?

—¿Para qué quereis saberlo? Dejaos guiar de mí, no me pregunteis mas de lo que yo quiera deciros, y sobre todo andad mas de prisa. Porque conozco el terreno os aguijo; hasta que salgamos de esta humbria estamos en peligro.

—Es que resbalo sobre el hielo.

—Si no os sentís con fuerzas para la empresa en que os habeis metido volveos.

—No, no; os seguiré... os seguiré á donde querais.

—Pues bien, seguidme, y por ahora callad; entramos en un terreno nevado, y la nieve ahogará el ruido de nuestros pasos.

—Pero el que pueda oirnos nos puede ver.

—Son dos cosas distintas: pueden oirnos sin vernos: callemos, pues, ya que no podemos hacernos invisibles.

Cisneros siguió en silencio á Laurenti, que á gran paso, por entre pinares lóbregos y estrechos y ásperas quebraduras, alejándose constantemente hácia el Este, anduvo sin parar durante tres horas.

Cisneros le seguia con gran fatiga; al fin en un barranco granítico de altísimas cortaduras que á nada se parecia mas que á una profunda grieta abierta en las rocas, se sentó sobre una piedra exclamando:

—Señor Godinez, yo no puedo mas: si la jornada es mas larga seguid vos solo; en cuanto á mí suceda lo que quiera, y aunque me esponga á ser cogido por los monfíes aquí me quedo.

—Descansad cuanto querais, contestó Laurenti, porque no pasaremos de aquí: este es un escondrijo tan bueno, como que no hay un solo natural de las Alpujarras que se atreva á pasar junto á él, ni en cuatro tiros de arcabuz á la redonda: mirad bien: este es un agujero; ni hay en él arena, ni yerba, ni musgo, la roca pelada, negra y calcárea, únicamente: ni aun las águilas se atreven á anidar en ella: ¿veis ese pico, esa roca informe que se levanta allá abajo, sola y escueta, y cuya parte superior remeda groseramente una cabeza humana desgreñada?

—Si que la veo.

—Pues bien, los naturales pretenden que esa roca ha sentido alguna vez, que ha sido una mujer hermosa...

—Consejas de los montañeses.

—Yo os contaré esa conseja en otra ocasion: ahora solo os diré el nombre de esa roca.

—¿La bruja maldita, acaso?

—No, la princesa encantada. Pues bien, esa princesa nos va á servir de abrigo y refugio, y al lado de un buen fuego y despues de un excelente almuerzo, podremos hablar largamente de nuestros asuntos, puesto que tenemos de plazo hasta la noche.

—¿Y dónde encontraremos ese fuego y ese almuerzo?

—En las faldas de la princesa; conque, levantaos y vamos, que estando parados se hace mas sensible el frio de este aire maldito que zumba entre las cortaduras.

Laurenti se dirigió á la princesa encantada: siguióle Cisneros, dieron la vuelta á la enorme roca, y el comediante vió, que sobre algunas escabrosidades que remedaban bastante bien el repliegue de la falda de una estátua sobre su pedestal, habia una estrecha y negra grieta por la cual apenas cabia un hombre.

Laurenti y Cisneros subieron á ella, recorrieron un pasadizo estrecho y tortuoso, y se encontraron en un espacio densamente lóbrego.

—¿Y qué diablos vamos á hacer aquí á oscuras?

—Esperad, esperad un momento: este es mi palacio en el cual no falta nada.

—¡Ah! ¡teneis el don de hacer milagros!

—Bien podeis decirlo: solo hace tres dias que he descubierto este escondrijo y ya está habitable.

—¿Y como lo descubristeis? No hay senda hasta él, y siendo un lugar de maldicion para los naturales...

—Es verdad: está en el centro de una sierra, lejos de las veredas y de los pueblos; por lo mismo, yo que buscaba un lugar escondido y poco frecuentado, he dado con él.

Y entre tanto Cisneros, arrancaba chispas de un pedernal.

—¿Y como supísteis su nombre y su historia?

—¡Eh! ¡y que curioso sois amigo mio! observó Laurenti, haciendo luz en la yesca encendida con una pajuela de azufre.

—¡Diablo! exclamó Cisneros, al ver á la luz de la lámpara que habia encendido con la pajuela, Laurenti, el gran espacio en que se encontraban: nunca hubiera creido que fuese tan grande el vientre de la princesa encantada.

—Donde han dominado mucho tiempo los árabes y los moros, dijo Cisneros, se encuentran cosas muy singulares, especialmente en las montañas: los tales musulmanes son minadores como topos: ademas como andaban siempre en continuas guerras civiles, y en rebeldías contra sus emires ó reyes, necesitaban la mina para escapar en las ciudades, y en las montañas para esconderse, los antros y las grutas: venid, venid conmigo y vereis.

Y se encaminó con Cisneros á un oscuro ángulo de la caverna, y se metió por otro pasadizo.

—¡Ah! con que es decir, preguntó Cisneros, que solo hemos visto como quien dice, la antecámara.

—Menos aun, amigo mio; hemos pasado el zaguan, y estamos en las escaleras: ¿no notais que descendemos?

—Si por cierto.

—¿No reparais que por esta rampa cabe una cabalgadura?

—Si.

—Dentro de poco llegaremos á las galerías, solo que las galerías son mas estrechas que las escaleras.

—¿Qué bulto es aquel que hay allí? dijo deteniéndose Cisneros: parece un hombre echado sobre sus manos.

—Paréceme que teneis miedo, Cisneros.

—¡Yo!

—Si, y que el miedo os enturbia los ojos: lo que os parece un hombre acurrucado, no es otra cosa que un asno de las Alpujarras, que come tranquilamente su pienso.

—¿Y qué hace ese asno aquí?

—Vos supondreis, que yo no habia de reducirme á vivir en una casa completamente desamueblada siendo rico, es decir, habiendo traido conmigo oro y alhajas.

—¡Ya..!

—Habeis de saber, que cuando buscando yo un lugar apartado y seguro de tropiezos, me encontré en los alrededores de este sitio, oí una voz que me decia: á gritos:

—¡Eh! ¡amigo! ¡buen amigo! ¡deteneos! ¡no deis un paso mas! Levanté la vista al lugar de donde salia la voz y vi un pastor que en una vereda aguijaba sus cabras.

Supuse que habia cerca de mí algun peligro, y me detuve.

—Si quereis salir al camino venid para acá, me dijo el pastor.

Encaminéme á él.

Cuando llegué le pregunté, que por qué me habia detenido.

—¿Sois forastero? me dijo.

—Forastero soy, le respondí.

—Ya se conoce, repuso: si vos hubiérais estado en las Alpujarras algun tiempo, hubiérais oido hablar de la princesa encantada.

—¿Y qué princesa encantada es esa?

—Dios os libre de conocerla, me dijo, porque moririais si no os acontecia una desgracia peor.

Y entonces me relató la historia del encantamento de la princesa, que es tal, que darian de buena gana tres ducados por saberla Torres Navarro ó Lope de Rueda. Se puede hacer con ella una comedia que daria muchas ganancias. Ya os la referiré en otra ocasion.

Seguí con el pastor algun tiempo. Durante este espacio, el pastor me dijo que en el lugar donde estaba encantada la princesa habia un palacio encantado tambien, solo que en vez de estar la princesa encantada en el palacio, el palacio estaba encantado en la princesa.

—He ahi una singularidad que no he visto en ningun libro de caballerías, por mas que los tales libros están llenos de disparates.

—Eso consiste en que el vulgo tiene el privilegio de inventar los mas disparatados disparates: sin embargo, dentro del palacio encantado estamos: hemos pasado el zaguan, hemos bajado las escaleras, pasado junto á las caballerizas y nos revolvemos por los corredores.

—Pues si este ha sido palacio, tal le ha puesto el encanto que no le conociera el alarife que le construyó.

—¡Eh! hasta el fin no podemos juzgar. Aun no hemos llegado al fin. Dejadme que acabe de relataros mi conversacion con el pastor.

—¿Y decís, le pregunté, que nadie se atreve á pasar ni á tres tiros de arcabuz á la redonda junto á la sima de la princesa encantada?

—Nadie, ni los pájaros, me contestó: cuando una cabra se pierde hácia allá preferimos perderla á acercarnos en su busca al sitio maldito: y se pierden muchas, señor: yo creo que las atraen los brujos que viven en el palacio, para devorarlas.

—Mirad no hayan corrido esa voz los monfíes para tener un albergue seguro.

—Ningun monfí se atreveria á llegar al sitio á donde vos llegásteis cuando os llamé: y eso que los monfíes son valientes como demonios.

—¿Y conoceis vos á los monfíes? cuasi nadie los conoce.

—No los conocerán las justicias, ni los cuadrilleros, ni los soldados del rey: pero los pastores de la sierra es distinto: como que nos compran cabras y corderos y muchas noches duermen en nuestras majadas. Si no fueran moros y tan crueles, son buena gente: buenos mozos, gastadores, y bravos, eso sí, como lobos: á los pastores nos tratan bien: pero desdichado del pastor que dice que los ha visto...

—¿Con que tambien esos valientes monfíes tiemblan de acercarse á la sima maldita?

—Ya os digo que se dejarian coger y arcabucear por los soldados del rey antes de pasar de ciertas piedras que están puestas como señales alrededor de la síma.

—Pues os agradezco el que me hayais salvado de tal peligro.

—No habeis tenido mala suerte en que yo os vea. Ahora bien, he aquí el camino de Orgiva.

—Es que yo no iba á Orgiva, le contesté: por lo que me decís, me he perdido.

—¿Pues á donde ibais?

—A Cádiar.

—¡Diablo! pues teneis que desandar el camino, y un mal camino: atravesar el puerto que estará cerrado...

—No importa, solo que estoy cansado.

—Pues meteos en una cortijada, descansad y tomad un guia.

—No, no, prefiero otra cosa. ¿Me vendeis vuestro asno? le dije señalando el que llevaba en el hato.

—Es un jumento nuevo y de buena casta que puede cargar con una iglesia, me dijo.

—Pues mejor, asi podrá aguantar una buena jornada.

—Es que yo no le venderé en menos de diez ducados.

—No quede por eso tomad doce.

Y sacándolos del bolsillo los di al pastor.

—Vamos á aquella cortijada, me dijo; descargaré al pollino y os le llevareis.

Poco despues, y habiéndome dado el pastor las señas del camino por donde debia ir para llegar al puerto, me encontraba cabalgando en mi asno por la senda de un áspero desfiladero.

A mis piés veia la especie de embudo donde está situada la sima de la princesa encantada.

Estaba enteramente solo; descendí, llegué á las quebraduras; ví la roca á quien creen una mujer encantada, y encontré esta gruta: ¡ah! ¡á propósito! deteneos un momento Cisneros: ¿veis ese agujero abierto debajo de esa enorme roca?

—Sí.

—Pues ahí hay un barril de pólvora.

—¡Un barril de pólvora! ¿y para qué?

—En el centro de la primera gruta, me habia olvidado de deciroslo, hay otro, y otro á la entrada de la galería, junto al lugar que sirve de establo al asno. Estos tres barriles son mi defensa.

—¡Ah!

—Si, estoy ya escarmentado: si en otra ocasion hubiera tomado las mismas precauciones, mi suerte seria otra, y acaso otra la vuestra, porque entonces no hubiera venido á España con Angiolina.

—Pero no comprendo...

—Mis proyectos son tales, que puede suceder que me vea perseguido ya por los tercios del rey, ya por los mismos monfíes. En un extremo, al entrar en la gruta pongo fuego á la primera mecha, despues á la segunda, por último á esta.

—Pero os sentenciais á volar hecho pedazos.

—No por cierto: la explosion se efectúa siempre de abajo arriba: nunca de arriba á abajo.

—Deben ser terribles vuestros proyectos cuando de tal modo os preparais.

—Vamos adelante Cisneros y sabreis parte de esos proyectos. Os anuncio que vamos á penetrar dentro de poco en un verdadero palacio.

—¿Será verdad lo del encantamento?

—Si lo del encantamento no es verdad, estoy seguro que si estas rocas habláran podrian contarnos alguna historia, y aun historias de mucho interés.

—¿Y creeis vos que se hayan abierto exprofeso estas galerías para hacer un palacio en las entrañas de la tierra?

—No amigo mio: estas galerías se han abierto para otro objeto; esta es sin disputa una antigua mina romana, ó acaso mas antigua; á poco trabajo encontrareis sobre el terreno escorias de fundiciones de plata; mirad un pequeño fragmento.

Y Laurenti levantó del suelo una partícula de una materia gris oscura y esponjosa.

—En lo que no cabe duda, es en que algun rico bandido, ó algun señor rebelde se han aprovechado de estas y otras minas para ocultarse y de que, para hacerlas mas cómodas han construido en ellas algunas habitaciones con el bello gusto de los árabes. He aquí que llegamos á un punto en que podeis admirar esa delicada arquitectura.

En efecto tenian delante un arco árabe estucado, medianamente conservado, pero sin puerta.

—¡Ah! dijo Cisneros, esto se parece á la Alhambra.

—¡Si! el mismo adorno, el mismo primor, pero mas reducidas las habitaciones: bajad la cabeza sino quereis tropezar en el arco.

Entraron y se encontraron en una pequeña habitacion cuadrada embaldosada de marmol, estucada, con techo de bovedillas.

Al fondo habia una puerta mas alta que la anterior que daba paso á una galería, á cuyos costados habia algunas puertas, y á cuyo fin se abria otro arco, por el que se ingresaba en una gran cámara.

—Esto es muy bello, dijo Cisneros.

—Ya lo creo; es un verdadero alcázar algo deteriorado.

—Y en el que hace algun frio.

—Lo que prueba que el aire tiene comunicacion.

—¡Cómo! ¿no estais seguro de ello?

—No he tenido tiempo de recorrer la mina. Las únicas habitaciones que existen son las que habeis visto y las que corresponden á la puerta por junto á las cuales acabamos de pasar. Esta cámara, no tiene mas que una entrada y dos alcobas: mirad: el pavimento es magnífico: de mosáico aunque empolvado y sucio: mirad qué bella es la fuente del centro; lo que prueba que hay algun valle ó barranco mas abajo del nivel de esta habitacion adonde puedan ir á parar las aguas: el encañado debe estar en buen uso, porque ayer la fuente corria: Cuando salí al aire libre vi que habia llovido.

—Pues ha sido un hallazgo este escondite, dijo Cisneros, porque yo no sabia donde meterme: me conoce el emir de los monfíes, me conocen Aben—Humeya y Aben—Aboo, me conocen en fin otras muchas personas por temor de encontrarme con las cuales, he andado á salto de mata, durmiendo en los ventorrillos y aperreándome por los cerros.

—Agradecedme, pues, el que haya pensado en vos, al establecerme aquí.

—¡Como!

—Aquel es vuestro aposento, dijo Laurenti señalando uno de los alhamies ó alcobas: venid y juzgad.

Dirigiéronse allá, y Cisneros con gran asombro encontró un lecho y una pequeña mesa con algunas botellas.

—Es cuanto aquí nos hace falta, dijo Laurenti: vino que beber y lecho en que descansar.

—Y el vino es bueno, dijo Cisneros empinando una botella.

—Es de la tierra.

—Pero falta algo mas.

—¡Qué!

—Algo que comer.

—Mi olla debe estar cocida, dijo Laurenti.

—¡Diablo! sois un hombre que de nadie necesitais.

—Si tal, he necesitado de un jumento que traiga nuestras camas, nuestros víveres y nuestra leña, á mas de dos buenos arcabuces que hay en aquel rincon.

—Sois todo un hombre, señor Godinez.

—Voy á traer leña, la encenderemos, pondremos junto á ella nuestra mesa, comeremos, beberemos, y acabaremos de entendernos.

Algun tiempo despues, sentados en dos taburetes de pino, teniendo en medio una mesa, en que se veian dos botellas, un vaso y una fuente de estaño, en que humeaba una olla podrida, al lado de una hoguera que ahumaba la habitacion, comian y bebian callando, en uno de esos primeros momentos de la comida, en que solo se atiende á un apetito exigente, Laurenti y Cisneros.

—Vamos á ver, dijo el primero al segundo, sacando un enorme reloj de bolsillo: son las once del dia, hasta las cuatro de la tarde en que necesitamos ponernos en marcha, van cinco horas: en cinco horas de buena conversacion, se puede convenir en muchas cosas.

—Os digo en verdad, amigo Godinez, contestó Cisneros, que me encuentro en las Alpujarras, y metido segun creo en una grande empresa, sin que yo me dé otra razon de andar en estos pasos, mas que mi empeño por una mujer, que se ha burludo de mí, que se ha burlado, por lo que entiendo de vos, cuya historia es un misterio, y cuyo fin podrá ser desastroso. Yo he tenido amores con muy nobles y hermosas damas; he gozado del favor y de la amistad de poderosos señores; he manejado á mi antojo á un príncipe, y he jugado con mi fortuna, sin pararme nunca á considerar en qué vendrian á parar mis aventuras: nunca una mujer ha dominado mi corazon como le domina la princesa: si me hubieran dicho que por esa mujer habia yo de olvidar mis proyectos, mi conveniencia, cuanto me interesa; que me habia de ver reducido á una vida casi miserable, sin dinero, sin amistades, aislado enteramente, sujeto como un niño, y corriendo trás ella por cerros y valles, no lo hubiera creido.

—No hay burlas con el amor, dijo Laurenti: esa mujer os arrastra, os lleva consigo, os atrae, os desespera: teneis zelos: zelos mortales: teneis sed, una sed inextinguible de hacerla vuestra, y junto con esto, la rabia de veros burlado, porque esa mujer se ha burlado de vos.

—Es verdad.

—Yo tambien voy detrás de esa mujer, pero con distintas intenciones: yo la conocí por una venganza, y por una venganza me apoderé de ella: se la robé á su padre: pero cuando se toma por medio de venganza una mujer tal como Angiolina, nuestra venganza nos hiere, porque nos hace esclavos: al poco tiempo de haberme apoderado de Angiolina, la amaba; la amaba, no sabré deciros cómo, porque yo nunca habia amado, pero me parecia que el ser de ella, se habia trasladado al mio; que respiraba con su aliento, que mi corazon latia en el suyo... ¡ah! fuí muy imprudente en tomar por instrumento de una horrible venganza á Angiolina: ella me recuerda mi venganza: me la recuerda todos los días, á todas horas, porque desde que me apoderé de ella, hasta hoy (y han pasado diez años), no he dejado de verla continuamente, á excepcion de dos meses, el año pasado, que vine á Granada: siempre que la veo, tan hermosa, y al parecer tan pura y tan casta, se levanta ante mis ojos, detrás de ella, otra mujer hermosa, que en mal hora dejó de ser casta y pura: otra mujer que me mira con sus dulces ojos grandes y melancólicos y que me acusa. Nunca que miro á Angiolina, dejo de ver el espectro de esa otra desdichada: nunca veo esa figura sangrienta, sin que mi corazon se hiele y se estremezca, por mas que mi semblante continúe impenetrable: ese fantasma que vive eterno detrás de Angiolina, es mi remordimiento, mi horrible remordimiento, mi infierno.

—¿Fue una mujer que abandonásteis por Angiolina? dijo con interés Cisneros.

—No; contestó roncamente Laurenti; fue una mujer á quien maté: á quien maté á puñaladas, á pesar de que pedia á gritos la vida; la vida, no para ella, sino para el hijo que llevaba en sus entrañas.

Laurenti se estremeció de una manera visible, y calló.

—Mucho debió ofenderos esa mujer, cuando tan cruel fuísteis con ella: ¿era acaso vuestra esposa?

—Era mi hermana, contestó con acento sepulcral, horrible, tremendo como una blasfemia, reconcentrado como el rugido de un leon á quien devora la calentura.

Cisneros se puso de pié de una manera instintiva, y miró con terror á Laurenti.

—¡Matásteis á vuestra hermana! exclamó.

—Si, pero sentaos: la maté... y ya no tiene remedio: pero esa catástrofe horrible, aumentó mi amor por Angiolina: durante diez años la he seguido á todas partes encubierto, disfrazado, sirviéndola, tendiéndome á sus pies como un esclavo, procurando hacerme amar de ella, y recibiendo solo en pago, indiferencia; la indiferencia de un mal amo respecto á su criado: pero al menos no tenia zelos: si Angiolina no me amaba, al menos no amaba á nadie; pero una noche, Angiolina entró en su casa con un hombre: con la frente alta, sin recatarse de sus criados, é introdujo á aquel hombre en sus mismas habitaciones como si hubiera sido su marido. ¿Y qué creeis que hice yo?...

—¡Esperásteis á aquel hombre á la salida, y le matásteis...!

—No le maté, ese hombre vive... es el marqués de la Guardia.

—¡Ah!

—Pasé la noche sufriendo lo que ningun hombre ha sufrido jamás, pegado á una pared medianera de los aposentos de Angiolina; pegado el oído á la pared, oyendo, percibiendo cuanto Angiolina en su enamorado delirio dijo y concedió á aquel hombre.

—¿Y no le matásteis al salir?

—No, porque tuve miedo.

—¡Miedo! ¿y de qué?

—Miedo de que me aborreciese Angiolina.

—¡Ah! repitió Cisneros.

—Vos no sabeis lo que es amar: si yo la hubiera amado menos, ella hubiera sido la que hubiera muerto: pero era su esclavo, y lo soy aun.

—Y entonces, ¿de quién quereis vengaros?

—¿De quién? de el hombre que ha tenido la culpa de que Angiolina ame al marqués.

—No os comprendo.

—Angiolina jamás hubiera amado, porque era honrada: porque aun cuando ella creia no haber pertenecido á su marido, aunque no le amaba, le estaba agradecida y hubiera respetado su nombre.

—¿Por qué decis que Angiolina creia no haber pertenecido á su marido?

—Porque ese marido, el príncipe Maffei Lorenzini, era una moneda falsa, no habia tal príncipe.

—¿Pues quién era ese hombre?

—Ese hombre era yo: yo que habia tomado un disfraz impenetrable y un nombre supuesto; yo que gastando mis tesoros de bandido, sostenia el fausto con que Angiolina se presentaba en la córte como princesa.

—¡Ah! ¡sois un hombre extraordinario!

—Decia, pues, que Angiolina, por un amor vulgar nunca hubiera manchado ante las gentes el nombre de su esposo. Pero las mujeres en general vienen al mundo con un grave pecado: con el pecado de la vanidad.—Angiolina se habia acostumbrado á ser la reina de las damas de la córte por su hermosura y por su fausto: yo gastaba cuanto era necesario: el homenaje y la envidia de los caballeros y de las damas de la córte, mantenian satisfecha su vanidad; pero cuando se presentó en Madrid la sultana Amina, ó doña Esperanza, ó la hermosa duquesita, como dieron en llamarla...

—La hermosa de las hermosas, la rica entre las ricas: la altiva entre las altivas, observó Cisneros.

—Decís bien: esa fatal mujer á cuya influencia debo la amargura que tengo en el corazon.—A poco de presentarse en la córte la sultana, noté con terror que Angiolina la envidiaba.—Nadie sabe hasta donde puede llevar la envidia á una mujer, y yo lo temí todo.—En efecto, Angiolina notó que la sultana estaba enamorada; buscó el hombre de su amor, le encontró, y por una sucesion de fatales consecuencias, se hizo querida del hombre á quien amaba la sultana, pretendió robárselo... la vanidad y la envidia llevaron á Angiolina respecto al marqués, al mismo punto á que á mi me llevó mi venganza respecto á Angiolina: se enamoró perdidamente del marqués de la Guardia. Pues bien, ¿quién es la causa de que Angiolina haya contraido ese empeño?

—Indudablemente la sultana Amina; pero acaso, acaso, sin la sultana, Angiolina se hubiera enamorado del mismo modo del marqués.

—No la conoceis: el marqués la habia galanteado: y por lo mismo que el marqués estaba reputado entre las damas de la córte por un hombre irresistible, su vanidad hubiera defendido de él á Angiolina.

—¿Quién sabe?

—Sea como quiera, la causa palpable de mi desgracia es la sultana. La causa de haber ido la sultana á la córte, la ambicion del emir de los monfíes. Necesitaba, pues, no atreviéndome á saciar mi corage en Angiolina, no pudiendo, saciarle en otro: hay rabias que necesitan matar. Mi rabia se volvió al emir y á su hija. El rey don Felipe, supo que el duque viudo de la Jarilla era el emir de los monfíes: la córte supo que la hermosa hija del duque, estaba deshonrada por el amor del marqués de la Guardia: el mismo emir, en una ocasion solemne cayó á mis pies bañado en sangre, y la Inquisicion se apoderó de él: libráronle del Santo Oficio sus monfíes: pero no importa; el golpe de gracia, el golpe que acabará de hacer pedazos su corazon, que le exterminará, se lo daré yo aquí, en las Alpujarras, en medio de su ejército: golpe terrible, del cual se encargaran tales manos, que Satanás escribirá mi venganza entre las mas terribles que halla producido el odio humano.

Laurenti, calló, apoyó la cabeza entre sus manos, y quedó profundamente pensativo: Cisneros le miraba con terror.

—Ahora bien, dijo Laurenti alzando de nuevo la cabeza, despues de algunos momentos de silencio; cuento con vos para mi venganza.

—¡Conmigo! ¿y qué he de hacer yo?

—Ya habeis oido que doña Elvira de Céspedes, viuda de don Diego de Córdoba y de Válor, está en Cádiar. Lo habeis oido de boca del mismo emir de los monfíes.

—¿Y bien?

—El emir ha recomendado al Ferih con un acento particular esa dama.

—¿Y bien?

—Es necesario que vayais á verla.

—¿Y con qué pretexto?

—Por ejemplo: vos conoceis á Aben—Humeya.

—Mucho: como que el tal está tambien enamorado de Angiolina, y travó amistad conmigo para aproximarse á ella por mi medio.

—Pues bien, presentaos á doña Elvira, y decidla: que habiendo escapado su hijo de Granada, y sabiéndose que los moriscos piensan sublevarse, acudís á ella para que por su mediacion, os admita su hijo á su servicio.

—Pero no veo lo que en eso pueda convenirme.

—Esta es una de las primeras mallas de una red, en que os juro se cogeran tantas cosas, contribuyendo vos á ello, que el rey de España os perdonará por lo de marras, y os dará cuanto querrais.

—Pero Angiolina...

—No hay que pensar en ella... ni os ama, ni me ama; esa será otra de las buenas presas que queden en la red: no pudiendo obtener á Angiolina, os importa abriros un camino para volver á la córte: vos fuera de Madrid vivís como el pez de mar en agua dulce: estais mareado: procurad, pues, enmendar vuestra mala suerte, y para eso servidme: yo necesito ser una doble persona: vos sois alentado y astuto, y me convenís.

—¡Qué diablos! dijo Cisneros, mas perdido que estoy no puedo estarlo: haré cuanto querais.

—Y no hareis nada que no sea en provecho vuestro: preparaos, sin embargo, y fortaleceos, porque la empresa es dura y llena de peligros.

—Entre peligros ando hace mucho tiempo, y de todos ellos me ha sacado después de Dios, mi buen aliento.

—Pues por lo pronto, hemos convenido en lo que debemos convenir: esta tarde nos pondremos en camino, y esta noche entraremos en Cádiar. Con que si teneis sueño, que bien podrá ser, segun lo que habeis trasnochado y andado por cerros, dormid, que yo os llamaré cuando sea hora.

Cisneros que comprendió que aquel terrible y misterioso Godinez, que se habia convertido en su señor, no tenia mas ganas de hablar, y sintiéndose por otra parte cansado, se metió en el alhami ó alcoba que Laurenti le habia dicho era su aposento y se acostó, y á poco se durmió.

Laurenti, cuando le oyó roncar, se levantó, fué á un rincón donde tenia su maleta, la abrió, sacó de ella una cartera, y volviendo á sentarse junto á la mesa, sacó de la cartera unos papeles y se puso á meditar sobre ellos con profunda y terrible atencion.

Capítulo XIX. El exámen de doctrina cristiana.

A las once de aquel mismo dia, el inquisidor Molina de Medrano, acompañado del licenciado Juan de Ribera, del guardian de San Francisco, de algunos clérigos y frailes, del corregidor, del capitan Diego de Herrera y de algunos castellanos viejos vecinos de Cádiar, entró en la iglesia.

Quedaron fuera, Juan Hurtado Docampo, con los arcabuceros, los timbales y los alguaciles de la Inquisicion.

Desde el momento en que el inquisidor Molina de Medrano entró en la iglesia, una campana empezó á tañer un toque lento y acompasado.

Aquel toque llevó el terror á los oídos de todos los moriscos, porque aquel toque era la voz que les llamaba á la iglesia para ser examinados de doctrina cristiana.

Cuando resonaba la campana tañendo de aquel modo, todos los moriscos tenian obligacion estrecha, bajo severas penas, de acudir á la iglesia, sucediendo muchas veces, que el terror hacia dejar el lecho á los mismos enfermos.

Apenas empezó el toque, de todas las casas de la villa empezó á salir gente que se encaminó á la iglesia.

Bien pronto esta se encontró llena de una multitud vestida en su mayor parte con el pintoresco trage árabe, notándose solo que las mujeres no llevaban albornoz ni nada que las cubriese el rostro.

No era aquel un pueblo cristiano, que lleno de fe y por su libre y espontánea voluntad acude al templo y se arrodilla ante los altares: era un pueblo que iba allí llamado por una campana inexorable que parecia decirles con su lúgubre son:—El que no acuda será condenado:—todos estaban de pié, apilados hácia el fondo de la iglesia, vista desde el presbiterio, dejando vacio un gran espacio entre las sillas que á los piés del altar mayor ocupaba el inquisidor Molina de Medrano, teniendo á su derecha al beneficiado Juan de Ribera, á su izquierda el sacristán Barbillo, que tenia en las manos un papel en que se fijaban de una manera medrosa las miradas de los moriscos, y detrás de su silla, los clérigos de la iglesia, el guardian y los padres graves del convento de San Francisco, y por último, los familiares y alguaciles del Santo Oficio. Ademas, y para no perdonar intimidacion ni aparato, á derecha é izquierda del presbiterio, en su primer escalon habia dos soldados de la fe con las alabardas al hombro.

En el espacio que quedaba libre entre el presbiterio y el semicírculo demarcado por la primera fila de los moriscos, habia algunas personas arrodilladas: eran estas personas, dona Isabel de Córdoba y de Válor; Aben—Aboo, su hijo, Angiolina Visconti, Mariblanca, Tomás el Ansarí, y algunos otros cristianos viejos, alguaciles y oficiales castellanos, y moriscos ricos, conocidos por todo el mundo como convertidos de buena fe.

Todas estas personas que estaban arrodilladas, parecian buenas cristianas por su actitud recogida y tranquila, en contraposicion de los moriscos que estaban de pié al fondo de la iglesia, y cuyos semblantes, no solo se mostraban disgustados, sino hostiles.

Angiolina Visconti por su parte, al ver de improviso ante sí al inquisidor Molina de Medrano, palideció y se cubrió instintivamente el semblante con el manto. Molina de Medrano habia fijado en ella una mirada penetrante, y hasta cierto punto amenazadora: esto consistia, en que Molina la habia conocido el año anterior, en razon á las actuaciones del proceso fulminado por el Santo Oficio contra Yaye, y en razon á pasar Angiolina en la córte por esposa del príncipe Lorenzini Maffei, á quien se atribuia la herida que habia entregado al emir de los monfíes al Santo Oficio. Angiolina habia desaparecido de Madrid por el mismo tiempo de la fuga de Yaye, y esta circunstancia y la de encontrar á la princesa en las Alpujarras, llenaron de alegria la negra alma del inquisidor, que creyó haber encontrado un precioso hilo, que podia llevarle á una rehabilitacion de la influencia del Santo Oficio que tan mal parada habia quedado en el asunto de Yaye. Disimuló sin embargo Molina de Medrano, y Angiolina, comprendiendo que era peor mostrar miedo, que afrontar con valor aquella situación, descubrió de nuevo el rostro, y acercándose á doña Isabel, la dijo con recato:

—Es necesario que no digais que soy vuestra parienta, sino que he venido á parar á vuestra casa.

Doña Isabel miró con turbacion á Angiolina.

Molina de Medrano se apercibió de todo esto.

Despues de algunos momentos en que el inquisidor estuvo comtemplando con su mirada de buho á los moriscos que tenia ante sí, se levantó, y con voz tonante y acento enérgico y duro, les manifestó el objeto de su visita: que su magestad el católico rey de las Españas, y el Santo Tribunal de la Inquisicion, estaban indignados contra ellos, por la tibieza de su fe, y por la tenacidad con que conservaban sus trages y sus malas y reprobadas costumbres, contra los mandamientos de su magestad; que el rey y la Inquisicion le enviaban para poner remedio á todo aquello; que estaba decidido á obrar con un vigor saludable, y que iba á examinarlos en el acto de doctrina cristiana.

Despues de esto, se volvió á maese Barbillo que continuaba con su papel en ristre, y le dijo.

—Id llamando á los vecinos, uno por uno, desde el mas alto, hasta el mas bajo, sin dejar nombre que en el padron se encuentre, hasta los niños de siete años.

Maese Barbillo, se caló las antiparras, arrojó una mirada sobre el papel, y dijo:

—¡Doña Isabel de Córdoba y de Válor, viuda de Miguel Lopez!

Levantóse doña Isabel de donde estaba arrodillada, y se acercó tranquila, pero pálida, al inquisidor.

—¿Sois vos esa doña Isabel á quien ha llamado el sacristan? dijo Molina con voz áspera.

—Yo soy, contestó doña Isabel.

—¿Cuánto tiempo hace que os habeis bautizado?

—El tiempo que cuento de vida.

—¡Ah! ¿sois cristiana desde la cuna?

—Lo es mi familia desde la conquista de Granada.

—¡Lástima que tan noble familia se olvide de sus obligaciones para con Dios y para con el rey! Vos debeis ser parienta de don Fernando de Válor.

—Soy su tia, hermana de su padre.

—¿Y sabeis que don Fernando de Válor anda huido?

—Sé que tuvo contestaciones en el cabildo de Granada, y que por resultas de ellas, ha desaparecido.

—¿Conoceis los misterios de la Religion Católica Apostólica Romana?

—¡Oh! si señor, y los adoro.

—¿Qué teneis que decir de esta mujer? preguntó el inquisidor volviéndose con una ruda grosería al beneficiado.

—Esa señora, dijo Juan de Ribera, es un modelo de piedad, y de caridad cristiana.

—¿De modo que no hay necesidad de examinarla?

—Vuestra señoría puede hacerlo si gusta, y yo me alegraré mucho, porque conozca vuestra señoria á una excelente cristiana.

—Apartaos, pero no os vayais de la iglesia, dijo Molina de Medrano.

Doña Isabél fué á sentarse en un escaño.

—Seguid, dijo el inquisidor á Barbillo.

—Diego Lopez Aben—Aboo, dijo el sacristan; hijo de Miguel Lopez, difunto, y de doña Isabel de Córdoba y de Válor.

Adelantó Aben—Aboo.

—Soy cristiano desde que nací, como mi madre, dijo con impaciencia el jóven, sé la doctrina cristiana desde el principio hasta el fin, y soy bueno y leal vasallo de su magestad.

—Pero sois soberbio y poco respetuoso; nadie os ha preguntado.

—Preguntad cuanto querais.

—¿Es cristiano como su madre este mozo? dijo el inquisidor volviéndose á Juan de Ribera.

—Oye misa, y cumple con los preceptos de la Iglesia.

—¿Está instruido?

—Si señor.

—¿Da escándalos?

—No señor.

—¿Cumple las pragmáticas de su magestad?

—Si señor.

—¿Y respeta su justicia?

—Nunca ha sido preso ni aun reprendido.

—¡Sois primo hermano de don Fernando de Válor! le dijo con voz tonante el inquisidor.

—Su primo soy, contestó Aben—Aboo.

—¿Y sabeis donde para vuestro primo?

—Mi primo vive en Válor, y yo en Cádiar. Apenas nos tratamos.

—Bien, retiraos, pero no os vayais de la iglesia.

Aben—Aboo, fué á sentarse junto á su madre.

—Seguid, dijo el inquisidor á Barbillo.

—Doña Angélica, forastera, que vive en casa de doña Isabel de Córdoba y de Válor, su parienta.

Adelantó Angiolina, y posó una mirada serena y altiva en el inquisidor.

—¡Ah! ¡ah! hénos aquí otra vez frente á frente, señora princesa, dijo con sarcasmo Molina de Medrano: por cierto que no esperaba yo volver á ver á vuecencia tan lejos de la córte y entre tales parientes.

—Yo no tengo aquí ningun pariente, contestó con altivez Angiolina; aquí no hay ningun Visconti. Pero como soy viuda...

—¡Ah! ¿ha muerto el señor príncipe?

—Si señor: mi salud requeria el aire de las montañas, y lo repito, como soy viuda y jóven, al venir á parar casa de mi buena amiga doña Isabel, convinimos en que pasaria por su parienta.

—Es extraño que os hayais venido á tomar los aires en una tierra por donde anda sin duda vuestra antigua amiga la duquesa de la Jarilla con su noble padre, y donde ademas se encuentra otro vuestro grande amigo, el señor marqués de la Guardia.

—Creo que no sean estas cosas para tratadas en un templo, dijo con altivez Angiolina.

—Teneis razon, estos asuntos deben tratarse en otra parte; por lo mismo, tened la dignacion de esperar, señora, á que yo concluya la importante comision que traigo. Seguid, añadió el inquisidor, mientras Angiolina se retiraba al escaño donde estaban sentados doña Isabel y Aben—Aboo.

—Mariblanca, morisca, que antes de convertirse se llamaba Alida, hija de Melik el Ferih.

Adelantó Mariblanca con su resplandeciente hermosura y su bello trage de montañesa alpujarreña.

—Mariblanca es mi ama desde que se bautizó, dijo el beneficiado, y cuando digo que es mi ama, añado que es buena cristiana y buena doncella, que de otro modo no la tendria yo conmigo.

—¿Y cuánto tiempo hace que se bautizó esta... doncella?

—Hace diez años.

—¿Y qué edad teneis, moza?

—Veinticinco años, señor.

—¿Es decir, exclamó severamente Molina de Medrano, que tomásteis por ama, una doncella morisca de quince años, garrida y hermosa?

—Estaba abandonada... su padre la habia abandonado.

—Debísteis evitar el tenerla en vuestra casa.

—Hícelo por caridad.

—Idos á vuestros quehaceres, muchacha, dijo el inquisidor, y procurad ser en lo sucesivo tan cristiana y tan honrada como lo habeis sido hasta ahora.

Mariblanca saludó al inquisidor, salió, y dijo al pasar, al capitan Diego de Herrera, que estaba en la puerta de la iglesia.

—Que no te olvides de que te espero esta noche Diego.

—Esa muchacha está loca por mí, dijo el capitan, acariciándose el vigote.

Entre tanto, Barbillo habia llamado á Tomás el Ansari, morisco bautizado.

Adelantó humildemente el anciano.

Examinóle minuciosamente Molina de Medrano, pidió informes de él al beneficiado, y cuando estuvo convencido de su cristiandad y buenas costumbres, le pidió por su familia.

—Estoy solo en el mundo, señor, contestó el xeque; mi esposa murió, mis hijos han muerto, y dos nietos pequeñuelos que me quedaban, han sido llevados á Castilla para criarlos en los hospicios del rey.

—Su magestad quiere que todos sus vasallos sean buenos católicos, y ha mirado por el alma de vuestros nietos.

—Dios se lo pague á su magestad, señor, contestó el Ansari.

Y se retiró.

—¡Malicatulzarah! dijo el sacristan.

Adelantó una hermosísima mujer, muy jóven, como de veinte años, vestida con el trage morisco, y llevando de la mano un niño como de ocho años, y una niña como de siete, igualmente vestidos á la morisca.

—¿Cómo os atreveis á presentaros asi en la iglesia, y delante de mí? dijo el inquisidor á la pobre joven que temblaba.

—¡Ah, señor! somos pobres y no tenemos dinero para comprar vestidos castellanos.

—¿Que sois pobres, y vestis sayas de lana fina, y gastais cadena de oro y arracadas de plata?

—Estas joyuelas eran de mi madre y las conservo por su amor.

—¿Y esos niños?

—Son mis hijos.

—¡Vuestros hijos!

—Si señor, soy casada.

—¡Casada! ¿pero qué edad teneis?

—Veinte años.

—¿Y esos hijos, son hijos de vuestro esposo?

—¡Oh! ¡si señor!

—¿Pero á qué edad se casan estas gentes? exclamó escandalizado el inquisidor.

—Las castellanos pueden casarse á los doce años, señor, observó la morisca.

Irritóse el inquisidor.

—Hablad cuando os pregunten, dijo.

La morisca bajó los ojos, y calló.

—¿Vive vuestro marido?

—Si señor: todo el mundo le conoce en la villa: es tejedor de sedas.

—¿Y por qué no ha venido á la iglesia?

—Está gravemente enfermo, dijo maese Barbillo, y por eso no le habia nombrado.

—Que vayan al momento por él cuatro alguaciles del Santo Oficio, y uno de la villa para que los guie.

—¿Pero no ois, señor, que mi pobre Adel está enfermo de peligro?

Irritóse mas con esta réplica Molina de Medrano, y gritó lleno de cólera, sin tener en cuenta el sagrado lugar en que se encontraba:

—Los enfermos y los sanos, los altos y los bajos, todos vendrán aquí: es necesario limpiar los dominios del rey de la mala yerba, y si los muertos pudieran oir y contestar, á los muertos sacaria yo de la tumba, cuanto mas á los enfermos de sus lechos. Dios y el rey lo mandan.

—Pero si mi Adel muere, ni vuestro Dios, ni vuestro rey, me le volverán, exclamó desesperada Malicatulzarah.

—Id ministros, id, exclamó en el colmo de su cólera el inquisidor: traedme acá ese descreido. Y tú, tú la de vuestro Dios y vuestro rey, como si no fuesen tambien tu Dios y tu señor, mira como me contestas, porque si no te encuentro instruida en los misterios de nuestra santa religion, si no te retractas de tus blasfemias, me apodero de tí en nombre del Santo Tribunal de la Inquisicion.

La jóven no temblaba: tenia fija una mirada lúcida, altiva, terrible, en Molina de Medrano, que en vano queria dominarla con su mirada de lobo hambriento.

—Empecemos por tus hijos: si eres buena cristiana les habrás enseñado á rezar: di el padre nuestro muchacho.

—No lo sé, contestó el niño, estrechándose contra el zagalejo de su madre.

—¡Ah! ¡no sabes el padre nuestro! ¡no sabrás tampoco cuántas son las personas de la Santísima Trinidad!

—¡Le ille Allah! contestó el niño en árabe con voz sonora.

—¿Qué quiere decir este muchacho? exclamó el inquisidor.

—¡No hay otro Dios, que Dios el Altísimo y Unico y Mahoma su profeta! dijo una voz débil desde el centro de la multitud, pero que á pesar de su debilidad, resonó clara y distinta en el templo.

Molina de Medrano se puso de pié, y gritó:

—¿Quién es el blasfemo...?

—Has preguntado lo que ha querido decir mi hijo, contestó adelantando apoyado en un viejo, un hombre como de treinta años, demacrado, pálido, vacilante, y á todas luces gravemente enfermo: al verle Malicatulzarah corrió á él, seguida de sus hijos, y ayudó al anciano á llevar al jóven hasta el presbiterio.

Era toda una familia que se presentaba ante la Inquisicion: el abuelo decrépito, el hijo enfermo, la mujer hermosa y desesperada, y los hijos pequeñuelos asombrados y temblando por lo que veian.

—Tus alguaciles han ido á buscarme, dijo, pero yo estaba allí entre mis hermanos: yo esperaba que fueses un hombre de caridad, pero eres un lobo, y vengo á que me despedaces con los mios, antes que el miedo haga renegar á mi esposa del Dios de nuestros abuelos.

—Es decir que te confiesas moro.

—Moro soy y moros son los mios, y moros moriremos confesando al Dios Altísimo y Unico.

—¿Estan bautizados? dijo el inquisidor con una intencion de hiena dirigiéndose al beneficiado.

—Si señor, bautizados estan, pero siempre han sido flojos cristianos, contestó todo trémulo el beneficiado.

—Nunca hemos sido cristianos, ni lo son los que tienes delante: ninguno... ninguno ha dejado de ser moro: hemos doblado la frente de miedo, hemos mentido y Dios nos castiga: pero ha llegado la hora: ó nosotros ó vosotros.

—Morireis como mueren los herejes contumaces, gritó Molina de Medrano. Llevaos ese hombre, esa mujer y ese viejo, y encerradlos en la cárcel.

—¡Y mis hijos! exclamó con un grito indefinible Malicatulzarah, viendo que los alguaciles la arrebataban sus pequeñuelos.

—Quien no es cristiano no tiene hijos, gritó Molina de Medrano: estos niños son hijos del rey.

Malicatulzarah palideció, un destello terrible, un destello de sangre lució en sus ojos, y antes de que nadie pudiera evitarlo, se avalanzó al inquisidor, y le estrechó el cuello con entrambas manos.

Era la leona que defendia sus cachorros.

Pero instantáneamente la infeliz lanzó un grito agudísimo, soltó el cuello de Medrano y cayó de espaldas exclamando:

—¡Vengadme, hermanos, vengadme!

Uno de los soldados de la fe la habia herido con su alabarda en el costado izquierdo en el momento en que se arrojó sobre el inquisidor.

La sangre corria sobre el pavimento: una exclamacion de horror habia salido de todas las bocas: Adel arrojado sobre su esposa lloraba á gritos: lloraban los niños, el viejo levantaba las manos y los ojos al cielo en un ademan de blasfemia, y aterrados los moriscos, temiendo que la maldicion de Dios cayese sobre aquel lugar de sangre, se precipitaron por la puerta de la iglesia.

Solo quedaron allí Aben—Aboo, que miraba de una manera letal al inquisidor, doña Isabel y Angiolina, pálidas como la muerte; Tomás el Ansari, impasible, Barbillo atortolado, el beneficiado confuso, los soldados feroces, y Molina de Medrano mirando fascinado, á aquel hombre y aquellos niños que se retorcian sobre el cadáver de su esposa y de su madre, y el viejo morisco detrás de este grupo pidiendo justicia al cielo por la sangre que corria á sus piés.

—Llevaos esa gente... lleváosla, exclamó Medrano, el templo está impuro, y es necesario purificarle: no podemos permanecer aquí.

Y Molina de Medrano como si hubiera sentido miedo de permanecer en aquel sitio salió.

Doña Isabel corrió á aquella pobre familia, pero Aben—Aboo y el Ansari se interpusieron.

—Nada podemos hacer por ellos, dijo el Ansari: idos á vuestra casa señoras; idos, y procurad olvidar lo que habeis visto.

Doña Isabel salió llorando seguida de Angiolina que iba profundamente preocupada.

El Ansari y Aben—Aboo las seguian.

—¡Oh! ¡y cuánto tarda la noche, dijo el Ansari!

—¡Juro á Dios beber la sangre de ese clérigo! dijo con la voz ronca y trémula Aben—Aboo.

Capítulo XX. De cómo fue el casamiento del marqués de la Guardia.

Hacia tres dias que el marqués de la Guardia se impacientaba á causa de la situacion en que se veia colocado.

Veamos en la situacion en que se encontraba el marqués.

Esta se reducia á estar encerrado en una casa desconocida para él, no ver á otra persona viviente que á su criado Peralvillo que le servia, y á un esclavo negro que le procuraba alimentos.

La casa en que se encontraba el marqués estaba construida á la morisca, bellamente amueblada, y con cuantas comodidades se conocian en aquellos tiempos.

En esta casa ocupaba el marqués un recibimiento, una cámara y un retrete con alcoba y mirador á un jardin.

En este retrete habia ademas una chimenea siempre provista de fuego.

El jardin, que se veia desde el mirador, era muy bello, ó debia serlo cuando sus árboles estuviesen verdes y no despojados como entonces por el invierno, y cuando la nieve y la escarcha no cubriesen su cesped.

Sobre las tapias, que estaban revestidas por espalderas de jazmines silvestres, solo se veia á lo lejos la cumbre de una montaña distante, y sobre aquella cumbre una atalaya.

Mas allá se veia una estrecha línea azul oscura.

Era el horizonte del Mediterráneo.

Tres dias antes, esto es, el martes siguiente al domingo en que bebió en casa del Hardon el vino aquel que le adormeció, despertó don Juan con la cabeza un tanto pesada, y vió con admiracion suya á su lado á Peralvillo, que tenia los ojos hinchados como de haber dormido mucho.

—¿Que es esto, Peralvillo? dijo don Juan incorporándose en el lecho en que se encontraba vestido: ¿nos hemos mudado?

—Sin duda, señor: dijo restregándose los ojos Peralvillo, que tenia todas las trazas de un lacayo de capa y espada de aquellos tiempos: pero yo no conozco al dueño, ni sé cuánto pagamos por la casa.

—¿Pero dónde estamos?

—Eso mismo os pregunto yo señor: ¿dónde diablos nos han traido?

—¡Cómo traido! pues qué, ¿no hemos venido nosotros?

—Indudablemente: puesto que estamos aquí, hemos venido, pero no por nuestro pié: cuando haya pasado algun tiempo y recordeis como yo...

—¿Y qué has recordado?

—Por mi parte recuerdo que yendo por la calle de Elvira á punto de oscurecer un domingo, me he encontrado á un sargento amigo mio—¿A dónde vais, señor Peralvillo, me ha dicho?—Voy á entretener el ocio por esas calles, le he contestado.—Lo mismo ando yo, me ha dicho...

—¿Pero qué tiene que ver el sargento y tu conversacion con él, con lo que nos sucede? dijo impaciente el marqués.

—Y tanto como tiene: figuraos que el sargento me convidó á ir á la taberna, para dar tiempo á que volviesen del jubileo dos beatas amigas suyas.

—¡Ah! ¡te llevó á una taberna!

—Si señor, comimos, bebimos... yo noté que el vino tenia cierto sabor... y despues no noté nada... porque me dormí.

—¡Como yo! dijo el marqués.

—Pues ved ahí que no entiendo para qué diablos hayan de habernos aletargado.

—Pero en fin, ¿hace mucho tiempo que has despertado tú?

—Hará una hora: halléme en un colchon á los piés de otra cama mas alta; primero nada recordé; despues fuí recordando; me levanté y os ví en la cama dormido: os moví para despertaros, pero ¡bah! estabais como un tronco: llamé... y como si hubiéramos estado en un desierto: examiné nuestro alojamiento, que solo tiene cuatro piezas, aunque muy ricas, eso sí, y hallé sobre una mesa una carta cerrada con sobrescrito para vos.

—¡Una carta! exclamó el marqués: ¡dame, dame!

Peralvillo salió y entró de nuevo en la alcoba con la carta.

El marqués rompió la nema, abrió la carta y Peralvillo, que observaba el semblante de su amo para ver el efecto que en él producia la carta, le vió palidecer, temblar, levantarse luego trasportado de alegria y exclamar:

—¡Es de ella, de ella!

—¿Pero quién es ella, señor, quién es ella? ¿acaso el duende negro de la calle de San Miguel que nos trae de cabeza?

—Ya sabes que no quiero que se me pregunte, Peralvillo, contestó el marqués.

—Es verdad, señor, pero la situacion en que nos encontramos...

El marqués no contestó: se habia acercado á una vidriera y estaba absorto en la lectura de la carta.

Peralvillo se calló, y se puso á pasear por la cámara con las manos atrás.

Hé aquí lo que el marqués leia:

«Don Juan de mi corazon: al fin mi padre se compadece de nosotros; al fin consiente en que sea tu esposa. Para que nos unamos, mi padre te ha robado de Granada, valiéndose del medio de aletargarte: yo te escribí para que fueras á la taberna donde has sido aletargado. Nada te importe donde estás. Nada te importe que pasen algunos dias antes de que me veas. Nada te faltará. Tu criado estará contigo para servirte. Un esclavo de mi padre te proveerá de cuanto quieras; pero nada preguntes á ese esclavo, porque nada te contestará. Quien tanto confía en tí que ya se llama tu esposa.—Esperanza de Cárdenas.»

Luego por bajo se leia:

«Nuestra hija sabe ya dar besos, y te se parece tanto, que aunque quisiera olvidarte no podria.»

El marqués leyó diez veces esta carta, la guardó y volvió á sacarla otras tantas, y al fin cuando ya Peralvillo se habia sentado cansado de dar paseos, el jóven se dirigió á él.

—Tengo apetito, le dijo, y almorzaria de buena gana.

—Y yo tambien, señor. Pero en esta casa no he visto la cocina.

—No importa, llama.

—Es que ya he llamado, y nadie me ha respondido. Mucho será que el duende negro no nos haya encantado, señor.

El marqués aplicó un puntapié á Peralvillo.

Miróle este dolorosamente y salió de la cámara, se dirigió á la puerta de la antecámara y dijo:

—¡Ah de casa! Mi señor, que es un señor muy impaciente, y que trata de una manera dolorosa á sus criados cuando tiene hambre, pide de almorzar.

Oyéronse pasos tras de la puerta, luego una llave en la cerradura de esta, abrióse y apareció un negro atlético, que hizo retroceder dos pasos á Peralvillo.

—Se va á servir al momento al señor, dijo el negro en buen castellano, y desapareció volviendo á cerrar la puerta.

—Paréceme, señor, que estamos metidos en una mala aventura, dijo Peralvillo: no me gusta nada ese tizon de dos piés que acaba de hablarnos.

—Tienes el defecto de ser el hablador mas incorregible del mundo, Peralvillo, dijo el marqués que preocupado con su pensamiento, queria quedarse á solas con él, y devorar su alegría.

Peralvillo comprendió la situacion en que se encontraba su amo y se calló.

Poco despues acudió á la puerta de la antecámara donde habia sonado la llave, y vió que el negro entraba trayendo por sí solo una enorme mesa, cubierta y servida.

—Os ayudaré amigo mio, dijo Peralvillo que deseaba á todo trance hacerse un conocimiento.

—No hay necesidad, dijo el negro, entrando con la mesa en la cámara.

Peralvillo quiso aprovechar la entrada del negro para ver lo que se ocultaba tras la puerta de la antecámara, que habia quedado abierta, pero al encaminarse á ella, se cerró.

—Vamos, dijo Peralvillo volviéndose: cartas que no se sabe quien las ha traido; negros que sirven sin permitir que nadie les ayude; puertas que se cierran por sí mismas: decididamente estamos encantados.

Cuando entró en la cámara, el marqués, que siguiendo las instrucciones que le daba en la carta Amina, no habia dicho al esclavo una sola palabra, se sentaba á la mesa.

—Ponme vino, y trínchame esas perdices Peralvillo, dijo el marqués.

Peralvillo se quitó los puños, se levantó las bocamangas, y se puso á trinchar las perdices.

—Y estan asadas con aceite, y soberbiamente asadas, dijo: ¿sois vos el cocinero, amigo? añadió volviéndose al negro.

Este hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Pues podiais servir en las cocinas de su magestad, á quien por noticias de un galopin á quien yo conocia, sé que gustan mucho las perdices asadas con aceite.

Una mirada del marqués hizo callar á Peralvillo, que puso delante de su amo la fuente de plata con las perdices trinchadas, y le sirvió vino en una enorme copa de oro.

Despues, y no atreviéndose á hablar por temor al marqués, se puso á contemplar el servicio.

—¡Cáspita! dijo para sí: del ramillete de su magestad no saldria una mesa mejor servida: todo esto es regio: ¿y de dónde diablos han sacado esas flores? decididamente estamos encantados y encantados por duendes reales.

—Otro plato, Peralvillo, dijo el marqués.

—¿Qué quereis? ¿carne, cecina ó pescado?

—Dame de ese salmon.

Sirvió Peralvillo.

Poco despues el marqués se levantó de la mesa.

—Yo os aconsejaría señor, que comieseis de estos mariscos, de estas ensaladas y de estas confituras.

—Come de lo que quieras como si estuviese empezado Peralvillo, dijo el marqués conociendo la intencion de su lacayo: come y déjame en paz.

—¿Pero dónde he de comer, señor?

—En esa mesa.

—Pero...

—No hay otra.

El negro adelantó y se acercó á Peralvillo.

—Fuera teneis vos mesa servida.

—¡Ah! exclamó Peralvillo estremeciéndose, porque esperaba encontrar fuera una olla podrida y un gigote, cuando ya se habia consentido á gozar del excelente almuerzo del marqués.

Salió, pero en la pequeña mesa que encontró en la antecámara, solo vió un cubierto de plata, una copa de vidrio y algunos platos.

—¡Pero y la comida! exclamó pálido Peralvillo.

—Tomad de aquí lo que querais, dijo el esclavo con cierto acento de superioridad.

Volvió la cabeza Peralvillo y encontró tras si al negro que habia traido consigo la mesa del marqués.

—¡Ah! esto es distinto, dijo: mi amo está desganado pero yo no lo estoy... estas perdices, despues esas ostras, luego aquella ensalada de truchas, despues unas confituras y dos botellas de vino: perfectamente. Hemos concluido, camarada.

—Cuando vuestro señor necesite algo llamad, dijo el negro.

—Se llamará, amigo.

—Y en cuanto á vos no seais curioso, porque os pudiera pesar.

—Y decidme, ¿durará mucho este encierro? dijo Peralvillo con la boca llena.

—No lo sé.

—Y mientras estemos aqui, ¿comeremos del mismo modo?

—Probablemente.

—¡Y cuáles son las horas de comer en esta casa?

—Las que vuestro señor quiera.

—Bien, ¿pero y si mi señor no tiene ganas de comer?...

—Pedid vos.

—Y si...

—Sois el lacayo mas hablador del mundo.

—Lo que no quita para que seamos buenos amigos.

—Yo no os conozco.

—Pues conozcámonos. ¿Hay doncellas en esta casa? no me pesaria conocer á las doncellas.

—Quedad con Dios; dijo el esclavo abriendo la puerta.

—Vaya con Dios vuesamerced, contestó empinándose una botella Peralvillo.

Sin ningun nuevo accidente, comiendo cuando querian, durmiendo por entretenimiento, y fastidiándose mas de lo que hubieran querido, pasaron amo y criado, desde el anochecer del martes veintiuno de diciembre, hasta el medio dia del viernes veinticuatro.

Apunto que el sol señalaba el medio dia natural en un cuadrante, situado en el mirador que daba sobre el jardin, apareció de improviso en la cámara el esclavo negro, y presentó al marqués inclinándose profundamente, una carta en una bandeja de oro.

Tomó el marqués la carta, la abrió, y vió con suma sorpresa, que era de su tio don César de Arévalo, de quien hacia mucho tiempo que no tenia noticias.

La carta era brevísima.

«Mi amado sobrino decia: os estoy esperando con suma impaciencia; tengo muchas cosas que deciros, y una grave comision que desempeñar con vos. Seguid al dador de esta y me vereis.—Vuestro tio.—Don César de Arévalo.»

—En esta carta me dicen que os siga, dijo el marqués al esclavo.

—Y yo tengo órden de guiar al señor á donde le esperan, contestó el esclavo.

—¿Es decir que salimos de nuestro encierro? dijo Peralvillo.

—Vos no, repuso el esclavo, y salió precediéndo al marqués, despues de lo cual cerró la puerta.

Peralvillo se quedó durante algun tiempo mirando aquella puerta con desesperacion, y luego se entró en la cámara, tomó de un rincón, donde solia ocultarlas, una botella, se la empinó, y despues fué á tenderse de una manera heróica en la cama de su amo.

Este entre tanto, guiado por el esclavo, habia llegado á otra cámara á cuya puerta le salió al encuentro un hombre que se arrojó entre sus brazos.

Era su tio.

Despues de los primeros apretones, el marqués dijo á don César:

—¿Qué significa esto?

—¡Cómo! ¿no sabeis lo que esto significa?

—No por cierto, mi buen tio, porque esperaba no volveros á ver tan pronto.

—Creo que te casas.

—Eso sospecho.

—¡Cómo! ¿pues no lo sabes de cierto?

—Hace tres dias que he tenido el primer indicio.

—¿Indicio no mas?

—Nada mas, tio.

—Pues te casas de veras, sobrino: digo, á no ser que no quieras casarte, en lo que harias ciertamente muy mal.

—Si es con doña Esperanza de Cárdenas, me caso.

—¿Pues con quién habia de ser, sino con su excelencia la hermosa duquesa de la Jarilla?

—Ved tio, que el rey confiscó ese titulo.

—Si, pero le ha devuelto á la duquesa.

—¿Pero y el proceso contra su padre?

—El emir de los monfíes es una cosa, y su hija la duquesa de la Jarilla, es otra. ¿Qué culpa tiene la duquesa, de que su padre sea enemigo del rey, y le haya provocado y se le haya ido de entre las manos?

—Si; pero ya sabeis que en el mundo en que vivimos pagan justos por pecadores: y al menos el título y la grandeza del duque...

—Es que el padre de doña Esperanza era duque viudo: que tu presunta esposa, estaba en posesion de su título y de su grandeza: que se han hecho muchas informaciones y muchas probanzas, se ha gastado mucho dinero, y el Consejo de su Magestad, ha declarado: primero: que doña Esperanza de Cárdenas, es descendiente legítima de los duques de la Jarilla; segundo: que es cristiana desde su nacimiento, y muy piadosa, y muy honrada, y muy pura; tercero: que si bien su padre es rebelde y moro y traidor al rey, su hija no le ha ayudado en sus conspiraciones, ni ha alentado los amores del difunto príncipe don Carlos, á quien continuamente ha rechazado; cuarto: que por lo mismo no puede imponérsela pena alguna, debiéndosela, por lo tanto, restituir sus bienes y preeminencias como grande de España, exigiéndola, sin embargo, juramento de fidelidad al rey. Por último, y en atencion á las rebeldías de su padre, se la ha declarado mayor de edad, librándola de toda tutela; se la ha puesto en posesion de su título, su grandeza y sus bienes, y se la ha concedido licencia para casarse... con mi amado sobrino, el señor marqués de la Guardia, capitan de infantería de los ejércitos de su Magestad, y el mayor loco, que despues de mí he conocido ni espero conocer.

—Pero tio, esas noticias son tales, que no debeis ofenderos, si dudo de que os encontreis en completo uso de razon.

—Carta canta, dijo don César, yendo á una maleta que estaba sobre la mesa, y sacando de ella un promontorio de papeles: y á los desconfiados como vos, no hay cosa como darles con la prueba en las narices.

Y desatando el legajo, sacó de él un pliego de papel sellado, moreno, granugiento, escrito con letra gorda, y autorizado al fin, por la firma de tres escribanos de cámara, y el sello de la Chancilleria de Valladolid.

Devoró el marqués el contenido de aquel pliego: era la restitucion hecha por el rey á la excelentísima duquesa de la Jarilla, grande de España, de su título y grandeza, y todos sus bienes que le habian sido confiscados.

—¿Y ahora crees, sobrino, dijo don César?

—Creo tio; pero me parece que sueño.

—Lee este otro documento, añadió don César, dando al marqués un segundo pliego, autorizado del mismo modo que el primero.

El rey declaraba en él mayor de edad, á la duquesa de la Jarilla, y aprovaba su casamiento con el marqués de la Guardia, indultando á entrambos de la pena en que habian incurrido, por haberse casado sin su licencia en la villa de Yátor en las Alpujarras, el dia 30 de setiembre de 1567.

—Pero tio, dijo el marqués con asombro, aquí se me dá por casado desde hace mas de un año, y vos solo me habeis dicho que se nos concedia licencia para casarnos.

—Tanto da: yo decia que te se daba licencia, porque me consta que no te has casado: pero cuando hay mucho dinero para hacer probanzas falsas...

—¿Pero quien ha andado en eso...? el emir no puede haber sido, porque hace mas de un año que vive de incógnito fuera de la córte.

—¡Ah! en eso hemos andado el abuelo de la duquesa y yo.

—¡El abuelo de la duquesa! ¡pues no le conozco!

—¡Cómo! ¿no conoces al abuelo materno de la duquesa, rey del desierto de Méjico, cristiano, vasallo de su magestad, y el hombre mas rico de España?

—Pues no le conozco, tio.

—Bien puede ser: á los enamorados, generalmente les basta con conocer á la mujer que les enamora. Pero eso no quita, que á los muchos y buenos doblones del megicano se deba el buen resultado de vuestro negocio: porque desengáñate, sobrino: aunque el rey es demasiado caballero, y altivo, y celoso de su autoridad para doblegarse por todo el oro del mundo, sus consejeros, los que andan á su lado, no piensan del mismo modo: título de Castilla, del Consejo de su magestad, ha habido, que ha desempeñado sus rentas con lo que le ha producido este negocio, y oidor que por la primera vez se ha visto dueño de una razonable cantidad de oro. Y lo que es mas extraño; la Inquisicion, la tremenda Inquisicion, ha cedido por la gracia del dinero.

—¿Pero qué tenia que ver la Inquisicion...?

—¡Ahí es nada! La Inquisicion, que habia preso al emir de los monfíes, á quien no pudo quemar, por la sencilla razon de que el emir se les fué como una anguila de entre las manos, le ha seguido la vareta, como dicen los curiales, le ha sentenciado en rebeldia, le ha quemado en estátua, ha declarado infames á sus hijos hasta la cuarta generacion, y les ha sentenciado á llevar de por vida, el Sambenito; porque la Inquisicion como sabes muy bien...

—Si, lleva su castigo á los hijos y á los nietos de los que sentencia.

—Pues para que la Inquisicion quite el Sambenito á tu esposa, y la declare buena y limpia cristiana, ha sido necesario empezar por regalar una vajilla de oro y mas de diez alhajas riquísimas al inquisidor general, don Fernando Valdés, que estaba terriblemente irritado, y con razon, contra los monfíes. Como que hicieron con su venerable persona una herejia, y le causaron del susto una enfermedad que puso al pobre señor muy al cabo. Ademas, fue necesario deslumbrar á los inquisidores de la Suprema... todo esto invirtiendo un tesoro.

—¡Oh! ¡y cuántos sacrificios!

—De que tú eres la causa, sobrino, y por los que debes amar mucho á tu mujer.

—Pero tio, si yo la adoro.

—¡Milagro!

—Un milagro causado por la hermosura y por el alma de Esperanza. ¡Ah! os juro tio, que no merezco tanta felicidad. Y sin embargo, esa felicidad será amargada.

—¡Amargada! ¿y por qué?

—Yo quisiera que mi Esperanza fuera pobre, muy pobre, y de una muy humilde cuna.

—¡Bah! sobrino, tú estás loco: como parece mejor una bellísima rosa, ¿á la luz de la luna, ó á los rayos del sol? ¿en un tiesto miserable, ó en un magnífico jarron de oro?

—Si, pero podrá creer que me caso...

—¡Por interés! ¡bah! tus rentas son considerables, sobrino.

—¡Mis rentas! ¡si estan empeñadas hasta el cuello, segun me dijísteis vos hace mas de un año en una carta dentro de la cual, me enviásteis la provision de la compañía que mando!

—Es mucha verdad: pero tambien lo es, que los usureros que cobraban tus rentas, me vinieron á ver uno trás otro, me dieron muchas y rendidas gracias por haberles pagado...

—¿Pero les pagásteis vos?

—¡Yo! ¿de dónde ni cómo? Los sacos y las buenas presas, han andado por el cielo en el poco tiempo que he estado en los Paises Bajos, y aunque hubiéramos entrado en Gante, á saco mano, no hubiera tenido con mi parte ni la centésima de la cantidad que se necesitaba para el tal desempeño.

—¿Con que es decir...?

—Que las escrituras de todas tus haciendas estan allí desempeñadas.

El marqués que era noble, generoso y altivo, alzó los ojos al cielo, y suspiró con impaciencia y pena.

—¡Como ha de ser! dijo: ella es primero.

—Y aun hay mas. Tu esposa, á mas de sus riquezas propias que son inmensas, trae su dote; un tesoro por parte de su padre, y otro por parte de su abuelo, en buenos doblones de oro, y alhajas.

Tornó á lanzar su mirada de blasfemia al cielo don Juan.

—¡Tú estás loco, sobrino! le dijo don Juan: cuando una mujer que tanto vale se casa contigo...

—Se casa tal vez por cubrir su honor... y yo necesito su alma, su alma entera.

—Bien, muy bien: pero eso pasará y quedará lo positivo: esto es, la inmensa cantidad contante y sonante del dote de tu mujer: las rentas de su título que ya son enormes, y que juntas con las del tuyo, llegan á ser maravillosas. Dentro de un año me lo dirás si es que vuelvo por España.

—¡Pues qué os vais!

—Sin duda debo parecer peligroso á los que te casan, cuando me apartan de tu lado.

—¡Pero cómo!

—Soy oidor de la real Audiencia del Perú, dijo con hueca gravedad don César.

—¿Y eso...?

—Tambien me lo han procurado los que te casan con tu mujer.

—¡Ah! ¡ah!

—Tengo órden ademas de llevarme á tu lacayo Peralvillo.

—Lleváoslo en buen hora, cada dia se va haciendo mas hablador.

—Ahora bien, y sin saber como, hé aquí que he terminado mi comision.

—¿Pero qué comision era esa?

—Darte parte de lo que sucedía, entregarte tus bienes; que ahí estan con tu ejecutoria en esas escrituras, preparándote, en fin, para que nada de esto tuviese que decirte el padre de tu mujer.

—¡Cómo! ¿está aquí el emir de los monfíes?

—Si.

—¿Pero en donde estamos?

—Ni mas ni menos que en el riñon de las Alpujarras, cerca de la villa de Yátor, en una heredad del señor don Alonso de Fuensalida.

—¡Ah! ¡el emir continúa disfrazado!

—Si, pero aunque el padre de tu mujer está encubierto, es necesario evitar que te presentes á él con ese trage de ronda. Ahí en mi maleta traigo un rico vestido de terciopelo, y un collar de Santiago: con que manos á la obra: voy á servirte de ayuda de cámara: ¿y qué mucho? casi casi, eres un especie de rey.

—¡Rey! murmuró el marqués mientras su tio le desnudaba, recordando la frase que en otra ocasion le dijo Yaye: «si habeis de casaros con mi hija, todo se reducirá á haceros rey.»

—¿En qué piensas sobrino? dijo don César? encajándole al mismo tiempo una camisa de Cambray.

—Pienso en que el padre de doña Esperanza ha cambiado mucho de intenciones.

—¡Porque te da su hija!

—Si.

—¡Bah! ama á su hija, y las mujeres son capaces... estírate mas las calzas, sobrino, y mira que grana... es de la mas rica: el jubon... sencillo... pero los herretes de diamantes valen un mundo: vamos, la daga, la espada y la gorra. El padre de tu mujer te espera, y como es un gran personaje, moro ó cristiano, lo que importa poco, no debe impacientársele: maldita arruga: suéltate el segundo herrete, sobrino: vamos, ya está bien: ¡ola!

Apareció el esclavo negro.

—Id, y decid á vuestro señor, le dijo don César, que dentro de un momento va á tener la honra de saludarle el señor marqués de la Guardia.

El esclavo salió, y tras él, don César y el marqués: atravesaron algunas habitaciones y se detuvieron en una antecámara, donde les indicó el esclavo que se detuviesen; poco despues, el esclavo que habia salido, volvió y dijo al marqués:

—Mi noble señor, espera al señor marqués de la Guardia.

—Hasta luego, sobrino, dijo don César, estrechando fuertemente la mano del marqués.

—¡Ah! no sé lo que me sucede tio, dijo don Juan, y entró por la puerta cuyo tapiz tenia levantado el esclavo.

Encontróse en una cámara magnífica. En ella con el mismo trage con que se habia presentado aquella mañana al beneficiado de Cádiar, se paseaba Yaye profundamente pensativo.

Al sentir los pasos del marqués, se detuvo, se volvió á él, y le miró con una grave benevolencia.

—¡Ah! sois vos, dijo: bien venido seais.

—¡Ah señor! dijo el marqués: disimulad mi turbacion porque...

—Sentaos, marqués, dijo Yaye con una perfecta y fácil cortesanía: sentaos, y hablemos un momento.

Sentáronse en un estrado, y Yaye asió las manos del jóven.

—¿Quereis ser mi hijo ahora, como lo queriais ser en otro tiempo?

—No puedo vivir sin ella, dijo con la voz apagada y trémula el marqués.

—Ni ella puede vivir sin vos. El Altísimo lo quiere, y no mereceria yo su ayuda sino cumpliese con placer su voluntad. Pero, prescindiendo de todas las dificultades que se oponian á este casamiento, y que ya estan vencidas, hay en medio de nosotros un terrible secreto.

Don Juan comprendió que Yaye se referia á la muerte de su padre, y bajó los ojos.

—A pesar de ese terrible secreto, señor, comprendo que debísteis tener poderosas razones para obrar de la funesta manera que obrásteis y... no hablemos mas de ello... yo no puedo aborreceros; no puedo... no... sois padre de Esperanza... ¡que me perdone Dios...!

—Tuve razon: pero decís bien... olvidemos... vos por Esperanza... yo... ¡cómo no he de amaros yo si sois la vida de mi hija!

Yaye se enjugó una lágrima.

—Pero hablemos de otros asuntos. Ha llegado para mi un momento supremo: el momento de la guerra contra España.

—Pero ¿por qué no os reducis á la obediencia del rey?...

—No hablemos de eso... Felipe y yo somos enemigos á muerte. Por lo mismo no debemos fiar en la devolucion de sus títulos y de su rango á mi hija. Felipe es un lobo: le debo un hijo, y temo que si ha accedido al dictámen de su Consejo, haciendo justicia á nuestra Esperanza, es solo para tenderla un lazo, para apoderarse de ella, para cobrarse del hijo que le he muerto. No, no debeis permanecer en España. En las aguas de Motril os espera un bergantin fletado por mí que os llevará á Venecia, á Francia, á cualquier Estado de Europa. No entreis en los dominios del rey de España mientras don Felipe viva.

—¡Pero separar de vos á vuestra hija...!

—Dios lo quiere. Dejadme, dejadme luchar con mi destino, que es terrible; yo no puedo exponer á mi hija. No quiero tampoco perderos. Permaneciendo aquí, ó tendriais que haceros monfí y lidiar contra España, ó servir á Felipe y volver las armas contra el pecho de vuestra esposa y de vuestra hija. No, no; vais á casaros, y despues... vuestra compañía está en Yátor; entregadla al teniente Velorado y tomad testimonio de ello, para que el rey no pueda llamaros nunca desertor; ya teneis su licencia para dejar la compañía: despues, escoltado por mis monfíes ireis á Motril donde os embarcareis, vos, mi hija y mi nieta: con vos irá para serviros el mas noble, el mas bravo, el mas fiel de mis walíes: el noble Harum el Geniz, y permanecerá con vosotros si asi lo quereis. Ha visto nacer á Esperanza y la ama casi tanto como yo.

—Será lo que querais, señor, dijo el marqués que estaba aturdido.

—Bien, puesto que estamos enteramente de acuerdo, id, abrid aquella puerta, atravesad un corredor y encontrareis á vuestra esposa y á vuestra hija.

Zumbaron los oidos al marqués, se nublaron sus ojos, se levantó como un ébrio, y dominado por su emocion, y sin decir una sola palabra á Yaye, corrió á la puerta que este le habia indicado.

Poco despues se oyeron dos gritos de suprema alegría, uno como de hombre, otro de mujer; besos y sollozos.

—¡Oh! era preciso, dijo el emir: Amina no puede amar ni ser amada de otro modo.

Y siguió paseándose á lo largo de la cámara.

Capítulo XXI. Continuacion del anterior.

Anunciaron á Yaye que acababa de llegar á la heredad el beneficiado y el sacristan de Cádiar.

Yaye mandó introducir al momento á Juan de Ribera.

—¡Oh, qué dia! qué dia tan aciago, exclamó el beneficiado apenas vió á Yaye.

—¿Pues qué sucede? contestó el emir.

—Sucede... vamos... no sé cómo he podido escapar para cumpliros mi promesa... sucede que el Santo Oficio ha venido á la villa.

—Ya lo sé.. vos mismo me lo dijísteis.

—Es verdad... pero tengo la cabeza trastornada... ¡qué escándalo y qué dolor, Dios mio!.. y que la tenacidad de esos desdichados nos obligue á ver tales cosas...

—¡Ah! ¡la muerte de esa morisca... de esa Malicatulzarah..!

—¡La sabíais...!

—Yátor está cerca de Cádiar.

—¡Pero no sabreis...!

—Si, si; sé y me pesa, que su marido Adel, el tejedor, que estaba enfermo, ha muerto tambien: pero el anciano padre y los pequeñuelos huérfanos estan amparados.

—¡Por vos, siempre vos en todas partes donde hace falta la caridad! ¡Cuando digo que sois un santo!

—No soy santo, pero creo que entre estas gentes se adelanta mas con la blandura.

—¡Hum! dijo el beneficiado; son duros como rocas.

—Ya veis si yo he convertido gente.

—Dios os da la gracia.

—No, sino que obro de distinto modo que el inquisidor que ha venido á visitar á Cádiar... Me han dicho que ha obrado con muy poca caridad.

—Es un tanto duro el señor Molina de Medrano, pero muy religioso, eso sí... figuraos que aunque acababa de dejar el camino, no ha querido reposar ni comer hasta que se ha purificado la iglesia que habia quedado impura por la sangre que en ella se habia vertido. Por esa razon he venido mas tarde y os he hecho esperar... pero en cambio se ha labado el templo de su impureza, gracias á las ámplias facultades que trae el señor Molina de Medrano y podrá celebrarse en él la Pascua... de otro modo la iglesia hubiera estado impura algunos dias.

—¡Gracias á Dios! asi tendremos misa del gallo.

—A la que me alegraría mucho que asistieseis: celebrará el señor inquisidor Medrano: yo seré diácono y el licenciado Arias subdiácono: tendremos villancicos en que cantará con su hermosa voz... una dama que vos apreciais mucho, y otra señora que ha venido á su casa...

—Doña Isabel de Válor, ¿y la otra?

—Una gran señora.

—¡La princesa Angiolina Visconti..! Os prometo ir.

—Con vuestra noble hija.

—¿Conoceis vos á mi hija?

—No señor, pero he oido ponderar su virtud y su hermosura.

—Mi hija no está aquí en estos momentos.

—¡Qué desgracia!.. pero en fin, os tendremos á vos.

—Indudablemente: pero vamos á lo que importa.

—Si, á la conversion del Ferih de los Berchules.

—Pues no tenemos el gusto de bautizar á ese descreido.

—¡Cómo! ¿por qué?

—Porque mientras yo fuí á veros, el tal bandido se ha escapado.

—¡Cómo! ¿pues no estaba herido, y herido de peligro?

—Eso mismo me he dicho yo: no lo comprendo, pero lo cierto es que se ha escapado... yo lo he sentido mucho y vos, no debeis sentirlo menos.

—¡Oh! ¡siéntolo en el alma! ¡un miembro podrido que continúa separado del cuerpo de los fieles!

—Y aun por algo mas debeis sentirlo, señor beneficiado, porque segun creo, aunque vos me habeis guardado el secreto, Melik el Ferih, es padre de una morisca, de una Mariblanca que es vuestra ama.

—¡Ah! dijo el beneficiado no pudiendo evitar un estremecimiento: vos lo sabeis todo.

—¿No veis que busco al bien, y para practicarle tengo por todas partes gentes que se informan de todo?

—¡Ah! dijo el beneficiado que empezaba á sentir algun recelo.

—Por eso, porque lo sé todo, vuestra venida, á pesar de la fuga del Ferih, no es inutil. No os ireis sin bautizar una mora, y aun mas sin casar á una mora y á un cristiano, padres de la no bautizada.

—¿Y por qué no bautizar tambien á la madre?

—Por la sencilla razon de que, desde que nació la madre es cristiana.

—¡Ah! ¡una morisca!

—Algo mas que una morisca: una sultana.

—¡No os comprendo! dijo el beneficiado que se sentia mal, y que iba viendo transformarse en otro hombre distinto del que habia visto hasta entonces á Yaye.

—Pues es muy fácil de comprender: la dama á quien vais á casar es hija del emir de los Monfíes: en una palabra, es mi hija.

—¡Vos!.. exclamó el beneficiado y no pudo continuar.

Anudósele la voz en la garganta; se puso pálido como un cadáver, tembló, se anonadó; quedó tal como si la tremenda cabeza de Medusa, con toda su terrible virtud y sus sierpes ponzoñosas se hubiese presentado ante su vista.

—¡Qué os espanta! ¿no sois vos el que con tanta crueldad habeis martirizado á los pobres moriscos? ¿no sois vos el que habeis arrebatado los hijos á sus madres y los habeis enviado á los hospicios del rey? ¡Habeis tenido valor suficiente para remitir las súplicas desesperadas, las lágrimas, los gritos de angustia de las desdichadas á quienes arrebatabais los hijos de sus entrañas, y os falta delante de mí que ningun mal he de haceros, puesto que habeis venido bajo el seguro de mi palabra!

Tranquilizóse un tanto el eclesiástico.

—¿Pero quién habia de creer..? dijo: yo hubiera jurado...

—Que yo el don Alonso de Fuensalida á quien conociais, era el mayor cristiano del mundo...

—Vuestras obras... vuestra caridad...

—Si, es cierto: mi caridad hácia los mios, me ha obligado á presentarme ante vos encubierto con un nombre castellano, á captarme vuestra voluntad con donaciones hechas á vuestra iglesia, á fingirme catequizador de moriscos, cuando en verdad solo se bautizaban los infelices por sugestion mia, para evitar las crueldades que so pretesto de religion cometiais con ellos: si es cierto: mi caridad para con los moriscos ha sido grande, porque lo que he hecho en Cádiar lo he hecho tambien en las demás villas de las Alpujarras. Pero no hablemos mas de esto. Procurad tranquilizaros, porque os lo repito: aunque os encontrais entre monfíes, nada os acontecerá: por muy cruel y fanático que seais, aunque mereciéseis un terrible castigo, os he llamado yo, porque os necesito, y estais tan seguro como si os cobijara el trono del rey de España.

—¿Y para qué me necesitais, señor? dijo el beneficiado no bien repuesto á pesar de las tranquilizadoras palabras de Yaye, y tratándole con tanto respeto cuanto era su miedo.

—Ya os he dicho para lo que os necesito: para casar á mi hija y bautizar á mi nieta.

—Estoy dispuesto á obedeceros, señor.

—Con vos ha venido vuestro sacristan que se ha quedado fuera.

—Si señor.

—¿Sabe ese hombre á lo que venis?

—Le he dicho que se trataba de bautizar...

—Bien, por eso no quede, haremos una farsa; mandaré á uno de los mios que se meta en cama...

—Pero...

—¿Y qué os importa á vos pronunciar algunas palabras y verter una poca de agua sobre la cabeza de un hombre?

—Lo que yo temo, es que maese Barbillo que es muy ladino conozca que no se trata de un herido.

—Descuidad que la farsa se hará bien. Ahora vamos á otra cosa. Es necesario que la fecha de ese casamiento y de ese bautismo se anticipen.

—No os comprendo bien.

—Vais á comprender al momento.

Yaye sacó de su bolsillo una cartera, y de aquella cartera dos papeles doblados, y los presentó á Juan de Rivera.

Eran dos partidas de casamiento y de bautismo; la una estaba fechada en 30 de setiembre de 1567, la otra nueve meses despues. Solo faltaba la firma del beneficiado.

—¿Pero no veis, dijo Juan de Ribera, que estas partidas no pueden constar en el libro de la parroquia ni con los folios que aquí tienen?

—Descuidad: el libro de la parroquia desaparecerá sin que os puedan hacer cargo. Ya comprendereis que tratándose de mi hija y de mi nieta, tengo un gran interés en que estas partidas no aparezcan falsas; á vos os interesa tambien porque... pienso demostraros mi agradecimiento de una manera digna de mí.

Y Yaye abrió un cajon de su mesa, y sacó de él uno trás otro, veinticinco columnas compuestas por veinticinco dorados doblones de á ocho cada uno.

—Si, si, es verdad: sois el mismo generoso señor de siempre, pero encuentro una dificultad.

—¿Cuál?

—¿De quién es hija la dama que se va á casar?

—Es hija mia.

—Aquí dice: la excelentísima señora doña Esperanza de Cárdenas, duquesa de la Jarilla, grande de España, hija del excelentísimo señor don Juan de Andrade, duque viudo de la Jarilla.

—Es que yo soy ese.

—¿Pero no sois entonces el emir de los monfíes?

—Tambien lo soy; para que os aclare mas dudas, preguntad al inquisidor Medrano, ya que le teneis en la villa, y aposentado en vuestra casa, quién es el duque viudo de la Jarilla: él me conoce bien.

—¡Ah!

—Lo que importa es que firmeis estos documentos, porque se va haciendo tarde, y teneis que volver antes de la noche á Cádiar.

Juan de Ribera firmó.

Yaye guardó de nuevo las dos partidas, y dijo:

—Vamos y terminemos. Casareis á mi hija, bautizareis á mi nieta, y despues haremos delante del sacristan la farsa del bautismo de Melik—el—Ferih, del padre de vuestra ama.

—Vamos á donde querais, señor.

Yaye y el beneficiado desaparecieron por una puerta.

Pasó una hora, y maese Barbillo fue llamado.

Atravesó la cámara acompañado de un lacayo y desapareció por otra puerta.

Media hora despues, el lacayo y Barbillo volvieron.

—Es mucha, mucha, la caridad cristiana de don Alonso, dijo con cierto intencionado sarcasmo Barbillo al atravesar la cámara: pero creo que ese buen Ferih no está tan gravemente herido como dicen. ¿Eh? ¿qué decís vos?

—Digo, contestó el lacayo, que no era otra cosa que un monfí, mirando fijamente á Barbillo, que jamás me entrometo en las cosas de mi señor.

Y salieron por otra puerta.

Apenas habian salido, cuando entraron de nuevo en la cámara Yaye y el beneficiado.

—Ya que habeis casado á mi hija, y bautizado á mi nieta, le dijo Yaye, cuidad de que nadie sepa lo que aquí ha sucedido. Mi hija debe aparecer casada en la fecha que consta en la partida de desposorios. Nadie ha asistido á la ceremonia, mas que mi familia: si esto se sabe... vos lo habreis dicho... y entonces...

—¡Oh! descuidad, descuidad, señor, contestó todo humilde el beneficiado.

—Y no os atrevais á nada cuando os veais libre y seguro en Cádiar, porque podria pesaros.

—¿Y cómo me habia yo de atrever, viviendo en las Alpujarras, á faltar á la voluntad de quien tan poderoso es en ellas?

—Y aun fuera de ellas. Mis monfíes estan en todas partes. Oid: en una ocasion, herido gravemente, caí en poder del Santo Oficio. La Inquisicion hubiera tenido un grande placer en quemarme vivo: pero no pudo. Mis monfíes me sacaron de la cárcel del Santo Oficio. Y esto sucedió en Madrid, delante del rey, como quien dice, y del inquisidor general. Guardaos, pues, si apreciais vuestra vida.

—¿Pero me prometeis, señor, que ningun peligro corro? los moriscos estan inquietos... esta mañana...

—Si; esta mañana se ha cometido un horrible crímen en vuestra iglesia... pero nada temais por ahora... mas adelante podrá suceder... para mas adelante, ya os habré procurado yo una buena prebenda.

—¡Una prebenda! ¡vos!

—Si por cierto. Si, yo quiero haceros obispo... yo moro, capitan de bandidos, como vosotros decís... sereis obispo.

—¡Ah, señor! exclamó el beneficiado, arrojándose casi á los piés de Yaye.

—Pero para que yo os favorezca, será necesario que os hagais merecedor de mis favores.

—Descuidad, callaré, os serviré, seré vuestro esclavo.

—Bien: obrando asi obrareis prudente: ahora idos: ya el sol desciende y es necesario que llegueis á Cádiar antes de la noche. Algunos de mis criados os acompañaran hasta la entrada del pueblo, id.

El beneficiado se dirigió á la puerta.

—Se os olvida eso, dijo Yaye, señalándole el dinero que estaba sobre la mesa.

El beneficiado, con vergüenza, no de recibir el dinero, sino por la manera con que lo recibia, guardó el oro en sus bolsillos.

Despues salió con Yaye que le precedia, con las muestras de la mayor distincion y amistad.

Poco despues, Yaye entró de nuevo en la cámara.

—Ha sido necesario, dijo, confiar á ese miserable, para que no hable una sola palabra: difundido este secreto, cualquiera que por casualidad escapase, podria llevarlo á oidos tales, que perjudicasen á mi hija!... ¡Mi hija! ¿puede hacer un padre mas sacrificios que los que yo he hecho por Amina?

Yaye se pasó la mano por la frente, como si hubiera querido arrancarse de ella una horrible pesadilla.

—¡Cúmplase la voluntad de Dios! exclamó.

Y luego dirigiéndose á una puerta, la abrió y llamó.

—¡Suleiman!

Presentóse el mismo monfí jóven que habia burlado un año antes en Madrid al inquisidor general.

—¿Qué me mandais, magnífico señor? dijo.

—¿Has mirado bien á ese clérigo? le preguntó.

—Le conocería aunque pasasen muchos años, y le viese entre mil.

—¿Y al que le acompañaba?

—Si señor.

—Es necesario que esos dos hombres mueran.

—Morirán, señor.

—Vete, y di á mi wazir Harum, que le espero.

Fuése Suleiman, y á poco entró Harum.

Yaye se encerró con él.

Capítulo XXII. Lo que hicieron contra el emir Aben—Aboo y Aben—Jahuar.

Aquella misma tarde, un jóven con un trage sumamente pintoresco, y con una escopeta al hombro, atravesaba por el áspero desfiladero de una montaña próxima á Cádiar.

El trage de este jóven, consistia en un gorro ó bonete de granada, una chaquetilla de colores vivos, y adornada con alhamares y bordados de plata; una camisa sin cuello, bajo una chupa del mismo color que la chaqueta (jaqueta la llamaban los moros); una faja de seda sobre la chupa, y unos calzones anchos, cortos hasta la rodilla, abiertos por abajo, cuadrados en su abertura, y en las piernas unos botines de grana bordados.

Llevaba ademas sobre la faja un cinto con dos bolsas, llenas la una de balas de hierro, y la otra de pólvora: en el cinto dos largos pedreñales ó pistoletes, y un puñal; pendiente del cinto con dos cordones de seda, un alfange berberisco, y sobre el hombro un albornoz de lana, listado á anchas franjas negras y blancas.

Este jóven era Aben—Aboo.

Con su bello trage morisco, su fisonomía se habia completado: era el infante de Granada, brabío y valiente, con el sello característico de su raza fijo en el semblante, y la expresion sombría y amenazadora del oprimido, que tras largos años de paciencia, se levanta ante su opresor.

Era á punto que el sol se ponia, el cielo hasta entonces limpio y despejado, empezaba á cargarse de oscuras nubes hácia el Norte, y allá entre los altos picos de Sierra Nevada se escuchaba rodar el trueno á lo lejos: frias ráfagas de viento pasaban silbando entre los brazos desnudos de las encinas y las peladas rocas, á las que se veia acudir las águilas para preservarse en su profundo nido de la tempestad.

Aben—Aboo siguió andando á gran paso.

El nublado siguió avanzando con extrañada rapidez, y al fin, al ponerse el sol, un tupido toldo de densas nubes cubrió las montañas.

Algunas gruesas gotas cayeron sobre las rocas.

Aben—Aboo entonces partió á la carrera.

Los que hayan viajado por las Alpujarras, y hayan tenido necesidad de atravesar una rambla para llegar al término de su viaje, comprenderán por qué Aben—Aboo, que tenia que atravesar la rambla de los Ciegos, corria.

A los que no conozcan aquel terreno, les diremos: que basta una lluvia de algunos minutos para que en aquel quebradísimo terreno, las innumerables vias de las vertientes de las montañas, conduzcan á la rambla que viene á ser un punto de reunion, un pequeño arroyo, y que juntos todos estos arroyos produzcan por su inconcebible número una corriente bastante considerable para que no pueda ser atravesada por un hombre.

Cuando la lluvia es fuerte y dura algunas horas, no es ya un rio invadeable, el que rueda por la rambla, sino un torrente monstruoso, atronador, que se extiende de monte á monte, que arrastra árboles y aun rocas: un alubion gigantesco que dura muchas horas despues de haber terminado la lluvia que lo produce, que va á aumentar alguno de los traidores rios de las Alpujarras, y que cuando se extingue deja sobre la rambla un fango arenoso, entre el cual, no es difícil encontrar reses muertas y aun cadáveres humanos.

Por eso corria Aben—Aboo.

La tormenta se le echaba encima, y la lluvia empezaba, lenta si, pero con indicios de aumentarse progresivamente hasta convertirse en un furioso aguacero.

Saltaba el jóven como un gamo de roca en roca, y al fin vió una ancha abertura practicada entre dos rocas gigantes, por la cual se veia un plano ancho, pendiente, de arena blanca y brillante.

Tan blanca era esta arena, que cuando reverberaba en ella el sol, ofendia la vista, por cuya razon la habian llamado la rambla de los Ciegos.

Entre estas dos altísimas y cortadas rocas, habia un hombre cubierto en otro albornoz rayado, que al saltar junto á él Aben—Aboo, desde una breña, retrocedió un paso y preparó su escopeta, exclamando con acento enérgico:

—¡Párate! ¡la señal!

—¡Granada y los monfíes! contestó Aben—Aboo.

—¡Ah! ¿eres tú sobrino? dijo el que esperaba, y dejó caer el embozo de su albornoz.

Era Aben—Jahuar—el—Zaquer.

—¿Y nuestra gente? dijo Aben—Aboo.

—Estan mas abajo.

—Está con ellos Abd—el—Melik—el—Ferih.

—No; pero ya hemos quedado de acuerdo: nuestra gente se compone de veinte de los mios.

—¡No son monfíes!

—No; son moriscos y cristianos renegados por delitos, gente dura y braba, que yo estoy reclutando hace tiempo, y cuyo número aumento con todo hombre á proporcion que se me viene á las manos.

—¿Y sabe el emir que vos teneis esa gente?

—Si lo sabe yo no se lo he dicho.

—¿Y entonces quien paga á esa gente?

—Los moriscos de Granada y de la Vega.

—¡Ah! ¿y cuántos son?

—Unos trescientos que podran servirnos de mucho para nuestros asuntos particulares.

—¿Y para qué habeis traido con vos esos veinte hombres?

—Atravesemos la rambla, sobrino, que la noche y la lluvia se nos vienen encima por fortuna nuestra, y sabrás para lo que he traido conmigo á esa gente.

Y Aben—Jahuar tomó á buen paso hácia las quebraduras del frente seguido de Aben—Aboo.

Cuando hubieron atravesado la rambla, subido un áspero repecho, y penetrado en las quebraduras que habia indicado el tio al sobrino, se encontraron en un terreno extremadamente brabío, oculto bajo el saliente de una roca.

—¿Ves la Muela del Lobo, sobrino? dijo Aben—Jahuar, señalando una alta roca que se veia á lo lejos hácia el Sur, al pié de una montaña.

—Si por cierto.

—¿Ves al pié de la Muela una huerta, y en medio de la huerta una casa?

—Sí.

—¿Y alcanzas á percibir á la poca luz que tenemos, lo que pasa delante de aquella casa?

—Tengo muy buena vista, tio: delante de aquella casa hay tres literas, seis caballos y algunas acémilas que estan cargando con maletas y cofres. Eso indica que la gente que vive en aquella casa, ha olido la tempestad de sangre que se prepara, y huye antes de que se le eche encima. Algunos perros cristianos que piensan ponerse en salvo antes de que arrecie el peligro.

—¡Bah! en aquella casa hay cristianos y monfíes.

—¡Cristianos y monfíes!

—Si por cierto: voy á decirte el nombre de los cristianos: primeramente la excelentísima señora duquesa de la Jarilla, doña Esperanza de Cárdenas, ó sino la conoces por ese nombre, la sultana Amina.

—¡La sultana Amina! exclamó estremeciéndose Aben—Aboo.

—Déjame que continúe mi lista de cristianos: el antes solamente marqués de la Guardia, y hoy duque de la Jarilla por su casamiento con la sultana, don Juan Coloma.

—¡Ah! ¡mi amigo el marqués! exclamó con un sarcasmo amenazador el jóven.

—Ademas, doña Estrella Coloma y Cárdenas, hija de los excelentísimos duques de la Jarilla.

—¡Su hija!

—Item: la nodriza de doña Estrella y dos criadas: Calpuc, el indiano, abuelo de doña Esperanza, y bisabuelo de doña Estrella; don César de Arévalo, tio del marqués de la Guardia, ó mejor dicho del duque de la Jarilla, y por último Peralvillo, lacayo del duque.

—Y sin duda allí estará tambien...

—Sí, voy á decirte los monfíes que estan en esa casa: primero el magnífico emir de los monfíes nuestro pariente: luego Harum—el—Geniz, su wazir, Suleiman, su walí, y como hasta cincuenta monfíes.

—¿Pero á dónde es ese viaje?

—No sé tanto; solo sé que podrá suceder muy bien si tienes valor que hagamos un buen negocio.

—Tio... jugamos el todo por el todo.

—Y á qué nos habíamos de haber puesto estos vestidos berberiscos nosotros y nuestra gente, á qué traer antifaces rojos sino para no ser conocidos. Sígueme sobrino, y confia en mí y en el diablo que nos dará buena suerte.

Aben—Jahuar y Aben—Aboo siguieron las breñas adelante, descendieron á unas ásperas quebraduras y al entrar en ellas, Aben—Jahuar gritó ténuemente como un cuclillo.

En el acto respondió otro grito semejante, y otro y otro.

—Ahí estan, dijo Aben—Jahuar.

—¿Quién?

—Los mios.

—Pues os juro que hubiera pasado junto á ellos sin notarlos, dijo Aben—Aboo.

—Eso prueba, cuando han podido engañarte á tí, que eres astuto y experimentado como el monfí mas viejo, que engañaran tambien á los monfíes. Ahora, ocultémonos tambien nosotros, y guardemos el mas profundo silencio.

Tio y sobrino se perdieron entre un jaral.

Junto al sitio en que toda esta gente estaba oculta, habia un estrecho desfiladero, y en él una senda escabrosa.

El desfiladero estaba desierto.

Nadie tampoco hubiera sospechado que junto á él habia gente oculta.

Pasó algun tiempo; empezó al fin á llover con mas fuerza, y en el momento en que arreciaba la lluvia, se oyeron resonar pasos de cabalgaduras en la parte baja del pedregoso sendero, y voces de hombres que hablaban descuidadamente.

—Aquijad, aquijad, decia una voz robusta; marchad de prisa, la lluvia arrecia, y mucho será que podamos pasar la rambla de los Ciegos.

—Las mulas no pueden marchar mas deprisa, señor, contestó otra voz: nos vemos obligados á llevar las literas una detrás de la otra.

—Pues aprisa cuanto se pueda, dijo la voz que mandaba.

De repente se oyó un sordo mugido, indistinto y sordo primero, que fue creciendo y aumentándose hasta oirse perfectamente el bramido de las aguas que corrian á alguna distancia.

En aquel punto la lluvia caia á torrentes.

—¡La avenida en la rambla de los Ciegos! gritó una voz.

—Pues volved, volved atrás; gritó con energía la voz que antes habia mandado; dentro de poco tendremos por aquí otra avenida.

Apenas habia pronunciado aquella voz estas palabras, cuando sonó un tiro: luego otro y otro, sucediendo á esto el rumor de un reñido combate.

Veamos lo que era aquello.

Hemos dicho que la gente de Aben—Jahuar estaba oculta en unos arenales al lado de un pendiente desfiladero: á uno de sus lados se habian ocultado tambien Aben—Jahuar y Aben—Aboo.

Por aquel desfiladero habia aparecido una caravana, que aunque la noche habia cerrado anticipadamente á causa de la tempestad, se veia de tiempo en tiempo á la clara luz de los relámpagos.

Componian esta caravana cuatro monfíes; tras ellos tres literas, cada una de las cuales era llevada por dos mulas una delante y otra detrás, y cada una de estas mulas por un monfí. Luego á caballo, el marqués de la Guardia, Calpuc, el rey del desierto, don César de Arévalo, Peralvillo y Harum—el—Geniz: últimamente como hasta cuarenta monfíes.

En el momento en que, las literas pasaron del lugar donde estaban escondidos con su gente Aben—Jahuar y Aben—Aboo, sonaron los disparos que hemos dicho, y á poco se trabó un combate cuerpo á cuerpo entre los de Aben—Jahuar, y los del emir.

Las literas habian quedado cortadas y delante, y se oia la voz de Amina y las de sus doncellas que pedian socorro, y las imprecaciones en árabe de los monfíes que guiaban las literas.

Uno de los relámpagos iluminó la escena.

—¡Ah! exclamó con rabia Harum el Geniz que se batia como un lobo: ¡son corsarios berberiscos!

La estratagema de Aben—Jahuar, por lo que vemos, habia producido muy buen efecto.

De repente el pavor se apoderó de todos.

No era un enemigo humano el que les aterraba: eran los elementos: algunos pedazos de roca habian pasado zumbando por el desfiladero y por la parte alta se dejó oir un ronco mugido.

—¡La avenida! ¡la avenida! gritaron todos.

Y se arrojaron fuera del desfiladero.

No tardó mucho en dejarse ver el torrente que pasó brillando entre la oscuridad como una serpiente inmensa, blanquecina, puesta en fuga y cuya carrera fuera velocísima.

A la luz de los relámpagos vieron Harum, el marqués, y todos los demas, que los que creian berberiscos se perdian entre las breñas al otro lado del torrente que por efecto de la tempestad llenaba el desfiladero.

Por una casualidad no habia quedado entre ellos ni uno solo.

Faltaban los monfíes que precedian á las literas; los que las conducian y Amina, su hija, la nodriza y las doncellas de Amina que eran llevadas en las literas.

Al ver esto el marqués de la Guardia, que era valiente hasta la temeridad, antes de que nadie pudiese impedirlo, se arrojó con su caballo á la avenida, pretendiendo atravesarla.

Un grito de horror salió de todas las bocas.

El caballo y el ginete fueron arrebatados por la corriente.

—Pronto, pronto, á buscar el puente del salto del Gamo, gritó Harum: salvemos á la sultana: la sultana antes que todo.

—Es que, dijo un monfí viejo, no podremos llegar al salto del Gamo.

—Tienes razon Mahdar; el desfiladero del Fraile estaba invadeable: estamos encerrados, señores, añadió con desesperacion; estamos encerrados por la avenida entre una rambla y dos desfiladeros: ¡que se haga la voluntad de Dios!

—Dios ó el diablo nos han protegido, sobrino, decia Aben—Jahuar á Aben—Aboo, entrando con él en Cádiar, en el meson del Cojo, cubiertos con sus capas castellanas; la tormenta nos ha ayudado; de otro modo aunque sin duda hubieramos vencido, alguno de dos nuestros hubiera quedado en poder de ellos y era un mal cabo; ahora... ahora... no salen á bien librar hasta mañana de la prision en que los han puesto las aguas.

—Pero han sucedido horribles desgracias tio, dijo Aben—Aboo, cuyo semblante tenia una expresion ferozmente sombría.

—¿Y qué importa? ya no es un obstáculo á nuestros proyectos la hija del emir.

Y al decir estas palabras se entró con su sobrino en el aposento en que se habian encontrado aquella mañana.

Poco despues un hombre llamó recatadamente á la puerta, le abrieron y entró. Era el emir.

Capítulo XXIII. Cómo trataba Yaye á sus parientes.

Tendió á un tiempo las manos á Aben—Jahuar y Aben—Aboo y se las estrechó con fuerza.

—¡Oh! dijo sentándose. Estoy contento. Al fin he tomado una resolucion decisiva, he fijado la suerte de mi hija y me quedo libre para hacer con vosotros la guerra al cristiano.

—¡Qué habeis fijado la suerte de vuestra hija! primo, dijo Aben—Jahuar con las muestras del mas solícito interés.

—Sí, esta tarde se la he entregado á su marido. Era para mí un obstáculo inseparable; la acompaña su abuelo, y va bien escoltada. Es verdad que puede haberles cortado el camino la tormenta impidiéndoles pasar la rambla de los Ciegos, pero esto no es mas que algunas horas de detencion; remontaran la montaña y llegaran mañana á Motril, donde en una galeota mia se trasladaran á Venecia. Y estoy alegre, vive Dios, muy alegre. Era necesario decidirse, decidirse de todo punto. Pero tengo apetito. Manda, hijo mio que nos den de cenar.

Se levantó Aben—Aboo y salió.

—Tengo que hablarte primo, de un asunto, ó por mejor decir de dos asuntos importantísimos para los dos. No he querido decírtelo delante de nuestro sobrino.

—¿Tan de repente has pensado ese asunto?

—Si; cuando al fin he visto asegurada la suerte de Amina, me he encontrado otro hombre. Pienso abdicar...

—Abdicar... ¿y en qiuén?

—Aben—Aboo es muy brabo y los monfíes le aman...

—¡Cómo!

—Silencio, le siento acercarse... cuando hayamos cenado, yo me despediré, é iré á esperarte á la salida de la villa por la Caba—honda.

—Iré.

Aben—Aboo entró en aquel momento y á la primer mirada comprendió que habia pasado algo grave entre sus dos tios.

Sin embargo comprendió tambien que debia disimular.

—¿Conqué mi prima, dijo, se va á Venecia? ¡Y yo que contaba al menos con verla!

—¿Y qué habiamos de hacer aquí con ella una vez empeñada la guerra? No, no: era prudente ponerla fuera del incendio. Si Dios nos ayuda y triunfamos tiempo tendremos de verla.

El Cojo entró entonces con una verdadera cena de meson, pero era tal el apetito de los comensales, estaban todos tan contentos, cada cual por su causa, que devoraban un pésimo gigote y algunas aves, acompañadas de una liebre que por casualidad tenia cabeza.

Durante la cena y como estaban servidos por el Cojo y por su hija, alegre mocetona de veinte y cuatro años, la cena pasó con una conversacion indiferente.

—¿Qué diria la Inquisicion si nos viera comer carne la noche de navidad?, dijo el emir.

—¿Y si viera que esta carne nos la servia una mora de tan buena carne como Pascuala? dijo Aben—Jahuar.

—Vamos señor, siempre que hay gentes delante se estrella vuesamerced, contestó la muchacha.

—¡Cuándo digo yo que esta Pascuala acabará por arruinarme! dijo el Cojo.

—¿Pues qué hace la muchacha para ello? dijo Aben—Aboo.

—¡Bah! con esa cara de hereje que pone á los huéspedes... no hay ninguno que no se me haya quejado, sobre todo de la mala cama.

—Es que los tales huéspedes quieren á veces, que las camas sean tan completas... dijo la muchacha.

—Y no crean usamercedes que esto es por virtud; no señor; sino porque la tiene bebidos los sesos ese organista del diablo, que solo gana tres maravedises... que... que en fin, es un haragan, un desarrapado... lo que no impide que esta señora se pase las noches de claro en claro pelando la pava con él.

—¿Y qué tiene eso de malo?

Y asi mientras duró la cena, los tres personajes ocultaron su verdadero estado con conversaciones tales, como la de que acabamos de dar una muestra.

Acabada la cena, el emir se despidió de Aben—Jahuar y de Aben—Aboo.

—¡Que está tranquilo acerca de su hija! dijo sombriamente el jóven apenas se quedó solo con su tio.

—Afortunadamente, nadie nos ha conocido, ni los mismos que nos han ayudado saben lo que han hecho. El emir no puede hacernos cargo de nada.

—¿Y á dónde irá ahora?

—Es muy posible que vaya á ver á tu madre.

Ya sabemos que Aben—Jahuar sabia que Yaye no habia ido en busca de su hermana doña Isabel.

—¿A buscar á mi madre en una noche como esta?

—Pues esta noche mas que otra, debe el emir estar cuidadoso por mi hermana.

—Pero la tenacidad de ese hombre, cuando mi madre...

—¿Y qué quieres? asi son todos los enamorados.

—¡Pues juro á Dios...!

Aben—Aboo se detuvo, pero Aben—Jahuar adivinó el resto del juramento: Aben—Aboo se habia puesto de pié, y se arreglaba la capa y el talabarte.

—Mira lo que haces, sobrino, exclamó profundamente Aben—Jahuar: el emir es poderoso, y está acostumbrado á satisfacer sus empeños: prudencia, sobrino, prudencia, y no aventuremos en un minuto lo que tanta paciencia y tantos sacrificios nos ha costado.

—Tan prudente seré, dijo Aben—Aboo, que daré ocasion á que otros aprendan en mi prudencia.

Aben—Aboo que habia pronunciado estas palabras de una manera ambigua, cuya verdadera intencion no podia apreciarse bien, salió.

—¡Ah! dijo Aben—Jahuar: ¡quiere abdicar en Aben—Aboo! ¡si ese insensato llega á ser emir de los monfíes, todo está perdido para mí! los monfíes conocen su ferocidad y le aprecian: le servirian á ciegas, y correrian tras él, aunque los llevase á arrojarse de cabeza á un volcan. Pero aunque sois astuto y feroz, señor sobrino, yo os llevo la delantera, y nos veremos, vive Dios, ¡nos veremos!¡vos, el emir y yo...! ¡Ah! ¡ah! yo os juro amigo mio, que no habeis de ver la verdad hasta que esa verdad os espante.

Despues llamó, pagó la cuenta que le ajustó el Cojo por los dedos, y se fué á encontrar al emir.

Hallóle en la parte baja del pueblo junto á las tapias.

—Empezaba á impacientarme, le dijo.

—He tenido que engañar á Aben—Aboo para separarme de él.

—¿Y sospecha algo?

—Nada: solo espera con impaciencia que llegue la hora.

—Poco tardará en sonar, ya son las nueve. Entre tanto podemos hablar nosotros, y ponernos de acuerdo.

—¿Pues qué estamos discordes?

—Si; y este es un mal presagio.

—¿Y en qué consiste esa discordancia?

—En que todos teneis ambicion, y vuestras ambiciones encontradas, seran la causa de nuestra ruina.

—¿Y nada dices de tu propia ambicion?

—Yo la he perdido: todo me ha salido mal: en todos mis afectos, en todos mis deseos, en todas mis esperanzas, estoy ya contrariado: ya no soy el hombre que luchaba con toda su inteligencia, con todas sus fuerzas: soy un vencido que se rinde.

—¡Un vencido!...

—Sí vencido por su suerte.

—Desmayas en los momentos en que mas necesitamos de tu ayuda.

—No por cierto: yo os doy todo lo que tengo: mi ejército, mis tesoros, mi espada. ¿Quereis mas?

—Pero esa abdicacion...

—Es necesaria. Aben—Aboo está descontento: Aben—Humeya le mira con recelo: señor es uno, vasallo el otro: ni Aben—Aboo serviria bien á Aben—Humeya, ni Aben Humeya confiará en Aben—Aboo. Por el contrario, siendo Aben—Aboo emir de los monfíes, se encontraran igualmente poderosos...

—Aben—Aboo pesará sobre Aben—Humeya.

—Pero aun vivimos nosotros: nosotros mas experimentados que ellos: nosotros que tenemos una poderosa influencia, tú sobre los moriscos, yo sobre los monfíes: nosotros que podemos enlazarnos á ellos por sagrados vínculos.

—¡Cómo!

—Tu amas á tu cuñada doña Elvira, dijo Yaye.

—Es verdad, contestó con voz cavernosa Aben—Jahuar.

—Yo amo... cada dia con mas fuerza, cada dia con mas desesperación, á tu hermana doña Isabel.

—¿Por qué no la amaste del mismo modo hace veintidós años? entonces Aben—Aboo sería tu hijo...

—¡Ah! exclamó Yaye: olvidemos lo pasado y pensemos solo en el presente: estoy irrevocablemente decidido á lo que te he propuesto.

—No creo realizable tu proyecto mas que en lo relativo á la abdicacion en Aben—Aboo: por lo demás, ni mi hermana se casará contigo, ni conmigo mi cuñada doña Elvira; ademas, y seamos francos... doña Elvira te ama, Yaye.

—¡Oh! ¿quién te ha dicho eso?

—¿No crees que los zelos son muy perspicaces?

—Los zelos mienten, ó por mejor decir, los zelos se engañan. Doña Elvira no ama á nadie, á nadie mas que á su hijo: por eso, encontrando solo un hombre ante el porvenir de su hijo, siendo ese hombre yo, pretende inhabilitarme, apoderarse de mí, matarme, en una palabra; Doña Elvira, primo, me aborrece, y por que me aborrece, me cerca de asechanzas, me ataca con todas sus armas, con su astucia, con un amor fingido, con un empeño tenaz. Cuando vea que yo abdico en Aben—Aboo... que me caso con tu hermana, doña Elvira se casará contigo, para contrabalancear el poder de Aben—Aboo: no lo dudes Aben—Jahuar: doña Elvira solo ama á su hijo Aben—Humeya.

Quedóse profundamente pensativo Aben—Jahuar.

—¿Y qué hemos de hacer? dijo.

—¿Consientes en que pongamos por obra mis proyectos?

—¿Y tú estás seguro de que doña Elvira querrá casarse conmigo?

—Sí, en el momento en que yo me case con tu hermana doña Isabel.

—Pero es necesario empezar á obrar al momento.

—Es necesario que vayamos á casa de tu hermana.

—¡Ah!

—Tú hablarás á Aben—Aboo; le participarás mi resolucion, y le prepararás para que desde esta noche empiece á obrar como corresponde á su nuevo estado: yo entre tanto hablaré á tu hermana.

—Quiera Dios, dijo Aben—Jahuar que saques de ella tan buen partido como yo espero sacar de Aben—Aboo.

Y tomando por fuera de las tapias arriba, se encaminó con Yaye á la atalaya donde vivia Aben—Aboo.

Capítulo XXIV. De cómo se encontraron reunidas de una manera extraña, personas que se creian muy separadas.

En una habitacion completamente blanca, con el pavimento cubierto de una estera de esparto, desnudas las paredes y con techo de bovedillas y adornada con algunos muebles modestos, al lado de una chimenea encendida, habia dos mujeres.

Era la una doña Isabel de Córdoba y de Válor: la otra Angiolina Visconti.

Doña Isabel, si bien contaba ya cuarenta años, estaba en el esplendor de su hermosura: no de esa hermosura brillante, vaporosa, delicada, esmaltada, por decirlo así, de la jóven, de la adolescente casi, sino en esa fuerte y brillante hermosura de la mujer, en que hay un exceso de vida y de pasion, en que se mira con dolor el pasado, y se espera con temor ó al menos con una dolorosa resignacion la metamorfosis de la mujer, en que se marchitan las mejillas, en que aparecen las canas y las arrugas, en que las formas mas hermosas se deprimen, en que la mirada se apaga, en que los cabellos se disminuyen, se aclaran, se retiran de la frente, ó por mejor decir, la ensanchan: doña Isabel no tenia ya la belleza de la esbeltez, pero tenia en cambio, la magestad y la incitante hermosura de la matrona: habia engruesado, pero sin perder la belleza de sus formas; su pecho se habia levantado, pero sin perder su aspecto puro y virginal; doña Isabel habia crecido en vida y en hermosura y no habia perdido nada de su pureza: el sufrimiento agudo de un amor contrariado, de una vida robada á la felicidad, habia impreso, fijado sobre su semblante, la expresion del sufrimiento, pero de un sufrimiento valiente y resignado, y esta expresion daba á su hermosísimo semblante, á su ardiente mirada, un resplandor sublime, por decirlo así, casi divino: doña Isabel era á los cuarenta años, una de esas mujeres que hacen bendecir á Dios que las ha criado, que inspiran un amor exento de competencias de todo género, que absorven completamente la vida y el alma de un hombre.

Sin embargo, en los veintidos años que habian pasado desde la muerte de Miguel Lopez, se habia visto libre de pretensiones, exceptuando las de Yaye.

¿En qué podia consistir esto, tratándose de una mujer tan hermosa y tan pura?

Consistia en que en Cádiar no la conocia nadie mas que los parientes próximos de su hijo, su confesor y un escaso número de mujeres.

Estas en verdad habian ponderado su hermosura: pero doña Isabel no salia de su casa sino para ir á misa (eso todos los dias), y en esta sola ocasion se cubria de tal modo el rostro con el manto, que solo podia apreciarse lo airoso de su andar, lo gentil de su conjunto, y ese perfume particular que deja tras si toda mujer hermosa.

Su casa, encerrada dentro de una tapia y situada en una altura, estaba libre de miradas curiosas, y en ella no penetraba nadie, mas que, como hemos dicho los parientes, y estos viejos unos, ó casados los otros, y algunas mujeres.

La hermosura pues, de doña Isabel, solo se conocia de fama.

Pero lo repetimos: era esta tal, que á pesar de ser hermosísima Angiolina, se encontraba como empalidecida, como borrada, como vulgarizada, al lado de doña Isabel.

Encontrábanse las dos, en el momento en que las presentamos de nuevo en escena, en esa disposicion de ánimo en que se piensa mucho y se habla muy poco.

Ademas, la situacion en que se encontraban colocadas la una respecto á la otra, era tirante y difícil: vivian juntas y apenas se conocian: al llevar Aben—Aboo á Angiolina de Granada, habia dicho á su madre:

—Esta dama es una noble viuda á quien amo, y que se encuentra sola en el mundo: sino fuera la persona que es, pudiera haberme recibido en su casa, como otras tantas; pero esto no era conveniente ni decoroso, ni para ella ni para mí: he contado, pues, con que vos la servireis de madre hasta el dia en que pueda llamarse vuestra hija.

Doña Isabel tendió la mano á la aventurera que su hijo la presentaba, la admitió en su casa, la llamo su parienta para salvar las apariencias, y nada la preguntó ni nada la dijo Angiolina.

La dulzura y la virtud, y la magnífica belleza de doña Isabel, empezaron á dominar á la veneciana, que se sintió arrastrada hácia ella. Angiolina por su parte, que era una mujer digna y noble cuando no se trataba de su empeño por el marqués de la Guardia, empezaba tambien á hacerse lugar en el corazon de doña Isabel.

Esta no sabia quién era: pero aquella mañana en el exámen, delante de la Inquisicion, se habia llamado Angiolina princesa.

Doña Isabel no habia podido olvidar aquella revelacion: ni que el inquisidor habia tratado á Angiolina como una conocida antigua, ni la turbacion y la vacilacion de Angiolina al reconocer al inquisidor. Cuando doña Isabel dejaba de pensar en esto, se la venia á la memoria la terrible muerte de Malicatulzarah, con sus horribles detalles, con toda su aguda pasion, y entonces los ojos de doña Isabel se llenaban de lágrimas, y su corazón se levantaba á Dios rogando por aquellos desventurados.

Por esta razon estaba tan profundamente pensativa doña Isabel.

El haberse visto reconocida por Molina de Medrano cuando menos lo esperaba; el haber visto aquella mañana desde la atalaya entre las breñas y á lo lejos á Laurenti y á Cisneros, y el recuerdo de la sangrienta escena de la iglesia, tenian tambien profundamente pensativa á Angiolina.

Dieron las ánimas, y doña Isabel las rezó.

Contestóla Angiolina, y por esta razon se cruzaron entre ellas algunas palabras.

—Cómo zumba el viento en la chimenea, dijo doña Isabel arreglando los tizones.

—Todo es hoy lúgubre, contestó Angiolina.

—¿Y mi hijo? ¿dónde estará mi Diego? añadió doña Isabel: otras noches ha venido mas temprano.

—Aquí estoy madre, dijo la voz de Aben—Aboo á la puerta.

Y el jóven adelantó, se quitó la gorra, la capa y el talabarte, y se sentó delante del fuego entre las dos mujeres.

—No es prudente andar á deshora por la calle cuando tenemos el pueblo lleno de soldados, y cuando la Inquisicion hace su visita, dijo doña Isabel: recelan demasiado de nosotros, y es peligroso...

—Pues ved ahí, madre mia, dijo Aben—Aboo: yo quisiera que hubiese cien veces mas soldados y mil veces mas inquisidores en el pueblo.

Palideció doña Isabel al escuchar la ronca y amenazadora voz de su hijo y no contestó.

Angiolina miró de una manera profunda al jóven.

Su semblante estaba terriblemente contraido, ceñudo.

—Supongo, dijo doña Isabel, que nos acompañarás á la misa del gallo.

—Cabalmente he venido á deciros que no ireis.

—¿Que no iremos? exclamó doña Isabel: ¿y por qué?

—Porque no debeis ir.

—¡Que no debemos ir! explícate por Dios, Diego.

—Ha llegado la hora, replicó el jóven.

—¿La hora de qué?

—Esta mañana se ha vertido en la iglesia sangre inocente.

—¡Ah! exclamaron las dos mujeres.

—Esta noche se verterá en la misma iglesia sangre de infames.

—Pero tú no la verterás, Diego, hijo mio; exclamó toda asustada doña Isabel: el crímen ageno no autoriza el crímen propio; tú te harás ageno á esos crímenes.

—¿Crímenes llamais á la venganza de un pueblo oprimido?

—Dios toma á su cargo las lágrimas y la sangre de los que sufren.

—No queremos esperar tanto.

—Pero no meditas que una vez dado un paso...

—Se dan diez, ciento, mil... en buen hora: yo daré el primero sin vacilar.

—No, tú no darás ninguno.

—He jurado beber la sangre de ese infame inquisidor y la beberé, madre.

—Pero te perderás, y perderás á los tuyos.

—¿Temeis que alguien perezca en esa lucha, señora? dijo con acento de reconvencion Aben—Aboo.

—Temo que perezcas tú, contestó con dignidad doña Isabel que habia comprendido la intencion de su hijo.

—¿Y no temeis por nadie mas?

—Temo por todos, por todos, Diego, ¿lo entiendes?

—Yo creia que antes que por mí temblabais por...

—¿Por quién? preguntó con tal altivez doña Isabel que Aben—Aboo á su despecho se vió obligado á bajar los ojos.

En aquel momento y cortando la conversacion que empezaba á hacerse difícil, se abrió la puerta y apareció en ella Alí, el esclavo de Aben—Aboo.

—Señora, dijo; vuestro hermano don Fernando, que viene con otro caballero, desea veros.

—Dí á mi tio, contestó Aben—Aboo, que pase á mi habitacion.

—No, no, dijo doña Isabel: díle que entre aquí.

El esclavo salió.

—Acaso mi tio me busca á mí, no á vos, señora.

—Tu tio, dijo á la puerta Aben—Jahuar, os busca á todos; pasad, primo, pasad; hermana, te traigo un antiguo conocido.

Y adelantaba llevando de la mano á Yaye que temblaba como un niño.

Todos se pusieron de pié.

Aben—Aboo miró con recelo á su tio: doña Isabel fijó una mirada atónita, vaga, indescribible en Yaye, y Angiolina al ver al emir se puso sumamente pálida.

—¿Qué es esto, dijo Aben—Aboo? pues no me habiais dicho...

—Indudablemente te he dicho mucho y aun tengo mas que decirte.

—Si, dijo Yaye; vuestro tio tiene que deciros de mi parte graves cosas; seguidle, Aben—Aboo; yo tambien tengo que tratar con vuestra madre gravísimos asuntos.

—Aben—Aboo vaciló un momento, y luego dijo:

—Veamos lo que teneis que decirme, tio don Fernando; os dejo con mi madre, tio don Juan: oid vos señora á ese mi tio que se queda con vos, como yo voy á oir á este con quien me voy.

Y salió con Aben—Jahuar.

—Permitidme, dijo Angiolina; vais á hablar de graves negocios y...

—No, no; quedaos doña Angélica, dijo con precipitacion doña Isabel.

—La princesa Angiolina Visconti, mi antigua amiga, dijo Yaye con acento natural, dulce, casi cariñoso, dice bien; tenemos que tratar gravísimos asuntos, prima, y necesitamos tratarlos á solas. Venid, princesa, venid y perdonadme, pero graves razones me disculpan.

—¡Oh! siempre estais para mí perdonado, dijo Angiolina, y aceptando la mano de Yaye se dejó conducir á una puerta inmediata.

Doña Isabel habia quedado de pié y temblando junto á la chimenea.

Su mirada estaba fija en Yaye de una manera lúcida, ardiente, medrosa, enamorada.

Yaye se conservaba tan hermoso como ella se habia conservado.

Yaye cerró las dos puertas de la habitacion.

—¡Oh, no! exclamó doña Isabel; pueden venir, encontrar las puertas cerradas.

—Nadie vendrá, dijo Yaye: tu hermano tiene que hablar mucho en mi nombre á nuestro hijo.

—¡Ah! exclamó doña Isabel cubriéndose el rostro con las manos.

Yaye se acercó y apartó las manos del rostro de doña Isabel.

Esta le miró frente á frente.

Sus ojos parecian absorver á Yaye.

—¡Oh Dios mio! ¡mas hermosa que hace veinte y dos años!

Doña Isabel bajó los ojos y calló.

—¡Veinte y dos años sin vernos! continuó Yaye: ¡veinte y dos años amándonos de una manera desesperada!

—¡Ah! ¡no, no, yo no! exclamó doña Isabel.

—Si, me amas, tus ojos me lo dicen, me lo dicen tus manos que tiemblan entre las mias, me lo dice tu alma, Isabel, esposa mia.

Y en un momento de fascinacion aquellos dos semblantes se unieron, aquellas dos bocas se besaron.

Doña Isabel exhaló un grito ahogado, se retiró bruscamente de Yaye, se desasió de él y le dijo trémula y conmovida:

—Vete.

—¡Que me vaya!

—Si, vete: vete y déjame con mi pobre amor sin esperanza, resignado, sufrido; vete, y no me atormentes, porque me atormentarias en vano, Yaye. Lo que Dios quiso que fuera, fue: me has hecho avergonzarme ante mí misma; no me hagas que me avergüence ante Dios; vete, Yaye, vete: sabes que te amo, que te amo como el primer dia en que te confesé mi amor, pero... Dios no quiere que pasemos de ahí; vete, Yaye, y déjame en mi triste paz.

—Los dos somos viudos, dijo Yaye.

—Pluguiera á Dios que no lo fuésemos, repuso doña Isabel.

Ennegrecióse el semblante del emir.

—¿Habré yo vivido soñando? dijo.

—Sí, contestó doña Isabel; toda tu vida ha sido un sueño, y un sueño horrible.

—Pero es que quiero despertar de ese sueño: es que quiero olvidar lo que por mí ha pasado: es que quiero volver á la vida, renacer transformado en otro hombre: es que desde hace algun tiempo, veo claramente que Dios aparta de mí su mano y maldice todas mis obras: ¿será tambien que Dios haya maldecido mi sincero amor, la luz que continuamente ha alumbrado mi existencia? ¿será que trás tantos años de esperar y de sufrir, haya tambien de renunciar á tí, á tí á quien he buscado en vano, á tí á quien adoro y á quien me amparo perdida ya la esperanza de todo?

—¿Y la patria á quien me sacrificaste, Yaye?

—¡La patria! ¡la patria! exclamó con sordo acento el emir; ¡no hay esperanza para la patria como no la hay para mí!

—Lo que habeis hecho vosotros los ambiciosos, dijo doña Isabel, ha sido mantener el descontento entre los moriscos; excitarlos á la rebelion, en vez de aconsejarles una sumision que hubiera hecho mas blando el yugo del conquistador. Pero los moriscos han resistido, excitados por vosotros, los que queriais ser á costa suya; se han rebelado una y cien veces, han resistido de todo punto la conversion, se han hecho temibles á fuerza, de indómitos, y solo han conseguido venir al punto de un rompimiento fatal: esta mañana, ¡oh Dios mio! ¡esta mañana he visto morir una familia delante de mis ojos! he visto el templo del señor manchado de sangre y... ¡te he acusado Yaye!

—¡Isabel! exclamó el emir.

—Sí; yo no puedo hacer otra cosa que acusarte. ¡Acuérdate!

—¡Isabel! repitió Yaye.

—¿Qué has hecho de tus hijos, emir de los monfíes? exclamó con acento solemne y doloroso doña Isabel.

—¡Oh! ¡calla! ¡calla! exclamó Yaye con terror: y luego añadió con voz sorda y reconcentrada: mis hijos estan malditos de Dios.

—¡Oh! ¡si! exclamó doña Isabel: malditos de Dios porque son hijos del adulterio.

—Pero ya te he dicho que mi vida ha sido un sueño horrible: que necesito tu amor para ahogar en él mis recuerdos... mis remordimientos... porque tengo remordimientos, Isabel... remordimientos crueles... y tú... tú eres la primera causa de esos remordimientos.

—¡Yo...!

—Si, tú, porque tú fuiste mi primera víctima.

A esta confesion tan franca, tan espontánea, la generosa doña Isabel no supo qué contestar.

—Cuando yo te conocí, continuó Yaye, alentado por el silencio de doña Isabel; cuando yo te conocí, abria mis alas al viento de la vida, volaba de frente, al sol, le miraba cara á cara, y en vez de deslumbrarme, me parecia el sol pequeño. Sin embargo, te amaba Isabel, te amaba: aun no se ha cerrado la dolorosa herida que abrió en mi alma nuestra separacion; solo la muerte de Miguel Lopez y la certeza de que no fuiste suya, pudo calmar la desesperada amargura que sintió mi alma al verte su esposa. Yo te necesitaba para llegar á mis sueños de gloria, como la nube fresca y olorosa que debia sustentarme en mi vuelo por el espacio. Durante veintidos años he estado pensando continuamente en tí; llorándote á mis solas, ó entregado al furor por no poseerte: durante veintidos años, me has esquivado, te has apartado de mí, y yo que siempre he estado á tu alrededor, no me he valido de los mil medios con que contaba para apoderarme de tí, porque no podia decirte: soy tuyo, enteramente tuyo: tú eres mi Dios y mi patria; mis altares y mi honra: tú lo eres todo para mí, noble y pura mujer engrandecida por el martirio.

Doña Isabel miraba fascinada á Yaye: podia decirse que su magnífica hermosura se habia transfigurado.

Yaye creia ver alrededor de su cabeza una aureola de luz.

La desdichada se habia apoyado desfallecida en el respaldo de su sillon, y miraba de hito en hito á Yaye.

Y un amor inmenso, sin reserva, apareció en su rostro en una explosion de felicidad; pero de repente, aquel hermoso semblante se nubló de nuevo bajo su pálida tristeza; el fuego divino de sus ojos se apagó bajo dos brillantes lágrimas, y oprimiéndose el pecho sobre el corazon, exclamó:

—¡Ya es tarde!

Yaye se estremeció.

Aquella terrible frase ¡ya es tarde! hacia mucho tiempo que se presentaba ante sus ojos saliendo al encuentro de todos sus proyectos.

—¡Tarde! ¡tarde aun para arrepentirse!

—Tu arrepentimiento no puede evitar las desgracias que nos amenazan, exclamó dolorosamente doña Isabel. ¿Qué vá á suceder en Cádiar esta noche?

Yaye se estremeció.

—Es necesario vengar á nuestro pueblo, dijo con voz ronca.

—Y para ello es necesario que se ensangrienten tus hijos, que se cubran de crímenes. Me destrozaste el corazon como amante, y ahora me le destrozas como madre. ¿Qué vá á ser de nuestro hijo, Yaye?

Y arrebatada por su pasion de madre, doña Isabel levantó la voz mas de lo que hubiera debido.

—¡Oh! ¡silencio! ¡silencio, imprudente! exclamó el emir palideciendo de una manera mortal: cuando yo entré aquí estaba contigo una mujer terrible, esa italiana, esa farsanta... nos hemos olvidado de todo al vernos solos, y no hemos cuidado de la seguridad de nuestra entrevista.

Y Yaye tomó una bujía y salió á una habitacion inmediata.

—Afortunadamente no habia nadie, dijo volviendo á entrar; he cerrado las puertas y podemos hablar sin temor: pero es necesario que nos decidamos pronto: tu hermano no podrá entretener por mucho tiempo á nuestro hijo: escúchame Isabel, y escúchame como quien vá á salvar ó á perder irremisiblemente á una criatura: estoy cansado de la vida: la fatalidad me ha convencido de que todo lo que haga para salvar á mi pueblo será inútil: antes de empezar la lucha estan divididos; tu hermano, mis hijos, todo morisco que vale algo, que puede algo quiere la corona: se levantan á un tiempo, pero con el odio en el corazon los unos para los otros: esto acabará mal: Selin II que podria ser para nosotros una poderosa ayuda, está demasiado entretenido con los venecianos, y nada hará por el momento: Felipe II sujeta á Flandes con el severísimo gobierno del duque de Alba, y los hugonotes estan acobardados en Francia: la reina Isabel de Inglaterra contemporiza y no he podido meter la rebeldía en Italia: todo nos sale mal. Desde hace año y medio, Dios se ha encargado de mostrarme palpablemente que yo seré el último emir, que nuestros hijos seran los últimos moros de España.

—Hace veintidos años, pensaba yo del mismo modo: veia á pesar de mi juventud, que la lucha de los moriscos contra el rey de España era una lucha insensata: veia con dolor á mis hermanos empeñados en esa lucha... pero ya no es tiempo de hablar de eso, aprovechemos el tiempo Yaye, porque es necesario que nuestra entrevista concluya pronto, porque sufro demasiado. ¿A qué has venido con mi hermano, amparándote de él?

—He venido á decirte: sé mi esposa.

—¿Y para qué se ha llevado mi hermano á nuestro hijo?

—Para que nuestro hijo sepa que yo le dejo mi herencia.

—¡Tú herencia!

—Sí; yo abdico en él mi dignidad de emir de los monfíes.

—¡Dios mio! ¡mi hijo rey de tus bandidos!

—Mis bandidos le haran mejor de lo que él seria sin ellos.

—Pero... en vez de evitar...

—Yo no puedo evitar nada. ¡Dios lo quiere! Aben—Aboo es ambicioso, Isabel.

—¡Oh Dios mio!

—Y no podrás acusarme de que yo he excitado su ambicion.

—¡Oh no!

—Los parientes de Miguel Lopez, su ascendencia, su nombre, todo le ha alentado para fundar esperanzas ambiciosas sobre la corona de Granada; ademas, Isabel, la fatalidad me hizo traer hace año y medio á las Alpujarras á mi hija Esperanza.

—¡Ah! ¡pobre niña! exclamó doña Isabel.

—La fatalidad ó mi ambicion, ó Satanás, han determinado su destino. Esperanza cayó entre los brazos de un castellano, y fue necesario ocultar su deshonra. Mi alcázar subterráneo la ahogaba: entonces y mientras le construia un pequeño palacio en Yátor, Esperanza salió á respirar el aire libre por las noches y por las mañanas.

—¡Ah! ¡la Dama blanca de la montaña!

—¿Quién fue el primero que pronunció este nombre? La fatalidad sin duda. No podia haberse elegido un nombre mas misterioso ni mas incitante. ¡La Dama blanca de la montaña! ¡la hermosísima Dama blanca! y como si la fatalidad no hubiera quedado satisfecha, extendió este nombre por todas las Alpujarras: le llevó á los oidos de todos los moriscos, y acreciendo la fatalidad, Aben—Humeya y Aben—Aboo, la buscaron, la vieron escondidos en las quebraduras y... se enamoraron de ella sin conocerla; de ella... de su hermana...

—¡Oh! ¡que horror!

—Luego sospecharon que era mi hija... despues esta sospecha se convirtió en certidumbre y entrambos me la pidieron por esposa.

—Dios te castiga de una manera tremenda Yaye, y el castigo de tu culpa recae sobre los que han tenido la desgracia de pertenecerte. Tú has condenado á tu amor y á tu familia: tú has hecho maldito á todo lo que has tocado con tu mano.

—Mi culpa ha sido haber amado á mi patria y habérselo sacrificado todo... mi culpa ha sido...

—Haber ambicionado lo imposible, haber mirado con desprecio la felicidad sencilla, humilde, pero tranquila, sin remordimientos. Has querido salvar á tu pueblo y le has perdido.

—Sea como quiera ya es tarde para volver atrás: vale mas morir luchando, que ser martirizados lentamente dia por dia, hora por hora, minuto por minuto: en el punto en que estan las cosas... y no nos engañemos, en el punto en que yo las encontré... la lucha la guerra, han sido y son la única, la última esperanza de nuestro pueblo. Nuestro hijo ha tenido la desgracia de nacer de tí...

—¡Ah! exclamó doña Isabel!

—Y acaso, si hubiera sido hijo de Miguel Lopez, si este hubiera vivido, fuera mas feroz, mas impetuoso. La sangre de los Válor que corre por sus venas es la que le da soberbia: si fuera hijo de otra mujer...

—¡Me acusas! es decir que yo no debí casarme...

—Acaso no: y si tu no te hubieras casado...

—Mi desesperacion al verme abandonada...

—¡Tu venganza!

—¡Ah Dios mio!...

—Dejemos, pues, las recriminaciones porque entrambos tenemos de qué acusarnos. Si tu no te hubieras casado, hubieras sido mi esposa: Aben—Humeya, mi otro hijo de la fatalidad, tú lo sabes bien Isabel, no existiria; no existiria mi otra hija Esperanza: nuestro hijo educado por mí, seria un caballero...

—¿Y qué no lo es?

Movió dolorosamente la cabeza Yaye.

—Mucho me temo dijo, de que Aben—Aboo no sea un infame.

—Le juzgas con demasiada ligereza.

—¡A qué ha traido esa comedianta de Granada! ¿sabes tú quien es esa comediante?

—Solo sé que es una ilustre dama viuda...

—Tu hijo afrenta á su madre permitiendo que se la engañe, que se la escarnezca: esa mujer es enemiga á muerte de mi hija, enemiga mia: Aben—Aboo, uniéndose á ella, se conjura contra mí que le he colmado de beneficios; acaso se apresta á ser el brazo de exterminio de esa mujer.

—¡No, no! ¡Dios no lo permitirá!

—Nuestros padres han cometido sin duda grandes pecados, porque estamos malditos de Dios.

—¿Has venido á acabarme de rasgar el corazon?

—Solo un medio de salvacion nos queda.

—¿Cuál?

—Sé mi esposa...

—Y siendo yo tu esposa...

—Cuando seas mi esposa, Aben—Aboo sabrá quien es su padre.

—¡Otro sacrificio..!

—Te lo pido por nuestro hijo...

—¡Pero si es ambicioso..!

—Cúrele yo del amor de su hermana, que ya sabré buscarle en Africa un reino donde mande á su placer.

—¡Ay! no tengo esperanza ninguna, Yaye.

—Ni amor tampoco.

—Amor si; y un amor desesperado: lo sabes: te lo escribí hace veintidos años: te amaré siempre, te dije entonces, y he cumplido mi juramento; yo te amo Yaye, ahora mas que entonces; con toda mi alma, con todo mi deseo, y me pareces mas hermoso y mas grande: pero en medio de los dos se levanta una sombra maldita.

—¿Piensas acaso que yo tuve alguna parte en el asesinato de Miguel Lopez?

—¡Ah, no! ¡no! ya lo sé: ya sé que eres inocente de aquel crímen: pero escucha: algunas noches estoy desvelada: mi cabeza revuelve sus recuerdos, y tu entre ellos te levantas diciéndome siempre yo te amo: te miro enamorado, anhelante, sufriendo por mí; y cuando voy á arrojarme en tus brazos me detiene una sombra horrible, la sombra de Miguel Lopez. Yo te amaba me dice: y tu amor me costó la vida: un hijo de otro lleva mi nombre: yo me vengaré en ese hijo de la afrenta que se me ha hecho: Yaye te ama, le amas tú, pero yo espíritu condenado vago en derredor de vosotros envidioso de vuestra felicidad... ¡oh! ¡yo estoy loca, Yaye! todo lo que pasa á mi alrededor me asusta; el mas leve ruido me estremece; creo que solo estoy segura á los piés del altar, á donde no se atreven á perseguirme esos recuerdos, ni ese horrible fantasma.

—Pues bien, dijo Yaye: vamos juntos al pié de ese altar arrodillémonos ante él, y levantémonos con las manos asidas, esposos.

—¿Y cómo vendrias tú ante el altar del Dios de los cristianos?

—Isabel, ¿creerás en lo inmenso de mi amor, cuando sepas que ese amor me ha convertido?

Doña Isabel lanzó un grito de alegría.

—¿Convertido tú?

—Mira:

Y Yaye se abrió el jubon, y mostró á doña Isabel el relicario con la imágen de la Vírgen, que ella le habia dado veintidos años antes, pendiente de su cuello.

—Pero este relicario quedó en poder de mi cuñada doña Elvira, dijo alentando apenas doña Isabel.

—Es verdad, pero yo se lo hice robar. ¿No sabes que mis monfíes entran en todas partes?

—Y la santa imágen de la Vírgen... ¡oh Dios mio!.. ¡y mi amor..! ¡no me engañes por Dios, Yaye!

—Mi hija Esperanza á quien amo con toda mi alma, es cristiana tambien como tú; el padre de doña Estrella, de la madre de Esperanza, el rey del desierto de Méjico, profesa tambien el cristianismo; rodeado de una familia de convertidos, he meditado mucho y me he convertido tambien.

Doña Isabel miró de una manera vaga, ansiosa, insensata á Yaye, y poniendo sus manos sobre sus hombros, le dijo con la voz desfallecida:

—Júrame que no mientes, Yaye: ¡júramelo!

—Te lo juro por el misterio de la Encarnacion del Verbo, contestó Yaye.

—¡Cristiano! ¡cristiano! exclamó estremecida de placer doña Isabel: pues bien: soy tuya, tuya: tu esposa, tu amante, tu esclava, lo que tú quieras que sea... ¡oh Dios mió! ¡Dios mio! ¡al fin has tenido compasión de mí!

Y doña Isabel se arrojó entre los brazos de Yaye, le estrechó en ellos, y rompió á llorar.

Yaye lloraba de placer.

—Serenémonos dijo: retirando suavemente á doña Isabel, y sentándola en un sillon. Es necesario evitar que nuestro hijo nos encuentre encerrados.

—Sí, si; es necesario, necesario de todo punto que... que nuestro hijo...

Y doña Isabel se detuvo.

—Para curarle de su ambicion, es necesario darle á probar algunos amargos desengaños: yo abdico en él: pero mi nombre y mi espada quedan al frente de los monfíes...

—¡Con que esa guerra es inevitable!

—Has olvidado ya la muerte de la desdichada Malicatulzarah.

—¡Oh miserables! exclamó con fiereza doña Isabel.

—¿Crees que los castellanos no son unos infames, á quienes si pudiéramos deberiamos exterminar?

—Harto se han ensangrentado con los pobres moriscos.

—Pues bien, Isabel, ha llegado el dia de la venganza: no podremos exterminar á todos los verdugos, pero gran parte de ellos caerán bajo nuestra espada... y... ¿quien sabe? Tu amor me engrandece, Isabel mia, el Dios misericordioso á quien adoro, me demostrará que me ha perdonado por tu amor, si me concede el triunfo...

—Y yo te aliento al combate: antes temblaba, temblaba por mi hijo... pero ahora... ahora que levantas tu corazon á Dios, ahora que solo desnudas tu espada para defender al débil y al oprimido, ahora Yaye, siento hervir en mis venas la sangre de mi raza: levántate, valiente mio, y extermina en nombre del Dios de la justicia á esos miserables asesinos de viejos, moribundos y mujeres: levántate con la espada de Dios en la mano, y cuenta con el aliento de tu esposa...

—Silencio, se acercan... por aquella otra puerta que no está cerrada, dijo Yaye.

En efecto, se oian pasos precipitados.

Levantóse el tapiz y apareció Aben—Aboo, adelantó, se detuvo, y fijó una mirada indescribible en Yaye y en su madre.

Tras él venia Aben—Jahuar.

—¿Es verdad lo que acaba de decirme mi tio, señor? dijo el jóven con la voz ronca.

—¿Y qué os ha dicho mi buen primo?

—Me ha dicho que mi madre y vos...

—Es verdad lo que mi hermano te ha dicho, hijo mio. Amo á nuestro pariente Sidy Yaye.

—¿Y os casais con él?

—Me caso.

—¿Y vos me dejais la dignidad de emir de los monfíes?

—Sí, porque os amo Aben—Aboo, porque quiero que no tengais zelos de vuestro primo Aben—Humeya.

—¿Es decir que vais á ser mi padre...?

—Si.

—¿Que levantaré vuestra bandera contra los castellanos?

—Si.

—Yo habia creido que todo esto era un sueño terrible, dijo con voz casi sepulcral Aben—Aboo.

—¡Te parece terrible mi casamiento con tu madre, mi abdicacion en tí de mi corona! dijo con extrañeza Yaye.

—¿Sabia esto mi tio Aben—Jahuar hace algun tiempo? dijo el jóven señalando con una mirada hosca al morisco.

—No lo ha sabido hasta esta noche.

—Madre, dijo el jóven acercándose á doña Isabel y asiéndola una mano; que Dios os haga feliz; señor, añadió asiendo otra mano de Yaye, os juro que muy pronto habeis de ver el buen uso que hago del poder que me dais.

—Tú serás sin embargo, mi hijo y mi vasallo, dijo Yaye.

—Lo seré, señor.

—Si cumples bien y fielmente, como lo espero, antes de mucho, tu madre y yo nos retiraremos á una vida oscura y pacífica.

—A donde quiera que vayais, allí irá con vosotros el corazon de vuestro hijo.

—Esta noche es la mas feliz de mi vida, dijo Yaye: mi hija sale de España con su esposo; una mujer digna del amor de un héroe, me da con su amor la paz de mi alma, y tú valiente hijo mio, aceptas mi espada, y te aprestas á un combate que ya no puede dilatarse: nuestro pariente el noble Aben—Jahuar nos ayuda con su valor y sus consejos, y Aben—Humeya verá con placer, que ya entre él y su valiente primo no existe motivo de rivalidad. Dios ha querido que llegue este fausto momento. Hagámonos, pues, dignos de él, aprovechando el tiempo en su servicio, Isabel: añadió volviéndose á ella: no salgais esta noche de vuestra casa: suceda lo que suceda, nada temais. Pero añadió en voz tan baja que solo doña Isabel pudo oirla; tened mucha cuenta con esa mujer, con esa italiana.

—Pero... murmuró doña Isabel.

—Os va en ello la honra y acaso la vida. Y luego añadió alto: mi valiente sobrino, mi noble primo: ya es tarde y sabeis que nos esperan. Adios Isabel, os repito que nada temais, y, sobre todo, no olvideis lo que os he encargado.

—Adios, señor, dijo doña Isabel: adios hermano, adios hijo mio.

Y al pronunciar estas últimas palabras, se arrojó sollozando en los brazos de Aben—Aboo.

—¡Oh madre mia! ¡madre mia! exclamó el jóven, ¡rogad á Dios!

Pronunció con tal acento Aben—Aboo sus últimas palabras, que doña Isabel, sin poderse explicar la causa de ello se estremeció.

Poco despues estaba sola, pensativa, pálida y llorosa al lado de la chimenea: una mujer de pié, inmóvil en una puerta, la observaba.

Era Angiolina.

—¡Con que Aben—Aboo es vuestro hijo! ¡con que tú no has tenido otro esposo que el emir! murmuraba la veneciana. ¡Ah! ¡ah! ¡mi venganza se va haciendo cada dia mas horrible!

Y dos gruesas lágrimas surcaron las mejíllas de aquella mujer singular.

Capítulo XXV. De qué modo satisfizo Mari—Blanca la honra de su padre.

Cádiar estaba en aquellos momentos completamente desierto.

Nevaba; la leve claridad emanada por el reflejo de la nieve, era la única luz dudosa y fantástica que determinaba de una manera vaga las formas en las estrechas pendientes y tortuosas calles.

Yaye, Aben—Jahuar y Aben—Aboo, se habian deslizado por fuera del pueblo á lo largo de las tapias, en direccion á la montaña.

Reinaban, pues, en la villa, una tranquilidad absoluta y un silencio profundo.

La oscuridad era tambien densa, modificada solo por el débil reflejo de la nieve.

En ninguna ventana, ni aun por los resquicios se veia luz, á excepcion de una casa, en la cual se veia un rojizo reflejo, tras las vidrieras de un balcon.

Aquella casa era la del beneficiado Juan de Ribera.

Ademas la puerta estaba abierta, y en el zaguan se veian dando guarda algunos soldados y dos alguaciles del Santo Oficio, lo que demostraba que el inquisidor Molina de Medrano se habia aposentado en casa del párroco.

Mariblanca, maese Barbillo y el niño de coro, estaban atareados en la cocina, cuidando de cazuelas y cacerolas, lo que demostraba tambien que el beneficiado por temor ó respeto á la Inquisicion, se habia propuesto obsequiar con una excelente cena de navidad al señor ministro de la Suprema, Molina de Medrano.

Maese Barbillo y Mariblanca estaban indudablemente en mala disposicion de ánimo, iban de acá para allá evitando tropezarse, no se miraban y se mostraban silenciosos y ceñudos.

Pero á primera vista se notaba que el ceño y el disgusto de Mariblanca, nada tenia que ver con maese Barbillo, á quien trataba con una indiferencia, y casi podriamos decir con un desprecio, irritante.

El aspecto sombrío de Mariblanca, era la causa del aspecto hosco de maese Barbillo.

Solo el niño de coro se mostraba indiferente, y dirigia la palabra ya al uno ya á la otra, sin obtener por contestacion mas que monosílabos.

Sin embargo, una observacion del niño de coro vino á dar lugar al diálogo siguiente:

—¿Sabeis señora Mariblanca, que esta Noche—Buena pasa lo que nunca ha pasado? dijo el niño de coro.

—¿Y qué pasa esta Noche—Buena que no ha pasado en otras, Cristovalillo? dijo Mariblanca mirando con recelo al muchacho.

—No andan mozos por las calles, respondió el niño.

—Nieva y hace frio, repuso Mariblanca.

—El año pasado nevaba mas y el frío no podia resistirse, y acuérdese vuesamerced, señora ama; á estas horas todo era cuadrillas de mozos, y habia un ruido de zambombas, rabeles y villancicos, que daba gozo.

—Tiene razon Cristobalillo, dijo el sacristan: esta noche parece Cádiar un cementerio.

—¿Qué entendeis vos de eso maese Barbillo? dijo con despego Mariblanca: si esta noche no rondan ni cantan, será porque no quieran, ó por que tienen miedo ó frio, y sobre todo, ¿qué se os da?

—Sin duda que habeis pisado alguna mala yerba, María; dijo maese Barbillo.

—Pudiera ser, contestó Mariblanca.

—Y tanto como que puede ser: y á propósito, ya que se os sacan algunas palabras del cuerpo: ¿qué diablos haciais en la cañada de San Juan esta tarde?

—¡Yo! contestó con precipitacion Mariblanca.

—No me querais negar que habeis ido á la cañada de San Juan: os he visto yo al pasar por el camino cuando iba á Yátor con el señor beneficiado.

—¿Quién ha traído los berros de la ensalada? dijo Mariblanca.

—Es verdad que en la cañada de San Juan hay muy buenos berros; pero tambien hay muy buenos hongos, de los que os habeis traido una cantìdad no pequeña.

—Os engañais; lo que yo he traido son setas.

—Os digo que son hongos, y os advierto que por lo que pueda suceder arrojeis al albañal esa cazuela de truchas que con los hongos habeis guisado.

—No la serviré á nadie, maese Barbillo, dijo Mariblanca; porque ese guiso de setas y truchas le he hecho yo para mí.

—¡Ah! eso es distinto: entonces si solo para vos lo habeis hecho, voy creyendo que seran buenas setas y no hongos, porque vos no querreis morir envenenada.

—¡Yo! ¡tan desesperada creeis que esté!

—No lo digo por tanto... pero hé aquí que son las once... Cristovalillo anda vete á vestir al señor beneficiado, que dentro de poco tendremos que ir á la iglesia á la misa del gallo.

Cristovalillo miró picarescamente al sacristan y al ama, y salió cantando un villancico.

Apenas se quedaron solos, cuando maese Barbillo tomó otro talante y se encaró con Mariblanca.

—¿Por qué estais tan mal carada y tan silenciosa? le dijo.

—¡Qué no puedo yo tener la cara que mejor me convenga! dijo Mariblanca.

—Creo que yo tengo derecho á preguntaros.

—¡Vos! ¿y quién os le ha dado?

—Tenemos tratado casarnos.

—¡Se tratan tantas cosas que no se cumplen!

—Señora Mariblanca; me parece que habeis variado mucho.

—¿Qué os he concedido otro dia mas de lo que os doy ahora?

—¡Ah! ¡ah! es verdad que hace mucho tiempo que me estais haciendo penar.

—Dejadme en paz, Barbillo, y no me canseis con vuestras quejas ni con vuestros zelos; ningun motivo os he dado; ningun favor os he hecho...

—Ya lo creo, como el licenciado tiene ojos de lince...

—Ya sabeis que el licenciado me importa tanto como vos: en una palabra, Barbillo: solo he querido á un hombre; solo he sido de un hombre, y es disparate pretender que sea de otro... lo entendeis... si no lo entendeis, bien claro os lo digo: acordaos de ello siempre, y no me fastidieis mas.

—¿Pero me habeis prometido?...

—Porque no me atosigueis continuamente.

—¿Es decir que no sereis mi mujer?...

—¡Yo!... ni de vos ni de nadie.

—Ya, ya lo creo; no habia querido deciros nada porque no me dijérais que era zeloso; pero se conoce que ha vuelto al pueblo el capitan Diego de Herrera.

—Y bien, para que no os coja de susto: sabed que me caso con el capitan.

—¡Que os casais!

—Si por cierto: por toda una eternidad.

—¡Ah! ¡ah! ¡con un miserable que os insultó!...

—Señor Barbillo, dijo á la puerta de la cocina el niño de coro.

—¿Qué diablos quieres? dijo Barbillo irritado por aquella intempestiva interrupcion.

—No soy yo quien quiere, sino el señor beneficiado. Me ha dicho que vayamos á la iglesia.

—¡Pero si acaban de dar las once!

—No importa: como oficia el señor inquisidor...

Maldijo Barbillo en su foro interno al inquisidor y al beneficiado, y empezó á quitarse su mandil de cocinero.

—¿Y vos no ireis á la misa del gallo? dijo á Mariblanca.

—Ya veis que tengo que acabar de arreglar la cena.

—Es verdad: como tenemos convidados...

—Señor Barbillo, dijo otra vez el niño de coro: que el señor beneficiado y el señor inquisidor van ya camino de la iglesia.

—¿Nos veremos luego Mariblanca? dijo el sacristan.

—Ciertamente, porque yo creo que vendreis á cenar...

—Despues...

—¿Despues de la cena?

—Sí.

—Tengo un convidado...

—¿El capitan?...

—Cierto: le espero... para pelar la pava...

Barbillo lanzó una mirada de tigre á Mariblanca, y salió.

La jóven quedó sola en la cocina.

Esperó á que pasase algun tiempo, y luego tomó una bujía, la encendió y salió al zaguan.

No habia nadie: sin duda los soldados y los alguaciles habian seguido al inquisidor.

La puerta de la calle estaba cerrada con llave.

—¡Ah! ¡ah! dijo Mariblanca: me habeis dejado encerrada, pero yo voy á encerrarme mas; habeis salido de la casa y no volvereis á entrar, yo os lo juro.

Y echó los cerrojos por la parte de adentro de la puerta y á mas de esto la atrancó.

Luego recorrió la casa. Nadie habia en ella.

Entonces bajó al huerto, apagó la luz, se acercó á la tapia y cantó un villancico de Navidad.

Se oyó fuera un silbido y Mariblanca calló.

Poco despues al escaso reflejo de la nieve se vió trepar á un hombre por la tapia y saltar al huerto.

Mariblanca se estremeció, adelantó hácia el bulto y exclamó:

—¡Padre! ¿eres tú?

—Yo soy, dijo una voz ronca.

—Ven, ven conmigo, le dijo asiéndole de una mano.

Y condujo á su padre á un sotechado, abrió una puerta y le introdujo en una habitacion oscura.

—Espera aquí, le dijo.

—¿Qué aposento es este? dijo la misma ronca voz.

—Es el mio. Espera, voy por luz.

Mariblanca salió y poco tiempo despues volvió con dos bujías que puso sobre una mesa.

Aquella mesa estaba cubierta por un mantel y por un servicio para dos personas.

—¿Me has convidado á cenar, mi buena hija? dijo Melik—el—Ferih, que él era, mirando de una manera profundamente amenazadora á la jóven.

El Ferih llevaba el trage característico de los monfíes é iba completamente armado.

—Te he convidado para que conozcas á tu hija.

—Tú deshonraste á tu familia.

—Me cegó el amor de un hombre.

—Tú renegaste del Dios Altísimo y Unico.

—Por salvar la honra de mi familia.

—Tú huiste de mi casa.

—Creí haber matado al infame que se burló de mí.

—Has sido manceba de un clérigo.

—Quien te ha dicho eso ha mentido, padre: tu hija ni ha dejado de ser honrada, ni ha dejado de ser mora. Tú verás, padre, tú verás, cómo satisface tu honra tu hija.

Movió fatídicamente la cabeza el Ferih.

—Si no quedas satisfecho, padre, mátame... pero espera... espera... y verás que tu hija es digna de tí.

—¿Pero qué prueba puedes darme...?

—Estoy esperando de un momento á otro al capitan Diego de Herrera.

—Para cenar con él...

—Sí, para cenar con él. Y ya es la hora, padre, ya es la hora exclamó con voz lúgubre Mariblanca.

—¿Y quieres que yo asista á tu cita?

—Escóndete.

—Esconderme...

—Sí, escóndete en mi alcoba y espera.

Y la jóven llevó tras las cortinas de su alcoba á su padre que la siguió fascinado por el aspecto, por el acento, por la mirada singular de Mariblanca.

La jóven salió entonces al huerto.

Durante algunos instantes el aposento permaneció desierto; al fin, se abrió la puerta y apareció Mariblanca llevando de la mano al capitan Herrera.

Este venia casi ébrio y se arrojó cansado sobre una silla.

Mariblanca salió y trajo algunos platos que puso sobre la mesa.

—¿Sabes, Alida, la dijo el capitan, que ha sido mucho que me acuerde de tu cita? Solo el amor que te tengo ha podido ayudarme, como que hemos estado bebiendo de lo lindo mi cuñado Ocampo, el alférez de la compañía y yo... Vamos, esto es asunto de que nos vayamos cuanto antes á descansar como dos buenos casados: no sé, no sé cómo he podido trepar por la tapia: tu amor siempre, tu amor que me daba fuerzas. ¡Vive Dios y qué hermosa está la muchacha!... ¿Sabes, Mariblanca, que me se va quitando la borrachera?

—¿Sabeis, señor mio, que á mi no me gustan los hombres borrachos? dijo sonriendo dulcemente Mariblanca.

—¡Ira de Dios! á fe que cuando vine al pueblo no me acordaba no, vivo Dios, no me acordaba de tí, y sino te veo... ¡bah! no hubiera vuelto á acordarme... pero asi que te ví... ven y dame un abrazo Alida.

—No he de acercarme á tí, mientras estes de ese modo.

—Pues entonces para rato tenemos... vamos... ha sido una buena broma... como nuestra... es necesario si has de ser mi mujer que te vayas acostumbrando á esto.

—Diego, comiendo se quita la embriaguez.

Y Mariblanca servia un plato al capitan.

—¡Comiendo, eh! ¡pues comamos! asi como asi, solo hemos bebido... y tengo apetito. ¡Ah! ¡ah! ahora el señor beneficiado estará en la iglesia bien ageno de que su ama se divierta con un buen mozo.

El capitan comia con apetito.

Mariblanca se sirvió del mismo manjar, y al llevar el primer pedazo á la boca se puso pálida y se estremeció; sin embargo comió.

—¡Qué felices vamos á ser Diego! dijo Mariblanca: ¡oh! ¡que felices! ¡vamos á estar eternamente juntos!

—Juntos eternamente... por ahora no me desagrada: eres hermosa y jóven y me amas... vaya si me amas... pero dices eso de eternamente de un modo...

—Te juro que estaremos juntos hasta la muerte.

—No te conozco muchacha; dijo el capitan engullendo siempre: antes eras mas desconfiada: y ahora hablas con una seguridad... ¡diablo! no parece sino que sabes cuando vamos á morir.

Mariblanca soltó una carcajada que heló la sangre al capitan.

Tan aguda, tan acerada por decirlo asi, tan sarcástica, tan llena de crueldad y de odio habia resonado aquella carcajada en sus oidos.

—Tienes una manera muy singular de reir, niña, dijo el capitan.

—Es verdad, cuando te conocí reia de otro modo. Es verdad que entonces era feliz y confiada... despues... han pasado diez años, diez años de vergüenza y de tormento y lentamente mi risa ha cambiado hasta convertirse en esa risa de odio y de venganza.

Y soltó otra carcajada mas terrible.

El capitan se levantó: Mariblanca se levantó tambien.

—¿Qué significa esto? exclamó: ¿qué burlas son estas, Alida?

—Estas son burlas con que pago la burla que me hiciste: esto es que no confio mucho en el puñal que ya me engañó una vez, y te hiero de una manera mas segura, capitan Herrera.

—Vamos, tú estas loca Alida, dijo el capitan sentándose de nuevo: con todo eso solo consigues que mi embriaguez se aumente, y que me ponga malo. Dejémonos de niñerías, sigamos nuestra cena, y hablemos como buenos amigos. Ponme mas de estas truchas Alida; estan muy sabrosas.

—Basta con las que hemos comido, Diego, para nuestro viaje.

—¿Qué viaje?

—El que vamos á hacer juntos dentro de un momento á la eternidad.

—¡Un viaje á la eternidad! exclamó el Ferih saliendo de repente de detrás de las cortinas de la alcoba.

—¡Un monfí! exclamó el capitan.

—Mi padre, testigo de nuestra boda, Diego, dijo Mariblanca y soltó otra carcajada.

—Pero ese manjar que has comido... estas pálida, lívida... hija mia, exclamó el Ferih que al fin era padre.

—Eran truchas, con hongos venenosos de las humbrías de la cañada de San Juan; en la salsa habia jugo de yerbas.

—¡Ah! ¡infame ramera! exclamó el capitan que aun conservaba sus fuerzas, lanzándose sobre Mariblanca.

Pero el Ferih le asió del cuello y ciego de furor, le dió de puñaladas.

El capitan cuando le soltó el Ferih, cayó desplomado debajo de la mesa.

—¡Mata ahora á tu hija, padre! exclamó Alida, repitiendo otra horrible carcajada.

—¡Oh! ¡matarte! ¡matarte, hija mia! ¡no, no! yo te perdono: yo quiero que vivas: yo durante mi destierro de España no te he olvidado un solo dia: yo no me hubiera atrevido á matarte.

—Me he atrevido yo porque estoy deshonrada: porque le he visto otra vez... he visto al miserable... le amo... y él... él no me amaba... solo pretendia volver á burlarme...

—Pero... es necesario que vivas... es necesario pedir socorro...

—¿Para qué?... ¿para que la justicia encuentre aqui al capitan asesinado?

—¡Oh! ¡Dios mio, Dios mio! y cada vez te pones mas pálida...

—Solo hay un remedio... una yerba... y esa yerba...

—Está en la montaña, exclamó con desesperacion el Ferih.

Y luego añadió con un acento de resolucion suprema.

—Pero no importa... no... yo te salvaré.

Y asiendo de su hija, la cargó sobre sus hombros; salió al huerto, buscó el postigo, dejó por un momento á Alida en tierra, violentó el postigo con sus fuerzas de toro y dió á correr con ella, por las desiertas calles hácia la salida de la villa.

En el momento en que salia el Ferih del pueblo con su preciosa carga, tocaban á la misa del gallo las campanas de la iglesia.

—Es de noche, decia Alida dejándose conducir, y con voz ya bastante débil: es de noche y no encontraremos la yerba, padre.

El Ferih rugia.

—La nieve cubre la montaña... no encontrareis la yerba, repetia con voz mas débil Alida.

El Ferih forzaba su carrera rugiendo como un leon.

—La muela del Hermitaño donde se encuentra la yerba está lejos, y habré muerto antes de que llegues.

El Ferih corria y lloraba.

De repente Alida se retorció entre sus brazos y dió un horrible grito.

El Ferih sintió un estremecimiento de horror.

—¡Padre! ¡padre! exclamó Alida llorando: mátame, porque padezco horriblemente.

El Ferih se detuvo dominado por el horror de la situacion.

Estaba en el campo á la salida del pueblo, y se habia parado bajo el saliente de una roca.

El horror, la fatiga, le obligaron á descansar un momento; se sentó y al poner la mano sobre el suelo se estremeció de alegría.

Habia creido tocar la yerba salvadora.

Arrancó algunos tallos y los mordió.

Entonces lanzó una exclamacion indescribible.

—¡La bendita yerba de San Juan! exclamó.

—Es ya tarde, dijo Alida con voz apenas perceptible.

—¡Tarde hija mia! ¡tarde! ¡Dios nos favorece! toma: la yerba de San Juan te salvará.

—Es tarde... tarde... dijo Alida, yo muero: véngame padre... un cristiano me ha asesinado.

El Ferih pretendió introducir en la boca de su hija el jugo de la yerba salvadora, pero Alida tenia los dientes fuertemente apretados por el dolor: cuando arostrándolo todo el Ferih logró abrir con su puñal los dientes de Alida, la cabeza de esta cayó desplomada.

Ya todo era inútil: la infeliz habia muerto.

En aquel momento repicaron á gloria las campanas de la iglesia de la villa.

El monfí que habia quedado mudo, aterrado, replegado sobre su hija, se alzó rígido y trémulo.

No dió un solo grito, no derramó una sola lágrima, pero exclamó de una manera terrible:

—¡Los cristianos! siempre los cristianos! ¡ayer mi honra! ¡hoy su vida! ¡Necesito la honra y la vida de todos los castellanos!

Y se llevó á la boca una bocina y la tocó, haciendo retumbar las breñas.

Y luego de breña en breña se oyeron á la redonda bocina de bocina, y aquella señal, saliendo de entre las quebraduras, avanzaron en círculo y á la carrera sobre Cádiar los monfíes.

Las campanas seguian repicando á gloria.

Capítulo XXVI. De cómo fue para la villa de Cádiar y para otras muchas en las Alpujarras, una noche muy mala la Noche—Buena de 1568.

Apenas los monfíes en un número considerable habian cargado sobre la villa, cuando aparecieron en un repecho cercano, dos bultos informes.

Iban envueltos en capas, y bajo ellas asomaban dos largos arcabuces, á juzgar por las apariencias.

—Ha llegado el momento amigo mio, dijo uno de aquellos bultos al otro: las campanas de la villa han dado sin saberlo la señal á las bocinas de los monfíes. La jornada va á ser caliente, con que preparaos, señor Cisneros.

—Tan desesperado estoy Godinez, repuso Cisneros, que me importa muy poco lo que pueda suceder. ¿Pero qué diablos vamos á hacer en la villa?

—Ya veremos: aproximémonos entre tanto y esperemos una ocasion favorable, yo os avisaré. Hasta entonces andad y callad.

Siguieron adelante Cisneros y Laurenti, vencieron el repecho, y se perdieron en un barranco.

Entre tanto, los cristianos de la villa y aun algunos moriscos, llenaban la iglesia en que se celebrara la misa del gallo.

El presbiterio estaba hecho un ascua de oro, como suele decirse: tantas luces brillaban en él.

El órgano trocando las graves notas de la música sagrada, por las ligeras y alegres de los villancicos llenaba el templo de armonía, unido á las voces de los niños de coro, y á las de algunas mujeres á quienes por gran merced habia permitido cantar en aquella ocasion el inquisidor Medrano.

Todo parecia alegre, todo tranquilo: sin embargo, habia al pié de las gradas del presbiterio cuatro soldados de la fe, con las alabardas enhiestas, dos á cada lado, y en la puerta de la iglesia habia una respetable guarda de soldados de la compañía de Diego de Herrera, mandada por un sargento.

Esto podia ser muy bien en honor del Santo Oficio, representado en Cádiar por el licenciado Molina de Medrano; pero en realidad habia algo de temor: el suspicaz miembro del Consejo de la Suprema, no habia visto sin recelo ciertas señales de agitacion en la villa, aunque recatadas, y el silencio sepulcral de aquella noche, por lo general ruidosa en las poblaciones cristianas: se habia rodeado de soldados y de alguaciles, y confiando demasiado en el terror que infundian el rey y la Inquisicion celebraba su misa tranquilo.

El corregidor por su parte, habia acudido á la iglesia rodeado de alguaciles armados, con ánimo de rondar por la villa asi que concluyese la misa, y Hurtado de Ocampo, medio borracho, decia á sus conocidos sin respeto al lugar en que se encontraba:

—No os extrañe la falta de mi cuñado, porque se ha ido á soplarle el ama al beneficiado Juan de Ribera, mientras está entretenido en la iglesia.

Unos se escandalizaban, y otros se reian; seguian entre tanto los villancicos, la misa tocaba á su fin, y el pueblo parecia tranquilo.

De repente se oyó á lo lejos una campana que tocaba apresuradamente á rebato.

Aquella campana era del convento de San Francisco: poco despues sonaron en la plaza arcabuzazos, y algunos vecinos se lanzaron despavoridos en la iglesia gritando:

—¡Cerrad las puertas! ¡cerrad las puertas, y á las armas! ¡Los monfíes estan en la villa!

Sucedió á estas palabras un alarido general y una confusion horrorosa: los mas valientes de los hombres desnudaron sus espadas: los demás y las mujeres corrian sin saber á donde, y los moriscos que habia en la iglesia se levantaron armados, y corrieron al presbiterio donde estaban aturdidos el inquisidor Medrano, el beneficiado Juan de Ribera y el licenciado Arias.

Y en medio de aquel primer tumulto, de aquella confusion, entre los disparos que sonaban en la plaza, entre los gritos de terror de los cristianos se oia gritar á los moriscos que empezaban á herir en la multitud y abrirse paso hasta el altar:

—¡Le ille Allah!

Los soldados de la fe, los alguaciles y algunos hombres esforzados se batian desesperadamente al fondo de la iglesia, en tanto que Juan de Ribera, el licenciado Arias, Molina de Medrano y maese Barbillo escapaban por la puerta de la sacristía.

Pero al entrar en ella el inquisidor se sintió cogido y al volverse vió dos ojos ardientes como dos brasas, fijos en los suyos.

—Yo soy Aben—Aboo, le dijo quien le habia cogido: yo soy quien he jurado beber tu sangre, miserable lobo, y ha llegado la hora.

Y arrastraba hácia la iglesia al inquisidor.

Ya en otro lugar hemos tenido ocasion de dar á conocer que si la crueldad era el pecado culminante del inquisidor Medrano, no tenia ni un tanto de la noble virtud que ha ceñido una aureola á la frente de los mártires del cristianismo: carecia absolutamente de valor, y por lo tanto de dignidad.

Asi es que rompió á llorar y á pedir piedad á gritos.

Pedir piedad á Aben—Aboo era lo mismo que pedir dulzura al acibar, suavidad á la zarza, agua á una roca.

Aben—Aboo seguia arrastrando al inquisidor hácia la iglesia con un gozo feroz.

Cuando Aben—Aboo asomó á la puerta de la sacristía, el espectáculo que presentaba el templo era terrible.

El combate habia cesado; todos los que habian resistido estaban por tierra: solo quedaba la matanza continua, cruel, gozada con una lentitud horrible por los monfíes.

Brillaban por todas partes las antorchas y los yataganes ensangrentados, y tenian lugar escenas repugnantes, horribles; todo género de excesos cometidos con las mujeres sobre la sangre de sus padres, de sus hermanos, de sus hijos, y de sus esposos.

Herian, los monfíes y los moriscos, mataban y despedazaban, ebrios de furor.

—No mateis á las mujeres, decia un monfí, cuyos ojos irradiaban una mirada insensata; no las mateis, afrentadlas, deshonradlas, delante de su Dios, de sus padres y de sus esposos, como ellos han deshonrado á nuestras hijas; no mateis tan aprisa: bebamos gota á gota la sangre de los castellanos; gota á gota como ellos han bebido la de nuestros padres, y la de nuestros hijos: no los mateis como mata el leon en el combate, sino como matan los clérigos en la Inquisicion. ¡Ah! ¡ah! ¡ah!

Y aquel hombre que blandia con furia un largo puñal ensangrentado, soltó una carcajada horrible, dolorosa, la carcajada de un loco.

Aquel hombre era Melik—el—Ferih.

El padre de Mariblanca.

El autor siente una verdadera repugnancia, una repugnancia de horror, al llegar á este sangriento episodio de la historia de aquellos tiempos; porque lo que el autor va á contaros, no es el aborto monstruoso de una imaginacion calenturienta; son hechos terribles, resultado de la presion brutal de un despotismo sombrío y cruel, ejercida sobre los moriscos del reino de Granada en un espacio de setenta y seis años: durante ellos, los moriscos no habian sido tratados como hombres, sino como cosas de que disponia á su antojo el feroz conquistador: cuantas rapiñas pueden inventarse, cuantos excesos pueden cometerse, cuantas afrentas pueden inferirse, cuantos dolores pueden causarse, todo lo habian sufrido los moriscos: no se habia procurado asimilarlos por medio de la tolerancia y del tiempo al pueblo vencedor, bajo la triple faz de la religion, las leyes y las costumbres; no se habia procurado su refundicion lenta, pero segura en la gran masa del pueblo español; no se habia cuidado de aligerar el yugo, como lo exigian la fe de los tratados, la política, y para decirlo de una vez, la caridad: desde el principio, desde el dia siguiente al de la conquista de Granada se habia tendido á destruirlos: España, embrutecida, fanatizada por sus frailes, no conocia los grandes beneficios que debia á la civilizacion de los árabes y de sus descendientes los moros; si tenia industria, aquella industria era originaria de árabes; si se habia suavizado la gótica rudeza de sus costumbres, á su contacto contínuo con los árabes lo debia: si su agricultura habia mejorado; si los antes yermos campos habian sido transformados en fértiles campiñas por los canales de riego, aquellos canales los habian abierto los árabes: si sus médicos, si sus letrados sabian algo, aquellos médicos, aquellos letrados habian ido á beber la ciencia á las escuelas de Córdoba, ó la habian encontrado en los libros que de aquellas escuelas salian como otras tantas antorchas luminosas: el espíritu civilizador del pueblo árabe, se habia infiltrado de una manera profunda en el pueblo español: de ellos habia tomado este, en el lenguaje un número incalculable de voces, en sus códigos gran número de leyes; habia adoptado casi por completo sus sistemas monetario y administrativo, y hasta la denominacion de sus ministros de justicia, y de muchos de los altos cargos del Estado: al poco tiempo de la dominacion de los árabes en España, el gefe de las fuerzas marítimas de los solariegos, de los españoles indígenas, se llamaba almirante; alcalde, el juez; alcaide, el gobernador de plaza fuerte; alguacil, el encargado de las obligaciones menudas de la ley; su arquitectura, sus trages, sus armas, tomaron su bello carácter oriental que las distingue de los edificios, de los trages y de las armas de los otros Estados contemporáneos de Europa, y hasta en su religion existe, como un testimonio irrefragable de la influencia de los árabes sobre los solariegos, el misal mozárabe: ellos, con sus órdenes religiosas de los rabits y los morabithos, dieron la norma de las órdenes religioso—militares, y hasta en las diversiones públicas nos legaron las justas, las cañas, la lidia de toros: en poesía, en música, nos dieron su carácter y sus instrumentos: la buena poesía española de nuestros tiempos aun conserva el sonido cadencioso, y la forma hiperbólica de la poesía árabe, y aun conservamos la guitarra, como instrumento de placer; el timbal y el tambor como instrumentos de guerra: nuestras enseñas de honor, las banderas que nos han llevado tanto tiempo al combate y al triunfo, no son las águilas romanas; nosotros, cuando mas, hemos heredado de los romanos el estandarte, copia del lábaro; pero la bandera, y sobre todo el antiguo pendon de dos puntas de Castilla, son una copia de las divisas que ondeaban en su centro las apiñadas taifas de los sectarios del Profeta.

¿Pero á qué esforzarnos en demostrar la influencia que tuvieron y aun tienen sobre nosotros, la civilizacion y las costumbres de los árabes?

Basta pisar el territorio español para encontrar las profundas huellas del paso de aquel pueblo extinguido: el castillo, la catedral, la villa, la campiña, muestran por do quier en España la forma del pueblo árabe: su lenguaje, sus costumbres, sus cantos populares, sus fiestas, conservan aun vivo entre nosotros el espíritu de aquel pueblo, que pasó, como un meteoro, con el rápido vuelo de la conquista, desde el Yemen basta los Pirineos, dejando por do quiera las señales indelebles de su paso. Puede asegurarse, sin temor de ser desmentido, que la mitad de la sangre española es sangre árabe; en una palabra, que si fueron nuestros abuelos los solariegos descendientes de Pelayo y de Teodorimo tambien lo fueron los descendientes de los que vinieron de Oriente acaudillados por Tarik y por Muza.

¿Quereis conocer una mujer típicamente árabe? Id á Andalucía y á Valencia.

¿Quereis encontrar ese tipo en toda su pureza, en todo el esplendor de su indolente y magnifica hermosura?

Enriscaos en las Alpujarras; recorred nuestro litoral del Océano desde Huelva á Gibraltar, el del Mediterráneo desde Gibraltar á Valencia: mezclaos entre sus habitantes, escuchad su lenguaje, observad sus costumbres, estudiad sus pasiones, y habreis conocido en toda su pureza á la mujer de la raza de Oriente importada á España por los árabes.

Oid la poesía de ese pueblo.

Encontrareis el romance árabe con toda su síntesis, con toda su expansion, con todo su sentimiento: un poema de amor, de dolor, ó de esperanza en cuatro versos, en una copla; poemas no escritos, improvisados por el corazon, cantados por la felicidad, por la desesperacion ó por el deseo.

Y presenciad sus bailes, acompasados por una guitarra y acompañados por ese canto; contemplad el corto zagalejo de la que baila, con sus rayas de vivos colores; su corpiño de pana negra ceñido á un talle, á una espalda, á un pecho y á unos brazos incomparables; ved ese pañuelo de mil colores que apenas cubre una magnífica cabellera, y se anuda ligeramente bajo la barba de un semblante encantador ligeramente moreno ó deslumbrantemente blanco, cuyos ojos negros ó garzos despiden relámpagos de pasion, y cuya boca sonrie, como ayudando á los ojos en su guerra contra el corazon del que los ve sonreir y mirar; observad á ese jóven moreno que baila con ella, con su pañuelo en la cabeza, su chupa ó su chaqueta, su ancha faja encarnada, sus anchísimos zaragüelles, ó su ajustado calzon, su media y su alpargata, ó su botin labrado y su zapato blanco: observad la contera de la vaina del cuchillo, ó el extremo de las cachas de la navaja saliendo del bolsillo interno del lado izquierdo de la chaqueta: oid el repique de las castañuelas, las palmas de las gentes del corro, acompañando á la guitarra, á la copla, al baile; mirad el paisage esplendoroso que os rodea, levantad los ojos al radiante cielo que inunda de una luz fuertemente meridional el cuadro, y podreis afirmar que casi habeis visto una zambra árabe.

Tan fuertes raices habia echado en el suelo español ese pueblo, de tal manera habia mezclado su sangre de vencedor con la sangre del vencido, que la única diferencia esencial que existia entre ambos pueblos eran dos libros, por otra parte muy semejantes: quitad á los árabes de España el Koram y dadles la Biblia, ó quitad la Biblia á los solariegos y dadle el Koram, y no encontrareis mas que un solo pueblo, pero un pueblo maravilloso.

Dícese que los árabes españoles tenian mucho del carácter de los solariegos.

Nosotros decimos que los solariegos habian tomado mucho, todo lo que habian podido tomar de sus enemigos, y que se parecian mucho á ellos.

Por lo mismo despues de la conquista de Granada, una política tolerante, amplia, fecunda, protectora; simplemente el religioso cumplimiento de los tratados, hubiera sido bastante para refundir á los moriscos, sin violencia, de una manera lenta, si, pero segura, en el pueblo español.

Para esto hubiera sido necesario que los hombres de la conquista hubiesen sido tolerantes é ilustrados y no eran ni lo uno ni lo otro.

Desde el último tercio del siglo XV el estado político de España habia variado completamente de faz: durante la edad media, la nobleza robustecida por las concesiones forzosas de los reyes habia llegado á hacerse prepotente: entonces no existian mas que dos poderes: la alta nobleza en la cual se refundia el alto clero, y el estado llano, ó sea las universidades como llamaban á la muchedumbre en Aragon, ó las comunidades como la llamaban en Castilla: el trono se encontraba anulado, sin fuerza propia, con una autoridad prestada entre la alta nobleza, con sus escandalosos privilegios feudales, y el estado llano con sus fueros populares y su bravio espíritu de independencia: rebelabanse de una parte los nobles por el mas fútil protesto contra la corona; negaba á esta por otra parte subsidios de nombres y dinero en las cortes el estado llano, para lo cual bastaba que la peticion real pareciese atentar, aunque remota y levísimamente á los fueros y libertades del reino: compraba el rey partidarios, en la nobleza con mercedes dispendiosas, en el estado llano con franquicias y fueros que hacian cada vez mas precaria y mas nula la autoridad real. Enrique II se vió obligado para ser rey á repartir en mercedes el patrimonio de la corona: Enrique III llegó hasta el punto de no tener un dia que comer; don Juan el II se vió obligado á pedir á su favorito dinero para comprar su jubon nuevo, y Enrique IV hubo de contemporizar con los bandos, humillarse, deshonrarse, deshonrar á su esposa, desheredar á su hija, sin librarse por eso de ser destituido é insultado en estátua por la faccion rebelde, y de ver proclamado rey á su hermano el infante don Alonso.

La corona necesitaba vengar los ultrajes que debia á la nobleza: esta habia escarnecido el poder real durante centenares de años, y habia pesado con gravamenes insoportables sobre la masa comun. Habian llegado á tal punto la ambicion, la rapiña y la corrupcion de los nobles, que era imposible que pasaran adelante: la codicia y la soberbia los habian dividido de tal modo, que bastaba dejarlos entregados á sí propios para que se destruyesen.

Al subir al trono Isabel de Castilla, su marido Fernando de Aragon, comprendió que era llegado el momento de destruir de una manera radical y para siempre el poder de la nobleza: pero era Fernando V demasiado astuto y político, para exponer á un fracaso sus proyectos de restauracion del poder real, obrando de una manera violenta, impremeditada y prematura. Necesitaba contemporizar para ganar tiempo y procurarse sus medios de combate, y contemporizó: necesitaba destruir al alto clero y á la alta nobleza, y buscó á los enemigos de aquellos dos poderes en el bajo clero y en el estado llano: el bajo clero le dió al famoso fray Francisco Jimenez de Cisneros, al fanático ermitaño del Castañar, al hombre que poseia la humildad mas vanidosa y mas soberbia de que puede encontrarse ejemplo, con una tenacidad invencible á la cual se ha dado nombre de firmeza, y con un ascetismo sistemático y feroz al cual se ha dado nombre de virtud: hombre de acero, profundamente reservado y suspicaz, dotado de alguna instruccion, pero de miras estrechas, poco previsor y extremadamente testarudo.

Fernando V vió en él un ariete y le aprovechó, le elevó gradualmente hasta ponerle á la altura de aquellos con quienes debia combatir, y le apoyó con todo el poder que le daban las circunstancias y con los elementos de fuerza de las diferentes coronas que poseia.

Fray Hernando de Talavera, y fray Tomás de Torquemada, fueron dos instrumentos poderosísimos que el bajo clero dió á los Reyes Católicos, y en cuanto al estado llano, le dió en la Santa Hermandad un ejército que debia contrapesar la prepotencia de la nobleza.

Alarmada esta, representó contra la organizacion de la Santa Hermandad, á pretexto de que con esta reorganizacion se lastimaban sus privilegios, pero ya era tarde: fuerte Fernando para la lucha, la habia empezado incorporando á la corona los maestrazgos de las órdenes militares, levantando ejércitos permanentes pagados por las ciudades, y acabando al fin por instituir la Inquisicion, tribunal terrible, con el cual, despues de amansada la nobleza á la que se habia arrancado sus banderas, esto es: sus ejércitos particulares, y sus guaridas, esto es, sus castillos que fueron desmantelados, debía contener al pueblo.

La nobleza habia muerto como poder, herida por el cetro de los Reyes Católicos: habiase apoyado la corona para vencer á la alta nobleza y al alto clero, en el estado llano y en el clero bajo, pero dándola zelos aun el poder popular, que le habia ayudado á su triunfo, se alió estrechamente con el altar, y la Inquisicion y el rey fueron ya los únicos poderes que imperaron de una manera absoluta; dependiente la Inquisicion de la corona, es verdad, pero activa, incansable, ambiciosa, tendiendo en tiempos no muy distantes al dominio universal, llenó de hogueras las plazas públicas, de víctimas los calabozos, de horror la historia: la razon fue proscrita, la discusion anatematizada, la libertad de conciencia perseguida, la familia espiada hasta en lo íntimo de sus hogares: todo fiscalizado, todo subordinado á los intereses del trono y del altar y todo empequeñecido, como debia serlo, para dar fuerza á aquellos dos astutos poderes, que habian sabido engrandecerse con los mismos elementos que les eran contrarios.

Cuando aconteció la conquista de Granada, se habia operado ya la maravillosa transformacion política de España: el gran cardenal don Pedro de Mendoza habia creado la Inquisicion, los tercios reales estaban organizados, y los altivos ricos—hombres, los que pocos años antes podian llamarse pequeños reyes, servian á sueldo bajo el estandarte real: tres años despues de la conquista, fray Francisco Jimenez de Cisneros era cardenal arzobispo de Toledo, canciller mayor de Castilla y ministro universal: fray Hernando de Talavera confesor de la reina, arzobispo de Granada, y el sombrío, el terrible dominico fray Tomás de Torquemada inquisidor general: las comunidades religiosas habian sido reformadas, la Inquisicion habia quemado millares de criaturas, Colon habia descubierto un nuevo mundo, y las prepotentes banderas españolas amenazaban á la Europa.

En tales circunstancias, los moros de Granada habian rendido pleito homenaje á los Reyes Católicos: esto es, se habian confesado sus vasallos.

La tiranía y el fanatismo dominaban de consuno: el altar empezaba á predicar el derecho divino de los reyes, y la corona apoyaba fuertemente el exclusivismo de Roma: continuaban en ejercicio muchas de las bárbaras leyes de la edad media, y los jueces de una parte, los inquisidores de otra, y el elemento militar por último, empezaron á pesar sobre la antigua tolerancia que tan amplia habia sido en Castilla y sobre las libertades públicas que no podian ser compatibles con la autoridad real tal cual se queria que esta autoridad fuese.

El primer acto de intolerancia de los Reyes Católicos, fue la expulsion de los judíos.

Treinta mil familias industriosas salieron de España á consecuencia de aquella medida hija del fanatismo religioso.

Dado este golpe á los judíos se reparó en los moriscos.

El feroz fanatismo de los preclaros varones que sustentaban el pendon de la fe en España, encontró que era una cosa muy dura que los vencidos siguiesen en la practica de su religion, de sus leyes y de su dialecto nacional, en el uso de sus trages y en la práctica de sus costumbres.

Empezáronse á violar las capitulaciones de la conquista de una manera curva, casuística: encontróse que habia entre los moriscos una clase de gente llamada elches, esto es, descendientes de cristianos que en otro tiempo habian abjurado el catolicismo abrazando la religion musulmana.

A estos se les mandó convertirse.

No obedeciendo, se empezó á ejercer con ellos la fuerza.

El resultado de esta abierta infraccion de los tratados, produjo una insurreccion.

Esta insurreccion dió pretexto para extender á los moriscos las prescripciones que se habian hecho á los elches.

Entonces empezó el martirio lento, horrible de los moriscos de Granada.

El aspecto amenazador de los moriscos, obligó á los reyes á que enviasen allá á Cisneros.

Partióse este de Alcalá de Henares, donde se encontraba erigiendo su colegio, que despues fue Universidad, y llegó á Granada donde se encontraban los Reyes Católicos; la primera providencia del grande hombre fue quemar cuantos manuscritos árabes le vinieron á las manos, destruyendo con ellos un caudal inapreciable de ciencia, y apagando con las llamas del fanatismo luminosas noticias que nos hubieran servido en gran manera para esclarecer la confusion que reina en la historia de los árabes españoles.

Empezáronse á seguida los trabajos de la conversion de una manera ruda y tenaz: en vez de apelarse á la mansedumbre evangélica se apeló al terror: al que resistia el bautismo se le prendia, se le encerraba con un fraile fanático, y no se perdonaba medio, hasta que aterrada la víctima pedia á voces el bautismo.

Crecia con esto el descontento, huian á centenares de las poblaciones los moriscos y se iban á la montaña haciéndose monfíes, y entregándose, irritados por la tiranía de los vencedores, á los mas graves excesos contra los cristianos.

La lucha era sorda, sostenida: habíanse bautizado todos los moriscos de Granada y la mayor parte de los de las Alpujarras, pero si bien ostensiblemente profesaban el catolicismo, seguian siendo moros en secreto.

Si iban á misa los dias de precepto, era porque los parrocados estaban facultados á imponerles multas y aun prision por la falta de asistencia.

Si confesaban, jamás decian la verdad.

Los giumas (viernes), dias consagrados por el Koram, se encerraban en sus casas, hacian las abluciones y se consagraban á la oracion á puerta cerrada.

Del mismo modo y tambien á puerta cerrada, trabajaban los dias de fiesta prescritos por el rito católico.

Inmediatamente despues de ser bautizados sus hijos, les lababan con agua caliente la cabeza, para quitarles el crisma y el santo oleo, los circuncidaban, celebraban segun sus usos la fiesta de las buenas hadas, y les ponian el imprescindible sobrenombre árabe.

Cuando se casaba una doncella, al volver á su casa, la quitaban los vestidos castellanos con que se habia visto obligada á ir á la iglesia, la vestian ropas moriscas y hacian las bodas, con leilas, zambras y banquetes segun sus costumbres.

Solo aprendian la doctrina católica los que tenian necesidad de casarse, porque para ello sufrian un exámen prévio, y aun muchos se disculpaban con no saber la lengua.

Llenos de odio y ansiosos de venganza por la tirania de que eran víctimas, recibian á los monfíes, y aun á los turcos y piratas berberiscos en sus alquerías y les avisaban de cuándo podian sorprender recuas de castellanos para robarlos, hacerlos cautivos ó matarlos.

Aterrados los castellanos por esta asechanza sorda, por este peligro contínuo, unian su voz á las declamaciones de los frailes, y el trono y la Inquisicion se propusieron estremar el rigor contra ellos, y destruirlos si necesario fuese.

Entonces se promulgó el famoso edicto del emperador don Carlos, de que dimos cuenta á nuestros lectores en el principio de este libro.

Viéronse los pobres vencidos atacados á un tiempo en su industria, en sus haciendas, en sus costumbres, y lo que era peor, vejados, tratados vilmente, con una injusticia notoria, con una crueldad siempre en aumento, sin que se oyesen sus quejas, sin que se diese castigo á los que los ofendían y vieron con temor empadronados sus hijos desde la edad de tres años, hasta la de quince, porque no sabian lo que querian hacer con ellos.

Haciáseles pagar los alguaciles y las guardias que servian para oprimirlos; se les obligaba á tener las casas abiertas; se les exigian tributos onerosos; se prendia á las mujeres que iban por la calle con los rostros cubiertos; se les arrebataban sus hijos y los llevaban á los hospicios por el mas leve pretexto, y en vano eran sus quejas, porque los clérigos mandaban á nombre de Dios, y Felipe II era tan sombría y fanáticamente cruel como los clérigos.

No se pensó ni un solo momento en que los moriscos constituian una parte considerable de la poblacion de España, ni en que por su industria y sus riquezas, eran un gran elemento de prosperidad pública.

Los funestos reyes de la casa de Austria todo lo posponian, todo lo olvidaban á trueque de que no hubiese en sus Estados una sola persona que no fuese católica; manía lamentable, fanatismo ignorante que han dado al trono y al clero español de aquel tiempo y aun de los tiempos subsiguientes, un carácter odioso y repugnante: ciega brutalidad que ha costado á España torrentes de sangre, que ha retrasado su civilizacion, que nos ha debilitado, atacando nuestra poblacion y nuestra riqueza, comprometiéndonos en guerras desastrosas, colocándonos á retaguardia de las demás naciones de Europa: fatales resultados de la estrecha alianza del trono y del altar: de los reyes de derecho divino y del clero omnipotente y sanguinario, sostenido por el infame tribunal de la Inquisicion.

El rey y el fraile, al destrozar entre sus garras á los que se atrevian á rebelarse contra su despotismo, destrozaban á España: el terror hacia callar al derecho, el desuso del derecho, le puso en olvido, y el pueblo tan libre otros dias, vino á ser la troje hollada por los dos fatales elementos reunidos.

Uniase á esto una magistratura inmoral, un ejército compuesto de aventureros, una nobleza degradada, que se arrastraba á los piés de la Inquisicion y del trono, y un pueblo degradado tambien, que todo lo sufria en silencio, ó que, por mejor decir, por resultado de su degradacion y de su envilecimiento, no sufria nada.

En los tiempos de la dominacion austriaca, un español, en siendo esclavo sumiso, y católico fanático, era cuanto podia ser: un leal vasallo del rey, y un hijo obediente de la Iglesia.

La literatura y las artes, sufrieron, como era preciso, la suerte del país: se vieron marcadas con el sello realista monástico, que se imprimia en todo, y apenas dieron á conocer alguno que otro rasgo tímido de independencia; nuestros mejores artistas, nuestros mas aventajados escritores, no brillaron como hubieran brillado de seguro, bajo un gobierno digno de hombres que hubieran sabido serlo: la mezquindad de la época los hacia mezquinos: los mataba.

En todas las empresas de la casa de Austria, exceptuando las de Carlos V, se ve, no la política, no la sagacidad, sino la tenacidad y la ignorancia: Felipe II desangró y debilitó la nacion en empresas descabelladas aconsejadas por el fanatismo, y una de estas empresas que pudo traer fatalísimos resultados, no solo para España, sino tambien para Europa, fue la de la conversion de los moriscos, no solo bajo el punto de vista religioso, sino tambien bajo el de las costumbres.

La rebelion de las Alpujarras motivada por la crudeza con que quiso llevarse á cabo la sumision completa de los moriscos, fue de tanta trascendencia, como que refiriéndose á ella en el principio de su historia de la guerra de Granada, dijo Hurtado de Mendoza, autor contemporáneo, y tanto, como que tomó personalmente parte en aquella guerra:

«Veráse una guerra al parecer tenida en poco, y liviana dentro en casa, mas fuera estimada y de gran coyuntura; que en cuanto duró tuvo atentos, y no sin esperanza, los ánimos de príncipes amigos y enemigos lejos y cerca.»

Mas adelante el mismo autor confiesa las graves circunstancias en que se encontraba España al estallar la rebelion de las Alpujarras, en las siguientes líneas:

«... Los Estados de Flandes, desasosegados por el príncipe de Orange, eran recien pacificados por el duque de Alba. Mas, puesto que las fuerzas del rey, y la experiencia del duque capitan, criado debajo de la disciplina del emperador, testigo y parte de sus victorias, bastasen para mayores empresas; todavía lo que se temia de parte de Inglaterra, y las fuerzas de los hugonotes en Francia, algunas sospechas de príncipes de Alemania y designios en Italia, daban cuidado; y tanto mayor, por ser la rebelion de Flandes por causas de religion comunes con los franceses, ingleses y alemanes, y por quejas de tributos y gravezas comunes con todos los que son vasallos, aunque sean livianas y ellos bien tratados.»

Por las citas anteriores, se vé que en aquellos tiempos habia quien veia claro, y que solo el rey y los clérigos estaban ciegos por su fatal locura religiosa.

Y esta ceguedad, esta monomanía feroz por exterminar todo lo que no era católico, como si el catolicismo no fuese una religion altamente afecta á la discusion y á la libertad, hacen comprender hasta qué punto serian vejados, tiranizados, martirizados los moriscos por aquel doble despotismo, por aquella tenaz ferocidad, por aquella cólera sagrada, por decirlo asi; por aquella intemperancia de mando, por el odioso sic voleo sic jubeo del tirano.

Y esta ferocidad, esta carencia total de miras políticas, ya que no de sentimientos humanitarios, habian hecho precisa, inevitable la rebelion de los moriscos, porque cuando llega á un limite dado la miseria humana, la desesperacion suple con ventaja al valor, y la sed de venganza produce horribles catástrofes, á vueltas de sublimes rasgos de heroismo.

Y cuando un pueblo ha sido insultado, robado, azotado, herido en sus mas intimas afecciones cuando se han visto holladas las canas de los ancianos, separada la esposa del esposo, el hijo de los padres; cuando las sospechas han bastado como si hubiesen sido evidencias para imponer castigos atroces; cuando se han desoido una y cien veces las súplicas humildes; cuando el que manda se ha mantenido inflexible en el mandato cruel; cuando esto sucede, no hay pueblo cobarde, lo arrostra todo, prefiere la muerte aunque sea horrorosa, al martirio lento, continuado, dia por dia, hora por hora, minuto por minuto, y como se lanza á la pelea enloquecido por la desesperacion, excitado por la sed de venganza, se entrega respecto á sus enemigos á las mismas crueldades, á los mismos horrores, á los mismos crímenes de que ha sido víctima.

Los pueblos cuando se insurreccionan en nombre de su derecho, ponen siempre en práctica la tremenda ley del Talion.

Por eso antes de condenar los horrores de una revolucion, es necesario meditar á sangre fria las causas que la han motivado.

Hemos creido necesaria la antecedente digresion, para que nuestros lectores no crean ficciones de una fantasia salvaje, los hechos que vamos á continuar relatándoles.

No los inventamos: únicamente los ordenamos y los trascribimos con la historia á la vista, apoyándonos en su testimonio.

Capítulo XXVII. Continúa el asunto interrumpido en el anterior.

La iglesia de la villa de Cádiar, era teatro de una orgía de sangre.

Melik—el—Ferih, enloquecido por el reciente recuerdo de la desastrada muerte de Alida, y por la dolorosa causa que habia motivado aquella catástrofe, estaba ébrio de sangre y sediento de venganza.

Aben—Aboo, con la mirada sangrienta como un lobo, arrastraba desde la sacristía al presbiterio, asido por el cuello al inquisidor Molina de Medrano que tropezaba embarazado por sus largos y rígidos ornamentos pontificales.

Al ver Melik—el—Ferih aquel grupo á la viva luz de las cien velas que aun ardian en el tabernáculo, saltó del monton de cadáveres en que habia subido, y se lanzó hácia el presbiterio, pero antes de llegar á él tropezó en un muerto y cayó.

Al levantarse vió ante sí una mujer pálida, de rodillas, mirándole de una manera ansiosa, y procurando ocultar entre sus brazos, entre sus ropas, á una criatura.

Aquella mujer para salvar á su hija se habia acurrucado entre los muertos, y solo se habia alzado al ver caer junto á ella el monfí.

Melik—el—Ferih contempló á la madre y á la hija con una mirada tal, en que habia tan feroz, tan cruel alegría, que la pobre madre se estremeció.

—¡No la mateis! gritó: no mateis á mi hija: mi hija no os ha hecho ningun daño.

—¿Y qué daño habia hecho mi hija á los cristianos? gritó el Ferih mezclando á sus palabras una carcajada insensata.

—¡Ah! ¡teneis una hija! dijo la infeliz: pues bien, por la vida de vuestra hija, no mateis á la mia.

—¡Por la vida de mi hija! exclamó el Ferih.

Y sus ojos rodaron de una manera espantosa en sus órbitas.

La infeliz madre dió un grito horrible.

El Ferih la habia arrebatado la pobre criatura asida por el cuello, y la habia abierto de una sola puñalada: despues habia arrojado aquel miserable despojo palpitante á los piés de la madre, y de un salto se habia puesto en el presbiterio y asido al inquisidor Molina de Medrano.

—¡No le mates! ¡no le mates! exclamó Aben—Aboo: una puñalada es poco castigo para este infame lobo: ¡no le mates, Ferih!

—¡Matarle! no por cierto... ya verás... ya verás... la noche es nuestra, y es necesario que nos divertamos... vamos á divertirnos mucho...

El solo anuncio de aquella diversion, de que sin duda iba á ser él el protagonista, despegó la carne de los huesos del inquisidor.

El Ferih entre tanto habia acercado uno de los tres sillones del presbiterio, y le habia puesto sobre el altar.

—Siéntate ahí, dijo el Ferih: te ponemos en un trono... no tienes por qué quejarte te vamos á adorar, faquí de los cristianos: vamos sube: ¿no quieres ser rey?

—No puedo subir, soy viejo; exclamó llorando el inquisidor: tened compasion de mi.

—¡Ah! ¿no puedes subir? dijo Aben—Aboo, por eso no quede: échamelo acá, Ferih, añadió desde el altar á donde habia subido de un salto.

El Ferih asió por la cintura al inquisidor y le levantó: Aben—Aboo le asió por el cuello le puso sobre el altar y le sentó rudamente en el sillon.

Desde aquel momento puede decirse que Molina de Medrano no vió ni sintió mas que un terror pánico: todo daba vueltas en derredor suyo, pero cubierto de una niebla densa, azul, inpura, y el miserable temblaba, pero de una manera exclusivamente orgánica.

—No basta, no basta eso: dijo el Ferih: es necesario asegurarle en su trono.

Y volviéndose hácia el fondo de la iglesia donde continuaban el degüello y las crueldades, tocó por tres veces la bocina.

Cesó la matanza y un numeroso grupo de monfíes adelantó hasta el presbiterio, y se pusieron á reir y á señalar con ademanes grotescos al inquisidor.

—¡Ah, valientes mios! dijo el Ferih: ved á este respetable señor encaramado en su silla, vestido de oro y rodeado de luces, ni mas ni menos que como los ídolos que han querido que adoremos: pero este trono es todavía poco resplandeciente.

—Es verdad, si, es verdad.

—Aumentemos el resplandor de su trono.

—Pongamos fuego al altar.

Y algunos adelantaron blandiendo sus antorchas.

—Esperad: esperad, dijo Aben—Aboo: ¿no veis que tanto resplandor puede parecerle demasiado y hacerle huir de una gloria de que se creerá indigno? es necesario que se vea obligado á recibir nuestros homenajes. Buscad cuerdas, y sino las halláreis, vengan las de vuestras ballestas.

—Dice bien.

—Asegurémosle en su trono.

—Que no pueda escapar.

—Como no pueden escapar los sentenciados por la Inquisicion.

—Como no pudo escapar mi padre, á quien vi revolverse como una sabandija por entre las llamas.

—Ni mi madre á quien quemaron porque decian que era bruja.

—¡Allah Ahbar! (Dios es grande).

—¡Allah Galib! (Dios es vencedor).

—¡Allah Rahman! (Dios es misericordioso).

Y sin saber de donde, salieron á plaza cordeles, y en medio de un tumulto espantoso de carcajadas y silbidos, el inquisidor fue fuertemente atado á la silla, y la silla no menos fuertemente atada á las columnas del tabernáculo.

Volvieron á avanzar los implacables monfíes con las antorchas.

—Esperad, esperad: aun no es tiempo: traed acá á cuantos cristianos encontreis.

Extendiéronse los monfíes por la iglesia, y á poco volvieron trayendo á empellones como unas veinte personas entre hombres, mujeres y niños.

—Pocos son, dijo Aben—Aboo: pero ahí veo á mi buen amigo Lope Gutierrez, corregidor de la villa. ¿Eh? ¿que te parece de esto?

El corregidor tan feroz antes, cuando mandaba, cuando se creia fuerte, rompió á llorar.

—Yo no os he hecho ningun daño, dijo: yo era mandado; me lo mandaba el rey.

—¿Y te mandaba el rey, dijo una morisca jóven y hermosa, saliendo de entre la multitud, que para obligar á una mujer á ser tuya, la amenazases con ahorcar su padre, y vender por esclavos á sus hermanos?

—Yo no he hecho eso... yo no he hecho eso, os lo juro.

—¿Me conoces? exclamó la morisca arrancando una antorcha á un monfí, acercándola á su semblante, y acercándose al mismo tiempo al corregidor Lope Gutierrez, que retrocedió.

La morisca le miraba con los ojos dilatados escandescidos como los de una bacante.

—¿Me conoces al fin Lope Gutierrez? repitió la morisca; tú me deshonraste, y no bastó mi sumision á tus deseos: poco tiempo después á pretexto de que eran monfíes ahorcaste á mi padre, y echaste á galeras á mis hermanos.

—¡Ah! ¡no! ¡no! exclamó el corregidor.

—Ese miserable me abofeteó á pretexto de que no me habia quitado el sombrero en su presencia, echó á galeras á mi hijo porque tomó la defensa de su anciano padre, mi pobre esposa murió al verse separada en su ancianidad de su hijo, y despues me vi reducido á la indigencia: mis bienes, unas escasas tierrecillas habian sido confiscadas: ¡vengadme, hermanos!

—Ese miserable mató á mi amante porque no quise ser su manceba.

—Ese hombre deshonró á mi hija.

—Ese hombre es nuestro, exclamaron las mujeres apoderándose de él, y sacándole arrastrando de la iglesia.

—Hé aquí un buen exámen de doctrina cristiana, dijo Aben—Aboo volviéndose al inquisidor que no le oia. Dejad, dejad á esas buenas muchachas que despachen á su gusto al señor corregidor: no lo querais todo para vosotros. ¿Quién es aquel que se esconde detrás de esotro que está tan cabizbajo?

—El cabizbajo es el alguacil Truchuela, un bribon que merece ser desollado vivo: el que se esconde es el escribano Diego de Angulo.

—¡Ah! ¿con que sois vos el escribano que no tenia mas placer que fulminar procesos para engordar con las costas perdiendo hombres? ¿y vos maese Truchuela el alguacil que prendia con perro á los moriscos?...

Rompieron á dar alaridos los dos acusados.

—Colgad de los piés á esos dos perros, dijo Aben—Aboo.

No le escucharon sordos ni remisos, porque media docena de monfíes asieron del alguacil y del escribano, y los colgaron cabeza abajo de la verja de una capilla.

Los miserables gritaban de una manera horrorosa.

—Ponedles mordazas, gritó uno.

Poco despues aquellos hombres dejaron de gritar.

—¿Qué mujer es aquella exclamó el Ferih que está detrás de aquellos dos soldados castellanos?

—Yo soy doña María de Cáceres, dijo aquella mujer que era bastante hermosa, y que lloraba silenciosamente adelantando hácia el presbiterio.

—¿Quién tiene que quejarse de esa mujer? dijo Aben—Aboo que se habia constituido en único juez de un tribunal ejecutivo.

Nadie contestó.

—Ya lo veis, nadie tiene que quejarse de mí, contestó con acento sereno doña María.

—¿Y por qué lloráis? ¿creeis que los moros somos tan infames como los castellanos? ¿creeis que nosotros sentenciamos á los inocentes solo por el placer de verter sangre?

—Lloro, dijo doña María, porque he visto muchas desdichas.

—¿Qué pretendeis hacer con esa mujer? dijo una de las moriscas que volvían de dar fin del corregidor. Esta cristiana es nuestra.

—¿De qué teneis que acusarla? dijo Aben—Aboo.

—¡Acusarla! ¡por el contrario, tenemos mucho que decir en su favor!

—Es caritativa.

—Es buena.

—Ha dotado á muchas doncellas.

—Ha remediado muchas desdichas.

—Es la madre de los infelices.

—Una sola condicion y os libro, dijo Aben—Aboo.

—¿Y qué condición es esa?

—Abrid los ojos al conocimiento de la santa ley del Dios altísimo y único.

—¡Qué reniegue de Jesucristo! exclamó con horror doña María.

El Ferih que desde que habia empezado este diálogo habia templado su ballesta y armado en ella una jara, se echó de repente la ballesta al rostro, y exclamó disparándola sobre doña María:

—Mi hija tambien era inocente y ha muerto.

Doña María cayó sin exhalar un gemido.

—¡Oh! ¿qué has hecho? exclamó horrorizado á pesar de su ferocidad Aben—Aboo.

—Estamos perdiendo el tiempo, gritó el Ferih: yo he sido encargado por el emir de hacer justicia en la villa de Cádiar... ¡ea mis valientes! acabad con esos perros... y tú clérigo, tostador de criaturas de Dios, añadió volviéndose al inquisidor que continuaba alelado por el miedo, muere como debes morir.

Y tomando una antorcha de manos de un monfí, se encaminó al altar.

—¡Detente, Ferih! exclamó una voz poderosa, terrible, llena de autoridad y de mando en el fondo de la iglesia.

El Ferih quedó inmóvil en el lugar en que se encontraba cuando resonó aquella voz: los monfíes que habian empezado de nuevo la matanza, se detuvieron tambien.

Entre tanto un hombre armado como los caballeros moros del tiempo de la conquista, con corona en la cabeza é insignias de califa, adelantó evitando pisar los cadáveres, pero sin poder evitar teñir sus piés de sangre.

Detrás de él ondeaba un estandarte rojo, en cuyo centro se veian las armas de Granada, y tras el estandarte seguia un escuadron cerrado de monfíes.

Aquel hombre era el emir Yaye—ebn—Al—Hhamar.

—¿Qué es lo que estais haciendo? exclamó: ¿es esto lo que yo te he mandado hacer Ferih: es esto lo que conviene hacer á un caballero Aben—Aboo?

Ni el Ferih, ni Aben—Aboo, contestaron: pero se levantó un sordo murmullo entre los monfíes que estaban en la iglesia á la llegada del emir.

—¿Quién se atreve á murmurar, cuando su señor habla? exclamó con voz tonante Yaye, revolviendo en torno suyo una mirada amenazadora: ¿hay alguno que se atreva á levantar la voz, ni los ojos, ni un solo dedo, cuando habla su emir?

Nadie contestó: nadie se movió.

—¿Qué es lo que miro en rededor mio? exclamó creciendo en su cólera Yaye: ¡mi vista solo encuentra cadáveres!

—Cadáveres de castellanos, señor, contestó humildemente Aben—Aboo.

—Pero entre esos cadáveres hay viejos, niños y mujeres: doncellas que han sido violadas, madres delante de cuyos ojos se han degollado los niños de pecho. ¿Quereis acaso igualar y aun exceder las crueldades de los castellanos? ¿Pensais acaso que porque este es un lugar de idolatria, no está presente en él el Dios altísimo y único?

—¡Señor! murmuró Aben—Aboo.

—¡Basta! exclamó Yaye: los que se precian de valientes no se ensangrientan en los débiles: los que se precian de justos no sacrifican inocentes: los que se creen buenos muslimes deben temer á Dios, á Dios que escribe en el libro de su justicia la sentencia de los asesinos con la sangre de los débiles.

—Hemos sufrido cuantas desdichas, cuantas crueldades, cuantas humillaciones puede sufrir un hombre, dijo el Ferih.

—Los crímenes agenos, deben inspirarnos horror, no deseo de imitarlos: repuso el emir: ademas, si hemos de triunfar es necesario que sepamos obedecer. ¿Qué te habia ordenado yo Ferih?

Melik no contestó.

—Te dije, cerca la villa, que no salga de ella un cristiano...

—Degüella y mata, me dijiste.

—Si, pero degüella y mata á los clérigos, á los ministros de justicia, y á los soldados: pero sé justo y clemente con los que no han cometido otro delito que no ser moros como nosotros.

—¿Qué estas hablando de justicia y de clemencia, emir, á quien como yo ha visto su hija deshonrada; á quien la ha visto morir á consecuencia de las infamias de los castellanos; á quien la ha mirado espirar, gritando de dolor entre sus brazos y pidiéndole venganza? ¡Mi hija! ¡mi pobre Alida queda allá muerta entre las breñas, y me pides templanza á mi, á quien despedazan la rabia y el dolor!

Y el Ferih rompió á llorar como una mujer.

Hubo algunos momentos de solemne silencio, durante el cual solo se oyeron los gemidos de los que espiraban á consecuencia de sus heridas.

—Desatad ese clérigo que está en el altar, dijo el emir.

Pareció reanimarse á estas palabras Molina de Medrano.

—Ved, señor, dijo Aben—Aboo, que este es el miserable que causó esta mañana la muerte de la infeliz Malicatulzarah y de su esposo Adel: ved señor que es un lobo sediento de sangre.

—Ese hombre debe morir, y morirá, pero no de la manera horrible, cruel con que ellos matan á sus víctimas.

El inquisidor habia sido bajado del altar y se arrastraba á los piés de Yaye, en cuyo semblante fijaba una mirada entumecida por la atonía.

—Yo os conozco... señor... yo os conozco... tartamudeó.

Y se asió á las ropas talares de Yaye.

Yaye se inclinó.

—Tú eres Molina de Mediano...

—Si, si, pero yo obedecia al rey...

—Obedecias á un tirano...

—Por el Dios de Abraham y de Ismael que es nuestro mismo Dios... no me mateis... cautivadme... vendedme... llevadme á Africa... pero no me mateis.

—Tú has predicado el exterminio contra los que adoran al Dios de Abram, de Agar y de Ismael, y ahora pides misericordia á nombre de ese mismo Dios... suele suceder que los asesinos cuando se apodera de ellos la justicia mueran con valor: pero tú á mas de asesino eres cobarde.

—¡Perdon! ¡señor, perdon!

—Arrancadle de mi y matadle; matadle á hierro y pronto... necesitamos salir de aquí.

—¡Piedad! gritó Medrano al sentirse asido por una turba de monfíes.

Fue su última palabra: rasgado su pecho á un tiempo por veinte puñales manchaba de sangre su vestidura pontifical.

—Acabad con esos soldados, dijo el emir.

Seis soldados que habian sido apresados por los monfíes fueron inmolados en pocos segundos.

—Ahora soltad esa gente menuda.

—Nos mataran los que estan fuera señor, dijo un viejo.

—Id con ellos diez hombres, y amparadlos en las casas del ayuntamiento de la villa: asimismo llevareis á esas casas las mujeres, los viejos y los niños que encontreis.

Algunos monfíes salieron escoltando algunos cristianos que por fortuna habian escapado con vida de la iglesia.

—Rematad á esos desdichados que penan, añadió Yaye.

Pocos momentos despues, y mientras el emir hablaba acaloradamente con Aben—Aboo, fueron cesando los gemidos de los moribundos hasta dominar un silencio pavoroso.

Los monfíes que se agrupaban inmóviles tras el estandarte rojo del emir, llenando la iglesia, parecian fantasmas.

Yaye y Aben—Aboo siguieron hablando algun tiempo con gran interés.

El Ferih, doblegado al fin por su dolor estaba apoyado sobre el altar, inmóvil, insensible á todo.

Al fin Yaye se separó de Aben—Aboo, y dirigió la voz á los monfíes.

—Valientes, les dijo: al hacer lo que hemos hecho, hemos herido el rostro del tirano rey de España: hemos arrojado á sus ojos la sangre infame de sus jueces, de sus clérigos, y de sus soldados: ya no hay medio de retroceder: los ejércitos del rey de España vendrán sobre nosotros, pero vendrán tarde, porque el alguacil mayor del reino, el valiente Farax—Aben—Farax se apodera en estos momentos de Granada: Dios nos alienta y nos guia: pero no irritemos á Dios cometiendo actos de crueldad y de barbarie semejantes á los que acaban de cometerse: si apreciais en algo mi espada, si creeis que yo puedo llevaros á la victoria, no vertais mas sangre débil, no cometais mas crímenes, porque yo nunca desnudaré mi espada para ponerme al frente de infames ni de asesinos.

—¡Viva el emir! gritaron á una voz los monfíes.

—Ademas, dijo Yaye: oidme y entendedme bien: yo no soy el emir que debe mandaros.

Levantóse un murmullo de descontento que era una adulacion al emir.

—Los moriscos de Granada han elegido un rey.

—¡Viva el emir poderoso y vencedor Yaye—ebn—Al—Hhamar! gritaron los monfíes.

—Yo soy emir de las Alpujarras, únicamente, dijo Yaye: los granadinos han elegido legítimamente su rey; su rey es aliado y pariente mio. Obedeced al rey de Granada Muley—Aben—Humeya.

Pronunció con tal acento estas palabras Yaye, que los monfíes viendo en ellas un mandato gritaron:

—¡Viva el rey de Granada Muley—Aben—Humeya!

—¡Gracias, gracias, valientes muslimes de la montaña! exclamó una voz á las puertas de la iglesia; oyóse precipitado ruido de espuelas, y adelantó y abrazó á Yaye un jóven sencillamente vestido á la morisca.

Aquel jóven era Aben—Humeya.

Tras él seguia otro hombre de mas edad igualmente vestido á la usanza mora, llegó junto al emir, pero en vez de abrazarle se inclinó profundamente.

Aquel hombre era Aben—Jahuar el Zaquer.

—¿Y tu hermana? le dijo rápidamente y en voz baja Yaye.

—Está en seguridad en un cortijo de la montaña.

—¡Oh! ¡gracias hermano, gracias! Y volviéndose á los monfíes continuó en voz alta asiendo de la mano á Aben—Aboo, que era el único que vestia á la castellana: ¿Conoceis á este caballero?

—Si, si, gritaron todos.

—Es Sidy Aben—Aboo, de la raza de los Omeyas, añadieron algunos.

—Es mi pariente, añadió Yaye. Desde ahora, leales muslimes compartiré con él vuestro gobierno: obedecedle como á mí mismo: es mi compañero: aclamadle.

—¡Viva Muley Aben—Aboo!, gritaron espontáneamente los monfíes.

—Y para concluir, este otro caballero, Sidy Aben—Jahuar el Zaquer, mi pariente tambien, es el walí de los walíes de Granada y de las Alpujarras.

—¡Viva Sidy Aben—Jahuar! gritaron los monfíes.

—Lo que á vosotros os he hecho saber en persona, se hará saber á las demás taifas por sus xeques. ¡La guerra empieza! constancia y valor y triunfaremos.

—¡Viva el emir!

—Pero si hemos concluido, dijo Aben—Humeya que habia oido con un profundo disgusto la espontánea aclamacion de los monfíes á su primo Aben—Aboo, si hemos concluido, bueno será, que nos preparemos á un próximo y sangriento combate.

—¿Pues qué sucede? dijo con gran calma Yaye.

—La compañía de infanteria española que estaba en Yátor, viene sobre Cádiar, dijo Aben—Humeya; y segun me han informado mis corredores viene á su frente, bramando de corage, el valiente marqués de la Guardia.

—¡El marqués de la Guardia! ¡no! ¡es imposible!

—Si es posible ó no, pronto lo veremos, dijo Aben—Humeya; entre tanto oid.

Se habian escuchado algunos distantes disparos de arcabuz. Animados por aquel socorro los cristianos que se habian refugiado á la torre de Cádiar empezaron á tocar de nuevo á rebato.

Yaye, Aben—Aboo, Aben—Humeya y Aben—Jahuar, se lanzaron fuera de la iglesia: los monfíes los siguieron á la carrera.

La iglesia quedó silenciosa, poblada solo de cadáveres, iluminada y resplandeciente, pero manchado de sangre el altar, y presentando delante de él un bulto brillante á trozos, rojo en otros.

Aquel bulto era el cadáver de Molina de Medrano, á quien cubrian aun los ornamentos pontificiales.

Por una coincidencia terrible aquel cadáver ocupaba el mismo lugar donde habia caido muerta Malicatulzarah.

Capítulo XXVIII. Continúan las escenas de sangre.

En aquellos momentos en un estrecho y oscuro callejon de Cádiar habia dos hombres como ocultos en la sombra, y hablando en voz muy baja por temor acaso de ser escuchados desde las casas.

Oíanse desde allí las campanas de la iglesia parroquial y del convento de San Francisco, tocando, de una manera que podia llamarse desesperada, á rebato, y se oian á lo lejos, perdidos, indistintos, gritos salvajes, alaridos, voces confusas.

Alguna vez un hombre pasaba en huída por la calleja, sin reparar en los dos hombres que estaban como cosidos á un entresijo de ella, y poco despues de haber pasado el que huia, en la parte baja, á la salida de la villa, se oia algun disparo de arcabuz, lo que demostraba que el pueblo estaba cercado.

A excepcion de estos ruidos lejanos ningun otro ruido se oia: la calleja estaba profundamente silenciosa, cerradas las puertas y ventanas de sus casas, y sin que ni por un solo resquicio se viese una luz.

Aquel era el silencio del miedo, porque á no dudarlo, los habitantes de aquellas casas, como todos los de Cádiar, velaban.

De repente se sintió abrirse silenciosamente una ventana, y desde su fondo oscuro cayó á la calle un objeto pesado que produjo un ruido opaco, sordo, como el de una odre que se rebienta.

La ventana volvió á cerrarse, y volvió el silencio.

—¿Qué es eso? dijo uno de los dos escondidos con voy temblorosa.

—Paréceme que teneis miedo, señor Cisneros, dijo el otro hombre.

—No tengo miedo, pero me repugna lo que está sucediendo; Dios me perdone, sino es un cuerpo humano el que han arrojado á la calle.

—Es sin duda el cadáver de algun soldado de los de la compañía de Diego de Herrera, que estaban aposentados en las casas de la villa: ¿pero qué os importa eso? No hemos venido á Cádiar ciertamente á divertirnos.

—¿Pero qué hacemos aquí, á estas horas y en tales circunstancias, señor Godinez?

—¿No habeis venido á ver esta noche, como teníamos concertado, á doña Elvira de Céspedes?

—Sí.

—¿No la habeis dicho que su hijo Aben—Humeya os conoce, y que veniais á ampararos de ella?

—Sí.

—¿No la habeis dicho ademas, como tambien convinimos, que venia con vos un amigo que igualmente necesitaba del amparo de Aben—Humeya?

—Si.

—¿Y no habeis venido á buscarme?

—Ciertamente.

—Ahora bien, la entrada de los monfíes nos ha hecho ampararnos de lo apartado y oscuro de esta calleja; pero ahora que los monfíes estan allá dentro, y por lo que se vé, bien entretenidos, podemos y debemos ir á casa de doña Elvira.

—Es que yo no he estado nunca en Cádiar: valíme de las señas que me dísteis, pregunté por la calle donde vive doña Elvira, y hallé la casa por su mirador de madera y el farol de su imágen... pero ahora estoy seguro de no dar con la calle.

—Pues la tenemos bien cerca.

—¡Ah!

—Si, aquí á la vuelta. Venid conmigo.

—¿Pero no oís?

—Oigo y no oigo. Es decir, antes se oia tocar á rebato en al convento de San Francisco, y ya no se oye: antes no se oian disparos, y ahora se oyen descargas de arcabucería.

—Seran los vecinos del pueblo que se defienden desde sus casas.

—No, no; solo dispara asi la infantería española; son descargas cerradas.

—¿Pero qué infantería es esa? La compañía de Diego de Herrera ha sido degollada.

—Pero estaba en Yátor la compañía del marqués de la Guardia.

—Pero en Yátor habran entrado los monfíes como en Cádiar, y habran degollado á los soldados.

—Asi es probable que haya sucedido: pero os afirmo, y no me engaño, que tenemos cerca infantería española, mucha y valiente. Esto nos favorece.

—¿Qué nos favorece?

—Ya vereis. No podian presentarse mejor nuestros negocios. Andad, andad mas de prisa, que se nos va acercando el combate. He aquí que estamos en la calle de doña Elvira.

—Creo que os engañais. No veo el farol.

—¿Queriais que los monfíes dejasen ardiendo una luz debajo de una imágen? Llamad.

—¿Dónde?

—Estamos á la puerta de doña Elvira.

—¡Ah! ¿esta es la casa?

—Esta es.

Cisneros buscó el llamador de la puerta, y dió tres golpes.

Vióse poco despues luz por las rendijas y una voz de vieja dijo desde adentro:

—¿Quién sois?

—Vuestra señora me espera, contestó el comediante.

—¿Sois el hidalgo que vino esta noche?

—Yo soy.

—¿Venís solo?

—No, viene conmigo un amigo.

—Abrid, abrid, dijo con precipitacion otra voz de mujer mas fresca y mas sonora.

Abrióse la puerta y entraron Laurenti y Cisneros.

—Y á tiempo ha sido, dijo este: entrad, entrad con esa luz, señora, que tenemos el combate ya en la calle.

La vieja, una dama hermosa, vestida de negro que estaba en la segunda puerta del zaguan, y Cisneros y Laurenti desaparecieron en el interior.

Entre tanto el fuego de la mosquetería redoblaba, oíase entre él el crugir de las ballestas y el silbar de las jaras, y alguno que otro grito de un hombre herido.

Veamos lo que pasaba en la villa.

Debemos retroceder: mientras tenian lugar los terribles acontecimientos de la iglesia, otros no menos terribles tenian lugar en el convento de San Francisco: por mas que los frailes se habian defendido, por mas que habian tocado á rebato; incendiado el convento, incendiada la torre de la iglesia, último refugio á donde aquellos desdichados se habian acogido, se habian visto obligados á rendirse; mas ceñido que el Ferih á las órdenes del emir, el wali que mandaba á los monfíes que habian asaltado el convento, dejó libres á las mujeres, á los niños y á los viejos que á él se habian refugiado y solo degolló á los frailes y á los hombres robustos.

Despues de esto penetraron en el convento entre las llamas, tomaron los vasos sagrados y los ornamentos y fueron á depositarlos en la plaza.

En seguida empezaron el saqueo por las casas una parte de los monfíes, y otra se fué á combatir la torre de la iglesia donde estaban refugiados el beneficiado Ribera, maese Barbillo y algunos alguaciles, soldados, vecinos y mujeres.

Aquellos infelices se encontraban apurando desde hacia mucho tiempo una agonía horrible: oian á sus piés los gemidos de los que eran asesinados en la iglesia, veian recorrer las calles monfíes con antorchas, penetrando en las casas; matando cristianos, saqueando y arrojando á un tiempo por las ventanas los cadáveres y los objetos robados: veian ardiendo el convento de San Francisco y lo que mas les aterraba era el notar que la campana de los frailes habia cesado de tocar á rebato.

Ellos por lo mismo, redoblaron su toque de una manera desesperada: al principio solo habian tañido la campana mayor; despues asociaron á ella otra campana: por último, hasta los esquilones se pusieron en movimiento.

—¿Habeis cortado las escaleras de la torre, Barbillo? decia lleno de angustia el beneficiado.

—Si señor, contestaba repicando á dos manos Barbillo.

—¿No pueden subir?

—No señor, como no pongan escala, y para eso les arrojaremos los ladrillos que hemos arrancado del suelo y cuando estos falten los esquilones...

—Nos pondran fuego, exclamó llorando de terror el beneficiado.

Barbillo siguió repicando.

—¿Qué habrá sido de la pobre Mariblanca? añadió Juan de Ribera.

Barbillo soltó un bufido, y apretó con entrambas manos las cuerdas de ambos badajos.

—¡Ay señor beneficiado, exclamó una pobre mujer! ¡Mire vuesamerced; mire por allá: por la parte de Yátor se ven antorchas!

—Y son soldados del rey, exclamó un muchacho.

—¿Soldados del rey has dicho, hijo? exclamó Juan de Ribera, avalanzándose al arco de campana que miraba á Yátor.

—Yo no veo mas que las luces.

—Pues yo si, yo veo muy bien los coletos de gamuza y los capacetes de los soldados, dijo una jóven. ¡Oh, Dios mio! vendran á socorrernos.

—Es la compañía del señor marqués de la Guardia, exclamó con alegría Barbillo: veo tendida su bandera blanca, con su cruz de bastos rojos.

—Muy alegre os habeis puesto, maese.

—¡Si son ciento y cuarenta demonios, y el marqués de la Guardia un leon, y el teniente Belorado un toro, y el alférez Cordavias un lobo! ¡ah, señores monfíes, paréceme que vais á dar con la horma de vuestro zapato!

—¿Pero vendran aquí?

—¡Pues no han de venir! vedlos que suben por el repecho.

—Pero no estarian en Yátor, porque si hubieran estado allí no hubieran podido atravesar la rambla ni los barrancos, dijo el beneficiado.

—Habran subido á la sierra y habran pasado por el puerto.

—Pues entonces traen seis leguas en el cuerpo, vendran rendidos, exclamó con desaliento el beneficiado.

—¡Pero calla! exclamó Barbillo, han apagado las antorchas; encima los tenemos. ¡Ah valientes!

Y se tiró con el furor del miedo á las campanas.

En aquel momento una jara que penetró por el arco se le clavó en la frente y cayó de espaldas.

Levantóse un alarido de terror entre los prisioneros de la torre.

Otra jara hizo sonar de una manera aguda una campana y otra y otra y otra siguieron entrando por los arcos.

Toda aquella pobre gente se arrodilló.

Solo siguió tocando á rebato la campana mayor, cuyo badajo ponian en movimiento los prisioneros tirando desde el suelo, de su cuerda.

Pero de improviso un nuevo incidente vino á centuplicar su terror.

Un humo espeso y acre empezó á penetrar por los arcos de las campanas.

Los monfíes habian puesto fuego á la torre.

Sin embargo, entre aquel torbellino de humo y de llamas la campana seguia tocando apresuradamente á rebato.

Allá en los extremos de la villa y en el centro ardían tambien algunas casas de cristianos.

No tardaron en oirse en las entradas del pueblo disparos de arcabucería.

Entonces fue cuando Yaye, Aben—Aboo, Aben—Humeya, Aben—Jahuar y el Ferih, salieron de la iglesia con los monfíes.

Al salir á la plaza desembocaba en ella á la carrera una manga de arcabucería, en medio de la cual flotaba la bandera blanca con la cruz de bastos rojos que habia visto desde la torre el difunto Barbillo.

Al frente de la manga y armado con una pica corta, venia un caballero jóven, con el rostro pálido y la mirada chispeante é iracunda, que apenas vió á los monfíes mandó hacer fuego con voz ronca á sus soldados.

Aquel caballero era el marqués de la Guardia.

Brillaron primero las mechas sopladas por los soldados y poco despues se vió un relámpago y se escuchó una detonacion uniforme: algunos monfíes cayeron por tierra: á la descarga de la mosquetería española contestó una descarga de la ballestería de la montaña.

Algunos soldados cayeron tambien.

Una segunda descarga de los soldados diezmó de nuevo á los monfíes.

—¡Es el marqués de la Guardia! exclamó con rabia Aben—Aboo.

—¡El marqués de la Guardia! exclamó con terror el emir. ¿Qué es esto, Dios mio?

—Hierro en mano y á degüello, gritó con voz tonante Aben—Aboo á los monfíes, lanzándose el primero alfanje en mano sobre los soldados.

—¡Ah! dijo el marqués de la Guardia con una alegría insensata, horrible: ¡te me vienes á las manos, asesino! ¡á mí, camaradas! los arcabuces bajo el brazo izquierdo y fuera las espadas: ¡á ellos! ¡Santiago y cierra España!

Pero de repente los monfíes se detuvieron cortados: por otra avenida de la plaza habia aparecido el teniente Cristóval de Belorado, y los barria enfilándolos con las descargas de sus arcabuceros.

Casi al mismo tiempo el sargento Gaspar de Aponte desembocaba por otro punto y los heria por la espalda.

Los monfíes acorralados entre tres fuegos, se arrojaron en tropel por una salida de la plaza que quedaba descubierta, obligando á que los siguiesen á Yaye, Aben—Humeya, Aben—Aboo y Aben—Jahuar.

—¿A dónde va vuestra señoría? exclamó el teniente Cristóval de Belorado, atravesándole al marqués de la Guardia que se habia puesto en seguimiento de los monfíes.

—¡Huyen!

—No huyen: desembarazan un lugar en que se han encontrado acorralados por sorpresa; pero dentro de poco cargaran sobre nosotros á centenares. ¡A cubrir las calles! gritó inmediatamente el viejo soldado.

—¡Es verdad! dijo suspirando el marqués: mandad barrear las calles: primero es nuestra obligacion como nobles y castellanos: sacad todos los muebles y colchones que encontreis en las casas: ¿tenemos bastante pólvora?

—Nos hemos traido cargadas cuatro acémilas.

—Destinad veinte hombres que apaguen el incendio de la iglesia: ola ¿qué haceis, alférez Cordavias? id cubriendo: sargento Aponte, vivo; haced abrir las casas y barread aprisa. Recoged nuestros heridos y rematad á esos perros monfíes. ¡Ah! primero es nuestra obligacion como cristianos y caballeros.

Y se puso á pasear por la plaza, con la pica debajo del brazo y con una distraccion espantosa, murmurando monosílabos y lanzando de tiempo en tiempo un horroroso juramento.

En un momento las calles que daban á la plaza estuvieron cubiertas y barreadas; esto es, cortadas con altas barricadas; muchos de los cristianos que vivian en la plaza y que habian estado escondidos, salieron con sus escopetas, y unos veinte soldados de la compañía de Diego de Herrera que se habian salvado en la torre descolgándose con una cuerda, fueron armados con los arcabuces de los soldados que habian sido muertos ó heridos en la sorpresa de la plaza.

—¿Pero dónde está el señor beneficiado? decian algunas mujeres que habian salido de la torre.

—¡El beneficiado! dijo uno de los de la compañia de Diego de Herrera: no ha tenido valor para descolgarse por la cuerda como nosotros y se ha quedado en la torre.

—¡Cómo! ¡el beneficiado de Cádiar! exclamó el marqués de la Guardia; ¡el que me casó esta tarde!... ¡Ah! Diez hombres conmigo!

Pero cuando llegaron al pié de la torre, les detuvo un espectáculo horrible.

La torre, que se habia incendiado por el centro, arrojaba por los arcos de sus campanas torbellinos de fuego: por la parte que miraba á la plaza, un hombre asido á una cuerda se contraia, se izaba, luchaba, daba gritos, pero no descendia; estaba aferrado á la cuerda con el terror de la muerte.

En vano le gritaban los soldados que se dejase resvalar.

Aquel hombre no les oia.

Viósele agotar sus fuerzas en conatos desesperados, extenderse al fin, quedar un momento pendiente de los brazos, y caer luego desde la altura dando vueltas.

—¡Es el beneficiado! gritaron las mujeres.

—¡Está muerto! dijo un soldado.

El marqués de la Guardia se separó de aquel lugar, y se puso á pasear de nuevo á lo largo de la plaza.

Entre tanto seguian los preparativos de defensa: muy pronto todas las avenidas de la plaza estaban perfectamente cubiertas, todas las calles que de ellas nacian, cortadas. Solo con un largo sitio y por hambre, podian rendir los monfíes á los castellanos, y era de esperar que el capitan general enviase pronto socorro.

Cuando todo estuvo preparado, distribuidos los centinelas, apagado el incendio de la iglesia, se esperó en vano la acometida de los monfíes: el mas profundo silencio reinaba en la villa.

—¿Qué hacemos aquí? dijo el marqués de la Guardia, volviéndose bruscamente á Cristóval de Belorado: ¿nos vamos á quedar esperando al Mesías? los enemigos se han marchado.

—Los moros son mala gente, señor marqués, dijo Belorado: callan, pero no se fie usia de su silencio: han huido, pero no se fie usía de su fuga: saben que somos pocos, y quieren que nos extendamos en la villa. Como estamos, estamos bien.

—Os digo que los moros se han retirado.

—Como guste usía, pero.

—¡Señor Cristóval de Belorado! ¿Sereis acaso vos el capitan de la compañía, y estaré yo acaso faltando á mi obligacion disputando con vos?

Callóse el teniente.

—Tomad veinte hombres y reconoced.

El marqués volvió la espalda al teniente y siguió paseando.

—El capitan está loco, dijo Belorado, y su locura nos va á costar el pellejo; pero ¿qué hemos de hacer? lo manda; desobedecer ó cumplir mal su mandato, seria una cobardía: ¡Hola sargento Aponte! escoged veinte hombres, y conmigo.

—¿A dónde vamos, señor Cristóval de Belorado? dijo el sargento.

—¡Eh! ¿y qué os importa á vos? ¿Teneis miedo?

El sargento se calló ante el teniente, como el teniente se habia callado ante el capitan.

—¡Ah, de la primera escuadra! gritó.

Formáronse inmediatamente en tres filas unos treinta hombres; el sargento hizo adelantar los hombres de las dos primeras filas, envió á los diez restantes á sus puestos, y fijó una mirada terrible en los veinte hombres que se habian quedado.

Algunos de ellos murmuraban.

—¡Eh! ¿Qué dices tú, Gil Perez? ¿y tú Pedro Donoso? ¿y tú, Chirlo del diablo? ¡eh! ¿teneis miedo, vergantes? ¡silencio y firmes! ¡ó voto á!...

Y la soltó redondo, arrimando al mismo tiempo á los soldados algunos golpes con el asta de su alabarda.

El sargento se vengaba en los soldados de las palabras del teniente, como el teniente se habia vengado en el sargento del exabrupto del capitan: pero hay que notar que aquella venganza aumentaba á medida que descendia.

Los soldados no podian desagraviarse con nadie, porque la venganza habia dado fondo en ellos.

El sargento dió parte á Belorado de que la gente estaba dispuesta, y Belorado se adelantó hácia ellos, y les dijo apoyado en su pica:

—Muchachos: vamos á hacer un reconocimiento sobre los enemigos: esto quiere decir que sopleis las cuerdas para que den pronto fuego. El lance es apretadillo y se os ha buscado para él, á vosotros, que por valientes marchábais en la vanguardia de la companía: ¡cuerpo de Dios! todos habeis estado en Flandes, y ya sabeis á lo que sabe el hierro: ¡voto á... que el que se me vuelva atrás un paso, se encuentra con la punta de mi pica! ¡Treinta legiones! debeis ser valientes porque sois soldados, y... ¡fuego y rayos! acordaos de que estos moriscos son muy ricos y de que podemos encontrar al paso alguna cosa. Con que no os digo mas. Id adonde yo vaya... y en marcha, hijos, en marcha.

Y el teniente, con el sargento y los veinte hombres salió por el claro de una barricada.

—¡Una valiente espada que perdemos, y veinte y un leones, que van á quedar tendidos á oscuras, y miserablemente! dijo el alferez Cordavias, que estaba apoyado en su bandera, al aposentador de la compañía.

—Pero yo no entiendo esto, dijo el aposentador: á nosotros nos habia relevado la compañía de Diego de Herrera, estábamos en Yator y de él no debiamos de habernos movido: el marqués parece dominado por algo terrible: vamos, no lo comprendo: ¿y á qué enviar á Belorado con esa gente?

—Yo no sé, yo no sé lo que le pasa al marqués, amigo Macías: todos le creiamos en Granada, cuando he aquí que se presenta en la posada de Belorado... yo estaba con él, y con dos buenas mozas.—Que se vayan esas mujeres, dijo el marqués.

Por mas que nos extrañase esta salida tan descortés, porque al fin, si él es título de Castilla no es mas hidalgo que nosotros, venia de tal manera que nos causó espanto: venia con la cabeza descubierta, con el semblante desencajado: mojado de piés á cabeza; mas que mojado, cubierto de lodo; miraba en torno suyo de una manera insensata, y arrojaba llamas por los ojos. ¿Veís que es buen mozo y buena cara? pues daba miedo: cuando salieron las mujeres dijo á Belorado.—Dadme vestidos y vos Cordavias, haced que los trompetas toquen llamada de infantes, y á la plaza con la gente.

Yo salí: algunos minutos despues, y antes de que hubiese acudido toda la compañía, vi venir al capitan vestido con otras ropas, y con una coraza limpia al lado del teniente, ¿y no habeis reparado? trae sobre la coraza una cadena de oro, y pendiente de la cadena una rica joya.

—Si, si; ya lo he visto, y no sé á qué vienen esas galas: sobre todo cuando hace una noche tan oscura, y cuando es mas fácil encontrar un arcabuzazo que un galanteo.

—Yo tampoco lo entiendo: ni sé si el capitan ha cumplido con su obligacion abandonando á Yátor y trayéndonos á Cádiar, con tres leguas en el cuerpo y enlodados hasta la cintura.

—En Yátor debe de haber habido tambien jarana.

—Esto se estaba esperando de un momento á otro, y creo, Dios me perdone, que tenemos faena para algun tiempo.

—¿Creeis que esto sea una guerra?

—Creo que nosotros somos los primeros soldados del rey que han disparado en esta guerra los arcabuces.

—¡Bah! ¡Diego de Herrera!...

—En la iglesia hay algunos soldados muertos de su compañía: sin armas, con todas las señas de haber sido sorprendidos: juraria á que esos perros los han degollado en sus mismas casas.

—Todo pudiera ser: pero noto una cosa singular.

—¿Qué?

—Ya sabeis que Cristóval de Belorado es hombre capaz de meterse en el infierno, antes de que uno solo de sus soldados pueda decir que se ha parado ante el peligro. De seguro se ha metido por las calles de la villa y reconocido en regla y como Dios manda.

—¿Y qué encontrais de extraño en eso?

—Que no se oye un solo arcabuzazo.

—Eso no quiere decir mas sino que á los monfíes les gusta mas el campo que las calles, y que han cercado la villa.

—Belorado ha tenido ya tìempo para salir de la villa y habrá salido: á lo menos habrá mandado internarse en las quebraduras inmediatas algunos hombres, y nada, nada se oye. Los moros se han retirado de Cádiar.

—Vayan con Dios: á enemigo que huye...

—¡Alférez! dijo el capitan desde el centro de la plaza.

Se echó el alférez la bandera al hombro, y se dirigió al capitan.

—Dejad una escuadra de guardia y con la demás gente reconoced los muertos que hay en la iglesia y en la plaza.

El alférez obedeció.

—Es extraña la confianza que tiene el capitan, dijo volviendo junto al aposentador. No parece sino que está seguro de que los monfíes se han retirado.

—Pues no lo entiendo, dijo Macías.

—Ni yo tampoco. ¡Ola sargento Astudillo! quedaos de guardia con vuestra escuadra en la plaza!

—Muy bien, mi alférez.

—Poned en cada bocacalle un centinela.

—Muy bien.

—Y decid á los sargentos de las otras tres escuadras que formen la gente.

El resto de la compañía, que no habia ido á reconocer ni quedaba de guardia, se encontraba poco despues en la iglesia, reconociendo los cadáveres.

La mayor parte de las velas se habian apagado, pero aun quedaban muchas ardiendo.

La iglesia exhalaba un insoportable olor á sangre fresca.

Los soldados revolvian los cadáveres y los amontonaban.

Cuando encontraban una mujer, la arrancaban las arracadas, y si las orejas resistan se las abrian con las dagas: no perdonaban joya ni suma que hallaban ni dejaban de registrar la bolsa á un solo muerto.

Y en aquella ocupacion ni parecian sentir el olor de la sangre, ni el horror que naturalmente inspiran cadáveres despedazados.

Eran dignos míembros de aquella famosa infantería española compuesta de vagos y aventureros, á la cual para que tomasen una plaza al asalto, no habia necesidad de hablarles de la gloria que podian alcanzar, sino de las horas que se les concedian de saqueo y licencia, una vez tomado el castillo ó la ciudad sobre la que los arrojaban como una tromba de exterminio.

Encontráronse mas de cien cadáveres, entre ellos el corregidor, algunos alguaciles, algunos soldados, mas de treinta mujeres, algunos niños, y como sabemos el del inquisidor Medrano, el del beneficiado Juan de Ribera, el de maese Barbillo, y el de Hurtado do Campo.

Despues de este reconocimiento se reconocieron las casas de la plaza, y en ellas, desiertas todas porque los moriscos habian escapado con los monfíes, se encontraron soldados asesinados en sus lechos, y en la del beneficiado Juan de Ribera, el capitan Diego de Herrera, cosido á puñaladas bajo una mesa servida.

Los primeros soldados que entraron allí, al ver los manjares los devoraron: poco despues dos soldados que habian comido de las setas preparadas por Mariblanca murieron en medio de las mas horrorosas convulsiones.

Al amanecer volvió de su reconocimiento el teniente Cristóval de Belorado.

—Señor marqués, dijo: los monfíes se han retirado enteramente.

—Ya lo sabia yo, dijo el marqués de la Guardia: ahora, añadió, que ya es claro, poned guardias en la atalaya y en la torre de la iglesia: haced que los demás que hayan quedado recojan los muertos y los entierren, y aposentad la compañia.

Dicho esto, el marqués fue á aposentarse en la vecina casa de Juan de Ribera, escribió un largo parte al capitan general de Granada, y le envió con un correo.

Capítulo XXIX. De lo que aconteció aquella misma noche en Granada.

Farax—Aben—Farax, con seis mil monfíes, habia emprendido aquella tarde, cumpliendo la órden del emir, su marcha sobre Granada.

Pero estaban tan difíciles los pasos de la sierra, que para llegar á la media noche se vió obligado á elegir los mas prácticos en el terreno, los mas hábiles y los mas fuertes y con solo trescientos hombres tomó á buen paso el camino de la ciudad.

Pero no llegó tan pronto que no pasase con mucho la hora de la media noche, y las gentes de la ciudad tuvieron tiempo para ir á las iglesias á oir la misa del gallo, y volver tranquilamente á sus casas.

Aunque los moriscos del Albaicin estaban prevenídos y todo lo tenian preparado, no se atrevieron á moverse por sí solos, porque, amedrentados, querian que se lo diesen hecho todo los monfíes.

Por otra parte la tardanza de estos empezaba á desanimarlos.

Contaban ademas con ocho mil moriscos del valle de Lecrin, del partido de Orgiva y de las alquerías de la Vega, y ni un solo emisario de estos se habia presentado. En un lugar de la sierra que se llama Cenes, debian esperar ocultos en un cañaveral dos mil hombres, y tambien faltaron: estos hombres mandados por los walíes de la montaña el Partal y el Nacoz debian acometer la Alhambra, y escalar la parte que corresponde á Generalife, para cuyo efecto se habian fabricado en los lugares de Dudar y Quentar diez y siete escalas grandes de esparto, por cuyos anchos travesaños de madera podían subir á un tiempo tres hombres: la longitud de estas escalas se habia hecho con arreglo á la altura de los muros, cuyas medidas habia dado un morisco albañil llamado maese Francisco Aben—Edem, y los moriscos del Albaicin debian acudir con sus capitanes á la primera señal.

Lo que debian hacer estos capitanes era lo siguiente:

Miguel Acis, con las gentes de las parroquias de San Cristóval, San Gregorio el Alto y San Nicolás debia acudir á la puerta de Frex—el—Leux, ó de Fajalanza con un estandarte de damasco carmesí con lunares de plata y flecos de oro: Diego Niquelí, el mozo, con las gentes de San Salvador, Santa Isabel de los Abades y San Luís, y una bandera de tafetan amarillo, á la plaza de Bib—al—Bonut, y Miguel Mozagaz con la gente de San Miguel, San Juan de los Reyes, y San Pedro y San Pablo, y una bandera de damasco azul turquesado, á la puerta de Guadix.

Lo primero que debian hacer los de esta parte, era pasar á cuchillo á los cristianos que vivian en el Albaicín, y, dejando une guardia en aquellos lugares, acometer despues la ciudad por tres partes, y al mismo tiempo la fortaleza de la Alhambra.

Los de la puerta de Frex—el—Leux, debian bajar al campo del Triunfo por fuera de los muros, ocupar el Hospital Real, acometer la puerta de Elvira, entrar por ella, matando á los cristianos que encontrasen, forzar la cárcel de la Inquisicion, y soltar los moriscos presos en ella.

Los de la plaza de Bib—al—Banut, debian bajar por la cuesta de Alacaba, dando por la calle de la Calderería en la cárcel de la ciudad, poniendo libertad á los moriscos, y yendo despues á las casas del arzobispo y procurando prenderle ó matarle.

Los de la puerta de Guadix debian bajar por la ribera del Darro, acometer las casas de la Audiencia Real, y prender al presidente don Pedro de Deza, yendo despues á reunirse todos á la plaza de Bibarrambla donde debian acudir tambien los ocho mil hombres del valle de Lecrin, del partido de Orgiva y de la Vega.

La ciudad debia ser entregada al degüello, al saqueo y al incendio.

Teníase sospechas de que los moriscos tramaban algo; pero como no hubiese un solo traidor entre ellos, ni se conocía su plan, ni se sabia el dia de la rebelion, ni aun se creia que pudiese ser, á pesar de que en Granada habia muy poca gente de armas y casi ningun pertrecho.

El marqués de Mondéjar don Iñigo Lopez de Mendoza, habia escrito al consejo del rey pidiendo hombres, y su peticion se habia desatendido hasta tal punto, que si los moriscos llegan á poner en práctica su plan concertado, hubiera sido horrible lo que hubiera acontecido en Granada la Noche Buena de 1568.

Todo consistió en esperar los unos la resolucion de los otros: Farax Aben—Farax confiando en las gentes del Albaicin y necesitando aprovechar el tiempo, creyó que le bastaba presentarse en el Albaicin con los trescientos monfíes que llevaba, y tanto anduvo, que á pesar del temporal, de lo oscuro de la noche y de lo intransitable de la sierra, llegó á Granada á la una de la noche, y tomando de los molinos que estan junto al rio Darro los picos y herramientas que habia de ellos, llegó á un muro que en aquellos tiempos existia aun, y del cual solo quedan hoy algunos restos, y abriendo con los picos un portillo que estaba tapiado por cima de la puerta de Guadix, entró por lo alto del barrio de Raab—Albayda, en el Albaicin, dejando veinticinco monfíes de guardia en el portillo, y haciendo que los restantes se pusieran bonetes encarnados y tocas blancas para parecer turcos, se fué á la casa que tenia en Granada junto al convento de Santa Isabel de los Abades, y llamó á los principales moriscos con quienes estaba concertado el alzamiento.

—¿Qué es esto, les dijo? acabo de entrar en la ciudad y la encuentro tranquila, desiertas y silenciosas las calles, y hasta las rondas metidas en sus casas. ¿Qué es lo que pensais hacer? La Alpujarra se ha levantado, y en estos momentos los cristianos son degollados é incendiadas sus haciendas: vosotros solos estais en silencio y acobardados.

Disculpáronse los llamados con que nadie les habia acudido.

—Los ocho mil hombres que deben venir del Valle y de la Vega, dijo Farax, y los capitanes de las parroquias del Albaicin estan prevenidos. Pero es necesario que vosotros los ricos y los respetados les deis los primeros el ejemplo, no mostrándoos cobardes y débiles. Que para esto he venido yo.

—Has venido con muy poca gente, dijo Abul—ben—Eden, y te perderás: nosotros no queremos perdernos mas de lo que estamos. Los primeros que nos han faltado son los monfíes.

—¡Cómo! exclamó irritado Farax; me habeis hecho perder mi casa, mi familia y mi hacienda, y darme á la sierra, solo por la libertad de la patria, y ahora que llegamos al punto del combate, los que mas debiais favorecernos y ayudarnos os echais fuera del peligro, como si hubiese otra salvacion que la guerra, ó como si despues de lo que hemos hecho esperasemos alcanzar perdon de los cristianos! antes debiais haberlo pensado: pero ya que sois tan miserables y tan cobardes, yo, yo solo con los que tengo, haré que el Albaicin se levante ó perezcais todos los que estais en él.

Y rugiendo en cólera se salió de su casa antes del amanecer, llevando los trescientos monfíes en dos cuadrillas, y por la calle de Raab—Albayda se encaminó á la plazuela que está delante de la colegiata del Salvador, donde le dijeron que habia una guardia de seis ú ocho soldados.

Cuando llegaron á la plazuela los monfíes que iban delante, se detuvieron á esperar la llegada de los otros, porque vieron un soldado que se paseaba por la plazuela haciendo centinela, y cuando sintió el ruido de los pasos de los monfíes que subian por Raab—Albayda, creyendo que era la ronda del corregidor, se fué hácia los monfíes con la mano puesta en la espada y echándola de valiente y cuando estaba cerca de ellos les dió el ¿quién vive?

La contestacion de los monfíes fue disparar sobre él las ballestas que llevaban armadas, hiriéndole en un muslo.

El soldado dió á huir hácia el lugar donde sus compañeros dormian descuidadamente alrededor de una hoguera, y empezó á dar gritos y á llamar al arma.

Los monfíes cargaron sobre los soldados, que aturdidos con el sueño, no pudieron levantarse tan pronto que no dejasen dos hombres muertos, llevando consigo otros dos heridos.

Siguiéronlos los monfíes por unas callejuelas estrechas hasta la plaza de Bib—al—Bonut, donde en aquellos tiempos estaba el convento de los Jesuitas: llamaron é insultaron al jesuita Albotodo, que era morisco, y no pudiendo forzar la puerta que era muy fuerte, arrancaron una cruz de madera que estaba clavada sobre ella y la hicieron pedazos.

La otra cuadrilla de monfíes, capitaneada por el walí Nacoz, tomó desde la plazuela del Salvador á la derecha, llegó á la Plaza Larga, derribó la puerta de una botica que era de un familiar del Santo Oficio, llamado Diego de Madrid, y no habiéndole encontrado dentro, le robaron é hicieron pedazos botes, redomas, armarios, cuanto encontraron, y luego pasaron el portillo de San Nicolás, situado junto á la puerta mas antigua de la alcazaba Cadima, y saliendo á la plazuela de la iglesia, desde donde se ve enteramente la Alhambra, el barrio del Hajeriz y gran parte de la ciudad, empezaron á tocar la zambra con sus dulzainas y atabalejos, y á decir á grandes voces:

—No hay mas Dios que Dios y Mahoma su mensajero: todos los moros que quisieren vengar las injurias que los cristianos han hecho á sus personas y ley, vénganse á juntar con estas banderas, porque el rey de Argel y el Xerife, á quien Dios ensalce, nos favorecen y nos han enviado toda esta gente, y la que nos está aguardando allí arriba. Ea, ea, venid, venid, que ya es llegada nuestra hora y toda la tierra de los moros está levantada.

Los cristianos escucharon aterrados este pregon, porque temian lo que no sucedió: esto es: que se levantanse los moriscos del Albaicin: en vano Farax—Aben—Farax y Nacoz y el Niqueli, repitieron sus pregones: ni un solo morisco salió á la calle.

Entre tanto las campanas de la Colegiata del Salvador tocaban apresuradamente á rebato, y empezaba á extenderse este toque á las torres de las demás parroquias.

Desesperado Farax, y viendo que ya amanecia, que nadie le ayudaba, y que no llegaba el grueso de los monfíes, se decidió á abandonar la ciudad.

Al pasar ya en retirada con sus dos cuadrillas por la calle de los Panaderos, se abrió una ventana y apareció un viejo.

—¿Cuantos sois? preguntó á Farax.

—Seis mil contestó, el alguacil mayor del reino.

—Venís pocos y venís tarde; exclamó el viejo con desprecio, y cerró la ventana.

Salióse ya enteramente desesperado Farax por el portillo por donde habia penetrado en el Albaicin, y antes de retirarse definitivamente quiso probar el último recurso, y subiendo al cerro de San Miguel hizo dar desde su cumbre otro pregon, y como nadie le contestase tampoco, gritó con todas sus fuerzas como si hubiera querido que le oyesen todos los moriscos del Albaicin:

—¡Perros! ¡traidores! ¡cobardes! ¡que nos habeis engañado y no cumplis lo prometido! ¡quedaos en paz! ¡pero yo os juro que si vuelvo será para degollaros lo mismo que á los cristianos!

Y seguidamente, rugiendo como un leon herido, se precipitó con sus trescientos monfíes por la ladera del cerro, y subiendo por el rio Darro tomó el camino del lugar de Cenes.

Solo Dios sabe lo que hubiera acontecido aquella noche, si los moriscos del Albaicin se hubiesen levantado á la voz de Farax, ó si hubiesen llegado los restantes monfíes, que á causa de la nieve no pudieron atravesar la sierra.

Capítulo XXX. Complemento del anterior.

Entre tanto los soldados que habian huido de la plazuela del Salvador, donde como dijimos estaban de guardia, fueron á avisar á Bartolomé de Santa María, uno de los alguaciles encargados por el presidente Deza de rondar el Albaicin. Por el camino los soldados habian ido llamando á grandes voces al arma; mas estaban los vecinos tan descuidados, que creyendo que fuese burla, se asomaban á las ventanas gritándoles que callasen, y creyéndolos borrachos. Otros vecinos, salieron á medio vestir, asombrados, soplando las mechas de los arcabuces, y no sabiendo qué hacer ni adonde ir.

Llegados, pues, el alguacil, los soldados y algunos vecinos á las casas de la Chancilleria, dieron parte de lo que sucedia al presidente Deza, aunque de una manera confusa é incompleta, porque el miedo que antes no les habia dejado ver, no les dejaba entonces hablar. El presidente hizo avisar al corregidor y al marqués de Mondéjar, y mandó al Albaicin al alguacil Santa María, para que se enterase bien del hecho y volviese á noticiárselo. Entre tanto el soldado que fue á avisar al marqués de Mondéjar estuvo detenido mucho tiempo en las puertas de la Alhambra, que no quisieron abrir, hasta que lo mandó el conde de Tendilla que andaba rondando por los adarves, y habia ya oido desde ellos la zambra y las voces de los monfíes en el Albaicin.

El soldado le informó de todo, y el conde de Tendilla le llevó al aposento de su padre el marqués de Mondéjar, que no queria creer lo que le decian, hasta que afirmándole su hijo que habia escuchado instrumentos moriscos en el Albaicin, y el soldado que habia visto hombres vestidos y tocados como turcos, saltó del lecho, se armó y mandó que la gente de la fortaleza se pusiese en armas.

Pero se encontró con que solo tenia ciento cincuenta infantes y cincuenta caballos: gente que no bastaba para defender el castillo, cuanto mas para sacarla de él. Tanto mas no sabiéndose el número de los enemigos, que podian ser muchos, puesto que solo en el Albaicin podian tomar las armas diez mil moriscos: en la ciudad habia muy poca gente bien armada de que poder disponer, y lo estrecho, peniente y tortuoso de sus calles favorecia á los moriscos para la defensa.

Resolvióse por eso á no dejar la Alhambra hasta que amaneciese, y habiendo sabido que el alguacil que fué á reconocer el Albaicin no habia encontrado rastro de moro, ni mas que algunos vecinos asustados, mandó que las campanas cesasen de tocar á rebato y que subiesen algunas rondas para asegurar el Albaicin, no fuese que con el pretexto del alboroto, saqueara la gente de mal vivir las casas de los moriscos.

El corregidor por su parte apenas recibió el primer aviso, montó á caballo y con algunos caballeros que se le presentaron armados, fué á situarse en la Plaza Nueva, delante del palacio de la Chancillería, donde recogió la gente que bajaba desbandada del Albaicin, y allí estuvo quieto hasta que amaneció, temeroso que el lance siguiese mas adelante.

Habian encontrado los que fueron á reconocer el Albaicin el portillo abierto por los monfíes, y junto á él las herramientas de que se habian servido y un saco lleno de bonetes turcos: cuando fue de dia el marqués de Mondéjar dejó la Alhambra y bajó á la Plaza Nueva con don Alonso de Cárdenas, su yerno y sus hijos el conde de Tendilla y don Francisco de Mendoza, reuniéndosele en la Plaza Nueva los marqueses de Villena y Villanueva, el conde de Miranda y otros muchos caballeros que se encontraban en Granada siguiendo pleitos y otros muchos escuderos y gentes de guerra, que habian acudido temerosos de lo que aquello pudiese ser.

En aquellos momentos un traginero dijo al marqués de Mondéjar, que habia encontrado á los monfíes caminando con dos banderas tendidas por detrás del cerro del Sol hácia el lugar de Casa Gallinas.

Alborotáronse con estas noticias los que estaban con el capitan general, y quisieron marchar tras los monfíes. Pero el marqués de Mondéjar no lo consintió á causa de que era mas importante la seguridad de la ciudad, y de no saberse el número de los enemigos.

Limitóse á enviar un escudero suyo con alguna gente á reconocerlos, y él con treinta caballos, cuarenta arcabuceros y los alabarderos de su guardia, subió al Albaicin; atravesó por medio de él sin encontrar una sola persona, porque los moriscos estaban encerrados y prevenidos en sus casas temerosos de ser robados: y llegando á la plazuela del Salvador, preguntó á algunos cristianos que se encontraban en ella, por qué no se veian moriscos por las calles y le respondieron que se habian retirado á sus casas.

Entonces mandó á Jorge de Baeza que llamase á los principales de ellos y venidos y habiendo protestado que ellos no tenian culpa alguna de lo que habia sucedido, y que eran buenos y leales vasallos del rey, el marqués les respondió: que puesto se habian mostrado tales no acudiendo al llamamiento de los monfíes, continuasen en su lealtad, y que contasen con su amparo.

Afectaron quedar muy contentos los moriscos, bajó á la plaza Nueva el capitan general, y como ya era bien entrado el dia se resolvió dar sobre los monfíes, y salieron cuando los que habian salido á reconocerlos trajeron noticia del camino que llevaban.

Los monfíes seguian entre tanto su camino hácia la sierra y sin detenerse en los lugares de Dudar y Quentar pasaron por ellos y bajaron á Cenes, donde se detuvieron á almorzar, y habiendo sido avisados que el capitan general de Granada, se les venia encima tomaron de nuevo el camino por la falda de Sierra Nevada hácia el lugar de Dilar.

El marqués de Mondéjar tomó por cima de Huetor hácia Dilar, y al llegar al campo de Gueni los caballos de vanguardia, descubrieron á los moros que iban ya embreñándose en la sierra.

Don Alonso de Cárdenas apretó las espuelas á su caballo, y seguido de algunos ginetes, se puso en demanda de los monfíes creyendo poder alcanzarlos antes que se embreñasen; pero se lo impidió una cuesta muy agria que hay en el barranco del rio de Dilar, y tardaron tanto en subir y bajar, que los monfíes tuvieron tiempo de posesionarse de un cerro alto y muy áspero que se levanta á la derecha del pueblo, y poniendo las banderas en medio, empezaron á jugar sobre los del marqués las ballestas y los arcabuces.

Mataron algunos soldados, pusiéronse en respeto á los demás, obligaron al marqués de Mondéjar á no pasar adelante, y luego tomaron lo áspero de la sierra, donde no podian subir los caballos, y burlando al marqués de Mondéjar, bajaron al valle de Lecrin, le sublevaron diciendo que dejaban alborotada á Granada, y se entregaron respecto á los cristianos que vivian en los pueblos del valle, á las mismas atrocidades que habian ensangrentado á Cádiar.

El marqués mandó tocar á recoger, y cuando tuvo la gente formada; cuando vió que por su poco número se veia obligado á volver á la ciudad, tomó el camino de ella murmurando para su celada:

—Los del consejo de Su Magestad creen que aqui no necesitamos ni hombres ni dinero, y si este descuido dura, Granada se perderá.

En medio del camino le detuvo un soldado que traía para él una carta: aquella carta era del marqués de la Guardia, en que le daba cuenta de los terribles sucesos de Cádiar.

Capítulo XXXI. De cómo supo Yaye que su mala estrella se le hacia cada vez mas enemiga.

Volvamos al marqués de la Guardia en el punto en que despues de haber escrito su carta para el capitan general se habia quedado solo.

Era poco despues del amanecer.

El marqués estaba en un estado de exaltacion terrible.

Estaba loco.

Solo se le oia murmurar.

—¡Esperanza! ¡Mi Esperanza! ¡Mi hija!

Y despues de murmurar estas palabras revolvia en torno suyo su mirada ensangrentada y furiosa.

Abrióse la puerta del aposento, y un soldado le entregó una carta.

Aquella carta decia:

—«Caballero: ignoro por qué razon os he encontrado al frente de vuestra compañía en Cádiar, cuando es creia al lado de mi hija. Tengo derecho á que me satisfagais, y os mando que vengais á encontrarme, siguiendo al hombre que os llevará esta carta.—El emir de los monfíes.»

—¿Dónde está el hombre que ha traido esta carta? dijo el marqués, guardándosela en el bolsillo.

—Espera en el zaguan, señor, contestó el soldado.

—Hacedle entrar.

Entró un hombre de aspecto al parecer humilde, y miserable y pobremente vestido.

El marqués se quedó solo con él.

—¿Sabes quién te envia? dijo el marqués.

Irguióse el mendigo.

—Soy wali del poderoso emir de los monfíes, contestó: y me llamo Suleiman.

—¿Y te atreves á decírmelo?

—Si: tú eres tambien monfí.

—¡Yo!

—Si, tú: tú eres monfí, eres traidor.

El marqués echó mano á su espada.

—Sí, dijo Suleiman, sin inmutarse por el movimiento amenazador del marqués: eres monfí, porque eres esposo de la sultana Amina; y eres traidor, porque ayudas á los cristianos.

—¡La sultana Amina! exclamó con acento rugiente el marqués: ¡sabes tú lo que ha sido de la sultana Amina! ¡sabes si está muerta ó viva... ó tal vez peor que muerta!

Palideció profundamente Suleiman, y asió con furor un brazo del marqués.

—¿Te habrás atrevido, perro cristiano?... exclamó.

—Me la han robado, gritó el marqués, lanzando de sí á Suleiman, y con ella me han robado á mi hija.

—¡Que te han robado á la sultana Amina! ¿y quién, quién? gritó Suleiman, sin temor de ser oido: ¿sabes tú lo que hará contigo el emir, sino le das cuenta de su hija, aunque te ocultes en medio de los escuadrones del rey de España?

—¿Dónde está Aben—Aboo?

—¡Aben—Aboo! ¡el compañero en el mando del emir! exclamó con extrañeza Suleiman, porque no sabia á dónde el marqués iba á parar.

—¡Llévame, llévame á donde esté el emir! dijo el marqués: á él solo daré cuenta de lo que ha sucedido; llévame á donde esté el emir, y nada temas.

—Yo nada temo, replicó Suleiman, pero puesto que obedeces á nuestro comun señor, sígueme.

Calóse el marqués su morrion de hierro, envolvióse en una capa que le habian prestado, y siguió á Suleiman.

En cuanto este estuvo fuera de la casa, tomó todo el aspecto de un mendigo anciano y enfermo.

Bajaron torciendo por algunas callejas y salieron al campo: esto es, á la montaña.

En cuanto estuvieron en ella, Suleiman se irguió de nuevo, y siguió adelante á gran paso.

El marqués iba tras él.

Pasaron algunos barrancos, en los cuales quedaba el fango del pasado aluvíon, y al fin Suleiman empezó á trepar por un sendero escarpado, á cuyo fin se veia la entrada de una cueva.

Cuando llegaron á ella, el marqués vió que dentro se paseaba un hombre enteramente vestido á la usanza mora.

Aquel hombre era el emir.

Al sentir á Suleiman, se volvió: al ver tras él al marqués, se puso totalmente pálido, y con un ademan imperioso mandó á Suleiman que se retirase.

El monfí descendió á la carrera por el sendero.

Yaye y don Juan quedaron solos.

—¡Cómo te encuentro aquí, mi buen hijo! exclamó el emir con un acento doloroso y reconcentrado, conteniendo mal su cólera.

—Teneis razon, señor, dijo el marqués. Teneis razon en extrañar que me encuentre á vuestro lado porque debia estar muerto.

Pronunció de tal modo el marqués estas palabras, que la irritacion del emir pasó para dejar su lugar al espanto.

—¡Muerto! ¡y por qué! ¿y mi hija y tu esposa?

—No sé qué ha sido de ellas, exclamó con desesperacion el marqués.

—¡Habla! ¡habla! ¡acaba! no sé por qué veo en tus palabras, en tus miradas, los indicios de una gran desgracia.

—¡Me la han robado! exclamó con acento rugiente el jóven.

—¡Robado! ¡pero quién! ¡cómo!

—¡Quién! Diego Lopez Aben—Aboo, exclamó el marqués: sí, le reconocí, y eso que solo le ví á la luz del fuego de un arcabuzazo; pero tenia fijos en mí los ojos con una expresion infernal... y luego oí su voz ronca que gritaba: ¡embreñaos! ¡embreñaos con ella!... despues nos separó la mano de Dios: una maldita avenida por el barranco donde nos encontrabamos.

Yaye estaba aterrado, contraido, mudo, sin poder pronunciar una sola palabra.

El marqués le refirió de qué manera habian sido sorprendidos, y cómo desesperado se arrojó con su caballo á la corriente.

Despues continuó:

—Yo debí perecer: la violencia de la avenida arrastraba á mi caballo: veia pasar rápidamente á ambos costados mios las sombras informes de las rocas: encontréme de repente fuera del caballo que se habia sumergido, y me sentí sumergir: pero tambien de repente me sentí alzado y me encontré sobre el tronco de un árbol que arrastraba la avenida. Por una casualidad aquel tronco se detuvo en una roca: yo tendí los brazos á aquella roca, y encontré por casualidad las raices de un árbol: trepé... y me encontré salvo, pero me encontré solo... solo... ¿qué habia sido entre tanto de mi Esperanza?

El marqués inclinó la cabeza desesperado.

—¡Mi hija...! ¡robada por Aben—Aboo! murmuraba entre tanto sordamente el emir.

Y luego cerrando los puños, y levantando los ojos al cielo exclamó:

—¡Oh! ¡es mucho, mucho castigo! ¡es demasiado! ¡es horrible, señor!

Y luego volviéndose al marqués, continuó:

—¿Pero estas seguro?... seguro de todo punto?

—¡Oh! tan seguro estoy de ello, que donde quiera que le encuentre, he de beber la sangre de ese infame.

—Pero, exclamó desconfiando aun en el emir, tú te encontraste solo en una roca en la montaña... en un terreno que no conoces, de noche... y despues te he encontrado con tu compañía en Cádiar: tu compañía estaba en Yátor.

—La avenida me habia echado cerca de Yátor.

—¿Pero cómo pudiste conocerlo, no siendo práctico en la tierra?

—Se escuchaba á lo lejos el ladrido de algunos perros, y se veian algunas luces inmóviles entre la oscuridad; yo me dirigí adonde se escuchaban aquellos ladridos, adonde brillaban aquellas luces, y me encontré en Yátor. Entonces busqué á mi teniente Cristóval de Belorado, y le mandé reunir la gente, con la cual me encaminé á Cádiar, adonde llegué despues de la media noche. Yo sabia que Aben—Aboo era vecino de Cádiar, que tenia allí á su madre, y no sé por qué, estaba seguro de encontrar en Cádiar á Aben—Aboo. Y no me engañé. ¿Por qué huyeron los monfíes?

—¡Huyeron!... porque yo no queria que tú murieses; porque yo los mandé retirar: pero en estos momentos, en el punto en que tú has salido de Cádiar, en el momento en que no puedes correr peligro, mis monfíes habrán envestido de nuevo la villa, y no dejarán ni uno solo de tus soldados vivos.

—¿Y para qué quiero yo vivir?

—¿Para qué? si es cierto lo que dices, ¿por qué quieres morir y no vengarte?

—¿Y no me habeis impedido vos mi venganza?

Yaye se estremeció: el hombre que habia robado á su hija, era su hermano; el hombre de quien con tanta justa causa queria vengarse el marqués de la Guardia, era su hijo.

La fatalidad ó la justicia de Dios eran con él inexorables: él habia matado al padre del marqués de la Guardia creyéndole corruptor de su esposa, y el hijo del difunto marqués habia seducido á su hija: su hija habia enloquecido al príncipe don Carlos, le habia hecho traidor á su padre, y Felipe II se habia visto obligado á prenderle, á procesarle y acaso á matarle: Amina habia enloquecido tambien á Aben—Aboo, y le habia hecho traidor á su padre, rebelde, inobediente, feroz. Acaso Yaye, como Felipe II, se veria obligado á matar á su hijo por el bien de su pueblo. Acaso en medio de todo aquello podia haber horrorosos crímenes: el incesto, el fratricidio acaso: Amina, Aben—Aboo y Aben—Humeya ignoraban que eran hermanos, y los dos hermanos amaban á su hermana y estaban zelosos entre sí.

El emir estaba consternado: la mas terrible desesperacion le torturaba el alma, la vida se le habia hecho de todo punto insoportable, y un remordimiento voraz le roia las entrañas.

—¿Dónde te robaron tu esposa? dijo al fin dirigiéndose al marqués.

—En un barranco, cuando caminábamos bien de prisa, porque segun decian, teniamos que atravesar una rambla peligrosa.

—¿Y estábais ya cerca de esa rambla?

—Si señor.

—¡Ah de abajo! gritó el emir asomándose á la boca de la cueva.

Poco despues subió Suleiman.

—Que se reunan al momento cuarenta monfíes, y mi caballo.

Poco despues el emir cabalgaba en el fondo del barranco y Suleiman, á quien habia hablado algunas palabras Yaye, dijo al marqués.

—Sígueme, señor.

El marqués miró á Yaye.

—Síguele, síguele, hijo mio, dijo el emir: él te llevará á lugar seguro.

El marqués siguió á Suleiman y Yaye siguió adelante con su gente, á gran paso, salvando todo género de obstáculos, por lo mas áspero de la montaña.

De repente los monfíes que iban de descubierta, se detuvieron y se encararon las ballestas que llevaban armadas.

—¿Quién va? gritó el que iba mas adelante.

—¡Allah le ille Allah! gritó una voz muy conocida del emir.

—¡Harum! exclamó Yaye haciendo saltar hácia adelante su caballo, al escuchar aquella voz.

—¡Ah, poderoso señor! exclamó desesperado el wazir.

—Nuestra hija nos ha sido arrebatada, gritó Calpuc.

—Y mi sobrino ha perecido, dijo todo desencajado don César de Arévalo.

—Y sobre todo, dijo para su capote Peralvillo, que estaba entre los recien encontrados; hemos pasado una muy mala Noche—buena con el agua á la rodilla y dando diente con diente.

El emir desmontó y se apartó á un lado con Calpuc, Harum y don César.

—¿Con qué es verdad? dijo.

—Si, si, verdad es, dijo Calpuc: una horrible verdad. ¿Pero quién te lo ha dicho?

—Basta que yo lo sepa, dijo el emir.

—¿Y sabeis tambien, poderoso señor, quiénes han sido los ladrones? ¿Sabeis quién puede haberlos pagado?

—¡Qué! ¿no habeis podido vosotros conocer á los robadores?

—Eran piratas berberiscos, dijo Harum.

—Corsarios berberiscos eran, repitió Calpuc.

—Si, si, unos horribles berberiscos, con bonetes encarnados, añadió don César de Arévalo.

—¿Pero no sabeis que los monfíes que han ido á Granada con Farax—Aben—Farax, llevaban muchos vestidos berberiscos y bonetes colorados para hacer creer á los de Granada que habian venido á ayudarnos los africanos?

—¡Ah! exclamó como quien encuentra una difícil solucion Harum. Ya decia yo. Farax—Aben—Farax debia ya de estar en marcha para Granada cuando sucedió la desgracia.

—¿Y qué importa? ¿No pudiste conocer á ninguno de los robadores?

—No señor.

—¿Y por qué no los perseguísteis?

—Nos lo impidió la tempestad, nos vimos encerrados entre de tres torrentes, dijo Harum.

—Y tan verdad es esto, dijo entristecido don César, que mi sobrino, que se arrojó á la corriente para perseguir á los infames, fue arrastrado por las aguas sin que se sepa qué ha sido de él. Es necesario que averigueis lo que ha sido de mi sobrino, poderoso emir.

—¿Qué me hablais de vuestro sobrino, cuándo he perdido á mi hija? exclamó Yaye; y luego volviéndose á Harum dijo: es necesario batir en derredor la montaña: los ladrones no deben estar lejos: deben haberles cortado el paso otros barrancos. Conmigo, caballeros, conmigo, y que nos proteja Dios.

En vano el emir registró por aquella parte todos los barrancos, quebraduras y escondrijos de la montaña: nada se encontró.

Yaye se volvió desesperado.

No le quedaba otro recurso que ir á encontrar frente á frente á Aben—Aboo.

Cuando volvió á Cádiar encontró á los monfíes al mando del Ferih enteramente apoderados de la villa.

Su pronostico al marqués de la Guardia se habia cumplido.

Cercada por todas partes y abrumada por el número la valiente compañía de arcabuceros, habia sucumbido toda, á excepcion del marqués de la Guardia de quien estaba apoderado Yaye, y del soldado que el marqués habia enviado al capitan general de Granada.

La poblacion presentaba un aspecto horrible.

No se veia en las calles mas que sangre y cadáveres; en la plaza estaba amontonado un botin sangriento, y algunas casas que habian sido incendiadas ardian aun.

La atalaya y la huerta que habian servido de habitacion á Aben—Aboo, estaban desiertas: doña Isabel de Válor y Angiolina Visconti habian desaparecido.

Cuando Yaye hizo buscar á doña Elvira de Céspedes no pudo darse con ella, y solo quedaban en la villa algunos moriscos aterrados y los monfíes triunfantes.

Cuando Yaye preguntó por Aben—Aboo y por Aben—Jahuar el Zaquer, le dijeron que habian marchado á la taha de Jubiles.

Aben—Humeya habia marchado tambien á la taa de Válor.

Yaye envió dos de sus walíes con órden terminante de que se presentaran Aben—Humeya y Aben—Aboo.

Pero Aben—Humeya contestó con altivez que era rey de Granada y que no obedecia á nadie, y Aben—Aboo no pudo ser encontrado.

Yaye conoció que era llegada para él la hora de la expiacion.

Entre tanto don César de Arévalo esperó en vano á que pareciese su sobrino, y cuando, no teniendo que hacer en las Alpujarras, se despidió del emir y se fué con Peralvillo á Granada, supo con horror que el capitan general habia recibido una carta del marqués de la Guardia, fechada en la madrugada del primer dia de Pascua, en que le participaba que con su compañia habia batído los monfíes y ocupado la villa de Cádiar.

Todo el mundo, incluso don César de Arévalo, dió por cosa cierta, cuando se supo el degüello de la compañía por los monfíes, que el marqués de la Guardia habia perecido víctima de su lealtad al rey.

Entonces, y no teniendo ya cosa que le detuviese en España, se fué con Peralvillo al Perú donde le llamaba su oficio de oidor de aquella real audiencia.

Desde este momento don César y Peralvillo se nos pierden: no se sabe si se ahogaron en la travesía, ó si don César se murió de viejo haciendo injusticias á los peruanos.

Capítulo XXXII. En que se ve que se estrechan las distancias entre nuestros personajes.

¿Qué habia sido de Angiolina Visconti y de doña Elvira de Céspedes?

Vamos á decirlo sin rodeos á nuestros lectores.

Aben—Aboo habia llevado á Angiolina á un caserío de sus parientes en la montaña donde no podia correr el menor peligro.

Doña Elvira habia sido conducida por Laurenti, medio robada, engañada, al subterráneo de la Princesa encantada.

Es tal la multitud de sucesos que se agolpan en esta parte, que se embrollan, en las viejas memorias que nos sirven de guia, que nos vemos obligados á desenredarlos y darles claridad, á dejar en suspenso la explicacion de la causa de algunos; de este número, es la razon que tuvo Laurenti para apoderarse de doña Elvira, y el por qué del consentimiento de doña Elvira á seguirle.

En cuanto á doña Isabel de Córdoba y de Válor ya hemos apuntado anteriormente que Yaye la habia puesto en seguridad en la montaña.

El marqués de la Guardia habia sido conducido por Suleiman, de órden de Yaye, al alcázar subterráneo de los emires de los monfíes.

En cuanto á Amina y su hija nada podemos decir por ahora á nuestros lectores.

Digamos algo á cerca de la rebelion, puesto que su historia nos llevará como por la mano al desenlace de los sucesos complicadísimos que vamos relatando.

Lo que habia acontecido en la villa de Cádiar la noche del 24 de diciembre de 1568 habia acontecido en todas las villas de las Alpujarras.

Los moriscos se habian rebelado enteramente apoyados en los monfíes, habian acometido á los cristianos, matado á los que no pudieron escapar, cautivando á las mujeres jóvenes, incendiando, robando, martirizando con una crueldad infinita: tan cierto es que cuanto mas dura y ferozmente ha sido tiranizado un pueblo, mas terrible, mas cruel, mas abominable es su venganza.

Ni es nuestro objeto entrar en los detalles de aquellas inhumanas carnicerías, ni nuestro carácter se presta á ello: en el relato de los acontecimientos de Cádiar de que no hemos podido dispensarnos, no hemos tenido afortunadamente necesidad de presentar niños crucificados, y acañavereados, sacerdotes á quienes se arrancaba vivos el corazon; hombres quemados á fuego lento; horrores inauditos, venganzas monstruosas, que se llevaron á cabo en casi todos los lugares de la Alpujarra, y que empañaron la causa defendida por los monfíes, haciendo de ellos innobles ladrones y repugnantes asesinos.

Yaye veia desvanecerse sus sueños: comprendia al fin que solo habia sido rey de una numerosa banda de malhechores, contenida por su espada, mientras no se habia llegado á un rompimiento decisivo, pero desbordada y alentada y puesta en insubordinacion por fatales elementos el dia del rompimiento. Alrededor de Yaye habia muchos caballeros entre ellos Harum, que conservaban la tradicional y generosa hidalguía de los antiguos árabes, pero que eran impotentes para contener el mal.

Yaye conoció que en todo se habia engañado: pero cada uno de sus engaños habia sido para él de una trascendencia terrible.

Yaye estaba desesperado.

A mas de sus desgracias domésticas, que eran bastantes para desgarrarle el corazon, veia con espanto que la guerra se habia empezado con los peores auspicios posibles.

La justicia, la opinion pública, la conciencia debian protestar y protestaban contra aquellas gentes que no cesaban de incendiar, de violar, de matar, de robar.

Los horrores se sucedian sin intermision.

Inmediatamente despues del alzamiento de Cádiar se alzó la taa de Poqueira; á continuacion los quince lugares ó alquerias de la taa de Orgiva; los once lugares de la de Ferreria; los veinte de la de Jubiles; los veinte de las taas de los dos Cebeles; los diez y nueve de la de Ujijar, todas estas villas y lugares, los primeros del alzamiento, lo verificaron, como Cádiar, el dia 24 de diciembre; despues y hasta el 1.º de enero del siguiente año de 1569, esto es: en el espacio de seis días se rebelaron los lugares de la tierra de Adra, las taas de Veria, Andarax, Dalias, Lucha, Marchena, Rio Boluduy, las tierras de Salobrena y Almería y el marquesado del Zenete: es decir: todas las Alpujarras y parte de la Axarquía de Málaga y de la provincia de Almería.

Un número considerable de cristianos asesinados, cuyo número no seria exagerado determinándolo en diez mil, habian sido el terrible reto, lanzado por los moriscos al rostro de Felipe II; una oleada de sangre que estremeció á España, y que hizo se fijasen en ella las miradas de Europa; sombrío relámpago de una insurreccion comprimida hacia mucho tiempo, y que al fin estallaba salvaje en todo el esplendor de su horrorosa venganza.

Encontró esta rebelion al marqués de Mondéjar sin gente y sin pertrechos: afortunadamente la tentativa de los monfíes sobre Granada habia fracasado: si por un acaso, por una combinacion mejor meditada, el estandarte de Mahoma llega á tremolar sobre las torres de la Alhambra, España se hubiera encontrado de repente acometida por un enemigo formidable: Africa entera se hubiera lanzado á los puertos españoles ocupados por los turcos y el ambicioso sultan de Constantinopla, el guerreador y terrible Selín II hubiera encontrado en España su campo de batalla contra la cristiandad.

¿Quién sabe lo que pudo haber sido de Europa, por la imprevision de Felipe II, por lo antipolítico de su opresor fanatismo, por su ciega confianza en las fuerzas del clero y de las gentes de justicia? En el reino de Granada, como en todo país recien conquistado, se necesitaba un gobierno justo y benévolo para atraer, un ejército respetable para reprimir. Nada de esto habia; se azotaba al vencido, se le provocaba, se le excitaba á la rebelion, y no se tenia ningun medio represivo.

Asi es que el marqués de Mondéjar no supo que hacer en los primeros momentos; urgia ir á apagar el terrible incendio de las Alpujarras y no contaba con fuerzas para ello: temia una acometida sobre la ciudad y no encontraba los medios de defensa: tenia los enemigos dentro de la casa, esto es: los moriscos del Albaicin, porque, aunque reprimidos y al parecer leales, porque no veian aun en los monfíes bastante apoyo para rebelarse, se rebelarian en el momento en que supiesen que un ejército turco venia en su ayuda; todo esto era inminente: urgia guarnecer la ciudad, y atravesando á todo trance por medio de las rebeladas Alpujarras, cubrir las costas.

En este conflicto el marqués de Mondéjar apeló á la antigua usanza de Castilla, apellidó guerra: hizo llamamiento de gente á las ciudades y señores de Andalucia, con arreglo á la antigua obligacion de los concejos: puso banderas para el enganche de soldados aventureros, buscó cuantas armas, pertrechos y provisiones pudo, gran parte con su propio caudal y parte con la ayuda de los mas principales señores del reino de Granada, y como todos estos esfuerzos no bastasen para tanta empresa, escribió á Felipe II, manifestándole lo grave del suceso, y pidiéndole con urgencia capitanes, hombres y dinero.

Entre tanto la ciudad estaba profundamente desasosegada: las noticias que se sabian cada dia de las Alpujarras, y los que venian de ellas aterrados y acaso maltratados y heridos, exagerando aun lo terrible de la rebelion, eran una continua ocasion de alarmas falsas: veíanse de repente correr los vecinos sin saber á donde con los arcabuces afianzados y las espadas desnudas; y volver á su casa despavoridos, solo por el pensamiento del peligro que no existia: todo era turbacion y miedo: desconfiaban los unos de los otros: las mujeres corrian á los templos á rogar á Dios, y las principales señoras se acogieron á la Alhambra, como lugar mas fuerte, siendo infinito el número de las familias que abandonaron á Granada: no se veian por todas partes mas que casas vacias y tiendas cerradas: los clérigos y los frailes en rogativas, y todos ansiosos por la venida de gentes de guerra.

Las primeras que llegaron fueron las de Alcalá y Loja: una compañía fué por órden del marqués á Restabal, pueblo inmediato á las Alpujarras, para poner en salvo á los cristianos viejos, sus familias y haciendas; otras dos compañías se estacionaron en Durcal para impedir á los enemigos el paso á la ciudad, y el capitan don Diego de Quesada con una bandera de infantería y una corneta de caballos fué á ponerse sobre el puente de Tablate, lugar estrecho á la entrada de las Alpujarras.

El presidente Deza por su parte, queriendo emular con el marqués de Mondéjar, escribió á don Luis Fajardo, marqués de los Velez, adelantado en el reino de Murcia y capitan general de la provincia de Cartagena, excitándole á que con sus gentes, y las de sus parientes y amigos, acometiese á los rebelados de las Alpujarras por la parte del rio de Almería: á lo que se prestó hidalgamente el marqués de los Velez, levantando banderas y empezando á reunir gente.

La misma incertidumbre, la misma perplejidad de que estaban poseidos el capitan general, el presidente de la Chancillería y el corregidor de Granada, se habia apoderado de las cabezas de la rebelion.

Yaye estaba aturdido; Aben—Aboo, oculto; Aben—Jahuar, receloso; Aben—Humeya, desalentado; al ver el poco efecto que habia hecho en los moriscos de la ciudad y de la Vega el alzamiento, no sabia qué partido tomar: y entre tanto la turba multa, esto es: los monfíes, los moros gandules (entre monfí y morisco) y los moriscos rebelados, se entregaban á la matanza, al saqueo, al incendio y á toda clase de licencias, haciendo de la guerra una empresa de bandidos, desprestigiándola, haciéndola odiosa. El mismo aspecto repugnante y brutal que habia tomado la rebelion, la reconcentró en la montaña, sin poder pasar mas adelante; hizo que Selin II mirase con poco calor la ayuda de aquella empresa, que el dey de Argel, Aluch—Ali, mas ocupado de presas y piraterías que de este asunto, y mas siendo tan dudoso el de los moriscos, contestase á sus peticiones de socorro de una manera vaga, y que solo el rey de Fez, descendiente de los Xerifes, que por su religiosidad veia en la sublevacion de las Alpujarras una guerra santa, fuese con ellos mas esplícito.

Pero lo que sobraba al Xerife de buenos deseos, le faltaba de fuerzas: temia exponer sus naves en el mar contra las galeras de España, y aplazó su socorro; limitóse solo, á formar una alianza con el dey de Argel, y á ayudar indirectamente á los moriscos, distrayendo las fuerzas marítimas de España en una empresa contra Túnez y Biserta.

Si estaban divididos y empeñados en una vieja rivalidad, el presidente don Pedro de Deza y el capitan general don Iñigo Lopez de Mendoza, no estaban menos divididos los gefes de los moriscos.

Aben—Humeya desalentado andaba errante de villa en villa; el emir de los monfíes se ocupaba mas de sus asuntos particulares que de la guerra; Aben—Aboo, conspiraba contra el emir, y contra Aben—Humeya, y Aben—Jahuar le alentaba, previendo el dia en que, quedándose solo Aben—Aboo pudiese vencerle haciéndole á su vez traicion y apoderándose de todo.

De parte de los cristianos faltaban fuerzas: de parte de los moriscos conciencia: la lucha se habia reducido desde el principio empequeñeciéndose á una guerra de montaña que podia durar mas ó menos, pero sin otro horizonte por el momento, sin otros augurios que los de una sucesion de sangrientas escaramuzas sin resultado de una parte ni de la otra.

España tenia su poder y sus ejércitos: los moriscos sus breñas inaccesibles, y su brabío y feroz espíritu su independencia; pero España podia, como lo hizo mas adelante, aislar el incendio é impedir que por la agregacion de nuevos elementos se extendiese.

La balanza, pues, estaba igual al empezarse la guerra: entrambas partes se temian: entrambas estaban recelosas: entrambas contaban con temor las fuerzas probables que podria poner en accion la parte contraria.

Porque ni los moriscos apreciaban bien las dificultades casi insuperables que tenia que vencer España, distraida en otras empresas para levantar enormes ejércitos, ni los cristianos sabian las tambien insuperables dificultades con que contaban los moriscos para procurarse una eficaz ayuda de sus correligionarios de Africa.

Desalentado Aben—Humeya, se salió un dia solo de Lanjaron, resuelto á pasar á Africa abandonando la empresa, y no atreviéndose ya en razon al estado de las cosas á demandar perdon del rey de España.

Encontráronle unos monfíes atravesando un barranco, á pié triste, cabizbajo, llevando el caballo del diestro.

Aquel encuentro fue para él decisivo; fue, puede decirse, una prision: desde entonces Aben—Humeya, á pretexto de lealtad estuvo vigilado, pusiéronle casa real á usanza de los antiguos reyes de Granada: le casaron con tres moriscas principales, una del Albaicin, otra del rio Almanzora, y otra de Tabernas: procuráronle un pequeño harem con las mas bellas de las cristianas que habian robado en las villas y lugares entrados á sangre y fuego, y le obligaron á desnudar la espada y á dirigir la guerra.

Dividió los moriscos y los monfíes en dos ejércitos: el uno ocupó el camino de Orgiva, entre Granada y la entrada de las Alpujarras al Levante de Almería, al Poniente de Salobreña y Almuñecar, y al Norte de Granada. El otro ejército adelantó sobre Granada, poniéndose sobre Durcal, pero habiendo sido rechazado despues de una noche de combate dudoso (4 de enero de 1569) por las gentes de las compañías de Lorenzo de Avila y de Gonzalo de Alcántara, que fueron socorridas por el marqués de Mondéjar, que con dos mil infantes y cuatrocientos caballos se habia puesto sobre la villa del Padul, se retiraron del centro de las Alpujarras al Laujar, barrio inmediato á Válor el Alto, y allí se hicieron fuertes y sentaron sus reales.

En tal estado se encontraba la guerra de Granada al empezar el año de 1569.

Capítulo XXXIII. En que el autor deja la historia para tomar otra vez la novela.

Aben—Jahuar y Aben—Aboo, habian abandonado, no sin razon la escena pública, por decirlo asi.

La noche del 24 de diciembre del año anterior, esto es, aquella terrible noche en que la esterminadora venganza de los monfíes habia caido sobre Cádiar: en el momento en que el marqués de la Guardia al frente de sus soldados, cargaba sobre los enemigos y llamaba á Aben—Aboo ansioso de matarle: cuando el emir al ver en peligro al marido de su hija mandó retirar á los monfíes, Aben—Jahuar al parar junto á la embocadura de una oscura calleja habia asido á su sobrino de un brazo y le habia arrastrado consigo.

—¿A dónde me lleváis? dijo el jóven.

—Sigue, sigue aprisa, dijo Aben—Jahuar: es preciso huir del peligro.

—¿Pero qué peligro nos amenaza? esta es una retirada falsa, sin duda, para sacar á esos perros de la plaza.

—Los cristianos no son en estos momentos nuestro peligro. El peligro está entre nosotros. Nuestro peligro es el emir de los monfíes.

—¿Nos hará acaso traicion?

—No me entiendes. El emir no puede hacer traicion á los moros. El emir matará hasta el último de esos cristianos, pero será cuando no esté entre ellos su hijo, el duque de la Jarilla.

—¡Ah!

—El emir llamará al duque, le robará, si es necesario, para salvarle, y cuando el duque de la Jarilla, esto es, el esposo de Amina hable con el emir, eres hombre perdido.

—¡Ah!

—Fuiste muy imprudente cuando nos apoderamos de Amina, te olvidaste de ponerte el antifaz. El resplandor aunque momentáneo de los disparos de las escopetas de nuestros hombres, bastó para que el marqués, que estaba cerca de ti en el barranco, te reconociera.

—Acaso os equivoqueis: con la turbacion del lance, con una noche tan oscura...

—El duque...

—Me martirizais con llamar duque á ese hombre.

—Pues bien: el marqués de la Guardia, es valiente y sereno, y no hay en él, por grande que sea el peligro, turbacion que le impida ver pronto, y bien; tú eras el que estabas turbado...

—Yo no soy cobarde.

—Pero tenias ansiedad por apoderarte de Amina: por lo mismo no pudiste oir lo que yo oi; el marqués te llamó por tu nombre y te apellidó infame, ladron y asesino. Poco despues la avenida del barranco le arrastró; yo di la cosa por concluida... porque ¿quién habia de pensar que el marqués se salvase? Sin embargo, se ha salvado: el emir le ha visto entre los soldados que combatian en Cádiar, y no ha mandado retirar al verle sino para salvarle. Le salvará, lo sabrá todo. ¿Qué piensas tú responder al emir cuando te pregunte por Amina? ¿puedes entregarle su hija?

—¡Ah! exclamó Aben—Aboo.

—Anda, pues, mas de prisa, sobrino; es necesario que nos perdamos: que no puedan dar con nosotros.

—¿Pero no considerais que perdernos ahora, es perdernos para siempre?

—Es que estaremos poco tiempo perdidos.

—No os entiendo; ¿creeis que mañana no me preguntará Yaye por su hija?

—Dentro de algun tiempo no podrás temerle.

—Explicaos, explicaos, tio, porque no os entiendo.

—Hablemos, pues, sin rodeos. Es necesario que muera el emir.

—¡Que muera! pero no es tan fácil matarle.

—Tú le matarás.

—¡Ah! sois mas sanguinario y mas cruel que yo.

—Conozco la necesidad. Y entre matar y morir, prefiero matar.

—Pero mi pobre madre... mi pobre madre que le ama.

—Tu madre le amaba antes de casarse con tu padre.

—¡Tio! ¡tio! ved lo que decís.

—Yaye debió casarse con tu madre; el casarse con ella costó la vida á tu padre.

—Harto lo sé, dijo roncamente Aben—Aboo: me lo ha dicho Angiolina, que no sé por qué, aborrece al emir.

—Le aborrece porque el emir es padre de Amina, y Amina ha robado á Angiolina Visconti, que este es su verdadero nombre, el hombre á quien amaba, porque la princesa ama con toda su alma al marqués de la Guardia.

—Parece que Satanás habla por vuestra boca. ¿No sabeis que estoy enamorado de esa mujer?

—Por lo mismo mata al emir, para poder matar despues al marqués de la Guardia.

—¿Olvidais que el emir me ha proclamado su sucesor, y su compañero en el mando? ¿que los monfíes me miran ya como su señor?

—Pues mejor, mucho mejor; los monfíes no tienen necesidad ninguna de saber que tú has matado al emir, y cuando él haya muerto, tú serás el rey único y absoluto de esos valientes. Con ellos, y alguna habilidad, puedes dar de través con Aben—Humeya, y quedar único rey de Granada.

—Me aconsejais que atraviese un lago de sangre.

—Cuando se buscan coronas, los cadáveres se pisan.

—Si al menos el emir hubiera tenido una parte directa en el asesinato de mi padre... pero quien le mató fue vuestro difunto hermano... por mas que ha hecho Angiolina no ha podido hacerme ver claro que el emir tomase parte alguna en aquel crímen. Vos, que en aquella ocasion acompañábais al verdadero asesino...

—¿Quién te ha dicho que mi hermano fue el autor de esa muerto? Monfíes fueron los que la mataron.

—Probadme que asesinó á mi padre...

—¡Le matarás, sobrino, le matarás!... y para ello te ayudará tu madre.

—¡Mi madre! ¡mi madre que tanto le ama!

—Te ayudará sin saberlo: pero adelante sobrino, adelante, que ya viene el dia.

—¿Pero dónde nos ocultaremos?

—¿Dónde? en el lugar donde murió tu padre.

—¡Ah! exclamó Aben—Aboo.

En efecto, el dia se entraba por el Oriente á buen andar, y á buen andar tambien Aben—Jahuar y Aben—Aboo, se perdieron entre las quebraduras de la montaña.

Capítulo XXXIV. De cómo puede parecer feliz y aun serlo á medias un desgraciado.

En vano, como sabemos, habia pretendido Yaye apoderarse de Aben—Aboo.

Aben—Aboo no parecia.

Del mismo modo Angiolina Visconti, doña Elvira de Céspedes y Aben—Jahuar habian desaparecido.

En vano Yaye apuró cuantos recursos tenia en su mano para descubrir su paradero.

Los monfíes no pudieron dar con ellos.

Entonces Yaye desesperado se volvió á buscar consuelo á la única persona que podia dárselo: á doña Isabel de Córdoba y de Válor.

Pero para que esta pudiera darle aquel consuelo, era preciso que fuese feliz.

Para esto era preciso engañarla hasta cierto punto.

Y decimos hasta cierto punto, porque una de las cosas que Yaye necesitaba hacer para que la felicidad de doña Isabel fuese una verdad, era bautizarse y casarse legitimamente ante la Iglesia Católica con ella.

Y la conversion de Yaye no era una mentira.

Fuese que la desgracia continuada y terrible hubiese creado en su corazon una ardiente necesidad de consuelo; que hubiese llegado á ese caso extremo en que el corazon humano se levanta al cielo, buscando en Dios la resignacion y la fuerza, y que el Dios del islamismo no pareciese á Yaye tan grande, tan misericordioso, tan inagotable de consuelos, como el Dios que, todo caridad, se humanizó, y lavó con su sangre las culpas de los hombres; fuese que su amor hácia doña Isabel influyese en él bajo el punto de vista religioso, Yaye se habia convertido; Yaye habia dejado hacia mucho tiempo de rogar al dios de Mahoma, para levantar su espíritu á Jesús crucificado: Yaye era cristiano de corazon.

Acaso tambien consistió en que del islamismo al cristianismo no hay mas que un solo paso; creer en un misterio altamente poético: en la maternidad de una vírgen.

Acaso tambien, perdida la ambicion y el odio que ciegan, habia comprendido Yaye lo que antes habia comprendido Amina: que la religion cristiana es una religion eminentemente grande, racional, conveniente, como por su esencia divina lo es, y no puede dejar de serlo: acaso influyó en él el pensamiento de que habia atribuido injustamente á la religion mas dulce, mas caritativa, mas pacífica, las crueldades, la intolerancia y el fanatismo que solo pertenecian á los vicios y á los errores de los hombres.

Yaye, como todo hombre dotado de un gran espíritu y de una alta inteligencia, habia discutido y combatido mucho en su pensamiento, y no se convirtió al cristianismo, sino cuando su razon le dijo que debia convertirse.

Si Yaye hubiese pensado del mismo modo veintidos años antes, acaso hubiese sido feliz; y lo que es indudable, no hubiera llenado su conciencia de remordimientos.

Perdido todo, familia, patria, porque Yaye desde el momento en que empezó la guerra, la vió vencida; desesperado hasta el último punto, buscó su consuelo en la embriaguez: porque lo único que podia ya embriagarle era el amor de doña Isabel.

Yaye la habia llevado la misma noche de la sangrienta catástrofe de Cádiar á su heredad de Yátor.

Un respetable número de monfíes aseguraba de todo peligro al último tesoro de Yaye.

El emir no habia dejado de verla un solo dia, ni de tranquilizarla acerca de su hijo: Yaye habia guardado un profundísimo secreto acerca de la terrible posicion en que se encontraba colocado respecto á Aben—Aboo.

Porque si Yaye hubiera revelado á doña Isabel que su hijo se habia apoderado de su hermana; que probablemente habria cometido, sin saberlo, uno de estos dos horribles crímenes: el fratricidio ó el incesto, hubiese desgarrado el corazon de aquella pobre mujer que tanto habia sufrido, que habia olvidado todas sus penas desde el momento en que habia visto á Yaye en la senda de la salvacion y del honor, profesando el cristianismo y desenvainando su espada en defensa de un pueblo oprimido, y que se habia quitado su luto, llevado veintidos años, cuando habia desaparecido el luto de su corazon.

Yaye, pues, guardó un profundo secreto acerca de aquellas horribles desgracias: del mismo modo doña Isabel, sacada á tiempo de Cádiar, no habia podido ser testigo de la ferocidad con que habian manchado la justicia de su causa los monfíes: doña Isabel creía que se habia empezado una guerra justa, noble y leal: la guerra entre el oprimido que rompe sus cadenas y el tirano que lucha por ponérselas de nuevo: doña Isabel, creyente de corazon, confiaba en que Dios, que es misericordioso y ayuda al débil y al desventurado, sea cualquiera su religion, ayudaria á los moriscos, y completando el milagro, los convertiria despues: doña Isabel lo veia todo de color de rosa, y era porque todo lo veia á través de su virtud, de su caridad y de su amor.

Una noche entró Yaye en su heredad de Yátor.

Doña Isabel estaba impaciente porque tardaba mas que otras noches: al sentirle cerca doña Isabel, se levantó de junto á la chimenea donde estaba sentada, se arrojó en sus brazos, le estrechó palpitante de pasion entre ellos, y le besó en la boca.

No extrañen esto nuestros lectores, porque Yaye y doña Isabel eran esposos.

El dia anterior un sacerdote, salvado por Yaye del furor de los monfíes, habia venido con él á la heredad.

El buen anciano, porque anciano era, demostraba ardientemente su gratitud á Yaye. Cuando Yaye le dijo que queria bautizarse, lloró de alegría: sin embargo, se informó minuciosamente de si Yaye conocia el espíritu del Evangelio, si era cristiano por su voluntad; y cuando estuvo seguro de ello, le bautizó: despues, cuando pidió que le casase con doña Isabel, se informó asimismo de la cristiandad de ella, y al fin, de una manera misteriosa, sin testigos, arrodillados á los piés del anciano sacerdote, Yaye y doña Isabel recibieron la bendicion de Dios, y se levantaron asidos de las manos, convertidos en uno por su sagrada alianza.

Inútil es creer que Yaye cuidó de que el anciano sacerdote fuese puesto fuera de peligro en Granada por los mas leales de sus monfíes.

Pero ninguno de estos supo, incluso Harum—el—Geniz, que Yaye se habia bautizado, ni mucho menos casado con doña Isabel.

Sabian si que al hacer su compañero en el mando á Aben—Aboo, debia casarse con su madre en un breve plazo.

La noche en que dijimos que Yaye habia entrado en la habitacion donde se encontraba doña Isabel, y se habia arrojado entre sus brazos, iba deslumbrantemente vestido.

Doña Isabel por el momento no reparó en ello, pero cuando se separó de él y le miró, lanzó un grito de niña, un grito de alegría y exclamó:

—¡Oh! ¡y qué hermoso y qué resplandeciente estás, rey mio!

—¡Oh! ¡no estás tú menos hermosa y resplandeciente mi sultana! contestó sonriendo de una manera melancólica Yaye.

En efecto, Yaye y doña Isabel estaban vestidos de una manera maravillosa por lo bello y al mismo tiempo por lo sencillo de sus vestiduras.

Doña Isabel llevaba por la primera vez de su vida un traje árabe: aquel traje se lo habia enviado aquel mismo dia Yaye en una caja de sándalo, y dentro de aquella caja, sobre aquel traje, habia encontrado doña Isabel un cofrecillo de ágata, y dentro de este cofrecillo una riquísima diadema de oro, perlas, rubíes, amatistas y diamantes y un collar de gruesas perlas, todas iguales, como vaciadas en un mismo molde, con un broche en que campeaba un gruesísimo brillante, rodeado de rubíes: aquellas perlas se parecian de tal modo á las que Calpuc habia vendido en otro tiempo al aleman Franz, que era de sospechar que hubiesen provenído del Nuevo Mundo: era tan rico este collar, que podia dar tres vueltas al magnífico cuello de doña Isabel, lo que significa que el collar valia un tesoro: habia asimismo en el cofrecillo dos arracadas tan grandes, que podian descansar sobre los hombros y tan cuajadas de pedrería que relumbraban como soles; últimamente, dos ajorcas ó brazaletes formados por tres filas de perlas compañeras de las del collar, y con enormes y bellos broches de pedrería; una flor de gran tamaño de diamantes, perlas y esmeraldas, destinada á servir de herrete sobre el pecho, á la túnica interior de brocado blanco y encajes que venia entre las ropas, y un ceñidor maravilloso, en el que formando arabescos, se veian todas las piedras preciosas conocidas formaban el riquísimo aderezo destinado por Yaye á su esposa.

Las ropas eran una túnica de brocado de seda y plata, formando arabescos, delicada, feble, como la tela mas sutil, ancha, flotante, que la caia hasta los piés, determinando por detrás una pequeña cola redonda: y esta túnica cerrada en la parte superior sobre el pecho por el herrete de que hemos hablado, dejando ver en su abertura, hasta el ceñidor, riquísimos encajes de Flandes; sobre esta túnica un caftan de brocado verde mar con grandes arabescos negros de terciopelo sobrepuesto; con anchas mangas perdidas; con falda hasta la rodilla, y sobre este caftan, descendiendo de la diadema, un largo veto de gasa de plata salpicada de pequeñísimas violetas de oro.

No podia ser esta traje mas sencillo á pesar de su riqueza, ni una mujer cuya hermosura, cuya expresion, cuya poesia pudiesen estar mas en relacion con la hermosura y con la riqueza del traje.

Doña Isabel, durante su juventud, es decir, antes de su desastrado casamiento con Miguel Lopez, habia sido la doncella, que por su hermosura y por la riqueza de sus trajes y joyas, se habia hecho mas reparable en el Albaicin. Su hermano don Diego la habia amado con delirio, acaso porque era la única mujer de la familia, acaso porque doña Isabel se hacia amar de todo el mundo: á pesar de sus ruinosos dispendios, don Diego, no solo no habia tocado á las ricas joyas de familia que habia heredado de su madre, como su madre de la suya, y asi sucesivamente desde la primera abuela de su raza la sultana Howara, esposa de Abd—el—Rahman—Aben—Moavia, primer califa onmiade de Occidente, sino que habia aumentado cuanto habia podido el número de aquellas joyas puramente árabes, con otras puramente del renacimiento, y sostenido una magnífica coleccion de costosísimos trajes á su hermana. Doña Isabel estaba, pues, acostumbrada á las galas y á las joyas; es mas, la agradaba porque la agradaba todo lo bello, pero habia usado de unos y otras sin afectacion y sin orgullo, y habia dejado de usarlas sin pena, desde el momento en que por sus desgraciados amores con Yaye, por su casamiento con Miguel Lopez, y por la extraña fatalidad que la habia arrojado casada y vírgen entre los brazos del hombre de su amor, habia perdido la alegría de su alma: desde entonces, y durante veinte y dos años, solo habia vestido un sencillo traje negro de lana, y una toca blanca, y lo que es mas, por amor á su hijo, y para que nada le faltase, habia vendido una á una y sin pena las admirables joyas de las sultanas y damas sus abuelas, como las que debia á su hermano, y los ricos trajes con que se habia engalanado en su tranquila juventud: doña Isabel habia vivido apartada del mundo, replegada en si misma, viviendo solo para su hijo y para su amor, que era el recuerdo de Yaye; llorando á solas con su lecho; inflamando su corazon en el candente recuerdo de la terrible felicidad que habia producido como una consecuencia maldita á Aben—Aboo, rogando á Dios con toda la pasion de su alma, porque reducido Yaye al cristianismo, pudiera abrirle sus brazos.

Aquel dia habia llegado: Yaye era cristiano: Yaye era su esposo: doña Isabel habia arrojado lejos de sí con su traje de luto el luto de su alma: como su alma se habia engalanado con todas las flores, con todos los perfumes de la felicidad, cuando recibió el rico canastillo de bodas de Yaye, al que acompañaban dos esclavas para servirla de doncellas, Doña Isabel, que habia vuelto á ser la niña, habia visto aquellas joyas y aquel traje con placer, se habia perfumado, se habia puesto aquellas galas, y se habia contemplado al espejo: entonces su alma habia sonreido, y su conciencia íntima la habia dicho:

—Eres mas hermosa que hace veinte y dos años: eres la alegría y la vida de Yaye.

Y doña Isabel habia llorado de felicidad, y habia esperado impaciente á su esposo, con lo mas hermoso que la naturaleza produce, sobre su hermosura, con la magnífica y pura frente ceñida por la diadema de las sultanas.

Si no alcanzais á soñar en cuerpo y en alma, una mujer tal como la que el autor ve en su pensamiento, viva, palpitante, irresistíble, al describiros á doña Isabel, debeis sentirlo porque perdeis un bellísimo sueño: y como la vida es sueño...

Pero esto es muy vulgar. Os describiremos á Yaye.

Su traje era mas sencillo que el de doña Isabel, y pertenecia á la moda de los tiempos medios de la dominacion árabe en España: una pequeña corona de oro macizo de puntas, lisa y sencilla: alrededor de la corona, una toca blanca, cuyo extremo, cayendo del lado ízquierdo de la cabeza, ondulaba sobre el pecho y venia á caer á su espalda pasando sobre el hombro derecho: una túnica ceñida de brocado verde con arabescos negros, grandes y sobrepuestos, larga hasta las rodillas, cerrada en el cuello sobre una camisa blanca y plegada, y abrochada por delante con una sola fila de botones de piedras preciosas: una faja de seda y oro ceñida á la cintura: una espada árabe con empuñadura de oro cincelada en arabescos con inscripciones cúficas esmaltadas, y un grueso brillante en el pomo: unas calzas de seda ceñidas, á grandes listas rojas y negras: unos borceguíes de tafilete verde bordados con hilo de plata, y sobre este traje una especie de toga talar negra, abierta por delante, con mangas perdidas y forrada de armiños.

Doña Isabel llevaba asido de la mano á Yaye hácia la chimenea.

—¡Oh! ¡y como tiemblas! le dijo: hace mucho frio, ¿no es verdad?

Yaye no temblaba por el frio, sino por la poderosa conmocion que le dominaba, cuando quería, acobardado por su destino, olvidarlo todo y embriagarse con el amor, con la hermosura, con el irresistible encanto de doña Isabel.

—Sí, sí, el invierno es crudo, dijo Yaye asiendo por la redonda cintura á doña Isabel, que llena de solicitud, con todas sus galas, se habia inclinado sobre la chimenea para avivar su fuego.

—Siéntate, luz de mi vida, la dijo Yaye; tengo que hablarte.

—Me dices eso de una manera demasiado séria, dijo palideciendo doña Isabel.

—Nada temas, la dijo sonriendo melancólicamente Yaye.

Y asiendo un sillon, le unió al de doña Isabel; se sentó en él y asió las manos de su esposa que le miraba con ansiedad.

—¿Por qué esa palidez, Isabel? la dijo Yaye que empezaba á embriagarse y á olvidarlo todo delante de ella. ¿Acaso no tienes una gran confianza en mí?

—Despues de Dios en nadie confio tanto como en tí, Yaye: pero desde que puedo llamarme legítimamente tuya: desde que puedo levantar mi frente tranquila y feliz, porque mi felicidad no puede avergonzarme... ¡oh! un vago cuidado se ha apoderado de mí: un recelo misterioso, que me he apresurado á arrojar de mi alma: si, si, yo te amo; no sé cómo hacerte comprender cuánto te amo: mira: lo que voy á decirte, es terrible, no debiera ser... pero... te amo mas... infinitamente mas, sin comparacion, ya lo creo... te amo mas... ¡que á mi hijo! ¡que al hijo de mis entrañas!... es mas: cuando al fin Dios ha tenido compasion de mí, y te me ha dado, he comprendido que amaba á mi hijo, porque era hijo tuyo... he comprendido y me he sonrojado al comprenderlo... que cuando durante mi viudez y mi luto, pasaba no sé cuánto tiempo bebiendo la mirada de nuestro hijo, fijos mis ojos en los suyos... era porque en la mirada de nuestro hijo hay algo de la tuya... ¡oh! no sabes cuánto me he desesperado, cuánto he vacilado cuando he recibido tus cartas; cuánto he deseado llorando estrecharte contra mi corazon: ¡oh! yo te he amado siempre asi; desde el dia en que te ví... desde el tiempo en que pasábamos tan dulces mañanas cada cual en su mirador no he olvidado nada... nada... y cuando veia que el tiempo no me hacia vieja; que á pesar de los años, porque ya estamos cerca de las puertas de la vejez, mi corazon era siempre el corazon de una niña: cuando por un privilegio sin duda, veia,—yo puedo y debo decírtelo todo, todo lo que pienso, todo lo que siento,—veia, que mis ojos eran cada vez mas brillantes, y que me hacia mas hermosa... ¡oh! ¡y cómo la modesta viuda, la que siempre tenia fijos los ojos en el suelo delante de las gentes, la que siempre estaba pálida, oh y cómo se contemplaba al espejo! ¡y cómo se coloraban sus mejillas, y cómo decia su corazon: gracias Dios mio, porque me conservas hermosa para mi Yaye! ¡haz Dios mio, que crea en tí para que yo pueda unirme á él! ¡para que pueda mirarme en sus ojos como me miro en este espejo!

Y al decir estas palabras doña Isabel, atrajo á sus labios las manos de Yaye y las besó suspirando.

Yaye estaba al fin embriagado: lo habia olvidado todo: no veia mas que á doña Isabel, y no la veia en la tierra, se creia con ella en el cielo.

Y esta embriaguez de Yaye, que era hermoso, daba tal expresion á su semblante, tal lucidez á sus ojos, que doña Isabel abria toda su alma para que la fecundase aquel amor.

—Y mira, añadió doña Isabel: si nos hubiéramos casado entonces, yo nunca te hubiera dicho esto, aunque pensaba del mismo modo; y no hubiera sido tan feliz, porque no hubiera conocido la desgracia.

Estaba tan dominado Yaye, que no contestó.

—Escucha, dijo doña Isabel inclinándose sobre su semblante, colorada de un leve rubor y con el acento ligeramente trémulo: anoche, ya tarde, dormias: yo no: la felicidad, lo inmenso de mi felicidad, no me dejaba dormir: la lámpara iluminaba blandamente tu semblante: tu sueño parecia fatigoso, tu aliento ronco: yo velé tu sueño; yo hubiera querido leer á través de tu hermosa frente tus pensamientos: yo te contemplaba enamorada y cuidadosa, me parecia que el ensueño que se habia apoderado de tí te hacia sufrir; de repente tu entrecejo se plegó de una manera terrible, tu semblante todo tomó un aspecto de amenaza, tu boca una expresion cruel, feroz, y con una voz ronca, con palabras apenas articuladas, murmuraste: ¡Amina! ¡Aben—Aboo! yo me incliné sobre tí, uní casi mis oidos á tus labios, y sentí tu aliento que abrasaba, pero no oi ni una palabra mas.

—¡Oh! dijo Yaye sonriendo, acabo de separarme de mi hija; mi hijo vela en la montaña frente al cristiano, ¡mientras yo duermo entre los brazos de su madre!

—Porque yo lo soy todo para tí, como tú lo eres para mí, exclamó con acento opaco y ardiente doña Isabel: porque olvidas entre mis brazos como yo olvido entre los tuyos... pero esos son breves momentos: algunas horas robadas á la realidad; despues nuestro mismo amor vuelve sobre nuestros hijos: ¿no es verdad?... ¿no es verdad que nos engañamos cuando creemos que los amamos menos que á nosotros mismos?... ¿cómo hemos de amarlos menos? ¿acaso no son ellos tu sangre? ¿acaso mi hijo no es un pedazo de mis entrañas? ¡Yaye! ¡Yaye de mi alma! tú, y tus hijos y yo... no somos mas que un solo corazon...! ¡no los olvidamos anegándonos en nuestro amor, porque ellos son hijos de nuestro amor!

—Es necesario romper á todo trance la situacion en que nos encontramos: yo era valiente cuando era desgraciado, cuando nada tenia que perder... ahora que te tengo á tí, me encuentro cobarde: el combate me estremece: se me figura que el primer arcabuz disparado por el enemigo ha de matarme: ¡Isabel! añadió gravemente Yaye: es necesario que sepas lo que eres para mí: desde anoche, luz de mis ojos, desde que he empezado á satisfacer la sed de mi corazon, nada hay ya en el mundo para mí mas que tú: he vivido soñando: he buscado lejos de tí la vida, y solo he encontrado la muerte: y cuando al fin vuelvo á vivir, la inflexible fatalidad me cierra el camino. Pues bien, estoy resuelto á todo: nada puedo hacer por mi patria, porque la patria ha muerto: la ha borrado del libro de los pueblos y de las generaciones la mano de Dios. He resuelto revelarlo todo á nuestro hijo...

—¡Ah! dijo doña Isabel cubriéndose el rostro con las manos.

—Es preciso, preciso de todo punto, dijo Yaye: y quiera Dios que mi revelacion no llegue tarde, nuestro hijo está enamorado de su hermana.

Dona Isabel se puso de pié pálida como un difunto.

—¿Y acaso tu hija le ama tambien?

—No, es peor que eso: le aborrece.

—Estamos malditos de Dios Yaye, exclamó anonadada doña Isabel.

—No, no; nuestro hijo, cuando sepa que Amina es su hermana, se horrorizará de su amor y le olvidará, le sustituirá con otro... ademas, yo no estoy seguro... necesito averiguar... probar... en esto pasará algun tiempo... y en ese tiempo te obligo á hacer un pequeño sacrificio.

—Ante todo júrame que estás seguro de que podemos salvar á nuestros hijos.

—Lo estoy, contestó Yaye.

—Pues bien, sepa Diego en buen hora que soy su madre.

—El sacrificio que acabo de indicarte, es mas sencillo. Se trataba de mi casamiento ante mi pueblo, de un casamiento aparente...

—¿Con quién?...

—Con la sultana Howara, dijo Yaye sonriendo.

—¡Casarte tú!... segun las costumbres de los moros, ese matrimonio debe consumarse, debe presentarse un testimonio á la córte... y yo... yo no puedo permitir eso... tú me has engañado de una manera infame.

Y doña Isabel se levantó con la cólera de una leona.

—Es que ese matrimonio está consumado, dijo Yaye sonriendo.

Los hermosos ojos de doña Isabel irradiaron en una expresion de agonía, de tal modo, que Yaye asustado se apresuró á decir:

—¡Isabel! ¡Isabel de mi alma! ¡la sultana Howara eres tú!

—¡Dios mio! y ¡que horrible juego! exclamó doña Isabel dejándose caer sobre el sillon.

—Toca la corona que rodea tu frente; mira la corona que ciño: ¿á qué habia yo de ceñírmela sino porque el momento de mi union contigo delante de los mios se aproxima?

—¡Pero yo no comprendo esto! ese nombre árabe...

—Es el de tu ilustre Abuela la sultana de Córdoba, la esposa del califa Abd—el—Rahman, el de la gran mujer á quien debió Abd—el—Rahman el trono que le hizo grande.

—Pero yo no quiero dejar de llamarme Isabel ni renegar de Dios.

—Ya te he dicho que es solo un casamiento aparente.

—¿Me obligaran á confesar el islamismo?

—Todos te creen morisca.

—¿No tendré que pronunciar una palabra sola contra Dios?

—No: es muy sencillo... se supone que ya está todo hecho: entregadas las arras concluido el contrato... todo se reducirá á tu presentacion; y á una fiesta de bodas.

—¡Ah! ¿es decir que solo engañamos á los hombres?

—Y los engañamos por necesidad: Dios lo sabe. Si yo no tuviese que esperar por nuestro hijo...

—¡Por nuestro hijo!...

—Si... necesito reducirle... convencerle á que nos siga. Los moriscos y los monfíes han empezado la guerra de una manera infame: como verdaderos bandidos.

—¡Oh! ¡Dios mio!

—Han incendiado, robado, degollado, exterminado: un caballero no puede desnudar con honra su espada al frente de ellos... he vivido soñando; pero no he despertado tarde... durante algunos dias los engañaremos: después nosotros, con nuestro hijo, nos acercaremos á la costa, embarcaremos nuestros tesoros y nos trasladaremos á Francia ó á Venecia, para vivir solo por nosotros mismos.

—¿Y tu ambicion?

—Mi ambicion ha sido anegada por un torrente de sangre.

—¡Oh! ¡Dios mio!

—Te juro que antes de un mes habremos arrojado esta corona que abrasa la frente, y estas vestiduras reales que oprimen el pecho. Pero es necesario dar el último paso hácia nuestra libertad.

Y Yaye se levantó y asió á doña Isabel de la mano.

—¿Es decir que es esta noche?

—Si, dijo Yaye.

—¡Que nos esperan!

—Si.

—Yo me habia puesto estas joyas y estas vestiduras por darte gusto; pero no creia...

—Si, ha llegado la hora de que los moros vean por un momento levantarse ante ellos una sultana tan hermosa y tan llena de magestad como la esposa de Abd—el—Rahman: es necesario que te aclamen, que los fascines y que contribuyas á que no desconfien de nosotros.

—Pero este terrible convenio durará poco.

—¡Oh! te juro que antes de que pase un mes habremos fijado nuestro destino.

Yaye llamó á las esclavas, y las mandó que trajesen un haike. Envolvióse en él doña Isabel á la usanza mora, y enteramente encubierta, sin que se la viesen mas que sus magníficos ojos negros, y sin mostrar de su hermosura mas que la gallardia de su cuerpo y lo magestuoso de su paso, salió de la cámara.

Aquella cámara estuvo desierta durante cuatro horas: al cabo de ellas oyóse en el exterior ruido de caballos y de gente armada, y los alegres acordes de la zambra.

Poco despues se oyeron abrir puertas en el interior, y al fin aparecieron Yaye y doña Isabel de vuelta, como á su salida, en el haike, que arrojó de sí doña Isabel.

—¡Oh! ¡cuanta magnificencia y cuanta grandeza! dijo: no sabia yo que eras tan poderoso, Yaye mio.

—Si, pero tras esa grandeza hay sangre y lágrimas dijo Yaye. Feliz aquel que en vez de nacer sobre un trono nace en una cabaña.

—Ha habido un momento, dijo doña Isabel quitándose por sí misma su diadema y sus ropas, en que aquellos ancianos de barbas blancas que llegaban uno tras otro á inclinarse delante de mi; en que aquellos fuertes soldados que de igual modo me saludaban; en que aquella música heredada de nuestros abuelos; aquellas lámparas que brillaban tan numerosas como estrellas sobre aquellas paredes de oro; aquellas esclavas que bailaban al compás de la zambra; aquel trono que tenia bajo mis piés, me fascinaron, me lucieron sentir no se qué vanidad, no sé qué sentimiento de que aquello fuera un sueño. Porque eso ha sido un sueño, ¿no es verdad? Ya no volveré á ponerme mas esa diadema: la venderé y daré su precio á los pobres: ya no volveré á ponerme mas esta túnica dorada y negra, emblema de la dignidad real: ¿no es verdad Yaye? ¿No es verdad que tu me amas del mismo modo con estas sencillas ropas castellanas?

Doña Isabel se habia puesto un trage de terciopelo negro, y se habia colocado de una manera hechicera sus trenzas; pero como era excesivamente blanca, como habia conservado las arracadas, el collar de perlas y los brazaletes, con el ancho y largo vestido negro de terciopelo, indolentemente reclinada en el divan, asomando un precioso pié calzado aun con el borceguí morisco recamado de perlas, sobre el dintel de la chimenea; apoyando en el sillon un magnífico brazo desnudo, la cabeza en la mano, y fijando en Yaye una mirada intensa y enamorada, estaba infinitamente mas hermosa que con el deslumbrante trage, con el trage de relumbron de que se habia despojado.

Yaye se levantó, se quitó la corona, la arrojó con desden sobre un sillon, se desciñó la espada, arrojó el ropon negro, se puso una loba de terciopelo que cruzó sobre su pecho, y se acercó á doña Isabel.

—¡Oh! ¡vida de mi vida! la dijo: ¡tú eres toda la felicidad que existe para mí!

Capítulo XXXV. El reverso de la medalla.

Era verdaderamente lástima que la fortuna no ayudase á Yaye.

Mientras él se embriagaba al lado de doña Isabel, el destino implacable, seguia su terrible camino y le preparaba nuevas desgracias.

Yaye se habia arrepentido tarde.

Las pasiones, los odios, los intereses que se habian cruzado en su camino habian llegado á tal extremo que solo un milagro de Dios podia deshacer sus fatales consecuencias.

Como si la justicia divina le castigase, no habia llegado á la posesion completa del amor de doña Isabel, de su eterno sueño, de su pasion viva, sino cuando otras terribles desgracias amargaban su felicidad y la ennegrecian.

Y deciamos mal cuando llamamos felicidad al estado en que se encontraba Yaye; es verdad que habia momentos en que la hermosura, la magia y el amor de doña Isabel le hacian olvidarse de todo y no vivir mas que para ella: pero ya lo hemos dicho: aquellos solo eran momentos que pasaban con una rapidez fatal para traerle de nuevo á la memoria á su hijo, apoderado de su hermana en una situacion misteriosa, tras cuyas tinieblas podia suponerse todo lo mas horrible: veia á su pueblo ensangrentado de una manera criminal, horrorosa en una guerra feroz: lo veia todo perdido, sin esperanza de recobro, desde la felicidad de su hija hasta la libertad de su patria.

Porque dado caso que Amina le fuese devuelta, ¿en qué estado se la devolverian? Suponiendo lo que no era probable que Aben—Aboo la hubiese respetado, ¿cómo hacer creer al marqués de la Guardia en aquel respeto? ¿Cómo arrancar de en medio de los dos esposos el terrible espectro de la desconfianza, y la amargura de la suposicion, matando sus placeres, su paz, su felicidad? ¿Cómo evitar que el marqués vertiese ó procurase verter la sangre de Aben—Aboo ni cómo podía su mismo padre dispensarse de castigarle?

Y viniendo á los moriscos ¿cómo volver atrás despues de las horrorosas desvastaciones, de los asesinatos, de los horribles crímenes cometidos en las Alpujarras? ¿Cómo seguir adelante, solos, abandonados de todos, encerrados en las breñas de las Alpujarras, rodeados por los ejércitos de España, y combatidos por los grandes capitanes de Felipe II?

Desesperado, loco y calenturiento, pero con la locura del leon, Yaye, habia corrido al remedio de aquellos males con una energía imponderable: habia aterrado á los monfíes, ahorcando á algunos de aquellos que se habian mostrado mas infames en el degüello de las Alpujarras: se puso á su frente, los reorganizó, se dejó ver de todos ellos indómito, soberano, prepotente, con la espada desnuda y la cólera y la amenaza en los ojos. Les afeó sus excesos, y promulgó una ley por la cual se prohibia terminantemente so pena de muerte, asesinar á los niños menores de siete años, á las mujeres fuese cualquiera su edad, y aun á los hombres que no hubiesen tomado las armas ó que tomándolas no hubiesen hecho resistencia, ó que después de hecha se hubieren entregado: en una palabra, regularizó la guerra; la matanza y el incendio cesaron, pero cuando ya habian sucumbido doce mil víctimas; cuando el horror de aquella catástrofe zumbaba por España, pidiendo venganza, y por Europa, llamando gravemente la atencion de las córtes extranjeras: en cuanto á sus asuntos de familia nada habia conseguido: parecia que la tierra se habia tragado á Amina, á su hija y á Aben—Aboo: solo se habian encontrado en unos barrancos cercanos al lugar del robo, los monfíes que conducían las literas y los que las precedian, muertos á hierro, y las dos doncellas que acompañaban á Amina en aquella ocasion, degolladas: vestigios que no eran los mas á propósito para tranquilizar á Yaye acerca de las intenciones de Aben—Aboo; respecto á su hijo, Aben—Jahuar, Angiolina Visconti y doña Elvira de Céspedes habian asimismo desaparecido, y solo quedaba delante de Yaye, con la corona en la cabeza y la espada desnuda, avanzado á las posiciones del ejército de España, Aben—Humeya, pero triste, desalentado, sombrío, y receloso.

Harum—el—Geniz, Suleiman y algunos de los mas leales walíes de Yaye, acompañados de cuadrillas compuestas de los monfíes mas astutos y mas prácticos y conocedores de los escondrijos y senos de la montaña, buscaban por todas partes á los que se habian perdido, pero de una manera inútil.

Todos los dias recibia Yaye un desesperante aviso de que nada se habia descubierto, y mas desesperado cada dia después de este aviso, iba á buscar consuelo en el frenesí de su amor por doña Isabel: de aquel amor que le embriagaba.

Antes de presentarse á ella, Yaye hacia una violenta reaccion sobre sí mismo, concentraba en su corazon todos sus dolores, y entraba sonriendo, como el hombre mas feliz del mundo, y se arrojaba en los brazos de su esposa.

Doña Isabel le preguntaba por su hijo.

Yaye le contestaba que Aben—Aboo estaba al frente del ejército, que se obtenian triunfos y que pronto podría, sin manchar su honra, dejando encomendada la prosecucion de la guerra á buenos caudillos, abandonar á España é ir á gozar de su felicidad al extranjero.

Doña Isabel creia á Yaye, era feliz, le inundaba con todo el poderío de su magnifica hermosura, con toda la poesía de su alma, con toda su pureza de niña, con todo su ardiente amor, y le fascinaba, le hacia soñar y le daba algunas horas de olvido de todo lo que no era ella; algunas horas de felicidad suprema.

Pero cuando la fascinacion pasaba, cuando Yaye se separaba de doña Isabel, caia de repente de aquel cielo soñado, al infierno de la terrible verdad: en vano hacia esfuerzos desesperados: el terrible circulo que le rodeaba se estrechaba cada vez mas, amenazando ahogarle. Los sucesos ayudaban á la venganza de sus enemigos.

Venganzas algunas de ellas injustificadas, absurdas, pero ciertas, porque en el corazon humano dominan, por desgracia, la injusticia y el absurdo.

A tal especie pertenecia el odio que profesaban á Yaye Laurenti y Angiolina, porque este odio se fundaba en que Yaye era padre de una mujer cuya hermosura, cuyos amores con el marqués de la Guardia, habian herido el corazon y exasperado las pasiones de aquellos dos funestos personajes.

Pero este odio era resultado de la ambicion de Yaye: si Yaye no hubiera llevado á la córte con una intencion terrible á Amina, Amina no hubiera excitado las pasiones de nadie.

Es cierto que sin la venganza de Laurenti y de Angiolina, Yaye se hubiera encontrado combatido por la ambicion de Aben—Jahuar, por las rivalidades de sus hijos, por el amor desesperado de doña Elvira: Yaye meditaba todo esto, y veia con dolor que su culpa estaba en su nacimiento, primero, y despues en la educacion que se le habia dado; por último en la ignorancia en que habia vivido durante su primera juventud acerca de su orígen, de su posicion y de los proyectos de su padre.

Ninguna historia como la de Yaye tan á propósito para probar la influencia de la fatalidad en la existencia de los seres. Todo lo que Yaye habia hecho, era lógico, necesario, y sin embargo todo lo que Yaye habia hecho se habia vuelto contra él amenazador y terrible.

Jóven aun, como que solo contaba cuarenta y cinco años, no se atrevia á volver la vista atrás, porque el pasado le obligaba á cerrar los ojos, pretendia huir de su presente, y no se atrevia á mirar al porvenir.

Ni aun podia salvarse, huyendo con doña Isabel, la única felicidad de su vida, á continuar aquella felicidad en medio de una vida oscura: la situacion en que se encontraban sus hijos, le detenia en el peligro.

¿Y qué peligro podia ser este?

Yaye no le veia claro y distinto, pero lo temia todo: temia horribles desgracias; conocia que aquellas desgracias eran fatales, precisas; la expiacion necesaria de sus errores, y aun lo diremos: de sus crímenes.

La desaparicion de tantas personas de quien con fundado motivo desconfiaba, era ya una terrible amenaza.

¿Por qué se ocultaban Aben—Jahuar y Aben—Aboo? ¿Por qué Aben—Humeya se mostraba con él taciturno, reservado, sombrío?

Yaye veia agolparse sobre su frente la tempestad, y habia perdido el valor que tan necesario le era para conjurarla: mejor dicho: Yaye no podia conjurar aquella tempestad y se aterraba.

Por eso iba á buscar la felicidad del olvido y de la embriaguez, todas las noches, al lado de su esposa.

Por eso doña Isabel habia sorprendido alguna vez su sueño fatigoso, su suerte horrible.

Yaye no podia expiar de una manera mas horrorosa sus errores, ó sus crímenes.

Capítulo XXXVI. En que el autor descubre donde estaban los que se habian perdido.

Necesitamos dividir nuestra atencion entre tres lugares distintos.

Dos de ellos los conocemos.

El otro nos es enteramente desconocido.

Si penetramos en el uno, en el subterráneo donde vivió en otro tiempo Calpuc, á donde este tuvo herido á Miguel Lopez, y donde Miguel Lopez murió por último de hambre, encontraremos á uno de nuestros perdidos personajes.

A Amina.

La veremos sentada sobre un lecho, inmóvil, teniendo sobre su regazo á su pequeña hija, á quien amamanta; y para besar la cual de una manera delirante, sale de tiempo en tiempo de su inaccion.

Nada falta en el subterráneo que pueda hacer soportar la permanencia en él de una persona: nada mas que aire y dìa.

Por lo demás se ha procurado embellecer y hacer habitable, cuanto ha sido posible, aquel antro.

¿Quién habia revelado á Aben—Aboo la existencia de aquel antro?

Nuestros lectores adivinan su nombre sin duda. Habia sido Laurenti.

Nuestros lectores saben que Laurenti habia encontrado en un proceso en la Chancillería de Granada, la historia entera en que se contenia la muerte de Miguel Lopez, la del capitan Sedeño, el orígen de dona Estrella de Cárdenas, y demás sucesos que dejamos relatados en la primera parte.

La justicia habia bajado al subterráneo, guiada por el mismo Calpuc; pero despues aquel subterráneo habia quedado abandonado.

Un dia en que Aben—Aboo vagaba fugitivo por la montaña, y se habia entrado á dormir en una cueva, encontró junto á sí, al despertar, una carta.

Aquella carta contenia las siguientes palabras:

«Hace ya muchos dias que vagais á pié, acompañado de algunos hombres de vuestra confianza, llevando con vos una dama y una niña, y evitando, siempre con peligro, el encuentro de los monfíes que os buscan. Esa señora, demasiado delicada para andar con lluvia y con nïeve por breñas y vericuetos, será causa de que una vez deis en las manos del emir, que no seria en tal caso muy humano con vos. Yo, como vos, soy enemigo del emir, y quiero ayudaros, indicándoos un lugar muy escondido, donde podreis guardar á vuestra prisionera y quedar libre para vuestros negocios y para evitar la persecucion de que sois objeto. (A seguida el autor del anónimo daba á Aben—Aboo las señas indudables, por las cuales podia dar con el subterráneo). No desconfieis de quien os escribe, concluia, porque si fuese vuestro enemigo, podria haberos muerto ó preso mientras dormiais, en vez de haber dejado junto á vos y sobre vuestra ballesta, esta carta.»

Temeroso Aben—Aboo de que embarazado por Amina y por su hija, diesen con él los monfíes que le buscaban, como ya habia estado á punto de suceder alguna vez, buscó el subterráneo por las señas que tan misteriosamente le habian dado, y encerró en él á Amina y á su hija.

Aben—Aboo se encontraba, como Yaye, sin poder ir ni atrás ni adelante. Su tio Aben—Jahuar le habia metido de una manera insidiosa en aquel laberinto, del cual el jóven no encontraba la salida.

Sabia, á no dudarlo, que el emir no tenia duda alguna de que él habia sido el raptor de Amina: sabia que del mismo modo que Yaye le habia colmado de beneficios, se ensangrentaria con él, si le habia á las manos, porque sabia demasiado hasta donde llegaba la tremenda justicia del emir. Habia conocido al fin claramente, que su tio Aben—Jahuar le habia envuelto con una intencion refinadamente traidora en aquel compromiso, y en vez de presentarse lealmente á Yaye, para manifestarle la verdad de los hechos é implorar su perdon, le aconsejó su miedo deshacerse á todo trance y cuando pudiese del hombre que se lo inspiraba.

La muerte del emir estaba decretada en el pensamiento de Aben—Aboo como un medio de seguridad; la de Aben—Jahuar como la satisfaccion de la venganza de una parte, y por otra como una medida prudente que debia librarle de un rival peligroso, porque Aben—Aboo habia comprendido de una manera clara que el objeto de Aben—Jahuar era destruir cuantos obstáculos se oponian á su ambicion, y quedar solo, como señor soberano, al frente de la rebelion de los moriscos.

Para esto necesitaba Aben—Aboo una alianza, y la buseó, ó mejor dicho, aplazó el buscarla en Aben—Humeya.

Aben—Aboo entraba de lleno impulsado por su ambicion y por su miedo en la senda del crimen.

Sin embargo, y como á mujer, habia tratado y trataba con un profundo respeto á Amina.

Consistía esto, primero: en que Aben—Aboo no amaba á Amina, porque estaba enamorado de la princesa: segundo, en que habiendo resuelto deshacerse por medio del asesinato de Yaye, el resto de conciencia que le quedaba le separaba de la jóven: y tercero, en que, prescindiendo de estos dos antecedentes, sabia que Amina jamás podria ser para él mas que una esclava violentada.

Aben—Aboo tenia en Amina una carga que conservaba por temor, y que en todo caso podia servirle para dictar condiciones al emir.

Asi es que cuando Aben—Aboo bajaba todos los dias al subterráneo á cuidar de Amina, no la hablaba una sola palabra.

Unicamente un dia la dijo:

—Parto para una empresa aventurada, en la cual podré perecer: os dejo provisiones para muchos dias. Si falto tres, rogad á Dios que os ampare, porque podreis morir aquí sepultada.

Amina lanzó un grito de terror, estrechando contra su corazon á su hija.

¿Cuál podria ser la empresa aventurada que acometia Aben—Aboo?

Antes necesitamos revelar á nuestros lectores los otros dos lugares donde encontraremos el resto de nuestros perdidos personajes.

El segundo lugar que hemos dicho que conocemos, era el subterráneo de la princesa encantada.

Si entramos en él una noche, encontraremos á dos personas muy conocidas nuestras: á doña Elvira de Céspedes, viuda de don Diego de Córdoba y de Válor y á Aben—Jahuar, su cuñado.

El lugar en que se encontraban no era aquel salon árabe en que ya hemos entrado una vez con Laurenti y Cisneros, sino un pequeño retrete, á que se entraba por una de las puertas que, como dijimos, daban al corredor por donde era necesario pasar para llegar á la gran cámara.

Doña Elvira estaba recostada en un colchon doblado que la servia de divan: Aben—Jahuar estaba sentado junto á ella en un escabel ó banquillo de pino; una candileja clavada en la pared, alumbraba aquel espacio de una manera siniestra, y por último, algunas astillas de madera en el centro del pavimento roto, servian de calorífero.

Doña Elvira se conservaba sumamente hermosa; pero su hermosura habia tomado un aspecto terrible: conocíase que el disgusto contínuo, la ira reprimida, el deseo contrariado, el orgullo ofendido, habian ido fijando lentamente su marca en aquel semblante, hasta darle el aspecto del de un hermosísimo demonio; su sencillo y severo traje estaba en armonía con la terrible expresion de su semblante, y sin embargo, sonreia á su cuñado, y le sonreia con tal intencion, de una manera tal, que Aben—Jahuar estaba fascinado: porque en la mirada de doña Elvira hácia él habia amor, mas que amor, pasion: Aben—Jahuar se creia soñando.

—¿Sabes Elvira, la dijo, que apenas puedo creer á lo que mis oidos han escuchado, á lo que ven mis ojos? ¿Que tú me amas y que me amas hace mucho tiempo?

—Si, dijo doña Elvira, te amo, te amo porque lentamente tu amor y tus sacrificios me han obligado. ¿Y sabes por qué te he ocultado mi amor?

—Yo creia que era imposible que me amases, dijo con recelo Aben—Jahuar.

—¡Imposible! ¿y por qué?

—Porque... creia que amabas á otro.

—¿A Yaye? dijo con la mayor naturalidad doña Elvira.

—Si, á Yaye, contestó con acento reconcentrado Aben—Jahuar.

—¡Qué poco conoces el corazon de las mujeres!

—Sin embargo, has rechazado constantemente mis deseos.

—Porque no queria comprometerte... porque esperaba á concluir para siempre de una manera desembarazada.

—¿Concluir, qué?

—Concluir mi venganza.

—¿Contra Yaye?

—Contra Yaye.

—¿Venganza de amor?

—Venganza de odio.

—¡Tú has amado á Yaye!

—Yo no podia amar al asesino de mi marido.

—¡Ah!

—Yo no podia ni puedo amar al que es un obstáculo para el engrandecimiento de mi hijo.

—¿Consistirá tu odio en que Yaye se haya casado con Isabel?

—No, de ningun modo: ¡Isabel y Yaye! ¡digno consorcio! la mujer adúltera unida al asesino de su marido!

—Dame una prueba indudable de que me amas.

—¿Y qué prueba? dijo doña Elvira infiltrando una candente mirada en los ojos de Aben—Jahuar.

—Sé mi esposa.

—Juro serlo en el momento en que me vengue de Yaye.

—¿Y cómo piensas vengarte? preguntó Aben—Jahuar.

—No lo sé: hace mucho tiempo que Dios ó el diablo protegen á ese hombre: he gastado á manos llenas el oro para lograr que se apoderan de él, y no he podido conseguirlo.

—En otro tiempo le tuviste en tu poder.

—¡Enfermo! ¡hé ahi como me muestra su agradecimiento Yaye! casa á su hija con ese marqués de la Guardia, hace su compañero en el gobierno de los monfíes al hijo de su amante, y todo viene á asegurarme su intencion de que piensa robar á mi hijo la corona de Granada.

—Una sola palabra, Elvira.

—¿Cuál?

—¿No has sido tu tambien adúltera?

—¡Yo!

—¿No has sido amante de Yaye?

—¡Yo amante de ese miserable!

—Pronto me darás una prueba de si le amas ó le aborreces.

—¡Una prueba!

—Si, porque si es cierta tu sed de venganza muy pronto vas á ser vengada.

—¡Vengada! exclamó doña Elvira, y palideció y se extremeció.

—¡Paréceme que te espanta mi venganza, Elvira! dijo con acento terrible Aben—Jahuar.

—¡Porque tiemblo! tiemblo de impaciencia.

—Pues creo que esta noche quedarás vengada.

—¡Esta noche! ¿pero cómo?

—¿Qué te importa como sea, si esta noche ves ante tus plantas al emir?

—¡Pero explícame!...

—¡Oh! ¡oh! cualquiera diria Elvira que le amas y que temes por su vida.

—¡Su vida! exclamó doña Elvira no pudiendo contenerse en el fingimiento que se habia propuesto: ¿pues qué le vais á matar?

—Verdaderamente Elvira, dijo Aben—Jahuar con acento siniestro, ¿qué estás muy ansiosa de su sangre?

—¡Si! ¡pero!... ¡pero quién le va á matar! exclamó doña Elvira descubriendo cada vez mas su amor hácia Yaye.

—No ha faltado quien diga á tu hijo, quien se lo pruebe, que Yaye fue la causa de la prision y de la muerte de mi hermano.

—¿Y mi hijo lo ha creido?...

—Acaso en estos momentos, tu hijo se encamina al lugar donde sabe que debe encontrar al emir solo y desarmado.

—¡Para matarle!

—Cree que el emir ha sido la causa de la muerte de su padre.

—Pero eso no es verdad: Yaye no ha tenido culpa alguna...

—¿Pues no le acusabas poco hace tú misma?...

—¡Mentira! ¡mentira! y escucha hermano: yo te creo violento, zeloso, irritado, pero no miserable: escúchame por Dios hermano... porque es necesario evitar un horrible crímen.

—¿Es decir, que amas á Yaye?

—¡Oh! ¡Dios mio! ¡si! exclamó doña Elvira cubriéndose el rostro con las manos: le amo desesperadamente hace veintidos años.

—¿Y por qué me engañabas? dijo Aben—Jahuar, dominando su odio y dando á sus palabras un acento tristemente melancólico: ¿por qué me decias que querias vengarte de Yaye?

—¡Oh! ¡yo no sé! ¡yo no sé! ¡yo estoy loca! Yaye me ha despreciado: le he escrito arrojando en mis cartas todo mi corazon, y no ha contestado á mis cartas: he querido apoderarme de él, y no he podido: ¡al fin se ha casado!... ¡se ha casado con Isabel! yo queria vengarme... quiero vengarme... pero ya te lo he dicho: no sé como: porque yo no quiero matarle...

—Le matará tu hijo.

Doña Elvira al escuchar esta terrible profecía lanzó un grito de horror.

—¡Mi hijo! exclamó: ¡mi hijo! ¡un parricidio!

—¡Un parricidio! exclamó Aben—Jahuar levantándose: ¡un parricidio has dicho!

—Si, si: ¡porque... mi hijo es hijo de Yaye!

Destelló de los ojos de Aben—Jahuar una mirada salvaje indescribible.

—¡Oh! exclamó: ¡oh! pues entonces es necesario... necesario de todo punto evitar... yo no sabia... yo estaba engañado... y ese hombre... ese hombre extraño que nos ha procurado este asilo... ese hombre á quien yo esperaba...

—Pero yo quiero ir, volar junto á mi hijo: decirle: el hombre que quieres asesinar es tu padre... es necesario salir al momento de aquí... ¡Dios mio! ¡ Dios mio! ¿no oyes que es necesario que salgamos de aquí?...

—Pero yo no sé las salidas, dijo afectando desesperación Aben—Jahuar.

—¡Llévame, llévame á detener á mi hijo! exclamó doña Elvira arrojándose á sus piés: logre yo impedir ese horroroso crímen... y te amaré, Fernando, te amaré con toda mi alma... y seré tuya, y seré tu esclava. ¿No oyes que mi hijo es hijo de Yaye?

—Alzate, y silencio; suenan pasos; acaso sea ese hombre: si es él, aun tenemos tiempo... si, si, él es... pero enjuga tus lágrimas, tranquilízate... se acerca.

—¡Ya es hora! dijo acercándose á la puerta Laurenti.

Debemos trasladarnos á otro lugar, al lugar que hemos dicho que no conociamos, y donde encontraremos á Angiolina.

Todos los que hayan estado en Granada ó en las Alpujarras, habran tenido ocasion de ver que hay una clase de gente pobre, que vive en muy pobres habitaciones.

Son estas, cuevas naturales, á las que se ha puesto una puerta, abierto una chimenea, dilatado y blanqueado el interior. En Granada y en las Alpujarras, hay barrios enteros de estas viviendas, barrios cuyas calles son barrancos, y á los que sirve de terrado el repecho de la montaña, cubierta de higueras de Túnez y de pitas, entre las cuales se levanta el humo de las chimeneas.

Por lo general las gentes que viven en estos miserables albergues son gitanos.

En una de estas negras viviendas, entró Aben—Aboo, la misma noche en que tuvo lugar la escena anterior.

El jóven iba solo, vestido á la berberisca y armado con un arcabuz.

Dentro de la cueva estaba una vieja calentándose junto á un fuego medio extinguido, y asando castañas.

Cuando entró, el jóven se dirigió á la vieja.

—¿Ha pasado alguien? dijo Aben—Aboo.

—¡Nadie! dijo la vieja: hoy como todos los dias el barranco ha estado solitario; solo he visto á lo lejos por la loma de la fuente pasar un pastor de cabras.

—¿Y no se acercó?

—No.

—¿Qué hizo?

—¿Qué hizo? estar parado algun tiempo apoyado en su báculo.

—¿Y nada mas? ya te he dicho que observes bien cuanto hagan los que pasen cerca ó lejos de la cueva.

—¿Qué hizo? no me acuerdo de que haya hecho nada.

—¡Nada! exclamó con impaciencia Aben—Aboo.

—Nada hizo, solamente puso un lazo en un madroño.

—¡Ah! ¿un lazo para coger gorriones?

—Eso es.

—¿Y no volvió?

—No por cierto; aunque á poco de irse, cayó un gorrion en el lazo: yo esperé algún tiempo á ver si volvia, y como no volvia, atravesé el barranco, llegué al madroño, cogí el gorrión, me le traje, le asé y me le comi.

—¡Un lazo para coger gorriones! murmuró Aben—Aboo.

Y luego sacando de su bolsillo unas monedas de plata, dijo á la vieja:

—Vete.

—¡Que me vaya! ¿y á dónde?

—Ya no haces falta aquí.

—¿Y quién cuidará de esa señora?

—Te digo que no haces ya falta, tu cueva está cerca: vete con tus hijas.

—¿Y ya no me dareis mas dinero?

—¡Toma, toma, sanguijuela insaciable! dijo Aben—Aboo, dando á la vieja dos ducados mas.

—Todos los dias el hambre pide pan: antes cuando mi marido y mis hijos vivian, trabajaban y mi casa estaba alegre, porque siempre habia una olla al fuego y pan en la cesta; pero los cristianos mataron á mi marido y á mis hijos: mi casa ha quedado triste, y mis hijas buscan á los pastores y á los monfíes para que les den un pedazo de pan, porque tienen hambre.

—Yo mandaré que te den cuatro ducados todos los meses.

—¡Cuatro ducados! ¡Dios es grande y misericordioso, y os recompensará, señor!

—Bien, pero vete: necesito quedarme solo.

Aben—Aboo franqueó la puerta.

—¡Qué oscura y qué callada está la noche! dijo la vieja, asomando á la puerta la cabeza: pero á bien que dentro de dos horas saldrá la luna. Que Dios os guarde, hermoso señor.

Y la vieja se rebujó la cabeza en un andrajo, salió de la cueva, y pronto se perdió entre la oscuridad.

Aben—Aboo cerró entonces fuertemente la puerta.

—¡Un lazo para coger gorriones! repitió Aben—Aboo, tomando de un hueco de la cueva una linterna, y encendiéndola con una astilla del fuego: esa es la señal convenida: ¡esta noche! ¡esta noche al fin!

Aben—Aboo se estremeció, y permaneció inmóvil con la linterna en la mano.

—¡Esta noche...! ese hombre, ese castellano es terrible: me ha probado casi que el emir es el asesino de mi padre: me ha probado que mi madre es una infame; ella amaba al emir antes de casarse con mi padre: recien casado con ella, don Diego de Válor y mi tio Aben—Jahuar se llevaron consigo á mi padre, y la justicia le encontró despues muerto de hambre y herido en el mismo lugar donde tengo escondida á la sultana Amina: ¡Dios es justo y misericordioso! Pero aun no estoy satisfecho: ese Godinez ó ese demonio en quien parece confiar tanto doña Elvira, la madre de Aben—Humeya, no me ha presentado ninguna prueba concluyente: es cierto que me ha hecho reparar en muchas circunstancias que casi me convencen... pero me ha dicho que la prueba indudable la tiene la princesa, que por su rivalidad con Amina, se la procuró: la princesa está en mi poder... puedo tocar la verdad, y sin embargo esa verdad me estremece.

Aben—Aboo dió un paso hácia una oscura gruta de la cueva que conducia al interior, y se detuvo otra vez irresoluto.

—¿Seré yo acaso el instrumento de una venganza infame? se dijo: pero no: la princesa... la princesa me embriaga... parece amarme... ¿pero estaré yo ciego? sin embargo la princesa me domina, sabe que soy su esclavo... sabe cuánto la amo, que mi amor puede arrastrarme á una violencia, y sin embargo, se encuentra conmigo alegre, satisfecha, tranquila: solo me opone que mientras viva el marqués de la Guardia... indudablemente el amor que ha tenido al marqués se ha convertido en odio... y yo... yo la amo mas cada dia. Es necesario resolverse.

Y Aben—Aboo penetró en aquel antro.

Llegó á un ángulo, arrolló con el pié un monton de tascos de estopa, removió despues el suelo terrizo que la estopa habia dejado descubierto, y apareció una trampa de madera.

Levantó aquella trampa, bajó unas escaleras abiertas á pico, y se encontró en un pequeño espacio, donde habia una cama, una silla y una mesa con una lámpara encendida.

Salióle al encuentro una mujer vestida de negro.

Aquella mujer le abrazó y le besó en la frente.

Aben—Aboo se estremeció porque aquella mujer era Angiolina Visconti.

—¡Oh!; ¿cuándo sereis mi esposa? exclamó el jóven.

—Cuando sea viuda, contestó tranquilamente Angiolina.

—¡Viuda!

—Ya sabeis que yo no he pertenecido mas que á un hombre, que le he considerado mi esposo, y que mientras viva...

—El marqués ha muerto, dijo Aben—Aboo.

—¡Que ha muerto el marqués! dijo Angiolina con un acento reconcentrado, comprimiendo y dominando la angustia que se apoderó de su alma.

Aben—Aboo que la observaba profundamente, engañado por el violento esfuerzo con que Angiolina habia dominado su alma, dijo para sí:

—Indudablemente la princesa, no ama ya al marqués: si le amara se hubiera estremecido, se hubiera entregado á alguna demostracion de dolor al saber su muerte.

Angiolina leyó sin duda el pensamiento de Aben—Aboo en su mirada, porque dijo con interés, con conmocion, pero sin terror, sin sentimiento:

—¿Y dónde ha muerto el marqués?

—En Cádiar: la noche de Navidad; la compañía entera á cuyo frente se encontraba ha sido exterminada.

—¡Ah! ¿y le habeis matado vos?

—Afortunadamente no.

—¿Por qué decís afortunadamente?

—Porque no quisiera unirme á vos trayendo las manos manchadas con la sangre de ese nombre á quien habia considerado como vuestro esposo.

—¿De modo que, dijo Angiolina, anduve acertada en vestirme de negro para huir con vos de Cádiar?

—¿Llevais por él luto?

—¿No habeis dicho vos mismo que yo le consideraba mi esposo?

—¿Y esa muerte no os causa pesar?

—Ya lo veis, hablo de ello tranquilamente con vos como si se tratara de la de cualquier otro.

—Pero no os mostrais alegre.

—Yo no tengo mal corazon.

Era que Angiolina no tenia sobre sí misma dominio bastante para llevar su fingimiento hasta el punto de mostrarse alegre por la muerte del marqués, cuando estaba transida de dolor, anhelante, haciendo poderosos esfuerzos para que no saliesen á sus ojos las lágrimas, á sus labios los gritos desesperados.

—¿Será acaso que no creais que el marqués haya muerto? dijo el receloso jóven.

—Sí lo creo: porque según lo que ha pasado en las Alpujarras, el marqués que era muy noble y muy valiente ha debido morir.

—¡Ah! ¡le elogiais!

—El que haya sido conmigo un infame, el que yo me haya visto obligada primero á desear vengarme de él, después á despreciarle, no prueba que cuando se trataba del servicio del rey fuese cobarde ni villano: para probaros que os creo, voy á deciros una sola palabra: soy vuestra.

—¡Que sois mia! exclamó Aben—Aboo, levantándose de la silla.

—¡Si, si, dijo Angiolina conteniéndole con un movimiento: después de algunos dias...

—¡Ah! dijo Aben—Aboo. ¡Otro plazo!

—¿No despreciaríais algun dia á una mujer que os abriese sus brazos, caliente aun el cadáver de su esposo?

—¡Esa extraña manía de llamar vuestro esposo al marqués...!

—Yo le he considerado como tal. Sin embargo, podeis abreviar ese plazo.

—¿Cómo?

—Sabeis que soy enemiga del emir, porque de él vienen mis desgracias. Si él hubiera guardado mas á su hija, no me hubiera visto ultrajada por el marqués. Si mi esposo...

—¿De qué esposo hablais ahora...?

—Del príncipe Lorencini Maffei.

—¡Ah!

—Si, mi esposo no sé por qué malhirió al emir en Madrid, y huyó: desde entonces quedé abandonada, y me ví obligada á ampararme de Cisneros. Solo por una sucesion de tristes casualidades he podido venir á vuestras manos. Aborrezco al emir y á su hija, el odio que siento hácia ellos me abrasa el corazon. Si exterminais al emir y á la sultana Amina... el dia en que me digais: no existen, podéis pisar su sepultura, aquel dia... me arrojo en vuestros brazos.

Angiolina se estremeció horrorizada de sí misma: sabia que Aben—Aboo era hijo del emir, hermano de Amina, y sin embargo le pedia la sangre de su padre y de su hermana: y era que aunque comprimia su dolor, dolor causado por la noticia de la muerte del marqués, que Aben—Aboo la habia dado con la mayor seguridad, aunque sabia que el marqués no habia muerto, la enloquecia, la hacia sentir una horrible sed de exterminio, la arrastraba á todo.

Una fatalidad mas que se levantaba contra Yaye.

Porque Angiolina, que, como hemos dicho, solo era infame cuando se tocaba á su corazon, á sus zelos, á su desesperacion por el marqués, se habia reservado de dar á Aben—Aboo la prueba aparentemente terrible de que Yaye habia tenido parte en el asesinato de Miguel Lopez.

Si Aben—Aboo no se hubiera enamorado de Angiolina hasta el punto de inventar una mentira para procurarse su posesion, acaso Angiolina no se hubiera atrevido á afrontar el horroroso crímen de levantar el puñal de un hijo contra su padre.

Pero al escuchar la noticia de la muerte del marqués, noticia dada con tal maestría, que Angiolina creyó en ella, enloqueció y lo arrostró todo: en aquellos momentos, si hubiera podido, hubiera incendiado la creacion.

—¡Otra condicion mas! exclamó Aben—Aboo.

—Pero condicion que podeis satisfacer fácilmente.

—¡Matando al emir!

—¿Acaso no fue él la causa, y el cómplice de la muerte de vuestro padre?

—Me lo habeis repetido mil veces, pero no me habeis dado la prueba, dijo Aben—Aboo.

—¡La prueba! ¿queréis la prueba? exclamó Angiolina levantándose de donde estaba sentada, y sacando de debajo el cofre de sus alhajas que habia traido de Granada: os voy á dar la prueba, añadió abriendo con mano temblorosa el cofrecillo, y sacando de él unos papeles doblados que entregó á Aben—Aboo.

Aquellos papeles eran parte del testimonio que Laurenti habia traido de Granada: en él constaban las informaciones hechas acerca de la muerte de Miguel Lopez, la acusacion y la sentencia contra don Diego de Córdoba y de Válor, y las inculpaciones que este habia hecho, descargándose, contra el emir de los monfíes, puesto que monfíes habian sido los asesinos visibles de Miguel Lopez.

Si Aben—Aboo hubiera meditado un poco, hubiera aplazado hasta informarse mejor, la ejecucion de su venganza: hubiera podido saber por Aben—Jahuar que ninguna parte habian tenido Yaye ni su padre Yuzuf en aquella muerte; pero solo leyó esta terrible frase: los monfíes fueron los asesinos de Miguel Lopez, y el emir de los monfíes estaba enamorado de doña Isabel de Córdoba y de Válor.

Aben—Aboo, con los ojos desencajados se volvió á Angiolina despues de haber cogido aquellos papeles, que por desgracia para Aben—Aboo estaban autorizados en forma.

—Me habeis dicho que sereis mia, el dia en que podais pisar las sepulturas de Yaye y de Amina. Os aseguro que si cumplis vuestra promesa sereis mia mañana.

Y sin decir una palabra mas, salió desencajado, frenético.

Cuando se quedó sola Angiolina, lanzó un largo grito de angustia, se arrojó de costado sobre el lecho y rompió á llorar por el marqués.

Aben—Aboo entre tanto corria frenético á través de las breñas, en medio de las tinieblas de la noche.

Capítulo XXXVII. En que se cuentan sucesos horribles.

Aquella misma noche, el emir estaba sentado junto á una chimenea en su alquería de Cádiar.

Doña Isabel sentada frente á él, indolente, magnífica, pero preocupada, fijaba su vista distraida á través de los cristales de una ventana, en la luna que acababa de parecer sobre una montaña inmediata.

Yaye estaba tambien profundamente pensativo.

—Será necesario al fin romper por todo, dijo Yaye dirigiéndose á doña Isabel.

—¿Romper por todo? exclamó esta.

—Si, es necesario... necesario de todo punto, buscar á nuestro hijo: necesito hablarle... despues de hablarle, espero que todo se arreglará: es un sacrificio, un sacrificio enorme: ¿pero qué hacer?

—¿No hemos resuelto ya que nuestro hijo sepa la verdad de su nacimiento?

—Si, es cierto: pero yo lo dilataba; yo esperaba; el momento es llegado: despues de esto...

—Despues de esto, y para evitar nuevas y mayores desgracias, será necesario que hagas otra revelacion á otro hijo tuyo.

Yaye se puso pálido: hasta entonces doña Isabel ni una sola palabra le habia dicho que indicase que conocia el misterio del nacimiento de Aben—Humeya: las últimas palabras de doña Isabel, aunque tranquilas y afectuosas, le aterraron.

—¡De otro hijo mio! exclamó: ¿acaso sabes?... ¿acaso esa funesta mujer te ha revelado?...

—No; mi cuñada nada me ha dicho: ¿pero no sabia yo que hace veinte y dos años, doña Elvira te tuvo en su poder? ¿Acaso pudieron engañarse mis ojos? como no pudo engañarse mi corazon, no pudieron engañarse mis zelos; yo sabia que doña Elvira te amaba, que te amaba con toda su alma, con toda la vehemencia de un empeño contrariado. Mi hermano, despues de haber quedado tú en poder de doña Elvira por aquella sucesion terrible de fatalidades, solo volvió para estar un momento al lado de su esposa y ser preso por el Capitan general. Cuando nació Aben—Humeya, no pude dudar de que era tu hijo: lo que habia visto, el tiempo trascurrido desde la prision de mi hermano, hasta el nacimiento de Aben—Humeya, todo me confirmó en que era tu hijo. He guardado este terrible secreto de familia, pero en el estado á que han llegado las cosas, es necesario que Aben—Aboo y Aben—Humeya sepan que son hermanos: preciso de todo punto.

—¿Y crees que yo fui culpable, que yo acepté por mi voluntad los amores con doña Elvira? dijo Yaye cuya voz temblaba.

—¡Doña Elvira era muy hermosa! contestó tristemente doña Isabel.

—Doña Elvira abusó de mi situacion: cuando doña Elvira me perteneció, yo no vivia, propiamente dicho: estaba dominado por un marasmo profundo... y es mas Isabel, y puedes creerme como si leyeses en mi conciencia: en medio de aquella fascinacion fatal, yo creia poseerte cuando poseia á doña Elvira. ¡Oh! ¡cuán terrible, cuán funesta es mi historia!

—No hablemos mas de eso: ha sido lo que Dios, sin duda para probarte, ha permitido que sea. Pero en el punto en que nos encontramos, es necesario obrar, y obrar pronto: romper esa cadena funesta con que nos estrecha el destino y nos ahoga; remediar como se pueda el mal causado, y empezar otra nueva vida, una vida enteramente distinta. Me has prometido arrojar esa sangrienta corona; quiero mejor vivir en una choza, al lado del mar, alimentándome de la pesca, tranquila, descuidada, feliz, con el amor de mi familia, que los alcázares dorados, la servidumbre de los esclavos, las vestiduras regias, la grandeza del imperio, en medio de los remordimientos de horribles crímenes y bajo el peso de insoportables cuidados.

—¡Oh! ¡si quisiera Dios!

—¡Ojalá que Dios no esté irritado contra nosotros!

Y doña Isabel se puso de pié.

—¿A dónde vas? la dijo Yaye.

—Ha salido la luna, contestó doña Isabel.

—No te comprendo.

—Dentro de un momento me comprenderás.

—Pero...

—Silencio... déjame hacer.

—Te confieso que me espanta ese misterio.

—Ese misterio se esclarecerá pronto; pero no me detengas, dentro de un momento volveré.

Doña Isabel salió, y Yaye quedó entregado á una ansiedad indescribible, á una curiosidad punzante y gravísima.

Doña Isabel entre tanto habia ido á una retirada habitacion de la alquería, cuyas ventanas daban sobre un barranco.

Pero antes de decir lo que encontró doña Isabel en aquel aposento, debemos poner en antecedentes á nuestros lectores.

Algunos dias antes, doña Isabel habia recibido por medio de un gitano, mientras paseaba en el valle próximo á la alquería, una carta de su hijo concebida en estos términos:

«Necesito hablaros, madre mia: si quereis concederme esta merced, esperadme esta noche cuando salga la luna en una de las ventanas de vuestra casa que dan sobre el barranco. Yo llevaré una escala que vos podreis recoger con un cordon. Nada de esto digais á vuestro esposo.—Vuestro hijo que bien os quiere, Diego Lopez Aben—Aboo.»

Esta carta maravilló á doña Isabel, porque no podia comprenderla: ella creia que su hijo estaba al frente de los monfíes avanzado contra Granada.

Pero eran tan graves las circunstancias en que se encontraba Yaye, en que ella misma se encontraba, que guardó un profundo silencio acerca de la carta de su hijo, y aquella noche, en el momento que salió la luna, fué á la ventana indicada por Aben—Aboo, la abrió é hizo una ligera señal; la contestaron con otra señal desde abajo, y doña Isabel echó el cordon de que se habia provisto, sintió que abajo tiraban de él, tiró á su vez doña Isabel y trajo consigo una escala: la aseguró al alfeizar, se atirantó, y poco despues entró por la ventana un hombre.

Aquel hombre era Aben—Aboo.

—¿Qué significa esto, Diego? le dijo con ansiedad doña Isabel.

—¿Estamos solos, madre mia? dijo el jóven mirando con recelo á su alrededor.

—Si, solos estamos: el emir está en la montaña y no vendrá hasta la media noche.

—Tenemos entonces tiempo sobrado.

—Pero yo te creia lejos de aquí.

—¿No os ha dicho nada vuestro esposo, madre?

—¿Y qué habia de decirme?

—¿Nada os ha dicho de mí?

—No; solamente que te encontrabas mandando los monfíes hácia el puente de Tablate.

—¡Ah! ¿no os ha dicho que yo le hago traicion?

—No... no... ¿pero eso es verdad?

—No, madre, no, pero hay traidores que pretenden desunirnos á todo trance.

—Mi esposo está satisfecho de tí.

—Vuestro esposo sabe que me amais madre, y os engaña.

—¡Engañarme!

—Si: desde la noche del levantamiento de las Alpujarras ando huyendo, madre mia, y desde entonces el emir me anda buscando.

—Pero ¿por qué huyes?

—Porque sé que el emir me cree traidor, y me castigará. Vos sola, vos sola podreis, madre, hacer que el emir se contenga y consienta en escucharme. Si me escucha, yo me justificaré: os lo aseguro, porque soy inocente: pero quiero que me escuche aquí, aquí y á solas.

Doña Isabel, que amaba con delirio á su hijo, se afligió, lloró, y le prometió que el emir le escucharia y que el que se hubiera propuesto dividirlos y enemistarlos, seria castigado.

Doña Isabel y Aben—Aboo quedaron en verse tres noches despues.

Doña Isabel iba á cumplir su promesa.

Abrió una ventana, arrojó una piedrecilla al barranco, y se oyó abajo una palmada.

Doña Isabel echó un cordon, le retiró, trayendo una escala, la aseguró, y á poco apareció un hombre en la ventana y saltó dentro.

Era Aben—Aboo.

—¿Habeis hablado al emir, madre mia? la dijo con ansiedad.

—No; pero le he preparado; ahora le hablaré; él tambien desea hablarte: pero, qué pálido estás Diego, qué desencajado: ¿te ha sucedido alguna desgracia, hijo mío?

—Es que tengo miedo, madre.

—¡Miedo! ¿y de qué?

—¡Miedo del emir!

—¡Miedo de mi esposo! ¿crees tú que aunque fueses culpable, el emir podría castigarte?

—¡Oh! ¡madre mia! un demonio se ha puesto en medio de nosotros.

—¿Quién?

—Mi tio don Fernando el Zaguer.

—¡Oh! ¡siempre fue mi hermano traidor y miserable! pero nada temas, Diego, nada: ¿no sabes que el emir me ama con toda su alma? que te ama... á tí... porque... porque eres mi hijo?

—¡Madre, madre! ¡decís eso de una manera!

—El emir tiene que revelarte grandes secretos: secretos que tocan á tu madre, que te tocan á tí: por terrible que te parezca lo que te revele mi esposo... créelo, hijo mio, créelo: tu madre te dice que lo creas.

—¡Pero explicadme!

—No; no: seria para mi demasiado sacrificio: el emir te lo explicará.

—Una palabra: ¿ese secreto pertenece á vos?

—Si.

—¿Y por qué no me lo revelais?

—¿No te digo que seria para mí un horrible sacrificio?

—Me poneis en confusion, madre.

—Mi esposo te sacará de ella. Adios.

—¿Tardará mucho en venir, madre?

—Tardará un tanto, porque necesito prevenirle. Adios.

Y doña Isabel, conmovida y trémula escapó.

Aben—Aboo se quedó solo.

—Si, si, dijo: sin duda pretenden revelarme, que mi padre murió á manos de mi tio don Diego de Córdoba y de Válor: pero es ya tarde; ya sé á lo que debo atenerme: ¿se referirá esa revelacion á Amina? ¿Quién sube? pero es preciso no perder el tiempo; ¡ola! ¡eh! ¡primo! ¡subid, y subid pronto! dijo Aben—Aboo en voz breve asomándose á la ventana.

Poco despues otro hombre entró en la habitacion.

Era Aben—Humeya.

—¿Está el emir en la alquería?

—Si, contestó Aben—Aboo.

—¿Y has hablado á tu madre?

—Si.

—¿Y nada sospecha?

—Nada.

—¿De modo que podemos dar el golpe?

—Si, podremos vengar á nuestros padres.

—¡Oh! ¡y qué horribles misterios, primo!

—Pero le tenemos en nuestras manos. La justicia de Dios caerá sobre los infames: él muerto: mi madre... no la mataré, porque al fin me llevó en sus entrañas; pero castigaré en ella á la infame que se ha unido con el asesino de su esposo, con el padre de su hijo.

—Si, si; con el asesino de mi padre.

—Despues, tú, rey de Granada, yo, emir de los monfíes...

—Una palabra, primo: ¿sabes tú del paradero de Amina?

—Yo no: ¿la amas?...

—Te juro que si quise casarme con ella, solo fue por atraerme la amistad del emir.

—Y yo lo mismo.

—Muerto el emir...

—Amina nada importa...

—Si la encontramos...

—Si la encontramos la jugaremos á los dados.

—La jugaremos...

—Y quien la gane...

—La encerrará en su haren.

—Convenido.

—Me parece que suenan pasos.

—¡Oh! ¡si! debe ser el emir; escóndete y está pronto: cuando yo me abrace á él, hiérele tú por detrás.

—Esconderme ¿y dónde?

—Aquí, tras de este tapiz. Pronto; ocúltate.

Aben—Humeya se escondió.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció Yaye.

Se detuvo á alguna distancia de Aben—Aboo y le miró profundamente: el jóven temblaba.

—Tu madre me ha dicho que deseabas hablarme, dijo el emir.

—Si, si señor, deseaba hablaros, porque me han calumniado, porque han suscitado vuestra cólera contra mí.

—Creo que aquí no hay calumnia, sino error, dijo conteniéndose Yaye. Pero necesito que me hables con verdad: ¿me has injuriado de una manera irreparable?

—No señor.

—¡Desdichado de tí si no has respetado á Amina!

—Señor, dijo Aben—Aboo, poniéndose letalmente pálido.

—Si, desdichado de tí... porque es necesario decírtelo de una vez... Amina es tu hermana.

—¡Que Amina as mi hermana! exclamó aturdido por aquel golpe imprevisto Aben—Aboo.

—Si, tu hermana, dijo profundamente conmovido Yaye, porque tú eres... porque tú eres mi hijo...

—¡Vuestro hijo! ¡que yo soy vuestro hijo! exclamó Aben—Aboo... pero esto no puede ser, no... mi padre se llamaba Miguel Lopez.

—Tu padre soy yo: tú naciste diez meses despues de la muerte de Miguel Lopez.

—¡La prueba! ¡la prueba! gritó Aben—Aboo.

—¿No te ha dicho tu madre que creas cuanto yo te digo?

—Pero mi madre es vuestra esposa, exclamó Aben—Aboo: mi madre tiene interés... en hacerme pasar por vuestro hijo...

—Aben—Aboo, gritó Yaye: ¿te atreverás á dudar de mí?

Mí padre murió asesinado y le asesinásteis vos.

—¿Yo?...

—Si, vos, emir de los monfíes... y por vengar á mi padre yo he venido á mataros...

—¡A matarme! exclamó Yaye, cuya frente se cubrió de sudor frío.

—Si, á mataros y os mato, exclamó Aben—Aboo, y por un movimiento rápido, que Yaye aturdido no pudo evitar, se abrazó á él.

Y en aquel momento Aben—Humeya, saltó como un tigre del lugar en donde estaba escondido, y antes de que Yaye pudiese desprenderse de Aben—Aboo, le clavó un puñal por tres veces en un costado, gritando:

—¡Muere, asesino de mi padre! ¡su hijo le venga en tí!

—¡Misericordia de Dios! exclamó cayendo Yaye: ¡asesinado, y asesinado por mis hijos!

Aquella exclamacion en la boca de un hombre herido de muerte, aterró á los dos jóvenes que se miraron pálidos de espanto.

—¡Ah! ¡que os perdone Dios! exclamó Yaye cayendo; ¡que os perdone Dios, porque no habeis sabido lo que habeis hecho!

—Pero... exclamó Aben—Aboo, inclinándose sobre el emir; ¿sostendreis aun á punto de muerte esta impostura?

—¡Que os perdone Dios! dijo con desesperacion Yaye.

—¿Será cierta esa horrible revelacion?...

—Corred, corred: buscad socorro; dijo el emir: yo quiero salvarme, no por mí, sino por vosotros: quiero salvarme para que no tengais el remordimiento de un parricidio.

En este momento un hombre apareció en la ventana y saltó á la estancia.

Aquel hombre era Laurenti.

—¿Es decir que todo se ha consumado? dijo viendo á Yaye por tierra sobre un lago de sangre: ¿es decir que los hijos han matado á su padre?...

—Laurenti, exclamó Yaye... tú...

—Si: yo el bandido que se venga.

—¿Has dicho que el emir es nuestro padre? exclamaron los jóvenes.

—Si, y os traigo la prueba. Lee tú esta carta de tu madre, Aben—Humeya; la escribió hace veinte y dos años; toma tú esotra, Ahen—Aboo; tambien hace veinte y dos años que la escribió tu madre doña Isabel.

—¡Ah! ¡las cartas! ¡las terribles cartas que me robaron! exclamó espirando Yaye, mientras los jóvenes devoraban las cartas en que sus madres habian anunciado su nacimiento á Yaye.

—Si, si, te las robé yo, dijo Laurenti, rompiendo los sellos de la Inquisicion: me he vengado y nada tengo ya que hacer aquí. Adios.

Y antes de que los dos jóvenes pudieran detenerle, se precipitó á la ventana y se deslizó por la escala.

—¡Oh! ¡no hay duda, no hay duda, exclamó con desesperacion Aben—Aboo, es mi padre! ¡Estoy maldito de Dios!

Y sin atreverse á mirar á Yaye huyó, ganando la ventana y la escala.

Aben—Humeya quedó inmóvil, aterrado, como herido por un rayo, despues de leer la carta de doña Elvira.

Luego tieso, ríjido, terrible, como impulsado por un poder superior, se acercó á Yaye, se inclinó sobre él y le miró.

Yaye estaba muerto.

—¡Mi padre! dijo con voz ronca: ¡mi padre! añadió, y se apretó las sienes con las dos manos, y luego con los cabellos erizados, vacilante, como un ebrio, se acercó á la ventana, ganó la escala y se deslizó por ella.

El cadáver de Yaye quedó sobre un lecho de sangre en la estancia, y á los piés de la mesa donde estaba la luz, las dos cartas que el horror habia dejado caer de las manos de Aben—Humeya y de Aben—Aboo.

Capítulo XXXVIII. En que empieza á desenlazarse nuestra historia, con la salida pera la eternidad de dos de sus principales personajes.

Entre tanto doña Isabel esperaba impaciente.

Suponia que debia ser larga la entrevista de Yaye y de Aben—Aboo y no se habia atrevido á escucharla.

Durante algun tiempo permaneció anonadada en un sillon junto á la chimenea. Luego, no pudiendo dominar su ansiedad se levantó, fué á su aposento, abrió una puerta, entró en un pequeño retrete, se arrodilló delante de un reclinatorio en que habia un cristo crucificado y se puso á rezar.

Para doña Isabel aquella era una situacion suprema.

Su pudor de madre iba á verse herido por la horrible revelacion que Yaye en aquellos momentos hacia sin duda á su hijo.

Un terror misterioso se habia apoderado de doña Isabel.

Se sentía mal, con el alma comprimida y no sabia darse razon de la causa.

Estaba bajo la influencia de esa intuicion inexplicable que nos anuncia una desgracia; intuicion ó augurio del cual no podemos darnos cuenta, sino cuando la desgracia ha acontecido.

Dominaba en torno suyo un silencio profundísimo y aquel silencio la asustaba.

Se distraia y solo rezaban sus labios.

Su corazon no estaba en Dios, sino en aquel apartado aposento donde se habian encerrado Yaye y Aben—Aboo.

Pasó asi algun tiempo, sin que nada turbase aquel denso silencio, aquella calma glacial.

De repente se oyeron fuertes ladridos de los perros de la alquería, luego ruido de voces, y al cabo pasos precipitados en la cámara de doña Isabel.

Esta se levantó del reclinatorio y corrió á su cámara.

En ella encontró á Harum—el—Geniz, en cuyo semblante se notaba algo extraordinario.

—¿Qué sucede? dijo doña Isabel.

—Debe amenazarnos una gran desgracia, señora, dijo el leal monfí.

—¡Una gran desgracia!

—Si, porque Aben—Jahuar el Zaguer, vuestro hermano y vuestra cuñada doña Elvira de Céspedes, acaban de llegar á la alquería y preguntan anhelantes por el emir, por vos, por vuestro hijo, por Aben—Humeya.

—Hacedles, hacedles entrar al momento, dijo doña Isabel.

Aben—Jahuar y doña Elvira fueron introducidos.

Doña Elvira se avalanzó pálida á doña Isabel.

Hacia veinte y dos años que aquellas dos mujeres no se veian: es mas, que se aborrecian.

Doña Isabel miró con una expresion de gran extrañeza á su cuñada.

—¿Qué quereis en mi casa, señora? la dijo.

—¡Qué quiero! salvar á Yaye, á quien vos habeis perdido, contestó doña Elvira.

—¿Qué decis? exclamó con un supremo desprecio doña Isabel.

—¿Dónde está Yaye? exclamó con afan doña Elvira.

—Si, ¿dónde está el emir? repitio Aben—Jahuar.

—¿Pero por qué me preguntais por él de ese modo?

—Urge aprovechar los momentos, hermana, dijo Aben—Jahuar, imponiendo silencio con un ademan á doña Elvira.

—Está aquí, en su casa, dijo cada vez mas admirada doña Isabel.

—¡Ah! ¡loado sea Dios! dijo Aben—Jahuar.

—Está hablando de negocios de familia con mi hijo, añadió doña Isabel.

—¿Que está encerrado con tu hijo, hermana? exclamó Aben—Jahuar, palideciendo de nuevo: ¿y hace mucho tiempo que han quedado solos?

—Cerca de una hora; pero no comprendo...

—¡Una hora! exclamó aterrada doña Elvira.

—Ha tenido tiempo bastante para asesinarle.

—¡Para asesinarle! exclamó doña Isabel: ¿qué decis?

—Tu hijo cree á tu esposo asesino de su padre.

Doña Isabel no escuchó mas: se precipitó hacia la habitacion donde habia dejado á Yaye y á su hijo, y Aben—Jahuar y doña Elvira la siguieron.

La puerta de aquella habitacion estaba cerrada por dentro, y no se escuchaba hablar á nadie en aquella habitacion.

—¡Harum! ¡Harum! gritó fuera de sí doña Isabel: echad esta puerta abajo, echadla.

Acudieron Harum y algunos monfíes y la puerta cayó por tierra.

Un grito de horror se exhaló de todas las bocas al ver el espectáculo que se presentó de repente á los ojos de todos.

Yaye estaba boca abajo sobre un lecho de sangre.

Todos quedaron inmóvibles, aterrados; doña Isabel con el semblante desencajado, con la mirada extraviada, dió algunos pasos hácia el cadáver, luego se detuvo, vaciló, lanzó uno de esos horribles gritos que solo lanzan las mujeres, y que solo expresan en toda su tremenda extension, el horror, el dolor, la desesperacion: extendió los brazos y cayó de boca sobre el cadáver, como un árbol á quien el hacha hiere por el pié.

Doña Elvira habia quedado muda, inmóvil, con la mirada terriblemente fija en aquel grupo horrible de la esposa desmayada, sobre el cadáver del esposo asesinado.

Aben—Jahuar, horrorizado de sí mismo, miraba tambien, como petrificado, aquel grupo, abrumado por el peso de su conciencia.

Harum blasfemaba, levantando el cadáver de su señor, llorando, rugiendo, amenazando á los cielos y á la tierra.

Los otros monfíes habian levantando á doña Isabel que parecia muerta, y la habian llevado á un divan.

De repente Harum, cierto ya, de que su señor no existia, le dejó de nuevo sobre la alfombra, y se volvió con la cólera reconcentrada del tigre á doña Elvira y á Aben—Jahuar.

—Vosotros habeis venido, dijo lanzando llamas por los ojos, vosotros habeis venido á esta casa anunciando una desgracia, preguntando por Aben—Aboo y por Aben—Humeya.

—¡Ellos! ¡ellos! ¡los malditos! ¡ellos han sido! gritó doña Elvira: ¡sus hijos! ¡el hijo mio y el hijo de esa mujer!

Y doña Elvira, con los ojos inflamados, pero sin verter una lágrima, adelantó hácia el cadáver:

—¡Yaye! exclamó: ¡tú has sacrificado todo cuanto has tenido á tu alrededor! tu aliento ha sido maldito para todo lo que ha tocado, y te has despedazado á tí propio, porque has caido bajo el puñal de tus hijos: ¡has vivido de la desgracia agena, y te has labrado tu propia desgracia! ¡Que te perdone Dios!

Y aquella mujer cayo de rodillas, levantó las manos al cielo, y luego se cubrió con ellas el rostro, y rompió á llorar.

—¡Idos! exclamó Harum—el—Geniz, dirigiéndose á Aben—Jahuar: ¡idos antes que mi razon se extravie y no pueda responder de mí mismo! ¡idos y llevaos á esa mujer!

—Una palabra, dijo Aben—Jahuar que apenas podia hablar: el emir tenia una hija.

—¿Sabeis vos lo que ha sido de la sultana Amina?

—La sultana Amina está en poder de Aben—Aboo.

—¿Pero dónde, dónde?

—En el mismo subterráneo donde murió de hambre Miguel Lopez.

—¡Es decir que vos, cuando tanto sabeis, sois cómplice en el robo de la sultana, y acaso en el asesinato del emir! dijo Harum, desnudando su puñal y adelantando demudado hácia Aben—Jahuar.

Una mano vigorosa detuvo el brazo de Harum.

Volvióse, y vió tras sí, pálido como un cadáver, á Calpuc, al rey del desierto mejicano.

—¡Idos! ¡idos! exclamó Calpuc con voz conmovida.

—Si, me voy, dijo con acento sentido Aben—Jahuar y pluguiera á Dios que nunca hubiera venido: pero recordad, Calpuc: Amina está en el subterráneo donde vos tuvísteis á Miguel Lopez.

Y arrojando una última é indescribible mirada á Yaye, y asiendo de la mano á su cuñada, salió.

Quedaron solos Calpuc, Harum y algunos monfíes junto al cadáver de Yaye y doña Isabel desmayada.

—Aquí hay una escala, dijo uno de los monfíes.

—Por aquí han huido los infames, gritó Harum.

—Y en el suelo hay dos cartas, dijo otro monfí.

Tomólas Calpuc, y las leyó extremeciéndose; despues las quemó á la luz de la lámpara.

Calpuc parecia sereno, pero en lo pálido de su semblante, y en lo concentrado de su mirada, revelaba todo lo intenso de su padecimiento interno.

—¡Todo! ¡todo cuanto he amado! exclamó mirando á Yaye.

Harum no podia creer aquello, no queria creerlo, y continuaba rugiendo y blasfemando.

—¡Juro al Dios Altísimo y Unico, desgraciado señor, no reposar hasta vengarte! ¡juro al Dios Altísimo y Unico, vengarte de tus asesinos! ¡no reposaré hasta verter la sangre de Aben—Aboo y de Aben—Humeya!

—Si, pero es necesario salvar á la esposa y á la hija de tu señor: la esposa está allí, entre la vida y la muerte... la hija... yo iré delante de vosotros á salvar á mi nieta.

Yaye fue puesto en un lecho por los monfíes que acompañaban á Harum, y doña Isabel conducida á su aposento y entregada al cuidado de sus doncellas.

Poco despues, armados y á gran paso, atravesaban la montaña cincuenta monfíes mandados por Harum y guiados por Calpuc.

Entre tanto Aben—Jahuar y doña Elvira marchaban por un estrecho camino.

Doña Elvira lloraba.

Aben—Jahuar iba profundamente pensativo.

Al llegar cerca de una venta, Aben—Jahuar se detuvo, y dijo á doña Elvira:

—No podemos permanecer en las Alpujarras; aquí todo es terrible para nosotros.

—¡Oh! ¡terrible, muy terrible! exclamó doña Elvira.

—Debemos pasar á Africa: la guerra, muerto Yaye, enemistados Aben—Humeya y Aben—Aboo, empeñados los monfíes en la venganza del emir, fracasará: ¿no podremos olvidar lejos de esta tierra tantos horrores?

—Haced de mí lo que os plazca, porque ya todo me importa poco, contestó doña Elvira.

Y se dirigió á la venta en la que entró con Aben—Jahuar.

Al mismo tiempo Laurenti se encaminaba acompañado de Cisneros á la cueva donde habia dejado Aben—Jahuar á Angiolina.

—¿Con que hemos concluido ya, señor Godinez? dijo el comediante.

—Si; si por cierto. Yo os daré tales papeles, que cuando os presenteis con ellos al arzobispo de Toledo, basten para que podais sin miedo volver á vuestro oficio, por toda España, y permanecer cuanto querais en la córte.

—¿Y esa mujer?

—¿La amais todavia?

—Os lo confieso.

—Pues renunciad á ella, porque soy mas fuerte que vos, y tambien la amo.

Llegaban en aquel punto á la cueva: en el barranco un hombre tenia dos caballos del diestro.

—Esperad aquí, dijo Laurenti.

Y entró en la cueva.

Al sentir sus pasos en la escalera, Angiolina, que habia esperado llena de ansiedad algunas horas hacia, se levantó anhelante creyendo que era Aben—Aboo.

—¿Me habeis vengado ya? exclamó.

—Si, dijo Laurenti: Aben—Aboo ha matado á su padre.

Angiolina dió un grito al reconocer á Laurenti.

—Y como nada tenemos que hacer aquí ya, dijo el bandido, nos volvemos á Roma, mi adorada Angiolina. El destino ha querido que no salgas de mis manos, hermosa; primero he sido para tí en los tiempos mas felices de mi vida, un hombre misterioso, que gozaba, sino tus amores, tu hermosura; despues tu salvador Bempo; luego á veces tu esposo el príncipe Lorenzini Maffei, á veces Bempo tu esclavo: después he sido Salvador Godinez, autor de comediantes, y al cabo vengo á ser Laurenti el bandido, Laurenti tu señor. Prepárate para acompañarme mientras escribo una carta para que ese pobre enamorado tuyo Andrés Cisneros pueda volver á la córte.

Laurenti sacó de su bolsillo un tintero de asta, le destornilló, sacó de una cartera papel, y escribió una carta al arzobispo de Toledo, recomendándole á Cisneros, que era merecedor de la gracia del rey, decia, contribuyendo á la muerte del emir de los monfíes, el enemigo mas respetable que tenia España en las Alpujarras.

Laurenti firmaba aquella carta con el nombre de Lope de Arias.

Mientras Laurenti escribia, Angiolina, considerándose perdida, habia meditado un atrevido proyecto: resuelta ya á lo que pensaba hacer, compuso su semblante, se dominó, y cuando Laurenti la mandó que le siguiese, se apoyó sonriendo de su brazo.

—Sin duda meditas alguna traicion, dijo el bandido, cuando tan tranquila te muestras.

—¡Una traicion! dijo Angiolina: te engañas Laurenti... ¿acaso no eres tu mi esposo? ¿acaso no me he vengado ya de ese aborrecido emir? ¿pues qué causa puede haber para que yo me entristezca?

—Asi cantan las sirenas, pensó para sus adentros Laurenti.

Y siguió hácia afuera llevando consigo á Angiolina.

Cuando llegaron al barranco, Laurenti dijo acercándose á Cisneros.

—Tomad la carta que os habia prometido para el arzobispo de Toledo, y una bolsa con que podais hacer el viaje. Montad á caballo y adios.

—¿Y no nos volveremos á ver?

—¿Quien sabe? contestó Laurenti.

—Adios, señora, adios, dijo Cisneros montando á caballo.

Angiolina no contestó, y Cisneros se alejó despechado.

Laurenti puso sobre un cogin, en el arzon delantero, á Angiolina, y montó á caballo; dió algunas monedas á quien habia tenido aquellos caballos, y siguió el barranco adelante.

Por algún tiempo caminaron en silencio.

La noche era nebulosa, fria, áspero el terreno y el caballo, aunque era fuerte y ágil, tropezaba con frecuencia.

—¿Nada tienes que decirme, Angiolina? dijo Laurenti.

—Nada, absolutamente nada, contestó Angiolina con la voz perfectamente sonora.

—¿No te aterra estar en mi poder?

—No.

—¿No temes que yo sea para tí un amante excesivamente despótico?

—No, Laurenti, no: si yo hubiera sabido que Bempo, el hombre que me ha acompañado durante diez años, eras tú, tú el primer hombre de mi amor...

—¡De tu amor...!

—Si tú hubieras observado otra conducta conmigo... sino me hubieras sentenciado á aquella oscuridad misteriosa, á aquella prision, á aquella violencia contínua...

—¡Me hubieras amado...!

—Yo te amaba y te aborrecia á un tiempo.

—No te comprendo.

—Miraba en tí á un tiempo el amante y el verdugo: hui del verdugo, pero he recordado siempre al amante.

—Para ultrajarle.

—No.

—Has sido querida del marqués de la Guardia.

—Me arrojó en sus brazos un empeño de mujer.

—Has sentido zelos de muerte contra la hija del emir.

—Siempre mi empeño y mi vanidad de mujer: pero me he vengado y estoy tranquila: he vuelto á tu poder, y no tiemblo, porque sé que me amas Laurenti, que enloqueces por mí, que por mí eres capaz de todo: porque sé que no seré tu esclava, sino tu señora.

—¡Ah!

—Si; mis miradas te embriagan, mis palabras te fascinan: mi amor te hace esclavo mio.

—Es verdad, dijo con voz ronca Laurenti: por tu amor he cometido mis mas repugnantes crímenes; mis crímenes mas horribles: esa hermana en poder de su hermano... ese padre asesinado por sus hijos...

Laurenti se estremeció: Angiolina se estremeció tambien.

A entrambos los habian llevado el amor y los zelos á crímenes monstruosos; en entrambos la conciencia se sublevaba contra sus hechos, implacable, severa: eran dos espíritus condenados.

Pero en entrambos quedaba arraigado el gérmen que los habia llevado á aquellos crímenes.

Laurenti amaba con toda su alma á Angiolina, y por un fenómeno singular, á aquel amor se unia un odio implacable, porque Laurenti se sentia aborrecido por ella.

Lo mismo acontecia á Angiolina; amaba, codiciaba al marqués, pero el marqués habia herido su corazon y su vanidad, abandonándola, despreciándola por Amina.

Angiolina creia muerto al marqués; le creia muerto por consecuencia de los manejos vengativos de Laurenti, y sentia contra él una insaciable sed de venganza.

—¡Oh! ¡yo te mataré! dijo en su pensamiento Angiolina, cuando conoció que Laurenti estaba, mas que nunca lo habia estado, enamorado de ella.

—Angiolina, dijo Laurenti, despues de algunos momentos de silencio: si tú me amases, aun podria ser feliz.

—¿Y por qué no he de amarte? ¿no has hecho por mi inmensos sacrificios? ¿no lo has sufrido todo? ¿no me has visto acompañada por el marqués, apoyada en su brazo, sonriéndole enamorada?

—¡Ah! exclamó Laurenti.

—Sin embargo, yo no amaba al marqués: estaba únicamente ofendida en mi orgullo, y creia amor lo que solo eran zelos de vanidad, empeño. Pero cuando he sabido que el marqués ha muerto, no he llorado...

—¿Quién te ha dicho que ha muerto el marqués? exclamó Laurenti, disimulando su extrañeza, porque sabia bien que el marqués vivia.

—¡Aben—Aboo! contestó Angiolina.

—¿Has sabido que el marqués ha muerto, y no has vertido todo tu corazon en lágrimas? ¡si tu hubieras muerto, yo no hubiera podido sobrevivirte!

—Eso debe probarte que no le amaba.

—¡Ah! yo te lo perdonaria todo Angiolina si pudiera creerte.

—¿Y qué pruebas puedo darte para que me creas?

Laurenti se estremeció de conmocion, estrechó convulsivamente la cintura de la jóven y la besó en el cuello.

Angiolina suspiró, se volvió, y rodeó sus brazos al cuello de Laurenti.

—¡Yo te amo! le dijo suspirando.

Y le besó en la boca.

—¡Oh! ¡tu amor! ¡tu amor Angiolina! exclamó el bandido ¿no me engañas?

—No; yo te amaré toda tu vida y aun despues de tu muerte.

—¡Oh! ¡amado por tí, mi vida será muy corta, porque la felicidad me matará!

—No, no te matará la felicidad, dijo Angiolina, apoderándose rápidamente de la daga de Laurenti, y estrechándole con fuerza contra su seno: te mato yo.

Laurenti dió un grito: habia sentido una punzada agudísima en su costado izquierdo, un cuerpo agudo que penetraba lentamente en su carne.

—Si, te mato yo; miserable asesino; raptor y deshonrador de mujeres; ladron infame.

Y Angiolina apretaba con fuerza la daga sobre el costado de Laurenti; y la estrecha daga penetraba con lentitud.

De repente Laurenti abrió los brazos, cayó sobre la grupa del caballo, y desde allí al suelo.

Angiolina saltó del caballo, y fué al sitio donde estaba Laurenti.

—¡Muerto! exclamó reconociéndole: ¡le he atravesado el corazon! ¡miserable, que has sido la causa de todas mis desgracias! ¡al fin me veo libre de tí! ¡líbre y sola! Ya me he vengado de tí, pero aun me queda que vengarme de otro hombre: don Juan ha muerto... es necesario que Aben—Aboo muera tambien: y le mataré; sí, le mataré, no sé cómo, pero el infierno le arrojará en mis manos.

Y temerosa de que Laurenti no estuviese bien muerto, con la crueldad del odio y del miedo, le atravesó las sienes con la daga, sirviéndose para hacer penetrar el arma, de una piedra á manera de martillo.

La daga quedó atravesada en el cráneo de Laurenti.

Angiolina registró los bolsillos del cadáver, se apoderó del dinero que llevaba y de sus pistoletes, y montando de nuevo á caballo, se alejó, exclamando con un gozo horrible.

—¡Oh! ¡de esta vez estoy segura de no volverte á encontrar!

Y resuelta á todo, llevando en la mano un pistolete amartillado, dejó al caballo en libertad de marchar por donde mejor quisiera.

Poco le importaba lo que pudíera acontecerla; si encontraba cristianos, les diria que era una cautiva escapada del poder de los monfíes, y si eran monfíes se declararia cautiva de Aben—Aboo.

El caballo caminaba á la ventura.

De repente, al atravesar una rambla, se escucharon pasos y voces de hombres, y se vieron relumbrando algunas antorchas.

Al sentir las pisadas del caballo, todos aquellos hombres avanzaron y rodearon á Angiolina.

—Es una dama, exclamaron con asombro.

—Sí, una dama que huye de sus enemigos, exclamó Angiolina.

—¡Ah! dijo un jóven que acababa de sobrevenir: vos sois la princesa Angiolina Visconti.

—Y vos sois don Fernando de Válor.

—Sí, yo soy Aben—Humeya.

—Pues me doy por dichosa, dijo Angiolina, porque he huido de mis verdugos, y os buscaba para que me amparáseis, señor.

—¡Ah! hermosa princesa, en mala hora venis á ampararos de mí: pero no importa: asid del diestro el caballo de esa dama, y adelante. No podemos detenernos un momento hasta que estemos en medio de mi ejército. Hasta entonces, perdonadme si para salvaros y para salvarme, no me detengo un punto. Adelante, adelante y aprisa: es necesario que antes del amanecer lleguemos al Laujar.

Aben—Humeya siguió á gran paso al frente de sus moriscos entre los cuales siguió marchando el caballo de Angiolina, ó mas bien del difunto Laurenti.

Capítulo XXXIX. De cómo se perdieron de nuevo Amina y el marqués.

Entre tanto Calpuc, Harum, y un cuerpo como de quinientos monfíes, marchaban á gran paso atravesando las Alpujarras en direccion á Orgiva.

Iba ademas con ellos otra persona muy conocida nuestra.

El marqués de la Guardia que habia sido sacado por Harum del alcázar subterráneo del emir.

El marqués caminaba entre Calpuc y Harum.

De tiempo en tiempo Calpuc exhalaba un profundo suspiro, al que contestaba una imprecacion del marqués y una blasfemia de Harum.

—¡Por los siete cielos, y por el infierno! exclamaba Harum: ¡muerto mi señor, y muerto villanamente á traicion! ¡muerto por esos dos miserables!

El marqués juraba y votaba, y ofrecia su alma al diablo por matar á Aben—Aboo que le habia robado á su esposa y á su hija; pero el marqués no sabia, que Aben—Aboo y Aben—Humeya eran hijos del emir, y que por lo tanto Amina era hermana de ellos.

Calpuc guardaba tambien dentro de su alma aquel terrible secreto.

Los tres aguijaban sus caballos, hasta el punto de dejar atrás á los monfíes, que aunque iban á la carrera, no podian seguirlos.

De tiempo en tiempo Harum se volvia y gritaba á los monfíes:

—¿Os habeis convertido en bueyes cansados, de cabras sueltas que érais? ¿no sabeis que vamos en busca del asesino del emir, que vamos á libertar á la sultana?

Los monfíes lanzaban un alarido de furor y forzaban su carrera.

Pero por mucho que apresuraban su marcha, y aunque eran fuertes é incansables, no podian seguir á los caballos.

Estos les tomaron gran delantera.

A punto de amanecer, el caballo del marqués, mas fuerte, ó mejor llevado por su ginete, habia adelantado á los de Calpuc y Harum, y entraba en la rambla de los Gamos, en aquella rambla donde existia aun la encina muerta, de cuyas deshojadas ramas habia mandado colgar veinte y dos años antes Yuzuf, padre de Yaye, á los monfíes asesinos de Miguel Lopez.

Pasaba el marqués á la carrera junto á aquella viegísima encina, cuando de repente se oyó el galope de otro caballo, y apareció al fin, trayendo sobre su lomo un hombre y una mujer.

Este caballo, conduciendo aquel grupo, pasó como una exhalacion por delante del marqués cortando la carrera á su caballo.

A la luz de la mañana, el marqués creyó reconocer en aquella mujer á Amina, en aquel hombre á Aben—Aboo, y no pudo quedarle duda, porque reconocido por Amina, la oyó gritar:

—¡Sálvame! ¡sálvame de este infame!

El marqués revolvió violentamente su caballo, exponiéndole á dar de través, y destrozándole en esta vuelta violenta; y se puso en seguimiento de Aben—Aboo.

Pero fuese que el caballo de este fuese mas fuerte que el del marqués ó que estuviera mas descansado, á pesar de la desventaja de llevar sobre sí dos personas, siguió sosteniendo la ventaja que habia ganado, y sin que el marqués pudiera por mas que castigaba y excitaba á su caballo, hacerle disminuir aquella ventaja.

Hubo un momento en que Aben—Aboo revolvió su caballo con la intencion manifiesta de venir sobre el marqués y empeñar un combate.

Pero vió tras el marqués á otros dos ginetes á lo lejos, aunque no pudo reconocerlos, y allá, mas lejos aun, los monfíes que entraban á la carrera en la rambla, y se puso de nuevo en fuga.

—¡Flanquead! ¡flanquead y cortadle la huida! gritó Harum á los monfíes: ¡flanquead, mientras nosotros le seguimos por derecho!

Y los monfíes, al escuchar aquella voz de mando, se dividieron en dos bandas, y tomaron los atajos y los desfiladeros de la sierra.

El marqués continuaba clavando sus espuelas en los flancos de su caballo que lanzaba gemidos de dolor, y corria cubierto de espuma, pero sin alcanzar ventaja.

El caballo de Aben—Aboo no podia adelantar tampoco, por el aumento de su carga.

De repente el caballo del marqués, se paró jadeante: se extendió, tosió fatigosamente, arrojó un vómito de sangre y cayó muerto.

Don Juan lanzó una blasfemia, se desembarazó de los estribos, y siguió corriendo tras Aben—Aboo, pero desesperado.

De improviso lanzó un grito de alegría.

El caballo de Aben—Aboo habia caido rebentado tambien.

Calpuc y Harum continuaban montados, pero sus caballos se resistian á las espuelas y se negaban á correr.

Los monfíes empezaban á aparecer sobre los flancos de la montaña y se oian sus gritos de amenaza á Aben—Aboo.

Este se desembarazó tambien de los estribos, asió á Amina; cargó con ella y se embreñó.

Parecia inevitable la captura de Aben—Aboo, ó que á lo menos se veria obligado á abandonar su presa.

De tiempo en tiempo, Amina lanzaba un grito de socorro, y Harum, que habia logrado incorporarse al marqués, gritaba á los monfíes, algunos de los cuales preparaban sus arcabuces y sus ballestas:

—¡No tireis! ¡no tireis! ¿no veis que podeis herir á la sultana?

Aben—Aboo, como si le hubiera prestado fuerzas un poder sobrenatural, seguia corriendo.

Oyóse de improviso un grito de triunfo de Aben—Aboo.

Acababa de entrar en la jurisdiccion maldita, por decirlo asi, de la Princesa encantada; en aquel escondrijo que habia encontrado por casualidad Laurenti.

Ya hemos dicho que aquel lugar era terriblemente respetado por la credulidad supersticiosa de los monfíes: al llegar á cierto punto, Harum se detuvo aterrado, como si hubiera tratado de penetrar en el infierno, y los monfíes que flanqueaban la montaña, se detuvieron tambien y retrocedieron cuando reconocieron la hoya.

Solo el marqués, con la espada desnuda en una mano, y un pistolete amartillado en la otra, seguia tras Aben—Aboo y Amina, que se acercaban ya á la roca á la que se habia dado el nombre de Princesa encantada.

Aben—Aboo dió la vuelta á la roca y penetró por la grieta, recorrió los primeros senos, y al llegar á un paraje se detuvo, dejó en el suelo á Amina que se habia desmayado por la emocion y la fatiga, se inclinó sobre el suelo, levantó una piedra, y descubrió una mecha de yesca seca y perfectamente preparada.

Aben—Aboo cogió aquella mecha entre la cazoleta del pedreñal, y dió fuego: la mecha empezó á arder; Aben—Aboo cargó de nuevo con Amina y continuó descendiendo á la carrera, internándose rápidamente en el subterráneo.

El marqués de la Guardia, aunque muy retrasado, penetró tambien en la gruta espada en mano, siguiendo á Aben—Aboo.

Entre tanto los monfíes detenidos por su terror supersticioso en la frontera, por decirlo asi, de aquel terreno maldito, no daban un paso: el mismo Harum vacilaba, solo Calpuc atravesó á la carrera aquella demarcacion fatal.

Excitado al fin Harum por su lealtad á sus señores, la pasó tambien.

Pero ni un solo monfí adelantó.

Limitáronse á rodear aquella demarcacion.

Calpuc adelantaba, Harum le seguia.

De improviso una detonacion horrorosa hizo temblar la tierra; la roca que representaba la Princesa encantada, voló lanzando á gran altura enormes fragmentos, y solo quedó en el lugar que ocupaba un monton de escombros calcáreos.

Calpuc y Harum se detuvieron pálidos de espanto; y los monfíes lanzaron un alarido de terror.

Era imposible ya penetrar en el subterráneo: Aben—Aboo, Amina y el marqués de la Guardia, habian quedado sin duda sepultados.

Calpuc y Harum, pasado el primer momento de terror, corrieron al lugar de la catástrofe, y al contemplar aquel hacinamiento de rocas rotas, impidiéndoles el paso, separándolos de Amina y del marqués, cayeron de rodillas y oraron por ellos.

Pero de repente Harum se alzó.

En su semblante pálido se veia una expresion terrible de venganza, de una venganza ansiosa; sus ojos destellaban sombríos relámpagos de muerte.

Como él, Calpuc se habia alzado rígido y terrible.

—De seguro, dijo volviéndose á Harum, en esta terrible voladura, solo ha perecido el marqués de la Guardia. Aben—Aboo se ha dirigido aquí sin vacilar: debia conocer este escondrijo: debia tenerlo preparado á todo evento. Las voladuras se efectúan siempre para arriba: esto lo sé yo muy bien, como que he hecho volar muchas masas de pedernal, en el desierto mejicano para buscar el diamante: esa caverna debe tener una salida por la cual se habrá sin duda salvado ó se salvará con Amina Aben—Aboo... pero el pobre marqués...

—Acaso se haya salvado tambien, murmuró con acento ronco Harum; seguia ya de cerca á Aben—Aboo.

—Pero lo que nos queda que salvar es mi viznieta; sin duda ha sido abandonada por Aben—Aboo en el lugar donde ha tenido oculta á mi nieta. Corramos, Harum, corramos: salvemos al menos á la última de nuestra familia.

—Y á los que no podamos salvar, los vengaremos, exclamó Harum roncamente.

Y alejándose de la sima que habia abierto la explosion llegó con paso lento y tardo al lugar de donde no se habian atrevido á pasar los monfíes.

Calpuc le seguia.

Harum hizo sonar su corneta.

Poco despues los quinientos monfíes, con sus dos banderas, estaban agrupados á su alrededor:

—¡Valientes! gritó Harum: ya sabeis que el emir ha sido asesinado por Aben—Aboo y Aben—Humeya.

—¡Venganza! gritaron á una voz todos los monfíes como impulsados por un mismo pensamiento.

—¡Si, venganza, y venganza terrible! vosotros sois los valientes que componiais la guardia del emir, los que ibais tras su bandera: á vosotros toca vengarle y le vengareis. ¿Hay alguno entre vosotros que no quiera jurar enemistad á muerte á Aben—Aboo y Aben—Humeya?

Todos callaron.

—Mirad que vuestro silencio es un juramento de venganza contra esos dos infames: que el que no quiera ser de los nuestros hable, y quedará libre.

Continuó aquel elocuente silencio.

—¿Es decir que desde hoy todos somos hermanos? gritó Harum.

—Si.

—¿Que todos nos obligamos á ayudarnos, defendernos y avisarnos?

—Si.

—¿Que en cualquier tiempo y ocasion puedo contar con vosotros cuando os llame?

—Si.

—¡En el nombre de Dios Altísimo y Unico! ¡que ninguno de vosotros olvide lo que ha jurado, sino quiere ser tenido por infame y traidor!

—¡No! ¡no! gritaron en coro los monfíes.

—Pues bien: que ninguno de vosotros diga ni aun á su padre el nombre de los asesinos del emir.

—¡No! ¡no!

—Ahora, valientes, separémonos: yo haré de modo que todos, cualquiera que sea en el lugar donde nos encontremos, sepamos los unos de los otros: quedaos conmigo los de mi taifa: los demás á vuestros apostaderos.

Harum extendió el brazo en un ademan de imperio, y los monfíes se disolvieron, encaminándose á distintos puntos.

Solo quedaron con Harum cien hombres con una bandera.

—Ahora, dijo Calpuc, á mi antiguo subterráneo.

Al oscurecer de aquel mismo dia, Calpuc y Harum penetraron en el subterráneo.

Antes de llegar á la habitacion donde habia muerto Miguel Lopez, oyeron el llanto desesperado de una criatura.

Cuando llegaron á aquella habitacion, encontraron á la pequeña hija de Amina abandonada sobre el lecho.

Tomóla Calpuc en sus brazos, la besó en la frente, y exclamó llorando:

—¡Lo último, lo último acaso que me queda de todo cuanto he amado!

CONCLUSION. LA VENGANZA DE LOS MONFIES.

Capítulo XL. En qué estado se encontraba la guerra de las Alpujarras algunos meses despues de los sucesos anteriores.

La guerra de las Alpujarras se hacia cada vez mas difícil y de resultado mas dudoso.

El marqués de Mondéjar no tenia medios para reprimir la insurreccion.

Le faltaban hombres y dinero.

Ademas, entre él y el presidente de la Chancillería, se cruzaban competencias de autoridad.

Las prudentes medidas que el marqués de Mondéjar tomaba para mantener en paz á los moriscos del Albaicin y de la Vega, eran inutilizadas por las severas é imprudentes represiones que el presidente don Pedro de Deza ejecutaba sobre los moriscos.

Los alguaciles y las guardas de la Chancillería, se permitian con ellos toda clase de excesos, y por la mas leve causa, con los mas absurdos pretextos, eran encarcelados.

La mayor parte huian á las Alpujarras.

La rebelion crecia.

Un dia y otro llegaban noticias terribles.

Ya era la de que en Guecija, los monfíes, despues de haber acorralado en la torre de su iglesia á una comunidad entera de frailes agustinos la habian matado, echándoles aceite hirviendo por un agujero abierto en el techo de la habitacion en que se encontraban; ya de que habian enchido ó rodeado de pólvora al cura de Mairena, y le habian puesto fuego, y de que habian enterrado hasta la cintura al vicario de la misma villa, y le habian asaeteado; enterrando á otros eclesiásticos hasta el cuello, y dejándolos morir de frio y de hambre; ya de que á otros cristianos habian mutilado los miembros y entregádolos á las mujeres para que con almaradas los acabasen de matar; ya que á este ó al otro corregidor, alguacil, corchete, ó miembro de justicia habian acañabereado, apedreado, desollado ó despeñado; ya que á los hijos del alcaide de la Poza llamado Arze, habian dado cruel muerte degollando al uno; azotando, crucificando, é hiriendo en el costado al otro, como en escarnio y reproduccion de la muerte de Jesucristo; ya que un convento entero de monjas habia sido entrado, y repartidas las monjas jóvenes entre ellos y hechas sus mancebas, y destinadas á la mas dura servidumbre las monjas viejas: ya, en fin, de horrores repugnantes, inconcebibles, de todo punto infames, practicados por los monfíes.

Los que escapaban, maltratados algunos y heridos, llevaban el terror á Granada, y las peticiones de represion y de venganza de los ciudadanos atemorizados, hacian mas precaria la situacion de los moriscos de la ciudad, y enconaban las diferencias entre el presidente don Pedro de Deza, y el capitan general, marqués de Mondéjar.

Este opinaba que nada debia hacerse contra los que en nada habian delinquido, y protegia abiertamente á los moriscos de la ciudad, porque decia:

—Si ellos tuviesen pensamiento de alzarse, y de faltar á la lealtad al rey, hubieran aprovechado la entrada de los monfíes en el Albaicin la noche de Navidad: manteniéndoles en su lealtad por medio de la blandura; se conseguirá que muchos de los moriscos de las Alpujarras que ven la guerra dudosa y la temen, se vengan á Granada á ponerse bajo el amparo del rey, cuando si á los de la ciudad se les trata con rigor, huiran á las Alpujarras y aumentaran desesperados la fuerza de la rebelion.

Pero en contra de las razones del marqués, el presidente decia.

—Los de la ciudad y los de las Alpujarras son unos mismos: si los de acá no se han levantado, es porque no han visto seguro el suceso, pero el dia en que por recibir ayuda de Berbería los rebeldes, ó por otra circunstancia, crean llegada la hora del triunfo, se sublevaran y nos encontraremos con los enemigos en casa. Deben, pues, ser considerados como enemigos ocultos y tratados con rigor.

No se sabia á cuál de estos dos opuestos pareceres conceder el acierto; pero el resultado era que el presidente conspiraba contra el marqués de Mondéjar; y que el marqués de Mondéjar andaba contrario y enemistado con el presidente; que la ciudad, dependiente de la Chancillería en gran manera, andaba rehacia en ayudar en lo que podia al marqués, y que los habitantes castellanos, acusaban públicamente de blandura y de parcialidad por los moriscos al capitan general, y pedian le sustituyese el marqués de los Velez don Luis Fajardo, adelantado de Murcia, en quien decian tener mas confianza.

Del mismo modo los caballeros y gentes que habian venido á ayudar en la empresa al marqués de Mondejar, estaban divididos, ayudando los unos al capitan general, poniéndose los otros de parte del presidente y del marqués de los Velez.

Aben—Humeya entre tanto habia acabado de levantar todas las Alpujarras; habia dado ocasion á que el fuego cundiese á la tierra de Almería, á la Axarquia de Málaga y á la serranía de Ronda; habia enviado embajadores al rey de Argel avisándole del buen punto en que se encontraba la guerra, y pidiéndole socorro, y habia enviado á Africa á Hernando el Habaquí á tomar turcos á sueldo, de los que andaban pirateando en el Mediterráneo.

Entre tanto las gentes del rey de España llevaban en las Alpujarras la peor parte; el capitan Avila habia sido vencido y encerrado en Adia; Castil de Ferro fue tomado por los monfíes; Orgiva habia sido entrada y ocupada; y el mismo Aben—Humeya, cargando con seis mil hombres sobre el puente de Tablate donde estaban las avanzadas de la gente del marqués de Mondejar, las hizo retroceder, venciéndolas y obligando al capitan Diego de Quesada que las mandaba á retirarse á Durcal.

Por esta victoria de Aben—Humeya, Granada estaba amenazada.

El marqués de Mondejar se vió obligado, pues, á salir contra el enemigo, dejando encomendado el gobierno de la ciudad á el presidente don Pedro de Deza, y llevando por todo ejército ochocientos infantes, doscientos caballos y algunos caballeros particulares.

Cuando llegaron encontraron cortado el puente.

Al otro lado estaba Aben—Humeya con un estandarte y tres mil y quinientos hombres entre monfíes y moriscos, armados parte con arcabuces y ballestas, parte con hondas y armas enhastadas.

Parecian dispuestos á defender á todo trance aquella puerta de las Alpujarras.

Aben—Humeya, ginete en un caballo negro, con corona en la cabeza y vestiduras reales, seguido de su estandarte, recorria sus apiñados escuadrones que ocupaban el repecho; alentaba á los unos, excitaba á los otros, ofrecia recompensas, se multiplicaba, acudia á todas partes, y obraba, en fin, como un valiente capitan.

El marqués de Mondejar por su parte, mandó á la infantería forzar el paso del puente; pero la infantería que acompañaba al marqués, reunida de improviso pocos dias antes, mal regida y poco disciplinada, fue rechazada por los monfíes, que repasaron el puente cargando en tropel y con recio alarido sobre las gentes del marqués.

Entonces Mondejar mandó cargar á la caballería, pero á la primera envestida empezaron á arremolinar algunas picas de su escuadron, y el marqués, resuelto á todo, se vió obligado á envestir en persona, seguido de su guardia, de sus escuderos y de los caballeros particulares que le acompañaban.

Aconteció que, como el paso era estrecho, entre dos cerros, y los monfíes se embarazaban unos á otros por el poco espacio, y presentaban un frente de ocho hombres, no pudieron resistir los primeros la acometida del marqués y de sus gentes, fueron arroyados y arrojados á los barrancos laterales los primeros en que se encarnizó la embestida, y revueltos los de detrás, y siendo muy estrecho el paso del puente, cayeron la mayor parte despeñados al fondo del tajo, se retiraron los demás, y alentada la gente del marqués, pasó á la carrera y á la deshilada por las tablas, apretando á los monfíes y haciéndoles retirarse á la montaña, donde no podian perseguirlos los caballos.

El marqués pasó adelante, puso alguna arcabucería en el castillo de Lanjaron, que encontró abandonado, y acampó en una cumbre delante de los enemigos.

Pero esta victoria, señalada é importantísima, porque quebraba el primer ímpetu de los monfíes, debida al arrojo y á la sangre fría de Mondejar, no fue bastante para darle autoridad como capitan y acallar las rencillas y las competencias del presidente de la Chancillería y la rivalidad del marqués de los Velez.

De nada le sirvió tampoco el haber libertado á Orgiva, el haber conseguido notables ventajas sobre el enemigo, obligándole á concentrarse, y todo esto con poca gente, sin ningun dinero, sin bastimentos ni provisiones.

Culpábasele por el presidente Deza de haber causado con sus contemporizaciones la rebelion de los moriscos; se desestimaban sus triunfos, se atribuian al acaso mas que á la pericia, todo esto en cartas al rey en que por el contrario se elogiaba al marqués de los Velez, que, requerido por el presidenta Deza, habia entrado con sus deudos, amigos y allegados en el reino de Almeria; se ponderaban su valor y su pericia: se referia enfáticamente cómo habia combatido una gruesa taifa de moros que atravesaban desvandados por Illar; cómo habia tomado á Flix, villa de moriscos y saqueádola y llevádola á sangre y fuego, y matando mas mujeres que hombres, y cómo por falta de vituallas, se habia visto obligado á recogerse á Casar de Canjayar, á quien por otro nombre llamaban y aun llaman hoy, barranco de la Hambre, en memoria de que en él se recogieron los moriscos cuando don Fernando el Católico fué sobre Andarax, en la primera rebelion de las Alpujarras, barranco en el cual murieron de hambre casi todos los moriscos que en él se refugiaron.

Felipe II recibia estas cartas; las leia detenidamente, conocia la parcialidad que en ellas se encerraba, y no proveia socorros ni para Mondejar ni para el marqués de los Velez, ni se decidia por el uno ni por el otro.

Política incomprensible, que dejaba crecer una rebelion respetable, que dilataba la guerra y empequeñecia la influencia del rey en las Alpujarras.

Sin embargo, puso algun temor á los moriscos la toma de Poqueira, Jubiles y Paterna, lugares que por su aspereza creian inexpugnables, tomas tanto mas dolorosas para ellos, cuanto por la reputacion de fuertes de aquellas villas, habia recogido en ellas todos sus caudales que fueron tomados por los cristianos.

Con estas ventajas creyó el marqués de Mondejar tener ya vencida y á punto de terminar la rebelion; pero esta, que parecia sosegada en el centro de las Alpujarras, saltó por otras partes á las Guajaras, que son tres lugares pequeños al Poniente de las Alpujarras, situados entre Almuñecar y el valle de Lecrin, en la rambla que va á parar al puerto de la Herradura.

Los monfíes ocuparon los dos peñones que se llaman las Guajaras, uno alto, de subida áspera y dificil, y otro mas bajo y accesible.

Fortificáronlos como pudieron, con piedra seca y mantas y enjalmas, á falta de tierra y ramas, y aumentado su número por tres mil moriscos de los lugares vecinos, esperaron al marqués, que dejando con sobrada impremeditacion á sus espaldas lugares sospechosos y mal reducidos como Ohañez y Válor, cargó sobre las Guajaras donde de nuevo aparecia la rebelion audaz y provocadora.

Desastrada pudo ser para los castellanos esta empresa por la imprevision del marqués de dejar á sus espaldas y á sus flancos lugares enemigos.

Acometidas las Guajaras, los monfíes y los moriscos se defendieron con el valor de la desesperacion; el ardor del capitan de infantería don Juan de Villaroel empeñó á una bandera de arcabuceros en el asalto imprudente del peñon mas difícil; cundió la imprudencia, y ya pasaban de ochocientos infantes los que subian por lo mas áspero del peñon, sin que el marqués de Mondéjar pudiese contenerlos; alentado el capitan Villaroel con aquel aumento de gente, creyendo tener asegurado para sí el honor de la jornada, desoyendo las órdenes del marqués, prosiguió en el asalto de una manera desvandada, dando ocasion á los monfíes de que le rechazasen con sus arcabuces y ballestas, y con una lluvia de piedras derrumbadas desde el alto del peñon.

De los moros, todos eran á arrojar: hombres, mujeres, viejos y niños.

Los cristianos fueron rotos, muertos de una manera desastrada la mayor parte de ellos; cargados por los moros que, al ver el desórden, saltaron del peñon abajo, y mataron entre otros muchos hidalgos al imprudente capitan Villaroel, que cayó desalentado con la espada en la cinta, acuchillado en la cabeza, y mutiladas las manos con que pretendia parar los golpes de los alfanjes y yataganes.

Murió allí tambien don Luís Ponce de Leon, que estando herido de muerte y por tierra, le despeñó un criado suyo por salvarle; y asimismo murieron el veedor de las compañías de Granada Juan de Ronquillo, y el único hijo del maestre de campo Hernando de Oruña, que cayó ensangrentado á los piés de su mismo padre.

El marqués, á la vista de aquel estrago y de los enemigos que embravecidos por el triunfo cargaban, prolongándose por la cumbre para tomarle las espaldas, guiados por los terribles walies Gironcillo y el Zamar, envió á don Alonso de Cárdenas con una manga de arcabucería á que contuviese su ímpetu.

Logróse, conteniéndose el impetu de los enemigos; llegó la noche, y el marqués con su gente recogida y en ordenanza permaneció acampado delante de los moros.

Al amanecer llegó al campo del marqués su retaguardia, compuesta de cinco mil quinientos hombres y cuatrocientos caballos.

Renovóse de nuevo el asalto del peñon por todas partes, y siendo el combate encarnizado todo el dia, con gran mortandad de los cristianos, que eran heridos por los moros desde sus reparos y asperezas á mansalva.

Visto por los monfíes y los moriscos que se encontraban cercados, que el campo del marqués habia vencido, que les faltaban municiones y víveres, y que al dia siguiente podrian resistir mal un nuevo asalto, rompieron durante la noche por el lugar que encontraron mas flacamente cercado, salvándose los monfíes con sus capitanes Gironcillo y el Zamar, y sacando las mujeres y niños que pudieron, pero quedando otro gran número de los naturales en las Guajaras defendiendo el peñon.

El marqués puso parte de su gente en demanda de los que huian, y el wali Zamar, embarazado por el peso de una hija doncella, á quien habia tomado en sus brazos, porque no podia seguir de cansada, fue herido en un muslo por un arcabucero preso, cautivada y deshonrada aquella hija por cuya salvacion se habia perdido, y enviado él mismo á Granada, donde le mandó atenacear el conde de Tendilla, hijo del marqués de Mondéjar.

Los horrores crecian.

Los desdichados que habian quedado cercados en el peñon, gente floja, mujeres, niños y viejos la mayor parte, fueron acometidos, tomada la cumbre del peñon despues de un ligero combate, y pasados todos los que allí se encontraron á cuchillo, sin distincion de persona, edad, ni sexo.

Cuando hoy se pasa por entre los peñones de las Guajaras, los naturales señalan algunas anchas ráfagas de tierra roja, y pretenden que aquella es la señal de la sangre vertida en aquella jornada.

Esta jornada fue de poco honor para Mondéjar; habia triunfado si, pero perdiendo la mitad de su gente, sin un gran resultado decisivo, puesto que aquella matanza de moriscos irritó mas que aterró á los insurreccionados.

Aquella victoria habia sido tan costosa, que se tenia por una derrota, é hizo pensar que si de esta suerte seguia triunfando con frecuencia el marqués, se necesitarian para la guerra de las Alpujarras los ejércitos de Jerjes y los tesoros de Creso.

Apretaban, pues, el presidente Deza y los vecinos mas calificados de Granada en que se encomendase la empresa de la pacificacion de las Alpujarras al marqués de los Velez, quitando este cargo al de Mondéjar.

Este último, por su parte, daba por concluida la guerra; pero para desmentirle se levantaban Ohañez y el marquesado del Zenete con nuevo empeño y temeridad increible; apenas castigados estos lugares, se alzaban otros, y los vencidos volvian á levantarse cuando el ejército cristiano, yendo de acá para allá, los desalojaba para ir á sujetar nuevas insurrecciones.

Perseguíase, buscábase á Aben—Aboo y Aben—Humeya, y no se les encontraba; pero los soldados no se volvian sin haber saqueado y cometido todo género de excesos en los lugares á donde habian ido á buscarlos.

Válor, Narila, Orgiva, sufrieron sucesivamente cuantas calamidades pueden llevar la guerra y el bandidaje á una poblacion; las mujeres y los niños eran cautivados y vendidos, y muertos los hombres y los viejos.

Veíase con frecuencia una larga caravana de moriscas descalzas, desgreñadas, aterradas, llevando sus hijos en los brazos unas, y otras de la mano, atravesando las montañas, escoltadas por algunos monfíes, en fuga de los cristianos que se habian acercado á su poblacion.

Acontecia muchas veces que estas pobres caravanas de fugitivos encontraban con un cuerpo de cristianos, que los acometian, se ensangrentaban en ellos, los cautivaban, y no perdonaban género de ferocidad.

Otras veces, por el contrario, los monfíes encontraban al revolver de un desfiladero una inmensa turba desvandada de soldados españoles, cargados con la presa de una poblacion que acababan de saquear, y llevando consigo mujeres cautivas; entonces los cristianos, embarazados por el botin, eran degollados, sin que los monfíes tomasen uno solo preso, y á veces sin que perdiesen los degolladores un solo hombre.

Era, en fin, una guerra de exterminio y de bandidaje, cuyo fin no se veia, y que amenazaba siempre con el peligro de que el turco tomase parte en ella, enviando á las Alpujarras un formidable ejército.

Por resultado de un terrible descalabro sufrido en Válor por las gentes del marqués, el rey mandó á este que recogiese su gente á los lugares fuertes y suspendiese todo género de hostilidades hasta recibir nuevas órdenes.

Algo mas adelante el rey conoció que se necesitaba mas capitan para aquella empresa, que el marqués de los Velez y el de Mondéjar, y encargó de ella á su hermano don Juan de Austria, á quien, á pesar de su mocedad, daba aliento y autorizaba la generosa sangre de su padre, el poder y respeto de su hermano, y bajo cuyas órdenes estarian mas obedientes los capitanes y mas sujetos los soldados.

Por otra parte, alentados los monfíes y los moriscos por las ventajas que recientemente habian alcanzado tras los pasados desastres, habian crecido en brios; Aben—Humeya mas ayudado por los suyos entró con mayor autoridad en el gobierno; imitó la manera de ordenar la gente y de combatir de los cristianos, dividió su ejército en tercios, compañías y escuadras; nombró para estos cuerpos, maestres de campo, coroneles, capitanes, alféreces y cabos; dió á cada compañía una bandera, y como estandarte suyo levantó un guion rojo con las armas de Granada.

Dividió las Alpujarras en partidos, y estos partidos en taas, poniendo en cada taa para su gobierno un alcaide que atendiese á la defensa y al mando de su demarcacion, y por último, para su decoro y seguridad personal, creó una guardia de cuatrocientos arcabuceros.

Tranquilos entre tanto y sosegados los moriscos de Granada, y los de la Vega, estaban muy lejos de temer la inmensa desgracia que se les preparaba con la venida de don Juan de Austria.

El primer augurio de estas desdichas, fue la matanza que hicieron algunas gentes de Granada, de moriscos que estaban presos en la cárcel de la Chancillería por mandado del presidente Deza.

Culpábaseles, con razon ó sin ella, de estar en tratos con los de las Alpujarras, para alzarse con la ciudad, y entregarla al saqueo, al incendio y al degüello.

Aumentó el temor y el odio de los cristianos el haber corrido la voz el dia 17 de marzo de 1569, de que en la ladera de la Sierra Nevada mas próxima á la ciudad, se habian visto de noche fuegos que parecian señales, y que de algunas ventanas y terrados del Albaicin habian contestado con otras lumbres.

El presidente habia tomado precauciones en consecuencia, y habia mandado á don Gerónimo de Padilla, capitan de la gente de guerra que aseguraba al Albaicin, y al cuadrillero Bartolomé de Santa María, que mandaba las rondas, estuviesen atentos y prevenidos, y al alcaide de la cárcel que tuviese gran cuidado con algunos moriscos principales que tenia presos.

El alcaide reunió á algunos parientes y amigos suyos armados para que custodiasen á los presos, y todo parecia estar prevenido, cuando una casualidad vino á producir una catástrofe.

Desde muy antiguo, la campana de la torre de la Vela del castillo de la Alhambra, al dar las once de la noche, toca treinta y tres campanadas; á este toque se llamaba en aquellos tiempos el cuarto de la modorra.

La noche del 18 de marzo, como el encargado de la campana tocase este cuarto mas tarde que de costumbre, y de una manera mas apresurada, creyóse en la ciudad que tocaba á rebato y se alborotó Granada.

Alborotáronse asimismo los presos de la cárcel, tanto cristianos como moros, y llegaron á tal punto que vinieron á las manos.

Los moriscos se valian para acometer y defenderse, de muebles, ladrillos y palos que sacaban de los calabozos, y los cristianos y la guardia, unos con los travesaños de los grillos, otros con sus espadas y arcabuces acometian á los moriscos.

El corregidor Juan Rodriguez de Villafuerte, que dormia en una sala del palacio de la Audiencia, oyó entre sueños el ruido del combate de la cárcel, se levantó y mandó á un soldado que fuera á ver qué era aquello.

El soldado volvió diciendo que los moriscos presos se habian rebelado, y que estaban peleando con la guardia y con los otros presos cristianos; que los unos decian «¡viva Mahoma!» y los otros, «¡viva la fe de Jesucristo!»

Avisado de lo que sucedia el presidente don Pedro de Deza, mandó que la compañía de infantería que estaba de guardia en la Plaza Nueva, cercase la cárcel, pero á este tiempo ya grandes turbas de gente de la ciudad, creyendo que se tocaba á arrebato, habian acudido armadas y entrado en la cárcel.

Los moriscos desesperados, habian juntado las esteras, los muebles, las camas, y les habian puesto fuego, y los cristianos á un tiempo apagaban el fuego y pasaban á cuchillo á los moriscos entre torbellinos de humo.

Diez horas duró esta escena de sangre, y fueron muertos á hierro y fuego ciento diez moriscos que estaban presos, y cinco cristianos, resultando ademas diez y siete heridos.

Muchas casas del Albaicin fueron saqueadas y robadas, y gran número de moriscos, aterrados, pasaron á las Alpujarras á aumentar la rebelion.

En estas circunstancias el 6 de abril de 1569 partió don Juan de Austria para Granada, desde Aranjuez, á donde habia ido á recibir instrucciones del rey.

Acompañábale su ayo don Luis Quijada, y el 12 del mismo mes llegó á la villa de Iznalloz, á cinco leguas de Granada, en la que entró al siguiente dia con gran solemnidad, como quien era hijo del famoso emperador don Carlos, y hermano del rey de España.

Acompañábale en la entrada el marqués de Mondejar que habia venido para esto solo de las Alpujarras.

Salióle á recibir el conde de Tendilla con doscientos ginetes, vestidos y armados á la morisca, y adelantó al lugar de Albolote.

Fuera de las puertas de la ciudad, le recibió el presidente Deza con cuatro oidores, y los alcaldes del crímen, y el corregidor con cuatro veinticuatros y sus tenientes y el arzobispo con cuatro dignidades del cabildo, y muchos caballeros particulares.

Todas estas gentes llegaron hasta el rio Beiro, próximo á la ciudad por la parte de la puerta Elvira, y allí encontraron á don Juan de Austria.

En el llano del rio estaba formada la infantería en número de diez mil hombres, que al pasar don Juan, hicieron salva con sus arcabuces.

Por industria del presidente Deza, y para predisponer al rigor la jóven alma de don Juan de Austria, se habia preparado una farsa.

Al llegar á la puerta de Elvira, le salieron al encuentro mas de cuatrocientas mujeres, desarrapadas, desmelenadas, enlutadas, dando alaridos, y arrojándose á los pies de su caballo.

—Justicia, señor, justicia, gritaban en coro.

—Nosotras somos las viudas y las huérfanas de los que han matado cruelmente los viles moriscos de las Alpujarras.

—Venganza contra los asesinos de nuestros padres, de nuestros esposos, de nuestros hijos, de nuestros parientes.

—Justicia, señor, y que no tengamos el dolor de ver á nuestros enemigos perdonados.

Y siguieron con sus alaridos, con sus lágrimas y con sus aclamaciones de venganza, hasta el punto de que don Juan de Austria se enterneció, las consoló y las prometió cumplida venganza, todo con gran consentimiento del presidente Deza, autor de aquella pantomima, y con no pequeño fruncimiento de cejas del marqués de Mondéjar, que veia claro á donde iba encaminado todo aquello.

Entrado don Juan en la ciudad, no tardó en presentársele una diputacion de los moriscos del Albaicin y de la Vega, compuesta de cuatro de los mas rícos y principales de ellos y un procurador general, el cual le espetó el siguiente discurso que tomamos á la letra del historiador Mármol:

«Grande es el contento que aquestas gentes tienen de ver á vuestra excelencia en esta ciudad para el remedio de tantos males como hay en ella, que cierto es, representan su destruicion. Temen que algunos habran desatado las lenguas y dado falsas nuevas de su fidelidad, diciendo ser autores del mal, ó favorecedores de los malos; mas confian en Dios, y en la bondad y clemencia de Su Magestad, que los que hubieren sido leales, seran favorecidos y bien tratados, como es justo sean rigorosamente castigados los que pareciere haber sido culpados en el levantamiento. Quéjanse que son molestados por los ministros de las cosas de justicia y de guerra con cohechos; que los soldados les roban sus haciendas y les deshonran sus casas; y que hasta agora los superiores no han puesto remedio en ello. Y suplican á vuestra excelencia lo mande remediar de manera, que desagraviados de lo pasado, proviniendo á lo porvenir, cese el alojamiento de las gentes de guerra en las casas, y tengan libertad de poder ir seguros á sus labores. Bien sabe que en esta ciudad cada uno da fuerza á la ruin opinion, ó la acrecienta de manera, que muchos temen lo que ellos mesmos inventaren; mas asegúralos la prudencia de vuestra excelencia, en cuya proteccion y amparo ponen sus vidas, honras y haciendas.»

A lo que don Juan de Austria, con sumo agrado, contestó con las palabras siguientes:

«El Rey, mi Señor, me mandó venir á este reyno, por la quietud y pacificacion de él; sed ciertos que todos los que hubiéredes sido leales al servicio de Dios, Nuestro Señor, y de Su Magestad, como decís, sereis mirados, favorecidos y honrados, y se os guardarán vuestras libertades y franquezas; pero tambien quiero que sepais, que juntamente con usar de equidad y clemencia, con los que lo merecieren, los que no hubieran sido tales, serán castigados con grandísimo rigor. Y en cuanto á los agravios que vuestro procurador general dice que habeis recibido, darme habeis vuestros memoriales, que yo lo mandaré ver y remediar luego, y quiéroos advertir, que lo que dixeredes sea con verdad, porque de otra manera habriades hecho daño á vosotros mesmos.»

Pero al salir los moriscos consolados con las nobles palabras de don Juan de Austria, estaban lejos de sospechar la tormenta que amenazaba á sus cabezas.

Pocos dias despues de la llegada de don Juan de Austria, llegó el duque de Sesa, y con su presencia empezó á tratarse del asunto de la pacificacion en consejo.

Componíase este consejo, bajo la presidencia de don Juan de Austria, del arzobispo, del duque de Sesa, del marqués de Mondéjar, de Luis Quijada, y del presidente Deza, al cual se añadió algunos dias el licenciado Bribiesca de Muñatones, del consejo y cámara de Felipe II, al cual habia enviado este exprofeso á Granada.

El marqués de Mondéjar fue de opinion, á la que se adhirieron el arzobispo y Luis Quijada, de que se remediase el daño poniendo guarniciones bastantes en los lugares de las Alpujarras, concentrando á los moriscos que querian la paz en la parte llana de las taas de Verja y Dalias, y tomar las sierras con la gente de guerra: que sino bastase esto, se le diesen al mismo marqués mil infantes y doscientos caballos, con los cuales, y con la gente que habia dejado en Orgiva, destruiria los sembrados y quemaria á los moriscos todos los bastimentos que tenian, reduciéndolos por hambre.

Pero el presidente Deza, enemigo declarado del marqués de Mondéjar, creyó insuficiente lo que aquel habia opinado, y dijo que lo que se debia hacer antes que todo, era quitar de Granada y de la Vega á los moriscos y deportarlos tierra adentro de España, para que no pudiesen ayudar á los moriscos rebelados con avisos, armas y gentes. Aconsejó ademas, que para aplacar á Dios, ofendido por tanto sacrilegio y tanto delito, se ejecutase un rigurosísimo castigo en los alzados empezando por las Albunuelas y siguiendo á las otras taas de las Alpujarras.

Pidió, en fin, como buen clérigo de aquellos tiempos, la deportacion, el hierro y el fuego para los moriscos, y declaró que solo de este modo podria llegarse á la pacificacion absoluta y duradera del reino.

El marqués de Mondéjar, apoyado por el arzobispo y el duque de Sesa, se opuso con energía á tan violentas y sanguinarias medidas, como quien sabia bien por haber sido muchos años capitan general de Granada, que no era de los moriscos toda la culpa del alzamiento, sino del rigor y de la injusticía con que hacia tantos años se les venia tratando.

Dijo: que no podia ni debia despoblarse un reino como el de Granada, de gente útil y rica, exponiéndose á perder el fruto las de ricas industrias que solo los moriscos conocian; que no era el rigor lo mas á propósito para reducir á gentes que excitadas por añejos y cada dia mas duros rigores, se habian levantado, y que solo servirian para despoblar y empobrecer el reino por una parte, y por otra para hacer mas encarnizada y duradera la guerra.

Durante esta controversia, sobrevino el licenciado Muñatones, con la autoridad de enviado especial del rey, y aunque al principio repugnó la deportacion, instigado al fin por Deza y por el licenciado Bohorques, gente de su mismo oficio, convino en ella y en extremar el rigor; tuvo esta opinion mayoría, se aprobó, y no le quedó al marqués otro recurso que representar al rey, y enviar con la representacion á la córte á su hijo el conde de Tendilla.

Esta lucha del consejo producia dilaciones, se perdia tiempo y de él se aprovechaba Aben—Humeya para rehacerse, para organizar á sus gentes, en una palabra.

Conoció el consejo lo que en tiempo se perdia, y se dió órden de seguir la guerra mientras llegaba la resolucion del rey acerca de las medidas que debian tomarse respecto á los moriscos.

Llamóse de nuevo gentes de las ciudades, se atendió á la provision de víveres y municiones, enviáronse banderas de infantería de guarnicion á las principales villas de las Alpujarras, y se recomendó á sus capitanes que tuviesen gran cuidado con la costa, porque se habian recibido noticias de la llegada de galeotas de Berbería con gente, armas y municiones para los moriscos.

En efecto, Aben—Humeya enviaba mensages y presentes á los alcaides y faquís que privaban con el Xerife y con el dey de Argel para que inclinasen y decidiesen á sus amos á socorrerle. De Tetuan habian venido á las Alpujarras algunos soldados y mercaderes con provisiones; el dey de Argel, Aluch—Alí, prometia venir en socorro de las Alpujarras en el momento que llegasen cuarenta galeras que Selim II le enviaba para aquella empresa; por último, el Xerife habia enviado á Aben—Humeya algunas fuerzas, y muchos turcos aventureros habian venido á ponerse bajo sus banderas.

Alentados los moriscos al ver que les acudian tantas gentes, no solo dieron por logrado el triunfo, sino que volvieron á las poblaciones, y se dedicaron á sus industrias y á las labranzas de sus campos.

Este aumento de fuerza de los rebelados, y la confianza de los moriscos eran demasiado amenazadores para que el receloso Felipe II no se decidiere por las medidas terribles.

Entre tanto seguia completándose el alzamiento de las Alpujarras, y empezaba el de los lugares del rio Almanzora.

Al fin llegó la resolucion de Felipe II acerca de la suerte de los moriscos.

La deportacion de los de Granada y del Albaicin habia sido decretada.

Capítulo XLI. De lo que aconteció á los moriscos de Granada la víspera de San Juan de 1559.

Al amanecer, los tambores y los pífanos de las compañías de infantería tocaron llamada á las gentes de guerra.

Las principales plazas de la ciudad se vieron llenas de soldados.

Luego se pregonó solemnemente un bando, por el cual se mandaba á todos los moriscos y mudejares que habitaban en la ciudad, en el Albaicin y en la Alcazaba, asi vecinos como forasteros, se reuniesen en sus respectivas iglesias parroquiales.

No pudiendo resistir obedecieron.

Pero aterrados, porque lo temian todo, porque no sabian qué iba á hacerse con ellos.

Cuando estuvieron reunidos en las iglesias, fueron encerrados en ellas.

Preguntaron aterrados qué suerte iba á ser la suya y el presidente Deza les ofreció cédulas de seguros de sus vidas, y lo que mas los tranquilizó fue la palabra que don Juan de Austria les empeñó en nombre del rey, de que los tomaba bajo el seguro y amparo real, que no se les haria daño, y de que se les sacaba de Granada para apartarlos del peligro en que se encontraban entre la gente de guerra.

Los desdichados hubieron de satisfacerse con esto: permanecieron aquella noche presos en las iglesias guardados por algunas compañías de infantería, y al dia siguiente escuadronada y apercibida la gente de guerra en el campo del Triunfo, que está situado entre la puerta de Elvira y el Hospital Real, campo que aun no llevaba aquel nombre, salieron los moriscos de las iglesias entre arcabuceros, yendo entre ellos para protegerlos con su autoridad, don Juan de Austria, el duque de Sesa, el marqués de Mondéjar, don Luis Quijada, ayo de don Juan, y el licenciado Briviesca de Muñatones, y fueron encerrados en el Hospital Real, donde Francisco Gutierrez de Cuellar, caballero del hábito de Santiago, y teniente de contador mayor, venido por órden del rey á Granada, y con él algunos otros contadores y escribanos, hizo lista de ellos con sus nombres, estado y profesiones, encontrándose despues de hecha la lista, pasar de diez mil los moriscos arrancados de sus hogares.

No se hizo esta prision en mano sin que aconteciese algo terrible.

A pesar de cuanto se procuró por don Juan de Austria y los del consejo, que nada siniestro aconteciese al tiempo de trasladar á los moríscos de las iglesias al hospital Real, sobrevino un hecho, que puso en peligro de ser muertos á manos de la soldadesca todos los moriscos.

Don Alonso de Orellana, uno de los capitanes de la infantería de Sevilla, queriendo señalar su compañía de las otras, ató en el asta de una lanza un crucifijo cubierto con un velo negro, y puso al soldado que le llevaba á la cabeza de la compañía: al sacar aquella compañía los moriscos de las iglesias, los infelices, al ver la cruz enlutada, creyeron que los llevaban á morir, y creyendo lo mismo las moriscas que iban llorando tras ellos, empezaron á dar alaridos y á mesarse los cabellos y á exclamar:

—¡Oh desventurados de vosotros, que os llevan como corderos al degolladero! ¡cuánto mejor os fuera morir en las casas donde nacísteis!

En estos momentos, un soldado dió un palo á un morisco jóven, que llevaba medio ladrillo debajo del brazo, y que, al sentir el golpe se lo tiró al soldado partiéndole una oreja; esto aconteció cerca de don Juan de Austria: arrojáronse los alabarderos de la Guardia sobre el morisco, y allí mismo le hicieron pedazos.

Revolviéronse los soldados y los moriscos, empezaron á correr voces entre los primeros de que el herido era don Juan de Austria, entre los segundos de que los iban á matar á todos, y fue necesaria la autoridad de don Juan de Austria, del presidente Deza y del marqués de Mondéjar, para que no aconteciese una gran desdicha.

Apaciguóse, pues, á los moriscos, se sosegó á los soldados, se apartó al muerto, se retiró al herido, y para que no se alborotase la ciudad y matasen á los moriscos que iban por las calles, don Juan de Austria mandó á don Francisco de Solís y á Luis de Mármol Carvajal, que mas adelante historió la rebelion de los moriscos de Granada, se pusiesen á las puertas de la ciudad y no dejasen entrar á nadie dentro.

Al fin los moriscos fueron encerrados en el Hospital Real, edificio gótico de fines del siglo XV ó principios del XVI, fundado por doña Isabel la Católica, para la curacion de toda clase de enfermedades y expecialmente para recoger locos.

Aquellos pobres moriscos, solo por el delito de serlo, y por haber inspirado temor, fueron deportados al interior de Castilla: todos fueron tratados cruelmente, y muchos de ellos muertos, vendidos otros por esclavos y repartidas entre la soldadesca las moriscas mas hermosas.

A pesar de esta deportacion, no quedó Granada enteramente limpia, como se decia entonces, de moriscos: habian quedado en la ciudad y en las alquerías de la Vega los niños menores de siete años, y los viejos mayores de cuarenta, como gente que no podian causar recelo; y á mas de esto, muchos oficiales de artes y oficios, que eran necesarios en la ciudad, y los mudejares, porque alegaron que no debian ser tratados de igual manera que los moriscos, porque decian descender de cristianos, que habian vivido como en vasallaje entre los moros, y que sus antepasados habian servido buena y fielmente á los príncipes cristianos contra los reyes moros.

Hecha esta limpia de seguridad, por decirlo asi, los ciudadanos de Granada se creyeron salvos; pero sin embargo, empezó á notarse la falta de los moriscos deportados; resintióse el comercio, se enflaqueció la industria, las casas y jardines de los moriscos tan bellos poco antes, empezaron á verse asolados, destruidos y tan mal parados, que parecia, segun el dicho de los contemporáneos, que habia caido una maldicion sobre Granada.

Los moriscos viejos, llorando sus desventuras, decian haberse cumplido un pronóstico hecho en otro tiempo á los de Granada: este pronóstico les habia anunciado que vendria un tiempo en que bajaria por la cuesta de Alacaba un arroyo de sangre morisca que cubriria una gran piedra puesta en la desembocadura de aquella cuesta al campo del Triunfo, en una esquina del convento de la Merced: y ciertamente que pudieron dar por cumplido el pronóstico, porque el dia de la deportacion bajaron por aquella cuesta tantos moriscos, que bien pudo considerárseles como sangre que cubrió la cuesta y la piedra.

Hubo otra circunstancia, sin duda casual, pero que podria tenerse por peor resultado de un fatalismo: la batalla de las Navas de Tolosa, fue la mas funesta de cuantas ganaron los cristianos á los moros: en las crónicas árabes, se encuentra aquel hecho señalado con el nombre de batalla de Hins al—Acab: Hins al—Acab, se llamaba y se llama hoy en Granada, la cuesta por donde bajaron del Albaicin los moriscos para ser deportados.

Dado este terrible paso de precaucion, á costa de la libertad, de la vida y de las haciendas de diez mil infelices, se pensó en llevar adelante la guerra de las Alpujarras á todo rigor.

Aben—Humeya y Aben—Aboo, rey el uno, alcaide de los alcaides el otro, entre los moriscos, se robustecian y organizaban sus fuerzas: el marqués de Mondéjar no inspiraba gran confianza por su blandura, y don Luis Fajardo se averiguaba muy mal con los moriscos del Almanzora y del Marquesado. Aben—Humeya se habia apoderado de las fortalezas del rio Almanzora, y puesto por general de aquel distrito al Malek, tristemente célebre por sus desgracias, y que mas tarde debia morir desastradamente, con su amante Maleka en Galera, y ensoberbecido con los socorros que le habia enviado el dey de Argel, no dejaba reposar un punto á los cristianos, y aunque no alcanzase grandes ventajas, la confianza de los moriscos de la Alpujarra crecia hasta el punto de que labraban tranquilamente sus tierras y se entregaban al artefacto de la seda, como si fuesen las gentes mejor defendidas y seguras del mundo.

En vista de esto, y de que Aben—Humeya seguia levantando la tierra, y extendiendo la rebelion, temiéndose que esta cundiese á los reinos de Valencia y Murcia donde habia un considerable número de moriscos, el rey determinó que se hiciesen dos campos contra los rebeldes, uno bajo las órdenes de don Juan de Austria, y otro bajo las del marqués de los Velez.

En cuanto al marqués de Mondéjar, para evitar entorpecimientos y competencias, se le apartó de Granada con el pretexto de que fuese á la córte á informar en persona al rey acerca de los asuntos del reino de Granada, y de la manera que se habia de tener para sujetar á los moriscos, como quien habiendo sido tantos años capitan general de Granada, debia conocer bien á aquellas gentes.

Al saber que el marqués de Mondéjar era llamado á la córte, el licenciado Briviesca de Muñatones, como práctico que era en cosas de estado, dijo (era tuerto de un ojo): que me saquen el otro si el marqués torna de allá mientras dure la guerra.

En tal estado se encontraba la rebelion del reino de Granada á principios del mes de octubre de 1569.

Capítulo XLII. De cómo empezaba Harum á vengar al emir.

Era una de esas terribles noches de tormenta que tan frecuentes son en el otoño en las Alpujarras.

Llovia, relampagueaba, tronaba, zumbaba el viento entre las breñas.

Las calles de Andarax estaban completamente desiertas.

En Andarax estaba Aben—Humeya con trescientos escopeteros de su guardia, y mas descuidado de lo que debiera estarlo, acompañado siempre de dos mujeres y entretenido en zambras y diversiones.

Una de estas mujeres era Angiolina Visconti.

Irritábale esta con su hermosura, le enloquecia, le entretenia con promesas y entre tanto le vendia.

La otra mujer se llamaba María de Rojas, y era morisca.

Esta María de Rojas, prima de Diego Alguacil, uno de los moriscos mas influyentes en las Alpujarras y en Granada, era sobrina de aquel Miguel Rojas, padre de Isabel de Rojas, con quien ante la Iglesia Católica se habia casado Aben—Humeya.

Este, voluntarioso y tirano antes de haber asegurado á su cabeza la corona, habia repudiado á su mujer, dejándola abandonada en Granada, habia matado con extremada crueldad á los parientes de su esposa que se atrevieron á pedirle cuenta de aquel abandono, y enamorándose de María de Rojas, que era hermosísima, se la arrebató á Diego Alguacil de quien era amante, y se casó con ella á la usanza mora.

Aben—Humeya no comprendió que debia ser natural y precisamente su enemigo una mujer á cuyo padre y hermanos habia muerto, á quien habia arrebatado sus amores, y que aquella mujer debia pensar en vengarse; creyó que todo lo olvidaria una vez sultana de las Alpujarras, y la arrastró á su tálamo: mató su alma como habia matado á sus parientes, y se embriagó con sus amores fingidos, porque María de Rojas no habia olvidado nada, ni su padre extrangulado, ni sus hermanos degollados, ni á Diego Alguacil, de cuyos brazos casi habia sido arrancada.

Fuese que el remordimiento de haber matado á su padre, fuese que la confianza de su fortuna hubiesen embriagado á Aben—Humeya, nada temia, y lo que era peor aun, se rodeaba de enemigos y provocaba el peligro.

María de Rojas, al ver un dia en la casa de Aben—Humeya á Angiolina Visconti, apareciendo como un nuevo sol, al cual se volvian los inconstantes amores de Aben—Humeya, no tuvo zelos, porque no puede tenerlos quien no ama, pero alentó esperanzas: comprendió que Angiolina era tan desgraciada como ella, y que como ella ardia en sed de venganza contra Aben—Humeya: no tardaron en comprenderse las dos mujeres, y al comprenderse, hicieron de su venganza una causa comun, y se ayudaron mutuamente, y se encubrieron la una á la otra.

Cuando María de Rojas necesitaba algunos momentos de libertad, Angiolina entretenia á Aben—Humeya escuchando sus protestas de amor, alentándole, dándole esperanzas. Cuando Angiolina necesitaba disponer de algun tiempo, quien le entretenía, no ya con esperanzas, sino con fingidos zelos, era María de Rojas.

¿En qué invertian el tiempo que se procuraban la una á la otra estas dos mujeres?

Al lado de Aben—Humeya, sirviéndole con la mayor lealtad en las apariencias, acompañándole á todas partes, poniéndose delante de él en todos los peligros, habia tres personajes terribles: Aben—Aboo su hermano, que á pesar de serlo, ambicionaba su corona, y tendia asechanzas á su vida. Diego Alguacil, el primer amante de María de Rojas, que se fingia el súbdito mas sumiso y mas leal del mundo, y Harum—el—Geniz, el valiente caudillo de los monfíes despues de la muerte del infortunado Yaye, que afectaba ayudar á Aben—Humeya con todas sus fuerzas.

El insensato jóven nada sospechaba: ensoberbecido con algunas ventajas obtenidas sobre los castellanos, con la ayuda decidida del dey de Argel que le habia enviado algunos centenares de turcos, bajo las órdenes de los capitanes Alí, Huscen y Carcax, piratas levantinos, que solo al olor del oro y de la sangre habian dejado los puertos del sultan de Constantinopla Selim II, se creia ya decididamente sultan de Andalucia en el momento en que le acechaba de cerca la muerte.

Era, como dijimos al principio de este capítulo, una fria, nublada y tempestuosa noche de otoño.

Acababan de dar las doce en el reló de la villa.

A aquella hora, entraron en un casaron medio derruido en la parte baja del pueblo dos hombres.

El uno llevaba el ostentoso traje de walí de los walíes ó capitan general de los monfíes.

Era Harum—el—Geniz.

El otro llevaba un bello traje berberisco.

Era Aben—Aboo.

La estancia en que habian penetrado, estaba alumbrada únicamente por la fuerte luz de un monton de ramas de olivo que ardian en un ancho hogar.

Sentado junto al hogar habia un hombre como de treinta años, con traje morisco.

Este hombre era Diego Alguacil.

Al oir á los recien llegados se levantó.

—¡Cuánto habeis tardado! dijo.

—Los barrancos estan invadeables, respondió Harum—el—Geniz, y trayendo tanta gente nos ha sido preciso rodear mucho.

—¿Cuánta gente traeis?

—Dos mil monfíes.

—¡Ah! pues si traeis dos mil monfíes ¿á qué esperar? ¿acaso no teneis confianza en ellos?

—Si, si ciertamente. Pero es necesario justificar la muerte de Aben—Humeya para que el dey de Argel y el sultan no puedan acusarnos de ella, dijo Aben—Aboo.

—¿Y habeis encontrado un medio?

—Excelente.

—¿Y qué medio es ese?

—Que le maten los turcos que le ha enviado Aluch—Alí.

—¡Ah! pero los turcos aunque estan disgustados con él, no se atreveran á tanto.

Sonrió sesgadamente Aben—Aboo, y miró con una expresion de horrible inteligencia á Harum.

—Los turcos, dijo, mataran á Aben—Humeya, cuando sepan que Aben—Humeya quiere matarlos á ellos.

—Pero eso no es verdad, dijo Diego Alguacil.

—Poco importa que no lo sea con tal de que lo crean los turcos.

—Si, bien: yo aborrezco á Aben—Humeya, yo deseo su muerte: me ha herido en el corazon, me ha afrentado, dijo Diego Alguacil. Pero el deseo que tengo de esterminarle me hace desconfiar de que podamos herirle.

—¡Bah! dijo Aben—Aboo: tú serás quien cause la muerte de mi buen primo.

—¡Cómo!

—Toma, contestó Aben—Aboo dando una carta cerrada á Diego Alguacil.

—Esta carta, dijo el morisco mirando el sobrescrito, es para el alcaide de Mecina de Bombaron, y la letra parece de Aben—Humeya.

—Tan de Aben—Humeya es como mia, dijo sonriendo de una manera sesgada Aben—Aboo. Esa carta la ha escrito Diego de Arcos que, como sabes, ha sido secretario de Aben—Humeya. Y esta carta es tal, que yo te juro que nadie nos culpará de la muerte de Aben—Humeya.

—Quiera Dios que esta carta nos libre de ese malvado, dijo Diego Alguacil, devolviendo la carta á Aben—Aboo.

—Se necesita un hombre de confianza para llevar esa carta, dijo con acento breve Harum—el—Geniz.

—Diego Alguacil la llevará, repuso Aben—Aboo.

—¿Y para qué he de llevarla yo?

—¿No quieres vengarte de la afrenta que te ha hecho Aben—Humeya?

—¡Oh! ¡si! ¡vengarme! ¡vengarme de una manera terrible!

—Pues para eso es necesario que esta carta dé en manos de él.

—¡Recelaran!

—Concluyamos, Diego Alguacil: ¿podemos contar contigo, ó no? dijo Harum—el—Geniz.

—Quiero saber la parte que tomo en mi venganza, y para ello os estoy esperando.

—En esa carta llevas la muerte de Aben Humeya, de ese miserable traidor, repuso Harum—el—Geniz. Lo que necesitas hacer es muy sencillo: como los barrancos van crecidos, tendras que tomar la falda de la sierra: en la muela de las Aguilas estan los capitanes turcos esperando á Aben—Aboo; procura pasar por el sendero que cruza delante de la cueva, y cuando llegues á ella, como sorprendiéndote de encontrar allí gente, pides un guia para llegar á Mecina de Bombaron con la carta de Aben—Humeya á pretexto de haberte extraviado.

—¿Y nada mas?

—Nada mas.

—¿Es decir que en esta carta va la muerte de Aben—Humeya?

—Si. Ahora bien; dicen que Aben—Humeya está tan descuidado que todas las noches se anda en zambras y fiestas.

—Es verdad; ese maldito está abandonado de la mano de Dios.

—Dios abandona siempre á los traidores y á los desleales; pero estamos ya perdiendo tiempo. Vamos, Diego Alguacil; yo te acompañaré por el camino, y luego tomaré por los atajos para llegar antes que tú á la muela de las Aguilas y con distinta direccion, al pasar por la cueva donde me esperan los capitanes turcos.

Aben—Aboo se levantó y se puso en marcha: Harum—el—Geniz y Diego Alguacil le siguieron dejando la casa abandonada.

—¡Que Dios os dé buena ventura! dijo Harum—el—Geniz cuando estuvieron fuera de la casa volviéndose hácia la parte alta del pueblo.

—¡Cómo! ¿te quedas tú? dijo Diego Alguacil.

—Importa que yo me quede en Andarax, dijo Harum: y ademas ¿quién se ha de quedar al frente de los dos mil monfíes que cercan la villa para que no pueda escapar Aben—Humeya?

—Dices bien. Adios.

—Adios, dijo Aben—Aboo.

—Adios, contestó Harum—el—Geniz tomando para la parte alta del pueblo.

Aben—Aboo y Diego Alguacil salieron al campo mientras Harum se encaminaba á la plaza murmurando:

—¡Ah, mi noble y desgraciado señor! me he visto obligado á esperar mucho tiempo la venganza de tu sangre: pero al fin esos dos miserables van á hacerse pedazos. ¡Tus hijos! ¡no podian ser tus hijos, no: aquellas cartas mentían! ¡si hubieran sido tus hijos la sangre hubiera hablado á esos corazones de tigre! ¡y si eran tus hijos!... ¡oh Dios poderoso!... si eran tus hijos... el hijo que tiñe las manos en la sangre de su padre merece ser muerto por su hermano.

Y entrando á punto en la plaza Harum, se encaminó hacia la iglesia transformada entonces en mezquita, y torciendo por una estrecha calleja, llegó á un postigo oscuro de la tapia de un huerto.

Capítulo XLIII. De cómo la princesa Angiolina Visconti volvia á ser un instrumento manejado por Harum.

Harum se detuvo junto á aquel postigo y escuchó con la mayor atencion.

Nada se oia.

Una gran casa situada en el fondo del huerto y á la cual pertenecia, estaba envuelta en un silencio profundo y en una oscuridad lúgubre.

Solo en una ventana morisca se veia luz á través de su arco calado.

—¡Vela! dijo Harum: vela esperándome y Aben—Humeya no está en la casa: esa luz que brilla en el aposento de la italiana me lo dice. ¡Miserable mujer! su amor y su empeño por el marqués son acaso la causa de estas desgracias. Acaso sin ella mi desventurado señor, hubiera podido dar el golpe de muerte al rey don Felipe en su misma córte... pero aquella funesta herida... aquella imprevista prision en el Santo Oficio... ¡Vamos, es necesario no pensar mas en lo pasado porque es cosa de desesperarse! miremos adelante... á la venganza: ¡por el Dios Altísimo y Unico, que será cumplida y que te alcanzará en ella tu parte y una parte horrible, infame italiana!

Y tras estos pensamientos, buscó en el marco del postigo, halló el nudo de una cuerda, tiró, y el postigo se abrió.

Harum adelantó por el huerto como sobre un terreno conocido: atravesóle en pocos instantes, llegó á una galería, buscó en uno de les oscuros extremos una puerta, encontró unas escaleras, las subió, y al fin de ellas llamó con recato á una puerta.

Poco despues se oyeron apresurados pasos de mujer, la puerta se abrió y apareció una dama que por su traje parecia mora y mora riquísima, pero no lo era.

Era Angiolina.

—Entrad, entrad amigo mio, dijo á Harum—el—Geniz: os esperaba con ansia.

—¿Y María de Rojas? dijo con interés Harum.

—Antes de que veais á María necesito hablaros, dijo con ansiedad Angiolina.

—Hablemos, pues, pero invertamos en nuestra conversación el menos tiempo posible.

—Sentaos, dijo Angiolina, acercándo unos almohadones á su lado.

Harum se sentó.

¡Oh! ¡y por cuan horrible causa nos hemos conocido! dijo Angiolina, asiéndole una mano.

Harum miró fijamente á la veneciana.

—Horrible, si, muy horrible, señora: Dios no puede perdonar á los que han sido la causa de la desastrada y terrible muerte de mi señor.

—Os juro, Harum, os lo juro por la salvacion de mi alma, que no he tenido la menor parte en ella, que nada sabia, que si alguna noticia hubiera tenido, habria evitado ese horroroso asesinato.

Harum se contuvo de una manera admirable hasta el punto de que, á pesar de hervir la cólera en su corazon, su semblante permaneció impasible, y ni el mas ligero extremecimiento agitó la mano que Angiolina tenia en prenda de amistad entre las suyas.

—Todos hemos sido bien desgraciados: la sultana Amina ha perdido á su hijo y á su esposo.

—¡Ah! ¡infeliz! dijo Angiolina, dominando su alegría por la desgracia de Amina, como Harum habia devorado su odio.

—La misma sultana... ¿quién sabe lo que ha sido de la sultana?

—¿Qué no lo sabeis Harum? dijo insidiosamente Angiolina.

—No.

—Pues mirad, para eso os habia detenido, para preguntaros por ella.

—¿Y qué os importa ya la sultana Amina? ¿no ha muerto el hombre que os hacia enemigas?

—Creo que no, dijo con fijeza Angiolina.

—Desengañaos, señora; cuando yo os busqué la primera vez para que me ayudáseis en nuestra comun desgracia, os dije la verdad. El marqués pereció en la voladura de un subterráneo cuando perseguia á Aben—Aboo que se llevaba robada á su esposa.

—¿Y si yo os dijese que el marqués de la Guardia vive?

—¿Que vive el marqués de la Guardia? exclamó con la expresion de la mayor extrañeza Harum. Seria necesario creer en un milagro.

—Ese milagro le ha efectuado Dios, compadecido sin duda de mí, que por la muerte del marqués hubiera muerto de dolor.

—Pero eso es imposible: os aseguro, á fuer de buen creyente, que vi perecer al marqués de la Guardia.

—Os engañásteis: yo sé que vive. Y vamos claros, Harum: vos sabeis tambien como yo que vive.

—¡Yo!

—Si, es mas: vos me habeis traido el consuelo de la certeza de su existencia.

—¡Yo!

—¡Si, vos! ¿os acordais de un dia en que vinisteis á ver al rey, que os habia llamado?

Este rey que citaba Angiolina, era Aben—Humeya.

—Si, si, es verdad; hace seis meses.

—Cabalmente.

—Pues bien: con vos venia un moro encubierto.

—¡Ah! ¡el moravito de Africa! exclamó con la mayor naturalidad Harum: ese hombre ha prometido llevar el rostro cubierto y no dormir bajo techado, hasta tanto que logre una venganza.

—¿Y quién mejor que el marqués pudiera haber hecho ese juramento?

—Insistís en vano, señora, os equivocais.

—¿Y si yo os diese una prueba?

—¿Cuál?

—Ese moro encubierto se quedó en el patio, entre vuestros monfíes.

—Es verdad.

—Yo le veia desde una celosía: sin saber por qué aquel moro me habia llamado la atencion: su estatura, su actitud, sus ojos negros, que se veian por cima de la toca con que llevaba cubierto el semblante...

—Pudisteis equivocaros, señora.

—Dudé un momento; pero mi corazon me decia que era él y quise salir de dudas: entonces le llamé en voz alta desde la celosía.

—¿Que le llamásteis?

—Si: le llamé por su nombre: ¡Don Juan! exclamé: y entonces el moro hizo un movimiento marcado: dió algunos pasos hácia delante y miró con interés al lugar donde habia reconocido mi voz.

—Esa es una prueba muy vaga.

—Es que tengo otras.

—¿Cuales?

—Una carta de Don Juan á su esposa.

—¡Ah! exclamó Harum.

—¿Sabeis acaso que don Juan recibió una carta en la que se le participaba que Amina estaba en una cueva en Mecina de Bombaron?

—Yo, señora... no recuerdo.

—Esperad: voy á ayudaros á recordar, dijo Angiolina sacando de su seno dos papeles doblados.

Desdobló el uno y leyó lo siguiente:

«Señor marqués de la Guardia: soy un cautivo cristiano, que para librarme de la muerte he renegado en la apariencia y estoy como soldado entre las gentes de Aben—Aboo. A fuerza de fingir y de disimular, he logrado la confianza de este moro, hasta el punto de que con mucha frecuencia me confió la guarda de una mujer que tiene presa en una cueva en el barranco de la fuente de la Zorra. Esta dama que es jóven y hermosa, se ha atrevido hoy á confiarse á mí, me ha contado su historia y me ha pedido que la ayude. Yo no he podido negarme á ello, porque esa dama es vuestra esposa doña Esperanza de Cárdenas, duquesa de la Jarilla. Escribidla para que se tranquilice acerca de vos, porque Aben—Aboo la afirma que habeis muerto: no sabiendo yo vuestro paradero, y habiéndome dicho doña Esperanza que el wazir Harum—el—Geniz os buscaria si no sabia vuestro paradero, dirijo esta carta al dicho Harum, y le suplico que os busque y os la entregue: doña Esperanza no escribe, porque me es imposible procurarla los medios; espera vuestra esposa una contestacion pronta: dádsela por Dios, porque si tarda creerá que habeis muerto: vuestro servidor que os besa las manos.—Juan de Carreño.»

—Vos debisteis recibir esta carta, Harum, añadió la italiana, y dársela al marqués, porque á los ocho dias recibí esta otra escrita del puño y letra de don Juan: llena de ternezas á su esposa, avisándola de que corria á salvarla...?

—¿Estais segura, señora, de que esta carta está escrita por el marqués...

—¿Quereis que no conozca su letra cuando aun tengo en mi poder las cartas de amor que me escribia hace dos años, cuando pretendia ser mi amante y yo le desdeñaba?

—De modo que...

—Si, Harum, si, os he tendido un lazo porque amo.

—¿Amais al marqués á pesar de haberse casado con otra?

—Cabalmente por eso le amo mas.

—¿Ignorais que despues de muerto el emir de los monfíes, yo soy el padre de la sultana Amina?

—Padre que no sabe donde está su hija.

—Lo sabré, puesto que está en poder de Aben—Aboo.

—Vos no sabreis nada, ni hareis nada si yo no quiero que lo hagais.

—¡Ah! os creis con poder...

—Puedo en vez de entregaros la persona de Aben—Humeya avisarle; Aben Humeya me ama como ama á una mujer todo aquel que no ha logrado de ella favor alguno...

—Todos os creen la amante favorecida del rey.

—Pues todos se engañan. Solo he sido de un hombre, y solo de él seré; porque prefiero la muerte á ser de otro; pero concluyamos que el tiempo se pasa. Habladme con verdad porque os voy á imponer condiciones.

—Veamos, dijo Harum.

—¿Qué gente habeis traido?

—Dos mil hombres.

—¿Cercan esos dos mil hombres la villa?

—Sí.

—¿Y creis que no puede escaparse Aben—Humeya? dijo con intencion Angiolina.

—Yo creo que sin vuestra ayuda y sin la de María de Rojas nos seria imposible apoderarnos de él.

—Si le avisamos; su huida es segura; ademas de que podria intentar la resistencia porque tiene la villa ochocientos escopeteros.

—Bien, bien, señora; vuestras condiciones.

—¿Viene con vuestra gente el marqués de la Guardia?

—Sí.

—Haced que yo le vea al momento.

—¡Que vos le veais! ¿y para qué?

—¿Sabeis acaso hasta qué punto llega mi amor? ¿sabeis si por acaso desesperada quiero obligarle á que me ame á costa de un nuevo sacrificio?

—¿Y sé yo si pretendeis hacer una traicion?

—Señaladme un lugar donde yo pueda verle á solas rodeada de vuestras gentes: es mas, entre vosotros vienen mujeres: me someto á ser registrada por una de esas mujeres para que os convenzais de que no llevo puñal ni nada que pueda dañar al marqués.

—Y bien, ¿si os concedo esa entrevista con el marqués, me entregareis á Aben—Humeya?

—Sí: yo y María os entregaremos á ese hombre.

—¿Dónde?

—Aquí mismo: en su casa.

—Pues bien, llamad á María de Rojas.

—Pero me jurais...

—Os juro que inmediatamente vereis al marqués.

—Os creo Harum, os creo, como creo que llegará un dia en que me hareis probar vuestra venganza. Pero vea yo por la última vez á don Juan, y todo me importa poco: ¿para qué quiero yo vivir? pero no hablemos de esto. Voy á llamar á María de Rojas.

Y Angiolina se levantó y desapareció tras una puerta.

—¡Oh! ¡esta mujer! ¡esta mujer! exclamó Harum: ¡su maldita pasion por el marqués, nos ha sido funesta, funestísima! ¡y sin embargo, al herirnos se ha herido ella misma: hay en sus ojos algo de insensato, algo que me causa compasion! compasion á pesar de mi odio hácia ella. ¡Dios mio! ¡Dios mio!

Harum compuso su semblante porque sintió los pasos de dos mujeres que se acercaban.

Levantóse el tapiz y apareció Angiolina seguida de otra mujer.

Aquella mujer era muy joven: de frente altiva, blanca y pálida; los cabellos, las cejas, las pestañas y los ojos negros, los labios rojos; el cuello y el talle largos, redondos, esbeltos; el andar indolente; la mirada lánguida, la boca anhelante, el seno conmovido.

Se detuvo delante de Harum y le dijo con el acento ardiente de la mujer que ama.

—¿Y Diego Alguacil?

—Ha ido en busca de quien atacará á Aben—Humeya.

—¿Con qué ha llegado la hora?

—Si; si vosotras me ayudais.

—Te ayudaremos, dijo María de Rojas: es necesario concluir de una vez; ese infame se ha convertido en lobo: me causa horror, y cuando me veo obligada á sonreirle se me parte el corazon: cuando le abro mis brazos creo morir. Y... ¿será esta noche?.

—Si, esta noche.

—Pero para ello es necesario que yo salga con Harum, y que detengas á Aben—Humeya para que no repare en mi falta.

—Aben—Humeya está en una zambra y vendrá tarde, dijo María de Rojas. Yo le entretendré si cuando vuelva no has vuelto tú. Ademas, escucha, Harum: ni tú ni tus gentes entreis á matarle sino cuando veais una luz detrás de la celosía que está sobre la puerta que da á la plaza. Ahora, idos, aprovechad el tiempo. Yo me quedo aquí esperando con impaciencia.

Angiolina se envolvió en un albornoz y salió con Harum, bajaron al huerto, le atravesaron y salieron por el postigo.

Llovía á mares y relampagueaba.

Muy pronto Harum y Angiolina salieron de la villa y se perdieron entre los barrancos.

Capítulo XLIV. De cómo los capitanes turcos sirvieron á Aben—Aboo ó creyeron servirse á sí mismos.

La muela del Aguila era una pequeña montaña en direccion á Andarax.

Por la parte media de su vertiente oriental corria un sendero que aunque áspero atajaba el camino desde Andarax á Mecina de Bombaron.

Este sendero pasaba junto á la entrada de una enorme gruta.

En esta gruta, la noche en que marcha nuestra accion, ardia una hoguera de ramas de olivo.

Sentados en piedras alrededor de la hoguera, habia tres hombres atezados, de mirada ávida, armados hasta los dientes, y revelando en su trage tanto á los turcos vasallos del sultan de Constantinopla, como al pirata berberisco de los mares de Levante.

Estos tres hombres parecían estar impacientes é irritados.

—Por Allah, decia uno de ellos: en esta tierra es durísima la fatiga: el combate es nada, comparado con los hielos y con este viento crudísimo que vuela de cumbre en cumbre.

—Aluch—Alí, nuestro señor, dijo otro de ellos dirigiéndose al que habia hablado, nos quiere mal cuando nos ha enviado á esta empresa, Carcax; en esta tierra maldita solo se siembran ingratitudes y se cogen traiciones; por el Dios Altísimo y Unico, que cuando me acuerdo de mi buena galeota, se me abre el corazon: prefiero verme sobre ella, dando caza viento en popa á los cruzados de Malta, que ser rey de esta tierra miserable.

—Miserable, porque son miserables los que en ella han levantado su bandera, Alí; por lo demás, Granada es el jardin del Profeta; pero con Aben—Humeya... hace algunos días que solo recibimos reveses: en Válor hemos sido destrozados: en Cádiar hemos huido de breña en breña delante de los cristianos, y si Aluch—Alí, nuestro señor, no nos saca de aquí perecemos en la lucha.

—¡Por Alah, Huscen! ¿qué dirian de nosotros en Argel si dejásemos abandonados á nuestros hermanos?

—No, no son estos mezquinos hermanos nuestros; nuestros hermanos no arremeterian al peligro para huir despues aterrados: Aben—Humeya es un insensato, que cuando ha menester de mas valor se entrega al desaliento ó á los placeres, ó lucha mal, poco y tarde. Aben—Aboo aunque es valiente, descontento ú ofendido, no hace lo que debia: y los moriscos desvandados, desnudos, miserables, ó perecen por la espada, ó al rigor del hambre.

—¡Aben—Aboo! exclamó Huscen; hace dos horas que le esperamos yertos de frio, y aun no ha venido: tal vez tenga miedo... ó prefiera tal vez dormir en Andarax á arrostrar para venir á buscarnos, los rigores de una noche tan fria.

—¿Quién se atreve á dudar de Aben—Aboo, y á llamarle indolente y cobarde? dijo una voz robusta á la entrada de la cueva.

Volviéronse los capitanes turcos al sonido de aquella voz y vieron á un moro que adelantaba en la cueva.

Era Aben—Aboo.

Los turcos se levantaron.

—¡Ah! ¡es Aben—Aboo, el alcaide de los alcaides! dijo Alí.

—¡Por Allah! exclamó con desprecio Aben—Aboo mirando con una profunda fijeza á los turcos: ¿á quién parece tarde? ¿quién se atreve á blasonar de valiente amancillando mi honra?

—¡Aben—Aboo! exclamó el feroz Huscen.

—¡Yertos de frio, y murmurando como mujeres! ¡nunca lo hubiera creido de vosotros, capitanes!

—Perdona si te hemos ofendido Aben—Aboo, dijo Carcax; pero tenemos razones para quejarnos; desde que llegamos á las Alpujarras no hemos visto en torno de nosotros mas que traidores; si hemos empeñado alguna empresa hemos sido vencidos ó abandonados. ¿Quién nos ha traido del Africa á estas montañas para sufrir sonrojos y reveses? ¿quién humilla nuestro esfuerzo y nos obliga á ser testigos de tanto oprobio? ¿Y quieres que callemos como viles y cobardes, y no levantemos la voz contra tanta vergüenza?

—No, vive Dios, dijo Aben—Aboo: como vosotros estoy irritado, como vosotros veo que el insensato Aben—Humeya, ó es cobarde ó aprecia en poco su vida y su honra.

—¿Y quién le ha aclamado rey? dijo Carcax: vosotros, vosotros que creísteis que sacaría al reino del yugo del cristiano y estableceria el estandarte del Profeta sobre los muros de la Alhambra. ¿Y qué ha hecho ese miserable? entregarse al ócio, gastar su vida en fiestas y en zambras, empobrecer á los suyos para alentar sus vicios; y despues de algunos triunfos que no ha sabido aprovechar, al ver á don Juan de Austria en las Alpujarras, acobardarse y huir de breña en breña como la res acosada por los perros, cuando resuenan á sus espaldas las trompas castellanas.

—Y bien, exclamó con arranque Alí; ¡qué nos importa que Granada sea cristiana ó no! si esta guerra concluye mal, los moros solo verán un pedazo de menos en sus dominios: mas ¡ay si un dia Africa se arroja sobre Europa! ¡hay si clava en su vieja frente el estandarte del Profeta!

—¡Escrito está! exclamó con acento solemne Aben—Aboo: pero vencidos en tanto los moriscos, habran visto desvanecerse su esperanza como humo que arrebata el viento. Volvereis si: pero os aterra el nombre de don Juan de Austria, y quereis abandonarnos. Pues bien: ¡idos! me causa rubor vuestra cobardía ¡idos! impacientes os esperan los vuestros á la orilla del mar en las galeras que han aprestado para la fuga.

—Si, nos iremos, gritó Alí, trémulo de cólera; mas no será sin herir antes la cabeza de ese miserable que descansa entre débiles mujeres. ¡Que tememos á don Juan de Austria! ¡que huimos aterrados ante el peligro! Pues bien, si valemos tan poco; si tú, Aben—Aboo, el mas bravo de los moriscos nos desprecias y nos rechazas, volveremos humillados al Africa, pero antes dejaremos en las riberas de la Alpujarra las señales sangrientas de nuestros piés.

—Aden—Aboo, dijo Huscen, con acento amigable: ni creo tus palabras ni me ofenden, porque son hijas del despecho con que ves las desdichas de tu patria. No tienes razon para acusarnos; hemos venido á ayudaros y os hemos ayudado, partiendo con vosotros el peligro, ensangrentando en los cristianos nuestras armas.

—¿Y porqué retroceder ahora? exclamó Aben—Aboo.

—Mientras Aben—Humeya esté en el trono, respondió Carcax; mientras haya una sola villa en las Alpujarras que le aclame rey, no entraran en la pelea mis gentes: haced vosotros lo que querais.

—Ni yo expondré otra vez mi estandarte á la vergüenza, dijo Alí.

—¿Y no es mas conveniente, dijo Huscen, hacer pedazos la frente de Aben—Humeya y dar la corona á quien valga mas que él; á un hombre como Aben—Aboo, valiente, leal, emprendedor, buen musulman y buen caballero?

—¡Yo! ¡yo rey! exclamó Aben—Aboo, disimulando su alegría. ¿Qué dices Huscen? ¿sobre mis débiles hombros quieres arrojar tan pesada carga? ¡No! ¡no! matad en buen hora á Aben—Humeya, y ocupe su trono otro que yo: uno de vosotros por ejemplo.

—Aluch—Alí nuestro señor, dijo Carcax, nos ha enviado á ayudaros, no á ser reyes... arreglad este asunto entre vosotros los moriscos... mas... alguien se acerca... ¿has traido á alguno contigo Aben—Aboo?

—He venido solo.

En aquel momento apareció en la entrada de la cueva un hombre.

Era Diego Alguacil.

Al ver á Aben—Aboo y á los turcos, adelantó y les dirigió confiadamente la palabra.

—Musulmanes, dijo: dadme ayuda; me he perdido en la montaña y necesito un guia para cumplir un encargo en servicio del rey.

—¿De qué rey hablas? dijo Aben—Aboo afectando no conocer á Diego Alguacil.

—¿De que rey he de hablar?, contestó el morisco, sino del alto el grande Muley Aben—Humeya, á quien Dios ensalze...

—Cuadra muy mal tu comisión con tu torpeza, moro, dijo con recelo Carcax.

—Tiene trazas de espía de los cristianos, dijo con acento de amenaza Huscen.

—Esta carta responderá por mí, dijo Diego Alguacil sacando del seno la que le habia dado en Andarax Aben—Aboo.

—De Aben—Humeya, sultan de Andalucía al alcaide de Mecina de Bombaron, dijo Carcax leyendo el sobre escrito de la carta que habia tomado de manos de Diego Alguacil.

Aben—Aboo, miró recatadamente á los turcos con una mirada enérgicamente significativa, con la que parecia decirles:

—Necesitamos apoderarnos de esa carta.

Y luego añadió volviéndose á Diego Alguacil como si no le conociera:

—Ven conmigo: llevo el mismo camino que tú y antes del alba habremos llegado á Mecina de Bombaron.

Alí adelantó receloso.

—Descuida, le dijo rápidamente Aben—Aboo: va conmigo, y yo ni vacilo ni dudo: y luego añadió alto: sígueme moro: hermanos mios, adios.

—Que Allah te guarde, contestaron los turcos.

Aben—Aboo y Diego Alguacil salieron de la cueva.

—Sigámosles, dijo Huscen, y castiguemos á Aben—Aboo si nos hace traicion.

—Deteneos, dijo Alí: el estrecho sendero por donde caminan está sobre el tajo.

—¿Y qué? dijo Huscen.

—¿Y qué? ¡Dios ayude al mensajero de Aben—Humeya!

Como para confirmar las palabras de Alí se escuchó en aquel momento uno de esos horribles gritos que exhala el que de repente siente la muerte sobre sí.

—¿Habeis oido? dijo Huscen.

—Si, un grito de horror, de agonía: sin duda ha caido el mensajero: ¡es la senda tan estrecha, y está tan resbaladiza con el hielo!...

En aquel momento Aben—Aboo apareció en la entrada de la cueva y adelantó hacia los turcos.

Parecia horrorizado: su mirada erraba sin objeto.

—Por fortuna llevaba yo la carta, dijo con voz opaca.

—Ha resbalado...

—Sí...

—Ha caido...

—Sí; un salto horrible: ha rebotado en las rocas, y ha caido al fin al torrente. Os juro que me ha causado horror.

—¿Y la carta? exclamó con afan Carcax.

—Aquí está, dijo Aben—Aboo, entregándola á Alí: llevadla, enviadla al alcaide de Mecina de Bombaron: yo me vuelvo á Andarax: esa desgracia me ha horrorizado.

—¿Que llevemos esta carta al alcaide de Mecina? dijo con asombro Alí.

—Sí; el rey lo manda, repuso Aben—Aboo: habeis venido á servirle y debeis obedecerle.

—¡Ah! no hace mucho que nos hablabas de otra manera, Aben—Aboo, dijo Carcax.

—La muerte enseña mucho y acabo de verla, contestó sentenciosamente Aben—Aboo, y salió de la cueva y se alejó.

Los turcos quedaron asombrados.

—O nos hace traicion ó está loco, dijo Alí.

—Lo que nos importa es saber lo que dice esa carta, repuso Carcax.

—Sí, veamos, porque recelo una traición, añadió Huscen.

Alí se inclinó sobre la hoguera, abrió la carta y la leyó.

He aquí el contenido de aquella carta:

«En el nombre de Dios Altísimo y misericordioso: el ensalzado, el favorecido de Dios, gobernador de los moros de España, Muley Aben—Humeya al valiente alcaide de Mecina de Bombaron, desea salud y prosperidades.—Sabrás alcaide, porque todo el mundo lo sabe, que los turcos que nos ha enviado el dey de Argel, mas que de provecho y de ayuda nos sirven de escándalo y perjuicio, haciendo insultos y deshonestidades, forzando mujeres, y robando las haciendas á los moros de la tierra. Hácenlo como corsarios y ladrones que son, gente aventurera y mala, agenos á todo respeto, sin temor á los hombres ni á Dios. Necesario es pues, evitar estos males, mas como son poderosos, te los enviaré á Mecina de Bombaron mañana: cuando llegaren, haz muestra de festejarlos: ordena una zambra, dáles de cenar y pon zumo de hagiz en los manjares; cuando estén aletargados, mátalos, que después yo me disculparé con el dey de Argel, manifestándole las causas que he tenido para obrar asi.—Prospérete Dios y te dé ventura.»

Por bajo se leia en mal carácter africano la frase siguiente con que acostumbraba á firmar Aben—Humeya: Esto es verdad, como si dijera: esta carta es legítima.

El furor, la ira, la venganza, todas las malas pasiones, se pintaron en el semblante de los turcos apenas conocieron el contenido de la carta.

—¿Y dudaremos aun? exclamó el iracundo Carcax: ¿Dudaremos despues de lo que hemos leido?

—¡Dudar! exclamó Alí: ¡necesito toda la sangre de ese perro infiel!

—¡Mil vidas que tuviera! exclamó Huscen. Si vosotros esperais, yo no espero ni un momento. Yo voy á buscar á los mios...

—Y yo...

—Y yo... contestaron Alí y Carcax.

Y salieron de la cueva trémulos de corage, y en paso rápido se perdieron entre las quebraduras.

Apenas habian desaparecido los turcos cuando de entre un matorral salió una sombra informe, y se asomó al borde del abismo.

—¡Ah del muerto! exclamó.

—¿Quién va allá? contestó una voz desde abajo.

—Espérame, contestó el de arriba.

Y se deslizó por el borde de la cortadura.

Poco despues se detenia junto á otra sombra.

Eran Aben—Aboo y Diego Alguacil.

—Lo han creido, dijo Diego.

—¡Lo de tu muerte! ¿pues no han de haberla creido, si yo hubiera dudado? ¡oh! ¡qué grito tan lastimero!

—¿Y los turcos?

—Allá van hácia Andarax; vamos tambien nosotros: los turcos y los monfíes nos ayudan.

—¡Los monfíes! exclamó Diego Alguacil: Dios me perdone: pero desconfío de ellos.

—¡Desconfiar! ¿y por qué?

—Huyen demasiado.

—Los tercios que ha traido don Juan de Austria...

—Son valientes es verdad: pero los monfíes nunca han sido tan cobardes: parece que á la primera arremetida huyen de intento.

—¡Oh! ¡si eso fuera!

—Yo creo...

—¡Qué!

—Que la muerte del emir los ha irritado; que os atribuyen á vosotros esa muerte.

—¿Y quienes somos nosotros?

—Tú y Aben—Humeya.

Se estremeció todo Aben—Aboo.

—Te engañas, te engañas, Diego, contestó el jóven procurando dominar lo conmovido de su voz: los monfíes no tienen razon para sospechar... no pueden sospechar.

—Allá lo veremos, replicó Diego Alguacil: ó mas bien lo veran los que se queden.

—¿Y tú por qué no?

—Porque yo, en cuanto Aben—Humeya muera, que será esta noche, recobro á María, á la prenda de mi alma, que ese infame me ha robado, y me voy con ella á Africa. Te aconsejo que hagas lo mismo, Aben—Aboo.

—¿Que abandone yo la corona, cuando ya la siento sobre mi cabeza?

—Los monfíes te mataran como mataran á Aben—Humeya.

—¿Crees tú que no sea tan fácil matar á los monfíes como á los turcos?

—Dios es grande y vencedor, dijo Aben—Aboo.

—Pues bien haz lo que quieras: en cuanto á mí he tomado mi resolucion. Ahora vamos á Andarax.

—Vamos, contestó Aben—Aboo.

Poco despues los dos moriscos habian desaparecido entre las quebraduras.

Capítulo XLV. En que volvemos á encontrar al perdido marqués de la Guardia, y se sabe cómo escapó del subterráneo de la princesa encantada, y la escena que tuvo con su antigua amante.

Entre tanto, á pesar de la lluvia y del frio, y á través de breñas y despeñaderos, habia seguido Angiolina á Harum—el—Geniz.

El monfí se detuvo un momento, habló algunas palabras con otros monfíes, y él y Angiolina pasaron.

Anduvieron aun algun tiempo.

Al fin la italiana vió una luz entre la oscuridad.

—¿Está el marqués de la Guardia donde brilla aquella luz? dijo:

—Si; contestó secamente Harum.

Llegaron á poco á una especie de venta situada al lado de uno de los estrechos caminos de herradura que cruzan las Alpujarras.

Al llegar á la puerta, Harum previno á Angiolina que se cubriese con su velo, y asiéndola de la mano, la condujo á un pequeño aposento alto, á través de unas escaleras.

Al abrir su puerta, Harum desasió la mano de Angiolina.

—Dentro encontrareis al marqués de la Guardia, la dijo: fuera os espero.

Angiolina entró con el corazon comprimido.

Sentado en un lecho mezquino, verdadero tormento de la hospitalidad de una venta, habia un hombre meditabundo é inmóvil.

Al sentir el ruido de la puerta que se abria, el hombre que estaba sentado en el lecho levantó la cabeza, y miró á Angiolina.

Al verle la veneciana lanzó un grito de horror, palideció, sus ojos se llenaron de lágrimas y corrió á aquel hombre, le abrazó, y le miró con ansiedad.

—¡Oh! ¡Dios mio! exclamó: ¡me le vuelven muerto!

El marqués contestó con una triste sonrisa.

Estaba pálido, con la palidez impura de la enfermedad, de una enfermedad lenta: estaba demacrado, y sus ojos, sus antes hermosos ojos, casi hundidos en los alveólos: la barba larga, el aspecto macilento: la actitud como de hombre cansado, y de tiempo en tiempo desgarraba su pecho una tos seca, aguda, terrible.

La mirada de Angiolina se extravió.

—¿Quién sois, señora? dijo con voz ronca el marqués de la Guardia.

—¡Qué! ¿tan desdichada soy que ha llegado el caso de que no me reconozcas, don Juan? dijo la veneciana.

—Yo he escuchado vuestra voz, señora; la he escuchado no recuerdo cuándo ni dónde, dijo el marqués; pero recuerdo que ha sido en otros dias mas felices.

Y el marqués la miraba con esa expresion de deseo del que quiere reconocer á una persona.

—¿Pero que es esto? exclamó Angiolina: ¿qué te sucede don Juan? ¿habrás perdido acaso la razon?

—No, la razon no; pero la memoria, la vista, el oido... ¡oh! ¡oh! ha sido una cosa horrible.

—Pero... ¿qué horrible cosa ha sido esa? dímela, dímela, y yo te vengaré.

—¡Vengarme! ¿y por qué? Seria necesario que me vengárais en mí mismo: yo he sido la causa de todo: ella no tiene la culpa: me ama y ha tenido zelos.

—Y... ¿quién es esa mujer que te ama y está zelosa? exclamó con ansia la jóven.

—¡Ah! ¿y qué te importa?... ¿tú no conoces á la princesa Angiolina Visconti? una hermosa mujer que me sirvió para hacerme amar de otra.

—¡Ah! exclamó Angiolina.

Y su exclamacion fue semejante á un rugido.

—¿Y dices tú que esa mujer, que esa Angiolina, se ha vengado de tí?

—Si; se ha vengado de una manera horrible.

—¿Pero no me conoces? ¿no reconoces en mí á esa Angiolina que solo ha amado por tí, que solo ha vivido por tí, que solo por tí ha odiado, que solo por tí ha teñido sus manos en sangre, y ha llenado de remordimientos su conciencia?

—No, tú no eres Angiolina; si lo fueras mi odio me lo diria. ¡Oh! ¡funesta mujer!

Un nuevo acceso de tos cortó la palabra al marqués, y al retirar el pañuelo de su boca, Angiolina le vió manchado de sangre.

Hubo un momento de terrible silencio.

Don Juan contemplaba á Angiolina con una curiosidad cada vez mas creciente.

Angiolina contemplaba á don Juan con una ansiedad cada vez mas terrible.

—¿Pero quién te ha puesto en ese horrible estado? exclamó Angiolina.

—Ella, esa mujer, exclamó el marqués.

—¿Pero qué mujer es esa?

—¿No os he dicho que se llama la princesa Angiolina Visconti?

—No, no; ella no hubiera atentado á tu vida... ella hubiera muerto mil veces antes que tocar á uno solo de tus cabellos:... ella, porque tú vivieses seria capaz de buscar á tu adorada Amina, de entregártela, y de morir después.

—¡Amina! ¡Amina! esa infame mujer la ha perseguido; ella ha causado la desgracia de su padre; ella la ha entregado á Aben—Aboo; ella me ha asesinado.

—¡Oh! ¡no! exclamó con angustia Angiolina.

—Vos debéis conocer á esa mujer, cuando de tal modo la disculpais, dijo el marqués.

—¡Que si la conozco! Pluguiera á Dios que de tal modo me conocieses tú, exclamó llorando Angiolina.

—¡Llorais! ¡me compadeceis! teneis razon en llorar y en compadecerme señora, y puesto que conoceis á esa malvada, puesto que ella me ama con ese amor de Satanás. ¡Oid, oid, y contadla lo que vais á oir para que se estremezca y tema la justicia de Dios!

El marqués se sentó en el lecho, se reclinó sobre las almohadas é inclino la cabeza; Angiolina se arrodilló á sus pies, y continuó llorando en silencio.

—Oid: hubo un dia el mas feliz de mi vida, en que un sacerdote me unió á la única mujer que he amado. Yo juzgaba el mundo estrecho para mí; yo creí que Dios me habia anticipado su gloria dándomela sobre la tierra, representada por una mujer.

Tosió el marqués, y apareció en su pañuelo una nueva mancha de sangre.

Angiolina anonadada, ocultó su semblante sobre las rodillas del marqués.

Este continuó.

—Era de noche; caminábamos hácia la costa: de repente nos sorprendieron la tempestad y los hombres: mi esposa me fue robada, y yo arrebatado por la corriente, milagrosamente salvado, viví para buscar á mi Esperanza... y la encontré... pero robada por un infame.—Su caballo corria; veloz como el viento seguíale mi caballo... rendidos entrambos animales por la fatiga, el miserable que me robaba mi Esperanza, continuó su fuga á pié llevándola á ella sobre sus hombros.—Yo le seguia... le seguia... entróse en una caverna, y yo me entré tras él.—Sentí sus pisadas á través de un oscuro laberinto, y le seguí en las tinieblas.—De repente... no sé lo que aconteció.—Parecia que el mundo entero habia caido sobre mí, y luego no sentí nada... nada...—Despues de no sé cuanto tiempo volví á la vida, pero á una vida horrible: parecíame sentir despedazadas mis entrañas; ardia mi cabeza; mis miembros estaban como descoyuntados, y me rodeaban las mas lóbregas tinieblas.—Me creí en la region de los muertos.—Y sin embargo hice un esfuerzo, y logré arrastrarme sobre mis manos; impulsado por la desesperacion y por el terror, redoblé mis esfuerzos, y no sé en cuánto tiempo, pero largo, lento, débil, estenuado, sin cesar de arrastrarme, logré al fin volver á ver la luz del dia.—Estaba en una cueva.—Cuando me acerqué á su entrada, me ví en la parte media de la vertiente de una montaña al borde de una roca: abajo, mi vista debilitada, turbia, veia como á través de una niebla sangrienta un pequeño valle.—El vértigo zumbaba en mi cabeza.—De improviso, y como en medio de un sueño, oí un lejano ladrido que se acercaba, se acercaba, hasta resonar junto á mí.—Era un perro guardian del ganado que pastaba en el valle.—Junto al perro habia un pastor anciano.—Los buenos pastores me recogieron, cuidaron de mí, y ellos avisaron á mi amigo Harum.—¿Y sabeis lo que me dijo Harum cuando estuve en estado de escucharle?—Seguiais de cerca á Aben—Aboo, cuando os perdimos de vista: poco después, y cuando nos acercábamos á la caverna por donde habiais desaparecido, sonó una detonacion terrible; la roca voló rota en mil pedazos y... os dimos por muerto.

—¡Oh! ¡qué horror!

—Y todo esto es obra de esa mujer maldita: porque ella ha sido el primer eslabon de la cadena de desgracias que á todos, inclusa ella misma, nos han acontecido.—De ella es la obra de mi asesinato, porque yo, por resultado de aquella explosion estoy enfermo de muerte, y pluguiese á Dios viviese lo bastante para volver á ver á mi Esperanza y á mi pobre hija.—Puesto que conoceis á Angiolina, puesto que acaso ella os envia, contadla, señora, cómo me habeis encontrado: enfermo, loco... si, loco, transformado enteramente en cuerpo y en alma, desesperado, desalentado, inutilizado, muerto; decidle que todo esto es obra suya, y que yo la maldigo.

—¡Oh! no, no la maldigas, don Juan, perdónala, perdónala, y extermínala despues: ¡pero maldecirla porque te ha amado...! ¡porque te ama con toda su alma..! ¡esto es horrible, esto no puede ser!

—¿Quién sois vos que os interesais tanto por esa mujer, que llorais, que os retorceis las manos desesperada? dijo el marqués mirando fijamente á la joven.

—¡Oh! ¡no me conoce, no conoce á la mujer que por él lo ha perdido todo; su honra, su conciencia, su alma! Y ¡es verdad! estas ropas moriscas me desfiguran; este albornoz que me envuelve, esta toca que rodea mi cabeza, y mi terror, y mi dolor...

Y Angiolina arrojó el albornoz, se arrancó la toca dejó flotar sus hermosos cabellos, y asió las manos del marqués, infiltró en sus ojos una mirada lúcida, intensa, impregnada de amor, y acercando su boca seca y árida á la contraida boca del marqués, estampó en ella un beso candente, supremo, satánico.

El marqués dió un grito, y como obedeciendo á la poderosa magia de aquella mirada y de aquel beso, reconoció á Angiolina.

—¡Oh! ¡si! ¡tú! ¡eres tú! exclamó: pues bien miserable; has venido á tiempo porque aun me queda fuerza para exterminarte.

Y con un movimiento rápido é imprevisto, verdadero arranque de loco, asió con sus dos manos la garganta de Angiolina, que dió un grito ahogado y cayó de espaldas, mas por la dolorosa impresión de las intenciones del marqués respecto á ella, que por la fuerza de sus manos, demasiado débiles para que Angiolina no pudiese desprenderse de ellas.

En aquel momento se abrió la puerta, y apareció Harum.

—Un caballero, dijo con voz severa, nunca tiene razon bastante para convertirse en verdugo.

Y apartó al marqués, que fué á sentarse en su lecho en la actitud de un tigre replegado en sí mismo; levantó á Angiolina, la dió su toca y su albornoz en que ella se envolvió en silencio, y asiéndola de la mano la sacó de la habitacion.

—¡Oh! ¿por qué no me habeis dejado morir á sus manos? dijo llorando Angiolina.

—Porque le amo demasiado para permitir que tiña sus manos en sangre, y porque vos debeis vivir.

—¡Ah! vuestra venganza es cruel, muy cruel; pero os aseguro que no viviré mucho. ¿Y él? hablemos de él: yo no importo nada. ¿Y él? ¿creeis que podrá vivir, Harum?

—Solo Dios sabe lo oculto: solo Dios, que es fuerte y misericordioso, puede hacer milagros, contestó sentenciosamente.

—¡Oh! no me habiais engañado al decirme que el marqués habia muerto, ¡Muerto!.. lo que es lo mismo... loco... agonizando lentamente... si el amor de la sultana Amina pudiese salvarle...

—¡Qué decís, señora!.. exclamó con extrañeza Harum.

—¡Qué! ¿no creeis que yo sea capaz de sacrificarlo todo por él?.. mi vida, mis zelos... vos no habeis amado nunca... si yo pudiese salvarle sentenciándome á tormentos continuos, inauditos, insoportables, le salvaria. ¿Qué me importan Amina, ni vos, ni el mundo entero, ni el cielo, ni el infierno, cuando se trata de salvarle á él?

—¡Ah! ¡funesto amor! exclamó aterrado Harum.

—Decidme, decidme lo que yo puedo hacer: exclamó con afan Angiolina.

—¿Sois capaz de sacrificaros?

—¿No os he dicho que soy capaz de todo por él?

—Creo haber oido decir que Aben—Aboo os ama.

—Aunque no me amara, yo le obligaria á amarme.

—Obligad á Aben—Aboo, enamoradle, sed suya, embriagadle.

—Lo haré, contestó sin vacilar Angiolina.

—Y averiguad, descubrid, dónde para la sultana... salvadle... salvad acaso á ese pobre loco...

—Lo haré... ¡pero los medios!... los medios, dádmelos vos.

—Esta noche irá Aben—Aboo á matar á Aben—Humeya.

—¡Ah! me pondré á su paso... él estaba enamorado de mí... salvaré á vuestra señora, Harum, si está en poder de Aben—Aboo, y si el amor de doña Esperanza vuelve la razon y la salud al marqués, si son felices, despues que yo muera, decidles: su amor la hizo cometer crímenes: su amor os fue fatal, pero tambien su amor os ha salvado: perdonadla y rogad á Dios por ella.

—¡Vamos! ¡vamos! no sois tan malvada como yo creia. Asios bien á mi brazo, y volvámonos á Andarax. Se acerca la hora.

Poco tiempo despues Angiolina volvia á entrar en casa de Aben—Humeya, y en la habitacion que habia abandonado á la llegada de Harum.

Capítulo XLVI. De cómo fue la muerte de Aben—Humeya.

Los turcos habian llegado á Andarax con cuatrocientos de sus piratas; pero contenidos por la línea de los monfíes, no habian podido pasar adelante.

Aben—Aboo habia llegado tambien con trescientos hombres, y Farax—aben—Farax, alguacil mayor de las Alpujarras como hemos dicho, con trescientos moriscos.

Pero Suleiman, nuestro antiguo conocido, que se habia quedado mandando los monfíes en ausencia de Harum, habia declarado que nada se haria hasta que Harum llegase.

—¿Con que es decir, que nada podemos hacer, ni á nada podemos atrevernos sin los monfíes? exclamó el iracundo Alí.

—El emir de los monfíes, repuso Suleiman, es el rey, el único rey de las Alpujarras; sin los monfíes no hubiera sido posible la guerra; el dia en que los monfíes cedan y se recojan á sus guaridas, los cristianos se encontraran, como antes, dueños de las villas y lugares de las Alpujarras. Entre tanto los fuertes somos nosotros: tenemos rodeado á Andarax, y nadie entrará en él mientras no lo permita el emir de los monfíes.

—¿Y quién es el emir de los monfíes? dijo con acento torbo Aben—Aboo: ¿acaso no ha muerto mi tio Yaye—ebn—Al—Hhamar?

—Ciertamente que tu noble tio, ha sido villanamente asesinado, replicó con voz ronca Suleiman; pero vive su hija.

—¡La sultana Amina!

—Si, la sultana de los monfíes.

—¡Una mujer! ¡y una mujer, cuyo paradero no se sabe!

—Pero la sultana Amina tiene un esposo, dijo Suleiman.

—¡El marqués de la Guardia! ¡un cristiano renegado! repitió Aben—Aboo.

—El esposo de la sultana Amina, es el emir de los monfíes.

—Pero si la sultana Amina muriese...

—¡Mas le valdria no haber nacido al miserable que se atreviese á la vida de la sultana! exclamó con acento de amenaza Suleiman.

—Pero puede darse por muerta, puesto que nadie sabe donde se encuentra.

—Y bien, dijo Suleiman, dejándose arrastrar por las circunstancias, á falta de la sultana Amina, tenemos á su hija la sultana Zoraya.

—Mal nombre la habeis puesto, porque la otra sultana Zoraya, hija como esta de cristiano, y esposa de Muley Hacem, fue muy desgraciada.

—¿A qué es esa inútil disputa? dijo una nueva voz terciando en la conversacion: os he llamado y habeis venido; Aben—Humeya está descuidado y ha llegado el momento de obrar.

Quien asi hablaba, era Harum, walí de los walies de los monfíes, que acaba de llegar.

—Es verdad, dijo el capitan turco Carcax: esta disputa es inútil: si los monfíes teneis derecho á llamaros dueños de las Alpujarras, nosotros que hemos venido de Africa á ayudaros, tenemos tambien derecho á que se nos trate lealmente, á que se nos honre, á que se cumplan los pactos que hemos establecido: en vez de esto se pretende destruirnos, se nos acecha, y se nos manda matar: debemos, pues, vengarnos, y nos vengaremos matando á Aben—Humeya.

—Aben—Humeya es rey de Granada, exclamó Harum.

—¿Y pretenderás acaso disuadirnos de nuestra venganza? exclamó Alí: ¿ignoras que tenemos la prueba de la traicion del rey contra nosotros?

—Aben—Humeya debe morir, exclamó Farax—Aben—Farax, pero debe pensarse en un nuevo rey.

—¿Y qué rey pensais que debemos elegir, caballeros? dijo Harum.

Sucedió un silencio solemne...

En medio de él, se alzó la voz de Aben—Aboo.

—Concluyamos antes, dijo, con Aben—Humeya, que nos hace traicion, y despues tendremos lugar de pensar en un nuevo rey.

El rey que ha de gobernarnos, dijo Farax—Aben—Farax, acaba de hablar. Aben—Aboo será nuestro rey.

—Si, si, que sea rey de Granada Aben—Aboo, exclamaron á una voz todos los que allí estaban congregados.

En aquel momento y antes de que Aben—Aboo pudiese contestar, se oyó una voz que hablaba con dificultad á causa del sobrealiento causado por la fatiga de quien hablaba.

—Pronto, exclamó, pronto capitanes, acudid: Aben—Humeya se nos escapa, tiene preparados caballos en la puerta de su casa.

El hombre que hablaba asi, era Gironcillo de la Vega, alguacil mayor de Granada por los moriscos.

La noticia de que Aben—Humeya intentaba escapar causó una gran sensacion entre turcos, moriscos y monfíes.

Especialmente los turcos expresaron su furor de una manera violenta.

—Aben—Humeya no puede escapar, dijo reposadamente Harum; la villa está cercada por mis monfíes.

—Es que tus monfíes se han dividido, dijo Gironcillo: y ó tú nos haces traicion ó te la hacen los tuyos.

—Quien eso dice miente, exclamó Harum fuera de sí de cólera: ni yo ni mis monfíes somos traidores; y en prueba de ello seguidme los que querais.

Y Harum tiró por un barranco arriba en direccion de la villa.

Inmediatamente le seguia Aben—Aboo.

Despues Gironcillo de la Vega, Suleiman, los tres capitanes turcos, y como quinientos hombres entre turcos, moriscos y monfíes.

Aquella gente caminaba en silencio sin pronunciar una sola palabra, apagadas sus pisadas sobre la tierra empapada por la lluvia.

A pesar de la gente que tenia en el pueblo Aben—Humeya, ni un solo hombre armado ni que se les opusiese, ni que diese aviso ó hiciera señal, encontraron los conspiradores, en su tránsito por la villa hasta la plaza.

Cuando entraron en ella, Harum vió puesta una luz tras la celosía de un agimez sobre la puerta.

Aquella luz, era la señal concertada entre él y María de Rojas.

Aquella luz era la señal de que Aben—Aboo estaba en su casa y de que habia llegado la hora.

Harum, Aben—Aboo, los turcos, Gironcillo, Suleiman y sus gentes, avanzaron en silencio hácia la casa.

En aquel momento sonó un tiro, disparado por uno de los moriscos que daban la guardia á Aben—Humeya, y como si aquella detonacion hubiera sido una señal de combate, todos se lanzaron con las armas enhiestas, sobre la guardia, la arrollaron, rompieron las puertas y se precipitaron en la casa.

Poco antes habia entrado en ella Aben—Humeya.

Su paso era vacilante y sus miradas vagas.

Venia de una zambra, donde, á pesar del Koram que prohibia el uso de las bebidas espirituosas, se habia embriagado.

Sin embargo no era su embriaguez tal, que le privase del uso de sus sentidos, y cuando María de Rojas fue á encontrarle, sonriéndole, la dijo:

—¿Por qué me haces traicion?

A esta pregunta brusca, directa, imprevista, la jóven se desconcertó y solo contestó con embarazo:

—A nadie amo mas que á tí, señor, á tí que eres mi esposo: quien te diga otra cosa te engaña y merece la muerte; porque ha calumniado á tu esposa, á la sultana de Granada.

Aben—Humeya la rechazó de nuevo y le dijo con acento indolente:

—Ve, y cuéntale eso á tu amante, á Diego Alguacil: pero apresúrate á contárselo, porque mañana su cabeza no te podrá oir.

—Algun enemigo de tu reposo, señor, dijo María de Rojas dominándose, ha inventado esas mentiras.

—¡Oh! afortunadamente, repuso Aben—Aboo, reclinándose en su divan y ya soñoliento, he sido avisado á tiempo y he prevenido la traicion: al principio crei de mas gravedad el peligro y mandé ensillar dos caballos... pero despues... me quedará tiempo para descabezar á los traidores, y ayudado por los monfíes que son valientes y leales, acabaré con todos mis enemigos. ¡Ah! ¡mi buen hermano Aben—Aboo, mi querido hermano! ¡quereis cobrar vuestra parte de aquel asesinato..! ¡ah! ¡ah! ¡como herí al emir, os heriré á vos mi buen hermano! ¡quien mató á su padre... puede muy bien... sí... puede muy bien matar á su hermano!

—¡Tu hermano! ¡tu padre! exclamó asombrada María de Rojas, que conocia el terrible crímen de los hijos de Yaye.

—¡Ah! estabas todavía ahí, dijo Aben—Humeya.

—Has hablado del asesinato de tu padre, y has llamado tu hermano á Aben—Aboo.

—¿No era mi tio, el pariente mas poderoso que me quedaba, el emir de los monfíes? ¿no debió haber sido mi padre?

—¡Ah! dijo María.

—¿Y no me vi obligado á matarlo para que él no me matase?

—¡Ah! repitió la jóven.

—¿Y mi buen primo, el hijo de la hermana de mi padre, el alcaide de mis alcaides, no debia tratarme como á un hermano?

—¡Ah! repitió por tercera vez María de Rojas.

—¡Pues! ¡mi padre y mi hermano! mi corona destila sangre sobre mi frente, y ese velo rojo me incita... quieren matarme... y yo los mataré á ellos, ¡los mataré y dormiré tranquilo!

Aben—Humeya inclinó la cabeza vencido por el sueño.

—Si, dijo María de Rojas con voz ronca: si son traidores debes matarlos; enemigo muerto no daña: pero...

—¡Ah! ¿estabas todavía ahí...? vete... vete y puesto que amas tanto á Diego Alguacil, díle que su cabeza está mal segura. ¡Ah! ¡ah!

Inclinó de nuevo la cabeza.

—Si, voy á avisarle, murmuró la jóven para sí, y cuando le avise veremos cuál cabeza está menos segura sobre los hombros, si la suya ó la tuya.

María se encaminó á la puerta y al llegar á ella, se encontró con Angiolina.

—No le pierdas de vista, permanece junto á él, dijo María de Rojas: su embriaguez no es bastante para hacerle perder el conocimiento.

Dijo estas palabras en voz tan baja y de una manera tan rápida María, que Aben—Humeya no pudo percibir ni aun su murmullo.

María salió, y Angiolina magnífica é incitantemente vestida, adelantóse hácia el divan donde estaba reclinado Aben—Humeya.

Como si Angiolina hubiese lanzado delante de sí una influencia mágica, cuando estuvo á poca distancia de Aben—Humeya, este se incorporó sobre el divan y la miró frente á frente.

La hermosura de Angiolina parecia como que habia dominado, como que habia desvanecido su embriaguez.

—¡Ah! ¿sois vos señora? la dijo: ¿á qué debo la felicidad de vuestra presencia?

—Habeis tardado y estaba inquieta, dijo Angiolina sentándose en el divan, al lado del jóven.

—¿Inquieta vos por mí? permitidme que me maraville de tal mudanza; hasta ahora he sido para vos la persona mas indiferente del mundo.

—Siempre he sido vuestra amiga, bien lo sabeis.

—¡Amiga! ¡amiga! pero yo no quiero vuestra amistad, sino vuestro amor: recordad: desde que os ví representando en Granada, os importuné con mis ruegos: despues una feliz casualidad os trajo á mi lado, he seguido en mis importunaciones... y vos...

—Ya os lo he dicho una y mil veces y os lo repito, soy vuestra amiga y no puedo ser otra cosa.

—Pero esa fria amistad...

—Don Fernando, la amistad en la mujer es el prólogo del amor.

—Ved lo que decis, señora.

—Y bien... si yo os dijese que mi amistad hácia vos es interesada, algo mas que amistad...

—Os preguntaria la razon de no concederme por completo vuestro amor.

—Recordad: yo no os he llamado jamás Aben—Humeya, sino don Fernando.

—No os comprendo.

—Comprendedme, pues; yo no os quisiera ver moro.

—¡Ah! ¡sois vasalla fidelísima del rey de España!

—No, porque no soy española: por el contrario le aborrezco, porque es el opresor de mi patria la hermosa Italia: pero si no soy española, soy cristiana, don Fernando.

—¿Y pensais que yo no soy cristiano tambien, señora?

—Habeis renegado de Jesucristo por llamaros Muley Aben—Humeya.

—He renegado con los labios, pero no con el corazon.

—Sin embargo persistis en esa dañosa apariencia.

—Acaso no persista mucho tiempo, señora.

—¿Pensais acogeros al perdon del rey de España?

—No he dicho tanto: soy demasiado altivo para humillarme á las plantas de aquel cuyos ministros mataron á mi padre; que dió lugar á la avilantez de los que sin respetar mi linaje, me arrancaron, ó pretendieron arrancarme de la cintura, la daga con que en uso de mis privilegios habia entrado en su cabildo como regidor perpetuo: he aceptado la corona que me dieron los moriscos para vengarme, y me he vengado ya de todos mis enemigos: quédanme en verdad algunos, pero sus cabezas rodaran muy pronto á mis piés. Entonces, no pediré yo perdon al rey de España, sino que apretaré de tal modo la guerra que le obligaré á una avenencia honrosa, le obligaré á que me conceda mis privilegios, mi nobleza, mi rango de infante de Granada, con las tierras y señoríos que fueron de mis abuelos, y cuando esto suceda, declararé ante la iglesia católica, que jamás he sido musulman, que dentro de mi corazon, y esta es la verdad, he tenido levantado un altar al dios de mis padres, y que si he alentado una sedicion de gentes desesperadas, ha sido porque yo estaba desesperado tambien, porque se cometian conmigo degradantes injustícias.

—Y bien, haced eso cuanto antes, don Fernando: salvaos: salvad si aun es tiempo vuestro honor de caballero: acabad de una vez una guerra inútil, que no puede haceros rey, y que cuanto mas dure, mas desgraciada hará la condicion de los moriscos: aprovechad la primera ocasion de una avenencia; haced proposiciones al rey de España, y poned por primera condicion para la paz, el perdon primero, y la tolerancia y el respeto á los tratados para con los moriscos.

—Y bien mirado, señora, ¿qué se os da á vos de que la guerra con el rey de España concluya ó siga? ¿ó es que quereis meterme en una conversacion de Estado para que no os hable de mi amor? Eso es imposible; porque teniéndoos delante, solo veo vuestra hermosura que me enloquece.

—Yo no puedo ser vuestra.

—¡Por que soy musulman, ó lo parezco! ¡qué extraño capricho!

—Aunque volvíeseis á vuestro antiguo estado; aunque os reconcilíaseis con la Iglesia, yo no seria vuestra.

—¡Ah! ¿no querriais ser mi esposa?

—No, porque sois casado.

—¡Casado!

—Si; con Isabel de Rojas como cristiano; con María de Rojas como moro.

—¿Es decir, que de ningun modo sereis mia?

—No puedo serlo.

—Y si no podeis serlo, ¿á qué habeis venido de tal modo engalanada, de tal modo hermosa, á mi aposento en medio de la noche, y cuando por las circunstancias en que me encuentro, estoy desesperado y dispuesto á todo?

—He venido, contestó sin alterarse Angiolina, porque sé que antes que todo sois caballero. He venido, porque han llegado á mis oidos, no sé qué rumores de traicion contra vos: porque soy vuestra amiga y quiero guardaros el sueño.

—¿Y por qué no guardar mi sueño entre vuestros brazos?

—Por una razon suprema, contestó con dignidad Angiolina.

—¿Y cuál es esa suprema razon? dijo Aben—Humeya.

—Esa suprema razon consiste en que amo con toda mi alma á otro hombre, y no quiero, no puedo, no debo ser de otro.

—¡Ah! ¿amais á otro hombre, y me lo decis á mí, que os adoro?

—Os digo la verdad.

—Pero esa verdad me ofende.

—No debe ofenderos.

—Y me empeña.

—No debe empeñaros.

—¿Sabeis señora, que en el poco tiempo que llevo de reinar, me he acostumbrado á que nadie resista á mi voluntad?

—Habeis hecho muy mal en acostumbraros á eso, porque á cada paso encontrareis imposibles.

—Pues os juro que vos no sereis un imposible para mí.

—No jureis don Fernando, no jureis, porque os exponeis á jurar en vano.

—¿Os creis con fuerzas para resistirme?

En aquel momento sonó un tiro fuera.

—Yo os amo y soy vuestra, exclamó Angiolina arrojándose entre los brazos de Aben—Humeya, abrazándole y sujetándole.

—¡Oh! ¿qué es esto? exclamó Aben—Humeya.

—Esto es que cedo al fin á vuestro amor.

—¡Esos golpes, ese ruido de armas! exclamó Aben—Humeya luchando con Angiolina.

—¿Quién piensa ahora mas que en mi amor? exclamó con languidez la italiana.

—¡Ah! ¡miserable! exclamó Aben—Humeya: ¡tú estás vendida á los traidores!

Y haciendo un violento esfuerzo, logró desasirse de los brazos de Angiolina y puso mano á su puñal y le desnudó.

Pero Angiolina le tenia asido fuertemente del brazo izquierdo, se lo retorcia, y le tenia en una posicion violenta en que no podia volverse, para herirla Aben—Humeya.

Pero aquella lucha no podia ser larga, porque Angiolina era una mujer y sus fuerzas, por mas que se violentara, empezaban á faltarle.

Pero afortunadamente para ella, María de Rojas se precipitó en la habitacion, seguida de Aben—Aboo, de Harum el Geniz, de los tres capitanes turcos, de Farax—Aben—Farax, de Diego Alguacil, de Gironcillo de la Vega, y de una multitud de conjurados.

—¡Ah! teneis al miserable, al traidor, al asesino, exclamó María de Rojas, señalando á Aben—Humeya, que aun luchaba con Angiolina.

Aben—Aboo fue el primero que se arrojó sobre él; tras Aben—Aboo los otros, y Aben—Humeya fue desarmado.

La situacion era terrible, pero Aben—Humeya se puso á la altura de la situacion.

Miró tranquilamente en torno suyo, enteramente desvanecida la embriaguez, y dijo con acento sereno:

—Los que me avisaron de vuestra traicion no mintieron: hé aquí que sucede lo que yo habia previsto que sucederia...

—Tienes razon, dijo con ímpetu el capitan turco Alí: los que cometen traiciones, deben temer que un dia su misma traicion se vuelva contra ellos.

—¿Quién se atreve á hablar aquí de traicion? dijo Aben—Humeya: pero ya lo veo: os tengo delante cometiendo una traicion, y os cuadra bien llamar traidor al que venis á asesinar.

—El asesino debe ser asesinado, gritó María de Rojas; esa es la justicia de Dios.

—¿Por qué hablan las mujeres, antes que los hombres? dijo el turco Carcax, ¿se acostumbra esto en esta tierra?

—Cuando una mujer, dijo sin bajar de su tono solemne y trémulo María de Rojas, ha visto asesinados á su padre, á sus parientes, á sus hermanos; cuando ha sido separada del hombre á quien ama; cuando se ha visto obligada á servir los horribles caprichos del que ha matado á su familia y á su amor, esa mujer tiene derecho de acusar ante Dios y ante los hombres al asesino. El asesino es ese, exclamó señalando con un dedo inflexible á Aben—Humeya, y yo os le he entregado; pero para que me hagais justicia.

—Si es cierto, dijo con acento ronco Aben—Humeya, María de Rojas tiene derecho á acusarme: yo me he ensangrentado en su familia, familia de miserables traidores, y solo he cometido una falta: la de no ensangrentarme tambien en ella.

Y soltó una impia carcajada.

Todos callaron dominados por el acento febril, sarcástico, terrible de Aben—Humeya.

—Y bien, ¿no hay nadie que me acuse mas? añadió el jóven.

—Si, gritó Farax—Aben—Farax: yo te acuso de traidor á tu patria y de hereje á tu Dios.

—¿Y sabes tú cuál es mi Dios? exclamó con desprecio Aben—Humeya.

Ante esta audacia todos callaron.

—Mi Dios es el Dios de los cristianos, el Dios que confieso delante de vosotros; el Dios cuya fe no ha faltado en el fondo de mi corazon.

—¿Y por qué has ceñido la corona de un pueblo musulman? exclamó con indignacion Harum—el—Geniz.

—A tí solo, te contestaré, wali de los walies, dijo Aben—Humeya, á tí que eres el único que tienes derecho á acusarme; pero si me juzgas á mí ¿por qué no juzgas tambien á Aben—Aboo?

—Ignoro la causa por qué deba yo acusarte especialmente, y acusar á Aben—Aboo, dijo reposadamente Harum.

—Pues qué, ¿ignoras que Aben—Aboo y yo matamos á tu noble señor el emir de los monfíes?

—Mientes, exclamó Aben—Aboo, que creía que solo Dios, su madre y Aben—Humeya eran los conocedores de aquel crímen; mientes, miserable: yo puedo probar que la noche que murió el emir, mi noble tio, yo estaba muy lejos de Yátor, en cuyas inmediaciones pasó aquella muerte.—Mientes, repito; estás perdido y quieres perderme: y si no, presenta una prueba bastante de que yo he tomado parte en la horrible muerte de mi tio y señor.

—Es verdad, faltan sobre la tierra los testigos; unos han muerto, otros estan lejos. Algunos que pudieran hablar, callan. Pero Dios lo sabe, Dios arrojará sobre tí la sangre del emir de los monfíes, como la arroja sobre mi cabeza, ¡Dios castigará á los dos parricidas!

—¡Parricidas! sonó como un eco de horror entre los circunstantes.

—¿Qué os estremece? dijo Aben—Humeya: ¿acaso no debiamos llamar nuestro padre, al noble y poderoso emir nuestro pariente?

—Repito que ese hombre, al encontrarse perdido, arroja sobre mi cabeza, para perderme, un crímen en que no he tenido parte.

—Es verdad, tú no le hiriste.

—¡Lo ois! al cabo no se atreve á sostener su impostura.

—Pero le sujestaste entre tus brazos para que no pudiese defenderse mientras yo le heria, dijo con una horrible calma Aben—Humeya.

Dominaba un silencio de horror en los circunstantes.

—¡La prueba! ¡la prueba! gritó fuera de sí Aben—Aboo.

—Es inútil, dijo con autoridad Harum—el—Geniz: ni Aben—Aboo, ni Aben—Humeya han cometido ese asesinato.

—¡Ah! ¿te importa acaso ocultar el nombre de los asesinos, wali de los walies? dijo Aben—Humeya.

—No; pero yo me encontraba aquella noche en la alquería donde moraba mi pobre señor, y sé quién fue el asesino.

—¿Y quién fue? dijo con sarcasmo Aben—Humeya.

—Fue un emisario del rey de España: un bandido italiano llamado Laurenti, que se habia introducido entre nosotros.

Al escuchar el nombre de Laurenti, se estremecieron Aben—Humeya, Aben—Aboo y Angiolina.

Harum tenia razon: el verdadero asesino del emir habia sido Laurenti, puesto que él habia incitado á los jóvenes á aquel asesinato.

—Fue ese miserable que acabo de nombraros: asi me lo reveló bañada en llanto, la sultana Howara, la noble esposa del emir mi señor: la madre de Aben—Aboo.

—¡Oh! ¡mi madre! ¡pobre madre mia! exclamó Aben—Aboo.

—Yo, dijo Harum, juré vengar á mi señor con la muerte de su asesino; un dia Laurenti fue encontrado en la montaña por los monfíes, con una puñalada profunda en un costado, y con su propia daga clavada en la sien izquierda.

Angiolina tembló y se puso mortalmente pálida.

—Le maté yo, como se mata á un perro, añadió Harum, y del mismo modo hubiera muerto á los otros asesinos del emir, si hubiera habido mas que uno. Tengo la evidencia; mas: la prueba, de que ni Aben—Humeya ni Aben—Aboo, han tenido parte en esa muerte.

—¡Oh! ¡mi madre! ¡mi pobre madre, dijo para si Aben—Aboo, ha cubierto el delito horrible de su hijo! infeliz madre mia!

—No se trata, pues, de vengar la muerte del emir, dijo con acento conmovido Harum: el emir está vengado. Aben—Aboo tiene razon; Aben—Humeya lleva su maldad hasta el punto de acusarse de un delito que no ha cometido, para que se le crea, para perder al noble, al valiente Aben—Aboo, acusándole de complicidad en aquel crímen. Afortunadamente estoy yo aqui, y soy un testimonio vivo al que prestareis entera fe, caballeros: ¿no es verdad, que no creeis que Aben—Aboo haya cometido tan odioso crímen?

—¡No! ¡no! ¡no! exclamaron todos.

—Puedes engañar con tu autoridad á los hombres, wali de los walies, ¡pero no puedes engañar á Dios!

—¡Y aun insiste el miserable renegado! exclamó con indignacion Harum: pero tu resistencia es inútil: no venimos aquí á castigarte como asesino del emir de los monfíes: no: venimos á juzgarte como traidor á tu patria: estás en inteligencia con los cristianos.

—¿No os he dicho ya que soy cristiano? exclamó con insolencia Aben—Humeya.

—¿Qué mas quereis oir, caballeros? dijo Farax—Aben—Farax: el miserable confiesa su crímen.

—¿Y por qué no los confiesa todos? exclamó el turco Huscen.

—¿Teneis tambien vosotros de qué acusarme? dijo Aben—Humeya.

—¿Conoces esto? dijo Carcax adelantando fuera de sí de furor y mostrando á Aben—Humeya, la carta en que mandaba al alcaide de Medina de Bombaron, matar alevosamente á los turcos.

Aben—Humeya tomó la carta y la leyó: cuando la hubo leido desapareció la fria calma de su semblante, tembló no de miedo, sino de furor y exclamó arrugando entre sus manos la carta:

—Esta es una infamia horrible. Veo aquí tu mano Aben—Aboo, miserable, que mataste al padre y matas al hermano: tú has comprado á mi secretario, Diego de Arcos, cuya es esta letra, y has fingido esta carta.

—Estamos perdiendo el tiempo, dijo Carcax; este descreido lo negará todo: ¿no es justa su muerte, capitanes y caballeros?

—Si; si; debe morir, gritaron todos. Y como si aquella hubiese sido una señal, el feroz Carcax se arrojó sobre Aben—Humeya.

—¡A mí, esclavos! ¡á mí! ¡ha llegado la hora de la muerte! gritó el turco!: ¡á mi, verdugos!

Y sofocaba entre tanto á Aben—Humeya á quien habia asido por la garganta.

Dos africanos atezados habian aparecido y avanzaban hacia Aben—Humeya: uno de ellos llevaba un cordon en la mano.

Los detalles de la muerte de Aben—Humeya son repugnantes; oigamos cómo refiere esta catástrofe don Diego Hurtado de Mendoza, en su guerra de Granada.

«Ahogáronle dos hombres: uno tirando de una parte y otro de otra de la cuerda, que le cruzaron en la garganta; él mismo se dió la vuelta como le hiciesen menos mal; concertó la ropa; cubrióse el rostro.»

El mismo historiador refiere en otro lugar:

«Saqueáronle la casa; repartiéronse las mujeres, dinero, ropa; desarmaron y robaron la guardia; juntáronse con los capitanes y soldados, y... eligieron á Aben—Aboo por cabeza en público, segun lo habian acordado en secreto.»

La muerte de Aben—Humeya fue la señal de dispersion de los que la habian decretado y ejecutado; los turcos se alejaron con su gente; Farax—Aben—Farax, con sus moriscos y con su nuevo rey Aben—Aboo, que se llevó consigo á Angiolina; Diego Alguacil por su parte se unió de nuevo á María de Rojas, y preveyendo que ninguna buena aventura podia acontecerles en las Alpujarras, pasaron algunos dias despues á Africa, donde se casaron.

Antes de separarse Harum y Angiolina tuvieron este breve diálogo:

—¿Por qué habeis atestiguado que Aben—Humeya y Aben Aboo, eran inocentes de la muerte del emir?

—Necesito que Aben—Aboo confie en mí, contestó Harum.

—¿Y por qué no habeis muerto tambien á Aben—Aboo? dijo Angiolina, ¿acaso no teneis poder para ello?

—¿Se sabe dónde está la hija de mi señor? repuso Harum.

—¡Ah! teneis razon, exclamó con amargura Angiolina.

—Acordaos señora, la dijo Harum, del estado en que habeis visto al infeliz marqués de la Guardia: acordaos de lo que me habeis prometido: Aben—Aboo os ama: fascinadle; emplead toda vuestra astucia, toda vuestra inteligencia: averiguad el paradero de la sultana, y cuando le hayais averiguado, cuando nos hayamos apoderado de ella, entonces... entonces Aben—Aboo, sentirá sobre su cabeza la venganza de los monfíes.

—Os juro, os juro ayudaros, exclamó Angiolina; pero ayudadme vos tambien.

—Os ayudaré, os lo juro, dijo Harum; pero silencio: Aben—Aboo se acerca: salidle al encuentro y empezad á ser un demonio fascinador para él.

Angiolina salió sonriendo al encuentro de Aben—Aboo, y Harum triste, cabizbajo, preocupado, salió de Andarax, llegó á los primeros puestos de los monfíes y mandó tocar á recoger.

Cuando todos estuvieron reunidos los llevó á una rambla distante, y puesto en medio de ellos les dijo:

—Nuestra venganza por el noble emir que hemos perdido, se ha cumplido ya. Aben—Humeya ha muerto.

—¿Y Aben—Aboo? ¿y Aben—Aboo? gritaron acá y allá.

—Aben—Aboo no tardará mucho en caer tambien. Estoy satisfecho de vosotros, hermanos. Nada tenemos que hacer aquí: marchad á vuestros apostaderos y estad dispuestos á la primera señal.

Los monfíes se dividieron en grupos y Harum, con una banda de ellos se internó en la montaña.

Capítulo XLVII. Reseña de la continuacion de la guerra de las Alpujarras hasta su terminacion.

Puesto que ya hemos reseñado el principio de aquella guerra, nos parece oportuno para redondear nuestro libro, acabarla de dar á conocer, aunque sumariamente, á nuestros lectores.

Aben—Aboo, fue coronado según la usanza mora, y proclamado bajo el nombre de Muley Abdalá Aben—Aboo.

Pero esta jura y coronacion fue condicional por tres meses mientras venia la confirmacion del título de rey para él, del dey de Argel.

A este efecto envió á Africa Aben—Aboo á un morisco tintorero de Granada, llamado Ben—Daud, con dinero y presentes para captarse la voluntad del dey.

En poco tiempo envió Ben—Daud la aprobacion de Aluch—Alí, pero, previendo los resultados de la guerra, el buen emisario, obrando prudentemente, se quedó por allá.

Recibida la aprobacion del dey se procedió formalmente á la coronacion, poniéndole en la mano derecha una espada desnuda, y en la izquierda un estandarte, corona de oro en la cabeza y manto de púrpura sobre los hombros, y en esto le levantaron en alto por tres veces delante del pueblo y otras tantas gritaron: ¡Dios ensalce al rey de la Andalucía y de Granada, Abdalá Aben—Aboo!

Reconociéronle por su señor todos los pueblos sublebados de las Alpujarras, y todos los capitanes de moriscos, excepto Aben—Mequenum, y Giron el Archidoni.

Nombró walí de los walies ó capitan general, á Gerónimo—el—Melek, y nombró de su consejo, para tenerlos propicios, á los capitanes turcos Carcax y Dalhy.

Otro capitan turco, el Caravaxí, pasó á Africa por gente para reforzar el ejército morisco; y Huscen fue enviado con el mismo objeto de obtener gente y armas, con un presente de cautivos, al dey de Argel.

Creó una guardia de cuatro mil arcabuceros, parte de los cuales debian estar constantemente junto á su persona, y parte rodeando su casa en línea avanzada, y el lugar en que residiese, y vigilar á los que llegasen.

El miedo habia empezado á roer el corazon de Aben—Aboo, hasta el punto de no creerse seguro sino rodeado de un pequeño ejército, escogido entre las taifas de los capitanes que creia mas leales.

Uno de estos capitanes era Harum el Geniz, y la mayor parte de sus arcabuceros monfíes.

De modo que Aben—Aboo, sin saberlo, estaba en medio de sus enemigos y se creia asegurado por ellos.

El primer hecho de Aben—Aboo despues de su proclamacion, fue proveer á Castil de ferro, de armas, artillería y municiones, y á seguida sitió la villa de Orgiva, á cuyo socorro envió don Juan de Austria al duque de Sesa.

Aben—Aboo entonces dividió en dos partes su gente, dejó la una continuando el cerco de Orgiva, y con la otra parte dió sobre las gentes del duque de Sesa, en un lugar que se llamaba entonces Calat—el—Hhajara, (castillo de la peña) y hoy Acequia de las tres peñas, y despues de muchas escaramuzas, las venció matando algunos capitanes y como hasta cuatrocientos soldados, y obligando al duque á ampararse de la noche para recoger su gente y retirarse.

Por otra parte, el capitan Francisco de Medina, abandonó la villa de Orgiva á causa de faltarle municiones y víveres, y ensoberbecido con estos triunfos Aben—Aboo, bajó por Guejar y el Puntal de la Vega, robó ganados, saqueó é incendió la villa de Medina y llegó con su ejército compuesto de monfíes, turcos y moriscos hasta media legua de Granada.

El duque de Sesa por desagravio, cargó sobre la Abuñuelas, las quemó, quemó asimismo á Restaval, Belejy, Dúdar y otros lugares, y tornó á Granada, donde don Juan de Austria se encontraba reformando la infantería.

Era ya al mes de noviembre, y el invierno se presentaba recio.

Por aquel tiempo se alzó la villa de Galera á una legua de Huesca, en tierras de Baza, lugar fuertísimo en el paso de Cartagena al reino de Granada, y no distante del de Valencia.

Defendian á Galera por órden de Aben—Aboo, cien arcabuceros turcos y berberiscos, á las órdenes del Maleh, alcaide de aquel distrito: levantóse asimismo Orce, y todos los lugares del rio de Almanzora (de la Victoria).

Crecia la insolencia de los rebeldes: Aben—Aboo, mostraba ser mas diestro, mas inteligente, mas activo y mas afortunado que lo fue Aben—Humeya; llegó hasta el punto de ponerse sobre la Silla del moro, por la parte de los montes al Sur, amenazando la Alhambra y el barrio del Realejo, aunque de allí no pasaron ni hicieron demostracion alguna, y llegando solo de noche, y retirándose de dia.

Crecia el desasosiego de la ciudad, dábanse guardias y rondas en la puerta de los Molinos, en la de la Antequeruela, en el cerro de los Mártires; se enviaban descubiertas á los lugares de Pinillos y Cenes, cercanos á Güejar donde tenia su campo Aben—Aboo, y todos los dias se tenian noticias de personas y de recuas cogidas por los moriscos á las mismas puertas de la ciudad.

Entre tanto el marqués de los Velez, sitiaba á Galera, con poca artillería, con poca gente y por lo tanto con poco provecho.

Escribió don Juan de Austria á Felipe II quejándose de que le hiciese estar ocioso en Granada cuando esta se encontraba amenazada de cerca por el campo que tenia Aben—Aboo puesto en Güejar, y por otra parte por la resistencia de Galera, que podia dar causa á que la rebelion se extendiera al reino de Valencia; en vista de estas quejas, el rey mandó formar dos campos; uno á cargo de don Juan, que asistido por el marqués de los Velez, el comendador mayor de Castilla y Luis Quijada, hiciese la guerra en el rio Almanzora; y otro bajo el mando del duque de Sesa que debia quedar en las Alpujarras.

Don Juan de Austria marchó bien provisto y pertrechado contra Güejar á 23 de diciembre de 1569, con nueve mil hombres de infantería, seiscientos caballos y ocho piezas de campo. Por la parte alta, esto es, por el mas encumbrado de los dos caminos que hay de Granada á Güejar, fue el mismo don Juan con cinco mil infantes y cuatrocientos caballos; Luis Quijada iba en la vanguardia con dos mil infantes; don García Manrique con el resto de la caballería, y en la retaguardia, con el estandarte real, el resto de la infantería, la artillería y las municiones, Pedro Lopez de Mendoza y don Francisco de Solís.

Pero cuando llegó la expedicion á Güejar hallaron que los moriscos habian abandonado el pueblo, retirándose á las Alpujarras. Solo se encontraron en la trinchera diez ó doce viejos que fueron degollados, ni se vió de los enemigos mas que algunas mujeres y niños, y bagajes cargados, que subian por la sierra resguardados por arcabuceros y ballesteros como en número de ciento, que disparaban, retirándose de breña en breña, estorbando que se les diese alcance. Hubo algunas muertes de una y otra parte; tomáronse cautivos á los enemigos cuarenta personas entre hombres y mujeres, matándoles otros tantos; de los cristianos murieron cuarenta soldados y el capitan Quijada, á quien, siguiendo el alcance dió una pedrada una morisca: entróse al lugar á saco y degüello, y don Juan, reposando poco en victoria tan fácil, se preparó á otra mas aventurada, marchando sobre Galera.

Corrido habia por toda España la fama de la fortaleza de aquella villa, la dificultad de entrarla y lo bien proveida de defensa que se encontraba, y multitud de caballeros de todo el reino, partieron para aquella empresa, no sin disgusto del rey que comprendia claro que era mas de estorbo que de provecho tanta gente allegadiza: enviaron las ciudades nuevas gentes de á pié y de á caballo, y poblacion hubo en que cada cinco vecinos pagaron un soldado que fuera contra Galera.

Esto significa harto claro, que, cuando tales sacrificios se hacian, se daba gran importancia, se juzgaba como de gran consideracion la guerra de las Alpujarras.

Acudieron mas de ciento y veinte banderas con capitanes naturales de los mismos pueblos, y organizada toda esta gente, partió la mitad con el duque de Sesa para las Alpujarras, y la otra mitad con don Juan de Austria contra Galera.

Indignado Aben—Aboo con el desgraciado suceso de Güejar, quiso dar alguna muestra de sí mismo, y envistió, aunque inútilmente, de noche, á Almuñecar y á Salobreña; y viendo el poco efecto de sus esfuerzos y la decision con que era acometido, envió de nuevo emisarios á Argel á pedir socorro.

Entre tanto el marqués de los Velez, perdiendo mas que ganando, continuaba su simulacro de sitio sobre Galera, viéndose con frecuencia obligado á retirarse, y volviendo mas por honra, que por certeza de mejores resultados.

En este lugar nos presenta la historia un diálogo notable que hemos de mostrar, aunque no sea mas que porque da á conocer de lleno, el carácter del marqués de los Velez.

Habiendo salido este á recibir á don Juan de Austria, el jóven príncipe abrazó al viejo soldado y le dijo:

—Marqués ilustre: vuestra fama con mucha razon os engrandece, y atribuyo á buena suerte, haberse ofrecido ocasion de conoceros. Estad cierto que mi autoridad no acortará la vuestra, pues quiero que os entretengais conmigo, y que seais obedecido de toda mi gente, haciéndolo yo mismo como hijo vuestro, acatando vuestro valor y canas, y amparándome en todas ocasiones en vuestros consejos.

A cuyas benévolas palabras contestó el marqués con las siguientes aunque mesuradas, extrañas:

—Yo soy el que mas ha deseado conocer de mi rey un tal hermano, y quien mas ganara de ser soldado de tan alto príncipe; mas si respondo á lo que siempre profesé, irme quiero á mi casa, pues no conviene á mi edad anciana haber de ser cabo de escuadra.

Por lo que se ve, en 1570 á cuyos principios sucedió esta conversacion, los nobles castellanos aun no habian perdido los humos de la edad media; aun se hombreaban con los reyes.

El marqués de los Velez lo hizo como lo dijo: dejó la guerra y se marchó mohino á su casa donde nadie podia disputarle la primacía.

Entre tanto y mientras el duque de Sesa acometiendo la empresa de las Alpujarras, marchaba sobre Orgiva, don Juan de Austria se encaminaba sobre Galera, resuelto ya definitivamente el sitio.

Empezaron las operaciones por la alcazaba alta: se la habia minado y al volar la mina cayó un lienzo de muralla con algunos moros que le defendian; alborotáronse algunos soldados y sin órden para ello, embistieron por entre el humo y el polvo, y fueron tan rudamente rechazados por los enemigos y tal la confusion y el desórden, que el mismo don Juan arremetió en persona y tan de veras, que recibió un balazo en el peto, que aunque no le causó daño, causó sí una gran impresion en cuantos de ello tuvieron noticia, especialmente en su ayo Luis de Quijada, que no se separaba un momento de su persona, que le amaba como un padre y que jamás olvidaba, ni aun cuando por don Juan ponia en peligro su vida, el encarecimiento con que le habia encomendado la guarda de su hijo el gran emperador don Carlos.

Con gran trabajo pudo don Juan recoger la gente, que no escarmentada por el mal suceso, pidió al otro dia que se la llevase al asalto; pero don Juan viendo lo dañoso que aquel asalto seria, mandó hacer dos minas mas y cuando estas volaron, empezó á jugar la artillería y se renovó el asalto, si bien con mas órden, no menos sangriento, y despues de horribles estragos se entró el castillo, y al fin fue tomada Galera.

Don Juan fue rigorosísimo con ella; ya fuese por lo que habia resistido y la gente que habia costado, ya por poner miedo á los otros pueblos levantados: entróla á cuchillo, arrasóla, aróla y la mandó sembrar de sal, como se acostumbraba en aquellos tiempos con las casas de los traidores.

Solo quedó la peña, coronada de escombros humeantes, y la terrible tradicion de las desdichas de Maleh y de su amante Maleka, de la cual hizo Calderon su drama: el Tuzani de las Alpujarras.

En efecto, la toma de Galera, lugar fuertísimo y en el que tenian gran confianza, aterró á los moriscos: Aben—Aboo desalentado no pudo arrojar al duque de Sesa de las Alpujarras y este, sin que los moros osaran á otra cosa que á escaramucear con su gente, llegó á Güejar y de allí pasó á Válor, donde se alojó.

Don Juan, excitado por el duque de Sesa, se volvió sobre las Alpujarras pretendiendo coger á Aben—Aboo, entre su gente y la del duque, y llegó á vista de Seron, donde algunos soldados desvandados, se arrojaron á combatir, sin que nadie pudiera impedirlo, á los moros que encontraron puestos en defensa. Incitados por el ejemplo de estos pocos, fueron uniéndoseles mas, hasta que al fin, contra la voluntad de don Juan, toda la gente de su hueste se movió contra la villa: y aunque vinieron en socorro de Seron los moros de Tíjola, la villa fue entrada al primer embate, saqueada y pasados los que se encontraron dentro á cuchillo; pero esta victoria costó muy cara, tanto por el gran número de cristianos que perecieron en el asalto, como porque, herido malamente de un balazo, murió entre los brazos de don Juan, su ayo Luis de Quijada.

Aben—Aboo, viendo que los cristianos se le habian metido en el corazon de las Alpujarras, repartió su campo y la gente vecinal que llevaba consigo; puso gente en el camino de Granada para evitar que llegasen provisiones al duque de Sesa, y parte á la falda de la Sierra Nevada y al Puntal de la vega para que amenazasen á Granada: quedando él contra el duque, estorvándole los mantenimientos con los cuatro mil arcabuceros de su guardia, y los soldados del duque se vieron obligados á mantenerse con fruta seca, pescado y aceite, que recibian por las marinas, de Málaga.

Llegó el mes de abril: los moriscos si encontraban alguna ventaja en las escaramuzas ligeras, en las sorpresas de convoyes, ó de soldados que pasaban desprevenidos por la montaña, no habia lance algo formal en que no fuesen deshechos y rotos.

Cundia el desaliento.

Don Juan, venida la buena estacion, apretaba sin descanso y procuraba por medio de tratos, la sumision de los moros y la ida á Africa de los turcos.

Hablábase de condiciones pedidas por Aben—Aboo, aunque exorbitantes, y la guerra seguia, aunque embarazada por estos tratos y empeños de avenencia.

Castil de Ferro fue abandonado y ocupado por el marqués de la Fávara y por don Juan de Mendoza: solo se encontraron dentro veinte hombres, entre moriscos viejos, turcos y berberiscos, y diez y siete mujeres, en ocasion que estaban para embarcarse; alguna sidra, veinte quintales de vizcochos y la artillería que estaba en el castillo, mala y poca.

Seguíanse entre tanto tratos de reduccion con Fernando el Habaquí y Felipe II, que se habia acercado á Sevilla y luego á Córdoba; para poder proveer con mas oportunidad á la guerra, pasado el peligro y estando apagado casi el incendio, se tornó á Madrid, remitiendo para allí, la conclusion de las Córtes que poco antes habia convocado.

El mayor peligro quedaba en la Serranía de Ronda: partió para ella de órden de don Juan de Austria, el 20 de mayo, don Antonio de Luna con cuatro mil quinientos infantes y cien caballos que sacó de Ronda; en la primera salida fue rechazado y obligado á volverse á la ciudad: los moriscos de la Serranía, aconsejados por los que habian ido á ellos huidos de las Alpujarras, se concentraron en Sierra Bermeja, y en la del Iztan: tomaron el mar á las espaldas para facilitar los socorros de Berbería, y bajaban hasta las puertas de Ronda, causaban continuas alarmas, robaban los ganados y cautivaban y mataban á los labradores cristianos, no como salteadores, sino como enemigos.

Esto empezó á acontecer cuando Felipe II estaba todavía en Sevilla, y acudió de improviso al remedio, y envió á la Serranía á los duques de Arcos y de Medina Sidonia.

El de Arcos, que tenia mucha parte de sus Estados en la Serranía de Ronda, pretendió reducir á los moriscos; pero estos estaban irritados; mas que irritados, desesperados, y fue necesario recurrir á la fuerza y acometerlos en Sierra Bermeja, en el mismo lugar donde años antes murió á manos del Ferih de Benastepar, don Alonso de Aguilar, uno de los mas esclarecidos parientes del Gran Capitan Gonzalo Fernandez de Córdoba.

Encontraron allí, segun referia Mendoza, «Calaveras de hombres y huesos de caballos amontonados, esparcidos, segun, como y donde habian parado; pedazos de armas, frenos, despojos de jaeces: vieron mas adelante, el fuerte de los enemigos, cuyas señales parecian pocas y bajas y aportilladas; iban los prácticos de la tierra señalando donde habian caido oficiales, capitanes y gente particular: referian donde y cómo se salvaron los que quedaron vivos, y entre ellos el conde de Ureña y don Pedro de Aguilar, hijo mayor de don Alonso de Aguilar: en qué lugar y dónde se retrajo don Alonso y se defendia entre dos peñas; la herida que el Ferih, cabeza de los moros, le dió primero en la cabeza y despues en el pecho, con que cayó; las palabras que le dijo andando á brazos: Yo soy don Alonso de Aguilar; las que el Ferih le respondió cuando le heria: Tú eres don Alonso, mas yo soy el Ferih de Benastepar, y que no fueron tan desdichadas las heridas que dió don Alonso, como las que recibió... Mandó el general hacer memoria por los muertos y rogaron los soldados que estaban presentes que reposasen en paz, inciertos si rogaban por deudos ó por extraños y esto les acrecentó la ira y el deseo de hallar gente contra quien tomar venganza.»

Ocupó el duque de Arcos el antiguo fuerte reparándole. Vino en este tiempo resolucion del rey don Felipe, que concedia perdon á los moriscos: empezaron á presentarse algunos; pero sin armas y alegando que los que quedaban alzados no se las dejaban traer.

Pero de improviso, un morisco que habia escapado de la Inquisicion y que por temor al castigo no queria reducirse, empezó á excitarles de nuevo, á decirles que se les engañaba, que cuando se hubiesen entregado serian muertos, ó sentenciados por toda su vida á galeras, esclavas sus mujeres, vendidos sus hijos.

Tanto dijo y tanto alborotó, que los de Sierra Bermeja se levantaron de nuevo con mas furia que antes: mataron á los moriscos que trataban en el avenimiento é impidieron por el terror que se sometiesen los que querian hacerlo.

Redújoselos al fin, pero con varias alternativas, con mucha sangre y terribles catástrofes: los restos dispersos de los moriscos se acogian á las breñas, descalzos, hambrientos, miserables; las Alpujarras, el marquesado del Zenete, el rio de Almanzora, y la Serranía de Ronda, estaban ocupados por el ejército vencedor y don Juan de Austria escribia á su hermano el rey don Felipe «que la salida de los moros de todo el reino seria el postrero dia de octubre.»

Quedaban, sin embargo, acá y allá llamaradas del incendio: los labradores cristianos que habian vuelto á sus haciendas, no se atrevian á labrarlas; los caminantes eran robados y muertos, y todos los lugares enteramente de moriscos que no habian dejado las Alpujarras, eran una amenaza muda.

Aben—Aboo andaba de cerro en cerro, con un puñado de parciales llamándose todavía rey.

¿Y qué habian hecho entre tanto los monfíes?

Cejar los primeros en el combate, abandonar los lugares que se les confiaban, ser traidores á los moriscos.

Y Harum—el—Geniz era quien acompañaba siempre á Aben—Aboo.

¿Por qué hacian traicion los monfíes á sus hermanos?

Porque necesitan vengar la muerte de su emir.

Porque no habian muerto á Aben—Aboo, como habian muerto á Aben—Humeya.

Porque ignoraban donde tenia escondida á la sultana Amina, Aben—Aboo.

La guerra habia acabado, Aben—Aboo andaba fugitivo, y sin embargo, ni Angiolina Visconti, ni Harum, que acompañaba siempre á Aben—Aboo, habian logrado descubrir el paradero de la sultana.

Capítulo XLVIII. En que se sabe entre otras muchas cosas importantes, de qué muerte murió Aben—Aboo.

El castillo de Vérchul, era, que hoy no es, un punto importante, situado en medio de las Alpujarras. Rodeado de agrias cuestas, asentado como un nido de águila sobre una roca, sin mas acceso que un tortuoso sendero, abierto á pico en una peña, podia casi llamarse inespugnable.

A su pié ramblas profundas, montañas, colinas, formaban un verdadero laberinto, extremadamente selvático, y bravío, y á lo lejos, ya sobre una cresta, ya en la vertiente de un valle, se veia algun lugarejo, algun caserio, alguna choza. Al pié del castillo estaban sobre un barranco sumamente agreste unas profundas cuevas que se llamaban de los Vérchules, y donde, como en un último refugio, se habian concentrado los restos dispersos de los moriscos fugitivos y vencidos.

Allí, hambrienta, desnuda, miserable, aterrada, aquella multitud infeliz, viejos sin hijos, huérfanos sin padres, esposas sin esposo, cuantas miserias humanas pueden concebirse, se agrupaban cubiertas de harapos, estremecidas de miedo, con los ojos fijos siempre en las distantes avenidas temiendo ver asomar por ellas las banderas de los crueles y sanguinarios soldados del rey don Felipe el II.

Pero entre estas gentes no habia un solo monfí, á excepcion del wali de los walies Harum, que no se apartaba sino por breves espacios de Aben—Aboo.

Parecia que á los demás monfíes los habia tragado la tierra.

Fuese porque reposasen en el triunfo, fuese porque creyesen inútil una persecucion de gente miserable y desvandada, ni á los alrededores del castillo de Vérchul, ni en los lugares que desde su altura se divisaban, aparecia un solo cristiano.

Pero tambien es cierto que estaba tan devastada aquella demarcacion, tan cortados los caminos que á ella conducian, por los soldados del rey de España, que los pobres moriscos acorralados en aquellas breñas no encontraban para sustentarse mas que raices de árboles, yerbas y reptiles.

De tiempo en tiempo Harum—el—Geniz solia aparecer entre aquellos desgraciados, como una providencia de Dios, con algunos mulos cargados de maiz, de trigo ó de legumbres, que aquellos infelices devoraban en pocos instantes.

Siempre que Harum llevaba uno de estos ineficaces consuelos, les decia:

—Amigos, esto ha costado sangre humana.

Y—Dios te bendiga, wali; exclamaban los míseros: Dios acoja en su misericordia á los que han derramado su sangre por nosotros.

Harum al escuchar estas palabras se volvia de espaldas para ocultar sus lágrimas y murmuraba:

—¡Estaba escrito! ¡oh! ¡si esos miserables no hubieran asesinado al emir!

Entre tanto Aben—Aboo, encerrado en el castillo de Vérchul, acompañado únicamente de Angiolina, de algunos escopeteros, de Harum y de su antiguo esclavo africano Alí, recelaba de todo, atalayaba por sí mismo los caminos, temiendo ser sorprendido, y velaba de noche por los adarves como un alma en pena.

Habia enviado á algunos de sus parientes á Africa en demanda de nuevos socorros, los esperaba con esa tenacidad con que confian en su fortuna los ambiciosos y esperanzado en estos socorros, se negaba de todo punto á someterse al perdon prometido por el rey á los moriscos que depusieran las armas.

Rey en sueños, haciasele duro el despertar: sus remordimientos, entre tanto, le obligaban á buscar el olvido en la embriaguez.

Porque los remordimientos se habian dejado oir al fin en aquella alma que todo lo habia arrostrado por la ambicion. Mientras se encontró entre el ruido de las armas, en medio de sus gentes, que seguian al combate su bandera y se batian con fe y con entusiasmo, la continua actividad, el interés siempre vivo de nuevas empresas, el ansia del mando supremo asegurado por la victoria, le habian distraido, mejor dicho: le habian embriagado hasta el punto de que nada veia mas que el dosel rojo de un trono levantado en la cámara de Embajadores de la Alhambra; pero cuando en el solitario y silencioso castillo de Vérchul, se encontró una noche y otra, velando receloso por sí mismo, bajo un firmamento opaco, reflejando en sus pupilas escandencidas por la fiebre la misteriosa luz de las estrellas, solo consigo mismo en presencia de la inmensidad muda, bajo la mirada de Dios, un frio de terror empezó á circular por sus huesos: muy pronto sus ojos de loco no vieron ya un firmamento sombrío; vieron mas que eso: millares de fantasmas que se agitaban, que hervian en aquel firmamento y que arrojaban una lluvia de sangre sobre su cabeza: estremecióle el zumbido del viento entre las almenas, creyendo escuchar en él quejas humanas, alaridos de rabia, gritos de agonía, imprecaciones, amenazas. Parecíale oir en un eco muy lejano, entre el silencio, la voz del emir de los monfíes, que exclamaba:

—¡Parricida! ¡maldito seas!

Otra, la de Aben—Humeya, que rugia:

—¡Ay de tí, fratricida!

Otra, la de su madre que exclamaba:

—¡Menguada fue la hora en que te concebí!

Otra, en fin, la de Amina, que llorando le decia:

—¡Qué has hecho de mi padre, asesino! ¡qué has hecho de mi esposo y de mi hija!

Y cuando huyendo de estas voces se precipitaba por las escaleras de los adarves, y se perdia en la profunda penumbra de los muros, pareciale ver deslizarse delante de él como pretendiendo precederle, llevarle, á un lugar de juicio supremo, los espectros de su padre, de su hermano y del marqués de la Guardia (porque Aben—Aboo creia que el marqués de la Guardia habia muerto) envueltos en sudarios rojos.

Entonces, erizados los cabellos de espanto, pálido, trémulo, cubierto de un sudor frio, penetraba en la cámara, donde sufriendo un largo, doloroso é inútil martirio, dormitaba Angiolina y exclama:

—¡Vino! ¡adorada de mi alma! ¡dame vino! ¡necesito embriagarme, dormir entre tus brazos, olvidar! ¿No oyes que quiero olvidar, ó tú tambien me haces traicion?

Y entonces Angiolina, grave, lenta, silenciosa, se levantaba, llenaba de vino un cáliz que servia de copa á Aben—Aboo y se le servia.

Aben—Aboo apuraba el vino de un trago, y pedia mas, mas, porque su miedo no desaparecia sino con la embriaguez, y se arrojaba entre los brazos de Angiolina, que cumplia heróicamente su palabra empeñada á Harum—el—Geniz, de procurar saber, á costa del último de los sacrificios que podian exigírsela, el paradero de Amina.

En vano habia apurado cuantos recursos encontró su astucia: en vano habia tendido hábiles lazos á Aben—Aboo: nada habia podido descubrir: ó Aben—Aboo ignoraba lo que habia sido de Amina, ó el recelo le hacia ser prudente aun en sus momentos de embriaguez.

Al fin Angiolina se vió obligada á guardar silencio acerca de Amina á consecuencia del siguiente diálogo que tuvo con Aben—Aboo.

—¿Qué te importa, le dijo, lo que haya sido de esa mujer?

—Tengo un gran interés, dijo con acento profundo Angiolina.

—¡Un gran interés! repuso Aben—Aboo, lanzando sobre la veneciana una mirada friamente investigadora: ¡Ah! ¡sí, es verdad! tú amabas al marqués de la Guardia, y acaso le amas aun, á pesar de que sabes por mi boca que ha muerto... y de una manera singular: como que le ha matado la misma tierra que le sirve de sepultura.

—¿Y qué me importa el marqués de la Guardia? repuso Angiolina: ¿acaso no tuve bastantes razones para olvidarle, para despreciarle? ¿puede amar una mujer como yo á un hombre que la pospone á otra? No, la sultana Amina me interesa, no por el marqués á quien Dios perdone, como yo le he perdonado, sino por tí.

—¿Por mí?

—Si ciertamente: ¿no te amo yo?

—Escucha, Angiolina, dijo profundamente Aben—Aboo: soy jóven: criado en la montaña, pensando siempre en la corona que estoy á punto de perder ó ganar decisivamente, las mujeres no habian hablado á mi corazon. Pero te ví, y no sé qué destino incomprensible, poderoso, arrastró mi alma y la impulsó á unirse á la tuya. Te tuve á mi lado, al lado de mi madre en Cádiar: creí tus palabras de amor, y cuando por una imprevision mia fuiste á dar en manos de Aben—Humeya, sentí lo que nunca habia sentido por una mujer: la rabia de los zelos: tú acaso fuiste una de las causas mas poderosas de la muerte de Aben—Humeya.

—Pero tú sabes que Aben—Humeya me amó en vano...

—He querido creerte, porque necesitaba creerte; pero cuando me abriste tus brazos por primera vez, cuando los rodeaste á mi cuello, sabes lo que sentí...

—Tú te llamabas en aquellos momentos el mas dichoso de los hombres.

—Y lo era, en efecto, porque tu hermosura me enloquece, porque tu mirada conmueve mi alma, como no la han conmovido jamás las incertidumbres de mi triunfo y los azares de la guerra. ¿Pero sabes lo que sentia yo en el fondo de mi razon, como esclareciéndola, como pretendiendo dominar mi delirio? pues bien, escuchaba una voz que me decia:—«Los brazos de esa mujer no son los dulces lazos del amor que ansías, son una serpiente que pretende ahogarte.» Y cuando este recuerdo, cuando este recelo me asalta en medio de tus caricias; cuando pretendes averiguar el paradero de la sultana Amina, un pensamiento terrible pasa por mi cabeza.

—¿Y qué pensamiento es ese que te inspira tu delirio?

—El de ahogarte antes de que me ahogues tú.

Sonrió lánguidamente Angiolina y repuso:

—Ni yo te ahogaré, porque te amo, ni el amor que sientes por mí te permitiria ahogarme. ¡Oh! ¡no! tus recelos pueden menos que tu amor. Tú, si pones la bandera del Profeta sobre las alcazabas de Granada, me llamarás tu sultana, tu adorada sultana.

—Pero esa tenacidad en nombrarme á Amina...

—¡Tengo zelos!

—¡Zelos!

—Ella es una sultana poderosa.

Sonrió sesgadamente Aben—Aboo.

—¿Y dónde están los monfíes? ¿qué se han hecho esos valientes? pregunta á Harum—el—Geniz, el wali de los walies de esos moros y él te contestará:—«Han sido vencidos, dispersados: los unos se han acogido á la clemencia del rey de España, los otros han pasado á Africa y los que quedan aquí vagan sueltos por la montaña sin obedecer á capitan alguno? ¡La poderosa sultana! ¿Dónde está su alcazar tan maravilloso de que nos hablaban? el paraiso escondido del emir de los monfíes? Sueño, sueño todo, como la hermosa sultana Amina; como la misteriosa dama blanca de la montaña.

—¡Sueño! ¿pretenderás hacerme creer que la hija del emir, la sultana Amina, ó doña Esperanza, la orgullosa, duquesa de la Jarilla, ha sido un sueño?

—Como un sueño ha pasado, repuso Aben—Aboo.

—¡Que ha pasado!

—Si; ha muerto: ha muerto de hambre...

—¡De hambre!

—Si; yo... por recelo de que los monfíes me vendiesen... porque yo siempre he desconfiado de ellos, pretendí tener en rehenes á la sultana Amina, y la guardé en una cueva... no importa dónde. Yo mismo iba á llevarla la comida, las ropas... pero los cristianos me arrojaron de repente del lugar donde se encontraba encerrada la sultana... yo en verdad nunca habia pensado en matarla; pero pasaron muchos dias antes de que yo volviera á apoderarme del lugar donde habia quedado abandonada; cuando fuí en su busca la encontré muerta.

—¡Muerta!

—Si; muerta de hambre.

Angiolina calló dominada por el horror. La habia revelado Aben—Aboo de una manera tan segura la muerte de Amina, que no se atrevió á dudar de ella.

—Lléname otra vez la copa, dijo Aben—Aboo.

Angiolina le sirvió la copa de nuevo.

—Cuando vengan los refuerzos de Africa, dijo Aben—Aboo, que empezaba á embriagarse, será distinto, amada mia: no estaremos en este triste castillo, cercados, atajados los caminos por los cristianos, ni nos veremos obligados á pasar la noche en vela. Dame mas vino: necesito embriagarme para tener paciencia.

Angiolina presentó otra vez la copa á Aben—Aboo. Este acabó de embriagarse completamente, cayendo en un estado en que nunca le habia visto Angiolina.

—¡Oh! dijo esta: duerme, y duerme de una manera profunda: yo no estoy segura de las intenciones de este hombre. Creo que obra con doblez respecto á mí y á Harum—el—Geniz. Acaso, acaso, seria prudente deshacernos de él. Pero si esa mujer que me propuse devolver al marqués de la Guardia no hubiese muerto... si muerto Aben—Aboo, no pudiese descubrirse el lugar donde la tiene acaso oculta. ¡Oh! ¡Dios mio! ¡Dios mio! ¡iluminadme!

Angiolina se sentó en el divan donde dormia Aben—Aboo, y apoyó su cabeza pensativa en sus manos.

—Todas las noches, dijo Angiolina recordando, Aben—Aboo sale de sus habitaciones por una pequena puerta de hierro, que está al fin de una galería. Luego cierra, y cuando vuelve, torna á cerrar y guarda cuidadosamente la llave entre sus ropas: si yo me atreviese...

Angiolina se inclinó sobre Aben—Aboo y contempló su semblante con una atencion profunda: Aben—Aboo dormia intensamente; le movió y no despertó: entonces cerró la puerta de la cámara, para evitar ser vista, se acercó rápidamente á Aben—Aboo, palpó sus ropas, y encontró bajo de ellas una llave y una cartera.

Guardó la llave y se acercó á la luz y abrió temblando de impaciencia la cartera.

Encontró dentro algunas cartas que la desesperaron porque estaban escritas en árabe; pero entre ellas encontró una sola que estaba escrita en castellano. Angiolina dió un grito de alegría. Al pié de aquella carta se leia como firma: Esperanza de Cárdenas.

—¡Es de ella! exclamó: pero esta carta no es una prueba de que vive: esta carta puede haber sido escrita hace mucho tiempo: veamos.

Y leyó lo siguiente:

«Al ver la manera con que obrais conmigo, vos mi pariente, vos que tanto debeis á mi padre, no sé lo que pensar de vos. El estado en que me encuentro es insoportable; lo que me haceis sufrir es tanto que temo volverme loca. ¿Temeis acaso que mi esposo pueda haceros sombra protegido por mi padre? Os engañais. Ni mi esposo ni yo renegaremos de Dios. Os lo he dicho una y otra vez. Os lo dije cuando hace tres dias me vísteis, ¿por qué no habeis vuelto? vuestro esclavo, me ha asegurado, y no lo creo, porque no sois miserable, que vos no me restituireis la libertad sino cuando os revele el lugar donde se encuentra el alcázar subterráneo de mi padre, en el cual creis encontrar inmensos tesoros. Yo dudo que por tal motivo me tengais sepultada viva, llorando, presa de la incertidumbre mas cruel: ignoro la suerte de mi padre, la de mi esposo, la de mi hija. No sé si han muerto ó si viven, pues aunque vos me asegurais de que nada tengo que temer por ellos, no os creo. Vuestro esclavo me ha dicho que sois rey de las Alpujarras. ¿Y cómo lo sois si vive Aben—Humeya, si vive mi padre? ¿y si no viven, cómo han muerto? Desesperada por no veros, he pedido á Alí, que os suplique de mi parte que vengais á verme, y me ha contestado que estais ausente: entonces le he pedido que me traiga con qué escribiros, y lo ha hecho y os escribo. Si yo nada tuviese en el mundo, sino fuese por el amor de los mios nada os diria; moriria sin suplicaros: pero el que ama no puede ser altivo. Venid, venid, y oidme: concluyamos de una vez: ya no puedo sufrir mas: si no habeis de devolverme á los mios, matadme: al menos descansaré: pero no me hagais apurar este horroroso martirio. Soy hija, soy esposa, soy madre: vos no me amais, no teneis disculpa de vuestra horrible conducta. Volvedme á los mios y nada temais porque los mios os perdonaran.—De mi tumba á 10 de marzo de 1571.—Esperanza de Cárdenas.»

—¡Ah! exclamó Angiolina, ¡no ha muerto! ¡no! ¡ese miserable me ha engañado: esta carta ha sido escrita hace tres dias: estamos á 13: si, no hay duda; durante estos tres dias, Alí ha recibido de Aben—Aboo esta llave y ha salido por la puerta de hierro de la galería: despues de algun tiempo de ausencia ha devuelto esta llave á Aben—Aboo. Pretender seducir á Alí, es un delirio: sirve á su amo con cuerpo y alma. Pues bien: esta llave está en mi poder. Aprovechemos el tiempo: veamos.

Y Angiolina salió de la cámara, se aventuró por un laberinto de estrechos corredores, llegó al extremo de uno delante de una puerta de hierro, y puso la llave en su cerradura.

La puerta se abrió y Angiolina tornándola á cerrar, alumbrándose con la lámpara que habia tomado de la cámara de Aben—Aboo, empezó á descender por una estrecha escalera de ojo.

Apenas habia cerrado Angiolina la puerta, cuando por la otra parte un hombre atlético, que se alumbraba con una linterna, llegó á la puerta y la golpeó furioso.

—¡Ah! exclamó: estas malditas visiones que mi señor me ha metido en la cabeza, me han hecho creer que esa mujer era un fantasma, y he tenido miedo, pero no: es ella, es doña Angélica; la he reconocido al volverse para cerrar la puerta. El señor no puede haberla dado esa llave. Me hubiera avisado.

Y Alí partió desalado á la cámara de su señor.

—¡Ah! ¡está borracho! ¡aletargado! gritó con rabia Alí: yo tengo una yerba que sirve para disipar la embriaguez; yerba que me ha servido para que nadie pueda notar que he bebido vino contra la ley: pero mientras voy por ella; mientras esprimo su zumo... ¡oh! y es preciso... preciso de todo punto.

Alí salió y permaneció fuera algun tiempo.

Cuando tornó traia en la mano una copa: cogió la cabeza de Aben—Aboo, le abrió la boca y derramó en ella parte del líquido que la copa contenia, poco despues, y como por un efecto mágico, Aben—Aboo despertó y volvió en sí de una manera completa.

—¡Oh! ¡qué horrible dolor en las sienes! exclamó.

—Os han embriagado señor, y ha sido preciso que yo me valga de unas yerbas para haceros volver en vos.

—¿Y quién te ha mandado eso? dijo con enojo Aben—Aboo. ¿Por qué no me has dejado dormir?

—Una sola palabra, señor; dijo Alí: ¿habeis dado á doña Angélica la llave de la puerta de las cuevas del castillo?

—No; dijo Aben—Aboo: tú estás soñando Alí.

—Doña Angélica ha entrado hace media hora por esa puerta.

—¡Doña Angélica! exclamó Aben—Aboo todo trémulo buscando la llave entre sus ropas. ¡Oh! me ha robado la llave. Esa mujer está zelosa de Amina. Esa mujer es terrible: será capaz de matarla y no nos conviene que la sultana muera.

Aben—Aboo se equivocaba, como ven nuestros lectores, respecto á las intenciones de Angiolina.

—Pronto, pronto, exclamó lanzándose á la puerta.

Pero de repente se detuvo: habia sonado fuera de los muros una corneta en un toque particular.

Aquel toque se repitió tres veces.

—Algo terrible sucede: algo que nos importa mas que esas dos mujeres: es mi secretario Bernardino Abu—Amer: suceda lo que quiera á la sultana, abre antes á Abu—Amer: sepamos qué noticias nos trae: que esten preparados los escopeteros que nos quedan.

Alí salió deshalado.

Poco despues entró con un morisco viejo, pero robusto, enérgico, que le dijo alentando apenas:

—Sálvate, señor: sálvate por las minas: ¡te hacen traicion!

—¿Y quién me hace traicion?

—Harum—el—Geniz.

—¡Oh! ¡imposible!

—Lo sé: lo he visto con mis ojos; lo he escuchado con mis oidos.

—¿Y qué has visto? ¿qué has escuchado?

—Los monfíes, todos los monfíes sin faltar uno, cercan el castillo de Vérchul.

—¡Ah! ¡los monfíes sin faltar uno! pero si los monfíes estan vencidos, fugitivos...

—Te engañas señor: son en tanto número, como cuando vivia el emir.

—Tú has soñado Abu—Amer: cuando vivia el emir tenia un ejército de diez mil monfíes.

—¡Pues todos estan allí!

—Pero si su número se habia reducido á la tercera parte... si apenas podian ayudarme...

—Los monfíes te han engañado, te han abandonado, te han hecho traicion; han permanecido escondidos en sus guaridas, han huido sin valor delante del cristiano: recuerda señor: recuerda, créeme y sálvate.

—Pero ¿por dónde han pasado tantos hombres sin que los cristianos los detengan?

—No lo sé: pero ellos son capaces de entrar en un lugar por el aire, si les falta la tierra: ó estan en inteligencia con los cristianos...

—Si eso es... solo la sangre fria, solo el valor puede salvarnos...

—Las minas...

—Si los monfíes vienen contra mí, habran tomado las salidas.

—Acaso no las conozcan, señor.

—Ellos conocen todos los escondrijos de las Alpujarras.

—Probemos al menos, señor.

—No; el huir no es la mejor prueba: es mejor presentar la frente serena y altiva al peligro... y luego yo no he sido jamás cobarde... prefiero morir como rey, á que me den caza como á un lobo, y me acorralen y me maten villanamente. Alí, mis mejores vestiduras, mi alfanje y mi escopeta... que se preparen mis escopeteros... y mira, añadió mientras Alí le vestia; aunque la puerta es fuerte, tú eres mas fuerte que ella; rómpela á hachazos; llévatela por las minas... la noche es oscura; véndala la boca para que no pueda gritar: eres astuto, ágil: procura burlar á los monfíes... si lo consigues, toma: y Aben—Aboo escribió apresuradamente una carta: en cualquier parte encontrarás amigos mios; enviala con uno de ellos á Harum—el—Geniz: vé, haz lo que te he dicho.

—¿Y doña Angélica?

—¡Ah! ¡doña Angélica! déjala... no la toques: de seguro ella no ha querido hacerme traicion, me ama. Pero vé, vé...

—¿Y por qué no intentar salvaros, señor?

—Es necesario anticiparse al golpe por una parte y por otra el que huye se pierde. Ve Alí, cumple con lo que te he encargado, y tú Abu—Amer, conmigo y con mis escopeteros fuera del castillo: ¿sabes dónde está Harum—el—Geniz?

—Si, en la cueva grande de los Vérchules.

—Pues á la ventura de Dios, dijo Aben—Aboo, y salió de la cámara, y luego del castillo con Abu—Amer y una cuadrilla de veinte escopeteros, que fué toda la gente que pudo reunir.

La noche era densamente oscura y nada se oia; ni aun el vuelo del viento.

Al sentir aquella calma, Aben—Aboo dijo á Abu—Amer:

—Creo que te has equivocado: todo reposa; hemos andado un buen trecho de camino, y á nadie hemos encontrado.

—Mira señor á lo alto del barranco de los Vérchules: ¿nada ves?

—Si, veo el resplandor de una luz.

—¿Y para qué crees que puedan estar velando en la cueva?

—Adelante, dijo Aben—Aboo.

Y siguieron hácia el barranco, pero apenas habian entrado en él cuando se escuchó una voz ronca que gritó:

—¿Quién va?

—El rey de Granada, contestó con voz serena Aben—Aboo.

—¡El rey de Granada! gritó la misma voz ronca, como avisando á otras gentes.

—¿Y quiénes sois vosotros? dijo Aben—Aboo sin detenerse.

—¡Los monfíes de las Alpujarras! dijo la voz de otro nombre que al frente de algunos adelantaba.

—¿Y quién eres tú que me hablas?

—¡El walí Suleiman!

—Paso al rey dijo Aben—Aboo, al sentir que le cercaban.

—Perdona señor, pero tenemos órden de llevarte á nuestro walí de los walíes.

—¡Ah! ¿con que Sidy Harum—el—Geniz, se atreve á prenderme? dijo con sarcasmo Aben—Aboo.

—Sidy Harum—el—Geniz, no te prende; te detiene, porque asi es preciso para la salud del reino, y nosotros obedecemos á Sidy Harum, porque es wali de nuestros walíes.

Aben—Aboo guardó silencio y siguió hasta el pié de un sendero escarpado que conducia á la cueva grande de los Vérchules; al llegar á aquel punto mandó á los escopeteros que se quedasen abajo, y subió acompañado solo por Suleiman y por Abu—Amer.

Invirtieron un largo espacio en llegar á lo alto porque la senda era áspera, escarpada y larga. Al fin entraron en la cueva, y adelantó un hombre.

Aquel hombre era Harum—el—Geniz.

En medio de la cueva quedaban de pié otros dos hombres, pero notábase que estaban vestidos de castellanos, á pesar de que eran moriscos; el uno era Francisco de Barrado, y el otro Pedro el Zataharí.

No estaban estas personas solas en la cueva, cuya extension era inmensa; á su fondo se apiñaban ateridos de frio y de hambre, una multitud de moriscos de todas edades y sexos, y salia de aquel antro un hálito nauseabundo de miseria.

Al entrar Aben—Aboo, salió de entre aquella turba un sordo murmullo.

—¡Héme aquí! ¿qué me quieres, Geniz? exclamó con altivez Aben—Aboo: ¿qué significa lo que acontece? yo soy vuestro rey.

—Muley Abdalah—Aben—Aboo, dijo Harum—el—Geniz; solo quiero que mires á qué punto ha traido tu obstinacion á estos infelices que aquí estan desesperados, enfermos, miserables, y que consideres que las cosas son llegadas ya á tal extremo, que no ofrecen ya ni aun esperanzas de salvacion.

—¿Y qué quereis?

—El presidente de la chancillería de Granada, don Pedro de Deza y el capitan general, nos dan cartas de seguro, y el perdon de su magestad el rey de España si nos reducimos.

—¿Y quién ha andado en estos tratos? dijo afectando la calma mas fria Aben—Aboo.

—Yo, dijo uno de los dos moriscos que estaban vestidos á la castellana.

—¡Ah! ¿eres tú, Francisco de Barredo? dijo Aben—Aboo: tú en quien tanto confiaba, y tú tambien, el Zataharí, el grande amigo del único hombre que me queda leal, Abu—Amer.

—Te engañas, dijo Harum—el—Geniz, Abu—Amer te ha traido, pero sabia como nosotros para lo que venias.

—Es verdad, dijo Abu—Amer, con un insolente descaro que estaba en completa contradiccion con la afectuosa conducta que hasta entonces habia usado respecto á Aben—Aboo.

—¿Con que es decir que estoy abandonado de todos?

—No por cierto, Muley Abdalah, no por cierto, dijo Harum—el—Geniz: solo queremos hacerte partícipe de la merced que nos concede el rey de España.

—¿Y esto dices teniendo en los barrancos segun me han dicho diez mil monfíes?

—¿Y qué tienen que ver los monfíes con vosotros los moriscos? ¿acaso ellos antes de la guerra no tenian su patria en la montaña? ¿acaso no la tendran si quieren despues?

—¡Oh! ¡si! ¡los monfíes me habeis hecho traicion!

—No por cierto; pero desde que nuestro emir el gran Yaye—ebn—Al—Hhamar murió asesinado por dos miserables, juramos vengarle y le hemos vengado: uno de sus asesinos ha muerto: el otro morirá tambien.

—Justo es que muera el que ha asesinado, dijo dominando su terror Aben—Aboo; pero prescindiendo de esto: ¿creeis que no podemos resistir aun?

—Los moriscos estan desalentados, ven el poco fruto que sacan de la guerra y quieren la paz: el presidente de la chancillería les envia á decir, que se reduzcan al servicio de su magestad el rey de España, que seran perdonados, y que se les dejará vivir libremente en donde quieran; ademas de esto les ofrece mercedes que estan firmadas en este papel.

Harum sacó unos pliegos y los mostró á Aben—Aboo, que no pudo contenerse por mas tiempo:

—¿Qué es esto Geniz? exclamó con la voz trémula de cólera; ¿tal traicion me tenias guardada? ¡no me hables mas, ni te vea yo!

Y fué á tomar la salida de la cueva.

—No, no has de salir, exclamó Harum; te he llamado porque aun quedaba vivo el último de los asesinos del emir.

Aben—Aboo sintió un terror pánico y quiso huir, pero el Zataharí, Abu—Amer y Barredo se asieron á él y le detuvieron.

Entonces Harum le hirió, y al caer le dió un terrible golpe con el mocho de su escopeta.

—¡Ah traidor! dijo espirante Aben—Aboo.

—¡Esta es la justicia de Dios! exclamó Harum; ¡mueres como has matado!

Aben—Aboo hizo un débil esfuerzo pero cayó, y poco despues era un cadáver.

—¡Libres sois ya, hermanos mios! dijo Harum, mañana presentaremos á este traidor al Presidente, y os será otorgado el perdon. Si nuestro emir, nuestro valiente Yaye, no hubiera sido asesinado por esos dos miserables, por Aben—Humeya y Aben—Aboo, no os veriais obligados á acogeros al perdon de los cristianos; pero Dios lo ha querido asi. ¡Que se cumpla su voluntad!

Y como viese que algunos moriscos asian del cadáver de Aben—Aboo, y se dirigian al sendero de la cortadura les dijo:

—¿Para qué quereis sufrir esa carga fatigosa? mas pronto llegará abajo si le arrojais por ahí.

Los moriscos arrojaron el cuerpo de Aben—Aboo al barranco, desde una peña alta que estaba á la entrada de la cueva.

Era ya enteramente de dia.

La luz del alba reflejaba en la sangre de Aben—Aboo, y espantados de aquella muerte los moriscos que estaban en la cueva, empezaron á salir de ella como espectros.

Harum salió tambien con Francisco de Barredo, el Zataharí, y Abu—Amer; bajó de prisa el sendero, y rodeando por el barranco, salió á una ancha rambla donde habia una cuadrilla de monfíes.

—Tocad á recoger, dijo Harum á los trompeteros y atabaleros.

Poco despues se oyó, no solo en la rambla, sino en las alturas, una especie de toque de llamada, al cual empezaron á acudir á la rambla taifas enteras, con sus estandartes.

Poco despues un pequeño ejército de diez mil hombres, se apiñaba en la rambla.

Harum mandó traer el cuerpo de Aben—Aboo, y ponerlo en una peña alta para que le vieran todos los monfíes.

—¡He ahí al asesino de nuestro emir! gritó Harum.

Una aclamacion atronadora salió de las cerradas filas de los monfíes.

—He aquí á vuestro emir, gritó Harum descubriendo el rostro de un moro que estaba junto á él: he aquí al esposo de la sultana Amina.

—¡Viva el emir! gritaron en coro los monfíes.

—¿Pero qué haceis? dijo el marqués de la Guardia: eso no puede ser.

—Consentid por ahora, dijo Harum.

Y volviéndose á los monfíes añadió:

—El esposo de la noble sultana Amina, acepta la corona que le ofrecemos.

—¡Viva el emir! repitieron los monfíes.

—Ahora, dijo Harum, nos resta salvar á la Sultana.

Un espontáneo y bravo murmullo de asentimiento respondió á estas palabras.

—¿Pero será cierto que mi esposa está en el castillo del Vérchul?

—Tan cierto dijo Abu—Amer, como que ha encargado á su esclavo Alí que la lleve á otro lugar, y que os envie una carta que ha escrito para Sidy Harum. Ya, cuando yo dije á este que la Sultana estaba en el castillo de Vérchul no tenia duda; pero ahora no puedo tenerla, porque he visto y he oido.

En aquel momento un hombre apareció por uno de los flancos de los monfíes, y por el otro lado una mujer.

El hombre era un morisco, y la mujer Angiolina Visconti.

—¿Quién de vosotros es Sidy Harum—el—Geniz? dijo aquel hombre que traia una carta en la mano, mientras Angiolina gritaba:

—Venid, Harum, venid, que se llevan á la Sultana: venid, marqués de la Guardia, venid, que os roban á vuestra esposa.

Y Angiolina partió á correr por el mismo lugar por donde habia venido, seguida del marqués de la Guardia, que aunque debil y enfermo, sacaba fuerzas de flaqueza y corria con suma rapidez.

—Seguid, seguid, y flanquead la montaña, gritó Harum á los monfíes poniéndose tambien á la carrera tras Angiolina y el marqués, después de haber leido rápidamente la carta que le habia entregado el morisco.

Aquella era la carta que Aben—Aboo habia dado á Alí, para que la enviase á Harum.

Aben—Aboo habia desfigurado su letra: aquella carta decia asi:

Mi señor Muley Abdalah Aben—Aboo, ha salido del castillo de Vérchul, á encontrarte, Harum—el—Geniz, y temo que le hagas traicion: me apresuro, pues, á escribirte: tengo en mi poder á la sultana Amina, y será la señal de su muerte la primera noticia de una traicion hecha por tí á mi señor.—Alí, esclavo fiel del rey Abdalah Aben—Aboo.

Harum corria, y corrian los monfíes, y corria Angiolina. y el marqués excitado por el peligro de Amina iba delante de todos, por instinto, veloz como el viento, sostenido por su amor y efectuando un milagro de vigor y de fuerza, en el estado en que se encontraba.

Solo pronunciaba estas palabras.

—¡Esperanza! ¡mi Esperanza!

Y Angiolina como si toda su vida hubiera andado en la montaña, corria tambien á poca distancia del marqués, y los monfíes, abiertos en dos largas hileras, con las ballestas al hombro, trepaban á buen paso por la montaña, flanqueándola, seguros de encerrar en un círculo al hombre que se llevaba á la sultana.

El cadáver de Aben—Aboo, quedó solo en la rambla sobre la peña, con el rostro macerado, en que reflejaba los primeros rayos del sol, y algunos moriscos rodeándole, hambrientos, desnudos, le contemplaban inmóviles con un silencio estúpido.

Capítulo XLIX. En que se cuenta lo que pasó en las cuevas del castillo de Vérchul.

Cuando Angiolina, segun hemos dicho, se encontró después de franquear la puerta de hierro, en las escaleras de las cuevas, se deslizó rápidamente por ellas y al llegar á su fin encontró un callejón y al comedio de él, á la izquierda, otra puerta de hierro cerrada simplemente con un cerrojo.

Angiolina abrió aquella puerta: la luz de la lámpara dejó ver un espacio pequeño, en el cual habia un lecho y algunos muebles, y en el lecho una mujer dormida, pero vestida y cuidadosamente cubierta.

—¡Ella es! exclamó estremeciéndose de zelos y de dolor Angiolina.

Y acercó la luz de la lámpara al semblante de Esperanza, que Esperanza era en efecto.

—¡Oh! y está mas hermosa, mas hermosa que nunca; con su semblante pálido y flaco. ¡Oh! ¡Dios mio! ¿y voy yo á arrojar á esta mujer entre los brazos del hombre á quien amo?

Angiolina se detuvo.

—Pero primero es él: no le llevo una rival odiosa, le llevo su vida. ¿Haria esta mujer lo mismo que yo hago? ¡Oh! si lo haria porque le ama, y una mujer cuando ama lo sacrifica todo, hasta su alma á su amor.

Detúvose de nuevo Angiolina.

—Y es necesario despertarla: es necesario salvarla: aprovecharé el tiempo: ¡si Aben—Aboo despertara...! es preciso, preciso, debo tratarla con dulzura... es necesario apurar de una manera completa el sacrificio. Todo por él, Dios mio, todo por él.

Y moviendo dulcemente á la jóven, dijo:

—Despertad, doña Esperanza.

Amina abrió los ojos, los cerró deslumbrada por la luz, se incorporó en el lecho y dijo con la voz soñolienta aun, pero dulce y resignada.

—¿Quién sois?

—Miradme, y escusadme de pronunciar mi nombre, dijo Angiolina.

—¡Ah! ¡la princesa! ¡la comedianta! exclamó Amina reconociéndola por la voz.

—¡La infeliz! dijo Angiolina con acento conmovido.

—¡La infeliz! repuso con sarcasmo Amina. ¿Qué buscais aquí?

—Os busco á vos... y soy muy feliz en encontraros.

—¡Que me buscais! ¿y para qué? dijo Amina.

—Para llevar con vos la vida á vuestro esposo.

—¿Pues qué? ¡mi esposo!

—Está enfermo y loco.

—¡Enfermo y loco! exclamó aterrada Amina.

—Si, y si vos no le volveis la salud y la razón, solo Dios podrá volvérselas.

—Pero... yo no puedo creeros, vos sois mi enemiga, vos me aborreceis; yo os aborrezco...

—¿Y qué importa nuestro mutuo aborrecimiento cuando se trata de su vida y de su felicidad? El os ama, vos lo sois para él todo, y yo... yo que le amo quiero que sea feliz.

—No, vos no le amais tanto, dijo con un concentrado acento de zelos Amina.

—¡Que no le amo! ¡que no le amo! ¡os digo yo acaso que no sereis capaz del mas horrible de los sacrificios por él...! Casi soy capaz de amaros, de llamaros mi hermana, por el amor que él os tiene.

—¿No me engañais? dijo Amina, asiendo bruscamente las manos de la veneciana, y mirándola frente á frente.

—¿Y para qué he de engañaros? ¿Acaso tengo yo alguna esperanza de que pueda amarme don Juan? ¡que sea él feliz al menos, ya que no puedo serlo yo! sed tambien vos feliz con él, señora, y acordaos alguna vez de mí: acordaos de que me le debeis...

Angiolina se echó á llorar. Amina se desarmó, se conmovió, confió en su enemiga y no supo que decirla.

La veneciana se secó las lágrimas, y dijo á Amina:

—Ya sabeis el objeto que me ha traido aquí: seguidme: aprovechemos el tiempo y no hablemos mas porque nuestra conversacion seria muy dolorosa.

—Una palabra no mas: despues de lo que haceis yo no puedo aborreceros: ¿aborrecereis vos á quien os tiende su mano?

—Perdonad, señora, pero nuestra situacion es enteramente distinta: ved que necesito mucho valor para hacer lo que hago y que ese valor me podria faltar. No hablemos ni una palabra mas acerca de ese asunto. Os lo suplico, os lo ruego. Pero seguidme, seguidme, porque los momentos son preciosos.

Y se dirigió decididamente á la puerta de aquella especie de mazmorra.

Amina la siguió en silencio.

Pero una vez fuera de aquel recinto, despues de haber recorrido la citada mina en que se encontraban, se perdieron en un laberinto de minas, enmarañado, oscuro, que al parecer no tenia salida.

Y pasaba el tiempo.

De repente se oyeron golpes terribles que retumbaban huecos en el subterráneo, y se repetian, cada vez mas fuertes, cada vez mas numerosos.

Era Alí que forzaba con una hacha la puerta de hierro de la escalera que conducia á las cuevas.

Angiolina lo comprendió.

—¡Ah! dijo, somos perdidas: Aben—Aboo ha vuelto en sí, aunque no puedo explicármelo, de su embriaguez; sin duda ha notado la falta de la llave y fuerza la puerta para perseguirnos; ya no suenan los golpes, lo que quiere decir que la puerta ha sido forzada, pero suenan pisadas sordas, ¡Oh! Dios mio, ¿y qué hacer?

—Seguid, seguid, dijo Amina: me parece que siento en el rostro el viento fresco del campo, el viento puro de la madrugada.

Como para confirmar el dicho de Amina, una ráfaga apagó la luz de la lámpara, y allá al fondo de la mina se vió una leve claridad.

—Seguid, seguid, dijo Amina.

Las dos jóvenes siguieron, pero de repente y á los pocos pasos tropezaron con una puerta: sobre aquella puerta una reja circular dejaba penetrar la primera luz del alba.

—¡Una puerta y cerrada! gritó con desesperacion Angiolina.

—Y se escuchan cerca pisadas rápidas, pisadas de hombre, repuso Amina con angustia.

—Si la llave con que he abierto la puerta de arriba sirviese para este postigo... dijo la veneciana.

Y probó y lanzó un grito de alegría: cedió la cerradura y la puerta se abrió.

Las dos jóvenes se encontraron en el repecho de una colina.

—¡Oh! ¡amanece! somos perdidas: y esta puerta no puede cerrarse por fuera...

Y mientras Angiolina reconocia la puerta, abrióse esta impulsada por una fuerza ruda, y apareció un hombre que la miró con ansia á la débil luz del alba.

—¡Ah! no sois vos, gritó: es esta... esta, sí...

Y asió á Amina, y partió con ella á la carrera, llevándola sobre sus hombros.

Angiolina los siguió algún tiempo sin perderlos de vista: pero el esclavo era vigoroso, habia ganado una delantera inmensa á Angiolina, y esta los perdió en la revuelta de un barranco.

Y sin embargo, siguió á la ventura, sin saber si acertaba ó no, aterrada, herida en el corazon, porque lo que la habia arrebatado el esclavo, era la vida del marqués.

Y el dia esclarecia mas y mas, y empezaban á verse sobre las colinas al Oriente las primeras ráfagas rojas de la salida del sol.

De repente Angiolina, oyó un ronco estruendo de trompetas y atabales muy cerca, y se volvió hácia donde sonaba aquel estruendo.

Al volver un repecho, se encontró de repente delante de una taifa de monfíes que se ponia en movimiento obedeciendo el toque de llamada.

Al reparar en ellos Angiolina en vez de huir, se precipitó hácia los que estaban mas cerca y que al ver una mujer hermosa y jóven, se detuvieron.

—¿Sois monfíes? preguntó con afan Angiolina.

—Sí, monfíes somos, la contestaron. ¿Y tú eres morisca?

—Sí. ¿Está con vosotros Harum—el—Geniz?

—Sí. ¿Es tu pariente?

—Sí. ¿Dónde está?

—En aquella loma, en la rambla.

Angiolina corrió, llegó y habló.

Ya lo hemos dicho.

Continuemos ahora el anterior capítulo que interrumpimos.

Corria el marqués á la ventura como sostenido por la mano de Dios; le seguian Angiolina, Harum y algunos monfíes: los otros flanqueaban la montaña.

—¡Guarda! ¡guarda! ¡allá va por Gebel—el—Rabah! ¡guarda! ¡á él! ¡á él! ¡á él!

En efecto, los monfíes delanteros habian descubierto á Alí, que al verlos, se volvió, se detuvo un momento, y lanzó una mirada terrible á los que le perseguian.

De repente el marqués de la Guardia torció un repecho, y Alí le vió, y tras él nuevas gentes cuando menos lo esperaba.

El marqués lanzó un grito de triunfo y desnudó su espada.

Pero apenas la habia desnudado, cuando lanzó otro grito horrible de dolor, y cayó en tierra.

Habia recibido en el pecho un ballestazo disparado por Alí, que asió inmediatamente á Amina, y se dió á correr por una rambla abajo en direccion á una roca tajada.

La intencion de Alí era manifiesta: no pudiendo salvarse, porque le perseguian por derecho y le flanqueaban, concibió el terrible proyecto de arrojarse con Amina, antes que entregarla, por aquella cortadura.

Al ver caer al marqués, al adivinar la terrible resolucion de Alí, Harum se cubrió de un sudor frio, y arrancando á uno de los monfíes que llevaba al lado su ballesta armada, exclamó deteniéndose:

—Es aventurado: es terrible: pero es preciso.

Y encarándose la ballesta, apuntó con lentitud y disparó.

El venablo partió silbando, y fué á clavarse en el cráneo de Alí, que rodó por tierra con Amina.

Amina estaba desmayada. Harum, que ignoraba si el marqués habia sido herido de muerte ó no cuando se alejaron, volvió al sitio donde estaba el marqués.

Angiolina le miraba sentada en el suelo, con las manos cruzadas sobre sus rodillas, y de tiempo en tiempo soltaba una carcajada.

¡Se habia vuelto loca!

Harum la hizo apartar de allí, recogió al marqués que solo estaba herido levemente, y se alejó con sus monfíes, dejando abandonado á Alí, que habia muerto mártir de su fidelidad á su señor.

Tres dias despues, repicaban todas las campanas de Granada.

Este repique general era en albricias de que se habia acabado la guerra de las Alpujarras.

La prueba de que la guerra se habia acabado, adelantaba por el camino de Armilla, cerca ya del puente de Genil, en direccion á la puerta del Rastro.

Veamos en qué consistia esta prueba.

Gran multitud de gentes estaban á los lados del camino; hasta en los árboles habia espectadores; detrás de una inmensa muchedumbre de gentes de todas clases, edades y sexos, que servian, por decirlo asi, de flanqueadores, venia Leonardo de Rotulo, alcaide del presidio de Cádiar, con su medio arnés de ginete, su banda de capitan, y caballero en su rocin. A la izquierda del alcaide iba Francisco de Barredo, vestido á la castellana, con una gorra de belludo, una loba de camelote y unas calzas de grana atacadas y botas altas, á caballo tambien y sin armas: á la derecha, igualmente caballero en un magnífico caballo andaluz, rodado con arneses de guerra, iba Harum—el—Geniz, con el ostentoso traje de walí de los walíes de los monfíes, y llevando en las manos el alfange y la escopeta de Aben—Aboo.

Detrás iba el cadáver de Aben—Aboo sobre un mulo, entablillado el cuerpo bajo los vestidos, para que pudiese tenerse derecho como si cabalgara vivo, y á los dos lados una taifa de monfíes con las ballestas al hombro, y llevando ya, en señal de vasallaje, y como soldados del rey, las armas reales de España sobre los pechos.

Luego seguian los moros que se habian acogido al perdon, á pié y á caballo, con sus bagajes y sus mujeres y familias: los que llevaban ballestas, quitadas las cuerdas: los que arcabuces y escopeta, las llaves: á los lados, llevando á los moriscos entre filas, iba la cuadrilla de infantería del capitan Luis de Arroyo, y en la retaguardia, cerrando la marcha, con un estandarte de caballos, Gerónimo de Oviedo, comisario de la gente de guerra de los presidios de las Alpujarras.

Entraron en el órden que hemos marcado por la puerta del Rastro de la ciudad, haciendo salva los arcabuceros, contestando la artillería de la Alhambra, y entre los repiques de campanas y la alegría de los de Granada, que se consideraban salvos con haberse acabado la guerra.

Llegaron hasta el palacio de la Chancillería, donde los recibió el duque de Arcos, el presidente don Pedro de Deza y los demás del consejo, y los caballeros y vecinos principales de Granada.

Leonardo Rotulo, Harum—el—Geniz, y Francisco Barredo, subieron á la cámara donde el consejo estaba, y Harum entregó al presidente el alfange y la escopeta de Aben—Aboo, y besándole las manos en representación del rey, le rindió justo homenaje á nombre de los moriscos de las Alpujarras.

Dijéronle los del consejo muchas lisonjeras palabras, hiciéronle muchas preguntas á que Harum contestó con dignidad, y luego, asegurando á los moriscos perdonados el cumplimiento de lo que se les habia ofrecido, mandaron arrastrar y hacer cuartos el cadáver de Aben—Aboo, y poner su cabeza en una jaula de hierro sobre el arco de la puerta del Rastro, que sale al camino de las Alpujarras.

—Oid, hermanos, decia poco despues escondido entre las breñas de las Alpujarras Harum á sus monfíes: todo se ha perdido: alentar nuevas esperanzas, seria una locura. Nos faltó nuestro emir, y nos faltó todo. Le hemos vengado: las cabezas de los dos asesinos están la una junto á la otra en dos jaulas de hierro, sobre una puerta del muro de Granada. Los de Africa y los de Turquía no nos socorreran. Yo os aconsejaria que mas bien que quedaros aquí, pasáseis á Africa, y sirviéseis al dey de Argel ó al rey de Marruecos. Quédese aquí quien quiera, pero hará mal: los buenos tiempos en que los monfíes podian hacerse respetar han pasado, y lentamente irian dando en las manos de los cuadrilleros, y de ellas en la horca. Dios lo ha querido asi, hijos mios. Voy á daros en nombre de nuestro desgraciado señor el último oro: despues yo, consagrándome á la sultana Amina, salgo de España. Esta es la última vez que nos vemos, valientes, y al decíroslo se me escapan las lágrimas. ¡Dios lo ha querido! ¡Cúmplase su voluntad!

Los monfíes se arremolinaron y todos, unos despues de otros, vinieron á rendir su último homenaje á su primer walí.

Harum dió á cada uno parte del oro que contenia un enorme cofre de hierro, abrazó á los capitanes, les dió sus últimos consejos, y montó á caballo y se separó de ellos.

Al trasmontar la cumbre de una loma, revolvió su caballo, y miró por última vez á aquellos brabíos soldados con quienes habia pasado la mayor parte de su vida: extendió los brazos hacia ellos y dijo, llorando como un niño, aunque por la distancia no le podian oir.

—¡Ah! ¡no creia yo que habia de llegar un dia en que me separara de vosotros para no volveros á ver, mis valientes monfíes, hermanos mios!

Y los monfíes, cuyos rostros estaban vueltos hácia él, como si le hubieran comprendido, agitaron sus tocas en señal de despedida, y el eco hizo retumbar un gemido inmenso, el gemido de diez mil bocas, en las montañas circunvecinas.

En aquel momento se ponia el sol.

Harum revolvió desesperado su caballo y le lanzó á toda carrera por el camino de Cádiar exclamando:

—¡Estaba escrito!

EPILOGO.

I.

Pasaron tres meses.

Al cabo de ellos, en una hermosa mañana de julio, salieron por la puerta de la Mar de Almería, un caballero anciano, otro jóven, pero pálido y hermoso, y al parecer debil, que se apoyaba en el brazo de una dama hermosísima, que le miraba á cada paso con suma solicitud.

Al lado de estos dos jóvenes iba una doncella que llevaba en brazos una niña como de dos á tres años, tan hermosa como la dama.

Por último, detrás iba una numerosa servidumbre.

Nos parece inútil decir que aquellas personas eran Calpuc, el marqués de la Guardia, ó mejor dicho, el duque de la Jarilla, su esposa la noble y hermosa duquesa doña Esperanza de Cárdenas y su pequeña hija.

Llegaron á la ribera, entraron en una lancha y se dirigieron en ella á una enorme galera de dos bandas surta en el puerto.

Cuando saltaron á bordo, se quedaron mirando con inquietud á la playa.

—¿En qué consistirá la tardanza de Harum? dijo Amina: sabe que á pesar de que el rey disimula con nosotros, no estamos seguros, y que es prudente apartarnos cuanto antes de España.

—Hélo ahí, hélo ahí, dijo con la alegría de un niño el marqués de la Guardia: mírale, Esperanza mia: pero es que no comprendo esa multitud de acémilas que le siguen cargadas de toneles.

—¡Ah! ni yo tampoco, dijo Esperanza.

—Ni yo, añadió Calpuc.

—Pronto lo hemos de ver, dijo el marqués, porque embarca en lanchas los toneles.

—Apostaria á que sé lo que aquello es, dijo Calpuc.

—El tesoro de mi infeliz padre, dijo Esperanza conmovida: ¡oh! ¡pluguiera á Dios que nos apartáramos miserables de España pero con él!

Cuando Harum puso á bordo los toneles, dijo á Esperanza:

—Poderosa sultana, todo lo que enriquecia el alcázar de tus abuelos, sus joyas, sus tesoros, va contigo.

—¡Y esa pobre mujer! dijo Esperanza casi al oido de Harum.

—¡Ah! ¡la horrible veneciana! su locura es admirable; á mi despecho he dejado casi un tesoro en manos de mi hermano Gonzalo para que cuide de ella: ¡Bah! á pesar de todo la tengo lástima: ¡le amaba tanto! ¡y le cree muerto!

—¿Qué es eso? dijo el marqués.

—Nada: hablábamos de si Harum habia dejado algo á su familia para que se consolase de su ausencia, dijo Esperanza enjugándose una lágrima.

Harum se volvió al patron que se paseaba sobre cubierta:

—Nostramo, le dijo: á zarpar: el viento es fresco: rumbo á las costas de Francia y que Dios nos dé buen pasaje.

Poco despues la galera, viento en popa, adelantaba gallardamente, reclinada sobre un costado.

II.

Diez años despues, la infeliz doña Isabel de Córdoba y de Válor, mártir del amor, asesinado su esposo por su hijo, muerto su hijo por sus parciales, murió en el convento de Santa Isabel la Real de Granada, á donde se habia retirado, y el mismo dia en que una jóven acompañada de su madre, y de un caballero mas bien viejo que jóven, preguntaban por ella en la portería.

La enfermedad de doña Isabel era una consuncion lenta; se habia secado en su corazon el raudal de las lágrimas; la sonrisa no aparecia jamás en su boca, y pasaba la mayor parte de su tiempo, arrodillada ante Dios en el coro, inmóvil y silenciosa como una estátua.

Desde que se habia retirado al claustro, nadie habia ido á preguntar por ella, únicamente de mes á mes llegaba una carta de Francia; aquella carta contenia cuatro cosas: consuelos delicados como pudieran suponerse los de un ángel; la firma de Esperanza de Cárdenas; la de Harum—el—Geniz, y una libranza de cien ducados contra genoveses.

Doña Isabel besaba aquella carta, la metia con las anteriores en una cartera, se ponia la cartera sobre el corazon, y entregaba la libranza á la abadesa diciéndola siempre:

—Dad á los pobres, señora, lo que despues de lo mas preciso para mi sustento, sobre de esa cantidad.

Maravillóse, pues, la madre tornera de que á los diez años una voz de dama, y de dama al parecer por lo mesurado y noble de sus palabras, muy principal, preguntara por doña Isabel de Córdoba y de Válor.

—¡Ah! señora, está enferma y acaso Dios la llamará hoy mismo.

La dama exhaló un ligero grito.

—¡Ah! exclamó: ¡pues necesito verla, deseo verla! ¡oh Dios mio!

—¡De modo que si fuérais una parienta suya inmediata!

—¡Soy hija de su difunto esposo! dijo con angustia la dama.

Mediaron mensajes, y al fin la superiora permitió que la dama y la niña entrasen, pero no fue posible que entrase el caballero, que se quedó, renegando del que habia inventado la clausura, en la portería.

Las dos señoras entraron en una humilde celda: doña Isabel con los hermosos ojos dilatados, flaca, blanca hasta lo diáfano, sonrió imperceptiblemente al ver á la dama y á la niña.

—¡Oh! ¡bendito sea Dios, exclamó, que me envia un ángel antes de morir!

—¡Madre mia! exclamó Esperanza arrojándose sobre doña Isabel y besándola.

La enferma pareció reanimarse, y por primera vez despues de diez años, brotaron lágrimas á sus ojos.

—¿Y tú eres feliz, hija mia? la dijo.

—¡Oh! ¡sí! y seria mas feliz si os encontrase buena, si os pudiese llevar conmigo. Mi esposo ha vuelto á España, y á fuerza de oro ha conseguido que se reconozcan nuestros títulos... pero vos...

—¿Y qué importo yo..? déjame ver á tu hija, á la nieta de mi Yaye...

Doña Esperanza se levantó de sobre el rostro de doña Isabel, y asió á su hija de la mano.

Al verla la enferma dió un grito horrible:

—¡Oh! ¡Dios mio! exclamó, ¡me traes en esa niña, cuando voy á morir, su rostro y su mirada!

En efecto, la nieta se parecia enteramente al abuelo.

Doña Isabel no volvió á hablar, y murió aquella tarde entre los brazos de Esperanza.

Esta salió llorando, la niña triste; y Harum, que era el caballero que se habia quedado fuera, blasfemando.

Pero le quedaba á Harum que ser testigo de otra agonía, aunque no le fue tan dolorosa.

Un mes despues tomó á caballo y solo el camino de las Alpujarras.

—Es un extraño capricho, decia para sus adentros, que la sultana Amina (Harum cuando hablaba consigo mismo no daba otro nombre á la hija del emir) se interese tanto por la suerte de esa mujer que la ha hecho probar tantas desgracias, y que casi casi tiene la culpa de que no se siente en un trono: como que si el emir no hubiera sido herido y preso en la Inquisicion... ¿Y qué necesidad tiene la sultana..? está mas hermosa que nunca; el señor duque de la Jarilla, su muy adorado esposo, ha echado fuera la ruinera, y la adora: Dios no los ha castigado con hijos: la luz de mis ojos, la pequeña Estrella no puede ser mas cándida ni mas hermosa: pues señor, véngase vuesa merced á las Alpujarras, donde necesariamente tengo que padecer, aunque no sea mas que por los recuerdos, á saber de una loca castigada justamente por Dios. Vamos: si yo no la amara tanto...

Atravesaba en aquellos momentos un desfiladero que conocia demasiado, y detuvo su caballo, se puso las dos manos en la boca á manera de embudo, y lanzó un grito salvaje.

El eco le repitió á la redonda: pero nadie contestó á aquel grito.

—¡No queda ni uno solo! exclamó roncamente Harum: si uno solo quedase, estaria precisamente aquí, en el lugar mas inaccesible, mas solitario, mas seguro. En otro tiempo, cuando yo hacia esta señal, de detrás de cada piedra salía un monfí. ¡Y pensar que yo paso ahora por aquí como un forastero! ¡Yo que he sido el rey de la montaña! ¡Y ver que las rocas estan en el mismo sitio, y que los monfíes han pasado como sino hubieran existido nunca! ¡Ira de Dios!

Apretó las espuelas á su caballo, y llegó aquella noche á Mecina de Bombaron, y á casa de su hermano Gonzalo.

Despues de la charla natural de dos hermanos que no se han visto en diez años, Harum preguntó por doña Angélica.

—¡Pobre señora! dijo Gonzalo: ¡y cuánta compasion me causa á pesar de todo!

—¿Continúa en la locura..?

—Cada vez mas furiosa... pero Dios ha tenido compasion de ella...

—¡Cómo!

—El médico dice que se muere.

—Perdónela Dios, dijo friamente Harum.

—¡Oh! ven, ven, hermano, y te juro que tendrás compasion de ella.

Y le llevó á un aposento inmediato.

—¡Oh! lo de siempre, exclamó, viendo un lecho vacío y revuelto; se ha escapado á la montaña... y en el estado en que se encuentra... y de noche... ¡Gabriela! ¡hija! dame mi loba y mi arcabuz, y suelta á la ventora.

—¿Pero, á dónde vas Gonzalo?

—¡Dónde he de ir sino por ella! infeliz... ven conmigo, si quieres; ven, y verás una cosa que te partirá el corazón... yo no crei que pudiese amar tanto una mujer.

—¡Amor maldito! dijo Harum siguiendo á su hermano.

Por el camino que hacian á gran paso, guiados por ventora, Gonzalo contó á Harum cómo Angiolina tenia el capricho de vestirse de blanco; que al contrario de otras locas se aliñaba, se peinaba, cuidaba de sí misma, y que cuando la preguntaban las traviesas muchachas, si lo hacia para enamorar á alguien, contestaba:

—¡Oh! ¡si! cuando voy á verle las noches de luna, cuando me arrodillo delante de la cruz, él se levanta detrás de ella, y me mira fijamente... es mi amado, y es muy hermoso... yo quiero parecerle hermosa.

—¡Diablo! ¡Diablo! dijo al oir esto Harum.

—Y es inútil pretender que no vaya á la montaña: siempre inventa un medio ingenioso para escaparse.

—¡Oh! si: pluguiera al Altísimo que no hubiera tenido tanto ingenio, replicó Harum.

—Y es preciso llevar para encontrarla la ventora por que unas veces va al castillo de Vérchul, otras á la cueva, otras á Gebel—Rabah... pero esta noche, segun el camino que lleva la ventora, ha ido á la sepultura.

—¿A qué sepultura?

—A la sepultura de su amante.

—¡Ah!

—Si; hay un lugar al pié de Gebel—Rabah, donde ha puesto una cruz formada con ramas de pino, donde pretende que duerme su enamorado, cuya sombra se levanta cuando ella llega.

—¡Dios la ha castigado en justicia!

—Ha sido demasiado castigo, Harum. Pero vamos llegando; mucho será que no la encontremos...

—¡Muerta!

—¡Bien pudiera ser! ya te he dicho que el médico la habia sentenciado, y estaba tan débil...

En aquel momento ahulló la perra.

—¡No te lo decia yo, dijo Gonzalo! y se precipitó á un cercano repecho.

Harum le siguió.

De repente se levantó una sombra blanca al rayo de la luna, corrió hácia ellos, y cayó entre los brazos de Gonzalo el Geniz.

—¡Ah! ¡socorredme! ¡socorredme! exclamó: ¡yo no sé dónde estoy! ¿quién me ha traido aquí? Sola, de noche, vestida de blanco, tendida sobre una sepultura.

—Habeis venido á ver á vuestro amante como otras veces.

—¡A mi amante! exclamó Angiolina y rompió á llorar.

—¡Oh! cuidado, Gonzalo, cuidado, dicen que los locos cuando lloran recobran la razon.

—¡Los locos! ¡los locos! exclamó Angiolina. ¿Conque he estado loca? ¿Quién sois vos? acercaos, no os veo.

—Soy Harum—el—Geniz.

—¡Ah! ¡Dios mio! si es cierto, ¡este lugar! aquí le ví caer herido: mi sacrificio fue inútil... ¿cuándo sucedió eso...? ¿cuándo...? no me acuerdo: me parece que acaba de suceder.

—Vuestro sacrificio no ha sido inútil, señora, porque el marqués vive.

—¡Pero no vivirá muriendo como yo! ¿no es verdad?

—El marqués es muy feliz, dijo el rencoroso Harum, que no podia olvidar los crímenes á que su amor habia llevado á Angiolina.

—¡Feliz, muy feliz! exclamó ¡con ansia de amor ella!

—¡Oh! ¡si!

—¿Y ha recobrado la salud?

—¡Oh! ¡si!

—¡Gracias, Dios mio! ¡gracias! exclamó Angiolina: ¡tú no has querido que muera desesperada!

Y sus rodillas se doblaron, y Gonzalo se vió obligado á sostenerla.

—Decid... á la sultana... que me perdone... y á él... á él no le digais nada... ¡si por milagro algun dia preguntase... por mí... decidle que vivo...! y que... soy feliz!

Angiolina no habló mas: algun tiempo despues murió.

Harum al verla pálida, muerta, inmóvil, exclamó:

—¡Hermosa aun muerta! ¡Era mucha, mucha mujer! ¡Perdónela Dios!

—Ya no veran mas los pastores á la Dama blanca de la montaña, como llamaban á doña Angélica.

—Ni á los monfíes, replicó suspirando Harum.

Y, sin embargo, si viajais por las Alpujarras sobre la escueta albarda de un asno vigoroso; si alguna vez al amanecer se levanta la niebla sobre los barrancos remedando figuras fantásticas, el arriero, que probablemente será oriundo de los moriscos, os preguntará señalándoos las crestas envueltas por las brumas:

—¿Sabe V. lo que es aquello?

—Aquello es niebla, le respondereis.

—¡Niebla, eh! para mi abuela: aquella figura alta que anda tan reposadamente es la Dama blanca de la montaña: y las otras figuras que la siguen, los Monfíes de las Alpujarras.


FIN.


Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.
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