Cacería de Venados en Orizaba

Manuel Payno


Cuento


¿Queréis gozar de un espectáculo nuevo y sorprendente? ¿Queréis admirar la agilidad y la destreza en manejar un caballo y un lazo? Pues bien, venid al Nuevo Mundo, a estas tierras cubiertas de un cielo purísimo y bordadas de una eterna primavera; colocaos en una eminencia de las lomas inmediatas a Orizaba, sufrid por unos momentos el sol de los trópicos, y observaréis cómo se hace la caza de los venados en estas regiones. Entre tanto os describiré como pueda, el cuadro.

Son poco más de las doce del día, el sol lanza perpendicularmente sus rayos, la atmósfera está diáfana, el cielo azul y transparente, está salpicado de una que otra nubecilla de oro; y del campo tranquilo y silencioso, sólo se levanta de cuando en cuando una delgada y graciosa columna de polvo rojo que se deshace y se pierde en el viento.

Por la izquierda veis una loma cubierta de verdes matorrales, donde se abrigan esos insectos zumbadores que llaman chicharras: detrás de esa loma hay otra más lejana que en la parte alumbrada por el sol es de un verde cerrado, mientras en la de la sombra es de azul oscuro: detrás de esta loma hay todavía otra más alta, de forma más caprichosa y con las tintas verdes y azules más desvanecidas y suaves. A la derecha veréis allá a lo lejos otro cerro eriazo y sin vegetación, a cuyo pie se observan unos cuantos árboles y una pequeña casa. Por en medio de estas lomas se abre paso el camino y lo divisaréis torcido, caprichoso, enroscado muchas veces como una gran serpiente perderse entre la bruma encendida del horizonte de los trópicos.

Pero os he dicho que todo está silencioso y solitario; no obstante, aguardad un instante. ¿Oís los lejanos ladridos de los perros? ¿Oís el eco lejano de los cascos de los caballos que pisan las rocas y los brezos? Escuchad: el ruido se percibe más de cerca. Bien, ya hemos salido de la duda. Ved, ved, no una jauría de galgos ni un grupo de caballos ingleses con sus jockeys de huácaro encarnado y cachucha de hule negro, sino un grupo de rancheros que viene caminando por un sendero practicado en el recuesto de la loma. Vedlos bien. Sus caballos son pequeños pero de ojo vivo que demuestra inteligencia y docilidad. Sus monturas son pesadas pero llenas de grabados en el cuero, guarnecidas de plata, y seguras y a propósito para los ejercicios del campo. Viene entre los rancheros una mujer; si pudierais observarla de cerca, hallaríais una joven de suave y delicado color moreno, de ojos rasgados y vivos, de cabello negro, boca pequeña y dentadura más blanca que el marfil. Esta muchacha corre como una exhalación en su erguido y brioso caballo alazán, laza, colea y salta segura y valerosa por las barrancas y breñales. Esta muchacha en una palabra, es una campesina.

Aún no acabáis de examinar el grupo antecedente cuando se escuchan gritos, ladridos de perros y exclamaciones estentóreas de los cazadores. Ya vienen, vedlos por la ladera de las lomas envueltos en una nube de polvo. Se acercan… Se aproximan… Pasan… ¡Oh!, qué agilidad tan prodigiosa. Un venado cruza rápido como el águila en los aires, apenas pone su delicada pezuña en el césped, apenas se le ven mover los pies. Sólo sus ojos que centellean como carbunclos, y su lengua roja anuncian su angustia y fatiga.

¡Infeliz e inocente venado! En efecto, un ranchero montado en un tordillo rodado, sigue con una velocidad del rayo al venado. No lleva rifle, ni pistolas, ni escopeta; pero en cambio posee dos agentes terribles que en breve terminarán con la vida del elegante, hermoso y pacífico morador de las selvas. El uno es el caballo que fogoso, inteligente, audaz, arrojando humo por sus anchas narices, brillando en sus ojos el entusiasmo sigue veloz la huella del venado, y el otro un lazo con un nudo corredizo que el ranchero revuelve por encima de su cabeza para tirarlo después a los pies del venado y aprisionarlo. Detrás del ranchero del caballo tordillo se ve otro en un retinto oscuro que sudoroso, cubiertos sus ijares y encuentros de espuma blanca, se afana por tomar la delantera. El jinete con el cuerpo inclinado hacia adelante para aliviar el peso del corcel con su lazo armado en una mano, la rienda en otra y la vista clavada, fija en el venado, va ya muy cerca de su compañero. Ni precipicios, ni torrentes, ni breñales, ni peñascos detienen esta carrera fantástica, rápida como el vuelo de los pájaros. Ved cómo el caballo retinto ha salvado de un ligero salto una enorme peña que se interponía en su camino: ved cómo los pies del tordillo se confunden y desvanecen entre el polvo. Ved cómo las colas y las crines flotan en el viento. Escuchad un zumbido como el de una bala de cañón. Es el venado, son los cazadores que pasarán como un relámpago ante vuestros ojos, como si fueran llevados en alas del huracán…

Tal es la escena que representa la litografía que se acompaña a este artículo que ha sido sacada de un cuadro de la galería del señor don José Gómez de la Cortina. El cuadro original, que es de Mr. Diller, es necesario examinarlo con una minuciosa atención. Las figuras están ejecutadas con la más grande delicadeza y primor. Las calzoneras de gamuza, las botas vaqueras de los rancheros, el puñal colocado en la liga, los jorongos de colores atados a los tientos, las armas de agua, descompuestas y flotantes con el impulso de la carrera, las fisonomías con el sentimiento marcado del entusiasmo que las domina, todo es digno de atenta contemplación del artista.

Pero lo que arrebata la admiración es el colorido del paisaje. Las tintas verdes de los matorrales que cubren las lomas, los azules que van graduándose y desvaneciéndose a medida que las masas de roca se retiran en el horizonte, la vista óptica del camino trazado en medio de las colinas y que va a perderse… ¡allá lejos, muy lejos entre la reverberación aérea, vaporosa y rojiza de la atmósfera!… Es la naturaleza ardiente, expresiva, animada de las regiones de América. ¿Pero el cielo? ¡Oh!, el cielo que cubre este paisaje es lo más bien ejecutado que puede representar el pincel. ¡Ese azul, hermoso y transparente en que la vista quiere penetrar, esas nubes fijas, graciosas y pequeñas que como unos florones de oro y de carmín salpican en la estación de la primavera el cielo de México, esas líneas de gualda con que termina el horizonte!… Admirable paisaje en que cree uno ver temblar los matorrales a impulsos de la brisa, en que las figuras son animadas y expresivas, en que la luz y la sombra presentan maravillosos efectos de óptica, en que las costumbres, el cielo y la naturaleza de nuestra patria, se muestran con risueños, dulces, poéticos, encantadores atractivos.

Artistas que tenéis la paleta y los pinceles en la mano, pintad, pintad esta magnífica naturaleza, trasladad al lienzo estas escenas que tienen tanto de sencillo e inocente, como de sublime y salvaje. Aquí en México están las montañas de lapislázuli, el cielo de zafiro, el horizonte nácar y anteado, y las costumbres singulares de los pueblos nuevos. Pintad, que la fortuna protegerá vuestra vida y la fama vuestra tumba.


M. Payno

Junio de 1843

Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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