Costumbres Políticas

Manuel Payno


Cuento


¡Ya soy de oposición!

¿Qué es la oposición en México?… ¿Es moda, es costumbre, es virtud?… La oposición es oposición y existe de hecho.

¿Qué objeto tiene la oposición? ¿Va animada del bien, quiere siempre el progreso cuando triunfa, adopta las buenas ideas del gobierno que derribó y mejora la posición de los ciudadanos?…

La oposición es oposición y existe de hecho, y plegue a Dios que no existiera de hecho. Preguntemos a los mineros de Guanajuato qué tal les parece la oposición que hace Paredes. Que digan los que están temiendo ser machucados por una bala, qué tal es la oposición. ¡Oh!, magnífica es la oposición, particularmente para los pobres que mueren en el campo de batalla por influjo de las balas de la oposición, o se quedan a perecer porque la oposición no les ha dejado cara en que persignarse.

Pero quién es aquel imbécil que en estos tiempos pierde la oportunidad de hacer la oposición y de elevarse al rango de puro patriota, y de íntegro, y de incorruptible, y de héroe, en fin. Ya tenemos el ejemplo; de diputado se puede pasar a gobernador en un santiamén, y de salteador de camino real a segundo de un ejército salvador de la independencia. Pero dejemos a un lado esos asuntos de grave interés y de alta política y ocupémonos de pintar el gran personaje que se volvió de oposición. Don Agapito Conveniencia era un joven que pertenecía a la aristocracia mexicana, es decir, a una estirpe de viejos comerciantes a lo divino, que en los negocios de las cofradías y archicofradías, en las velas del Santo Entierro y en los testamentos de difunto, y otras cosillas por ese estilo, tan secretas como lucrativas, habían logrado tener una buena casa, una buena mesa, un buen coche, unos buenos muebles, y unas buenas relaciones sociales para caer parados con todos los gobiernos, para ser electos alcaldes, y regidores, y diputados, y jueces, y todo lo que es posible ser en este país-teatro, donde representan tantos mitos, campo donde combaten tantos falsos héroes, cátedras donde rebuznan tantos asnos. Qué mucho si los padres de Agapito Conveniencia figuraban en todas las linternas mágicas que continuamente dan vueltas en nuestra república. Por sí y ante sí se declararon nobles y aristócratas los padres de Agapito, y parientes de don Fernando y doña Isabel, y llamaron oscuros, a pesar de que ellos no eran muy daros, a todos los que opinaban por la libertad y por la Federación; por supuesto que eran monarquistas rematados, ya porque comían del clero, y el que come del altar es fuerza que defienda al altar; ya porque los descendientes de Isabel la Católica no podían ser federales. A los puros los llamaban vil canalla, a los moderados escoria, a los monarquistas los hombres del país, al clero la clase benemérita, y a las demás gentes raza oscura. Tenían amistad sólo con los condes y marqueses, y también con los ministros, aunque fueran puros, porque ya un ministro es algo, y sobre todo, puro o moderado puede servir de algo.

Ésta era la descendencia de nuestro queridísimo Agapito Conveniencia; y el niño, como era de esperarse, salió un primor. Leer, escribir y las cuatro reglas de aritmética, eso fue lo que aprendió en la escuela. Leía tartamudeando, escribía guajada por cuajada. Zueldo, habono, prrorrateo y ofisina. Respecto a eventos, hacía lo que un colegial en un certamen, en el cual no replica, para examinar sus conocimientos en matemáticas, le preguntan ¿cuánto importan mil chivos a peso cada uno? El muchacho, con mucha expedición y desembarazo se puso en pie, tomó el gis, llenó todo el pizarrón de números de X, de signos matemáticos, y al cabo de un cuarto de hora de trabajo, respondió lleno de orgullo: «Mil chivos a peso importan setenta y cuatro pesos cuatro reales».

Con estos elementos, y con el buen talento natural que la naturaleza le había concedido al retoño de la familia, ésta tuvo un consejo pleno para deliberar a qué cosa se le destinaría.

A padre de la Iglesia. Había un inconveniente, y es que la familia deseaba una cosa digna de su aristocracia y no había vacante de canónigo. Se desistió de tal idea, pues era una cosa altamente degradante que el niño comenzara por acólito o por coloradito. Hubo un miembro de la familia que indicó la idea de que se le dedicara al comercio. Una grita terrible se alzó contra el réprobo que tal propuso. ¡Comerciante el niño Conveniencia! Ésa era una ocupación en contraste con su alta cuna. En tiempo del gobierno español se llamaba a los comerciantes mercaderes, y todos eran plebeyos. Y además, cómo había de ir a ser un súbdito de Candás, de Clemente o de Goupil. Si se trataba de ponerlo en un almacén, mucho menos, porque ¿cómo habían de consentir que un Jamison o un Gordon lo mandara lloviendo a sacar las cartas al correo? Se desistió de esa idea y se pensó en ponerlo de abogado, para que fuera inmediatamente, lo menos, ministro de la Corte de Justicia. Esta idea llenó de placer a los parientes del niño, pero tropezaron con la gravísima dificultad de que no había estudiado. Recorriéronse, pues, todas las profesiones posibles, y como se encontró que en el fondo el niño era un animal y que no servía para nada, se creyó que era bueno para empleado, pero no así como quiera colocándolo de escribiente de una oficina, sino sentando plaza de jefe, y por supuesto con más de 1 000 pesos de sueldo, porque la familia se hubiera dado por muy ofendida con que se le hubieran señalado a su hijo 500 pesos. ¡Victoria, victoria!, ¡el influjo de la familia triunfó! Se creó ya por vía de arreglo y de economía una oficina con el laudable objeto de que un pobre hombre que tenía por forzosa necesidad que mantener coche, y pagar palco en el teatro y mantener a un familión de presumidas viejas, pudiese acudir a sus gastos. El tesorero es otro pobre hombre de las mismas circunstancias que el primero, y que necesita que la nación le premie los ningunos servicios que ha hecho. Los escribientes y oficiales son todos niños finos que colean y enamoran, y fuman puro habano; que los angelitos de alguna parte han de sacar para sus gastos. Agapito fue uno de los bien colocados y con esto ya tuvo para darse todo el tono correspondiente. Hablaba con desdén a los pobretes que lo iban a ver; sólo se juntaba con los atachés a las embajadas extranjeras, y no visitaba sino a condes o marqueses, o como decían nuestros antepasados, a títulos de Castilla; y cuando Agapito estaba de buen humor visitaba a personas de coche.

De improviso pasó nuestro hombre a una secretaría de Estado. Allí fue su posición más brillante. Influía en los negocios, se procuraba captar la benevolencia de los ministros, y al fin sacaba siempre algún partido, por ejemplo, que le aumentaran sueldo, que le concedieran sobresueldos, que lo agraciaran con gratificación. Con sueldos, sobresueldos y gratificaciones logró nuestro don Agapito formarse una renta de cerca de 3 000 pesos, que no era mal bocado para un hombre que nada sabía y que nada hacía. La familia estaba loca de contenta, porque decía, y decía muy bien: Ya al fin el pobre de Agapito tiene con que vivir y no gravita sobre nosotros sino sobre la nación, y esto es mucho mejor, y al fin está en un puesto distinguido.

Agapito era feliz como es todo hombre que de improviso se puede decir que tiene una regular renta con que vivir; mas no siempre se goza de calma, y un día una tempestad ministerial asaltó a la tranquila nave en que bogaba Agapito. Entró, pues, al ministerio un hombre de estos malditos modernos que en todo quieren meterse, que dan tajos a diestra y siniestra, y que tienen la necia idea de corregir abusos y desarraigar no sólo preocupaciones, sino gastos, que es lo más importante. Aquí fue Liorna o Troya que lo mismo da. Agapito puso el clamor en el cielo, sacó leyes, aglomeró documentos, dirigió representaciones una tras otra y lo mismo fue: el ministro erre que erre se estuvo en sus trece, y Agapito se convirtió en un decir Jesús, en un verdadero vago porque a nada podía dedicarse. Agapito, a falta de su canonjía y de otra cosa en que poderse ocupar, tomó el oficio de oposición, oficio que algunas veces no deja de ser muy lucrativo, y que como al principio dijimos, eleva al grado de héroe. Defensor de los diablos, monarquista, santanista, paredista, puro seré de hoy en adelante, el caso es hacer guerra a muerte a este gobierno inicuo que me ha hecho tan atroz injusticia. Ya soy de oposición, ya soy hombre libre. Éstas eran las exclamaciones de Agapito, y corría las calles por todas direcciones oponiéndose a todo, criticándolo todo y proclamando la próxima caída del gobierno. Cuando se trata de reformar abusos debe uno tropezar con centenares de opositores del arte de Agapito.


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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