Costumbres Mexicanas

Manuel Payno


Cuentos, Costumbres, Colección



Los pretendientes de café

En una noche de estas que tienen los días de la semana, en que a los filarmónicos del salón de la ópera italiana no les place repetirnos la tan celebrada Lucrecia de Borgia o Beatrice de Tenda y en que los artistas dramáticos de los corrales de Nuevo México y Principal no están de humor para representarnos la famosa comedia de magia La pata de cabra, o algún vaudeville francés lleno de galicismos, me envolví en una senda cuanto vieja capa, me dirigí


con el ceño hasta la frente
y el sombrero hasta los ojos,
 

a uno de esos espléndidos cafés llenos de cristales, de espejos, de bujías y de cuadros dorados, y como cosa muy natural en estos tiempos, no tenía un real de plata con que tomar chocolate, me contenté con oír las acaloradas conversaciones sobre política, literatura y bellas artes que se suscitan noche con noche en parajes semejantes.

Acerquéme a una mesa donde estaban tres personas. La una era un militar tuerto, de gran bigote, con el único ojo que tenía mirada torva, y rostro tostado de tanto caminar por la Alameda, por el portal y por las procesiones. El otro, un viejo de frac lustroso a fuer de la grasa que traen consigo los días, los meses y los años, calaba unos anteojos, que topaban con el ala de un sombrero puntiagudo y retrógrado, y sus abultadas y grandes narices formaban una figura geométrica que no acertaré a decir si era triángulo, cono o romboide; pero que muy bien hubiera servido para explicar algo de esto en la cátedra de geografía del Ateneo. El tercero de los personajes formaba un contraste con el segundo, pues era un jovencito pálido, de casacón redondo con botones enormes, pecho postizo, corbata azul claro de raso, cuidadosamente prendida con un alfiler o camafeo de cobre u oro de china, y sombrero de la tienda de Mr. Toussaint; en una palabra, era el clasicismo y el romancismo personificado en los dos últimos personajes. Pero ya basta de descripciones, y veamos lo que hablaban.

Militar: Confieso a usted, señor don Atanasio, que yo me he dado una clavada tremenda. Me fui a la Ciudadela, dormí ocho días, ¿lo creerá usted?, en un petate, y ¡qué pulgas, Dios mío, y qué humedad! Vamos, si por poco me muero; y tanto padecimiento, amigo, apenas fue compensado con el empleo de teniente coronel. Pero tengo ya experiencia, y no me volveré a meter sino en revolución donde la lleve segura.

Don Atanasio: Vaya, usted se queja de poco, ¡puf! Si este gobierno va a caer muy pronto, ¡porque es imposible que pueda sostenerse en medio de la miseria! Ocho días llevo de estar perdiendo el tiempo en el Ministerio de Hacienda en solicitud de ver al ministro, para que me mande pagar 8 000 pesos de unos créditos atrasados, y aún no consigo ni siquiera que se me oiga. Cómo ha de marchar bien una sociedad donde se desatienden quejas tan fundadas, y donde se deja a un viejo infeliz como yo morir de hambre.

Don Florencio: No, no, es inaguantable esto: miren ustedes lo que me sucedió. Presenté una instancia recomendada para que me hicieran contador o tesorero del tabaco, y me han hecho la notoria injusticia de nombrarme escribiente con 500 pesos. ¿A mí escribiente, que poseo el francés, canto arias de la Norma y de la Somnambula, y he estado tres años en la Sirena, en el Cambio de moneda, en el León de Oro; que le hablo de tú a M. Coquin, que visito a las marquesas de Río Verde y Campo Blanco, reducirme a la miserable condición de escribiente? ¡Malediction! Yo me valdré de un representante que tiene entrada franca en Palacio, y verá usted si soy lo menos oficial primero.

Don Atanasio: Ta, ta, hum, hum. Si ya están dados todos los empleos.

Don Florencio: No importa, quitarán a alguno para ponerme a mí.

Militar: Saben ustedes que estoy yo por pretender algún destino de Hacienda, porque la carrera de la milicia está en el día muy abatida: no se premia el verdadero mérito; y luego, que es mucho mejor ser empleado, porque se gana el dinero con una tranquilidad, comiendo y bebiendo a sus horas…

Don Atanasio: Pues señor, yo no solicito favor ninguno, sino que me paguen mis 8 000 pesos y otros piquitos que me deben, y Cristo con todos.

—Señores, felices noches —dijo un embozado que se acercó al corrillo.

Los interlocutores volvieron la cara, y habiendo reconocido quién les hablaba, se pararon haciendo muchas genuflexiones y cortesías.

—Señor don Facundo, tanta dicha de ver a usted. Vaya, siéntese usted y hónrenos con tomar alguna cosa.

Don Facundo: Vaya, tomaremos una taza de chocolate, aunque es detestable, porque estos dueños de café se han echado con las petacas. ¡Hola, mozo!

—¡Hola, mozo! —repitieron los tres tocando la mesa.

Don Atanasio: ¿Y qué nos dice usted de bueno? ¿La ley de convocatoria se va a expedir muy pronto?

Don Facundo: Sí, ya nosotros dimos nuestro dictamen.

Don Atanasio: ¡Oh!, y estaría muy bueno. Sí, vamos a ser felices. Este gobierno va a perpetuarse y a labrar la felicidad de su país. Cabalmente eso decía yo a los señores, ¿no es verdad?

Don Florencio: ¿Y qué le contesté yo a usted? Que las cosas marchan muy bien, y que vamos a tener una era…

Don Atanasio: Antes de que se me olvide (con permiso de los señores), tenía que decirle a usted dos palabritas.

Don Facundo: Diga usted, que si en algo puedo servirlo…

Don Atanasio: Pues señor, puede usted servirme. Usted tiene mucha amistad con el señor ministro de Hacienda, y con una carta de recomendación, o mejor dicho, con que usted le hablara verbalmente, conseguía yo que me pagaran unos créditos atrasados, que por servir a un amigo le compré, y…

Don Facundo: Bien, haré lo que se pueda, pero hay una orden para que no se pague lo atrasado.

Don Atanasio: Pero un empeñito.

Don Facundo: Veremos, haré lo que pueda.

Don Atanasio: Hará usted un beneficio a un pobre viejo cargado de familia.

Militar: Vaya, don Atanasio, ya que concluyó usted, déjeme decirle al señor dos palabras.

Don Facundo: Diga usted lo que guste.

Militar (Al oído de don Facundo): Pues yo me tomo la libertad de suplicar a usted que le hable por mí al señor ministro de la Guerra, para que me den el empleo efectivo de coronel. Yo soy un hombre tan corto, tan enemigo de pedir, que nunca se habrá visto una solicitud mía en el Ministerio; pero estoy seguro que con una palabrita de usted se consigue lo que deseo; y créase usted, aunque me tome la mano en decirlo, lo merezco: mire usted, aquí tengo una herida…

Don Facundo: No se incomode usted, basta con que usted lo diga; pero la dificultad es que yo no tengo mucha amistad con el señor ministro, y luego tiene tantas ocupaciones, que…

Militar: No hay apelación. Lo ruego a usted mucho, mucho; y espero que aunque sea una carta…

Don Facundo: Bien, en estos días haré lo que pueda si hablo al señor ministro.

Don Florencio: Vaya, señor don Facundo, está decretado que usted nos confiese a todos esta noche. Seré yo lacónico. Me han hecho escribiente del tabaco, y quiero ser oficial primero lo menos; con una palabra que usted diga al señor director, está hecho el negocio.

Don Facundo: Pero, amiguito, ¡que se ande usted metiendo en servir a este gobierno a quien no quiere!

Don Florencio: ¿Que no quiero, dice usted? Es una calumnia inventada por mis enemigos para perderme. Soy el más celoso defensor del gobierno (aparte), si me dan el empleo.

Don Atanasio (aparte): Y yo si me pagan los 8 000 pesos.

Militar (aparte): Y yo si me hacen coronel.

Don Facundo: Métase usted a despachar varas de manta a su cajón, y quítese de andar solicitando. Sin embargo, hablaré al señor director si usted gusta; pero me parece que no surtirá efecto.

Don Florencio: Sí… sí… no será malo… aunque dice usted bien, no hay peor cosa que vivir de este erario miserable, desorganizado. Por otra parte, ese tabaco va a acabar muy pronto. Pero yo siempre agradezco el favor de usted… y cuento con que le hablará, porque al fin, tener 1 500 pesos anuales, no es malo.

Militar: Y dice usted que no es malo. Si a mí me dieran un empleo así, tiraba yo las charreteras y el uniforme, y no me volvía a acordar de la milicia.

Don Atanasio: Ojalá que yo tuviera siquiera eso, que no daría tanto paso para cobrar mis 8 000 pesos.

Los pretendientes siguieron hablando en voz baja un rato a don Facundo, hasta que se despidieron haciéndole mil caravanas y mil protestas de amistad. Un joven que estaba sentado en otra mesa, se paró y se dirigió a don Facundo, diciéndole:

—Creí que no te dejaran en toda la noche estos avechuelos.

—Hola, Pablito, ¿tú por aquí?

—Sí, chico, buscándote para llevarte a unas posadas donde hay unas muchachas como unas rosas de castilla.

—Hombre, pero si tengo que extender esta noche un dictamen, y…

—Déjate de dictámenes: que se aguarde la patria, que primero es divertirse; pero me quieres decir ¿qué te hablaban esos hombres?

—Cada cual me hablaba de su asunto. El viejo quiere que le paguen 8 000 pesos, el militar que lo hagan coronel, y el pisaverde que lo hagan oficial primero del tabaco.

—Ja, ja, es cosa graciosa. Te contaré, porque ya sabes que yo sé la historia de todos. El viejo don Atanasio era un pobrete que andaba en los juegos pidiendo el barato a los que ganaban. Soplóle un día la suerte, ganó 500 pesos, y se dedicó al honesto giro de la usura, contentándose con ganar un real en cada peso cada ocho días. De la noche a la mañana se hizo de gran caudal a costa de los pobres, se metió a comprar créditos a viudas y a empleados, y ahora se ha convertido en miembro de la oposición, porque no le pagan esos 8 000 pesos. El militar era el año de 28, dependiente de la tienda que llamaban de la Esquina de Provincia. Cuando se creó el batallón de cívicos de artillería, sentó plaza de capitán. El año de 33 se fue con el general Santa Anna a combatir la revolución de Guanajuato, y lo encontraron en Tepexpa convertido en badajo de una campana, debajo de la cual se ocultó a fuerza de tanto valor, y hoy me lo encuentro de teniente coronel; y el jovencito romántico ha estado en el Colegio de Minería, en el Seminario y en diversos cajones de ropa, ya de estudiante, ya de corredor; ha concluido por ser uno de estos elegantes charlatanes que apelan a ser empleados para vivir. Conque vámonos a las posadas, y ya que sabes la historia de estos pretendientes, recomiéndalos como es debido.

Esto diciendo, se levantaron y salieron del café, y yo permanecí envuelto en mi capote, reflexionando que en los cafés, en los ministerios, y hasta en las iglesias, pululan estos pretendientes que se convierten en opositores de las administraciones, y la dan de íntegros y patriotas cuando sus descabelladas solicitudes no salen a medida de su deseo.


Yo

Una visita

Eran las diez de la mañana, y me hallaba yo en pie en la boca del portal de Mercaderes, pensando a cuál de las muchas visitas que tenía que hacer iría primero. Saqué de la faltriquera una porción de cartas de recomendación, y comencé a revisar sus rótulos: «A la señora doña…» No es hora de esta visita, dije para mí, porque ésta es una de tantas señoras que va a la comedia, después a una tertulia, después llega a su casa, y gasta dos horas en quitarse los adornos y preparar los del día siguiente; en una palabra, es señora de tono, y por consiguiente duerme hasta las doce del día. Leí otro sobre: «Al señor don Espiridión Rivadullo». ¡Oh!, este señor sólo a la hora de comer puede encontrarse, porque como es agiotista, corre desde las seis de la mañana de casa del ministro a los almacenes de comercio, de los almacenes a la tesorería general, de la tesorería general a la aduana, de donde al fin sale el pobrecito con ocho o diez cargadores con dinero, y va a su casa rendido de fatiga, sin haber sacado más provecho que 8 o 10 000 pesos de ganancia. Pero para no molestar la atención del lector, diré que después de examinar muchos sobrescritos, me pareció la hora inoportuna y me decidía a marcharme al Ateneo a leer con permiso del conserje algunos periódicos, cuando fijé la atención en una carta, cuyo sobre decía: «A don Jacinto Rebollo, empleado en la oficina de rezagos. México. Calle de Zapateros número 4, vivienda interior», y dije: Ahora sí comencé mis visitas, porque los empleados entran a las once a sus oficinas, y precisamente ésta es hora muy oportuna para buscar a mi don Jacinto. Eché a andar, y llegué a la calle de Zapateros, no sin haber recogido antes mucho polvo y algunas chinches de los petates que sacudían con un palo en la puerta de las accesorias. Evitando el polvo, saltando los caños y cuidando de no tropezar con los enormes perros que estaban asoleándose, llegué a la casa número 4 que es forzoso describir. Arriba del arco de la segunda puerta había una Purísima de piedra, con un verso al pie que decía:


Pues Jesucristo por nos
se quedó santificado,
Virgen pura, líbranos
de cometer un pecado
 

mortal

Y luego un letrero que decía: «Caza de la Puricima Conseucion».

El zaguán estaba anegado y lleno de lodo, y era forzoso pasar por unas angostas vigas con peligro de caer en el cieno; pero por fortuna llegué sin novedad al patio, donde nos detendremos un momento. Los cuartos bajos eran sucios y oscuros, con el pavimento de vigas podridas, y las paredes descascaradas, llenas de estampas de santos, adornadas con flores de papel, entre las cuales estaban mezclados tal vez una litografía mugrienta de una batalla de Napoleón, y el retrato de don Miguel Ramos Arizpe, arrancado del Mensajero de Londres, completándose el adorno o sirviendo de friso multitud de letreros escritos con carbón y de no muy decente significado.

En la puerta de un cuarto se veía sentado a un sastre cabezón, descosiendo un petit viejo de artillero; en otro un zapatero o remendón cosiendo y relujando botas viejas para venderlas por la tarde en el portal; en otro un muñequera haciendo portales, casitas de popote y magueyitos de baraja: una porción de muchachos panzudos y mugrientos, gritaban y se atumultaban a una vieja que traía un jarro de atole y una panocha, y el paso estaba interrumpido por las muchas sábanas, pañales, frazadas y calzoncillos blancos, colgados en unos mecates que llaman tendederos; y finalmente, se escuchaban silbidos, música de jaranita, ladridos de perros, lloros de muchachos y el martilleo de algún carpintero o herrero que vivía en un cuarto. Subamos la escalera, porque de lo contrario se corre riesgo de no llegar nunca a casa de mi buen amigo don Jacinto.

La dicha escalera guardaba una semejanza con las viviendas bajas, pues faltaba por un lado el pasamano, y por el otro amenazaba ruina; pero con riesgo o sin él, hube de subir y encontrarme con una mozuela rolliza, que vestía un zagalejo encarnado, que con mucho donaire y gracia barría el corredor, dejando ver a intervalos una pierna torneada. Pregunté a la mozuela, y habiéndome indicado un portón carcomido y destrozado por las injurias del tiempo, me introduje por él, y me vi como por encanto en el comedor de don Jacinto Rebollo, empleado en la oficina de rezagos. Una mesa que se reconocía ser de madera blanca, con un pie postizo amarrado con un mecate, cuatro o cinco sillas de tule destripadas y cojas, un enorme escaparate de puertas ojivas y cantos dorados, que pertenecería sin duda al bisabuelo de don Jacinto, y dos grandes tibores de China completaban el adorno del comedor, amén de una arandela de palo llena de sebo; de una jaula de un perico, y de un escuadrón de soldaditos de papel, y varias sopas de chocolate incrustadas en la pared.

Una criada daba de desayunar a cuatro o cinco chicuelos, que formando gresca metían las manitas a un tiempo en un tazón de champurrado. Luego que me vieron suspendieron su alegre desayuno, y se quedaron suspensos entre curiosos y admirados. La criada entró a avisar a don Jacinto, y se me envió a decir pasase a la sala mientras acababa de vestirse. Pasemos, y entre tanto sale don Jacinto, veamos lo que hay en ella. Dos rinconeras verdes con unos nichos, que contenían, uno, un San Juan Nepomuceno sin brazos, y otro una Dolorosa antigua de no mala escultura. Dos docenas de sillas de tule también verdes, y un estante de madera blanca con puertas de alambrado, que contenía el Año cristiano, El periquillo, Fábulas de Samaniego, Semana Santa, El Viacrucis, Novena de San Caralampio, El día 19 del señor San José, y otras obras de esta clase publicadas por don Alejandro Valdés, esquina de Tacuba, etcétera.

A poco momento se abrió una mampara, y salió un hombrecito pequeño, regordete, con frac que fue negro en sus primeros años, de punto muy alto, faldones espirales y cuello que parecía cornisa dórica. Sus pantalones eran blancos, sumamente estrechos, y les faltaba una cuarta lo menos para llegar a la garganta del pie, el chaleco era colorado y le llegaba a la entrepierna, y dos retazos de crea muy tiesos de tanto almidón, servían de caballete o base de sus orejas. Era, en fin, este hombrecito don Jacinto Rebollo en cuerpo y alma, o más bien dicho, en chaleco y alma, pues todo era chaleco. Al principio me disgustó algo, porque tenemos la maldita preocupación de creer que las gentes que no están vestidas a la dernière ni tienen educación, ni talento, ni nada. Sucede por lo común muy al contrario, y me convencí más de ello con nuestro don Jacinto, cuya afabilidad y cortesía destruyeron la desfavorable impresión que su figura me hizo. Después de las preguntas y respuestas de estilo sobre el calor, el aire, el camino, etcétera, se acaloró la conversación, y me contó toda su vida de covachuela, sus servicios de meritorio en la contaduría de la Inquisición, su ascenso a escribiente del tribunal de cuentas, su época de felicidad cuando sirvió en el Consulado, y por último, cómo después de haber desempeñado con pureza y honradez la administración de alcabalas de San Juan Teotihuacán, había parado en rezagarse cargado de treinta años de buenos y efectivos servicios en la oficina de rezagos, donde sólo daban de seis en seis meses una media paga en cobre. Yo reflexionaba para mí: o debe ser muy tonto o muy desgraciado este hombre que sólo tiene después de treinta años de servicio 800 pesos de sueldo, o si no hay nada de esto, muy pervertida debe de estar la sociedad donde un hombre tan ameritado está materialmente confundido entre el polvo de la oficina de rezagos. De estas reflexiones me sacó el murmullo de los hijitos de don Jacinto, que venían a pedirle la mano a su papá antes de irse a la escuela, y a rogar les diera una cuartilla para fruta. Este espectáculo me conmovió. Cuatro chicos de buena figura se agruparon al derredor del antiguo covachuelista, y lo colmaron de halagos; pero él se sonrojaba y los rechazaba ásperamente, porque los delicados pies de los niños estaban casi en el suelo, y su cuerpo blanco se dejaba ver por las roturas mil de sus vestidos. Una joven de dieciséis a dieciocho años, de pelo castaño, ojos negros, tez fresca y rosada, vino al llamamiento de su padre, a quitar de allí a sus hermanitos. ¡Pobre muchacha!, ni se atrevió a mirarme, porque su traje de indiana corriente estaba sucio, su calzado raído y mal encubría con un rebozo ordinario un cuello torneado y un pecho de alabastro. ¡Pobre muchacha!, repito, el mundo de esperanzas, el porvenir de ilusiones que va delante de una existencia a los dieciséis años, estaba desierto y vacío para ella. ¿Qué hombre había de quererla tan pobre, tan mal vestida, y oculta en una vivienda interior de un barrio? ¡Oh!, a una muchacha pobre, sin brillo, sin esplendor, se le enamora sólo para hacerla infeliz, para dejarla más miserable y deshonrada. Don Jacinto despachó a sus hijos, y no pudo contener su emoción, pues casi llorando me dijo:

—Vea usted la suerte de un empleado en esta pobre familia. Cinco niños chiquitos y una niña joven quedarán abandonados cuando muera su anciano padre. ¡Oh!, esta familia me comprime el corazón, llena de hiel todas las horas de mi vida.

—Pero les quedará el montepío cuando usted les falte.

—¡Montepío! Sí, famosa renta por cierto. Después de mil trámites y moratorias, suele despacharse favorablemente la instancia a los seis meses o un año, al fin de cuyo tiempo irán mis niños a perder horas, días, semanas y meses para recibir malos tratamientos de algunos hombres tan necios como orgullosos, y tal vez será menester que mi pobre Soledad vaya a implorar… ¡Oh!, no, de ninguna suerte: a la hora de morir le suplicaré a mi hija que no vaya a ninguna oficina, que no pida favor a ninguno, porque tal vez le cambiarán favores por otras cosas. ¿Quién cuidará de estos inocentes?, ¿qué será de esta joven hermosa si le falta su padre y queda sola en la vida? Esta idea me ha de volver loco.

—Cálmese usted, amigo mío, Dios cuida de sustentar al reptil que se arrastra en la tierra, al pez que nace en los senos de la mar y al pajarillo que vuela en el viento. Dios cuidará de la familia de usted y velará por la pureza de una joven tan linda, y por la conservación de unos niños inocentes.

—Es verdad, caballero. Dios no me ha abandonado, pues cuando absolutamente me faltaron las pagas, se me proporcionó cobrar unas casas del Carmen, y con esto me he podido mantener, aunque pobremente.

—Confianza en la Providencia, y en un amigo que tendrá el gusto de servir a usted.

—Gracias, señor.

A poco salimos de la casa, y echamos a andar hacia Palacio. En la calle poco hablamos; pero yo me ocupé en reflexionar la miserable condición de un empleado, que tiene que soportar treinta años la monotonía de las operaciones de nuestras oficinas, sufrir los malos humores de los jefes, la indolencia de sus compañeros, las usuras del agiotista, los tlacos falsos que le da el habilitado, los reclamos de la lavandera por los continuos borrones que caen en las camisas, y que muere sin cruces de constancia, sin tiempo doble de campaña, sin gloria (porque quién ha de hacer la biografía de un empleado) dejando en el mundo numerosa familia que perece de hambre si confía en la promesa solemne que se le hace de que se le pagará el montepío. Engolfado en estas reflexiones, subí la escalera de Palacio, atravesé los corredores, y pasé varios callejones lóbregos y algo sucios, y el rechinido de una mampara y la voz de don Jacinto que me dijo:

—Llegamos a la oficina de rezagos —me sacó de mi éxtasis.


Yo

Era bueno

Era bueno el monje Wenesth porque no alzó jamás los ojos a ver a una mujer, y fue modelo de humildad y de virtudes; era bueno Sully, porque cuando salió del ministerio tuvo que empeñar sus alhajas para comer; era bueno el Cid, porque combatió con los moros como cristiano y como un caballero; pero no quiero hablar de todos los que han sido buenos en el mundo, porque sería cosa de nunca acabar, y porque con sólo recorrer la historia podremos tener una lista abundante de buenos; sino de esas dos palabras repetidas por todas las bocas de todas las clases de la sociedad, principalmente en épocas de agitación, de reformas, de revoluciones y de paz, de atraso y de adelanto, de progreso y de retrogradación, de justicia y de injusticia; en una palabra, en una época como la presente, que se parece a las pasadas, y que servirá de modelo a las venideras. ¡Qué desgraciados seríamos si no pudiéramos decir era bueno! ¿Qué podría suplirse a estas palabras que ayudan a expresar los deseos de cada uno? El ladrón dice: era bueno que no hubiera luna, porque su claridad nos impide salir a quitar una capa. El caminante dice: era bueno que no saliera el sol para que no me tostara los sesos. El niño dice: era bueno que no hubiera escuela, y que una peste se llevara al otro mundo a todos los maestros. El joven dice: era bueno que todas las muchachas me quisieran; era bueno que los sastres no fueran tan careros ni embusteros; era bueno que muriera un pesado marido que me amaga con su garrote; era bueno que cargara Satanás con una vieja setentona que estorba mis amores con la sentimental Matilde. ¡Oh!, los jóvenes repiten con tanta frecuencia el era bueno, como los americanos la palabra dollars, según dice mistress Trollope. ¿Y los viejos? Los viejos no dejan tampoco de la mano el tema. Gastadas ya sus fuerzas físicas, y despiertas sus ilusiones, dicen: era bueno volver a la edad tranquila de la inocencia; era bueno ser jóvenes para gozar del mundo y de la vida que hemos visto deslizarse como un relámpago; era bueno que estos calambres, esta gota, estas hinchazones de pies nos dejaran un momento libres; era bueno, en fin, que la muerte no viniera, que no hubiera una eternidad, un juicio, porque la muerte espanta, y es terrible en la cuna, en la juventud y en la vejez.

Todos decimos era bueno, según nuestras inclinaciones y nuestra posición. Uno dice: era bueno ahorcar a Juan; otro: era bueno que Juan fuera ministro; uno dice: era bueno un gobierno despótico que nos pusiera el pie en el pescuezo; otro: era bueno un gobierno liberal que nos dejara hacer cuanto se nos diera la gana. El desgraciado dice: era bueno morirse; el feliz: era bueno vivir doscientos años. El que tiene hambre dice: era bueno comer unos pasteles, una buena ensalada, un rico bistec. El que está repleto dice: era bueno que no hubiera yo comido esos indigestos pasteles y ese duro bistec. El tahúr que gana dice: era bueno que todas se hicieran contrajudías, que yo me llevaría el monte. El que pierde: era bueno que no se hiciera ni una contrajudía, porque por apostar a las judías me he arruinado. El cómico dice: era bueno que a todo el mundo gustara el teatro, para que tuviéramos pingües productos. El usurero dice: era bueno que todos tuvieran apuros, con eso llenábamos nuestras tiendas de prendas, y nuestras bolsas de logros. El aspirante dice: era bueno que hubiera otra revolución para pronunciarme y asaltar o un grado o un empleo. La viuda dice: era bueno que encontrara yo otro marido tan prudente y tan bueno como el que murió. La casada: era bueno enviudar, porque mi marido es posma e imprudente. La doncella: era bueno casarme con cualquiera, porque el encierro de mi casa me fastidia; en fin, sería cosa de nunca acabar todo el catálogo de pretensiones y deseos que van acompañados con el era bueno.

También nosotros decimos como todos a cada hora y a cada minuto: era bueno que no hubiera partidos ni división entre los mexicanos; era bueno que la virtud, el talento y el saber recibieran el debido premio; era bueno que los agiotistas se miraran con el horror que merecen; era bueno que los jefes militares dieran instrucción, moralidad y disciplina a los soldados; era bueno que los empleados que ganan el pan a la nación cumplieran con sus deberes; era bueno que los escribanos tuvieran la conciencia menos ancha, y los abogados fueran menos amigos de retardar y embrollar los procesos; era bueno que los caminos se purgaran de bandidos; era bueno que los médicos se disminuyeran para que se aumentara la población; era bueno que la literatura floreciera en nuestro país, y que hubiera elementos para esta clase de educación; era bueno que hubiera más espíritu público para que no nos fascináramos tanto con todo lo que viene de allende los mares; era bueno que se acabara esta maldecida moneda de cobre; y era bueno en fin que terminara este artículo, porque de lo contrario, fastidiará a los lectores, y darán una prueba de buenos, si lo concluyen sin incomodarse.


Yo

La casa de vecindad

Esas señoras que andan siempre en soberbios landós, que van a la comedia, a la ópera, a las tertulias, deben tener una vida muy agitada. El vivir en una gran casa amueblada lujosamente, el ver la luz al través de vidrios verdes, el alumbrarse con esperma, el pisar alfombras, el descansar en doradas camas, como que ofende a la miseria de esos pobres que se ven por las calles y apenas tienen unos miserables harapos con que cubrirse. La conciencia no puede estar tranquila. La vida, la vida media es lo que hay: se goza de calma, de tranquilidad: una modesta casita, un ajuar de la calle de la Canoa, pocos criados, y 50, 80, 100 pesos seguros para el puchero, constituyen la felicidad de una familia. Tales eran las razones que con tono melancólico decía yo a mi querida Adelaida, razones que encierran a poco que el lector fije su atención, la más profunda filosofía, pero de esa filosofía a que apela el jugador cuando pierde, el político cuando cae, y el enamorado cuando lo desprecian; de esa filosofía que nos engaña a nosotros mismos, y que constituye una lucha entre los labios y el corazón. Pero con sinceridad o sin ella, yo estaba en el caso de predicar las ventajas de la medianía a mi Adelaida, porque mi posición por una de tantas vueltas que da este pícaro mundo, me ponía en necesidad de renunciar a la casa sola, a los vidrios de colores, a los sofás de cerda y a decidirme a entrar a esa vida media tan ventajosa y tan dulce.

—¿Has escuchado, Adelaida?… la vida retirada, una modesta casita. Ponte tu tápalo y vamos a buscarla esta misma tarde, pues los escribanos, jueces, procuradores, ministro ejecutor y toda la demás honradísima gente de esa clase, vendrán mañana, y…

Adelaida obedeció, echó una tristísima mirada sobre los muebles, floreros y cuadros que adornaban la sala, y bajamos la escalera provistos sólo de esas saludables reflexiones. Anduvimos muchas calles, y es excusado decir que dondequiera que veíamos un papel amarrado a los hierros de un balcón (seña de que la casa estaba vacía), entrábamos y nos informábamos del precio, piezas que tenía y demás. Rara anomalía las mujeres que se casan con el primero que se les presenta, y se echan indistintamente al cuello una cadena de oro, de plata, de cobre o de hierro, las mujeres, digo, que juegan con tanta serenidad el arriesgado albur del matrimonio, son las más difíciles de contentar cuando se trata de variar de habitación.

—Esta casa es alegre; pero los balcones dan al norte, y el invierno no se puede tolerar. La otra está situada al oriente y el temperamento debe ser hermoso; pero no puede aguantarse que el aguador y el carbonero entren por la sala. La de más allá tiene escalones para bajar a la cocina, la cintura se enferma con esto.

Mi Adelaida era ni más ni menos como todas las de su sexo en este punto; así es que sudamos la gota tan gorda, y no pudimos encontrar vivienda proporcionada. La necesidad urgía, y no quedaba más camino que mudarse a un mesón

—Adelaida, en aquel balcón hay papel.

—Es verdad, pero la calle es muy fea.

—Nada de eso, paloma mía; solitaria es lo único, mas conviene a nuestra situación.

—Pero los ladrones de noche…

—No saldremos de noche.

—Pero el caño…

—En cuanto tenga yo dinero mandaré al mayorazgo a hacer una atarjea en la calle. Subamos, Adelaida, pues si mañana no nos hemos mudado, los escribanos…

—¡Dios mío! —murmuró Adelaida.

Subimos una escalera de dos tramos y muy tendida. Cabal: la escalera no puede ser mejor; está al aire, pero con un paragua; y luego, no todo ha de ser a medida del deseo. A la izquierda había un portón pintado de encarnado: ¡qué bonito! Seguimos adelante. Su corredor con un macetero, una sala con dos balcones a la calle, asistencia, una recamarita que ni mandada hacer para un matrimonio sin hijos, comedor habitado de despensa y baño, cocina con una hornilla; pero como la familia es reducida y la comida ha de ser sobria, excepto el día de San Cipriano, que es el santo de mi nombre, o el de Santa Adelaida; vamos, ni mandada hacer la tal casa; y nos entusiasmó hasta el punto de resultar de nuestras comparaciones que era mucho mejor que las de los más hábiles agiotistas.

La noche siguiente a este día estábamos mi mujer y yo instalados en la nueva casa, y platicábamos afirmándonos en la idea de que la industria del país estaba muy adelantada, puesto que los sillones de tule eran más cómodos que las sillas de cerda sin brazos y cuyo respaldo lastima; las camas pintadas de verde eran, además de bonitas, cómodas, pues ciertos insectos no se criaban con la abundancia que en las de madera fina. Las paredes de la casa eran blancas, y a la verdad, decía Adelaida que estaban mucho mejor, pues las arañas, alacranes y otros animalejos se veían bien, cosa que no sucedía en nuestra antigua casa entapizada de papel pintado con un color diplomático o ministerial. ¡Qué construcción tan linda de bracero, qué alegría en las piezas, qué buena ventilación, qué excelente vecindad! Embriagados con estas dulces y mentirosas reflexiones, hijas de la necesidad, nos fuimos a acostar; a poco rato mi esposa suspiraba, tosía, se sonaba; y yo, no sabiendo a qué atribuir esa batahola, le dije:

—Adelaida, ¿qué tienes?

—Nada.

—Algo tienes, dímelo.

—La verdad, tengo miedo; he oído pasos en la azotea, y…

—Son los gatos, querida: duérmete.

El diálogo cesó un momento, mas luego continuó.

—No puedo dormir, Cipriano.

—¿Por qué, hija mía?

—Los ratones hacen un ruido furioso.

—En efecto, mañana compraremos una ratonera, o buscaremos un gato.

—Las pulgas están insufribles.

—También es cierto, pero es casa nueva, mañana cuida de que se barra bien.

—Sí, lo haré, y evitaremos ese mal; pero las puertas de los balcones están tan mal hechas, que un buey puede entrar por cada hendidura.

—No hay cuidado, Adelaida: en cuanto llueva esponja la madera y verás cómo quedan buenas.

En esta y otras conversaciones de ese tenor nos entretuvimos algún tiempo; pero al fin rezamos dos credos para ahuyentar las tentaciones, y nos dimos la buena noche. Infernal fue por cierto: un terrible aguacero que se colaba por una gotera que parecía hecha a propósito en línea recta a nuestro lecho conyugal, nos despertó sobresaltados, o empapados por mejor decir. Adelaida no pudo contenerse, y con las lágrimas en los ojos me decía:

—Me va a dar una fiebre, pues estaba yo sudando a mares.

—No te asustes, Adelaida: en Rusia se acostumbra meterse en un temascal, salir de allí y arrojarse en el agua helada. Pero con cien de a caballo que tienes mucha justicia: la almohada, las sábanas, el colchón, mi camisa, todo está empapado. Protesto a fe de Cipriano, que en cuanto Dios eche su luz al mundo, voy a decirle sentencias al maldito casero. Sea por Dios, hija, levántate y arrimemos esta cama, y… Vaya, si todo está hecho una sopa.

Esto es mano de volverse loco, y apelo también como en lo de la filosofía al lector. Si ha despertado de un sueño apacible nadando en agua, y ha visto que no le queda más arbitrio que pasar la noche como un perico, figúrese mi aflicción que era doble, pues que tenía yo que sufrir también las penas de mi adorada mitad.

Amaneció el día y nosotros pálidos, ojerudos de la pésima noche: la primer diligencia que hicimos, fue poner a secar en el macetero el colchón, las sábanas y las almohadas, y nos pusimos a desayunar, ya no filosofando, sino maldiciendo la hora infausta en que nos habíamos mudado a una casa de vecindad; mas en fin, siquiera las vecinas parecen buenas. Comenzábamos a hacer la apología de las vecinas, cuando tocaron el portón: abrí, y era una muchachona de enaguas de mascadas, camisa bordada de chaquira negra y zapatos azules; detrás de ella subía una vieja enlutada, trigueña y de recios zapatones; enseguida un cojo con sus muletas, enorme sombrero poblano y dos muchachos sobrinos suyos; luego un ciego músico de esclavina parda, y luego un viejecito de calzón corto, sombrero tendido y capotón negro, que si no era sacristán, era mandatario de alguna cofradía o portero de un convento de monjas. Todos eran vecinos y vecinas que iban a dar el parabién a mi mujer de la casa nueva. ¡Santo Dios!, poco me faltó para ver tan abundante e improvisada concurrencia. Pero no hubo remedio, pasaron a la sala, se sentaron, se les dio cigarro y conversación.

—Yo me llamo Barbarita —dijo la muchachona de zapatos azules—: soy casada; pero como mi marido es sargento y está fuera de aquí, me sostiene un primo que es portero de una partida de juego de la Alcaicería.

«Bueno va el negocio», dije para mis adentros.

—Y usted ¿cómo se llama? —continuó la prima del portero, dirigiéndose a mi mujer.

—Me llamo María Adelaida Camporredondo, para servir a usted.

—Y este señor ¿qué es de usted?

—Mi esposo.

—¡Buen mozo!

—Gracias, señora —dije yo.

—¿Y no ha tenido usted niños?

—No.

—¡Qué vergüenza!… ¿en qué piensa usted?, pues yo, cada año uno.

—¡Ay de mí! —dijo la vieja enlutada.

—¿Por qué suspira, doña Tiburcia?

—No he de suspirar, Barbarita, si recuerdo a mi defunto Gerónimo.

—Busque un primo y quítese de ruidos —dijo Barbarita—: yo soy muy franca, doña Adelaidita, tapatía al fin.

—¿Conque es usted viuda? —dije yo a doña Tiburcia, para atajar la conversación de la lenguaraz tapatía.

—Sí, señor, y tan bueno que era el probe de mi Gerónimo, estaba impliado con Nior Jiménez en repartir el Telégrafo.

—Como que yo lo conocí —interrumpió el viejo mandatario—, y sólo la madre abadesa de la Encarnación le ganará en honradez.

—Todito lo que ganaba lo traiba a su familia, y nadita gastaba con otras en la calle, sólo que bebía su traguito de cuando en cuando, pero no cosa de caerse. ¡Probecita!, si el dotor que lo curó no hubiera sido tan burro; pero bien me lo dijo el padre fray José, ¡ah, ah!

La vieja se echó a llorar, la tapatía se echó a reir y yo me mordía los labios de cólera; pero fue necesario escuchar la vida y milagros de todas las vecinas, quiénes eran sus maridos, sus novios, qué oficio tenían y a la hora que entraban y salían; hasta que al fin las visitas se retiraron ofreciendo a mi mujer sus bienes, sus auxilios y su amistad.

Llegó la noche, y rendidos de fatiga nos acostamos, oyendo siempre el roer de los ratones y el galanteo rumboso de centenares de gatos; mas no paró aquí, que eso hubiera sido nada. Como a las dos o tres de la mañana me despertaron unas carreras en la azotea. Al principio juzgué que era aprensión; pero el latir del corazón de Adelaida y el favor con que invocaba a San Dimas, me convenció de que eran ladrones. Me levanté, tomé mi espada, abrí el balcón y comencé a gritar con todas mis fuerzas;

—¡Sereno!, ¡sereno!, ¡patrulla!, ladrones, ladrones en la azotea.

Tocó su pito el sereno de la esquina, y después de media hora se juntaron tres serenos, una patrulla de diez o doce léperos, a cuya cabeza venía el maestro barbero en uso de las prerrogativas de su empleo de alcalde auxiliar o juez de paz del cuartel, y todos subimos a la azotea sin que faltara el brioso mandatario con una carabina larguísima y mohosa; y el ciego, aunque no subió a la azotea, cuidó de estar con su esclavina parda y su bandolón debajo del brazo consolando a mi mujer en su desgracia.

—¡Qué gresca, qué alboroto!, por allí van: ¡fuego!

—Ya cayó, por aquel corredor se descuelga: ¡maldito, ya te conozco!

El mandatario tiraba balazos al aire con su escopeta vieja; yo, juzgando ladrón a una mocheta de la azotea, le daba sendas cuchilladas, y mi mujer lloraba y maldecía la menguada hora en que nos habíamos mudado a una casa de vecindad. Por fin, bajaron los serenos, la ronda, el mandatario y yo, y no vimos ni menos cogimos ladrones algunos que probablemente bajaron incorporados entre la democrática tropa del barbero. Eran las cinco y media de la mañana, y por consiguiente segunda desvelada. Ocho días transcurrieron después de este terrible acontecimiento, sin que hubiera más que notar sino las maldiciones que un vecino que llegaba a las diez y media echaba a la casera porque no le abría la puerta, los ingratos ensayos filarmónicos de un músico de artillería que tocaba el serpentón desde las diez de la mañana hasta las doce de la noche, la batahola de un carpintero que había dado en la monomanía de aserrar cuanta tabla encontraba, y dos vidrios de una ventana que rompió un ingenioso muchacho por probar el alcance de su cerbatana.

La novena tarde de mi residencia en la casa de vecindad, estaba yo recargado contra el barandal del corredor, contemplando indignado la crueldad de un muchacho que trataba de ahorcar a un perro, cuando salió de un cuarto una mujer con la camisa hecha tiras, la cabeza alborotada, y dando los más lastimeros gritos que he oído.

—¡Hija de mi vida, hija de mis entrañas, yo se lo decía a usted doña Barbarita, que ese condenado ingüente y tanta manencia se había de llevar a mi hija Doloritas al camposanto!

—Consuélese, vecinita —le respondió Barbarita—: Dios quijo llevarse a la muchacha, y ya sabe usted que achaques quere la muerte para llevarse al enfermo.

—¡Ah, ah!, doña Barbarita, yo me muero de pesar: ¡tan linda, tan güera que era mi muchachita, todita a mi compadre, y por eso la quería yo más que a Poloño y Rafel!

Todas las vecinas acudieron a consolar a la madre; pero la madre chilló hasta que Dios quiso, y me conmovió al fin, porque las lágrimas de una madre son capaces de enternecer a las piedras.

La noche siguiente observé en el patio una porción de hombres de grandes sombreros con toquillas y chaquetas de plata, y envueltos unos en una manta y otros en un jorongo. El cuarto donde había muerto la criatura estaba iluminado, y el ciego desde su cuarto preludiaba en su bandolón un jarabe.

—Ya caigo en la cuenta, velorio tenemos.

Diciendo esto, tocaron la puerta, y la misma madre que lloraba y se mesaba los cabellos la tarde anterior, se me presentó con unas enaguas de castor encarnado recamado de lentejuelas, un rebozo de seda riquísimo y unos zapatos blancos. Estaba vestida de gala porque Dios tenía ya un angelito más en el cielo, y su compadre se había empeñado en que le hiciera velorio a Doloritas. Nos convidó con mucha insistencia. Pero de la manera más atenta nos excusamos de asistir a la función, mas no de que nos quebraran la cabeza y nos quitaran el sueño con el jarabe tapatío aforrado, artillero y espinado que bailaron toda la noche, y con el canto que ofendía los oídos, no de un angelito sino de pecadores aguerridos. Noche fue ésta más terrible aún que la de los ladrones.

El día que siguió al velorio, mi pobre Adelaida, extenuada, algo acalenturada, quedó en la cama hasta las doce, y esto dio motivo a que terminara nuestra mansión en la casa de vecindad, y explicaré por qué, si el lector tiene una poca de paciencia. A las siete de la mañana tocaron fuertemente el consabido portón encarnado: me paré a abrir porque la criada se había marchado a la plaza, y me encontré con que era el ciego, que con su esclavina parda y su inseparable bandolón debajo, venía a pedirme un carboncito encendido para prender su lumbre. Le di el carbón, deseando que con él se prendiera su cuarto, su esclavina y su maldecido bandolón. Me volví a acostar. A poco, otro toquido: era doña Barbarita que subía a pedir a mi mujer una plancha y tantito almidón. Le di la plancha y el almidón, porque la tapatía cargaba cuchillo en la media y era muy franca, tapatía al fin. Apenas satisfice esta imprudencia, cuando una muchachita vino a pedirme una cazuela prestada y una cuchara. Pero como la pretendienta era una mozuela y no cargaba puñal ni era tapatía, le negué la cazuela y la eché a pasear. Para dar a mi mujer una prueba de confianza, unas vecinas enviaban a pedir un metate, otras una cabecita de ajo, o un jarrito, etcétera. A unas complací y a otras no; pero sudaba, renegaba de mi existencia, y estaba a punto de echarme del corredor abajo. Por remate de cuentas, doña Tiburcia, la viuda del repartidor del Telégrafo, mandó por una poquita de sal; pero yo, exasperado ya, le dije a su enviada que le dijera a doña Tiburcia que fuera en casa de todos los diablos a pedir sal, que bastante sal tenía yo encima para vivir en una casa de vecindad. La mensajera le dio a doña Tiburcia de pe a pa el recado, y aquí fue Troya.

—Oiga usted, catrín —me dijo desde la puerta de su cuarto—. Si le mandé pedir la sal, fue porque tengo confianza con su mujer de usted, no porque me falte con que comprarla —y al decir esto me enseñaba una bolsa llena de cuartillas—; pero usted es un roto sinvergüenza: lástima que tenga esa cara blanca, y esa mujer tan bonita a quien mata de hambre.

—Señora, repórtese usted, ésas son cosas que usted no sabe y que las vecinas pueden creer…

—Por eso lo digo, para que sepan que es usted un hambriento, que nomás da un peso en su casa, y quiere comer pichones. Si doña Barbarita, la criada, me lo ha contado; y también me ha dicho que le deben un mes de salario, y que no tiene más que tres camisas que la probe de su mujer lava.

—Señora, cállese, o la llevaré ante un alcalde y…

—Para usted y para el alcalde tengo: baje si es hombre, yo le daré sal. Chispas echaba yo por los ojos de cólera, e iba yo a bajar al reto descomunal, cuando doña Barbarita la tapatía, con mucho salero, le plantó a doña Tiburcia un manazo en la boca, diciéndole:

—Cállese la perra vieja, y no ofenda a un marido honrado.

La vieja respondió con otro moquete a la invitación de su compañera, apelaron las dos a los cabellos, y se trabó una lucha obstinada, tanto de obras como de palabras que no pueden describirse.

Por fin de mis desdichas, Adelaida salió y comprendió que la tapatía se peleaba por mí; y no impuesta del suceso de la sal, pensó qué sé yo qué cosas y lloró, y me llamó infiel, ingrato, mal caballero, etcétera, pero yo, sin responderle palabra, la tomé del brazo, salimos a la calle y nos dirigimos a un cuarto de la Soledad, donde hace tiempo vivimos en paz y con las comodidades posibles, ella y


Yo

El portal

No hay cosa más difícil que comenzar un artículo de costumbres, una poesía, una oración cívica, o cualquier cosa en que se necesite forzosamente disponer a los lectores a que usen de benevolencia con el autor y a que escuchen con paciencia, ya que no con placer, los diálogos entre las vecinas de la casa de los Dolores, las quejas contra el rigor de una querida o contra las inclemencias del destino, o los padecimientos de los héroes de la libertad, que aunque muy sublimes, los sabe ya todo el mundo, adornados de la poesía o prosa con que los han revestido los oradores anuales.

¿Es introducción ésta? Todo tiene, menos eso; pero llevaba yo media hora de estar con la mano en la mejilla sin poder escribir una silaba, y era fuerza comenzar. Me ocurre que si yo hubiera viajado por Florencia, por Parma o por Milán, quizá esas ciudades tendrían portales de mármoles, y en esos portales pasarían cosas bonitas, cuya descripción serviría de exordio o introducción a este artículo, en vez de traer por los cabellos a las oraciones cívicas y a las poesías. Si fuera anticuario, podría también explicar si los romanos fueron los primeros que construyeron los portales, o fueron los griegos, los godos o los persas; pero ni anticuario ni viajante, sólo puedo decir que en un portalito de Santa Anita sostenido con puntales y cuñas, pasan la noche los indios que se embriagan; que el portal de Toluca estaba ocupado en un día de Muertos sólo por mi elegante persona, y la más elegante de un nevero que quería se refrescaran los transeúntes en el mes de noviembre; y por último, que en el portal de San Juan del Río se sienta una mujer delante de un hachón con una olla de atole de anís y otra de tamales, y que también mi elegante persona, unida a la de otros jóvenes de capa romana, tomó su atole y sus tamales, y por poco le cuesta bajar a la negra, hórrida, lívida, tétrica y melancólica tumba.

Mas dejemos todos los portales del mundo, y contraigámonos al de México, objeto de este artículo. El llamado de Mercaderes, comienza en la calle que sigue al Empedradillo y da frente al Parián, da vuelta frente a la esquina del mismo Parián, y continúa con el nombre de portal de Agustinos. Después, con algunas interrupciones, sigue la portalería hasta la casa del Coliseo; pero los portales más interesantes son los de Mercaderes y Agustinos, porque los demás apenas son célebres, uno por un puesto famosísimo de fruta, donde en verdad puede contemplarse bien la fertilidad del país y hallarse reunidas las producciones de todos climas, y otro por el antiguo café del Águila de Oro, donde era fama que concurrían los del partido popular; digo concurrían, porque hoy cada uno tiene el partido que le acomoda, según las mayores o menores ventajas que produce el tiempo. No es por cierto tan falto de interés el portal de Mercaderes. En el arco de entrada que da vista al Empedradillo o boca del portal, como llaman vulgarmente, están fijados los carteles de las diversiones públicas. Un inmenso cuadrilongo escrito de cabo a rabo dice Teatro Principal. Sigue la fecha. La compañía deseosa de complacer al público, por cuantos medios estén a su alcance, y no perdonando gasto ni sacrificio alguno, ha dispuesto para esta noche la comedia en tres actos del célebre Moratín, titulada El sí de las niñas.

A continuación se tocará una rumbosa sinfonía, y concluirá la función con la pieza en un acto de don Manuel Bretón de los Herreros: Los parientes de mi mujer.

Pagas: Patio 1 peso. Palcos por entero 6 pesos.

Otro cartel está del otro lado lleno de pinturas de muertos, ángeles, condenados y soldados: «Teatro de Nuevo México. Gran función para el día tantos…»

Los empresarios que no tienen otro anhelo que agradar a un público que los ha colmado de favores, venciendo cuantas dificultades se les han presentado, han dispuesto para la noche de este día poner en escena el famoso drama romántico y de gran espectáculo del célebre Victor Hugo, titulado: Lucrecia de Borgia.

La función concluirá con el graciosísimo baile a seis parejas: Las mollares de Sevilla.

Pagas: Patio 1 peso. Palcos 6 pesos…

Sigue adunado al cartel del Teatro Principal otro de la ópera italiana. También en este cartel, los actores desean complacer al respetable público, y ofrecen por quinta o séptima vez, la famosísima ópera nueva del maestro Donizetti, titulada Il Belisario, donde salen varios cuerpos de infantería y caballería, doncellas griegas y un carro tirado por seis caballos blancos.

Pagas: Balcones y lunetas, 12 reales. Palcos, 10 pesos…

Los domingos hay algunos más carteles, pues el Teatro de la Unión anuncia La noche más venturosa o Premio de la inocencia; los volatines o maromeros avisan que a instancias de los concurrentes comerán lumbre, brincarán doce espadas, etcétera.

¡Ah!, se olvidaba otro cartel. Plaza de Toros de San Pablo. El empresario, como todos los empresarios y todas las compañías, no tiene otro anhelo ni otro pensamiento que divertir al ilustrado público que lo honra con su asistencia; y al efecto expresa que se lidiarán siete bravísimos loros de la famosa hacienda del Astillero o de Atengo. Sucede que el público ilustrado grita: Cola, cola, toda la tarde; pero eso no es del caso, porque el empresario recibió ya la honra, que es lo que importa.

La boca del portal está llena de gente mirando los muñecos de los carteles y el precio de las entradas, que en cuanto a si es Bretón o Dumas el autor, muy poco se cuidan los más, y sólo definen las composiciones teatrales en comedia triste y comedia alegre. Además, la boca del portal es un punto de cita para asuntos mercantiles, para reuniones de amigos, y punto también donde muchos se están en pie pensando qué harán para pasar el día. Entremos al portal.

En la parte interior de las columnas de los arcos, hay pegados unos armazones de madera blanca, que llaman propiamente alacenas. Estas alacenas son el objeto de los pensamientos de todo niño, pues se hallan surtidas de tambores, espadas de palo, campanitas, candeleros, atriles y otros pequeños paramentos de plomo y estaño, trastes de vidrio poblano, santos, soldados de barro, etcétera. A decir verdad, entre todas estas baratijas sólo llaman la atención los muñecos de cera y de barro. Los constructores de estas preciosidades que tanto agradan a los extranjeros, son dignos de admiración, puesto que rudos, sin ninguna idea de escultura ni de dibujo, han comprendido perfectamente las proporciones del cuerpo humano y las costumbres nacionales. No obstante, esos hombres de tanta habilidad e ingenio, viven y pasan desconocidos, y aun degradados en la sociedad, y sus obras, algunas maestras y admirables, las cubre el velo del anónimo. Ya se ve, el sello de su abatimiento data desde la pila bautismal, pues llamándose Tiburcios, Pánfilos y Doroteos, no se les considera capaces de hacer lo que un M. Coup, un Mr. Glass, etcétera.

Mas volviendo a nuestro cuento, cada cajoncito o alacena de estas forma el patrimonio de una familia, pues el flujo y reflujo de muchachos no cesa en todo el año. Frente de estas alacenas hay una porción de casas de comercio con elegantes rótulos: Café del Cazador, Nevería, Mercería de la Perla, Mercería núm. 4, y nótese que casi todas las tiendas son de mercería, y que forma un gran contraste la brillante bijouterie francesa con la modesta exposición de nuestra industria mexicana. En la esquina del portal de Agustinos hay un armazón de mayor dimensión que los demás, y su rótulo que dice Alacena de Libros de don Antonio de Latorre, célebre porque hace años que se reciben en ese paraje las suscripciones de cuantos periódicos se publican, sean de oposición o ministeriales, y se reúnen a informarse de las noticias corrientes los sansculotes y los aristócratas, los licenciados y los legos, los paisanos y los militares: no hay aspirante a literato, autor de libelos, periodista, editor de novelas y pasante de abogado, que no tenga dares y tomares con don Antonio de Latorre. Se suceden constituciones, se van y se vienen presidentes, y la Alacena resiste a las tempestades y oscilaciones políticas. Alacena literaria, es verdaderamente cosmopolita.

Dando vuelta al portal de Agustinos, el movimiento disminuye, y sólo se ve un brazo de hierro que entre paréntesis es de palo o yeso con un sombrero montado, que indica bien la clase de mercancía que se vende en la tienda, la polvosa y antigua librería de Galván, y unos tendederos de litografías, sainetes, comedias de Calderón y de Moreto, y multitud de sonetos, décimas y octavas, detestables en lo general, pero con cierto aire satírico. Todo es algazara, vida y movimiento en el portal durante el día; y si bien a los que vienen de París o Londres no les llama mucho la atención, nuestros payos se quedan con la boca abierta, como suele decirse, y no hay día, durante su residencia en México, que no vayan al portal.

En cuanto llega la noche, la escena cambia enteramente: quince faroles, que hoy podían llamarse lámparas, alumbran los portales de Agustinos y Mercaderes; las mercerías y tiendas se cierran, y las alacenas sirven de asientos para los concurrentes. Los días de trabajo asiste poca gente; pero los festivos parece una linterna mágica; la vista se divaga entre tantos petimetres, militares y embozados, y los faroles proyectan algunas sombras y reparten una media luz, que da a las figuras un tinte fantástico y romancesco.

—¿Quién es aquél de patillas polacas con el sombrero calado hasta la frente y el paso incierto?

—¡Toma! —responde otro—, es don Estaban Quiñones; probablemente le darían una desplumada en la partida, y va delirando con sotas y reyes.

—¿Y aquella güera de capota de raso morado y peinado a la mon ami?

—¡Oh, ésta es gran pieza!, era costurera de Sofía, la modista de la calle de Plateros; tuvo sus amoríos con un oficial de caballería, el cual le dio un día su pasaporte, porque encontró de visita en su casa a don Teodoro el panadero.

—Pero ese joven barbilampiño que la lleva del brazo, ¿quién es?

—Su marido.

—¿¡Su marido!?

—Sí: ¿y qué tiene eso de extraño? Se enamoró locamente de ella; echó un velo sobre su vida pasada; le concedió un armisticio, y se casaron.

—¿Y le es fiel?

—Sí: ha variado su vida completamente.

—Vaya… siquiera… Pero mire usted esa santa abuela de zapato de raso blanco, falla de punto, y…

—Creerá usted que esa abuela presume de hermosa, y… mire usted cómo se sonríe y guiña el ojo a don Terencio Castañuelas.

—¡Cabal! ¿Y estas dos?

—¡Chitón!, que aquí junto de nosotros está el novio de una de ellas, y la otra se va a casar con un hacendado rico y viejo, a pesar de que está en correspondencia con Agatón, y con Pancho, y con Juan, y…

—¿Con cuántos por fin?

—Con ocho o diez; pero es vivísima: a todos los trae a las vueltas, y los contenta, y los riñe, y la regalan, y la obsequian; mas al fin de las cuentas los dejará con la boca abierta, porque esto de afianzar hoy un marido rico…

—Pero si es viejo.

—No importa, el dinero lo hace joven. Pero mire usted, esas niñas que vienen ahí son buena cosa; modestas, hacendosas, amables y de talento: la lástima es que a una de ellas la enamora Tiburcio, y le quita el crédito, y la burlará, y no se casará con ella, porque es un arrancado y un truhán.

—¿Pero qué no hay quién la aconseje?

—Sí; pero ella está encaprichada. ¡Qué quiere usted; las mujeres escogen lo peor!

—¡Calle! ¿Y quién es aquél tan elegante, de cadena, fistol de brillantes, casacón redondo y sombrero de progreso?

—Es uno que acaba de llegar de Europa.

—¿Y será hombre de provecho?

—Sí; el don Carlitos de la comedia de Calderón.

Estas y otras conversaciones semejantes se escuchan en los corrillos que forman los que están sentados en las alacenas, en tanto que los paseantes van muy engreídos y satisfechos. ¡Éste es el mundo! Se pasea el militar con sus divisas, sus plumas, sus bordados, muy creído en que todos lo ven con admiración, y dicen: «¡Ahí va un valiente!», y mentira; porque o no le hacen caso, o dicen: «Ahí va un mandria o un baladrón». El poeta va muy enorgullecido creyendo que algunos lo señalan con el dedo, y dicen entusiasmados: «¡El que va entre ese grupo, hace unos versos divinos!», y también es mentira; porque si alguno fija la atención en él, es para decir: «¡Miren qué feo, qué mal vestido, y tan orgulloso porque hace unos malos versos!» Las pobres jóvenes que están tres horas al espejo, poniéndose hasta la mano del almirez, como se dice vulgarmente, dan su paseo, y en lugar de atraerse la admiración y los elogios, les motejan la cáliga mal puesta, la flor de la cabeza, la musolina del vestido, y lo que es más, la musolina de la reputación. No quiere decir esto que las bonitas dejen de conquistar algunos corazones, y de atraerse uno, dos o más galanes que las siguen hasta sus casas: sucede esto también porque de todo hay en la viña del Señor.

Entre diez y media y once de la noche, la concurrencia se va disminuyendo, y al fin queda el portal vacío, y las mil caras hermosas y las mil figuras ridículas desaparecen, dejando el puesto a los serenos y a los dulceros. Algunos que suprimen la casa por elegancia, pasan la noche arrinconados en una puerta, porque no hay cosa más hermosa que la libertad, ni más filosófica que una bolsa desprovista de dinero los doce meses del año. Todos los días se repite la misma función, y en todas épocas, con corta diferencia, presenta el portal, de día un recurso para las muñequeras y buhoneros, y en la noche un lugar de diversión para los que no gustan de las visitas o no tienen con que ir a los espectáculos, tanto, que muchos llaman al portal el teatro de los pobres.


Yo

El baile de máscara

I

Una pieza sucia, estrecha, con una candileja opaca y seis o siete figuras escuálidas y meditabundas, es la imagen de la vida ordinaria, sembrada de pesares, falta de luz, melancólica. Es la realidad.

Un salón alumbrado por numerosas arañas y candelabros, un salón donde bullen mil imágenes animadas, donde la seda, el terciopelo y los brocados relucen a la claridad de las bujías, donde todo es animación y movimiento, es la imagen de esos momentos que hay en la vida, en los cuales el corazón rebosa de esperanzas, y la mente de halagüeños pensamientos. Es la ilusión. Y ¿qué otra cosa son las dichas de la vida más que una ilusión efímera, volátil, superficial, como lo es la de un salón de máscaras? Mas sea lo que fuere, el incentivo de la curiosidad, la alegría general, el panorama que presentan los dominós, los moros, los romanos, los caballeros cruzados, etcétera, la abundancia de luz, los calzados blancos de las damas, los brazos torneados, los diamantes fulgurando en unos cuellos mórbidos y en unos dedos pequeñitos y redondos, las caretas mintiendo un peregrino rostro, la costumbre, en fin, de entregarse en los tres días del carnaval a la diversión, a las aventuras, a los lances amorosos, completa enteramente la ilusión; y aunque nuestro teatro no tuvo ninguna clase de adorno, se comprende entonces bien el encanto de un baile de máscaras en la antigua Venecia, y aún hoy en algunas otras partes de la Italia.

En el Teatro Principal de México se formó un salón igualando el piso del patio al del foro, con un pavimento de madera según se había hecho otros años. El alumbrado fue de esperma, y los palcos no tuvieron más adorno que el de las hermosuras que concurrieron a ellos, ataviadas con el lujo y gusto tan común ya en las mexicanas. Al derredor del salón había colocadas sillas, y en ellas sentadas todas las máscaras del sexo femenino, y los masculinos con máscara y sin ella, llenaban el salón de tal suerte, que apenas se podía bailar.

Yo, extranjero, por decirlo así, a esas diversiones, por ser la primera que veo de ese género en el teatro, me quedé engentado, como suele decirse, queriendo hablar a todas las máscaras, conocer a los que me hablaban, bailar, embromar, dejarme llevar de la corriente como todos; pero nada hacía, sino ir y venir, recibir sendos pisotones, hablarles con mucho respeto y atención a las máscaras, y me desesperaba al ver que allí se enamoraba por vapor, se bailaba, se empujaba y se pisaba por vapor, sí, y no cabe duda, porque todo esto se hacía con una velocidad increíble.

El bastonero tocaba al pavimento con un bastón también de máscara, pues estaba forrado en raso y engalanado con listones, y la música preludiaba un vals alemán, ¡oh!, el vals alemán necesita un apostrofe. Es una música tan viva, tan armoniosa, tan compasada, que haría mover los pies a un difunto, y alegraría al hombre más antifilarmónico del mundo: el autor, o autores de esas composiciones tan bellas han hecho un verdadero servicio a los bailarines. Sigamos. El preludio traducido al castellano quería decir: busquen compañera. En efecto, los más de los concurrentes comenzaban a dirigirse a las mascaritas sentadas. Es de notarse que las muy gruesas, caían en la sospecha de viejas, y ésas afianzaban al primer compañero que se les ofrecía, y las de cuerpo esbelto, pequeños pies o blanco cuello, tenían tantos pretendientes, como un empleo de aduana marítima. Por fin, bailaban con alguno, y aquí comenzaban las flores, y no retóricas, ni del tiempo, por cierto.

Sala, sala, decía el bastonero; no obstante tenía uno que hacer fuerza de vela para llegar al lugar donde estaban bailando, que apenas era el suficiente para dar media vuelta.

De repente un murmullo sordo, y una oleada de la gente llamó la atención. ¿Qué es eso? ¿Se pelea algún francés? ¿Se han desafiado? Nada, es un oso. ¡Ah!, veamos al oso. ¿Quién será el oso? ¡Qué calor tendrá con esas zaleas con que se ha disfrazado! El oso tiraba manotadas y mordidas, una máscara con careta de perro le ladraba, cada movimiento del oso era una oscilación de toda la concurrencia. Tocaron unas cuadrillas, el oso cayó en desuso, y se pensó en la música, en el baile y en muchas cosas más, probablemente.

II

A poco más de media noche la concurrencia disminuyó un tanto y el salón quedó más desahogado, y entonces pudo notarse mejor la animación y originalidad de los diálogos que tenían lugar. Algunos máscaras insípidos y tontos, apenas decían: «Ya te conozco», y la palabra se les anudaba en la garganta; otros y otras por el contrario, sabían la vida entera de todos, sus amores, sus campañas y su buena o mala fortuna; decían sátiras picantes y graciosas, y se confundían en la multitud dejando a uno amoscado y curioso.

Sentéme en una silla fatigado de tanto vagar y mohíno porque a ninguna podía conocer. Llegó un romano y me dijo:

—Ya te conozco.

—Pocas gracias son ésas, máscara.

—Eres muy feo.

—Te agradezco la lisonja.

—¿No has hecho nada?

—Nada.

—Eres muy tonto.

—Mejor. Vete, y déjame en paz.

El pesado, de cuyo calibre había muchos, se retiró.

A poco rato se sentó un moro junto a una valenciana, y le dijo:

—No me gusta que bailes tanto con ese dominó negro. Te traje al teatro con la condición de que sólo una vez habías de bailar.

—No te conozco —respondió la valenciana—, ni sé por qué me haces esa advertencia.

—¿Conque no eres Mariquita?

—¿Yo?, ni nunca lo he sido. Tú buscas a tu mujer, ¿no es verdad?

—Justamente; pero tú eres.

—¿Tu mujer tiene un lunar en la mano izquierda?

—Cabal.

—Pues mírame las manos.

La valenciana no tenía tal lunar, y el moro se paró frenético, buscando a una pareja que se había desaparecido. ¡Tontería! Estarían bailando o confundidos en la multitud.

La valenciana que estaba junto a mí, me dijo:

—¿Qué te parece esto?

—Me parece que si tú fueras mi mujer, linda mascarita, no te traería yo al baile, por temor de que te fueras a perder.

A poco se sentaron junto a mí un joven elegante y una máscara con dominó de seda blanco y encarnado con careta negra.

—Te juro, mascarita —le decía el joven—, que te idolatro.

—¿Y cómo, si no me conoces?

—Adivino que eres muy hermosa.

—Soy vieja y fea.

—Imposible, tú eres linda.

—¿Y cómo lo sabes?

—Esos ojos que brillan al través de esa careta, no pueden ser de una vieja. Los ojos de las viejas no son alegres y vivarachos como los tuyos.

—Te equivocas, las viejas suelen tener el ojo más alegre que las muchachas.

—Deja las sátiras, mascarita, y dime, ya que me ves sin careta, si seré capaz de inspirarte amor, porque te confieso que yo estoy loco por ti.

—¡Loco…! ¡Qué disparate! ¿De qué te has enamorado?

—Enséñame un pie.

La mascarita sacó un pie pequeñito con zapato verde.

—De ese pie, de tus ojos, de tu dominó, de tu careta, de todo lo que a ti pertenece estoy enamorado.

—Ja, ja, me alegro mucho: mañana te enviaré mi dominó y mi careta, y…

—Y tus pies, y tus ojos, y tus pulidas manos. Pero óigame usted seriamente. Es un tormento cruel adivinar que bajo ese dominó existe un cuerpo esbelto y bien formado, y bajo esa careta negra, un rostro de ángel, y dudar y marcharse al fin, sin otra utilidad que haber dicho unos cuantos requiebros que se dicen a todas las mujeres. Yo amo a usted fea o bonita, joven o anciana, enferma o con salud; yo he sentido un golpe eléctrico al tocar su mano de usted, y esto ha decidido de mi suerte. Por piedad, descúbrase usted, o dígame que me ama, que puedo volverla a ver mañana, que usted no desaparecerá de mi vista como un sueño.

—Creo ya que usted me habla con seriedad. Déme usted su mano. En efecto, suda usted frío. Y si yo le dijera a usted que había venido aquí por verlo, por dar lugar a que me hiciera usted una declaración amorosa… Amo a usted, sí, lo idolatro con todo mi corazón, y soy bonita, tengo dieciséis años, y mis ojos brillan y son fogosos porque su presencia de usted les da vida y luz.

—Mascarita deliciosa…

—Silencio, viene mi marido. El joven volvió la cabeza, y entre tanto la mascarita se paró incorporándose sin que la viese, entre los grupos de la sala. El joven que advirtió su falta, corrió desolado revisando y observando a todos; pero en vano, pues la mascarita había desaparecido, y según entiendo, no volvió a saber más de ella.

En esto se levantó un murmullo general: todos a una voz decían: «¡Qué linda aldeanita, qué pie, qué cintura! ¡Es sin duda la más hermosa del baile!» Me acerqué al grupo, y vi en efecto una mascarita con un corpiño de terciopelo negro, una enagüilla hasta la rodilla de raso nácar y un calzón blanco que dejaba un poco descubierta una pierna más perfecta que la de la Venus de Médicis o de la Concha y podía servir de modelo a un escultor: un pie tan pulido, tan bien hecho, tan perfecto, que con dificultad podrá hallarse otro igual. Era la mascarita un dije, una miniatura, una sílfide, una esmeralda de Victor Hugo, una gitanilla de Cervantes. Criatura más fantástica y que presentara un conjunto más hechicero, no la he visto en mi vida, con todo y que no dejaba verse la cara. Una multitud la seguía: «¿Mascarita, me das el primer vals?»

—Lo tengo dado.

—Pues el segundo.

—También.

—Cabal —respondía otro—, a mí me lo dio.

—No fue a ti —replicaba la aldeanita.

—Mascarita, eres encantadora: ¿me das el placer de bailar una contradanza contigo?

—No, sino a mí, que la pedí primero.

—Para mí son las cuadrillas.

—Para mí lo tercero que se baile, sea lo que fuere.

Todos la seguían, todos le pedían algún baile y la requebraban, y ella se escabullía, y los dejaba a todos pasmados.

El baile, y los diálogos, y los requiebros siguieron todo el resto de la noche.

III

A las cinco o poco más de la mañana, las luces del café de Veroli estaban ya opacas, los mozos soñolientos y mohínos. En una mesa había unos cinco o seis tomando ponches y contándose sus aventuras y conquistas.

—¿Conociste a la del dominó azul?

—Sí, era doña Teresa.

—¿Es posible? Pues buena la hice yo con decirle tantos requiebros a semejante cotorra.

—Pues más bonito me sucedió a mí. Deseoso de bailar con una francesa, porque lo hacen con cierta gracia y algo más que donaire, elegí la que me pareció más bonita, la cortejé, gasté cinco pesos en pastelitos y licor, y al fin me voy desengañando que era un hombre. Por poco no le mato.

—Y la del dominó de raso blanco y encarnado, ¿quién era?

—Quién había de ser, el picaruelo muchacho, hijo de don Telésforo.

—¡Un muchacho! Imposible.

—No cabe duda, sobre que me habló cuando se fue a desnudar.

—¿A qué horas?

—Serían las tres de la mañana.

—¡Canario! ¡Y yo enamorado perdido de un muchacho! Vamos, si es mano de darse un calabazazo contra la pared.

—¿Y la aldeanita del pie chiquito?

—Es una veracruzana.

—No señor, si es moreliana, y se llama Guadalupe.

—Qué, si se llama Ignacita.

—Pero ¿qué no vieron otra vestida de escocés?

—Toma si la vi. Me dijo su nombre, su casa, y tengo ya una cita con ella.

Salimos del café cuando ya la aurora alumbraba con luz melancólica los portales y las suntuosas calles, y el resplandor opaco de los faroles se iba extinguiendo. Algunos máscaras fugitivos y descarriados atravesaban las calles a largos pasos crujiéndose de frío. De la iglesia de la Profesa salían varias señoras con su cruz de ceniza en la frente. Después de pasados los momentos de alegría y bullicio, el contraste llamaba la atención. Unos salían de la orgía con el vestido de mojiganga, y otros del santo templo con el recuerdo de la nada de la vida. Los unos reían, y los otros meditaban. El mundo estaba simbolizado en el teatro y en la iglesia: farsa y ceniza.


Yo

Los ministerios

Dicen que en Europa se llama lisa y peladamente ministerio, a la reunión de todos los miembros que se hallan encargados de los ramos de administración pública, y dicen también que esto es porque generalmente el hombre más influyente lleva la voz en los asuntos, y así se dice ministerio Mole, ministerio Mendizábal, etcétera. Si es esto verdad o no, díganlo los que han estado en Europa y han echado una ojeada al estado político de aquellos países. Aquí no sucede eso. Los cuatro ministros han conservado la independencia de sus funciones y obedecen y mandan a la vez, y sus nombres se imprimen con letra bastardilla en los diarios, sin que los redactores de ellos hayan tenido hasta hoy motivo para encabezar la parte política con «actos del ministerio fulano», sino actos del gobierno, y luego: «Cámara de Representantes y Corte Suprema de Justicia». Esto ha sucedido desde el establecimiento de la libertad, y la base de ella y de la Constitución, ha estado y está indicada en todos los periódicos.

Cada ministerio, pues, tiene una fisonomía particular en sus labores, en sus maneras, en sus empleados y en sus pretendientes.

En el Ministerio de la Guerra, todo es actividad, todo movimiento. Sus empleados, todos los más militares, tienen algunas aventuras que contar: uno, campañas en el sur; otro, en el norte con los indios bárbaros; otros, largas peregrinaciones por Morelia y Guadalajara; y otros en la misma capital que también ha sido teatro donde se han tirado sendos balazos. Hablan con despejo, con gracia, con cierta franqueza militar: no son a veces los más amigos de la milicia, porque dicen que al dulcero le da basca comer dulce, y platican y ríen, pero despachan con velocidad sus negocios. Todo el día corren de sus mesas a la del mayor: las puertas crujen; los gritos y la campanilla imprimen acción a los viejos muelles de los ordenanzas; los antecedentes pululan y saltan de mesa en mesa, hasta que un decreto de Archívese les da estabilidad, y por la ley de gravedad caen a su centro que son los estantes.

Todas las fisonomías que aparecen en el Ministerio de Guerra son severas, de sendos bigotes y de luengas perillas. Todos los cuerpos están adornados de bandas azules o verdes, de galones en el pantalón, de solapas encarnadas, de bordados de oro o de plata, porque concurren naturalmente: tenientes que quieren ser capitanes, capitanes que desean el grado de comandantes de escuadrón o batallón, tenientes coroneles a quienes no se han premiado sus servicios en Tejas, y generales que llegan de expediciones o salen a ellas. Todos, se supone, entran de prisa porque es gente ocupada; pisan recio, hablan conciso, y en su aire marcial y buena apostura se conoce que han estudiado la ordenanza.

Las solicitudes debían pasarse a un historiador. Primero, porque allí vería hechos heroicos, patriotismo depurado, y virtudes que no soñaron conocer los atenienses o los espartanos; y segundo, porque conocería la fisonomía de la revolución. Los solicitantes de 28 alegaban los méritos contraídos en la Acordada; los de 31 y 32 en el plan de Jalapa y campaña del sur; los de 33 en favor de la Federación; los de 36 en contra de la Federación; los de 39 en el 15 de julio en la Ciudadela; y los de 41, todos, todos cooperaron con sus débiles esfuerzos a la regeneración política. Muchos hay que en cada una de estas épocas han presentado una docena de instancias dándolas por caducadas conforme ha pasado el tiempo oportuno, y muchos hay a quienes se ha premiado, y suben y bajan corriendo en pos de todos los ministros de Guerra reclamando premio.

¡Qué batahola de asuntos, qué complicación de expedientes, qué de cosas interesantes ocurren en el Ministerio de Guerra! Los de Coahuila se quejan de que los matan los indios bárbaros; los de Morelia, de que los roban los ladrones; los de Tampico, que los enferma la fiebre; los de Mazatlán, de que los arruina el contrabando; los de Querétaro, de que no tienen allí más de camotes. Un general dice que su tropa no tiene que comer; otro, que está descalza; otro, que necesita caballos; otro, que le sobran oficiales y otro, que le faltan. Un extraordinario llega, dos se van; el acuerdo, el correo ordinario, la firma, todo viene a un tiempo, todo es del día, y eso en épocas pacíficas, que cuando los comandantes generales se enojan, ahí te quiero ver. Ya se ve, entonces balazos y bombas. Pasemos a otro ministerio.

El de Relaciones Exteriores forma un contraste con el de Guerra, y debe formarlo. Los asuntos diplomáticos exigen calma y madurez. Es menester hojear a Grocio y Puffendorf, registrar el derecho marítimo y aprender de memoria el internacional. Los códigos diplomáticos no están tan claros y terminantes como los artículos de la ordenanza, y a un ministro extranjero ni se puede arrestar ni sumariar, sino que es menester hacerle mil cortesías, mil mieles, mil agasajos, de los cuales se pagan todos los infrascritos del mundo, mientras no se trata de salud y pesetas.

Una silla puesta antes que otra en una función de la Catedral: un paso mal dado: una antesala de más tiempo que el acostumbrado: un nombre adjetivo en lugar de un sustantivo en una comunicación oficial, una alegría de nuestra plebe; cualquiera cosa es objeto de un expediente, porque también la mayor parte de los infrascritos de mundo son fanáticos en la observancia de la diplomacia, que ha venido a ser una especie de religión, con sus ritos, sus sacerdotes, y su premio y su castigo.

Los empleados de Relaciones tienen unas caras de cortesía, de atención, caras diplomáticas, esto es, revestidas de un aire grave a la vez que afable. Siempre vestidos de limpio, traduciendo periódicos extranjeros con una quietud y un método, que anuncia el buen estado de nuestros negocios exteriores. Siempre pensando surcar el océano, en abordar a las nebulosas playas de Inglaterra, en pasearse por el bullicioso París, o en atravesar las risueñas ciudades italianas y llegar a la clásica Roma a recibir en el hombro suaves presiones de su santidad. Algunos cuentan sus navegaciones a lejanos países, las tempestades en el mar, las costumbres en tierra, la pobreza en las legaciones hispanoamericanas. Los solicitantes allí son de un rango superior. Comerciantes que solicitan consulados, notabilidades de coches que marchan a misiones diplomáticas, ministros extranjeros que reclaman, todos van elegantemente vestidos: buenas maneras, conversación sobre geografía, sobre viajes, sobre derecho de gentes, sobre fuerzas navales, bloqueos y demás cosas de ese tenor. ¿Qué vale una nación, dicen los de Relaciones, cuando no están organizadas sus negociaciones con las extranjeras? Este ministerio es el más importante.

Lleguemos al de Hacienda que es el foco donde se reúnen militares que piden, agiotistas que prestan y cobran, licenciados que abandonan el bufete y cambian a las Siete Partidas del rey don Alfonso por la Recopilación de Arrillaga, escribanos que dejan su arancel por el marítimo, tenedores de bonos que amenazan arrancar los ejes al mundo si se suspende el pago; bello sexo viudo, marchito, ajado por el tiempo que reclama los descuentos que dejó en vida el difunto. Meritorios que quieren ser escribientes, escribientes que cansados de escribir, desean tener algún descanso saliendo a oficiales; oficiales que alentados al ver lo mucho que se cuenta en la República, quieren ser contadores; contadores que cansados de contar quieren ser tesoreros o administradores. Las hojas de servicio, los certificados de don Benito Cuéllar, del intendente Mazo, de los ministros de la tesorería general y de otros jefes, abundan, y en todas las mesas se ven multiplicadas las hermosas águilas impresas en el papel del sello tercero. Y lo más agradable es oír la música de los que piden, porque es una verdad evangélica que al ministro de Hacienda todos le piden. «Señor, una paga; señor, media paga; señor, algo para comer, que mis hijos se mueren de hambre; señor, he servido cuarenta años, y al fin de ellos viejo, enfermo, y cargado de familia, me hallo en la miseria.» El ministro ocupa la mayor parte del día en decir: «Señor, no hay un centavo; señora, veremos lo que se hace; señor, espere usted unos cuantos días; señor, no me muela usted, que tengo mil asuntos»; y corre, y se va desesperado pensando en el rancho de la tropa.

Pero en medio de esto, los empleados del Ministerio de Hacienda conservan siempre cierta superioridad sobre los demás; cierta sonrisa maligna revela que enorgullecidos con el roce inmediato del disponedor del dinero del erario, creen, y con fundamento, que el guerrero, el jurisconsulto y el diplomático, tienen de doblar la cerviz ante el Ministerio de Hacienda. De cada ministro nuevo esperan que les atenderá, que les pagará sus sueldos; y aunque esto no se verifique, la esperanza es algo, y se confortan con el olor, como los hidalgos pobres de Quevedo. Siempre ideando contribuciones, clamando unos por el sistema de hacienda del gobierno español, y otros llamándole bárbaro, expidiendo circulares para economías, órdenes para declaraciones de montepío y pagos de préstamos, nombramientos de guardas y administradores marítimos, van pasando su vida en un círculo monótono sin meterse en contiendas de balazos, porque los empleados civiles son de todos los gobiernos, y no les toca más de cumplir con su deber. ¿Qué vale una nación sin rentas, sin erario y sin dinero? Claro es que vale menos que un grano de anís; y de ahí concluyen que el Ministerio de Hacienda es el de mayor importancia.

Quedó el de Justicia para lo último, porque la justicia es lo último. Es decir, primero se presentan escritos, se promueven artículos, se corren traslados, se le pagan derechos al escribano y honorarios al abogado, y luego se administra la justicia. A este ministerio recalan de arribada las reclamaciones extranjeras, y siguen su viaje hasta anclar en la Corte Suprema de Justicia. Todos los pretendientes a los juzgados de letras saben latín con su poco de castellano rancio, y sus méritos deben ser los elocuentes informes de estrado, los pleitos justos o injustos que hayan ganado, que si son de esta última clase, es más en su abono, pues en un pleito injusto es donde luce más la destreza del abogado. Los clérigos tienen, a lo que creo, también que tropezar sus largos sombreros con las puertas de este ministerio. Es decir, andan en negocios arduos por ese rumbo las manos muertas, que son los eclesiásticos, y las manos vivas, que son los abogados. Este ministerio tiene fisonomía de Febrero o de Novísima Recopilación, es decir, agria y rígida. Pero ¿qué vale un país donde no se administra cumplidamente la justicia a los ciudadanos? Nada, porque destruidas las garantías sociales, se destruye la existencia de la sociedad. De ahí concluyen también que este último ministerio es el más importante.

Cada ministerio cree ser el de más rango, y todos en su ramo lo son. Quizá por esto se quiso en una época que fuera compacto el ministerio; pero eso hubiera sido lo mismo que destruir la fisonomía particular de cada uno, y juntar y confundir a los militares, a los covachuelistas, a los jurisconsultos y a los diplomáticos; y esto si se hubiera perpetuado, habría traído el mal de no poder escribir este artículo de costumbres.


Yo

El Baratillo

Baratillo, según el Diccionario de la lengua española, es diminutivo de barato, y también es el lugar donde se venden trastos de poco precio. El mismo Diccionario dice que hay baratillo en Sevilla y Valencia, y yo sospecho que lo habrá también en muchas otras partes de España, y me afirmo que de allende nos vino la dicha de poseer en México ese establecimiento, que por útil y benéfico lo han respetado los imperiales, los federalistas, los centralistas, los escoceses, los yorkinos, los hombres, en fin, de todas épocas, de todos colores y de todos los partidos. Esto no demuestra más que el feliz privilegio de las cosas verdaderamente buenas, que son respetadas, no digo de los hombres, sino hasta del tiempo, enemigo implacable de todo lo que existe. La pesada estatua de Carlos IV tenía un olor insoportable de tiranía, y la confinaron al patio de la Universidad, con miles de gastos y de trabajo. El Palacio, aunque no ha sufrido mutaciones en su cara, si no es pintorrearla de un color oscuro y análogo con el de nuestros legítimos antecesores, en su cuerpo se han abierto y cerrado puertas, y construido y tirado paredes, y nunca se concluye la obra. La Inquisición, donde antes gemía la humanidad, ha sido cuartel de inválidos, prisión liberal de reos de Estado, y por último, pasó de manos vivas a manos muertas para convertirse en seminario conciliar. La mayor parte de los edificios públicos han sufrido sus mutaciones, como todo lo del mundo, menos el Baratillo, que desde que yo abrí los ojos, tiene las mismas facciones horribles y asquerosas que hoy. Si se tratara en este artículo de un hospital, de una escuela o de otro establecimiento de esa clase, me hubiera yo tomado sin duda el trabajo de indagar la fecha de su fundación y demás pormenores relativos a su cronología; pero traer a la memoria el origen de un lugar tan inmundo no sería de gran utilidad, y por otra parte, el que esto escribe temería, si se atreviera a estampar hoy con letras de molde el nombre del fundador del Baratillo, que su sombra viniera a reclamarle tal falta, y que su amarillenta calavera (la del fundador por supuesto) se coloreara a fuer de avergonzada. Hanme dicho, no me lo crean, que el inmortal conde de Revillagigedo hizo algunas reformas y arreglos en el Baratillo. ¿Qué tal estaría antes?

No hay cosa mejor en la pintura, en la poesía, en los acontecimientos de la vida, que el claroscuro; y he aquí cabalmente por qué el Baratillo está situado en el centro de la ciudad, a poca distancia del teatro, escuela de la civilización, y entre los conventos de monjas de San Lorenzo y Santa Clara, asilos de la virtud. Sí, señores, porque es menester que todo esté conforme a las reglas de México, donde hay máscaras y misiones, coches relucientes con hermosos caballos tropezando con carros aromáticos, tirados por anciana y flaca mula, y viudas que se mueren de miseria junto a usureros que agonizan de ahitamiento; pero ¡qué digo!, esto creo que sucede en todo el mundo; y digan si es cierto los que han visto mundo.

¡Qué hermosa para un artículo de costumbres es la descripción de un edificio siquiera como el elegante café de la Bella Unión en una noche de concierto! Pero he aquí que es fuerza hablar del ángulo que forman las calles de la Canoa y Factor, donde están colocados una porción de cuartuchos negruzcos de tejamanil, cuyos techos han sido de años atrás teatro de las glorias amorosas y guerreras de multitud de gatos, y cuyos interiores ministran campo vasto a las correrías de las ratas, a los trabajos industriosos de las arañas y a las construcciones arquitectónicas de los alacranes, mestizos y otras sabandijas. De noche se cierran los cuartuchos y las dos puertas que dan entrada a ese elegante bazar, y un sereno arrebujado en su capote azul, ronca toda la noche en la puerta principal cuidando los valiosos intereses de los ciudadanos. Al acabar este renglón me viene la idea de que he pecado contra la gradación, describiendo el Baratillo en la noche antes que en el día. Los cajoncitos exteriores de la parte de la calle de la Canoa, están llenos de espuelas, jáquimas, fustes, estribos, reatas, clavos, cadenas y otra porción de útiles para los rancheros, y los rancheros precisamente son los que dan de comer a estos comerciantes; y divertida cosa es oírlos ponderar la fortaleza de los fustes quebrados y pegados con cola, la suavidad de los arzones, que parecen de madera y no de cuero, y la bondad de los estribos apolillados. Difícil es engañar a los payos en esa materia; pero el caso es que a fuerza de charlar y de porfiar les encajan las cosas por un duplo de lo que valen, y por una silla de caballo que han comprado en 12 reales, tienen la desfachatez de pedir 40 pesos.

Dando vuelta, se ven una porción de puertecitas cuadrilongas y estrechas con celosía verde y cortina encarnada: son las barberías. Los maestros parados en la puerta convidan a cortarse el pelo y a rasurarse a todo indio que pasa por allí; por la módica suma de medio real, les raspan la cara hasta ponerlos como una escarlata, y les cortan con una rapidez admirable los cadejos enmarañados de pelo. En estas barberías se rasura y se pela a lo romántico, con destreza, soltura, valentía, hasta para echar abajo un pedazo de oreja, pero nada de reglas ni de lógica. Estos barberos son de una clase inferior a los demás: no rasuran a los ministros, a los diputados, a los coroneles y generales, y hablan poco de política por esta causa; pero en cambio, saben dónde vive Chepe el Cojo, Pancha la Tortuga, y la Tía Nicolasa la Fandanguera; llevan la alta y baja de los matados y heridos, y la crónica del barrio de San Sebastián, de la Palma o de San Pablo. Hablan mucho y rasgan sus jarabes en la vihuela, porque también es ley del mundo que todos los barberos hagan esto.

Entrando al interior del Baratillo, se ve en medio una fuente de agua sucia, concurrida de multitud de criadas y aguadores, una capilleja en el fondo con unas torcidas verjas de fierro, y en derredor multiplicados los cuartuchos de tablas. Cualquier cosa que el lector imagine, la encontrará allí. Sables, pistolas, camas, roperos, casacas, chalecos, pantalones, relojes, botones, rosarios, estampas de santos, baúles, todo está allí revuelto, confundido y transformado. Una que en los días de su juventud fue camisa, aparece convertida en calzoncillos blancos, una capa en levita, una levita en uniforme, un uniforme en chaleco. En las prendas de ropa del Baratillo está realizado el sistema de Pitágoras. En el suelo hay colocadas sobre unos restos de carpetas azules, innumerables llaves, chapas, candados, ganzúas, clavos y tornillos, todo mohoso y viejo por demás, y junto de estas preciosidades hay multitud de harapos sucios que también se venden y hay quien los compre. ¿Para qué? No lo sé. Todas las testamentarias de los pobres, la ropa de los difuntos, los desperdicios de los elegantes, los muebles de las accesorias van a parar al Baratillo, amén de las cosas hurtadas que hallan postores en el acto. La literatura tiene su lugar también en el Baratillo: pues hay sus librerías surtidas de infolios en pergamino, de breviarios viejos y de tomos truncos de diversas obras antiguas. Un tomo de la literatura de Llampillas, junto a las Memorias del señor Naxo, obispo de Lima; Las soledades de la vida y desengaños del mundo, y el padre Parra hundido entre las telarañas; un medio tomo de las obras de Spalazani junto a otro del Quijote. El librero pondera la excelencia de las obras, y clama contra la falta de gusto de las gentes y el prosaísmo del siglo, y añade que si hubiera hombres instruidos, irían a su librería a desenterrar tesoros de literatura y de ciencias. El catálogo del librero está en su memoria, y sabe de memoria todas las carátulas de las obras colocadas en unas tablas amarradas con mecate.

Por de fuera hay sus casas de recreo, tal como una vinatería donde se venden caldos superiores, una pulquería donde se encuentran enormes tinas abastecidas del suave Tlamapa, un elegante billar y unas mujeres que venden quesadillas, gorditas y enchiladas. Naturalmente tantos elementos de recreo, y el comercio y cambio tan activo, atrae numerosa concurrencia, cuyo aspecto no es muy agradable. Unos envueltos en una sucia sábana o frazada, otros desnudos de medio cuerpo arriba, otras con las enaguas de mil colores, las cabezas alborotadas y las caras aguardientosas, ¡y qué diálogos tan graciosos y tan chuscos!, ¡y qué pleitos a mojicones y a veces a puñaladas!, ¡y qué efectos tan finos cambian y venden! Es muy curioso el Baratillo, principalmente los domingos cerca de la oración de la noche; pero le aconsejo al lector si es de frac, que no se atreva a pasar por él a esas horas, y se contente con la descripción imperfecta que he hecho de él, pues si quisiera cerciorarse de si he dicho mentira o verdad, le costaría quizá el quedarse sin un faldón en la casaca, o sin el fundillo del pantalón. Esa reunión cotidiana de lo más vicioso de la sociedad para vender y traficar con las prendas robadas y las ropas de los muertos; ese hacinamiento de tablas podridas y negruzcas; esos vagos medio desnudos con sus pañitos sucios en la mano y una multitud de prendas de ropa sobre el hombro; ese bullir eterno de compradores y vendedores del residuo asqueroso de la gran población de México, este lugar impregnado de miasmas, ese Baratillo, en fin, es un letrero que dice a los extranjeros que lo miran: «Los mexicanos eran antes estúpidos, y hoy son indolentes».


Yo

El matrimonio

I

Días hace que tenía deseos de escribir un artículo de costumbres; pero me sucedía precisamente lo que al cura, que no repicaba por trescientos mil motivos; el primero, por falta de campanas: hay entre nosotros muchas costumbres, tales como la de pretender empleos, la de ser ricos de la noche a la mañana, la de criticar todo sin entenderlo, etcétera; pero eso me daba materia para un renglón, y después… ¿Cómo hacer sonreír a los lectores? ¿Cómo amenizar las columnas del Siglo XIX? ¿Cómo granjearme la nota de maligno, de mordaz, de conocedor del mundo si se quiere? Nada de esto era posible porque hay momentos, horas, días, y hasta meses enteros, que el poco entendimiento que vaga en el cerebro se esconde en lo más profundo de los sesos, y ésos son cabalmente los momentos en que el poeta suda, se arranca los cabellos, llora, tira la pluma desesperado, y pide a Dios una gota de genio, una gota de talento, un soplo de inspiración. La inspiración no viene porque es una muchacha retrechera y algo voluntariosa, y entonces se exclama en voz sepulcral con Victor Hugo: ¡Maldición!, o con Calderón y Lope: ¡Válgame Dios! Pero sigo con mi cuento, antes que los sufridos lectores exclamen: ¡Válgame Dios, qué pesado! Decía que no tenía asunto para artículo de costumbres, cuando he aquí que mustia y solemne se avanza la Semana Santa con sus tinieblas, sus monumentos, sus procesiones, su pésame, y tras de todos estos graves misterios se agolpa el mundo de México, vario, mezclado y confundido. Las señoritas, crujiendo los hermosos cuanto largos vestidos de seda, haciendo brillar al través del velo negro dos ojos chispeantes, provocativos, pendencieros; las chinas bamboleando sus graciosas enaguas, los charros sonando los botones de sus calzoneras, los petimetres con sus enormes fracs de progreso, sus delgadas cinturas, sus rostros románticos, barbudos o insinuantes; los militares, hijos verdaderos de Eldorado, diciendo a los extranjeros con sus vistosos uniformes: «Mis amigos, ésta es la tierra del oro, de la plata y de la cochinilla». Y todo este mundo alegre y bullicioso, vagando de las iglesias a los puestos de chía, de los puestos de chía al sermón, del sermón a la sociedad de la Bella Unión, y de aquí a descansar de tanto paseo, de tanta fatiga, de tanta penitencia, de tanta devoción; prestaba en verdad asunto copioso para artículos de costumbres. Pero los cuadros eran llenos de brillo, de movimiento, de vida; y era menester ser hábil pintor para retratar estas escenas, de manera que el lector pudiera exclamar: «Lo hizo bien, dijo la verdad», como se dice cuando se ve a una virgen de Murillo con sus ojos tiernos, con sus mejillas suavemente coloreadas, con su expresión ingenua y apacible: «Ésta es la Madre de Dios: Murillo era un artista divino». Esta poderosa consideración me impuso silencio, y vi pasar la Semana Santa sin escribir una letra, confiado en que Fidel diría algo, y aguardando el tiempo oportuno para volver a la carga con mis casas de vecindad, mis pretendientes y mis ministerios. Acabóse al fin el tiempo santo; la amargura de Marín y la muerte del Salvador fue cantada en sentidas trovas por nuestro poeta lírico, y como gustamos por lo común de variar, no parecerá mal a los lectores y lectoras, enamorados a consecuencia de estos días, saber algo sobre la vida de mi buen amigo Federico Tornasol. Allá va el cuento.

Era Federico un jovencillo de veinte años, de cuerpo mediano, pero bien formado, ojos pequeñitos, pero fogosos y vivarachos, color apiñonado, o mexicano, que es lo mismo; su boca sonriendo casi continuamente dejaba descubrir unos blanquísimos dientes; agréguese a esto una patilla recortada con esmero, un cabello castaño perfectamente arreglado con macasar, cepillo y media caña, un frac de la fábrica de Ivan Goul, un pantalón recortado por la sublime y práctica tijera de M. Pierre Chabrol, y un chaleco por el más bien escultor que sastre, Antonio Valdés, y tendremos, si no un parisiense de botín color de tierra y pantalón en la espinilla, al menos un mexicano bien vestido y ajustado a la moda. Era además Federico de esos dependientes de cajón de ropa, que con su buena figura y zalamería proporcionan a sus amos abundante concurso de marchantes: ganaba unos 60 pesos cada mes, tenía relaciones con las gentes del tono, concurría a las comedias, a los toros, a las misas de once de San Francisco y a las tertulias. Sabía además embaucar a las marchamas, decir flores a las niñas, ponerse bien la corbata, bailar un vals alemán, cantar un aria del Pirata y ganar algunos doblones al ecarté. En una palabra, sabía cuanto se necesita saber en esta sociedad para pasarse una buena vida. Éste era Federico, y ya que lo conocemos, visitémoslo en su alojamiento del Hotel de Washington, donde un criado le acaba de entregar una cartita color de rosa.

—Ésta es carta de mi Leonarda —dijo rompiendo la preciosa oblea de goma que decía Lunes con letras de oro.

Era efectivamente carta amorosa; la abrió, y leyó:

«Federico mío: Mi madre acaba de apoderarse de toda nuestra correspondencia; me ha reñido, me ha pegado, y mi desgracia no parará aquí, pues según entiendo se dan disposiciones para enviarme a Querétaro en casa de mi tía. Al escribir estas líneas me ha venido un pensamiento horrible, que ha hecho estremecer mi corazón y llorar abundantes lágrimas a mis ojos, y es el de que usted puede haberme engañado, burlado mis esperanzas y destruido todo el encanto de mi juventud, todo el prestigio de mis sueños de felicidad. ¿Me abandonarás, Federico? ¿Destrozarás mi corazón? ¡Ah!, te juro que si me separan de ti, moriré de dolor, porque eres mi único pensamiento…

»Al acabar este renglón vino mi madre a decirme que a las cuatro de la mañana debería partir en la diligencia. El dolor me ahoga. Ven a las doce de la noche frente al balcón, volaremos donde quieras, porque mi amor es frenético, no puedo vivir sin ti. Adiós, bien mío. A las doce sin falta. Adiós te dice tu… Leonarda

Leyó Federico dos o tres veces la carta, y tomando después con precipitación un tintero y un papel, escribió estas líneas:

«Ángel mío: Esta noche a las doce estaré frente de tu balcón, prepáralo todo y disponte a seguirme: mañana serás mía, mañana un edén se abrirá ante nuestros ojos, y esta vida solitaria y desierta será un jardín bordado de flores, en el que se deslizará sin sentir nuestra existencia. ¿Y dirás todavía que te abandono? No, ídolo mío; primero moriré mil veces que faltar a los juramentos que te he hecho. A las doce sin falta te aguarda tu… Federico

Salió el criado con la misiva, y Federico se quedó reflexionando. «En efecto —decía—, un hombre solo en el mundo es una paja que gira a la voluntad de los vientos. Las horas de soledad son amargas, pesadas y llenas de una apatía que marchita cuantos placeres proporciona la sociedad. ¡Oh, cuánto vale un seno amoroso en que reclinar la frente marchita y angustiada! ¡Cuánto vale oír los latidos del corazón puro de una virgen! ¡Cuánto vale despertar en la compañía de una joven candorosa! ¡Cuánto, en fin, ver sus ojos húmedos de amor y de placer! Y todo esto se consigue solamente casándose, porque entonces nadie tiene derecho de arrebatar a uno la felicidad, ni de arrancarle el corazón de la mujer que adora.» No se acordaba Federico que hay hombres cuya única ocupación es enajenar cuantos corazones pueden. Mas sigamos. Federico entusiasmado besó la cartita color de rosa, y exclamó: «Ídolo mío, a las doce de la noche te habré ya estrechado en mis brazos, y cubierto de besos tu angélico semblante. Y por otra parte —continuó—, esta vida turbulenta y continuamente agitada no puede agradar mucho tiempo. Siempre seduciendo mujeres casadas, siempre en citas nocturnas con las doncellas, siempre vagando en los cafés, en los billares, en los teatros, y al fin todo esto no deja en el alma más que remordimientos, tedio, tristeza. Sí, me casaré con Leonarda, arreglaré un sistema de vida que me proporcione una dulce tranquilidad. Por la mañana temprano iremos a la Alameda; el ejercicio y el ambiente fresco nos dará gana de comer, y almorzaremos sazonando con expresivas caricias los manjares. En seguida me iré al cajón, y entre tanto yo trabajo, ella se ocupará de bordarme tirantes y hacer calados en las camisas. ¡Qué dulce es ponerse una camisa de manos de una mujer que se ama! La noche la ocuparemos en leer alguna novela de Walter Scott, o iremos al teatro. ¿Qué más se puede apetecer en la vida? No hay remedio, el matrimonio es el estado más feliz. Está resuelto: me caso».

Esto diciendo abrió un estante, sacó una escala que envolvió en un pañuelo, un par de pistolas de bolsa, tomó su sombrero, se arrebujó en su capa y se salió a la calle. Eran cerca de las ocho de la noche.

Demasiado temprano para realizar su expedición, vagó por varias calles, hasta que impensadamente se encontró en el pórtico del Teatro Principal. En esa noche se daba un drama tierno, apasionado. Era el Trovador de don Antonio García Gutiérrez, que atravesando el océano había caído en la inquisitorial jurisdicción de nuestros clásicos cómicos del Teatro Principal. El drama, aunque representado sin esmero, se atrajo la simpatía del partido romántico, que comenzaba a nacer, es decir, el de los jóvenes, mientras los que se llaman clásicos, no porque sepan más que los románticos sino porque tienen sus pasiones muertas y elogian a Moratín, silbaron y criticaron tan excelente composición; pero Federico, cuya imaginación ardiente necesitaba sólo de una composición de Arriaza para entusiasmarse, se puso de punto de caramelo, como suele decirse; salió del teatro casi embriagado de amor y de romanticismo, y se marchó resuelto a libertar a su dama a toda costa, y a cambiarle el nombre de Leonarda en el de Leonor, como más poético y más tierno.

II

Daban las doce de la noche cuando un hombre embozado en una capa se paseaba por una callejuela estrecha, mirando con atención y deteniéndose a cada momento frente de un balcón que no distaría más de cuatro o cinco varas del suelo. De repente las puertas del balcón rechinaron, y un bulto blanco se asomó, y con voz temblorosa y meliflua dijo:

—¿Eres tú Federico?

—Yo soy, Leonor querida. ¿Estás lista?

—Sí.

—Pues allá va la escala.

Leonor aseguró la escala en el barandal, y encomendándose a Dios, ofreciendo una libra de cera a la Virgen de la Soledad, e ir descalza por la calzada de piedra hasta el santuario de Guadalupe, bajó por la escala ayudada de su Federico.

—Virgen santísma —exclamó Leonor al verse sana y salva en la calle—, yo te doy gracias y ofrezco mandarte hacer un milagrito de plata, además de lo que te prometí. Federico, vámonos, no sea que despierte mi madre, y que el guarda nos vea. Huyamos, porque el corazón me ahoga de susto.

Federico quitó su escala, tapó con su capa a su adorada Leonor, y se dirigió a pasos precipitados a su alojamiento del Hotel de Washington. Después de pasado el momento en que el susto ocupaba toda la existencia de la joven, la ocupó el arrepentimiento. El corazón de una doncella es un termómetro que se resiente de la más pequeña variación, y puede asegurarse que la mayor parte de nuestras jóvenes tienen un fondo de virtud, un cimiento de inocencia que las hace apesararse de las acciones menos conformes que cometen. Después el continuo vaivén de la sociedad y el influjo poderoso del amor socavan ese cimiento y destruyen esa inocencia; pero esto no es más que una consecuencia de vivir en un mundo donde las pasiones brindan con su prestigio, mientras la virtud rechaza con su austeridad. Leonor, dominada por la virtud de que aún tenía restos en su alma, prorrumpió en abundante lloro y comprimidos sollozos, siguió el mal de nervios, y por último una palidez mortal y el desmayo de ordenanza. Federico roció su rostro con agua, aplicó pomitos de esencia a sus narices y le dijo palabras llenas de ternura. Leonor volvió en sí.

—Me has hecho desgraciada, Federico. ¡He abandonado mi casa a deshora de la noche, he causado un pesar a mi madre, a mi pobre madre! Mañana se hablará en los cafés, en la Alameda, en todas partes de la aventura, y yo no apareceré más de como una joven loca y sin recato: tal vez tú me aborrecerás…

—Mañana se hablará, sí, de la aventura, pero mañana también serás mi esposa; la bendición nupcial y mi nombre sellará todas las lenguas. Ha sido forzoso dar este paso para unirnos. Consuélate, Leonor, no llores, tus lágrimas parten mi corazón y me causan celos, porque creo…

—¿Me amas, Federico? —interrumpió Leonor mirando con sus ojos empapados en lágrimas a su amante.

—Sí, Leonor, te amo, te idolatro, eres mi único anhelo, y te juro que ni el soplo de la muerte podrá apagar el amor que me has inspirado.

—Pues bien, Federico, ¿cuándo nos casaremos?

Federico miró el reloj, y le contestó:

—Dentro de dos horas.

Eran las tres de la mañana.

—Dicen que el casamiento destruye la ilusión, y mata al amor. Con que cuando sea yo tu mujer…

—Te amaré más.

—¿Me amarás siempre?

—Mientras dure mi vida, y cuando termine querría yo que tú durmieses conmigo en la tumba, porque te juro que mi alma no podrá dejar a mi cuerpo si tú quedas en el mundo.

—¿Viviremos juntos y amándonos, Federico?

—Y moriremos juntos y amándonos, Leonor: acércate, deja flotar tus rizos sobre mi rostro. Dame tu mano. Quema mi frente, ¿no es verdad? Es de amor, en amor arde mi alma. ¡Leonor, Leonor, soy el más feliz de los hombres, tú derramas sobre mí raudales de felicidad!

—Federico, Federico, ámame así toda la vida. También soy feliz. ¡Sí, estos momentos valen toda una existencia…!

Eran en verdad felices. ¿Quién no lo ha sido un momento en su vida?

Las dos horas que faltaban para las cinco de la mañana pasaron breves como el relámpago, y la aurora comenzaba a colorear el horizonte, y los edificios a pintar en sus fachadas la luz blanquecina de la mañana, cuando nuestros dos jóvenes salieron de la posada y se dirigieron a casa de un eclesiástico conocido de Federico. A las siete volvieron al hotel. El matrimonio estaba celebrado.

III

Tres meses habían pasado, tiempo en que es preciso trasladarnos a una vivienda de una casita de vecindad. Constaba de dos cuartos estrechos y sucios, y de una cocina. Una pieza contenía una mesa coja y dos sillas que habían tenido asiento de tule, pero que hoy estaba completado con mecate. En la otra pieza una cama de madera fina, una silla y un mecate de pared a pared que suplía de ropero o cómoda, dejaba ver un pantalón roto, una chaqueta sucia y dos o tres túnicos de indiana. Una joven pálida, con el peinado desaliñado, el túnico roto, estaba sentada en un petate poblano, y no bordaba tirantes ni cosía canevá, sino que soleteaba con crea unas medias. A poco entró un joven: sus ojos no brillaban con el fuego del entusiasmo, su rostro estaba amarillento y sus barbas crecidas. Se dirigió a su mujer.

—¿Qué haces?

—Soleteando unas medias.

—¿Sabes que no tengo empleo?

—No.

—Pues hace días me despidió el amo porque voy tarde a la tienda, porque no tengo ropa decente con que presentarme, y en una palabra, porque soy casado.

Al escuchar esta última frase, la joven se puso encarnada; Federico continuó:

—He ido a jugar y he perdido, porque a los casados ni Dios ni el diablo los ayuda. ¡Diera un ojo de la cara por ser soltero!

—Federico —dijo la joven llorando—, si te sirvo de estorbo, si ya no me amas, me iré de tu casa y pediré limosna.

—Eso no cambiaría mi situación, ni tampoco me refiero a ti. Digo en general que el hombre pobre que se casa se echa encima un quintal de sal y una azumbre de amargura.

—¿Y la pobre mujer? ¡Ah, ésa no! Para ella todo es felicidad, todo dicha. Mucho he sufrido, pero he callado, porque a la mujer que como yo se sale de su casa por el balcón al abrigo de las tinieblas, no le queda más arbitrio que llorar en silencio. Yo tenía en mi casa las caricias de mi madre, el amor de mis hermanos, y vestía bien, y paseaba, y nunca lloraba.

—Bien, ¿y por qué te casaste?

—Porque tú…

—Yo te enamoré como se enamora a cualquiera mujer, pero tú me propusiste que te sacara de tu casa. Lo demás ya lo sabes.

—Federico: calla por la Santa Madre de Dios, porque esos insultos lastiman el alma.

—La verdad es amarga, señorita, y yo no hago más que decir lo que pasó.

—Y tus juramentos de amor, y tus lágrimas, y tus ruegos, ¿qué se hicieron? ¡Ah, eres un injusto, un mal hombre!

—Nómbrame como te agrade. Pero hija mía, es ley del mundo que la ilusión se acabe, que el amor se desvanezca, que todo pase, y esos tiempos pasaron, y…

—Y es decir que ya no me amas.

—No te he dicho semejante cosa, y lo que repito es que cuando la miseria y la hambre asedian a un matrimonio, el matrimonio no puede ser feliz por la sencilla y poderosa razón de que no se come amor, ni se viste amor; y por el contrario, una mujer sucia, mal peinada, pálida, inspira si se quiere lástima; pero amor, no.

—Tú me has hecho desgraciada.

—Los dos lo somos, Leonarda. Mas dejemos esta conversación que es por demás pesada. Lo que importa es vender la cama, y un almonedero va a venir.

En efecto tocaron la puerta, y el almonedero, con diez pesos que dio por el último mueble decente que había en la casa, puso fin a un diálogo que se iba acalorando. Federico tomó nueve pesos, dejó uno a Leonarda, y ésta tributó algunas lágrimas a la partida de su lecho de caoba.

El diálogo que acabamos de oír fue la sentencia de divorcio, el fin de la pacífica vida conyugal, y el principio de otra llena de pesares, de espinas y de remordimientos. Leonarda por su parte conservaba, si no la ilusión de los primeros días de su matrimonio, al menos un sentimiento tierno hacia su esposo; pero la injusticia de éste, un estado tristísimo, una vida sin sociedad, sin encantos, desalojó de su alma el resto de candor que conservaba; y en adelante cualquier hombre, por despreciable que fuese, le parecía mejor que su marido. No faltaba alguno que rondara la calle, porque Leonarda, a pesar de que los sufrimientos habían marchitado su hermosura, tenía diecinueve años, y en su rostro se leía: «Esta mujer habrá sido divina». El galán persistió en rondar, ella en salir al balcón, y Federico, distraído con el juego, no hacía el menor esfuerzo en reconquistar el corazón de su mujer: todos los días poco más o menos tenían a las once de la noche el siguiente diálogo.

—¿Cómo te va, Leonarda?

—Bien, ¿y a ti?

—La cena.

—No hay.

—¿Por qué?

—Porque no me alcanzaron los tres reales que me dejaste. Pagué un real al aguador, cuartilla a la vecina por que me hiciera un mandado; lo demás se empleó en velas, chocolate, carbón, manteca, garbanzos, sal, cebollas.

—Ya está, no quiero saber más.

—¿Quieres unos pocos de frijoles?

—Vengan.

—Federico comía los frijoles, bebía un vaso de agua, y se acostaba murmurando entre dientes en una mala cama llena de insectos. Leonor hacía lo mismo. Éstas eran las delicias, la paz, el sosiego de la vida matrimonial: ni paseos, ni teatro, ni novelas de Scott, ni tirantes de canevá. Sufrimientos, miserias, fastidio, desesperación, he aquí lo que rodeaba a mi pareja. Eran bien desgraciados. Pero, ¿quién no lo es la mayor parte de su vida?

Dos meses después salía una expedición para Tejas. Federico con una charretera de teniente marchaba a la cabeza de su compañía, con un sombrero jarano, en un flaquísimo caballo. Había perdido su corazón las ilusiones de amor, y buscaba la gloria y un pedazo de pan para vivir.

IV

Un año después estaba yo en la plaza de toros de San Pablo, y junto a mí una joven llena de perlas y diamantes, y con un riquísimo vestido. Sus facciones no me eran desconocidas. Un recuerdo vago pasaba por mi mente de haber visto antes fijarse en mí dos ojos negros y expresivos, y aunque al parecer llena de alegría y de vida, percibía yo un fondo de melancolía que anunciaba profundos pesares y remordimientos. Pregunté a un amigo si conocía a la joven que teníamos al lado.

—Como a mis manos —me respondió—, se llama Leonarda, es casada con un tal Federico Tornasol, que fue primero dependiente de la tienda de… y desesperado de su mujer, se marchó a Tejas de teniente del regimiento número…

Salí de los toros diciendo: «He aquí un lindo matrimonio». Entreme a un café, tomé un periódico y leí.

«La acción estuvo muy reñida, y aunque las armas mexicanas obtuvieron completo triunfo, murieron ciento cincuenta soldados, el coronel H…, los capitanes R… y el teniente don Federico Tornasol.»


Yo

Historia verdadera

Dos jóvenes románticos

Era una tarde nublada; el sol se había ocultado entre las nubes, y se reflejaba en las aguas del Sena un cielo opaco y triste: un joven de dieciséis a veinte años estaba en pie en un puente con los ojos fijos en el río; en sus siniestras miradas se advertía que luchaba con una grande agitación, y padecía su alma violentos combates. Una mano que le tocó al hombro suavemente le arrancó de su meditación.

—Amadeo, ¿qué te ha sucedido? ¿En qué piensas?

—Pienso, Eduardo, en este momento remover con mi cuerpo las aguas tranquilas del Sena.

—Loco, ¿tú te chanceas? No serías capaz de hacerlo.

—¿Que no sería? ¡Oh!, si tú quieres presenciarlo, no gustaré morir dejando la fama de embustero o charlatán.

Y al decir esto hizo un hincapié para precipitarse en el río; pero su compañero logró asirlo de un faldón de su huácaro; el cuerpo de Amadeo estaba balanceándose, y su compañero hacía esfuerzos prodigiosos para sostenerlo, gritó, acudió gente y lograron poner en salvo al desventurado que estaba tan peleado con la vida.

Amadeo quedó sin sentido, respiraba apenas, y aunque se había resuelto al parecer con tanta frialdad, a perder la vida, se conocía en esto claramente el esfuerzo que hace el hombre sobre sí mismo al privarse de la existencia. Eduardo lo condujo a su casa, donde le suministró todos los auxilios necesarios para que recobrara el uso de los sentidos.

—Parece que te vas recuperando un poco, Amadeo —le dijo su amigo cuando lo vio entreabrir los ojos.

—Sí, algún tanto, Eduardo, gracias, gracias, es algo salada la maldita agua del Sena, y aún tengo el estómago lleno… Dios me ampare, qué agonía tan horrible se siente cuando uno se está ahogando: por cierto escogeré mañana otro género de muerte más violenta.

—Duerme, y descansa, Amadeo; cuando despiertes encontrarás tu estómago más vacío.

—Sí, amigo, es muy horrible ahogarse.

Volvió Amadeo a cerrar los ojos, y durmió hasta la mañana siguiente.

—¿Qué espíritu malo te inspiró la idea de arrojarte ayer al Sena? —le dijo Eduardo a su compañero cuando estaban tomando el café.

—Mil gracias, Eduardo, tú me has salvado la vida, y aún no sé si me has hecho un mal o un bien.

—Como serse fuere, creo haberte hecho un bien; pero cuéntame los motivos que tuviste para tomar esa resolución.

—Te los diré, Eduardo, a pesar de que me parece que acabo de despertar de un sueño, y que todo lo que ha pasado por mí es mentira; en fin, tú que conoces mi vida dirás si acierto.

»Estaba yo en casa de sir Edmond el vaquero, tenía allí 1 000 francos al año, la casa y la comida, ¿es verdad?»

—Sin duda —contestó Eduardo.

—Pues ya no los tengo; ayer me amenazó, me injurió, y por fin me dijo que me fuera de su casa si no quería pasar el resto de mi vida en Bicetre. Salí medio loco renegando de mi suerte, y me dirigí maquinalmente a casa de M. Dupois, a quien cobraba muchas libranzas, y me daba muestras de cariño: me recibió con un tono brusco, y me dijo: «Márchate de aquí, bribonzuelo». Salió un dependiente suyo, amigo mío, y me dijo: «Procura marcharte de París, como lo ha hecho tu compañero». Yo por qué, le pregunté lleno de cólera. Ja, ja, me contestó: ¿y los 30 000 francos que se han soplado ustedes dos del almacén de sir Edmond?

»Comprendí la causa de mi ruina, Eduardo: el pícaro de mi compañero de almacén se desapareció con los 30 000 francos, y me dejó calumniado.

»Yo acababa de recibir una carta, la abrí, y recorrieron mis ojos unas lúgubres páginas; mi madre había muerto, y mi tío se había escapado en un barco que salía para Veracruz con el poco dinero que mi madre había conservado. Bien, ya sabes por qué iba a destruir una existencia que me atormenta. En París conozco a pocas personas, no tengo recursos, deshonrado y sin madre, no me quedaba otro arbitrio que… Pero es menester pensar en otro género de muerte más violenta.»

—Conozco que tenías alguna justicia para pensar de esa manera, y mi corazón se enternece al contemplar tu desgracia; mas ahora debe entrar en tu espíritu la calma y la conformidad.

—Eso no puede ser, pero en fin, tal vez convendría en soportar este golpe pero, ¿puedo mirar tranquilo un porvenir horrible? El hambre, la miseria. Esto no es posible, Eduardo —y al decir esto ocultó con las manos su semblante.

—No es más que eso —prosiguió Eduardo—, pues serénate, soy tu amigo, y nada te faltará a mi lado; soy pobre, pero al menos… mira, tengo 1 000 francos en mi baúl que me ha valido el primer drama.

—¡Oh!, Eduardo, eres muy generoso, yo no podré aceptar.

—Calla, Amadeo, calla, y trata de estar más contento.

—Al fin tú eres autor de un drama, has conquistado un lauro que adorne tu sien, y has ganado dinero y reputación, pero yo…

—Yo —interrumpió Eduardo—, cuando escribí Farruck el moro a fe mía que era tan infeliz como tú, y al presente ves que me ha producido un buen efecto mi primer ensayo.

—Lo esperaba yo así, porque tu talento, tu entusiasmo por el teatro… y tu estudio…

—Como quieras, pero creo que tú podías muy bien… Tienes más talento que yo, hemos concurrido juntos a los teatros, hemos estudiado juntos, y hemos leído juntos a Dumas, a Victor Hugo y…

—Y qué, ¿quieres que haga un drama? ¡Oh!, ni pensarlo; es menester desechar de todo punto esa idea.

Siguieron nuestros dos jóvenes hablando de cosas nada interesantes, tanto el resto de este día como los siguientes, y en cada conversación no dejaba Eduardo de picarlo sobre el drama; idea que tampoco se había podido borrar de la imaginación de Amadeo, hasta que al fin consintió, alegando para sí muchas razones favorables, y por último guiado de la ambición de gloria y del deseo de restaurar un nombre, envilecido en cierta manera por el robo acaecido en el almacén.

Algunos días después, se veía a los dos jóvenes pasearse con agitación, aun en horas avanzadas de la noche, a lo largo del cuarto que habitaban, discurrir sobre el plan del drama, disputar, improvisar algunos versos, escribir, romper lo escrito, y proponer cada uno mejoras. Al fin, después de estas fatigas, el drama se concluyó, los actores de uno de los muchos teatros de París lo admitieron y se fijó el día de su representación. Nuestros dos jóvenes formaban entre sí mil encontradas fantasías; unas veces se figuraban alcanzar un éxito brillante y aun meditaban ya nuevos planes para lo sucesivo; otras veces desmayaba su ánimo, y la idea de un éxito desgraciado los hacía estremecer. Su única ocupación fue el conversar sobre este asunto mientras llegó el día fijado para la representación.

Un domingo vio anunciado el público de París un drama nuevo. La gente ocurría en tropel, como sucede frecuentemente en aquellos teatros, de suerte que a poco rato el teatro estaba lleno; el telón se alzó, y el público guardó un profundo silencio hasta que se varió una decoración en que se cayeron dos mozos con una mesa, lo que ocasionó grandes risotadas en el público. En una escena que se figuraba que estaban solos los amantes, salió un muchacho de debajo de una mesa, donde por malicia o travesura se había ocultado, lo que hizo estallar en las lunetas un ruido sordo; por fin la primera dama se resbaló al huir del galán que la quería requebrar, y rodó hasta cerca de los músicos. Aquí aprovecharon los enemigos de los dos jóvenes la ocasión para silbar; efectivamente, en cuanto se abrió el teatro entraron hasta unos treinta, pagados con el detestable objeto de sumergir en la desesperación a dos autores noveles, que sin duda prometían lisonjeras esperanzas.

La algazara fue tal y el estrépito fue tan grande, que fueron necesarios los gendarmes para contener el tumulto. El telón cayó sin que el bullicio disminuyera, hasta que insensiblemente se fue vaciando el teatro; el administrador mandó apagar las luces, y así concluyó la representación del drama, que principalmente consideraba Amadeo como la única tabla que debía salvarlo del naufragio de la miseria y de la desesperación.

Entre tanto sucedía semejante batahola, ¿quién podrá expresar lo que pasaba en las almas de los autores? El despecho, la cólera, el miedo, la desesperación, se sucedían en su espíritu con la rapidez que se suceden las figuras en una linterna mágica. Ya corría un sudor helado por su frente, ya relucía en sus ojos una chispa de alegría que inflamaba la esperanza, temblaban, mudaban a cada minuto de color, iban y venían, maldecían su suerte, o clamaban a Dios por el éxito de su drama; esta lucha obstinada de tentaciones, acabó cuando el espectáculo: mas después que presenciaron el resultado todos, las pasiones desaparecieron y sólo una exclusiva y única se apoderó de su alma, el abandono y el hastío a la vida.

Se retiraron del teatro, y marcharon hasta la calle de la Feronerie número 139, quinto piso, donde tenían su habitación. En todo el camino no hablaron palabra ninguna, y aun se avergonzaban de mirarse. Llegaron a la casa, subieron y se sentaron uno en frente del otro.

En cerca de una hora nadie rompió el silencio, hasta que Amadeo se levantó, sacó de su baúl un pomo y vació en un vaso un licor verde que contenía, le acercó a las narices y lo puso con resolución en medio de la mesa.

Eduardo le preguntó:

—¿Puedo saber qué clase de licor es ése?

—¡Oh! —contestó Amadeo—, es una medicina muy eficaz que cura perfectamente los dolores del alma…

—Debe ser buena —le interrumpió Eduardo, desencajados los ojos y poniéndose algo pálido.

—Excelente, excelente —replicó Amadeo—; el hombre, condenado por un destino irresistible a ser pisado, ultrajado y desechado del resto de toda la sociedad, halla con esta medicina el descanso que no haya podido encontrar…

—¡Amadeo! —exclamó Eduardo.

—Serénate, no es nada, esto es sin duda más eficaz y más pronto que las aguas del Sena.

—Amadeo, me haces temblar, el segundo drama puede ser…

—Silencio —gritó Amadeo con una voz ronca; Eduardo hizo un movimiento de horror.

Amadeo prosiguió dulcificando su voz, y dando a su fisonomía un aire de tranquilidad.

No te espantes, querido amigo, mucho te debo, mucho, para que trate de incomodarte ahora en lo más leve. Hablemos de los grandes hombres, de los célebres autores que han reunido ingenio y fortuna.

Eduardo se calmó efectivamente con estas palabras, y creyó que la saludable medicina verde no obraría ya en su amigo los maravillosos efectos que había recomendado tanto.

—No puedes figurarte cuánto me agrada Casimiro Delavigne, aquella escena tan bella de Luis II entre el rey y San Francisco de Paula.

—Ciertamente es hermosa —contestó Eduardo, a quien le causaba grande inquietud la estúpida calma de Amadeo.

—¡Ah! —continuó—, yo derramé lágrimas en el Angelo de Victor Hugo y la Catalina Howard de Alejandro Dumas; ¡cuánto envidio a estos hombres!

Siguieron hablando los dos jóvenes de los mejores autores dramáticos franceses, y Eduardo procuraba animar la conversación, recitando otros de algunas tragedias de Crebillon y de Racine; recayó después la conversación sobre Calderón, Lope, Shakespeare, Goethe, etcétera.

—¡Oh!, y qué colosales ingenios eran ésos, cómo al leerlos conoce el hombre que los autores que después los han seguido, son unos enanos en su comparación…

Calló Amadeo un momento, miró el vaso de licor verde, se puso pálido, y exclamó:

—El lauro que adornó las frentes de Goethe y Shakespeare nunca se colocará sobre mi sien. No he nacido ni para ser uno de tantos escritores pésimos y miserables de que está plagada la Francia. ¡Maldita suerte!

Tomó precipitadamente el vaso y lo acercó a su boca.

Eduardo le arrebató el licor verde, pero Amadeo había bebido la mitad.

Dieron las dos de la mañana y todo quedó en silencio. A poco momento se recargó Amadeo sobre la mesa, corrió un sudor helado por su frente y comenzó a experimentar violentas convulsiones.

Eduardo corría de una parte a otra, palidecía, acariciaba la frente helada de su amigo. Quedó Eduardo en silencio viendo revolcar a su amigo: un instante después tomó el vaso y bebió la otra mitad del licor verde.

A la mañana siguiente fueron varios amigos de los jóvenes a consolarlos en su desgracia, y en lugar de encontrarlos vivos, hallaron dos cadáveres.

M. P.

Remedio infalible

Para el que se le cae el pelo


Qui n’a pas l’sprit de son age
De son age à tout le malheur.
 

La caída de la hoja seca es en los campos del antiguo mundo imagen del otoño, precursora del invierno. El otoño de la vida se anuncia con la caída del pelo. En el campo y en el hombre se atrasa alguna vez esta estación, pero generalmente los hombres de este siglo de las luces lo pierden todo a un tiempo, la juventud, el pelo, las ilusiones, las creencias y el dinero. Estoy viendo en este instante una carta escrita del puño y letra de un anciano de ochenta y cinco años de edad, venerable padre de familia, que acuerda medio siglo de desastres en su patria, que repelidas veces desempeñó cargos públicos, que sacrificó su fortuna, su vida, en beneficio de su país, y hoy tiene pelo, y escribe sin espejuelos, y anda una legua a pie, y goza de la vida. Ahora los hombres no tienen pelo ni tienen ojos a los veinte años.

Así discurría yo tristemente, pensando en esa degeneración física de la especie humana, de que no puede dudar el que tome en peso el casco que llevaba a la guerra el cardenal Cisneros, o ver la armadura del caballero español, que pesaba 20 arrobas, o contemple la espada de Bernardo del Carpio, armadura y espada de gigantes.

Los descendientes del Cid y de Pelayo tenemos el cutis blanco, musculatura menos pronunciada, mórbidos, puede decirse nuestros miembros, débil, suave como la seda nuestro pelo. Hay hombres en este siglo tan hermosos como una mujer. Así pues, como existen muchos que aprecian sus ventajas físicas como en el bello sexo se aprecian, me he propuesto hoy hacerles un servicio señalado, dándoles cuenta de una pequeña aventura que me condujo al descubrimiento del remedio infalible para el que se le cae el pelo. He aquí el hecho.

—Su pelo de usted está en estado de quiebra —me dijeron hace un mes unas hermosas niñas que estimo mucho.

—¿Por qué? —les pregunté.

—Porque de esa cabeza sale más pelo que entra.

—Verdad es, hijas mías, verdad es que necesito un remedio.

—Pues a eso vamos, al remedio —replicó Paulina—: mire usted, si quiere que le crezca el pelo, mande a la plaza de Monserrat por el aceite de nabo, que es eficaz.

—¡Eficaz! —repitieron todas.

—Tan eficaz —añadió Paulina—, que crece el pelo en dos horas.

—Pero vida mía, si los nabos tienen aceite, también habrá aceite de berenjenas.

—Yo no sé, pero me consta que hace crecer el pelo.

Seis días froté mi cabello con aceite de nabo y el otoño de mi cabeza seguía contristando mi alma, porque veía caer en cada pelo una ilusión. Pasé a dar parte del mal éxito del remedio a mis queridas amigas que me lo habían prescrito, y me rodearon de repente para asegurarse de los efectos del medicamento. Entregué mi cabeza a seis hermosas manos capaces de trastornármela en dos minutos, y Julia, que está estudiando la geografía de Antillón, dijo a las demás examinando mi cogote:

—Muchachas; en la parte norte de este islote ha disminuido en efecto la población.

—Pues en esta costa sur —dijo Carolina—, hay una entrada a un verdadero desierto.

—Y en estos mares —añadió Anita—, se ve el fondo.

Con una risa general fue recibida la última expresión, y aquella que la había proferido desapareció de repente, pero para volver a los tres minutos.

—Tome usted —me dijo—; este remedio es infalible.

Y me entregó un pomo que tenía este letrero: Prodige. Pommade du lion pour faire posseur en un mois les cheveux, favoris et moustaches (Prodigio. Pomada de león para hacer crecer en un mes el pelo, las patillas y los bigotes).

La necesidad es madre de la fe. Así, no dudé un momento en remplazar el aceite de nabo por la pomada de león. A los quince días de su uso quisieron ver Anita y sus comprofesoras el principio del efecto, y vieron, ¡ay de mí!, el principio del fin.

—Aquí hay un destrozo terrible —dijo Julia examinando mi cabeza.

—Esto no es tumbar caña, esto es arrancarla —dijo Carolina.

—Pues la pomada de león —replicó Anita—, es muy eficaz, tal vez ésta sea apócrifa.

—¿Y qué hago yo? —pregunté a mis directoras capilares.

—Soy de opinión —dijo Julia—, que use la manteca de oso.

—Yo creo —dijo Carolina—, que es más eficaz la pomada negra. Mamá dice que a los tres días de usarla se ve crecer el pelo.

—Pues yo pienso —replicó Anita—, que el mejor de los remedios es el famoso aceite de yema de huevo.

—Es muy singular —exclamé yo—, de todo se saca aceite en estos tiempos: aceite de nabo, aceite de huevo.

—Eso quiere decir —replicó Anita—, que se exprimen las cosas con más inteligencia, y no sería extraño que se descubriera un aceite de agua.

—Use usted el que le digo, y tendrá usted más pelo que un oso.

—¿Y dónde está ese aceite?

—Lo tiene M. Chauve: ¿no le conoce usted?

—Sí, le conozco.

—Pues pídale usted un frasquito, y yo respondo del efecto.

Pasé en efecto a ver a M. Chauve, y al instante que me oyó el nombre del específico, exclamó:

—¡Admirable! El aceite de yema de huevo es un gran remedio para hacer crecer el pelo, pero no puede compararse con la pomada de Grand Jean que acabo de recibir de Norteamérica. Vea usted ese pomo. Es un tesoro. Pero tenga usted cuidado, mi amigo, porque donde toca esta pomada nace pelo; por consiguiente úsela usted con un guante o con una pequeña brocha. Una niña de un conocido mío quiso probar el sabor de esta pomada con la punta de la lengua y le nacieron pelos en ella. Así, su madre no puede decir que no tiene pelos en la punta de la lengua.

—Eso sí que es admirable, M. Chauve.

—Pues aún hay más: ¿ve usted ese cofre viejo? Ha viajado por Europa y América como viajan muchos hombres, y a tanto rodar perdió el pelo que tenía cuando le compré en Valladolid a mi paso por España. A mi niño Henry se le antojó hace tiempo frotarlo con el resto de la pomada de Grand Jean que halló en el último pomo que me quedaba, y a los quince días la piel que reviste el baúl había recobrado todo su pelo.

—¡Es posible!

—¿Cómo si es posible? Si tiene usted celos de alguna mujer bonita, úntele usted la cara de la pomada de Grand Jean, y nadie le mira a ella a los ocho días. Más. ¿Ve usted mi patilla a lo abencerraje? Pues a los cuarenta años era barbilampiño. Más aún. Entierre usted en tierra colorada una onza de la pomada de Grand Jean, y a los quince días nacen unas yerbas que parecen pelos.

Sorprendido, admirado de los efectos de la pomada del Grand Jean, pasé a dar parte a las amables consultoras del resultado de mi entrevista.

—Pero usted —me dijo Julia sonriéndose—, no observó lo mejor. Pensó usted solamente en el remedio infalible para hacer crecer el pelo, y no reparó usted que el que se lo daba es bastante calvo.

—¡Calvo! Es verdad.

—Pero no es calvo —dijo Carolina—, porque no tengan eficacia sus remedios, sino porque quiere M. Chauve que su cabeza no desmienta su apellido.

—Veamos —dijo Anita— el estado de ese pelo. Acérquese usted más a la luz.

—Obedezco, querida doctora, examine en compañía de estas señoritas el estado de la enfermedad.

—Pues señor y señoras, yo que soy la primera que tengo hoy la palabra sobre esta cabeza, digo que la despoblación continúa, y que usted está amenazado de una calvitis crónica.

—¿Y le parece a usted, Anita, que podré contener el progreso del mal enamorándome?

—¡Qué disparate! Pues si todos los autores están conformes en que la causa principal de la calva, ¡es el amor!

—Pues me casaré.

—¡Hombre de Dios!, no haga usted eso; mire usted que al mes se queda usted sin un pelo.

—¿Pues qué hago?

—Fuera chirigotas. Mañana a la noche ofrezco a usted con toda formalidad darle el remedio único, eficaz, y probado en dos millones de cabezas.

Miraron Julia y Carolina a Anita, y al ver su semblante, me aseguraron que sin duda debía ser un secreto de su tío, que a nadie revelaba, porque no lo confundieran con los charlatanes que venden esas drogas.

—Tenga usted confianza —me dijeron—, es un bálsamo, un óleo particular, que quiero darle a usted por un gran favor.

No falté a mi cita, como debe suponerse. Hallé ya reunidas las consabidas amigas, y cinco jóvenes más. A mi llegada todas me miraron a la cabeza. Entró Anita en uno de los cuartos interiores, y volvió luego con una cajita de cedro.

—¿Son muchos pomitos? ¿Será alguna pomada de tuétanos de vaca? —me preguntaba a mí mismo.

—Tal vez será de buey —dijo Julia.

Colocó Anita en la mesa de mármol la cajita de cedro, y dijo antes de abrirla:

—Aquí está el remedio infalible: no he querido hasta ahora hacer uso de esta cajita, porque ha pertenecido a mi difunto tío, don Leandro, que hacía de ella un misterio.

—¿Contiene aceite de nabo? ¿Es manteca negra? ¿Es aceite de yema de huevo, Anita? ¿Es manteca de oso?

—No, ninguna de esas cosas. El único remedio para el que se le cae el pelo, es éste… ¡UNA PELUCA!

P.

Paulina


Se ama bien sólo una vez, y es la primera.

La Bruyère
 

La historia de Paulina es una narración sencilla, sin aventuras, sin incidentes de romance. Historia de estos tiempos en que no hay señores feudales, ni astrólogos, ni magas, ni caballeros andantes: no ofrece esa mezcla de sucesos maravillosos que turban los pensamientos domésticos de las doncellas, entusiasman a los jóvenes y hacen dormir a los viejos. Mi historia es la de una cara hermosa a quien marchitó el tiempo, la de un corazón ardiente a quien el destino arrancó las ilusiones, y la de un alma nacida para amar, que no encontró quien la comprendiera. Mi historia abraza sólo cinco años de una vida pacífica en la apariencia; pero llena de sufrimientos morales, de deseos imposibles, de esperanzas vanas, y de sueños de amor.

Pero si hubieran conocido mis lectores a Paulina cuando tenía quince años, la habrían adorado. Era una joven con una cintura de abeja, un andar airoso, un pie pulido, calzado con un zapato verde oscuro, una pierna mórbida y torneada, cuya blancura dejaba adivinar el calado de una fina media de seda… Su rostro era rosado con unas ligeras tintas de nácar en las mejillas, una sonrisa de amor en los labios, unas miradas apacibles y una frente pura y ruborosa como la de la Virgen de Murillo. No puedo decir que Paulina tuviera dos soles en lugar de ojos, ni dos rosas por mejillas, ni un clavel en vez de labios; pero Paulina era linda, sin necesidad de apelar a figuras poéticas, linda como muchas de esas jóvenes que encontráis en el teatro, en la Alameda, en los toros, en las misas, y que os quitan el sueño y las ganas de comer, y que no paráis hasta saber dónde viven, enviarles un billete, hablarles por el balcón… y… sois muy perversos, señores lectores, y adivino que os gustan tanto como a mí las que se parecen a Paulina.

Siguiendo con mi historia, prefiero que os la cuente la misma heroína, y al menos os asombraréis, como yo, de oír por la primera vez referir a una mujer sus vanidades y amores.

—Cuando tenía yo catorce años —me dijo un día Paulina—, jugaba todavía con las muñecas, hacía dulces para que elogiara mi padre mi buen gusto, y me entretenía en bordar camisitas y túnicas a un Niño Jesús de madera que había pertenecido a mi santa mamá. A los quince años el fuego de las hornillas me molestaba, las muñecas las regalé a mis amigas más pequeñas, y el Niño Jesús quedó empolvado, sin que disfrutara el gusto de ponerse otra vez sus camisas primorosamente bordadas de mis manos. Ésta es una pesada transición de la vida. Todos esos juegos inocentes de la niña, los ve la joven con desprecio y hasta con vergüenza. Afuera trastecitos de porcelana. Afuera esas muñecas de cera que no dicen palabras de amor, que no miran con ojos tiernos y apasionados, que no sonríen, y que aguantan con estoicidad nuestros caprichos de niña; pero que no responden a nuestros deseos de joven. ¡Qué tiempo tan fastidioso y tan monótono el de la niñez!, que tiene que sufrir diariamente los regaños de las maestras de la amiga, que ir a misa con su mamá, sin ver más que la casulla del sacerdote, que rezar por la noche el rosario, y que escuchar por única distracción los cuentos de espectros y fantasmas de la ama de llaves. Así pensaba yo cuando tenía quince años, y suspiré por la primera vez profundamente, no sé por qué cosa que necesitaba mi corazón y que no tenía aún.

»Un día estaba yo en el balcón de mi casa, y pasó un joven mal vestido, pálido y que parecía algo enfermizo. Cuando estuvo frente de mí, me miró con mucha ternura y se tocó respetuosamente el sombrero. Del balcón me dirigí al tocador, diciendo: pobre joven, qué enfermo parece estar, y pensando en esa figura pálida y en esa mirada ardiente y expresiva, me puse delante del espejo a peinarme. Quedéme un momento contemplando mis mejillas, tersas y frescas con los colores de la juventud, mis ojos negros y expresivos, mis dientes parejos y blancos, mi cabello delgado y castaño, y pensé allá en lo íntimo de mi corazón, que yo era una muchacha bonita, y bonita de tal suerte, que no me inspiraban celos ni envidia las jóvenes a quienes conocía y a quienes veía yo en la calle. Desde entonces pensé en comprar los más bonitos gross y musolinas para vestido, en adornar mi peinado con una flor del tiempo, en reñir al zapatero porque el calzado no estaba bien hecho, y en salir todas las tardes al balcón a recibir el saludo y la mirada de mi joven pálido. Yo lo amaba, sin saberlo, porque los días se me hacían insoportables pensando en la hora de las seis de la tarde, y en las noches involuntariamente dividía mi pensamiento entre el ángel de la guarda y el joven que me saludaba.

»¡Qué época tan hermosa la de los quince años de una mujer bonita! Sus pasos los marca con una carrera de triunfos. Por todas partes se oyen adulaciones y palabras suaves de amor. En los ojos de los hombres lee uno el amor y la admiración. En los convites todos se apresuran a obsequiar a la joven, a regalarle flores, a ensalzar su talento en la conversación, su ligereza en el baile, la armonía de su voz en el canto, la expresión de sus ojos, la dulzura de su risa… Yo, como todas las jóvenes, creía sinceras las palabras de los hombres, veía por doquier, amistad, buena fe, candor, sencillez, y bailaba, reía, cantaba y oía repetir mi nombre con entusiasmo, ponderar la pequeñez de mi pie y los atractivos de mi rostro. Era yo feliz porque mi vanidad, mi humor, mi genio alegre se halagaban con esta sociedad tan política, tan sincera y tan amena. Nada me faltaba, ni un beso que todas las noches depositaba mi padre en mi frente virginal.

»Entretanto, mi pasión por el joven pálido crecía de día en día. Era la primera figura que había visto cuando acababa de dejar las puerilidades de la niñez, la primer mirada amorosa que se había encontrado con mi mirada sencilla, la primer alma que había hablado a mi alma virgen. Lo amé con toda la pureza de una niña, con toda la pasión de una joven, con todo el fuego de ese primer sentimiento que se apodera de nuestros corazones, limpios y castos como salen de la mano de Dios.

»En este tiempo pasaban por mi calle a todas horas multitud de jóvenes, ostentando su ropa hecha a la última moda, o haciendo saltar y dar cabriolas a sus hermosos caballos. Las costureras, los lacayos, eran conductos por donde recibía yo cartas, en que me decían que era la más linda de México, la más virtuosa del mundo, y que me adorarían y consagrarían su existencia a mi felicidad. Todas estas esquelas las devolvía fríamente, porque no creía yo lo que decían, o mejor dicho, no amaba yo a sus autores, y era lo sobrado. En cuanto al joven pálido, pobre y modesto como era, tenía un placer indecible de saludarlo desde mi elegante carroza, de guardarle sus dulces y chucherías, de marcarle con mi pelo sus mascadas, y de hacer todo ese tejido de acciones inocentes que forman una existencia divina, un mundo lleno de ilusiones para dos amantes. Si esta existencia de ilusión, si esta vida de los primeros amores, si estos dulces suspiros y tiernísimas quejas y suaves consuelos de dos almas puras y virtuosas que se adoran y se entienden duraran siempre, el mundo no sería molesto, impío e infame, sino el edén prometido a los turcos, el cielo prometido a los santos cristianos. ¿Ha amado usted alguna vez con ese amor eminentemente puro? ¿Ha contemplado usted alguna vez en su querida, la imagen de un ángel o de un serafín? ¿Ha dado usted alguna vez un beso casto a la frente blanca y nítida de una virgen? ¿Ha sentido usted alguna vez palpitar de alegría un corazón amante? ¿Ha respirado usted alguna vez el aliento puro y perfumado de una joven adorada? ¿Ha experimentado usted alguna vez el dulce calosfrío que causa el contacto de una mano torneada o de un rizo de cabellos de oro? Éste es el primer amor, puro como el pensamiento de los ángeles, ardiente como el sol de México, hermoso y halagüeño como un jardín de azucenas y de rosas.»

Pasado algún tiempo, dije a Paulina:

—Tengo mucho interés en saber por qué no se casó usted con ese joven a quien amó tan de veras.

—Responderé a usted sencillamente. Ese joven era pobre, comenzaba a labrar su carrera, para poder vivir por sí solo y mantener además a su esposa. Pasaron meses y años y jamás pudo alcanzar más de lo que le daba su familia. Era flojo, tonto, mejor dicho, imbécil, y yo de esto no tenía la culpa. Muchas mujeres aparentan resignarse a vivir en una mala casa, a comer unos días sí y otros no, y a vestir de la limosna de sus amigas. Yo conozco que ésta es una vida que hace infeliz a un matrimonio. El hombre pierde su dignidad y la mujer la paciencia. El amor se va destruyendo, y al fin no viene a tenerse más que el doloroso espectáculo de unos hijos desnudos, muertos de hambre, y cuyo patrimonio es la miseria. Después de enojos y contentamientos, de celos y disgustos, vino la descarnada realidad a destruir las más dulces ilusiones de nuestro corazón y las más halagüeñas esperanzas de nuestra vida. Conocimos que habríamos sido felices al extremo; pero que ese ente invisible que se llama destino, se oponía a nuestro amor, y que era preciso resignarse.

»Parece que digo a usted esto con calma y con frialdad; pero si usted pudiera concebir el tormento que siente una joven al ver destruir una por una todas sus ilusiones, al ver abierto el sendero de la dicha, y tener que tomar el de la adversidad, al ver una copa de amor que se puede libar hasta la última gota y tener que apurar un cáliz amargo, al ver contrariadas constantemente por la sociedad y por la fortuna unas afecciones dulcísimas y virtuosas. ¡Oh!, estos tormentos son incomprensibles, deciden para siempre de toda nuestra vida, varían el curso de nuestras acciones, y nos sacan de la senda de la virtud para arrojarnos tal vez en el crimen, la vergüenza y el oprobio.

»Heme aquí, que con el corazón marchito, con la esperanza muerta, con el porvenir lúgubre, cambié mi sinceridad por el doblez, mi amor purísimo por el egoísmo mercantil, mi risa de placer, por una sonrisa velada de sarcasmo y despecho. Fui otra mujer, pensé entonces en mi suerte por la primera vez, y busqué lo que se llama establecimiento. Entonces entré en el mundo, y como estaba dominada por el egoísmo, estudié el carácter de los hombres y de la sociedad.

»Joven y sin experiencia, pude conocer que las amigas nos murmuran, que los amantes nos burlan, que los criados nos deshonran y venden nuestros secretos. Experimenté que un joven que nos dice hermosas, y amables, y santas, sale al café a contar a un corrillo de amigos que le hemos dado la mano y concedido un beso, y qué sé yo qué más; que otro que nos jura amor de rodillas, que besa la punta de nuestro vestido, que estrecha un pañuelo contra su corazón, sale de nuestra casa para la de otra, a quien representa la misma comedia. Al que no encontré inconstante, le noté que era orgulloso e irritable; el que no tenía ninguno de estos dos defectos, era cruel, vanidoso, baladrón, jugador, celoso… ¡Oh, Dios mío!, y qué martirio tan cruel soporté de encontrarme sin ilusiones y sin amor, rodeada de una sociedad donde no vi un rasgo de buena fe, un destello de virtud. Dolo, engaño, traición, juego conocido y marcado de palabras de amor, y de juramentos falsos. Desolada y abatida, me retiré, sin el consuelo de haber hallado una virtud que amar, ya que la suerte me había alejado de un hombre que adoraba. Con verdad digo a usted que fui honesta y recatada, porque hubiera tenido a oprobio y vergüenza dejarme seducir por un imbécil o por un malvado.»

—Mas dígame usted, Paulina —le interrumpí—, ¿qué no ha encontrado usted entre tantos hombres como ha tratado, uno que tenga menos defectos que los demás y que la ame de corazón?

—Sí —me contestó—, había otro joven que como el primero que amé, me respetaba; jamás me lisonjeaba con esas palabras necias de los amantes de profesión, y tenía virtudes que lo hacían hasta respetable en la sociedad. Me amaba con toda su alma…

—Bien, ¿y por qué no se casó usted con él?

—Porque yo ya no era cándida, porque ese hombre necesitaba de una mujer que lo amara de todo corazón y derramara en su casa la felicidad. Yo no podía hacer ya esto, y si dije a usted que me volví egoísta, jamás he tenido la intención de ser pérfida.

»No obstante —continuó Paulina—, cuando tenía a mis ojos esta funesta perspectiva, era feliz en lo que cabe, porque estaba convencida de que un ser querido me tenía presente en todos los momentos de su vida, que rogaba a Dios por mí, que participaba de mis penas, que enjugaba mis lágrimas y alimentaba un resto de esa esperanza lisonjera, de ese sueño dorado que me despertó en los primeros días de mi juventud. Yo por mi parte veía pasar con indiferencia esa turba de necios, aduladores y vanos, y consagraba secretamente un pensamiento y una lágrima a la memoria de mi joven pálido que con todos sus defectos había tenido la virtud de ser consante en medio de las borrascas y vaivenes de cinco años de amores.

»¡Amores funestos!, ¡amores desgraciados!, ¡amores que ha maldecido el cielo y el mundo!… —exclamó Paulina, con el rostro encendido y los ojos bañados en llanto—. ¿Cuál le parece a usted que ha sido mi suerte?»

—Cualquiera que haya sido, cuéntemela usted, Paulina. No soy un amante tierno de usted, pero sí soy su amigo sincero, y la ingenuidad de usted me interesa sobremanera.

—Llegó por fin la crisis de mi enfermedad amorosa. El joven se cansó de mí, y no volvió ni a pasar por mi calle, ni a seguirme al paseo, ni a escribirme una letra. Este momento fue atroz; me vi condenada al desprecio, al olvido, por el que constantemente había amado cinco años. Yo no he leído jamás una novela ni gustado de parecer romántica ni melindrosa, así es que ni aun pensé en el veneno y en el puñal; pero no pude evitar el que mi corazón enfermara de una profunda tristeza, el que mis acciones fueran precedidas de una completa indiferencia y abandono. El sol me parecía no brillante y esplendoroso, como en los días de felicidad, sino triste y sombrío. El perfume de las flores me fastidiaba, la hermosura del campo me inspiraba ideas de desesperación y de muerte, las amigas risueñas y alegres me martirizaban con su risa, los hombres me fastidiaban con sus palabras de amor. ¿Por qué (decía yo a Dios) veo tantas jóvenes frescas y alegres reclinarse en el brazo de sus esposos y a mí no me has concedido un ser que se interese por mí, un alma que responda a mis martirios, un corazón en que hagan eco mis latidos, un pecho en que reclinar mi pecho agitado? Yo estoy sola, abandonada en el mundo, Señor, y no es justo que críes una yedra sin un olmo a que asirse. ¿Sabe usted dónde hallaba yo consuelo? En la soledad de los templos y en el silencio de los cementerios. Quien me hubiera visto sin color en las mejillas, sin brillo en los ojos, sin adorno en el peinado contemplar horas enteras el estrecho asilo donde descansa el mortal al fin de su vida, habría dicho que era yo una joven llena de romanticismo y preocupada con las novelas y cuentos. ¡Ah!, no, no; era yo una mujer desgraciada, muy desgraciada. Un año de tormentos ha encanecido mi cabeza, ha marchitado la frescura de mi cutis, ha hecho desaparecer ese carmín que pintaba mis mejillas. Pálida, extenuada, enfermiza voy mirando todos los días desprenderse un atractivo de mi juventud y una ilusión de mi corazón. El corazón quedará al fin seco como un árbol tostado por el hielo, y el rostro macilento y triste como un jardín sin flores y sin aromas.

»Tengo veinte años y el fuego de mi alma me devoró, me destruyó, me aniquiló completamente. Pregunto a usted ahora, ¿cuál es la existencia de una joven fea y marchita? En una tertulia nadie la convida para bailar. En una comida nadie le ofrece un plato. En un jardín nadie corta una rosa para ella. En la calle la burlan los pisaverdes, sus amigas la satirizan, las jóvenes la ven con menosprecio, las viejas la calumnian, atribuyendo a los viejos y a la mala vida su aniquilamiento, y después cuando no tenga familia, cuando necesite vivir por sí sola, no habrá quien le arroje un pedazo de pan para alimentarse, ni un harapo para cubrirse. La joven orgullosa que recorría las calles y los paseos en una carroza espléndida, puede ser que mañana con un paso lento, con una faz surcada por las pasiones, implore la compasión de sus semejantes y pida con el bordón de la mendiga una limosna por amor de Dios.»

Paulina derramó muchas lágrimas y yo no quise oír la conclusión de sus tormentos morales. Por una recompensa, quisiera yo saber cuántas jóvenes pueden contar la misma historia de Paulina.


Yo

Fresnillo, octubre 1.º de 1842
 

La vida de provincia

Carta a Fidel


Dans cette province reculé où je suis riche et considéré de tous, heureux près d’une femme que j’aime, possesseur d’une maison et de beaux jardins, entouré d’une bibliothêque de chefs d’oeuvre, je me prends à regretter parfois mes miseres à Rome, mes folles amours à Rome, ma vie de parasite et de mendiant, mais à Rome.

Memorias de Marcial, escritas por él mismo
 

Satírico, clásico, poético y polígloto Fidel:

Hace algún tiempo que registro con avidez El Siglo XIX, El Diario del Gobierno, La Hesperia y El Cosmopolita, y en ninguno de estos periódicos encuentro ni tus maliciosos y satíricos artículos de costumbres, ni tus poesías osiánicas, ni tus leyendas mexicanas, ni tus fandangos. ¿Qué te ha sucedido, Fidel? ¿Por qué de insoportable parlanchín y de infatigable escritor, has pasado a ser el más silencioso y apático de los hombres? Mientras tengas lengua y dientes, habla; y mientras encuentres a la mano una proclama con el reverso blanco, un mal cañón de avestruz, y una poca de tinta, escribe. Si no tuviera yo una que otra vez noticias tuyas, diría que te habías muerto.

En cuanto a mí, nunca me ha atosigado más la manía de hablar y escribir que ahora. No hablo porque no tengo con quién, razón muy sencilla; pero mientras vivas te escribiré cartas, hasta que con ellas llenes las mil bolsas de tu elegante paleteau. Y no te asombres si en las tales cartas te hablo de química, de física, de mineralogía, de constitución, de federación, de derecho civil, de cánones, de botánica, de poesía y de historia, porque ya sabes que en este siglo, querido Fidel, lo único que se necesita es tener mucho atrevimiento y bastante pachorra para arrostrar con tanto crítico imprudente, que salen como los búhos, de la oscuridad de su gabinete para atacar la gloria y reputación de los genios.

Por lo pronto, dejaré las ciencias de un lado y la federación del otro (que es hoy la ciencia de los gloriosos padres de la patria), y te hablaré ahora que has abandonado las hermosas praderas de la capital, de la vida de provincia, no de esta provincia donde vivo, porque a Dios gracias no sabes que su suelo es de plata, sino de otras provincias donde la fuerza de mi sino me condujo hace algún tiempo.

Ten paciencia, Fidel, pues quiero contarte mi historia desde que salí de México hasta que la infinita bondad de Dios me concedió volver a entrar en él.

Ya juzgo que pensarás que cuando me puse en camino derramé una lágrima o exhalé un suspiro a la memoria de mi tierra natal. Pues nada de eso. Por el contrario, cuando me vi sobre un brioso alazán en medio del campo exclamé: «Ahora sí vivo, ahora sí soy libre y feliz, porque ya respiro el ambiente fresco del campo y veo esas chozas miserables, sí, pero felices y tranquilas». Cuando divisé por la última vez las torres y las cúpulas y los miradores, dije: «Adiós, ciudad bulliciosa y turbulenta, donde bulle la ambición, donde figuran tantos ignorantes y malvados, donde las vírgenes se corrompen, las casadas se prostituyen, y muchos maridos tienen sociales condescendencias. Adiós otra vez, ciudad vestida de falso oropel, adornada y engalanada de ropajes extranjeros, linda como una coqueta en tu Alameda y tus calles de San Francisco, y sucia como una mendiga en tus arrabales y garitas. Adiós pues, ciudad veleta e indolente, que te has ataviado con las galas de Moctezuma, y con la misma indiferencia te dejaste vestir por los virreyes, por los imperiales y por los republicanos. Adiós te digo, no con pesar, sino con alegría, porque me voy a respirar el aire balsámico de las provincias y a gozar de una paz que tú jamás me has concedido. Adiós…», y en esto las cúpulas y los árboles de las calzadas desaparecieron de mi vista. Si vieras, Fidel, ¡qué momento de gozo el mío! Acaricié el cuello de mi alazán, me alcé sobre los estribos, y concluí mi oración diciendo: «Soy feliz: ya me voy a la provincia».

Has de saber, curiosísimo Fidel, que perdí cuatro años en la escuela, y que gracias al escasísimo numerario de mi familia, no perdí cinco o seis en los colegios; así pues, a fuerza de no saber nada me hice romántico; pero de esos románticos frenéticos que creen en el destino, y que su gloria consiste en morir envenenados o desbarrancados de una azotea. Juzga, pues, Fidel, cuál sería mi júbilo cuando me hallaba yo con diecinueve años, un alazán tan flaco como brioso, una espada tan larga como desafilada, unas pistolas de media vara de largo que habían pertenecido a mi bisabuelo, y una cabeza romántica. ¡Dios mío! ¡Qué de aventuras pensé encontrar en el camino, en los mesones y en las poblaciones! Pero ¿lo creerás, Fidel? Ni una sola Maritornes se compadeció de mí, ni una sola aldeanita me guiñó el ojo. Una que otra de esas vendedoras de tunas o de pulque que se sientan debajo de los árboles, fue la que se sonrió agradablemente conmigo. No obstante, yo no me desanimaba, porque iba a llegar a la provincia, donde pensaba establecerme en una casita con su jardín en que cultivar flores, y su corral en que criar gallinas; y las flores y las gallinas, y un bonito perro, y un fogoso caballo que pensaba comprar por tierra adentro, y la sociedad de las jóvenes de provincia, sin la afectación, sin el doblez, sin el falso brillo de las mujeres de corte, harían de mi vida una cadena continuada de felicidad. Te he dicho que era romántico entre otras cosas, porque formaba semejantes planes a los diecinueve años de edad.

Pero hemos entrado en el busilis, carísimo Fidel, pues ya me tienes en la provincia. La primera noche no salí, por arreglar mi equipaje, y escribir a mis amigos de México mi feliz e importante arribo; mas el siguiente día, en cuanto Dios echó el sol, me salí a recorrer la provincia.

Tú sabes, pobrísimo Fidel, que yo tenía mis puntas de elegante a fuerza de tanto pasar por la sastrería donde vendían levitas a 33 pesos, perfectamente ajustadas a la percha que las contenía, y mis malicias de poeta, con tanto oírte leer tus odas y tus octosílabos. Con estas dos circunstancias creí yo hacer época en los anales de la provincia. ¡Oh, profanación, oh, desgracia, oh, suerte indigna y mal encaminada! Yo estaba lo que se llama pelón, Fidel; tenía además unos pantalones ajustados a mis larguísimas y delgadas piernas, un frac muy aguzado (porque entonces no había casacas de progreso), y un sombrero de seda con la ala anchísima. Esto era estar a la moda; pero en la provincia, testarudo Fidel, tenían unas cabezas alborotadas y peludas, unos pantalones de campana, y unos sombreros cuya ala apenas tenía dos líneas de ancho. Ellos estaban a la moda pasada; pero por una de esas injusticias que comete a cada paso con nosotros este pícaro mundo, la provincia se rio y se divirtió conmigo, en vez de que yo, como era natural, me mofara de la provincia.

Y no creas, amigo, que esto me amoscó, pues muy al contrario, juzgué que si los muchachos iban asombrados tras de mí, si las curiosas vecinas asomaban sus narices por una rendija, y si los desarrapados cajeritos de las tiendas se sonreían, era por purita admiración y respeto a un dandy, evocado como por encanto entre una multitud plebeya y mal encuendada. Después me desengañé, flemático Fidel, que todo era burla. ¡Imbéciles! Dije de ellos lo que nuestro divino Jesús de los judíos: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».

Sigo con mi cuento, porque si no te lo hago tragar, reviento yo con él. Un día de tantos como tiene el año, salí en compañía de una especie de cicerone a buscar casa. Me introdujeron en una que contenía dos piezas, cuyo cortinaje eran las telarañas, y cuyo friso el humo de las velas que pegan en la pared los de las provincias, sin duda por no tener mucho abasto de candeleros. No me gustó, porque yo quería casa con jardín y corral, es decir, una casita modesta, sin aparato, poco más o menos como la que tiene el señor conde de la Cortina en Tacubaya. Vi tres o cuatro casas y ninguna me agradó. Por fin, subí a la de un buen señor, que me hizo encomios infinitos de una propiedad urbana que me arrendaba.

—No tiene vidrieras —me dijo—; pero con unos pliegos de papel o con un buen encerado, se ataja el aire perfectamente: las paredes están sucias; pero con unas cuantas fanegas de cal y dos o tres albañiles que las blanqueen, quedan hermosas: la escalera está cayéndose; pero no hay cuidado por ahora: la recámara está húmeda; pero poniendo unos petates estará usted perfectamente: tiene un gran corral donde puede usted poner flores, y fresnos y árboles frutales; pero trayéndolos de México: puede usted además acabar de tirar un cuarto y formar en él una caballeriza donde quepa un escuadrón.

—Gracias, señor, mil gracias —le contesté—; su finca de usted es hermosa, parece un palacio veneciano; pero tiene tantos peros que no me conviene.

A fin y a cabo, pobrísimo Fidel, me mudé en casa de unas buenas tías, que me dieron un cuarto un poco aseado, pero que no tenía mudos peros.

Éstas son las casas, taciturno Fidel, que suelen alquilarse en las provincias, porque las más razonables, las ocupan naturalmente los provinciales. Ya ves que no logré ni jardín, ni cría de gallinas, ni… En cuanto al caballo, te aconsejo, Fidel, que lo compres en México, porque en las provincias suelen ser más caros y más malos. Respecto al perro, también puedes buscarlo en México, perruno Fidel, a no ser que te acomodes con los perros frisones y cascarrientos de las provincias.

Sigo todavía, ten paciencia y andemos adelante. Un mes llevaba yo de vagar desde las oraciones de la noche hasta las nueve, por la plaza mal empedrada y llena de basura de la provincia, embebido en las más tristes y amargas reflexiones, cuando se anunció que una compañía de cómicos había llegado, y comenzaba en la noche misma a representar famosas comedias.

Esto ya es algo, dije yo; al menos tendré alguna distracción en las noches. Dicho y hecho, fuime a la plaza de gallos que hacía veces de teatro. La concurrencia se componía de tres o cuatro familias principales, que ocupaban los palcos, y de multitud de gente del pueblo, que estaba apiñada en las gradas comiendo naranjas, bebiendo mezcal y cenando tamales y mole verde. El olor de la comida era un si es no es parecido al que por las noches se percibe en el portal de las Flores; en cuanto al aroma del público, confórmate con saber, curioso Fidel, que no era de ámbar ni de esencia de rosa.

Concluyo por hoy, hermano Fidel, porque tengo muchas cosas en el tintero, y las cartas han de ser cortas y no tomos en folio, y porque me acordé que un guapo y honrado mayor que yo tenía, alabándome como virtud de un escritor el laconismo, me decía:

—Aprenda usted lo que hacía el señor ministro Esteva, a quien yo escribí a la mano mucho tiempo.

—¿Qué hacía, señor mayor?

—Era tan lacónico, que en lugar de poner un acuerdo en las comunicaciones, les doblaba solamente una esquina.

—¡Bravo, señor mayor, ésta es una manera admirable de escribir!

Aprovéchate de la lección, Fidel, y saldrás de tu apuro mandando al Siglo XIX pliegos con la esquina doblada en lugar de artículos de costumbres. Esto sería algo ventajoso para los actores de los teatros.

Te deseo salud y pesetas, como decía nuestro finado conocido Arnais; y quedo tu hermano y amigo, servidor y capellán aunque lego q. b. t. m.


Yo

Fresnillo, octubre de 1842
 

El juicio final

—¿Con que todavía persiste usted en su incredulidad?

—De ninguna manera, amigo don Sempronio: creo a puño cerrado que ha de llegar un día fatal en que todo bicho que viva y que haya vivido, ha de levantarse con la cara muy larga, las mejillas pálidas y hundidas y los ojos descarriados, y ha de correr diestra y siniestra sin poder ocultarse de una justicia eterna que a todos medirá con igual rasero; mas no he visto ni los temblores de tierra, ni las tempestades, ni los terremotos, ni ninguna de esas señales que, según la Escritura, anunciarán el día terrible.

—¿No ha visto usted el cometa?

—Sí.

—¿Y los temblores de las Antillas?

—Sí.

—¿Y la guerra en Yucatán?

—Sí.

—¿Y las injusticias que cometen con nosotros nuestros hermanos carísimos del norte?

—Sí.

—¿Y la caída lastimosa de los que estaban en la cúspide del poder? —Sí.

—¿Y las cuestiones entre los que están en la cumbre del poder?

—Sí.

—Pues si éstas no son señales del juicio final, no sé qué más aguarda usted; y además si se quiere convencer prácticamente, venga usted conmigo.

Don Sempronio me condujo a la alacena de la esquina de los portales de Mercaderes y Agustinos. Yo le seguí, pensando que sería divertido efectivamente contemplar leyendo El Diario, La Colmena y El Siglo XIX, la aproximación del juicio final.

—Observe usted, amigo mío —me dijo con tono sepulcral—, y se conmoverá usted hasta el grado de derramar lágrimas de verdadera contrición.

En efecto, vi pasar como un relámpago un hombre de levita azul, alto, feo si se quiere; pero tan asustado, con unos ojos tan tétricos y una fisonomía tan desencajada, que me pareció que si no acababa de salir del sepulcro, al menos iba a entrar en él a toda prisa. A poco rato pasó otro más lívido, otro amarillo como una cera de agnus, y después otros y otros, que iban y venían agitados, convulsos, pintado el terror en su semblante, el duelo en su corazón, la agonía en el alma.

—Amigo don Sempronio —le dije—, me parece esta cosa seria. Explíqueme usted si esos hombres son réprobos a quienes ha despertado el ángel con la trompeta, o ¿qué casta de pájaros son?

—No, camarada: son propietarios a quienes ha despertado la voz de la ley del préstamo forzoso.

Antes de que yo pudiera volver en mí del susto que estos espectros propietarios me causaron, me interrumpió don Sempronio diciéndome:

—¿Ve usted aquel grupo que está allí?

—Sí, señor, lo veo.

—¿Observa usted qué caras tan rojizas tienen: cómo hablan a la vez con los pies, con las manos y con la cabeza: cómo tosen y escupen: cómo disputan y se encolerizan?

—Y bien —le contesté—, ésos serán algunos filósofos o abogados, que tratan de enjaretar algún artículo en el proceso que les forme Dios.

—No, señor —me contestó—: son miembros de la oposición. No tienen ni qué dar, ni qué les quiten; pero toman siempre las cuestiones por suyas; defienden en los corrillos los intereses del pueblo, y son enemigos capitales de todo bicho que manda.

—Pero veo, mi querido don Sempronio, que usted está muy contento, señal evidente de que no le han impuesto a usted préstamo forzoso.

—No, señor, ni me lo impondrán; porque yo soy amigo de los de la junta y del ministro, y del otro ministro, y… en fin, porque mi capital es muy corto. Sin embargo, si me pusieran mi cuota, la pagaría con gusto, porque es obligación de todo ciudadano ayudar a su gobierno. El préstamo es muy justo, sí señor: y todos deben pagarlo: y los que no lo paguen, que los persigan, y los embarguen, y los fusilen, y… ¿qué me quiere usted?

—Entregarle a usted un oficio —respondió un hombre chiquitín, y con planta de notario o sacristán de parroquia.

Don Sempronio rompió con una mano trémula la oblea del sobre: abrió el oficio; pero apenas habíale echado una rápida ojeada, cuando se puso descolorido y cadavérico, como los que a cada instante veíamos pasar.

—Amigo —le dije—, parece que usted es de los réprobos.

—Venga usted, venga usted, porque si no tomo una onza de magnesia, me caigo muerto. ¿A mí señalarme préstamo?

Don Sempronio me condujo a una botica, y mientras que le componían su toma de magnesia, leyó de cabo a rabo el oficio, y exclamó frenético:

—¡No quiero magnesia, señor boticario, sino arsénico, cabalonga, rejalgar, ácido prúsico, un veneno que mate en horas! ¡Mil y quinientos pesos! ¿Y para qué? Para pagar a esos perros de yanquis. San José, San Juan, Job mismo, bramaría si le obligaran a dar 1 500 onzas de plata para pagar una deuda a quien nos quiere usurpar a Tejas.

—Calma, señor don Sempronio, y sobre todo hable usted quedito, porque si oye a usted uno de esos yanquis, o le puede dar un soplamocos, que le tire el último diente que le queda, o puede ir a su tierra a contarlo, y su tierra entera venir a atacarnos.

—¡Qué ataque, ni qué nada! Ataque es el mío, que se me ha vaciado en el estómago hasta la última gota de la bilis. Sí señor, lo repito, 4 000 pesos daba yo porque se les hiciera la guerra.

—Es demasiado poco, don Sempronio: si fueran cuatro millones, transeat; y además, así nos van civilizando los extranjeros, y nos van enseñando a ser formalitos y bien educados. Qué quiere usted, bastante favor nos hacen con venir acá tan lejos, y entre una gente tan bárbara, a vendernos sus indianas y sus fistoles, y bastante favor nos hacen con llevar las conductas de millones de pesos. Vamos, se había usted de poner un frac de pesos y un sombrero de pesos, y luego, ¿quién nos ha enseñado a comer bistec? ¿Quién ha ennoblecido las papas? ¿Quién nos ha acostumbrado a comer a las seis de la tarde? ¿Quiénes han enriquecido el idioma? Éstos son servicios de importancia, que es preciso que se paguen con dinero, porque ¿quiénes somos nosotros, pobres, morenos tontos, para que de balde nos hicieran tantos favores los lindos güeritos de otros barrios?

—Carguen con ustedes dos legiones de diablos, me dijo don Sempronio, porque está usted echando sal en mis heridas: 1 500 pesos tengo que pagar, ¿lo oye usted?

—Lo oigo, y me parece bueno, pues es señal de que tiene usted dinero. Si fuera usted como yo, ¿a que no pagaba nada?

En esto nos dirigimos a la alacena consabida, y de paso encontramos a un propietario frenético.

—Señores, esto se acaba; la nación no puede durar.

—Cómo así —le pregunté.

—Sí señor, no ve usted que me han señalado 1 000 pesos de préstamo.

—Pero hombre, es menester que reflexione usted que su capital…

—Mi capital se arruina… se arruina el de Pedro y el de Juan, y así se acaba la nación.

—Pero es menester salvar a la nación… sus compromisos…

—Vayan al diablo sus compromisos.

—¿Y Yucatán?

—Qué me importa Yucatán.

—¿Y Tejas?

—Que se pierda.

—Ése es poco patriotismo.

—Que le impongan a usted 1 000 pesos y lo veremos.

—Hombre, estoy limpio como una patena.

—Pues yo estoy rabioso como un tigre. Adiós.

—¿Dónde va usted?

—A tomar magnesia.

—Buen provecho. Ésta es cosecha para los boticarios.

A los cuatro pasos encontramos otro, que después de darnos la mano, nos preguntó:

—¿Qué hay de préstamo?

—No sabemos más, sino que a todos los que les toque, lo pagarán.

—Pues yo les diré a ustedes que han hecho mil injusticias.

—¿Por qué?

—Porque a don Pedro Bola, que tiene más de medio millón de pesos, y que casi todo lo ha ganado a la nación, es decir, con usuras y préstamos, sólo le han asignado 600 pesos.

—Y al otro judío de don Saturnino Pelota, ¿cuánto le han exigido?

—Quinientos.

—¡Hombre!, esto no se puede sufrir —exclamó don Sempronio.

—Pobrecitos —le contesté—: sepa usted que es muy justo que los traten bien, porque al fin son benéficos a la sociedad. ¿Quién sacaría de apuros al gobierno si no hubiese agiotistas? ¿Quién arruinaría a los marqueses y condes? ¿Quién vendería las prendas cumplidas si no hubiera usureros? ¿Quién tendría coche, ni comería pan a manteles? Ésta es la sociedad: el pueblo y los que no son pueblo, que sufran, para eso nacieron. Los usureros que gocen, para eso los deja vivir la mala policía.

Otro paso habíamos dado, cuando encontramos un militar de esos que gritan en los teatros y cafés, y chillan en la guerra, que con tono satisfecho nos dijo:

—Qué les parece a ustedes de la energía del gobierno.

—Qué nos ha de parecer, que a los oficiales que tienen cuerpo fuera de la capital, les ha dado orden de marchar sin paga.

—Eso es imposible… ¿lo sabe usted de cierto?

—Infórmese usted si gusta, en la comandancia.

—Pero, hombre, eso es injusto.

—¿Qué tiene usted su cuerpo en algún departamento?

—Sí, señor, en Chihuahua.

—Pues dispóngase usted, y marche.

—Adiós, adiós, voy a ver a mi compadre el general para que me exceptúen.

—Adiós, amigo —le contesté.

—¿Qué le parece a usted de la energía del gobierno?

Largo rato estuvimos en la alacena, y no cesaron ni las imprecaciones ni las críticas, ni dejaron de verse caras pálidas, hombres agitados, figuras fantásticas. Ya se ve, era natural, puesto que había llegado a las bolsas el terrible y lastimero día del juicio final. Dichosos y bien aventurados los pobres de bolsa, porque ellos no pagarán contribuciones en la tierra.

Apología histórica de las narices largas

La que no tiene ocho líneas a lo menos de elevación en su base, y veinte del nacimiento a la punta, no merece en rigor el nombre de nariz, ni ocupar jamás una página en la historia de la humanidad.

De las facciones que no tienen movimiento, la nariz es la más interesante, porque es el órgano de un sentido, lo que la oreja al oído, y además una facción de la cara, como dice el vulgo. Cuando por primera vez vemos una persona, reparamos sobre todo en la expresión de sus ojos, que comprende ceja y pestaña; en su boca, facción también de movimiento, y luego en la nariz. Es indudable que a primera vista una nariz chata no previene a favor del sujeto que la tiene. La nariz larga produce un efecto cómico, predispone a la risa; pero no disgusta, no repugna.

De las narices largas las hay aguileñas, de caballete, y de punta de tomate.

El célebre Bacon de Verulamio, el filósofo superior a su siglo, tenía nariz larga de caballete, que es una eminencia en menos de la mitad de su longitud.

El erudito y sabio Barthélemi, autor de los viajes del joven Anacarsis, tenía nariz larga aguileña. Se llama así a esta figura de nariz por su semejanza con el pico encorvado del águila, razón por la cual se dice también nariz de loro, nariz de cotorra.

Tan aguileña, tan encorvada era la nariz de Gaspar Guzmán Pimentel, conde duque de Olivares, que de frente le ocultaba parte del bigote.

El sabio jurisconsulto del siglo XVI, D. A. Covarrubias y Leyva, tenía la nariz larga de punta de tomate, llamada así porque la punta es casi esférica, formando una bola como postiza y bastante encorvada. Entre las gentes de curia, entre escribanos, y procuradores antiguos, abundan las narices de punta de tomate.

Entre las narices más salientes, que ocuparon cara humana, merece particular mención la del célebre fisonomista Juan Gaspar Lavater. Era una nariz excepcional, porque aunque larga formaba un ángulo recto con el labio inferior, y parecía querer escaparse del rostro.

La del célebre Quevedo era aguileña; pero muy larga, y por ella se escribió el conocido soneto: «Érase un hombre a una nariz pegada».

Antonio de Leyva, insigne capitán de Carlos V, a quien honró el emperador pasando lista como soldado de su compañía, tomando un mosquete, y haciendo que el vedor le llamara «Carlos de Gante, soldado de la compañía de Leyva», tenía la nariz de caballete tan pronunciado que formaba un hoyo en su nacimiento. El caballete de la nariz es frecuente en los hombres de valor guerrero.

El famoso Jansenio tenía también nariz larga de caballete poco pronunciado.

La de nuestro inmortal Cervantes era aguileña, según él mismo nos dice.

El amable, virtuoso y sabio Fenelón, autor del Telémaco, tenía nariz larga de punta de tomate.

Muy aguileña era la nariz del elocuente y sabio escritor ascético del siglo XVI, fray Luis de Granada. Esta figura de nariz es general a todos los poetas. Un poeta chato sería un fenómeno más extraordinario que un burro que naciese sin cola. Sin embargo, no creemos que Alejandro Dumas tenga la nariz muy aguileña: una mosca no hace verano.

Es indudable que el talento no reside en las narices; pero es un hecho que el mayor número de hombres de ingenio han tenido esta facción muy pronunciada.

También es cierto que hay tontos narigudos, aunque son pocos. Un necio narigón es como un fraile con sable. De un sable se espera un valor militar; de una nariz larga, ingenio. Hasta el vulgo se ha habituado a sospechar talento en el hombre que tiene aquella facción de buenas dimensiones.

Grandes son las ventajas fisiológicas de una nariz prolongada. El hombre que la tiene así, respira con más libertad. Éste es un hecho indudable. En los hombres de nariz chata son más generales y funestas las afecciones pulmonares y las de toda la región torácea. También es en ellos mucho más general el mal olor de la boca. Siendo la nariz, además de órgano de un sentido, un canal para purgar el cerebro, como decían los antiguos, el que la tiene larga padece menos dolores de cabeza. La jaqueca, la emicránea simpática, por más que en parte dependa del estómago, es más común en las personas de nariz pequeña o chata.

Ovidio ha dado origen a un error vulgar sobre la longitud de la nariz. Larga debía ser la suya, pues el sobrenombre de Naso parece quiere decir narigudo.

El hombre de narices largas no debe casarse con mujer que las tenga iguales o mayores, porque es añadir al matrimonio este tropiezo más. Una señorita y su novio que tienen narices prolongadas, bailaban hace pocas noches una danza, y sin querer se daban tajos y reveses con las narices, como si tirasen el florete. Ésta es la única desventaja de la nariz larga. Los chatos jamás tropiezan con la suya en ninguna parte. Se caen, se rompen la cabeza; nunca se rompen la nariz.

Discurriendo los hombres que su oído podía servir para algo más que para oír el ruido del trueno y de las fuentes, inventaron la flauta y el violín, inventaron la música. Creyendo que los ojos podían servir para ver más cosas que las maravillas naturales, el cielo y las estrellas, plantaron alamedas, construyeron palacios y engalanaron la mujer. Creyendo que el paladar podía recrearse con otras cosas que no fuesen berros y lentejas, discurrieron la sopa de ravioles, cebaron con leche los cangrejos, inventaron la cocina. Persuadidos de que el tacto podía tener mayores goces que la corteza de un árbol o una piedra, hallaron la seda, y más suave que la seda la mano de una joven hermosa; y considerando por fin, que la nariz podía servir para algo más que para oler, inventaron el rapé. En este goce ficticio, origen de los estornudos artificiales, es donde campea en todo su valor una nariz larga. Un polvo de rapé tomado con inteligencia, administrado con finura, es sorbido instantáneamente por una nariz prolongada y conducido por la aspiración al contacto de la pituita, que es de esta manera excitada deliciosamente. Una nariz chata desperdicia la mitad del polvo, que baja a ensuciar la camisa y el chaleco, y apenas goza de la mitad restante sino por el olor.

Importante es el papel que desempeñan las narices en la sociedad humana. No se habla de su facultad de oler; con respecto a ésta valiera más algunas veces en La Habana no tener narices; se trata de su influencia social. Preguntando por qué don Francisco nada manda en su casa, aunque cree mandarlo todo, porque no se oye más voz en ella que la de su esposa, me respondieron: «Porque Dolores lo tiene agarrado por las narices».

Cuando mi amigo Juan María ve que su esposa Narcisa se asoma a la reja para hablar con su primo, viene el pobre marido hacia mí y me dice: «Ya se me van hinchando las narices». Y a mí me parece que lo que se le va hinchando a Juan es la frente.

Cuando el papá no quiere comprar a Rosita el túnico de musolina de seda para ir a la habanera, dice la desconsolada niña que el papá torció la nariz, y yo se la veo bien derecha.

Un sujeto de La Habana decía el sábado último a un hombre del campo que no había visto hacía años:

—Pues camarada, su hermano de usted, Manuel, era hombre astuto, es hombre de largas narices.

—No, señor, es chato, compadre —responde el campesino.

Hablándose el domingo en un grupo de la Alameda nueva sobre si llovería aquella tarde, dijo Isidoro: «Señores, a mí me da en la nariz…» No le dejaron concluir; abrieron unos los paraguas, y todos se dispersaron; pero a los pocos minutos viendo que no llovía volvieron a reconvenir al que los había dispersado, e Isidoro les respondió: «¡Si no me dejaron ustedes concluir! ¿Creyeron ustedes que me había caído alguna gota de agua en la cara? Pues no, señores; yo iba a consolar a ustedes diciendo: “Me da en la nariz que no llueve esta tarde”».

Por dar la mano don Ignacio a su esposa para bajar el quitrín, embistió con las narices a la puerta del zaguán, y Joaquín dijo de repente: «Se hizo las narices». Y a mí me pareció que se las había remachado.

Por último, aunque había pensado renunciar a las conquistas de amor, es tanto lo que me gusta la más graciosa de las trigueñas, la amable Felicita, que no pude menos de aventurar una declaración indirecta. Con la mayor amabilidad del mundo me dijo NO, y me dejó… ¡con un palmo de narices!

P.

Apología del quitrín

Digan lo que quieran los pobres peones que se enlodan o se empolvan en las calles de La Habana, el quitrín es el mejor de los carruajes posibles, y el que hizo el primero, merecía mejor una estatua que el que descubrió la vacuna. ¿Qué carroza tiene sus barras? ¿Qué órgano tiene su fuelle? ¿Qué sofá tiene sus cojines? ¿Qué zapato su charol? ¿Qué cama sus cortinas? La mujer nació para el quitrín y el quitrín para la mujer, y siendo cierto que la mujer salió de una costilla del hombre, el quitrín sale de las costillas del marido.

Esta legítima consecuencia nos conduce a otras observaciones de no menor importancia. El quitrín es el altar de la Virgen, es la peana de la Magdalena, el tabernáculo de la belleza, y el sancta sanctorum del hogar doméstico. Es la muleta de la mujer, que generalmente cojea, aunque no se sepa a punto fijo de qué pie; es el locomotor de la familia, el vehículo de las niñas, el báculo de la vejez, la causa eficiente del movimiento, la palanca de traslación, y el carro de triunfo de las hermosas.

Claman sin cesar los economistas por la facilidad de las comunicaciones. ¿Y qué serían los ferrocarriles sin quitrines? ¿Qué señoras irían a pie al Botánico, por ejemplo? ¿No seria preciso llevar un ramal a cada casa? ¡La facilidad de las comunicaciones! ¿Y quién facilita más que el quitrín las comunicaciones de nuestras damas? ¿Quién las hace más comunicativas? ¿Quién las hace más fáciles de transportar? ¿Quién abrevia la distancia, y pone en contacto las personas lejanas? El quitrín, se nos dirá, no anda a razón de doce millas por hora; enhorabuena, pero menos andan las carretas de los ingenios, y sobre todo más vale llegar a tiempo que rondar un año, y más anda el cojo que el que se está quieto.

El que tiene quitrín en su casa sabe el estado de los campos sin verlos, porque recibe todos los días la injustamente llamada maloja, que en lugar de ser mala-hoja es una planta utilísima para los caballos y para los jinetes. Uno de los bienes indirectos que produce el quitrín es que su dueño recibe el verde en su casa todos los días. ¿No es gloria ver una mañana al malojero que le dice frotándose las manos: «Camarada, hoy se cumple el primer mes que le echo a usted maloja»? ¿No es una delicia trasladar la alfombra de esmeralda, la poesía de los campos a la caballeriza de la casa?

Es también un placer ver pasar todos los días por la sala el caballo del quitrín. Este paso da lugar a observaciones zoológicas del mayor interés. Aunque el padre Valdecebro y Buffon no lo hayan dicho, ello es cierto que el caballo, que sale de una caballeriza caliente a una sala fresca y limpia, levanta con mucha elegancia la cola, aunque sea rabón, y hace caballeriza del estrado. Aquí entra la observación del naturalista. ¿A qué diferencia de temperatura, se preguntará, comienza a sentir el caballo estas impresiones atmosféricas? ¿A qué grados de Reaumour se dilatan sus esfínteres? La solución de este problema interesa altamente a los progresos de la veterinaria.

Después de permanecer un año en la capital de las Antillas españolas, después de sentir por primera vez una lasitud general, una pereza invencible, una fuerza de inercia, un galvanismo especial, todos convienen en que el quitrín es un artículo de primera necesidad en La Habana. El médico sin quitrín no sólo no puede curar, sino que se hace él mismo incurable, y si no muere de tabardillo, muere de hambre, que viene a ser lo mismo, porque ¿quién llama a un médico sin quitrín? ¿Cuál puede ser la ciencia de un doctor sin carruaje? ¿Qué puede saber un facultativo a pie? El quitrín es el título del médico, el diploma del arte de curar, y la borla del doctorado.


Aunque sea sangrador
si va altivo, petulante
a sangrar en la volante,
le dirán: señor doctor.
 

Ars longa, vita brevis; largo para aprender es el arte, y breve la vida, ha dicho el grande Hipócrates; pero el quitrín modificó este aforismo. Aquí ars brevis, et vita brevis, todo es breve aquí; en posta corre la juventud; en posta visita el médico a sus enfermos; en posta van los enfermos al cementerio. El médico no usa por lo regular quitrín, sino volante, por no descubrirse enteramente.

Mucho debe la música al quitrín: sin su auxilio hubiera permanecido estacionaria en esta capital. Casi tan necesario es para el profesor de música como para el médico: es su acompañamiento obligado. El quitrín y el profesor de música son una pieza concertante, un dúo de bajo y tenor. El carruaje del músico está templado al tono de orquesta, queremos decir que no es de mucho lujo, ni rueda con mucha velocidad, a un compás de tres por cuatro. El profesor de música que principia la carrera de la enseñanza busca la sombra de las calles de norte a sur, y da algunas lecciones a pie a las más humildes filarmónicas; pero pronto conoce la absoluta necesidad de un quitrín para entrar en las casas de alto y de zaguán; y bajo una contrata particular de anticipación y descuento con el dueño de un taller de carruajes, recibe uno que nada ha rodado desde que le dieron el charol, lo remendaron y le compusieron las ruedas. El día que un profesor de música estrena el primer quitrín, hace época en la historia de su vida; pone el pie en el plateado estribo, alza los ojos al fuelle y dice, como en el dúo de la Gabriela de Vergy: «¡Oh, instante felice!»

Algunos escribanos dan fe en el quitrín y un ante mí delante del caballo; es mueble necesario también para los señores secretarios, y es justo que anden en pies ajenos, que de ellos hay pocos, y los otorgantes son muchos, y sería una calamidad que un escribano se muriese de insolación en La Habana.

Oímos con frecuencia quejas sobre el número excesivo de quitrines que recorren las calles de La Habana; esto prueba que los ayes son tan antiguos como los dolores, porque en un periódico de esta capital, El Papel Periódico del 5 de julio de 1801, leemos lo siguiente:

Pero entre todos los artículos que el lujo promueve, ninguno descuella tanto en nuestra patria como el exceso que se nota en los carruajes: no hay hombre por desconocido que sea que no quiera sobresalir a los demás, ideando modelos exquisitos y pinturas excelentes para presentarse con tanta brillantez como si fuese uno de los primeros personajes de la nación; siendo lo más gracioso que muchos de estos individuos se ejercitan en los oficios más serviles para consumir en los días feriados todo lo que el de trabajo les ha producido en la semana. Es un gusto oírles hablar de sus volantes, sus caballos, sus parejas, sus cocheros, etcétera, al paso que en lo interior de sus casas experimentan la mayor miseria, limitando los alimentos de sus familias con detrimento de la humanidad. ¡Qué orgullosa pobreza! ¿En dónde están aquellos tiempos en que los jefes de justicia iban a pie por las calles sin ostentación? En éstos a lo menos no serian tan chocantes ciertas exterioridades y preeminencias, que no deberían servir sino para anunciar las clases y las dignidades, como lo fueron en Roma las sillas curules y las literas. Pero cuando escribo estos renglones, y considero que la circulación del pueblo se halla detenida en las calles más anchas de La Habana por esos carros de triunfo o volantes de moda de una infinidad de gentes que no tienen otras cualidades ni otros títulos que la necia vanidad de confundirse con la nobleza… ¿No me sería lícito decir en este caso…?

Diga usted lo que quiera, señor observador; en cuarenta y dos años las cosas han mudado mucho en La Habana.


Ni en Paula, ni en el Horcón
ya hoy no se pide el don,
que para arrastrar quitrín
ya sólo se pide el din.
 

Así debe ser; La Habana sin quitrines sería un bodegón sin moscas, un bosque sin árboles, y un camino sin piedras. Trabaje el que quiera, o tiéndase a la bartola, ruede el quitrín, y ruede la bola.

Pero lo que hace la verdadera apología del quitrín es su poder en las guerras de amor. Los billetes románticos, el llanto clásico, la ternura, el lenguaje de la pasión más vehemente, son armas débiles, nulas, impotentes en presencia de un quitrín con guarniciones de plata o plateadas a lo menos. El quitrín es la lluvia de oro de Júpiter, es el talismán del amor, el argumento que convence, que da preferencias, que cautiva: que seduce: un quitrín hace bonitos a los feos, derechos a los jorobados, y honrados a los pícaros.

Don Fermín cometió ayer la imprudencia de decir delante de su novia Lolita que por de pronto no podía poner quitrín aun después de casado. ¡Tal dijiste! Levántase la niña bonicamente de la butaca y tocando el hombro de su futuro le dijo en prosa lo que puede reasumirse en verso de esta manera:


Antes que pase adelante
le protesto, don Fermín,
que o me pone usted volante,
o me pone usted quitrín;
es la condición primera:
para andar a pie… soltera.
 

P.

Los pollitos


La gallina papujada
pone huevos a manada,
pone uno, pone dos, pone tres, pone cuatro,
pone cinco, pone seis, pone siete, pone ocho.
 

Tapa el bizcocho.

Juego de la infancia

Dijo Voltaire que el mundo era un huevo, y cuanto en él había, puros huevos o productos de ellos. No es mucho, si Voltaire que era un sabio dijo esto, que yo, que no soy más que Yo, ni aspiro a más gloria que la de entretener a mis lectores y revelar algunas verdades, diga que todos en el mundo somos pollos, puros pollos y pollitos.

En castellano se llama pollo al que es astuto y suspicaz. ¿Y quién hay en el mundo que no lo sea, cuando ni los tontos están libres de la astucia y suspicacia? Cupido se dice generalmente al que está enamorado, y ¿quién no es enamorado en este mundo? Pues bien. Cupido es el más lindo de los pollitos. Pollitos se llaman los muchachos de corta edad, y por tanto aun los que no pueden abrigar el amor, ni tener astucia y suspicacia, puedo decir que son pollos y pollitos. Aun cuando el idioma no justificase mi creencia, pudiera apoyarla en las repetidas muestras que para ella nos ofrece el mundo y su historia. Antes que el universo crió Dios los ángeles (alados); antes que el hombre crió las aves, la agilidad y hermosura de unos y otros, fueron objeto de envidia para el hombre. Esta envidia se aumentó, cuando después que pecó el hombre fue un ángel quien le echó del paraíso, y cuando concluido el diluvio fue una paloma la primera que visitó la tierra. ¡Oh, quién tuviera sus alas poderosas!, dirían todos… Y aunque no lo dijeran, el resultado es que desde el mentecato Ícaro, hasta el bendito inventor del carruaje aéreo de Londres, cuyo costosísimo aparato no le ha valido más que la cera con que aquel hizo sus alas, todos los hombres y los pueblos han mirado con envidia a las aves; todos los hombres han sentido deseos de volar, en sus inventos, en sus creencias, en la predilección y aun fanatismo, con que han mirado las alas e imaginándolas en todo lo grande, en todo lo sublime, hasta en lo divino. ¡Pobres pollos, nunca han podido salir de su infancia ornitológica, siempre han permanecido débiles polluelos!

Ved si no, cómo pintan a la fama, pregonera de las grandezas humanas, con su par de alas; si algún mensajero celeste ha venido a la tierra con alguna misión divina, preciso es que trajera alas; si se quiere personificar al genio, lo más grande que hay en la humanidad, ¡qué pintadas y bellas son las alas que se les ponen! ¿Pues no?, así los polluelos se consuelan con decir: si es poeta.

El vate es un ser privilegiado, su misión es santa y su peregrinación llena de dolores; pero su genio le conquistará un puesto en la inmortalidad, y su fama volará eterna para gloria del universo (mía).

Si es filósofo.

¡Oh, sublime filosofía! El hombre que penetra tus arcanos remonta su vuelo hasta lo infinito, busca, analiza, raciocina, resuelve, y de descubrimiento en descubrimiento, de problema en problema, vuela hasta el empíreo en alas del genio que le inmortaliza (a mí).

Si no es filósofo ni poeta, también le lisonjea y alimenta la esperanza de volar, y como si toda nuestra gloria consistiera en ser aves, no perdonamos la ocasión de demostrar este deseo.

Se trató de elogiar a una cantante, es un canario, un ruiseñor, un sinsonte, una calandria.

Se quiso encomiar el puro amor de dos tiernos amantes, y nos acordamos de las tiernas tortolillas.

«Pichón, pichoncito mío», dice la recién casada a su adorado esposo. «Pichona, paloma mía», con palabras muy cariñosas en el lenguaje del esposo y del amante.

¡Quién tuviera alas para volar a su lado, para saber su cuitas!, solemos decir a menudo.

Alas dan las madres cariñosas a sus hijos, o éstos se las toman.

Alas da al magnate el poder de que se ve revestido.

Bajo sus alas patrocina el poderoso al indigente y al criminal.

Los aduladores cobijan con sus alas que han dejado implumes a millares de víctimas, a otros aduladores que descañonan cuantos pollos pueden.

Raro es el escudo de armas en que no figura algún pajarraco. En el nombre de un águila se amotinan pueblos, se destronan reyes, se destruyen imperios, aquella águila simboliza una cosa grande, sublime, todos corren en pos de ella; ¿pero qué van a hacer los pobres pollos? Se embebecen contemplando su vuelo, y mientras tanto viene un milano, que en nombre del águila pica por aquí, pica por allá, empezó por las plumas, y acabó por comerse los pollos enteros y verdaderos, que mueren gustosos y entusiasmados con la idea de que se han sacrificado nada menos que a un águila.

No nos cansemos: nunca podremos negar nuestra condición de pollos: todo lo testifica: yo tengo para mí que si los literatos gastan espejuelos, es con el objeto de ostentar unos ojos más parecidos a los del ave, y esa chalina que cae en grandes lazos sobre el pecho, y ese bigote y pera y martillo, ¿qué son, sino una prueba ostensible de la predilección con que miramos las barbas del gallo? Y esos faldones anchísimos, ¿qué son sino un remedo de las alas? Y esas espuelas que gasta el caballero: ¿qué otra cosa significan que el deseo de tener espolones? Además, ¿no hay hombres y mujeres cotorras, escritores loros y escritores patos? ¿No llamamos gallo al guapetón, guanajo al tonto, y lechuza al parásito? Todavía otra prueba: cuando enmudece uno por algún accidente, solemos decir, se fue, o se murió sin decir ni pío, lo que prueba que el habla no es otra cosa que piar: y es muy cierto esto, porque continuamente estamos piando. Si va uno en casa de su abogado, la conversación es un puro pío, pío, de una y otra parte; si asistimos a los tribunales pío, pío; si a la aduana, «despácheme usted por Dios», pío, pío; si visitamos al que puede darnos, pío, pío; si al que puede pedirnos, pío, pío; si pretendemos una corteja, qué píos tan quejumbrosos hacemos que hieran sus oídos, y piando por fa y por nefa se gasta nuestra vida de miserables polluelos.

¿Estáis convencidos, lectores míos, de que tengo razón en llamar pollos a todos los hombres? ¿Pero quién pía por ahí? Parece que oigo a algún pollito llamarme descarado, pobre hombre y parrafasco escritor o escritor polluno (más vale ser polluno que pollino). Pues señor, si hay quien dude, vaya la última prueba de nuestra polluna condición.

Existe un juego de muchachos que se llama el juego de los «Pollitos». Consiste en ponerse cuatro o seis niños sentados en el suelo, con los pies juntos suela con suela. Ya en esta situación va uno de ellos dando golpecitos en cada pie de los allí reunidos, y diciendo a la vez que ejecuta: «La gallina papujada pone huevos a manada, pone uno (primer golpe), pone dos (2.º), pone tres (3.º), y así sucesivamente pone cuatro, pone cinco, pone seis, pone siete, pone ocho… Tapa el bizcocho». El muchacho en cuyo pie tocó el otro al decir pone ocho, obedeciendo inmediatamente su mandato tapa el bizcocho (el pie) escondiéndolo debajo del muslo: repítese igual operación con los demás pies, hasta que todos quedan ocultos, y entonces uno hace como que echa alpiste en el centro de la reunión, y los muchachos al son de un pío, pío atolondrados sacan sus pies, y los menean y refriegan por el suelo, que es un gusto para el pobre papá que les compra los zapatos.

Este juego que a primera vista parece una simpleza, sin más resultados que la utilidad que produce a los zapateros, es de la mayor consecuencia maduramente mirado, y sin duda fue obra de algún sabio filósofo. Ese juego al parecer de niños, le juega la gente grande, como decía el otro, con más frecuencia que el del monte y la malilla, el tute y el tresillo: ese juego es un preludio del gran juego de la vida humana, o un remedo más bien de la conducta del hombre en sociedad.

En efecto, todos o a lo menos la mayor parte, ponen uno, dos y tres, etcétera, y después tapan el bizcocho, que por fortuna se descubre al fin o lo descubren ellos cuando huelen el alpiste. He aquí algunos ejemplos.

1. Fulano entró de dependiente en la tienda tal, de la propiedad de un tío suyo. El primer año trabajó con asiduidad, puso uno. El segundo dejó su sueldo a interés en el establecimiento, puso dos; después la tienda progresaba, y el sobrino de su tío quedó encargado de ella, puso tres; como tal encargado hizo algunos negocitos por su cuenta, puso cuatro, enfermó el tío y le aconsejó que se fuese al campo para reponerse, puso cinco; empezó a sacar géneros del establecimiento, cubriendo artificiosamente los entrepaños para que no se notase, puso seis; empezó a sacar dinero y a ponerlo en parte segura, puso siete; cuando vino el tío le presentó las cuentas del gran capitán; el estado de la tienda era ruinoso, los acreedores infinitos, era preciso presentarse en quiebra, puso ocho… Tapó el bizcocho o… quebró, y se fue con el santo y la limosna; el tío murió de pesadumbre. En el día la más aflictiva miseria le ha hecho conocer que hay un Dios que castiga las malas obras. El sobrinito ha descubierto bien el bizcocho, es la verdad, porque anda por ahí con los zapatos tan rotos que da lástima.

2. Juanita era una coquetilla graciosa, con más ganas de casarse que un donado de cantar misa: hizo cucamonas a Juanito, puso uno; admitió sus galanteos, puso dos; le dio varias citas, puso tres; le toleró algunas delibertades, puso cuatro; hizo que la pidiera a sus padres, puso cinco; consiguió darle la mayor franqueza en la casa, puso seis; fue con él a las máscaras, puso siete; el diablo anduvo en el negocio, y entre el diablo y Juanita y Juanito pusieron ocho… entonces… ¡Tapa el bizcocho! Juanito tuvo que casarse con Juanita; lo casaron a la fuerza; pero bien han destapado luego el bizcocho, porque cada uno anda por su lado como Dios sabe.

3. ¿Quién es aquel mocito de bigote negro, que tanto tono se da arrellanado en su luneta del gran teatro? ¡Oh!, ése es un ruso que vino a La Habana polizón: andaba por esas calles en mangas de camisa que era un gusto verlo; después quiso hacerse gente; no le faltaba labia al picarón, y merced a ella puso uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis de seguida; consiguió colocarse en un puesto decente, fingiéndose amigo entrañable de sus consocios: luego para poner siete, introdujo entre ellos la cizaña, y arruinó a algunos: después a duras penas buscó otro acomodo y logró poner ocho y tapar completamente el bizcocho; ya veis el tono que se da en el teatro. ¡Cáspita! Mas con todo, ¿creéis que tiene tapado el bizcocho? Nada menos que ayer le descubrió. Oíd cómo se explicaba, hablando de uno que había llamado amigo. Así decía en medio de una gran concurrencia: «Ese hombre miserable, sin principios ni delicadeza, llevado de un pensamiento innoble y capaz de vender a su padre por tres o cuatro monedas de oro, ocupa un puesto que por ningún título le corresponde». Al oír este razonamiento, la multitud que conocía al tan furiosamente ultrajado y tenía de su conducta y sus principios los mejores antecedentes, no pudo menos de recordar los del orador y que le venía de molde su perorata, y todos prorrumpieron en exclamaciones contra el que achacaba al inocente sus propios delitos. He aquí cómo el mismo charlatanismo que le sirvió para tapar el bizcocho, hizo que se le descubriese. ¡Pobrecito!, cuántos corren esta suerte.

4. El señor don Esperencejo, para recibir tal grado o cual condecoración, tuvo que poner sus ocho y tapar el bizcocho, que en él eran las pasas. Después se ofreció heredar, y él mismo destapó el bizcocho, probando que era hijo de su madre, que era china, pero no del imperio celeste, sino del imperio etiope.

5. Conocí a un jugador que iba a los tahúres y ponía siempre con tal tino, que así que llegaba a los ocho tapaba su bizcocho, y se lo llevaba a casa en el bolsillo. Así se hizo pronto rico a costa de sus prójimos; pero ni por ésas; a lo mejor del tiempo le hicieron jugando destapar tanto el bizcocho, que lo dejaron a pedir limosna. ¡Bien haya lo que se va como vino!

6. Cada vez que veo a cierto amigo, se lamenta de un pleito que tuvo, el cual le costó más ganarlo que si lo hubiera perdido. Fue esto, según dice, porque el picarón de su defensor le hacía poner sin misericordia, y cuanto mejor iba el negocio, peor se lo pintaba el abogado, tapándole el bizcocho, para apandar nuevos puventos. Después es verdad que el bizcocho se descubrió; pero ya el dinero estaba dado, y como él ganó el pleito, tuvo además que dar las gracias. ¡Dios me libre de jugar a los pollitos con estos compañeros!

7. Don Canuto era un hombre que daba dinero a premio en la lonja. Mi amigo Simplicio estaba un día tan apurado, que fue a pedirle seis onzas a pagárselas el mes siguiente.

—¿Sabe usted el interés que llevo? —le preguntó el prestamista.

—Oh, sí, seguramente —contestó el otro deseoso de salir del apuro, y fiado en que había visto prestar al 1.5 por ciento.

—Pues señor, hagamos el pagaré.

Al ir a firmarlo el que había tomado las seis onzas, dice la crónica que exclamó en verso:


—Don Canuto, ¿y cómo es eso?
¿Es esta errata o exceso?
—Es, señor, lo convenido
—le contestó desabrido.
—Os equivocáis… ya veis,
ponéis ocho y disteis seis.
—Bien… ¿y si no pongo ocho,
cómo tapo mi bizcocho?
 

Y no hubo remedio, dio ocho por las seis onzas; el pobre como nadie ha destapado ese bizcocho, yo lo descubro aquí para escarmiento de pícaros.

8. También los periodistas ponen, ponen hasta que tapan el bizcocho, pero con menos éxito, porque el público tiene su olfato tan delicado que muy pronto lo descubre, y los deja a la luna de Valencia por muy recóndito que esté el escondrijo. En vano se presenta ante él como redactor sapiente un señor don Pantaleón Campanudo Petulancia de Porra, predicando moral, en son de reformador de las costumbres, que pinta con altisonantes colores, en estupendo cuadro de colosales formas. Habrá un lector que se sorprenda de la fuerza del colorido, habrá dos, más; podrá don Pantaleón tapar el bizcocho por algunos días: pero bien pronto enseñará la punta de la oreja, o le arrancarán las vistosas plumas usurpadas por el grajo de la fábula. Desengañaos, escritores, si hay alguno a quien comprenda este consejo; desengañaos, colegas, amados compañeros míos: el público rara o ninguna vez se engaña: con el público no valen de nada vuestras argucias, no podéis esconder de él el bizcocho.

¡Al público!, ¡vaya!, ¡vaya! Para tapar el bizcocho al público, es menester ser algo más que escritor, y sabio y… Eso sólo puede conseguirlo un rey o… Buenas noches, lectores. Estoy en el octavo ejemplo: es decir que he puesto ocho y que debo aquí «tapar el bizcocho».


Yo

El ómnibus de Tacubaya

Uno de tantos días entré, como tengo de costumbre, a tomar el famoso beef-steak de Paoli. Todo el mundo que vive en México, y aun muchos foráneos, saben que el café de Paoli, uno de los más elegantes y concurridos de la capital, está situado en la calle de Plateros, y que se sirve en él a todas horas el delicado y sustancioso plato referido, por lo que me tomo el trabajo de recomendar a los gastrónomos lectores, que cambien sus tres y medio o cuatro reales por tan agradable mercancía, y sigo con mi cuento.

Entré como digo, y apenas me hube instalado en una mesa, cuando se presentó un mozo bastante aseado, con una servilleta, una copa, un cubierto y una torta de pan, diciéndome con risa picaresca:

—¿Bistec, señor?

—Sí, pero recomienda al cocinero que esté blando.

—¿Y tortilla?

—También.

—¿Y costillas?

—¡Hombre!

—¿Y café?

—Veremos…

—Pedro, Pedro —gritó un cofrade que estaba sentado en otra mesa.

—Voy allá, señor.

—Pedro —gritaron de la pieza de adentro.

—Pedro —exclamó otro joven elegante que entraba.

—En esto tocaron en la cantina la campanilla, para que vinieran otros criados en auxilio de Pedro; y éste, repitiendo bistec y tortilla, desapareció como una exhalación.

A poco se oyó el eco sordo de la voz de Pedro, que daba sus órdenes en la cocina: «Cinco bisteces con papas, dos tortillas y cuatro costillas».

Mientras traían el almuerzo, me acerqué a una mesa a tomar unos periódicos.

—¿Qué va usted a hacer? —me dijo un viejo regordete de antiparras cabalgando sobre la ternilla de la nariz.

—A entretener un rato el tiempo recorriendo los periódicos entre tanto…

—¡Disparate! Nada traen estos papeles que merezca atención.

—No obstante, veremos El Diario…

—A buen santo se encomienda usted. ¿A que no dice El Diario lo que hay de cierto?

—¿Cómo? ¿Hay algo?

—¡Chist! ¡Silencio! A usted sólo le confío en reserva lo que hay —me interrumpió quitándose las antiparras y acercándose a mi oído.

—¿Pues qué hay, hombre de Dios?

—¡Chist! Que el vómito está haciendo estragos en Tampico y Veracruz.

—Eso es viejo; todos los años sucede lo mismo.

—Sí; pero… Oiga usted… El general S. está muy disgustado con el gobierno, y puede pronunciarse contra…

—¿Contra quién? ¿Contra el vómito prieto?

—No es eso.

—Como hablábamos…

—La cosa está mala. Yo he hablado con el general H., y dice que esto no puede durar mucho tiempo…

—Vamos, don Ciriaco —le dije algo impaciente—, déme usted El Siglo XIX…

—¡Mejor está que estaba! Si ese papel no vale ya un comino; no habla fuerte, ni dice picardías… vamos, si es un engaño manifiesto el que quieren hacerle a uno creer que es periódico de oposición.

—Hombre, la prudencia…

—¡Qué prudencia ni qué calabazas! Lo que hay ya lo sé.

—Pues ¿qué hay?

—Que el ministerio habrá comprado a los siglistas.

—Bueno —le contesté.

—¿Cómo?

—Señal de que valen algo. ¿A que no compran a usted, don Ciriaco?

—Porque soy íntegro.

«Porque no vale usted un comino», dije entre mí, y tomando los periódicos me retiré a mi asiento.

En esto el diligente Pedro llegó con un beef-steak humeante y aromático, que hubiera podido despertar el apetito de un muerto; y una tortilla de huevos que bamboleándose coqueta en el plato, dejaba ver el color de caña apacible de su centro, como la joven descubre al descuido un hombro mórbido… No se enojen, amables lectoras, que cuando uno está en ayunas, le parece tan hermosa una tortilla de huevos, como una mujer cuando está enamorado.

A medida que mi estómago se iba llenando, se disipaba el mal humor de que estaba poseído, y así pude con más calma observar lo que pasaba en Paoli.

Un hombre sudoroso y agitado entró de rondón hasta la cantina.

—¿Hay asiento en el ómnibus?

—Sí, señor.

Mi hombre, que era alto y seco, con un frac negro agudo, unos pantalones blancos angostísimos, y dos ángulos obtusos que a guisa de cuello sobresalían de una corbata de pana negra, rascó sus bolsillos, y acabalando con cuatro cuartillas, puso con aire satisfecho sus cuatro reales sobre la mesa diciendo:

—Peso cambiado, peso gastado; para estos casos traigo el menudo en la bolsa.

Pedro llegó a ese tiempo a preguntarle si tomaba café, jaletina, o una copa; a lo que contestó dándose unas suaves palmadas en el estómago:

—Estoy repleto, y tengo el almuerzo todavía en el gargüero.

Apenas acababa de sentarse el personaje antecedente, cuando llegó otro a la cantina, y con tono afable dijo:

—¿Tenemos todavía lugar en el ómnibus, doña Mariquita?

—Hay tres asientos todavía.

—¡Bueno, muy bueno! —contestó restregándose las manos—. Figúrese usted que me ha citado para hoy el general. Quién sabe qué me querrá. Veremos.

—Dicen que el general no recibe a nadie.

—¡Ah, sí! Pero eso es a los pretendientes que van a importunarlo; ¡pero a sus amigos! Y sobre todo a mí; me ha mandado buscar tres veces: lo que sucede, que yo siempre que puedo escapo el bulto, porque me hace tanto aprecio y me ofrece tanto, que me mortifica. Antier nada menos, me instó para que me encargase de la comisaría de… pero yo no admití, porque me gusta la vida independiente, libre…

—¿Quiere usted boleto?

—¡Miserable de mí! —interrumpió mi hombre dándose una palmada en la frente.

—¿Qué le ha sucedido a usted?

—¡Friolera! Que por venir a tiempo se me pasó sacar dinero de casa, y me tiene usted aquí sin un ochavo en la bolsa… el maldito criado… pero voy corriendo… ¿Qué? Si no hay tiempo; faltan cinco minutos para las once y media. Pero a bien que tenemos cuentas, doña Mariquita: mañana pasaré a usted el importe del boleto, porque ya digo a usted que si no voy ahora a Tacubaya, el general se enoja… y aunque es mi amigo…

El diálogo siguió en voz baja, y así por esto como por la llegada de otro personaje, no pude escuchar más.

Era el recién llegado un militar viejo con una respetable levita azul con honores de paltó; chaleco blanco hasta el ombligo, y un pañuelo de Madras enrollado en el pescuezo: sin embargo, podía reconocerse su elegancia en el lustre que por medio real acababan de recibir sus botas, a las cuales acudían multitud de moscas, incitadas por el azúcar de que abunda esta clase de bola, y que espantaba dando frecuentes patadas en el pavimento. Se acercó con gran mesura y saludó.

—Señora, dé Dios a usted muy buenos días.

—Los tenga usted muy buenos.

—Señora, mil gracias. Me hace usted favor de decirme ¿a qué horas se marcha el ómnibus a Tacubaya?

—Dentro de cinco minutos.

—¡Hola! Entonces la cosa urge. Mozo, tráeme chocolate. Pero dígame usted, señora, ¿habrá tiempo de que me desayune?

—Sí, señor.

—Pues, porque es probable que tenga yo mucho que hacer en Tacubaya, y…

—No hay que apurarse por eso, mi amigo —dijo el elegante sin dinero—; allí está mesiú Frissardt, que nos dará de comer perfectamente.

—¿Va usted también a Tacubaya?

—¡Oh! Sí, todos los más días voy. Algunas veces como con el general, o con cualquier amigo; pero otras mesiú Frissardt me sirve admirablemente. Comeremos juntos si a usted le parece.

—Sí, señor, con muchísimo gusto.

—Las once y media, señores, el coche se va —dijo doña Mariquita.

El viejo militar sorbió algunos tragos ardientes del chocolate que le habían traído, el elegante se compuso el peinado y la corbata, el del frac agudo encendió un delgado puro, y todos se dirigieron al carruaje, en el que estaban ya instaladas dos viejas con unos grandes envoltorios de ropa, y un militarcillo de estos de nuevo cuño, que no se cambian por Napoleón cuando ven al soslayo los visos de la charretera de subteniente que está colocada en su hombro.

Como no tenía que hacer y sobraba un asiento, pagué mi escote y me subí a la carretela.

Alegres por demás estaban las fisonomías de mis compañeros de viaje, y su conversación era lo que puede llamarse filosófica: el uno hablaba de mejoras en el gobierno; el viejo militar de sus campañas con los insurgentes; el elegante, de un viaje que pensaba hacer a París, donde pasaría muy buenos ratos con las grisetas: el subteniente preguntaba si los barcos eran como las canoas de Santa Anita, y si París estaba más lejos que San Luis Potosí: las viejas metían también su cuchara, refiriendo con candorosas exclamaciones los peligros y trabajos inauditos que sufrieron en un viaje que su hermano, que era portero suplente de la Cámara de Diputados del estado libre, les hizo hacer en un carro a guisa de fardos. Yo guardaba silencio, y sólo me atreví a preguntar al personaje alto de frac negro, qué objeto lo llevaba a Tacubaya.

—¡Calle! ¿Pues qué no me conoce usted?

—No tengo ese honor.

—Pues yo soy José Anselmo Tinaja, y llevo más de treinta años de servicios. Comencé mi carrera en el tribunal del Consulado; luego pasé al de la Acordada; luego al de cuentas; luego al archivo; luego a la aduana de San Pedro Tequila; y luego me han dejado de cesante, y no me pagan, después de treinta años de útiles servicios. Vamos; si no se puede esto llevar en paciencia, cuando vemos tantos que ayer comenzaron su carrera, con sueldos enormes; y yo nunca he pasado de portero, de mozo de oficio y de contador de moneda.

—¿Y qué piensa usted hacer ahora?

—Le diré a usted. Pienso llevarle esta instancia al señor presidente, hacerle ver mis servicios, y pedirle me coloque en un destino, aunque sea bueno, como por ejemplo de comisario, de contador, de administrador.

—Supongo que tendrá usted conocimiento con su excelencia, o alguna recomendación.

—Le diré a usted. Las dos cosas; porque una noche me saludó con mucho afecto su excelencia al entrar al teatro; y además, el capataz del presidio que está componiendo la calzada de Tacubaya, es mi compadre.

—Pero eso, ¿qué tiene que hacer…?

—¡Friolera! Que yo le hablo de mi negocio a mi compadre el capataz; mi compadre el capataz al teniente de la escolta del presidio; el teniente al capitán; el capitán al ingeniero que dirige la obra: el ingeniero se interesa por mí, y le habla a un ayudante de su excelencia; el ayudante al secretario; y el secretario, en un momento de buen humor, le saca mi negocio al presidente, y tiene usted que a pesar del ministro y de todo el mundo, soy comisario, y mi Rodriga es comisaria, y mis hijos son comisarios, y… ¿le parece a usted bueno el plan?

—Excelente —le contesté—, y sobre todo violento; pues juro que mañana, tal vez hoy, tiene usted el despacho en su poder. ¡Canario, con el influjo de un capataz de presidio!

El hombre se restregaba las manos contentísimo, y estiraba los agudos picos de su cuello: el elegante jugaba con la cadena de su reloj, sonreía irónicamente, y tarareaba una cavatina de la Norma, mientras las viejas, alucinadas con el plan de Tinaja, me decían al oído: «Interésese usted con su amigo para que le hable por nosotras al señor capataz, a fin de que nos paguen nuestro montepío por la aduana o el tabaco, porque nosotras vamos a ver a una señora que es prima de la mujer de un compadre de la comadre de un amigo del portero, para que la prima le hable a la esposa, la esposa a su marido, el marido a su comadre, la comadre a su comadre, y ésta a su marido, que es amigo del portero, y el portero nos deje entrar a ver a su excelencia».

A pesar de lo extraviado del camino de las viejas, me pareció más llano que el que pensaba adoptar Tinaja, y así aconsejéles que ejecutaran lo que habían pensado, pues habían de sacar más partido. En esto el carruaje paró en Tacubaya en la fonda de M. Frisard, y mis compañeros, que apenas se despidieron de mí, tomaron el camino del Arzobispado, excepto las dos viejas, que recomendándome al cuidado de Dios y de todos los santos, se dirigieron con tardo y trabajoso paso, cargando sus envoltorios, que contenían ropa, y quesos, y mantequillas, para obsequiar a la prima consabida.

No estoy ahora por lo sentimental y pintoresco, si no les haría a mis carísimos lectores una descripción del frondoso bosque de Chapultepec, de las pintorescas lomas de Santa Fe, etcétera. Baste decir, que fastidiado de dar algunas vueltas por la plaza de Tacubaya, y lleno de mal humor, con un cielo de plomo y un viento húmedo y desagradable, me metí en mi ómnibus, cerré las cortinas y dada la hora convenida, como no había otro pasajero, regresé solo a México.

Luego que salimos de las calles de Tacubaya, y que el carruaje caminaba dulcemente por la calzada, me recosté y me entregué a ese género de meditaciones confusas y vagas de que es imposible acordarse después, ni menos describirlas. Un prolongado y doloroso suspiro me sacó de mi éxtasis: volví a todas partes la cabeza, y no vi nada; pero escuché otro suspiro que no pudo menos de arrancarme una exclamación de pavor.

—No te asustes —dijo una voz tranquila y agradable.

—¿Pues quién eres tú, ente invisible, que suspiras y hablas?

—Bastante visible soy: ¿no vas recostado en mí?

—¿Quién eres? ¿Quién eres? —interrumpí más asustado.

—El ómnibus, que suspira de verse reducido a tan miserable estado.

—¿Cómo? ¿Tú te quejas también? —interrumpí—. ¿Tú padeces?

—¿Sabes latín?

Esta pregunta me embarazó un poco, y el ómnibus, conociendo mi turbación, prosiguió:

—Pues bien sabrás que ómnibus quiere decir para todos: pues bien; yo, si las cosas no estuvieran hoy tan trastornadas, debería llenar mis deberes, y conducir en mis asientos indistintamente, ya jóvenes hermosas, ya elegantes pisaverdes, ya viejos sesudos, ya… ¿Sabes lo que conduzco sin cesar? Pretendientes; y esto es duro, muy duro, para quien tiene orgullo en haber sido echado al mundo por un hábil carrocero inglés, para ocupación más digna que la de conducir constantemente hombres arrancados, interesables y egoístas, como lo son todos los pretendientes.

Estas palabras me interesaron e hicieron conocer que el ómnibus tenía más talento que el que era de esperarse, y no me asombré de que un ómnibus hablara y razonara así, cuando tantos fenómenos se ven en estos tiempos. No os asombréis, lectores, de que hable un ómnibus, cuando conocéis hombres que no han leído más que la cartilla, y pasan por sabios; matasietes y valentones, a quienes asusta el ruido de una olla de frijoles que hierve en la cocina; aventureros que hacen fortuna, y pasan por lo más selecto de la sociedad; charlatanes que critican por hábito cuanto oyen, cuanto leen y cuanto ven; liberales exaltados, para quienes la libertad es una especulación; usureros de carrozas espléndidas, ante quien se humilla y postra todo el mundo, etcétera, pero cortemos la digresión y oigamos al ómnibus.

—Te decía, amigo querido —continuó el ómnibus—, que estoy fastidiado de ver cómo mis cofrades salen del café de Paoli deshaciéndose en elogios por el gobierno, y pregonando a voz en cuello que derramarán hasta la última gota de su sangre en defensa de la administración, y regresan unos alegres y más fervorosos gobiernistas, y otros con las caras pálidas y largas, los ojos torvos, y el peinado y las corbatas descompuestas, clamando, y diciendo por las reformas que este orden de cosas no puede subsistir, y que el pueblo se levantará en masa para pedir el restablecimiento de sus derechos; porque sabes, amigo, que cada cual habla de la feria según le va en ella; y si quieres convencerte, te daré cuenta de quiénes eran tus compañeros de viaje.

»El cesante es un hombre que defiende todavía se debe escribir Joseph, y que la Inquisición debe restablecerse: afirma que cuando murió Voltaire encontraron que tenía una gran cola de mono, y que luego que expiró, su recámara apestó a azufre: es de los que lleva a puro y debido efecto que la letra con sangre entra, y que los belemitas hacían bien de colgar a los muchachos y darles cincuenta azotes, hasta que la sangre les brotara. Este hombre, pues, que dice que el vapor es arte del diablo, y que ha pasado treinta años de su vida chupando cigarros, durmiendo en las puertas de los tribunales, y leyendo de vez en cuando al padre Parra, se queja de que lo han postergado y quiere ser comisario. Lo peor es que muchos de esta calaña vemos ocupando, no sé cómo ni por qué, los principales destinos. El joven elegante es el anverso de la medalla. Niega la existencia del alma, blasfema de los santos, considera perjudicial la institución del matrimonio, afirma que la palabra moral no tiene sentido, que no hay placer más grato como burlarse de una doncella y seducir a una casada. Debe a todos los sastres, apalea a los cocheros del sitio, se introduce furtivamente a todos los bailes, come en las fondas y toma helados en el café, a costa del bolsillo de sus amigos, y los llama imbéciles cuando se separa de ellos. Su literatura y saber están reducidos a La doncella de Orléans y El hijo del carnaval; afirma que la geografía es el arte de conocer los metales; critica todos los dramas; llama bestias a Dumas y a Victor Hugo, y sostiene que Moratín en el mejor escritor francés; pero es apasionado de los clásicos para paliar su ignorancia. Éste quiere ser colocado en una legación.

»El militar es uno de los tipos de egoísmo. En el principio de su carrera sirvió al gobierno español, y después se ocultó en un pueblo, consiguió certificados no sé cómo, y contó proezas que no había soñado hacer: después, como hombre honrado, en nada se ha metido, si no es en procurarse su paga puntual, y pasarse su vida como dicen vulgarmente, con su misa y su doña Luisa. Sin haber estado en ninguna acción, tiene cruces; sin valor, pasa por intrépido; y sin trabajo ha ido ascendiendo, y con su tono afable y su estudiada mónita, está en armonía con griegos y troyanos, y quiere que lo hagan general en premio de sus dilatados servicios.

»Acaso las pobres viejas es lo mejor que yo he conducido, pues que sus hijos murieron honrosamente por la patria, como tantos valientes que bajan en silencio a la tumba. Reclaman las infelices el pago de una miserable pensión que la patria les prometió solemnemente, y tienen justicia para hacerlo… Pero dime, ya que tan buenas memorias del diablo te he comunicado, ¿cuál es tu nombre?»

—Te diré, mi elocuente ómnibus. Cuando me bautizaron me pusieron Perico o Juan, no me acuerdo; pero después registré ávidamente el calendario, al mismo tiempo que mi conciencia, y hallé que era un ente con mis caprichos, mis opiniones, mi soberbia, mi amor, mis defectos; y como no he tenido la vanidad de elogiarme yo mismo, ni de creerme superior a los demás, me resolví a llamarme Yo.

—Bueno, muy bueno; ni sabes todo lo que has hecho con eso. Te diré dos palabras más, y con experiencia. Como tú, todos los hombres de nuestra sociedad moderna se llaman Yo.

»Los patriotas exaltados que oyes perorar en los cafés cual otros Cicerones, son Yo. A sus ideas, a sus principios, a sus errores, a sus pasiones son las que quieren ver rigiendo la sociedad, y en todo esto van mezcladas abundantemente sus colosales esperanzas, y sus proyectos de ambición. Éstos pertenecen más a sí propios que a la patria, y por consiguiente es ser Yo.

»Los viejos rancios que desconocen todas las mejoras del progreso, y todas las ideas que el tiempo y la civilización ha creado para la perfección de las sociedades, y que desean la vuelta de aquellos tiempos de poltronería en que con un poco de latín y Antonio Gómez dominaban una generación entera, no son más que Yo.

»Los zoilos ignorantes y críticos de profesión que ven su descrédito y su ruina en los adelantos de la juventud, se ponen de uñas con cuanta idea no se sujeta a su aprobación: quieren que sus pobres pensamientos y sus singulares manías dominen la sociedad. Ésos son Yo.

»En una palabra, el individualismo es el que domina la sociedad: cada cual se cree sabio, valiente, grande, virtuoso; y cada cual busca por diversos caminos su conveniencia y sus mejoras, sin cuidarse de los demás.»

—Eres muy severo, querido ómnibus. Creo que hay muchas gentes de virtudes y patriotismo.

—No hay regla sin excepción —me respondió el ómnibus—, pero en lo general, ten entendido que pasaron, para nunca más volver, los tiempos en que Scévola quemaba su propio brazo en un brasero, y en que Godofredo de Bullón se hacía matar en las murallas de Jerusalén por rescatar el sepulcro de Cristo. El dinero y el egoísmo rigen la sociedad moderna, y con el tiempo irán cayendo una por una las ilusiones de tu corazón. Amor y libertad, que han sido siempre nombres santos y respetables, están ya al fundirse en uno solo: Egoísmo.

En esto el ómnibus paró en la puerta de Paoli, y descendí de él pasmado con lo que acababa de oírle, y diciendo para mí: «Este ómnibus tiene más saber y más filosofía que muchos licenciados y doctores».


Yo

Judas

¡Sábado de Gloria! ¡Repique!, ¡felicidades!, ¡judas! ¡Cómo permanecer fríos espectadores en medio de barullo tan descomunal! ¡Y nos, los más antiguos saltimbanquis literarios, entre todos los mandados hacer, entre tanto gracioso de adrede con su seudónimo al canto, que también párvulos como nosotros, se codean con Fígaro, y ven sobre el hombre al propio Curioso Parlante!

¡Sábado de Gloria! Hoy que se ha rasgado el velo del templo, y no obstante, tantas cosas están en tinieblas; hoy que se ha encendido una luz nueva en el altar, casualmente cuando se echa de ver que en el Congreso hubo tan poca; hoy que vuelven, ¡oh desgracia!, a aturdir las campanas, a recobrar su vigorosa entonación las trompetas, a insultar la miseria los carruajes soberbios, y a complicarse en eternas intrigas los simones.

Pues señor, en este momento solemne, que estalla el repique, corren despavoridos los canes, galopan los petimetres cabalgadores, y aun se escucha la alharaquienta matraca y el pregón de las aguas lojas, y de las rosquillas; ahora que los cohetes pueblan tronadores los aires, que las gentes andan de prisa, y se saludan festivas, que se felicitan los léperos con sendos golpes; fijamos la atención en los judas, en esos infelices muñecos de cartón que se mecen en los lazos de las esquinas, entre la algazara de la plebe y el turbulento gozo de los párvulos.

Judas, ya ustedes lectores carísimos saben quién es, aquel que metió la mano en el plato con Jesucristo, en la última cena, y con todo, lo vendió, cosa que todos los días sucede con los que comen nuestro pan. ¡Judas!, aquel que con un beso entregó a su Maestro: hoy se ha sustituido una presión de manos, un abrazo. ¡Y vender a Cristo por 30 dineros aquel mismo Judas que sin comprar siquiera un boleto de un concierto, se deshizo del precio de su infamia y se ahorcó! ¡Es decir, que no tenía pizca de filosofía, ni de táctica, ni de nada!

El nombre de Judas fue desde entonces sinónimo de traidor, de vendedor, y así subsistió por mucho tiempo, esto es, mientras necesitó el género humano corredores para que lo compraran; pero desde que los hombres se vendieron por sí mismos en ahorro de gastos, la cosa cambió notablemente, y el nombre de Judas más genérico, fue un signo mercantil en este siglo pesetero. Así es que hubo judas amatorios que vendieron el corazón de la esposa; ¡pero bonitos ellos para darlos por 30 dineros! Hubo judas en ese género, que endosaron su tranquilidad y su mano a una vieja rica, con más achaques que proyecto de ley, y más nulidades que un recaudador de contribuciones. ¡Hubo judas que se proclamaron invendibles para darse precio, porque nadie les hacía postura! Y judas literarios que no pudiéndose vender tampoco, se dieron a prueba y se fiaron con plazo determinado. ¡Cuánto judas, Dios mío, cuánto! ¡Esta socorrida profesión, andando los tiempos fue en progreso, se perfeccionaba, se llamó agio, libertad, cargo y data, federación, centralismo, principios, cambio; pero al través de todo se percibían los 30 dineros!

Por supuesto que del primer Judas sólo quedó la memoria, y el farol entre los signos del martirio de Cristo; pero eso es muy vago, y en cuanto a faroles, podrá aplicarse también a las penas de los habitantes de México por su alumbrado, o a los padecimientos de los concurrentes del nacional y patriótico Teatro de Santa Paula, actualmente receptáculo de las notabilidades cómicas de los departamentos.

De los distinguidos: ¡oh, desgracia!, así han llamado muchos a los inválidos; pero volvamos a nuestro judas y dejemos la charla.

Pervertido más y más el nombre de Judas, los coheteros, que también tienen su genio, como que pertenecen al humo y a la industria, hicieron una aplicación arbitraria, personalizando en los judas los entes ridículos y aborrecidos universalmente, formando muñecos de cartón encohetados y vendiéndolos después de sacarlos a la vergüenza en luengos morillos, que se perciben a grandes distancias en estos días por todas las calles de la capital.

Dar un judas es obsequiar con un figurín de éstos o su importe, a las personas de estimación. Y como nosotros (Fidel y Yo) dos seudónimos como unas perlas, señor seudónimo crítico de los seudónimos, pensábamos hace tiempo en esto porque algo solemos pensar cuando Dios quiere en dar sus judas a los suscriptores del Siglo, tuvimos junta, para lo cual sólo necesitábamos andar del brazo, y hétenos en un abrir y cerrar de ojos cuerpo legislativo.

Enristramos ambas plumas, esgrimimos ambas diestras, la de cada uno por supuesto, y quitando y poniendo, confeccionando y echando en infusión nuestros dislates, salieron a tira más tira algunos encargos al cohetero, que ustedes verán, y ojalá sean de su gusto.

El tiempo urgía: esto de escribir no es dar vueltas a una noria; y así altercando y disputando, en una palabra, discutiendo, nos resolvimos por los judas ya hechos, a bien que nuestro cohetero tiene como Sancho, sus ribetes de malicioso, y aunque taimado, es combustible como todo cohetero, y no es el solo punto de contacto que tiene con los novicios representantes del pueblo.

—Señor cohetero, buenos días.

—Salud, señores.

Yo: He ahí lo que buscamos: ¡cuánto judas! Muy bien: de frac, de capa. ¡Excelentes! Serán carísimos.

Cohetero: No, señor: según corre el tiempo, y lo que puedo decir es que arden bien, y que según las bombas así es el precio.

Yo: ¡Hola! ¡Hola! Venga acá ése: no, el otro; buena casaca, ricas cadenas; ¡magnífico judas! Pero ¿por qué sólo tiene bombas en los ojos?

Cohetero: Porque es empleado en aduana marítima, señor, y ustedes ven que esto es lo que más gusta a los marchantes.

Fidel: Bien: este judas es de los que se deben quemar en la plaza de Santo Domingo.

Cohetero: ¿Ya ven ustedes este juditas tan enjuto, con su armazón de popote, y que no tiene más que mechas?

Fidel: No.

Cohetero: Es especulador ascético, comercia con el rezo y la creencia de los demás: rico tren, buen coche, todo se puede suponer que tiene; está perfectamente vestido.

Yo: Ése es para mí: es de los que deben quemarse frente al Arzobispado: póngale usted unas cuantas bombas en las rodillas.

Fidel: Hará mucho ruido, y tú ves que éstos deben quemarse en silencio, porque sus malas mañas pasan sin estrépito.

Cohetero: Pasen ustedes a esta otra pieza.

Fidel y Yo: ¡Cuánto judas, cuánto, cuánto, y todos todos con bombas en las manos!

Cohetero: Qué, señor: si hay tantos escribanos y médicos, y recaudadores, y escritores, y… tantos, que las merecen, que de éstos se venden a millares.

Fidel: Sería ése mucho gasto; y ya se ve, de ésos debería ponerse uno en cada esquina.

Yo: ¿Pero y esos judas que se están asoleando?

Cohetero: ¡Hermosos judas! Todos jovencitos como las personas de ustedes.

Fidel: Pero ¡qué guapos!, guante, varita, botón de oro, pantalón tirante. ¡Qué ocurrencia! ¡Todos con bombas en la boca…! ¿Son representantes?

Cohetero: No, señor; con que son del gran tono, como ustedes dicen: ¿no les ven ustedes grandes rizos, y que la cabeza es de papel pintado?

Yo: Esto es, sin seso absolutamente: pues vean ustedes, tal parecen racionales cuando despabilan una reputación, o arrojan ridículo sobre sus padres; y además, no se puede creer eso de hombres decentes.

Cohetero: Si todo lo hace la pintura; vamos al decir: para mí que los hago, y los veo por dentro y fuera, lo mismo vale uno de ésos, que estos otros de frazada; lo mismo: cartón y carbón del ordinario; pero una brocha y un poco de astucia lo hace todo.

Yo: Quiero uno.

Fidel: Y yo tres.

Yo: ¿Dónde van los tuyos?

Fidel: Ni que preguntar: uno al frente de cada teatro.

Yo: El mío en el café del Progreso.

Fidel: ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Bonito judas! ¡Cuánta bomba! ¿Es billetero?

Cohetero: No, señor.

Yo: ¿Y las tijeras?

Fidel: ¿Es ladrón?

Cohetero: No, señor, si es sastre.

Fidel: Entonces debería tener sólo una bomba en la boca, y eso por informal.

Cohetero: Así lo mandaron hacer.

Yo: Ese judas sí está malo, ya lo veo: su sonrisa de tigre, su escandalosa decencia, su atavío de sangre, y de sudores, y de lágrimas. ¡Es un usurero!

Fidel: ¿Y qué tenemos con eso? ¡Bien empleadas las mil bombas que le pusieron!

Yo: No, señor: una sola debe tener; una muy grande, con media arroba de pólvora, lo menos, en el corazón.

Cohetero: Muy bien pensado.

Fidel: Yo lo compro por lo que valga, para que se queme en el segundo patio de Palacio.

Cohetero: Se lo regalo a usted, señor, sólo por lo bueno del pensamiento.

Fidel: ¿Y estas hileras de juditas?

Cohetero: Señor, son judas mansos. Unos, criminales consentidores de sus hijos; otros, viles traficantes con su honor; otros, aspirantes tímidos; otros, patriotas hipócritas; otros, maridos condescendientes; otros, amantes anticuarios, cortejos codiciosos de las viejas; otros, veteranitos obscenos; de todo hay: yo les pongo sus bombas donde pega; ya en los ojos, ya en los pies, signo de cobardía; ya en la bolsa, ya en el corazón, porque éste es el oficio.

Yo: Vengan acá tres docenas de esos judas para darlos gratis a nuestros corresponsales o quemarlos a su nombre en la oficina donde se publica el periódico.

Fidel: Y dígame usted, ¿juditas así de bello sexo, no tiene usted?

Cohetero: ¡Cómo no, señor!, una bodega: pasen ustedes…

Yo: Tienen un defecto, y es que todas están pintadas, y ése sería un sarcasmo insultante con las que no lo merecen.

Fidel: Nada de eso; observa con cuidado: sólo las que tienen lacrado el cartón, o rugoso, o de mal talante, están cargadas de pintura; pero de ahí es que esas pintadas de blanco y carmín, serán las primeras que compremos.

Cohetero: ¿Cuántas?

Yo: Tres: una para cada teatro.

Fidel: Apárteme usted a ésa, ésa del rosario y la resma de novenas; no sé por qué se me figura, señor cohetero, que usted quiso personificar a esas madres virtuosísimas, que rezan y comulgan, y luego llevan a sus hijas a la Torre de Nesle y a los lúbricos bailes de los teatros.

Cohetero: Pues vea usted; ni por el magín me ha pasado semejante cosa. ¡Hola!, ¡hola! Con mucho tiento ésa, señor, que siempre se me desgracia.

Yo: Es una coqueta: ¡pero si no pesa una onza, qué demonio!

Cohetero: Si es de oblea, señor: siempre éstas tienen muchos marchantes; pero ¡qué cosas!, siempre antes de venderse, las destruyen las moscas.

Fidel: ¡Habrá usted visto! ¿Pero eso no es un fenómeno, señor cohetero? ¡Jesús, qué judas!

Cohetero: ¡Bonita!, no, señor; despilfarrada, con el túnico atado a la cintura y toma polvos; pero vea usted todos los papeles que lleva en las manos: Diario, Siglo, Lucero, Constitucional, ¡qué chantre!

Yo: La reconozco, vieja política. ¡Cabalmente son mi tormento! La compro, y pondré avisos de que se quema frente a la imprenta del Siglo.

Fidel: Es una inspiración.

Yo: Ya hemos consumido un dineral en judas.

Fidel: ¡Hola!, ¿quién es este que está detrás de la puerta? Ente incomprensible rubio, anteojos, frazada, botas, chaleco (cuidado con poner caaleco, señor cajista, que tiene suspendida cierto crítico ¡y qué crítico!, contra los impresores la espada de Damocles sobre sus cabezas) y además, cadenas y reloj: ¡vamos, esto es puramente fantástico!

Cohetero: No, señor, es puntualmente mandado hacer, aquí está el título que debe llevar; y además una cartera que se le ha de poner en la mano; vea usted: EL VIAGADOR EUROPEO. Y aquí están los dibujos.

Fidel: ¡Bien! Cartera de dibujo. Veamos. Montañard del Mécsico, de gala en los días Santos. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Casco, lanza, un sayón de pueblo, ¡qué ocurrencia!

Yo (viendo la cartera): Poeta del Mécsico errante por las montañas. Su canasto, ¡muy bien! Sus papeles picados, ¡bueno! Un evangelista de los que salen a los pueblos a vender sus décimas y sus cintas y agujas.

Fidel (viendo la cartera): Guerrier mecsicano en campaña: ¡Bien! Sombrero de forro de hule, y una estampa en el sombrero de la Virgen de Guadalupe.

Yo: ¿Y éste es viajero?

Fidel: Sí, de los que por desgracia tocan al pobre Mécsico, con pocas excepciones.

Cohetero: Dejemos eso, señor, que cólera da.

Yo: Sacerdote en calzonera.

Fidel: ¿Qué? ¿Qué dices?

Yo: Nada, un padre de los que van a alguna confesión, teniendo que andar seis o más leguas fuera de la capital; y como es natural, va a caballo y se le ve el pantalón. Dejemos esto.

Fidel: No: esta última estampa llama la atención; parece una vista de la Alameda; sí, una fuente, unos niños inclinados en ella: veamos el rubro. «Modo de beber agua de los infantes mexicanos.»

Yo: Sí, como caballos. ¡Bah, uff!… ¡qué viajeros! Si será la cartera inédita de Chevalier o de Lowenstern, o de…

Fidel: Va la última estampa: «Objetos de recrear los jóvenes elegantes». Mexicanos ¡qué insulto!, una baraja, una redoma con chinguirito, varias novenas y rosarios y estampas obscenas. ¡Qué infame! Compro ese maldito judas en lo que usted quiera por él.

Cohetero: Ya he dicho a usted que está vendido; su dueño quiere ponerlo en la garita de San Lázaro, y parece que ha pedido el lema de su invento industrial a un señor para que una mano lo tenga junto al viajero, de modo que quede así: ¡MEXICANOS! MIRAD Y PENSAD.

Fidel: Con que no deje usted de enviar los judas a la imprenta: aderece usted bien las mechas, no vayan a dejar de arder. Vea usted que será una lástima.

Cohetero: Pierda usted cuidado.

Yo: Se me olvidaba: tómenos usted medida; haga usted unos judas que se nos parezcan, puede que se los compren a usted bien.

Fidel: Esto no es cuenta nuestra, ya puede que tenga usted el encargo: otros cuidarán de quemarnos… y con mucho gusto.

Fidel y Yo: Adiós.

Cohetero: Adiós.

Y entre tanto ¡oh, lectores del Siglo XIX, reciban los judas con que los obsequian sus antiguos conocidos y amigos!

Fidel y Yo

El pésame

—Vamos, ¿es posible que no haya usted sabido la noticia tan infausta, amigo mío?

—¿Cuál?, diga usted

—¡Amigo mío! Don Nabor Alcayata ha muerto. ¡Pobrecito! ¡Dios lo tenga en su gloria! ¿No me ve usted de luto riguroso?

En efecto, el hombre que me hablaba estaba vestido de negro, o más bien de color de ala de mosca, y su gran frac de agudo faldón, su pantalón de tapabalazo, y su sombrero cónico en forma de shakó, indicaban perfectamente bien que si no pertenecía a esa sabia y bienaventurada generación de liones, sí era un buen vividor y seguro concurrente a los pésames, a los bautismos, a los velorios, a los días de santo, y a toda función donde hay algo que meter debajo de las narices.

—¿Con que me acompañará usted a dar el pésame a la señora doña Canuta, por la muerte de su esposo? —me dijo el viejo enlutado.

—Hay la dificultad —le contesté—, que no estoy de luto riguroso.

—En efecto, el chaleco es de raso negro, y ya sabe usted que las cosas que tienen lustre no son a propósito; pero eso se remedia muy pronto. En dos pasos va usted a su casa y se pone un traje, así como el mío, que aunque está un poco usado, es de paño de San Fernando; figúrese usted que el año de… cuando entró aquí el conde de Revillagigedo, me regaló mi padre este vestido que me sirvió para los lutos del… infante… ¡Oh, qué chocolate daban en los pésames en tiempo de Revillagigedo!

Diciendo estas palabras, mi hombre me condujo hasta la puerta de mi casa, y yo con la curiosidad de observar minuciosamente lo que pasa en una casa mortuoria, subí, y en un santiamén bajé con mi vestido negro sin lustre.

Nos dirigimos a la calle de Santa Teresa: el difunto aún estaba tendido; mi hombre, que conocía a todas las viejas y viejos que había en la casa, no omitió el recomendarme a todos, y añadir que yo tenía un vivo sentimiento por la desgracia acaecida al difunto, que era poca cosa según echarán de ver los lectores, puesto que había partido para siempre de este valle de lágrimas.

Es un espectáculo solemne el de la desaparición de un padre de familia, que deja a su mujer abandonada; a sus hijas entregadas a todos los riesgos del porvenir; a sus pequeñuelos sin educación; a los antiguos criados sin amo. Don Nabor Alcayata, que era nada menos como difunto, principal actor de esta escena, había sido empleado; y ya se deja entender que, como todo empleado, estaba cargado de hijos y exhausto de dinero. Los covachuelistas, por lo general, son estupendos para gozar de los placeres del matrimonio, aun en medio de la dieta más rigurosa.

Una ojeada a la familia me convenció de la intensa desgracia que había sufrido, y tuve lástima. Era una niña de tres años, con su cabellito rubio y sus ojillos azules, que rodaba por las alfombras jugando con un anciano y leal perro: eran dos muchachas, Margarita e Isabel, la una de dieciséis años, y la otra de veinte, lindas e interesantes, con sus mejillas un tanto pálidas y extenuadas por la fatiga, y los ojos húmedos por el llanto: era una mujer fresca y rolliza todavía, que tenía que respirar olores a cada momento para no desmayarse, y que su pañuelo estaba totalmente empapado con las lágrimas: eran, en fin, tres o cuatro chicuelos más, que libres de la escuela, consideraban más bien la muerte de su padre como un día de júbilo, que como un motivo de pesar.

¡He aquí, dije para mí, un cuadro verdaderamente lastimoso! La edad madura sin apoyo; la juventud sin protección; la inocencia sin amparo. Las dos muchachitas, tímidas flores que comenzaban a ostentar su pompa en la vida, se encontraban de improviso lanzadas en un mundo lleno de maldad y de corrupción. Más adelante, contaré acaso la historia de una viuda y de su familia.

Este cuadro patético tenía, como los de la escuela flamenca, sus partes de ridículo. Éstas eran una media docena de viejas rechonchas y habladoras que fumaban sin cesar: tres galanes que parecían escapados de una sastrería, y que se atropellaban por ofrecer o un vaso de agua a las muchachas, o el pomito del álcali a la madre, y que sufrían el que los chicos cabalgaran en su bastón y se encasquetaran sus relucientes sombreros. Completaban este conjunto dos viejos escuálidos, que estaban sentados en unas sillas, cabizbajos, inmóviles y apesadumbrados. Parecían viñetas o grabados en madera.

La hora de sacar el cadáver llegó por fin. Una docena de pobres del hospicio estaban distribuidos en la escalera, y cinco o seis coches del sitio parados en la calle aguardaban el duelo. Uno de los jovencitos, llamado Pedrito Triquiñuela, era el más activo: iba y venía, abriendo las mamparas con estrépito, dando sus disposiciones con energía y firmeza, como un general en el día de una batalla, y no omitiendo acercarse a las muchachas y decirles algunas palabritas al oído, mientras la mamá, rodeada de viejas, se ocupaba entre sollozo y sollozo, de contar las virtudes de su difunto esposo. En cuanto a los viejos, permanecían inmóviles y clavados en sus sillas.

Cuatro cargadores asomaron su faz bronceada por la puerta de la sala, y apenas fueron vistos, cuando dos o tres de las viejas exclamaron a un tiempo:

—¡Jesús! ¡Ahí están los cargadores que se han de llevar al pobrecito de don Nabor!

Doña Mariquita, que era la viuda, lanzó un grito e interrumpió la relación que contaba; las muchachas llevaron su pañuelo a los ojos, y los chicuelos se pusieron a silbar y armar con los bastones una batahola infernal. Esta alegría de los chiquitos me daba más lástima todavía que las lágrimas de la viuda.

En esto, Pedrito atravesó rápidamente la pieza, diciendo:

—El martillo, ¿dónde está el martillo para clavar el cajón?

A poco los martillazos se escucharon; y aquí fue la explosión de todos los concurrentes. Las muchachas comenzaron a dar alaridos.

—¡Ah! ¡Que se llevan a mi papá, a mi pobre papá! ¡Ah, Señor, ten misericordia de nosotros! ¿Por qué quisiste quitarnos a nuestro papá?

La madre, desolada, quería lanzarse en pos del ataúd.

—¡Yo quiero ver a mi esposo, a mi Nabor! ¿Por qué son tan crueles que han clavado el cajón antes de que yo lo viera por la última vez? Déjenme, déjenme ir a que me entierren con él, pues para mí acabó la alegría y cuanto hay en el mundo. Y luego —continuaba en voz baja— que no nos pagarán el montepío y que vamos a perecer de hambre.

Las viejas pugnaban para no dejar salir a doña Mariquita, y le ocultaban con sus cuerpos la puerta por donde debía salir el ataúd.

—Ya esto no tiene remedio, niña —la decían—; y no hay más sino conformarse con la voluntad de Dios. Don Nabor al fin se quitó de padecer; y esperamos en la misericordia divina que sólo estará un poco de tiempo en el purgatorio; pero usted, doña Mariquita, tiene a quien hacerle falta: ¡tanto chiquito…! Estas niñas que están ya en estado de casarse, y…

En esto se escucharon pasos. Los cargadores conducían el ataúd, y los dolientes y pobres del hospicio desplegaban la marcha en hileras, con sus cirios de cera en la mano. Las viejas se callaron; todos cesaron de llorar: las figuras inmóviles de los viejos se desdoblaron, y se pusieron en pie. El duelo bajó la escalera. Entonces la madre y las hijas se buscaron con los ojos, y silenciosamente se arrojaron a los brazos hasta formar un grupo, en el cual descollaba el semblante mórbido de la madre junto a las mejillas pálidas y dolientes de sus hijas. Todas lloraban en silencio; y hasta los chicos suspendieron por un momento sus juegos, y se agruparon entre los túnicos de sus hermanas haciendo pucheros. Sólo la pequeñita jugaba tranquila.

Cuando pasaba esta escena serían las cinco y media de la tarde. El silencio fue profundo hasta la oración de la noche; y en este intermedio sólo se escuchaba o la tos de alguna vieja, o los suspiros de las dolientes.

A la oración entraron dos damas vestidas de luto, con una elegancia extremada, saludaron con un aire de protección a la concurrencia; y con cara compungida y exprimiendo los ojos, se dirigieron a doña Mariquita y a las niñas, y las abrazaron sentándose junto a ellas.

—¿Conque al fin murió don Nabor? —dijo una de ellas.

—Ya lo ve usted, doña Silverita: Dios lo quiso llevar a su santo reino —contestó la viuda.

—Hágase su santa voluntad en todo y por todo —murmuró una vieja.

—¿Y de qué murió? —preguntó otra de las visitas.

—De una inflamación de estómago.

—¡Válgame Dios! ¿Y quién lo asistió?

—Una porción de médicos —contestó la viuda—; pero ningún remedio fue bastante.

—Le errarían la cura, doña Mariquita —dijo doña Silveria—, porque no he visto plaga igual como la de los malvados médicos; no sé cómo esos hombres andan en coche y tienen tan buenas casas, por matar a los pobres enfermos y dejar así en la orfandad a una pobre familia.

—Sí, se lo he dicho a doña Mariquita —gruñó la anciana—, que esos hombres no tienen conciencia.

—¿Y cómo curaron a don Nabor? —preguntó doña Silveria.

—Con mil cosas: le pusieron sanguijuelas, cáusticos, ventosas sajadas, friegas, cataplasmas, bebidas purgantes, toda la botica entera.

—Sí, ya me lo figuraba. Si se hubiera usted quitado de médicos, vería usted cómo el señor no se muere. Pues verá usted: un hermano mío estuvo muy malo del estómago, ¿con qué piensa usted que se curó?

—¿Con qué?

—Con un plato de tortillas enchiladas y dos vasos de pulque de piña; y quedó bueno, hasta el día: ya usted lo conoce, tamaño de gordo y de colorado.

—Eso mismo le aconsejaba yo a doña Mariquita; pero no quiso creerlo. Apenas consintió en que comiera antier medio pollo asado, que lo único que tenía era que estaba un poco duro.

—¡Santos del cielo! —exclamé yo—; el pollo asado fue lo que lo mató.

—¡Qué disparate! Si no come el pollo se hubiera muerto antes —me replicó algo colérica la anciana—. Figúrese usted que hacía veinte días que ese pobre señor apenas se mantenía con agua de linaza y cucharadas de atole frío.

—El pollo lo mató, señora, el pollo, no se canse usted.

—Qué pollo; el cáustico que se empeñó en echarle ese maldito matasanos de anteojos verdes; pero qué gusto que yo le dije cuántas son cinco; y si ahora viene, verá usted la que se arma, porque yo sí soy claridosa, para qué lo he de negar.

—¿Y cuántos días hizo de cama? —preguntó doña Silveria.

—Treinta —contestó doña Mariquita.

—Pobrecita; y ¿cuándo murió?

—Anoche, a las once.

—¿Y duró mucho la agonía?

—Un cuarto de hora, porque ya el pobre de don Nabor no tenía más que los huesos y el pellejo —interrumpió la vieja.

—¿Y se confesó, y se sacramentó?

—Ése es el consuelo que tengo —repuso llorando la viuda—, que ha de estar gozando de Dios, porque además de que era tan bueno, recibió el Santísimo con mucha devoción. ¡Ah! ¡Ah! Doña Silverita, crea usted que si con linterna busco otro marido como Nabor, no lo encuentro. Él era, es verdad, imprudente y regañón; pero qué amoroso conmigo y con sus hijas. ¡Ah! ¡Ah! ¡Dios mío, cómo nos castigas!

La viuda siguió llorando.

Esta conversación la interrumpió la llegada del médico de cabecera, que sin duda tenía ganas de inspeccionar el cadáver, o que iba en pos de los honorarios, que en los últimos días no se le habían pagado. Apenas lo notó la vieja, cuando se paró de su asiento.

—¿Y tiene usted cara de pararse aquí, después de que usted mató con el cáustico al infeliz de don Nabor?

—Señora…

—Sí, señor, usted, porque yo tengo más experiencia que usted, y sé más de médico, y los cáusticos y la dieta matan a los enfermos; sí, señor, usted tuvo la culpa.

—Sí, él fue, todos convienen en eso —respondieron en coro las viejas.

—¡Ah, señor doctor! —interrumpió llorando la madre—, dicen bien, usted me ha arrebatado a mi marido, usted tiene la culpa.

—Sí, el médico tiene la culpa —exclamaron también las muchachas—, el médico que no supo curar a mi papá.

—Sí, el médico, pues si yo lo dije —dijo Triquiñuela entre dientes, manoséandose la patilla.

—El médico, por supuesto —gruñeron los viejos taciturnos, que habían vuelto a su inmovilidad.

Un grito, un clamor universal se levantó contra el médico; éste por su parte se mordió los labios, echó una mirada terrible a los concurrentes, y salió con gravedad.

—Más valía que nunca hubiera entrado en la casa —dijo la vieja—. Si no se va, por vida mía que lo araño.

La llegada de nuevas visitas calmó la revolución que suscitó el médico. Todos los personajes entraban con la cara compungida, fingiendo el sentimiento, asegurando que tomaban parte en el dolor de la familia, ofreciendo su inutilidad. La conversación era a poco más o menos la misma que se acaba de referir: todos preguntaban de qué había muerto don Nabor, qué medicamentos le habían hecho, quién lo había curado, y concluían echándole la culpa a los médicos, y asegurando que si se le hubiera hecho tal o cual remedio, o se hubiera llevado un santo milagroso a la cabecera, ofreciéndole algunas velas, y una figurita de plata, don Nabor habría sanado indudablemente. La viuda tenía que repetir a cada nueva visita toda la historia de la enfermedad, y todas las circunstancias de la muerte; y las que iban a dar el pésame se despedían diciendo;

—Ya sabe usted, doña Mariquita, la parte que tomo en su cuidado, lo que a usted se le ofrezca, con toda confianza puede mandar; para estas ocasiones se han hecho las amigas.

—Muchas gracias, doña Fulanita, estimo a usted mucho su favor, y ya sé el cariño que ustedes nos tienen.

—Consuélese usted, y cuídese, que estas cosas ya no tienen remedio, al fin don Nabor ya se murió, y está mejor que nosotros, que nos quedamos en esta vida.

—Sí, pero ya usted ve la falta que hace a mis hijas, y…

—Dios proveerá, no tenga usted cuidado, conque hasta cada rato, mi alma.

—Encomiéndenos usted a Dios.

—Sí, lo haré, aunque mala.

Las visitas se sucedían, y las conversaciones despedidas eran las mismas, todas palabras de fórmula, cumplimientos fingidos, sentimientos y promesas falsos. Será excusado decir que muchas de las visitas que iban a dar el pésame, salían murmurando la indiana de los vestidos de las muchachas de la familia, las sillas, los muebles, y calculando si el difunto se moriría por falta de asistencia, etcétera.

La campanada de las ocho puso a todos en juicio. Inmediatamente se encendió una vela de cera, y todos se arrodillaron a rezar la estación, y en seguida el rosario. Concluido esto, nuestra vieja, que se llamaba doña Canuta, se acercó a la viuda y le dijo al oído:

—Doña Mariquita, las visitas no han tomado chocolate; pero como ni usted ni las niñas están para nada, ahora déme las llaves, y yo lo dispondré todo.

La viuda entregó las llaves de todos los estantes y roperos, y ufana se dirigió a las piezas interiores, con la investidura de cabeza de la casa. Dejemos por un momento a los dolientes, y sigamos a doña Canuta en su expedición.

Luego que llegó a la cocina, se lamentó de la suciedad del brasero, del desorden de los trastos, y de la abundancia de carbón en las hornillas, y comenzó por echar fuertes reprensiones a las criadas, protestando que las echaría a la calle. Las sirvientas no se quedaron calladas, y se trabó un fuerte altercado. Doña Canuta llamó a otra de las viejas en su auxilio, y tuvo que sacar del seno un sendo papel de magnesia para contenerse el derrame de la bilis. Las dos ancianas se dirigieron a las otras piezas, examinaron los roperos, criticaron el que las niñas tuvieran muchos vestidos, murmuraron el mal orden en que estaban colocados los trastos en la alacena, y apartaron para ellas algunas tazas de china y otras chucherías, se apoderaron por fin del dinero que había en la cómoda de la señora, y empezaron a gastar con tanta profusión, como si se tratara de la conquista de Tejas.

Ordenaron que se compraran dos o tres clases de conservas, y los mejores bizcochos de la calle de Tacuba. Enviaron también por leche y postres, y sacaron a luz toda la vajilla reservada para los días de Corpus. Terminados estos preparativos, que ellas hacían en obsequio de la amistad y por el honor de la casa, y que en realidad tendían a acabar de arruinar a la familia del pobre empleado, bastante afligida ya con los gastos de la enfermedad y del entierro, en los cuales Triquiñuela había lucrado lo bastante para hacerse un vestido nuevo de luto, entraron ufanas a avisar a la sala que la mesa estaba puesta. Yo no sé cómo; pero lo cierto es que se multiplicaron los concurrentes como si por encanto hubieran brotado de los ladrillos. La mesa se llenó completamente, y todos se arrojaron con furor a las tazas de chocolate, y en seguida a las conserveras y dulces, de suerte que en poco tiempo no había en la mesa sino desolación y ruinas. Los dolientes estaban verdaderamente hambrientos, y nótese que esto sucede siempre en todas las casas que se hallan en una situación semejante.

En la sobremesa, y para distraer a la viuda y las huérfanas, se habló de política, de teatros, de crédito público, de todas esas materias en que el mas animal puede emitir con magisterio y resolución su voto.

Las niñas desaparecieron de la mesa, y yo, notando también la falta de los dos almibarados galanes, me malicié alguna intriguilla de amor, y así, como al acaso, me levanté de la mesa y me dirigí a la sala; mas como oyera hablar, así, quedito, como hablan los enamorados, me quedé escuchando. Había dos parejas en ambos extremos de la sala. Escuché algunas palabras de la que estaba más próxima a la mampara.

—Ahora sí me cumplirá usted la palabra que me ha dado de casarse conmigo —decía la muchacha.

—Por supuesto, bien mío, mis deseos no son otros, tanto más, cuanto que ahora eres huérfana, y yo seré tu apoyo; mas es preciso que me des una última prueba de tu amor.

—¿No le he dado a usted tantas? ¿Cuál otra quiere usted?

—Mira, tengo que hablarte a solas: tu mamá con la pesadumbre no hace caso de nada; así, yo fingiré que me voy, y en vez de hacerlo, me ocultaré en tu recámara.

—Ah, no, Triquiñuela, eso es imposible; usted quiere seducirme, y esto es una maldad; usted no me ama.

—Tú eres la que no me amas, pérfida, ingrata, inconstante: estarás enamorada de otro; y si tú no me das esta cita, no te volveré a ver.

—Pues la cita es imposible —contestó con resolución la muchacha.

—Pues entonces, concluyeron nuestras relaciones.

—Lo sabía yo, infame —contestó la muchacha—, creía usted que mi padre tenía dinero, y ahora que ve que somos pobres, me quiere perder. Bien; váyase usted, y que no lo vuelva a ver.

—¡Mi bien! ¡Mi amor! —interrumpió Triquiñuela, tomando las manos de la muchacha.

—Suelte usted: o me da palabra de que mañana le dice todo a mi mamá, o jamás vuelvo a hablarle a usted…

El otro grupo había estado muy entretenido; pero un chasquido muy semejante al ruido que produce una cachetada inferida con la mano abierta, me hizo sacar la cabeza por la mampara, que estaba entreabierta, y ver que la otra muchacha se separaba de su amante llena de rubor. Sin duda el pícaro se había tomado alguna libertad, y recibió una contestación de bulto.

He aquí, dije yo, dos hombres sin corazón y sin moral, que se aprovechan de la desolación de una familia, y casi sobre el cadáver de un pobre padre quieren sacrificar el honor de dos muchachas inocentes. ¡Y que entes semejantes sean admitidos en sociedad!

El ruido de los comelones que venían limpiándose los dientes y fumando, me arrancó de más reflexiones e interrumpió también las escenas amorosas.

A las diez me retiré, disgustado con las costumbres y con la sociedad, que las cosas más sagradas y más solemnes las convierte en farsa y en medios de especulación.

A los ocho o nueve días en que terminaron estas escenas, y que la viuda y las muchachas volvieron a su juicio por decirlo así, encontraron con que las viejas habían gastado lo poco que quedaba, haciendo comelitones diarios para una multitud de ociosos y parásitos, que bajo el pretexto de servir de compañía invadían la casa; con que la ropa y los uniformes del difunto empleado los habían distribuido a los pobres; con que habían echado a los criados antiguos y traído otros nuevos que se habían robado las cucharas y el braserito de plata; con que, en fin, se habían apropiado todo lo que les pareció más bonito. Las muchachas perdieron a sus novios, que sólo iban guiados por un siniestro interés, y por fin, la pobre viuda, sin recurso y sin amparo, pues ninguna de las visitas cumplió sus promesas sino antes bien no volvieron a pararse en la casa, tuvo que ponerse su túnico, y vagar de oficina en oficina solicitando el pago de su pensión de montepío.


Yo

Cacería de venados en Orizaba

¿Queréis gozar de un espectáculo nuevo y sorprendente? ¿Queréis admirar la agilidad y la destreza en manejar un caballo y un lazo? Pues bien, venid al Nuevo Mundo, a estas tierras cubiertas de un cielo purísimo y bordadas de una eterna primavera; colocaos en una eminencia de las lomas inmediatas a Orizaba, sufrid por unos momentos el sol de los trópicos, y observaréis cómo se hace la caza de los venados en estas regiones. Entre tanto os describiré como pueda, el cuadro.

Son poco más de las doce del día, el sol lanza perpendicularmente sus rayos, la atmósfera está diáfana, el cielo azul y transparente, está salpicado de una que otra nubecilla de oro; y del campo tranquilo y silencioso, sólo se levanta de cuando en cuando una delgada y graciosa columna de polvo rojo que se deshace y se pierde en el viento.

Por la izquierda veis una loma cubierta de verdes matorrales, donde se abrigan esos insectos zumbadores que llaman chicharras: detrás de esa loma hay otra más lejana que en la parte alumbrada por el sol es de un verde cerrado, mientras en la de la sombra es de azul oscuro: detrás de esta loma hay todavía otra más alta, de forma más caprichosa y con las tintas verdes y azules más desvanecidas y suaves. A la derecha veréis allá a lo lejos otro cerro eriazo y sin vegetación, a cuyo pie se observan unos cuantos árboles y una pequeña casa. Por en medio de estas lomas se abre paso el camino y lo divisaréis torcido, caprichoso, enroscado muchas veces como una gran serpiente perderse entre la bruma encendida del horizonte de los trópicos.

Pero os he dicho que todo está silencioso y solitario; no obstante, aguardad un instante. ¿Oís los lejanos ladridos de los perros? ¿Oís el eco lejano de los cascos de los caballos que pisan las rocas y los brezos? Escuchad: el ruido se percibe más de cerca. Bien, ya hemos salido de la duda. Ved, ved, no una jauría de galgos ni un grupo de caballos ingleses con sus jockeys de huácaro encarnado y cachucha de hule negro, sino un grupo de rancheros que viene caminando por un sendero practicado en el recuesto de la loma. Vedlos bien. Sus caballos son pequeños pero de ojo vivo que demuestra inteligencia y docilidad. Sus monturas son pesadas pero llenas de grabados en el cuero, guarnecidas de plata, y seguras y a propósito para los ejercicios del campo. Viene entre los rancheros una mujer; si pudierais observarla de cerca, hallaríais una joven de suave y delicado color moreno, de ojos rasgados y vivos, de cabello negro, boca pequeña y dentadura más blanca que el marfil. Esta muchacha corre como una exhalación en su erguido y brioso caballo alazán, laza, colea y salta segura y valerosa por las barrancas y breñales. Esta muchacha en una palabra, es una campesina.

Aún no acabáis de examinar el grupo antecedente cuando se escuchan gritos, ladridos de perros y exclamaciones estentóreas de los cazadores. Ya vienen, vedlos por la ladera de las lomas envueltos en una nube de polvo. Se acercan… Se aproximan… Pasan… ¡Oh!, qué agilidad tan prodigiosa. Un venado cruza rápido como el águila en los aires, apenas pone su delicada pezuña en el césped, apenas se le ven mover los pies. Sólo sus ojos que centellean como carbunclos, y su lengua roja anuncian su angustia y fatiga.

¡Infeliz e inocente venado! En efecto, un ranchero montado en un tordillo rodado, sigue con una velocidad del rayo al venado. No lleva rifle, ni pistolas, ni escopeta; pero en cambio posee dos agentes terribles que en breve terminarán con la vida del elegante, hermoso y pacífico morador de las selvas. El uno es el caballo que fogoso, inteligente, audaz, arrojando humo por sus anchas narices, brillando en sus ojos el entusiasmo sigue veloz la huella del venado, y el otro un lazo con un nudo corredizo que el ranchero revuelve por encima de su cabeza para tirarlo después a los pies del venado y aprisionarlo. Detrás del ranchero del caballo tordillo se ve otro en un retinto oscuro que sudoroso, cubiertos sus ijares y encuentros de espuma blanca, se afana por tomar la delantera. El jinete con el cuerpo inclinado hacia adelante para aliviar el peso del corcel con su lazo armado en una mano, la rienda en otra y la vista clavada, fija en el venado, va ya muy cerca de su compañero. Ni precipicios, ni torrentes, ni breñales, ni peñascos detienen esta carrera fantástica, rápida como el vuelo de los pájaros. Ved cómo el caballo retinto ha salvado de un ligero salto una enorme peña que se interponía en su camino: ved cómo los pies del tordillo se confunden y desvanecen entre el polvo. Ved cómo las colas y las crines flotan en el viento. Escuchad un zumbido como el de una bala de cañón. Es el venado, son los cazadores que pasarán como un relámpago ante vuestros ojos, como si fueran llevados en alas del huracán…

Tal es la escena que representa la litografía que se acompaña a este artículo que ha sido sacada de un cuadro de la galería del señor don José Gómez de la Cortina. El cuadro original, que es de Mr. Diller, es necesario examinarlo con una minuciosa atención. Las figuras están ejecutadas con la más grande delicadeza y primor. Las calzoneras de gamuza, las botas vaqueras de los rancheros, el puñal colocado en la liga, los jorongos de colores atados a los tientos, las armas de agua, descompuestas y flotantes con el impulso de la carrera, las fisonomías con el sentimiento marcado del entusiasmo que las domina, todo es digno de atenta contemplación del artista.

Pero lo que arrebata la admiración es el colorido del paisaje. Las tintas verdes de los matorrales que cubren las lomas, los azules que van graduándose y desvaneciéndose a medida que las masas de roca se retiran en el horizonte, la vista óptica del camino trazado en medio de las colinas y que va a perderse… ¡allá lejos, muy lejos entre la reverberación aérea, vaporosa y rojiza de la atmósfera!… Es la naturaleza ardiente, expresiva, animada de las regiones de América. ¿Pero el cielo? ¡Oh!, el cielo que cubre este paisaje es lo más bien ejecutado que puede representar el pincel. ¡Ese azul, hermoso y transparente en que la vista quiere penetrar, esas nubes fijas, graciosas y pequeñas que como unos florones de oro y de carmín salpican en la estación de la primavera el cielo de México, esas líneas de gualda con que termina el horizonte!… Admirable paisaje en que cree uno ver temblar los matorrales a impulsos de la brisa, en que las figuras son animadas y expresivas, en que la luz y la sombra presentan maravillosos efectos de óptica, en que las costumbres, el cielo y la naturaleza de nuestra patria, se muestran con risueños, dulces, poéticos, encantadores atractivos.

Artistas que tenéis la paleta y los pinceles en la mano, pintad, pintad esta magnífica naturaleza, trasladad al lienzo estas escenas que tienen tanto de sencillo e inocente, como de sublime y salvaje. Aquí en México están las montañas de lapislázuli, el cielo de zafiro, el horizonte nácar y anteado, y las costumbres singulares de los pueblos nuevos. Pintad, que la fortuna protegerá vuestra vida y la fama vuestra tumba.


M. Payno

Junio de 1843
 

Costumbres y trajes nacionales

El aguador

Tilín, tilín.

—¿Quién es?

—Yo.

—Allá van: Lorenza, abre esa puerta.

Tilín, tilín.

—Lorenza, ¡que rompen la campana!

—Voy allá, tía Gregoria; estoy dando su champurrado al niño Paquito, y quitando el almidón a las faldas de la camisa del niño Juanito.

Tilín, tilín.

—Allá van, allá van.

—Lorenza: con mil diablos, ¿abres la puerta, o no?

A esta interpelación de la cocinera, hecha con una voz agria y decisiva, Lorenza sale con el niño Paquito en los brazos, lleno de champurrado de los pies a la cabeza, y dirigiéndose al portón pregunta antes de levantar el pestillo:

—¿Quién es?

Una voz trabajosa responde:

—El aguador.

—¡El aguador! —exclama Lorenza—: el aguador, ¿y toca como si fuera el amo de la casa?

—Déjese de chanzas, siñía Lorenza —responde éste—, y abra bien el portón, que vengo desde la pila de Santo Domingo, y no puedo más con este maldito chochocol.

—Entre el niño, no sea que se quebre la cintura.

—Seré como ella, que no más carga al niño todo el día, y no hace otra cosa —interrumpe el maestro, y abriendo con garbo la puerta se introduce por el corredor y llega a la cocina, dejando en su tránsito un reguero de agua, y señalando en los ladrillos sus nobles y anchas huellas.

La cocinera se apresura a destapar el barril del agua, y a reñir con el maestro aguador.

—Buenas horas son de venir, ñior Tribucio, por poquito nos deja sin guisar hoy. ¿Qué le había sucedido?

El aguador sin darse por entendido se dirige hacia el barril, y exclama:

—Ave María Purísima: buenos días, tía Grigona.

—En gracia de Dios concebida: los tenga usted muy buenos, ñior Tribucio.

—Destápeme pronto el barril.

—Vamos, eche con cuidado el agua para que no se revuelva, y dígame, ¿por qué ha venido tan tarde?

—Porque no había agua en la fuente del Colegio de las Niñas, ni en la de Zuleta, y he tenido que buscarla hasta Santo Domingo.

—Ésos son malos aligatos, ñior Tribucio: se estaría su mercé bebiendo su traguito en la vinotería, y…

—Destape, le digo, la tinaja, o le tiro la agua en el suelo.

—Arre, cara de zulaque. ¿No ve el indino que los huevos se están quemando en la sartén?

—¿Dónde vacío el chochocol?

—En esta tinaja, y en la ollita de Guadalajara que es la del siñor.

El aguador quita la correa de la fente, y apoyando en un cuadril el chochocol, quita la tapadera de cuero y salta un chorro grueso y espumoso, que la cocinera y Lorenza la recamarera contemplan con cierto aire de admiración.

—Válgame, ¿y qué chochocol tan chiquito trae el maestro?

—Es el mismo de siempre.

—Mentira, y muy mentira, interrumpe furiosa la recamarera, que antes se llenaba con un viaje la tinaja colorada, la tinita, la olla del amo y…

—Vaya, tía Grigoria, chupe un cigarro y déme un taco.

—Había de ser tan bueno para eso —responde Gregoria, dando al aguador una media torta de pan, rellena con un trozo de carne y unos pocos de frijoles; éste, entre alegre y enternecido, ocurre a una bolsita de cuero que lleva atada en la cintura, y escogiendo el cigarro menos mugroso, se lo da a la química vieja.

Entonces tiene lugar un momento, una escena patriarcal. El maestro Tiburcio, con su chochocol y cántaro cargados à la negligée, se recarga en la orilla del barril, y comienza a saborear su taco: la cocinera se sienta en el banco de picar la carne, y arroja con indolencia sendas bocanadas de humo por la boca: la recamarera se instala en medio de la cocina con su correspondiente Paquito, y todos tres, porque el niño no hace sino meter las manitas en una gran taza de atole, comienzan la historia de la crónica de la mañana.

—¿Qué dicen por esas calles de Dios, ñior Tribucio? —pregunta la anciana.

—Nada, nada —responde el aguador—, sólo que dos se peliaron primero a bijarrazos, y luego sacaron los tranchetes.

—¡Jesús los acompañe! ¿Y qué sucedió?

—Pues nada, que uno le dio un rasguñito al otro.

—¡Ah!

—Y pus, apenitas todo el istógamo le echó juera.

—¡Qué pícaro!

—Eso sí, luego vino don Guadalupe el carnicero, que es alcalde, y zas; al herido y al otro les dio de espadazos y los amarró, y como el otro se estaba muriendo, el pobrecito lo pusieron en un tapestle y se los llevaron a la cárcel.

—¡Pobrecito! Dios lo haya perdonado. ¡Cómo se matan estas gentes!

—Pero ya verá usted, tía Grigoria, luego los alcaldes y los escribanos de la Acordada echan juera a estos pícaros, y vuelven a pasearse en las pulquerías, ya…

—No sé, no sé, ñior Tribucio, cómo estas gentes tienen concencia, y cómo Dios no los castiga por dejar sueltos a tantos matadores y ladrones como hay en este México…

Mientras departen alegremente en estas y otras conversaciones la cocinera y el aguador, se abre la puerta y sale una señora arrebujada en su rebozo, con el túnico suelto, los ojos papujados y el peinado en desorden.

—Buenos días, maestro aguador.

—Los tenga su mercé muy buenos, niña —responde éste quitándose su gorrita y dejando enredados sobre su erizado cabello negro dos o tres cigarros, algunos tlacos, el billete de amor escrito por un evangelista, y una estampa de Nuestra Señora de la Soledad de Santa Cruz.

—¿Cómo estamos de cuentas?

—Su mercé sabrá, señorita.

—Saca la olla de los colorines, Gregoria.

La cocinera saca de la alacena una ollita, vacía los patoles sobre el brasero, y cuenta hasta cuarenta y nueve.

—¿Con que son, viajes…? —interrumpe la señora.

—Aguarde usted, señorita, los pondré en orden.

La cocinera forma los frijoles en montoncitos de a tres, y dice muy satisfecha:

—Dieciséis viajes y un frijol.

—¿Que son, maestro?…

—Que son, señorita…

Como se deja ver que los liquidantes no son de los más duchos en la ciencia numérica, hay un momento de silencio, hasta que Tiburcio exclama con cierto aire de orgullo:

—Cuatro reales, y queda un viaje.

—Cabalito, eso mismo iba yo a decir —interrumpe la cocinera.

En cuanto a la señora, saca de su bolsita de seda los cuatro reales y los da al aguador, no omitiendo recomendar a éste, compre un chochocol más grande, y a la cocinera sea más económica en el gasto del agua, y a la recamarera que limpie el rostro al inquieto y tragón Paquito.

En cuanto al aguador, se despide tan cordialmente como un enviado diplomático, de la cocinera; hace su cariñito tierno a Lorenza, la que le contesta con un pellizco, y contoneándose con un aire sultánico, sale de la casa y se dirige a la fuente donde acostumbra abastecerse de agua.

El aguador por lo común vive o en un cuarto de una casa de vecindad, o en una accesoria de un barrio. A las seis de la mañana se viste su camisa y calzón blanco de manta, y unas calzoneras de pana o gamuza. Encima de esto se pone un capelo de cuero, unido por delante a un gran delantal, y por detrás a un rodete que sirve para mantener en seguro equilibrio el chochocol, a la vez que guarecen su benemérito espinazo. Cubre su cabeza con un casquete de cuero, y por medio de una correa que le pasa por la frente, sostiene por las asas a la vasija grande, llamada chochocol, mientras de otra correa cuelga a su cabeza la vasija más chica que se llama cántaro.

Comienza regularmente su faena poco después de las seis, y con una grande actividad llena sus cántaros, y se dirige a trote a sus casas parroquianas, donde a poco más o menos entabla con las criadas y cocineras un diálogo semejante al que va referido. A las diez o las once el aguador ha concluido su quehacer, y entonces se dirige a la fuente donde acostumbra sacar agua; se desembaraza de sus cántaros, y se tiende en las gradas a la bartola; o bien pasa el resto del día jugando a la rayuela, calando cañas, o diciendo chuscadas y refranes a las mozuelas que pasan cerca de él.

Por la tarde es muy raro ver a los aguadores en las calles, y aun cuesta infinito trabajo encontrarlos, cuando para disponer un baño u otra urgencia se necesita de ellos en las casas: en la noche desaparecen completamente, y esta parte de la vida de mi interesante personaje, es para mí un enigma.

El aguador por lo común es hombre de probidad y de honor, amante de su familia y agradecido a sus parroquianos: en tiempo de invierno hace la mañana con un pequeño vaso de mezcal o chinguirito para abrigar su estómago; y en tiempo de calor suele echar a medio día sus tragos de pulque para refrescarse; pero sea dicho en obsequio de la verdad, que todo esto lo hace con moderación, pues un aguador ebrio es incapaz de ejercer su honrosísima profesión, con toda la sensibilidad necesaria; puesto que si pasa por una escuela a las doce, le asaltan los chicuelos su cántaro, y el sufrido y paciente les da de beber, sacando a veces la recompensa de que le puncen con un alfiler sus morenas y nervudas pantorrillas, o le arrojen sendas bolas de lodo en su chochocol, prevalidos de la imposibilidad que tiene de defenderse.

Examinando sin filosofía esta vida pacífica y monótona del aguador, puede creerse que es un personaje cualquiera. No, señor; por el contrario, es uno de los individuos de más importancia en la sociedad de México.

El aguador sabe, como nadie, los interiores de las casas, es decir, si salen algunos amantes embozados a las seis de la mañana; si el señor diputado se desayuna con atole y pambacitos de manteca, o con bistec y papas fritas; si el uniforme del señor coronel fue de madrugada a la tienda; si el tápalo de la señora contadora se lo dio en abonos semanarios don Pedrito el cajero del León de Oro; si los sueldos del señor oficial de aduana están bien pagados; si la niña tiene cuatro novios a la vez; si… en fin, todas las escaseces de los militares retirados, cesantes y viudas, están al alcance del aguador; pues naturalmente lo suele resentir en la liquidación de los colorines.

Si un amante trata de inducir a la recamarera para que entregue una carta a la niña, el aguador se encarga del negocio; si un perrito se enferma en la casa, se le consulta al aguador; si ha habido ladrones en la noche por el barrio, el aguador da una razón circunstanciada del acontecimiento. Si una vecina quiere saber de qué vive la familia de enfrente, el aguador saca en limpio cuanto es de desearse; si la señora está disgustada con la cocinera, llama aparte al aguador, y con secreto le encarga otra que sea limpia, que sea segura, que no sea respondona, que sepa guisar chiles rellenos, y que se acomode por 20 reales, y cinco y medio de ración; si el niño llora y se enflaquece, el aguador proporciona otra chichihua robusta, sana y de buena leche; si una criada va a acomodarse, se refiere a que informe de ella el aguador; si se trata del robo de un faldero chihuahueño, el aguador lo traslada de una casa a otra el día menos pensado; en fin, el aguador simple y rústico, con su cara de pascua, es depositario de mil memorias del diablo.

Uno de los lances que comprometen el amor propio de un aguador es cuando se le encarga que ponga en carrera de virtud y tranquilidad a un gato. Entonces deja por un momento sus cántaros, saca de su bolsita de cuero una tremenda navaja y busca al gato. El animal que por instinto conoce a su enemigo, brinca de trasto en trasto, gruñe, espeluza la cola, enarca el lomo, atufa los bigotes y saca las uñas… pero no hay remedio; el aguador se enfurece y se apodera del cogote del animal; lo suspende en el aire, y le sumerge en seguida la cabeza y las manos en un tompeate, y haciendo vibrar el formidable bisturí, en un abrir y cerrar de ojos…

Ni Jecker hace más pronto ni mejor una operación quirúrgica semejante. En seguida, echa ceniza caliente en la herida del animal, y lo suelta con un aire de triunfo. ¡Es sublime el aguador en este acto de su vida!

Dos lances hay muy terribles en la vida política del aguador, y son su inauguración en una fuente, y un pleito con algún compañero. Cuando por primera vez se dirige, mustio y humilde, a sacar agua a una fuente, los otros aguadores lo miran de reojo, le dicen chifletas, lo insultan, y finalmente lo asaltan cuando más descuidado está. El mísero lucha, maldice, amenaza, ruega… nada le vale: los aguadores armando una batahola infernal, dando silbidos y risotadas, lo tienden en el suelo, y tomándolo unos de los brazos y otros de los pies, obligan a otro a que se monte en su estómago, y le dé sendos talonazos en la rabadilla, cada vez que con júbilo del auditorio suspenden en el aire el cuerpo del desgraciado novicio. Concluido el caballo, se dirigen a la pulquería inmediata, y con la más amable jovialidad, convidan a pulque e instalan en su sociedad y compañía al nuevo aguador. Después de pasado este lance, o el de ser sumergido en la fuente el aguador, puede ocurrir a ella sin temor alguno, y antes bien seguro de tener siempre una selecta y escogida sociedad.

En cuanto a un pleito, ¡oh!, eso es muy terrible. ¿Dos aguadores riñendo? Valía más ver el combate de un león de Bengala y de un tigre de Abisinia, o una lucha entre los pugilistas ingleses. Luego que el aguador se acalora en la discusión, aplica un buen moquete en la mejilla de su compañero, y con la velocidad de un rayo toma su cántaro por la correa, y comienza con él a hacer un espantoso círculo por encima de su cabeza, hasta que logra la oportunidad de romper el tremendo jarro en las costillas de su antagonista. Éste, por su parte, huye, excusa el cuerpo, forma también con su cántaro esos fantásticos y malditos círculos, y… pum… cuando menos se aguarda, se escucha un estruendo como el de un volcán cuando revienta… Los dos aguadores se han roto los cántaros en los pulmones, y están ya llenos de sangre y de agua.

El aguador más resuelto hace a veces una heroica defensa con el go líete y asa del cántaro que quedó pendiente de la correa, y consigue que su adversario apele a una vergonzosa fuga, cubierto de oprobio, de mojicones y cantarazos.

Cuando la calma y la filosofía se han apoderado del corazón del aguador, tiene momentos verdaderamente angustiados; ve su chochocol y su cántaro queridos, tirados por el suelo, sin forma, sin la mágica belleza que tenían cuando estaban enteros. Quiere juntar los fragmentos, coserlos, unirlos con zulaque, volverles aquella vida, y aquella juventud… ¡Esfuerzo vano! Rueda por las mejillas del aguador una lágrima; desesperado arroja su gorra contra el suelo, da de puñadas en las gradas de la fuente, y se vuelve a sentar sombrío y taciturno en medio de los tepalcates, como un rey sobre las ruinas de su imperio; como una madre ante los cadáveres de su hijos…

Veo que os reís, lectores, de este trozo sentimental… ¡Insensibles! Os diré como Pedro Mososini: vos no vais a comprenderme, porque no habéis sido aguadores, ni sabéis las afecciones tiernas y sublimes que un aguador tiene por sus arneses. He oído decir a uno que su chochocol es tan bueno, que no le faltaba más que hablar.

Sobre todo, la locura juvenil deberá costar al aguador, lo menos cuatro pesos, es decir, como doscientos viajes de agua, y además… el otro chochocol estará, o más chico, o más grande, y no será ni tan bruñido, ni tan esbelto y regordete, ni… estará curado…

Pero la Semana Santa se aproxima. El aguador toma una resolución enérgica; se dirige a la casa de más confianza, y consigue que le anticipen cuatro pesos, a desquitarlos con agua, y con abonos de una cuartilla diaria… ¡Bien!… El aguador tiene otro chochocol, lo cura, lo marca… ¡Magnífico! Comienza a trabajar con tesón… ¿Para qué?… Os lo diré.

¿Veis a aquel hombre vestido de pana negra, con su cabeza amarrada con una mascada, un gran escapulario morado y una camisa y unos calzones finísimos y encarrujados? ¿Lo veis con su incensario en la mano, caminar entre devoto y enorgullecido en la procesión del viernes santo? ¿Lo veis con una resma de estampas, gritando con fervor: «Hincándose de rodillas delante de este divino Señor…»? ¿Lo veis sudando y fatigado con el peso de la gran urna de plata del Señor del Santo Entierro, o de la Santísima Trinidad? Es probable que ni vos, lector querido, pero ni la madre que lo parió, conozca a este individuo. Pues es nada menos que el aguador, que ahorra todo el año nada más que por el placer de vestirse de nazareno la Semana Santa, y estoy seguro que en esos días es tan feliz, se halla tan orgulloso y satisfecho con su transformación, que no se cambiaría por el monarca más poderoso de la tierra.

En el discurso del año tienen los aguadores otro día de fiesta y de jolgorio. Cuando comienza a salir la aurora queman una infinidad de cohetes y bombas, lo cual llaman salva. Cuando el sol sale, ya el signo de la cruz está plantado en las alcantarillas de las fuentes, y éstas adornadas con rosarios de amapolas y cempasúchil. Ese día los aguadores se visten de limpio, se lavan los pies y queman cohetes; almuerzan grandemente y beben pulque curado la mayor parte del día.

El resto del año corre sin azares ni peligros la vida del aguador; vida pacífica a la vez que útil y gloriosa, pues si se hubiera penetrado el verdadero mérito y utilidad del aguador, se le hubiera concedido ya una cruz de honor, para que su clase no se confundiera con los cocheros, cargadores, etcétera.

Antes el aguador, vestido con un saco encarnado, cargaba y acompañaba con vela en mano a los muertos hasta su última morada. Hoy los trinitarios han sido remplazados por los pobres del hospicio; mas no por esto el aguador ha dejado de ser, según se echará de ver por esta ojeada biográfica, un personaje de alta importancia, a quien tarde o temprano le hará justicia la sociedad mexicana.


Yo

Rápida ojeada sobre los leones

Modas

Desde que comenzamos a redactar El Museo, deseábamos una que otra vez dedicar una hoja para hablar de modas; mas día por día se fue quedando este propósito en el olvido. Posteriormente El Liceo ha publicado algunos artículos ilustrados con litografías, y hemos creído satisfecha ya la necesidad del público en esta materia, bien que para algunos sea la variación, decadencia o progreso de una moda, punto de la más alta importancia.

Como probablemente la explicación de la forma de los chalecos, casacas, etcétera, sea obra de algunas líneas, ocuparemos un poco más de papel en hacer varias explicaciones conducentes.

Nuestros apreciables suscriptores habrán oído desde tiempos muy atrás designar a los que acostumbran seguir las imperiosas leyes de la moda, con sobrenombres exclusivos. Se han llamado elegantes, dandys, petimetres, fashionables, pisaverdes, etcétera: ahora todos estos nombres han caído en desuso, y sólo se conocen en París con el pomposo título de leones.

¿Quién había de pensar allá en los tiempos de cristianidad y de religión que el progreso y la ilustración habían de exigir que el hombre degradando la noble estirpe, se abatiera hasta tomar el nombre de una bestia feroz que anda en cuatro pies? Pues ello es que no sólo sucede, sino que para poderse llamar león se requieren cualidades de que suelen estar escasas muchas gentes. Al principio las hermosas y amabilísimas lectoras del Museo se habrán escandalizado y asustado al oír el nombre de león, figurándose naturalmente en su imaginación, dientes, uñas y rugidos y… les explicaremos cómo es un verdadero león, y acaso quedarán (así lo esperamos) un poco más contentas. Figuraos, queridas niñas, un joven de veinte a veinticuatro años, delgado pero muy bien proporcionado y compartido, de fisonomía agradable, ojos grandes y picarescos, boca pequeña que al sonreír deja ver dos líneas de dientes de marfil, un pequeño y ordenado bigote sombrea su labio, y su pelo rizado y lustroso dividido con una raya por el lado izquierdo, cae hasta la mitad de las orejas. El león es cuanto a figura a poco más o menos como lo hemos procurado describir; pero además, es rico, pues hijo de un conde o marqués, o cuando menos de un rico banquero o negociante de la India, puede disponer sólo para sus dijes y caprichos de 5 o 6 000 pesos cada año, así es que se abona con un sastre y diariamente estrena un vestido redondo, como suele decirse; se perfuma con las esencias más delicadas; usa de los adornos más elegantes y más exquisitos; anda en un magnífico tilbury, tiene palco en la ópera y en el teatro francés, y concurre a los paseos y a las soirées más selectas, llamando siempre la atención por la serenidad con que pierde sus escudos al ecartée o al voish. El león, aunque no es literato, conoce los escritos modernos y emite su opinión sobre ellos: el trato social le da cierta viveza y cierta flexibilidad escantadora, y sobre todo, es admirable cuando se dedica a trastornar la cabeza de una beldad; el león, aunque no ha sido granadero de la guardia imperial ni ha asistido al incendio y a las nevadas de Moscú, es de ánimo fuerte, y como además posee la esgrima y tira perfectamente la pistola, por quítame allá esas pajas se desafía y se da de balazos o estocadas con el lucero del alba: el león, por último, reconociendo la superioridad de sus dotes físicas y morales, es inconstante y no está satisfecho si no lloran por él cuatro o cinco beldades a un tiempo. Éste es en compendio un león, amables lectoras, y ya veo que al leer esto sonríen ustedes ligeramente y dicen para sus adentros: no es tan bravo el león como lo pintan. Ahora si echáis una ojeada a la litografía que acompaña a este artículo, y animáis con vuestra imaginación a ese par de elegantuelos, y os los figuráis leones, aseguramos que no os causarán tanto miedo como al oír simplemente el nombre sustantivo que han elegido para ser conocidos en el mundo.

Esta especie de leones, a la cual pertenecía Alcibíades en Grecia y Byron en Inglaterra, puede considerarse hoy como indígena de París; mas es posible que se propague fácilmente, pues los buenos sastres con tribuyen mucho a su desarrollo e incremento. En cuanto a México, la juventud actual por lo común se viste con aseo y elegancia; pero es difícil hallar todavía entre ella el verdadero tipo de león, y más bien se notan por una anomalía indefinible algunos leones viejos que dan bastante materia para esa suave y dulce conversación con que sazonan las comidas del café del Progreso y de la casa de diligencias, que se llama crónica escandalosa.

Concluido este episodio, pasemos al objeto principal de este artículo que es el de dar una idea ligera de las modas. Confesamos que en esta materia no es nuestra autoridad de lo más respetable; pero nos hemos valido de algunos amigos inteligentes en la materia, y más bien ellos que no nosotros son los autores de esta parte del artículo.

La estampa que acompañamos, y que es de las últimas que han recibido de París los señores Cussac y Gaillard, representa uno de los trajes más elegantes que se estilan hoy.

La casaca es de cuello y solapa muy ancha, a la vez que la dimensión de los faldones en longitud y latitud ha disminuido mucho. Para que el chaleco pueda verse bien, la casaca no quedará muy cerrada, y a pesar de lo cual, las mancuernas no se usan absolutamente. Los colores más elegantes para casaca son bronce de oro y verde brillante oscuro. Estos paños son franceses de finísima clase y los han recibido recientemente los señores Cussac y Gaillard, calle del Espíritu Santo número 8, y don Pedro Laforgue en la primera calle de Plateros.

Los chalecos más elegantes son los de cuello derecho sin vuelta, de sedas claras, y para baile los de seda brillante o con trama o labor de lama de plata. No han prescrito por esto los chalecos de vuelta que están en uso entre la gente de buen tono, prefiriéndose para el diario los de seda oscuros, piqué claro o cachemir amarillo caña, que son hermosísimos. En punto a chalecos, recomendamos los cortes que acaba de recibir don Pedro Chabrol, calle del Refugio. Son de un piqué cruzado blanco y realzados de forma que parecen bordados a mano. Esto es lo más decente que puede apetecerse en clase de chalecos de lienzo, y aun se usan también para baile.

Los pantalones al menos, según todos los últimos figurines, se usan en París bastante angostos de abajo; pero en México aún no se adopta esa moda, y ningún sastre de tono de la capital ha cortado hasta ahora pantalón angosto. Esto me agrada, pues manifiesta que ya vamos teniendo carácter, y por nuestra parte deseamos que el pantalón se mantenga en un justo medio.

Corbatas de chal o cuadrada oscuras, bota de charol, sombrero negro de ala ancha, copa regular un poco aclarinada.

Estas modas tienen ya muy poco tiempo de vida, pues se aproxima a toda prisa el invierno, bien que en México es tan benigno, que más bien puede asegurarse que disfrutándose de una continuada primavera, no reciben mucha variación ni las modas de hombres ni las de señoras.

No obstante, en casa de los señores Cussac, Urigüen, Laforgue, Van Gool, Chabrol y otros, hay grandes preparativos para las modas de invierno.

Los paltos se harán de un excelente paño labrado café y azul oscuro con cuello y vueltas de seda negra, sumamente largos, cosa que, aunque poco fea para la vista, es muy cómoda, con el punto muy bajo y los botones de una dimensión casi igual a la de un peso.

Lo que verdaderamente vale la pena son los caprichosos y excelentes cachemires imitación china de la fábrica de Talamon y Compañía de París que nos han enseñado los señores Cussac y Gaillard, y que se emplearán en chalecos de invierno de solapa y doble botonadura de seda.

Los últimos casimires llegados son de grandes cuadros escoceses; pero los de fondo oscuro listados y realzados son los que tienen más demanda.

Uno de los talleres más acreditados y donde se trabaja con tanta delicadeza como puntualidad, es el de los señores Cussac y Gaillard, en el cual hemos visto hermosísimos y finos géneros para toda clase de ropa, tanto de otoño como de invierno. Son recomendables además por la afabilidad con que constantemente tratan con sus parroquianos.

Don Pedro Chabrol es uno de los que mejor hacen pantalones en México, así como otras piezas de ropa, en las que se nota elegancia y suma comodidad. Los precios de la ropa de Chabrol son equitativos, y ésta es una recomendación que no debe quedarse en el tintero, tanto más, cuanto que no abundan en México leones que quieran prodigar gruesas sumas en la construcción de chalecos y casacas.

Don Pedro Laforgue, bastante conocido por la elegancia y propiedad con que viste a los militares, acaba de recibir dos excelentes cortadores (no pintados, sino en cuerpo y alma) que tienen una gracia particular para las levitas que se usan de falda regular, de cuello y solapa muy anchos.

El taller de los señores Urigüen y Ragneau es bastante conocido por la oportunidad con que recibe de su compañero de París los más selectos géneros y los más modernos figurines. En cuanto a precio, no nos atrevemos a recomendarlo; pero se dice vulgarmente que lo barato cuesta caro; y en punto a ropa, vale más pagar media docena de pesos más con tal que esté bien hecha.

Recomendamos también a nuestro compatriota don Desiderio Valdés (segunda calle de la Monterilla), uno de los artesanos más laboriosos y honrados que tiene México. Tiene particular gracia para entallar los chalecos y formar con ellos un cuerpo gallardo: su formalidad y la exactitud en ejecutar lo que se le encarga, lo hace digno de que no se consigne al olvido.

En cuanto a sombreros, pocos son (a no ser que carezcan de cabeza) los que no han tenido que ver con los señores Ancecy y Toussaint (primera sombrerería del portal de Mercaderes).

Respecto a la moda de sombreros, no se sigue en México rigurosamente la de París, pues Ancecy con una admirable fertilidad de invención cambia a cada paso la forma. Los de última moda en el día son los de ala un poco ancha y copa aclarinada, que constituye a poco más o menos un verdadero chapeau crombleu como lo usaba el portero Pipilit, de Los misterios de París.

Vida y costumbres de los salvajes

Los españoles, al entrar en plena posesión de lo que antes se llamaba Nueva España, creyeron por algún tiempo que su conquista había terminado. A medida que los nuevos exploradores de las costas del sur y norte fueron penetrando por los desiertos, y nuevos colonos estableciéndose, conocieron que sólo dominaban absolutamente una parte pequeña del país, y que les quedaba todavía mucho que luchar con las tribus que se habían retirado hacia el norte, o que originarias de las orillas del Missouri, Mississippi y Arkansas, mudaban sus aduares y se aventuraban en lejanas expediciones guerreras. Mucho tiempo los nuevos colonos de todo ese inmenso territorio que se extiende desde las costas en la desembocadura del Bravo hasta las de Californias, fueron víctimas y sufrieron los ataques de los bárbaros, sin que a pesar de la actividad que desplegaron los conquistadores en los primeros tiempos, tomasen medidas radicales para contener el mal, hasta que fue enviado don José de Gálvez como visitador de Nueva España. Gálvez visitó las Floridas y la Louisiana, y uno de los primeros se atrevió a atravesar esas vastas y desconocidas praderías. Después de haber recorrido las orillas del Mississippi y de los ríos de Tejas y Bravo, llegó a la capital del antiguo imperio de Moctezuma, con la satisfacción de haber dado cima a uno de los viajes más peligrosos y útiles que pudieran imaginarse. En efecto, Gálvez estudió las costumbres de las diferentes tribus salvajes, estableció presidios y misiones, formó reglamentos y dio a los jefes de esas nacientes colonias instrucciones sabias para mantener la paz y ejecutar la guerra. Desde entonces puede contarse una nueva era de vida para los pobladores de las fronteras, que terminó cuando después de verificada la independencia los gobiernos republicanos han fijado cuando más su vista en los intereses cercanos, sin acordarse que esos vastos terrenos, llenos de fertilidad y de hermosura, reclamaban imperiosamente su protección y su cuidado.

Desatendida la seguridad de la frontera, las numerosas tribus han repetido sus incursiones sobre las poblaciones, han acercado sus aduares, y las escenas de sangre y de horror que acontecían ahora cien años, se repiten hoy de una manera más terrible y frecuente.

Las tribus salvajes del norte estaban regularmente estacionadas en las fuentes o cabeceras de los ríos de Tejas. Son muchas y diversas, pues hablan distintos dialectos; y aunque con una semejanza por su modo de vivir, difieren en sus costumbres domésticas, en sus tradiciones, en sus creencias religiosas, y a veces hasta en la figura.

La tribu de lipanes es una de las que más dominan en esos solitarios e inmensos desiertos. Son altos, rubios y de bellísimas proporciones. Su vestido es pintoresco y elegante, pues las gamuzas son finísimas y sus cotonas o gabanes están recamados de chaquira y de cuentas. Los lipanes poseen el secreto de curtir perfectamente las pieles; conocen la agricultura y el uso de algunos instrumentos de labranza; tienen ideas aproximadas de la astronomía, son comerciantes astutos y guerreros temibles y emprendedores, y más bien hacen la paz con los blancos que con las otras tribus salvajes.

Un poco más civilizados, por decirlo así, poseen una astucia y sagacidad grandes, que unida a su valor y fuerza física los hace temibles. Las lipanas son altas, robustas y algunas tienen esa salvaje y sorprendente hermosura cuyo tipo no se puede encontrar en las ciudades. El visitador Gálvez, en sus Instrucciones encargó que por ningún título ni motivo se declare la guerra a los lipanes, sino que por el contrario se procure mantener la paz a toda costa.

Sigamos. Es un hecho a mi modo de ver bastante curioso, el de encontrar en las orillas de los grandes lagos de América, y en las riberas de las pequeñas lagunas de México, dos naciones eminentes, civilizadas y heroicas: los iroqueses y los mexicanos. Ambas sostuvieron una lucha obstinada con los primeros pobladores, y en los recuerdos y en la historia de ambas, se encuentran datos de que poseían una civilización adelantada y especial, que evidentemente reconoce un origen asiático, según las opiniones de respetables anticuarios. Entre esas dos naciones, que en mi juicio son dos eslabones de esas razas, cuya procedencia no está de ninguna manera averiguada, hay otras que estaban bastante adelantadas en la civilización y aun en la política, pues se pueden reconocer las formas republicanas, con toda la perfección que era dable.

Entre esta multitud de repúblicas y de monarquías más o menos perfectas, más o menos civilizadas, se encuentran otras naciones que a primera vista parece viven sin plan, sin organización y sin sistema alguno; y semejantes a las tribus de los árabes; pero cuando se interioriza el viajero a indagar algo sobre sus costumbres y vida, queda pasmado de ver el milagroso instinto de que están dotados para gobernarse y velar por su conservación, por el aumento de su riqueza, y por la gloria de sus armas.

Daremos una ligera idea de los comanches, nación numerosa y guerrera que se extiende desde las orillas del Bravo en el norte, hasta las cabeceras del Colorado en Californias.

Los comanches, como todas las tribus del desierto, llevan una vida errante y vagan continuamente de un punto a otro. Escogen regularmente para sus campamentos las orillas de los ríos, los bosques frondosos donde hay manantiales de agua pura, o las sierras elevadas entre cuyas grutas corren fuentes y arroyos. En el momento que alguna desgracia acontece en el campo, lo abandonan y se van a otro punto distante.

Su vida es continuamente dedicada a la guerra o a la caza; y desde niños aprenden con destreza admirable a manejar la flecha, la lanza y el rifle. Hijos del desierto, todo lo que pertenece a él, lo dominan y lo mandan en fuerza de la energía que les da su educación. Así esos caballos salvajes, libres, hermosos, que vagan en las soledades y rompen con sus robustos pechos las encinas y los robles, tiemblan asustados cuando oyen el grito del salvaje, y caen bajo su dominio. Cuando el indio está montado en uno de esos nobles animales, se establece una competencia en brío, en flexibilidad de movimientos, en desesperación, y jinete y caballo presentan un admirable conjunto de fuerza y de agilidad, que nos parece bien expresado en la lámina que se acompaña a este artículo.

Los indios hacen largas expediciones, cuya duración la cuentan por las lunas. Siempre que se determina alguna campaña o cacería, precede un consejo, en que se reúnen los ancianos o sachems, y con la mesura propia de su experiencia y de su edad, dan su opinión, determinan la clase de hostilidades que deberán ejecutarse, y el punto de reunión después de la campaña. Estos consejos se celebran en tiempo de luna nueva, en medio de los bosques espesos, al derredor de las tiendas de los jefes, formadas de pieles de cíbolos, e iluminadas por temblorosas y rojizas hogueras. Los guerreros jóvenes aplauden los discursos de los ancianos, y alzando sus armas en ademán amenazador y feroz, lanzan alaridos espantosos. Es una cosa nueva y que deja un vivo recuerdo el asistir en los eternos e interminables desiertos del nuevo mundo, a los consejos y reuniones de estos hijos del desierto, que libres y orgullosos se han conservado, sin que haya sido bastante para aniquilarlos, ni el rifle de los colonos anglosajones, ni la espada de los conquistadores españoles. La guerra es un elemento indispensable a la existencia de los salvajes, como lo son las revoluciones a la raza española; así es que la emprenden con otras tribus, o bien en los establecimientos fronterizos, donde pueden robar caballos y mujeres, objetos que completamente llenan su ambición y forman la felicidad de su vida.

Desarrollado su instinto guerrero con la vida del desierto, se fortifica y arraiga más por sus creencias religiosas. Los comanches, como los incas del Perú, adoran al sol. Es lo más hermoso, lo más magnífico que ven en la creación, y su imaginación poética les sugiere la idea de que el Grande Espíritu sale todos los días a velar, a conservar, a dar vida y alegría a las obras de su creación. Mezclada con esta idea llena de poesía y de belleza se halla otra extremadamente bárbara y feroz, que, como queda dicho, los induce a la matanza y al crimen. Creen que después de su muerte van sus almas al centro de la tierra, donde hay caudalosos y cristalinos ríos, corpulentos árboles, y cascadas y valles pintorescos. Para presentarse ante el Grande Espíritu dignos de entrar en este edén, es menester que sea con las manos tintas en sangre de los blancos, con las cabelleras y los miembros palpitantes de las víctimas que hayan inmolado. Ya se concibe su ferocidad con estas creencias religiosas.

La autoridad central de su gobierno reside en un jefe supremo, que por su valor y fortuna en las campañas, se hace digno de dominar a todos los guerreros. La autoridad parcial reside en jefes o capitanes nombrados por aclamación en juntas o consejos.

La poligamia está permitida entre los salvajes, y los grandes y distinguidos guerreros tienen un número considerable de mujeres, no ocultas y escondidas como los turcos, sino libres y viviendo muchas veces en comunidad con otros guerreros. Las mujeres son extremadamente útiles entre los salvajes, pues curten los cueros, desuellan los animales de caza, y hacen cuantas cosas son necesarias para el alimento y vestido, mientras los guerreros fumando sus pipas, permanecen acostados en la más perfecta ociosidad. Con todo, el bello sexo tiene entre los indios un valor mercantil, pues se adquieren a cambio de caballos y de mulas. Las faltas conyugales no se castigan por la primera vez; pero a la segunda el marido corta la punta de la nariz a su infiel esposa, y la despide de su lado.

Cuando se muere un indio, se le entierra con sus armas, se matan sus caballos al pie de la sepultura, y se encienden grandes hogueras al derredor de las cuales bailan llorando sus parientes. Como los israelitas, cubren sus cabezas de ceniza y rasgan sus vestiduras.

El idioma de los comanches, como toda lengua salvaje y primitiva, está lleno de figuras y de poesía. Su pronunciación es dulce y musical, y como el latín y el español, la armonía imitativa se percibe demasiado. Así, los cantos de guerra son guturales, ásperos, broncos, expresan la cólera y la venganza.

El carácter de los comanches es triste, suspicaz como la serpiente, y traidor como las panteras. Su mirada es sombría, feroz, incapaz de sos tenerse largo tiempo. Son apasionados por el tabaco, por el aguardiente y por las armas de fuego, y sólo halagándolos con esta clase de presentes puede conservarse la paz con ellos.

Estas ligeras ideas sobre los salvajes, que ahora han invadido hasta el departamento de Zacatecas, pueden ser de alguna utilidad; y dejando la poesía por la realidad, indicaremos con este motivo una idea bastante común, pero no bastante repetida. Las misiones y los presidios contuvieron en tiempo del gobierno español a los salvajes. Las misiones y los presidios surtirán hoy el mismo efecto. Las ciudades están llenas de soldados y de religiosos, ¡mientras que las fronteras están abandonadas!


Manuel Payno

Máscaras

Llegó por fin el carnaval, llegó el día de alboroto y de locura, en que las viejas se vuelven mozas, las muchachas ancianas, y los rostros de máscara se cubren, como si fuese necesario, con otra máscara. Citas, proyectos amorosos, declaraciones, pequeñas venganzas y graciosos chascos, todo tiene lugar en estos días en que la costumbre autoriza ciertas acciones y ciertas palabras, que no se dirían sin rubor si faltase la careta.

¿Pero no es, por ventura, todo el año día de máscara? ¿Qué amante habla a su querida sin careta? ¿Qué muchacha no se pone todo el año la careta para engañar a su novio? ¿Qué cortesano deja de usar en palacio la careta? ¿Cuándo les ha faltado careta a los jesuitas, a los mayordomos de monjas, a los hermanos de la Santa Escuela, a los cocheros de Nuestro Amo, a los que salen en las procesiones con su escapulario y su estandarte?

Cuando veas venir, lector querido, un hombre de semblante humilde, de ojos bajos y de voz suave y meliflua que te habla de los deberes del matrimonio, de la educación de los hijos, del cumplimiento de los deberes sociales, si eres casado, si tienes hijas bonitas desconfía de él y di: ¡Cáspita!, este hombre tiene careta.

Cuando se te acerque un político y te hable de libertad, de amor a la patria, de sacrificios nobles y desinteresados, no te mezcles en sus proyectos, porque no te hará más que instrumento de algunas miras que oculta debajo de estas palabras que inspiran honradez, y di: ¡Cáspita!, este hombre tiene careta.

Cuando un vista, un administrador de aduana marítima, un guarda, un colector de diezmos, digan que han aumentado las rentas, que han sido destituidos por honradez, y que están pereciendo de hambre porque en esta nación no se recompensa el mérito, no te creas de sus primeras palabras, y di para tus adentros: ¡Este hombre puede tener careta!

Si al hablar con un personaje supieres que es escribano, albacea o curador de menores, ten por cierto que tendrá careta.

Pero sobre todo, si fueres cabeza de una familia, y ciertos personajes quisieren dirigir la conducta de tu mujer, aconsejar a tus hijos, contentar a tus acreedores, interesarse en tu conducta como funcionario público, o hacer, en fin, esos actos sublimes que sólo hacen los padres por los hijos, o las esposas por sus amantes, vive seguro que todos tendrán careta, y que día por día zumbarán en tus oídos las burlas del carnaval.

Cuando vieres que tu querida sonríe, que te halaga, que te cuenta que se fue a la iglesia, y que abre con su amor una vida de ilusiones, no las tengas todas contigo, porque la muchacha puede tener careta.

Y vosotras, amabilísimas lectoras, las de los ojos negros, las del cabello rubio, las de blanca tez, las de graciosa boca, las de pulido pie, las de talle airoso de palma, las de cintura de abeja, las de labios de coral, las de frente de alabastro, las de rostro de ángel, ¿qué pensáis del carnaval? ¿Creéis que los hermosos paladines salidos de las sastrerías de Urigüen y de Cussac no tienen careta? ¿Creéis cuando con voz de tiple os están diciendo, yo te adoro bien mío


Tú eres la luz de mis ojos
tú eres imán de la vida
tú eres la niña querida
de mi tierno corazón?
 

Estos melifluos solterones tienen careta, y careta doble a veces, pues enamoran al marido y a la mujer al mismo tiempo, y al amigo y a la querida. ¿Y quién cura a vuestro corazón, inocentes palomas, de los estragos que padece en este carnaval perpetuo?

Triste, muy triste es pensar que así es la vida, que la verdad existe en el fondo del corazón, pero que raras veces sale a la boca de los hombres. Así la sociedad moderna, progresando en civilización, progresa también en la incredulidad y desconfianza. El presidente desconfía de su ministro, el ministro de su secretario, el secretario del portero, el portero de los ordenanzas… El que estrecha contra su corazón a una mujer, ¿puede decir que es suya? La mujer que tiende al hombre una mano tranca, ¿puede contar con que no lo engañará? El hombre que manda, el revolucionario que conspira, el marido que ama, el padre que vigila, el amante que protesta, todos desconfían, todos temen a la careta. Fatal cadena que comienza en el que está colocado a la cabeza de la sociedad y ata y envuelve con sus eslabones a todas las clases, hasta el pordiosero infeliz. ¡Maldito carnaval! ¡Detestable farsa!

Dadme a mí esos tipos hermosos que busco ansioso diariamente, y veréis cómo mi pluma deja su hiel, cómo creo yo mismo en otra existencia, cómo me regocijo con la sociedad que me rodea.

Me gusta el hombre en política, que en medio de los escollos y peligros sigue un camino recto, uniforme, seguro. Si se le brinda oro, lo desprecia; y si honores, los desdeña.

Me gusta aquel amante franco que tiende la mano a su querida y le dice te amo y jamás falta a su palabra.

Me gusta la mujer que no conoce la ficción ni las mil arterías que el sexo pone en planta para engañar, y se entrega confiada y sincera a los brazos de su esposo o de su amante.

Me gusta aquel religioso que toma el Evangelio en la mano, que no se mete en política, que tiene en su alma un tesoro de claridad, no sólo para los pobres, sino también para los pecadores.

Me gustan en fin las pocas gentes que no se visten de máscara; que no necesitan de la careta para hablar y para obrar, que no hacen de las cosas más santas y más sagradas de la vida un perpetuo carnaval.

Ahora, si queréis ver representado en una sola noche lo que ha pasado y pasa en el mundo, dirigíos al Teatro Nacional, y encontraréis moros que beben vino; aldeanas que se alimentan con sardinas; monjas que bailan la polka; rancheros que saben hablar francés, y escoceses que hablan otomite. ¡Qué gracioso es el carnaval, qué agradable el mundo, que llena de ilusiones la existencia! Y todo… ¡para convertirse en polvo!… El miércoles de Ceniza nos lo recuerda.


Yo

La enfermedad. El entierro. El pésame

I

Hace tiempo, queridísimo lector mío, que Yo, hombre como todos, de carne y hueso, lleno, por supuesto, de pasiones y de flaquezas humanas, aunque no ministeriales, porque hasta ahora no he sido bastante malo ni bastante viejo para ser ministro en esta bien sistemada república monárquica, me quité mi seudónimo por cierta maldita equivocación de un impresor que copió un artículo de un Yo de España; y Yo de México, inocente de todo punto, reporté las consecuencias. Disgustado del maldecido Yo de España, me metí a viajero, y vi, lo que todos ellos, luengas y remotas tierras, beodos y groseros por millones, y otras cosillas más; pero al fin regresé a mi país como un baúl vacío, es decir, sin ningún conocimiento ni gracia más. Después de mis viajes me metí a político y, ¡oh lector querido!, esto fue un poquito peor; los monarquistas me llamaron ruin; los aristócratas y firmones del Tiempo, que corre desde su alta y sublime altura, me arrojaron una que otra vez una mirada de compasión, y descendieron hasta hacerme el honor de tenderme su real mano, con la arrogancia con que un magnate de lando tira una moneda al baldano pordiosero; los ministros me llamaron vil, y los periodistas de paga sacaron a luz algunos importantes rasgos de mi fecunda e interesante vida pública y privada. Desengañado, querido lector, acaso mucho más de lo que tú estarás al leer mis mamarrachos, he abandonado el puesto que la patria me había indicado, y me reduzco ahora, en unión de mi bueno y festivo amigo Fidel, a comerme el pan que ha producido algunos granos de trigo, que dizque nos arrojaron de limosna in illo tempore; y persuadido de que todo en el mundo es mentira, falacia, engaño, traición, maldad e ingratitud, vuelvo de nuevo a ser lo que se llama un filósofo, por el estilo de Platón o de Sócrates, que es a la única medianía a que he aspirado en mi vida.

Perdóname, lector mío; pero desprendido de toda afición mundana, vuelvo a ocuparme imparcialmente, y con la calma de un hombre de juicio y de estudio, de contarte cuatro sandeces, que me atrevo a bautizar con el nombre de cuadros de costumbres.

Mas dejando a un lado la broma, diré con toda seriedad dos palabras. Este género de escritos, me recuerda el principio de mis ensayos, el fruto de mis vigilias, y a pesar del mucho tiempo que ha pasado, desde que por primera vez comencé a escribir para el público, hoy que me vuelvo a ocupar de nuevo en esto, mi corazón late un poco más veloz, y mi alma rebosa de gratitud con el dulce recuerdo del aprecio con que muchos de mis compatriotas han visto los esfuerzos aislados, del que habiendo nacido y educádose en la pobreza, ha ofrecido a su país las mustias y marchitas flores de su inteligencia, empobrecida y resfriada algunas veces con la desgracia y los sufrimientos. Bastó ya de exordio, y vamos a nuestro asunto, que es pintarte la enfermedad, la muerte, y el duelo de mi amigo don Abundio Calabaza.

Era este buen señor un hombre de vientre abultado y redondo como una cúpula de iglesia, y piernas tan delgadas, que parecía imposible que sostuviera tan complicada arquitectura. Su cabeza era completamente calva, su nariz a la borbón; tenía su dentadura completa, excepto las muelas, los colmillos y seis dientes que faltaban, y ésos podrían llamarse blancos, a no ser porque estaban sombreados de mil colores, como si fueran hechos del mármol negruzco de las canteras de Sicilia. En su juventud tendría tersos y hermosos carrillos, pero en la edad en que se hallaba, que serían los sesenta, caían sobre su garganta a la manera de dos viejos cortinajes. Jamás el señor Calabaza conoció las obras maravillosas de Van Gogh y de Cussac; jamás los gorjeos de la Chesari, o los bufidos de Sisa llegaron a sus oídos; jamás supo lo que era indigestarse con las comidas de Laurent, o con las pastas de Emilio; jamás experimentó el muelle movimiento de un lando, sino sólo el horrible terremoto de un coche simón en las ocasiones solemnes, en que acompañado de su mujer, hijas y criados, echaba sus largos paseos a la Villa de Guadalupe, a Tacubaya, o a la Viga.

Las costumbres, hábitos y ocupaciones de don Abundio, eran análogas a su físico. Levantábase a las nueve de la mañana, después de tomar en la cama su chocolate con sus huesitos. No se lavaba la cara por no constiparse; se enjugaba las manos con agua tibia, y se marchaba a su oficina, donde por supuesto no hacía nada. A las dos de la tarde, el latido del estómago lo hacía abandonar su honroso puesto, y doblando como un librito de misa su colorado paliacate, sacudiendo el polvo de sus agudas botas, y limpiando su aguzado sombrero, se dirigía a su casa. Allí lo aguardaban esos banquetes homéricos que habían contribuido tanto a engordar su vientre. El caldo con su chilito verde y sus gotas de limón, sus calientes tortillas, el puchero sólo adornado con algunos solitarios garbanzos, las albóndigas o estofado, y la miel con cáscaras de naranja, componían el servicio de la mesa de nuestro amigo Calabaza. En lugar de desert, mascaba unas cascarillas secas de naranja, y el café lo sustituía con un trozo de pan con sal. Acostábase en seguida a dormir una larga siesta, y cuando se levantaba, solía tomar una taza de agua de yerbabuena para quitarse el amargo de la boca. Rezaba en seguida su rosario, y para concluir con las graves fatigas y cuidados del día, se reunía con dos o tres amigos del mismo temple, a jugar malilla o porrazo de a ocho tantos por medio, o bien, pasaba una parte de la noche platicando en una botica.

En cuanto a su familia, constaba de una venerable señora y de dos niñas como un botón de rosa, alegrillas, pizpiretas, y que de vez en cuando, y como si fueran comandantes generales de departamento, se pronunciaban, pidiendo teatro, y paseo, y trajes, y tertulias; pero el buen don Abundio y su honrada mitad, doña Nicanora, las tranquilizaban con algunos regalitos y lisonjeras promesas, y volvía a reinar la monotonía monárquica en la casa de nuestro amigo.

Formaba un contraste de estas pacíficas costumbres coloniales, conservadas en toda su pureza por el padre y la madre, en medio del romántico y regenerador siglo XIX, las visitas que se habían procurado las muchachas y las tendencias que manifestaban al tono. Componíase todas las noches la tertulia de un almibarado comandante de escuadrón, ayudante siempre de algún general en servicio de guarnición, que se llamaba don Anacleto; de un curioso y bien adornado dependiente de un cajón de ropa; de un empleado aristócrata y presumido, y de dos o tres mozalbetes, de estos que visten bien pero que nunca pagan al sastre, y cuya existencia es un enigma indescifrable para la sociedad.

El comandante don Anacleto, cuando estaba de servicio, nunca dejaba de ir ataviado con toda la pompa militar, y sudoroso, arrastrando la inocente y brillante espada, trozando y descomponiendo con los acicates las madejas de seda que las niñas dejaban por acaso en el suelo. Se sentaba con desenfado en una silla, se quitaba el pesado casco, componía su luenga cabellera, relumbrante con el macasar, y se ponía a hablar de las penalidades y fatigas del servicio de la capital, con tanta melancolía y entusiasmo, como lo harían los soldados que regresaban de la campaña de Egipto. Era algunas veces tan patético, que a las muchachas se les llenaban los ojos de agua.

Don Floro, el comerciante, conocía un poco más el corazón de las mujeres, y cuando pensaba que estaban bastante enternecidas, variaba la conversación, y con un tacto exquisito hablaba de balsorinas, de marabús, de chales, de burnuz, de encajes para las enaguas blancas, sin omitir las frases de tono que todos los cajerillos usan, «hemos recibido de París», «tenemos los tercios en la aduana», «nos han llegado en el paquete americano», «vendemos con mucha comodidad», «nuestro surtido es de lo más elegante». Con estas frases solemnes, las muchachas olvidaban las penas del comandante, y se decían en voz baja: «Qué amabilidad, qué talento de don Floro: vaya, es un hombre muy fino… mañana vamos al comercio…» En esto entraba don Mateo el empleado, con el guante blanco apretado, el pantalón de Cussac, perfectamente hecho, y el elegante saco, desabrochado, para lucir el sobresaliente y bien formado pecho. Saludaba con cierto tonillo al comandante, y se dignaba hacer algún más agasajo al cajero, porque éste solía fiarle, ya una corbata, ya un corte de chaleco, ya un moderno drill. Sentábase donde le diera la luz de lleno, para que las muchachas admiraran su interesante fisonomía. Hablaba en tono sentencioso, citando siempre a la condesa fulana, al embajador inglés, al ministro del Interior, al comerciante rico. A todos estos personajes los trataba, según decía, con una confianza de hermano. Los días de la semana eran cortos para destinarlos a tanta visita, y en las noches se veía forzado a concurrir a cinco o seis palcos, so pena de caer en la nota de descortés. Las muchachas olvidaban por un momento las balsorinas y gasas de don Floro, y extasiadas, recogían las máximas y sentenciosos discursos del gran don Mateo, ídolo de toda la nobleza mexicana. En cuanto a la señora, entresueños oía toda esta algarabía, que trastornaba la cabeza a las niñas, y de vez en cuando preguntaba al militar, si el día de San Francisco caía en martes o en domingo; a don Floro, si le habían llegado medias de algodón, y a don Mateo, si la condesa, su amiga, sabía comer tortillas o almorzaba con bizcochos de la calle de Tacuba, en vez de pan.

Ya que el lector tiene una rápida idea de la familia de don Abundio, a la cual sólo hemos tocado por incidente, pasemos con nuestro héroe.

Llegó un término fatal para el buen hombre. Éste fue la festividad de Corpus, día del santo del jefe de su oficina, el cual, queriendo popularizarse con algunos de sus camaradas, los convidó a comer. Don Abundio limpió con chinguirito sus pantalones y su frac, se puso la camisa más almidonada y menos vieja, y dio bola a sus botas. El jefe echó, como suele decirse, la casa por la ventana, y los estofados, los fiambres, los pasteles, los pavos rellenos, las jaletinas, los postres y los helados cubrieron varias veces la regia mesa del famoso covachuelista.

Don Abundio miró asombrado tanta pompa, y después de haber mirado, procedió a los hechos, haciéndose blandito a las instancias del héroe de la fiesta, y comió mucho de todo, y por su orden, no dejando de echar sus sendos tragos de vino y de cerveza. Cuando se retiró a su casa, las calles se le andaban, le parecía que las gentes caminaban en sentido inverso, y que todo el mundo se volvía de arriba abajo. Tuvo apenas tiempo para llegar a su casa, para decir a su mujer y a sus hijas que se moría, y para tenderse de largo en la cama y pedir con voz sofocada un médico y un confesor.

La señora despertó de su sueño, las niñas se alarmaron, los concurrentes fingieron un sentimiento profundo, y todos arrancados de su cómodo bienestar y de su sabrosa conversación, se pusieron en movimiento. El comandante corrió a traer a su amigo el doctor don Adolfo; don Floro tomó su sombrero y se ofreció a dejar recado en dos o tres diferentes casas de doctores; y don Mateo, sin perder su gravedad aristocrática, aseguró a las niñas que iría en casa de las condesas de H. o de la marquesa de N., y de allí sacaría precisamente a uno de los mejores doctores (si los hay) en medicina.

Entretanto, la indigestión de don Abundio crecía, y los momentos se estrechaban, así que la madre, aunque no de acuerdo con las hijas, envió con la criada a llamar al viejo y rancio médico que vivía en la vecindad, y se llamaba don Amado Buenapasta. La flaca yegua en que montaba, el burdo albardón amarillo, los anteojos montados en la punta de la nariz, y el aire de antigüedad que tenía el tal doctor, disgustaban sobre manera a las muchachas, afectas, como hemos dicho, al progreso y a la civilización. Mas como el caso urgía, y el vientre de don Abundio era una mongolfiera, hubieron de recibir al doctor Buenapasta con una amable sonrisa.

—Amigo mío, me muero —dijo don Abundio, luego que vio entrar al doctor—; salve usted de la ruina a una honrada esposa y a dos inocentes niñas.

El doctor caló sus gafas, y con tono solemne, dijo:

—A ver, el pulso.

—Don Abundio le abandonó su mano.

—Papel y tintero —dijo Buenapasta con voz grave.

Una de las muchachas acercó un tinterito de cuerno y un sobrescrito de una carta.

—¿Qué comió el paciente? —preguntó el doctor al tiempo de mojar la pluma.

—De todo —respondió don Abundio con voz quejosa.

—¿De todo? —interrumpió el doctor.

—De todo —dijeron en coro las hijas y la madre.

—Entonces el caso es un poco grave —dijo con mucha seriedad el doctor, comenzando a recetar.

—Salchichones, helados, tortas guisadas con mantequilla, ¡oh!, muchas cosas buenas, ¡ay, ay! —exclamaba el enfermo.

—Se puede salvar todavía —dijo el doctor—, antes de que la inflamación interese los intestinos. Que le den la bebida que va recetada, después una friega, y después… que me avisen si hay novedad.

La criada corrió a la botica, y a poco volvió ya con las medicinas que se ministraron inmediatamente a don Abundio. El efecto fue espantoso, el pobre hombre parecía que estaba a bordo, según las horribles náuseas que lo atacaban: el estómago y la cabeza le dolían horriblemente: un sudor frío goteaba por su frente, y en los intervalos de descanso, volvía los ojos a su mujer e hijas, y con voz entrecortada y doliente, les decía:

—Me muero, me muero; un confesor.

El estruendo de dos carruajes que pararon en la puerta desconcertó por un momento el cuadro lastimoso que presentaba el pobre don Abundio, rodeado de su familia.

—Ya están aquí —exclamaron las niñas, y dejando la vela y los trastes que tenían en la mano en poder de la madre, corrieron a la puerta, donde se encontraron con don Floro y don Mateo, acompañados de unos doctores, por supuesto, procedentes de allende de los mares.

—Pasen ustedes, y verán cómo ha matado a mi papá ese viejo tonto de Buenapasta.

—¿Buenapasta ha visto ya a su papá de usted, Julita?

—Sí, por nuestra desgracia —contestó la muchacha, exprimiendo los ojos.

—¡Qué barbaridad! ¡Un médico retrógrado, de albardón y caballo flaco, curar a un hombre tan respetable como su papá de usted!

—Qué quiere usted, Florito —continuó la joven con tono quejumbroso—, nosotras nos oponíamos… pero…

—No hay pero que valga, Buenapasta ha matado a su papá de usted… Doctores, adentro, adentro, acudid pronto —clamó don Floro, como asaltado por una idea feliz, como las que Napoleón tenía en medio de sus batallas.

Los doctores penetraron, y don Mateo aprovechó la ocasión para decir a Isidra, que así se llamaba la otra muchacha:

—Isidritita de mi alma, si queda usted huérfana, aquí me tiene a mí. Soy su amigo… sin interés ninguno… Isidritita. ¿Lo oye usted? Yo tengo grandes relaciones en casas muy grandes, y la condesa de B. y el conde…

Isidra, al entrar en grupo con los galanes y doctores, pagó la atención de don Mateo con una mirada expresiva. Una vez que hubieron entrado los doctores, la algarabía fue infernal.

—Aquí está el doctor Calabavoisht —le decía don Floro a don Abundio.

—Y también está aquí el doctor Petritroff —decía don Mateo—. La baronesa D. se moría de una enfermedad como la de usted, señor don Abundio, y mi doctor la sanó… ¡Este doctor…!

—Me muero, señores —decía don Abundio.

—¿Qué doler usted? —preguntaba un doctor.

—Todo —gritaba el enfermo.

—¿No sangrar usted? —preguntaba otro doctor.

—Volver mucho —decía la esposa.

—¿Qué tiene, por fin, señores? —exclamaba Julia.

—Mi papá se muere —gritaba llorando Isidra.

—El amo está como difunto —interrumpía la criada.

—¿Escapará de ésta, señor doctor? —decía Julia.

—¿Poder hacer mucho esfuerzo para desocupar la barriga? —respondía el doctor.

—Es menester ver la receta del borico compañero —interrumpía el otro médico.

—La receta; ¿dónde está la receta? —clamaron varias voces de tiple a un tiempo—; que busquen la receta; Martina, la receta; don Floro, busque la receta; don Mateo, no parece la receta.

Y todos los que clamaban se esparcieron por el cuarto, registrando papeles, y costuras, y cuanto encontraban.

Martina sacó del seno la receta, doblada minuciosamente, y decía:

—Niñas, aquí está la receta.

Pero qué… si era una torre de Babel; todos buscaban la receta con una tenacidad increíble, hasta que la criada la puso en manos de uno de los doctores, que asombrados veían toda esta barahúnda, y se habían acercado al enfermo para pulsarlo y preguntarle las causas de su mal.

—Acercar la vela, mochacha —dijeron los médicos a Martina.

Martina acercó la vela, y habiendo los doctores leído, dijeron riendo:

—El enfermo estar del demonio, por haber dado el borico del paisano a él mucha hipecacuana.

—¡Qué dicen! —exclamaron las muchachas volviendo de buscar la receta.

—Que se muere, niñas —les dijo la criada.

—¡Ay!, ¡ay!, señor doctor, salve usted a nuestro padre —exclamaron las dos jóvenes dando de gritos.

—Ya está, Julita —dijo don Floro.

—No se aflija usted, Isidritita.

—¡Ay!, ¡ay!, mi papá se muere y yo también: ¡Jesús! ¡Jesús!

Isidritita se puso pálida; las manos le comenzaron a temblar, y cayó en los brazos de don Mateo.

—¡Ay!, ¡ah, Dios mío!, ¿por qué nos castigas así? —dijo Julia sollozando—, mi pobre hermana se muere.

—Vamos, calma, calma —contestó don Floro—, todo se compondrá; venga usted, y dejemos a los doctores que obren.

Mientras todo esto pasaba, el pobre don Abundio, con los ojos cerrados, apenas exhalaba un quejido ronco, como el de un caballo que cae fatigado de una larga carrera.

Los doctores, por fin, recetaron, y con una actividad sin ejemplo aplicaron a don Abundio sinapismos, emplastos, friegas, etcétera, e hicieron respirar a las muchachas algunas sales, con lo cual se calmó su agitación nerviosa. En cuanto a la pobre madre, como si un fuerte golpe en la cabeza le hubiese privado del uso de sus facultades, permanecía como insensible dando vueltas aquí y acullá, sin objeto, y limpiándose las lágrimas que de vez en cuando caían de sus mejillas.

Don Floro y don Mateo estuvieron de lo más oficiosos y cumplidos, y se retiraron en unión de los doctores a las dos de la mañana, que ya don Abundio estaba más tranquilo. Las muchachas tuvieron que apelar a sus ahorros, y registrar sus bolsitas de chaquira para pagar a los doctores.

El comandante de escuadrón no volvió.

II

Hemos dejado a nuestro don Abundio en las orillas del sepulcro y entregado en manos de tres sabios médicos, procedentes del otro lado del charco.

Las niñas, solícitas y cuidadosas, se daban sus escapaditas del lado de sus amables visitadores para atender al buen viejo, que había caído en el lecho con el aplomo de una torre cuando la derriba un temporal.

El almibarado cajerillo, el furibundo hijo de Marte, y el consumado diplomático, continuaron visitando con frecuencia; y como todos la picaban de nobles y de caballerosos, tuvieron por conveniente no abandonar a la familia en el conflicto; y llegó su atención hasta el grado de que, despojándose de todas sus pompas y vanidades, acudían a la cocina en compañía de las niñas, y con un afán digno de tan buena causa, soplaban la lumbre con el aventador, extendían en los lienzos la cataplasma destinada para la barriga de don Abundio, y entraban y salían apresurados con un repuesto de botellas y de pomitos en la mano.

¡Qué buenos señores! ¡Cuánta caridad los animaba! ¡Ellos, tan decentes, tan apreciados de las condesas y marquesas, soplan la lumbre con un tosco aventador de palma, y componen con sus propias manos la cataplasma destinada para el pobre empleado enfermo! La señora estaba loca de gusto con estas finezas, y como suele decirse, se bebía en un jarrito de agua a los elegantes caballeros; pero otras lenguas maldicientes decían en voz baja: «¡Lo que es tener hijas bonitas!»

En cuanto a las muchachas, eran días de frasca. No comprendían lo que es la orfandad, y por el presente gozaban las delicias que proporciona un trabajo continuado en compañía de los amables jóvenes que padecían hermosísimas equivocaciones. A don Floro le parecían cazuelitas las manos de la niña; así es que cada momento, en vez de tomar una cazuelita, tomaba una manecita suave: el capitán era todavía más torpe, pues los brazos de la otra chica le parecían absolutamente aventadores, y cometía los mismos desaciertos que el cajero. Todas estas escenas producían risas, miradas maliciosas, alusiones agudas; en fin, un entretenimiento demasiado agradable.

Mas volvamos al enfermo. Los sabios doctores declararon que la indigestión y el emético, es decir, la enfermedad y la medicina juntas habían producido una irritación formidable en los intestinos, y otra porción de accidentes fatales, acabados, por supuesto, en itis. En consecuencia, tuvieron una junta, dos juntas, tres juntas; en fin, cuatro juntas, que les fueron pagadas a cuatro pesos cada una, a cada uno de los sabios discípulos de Hipócrates.

En la cuarta junta se resolvió, primero, que don Abundio estaba enfermo; segundo, que debía curarse; tercero, que las medicinas que hasta ese tiempo se le habían aplicado, de nada le habían servido; cuarto, que debían aplicársele otras; quinto, que si las nuevas medicinas no le surtían efecto, no habría más arbitrio sino dejarlo morir con descanso.

Los doctores, habiendo previamente tendido la mano, recibido en ella los últimos cuatro pesos, y colocádolos con gran disimulo y curiosidad en la bolsa derecha del chaleco, bajaron la escalera y montaron en sus carretelas, orgullosos de haber dado tan sabias resoluciones.

Uno de los médicos, que vulgarmente se llama de cabecera, y que es, por lo regular, el que despacha al camposanto al paciente, se encargó de matar al infeliz don Abundio; y siguiendo la opinión de la junta apeló a las sangrías y purgas; y no surtiendo tampoco ningún efecto, se decidió a adoptar medidas extraordinarias, y de luego a luego recetó un par de cáusticos.

La calentura creció en don Abundio, y una fiebre violenta se declaró: pero como los médicos habían dicho que eso era poca cosa, y que la violenta gastroenteritis les daba cuidado: las cosas pasaron así algunos días.

La señora, siguiendo el uso antiguo, trataba de curar a su caro esposo con chiquiadores, con cebo y azufre, con friegas de aceite de almendras y vino blanco; con ladrillos calientes en las plantas de los pies, y con su atolito y su naranjete; pero todos los que la veían, se echaban a reír y le decían:

—¡Oh!, no piense usted ya en eso tan antiguo, hoy se sanan las fiebres de otro modo.

—Pero, señores, ¿acaso las fiebres han variado?

—¡Oh!, y mucho, señora —respondía don Floro con gravedad—; todo está hoy más civilizado, más en progreso, hasta las enfermedades: y por otra parte, los médicos saben lo que se hace.

La santa matrona meneaba la cabeza y no daba muestras de convencerse con estas razones, pero tenía que condescender con el torrente de la civilización que había invadido su casa.

La fiebre de don Abundio se aumentó prodigiosamente, y las cosas se pusieron más serias. La junta se volvió a reunir, y declaró que don Abundio estaba fuera de todo riesgo de vivir.

Apenas se difundió tan fatal noticia por la casa, cuando las niñas prorrumpieron en amargos lloros, y los desmayos y las convulsiones volvieron a comenzar, sin que por supuesto faltaran los acomedidos galanes para arrimar a las narices de las niñas los pomitos de olor, recibirlas en sus brazos, y cuidarlas con un esmero fraternal. Todo esto, proclamaban a voz en cuello, lo hacían sin interés ninguno, y sólo por aprecio sincero a la familia: a las niñas las querían sólo como hermanas, y a la madre la veneraban por sus virtudes. ¡Qué buenos señores! ¡Cuántos de esta clase hay que quieren reformar la educación de los hermanitos y tomar parte en la suerte y asuntos de las mamás, sin interés ninguno! Algunas malas lenguas del barrio y de la vecindad repetían sin cesar: «¡Lo que es tener hijas bonitas!» Si don Abundio no hubiese tenido estas muchachas, habría muerto como un perro.

Hemos pasado en silencio circunstancias muy importantes, y que sin embargo son frecuentes entre las familias de condición igual a la de don Abundio.

Las primeras visitas del médico se pagaron con los ahorros que las muchachas tenían en sus bolsitas de seda: para las juntas fue necesario que se despojaran de sus anillos y de sus pequeñas sogas de perlas, que fueron a paso redoblado al montepío. Agotado este recurso comenzaron las esquelitas escritas por las muchachas.


Señor de mi estimación:

Mi papá se está muriendo en cama y mi mamá dice que si le hace usted favor de prestarle 20 pesos que se los pagará a usted luego que se alivie, su servidora.
 

Por este tenor dirigieron a varias personas de estimación cartitas, asaz mal escritas; y como en tales casos sucede, todos se excusaron diciendo que las circunstancias actuales eran muy críticas, que los tiempos estaban azarosos, y que la revolución tenía todo paralizado. Una que otra persona hubo que en vez de 20 pesos mandó 20 reales, con los cuales la familia de don Abundio salía de los ahogos del día.

Luego que el anciano se agravó, hubo materialmente en la casa una invasión de viejas y de comadres: doña Sinforosa, doña Rita, doña Floripundia, doña Macaría, doña Ricarda, en fin, un ejército: todas disputadoras, parlanchinas y tragonas. Entraban y salían, daban su opinión en todo, abrían y cerraban roperos, destrozaban camisas para hacer vendas; regañaban a la cocinera y recamarera; pedían, una pulque, otra un traguito de anisete, otra arroz de mitra: otra, como estaba de dieta y no comía chile, ordenaba que le hicieran arroz: todas a una voz se quejaban de latido y de histérico, y todas hablaban y daban sus disposiciones.

Las niñas, entre tanto, lloraban y eran consoladas, como hemos dicho, por los novios; y la madre, verdaderamente buena y acongojada, se apretaba las manos, y mandaba a empeñar a la tienda los túnicos, los pañuelones, y hasta la ropa blanca de las niñas. Debe suponerse que lo primero de que se echó mano fue del uniforme, del espadín y del sombrero montado del infeliz empleado.

Una vez que se reconoció que la habilidad de los médicos poco o nada valía, se apeló a los santos, y al efecto, cada vieja intrusa, de las que hemos hablado, comenzó a poner en planta sus resortes con monjas religiosas; y los santos, las velas benditas y las reliquias comenzaron a entrar y a ocupar las paredes y las mesas de la recámara del paciente, donde, como debe suponerse, había multitud de botellitas, botes y vasijas de todas clases, tamaños y calidades, llenas de aceites, de ungüentos y de cataplasmas.

El doctor, mirando la gravedad de don Abundio, mandó preparar un baño de agua caliente y una gran cantidad de nieve, y ordenó que mientras el enfermo tuviese el cuerpo en el agua caliente, se le aplicase una montera de nieve en la cabeza. Éste es el método moderno, y que causó un terrible pronunciamiento entre las viejas, que a una voz gritaban: lo van a matar, lo van a matar; pero la pane pensadora y civilizada de la casa triunfó; es decir, los galanes, los médicos extranjeros y las niñas, y don Abundio fue con mil trabajos y penas, supuesta su gordura, condenado a entrar en un baño de agua caliente, y a tener una montera de nieve en la cabeza. Esta medicina acabó de poner de remate al enfermo; pero los médicos afirmaban que estaba de alivio, y no había que replicar a esto. Las ancianas rezaban coronas, rosarios, magníficas y letanías; y los almibarados galanes, con muestras de ferviente devoción, se arrodillaban y elevaban sus plegarias a Dios, rogando por la salud del padre de tan bellas muchachas. ¡Qué buenos señores!

En la noche multitud de gentes se ofrecían a velar, y hubo gran cena; y podría decirse que fue una especie de festividad.

Los baños, los cáusticos, las sangrías, las cenas, los rosarios, las lágrimas y los desmayos se repetían por espacio de tres días, a cabo de los cuales don Abundio murió, y a fe que ya era tiempo, pues la familia no tenía ni qué vender ni qué empeñar.


Yo

La hilandera

En México, donde la historia no ha hecho adelantos sino de muy poco tiempo a esta parte, las mujeres han sido admirables por su talento para las obras de manos. Hace veinte años no podía concebirse que la manta, por ejemplo, se fabricase sin el auxilio de las manos y de los pies de una persona. Por supuesto los carretes de hilo y la hilaza eran un objeto de admiración y de curiosidad para el vulgo, cuando en sus ratos de conversación solían preguntarse cómo harían el hilo los extranjeros. Las primeras máquinas de hilados y tejidos en la república causaron una grande sorpresa, y al ver ese movimiento regular, uniforme y metódico de los telares, al contemplar que lo que antes se hacía con las manos era perfectamente suplido por las piezas de hierro, se creía que era obra de magia y que sólo el diablo podía inventar cosas de esta naturaleza.

Antes de que la industria hiciese estos progresos, se tejían finísimos rebozos de seda y de hilo de bolita, y es bastante sabida la fama de los ataderos, ceñidores, frazadas, jorongos y otros efectos de algodón y de lana. Para preparar las primeras materias, es decir, para reducir a hilo el algodón o lana, se servían de unos tornos, que consistían en un banco, montada en una extremidad una rueda y en la otra unas carretillas, por cuyo centro pasaba un malacate. Una cuerda servía de medio de movimiento. Resultaba un trabajo sumamente pesado y una obra muy imperfecta. Las mujeres se dedicaban de preferencia a esta ocupación, y ganaban con esto una honrada subsistencia.

La lámina que se acompaña a este artículo da una idea cabal de una hilandera. Aseadas, con su curioso traje nacional, han formado hasta cierto punto una clase privilegiada, por sus costumbres morigeradas y su constante laboriosidad, y su rarísima habilidad en las manufacturas.

M. P.

Semana Santa

¡Eh, señores, acabó el tiempo de la diversión y la holganza! Los teatros están cerrados, los toros cesan de ser martirizados en la famosa cuanto viejísima plaza del renombrado don Manuel Barrera, y ahora sigue el tiempo de la penitencia y de los refrescos. Las amables vendedoras de chía y orchata del portal de las Flores vuelven a instalarse en él, y se aproxima ya el tiempo santo en que se recuerdan los sublimes misterios de nuestra religión. Las iglesias se llenan de piadosas ancianas a escuchar cada viernes los sermones, y los venerables hermanos de las cofradías, con sus capas con vueltas y cuello de terciopelo encarnado acuden a los ejercicios nocturnos a darse suaves azoteras sin dejar de guardar las pesetas, como Dios manda.

¿Pero cree el piadoso lector que todo es piedad y devoción en esta gran ciudad de los Moctezumas, en tales días?… Al contrario, es una diversión anual religiosa, para la cual se hacen siempre en lo interior de las familias grandes preparativos… Las gentes que todo el año han acostumbrado su caldo con limón a medio día, y su molito de pecho para la cena, encuentran un positivo placer en sustituir a estos días los manjares acostumbrados con la capirotada y la sopa de frijoles, el revoltijo de romeritos, la torta de camarones, y en algunas partes el lujo llega hasta poner lonjas envueltas en huevo de saladísimo pescado róbalo y ensalada de lechuga o coliflor. Sólo los ricos suelen indigestarse con la comida de vigilia; y por sí y ante sí, y protestando que reconocen al papa, se dispensan de la vigilia.

Después de los placeres que resultan de este cambio de manjares, hay otro todavía de un incentivo poderoso, y es el de estrenar el jueves, y vestirse de luto riguroso el viernes santo. Los empleados de a 500 pesos siempre celebran desventajosos contratos con los sastres, con tal de que les acaben el vestido, pues muchos hay que estrenan desde botas hasta sombrero y se retiran a su casa después de visitar las iglesias, con un horrible dolor de pies. Las apuraciones de los maridos que tienen que comprar saya y mantilla para la costilla, y zapatitos, cachuchas, levitas y pantalones para los pimpollos, son extremadas; si son empleados o militares, compran un par de botas para buscar al habilitado, y se calcula que el ministro de Hacienda, que para ese día no decreta un prorrateo, es el animal más feroz y dañino de la especie humana.

Para los enamorados son también estos días demasiado críticos. Primero tienen que presentarse ante la novia con todo el lujo posible, sin que les sea dable ni ahorrar los doce reales de los guantes blancos. Después tienen que comprar la matraquita para presentarla con una graciosa sonrisa a la Dulcinea, y que dar también matraca a los criados, a los niños y aun a las señoras grandes. En estos preparativos, a los que sastres, sombrereros, costureras, modistas y cajoneros de ropa cooperan con grande actividad y afán, llega el miércoles santo. Ya desde por la tarde se preparan para las tinieblas. La Catedral representa un espectáculo imponente. Una grande orquesta toca una música religiosa, cuyas notas graves resuenan en las altas bóvedas del templo, que por muchas luces con que esté alumbrado, siempre en algunas de sus naves se proyectan fantásticas e imponentes sombras. Al fin de cada uno de los cánticos, una mano negra apaga una de las velas del tenebrario, y esta ceremonia hace una profunda impresión en el corazón de los niños, que tienen casi exclusivamente fijada su atención en esta circunstancia.

Los pisaverdes, sin hacer caso ni de la orquesta, ni de las ceremonias, ni de la mano negra, buscan ojos negros o azules y convierten las majestuosas naves del templo de Dios en un paseo, donde se toman la libertad de hablarse en secreto, de sonreírse y de quedarse en pie delante del grupo de mujeres que más les acomoda.

Apagada por la mano negra la última de las velas del tenebrario, concluyen las tinieblas con el sonido de una matraca.

En algunas iglesias apagan absolutamente todas las luces por un momento, durante el cual se oye un terrible estruendo que significa el que hicieron los fariseos cuando fueron a aprehender a Jesucristo. A los muchachos les agrada exclusivamente este modo de hacer las tinieblas.

Amanece el jueves, las peluquerías están llenas; sastres y zapateros recorren las calles entregando todavía prendas de ropa, y los dueños impacientes ponen en movimiento toda la casa para alistarse e ir a los oficios.

A las diez de la mañana las calles de San Francisco están llenas de gente, porque la Catedral, la Profesa y San Francisco son las iglesias de tono. Las esquinas amanecen ocupadas por unos cuartos de petates y con un verde mostrador al frente cubierto de frescas y olorosas flores, y allí entran todos los transeúntes a beber la horchata, el limón, tamarindo, chía, etcétera. El ruido de las matracas es insoportable, y toda esa concurrencia engalanada y más decente que de ordinario, se dirige a las iglesias a visitar los monumentos, y algunas mujeres piadosas rezan las siete casas.

Nada hay comparable a la belleza que se ostenta en algunos templos. Una perspectiva que representa la sala donde Jesús celebró la última cena, y esta sala figurada con aparadores llenos de platos y vasijas de plata. Todo el altar y las gradas del presbiterio llenas de naranjas doradas, de platos con trigo sembrado, de cantarillos de chía, de macetones con las más olorosas flores. El aroma de ellas y del incienso, las melodías de un piano que suelen oírse, los gorjeos de los pájaros y el suave ambiente que despiden los naranjos y flores, aglomeradas con profusión, forman un conjunto difícil de describir, y al visitar durante la mañana esos lugares sagrados, es imposible dejar de sentir las más tranquilas y religiosas oraciones. ¡No hay cosa más bella que la religión católica!

Si de la parte religiosa pasamos a la profana, hay mucho que observar: niños con el color de cacao guayaquil vestidos de raso azul o encarnado: damas que la víspera andaban con su modesto rebozo, se las ve con amplios vestidos de terciopelo: figuras de hombres con sus flamantes fracs llenos de lana y entretela, y con los cuales están tan molestos y embarazados como si tuviesen una armadura de fierro. Y luego la elegante juventud, que no abandona la devoción, se reúne en las puertas de la iglesia y entra y sale en ellas haciendo, respecto de las más guapas y zandungueras devotas, todas las observaciones y comentarios que dicta la modestia, la reserva y la caridad.

Ese furor de religioso paseo, aumenta considerable en la noche en que los templos presentan con las mil luces de cera con que están iluminados el espectáculo más magnífico y sorprendente; pero hay una grave molestia, y es la multitud que se agolpa a la puerta de cada iglesia, y los empellones y las pisadas abundan, si no es que muchos vuelven a su casa con el reloj o la mascada de menos y un dedo de un pie inflamado. Los cafés se adornan también con arcos de flores, y allí es donde tienen los padres de familia y los novios que hacer ostentación de los tostones de que por forzosa necesidad deben llevar provistas las bolsas.

El viernes santo todos los más aparecen de luto, y excepto la asistencia a los oficios, no hay, durante la mañana, otro objeto que llame la atención hasta la tarde en que sale una procesión, y los balcones de las calles por donde transita están coronados de todas las muchachas más bellas que tiene la ciudad, mientras que en las calles se revuelve y hormiguea una multitud de gente del pueblo sonando sus matracas, comiendo pan de alegría, rosquillas y mamón, y bebiendo chía y orchata, de cuyo desarreglo resultan no pocas indigestiones.

A la noche, lo más notable que hay es el pésame en San Francisco. Suele escogerse un elocuente predicador que patéticamente recuerda los dolores que sufrió la Virgen con la muerte de su hijo, y exhorta a los oyentes a que sean un poco mejores y no renueven con sus pecados los dolores de la reina del cielo e intercesora de los hombres; pero a lo que puede juzgarse, pocos de los oyentes, que pueden oír, pues la concurrencia es numerosa, se aprovechan de estas lecciones y acaso piensan en almorzar al día siguiente unas buenas tortillas enchiladas.

En el jueves y viernes santo no andan ni carruajes ni caballos, ni tampoco se suenan las campanas; pero el sábado a las diez de la mañana, hora en que por lo común repican la gloria, salen multitud de hombres a caballo; y las mulas de los viejos simones alentadas con el descanso de dos días y con los cohetes y judas es el único día en que se les ve más animadas y que andan más aprisa. Las pulquerías se engalanan con flores, y al pulque le echan hojas de rosa. Todas las familias que no están invadidas por el beefsteak y el rosbeef almuerzan tortillas enchiladas y beben pulque de gloria; y desde las diez de la mañana hasta las doce es insoportable la barahúnda de cohetes, de carruajes, de caballos, de las mulas pulqueras que entran llenas de flores, de los matraqueros y de las rosquillas y un mamón que han disminuido de precio.

En el discurso del día la plebe y muchos de los artesanos que gastan el sábado de Gloria lo que han adquirido en la semana, permanecen en las pulquerías y tabernas, beben más de lo necesario para celebrar la resurrección de Jesucristo, y resulta que la policía y los jueces de turno tienen un poco de más que hacer.

Poco más o menos así pasa la Semana Santa todos los años. En éste ha variado un poco. El jueves santo llegó un convoy y los dos días han estado lluviosos y nublados; y ni el dinero abunda en los más, ni el humor en algunos. Apenas se ha echado de ver la Semana Santa.


Yo

Costumbres políticas

¡Ya soy de oposición!

¿Qué es la oposición en México?… ¿Es moda, es costumbre, es virtud?… La oposición es oposición y existe de hecho.

¿Qué objeto tiene la oposición? ¿Va animada del bien, quiere siempre el progreso cuando triunfa, adopta las buenas ideas del gobierno que derribó y mejora la posición de los ciudadanos?…

La oposición es oposición y existe de hecho, y plegue a Dios que no existiera de hecho. Preguntemos a los mineros de Guanajuato qué tal les parece la oposición que hace Paredes. Que digan los que están temiendo ser machucados por una bala, qué tal es la oposición. ¡Oh!, magnífica es la oposición, particularmente para los pobres que mueren en el campo de batalla por influjo de las balas de la oposición, o se quedan a perecer porque la oposición no les ha dejado cara en que persignarse.

Pero quién es aquel imbécil que en estos tiempos pierde la oportunidad de hacer la oposición y de elevarse al rango de puro patriota, y de íntegro, y de incorruptible, y de héroe, en fin. Ya tenemos el ejemplo; de diputado se puede pasar a gobernador en un santiamén, y de salteador de camino real a segundo de un ejército salvador de la independencia. Pero dejemos a un lado esos asuntos de grave interés y de alta política y ocupémonos de pintar el gran personaje que se volvió de oposición. Don Agapito Conveniencia era un joven que pertenecía a la aristocracia mexicana, es decir, a una estirpe de viejos comerciantes a lo divino, que en los negocios de las cofradías y archicofradías, en las velas del Santo Entierro y en los testamentos de difunto, y otras cosillas por ese estilo, tan secretas como lucrativas, habían logrado tener una buena casa, una buena mesa, un buen coche, unos buenos muebles, y unas buenas relaciones sociales para caer parados con todos los gobiernos, para ser electos alcaldes, y regidores, y diputados, y jueces, y todo lo que es posible ser en este país-teatro, donde representan tantos mitos, campo donde combaten tantos falsos héroes, cátedras donde rebuznan tantos asnos. Qué mucho si los padres de Agapito Conveniencia figuraban en todas las linternas mágicas que continuamente dan vueltas en nuestra república. Por sí y ante sí se declararon nobles y aristócratas los padres de Agapito, y parientes de don Fernando y doña Isabel, y llamaron oscuros, a pesar de que ellos no eran muy daros, a todos los que opinaban por la libertad y por la Federación; por supuesto que eran monarquistas rematados, ya porque comían del clero, y el que come del altar es fuerza que defienda al altar; ya porque los descendientes de Isabel la Católica no podían ser federales. A los puros los llamaban vil canalla, a los moderados escoria, a los monarquistas los hombres del país, al clero la clase benemérita, y a las demás gentes raza oscura. Tenían amistad sólo con los condes y marqueses, y también con los ministros, aunque fueran puros, porque ya un ministro es algo, y sobre todo, puro o moderado puede servir de algo.

Ésta era la descendencia de nuestro queridísimo Agapito Conveniencia; y el niño, como era de esperarse, salió un primor. Leer, escribir y las cuatro reglas de aritmética, eso fue lo que aprendió en la escuela. Leía tartamudeando, escribía guajada por cuajada. Zueldo, habono, prrorrateo y ofisina. Respecto a eventos, hacía lo que un colegial en un certamen, en el cual no replica, para examinar sus conocimientos en matemáticas, le preguntan ¿cuánto importan mil chivos a peso cada uno? El muchacho, con mucha expedición y desembarazo se puso en pie, tomó el gis, llenó todo el pizarrón de números de X, de signos matemáticos, y al cabo de un cuarto de hora de trabajo, respondió lleno de orgullo: «Mil chivos a peso importan setenta y cuatro pesos cuatro reales».

Con estos elementos, y con el buen talento natural que la naturaleza le había concedido al retoño de la familia, ésta tuvo un consejo pleno para deliberar a qué cosa se le destinaría.

A padre de la Iglesia. Había un inconveniente, y es que la familia deseaba una cosa digna de su aristocracia y no había vacante de canónigo. Se desistió de tal idea, pues era una cosa altamente degradante que el niño comenzara por acólito o por coloradito. Hubo un miembro de la familia que indicó la idea de que se le dedicara al comercio. Una grita terrible se alzó contra el réprobo que tal propuso. ¡Comerciante el niño Conveniencia! Ésa era una ocupación en contraste con su alta cuna. En tiempo del gobierno español se llamaba a los comerciantes mercaderes, y todos eran plebeyos. Y además, cómo había de ir a ser un súbdito de Candás, de Clemente o de Goupil. Si se trataba de ponerlo en un almacén, mucho menos, porque ¿cómo habían de consentir que un Jamison o un Gordon lo mandara lloviendo a sacar las cartas al correo? Se desistió de esa idea y se pensó en ponerlo de abogado, para que fuera inmediatamente, lo menos, ministro de la Corte de Justicia. Esta idea llenó de placer a los parientes del niño, pero tropezaron con la gravísima dificultad de que no había estudiado. Recorriéronse, pues, todas las profesiones posibles, y como se encontró que en el fondo el niño era un animal y que no servía para nada, se creyó que era bueno para empleado, pero no así como quiera colocándolo de escribiente de una oficina, sino sentando plaza de jefe, y por supuesto con más de 1 000 pesos de sueldo, porque la familia se hubiera dado por muy ofendida con que se le hubieran señalado a su hijo 500 pesos. ¡Victoria, victoria!, ¡el influjo de la familia triunfó! Se creó ya por vía de arreglo y de economía una oficina con el laudable objeto de que un pobre hombre que tenía por forzosa necesidad que mantener coche, y pagar palco en el teatro y mantener a un familión de presumidas viejas, pudiese acudir a sus gastos. El tesorero es otro pobre hombre de las mismas circunstancias que el primero, y que necesita que la nación le premie los ningunos servicios que ha hecho. Los escribientes y oficiales son todos niños finos que colean y enamoran, y fuman puro habano; que los angelitos de alguna parte han de sacar para sus gastos. Agapito fue uno de los bien colocados y con esto ya tuvo para darse todo el tono correspondiente. Hablaba con desdén a los pobretes que lo iban a ver; sólo se juntaba con los atachés a las embajadas extranjeras, y no visitaba sino a condes o marqueses, o como decían nuestros antepasados, a títulos de Castilla; y cuando Agapito estaba de buen humor visitaba a personas de coche.

De improviso pasó nuestro hombre a una secretaría de Estado. Allí fue su posición más brillante. Influía en los negocios, se procuraba captar la benevolencia de los ministros, y al fin sacaba siempre algún partido, por ejemplo, que le aumentaran sueldo, que le concedieran sobresueldos, que lo agraciaran con gratificación. Con sueldos, sobresueldos y gratificaciones logró nuestro don Agapito formarse una renta de cerca de 3 000 pesos, que no era mal bocado para un hombre que nada sabía y que nada hacía. La familia estaba loca de contenta, porque decía, y decía muy bien: Ya al fin el pobre de Agapito tiene con que vivir y no gravita sobre nosotros sino sobre la nación, y esto es mucho mejor, y al fin está en un puesto distinguido.

Agapito era feliz como es todo hombre que de improviso se puede decir que tiene una regular renta con que vivir; mas no siempre se goza de calma, y un día una tempestad ministerial asaltó a la tranquila nave en que bogaba Agapito. Entró, pues, al ministerio un hombre de estos malditos modernos que en todo quieren meterse, que dan tajos a diestra y siniestra, y que tienen la necia idea de corregir abusos y desarraigar no sólo preocupaciones, sino gastos, que es lo más importante. Aquí fue Liorna o Troya que lo mismo da. Agapito puso el clamor en el cielo, sacó leyes, aglomeró documentos, dirigió representaciones una tras otra y lo mismo fue: el ministro erre que erre se estuvo en sus trece, y Agapito se convirtió en un decir Jesús, en un verdadero vago porque a nada podía dedicarse. Agapito, a falta de su canonjía y de otra cosa en que poderse ocupar, tomó el oficio de oposición, oficio que algunas veces no deja de ser muy lucrativo, y que como al principio dijimos, eleva al grado de héroe. Defensor de los diablos, monarquista, santanista, paredista, puro seré de hoy en adelante, el caso es hacer guerra a muerte a este gobierno inicuo que me ha hecho tan atroz injusticia. Ya soy de oposición, ya soy hombre libre. Éstas eran las exclamaciones de Agapito, y corría las calles por todas direcciones oponiéndose a todo, criticándolo todo y proclamando la próxima caída del gobierno. Cuando se trata de reformar abusos debe uno tropezar con centenares de opositores del arte de Agapito.


Yo

Las vendutas

Dejemos un momento esa eterna charla política; abandonemos a los hombres que tienen más patriotismo y más talento que nosotros, el cuidado de turbar la tranquilidad pública y de hacer la revolución; olvidemos las injurias que hicieron a los edificios y al honor nacional los voluntarios americanos, y no pensemos más que en divertirnos y pasar la vida alegremente: al fin, para lo poco que dura… no vale la pena el echarse encima cuidados que Dios no manda… Pues dicho y hecho, al teatro… al teatro… ¿y a qué? A ver un drama cadavérico, o una comedia por la milésima vez… y a pesar de esto, algunos actores no saben el papel; otros hablan tan despacio como si estuvieran en agonía; otros chillan descompasadamente, y lloran hasta inspirar cólera… ¡Oh!, ¡pero el baile!… Eso sí, las formas graciosas y esbeltas de las muchachas, su gallardía… nada dejan que desear… pero ¿y esas piruetas tan monótonas?… Todas las noches pararse en las puntitas de los pies; todas las noches dar vueltas a derecha e izquierda; todas las noches una música tan detestable: es gana, lo único que es posible es fastidiarse en este México, que con tanta justicia detestan nuestros elegantes que se han educado en París.

Pues no hay remedio, señores lectores, y puesto que no tenemos mucho en que pasar el tiempo, fuerza es que volvamos a nuestras manías antiguas, es decir, a ocuparnos del patriotismo y a vagar por esas calles de Dios; pero, poco a poco, que en las esquinas hay unos grandes avisos… ¿Será proclama? ¿Será manifiesto? ¿Será bando de contribuciones directas? ¿Será proyecto para formar un erario con la friolera de 80 millones de pesos? No, señores, no es nada de eso, sino el anuncio de una venduta. Los que han viajado, podrán decir que en Nueva Orleáns hay calles enteras donde todos los días se rematan primores; pero en México ese ramo de comercio no es tan abundante, y es menester que se muera un pobre general, que se marche un inglés a casar a Londres, que un opulento mexicano se decida a concluir su educación en Europa, para que haya venduta… No perdamos, pues, la oportunidad de una diversión gratis, y vamos a la venduta.

Es una casa comme il faut. Los caballos frisones muy lavados de pies y manos están amarrados en el patio; los carruajes aseados en las cocheras; las guarniciones lustrosas más adelante. En el corredor se hallan todas las macetas llenas de flores; en las piezas de la casa en su lugar los muebles; en las recámaras se encuentran los colchones, las sábanas, las sobrecamas, como si los dueños acabaran de dejar los lechos: sólo en las amplias mesas del comedor están aglomeradas las obras maravillosas de cristal y porcelana, que la señora de la casa ha reunido durante mucho tiempo y que abandona a la codicia de los compradores.

Entre las diez y las once de la mañana la gente comienza a ir; y como las vendutas son un ramo de especulación como otro cualesquiera, se ven concurrir corredores, propietarios, comerciantes mexicanos y extranjeros, doctores de fama, empleados pudientes; en fin, lo más granado y florido de la sociedad del Distrito. Uno que otro fuereño de chaqueta de drill y pantalón de pana es visto con desdén, y anda vagando como un bobo, sin lograr a veces ni aun sentarse un momento. Todos los concurrentes se proponen, o no comprar nada o comprar barato, y andan examinando con curiosidad los muebles, las cortinas, las alfombras, y en fin, todo lo que sea vendible o comprable.

El general en jefe de la batalla que va a darse, el amo y dueño de la casa al menos por ese día, llega con su gran chaqueta de terciopelo azul y su gorra griega bordada de oro. Es un hombre único, exclusivo, singular para esta clase de negocios; su despejo y talento son incomparables; y si los reyes o los ministros manejaran con tanto acierto su cetro de oro o sus carteras como nuestro personaje su pequeño cetro de madera, no cabe duda que era preciso toda la vida ser monarquista o ministerial.

—A la sala, señores, a la sala. Comencemos con la sala —grita el jefe de la venduta.

Y la concurrencia, con una obediencia ciega, se precipita a la sala.

—Aquí hay un reloj magnífico de Bélgica: tiene horas, medias horas, capelo y música por dentro. ¿Cuánto por este reloj?

—Hasta 60 pesos pueden darse por él —dice uno en voz baja.

—Ya lo remataría yo si me lo dejaran en 60: tengo cinco relojes en mi casa; pero éste me agrada por la música por dentro —responde otro.

—¿Cuánto, señores? —dice el jefe de la venduta—. ¿Qué, no vale nada? Véanlo bien; límpiense los ojos, pues no han de haber visto muchas piezas como ésta.

—30 pesos —dice tímidamente una voz.

El vendutero pasea su vista enojada por el grupo que lo cerca, y volviendo con desdén las espaldas a otro lado, exclama:

—La música por dentro vale sola los 30 pesos… Vamos, me quedo con él: 30 pesos.

—Cinco más —dice un inglés que está sentado en un extremo de la sala.

—Ya no me quedé con el reloj… 55 tengo por tres señores… 60, 70, 75… con cuatro… 80… Vaya, ahora sí podemos hacer algo… ¿No hay quien dé más de 80 pesos?… Vale 200, señores: véanlo bien… pónganse los anteojos. De esto no viene a México todos los días.

—100 pesos —dice una voz ronca.

—100 pesos, 100 pesos: remato este reloj en 100 pesos. ¿No hay quién dé más de 100 pesos?

Y al decir estas palabras, va aproximando a la mesa redonda su pequeño cetro de madera.

La ansiedad entre los concurrentes crece, a medida que el temible cetro se acerca a la mesa. Ya se sabe que el golpe es decisivo, fatal.

Cuando ya sólo faltan dos líneas, suspende un minuto la mano; pasea su vista por los concurrentes, y repite: 100 pesos, 100 pesos.

—Cinco más —exclama una voz precipitada.

—En 105, en 105 —dice, y vuelve a repetir la operación de aproximar el palito a la mesa.

—Diez más —dice resueltamente el competidor.

—Diez más —responde el antagonista.

El amor propio de los dos compradores se exalta, y mucho más si la lucha es entre un inglés y un español; y entonces el jefe de la venduta, atento y dirigiendo su vista alternativamente a uno y otro, va diciendo el precio, pues cuando las cosas han llegado a este punto, ya los contendientes apenas hacen con los ojos una señal imperceptible, y cada señal vale diez pesos.

—200 pesos —exclama el jefe—, 200 pesos.

Un murmullo sordo se deja oír entre la concurrencia. Algunos en voz baja exclaman: «¡Qué bárbaros!»

—¿Está por mí? —pregunta el inglés.

—Está por el señor marqués —dice el campeón de la venduta.

—Pues 50 más —contesta el inglés, y sacando un habano, se confunde en el grupo.

—30 más —responde el contrario.

—300 —contesta el inglés al tiempo de encender su puro.

—Buenos pollos —exclaman algunos—. Lo mejor es hacer vendutas.

—Yo voy a hacer una venduta el mes que entra.

—Y yo.

—Y yo también.

—Se hace tarde, señores, y tenemos mucho que vender hoy. 300 pesos, 300 pesos… Se remata el reloj con música por dentro en 300 pesos —y, como siempre, va aproximando su palito, hasta que da el golpe, y dice—: Don Gustavo, un reloj con música por dentro en 300 pesos.

Los dependientes, ligeros y aleccionados perfectamente, apuntan la venta y extienden un billetito, que don Gustavo toma con calma y lo guarda en la bolsa del chaleco.

—¡Magnífica compra! —exclama un corredor—. En las mercerías valen estos relojes nuevos 80 pesos, y éste ha dado 300.

Los muebles de la sala, finalmente, se van vendiendo poco más o menos de la misma manera; no siendo extraño, en verdad, el comprar algunas cosas a precio cómodo.

Queda la alfombra: en el centro está buena; en el frente de los balcones se halla tan descolorida, que no puede adivinarse su color primitivo; en fin, es una alfombra que no sería del todo fea en la primavera de su edad, y antes de que recibiera las injurias y maltrato del tiempo y de los chicuelos de la casa. No obstante, tiene un mérito que se trata de realzar, y es que su patria es Bruselas, como quien dice que lo que se hace en Bruselas nunca se envejece.

—Esta alfombra que están ustedes pisando, es la que se va a rematar. Véanla bien, porque yo vendo las cosas tal como están. ¿A cómo por cada vara de alfombra?

—A tres reales —dice un joven barbilampiño.

—No es petate —responde con desdén.

—Cuatro reales —dice otro.

—Parece que hablo en castellano, y he dicho alfombra de Bruselas. Vamos, a peso, a peso tengo ofrecido por cada vara. ¿No hay quien dé más de un peso?

—Doce reales —dice uno de esos señorones de muchas polendas y dinero, que nunca dejan de concurrir a las vendutas.

—Catorce reales —interrumpe otro.

—Quince.

—Dos pesos.

—Veinte reales.

Finalmente, pujan la alfombra vieja hasta tres y medio y cuatro pe sos, con asombro de todos los concurrentes, que saben que nueva vale en los almacenes tres pesos; y admírese el lector, pues acaso el que la ha rematado es un almacenista.

Concluido el remate de todo lo de la sala, empiezan a traer lotes compuestos de servilletas rotas, de carpetas de mesa llenas de manchas y de borrones, de candeleros desiguales, de frazadas ordinarias, de sábanas de manta; en fin, de cuantas menudencias existen en una casa, que aunque al adquirirlas hayan costado mucho dinero, después de usadas sería hasta un insulto el darlas dadas. Todo esto se vende a veces a precios muy subidos.

Para evitar algún tanto la monotonía de la escena, dejemos al impávido jefe de la venduta sumergido entre una rueda de compradores, y sufriendo las cóleras que le dan algunos cócoras, que ofrecen, examinan, ponen defecto a todo y nada compran, y volvamos la vista a un grupo de elegantes. No son de esos jovenzuelos, que acaban de salir de la escuela y hacen en el paseo de Bucareli y en el teatro su aprendizaje de calaveras; no son tampoco viejos sátiros que andan en pos de las bailarinas: nuestros personajes son jóvenes de formalidad, hombres de asuntos, si se quiere, pero que no han perdido su buen humor y jovialidad, y son amigos de la broma y de ese suave manjar que se llama murmuración.

El uno ha rematado por pasatiempo una jarra de porcelana; el otro fue con ánimo de comprar un sacabotas; el de más allá deseaba una cortina de brocado para su alcoba; otros atisban lo barato para revenderlo a la multitud de codiciosos que tienen furor de comprar en venduta.

Sentados unos en el cómodo sofá de la sala, otros en las sillas y otros en pie, fuman sus cigarrillos y forman una agradable tertulia.

—¡Canario! ¡Cómo remata ese hombre chiquitín de la levita azul! Véanlo, es completamente una cara de tortillita de Nuestra Señora de Guadalupe. ¿Quién es?

—Toma, en su casa lo conocen —responde otro.

—Necios, no hay hombre más conocido en México; es don Anacleto Pipirín.

—Cabal, es Pipirín, no cabe duda.

—¿Y de dónde pesca tanto dinero?… No baja de 2 000 pesos lo que ha comprado.

—Les diré a ustedes, una vez que estamos en el capítulo de crónica escandalosa:

»Su primer oficio de Pipirín fue sacristán de la parroquia de la Palma. Después se metió a músico, pues toca el fagot muy bien: después lo habilitó un ricacho que estimaba mucho a su mujer.»

—¡Hola!, con que eso tenemos —interrumpe un elegante de patillas muy recortadas, de rostro pálido y buenos ojos—: ¡conque este Pipirín tiene mujer!

—Y como una perla —continúa el narrador.

—Siga, siga la historia de Pipirín.

—Pues, señores, Pipirín quebró en el comercio; y como parece que a todos los comerciantes quebrados los emplean en las aduanas marítimas, Pipirín consiguió no sé qué empleo… y caten ustedes, tiene una casa magnífica; es hombre que pierde con mucho salero 100 onzas al juego; cada momento estrena landó.

—¿Estrena landó? —preguntaron varios.

—Y frisones.

—Y carretelas.

—Y la otra noche en la ópera estaba su mujer como una reina. Valían sin duda sus alhajas más de 20 000 pesos.

—Pero, caballeros, para mí lo más interesante es la mujer de Pipirín. Por piedad, que me digan dónde vive.

Un elegantito de pelo rubio se acerca a la oreja del joven de patillas recortadas, le dice dos palabras al oído y ambos sueltan la carcajada.

El joven apunta en un papelito todas las señas de la casa y algunas otras cosas acaso más importantes, mientras Pipirín entusiasmado re mata un piano en 1 500 pesos, manifestando a sus amigos que con ése son cuatro pianos los que tiene en su casa, porque su mujer es afectísima a tener muchos pianos.

—Plata, se trata de la plata labrada —grita el jefe de la venduta—: los afectos a la plata, que parece que son todos los que están aquí, pueden acercarse.

—¿Qué se remata? —pregunta uno de los jóvenes que se han ocupado de la historia de Pipirín.

—Veamos, veamos —y el grupo se precipita hacia el lugar donde con gran pompa y majestad los dependientes van arrojando sobre la mesa las piezas de plata.

—Vaya, son cucharas, y tenedores y platos. Ya eso ni se platica: sentémonos mejor.

—Poco a poco va formándose de nuevo el corrillo que ya hemos descrito.

—¿Creerán ustedes que hay hombres tan bestias, que paguen las cosas a más de lo que valen? —dice uno que ha vuelto a encender su cigarrillo.

—¡Pues no lo hemos de creer!…

—Ese animal de don Macario, que es comerciante y sabe lo que valen los efectos, ha dado por un sofá de damasco corriente, sucio y roto, 50 pesos.

—¡Rinoceronte!

—Al fin tiene dinero, que lo haga circular; lo mismo que ese otro viejo panzón, que tiene dos haciendas de azúcar, dos de trigo, siete casas en México y cuatro tiendas, y está comprando las sábanas y los candeleros viejos.

—¿Qué ha sucedido, amigo, que está usted tan enojado? —le peguntan a un chiquitín de pantalón color de yesca y frac azul de gallardete.

—Chascos, chascos horribles que suceden en estas malditas vendutas: con razón yo las detesto. Pues, señores, he comprado tres docenas de servilletas a seis pesos docena, y todas están agujeradas, hechas un arnero.

Los jóvenes soltaron la carcajada.

—Y no es eso lo peor —continuó el del frac azul—, sino estas cortinas, que yo creía dadas en 100 pesos cada una. Háganme favor de tentar. Se están deshaciendo; sólo de tocarlas se les cae un pedazo: parece que han estado debajo de Pompeya o Herculano.

Los jóvenes rieron de nuevo, y comenzaron a decir sátiras al personaje del frac, hasta que fueron interrumpidos por otro amigo.

—Admírense ustedes —les dijo—: el que ha comprado toda la plata, que vale más de 2 000 pesos, es un coronel de caballería.

—¡Pobres caballos!, a dieta los van a tener lo menos un año.

Concluido el remate de la plata, el jefe de la venduta, recorriendo con una mirada inteligente a la concurrencia, calcula que el día siguiente tendrá mejores compradores para ciertos efectos, y ya casi ronco de tanto hablar, sofocado con el calor y el humo de los puros y cigarros, anuncia que el trabajo del día concluye con la venta de la loza y cristal del comedor. Apenas oye la concurrencia esta orden, cuando se anticipa, entra al comedor y rodea la amplia mesa. Entre la multitud de concurrentes elegantes y de buenas fisonomías, camina con trabajo una matrona de gruesa cintura, de redondos carrillos, con las manos llenas de sortijas y un peinado que podría envidiar una coqueta de dieciocho años. Es de advertirse que rara vez el bello sexo concurre a estas vendutas, pero suele una que otra doncella de cincuenta para arriba, aventurarse a las miradas amorosas de tanto solterón. Detrás de la matrona de que hemos hablado, va una criada con un enorme paragua encarnado, y a cierta distancia un joven de chaleco corto, pantalón muy restirado, y frac a la última moda del año pasado. El rostro sumiso del joven, las miradas expresivas con que recorre los muebles ya vendidos, y la timidez con que ofrece por algunas cosas, indican que es un novio necesitado de muebles, pero que carece de esa resolución que en los grandes lances mercantiles da el dinero. La matrona le hace señal de que se siente, y ambos se colocan en un rincón del comedor.

—Vamos, ¿qué ha comprado usted, don Gualupito? —le dice la antigua matrona.

—Voy a decirle a usted, mamá —responde el novio sacando un paquetito de boletos—. Una percha, en 20 reales; un ropero pintado, en catorce pesos; un butaque de cuero, en cuatro pesos; un cuadro de Napoleón…

—¿Está usted loco? —le interrumpe enojada la suegra—. ¿Y para qué quiere usted ese mono a caballo?

—Mamá: vea usted que Napoléon fue un grande hombre…

—¿Y qué nos importa? Lo que debía usted haber rematado es la cama de caoba, el sofá, las sillas…

—Pero si querían muy caro…

—Lo que sucede es que usted trata a mi hija como si fuera una cocinera. Es verdad que somos pobres, pero nada le falta en su casa.

—Mamá, por Dios —dice el joven poniéndose encarnado, no sea usted imprudente, que esos alemanes nos están oyendo…

—Qué han de oír… los extranjeros no hablan más que ese baturrillo… Conque atienda usted, que ya se están rematando esas copas, y se necesitan copas para el comedor de Pomposita… Ofrezca usted, no sea bobo.

—Seis pesos docena —dice el joven.

—Tengo ya siete pesos ofrecidos —dice el jefe de la venduta.

—Lo ve usted, mamá —dice el novio mortificado.

—Pues si es usted tan berengo.

Entonces el joven se levanta al disimulo, y se va al otro extremo de la sala, dejando a su futura suegra entre una turba de alemanes, que están encaprichados en rematar un par de conchas de cristal, y que las han subido hasta 20 pesos cada una.

Acabado el comedor, sigue la cocina, y se remata la batería de cobre, las parrillas, las tenazas, el farol remendado con papel, los fierros de la chimenea, los peroles para calentar agua, las jaulas de hoja de lata del perico; en fin, todo lo que acaso se vendería en el baratillo por una friolera.

La concurrencia se va dispersando; todos salen platicando de sus compras, y vanagloriándose de haberlas hecho muy buenas: algunos revendedores ceden a otros sus billetes con una ganancia más o menos moderada; y una gran canasta de opípara comida indica que el hábil y experto jefe de la venduta va a indemnizarse con un buen placer gastronómico de las cóleras que le han hecho hacer los compradores.

El infeliz novio, sudando, con los carrillos colorados, el chaleco hecho un costal, pues se le han reventado las cintas, remata las tenazas, la parrilla, la cuchara de menear la lumbre, tres sartenes y un cacito, la jaula del perico, pues su Dulcinea es muy afecta a los pericos, y se marcha después de haber servido de diversión a los rollizos y colorados alemanes, que con la mano en la cintura, como quien dice, han gastado 1 000 pesos en frioleras inútiles.

La madre, disgustada en extremo con las tonterías de su hijo futuro, lo agarra del brazo, y lo saca de entre aquella nube de ricos compradores, y continúa riñéndolo en cuanto comienza a bajar la escalera.

—Es gana, mamá —dice el joven arrojando una mirada tristísima a la elegante carretela que está en la puerta—: los pobres no debemos venir a las vendutas, ni andar en la calle ni, nada más que morirnos.


Yo

Para mañana

Cuando tengáis un poco de dinero desocupado, queridos lectores, y la resolución suficiente para exponeros al vómito de Veracruz y a los caprichos de ese pícaro mar, que algunas veces es más inconstante que una coqueta de quince años, dad una vueltecita por el extranjero. Si vais a los Estados Unidos, veréis entre otras cosas curiosas, atropellarse los hombres y las mujeres en los caminos de fierro, en los vapores, en las diligencias, en el teatro, en las calles; y si queréis la explicación de toda esta barahúnda, observad que todo lo hacen hoy. La mujer enamorada se casa hoy; el ladrón ratero es arrestado hoy; el comerciante concluye su negocio hoy; el proyectista realiza su proyecto hoy. En Inglaterra ya se sabe que es lo mismo, y ninguno de los nobles lores guarda sus vinos para mañana, sino que se los beben todas las tardes.

Pero los descendientes de los antiguos hidalgos españoles, vivimos muy despacio y muy a la bartola, para apresurarnos a concluir nuestros negocios hoy.

Si va un pretendiente al ministerio a agitar el despacho de la centésima solicitud que tiene presentada, para que le paguen íntegro por haberse incorporado en la Villa de Guadalupe con el ejército Trigarante, el oficial, agobiado de fatiga, teniendo con una mano que manejar los papeles, mientras con la otra se limpia los dientes con un popote, pues acaba de almorzar, le dice:

—Es imposible despachar a usted, amigo mío; tengo un mundo de quehacer, y los papeles me ahogan. Son las dos de la tarde, y no hay tiempo para nada. Me voy a acordar con el ministro.

—Señor: con ésta van treinta solicitudes que presento, y todas se han perdido.

—Pues bien, para mañana sin falta buscaré la solicitud.

—Y ¿cuándo estará despachada?

Para mañana también.

—Es decir, que confío en que usted…

—Sin falta para mañana queda todo terminado.

El infeliz patriota antiguo en un mes no consigue sino que se pierdan otras diez solicitudes, sin dejar de oír todos los días la misma promesa para mañana.

—¿Qué ha habido, por fin, de aquellos planecitos? —dice en voz baja uno de estos corredores políticos, a don Bruno Gazapo, corifeo y misionero de la restauración.

—Estuvo la junta magnífica. Se habló con mucha energía, se combinaron importantes medidas, se colectó dinero, y ya todo está arreglado.

—¿Es decir que terminó ya?

—No, porque al último se ofrecieron sus dificultades, y quedamos citados para mañana.

Se despiden nuestros personajes muy contentos, y después de quince días se vuelven a encontrar; se saludan, se estrechan la mano, se miran con fraternidad, con igualdad y con libertad.

—¿Conque está todo arreglado?

—Perfectamente —responde don Bruno.

—Entonces…

—Lo único que falta es el dinero, pero mañana lo dan sin falta.

—Entonces, para mañana nos veremos.

Para mañana seguramente.

—Vea usted —dice un agente de policía secreta a un personaje—, que esos hombres trabajan sin descanso, tienen sus juntas, y en la calle de…

—Es verdad, y nos van a hacer una de todos los diablos; pero no tenga usted cuidado, para mañana todo se habrá compuesto, pues tengo que ver al presidente y a los ministros… Pero, ¡qué diablos!, tengo un asunto muy urgente, y hay que dejar esto para mañana.

—Pues no hay que dormirse, y ya diré a usted algunos secretos más, pues para mañana me ha citado un amigo que está bien impuesto.

Veinte días después todavía conspiradores y pacientes se hallan en el mismo estado, es decir, los unos dejando para mañana sus planes, los otros dejando para mañana sus pesquisas. Las cosas, pues, ni en uno ni en otro sentido andan listas.

—Lo ves, infiel —le dice Laura a su amante—: me prometiste que a mí sola me amarías, y has quebrantado tus juramentos, llevando al teatro a esa fastidiosa de Isabelita. Mañana no estaré en el balcón a la hora convenida; mañana no te escribiré; mañana habrás perdido para siempre mi amor.

—Hoy estás preocupada y furiosa, Laura, y no se te puede hablar; para mañana habrá calmado tu cólera, y entonces te haré explicaciones.

—¿Pero por qué no te justificas hoy, si es que eres inocente como me dices?

—Porque hoy tengo que ir a la oficina, o de lo contrario me descuentan el sueldo; pero te aseguro que para mañana te diré una porción de cosas, que te dejarán convencida y tranquila.

Y como por corta que fuera la explicación, el amante oficinista se dilató más de lo regular, tuvo que entrar a la oficina una hora más tarde.

—Son las once —le dice el jefe—, y ya sabe usted que la multa… y la ley, y mi deber… y no es justo tolerar…

—Señor: hoy tuve una fuerte jaqueca; pero aseguro a usted que para mañana vendré muy temprano.

—Bien; pase por hoy, una vez que tuvo usted jaqueca; pero para mañana no habrá remedio si usted no viene temprano.

Y al día siguiente por miedo de la multa, el amante no tiene más remedio sino decir a Laura:

—Bien mío, dejaremos la conversación para mañana.

Los virtuosos, que tienen, como es natural, gran cuidado por la salvación de su alma, si ven un lindo palmito por la calle, van siguiéndolo con disimulo y echándole tiernas miradas, ocultas bajo el ala del sombrero. La conciencia les remuerde inmediatamente; pero ellos se hacen este argumento: «Como éste es un pecado mortal de esos chiquitos y leves, pues a todos se les alegran los ojos cuando ven una muchacha bonita, yo me resignaré a abandonar por este día la virtud: al fin para mañana me voy a confesar».

Si vais, querido lector, con el sastre, os dirá: Para mañana sin falta está concluida la ropa; el zapatero os prometerá para mañana enviaros con el aprendiz las botas; el abogado os jurará que para mañana vuestro pleito estará concluido; el deudor os citará para mañana; el escribano os dirá: para mañana estará concluida la escritura; el muchacho promete al maestro hacer para mañana una plana buena; el estudiante aprender para mañana su elección de Jacquier; el político a su vez prometerá que para mañana va a deshacer sus compromisos y cambiar de vida; el jugador dice: para mañana pago a mis acreedores, y no vuelvo a tentar una baraja. El borracho bebe hoy, y asegura que mañana no probará el licor. En fin, nadie hace las cosas a su debido tiempo, sino que las deja para mañana, y aun los enfermos que están en las orillas del sepulcro, dicen: Si para mañana no amanezco más aliviado, entonces me pondré el cáustico que me mandó el doctor.

Si veis algunos pobres que de repente se han hecho ricos; si veis a muchos hombres oscuros que han llegado a ser generales y ministros; si veis a ciertos revolucionarios que triunfan, o a gobernantes que se conservan en el poder, pensad que la razón capital es que esos hombres no han dejado para mañana ninguna de las cosas que debían hacer hoy.

A mi vez, frágil barro, indigno hijo de nuestro padre Adán, desde antes que comenzara a salir el Álbum, me proponía escribir este artículo; pero lo he ido dejando para mañana. Lo escribí por fin, y ya veis, bueno o malo, está ya en letras de molde, lo cual no es grano de anís. Todavía el asunto no está concluido. Si como es probable, no os gustare, os ofrezco, amabilísimos suscriptores del pintoresco, que para mañana os haré otro mejor, porque ya veis, para mañana comienzo un método nuevo de estudio, para mañana tengo preparados voluminosos pergaminos que registrar, y para mañana, de mucho mejor humor que hoy, espero comenzar una novela que tenga más muertos y heridos que renglones. Os ruego asimismo, que vuestras amargas críticas las dejéis también para mañana.


Yo

Estudios filológicos

¡Éste no es país! ¡Estamos en un abismo! ¡No tenemos remedio!

No os canséis, lectores: los idiomas varían mucho, y todos los días es necesario hacer estudios de las lenguas, y particularmente de la castellana, que pretendemos hablar. Día vendrá con el tiempo en que trabajo costará a los habitantes de México el entender El Quijote de Miguel Cervantes. Por ahora con lo mal que hablamos y peor que escribimos, nos la vamos pasando perfectamente, que al fin lo mismo es decir calle sólida, que calle solitaria: así nos entendemos, y maldita la necesidad que hay de distinguir la Z de la S, pues lo mismo da matar un venado que contraer el santo matrimonio. Lo que es forzoso aprender, como los muchachos el Todo fiel, es el estilo de moda y las frases de la época.

Hay tiempos en que todo está excéntrico: si un albañil se cae de un andamio, es por la posición excéntrica que guardaba el edificio: si llueve y México se convierte en otra nueva Venecia, no son los patriotas capitulares los que tienen la culpa, sino la posición excéntrica de las nubes: si un pobre marido es víctima de las maquinaciones de un pisaverde, no tiene más remedio sino sufrir, hasta que toda la casa salga de la posición excéntrica en que se halla.

Otras veces todo está compacto: desde el ministerio, formado por cuatro personas distintas, pero con cuatro opiniones diferentes, hasta la prensa, cuya libertad suprime un bando militar y que con semejante medida queda perfectamente compacta. Los novios no se pueden casar, porque como antes habían sido compactos, ya la carga les pesa un poco. Si se trata de un día de campo, es menester que la comida, los vinos y el baile sean una misma cosa; mejor dicho, que todo esté compacto: medida que elevada a una grande escala, no agrada mucho a las madres de familia.

En épocas más felices hemos vivido con las masas, pensando con las masas, comido con las masas, y dormido con las masas. Que se barra la calle y se quiten los muladares. Imposible; no quieren las masas. Ya los comerciantes están enviando su dinero al banco inglés. Paciencia, como las masas están un poco arrancadas, es necesario… que haya un poco de patriotismo. Señores: limpieza, orden, cordura, decencia… Las masas se enojan, y es preciso conformarse con la voluntad de las masas, porque al fin componiéndose la redondez de la tierra de puras masas, si salimos de unas masas, de forzosa necesidad tenemos que tropezar con otras.

Ya ven ustedes cuántas aplicaciones han tenido en sus épocas respectivas estas tres palabras: excéntrico, compacto y masas. ¿En qué diccionario castellano puede encontrarse una significación tan amplia y tan propia como la que nosotros les hemos dado? ¿Qué autor clásico español ha manejado con más soltura y maestría el idioma?

Hoy ya esas palabras cayeron en desuso, y hay otras de última moda: ni las Flores animadas se hallan tan en boga como las frases que andan de boca en boca.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntamos en la calle a uno de esos que tienen tan presentes los acontecimientos políticos, como algunas ancianas el calendario.

Nada particular —responde—; pero vea usted cómo se atropella la gente al salir de la misa de doce y cuarto de la Catedral. Parece más bien una manada de carneros. ¿Cómo hemos de estar bien gobernados ni ha de haber patriotismo, ni espíritu público, ni paz, ni orden, cuando su cede esto? Ven usted, y no diga que exagero… ¡Vamos!, si ¡éste no es país!

—Pero, hombre, si esto sucede en todas partes del mundo donde hay mucha gente…

—¡Disparate! ¡En los Estados Unidos entran y salen a las iglesias por hileras: en Bélgica hay boletos para las funciones; en Inglaterra nadie puede entrar a un templo si no sabe latín, griego y hebreo y viste calzón corto y zapatos de charol; pero aquí!… estamos muy atrasados… No se canse usted, ¡éste no es país!

—Vaya —le respondemos—, se conoce que está usted de muy mal humor hoy… Adelante.

Y adelante, por nuestra desgracia encontramos un grupo de muchachos volando un papelote y jugando a la maruca.

—Ya ve usted —nos dice nuestro hombre—, la educación primaria está muy abandonada. Estos muchachos debían estar ahora en una escuela dominical, en vez de estarse jugando al sol como unos haraganes; y ¿así queremos que haya oradores, y poetas, y diputados, y generales, cuando no se educa a la juventud?

—Pero, hombre, si al fin es día festivo, y las pobres criaturas han de descansar…

—No se canse usted: estos muchachos con semejante vida pararán en un patíbulo… ¡Éste no es país!

Apenas hemos llegado a la boca del portal, cuando llama la atención de nuestro personaje un grupo de gentes que están mirando los carteles.

—¿Y qué me dice usted de esta gente ociosa, que gasta una hora en registrar los carteles de estas comedias? Un pueblo divagado de esta manera no puede tener idea de sus derechos ni de su dignidad… Convénzase usted, ¡éste no es país!, por más disculpas que quiera usted dar.

Llegamos a la Alameda, y nos sentamos debajo de un fresno, cuyas hojas secas caen sobre nuestros sombreros: mi hombre que lo observa, sacude su sombrero y se lo vuelve a poner.

—Vamos, para usted que es el defensor eterno de la República, ¿qué le parece a usted esta incuria? Observe usted cómo todos los árboles se están deshojando.

—Creo —respondo tímidamente—, que estando en el mes de enero, hay razón para…

—Ilusiones que se forman los mexicanos. En poder de los ingleses esta Alameda sería un vergel. Apuesto ciento contra uno a que ni una sola hoja se caía de los árboles en el invierno. Ya tendrían muy buen cuidado ellos, que son tan afectos al campo, de poner unas chimeneas debajo de cada árbol de la Alameda, para que estuvieran siempre verdes; pero aquí nada se hace; se vive a la bartola: nunca se piensa para el día de mañana… No nos cansemos, para nada servimos; ¡éste no es país!

—Pero diré a usted, sin embargo, que sería difícil el poner debajo de la Alameda una chimenea.

—¡Bobada!, para un pueblo industrioso nada es imposible. ¿No sabe usted que los ingleses han hecho un agujero en el Támesis, y que por adentro y por afuera bogan inmensos barcos? Aquí sería necesario consignar a los empresarios, para sólo que levantasen el plano de una obra semejante, todo el producto de las contribuciones del Distrito, y ni nuestros nietos gozarían… Convénzase usted de que ¡éste no es país!

Fastidiado ya con la conversación de mi amigo, me despido cortésmente de él, y me marcho triste y confundido, y a pocos pasos me encuentro con el famoso don Tristán, hombre que da siempre noticias malas y jamás cree una buena.

—¡Eh!, camarada, se conoce que ignora usted todo lo que pasa, puesto que no llora lágrimas de sangre.

—Diga usted, por Dios, lo que pasa —le pregunté con ansiedad.

—Pues no es nada lo del ojo: lea usted en El Siglo XIX y en El Monitor la representación del gobernador del Estado de México, en que asienta que es soberano, libre e independiente.

—Bien, ¿y qué?… ésa es una cosa que ya la sabíamos.

—No es eso. Lo notable es la malicia que envuelven esos conceptos. No lo dude usted —continúa acercándoseme al oído—, eso quiere decir anarquía, desmembración, pérdida de la República… estamos en un abismo.

—Bien; pero eso con prudencia se compondrá…

—Los versos lo dirán —responde—, pero lo muy grave es lo de Tamaulipas. El gobernador, la guardia nacional, el comercio, los vecinos, los militares, los clérigos, los frailes, los rancheros, los árboles, los carneros, los caballos, los coyotes, todos están en la bola.

—¿Pero qué bola, por Jesucristo?

—Entonces no sabe usted lo que pasa… está usted en ayunas.

—Completamente.

—Pues, amigo mío, estamos en un abismo. La república de la Santa Madre está ya formada y el gobierno sin fuerza moral, sin nada, se queda tocando tabletas.

—Quizá podrá ponerse remedio con…

—Es tarde, todo está hecho; y no es eso lo peor.

—¿Cuál es lo peor entonces? —le pregunto alarmado.

—Lo peor es que se está combinando un plan para construir un camino de fierro a Tacubaya, y ésa es nuestra absoluta perdición, porque mientras unos están en la Sierra Madre, los otros…

—Pero no sé qué tenga que ver…

—¡Bárbaro!, la República es el cráter de un volcán; en cuanto reviente, pif… todo se acabó. Vea usted claro, por Dios, y no se alucine. Ese camino de fierro es empresa que lleva un fin oculto e infernal. Una vez construido, los enemigos del orden pueden llevar cañones y parque, y gente, hacerse fuertes en la hacienda de los Flores y dominar a toda la nación. Estamos en un abismo.

Enfadado, dejo a mi hombre con la palabra en la boca, y me marcho a mi casa; pero en ella me encuentro con don Canuto Funestidad, que arrellanado en una poltrona leía los periódicos.

—Amigo —me dice en cuanto me ve entrar—, cada día estamos de mal en peor… no tenemos remedio.

—¿Pero qué ha sucedido de nuevo, don Canuto?, diga usted por las animas benditas; porque crea usted que me he encontrado con dos sujetos que me han puesto la cabeza como una tambora. Me han dicho que éste no es país, que estamos en un abismo, y qué sé yo cuántas cosas más. Yo creo lo contrario, y concibo que todos los países del mundo han pasado poco más o menos por estas circunstancias.

—Pues, señor mío, está usted muy engañado: está usted todavía soñando con bellísimas ilusiones. A mi modo de ver, este país se perdió, y lo peor de todo es —añadió suspirando profundamente— que no tenemos remedio.

—Explíquese usted —le respondí—: ¿por qué no hemos de tener remedio? ¿Qué la paz y la estabilidad en las instituciones, y el ir con prudencia corrigiendo los abusos, no podría…?

—Calle usted, por Dios, hombre —me interrumpió—, parece que todos han perdido el juicio en este país.

»Le contaré a usted lo que me ha sucedido, y ya juzgará si es posible que esto marche.»

—Diga usted.

—Pues, señor, ayer como me entretuve más de lo regular en la alacena de don Antonio de la Torre con una nube de platicones, me ocurrió ir a comer a una fonda. Entré con efecto en la primera que se me presentó, y… vamos, la gallina dura… Dame otra cosa, digo al mozo, y me traen después de una hora un asado, que más blandas están las pistoleras de mi silla; la ensalada sin sal, los frijoles sin freír…

»Diga usted ahora; cuando en la capital de la República suceden tan horribles cosas, ¿qué pueden esperar los pobres habitantes de la frontera?… Vamos, si es menester persuadirse que no tenemos remedio

—Pero el que una fonda…

—Por el hilo se saca el ovillo —me interrumpió con calor—, y voy a continuar mi narración. Desesperado arrimé los platos, y pregunté cuánto debía.

»—Diez reales —me respondió el mozo.

»—¡Diez reales por adquirir una indigestión! —le respondí… Pero luego pensé que si volvía el asunto judicial, entre jueces y escribanos me soplarían más de los diez reales… Ya ve usted, como no hay justicia en México, tiene uno que sucumbir… ¿Cómo se puede vivir en un país semejante?… Vamos, si no tenemos remedio

—Es que…

—Permítame usted, que yo tengo la palabra.

Y mi hombre continuó.

—Pagué, como he dicho, mis diez reales, y me fui a mi casa, y encontré con una cita para hacer guardia en Palacio, porque ha de estar usted que por mis negras desdichas estoy alistado en el batallón Victoria.

—Y por supuesto, se marchó usted al instante al cuartel.

—Ya iba yo; era lo último que me faltaba. Conque pague usted contribuciones a derecha e izquierda; sea usted miembro de la Junta Lancasteriana, y todavía guardias… ¡Al demonio!

—Pero ya ve usted que se necesita del auxilio de los ciudadanos.

—Bien, yo me prestaría gustoso; pero si al fin no tenemos remedio, para qué es cansarse, y desvelarse, y estar cargando el fusil.

—Entonces…

—Un momento más —me dijo, poniéndome la mano en la boca—. Apenas había recostádome un poco, cuando tocan la puerta; y ¿quién le parece a usted que era?

—¿Quién?

—El repartidor del Álbum, que se empeñó en que le pagara en el acto sus dos y medio reales…

—Tendría orden… ya ve usted que los periódicos no se pueden dar de balde, a no ser que…

—Bien, pero ese bárbaro me dejó el número uno en vez del número dos, y se llevó los dos y medio. ¿Ha visto usted cosa más horrible en su vida? ¿Y así queremos ser libres y soberanos e independientes, cuando la nación no tiene ni aun la capacidad suficiente para repartir un miserable periódico?… No hay remedio.

—Me parece mucho rigor el de usted, cuando por un leve equívoco de un hombre, juzga que toda la nación tiene la culpa.

—Pero así anda todo… Pues vaya otra que lo dejará asombrado. Me fui al teatro. Era la ópera de la Norma. ¡Qué trabajo para entrar, Dios mío! Al fin me acomodé junto a un elegante que me mareaba con sus olores, y pedí a gritos un cojín, y en toda la noche pude hacerme oír de los mozos… ¡Vamos!, si no tenemos remedio: periódicos, teatros, fon das; todo anda a la diabla.

—Reflexione usted que en otros países…

—En otros países todo adelanta, todo vive; aquí todo se atrasa, todo muere.

»¿Creerá usted que mi zapatero después de seis años de hacerme botas, todavía no le da a la bola? Cada par nuevo que me pongo, me hace ver lumbre.»

—Tendrá usted callos.

—Uno en cada dedo.

—Entonces…

—En Madrid ya me habrían hecho un calzado suave como una nutria… pero aquí, no tenemos remedio. Los artesanos son muy abandonados, y no procuran adelantar… Es gana, no hay remedio, amigo.

—Pero veo que todos son sucesos particulares.

—Pues bien, concedo: pasemos a los públicos. ¿No ve usted que en el Congreso están hombres de mundo y de talento proponiendo la colonización? ¿A quién le ocurre traer barcos enteros cargados de borrachos, para que enseñen peores mañas a nuestra gente? Si le digo a usted que cuando yo veo esto, me dan ganas de llorar lágrimas de sangre. ¿Cómo ha de tener remedio el país con esta clase de medidas?

—Pero es que nos falta gente, y además vendrá una población laboriosa.

—¡Bobada!, nadie ha de querer venir, y si vienen, se marcharán con su dinero.

»¡Vaya!, ¿y qué me dice usted de los alcaldes de manzana? ¿Y qué le parece a usted el proyecto de pesos y medidas? ¿Y que juzga usted de bajar los derechos?… Vamos, si le aseguro a usted que tenemos don de errar; y cuando ve uno a hombres de todas opiniones con unas ideas tan extraviadas… vamos, si no hay esperanza de remedio. Me voy, me voy, porque usted es hombre impenitente, y está todavía alucinado con esas bellas teorías.»

Váyase usted con mil diablos, dije yo para mis adentros, y luego que me vi solo en mi casa, respiré con libertad. Para desahogarme, refiero a mis lectores lo que me pasó, prometiéndoles que quizá en otra vez me ocuparé de mis tres carísimos amigos, que como otros muchos, dan a las palabras del idioma una amplia y tristísima interpretación. Un solo diccionario sería imposible que pudiera hoy explicar las frases de moda.


Yo

Semana Santa

La Nochebuena se anuncia con los pitos y los panderos; el Corpus, con la tarasca, los dátiles y la abundancia de fruta; la Semana Santa viene precedida del monótono y descompasado ruido de las matracas. La Semana Santa en Roma será magnífica, menos hoy, que el santo padre está en tierras extrañas; pero como nuestro ánimo en este artículo no es dar una idea de lo que pasa en otras partes en la Semana Santa, seguimos adelante, pidiendo a nuestros lectores nos dispensen esta falta de erudición. Queremos solamente consignar un recuerdo de nuestras costumbres, no trazando un cuadro, sino haciendo siquiera un bosquejo.

Desde el viernes de Dolores comienzan en México las santas festividades. En la mayor parte de las casas ponen altar.

Explicaremos lo que es un altar en una casa.

Se busca la mesa más grande, luego otra más chica, luego otra más pequeña, y se echa finalmente mano del baúl más diminuto que hay en la casa. La mesa grande se coloca regularmente contra la pared, en el fondo de la sala. Sobre la mesa grande se pone la chica, y así sucesivamente, hasta que le llega su turno al baulito, que tiene su lugar en la cúspide.

Todas estas mesas se revisten de sobrecamas, de tápalos de seda y burato, y de pañuelos de seda. El altar queda ya completo; pero los roperos de las niñas de la casa un poco vacíos.

Entapizan además la pared, con algunas cortinas blancas, que llenan de rosas artificiales. En la cúspide del altar colocan una Virgen de los Dolores, y arriba de la Virgen un Cristo crucificado.

Los adornos del altar son preciosos. Vasos y jarras de cristal, llenos de aguas de colores, naranjas doradas, cantaritos cubiertos de chía, platos de trigo, macetas llenas de flores. Todo esto adornado con bandillas, con lazos, con banderitas de oro volador… Delante del altar, regularmente ponen una alfombra de verdura, dibujando con hojillas de flores los signos de la Pasión y las iniciales del nombre de la Santa Virgen.

El alboroto de las familias para poner los altares, es infinito. Con quince días o un mes de anticipación hacen su siembra de trigo y chía, y tres días antes clavan cortinas y remueven todos los muebles. El viernes de Dolores, a las ocho, el altar se enciende, se tiran algunos cohetes y los convidados que son los vecinos, las personas de estimación y los parientes, comienzan a entrar, sin que falten algunos jovencitos que no pierden ni posadas, ni altares, ni casamientos, ni velorios. Las visitas lo primero que hacen es elogiar el gusto con que está puesto el altar; después examinan la Dolorosa y el Crucifijo, y exclaman sin duda: «¡Qué cosa tan linda!» Después se sientan, conversan y fuman, teniendo sólo el miramiento de no encender los cigarrillos en las velas de cera. No dilatan en presentarse dos criados, con inmensas charolas llenas de vasos y copas de lujoso cristal abrillantado, que tienen las familias reservado todo el año para estas ocasiones solemnes. Estas copas están llenas de horchata, de chía, de agua de limón, de tamarindo, de piña y de canela. Van recorriendo los criados toda la sala, y como el calor de las luces y la mucha concurrencia produce calor regularmente, se retiran los fieles servidores con los vasos y las jarras medio vacías, completando ellos el consumo, en el tránsito de la sala al comedor, donde el ama de llaves o alguna de las personas de la familia está atareada, machacando azúcar, exprimiendo limones y dirigiendo la maniobra de moler la pepita de melón. Antes de diez minutos vuelven a presentarse los criados, con los vasos limpios y llenos, a recorrer toda la sala. Esta operación se repite a menudo, y parece increíble que los concurrentes tengan capacidad en el estómago para beber tanta agua. Los chicos particularmente, en estos dias, se enferman de frialdad en el bazo, y las ancianas pierden su régimen administrativo.

Hemos dicho que nunca faltan elegantes alegres y pisaverdes amigos de la diversión. Uno toma una guitarra y acompaña unas coplas a lo divino a doña Margarita; el de más adelante pide bandolones. Todos se animan, y las matronas apoyan, diciendo que Dios no es imprudente, y que permite todo lo que no sea pecado. El bailar no es pecado, luego… deben traerse bandolones, arpa y guitarra… ¡la música es tan linda!

El altar se convierte en una tertulia, y dejo a la pluma de mi buen amigo Fidel el trabajo de hacer la descripción.

Hasta el miércoles santo no hay ninguna cosa digna de notarse, sino el tráfico y el movimiento que se advierte en la ciudad. Las tiendas de ropa están llenas, los sastres agobiados con tanto trabajo, los peluqueros alistando sus fierros y pomadas, las modistas preparando magníficos trajes de terciopelo… Hay un furor de estrenar, y el infeliz empleado y el cesante y el militar retirado ven lumbre en estos días, pues es forzoso que compren el vestido para la mujer, las cachuchitas para los niños, y que den a la recamarera o pilmama un mes adelantado para los zapatos azules y las enaguas de muselina… El ministro de Hacienda, que no da paga entera en estos días, es un antropófago, un caribe, un inicuo… puro, o moderado, monarquista o santanista, caerá envuelto en las maldiciones de todos los servidores de la nación, que tienen la forzosa necesidad de comer su pescado frito y de visitar las siete casas.

El miércoles santo la única ceremonia que llama la atención, son las tinieblas. En Catedral eran en otro tiempo muy solemnes, y ahora la mayor parte de la gente concurre a los conventos, donde la iglesia se oscurece completamente, y forman un gran ruidero en el coro para significar, de una manera palpable, la tormenta que armaron los fariseos al prender a Jesucristo.

Amanece el jueves santo. Regularmente el cielo está azul y despejado, y la atmósfera serena; y esta luz vivísima del sol de México da a la ciudad un aire de alegría difícil ni de describir ni de pintar. En las esquinas de todas las calles hay colocados sus puestos de chía, formados de carrizos, y cubiertos de fresca alfalfa o trébol y adornados de encendidas amapolas. Los vasos están limpios y llenos de aguas de brillantes colores; el contorno del puesto barrido y regado; las operarías moliendo pepita y colando las aguas, y la dueña del puesto muy limpia, algunas veces coquetuela, invita con la más graciosa amabilidad a los paseantes, a que entren a su puesto a tomar chía, horchata, limón, o tamarindo. Las calles, particularmente las de Plateros, Santo Domingo y San Francisco, están llenas de gente: grandes señoras con mantillas de finísimo punto y trajes de seda o terciopelo; elegantes, zandungueros y coquetos, que estrenan desde botas hasta el sombrero; ancianos que limpian con ceniza el puño de su bastón, y su frac con agua de la colonia; chinas provocativas, con su calzado de raso blanco, sus amponas enaguas y sus rebozos de seda, en fin, sólo la ínfima clase de la plebe, que por su pobreza o por su abandono, es la que aglomerándose en la puerta de las iglesias descompone el aspecto de este cuadro pintoresco y animado. Las familias, el jueves santo, se hacen el ánimo de pasear, desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche. Después de los oficios, almuerzan y van a visitar los monumentos.

Los monumentos en México son verdaderamente curiosos. El altar mayor se cubre a veces en parte con unos bastidores de tela, que llaman perspectiva, en cuyos bastidores está pintado el cenáculo en el centro, y a los lados muchos de los profetas. Todas las gradas del altar mayor, desde el tabernáculo hasta el piso de la iglesia, están cubiertas de naranjas, de macetas de flores, de platos de trigo, y de cuantos adornos es posible. Antiguamente el lujo de muchas iglesias, particularmente de los conventos de monjas, consistía en colocar al lado del altar mayor grandes aparadores cubiertos de platos, jarrones y vasijas de plata. Hoy los mayordomos y prelados de los conventos, demasiado circunspectos y filósofos, han sustituido a los candiles de plata, otros de madera o metal dorado, que no excitan la codicia del exhausto erario.

La luz, el aroma del incienso, la música de algún piano, allá escondido entre las gruesas columnas de una nave, y el canto de los pájaros, dan a los templos un tinte religioso, que es imposible dejar de arrodillarse y de recordar que el jueves santo es el aniversario de aquella memorable noche en que Jesús, al cenar por última vez en la tierra, en compañía de sus discípulos, quiso dejar a los hombres su Cuerpo y su Sangre.

Cerca de las doce de la noche, esa multitud alborotadora y paseadora, religiosa y frívola, se retira a su casa a lamentarse del cansancio, a reparar los estragos que ha causado el corsé y calzado nuevo, y a renegar contra el atrevido que pescó el pañuelo, rompió la blonda o ensució el traje.

El jueves y viernes santo hay solemnes procesiones, en las cuales la plaza mayor se cubre, literalmente, de gente, y es dicho vulgar y no exagerado, que se puede andar por las cabezas. Las procesiones se componen de algunos ángeles vestidos de luto, de San Juan, la Magdalena, San Dimas, un Cristo crucificado, el Santo Entierro, en su urna de plata o de carey, y detrás la Virgen de la Soledad, la Virgen llorosa y traspasada de dolor por la muerte de su santo Hijo.

En medio de un mar de gente, que forma oleadas, sobresalen los matraqueros, que perfectamente afianzado con las manos conducen un alto y grueso carrizo, donde están clavadas todas las matracas, y atraviesan y recorren aquella multitud, formando un ruido infernal y haciendo sobresalir su voz de: «Al matraquero», a todo aquel confuso marmullo y vocerío que tiene mucho de religioso y mucho de mundano. Los vendedores de «rosquillas y mamón», son en estos días competidores de los matraqueros, y se esfuerzan en pregonar su golosina. Para nosotros, allá en los primeros años de nuestra vida, cuando la nodriza nos llevaba a estas procesiones que tanto atractivo y encanto tenían a nuestros ojos, era un dilema de muy difícil resolución en qué habíamos de emplear nuestro corto capital, si en matracas, o en rosquillas y mamón. Que se figure el lector por un momento, una inmensa plaza llena de gente; unos rezando, otros riendo, los muchachos llorando, los vendedores pregonando en mil diversas voces sus efectos, y la procesión atravesando majestuosa y serena este océano tempestuoso, y tendrá idea cercana de lo que pasa en México la Semana Santa.

En este tiempo los personajes de más importancia son los aguadores, que sufren una completa transformación. Abandonan su gorra y sus mandiles de cuero; se lavan hasta el grado de romperse el pellejo, y se visten con un calzón corto de pana negra, una casaquita de lo mismo, y un grande escapulario colgado al cuello. Los aguadores no sólo mudan de traje, sino de nombre «y se llaman nazarenos». Son los que cargan a los santos en las procesiones de estos días, los que pregonan las indulgencias, los que reparten las estampas y medidas benditas del Santo Entierro, los que llevan el incensario y riegan de flores las calles. La mitad de las solemnidades de Semana Santa dejarían de hacerse en México, si no existieran los nazarenos. Muchos quizá no serían tan honrados y excelentes aguadores si no tuvieran el privilegio de ser nazarenos cada año.

El viernes santo, después de los oficios muy solemnes en San Francisco y la Profesa, sigue el pésame, en la noche, y por lo regular los predicadores esfuerzan su elocuencia para pintar los dolores y soledad de la Virgen. Los altares continúan cubiertos, las velas de los templos son negras, las gentes visten de luto.

El sábado de Gloria, al cantarla en la misa, las cortinas que cubrían los altares caen, las campanas que han guardado silencio, dan sus mil voces al viento, y los caballos y los coches simones que han estado encerrados, salen en tropel por las calles en tanto número y con tal velocidad, que parece brotan de las piedras. Las pulquerías aparecen adornadas con festones de flores y en todas las casas que no han sido invadidas por el bistec y las papas fritas, se almuerza ese día tortillas enchiladas, chiles rellenos, frijoles gordos y excelente pulque de los llanos de Apan, con hojas de rosa.

El domingo de Pascua se abren los teatros y diversiones públicas; los paseos están llenos de gente y los pecadores arrepentidos y contritos olvidan los sermones de cuaresma, y comienzan a hacer materia para tener de que arrepentirse el tiempo santo del año siguiente.


Yo

Jueves santo

La historia que en todo el mundo cristiano se recuerda en esta semana, no es la narración de un héroe fabuloso y sanguinario, sino la del humilde, la del justo que cambió los destinos de la humanidad.

Desde las más remotas y oscuras edades, los sacerdotes y los filósofos formaron sus sistemas religiosos y los enseñaron a los pueblos, los que los fueron variando, corrompiendo y transmitiendo a otros.

La guerra o las necesidades de las gentes, los obligaban a formar colonias y a establecerse en lugares lejanos, y a ellos llevaban sus dioses, sus creencias y sus costumbres. Pero pasaron siglos tras de siglos. El mundo oriental se fue poblando, y del mundo oriental pasaron unas razas al occidental y comenzaron a formar naciones civilizadas y pueblos que han hecho mucho ruido en la historia; pero ninguna de estas razas, ninguna de estas naciones, ninguno de estos pueblos guerreros o civilizados, conoció en toda su extensión ni los elementos de la vida moral, ni los derechos claros y naturales del hombre, ni los principios fundamentales de las constituciones de los pueblos. Años y años se perpetuó la esclavitud que cambió sólo de formas y de martirios; años y años estuvo recibida como un dogma la teoría de la desigualdad del hombre ante las leyes; años y años practicado y ensalzado el despojo, la violencia y la guerra.

Fue de un lugar silencioso, oscuro, quizá desconocido de la mayor parte de los poderosos de la tierra, de donde nació una doctrina tan sencilla, tan perceptible, tan fácil, tan completa, que lo mismo la puede entender el campesino ignorante, como el político profundo; lo mismo aprovecha en su observancia al magnate que gobierna una nación, como al último de los ciudadanos que obedecen.

«No hagas a otro lo que no quisieses que te hicieran.»

«Amaos como hermanos los unos a los otros.»

«Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.»

«Dad al que os pida y no rechacéis al que necesita de vos.»

«Amad a vuestros enemigos.»

He aquí el fundamento de todas las constituciones, la base de toda legislación, la norma de conducta de todos los hombres, el tipo acabado de toda la filosofía.

Reunid a esta enseñanza moral, el adelanto que los hombres han hecho en las ciencias y los tesoros que ofrece la naturaleza bendita y fecunda, y tendréis los elementos completos de un buen gobierno, de una sociedad feliz y de un país abundante, próspero, civilizado y respetable.

¿Por qué esta doctrina sencilla ha servido de instrumento de matanza y de crímenes?

¿Por qué esta moral clara, cómoda, fácil para la práctica, ha sido siniestramente interpretada?

¿Por qué los hombres en guerra continua, en vez de amarse como hermanos, se matan y se destrozan continuamente?

¿Por qué la igualdad, la democracia y la libertad cristiana no se establecen todavía como una base general en el mundo?

Todo esto pasa, porque abandonamos la marcha luminosa de la civilización, trazada en un pequeño pueblo de la Judea, y olvidamos esa filosofía sencilla que nació sin pretensiones, se propagó con la paciencia y la humildad y se selló con la muerte y la sangre del Justo, único que en el incomprensible y largo curso de los siglos anunció a la humanidad «la buena nueva».

El politeísmo, la tiranía, la barbarie, el despotismo, la esclavitud, todo cayó ante esta doctrina; y la humanidad, como si le pesaran, como si le avergonzaran los siglos anteriores, los borró, los consignó al polvo y al olvido y comenzó a contar su nueva vida, marcándola con el nacimiento del gran Reformador de la sociedad.


Publicado el 3 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
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