Memorias de una Vieja Verde

Manuel Fernández y González


Novela



ESTUDIOS AL NATURAL

CAPITULO I. Dos retratos en bosquejo.

Habia en una noche del invierno pasado en un café de los más concurridos de la imperial, coronada é invicta villa y córte de Madrid, sentada á una mesa en un rincon, y puesta á la vidriera que daba á la calle, acompañada de una hembra ambígua, que no se sabia si era criada, amiga ó acompañanta alquilona, una señora que llamaba la atencion de los otros concurrentes del café.

Llovia como si no hubiese llovido nunca.

Hacia un frio de diez bajo cero.

A pesar de este frio, las dos señoras, por no decir mujeres, tomaban sorbete.

La más notable de ambas, la que propiamente podia llamarse mujer, era una jamona admirablemente conservada.

Podia pasar por jóven; tenia un grande atractivo. Relampagueaba los ojos como una mujer en la fuerza de sus pasiones: estaba de saca, es decir, con el corazon desalquilado.

O viuda de mucho tiempo.

O solterona, que á pesar de sus méritos no habia podido echar el guante á un prójimo.

Habia en aquel relampagueo de ojos algo de voracidad, y de una voracidad muy semejante á lo que se llama hambre canina, dicho sea esto con perdon de la señora doña Emerenciana del Resalto y Sobradillo, que así se llamaba, y continúa llamándose, á Dios gracias, la interesante prenda de que nos ocupamos.

Debemos decir que era soltera, y segun ella afirmaba, y afirma aún, doncella.

Vivia y vive de sus rentas.

Vestia y viste de una manera elegantísima y distinguida.

Con una gran sencillez.

Tiene la garganta larga y mórbida.

El seno reelevado.

Los hombros redondos.

Las mejillas con dos hoyitos que, cuando se sonrie, producen dos deliciosas bellezas.

La frente serena, un tanto estrecha, es verdad, á causa de lo bajo de los cabellos.

Con mucho chic, como toda su fisonomía.

Singularmente su boca no podia ser más fresca ni más sonrosada.

Ni más bonitos sus dientes, ni más blancos ni más iguales.

Doña Emerenciana tiene el vicio de la sonrisa, porque ésta marca los hoyitos de sus mejillas y á la par descubre las encías que deliciosamente, á veces, dejan ver la punta de una lengua color de rosa.

Esta, la lengua, era una belleza como otra cualquiera.

Hay, sin embargo, mujeres y hombres que tienen la lengua cuadrada y gorda como la de un buey.

Hay otras criaturas que la tienen sútil y aguda como la de una culebra.

En fin, que cuando se les ve la lengua, toman algo del estilo del animal, del ave ó del reptil.

Dios os libre de una mujer de lengua cuadrada.

Estas, cuando hablan, espurrean y no saben decir más que cosas groseras.

Queda sentado que doña Emerenciana del Resalto y Sobradillo tenia una lengua preciosa, lo que era un gran mérito y una prenda que no se puede falsificar.

Yo no sé que se vendan en ninguna parte lenguas postizas, ni conozco materia química alguna que sirva para que una lengua cárdena tome un delicado color de rosa.

Doña Emerenciana sabia que tenia la lengua muy bonita y muy sana y se relamia con frecuencia para enseñarla.

A veces se relamia de veras porque algun pichon, ó algun sietemesino, cuando no algun barbudo, de los de la nueva escuela, la miraban guiñándola el ojo.

Los ojos de doña Emerenciana eran grandes, negros y relucientes, y un poco encandilados y encarnizados, no por irritacion, sino por temperamento, lo que representaba que era una hembra de pasiones heróicas.

Sus cabellos eran profusos, negros, rizados, sedosos, brillantes.

Dos homicidas patillas la bajaban hasta la mitad de los óvalos de los carrillos.

Era más que blanca, nítida, nacarada, resplandeciente.

Esmaltada, en una palabra.

Pero esmaltada por la naturaleza, segun ella afirmaba, no por la química.

Cuidaba mucho sus manos, que eran pequeñas y finas.

Las llevaba siempre cargadas de sortijas, que por su riqueza hubieran llamado la atencion de más de uno de los tenorios de hoy, que andan á caza, por medio de lo irresistible de su arte y de sus seducciones, de una mujer que les produzca lo que se llama la gran vida.

Doña Emerenciana se habia salvado, y aún sigue salvándose providencialmente de estos peligros.

Continúa doncella, segun afirma.

Y no hay por qué no creerla.

Se dan casos.

Pero es la cosa que los casos escasean.

Su acompañante era y está siendo por su tos perruna no una mujer, sino un becerro.

No una vieja, sino un vestiglo.

Tomaba además rapé á puñados.

Sundelaba á momia.

Habia que acercarse á ella con abanico, y hablarla á una distancia de treinta pasos.

Vestía contínuamente un traje negro, que fué nuevo en 1823.

Una mantilla de color de ala de mosca, con numerosos agujeros en la blonda.

Sobre esta mantilla, en los hombros, un gran pañuelo de muleton, tambien anciano.

Con este pelaje se plantaba, siempre que era necesario, en una butaca del teatro Real, sin que se la diera de ello dos cominos.

Decia tambien que era doncella, y se la podia creer, y aún el más escrupuloso y devoto, podia jurar sólo con verla, por la salvacion de su alma, que doña Rufa no mentia.

¡Oh que doña Rufa!

Me crispo cuando me acuerdo de ella.

Dios la haya perdonado.

Y tenia pretensiones.

Una noche, y sea entre paréntesis, me ví obligado á acompañarla á su casa.

Doña Emerenciana se habia quedado en la suya, me habia despedido con un expresivo apreton de manos, y al confiarme su amiga me habia dicho:

—Cuidadito, no sea usted calavera.

Yo me encogí.

Dí el brazo á doña Rufa.

Llevé constantemente la nariz hácia la izquierda.

Se apoyaba indolentemente en mi brazo.

Andaba con lentitud.

Yo la hablaba del tiempo.

Ella suspiraba, y se apoyaba más y más en mí.

Llegamos al cabo.

Doña Rufa sacó la llave.

Eran las tres de la mañana.

—Esto es un disparate,—me dijo.

—Y por qué es disparate,—le contesté yo.

—Que en vez de traer la llave de abajo, me he traido la del cuarto, y no entra, ¡válgame Dios! y yo que vivo sola, y no tengo quien me abra... ¡y con el frio que hace! Vamos á ver que hacemos. Usted debe... No se puede sufrir este viento.

Yo llamé al sereno.

—¡Ay!—exclamó.—¿Qué hace usted? ¡para que me vea el sereno con un hombre á estas horas... mi reputacion...

Yo me hice el sordo; el sereno llegó, abrió la puerta, doña Rufa me miró ferozmente, resolló fuerte y se entró, el sereno cerró, yo escapé á la carrera.

Al dia siguiente dije á doña Emerenciana, que si queria volver á verme hiciese de manera que yo no volviese á acompañar á doña Rufa, sobre todo cuando hiciese frio.

Estas dos señoras frecuentaban todos los cafés, iban á todas las iglesias, se dejaban ver en todos los paseos, en todos los teatros.

Doña Emerenciana siempre rozagante, siempre grande: era alta y gruesa, una especie de Cleopatra; siempre elegantísima.

Doña Rufa siempre hecha un avechucho.

Siempre horrible.

CAPITULO II. Tales para cuales.

La noche aquella de invierno que llovia y hacia un frio de mil diablos me entré en el café que ya he dicho, y me senté junto á una mesa, frente al hueco, en el cual junto á la vidriera estaban las dos ya casi conocidas señoras del lector.

Yo no conocia á doña Emerenciana.

Miré por casualidad, y me dió golpe.

A mí me gustan mucho las mujeres homéricas.

Es decir, las mujeres altas, protuberantes, grandilocuentes.

Sobre todo, las que tienen la garganta larga, redonda, vigorosamente modelada, voluptuosa.

Yo me fijé.

A poco doña Emerenciana me relampagueó una mirada de ataque.

Empezaba la lucha.

Se cruzaron las miradas, vinieron de una parte los guiños del ojo izquierdo.

Sobrevino en ella una seriedad hechicera.

Yo me hice el distraido.

Me puse á guiñar á otra individua que con un sargento de inválidos estaba en una mesa más allá.

Doña Emerenciana me miró airada, como queriendo decirme esta frase:

—Caballero, usted es un grosero, despues de haber conocido mis méritos, y de haber llegado al caso grave de guiñarme el ojo, como diciéndome: usted me conviene, no ha debido usted mirar á otra.

Brotaban fuego los negros ojos de doña Emerenciana.

Relampagueaban de ira.

Me levanté, me acerqué á su mesa, y me senté.

—Necesito una explicacion,—la dije.

—Y yo otra,—me contestó.

—Yo la amo á usted,—añadí.

—No hace usted más que lo que puede y lo que debe,—me contentó con una gran sangre fria, y con una gran posesion de sí misma.

Estábamos en esto, cuando doña Emerenciana, oprimiéndome un codo con una fuerza suma, me dijo:

—Por Dios, disimule usted, tenemos encima un compromiso.

Yo diré que usted es un primo mio, que ha venido usted del pueblo, y que le he hospedado en casa.

—¡Ah, señora!...—exclamé.

—Cállese usted, porque ya el que ha mirado por la vidriera y que va á entrar, no le coja á usted en embuste, hágase usted el mudo.

—¿El mudo?

—Sí; nos favorece la feliz casualidad de que yo tengo un sobrino mudo á quien no conoce don Bruno: ya está ahí, déjeme usted hacer.

Y me tocó con la rodilla.

—¡Hum, hum!—hizo una voz áspera á mis espaldas.

Yo no me volví.

Los mudos son generalmente sordos; debia representar bien mi papel.

—Beso á usted los piés, mi señora doña Emerenciana, como tambien á su acompañante. ¿Qué caballerete es este? ¡Eh! ¡Los pichones, los pichones!

Y la voz de don Bruno tenia algo del ronquido del perro dogo cuando se prepara á ladrar.

Yo permanecia impermeable.

—¡Si es mi sobrino Toñito, el de Zafra!—contestó doña Emerenciana sonriendo.—¡Un pichon! ¡Ya lo creo, y de los levantados! La delicia y el consuelo de mi hermana Ruperta.

—¡Ah, el mudo!—dijo don Bruno suavizando la ansiedad que habia sentido al verme sentado de una manera tan propíncua junto á doña Emerenciana.

—Afortunadamente, el pobrecillo es sordo y no puede oir lo que usted dice; la mala cara le asustaria; es muy tímido: vamos, siéntese usted, don Bruno; siéntese usted y vea usted si yo le decia bien cuando le decia que mi sobrino Toñito era precioso.

—Sí, sí; pero no es ya tan pichon,—dijo don Bruno,—los treinta los tiene encima.

—No importa; en la familia todos somos aniñados. ¿Quién dirá que yo tengo treinta y cinco? Nadie me pasa de los veinticuatro.

—Cuando yo era cadete, señora,—dijo bruscamente don Bruno,—era usted una damisela de diez y seis á diez y siete años, y yo ascendí á alférez en 1823.

—¡Bah! usted siempre con sus bromas, don Bruno!—dijo doña Emerenciana, que no se puso colorada, ó por lo ménos no pudo verse, porque esto era imposible,—usted se refiere á mi madre; yo soy la menor de las hermanas, y la madre de éste, que es la mayor, no ha llegado todavía al jubileo de las cuarenta horas.

—Vamos, no disputemos,—dijo don Bruno,—bien mirado, usted es una de esas privilegiadas bellezas, de las que no tienen edad, que son siempre jóvenes. Ya sabe usted que yo la estoy adorando desde hace treinta años.

—Otra vez, don Bruno.

—¡Ah! perdone usted. Mozo, mi media copa, un cigarro. ¿Fuma su sobrino de usted?

—Fuma pitillos.

Doña Emerenciana, que de tal manera y con tal sans façon me habia metido en su familia y en su casa, me habia visto pitillear.

Yo, con la colilla de un papelillo enciendo otro.

—¡Pitillos, pitillos!—exclamó don Bruno;—¡hem! Yo necesito que todo sea robusto como usted, señora, sino, no saco jugo: y dígame usted, ¿aceptará el sobrino una media copa?

—¡Ah! ¡no, por Dios, no me lo vicie usted! ¡los jóvenes cuando beben se ponen inservibles! ¿y qué diria luego mi hermana si se lo devolviera con vicios?

Yo, que no me aturdo fácilmente, empezaba á aturdirme.

La aventura tenia una novedad diabólica.

Doña Emerenciana, más que una mujer, era un aparato eléctrico.

Yo no podia tampoco comprender que aquella magnífica hermosura tuviese sesenta años.

Los cabellos no parecian teñidos.

No tenian absolutamente apariencia de peluca.

En vano se buscaba una arruga en el denso y suave cútis de doña Emerenciana.

Ni áun la pata de gallo que flanquea á cierta edad los ojos.

Ni las dos líneas enemigas que muestran la caida de la nariz.

Ni la papada de la crasitud fofa.

Todo en doña Emerenciana era sólido.

O por lo ménos lo parecia.

Yo me sentia incómodo; guardaba mi mutismo.

La aventura me iba saturando de una nueva electricidad.

No era solo la bellísima garganta, ni el alto seno descubierto en su comienzo de una inflexion irresistible, ni los ardientes ojos lo que yo más amaba.

Lo que más me atraia eran las manos.

No tanto por su belleza cuanto por sus sortijas; una de ellas, un magnífico solitario, me aturdia.

Es necesario ser franco.

Yo estaba en crísis.

Una crísis grave.

El diablo del gobierno perseguia las casas de juego.

Me faltaba absolutamente la guita desde hacia tres dias.

Un misericordioso camarero, como ellos se llaman los mozos de café, me habia socorrido con una cajetilla de á real.

Yo me habia metido en aquel otro café para que otro camarero, antiguo conocido mio, me amparase con un café con leche y media tostada de abajo, vulgo tasajo.

Estaba espiritado.

El estómago se me hacia sentir más de lo que yo hubiera querido.

El tasajo habia sido insuficiente.

Me habia hecho daño.

Me habia producido un flato insoportable.

—¿Han tomado ustedes ya?—dijo don Bruno.

—Aún no; esperábamos á que usted viniera.

—Usted es muy amable, amiga mia,—dijo don Bruno,—se interesa usted extraordinariamente por los amigos; ¡siempre tan obsequiosa!

—Usted lo merece, don Bruno; ¿y luego, para qué soy rica sino para procurar á mis amigos los mayores goces posibles?

—Exceptuando siempre el amor, ¿eh?

—Dispénseme usted, don Bruno,—dijo doña Emerenciana.—Yo no puedo estimar á usted más que como á un buen amigo. Ni convienen nuestras edades, ni nuestros gustos.

—Los gustos podria ser, ¡pero las edades, señora!

—Dejémonos de eso.

—No importa que hablemos puesto que el sobrino es sordo.

—¿Y qué le importa á mi sobrino que yo sea jóven ó vieja?—dijo doña Emerenciana;—él me quiere tal cual soy, el pobrecillo...

Y me tocó con la rodilla, con una rodilla mórbida, fenomenal.

—Pues yo insisto en mi tema, señora,—dijo don Bruno;—si usted no es mia, no lo será de otro: afortunadamente este jóven es su sobrino de usted, no tengo duda de ello; además de que es sordo y mudo tiene todo el aire de familia de usted; de otro modo, si yo hubiera podido suponer, aunque hubiera sido mínimamente, que este caballerete soliviantaba la menor fibra amorosa del empedernido corazon de usted para mí, le acogoto.

Comprendí al fin.

El coronel retirado, don Bruno, era uno de estos temerarios busca vidas que se imponen á las personas débiles y viven de su espanto explotándolas.

Yo veia que doña Emerenciana pretendia en vano ocultar la violencia que se hacia hablando con don Bruno y el miedo que le causaba.

Don Bruno tenia á lo ménos setenta años; pero estaba avellanado y parecia fuerte; sobre todo, arrojado y audaz.

Llamó.

Doña Emerenciana pidió riñones.

Pidió para mí lo mismo.

Doña Rufa tres huevos pasados por agua.

Don Bruno un entre cótte con muchas patatas.

Además dos botellas de vino de Valdepeñas de las lacradas.

Terminados estos platos se sirvió merluza frita para todos.

Despues queso de Gruyére.

Luego café con leche y copa.

Una verdadera cena de Baltasar.

Durante la cena se habló de cosas indiferentes.

Del último drama que alborotaba.

A don Bruno le parecia inmoral.

Doña Emerenciana decia que solamente era un poco vivo.

Doña Rufa tragaba y callaba.

Don Bruno vaciaba una botella y pedia en seguida otra.

De improviso sentí posarse una mano sobre mi muslo.

Aquella mano se acercó con disimulo á la mia.

Aquella preciosa mano me dió una moneda, que por el tacto conocí era de cien reales.

Ya comprendí.

Cuando mi tia llamó al mozo, dí á éste el doblon.

—No, no, de ninguna manera,—me dijo por señas doña Emerenciana;—tú eres muy generoso; no debemos quitar á don Bruno el placer de obsequiarnos.

Don Bruno entonces llevó torpemente la mano debajo de las mesas, la sacó, dió al mozo otro doblon de á cien reales, y el mozo me devolvió el mio.

Yo hice admirablemente, y con gran gusto, mi papel; sonreí lo más candorosamente del mundo á mi tia y á nuestro amigo, y me guardé el doblon.

A don Bruno le sobró de la cuenta un duro, que se guardó gentilmente.

Despues salimos, era la una de la madrugada.

Las señoras salieron las primeras; nos quedamos don Bruno y yo á la puerta algo á retaguardia.

—Oye, tú, sordo,—me dijo rápidamente al oido;—somos dos para el negocio; tú llevas la mejor parte; pero si no partes conmigo la vaca, te reviento.

—Ya hablaremos,—le dije con un acento indefinible.

—Vaya, don Bruno,—le dijo doña Emerenciana,—muchas gracias por el ratito y por el obsequio; usted seria muy amable si acompañara á doña Rufa; ya sabe usted que vivimos en barrios diametralmente opuestos.

—Con mucho gusto, señora,—dijo don Bruno;—sabe usted que yo no he nacido más que para servirla en cuanto mande: beso á usted los piés; mis cumplimientos á su sobrino; hasta mañana; ¿pero dónde?

—En Puerto-Rico.

—Pues en Puerto-Rico me tiene usted á las once en punto; adios.

—Adios.

Y se llevó á doña Rufa.

Doña Emerenciana se agarró á mi brazo.

—¡Ah, hijo mio!—dijo,—al fin nos hemos quitado de encima esa calamidad; es mi sombra, mi castigo, mi sanguijuela.

—Yo le reventaré.—la dije.

—¡Para que yo me equivocara!—exclamó,—vamos cuanto antes á casa, tenemos que hablar mucho; pára ese coche que pasa.

Hice parar el carruaje.

Entramos.

Doña Emerenciana dió las señas al cochero.

Yo iba en mis glorias.

Habia encontrado una Niove; aquella Niove se habia enamorado de mí.

No podia desear más.

Pero como me habia sentado en el coche demasiado ceñido á ella, me dijo:

—¡Eh, cuidado, caballerito, no se equivoque usted, que puede perderlo todo!

Estas palabras, de la manera tan rotunda con que fueron pronunciadas, me pusieron en respeto.

Doña Emerenciana se mantuvo reservada.

—Llegamos al fin.

Bajamos.

Doña Emerenciana pagó al cochero.

El sereno habia acudido y habia abierto.

Subimos alumbrados por el sereno hasta el cuarto principal.

Abrió una hermosa muchacha.

—Acuéstate, Micaela,—la dijo doña Emerenciana.

La muchacha me miró con atencion.

Nos dió las buenas noches.

Se fué.

Doña Emerenciana se entró conmigo en un gabinete que estaba alumbrado por una lámpara puesta sobre una chimenea encendida.

CAPITULO III. Lo que va de la verdad á la mentira.

Doña Emerenciana se quitó el abrigo, dejándome ver por completo la gallardía de su persona.

Se sentó en una butaca junto á la chimenea, y me dijo:

—Echa leña.

Me mandaba como á un criado.

El acento era imperativo.

Habia cambiado por completo.

Y como si me hubiera podido caber alguna duda, mientras yo echaba de la caja maqueada que servia de leñera algunos trozos de encina á la chimenea, añadió:

—Te tomo á mi servicio.

—Muy bien, señora; pero querria que usted me dijese las razones que tiene para tratarme de este modo.

—La razon sencillísima de que eres un tunante; de que estás á la cuarta pregunta y de que eres valiente, ó por lo ménos, de buen estómago y madrugon.

—Muchas gracias, cariño,—la respondí:—obligado.

Y me dirigí resueltamente á ella.

—¡Eh! ¿Qué confianzas son esas?—me dijo.

—Usted perdone, señora,—respondí retrocediendo.

—Siéntate y escúchame; vamos á concluir muy pronto; tengo sueño; estoy además enamorada y necesito recogerme para pensar en el que amo, para soñar con él.

—¡Pues el chasco que me he llevado es menudo!—dije yo.

—¿Qué quieres hijo? todos los dias son dias de aprender. ¿Has comprendido tú á don Bruno?

—Perfectamente. Usted le tiene miedo y él abusa.

—Me ha estropeado ya tres amores y no me atrevo á amar á nadie de miedo de que don Bruno me lo espante.

—Pues yo me encargo.

—Lo creo bien.

—Mañana reviento á ese tio.

—No tanto, hijo, no tanto; dale una vuelta; él no ha creido lo del sobrino; yo he procurado evitar un escándalo; él te dijo algo al salir.

—Que partiéramos la vaca, y yo voy á echarle el toro.

—Bien hecho; yo te nombro mi mayordomo.

—Muchas gracias, señora.

—Róbame cuanto quieras, pero sírveme bien.

—Una palabra, señora.

—¿Qué?

—¿Se ofenderá usted si la digo que estoy chiflado por usted desde que la ví?

—Tú tambien me gustas mucho, mucho, muchísimo, pero no estás en circunstancias.

—Yo soy de buena familia.

—Me gusta el otro más que tú.

—¿Y quién es el otro?

—Ya le conocerás.

—Vamos claros; ¿para cuántas cosas voy á servir en esta casa?

—Para todo.

—Eso es muy vago.

—Tengo sueño, buenas noches; puedes dormir en una butaca, otras veces habrás dormido peor.

Y se fué por una puerta de escape.

La cerró por dentro.

La otra puerta del gabinete, que daba al salon, habia quedado abierta.

Yo no sabia qué pensar de la aventura en que me encontraba metido.

En fin, yo iba ganando.

Pero me habia enamorado de doña Emerenciana.

De los hoyitos de sus mejillas, de su boca tan graciosa y tan fresca.

Noté que la puerta de escape, que no era muy alta, tenia por ajustar mal en su parte superior, una rendija, un movimiento de las maderas.

Fuí poco delicado.

Me propuse sorprender el misterio del dormitorio de aquella buena hembra, que de tal manera me habia cogido la voluntad, y que tan complaciente á veces, tan reservada otras, se habia mostrado conmigo.

El gabinete estaba alfombrado.

Esto me permitia andar sin producir ruido.

Me acerqué silenciosamente á la puerta del gabinete.

Coloqué sin ruido la silla, subí en ella y miré.

¡Oh, carísimo lector, ó si se quiere, querida lectora!

Ví..

Aquella magnífica cabellera negra, rizada, sedosa, habia cambiado de lugar.

Estaba sobre un velador.

Doña Emerenciana arreglaba su gorra de dormir.

Su cabeza amelonada estaba completamente calva.

Algunos asquerosos mechones de cabellos canos, de un blanco sucio, se veian en su parte superior.

Entonces aquella mujer parecia horrible.

Yo me crispé, sentí frio.

Junto á la peluca habia dos grandes reenchidos redondos.

Sobre un sillon otros dos mayores.

Eran el seno y las caderas.

Despues de haberse puesto la gorra de dormir, aquella arpía se llevó la mano á la boca.

Se sacó de ella una caja completa, que puso sobre el velador.

Sólo los ojos eran los mismos.

Grandes, negros, resplandecientes, poderosos, jóvenes, pero por su misma hermosura determinaban con las fealdades un contraste horrible.

Don Bruno no habia exagerado.

Podia asegurarse que doña Emerenciana estaba en sus sesenta años.

Yo me retiré espantado, de mi acechadero.

Cuando me bajé de la silla, me encontré delante de mí una preciosa rubia de diez y ocho ó veinte años.

Era Micaela, la doncella de aquel horrible vestiglo.

Una compensacion.

La muchacha se puso un dedo en la boca, como imponiéndome silencio, y me dijo que la siguiera.

Yo la seguí.

CAPITULO IV. En que doy al lector algunos datos acerca de mí mismo.

Para mí era completamente desconocida Micaela.

Y sin embargo, habia un no se qué en la manera con que me miraba, que parecia indicarme que éramos antiguos conocidos.

Era una chica alta, esbelta, rubia y resplandeciente de juventud y, al parecer, de pureza.

Pero resuelta y viva, y de todo punto espiritual.

Su traje de casa era elegante.

Más que una criada, parecia una señorita.

Me llevó á su cuarto.

Su mueblaje se reducia á una cama de hierro modesta, pero cómoda, á una mesa de noche, á una pequeña mesa de pino y á dos sillas.

En un rincon habia un baul.

Sobre la mesa algunos libros, al parecer novelas, y un tintero.

Sobre la mesa pendia de la pared un espejo ordinario.

En otra pared, y tambien colgados, se veian algunos trajes.

Micaela continuaba mirándome como se mira á un antiguo conocido.

Más aún.

A un conocido que nos debe algo que estamos resueltos á reclamarle.

—¡Oh amigo mio,—me dijo,—las montañas son las que no se encuentran! ¿Con que no ha quedado usted ya para otra cosa que para vivir de viejas verdes?

—¿Qué me importa á mí cuando para desengrasar de la vieja conozco á una jóven como tú?

—¿Qué es eso de tú? No tenemos la menor confianza, ni estamos en el baile de la Infantil: un poco más de respeto, caballero, á una, señorita decente.

—¡Ah!—exclamé,—nos hemos conocido en el baile; ¿y cuándo?

—Nos hablamos hace ocho noches y usted no ha vuelto. ¿Y mi brazalete?

—¡Ah! ¡El dominó azul y blanco!—exclamé.—¡y sin careta!

Yo habia contraido una pasion furiosa por aquel dominó inflexible que no habia consentido en mostrarme el semblante.

Al que yo venia tratando desde hacia algun tiempo ya en este baile, ya en el otro.

El de la deliciosa garganta.

El del precioso seno virginal.

La chica más extraña del mundo.

Decia que me adoraba y no consentia en quitarse la careta.

No me permitia la más leve licencia.

Era necesario valsar con ella, pero decentemente.

No me habia dado una sola cita.

Y sin embargo, sus ojos ardian, me devoraban.

Yo estaba loco por ella.

Ella se me escurria siempre.

Se me perdia antes del fin del baile.

Desaparecia.

Tenia para esto una habilidad infinita.

Yo estaba desesperado.

Resuelto á una enormidad.

Pero hay fatalidades.

Un mes antes... estaba yo empeñado en un gravísimo compromiso.

Habia dado de puntapiés á un quidan.

Le habia dislocado una pierna.

Nos llevaron, á mí á la prevencion, á él á la Casa de Socorro.

Comparecimos en juicio de faltas.

Me sentenciaron las costas y me aplastaron con una multa de cien reales.

Yo no sabia lo que era guita, desde hacia un siglo.

Se me dió un respiro.

Se me pidieron, las señas de mi domicilio.

Se me advirtió que si dentro de tres dias no arreglaba mi cuenta con la justicia, se echaria mano de mi bella persona y se me aposentaria de balde, y con la manutencion, en el aristocrático hotel del Saladero.

La cuestion era grave.

¿De dónde sacar los ciento y tantos reales que habian hecho caer sobre mi mal genio y mis puños?

Quien quiera saber lo difíciles que son ocho duros, que los necesite.

Ninguno de mis amigos valia tres pesetas.

Tenia yo una cocinera.

Expliquémonos; no era que yo tenia una cocinera, sino que una cocinera me tenia á mí.

Más claro...

Pero no hay necesidad de hablar más claro.

Se podria hacer un turbio.

Me amaba, en fin, una vizcaina que cuidaba del estómago de un canónigo y que cuidaba mucho más de hacerme cómodos sus cincuenta y dos años.

Era vistosa como doña Emerenciana.

Como doña Emerenciana, tenia que hacer inventario, cuando se acostaba, de las prendas más bellas que aparecian en su persona.

Y aún aventajaba á doña Emerenciana, porque tenia un ojo postizo.

Esta señora se habia mostrado espléndida conmigo en más de una ocasion.

Del café á ver una racion de teatro, despues de la racion de teatro una racion de amor.

Despues vuelta al café, una merienda, y al despedirnos cuatro ó seis pesetillas.

Y hasta pasados ocho ó diez dias.

No era una gran cosa, bajo el punto de vista utilitario, porque gastaba de mí más que yo aprovechaba de ella; pero, en fin, ménos dá una piedra.

—¡Oh desgracia!

—Cuando entraba yo lleno de esperanzas en la casa del canónigo donde se me recibia como un antiguo conocido, no ménos que como sobrino de Rosita, que así se llamaba la cocinera, me encontré con que ésta derretia sus mantecas hablando con el mayor gusto del mundo con un músico de ingenieros.

¡Horror!

Aquel infame me miró de una manera sesgada, conoció en mí un rival.

Me faltó de una manera indecente.

Me llamó... no importa qué.

Se rió Rosita.

Yo la solté un revés, que hizo saltar su ojo postizo.

Arrebaté el machete al músico.

Le desnudé de una paliza.

Acudió el mayordomo.

Le eché la peluca al aire.

Se alborotó la vecindad.

Me escurrí, escapé.

Doblé la esquina.

Me fuí á las Américas viejas.

Vendí en dos pesetas el machete.

Esto era algo.

Se salia del dia.

Pero tambien se salia de Rosita, ó más bien, no se podia ya volver á pegar la hebra con Rosita.

El rompimiento habia sido decisivo.

Sobre todo contundente.

Habia que temer un nuevo juicio de faltas.

En fin, aquello era una ruina, la fin del mundo.

Iba llegando el plazo fatal.

Es cierto que yo podia ocultarme, pero amo extraordinariamente la libertad.

Podia cambiar de poblacion.

Pero Madrid me enamora.

En Madrid, mal que bien se vive.

El que no vive en Madrid no tiene habilidad de ningun género.

En Madrid abundan los medios de vivir.

Que lo digan sino todos los excelentísimos que han rodado por todas las inmundicias, y muchos de los cuales han empezado por limpiabotas.

Pues que les tosan hoy.

Son don fulano, don fulano y don fulano, conde, duque y marqués, y en fin, es inútil, todo el mundo los conoce.

Yo espero ser como la mayor parte de ellos, salidos de la bohemia.

Y cátate aquí á don Periquito hecho fraile.

El que en Madrid no es una gran persona, es porque es una persona muy pequeña.

Ni siquiera persona.

Un tonto.

Un guillado.

Una cualquier cosa.

O un desgraciado de esos que si van á coger una esquina, la esquina se les escapa.

Pero yo me escapo de mi propósito.

Me pierdo en digresiones.

Volvamos al negocio.

Era domingo.

Al otro dia se cumplia el plazo fatal.

El martes, dia funesto, debia yo ser preso si no aflojaba la mosca.

¡Quince dias y pico de encerrona!

¡Espantoso!

Estaba de un humor tremendo.

Todo lo veia lúgubre.

Me hastiaba la vida.

Filosofaba á más y mejor.

Iba hablando recio por la calle.

El martes próximo me causaba un terror invencible.

Me sentia ya sepultado en una galería del Saladero.

Yo sé las penalidades que un novato pasa en el Saladero.

Hé estado en él algunos dias por desacato á un órden público.

¡Oh, y qué peluca aquella!

Doña Sinforosa.

Pero no demos en nuevos incidentes.

Abreviemos.

Eran las diez de la noche.

Hacia un frio insufrible.

Yo estaba traspillado.

Se habian contado ya treinta y seis horas desde mi última alimentacion.

El estómago exigia, las piernas flaqueaban.

Hay un venerable establecimiento en la calle de Peregrinos.

La fonda de Europa.

Antidiluviano á lo que yo creo.

Allí se rinde culto á la economía.

Allí se da de comer hoy lo mismo que se daba allí mismo cuando asesinaron á Julio César.

En fin; continúan sirviéndose las dos sopas, la una de yerbas, la otra de fideos blancos hechos canutos con el nombre de macarrones, la ternera en salsa, las cocretas y los sesos fritos; en fin, otros dos platos de carne, las pasas y las almendras, y la crema y los pastelillos.

Todo por dos pesetas.

Un banquete económico.

Podeis además echar á los manjares toda la pimienta y toda la mostaza que os dé la gana.

Podeis comer cuanto pan querais.

Os podeis dispensar de dar propina al camarero.

Y aún dadas las circunstancias, os podeis pasar sin pagar.

Esto es ya algo más grave.

Os suelen llevar á la prevencion.

De cuando en cuando se arma una culebra sobre los respetables pavimentos de la venerable fonda de Europa.

No hay nada más audaz que el hambre.

Pero yo embisto con las dificultades.

Me tragué un cubierto de dos pesetas.

Item un café con media tostada.

Item dos copas de rom y marrasquino.

Item una vuelta de sopapos con el mozo, un agarramiento con un pinche y una docena de palos que me arrimaron los otros camareros.

Pero se habia comido.

Se habian echado fuerzas.

Habia llevado escolta hasta Capellanes.

Habia gran baile de trajes.

Era el momento de la entrada.

Metí la cabeza entre la multitud.

Me barajé, me confundí, me abrevié, me escurrí, me colé, en fin.

Me fuí al vestuario del baile, dejé el sombrero y la cazadora en prendas y me forré con un magnífico dominó negro.

Todo esto hecho con gran limpieza en ménos de tres segundos.

Los de órden público que me habian perseguido, pasaron junto á mí sin reconocerme.

Me habia salvado; habia dado fondo.

Cuando reparé, tenia en la mano una cuchara.

Me fuí al restaurant del baile.

Llamé á un lado á un mozo.

Le enseñé la cuchara.

Él comprendió, sacó tres pesetas y me las enseñó en forma de abanico.

Yo las tomé y solté la prenda.

Indudablemente la cuchara era de plata.

Yo estaba bien comido y rico.

Pero ¿y los ocho duros para la justicia?

De improviso ví mi dominó, mi hermoso dominó azul y blanco, mi incógnita adorada.

Mi empeño.

Mi misterio.

Mi desesperacion.

La preciosa rubia, la de los ojos de fuego, la del hoyito en la garganta.

Mi esperanza.

Empezaba á retumbar una polka.

La abordé.

Ella se arrojó en mis brazos y nos lanzamos en baile.

¡Oh! El delirio.

La fascinacion.

El perfume de sus cabellos.

Y yo atracado de carnaza, pimienta y mostaza.

Con una botella de peleon y tres copas de bala roja en la cavidad epigástrica.

Todos estos eran elementos de locura, de trasporte, de olvido de todo.

Le atraje á mí y la mordí en la garganta.

Dió un grito y me santiguó un bofeton.

Yo pretendí parar el golpe.

Le así el brazo.

Ella se desasió; pero me dejó prenda.

Un brazalete.

Y pesaba.

O era de oro ó estaba relleno de plomo.

Yo toqué retirada; me escabullí, me deslicé, me traspuse; me fuí á un lugar no muy decente, fuera de un caso especial.

Pero allí podia ver, examinar la alhaja á mi placer.

¡Oh felicidad!

Era una sierpe de oro.

Tenia dos esmeraldas por ojos.

Tuvo lugar en mí una furiosa alegría y á la par un movimiento de sorpresa.

Ya tenia la multa y las costas.

Pero ¿quién habia regalado aquella alhaja, que valia lo ménos mil quinientos reales, á mi precioso dominó blanco y azul?

Yo estaba seguro de que ella pertenecia al género, á la especie señoritinga.

Aquella alhaja no podia haberla venido honestamente.

Habia moros en la costa, ó por mejor decir, viejo rico.

Sólo los viejos ricos se van con tales mujeres á los regalos cuantiosos.

Yo sonreia por una parte á mi libertad, á la integridad de mis derechos individuales, y por otra parte rujía de celos.

Aquel hoyito de la garganta, que yo creia virginal; aquellos ojos, en que yo veia á través de la mirada una pureza incitante; aquellos cabellos de oro, que yo suponia no tocados sino por el peine; aquel talle cimbrador, etcétera, todo esto habria tenido la profanacion hedionda de un viejo.

Esta idea me desesperaba.

Esta desesperacion me hizo comprender que yo amaba á... Adriana.

Ella se habia puesto Adriana sin duda por el recuerdo del drama del mismo nombre.

¡Amor! ¿Y qué es el amor?

Yo no lo sé.

Creo que no lo sabe nadie.

Todo, cualquier cosa se llama amor.

En fin, esto no importa.

Yo me sentia enamorado y celoso.

Me fuí á una casa de préstamos.

Cuando hay baile, hay tambien casas de préstamos abiertas toda la noche.

En los bailes saltan compromisos.

Se presentan ocasiones.

Se afana.

La casa de préstamos es necesaria.

Yo me lancé á la calle de Jacometrezo.

Me entré en una casa.

Presenté la alhaja.

—Veinte duros,—me dijeron.

—Vengan,—respondí.

—El nombre.

—Adriana Lecoubreur.

Me dieron los veinte duros y la papeleta.

Yo me volví al baile.

¿Era feliz?

¿Era desgraciado?

Estaba rico.

Pero tenia celos.

Volví el capuchon de alquiler; recobré mi sombrero y mi americana.

Alquilé en seis pesetas un magnífico traje de mandarin japonés.

Dejé en garantía ocho duros.

Me fuí á vigilar á Adriana.

La encontré; en un rincon en conversacion muy tirada con un inspector de vigilancia.

—¡Ah! ya sé,—dijo el inspector;—éste tiene seguro, es ayudante de la Piquirina.

Somos inútiles.

Yo me tranquilicé; me confundian con otro.

—¿Y á quién se le ocurre, señora,—añadió el inspector,—venir con alhajas á Capellanes? Ustedes son muy imprudentes; aquí no hay más que chulos, y buscavidas y tomadores.

—Ese brazalete era de mi señora,—exclamó sofocada Adriana.

—Pues allá usted, hija, qué le hemos de hacer.

—Yo estimaria á usted...

—Haremos lo que se pueda.

—Era...

—¿Quién era?

Adriana vaciló; sabia de sobra cómo me llamaba yo.

—Que era estudiante de farmacia.

—Donde vivia.

Yo habia sido con ella explícito; podia haber deshecho la equivocacion del inspector; haberle dado de mí señas completas.

Yo, que parapetado detrás de un grupo compuesto de una beata y de un Mefistófeles escuchaba todo orejas, me extremecia.

Adriana, sin embargo, se arrepintió.

—Era un capuchon de percal,—dijo,—con un lazo de lana encarnada en la cabeza.

—¡Vaya usted á ver!—dijo el inspector.—¿Alto ó bajo?

—Bajito y regordete.

El arrepentimiento de Adriana continuaba.

Yo soy alto y cenceño.

—¿Jóven ó viejo?

—Ya un poco carcamal.

Seguia arrepintiéndose Adriana.

Yo no tengo más que veintidos años.

El inspector ofreció á Adriana no perdonar nada para servirla.

En seguida la invitó al restaurant.

Adriana se negó con una dignidad de todo punto magnífica.

—Usted abusa de su posicion,—dijo;—usted me falta; usted supone... Usted se equivoca.... Vaya usted con Dios.

Y extendió la mano con un movimiento verdaderamente trágico.

—Hasta la vista, señora,—dijo el inspector, que reventaba de tunante.

Adriana se agobió en cuanto se fué el inspector.

Fué á componerse, con la cabeza inclinada, su capuchon de color de rosa.

Habia tomado una bella posicion, en que aparecia gallarda hasta lo prodigioso.

Me acerqué á ella.

Desfiguré cuanto pude la voz y la invité á un wals que empezaba.

Me sentí entonces apartado bruscamente.

Miré indignado.

Era un lavativero.

La accion habia sido grosera.

Le dí un sopapo.

Cayó de espaldas.

Me escurrí á tiempo.

Se quedó armada la zalagorda.

El de Sanidad Militar se levantó rápidamente.

Vió junto á sí un individuo.

Un inocente papion que se divertia en abrir y cerrar el pico.

Le creyó ó no le creyó el autor del sopapo.

Le embistió.

El papion se le agarró al pescuezo.

El dominó color de rosa se agarró al papion, le descubrió, apareció una cabeza clerical.

No se podia dudar.

Era uno de esos clérigos contrabandistas que frecuentan todos los lugares non sanctos de Madrid.

La culebra habia crecido.

Los de policía cogian indistintamente individuos é individuas.

La orquesta apretaba.

Las máscaras chillaban.

Yo me escurria con una cantinera polaca.

La noche habia sido buena.

Salimos del baile la cantinera y yo y tomamos hácia la calle de la Abada.

Entramos en una casa cuyo número no recuerdo.

Me sentia casi feliz.

Habia recobrado mi sombrero, mi americana y los ocho duros dados en garantía.

La cantinera polaca me llenaba el ojo.

Aquel era un amor incidental que no viene á cuento.

Estos son los antecedentes.

CAPITULO V. En que doy á conocer por un lado culminante á mi adorada Micaela.

Micaela estaba irritada, y tan chic, tan hermosa con su irritacion, que no se la podia sufrir.

—En fin, señor mio,—me dijo;—su conducta de usted es horrible, es insoportable, odiosa, lo más cobarde y víl que puede haber en el mundo. Si no me dice usted lo que ha sido de mi brazalete, que sin duda habrá usted empeñado, nos vamos á ver las caras. El brazalete no es mio, es de mi señora; porque ¿para qué tiene la señora sus joyas si no pueden usar de ellas sus doncellas? Pero usar no es abusar; tomarse una licencia es disimulable; pero pasar por ladrona...

Y le relampagueaban los ojos.

—¡Qué hermosa estás enojada, alma mia!—la contesté.

Entornó los ojos Micaela y me miró con la ferocidad del toro puesto en suerte por el matador.

Parecia como que queria decirme:

—O tú, ó yo.

Me dió una, especie de escalofrío.

Sentí miedo.

La tórtola se convertia en buitre.

—Se dan casos...—dije.

—En efecto, sí,—dijo ella;—se dan casos de que una niña de diez y ocho años, una persona decente por su orígen, á quien las desgracias han traido á una condicion muy inferior, excitada en su honra, desnuque á un tunante.

—Sólo con mirarte, alma mia, me entra la basca y no me puedo tener de pié,—la dije.

—Esos son otros Lopez,—me contestó con descaro.—Los Lopez de ahora son, que yo te liquido si no me das el brazalete de mi señora, y aunque te metas debajo de la tierra, de allí te saco y te finiquito.

—¿Quieres decirme, paloma mia adorada, de dónde has sacado esa terminología?

—¡Bah! Allá nos vamos niño; conque ya sabes, dame mi brazalete, ó ya verás; yo te lo prometo, te vas á encontrar lo que te se ha perdido.

Y su mirada se hizo más amenazadora y más hermosa.

Mi miedo crecia, y al mismo tiempo mi amor.

Mi Micaela era toda una hembra.

Y parecia mentira.

Tan delicada, tan rubita; pero aquello era nervio puro.

Estaba además de trapillo y no se cuidaba de ocultar perfecciones que daban mareo.

Cambiaba la decoracion.

Yo me encontraba con la horma de mi zapato.

Comprendí que allí era necesario obrar por derecho.

Ser franco y leal.

Yo veia mi horizonte, mi filon.

Me gustaba mucho más Micaela enojada, irritada, amenazadora, que la suspirante, la delicada, la poética Adriana.

Saqué del bolsillo del pecho de mi cazadora la papeleta de empeño, y se la dí.

—Perfectamente,—me dijo con sordo acento de irritacion,—no está todo perdido; pero esto, sin embargo, es robar.

—¿Cómo robar?—la respondí.—Distingo. Cada uno usa en las circunstancias supremas de los medios que tiene á su alcance.

—¡Oh, sí, bien respondido! usted es de los que viven de mujeres. Al pelo. ¿Y cuál es esa situacion suprema? ¿Tenia usted que merecer alguna vieja verde y hacer alguna salida falsa para engañarla mejor?

—Eso lo dices tú por tu ama.

—Mi ama precisamente, no...—respondió Micaela, pero mi ama... estamos... yo la sirvo, es verdad; pero en familia, con mucha frecuencia, cuando doña Rufa no la acompaña, la acompaño yo.

—Yo no te he visto nunca con ella.

—Es que yo nunca voy con ella más que á la iglesia ó á visita. En el café ó en el teatro teme la comparacion.

—Naturalmente. Y dime: ¿Esa tia es muy rica?

—Así, por lo mediano; pero quince ó veinte mil duros no la hacen falta.

—¿Vamos á comérselos, hija mia?

—Para eso no necesito yo ayudantes,—me contestó con un acento ambíguo Micaela.—Lo que necesito es que no me comas tú á mí; toma la papeleta y desempeña el brazalete.

—Pues ya no se trabaja por todo,—la dije sacando el doblon que me habia dado doña Emerenciana.

—¡Ah! ya; eso es distinto; voy á darte una prueba de que te aprecio y de que no soy interesada.

Y abrió el baul, buscó en un rincon, sacó un trapo.

Yo no ví lo que el trapo contenia; pero sentí ruido de monedas.

Sonaban á oro.

Estaba visto.

Micaela hacia negocio.

¿Pero qué clase de negocio?

Volví á sentir celos, y esto acabó de probarme que estaba verdaderamente enamorado.

Micaela me dio tres doblones de á cien reales y unas pesetas.

—Mañana,—me dijo,—me traes el brazalete.

—Te lo traeré.

—Ahora escucha, niño. Yo te amo... te amo... te adoro... estoy loca por tí... pero véte... tengo sueño; me he agitado demasiado; necesito descansar.

—Lo creo.

—Véte á la sala, échate en el sofá, mira no te sorprenda tu amor.

—Yo creí que mi amor era el tuyo.

Jonjana á mi ama.

—¿No tendrás celos?

—No.

—¿Y me indemnizarás?

—Cuando seas un jóven de circunstancias.

—¿Y para ser un jóven de circunstancias es necesario empapillotar á la vieja?

—Es muy estirada: tendrás necesidad de representar algo en el mundo.

—Pues lo representaré: me meteré á periodista en un partido de accion: cuando mi partido triunfe, seré diputado.

—¿Diputado?

—Pues ya lo creo; otros que valen ménos que yo lo son: despues, gobernador de provincia.

—¡Echa!...

—¿Pues para qué tiene España Ultramar?

—Demonio.

—Supon que yo llego á jefe de Hacienda de Filipinas.

—Bien puedes ser todo eso que tú dices; tú eres listo.

—Me estás matando, Micaela, y por tí soy capaz de todo; ¡ay qué garganta y qué boca!

—Pues á ganarlas, amigo mio. Váyase usted á la sala, y buenas noches.

—¿Es esta una determinacion decidida?

—De todo punto decidida, y de tal manera, que si no te vas, te echo.

En aquel momento sonó un grito agudísimo.

—¡El maldito accidente!—exclamó Micaela,—vamos, ya tenemos la noche; en uno de ellos se queda; es necesario cuidarla; ella es nuestro porvenir.

Micaela se habia echado fuera del cuarto.

Yo la habia seguido.

Poco despues entrábamos en el dormitorio de doña Emerenciana.

CAPITULO VI. En lo que puede consistir que un hombre sea feliz cuando se cree más desgraciado.

Doña Emerenciana estaba sobre la alfombra.

Se agitaba en las convulsiones de uno de los ataques epilépticos más terribles que yo he visto en toda mi vida.

Aquella horrible vieja era un esqueleto repugnante.

Yo, aunque estoy dotado de un estómago muy fuerte, sentí náuseas.

Doña Emerenciana nos hacia ir adelante y atrás con sus horribles convulsiones.

Por dos veces nos caimos con ella.

Al fin logramos colocarla en el lecho.

—Ténla firme,—dijo Micaela,—que no vuelva á venir al suelo; yo voy á llamar al sereno.

—¿Al sereno?

—Sí, hombre, no hay nadie que mejor la sujete que el tio Calostros; se abraza á ella, y á poco vuelve en sí como por encanto. Además, cuando vuelva en sí no quiero que te vea y que sepa que tú la has visto tal cual ella es: seria funesto.

Micaela se fué al balcon, y llamó, ni más ni ménos que si hubiera sido un tunante.

Soltó un silbido rasgado.

Cerró de nuevo el balcon, y vino á ayudarme á sujetar á doña Emerenciana.

Yo estaba ya rendido.

Poco despues entró el tio Calostros.

—Vale Dios,—dijo dejando el chuzo en un rincon,—que yo tengo gracia para hacer que la señora vuelva en sí.

—Vámonos,—dijo Micaela;—el tio Calostros no nos necesita.

—Pues pur de cuntadu, señurita Micaela,—dijo el maruso quitándose la anguarina.

Nos salimos.

Se oyó un ruido de lucha, gritos sofocados, estremecimientos horribles.

Al fin, á los diez minutos, apareció el tio Calostros con la anguarina puesta y el chuzo en la mano.

Vamus,—dijo,—ya está gubernada la señora. ¿No habrá pur ahí una butelleja de vino? Face un friu de mil demonius.

—Vaya usted al comedor y tome usted lo que quiera, tio Calostros,—dijo Micaela.

—Moitas gracias, señurita Micaela, usté siempre tan buena. ¿Y cuándo le dá á usted alferecía?

—El sabadu que viene,—dijo Micaela.

—Vaya, pus buenas noches y salú, y si ocurre otra vez, no hay más que avisar.

El tio Calostros salió del gabinete.

Micaela entró en el dormitorio.

Yo sentia la ardorosa respiracion de doña Emerenciana.

La oia hablar de una manera calenturienta con Micaela.

A poco ésta salió.

Yo estaba en mis glorias.

Aquello prometia.

Tenia hecha mi posicion.

La influencia de la vieja me serviria.

Periodista, diputado, alto empleado en Ultramar, millonario; yo sentia en mí el mismo vértigo que sienten todos los gacetilleros, todos los periodistas.

Yo estaba en el camino de la fortuna.

Yo pasaba revista á los que se habian levantado de la miseria hasta las esplendentes cumbres del poder.

La lista era infinita.

Micaela empezaba á tomar para mí la apariencia de un ángel.

—La maldita bruja,—exclamó Micaela,—se ha quedado tan tranquila como si tal cosa.

Tú tienes la culpa, la has enamorado. Me ha preguntado por tí, yo la he engañado, me ha mandado que te cuide mucho, y sobre todo, que no me enamore de tí.

—¿Y no te ha encargado que yo me cuide de ella?

—¡Ah, vieja infame, y ya tenemos la noche toledana! la pueda repetir el accidente, y las repeticiones son terribles.

—Pero aquí no podemos hablar, mi querida Micaela.

—Sí, cuando vuelve de un accidente pierde la razon, y luego cae en una soñarrera, de tal manera densa, que aunque disparasen junto á ella un cañonazo no lo oiria.

—¿Y por qué siendo rica doña Emerenciana no tiene á nadie más que á tí para que la cuides?

—Ya te lo he dicho, yo no soy verdaderamente su criada, la mayor parte de sus conocimientos me creen su sobrina. Doña Emerenciana no quiere que nadie conozca sus rehenchidos y sus adobos, el aguador compra, una asistenta que se va por la noche, guisa y limpia la casa. Yo más que otra cosa, soy su confidenta, y me va bien, espero. Casi casi estuve por aconsejarte que la hicieras el amor; pero yo gozaba, siendo para tí un misterio. Ve aquí, la casualidad lo ha hecho todo.

—¿Y cómo has conocido á doña Emerenciana?

—Relaciones de mis padres. Mi padre era coronel de infantería, ya viejo cuando se casó, de más de sesenta años, y no nos quedó pension ni á mi madre ni á mí. Cometió una imprudencia al casarse. Antes que yo naciese murió. Mi madre era alegre, doña Emerenciana estaba entonces verdaderamente hermosa, yo no sé cómo estas mujeres que son hermosas en su juventud, cuando llegan á viejas se convierten en brujas. Mi madre era infinitamente más jóven que ella, juntas hicieron la gran vida. Una noche, hace seis años, mi madre al salir del baile atrapó una pulmonía y fué necesario que me sacaran, de Loreto, donde me educaba, para llevarme al lado de mi madre moribunda.

Lloré mucho, me afligí mucho.

Yo amaba á mi madre con delirio, porque con locura me amaba ella, y era muy hermosa.

Pero me consolé andando el tiempo.

Todo se olvida.

Doña Emerenciana me sacó de Loreto hace cuatro años.

Desde entonces vivimos juntas.

He visto mucho y he escarmentado en cabeza ajena.

Me divierto, pero no me prodigo.

Tú lo sabes.

Lo que has visto hasta ahora en mí lo verás siempre.

Si me he descubierto á tí, ha sido por el brazalete.

De otro modo, te hubiera mareado.

Hubiera probado conmigo misma tu fidelidad.

Porque tú al verme no has conocido en mí al dominó blanco y azul.

Pero te se encandilaron los ojos, hijo, lo que no le gustó mucho á doña Emerenciana.

—No me la nombres, exclamé; aún me dan arcadas.

—Pues así y todo tendrás que apencar con ella.

—¿Y tú me lo dices?

—Pues por supuesto; ¿á mí qué se me da?

—¿Y no tendrás celos?

—¿Celos de qué?

—Cuando una mujer ama á un hombre...

—No olvida por él el negocio; ahora, si tuvieras siquiera una sonrisa para otra pobre como yo, seria distinto; sabe Dios á donde iríamos á parar; ¡pero una tia vieja y asquerosa... una vieja verde! Engáñala hijo; enconfíala; diviértete; que crea que te mueres por ella; que no vives más que para ella, y trágate esa mómia con tal de que los dos nos traguemos hasta el último real de la vieja.

Así pensaba Micaela.

Así pensaba yo entonces.

Ahora es distinto.

Ahora que soy un hombre de circunstancias, me han salido una moralidad y una dignidad que yo no conocia entonces en mí.

Yo era un miserable.

Yo apencaba por todo.

Yo era casi casi un Satanás.

El brazalete de Adriana ó de Micaela, ó más bien de doña Emerenciana, lo prueba.

La miseria corrompe.

Estravía.

Incita á todo género de bajas acciones, y áun al crímen.

Hace transigir con lo que nos repugna.

Hace parecer amable lo horrible.

De aquí el fenómeno de mujeres jóvenes y hermosas enamoradas de viejos.

A lo ménos bastante cómicas, bastante ladinas para hacer creer á un viejo que están enamoradas de él.

Y lo están, en efecto.

Porque el viejo es para ellas la buena casa, la buena mesa, los ricos trajes, los carruajes, las brillantes joyas, los espectáculos y el dinero que se ahorra.

¿Cómo no han de amar á lo que de tal manera las dora, las empingorota, las despelota, las pone más hermosas de lo que lo son, y más codiciables de lo que lo eran, sin las insensatas prodigalidades del viejo.

Pero así están hechos el hombre y la mujer, y así hay que tomarlos.

Pretender otra cosa es pretender lo imposible.

Es soñar.

¡Eh! ¿qué tal?

Me parece que puedo ir á explicar filosofía práctica al Ateneo.

¡La vida! ¡La vida!

¿Y qué es la vida?

Hé aquí una pregunta á que no sabrán contestar ninguno de los filósofos habidos ó por haber.

Una fantasmagoría.

Un misterio.

Generalmente un castigo.

Una sucesion de pecados cuya culpa no es nuestra, sino de las propensiones, de las influencias, de las fuerzas incontrastables, de la materia, de la atmósfera.

¿Y el espíritu?

Sufrimos ó gozamos lo que á nosotros viene, y por un instante de alegría, de placer, pasamos largas horas de padecimientos insoportables.

Pero basta.

La filosofía, que para nada sirve, tiene el privilegio de ser fastidiosa para la generalidad de las gentes.

¿Qué nos importa estudiar y conocer, hasta el punto que nos es posible, lo que somos, si por esto no hemos de hacernos mejores ni hemos de vencer nuestra mala fortuna?

La verdad de mi caso era entónces, que á solas yo con mi hermosa Micaela, no me acordaba para nada de la filosofía.

Verdad es que entonces yo no era filósofo.

No habia ahorcado todavía mis estudios de farmacia para meterme á hombre importante.

Esto es, á hombre político.

No era todavía periodista.

No habia ingresado en el Ateneo.

Estudiaba, no con mucho ahinco, la farmacopea; asistia lo ménos posible á cátedra; me las buscaba con las mujeres; me pegaba con los hombres; era un mocito cruo, y me recomia por mi dominó blanco y azul.

Por mi Adriana.

Tenia al fin á Adriana delante de mí sin careta, con su encantador desaliño, convertida en Micaela.

¡Micaela!

Nunca me habia gustado este nombre.

Pero entonces me parecia delicioso.

Sí Micaela se hubiese llamado Canuta ó Pánfila, me hubieran parecido tambien nombres deliciosos.

¡La fascinacion!

¡La concupiscencia!

Hay un nombre de mujer que me encanta.

María.

Me parece que una mujer que se llama María es dos veces mujer.

El nombre María tiene para mí no sé qué encanto inexplicable.

El es por sí solo para mí una hermosura.

¡Caprichos!

Porque esto en mí no es devocion mística.

No es un homenaje á la madre de Jesús.

María es un nombre hebreo que significa felicidad y hermosura.

Y si no lo significa, yo quiero que tenga esa significacion.

Yo podria preguntar á uno que supiese hebreo qué significa María.

Pero no me meteré en ello.

No me hace falta.

Lo que sí me hacia falta era Micaela.

Ella me miraba con los ojos relucientes.

Con la boca entreabierta.

Con las mejillas contraidas, convulsionadas, podria decirse.

Me adoraba.

Yo fenecia.

La así una mano.

Ella hizo un esfuerzo para desasirse.

La retuve.

Entonces con la otra mano me soltó una bofetada.

Y de firme.

—Yo te adoro á pesar de que eres un tunante y no mereces mi querer,—me dijo;—pero, ¿qué quieres? El sino de las criaturas; pero casaca, hijo mio, casaca ante todo, y para la casaca quisquis, muchos quisquis; sino, no hay que contar conmigo: te doy seis meses de plazo: si dentro de seis meses no has hecho tu posicion, si no me mereces me desinfecciono, te desahucio, te relego y me dedico á otro tunante que sea de más provecho que tú: los tengo así,—(y juntaba en piña sus preciosos dedos).

Yo no gemía, mugía.

Estaba atormentado.

No me conocia á mí mismo.

Micaela me sujetaba.

Me esclavizaba.

Me hacia sentir un hambre horrible de su hermosura.

Yo no vivia.

Me sentía enfermo de gravedad.

Congestionado.

¡Qué criatura!

¡Qué primor!

¡Qué belleza!

¡Qué audacia!

Y además de todo esto, ¡cuánta pureza!

Me dolia el corazon.

Tenia en él flato.

¿No sabéis lo que es flato del corazon?

¡Oh! pues es una cosa horrible.

Un dolor insoportable.

Una cosa que ahoga.

Cuando las mujeres nos meten el flato en el corazon, estamos perdidos.

Hacen de nosotros lo que quieren.

Yo era un cobarde delante de Micaela.

Estaba alelado.

Chiflado.

Aquello era insoportable.

Y ella debia tambien tener flato en el corazon.

Se la conocia el sufrimiento.

Pero le dominaba.

—Hijo mio,—me dijo,—es necesario que amoraques á la vieja; que la engatuses; pero esto no es fácil; le has gustado y mucho; yo lo he conocido en cuanto has venido, en la manera que tenia de mirarte y de hablarte; pero te encuentras ocupada la plaza, y bien ocupada: de buten.

—¿Por don Bruno?

—Mira, puede ser.

—¡Pues si le ha engañado, ó pretendido engañarle por mí!

—Te diré: no es que doña Emerenciana ame á don Bruno ni mucho ménos, ni cómo habia de amar á un tal camello: es que don Bruno la tiene amedrentada.

—Ya lo sé: la hace el espanto.

—Pues, y tiene ahuyentado al cariño, á la pasion, á la locura de doña Emerenciana.

—¡Algun chulapejo!

—¡Quiá! Un sietemesino espiritado, con la cabeza muy gorda y el cuerpo muy flaco, pequeñuelo, ruin: un engendro del diablo.

Y sin embargo, ahí verás tú. Doña Emerenciana está loca por él: es necesario que tú desbanques á ese Adonis; que le arrojes del corazon de la vieja. Hipolitito no se atreve á entrar en la casa, ni tan siquiera á pasar por su calle: y la adora; pero siempre está á las vueltas de doña Emerenciana don Bruno, y al solo nombre de don Bruno, Hipolitito se liquida, pierde el sentido de miedo, le salen alas y escapa: doña Emerenciana se pasa semanas enteras sin ver á su cariño; pero recibe todos los dias tres cartas suyas por el correo interior, y en cada carta un retrato suyo en actitud distinta: tiene ya una coleccion numerosísima de representaciones del tal vichejo; pero calla,—añadió Micaela aplicando el oido.

¿Qué dije yo?

Me parece que tenemos funcion: alguien anda en la puerta del cuarto.

En efecto.

Se oia un ruido áspero y extraño.

—El es, sin duda,—dijo Micaela.

—¿Quién?

—Don Bruno.

—¿Don Bruno?

—Don Bruno, sí, señor; ya me lo esperaba yo; él te ha visto entrar con doña Emerenciana... los celos...

—Espera, espera,—la dije,—ya verás.

Seguia el ruido.

—Mira,—me dijo,—que don Bruno es muy malo.

—Yo soy peor,—la contesté;—le voy á contar yo un cuento á ese tio.

Y me levanté.

—¡Ah, no! ¡No vayas!—me dijo Micaela avalanzándose á mí.—Por el contrario, escóndete: déjame á mí; yo sé lo que me tengo que hacer.

Yo aproveché la ocasion, y besé á Micaela en la garganta.

—¡Ah, traidor!—me dijo;—pero en fin, no me importa, yo te amo.

Y me empujó hácia una puerta con una fuerza de que yo no la hubiera creido capaz.

Me dejé conducir.

Yo enlanguidecia.

Tenia el cuerpo y el alma llenos de Micaela.

Me sacó al fin del gabinete.

Cerró la puerta.

Nos encontrábamos en una habitacion oscura.

Micaela me tenia siempre abrazado.

—No, no irás,—me decia;—ese hombre es muy traidor; te mataria; es muy madrugon y embiste como un toro: ¡ah, traidor!—añadió.—Tú abusas.

Pasó por mí un vértigo.

No oia, ni veia.

Micaela era mi misma vida.

Mi universo.

Pasaron algunos minutos.

De improviso sonó un fuerte golpe á la puerta, que se abrió por la violencia del empuje.

Apareció don Bruno con una cerilla encendida en la mano izquierda.

Con la derecha blandia un baston.

Una especie de garrote.

—¡Ah! esto á mí no me importa,—dijo al vernos á Micaela y á mí:—esto es distinto; de otro modo...

Yo me separé como pude de Micaela.

Un momento despues estaba engargolado al pescuezo de don Bruno.

Se lo apretaba con las dos manos.

Don Bruno sacaba un palmo de lengua.

—¡Calla, hijo,—dijo Micaela:—yo sabia que avanzabas y que te agarrabas como un gato, pero no sabia que eras un perro de presa.

Le solté.

Don Bruno fué á caer bamboleando sobre un sillon.

La embestida habia sido buena.

Micaela tenia en la mano el cerillo que se le habia caido á don Bruno.

Yo tenia su enorme baston.

—¡Ah, el miserable, el traidor!—exclamaba don Bruno.

Y se palpaba el pescuezo.

Habia enronquecido de tal manera, que apenas si se le entendia una palabra.

Rugía sordamente.

Estaba vencido, pero no dominado.

Era necesario tratarle duro.

—Espere usted, don Bruno,—dijo Micaela:—voy á traerle á usted una vinagrada para que haga usted gárgaras.

—¡Gárgaras, ah, gárgaras!—exclamó don Bruno;—pero este bribon está loco; no ha debido tratarme así: ¿no me dijo que partiriamos la vaca? ¿Crees tú que vas á llegar solo al otro lado? ¿Te parece inútil mi alianza? ¿Sabes tú la fuerza que hay que vencer aquí? ¿Conoces tú las pasiones de una vieja verde? ¿Sabes tú quién es Hipolitito?

—En cuanto conozca á ese Hipolitito,—dije yo,—le retuerzo el pescuezo.

—¿Qué es lo que estás diciendo, animal?—me dijo don Bruno:—¡retorcerle el pescuezo á Hipolitito! ¡Oh! ¡Pues si eso fuera posible!

—¡Qué! ¿No tiene pescuezo ese caballero?

—Y bien largo y bien flaco: un pescuezo de grulla: ¿pero sabes tú lo que sucederia? Te lo repito. Tú, aunque eres un pillo, no sabes lo que es una vieja verde: el Vesubio, el Etna, cuantos volcanes hay en el mundo, son una vagatela comparados con el amor de estas tales viejas: ¡horror! Moriria de despecho, de rabia, de desesperacion, y yo no quiero que muera: ese vestiglo me enamora, me domina, me hace desfallecer, delirar: una brujería: no puede ser otra cosa: su boca sin dientes es para mí una delicia; su cabeza monda, con sus mechones de canas, me parece de una hermosura infinita. ¡Ah! ¡ah! ¡Si yo no te hubiera visto en los brazos de Micaela! ¡Si te hubiera encontrado en los suyos! ¡Ah! ¡Desgraciado de tí! ¡Más te hubiera valido no nacer! No te fies de que por sorpresa, y echándome de improviso las dos manos á una de las partes más sensibles de mi individuo, me has vencido: esto ha sucedido una vez, pero no sucederá dos, yo te lo aseguro: pruébalo sino.

Y se levantó y me presentó los puños cerrados.

Yo le amenacé con el baston.

Apenas le hube levantado, me encontré sin él.

Inmediatamente me cogió á su vez por la garganta.

Pero no apretó.

—¿Te has convencido?—me dijo.

—Esto ha sido por sorpresa tambien,—respondí.

—Sorpresa por sorpresa,—me dijo,—estamos iguales: así, pues, podemos tratar.

Yo te dejo en la quieta y pacífica posesion de Micaela.

—Esa ha sido una traicion,—dijo Micaela que acababa de entrar, pretendiendo parecer gravemente enojada, pero contenta en la realidad.—Vamos, don Bruno,—añadió.

—No; eso de nada me serviria: danos más bien un vaso de aguardiente á cada uno; á los dos nos vendrá muy bien: el aguardiente es confortante y revulsivo: ¡oh, y qué aventuras del diablo! Anda, anda por el aguardiente, hija mia: y no estaria demás que tú te tirases un buen trago: estás muy sofocada.

—Si usted no hubiera andado en la puerta, hubiera sido mucho mejor,—dijo Micaela saliendo.

—¡Andar en la puerta! ¡Andar en la puerta! ¡Y que hay puertas difíciles!... Se necesita el paletin, chiquito.

—Es verdad,—dije yo;—pero cuando uno se empeña...

—Por supuesto, pillo, lo más difícil se abre; pero, ¿no amas tú á esa maldita vieja? ¿No tienes tan mal gusto como yo?

—¿Y si eso fuese?

—¡Ah! ¡No, no! ¡No te chancées; no provoques á un tigre gris rodado de Bengala; eso seria expuestísimo: sobre todo, cuando se trata de mi amor: ¡ah, ah, si la hubieras visto hace un momento! ¡Verdad es que tú no estabas para ver nada: ¡si la hubieras visto dormida, con aquella boca abierta, que parece la sima de Cabra! ¡Yo debo estar loco! ¡Yo no puedo comprenderlo, y sin embargo, la amo! ¿Me quieres tú decir lo que es el corazon humano; lo que vale esta bestia racional que se llama hombre? ¡Ah, pero la garganta, la garganta! ¡Qué garganta, y qué hombros y qué ojos! ¡Si tú la hubieras conocido hace treinta años! ¡Oh! ¡La edad! ¡Los destrozos del tiempo! ¡Los cabellos que encanecen, que se caen! ¡La piel que se arruga! ¡Los dientes que se marchan! ¡Las carnes que se aflojan! ¡Y el histérico, el terrible histérico! ¡Qué cambio! ¡No valemos nada! Doña Emerenciana no es ya más que la garganta, y los hombros, y los ojos! ¡Y los oyitos de las mejillas cuando se pone la caja de dientes y de muelas y se estira la piel con soliman! ¡Has visto tú nada más hermoso que ella cuando se pone la peluca y se ensancha con los postizos y se ajusta con el traje! ¡Ah!... ¡Micaela la pone hecha una Venus! Micaela es una muchacha de talento, y además de esto, una señorita: te doy la enhorabuena; pero es necesario que partamos la vaca.

—¡Que partamos á Micaela!—exclamé con acento feroz.

Y me rasqué.

Es decir, para los que no conozcan el lenguaje de los galopos, eché mano al bolsillo en busca de la navaja.

—Estáte quieto, muchacho,—me dijo don Bruno,—que aunque Micaela es la muchacha más bonita de Madrid, yo no la codicio ni te la envidio; gózala con salud y buena pro os haga á los dos; ¡pero la vieja, la vieja, mi prenda, mi esperanza! Pero la verdad es que si no fuera rica, no la querria tanto; porque mira, el amor por sí solo sabe muy bien, pero revuelto con plata, sabe mejor.

—Vamos: aquí está el aguardiente,—dijo Micaela, que apareció con una bandeja, en que se veian una botella y dos copas.

La puso sobre un velador.

—Voy á ver si la vieja duerme,—dijo Micaela;—pero debe dormir; siempre que el tio Calostros la cura el accidente, se queda como una piedra.

—¡Quien diga que la vida no es un disparate!—exclamó don Bruno:—¡pensar en que para curar los accidentes de ese esperpento se necesita un sereno! ¡Y yo apenado! ¡Yo loco! ¡Yo guillado! ¡Buen aguardiente, Micaela, hija mia! ¡Y cómo os cuidais! ¡Buena tajada y buen trago! ¡Ah, miserable! ¡Si no fuera porque yo la hago el espanto! Vamos, hijos mios, nos hemos entendido; hemos salido de dudas; no tengo celos despues de mi visita de inspeccion; el aguardiente me ha quitado la ronquera; me voy; que Dios os dé muy buenas noches; sois el uno para el otro, y tú harás fortuna, muchacho; pero partamos la vaca; créeme; no seas mi enemigo; vamos, muchacha, hija mia, échame á la calle; la puerta de la calle me la abrió el tio Calostros; ¡por vida del tio Calostros! Pero todos los médicos tienen privilegios: cuando se trata de la salud, y tal vez de la vida, hay que cerrar los ojos: conque otra vez buenas noches, sobrino de tu tia, y venga esa mano.

Se la dí.

—Con que amigos, ¿no es verdad?—me dijo.

—Sí, amigos,—le contesté.

—¿Y qué hemos de ser más que amigos?—dijo Micaela,—amigos hasta la pared de enfrente, por la cuenta que nos tiene: vamos, don Bruno, que tengo sueño.

Micaela y don Bruno, á quien yo habia devuelto su baston, y que llevaba su cerillo encendido en la mano, salieron.

Poco despues volvió Micaela.

A poco, todo dormia en la casa.

Todo estaba sumido en una paz profunda.

Mi vida entraba en una situacion regular.

Era feliz.

Don Bruno habia llegado muy á tiempo.

CAPITULO VII. En que se vé cómo iba yo acercándome á la fortuna, llevado de la mano por una vieja verde.

Al otro dia me desperté muy tarde.

Al abrir los ojos ví delante de mí á mi divina rubia que me sonreia.

Tenia en la mano, en un plato de porcelana, una taza de leche.

Se me trataba bien.

A lo príncipe.

Con la mayor delicadeza.

Tomé la leche, que era riquísima.

—Levántate,—me dijo;—esa mujer me ha llamado para que la arregle: no quiere verte hasta que esté compuesta: en esto se tardará, por lo ménos, hora y media; la hora del almuerzo: la Nicanora está ya en la cocina y avisará: nada sabe doña Emerenciana; ten prudencia; no me mires como me estás mirando; me parece que la tenemos; me ha preguntado con mucho afecto por tí: se ha informado de cómo has pasado la noche; yo la he dicho que, á mi parecer, la habias pasado admirablemente: ¿he mentido?

—¡Poder de Dios, que yo reviento de felicidad!—la contesté.

—Pues procura, no reventar, hijo, que los reventones no son para sufridos, y adios, que la vieja me espera impaciente; me parece que tiene ganas de verte; la cosa no puede ir mejor.

Micaela se fué.

Yo me levanté.

Me arreglé, y me fuí á la cocina.

En ella habia una mujer ordinaria, oronda, como de cuarenta años; pero frescota, no desgraciada, y un tanto pretenciosa como doña Emerenciana.

Se sonrió al verme, me guiñó un ojo, y me dijo:

—¿Con que, á lo que parece, todos somos de la casa?

—Yo creo que sí,—la respondí.

—Y me parece tambien, que hemos de llevarnos muy bien: la señorita es un ángel, y le quiere á usted mucho; es necesario que usted sea hombre de bien y corresponda con ella; la vieja, segun la señorita me ha dicho, le quiere á usted tambien mucho: de modo que usted está aquí como la yema del huevo; y por supuesto: ¿qué le ha de pasar á un buen mozo sino cosas buenas?

—Muchas gracias; pero usted debe de haber tenido muy buenos bigotes.

—¿Y qué, no los tengo todavía?—exclamó con vehemencia y con un ligero acento de enojo: pues mire usted, no está la carne en el garabato por falta de gato, y cada una sabe cómo le va, y muchos quisieran lo que hay donde se cree que no hay nada; y en fin, que eso ya se verá.

—¿Y quién duda de que es usted una buena moza? Por lo ménos en otro tiempo.

—¡Ah! ¡en otro tiempo, cuando vivia el mio, que era músico de alabarderos, y yo lavaba la ropa del cuerpo! ¡Ah! entonces las tapias se echaban para atrás cuando yo pasaba: calcule usted lo que serian los hombres y las mujeres; he tenido yo mucho aquél, y aún le tengo, y mire usted, si quisiera casarme, no me faltan proporciones; pero el buey suelto bien se lame.

Yo tenia hambre, y mientras charlaba con Nicanora, echaba ojo al almuerzo que se estaba preparando, y que parecia ser excelente.

Micaela habia dado una vuelta, y yo habia reparado que no la gustaba mucho mi charla con la asistenta, ni la manera que tenia ésta de mirarme.

Yo era caballo de buena boca.

La Nicanora conservaba algunas cosas muy apreciables y no me habia desagradado.

Pero era necesario irse con mucha diplomacia, no fuera que se armara una culebra.

A la hora del almuerzo se presentó doña Emerenciana ya emperifollada.

Me causó una viva impresion.

Micaela se habia esmerado aquel dia con ella.

La habia pintado y la habia compuesto admirablemente.

Además de esto habia en doña Emerenciana una languidez hechicera.

Me abarcó con la candente y dulce mirada de sus grandes ojos negros.

Se sonrió, y se marcaron en sus mejillas los hechiceros hoyitos.

Parecia increible que fuera ella la misma que yo habia visto despojada á través del hueco de lo alto de la puerta.

—¡Ah! hijo mio,—me dijo,—que ésta me ha engañado: que me ha dicho que has pasado muy buena noche, y estás pálido y con ojeras.

Y paseaba su mirada escudriñadora de Micaela á mí.

—Esta noche será distinto,—añadió;—no la pasaremos como anoche; te se pondrá su cuarto junto al mio; no quiero yo que mi hermana riña conmigo porque vuelvas desmejorado al pueblo.

Y su mirada se encarnizaba más en Micaela.

Esta estaba admirable de sinceridad, divina.

—Es necesario que te lleves bien con mi sobrino,—la dijo;—yo te tengo á tí en lugar de hija, y me doleria mucho ver que eras desagradecida.

—Le juro á usted, mamá,—dijo con una gracia hechicera Micaela,—que su sobrino no tendrá queja de mí... ni usted tampoco... vamos á llevarnos como ángeles.

—Cuidado, cuidado, Micaela, que yo no quiero belenes en casa,—dijo, no pudiendo contenerse ya doña Emerenciana. Y usted, Nicanora, que se lo está usted comiendo con los ojos; mucho ojo; si es bonito y jóven, á usted no le importa nada.

—Vaya un redios con la señora,—dijo la asistenta;—pues se puede usted guardar á su sobrino en el chaquetin, doña Emerenciana; ¡como si una estuviera en las últimas! pues cada cual tiene lo que le hace falta, y sin...

Un enérgico guiño mio contuvo á la Nicanora.

O yo no sé una palabra de gramática, ó la Nicanora, que se habia picado, iba á decir: sinpeluca.

Si lo hubiera dicho, y con lo que habia sucedido, los resultados hubieran sido horribles.

—¿Y sin qué?—dijo doña Emerenciana. Y vibró una mirada tremenda sobre la cocinera.

—Sin tantos arrumacos,—respondió ésta.

—¿Y cómo hemos de entender eso de los arrumacos?—dijo doña Emerenciana.

Un segundo guiño mio acabó de arreglar á la Nicanora.

—Es que usted, señora,—dijo,—tiene mucha experiencia y se va más allá de las cosas, y se figura lo que no hay.

—En fin, Nicanora,—dijo doña Emerenciana,—usted es una vieja verde y se le van los ojos detrás de los muchachos.

—Yo soy...—gritó la cocinera.

Un tercer guiño la contuvo.

—Yo soy una buena mujer,—añadió,—y no merezco que se me trate como se me trata; y si el mocito ha venido aquí para que á usted le parezca lo que no puede ser y me maltrate usted, yo estoy de más, aunque estaba muy contenta de la casa.

Esto me demostraba que la Nicanora era una gran maestra, así, con su gramática parda.

Al mismo tiempo se habia sentado en el suelo como las mujeres cuando se desmayan. Se le habia bajado el pañuelo, y yo habia visto el principio de dos globos ebúrneos.

Yo me embriagaba.

Micaela al natural me aturdia.

Doña Emerenciana artificial me enloquecia.

La Nicanora, con sus magníficos restos, me enlanguidecia.

En efecto; yo estaba en aquella casa como la yema en el huevo.

Lo habia dicho muy bien la Nicanora.

Aquellas tres mujeres debian desvivirse por cuidarme.

Era posible que un dia se arañasen.

Pero mejor, mucho mejor.

Un hombre por el cual no se araña una mujer con otra, no vale un perro chico.

Micaela estaba admirable de serenidad.

Doña Emerenciana admirable de celosa.

La Nicanora admirable de desenfado.

Era una manola que por nada del mundo hubiera sufrido ni áun mucho ménos de lo que la habia provocado doña Emerenciana.

Sin embargo, habia obedecido á mis guiños.

Era cuanto se podia esperar.

Empezó el almuerzo, y á cuidarme doña Emerenciana.

Me puso la pechuga del pollo.

Me sirvió la copa.

Al mismo tiempo me apretaba la rodilla.

Yo veia desvancado á Hipolitito.

—En los pueblos vivís muy atrasados, sobrino,—dijo doña Emerenciana;—allí con esa americana y ese chaleco á cuadros estarias muy elegante; pero aquí estás muy cursi. Nicanora, sirva usted de una vez el almuerzo, y váyase usted á la calle de Valverde, que vengan al momento con una berlina de lujo para mí. Entérese usted. Ya saben allí lo que yo quiero. Que esté aquí para cuando acabemos de almorzar. Tenemos que salir mi sobrino y yo. Quiero acostumbrarle á la buena vida de la córte. ¡Como que es mi heredero!

Indudablemente, Hipolitito estaba destronado.

Micaela me miraba al descuido de la vieja, y me decia con su elocuentísima y graciosa mirada:

—Esto va que ni de encargo, hijo mio,—y con su pequeño pié pisaba mi pié.

La Nicanora se habia ido murmurando.

Mi tia me cuidó admirablemente.

Almorcé como un príncipe.

La Nicanora volvió antes de que acabase el almuerzo.

El carruaje estaba ya á la puerta.

—Ahora,—dijo doña Emerenciana,—á casa de Alcaide.—Es el primer sastre de Europa. El te pondrá verdaderamente elegante; pero como él quiera, lo caro resulta muy barato. ¡Y luego la confeccion!... Ven á acabar de arreglarme Micaela.

Cinco minutos despues estábamos en el carruaje.

—Casa de Caracuel y Alcaide, Puerta del Sol, núm. 15,—dijo doña Emerenciana al lacayo.

El carruaje partió.

Doña Emerenciana tomó un cierto aspecto de gravedad.

—Yo creo,—me dijo,—que tú habrás conocido la verdad entera.

—¡Oh! sí,—la respondí, pretendiendo tomarle una mano.

Doña Emerenciana me rechazó.

—Yo he conocido,—dijo,—estos amores interesantísimos de hoy; estos amores dignísimos; yo soy toda alma; toda pasion; yo amo, amo con toda mi alma, pero no es á tí á quien amo; me agradas, es verdad. Si yo no amara, seria muy posible que me enamorase de tí.

—Esto es ser muy cruel, hermosa mia,—la dije,—yo me muero por usted, yo me vuelvo loco.

—Deja, hijo mio, deja,—me respondió un tanto conmovida doña Emerenciana;—pero la costumbre del alma...

Era la primera vez que yo oia esta frase.

—Hay un sér en el mundo que me impresiona de una manera gravísima; una criatura que llena todas mis aspiraciones; pero esa criatura es débil... la espanta ese ogro de don Bruno, ya te lo he dicho: yo te conozco, espanta á don Bruno, que me deje en paz con mis amores, y espéralo todo de mí.

—Soy verdaderamente muy desgraciado,—la dije,—porque no soy la criatura á quien ama usted.

—¿Quién sabe, quién sabe? eres muy guapo; vamos, cualquier cosa; he pensado mucho en tí; he soñado contigo; pero la costumbre del alma...

—Es necesario sobreponerse á las malas costumbres,—la dije;—tal vez ese de la costumbre sea algun mal favorecido, algun ingrato.

—¿Y qué mujer, por hermosa que sea,—dijo doña Emerenciana,—puede contar con la gratitud de los hombres? Mira, tente, no estés tan pegado á mí, que me sofoco: cuida mucho de no requebrarme, porque en ello te va la fortuna: con que dime, ¿le romperás el alma á don Bruno? ¿Le ahuyentarás? ¡Oh, qué hombre, qué mónstruo! No me puedo tratar con nadie; ya se ve, todos no han de ser unos Gaiferos; no es este el tiempo de los valientes. El valor no hace falta para nada; con que arréglame á don Bruno.

—Pues ya lo creo; don Bruno no se atreverá á nada que pertenezca á usted, ¡bueno soy yo!

—Bien sabia yo lo que me hacia abrigándote; pero me parece que estamos ya en casa de Alcaide.

Subimos al taller del famoso sastre.

Doña Emerenciana encargó para mí cinco trajes completos.

Salimos y nos fuimos á la camisería.

Doña Emerenciana tomó para mí cuatro docenas de camisas.

Despues á la joyería.

Me compró un magnífico reloj y una hermosa sortija.

Las viejas verdes ricas son un filon.

Me iba enamorando de veras de doña Emerenciana.

Me parecia hermosísima.

Despues de la joyería me llevó á Fornos.

Tomamos café.

Cuando salimos, fuimos á la Fuente Castellana.

Hacia un dia hermosísimo; uno de esos dias de invierno de Madrid que parecen de primavera.

Doña Emerenciana era incansable.

Parecia que Dios la habia dotado de un estómago de buitre.

Despues de haber almorzado abundantemente en casa, todavía tuvo apetito para comerse en la Fuente Castellana una perdiz y no sé cuántas cosas más.

Bebió tambien largamente.

Sin embargo, no se la resintió la cabeza.

Continuó perfectamente serena.

Yo no comprendia una tal fuerza de organizacion en una tal vieja, á la que la noche anterior habia visto entregada á un formidable ataque de epilepsia.

Estaba como si tal cosa.

Me miraba con delicia.

Con ánsia.

Parecia que yo era cuanto habia en el mundo para ella.

Sin embargo, miraba á todo hombre que pasaba si era jóven y algo buen mozo; y siempre tenia un agudo chiste para cada mujer que veia, si era algo bella.

Influia sobre mí aunque yo recordaba su cabeza pelada, su boca sin dientes, todos los estragos, en fin, que en ella habian hecho la edad y, sin duda alguna, á pesar de sus protestas acerca de su pureza, sus desórdenes.

Yo no sabia qué pensar de aquel fenómeno.

Una mujer tan horrible, tan repugnante, despejada de sus composturas, y que compuesta llegaba á una tal belleza ideal.

Una vieja como ella, que tenia una voz en que se sentian todos los encantos de la juventud.

Y sobre todo, lo extraño de su conducta.

Una mujer que se prodigaba en los cafés; que miraba á todo el mundo; que provocaba á todo el mundo; que tenia todas las apariencias de la buscona más descarada, y que, sin embargo, no tenia amante; que era rica, y á la que servia de médico y de remedio, en los graves accidentes, el tio Calostros, el sereno.

Todo esto era extraordinario, todo inexplicable.

Causaba en mí una especie de perturbacion moral.

Se añadia á esto el efecto de los regalos que me habia hecho, la posicion que me habia dejado entrever.

Yo empezaba á enorgullecerme, á creerme persona importante.

Doña Emerenciana, á vueltas de mirarme con una pasion volcánica, se mostraba severa y me obligaba á contenerme en los buenos límites.

Esto me aturdia más y más.

¿Estaba loca aquella mujer?

¿O habia habido un tiempo en que su alma habia sido tan hermosa como su cuerpo, y habiendo pasado, gastada por los años la hermosura del cuerpo, conservaba la hermosura del alma?

Habia mucho de juventud en su mirada.

Sus grandes ojos no podian ser más lucientes ni más hermosos.

Yo me fascinaba más y más.

Se me olvidaba el vestiglo.

No veia más que la apariencia seductora de doña Emerenciana.

Ella necesitaba pertenecer á un hombre que tuviese cierta importancia.

Que significase algo.

Que pudiese entrar en todas partes y pudiese ser influyente.

—Para eso,—me decia,—no hay más que la política.

Todo lo que está fuera de la política, no vale nada.

La política es el único camino que hay para las grandes posiciones ilustradas con los grandes honores.

Un quidan que tiene un cierto descaro, una cierta habilidad, un cierto tacto y un mediano ingénio, tiene zapatos al dia siguiente de haber entrado en la política, y no tarda mucho en andar en coche.

Se empieza por lo más bajo, y por poco que ayuden la fortuna y la audacia, se sube rápidamente, se van dominando escalones hasta que al fin aparece el grande hombre.

Otros muchos han empezado más penosamente que tú.

Tú eres hombre de corazon, quiero decir, de puños, y que no te detienes en nada.

Encontraremos fácilmente para tí un lugar importante.

No faltará un hombre político que pague bien y te favorezca, porque firmes esos artículos peligrosos que pueden producir un lance personal ó una persecucion del gobierno.

Es temprano todavía.

A las tres iremos casa de don... (y me dijo uno de los nombres más conocidos y más altos de la política.)

—Es un antiguo amigo mio,—añadió,—que me estima en lo que valgo, y que en más de una ocasion me ha servido bien.

En verdad que yo le he servido mejor.

La reciprocidad es una gran cosa.

Donde no puede haber reciprocidad, no hay nada.

Nadie dá sino porque le tiene cuenta dar.

La justicia anda por las nubes.

En vez de ella, llena la tierra la conveniencia.

El interés lo absorbe todo.

Lo demás es imbecilidad ó farsa.

Tú serás periodista.

Esta misma noche asistirás á tu redacción, y tendrás un sueldo.

Don F... te dirigirá.

Yo te prestaré la buena ayuda de mi ingenio.

Lo mismo que te creo muy á propósito para la chismografía intencionada de la prensa, y para hilvanar cada dia un artículo de los que ponen de mal humor á un gobierno, te creo capaz de preparar y producir un motin.

No sé si me equivoco.

Pero desde que te ví anoche fundé en tí grandísimas esperanzas.

Sabe Dios á dónde llegaremos.

Pero, hijo mio, son las dos y media.

A las tres encontraremos en su casa á don F...

Estábamos entonces en lo alto de Chamberí.

Doña Emerenciana tiró del cordon, y dió al lacayo órden de que nos llevase á la calle de... número...

No me atrevo á dar el nombre ni el domicilio del personaje ante el cual me puso doña Emerenciana.

Aquel señor la recibió como á una antigua y queridísima amiga.

Creyó ó hizo como que creia, que yo era sobrino de doña Emerenciana.

Estuvo conmigo amabilísimo.

En fin, me dió asunto para un artículo terrible de oposicion que debia ver la luz al dia siguiente en su periódico.

—Este artículo,—dijo el hombre político,—puede producir un lance personal, un lance grave, y producirá indudablemente una denuncia, si se escribe como yo espero lo escribirá usted: en fin, esta es una prueba: se hará ruido; se querra saber quien es el nuevo gladiador que aparece en el estadio de la prensa: jóven, las posiciones sociales cuestan muy caras: hay que hacer frente á grandes compromisos, á grandes peligros.

Pero cuando se llega á la cúspide...

Amigo mio,—añadió mirando su reló:—necesito de todo punto ir al Congreso.

Así, pues, adios, y hasta la noche, los esperamos á ustedes para comer; cuento con que usted traerá ya por lo ménos el plan del artículo.

Salimos.

Yo acabé de aturdirme.

Aquello era ya demasiado.

Cómo no adorar á doña Emerenciana, que era ya para mí un ángel.

Nos volvimos á casa.

Encontré sonriente á Micaela.

De todo punto solícita á Nicanora.

Aquellas tres mujeres, las dos viejas y la jóven se desvivian por mí.

Doña Emerenciana me habló del artículo.

Era necesario que le llevase á la hora de comer, no en embrión, sino concluido.

Se me habia provisto de un secreto de Estado.

Se habia hecho de mí una gran confianza.

Como si se hubiera tratado de un hombre viejo ya y práctico en las cosas políticas.

Doña Emerenciana me habia aconsejado.

Podia decirse que ella habia hecho el artículo.

Yo no habia hecho más que darle la forma.

Esto no me habia sido difícil.

Yo habia escrito ya en algunos periódicos de literatura.

Habia hecho algunas revistas de toros.

Sabia zaherir y morder.

Escribí el artículo en una hora.

Lo leí á doña Emerenciana, que se asombró.

—Tienes la fortuna, hijo mio,—me dijo,—de que yo te haya adivinado: pero, francamente, no sabia que valias tanto.

Aquí saltan tres duelos.

Se produce una denuncia.

En cuanto á los duelos, debes dejar que se arreglen satisfactoriamente.

Pero lleva á cabo uno de ellos.

Da ó recibe una estocada.

Si puedes matar á tu adversario mátale.

Déjate de generosidades si es que eres generoso.

Hay que establecerse de una manera séria.

Si logras matar al director de... á quien en tu artículo has abofeteado moralmente, y que es un brabucon, te colocas á una altura envidiable.

¿Quién le tose á un diputado de palabra audaz, que da estocadas de muerte, ó por lo ménos graves?

El abusa de sus ventajas.

Mátale si puedes.

Tienes todas las condiciones necesarias, querido mio.

¡Oh! ¡Si no ejerciera sobre mí una tal influencia Hipolitito!

Pero, en fin, ya veremos, mi querido sobrino.

Ahora prepárate.

Arréglate lo mejor que puedas.

Yo te disculpé con lo de que acababas de llegar del pueblo.

En fin, se hará todo lo que se pueda hacer, y los resultados serán magníficos.

Micaela estaba muy contenta.

Decia que las cosas no podian ir con mejor suerte.

En cuanto á la Nicanora, se descotaba cuanto podia el pañuelo para dejar ver más parte de su garganta, de sus hombros y de su seno.

Todas las mujeres conocen lo que tienen de más incitante, y hacen cuanto le es posible por dejarlo ver.

Llegaron las siete de la noche.

Durante la tarde habia cambiado el tiempo.

Al oscurecer diluviaba.

Habia sobrevenido una de esas noches que hacen imposible todo lo que no sea la permanencia en un gabinete con una mujer al lado de una chimenea.

El frio era horrible.

Los criados del hombre político debian extrañar que yo me presentase con un sombrerete hongo y una raida americana.

Se comisionó á Micaela, que volvió con dos ó tres mancebos de ropería elegante, cargados de ropas.

Acompañaba un excusabarajas con camisas.

Ni Alcaide, ni la camisería á donde habiamos ido, podian tener concluidos sus encargos hasta pasados algunos dias.

Cerca de las ocho estuve yo completamente trasformado.

Un peluquero me habia rizado admirablemente los cabellos.

Yo podia pasar por un jóven decente y aún distinguido.

Entonces se me ocurrió que para ser algo en Madrid, podia ser muy eficaz la ayuda de una vieja verde.

De una beldad en ruina, restaurada á fuerza de arte.

El carruaje estaba esperando.

Doña Emerenciana se habia prendido admirablemente.

Estaba verdaderamente hermosa.

Pero esmaltada con más fuerza.

Me pareció además que la peluca era de un negro más intenso y más brillante.

Es decir, que era más nueva.

No se podia pedir más.

Encantaba.

Yo me miré á un espejo, y me encontré irresistible.

Aunque no me hubiera mirado, me lo hubieran dicho las miradas de las dos viejas y de la jóven que se recreaban en mí.

Yo iba armado con mi artículo.

Salimos y entramos en el carruaje.

Me atreví á traer á mí á doña Emerenciana y á besarla una mejilla.

Hizo un leve movimiento de repulsion; pero me dijo:

—Eso es ya diferente: me vas pareciendo un hombre de pasiones: creo que podrás decidirme á algo: puede ser que venzas mi resistencia al matrimonio.

Y suspiró.

Pretendí tomarme alguna libertad algo más determinante, y se rehizo, y me llamó severamente al órden.

La ruina resistia.

Pretendia imponerse.

Hacerse aceptar por completo, fuera de afeites y de composturas.

De resultas del beso, me quedó en los lábios algo pegajoso, algo craso, que sabia á yeso.

¿Pero qué importaba?

¿Y la posicion?

Llegamos.

Poco despues estábamos en el estrado del hombre político.

CAPITULO VIII. En que se vé hasta qué punto subordinan á lo positivo sus sentimientos amorosos las viejas y las jóvenes.

Yo creí que se nos recibiria en forma.

Pero me engañé.

Habia allí algunas señoras que parecian cualquier cosa, y algunos jovenzuelos, á todas luces, aprendices de hombres de Estado.

Habia tambien algunas mujeres verdaderamente bellas.

Muy jóvenes las unas.

Otras de edad ya séria.

Dos ó tres viejas, muy emperifolladas.

Particularmente dos.

La una parecia una espátula.

La otra un espárrago.

Eran la esposa y la cuñada del hombre político, dueño de la casa.

Dos mujeres políticas.

Dos hembras de Estado.

Estaban vestidas de una manera sui generis.

Lo que les faltaba de belleza y de juventud, les sobraba de ampulosidad en el traje y en los adornos.

Eran dos ejemplares preciosos de un género raro.

Fluia de ellas un ridículo sério.

El peor de los ridículos.

Cada una de ellas me agarró con los ojos en cuanto me vió, como hubiera podido agarrarme con sus tenazas un escorpion.

Las otras me miraron con una amable sorpresa.

Con una sorpresa agradable.

Yo me sentia perfectamente aceptado.

En cuanto á ellos, me habian saludado con una grave reserva.

Habia allí tiesura.

Algo que demostraba que ninguno de los que estaban allí habia tenido sus principios muy en relacion con su situacion actual.

Faltaba de todo punto ese quid, esa cosa inexplicable que no se aprende ni se compra, y que se llama distincion.

Se tocaba la moneda falsa.

Todos habian debido empezar sobre poco más ó ménos como yo.

¿Quién sabia dónde estaba, cuál habia sido el principio de su importante posicion?

Habia, sobre todo, un chiquitin verdinegro, que era de todo punto impresentable.

Y aquel podia ser, y lo era en efecto, un importante hombre público.

Tal vez un jefe de partido.

No le hace.

Así está hecho nuestro mundo omnipotente, y así hay que tomarle.

Yo, que aún estaba en el umbral del palacio mágico de la política, me sentí muy superior á todos aquellos señores.

La cabeza empezaba á hinchárseme.

Me desconocia ya á mí mismo de todo punto.

Doña Emerenciana era para mí una gran mujer.

¿Qué importaba que todo lo que la hacia aparecer hermosa no fuese suyo?

¿Acaso es de ellas todo lo que hace aparecer encantadoras á la mayor parte de las mujeres?

La mentira es la reina del mundo.

Las monedas falsas las que más corren en el mundo social y político.

Si copelais, si depurais á la mayor parte de los cómicos políticos, vereis que son un catecismo aprendido de memoria, con algunas ligeras variantes.

Un repertorio de ideas infecundas repetidas y vueltas á repetir hasta lo infinito.

Una rutina.

Un valor sobre entendido.

En fin, un oficio muy fácil de aprender.

Lo que es indispensable es la audacia.

Lo que es de todo punto imprescindible es la deslealtad.

Lo que de todo punto estorba es la conveniencia pública.

Lo único que debe tenerse en cuenta es el acrecimiento propio.

Las coaliciones son necesarias.

Cofradía contra cofradía.

Comunidad contra comunidad.

Se expulsó á los frailes.

Pero no se adelantó nada.

Quedaron en su lugar los políticos, con reglas diferentes, como los frailes con hábitos de distintos colores.

Antes todo holgazan que queria gozar de la vita birlonga, se metia fraile.

Hoy todas las nulidades audaces se hacen políticas.

Los frailes se lo comian todo.

Los políticos se alimentan hasta reventar de la olla grande.

De la flor de ella.

De lo exquisito.

Así andan orondos y colorados y gordos, ni más ni ménos que un guardian pezuño de capuchinos.

Lo repito.

Me desvanecia.

Me creia muy más capaz que todos aquellos gravísimos señores de llegar á ser un hombre importantísimo.

En cuanto á doña Emerenciana, con sus setenta años encima, hacia un magnífico papel entre todas aquellas mujeres, contando á las más jóvenes y á las más bellas.

Habia en doña Emerenciana un aspecto extraño, algo de monumental, algo de augusto.

Nadie hubiera sospechado en ella á una asídua concurrenta nocturna al café.

¿Qué importaba que se supiese esto?

Excentricidades.

¿Acaso no vemos á todos los graves hombres políticos, y altos funcionarios, en los rincones de los cafés, donde se encuentra el género fácil?

¿Qué tiene que ver esto con lo otro?

¿En qué se opone lo cortés á lo valiente?

Y si penetráramos en los lugares no públicos...

Y si descendiéramos...

Y si ascendiéramos....

¡Cuánto fenómeno!

¡Cuánta inmundicia!

¡Cuánto cambio de decoracion!

Como los frailes.

Ellos tenian el recurso de salir disfrazados de sus conventos, para correr la vida airada durante la noche.

En fin, la humanidad.

Las apariencias.

La farsa.

Los pícaros viviendo de los tontos.

Los más fuertes sobre el país.

Los más débiles hollados por todos.

La calumnia siempre en ejercicio.

La explotacion en auge.

La inmoralidad en acceso.

La corrupcion en todo.

Hasta en el aire.

Esto que acabo de decir lo dice en todos los tonos todo el mundo.

Ello es lo mismo que ladrar á la luna.

La audacia, el cinismo, el catequismo, el discurso vacío, la idea fija, la picardía y la tunantería y la traicion, y la mentira y la calumnia, siguen haciendo fortuna, y envenenándolo todo, por la explotacion y la corrupcion.

El que no explota es tonto.

Yo no he podido pertenecer nunca al número de los imbéciles.

Si me he dejado explotar ha sido para sacar partido de la explotacion.

En cuanto á la conciencia, no he tenido para qué ocuparme de ella.

La conciencia no sirve para nada, y estorba para todo.

En cuando al estómago, me lo he blindado.

Es decir, le he puesto en condiciones de digerir todo lo más repugnante.

Por consecuencia, me iba decidiendo por doña Emerenciana como ella era, con peluca y sin dientes, y con su armadura postiza.

Es más.

Me iba pareciendo deliciosa.

Me iba enamorando de ella.

Noté que doña Emerenciana estaba disgustada y como pesarosa de haberme llevado allí.

Todas aquellas señoras, jóvenes y viejas, me comian con los ojos.

Particularmente las dos estantiguas de la casa.

Esto es, la mujer y la cuñada del ex-ministro, dueño de la casa.

Se habian puesto una á cada lado de mí.

Me comian á miradas.

Me agoviaban á preguntas.

Yo no sabia qué contestar.

Estaba á oscuras.

Conocian á la familia de doña Emerenciana.

Yo me veia obligado á apurar mi ingénio.

Afortunadamente allá, á las ocho y media, llegó el amo de la casa.

En el profundo, en el servil respeto con que le saludaron ellas y ellos, hubiera comprendido cualquiera, sin saber su nombre, que se trataba de un personaje importantísimo.

Don F... se dirigió ávidamente á mí.

Me estrechó la mano.

Me sonrió.

Se sentó con la mayor confianza á mi lado.

Echó un brazo sobre el respaldo de mi silla.

Cruzó las piernas, la una sobre la otra, y tomó una actitud de un estilo particular.

Esto hizo que mi soberbia creciese.

Cuando aquel alto pícaro me trataba de una manera tan familiar, podia suponerse que él creia que yo podia servirle para mucho.

Me dí importancia.

Al fin el hombre público me llamó á su gabinete.

Le leí mi artículo.

Durante la lectura manifestó su complacencia y su admiracion repetidas veces.

—Hé aquí que tenemos todo un hombre,—me dijo cuando hube concluido;—bastarán algunas supresiones ligeras, algunas líneas adicionadas al fin; usted aprenderá pronto.

Dejó el artículo encima de su mesa de despacho.

Pasamos al comedor.

La comida fué expléndida.

Sibarítica.

Resultados fecundos de la política.

Los políticos comen bien.

Durante la comida estuve entre la esposa y la cuñada del grande hombre.

En la rodilla izquierda sentia una rodilla aguda: era la de la ex-ministra.

En la de la derecha experimentaba la sensacion de otra aguda rodilla: la de la cuñada del ex-ministro.

Tenia la pierna derecha extendida, y sentí en el pié una ligera presion, que no fué la última.

Miré.

Otra ex-ministra, lánguida, ya entrada en años, pera con magníficos ojos, magníficos rizos y abundantes protuberancias, estaba sentada frente á mí, y me miraba de una manera vaga, casi imperceptible, como diciéndome:

—Ese que sientes es mi pié.

Ella era alta como yo, como yo debia tener las piernas largas, por consecuencia, nos alcanzábamos sin dificultad el uno al otro por debajo de la mesa.

Debia tener algo de ingeniero aquella mujer; no se habia equivocado acerca de la posicion de mi pié.

Habia calculado bien.

Tenia la seguridad de que era mio aquel pié que amaba.

Es incalculable la audacia que tienen las mujeres del buen mundo.

Con ellas se estrechan las distancias de una manera verdaderamente extraña, pero rápida.

Se suprimen los trámites.

Se llega muy pronto al fondo de la cuestion.

¡Particularmente las viejas verdes!

¡Oh, y qué amor tan impaciente el suyo!

Nadie podia apercibirse del triple ataque de que yo era objeto.

Nos habiamos puesto en cadena magnética tres mujeres y yo.

La ex-ministra del frente paró.

Habia en ella algo terriblemente contrariado.

Pero mi izquierda y mi derecha...

¡Ah! ¡terrible, imposible!

¡Apencar con cualquiera de aquellos esqueletos ó con los dos á la vez!

¡Inficionarse de vejez y de fealdad!

Porque todo se pega.

Pero ¿qué hay imposible para la ambicion?

Tiene voracidad y estómago de buitre.

Yo me arrobaba por la izquierda, por la derecha y por el fondo.

Continuaba el tecleo.

Se aumentaba.

Se perdian las manos bajo la mesa.

Encontraban otra mano ociosa.

Se oscurecia el bello semblante de enfrente.

El pié habia vuelto á pisar con cólera.

Yo me reprimia.

Disimulaba.

¿Creeis que es exagerado lo que yo digo?

¡Ah! ¿Que miento?

¡¡¡Pues si fuera á decirlo todo!!!...

Hay diálogos sin palabras, y áun sin miradas, que son lo más elocuentes del mundo.

Hay historias que pudieran llamarse «Historias de debajo de la mesa ó del tapiz».

Historias de una trascendencia enorme.

Yo, por ejemplo, me encontraba en una sociedad de alto coturno.

Al lado de una mujer séria, de una mujer respetable.

Del aspecto más severo del mundo.

La esposa de una altísima persona, con la cual os veis bajo el amparo de una gran influencia.

La señora os ha mirado rápida, levemente, de una manera casi imperceptible.

Pero vos sois práctico, comprendeis que la habeis llamado la atencion.

Sobreviene el sentado á la mesa.

Por acaso estais junto á aquella mujer.

Avanzais prudentemente una rodilla.

Encontrais la suya.

Debeis tener cuidado de que parezca que el encuentro ha sido sin intencion.

Observais.

Ella no ha retirado su rodilla.

Pensais aún que no ha sentido el contacto.

Haceis entonces un poco más fuerte la presion.

No se retira.

Entonces apretais de una manera decidida.

Si no se retira la otra rodilla, estais del otro lado.

Empieza el diálogo.

Meteis bajo la mesa una mano.

Poneis un dedo sobre el muslo contrario, grueso ó flaco.

Le abarcais al fin.

Otra mano encuentra la vuestra.

Sobreviene un apreton expresivo.

Una señal indudable.

Ya sabeis que podeis atreveros á la propietaria de aquella mano.

Indudablemente os dirán de una manera rápida una cosa semejante á ésta:

—Mañana á las ocho iré á los Incurables; yo tengo allí enfermos.

Al dia siguiente esperais junto al sitio indicado.

Llegan las ocho.

Se detiene un carruaje de plaza.

Mirais.

Un rostro hechicero ó amojamado os mira á través del no muy limpio, y á veces roto, cristal.

Es la mujer política, á la que no habeis conocido sino la noche anterior en un banquete, debajo de cuya mesa habeis tenido un diálogo de rodillas y de manos y habeis cruzado media docena de palabras.

Ya teneis una influencia, y una influencia poderosa.

Os zambullís en el pesetero.

El jamelgo parte.

El cochero sabe adonde va.

Os encontrais en tres dias con un ascenso, ó con un acta de diputado, ó con la creacion lucrativa de un gran encargo.

Vivís al fin.

Habeis mordido la manzana mujer.

Habeis tragado la vieja verde.

Pero habeis acrecido vuestra posicion.

Yo estaba en contacto con la vieja verde.

A mí debia sobrevenirme algo.

Esto era indudable.

Terminó la comida á las diez y media.

Pasamos al gabinete del café.

Cuando le tomábamos, la cuñada de la ex-ministra me dijo al oido:

—A la una, junto á la puerta de la segunda cochera.

Yo me sobrecogí.

La otra, la morena, la del pié, la que era verdaderamente voluptuosa, aunque ya vieja, es decir, cuarentona, me dijo, sonriendo:

—¿Qué haria usted si encontrara á la entrada de la calle de Jesús y María un landó parado al amanecer?

—Como probablemente al amanecer hará mucho frio, me meteria en el landó, señora mia.

Apenas se habia separado de mí la morena, cuando la dueña de la casa me dijo:

—¿Le gusta á usted ir á misa de dos al Buen Suceso?

—¡Ah! ¡Mucho!—le dije.

No se habló más.

El dia siguiente era domingo.

Tres citas en tres minutos.

Resultados de tres diálogos de pié y pierna debajo del mantel.

Yo sentí nuevas aprensiones.

Estaba seguro de recibir nuevas citas.

¡Oh! ¡La crápula dorada!

¡El vicio enmascarado!

¡El olvido de toda idea de deber, de todo sentimiento digno!

Pero no filosofemos ni moralicemos: la moral va envuelta en el fondo de los vicios.

Aparecen las consecuencias.

Y sobre todo, ¿para qué ocuparse de la moral?

La materia, los fenómenos tangibles la suplen con ventaja.

Yo estaba que no cabía en mí.

Si me hubieran ofrecido el imperio de la tierra, lo hubiera despreciado.

Yo podia ser un redentor de la humanidad.

Yo era...

Sí... digámoslo de una vez.

Yo era socialista.

La anarquía era la forma de gobierno que me parecia más utilitaria y más practicable.

Yo empezaba.

Yo adelantaba.

Yo venceria.

Yo ejercitaria la audacia.

Yo escribiria; yo llegarla un dia á dar al través con todas las indignidades; con todos los monopolios; con todos los vicios sociales.

Yo me proclamaria el jefe de la anarquía.

Por ante la absoluta libertad humana.

¡Oh! ¡Y qué palacios!

¡Qué mujeres!

¡Qué banquetes!

¡Qué territorios!

¡Qué influencia omnímoda!

Sobre todo. ¡Qué nombre en la historia!

¡Yo habria sido el salvador del género humano!

¡Yo hubiera hecho impotentes á las viejas verdes, que no sirven más que para estragarnos el estómago!

Yo me vengaria de todas las violencias que me habian hecho sufrir.

De todas las repugnancias que habia agotado.

De todos los envilecimientos á que me habian sujetado.

Yo me creia ya un Julio César.

Doña Emerenciana estaba en áscuas.

Veia que me pimpolleaban demasiado.

Sudaba, y sudando, se desteñía.

Ella era muy práctica.

Conocia que si no se iba al instante, iba á parecer muy pronto de jaspe.

Por eso en las casas en que se sabe tratar á las mujeres, y por no contrariarlas diciéndolas que se vayan en cuanto suden, se cuida de que la temperatura no sea muy elevada.

El cosmético de las cejas y de los cabellos, la hermosa tinta de las ojeras, los toques de efecto, todo esto fundido por el sudor que se corre, se mezcla.

¡Horror! Doña Emerenciana me arrebató consigo.

—Has tenido un gran éxito,—me dijo cuando estuvimos en el carruaje;—no esperaba yo tanto; es demasiado; ¿qué te dijo Aurora?

—Que esté á la una junto á la segunda cochera de su casa.

—¿Y la Guadalupe?

—Que le gusta mucho la misa de dos en el Buen Suceso.

—Y mañana es domingo.

—Eso es.

—Y la Loreto, la morena, ¿qué te dijo?

—Que al amanecer habria un landó en la entrada de la calle de Jesús y María.

—¡Las sinvergüenzas! Pues mira, hijo, por qué yo no me he decidido á abandonar á Hipólito, temiendo tus mañas.

—Yo no iré si usted no me lo manda.

—¿Y por qué nó? Una cosa es el amor y el negocio es otra cosa. ¿Pero por qué he de tener yo celos del negocio? Esas tres señoras nos ayudarán, sin saberlo, en nuestros planes.

Como se ve, doña Emerenciana no reñia con las conveniencias.

No era sólo por interés, sino por lo que representaba el que yo satisfaciese los empeños de aquellas beldades rancias.

Ellas podian subirme á mucho.

No se sabe á que altura ha subido un hombre público sirviéndole de escalera una vieja verde.

Ya una vez en el pináculo, muy ingrato debia ser si no prestaba mi influencia á doña Emerenciana.

¡Produce tanto el agiotaje de la política!

¡Se divide en tantas partes el resultado de la inmoralidad!

Doña Emerenciana lo tenia esto en cuenta.

Veia en mí grandísimas disposiciones.

Se proponia explotarlas.

Por consecuencia, hacia callar á su corazon y á su amor propio.

Me amaba, yo no tenia duda de ello.

Yo no habia desbancado todavía á Hipolitito.

Pero iba en muy buen camino.

Mejor dicho, doña Emerenciana queria tenerme á mí sin renunciar á aquel ruin engendro, de cuyo trato inmediato la habia privado y la privaba don Bruno.

No he conocido todavía una vieja verde que se haya contentado con un solo amante, ó por mejor decir, con una sola víctima, ó para decirlo mejor aún, con un solo alquilon.

La pasion de las viejas verdes llega al delirium tremens.

Es horrible.

Un amor de diablo.

Un amor insaciable.

La carne manida es mucho más exigente que la carne fresca.

¡Mil veces horror!

Y cuenta con que ya es menester algo para que yo me horrorice.

Yo soy un gran filósofo.

El dinero es la azúcar que endulza todos los ácidos.

El manjar más repulsivo del mundo se come con apetito una vez apurada la primera, la segunda, la tercera repugnancia, hasta acostumbrar el estómago.

Si no fuera así, no habria ni sepultureros, ni médicos, ni curas, ni áun verdugo.

Decidle á un sepulturero que se abrace á un cadáver en corrupcion y que le dareis tanto ó cuanto dinero.

Habreis hecho muy mal.

Perdereis vuestro dinero y él se habrá quedado contentísimo y con deseo de que le pagáseis el abrazo á obro cadáver.

Así, pues, bienaventuradas las viejas verdes que tienen dinero, porque de ellas es el reino de los amores alquilados y pueden escoger todos los buenos mozos que quieran, seguras de que los tales se mostrarán traspillados de amor por ellas, pero mediante siempre los conquibus.

Y como se trata de un contrato bilateral en que en ninguna de las partes hay en juego ni una sola partícula de espíritu, como todo es sensualidad reherbida y trasnochada irritacion, é insaciable, la vieja verde irritada, no se contenta con un solo amante.

No conoce el amor.

Lo que siente por los que la revolucionan, podrá ser todo lo que se quiera ménos amor.

Así se comprende que aleteando doña Emerenciana por Hipolitito, aletease también por mí, y era capaz de aletear por medio mundo.

Lo que habia que extrañar, y mucho, en doña Emerenciana, era que nunca se le habia conocido amante.

Micaela me habia dicho que nunca jamás habia concedido el más leve favor á aquellos á quienes habia enamorado.

¿Qué era esto?

Una singularidad.

Una rareza, y tal vez se trataba de una sensualidad puramente ideal.

Tal vez esta excitacion de los nervios podia explicar aquellos ataques epilépticos de que no salia doña Emerenciana, sino por medio del sistema curativo del tio Calostros, el sereno.

Despues se quedaba como si tal cosa.

Como si por ella no hubiera pasado accidente alguno.

¡Oh! ¡Y qué vieja tan extraña!

Ella me habia autorizado; más aún, me habia incitado para que acudiese á las tres citas que tenia empeñadas.

¿Pero seria de igual manera impasible Micaela?

En Micaela habia para mí verdadero amor.

No podia dudarlo. Micaela era mi cielo.

Yo temia una tempestad si la decia que iba á pasar la noche fuera de la casa de mi querida tia.

Yo me creia bastante tunante.

Pero me engañaba.

Yo era entonces un tunante incipiente, un tunante en mantillas.

Como aún no era hora de acudir á mi primera cita, ni con mucho, yo me habia sentado á la chimenea.

Micaela se habia metido adentro para despojar á la vieja de su carga de postizos.

Habia comido y bebido en demasía; necesitaba reposar, y se habia retirado.

La señora Nicanora se habia ido.

Apenas doña Emerenciana se habia acostado, y ya sus sonoros ronquidos demostraban que la hacia el amor Morfeo.

Micaela me llevó á su cuarto, se arrojó en mis brazos y me colmó de deliciosas caricias.

—Hombre,—me dijo,—ni siquiera te quitas el sombrero.

—¿Yo, qué hé de quitarme nada?—la dije, mirando mi reló;—si sólo me falta media hora para mi cita.

—¿Para tu cita?—me dijo con una expresion singular.

—Para mi primera cita,—la dije.

—¡Ah! ¿Con que no es una sola cita?

—¡Ah, no! Soy hombre de suerte; se han enamorado de mí tres damas en la casa donde me ha llevado, para hacerme hombre, doña Emerenciana.

—¿Qué edad?—me preguntó con una gran calma.

—Viejas.

—¿Qué posicion?

—Una ex-ministra, la hermana de ésta y otra ex-ministra.

—Pues anda, hijo, anda, no te entretengas; tú no sabes lo que sirven estas ex-ministras para hacer á un hombre ministro; pero mucho ojo; mira que están dadas al diablo, y es más difícil asegurarlas que si se tratara de encerrar el agua en una cesta. Les sobran los adoradores; tienen donde escoger. ¡Cómo que tienen para cada amor suyo una posicion oficial! Sino, averigua quiénes son los acomodadores de tanto y tanto perdido sério á sueldo del Estado: viejas amorosas; pero yo te aconsejaré, yo te daré lecciones. Yo sé bien que tú no puedes ni quieres escaparte de mi amor; que estamos unidos por una perfecta conveniencia de voluntades; que yo seré tu mujer, tu mujercita, estás; que no quiere á nadie más que á tí, y que cuando envejezca, no será vieja verde: y cuando me case contigo, quiero ser prudente; y que si yo no necesito cosas, como otras que han andado rodando por el arroyo, á las que todo el mundo, se sabe de memoria, y que, sin embargo, son las excelentísimas y virtuosísimas, y hermosísimas doña Fulana de Tal y de Tal, ornamento y orgullo de su sexo, una prueba indudable, de la grandeza á que pueden llevar sus méritos á una mujer. Anda, hijo, anda, que se acerca la hora, y estas liberalas son muy déspotas.

Como que conocen muy bien cuánto valen.

Abracé á Micaela y salí.

Ella bajó á abrirme la puerta.

Tomé el tole hácia la casa del grande hombre político, ex-ministro y jefe de partido, con el que me habia puesto en contacto mi adorada tia.

En el punto en que llegaba á la puerta de la segunda cochera, esto es, al lugar de mi cita, daba la una en un reló inmediato.

CAPITULO IX. En que se ven las peregrinas aventuras que me sobrevinieron cuando acudí á la cita de Aurora.

Apenas me habia acercado á la puerta, cuando sentí en ella por la parte de adentro tres golpes.

Era sin duda mi enamorada Aurora.

La ilustre cuñada del ex-ministro don F...

Contesté con otros tres golpes dados con los nudillos.

Rechinó inmediatamente de una manera leve un cerrojo.

Se abrió un postigo de la gran puerta cochera.

Entré.

El interior estaba densamente oscuro.

Avancé una mano.

Encontré otra.

¡Pero qué mano, señor!

¡Qué amor de mano!

Suave, gordita, delicada, pequeña.

Una mano que temblaba, revelando la emocion de su dueña.

Mi otra mano habia tropezado en un seno.

¡Pero qué seno!

¡Qué voluptuosidad!

¡Qué encanto!

¿Era aquella la cuñada del grande hombre?

Pero yo recordaba que las manos de Aurora eran como manojos de sarmientos.

Que en cuanto á seno podia decirse de ella: unquam tabula rasa.

—¡Ya!—dije yo para mí:—¡y que sea yo tan torpe! Sin duda la señora ha enviado á su doncella.

Pero la doncella me convenia.

Me conducia.

No se habia inquietado por el contacto de mi mano en su seno.

Se detuvo.

Sentí á poco un leve ruido semejante al de la puerta de un carruaje que se abre.

Comprendí.

Uno de los carruajes que estaban en la cochera, era, sin duda alguna, un gabinete tan bueno como cualquier otro en que me hubiera recibido Aurora.

Sentí que la doncella, silenciosa siempre, subia y tiraba de mí.

Pero inmediatamente dió un grito.

—¿Quién hay aquí?—dijo.

Habia tropezado en unas piernas.

—¡Ah, ah!—dijo una voz áspera;—ya sabia, yo que habia de cogerte, Emilia, con el cabeza gorda.

La manecita suave y mórvida me soltó.

Sentí el crugir de la falda de una mujer que se alejaba á la carrera.

En seguida, un garrotazo, que me alcanzó á bulto, y que me hizo dar un graznido.

Pasó por mí no sé qué de angustioso y horrible.

Salté atrás.

Dí contra una pared.

Reboté.

Sentí cerca de mí, sobre la pared, otro garotazo.

El pavor me dió tiento.

Me escurria sin tropezar.

Tirando garrotazos á bulto, sentia á un hombre que me llenaba de improperios, y que á veces se ponia muy cerca de mí.

Su voz bronca, brutal y grosera era sin duda la de algun mozo de cuadra.

Yo habia encontrado unas escaleras.

No sabia si eran torcidas ó rectas.

Pero esa especie de tacto del miedo, me llevaba.

Ví el reflejo de una luz.

Corrí hácia él.

Se me apareció una especie de fantasma.

Al acercárseme, retrocedí.

Por la luz que aquel fantasma traia en la mano, reconocí que era Aurora.

Iba sin duda á la cita vestida de blanco para interesarme más.

El bárbaro que me seguia debia venir ciego.

Descargó un garrotazo.

Yo me esquivé á tiempo.

El garrotazo debió alcanzar á Aurora, porque la palmatoria cayó al suelo, y ella lanzó un grito horrendo.

Casi de muerte.

Luego sonó el ruido de un cuerpo que caia en tierra.

Yo estaba en un corredor.

La luz de la luna aclaraba el nublado, del cual continuaba desprendiéndose la lluvia, y penetraba algo de luz por las grandes vidrieras.

Al grito de la víctima, habia sucedido algun movimiento en una habitacion inmediata.

Se abrió una puerta y apareció una mujer.

Sin duda una criada.

Al ver mi bulto, se sobrecogió, y escapó gritando:

—¡Ladrones!

El asunto era sério.

Me habia quedado sólo en el corredor.

Corrí.

Encontré otra escalera.

Subí por ella.

Fuí á dar en una boardilla.

Encontré una lucana.

Salí por ella.

Me deslicé por el tejado.

Llegué á un grupo de chimeneas, y me oculté tras ellas.

Habia perdido mi sombrero, y la lluvia me hacia sentir en la cabeza una sensacion muy penosa.

Las tejas estaban peligrosamente resbaladizas.

Hacia un frio horrible.

No podia sostenerme en aquella situacion.

Yo oia allá abajo en la casa de donde habia escapado un verdadero tumulto.

Gentes que iban y venian.

Se buscaba sin duda á los ladrones.

De improviso el cañón de una de las chimeneas me dejó oir un ruido confuso de voces.

Escuché.

—La señora dice que tú, Gaspar, la has dado un golpe en la cabeza. ¿Cómo puede ser esto?

Yo habia reconocido en aquella voz la del dueño de la casa: el eminente hombre político, en fin, don F...

—Vamos claros, señor, que yo no tengo porqué callar,—dijo el que sin duda se llamaba Gaspar;—yo soy el marido de mi mujer.

—¿Y qué tiene que ver esto con la brutalidad que has cometido con la señorita?

—Si la señorita no hubiera venido por las mismas escaleras del traspatio, no la hubiera sucedido nada: yo habia atrapado á mi hombre... sí señor, sí: á un señoritingo que he de comerme crudo, porque mi mujer...

—¡Como que tu mujer!—esclamó con un interés que no parecia natural se tomase el grande hombre.

—Mi mujer, con el pretexto de que la señorita la ocupa hasta muy tarde para que la cuente cuentos, no viene á mi cuarto ya hace más de quince dias hasta cerca del amanecer: y como nadie se queda en las cocheras...

—¡Eh! ¡Qué!—dijo el hombre público;—¿qué nos importa eso?

—Si á V. E. no le importa, á mí sí; y me va pareciendo que...

—¡Cómo, cómo!

—Que no es un señoritingo, sino V. E... el que tiene citas en el landó con mi mujer.

—¡Cómo! ¡Insolente!—exclamó el hombre público.

—Lo que yo digo, señor, es que yo no merezco que V. E. me trate con una tal dureza.

—¡Ah! ¿Era eso lo que querías decir?

—Ya lo creo, señor; yo soy muy leal á V. E.; yo no podia figurarme...

—Dejemos esa conversacion.

—Sí: pero resulta que yo le he dado un garrotazo á la señorita Aurora.

—Tú creiste sin duda que habia ladrones en la casa.

—Lo que siento es el garrotazo que á V. E. le he dado en la cochera: ¡ya se ve; está aquello tan oscuro!...

—¿Pero estás loco, Gaspar? Tú no me has dado garrotazo alguno; yo llegué, llamé, no me respondieron; creí que Pedro no habia podido acudir y me entré por la puerta principal, y me encontré con el alboroto.

—Pues entonces, señor, ó la señorita Aurora traia este belen, y se valia de Emilia, ó Emilia esperaba á V. E. y al otro.

—¡Cómo! ¡qué!—exclamó,—acreciendo en interés y con acento irritado el grande hombre.

—Sí señor, yo he dado á un individuo extraño un garrotazo como para él sólo.

—Pues bien, pon eso en claro con Emilia; pero sin maltratarla: que se acabe esta situacion ambigua: yo te tomo bajo mi proteccion; yo haré tu fortuna.

—Muy bien, señor, muy bien; ya sabe V. E. que yo me contento con la portería mayor de...

—Bien, hombre, bien; pero, sobre todo, es necesario averiguar quién es ese individuo extraño.

—La señorita Aurora debe saberlo.

El lacayote tomaba alas.

Abusaba.

El hombre de estado sufría.

¡El amor!

Debia ser muy hermosa Emilia.

¡Aquella mano!

¡Aquel seno!

Cesó al fin de todo punto el ruido.

Mi cita habia tenido un desenlace inesperado.

Yo habia recibido un garrotazo.

Mi vieja verde habia sido descalabrada.

Se habia descubierto un adulterio.

El adúltero y el marido injuriado habian acabado por entenderse.

La moral andaba por aquella casa en paños menores.

El eminente hombre público se vulgarizaba.

Se ponia á nivel, por más de un concepto, con uno de sus lacayos.

Lo más crudo, lo más fastidioso del lance habia sido para mí.

El frio aumentaba.

La lluvia arreciaba.

El viento crecia.

El tejado se hacia más y más resvaladizo.

Yo me agarraba á los cañones de las chimeneas.

Pero empezaba á sentir las convulsiones del frio.

El espasmo.

El sopor se apoderaba de mí.

Me aventuré á probar.

Me separé un tanto de las chimeneas.

Necesitaba ganar una lucana inmediata.

Adelanté con mucho cuidado, sentado sobre las tejas.

Arrastrándome.

De repente sentí un pavor como no le he sentido nunca.

El pavor de la muerte.

Habia resbalado.

Habia llegado al borde del tejado.

Habia sentido que faltaba bajo mí.

Que estaba lanzado en el espacio.

Hay momentos que son eternidades horribles.

Aquel fué uno de ellos.

Un momento solo.

Me sentí detenido en mi caida.

Me habia recibido algo blando.

Habia causado un fuerte ruido.

Habia impulsado algo que habia caido en otra cosa y la habia hecho resonar de una manera metálica.

Yo no me habia lastimado.

Habia caido sobre mi rollo de esteras viejas.

Habia lanzado, tropezando en él con los piés, un tiesto de flores, que habia ido á chocar con un caldero viejo.

Habia sonado un ruido infernal.

Poco despues sentí una voz conmovida.

Voz de mujer jóven, argentina, deliciosa.

—¡Ah! ¿Eres tú?—dijo:—¡te has caido! ¿Te has hecho daño?

Aquella voz salia de una puertecilla que daba á la pequeña azotea donde yo estaba.

Me arrojé á la joven.

—Entra, Alfredo mio, entra,—añadió la voz,—pero no hagas ruido: hace poco tiempo que papá se ha acostado.

Aún no habia acabado de decir esto la jóven, cuando se oyeron pasos precipitados que se acercaban, y una voz terrible que decia:

—¡Inícua!

La jóven lanzó un chillido semejante al de un raton cogido por un gato.

Yo me replegué al terrado.

Pretendí de nuevo escalar el terrado.

Esto era imposible.

Las tejas se venian sobre mí.

Pasaron algunos instantes.

Yo oia alaridos y golpes.

Se propinaba, sin duda alguna, una repasata á la hija por el padre.

Yo buscaba en vano sitio por donde escapar.

La azoteilla estaba profundamente encajada entre los tejados.

Todo acceso era imposible.

Por el único lado que no habia tejado, se veia la boca tenebrosa de un profundo patio.

La lluvia era ya torrencial.

Tenia la cabeza descubierta, y el agua, penetrando por el cuello, me corria sobre la piel.

Mi magnífico abrigo no me servia más que para abrumarme con su peso.

El viento, que era, glacial, empezaba á helarme.

Me lancé á la puertecilla.

Me entré en un desvan.

Allí por lo ménos, no me caeria el agua encima, ni me batiria el viento.

Habian cesado los golpes.

Pero seguian los sollozos.

Hubo un momento en que creí que el irritado se habia olvidado de mí.

Pero me engañé.

Aquel mónstruo, que sabia demasiado que yo no podia escapar, habia ido á prevenirse.

Sentí pasos en unas escaleras.

Ví luz por las rendijas de una puerta, que se abrió.

Apareció un hombre vestido con una larga levita vieja, y en la cabeza una gorra militar de jefe, de coronel.

Tenia por lo ménos setenta años.

Esto me importaba muy poco.

Lo que me importaba mucho, era que traia en la mano derecha una pistola de arzon, y en la izquierda una de esas lamparillas que se llaman capuchinas.

—¡Ah, miserable!—exclamó al verme:—¡así te has atrevido al coronel Arrumbales!

—Permítame usted, mi coronel,—le respondí;—yo nunca me he atrevido á los individuos de la benemérita clase á que usted pertenece.

—Pero te has atrevido á una individua adjunta á mi por la naturaleza y por la moral: á mi hija.

—Yo no tengo la felicidad de conocer á esa señorita: yo estoy aquí por un accidente.

—¡Ah, ah! ¡Tú pretendes engañarme! ¡Tú has forjado una historia!

—Esa misma señorita afirmará la verdad de lo que digo.

—¡Ah! ¡Sí¡ ¡Tú eres el gato! ¡Habia subido á buscar el gatito! ¡Ella tambien hace novelas! ¡Pues bien; estas novelas se convierten en trajedia! ¡Sígueme ó te mato!

Y me encañonaba aquel maldito pistolon, que parecia un cañón de á treinta y seis.

—Hágame usted el favor de tranquilizarse,—le dije,—que el diablo las carga y puede suceder una desgracia inútil.

—Sígueme, pues; echa delante,—exclamó.

Adelanté.

Apenas habia pasado de él, cuando sentí un puntapié formidable que me hizo vacilar.

Se me saltaron las lágrimas, no sé por qué fenómeno.

Pero aquellas lágrimas eran las de un tigre.

Bueno es que sepan los lectores que no soy cobarde.

Me volví furioso; pero me encontré con la boca del cañón de la pistola en la frente.

Ni que yo hubiera sido el gigante Fierabrás.

—¡Marchen de frente!—exclamó el coronel.

Yo tomé por las estrechas escaleras; llegamos á un corredor.

—Abre esa puerta,—dijo el coronel:—ese es el aposento de tu esposa.

Abrí una puerta que encontré á mi derecha.

—Entra,—me dijo el coronel.

Entré.

Yo creí que el coronel entraría tras mí; pero me engañé; cerró la puerta del cuarto por fuera.

Esto significaba que el coronel era todo un original.

CAPITULO X En que se vé que yo no podia dudar de que mi esposa era inocente.

Yo tenia un hombro terriblemente dolorido á consecuencia del brutal garrotazo del lacayo, esposo de Emilia, de la que no conocia yo más que una parte del delicioso bulto, y sentia no ménos dolor en otra parte por el puntapié recibido á causa de otra mujer, á quien no conocia ni poco ni mucho.

Estaba horriblemente mojado.

Temblaba de frio.

Sentí, pues, un grande consuelo físico por la impresion de la alta temperatura de aquel gabinete.

Me habia dado en la nariz un suave perfume.

Lo primero que habia visto habia sido un cándido lecho completamente blanco.

Una mujer estaba replegada sobre una butaca al lado de una chimenea encendida.

Yo no podia juzgar de esta mujer sino á bulto, á causa de su posicion.

Yo no estaba para saludos.

Ni para nada.

Me molestaban los dos dolores de las dos contusiones.

Arrojé el gaban empapado de agua, que no era ya abrigo, sino tormento, y me senté desfallecido en una butaca que habia al otro lado de la chimenea.

Poco á poco fuí volviendo á la reflexion, tranquilizándome.

Lo que primero me pareció bien, fué el aspecto del aposento.

Estaba en una casa perfectamente amueblada.

Con un gusto exquisito.

Con riqueza.

¡Luego eran ricos!

La mujer que estaba delante de mí, vestía una bata del mejor gusto.

Luego era elegante.

En el peinado tenia una pequeña flor de oro y en ella un grueso diamante.

Era posible que el señor coronel Arrumbales, si no era un hombre muy rico, fuera á lo ménos muy bien acomodado.

El me habia dicho:

—Entra en el cuarto de tu esposa.

El me habia casado con ella.

Yo me habia enjugado.

Se me habia calmado en gran manera el dolor de los golpes.

No me sentia del todo mal.

Todo aquello olia bien.

Yo estaba vestido de una manera elegante y distinguida.

Era posible que bodas aquellas cosas que habian tenido lugar en pocas horas, y de una manera tan extraña, las hubiese permitido la providencia para convertirme, dándome una posicion honorable.

Aquel Alfredito á quien habia llamado la niña, me inquietaba.

Me acordaba, por otra parte, de mi hermosa, de mi adorada Micaela, de mi esposa del corazon.

La historia del hombre se hace por sí misma.

Las eventualidades...

Las consecuencias...

Una eventualidad me habia llevado junto á aquella jóven que estaba delante de mí, replegada con la cabeza entre las manos, inmóvil y silenciosa, como si hubiese estado muerta.

¿Cuál era su edad?

¿Cuál su figura?

¿Hasta qué punto eran graves sus amores con Alfredito?

Era necesario averiguar todo esto.

¿Y á qué habia yo de andarme con timideces con mi esposa?

Me acerqué á ella y la así las manos para apartarlas de su cabeza.

Me extremecí.

¡Oh! ¡Qué morvidez, Dios mio!

¡Qué forma de brazos!

Levantó la cabeza.

Apareció en su semblante una expresion de sorpresa, de admiracion.

No he visto nada tan candoroso, tan puro, tan hermoso como aquel hechicero semblante, en que aparecia aún la infancia unida á una poderosa y desarrollada hermosura.

Apenas si aquella criatura tenia quince años.

Era blanca nacarada, rubia dorada; con una boca de lábios purpúreos; con unos ojos celestes, con pupila negra, dulces y al par poderosos, incitantes y puros.

El candor, la virginidad, aparecian en ella de una manera indudable.

Sus amores con Alfredito debian ser una tontería, una niñada.

La inocencia rebosaba de todo el sér de aquella criatura.

Sentí ánsias de amor.

Se me apretó y se me dilató el corazon.

Yo no acertaba á explicarme ni queria explicarme lo que me sucedia.

Yo, dueño de aquel arcángel, por una casualidad rarísima, por una sucesion de aventuras inauditas, no sabia qué pensar de aquella otra aventura presente, más inaudita aún.

Sin duda el coronel Arrumbales, tomándome por el amante de su hija, habia supuesto entre ella y yo una intimidad completa, y se habia tal vez dicho:

—No importa: le retengo prisionero: le considero ya el marido de mi hija; ¿qué más dá?

Hay hombres muy raros.

A mí me han sucedido en este mundo cosas increibles.

La locura coge á una gran parte de la humanidad.

La estupidez á otra parte mayor.

Los hombres de buen sentido son raros, muy raros.

Apenas si se encuentra uno en toda la vida.

¿Quién comprendia, ni quién podia comprender la temeridad de aquel terrible coronelazo, dejando sola con un hombre á su hija, sino por un exceso de positivismo, ó más bien de cinismo?

En cuanto á mí, no me pesaba de la aventura.

Se unia á esto que la sorpresa que yo habia causado en la niña, era grata para ella.

Fijaba en mí, con un placer candoroso y tentador, sus grandes ojos garzos.

—Yo creia que era Alfredito,—me dijo.

—¿Y quién es Alfredito?—dije yo.

—El vecino.

—¿Y quién es el vecino?

—Un muchacho.

—¿Qué edad tiene?

—Doce años.

—¿Y por qué salias tú á recibirle al terrado?

—¡Calla! ¡Y me tutea usted!

—Eres mi esposa.

—¡Ah! ¡Es verdad! Papá dijo: «Entra en el aposento de tu esposa:» por eso yo creí que seria Alfredito, porque es mi novio.

Yo me espeluzné.

A pesar del aspecto de inocencia de la niña, en que yo veia una inmaculada pureza del alma y del cuerpo, aquel Alfredito que se entraba de noche por el terrado en la casa del coronel Arrumbales y en el cuarto de su hija, me irritaba, me mortificaba á pesar de sus doce años.

Hoy los muchachos á los doce años son ya unos pilletes.

Yo no podia tener una conversacion seria con aquella chica.

No me atrevia tampoco á asombrar su alma.

Sentia, por la primera vez de mi vida, un amor puro.

Creia, por la primera vez, en la Providencia.

Supuse que Dios queria que yo no siguiese adelante en mi carrera de perdido.

Yo me reduje á seguir informándome.

Su padre, segun ella me dijo, era un señor muy raro.

Su madre, que era muy jóven, puesto que cuando murió sólo tenia veinte años, habia sucumbido doce años antes.

Yo supuse que la infeliz se habia muerto por no sufrir al coronel Arrumbales.

No me engañé á juzgar por lo que siguió diciéndome mi esposa.

Su padre era rico, muy rico.

No tenia parientes.

Era muy celoso.

No quería que nadie se acercase á su hija, ni hablarse con ella.

No se separaba de ella jamás sino para dormir.

No tenia criados.

Una mujer iba por la mañana.

Hacia el servicio de limpieza únicamente.

Cuando acababa se iba.

Además de esto, siempre que esta mujer entraba en la casa, ó el aguador, ó la lavandera, el coronel no se separaba de su Eloisita, que así se llamaba la niña.

Luego el coronel se ponia su uniforme de retirado, hacía que Eloisa se vistiese, y se iba á almorzar con ella al café ó á la fonda.

Si hacia buen tiempo, iban á pié; si malo, el coronel se metia con su hija en la primera parada en un coche simon, y no le dejaba en todo el dia.

Llevaba á Eloisita á todas partes.

Se gastaba con ella un dineral.

Tenia los trajes á docenas.

Sus joyas valian una fortuna.

No habia espectáculo á que no la llevase.

Si algun individuo se iba detrás de ellos, el coronel se volvia de una manera brusca, y su mirada terrorífica ahuyentaba al goloso.

No visitaba á nadie.

Nadie lo visitaba á él.

Habia prohibido á su hija que hablase con las vecinas.

Los cristales de los balcones eran opacos.

No se veia á través de ellos.

Sus maderas tenian llave.

Dentro de casa Eloisa era una monja.

En la calle llevaba junto á sí al cancervero.

En cuanto el padre se apercibia de que á causa de Eloisita los seguia un enamorado, despues de ahuyentarle como he dicho, la emprendia con la pobre niña, y el sermon bilioso no cesaba en seis horas.

Por Eloisita habia tenido el coronel Arrumbales más de un lance desagradable.

Pero eran tan feos los bigotes del coronel, habia estropeado de tal manera á aquellos con quienes se habia batido en duelo, que echó fama y nadie se atrevia ni áun á mirar á Eloisita á causa del respeto temeroso que causaba su padre.

Algunos verdaderamente enamorados de ella y de su cuantiosa dote, habian procurado entenderse, lo cual no era muy fácil con el coronel, y le habian pedido la mano de su hija.

—Usted se ha equivocado;—respondia con una agresiva seriedad Arrumbales:—el matrimonio es la esclavitud de la mujer, y yo no quiero que mi hija sea esclava: mi hija no se casará mientras yo viva, y yo pienso vivir más que ella.

Esto era desesperante.

Hubo quien le dijo que esperaria á que Eloisita fuese mayor de edad.

—Cuando sea mayor de edad y pueda disponer de sí misma,—decia el tremendo coronel, mataré al que mi hija haya elegido para hacerse esclava.

Un desventurado se atrevió á decirle en el colmo de su locura, que seduciria á Eloisita, y que le obligaria á dársela por una razon de honor.

Aún no habia acabado de decirlo, cuando le abofeteó.

El abofeteado no tuvo valor bastante para pedir razon de las bofetadas.

Se las tragó.

Era mucho viejo el tal coronel.

Yo, sin haber conocido á su hija ni haber pedido su mano, habia logrado lo que para otros habia sido imposible.

Esto es, que Arrumbales no sólo me concediese su hija, sino que me la entregase.

Pero yo me temia una nueva y terrible excentricidad.

Por ejemplo: que despues de casada conmigo Eloisa, el coronel la dejase viuda.

Todo habia que temerlo de aquel loco.

La mayor estravagancia era la cosa más natural del mundo tratándose de él.

¿Pero por qué considerándome ya como esposo de su hija me habia encerrado con ella?

Esta era una extravagancia.

Yo estaba contento.

No podia darse cosa más hermosa en realidad que mi Eloisa.

Tenia cuantos alicientes pueden conmover por una mujer á un hombre.

¿Pero era verdaderamente inocente?

¿Aunque fuera inocente, era pura?

Yo me propuse probarlo, y lo probé.

No me quedó duda alguna.

Eloisa era pura como un rayo del sol.

Inocente como una niña recien nacida.

Divina como Venus.

Yo estaba loco.

Habia conocido á Alfredito, que era su vecino, y se ocupaba en buscar nidos de gorriones en el tejado.

Tal fué la causa de que se conociesen un dia en que Eloisa estaba tomando el sol en el terrado, y Alfredito, buscando nidos, la vió.

Así empezaron aquellos amores de niños.

Tanto era así, que cuando Eloisa conoció el amor verdad, no tuvo alma más que para mí.

Y corria el tiempo.

No se oia en la casa el más leve ruido.

El coronel Arrumbales no estaba en ella.

Si hubiera estado, hubiera acudido.

¿Adónde habia ido el coronel?

Me importaba poco.

Yo era feliz.

Feliz de una manera suprema.

Yo bendecia la hora en que habia conocido á mi vieja verde.

Porque el orígen de mi felicidad era doña Emerenciana.

CAPITULO XI. De cómo pude asistir á mi segunda cita.

¿Qué sucedia en tanto en la casa del hombre político don F...?

Ya sabemos que se habia convenido con su lacayo respecto á Emilia.

Este habia sido un arreglo como tantos otros de los que vé todo el mundo en la casa de su vecino.

Pero quedaba el garrotazo de Aurora.

Don F... se fué á ver á su cuñada.

Tenia ésta entrapajada la cabeza, y no se podian sufrir sus gipidos ni sus impertinencias.

Estaba en estado de delirio.

No por el arrotazo, que no habia sido gran cosa, á causa de lo duro que tenia el testuz, sino á causa de su amor.

Habia contraido por mí una pasion trágica, súbita, trascendental, terrible, de primer órden.

Apostrofaba á su cuñado.

Decia que él habia preparado todo lo que habia sucedido.

Que habia armado una trampa infernal para coger al único hombre que habia conmovido su corazon, hasta entonces sin amor.

Juraba y perjuraba que sino se la probaba que á mí no me habia sucedido mal alguno, daria un escándalo que llegaria á las nubes, y haria que las gentes se tapasen los oidos, al ver el estado de sensibilidad en que ella se encontraba.

Amenazaba con que ella probaria que su cuñado habia sido un buitre voraz sobre la cosa pública.

Fué necesario buscar noticias acerca de mí para calmarla.

Gaspar tuvo una inspiracion.

En la cochera se habia encontrado un sombrero flamante.

La etiqueta era de Beiras, calle del Desengaño.

La compra debia haber sido reciente.

El furor amoroso de Aurora no conocia límites.

Aurora conocia más de un secreto trascendental de su cuñado.

Secretos de familia.

Secretos de Estado.

Secretos de toda especie.

Estaba desesperada, y furiosa, y anhelante.

Era la una y media de la madrugada.

¿Pero qué importaba?

Gaspar se fué con el sombrero casa de Beiras.

Apeló al sereno para que le abriesen la puerta.

Abrieron, preguntó, mintió.

Manifestó que se trataba de un asunto de la mayor importancia.

Examinaron el sombrero y declararon que el dia anterior habia sido vendido á un joven que habia ido con una señora ya de cierta edad; pero muy bien conservada.

Por las señas que habian quedado para que se remitiesen otros sombreros de distintas formas, se supo que aquella señora era doña Emerenciana, y yo, por consecuencia, el dueño del sombrero.

Entre tanto, otros criados habian reconocido la casa para descubrir por donde yo habia podido escapar.

Al fin se dió con la bohardilla que salia al tejado, y en éste con las tejas arrolladas.

No se tuvo duda de que yo estaba en la casa del coronel Arrumbales.

O á lo ménos de que yo habia escapado por ella.

No se atrevieron á penetrar en la casa por el terrado.

Esto hubiera sido exponerse á ser tratados como ladrones.

Pero llamaron á la puerta de la calle.

Aurora estaba terrible.

Habia necesidad de satisfacerla.

Nadie contestó al llamamiento.

Al fin, para no ser molestados por más tiempo por aquellos desaforados llamamientos, un vecino del cuarto bajo abrió una reja.

El vecino, que era amable, les dijo que el vecino del tercer piso al cual llamaban, tenia el sueño muy pesado, ó se hacia el sordo, y se prestó á ir él mismo á llamar á la puerta de su cuarto.

Yo obtenia más y más pruebas de la inocencia de mi mujer, cuando nos sorprendieron grandes campanillazos á la puerta del cuarto.

Se sucedian sin interrupcion.

Eloisa y yo nos perdiamos en suposiciones.

No podia ser el papá.

Pero si no estaba en casa el papá, no podiamos responder: estábamos encerrados.

Los campanillazos se repetian.

Se sentian gentes en la calle.

Tampoco podiamos decir nada por el balcon.

Ya he dicho que las maderas de los cristales tenian cerraduras.

¿Qué hacia entonces el coronel Arrumbales?

Estaba encerrado como un hombre en la prevencion del distrito.

¿Y por qué?

En el momento en que considerándome esposo de su hija me encerró con ella, se enganchó en la cintura un par de pistolas, se puso la capa y el sombrero y se fué á la parroquia.

Para él era cosa indispensable, imprescindible, que, sin reparar en formalidades y como in articulo mortis, se me casase con su hija en el momento.

Su honor no podia estar en suspenso ni un solo minuto más de lo necesario desde el momento en que él habia conocido, ó creido conocer aportillado su honor.

Despues todo era cuestion de matarme.

Llamó de tal manera á la casa del cura, dijo que para un asunto de tal urgencia necesitaba hablar al párroco, que al fin uno de los tenientes le recibió.

Se asombró cuando le dijo su pretension.

Respondió que era imposible.

Pretendió persuadirle á que esperase que se llenasen las formalidades.

El coronel se irritó, amenazó, se asustó el teniente.

Acudió el sacristan.

No siendo esto suficiente, sobrevinieron los sepultureros.

Se armó una zalagarda del diablo.

Acudió un inspector con algunos agentes, y el coronel fué cogido, desarmado y conducido, á pesar de sus reclamaciones de fuero militar, á la prevencion del distrito.

Nada de esto hubiera sucedido si yo no hubiera conocido á doña Emerenciana.

Fatalidades.

O mejor dicho, consecuencias de consecuencias.

Como el coronel no contestaba, porque no podia contestar, y nosotros no acudiamos, porque no podiamos acudir, ni nos atreviamos á responder á voces desde nuestro cuarto, los que llamaban temieron hubiese sucedido una desgracia.

El sereno llamó á los agentes.

Los agentes al inspector.

El inspector avisó al juez de guardia.

Sobrevino el juzgado.

Se forzó la puerta, se registró.

Llamaron á nuestro cuarto.

Manifestamos que no podiamos abrir porque estábamos encerrados.

El mismo cerrajero que habia abierto la puerta del cuarto, abrió la del aposento de Eloisita.

Me encontraron allí.

Se nos tomó declaracion.

Yo dije que amaba á Eloisa, que estaba resuelto á casarme con ella, que habia encontrado medio para introducirme en su aposento.

Que su padre nos habia sorprendido.

Que nos habia encerrado.

No habia más que decir.

El juez me mandó que le siguiese.

Entonces saltó don F... y dijo quién era, lo cual puso en respeto al juez.

Se convino en que se echaria tierra al negocio.

El juez se fué.

Se fueron todos.

Nos quedamos solos don F..., Eloisita y yo.

—Es necesario,—dijo don F...,—que los dos se vengan ustedes á mi casa; no sabemos las intenciones que puede tener el papá: yo tomo á ustedes bajo mi proteccion.

Eloisita tenia un miedo que no le cabia en el cuerpo.

Estaba además loca de amor.

Se me dió un sombrero del hombre público, que me venia que ni pintado.

Salimos.

Cuando yo me ví en la calle, tuve una feliz ocurrencia.

La de emanciparme.

Yo no sabia por donde podia salir todo aquello.

Lo mejor era poner piés en polvorosa y tomar distancia.

La sombra del coronel Arrumbales me perseguia, me acosaba.

Me dí, pues, á correr como un gamo.

El hombre público quiso seguirme; pero yo volaba.

El sereno habia querido detenerme.

Pero yo habia saltado por encima de él.

Una vez perdido de vista, templé mi carrera, que era demasiado violenta.

Me encontré en la de San Gerónimo, frente á la calle de Sevilla, antes Ancha de Peligros.

Tenia hambre: las aventuras de aquella noche no habian sido para menos.

Me entré en un establecimiento que ya no existe, porque se lo ha llevado el ensanche de la calle, en que se servia muy bien y que era muy concurrido.

La Cervecería alemana.

Allí me encontré con un señorito que habia bebido demasiado, y que se metió conmigo.

Yo no estaba de humor.

Me puse en franquia.

Me fuí al Brillante, buen café, que se cerraba muy tarde.

Le encontré cerrado.

Debian ser más de las tres.

Miré el reló.

En efecto, eran las tres y media.

En fin, encontré abierta la chocolatería de doña Mariquita.

Pero mi estómago no estaba entonces para chocolate.

Necesitaba algo más sólido.

Me acogió al café de las Antillas.

Cené bien; luego recordé mi cita con la ex-ministra morena, con Loreto: otra vieja verde.

Mi cita al amanecer en la entrada de la calle de Jesús y María en un landó.

Ya era cerca del amanecer.

Me fuí hácia la plazuela del Progreso.

Cuando iba por la calle de Relatores, pasó junto á mí un hombre alto.

—¡Juro á Dios,—decia,—que á ese miserable le he de hacer pedazos ¡Yo reconocí la voz de Arrumbales!

Me guardé muy bien de llamarle la atencion.

Arrumbales se perdió á lo lejos.

Empezaba á amanecer.

Yo habia templado mi paso desde que habia conocido á Arrumbales.

Temia que se volviese por acaso sobre su camino y se encontrase conmigo y me reconociese.

Llegué sin novedad á la entrada de la calle de Jesús y María.

Allí estaba el landó.

Yo me precipité hácia él.

Me perseguia la sombra de Arrumbales.

Temia verle aparecer otra vez.

Le habían soltado con fianza, según supe despues, de la prevencion.

CAPITULO XII. En que empiezo á tener una posicion hasta cierto punto independiente.

En el momento en que me acerqué al landó el lacayo bajó del pescante, y sombrero en mano abrió la portezuela.

Entré.

Me dio al momento en la nariz un olor de mil perfumes.

Sentí un calor delicioso.

Se cerró la portezuela.

El carruaje partió y continuó despacio.

—¡Ay, amor mio!—exclamó una temblorosa voz de mujer.—¡Ay, niño de mi vida, que al fin te puedo hablar! ¡Cuánto he sufrido! ¡Cuánto he amado! ¡Estoy aquí desde antes del amanecer!

Afortunadamente yo tengo enfermos en el hospital general.

Voy á cuidar de ellos.

¡Cuánto he sufrido!

¡Cuánto he ansiado!

Nada tiene que decir mi señor.

Su esclava está cuidando enfermos.

¿Y qué más enferma que yo?

Agonizo.

Te adoro.

Tu eres muy guapo.

Muy jóven, y muy elegante, y muy diablejo.

Te se conoce.

¡Cómo me has quemado la sangre anoche!

¡Estabas entre aquellas dos mómias!

¡Oh, y qué mujeres tan horribles!

¿Por qué te sonreías con aquellas brujas?

Y Loreto lo decia todo esto con una gran volubilidad.

Con una gran vehemencia.

Aquella mujer me enconfilaba.

Yo sabia de antiguo lo que muchos prójimos ignoran.

Singularmente los que son feos, sin gracia y pobres.

Esto es; que cuando una mujer toma la iniciativa, y esta mujer es una vieja verde, es mucho más vehemente, mucho más atrevida, mucho más inconsiderada que el hombre más libertino.

Aquella mujer no me dejaba hablar.

Me devoraba.

Y era muy bella, bellísima.

Un poco madura.

Pero esto aumentaba sus atractivos.

Era además una beldad á la moda.

Todo el mundo la conocia.

Todo el mundo la codiciaba.

Yo habia ido á su cita, dada la situacion en que me encontraba; más que por otra cosa, por tener una proteccion.

Cuando llegó un momento de calma (era ya de dia muy claro), la hice una confesion general.

—¡Ah! Pues te ayudaré,—me dijo ardorosamente;—estás metido en un atolladero, en una mar de lios: yo conozco á Arrumbales; le conozco mucho: es una tempestad; pero no hay tempestad temible si se tiene para-rayos: yo soy una persona respetable para don Silvestre: es amigo de mi marido.

Alguna vez nos ve; siempre con su niña.

No la deja sola por nada del mundo.

Pero frecuentemente me la deja en casa convidada.

Tiene una gran confianza en mí.

En mi reconocida virtud.

Yo me encargo de tu negocio.

Yo no tengo inconveniente en que te cases con Eloisita.

Por el contrario, me alegraria mucho de ello.

De todos modos, tú habias de tener otras sin que yo lo supiese.

¿Qué más da que yo sepa que tienes una?

Yo no soy estúpida.

A un chico tan guapo, tan interesante como tú se le brindan las mujeres, y es una necedad suponer en tí una virtud ridícula.

Las virtudes ridículas, más que virtudes, son un gran defecto.

¡Santa libertad, hijo mio!

Dios nos ha dado la libertad para ejercitarla.

Si no la ejercitamos, ¿de qué nos sirve la libertad?

De tormento.

Debemos evitarnos cuantos tormentos podamos por una razon de conservacion.

Esta moral era tan buena como otra cualquiera.

Loreto estuvo conmigo ejercitando libremente su voluntad hasta las diez de la mañana.

En aquel momento se encontraba el carruaje frente al lugar donde estuvo la puerta de Atocha.

Allí se detuvo.

Loreto miró á través de una cortinilla.

¡Ah! ¡El Hospital general!—dijo:—voy á ver mis enfermos.

Hoy es dia de lavado de piés y cortadura de uñas.

Vamos á separarnos.

Pero esta noche nos veremos.

Toma esta tarjeta.

Ahí están las señas.

Yo te llevaré noticias de tu negocio.

Toma tambien.

Es necesario que seas un hombre independiente.

Y me dió un papel arrugado.

Hecho un gurruño.

—Ahora, vete,—me dijo,—y hasta la noche á las ocho.

Me despidió cariñosamente, y yo bajé del landó.

El lacayo me saludó como si hubiera sido su amo.

Adelanté hácia el Jardín Botánico.

Cuando hube perdido de vista el landó, me detuve y miré el papel arrugado que me habia dado Loreto.

Dentro venia una sortija con un grueso diamante, que valia por lo ménos diez mil reales.

El papel era un billete de banco de mil pesetas.

¿De dónde salian estas misas?

Se trataba de una ex-ministra.

Milagros de la política y milagros del ejercicio de la voluntad de una jamona... verde.

Porque digámoslo de una vez: aquella renombrada beldad; aquella diosa codiciada por todos; aquel prodigio bien conservado, era un principio de viaje.

Olia un poco á manido.

No todo puede componerse.

Hay cosas que no se contrahacen.

Cosas que son adherentes á la vejez.

Cosas repugnantes.

Por allí, por donde han pasado los años, queda siempre una profunda huella.

Estas mujeres, que se defienden de los amores de éste, del otro y del de más allá, cuando se enamoran, pagan á peso de oro el amor, como para sustituir alicientes que ya no tienen.

Yo me encontraba con un punto más de apoyo, y sea dicho en verdad, Loreto era aún muy agradable.

Yo no llevaba más dinero suelto que un doblón de cien reales.

Pero el billete, y la sortija, y el reló, y la botonadura eran una buena prevencion para lo que pudiese sobrevenir.

Me fuí á un cambiador, y reduje á oro el billete, llenando el portamonedas, que no era muy grande, de dorados doblones.

En aquellos momentos era yo un gran señor.

Esperaba ser mucho más gran señor dentro de poco.

Sobre todo, no se me olvidaba mi esposa.

Mi Eloisita.

Rabiaba por verla.

Pero era necesario dejar hacer á Loreto.

Ser prudente.

Necesitaba además descansar.

Me fuí al hotel de París.

Pedí un cuarto.

Mandé que me llamasen á la una; y que me tuviesen preparado un carruaje de lujo.

Entonces me eché en la cama vestido, para dormir dos horas.

CAPITULO XIII. Mi abordamiento á mi tercera cita.

Pero no pude dormir.

Estaba terriblemente nervioso.

Con uno de esos cansancios que no dejan descansar.

Sentia además una debilidad extrema.

Me levanté, llamé.

Pedí un ponche de té, bien cargado, y fiambres.

Mientras me lo servian, oí que en el cuarto inmediato disputaban dos que parecian, por su acento y su manera, personas notables.

El uno de ellos estaba irritado.

—Esto es monstruoso,—decia:—aquí, en este miserable artículo, se falta á todo cuanto puede faltarse; se apuntan secretos graves; se prepara una campaña encarnizada; se comprometen grandes intereses del partido: don F... se impacienta, nos abandona.

El nombre de don F... me llamó la atencion.

¿Era tal vez mi artículo el que producia la cólera del que hablaba, que debia ser un hombre político?

Seguí escuchando.

A poco no pude tener duda: era mi artículo el que causaba toda aquella polvareda.

Esto me alentó.

Mi porvenir se hacia más y más halagüeño.

Yo era un hombre á propósito.

La política, que tiene todas las asquerosidades y todas las mañas de las viejas verdes, me abria los brazos, con mucho más entusiasmo y mucho más arranque que la hermosa Loreto.

Yo veia ya la diputacion á Cortes.

Un escándalo parlamentario.

Por consecuencia, una cartera.

¡Poder de Dios!

Yo empezaba un camino muy trillado.

Pero con mucha más fuerza que otros.

¡El mando, los honores, los títulos, los millones!

¡Ser un hombre importante!

Y todo empezando por una vieja verde.

Me animé.

Se me quitó el cansancio.

Me sentí con fuerzas para resistir á todas las viejas verdes del mundo.

Me estiré.

Me desentumecí.

Pedí dos ó tres platos crasos, y me los embaulé.

Pero cuidé de beber poco.

A la una y media ya estaba listo.

Compuse los ajamientos de mi traje.

El carruaje, que era un hermoso coche, me esperaba ya.

—Al Buen Suceso,—dije al entrar en él.

Diez minutos despues, y cuando empezaban á entrar las elegantes damas de la última misa, estaba yo á la puerta de la iglesia.

A poco paró un carruaje, y llamando la atencion por su extraordinario lujo, entró en el templo una dama larga y avellanada.

Era Guadalupe, la señora del excelentísimo señor don F...

CAPITULO XIV. En que continúa el maravilloso relato de mis aventuras.

Ella me vió, y no se contuvo.

Me miró airada.

Como si yo la hubiese hecho una injuria.

Una gravísima injuria, de la que hubiera tenido necesidad de tomar venganza.

La ardian los ojos.

Estaba pálida como una muerta.

Su boca tenia una contraccion siniestra.

Parecia que tenia ánsia de devorar.

Temblaba toda.

Estaba horrible de fea.

Antipática hasta lo repugnante.

A pesar de todo esto se reprimió.

Sin embargo, apagó su ira en una sonrisa, y me dijo:

—¿Es de usted aquel carruaje?

—Sí señora, la respondí.

Llamó ella á su lacayo.

—Que se vuelva el carruaje,—le dijo:—que me espere á las cinco casa de doña Eleuteria.

El lacayo se fué.

El carruaje de don F... se marchó.

Su señora se fué derecha á mi coche, y se metió en él.

Como si hubiera sido suyo.

Descaradamente.

Con la frente alta.

Como si no hubiera cometido una accion indigna.

Como si no se hubiera colocado en una cínica situacion de adulterio.

¿Pero qué es el adulterio para este género de mujeres, sobre mal educadas, embrutecidas, pervertidas, caidas en todas las abyecciones, en todas las infamias?

Está visto, que no puedo curarme de la manía de moralizar.

Habia además en la situacion en que se colocaba Guadalupe algo de sacrilegio.

Se tomaba á la religion por medio y por pretexto.

Su marido debia creerla en misa.

Ella aprovechaba los minutos.

Oir la misa hubiera sido perder tiempo.

Yo la seguí.

—Por la Ronda,—dijo Guadalupe, ni más ni ménos que si el carruaje hubiese sido suyo.

Despues me dijo:

—Eche usted las cortinillas.

Yo lo hice.

—Necesito explicaciones, y explicaciones ámplias,—me dijo:—de otro modo, yo veré lo que tengo que hacer para vengarme.

—Yo no sé de qué explicaciones se trata, señora mia,—la dije.

—¡Mi hermana!...

—¡Ah! ¡Su hermana de usted!...

—Sí, mi hermana: usted tenia anoche con ella una cita.

—Permítame usted,—respondí:—yo no tengo acerca de eso conocimiento alguno.

—Voy á dar á usted una prueba.

—¿Cuál?

—El sombrero que tiene usted puesto, tiene todo el aire de la cabeza de mi marido: yo le conozco muy bien: los sombreros de mi marido toman una forma especial con sólo una vez que se los ponga. El tener usted puesto un sombrero de mi marido, consiste en que anoche perdió usted el suyo en las cocheras de casa, habiendo entrado en ellas para tener una entrevista con Aurora.

Ese sombrero es la prueba.

Por el sombrero de usted, se ha sabido quien usted era.

Se le ha seguido á usted la pista, y se le ha encontrado en la casa del coronel Arrumbales, encerrado, y en situacion ambígua con esa descaminada chicuela, que se ha atrevido á decirme que aunque no le conocia á usted sino desde hacia dos horas, ya le amaba á usted más que á su vida.

—¿Eso ha dicho Eloisa?

—Sí, señor, eso ha dicho esa desvergonzada.

En fin, usted confesa.

Esto es ya una ventaja.

Conste que usted es un miserable.

Que usted ha convenido en una cita con mi hermana, estando citado conmigo.

Que por las consecuencias de su primer desaguisado, cuando acudia usted á la cita con mi hermana, ha ido usted á parar al cuarto de esa polluela insípida y la ha seducido usted de tal modo, que dice que le quiere á usted más que á sus entrañas.

Todo esto es horrible, inícuo.

Atentatorio al amor que en mal hora por usted he concebido.

Ofensivo á mi dignidad, á mi... á todo cuanto hay en mí de delicado, de irascible, de explosivo.

Estoy resuelta á castigar la audacia de usted.

A probarle que no se juega con el corazon de Guadalupe de Aguas-vivas.

Que mi amor es terrible.

Que el que le irrita y le desprecia es un insensato.

Y puesto que yo, tan solicitada, tan buscada, tan admirada por mis sobresalientes prendas, he venido á ser injuriada por un perdido, por un pillete, por un tunante, por un ménos que cualquier cosa, recogido por el vicio, por la torpeza de doña Emerenciana, declaro á usted que esto es más de lo que puede sufrirse, y que no lo sufriré.

Me valdré de mis medios.

Se pondrá á usted donde usted merece estar.

En presidio.

Sí, sí señor, en presidio.

Aquella mujer era una furia.

Habia tenido la fortuna de enamorarla de una manera monstruosa.

Me miraba, que me comia, con sus pequeños ojos hundidos.

Me enseñaba más de lo que habia creido.

Yo soy muy limpio.

A mí no me ha criado Dios para sufrir viejas verdes.

A Guadalupe, la dignísima esposa de su excelencia, la sundelaba un poco el aliento.

Me hablaba con tanta vehemencia, que se metia mis narices en la boca.

Yo me veia obligado á prestarla atencion.

—¡Pero señora!—exclamé yo:—¡usted se olvida de que soy un chico bien educado!

—¡Ah! ¡La educacion! ¡Y puedes tú tener educacion!

—¡Ah! ¡Ya! ¡Usted cree que un hombre pobre no puede llamarse bien educado!

—No, señor: un miserable que, como tú, necesita de una horrible vieja para que le mantenga, no puede llamarse bien educado.

—Pues bien, señora; yo no diré que soy bien educado, pero diré, y digo, que soy muy atento.

—¡Es verdad! Muy atento á las picardías: hijo, tú has dicho: de lo de Dios, cuanto más mejor.

—¿Y qué es eso que usted llama lo de Dios, señora?

—El dinero.

—Verdaderamente,—dije:—el dinero es lo mejor que Dios ha hecho: ¡oh! ¡Dinero, dinero, dinero! ¡El dinero es Dios!

—Pues; y tú te has dicho: he vuelto loca á una vieja; me produce tanto; volvamos loca á otra vieja y tendremos otro tanto más: ¡ah, qué bien merecido ha estado el garrotazo que se ha mamado mi hermana! ¡La lástima es que á tí no te han despampanado!

—¡Ah, señora, que tengo este hombro casi deshecho! ¡otro feroz garrotazo!

—¿Sí? ¿Es verdad? ¡Pues me alegro!

—¡Ingrata!

Pronuncié yo la anterior palabra de una manera tiernísima.

Adurmiendo los ojos.

Soltando de ellos un fluido ponzoñoso, embriagante, alterante.

Con la boca entreabierta.

Asomando á ella la punta de la lengua.

A la alta escuela, en fin.

De una manera perfecta.

Con una práctica firme.

Capaz de hacer caer no digo á una vieja verde sino á la mujer más jóven, más fresca, más rozagante y más pretendida del mundo.

Guadalupe se emocionó de una manera formidable.

—¿Qué dices?—exclamó.

—¡Cruel!

—¡Cállate, hombre, cállate! ¡No me mires de ese modo! ¡Acabarás por hacerme creer que eres un ángel!

—¿Pues quién lo duda, señora, quién lo duda? Yo soy el mejor hombre del mundo.

—Sí, que lo diga mi hermana.

—Repito que mi educacion...

—¡Y vuelta con la educacion! ¿Qué tiene que ver la educacion con todo esto?

—¡Ah, señora! Yo no podia dejar de aceptar una cita dada por una respetabilísima persona.

—Mi hermana no es respetable: si mi hermana no se ha casado, ha sido por falta de respetabilidad: ¡si desde que tenia diez años se ha estado metiendo por los ojos de los hombres! ¡Si en mirándola cualquier quidam medio sí medio no, se accidenta! ¡Si ha rodado hasta por debajo de las mesas de los cafés! Fortuna que el otro, el mio, se industrió y se hizo diputado, y senador, y gran cruz, y académico de ciencias morales y políticas, y qué sé yo qué más, y jefe de partido, y ministro, y no ha querido que ande de ceca en meca, deshonrándonos; porque cuando la revolucion, no habia en el café Imperial, ni en el de Madrid, ni luego más tarde en las buñolerías, nada más que ella.

—Y eso, ¿qué tiene?

—Es verdad que á mí me han visto también entre dos capitanes de la vanguardia republicana en el café de la Nacion Española; pero yo iba allí para servir á mi marido, para observar de cerca cómo se juzgaba la política de actualidad entre el pueblo: nosotros estábamos haciéndonos en aquel tiempo nuestro camino: la mujer debe ayudar al marido, y era necesario trabajar.

Yo extrañé esta confesion.

Me pareció un exabrupto.

Era aquello inverosímil.

Ninguna mujer confiesa ciertas cosas.

Tanto ménos cuanto está en más alta posicion.

Yo no sabia á qué atribuir aquella enormidad.

¡La esposa de un jefe de partido!

Una ex-ministra.

¡Una gran dama!

¡Y dando en una tal confesion cicatera!

Esto era incomprensible.

Fenomenal.

Piramidal.

Parecia que Guadalupe se ponia la venda antes de que la diesen el palo.

Se esclarecieron mis recuerdos.

Entonces reconocí en Guadalupe á una antigua buscona de café.

Esto era, como se dice, á la raíz de la revolucion.

Don F... peroraba en el club de la calle de la Yedra con una elocuencia de cañon de veinticinco centímetros.

Su gran mérito era la potencia de su voz.

Y como halagaba las pasiones del público que le escuchaba, y como usaba de todas las monsergas de que se valen los políticos para engañar á los tontos y para escitar á los pícaros, sus éxitos eran formidables.

Se le llamaba el tribuno.

Se decia que con solo aquel hombre bastaba para salvar la pátria.

Para garantizar la libertad.

Para hacer verdaderamente soberano al pueblo.

Para que la division de la propiedad, fuese una verdad, un hecho.

En fin, para que todos los desheredados, todos los padecidos, todos los patriotas de buena fé fueran felices.

¡No más cadenas!

¡No más ignominias!

Con don F... se arreglaba todo.

El mundo iba á ser redimido.

Los entusiasmaba de tal manera, que á veces lo cogian y le llevaban en brazos á su casa, con hachones de viento encendidos.

Luego don F... salia al balcon y peroraba.

Acrecia y acrecia el entusiasmo.

Habia tempestades de vivas y de aplausos.

Le daban una serenata de guitarrones, guitarras y bandurrias.

Le tocaban la marsellesa, el himno de Espartero, el de Riego, el de Garibaldi.

El les enviaba salchichón por largo.

Pellejos de vino.

Del cuero salian las correas.

Le habian hecho concejal.

Pero esto no bastaba.

El necesitaba ser diputado.

Fué diputado.

Tampoco esto era bastante.

Necesitaba ser ministro.

Fué ministro.

Despues cambió treinta veces la casaca.

Y con este teje maneje, y con estos trasiegos llegó á ser millonario.

Los que, engañados y creyendo que con él harian negocio, le habian subido á los cuernos de la luna, se quedaron como se estaban.

Doblegados por el trabajo.

Sacrificados por su fortuna.

Don F... era en fin, como todos los hombres políticos importantes.

Un cómico.

Yo no le conocia.

No habia caido nunca por mi lado.

Pero me habian hablado de él á propósito de su mujer, á la que tampoco habia tratado.

Para busconeo me bastaba yo, que entonces era un plumin, pero que se sabia buscar la vida.

Pasó aquello, vino lo otro y perdí de vista á la Guadalupe.

Yo me habia olvidado de ella.

Pero por las precauciones que acababa de tomar por si yo acababa al fin por reconocerla, se comprendia que ella no me habia olvidado á mí.

Tal vez estaba enamorada de mí desde hacia algunos años.

Las viejas verdes se desviven por los pollos.

Cuanto más tiernos, mejor.

Ellas los educan.

Así es que los niños de hoy en dia, salen muy finos.

Tienen todo lo característico de sus maestras de filosofía práctica.

Son unos prodigios.

Ellos se han hecho los apóstoles de la escuela positivista.

Tienen, como las viejas verdes, atrofiado el corazon.

Yo soy un fenómeno.

Yo conservo todas las aspiraciones dulces y candentes del corazon, sin embargo de lo cual me voy á lo tangible, á lo necesario, á lo práctico, por todos los medios posibles, sin retroceder ante ninguno.

Pero cuando pasan rábanos, los compro.

¡Y cuando esos rábanos se llaman Micaela, Eloisa y áun Loreto!...

En todos los tiempos ha sido necesario, y áun indispensable, irse con la corriente.

Nadar contra ella es perecer.

Predicar lo que nadie entiende ni quiere entender, es dar voces en desierto.

Pero cuando en el fatigoso camino de la actividad industrial de nuestro tiempo se encuentra un pequeño oasis, fresco y sombroso en el que brota una fuente cristálica, se reposa un momento, se bebe hasta saciarse del agua límpida de la fuente encontrada por casualidad y se pasa suspirando: es necesario seguir el camino sobre el fango.

Es necesario vivir.

Y para vivir, ser.

La política.

El imperio.

La arbitrariedad legalizada.

La explotacion de los embrollos.

Y el combate de lobo á lobo.

El excelentísimo señor don F..., su mujer y su cuñada habian sido los tres vicios más escandalosos que han rodado por los cafés, por las timbas, por las cuquerias, por los bodegones y por los bailes públicos.

¿Qué quereis?

Estamos en los tiempos de las grandes trasformaciones.

Las viejas se falsifican.

De la misma manera los bohemios, los desvergonzados, los escandalosos, los cínicos, se adoban, se trasforman, se pintan, se esmaltan hasta el punto de que los desconozcan los que tanto los conocieron, y falsifican la verdad representando un aplomo y una gravedad que los hace pasar por hombres sérios, importantes, como don F...

Si los que los conocieron los desconocen, ellos, al trasformarse, desconocen á todos los que los han conocido.

Corte de cuentas.

Se han trasegado un millon de veces.

Yo me admiraba de no haber conocido á su mujer ni á su cuñada.

Y era que se habian disfrazado con una posicion ilógica, absurda, inverosímil.

Pero estas son las gentes que valen.

Las gentes que sirven.

Los temibles.

Los hombres y las mujeres de mundo.

Los revolucionarios.

Los representantes de todas las conquistas del progreso humano.

¿Pero quién me mete á mí á moralista?

La moralidad es una cosa ridícula.

Y yo nunca he sido moral.

Ni áun mora ni moro.

Y aún no estoy muy seguro de si soy cristiano.

Pero hago lo que otros muchos perdidos.

Moralizar, moralizar y más moralizar.

Porque sin la moralidad...

¡Y hay quien todavía cree en palabras!

En fin, y volviendo á Guadalupe; una vez dados á conocer, nos entendimos perfectamente.

Ella hizo como que olvidaba sus celos, y yo como si no hubiese sentido su resuello.

Los buenos amigos acaban por entenderse.

En fin, nos duró la misa del Buen Suceso hasta las seis de la tarde, es decir, despues de bien oscurecido.

Ella se fué á la casa de la amiga donde la esperaba su carruaje.

Yo me volví al hotel de París, donde en mi propio cuarto me sirvieron una excelente comida de la cual tenia buena necesidad.

Examiné mis valores.

Yo estaba ya riquillo.

Las dos viejas verdes me habian puesto en zancos, sin contar con doña Emerenciana, que era la base.

Loreto habia contribuido.

Despues de bien comido y de bien bebido, y siendo ya cerca de las ocho, miré la tarjeta que me habia dado la ex-ministra Loreto.

Confieso que me interesaba.

Era expléndida.

Me habia llenado la bolsa.

Habia que esperar que ella fuese para mí un riquísimo filon.

¿Para qué habia explotado su marido la política?

¿Para qué habia ella vendido empleos y hecho negocios?

Sentia impaciencia por volverla á ver.

La tarjeta decia:

Mademoiselle Armandine: fleuriste. San Roque, 90.

Las floristas y las modistas de cierto género, son la cosa más útil y más socorrida del mundo.

El coche estaba á la puerta del hotel.

Yo me trataba á lo príncipe.

Me hice llevar á casa de la señorita Armandina.

CAPITULO XV. Una alianza utilitaria.

Encontré hecha una divinidad á mi jamona, á mi Loreto, á la que no me atrevo á llamar vieja verde.

Nos consagramos el uno al otro por espacio de una hora.

Teniamos una gran necesidad de hablar de nuestros asuntos particulares.

—Chiquito,—me dijo,—eres un grande hombre: me uno á tí; juntos nos vamos á tragar la Biblia.

Dicen vulgarmente que no hay hombre sin hombre.

Esto es una tontería.

Lo que es una verdad innegable es que no hay hombre sin mujer.

Las mujeres gobernamos al mundo.

¿Hay acaso quien se consagre con más asiduidad, con más inteligencia, con más astucia y con más audacia á los negocios que la mujer?

En nosotras existe por excelencia el sentido práctico.

Abusamos de los vicios y de las debilidades de los hombres, y los dominamos.

Una mujer política vale por un ejército.

La mujer política cuando no es altamente diplomática, es doctora en gramática parda.

Para tí ha sido una fortuna tropezar conmigo.

Loreto se me iba haciendo de momento en momento más preciosa.

Me iba pareciendo verdaderamente más jóven.

—Ya verás, ya verás lo que vale una mujer como yo en esta tierra clásica de la filfa; tú serás todo lo que quieras ser.

Te advierto que yo no soy celosa.

Para que un hombre aborrezca á una mujer, basta con que ella le haga sufrir celos.

Yo sé lo que sois los hombres.

Sé también lo que somos las mujeres.

Mucho cálculo y mucho positivismo, hijo; lo demás es pringue.

Me chocó esta última palabra de mi hermosa.

Ví que en cuanto á positivismo habia llegado hasta el revés de la sarten.

—Yo estoy,—continuó,—por la libertad absoluta; porque cada cual haga aquello que quiera; por consecuencia, quedan suprimidos los celos entre nosotros.

—Convenido,—dije:—todo es cuestion de estómago.

—Bien dicho: tú prosperarás: yo te daré lo que pueda, y yo no quiero que me dés más que tu aprecio: ¿conoces tú todo el valor de esta palabra: espera?

—¡Pues ya lo creo!

—Yo haré todo lo que pueda por complacerte, y de tal manera, que de puro complacido, viendo en mí todos los dias algo nuevo y bueno, no te fastidies y conozcas que en ninguna parte estás mejor que á mi lado: amor, y siempre amor, y no más que amor empalaga; pero en los negocios hay una gran variedad, y cuando son productivos y aumentan la posicion, encantan; se adora á la mujer que trabaja por engrandecer á su amado, y cada dia parece más hermosa.

Yo estaba encantado.

Loreto me iba pareciendo una divinidad.

Luego añadió en un verdadero arranque de pasion:

—¡Yo te adoro, pollo mio!

Yo me sentí arrastrar de nuevo por el torbellino.

Loreto era una libre pensadora.

Una volteriana.

Una doctora.

Un non plus ultra, y con las dos columnas, y con los dos globos.

Yo me ahogaba.

Aquella mujer me absorbia.

—Vengamos á la cuestion subsidiaria,—me dijo Loreto con el acento conmovido por un afecto muy natural, puesto que me amaba, y teniendo en cuenta que nada hay más egoista ni más exclusivo que el amor:—no soy yo la sola mujer de quien estás enamorado, y esto lo comprendo.

La que cree ser única, es una inocente.

¿Ni qué diablos vale un hombre que se contenta con una sola mujer?

Si hoy te he hecho un bonito obsequio, ha sido haciendo un esfuerzo, y para abrirte el apetito.

Mi marido, aunque hizo grandes negocios cuando fué ministro y tiene una suerte loca á la Bolsa, es muy miserable.

Apenas si me da para unos mezquinos alfileres.

Yo tengo que buscármela.

Ya sabes que los negocios no andan muy bien.

La concurrencia los ha matado.

Así, pues, yo necesito una alianza.

Yo debo procurarte una posicion que te haga independiente.

Es necesario que te cases.

Tu gravísima aventura con la polluela del coronel Arrumbales, nos viene á pedir de boca.

No sabes tú qué rico es ese diablo de vejestorio de coronel.

No sabes lo enamorado que está de mí.

Juzga por lo que voy á decirte.

Aún no hace tres horas que estaba aquí, á mi lado.

Yo le habia enviado un recado.

No se debe escribir.

Vino al momento.

—Solamente por usted,—me dijo,—hubiera yo dejado los graves, los gravísimos negocios que me abruman.

He dejado encerrada á mi hija.

¿Y para qué, señora, para qué?

Mi hija ha resbalado como todas.

Es inútil.

No basta el poder humano.

El diablo llega á una mujer aunque se la meta bajo una campana neumática.

Se cuela á través del cuerpo ménos poroso.

Pero yo la caso, la caso y luego mato al miserable.

No se queda sin pagármela ese pillete.

El está escondido.

Pero yo le encontraré.

—¿Cuánto me da usted por el hallazgo?—le pregunté.

—¡Cómo! ¿Usted sabe dónde está?

—Sí, señor: le tengo en el bolsillo.

—Es que el bolsillo de las mujeres es generalmente el seno.

—Pues bien; en el bolsillo le tengo.

—Pues entonces,—dijo Arrumbales—le mato dos veces; primero porque ha enloquecido á mi hija, y despues, y principalmente, porque le tiene usted en lo más hermoso que Dios la ha dado.

—Usted le casará con su hija y le dejará usted vivir.

—¿Y usted quiere que le case con mi hija?

—¡Pues ya lo creo! Si yo le tuviera en el seno á la manera que usted dice, no querria que se casase con ninguna.

—¡Hum!—esclamó el coronel.—Hay mujeres muy hondas.

—Pues aquí no hay más honduras sino que yo me intereso por usted y por su hija.

La chiquilla le quiere.

El está loco por la chiquilla.

Envíeme usted á Eloisita á casa.

Este será un depósito de confianza.

Yo la casaré.

Yo seré la madrina.

—¡Hum, hum!—dijo el coronel.—Esto me escama.

—En fin,—dije tomando una expresion y un acento imperativo:—¡lo mando yo!

Y al mismo tiempo le solté una mirada de efecto.

Le dí la puntilla.

El coronel se puso pálido.

Tembló, balbuceó, me miró con una ansiedad angustiosa.

Le arrimé otro puntillazo.

—¡Usted se pone frente á frente de mí!—le dije:—¡Pues bien; nos veremos! ¡No se queje usted cuando sobrevengan las consecuencias!

Se rindió á discrecion.

—Vamos,—me dijo;—está visto que usted hará de mí lo que quiera: empeño mi palabra de honor no sólo de no matarle, sino tambien de tratarle con el mismo amor que á mi hija.

—Pues bien; la niña á casa.

—No, señora, no; que vaya á verme ese tuno.

—¿Palabra de honor de que le recibirá usted como á un hijo querido?

Te advierto que hay que creer como en lo más positivo del mundo, en la palabra de honor del coronel Arrumbales.

Es un hombre que tiene el orgullo de no haber faltado nunca á su honor.

—He empeñado ya mi palabra de perdonarle,—me dijo,—y yo no digo las cosas dos veces; pero hay que deshacer un lio, dos lios, yo no sé cuántos líos.

Yo los desharé.

Hay por medio dos viejas, una jóven y el coronel don Bruno Maturana, mi antiguo compañero.

Estamos desafiados á muerte.

—¿Que está desafiado con don Bruno Maturana el coronel Arrumbales?—exclamé:—por aquí anda doña Emerenciana.

—En efecto; don Bruno, á lo que parece, está tan enamorado de doña Emerenciana, como Arrumbales lo está de mí.

Doña Emerenciana ha sabido tu lio con la hija de Arrumbales.

Como no has parecido por la casa de doña Emerenciana, ésta ha supuesto que Arrumbales te tiene secuestrado, ó que ha hecho contigo alguna brutalidad.

Ha azuzado á don Bruno.

Don Bruno se ha ido á morderle á Arrumbales.

Ha habido sopapos.

Se ha convenido un duelo.

Doña Emerenciana está en la cama baldada de una paliza.

¿No adivinas quién le ha dado para el pelo?

—¡Ya lo creo! ¡Micaela!

—¡Justamente! Una que arregla á doña Emerenciana, y que nunca la ha arreglado como ahora.

Una mujer que te ama: una complicacion del diablo: un colmo.

Yo con tantos sucesos estaba mareado.

Me habia olvidado de Micaela.

Pero Micaela no se habia olvidado de mí.

Según me explicó Loreto, Micaela habia hecho responsable de mi traicion amorosa á doña Emerenciana.

La habia dicho, que si no me hubiera llevado á casa de don F... yo no hubiese conocido á Eloisita.

Todo se habia descubierto, como se descubren las cosas que dán escándalo.

Micaela se habia enterado.

Habia averiguado.

Lo sabia todo.

Yo no parecia.

Micaela estaba terrible, y prodigaba todo género de lindezas á su señora.

Esta, que aunque vieja, era hembra brava, se habia agarrado al moño de Micaela.

Pero habia sobrevenido la Nicanora, que estaba tambien irritada porque yo no parecia.

En toda comedia hay clases.

Nicanora representaba la parte plebeya en la comedia de las viejas verdes que estaban enamoradas de mí.

Arrimó un golpe de mano de almirez en los riñones á doña Emerenciana, que dió un graznido de grajo, se enderezó á causa del golpe y soltó á Micaela.

Esta cayó sobre doña Emerenciana.

La desconcertó á bofetadas.

La desnudó.

Salió por una parte la peluca.

Por otra los dientes postizos.

Le dió la alferecía á doña Emerenciana.

Fué necesario buscar al tio Calostros para que la curase.

En fin, un lio más.

Un tiberio infinito.

¡Y todo por mis méritos!

Yo estaba que reventaba de orgullo.

—Ya ves, hijo, si tienes partido,—me dijo Loreto:—por tí se pierde el mundo.

Y no es esto sólo.

Don F... se empeña en que te cases con su cuñada; quiere tenerte en la familia.

Con que elige, hijo mio, elige.

—Lo que tú quieras, lo que te parezca.

—Pues me parece que la niña.

Ajustemos cuentas.

Porque, hijo mio, en este mundo todo es cuestion de suma y resta.

Tanto más cuanto, cuanto ménos tanto.

Un millon de dote la niña.

Cuando herede, otros cinco ó seis.

—Sin vacilar la niña,—exclamé fascinado,—yo te pagaré tu comision, Loreto.

—Mira, no me vendria mal, chiquillo, porque no estoy en mis aguas.

Se gasta mucho.

La moda cuesta muy cara.

¡Y luego el otro es tan tacaño!...

¡Cuidado que darle un hombre á su mujer para que vista y calce trescientos reales mensuales!...

¡Esto es horrible!

Acepto la comision de esta boda.

¡Qué vida, niño, qué vida!

¡Qué negocio para como están los negocios!

¡Ni aún queda ya el negocio de las cajas de imposiciones!

Comamos entre tanto con la polla.

—Convenido.

—Don F... te haria diputado, y puede ser que ministro.

Pero yo tengo tanta influencia como don F...

Yo enredo, yo destornillo, yo revoluciono.

Yo soy la hermosa Loreto.

La hermosa á la moda.

Pero yo no me cuento para nada.

Yo no seré jamás para nadie, sino para tí.

Basta ya de campaña.

Me retiro.

Tuya, tuya, tuya, y no más que tuya.

Te adoro, chaval.

Me has embrujado.

Pero no olvidemos lo que importa.

¿Qué se decide?

—La polla.

—Pues á Dios, hijo mio: y díme: ¿dónde te vas tú á ir ahora?

—A dar vueltas: ¿habrás concluido á las once?

—Pues ya lo creo: vamos tú quieres que nos vayamos de huelga.

—Pues, por supuesto: á casa de Santiago.

—Para eso será necesario que me disfrace: á propósito, hay baile en la Zarzuela.

—Es verdad.

—Espérame á las doce y media en la entrada del baile.

—Por supuesto que no permaneceremos.

—¿Y qué diablos tenemos que hacer en el baile? Espero llevar conmigo á Eloisita.

—¿A Eloisita?

—Sí.

—¿Te la dará su padre?

—Ya lo creo: además es necesario acostumbrarla, tú no debes casarte sino con una mujer digna de tí.

—Pues convenido: hasta las doce y media.

—Cuidado, que no hagas alguna calaverada, tú no te perteneces, hijo mio: mira, llévame en tu carruaje á casa de Arrumbales.

—Sea.

Salimos.

Dejé en la puerta de Arrumbales á mi hermosa Loreto.

Faltaban dos horas y media para nuestra cita.

—A andar por las calles,—dije al cochero.

CAPITULO XVI. En que se vé hasta qué punto es un inconveniente el amor.

Pero apenas se habia puesto en marcha el carruaje, cuando se detuvo.

Una mujer, una jóven se habia acercado y le habia hecho parar.

En cuanto abrió la portezuela el lacayo, aquella mujer se lanzó dentro y dijo:

—A la calle de Hortaleza, almacen de trajes.

Reconocí la voz de Micaela.

Me dió el corazon un vuelco.

Me alegré.

Estaba verdaderamente enamorado de Micaela.

—No tengo á nadie más que á tí en el mundo,—me dijo.

Me he emancipado.

Le he dado una tunda á esa maldita vieja por tí, y no tengo casa ni hogar.

Por lo pronto nos vamos al baile de la Zarzuela.

—Al diablo,—dije yo para mí:—esto se enreda.

—Ahora bien,—dijo Micaela;—hablemos algo de lo que importa: tú estás enfermo, hijo mio; si sigues con esa vida turbia estás expuesto á que yo te la de.

—¿Y qué me vas tú á dar?

—Una puñaladita que te deje seco: ¡pues no faltaba más, pimpollo! yo tengo un claro y perfecto derecho de propiedad sobre tí.

—¡Me gusta el desenfado!

—¡Pues claro está! Por lo que ha dicho doña Emerenciana, que está furiosa, tú has cargado con todas las viejas verdes de Madrid y con las que no son viejas. Si yo no lo hubiera sabido todo, no te hubiera esperado á la puerta de la casa del coronel Arrumbales.

¡Vaya un apellido!

¿Y vas á tener tú la pésima ocurrencia de casarte con una jovenzuela que se llama la señorita de Arrumbales?

—Esto es camama, niña, esto es camama; esa polla es millonaria.

—¡Vaya una camama! ¡cómo si fuera una camama el dinero!

—No señor: la camama es cogerla la dote antes de casarme con ella: ¡un millon!

—Mira, no me vengas á mí con infundios; tú me tienes miedo y quieres dármela.

—¡Pues si ya te he dado el alma, vida mia!

—Usted es muy poco chulo para mí; usted ha cogido veinticuatro horas de buena fortuna, y está usted lililó.

Vamos, lleveme usted á casa de Casacon.

Quiero comerme un besugo y tragarme un cañaveral.

Estoy celosa, reventando.

Yo no le dejo á usted ya.

Es usted muy poco de fiar, caballero.

Me coso á usted.

Vamos á sacar los papeles y á casarnos por lo civil, y luego por lo religioso, y si fuera necesario por lo militar y por lo criminal.

¿Pues qué no hay más que haber yo echado al agua mi honor, y haberme decidido por usted y haber sido su esclava, para que usted me deje plantada?

—¿Pero y el millon, niña?

—Eso es aparte: ya se estudiará lo del millon.

Y se quedó pensativa.

—No puedo exponerme á que otra te me quite,—dijo al fin:—con millon ó sin millon es necesario que yo sea tu mujer.

Y no te chancées conmigo.

¿Seria yo la primera mujer que matase al canalla que la ha engañado?

Eso va en génios, en madera.

Y yo no soy de madera de chopo, que ni para carbon sirve.

Con que no te agarres á lo del millon para darme la cambiada, chaval; eres tú muy niño todavía, y no me engatusas, cariño.

Cuando nos casemos, yo te dejaré que le estruges el bolsillo á todas esas viejas y á todas las pluminas del mundo; pero antes, te lo repito, casaca aunque sea raida, que luego la bordaremos de oro.

A Segura lo llevan preso.

¡Para que yo vuelva á fiarme de tí!

Micaela se hacia peligrosa.

Era necesario prescindir de ella.

A lo ménos por el momento.

—Yo ya estoy casado,—la dije:—yo tengo conciencia.

—Como los caballos del coche.

En fin, bien, eso ya se verá.

Manda que nos lleven á casa de Casacon.

Yo tiré del cordon y dí la órden.

Poco despues el carruaje se detenia en los andaluces de Casacon.

Esto era in illo tempore.

Casacon ha pasado.

Donde estaba el nunca bien ponderado restaurant andaluz, calle de Barcelona, esquina á la de la Cruz, hay un sastre en este año de 1883.

El local no ha cambiado de objeto en una de sus partes.

Antes se forraba allí el estómago.

Ahora se forra la persona.

CAPITULO XVII. En que se ve que una culebra me libra de una serpiente.

—Señor,—me dijo el lacayo al cerrar,—desde que la señorita se ha metido en el carruaje, otra mujer ha venido corriendo detrás.

—Bueno es saberlo,—dije para mí:—¿quién será? En fin ello dirá.

Mi vanidad crecia.

Era sin duda un nuevo amor que me perseguia.

La fortuna me sonreia más y más.

Al entrar en el gabinete donde se habia metido ya Micaela, sentí que me tiraban con una gran fuerza del brazo.

Me volví y vi á la Nicanora.

—Oiga usted una palabrita,—me dijo,—salga usted.

Una vez en la calle me dijo:

—Eche usted á andar, y de prisa, antes de que la Micaela le eche á usted de ménos y salga.

Y se metió en el carruaje tirando de mí.

—De prisa,—dije al lacayo.

Me convenia escaparme de Micaela.

—¿A dónde?—me dijo el lacayo.

—A cualquier parte.

Me habia sorprendido la Nicanora.

Tenia sin duda algo muy grave que decirme.

—Usted es un niño,—me dijo.

—¿Y á qué viene eso?—la pregunté.

—Si no tuviera usted quien le quisiera bien, le echaban á usted los polvos de matar las ratas.

Se me despegó la carne de los huesos.

—¿Qué dice usted, Nicanora?—exclamé.

—Que usted merece que se le avise; la Micaela lo sabe todo, y ha jurado que le ha de matar á usted.

No se me ocurrió que aquello podia ser una mentira intencionada.

Sentí un vivísimo agradecimiento hácia Nicanora.

¡Luego, tenia una garganta de tal manera mórbida!

Me habia cogido la locura.

El vértigo zumbaba en torno mio.

Estaba nervioso de una manera terrible.

Como un hombre dominado por una pesadilla.

La Nicanora respiraba de una manera fatigosa.

Se sentian los latidos de su corazon.

—Ya se vé,—dijo,—yo soy una pobre, pero muy honrada, y no soy tan despreciable.

Y se echó á llorar.

—Yo no quiero que usted me quiera, señorito, no se ha hecho la miel para la boca del asno; pero quiero guardarle á usted y que no le pase á usted ninguna desgracia: usted es muy jóven y aunque usted se crea muy tunante se le escapan á usted las mejores. La Micaela está metida con un sargento de cazadores que se aprieta mucho el corbatin para estar siempre encarnado. Parece una manzanita.

Aquella era otra calumnia.

Yo no podia dudar de la Micaela.

Habria sido un imbécil.

La Nicanora empezaba á darme miedo.

Tenia algo de salvaje.

Por otra parte me incitaba su misma rudeza.

Su fresca robustez.

La dureza de su desarrollada musculatura.

Me apretaba las manos que me lastimaba.

—Usted,—añadió,—se va á venir conmigo donde yo le lleve á usted, y estará usted seguro.

—No creo estar en peligro,—contesté.

—Usted no sabe de la misa la mitad, no tiene usted más que enemigos alrededor.

—Cuénteme usted...

—No hablemos más hasta que estemos con seguridad en esa casa.

—¿Y dónde está esa casa?

—Ahí cerca, en la calle de la Flor Baja, junto al teatro del Recreo.

Hice parar.

Nicanora dió las señas.

Llegamos.

Entramos en un portal lóbrego.

La Nicanora me tomó de la mano.

—El carruaje puede irse á esperar á la plazuela de Santo Domingo,—me dijo.

Dí la órden, y el carruaje se fué.

Entonces la Nicanora cerró de golpe la puerta de la calle.

Me asió una mano y tiró de mí vigorosamente.

Las escaleras no se acababan nunca.

Llegamos al fin á lo alto.

La Nicanora llamó á la puerta de una boardilla.

Respondió una voz hombruna.

Una voz de vieja.

O de bruja.

O de demonio.

Se abrió la puerta y entramos.

Apenas estuvimos dentro, la Nicanora echó á la vieja, dándola algun dinero.

La bruja nos dió las buenas noches y bajó chancleteando las escaleras.

La Nicanora cerró la puerta y se guardó la llave en la faltriquera.

El espacio en que nos encontrábamos era una cocina.

Sobre el fogon habia en una palmatoria de cristal una bujía encendida.

El fogon no daba muestras de haber tenido fuego en mucho tiempo.

No habia allí un solo mueble, ni un solo utensilio en el reducido vasar.

—Estamos solos,—dijo la Nicanora;—yo he tomado hoy esta boardilla, porque me he salido de la casa de aquella maldita vieja; no he comprado más que unos mueblecillos para la alcoba.

Entra y verás.

Nicanora habia tomado la palmatoria.

Lo que Nicanora llamaba alcoba era un espacio aboardillado.

En él habia una cama de hierro ancha y cómoda, una mesa de noche, un velador de pino pintado y cuatro sillas.

Al fondo se veia una lucana.

La Nicanora puso la palmatoria en la mesa de noche.

—Hijo mio,—me dijo,—tú no me trataras á mí como á la Micaelita: tú no saldrás de aquí sino cuando yo quiera: cuando á todas las otras se las vaya llevando el demonio.

Quise protestar.

Pero me encontré con que tenia delante á una fiera.

Sus ojos relucientes y encarnizados me devoraban.

—Eres muy bonito,—añadió,—muy buen mozo.

Muy hombre.

Muy tunante.

Estoy muerta por tí.

Me has quitado el sueño.

Me has puesto triste.

Si no me quieres te mato.

Y sacó una navaja guifera.

Yo me sonreí.

Me iba gustando la Nicanora.

Iba descubriendo en ella cosas verdaderamente adorables.

Sobre todo una voluptuosidad infernal.

—En toda mi vida,—dijo,—no he querido á un hombre hasta que te he visto.

¡Y cómo te quiero!

¡Si no puedo vivir!

¡Y esto tan pronto!

¡Estaba de Dios!

¡Y pensar que yo siendo tan buena hembra he venido á caer con un pilluelo!

Y seguia encarnizando en mí sus grandes ojos terribles.

Sus ojos de leona.

De momento en momento me parecia mejor.

Al fin llegó á parecerme hermosa.

Estaba en su poder.

Era más fuerte que yo.

Era una india brava, y una india brava es capaz de todo cuando se cuadra.

Toda lucha con ella hubiera sido una temeridad.

Era necesario engañarla.

Se acercaba la hora de mi cita con Loreto en la Zarzuela.

Así, pues, yo comprendí la difícil tarea de domesticar aquella fiera.

A aquella vieja verde de la clase burda.

A una mujer toda bravura.

Toda voluntariedad.

Con las pasiones vírgenes.

Irritada, celosa, encendida en un amor de otoño.

El más violento de los amores.

El del veranillo de los membrillos, en el cual hay dias caniculares, momentos volcánicos.

Se veia claro en su manera y en ese no sé qué indefinible que todo sér humano tiene para el filósofo que es observador, que la Nicanora, á pesar de que en su juventud debia de haber sido una soberbia moza, á pesar de que á sus cuarenta ó cuarenta y cinco años conservaba grandes y sólidos restos de hermosura, de esos que llenan el ojo y se suben á la cabeza, aunque estas bellezas fuesen acentuadas y rudas, no habia amado nunca.

El amor es una cosa, y el materialismo otra.

Cansada de vida fácil y tormentosa, estaba, sin embargo, vírgen de amor.

La más seductora é irresistible de las virginidades.

Estaba reservada para mí la felicidad de hacer amar á aquella tremenda gitana.

A aquella vaca brava, por no decir á aquella tora.

Era de Colmenar Viejo, y se habia criado en la calle de la Arganzuela de Madrid.

En plena tripicallería ó casquería, como mejor queramos.

A dos pasos del Rastro y de las Américas viejas.

Cerca del matadero.

Pegada á la Fuentecilla.

Es decir, en el centro, en la crema de la tauromaquia, de la chalanería, de lo manolo y de lo chulo.

Vamos, una hembra completa, que no le faltaba á la mujer ningun sacramento.

Ni siquiera sus primeros amores, primiciados cuando todavía era muy muchacha, por un fraile de San Francisco el Grande.

Si en los tiempos de aquellas primicias el fraile no estaba exclaustrado, la Nicanora debia tener mucho más de cincuenta años.

Pero era el caso que no representaba ni aún cuarenta.

¡Buena madera!

Tal era el amor voluntarioso y vírgen, formidable é impaciente que me habia cogido.

Ya lo habeis visto, lectoras mias.

La Nicanora estaba al corriente de todo.

Me habia expiado.

He habia echado mano.

Yo la habia seguido, huyendo de Micaela, que era otra india brava.

Aquello habia sido ir de Perico á Pendanga, de mal á peor.

Habia causado una nueva ofensa á Micaela, dándola esquinazo en los propios andaluces de Casacon, y Nicanora me habia secuestrado.

Pero yo estaba en la embriaguez de mi buena fortuna, y aquellas aventuras tan movidas me encantaban.

Sabia demasiado Nicanora que tenia tremendas rivales.

A falta de instruccion, de civilizacion, tenia una gramática parda que metia miedo.

Si yo no hubiera tenido empeñada una cita con Loreto, hubiera dado por muy bien empleada aquella noche con mi vieja verde de tela burda.

Yo me habia propuesto, como ya he dicho, contentarla, engañarla, confiarla y escapar.

Puse todos los medios para ello.

Apuré todos los recursos.

La Nicanora se embriagaba.

Se volvia loca.

Pero no me soltaba.

Y se acercaba la hora.

Yo me daba á los diablos.

Eran las doce.

A las doce y media me esperaba Loreto en el baile de la Zarzuela.

Y tal vez con Eloisita.

Habia necesidad de escapar, aunque para esto fuese necesario una brutal energía.

Separarme de aquella furiosa, que estaba agarrada á mí como un cangrejo á un pedazo de carne cruda.

¡Ah, los amores berroqueños!

¡Los que pudieran llamarse los callos y los caracoles del festin de la vida!

¡Tan sabrosos de cuando en cuando, tan picantes y tan crasos; pero tambien tan indigestos!

Hay muchos, muchísimos, infinitos, que no saben lo que son estos amores de salsa picante.

Es decir, que no saben lo que es chuparse los dedos de gusto.

Que no han conocido una cosa semejante á Eva.

Porque Eva debia ser una hembra cruda.

Un amor salvaje.

Pero rico de un perfume embriagador, y de una fuerza incontrastable.

O no ha habido nunca salvajes en el mundo, lo que es, á mi juicio, lo más cierto.

La humanidad ha sido siempre una misma cosa.

O demasiado desnuda (¡qué felicidad!)

O demasiado vestida (¡qué fatiga!)

Pero en el fondo...

Las mujeres siempre han sido amigas del demonio.

Cuando cansado ya de emplear todo género de persuasiones con Nicanora, acabé de convencerme de que no habia contra su tiranía otro derecho que el sagrado de la insurreccion, esto es, el de la bofetada y la vuelta de coces, y pretendí ponerlo en práctica, me encontré conque la Nicanora lo habia previsto, y estaba dispuesta á sostener su tiranía por las vías de hecho.

—¡Quiá! ¡no señor!—me dijo:—no te quiero yo tanto, para que te burles de mí como te has burlado de tantas otras.

Yo te tengo cogido, y bien cogido: tú eres mi esposo, y no te me vas.

Figúrate que estás en la cárcel, y que yo soy el juez.

Tú no saldrás de la cárcel sino atado á mi por lo cevil y por la vicaría.

Si piensas valerte de los puños, te engañas, porque yo tengo más puños que tú, y en diciendo que tú me levantes la mano, te doy una paliza que te pongo verde.

Y te quiero, y te requiero, ¿lo entiendes tú?

Y conmigo vas á tener tú la gloria de Dios.

Y mira si te querré, que para poder mantenerte como yo quiero mantenerte y regalarte, porque la que quiere tener á su marido gordito, que le dé un traguito, y para que no te falte nunca una onza en el bolsillo, he robado á doña Emerenciana.

Y eso que yo no he robado nunca.

¿Pero qué quieres, hijo?

Me has vuelto loca.

¡Y tan pronto, señor, tan pronto!

A la Nicanora se la saltaban los ojos de amor.

Se la agitaba el seno que era una atrocidad.

Tenia hinchadas y le palpitaban las arterias de la garganta.

Aquello era un temblor de tierra.

Una tempestad, con truenos y relámpagos.

Un cataclismo.

—¿Qué has robado tú á doña Emerenciana?—exclamé asustado.

—Sí,—me respondió con un grande aplomo:—la he quitado las alhajas que tenia sobre el tocador; mira.

Y se fué á su baul, que estaba en un rincon, y sacó de él un pañuelo de seda que envolvia algo.

Lo desenvolvió, y aparecieron:

Un rico brazalete de oro macizo y pedrería.

Un collar de gruesas perlas, con medallon de diamantes, esmeraldas y rubíes.

Dos broquelillos, y en ellos dos gruesos solitarios.

Un imperdible, cuajado de ricas piedras.

Un broche admirable.

Y media docena de sortíjas de gran valor.

—Si no hay aquí diez mil duros, no hay nada,—dijo la Nicanora:—en eso lo ha tasado un platero que yo conozco, y que me ha dicho que le dará salida.

Con este dinero me meto yo al trato, y le hago crecer como la espuma.

Ya verás, dentro de poco con palacio y coche.

Conque yo te tengo mucha cuenta, chaval: déjate de señoritingas, que no son ni chicha ni limoná, y de viejas que apestan, y apégate á mí, que ya sabes si valgo más que otras que se dán tono de hermosas.

¡Digo: porque sí!

Y volvió á envolver en el pañuelo las joyas que dejó sobre la mesa de noche.

Como podeis suponerlo, mis adorables lectoras, me sentó muy mal aquel acto de mi terrible amante.

Podia muy bien creérseme cómplice del robo, si me encontraban encerrado con ella.

Habia una razon más, y poderosa, para escapar.

Cuando ya desesperado, y con miedo á la cárcel y al presidio, me decidia á usar á todo trance de la fuerza, sonaron pasos presurosos y fuertes de muchos hombres en las escaleras.

La Nicanora se puso pálida, y se aturdió.

Pero instantáneamente dominó el aturdimiento, y cogiendo el pañuelo donde estaban las alhajas, le arrebujó, se lo metió entre el seno, y exclamando:

—Á obra que no á mí,—se fue á la lucana, la abrió, y escapó por el tejado.

Yo respiré.

Salí á la cocina.

Apagué la luz.

Me fuí á la puerta, y escuché.

El ruido de los pasos que habian espantado y ahuyentado á la Nicanora, se sentían ya al pié de las escaleras.

Al mismo tiempo se oian vocea de tres ó cuatro mujeres que gritaban:

—¡A esos pillos! ¡ladrones!

Era, en fin, una culebra, que por fortuna mia, habia engañado á la Nicanora.

No me fué difícil correr con mi navaja el fiador de la vieja cerradura.

Salí al pasillo.

Las melisendras no gritaban ya.

Las escaleras estaban silenciosas.

Me lancé por ellas.

Las bajé con la misma rapidez que si hubieran estado iluminadas.

Llegué á la puerta de la calle.

Los de la zalagarda la habian dejado abierta.

Ciego, desatentado, temiendo siempre sentir las manos de la Nicanora que me agarraban, corrí, llegué á la plazuela de Santo Domingo, donde me esperaba mi carruaje, me zambullí en él, y dije al lacayo:

—A escape: á la Zarzuela.

CAPITULO XVIII. En que doy fin y remate á mis aventuras de Tenorio y de buscavidas.

Algunos minutos despues el carruaje llegaba al teatro de Jovellanos, y se quedaba esperándome.

A la entrada del salon se me presentó un dominó negro.

La concurrencia era enorme.

A la busconería las unas.

A la chulapería ellos.

El dominó negro se asió á mi brazo, y me habló con su voz natural.

Era Loreto.

Por bajo de la careta se la veia la preciosa barba.

Entre el capuchon entreabierto la hermosa garganta morena, con un collar de corales, del cual pendia, entre las dos prominencias del seno, un rico medallon.

Aturdia.

Daba el ópio.

—¿Qué te sucede?—me dijo:—¡estás pálido, temblando, fatigado; y con unas ojeras!...

—Me he afanado mucho estos dias,—la respondí;—¿pero y Eloisita? ¿no decias que la ibas á traer?

—Tu papá suegro es muy escamon, hijo mio: no ha querido dejármela.

Por lo demás, todo está convenido: me ha costado un sacrificio.

¿Pero qué sacrificio no soy yo capaz de apurar por tí?

Le he vuelto loco: agradécemelo.

He hecho por tí todo lo que por un hombre puede hacer una mujer que le ama.

Arrumbales te dá su hija, y despues de que te cases con ella, no te romperá el esternon como él dice.

Por el contrario, te amará como á su amadísima hija.

Yo entre tanto tendré que sufrir al viejo.

¿Qué hemos de hacer?

Este es el mundo.

Sacrificios, y más sacrificios.

Dependemos los unos de los otros.

Vivimos de engañarnos los unos á los otros.

De devorarnos á diente de cochino.

Yo me alegraré mucho de que no me engañes tú.

Vámonos, vámonos cuanto antes.

Estoy impaciente.

Mi marido me creerá en el baile.

No le extrañará que yo no vuelva á casa hasta que sea bien de dia.

Estoy contentísima.

Y tiraba de mí.

Salimos del salon.

Apenas estábamos en el vestíbulo, cuando una máscara, un dominó blanco y azul, Adriana, aquella Adriana de Capellanes y de la Infantil; es decir, Micaela, se nos puso delante.

—¡Ah!—exclamó:—¡así se deja á una señora sola casa de Casacon, dándole un cambiazo!

¡Ah, ya sabia yo que te encontraria aquí!

—¿Quién es esta mujer?—exclamó con un desprecio agresivo Loreto.

Yo sudaba.

Una nueva tormenta se venia encima.

—¡Yo soy la que te va á arrastrar por el moño en seguida!—dijo Micaela.

Y dicho y hecho.

Arremetió con Loreto, y con una furia tal, que la tiró por tierra.

Pero se levantó como una pantera, y arremetió á su vez con Micaela.

En vano me metia yo por medio.

En vano pretendia separarlas.

En torno nuestro, llamada por el escándalo, se habia reunido una multitud enorme.

Los capuchones de las combatientes habian sido rasgados.

Las caretas habian caido por tierra.

Aquellos dos hermosos semblantes tenian ferocidades de tigre.

Los curiosos gritaban.

Las azuzaban.

Algunos silbaban.

Habian acudido los rabos de la autoridad.

Yo hice como si las oleadas de los curiosos me hubiesen separado de ellas.

Tenia miedo.

No queria ponerme en evidencia.

El robo de la Nicanora me asustaba.

Creia que me iban á suponer cómplice suyo, y que me iban á echar mano.

Los inspectores y los órden-público me daban la jindama.

Las dejé liadas, y me escapé.

Esto era cobarde.

Pero no pude hacer otra cosa.

Era necesario tomar el olivo.

Ampararme de algo que fuera una potencia.

Una jóven, y una casi vieja, se batian por mí, y hacian méritos para que las aposentasen en la prevencion.

Otra vieja verde, Aurora, yacia en un lecho, por la virtud de un garrotazo recibido por amor mio.

El excelentísimo señor don F... era su cuñado.

¿Quién otro podia protejerme mejor que él?

Me zambullí en el carruaje, y dí al lacayo las señas.

—Ya me contarán lo que haya sucedido,—dije en el momento en que el carruaje partia al trote.

Llegué.

La puerta estaba abierta, y el portal iluminado, á pesar de la hora.

En la calle esperaban algunos carruajes.

Habia, pues, gentes casa de don F...

Sucedia algo importante.

En efecto, don F... no estaba sólo.

Le acompañaban los vecinos de la casa y gran parte de sus numerosos conocimientos.

Cuando un hombre tiene una gran posicion, cuando puede servir de mucho, tiene un número enorme de cortesanos serviles.

Algunos personajes, que sin saberse cómo, habían sabido que la Aurorita, ó más bien, Auroraza, estaba enferma de peligro, habian acudido.

No se habia dicho que Aurorita era víctima de un palo de ciego, dado por un lacayo celoso.

Se habia dicho que se habia caido por las escaleras.

Todos lo habian creido.

Se decia que la herida presentaba muy mal aspecto.

Cuatro médicos-cirujanos estaban allí de planton.

No se separaban del lecho dos hermanas de la caridad.

Se hablaba de preparar á la enferma.

Yo hice avisar á don F...

Este sobrevino al momento, con una vehemencia extraordinaria.

Me asió las manos, y dijo:

—Yo habia mandado se buscase á usted.

Y me llevó á su gabinete.

Se encerró conmigo.

—Esa está muy mala,—me dijo:—lo sé todo.

—¡Cómo! ¡todo!—exclamé.

—Sí señor, todo: usted es un hombre apreciabilísimo.

Un jóven de muchas esperanzas.

Su artículo ha causado una impresion profunda.

Ha empezado usted de una manera segura, y aún pudiera decirse que brillante, su carrera política.

Es usted muy simpático.

Está usted dotado de grandes condiciones.

Yo hacia una reverencia á cada uno de estos elogios.

Don F... me sonreia.

Me miraba, como si no me hubiera conocido.

Como si yo le causara admiracion.

—Ya no me extraña,—añadió,—que mi cuñada Aurora haya sentido por usted una pasion violenta y repentina.

La simpatía.

Algo misterioso é inexplicable.

Que impulsada por su extraordinaria sensibilidad, haya dado en una inconveniencia.

Usted lo merece todo.

Aurora se ha empeorado.

Está en un estado grave.

Los médicos dicen, que si se pudiera calmar su excitacion aún se podrian tener esperanzas.

Yo habia enviado en busca de usted; pero no se le habia encontrado.

Pero ha llegado usted muy á tiempo.

Se trata de un casamiento in artículo mortis.

Me extremecí.

¡Marido de la Aurora!

¡De aquel esqueleto, forrado de pergamino!

¡Horripilante!

¿Pero qué hacer?

Necesitaba de la proteccion de don F...

Él podia llevarme en poco tiempo á la cúspide.

Y luego si era verdad que Aurora estaba herida de muerte...

Además, habia que tener en cuenta que me daria desde el momento una gran posicion mi alianza con el eminentísimo hombre político don F...

¿Pero y Micaela, y Eloisita y Loreto, y aún la misma Nicanora?

¿Qué me importaba?

Ellas podian ser las odaliscas de mi haren.

Me presté á la exigencia de don F...

Éste me llevó junto á su cuñada.

Hizo salir á los médicos.

A las hermanas de la caridad.

Nos quedamos solos.

Entonces adelanté yo, y me dejé ver de Aurora.

En cuanto me vió soltó un berrido de alegría.

Parecia como que de improviso, se mejoraba.

Se incorporó y extendió hácia mí sus dos brazos secos como dos sarmientos.

Renuncio á ocuparme de la escena que sobrevino.

Mis lectores pueden figurársela.

Todo era allí falso ó asqueroso.

Todo ridículo.

Todo exagerado.

Se convino en que me casaria inmediatamente con Aurora, como si ésta hubiese estado en un inminente peligro de muerte.

Los médicos habian firmado una declaracion de gravedad extraordinaria.

Se llamó al párroco.

Guadalupe, la egregia esposa de don F... estaba contentísima.

Al fin iba á tenerme en la familia.

Dentro de muy poco seria yo su cuñado.

Los cuñados y las cuñadas suelen llevarse bien.

Se preparó todo.

Habia allí bastantes personas importantes que podian servir de testigos.

Se preparó á la que se hacia pasar por moribunda.

Se procedió á la ceremonia.

Pero apenas se habia empezado, cuando me sentí agarrado por el cuello.

Pensé en la Nicanora.

Me volví, y ví al coronel Arrumbales que habia dejado encerrada á Eloisita, y habia venido como buen vecino, á pasar la noche, como otros, velando á la moribunda.

Habia llegado á tiempo.

Antes de que yo pronunciase el sí terrible me habia echado mano.

Me arrolló.

Se puso delante de mí con los puños crispados:

—Esto no puede ser,—dijo:—este hombre no puede casarse.

Este hombre es el prometido de mi hija.

Si se casa con otra que con mi hija le mato.

Al que directa ó indirectamente se mezcle en este negocio le estrangulo.

Ya se sabe quién es el coronel Arrumbales.

Basta un sólo aliento mio para que todo el mundo se aterre y se humille.

—Que vayan á buscar una pareja,—exclamó don F...—este hombre á la cárcel.

—¿Quién tal dijo?

El coronel Arrumbales, soltó un grito pavoroso.

Un formidable grito de guerra.

Me retenia asido con su mano izquierda, y estendia el puño derecho cerrado.

Estaba magnífico.

Puesto en guardia.

Rugía como un tigre.

Una locura de exterminio flameaba en sus ojos.

Estaba formidable.

Infinito.

Parecia omnipotente.

Los más tímidos huyeron.

El cura desapareció.

Aurora gritaba.

Sus gritos parecian chillidos de rata.

Don F... habia querido intervenir, y don Silvestre habia embestido con él.

El grande hombre, convencido de su impotencia, por un gaznatazo, se habia puesto en fuga.

La moribunda habia saltado de la cama, y habia escapado.

Los criados acudian con garrotes.

Entonces pude admirar la bravura de Arrumbales.

—Ayúdame,—me dijo,—si quieres hacerte digno de que yo te perdone.

Y bajó la cabeza, y embistió con los criados.

Yo le ayudé.

Rompimos al fin por medio.

Nos lanzamos por las escaleras.

El portero aturdido nos dejó el paso libre.

Salimos á la calle.

La puerta de la casa de Arrumbales estaba inmediata.

—Ya sabes quién soy yo, y tengo la seguridad de que tú procurarás que yo no te extermine,—me dijo:—mañana terminaremos esto, ven á verme; buenas noches.

Yo aproveché la ocasion.

Me gustaba más que el cuarto del hotel de París el cuarto de Eloisita.

—¡A mi casa!—dije:—yo no tengo casa.

—¡Cómo que no tienes casa!—me contestó:—¿pues no eres tú el marido de mi hija?

—¡Ah, señor!

—¿Qué más dá?

Soy un filósofo.

Tu estás ya casado de hecho.

Yo no he podido evitar lo que me fuerza á considerarte como hijo mio.

Yo te he casado ya con mi hija.

Solo faltan las formas.

La ceremonia.

Como si dijéramos, la credencial.

Eso será mañana mismo.

Un mandamiento cerrado...

—Todo eso está muy bien,—le dije,—pero nos detenemos á la puerta.

Pueden sobrevenir.

—¡Que sobrevengan!

—¡Un escándalo en la calle!

—Pues bien, entra: estás en tu casa.

Despedí el carruaje.

Entré con Arrumbales.

Poco despues Eloisita se arrojaba en mis brazos, sollozando de amor.

Arrumbales me dejó en el cuarto de su hija, con la misma tranquilidad que si hubiera estado casado con ella.

Era un original de primera fuerza aquel diablo de coronel.

Yo estaba muy contento.

Eloisita me amaba.

Las cosas se arreglaban.

¡Un millon de dote!

¡Otros cinco de herencia!

Además estaba seguro de hacer del coronel Arrumbales lo que quisiera.

Eloisa me parecia hermosísima.

Estaba traspuesta de amor.

Y parecia tan brava como su padre.

Me pidió cuentas.

Me dió celos.

¡Pero cuando una mujer está enamorada de un hombre, es tan fácil convencerla!...

Habian pasado dos horas.

Eloisita dormia sonriendo.

Yo sentia necesidad de reposo; pero estaba terriblemente excitado.

La Nicanora, el robo, Micaela, Loreto, la situacion extraordinaria en que me encontraba, todo esto excitaba mis nervios y me impedia el sueño.

Sentí tres golpes y repique á la puerta de la calle.

¿Quién podia ser?

Temí una nueva aventura.

Tal vez habia sido presa la Nicanora, me habia comprometido, y la policía venia á buscarme.

Salté de la cama.

Eloisita, que me tenia abrazado, despertó.

Pasó un gran rato, casi otra hora.

Llamaron á la puerta del cuarto.

Acudí.

Era el papá.

Éste llamó á Eloisita, que acudió envuelta en un peinador.

—Hija mía,—la dijo su padre:—tienes una huéspeda por lo que queda de noche: es necesario que la acojas.

—Bueno, papá,—dijo la niña con voz soñolienta y bostezando de una manera deliciosa.

Arrumbales me llevó á su cuarto.

—Sé todo lo que ha pasado en el teatro de la Zarzuela,—me dijo con voz severa,—y fuera de la Zarzuela. Loretito me lo ha contado todo: te prevengo que si no te dejas de desórdenes y de tunanterías te acogoto; tu tienes ya la obligacion de hacer feliz á mi hija: si la causas el más leve disgusto, te hundo el cráneo.

Yo me deshice en protestas.

—Obras son amores y no buenas razones: tú eres un canalla: tú has abandonado en el peligro á una grande amiga tuya: ha habido un gran escándalo: se las han llevado á las dos á la prevencion: Loreto me ha llamado en este apuro: yo he servido de fiador, y las han soltado: me he traido á Loreto, y la otra se ha ido á su casa ó á donde ha querido: mañana, ó más bien, luego, sera necesario que se eche tierra al juicio de faltas.

—Tiene usted que pensar en que se eche tierra á otro negocio mio,—le dije.

Y le conté lo de Nicanora.

—¡Ah!¡ah!—dijo:—pues es necesario confesar, que tú has nacido para volver locas á las mujeres. ¡Peste! ¡un títere! Pero, en fin, así son ellas.

Eso se arreglará también: acuéstate en mi cama, y descansa: debes estar rendido, maldito.

Al fin habia yo dado fondo.

Se arregló todo.

Don Bruno se habia apoderado al fin por Completo de doña Emerenciana.

Esta, encontrándose indefensa, se resignó y se casó con él.

Micaela se resignó tambien.

Yo me habia casado, y disponia del dinero de mi suegro.

Micaela, pues, estaba en grande, y me tenia á su lado con frecuencia.

La Loretito estaba aliada conmigo.

Guadalupe y Aurora tuvieron paciencia.

Sin embargo, yo era muy amable con ellas.

Las necesitaba aún.

Por mi casamiento tenia asegurada mi fortuna.

¿Pero qué eran seis millones en comparacion de lo que podia producirme la carrera política?

Yo me manejaba de tal modo con las dos estantiguas, que ellas me tenian hecho el amo de la casa.

Don F... me protegia abiertamente.

Toda su influencia era mia.

Yo iba bien en popa.

No habia perdido nada.

Tenia mis odaliscas, de las cuales Eloisita era la sultana.

Nicanora, con quien nadie se habia metido, tomó en traspaso una posada en la calle de Toledo con lo que habia robado á doña Emerenciana.

Habia transigido conmigo, viéndome casado.

Yo iba con mucha frequencia á la posada á comer callos y caracoles.

¡Ah! ¡las mujeres! ¡las mujeres!

Yo puedo decir que ellas han sido las yeguas que han tirado del carro de mi fortuna.

Estoy en una gran posicion.

Tengo una envidiable reputacion de hombre sério.

De hombre de gobierno.

He desempeñado importantísimos cargos públicos.

Soy uno de los oradores terribles.

He llegado á hombre de partido.

He sido dos veces ministro.

Tengo un escaparate artístico, riquísimo, incrustado de nacar, marfil, oro y plata; una preciosidad artística en que aparecen todas mis altas condecoraciones nacionales y extranjeras.

Soy marqués de X.

Conde de Z.

Tengo... naturalmente... dos millones de renta.

No es bastante.

Tengo una prole numerosa.

Mi mujer gasta como el fuego.

¡Ah! ¡la representacion social de un grande hombre!...

De un ilustre hijo de sus obras.

De un chulo amparado por las mujeres...

De un bohemio redimido...

Indudablemente es necesario crecer más.

Creceré.

¡Oh! ¡la política!

Nadie sabe mi historia.

Yo soy respetable de toda respetabilidad.

Me faltaba un perfil, y voy á tenerlo.

He sido admitido en la Academia.

Os recomiendo, pues, las viejas verdes.

Ellas han hecho muchas posiciones.

Ellas lo revuelven todo.

Ellas empingorotan á sus amantes.

Ellas son la providencia de los buenos mozos.

Sí, yo recomiendo al jóven ambicioso, que venga á Madrid á hacer fortuna, que el mejor medio para encontrarla, el más seguro es... una vieja verde.


Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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