Apología del Quitrín

Manuel Payno


Cuento


Digan lo que quieran los pobres peones que se enlodan o se empolvan en las calles de La Habana, el quitrín es el mejor de los carruajes posibles, y el que hizo el primero, merecía mejor una estatua que el que descubrió la vacuna. ¿Qué carroza tiene sus barras? ¿Qué órgano tiene su fuelle? ¿Qué sofá tiene sus cojines? ¿Qué zapato su charol? ¿Qué cama sus cortinas? La mujer nació para el quitrín y el quitrín para la mujer, y siendo cierto que la mujer salió de una costilla del hombre, el quitrín sale de las costillas del marido.

Esta legítima consecuencia nos conduce a otras observaciones de no menor importancia. El quitrín es el altar de la Virgen, es la peana de la Magdalena, el tabernáculo de la belleza, y el sancta sanctorum del hogar doméstico. Es la muleta de la mujer, que generalmente cojea, aunque no se sepa a punto fijo de qué pie; es el locomotor de la familia, el vehículo de las niñas, el báculo de la vejez, la causa eficiente del movimiento, la palanca de traslación, y el carro de triunfo de las hermosas.

Claman sin cesar los economistas por la facilidad de las comunicaciones. ¿Y qué serían los ferrocarriles sin quitrines? ¿Qué señoras irían a pie al Botánico, por ejemplo? ¿No seria preciso llevar un ramal a cada casa? ¡La facilidad de las comunicaciones! ¿Y quién facilita más que el quitrín las comunicaciones de nuestras damas? ¿Quién las hace más comunicativas? ¿Quién las hace más fáciles de transportar? ¿Quién abrevia la distancia, y pone en contacto las personas lejanas? El quitrín, se nos dirá, no anda a razón de doce millas por hora; enhorabuena, pero menos andan las carretas de los ingenios, y sobre todo más vale llegar a tiempo que rondar un año, y más anda el cojo que el que se está quieto.

El que tiene quitrín en su casa sabe el estado de los campos sin verlos, porque recibe todos los días la injustamente llamada maloja, que en lugar de ser mala-hoja es una planta utilísima para los caballos y para los jinetes. Uno de los bienes indirectos que produce el quitrín es que su dueño recibe el verde en su casa todos los días. ¿No es gloria ver una mañana al malojero que le dice frotándose las manos: «Camarada, hoy se cumple el primer mes que le echo a usted maloja»? ¿No es una delicia trasladar la alfombra de esmeralda, la poesía de los campos a la caballeriza de la casa?

Es también un placer ver pasar todos los días por la sala el caballo del quitrín. Este paso da lugar a observaciones zoológicas del mayor interés. Aunque el padre Valdecebro y Buffon no lo hayan dicho, ello es cierto que el caballo, que sale de una caballeriza caliente a una sala fresca y limpia, levanta con mucha elegancia la cola, aunque sea rabón, y hace caballeriza del estrado. Aquí entra la observación del naturalista. ¿A qué diferencia de temperatura, se preguntará, comienza a sentir el caballo estas impresiones atmosféricas? ¿A qué grados de Reaumour se dilatan sus esfínteres? La solución de este problema interesa altamente a los progresos de la veterinaria.

Después de permanecer un año en la capital de las Antillas españolas, después de sentir por primera vez una lasitud general, una pereza invencible, una fuerza de inercia, un galvanismo especial, todos convienen en que el quitrín es un artículo de primera necesidad en La Habana. El médico sin quitrín no sólo no puede curar, sino que se hace él mismo incurable, y si no muere de tabardillo, muere de hambre, que viene a ser lo mismo, porque ¿quién llama a un médico sin quitrín? ¿Cuál puede ser la ciencia de un doctor sin carruaje? ¿Qué puede saber un facultativo a pie? El quitrín es el título del médico, el diploma del arte de curar, y la borla del doctorado.


Aunque sea sangrador
si va altivo, petulante
a sangrar en la volante,
le dirán: señor doctor.
 

Ars longa, vita brevis; largo para aprender es el arte, y breve la vida, ha dicho el grande Hipócrates; pero el quitrín modificó este aforismo. Aquí ars brevis, et vita brevis, todo es breve aquí; en posta corre la juventud; en posta visita el médico a sus enfermos; en posta van los enfermos al cementerio. El médico no usa por lo regular quitrín, sino volante, por no descubrirse enteramente.

Mucho debe la música al quitrín: sin su auxilio hubiera permanecido estacionaria en esta capital. Casi tan necesario es para el profesor de música como para el médico: es su acompañamiento obligado. El quitrín y el profesor de música son una pieza concertante, un dúo de bajo y tenor. El carruaje del músico está templado al tono de orquesta, queremos decir que no es de mucho lujo, ni rueda con mucha velocidad, a un compás de tres por cuatro. El profesor de música que principia la carrera de la enseñanza busca la sombra de las calles de norte a sur, y da algunas lecciones a pie a las más humildes filarmónicas; pero pronto conoce la absoluta necesidad de un quitrín para entrar en las casas de alto y de zaguán; y bajo una contrata particular de anticipación y descuento con el dueño de un taller de carruajes, recibe uno que nada ha rodado desde que le dieron el charol, lo remendaron y le compusieron las ruedas. El día que un profesor de música estrena el primer quitrín, hace época en la historia de su vida; pone el pie en el plateado estribo, alza los ojos al fuelle y dice, como en el dúo de la Gabriela de Vergy: «¡Oh, instante felice!»

Algunos escribanos dan fe en el quitrín y un ante mí delante del caballo; es mueble necesario también para los señores secretarios, y es justo que anden en pies ajenos, que de ellos hay pocos, y los otorgantes son muchos, y sería una calamidad que un escribano se muriese de insolación en La Habana.

Oímos con frecuencia quejas sobre el número excesivo de quitrines que recorren las calles de La Habana; esto prueba que los ayes son tan antiguos como los dolores, porque en un periódico de esta capital, El Papel Periódico del 5 de julio de 1801, leemos lo siguiente:

Pero entre todos los artículos que el lujo promueve, ninguno descuella tanto en nuestra patria como el exceso que se nota en los carruajes: no hay hombre por desconocido que sea que no quiera sobresalir a los demás, ideando modelos exquisitos y pinturas excelentes para presentarse con tanta brillantez como si fuese uno de los primeros personajes de la nación; siendo lo más gracioso que muchos de estos individuos se ejercitan en los oficios más serviles para consumir en los días feriados todo lo que el de trabajo les ha producido en la semana. Es un gusto oírles hablar de sus volantes, sus caballos, sus parejas, sus cocheros, etcétera, al paso que en lo interior de sus casas experimentan la mayor miseria, limitando los alimentos de sus familias con detrimento de la humanidad. ¡Qué orgullosa pobreza! ¿En dónde están aquellos tiempos en que los jefes de justicia iban a pie por las calles sin ostentación? En éstos a lo menos no serian tan chocantes ciertas exterioridades y preeminencias, que no deberían servir sino para anunciar las clases y las dignidades, como lo fueron en Roma las sillas curules y las literas. Pero cuando escribo estos renglones, y considero que la circulación del pueblo se halla detenida en las calles más anchas de La Habana por esos carros de triunfo o volantes de moda de una infinidad de gentes que no tienen otras cualidades ni otros títulos que la necia vanidad de confundirse con la nobleza… ¿No me sería lícito decir en este caso…?

Diga usted lo que quiera, señor observador; en cuarenta y dos años las cosas han mudado mucho en La Habana.


Ni en Paula, ni en el Horcón
ya hoy no se pide el don,
que para arrastrar quitrín
ya sólo se pide el din.
 

Así debe ser; La Habana sin quitrines sería un bodegón sin moscas, un bosque sin árboles, y un camino sin piedras. Trabaje el que quiera, o tiéndase a la bartola, ruede el quitrín, y ruede la bola.

Pero lo que hace la verdadera apología del quitrín es su poder en las guerras de amor. Los billetes románticos, el llanto clásico, la ternura, el lenguaje de la pasión más vehemente, son armas débiles, nulas, impotentes en presencia de un quitrín con guarniciones de plata o plateadas a lo menos. El quitrín es la lluvia de oro de Júpiter, es el talismán del amor, el argumento que convence, que da preferencias, que cautiva: que seduce: un quitrín hace bonitos a los feos, derechos a los jorobados, y honrados a los pícaros.

Don Fermín cometió ayer la imprudencia de decir delante de su novia Lolita que por de pronto no podía poner quitrín aun después de casado. ¡Tal dijiste! Levántase la niña bonicamente de la butaca y tocando el hombro de su futuro le dijo en prosa lo que puede reasumirse en verso de esta manera:


Antes que pase adelante
le protesto, don Fermín,
que o me pone usted volante,
o me pone usted quitrín;
es la condición primera:
para andar a pie… soltera.
 

P.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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