Tragedias de Actualidad

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento, Teatro


(EL ALQUILER DE UNA CASA)


PERSONAJES

EL PROPIETARIO: hombre gordo, de buen color, bajo de cuerpo y algo retozón de carácter.

EL INQUILINO: joven flaco, muy capaz de hacer versos.

LA SEÑORA: matrona en buenas carnes, aunque un poquito triquinosa.

Siete u ocho niños, personajes mudos.


ACTO ÚNICO

EL PROPIETARIO: ¿Es usted, caballero, quien desea arrendar el piso alto de la casa?

EL ASPIRANTE A LOCATARIO: Un servidor de usted.

–¡Ah! ¡Ah! ¡Pancracia! ¡Niños! Aquí está ya el señor que va a tomar la casa. (La familia se agrupa en torno del extranjero y lo examina, dando señales de curiosidad, mezclada con una brizna de conmiseración.) Ahora, hijos míos, ya le habéis visto bien; dejadme, pues, interrogarlo a solas.

–¿Interrogarme?

–Decid al portero que cierre bien la puerta y que no deje entrar a nadie. Caballero, tome usted asiento.

–Yo no quisiera molestar…, si está usted ocupado…

–De ninguna manera, de ninguna manera; tome usted asiento.

–Puedo volver…

–De ningún modo. Es cuestión de brevísimos momentos. (Mirándole.) La cara no es tan mala…, buenos ojos, voz bien timbrada…

–Me había dicho el portero…

–¡Perdón! ¡Perdón! ¡Vamos por partes! ¿Cómo se llama usted?

–Carlos Saldaña.

–¿De Saldaña?

–No, no señor, Saldaña a secas.

–¡Malo, malo! El de habría dado alguna distinción al apellido. Si arrienda usted mi casa, es necesario que agregue esa partícula a su nombre.

–¡Pero, señor!

–Nada, nada: eso se hace todos los días y en todas partes; usted no querrá negarme ese servicio. Eso da crédito a una casa… Continuemos.

–Tengo treinta años, soy soltero.

–¿Soltero?… ¿Todo lo que se llama soltero? Yo no soy rigorista ni maníaco: recuerdo aún mis mocedades; no me disgustaría encontrar lindos palmitos en la escalera; el ruido de la seda me trae a la memoria días mejores… Pero ¡salvemos las conveniencias, sobre todo!

–Pero, señor mío…

–Sí, sé lo que va usted a contestarme: que esto no me atañe, que nadie me da vela en ese entierro; pero, mire usted por ejemplo, me disgustaría espantosamente que la novia de usted fuera morena…

–Repito que…

–Estése usted tranquilo; será una debilidad, yo lo confieso, ¡pero a mí me revientan las morenas! No puedo soportarlas. Dejemos, pues, sentado que, si la casa le conviene, se obliga usted por escrito a que todas sus amigas sean muy rubias. ¿Tiene usted profesión?

–Ninguna.

–Lo celebro. Es la mejor garantía de que los inquilinos no harán ruido.

–Me dedico a cuidar mis intereses…

–Perfectamente, ya hablaremos de eso: le voy a presentar con mi abogado.

–Gracias. Tengo el mío.

–No importa, cambiará usted en cuanto se mude a casa. Yo he prometido solemnemente a mi abogado darle la clientela de mis inquilinos. Y ¿qué tal de salud?

–Yo, bien, ¿y usted?

–No, no digo eso: lo que pregunto es cuál es su temperamento. ¿Es usted linfático, sanguíneo, nervioso?

–Linfático…, me parece que linfático.

–¡Pues desnúdese usted!

–¿Qué…?

–Por un instante. Es una formalidad indispensable. No quiero que mis inquilinos sean enfermos.

–Pero…

–¡Vamos! La otra manga. ¡Malo!, ¡malo! No parecía usted tan flaco. ¿Sabe usted cuánto pesa?

–No.

–El cuello es corto… ¡Dios mío! Esas venas; ¡mucho cuidado con la apoplejía!

–¿No acabaremos?

–Será preciso que usted se comprometa formalmente a tomar una purga al principio de cada estación. Yo indicaré a usted la botica en que debe comprarla.

–¿Puedo ponerme la levita?

–Espere usted un momento. ¿No hace usted ejercicio?

–Doy once vueltas a la Alameda por las tardes.

–Eso es poco. De hoy en adelante vivirá usted en el campo tres meses cada año. Eso conviene para la buena ventilación de las viviendas y para que se conserve en buen estado la escalera. Nosotros siempre viajamos en otoño.

–Conque habíamos dicho que treinta y cinco pesos…

–¿Qué?

–Confieso a usted que la renta me parece un poquito exagerada…

–Pero hombre, ¡qué renta ni qué ocho cuartos! ¡Todo se andará! ¡Vamos por partes!

–Pero…

–¿Si pensará usted que alquilarme una casa es lo mismo que comprarse un pantalón? Pasa usted por la calle, mira usted la cédula, sube, se sienta junto a mí, y apenas han pasado tres minutos cuando me pide las llaves. ¡Me gusta la franqueza! ¿Por qué no me pide usted mi bata y mis pantuflas?

–Yo ignoraba…

–Se tratan por lo común estos asuntos con una ligereza imperdonable.

–Volviendo, pues, a nuestro asunto, diré a usted que no subiré ni un real de treinta pesos.

–¡Caballero, ni una palabra más, o envío a usted mis padrinos! ¡Pues no faltaba más! ¿Conoce usted acaso las condiciones del arrendamiento?

–No, pero yo estoy pronto a subscribirlas siempre que sean justas y racionales.

–Oiga usted:


ART. 1° El inquilino se acostará a la misma hora que su propietario, para no turbar el reposo de este último que ocupa precisamente el entresuelo.

ART. 2° El inquilino vestirá invariablemente trajes claros para no contristar el ánimo del propietario, si por una casualidad lo encuentra en la escalera.

ART. 3° El inquilino se asomará al balcón dos veces cuando menos en el día, frotándose las manos satisfecho, con el fin de acreditar el buen orden y excelente servicio de la casa.


–¿Y cuando llueva?

–Se asomará con un paraguas… Continúo. El inquilino no entrará nunca en la casa sin fijarse con cierta complacencia en los detalles de la arquitectura, ni tendrá embarazo alguno en hacer patente, de viva voz, el entusiasmo que le produce la fachada. Mientras más gente reúna será mejor.


ART. 4° El inquilino invitará a comer al dueño todos los días 15, cuidando, por supuesto, de no llevarlo a ningún figón o fonda de segunda clase.

AUMENTO AL ART. 4° Estas comidas mensuales tienen por objeto el estrechar las amistades entre inquilino y propietario. No está prohibido al inquilino el ir acompañado de su novia.

ART. 5° El inquilino saludará muy cortésmente a su portero, que es primo, por afinidad, del propietario.

ART. 6° Los artistas y los literatos que vengan a visitar al inquilino subirán por la escalera de la servidumbre.


–¿Ya no hay más, señor?

–Quedan algunos artículos suplementarios que haré conocer a usted en su debido tiempo.

–Pues bien, todo es muy justo y muy sensato…

–Se me olvidaba… ¿No es usted masón?

–No.

–Pues lo siento. Mi mujer tiene vivísimos deseos de conocer esos secretos.

–Si usted quiere, haré que me presenten en alguna logia.

–Lo estimaré muchísimo.

–Conque quedamos en que treinta pesos…

–Dispense usted…

–¿Todavía más?

–Había olvidado preguntarle, ¿por qué dejó su antiguo domicilio?

–¡Yo, por nada! Porque arrojé por el balcón al propietario.


Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 18 veces.