Costumbres y Trajes Nacionales

Manuel Payno


Cuento


El aguador

Tilín, tilín.

—¿Quién es?

—Yo.

—Allá van: Lorenza, abre esa puerta.

Tilín, tilín.

—Lorenza, ¡que rompen la campana!

—Voy allá, tía Gregoria; estoy dando su champurrado al niño Paquito, y quitando el almidón a las faldas de la camisa del niño Juanito.

Tilín, tilín.

—Allá van, allá van.

—Lorenza: con mil diablos, ¿abres la puerta, o no?

A esta interpelación de la cocinera, hecha con una voz agria y decisiva, Lorenza sale con el niño Paquito en los brazos, lleno de champurrado de los pies a la cabeza, y dirigiéndose al portón pregunta antes de levantar el pestillo:

—¿Quién es?

Una voz trabajosa responde:

—El aguador.

—¡El aguador! —exclama Lorenza—: el aguador, ¿y toca como si fuera el amo de la casa?

—Déjese de chanzas, siñía Lorenza —responde éste—, y abra bien el portón, que vengo desde la pila de Santo Domingo, y no puedo más con este maldito chochocol.

—Entre el niño, no sea que se quebre la cintura.

—Seré como ella, que no más carga al niño todo el día, y no hace otra cosa —interrumpe el maestro, y abriendo con garbo la puerta se introduce por el corredor y llega a la cocina, dejando en su tránsito un reguero de agua, y señalando en los ladrillos sus nobles y anchas huellas.

La cocinera se apresura a destapar el barril del agua, y a reñir con el maestro aguador.

—Buenas horas son de venir, ñior Tribucio, por poquito nos deja sin guisar hoy. ¿Qué le había sucedido?

El aguador sin darse por entendido se dirige hacia el barril, y exclama:

—Ave María Purísima: buenos días, tía Grigona.

—En gracia de Dios concebida: los tenga usted muy buenos, ñior Tribucio.

—Destápeme pronto el barril.

—Vamos, eche con cuidado el agua para que no se revuelva, y dígame, ¿por qué ha venido tan tarde?

—Porque no había agua en la fuente del Colegio de las Niñas, ni en la de Zuleta, y he tenido que buscarla hasta Santo Domingo.

—Ésos son malos aligatos, ñior Tribucio: se estaría su mercé bebiendo su traguito en la vinotería, y…

—Destape, le digo, la tinaja, o le tiro la agua en el suelo.

—Arre, cara de zulaque. ¿No ve el indino que los huevos se están quemando en la sartén?

—¿Dónde vacío el chochocol?

—En esta tinaja, y en la ollita de Guadalajara que es la del siñor.

El aguador quita la correa de la fente, y apoyando en un cuadril el chochocol, quita la tapadera de cuero y salta un chorro grueso y espumoso, que la cocinera y Lorenza la recamarera contemplan con cierto aire de admiración.

—Válgame, ¿y qué chochocol tan chiquito trae el maestro?

—Es el mismo de siempre.

—Mentira, y muy mentira, interrumpe furiosa la recamarera, que antes se llenaba con un viaje la tinaja colorada, la tinita, la olla del amo y…

—Vaya, tía Grigoria, chupe un cigarro y déme un taco.

—Había de ser tan bueno para eso —responde Gregoria, dando al aguador una media torta de pan, rellena con un trozo de carne y unos pocos de frijoles; éste, entre alegre y enternecido, ocurre a una bolsita de cuero que lleva atada en la cintura, y escogiendo el cigarro menos mugroso, se lo da a la química vieja.

Entonces tiene lugar un momento, una escena patriarcal. El maestro Tiburcio, con su chochocol y cántaro cargados à la negligée, se recarga en la orilla del barril, y comienza a saborear su taco: la cocinera se sienta en el banco de picar la carne, y arroja con indolencia sendas bocanadas de humo por la boca: la recamarera se instala en medio de la cocina con su correspondiente Paquito, y todos tres, porque el niño no hace sino meter las manitas en una gran taza de atole, comienzan la historia de la crónica de la mañana.

—¿Qué dicen por esas calles de Dios, ñior Tribucio? —pregunta la anciana.

—Nada, nada —responde el aguador—, sólo que dos se peliaron primero a bijarrazos, y luego sacaron los tranchetes.

—¡Jesús los acompañe! ¿Y qué sucedió?

—Pues nada, que uno le dio un rasguñito al otro.

—¡Ah!

—Y pus, apenitas todo el istógamo le echó juera.

—¡Qué pícaro!

—Eso sí, luego vino don Guadalupe el carnicero, que es alcalde, y zas; al herido y al otro les dio de espadazos y los amarró, y como el otro se estaba muriendo, el pobrecito lo pusieron en un tapestle y se los llevaron a la cárcel.

—¡Pobrecito! Dios lo haya perdonado. ¡Cómo se matan estas gentes!

—Pero ya verá usted, tía Grigoria, luego los alcaldes y los escribanos de la Acordada echan juera a estos pícaros, y vuelven a pasearse en las pulquerías, ya…

—No sé, no sé, ñior Tribucio, cómo estas gentes tienen concencia, y cómo Dios no los castiga por dejar sueltos a tantos matadores y ladrones como hay en este México…

Mientras departen alegremente en estas y otras conversaciones la cocinera y el aguador, se abre la puerta y sale una señora arrebujada en su rebozo, con el túnico suelto, los ojos papujados y el peinado en desorden.

—Buenos días, maestro aguador.

—Los tenga su mercé muy buenos, niña —responde éste quitándose su gorrita y dejando enredados sobre su erizado cabello negro dos o tres cigarros, algunos tlacos, el billete de amor escrito por un evangelista, y una estampa de Nuestra Señora de la Soledad de Santa Cruz.

—¿Cómo estamos de cuentas?

—Su mercé sabrá, señorita.

—Saca la olla de los colorines, Gregoria.

La cocinera saca de la alacena una ollita, vacía los patoles sobre el brasero, y cuenta hasta cuarenta y nueve.

—¿Con que son, viajes…? —interrumpe la señora.

—Aguarde usted, señorita, los pondré en orden.

La cocinera forma los frijoles en montoncitos de a tres, y dice muy satisfecha:

—Dieciséis viajes y un frijol.

—¿Que son, maestro?…

—Que son, señorita…

Como se deja ver que los liquidantes no son de los más duchos en la ciencia numérica, hay un momento de silencio, hasta que Tiburcio exclama con cierto aire de orgullo:

—Cuatro reales, y queda un viaje.

—Cabalito, eso mismo iba yo a decir —interrumpe la cocinera.

En cuanto a la señora, saca de su bolsita de seda los cuatro reales y los da al aguador, no omitiendo recomendar a éste, compre un chochocol más grande, y a la cocinera sea más económica en el gasto del agua, y a la recamarera que limpie el rostro al inquieto y tragón Paquito.

En cuanto al aguador, se despide tan cordialmente como un enviado diplomático, de la cocinera; hace su cariñito tierno a Lorenza, la que le contesta con un pellizco, y contoneándose con un aire sultánico, sale de la casa y se dirige a la fuente donde acostumbra abastecerse de agua.

El aguador por lo común vive o en un cuarto de una casa de vecindad, o en una accesoria de un barrio. A las seis de la mañana se viste su camisa y calzón blanco de manta, y unas calzoneras de pana o gamuza. Encima de esto se pone un capelo de cuero, unido por delante a un gran delantal, y por detrás a un rodete que sirve para mantener en seguro equilibrio el chochocol, a la vez que guarecen su benemérito espinazo. Cubre su cabeza con un casquete de cuero, y por medio de una correa que le pasa por la frente, sostiene por las asas a la vasija grande, llamada chochocol, mientras de otra correa cuelga a su cabeza la vasija más chica que se llama cántaro.

Comienza regularmente su faena poco después de las seis, y con una grande actividad llena sus cántaros, y se dirige a trote a sus casas parroquianas, donde a poco más o menos entabla con las criadas y cocineras un diálogo semejante al que va referido. A las diez o las once el aguador ha concluido su quehacer, y entonces se dirige a la fuente donde acostumbra sacar agua; se desembaraza de sus cántaros, y se tiende en las gradas a la bartola; o bien pasa el resto del día jugando a la rayuela, calando cañas, o diciendo chuscadas y refranes a las mozuelas que pasan cerca de él.

Por la tarde es muy raro ver a los aguadores en las calles, y aun cuesta infinito trabajo encontrarlos, cuando para disponer un baño u otra urgencia se necesita de ellos en las casas: en la noche desaparecen completamente, y esta parte de la vida de mi interesante personaje, es para mí un enigma.

El aguador por lo común es hombre de probidad y de honor, amante de su familia y agradecido a sus parroquianos: en tiempo de invierno hace la mañana con un pequeño vaso de mezcal o chinguirito para abrigar su estómago; y en tiempo de calor suele echar a medio día sus tragos de pulque para refrescarse; pero sea dicho en obsequio de la verdad, que todo esto lo hace con moderación, pues un aguador ebrio es incapaz de ejercer su honrosísima profesión, con toda la sensibilidad necesaria; puesto que si pasa por una escuela a las doce, le asaltan los chicuelos su cántaro, y el sufrido y paciente les da de beber, sacando a veces la recompensa de que le puncen con un alfiler sus morenas y nervudas pantorrillas, o le arrojen sendas bolas de lodo en su chochocol, prevalidos de la imposibilidad que tiene de defenderse.

Examinando sin filosofía esta vida pacífica y monótona del aguador, puede creerse que es un personaje cualquiera. No, señor; por el contrario, es uno de los individuos de más importancia en la sociedad de México.

El aguador sabe, como nadie, los interiores de las casas, es decir, si salen algunos amantes embozados a las seis de la mañana; si el señor diputado se desayuna con atole y pambacitos de manteca, o con bistec y papas fritas; si el uniforme del señor coronel fue de madrugada a la tienda; si el tápalo de la señora contadora se lo dio en abonos semanarios don Pedrito el cajero del León de Oro; si los sueldos del señor oficial de aduana están bien pagados; si la niña tiene cuatro novios a la vez; si… en fin, todas las escaseces de los militares retirados, cesantes y viudas, están al alcance del aguador; pues naturalmente lo suele resentir en la liquidación de los colorines.

Si un amante trata de inducir a la recamarera para que entregue una carta a la niña, el aguador se encarga del negocio; si un perrito se enferma en la casa, se le consulta al aguador; si ha habido ladrones en la noche por el barrio, el aguador da una razón circunstanciada del acontecimiento. Si una vecina quiere saber de qué vive la familia de enfrente, el aguador saca en limpio cuanto es de desearse; si la señora está disgustada con la cocinera, llama aparte al aguador, y con secreto le encarga otra que sea limpia, que sea segura, que no sea respondona, que sepa guisar chiles rellenos, y que se acomode por 20 reales, y cinco y medio de ración; si el niño llora y se enflaquece, el aguador proporciona otra chichihua robusta, sana y de buena leche; si una criada va a acomodarse, se refiere a que informe de ella el aguador; si se trata del robo de un faldero chihuahueño, el aguador lo traslada de una casa a otra el día menos pensado; en fin, el aguador simple y rústico, con su cara de pascua, es depositario de mil memorias del diablo.

Uno de los lances que comprometen el amor propio de un aguador es cuando se le encarga que ponga en carrera de virtud y tranquilidad a un gato. Entonces deja por un momento sus cántaros, saca de su bolsita de cuero una tremenda navaja y busca al gato. El animal que por instinto conoce a su enemigo, brinca de trasto en trasto, gruñe, espeluza la cola, enarca el lomo, atufa los bigotes y saca las uñas… pero no hay remedio; el aguador se enfurece y se apodera del cogote del animal; lo suspende en el aire, y le sumerge en seguida la cabeza y las manos en un tompeate, y haciendo vibrar el formidable bisturí, en un abrir y cerrar de ojos…

Ni Jecker hace más pronto ni mejor una operación quirúrgica semejante. En seguida, echa ceniza caliente en la herida del animal, y lo suelta con un aire de triunfo. ¡Es sublime el aguador en este acto de su vida!

Dos lances hay muy terribles en la vida política del aguador, y son su inauguración en una fuente, y un pleito con algún compañero. Cuando por primera vez se dirige, mustio y humilde, a sacar agua a una fuente, los otros aguadores lo miran de reojo, le dicen chifletas, lo insultan, y finalmente lo asaltan cuando más descuidado está. El mísero lucha, maldice, amenaza, ruega… nada le vale: los aguadores armando una batahola infernal, dando silbidos y risotadas, lo tienden en el suelo, y tomándolo unos de los brazos y otros de los pies, obligan a otro a que se monte en su estómago, y le dé sendos talonazos en la rabadilla, cada vez que con júbilo del auditorio suspenden en el aire el cuerpo del desgraciado novicio. Concluido el caballo, se dirigen a la pulquería inmediata, y con la más amable jovialidad, convidan a pulque e instalan en su sociedad y compañía al nuevo aguador. Después de pasado este lance, o el de ser sumergido en la fuente el aguador, puede ocurrir a ella sin temor alguno, y antes bien seguro de tener siempre una selecta y escogida sociedad.

En cuanto a un pleito, ¡oh!, eso es muy terrible. ¿Dos aguadores riñendo? Valía más ver el combate de un león de Bengala y de un tigre de Abisinia, o una lucha entre los pugilistas ingleses. Luego que el aguador se acalora en la discusión, aplica un buen moquete en la mejilla de su compañero, y con la velocidad de un rayo toma su cántaro por la correa, y comienza con él a hacer un espantoso círculo por encima de su cabeza, hasta que logra la oportunidad de romper el tremendo jarro en las costillas de su antagonista. Éste, por su parte, huye, excusa el cuerpo, forma también con su cántaro esos fantásticos y malditos círculos, y… pum… cuando menos se aguarda, se escucha un estruendo como el de un volcán cuando revienta… Los dos aguadores se han roto los cántaros en los pulmones, y están ya llenos de sangre y de agua.

El aguador más resuelto hace a veces una heroica defensa con el go líete y asa del cántaro que quedó pendiente de la correa, y consigue que su adversario apele a una vergonzosa fuga, cubierto de oprobio, de mojicones y cantarazos.

Cuando la calma y la filosofía se han apoderado del corazón del aguador, tiene momentos verdaderamente angustiados; ve su chochocol y su cántaro queridos, tirados por el suelo, sin forma, sin la mágica belleza que tenían cuando estaban enteros. Quiere juntar los fragmentos, coserlos, unirlos con zulaque, volverles aquella vida, y aquella juventud… ¡Esfuerzo vano! Rueda por las mejillas del aguador una lágrima; desesperado arroja su gorra contra el suelo, da de puñadas en las gradas de la fuente, y se vuelve a sentar sombrío y taciturno en medio de los tepalcates, como un rey sobre las ruinas de su imperio; como una madre ante los cadáveres de su hijos…

Veo que os reís, lectores, de este trozo sentimental… ¡Insensibles! Os diré como Pedro Mososini: vos no vais a comprenderme, porque no habéis sido aguadores, ni sabéis las afecciones tiernas y sublimes que un aguador tiene por sus arneses. He oído decir a uno que su chochocol es tan bueno, que no le faltaba más que hablar.

Sobre todo, la locura juvenil deberá costar al aguador, lo menos cuatro pesos, es decir, como doscientos viajes de agua, y además… el otro chochocol estará, o más chico, o más grande, y no será ni tan bruñido, ni tan esbelto y regordete, ni… estará curado…

Pero la Semana Santa se aproxima. El aguador toma una resolución enérgica; se dirige a la casa de más confianza, y consigue que le anticipen cuatro pesos, a desquitarlos con agua, y con abonos de una cuartilla diaria… ¡Bien!… El aguador tiene otro chochocol, lo cura, lo marca… ¡Magnífico! Comienza a trabajar con tesón… ¿Para qué?… Os lo diré.

¿Veis a aquel hombre vestido de pana negra, con su cabeza amarrada con una mascada, un gran escapulario morado y una camisa y unos calzones finísimos y encarrujados? ¿Lo veis con su incensario en la mano, caminar entre devoto y enorgullecido en la procesión del viernes santo? ¿Lo veis con una resma de estampas, gritando con fervor: «Hincándose de rodillas delante de este divino Señor…»? ¿Lo veis sudando y fatigado con el peso de la gran urna de plata del Señor del Santo Entierro, o de la Santísima Trinidad? Es probable que ni vos, lector querido, pero ni la madre que lo parió, conozca a este individuo. Pues es nada menos que el aguador, que ahorra todo el año nada más que por el placer de vestirse de nazareno la Semana Santa, y estoy seguro que en esos días es tan feliz, se halla tan orgulloso y satisfecho con su transformación, que no se cambiaría por el monarca más poderoso de la tierra.

En el discurso del año tienen los aguadores otro día de fiesta y de jolgorio. Cuando comienza a salir la aurora queman una infinidad de cohetes y bombas, lo cual llaman salva. Cuando el sol sale, ya el signo de la cruz está plantado en las alcantarillas de las fuentes, y éstas adornadas con rosarios de amapolas y cempasúchil. Ese día los aguadores se visten de limpio, se lavan los pies y queman cohetes; almuerzan grandemente y beben pulque curado la mayor parte del día.

El resto del año corre sin azares ni peligros la vida del aguador; vida pacífica a la vez que útil y gloriosa, pues si se hubiera penetrado el verdadero mérito y utilidad del aguador, se le hubiera concedido ya una cruz de honor, para que su clase no se confundiera con los cocheros, cargadores, etcétera.

Antes el aguador, vestido con un saco encarnado, cargaba y acompañaba con vela en mano a los muertos hasta su última morada. Hoy los trinitarios han sido remplazados por los pobres del hospicio; mas no por esto el aguador ha dejado de ser, según se echará de ver por esta ojeada biográfica, un personaje de alta importancia, a quien tarde o temprano le hará justicia la sociedad mexicana.


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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