El Baratillo

Manuel Payno


Cuento


Baratillo, según el Diccionario de la lengua española, es diminutivo de barato, y también es el lugar donde se venden trastos de poco precio. El mismo Diccionario dice que hay baratillo en Sevilla y Valencia, y yo sospecho que lo habrá también en muchas otras partes de España, y me afirmo que de allende nos vino la dicha de poseer en México ese establecimiento, que por útil y benéfico lo han respetado los imperiales, los federalistas, los centralistas, los escoceses, los yorkinos, los hombres, en fin, de todas épocas, de todos colores y de todos los partidos. Esto no demuestra más que el feliz privilegio de las cosas verdaderamente buenas, que son respetadas, no digo de los hombres, sino hasta del tiempo, enemigo implacable de todo lo que existe. La pesada estatua de Carlos IV tenía un olor insoportable de tiranía, y la confinaron al patio de la Universidad, con miles de gastos y de trabajo. El Palacio, aunque no ha sufrido mutaciones en su cara, si no es pintorrearla de un color oscuro y análogo con el de nuestros legítimos antecesores, en su cuerpo se han abierto y cerrado puertas, y construido y tirado paredes, y nunca se concluye la obra. La Inquisición, donde antes gemía la humanidad, ha sido cuartel de inválidos, prisión liberal de reos de Estado, y por último, pasó de manos vivas a manos muertas para convertirse en seminario conciliar. La mayor parte de los edificios públicos han sufrido sus mutaciones, como todo lo del mundo, menos el Baratillo, que desde que yo abrí los ojos, tiene las mismas facciones horribles y asquerosas que hoy. Si se tratara en este artículo de un hospital, de una escuela o de otro establecimiento de esa clase, me hubiera yo tomado sin duda el trabajo de indagar la fecha de su fundación y demás pormenores relativos a su cronología; pero traer a la memoria el origen de un lugar tan inmundo no sería de gran utilidad, y por otra parte, el que esto escribe temería, si se atreviera a estampar hoy con letras de molde el nombre del fundador del Baratillo, que su sombra viniera a reclamarle tal falta, y que su amarillenta calavera (la del fundador por supuesto) se coloreara a fuer de avergonzada. Hanme dicho, no me lo crean, que el inmortal conde de Revillagigedo hizo algunas reformas y arreglos en el Baratillo. ¿Qué tal estaría antes?

No hay cosa mejor en la pintura, en la poesía, en los acontecimientos de la vida, que el claroscuro; y he aquí cabalmente por qué el Baratillo está situado en el centro de la ciudad, a poca distancia del teatro, escuela de la civilización, y entre los conventos de monjas de San Lorenzo y Santa Clara, asilos de la virtud. Sí, señores, porque es menester que todo esté conforme a las reglas de México, donde hay máscaras y misiones, coches relucientes con hermosos caballos tropezando con carros aromáticos, tirados por anciana y flaca mula, y viudas que se mueren de miseria junto a usureros que agonizan de ahitamiento; pero ¡qué digo!, esto creo que sucede en todo el mundo; y digan si es cierto los que han visto mundo.

¡Qué hermosa para un artículo de costumbres es la descripción de un edificio siquiera como el elegante café de la Bella Unión en una noche de concierto! Pero he aquí que es fuerza hablar del ángulo que forman las calles de la Canoa y Factor, donde están colocados una porción de cuartuchos negruzcos de tejamanil, cuyos techos han sido de años atrás teatro de las glorias amorosas y guerreras de multitud de gatos, y cuyos interiores ministran campo vasto a las correrías de las ratas, a los trabajos industriosos de las arañas y a las construcciones arquitectónicas de los alacranes, mestizos y otras sabandijas. De noche se cierran los cuartuchos y las dos puertas que dan entrada a ese elegante bazar, y un sereno arrebujado en su capote azul, ronca toda la noche en la puerta principal cuidando los valiosos intereses de los ciudadanos. Al acabar este renglón me viene la idea de que he pecado contra la gradación, describiendo el Baratillo en la noche antes que en el día. Los cajoncitos exteriores de la parte de la calle de la Canoa, están llenos de espuelas, jáquimas, fustes, estribos, reatas, clavos, cadenas y otra porción de útiles para los rancheros, y los rancheros precisamente son los que dan de comer a estos comerciantes; y divertida cosa es oírlos ponderar la fortaleza de los fustes quebrados y pegados con cola, la suavidad de los arzones, que parecen de madera y no de cuero, y la bondad de los estribos apolillados. Difícil es engañar a los payos en esa materia; pero el caso es que a fuerza de charlar y de porfiar les encajan las cosas por un duplo de lo que valen, y por una silla de caballo que han comprado en 12 reales, tienen la desfachatez de pedir 40 pesos.

Dando vuelta, se ven una porción de puertecitas cuadrilongas y estrechas con celosía verde y cortina encarnada: son las barberías. Los maestros parados en la puerta convidan a cortarse el pelo y a rasurarse a todo indio que pasa por allí; por la módica suma de medio real, les raspan la cara hasta ponerlos como una escarlata, y les cortan con una rapidez admirable los cadejos enmarañados de pelo. En estas barberías se rasura y se pela a lo romántico, con destreza, soltura, valentía, hasta para echar abajo un pedazo de oreja, pero nada de reglas ni de lógica. Estos barberos son de una clase inferior a los demás: no rasuran a los ministros, a los diputados, a los coroneles y generales, y hablan poco de política por esta causa; pero en cambio, saben dónde vive Chepe el Cojo, Pancha la Tortuga, y la Tía Nicolasa la Fandanguera; llevan la alta y baja de los matados y heridos, y la crónica del barrio de San Sebastián, de la Palma o de San Pablo. Hablan mucho y rasgan sus jarabes en la vihuela, porque también es ley del mundo que todos los barberos hagan esto.

Entrando al interior del Baratillo, se ve en medio una fuente de agua sucia, concurrida de multitud de criadas y aguadores, una capilleja en el fondo con unas torcidas verjas de fierro, y en derredor multiplicados los cuartuchos de tablas. Cualquier cosa que el lector imagine, la encontrará allí. Sables, pistolas, camas, roperos, casacas, chalecos, pantalones, relojes, botones, rosarios, estampas de santos, baúles, todo está allí revuelto, confundido y transformado. Una que en los días de su juventud fue camisa, aparece convertida en calzoncillos blancos, una capa en levita, una levita en uniforme, un uniforme en chaleco. En las prendas de ropa del Baratillo está realizado el sistema de Pitágoras. En el suelo hay colocadas sobre unos restos de carpetas azules, innumerables llaves, chapas, candados, ganzúas, clavos y tornillos, todo mohoso y viejo por demás, y junto de estas preciosidades hay multitud de harapos sucios que también se venden y hay quien los compre. ¿Para qué? No lo sé. Todas las testamentarias de los pobres, la ropa de los difuntos, los desperdicios de los elegantes, los muebles de las accesorias van a parar al Baratillo, amén de las cosas hurtadas que hallan postores en el acto. La literatura tiene su lugar también en el Baratillo: pues hay sus librerías surtidas de infolios en pergamino, de breviarios viejos y de tomos truncos de diversas obras antiguas. Un tomo de la literatura de Llampillas, junto a las Memorias del señor Naxo, obispo de Lima; Las soledades de la vida y desengaños del mundo, y el padre Parra hundido entre las telarañas; un medio tomo de las obras de Spalazani junto a otro del Quijote. El librero pondera la excelencia de las obras, y clama contra la falta de gusto de las gentes y el prosaísmo del siglo, y añade que si hubiera hombres instruidos, irían a su librería a desenterrar tesoros de literatura y de ciencias. El catálogo del librero está en su memoria, y sabe de memoria todas las carátulas de las obras colocadas en unas tablas amarradas con mecate.

Por de fuera hay sus casas de recreo, tal como una vinatería donde se venden caldos superiores, una pulquería donde se encuentran enormes tinas abastecidas del suave Tlamapa, un elegante billar y unas mujeres que venden quesadillas, gorditas y enchiladas. Naturalmente tantos elementos de recreo, y el comercio y cambio tan activo, atrae numerosa concurrencia, cuyo aspecto no es muy agradable. Unos envueltos en una sucia sábana o frazada, otros desnudos de medio cuerpo arriba, otras con las enaguas de mil colores, las cabezas alborotadas y las caras aguardientosas, ¡y qué diálogos tan graciosos y tan chuscos!, ¡y qué pleitos a mojicones y a veces a puñaladas!, ¡y qué efectos tan finos cambian y venden! Es muy curioso el Baratillo, principalmente los domingos cerca de la oración de la noche; pero le aconsejo al lector si es de frac, que no se atreva a pasar por él a esas horas, y se contente con la descripción imperfecta que he hecho de él, pues si quisiera cerciorarse de si he dicho mentira o verdad, le costaría quizá el quedarse sin un faldón en la casaca, o sin el fundillo del pantalón. Esa reunión cotidiana de lo más vicioso de la sociedad para vender y traficar con las prendas robadas y las ropas de los muertos; ese hacinamiento de tablas podridas y negruzcas; esos vagos medio desnudos con sus pañitos sucios en la mano y una multitud de prendas de ropa sobre el hombro; ese bullir eterno de compradores y vendedores del residuo asqueroso de la gran población de México, este lugar impregnado de miasmas, ese Baratillo, en fin, es un letrero que dice a los extranjeros que lo miran: «Los mexicanos eran antes estúpidos, y hoy son indolentes».


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 8 veces.