Cuentos Color de Humo

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuentos, colección



Rip-Rip

Este cuento yo no lo vi, pero creo que lo soñé.

¡Qué cosas ven los ojos cuando están cerrados! Parece imposible que tengamos tanta gente y tantas cosas dentro... porque cuando los párpados caen, la mirada, como una señora que cierra su balcón, entra á ver lo que hay en su casa. Pues bien: esta casa mía, esta casa de la señora mirada que yo tengo, ó que me tiene, es un palacio, es una quinta, es una ciudad, es un mundo, es el universo...; pero un universo en el que siempre están presentes el presente, el pasado y el future. A juzgar por lo que miro cuando duermo, pienso para mí, y hasta para ustedes, mis lectores: ¡Jesús, qué de cosas han de ver los ciegos! Esos que siempre están dormidos, ¿qué verán? El amor es ciego, según cuentan. Y el amor es el único que ve á Dios.

¿De quién es la leyenda de Rip-Rip? Entiendo que la recogió Washington Irving para darle forma literaria en alguno de sus libros. Sé que hay una ópera cómica con el propio título y con el mismo argumento. Pero no he leído el cuento del novelador é historiador norteamericano, ni he oído la ópera... pero he visto á Rip-Rip.

Si no fuera pecaminosa la suposición, diría yo que Rip-Rip ha de haber sido hijo del monje Alfeo. Este monje era alemán, cachazudo, flemático, y hasta presumo que algo sordo; pasó cien años sin sentirlos, oyendo el canto de un pájaro. Rip-Rip fué menos yanqui, menos aficionado á músicas y más bebedor de whiskey, durmió durante muchos años.

Rip-Rip, el que yo vi, se durmió, no sé por qué, en alguna caverna en la que entró... quién sabe para qué.

Pero no durmió tanto como el Rip-Rip de la leyenda. Creo que durmió diez años... tal vez cinco... acaso uno...; en fin, su sueño fué bastante corto: durmió mal. Pero el caso es que envejeció dormido, porque eso pasa á los que sueñan mucho. Y como Rip-Rip no tenía reloj, y como aunque lo hubiese tenido no le habría dado cuerda cada veinticuatro horas; como no se habían inventado aún los calendarios, y como en los bosques no hay espejos, Rip-Rip no pudo darse cuenta de las horas, los días ó los meses que habían pasado mientras él dormía, ni enterarse de que era ya un anciano. Sucede casi siempre: mucho tiempo antes de que uno sepa que es viejo, los demás lo saben y lo dicen.

Rip-Rip, todavía algo soñoliento y sintiendo vergüenza por haber pasado toda una noche fuera de su casa—él que era esposo creyente y practicante—se dijo, no sin sobresalto:—¡Vamos al hogar!

Y allá va Rip-Rip con su barba muy cana (que él creía muy rubia), cruzando á duras penas aquellas veredas casi inaccesibles. Las piernas flaquearon; pero él decía:—¡Es efecto del sueño! ¡Y no, era efecto de la vejez, que no es suma de años, sino suma de sueños!

Caminando, caminando, pensaba Rip-Rip:

—¡Pobre mujercita mía! ¡Qué alarmada estará! Yo no me explico lo que ha pasado. Debo de estar enfermo... muy enfermo. Salí al amanecer... está ahora amaneciendo... de modo que el día y la noche los pasé fuera de casa. Pero, ¿qué hice? Yo no voy á la taberna; yo no bebo... Sin duda me sorprendió la enfermedad en el monte y caí sin sentido en esa gruta... Ella me habrá buscado por todas partes... ¿Cómo no, si me quiere tanto y es tan buena? No ha de haber dormido... Estará llorando... ¡Y venir sola, en la noche, por estos vericuetos! Aunque sola... no, no ha de haber venido sola. En el pueblo me quieren bien, tengo muchos amigos... principalmente Juan el del molino. De seguro que, viendo la aflicción de ella, todos la habrán ayudado á buscarme... Juan principalmente. Pero, ¿y la chiquita? ¿y mi hija? ¿La traerán? ¿Á tales horas? ¿Con este frío? Bien puede ser, porque ella me quiere tanto, y quiere tanto á su hija, y quiere tanto á los dos, que no dejaría por nadie sola á ella, ni dejaría por nadie de buscarme. ¡Qué imprudencia! ¿Le hará daño?... En fin, lo primero es que ella... pero, ¿cuál es ella?...

Y Rip-Rip andaba y andaba... y no podía correr.

Llegó, por fin, al pueblo, que era casi el mismo... pero que no era el mismo. La torre de la parroquia le pareció como más blanca; la casa del alcalde, como más alta; la tienda principal, como con otra puerta, y las gentes que veía, como con otras caras. ¿Estaría aún medio dormido? ¿Seguiría enfermo?

Al primer amigo á quien halló fué al señor cura. Era él, con su paraguas verde, con su sombrero alto, que era lo más alto de todo el vecindario, con su breviario siempre cerrado, con su levitón, que siempre era sotana.

—Señor cura, buenos días.

—Perdona, hijo.

—No tuve yo la culpa, señor cura... no me he embriagado... no he hecho nada malo... La pobrecita de mi mujer...

—Te dije ya que perdonaras. Y anda ve á otra parte, porque aquí sobran limosneros.

¿Limosneros? ¿Por qué le hablaba así el cura? Jamás había pedido limosna. No daba para el culto porque no tenía dinero. No asistía á los sermones de Cuaresma porque trabajaba en todo tiempo, de la noche á la mañana. Pero iba á la misa de siete todos los días de fiesta y confesaba y comulgaba cada año. No había razón para que el cura lo tratase con desprecio. ¡No la había!

Y lo dejó ir sin decirle nada, porque sentía tentaciones de pegarle... y era el cura.

Con paso aligerado por la ira siguió Rip-Rip su camino. Afortunadamente la casa estaba muy cerca... Ya veía la luz de sus ventanas... Y como la puerta estaba más lejos que las ventanas, acercóse á la primera de éstas para llamar, para decirle á Luz:—¡Aquí estoy! ¡Ya no te apures!

No hubo necesidad de que llamara. La ventana estaba abierta: Luz cosía tranquilamente, y, en el momento en que Rip-Rip llegó, Juan—Juan el del molino—la besaba en los labios.

—¿Vuelves pronto, hijito?

Rip-Rip sintió que todo era rojo en torno suyo. ¡Miserable!... ¡Miserable!... Temblando como un ebrio ó como un viejo entró en la casa. Quería matar; pero estaba tan débil, que al llegar á la sala en que hablaban ellos cayó al suelo. No podía levantarse, no podía hablar; pero sí podía tener los ojos abiertos, muy abiertos, para ver cómo palidecían de espanto la esposa adúltera y el amigo traidor.

Y los dos palidecieron. Un grito de ella—el mismo grito que el pobre Rip había oído cuando n ladrón entró en la casa—, y luego los brazos de Juan que lo enlazaban, pero no para ahogarlo, sino piadosos, caritativos, para alzarlo del suelo.

Rip-Rip hubiera dado su vida, su alma también por poder decir una palabra, una blasfemia.

—No está borracho, Luz; es un enfermo.

Y Luz, aunque con miedo todavía, se aproximó al desconocido vagabundo.

—¡Pobre viejo! ¿Qué tendrá? Tal vez venía á pedir limosna y se cayó desfallecido de hambre.

—Pero si algo le damos podría hacerle daño. Lo llevaré primero á mi cama.

—No, á tu cama no, que está muy sucio el infeliz. Llamaré al mozo, y entre tú y él lo llevarán á la botica.

La niña entró en esos momentos.

—¡Mamá, mamá!

—No te asustes, mi vida, si es un hombre.

—¡Qué feo, mamá! ¡Qué miedo! ¡Es como el coco!

Y Rip oía.

Veía también; pero no estaba seguro de que veía. Esa salita era la misma... la de él. En ese sillón de cuero y otate se sentaba por las noches cuando volvía cansado, después de haber vendido el trigo de su tierrita en el molino de que Juan era administrador. Esas cortinas de la ventana eran su lujo. Las compró á costa de muchos ahorros y de muchos sacrificios. Aquel era Juan, aquella, Luz... pero no eran los mismos. ¡Y la chiquita no era la chiquita!

¿Se había muerto? ¿Estaría loco? ¡Pero él sentía que estaba vivo! Escuchaba... veía... como se oye y se ve en las pesadillas.

Lo llevaron á la botica en hombros, y allí lo dejaron, porque la niña se asustaba de él. Luz fué con Juan... y á nadie le extrañó que fuera del brazo y que ella abandonara, casi moribundo, á su marido. ¡No podía moverse, no podía gritar, decir:—¡Soy Rip!

Por fin, lo dijo, después de muchas horas, tal vez de muchos años, ó quizás de muchos siglos. Pero no lo conocieron, no lo quisieron conocer!

—¡Desgraciado! ¡Es un loco!—dijo el boticario.

—Hay que llevárselo al señor alcalde, porque puede ser furioso—dijo otro.

—Sí, es verdad, lo amarraremos si resiste.

Y ya iban á liarlo; pero el dolor y la cólera habían devuelto á Rip sus fuerzas. Como rabioso can acometió á sus verdugos, consiguió desasirse de sus brazos y echó á correr. ¡Iba á su casa, iba á matar! Pero la gente lo seguía, lo acorralaba. Era aquello una cacería, y era él la fiera.

El instinto de la propia conservación se sobrepuso á todo. Lo primero era salir del pueblo, ganar el monte, esconderse y volver más tarde, con la noche, á vengarse, á hacer justicia.

Logró por fin burlar á sus perseguidores. ¡Allá va Rip como lobo hambriento! ¡Allá va por lo más intrincado de la selva! Tenía sed... la sed que han de sentir los incendios. Y se fué derecho al manantial... á beber, á hundirse en el agua y golpearla con los brazos... acaso, acaso á ahogarse. Acercóse al arroyo, y allí, á la superficie, salió la muerte á recibirlo. ¡Sí; porque era la muerte en figura de hombre la imagen de aquel decrépito que se asomaba en el cristal de la onda! Sin duda, venía por él ese lívido espectro. No era de carne y hueso, ciertamente; no era un hombre, porque se movía á la vez que Rip, y esos movimientos no agitaban el agua. No era un cadáver, porque sus manos y sus brazos se torcían y retorcían. ¡Y no era Rip, no era él! Era como uno de sus abuelos, que se le aparecían para llevarlo con el padre muerto.—Pero, ¿y mi sombra?—pensaba Rip—. ¿Por qué no se retrata mi cuerpo en ese espejo? ¿Por qué veo y grito, y el eco de esa montaña no repite mi voz, sino otra voz desconocida?

¡Y allá fué Rip á buscarse en el seno de las ondas! Y el viejo, seguramente, se lo llevó con el padre muerto, porque Rip no ha vuelto!


¿Verdad que este es un sueño extravagante?

Yo veía á Rip muy pobre, lo veía rico; lo miraba joven, lo miraba viejo; á ratos en una choza de leñador, á veces en una casa cuyas ventanas lucían cortinas blancas; ya sentado en aquel sillón de otate y cuero, ya en un sofá de ébano y raso... no era un hombre, eran muchos hombres... tal vez todos los hombres. No me explico cómo Rip no pudo hablar, ni cómo su mujer y su amigo no lo conocieron, á pesar de que estaba tan viejo, ni por qué antes se escapó de los que se proponían atarlo como á loco, ni sé cuántos años estuvo dormido ó aletargado en esa gruta.

¿Cuánto tiempo durmió? ¿Cuánto tiempo se necesita para que los seres que amamos y que nos aman nos olviden? ¿Olvidar es delito? ¿Los que olvidan son malos? Ya veis qué buenos fueron Luz y Juan cuando socorrieron al pobre Rip, que se moría; la niña se asustó; pero no podemos culparla: no se acordaba de su padre; todos eran inocentes, todos eran buenos... y, sin embargo, todo esto da mucha tristeza.

Hizo muy bien Jesús el Nazareno en no resucitar más que á un solo hombre, y eso á un hombre que no tenía mujer, que no tenía hijas y que acababa de morir. Es bueno echar mucha tierra sobre los cadáveres.

El vestido blanco

Mayo, ramillete de lilas húmedas que Primavera prende á su corpiño; Mayo, el de los tibios, indecisos sueños de la pubertad; Mayo, clarín de plata, que tocas diana á los poetas perezosos; Mayo, el que rebosa tantas flores como las barcas de Myssira: tus ojos claros se cierran en éxtasis voluptuoso y se escapa de tus labios el prometedor ¡hasta mañana!, cual mariposa azul de entre los pétalos de un lirio.

Hace poco, salía de la capilla, tapizada toda de rosas blancas, y entreteníame en ver la vocinglera turba de las niñas que con albos trajes, velos cándidos y botones de azahar en el tocado habían ido á ofrecer ramos fragantes á María. Mayo y María son dos nombres que se hermanan, que suavizan la palabra; dos sonrisas que se reconocen y se aman. No sé qué hilo de la Virgen une á los dos. Uno es como el eco del otro. Mayo es el pomo y María es la esencia.

Las niñas ricas subían joviales á sus coches; las niñeras vestían de gala; santo orgullo expresaban en sus ojos, aún llorosos, las mamás. Acababan de recibir la confirmación de la maternidad.

En uno de aquellos grupos distinguí á mi amigo Adrián; salí á su encuentro; besé á la chicuela, que todavía no sabe hablar sino con sus padres y con sus muñecas: sentí ese fresco calor de inocencia, de edredón, de brazos maternales, que esparcen las criaturas sanas, bellas y felices; y cuando la palomita de alas tímidas, cerradas, se fué con la mamá y el aya, ruborizada la niña y de veras, por la primera vez, Adrián y yo, incansables andariegos, nos alejamos de las calles henchidas de gente dominguera, para ir á la calzada que sombrean los árboles y que buscan los enamorados al caer la tarde y los amigos de la soledad al medio día.

Adrián es un místico; pero no es, en rigor, un creyente. Lámpara robada al santuario, su flámula oscila, rebelde al aire libre; mas el aceite que la aumenta es el mismo que la hacía brillar, á modo de pupila extática, cuando, ya dormida la oración, velaba ella en el templo. Todavía busca esa llama la mirada de las monjas que rezaban maitines en el coro bajo; todavía siente con deleite el frío del alba, entrando por las ojivas; todavía la espanta el cuerpo negro de la lechuza, ansiosa de sorberla.

Como ésa, hay muchas almas, en las que han quedado las creencias transfiguradas en espectros, que perturban el sueño con quejidos, sólo perceptibles para ellas, ó en espíritus luminosos, pero mudos; almas tristes, como isla enmedio del océano, que miran con envidia á la ola sumisa y á la ola resueltamente rebelde; almas cuyos ideales semejan estalactitas de una gruta obscura, bajo cuyas bóvedas muje el viento nocturno; almas que se ven vivir, cual si tuvieran siempre delante algún espejo, y á ocasiones, medrosas, apocadas, ó por alto sentido estético y moral, cierran los ojos para no mirarse; almas en cuyo hueco más hondo atisba siempre vigilante y duro juez; almas que no sintiéndose dueñas de sí mismas, sino esclavos de potencias superiores é ignotas, claman en la sombra: ¿en dónde está, cuál es mi amo?

Adrián, sujeto á todas las iufluencias, buenas y malas; pétalo en el remolino humano; susceptible de entusiasmos y desfallecimientos, tenía aquella mañana el espíritu en una nube de incienso.

Había vuelto á la edad en que nadie le llamaba "papá" y él decía: ¡Padre! Pero como en él proyecta la alegría inseparable sombra de tristeza; como le acompaña siempre "el pobre niño vestido de negro que se asemeja como un hermano", hablóme así de su reciente júbilo:

—Tú no sabes cuánta melancolía produce un vestido blanco, cuando ya se ha vivido mucho para sí ó para los otros. Esta mañana, al ver junto á la camita de mi niña el traje inmaculado que iba á vestir para ofrecerle, por primera vez, hermosas flores á la Virgen; al tocar ese velo sutilísimo que parece deshacerse como la niebla, si queremos asirla, sentí la vanidad del padre cuya hija comienza á dar los primeros pasos, á balbucear las primeras oraciones, y que, ataviada con primor, feliz porque de nada carece y todo ignora, camina al templo, ya conscientemente y como blanca molécula integrante de la comunión cristiana. La besé con más besos dentro de cada uno que otras veces.

Sonreí, reí al verla mirándose y admirándose en el espejo, como si preguntara: ¿Esa soy yo? Me encantaba la torpeza natural con que soltó á andar en su recamarita, cuidando de que el roce no ajara su vestido y levantando éste con la mano para que no lo tocase ni la alfombra. Ya en el coche, la acomodamos en su asiento como á una princesa pequeñuela de cuento de hadas que va á casarse con el rey azul. Parecía una hostia viva, y es, en verdad, la hostia de mi alma.

En el templo, la ceremonia no es solemne, es tierna. Solemne, la imposición de órdenes sacerdotales; solemne, la toma de hábito; solemne, el oficio de difuntos; solemne, la pompa del culto católico en los grandes días de la Iglesia; tierna, vívida, pura, esta angélica procesión de almas intactas que lleva flores á la Virgen.

Los cirios se me figuraban cuerpecitos de niños que se fueron adelgazando, murieron y se salvaron; cuerpecitos cuya alma casta resplandece, en forma de llama, fija en las niñas blancas que van á poner las primeras hojas de su nido en el ara de María. La Madre de Dios parece como más madre rodeada por todas esas virginidades, ignorantes aún de que lo son; por todas esas inocencias que lo invocan. Las niñas sienten como que han crecido.

Á la mía se la llevaron con las más pequeñas. S e la llevaron sin que ella resistiera. S e la llevaron... ¿sabes tú lo que esa frase significa? Antes y desde hace poco, sólo en casa andaba sola... en casa, esto es, en mis dominios. Desde aquel momento ya se iba con otras, sin echarnos de menos á la mamá y á mí; ya no nos pertenecía tanto como la víspera; ya no eran nuestras manos su apoyo único; ya su voluntad, acurrucada antes, entreabría las alas.,Del coro infantil se alzó el canto balbuciente, parecido á una letanía de amor, oída desde lejos. La vi á ella bajar con algún trabajo de la banca y dirigirse paso á paso, todavía vacilante, con su ramo de flores, á las gradas del altar. Alzándome sobre las puntas de los pies, procuraba no perderla de vista, con miedo de que cayera, temeroso de que llorara; y no cayó ni lloró, ni volvió la vista á vernos; la acariciaban, la sonreían, preguntábanla su nombre, y esas sonrisas oreaban mi espíritu, como hálitos de cariños desconocidos á los que nunca volveré á encontrar.

Se iba; pero se iba con la Virgen, con el ideal del amor, con el ideal del dolor vestido de esperanza.

Á ella, á María, sí se la dejaba sin temores, porque estaba cierto de que iba á devolvérmela, y si no á mí, á la madre, porque madre fué ella. Algo como agua lustral caía de mi ser. Sí, vuelca, hija, tu canastillo de botones blancos en las gradas del altar; dile á la Virgen que ponga, por vela, una ala de ángel en la barca de tu vida; pídele la pureza que es la santa ignorancia del placer doloroso... mas, ¿qué vas á pedirla, si sabes nada más pedir juguetes y la palabra vida no cristaliza todavía en tu entendimiento, ni, pregun tona, ha salido de tus labios?

Después la vi volver. Los azahares temblaban en sus rizos rubios; parecía una novia. Llevaba de la mano á otra niña, más bajita de estatura: parecía una mamá.

Estas dos palabras: novia... mamá... dichas interiormente, despertaron en los ecos profundos de mi espíritu no sé qué rumores pavorosos. Hay otro vestido blanco, tal como éste, de ofrecer flores, acaso más lujoso, más rico en nubes de encaje, traje de resonante y larga cauda. Hay otros azahares que no brincan de gusto en las móviles cabecitas de las niñas, sino que están quietos y rígidos en la cabellera de la desposada. Ese vestido aguardará en el canapé, cuando llegue una mañana triste del mañana.

Ahora, ese vestido blanco, esos azahares, yo se los di, son míos, porque ella es mía. Pero... el otro, los otros, serán de alguien á quien no conozco, de alguien que vendrá, con más poder que yo, á arrancármela, porque la humanidad se perpetúa por ineludible ley de ingratitud. Y entonces, esa barca no volverá á la orilla en donde estoy, tras una breve travesía en el lago quieto; s e perderá en el alta mar de la vida, sin que puedan ampararla, sin que, á nado, me sea posible darle alcance. ¿Cómo, en qué tono, brotará entonces de esos labios la palabra VIDA? En esa mar surge la bruma; allí lo Desconocido humano dice en voz alta su recóndito secreto; allí sólo cuando el dolor exasperado grita, el padre oye... el pobre padre que desde lejos adivina y calla.

Cuando se siente esa angustia moral, vuélvese el espíritu á la Virgen, diciéndole:—Abre los ojos para que haya luz. Te lleva flores: como tú tienes tantas, guarda, las que te ofrece, para ella.—Y yo no sé si porque la luz de los cirios inflama los ojos, se nos saltan algunas lágrimas que el calor ó el orgullo varonil evaporan.

¿Verdad que el vestido blanco es sugestivo? Ser novia... ser mamá... pedir de veras á la Virgen... saber lo que es la vida... ¡ya el traje blanco se vistió de luto!

Y hay otro traje blanco... ¡ah, no, jamás... no hay otro traje blanco!


Mi amigo, el místico á lo Verlaine y á lo Rod, había dado el último sorbo del ópalo verde que da el sueño y la muerte.

Dame de coeur

Allá, bajo los altos árboles del Panteón Francés, duerme, la pobrecita de cabellos rubios á quien yo quise durante una semana... ¡todo un siglo!... y se casó con otro.

Muchas veces, cuando, cansado y aburrido del bullicio, escojo para mis paseos vespertinos las calles pintorescas del Panteón, encuentro la delicada urna de mármol en que reposa la que nunca volverá. Ayer me sorprendió la noche en esos sitios. Comenzaba á llover, y un aire helado movía las flores del camposanto. Buscando á toda prisa la salida, di con la tumba de la muertecita. Detúveme un instante, y al mirar las losas humedecidas por la lluvia, dije, con profundísima tristeza:

—¡Pobrecita! ¡Qué frío tendrá en el mármol de su lecho!

Rosa-Thé era, en efecto, tan friolenta como una criolla de la Habana. ¡Cuántas veces me apresuré á echar sobre sus hombros blancos y desnudos, á la salida de algún baile, la capota de pieles! ¡Cuántas veces la vi en un rincón del canapé, escondiendo los brazos, entumecida, bajar los pliegues de un abrigo de lana! ¡Y ahora, allí está, bajo la lápida de mármol que la lluvia moja sin cesar! ¡Pobrecita!


Cuando Rosa-Thé se casó, creyeron sus padres que iba á ser muy dichosa. Yo nunca lo creí; pero reservaba mis opiniones, temeroso de que lo achacaran al despecho. La verdad es que cuando Rosa-Thé se casó, yo había dejado de quererla, por lo menos con la viveza de los primeros días. Sin embargo, nunca nos hace mucha gracia el casamiento de una antigua novia. Es como si nos sacaran una muela.

Sobre todo, lo que aumentaba mi disgusto era el convencimiento profundo de que iba á ser desgraciada. Me ponía como furia al escuchar las profecías risueñas de su familia. ¡Cómo! ¿Qué iba á ser Pedro un buen marido? Pero, ¿no saben estas gentes—decía yo para mí—que Pedro juega? Atribuyen á la funesta ociosidad tan serio vicio; creen que una vez casado va á enmendarse... pero los jugadores no se enmiendan.

Y en descargo de mi conciencia, lo diré: yo habría visto, si no con alegría, con resignación á lo menos, el casamiento de Rosa-Thé con un buen chico. Pero lo contrario de un pozo es una torre; lo contrario de un puente un acueducto; lo contrario de un buen marido, eso era Pedro. No porque le faltasen prendas personales, ni salud, ni dinero, ni cariño á la pobre Rosa-Thé, pero sí porque aquel picaro vicio había de seguirlo eternamente, como un acreedor á quien nunca acaba de pagársele.

Rosa-Thé no sabía que Pedro jugaba. En los primeros meses de matrimonio fué, con efecto, lo más sumiso y obsequioso que puede apetecerse para la vida quieta del hogar. Pero, ¡ay!, á poco tiempo la picara costumbre le arrastró al tapete verde. Comenzaron entonces los pretextos para pasar las noches fuera de la casa, la acritud de carácter, los ahogos y las súbitas desapariciones del dinero. Cierta vez, Rosa se preparaba para asistir á un baile. Pedro estaba ya de frac, esperando en el gabinete á su señora. Mas como estaba embebida aún en su toilette, y tardase todavía muy largo rato, Pedro entornó la puerta del tocador, y dijo á Rosa:

—Mira, mientras acabas de peinarte, voy á fumar al aire libre. Dentro de media hora volveré. Eran las nueve y media. En punto de las diez Rosa estaba dispuesta para el baile. Sentóse en un silloncito y esperó. Sonó el cuarto, la media, los tres cuartos, y Pedro no volvía. Entonces comenzó á entrar en cuidado. ¿Qué le habría sucedido? Á cada instante se asomaba al balcón, estrujando los guantes y el pañuelo¿Le habría atropellado un coche? ¡Anda tan embobado!, decía Rosa. ¿Habrá tenido riña con alguno? Nadie está libre de enemigos! Sobre todo, ¡hay tantos malhechores en la calle! Y adelantando los sucesos con la impaciente imaginación, se figuraba ver entrar á su marido en angarillas con una pierna rota ó muerto acaso. Y cada vez era más aguda su congoja, tanto que, al dar las once, mandó á un mozo á que fuera á buscarle por las calles, y luego á otro, en seguida á tres, hasta que el camarista y el lacayo, el cochero, el portero, y cuantos hombres había en la servidumbre, se emplearon en buscarle por calles y cafés, sin dejar punto de reunión por registrar, ni detuvieron un instante sus pesquisas.

Llegaban los sirvientes fatigados y sin noticia alguna de su amo; salían después con nuevas órdenes y siempre regresaban lo mismo que se iban. Por fin, pasada ya la media noche, Rosa ordenó que se pusiera el coche. Iba á buscar á Pedro. Á todo escape, los caballos partieron del zaguán. Llamó Rosa á la puerta de muchas casas; apeábase el lacayo presuroso, y después de conferenciar con los porteros, subía luego al pescante, y el carruaje se lanzaba de nuevo por las calles con la mayor velocidad posible. Á cosa de la una, pasó Rosa por una calle y vio abiertos é iluminados los balcones de una casa. Aquello debía de ser un club ó cosa así. ¿Estaría Pedro en ese lugar? Paróse el coche, y el lacayo, sin necesidad de llamar, porque estaba entornada la puerta, entró en el patio; subió las escaleras, y á poco rato volvió á bajarlas más aprisa todavía. Llegó á la portezuela del carruaje, por la que asomaba el semblante lívido de Rosa, y dijo, con la satisfacción del que trae una noticia largamente esperada.

—El amo está arriba; está jugando... Dice que no puede venir... que irá luego á la casa.

Y, efectivamente, á las seis de la mañana, Pedro se presentó en las habitaciones de la señora. La infeliz había pasado la noche en claro, sentada allí en aquel sillón, viendo, con la mirada fija de una loca, las manecillas del reloj que giraban alrededor de la muestra, vestida aún con su traje de baile, con flores en el cabello y en el pecho. Cada vez que sonaban pasos en la calle, Rosa-Thé se asomaba al balcón. Pero eran los pasos del gendarme ó de algún ebrio que volvía tambaleando á su casa. Y las estrellas fueron brillando menos y los gallos cantando más. D e rato en rato, Rosa escucha el ruido de un carruaje: era el de alguna de sus amigas que volvía del baile. Poco á poco la luz, primero tímida y blanquizca, se fué diseminando en todo el cielo. Pasó una diligencia por la esquina y se oyeron las campanas de la Profesa llamando á misa. Rosa no quiso entonces permanecer más tiempo en el balcón. ¿Qué dirían los que la vieran? Además sus dientes chocaban unos con otros, y un desagradable escalofrío culebreaba en su cuerpo. Rosa, tan débil, tan cobarde y tan friolenta, había pasado una buena parte de la madrugada en el balcón, y, lo que es peor, en traje de baile, con los hombros y la garganta descubierta.

Tan poseída de dolor estaba, que no observó la ligereza de su traje. Sólo cuando la luz, entrando brusca por las puertas emparejadas del balcón, fué á retratarla en el espejo del armario, Rosa se vio ataviada para la fiesta y cubierta de flores, como una virgen á quien llevan á enterrar. Entonces, acurrucada en el sillón y cubiertos los hombros por un tápalo, soltó á llorar. ¡Había pensado en divertirse tanto en aquel baile! Porque Rosa era al fin y al cabo una chiquilla. ¡S e había puesto tan linda, no para cautivar á los demás, sino para que Pedro la llevase con orgullo! Y en lugar de la fiesta, las congojas, la angustia, y luego... luego la certidumbre horrible de que su esposo, sin tener piedad de sus dolores, la dejaba á las puertas de una casa de juego, donde probablemente se arruinaba. Rosa lloraba como una niña, y poco á poco iba arrancando de sus cabellos aquellas flores que tan primorosamente la adornaban. Y así pasó todavía una hora, oyendo el ruido de las escobas y las conversaciones de los barrenderos que barrían la calle.

Por fin conoció los pasos de Pedro. ¡Sí, era él!; secó sus lágrimas precipitadamente, tuvo vergüenza de haber llorado, la cólera venció en su ánimo al dolor y se dispuso á reñir, á desahogarse, á increpar con justicia á su marido. Pero... ¡en vano! La vista de Pedro la desarmó; venía lívido; derrengado, con los ojos de un hombre que ha perdido la razón, deshecho el lazo de la corbata blanca y erizado el pelo del sombrero. Apenas pudo hablar.

—Tienes razón... soy un miserable... He perdido todo... tus coches, tus alhajas... mis caballos... ¡nada tenemos! ¡Te he arruinado! ¡Te he arruinado! ¡Soy un canalla!

La cólera de Rosa-Thé se disipó como las sombras cuando viene él alba. Ante aquella desgracia inmensa quiso recuperar su sangre fría. ¡Era tan buena! Una ternura inmensa reemplazó las frases duras con que se proponía recibir á su marido. Y abrazando su cuello, acercando la cabeza descompuesta de Pedro á su seno, le atrajo á sí y lloraron juntos, largo rato, mientras la luz, indiferente á todo, saltaba alborozada y se veía en los espejos, en los muebles y vidrieras.

Rosa aceptó la pobreza con mucho valor. Tuvieron que buscar una casa humilde, quitar el coche, despedir á casi todos los criados, reemplazar el raso de los muebles con cretona é indiana, vivir, en suma, como la familia de un pobre empleado que gana ochenta pesos cada mes. Pero Rosa ponía tal arte en todo, economizaba tanto con su vigilancia y su trabajo, era tan decidora y tan alegre, que Pedro sentía menos el terrible peso de la pobreza. al principio, Pedro, avergonzado de sí mismo y orgulloso de su mujer, se dedicó con alma y vida á trabajar. Y Rosa estaba más contenta que antes, porque ya no se iba por las noches y porque siempre le veía á su lado.

Sin embargo, no fué muy duradera esta ventura. Pedro volvió á juntarse con ciertos amigos que le arrastraron nuevamente al juego. Ya no podía apostar grandes cantidades como antes, pero si dos, cinco ó diez pesos. Primero se excusaba á sí mismo, diciendo en su conciencia:—No hago mal. Ahora que nada tengo, es cuando debo jugar. Es preciso que busque á toda costa el medio de sacar á mi mujer de la situación precaria en que vivimos. El juego me debe toda mi fortuna. Voy por ella.

Y comenzó de nuevo á fingir ocupaciones perentorias y á pasar buena parte de las noches fuera de su casa. No tardó Rosa en descubrir la verdad. Las exiguas cantidades que ganaba Pedro, y eran antes suficientes para cubrir su reducido presupuesto, no lo fueron después. Convencida de que aquel vicio era incurable y radical en su marido, cayó en el más profundo abatimiento. ¿Á qué luchar? Sin atender á sus consejos ni oir sus súplicas, ni apreciar sus cuidados y trabajos, P e dro la abandonaba por los naipes.

Una terrible consunción se fué apoderando de ella. Ya no reía, ya no cantaba; perdió los colores frescos de su cutis, el brillo de sus ojos, la gracia de sus desembarazados movimientos, y se fué adelgazando poco á poco. Al cabo de algunos meses cayó en cama.

Los médicos dijeron que no atinaban con la cura de su mal; y con efecto, el único capaz de aliviarla era el marido. Este, instintivamente, comprendiendo que era la causa de la enfermedad, se enmendó en esos días, y, buscando dinero á premio, pidiendo prestado á sus amigos, se allegó los recursos necesarios para atender á la enfermita. Le llevaba á los mejores médicos y compraba todas las medicinas, por caras que fuesen. Un doctor dio en el clavo, al parecer (ahorro á mis lectores la descripción minuciosa de la enfermedad), y dijo: "Esto se cura nada más con tales y cuales medicinas."

Las compró Pedro, y, con efecto, Rosa-Thé se mejoraba visiblemente. ¿Por qué empeoró después? He aquí lo que ni Pedro ni el doctor se explicaban. Las medicinas eran infalibles, y habían surtido un efecto maravilloso. ¿D e qué provenía, pues, la recaída? Sólo yo lo sé, y voy á contarlo. Rosita me lo dijo la noche en que murió, mientras yo la velaba, porque habíamos vuelto á ser buenos amigos:

—No quiero aliviarme—me decía—. Tú sabes todo, las tristezas y las angustias que he pasado, la invencible fuerza de ese vicio que detesto y que domina á Pedro, mi amor á éste y mi despego de la vida. ¡Estoy tan contenta así, enfermita! Pedro no juega, pasa los días á la cabecera de mi cama, y cuando estoy mala y cierro los ojos, fingiendo que duermo, oigo que solloza y siento la humedad de sus lágrimas en mi mano. Ahora me quiere, ahora no me abandona, ahora me cuida con las tiernas solicitudes de una madre. Si me alivio, volverá á escaparse, volverá á buscar lejos de mí las emociones del juego. Ya no le tendré á mi lado, ni sentiré sus labios en mi frente. Se irá, como se ha ido tantas veces, dejándome muy triste y solitaria. Si me muero, tal vez el recuerdo de la pobre víctima le aparte del camino porque va. No, no quiero aliviarme; quiero estar enfermita mucho tiempo. Por eso, cuando me trae la medicina, recurro á algún pretexto para quedarme sola, y derramo el elíxir en el suelo!...


Allá, bajo los altos árboles del Panteón Francés, duerme la pobrecita de cabellos rubios á quien yo quise durante una semana... ¡todo un siglo!... y se casó con otro.

Juan el organista

I

El valle de la Rambla, desconocido para muchos geógrafos que no saben de la misa la media, es sin disputa uno de los más fértiles, extensos y risueños en que se puede recrear, esparciéndose y dilatándose, el espíritu. No está muy cerca ni muy lejos: tras esos montones que empinan su cresta azul en lontananza, no distante de los volcanes, cuyas perpetuas nieves muerde el sol al romperlas; allí está. En tiempos tampoco remotos, por ese valle transitaban diariamente diligencias y coches de colleras, carros, caballerías, r e cuas, arrieros y humildes indios sucios y descalzos. Hoy el ferrocarril, dando cauce distinto al tráfico de mercancías y á la corriente de viajeros, tiene aislado y como sumido el fértil valle. Las poblaciones, antes visitadas por viajantes de todo género y pelaje, están alicaídas, pobretonas, pero aún con humillos y altiveza, como los ricos que vienen á menos. Restos del anterior encumbramiento, quedan apenas en las mudas calles caserones viejísimos y deslabazados, cuyos patios, caballerizas, corrales y demás amplias dependencias indican á las claras que sirvieron en un tiempo de paraderos ó mesones.

En los años que corren, el valle de la Rambla no sufre más traqueteo que el de la labranza. Varias haciendas se disputan su posesión: una tira de allá, otra de acullá; ésta se abriga y acurruca al pie del monte, aquélla baja al río en graciosa curva, y todas, desde la cortesana y presuntuosa, que llega á las puertas de la población y quiere entrar, hasta la huraña y eremita que esala el monte con sus casas pardas, buscando la espesura de los cedros, ya en espigas enhiestas, a en maizales tupidos y ondulantes, en cría rosusta ó en maderas ricas, paga tributo opimo;ada año. Nada más fértil ni más alegre que ese ralle, ora visto cuando comienza á clarear, ora jn la siesta ó en el solemne instante del crepúsculo. La nieve de los volcanes, como el agua leí mar, cambia de tintes según el punto donde;stá el sol; ya aparece color de rosa, ya con blanura hiperbórea y deslumbrante, ya violada. Mumas veces las nubes, como el cortinaje cadente le un gran tálamo, impiden ver á la mujer blanca y á la montaña que humea. Es necesario que a luz, sirviendo de obediente camarera, deseorra el pabellón de húmeda gasa para que veamos á los dos colosos. "La mujer blanca" se ruboriza entonces como recién casada á quien algún importuno sorprende en el lecho. Diríase que con la mórbida rodilla levanta las sábanas y las colchas. No así en las postrimerías de la tarde: la mujer blanca parece á tales horas una estatua yacente:


Cansado del combate
En que luchando vivo,
Alguna vez recuerdo con envidia
Aquel rincón obscuro y escondido.

De aquella muda y pálida
Mujer, me acuerdo y digo:
¡Oh, qué amor tan callado el de la muerte!
¡Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo!


Los sembrados ostentan todos los matices del verde, formando en las graduaciones del color, por el contraste con el rubio de las mieses, por los trazos y recortes del maizal, como un tablero de colosales dimensiones y sencillez pintoresca. Los árboles no atajan la mirada; huyen del valle y se repliegan á los montes. Son los viejos y penitentes ermitaños que se alejan del mundo. Lo que á trechos se mira son las casas de una sola puerta, en donde viven los peones; los graneros con sus oblongas claraboyas, el agua quieta de las presas, los antiguos portones de cada hacienda y las torres de iglesias y capillas. Cada pueblo, por insignificante y pobre que sea, tiene su templo. No encontraréis, sin duda, en esas fábricas piadosas los primores del arte: los campanarios son chicorrotin es, regordetes; cada templo parece estar diciendo á los indígenas: " Yo también estoy descalzo y desnudo como vosotros." Pero, en cambio, nada es tan alegre como el clamoreo de esas esquilas en las mañanas de los domingos ó en la víspera de alguna fiesta. Allí las campanas suenan de otro modo que en la ciudad: tocan á gloria.

La parte animada del paisaje puede pintarse en muy pocos rasgos. ¿Veis aquel rebaño pasteando; aquellos bueyes que tiran del arado; á ese peón que, sentado en el suelo, toma sus tortillas con chile, ínterin la mujer apura el jarro del pulque; al niño casi en cueros que travesea á la puerta de su casucha; á la mujer de ubres flojas, inclinada sobre el metate, y al amo, cubierto por las anchas alas de un sombrero de palma, recorriendo á caballo las sementeras? Pues son las únicas figuras del paisaje. En las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde aparecen también con sombreros de jipi y largos trajes de amazonas, en caballos de mejor traza, enjaezados con más coquetería, las "niñas" de la hacienda. También cuando obscurece podéis ver al capellán, que lleva siempre el devoto libro en una mano y el paraguas abierto en la otra para librarse, ya del sol, ya de la lluvia ó del relente.

Y con estas figuras, los carros cargados de mieses, el polvo de oro que circunda las eras como una mística aureola, los mastines vigilantes, el bramido de los toros, el balar de las ovejas, el relincho de los caballos y el monótono canto con que acompañan los peones su faena, podéis formar en la imaginación el cuadro que no atino á describir. Ante todo, tended sobre el valle un cielo muy azul y transparente, un cielo en que no se vea á Dios sino á la Virgen: un cielo cuyas nubes, cuando las tenga, parezcan hechas con plumitas de paloma que el viento haya ido hurtando poco á poco; un cielo que se parezca á los ojos de mi primera novia y á los pétalos tersos de los " n o me olvides".

II

Á una de las haciendas de aquel valle llegó al obscurecer de cierto día Juan el organista. Tendría treinta años y era de regular figura, ojos expresivos, traje limpio, aunque pobre, y finos modales. Poco sé de su historia: me refieren que nació en buena cuna y que su padre desempeñó algunos empleos de consideración en los tiempos del presidente Herrera. Juan no alcanzó más que las últimas boqueadas de la fortuna paterna, consumida en negocios infelices. Sin embargo, con sacrificios ó sin ellos, le dieron sus padres excelente educación. Juan sabía tocar el piano y el órgano; pintaba medianamente; conocía la Gramática, las Matemáticas, la Geografía, la Historia, algo de Ciencias naturales y dos idiomas: el francés y el latín. Con estos saberes y esas habilidades pudo ganar su vida como profesor y ayudar á la subsistencia de sus padres. Estos murieron en el mismo mes, precisamente cuando el sitio de México. Juan, que era buen hijo, les lloró, y viéndose tan solo y sin parientes, entregado á solicitudes mercenarias, hizo el firme propósito de casarse, en un momento, en hallando una mujer buena, hacendosa, pobre como él y que le agradara. No tardó en hallar esta presea. Tal vez la muchacha en quien se había fijado no reunía todas las condiciones y atributos expresados arriba; mas los pobres, en materia de amor, son fáciles de contentar, especialmente si tienen ciertas aficiones poéticas y han leído novelas. Al amor que sienten se une la gratitud que les inspira la mujer suficiente desprendida de las vanidades y pompas mundanas, para decirles: " T e quiero". Creen haber puesto una pica en Flandes, se admiran de su bueua suerte, magnifican á Dios que les depara tanta dicha, y cierran los ojos con que habían de examinar los defectos de la novia, para no ver más que las virtudes y excelencias. Los pobres reciben todo como limosna: hasta el cariño.

Juan puso los ojos en una muchacha bastante guapa y avisada, pobre de condición, pero bien admitida, por los antecedentes de su familia, en las mejores casas. Era hija de un coronel que casó con una mujer rica y tiró la fortuna de ésta en pocos años. La viuda se quedó hasta sin viudedad, porque el coronel sirvió al Imperio. Mas como sus hermanas, hermanos y parientes, vivían en buena posición, no le faltó nunca lo suficiente para pagar el alquiler de la casa (veinticinco pesos), la comida (cincuenta), ni los demás pequeños gastos de absoluta é imprescindible necesidad. Para vestir bien á las niñas, como á personas de la clase que eran, tuvo sus apurillos al principio pero ellas luego que entraron en edad, supieron darse mañas para convertir el vestido viejo de una prima en traje de última moda y hacer los metamorfoseos más prodigiosos con todo género de telas y de cintas. Además eran lindas y discretas; se ganaban la voluntad de sus parientes» regalándoles golosinas y chucherías hechas por ellas; de manera que jamás carecieron de las prendas que realza la hermosura de las damas, y no sólo vestían con decoro y buen gusto, sino con cierto lujo y elegancia. Cada día del santo de alguna, ó al acercarse las solemnidades clásicas, como Semana Santa y Muertos, recibían ya vestidos, ya sombreros, ya una caja de guantes ó un estuche de perfumes. Llegó vez en que ya no les fué necesario recurrir á los volteos, arreglos ó remiendos en que tanto excedían, y aún regalaron á otras muchachas, más pobres que ellas, los desperdicios de su guardarropa. Las otras ricas las mimaban muchísimo y solían llevarlas á los paseos y á los teatros.

Rosa fué la que se casó con Juan. Las otras tres, por más ambiciosas ó menos afortunadas, continuaron solteras. No faltó quien sabiendo el matrimonio, hiciera tristes vaticinios. "Juan—decían—gana la subsistencia trabajando, hoy reúne ciento cincuenta pesos cada mes; pero, ¿qué son éstos para las aspiraciones de Rosa, acostumbrada á la holgura y lujo con que viven sus parientes y amigas?" Y con efecto: era hasta raro y sorprendente que Rosa hubiera correspondido al pobre mozo. El caso es que, fuese por el deseo de casarse, ó porque verdaderamente tomó cariño á Juan, Rosa aceptó la condición mediocre, tirando á mala, que el pretendiente le ofrecía, y se casó.

El primer año fueron bastante felices; verdad es que tuvieron sus discusiones y disgustos; que Rosa suspiraba al oir el ruido de los de los carruajes que se encaminaban al paseo: que no iba al teatro porque su marido no quería que fuese á palco ajeno; pero con mutuas decepciones y deseos sofocados, haciendo esfuerzos inauditos para sacar lustre á los ciento cincuenta pesos del marido, pasaron los primeros nueve meses.

Coincidió con el nacimiento de la niña que Dios les envió, el malestar y desbarajuste del Erario en los últimos días de Lerdo. Faltaron las quincenas, fué preciso apelar á los amigos, á los agiotistas, al empeño, y Rosa, en tan críticas circunstancias, s e confesó que había hecho un soberano disparate en casarse con pobre, cuando pudo, como otra amiga suya, atrapar un marido millonario. Las tormentas conyugales fueron entonces de lo más terrible. Las gracias y bellezas de la niña no halagaban á Rosa, que deseaba ser madre, pero de hijas bien vestidas. No pudiendo lucir á la desgraciada criatura, la culpaba del duro encierro en que vivía para cuidarla y atenderla.

Poco á poco fué siendo menos asidua y solícita con su hija; abandonó tal cuidado al marido, y despechada, sin paciencia para esperar tiempos mejores, ni resignación para avenirse con la pobreza, sólo hallaba fugaz esparcimiento en la lectura de novelas y en la conversación con sus amigas y sus primas.

Los parientes benévolos de antaño pudieron haberla auxiliado en sus penurias; pero Juan decía: "Mientras encuentre yo lo necesario para comer, no recibiré limosna de ninguno." Así es que cuando Rosa recibía algún dinero, era sin que Juan se enterase de la dádiva. Mas ¿cómo emplear aquellos cuantos pesos en vestidos y gorras, si Juan estaba al tanto de los exiguos fondos que tenía? Algunas compras pasaron como obsequios y regalos; pero aun bajo esta forma repugnaban á Juan. "No quiero—solía decir á su mujer—que te vistas de ajeno. Yo quisiera tenerte tan lujosa como una reina; pero ya que no puedo, confórmate con andar decente y limpia, cual cuadra á la mujer de un triste empleado." Rosa decía para sus adentros. "Tan pobre y tan orgulloso: ¡como todos!..." Esta misma altivez y el despego á propósito extremado con que trataba Juan á los parientes ricos de su esposa, le concitaron malas voluntades entre ellos. No pasaba día sin que por tierna compasión dijeran á Rosa:—¡Qué mal hiciste en casarte! ¡Mejor estabas en tu casa! Sobre todo, con ese talle, con esos pies, con esa cara, pudiste lograr mejor marido. No por que el tuyo sea malo; ¡nada de eso!, pero hija, ¡es tan infeliz! Y poco á poco estas palabras compasivas, el desnivel entre lo soñado y lo real, la continua contemplación de la opulencia ajena y las lecturas romanescas á que con tanto ahinco se entregaba, produjeron en Rosa un disgusto profundo de la vida y hasta cierto rencor ó antipatía al misérrimo Juan, responsable y autor de su desdicha. Rosa procuraba pasar fuera de la casa las más horas posibles, vivir la vida fastuosa y prestada á que la acostumbraron desde niña, hablar de bailes y de escándalos y hasta—¿por qué no?—escuchar sin malicia los galanteos de algún cortejo aristocrático. Al cabo de seis meses transcurridos de esta suerte, sucedió lo que había de suceder: que Rosa dio un mal paso con su primo.

Juan no cayó del séptimo cielo como Luzbel. Conservaba aún los rescoldos de la amorosa hoguera que antes le inflamó; pero no estimaba ni podía estimar á Rosa. La había creído frivola, disipada, presuntuosa y vana; pero nunca perversa y criminal. Y Rosa—hagámosle justicia plena—no delinquió por hacer daño ni por gozar el adulterio, sino por vanidad y aturdimiento. Juan, tranquilo en su cólera, abandonó el hogar profanado y salió con su hija de la ciudad. ¿Á qué vengarse? El tiempo, y sólo el tiempo, ese justiciero inexorable, venga los delitos de leso corazón.

Huía de México, como se huye de las ciudades apestadas. No quería sufrir las risas de unos y las conmiseraciones de otros. Sobre todo quería educar á su hija, que contaba á la sazón dos años, lejos de la formidable tentación. La vanidad es una lepra contagiosa—decía para sí—, (tal vez hereditaria! Quiero que mi hija crezca en la atmósfera pura de los campos: las aves 1 enseñarán á ser buena madre. En los primeros días de ausencia, la niña despertaba diciendo con débil voz:

—¡Mamá! ¡Mamá!

¡Cómo sufría al oiría el pobre Juan! Iba á abrazarla en su camita, y mojando con lágrimas los rubios rizos y la tez sonrosada de la niña, le decía sollozando:—¡Pobrecita! ¡Somos huérfanos!

Al año de esto, murió la madre de Rosita; Juan vivió con muchísimo trabajo, sirviendo de profesor en varios pueblos y ayudándose con la pintura y la música. Diez meses antes del principio de esta historia fué á radicarse en San Antonio, población principal del valle descripto en el capítulo anterior. Allá educaba á algunos chicos, pintaba imágenes piadosas que solía vender para las capillas de las haciendas y tocaba el órgano los domingos y fiestas de guardar.

Esto último le valió el sobrenombre de "Don Juan el organista." Todos le querían por su mansedumbre, buen trato y fama de hombre docto. Mas lo que particularmente le hacía simpático era el cariño inmenso que tenía á su hija.

Aquel hombre era padre y madre en una pieza. ¡Con qué minuciosa solicitud cuidaba y atendía á la pequeñuela! Era de ver cuando la alistaba y la vestía, con el primor que sólo tienen las mujeres; cuando le rezaba las oraciones de la noche y se estaba á la cabecera de la cama hasta que la chiquilla se dormía!

Rosita ganaba mucho en hermosura. Cuando cumplió cinco años—época en que principia esta historia—era vivo retrato de la madre. Las vecinas se disputaban á la niña y la obsequiaban á menudo con vestidos nuevos y juguetes. Por modo que Rosita andaba siempre como una muñeca de porcelana. Y á la verdad que era muy cuca, muy discreta, muy linda y muy graciosa, para comérsela á besos!

Veamos ahora lo que don Juan el organista fué á buscar en la vecina hacienda de la Cruz.

III

—Adelante, amigo donjuán, pase usted—.Juan se quitó el sombrero respetuosamente y entró al despacho de la hacienda. Era una pieza bastante amplia, con ventanas al campo y á un corral. Consistía su mueblaje en una mesa grande y tosca, colocada en el fondo, precisamente debajo de la estampa de Nuestra Señora de Guadalupe. La carpeta de la mesa era de color verde, tirando á tápalo de viuda; pendiente de una de sus puntas campaneábase rueco trapo negro, puesto allí para limpiar las plumas; y encima, colocados con mucho orden, alzábanse los libros de cuentas, presididos por el clásico tintero de cobre que aún usan los notarios de parroquia. Unas cuantas sillas con asiento de tule completaban el mueblaj e, y ya tendidos ó apoyados en ellas, ya arrinconados ó subidos á los pretiles de las ventanas, había también vaquerillos, estribos, chaparreras, sillas de montar, espadas mohosas, acicates y carabinas. De todo aquello se escapaba un olor peculiarísimo á crines de caballo y cuero viejo.

Don Pedro Anzúrez, dueño de la hacienda, escribía en un gran libro y con pluma de ave, porque jamás había podido avenirse con las modernas. Desde el sitio en que, de pie, aguardaba Juan, podía verse la letra ancha y redonda de don Pedro; pero Juan no atendía á los trazos y rasgos de la pluma; con el fieltro en la mano, esperaba á que le invitasen á sentarse.

—Descanse usted y no ande con cumplidos—dijo don Pedro, interrumpiendo la escritura.

continuó tan serio y gravedoso como antes, añadiendo renglones á renglones y deteniéndose de cuando en cuando, para hacer en voz baja algunas sumas. Cerró luego el librajo, forrado de cuero, puso la pluma en la copula llena de municiones, y volviéndose á Juan, le dijo así:

—Amigo mío, aproxime la silla y hablemos... ¡Eso esl ¿N o quiere usted un cigarrillo?

—Gracias, señor don Pedro, yo no fumo.

—El señor cura habrá informado á usted someramente de lo que yo pretendo.

—Con efecto; el padre me dijo anoche que tenía usted el propósito de emplearme en su casa como preceptor de los niños.

—Eso es. Usted habrá observado que yo le tengo particular estimación, no sólo por el saber que todos, sin excepción, le conceden, sino por las virtudes cristianas, tan raras en los jóvenes de hoy día, y que le hacen simpático á mis ojos. Ust ed es laborioso, humilde, fiel observante de la ley de Dios, honrando á carta cabal y padre cariñoso como pocos. Vamos. ¡Me gusta usted! Desde que trabamos amistad, con motivo de la fiesta del Carmen, cuando usted tocó el órgano en mi capilla, he comprendido que está usted fuera de su centro, y que hombre de educación tan esmerada merece mejor suerte y el auxilio de todos los que piensan como yo. Con que, ¿no tiene usted reparo en admitir lo que le propongo? ¿Acepta usted?

—Con el alma y la vida, señor don Pedro.

—Pues vamos ahora á tratar del asunto mercantilmente. Usted tendrá casa, comida y cincuenta pesos al mes. Por supuesto, vendrá usted con su hija. Mi esposa y mis dos hijas mayores quieren mucho á la niña, y tratarán á usted como á persona de la familia. Los deberes del preceptor son los siguientes: enseñar á mis dos chicos la aritmética, un poco de gramática, el francés y la teneduría de libros. ¿Convenidos?

—Señor don Pedro, usted me colma de favores. Á duras penas logro conseguir en el pueblo la suma que usted me ofrece, y de ella salen el alquiler de la casa, el peso diario del gasto y el alumbrado, ¿cómo, pues, no admitir con regocijo lo que usted me propone?

—Pues doblemos la hoja. La habitación de usted será la que ya conoce... junto á la pieza del administrador. No es muy grande: consta de dos cuartos bastante amplios y bien ventilados. Además usted tiene como suya toda la casa. Más que como empleado, como amigo. Conque, ¿cuándo puede usted instalarse?

—Mañana mismo, si usted quiere.

—No, mañana es domingo, y no está bien que se trabaje en la mudanza. Será el lunes.

Don Pedro se levantó de su sillón. Juan, confundido, se despidió, y así acabó, con regocijo de ambos, la entrevista.

IV

No pintaré la vida que llevaba Juan en la hacienda de la Cruz. Trabajaba de nueve á doce con los niños, comía con la familia, y en las tardes se iba de paseo ó á leer en el banco del jardín. Poco á poco le fueron tomando cariño todos los de la casa; mas sin que tales muestras de afecto le envalentonaran ni le sacasen de quicio, como suele pasar á los que por soberbia creen merecerlo todo. Juan consideraba que era un pobre empleado de don Pedro, y que, como tal, debía tratarle con respeto, lo mismo que á los demás de la familia. Y á la verdad que ni con linterna se hallarían personas más sencillas ni más buenas que la esposa y las hijas de don Pedro. Ni una brizna de orgullo había en aquellas almas, de incomparable mansedumbre. Juana, la hija mayor, era un poquito cascarrabias. También era la que llevaba el peso de la casa y tenía que tratar con los criados. Pero sus impaciencias y corajes eran siempre tan momentáneos como el relámpago. Enriqueta tenía mayor dulzura de carácter. Y en cuanto á la señora, caritativa, franca, inteligente, merecía ser tan feliz como lo era.

Juan agradecía á don Pedro y su familia más que la distinción con que le trataban, el cariño que habían manifestado á Rosita,

Enriqueta particularmente era la más tierna con la niña. Parecía una madre; pero una madre doblemente augusta: madre y virgen. Muchas veces, Juan intentó poner prudentemente coto á tales mimos, temeroso, tal vez con fundamento, de que la niña se mal acostumbrase y ensoberbeciera. Mas ¿qué padre no ve con alborozo la dicha de su hija? Lo que pasó fué que, gradualmente, aquellas solicitudes de Enriqueta, aquel tierno cuidado, despertaron en Juan un blando amor, escondido primero bajo el disfraz de la gratitud, pero después tan grande, tan profundo y tan violento, como oculto, callado y reprimido. El trato continuo, el diario roce de aquellas almas buenas y amorosas, daban pábulo á la pasión intensa del desgraciado preceptor. Pero Juan conocía perfectamente lo irrealizable que era su ideal. Estaba allí en humilde, condición, acogido, es verdad, con mucho aprecio; mas distante de la mujer á quien amaba, como lo están los lagos de los soles. ¿Sabía, acaso, cuáles eran los propósitos de sus padres? Habíanla instruido y educado con esmero, no para compañera de un pobre hombre que nada podría darla, fuera del amor, sino para mujer de un hombre colocado en digna y superior categoría. Si la hablara de amor, sería como el hombre á quien hospedan por bondad en una casa, y aprovechando la ocasión más favorable, s e roba alguna joya. No; Juan no lo haría seguramente. Corresponder de tal manera á los favores que don Pedro le había hecho hubiera sido falta de nobleza. Mil veces, sin embargo, el amor, que es gran sofista, le decía en voz muy baja: "¿Por qué no?"

V

Bien comprendía Juan la imposibilidad de que su amor permaneciera oculto mucho tiempo; pero medroso y convencido de su propia desgracia, alejaba adrede el día de la inevitable confesión. Á solas, en la obscuridad de su alcoba, ó en el silencio del jardín, imaginaba fácil y hacedero lo que después le parecía imposible. Mas como siempre nos inclinamos á creer aquello que nos agrada, poco á poco la idea de que sus sueños no eran de todo punto irrealizables, como al principio sospechó, fué ganando terreno en su entendimiento. Parecían favorecer esta transformación moral, las continuas solicitudes de Enriqueta, cada vez más tierna y bondadosa con Rosita y más amable con el pobre Juan. Este interpretaba tales muestras de cariño como prendas de amor, y hasta llegó á creer—¡tan fácil es dar oído á la presuntuosa vanidad!—que Enriqueta le amaba y que tarde ó temprano realizaría sus ilusiones. ¿Con qué contaba Juan para subir á ese cielo entrevisto en sus alucinaciones y sus éxtasis? Con el gran cómplice de los enamorados y soñadores: con lo inesperado.

Lo peor para Juan era el trato íntimo que tenia con Enriqueta. Vivía en su atmósfera y sentía su amor sin poseerlo, corno se embriagan los bodeguederos con el olor del vino que no beben. Cada día Juan encontraba un nuevo encanto en la mujer amada. Era como si asistiese al tocador de su alma y viera caer uno á uno todos los velos que la cubrieran. Además nada hay tan invenciblemente seductor como una mujer hermosa en el abandono de la vida íntima. Juan miraba á Enriqueta cuando salía de la alcoba, con las mejillas calientes aún por el largo contacto de la almohada. Y la veía también con el cabello suelto ó recostada en las rodillas de la madre. Y cada actitud, cada movimiento, cada ademán, le descubrían nuevas bellezas. E igual era el crecimiento de su admiración en cuento atañe á la hermosura moral de Enriqueta. Todas esas virtudes que buscan la obscuridad para brillar y que nunca adivinan los profanos; todos esos atractivos irresistibles que la mujer oculta, avara, á los extraños, y de que sólo goza la familia, aumentaban la estimación de Juan y su cariño. Tenían además aquellas dos vidas un punto de coincidencia: Rosita. Enriqueta prodigaba á la niña todas las ternezas y cuidados de una madre joven; de una madre que fuera á la vez como la hermana mayor de su hija. Cierta vez la niña enfermó. Fué necesario llamar á un doctor de México, cuyo viaje fué costeado por don Pedro. Enriqueta no abandonó un solo momento á la enfermita.

La veló varias noches, y al ver á Juan desfallecido de dolor, le decía, cariñosa:

—No desespere usted. La salvaremos. Ya le he rogado á nuestra Madre de la Luz que nos la deje. Venga usted á rezar conmigo la novena.

La niña sanó; pero el mísero Juan había empeorado. Precisamente el día en que el médico la dio de alta, Juan fué al comedor de la hacienda. Habían servido ya la sopa cuando don Pedro dijo en alta voz:

—Hoy es un día doblemente fausto. Rosita entra en plena convalecencia y llega Carlos á la hacienda.

Luego, inclinándose al oído de Juan, agregó:

—Amigo mío, para usted no tenemos secretos, porque es ya de la familia: Carlos es el novio de Enriqueta.

VI

Cómo, Enriqueta tenía novio! He aquí que lo inesperado, ese gran cómplice en quien Juan confiaba, se volvía en contra suya. ¡Y cuándo!... Cuando después de aquella enfermedad de la niña, durante la cual Enriqueta había dividido con él las zozobras y los cuidados, era más viva y más intensa su pasión.

Juan creyó morirse de congoja, y al volver á su pieza y ver á su hija que le tendía los escuálidos bracitos, exclamó, como en aquellos instantes supremos que siguieron al abandono de su esposa: "¡Ay, pobre hija, ya no tienes madre!" Con efecto, ¿no era Enriqueta la madre de Rosita? Pues también le iba á dejar huérfana, como la otra, á irse con un hombre á quien Juan no conocía aún, pero que odiaba. ¿Quién era aquel Carlos? Probablemente un rico... los pobres ponen siempre en defecto á los que odian. ¡Buen mozo! Juan no lo era, y comprendía instintivamente que el triunfo de su rival era debido á las cualidades de que él carecía. Inteligente...—No, inteligente no—murmuró Juan.

Poco á poco, la luz se fué haciendo en el cerebro del desgraciado preceptor. Y comenzó á explicarse claramente cuantos ademanes, acciones y palabras de Enriqueta interpretó favorablemente á su pasión. Era aquello un deshielo de ilusiones. El sol calentaba con sus rayos la estatua de nieve, y la figura deshacíase. Juan decía para sí:

"¡Qué necio fui! Yo tenía un tesoro de miradas, sonrisas y palabras; esto es, diamantes, perlas y oro. Y ahora un extranjero viene á mí, se acerca y me dice con tono imperioso:—Devuélveme cuanto posees. Nada de eso es tuyo. Todo es mío. ¿Recuerdas el rubor que tiñó su rostro cuando, delante de ti, le preguntaron si amaba á alguien? Tú imaginaste que ese rubor era la sombra de tu alma, y no era más que el calor de la mía. Una tarde la hallaste sola en el jardín y echó á correr para que no la vieras.—Me huye porque sabe mi cariño—dijiste para tus adentros—.¡Pobre loco! Te esquivaba para ocultar la carta que yo le escribí y que ella leerá con los labios. Y esas miradas húmedas de amor que clavaba en tu rostro algunas noches iban dirigidas á mí. Hasta al acariciar la cabecita de tu hija pensaba en los niños que tendríamos, y, por lo tanto, en mí también. Cuantos recuerdos tienes son robados. Devuélveme tus joyas una á una."

Y cada vez se iba quedando más pobre y más desnudo. Hasta que al fin sus piernas flaquearon y cayó desfallecido en el suelo.

Juan no murió de pena porque la muerte no se apiada nunca de los infelices. En la noche de aquel terrible día llegó Carlos á la hacienda; Juan no quiso bajar al comedor, pero desde su pieza, sentado á la cabecera de la cama en donde dormía su hija convaleciente, escuchaba el ruido de los platos y las alegres risas de los comensales. ¿Cómo sería Carlos? La curiosidad impulsaba á Juan á salir callandito é ir á espiar por el agujero de la llave. Pero la repugnancia que el novio de Enriqueta le inspiraba y el caimiento de su ánimo, le detuvieron. Á poco rato cesó el ruido, Juan oyó los pasos del recién llegado que atravesaba el patio tarareando una mazurca; la conversación de los criados que limpiaban la vajilla en la cocina, y luego... pisadas de mujer que se acercaban. Entonces recordó. Enriqueta tenía costumbre de ir todas las noches y antes de acostarse á ver á su enfermita y curarla bien. ¡Iba á entrar á la alcoba! Juan no tuvo tiempo más que para ocultar la cabeza entre sus brazos, tendido en la cama, y fingir que dormía. ¿Para qué verla? Sobre todo el llanto puede sofocarse mientras no se habla; pero las palabras abren, al salir, la cárcel de las lágrimas, y éstas se escapan.

Enriqueta entró de puntillas, y viendo á Juan con extrañeza, titubeó algunos momentos antes de acercarse á la cama. Por fin se aproximó. Con mucho tiento y procurando hacer el menor ruido posible, cubrió bien á la niña con sus colchas. Después se inclinó para besar en las mejillas y en la frente á su enfermita. Juan oyó el ruido de los besos y sintió la punta de las senos de Enriqueta rozando uno de sus-brazos. Tenía los ojos apretadamente cerrados y se mordía los labios. Cuando el ruido de las pisadas de Enriqueta se fué perdiendo poco á poco en el sonoro pasadizo, Juan se soltó á llorar.

VII

¿Para qué referir uno á uno sus padecimientos? Tres meses después de aquella noche horrible, Enriqueta se casaba en la capilla de la hacienda. Y—¡cosa extraña!—Juan, que no había tocado el órgano en mucbo tiempo, iba á tocarlo durante la ceremonia religiosa. La víspera de aquel día solemne, don Pedro dijo al infortunado preceptor:

"Mañana, amigo mío, es día de fiesta para la familia; Carlos es buen muchacho y hará la felicidadde Enriqueta. Á no ser por esta consideración, le aseguro á usted que estaríamos muy tristes... Ya usted lo ve... ¡Enriqueta es la alegría de la casa y se nos va! Pero hay que renunciar al egoísmo y ver por la ventura de los nuestros. Estas separaciones son necesarias en la vida. Yo quiero que la boda sea solemne. Verá usted, amigo mío, verá usted qué canastilla de boda le ha preparado á la muchacha su mamá. Ya pierdo la cabeza y me aturdo con tantos preparativos. Casamos á Enriqueta en la capilla para ahorrarnos los compromisos que habríamos tenido en México; pero fué necesario, sin embargo, invitar á los parientes más cercanos y á los amigos íntimos. Y ya habrá usted notado el barullo de la casa. No hay un rincón vacío. Pero, á todo esto, olvidaba decir á usted lo más urgente. Quiero, amigo don Juan, que mañana nos toque usted el órgano. Ya sé que hace usted maravillas. El órgano de la capilla es malejo; pero he mandado que lo afinen. Conque, ¿puedo confiar en su bondad?

Juan aceptó. Había pensado no pasar el día en la casa: irse con cualquier pretexto al pueblo, al monte, á un lugar en que estuviera solo. Pero fué necesario que apurase el cáliz. ¡Convenido! Iba á tocar el órgano en el matrimonio de su amada. ¡Qué amarga ironía!

Pasó la víspera encerrado en su cuarto. ¡Qué día aquel! Al pasar por una de las salas para ir al escritorio de don Pedro, que le mandó llamar, Juan vio sobre la mesa la canastilla de boda de Enriqueta. Casualmente, la mamá estaba cerca y quiso enseñar á Juan los primores que guardaba aquella delicada cesta de filigrana. Y Juan vio todo: los pañuelos de finísima batista, el collar de perlas, los encajes de Bruselas, las camisas transparentes y bordadas, que parecían tejidas por los ángeles.

Por fin amaneció el día de la boda; Juan, que no había podido pegar los ojos en toda la noche, fué á la capilla, aún obscura y silenciosa. Ayudó á encender los cirios y á arreglar las bancas. Después, concluida la tarea, se subió al coro; Rosita le acompañó. La pobre niña estaba triste. Enriqueta la había olvidado por un novio y por los preparativos de su matrimonio. Además, con esa perspicacia de las niñas que han sufrido, Rosita adivinaba que su padre sufría.

Desde el coro podía mirarse la capilla de un extremo á otro. Poco á poco se fué llenando de invitados. Por la ventana que daba al patio, se veía la doble hilera de los peones de la hacienda, formados en compactos batallones. Á las siete, los novios, acompañados de los padrinos, entraron á la capilla. ¡Qué hermosa estaba Enriqueta! Parecía un ángel vestido de sus propias alas. Se arrodillaron en las gradas del aliar; salió el señor cura de la sacristía, precedido de la dorada cruz y los ciriales, llenó el presbiterio la aromática nube del incienso y comenzó la ceremonia. Juan tocó primero una marcha de triunfo. Habríase dicho que las notas salían de los angostos tubos del órgano, á caballo¿tocando las trompetas y moviendo cadenciosamente las banderas. Era una armonía solemne, casi guerrera, un arco de triunfo hecho con sonidos, bajo el cual pasaban los arrogantes desposados. De cuando en cuando, una melodía tímida y quejumbrosa se deslizaba como un hilo negro en aquella tela de notas áureas. Parecía la voz de un esclavo, uncido al carro del vencedor. En esa melodía fugitiva y doliente se revelaba la aflicción de Juan, semejante á un enorme depósito de agua del que sólo se escapa un tenue chorro. Después las ondas armoniosas se encresparon, como el bíblico lago de Tiberiades. El tema principal saltaba en la superficie temblorosa, como la barca de los pescadores sacudida por el oleaje. Á veces una ola lo cubría y durante breves instantes quedaba sepultado é invisible. Pero luego, venciendo la tormenta, aparecía de nuevo airoso, joven y gallardo, como un guerrero que penetra, espada en mano, por entre los escuadrones enemigos, y sale chorreando sangre, pero vivo.

Aquel extraño acompañamiento era una improvisación; Juan tocaba traduciendo sus dolores; era el único autor de esa armonía semejante á una fuga de espíritus en pena, encarcelados antes en los tubos. Al salir disparadas con violencia por los cañones de metal, las notas se retorcían y se quejaban. En ese instante, el sacerdote de cabello cano unía las manos blancas de los novios.

Después la tempestad se serenó. Cristo apareció de pie sobre las olas del furioso lago, cuyas movibles ondas se aquietaron. Una tristeza inmensa, una melancolía infinita sucedió á la tormenta. Y entonces la melancolía se fué suavizando: era un mar, pero un mar tranquilo, un mar de lágrimas. Sobre esa tersa superficie flotaba el alma dolorida de Juan. El pobre músico pensaba en sus ilusiones muertas, en sus locos sueños, y lloraba muy quedo, como el niño que, temeroso de que lo reprendan, oculta su cabecita en un rincón. En la ternura melódica se unian los sollozos, las canciones monótonas de los esclavos y el tristísimo son del "alabado". Veía con la imaginación á Enriqueta, tal como estaba la primera noche que él pasó en la hacienda, allí, en esa misma capilla, hoy tan resplandeciente y adornada. La veía rezando el rosario, envuelta por un rebozo azul obscuro. Bien se acordaba: cuando todos salieron paso á paso, Enriqueta, que era la última en levantarse, se acercó al cuadro de la Virgen de la Luz, colgado en uno de los muros y tocó con sus labios las sonrosadas plantas de la imagen. ¡Cuánto la había querido el pobre Juan! ¡Se acabó! ¿Á qué vivir? Allí está la lujosa y elegante al lado de su novio, que sonreía de felicidad. Y cada vez la melodía era más triste. En el momento de la elevación, las campanas sonaron y se oyó el gorjear de muchos pájaros asomados en las ojivas. Era el paje á quien obligan á cantar y que, resuelto, tira el laúd, diciendo: "¡Ya no quiero!" Mas á poco la música azotada por la mano colérica del amo, volvió á sonar, más melancólica que antes. Hasta que al fin, cuando la misa concluía, las notas conjuradas y rabiosas estallaron de nuevo, en una inmensa explosión de cólera. Y en medio de esa confusión, en el tumulto de aquel escape de armonías mutiladas y notas heridas, se oyó un grito. El aire continuó vibrando por breves momentos. Parecía un gigante que refunfuñaba, Y luego, el coro quedó silencioso, nudo el órgano, y en vez de melodías ó himnos triunfales se oyeron los sollozos de una niña.

Era Rosita que lloraba sin consuelo, abrazada al cadáver de su padre.

Un 14 de julio

(Histórico)


Voy á referiros una breve y triste historia, y voy á referirla porque hoy habrá muchos semblantes risueños en las calles, y es bueno que los alegres, los felices, se acuerden de que hay algunos, muchos desgraciados. Es un episodio del 14 de Julio, pero no del 14 de Julio de 1 7 8 9, sino del 14 de Julio 1890. Y la heroína es una paisana nuestra, una hermosa y desventurada mexicana. ¡Ah! De ella hablaron mucho los diarios de París hace dos años: más que de Mme. Iturbe y de sus traj e s, más que de la señorita Escandón y de su boda. Arsenio Houssaye, ese anciano coronado de rosas, le dedicó una página brillante, una aureola de oro como esas que circundan las sienes de las mártires. La piedad la amó un momento, un momento nada más, porque la piedad tiene siempre muchísimo que hacer. Y ahora que miro esas banderas, esas flámulas, esos gallardetes, símbolos de noble regocijo, pienso en la pobre mexicanita que pasó en París el 14 de Julio de 1890.

Estaba casada con un francés que vino á nuestra tierra cuando la malhadada intervención. Aquí tuvo seis hijos... ya sabéis que la pobreza es muy fecunda! Vivían penosamente, y el marido, esperanzado en hallar protección más amplia en su país, regresó á Francia con su mujer y su media docena de criaturas. El era pintor, decoraba, hacía cuadritos de flores y de frutas para comedores, iluminaba retratos y tenía buena voluntad para admitir cualquier trabajo honesto. Pero he aquí lo que no hallaba. ¡Es tan grande París! ¡Hay en sus calles tanto ruido! ¡Es tan difícil percibir allí la voz de un hombre!

Altivo, orgulloso como era, jamás se habría resignado á pordiosear. La miseria, enamorada sempiterna del orgullo, vino á acompañarle.

Una noche, agotados ya todos sus recursos, dijo:

—Es preciso morir.

Le oyó el más pequeñuelo de sus hijos, y preguntó entonces á la madre:

—Mamá, ¿qué cosa es morir?

—Morir, hijito, es irse al cielo.

—¿Y cómo será el cielo? ¿como el mar?

—No; el cielo es un jardín en donde hay muchas flores y muchas frutas y muchos juguetes para los niños.

—S í, pero no serán para mí. También aquí hay todo eso y nada es mío.

—En el cielo cogen los niños que no son traviesos cuanto quieren.

—¡Mamá, vamos al cielo!

La muchachita, que escuchaba atenta, terció entonces en la plática:

—Pero el viaje ha de ser largo, muy largo... ¡De aquí al cielo!...

—No, mucho más cómodo y más rápido que el de México á Francia. S e duerme uno, y cuando despierta está en el cielo.

—¿Y allá hay fiestas como la de mañana, con fuegos artificiales y con músicas?

—Todo el año.

—Pues iremos.

Y aquellas criaturas, para quienes la tierra era tan dura, se alborotaron con la idea de ir al cielo.

¡Morir! ¡Qué hermosa palabra! Sonaba en sus oídos como suena, cantando, en los de algunos hombres.

—Pero no nos iremos todavía—dijo otro de los niños—. Mañana es el 14 de Julio. Quiero ver los fuegos.

Padre y madre cruzaron una mirada suplicante.

—¡Esperaremos!

Casi habían olvidado ya su hambre con la esperanza de ir al cielo y se durmieron soñando en rehiletes de estrellas y en jugueterías de porcelana blanca, atendidas por ángeles. Sólo ia más chiquita, que no había entendido, dijo con voz desfalleciente:

—Mamá! papá!...

Los dos esposos se miraban sin hablar. ¿Cómo esperar á mañana?

—Yo puedo todavía, vendiendo lo último, juntar un franco. ¡Pedro, quierejuanito ver los fuegos!

Y aguardaron...—Sería blasfemar escribir: esperaron—. El padre tenía una tablita de flores pintadas, que no había podido vender. Iba á regalársela á la buena señora del estanquillo. ¡Tal vez le diera algo!

Muy temprano fué. Ya cantaba la fiesta su himno triunfal en plazas y bulevares jHÜA poco abríase de nuevo la puerta del tabuco, y el pintor entraba de regreso.

—¿Qué te dieron?

Aquél, vencido, sin desplegar los labios, dejó caer en el suelo unas cuantas estampas.

Eso... para que los niños se diviertan. ¿N o recordáis la historia de Schiavone? Aquel pintor veneciano también tenía mujer, seis hijos y hambre. También era soberbio. Y pintó no sé qué para los padres de la Santa Croce; fué á entregar su trabajo y los padres le dieron como recompensa un ramillete de rosas. También dejó caer les flores sobre la desnuda tarima, y la blanca Giacinta, su mujer, fué deshojando en los platos vacíos, y cuando ya no hubo más pétalos, dijo al esposo y á los hijos:

—Venid; ya está la cena.

Un instante después moría de hambre.

La mexicana sí había reunido ya algo más de un franco para pasar el día 14. Todos juntos salieron á la calle, para que los niños pasearan. ¡Qué alegría! ¡qué esplendor!

Los muchachitos, débiles y enfermos, al pasar por frente á los aparadores, decían:

—Mamá, ¿qué hay en el cielo, pollo asado?

—¿Y jamón?

—¿Y pasteles?

La muchacha más grande, la de catorce años, veía con tristeza los escaparates de las tiendas de modas. Era hermosa, y se iba sin que el mundo lo hubiera conocido. Tal vez la pobrecita no creía en el cielo; pero en la muerte hospedadora sí. No engañaron sus oídos las músicas de viento; no engañaron sus ojos los fuegos artificiales; no engañaron su imaginación las promesas de cielo. Sí, el cohete sube; también resplandeciente quiere llegar á las estrellas... pero en el aire se apaga. Lo cierto es la armazón, es el esqueleto del "castillo" que un momento fulguró. Y lo cierto es la noche, densamente negra.

Ella fué la primera que dijo:

—¿Ya nos vamos?

Y los niños más chicos, en coro, repitieron:

—Sí, papacito; vamonos al cielo.

En el camino compraron un pan. Tenían más hambre, mucha hambre. En su tabuco devoraron aquel pan. El padre, no: no pudo; la madre no; no quiso.

Pero en ese pan habíase empleado hasta el último céntimo. Y para dormir bien, para dormir como ellos querían, el carbón era indispensable.—¡Ahí ¡no hay cuidado—dijo la mayor—.La portera me fía.

Y salió. Y lo trajo.

No hubo necesidad de que apagaran la vela. También ella se apagó. Ardía el carbón, y su fulgor dantesco semejaba un boquete del infierno asomando en la sombra. ¿Quién llora? ¿Quién solloza? ¿Quién se queja? ¿Quién se retuerce? ¿Quién sofoca blasfemias? ¿Quién se ahoga?

La asfixia se lleva primero al niño de pecho, amordaza después á los más débiles; amarra á los padres para que presencien, impotentes, la agonía de sus hijos; y en medio de este horror y de esta espantosa lucha muda, rasga el silencio la voz de la hija mayor:

—¡Ya no! ¡Ya no! ¡Ya quiero morir! ¡Padre, perdóname!


Al día siguiente un vecino rompió la puerta; adentro estaban los cadáveres. Los sacan al aire, hacen esfuerzos inauditos... ¡Todo inútil!

¿Verdad que ese cuadro debió de ser horrible? La vida inventó un castigo, inventó un suplicio que no había soñado el Dante: ¡la madre estaba viva!

¡Ah! ¡este sí que excede á todos los tormentos! Ugolino devora á sus hijos; pero los lleva dentro de sí. Y Ugolino muere. Á aquella madre no la quiso la muerte.


¿En dónde está? ¿No se ha aplacado Dios? ¿No ha permitido que muera? ¡Santo cielo! Cuando asisto á las fiestas de este día, cuando miro reir y juguetear en la kermesse á tantos niños bien vestidos, pienso en las inocentes criaturas que, hambrientas y asfixiadas, perecieron ha dos años, y digo á las almas buenas:

—¡Una candad, por amor de DiosI

... Señor, ¿en dónde está la pobre mexicana? ¡Si vive aún, dale la muerte de limosna!

Cuento triste

¿Por qué me pides versos? Hace ya tiempo que mi pobre imaginación, como una flor cortada demasiado temprano, quedó en los rizos negros de una espesa cabellera, tan tenebrosa como la noche y como mi alma. ¿Por qué me pides versos? Tú sabes bien que del laúd sin cuerdas no brotan armonías y que del nido abandonado ya no brotan gorjeos. Vino el invierno y desnudó los árboles; se helaron las aguas del río donde bañabas tu pie breve y aquella casa, oculta entre los fresnos, ha oído frases de amor que no pronuciaron nuestros labios y risas que no alegraban nuestras almas. Parece que un amor inmenso nos separa

Yo he corrido tras el amor y tras la gloria como van los niños tras la coqueta mariposa que se burla de la persecución y de sus gritos.

Todas las rosas que encontré tenían espinas, y todos los corazones olvido.

El libro de mi vida tiene una sola página de elicidad, y esa es la tuya.

No me pidas versos. Mi alma es como esos pájaros viejos que no saben cantar y pierden sus plumas una á una, cuando sopla el cierzo de Diciembre.

Hubo un momento en que creí que el amor era absoluto y único. No hay más que un amor en mi alma, como no hay más que un sol en el cielo, decía entonces. Después supe, estudiando astronomía, que los soles son muchos.

Toqué á la puerta de muchos corazones y no me abrieron porque dentro no había nadie.

Yo vuelvo ya de todos los países azules en que florecen las naranjas de color de oro. Estoy enfermo y triste. No creo más que en Dios, en mis padres y en ti. No me pidas versos.

Preciso es, sin embargo, que te hable y te cuente una por una mis tristezas. Por eso voy á escribirte, para que leas mis pobres cartas junto á la ventana, y pienses en el ausente que jamás ha de volver. Las golondrinas vuelven después de larga ausencia, y se refugian en las ramas del pino. La brújula señala siempre el Norte. Mi corazón te busca á ti.

¿D e qué quieres que te hable? Deja afuera la obscuridad y haz que iluminen tu alma las claridades del amor. Somos dos islas separadas por el mar; pero los vientos llevan á ti mis palabras y yo adivino las tuyas. Cuando la tarde caiga y las estrellas comiencen á brillar en el espacio, abre tú los pliegos cerrados que te envío, y escucha las ardientes frases de pasión que lleva el aire á tus oídos. Figúrate que estamos solos en el bosque, que olvidé todo el daño que me has hecho, y que en el fondo del coupé capitoneado te hablo de mis ambiciones y de mis sueños. Óyeme como escuchas el canto de las aves, el rumor de las aguas, el susurro de la brisa. Hablemos ambos de las cosas frivolas, esto es, de las cosas serias. La tarde va á morir: el viento mueve apenas sus alas como un pájaro cansado; los caballos que tiran del carruaje corren hacia la casa en busca de descanso; la sombra va cayendo lentamente... aprovechemos los instantes.


Hace muy pocos días paseaba yo por el parque pensando en ti. La tarde estaba nublada y mi corazón triste.

Cómo han cambiado las cosas! Los carruajes que van hoy al paseo no son los mismos que tú y yo veíamos. Veo caras nuevas tras de los cristales y no encuentro las que antes distinguía. ¿T e acuerdas de aquella que encontrábamos siempre en trois quart á la entrada del paseo? Pues voy á referirte su novela. Amaba mucho; las ilusiones cantaban en su alma como una bandada de ruiseñores; se casó y la engañaron. Todavía recuerdo la impaciencia con que contaba los días que faltaban para su matrimonio. La noche que recibió el traje de novia creyó volverse loca de contento. Yo la miré en la iglesia al día siguiente, coronada de blancos azahares, trémula de emoción y con los ojos henchidos de lágrimas. ¿Quién nos hubiera dicho que aquel matrimonio era un entier r o? S e amaban mucho los dos, ó, por lo menos, lo decían así. Iban á realizar sus ilusiones; la riqueza les preparó un palacio espléndido y los que de pie en la playa la miramos partir en barca de oro, dijimos: ¡Dios la lleva con felicidad!

Unos meses después encontré á su marido en un café.

—¿Y Blanca?

—¡Está algo mala!

Era verdad, Blanca estaba mala; Blanca se moría. Enrique la dejaba por ir en pos de los placeres fáciles, y Blanca, sola en su pequeña alcoba, pasaba las noches sin dormir, mirando cómo se persiguen y se juntan las agujas en la muestra del r e l o j. Una noche Enrique no volvió. al día siguiente, Blanca estaba más pálida: parecía de cera.

Hubiérase creído que la luz del alba, que Blanca vio aparecer muchas veces desde su balcón, le había teñido el rostro con sus colores de azucena.

—¿Por qué no viene?—preguntaba, sondeando con los ojos la obscuridad profunda de la calle.

Y graznaban las lechuzas, y el aire frío de la madrugada le hería el rostro, y Enrique no volvía. De repente suenan pasos en las baldosas. Blanca se inclina sobre el barandal para ver si venia. ¡Esperanza frustrada! Era un borracho que regresaba á su casa, tropezando con los faroles y las puertas.

Así pasaron días, semanas, meses: Blanca cada día estaba peor. Los médicos no atinaban la cura de su enfermedad. ¿Acaso hay médicos de almas?

Una noche Blanca le dijo á Enrique:

—No te vayas. Creo que voy á morirme. No me dejes.

Enrique se rió de sus temores y fué al círculo, donde le esperaban sus amigos. ¿Quién se muere á los veinte años?

Blanca le vio partir con tristeza. S e puso después frente á un espejo, alisó sus cabellos y comenzó á prender entre sus rizos diminutos botones de azahar.

Dos grandes círculos morados rodeaban sus ojos. Llamó en seguida á su camarera, se puso el traje blanco que le había servido para el día del matrimonio y se acostó. Al amanecer, cuando Enrique volvió á su casa, vio abiertos los balcones de su alcoba; cuatro cirios ardían en torno de la cama. Blanca estaba muerta.


—¿Ya lo ves? La vida mundana, tan brillante por fuera, es como los sepulcros blanqueados de que nos habla el Evangelio. La riqueza oculta con su manto de arlequín muchas miserias.

Cierra tus oídos á las palabras del eterno tentador. No ambiciones el oro, que es tan frío como el corazón de una coqueta. Sé buena, reza mucho y ama poco.


Publicado el 28 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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