Apología Histórica de las Narices Largas

Manuel Payno


Cuento


La que no tiene ocho líneas a lo menos de elevación en su base, y veinte del nacimiento a la punta, no merece en rigor el nombre de nariz, ni ocupar jamás una página en la historia de la humanidad.

De las facciones que no tienen movimiento, la nariz es la más interesante, porque es el órgano de un sentido, lo que la oreja al oído, y además una facción de la cara, como dice el vulgo. Cuando por primera vez vemos una persona, reparamos sobre todo en la expresión de sus ojos, que comprende ceja y pestaña; en su boca, facción también de movimiento, y luego en la nariz. Es indudable que a primera vista una nariz chata no previene a favor del sujeto que la tiene. La nariz larga produce un efecto cómico, predispone a la risa; pero no disgusta, no repugna.

De las narices largas las hay aguileñas, de caballete, y de punta de tomate.

El célebre Bacon de Verulamio, el filósofo superior a su siglo, tenía nariz larga de caballete, que es una eminencia en menos de la mitad de su longitud.

El erudito y sabio Barthélemi, autor de los viajes del joven Anacarsis, tenía nariz larga aguileña. Se llama así a esta figura de nariz por su semejanza con el pico encorvado del águila, razón por la cual se dice también nariz de loro, nariz de cotorra.

Tan aguileña, tan encorvada era la nariz de Gaspar Guzmán Pimentel, conde duque de Olivares, que de frente le ocultaba parte del bigote.

El sabio jurisconsulto del siglo XVI, D. A. Covarrubias y Leyva, tenía la nariz larga de punta de tomate, llamada así porque la punta es casi esférica, formando una bola como postiza y bastante encorvada. Entre las gentes de curia, entre escribanos, y procuradores antiguos, abundan las narices de punta de tomate.

Entre las narices más salientes, que ocuparon cara humana, merece particular mención la del célebre fisonomista Juan Gaspar Lavater. Era una nariz excepcional, porque aunque larga formaba un ángulo recto con el labio inferior, y parecía querer escaparse del rostro.

La del célebre Quevedo era aguileña; pero muy larga, y por ella se escribió el conocido soneto: «Érase un hombre a una nariz pegada».

Antonio de Leyva, insigne capitán de Carlos V, a quien honró el emperador pasando lista como soldado de su compañía, tomando un mosquete, y haciendo que el vedor le llamara «Carlos de Gante, soldado de la compañía de Leyva», tenía la nariz de caballete tan pronunciado que formaba un hoyo en su nacimiento. El caballete de la nariz es frecuente en los hombres de valor guerrero.

El famoso Jansenio tenía también nariz larga de caballete poco pronunciado.

La de nuestro inmortal Cervantes era aguileña, según él mismo nos dice.

El amable, virtuoso y sabio Fenelón, autor del Telémaco, tenía nariz larga de punta de tomate.

Muy aguileña era la nariz del elocuente y sabio escritor ascético del siglo XVI, fray Luis de Granada. Esta figura de nariz es general a todos los poetas. Un poeta chato sería un fenómeno más extraordinario que un burro que naciese sin cola. Sin embargo, no creemos que Alejandro Dumas tenga la nariz muy aguileña: una mosca no hace verano.

Es indudable que el talento no reside en las narices; pero es un hecho que el mayor número de hombres de ingenio han tenido esta facción muy pronunciada.

También es cierto que hay tontos narigudos, aunque son pocos. Un necio narigón es como un fraile con sable. De un sable se espera un valor militar; de una nariz larga, ingenio. Hasta el vulgo se ha habituado a sospechar talento en el hombre que tiene aquella facción de buenas dimensiones.

Grandes son las ventajas fisiológicas de una nariz prolongada. El hombre que la tiene así, respira con más libertad. Éste es un hecho indudable. En los hombres de nariz chata son más generales y funestas las afecciones pulmonares y las de toda la región torácea. También es en ellos mucho más general el mal olor de la boca. Siendo la nariz, además de órgano de un sentido, un canal para purgar el cerebro, como decían los antiguos, el que la tiene larga padece menos dolores de cabeza. La jaqueca, la emicránea simpática, por más que en parte dependa del estómago, es más común en las personas de nariz pequeña o chata.

Ovidio ha dado origen a un error vulgar sobre la longitud de la nariz. Larga debía ser la suya, pues el sobrenombre de Naso parece quiere decir narigudo.

El hombre de narices largas no debe casarse con mujer que las tenga iguales o mayores, porque es añadir al matrimonio este tropiezo más. Una señorita y su novio que tienen narices prolongadas, bailaban hace pocas noches una danza, y sin querer se daban tajos y reveses con las narices, como si tirasen el florete. Ésta es la única desventaja de la nariz larga. Los chatos jamás tropiezan con la suya en ninguna parte. Se caen, se rompen la cabeza; nunca se rompen la nariz.

Discurriendo los hombres que su oído podía servir para algo más que para oír el ruido del trueno y de las fuentes, inventaron la flauta y el violín, inventaron la música. Creyendo que los ojos podían servir para ver más cosas que las maravillas naturales, el cielo y las estrellas, plantaron alamedas, construyeron palacios y engalanaron la mujer. Creyendo que el paladar podía recrearse con otras cosas que no fuesen berros y lentejas, discurrieron la sopa de ravioles, cebaron con leche los cangrejos, inventaron la cocina. Persuadidos de que el tacto podía tener mayores goces que la corteza de un árbol o una piedra, hallaron la seda, y más suave que la seda la mano de una joven hermosa; y considerando por fin, que la nariz podía servir para algo más que para oler, inventaron el rapé. En este goce ficticio, origen de los estornudos artificiales, es donde campea en todo su valor una nariz larga. Un polvo de rapé tomado con inteligencia, administrado con finura, es sorbido instantáneamente por una nariz prolongada y conducido por la aspiración al contacto de la pituita, que es de esta manera excitada deliciosamente. Una nariz chata desperdicia la mitad del polvo, que baja a ensuciar la camisa y el chaleco, y apenas goza de la mitad restante sino por el olor.

Importante es el papel que desempeñan las narices en la sociedad humana. No se habla de su facultad de oler; con respecto a ésta valiera más algunas veces en La Habana no tener narices; se trata de su influencia social. Preguntando por qué don Francisco nada manda en su casa, aunque cree mandarlo todo, porque no se oye más voz en ella que la de su esposa, me respondieron: «Porque Dolores lo tiene agarrado por las narices».

Cuando mi amigo Juan María ve que su esposa Narcisa se asoma a la reja para hablar con su primo, viene el pobre marido hacia mí y me dice: «Ya se me van hinchando las narices». Y a mí me parece que lo que se le va hinchando a Juan es la frente.

Cuando el papá no quiere comprar a Rosita el túnico de musolina de seda para ir a la habanera, dice la desconsolada niña que el papá torció la nariz, y yo se la veo bien derecha.

Un sujeto de La Habana decía el sábado último a un hombre del campo que no había visto hacía años:

—Pues camarada, su hermano de usted, Manuel, era hombre astuto, es hombre de largas narices.

—No, señor, es chato, compadre —responde el campesino.

Hablándose el domingo en un grupo de la Alameda nueva sobre si llovería aquella tarde, dijo Isidoro: «Señores, a mí me da en la nariz…» No le dejaron concluir; abrieron unos los paraguas, y todos se dispersaron; pero a los pocos minutos viendo que no llovía volvieron a reconvenir al que los había dispersado, e Isidoro les respondió: «¡Si no me dejaron ustedes concluir! ¿Creyeron ustedes que me había caído alguna gota de agua en la cara? Pues no, señores; yo iba a consolar a ustedes diciendo: “Me da en la nariz que no llueve esta tarde”».

Por dar la mano don Ignacio a su esposa para bajar el quitrín, embistió con las narices a la puerta del zaguán, y Joaquín dijo de repente: «Se hizo las narices». Y a mí me pareció que se las había remachado.

Por último, aunque había pensado renunciar a las conquistas de amor, es tanto lo que me gusta la más graciosa de las trigueñas, la amable Felicita, que no pude menos de aventurar una declaración indirecta. Con la mayor amabilidad del mundo me dijo NO, y me dejó… ¡con un palmo de narices!

P.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 9 veces.