El Fistol del Diablo

Novela de costumbres mexicanas

Manuel Payno


Novela


Primera parte
I. Visita misteriosa
II. Gran baile en el Teatro de Vergara
III. Una cáliga y un desafío
IV. Fin de un baile
V. La pobre familia
VI. Recuerdos, amor y esperanzas
VII. Explicaciones
VIII. Un buen consejo
IX. Aventura nocturna
X. Miseria
XI. El juez de paz
XII. Viaje a Veracruz
XIII. El vómito prieto
XIV. Las dos diligencias
XV. Los ladrones son robados
XVI. En el Lencero
XVII. En Jalapa
XVIII. Apolonia
XIX. La cárcel de «La Acordada»
XX. El Tinterillo
XXI. El Ángel de la Guarda
XXII. Un jovencito del gran tono
XXIII. Las novelas de Rugiero.—El famoso Argentón
XXIV. Las novelas de Rugiero.—Una noche de bodas
XXV. Las novelas de Rugiero.—El robo de Elena
XXVI. Las novelas de Rugiero.—Elena y Margarita
XXVII. Cartas de La Habana
XXVIII. Un buen sacerdote
XXIX. Acto de contrición
Segunda parte
I. Don Pedro cede el campo al capitán
II. Esperanza
III. Junta revolucionaria
IV. Segunda sesión
V. El Palacio y la Plaza Mayor
VI. El Ministerio de la Guerra
VII. Ruinas y desgracias
VIII. Santiago Tlaltelolco
IX. En la cumbre de la Sierra
X. Visiones y fantasmas
XI. Secretos del corazón
XII. Combate entre un perro y un hereje
XIII. Escenas de familia
XIV. Aventuras de Josesito
XV. El Jorobante
XVI. El «Sol Mexicano»
XVII. Las dos pordioseras
XVIII. Las citas a media noche
XIX. Elevación y caída de don Francisco
XX. Don Francisco vende sus amores por un plato de lentejas
Tercera parte
I. Mariana obsequia con un banquete al capitán
II. La isla de lobos
III. El vapor «Neptuno»
IV. Historia de una piedra preciosa
V. La filosofía del diablo
VI. Juan Bolao cuenta sus viajes y aventuras
VII. La Hacienda de «La Florida»
VIII. Las bodas del rico Camacho
IX. Don Pedro pide para él mismo la mano de Aurora
X. Aurora abandona su casa
XI. Confesión general y testamento de Aurora
XII. La viuda de Pablo Argentón
XIII. Gran dulcería queretana y fábrica de chocolate
XIV. Una modista de París
Cuarta parte
I. Doña Venturita pierde el pleito y va a la cárcel
II. El Diablo enamorado
III. Celos indiscretos
IV. El elíxir de la vida
V. Tres contra treinta
VI. Derrota completa
VII. El «Café del Progreso»
VIII. Josesito
IX. Celestina y Josesito
X. El convento de la Concepción
XI. Donde se decide el casamiento de Josesito
XII. Le roban a Florinda el fistol
XIII. Proyectos descabellados
XIV. Va por una y se encuentra con otra
XV. El mesón de Balvanera
XVI. Historias
XVII. Tertulia de amigos
XVIII. Las cuentas de don Pedro
XIX. Preparativos para una sorpresa
XX. La sombra de Teresa
XXI. Los títeres de don Pedro
XXII. Conseja de familia
XXIII. Altos personajes
XXIV. La ley de manos muertas
XXV. Un buen amigo
Quinta parte
I. Manos vivas y manos muertas
II. Un paseo en la Quinta de Teresa
III. Las veladas de la Quinta.—Primera velada
IV. La milagrosa conversión del soldado Martín
V. Sacramentos con música
VI. La muerte del justo
VII. Las veladas de la Quinta.—Segunda velada
VIII. Josesito da fuego a la hoguera
IX. El fuerte de la Concepción
X. Ataque a la línea y batalla en el fuerte
XI. Historias de cuartel
XII. Las veladas de la Quinta.—Velada tercera
XIII. Las veladas de la Quinta.—Velada tecera (continuación)
XIV. Las veladas de la Quinta.—Velada cuarta
XV. Las veladas de la Quinta.—Velada quinta
XVI. Día de casamientos y víspera de batallas
XVII. Las veladas de la Quinta.—Velada sexta
XVIII. Las veladas de la quinta.—Velada séptima
XIX. La ambulancia militar
XX. Churubusco
XXI. El último casamiento
XXII. Las veladas de la Quinta
XXIII. La última velada
XXIV. La fuga
XXV. Velada sangrienta
Epílogo

Primera parte

I. Visita misteriosa

Arturo tenía 22 años. Su fisonomía era amable y conservaba la frescura de la juventud y el aspecto candoroso que distingue a las personas cuyo corazón no ha sufrido las tormentas y martirios de las pasiones.

Arturo había sido enviado por sus padres a educarse en un colegio de Inglaterra; y allí, entre los estudios y los recreos inocentes, se había desarrollado su juventud, vigilada por severos maestros. Las nieblas de Inglaterra, el carácter serio y reflexivo de los ingleses y la larga separación de su familia, habían hecho el genio de Arturo un poco triste.

Conocía el amor por instinto, lo deseaba como una necesidad que le reclamaba su corazón, pero nunca lo había experimentado en toda su fuerza; y excepto algunas señas de inteligencia que había hecho a una joven que vivía cerca del colegio, no podía contar más campañas amorosas.

Concluidos sus estudios, regresó a México al lado de su familia, que poseía bastantes comodidades para ocupar una buena posición en la sociedad. Al principio, Arturo extrañó las costumbres inglesas y hasta el idioma; mas poco a poco fue habituándose de nuevo al modo de vivir de su país, y notó además que los ojuelos negros de las mexicanas, su pulido pie y su incomparable gracia, merecían una poca de atención.

El carácter de Arturo se hizo más melancólico, y siempre que volvía de una concurrencia pública, reñía a los criados, le disgustaba la comida, maldecía al país y a su poca civilización, y concluía por encerrarse en su cuarto con un fastidio y un mal humor horribles, cuya causa él mismo no podía adivinar.

Una de tantas noches en que aconteció esto y en que se disponía a marcharse al teatro, se quedó un momento delante de su espejo, pensando que si su figura no era un Adonis, podría al menos hacer alguna impresión en el ánimo de las jóvenes.

—¡Eh! —dijo—, estoy decidido a empezar mis campañas de amor. He pasado una vida demasiado fastidiosa en el colegio. Este cielo azul, estas flores, este clima de México me han reanimado el corazón, y me dan fuerzas y valor para arrojarme a una vida de emociones y de placeres. Pero quisiera no una querida, sino dos, tres, veinte, si fuera posible, pues tengo tanta ambición de amor en el corazón, como Napoleón la tenía de batallas y de gloria.

»Si yo consiguiera conquistar los corazones —continuó acabándose de poner los guantes—; si tuviera cierto secreto para hacerme amar de las muchachas, era capaz de hacer un pacto con el mismo diablo…

Un ligero ruido hizo volver la cabeza a Arturo, y se encontró frente a frente con un hombre alto y bien distribuido en todos sus miembros. Sus ojos grandes y rasgados, sombreados por rizadas pestañas, ya brillaban como dos luceros o ya relucían como dos ópalos. En su fisonomía había alguna cosa de rudo y de salvaje, a la vez que agradable, pues parecía participar de la belleza de un ángel y de la malicia de un demonio. Su cabello delgado y castaño, perfectamente arreglado, caía sobre sus sienes y orejas y engastaba su rostro de una manera graciosa.

Vestía un traje negro; y un grueso fistol, prendido en su camisa blanquísima y de rica holanda, despedía rayos de luz de todos los colores del iris. Una cadenita de oro y amatistas, asida a los botones del chaleco, iba a esconderse en la bolsa izquierda. No podía darse hombre ni más elegante, ni más bien presentado, y sólo una mujer, con su curiosidad instintiva, podría haber notado que las puntas de las botas eran extremadamente largas y agudas.

—¡Caballero! —dijo Arturo saludando al recién llegado.

—Servidor vuestro, querido Arturo —contestó con una voz afable el desconocido.

—¿Podré seros útil en algo?

—¿Os habéis olvidado ya de mí?

—Quiero recordar vuestra fisonomía —repuso Arturo, acercando una silla—. Pero sentaos y hacedme la gracia de darme algunas ideas…

—¿Os recordáis —dijo el desconocido arrellanándose en una poltrona— del paso de Calais?

—Recuerdo, en efecto —contestó Arturo—, que había un individuo muy parecido a vos, que reía a carcajadas cuando estaba a pique de reventarse el barco de vapor, y cuando todos los pasajeros tenían buena dosis de susto…

—¿Y recordáis que ese individuo os prometió salvaros en caso de un naufragio?

—Perfectamente, pero… sois vos sin duda, pues os reconozco, más por el hermoso fistol que por vuestra fisonomía. Estáis un poco acabado. El tipo es el mismo, mas noto cierta palidez…

—Bien, Arturo, puesto que hacéis memoria de mí, poco importa que sea por el diamante o por la fisonomía. Soy el hombre que encontrasteis en el paso de Calais, y creo no os será desagradable verme en vuestra casa.

—De ninguna suerte —interrumpió Arturo, sonriendo y tendiendo la mano al hombre del paso de Calais—, mi casa y cuanto poseo está a vuestra disposición.

—Gracias, no os molestaré en nada, y antes bien os serviré de mucho. Platiquemos un rato.

—De buena voluntad —contestó Arturo sentándose.

—Decidme, Arturo, ¿no es verdad que pensabais actualmente en el amor?

—En efecto —repuso Arturo algo desconcertado—, pensaba en el amor; pero ya veis que es el pensamiento que domina a los veintidós años.

—Decidme, Arturo, ¿no habéis sentido un malhumor horrible los días anteriores?

—En efecto —contestó Arturo un poco más alarmado— pero también esto es muy natural… cuando el corazón está vacío e indiferente a todo lo que pasa en la vida.

—Decidme, Arturo ¿no es cierto que tenéis en el corazón una ambición desmedida de amor?

—Pero vos adivináis —interrumpió Arturo, levantándose de su asiento.

—Decidme, Arturo, ¿no es cierto que antes de que yo entrara os mirabais al espejo, y pensabais en que vuestra fisonomía juvenil y fresca podría hacer impresión en el corazón de las mujeres?

—Es muy extraño esto —murmuró Arturo, y luego, dirigiéndose al desconocido, le dijo—: ¿Decidme quién sois?

—¿Quién soy?… Nadie. El hombre del paso de Calais. Pasadla bien —continuó, levantándose de la poltrona y dirigiéndose a la puerta—. Nos veremos mañana.

—No, aguardad; aguardad —gritó Arturo—, quiero saber quién sois, y si debo consideraros amigo o enemigo…

—Hasta mañana —murmuró el desconocido, cerrando tras sí la puerta.

Arturo tomó la luz y salió a buscarlo, pero en vano. Ni en la escalera ni en el patio había nada. Todo estaba en silencio y el portero dormía profundamente.

Arturo subió a su cuarto, se desnudó y se metió en su cama. En toda la noche no se pudo borrar de su imaginación el extraño personaje que había adivinado sus más íntimos secretos. Los ojos de ópalo del hombre de Calais y su fistol de diamantes, brillaron toda la noche en la imaginación de Arturo.

Al día siguiente, los primeros rayos de la mañana, que penetraban débilmente por entre los transparentes de las ventanas de Arturo, disiparon las fatales ideas que habían turbado su sueño en la noche.

Ya más tranquilo, tocó una campanilla y ordenó al criado que le trajera una taza de té, y entre tanto tomó de su mesa de noche un tomo de Walter Scott. Se hallaba embebecido en lo más importante de su lectura, cuando sintió que le tocaban suavemente las rodillas; volvió la cabeza y se encontró con el hombre de los ojos de ópalo.

—Me alegro mucho de veros, caballero —dijo Arturo incorporándose en el lecho.

—Ya veis que cumplo exactamente mi palabra.

—Lo veo; pero ¿cómo habéis entrado? La puerta está cerrada y el picaporte no ha hecho ningún ruido.

—Yo entro por las ventanas, por los techos, por las hendiduras. Por donde quiera que puede pasar el aire, por ahí paso yo.

Arturo soltó una carcajada y replicó:

—Caballero, os queréis rodear de un aire tan misterioso y tan fantástico, que no he podido menos de reírme. Dispensad la descortesía y sentaos.

—Estáis dispensado, joven —dijo el desconocido, sentándose en la orilla del lecho—. Decidme ¿no habéis visto toda la noche brillar en la oscuridad de vuestro cuarto mis ojos y el fistol que llevo en el pecho?

—Esto es demasiado —gritó Arturo incorporándose de nuevo y tomando una pistola que se hallaba en su mesa.

El desconocido, sin inmutarse, soltó una carcajada tan irónica que desconcertó enteramente a Arturo.

Éste puso lentamente la pistola en su lugar y con voz tenue prosiguió:

—Caballero, me volvéis loco. Habéis tenido tal atingencia en adivinar mis pensamientos, que si no me decís quién sois os veré con desconfianza.

—Joven, agradeced mi prudencia. Anoche podía yo haberos revelado mi nombre, mi procedencia, mis viajes, mis aventuras, mis designios; pero consideré que la falta de la luz del día y la soledad en que estábamos podía haber influido de una manera fatal en vuestro espíritu.

—¿Y qué quiere decir eso? —preguntó Arturo, mirando atentamente a su interlocutor.

—Quiere decir, que anoche hubierais tenido más miedo que ahora.

Arturo sonrió irónicamente y se dejó caer con desenfado sobre los almohadones.

—¿Queréis saber mi historia, joven?

—No tengo otro deseo, y os escucho. ¿De dónde sois?

El desconocido suspiró dolorosamente y contestó:

—Mi patria era magnífica, espléndida: la desgracia no se conoce en ella; pero hace muchos años que estoy desterrado.

—¡Pobre amigo mío! —exclamó Arturo con un tono de compasión tan natural que los ojos del desconocido se humedecieron; mas inmediatamente se repuso y con tono enérgico dijo:

—¿A qué recordar desgracias pasadas y que no tienen remedio?

—¿Hace muchos años que viajáis?

—Mi oficio es vagar por el mundo, y he recorrido desde los montes Urales hasta los Andes; desde el centro del África hasta el interior de los bosques de Norte América.

—¡Vaya! —interrumpió Arturo sonriendo—, sois entonces el Judío Errante.

—¡Ojalá! —contestó el hombre del paso de Calais—. Pero os haré una advertencia. El Judío Errante vaga continuamente, sin poderse detener jamás; en cuanto a mí, más desgraciado que él bajo otros puntos de vista, tengo una poca de más libertad, pues me detengo donde me parece y me traslado de un punto a otro, según lo exigen mis ocupaciones.

—¿Sois comerciante, o propietario? —preguntó Arturo.

—Os diré mi oficio: donde hay guerra civil, allí me dirijo a envenenar las pasiones, a aumentar los odios y los rencores políticos. Cuando hay batallas, me paseo en medio de los fuegos y de la metralla, inspirando la venganza y la rabia en el corazón de los combatientes. Si se trata de diplomacia, me mezclo en las cuestiones de los gabinetes, y no inspiro más que ideas de maldad, de engaño y de falsía. En cuanto al amor, hago de las mías, y mi mayor placer es mezclarme en intrigas amorosas. Donde veo un matrimonio feliz, arrojo la discordia; a dos amantes jóvenes y candorosos, que se quieren como dos palomas, les inspiro celos, y cambio su idolatría en profundo odio. Las viejas son el instrumento de que me sirvo; ellas siembran chismes y se meten en enderezar entuertos, lo cual es bastante para que todo pase conforme a mis ideas. Ya veis, Arturo; así me divierto a pesar de mis infortunios, así olvido la memoria de una patria donde vivía dichoso como un ángel, y de donde salí para no volver a entrar más en ella.

A medida que Arturo escuchaba al desconocido, su semblante se ponía pálido y desencajado, sus brazos caían como descoyuntados sobre su pecho, y sus miradas, fijas y como petrificadas, no podían apartarse un momento de los ojos de ópalo y del fistol de brillantes del extranjero.

—Parece que no tenéis ganas de platicar ya —dijo éste mirando que Arturo guardaba un profundo silencio.

—Me da miedo tanta maldad; y si considerara que son ciertas vuestras palabras, tendría que deciros que os marchaseis en el acto de mi casa. Decidme quién sois, os lo ruego.

—Arturo, debíais ya haber adivinado mi nombre; pero puesto que tenéis menos talento del que yo pensaba, sabed…

—¡Vaya! —dijo Arturo sonriendo—. ¿Sois un personaje del otro mundo? Tanto mejor; así haréis que yo en lances de amor tenga un éxito sobrenatural.

—Os hablaré seriamente. El mundo es muy diferente de lo que pensáis, y más de una ocasión tendréis motivo de arrepentiros.

—En cuanto a eso, nada me digáis. Yo bien sé que en la vida hay sus pesares; pero vos exageráis. Mas al caso, ¿quién sois? Eso es lo que me interesa saber.

—¡Buena pregunta! —contestó el extranjero, soltando una carcajada, que hizo estremecer a Arturo—. El que causa todos los males del mundo; el que inspira la discordia donde quiera que hay paz; el que lleva a los hombres por un camino de flores donde hay ocultos escorpiones y punzantes abrojos, ¿quién puede ser?

—En efecto, un ser así —contestó Arturo— o es un hombre muy perverso o el mismo diablo.

Arturo, al decir esto, notó que los ojos de ópalo y el fistol relucían de una manera siniestra.

—¿Os deslumbra mi fistol? —dijo el desconocido, sin darse por entendido de las últimas palabras de Arturo.

—Es un rico diamante —repuso Arturo disimulando su emoción—. Pero acabemos de una vez, ¿cuál es vuestro nombre?

—Sois muy imprudente, amigo mío —contestó con voz suave el hombre del paso de Calais.

—¿Por qué?

—Mi nombre no puede pronunciarse sin espanto de los mortales: así es que para no destruir esa secreta simpatía que se ha establecido entre nosotros, vale más no hablar sobre el particular.

—Vamos, habéis querido divertiros conmigo. Ya veo que no soy más que un pobre estudiante. Vos sois un caballero rico, que pasea por todo el mundo y se divierte. Como tengo fortuna, juventud, salud y un corazón bien puesto para el amor y para las aventuras, y quiero ser vuestro compañero ¿cómo debo llamaros en lo sucesivo?

—Llamadme… llamadme como gustéis: Rugiero, por ejemplo. Es el marido de Laura en un drama de Martínez de la Rosa.

»Mas puesto que me aceptáis por compañero, yo os prometo enseñaros el mundo y hacer de vos un hombre de provecho. Mañana hay un famoso baile y os presentaré a más de una hermosa. Preparaos para comenzar vuestras conquistas.

—Según eso ¿tenéis ya muchas amistades en la ciudad?

—¡Oh!, muchísimas. Ya sabéis que los extranjeros tenemos aceptación con las mexicanas, y aunque no se sepa nuestra procedencia ni la madre que nos parió, se nos abren de par en par las casas de más tono. En cuanto a mí, paso por un rico y noble italiano, que viajo por satisfacer mi gusto, y gasto mi dinero por parecerme a los mexicanos. Esto no es del todo mentira: soy noble y rico, y además quiero ser vuestro amigo. Conque mañana a las nueve de la noche vendré a buscaros.

—A las nueve os aguardo.

Arturo tendió la mano a Rugiero y ambos se despidieron como antiguos amigos.

Arturo tomó después una gran taza de té con leche; se recostó en sus mullidos almohadones y durmió de nuevo, arrullado con las más fantásticas y doradas ilusiones.

II. Gran baile en el Teatro de Vergara

Rugiero fue exacto a la cita y Arturo, por su parte, estaba a la hora convenida con su elegantísimo vestido, lleno de perfumes y con los guantes puestos. Ambos amigos se dirigieron al baile.

—¡Bellísimo edificio! —dijo Arturo a Rugiero, al entrar al pórtico del teatro nacional, situado en la ancha calle de Vergara—. ¿Os agrada, Rugiero?

—Hay teatros mejores en Europa.

—¡Oh, indudablemente! Pero no deja de ser orgullo para un mexicano el poseer un teatro tan magnífico.

—¡Oh!, en cuanto al orgullo —respondió Rugiero irónicamente—, ustedes los mexicanos tienen el bastante para no pensar que más valía un buen hospital y una penitenciaría que no el lujo de un teatro rodeado de limosneros y de gentes cubiertas de harapos y de miseria. Pero no os incomodéis, Arturo: el teatro es en efecto magnífico y digno de llamar la atención; y por otra parte, más negocios hago yo en una noche en esta clase de edificios que en todos los hospitales del mundo.

»Venid, Arturo; examinemos lo que nos rodea.

Arturo siguió paseando a voluntad de su compañero.

Las columnas del pórtico estaban adornadas de guirnaldas de laurel; multitud de luces, en vasos de todos colores, serpenteaban graciosamente por las columnas, y formaban en las elegantes cornisas caprichosas figuras, que, agitadas por el viento, ya se encendían y brillaban, o ya un tanto opacas despedían su claridad de una manera indefinible y fantástica. En el patio había distribuidos naranjos, dalias, rosas, claveles, geranios y todo ese conjunto de hermosas y aromáticas flores que crecen en el clima de México al aire libre y sin necesidad de invernáculos. El elegante peristilo y los amplios y decorados patios estaban alfombrados; de los artísticos barandales de fierro pendían lámparas, cuya luz vivísima se reflejaba en los cristales de la cúpula del patio. La luz, el aire impregnado con el aroma de las flores, y la elegancia y gusto con que se hallaba adornado el exterior del edificio, predisponían a recibir esas sensaciones desconocidas de amor y de placeres indefinibles, que sólo puede sentir el alma apasionada y ardiente de los jóvenes.

Arturo seguía a su compañero sin hablarle una palabra. Algo preocupado, comenzaba a sentir ya esa fascinación desconocida que se experimenta en una orgía.

—¿Parece que estáis muy entretenido, Arturo? —dijo Rugiero—. Mirad, mirad —continuó, señalando dos jóvenes hermosas, que con unos vestidos de blonda y de leve crespón celeste y sus blancas espaldas mal veladas con transparentes chales blancos se dirigían al salón, asidas del brazo de un caballero. Estas jóvenes iban dejando una atmósfera impregnada con el perfume del amor y del deleite.

—¿No es verdad —dijo Rugiero a su amigo— que la belleza tiene perfumes; que una mujer se puede comparar a una rosa en su hermosura y en su aroma?

—Es verdad —contestó maquinalmente Arturo, respondiendo a su pensamiento interior.

—¡Mirad! Arturo…

Arturo volvió la vista hacia donde le indicaba su compañero, y casi se rozó con los vestidos de un grupo de jóvenes. Eran tan hermosas como las primeras; la misma fascinación en sus rostros, la misma seducción en sus miradas, la misma gentileza en sus cuerpos esbeltos, la misma elegancia en sus trajes de seda y de terciopelo.

—¡Oh! —exclamó Arturo—, son ángeles, ángeles.

Rugiero soltó una carcajada de burla que hizo estremer a Arturo.

—Entremos, Rugiero; entremos —dijo Arturo, asiéndolo del brazo.

Rugiero y Arturo penetraron al salón. El foro y el patio estaban unidos y tapizados con rica alfombra; los palcos medios velados con transparentes y primorosas cortinas; multitud de quinqués, lámparas y candelabros de cristal pendían del techo, pintado curiosamente. Las columnas relucientes de estuco de los palcos, adornadas con guirnaldas de rosas, sobresalían esbeltas y galanas, sosteniendo este gran salón. Enfrente del foro había una especie de trono con un dosel de terciopelo y seis sillones de damasco de china con franjas doradas.

La orquesta preludiaba una contradanza. Una línea de jóvenes hermosas, vestidas con un arte encantador, sonreían a sus compañeros de baile, que con sus contorsiones, caravanas, movimientos y miradas, se esforzaban en competir en coquetería con sus bellísimas parejas.

Arturo acabó de fascinarse completamente y apartándose con su compañero a un pasadizo, le dijo:

—Rugiero, mi corazón es un volcán; circula fuego por mis venas, mi frente arde. Amo a todas: a todas las veo seductoras y lindas, como los querubines. Quisiera tener un talismán para avasallar estas voluntades para mandar en todos esos corazones que laten altivos y orgullosos debajo de los encajes y el terciopelo.

Rugiero se quitó su fistol de brillantes del pecho y lo colocó en el de Arturo.

—Ve, joven; di tu amor a las hermosas, declárate y conseguirás victorias esta noche. No podrás triunfar de todas, porque el tiempo es corto; pero aprovéchalo.

Al decir estas palabras, Rugiero se confundió y se perdió entre la multitud; y Arturo, confiado en su talismán, salió a la sala a poner en planta sus proyectos. Dirigióse inmediatamente a la joven del vestido de blonda, que tanto llamó su atención, cuando pasó por el vestíbulo cerca de él.

—Señorita, desearía tener la honra de bailar una contradanza con usted.

—Sírvase usted poner su nombre en mi librito de memoria —le contestó sonriendo graciosamente y sacando de su seno una preciosa carterita de marfil.

Arturo escribió su nombre y devolvió la cartera, haciendo una graciosa cortesía y significando a la joven su agradecimiento con una mirada expresiva.

—Es muy bonito el nombre de usted, caballero —dijo la joven recorriendo con la vista la cartera.

—Si fuera tan hermoso como el rostro de usted, no apetecería más en la tierra.

La joven miró a Arturo con interés, y con voz cortada y baja le dijo:

—Usted me favorece.

—¿Conque la quinta contradanza? —preguntó Arturo.

—La quinta es de usted —respondió la joven.

Arturo se retiró satisfecho y no dejó de notar que la joven había dirigido a hurtadillas una mirada a su fistol de brillantes.

—Vaya —dijo Arturo—, la primera a quien me he dirigido, es mía, ya. Sigamos.

Arturo dio un paseo por la sala, examinando cuidadosamente a todas las señoritas, hasta que llamó su atención una joven. Vestía un traje de terciopelo carmesí oscuro, que hacía resaltar los contornos y blancura de su cuello. Su rostro era pálido y, podía decirse, enfermizo; grandes y melancólicos eran sus negros ojos, y su cabello de ébano engastaba su doliente fisonomía. Podía decirse que aquella mujer más pertenecía a la eternidad que al mundo; más a la tumba que al festín y a la orgía; más a los seres aéreos y fabulosos que describen los poetas que a los entes materiales que analizan los sabios.

Arturo se quedó un momento inmóvil y casi sin respiración. La hermosura de la primera joven lo había enajenado; pero la fisonomía doliente y resignada de la segunda lo había interesado sobremanera.

—Señorita —dijo Arturo con voz tímida y respetuosa—, ¿me daría usted el placer de bailar alguna cosa conmigo?

—Caballero, estoy algo indispuesta y me he negado a bailar toda la noche, excepto la primera cuadrilla con un individuo de mi familia; pero bailaré la segunda con usted.

—¡Gracias, señorita! ¡Gracias por tanta deferencia! —contestó Arturo con acento conmovido.

Las señoras que estaban cercanas, sonrieron, y la joven pálida se puso ligeramente encarnada. En cuanto a nuestro paladín, las miró con desprecio y dio la vuelta, satisfecho de los prodigios que obraba su talismán. Arturo recorrió dos o tres veces la sala; mas no hallando otra joven que le interesara, se resolvió a esperar la vez en que le tocara bailar con sus dos compañeras.

Rugiero le tocó el hombro y le dijo:

—Parece que hacéis muchos progresos. Dos jóvenes, las más lindas que hay en esta sala, se han comprometido a bailar con vos. Cuidado con el corazón.

Arturo volvió sorprendido la vista para indagar de qué modo su amigo había sabido tal cosa; mas oyendo preludiar la quinta contradanza, de un salto se puso en medio de la sala y comenzó a buscar a su compañera.

—Encontré a usted por fin, señorita —dijo Arturo mirándola y tendiéndole la mano—. Las hermosuras aun en medio de un baile son como las perlas; se necesita buscarlas cuidadosamente.

—Riéndome estaba —contestó la joven con desenfado y levantándose de su asiento— de ver cómo ha pasado usted tres ocasiones delante de mí sin verme.

—¿Es posible?

—Y muy posible, y además, la fisonomía de usted expresaba una ansiedad grande; de suerte que si no me hubiera usted encontrado…

—Probablemente habría tenido un malísimo humor el resto de la noche —interrumpió Arturo, oprimiendo suavemente los dos deditos torneados que su compañera le había dado, según es de etiqueta en los bailes de tono.

—¿Es posible? —preguntó la joven, dejando asomar una graciosa e irónica sonrisa.

Arturo quedó tan encantado de ver una línea de dientes blancos y pequeños, que aparecían entre dos labios frescos y suaves como las hojillas de una rosa, que no pudo responder y sólo fijó atentamente los ojos en su compañera.

Ésta se quedó mirándolo también y tuvo que taparse la boca con su abanico para no soltar la carcajada.

Arturo se puso rojo como una amapola y dijo entre sí:

—Soy un completo animal en esto de amores.

La joven, como si hubiera penetrado su pensamiento interior, le preguntó con tono indiferente:

—¿Ha traído usted su esposa al baile?

—No soy casado, señorita.

—En verdad, soy una tonta —contestó la joven— en hacer tal pregunta. Tiene usted muy poca edad y probablemente lo que hará ahora será decir palabras de amor a tres o cuatro a un tiempo. ¿Mas tendrá usted hermanas?

—Tengo padre y madre.

—Es una fortuna; yo tengo madre solamente. A mi padre lo perdí siendo muy niña. —Al decir esto, la joven inclinó la cabeza con profundo desconsuelo y dio a su fisonomía un aire tan compungido, que Arturo estrechando de nuevo los preciosos deditos que había tenido buen cuidado de no abandonar, le dijo con voz tierna:

—¿A qué recordar en una noche de placer y de alegría estas cosas tan tristes?

—¡Atención! ¡Atención! ¡A una! —gritó un viejo elegante, que hacía oficio de bastonero.

La música comenzó, y a compás rompieron el baile todas las parejas. Era una cosa que tenía algo de mágico ver moverse en graciosos giros todas estas criaturas, con sus espaldas y cuellos blancos, sus hermosas cabezas adornadas con diamantes y perlas, sus fisonomías encendidas; el respirar la atmósfera balsámica que brotaba de aquellos grupos; el percibir de vez en cuando los pies pequeños y pulidos, que ligeros apenas tocaban las flores de la alfombra; el adivinar acaso otros hechizos que apenas descubrían los trajes de seda al volar airosos como los celajes de oro y nácar que vagan en el azul de los cielos. ¡Oh!, un baile es en efecto espectáculo en que los hombres y las mujeres pierden la cabeza y a veces el corazón.

Luego que la contradanza comenzó, la fisonomía de la joven volvió a su habitual alegría, y tomando a su compañero se lanzó entusiasmada a bailar entre los mil grupos.

Cuando Arturo enlazó la flexible y graciosa cintura de su compañera; cuando su mano sintió el calor de la pulida y suave mano de la joven; cuando, en fin, respiró el mismo aliento que ella, y procuraba beber su respiración y el fuego de sus ojos, sintió que su corazón golpeaba violentamente dentro de su pecho, y que un vértigo le acometía; algunas gotas de sudor frío corrieron por su frente y su mano temblorosa oprimía la de su compañera.

Ésta, preocupada con el baile, sólo notó que Arturo había perdido el compás, y con voz dulce le dijo:

—Parece que no os agrado mucho para compañera; estáis distraído y hemos perdido el compás.

—¡Ah! —exclamó Arturo, saliendo con estas palabras de su enajenamiento—, lo que tengo es que os adoro, que os amo, que sois mi vida.

—Apoyaos un poco en mi cintura para tomar bien el paso —interrumpió la joven, sin darse por entendida de las palabras de Arturo.

Éste, obedeciendo a la insinuación de su compañera, tomó perfectamente el paso; y como era diestro en el baile, volaba materialmente en unión de la joven.

—¿Está bien el paso señorita?

—Perfectamente.

—Dejadme ahora que os diga que sois mi tesoro, mi amor. ¡Oh!, quisiera que la muerte me sorprendiera…

—¡Oh!, pues yo no, mucho mejor es bailar y vivir.

—Esa indiferencia me mata, decidme una sola palabra de consuelo.

La joven, enajenada completamente con el baile, o no escuchaba o fingía no escuchar los requiebros del fogoso amante, y seguía girando rápida y fantástica como una sílfide. Como había acabado de subir la contradanza, Arturo y su compañera quedaron de pie en la cabecera, y pudieron con más tranquilidad continuar su diálogo.

—Señorita —volvió a decirle Arturo, con la voz sofocada por el ejercicio y por la pasión— ¿tendrá usted la bondad de decirme cuál es el nombre de usted?

—Aurora, caballero.

—¡Aurora! —exclamó Arturo— ¡Aurora!, ¡oh!, es un nombre poético, bellísimo; en efecto, ¡ninguno podía convenir mejor a una criatura tan linda como una diosa!

—¿De veras? —interrumpió Aurora, con una sonrisa medio burlona.

—Positivamente —contestó Arturo poniendo una cara tan sentimental, cuanto se lo permitía la agitación del baile.

—Crea usted que en este momento soy feliz…

—¿Será posible? —interrumpió Arturo enajenado, oprimiendo dulcemente la cintura de su compañera.

—Positivamente —respondió Aurora— el baile es para mí una pasión. Cuando bailo, no me acuerdo ni del amor, ni de la desgracia, ni de nada más que de que existo en una atmósfera diferente de la que respiro habitualmente. Cada vuelta, cada giro del baile, me causa una sensación agradable; la música produce una armonía deliciosa en mis oídos; y en este momento, repito, el compañero que tengo a mi lado es sólo un instrumento necesario para mi diversión.

Arturo no contestó: el entusiasmo y aun el calor del baile se le aplacaron, como si hubiera recibido un baño de agua helada.

—Esta mujer es original —dijo entre sí—. Con la mayor frescura me ha declarado que sólo soy un instrumento para la diversión. ¡Y este Rugiero que me dijo que conseguiría triunfos y victorias! ¡Maldita suerte!

—Estáis muy pensativo, ¿os ha fatigado el baile? —le dijo Aurora con una voz suave y dirigiéndole una mirada expresiva.

Esta muestra de cariño disipó inmediatamente el mal humor de Arturo y con el mismo tono de voz, respondió:

—Estoy, en efecto, algo fatigado, no del baile, sino de haberos hablado de mi pasión sin haber recibido de vos respuesta alguna.

—¿Qué queréis? —interrumpió Aurora—, el baile me enajena; y por otra parte, me parece cosa muy rara que acabándome de conocer me habléis con ese calor y me tengáis un amor tan vehemente.

—¿Y lo dudáis, Aurora?

—Por supuesto que sí. He bailado esta noche con más de seis jóvenes, y todos me han dicho una cosa idéntica; y a fe que no les he dado más crédito que a vos; pero aguardad, se me ha desatado una cáliga y esto me impide seguir bailando. Sentémonos.

III. Una cáliga y un desafío

Arturo, obsequiando la insinuación de su compañera, la condujo inmediatamente y con la mayor delicadeza a un asiento, y encontrándose otro vacío, tuvo, como se deja suponer, el cuidado de sentarse junto a ella para continuar, si posible era, la amorosa conversación que tantas interrupciones había sufrido.

Antes de seguir dando cuenta de ella, y mientras que nuestra joven se sienta como una reina, dando vuelo a su vestido, tomando un ligero y blanco chal para cubrir su cuello y espaldas ardientes, despliega su abanico para echarse viento, con la gracia y donaire propio de las mexicanas, daremos algunas pinceladas, que si no tracen su retrato, al menos den una idea de la gentil Aurora.

No cumplía diecisiete años. Su talle, flexible y airoso como una palma, no carecía de robustez y desarrollo, sin que perjudicara a su gracia y soltura. Cada movimiento de su cuerpo era diverso; cada cambio en su postura era una nueva gracia que podría descubrir el más indiferente observador. Su pie, calzado con un zapato blanco, era defectuoso de puro pequeño, y en los giros y revueltas del baile, era delicioso percibir entre los encajes y bordados del vestido interior, una pierna delicada, redonda sin ser gruesa, y cubierta de una media finísima y transparente en las partes que ostentaba su rico calado.

En cuanto al rostro de Aurora, no era lo que puede llamarse una miniatura, pero ¡cuánta gracia cuando abría sus labios para sonreír! ¡Cuánta expresión cuando sus ojos húmedos y alegres, expresaban algún deseo! ¡Qué preciosa cabeza con un cabello fino y castaño, peinada con arte y sin más adorno que un ligero marabú y una cadenita de diamantes entretejida en sus trenzas, recogidas en la parte superior, dejando volar y como moverse sobre su blando cuello, juguetonas y finísimas mechas locas! El cutis de Aurora no era blanco de alabastro, que es tan raro en los climas tropicales, sino de ese color que los pisaverdes llaman apiñonado y que es el mismo que el inmortal Murillo dio a las figuras de sus mejores cuadros.

Ligera en sus movimientos, pronta y aguda en sus palabras, alegre, brillante como un colibrí, con la sonrisa en los labios, con la alegría y el amor en los ojos, Aurora era una sílfide, una de esas pequeñas magas traviesas que recorren los palacios orientales en los cuentos de las Mil y una Noches, y que vuelan por los cielos de oro y de zafir del Edén de los mahometanos. Aurora parecía positivamente un sueño, una ilusión, y no una mujer material. Era necesario limpiarse los ojos, verla y volverla a ver, para cerciorarse de su existencia.

Ya podremos figurarnos cuánto amor, cuántos deseos, cuántas emociones despertaría Aurora en el alma de su compañero de baile.

Cuando Aurora se sentó, restregaba con disimulo en su mano el listón que había arrancado de su calzado. Después con desenfado lo dejó caer.

Todo el mundo sabe de cuánta importancia es para un amante una cáliga, un rizo de pelo, la cosa más insignificante que pertenece a la mujer que ama. Arturo alzó el trozo de listón, lo acercó a sus labios y lo guardó en la bolsa de su chaleco.

—¿Qué hace usted? —le dijo Aurora— van a observarnos.

—Beso el listón que ha tirado usted y que ha ligado su primoroso pie.

—Basta ya —le dijo Aurora, dando un aire increíble de seriedad a su fisonomía— he permitido a usted durante el baile que me diga flores, porque ésa es la costumbre de todos los hombres, pero ya toma usted la cosa con demasiado calor y es menester terminar. Devuélvame usted mi listón o tírelo, que al fin no pasa de una cosa bastante despreciable.

Arturo, que no aguardaba tal reprimenda de parte de Aurora, quedó un momento como petrificado; mas recobrando poco a poco su sangre fría, le contestó con dignidad:

—Señorita, si usted interpreta mis palabras como una falta de educación, desde luego me arrepiento de haberlas pronunciado y doy a usted la más humilde satisfacción; pero ya que hemos entrado a un tono serio, le repetiré que lo que he dicho, sin ser escuchado, me lo ha dictado el corazón. No tengo, en verdad, derecho de ser creído, ni menos de ser amado; pero ¿me permitirá usted que la vea alguna vez después de esta noche? ¿Será usted tan cruel, que la primera ocasión que nos vemos, me deje la dolorosa idea de que la he disgustado? No son palabras de amor las que dirijo a usted; es una satisfacción la que le doy, y no quedaré contento si usted no me asegura al menos su amistad.

—No vale la pena lo que ha pasado para estar disgustada —contestó Aurora con su ligereza habitual y dando a su fisonomía su aire risueño—, pero luego ustedes mismos, después que se divierten con las pobres mujeres, las llaman frívolas y coquetas.

—¡Oh!, jamás diré eso de usted, Aurora.

—¿Y por qué no? Al menos las apariencias me condenarán. No amo a nadie; gusto del baile y de la broma; mi edad, aunque no mi figura, me rodea de jóvenes; a todos hablo, con todos río, con todos bailo… Vea usted, justamente aquí viene a sacarme para las Cuadrillas el señor Eduardo H…

Aurora se levantó de su asiento y dio la mano al nuevo compañero; pero antes se inclinó coquetamente casi al oído de Arturo y le dijo:

—Tire usted esa cáliga.

—Jamás se separará de mi corazón —contestó Arturo en voz baja.

Aurora sonrió; su compañero la dijo:

—¿Tenemos nueva conquista, Aurora?

—¡Oh!, ya sabe usted que diariamente hago un docena. ¿Estará usted celoso?

—Y mucho —le dijo el nuevo galán.

—Bailemos, bailemos —le dijo Aurora, sin hacer caso de las últimas palabras de su compañero.

Arturo siguió con los ojos a la hermosa Aurora, y cuando se confundió entre la gente que ocupaba el centro del salón, se levantó de su asiento y con un mal humor visible se salió a una de las galerías, encendió un habano y, cabizbajo, comenzó a pasear sumergido en profundas cavilaciones. Arturo, a lo que creía, estaba apasionado locamente de Aurora.

Llevaba un buen rato de pasearse cuando advirtió, a pesar de su distracción, que un joven de negros bigotes y perilla, tez morena, ojuelos chicos pero negros y vivarachos, y que vestía el uniforme de la caballería ligera de línea, y llevaba en sus hombros las divisas de capitán, seguía su misma dirección y en cada vuelta procuraba detenerlo y rozarse con él.

Arturo levantó los ojos y miró resueltamente al capitán de caballería.

Éste, por su parte, puso una mano en la cintura mientras con la otra jugaba con las borlillas de su cinturón, y con aire burlón y una maligna sonrisa, se puso a su vez a mirar a Arturo.

—¡Vaya! —dijo Arturo a media voz—, es un fatuo. —Volvióle las espaldas y continuó su paseo.

—¡Vaya! —dijo el capitán, también a media voz—, es un cobarde. —Volvióle las espaldas y continuó su paseo.

A la siguiente vez volvieron a encontrarse y se arrojaron ambos una mirada terrible.

Esto se repitió dos veces. A la cuarta, Arturo había ya perdido la paciencia y se resolvió a tener una explicación con el singular capitán.

—Parece, capitán —le dijo Arturo—, que mi presencia le incomoda a usted, y como a mí me sucede otro tanto, sería bueno que uno de los dos despejara…

—En ese caso, haré que despeje usted, no sólo la galería, sino el edificio, pues toda la noche me ha estado usted incomodando y no deseo sufrir más.

—Desearía ver —le replicó Arturo sonriendo a su vez irónicamente— cómo despeja usted la galería y el edificio.

—De esta manera —gritó el capitán colérico e intentando asir a nuestro joven por el cuello de la casaca.

—¡Silencio! —le dijo Arturo enseñándole el cañón de una pistola—, si se atreve usted a tocarme, le vuelo la tapa de los sesos.

El capitán se detuvo.

Arturo prosiguió:

—He venido prevenido ¿no es verdad? Ya sabía yo que hay en México mucha canalla que deshonra las divisas militares que porta…

—¿Es un insulto dirigido a mí, caballero? —dijo el capitán, pálido y tembloroso de cólera.

—Como usted guste.

—Muy bien. En ese caso es menester que nos veamos.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—¿A qué hora?

—A las seis de la tarde.

—¿Dónde?

—En el bosque de Chapultepec.

—¿En un paraje público?

—De allí iremos a otro.

—Corriente.

—Corriente.

El capitán se marchaba; pero Arturo lo tomó del brazo y lo llevó a un lugar más apartado, pues algunos curiosos comenzaron a observar.

—Estoy dispuesto a todo lo que usted quiera, capitán, pero deseo saber qué motivo ha tenido usted para provocarme, pues no puedo concebir en usted tan poca educación.

—En efecto —replicó el capitán con desenfado—, el modo ha sido brusco; pero cuando se detesta a una gente, todos los medios son buenos, y yo detesto a usted con toda mi alma.

—Sea enhorabuena, y por mi parte está usted desde ahora correspondido; pero deseo al menos saber el motivo de ese odio.

—En dos palabras se lo diré a usted.

—Hable usted.

—Estoy enamorado locamente de esa joven con quien ha bailado usted, con quien ha platicado toda la noche. He visto que ha guardado usted un listón de su cáliga; en fin, caballero, quiero la sangre de usted, su vida; así es, un desafíe a muerte.

—Muy bien, capitán —dijo Arturo con alegría, estrechándole la mano—. Estoy contento con usted; me gustan los hombres de un carácter resuelto. ¿Qué armas?

—No deseo que este desafío sea una farsa, como sucede siempre en México; así, yo llevaré mi espada y usted la suya. En cuanto a padrinos, será menester excusarlos, combatiremos solos.

—Perfectamente —dijo Arturo—, por mi parte no habrá farsa. Me he educado en Inglaterra y allí los hombres que se desafían se matan.

—Mañana a las seis, en los arcos de Chapultepec.

—No faltaré —respondió Arturo.

Convenidos así, el capitán salió del vestíbulo del teatro y Arturo entró en el salón, acordándose de que tenía su palabra comprometida para bailar con la otra señorita de quien hemos hablado.

Al entrar al salón, Aurora que salía casi tropezó con Arturo, y acercándose a su oído le dijo:

—Todo lo sé, y si me ama usted, no comprometa un lance. El capitán Manuel es un calavera, pero mañana a las seis habrá cambiado de humor.

Arturo sorprendido de que Aurora estuviese enterada de todo, le preguntó:

—Pero, Aurora ¿quién ha podido imponer a usted de una conversación que yo creo no ha escuchado nadie?

—Rugiero, su amigo de usted.

Al oír este nombre, Arturo se puso pensativo, pero Aurora se quitó una flor que tenía prendida en el vestido y con una sonrisa amorosa, le dijo:

—Vamos, Arturo, tenga usted un recuerdo mío, pero obedézcame. Fío en usted. Adiós.

Aurora desapareció entre la multitud, en compañía de un vejete prendido y almibarado, como un Adonis, y que prudentemente se había hecho a un lado mientras pasaba el corto diálogo que acabamos de referir.

IV. Fin de un baile

La cuadrilla que tocaba a nuestro joven bailar con la segunda compañera, comenzaba a preludiarse por la música; así es que aquél recorrió el salón para buscar a su pareja, y la encontró efectivamente en su asiento, con el mismo aire triste y doliente.

Arturo, sin decirla una sola palabra, le tendió la mano. La joven, haciendo un esfuerzo, se levantó de su asiento, exhalando un ligero quejido y presentó a su compañero una manecita blanca como alabastro.

—Parece que sufre usted algo, señorita —le preguntó Arturo con interés.

—Continuamente —le contestó con una voz tenue, pero del más dulce y apacible sonido.

—Si no fuera indiscreción, podría preguntar a usted ¿qué mal es el que tiene?

—El pecho me hace sufrir algunas veces; los médicos me curan diariamente, pero jamás me alivian.

La joven suspiró; al suspiro siguió una tos suave también, como el acento de su voz.

Arturo llevó a su compañera al lugar correspondiente, y mientras que se organizaban las cuadrillas pudo contemplarla más despacio.

Tendría veintidós años, su cutis era blanco, limpio y pulido como el de las cabezas de mármol de los antiguos maestros italianos. Sus labios un poco pálidos y sombreados por un leve bozo; sus grandes y rasgados ojos negros estaban llenos de sentimiento y de melancolía, y su cabello, como el ébano, daba más realce a su rostro. En la voz, en los movimientos de esta mujer había un no sé qué de misterioso que interesaba sobremanera. Arturo olvidó en aquel momento a Aurora, y sólo pensaba en contemplar aquella figura que formaba un contraste con la alegría y entusiasmo que reinaba en la concurrencia que había en la sala.

Las cuadrillas comenzaron. Arturo sintió que la mano de su compañera estaba helada y temblorosa.

—Si sufre usted, nos sentaremos, señorita —le dijo.

—El baile me distrae un poco, y ahora estoy mejor.

En cuanto la ocasión lo permitió, Arturo se atrevió a entablar de nuevo la conversación con la joven.

—Sus males de usted me afligen sobremanera, porque tan joven, tan hermosa como es usted, debe sufrir mucho al verse así… desgraciada.

La joven suspiró profundamente.

—Señorita, el interés que usted me inspira me mueve a preguntar a usted su nombre.

—Teresa, servidora de usted.

—Gracias, señorita. Desearía ser a usted útil en algo.

—Mil gracias —respondió a su vez Teresa—, ¿quién podrá decir que no necesita de otro? —continuó—. Y además, la finura y la educación de usted lo recomiendan.

Arturo estaba encantado. Las cuadrillas se acabaron; pero un cierto temor anudaba las palabras de Arturo en la garganta y no pudo decirle más que frases comunes; así es que sólo sacó una tarjeta de la bolsa y la ofreció a Teresa.

Esta costumbre usada en Europa, pareció a Arturo que debía generalizarla. Teresa se alarmó al principio, mas viendo que la tarjeta sólo contenía el nombre impreso, la guardó dando las gracias a Arturo y despidiéndolo con una triste sonrisa.

Habían ya dado las doce de la noche. El telón se alzó y apareció una espaciosa mesa de más de cien cubiertos, toda llena de vasos exquisitos de cristal y de jarrones de porcelana, llenos de ramos de flores, cuyo olor se mezclaba con el de los perfumes de las damas y el de los generosos vinos.

Los caballeros tomaron a las señoritas del brazo para conducirlas a la mesa. Arturo, desolado, buscaba a Aurora, pero no tardó en saber que se había marchado. Acordóse entonces de Rugiero, y habiéndole encontrado, se colocaron en un lugar a propósito para poder ver pasar a todas las parejas que se dirigían a la mesa.

—¡Cáspita! —dijo Arturo a Rugiero—. Este capitán tiene tino para enamorarse de las mismas mujeres que yo. Ved.

En efecto, el capitán Manuel daba el brazo a Teresa, y ambos platicaban con el mayor interés.

—Es una historia de niños, que más tarde sabréis, amigo mío —le dijo Rugiero— por ahora veamos.

—Al fin, mañana a las seis, combatiré con el capitán —contestó Arturo— y me las pagará todas juntas.

—¡Bravo! —interrumpió Rugiero— hemos comenzado perfectamente: una flor en el frac y un desafío. Seré vuestro padrino.

—No, el capitán no quiere padrinos.

—Os asesinará entonces.

—¡Bah! —dijo Arturo con desprecio y frunciendo los labios— he aprendido la esgrima en Londres, mejor que las matemáticas, y… Pero ahora que recuerdo ¿cómo escuchasteis nuestra conversación, que Aurora…?

—Estaba detrás de la cortina, pues ustedes discutían cerca de la puerta, y sin querer lo oí todo.

—¿Mas por qué razón lo dijisteis a la muchacha?

—¡Bah! ¡Sois muy tonto!; un desafío es un motivo para hacerse interesante con cualquiera mujer de estas que concurren a los bailes, a los teatros y a los banquetes.

—Tenéis razón, Rugiero; sois mi maestro y os estoy muy agradecido —dijo Arturo estrechándole la mano.

La mesa presentaba un aspecto encantador. Escuchábanse mil palabras confusas, cortadas, confundidas con el ruido de los cubiertos, con el estrépito del hirviente champaña que de las brillantes copas de cristal pasaba a los labios de rosa de las jóvenes. Mil manos blancas y redondas aparecían en movimiento; mil rostros, encendidos con el placer, se descubrían de uno y otro lado en la espaciosa línea que presentaba la mesa y que terminaba en un medio punto para volver a extenderse en una doble dirección paralela, hasta donde lo permitía el salón que estaba formado en el foro y adornado con cortinajes transparentes y vistosos.

Arturo y su compañero dieron una vuelta al derredor de la mesa, tropezando con los mozos que traían los pavos, los vinos y las gelatinas, con no poca dificultad.

Arturo notó a Teresa un poco más triste y pensativa; dos jóvenes le obsequiaban; pero ella rehusaba sus atenciones, con una fría política. El capitán Manuel no estaba allí.

—Es singular esta mujer —pensó Arturo— y debe ser muy desgraciada.

—Las señoras mexicanas son demasiado modestas y sobrias —dijo Rugiero—, comen poco y casi nada beben; pero en cambio…

—¿Pero en cambio, qué? —interrogó Arturo amoscado.

—En cambio —contestó Rugiero con calma— hieren sin consideración los corazones de los jóvenes.

Arturo sonrió, sin dejar de observar a la interesante Teresa.

La mesa concluyó pronto, pues en los grandes bailes de México se ponen más bien por lujo; y las señoras por ceremonia toman algo de los manjares y apenas acercan a sus labios las copas de vino. No sucede así con los hombres, pues algunos se arrojan con un furor bélico a los platos, después que se han retirado las señoras; y hay quienes tienen la sangre fría necesaria para guardarse un pavo en el faldón de su casaca y llenar su sombrero de pastillas y dulces.

Así que sólo quedaron los tristes despojos de la mesa, y así que terminó la sangrienta batalla que trabaron los concurrentes con los inocentes pavos y los durísimos jamones, la sala se volvió a animar con la concurrencia. Los músicos, con el vapor del champaña, soplaban con más vigor en los instrumentos; y algunos pisaverdes y militares de dorados uniformes, cuyo estómago se hallaba satisfecho, abandonaron su fingido aire de gravedad y tomaron el tono amable y jovial, propio del carácter mexicano; y que, en honor de la verdad, se debe confesar que por lo general no degenera en grosería o liviandad.

Arturo bailó con dos o tres jovencitas, a las cuales no dejó de echar sus flores, que fueron recogidas con agrado; pero no interesándole ya ninguna, pues Aurora y Teresa se habían marchado, se sentó en una silla colocada en un rincón, a donde a poco fue a reunírsele Rugiero.

—¡Vaya!, decidme francamente —le dijo Rugiero— ¿qué tal os ha ido en el baile?

—Francamente… mal —contestó Arturo—. Deseos irrealizables, celos, tormentos amorosos, fatigas, desaires, esto no puede llamarse diversión sino martirio.

Rugiero sonrió irónicamente y dijo:

—Éste es el mundo, Arturo; y mientras más andéis en él, más delicias tendréis… semejantes a las de esta noche, supongo. Pero dejemos eso, y contentaos con besar vuestra rosa, a falta de otra cosa mejor.

Arturo, con la obediencia de un niño de la escuela, besó dos o tres veces la rosa, y la volvió a colocar en el ojal de su casaca.

Rugiero rio maliciosamente y, acercándose más al joven, le comenzó a hablar en voz baja.

—¡Qué locos y miserables son los hombres! —dijo—. El que se considera con más experiencia, no es más que un niño. Creedme, Arturo; en el mundo se necesita descargarse de ese fardo que se llama conciencia: una vez conseguido esto, se abre al hombre una carrera de gloria, de amor, de honores, de distinciones y de riquezas. ¿Veis aquel hombre que se pasea orgulloso y erguido, y a quien una multitud de fatuos y de pisaverdes siguen y colman de atenciones? Pues su fortuna la ha conseguido especulando con la sangre de los infelices; adulando a los ministros; haciendo oficios rastreros y bajos, al lado de los grandes personajes. Si alguna infeliz vieja entra en su casa, el portero la arroja de la escalera; los perros la muerden; los lacayos la burlan, y nuestro hombre, sin dolerse de su miseria, le dice con voz insultante: «No tengo; váyase usted de mi casa.»

»Este hombre va en seguida y se arrastra, como un reptil, con los que necesita; pero todo esto no importa, él ha conseguido su fin: tiene carrozas, caballos, criados, palco en el teatro, y es lo bastante para que toda esta sociedad, que no quiere más que el aparato y las exterioridades, y que desprecia altamente las virtudes privadas, lo honre, lo admita en su seno y lo colme de distinciones. Cualquiera de los miserables que andan con los grillos al pie, en medio de las filas de soldados, tiene menos delitos que este hombre; pero… así es el mundo, y así es la vida. Como este hombre hay más de una docena en la sala.

»Mirad aquel viejo general lleno de bordados y de fatuidad: cualquiera diría que es uno de esos valientes que rodeaban a Napoleón en los tiempos de su gloria. Pues en las pocas acciones, donde la casualidad lo ha colocado, siempre ha quedado a retaguardia; porque en él la prudencia se ha sobrepuesto siempre al valor; y sus ascensos los ha conseguido especulando, en nombre del pueblo y de la libertad, con las discordias civiles. Esto le ha valido una reputación colosal, y ha sido honrado, confiándole puestos en el Estado, que debían estar reservados a la virtud y a la honradez. Pero así es el mundo y así es la vida.

»¿Veis aquel viejo? Sus dientes han caído y están sustituidos por el dentista; su cabello ha emblanquecido, pero está reformado por un maravilloso específico, y su cuerpo acaso está en lo interior lleno de vendajes y medicinas, pues lo único que sobrevive en este hombre, a quien va abandonando la carne, es la avaricia y el amor físico. Es magistrado, a él le están confiados los santos derechos de la justicia, que los tribunales deben administrar; pero lejos de amparar al huérfano, a la doncella o al desvalido, lo que hace es dejar al huérfano sin tener qué comer, seducir a la doncella y mandar al diablo al desvalido. Sin embargo, no hay cargo público que no se le confíe; no hay familia que no le entregue sus tiernas hijas; no hay gobierno que no le consulte los puntos más graves de la administración. No os canséis, Arturo, jamás habrá entre los mexicanos una felicidad duradera mientras los escándalos y la inmoralidad se toleren desde el camino real hasta el ministerio, desde el palacio de gobierno, hasta el centro del hogar doméstico.

»Pero ved otra cosa digna de atención. Esta gran señora que pasa ahora junto a nosotros, llena de perlas y diamantes, es una historia entera de escándalo y de maldad. La soga de diamantes se los ha regalado un exconde… los aretes un rico comerciante; todos los días muda amantes como trajes; el marido tiene todas las noches una inocente tertulia de tresillo que le produce para mantener el coche y el palco, y la hija acompaña a la madre a todas las orgías y los paseos al campo. ¿Qué queda, pues, de una mujer, cuando desnuda de toda belleza, lleno su rostro de arrugas y marchita por los años, se ven las viciadas inclinaciones de su alma?

»¿Creéis, Arturo, que entre todas estas mujeres que bailan y que se hallan como ebrias con el placer y el deleite, se puede sacar una inocente esposa, una buena madre de familia?

»¿Creéis que los que han dado este baile aman a ese gran magnate, que tiene como sujetos a un hechizo a ocho millones de habitantes? La adulación y el interés son los únicos sentimientos que dominan en estos hombres, y cada uno calcula que los mil pesos que ha gastado, le producirán veinte o treinta mil.

»¿Creéis que esos diplomáticos de bordados uniformes y cruces en el pecho, que se pasean del brazo con los generales, aman al país y están interesados en su prosperidad? Pues nada de eso; en el fondo de su alma detestan a los mexicanos y, sin acordarse de la infancia de sus pueblos y de los errores de sus revoluciones, pintan al país como si fuese habitado por salvajes y asesinos.

»Y esas mujeres que veis que se abrazan, que se dan al despedirse amorosos besos en las mejillas ¿creéis que se aman? Pues se detestan cordialmente; el peinado, el traje, el calzado, es entre las mujeres un motivo de odio y de envidia, como lo es entre los hombres el talento, el dinero o los empleos.

»Nunca hay más enemistad entre la sociedad que cuando, como ahora, espléndida y brillante, se reúne al parecer para divertirse, pero en realidad para especular y aborrecerse…»

Arturo permanecía pensativo, y estas palabras de Rugiero parecía que le quitaban una venda de los ojos, y que una por una iban deshojándose todas las flores de su corazón. En su enajenamiento le parecía que las luces se opacaban; que la belleza de las mujeres se desvanecía; que los hombres aparecían armados de puñales y prontos a despedazarse; que los graciosos giros del valse eran una danza fantástica e infernal; y que la música, al exhalar sus armonías dulces, tenía un tono que desgarraba el corazón. Cuando volvió la vista se encontró con los ojos de ópalo de Rugiero, y un ligero calofrío recorrió todo su cuerpo.

Rugiero se puso en pie y lentamente salió de la sala. Arturo no pudo hablar una palabra y permaneció todavía un gran rato sumergido en profundas cavilaciones.

V. La pobre familia

Mientras que la música, el amor y el regocijo habían reinado en lo interior del espléndido salón del teatro, la tempestad y los relámpagos habían surcado el cielo, y la lluvia había casi anegado las calles de la ciudad. Cuando Arturo salió del baile, los primeros rayos del sol comenzaban a disipar los negros nubarrones que durante la noche habían reposado sobre los edificios. El azul de las montañas con que termina la vista de las hermosas y rectas calles de México, estaba limpio y brillante, y por la cima de las mismas montañas asomaban los rayos de la luz nacarada de la aurora, que teñía de oro y de gualda las nubes que iban alejándose precipitadamente.

Las calles estaban mojadas, el viento húmedo y penetrante; muchas de las casas cerradas y silenciosas. Se veía una que otra anciana que salía de la puerta de su casa, o los criados y artesanos que, envueltos en sus largos sarapes, se dirigían a sus quehaceres. Se escuchaba el sonido de dos o tres campanas, que llamaban a misa, y a este sonido pausado y religioso se unía sólo el mugido de las vacas, que se ordeñan todos los días en las plazas de la ciudad.

El silencio, el frío, las misteriosas campanas que llamaban a los fieles a la oración de la mañana, el cansancio y la irritación febril que produce una noche de orgía, hicieron nacer en el alma de Arturo otro género de ideas. Al salir por las gradas del vestíbulo se desvaneció el prestigio y la fascinación que se apoderaron de él pocas horas antes, cuando entró por ese mismo vestíbulo iluminado con luces de colores y embalsamado por los aromas de las flores. Además, las últimas palabras de Rugiero lo habían desencantado de tal manera, que apenas hacía una noche que había entrado en el torbellino del mundo y sentía ya cansancio y fatiga.

—¡Miserable farsa! ¡Infame comedia la que se representa diariamente en la sociedad! —dijo entre sí y estregando con cólera la flor que Aurora le había dado, y que tenía prendida en su casaca—. Si esta mujer —continuó echando a andar maquinalmente por la calle— me amara, sería el hombre más feliz de la tierra; pero es ligera, frívola… y hermosa como un ángel, por mi desgracia.

Arturo, como arrepentido, comenzó a componer cuidadosamente las hojillas de la rosa que hacía un instante había maltratado.

—Y al fin de una maldecida diversión de éstas, ¿qué otra cosa queda sino hiel en el corazón y cansancio en el cuerpo? ¿Qué hace un joven apasionado de una mujer que ríe y que baila y que se vuelve una loca, sin hacer caso de otra cosa? Pero ¿y la flor y sus sonrisas… y el desafío? Ahora me pesa este compromiso; combatir y matar a un hombre por un insignificante pedazo de listón, es horroroso.

Arturo sacó el trozo de cáliga; lo miró un momento y lo acercó a sus labios.

—¡Oh!, el pie que ha ligado este listón es divino. Aurora me ama, no hay remedio o, mejor dicho, yo la adoro como un insensato. Sí, combatiré con el capitán, me fastidia, lo aborrezco con toda mi alma. Si le mato, me fugaré; me iré a Europa de nuevo. Si él me mata… mejor… la vida me es odiosa. Pero dejemos estas ideas tristes, lo que me importa ahora es dormir, y de aquí a la tarde hay diez horas de tiempo.

Iba distraído Arturo con los pensamientos tumultuosos y encontrados que agitaban su mente, que no advirtió que se había desviado del rumbo de su casa; y tal vez hubiera vagado por toda la ciudad si, al voltear una esquina, no lo hubiera sacado de su enajenamiento una voz tímida y temblorosa que dijo:

—¡Señor, una limosna!

Arturo volvió la cara y se encontró con una mujer tapada con un rebozo y unas enaguas blancas y delgadas, cuya vejez, a pesar de su aseo, se podía notar. Incómodo de verse así interrumpido en sus cavilaciones y detenido en su marcha, desvió con la mano a la mujer y con voz brusca contestó:

—¡Vaya a trabajar, y no moleste!

Un ligero sollozo salió involuntariamente del seno de la pobre mujer y con voz más fuerte dijo:

—¡Señor, mi madre y mi padre se mueren de hambre!

Había un no sé qué de profundamente doloroso y verídico en el acento de esta mujer, que Arturo se detuvo y, acercándose a ella, le dijo:

—¿Dónde están tus padres?

La mujer descubrió hasta la mitad su cara. Arturo quedó un momento confuso y sorprendido al notar que la miserable limosnera parecía un ángel.

—Bien, socorreré a tus padres, niña —le dijo Arturo—, pero deja que vea bien tu rostro; pareces muy hermosa.

La muchacha, con uno de esos movimientos admirables y divinos del pudor, cubrió un poco más su cara y sólo dejó contemplar al joven dos hermosos y apacibles ojos azules, de donde rodaban lentamente dos lágrimas, que brillaban como dos diamantes, en la seda finísima de sus mejillas. Una que otra madeja, de pelo rubio y brillante como el oro, se escapaba de entre el rebozo, y caían sobre una frente tersa, limpia y de la más pura encarnación. La pálida luz de la mañana daba más poesía y más interés a la fisonomía de esta pobre muchacha.

Arturo, preocupado contra el mundo y contra la sociedad, dijo entre sí:

—¡Vamos!, esta muchacha vale más, con sus pobres harapos, que todas esas coquetas vestidas de seda con quienes he bailado esta noche. Aunque probablemente la enfermedad de su padre y de su madre serán una fábula. Todo es mentira y engaño en este mundo… Pero ¿qué pierdo en seguir esta aventura? Sepamos dónde vive.

Y luego, volviéndose a la muchacha, le dijo:

—Perdona, niña, que te haya tratado con dureza; pero te creía una de esas mujeres ociosas y perdidas que vagan por las calles. Conozco que efectivamente tienes necesidad. Toma.

Arturo sacó de la bolsa un peso y lo dio a la muchacha.

—¡Cáspita! —dijo Arturo entre sí—, un par de duros se pueden gastar por ver la mano de esta criatura.

En efecto, al tomar la moneda de plata, había sacado la pobre limosnera una manecita rosada, perfectamente pulida y con unas uñas de rosa transparentes y delicadas.

—¡Señor —dijo la muchacha—, Dios recompensará a usted esta caridad!

—¿Podrías decirme tu nombre, criatura? —le interrumpió Arturo.

—Me llamo Celeste.

—¡Celeste!

—Sí, señor.

—Hermosísimo nombre. Positivamente eres celestial, niña.

La joven volvió a cubrirse con su rebozo y dijo tímidamente a Arturo:

—Señor, mis padres aguardarán que yo les lleve de comer. Dios haga a usted muy feliz.

Celeste dio la vuelta, y echó a andar. Arturo fingió tomar el camino opuesto; pero luego que la muchacha se alejó un poco, comenzó a seguirla por la acera opuesta.

—¡Vaya!, nueva aventura tenemos —decía Arturo mientras iba contemplando las magníficas proporciones de la muchacha, que si no se descubrían, se adivinaban fácilmente, merced a su pobreza, que le impedía usar esa multitud de ropa y de armazones con que hoy se usa disfrazar las más grandes imperfecciones de la naturaleza.

—Esta muchacha será probablemente una de tantas miserables que buscan en el vicio su modo de vivir. ¡Es una lástima!, su rostro es como su nombre… Pero puede ser que me equivoque; su acento, las lágrimas que caían en sus mejillas, su aire de recato… ¡Bah!, soy un tonto. Las mujeres se pintan en eso de hacerse gazmoñas e inocentes; y esto lo aprenden todas sin maestro, y antes que el abecedario. Sea lo que fuere; yo quiero desengañarme, y aunque estoy rendido de sueño y de fatiga, no quiero perder la oportunidad de saber dónde vive esta perla del pueblo, esta flor de los sucios y asquerosos barrios de México. Por Dios que, con su vestido pobre, es acaso más linda que todas las que estaban en el baile.

Mientras estas y otras reflexiones hacía Arturo, habían andado varias calles, torcido otra y se hallaban la muchacha y su galán, en unos de esos lugares de México que se llaman barrios, y los cuales apenas se puede creer que forman parte de la bellísima capital, reina de las Américas. No hay en ellos, ni empedrados, ni aceras; inmundos albañales ocupan el centro de la calle; y por toda ella está esparcida la basura y la suciedad, lo cual hace que la atmósfera que allí se respira sea pesada, fétida y, por consecuencia, altamente perjudicial a la salud.

Las casas presentan el mismo aspecto de abandono: unas son de adobe, otras de piedra volcánica, color de sangre o de ceniza; pero todas sin aseo exterior, sin vidrieras en las ventanas, sin cortinas en lo interior. Frente de estas habitaciones frías y tristes hay algunos edificios arruinados, o por los temblores o por los años y la incuria de los dueños. Se ve un lienzo de pared en pie, queriéndose desplomar; algunas vigas podridas medio caídas; los marcos de las puertas comidos por la polilla, y brotando la hierba de las hendeduras. Tal vez del piso bajo de esas casas se ve salir una nube de humo; y si el curioso asoma la cabeza al interior, verá unas paredes negras y cubiertas de telarañas, unos hornos o braseros, y algunas mujeres con unas enaguas azules hechas pedazos, muy afanadas en hacer tortillas o atole.

En cuanto a la población que habita por lo común estos barrios, no puede decirse sino que está en armonía con los edificios. Cruzaban como unas sombras varios personajes envueltos en una luenga tela cuadrada de lana de colores o blanca, que se llama frazada; un sombrero de palma, de una ala muy ancha, cubre su cabeza, que oculta parte de su cara bronceada, y que es más imponente y rara, porque a veces está oscurecida por un negro bigote o por grandes madejas de pelo negro y desordenado que caen sobre las mejillas. Un ancho calzón de manta blanca, y a veces unos burdos zapatos, completan el traje de esta gente, que se llaman léperos y que son siempre el objeto constante de la crítica de los extranjeros.

En la puerta de esas habitaciones sucias y miserables que dan a la calle, y que se llaman accesorias, hay a veces multitud de muchachos casi desnudos y revolcándose en el polvo de la calle, o entre las esteras que sirven de lecho a la familia. Dar una idea más exacta de la falta de policía, del desaseo, de la corrupción de algunos de esos lugares de México, sería fastidiar al lector y causarle acaso una repugnancia que debe evitar todo el que tiene por oficio escribir para el público.

Estas líneas son dirigidas a las personas influyentes en la sociedad y en el gobierno. ¿Por qué no se organiza una policía?; pero no una policía altanera e inútil, como la que hace años hay en la ciudad, que oprime y ultraja a los pobres indios y a las gentes pacíficas que se dedican a vender frutas u otros artículos de comercio, sino una policía preventiva que vigile por el hombre honrado; que aceche al ladrón y al asesino, sin incomodar con su presencia; que lleve a la escuela a esos pobres niños desnudos, que pasan todo el día en el fango de las calles; que vigile al vago y al ratero, que viven en esas tabernas llamadas pulquerías; que no arranque de su trabajo al labrador y al artesano para filiarlo en un regimiento, y enviarlo después a la costa a perecer de vómito o de fiebre; que en vez de llevar a una prisión indecente a ciertas mujeres desgraciadas, indague si la miseria, o tal vez la sórdida y criminal ambición de las familias, las ha conducido a la prostitución y al abandono.

¿Pero quién es capaz de comprender que la policía organizada de esta manera, es además de un deber que tiene indispensablemente que cumplir cualquier gobierno republicano, o monárquico, una obra de caridad? ¿No es caridad el darle a un niño, con la educación, un porvenir acaso de felicidad despertando sus buenos sentimientos e inspirando a su mente otro género de ideas? Qué, ¿no es caridad el quitar de una carrera de vicio a una pobre muchacha, que tal vez sería una madre tierna y una buena esposa? Qué, ¿no es caridad el libertar a la sociedad de hombres que no tienen ocupación y que viven a expensas de ella? Qué, ¿no es caridad proteger al artesano, al labrador, al ciudadano pacífico, asegurándole su vida y sus propiedades, tanto dentro como fuera del hogar doméstico?

Si los hombres se necesitasen unos a otros para auxiliarse de esta manera ¿se reunirían en sociedad? Y una vez reunidos, si no gozan de estas ventajas ¿qué han ganado? Reunirse en sociedad para ser robado al volver una esquina; para ser víctima de un asesino durante las horas de reposo y de sueño; para ser registrado por los guardas y alcabaleros; para ser arrancado de su casa y de su familia, y puesto a las órdenes de un cabo tiránico, cuyo lenguaje es la vara; reunirse en sociedad para que los bandidos impunemente asalten la casa en que se vive, la diligencia en que se camina…

¡Oh!, vale más por cierto la existencia bárbara de las tribus errantes. Es menester no cansarse en discutir teorías sobre las formas de gobierno; mientras no se examine con madurez y conciencia la organización de los ramos particulares, cuyo conjunto forma la máquina social, que da a los ciudadanos de un país seguridad, bienestar y por consecuencia felicidad, nada se habrá hecho sino perder el tiempo. ¿Dónde está en México la policía que persigue al malvado y protege al hombre quieto y laborioso? ¿Y no debería pensarse diariamente en organizarla?

¿No se juzga que es un asunto tan importante, el mejorar la condición de esa clase, única acaso en el mundo, que existe en México conocido con el nombre de léperos? ¿Puede creer nadie, que tenga siquiera sentido común, que México llegue a merecer el nombre de país civilizado, mientras los extranjeros que nos observen y visiten no vean al pueblo ocupado, los caminos seguros, la gente aseada y sin esos vicios asquerosos que tanto le degradan? ¿Qué viajero, que no sea un filósofo y un hombre profundamente observador, podrá conocer que debajo de la mayor parte de esos sucios y rotos harapos, que medio cubren a la plebe de la república, laten unos francos y buenos corazones, que no necesitan más que una acertada dirección para encaminarlos al bien y al trabajo?

En el momento en que escribimos estas líneas, la reacción del partido aristocrático se trata de efectuar. Sea enhorabuena; nosotros no somos del número de los que quieren ver los destinos de la nación en manos de hombres sin educación y sin capacidad. Pero todo ese partido aristocrático, que ahora asoma su cabeza con impunidad y con descaro, ¿tiene los elementos necesarios para hacer bienes positivos, para atender a la mejora material del país? Sobrepóngase y entronícese enhorabuena; pero que obre bien; que mejore la condición de ese pobre pueblo a quien todos halagan pero a quien ninguno beneficia, porque de lo contrario vendrá un día en que, pálidos y temblando, caerán de rodillas, cuando ese pueblo los llame a un juicio terrible y les diga: «Ricos orgullosos, aristócratas sin talento ¿qué habéis hecho por mí?»

Mas concluyamos este pequeño sermón, convencidos de que no hemos de lograr con él ni aun divertir a los lectores, y volvamos a nuestro personaje, que al cruzar por esos callejones y notar las cosas que arriba hemos rápidamente descrito, interrumpía sus pensamientos amorosos para preguntarse a sí mismo: ¿cómo en un país cuyo pavimento es de oro y de plata había tanta miseria? ¿Y cómo, mientras los lisonjeros cortesanos gastaban miles de pesos en adular a un magnate, tanto infeliz se levantaba con los rostros pálidos y cadavéricos… quizá de hambre?

Todos estos rápidos pensamientos filosóficos, por el estilo de los que hemos querido estampar, al llevar a Arturo por un barrio, acabando de salir de un baile espléndido, no impidieron que perdiese de vista a la gentil muchacha; ésta entró efectivamente en una casa cuya apariencia no era por cierto mejor que la de las de que hemos hablado. El frente era de adobe; el antiguo color blanco y rojo con que estaba pintada la fachada, había caído con la lluvia y el sol, y sólo podía reconocerse por algunos manchones que habían quedado.

Una angosta puerta daba entrada al interior, y sobre ella había dos balcones de unos marcos apolillados con tres o cuatro vidrios opacos, y una ventanilla que parecía más bien la de un calabozo. En los pisos bajos, había destruidos aposentos, cuyas puertas amarillas con el humo estaban cubiertas en su mayor parte con estampas de santos detestablemente grabadas. En el centro del patio se hallaba una fuente de agua limpia; en las puertas de los cuartos algunos muchachos casi desnudos, y mujeres de enaguas con el cabello desordenado, barriendo o sacudiendo sus lechos y su ropa.

Arturo permaneció frente de la puerta de esta casa. La muchacha entró en ella; volvió a salir y finalmente regresó al poco rato, con unas ollas y una canastilla de pan.

En vez de las lágrimas que empañaban sus lindos ojos, cuando encontró al petimetre, se notaba en ellos la alegría y el júbilo. Arturo, que no perdía ninguno de estos movimientos, notó que ya triste, ya alegre, tenía la fisonomía de un ángel. Todo el mundo sabe que un joven alegre, con dinero y aficionado a estos lances, no deja escapar una perla semejante, por más oculta que esté entre la desnudez y las miserias de la plebe.

El joven, pues, olvidando a Aurora, a Teresa y a las otras muchachas que habían ocupado su atención en el baile, entró a la casa en pos de la desconocida. Su corazón abrigaba proyectos no muy virtuosos, su mente estaba llena de peligrosas ilusiones; su imaginación, ocupada enteramente con la belleza de la joven, no recordaba su desgracia.

Arturo tocó la puerta del cuarto de Celeste; ésta, inclinada en un brasero donde calentaba algunos alimentos, respondió maquinalmente:

—Adentro.

Arturo entró y se quedó de pie, a poca distancia del umbral. Las paredes del cuarto estaban negras y húmedas; el pavimento era de vigas podridas y desiguales; ningunos muebles se veían en el cuarto. En un rincón estaba un bulto acostado, y en el otro se reconocía la figura pálida y cadavérica de un hombre medio reclinado en la pared. Los lechos de estos infelices eran unas tarimas cubiertas con frazadas; una lanza, junto a la cama del enfermo, y algunos trastos perfectamente limpios, eran las únicas cosas que allí había.

Arturo en un momento sintió cambiado su corazón. El aspecto triste de dos enfermos en tanto abandono y miseria; la atmósfera húmeda y pesada de la habitación, y la vista de Celeste, tan resignada y tan hermosa, prodigándoles consuelos como un ángel, le hicieron penetrar la situación y la santa verdad de la joven.

—¡Vaya! —dijo entre sí—, sería una cobardía imperdonable el seducir a esta muchacha y quitarles a estos infelices el único amparo que Dios les ha concedido en medio de su infortunio. Cambiemos de ideas y obremos de otro modo.

Celeste, entre tanto, había acabado de calentar el alimento, y levantándose de la postura en que estaba, vio al joven y dio un ligero grito de sorpresa; mas recobrándose al instante, se dirigió cerca de los dos enfermos, y volviéndose hacia Arturo, con un dedo puesto en la boca en señal de silencio, le dijo en voz baja:

—Duermen, señor, y por Dios le ruego que se vaya antes que despierten.

—¿Y por qué, Celeste? —le dijo Arturo en voz baja.

—Porque mi pobre padre se asustaría de verme llegar con una persona así… decente como usted.

—¿Es tu padre, Celeste?

—Sí, señor, y mi madre es la enferma que duerme en el otro rincón. Está moribunda; poco vivirá ya, y a veces ni me conoce.

—¡Pobre muchacha! —dijo Arturo a media voz mirando que las lágrimas asomaban de nuevo a los ojos de Celeste.

—Dios os llene de bendiciones y os haga muy feliz —continuó la joven, limpiándose los ojos—. Siempre me acordaré de que mis padres vivirán algunos días más por la caridad de usted; pero ya le he dicho… las vecinas van a hablar de mí, y mi padre… No diga usted que soy desagradecida… váyase.

—Mira, Celeste —le respondió Arturo— cuando me interrumpiste el paso creí que eras una mujer perdida, y te seguí por curiosidad, pero ahora me inspiras compasión. Eres una buena muchacha que cuidas a tus padres, que haces el sacrificio infinito de pedir para ellos, y esto merece mucho. Seré tu protector, y ni aun te pediré que me saludes en cambio; pero quiero que tus padres vivan algunos días más, y que tú seas menos infeliz. Esperaré, pues, que despierte tu padre.

Celeste, que no esperaba oír este lenguaje, clavó sus ojos en el joven con una expresión indecible de gratitud, y le tendió maquinalmente su mano. Éste no se atrevió a acercarla a sus labios y sólo la estrechó contra su corazón. Sintió con este solo acto un placer, si no tan vivo como el que experimentaba cuando bailaba con Aurora, sí más puro e inefable. Era la sencilla expresión de gratitud de una hija del pueblo, y no la falsa coquetería de una niña de la aristocracia.

—¿Hablabas, hija? —dijo el anciano cambiando penosamente de postura.

—Sí, padre —dijo la muchacha— daba las gracias a este señor que nos ha socorrido hoy. Aquí está el alimento.

—¡Caballero! —dijo el anciano suspirando—, será…

—¡Oh!, no tenga usted cuidado alguno; es un señor muy desinteresado y muy bueno. Háblele usted a mi padre; acérquese usted —continuó la muchacha, empujando suavemente a Arturo.

—La desgracia de ustedes y la virtud de esta niña son muy respetables, y no pienso más que en hacerles el bien que me sea posible.

—Hay mucha corrupción y mucha maldad en el mundo, caballero. Si de corazón quiere usted hacernos algún beneficio, Dios se lo pagará; si, por el contrario, hace usted mal a mi pobre hija, no haría usted más que abusar de la desgracia de un viejo moribundo, que no puede protegerla y no debe apelar sino a Dios, a quien cree justo, a pesar de los martirios que ha ordenado padezca en esta vida.

La voz del anciano, aunque apagada, tenía cierta solemnidad, cierta ternura religiosa. ¡Qué había de hacer en efecto, un pobre padre tirado en una cama, más que confiar a Dios la virtud de su hija y reclamar para el que fuese su seductor un castigo del cielo! En estas situaciones supremas de la vida, cuando no hay que esperar sino la ingratitud y el crimen, es cuando el corazón del hombre reconoce que hay un Ser superior a todas las miserables criaturas del mundo, a quien se necesita pedir y en quien se debe esperar únicamente.

Arturo tenía un nudo en la garganta.

La muchacha le acercó la única y desquebrajada silla que había, y le hizo sentar junto a la cama del anciano; luego tomó una taza con el alimento y una cuchara de madera, y ambas cosas las presentó a su padre, diciéndole con una voz sonora y cuya armonía resonó en lo íntimo del corazón del joven:

—Padre, este desayuno se lo debemos, después de Dios, a este señor. Pida usted por él, como yo lo haré a Nuestra Señora de los Dolores. Yo le deseo que tenga mucho dinero, que sea muy feliz, y que si se halla en una pobreza como la nuestra, todos hagan con él lo que hoy ha hecho con nosotros.

Acabando Celeste de decir estas palabras, hizo a su padre una muequilla cariñosa, dándole en la boca una cucharada del atole que contenía la taza, y clavando después una mirada triste en Arturo, murmuró a media voz y señalando al anciano:

—¡Pobrecita!, me quiere mucho.

—He aquí la naturaleza —dijo Arturo entre sí—, en verdad que me ha conmovido esta escena, más de lo que yo creía.

—Lo que yo he hecho hoy, no es nada —continuó en alta voz— y sólo estaré satisfecho si alivio en algo tu suerte y la de tus padres. Como mis ocupaciones podrán impedirme el venir en muchos días, quiero que entretanto no padezcan ustedes.

Arturo metió mano a sus bolsillos y sacó una porción de monedas de oro y plata, que puso debajo de la cabecera del enfermo, sin que éste ni su hija advirtiesen la cantidad de la limosna. Ni el anciano ni su hija pudieron dar las gracias sino con una mirada. ¡Cuánta gratitud se encerraba en esta demostración muda, pero elocuente!

—Celeste, vivo en la calle de… —continuó Arturo—, mi madre es una señora llena de virtudes, que está siempre dispuesta a socorrer a los desgraciados. Ocurre a ella por cuanto te haga falta; no habrá necesidad de que me veas, para que de esta manera no pierdas tu reputación y este anciano esté tranquilo.

—Mucho tiempo ha pasado sin que hayamos tenido más que miserias y desengaños —dijo el enfermo— pero hoy moriré resignado y con una idea menos mala del mundo, gracias a usted.

Habiendo concluido Celeste de dar el alimento a su padre, fue adonde estaba la madre a despertarla y a hacer igual cosa con el mismo cariño y amor, llenándola de caricias y besando sus descarnadas manos.

Arturo pudo notar, cuando la madre despertó y su hija le descubrió la cara, que no era mujer de mucha edad; pero su extremada palidez, sus ojos hundidos y sus labios blancos le daban un aspecto terrible. No era una calavera de las que se encuentran en los cementerios, sino una calavera que tenía movimientos lentos, pausados, como si la muerte, temerosa de dar a Celeste un pesar, hubiese querido ir quitando poco a poco la vida y la acción a las partes de este cuerpo.

Cuando la muchacha acabó de dar algunas cucharaditas de alimento a la enferma, la besó la frente, la abrigó de nuevo con las ropas de la cama, y volviéndose al joven dijo:

—Mi pobre madre no habla, ni oye y apenas puede moverse. Todos los miembros de su cuerpo están sin acción. Si usted viera, cuando le doy alimento, o le hago cariños, me mira y sonríe conmigo. ¡Pobrecita!

Arturo no tenía idea de una virtud y de una resignación semejantes, y juzgaba ya con más indulgencia al mundo desde que entró en la infeliz habitación de Celeste.

—Es menester —dijo entre sí— completar la obra.

Y luego en voz alta y dirigiéndose a la muchacha:

—Esta tarde vendrá un médico, y enviará mi madre una mujer para que le acompañe, y algunas sábanas y ropa.

Una lágrima se desprendió de los secos y empañados ojos del enfermo, y rodó por su mejilla húmeda y amarillenta.

Celeste se arrojó a los pies de Arturo, le tomó una mano y se la besó humedeciéndosela con su llanto.

—¿Qué haces, niña? —le dijo Arturo mortificado—, levántate. Debes darle gracias a Dios y no a mí. Soy calavera y disipado, pero no puedo ver con indiferencia estas miserias. Lo que yo dé a ustedes, ninguna falta me hará; y, por otra parte, yo sé que doy con esto a mi madre un verdadero placer. En recompensa, sólo quiero que me diga usted, pobre anciano el motivo de que se vea en esta situación.

—Celeste —dijo el viejo a su hija— retírate, mientras satisfago el deseo de este excelente caballero. Es muy justo, pues querrá saber si da su limosna a gentes honradas y que la merezcan.

Celeste aprovechó esta ocasión para tomar alguna ropa y salir al patio a lavarla en los lavaderos que cercaban la fuente.

El anciano comenzó a hablar.

—Cuando la guerra de Independencia, era yo un joven de veinticinco años. Mis padres habían muerto un poco antes, dejándome dueño de una finca de campo, que me daba lo necesario para mantenerme decentemente. Con todo y esto, estaba fastidiado y triste, a causa del pesar, pues yo amaba mucho a mis padres. En cuanto tuve noticia del pronunciamiento en Dolores, dije para mí: «¡Vaya!, ésta es una oportunidad de salir de penas; y yéndome a la guerra, o me distraigo o me matan, y de todos modos gano». Además, yo era mexicano, y no sé qué cosa sentía dentro de mi corazón, que me decía: Anselmo, ve y combate por tu patria.

»Dejé mi hacienda al cuidado de un viejo honrado; armé algunos mozos y, tomando el dinero que tenía disponible y mis mejores caballos, marché a reunirme con el cura Hidalgo. En Celaya me uní a él, y marchamos sobre Guanajuato. Usted habrá oído contar las crueldades que se cometieron y la sangre que se derramó en la toma de Granaditas. Me disgusté mucho, y concebí un horror invencible a la guerra; con las costumbres pacíficas y sencillas del campo, no podía habituarme a otro género de vida tan diverso. Retiréme, pues, con mis mozos, y encontré que mi buen viejo había cumplido con su obligación, y que mis cortos intereses no habían sufrido daño alguno.

»Poco tiempo duró mi tranquilidad. Conocido yo por insurgente, e inclinado siempre mi corazón a sostener la causa de mi país, los vecinos envidiosos comenzaron a perseguirme. Una noche, cuando descansaba tranquilamente, oí el galope de muchos caballos, y a poco una descarga de pistolas y el ruido de los sables, me convencieron de que estaba rodeado de enemigos. Salté de mi cama, tomé mis armas y salí gritando a mis sirvientes. Éstos, a la cabeza del buen mayordomo, combatían como unos hombres; pero los realistas eran muchos y al fin tuvimos que huir; dejando gravemente herido a mi valiente viejo, yo me dirigí por detrás de las trojes, y gracias a un hermoso alazán que montaba, logré escapar de mis enemigos, que me persiguieron más de cuatro leguas.

»Errante ya, sin gozar de seguridad en mi casa, no me quedó otro partido que tomar que irme a juntar de nuevo con el generalísimo. Corriendo mil riesgos y padeciendo fatigas inauditas me reuní con los insurgentes la víspera de la batalla del Puente de Calderón. Usted sabe lo desgraciada que fue para la causa de la Independencia esa acción. Yo luché como un león; me metí en lo más reñido de la pelea, y caí cubierto de heridas. Una bala me había atravesado un brazo; la espada de un realista había partido mi cabeza; una nube sangrienta empañó mi vista; un calofrío de muerte recorrió mi cuerpo, y apenas tuve tiempo para implorar con una palabra la misericordia de Dios; perdí el conocimiento.

»Cuando volví en mí, halléme en una buena cama, con un médico en mi cabecera y rodeado de gentes, entre ellas una muchacha hermosa y que me pareció el ángel de mi guarda. Tres meses dilató mi curación, al cabo de los cuales, habiendo recobrado un poco las fuerzas, traté de despedirme; pero la familia me instó para que permaneciera algún tiempo más. Inútil es decir a usted que yo me quedé, porque amaba a la muchacha. La había visto a mi cabecera, y en los momentos de delirio y de dolor siempre se habían encontrado mis ojos con los ojos llorosos de Paulita, que así se llamaba. Los amores siguieron, yo fui más adelante de lo que debía: la pobre muchacha me amaba tanto, que nada podía negarme.

»Yo quería casarme con ella; pero necesitaba saber si conservaba algo de mis intereses. Así es que partí para mi hacienda: la encontré arruinada, sin aperos, sin animales, sin nada. Yo no tenía dinero para aviarla; así es que mi desesperación fue grande al verme privado, por causa de los realistas, de casarme con la pobre Paula. Por lo pronto no abrigaba deseos de venganza. Sin apearme del caballo, seguí mi camino para buscar una partida de insurgentes con quienes reunirme. Vagué mucho tiempo por toda la Tierra-Adentro, reunido con algunas guerrillas, y teniendo cuidado de visitar de cuando en cuando a Paula y a su familia, esperando nomás que el país tuviese alguna quietud, y yo un poco de dinero para efectuar mi casamiento.

»En esto pasó tiempo y apareció al frente de la insurrección el gran Morelos. Inmediatamente me reuní con él, y durante algún tiempo me olvidé de Paula y de mis intereses, y no pensé más que en mi patria. El general supo infundirme tal entusiasmo, que rayaba en locura. Era el general Morelos de un carácter suave, al mismo tiempo que enérgico; sabía hacerse amar de sus amigos, obedecer de sus inferiores, y temer de sus enemigos; sereno en los peligros y atrevido en sus empresas, no perdió nunca esa bondad de corazón con los vencidos y con los desgraciados. Parece que estoy oyendo su voz y mirando su semblante grave, reflexivo e igual, ya en los peligros, ya en la fortuna. Yo lo amaba como a un amigo y lo respetaba como a un valiente. Por su parte, le merecí la mayor confianza; y en el sitio de Cuautla me regaló esta lanza, que usted ve aquí (que no he querido vender a pesar de mis necesidades) por yo no sé qué friolera que hice, que le agradó.

»Como asistí a la derrota del general Hidalgo, también fui testigo de los últimos momentos del más valiente y del mejor de los mexicanos. Disfrazado y confundido entre la multitud bebiéndome las lágrimas como si fuera una mujer, vi sus agonías y maldije a sus infames asesinos. Una vez que perdí a mi general, me consideré como solo y aislado en el mundo; y me pareció que nada me podía consolar ni volver la dicha.

»Recordé que tenía una obligación de conciencia con qué cumplir, y corrí a Guadalajara en busca de Paula. Mis diligencias fueron vanas: pregunté, indagué todo lo que pude, y sólo logré saber que había salido de la ciudad hacía un año.

»—Bien —dije para mí—, ahora que completamente estoy solo en el mundo, y sin esperanza de felicidad, es menester hacerme matar.

»Fuime, pues, a las montañas del Sur con el valiente general Guerrero; pero el clima me perjudicó: mis heridas volvieron a mortificarme, y vagué enfermo de pueblo en pueblo por toda la Tierra-Caliente. Cuando el general Iturbide proclamó el Plan de Iguala, yo estaba más aliviado; me di a conocer con él; puso en mis hombros las divisas de capitán, y entré a México ostentando el premio de mis fatigas; de veras estaba yo orgulloso, pero no tan contento como cuando estaba junto al general Morelos.

»Después, no habiendo querido mezclarme en las intrigas contra el emperador, permanecí aislado, sin lograr, por supuesto, ningún ascenso, ni que me devolvieran mi hacienda, que estaba en manos extrañas.

»No cansaré a usted con la relación poco interesante de lo que me sucedió desde esa época, hasta el año de 1828. Como era hombre solo y sin ninguna clase de obligaciones, no me faltó qué comer. El desgraciado mes de diciembre, cuando la revolución de la Acordada, era yo todavía capitán, mientras otros, que no habían ni siquiera olido la pólvora eran coroneles y aun generales; pero esto no es del caso ahora, sino lo que referiré a usted.

»Pasaba con algunos dragones por una calle donde la plebe se arrojaba furiosa a saquear; un lépero se pone a dar golpes a una puerta con un martillo; a poco se reúnen otros, y con palos y hachas continúan la operación hasta que logran romperla. Una joven y una anciana salen al balcón despavoridas, dando gritos y pidiendo auxilio. Alzo la cara y reconozco a Paula y a su mamá. En el acto disperso a la plebe con la tropa; subo y me encuentro en los brazos de aquella mujer, que si no era joven y linda, como cuando la vi por primera vez, vivía en mi memoria con el recuerdo de los tiempos de mi juventud, de mis aventuras y de mis desgracias.

»Como debe usted figurarse, me casé con ella al poco tiempo. Ella tenía algunos bienes; yo sabía buscar la vida; así, cuando después de un año nació esta criatura tan linda, que usted conoce, y a quien por su belleza puse el nombre de Celeste, poseíamos, si no riquezas, al menos las mayores comodidades posibles. Pedí, pues, mi retiro, y no molesté más a los gobiernos, pidiéndoles paga y ascensos, y fui feliz algunos años, los únicos de mi vida.

»Pero ¿qué quiere usted?, la fortuna es ingrata; yo tenía varios giros, pero los dependientes que tenía se malversaron, y de la noche a la mañana me vi sin nada. Se empeñaron primero algunas alhajas; se vendieron poco a poco los muebles; después la ropa; después nos redujimos a una casa de vecindad; y, por fin, me fue preciso ocurrir a la Comisaría a cobrar mi retiro, que jamás me pagaban. Mi mujer se bebía las lágrimas en secreto, al ver mi aflicción; yo pasaba las noches en vela, pensando que la miseria aguardaba a mi pobre hija, que, llena de gracias, iba creciendo y desarrollándose como las flores de los campos.

»Tras de la pobreza vienen forzosamente las enfermedades. Mi mujer, mi Paula, que es la infeliz que tiene usted tirada allí, fue la primera que cayó mala de una parálisis de todos los miembros; y como yo no tenía dinero, jamás he logrado que los médicos la asistan con cuidado. Hoy ya no tiene remedio; y de un día para otro se morirá… Tendré un placer, porque en el estado en que está me parte el corazón; además, se irá sin duda al cielo, y rogará por su hija…

»Algunos días, y como postrer recurso, iba yo a Palacio a hacer diligencias de que me pagaran algo; pero, Dios libre a usted de verse en tal situación: el Ministro de Hacienda, seguido de una cauda de agiotistas y de pretendientes, apenas se dignaba mirarme, y cuando fijaba la atención en mí, era para decirme con voz áspera: “No hay; no tengo; todo se lo lleva la guarnición”.

»Al atravesar los patios, multitud de capitanes, de coroneles, vestidos elegantemente, y que ni idea tendrían probablemente de lo que es la campaña y el servicio militar, miraban con desprecio mi viejo uniforme y mis ennegrecidas divisas. Pero, ¡vive Dios!, que era el mismo que llevaba yo al lado del general Morelos. Me retiraba a mi casa lleno de rabia y sin haber conseguido ni un centavo. Un día, agobiado y sufriendo de mis heridas, necesité compañía y llevé a Celeste. Entré a Palacio y noté que todos me saludaban; entré a la Comisaría, y el viejo portero se puso en pie para abrirme paso; en la oficina todos me rodearon, todos se interesaban por mi salud y mis desgracias.

»Uno, se ofreció a ponerme el recibo; otro dio papel; otro, contó el dinero; otro, llamó al cargador; todos, en fin, me dieron la mano y me ofrecieron su protección y servicios. Me llamaron el veterano de la Independencia, y hasta los ordenanzas, al salir, me hicieron honores y me llamaron su capitán.

»Me fui a mi casa con cien pesos en moneda de cobre; era la primera partida de importancia que había recibido, desde que cobraba mi pensión. En la tarde misma recibí las visitas de cuatro o cinco petimetres empleadillos; y mientras uno me platicaba, los otros se entretenían con mi hija. Cuando se marcharon, comprendí todo y maldije mi imbecilidad. Al día siguiente, para reparar esta falta mudé de habitación, y juré no volver a poner jamás los pies en ese maldito palacio.

»A pesar de las economías, el dinero se me acabó, y mis penas fueron más grandes. Un día, para colmo de mis desdichas, monté a caballo para ir a un lugar inmediato a buscar a una persona que me debía dinero; se espantó el animal y me tiró. Me trajeron a mi casa medio muerto, y hasta hoy no puedo levantarme de esta cama, donde he sufrido, por más de un año, operaciones dolorosas y tormentos que el Señor me tendrá en cuenta para perdón de mis pecados.

»Ahora, diré a usted lo más interesante —añadió, bajando la voz—, esta criatura que usted ve, nos ha mantenido; se ha pasado los días y las noches cosiendo; pero ve usted que el trabajo de una mujer produce muy poco y los médicos y la botica cuestan mucho. Hace algún tiempo que las costuras han escaseado, y hoy me he convencido de que sus salidas, por la mañana temprano, eran a pedir limosna… ¡Pobre hija mía!»

El viejo enfermo se puso a llorar.

—Vamos —dijo Arturo— tenga usted la misma resignación que hasta aquí… yo ofrezco a usted mis auxilios y…

—Perdone usted, caballero; pero quisiera, hasta el infierno mismo, antes que el pensamiento que me consume… que me mata… ¿No cree usted que una muchacha linda, ¡como mi hija!, sola en la calle y pidiendo limosna, puede perderse?

—Pero no habrá en lo de adelante necesidad de que haga eso.

—Caballero —dijo el viejo—, júreme usted, en nombre de Dios, que obrará con nosotros con buena fe y honradez; o de lo contrario, váyase de mi casa y déjenos morir de hambre; antes de morir, mataré a mi hija.

—Juro —dijo Arturo— que veré a la pobre niña de usted como a mi hermana, y que lo que haga con ustedes será sin ningún interés. Voy a contarlo todo a mi madre, y ella será la protectora de Celeste.

—Bien, muy bien —contestó el anciano conmovido—, creo todo lo que usted dice. ¡Gracias! ¡Mil gracias!

Arturo se puso en pie y se despidió. Celeste, con una expresión de reconocimiento, y podría decirse de amor, tendió su manecita al joven.

Arturo quería dejar a la familia, no sólo su dinero, sino hasta su frac. Estaba verdaderamente enternecido. Acordóse del alfiler de brillantes que Rugiero le había prestado, y quitándoselo con disimulo, lo prendió en el rebozo de la muchacha, mientras dirigía al padre sus últimas protestas y seguridades.

—¡Qué diablo! —dijo para sí—, yo diré a Rugiero que se me ha perdido el alfiler; le pondrá precio y mi madre lo pagará.

Al salir de la casa de Celeste, le dijo:

—Lo que encuentres en tu rebozo, es tuyo; haz el uso que quieras de ello.

Al terminar estas palabras, atravesó precipitadamente el patio; salió a la calle y torció por el primer callejón, con el fin de que Celeste no saliera a su alcance y le devolviera el regalo.

Las ideas de Arturo, cuando salió de la pobrísima habitación de Celeste, eran del todo diferentes, como debe suponerse. Su corazón estaba lastimado de ver tanta miseria ignorada, tanto sufrimiento oculto en las sucias paredes del cuarto de una casa de vecindad, y tantas y tan heroicas virtudes en una muchacha que todo el mundo tendría derecho de juzgar como una prostituta o, cuando menos, como una vagabunda.

—La mujer que es una hija tan excelente —decía Arturo para sí— y que sigue con su amor a sus padres hasta el grado mayor de la pobreza y de la desgracia, no puede menos de ser una excelente esposa. Si por dos viejos enfermos hace los oficios de un ángel, ¿qué haría por un hombre que la amara y que la llenase de caricias y de beneficios? ¡Bah! quizá esta mujer tan buena y tan resignada hoy, no será mañana sino lo mismo que todas; falsa, frívola, ingrata…

»Es terrible, terrible —continuó Arturo abreviando el paso— desconfiar en el amor; amargar con la duda y la incertidumbre el más puro y hermoso sentimiento del corazón… Sea lo que fuere, yo estoy en este instante verdaderamente satisfecho: el alfiler de Rugiero vale más de mil pesos; la muchacha lo venderá, y una suma semejante la sacará de la miseria. Si ella rehusa tomarlo, vendrá naturalmente a mi casa; la presentaré a mi madre, y de esta manera la obligamos a aceptar cuantos auxilios necesite; decididamente quiero ser el protector de Celeste, pues sería una lástima que se extraviase.

»Sí, es buena, y… acaso pensaría yo en ella… Pero es una locura; ella no puede amar… Y, por otra parte, yo necesito del esplendor, del lujo, del brillo de Aurora. No concibo el amor sino rodeado de espejos, pisando alfombras, reclinado en mullidos sofás… ¡Demonio de ideas! Mi cabeza es un volcán. ¡Y el desafío de esta tarde! ¡Si muriera yo, ahora que me considero con ciertas obligaciones respecto de Celeste! Veremos.»

Mientras hacía estas y otras reflexiones, Arturo llegó a su casa. Su padre ya había salido, así es que saludó a su mamá, sin contarle su última aventura, porque sus ojos estaban cargados de sueño. Entró en su cuarto, almorzó ligeramente, cerró las ventanas y se metió entre las sábanas de holanda y los mullidos colchones de su lecho.

—¡Pobre muchacha! —dijo al tenderse en la cama y zambullirse en la ropa—, ella duerme en el suelo húmedo y en el invierno temblará de frío. Aurora es viva y linda como un colibrí; Teresa, melancólica e interesante, pero Celeste es desgraciada; el infortunio tiene simpatías vivas y profundas en mi corazón.

Arturo se durmió mirando en sus ensueños los rostros de las tres muchachas que más le habían interesado. Entre las figuras agradables de sus queridas solía divisar la cara del capitán de caballería y escuchaba el trueno de una pistola. Sobresaltado entonces, sentía que sus nervios se estremecían involuntariamente, y volteándose del otro lado, se zambullía de nuevo entre las ropas deshechas de su lecho.

A las cuatro de la tarde entró un criado y lo despertó. Vistióse, se lavó, se rasuró, pidió algo de comer, y mandó traer un coche. Un cuarto de hora antes de las cinco bajó y se metió en él, provisto de una caja con un par de pistolas y de una buena espada toledana.

—A Chapultepec, cochero —le dijo subiendo a un simón desvencijado—. Detente antes de llegar a la puerta del bosque.

—Muy bien, señor —dijo el cochero, y montando en sus flacas mulas, comenzó a andar, con el paso lento y trabajoso que distingue a los coches de alquiler de México.

Al atravesar por las frondosas calles de árboles de la Alameda y ver la alegría con que algunos grupos de niños jugaban en los prados verdes y cubiertos de rosas, un pensamiento triste pasó rápidamente por la imaginación del joven; pero hemos dicho que era animoso, y muy pronto una sonrisa de seguridad y de triunfo vagó por sus labios.

¿Quién no es animoso y valiente a los veintidós años de edad, cuando se trata de quedar bien y de ganar el corazón de una mujer? En realidad, lo que molestaba algo al joven era el pensamiento de Celeste, que no podía apartar de su imaginación. ¿Estaba, por ventura, enamorado de ella? ¡La desgracia de la muchacha le inspiraba interés! ¿Había en ese interés alguna idea de esas profundamente secretas que ni uno mismo se atreve a confesar? Esto es lo que no podremos decir, pues ni el mismo joven lo podía averiguar.

Arturo sacó el reloj y notando que era ya dada la hora de la cita, dijo al cochero que apresurara el paso. Éste, obedeciendo, aunque con repugnancia, comunicó a las mulas la orden del amo por medio de repetidos cuartazos y espolazos, con lo cual el coche, envuelto en una nube de polvo blanco, volaba materialmente por la hermosa calzada que se llama de los Arcos de Belén.

Cuando el coche de Arturo llegó al punto designado, otro coche estaba allí ya, y dentro el capitán Manuel, que sacando la cabeza se dio a conocer a su adversario.

—Capitán —le dijo Arturo bajando del coche— siento haber hecho aguardar a usted, pero estos simones tienen demasiada paciencia; y además, la vela del baile ocasionó el que durmiera hasta las cuatro dadas. Espero que me disimulará usted.

—Acabo de llegar en este momento —contestó con voz seria, pero no agria, el capitán, bajando de su coche— y veo que es usted un joven de educación, y que, después de que pase este lance, acaso podremos ser amigos.

—Gracias, capitán —le interrumpió Arturo tendiéndole la mano—, por mi parte acaso no habrá inconveniente, pues creo a usted más racional que anoche…

—Supongo que usted, con esto, no quiere dar a entender otra cosa —dijo el capitán retirando la mano que le tenía estrechada Arturo y poniéndose ligeramente encendido.

—Ninguna otra cosa, capitán; mis palabras son sencillas y sin doblez alguno, lo cual protesto a usted para que le sirva de gobierno en la corta conversación que quiero tener antes. Venga usted por acá.

Arturo tomó al capitán del brazo y ambos se dirigieron hacia los arcos que llaman de San Cosme, habiendo tomado antes sus capas, sus espadas y la caja de pistolas.

—¿Usted ama a Aurora, capitán? —le preguntó Arturo luego que se hubieron alejado un poco.

—No tengo que contestar a esta pregunta sino lo que dije a usted anoche.

—Vamos, capitán, es menester una poca de calma; le protesto a usted que combatiré; pero antes quiero arreglar un poco mejor mis negocios amorosos, que se me han complicado más de lo que yo creía. Así, prométame usted hablar con franqueza.

—Muy bien, responderé a usted con franqueza a todo lo que me pregunte, porque a mi vez necesito arreglar este asunto lo mejor posible, para dedicarme a otras empresas.

—Perfectamente, entonces nos entendemos. Dígame usted, en primer lugar, el estado de sus relaciones con esa joven del baile.

—¿Con cuál? —preguntó el capitán algo alarmado.

—Con Aurora —respondió Arturo sin darse por entendido—. ¿No venimos a combatir por ella?

—Es verdad —repuso Manuel, aparentando indiferencia—, por ella venimos a combatir.

—¿Aurora ama a usted, capitán?

—Francamente… no lo sé. El corazón de las mujeres es incomprensible: hace un mes fui presentado en su casa, donde visitan multitud de jóvenes elegantes. Como la hermosura de la muchacha es sorprendente, me interesó sobremanera, y mis acciones y mis miradas le habrán hecho conocer el interés que me inspira. Por lo demás, cuando la oportunidad se ha presentado, he procurado hablarle de mi amor; pero ella se ha reído como una loca, sin mostrarse ofendida, pero tampoco interesada.

»Otras veces, dándome una flor, sonriéndose conmigo, mirándome con amor, me ha hecho el hombre más feliz de la tierra. La idea de ser amado verdaderamente por ella me ha quitado muchas noches de sueño. Entusiasmado cada día más, me atreví a darle en el baile una carta, la cual tomó; pero el resultado ya usted lo sabe. Ha humillado mi amor propio; me ha despreciado, y esto pone a los hombres casi fuera de juicio.»

—Pues mi historia, capitán, es más corta que la de usted. Es de cuatro horas. La vi entrar en el baile, seductora como una maga, la seguí; bailé con ella; se arrancó una cáliga y la tiró al suelo, y yo la levanté. Después me dio una flor, rio conmigo; pero el baile la enajenaba, y yo no tengo más que una pasión frenética, pero sin esperanza.

—¿Y qué piensa usted hacer en lo sucesivo? —preguntó el capitán.

—Una cosa muy sencilla: seguir enamorando a Aurora.

—¿En ese caso quiere usted humillarme?

—De ninguna suerte; pero francamente, no me hallo con el valor suficiente para prescindir de ella, cuando en una sola noche me ha hecho concebir tantas esperanzas.

—Pues por mi parte tampoco pienso abandonar el campo; tanto más, cuanto que eso sería imposible hoy. Mi amor propio está empeñado, y yo no cedería por todo el oro del mundo.

—En este caso —contestó Arturo resueltamente— uno a otro nos serviremos de obstáculo.

—Es claro.

—¿El desafío no se puede evitar entonces?

—Creo que no —dijo el capitán con energía.

—Entonces, no perdamos el tiempo.

Los dos rivales apresuraron el paso, y entrando por los arcos de San Cosme en unos prados llenos de verdura y de florecillas silvestres, que pertenecen a la hacienda de la Teja, se quitaron las capas y se dispusieron a combatir.

—Un desafío a espada —dijo Arturo con serenidad— tiene algo de cómico; y si un escritorcillo de costumbres nos viera, no dejaría de echarnos una buena dosis de ridículo encima, llamándonos galanes de Calderón. Para evitar esto he traído aquí un par de buenas pistolas, que puede usted examinar.

Arturo dio la caja de las pistolas al capitán, el cual las examinó cuidadosamente y, devolviéndoselas a su adversario, le dijo:

—En efecto, son muy buenas, y estoy dispuesto a lo que usted quiera.

En este momento, el capitán pensaba en Teresa, y Arturo en Celeste. Como se deja suponer, ninguno de los dos tenía gana de batirse.

—Capitán —dijo Arturo—, si quiere usted que le diga lo que siento, me parece que el lance no vale la pena de que suceda una desgracia. Además, yo tengo cierta aventura… Así, si usted me da una amistosa satisfacción de la acritud con que me reconvino anoche, yo la recibiré, y quedaremos, si no amigos, al menos no enemigos. En cuanto a la linda muchacha que ocasionó nuestra disputa, lo más acertado será que los dos sigamos nuestra instancia; que pasado algún tiempo, ella decidirá. ¿Le convendría a usted, por ventura, tener una querida de quien tuviera usted que desconfiar continuamente?

—Pienso que no dice usted mal, caballero; y ahora que veo su buena disposición, le ofrezco dejarlo absolutamente en libertad. Yo tengo también otra aventura, y muy interesante: es una mujer que adoro con todo mi corazón y con toda mi alma, y que es muy desgraciada. Hacía mucho tiempo que no la veía y la juzgaba ya muerta. Figúrese usted cuál sería mi placer al volverla a ver, al hablarla, al escuchar su dulce voz, la voz armoniosa y suave que sonó en mis oídos y que penetró en mi corazón cuando era yo niño. Estoy loco, y sólo porque no dijera usted que era un cobarde, he venido a la cita; pero en verdad no tenía ganas de reñir ya, ni con usted ni con nadie… Miento; tendré que reñir, pero no será en un desafío, será para castigar.

—Capitán, ¿esa mujer será acaso Teresa? —le preguntó Arturo.

—¿Y cómo sabéis que se llama Teresa? —interrumpió el capitán alarmado.

—Ella me lo dijo…

—¿Pero de qué manera?

—Bailé con ella; me interesó su rostro pálido, y su desgracia…

—¿Le dijisteis por supuesto que la amabais? —interrumpió Manuel con muestras de cólera.

—¡Oh, no haya cuidado! —continuó Arturo sonriéndose—, yo no tuve valor para decirle nada. Es de aquellas mujeres con quienes no puede divertirse nadie… Y, por otra parte, sería ya el extremo de la inconsideración el que yo tratara de enamorar a sus dos novias. Quédese, pues, con la interesante Teresa, y déjeme habérmelas con la ligera e inconsecuente Aurora.

—Gracias; me habéis tranquilizado enteramente. Si en vez de la cáliga de Aurora hubiese sido la de Teresa, créame, lo hubiera matado en el mismo teatro.

—Pero decidme algo más de vuestros amores con Teresa, ahora que ya me intereso con un amigo.

—Perdonadme, pero es imposible por hoy; dentro de dos días todo lo sabréis, y acaso necesitaré de vuestra ayuda.

—Muy bien, contad conmigo —le contestó Arturo, tendiéndole la mano—. Y ahora —continuó— ya que nos hemos entendido, os diré que saliendo del baile tropecé con una muchacha que me pedía limosna; la seguí, y me encontré con que vivía en un cuarto miserable, y que su padre y su madre estaban tirados en la cama muriéndose de hambre. Naturalmente me dieron lástima; les di el dinero que tenía en los bolsillos, y dejé a la muchacha un hermoso prendedor de brillantes que me había prestado un amigo. A decir verdad, no estoy enamorado de la criatura; pero me inspira tanta compasión que deseo hacerle todo el bien posible. Venirse a pelear por frioleras, cuando tiene uno tales ideas, es cosa triste, y éste es el motivo por que me habéis visto tan prudente. De lo contrario, nos habríamos roto la cabeza probablemente.

—Ya que poco más o menos sabemos nuestra historia, es menester que seamos amigos. ¿Cómo os llamáis?

—Arturo H…

—Venga esa mano, Arturo. Mi nombre es Manuel B…

—Perfectamente, Manuel. Desde ahora te considero como mi mejor amigo; me gusta tu carácter.

—Y a mí tu excelente corazón —contestó el capitán—. Dentro de dos o tres días sabrás todos mis amores y toda mi vida. Por ahora despediremos un coche y en el otro nos iremos al Progreso a comer y a beber una copa de champaña.

—¡Feliz idea!, pero yo soy quien te convido —dijo Arturo.

—¡Imposible! —replicó el capitán—. Hace tres días que he recibido mi paga. Hoy sólo tengo una onza en la bolsa, y es fuerza que acabe con ella: así lo hago todos los meses. Tres o cuatro días fumo puros habanos de a peseta; bebo buen vino; como en las mejores fondas y me habilito de ropa. El resto del mes ni fumo, ni bebo, y sólo como lo necesario. La ropa la vendo en mitad de lo que me costó, y ocurro a los usureros. Todo esto, Arturo —continuó tristemente Manuel—, es por falta de una mujer a quien amar. Si Teresa hubiera sido mi esposa, indudablemente que hubiera yo sido un buen muchacho; pero como he sufrido tanto, necesito distraerme.

—Cabeza desatornillada —dijo Arturo— como la mía; pero yo ahora comienzo. Veremos cómo acabamos.

Los dos amigos subieron en uno de los simones y se dirigieron al Progreso.

Luego que llegaron a la fonda, mandó el capitán al criado a comprar un peso de los mejores puros habanos y pidió de los más exquisitos vinos. Los dos amigos comieron alegremente, discurriendo teorías y sistemas para enamorar a las mujeres; y cuando se levantaron de la mesa, el capitán preguntó cuánto importaba la comida: le contestó el criado que doce pesos. El capitán tiró sobre la mesa los doce pesos y dio dos al criado.

Al salir, un limosnero se acercó a él y le pidió un medio para comer. El capitán sacó dos pesos y los echó en el sombrero del mendigo. El mendigo abrió tamaños ojos, tomó las monedas, las besó varias veces y cayó de rodillas. No podía creer lo que le pasaba: para un mendigo dos pesos eran una fortuna.

—Levántate, buen viejo —le dijo el capitán—, y no te arrodilles más que ante Dios.

—Mira, Arturo; este limosnero es hoy más rico que yo. He concluido con mi paga; ahora, Dios dirá.

—Capitán, toma entre tanto la mitad de lo que tengo —le dijo Arturo, dándole un par de onzas.

—¿Te he convidado acaso para que me pagues con usura la comida, Arturo? —le dijo Manuel con seriedad.

—Es que…

—Cuando necesite, sé que puedo contar con un amigo. Por ahora he comido; tengo que fumar; he hecho a un limosnero feliz, y voy a ver a mi Teresa. Nada más necesito.

Luego que Arturo se separó de su original compañero, se dirigió a su casa, y con el rostro radiante de alegría se introdujo a la recámara de su madre. Era ésta una buena señora como de 45 años de edad, y de rostro extenuado, a consecuencia del estado habitual de enfermedad en que quedó desde que dio a luz a su hijo único.

El padre de Arturo era un hombre que había pasado por todas las alternativas de la vida, y que al fin había logrado hacer su fortuna con especulaciones de crédito del gobierno; mas la manía de meterse en negocios, no le abandonaba, y todo el día lo pasaba en la Lonja, en Palacio, y en la calle de Capuchinas, que, como todo el mundo sabe, es en donde viven los banqueros de México y en donde se fraguan los negocios de más importancia, y acaso también las revoluciones que en momentos cambian la faz política del país.

En cuanto a la madre, siempre doliente y disgustada, se había retirado completamente de la sociedad; y sólo de vez en cuando se la veía salir al paseo en su elegante carretela inglesa; pero por el tápalo de lana y la cofia con que abrigaba su cabeza, en la languidez de sus ojos y en lo extenuado de su rostro, se reconocía al momento que no era una de esas señoras que, a pesar de sus años, pretenden brillar como las jóvenes y competir con ellas, sino una mujer que por medicina y por distracción salía a tomar el aire saludable del campo.

Como Arturo se había separado muy pequeño de su lado, y permanecido muchos años en Inglaterra, el afecto de la madre se había debilitado; mas apenas lo vio de nuevo, cuando su cariño maternal renació con más fuerza y vigor, y se propuso conservar su salud y vivir sólo para amar a su hijo; el corazón de una madre encierra siempre un tesoro de amor que no se agota nunca.

Apenas la pobre madre vio entrar a su hijo, cuando su rostro se animó con una expresión indefinible de alegría, y sonriendo le tendió la mano.

—Vengo lleno de contento, madre —le dijo Arturo besándole la mano—. He hecho hoy, si se quiere, una calaverada, pero una calaverada en orden.

—¿Qué has hecho, Arturo? Cuéntame —dijo la madre algo alarmada—, me has tenido con sumo cuidado, pues has entrado muy tarde, y ni siquiera viniste a saludarme.

—No hay cuidado, madre. Lo que he hecho es socorrer libremente a una linda muchacha que estaba en la miseria.

—¡Arturo!

—Yo contaré a usted todo y quedará satisfecha. Quiero que busque usted una vieja que la acompañe; que mande usted cualquiera de esos médicos que le sacan tanto dinero para no aliviarla nunca; en fin, que usted tome bajo su protección a esta joven.

—¡Arturo!, esto es demasiado —dijo la madre algo enfadada.

—¿Por qué, madre mía? —le preguntó Arturo abrazándole la frente.

—Porque… porque… en fin, una protección tan decidida a una muchacha, no puede menos de ser peligrosa…

—¡Oh!, no crea usted que hay nada malo en eso, más que un deseo de hacerle bien; pero, en fin, ahora me voy al teatro, y oportunamente contaré a usted todo lo que me ha pasado. Se va usted a divertir, es una novela: desafío, enfermos, una flor

—¡Desafío! —dijo la madre poniéndose pálida.

—Que terminó en una espléndida comida.

—¡Bendito sea Dios! —murmuró la madre en voz baja.

—¡Adiós! ¡Adiós!, madre mía.

Arturo salió de la sala brincando y tarareando una aria de la Sonámbula, mientras la madre, mirándolo con ternura, le enviaba su bendición.

Arturo no quiso decir a su madre todo lo relativo a Celeste, pensando que si al día siguiente le enviaba los auxilios prometidos, devolvería naturalmente el alfiler de brillantes.

En el teatro vio a Aurora en un palco, vestida sencillamente con un traje blanco y una flor prendida en el pecho. Toda la noche Arturo dirigió el anteojo a la joven. Ésta se dio por entendida y pagó la galantería con algunas miradas y sonrisas. Arturo era tan feliz que se olvidó completamente de Celeste y de Teresa. Esa misma noche tomó la pluma y le escribió:


SEÑORITA:

Es fuerza que declare a usted de nuevo mi pasión. Los desdenes de usted no han hecho más que aumentar mi amor; he obedecido a usted, y el capitán y yo hemos quedado amigos. Déme usted alguna esperanza que mitigue mis tormentos; seré el esclavo de usted; amaré a usted sola en el mundo; será usted la dueña de mi corazón, la señora de mis pensamientos, mi universo, mi diosa, mi ángel en la tierra.

Lo que siento en mi corazón no es amor, es fuego que quema mi sangre; mis tormentos son crueles, e imploro su piedad y compasión. No sea usted, pues, insensible, y tenga la bondad de contestar dos letras a quien la amará hasta más allá de la tumba.

A.
 

Esta ardorosa misiva fue envuelta en una cubierta perfumada, y al día siguiente, luego que Arturo se levantó, se fue a la casa donde la noche antes le habían dicho que vivía la muchacha. Buscó al cochero; el cochero a la recamarera; la recamarera a la costurera de la niña, y la carta fue encaminada a su dueño por estos conductos. Ya se deja entender que el joven gratificó liberalmente a estos agentes.

Concluida esta importante operación, Arturo volvió a su casa; se puso una elegante bata de cachemir y seda, un gorro griego, y se sentó al piano a estudiar la Bohemia Girl, ópera nueva que había sido representada más de sesenta veces en Inglaterra.

No hacía media hora que Arturo se había puesto a tocar, cuando le avisaron que le aguardaba un caballero. Arturo se dirigió a su cuarto y se encontró a Rugiero.

Éste, después de saludarlo, miró con sus ojos de ópalo a la camisa de Arturo, y sonrió maliciosamente.

—Cabalmente deseaba que vinieseis —le dijo Arturo algo embarazado— porque el fistol se me ha perdido, y deseo saber el precio…

—¿De veras se ha perdido? —preguntó maliciosamente Rugiero.

—Positivamente —respondió el joven con seriedad.

—Entonces no hay cuidado; lo encontraremos, pues en cuanto al precio… es muy subido. Figuraos, Arturo, que pertenecía a un virrey de Egipto… Pero con un amigo nada se pierde; tranquilizaos, Arturo. Eso es poca cosa y no merece que hablemos más sobre el particular.

—Eso es imposible —dijo Arturo— yo no podré estar tranquilo, si no pago ese prendedor, aunque fuera necesario vender hasta mi camisa…

—Pero ¿de veras se ha perdido? —volvió a preguntar Rugiero con un tono muy marcado de duda.

—De veras —contestó Arturo algo cortado.

—Pues en ese caso, haremos una cosa, puesto que absolutamente queréis pagármelo.

—¿Cuál?

—Esperemos quince días. Si expirado este tiempo, no parece, entonces diré el precio, y nos convendremos.

—Muy bien —dijo Arturo—, quedo satisfecho con esto.

—Hablemos ahora de otra cosa.

—De lo que queráis.

—¿Cómo ha ido de campañas amorosas, de desafío, de todo?

—Perfectamente —respondió Arturo alegrísimo—, voy viento en popa.

—Me alegro; pero os diré, joven, que no es oro todo lo que reluce.

—¿Por qué?

—¿Queréis acompañarme esta noche?

—¿A dónde?

—Ya lo sabréis; tendremos aventuras, aunque no sé si tan divertidas como las del baile.

—Estoy listo… ¿A qué hora?

—A las nueve de la noche estaré aquí…

—Muy bien.

—Llevad algunas armas, como, por ejemplo, un bastón con un grueso puño de plomo u otra cosa semejante.

—¿Es cosa de campaña? —preguntó Arturo.

—No precisamente; pero acaso tendremos que retirarnos tarde, y por los barrios de México no es muy acertado el andar sin armas a deshoras de la noche.

—Muy bien, a las nueve os aguardo, y tengo positivamente curiosidad…

—Ya veréis, será una cosa muy divertida —le dijo Rugiero, sonriendo irónicamente y despidiéndose.

A las ocho de la noche un hombre buscó a Arturo. Era el cochero de Aurora que traía la contestación. Arturo, con sobresalto y ansiedad, entró a su cuarto a ver la carta; el corazón le latía violentamente.

Abrió la carta y vio que era la misma que él había enviado a la muchacha, y la cual no había sido aún leída, pues estaba pegada con la oblea.

Arturo se quedó petrificado. Llamó al cochero y le hizo mil preguntas; pero no recibió más contestación sino que la niña le había dado a la costurera, ésta a la recamarera y la recamarera a él, la carta que le había entregado en respuesta a la suya.

Arturo despidió al criado, y luego que estuvo solo hizo mil pedazos la carta, y arrojándolos al suelo, los pisoteó. Después en alta voz, y como frenético, llamó a Aurora frívola, inconsecuente, ingrata, coqueta; maldijo su estrella; renegó de todo el sexo femenino y se echó despechado en su catre, pronunciando el nombre de Aurora, y diciendo:

—La amo, la adoraré toda mi vida.

Rugiero entró a la hora convenida, y en el momento en que vio a Arturo en tal abatimiento, y en que observó que sus ojos estaban algo húmedos, se echó a reír a carcajada abierta.

Arturo se incomodó un poco; pero no queriendo sacrificar su amor propio, contando su derrota, disimuló diciendo que tenía un dolor de cabeza, y levantándose de la cama se vistió y salió en unión de su compañero.

VI. Recuerdos, amor y esperanzas

El mismo día en que Arturo recibió una especie de desaire de la voluble Aurora, el capitán Manuel tuvo una entrevista con su querida: hacía tres años que se habían separado, y por primera vez se vieron en el gran baile. Como debe suponerse, no pudieron hablarse allí sino muy pocas palabras; pero fue lo bastante para que, a pesar de las dificultades y riesgos, combinaran una entrevista.

Manuel conocía a una mujer que se mantenía de lavar y coser ropa de hombres solos, y vivía en una calle un poco separada del centro de la ciudad. Allí pensó Manuel que con seguridad podría platicar a su sabor con Teresa, y dándole a ésta las señas arreglaron la hora, que fue la de las nueve de la mañana. La casa de la lavandera estaba en el primer piso; daba a la calle y constaba de dos piezas, una pequeña cocina y un reducido patio.

En vez de la suciedad y del abandono que, según hemos dicho, hay en la mayor parte de las accesorias de los barrios, todo respiraba allí aseo. El primer cuarto, que servía de sala y de taller al mismo tiempo, estaba envigado perfectamente, pintado de amarillo, y tan limpio que ni aun al polvo que levanta el viento se notaba. En las paredes, de un blanco brillante, había algunos grabados finos de modas, de batallas de Napoleón y de santos y vírgenes. Esta extraña mezcla de estampas resultaba de las necesidades de la lavandera: como devota y buena cristiana, necesitaba de imágenes ante quienes rezar; como algo ilustrada y de un gusto perfecto en su profesión, quería las estampas de modas para arreglarse a ellas al tiempo de planchar la ropa; y en cuanto a los cuadros de Napoleón, le había sido forzoso recibirlos de manos de un joven elegante que, demasiado honrado, quiso pagar de alguna manera el trabajo de la excelente lavandera.

El ajuar de esta sala se componía de unas sillas, de un par de rinconeras y de una mesa redonda; todo pintado a imitación de la caoba, colocado en su lugar y perfectamente lustroso y bien conservado. En las mesas de rincón, en vez de ricos floreros de cristal o estatuas, había unas modestas jarras de porcelana, de cuyo cuello se desprendían unos ramilletes compuestos de claveles, de rosas, de chícharos, de amapolas y de otras mil flores, cuyo olor se difundía en la atmósfera de la modesta habitación. En medio de la sala había una gran mesa de cedro, en donde estaban extendidas multitud de piezas de ropa, y en el suelo una hornilla portátil donde se calentaban las planchas.

La recámara era más pequeña y contenía un antiguo armario o ropero chino, encarnado y con labores y relieves dorados, y el lecho, que merecía ser observado cuidadosamente. Las almohadas, de seda encarnada, tenías unas fundas llenas de primorosos calados imitando los encajes más exquisitos; la sobrecama era blanca, de un algodón finísimo y recamada con bordados de seda de vivos colores, imitando campiñas, montañas, animales feroces de toda especie, y figuras de hombres y mujeres las más caprichosas y fantásticas: era un mosaico curioso que merecía estar detrás de la vidriera de un museo.

Sobresalían un poco las sábanas de lino, bordadas con curiosas orlas y tejidos de algodón; y todo esto era obra de la lavandera, que había dedicado sus ratos de ocio a ordenar su lecho, si no con la ostentación de un rico, sí con toda la cómoda voluptuosidad de que es capaz una gente de la clase pobre y trabajadora de México. Toda la recámara estaba llena de claveros y cordeles, de donde pendían trajes blanquísimos interiores: todos estaban limpios y lustrosos. Había no sé qué atractivo secreto en este cuarto de la lavandera que involuntariamente se venía a la imaginación que estos trajes pertenecían a otras tantas hermosuras.

El pequeño patio no desdecía de las piezas de que se ha hablado. Una higuera y un frondoso fresno le formaban un toldo de verdura. Alrededor del fresno había algunas macetas de plantas trepadoras, que enredaban sus zarcillos con el tronco de los dos árboles. Algunas campánulas y mastuerzos subían por las paredes y ostentaban su hermosura. En medio de estas plantas verdes y nácar, se veían las jaulas, con sus zenzontles y calandrias que saltaban y gorgojeaban contentos.

Dos o tres gallinas vagaban por el patio, y un corderillo, limpio, peinado y con una campanilla al cuello, estaba atado a un poste. Tal era la habitación de la lavandera, y si nos hemos detenido en estos pormenores, no es sino por la idea que tenemos de dar a conocer, en cuanto sea posible, las diversas clases de que se compone la sociedad de México.

La dueña de esta casa estaba en armonía, por decirlo así, con cuanto le rodeaba. Tenía como treinta años; era alta y robusta, de color moreno y cutis finísimo; su pie pequeño y su pierna redonda y mórbida lucía perfectamente, pues vestía unas enaguas altas de fina muselina, y las ropas interiores estaban adornadas con encajes y calados, tan curiosos como los de su lecho. Calzaba siempre un zapato de seda verde oscuro. Su camisa, dejando descubierto su cuello, estaba bordada con chaquira negra formando labores, de las cuales se desprendían unos botoncitos o adornos que se llaman piñitas.

La fisonomía de esta mujer era, si no hermosa, al menos agradable: tenía grandes ojos negros; labios gruesos, pero frescos; una dentadura blanquísima; mejillas encarnadas, en las que se revelaba la salud y la robustez, y su pelo negro pasaba dividido en dos bandas por encima de las orejas y anudado por detrás con listones rojos: tal era la propietaria de esta casa.

Como lavandera de profesión, tenía conocimiento con las mejores casas de México; su exactitud, su habilidad y su honradez le habían dado mucha fama, y con esto le sobraban parroquianos. Se levantaba con la luz, aseaba cuidadosamente la casa, limpiaba las jaulas de los pájaros, en seguida se ponía a trabajar hasta las ocho o las nueve de la noche, sin más interrupción que las horas precisas para comer. Tenía a su servicio, durante la mañana, algunas muchachas oficiales, y así lograba cumplir con todo lo que tenía a su cargo.

A esta mujer, pues, ocurrió Manuel. Impaciente toda la noche, apenas pudo cerrar los ojos, y a la mañana siguiente antes de las siete se dirigió a la casa de la lavandera.

Ésta se hallaba ocupada en sus quehaceres; y limpia y alegre, cantaba una de esas canciones populares, tan lindas y que a veces tienen más eco en el corazón que la música de las óperas.

—Dios te guarde, Mariana —le dijo el capitán entrando y pasándole familiarmente el brazo por el cuello.

—Guarde Dios a usted, señor capitán —le contestó la lavandera, interrumpiendo su canción—. ¿Qué se ofrece, que tan de madrugada anda usted por estos barrios? ¿Quiere usted su ropa ya, cuando apenas es jueves?

—No se trata de ropa ahora, Mariana —continuó el capitán sentándose—, sino de pedirte un favor. ¿Me lo concederás?

—Según sea. Ya usted sabe que, aunque pobre, soy honrada y vivo de mi trabajo.

—Tampoco se trata de que dejes de ser honrada, Mariana.

—Pues entonces ¿qué me pediría usted que sea yo capaz de negarle?

—Deseo tener una conversación, en tu casa, con una muchacha.

—¡Vaya, señor capitán!, usted quiere quitarme el crédito.

—¿Por qué, Mariana?

—Porque ya usted ve… esas citas de señoras de coche en casa de una pobre como soy yo… Luego no querrán fiarme su ropa las gentes decentes y…

—¿Has salido de ejercicios, Mariana? ¿Te has confesado ayer que estás hoy tan escrupulosa?

—Bien sabe Dios —contestó con voz compungida— que soy una gran pecadora; pero mi casa es muy honrada.

—Que se te quiten esos temores: la mujer que hoy debe venir aquí, es muy desgraciada.

—¿De veras?

—Positivamente.

—Su marido la molestará acaso; sus padres le prohibirán que le hable a usted. ¿No es verdad? En ese caso consiento con todo mi corazón. Soy enemiga declarada lo mismo de los maridos imprudentes que de los padres tiranos. Pregúntele usted a las niñas Doloritas, y Antoñita, y Lugardita, y…

—¡Jesús, Mariana! —le interrumpió el capitán—, y dices que eres buena cristiana.

—Pero eso sí; nada de malo han hablado; se han dicho que se quieren, pero todo conforme Dios manda. Le contaré a usted, señor capitán, un cuento muy divertido.

—Lo dejaremos para otro día, si te parece, Mariana —dijo el capitán algo violento—, por ahora márchate, que deseo estar solo.

—¿Márchate? —repitió Mariana, remedando la voz del capitán—, como si fuera eso tan fácil; y mi trabajo, y el tiempo que pierdo…

—Toma, Mariana —le dijo el capitán, quitándose un anillo de oro y esmalte que tenía en el dedo—, es muy justo te indemnice; pero vete pronto y acuérdate de que mis bolsillos han estado siempre abiertos para ti.

—¡Guapo y liberal como el capitán no hay ninguno! —exclamó Mariana mirando el anillo y pasándolo a su dedo—. Me voy, me voy; cuidado con espantar a mis pájaros y a mi borrego, ni descomponer los vestidos, ni la cama, ¡eh, señor capitán!

Mariana se puso encima unas enaguas limpias, tomó su rebozo reluciente de seda y salió de su casa, haciendo nuevas recomendaciones.

El capitán quedó solo; lo necesitaba por cierto. Cuando después de mucho tiempo se va a hablar, a ver, quizá a estrechar contra el corazón a una mujer que se ha idolatrado en los primeros años de la vida, se necesita prepararse con la meditación y el aislamiento para un acto tan sublime.

Cuando alguna vez nos hemos aislado de todo cuanto nos rodea para no creer más que en una mujer; para no pensar más que en ella, y para no adorar sino a ella sola, hemos comprendido los éxtasis de los santos, hemos creído entonces en la vida contemplativa de los anacoretas, a quienes el amor y la esperanza ha hecho felices por muchos años en medio del desierto y de la silenciosa soledad. Si algo hay de divino en la miserable organización humana, es el amor.

Luego que salió Mariana, el capitán quedó inmóvil, mudo, fuera de sí. Su corazón latía con fuerza; una especie de calofrío recorría todo su cuerpo, y pálido, silencioso y con la respiración trabajosa, se dirigió a un sillón, se sentó e inclinó su cabeza sobre el pecho. Cualquiera habría dicho que este nombre agonizaba, cuando no hacía más que aguardar a una querida. Si las mujeres vieran cómo sufrimos, con qué vehemencia las amamos, jamás nos harían una traición.

El capitán permanecía con la cabeza inclinada y los ojos entrecerrados. Todos sus pensamientos, todas sus potencias, toda su alma, su vida pasada y futura, aunque parezca atrevida la expresión, estaba reconcentrada en el pensamiento de Teresa. La veía venir pálida, doliente, desgraciada; pero se le figuraba que una aureola de luz la rodeaba; que ángeles con alas de oro y de esmalte la circundaban; que por doquiera que pasaba aquella mujer, dejaba un aroma desconocido cuya esencia no podía definirse. Manuel se figuraba las delicias del cielo, y no las podía comprender sin la compañía de Teresa.

Y a pesar de este amor, estos jóvenes no se casaron, sino que, arrojados por un camino distinto, vagaron tres años, solos, absolutamente solos, porque hay seres sobre quienes pesa una negra fatalidad, porque rara vez se realiza esa fusión de dos almas en una, porque no es frecuente que se cumpla esta santa idea de unir con el matrimonio al hombre y a la mujer.

Manuel se levantó, dio algunos paseos por la sala y salió después al patiecillo. Las calandrias cantaban, las campánulas pendían de sus tallos, como si fueran los arabescos de este toldo de verdura, y en el cáliz de los mastuerzos aún temblaban las gotas de rocío. Manuel suspiró y sus ojos se llenaron involuntariamente de lágrimas: envidiaba la felicidad de Mariana que, exenta de pasiones, trabajaba como una hormiga para juntar algunos granos para el invierno de su vejez.

Dieron las nueve en el reloj de una iglesia cercana.

Cada vibración de la campana fue a resonar en el corazón del capitán. Inquieto salió a la puerta. La calle estaba solitaria; uno que otro hombre embozado, pero no sospechoso, se veía en ella. Manuel se metió agitado y dio unos pasos. Volvió a salir a la puerta y en la esquina divisó una mujer de un cuerpo flexible y gallardo, vestida con un rico traje de seda negro y una mantilla, cuyo velo, bordado de ricas y exquisitas flores, cubría totalmente su rostro.

El corazón del capitán latió más violentamente, y no se engañó: era Teresa, que vacilante y llena de temor, entró a la casa donde le aguardaba el capitán, con esa indefinible mezcla de alegría, de susto y de agitación que hemos procurado describir.

—¡Teresa! —le dijo el capitán tendiéndole la mano.

Teresa no pudo responder y apenas tuvo el tiempo necesario para echarse atrás el espeso velo que le cubría el rostro y dejarse caer en una silla.

—Estás muy pálida —le dijo el capitán—. ¿Te ha sucedido algo?

—Nada, Manuel —le contestó la muchacha—, hacía tres años que no te hablaba; que no tenía esas dulces conversaciones del tiempo de nuestros amores, y la idea de felicidad que hoy me aguardaba me ha hecho un efecto terrible, que ni yo misma creía. Necesité de mucho esfuerzo para llegar aquí.

—¡Si vieras, Teresa, que me ha sucedido lo mismo! —le dijo Manuel sentándose junto a ella y clavando melancólicamente sus ojos en el rostro pálido e interesante de su querida.

—¿De veras, Manuel?

—Pon la mano en mi corazón, Teresa; verás cómo late.

El capitán tomó la pequeña mano de la muchacha y la puso sobre su pecho.

—¿Y no me has dejado de amar nunca? —le dijo Teresa.

—¡Nunca! ¡Nunca!

—¿Pero tú has sido feliz, no es verdad?

—Ni un solo día, Teresa. Desde que te conocí, al despertar, al dormir, al hacer las más insignificantes acciones de mi vida, siempre tu imagen ha estado delante de mis ojos y grabada en mi corazón. Puedo decir que has vivido conmigo; que tu alma ha estado dentro de la mía, y que he sentido el contacto de tu mano, el calor de tu cuerpo, el sonido de tu voz. Yo creía que era posible olvidarte… pero ni un momento te he olvidado, Teresa. Ya ves, Dios, nos ha unido en pensamiento y en verdad; ¿por qué nos hemos de separar?

—Pero tú has tenido otras queridas, y tal vez las has amado…

—Te creía muerta, Teresa, como te lo dije la otra noche.

El rostro de Teresa se cubrió de una nube de tristeza; el capitán la observó, y con acento sincero y apasionado, continuó:

—¡Bien, ángel mío! si ahora me arrodillara delante de ti y te dijera: Teresa, ningún amor más que el tuyo ha llenado mi corazón; a ninguna mujer más que a ti he visto con la confianza y la ternura de una madre, de una amiga, de una esposa; en vez de placeres, no he tenido más que desengaños y amarguras; he pasado las noches en las orgías, y he vivido en los cafés, reunido con una porción de hombres desmoralizados; he vagado errante de ciudad en ciudad, buscando pendencias y aventuras; pero todo esto ha sido porque me faltaba mi Teresa, porque la creía en el sepulcro; y despechado, y sin porvenir, y sin esperanza, procuraba ahogar la tristeza y el fastidio que me consumían en una vida disipada, pero activa. Si todo esto te lo revelara con el acento de la más pura verdad, y te dijera: perdóname, Teresa mía; echa un velo sobre todas estas desgracias, vuélveme tu amor; sé generosa y dame la felicidad y la paz del corazón, ¿no es verdad que no serías cruel? ¿No es verdad que tu corazón bondadoso no resistiría a estos ruegos, dichos con el acento del amor y de la verdad?

Mientras el capitán decía estas palabras, que en efecto le salían de lo íntimo del corazón, se había aproximado más a Teresa y estrechaba con sus dos manos la blanca mano que ésta le había abandonado.

Teresa estrechó las manos de Manuel, y cuando éste levantó sus ojos, se encontraron con los de su querida, que estaban algo brillantes con las lágrimas próximas a desprenderse y a rodar por sus mejillas.

Manuel estaba perdonado.

—Las mujeres, Teresa —le dijo Manuel con acento solemne, y volviendo a tomar la postura que tenía al principio de la conversación—, son nuestros ángeles de guarda en el mundo. He encontrado ya a mi ángel, y desde hoy seré otro, Teresa mía. Pero dime tú ahora ¿qué has hecho desde que no me ves? Acaso mientras yo estaba siempre pensando en ti, mientras era yo desgraciado, tú me habrías olvidado…

—Ni un instante, Manuel. Los hombres son muy injustos; nos creen volubles e ingratas, y no ven que su memoria hace caer nuestras lágrimas sobre la tela que bordamos o el lienzo que cosemos. Cuando creía que me habías abandonado; que tantas protestas de amor eran mentira; que lo mismo que escribías a mí lo decías a otras, entonces… me venían ganas de matarme… Pero después pensaba en Dios, le ofrecía mis pesares y formaba la resolución de no amar a nadie más que a Él; de abandonar el mundo, donde no veía más que traición y engaños… de no volver a pensar jamás en ti…

—Teresa ¿y por qué hacías eso?

—¿Qué quieres? Es uno de los tormentos a que se condena la mujer cuando ama de veras; cada hora, cada minuto, asaltan nuevas dudas al corazón, y esto hace padecer mucho.

—Pero ahora estás tranquila, ¿no es verdad?

—Sí, Manuel, soy un poco menos desgraciada.

—Teresa —le dijo Manuel, mirándola fijamente con mucha ternura—, ¿me concederías un favor?

—¿Cuál, Manuel?

—Cuando me separé de ti, me abrazaste; ahora que te vuelvo a ver, deseo que me des otro abrazo.

Teresa pasó su brazo por la espalda del capitán, y éste estrechó a su querida contra el corazón diciéndole:

—Teresa, soy el más feliz de los hombres, no cambio una caricia tuya por todos los tesoros del mundo. Quisiera que tu cuerpo se uniera al mío, y no hablar sino por tu voz, no oír sino por tus oídos, no ver sino por tus ojos.

Teresa, encendida con una ligera tinta nácar que se hacía más notable por la palidez de su rostro, quería separarse de los brazos de Manuel, pero éste le dijo con una voz muy suave:

—Así, bien mío, así; otro momento más, porque me haces muy feliz.

Teresa abandonó su linda cabeza al capitán, que silencioso y extasiado acariciaba su negro cabello.

Después de un momento de este silencio solemne, de estas caricias llenas de amor y de inocencia, el capitán volvió a tomar la palabra.

—Ahora que estás más tranquila, Teresa mía, cuéntame algo de lo que te ha pasado. ¿Dónde está tu madre? ¿Quién es ese hombre que te acompañaba?

—Mi madre murió, Manuel.

—¿Y ese hombre?

—Es mi tutor.

—Pero, Teresa, ¿qué, no hemos de vernos en lo de adelante? ¿Ha de acabar nuestro amor? ¿He de perder la esperanza de que seas mía? Eso es imposible.

—Ya lo veo, Manuel; pero si tú me amas debes por lo mismo alejarte de mí.

—¿Alejarme de ti, vida mía? —siguió Manuel con voz muy suave—. No, jamás; una vez que te he vuelto a encontrar, te veré, te hablaré a pesar de todo el mundo.

—¿Y si hubiera un imposible?

—¿Cuál, Teresa? Sólo que tú me arrojes de tu lado, sólo que no me ames…

—¿Y si fuera yo casada?

—¡Casada! —repitió Manuel con cólera, levantándose de su asiento—. Tú me engañas, Teresa; eso no puede ser.

—Es la verdad —dijo Teresa en voz baja e inclinando la cabeza sobre el pecho.

—Me has hecho muy desgraciado, Teresa —y luego, en un rapto de desesperación, exclamó—: ¿Y qué importa que seas casada? Te arrancaré del lado de tu marido, y serás mía, porque mataré a ese hombre, a quien ya detesto.

—Vamos, Manuel, cálmate —le dijo Teresa, dándole su mano y sonriendo—, lo que te he dicho ha sido para probar tu amor. Ahora estoy persuadida de que me quieres… Te diré que no me he casado, que sólo pensaba en ti. ¡Ingrato! ya verás lo que he sufrido ¡Qué! ¿No conoces en mi rostro los martirios de mi alma?

—Teresa, eres capaz de volverme loco —contestó el capitán—. No me vuelvas a atormentar así… dime la verdad.

—Ahora te la puedo decir. Desde que murió mi madre quedé huérfana y entregada al cuidado de un tutor; éste, en los principios, me trataba bien; mas después me comenzó a celar y a oprimir. Últimamente, es decir, hace seis meses, me declaró que me amaba y que deseaba casarse conmigo. Yo resueltamente le dije que no; pero es un hombre de un genio feroz y orgulloso hasta el extremo; con su riqueza y el favor que goza con las gentes influyentes, le parece que nada puede resistirle.

»Conociendo esto, me he valido de la astucia; lo he tratado mejor, él ha concebido algunas esperanzas, y con esto me da gusto en cuanto quiero. Ha condescendido en llevarme al paseo, al teatro, al baile donde te encontré, Manuel, y en donde tenía cierto presentimiento de encontrarte, porque mi corazón me decía que México sería para mí el lugar donde hallaría la felicidad.

»Ahora lo que se necesita es que tú apeles a la justicia, porque debe haber justicia para proteger a las mujeres desvalidas; que me saques de su poder; le reclames mis bienes, y después… si me amas…»

—¡Si te amo, Teresa! Júrame que serás mi mujer. Nos casaremos. Es lo primero que debemos hacer. Yo buscaré un eclesiástico a quien confiar nuestro secreto; él nos casará, y yo podré entonces reclamarte con derecho que nadie me podrá negar. En cuanto al dinero, yo no quiero nada más que a ti…

—Dices bien, Manuel, conozco tu desinterés; pero ¿será justo que los cuantiosos bienes que me dejó mi madre se queden en poder de este hombre, que ha sido mi verdugo? Yo te contaré toda mi historia y verás si tengo razón.

—Haré lo que tú quieras, Teresa de mi corazón —exclamó el capitán—, pero sobre todo, la idea de casarme contigo me vuelve loco, me enajena.

Manuel, recobrando su buen humor, comenzó a saltar como un chicuelo en la pieza; rio, bailó, tomó las manos de Teresa y las cubrió de besos; acarició sus mejillas y luego, sentándose de nuevo junto a su querida, limpió sus ojos que estaban algo húmedos, y le dijo:

—Soy muy feliz, Teresa. Decididamente seré ahora hasta buen cristiano; y después de ser muy dichoso en esta vida, lo seré en la otra… Gracias, Teresa, gracias, vida mía.

Teresa, llena de júbilo, miraba complacida y silenciosa las locuras de su amante, y decía para sí: «Seré muy feliz con Manuel; tiene un excelente corazón y me ama mucho».

—Bien, Teresa, hablaremos formalmente.

—Diga usted lo que quiera, señor capitán —le dijo Teresa con tono chancero.

—Hoy veo al cura, a mi amigo el Gobernador, al Presidente, a todo el mundo; el caso es que mañana a las nueve venga aquí mi Teresa a ser mi esposa. ¡No haya miedo, muchacha! Te quiero mucho y has de ser feliz. En cuanto al dinero, lo reclamaremos si quieres; pero será para ti; yo cumpliré con entregarte mi pobre paga de capitán, y ser tu amigo, tu compañero, tu amante, tu esclavo. ¿Estarás contenta?

Teresa sonrió con esa dulce satisfacción que se apodera de la mujer que se cree verdaderamente amada, y dijo con una voz amorosa:

—Lo que tú hagas, lo doy por bien hecho; mañana vendré a esta hora, y… tú harás lo demás. Por hoy es preciso retirarme; la menor sospecha de mi tutor nos sería funesta. Así, adiós, Manuel.

—Adiós, Teresa, adiós.

La joven se cubrió el rostro con su velo y salió.

—¡Adiós, ídolo mío! —repitió el capitán, espiando por la hendedura de la puerta a su querida, hasta perderla de vista. Después entró, y tomando su sombrero y su capa, salió también, cerrando la puerta por fuera y diciendo: «Si de esta fecha no me muero de alegría, digo que viviré eternamente. Mañana me caso; pero hoy parece que sueño todavía.»

VII. Explicaciones

Los albaceas y los tutores han sido, son y serán siempre unos bichos dañinos. Un refrán dice: «Que más se quiere lo que se cría que lo que se pare», y como los albaceas y los tutores crían el dinero de sus menores, es claro que lo aman más, y lo aman hasta tal punto que cuesta infinito trabajo que se desprendan de él. ¿Qué hace, pues, una niña o unos niños que quedan en edad tierna huérfanos, y cuyos bienes y educación se confían a un hombre desconocido y tal vez extraño absolutamente para ellos?

Las leyes los protegen, es verdad, ¿pero una joven, un niño que va a la escuela, están en el caso de entender las leyes cuando apenas las comprenden los mismos abogados? ¿Qué valdrán los recursos de unos seres débiles, extraños a las intrigas del foro y a las maldades sociales, contra la influencia de un hombre en posesión ya de un gran caudal, con el que puede ablandar la integridad de los jueces, mover la fastidiosa elocuencia de un abogado y torcer la fe del escribano?

Todo esto se dice, bajo el supuesto de que los jueces puedan formar una idea exacta de parte de quién está la justicia; de que los abogados tengan elocuencia y los escribanos fe, y de que todo ese embrollo de leyes romanas, góticas y mexicanas, que forman un caos, pueda llamarse legislación.

Resulta, pues, un hecho, y es, que cuando el albacea o tutor es hombre venal, los menores se quedan en la indigencia; cuando el albacea o tutor es hombre de regular educación y moral, los menores cogen una parte de lo suyo; y cuando, en fin, el albacea es hombre de esos devotos y ascéticos, que deseando ganar el cielo andan en buenos coches sobre esta tierra miserable, quizá para no ensuciarse los pies con su vil y despreciable polvo, los menores gastan, sin su voluntad, en lo que se acostumbra llamar obras pías, que es acaso lo que menos tienen.

Por final resultado, los menores siempre reciben mermado su caudal; y como lo menos de que se ha cuidado es de educarlos para el trabajo y para que sirvan bien a su patria con sus bienes y su persona, los menores, cuando han llegado a su mayor edad, derrochan su caudal y se quedan en la miseria. Para mi modo de ver, la fatalidad con su mano de hierro, como diría un romántico, pesa sobre estos entes equívocos, sobre estos fetos sociales que necesitan, según las leyes, un periodo larguísimo para desarrollarse y formarse.

Hay mil cosas que pasan inadvertidas y que deberían vigilarse por el gobierno. Cuando pensamos algunas veces sobre política, lo que muy raras veces sucede, nos figuramos al gobierno como el padre de una gran familia. ¿Y como tal, no debería tener cuidado y vigilar que ninguna persona estuviera sujeta ni remotamente a la arbitrariedad y a la injusticia de otra? ¿Por qué no se establece un tribunal, compuesto de hombres íntegros y doctos, que cada año, por ejemplo, examine el curso de esos ruidosos pleitos de padres e hijos, de tíos y sobrinos, de albaceas y menores, de tutores y tutoreados?

Y que este examen no sea ni para fallar ni para embrollar con dilatorias y trámites, sino para cerciorarse simplemente de si hay legalidad, arreglo y buena fe en la secuela de los negocios, para enderezar la justicia a favor de los débiles, para proteger a los que, sin la fuerza, sin los elementos, sin la instrucción necesarios, pleitean con los que tienen astucia, dinero y mala fe.

El albacea y tutor de Teresa era uno de esos hombres avaros, corrompidos, infames, para quienes ningún medio era malo, con tal de que diera un resultado favorable a sus miras. Dedicaremos algunas líneas, para que el lector tenga toda la inteligencia necesaria de los hechos sociales que nos hemos propuesto referir.

La madre de Teresa enviudó a los pocos meses de haberla dado a luz, y quedó dueña de muchas riquezas, porque el marido, que la adoraba, la nombró albacea de su hija. La madre procuró conservar los bienes, pensando que con la educación virtuosa y recogida que daba a su niña, le dejaría dos caudales en vez de uno; no pensaba la pobre madre, que a veces las riquezas son fuente de desgracia para las jóvenes.

Nunca pudo la madre venir a la capital, y vivió retirada en una de sus haciendas, cerca, de San Luis Potosí; así, Teresa, con el aire libre y saludable del campo, se desarrolló físicamente con la pompa y hermosura con que crecen las flores silvestres. El padre, se nos había olvidado decir, era español, y entre otros bienes poseía algunas fincas en La Habana.

Tenía Teresa quince años, cuando la madre se vio atacada de una grave enfermedad de nervios; todos los médicos más famosos de San Luis y aun muchos de la capital la asistieron; y un día, reunidos en sus temibles juntas, decidieron que la enfermedad no tenía más remedio que viajar por el mar y radicarse por algún tiempo en un clima cálido.

La señora pensó en La Habana; y como cuando un enfermo está grave cualquier sacrificio para sanar le parece poco, salvando todos los obstáculos imaginables dispuso el viaje, llevando consigo a su hermosa Teresa.

Tiempo hacía que procuraba ganar su confianza un hombre al parecer lleno de virtudes y de probidad, que confesaba y comulgaba cada ocho días, y que, instruido en los negocios del campo, podía ser de la mayor utilidad. Este hombre se llamaba don Pedro, y como era bastante hábil, logró por medio del confesor de la señora, quedarse encargado del manejo de todos los bienes.

A los tres años, suspirando siempre la madre por su patria, y restablecida su salud, dejó la isla de Cuba y volvió, en unión de su hija, a la hacienda donde tanto tiempo había vivido. Don Pedro le entregó muy buenas cuentas; todos los bienes estaban aumentados y en prosperidad; así es que don Pedro fue el depositario de todas las confianzas de la madre y el jefe de la familia; y por supuesto, cuando la madre murió, fue el albacea y el tutor de Teresa, quien cayó bajo su exclusivo dominio.

La muchacha, como hemos dicho, había crecido bella e inteligente, y educada por una madre llena de virtudes y de bondad, su alma estaba adornada de las mismas cualidades. Don Pedro pensó que no era mal negocio quedarse con la muchacha y con los bienes; pero había un obstáculo invencible, aunque muy natural. Ni la edad ni la figura de don Pedro podían ser atractivos para fijar la atención de Teresa, la que había tratado a éste verdadero intruso en su familia con cierto respeto, pero al mismo tiempo con miedo y desconfianza, sin que pudiera darse cuenta de la razón por qué experimentaba esos sentimientos.

Durante su residencia en San Luis Potosí había conocido a un militar joven que no cesaba de seguirla a todas partes y de insinuarle de mil maneras su inclinación. Como era de esperarse, comenzaron los dos por entenderse y concluyeron por amarse, entablándose una correspondencia que, por medio de los criados, circulaba con la mayor facilidad. Todo esto pasaba en vida de la señora, que falleció sin sospechar siquiera que el corazón de su hija estaba ya empeñado.

El joven militar era Manuel; hijo de un viejo general, lo dedicó a la carrera, dejándole a su muerte un pequeño capital impuesto sobre una casa situada en la calle del Empedradillo, con lo cual pudo concluir su educación. Una vez entrado en el servicio del ejército, recorrió una buena parte de la República, ya permaneciendo en una y otra ciudad de guarnición, ya en algunas de las campañas frecuentes a causa de la guerra civil. Así fue a dar a San Luis y así conoció a Teresa, y así concibió por ella un amor que no cambió ni se entibió jamás.

Don Pedro ignoraba también todo esto, pero, suspicaz y malo por carácter, enamorado por otra parte de su pupila y pensando que de un momento a otro podía escapársele de entre las manos, desde que quedó enteramente a su cargo, la espiaba día y noche, no la dejaba salir a la calle sino con criadas de mucha confianza, y la privaba, por supuesto, de toda diversión pública.

Establecido ya en México, siguió el mismo método, pero reflexionando que tanta severidad podría exasperar a Teresa, adoptó un término medio, procuró satisfacer todos sus pequeños caprichos femeninos y rodearla, no sólo de las comodidades a que tenía derecho por su riqueza, sino hasta de un lujo que no dejó de llamar la atención en la ciudad.

Cuando una sociedad de aduladores y agiotistas determinó dar un baile (como no se había visto otro en México, después del que dio el ministro inglés con motivo de la coronación de la reina Victoria) para celebrar el cumpleaños del general Santa Anna, entonces presidente de la República, Teresa manifestó a don Pedro su deseo irrevocable de asistir al baile, porque algo le decía el corazón.

Por otra parte, don Pedro no quería faltar a esa gran fiesta, porque en la posición visible que guardaba en la sociedad, se hubiese considerado su ausencia como una grave falta y un desprecio personal al Jefe del Estado; así creyó conciliar un deber y complacer a la vez a la muchacha, proponiéndose observar su conducta en el baile.

Se puso de acuerdo con un antiguo amigo, don Juan Alonso Quintanilla, hombre de dinero, que había contribuido con una buena parte para el baile, y ambos, acompañando a Teresa, se dirigieron a la hora conveniente al Teatro Nacional. En el curso de la noche, al parecer, don Pedro dio amplia libertad a su pupila, y así se lo dijo, pero disimulándose entre los grupos y el continuo movimiento de la inmensa concurrencia que no cabía ya en el salón, no cesó de vigilar y de observar hasta los más insignificantes movimientos de Teresa.

La vio bailar con Arturo y con el capitán, notó su tristeza y su abatimiento y pensó que esto provenía de alguna pasión oculta; sospechó de Arturo, del capitán, de todo el mundo, porque en efecto, los más apuestos y distinguidos muchachos, no dejaban de fijarse en Teresa, por su hermosura, por su elegancia y por ese aire sentimental que no podía disimular.

Don Pedro se retiró del baile celoso, despechado, sin saber qué hacer ni qué partido tomar; si precipitar el desenlace o sufrir, tener paciencia y esperar la mejor ocasión. Ninguno de estos sentimientos demostró a Teresa y, por el contrario, redobló sus atenciones con ella, pero se propuso vigilarla y espiarla de todas maneras.

La mañana que salió Teresa acompañada de su criada favorita, don Pedro la siguió, vio al mismo capitán que había bailado con Teresa asomarse con precaución por la puerta entrecerrada de una accesoria, a poco Teresa entró a la casa dejando a la criada en una esquina y la puerta se cerró. Los amantes estaban ya juntos.

Don Pedro hubiese en ese momento querido tener a su disposición un rayo para reducirlos a cenizas. Su primer ímpetu fue arrojarse sobre la puerta, romperla y caer sobre los culpables. No tenía fuerzas ni armas. Se mordió los labios y comenzó a pasearse por la calle, pensando en ejecutar cosas imposibles.

Llamar a la justicia y a la policía, no, era un escándalo. Correr a su casa en busca de un arma y matar a Teresa y al capitán cuando saliesen… tampoco, eso lo conducía derecho a la horca. Encerrar a Teresa en un convento, tal vez, pero eso sería para más adelante, y lo que él quería, como todo celoso, era una venganza inmediata y terrible.

Era, sin embargo, impotente, nada podía hacer, vagaba como un loco. Levantando la cabeza para ver si la casa tenía otras entradas, observó en los fierros del balcón, atado, un papel que decía: «Esta vivienda se alquila», y la vivienda estaba precisamente encima de la accesoria donde vivía Mariana.

Don Pedro subió, tocó fuertemente y una mujer que cuidaba la casa le abrió, y don Pedro, sin decirle una palabra, entró, recorriendo como un demente aquellas piezas frías, desnudas y polvosas.

—¿Cuánto gana esta casa? —le dijo al fin a la mujer que le seguía.

—Veinte pesos cada mes, fiador y renta adelantada —le respondió la cuidadora.

—Bien, es mía, la tomo desde luego, es menester quitar el papel inmediatamente y no enseñarla a nadie. Toma, para cigarros.

Don Pedro dio algunas monedas de plata a la portera y continuó andando precipitadamente por las mismas piezas que había recorrido. De pronto la casualidad le proporcionaba un local desde donde, sin ser visto, pudiese a todas horas observar la casa de Mariana. De repente se volvió a la portera y le preguntó:

—¿Tiene esta casa comunicación con la accesoria?

—No, señor —contestó la portera—, sólo queda en la sala una claraboya que servía para espiar a las gentes, antes de abrir, pues se entraba por la accesoria y el zaguán estaba cerrado. Desde que se mudó doña Mariana la lavandera, se tapió la puerta de comunicación. Ya verá usted, señor.

La portera condujo a don Pedro a la sala y le mostró un agujero del diámetro de un peso que estaba disimulado en medio de la pieza, entre los ladrillos del suelo.

—Bien, bien —respondió don Pedro—, déjame solo, mejor dicho, ve a comprarme cigarros al estanquillo más cercano.

Desembarazado de la vieja cuidadora, cerró la mampara con la aldaba, se quitó el sombrero, se tendió en el suelo y aplicó un ojo a la pequeña claraboya, desde donde efectivamente se podía ver una parte del salón de Mariana, pero los amantes no estaban precisamente colocados de modo que pudiesen ser vistos.

Apenas y con trabajo, y cambiando de postura y aplicando ya el ojo derecho, ya el izquierdo, podía ver don Pedro, o una parte de la cabeza y cara del capitán, o la punta del pie de Teresa, o un brazo que se movía para estrecharle la cintura, o quizá dos bocas que se juntaban para confundirse en un solo beso.

Al menos a él se le figuraba todo esto, porque inyectados sus ojos de sangre, latiendo su corazón contra los ladrillos polvosos del salón oscuro, realmente no veía en la habitación de Mariana sino un foco de luz que lo deslumbraba, pues el sol entraba de lleno por la puerta del jardín; pero sí oía suspiros y murmullos y palabras de amor, a las que sus celos y su cólera daban una siniestra interpretación.

No pudo sufrir más, tembloroso, agitado, desgarrando con sus manos crispadas la pechera de su camisa, reventando la cadena del reloj, arañando el suelo con sus uñas, se levantó, y lleno de polvo y telarañas salió de aquella casa deshabitada, dejando a la portera, que volvía con una cajetilla de cigarros en la mano, aterrorizada con su feroz aspecto, como si se le hubiese aparecido una visión del otro mundo.

VIII. Un buen consejo

Cuando don Pedro entró a su casa, una especie de vértigo infernal se había apoderado de su cabeza: sus miembros temblaban; dos dientes grandes, únicos que tenía en la boca, asomaban por entre sus labios cárdenos, y su cabello cerdoso y negro, por la tinta con que acostumbraba teñirlo, estaba erizado y en desorden.

En cada una de las arrugas de su cara aparecía una línea roja, y sus anchas narices se abrían para dar paso a su respiración trabajosa. Sin embargo, este hombre tan repugnante, quería ser nada menos que el marido de Teresa.

Subió la escalera, y gruñendo y regañando a los criados que encontró al paso, se dirigió a su cuarto y se encerró.

Dio algunos paseos por la pieza, como si fuese un tigre encerrado en una jaula; sus ojos veían fantasmas sangrientos; la venganza llenaba su corazón, y hubiera sido su consuelo supremo el ver cubiertos de sangre y moribundos a Teresa y a su amante.

Tenía razón, si puede concederse razón a los instintos brutales y dañados de las pasiones; un gran caudal y una hermosa muchacha se le escapaban de improviso de entre las manos, y sus sacrificios y la constancia de muchos años iban a quedar estériles. Amaba el dinero como un avaro, y a la muchacha como un viejo.

Ya se comprenderá que estas dos pasiones tan fuertes, tan enérgicas, engendran en este caso la de la venganza; su primer pensamiento fue llamar a Teresa, asesinarla y fugarse en seguida. Así pues, buscó unas pistolas, sacó un puñal, desenvainó una espada; finalmente, recorrió todas las armas que tenía en su cuarto, pensando al tiempo de mirarlas, escoger la que causara más tormento a Teresa; pero después las arrojó con desdén y exclamó golpeándose la frente:

—¿Y él? No, es preciso que los dos sufran mi venganza. ¿Y si la justicia se apodera de mí, y embargan mis bienes y me encierran en una de esas infames prisiones de México? Si yo encontrara un medio de aniquilar sin comprometerme… ¡Oh!, daría mi alma a Satanás con tal de que mi venganza fuera terrible, inaudita.

Don Pedro se arrojó en su lecho; se retorcía como una culebra y mordía las almohadas de rabia y de desesperación. Después se quedó un poco quieto, meditando profundamente en los medios que debería poner en planta para lograr al menos quedarse con el dinero de su pupila.

El ruido de tres golpes suaves que sonaron en la puerta lo sacó de su éxtasis satánico, y precipitadamente se levantó, se compuso el vestido y el cabello, recogió las armas que había esparcido por el suelo, las colocó en su lugar y, procurando dar a su rostro un aire de calma y de serenidad, fue a abrir.

Rugiero se presentó.

—Mucho me alegro de ver a usted por aquí, amigo mío; pase y tome asiento —le dijo don Pedro.

Rugiero era antiguo amigo de don Pedro, y el mismo que le había aconsejado la conducta hipócrita y sumisa que debía guardar cerca de la madre de Teresa. Don Pedro le conocía de muchos años atrás y lo había escogido como su banquero; su influjo era tan grande en el alma de nuestro albacea, que cuando hablaba con él, quedaba fascinado como el pájaro con el aliento de la serpiente.

—Decía —continuó el albacea acercándole un sillón— que me alegraba mucho de ver a usted.

—¿Por qué? —interrumpió Rugiero, sentándose con el mismo desenfado con que lo había hecho en la casa de Arturo.

—Porque hoy tengo un asunto grave entre manos.

—¡Oh!, ya adivino poco más o menos… La niña estará enamorada y…

—Sí, sí, algo de eso; pero…

—Y querrá, naturalmente, llevarse consigo todo el caudal.

—No precisamente todo —contestó don Pedro afectando indiferencia—, pero sí alguna parte.

—Y después de tantos años de acercar la escupidera a la madre de Teresa, de hacer los oficios de un vil criado, de refrenar las pasiones y poner una cara de santo, y confesar y comulgar cada ocho días, os quedaréis en la miseria, reducido a pedir de limosna las migajas sobrantes de la mesa de Teresa, y los pantalones inútiles de ese capitán calavera y disipado.

—Es verdad, es verdad —exclamó don Pedro con los ojos encendidos de cólera— todo esto me va a suceder.

—Porque, naturalmente, en cuanto se case, el capitán reclamará los bienes de su mujer, y vendrán los escritos, los abogados y los escribanos; y como la muchacha es bonita, sus ojos tendrán con esa gente tanto influjo como vuestro dinero.

—¡Oh!, esto es atroz —exclamó don Pedro.

—Y os quedaréis pobre, y os lo predigo; y además ¿quién os libertará del tormento que os cause el considerar que Teresa y el capitán, ya casados, se entregarán a su amor, y que en la noche se reunirán para acariciarse, para decirse que se quieren, y que la aurora los sorprenderá abrazados, tranquilos y felices, mientras que vos quizá tenéis hambre y tenéis celos?

—¡Oh, eso es peor que el infierno! —exclamó don Pedro, cerrando los puños, y dejándose caer convulsivamente en un sillón.

—Vamos, responded, amigo mío —dijo el hombre del paso de Calais.

—Mi resolución está tomada; los mataré a los dos.

Rugiero soltó una estrepitosa carcajada, y dijo:

—Ésa es una tontería. ¿Y la cárcel, y los jueces, y los abogados, y la horca? Entonces el tormento será para vos, porque ellos, una vez muertos, cesan de padecer, pero…

—Pero ¿qué hacer entonces? —preguntó don Pedro.

—¿Qué hacer? —replicó Rugiero—. Vengarse, pero procurando la impunidad.

—En eso pensaba yo cuando entrasteis, amigo mío. Dadme una idea, un plan… Os daré lo que queráis…

—¿Daríais, por venganza, vuestra alma a Satanás?

—Sí; lo daría todo, mi cuerpo y mi alma.

—¿No os asusta esta proposición?

—Amigo, tengo el infierno dentro del pecho, y en este momento, no me asustan ni Dios ni el diablo.

Rugiero, con sus ojos de ópalo, se quedó mirando fijamente al albacea; éste tuvo miedo y apartó la vista e inclinó la cabeza.

—Vamos, don Pedro —le dijo Rugiero—, alzad la cabeza, no hay que desanimarse, que todo tiene remedio en esta vida, y no hay necesidad de hacer esas promesas locas; basta obrar, para que el diablo quede contento, sin necesidad de que le prometamos nada.

—Bien dicho —dijo don Pedro, levantando tímidamente la cabeza y lanzando su vista de soslayo a su interlocutor.

—Empecemos por partes. ¿Estáis celoso?

—Los he visto abrazados.

—¿Queréis quedaros con el dinero?

Don Pedro no contestó, pero se sonrió amargamente.

—Pues todo se puede hacer.

—¿Cómo, cómo? —interrumpió con ansiedad.

—Tenéis un criado mudo.

—Es cierto.

—¿Se han citado los amantes?

—Para mañana a las nueve, en la misma casa.

—Pues procedamos a obrar.

Rugiero se acercó a la mesa, tomó una pluma y un papel y escribió; luego que concluyó, pasó la carta a don Pedro y le dijo:

—Leed.

—Juraría yo que esta letra es de Teresa —dijo don Pedro asombrado y pasando los ojos por la carta.

—Leed —dijo Rugiero sonriendo.

Don Pedro leyó:


Manuel mío:

Esta noche te aguardo a las nueve y media en la calle de… número… Allí estará un padre que nos casará. Si no damos este paso, mañana ya no será tiempo. Recibe el corazón de tu

Teresa.
 

—¿Pero qué quiere decir esto? —preguntó don Pedro.

—Lo que quiere decir es, que con vuestro criado mudo enviaréis esta carta a la casa de la lavandera, donde se hallará dentro de una hora el capitán.

—Sí; pero quiere decir que esta noche acudirá…

—Imbécil —murmuró Rugiero, y se sentó de nuevo a la mesa y escribió.

—Tomad y leed —dijo echándole arenilla a la carta.

Don Pedro leyó:


Teresa idolatrada:

Esta noche a las ocho y media, procura estar en la calle de… casa numero… Allí estará un sacerdote que nos casará. Tú tutor debe salir esta noche a un asunto muy urgente a las siete y no volverá hasta las once; si no vienes, mañana será ya tarde. Es preciso que el criado de tu casa, que es mudo, y que será quien te entregue esta carta, te acompañe esta noche.

Tu amante que te idolatra

Manuel.
 

—No comprendo todavía —dijo don Pedro— y antes veo que si se reúnen, se casarán, y todo será perdido.

—Escuchad, don Pedro, ya que sois tan falto de inteligencia.

—Escucho, hablad.

—Dirigidas estas cartas, es claro, que cada uno de los amantes, va a la hora señalada; la calle está desierta, la casa está deshabitada, pues en el barrio corre la fama de que espantan en ella; así, aunque haya gritos y ruido, ni serenos ni alcaldes acudirán pronto.

—Y bien ¿qué sucederá?

—A las ocho y media os envolvéis en vuestra capa, tomáis un par de pistolas, una espada, un puñal; no importa la clase de arma; apartáis al mudo y Teresa queda sola; llamáis a un padre, con el pretexto de confesar a un moribundo, y, o consiente en casarse o… Si consiente en casarse, ya no hay caso; os volvéis con vuestra mujer a gozar delicias angélicas… si se niega absolutamente, entonces… dejáis al mudo en una pieza y el cadáver de Teresa en la otra. A las nueve, llega el capitán, y en vez de una novia se encuentra con una muerta; la justicia procederá contra él y contra el mudo; el primero, si sobrevive al pesar, le costará largos años de prisión y de martirios; y en cuanto al mudo, como no puede hablar, es claro que lo ahorcarán o lo condenarán al grillete. ¿Quedará, con esto, satisfecha vuestra venganza?

Los ojos de don Pedro, que se habían ido animando por grados, brillaron con una alegría infinita, cuando Rugiero acabó de anunciar estas palabras.

Rugiero, que lo observaba, aunque fingía distraerse en jugar con una campanita que estaba sobre la mesa, seguía con disimulo las emociones de don Pedro y sonreía maliciosamente.

—¿Y si Teresa desconoce la letra del capitán?

—Ya está previsto eso; la he imitado muy bien.

Don Pedro recorrió la carta de nuevo y observó que, en efecto, había una notable diferencia en la escritura de las dos cartas. Esto completó su satisfacción, pero habiendo súbitamente cruzado un pensamiento por su cabeza, dio otro aspecto a su fisonomía y dijo:

—Es muy hábil, amigo mío, y me ha divertido su proyecto.

—¿De veras, don Pedro? —replicó Rugiero con ironía.

—Positivamente —respondió riendo el albacea—, y me ha quitado toda la cólera y malhumor que tenía; es ingenioso, en efecto, aunque le faltan algunas precauciones.

—¿Pero supongo que lo pondrá en planta?

—De ninguna suerte —respondió el viejo—. Yo soy así… en los primeros momentos quisiera asesinar, pero después de que pasa un rato… Voy a pensar sólo en evitar un escándalo judicial, y esto es todo.

—Bien hecho don Pedro —dijo Rugiero con tono de convicción— si yo os propuse este plan, fue por pasar el rato, por divertirme… pero en la realidad sería infernal, si se llevara a efecto.

—¡Oh!, imposible que yo pensara seriamente en eso…

—Y que al fin, si los dos muchachos se quieren, vale más que se casen y que sean felices… Una transacción con ellos, lo compone todo.

—Todo absolutamente —dijo el albacea con el tono del más completo convencimiento.

—¡Vaya! Ahora que ya logré calmar a mi amigo —dijo Rugiero levantándose del asiento—, me voy…

—¡Gracias, muchas gracias! —le respondió el viejo tendiéndole la mano.

—Con que, hasta otro rato.

—Hasta más ver.

Rugiero salió diciendo entre dientes: este hombre es peor que el demonio, o peor que yo, que es cuanto se puede decir.

Luego que Rugiero salió, volvió el albacea a cerrar la puerta y, restregándose las manos con júbilo, dijo:

—Este hombre ha tenido la inspiración de un ángel, Teresa será mía y su dinero será mío… o si no, tampoco será de ese miserable calavera.

Sonó una campanilla y a poco entró un criado.

—Llámame a José el mudo —le dijo con voz afable.

José el mudo se presentó al instante; era un muchacho como de veinte años, con una fisonomía robusta y agradable, aunque falta de animación.

Don Pedro dobló y pegó con lacre la supuesta carta del capitán a Teresa, y acercándose al oído de José le dijo:

—Sal a la calle un rato, vuelve luego, y sin que nadie te vea, entrega esa carta a la niña, y vuelve a verme.

El mudo sonrió sencillamente. Tomó la carta y salió. Al cabo de un cuarto de hora volvió a entrar al gabinete del albacea.

—¿Has entregado la carta a la niña?

El mudo hizo una seña afirmativa.

Don Pedro le dio la otra carta de Teresa para el capitán, instruyéndolo de las señas de la casa de la lavandera, y lo despachó.

Era ya en esto, hora de comer. Don Pedro se sentó a la mesa; nunca había estado tan amable como entonces con su pupila, a la que le prometió no forzar su voluntad, si quería casarse; cuidarle sus bienes y vigilar por su felicidad. No hizo ninguna insinuación de amores, y le dio tantas seguridades, que la muchacha estuvo a pique de contarle su historia con el capitán, y pedirle sus consejos y su aprobación.

Al concluir la comida, el mudo regresó, y con sus señas afirmativas dio cuenta a su amo del resultado de su comisión.

Don Pedro, radiante de alegría, se despidió de Teresa y le dijo que iba a asistir a una procesión.

En efecto, don Pedro con una vela de cera en la mano, un gran escapulario en el pecho y con los ojos bajos, recorrió varias calles de México, incorporado en una solemne procesión: todos los que lo veían, exclamaban:

—¡Qué buen señor, qué virtuoso!

A las siete regresó a su casa, después de platicar sobre moral y sobre la corrupción del siglo con algunos cortesanos del cielo y de la tierra.

Saludó con mucha amabilidad a Teresa, y le dijo que asuntos de grave importancia le obligaban a salir, y que volvería tarde. Recomendó a ella y a los criados que se recogieran y se marchó.

Teresa se metió a su cuarto y se puso a llorar de alegría. Pensaba en Manuel: iba a ser tan feliz con él, que le parecía que Dios abría las puertas del cielo.

IX. Aventura nocturna

Rugiero llevó a su amigo Arturo por uno de los barrios de México y lo hizo entrar en una casa medio arruinada y completamente solitaria y silenciosa. Luego que Rugiero entró, cerró la puerta, la atrancó con una viga y ambos subieron la escalera. Las telarañas y el polvo de que estaba cubierta, daban evidentes pruebas de que la casa hacía muchos años que no era habitada; una mecha vacilante de aceite ardía ante un cuadro maltratado de la Virgen de los Dolores.

Arturo se sintió sobrecogido de cierto temor, mas cuidó de no manifestarlo. Su compañero le recomendó el silencio. Atravesaron dos o tres piezas, y en la última, que estaba completamente oscura, Rugiero detuvo a su compañero, diciéndole en voz baja:

—Ya veréis, joven, lo que es el corazón humano. Un mal consejo germina con una prontitud asombrosa; en cuanto a las acciones buenas, difícil es ejecutarlas. Por eso el mundo es, no como Dios lo hizo, un lugar lleno de bosques, ríos, montañas, aves, peces de oro y perlas, donde puso al hombre para que gozara de tanta delicia, para que bendijera la mano del que pinta el horizonte en la aurora y en el crepúsculo con los colores de esmalte y de oro, que no puede copiar el pincel humano; del que sustenta al pajarillo, y del que levanta con su soplo las olas del océano, y enciende con su mirada los luceros y los soles del firmamento; sino una fétida e incómoda prisión, donde es imposible que nadie encuentre la verdadera felicidad. ¿Pero creéis que de todas estas bellezas, que de todas estas maravillas goza el hombre como debiera? No, sin duda: las miserables pasiones lo tienen continuamente sumergido en un fango de vicios: ya veréis lo que pueden la lujuria y la avaricia.

Las palabras de Rugiero, dichas con un metal de voz rarísimo y en la oscuridad más profunda, tenían cierto eco misterioso y solemne, que no podía menos de hacer viva impresión en el alma del joven.

—Vamos —decía— este hombre conoce el mundo mucho; pero habla con cierta amargura que desconsuela. O es muy desgraciado o está ya saciado de tanto gozar.

—Mirad —le dijo Rugiero—, pero tened cuidado de no mezclaros en nada. Acontecimientos como éste están ordenados por Dios… o por el diablo; y en vano queréis impedirlos, a no ser que os resolváis a pasar mañana por un asesino. Mirad.

Rugiero llevó a Arturo a una mampara y le indicó un pequeño agujero donde Arturo ávidamente colocó la vista. Era una pieza sucia, con una pintura antigua y maltratada y, como la escalera, llena de polvo y de telarañas, que pendían de las vigas.

En una mesa de madera tosca estaba colocada una vela delgada y un par de pistolas. Junto a la mesa había un tosco sillón de paja, y en él sentado un hombre embozado en una capa y cubierta la cara con una máscara negra. Delante de este hombre permanecía de pie un sacerdote.

—¿Me juráis, padre, guardar un sigilo como el de la confesión, de lo que pase aquí?

—No puedo jurar, caballero, sino hacer mi deber como ministro de Jesucristo. Se me ha llamado para que confiese a un moribundo. ¿Dónde está el moribundo? Cumpliré con mi deber y me iré inmediatamente.

—Padre —dijo el hombre de la máscara—, ¿una persona a quien le faltan pocas horas de vida no puede merecer el nombre de moribundo?

—Sin duda.

—Pues entonces no os han engañado; tenéis que confesar a un moribundo.

—Muy bien —dijo el padre—. ¿Dónde está? Podría preguntar qué significan ese disfraz y esas armas que veo sobre la mesa; pero como ministro de Jesucristo, no quiero saber más que lo que el pecador quiera decirme, con arreglo a su conciencia.

—Me agrada sobremanera vuestro lenguaje conciso y vuestra rectitud, padre; así es que, bajo el sigilo de la confesión, os digo que una mujer, que encontraréis en la otra pieza, va a morir por mi mano. Es una infame hipócrita, que sale de su casa diciendo que va a la iglesia y entra en las casas de prostitución; y que ahora ha venido a esperar a su amante.

—Es muy extraño ese lenguaje, caballero —dijo el sacerdote alarmado—, si he venido aquí para ser cómplice de un crimen, permitidme que me vaya.

—Estáis muy engañado, padre —le dijo el enmascarado—. ¿No es vuestra obligación confesar a los que van a morir? Pues os repito que no exijo otra cosa de vos, y por supuesto el sigilo de lo que habéis oído, pues de otra manera vuestra vida iría de por medio.

El padre sonrió con desprecio y respondió:

—¿Me amenazáis acaso? Esto no me asusta, y si a costa de mi vida puedo impedir un crimen, la daré gustoso. El que ha ofrecido una vez al Señor su corazón, su alma y su vida, no debe temblar jamás, cuando por una buena obra pone en riesgo su existencia.

—Vamos, padre, no queráis hacer de mí un procónsul y de vos un mártir. Lo que yo deseo es evitar palabras, y que cumpláis con vuestro deber: entrad, y confesad breve a esa mujer.

—Yo no entraré, si no me explicáis…

—Lo que tengo que explicaros es muy sencillo. Yo tengo la resolución de matar a esa mujer: si esto es un crimen, lo acepto, y a la hora de mi muerte a vos, o a otro padre lo confesaré. He querido, sin embargo, que antes confiese ella sus culpas y salve acaso su alma; y para esto os he llamado; si no queréis, será vuestra toda la responsabilidad.

—Pero esa resolución es imposible que la llevéis a cabo, porque, aun suponiendo que las faltas sean muy graves, la debéis perdonar, evitando al mismo tiempo el remordimiento eterno de vuestra conciencia. Acordaos de que Dios dice que si el pecador cae siete veces al día, otras tantas será perdonado.

—Entrad, padre —dijo el enmascarado, sin darse por entendido de estas palabras—, yo os ruego; el tiempo urge, y después de cinco minutos… ya sería tarde.

El enmascarado se levantó y condujo al sacerdote a una puerta, lo introdujo por ella, y cerró diciendo:

—Si este hombre quiere mezclarse en algo, la otra pistola se empleará en él. El diablo sin duda me ha dado una energía que no creía tener, y al fin el capitán aparecerá como el asesino.

Arturo estaba como petrificado; le parecía que soñaba.

Rugiero lo tomó del brazo y lo condujo a otra mampara situada en el costado de la pieza, indicándole otro agujero pequeño.

Arturo clavó la vista en él, como obedeciendo a un impulso sobrenatural y desconocido.

Era otra pieza tan lóbrega y tan triste como la anterior: en un canapé antiguo, forrado de viejísimo damasco rojo, estaba una mujer joven, pálida, de grandes y rasgados ojos; dos rizos de ébano caían ondeando sobre su cuello de alabastro; un traje blanco le daba más interés, pues merced a la postura descuidada en que se hallaba, se dibujaban los suaves contornos de su cuerpo.

Era Teresa, que nunca había estado más interesante que en ese momento, en que el amor y la esperanza le habían dado el inaudito arrojo de aventuarse a esas citas peligrosas, a las cuales pueden concurrir sólo aquellas mujeres que, como Teresa, están profundamente enamoradas y conservan al mismo tiempo cierta inocencia que las hace desconocer los peligros e inconvenientes de tales acciones.

Luego que Teresa vio entrar al sacerdote se puso en pie; sus ojos brillaron con una alegría infinita y dejó asomar en sus labios una sonrisa de esperanza.

El sacerdote callaba y no podía comprender cómo estaba tan alegre una mujer que iba a ser asesinada.

—Os aguardaba con impaciencia, padre —dijo la muchacha, haciendo seña al sacerdote para que tomara asiento.

—Supongo —dijo el padre con voz grave— que todo lo sabéis.

—Todo —dijo Teresa con bastante tranquilidad.

—¿Y estáis preparada?

—Sí.

El asombro del padre crecía a cada momento.

—La hora va a dar ya y quisiera que cuanto antes fuera —continuó Teresa.

—Entonces —contestó el padre—, arrodillaos y oiré vuestra confesión.

—¡Confesarme!

—Sin duda —replicó el padre.

—Muy justo es.

Teresa cubrió su rostro y su cabeza con un chal de lana rosado y blanco que llevaba, y se arrodilló ante el padre.

Cuando Teresa acabó su confesión, el eclesiástico, que tenía una faz juvenil todavía, pero en la cual estaba retratada la virtud y la caridad, levantó los ojos húmedos de lágrimas y bendijo a Teresa.

Teresa, sin levantar los ojos, continuó rezando.

La confesión de Teresa era de esas confesiones que, en vez de revelar la maldad y el crimen, daban a conocer un corazón virgen y un alma llena de la sencilla y envidiable inocencia de un niño.

Teresa se confesó de que amaba mucho; de que estaba dispuesta a dar por su amante su existencia entera. El círculo de su vida giraba entre la impaciencia y martirios que le causaba su tutor, y la contemplación de un amor que había idealizado, con toda la poesía de que es capaz un corazón candoroso y limpio, como el de una paloma.

Teresa no dijo al confesor los nombres de las personas; pero fue bastante para que un pensamiento rápido pasara por su cabeza y le alumbrara.

—Ésta es una traición infame —dijo para sí—. Esta joven sin duda es víctima de una trama horrible, y no lo sabe… Dios mío, inspírame a salvarla.

—¿Ninguna otra cosa más tenéis que decirme? —le dijo el padre.

—Ninguna.

—Es decir, que si, por ejemplo, os sorprendiera ahora la muerte ¿creeríais entrar en el cielo?

—Sin duda que sí, contando con la misericordia de Dios. ¡Quién es aquél que se puede decir justificado ante sus ojos!

El padre pensaba, revolvía mil proyectos en la cabeza, y hasta la idea se le venía de cometer una violencia, con riesgo de su vida. Esta criatura es muy joven, muy hermosa y muy santa; no debe morir, a menos que el Señor tenga decretado su martirio. Luego, dirigiéndose a Teresa, le dijo con acento profundo:

—Si esta confesión fuera la última de tu vida, si dentro de poco debieras morir…

A estas palabras un ligero temblor agitó los miembros de Teresa; se puso pálida, y sintiendo que se desvanecía se reclinó un poco en el canapé. No era la idea de la muerte la que asustaba a Teresa, sino la de no ser feliz. Recuperada un poco, y sonriendo tristemente respondió al padre:

—Si es voluntad de Dios que muera yo, me resignaré… pero desearía morir en sus brazos.

Esta palabra arrojó nueva confusión y dudas en el alma del padre. —¿Qué capricho de mujer será éste— dijo para sí— que se resigna a morir en los brazos de un hombre? ¿Hablará del enmascarado? ¿Será su marido? Si es su amante, la confesión no es buena; y esta criatura tiene en peligro su alma y su cuerpo. Estoy resuelto a aclarar este misterio.

—Hija, tengo que consultar con un caballero negocios que pertenecen a tu alma y a tu cuerpo; así, volveré a verte.

—Haced lo que queráis —le dijo la muchacha con una voz dulce y besándole con respeto la mano.

El padre salió y Teresa se dejó caer de nuevo murmurando entre dientes: «¿A qué hora vendrá Manuel?»

Teresa aguardaba a Manuel llena de amor, de susto, de esperanza.

La puerta se abrió y el hombre enmascarado entró.

—¿Manuel, eres tú? —dijo Teresa, yendo hacia la puerta.

El enmascarado se descubrió.

Teresa se tapó los ojos con las manos y retrocedió exclamando:

—¡Don Pedro!

Teresa, pasado un rato, se arrojó a los pies de su tutor diciéndole:

—Pues lo sabéis acaso todo, perdonadme.

—¿Te has confesado, Teresa? —le dijo don Pedro con voz bronca.

—Sí, para casarme con él.

—¡Para morir! —gritó don Pedro, y luego continuó con voz apagada—: Si tienes algo más que decir a Dios, que sea breve.

Teresa cayó en el suelo anonadada, y luego arrastrándose a los pies de don Pedro, exclamó:

—Perdonadme, señor; venía a casarme con él. ¿Qué os cuesta darme esta felicidad?

Don Pedro hizo un gesto infernal y apoyó el cañón de la pistola sobre la frente pálida de Teresa.

Arturo quiso en aquel momento romper la mampara, pero Rugiero lo asió de la cintura, y con una fuerza sobrenatural lo sacó de la pieza, lo bajó por la escalera y, abriendo el zaguán, lo puso en la calle y desapareció entre las sombras.

Arturo permaneció inmóvil un rato, se limpió los ojos, se tocó la frente y un sudor frío corría por ella. Cerciorado de que no soñaba, y poseído de un rapto de furia, quiso entrar de nuevo, pero se encontró con un hombre que le detenía.

Preocupado alzó un bastón con puño de fierro que llevaba y aplicó en la cabeza del hombre un golpe terrible. El hombre cayó, dando un ronquido.

Arturo, que lo vio, se inclinó y reconoció al capitán Manuel.

—¡Maldición! —exclamó— lo he matado, y no puedo salvar a su querida.

Y ya fuera de sí abandonó la fatal casa y echó a andar precipitadamente por enmedio de la calle.

X. Miseria

Cada hombre es una novela; cada mujer un enigma incomprensible; cada casa una ciudad; cada ciudad un mundo entero, y el mundo un grano de mostaza; y el hombre y la mujer unos locos llenos de miseria y de pasiones. Sin embargo, del hombre, de la mujer, de la casa y de este grano de mostaza en que habitamos, se pueden sacar lindas historias, y contarse sorprendentes maravillas.

Hace algunos capítulos que hemos echado en olvido a Celeste; pero el presente lo consagraremos a referir, muy en compendio, la historia ignorada de una muchacha encerrada en un miserable cuarto, sin más compañía que dos viejos moribundos, y sin más auxilio que Dios.

Se ha dicho que el viejo insurgente, padre de Celeste, no era del todo pobre cuando se casó; todavía en la época en que la niña comenzaba a crecer, no estaba reducido a pedir su sueldo de limosna, en las oficinas del gobierno.

Todo el mundo sabe lo que hace un padre por su hija. Los piececitos de Celeste estuvieron sujetos por lindos zapatos de seda; sus redondos y delicados miembros se cubrieron con cambray, muselinas y encajes; sus cabellos sutiles se vieron enlazados con perlas y rubíes, y sus oídos se recrearon muchas veces con los gorjeos de los pájaros, con la música de los relojes, y con la armonía del piano, cuyas teclas recorrían sus dedos de rosa.

Una vez que la miseria asoma su cabeza por una casa, no tarda en recorrer todos los aposentos. Un día el padre de Celeste vendió el piano; al día siguiente, los candelabros y floreros; al tercero, fueron las sillas y sofás; y para no cansar al lector, en poco tiempo las paredes quedaron sin cuadros, los suelos sin alfombras, las piezas sin muebles, el comedor sin vajilla, la cocina sin lumbre. Cada cosa de estas que se vendía, era un dolor sordo que enfermaba el corazón del pobre padre, y un motivo de lágrimas para la madre.

En cuanto a la niña, como conservaba sus muñecas de cera, sus trastos de barro y sus juguetes de cartón, veía salir todos los muebles de su casa, con la sonrisa de la inocencia en los labios; y si veía llorar a su madre, corría a colgarse del cuello y acariciarla. La pobre madre lloraba, no porque fuera una mujer frívola o avara, sino porque todo lo quería para su hija, y veía día por día que nada podía dejarle.

Esto causó una mortal tristeza a la señora; se pasaba los días sin tomar alimento y las noches en una dolorosa vigilia, con una idea fija, inseparable, eterna, que la hacía exclamar cada momento: ¡cuál será el porvenir de mi hija!

No pasó mucho tiempo sin que se mudaran a una pobre vivienda de una casa de vecindad, y allí se aumentó la tristeza de la madre. La hija crecía y, aunque más reflexiva, parecía que no le afectaba en lo más mínimo el cambio de situación.

La madre cayó al fin enferma, y entonces crecieron las angustias del marido, y se resolvió, como hemos dicho, a pasar los días en Palacio, implorando la compasión de los ministros, de los empleados y hasta de los porteros, miserables canes echados a los pies de los que, en nuestro pobre país, se llaman hombres grandes, y para quienes la necesidad y la indigencia sólo merecen insultos y desprecios.

El padre había respetado en medio de su miseria los vestidos de Celeste; de suerte que ésta calzaba siempre muy fino y sus vestidos eran de lo mejor que se encontraba en la calle de Plateros. Un día, el viejo, agobiado e incapaz de andar llevó, como hemos dicho, a su hija al Palacio. Celeste peinó sus hermosos cabellos, calzó sus pequeños pies, ciñó con el traje su cintura de abejas, y salió con su padre alegre, risueña, encantadora. Todos los que en la calle pasaban junto a ella, la miraban con atención, y oía susurrar en sus oídos las palabras: «Divina, celestial, encantadora».

Llegó a Palacio y la escena cambió. De los grupos de militares libertinos oía salir palabras que por primera vez herían desagradablemente sus oídos; los elegantes que rodeaban a su padre, llenándolo de cumplimientos, echaban a hurtadillas miradas lascivas sobre ella; algunos la dijeron palabras al oído, que no entendió, pero que le disgustaron; y hubo quien atrevidamente le hiciera esas toscas caricias de la plebe, que se llaman dellizcos.

Celeste, sin comprender cuánta maldad, cuánto libertinaje había en estos hombres, que abusaban de la enfermedad de un viejo y del candor de la pobre hija, sintió que sus mejillas se cubrían de rubor, e instintivamente tuvo miedo de ellos; cuando regresó a su casa estaba triste y pensativa, y viendo a su padre cabizbajo y que una lágrima corría por sus mejillas, se aventuró a preguntarle qué tenía.

El padre con voz solemne le respondió:

—¡Miseria, hija mía!

Esta palabra descubrió a Celeste el abismo por donde, descuidada y sonriendo, había pasado; se acordó entonces de que un día había salido el piano, otro los candelabros, y finalmente todos los muebles. Estas escenas, que no había podido entender, se las explicaba naturalmente con la palabra miseria; y comenzó a reflexionar.

Miseria quiere decir que mi madre necesitará de médico, y que si no hay con qué pagarle, el médico no vendrá.

Miseria quiere decir que si mi madre necesita medicinas, en la botica no las darán de balde.

Miseria quiere decir que mi padre no tiene ya, y que al llegar la hora de comer no habrá ni puchero ni aun frijoles.

Miseria quiere decir que no habrá ni trajes de muselina, ni zapatos de seda, ni nada.

Celeste comprendió en toda su extensión lo que quería decir la palabra miseria, y se puso a llorar.

El padre, oyéndola, levantó la cabeza y le preguntó tristemente:

—¿Qué tienes, hija mía?

La muchacha, sin saber acaso lo que decía, respondió:

—¡Miseria!

El padre volvió a dejar caer la cabeza y le pidió al cielo con todo su corazón la muerte para su esposa y para su hija.

La muchacha envolvió con su paño su rostro lloroso y dijo para sí:

—Vale más la muerte.

Las dos ideas coincidieron naturalmente. ¿No es el espectáculo más doloroso que pueda presentarse, el de un padre saliendo ya del mundo y una hija entrando en la vida, y ambos con el pensamiento terrible de la muerte como único porvenir de felicidad, como el solo alivio de sus males?

Celeste entró así al mundo; cuando sus formas iban desarrollándose mórbidas y hermosas; cuando sus cabellos, creciendo siempre, caían en ondas sobre las blancas espaldas; cuando sus lindos ojos comenzaban a lucir con el brillo de la pubertad; cuando como una rosa fragante y galana se desarrollaba, su corazón estaba ya herido por el infortunio.

Llegó un día solemne para ella, y éste fue aquel en que estropeado, moribundo, con todas sus antiguas heridas renovadas, vio llegar a su padre. El casero entró a cobrar la casa; otros mil acreedores se presentaron, esperando, acaso, que si los infelices padres no tenían dinero, se resolverían, acaso, a presentar a su hija en garantía.

La enfermedad de la madre de Celeste había prevenido de sufrimientos morales, que habían hecho retirar, por un fenómeno raro, la sensibilidad y el movimiento de una parte de su cuerpo; así, permanecía acostada constantemente, sin posibilidad para moverse, ni para pensar. Cuando veía a su hija, una sonrisa estúpida vagaba por sus labios, y esto partía el corazón de la muchacha.

En cuanto al viejo, estropeado e inútil, conservaba en su pensamiento todo el vigor necesario, y creyó conveniente dar el último golpe, desapareciendo del mundo antes de tiempo, es decir, aislando su miseria y la de su familia. Mandó, pues, buscar un cuarto en la parte más retirada y escondida de la ciudad, y sin comunicar a nadie su resolución, se mudó a él. Allí fue donde Arturo visitó a Celeste.

Una vez instalados en esta nueva habitación, Celeste comenzó a su vez a hacer lo mismo que habían hecho sus padres; un día amaneció, y como no había dinero para la comida, sacó uno de sus trajes y, llena de temor, salió con él y lo vendió a una vecina por lo que quiso darle, y así pudieron vivir una semana. Pero la ropa se fue acabando, y día por día crecían las angustias de la muchacha, y la sombría desesperación del padre.

Celeste se acordaba entonces vagamente de las lágrimas que derramaba su madre cuando desaparecían el piano y los muebles de su casa, y decía también llorando: «Tenía razón.» Con una delicadeza angélica, ocultaba las lágrimas a su padre, y risueña como si fuera muy feliz, y diligente como una abeja, preparaba sus frugales alimentos y los presentaba a los enfermos, diciéndoles: «Dios nos ayudará.»

Todo lo había vendido Celeste; nada quedaba ya. Ninguna de las vecinas podía prestarles nada, ni ella se atrevía a pedirles; esa noche el anciano y la madre se durmieron. Celeste se recogió y fingió dormir; pero toda la noche estuvo devorando las lágrimas, pidiendo a la Virgen en lo interior de su corazón le inspirara una idea para procurarse algo para el día siguiente; ella no había comido, pero no sentía el hambre, pues estaba preocupada absolutamente con lo que sufrían sus padres.

¡Quién puede figurarse posición, ni más amarga ni más terrible que la de una joven que en la mañana de la vida se encuentra frente a frente con la miseria! Entre los espectáculos que han conmovido profundamente nuestro corazón, uno de ellos es el de esas muchachas cubiertas de harapos, de hermosos rostros juveniles, pero pálidos y desencajados, quizá por el hambre.

Si meditaran un poco esas jóvenes que pisan alfombras y que van muellemente reclinadas en soberbios carruajes, sobre cuánta es la desgracia y cuán crueles los sufrimientos que padecen algunas criaturas dotadas de hermosura, pero que no tienen ni goces, ni porvenir, ni esperanzas, y que se arrojan acaso por la miseria a un extraviado camino, echando un sello a su desgracia, formarían una sociedad para socorrer a estas infelices, para procurarles modo de trabajar honestamente y para quitarlas del riesgo en que se ven de perder su virtud y vender su inocencia.

Celeste pensó toda la noche; y cuando los primeros rayos de luz penetraron por las hendeduras de la puerta de su cuarto, no tenía más idea que la de coser ajeno; grande y único recurso con que creen las mujeres de la clase pobre de México haber hallado la piedra filosofal. ¡Pobre recurso en realidad!, pues que para ganar un miserable jornal, tienen que renunciar a su salud; el ejercicio de la costura les acarrea enfermedades de pecho, muchas veces incurables.

Celeste se vistió y sin hacer ruido fue a la calle gozosa con su idea; mas apenas anduvo algunos pasos, cuando cambiaron naturalmente sus ideas. ¿A dónde voy? ¿A quién conozco? ¿Quién me dará costuras?

Celeste no sabía las calles; los groseros requiebros de los léperos la ruborizaban; tenía miedo de extraviarse y de que mientras sus pobres padres sufriesen el hambre, y ademas la inquietud de no verla. Al cabo de un momento se volvió a su casa llena de desconsuelo.

Aquel día, Celeste lo pasó con algunos tragos de un caldo que dos vecinas le dieron; en la noche un delirio febril la asaltó, y el pensamiento de ¿qué haré para mañana?, estuvo fijo, inmutable en su imaginación.

Al día siguiente se levantó con unas sombras moradas en los párpados y con su lindo cutis empañado por la vigilia y la aflicción. Como el día anterior, salió a la calle, y su primer pensamiento fue dirigirse a la iglesia; el primer pensamiento de todos los desgraciados, es dirigirse a Dios.

¿Quién puede, en efecto, comprender más que Dios, los dolores íntimos y profundos de un aislamiento tan completo, de una miseria tan extremada? El rico, después de haber comido, ¿podrá comprender que hay otros que tienen hambre? El que es feliz, ¿podrá comprender esos dolores sordos, que atormentan el alma, y que a veces conducen a algunos desgraciados al suicidio o a la locura?

Celeste entró en una iglesia; hemos dicho que era muy de mañana; la dudosa luz del sol velado con las nieblas, penetraba por las ventanas e iba a morir en las columnas del tabernáculo. La lámpara ardía delante del sagrario; los saltaparedes modulaban sus alegres notas, brincando por las cornisas y por las molduras doradas de los altares; todo estaba desierto, silencioso, y una gente llena de fe hubiera reconocido en aquel templo la presencia de Dios.

Si antes de entrar allí hubiera pasado Celeste por un río o por un precipicio, se habría precipitado en él; la pobre criatura sufría mucho y no era dueña de su razón en aquel momento.

Se arrodilló ante un altar; bajó la frente y quiso articular algunas oraciones; pero le fue imposible; ninguna de las que su madre le había enseñado, le parecía bastante eficaz para que llegase hasta los pies del Señor. Se acordó del Padre Nuestro, de esa oración llena de sencillez y de ternura, que el Señor mismo enseñó a sus apóstoles para que pidieran a su Padre. Rezó un Padre Nuestro y de sus ojos corrían abundantes lágrimas.

Largo tiempo estuvo pidiendo a Dios con sus sollozos el alivio de sus males, hasta que su corazón, henchido de pesares, se desahogó, como si hubiera estado en el seno de un amigo o de un esposo, porque en las grandes aflicciones lloramos al pie del altar, figurándonos en Dios al esposo, el padre, el amigo más tierno.

Cuando Celeste salió de la iglesia, a pesar de que sus ojos estaban encarnados y sus mejillas extenuadas, se podía reconocer en ella cierta dulce tranquilidad; en efecto, la criatura salió con toda la resignación necesaria para soportar su desgracia.

Le prometió a Dios en lo íntimo de su corazón, no abandonar a sus padres; no extraviar su corazón; no vender su virtud ni sus caricias por el oro, y sufrir su doloroso martirio todo el tiempo que fuese necesario, aunque el plazo no hubiese de terminar sino con su vida. Celeste veía al través de ese velo de inocencia que la cubría, otro porvenir, otra vida, que no es dado ni columbrar a los que desgraciadamente tienen su corazón manchado con el contacto del mundo.

Anduvo por varias calles, ya sin temor de los que pasaban, sin desconfianza de su porvenir, y con aquella seguridad que tiene el que ha concebido una esperanza cierta de alivio. En la casa que le pareció de mejor apariencia entró, subió y preguntó por la señora; se le dijo que estaba vistiéndose, que aguardara.

Celeste esperó de pie, y llena de ansiedad, en el corredor; cada minuto le parecía un siglo, pues pensaba en que sus padres no se habían desayunado; pero, con todo, la esperanza no la abandonaba. Al cabo de una hora, una criada la introdujo en la asistencia; era una pieza alfombrada, en la que había grandes espejos, ricos sofás y una hermosa lámpara de cristal colgada del cielo raso, donde estaba pintada al fresco, por Gualdi, la Aurora y los genios de la luz.

Celeste sintió una especie de temor al pisar en este blando pavimento y al entrar a una habitación, donde penetraba, al través de los transparentes cristales y de los cortinajes de muselina y seda, una media luz voluptuosa, lanzó un suspiro, pensando en el abandono y la desolación en que estaba su pobre cuarto.

A poco apareció una señora gruesa, blanca, de robustas facciones, donde, a pesar de los cuarenta y tantos años de edad, se conocía la hermosura de que estaría dotada en los días de la juventud. Le preguntó, con voz algo seca, quién era y qué se le ofrecía tan de mañana. Celeste le contestó que tenía a sus padres en la cama y que deseaba y le suplicaba la favoreciera dándole ropa blanca a coser.

—Pero yo no te conozco; no sé quién eres —le dijo la señora— necesito que me des un fiador, porque ¿quién me responde de que no eres una de tantas mujeres que se emplean en pegar chascos a los que se fían de su apariencia humilde?

Celeste, al escuchar esta insultante familiaridad, sintió que la vergüenza la sofocaba, y cubriéndose el rostro con su rebozo salía ya sin responder una palabra, cuando tropezó con una joven que venía por el corredor; sus cabellos caían en desorden por su cuello; sus ojos azules brillaban con alegría; su cuerpo airoso tenía más elegancia con una blanquísima bata, y su fisonomía risueña y expresiva anunciaba el contento y el bienestar.

En el momento en que la vio Celeste, preguntó a su mamá:

—¿Quién es esta niña?

—Es una muchacha que busca costuras; pero como nadie la conoce no podemos favorecerla.

Celeste se descubrió por un momento para componerse el rebozo, y entonces la joven, que no era otra sino la bellísima Aurora, a quien hemos conocido en el baile, notando su rostro angélico, replicó a su mamá:

—Ésta es una buena niña, mamá; y si nadie la conoce, yo la fío; ve y busca las costuras que tengas y tráemelas. ¿Cómo se llama usted, niña? —prosiguió Aurora, dirigiéndose a la muchacha.

—Celeste, señorita —contestó ésta tímidamente.

—No tenga usted temor ni cortedad; venga usted —le dijo Aurora, tendiéndole la mano y llevándola al sofá— mi mamá dará a usted costuras, y yo la favoreceré en cuanto pueda.

Aurora instó a su mamá para que trajese las costuras, y ésta, aunque con alguna repugnancia, condescendió con su hija y entró a las pieza interiores.

—Vamos, Celeste, cuénteme usted —le dijo Aurora, teniendo siempre la mano de la muchacha entre las suyas— ¿es usted tan desgraciada que necesite trabajar para vivir?

—Mi padre y mi madre están enfermos en cama, y yo no tengo más arbitrio que buscar costuras; pero como no conozco sino a personas que me daría vergüenza ocupar, he preferido entrar en la primera casa que se me presentó, y sin duda Dios me deparó la de usted.

—¡Pobrecita criatura! —le dijo Aurora, estrechándole la mano— aguárdeme usted un momento.

Aurora salió a otra pieza y a poco volvió a entrar con un rebozo en la mano de finísimo tejido.

—Vaya, Celeste, quiero que tenga usted una cosa mía, para que se acuerde de que encontró quien la amara en el momento en que la vio.

Aurora puso el rebozo nuevo en los hombros de la muchacha y le quitó el que tenía, que, como debe suponerse, estaba casi inservible.

—El rebozo, niña, lo guardaré para tenerla a usted presente.

Celeste comprendió la delicadeza de esta acción y quiso llevar a sus labios la mano de Aurora; pero ésta la retiró; hizo una muequilla graciosa e imprimió un beso en la frente de su protegida.

Así Aurora hizo una caridad; las mujeres tienen para sus acciones buenas una delicadeza sin igual.

La señora salió al fin con algunas costuras y dio a Celeste las instrucciones respectivas. Celeste se marchaba, dando mil gracias a la madre y a la hija; pero ésta le dijo:

—Quiero que me acompañe usted a desayunar; venga usted.

Celeste fue introducida por Aurora a un elegante comedor, donde estaba preparado un desayuno variado: chocolate, té, café, mantequilla, leche y bizcochos. Aurora quería que de todo tomase la muchacha, y le instaba con mil cariños y con la voz más suave y expresiva que puede imaginarse.

Celeste estaba conmovida; comió poco, pensando que ella no debía hartarse mientras sus padres tuvieran hambre, y a hurtadillas escondió los bizcochos, diciendo entre sí: «Para mis padres.»

Aurora, que la observaba, aunque se hizo disimulada, dijo para sí:

—¡Pobrecita!, guarda sin duda los bizcochos para sus padres.

El criado que servía la mesa pensó que Celeste era una glotona: tenía una alma tosca y común, y no podía comprender cuánto amor encerraba esta acción.

Celeste se despidió por fin de Aurora, la cual, en clase de anticipación, le dio algún dinero, recomendándole que cuando tuviese alguna urgencia acudiese a ella.

Celeste salió de su casa con los ojos llenos de lágrimas y volvió a ella completamente feliz; de paso, compró hilo, agujas y otros útiles, a la vez que lo necesario para la cocina de su pobre casa.

Desde entonces comenzó para Celeste una época de felicidad; una parte del día la ocupaba en hacer la comida, en asear la casa y en curar a los enfermos, y el resto en coser. De noche, mientras los ancianos descansaban, ella con una vela delante, trabajaba sin cesar para lograr más utilidad, por una parte y para halagar, por otra, a su protectora.

La casa en que vivía Celeste era de vecindad; en los cuartos bajos vivían, entre la miseria y la suciedad, familias de artesanos; y las viviendas altas las ocupaban diversas personas. En una de ellas se reunían de noche un teniente de infantería a tocar la guitarra y a acompañar canciones a tres muchachuelas alegres y vividoras; un practicante de medicina que llenaba los intermedios remedando animales, haciendo el tornito de monjas y otras simplezas, que pasaban por gracias y que hacían reventar de risa a la madre y a las hijas; un agente de negocios que contaba historias de muertos y aparecidos; y un fraile que tomaba buenos pocillos de chocolate y que nunca faltaba a las meriendas de tamales y atole de leche o de fiambre del Portal de las Flores.

En otra de las viviendas se ensayaba una comedia casera; un licenciado hacía de Otelo y un capitán de Yago; la Desdémona era hija de un cesante, y los espectadores todos los vecinos y vecinas de las demás viviendas. Celeste fue convidada una noche a estas tertulias, a las que por compromiso asistió; pero bajó disgustada de tanto libertinaje y de tan poca educación como reinaban en esas diversiones caseras.

Celeste se decidió, pues, a no volver a tener trato con las vecinas y a encerrarse completamente en su casa. En las horas avanzadas de la noche recordaba los zapatos de seda que se había puesto de niña, sus camisas de cambray batista, las modulaciones del piano y los gorjeos de los pájaros.

La voz del espíritu malo le decía que, con sólo querer, tendría otra vez todos esos goces; y echando una mirada por las paredes sucias del cuarto, por el envigado desigual, le venía ánimo de tirar la costura, de dejar aquel incesante y penoso trabajo, y de salir por el mundo a gozar de opulencias y de placeres, sacando definitivamente a sus padres de tan dolorosa situación.

Pero a poco recordaba aquel día de aflicción en que entró al templo, lloró ante el altar y salió, no sólo consolada, sino que halló en Aurora una noble y generosa protectora. El espíritu bueno triunfaba así en Celeste; tomaba su costura y con nueva resignación se ponía a trabajar.

Al día siguiente, se levantaba con las mejillas color de rosa, con sus virginales ojos llenos de alegría, con la sonrisa en los labios, como si hubiese reposado durante la noche en camas doradas y entre finas sábanas de lino. Cada vez que iba a casa de Aurora volvía con nuevas costuras, y con nuevas muestras de su generosidad. Aurora, por su parte estaba encantada.

Un día en que Celeste se dirigía a la casa de Aurora, un joven que visitaba a la opulenta señora, detuvo a la muchacha y se puso a hablarle en la calle inmediata. Aurora, ligera y frívola para amar y para hacer el bien, la observó desgraciadamente desde el balcón y concibió la sospecha de que aquella muchacha la engañaba, y de que tenía inteligencias con el joven, que aunque no era declaradamente su novio le hacía la corte; tuvo celos y mandó cerrar las puertas de su casa para su protegida; el portero recibió orden de recogerle las costuras que trajera y de decirle que por mucho tiempo no se necesitaría de ella.

Aurora, a los dos días se arrepintió de haber usado de tanta dureza para con una pobre niña, que acaso no era culpable, pero como no se acordaba exactamente del número de la casa, pasó la cosa así, y a poco tiempo los teatros, los paseos, el lujo, los aduladores y los amantes de que estaba rodeada le hicieron olvidar a la infeliz criatura.

En cuanto a Celeste, inocente de todo punto, no podía comprender el motivo de este desaire; pero como era demasiado delicada no quiso ya volver a la casa de Aurora. Su desesperación fue grande; se vio privada de trabajo, y día por día fue vendiendo lo poco que había adquirido, menos el rebozo que le había regalado la joven. El padre no quería desprenderse de la lanza de Morelos, ni la hija del paño de Aurora, y es que los dos amaban estas dos prendas con una especie de superstición, y antes habrían muerto de hambre que deshacerse de ellas.

Las noches de insomnio y de fiebre volvieron de nuevo para Celeste, hizo en dos o tres casas la misma tentativa que en la de Aurora, y ni aun siquiera la escalera le dejaron subir los porteros. Un día se agotaron todos los recursos, y Celeste no comió; al día siguiente, débil, extenuada, salió a la calle a pedir limosna, encontró a Arturo y ya el lector sabe lo que pasó.

XI. El juez de paz

Las consecuencias de la visita de Arturo fueron fatales para el sosiego de Celeste; su alma era tan noble y tan elevada, cuanto profunda su miseria y abatimiento; no había podido concebir ningún sentimiento tierno más que por sus padres. No le habían faltado, como debe creerse, hombres que en sus salidas a la calle la siguieran, le hicieran señas y aun se atreviesen a hacerle insinuaciones; pero esto, lejos de agradar a la muchacha no hacía más que fastidiarla sobremanera.

En cuanto al amor, ella formaba sus teorías en sus largos ratos de soledad, y se figuraba al hombre que la amara, joven, apuesto, de esmerada educación, elegante, de corazón generoso, de acciones nobles; un ser fantástico, como todas las muchachas se lo figuran en cuanto despierta en ellas el instinto que las obliga a buscar el cariño y el apoyo del otro sexo.

Pero ella deseaba encontrar ese ser fantástico, siquiera para verlo, para adorarlo en secreto, para tener el consuelo de decir en su interior que existía en efecto, en la vida, un ser que pudiera derramar sobre ella la felicidad, la alegría, la vida. Cuando salía de estas dudosas cavilaciones, estos éxtasis, que la sacaban fuera de sí, sonreía amargamente y decía:

—Tan pobre, tan desgraciada, tan oscura como soy, ¿quién me ha de querer?

Envidiaba la vida espléndida de Aurora, y se entristecía; después, pensando que la religión le prohibía envidiar, ambicionar y desear, enderezaba su pensamiento a Dios, volvía la cabeza para mirar tiernamente a sus padres, y alegre y resignada seguía su penosa tarea de sufrir y trabajar.

Así pensaba Celeste cuando Arturo la visitó; el semblante del joven estaba algo pálido con la orgía; sus ojos, cansados y soñolientos, le daban un interés indefinible; su vestido era elegante, su corazón noble y grande como el de un rey, sus acciones llenas de delicadeza y de caballerosidad.

Celeste vio, precisamente en Arturo, el joven con quien había soñado tantas veces, al ser que silencioso la había acompañado en las horas altas de la noche, en que permanecía sentada delante de una temblorosa y vacilante bujía, trabajando para mantener a sus padres.

Celeste, luego que se fue Arturo, registró su rebozo y, viendo prendido en él un hermoso fistol de brillantes, se llenó de sorpresa, más que por el valor de la alhaja (que no tenía motivo para conocer) por el hecho tan generoso de regalar una prenda tan hermosa para socorrer la desgracia y el infortunio.

Celeste comparaba los pequeños y repetidos pleitos de las vecinas por el agua, por la sal, por una torta de pan, con la generosidad de Arturo, y naturalmente las primeras gentes le parecían unos miserables insectos, y su protector un rey.

A poco el padre y ella encontraron el dinero; el viejo se puso taciturno, desconfiando siempre de las acciones humanas, y pensando que Arturo podía ser un seductor, mientras la muchacha, anegados sus ojos en lágrimas se deshacía en elogios y alabanzas.

Se acostó tranquila al parecer, pero su sueño fue interrumpido varias veces; su corazón, sereno hasta entonces, latía con más violencia. Durmióse y soñó con Arturo; lo veía enlazado del brazo de una joven hermosa, llena de perlas y diamantes con rico vestido y con hermoso calzado de seda.

Al día siguiente se levantó Celeste triste; le daban ganas de llorar, sin saber por qué, y cada ruido de pasos la estremecía; a cada momento se le figuraba que Arturo abría la puerta, y que con su sonrisa de bondad la consolaba y le tendía la mano; desempeñó por primera vez penosamente sus quehaceres y lo más del tiempo estuvo pensativa y cabizbaja.

En la tarde le vino una idea; salió a la calle y compró una bonita muselina, unos zapatos de seda, algunas otras cosas más, y por la noche se puso con ahínco a trabajar. A los tres días Celeste estaba encantadora, pues con un arte sin igual había arreglado su traje, había peinado sus cabellos, había vuelto a calzar sus pequeños pies con zapatos de seda.

Esperaba a Arturo ese día, y su esperanza salió vana; estaba decidida a ir a su casa y a devolverle el prendedor de brillantes. Todo esto era lo más inocente, lo más legal que pudiera imaginarse; pero veamos el juicio que formaron las vecinas y lo que siguió a esos momentos de felicidad.

El día en que vieron entrar a Arturo en pos de Celeste tuvieron amplia materia para la conversación. Las unas decían que por fin se había echado por la calle de enmedio y salía en busca de amantes; otras, apoyaban esta suposición, disculpándola por su pobreza y aislamiento, y otras añadían que demasiado tiempo se había cuidado la pobre muchacha.

Almas caritativas, que no faltan, tenían por malos juicios tales hablillas, y decían que Arturo sería uno de tantos libertinos atrevidos que seguían a las muchachas sin que ellas tuviesen la culpa.

Cuando las vecinas vieron a Celeste con su traje nuevo, las sospechas se confirmaron; y todas, aun las que al principio la defendían, proclamaron a una voz que Celeste había abandonado el camino de la virtud y del honor.

No obstante, como notaron que su posición había cambiado, y pensaban que podrían sacar partido pidiéndole prestado, en congreso pleno resolvieron que una de ellas iría a visitarla.

Resultó electa para esta comisión exploradora, una doña Venturita, mujer de un músico de regimiento, de más de cuarenta años de edad pero relamida y bachillera. Vestía los domingos túnicas de macedonia, tápalos color de arcoiris, y sus piernas flacas y mal hechas, las adornaba con medias de la patente color de carne, haciendo que las cáligas de su calzado dieran tantas vueltas que le cubrían el pie y la pierna.

A la noche, doña Ventura tocó la puerta de Celeste; ésta la recibió con amabilidad pero con semblante serio, pues ya hemos dicho que no gustaba de tales amistades.

—¡Jesús, niña, en qué encierro tan chocante vive usted! —le dijo la vecina abrazándola con llaneza.

Celeste, sin tener que responderle, le acercó el único asiento, que fue el que sirvió al joven Arturo, pues la muchacha no había adquirido otros muebles.

—¡Vamos!, está usted ahora pintando en el ocho —continuó la vecina—, ya se ve; como hay moro en campaña es fuerza plantarse bien. ¡Bonita muselina! ¿Y dónde la compró usted? ¿A cómo costó la vara? En el cajón de Los tres navíos hay primores. ¿O la trajo el querido? ¡Vamos, picarona, confiese usted la verdad, ya sabe usted que soy su amiga! Y, por otra parte, hace usted bien de meter el buen día en casa; a la fortuna la pintan calva, y si Dios te la dio San Pedro te la bendiga. Con que, vamos, ¿qué tal? Guapo mozo ¿no es cierto?

Celeste apenas podía comprender esta algarabía, dicha con una rapidez y con una sonrisa de burla que ofendía; pero, sin saber por qué, se llenaba de rubor y sus mejillas estaban encendidas.

—Quien calla otorga —prosiguió doña Venturita fumando un cigarro y echando bocanadas de humo sobre el rostro de Celeste—. Vaya, mi alma, confiésela, y aunque no la pague. Al fin ¿qué había de hacer usted sola?, que tarde o temprano… la miseria obliga a mil cosas.

—Señora —le contestó Celeste con dignidad—, no he entendido la mitad de lo que usted me ha dicho; pero si todas sus sospechas se refieren a ese caballero que estuvo el otro día en esta casa, ni lo conozco, ni sé cómo se llama, ni me ha dicho palabras que puedan interpretarse malamente.

—Bribona —le interrumpió la vecina con tono chancero—, ¿y ese túnico, y esos zapatos de seda, y esos platillos de China? Eso se compra con dinero, y días pasados no tenía usted qué comer.

Los ojos y el rostro de Celeste se encendieron y lanzó a la vecina una mirada terrible, obligándola a que bajara los ojos y a que con tono hipócrita dijera:

—Yo no digo eso, niña, más que por una chanza; si usted se incomoda, entonces la dejaré en paz; cabalmente, a mí no me gusta meterme en las vidas ajenas; que a cada uno se lo lleve el diablo, si es de su gusto; que el que por su gusto muere, hasta la muerte le sabe. Y… pero yo nada más que por cariño he venido a visitarla, y a pedirle que me preste su túnico para cortar otro igual, pues ya dije a mi marido Cipriano que me había de comprar uno igual o el diablo se lo llevaba, porque ¿para qué se casó conmigo? Que el que no quiere ver visiones, que no ande de noche… Ésta es la verdad.

Celeste, sin hacer caso de las últimas palabras de la vecina, dijo:

—Señora, pues que es preciso dar cuenta a toda la vecindad hasta de las más insignificantes acciones, sepa usted que este túnico lo he comprado con el dinero de este caballero, a quien no conozco, lo dejó bajo la almohada de mi padre, sin que yo lo supiera. Así lo más que se puede decir es que este traje me lo han dado de limosna.

—Ja, ja, ja —exclamó la vecina, soltando una estrepitosa carcajada—. ¡A otro perro con ese hueso! ¡Caramba, mi alma!, y qué buena saldrá usted en creciendo, si ya tan joven sabe engañar tanto. ¡Un galán de estos tiempos dar limosna de mucho dinero sin sacar partido!… Vaya, niña, usted de a tiro quiere hacerse de la media almendra; ya me salieron los colmillos…

Celeste, indignada y notando que despertaba su padre, le dijo a la vecina:

—Señora, no creo haber dado motivo para que usted me insulte, y le ruego que se vaya y me deje en paz. Si paso miserias, en nada molesto a ustedes, y si tengo un vestido nuevo, tampoco las ofendo con eso.

—¡Jesús! —exclamó la vecina escandalizada—, y lo que puede la vanidad, en cuanto tuvo un querido esta muchacha se le ha subido… Tan humildita que parecía. Me voy, niña; pero quiera Dios —continuó dirigiéndose a ella— que no le den unas viruelas o le suceda otra cosa peor.

Doña Venturita salió y Celeste se echó a llorar; comenzaba a experimentar cuánta es la perversidad y el veneno de un corazón dañado, y cuán repugnantes son las gentes de mala educación.

El viejo, que día por día iba agravándose, le preguntó con una voz confusa:

—¿Qué tienes, hija mía?

—Nada —le contestó la muchacha disimulando y limpiándose los ojos—, una vecina ha venido a informarse de la salud de usted y se chanceaba conmigo.

En cuanto a la doña Venturita, salió rabiosa y jurando vengarse de la muchacha, pues había concebido una envidia atroz a causa de su hermosura y de la fortuna a que se presumía sería elevada por el supuesto amante.

Muchas de las vecinas, reunidas en su casa, la esperaban para saber el resultado de la visita.

—¿Qué hay? ¿Qué dice la remilgada? —exclamaron luego que la vieron venir.

—Anden, niñas —les contestó con voz sofocada—, es una orgullosa, es una malvada que me ha despedido de su casa porque le hablé al alma; y me ha dado una cólera, que vengo temblando. Agua, un vaso de agua.

—Pícara.

—Bribona.

—Infame.

—¿Por qué no la arañó usted? —dijeron todas a una voz, presentando dos vasos de agua a un tiempo a la heroína de la casa.

—¡Qué!, vale más echarla de la casa, porque nosotras somos muy honradas y ella es una escandalosa.

—Sí, echarla, y que vaya a otra parte con sus viejos enfermos y su querido.

—Avisarle al padre don Gregorio para que la excomulgue —decía una.

—Y a don Pedrito el casero para que la eche.

—Y a don Caralampio el alcalde para que la mande a la cárcel.

—Pero, niñas, no hagan juicios temerarios —dijo una de las vecinas.

—¡Jesús!, mi alma —interrumpió doña Venturita, sentándose en el suelo con desenfado— y qué buena alma tiene usted. Oigan ustedes lo que pasó.

Todas las vecinas, unas comiendo una media torta de pan con chile, otras mascando caña o pelando naranjas, se sentaron alrededor de la heroína, y ésta les refirió su entrevista con Celeste, pintándola con los colores más negros.

—Es una prostituida —exclamaron a una voz.

—Mucho más —interrumpió doña Venturita—, pues lo mejor se me había olvidado contarles.

—Diga usted, diga usted.

—Pues, señoras, han de saber que lo del túnico y los zapatos no es nada; pues sin que ella lo observara, le estuve notando que tenía en el pecho… ¿a que no saben qué?

—Sería un retrato —dijo una.

—Un rosario de oro.

—Una cadena de oro.

—Nada de eso —dijo doña Ventura— un fistol de brillantes.

—¡Un fistol! —exclamaron todas.

—Un fistol, y que vale mucho, mucho dinero, pues brilla tanto que hasta deslumbra: parece un sol.

—¡Jesús! ¡Qué mujer infame, tener un fistol tan valioso en el pecho!

—Cabalito —dijo doña Ventura.

—¿Y qué, se lo daría el querido? —preguntó otra.

—¡Qué se lo había de dar! —interrumpió doña Ventura—, serán tan atontados los hombres de hoy en día.

—¿Pues entonces?…

—Claro está —continuó Venturita—, el pobre hombre estaría descuidado y ella se lo quitó.

—Cabal —exclamaron dos o tres voces.

—Y de ahí viene su túnico y sus tazas de China, y todo lo que ha comprado, pues ella estaba en la miseria hasta ahora que desplumó al pichón.

—Es una ladrona —dijo una vieja—, el Señor de Los Siete Velos la castigará, porque su Divina Majestad es muy justo.

—Eso es muy bien dicho; pero también es menester que hagamos algo de nuestra parte, pues ya usted ve, mi alma, que todas somos honradas, y no es justo que paguen justos por pecadores.

—Es verdad ¿no ven ustedes —dijo otra— que si mañana la justicia lo sabe, a todas tal vez nos barrerán con una escoba, y la casa perderá su crédito?

—Pues no hay más remedio sino avisarle al alcalde.

—Y si no es cierto que ella ha robado sino que el querido le ha dado el fistol, ¿qué le sucede a la pobre muchacha? —dijo otra.

—Entonces lo averiguará la justicia —contestó doña Venturita—, pero mientras, nuestra conciencia se grava. Yo por mí, ni ato ni desato, ni quito ni pongo; no soy ni mono ni carta blanca, mialmas.

—Dice bien —repuso la vieja— la conciencia se grava, y es menester obrar como Dios manda, avisándole a don Caralampio el alcalde.

—Sí, se lo avisaremos, es una prostituida, una ladrona y una hipócrita.

Las vecinas decididas a ver a don Caralampio, se levantaron y se pusieron en camino.

Don Caralampio, juez de paz del barrio, era tocinero y tenía una mala y sucia tienda cerca de la casa de vecindad de que tratamos. Era un hombre gordo, de baja estatura, tez morena, nariz regordida y encarnada, ojos saltones y pobladas y cerdosas patillas; vestía una chaqueta larga de paño de Querétaro, unos pantalones de pana y un sombrero jarano ordinario.

Este digno y respetable magistrado, detrás de sus jabones, sus chorizos y sus bateas de manteca, y rodeado de la atmósfera fétida que se respira en esos inmundos establecimientos, administraba justicia de una manera fácil y pronta; es decir, dando bofetadas y palos a los que le faltaban al respeto; agasajando con ciertos requiebros, que no pueden escribirse, a las mujeres desavenidas con sus maridos; cerrando los ojos sobre ciertas materias, y enviando a la cárcel a disposición de los jueces, a los que no se conformaban con sus justas y enérgicas sentencias.

A este tremendo tribunal, situado en una tocinería, y delante de este digno juez, fueron las vecinas y depusieron su acusación. Don Caralampio la oyó con atención, y con una voz de rey don Pedro, dijo:

—Mañana procederé; por ahora váyanse y vigilen a la criminal.

Luego que las mujeres salieron de la casa, el bravo juez de paz se puso a discurrir.

—El negocio gira entre una muchacha bonita y un fistol de brillantes —se dijo—. Muy bien: me quedaré o con la muchacha, o con el fistol.

A la mañana siguiente muy temprano don Caralampio se presentó en casa de Celeste; la llamó a la puerta y con tono brusco le preguntó:

—¿Usted se llama Celeste Fernández?

—Sí, señor —respondió la muchacha.

—¿Un hombre decente ha entrado aquí hace pocos días?

—Sí, señor —le respondió con tono firme Celeste—, pero no sé quién es usted, ni por qué motivo me viene a hacer semejantes preguntas. Tengo que hacer en mi casa y dejo a usted…

Celeste trató de entrar a su casa; pero el juez de paz la agarró del brazo y con tono burlón le dijo:

—¡Hola, perlita!, tiene usted el genio muy violento y no me habían informado mal. Pero escuche usted: su carita es bonita como un doblón de a cuatro, y todo se puede componer con tal de que usted quiera…

El juez de paz al decir esto miró amorosamente a Celeste, si es que su fisonomía y sus ojos saltones podían expresar el amor.

Celeste tuvo miedo y con voz cortada le dijo:

—Por Dios, señor, que me deje usted, o gritaré a las vecinas.

—Y de nada le servirá a usted, porque ha de saber usted, pedazo de cielo, que yo soy el juez de paz, y que vengo a indagar el negocio de cierto fistol, y de cierto dinero, y de ciertas cosillas que merecen la cárcel.

—¡La cárcel! —repitió Celeste maquinalmente.

—Sí, la cárcel —volvió a decir el juez de paz— porque unas prendas de gran valor, como las que usted tiene, no andan tan fácilmente en manos de los pobres. Si a mí, que tengo mi comercio, siempre me faltan siete y medio para acabalar un peso… a usted que no tiene ni qué comer…

—Señor —dijo Celeste aterrorizada—, ruego a usted que no se crea de lo que le hayan contado; yo le juro por lo más sagrado…

—Ya sé que me contará usted que se lo han regalado, y que… Pero eso será negocio del juez…

—¡Del juez! —repitió Celeste atacada de un vértigo.

—Sí, del juez, mi vida, pues yo, cumpliendo con mi obligación, debo enviar a usted al juez de turno, y allá se aclararán estas cosas.

Celeste, con la mano que tenía libre, cubrió su rostro, y se apoyó contra el marco de la puerta para no caerse.

—Vamos —le dijo don Caralampio—, no hay que afligirse; usted es bonita, y para las bonitas y los ricos no hay leyes ni castigos. Prométame usted que escuchará lo que yo le diga, y que se dejará de andar con catrines, y yo lo compondré todo.

Celeste no acertaba a responder; pero al fin, saliendo de su estupor, repelió con cólera la mano del juez de paz, se metió a su casa y dio con la puerta en las narices a don Caralampio, el cual, furioso de tal desaire, prorrumpió en una maldición y comenzó a dar voces pidiendo auxilio para proceder a la aprehensión de la escandalosa y malhechora, que así ultrajaba a la justicia.

Las vecinas, que tenían noticia de que el juez de paz iba a proceder con toda integridad y justicia, salieron atropellándose de sus sucias pocilgas y se agolparon a la puerta del cuarto de Celeste.

—¿Qué ha sucedido, don Caralampio? —dijo doña Ventura, que fue la primera que habló.

—Qué ha de suceder sino que esta infame me ha faltado, dándome un portazo en la cara; pero esta canalla no entiende de buenas palabras —continuó dirigiéndose a tres o cuatro hombres envueltos en su frazada—. ¡Hola! entren ustedes y saquen a esa mujer por bien o por mal, y en seguida registraremos la casa para buscar las prendas que se ha robado.

Los léperos empujaron la puerta y Celeste, cuya estupidez se había cambiado en furor, tomó un cuchillo y, refugiándose en la cama de su padre, le dijo con voz apagada por la cólera:

—Padre, me acusan de ladrona y me quieren llevar a la cárcel.

Apenas el anciano oyó esto, cuando recogiendo la ropa de su cama, tomó la lanza que estaba en el rincón y acometió a los léperos que se acercaban, los cuales corrieron asustados; mas como uno de ellos no fue tan ligero recibió una herida.

El anciano agotó su último esfuerzo, y la rabia de ver calumniada a su hija de una manera tan infame, acabó de quitarle el poco vigor que tenía; y aunque quiso hacer otro movimiento, cayó en el pavimento, dando con su frente en las vigas y maldiciendo a los malvados que venían a arrebatarle, en los últimos momentos de su vida, a su único consuelo y esperanza.

La madre, idiota y sin movimiento, sólo sonreía.

Las vecinas y los muchachos gritaban; el juez de paz juraba, y el herido, aunque levemente, gritaba como si lo estuviesen matando.

En cuanto a Celeste, luego que vio caer a su padre, de nada se acordó, y corriendo adonde estaba se postró ante él, tomó su cabeza entre sus manos, besó su frente y limpió con sus cabellos su rostro, y, finalmente, derramó un torrente de lágrimas. Pero todo en vano, porque el anciano había dejado de existir.

Aquellas gentes malévolas y groseras no pudieron menos que respetar el dolor y la situación de Celeste, y permanecieron silenciosas. Cuando Celeste se cercioró de que su padre no vivía, separó sus sedosos cabellos que caían sobre su rostro; limpió sus ojos con sus manos; miró con indiferencia a todos los que la rodeaban; se levantó, imprimió un beso en la frente de la madre, que sonreía siempre, y se sentó en la orilla de la cama con una apariencia de tranquilidad que daba miedo.

—¡Está loca! —dijeron algunas vecinas.

—Se finge —dijo doña Ventura.

—En la cárcel se le quitará la locura —añadió el juez de paz.

—¿Y las prendas robadas? —preguntaron los léperos.

—Las buscaremos —dijo el juez.

Y entraron, y registrando todo lo posible encontraron algunas monedas de oro y plata, ropa nueva de Celeste y, en un pañuelo, prendido el fistol, origen de este terrible drama.

—¡Aquí está el fistol! ¡Aquí está! —exclamaron dos o tres voces a un tiempo.

—¡Aquí está! —dijo el juez, y haciendo del ojo a uno de los léperos, que estaba junto a él, le preguntó—: ¡Vaya, camarada!, usted que es platero, diga cuánto valdrá este fistol.

El bribón, que entendió perfectamente la seña, tomó el prendedor en la mano, lo vio en todas direcciones y después, aparentando un examen minucioso, lo devolvió al juez, diciéndole con indiferencia:

—Es de piedras falsas, y valdrá veinte o treinta pesos.

El juez al disimulo estrechó la mano del platero y dijo con gravedad:

—Valga lo que valiere, siempre es un robo, o al menos se sospecha que lo es, y la justicia debe tener conocimiento de esto. Además, aquí hay un muerto y un herido, y esta muchacha es causa de todo; voy a poner el parte, y que la lleven a la cárcel a disposición del juez de turno.

Cuando mandaron a Celeste que se levantara, lo hizo, y siguió a dos corchetes, que en medio de la gente y de los muchachos que la seguían, la condujeron a la cárcel. El cadáver del padre fue llevado al cementerio de Santa María, y la madre al hospital de San Andrés.

En cuanto a don Caralampio, se dirigió a las tiendas a comprar un fistol en treinta pesos, que en unión de las monedas, de la ropa y la lanza, presentó al juez de turno como cuerpo de delito, yéndose en seguida a su tocinería con la mayor tranquilidad del mundo.

Por la noche salió, como tenía de costumbre, y ya cerca de las once se retiraba a su casa, cuando fue asaltado por un hombre que le dio siete puñaladas. Don Caralampio, agonizante, reconoció al fingido platero.

—¿Dónde está el fistol? —le dijo el platero, amagándolo de nuevo con el puñal.

Don Caralampio, que ya no podía hablar, señaló la bolsa izquierda del chaleco.

El platero registró la bolsa indicada y, habiendo encontrado el fistol, hundió dos veces de nuevo el puñal en el corazón del juez de paz, y embozándose en su frazada, dio la vuelta y desapareció entre las sombras de la noche.

XII. Viaje a Veracruz

Arturo corrió casi loco por algunas calles, sin saber ni a dónde dirigirse, ni qué hacer. Le parecía que le seguía, como su propia sombra, el cadáver del capitán Manuel, y cada embozado que encontraba se le figuraba un agente de la policía encargado de prenderlo y de conducirlo a esa sucia e inmunda cárcel donde están aglomerados los criminales más depravados y asquerosos.

Vagó como Caín en medio de las sombras de la noche, con un peso en la conciencia, con un dolor en el alma, que no puede ser explicado. Pasó por una taberna en donde, agrupados a una mesa cubierta de sucios manteles, cenaban cinco o seis hombres de fisonomías torvas, de cabellos y barbas erizados, pálidos, sin corbata, con las levitas cubiertas de polvo. Acercóse Arturo al mostrador, pidió un vaso de vino, se lo echó a pechos y salió sin mirar siquiera a los concurrentes.

Algo confortado con el licor, pudo dar más orden a sus pensamientos, y decidió marcharse a Europa, puesto que el paquete inglés estaba próximo a salir. Rodeando por calles excusadas, entró a su casa, recogió algún dinero, arregló un baúl de ropa y ordenó a un criado que lo llevase inmediatamente a la casa de diligencias. En seguida se puso un grueso abrigo, un sombrero al estilo del país, unos anteojos verdes de cuatro vidrios, y salió a la calle algo más tranquilo, persuadido de que no sería reconocido tan fácilmente.

Dirigióse a la casa de diligencias, en donde encontró a su criado que lo aguardaba con su equipaje, y tomó el único asiento que había quedado libre, bajo el nombre de Eusebio García, que fue el primero que le ocurrió.

Después fingió que salía, y a excusas volvió a entrar y, subiendo a un terrado lleno de naranjos y de flores, se acostó en un sofá y procuró dormir mientras llegaba la hora de la partida del coche. Eran las once de la noche. Arturo dormitó, pero pesadillas y sueños horribles lo hicieron estremecerse muchas veces.

A las tres y media de la mañana bajó y se metió en el coche; a poco fueron llegando los demás pasajeros, hasta llenar los nueve asientos. Arturo se colocó en el asiento de enmedio; en la cabecera, junto a él había de un lado un hombre envuelto en un jorongo, y del otro una señora arrebujada en un chal de lana. Como era de noche y la señora tenía perfectamente cubierta la cara, nuestro joven no se pudo dar cuenta de quien era.

La diligencia partió, y cuando pasaron por la garita y las ruedas hacían poco ruido, Arturo oyó sollozar a la compañera de viaje; los demás pasajeros dormían.

Arturo permanecía sumergido en profundas cavilaciones. ¡Abandonar el suelo natal como un prófugo, sin abrazar a su madre, sin despedirse de Celeste, sin tener una postrera explicación con Aurora, sin saber la suerte de la infeliz Teresa!

Todo esto lo tenía casi sin juicio, y de cuando en cuando el corazón le latía fuertemente y las lágrimas asomaban a sus ojos; pero al instante procuraba desechar tan tristes ideas y se ponía a tararear algún trozo de ópera.

La desconocida continuaba gimiendo, y cada vez que Arturo lo notaba, sentía que un impulso secreto e irresistible lo arrastraba a entablar conversación con la viajera; acercóse más a ella, y con su calor experimentó una sensación de dulzura y de consuelo inexplicable; mas la viajera arregló sus ropas y se acomodó en el rincón del coche.

Arturo dijo entre sí:

—Vamos, esta mujer tiene algún pesar profundo y necesita consuelo.

—Señorita —continuó dirigiéndose a la desconocida, y hablándole en voz muy baja—, he escuchado las quejas de usted. ¿Está usted enferma? ¿Molesto a usted? ¿Va usted cómoda?

Arturo no recibió ninguna contestación; pero el pie de la viajera oprimió suavemente el de nuestro joven, quien se olvidó de sus desgracias y de sus amoríos, y acomodando su mano debajo del capotón, buscó con maña y tiento la mano de la viajera, y en voz siempre baja, le dijo:

—Creo que el movimiento del coche habrá hecho a usted mal; pero en la primera posta tendré el gusto de ofrecer a usted alguna cosa para que se desayune. ¿Viene usted sola? ¿Va usted a Veracruz?

Arturo no recibió ninguna respuesta; pero inesperadamente la mano de la viajera oprimió la suya.

Eran cerca de las cinco de la mañana; las estrellas palidecían, el horizonte se teñía ligeramente de color de rosa; algunas nieblas leves y blanquecinas, como copos de nieve, se levantaban de las praderas; la atmósfera era fresca y embalsamada, y algunas aves comenzaban a dar al aire sus cantos. Todo era poético, hasta el silencio.

Al sentir Arturo el contacto de la mano de la viajera, y divisar por la portezuela el cuadro de la naturaleza que se presentaba ante sus ojos, bendijo a Dios en lo íntimo de su corazón, pensando que el amor es lo único decididamente eficaz que hay en la vida para disipar las más amargas penas del corazón.

La viajera no retiró su mano de la de Arturo, y éste, enajenado, soñaba viajar con ella, cuidarla, aliviarla de su infortunio, sanar con sus atenciones hasta las heridas amorosas que acaso tuviera su corazón. No la conocía; no sabía quién era, pero reflexionaba que el instinto secreto y vivo que lo arrastraba hacia esta mujer no podía engañarlo; figurábase ya tener una compañera para toda la vida.

¡Ilusiones! Pero esta es la juventud, este el hombre; cuando el amor y la ternura rebosan en un corazón que se encuentra huérfano y aislado, necesita dar y comunicar ese sentimiento sublime que no cabe en él.

El día fue aclarando, las nieblas acabaron de disiparse, y los rayos del sol iluminaron la blanca y soberbia frente de los volcanes. La viajera retiró su mano; cubrió su rostro con la capota y, suspirando dolorosamente, se reclinó en el antepecho del coche.

Arturo se entristeció; pero su interés y curiosidad aumentaron considerablemente.

La diligencia cambió de caballos varias veces en las postas, pero la viajera, a pesar de las instancias del joven, rehusó bajar de la diligencia para desayunarse. A las doce el coche paró en Río Frío, y habiéndose apeado todos los pasajeros, Arturo y la desconocida se quedaron solos.

—En esta ocasión, señorita, no permitiré que deje usted de tomar alimento; se moriría usted en el camino de debilidad, o se expondría a interrumpir su viaje, si es que va a Veracruz.

La viajera por toda respuesta sacó su blanca mano y la tendió al joven; éste la aceptó con emoción, pero cada vez más sorprendido de estas señales mudas de interés o de amor.

—Si algo pueden los ruegos de un hombre que, aunque desconocido —le dijo el joven con voz suplicante— se interesa vivamente por usted, le ruego que baje del carruaje; un corto paseo, el aire y algún alimento le harán mucho bien. Vamos, señorita, no tenga usted desconfianza de mí, pues aunque mi traje, por causa del camino y de la precipitación con que he salido de México, es ordinario, mis maneras le harán conocer a usted que soy un hombre decente.

La viajera levantó penosamente su cabeza y descubrió parte de su rostro. Arturo vio una frente pálida y tersa, y dos ojos negros llenos de lágrimas, sombreados por luengas y rizadas pestañas, donde, como diamantes, brillaban algunas lágrimas.

Arturo creyó que soñaba, que era presa de un vértigo o de una pesadilla; aquella frente de alabastro, aquellos ojos melancólicos y negros, los había visto en alguna parte; pero no recordaba si había sido en medio de la algazara y del calor de un baile, o en una estancia pavorosa y oscura, donde se cometiera un crimen en medio del silencio y del misterio. Arturo soltó la mano de la viajera, se limpió los ojos y con voz temblorosa le dijo:

—Por Dios, señora, dígame usted su nombre, dígamelo usted, o yo me vuelvo loco.

La viajera puso un dedo en su boca con signo de silencio; hizo seña a Arturo de que bajara del carruaje, y ella misma descendió penosamente por la portezuela opuesta a aquella por la que lo había hecho el joven; en seguida se cubrió tanto como pudo el rostro, le dio el brazo y echó a andar con dirección al bosque.

Arturo, silencioso, temblando y conteniendo el aliento, obedeció, y ambos se dirigieron a la orilla del bosque. Luego que hubieron interpuesto algunos árboles entre las casas y ellos, y que la viajera se cercioró de que nadie la observaba, echó atrás la capucha de su capota y descubrió su rostro.

—¡¡¡Teresa!!! —exclamó Arturo, retrocediendo espantado.

La joven no pudo decir nada, sino que tomó la mano de Arturo, se reclinó en su seno, inclinó la cabeza y dio rienda suelta a su llanto.

—Me moría ya —dijo Teresa levantando su pálido rostro y mirando a Arturo—, me moría y necesitaba llorar. Perdóneme usted, pero lo elegí para mi amigo desde que lo conocí en el baile; y ahora le he acreditado que fiaba en su generosidad y en su honor para llorar en su seno mis pesares.

—¡Oh, Teresa, Teresa!, ya que he tenido la fortuna de que haga usted de mí esta confianza —dijo Arturo conmovido y tomándole las manos—, necesito que me perdone usted. ¡Perdón, Teresa!

—¡Perdón!… ¿Y de qué? —dijo Teresa.

—De haber presenciado la agonía y el suplicio de usted, Teresa; de haber visto a su infame seductor apoyar el cañón de una pistola sobre esa frente de ángel… y de haber sido tan cobarde que no salvé a la querida de mi amigo el capitán.

—¿Es usted amigo del capitán? —dijo Teresa con precipitación, interrumpiendo a Arturo.

—Sí, Teresa. Pero cuénteme usted cómo se ha libertado de ese asesino.

Teresa se quedó pensativa con un dedo en la boca, y al cabo de un momento, dijo pausadamente.

—¿Conque usted presenció lo que sufrí? Es muy extraño. ¿Y sabe usted cómo me he salvado?

—Cuando el miserable viejo apoyó el cañón de la pistola sobre la hermosa frente de usted, me vi arrebatado por… pero es en vano, Teresa; nada puedo explicar a usted ahora, nada; la cabeza se me pierde en un mar de pensamientos encontrados, y…

—¿Y Manuel? —preguntó Teresa tímidamente y bajando los ojos.

Arturo se puso pálido y tuvo que fingir que tosía, pero Teresa lo notó y con ademán suplicante y voz ahogada continuó:

—¿Y Manuel? Si tiene usted una querida, por el amor de ella, por su memoria, dígame usted dónde está Manuel.

—¡Pobre joven! Sois muy desgraciada —contestó Arturo.

—No me oculte usted nada. Si Manuel ha muerto, yo no quiero vivir; su amor y la esperanza de volverlo a ver, aunque sea de aquí a muchos años, es lo único que sostiene mi vida.

—¡Pobre criatura! —dijo Arturo para sí, y luego, disimulando cuanto le fue posible su emoción, le dijo—. ¡Qué idea, Teresa! Manuel no ha muerto; pero está muy desgraciado sin usted. ¿A dónde va usted, llena de lágrimas y de desgracias? Dígame lo que desea, que yo daré, si es necesario mi existencia, por la querida de mi amigo.

—Gracias, gracias; pero usted nada puede hacer para aliviar mi corazón, sino entregar a Manuel este relicario que contiene mi retrato, y un rizo de mi pelo.

Arturo, temblando, tomó el relicario que Teresa se quitó del cuello.

—Dígale usted que mis lágrimas han caído sobre este relicario, y que él estaba sobre mi corazón en los momentos de mi más cruel agonía.

Esta conversación sin orden, sin regularidad, fue interrumpida por el postillón, que les gritó, que estando ya los caballos puestos, se quedarían sin almorzar si no lo hacían breve. Arturo tomó del brazo a Teresa y la colocó en la diligencia, donde a fuerza de mil súplicas le hizo tomar un trozo de gallina y una copa de vino.

Por su parte acudió a la mesa; tomó con precipitación lo que le fue posible, y se metió en el carruaje, en donde estaban ya instalados los pasajeros. Sonó el látigo y los caballos partieron con la velocidad del rayo; a las cinco de la tarde llegó el coche a Puebla.

—¡Singular posición la mía! —pensó Arturo al apearse en la casa de diligencias—. Haber herido o matado a un amigo a quien yo amaba, y presenciar ahora la agonía de esta infeliz. ¿A dónde irá Teresa? ¿Cómo se habrá salvado? ¿Por qué Rugiero me impidió salvarla? ¡Dios mío!, yo pierdo el juicio.

—Caballero —dijo Teresa— suplico a usted me dé el brazo, porque no puedo tenerme en pie.

—Perdone usted, Teresa —dijo Arturo, dándole la mano para que bajara del carruaje—, pero estoy fuera de mí, y lo que ha pasado de cuatro días a esta parte basta para perder el juicio. Vamos, pobre Teresa… vamos… así… apóyese usted en el brazo de su amigo, que es también muy desgraciado al verse solo y sin un corazón que lo ame…

—Y mi amistad ¿no es nada? —contestó Teresa, esforzándose para sonreír.

—Es mucho, mucho, Teresa; y el deber que tengo por mi conciencia y por mi honor, de consolar y de auxiliar a usted en su infortunio, son sagrados.

Arturo colocó a Teresa en el mejor cuarto que se proporcionó; la hizo tomar algún alimento; le instó para que se recogiese y, procurando aparentar un aire de alegría, que estaba muy distante de tener, le dijo restregándose las manos:

—Vaya, Teresa, ahora que estamos en calma, dígame usted cómo se libertó por fin, por qué viene en esta diligencia y a dónde va.

Las emociones y la desgracia habían debilitado a Teresa hasta un grado que apenas podía hablar y moverse; pero esta misma causa daba a su fisonomía un atractivo indefinible: era el ángel de la desgracia próximo a volar del mundo.

—Teresa, es menester valor… Vamos ¿no soy su amigo de usted? ¿Teme usted que yo venda sus secretos?

—No, de ninguna suerte; el interés que le he inspirado, es sincero, y tengo entera confianza en usted; pero me es imposible revelarle cómo me salvé: he jurado no decirlo.

—Pues bien, Teresa ¿a dónde se dirige usted?

—Voy a embarcarme para La Habana: mi padre tenía allí algunas fincas y me voy a desterrar.

Al decir esto, la voz se anudó en su garganta y, cubriéndose el rostro, comenzó a llorar.

—Bien, Teresa, acompañaré a usted: yo no tengo amor, ni apego a nada de la vida; cualquiera parte del mundo es igual para mí.

—¿Y Manuel? —le dijo Teresa tristemente, tendiéndole la mano.

Arturo inclinó la cabeza y reflexionó:

—Si yo me voy con Teresa —se decía interiormente— es seguro que la amaré… He sido por una fatalidad un asesino, pero no debo ser un traidor y un infame. ¿Y mi pobre madre? No iré.

Teresa con voz más suave, volvió a repetir:

—¿Y Manuel?

—En verdad, Teresa, usted es una noble y santa mujer, que cuida primero de su amante que de su existencia… Bien hecho; me quedaré, y yo procuraré darle noticias de Manuel.

—Gracias, usted me vuelve la mitad de la vida; quiera Dios que encuentre usted una mujer que le ame tanto como yo a Manuel. ¿Desearía usted más?

—Sólo la felicidad de usted —contestó Arturo tristemente.

Arturo salió conmovido y encargando a Teresa que procurase descansar. Arturo no pudo pegar en toda la noche sus ojos, y tuvo fijo en la imaginación el semblante pálido de Teresa y el cadáver frío y ensangrentado del capitán Manuel. Teresa, aunque débil y enferma, pudo continuar el viaje, y a los tres días llegaron a Veracruz.

El paquete inglés estaba listo para darse a la vela. Arturo acompañó a Teresa a bordo, y allí hubo nuevas lágrimas, nuevas recomendaciones, nuevos encargos de una y otra parte… ¡Se separaron!

La pobre criatura se lanzó con su dolor, con su soledad, con los recuerdos de su infortunado amor a ese infinito y triste desierto de la mar, y Arturo con mucho trabajo pudo llegar al hotel y caer sin sentido en su cama atacado de la terrible enfermedad que se llama el vómito prieto.

XIII. El vómito prieto

El lector recordará que al fin del capítulo anterior dejamos a Arturo enfermo y a Teresa en el mar, al capitán Manuel moribundo y a Celeste en manos de la justicia. Comencemos por nuestro Arturo, que encontró en su enfermedad más auxilios que los que podía esperar, pues que Veracruz es un país hospitalario, y en aquella simpática e ilustrada juventud encuentran siempre alivio la desgracia y el infortunio.

Los primeros días fueron fatales para Arturo; la enfermedad y las extrañas cosas que le habían pasado en pocos días hicieron un efecto rarísimo en su organismo nervioso. Y había momentos en que se levantaba del lecho y corría por el cuarto con los brazos abiertos, exclamando: «¡Teresa! ¡Teresa mía!» Después, en voz alta pronunciaba palabras incoherentes y sin orden alguno, pero en las que se echaba de ver, sin embargo, que profundos pesares y remordimientos destrozaban su corazón.

En aquellos momentos era precisamente cuando los jóvenes veracruzanos, que alegres y frívolos jugaban al billar y bebían copas de ponche, acudían al cuarto que Arturo ocupaba en el hotel; tomaban al paciente en sus brazos y lo acostaban en el lecho, donde, desfallecido y sin fuerza, permanecía entregado siempre a sus dolorosos delirios.

Los médicos no aseguraban la vida de Arturo; y cuando más humanos se mostraban, calculaban que el enfermo lograría la vida, pero perdería la razón; digo calculaban, porque siendo la medicina una ciencia todavía tan oscura, nada de positivo, ni aun de probable se puede decir, cuando se trata de un enfermo.

Como debe suponerse, no escasearon las sangrías y sanguijuelas, ni cáusticos, ventosas y demás medicinas de la terrible familia de los revulsivos, que hacen de un enfermo un mártir, y de los sabios doctores unos crueles verdugos. La juventud, que se sobrepone muchas veces a los más duros padecimientos físicos y morales, triunfó por fin, y Arturo volvió, por decirlo así, a la vida, aunque tan extenuado que su misma madre no lo hubiera reconocido.

Durante su convalecencia tenía a veces la sociedad de varios jóvenes, que informados de que era de una rica y distinguida familia de México, trabaron amistad con él, pero cuando quedaba solo caía en una profunda melancolía, y su rostro, pálido y todavía con las huellas profundas del mal, parecía, en el fondo oscuro del cuarto, una de esas bellas cabezas que suelen encontrarse en algunos cuadros de la escuela holandesa.

El pensamiento dominante de Arturo era el hacerse fraile; pero ningún convento de México le parecía a propósito, pues deseaba una vida enteramente austera, solitaria, caritativa, como la que tienen los monjes que viven en las asperezas y nieves del monte de San Bernardo.

Otras ocasiones le parecía que, una vez que adoptara este género de vida, abría sin remedio a sus pies un abismo, y que en vez del paraíso que aguardaba a los santos religiosos después de su muerte, le tocarían las llamas eternas, porque la felicidad en esta vida y en la otra se la figuraba al lado de una mujer, que, como Teresa, tuviera por él la santa abnegación, el sublime amor que tenía por el capitán Manuel, a quien él había asesinado. En una palabra, si el mal físico de Arturo había cesado, la enfermedad moral se desarrollaba de nuevo, y entonces las predicciones de los médicos podían cumplirse.

En medio de estos encontrados y distintos pensamientos, que hacían de su cabeza un volcán, Arturo llevaba la mano a su frente, abría más sus ojos y reflexionaba si por ventura era aún presa del delirio y de la fiebre. Los días fueron dándole un poco más de tranquilidad, de suerte que justamente al mes de haber caído enfermo, el médico de cabecera lo mandó vestir y rasurar, y le permitió añadir a la sopa un pedazo pequeño de pescado y un poco de dulce.

Pero sea la debilidad, o sea que el presentimiento de una salud completa, sin la dicha del alma que buscaba, le asustase, al día siguiente, sintiéndose abatido y completamente inútil para la vida, guardó la cama.

A cosa de medio día se presentó en su cuarto un personaje vestido de negro, a pesar del calor y contra la costumbre veracruzana; sus ojos eran relumbrantes, sus patillas negras y espesas, y su fisonomía hermosa tenía, por decirlo así, algo de siniestro y de terrible.

El nuevo personaje se colocó frente de la cama del enfermo, y un rayo de sol, que penetraba por la ventana entreabierta, lo iluminó enteramente. Arturo creyó reconocer al hombre del Paso de Calais, y con sus dos manos se tapó los ojos y sumergió la cabeza entre los almohadones. A los dos minutos escuchó una sonrisa sardónica y aguda, y Arturo, involuntariamente, quitó las manos de sus ojos y las puso en sus oídos, pero el hombre del Paso de Calais se acercó al lecho y tocó el hombro del enfermo.

Arturo sintió que un calofrío recorría todo su cuerpo, y se encogió completamente; creía que la fiebre volvía a comenzar de nuevo y que deliraba con Rugiero, con el capitán Manuel y con todas esas bellas mujeres con quienes había tenido que tratar en los pocos días de sus aventuras.

—Vamos, Arturo —dijo Rugiero, acercando su silla y sentándose al lado de la cama—, levantaos, pues el alivio es evidente; las facciones están ya menos extenuadas, y la palidez se va ausentando a toda prisa de vuestras mejillas.

Arturo ocultó enteramente su rostro entre la ropa de la cama.

—Os traigo buenas noticias —continuó Rugiero, dando a su voz un acento agradable y hasta melifluo.

Arturo no hizo caso.

—Estoy cierto de que cuando sepáis que os traigo una carta…

—¡Una carta! —murmuró Arturo sin descubrirse.

—Sí, una carta, y de una persona muy querida para vos.

—¿Muy querida decís? —preguntó Arturo con interés y descubriéndose un poco.

—Estoy seguro de que será más eficaz que todas esas detestables bebidas que os han dado los médicos.

—¿Si seré presa nuevamente del delirio y de la fiebre, Dios mío? —dijo Arturo acabando de descubrir su rostro y pasando la mano por sus ojos.

—De ninguna manera —le interrumpió Rugiero con voz afable—, por el contrario, estáis más aliviado, y os repito que esta carta os volverá enteramente la salud.

—¿De quién es la carta? —dijo Arturo, volviéndose hacia el lado en que estaba Rugiero.

—Adivinad.

—¿Será de Auro…?

—¡Oh! no… mejor…

—De Celes…

—¡Locura!

—¿Entonces?

—Entonces…

—Acabad —dijo Arturo con impaciencia.

—Es… de vuestra madre…

—¡Ah!, de mi madre. ¡Dádmela, dádmela! —exclamó Arturo, levantándose con la energía y la facilidad de un hombre que está en completa salud.

—¿No os dije que esta carta os volvería la salud? Tomad.

Rugiero dio la carta al convaleciente, y éste la abrió con precipitación y leyó:


Hijo de mi alma:

Cuando apenas saboreaba el placer de tenerte en mi compañía y de besar tu frente todas las noches, te has separado de mí. ¿Por qué haces derramar lágrimas a tu madre? ¿Dónde estás, hijo mío? ¿Por qué te marchaste sin darme un abrazo y sin decirme adiós? Si ahora se agravaran mis males y muriera sin bendecirte, ¿qué sería de tu suerte? Cualesquiera que sean tus faltas, el corazón de una madre tiene tesoros inagotables de ternura y de amor para sus hijos. Si acaso tienes compromisos de dinero, no te dé cuidado; todo se remediará, sin que lo sepa tu padre; ven, por Dios, hijo mío.

Tres o cuatro recados he recibido de la señorita Aurora N, preguntando por tu salud; también ha venido una pobre mujer, de parte de una joven que está en la cárcel, diciendo que es preciso que la veas. Ven, hijo mío, consulta tus asuntos con tu madre, y todo se compondrá. El señor Rugiero Delmotte, tu amigo, se ha encargado de poner en tus manos esta carta, y espera con afán tu respuesta tu madre, que te adora con el corazón y con la vida.

Clara
 

—Gracias, un millón de gracias —dijo Arturo besando la firma de su madre y dirigiendo al hombre del Paso de Calais una mirada de agradecimiento—. En efecto, esta carta me ha vuelto la salud. ¡Ingrato!, no me acordaba de que mi pobre madre sufría y lloraba por mí… Explicadme más esta carta. ¿Habéis visto a mi madre?

—La he visto y está muy apesarada; pero yo la he tranquilizado mucho y está menos mala.

—Gracias, Rugiero, gracias. Mi madre me dice —continuó Arturo sonriéndose— que Aurora ha mandado recados… ¿Lo sabéis?

—Y aunque no lo supiera, me lo supondría —contestó Rugiero—, porque el corazón de las mujeres es así; son piadosas y caritativas hasta por demás.

—Siempre sarcástico, Rugiero —dijo Arturo—, pero esto me sirve de satisfacción, sin embargo…

—Es menester reírse de todo, amigo mío —contestó el hombre de Calais, arrellanándose con indiferencia en el sofá y encendiendo con un cerillo un exquisito puro habano.

—Y esta mujer que me ha estado buscando de parte de una joven que está en la cárcel, ¿sabéis quién pueda ser?

—Ésa es materia que ni merece mencionarse.

—¿Por qué?

—Porque es una historia de gente baja, de esa canalla del pueblo, donde sólo están desarrollados los malos instintos.

Arturo comenzó a maliciar alguna cosa, y tímidamente dijo a Rugiero:

—Sea lo que fuere, sacadme de la duda.

Rugiero, echando bocanadas de humo y subiendo sus dos pies, a la manera de un yanqui, sobre la mesa de noche que estaba inmediata, le contestó con indiferencia:

—Amigo mío, os decía que es una historia de gente del pueblo, que no merece mencionarse. ¿Os acordáis de una muchacha que se hacía la santa y la virtuosa?

—¿Cómo? —interrumpió Arturo alarmado—. ¿Qué conexión puede tener esa muchacha con lo que quiero saber?

—No sólo tiene conexión, sino que…

—¡Oh!, la injusticia, la envidia acaso… —dijo Arturo con calor.

—Nada de eso —contestó con la misma frialdad Rugiero—, el hecho es muy natural y muy sencillo: la muchacha, en vez de ser una santa, era una ladrona; en vez de ser una Casta Susana, era una bonitilla prostituta; la justicia se apoderó de ella y la puso en la cárcel. Esto es todo.

—¡Ladrona y prostituta! —dijo Arturo dejándose caer anonadado en su lecho.

—¿Y qué, os asombráis de esto? —contestó Rugiero.

—¡Oh, la amaba, la amaba!

Rugiero soltó de nuevo una carcajada.

—¿Por qué os reís? —preguntó Arturo, volviendo lentamente la cabeza.

—Es muy natural, amigo mío, porque vos no amáis ni habéis amado nunca a Celeste, y durante vuestro delirio sólo habéis tenido delante de vuestros ojos la imagen de otra mujer.

—No comprendo vuestro lenguaje, Rugiero, y esas palabras no pueden ser sino conjeturas, puesto que no estáis dentro de mi corazón.

—¿Y si os dijera, Arturo, que poco antes de que yo viniera, pensabais…?

—Pensaba —interrumpió Arturo— en esta maldita enfermedad que aún me tiene clavado en la cama.

—¿Y no os venía acaso a la imaginación —continuó Rugiero— la soledad de un claustro, el retiro y la meditación?

—Como, ¿acaso me habéis escuchado?

—De ninguna suerte, pero es natural pensar en acogerse a Dios, cuando el amor trata de huir para siempre de nuestro corazón; y por otra parte, el espectáculo de las nieves del monte de San Bernardo… la soledad de la Cartuja… en fin…

—¿Volvemos de nuevo a los misterios, señor Rugiero? —dijo Arturo con visibles muestras de cólera.

Rugiero se sonrió.

—En esta vez —continuó Arturo con resolución—, con tal de que me concedáis algunos días más para recobrar la firmeza de mi pulso, saldré de la duda y sabré si sois de este mundo o del otro. ¿Lo oís? Un par de buenas pistolas nos harán enteramente iguales.

—Vaya —repuso Rugiero con calma—, se conoce que estáis débil y que por consecuencia el cerebro…

—Estoy enteramente sano, caballero, y si queréis probarlo en este mismo momento…

Rugiero clavó los ojos en el joven, y éste sintió alguna cosa en sus nervios como lo que se experimenta con el contacto de una máquina eléctrica. Hubo un momento de silencio, y después Rugiero habló.

—Tened calma y escuchadme. En mí no hay nada misterioso ni fantástico, y si algunas veces suelo adivinar vuestros pensamientos, eso no es debido sino a que conozco el corazón humano. He vivido muchos años, y en medio de la vida errante y vagabunda que, como os dije, he llevado por todos los países, me he ocupado en estudiar el carácter de los hombres en particular y el de las naciones en general.

»¿Se necesita acaso ser un ente sobrenatural para conocer que los ingleses son raros y borrachos, los españoles jactanciosos, los franceses charlatanes, los americanos codiciosos y los mexicanos imbéciles? ¿Se necesita haber bajado de la luna para conocer los vicios y los defectos de esta colección, mezquina y miserable de animales, que se llama raza humana?

»Ahora, hablando en lo particular, todo joven lleno de ardor y de esperanzas, como vos, que se ve en lo más florido de sus años sin amor y sin ilusiones, piensa forzosamente, bien en entregarse a Dios o en regalarse al Diablo, es decir, o en el claustro o en el suicidio.

»Con el tiempo acaso indagaremos algunas historias secretas de esos hombres vestidos de negro, de rostro pálido y de ojos penetrantes, y veréis que en el fondo no hay más que amor, celos y desgracia; en cuanto a las mujeres, es bastante sabido que hacen lo mismo en igualdad de circunstancias, o son monjas o cortesanas.»

—Es verdad —dijo Arturo con tristeza—, es verdad. Pero decidme, ¿por qué me habéis mentado el monasterio de San Bernardo?

—Es también natural, Arturo. Ustedes, los mexicanos, tienen el privilegio de convertir la triaca en veneno; los frailes, que debían estar en la soledad, en el retiro, convirtiendo a los infieles, sembrando la palabra de Dios, se hallan aglomerados en las grandes capitales; así, los monasterios no son ni pueden ser esos asilos silenciosos y llenos de religión y de misterio, donde una alma herida y desgraciada puede refugiarse en el seno de Dios.

Rugiero suspiró profundamente, y Arturo notó que una lágrima temblaba en sus párpados.

—¡Es cosa singular —se dijo para sus adentros— que siempre que este hombre habla de religión y de virtud, se enternece!

—Pero parece que me desvío de mi objeto —continuó Rugiero enteramente repuesto y dando a su fisonomía un aire de ironía—, la cuestión era que no amabais a Celeste, y voy a daros mis razones. Vos amáis, además de la mujer, la seda de que está vestida, la alfombra que pisa, el piano que toca, el dorado candelabro que la alumbra, el coche que la conduce hermosa y fantástica por esas calles de palacios que ustedes tienen en México.

—Os engañáis, Rugiero. Yo amaba a Celeste porque era desgraciada, porque era buena, porque era más hermosa con su pobreza que mil otras que…

—Eso no es cierto, Arturo. Le teníais lástima, y esto es todo; pero eso es muy distinto del amor; esa reflexión sobre la virtud y las buenas cualidades se queda para cierta edad del hombre en que pasa por reflexivo y por juicioso, y cuando en realidad no es más que un frío egoísta. La juventud y el amor requieren brillo y pompa; así, Arturo, vos amabais más a Aurora, y la prueba es que habéis recibido una completa satisfacción con las palabras que sobre este particular os escribe vuestra madre.

—En efecto, no lo puedo negar. Pero…

—Pero tampoco ese es amor —interrumpió Rugiero, acercándose al oído del joven—, vos amáis apasionadamente…

—¿A quién? —preguntó Arturo alarmado.

—A Teresa —dijo Rugiero.

Arturo se puso más pálido de lo que estaba y a media voz dijo:

—A Teresa, no; no puedo amarla.

—Por esa razón la adoráis con delirio, y esto es bien hecho, os voy a decir la verdad. Un casamiento con Celeste es imposible, porque una mujer que ha sido llevada públicamente entre soldados, que ha robado, que ha vivido en la cárcel, no puede ser… ni vuestra querida, porque cuando cayera la venda de vuestros ojos veríais la realidad de las cosas y os asustaríais.

»Tampoco una mujer frívola, caprichosa, que corre desatinada en pos de los teatros y de los bailes, trayendo como un cometa una gran cauda de amantes puede llenar un corazón avaro de amor.

»Pero… una mujer pálida, enfermiza como Teresa, interesante por su desgracia, poética con su orfandad, sublime por sus exquisitos sentimientos, bella con sus grandes ojos negros llenos de lágrimas… Eso es otra cosa, joven, y tenéis razón de adorarla.»

Arturo, pálido, con los ojos descarriados y la respiración trabajosa, quería interrumpir a Rugiero, pero las palabras expiraban en su garganta.

—Ahora bien —continuó el hombre del Paso de Calais, sin dar muestras de haber notado la agitación de Arturo—, ¿si en vez de esa rectitud de sentimientos, de esa caballerosidad, buena para la Edad Media, pero altamente ridícula en el siglo XIX, os hubierais embarcado para La Habana con Teresa?

—¡Oh! —exclamó Arturo, lanzando un profundo suspiro y llevando sus manos a sus ojos.

—Ya os acordáis de La Habana; es una canasta de flores colocada por la naturaleza entre el grande océano y el Golfo de México; allí, en aquellos jardines floridos, debajo de aquellas gallardas palmas, habitando uno de esos palacios plantados en medio de los cafetales y de las cañas, brotan, al parecer, como unas maravillas orientales, ¿qué de placeres inefables y sublimes no gozaríais a esta hora al lado de esa mujer tan bella como esos ángeles que arrojó del Edén la cólera del Señor?

—¡Oh!, imposible —dijo Arturo—, imposible; no presentéis a mi imaginación, Rugiero, esas escenas de felicidad que no pueden realizarse. Teresa no me amaría.

—Os engañáis, Arturo; los primeros días seríais simplemente el amigo de Teresa; después os vería con la confianza de un hermano, y, pasando el tiempo, todo el tesoro de amor y de sensibilidad que tiene Teresa, sería para vos, nada más que para vos, porque así es la naturaleza humana. Los grandes pesares, como los grandes placeres, se gastan, se olvidan, se borran enteramente; y el amigo de una mujer desgraciada y sensible, acaba por ser el amante más querido.

—Pero ¿y la memoria del capitán Manuel? —preguntó Arturo, como deseando que Rugiero le disipase ese último remordimiento.

—¡Bah! —dijo Rugiero—, eso es muy poca cosa. Vos no matasteis al capitán intencionalmente; fue un acto de defensa natural. Y, sobre todo, si él ya murió, Teresa dejó de pertenecerle; vos la podréis hacer feliz.

—Y decidme —dijo Arturo—, ¿habrá algún buque para La Habana?

—La goleta Dos hermanas se hace a la vela mañana. El mar, por otra parte, os haría bien.

—Y vos ¿qué pensáis hacer? —preguntó Arturo.

—Yo… marcharme por la diligencia esta noche para México; pero contad con que en el próximo paquete me embarcaré, y si os resolvéis a ir a La Habana, os visitaré, aunque sea algunos días. Por ahora, tengo mil asuntos que terminar y os dejo más tranquilo.

Arturo quiso decir algunas palabras más pero no tuvo quien le escuchase, pues el hombre del Paso de Calais había desaparecido.

XIV. Las dos diligencias

Aunque México ha querido tomar hace años un lugar entre las naciones civilizadas, le falta mucho de lo que constituye la civilización y el progreso; entre otras cosas los medios de comunicación, pues los caminos son detestables, bien que la naturaleza no se presta muy fácilmente, pues siendo todo el país montañoso y desigual, y estando construidas las ciudades sobre la alta cordillera, los caminos de fierro y los canales son mucho más difíciles de hacerse que en cualquier otro país del mundo.

Con todo, hace algunos años que los únicos medios de comunicación eran unos voluminosos y pesados coches, tirados por ocho o diez mulas, que caminaban con la lentitud de una tortuga, mientras que hoy, en cuatro o cinco días se camina en las diligencias una distancia igual a la que en los tiempos de feliz recordación del sistema colonial, se atravesaba con mil trabajos en veinte o veinticinco días.

Casi no hay una persona que no sepa que en el callejón de Dolores, en México, está el despacho general de las diligencias, y que diariamente, a las cuatro, cinco, seis y siete de la mañana salen para Veracruz, para Puebla, para el Interior y para otros puntos cercanos a la capital. En uno de tantos días como salen estos carruajes, se agruparon al que partía para Veracruz hasta nueve pasajeros, acompañados de sus sacos de noche, maletas, sombreros y cajones, con lo cual quedó el coche enteramente lleno.

Como eran las cuatro de la mañana, estaba oscuro, y todos los pasajeros, soñolientos y de mal humor, se introdujeron en el carruaje, que al dar el reloj de la Catedral cuatro campanadas partió con la velocidad del rayo, turbando con su ruido el reposo de los habitantes de México, entregados todavía al descanso y al sueño.

Como sucede siempre, durante las horas de oscuridad los pasajeros no hicieron más que continuar su interrumpido sueño, y recargados unos en las portezuelas, otros en el respaldo, y otros sobre sus compañeros de viaje, guardaron por largo rato un completo silencio.

La diligencia atravesó la ciudad, pasó la garita, mudó caballos en el Peñón Viejo, y sólo al llegar a Ayotla fue cuando los primeros rayos del sol naciente, que iluminaban los volcanes, hirieron los ojos de los pasajeros, quienes, cambiando su cómica posición, limpiándose la vista y desperezándose, se dieron los buenos días; tomaron una poca de leche; se envolvieron en sus capotes y, encendiendo cigarrillos, continuaron el viaje de mejor humor.

—Parece que todos vamos a Veracruz —dijo uno de los pasajeros, que era un joven de franca fisonomía, de pelo y patillas rubias y de ojillos verdosos.

—Parece que sí —respondió otro.

—Pues en ese caso tenemos que estar todavía cuatro días juntos y es necesario trabar amistad, charlar y divertirse, para hacer menos fastidioso el camino. Conque convenidos, camaradas; yo me llamo Juan Bolao o Bolado; pero como parece que mi difunto padre era andaluz, siempre su merced me decía que nuestro apellido era Bolao. Y así, camaradas, yo soy Juan Bolao, para servir a ustedes. Estoy en el comercio, en la casa española de Fernández y Cía.; y voy a La Habana por asuntillos de la maldita casa de Revuelta, que ha quebrado, y el hijo de dos mil diablos nos ha llevado muy bien unos veinte mil pesos. Y voy a otra cosa más… pero ya es bastante. Conque, compañeros, aquí tienen mi historia. Ya saben que soy alegre y conversador como el que más.

Los pasajeros rieron de la franqueza y la jovialidad del dependiente de Fernández, y a su vez fueron diciéndole sus nombres y ofreciéndose como sus servidores. Sólo faltó a esta muestra de cortesía, uno que, envuelto en un capote militar azul, estaba recargado en un rincón de la diligencia y tenía trazas, o de estar enfermo o de tener mucho sueño. Bolao, que lo notó, sacó del bolsillo de un chupín de lana que tenía abrochado hasta el cuello, un rollo de puros habanos y comenzó a repartir a los pasajeros.

—Vamos, amigo —dijo al pasajero del capote azul—, la luz ha salido ya y es preciso dejar de dormir; fumad, fumad, y ya veréis cómo se os quita la modorra.

El pasajero tomó el puro y dio las gracias a Bolao con mucha urbanidad. Bolao, infatigable, sacó un cerillo, encendió su puro, comenzó a echar bocanadas de humo sobre las caras de los pasajeros, y a entonar en alta voz Suona la tromba…

—¡Eh! —dijo—, me cansé de cantar; ahora volvamos a la conversación. Pues, señores, estábamos en… ¡ah!, ya me acordé… en que cuando se trata de amor, las cosas son delicadas y todos son enemigos.

Los pasajeros, asombrados, se miraron unos a otros, pues no recordaban que Bolao hubiese comenzado a contar ninguna historia de amor; mas uno de ellos quiso excitar la charla del joven y le contestó:

—En efecto, en eso estábamos; continúe, usted.

—Pues, señores, es una cosa increíble, espantosa; figúrense ustedes que eran dos amigos, uno de ellos quería mucho a una muchacha y la citó a cierto paraje…

El pasajero taciturno del capote azul levantó la cabeza y se puso a escuchar atentamente. Bolao, sin notarlo, arrojó por la portezuela unos fragmentos del puro que fumaba y continuó:

—La muchacha era linda, según me dicen, y estaba muy enamorada de su amante, por supuesto; pero no se casaron, yo no sé por qué friolerillas que siempre se les ocurren a esos tunantes que se llaman tutores.

—¿Y usted conoce a la muchacha y al tutor? —preguntó con indiferencia el pasajero del capote azul.

—No, no los conozco; pero lo que digo a ustedes me lo contaron a mí con mucha reserva, y con la misma lo cuento. Prosigo. Pues, señores, como iba diciendo, el amante tuvo la tontería de comunicar a su amigo sus amores, y el amigo…

—El amante fue un imbécil —dijo con una voz concentrada el pasajero del capote azul.

—¿Os interesa esta narración, caballero? —dijo Bolao—, pues bien, ya veréis. Continúo. Pues, señores, el amante cometió además la tontería de decir a su amigo el lugar y la hora de la cita…

—¡Oh!, es imposible —dijo con voz entrecortada el pasajero—, una infamia semejante no puede cometerse entre caballeros.

—¿Parece que sabéis algo de la historia, camarada? —dijo Bolao—. Entonces, ayudadme a contarla a estos señores.

—No, no, eso es imposible —interrumpió el pasajero del capote azul.

—¡Bah!, ¿y por qué no?

—Porque más bien es de creerse que el amigo fue el infame —repuso el pasajero con tranquilidad.

—Todo puede ser, caballero; en cuanto a mí, no me fío ni de la madre que me parió. Y si me ven ustedes tan alegre, es porque soy como las abejas; chupo la miel sin cuidarme de la rosa, y vuelo de flor en flor, sin aficionarme a ninguna, porque el día que un bribón viniese a robarme mi querida, no quedaría de él ni el polvo.

—Continuad, caballero —dijo el del capote azul.

—Pues, señores —dijo Bolao—, lo más original es que después de haber el amigo robado a la muchacha, lo esperó en la puerta, y le dio tantos palos que, según dicen, se está muriendo.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó con voz ronca el pasajero del capote azul, rechinando los dientes.

—¿Os sigue el dolor? —dijo Bolao—. Tomad, y sacó de su bolsillo un frasco de aguardiente y lo alargó al enfermo.

—Sí, dadme, dadme —respondió el pasajero, y tomando el frasco lo aplicó a sus labios y de un solo trago vació la mitad.

—En efecto, estáis pálido —dijo Bolao— el aguardiente os hará bien. Ahora recostaos un poco sobre mi hombro.

—¿Y la historia? —preguntó otro pasajero.

—¡La historia! Buena es esa, pues rato hace que se acabó…

—¡Cómo! ¿Pues y la muchacha?

—Sepa el diablo dónde la escondió el pícaro amigo.

La diligencia continuó caminando, y Bolao los ratos que no cantaba, fumaba y bebía traguitos de aguardiente. Juan Bolao entró en conversación con los postillones y con los otros compañeros de viaje; y siempre con su buen humor y con su charla, entretuvo el tiempo hasta que la diligencia llegó a Río Frío.

Allí, como es costumbre, se detuvieron una media hora para almorzar en una fonda establecida por un viejo alemán, a quien Dios ha dado por recompensa de sus honrados trabajos culinarios, unos robustos chicuelos, que vagan confundidos entre los perros y los caballos, los que se han mostrado siempre de un excelente carácter, sin darles nunca una patada.

Juan Bolao almorzó más y con mayor presteza que los demás viajeros, y limpiándose los dientes salió al cobertizo de la posada, donde a falta de gentes continuó la conversación con los caballos ya uncidos en el coche.

—¡Eh! —les dijo—, hijos de la selva, portarse bien y cuidado con volcar el carruaje, porque va en él todo un Juan Bolao, personaje tan importante como el mismo Santa Anna; porque han de saber, camaradas, que Juan Bolao se ama tanto, que en todas circunstancias preferirá su salud a la de cualquier magnate. Con que, ¡eh!… —Y esto diciendo, dio tres o cuatro palmadas en el anca de uno de los caballos, el cual quiso dar una buena coz a su interlocutor; pero Juan Bolao, ligero como un gamo, dio un salto y evitó el golpe. Vuelto en sí de la sorpresa, notó dentro del carruaje al pasajero del capote azul, y subiéndose al estribo, asomó su cara dentro del coche.

—¡Eh!, amigo —le dijo—, parece que tiene usted poca apetencia. Le aconsejo que baje a almorzar pues no dilata un momento en venir el diablo de Juan, y sabe usted que ese yanqui no espera mucho.

—Como estoy algo indispuesto —dijo el pasajero—, el almuerzo me haría mal; y así me reservo para comer en Puebla.

—¡Eh! —interrumpió Bolao— buenas pistolas… ¿Qué diablos hace usted con ellas?

—Las cargo —respondió el pasajero, quien en efecto tenía una hermosa pistola inglesa en las manos—, porque sabe usted que este monte es peligroso y pueden los ladrones hacernos alguna visita.

—Bien, muy bien —repuso Bolao—, si se ofrece un lance, ayudaré a usted con un par de trabucos cargados hasta la boca que están debajo del cojín. Pero ya vienen los pasajeros y Juan está ya listo… Con que, adentro, camaradas.

En efecto, los pasajeros se acomodaron. Juan subió al pescante, tronó su látigo y los caballos, llenos de ardor y de furia, partieron como un relámpago. A poco entraron en el monte; las nubes posaban en las copas de los altos pinos, el aire era húmedo y frío, y pequeñas gotas de lluvia comenzaban a caer.

Los viajeros echaron las persianas y vidrios; se envolvieron en sus capotes y, tomando la posición más cómoda, si es que esto es posible en una diligencia, comenzaron a dormitar.

Juan Bolao que, se nos había olvidado decir, había vaciado en su estómago una botella de Burdeos, entró también en muda; se recostó en un antepecho, y al cabo de media hora dormía con la tranquilidad del justo. A las cinco y media de la tarde, la diligencia de México entraba en las calles de Puebla sin haber tenido mayor novedad.

XV. Los ladrones son robados

Según es costumbre, a las tres y media de la mañana siguieron nuestros viajeros su camino para Perote. En esta vez no se acomodaron en el estrecho carruaje para dormitar, sino que todos despiertos y sobre sí, comenzaron a discutir acerca de la conducta que deberían observar si los ladrones atacaban.

Hacía tres días que a la salida de Puebla había sido detenida la diligencia, y los pasajeros amarrados y despojados de cuanto tenían. Pero como la civilización y finura de los ladrones de la República Mexicana excede a cuanto puede apetecerse, cosa que, en obsequio de la justicia, deben reconocer y confesar los viajeros extranjeros, los transeúntes fueron atados de pies y manos, y colocados con el rostro contra la tierra, habiendo tenido algunos la ventaja de conservar su ropa interior.

Los ladrones, habiendo recogido relojes, anillos y algunas monedas de oro y plata, se internaron en el bosque, sin olvidarse de dirigir tiernos adioses a las víctimas que, por su parte, tuvieron la descortesía de guardar un profundo silencio.

Esta anécdota, de fresca memoria, hizo una impresión profunda en el ánimo de los pasajeros, tanto que a la luz de un fósforo, que encendió uno de ellos, se vieron todas las fisonomías azuladas, descompuestas y como incrustadas en los amarillentos cojines del carruaje.

En cuanto a Juan Bolao, con su eterno puro habano en la boca, tarareaba un retazo de su ópera favorita. El pasajero del capote azul permanecía frío, impasible, silencioso, como el día anterior.

La diligencia pasó la garita, y cuando entró en una calzada llana y cesó por consiguiente el crujir de las ruedas, volvieron a comenzar las historias de ladrones. Y cada cual contó la suya, con los más negros colores que le pudo sugerir su imaginación; daba miedo el escuchar los horrores y crueldades cometidas por los honrados ladrones que pululan en el camino de Veracruz.

—¿Y bien, amigo? —dijo Juan Bolao, dirigiéndose al pasajero del capote azul, cuando todos acabaron de hablar.

—Y bien —contestó éste—, mis pistolas están cargadas. ¿En qué disposición están los trabucos de usted?

—Corrientes y listos —repuso Bolao— y le aseguro a usted que ya tendrán buena fiesta esos señores ladrones si nos asaltan.

—Qué, ¿tratan ustedes de defenderse? —preguntó alarmado uno.

—Por supuesto —dijo Bolao—, no faltaba más sino que nos dejáramos, como unos chicos de escuela tender boca abajo y azotar.

—Es que así se compromete inútilmente la vida de todos —interrumpió otro mucho más alarmado.

—Toma ¿y qué se me da a mí de eso? —respondió Bolao, en tono de chanza.

—¿Cómo qué se le da a usted? —dijo un hombre gordo y de trabajosa respiración—. ¿Pues le parece a usted grano de anís el que me maten?

—Ya se ve que sí.

—Entonces…

—Pues, camaradas, si ustedes me pagan sesenta onzas que traigo atadas a la cintura, no me defenderé. De lo contrario, voto a dos mil diablos que… Con permiso, caballeros.

Juan Bolao sacó de debajo de los cojines un par de trabucos y una espada toledana, y encendiendo un fósforo los examinó con cuidado. Sacó en seguida la espada de la vaina, y se desembarazó de todos los estorbos que podían impedirle sus movimientos.

—¡Este hombre es un demonio! —dijo el pasajero gordo, en voz baja.

—¡Eh!, camarada, yo estoy ya listo —dijo Bolao dirigiéndose al del capote azul.

—Y yo lo estaré dentro de dos minutos —contestó éste, sacando sus pistolas y desenvainando también un hermoso sable curvo.

—Éstos son unos caribes —dijo a media voz el hombre gordo—, y si los ladrones salen nos van a matar como unos pollos.

—¿También usted está resuelto a defenderse? —le dijo al pasajero del capote azul uno de los viajeros, procurando dar a su voz el tono más melifluo que pudo.

—También —contestó secamente el del capote azul.

—En ese caso, señor mío —repuso sacando una mohosa navaja de cortar fruta—, ayudaré a ustedes en lo que pueda.

—Señores —exclamó el hombre gordo—, tengan compasión de mí. Yo no tengo armas, soy casado, tengo siete angelitos y nueve sobrinitos; además soy gordo… Y ya ven ustedes que tengo más probabilidades de recibir un golpe.

Bolao se echó a reír a carcajadas; pero el pasajero del capote azul dijo:

—Quizá no habrá nada, amigo; pero si algo hubiere, no hay más que resignarse.

El hombre gordo contestó con un suspiro. Los otros se pusieron a vomitar blasfemias contra el gobierno, que descuidaba de quitar de los caminos tanta piedra y tanto bandido, ambas cosas muy perjudiciales para los míseros pasajeros. Juan Bolao cantaba; el pasajero del capote azul permanecía silencioso.

La diligencia caminaba rápida, y sólo se oía de vez en cuando el chasquido del látigo y la voz del cochero. Los caballos volaban, sacando chispas con el choque de sus herraduras contra las piedras y guijarros de la calzada. La atmósfera estaba tibia, y las ráfagas de viento que venían de vez en cuando a levantar las cortinas del coche estaban impregnadas del perfume de los campos; las estrellas iban poco a poco palideciendo, y el azul de la bóveda celeste se aclaraba visiblemente.

Una línea blanquecina con un ligero matiz rosado aparecía detrás de las montañas, que se levantaban negras e inmóviles, y parecían como unidas al firmamento. Los árboles solían inclinar levemente sus copas al impulso del viento de la mañana, y el espectáculo que presentaba la naturaleza al despertar era bellísimo. Pero nadie lo notaba, porque estaban ocupados con una idea fija: los ladrones.

La diligencia siguió por largo rato su camino sin novedad, pero el cochero, al internarse en un terreno barrancoso y lleno de árboles, observó, con las primeras y pálidas claridades del crepúsculo, unos hombres a caballo y dio parte de ello a Juan Bolao, con quien tenía ya íntimas relaciones.

—¡Eh!, amigo mío —dijo al pasajero de capote azul— parece que el momento ha llegado. Abajo, abajo… para, párate, Juan.

Juan detuvo los caballos, y Bolao, ligero y alegre, sin dejar de tararear su ópera favorita, abrió la portezuela y bajó seguido del pasajero del capote azul, que, con una calma y tranquilidad envidiables, preparaba sus pistolas y colgaba en su puño el curvo y reluciente sable.

El hombre de la navaja descendió temblando del carruaje, teniendo cuidado de formarse un escudo con el cuerpo de Bolao, mientras el hombre gordo entonaba en voz baja la Magnífica y la Letanía, diciendo por intervalos:

—Estos hombres son unos caribes.

Los demás pasajeros, que hubieran querido volverse insectos para ocultarse entre las arrugas de un cojín reduciéndose a su menor volumen, formaron un todo compacto e informe, algo parecido a los bultos de ropa sucia que llevan las lavanderas en la cabeza.

La diligencia siguió su camino poco a poco, por orden de los campeones que iban escoltándola a pie y con sus armas dispuestas; mas apenas habían avanzado unos treinta pasos, cuando un grito enérgico, acompañado de un horrible juramento, salió del bosque, y la diligencia se detuvo.

El pasajero del capote azul y Bolao se miraron. El uno sonreía tristemente, y el otro, con sus labios entreabiertos tarareaba Suona la tromba. Los dos se comprendieron y se apretaron la mano, mientras el hombre de la navaja, que temblaba como un azogado, hacía un esfuerzo sobrenatural para echar bravatas sin cuento.

Los bultos que con su vista ejercitada columbró el cochero, se percibieron más clara y distintamente; los tres pasajeros se agruparon detrás de las ruedas del carruaje, y los ladrones, porque ya no se podía dudar que lo eran, se aproximaron y, rodeando el carruaje, impusieron silencio en los términos más enérgicos y terminantes.

El pasajero del capote azul tendió su pistola y acertó a dar en el cráneo de uno que estaba a caballo, que cayó al suelo. Otro de a pie se abalanzó rápidamente sobre el hombre de la navaja; pero éste, con la desconfianza que inspira el miedo, hundió dos o tres veces el arma en el costado de su adversario, y ambos cayeron rodando por la tierra.

Juan Bolao no había permanecido ocioso, como es de suponerse, sino que descargó un trabuco, sin más éxito que poner en fuga a dos de los ladrones de a caballo; y no habiendo podido descargar el otro, por haberse visto cercado de tres bandidos, repartía porrazos con la culata, guarnecida de cobre, del que le quedaba.

Cubierta su espalda con un juego del carruaje, se defendía valerosamente, cuando uno de los ladrones, que se deslizó por debajo, lo asió por el cuello y sacó un puñal; pero el pasajero del capote azul, con su fisonomía pálida y serena, y su amarga sonrisa, se acercó y, poniendo el cañón en el oído del bandido, que alzaba ya el brazo para herir a Bolao, tiró del gatillo, y entre una nube de humo volaron fragmentos de cráneo.

Éste fue un golpe decisivo. Cinco o seis bandidos que, mientras pasaba la refriega, se habían dedicado a registrar los baúles y maletas, colocados en el pescante y covacha del carruaje, se pusieron en una precipitada fuga, dejando en el campo dos cadáveres y un herido.

Todo esto pasaba a la media luz del crepúsculo, cuando los pájaros cantaban, cuando un ambiente delicioso jugaba entre las copas de los árboles, cuando los rayos del sol doraban las nubes y levantaban de las praderas el velo de la niebla que las cubría. Hubo un momento de silencio solemne.

—Y bien —dijo Bolao—, parece que hemos quedado dueños del campo de batalla. ¡Viva la patria! ¡Viva la república, donde los pasajeros se ven obligados a matar a estos pobres diablos, que la justicia debía ahorcar en los árboles! Pero ¿estáis herido, amigo mío? —continuó, acercándose con interés al pasajero del capote azul.

—Creo que no —respondió éste.

—¿Pues esa sangre?

—Sin duda es de ese hombre que os iba a atravesar con su puñal, y que lo hubiera hecho a no haber yo tenido la precaución de acertarle con mi excelente pistola.

—¡Es posible! —dijo Juan Bolao con emoción, abrazando al pasajero—. ¿Con que me habéis salvado la vida? ¿Cómo os llamáis?, decídmelo, porque ambos somos jóvenes, nos encontraremos acaso en algunas ocasiones más en el mundo, y puede ser que entonces os pueda pagar esta deuda.

—Creo que traeré en mi cartera algunas tarjetas. Sí, en efecto… tomad; pero no veáis mi nombre, ni me preguntéis por ahora nada, pues me conviene permanecer incógnito.

—Está muy bien —dijo Bolao, guardando la tarjeta—, pero al menos no me negaréis otro abrazo.

El pasajero y Bolao se abrazaron con la efusión que es natural, cuando ha pasado un gran peligro.

—Ahora —dijo Juan Bolao— vamos a proceder a registrar a los muertos, y será acaso la primera vez que suceda que los pasajeros roben a los ladrones. Esto se llama ir por lana y volver trasquilado. Ayudadme, amigo mío.

El pasajero, con visible repugnancia, se acercó a donde estaban los cadáveres desfigurados y cubiertos de sangre.

—Ya veo que esto os molesta —dijo Bolao—, a mí me sucede otro tanto, y hubiera preferido que estos miserables hubiesen huido; pero acaso podremos devolver a los pasajeros, que hace tres días fueron robados, algo de lo que perdieron.

—Me parece bien —dijo el pasajero— veamos lo que tienen.

Diciendo esto, los dos campeones comenzaron a registrar los bolsillos de los difuntos, y luego que hubieron concluido, dijo Bolao:

—¿Qué encontrasteis, caballero?

—Miradlo —contestó el pasajero del capote azul, dando a Bolao una cajita verde y diez onzas de oro.

Bolao abrió la cajita y los dos exclamaron:

—¡Magnífico! Ésta es prenda de mucho valor. ¡Qué brillo, parece un sol!

Era un hermoso prendedor de brillantes.

—Ved ahora —dijo Bolao a su compañero— lo que yo he sacado de las bolsas de este bribón; un bolsillo de seda lleno de oro, este anillo y esta cajita.

—Veamos —y diciendo esto se pusieron ambos a examinar los objetos dichos.

El anillo era de oro, con un hermoso granate, en cuyo centro estaban grabadas estas iniciales G. H. y la cajita contenía una delicada miniatura que representaba una mujer bellísima.

—¡Oh! —exclamó el pasajero del capote azul—, esto es increíble… —Y con la mayor presteza cerró la cajita y la guardó en la bolsa.

Juan Bolao abría tamaños ojos, pero el pasajero del capote azul dijo:

—Perdonad estos misterios y estas reservas con un hombre tan franco como vos: permitidme que me quede con este retrato y no me preguntéis nada sobre el particular.

—¡Toma! —dijo Bolao—. ¿Y qué derecho tengo yo para preguntaros nada? Haced lo que gustéis, y si me necesitáis para algo, disponed de mí como si fuera vuestro hermano. Además, ya os he dicho que yo me voy a embarcar para La Habana; así es que vos debéis depositar este dinero y estas alhajas hasta que parezcan sus dueños. Pero, por Dios, amigo —continuó con un aire de ingenuidad—, no las entreguéis ni a los escribanos ni a los jueces, porque ya sabéis… Cuerpos del delito como estos, son enterrados en sepultura de caoba…

—Muy bien, seguiré vuestro consejo —dijo el pasajero— y yo tengo esperanza de que este retrato me conduzca a la averiguación del verdadero dueño de estas prendas… Pero, vamos a indagar la suerte de nuestros compañeros de viaje.

Bolao y el intrépido pasajero se asomaron por las portezuelas de la diligencia, miraron una aglomeración informe de pies, cabezas y brazos, que no pudo menos de incitarlos a risa, a pesar de la seriedad del lance.

Los que habían permanecido dentro del coche, al escuchar el estruendo de los tiros y el chis chas de las espadas, se habían estrechado, abrazado, enlazado, revuelto y confundido de tal manera, que era una maraña incomprensible, y sin aliento, y con los ojos cerrados pertinazmente, encomendaban interiormente su alma a Dios.

—¡Eh, camaradas! —gritó Bolao, removiendo con la mano aquel grupo informe—, ya todo concluyó y los ladrones se han fugado.

Los pasajeros permanecieron silenciosos.

—Vamos, amigos —dijo el del capote azul—, tranquilizaos, pues ya no hay riesgo.

Los pasajeros ni chistaban.

—Estos hombres se han muerto de miedo —dijo Bolao—. Veamos.

Y habiendo los dos entrado a la diligencia, comenzaron a enderezar a los compañeros.

Al primero que levantaron fue al hombre gordo; estaba pálido como un cadáver; un sudor frío goteaba por su frente; sus brazos caían descoyuntados y tenía sus ojos cerrados fuertemente.

En cuanto a los otros pasajeros, luego que reconocieron a sus amigos recobraron su ánimo y comenzaron a echar bravatas, de lo que Juan Bolao no pudo menos de reír a carcajadas, pues dijeron que habían permanecido ociosos por falta de armas.

El hombre gordo estaba encaprichado en no abrir los ojos, y sólo después de muchas súplicas los fue desuniendo muy poco a poco, porque, según decía, no quería ver ni sangre, ni armas, ni ladrones.

—¡Eh, señores, falta un pasajero, pues éramos nueve! —dijo Bolao.

—En efecto, recuerdo ahora que bajó detrás de mí —dijo el del capote azul.

—Habrá perecido el infeliz —exclamó Bolao con interés.

—¡Jesús me valga! —dijo el hombre gordo suspirando y volvió a cerrar los ojos dejándose caer en el respaldo del coche.

Bolao y su compañero se dirigieron a buscar al pasajero que faltaba, y entonces notaron que el cochero estaba atado en un árbol y con la boca tapada con un pañuelo. Los caballos, desuncidos, vagaban a corta distancia, paciendo la yerba muy tranquilos. Cómo los ladrones habían tenido tiempo para hacer estas operaciones, era lo que no comprendían; pero ya se sabe que en lances semejantes, todo lo que pasa es extraordinario y singular.

—Veo debajo de aquel árbol dos bultos —dijo Bolao a su compañero.

—En efecto, veamos.

—¡Infeliz! ¡Muerto! —exclamaron los dos al acercarse.

El pasajero que faltaba estaba abrazado con el bandido, y ambos sin vida y nadando en sangre.

—Pero, no murió solo —dijo Bolao con alegría—. Separémoslo de su enemigo. —Y al decir esto se inclinó y levantándolo por el pecho dijo—: ¡Demonio!, este hombre no está muerto, le late aún el corazón.

—¡Es posible! —respondió el pasajero del capote azul—, entonces estará herido nada más, y en ese caso lo podremos salvar.

Los dos comenzaron a examinar al supuesto difunto; le desabotonaron el vestido, registraron minuciosamente todo su cuerpo, y con grande asombro notaron que no tenía ni la más leve herida. Lo abrigaron y recobró el calor, por último, entreabrió los ojos, y creyéndose muerto, los volvió a cerrar; el miedo lo había matado por un momento, pues el bandido lo arrastró en su caída.

En esto estaban cuando unos agudos quejidos les llamaron la atención, y detrás de un matorral descubrieron a uno de los ladrones herido.

El pasajero se acercó y con gran sorpresa exclamó:

—¡Él es!, ¡él es!

—¿Pero quién es? —preguntó Juan Bolao.

—Ojo de pájaro.

—¡Ojo de pájaro! ¿Y quién es ese bicho?

—Ya lo veis, un miserable ahora, pero que ha sido muy valiente.

—¿Le conocéis?

—Perfectamente, ya os contaré…

—Sois el hombre de los misterios, amigo mío —dijo Bolao sonriéndose— pero estad tranquilo, y sólo os pido que cuando nos volvamos a ver…

—Todo lo sabréis —respondió el pasajero—, pero mirad, parece que se acerca una partida de tropa.

—En efecto, siempre sucede que la tropa llega después de la buena hora.

El sol se asomaba ya por la cumbre de la sierra y sus rayos reflejaban en los cascos y las lanzas de una partida de caballería, que no tardó en acercarse al sangriento campo de batalla. A ese mismo tiempo, y por el camino opuesto, venían muchos vecinos del pueblo de Amozoc, que tuvieron la calma, o la malicia, de permanecer tranquilos, a pesar de haber escuchado los tiros y la vocería.

Era de ver cómo corrían los soldados en todas direcciones, blandiendo las lanzas y echando juramentos; y cómo pasajeros, vecinos y soldados se echaban bravatas sin cuento. Mas Bolao y el pasajero del capote azul pusieron término a todo, recomendando al jefe de la escolta y al alcalde del pueblo, que enterraran a los muertos y cuidaran del herido. Fuéronse luego al pueblo a lavarse, a cambiar vestido y a almorzar, para poder continuar el viaje, interrumpido de una manera tan trágica.

XVI. En el Lencero

Era poco más de la una de la tarde. El cielo limpio y despejado, y sobre el azul transparente vagaban algunas nubes. El viento que venía de las praderas y bosques de Jalapa, estaba impregnado de aromas, y el paisaje que presentaban las lomas cubiertas de un fino césped recamado de florecillas blancas y nácares, era encantador.

A la derecha se descubría, aislada en una loma, una casa pintada de encarnado, con portalería; sus miradores tenían vidrieras y persianas verdes; en la misma dirección, una espesa serranía, y al frente un horizonte profundo que terminaba con una línea blanquísima que se confundía con el azul del firmamento.

Con el auxilio de un anteojo se podía descubrir, no sólo el mar, sino también las casas de la ciudad de Veracruz y los buques anclados en la bahía. Era la casa de piedra, de antigua construcción; tenía una tienda de cuatro puertas bien surtida, y una extensa caballeriza de mampostería al costado. Ésta es la hacienda llamada el Lencero, propiedad del general Santa Anna.

Algunos mozos, con unos cordeles en la mano, estaban de pie a poca distancia de la casa, aguardando las dos diligencias; la de México no tardó, pues a poco rato se percibió descendiendo la loma y apareciéndose y ocultándose entre matorrales y arbustos, según el terreno más o menos quebrado por donde corría. Por fin llegó tirada por ocho hermosas mulas prietas; y por la limpieza y lustre de su caja y ruedas, y por la tranquilidad de los pasajeros, no se echaba de ver que había pasado uno de esos lances terribles que son frecuentes en los caminos de México.

No obstante, como la noticia del robo había llegado al Lencero, los pocos habitantes se agruparon al carruaje y comenzaron a preguntar con ansia a los pasajeros lo que les había acontecido. Juan Bolao fue el primero que descendió, cantado su ópera favorita, e instalado en una banca de madera de la tienda, con un vaso de buen aguardiente catalán en la mano y con su enorme puro habano en la boca, comenzó su narración para satisfacer al noble auditorio que, como si fueran perlas, recogía las palabras que salían de la boca del dependiente de Fernández. Mientras que Bolao charla y los demás pasajeros o escuchan o registran sus maletas, digamos una palabra sobre Arturo.

A las pocas horas de haberse separado Rugiero de él, se vistió y, a pesar de su debilidad, se dirigió a una casa de comercio a negociar una libranza contra su padre. Como éste era hombre bastante conocido entre los negociantes, y el comercio de Veracruz conserva mucho todavía de su antigua franqueza y generosidad, no le pusieron dificultad alguna, y el joven pagó sus gastos de hotel, de medicinas y facultativos; compró la ropa blanca que le era necesaria, y ajustó su pasaje a bordo de la goleta que estaba próxima a darse a la vela para La Habana el día siguiente a las cuatro de la tarde. Arreglados ya todos sus negocios, se retiró en la noche al hotel a disfrutar de un tranquilo sueño.

—Vamos —decía al desnudarse—, este Rugiero en el fondo es un bribón, pero tiene gran talento y habla la verdad. Teresa me amará con el tiempo, y tendré a mi lado una de las mujeres más ideales y más seductoras que existen en la tierra. Escribiré a mi padre, me mandará dinero, y entonces llevaré a Teresa a Francia, a Italia, a ese Nápoles tan encantador que los viajeros describen como la tierra de las delicias y de los amores.

Si alguno lo hubiera observado cuando fabricaba estos castillos en el aire, habría notado que una sombra velaba su frente y que, a pesar de estas ilusiones, sostenía una lucha con su conciencia que le gritaba: «Asesino, traidor, mal amigo».

Se acostó, y al tomar un libro de la mesa de noche para leer algunas páginas, puso la mano sobre un papel, lo desdobló, pasó por él los ojos y una viva emoción se pintó en su semblante, pues era la carta de su madre.

—No —dijo Arturo—, yo no abandonaré a mi madre. Este vacío horrible que tengo en mi corazón, este remordimiento que me atosiga, estas gentes desgraciadas hasta lo infinito que se han reunido a mí y cuya memoria me atormenta… todo lo olvidaré al lado de mi madre, que quizá pocos días más vivirá sobre la tierra. Adiós, Teresa, para siempre te perdiste entre las brumas de la mar, y tu belleza y tu dolor pasaron para mí como un sueño… Si aún viviera Manuel, el bueno, el generoso joven que tanto te amaba, podría ser feliz, contribuyendo a tu dicha.

Arturo se dejó caer en la almohada y, acordándose de Celeste, exclamó:

—¡Oh!, esa memoria me atormenta. ¡Miserable! ¡Confundida con los ladrones y asesinos la que yo creía un ángel!

Después le vino a la memoria la brillante Aurora, y volvió a exclamar:

—¡Frívola, coqueta! ¡Oh!, mi madre, mi madre; no tengo más que mi madre en el mundo —murmuró al tiempo de cerrar los ojos y dormirse.

Al día siguiente se levantó triste pero tranquilo, pues abandonando toda idea se había fijado en la única y exclusiva de ver a su madre. Deshizo su contrato, perdiendo, como es costumbre, la mitad del pasaje; tomó un asiento en la diligencia, y, en vez de embarcarse para La Habana, caminaba a las once de la noche para México, justamente dos días después de que había partido del callejón de Dolores la diligencia cuyas aventuras se han referido en los dos anteriores capítulos.

Aquellos que hayan caminado de Veracruz a México, se acordarán de que se pasaba una infernal noche, mas, sin embargo, los primeros momentos en que se sienten las auras marinas son agradables. La noche estaba limpia y estrellada, y del mar sereno se desprendía un poético mumurio. Las ondas venían dulcemente a morir en la playa, y con sus limpias aguas mojaban las llantas de las ruedas y las patas de las mulas, que tiraban penosamente del carruaje.

Este paisaje tranquilo acabó de sanar completamente a nuestro joven, quien, orgulloso y satisfecho con la buena resolución que había tomado, se recostó y se durmió. Al día siguiente, cerca de las dos de la tarde la diligencia de Veracruz llegó al Lencero, es decir un cuarto de hora más tarde que la en que venían nuestros intrépidos viajeros Juan Bolao y el pasajero del capote azul.

Los viajeros de Veracruz descendieron del carruaje y se mezclaron inmediatamente con los que platicaban, para imponerse de las ocurrencias de México y del camino. Arturo no se mezcló en la conversación, y descendió de la loma para hacer un poco de ejercicio y recobrar el uso de sus miembros entumidos.

Al llegar al punto de donde parte el sendero para la casa del general Santa Anna, divisó una figura pálida y que, inmóvil, estaba apoyada contra un arbusto. Arturo creyó que era un sueño, o que la fiebre se volvía a apoderar de él. Siguió andando; pero a medida que se acercaba, las facciones del fantasma se le aparecían más visibles y distintas, y su agonía crecía por momentos. El fantasma se movió lentamente de la posición en que estaba, y como empujado por la brisa, se dirigió a encontrar a Arturo.

Arturo se limpio los ojos; pero el fantasma se acercaba más.

Arturo no pudo tenerse en pie y se sentó en una piedra; el fantasma se aproximó.

Arturo sintió que unas gotas de sudor le brotaban de la raíz del cabello.

—Por última vez —dijo el fantasma con voz ahogada y solemne— os doy prueba de que soy un caballero. Tomad —y diciendo esto, tiró al suelo el capote azul y presentó una pistola a Arturo, quedándose con otra.

—¡Manuel! ¡Manuel! —exclamó Arturo, tendiéndole los brazos y sin tomar el arma.

—Vamos, caballero, tomad pronto esta pistola, o si no me obligaréis a que os asesine, como vos quisisteis hacerlo conmigo.

—Manuel, dadme los brazos —dijo Arturo con emoción y sin atender a la rabia concentrada que se pintaba en las facciones lívidas del capitán.

—Quitad, quitad; no me obliguéis a que os mate como una vil sabandija —dijo el capitán, dando con el puño en el pecho de Arturo.

—¡Oh! —gritó Arturo, arrebatando la pistola de manos de su contrario—, esto es demasiado.

Un pensamiento infernal pasó por su mente; pero fue rápido como el relámpago, pues casi al mismo instante arrojó la pistola y con voz solemne dijo:

—Capitán, ¿amáis a Teresa?

Manuel contestó con un grito de desesperación.

—Teresa vive, capitán; os ama con delirio, y en su nombre os pido que me escuchéis. Después… lo que queráis… Ya sabéis.

—¡Teresa vive y me ama! —murmuró el capitán.

—Sí, Manuel, lo juro —dijo Arturo conmovido.

Las facciones de Manuel se desarrugaron, porque tenía un excelente corazón; y si bien había sufrido desgracias en la vida, el amor de Teresa lo tenía siempre dispuesto a la indulgencia y a la moderación.

—Manuel —continuó Arturo—, ¿me negarás un favor?

—Habla, Arturo —respondió el capitán con un tono moderado.

—Me has quitado tú un peso increíble del corazón. Durante un mes he estado agonizando de fiebre, y eras tú, sangriento y pálido, el que veía yo constantemente a la cabecera de mi lecho. ¿No te parece, Manuel, que cuando se vuelve a tener delante a aquel amigo que creíamos muerto…? ¡Oh!… pero yo deliro… ¡Figúrate, Manuel, lo que Caín habría sentido si hubiera visto volver a la vida a su hermano…!

Arturo tendió los brazos al capitán, sin osar acercase, y éste lleno de emoción lo atrajo a su seno, diciéndole:

—Ven, ven, amigo mío; un hombre que habla así, no puede ser un traidor. Más adelante me contarás todo; y te doy mi palabra de creerte como creería a mi madre.

—¡Gracias, Manuel! —exclamó Arturo respirando— ¡gracias!

—¡Lo que por mí pasa es incomprensible! —dijo el capitán, después de un silencio y dándose una palmada en la frente—. Mira, Arturo.

El capitán sacó del bolsillo el retrato de Teresa y la cajita con el fistol.

—¡Teresa! —exclamó Arturo abriendo la caja.

—Sí, Teresa.

—¡El fistol de Rugiero! —continuó Arturo abriendo la otra cajita más sorprendido—. Dime, dime, por Dios, ¿dónde has encontrado estas alhajas?

—En poder de unos bandidos, con quienes hemos combatido cerca del pueblo de Amozoc.

—¡Oh!, la miserable Celeste estaba complicada con ellos —exclamó Arturo, dándose una palmada en la frente.

—¿Qué dices? —preguntó Manuel.

—Nada, nada, amigo mío, sino que estoy próximo a perder el juicio.

—¿Y Teresa? —preguntó tímidamente Manuel.

—¡¡¡Teresa!!! Es una noble criatura, que te ama, capitán; es angélica, es digna de ti.

—¡Ohe! ¡Ohe! —gritaron los cocheros—. Las mulas están puestas y no podemos aguardar más.

—Vámonos —dijeron los dos amigos—, pues estos malditos cocheros nos urgen.

—Pero ¿a dónde vas, Manuel? —preguntó Arturo.

—En verdad, ahora no lo sé; mi viaje no tiene ya objeto.

—Acaso sí tendrá —dijo Arturo.

—¿Cómo?…

—Sí, porque Teresa…

—Acaba.

—¡Ohe! ¡Ohe! —gritaron otra vez los cocheros.

—Ven, ven —dijo Arturo— vamos a Jalapa, y allí procuraremos dar orden a nuestras ideas y obrar mejor.

—Vamos —dijo el capitán, y recogiendo las pistolas del suelo, ambos amigos se enlazaron del brazo y montaron en la diligencia que venía para México, en la cual había algunos asientos vacíos.

XVII. En Jalapa

—Ahora, mi querido Arturo, que estamos solos y que nuestro espíritu está un tanto más tranquilo —dijo el capitán—, cuéntame todo lo que sepas, y yo haré a mi vez lo mismo, para lograr el que se aclaren tantos misterios.

—De buena gana —respondió Arturo—, con tanta más razón, cuanto que tengo un interés personal en que quedes enteramente satisfecho.

—Lo estoy sin necesidad de explicación; hay hombres cuyo rostro no les permite mentir, y tú, Arturo, eres uno de ellos. Así pues, sea una conversación de dos amigos y no una satisfacción. Tú sabes que soy muy desgraciado, y quiero de tu boca consuelos y esperanzas.

—¡Gracias, amigo mío, gracias! —le dijo Arturo con entusiasmo—, tienes un noble corazón, y ahora conozco cuánta es la satisfacción interna que resulta de obrar bien.

Los dos amigos tomaron sus sillas, encendieron sus puros y Arturo volvió a tomar la palabra:

—No sé —dijo— qué influencia ejerce sobre mí Rugiero, a quien tú conoces; pero lo cierto es que, contra mi voluntad, muchas veces me veo arrastrado por la magia de sus palabras y el poder de su talento. Yo conozco en lo íntimo de mi alma que muchas de sus máximas son perversas, y sin embargo, las sigo… menos en esta vez.

—¿Pero qué relación tiene Rugiero con lo que nos ha pasado?

—Más de lo que parece, Manuel —repuso Arturo—. Y lo que te voy a decir es con el mayor secreto.

»La noche fatal del 6 de junio, que tendré presente toda mi vida, Rugiero me invitó a una aventura. Yo accedí y nos dirigimos al barrio de la Palma.

—¿Al barrio de la Palma? —preguntó Manuel.

—Sí, y después de dar vueltas por varios callejones sucios y oscuros, subimos a una casa arruinada y al parecer vacía.

—¡Oh! —exclamó el capitán.

—Eran cerca de las nueve y media de la noche; la calle estaba sola y lóbrega, y yo no sé qué secreto temor hacía latir violentamente mi corazón. Rugiero se introdujo conmigo y me dijo que aplicase mi vista en el agujero de una mampara. Yo lo hice.

—Dime breve lo que pasó, pues es casi increíble lo que me cuentas —dijo el capitán.

—Entonces, un sacerdote joven pero de aspecto venerable, estaba en pie delante de un hombre enmascarado y hablaban palabras que no pude entender.

—¿Y después? —volvió a interrumpir Manuel con visibles muestras de agitación.

—Después, por otra hendedura de una mampara situada en el costado, vi… Pero, en verdad, Manuel, temo renovar tus pesares.

—Dímelo, dímelo todo, Arturo.

—Vi a Teresa, pálida, suplicante, caer de rodillas a los pies de un viejo que, amenazándola, puso sobre su frente el cañón de una pistola.

—¡Oh, miserable, asesino! —gritó el capitán, dando una palmada en la mesa—. ¿Y qué hiciste, Arturo, qué hiciste?

—Lo que por mí pasaba era como un sueño. Sin embargo, poseído de un furor desconocido, quise romper la puerta y castigar al criminal; pero me vi arrastrado por Rugiero, que me asió con una fuerza sobrenatural, y cuando acordé, estaba en la calle, sola y oscura. Un hombre salió a mi encuentro, me acometió, y yo alcé mi bastón, y el hombre cayó en tierra sin sentido. Juzga de mi desesperación, cuando reconocí que eras tú.

El capitán se quedó reflexionando un momento, una nube de duda cubrió su fisonomía y con voz concentrada dijo:

—¿Me hablas la verdad, Arturo?

—¡Como a Dios! —repuso éste con el más puro acento de candor.

—Muy bien —prosiguió el capitán ya más tranquilo.

—En medio de mi agonía no tuve más arbitrio que marcharme, y esa noche tomé un asiento en la diligencia que salía para Veracruz; juzga de mi sorpresa cuando reconocí, con la luz del día, en la mujer que estaba sentada a mi lado, a tu Teresa.

—Y bien ¿qué sucedió? ¿Dónde está Teresa, dónde? Acaba, por Dios, porque siento que se me rompen las arterias del corazón.

—Teresa está en La Habana. Me dijo que tu vida y la de ella dependían de que se guardase un profundo secreto, y no quiso ni aun indicarme cómo se había librado de las manos de su asesino; ha prometido escribirnos, y sólo sus cartas podrán aclarar el misterio. Mucho sufría, Manuel, cuando, bañada en llanto y casi moribunda, se quitó del cuello un retrato y con un rizo de su cabello me encargó que te lo diese.

—¡Y yo que te creía un traidor y que te buscaba para matarte! —dijo el capitán tristemente.

—Ya lo ves, Manuel, qué equivocados son los juicios de los hombres.

—Pero ¿dónde, dónde están el retrato y el rizo de pelo? —dijo el capitán con ansia.

—Aquí los tienes, Manuel —contestó Arturo, sacándolos de su saco de noche y poniéndolos en manos de su amigo.

El capitán besó el rizo de pelo con una mezcla admirable de amor y de respeto.

—Me dijo Teresa que este retrato lo había tenido junto a su corazón, en los momentos de mayor angustia y dolor.

Manuel tomó el retrato y se puso a mirarlo silenciosamente. Después de veinte minutos de ese éxtasis profundamente doloroso que se experimenta cuando se contemplan las facciones de una mujer querida, que está muy lejos de nosotros o que acaso hemos perdido para siempre, lo besó dos o tres veces, y guardándolo en la bolsa dijo con voz solemne:

—¡Y habérmela arrancado cuando iba a ser mía para siempre! ¡Creerla en mis brazos por toda la vida y dividirnos hoy un mar! Esto es muy cruel, Arturo, muy cruel; nunca ames a nadie.

Arturo, que notó que una lágrima temblaba en las pestañas de su amigo, procuró cambiar la conversación y le dijo:

—Te he contado ya, amigo mío, parte de lo que me ha pasado; ahora es fuerza que tú me digas…

—Es muy sencillo —interrumpió Manuel, haciendo un visible esfuerzo para olvidar la fuerte emoción de que estaba poseído—, yo recibí una carta de Teresa y acudí a la cita, y buscaba las señas de la casa cuando te encontré. De pronto caí aturdido; pero al cabo de algunos minutos recobré mis sentidos, me levanté, limpié la sangre que oscurecía mi vista, até mi cabeza con un pañuelo y, apoyándome en las paredes, logré llegar a mi casa.

»Al día siguiente, que fue el médico, me declaró que la herida no era grave; y, por otra parte, el vivísimo deseo que tenía de saber de Teresa abrevió mi curación, de manera que a los tres días salí a la calle.

»Me dirigí primero a la casa de la cita; estaba sola, polvosa, medio arruinada, y los vecinos me dijeron que hacía muchísimo tiempo que nadie la habitaba, porque en las noches se oían quejidos y ruidos de cadenas.

»Dejo a tu imaginación el figurarse la multitud de ideas siniestras y desconsoladoras que se me vinieron a la cabeza; pero resuelto a indagarlo todo me dirigí a casa del tutor, y decididamente le dije que iba a saber de Teresa.

»—¿Teresa? —me respondió dando un aire compungido a su fisonomía y limpiándose los ojos con su pañuelo—, es una joven desgraciada, que se ha deshonrado.

»—¿Cómo deshonrado? —le pregunté colérico.

»—Sí, se ha fugado con un amante, y yo me sospechaba que era con vos, señor capitán —me contestó con humildad—, y aun había dado parte de este hecho a la comandancia general, pero veo que me he engañado —añadió poniéndose su sombrero— y voy ahora mismo a impedir todo procedimiento. —Yo prorrumpí en maldiciones y juramentos; pero el viejo, con una paciencia ejemplar, logró calmarme; me ofreció su protección, y añadió que él procuraría indagar si Teresa era víctima de alguna traición, y que en el caso de que aún fuera digna de mí, contribuiría a mi felicidad.

Arturo oía espantado toda esa relación, y aprovechando un momento le dijo al capitán:

—¿Recuerdas la fisonomía del tutor?

—Perfectamente.

—Descríbemela.

Manuel describió la fisonomía del tutor de Teresa, a quien ya conocen los lectores.

—¡Oh!, es el mismo, el mismo —gritó Arturo.

—¿Cómo el mismo? —preguntó el capitán alarmado.

—¡Imbécil!, el mismo que apoyaba el cañón de la pistola en la frente de Teresa.

—¡Oh! —gritó el capitán, rechinando los dientes y apretando los puños—, ¡maldito sea el que me ha separado de la mujer que yo más amaba en el mundo! Toda su sangre no bastará para satisfacer mi venganza. ¡Oh, Arturo, venganza! La venganza, después del amor, es lo más dulce que hay en la tierra. Partamos mañana, Arturo, porque los días me van a parecer largos.

—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Arturo.

—Te diré. Al día siguiente de la conferencia que acabo de referirte, recibí una orden en que el gobierno me mandaba prestar mis servicios a Chihuahua. ¿Lo comprendes ahora? Este infame quería poner un mundo de por medio entre Teresa y yo. Logré la dilación de algunos días, y oculto, disfrazado, habiendo vendido mi caballo y mi ropa, tomé la diligencia. Y como sabía por boca de tu misma madre que te habías dirigido a Veracruz, venía resuelto a matarte, Arturo…

—¡Pobre Manuel! —dijo Arturo pasando el brazo por el cuello de su amigo.

—Un hombre tan infernal como ése, no debe vivir más, así mi resolución es matarlo.

—No es mi opinión esa, amigo mío.

—¿Y tú me aconsejas que sea un cobarde, Arturo?

—¿Y Teresa, Manuel?

—Es verdad, es verdad —dijo tristemente el capitán— la perdería para siempre. ¿Qué hacer entonces?

—Vengarse —dijo Arturo—, pero es preciso pensarlo detenidamente; mi opinión es que estemos seis u ocho días aquí para acabar de curarnos de esta enfermedad moral que aún nos agobia; después iremos a México, buscaremos al eclesiástico que fue testigo de la aventura de Teresa; aguardaremos las cartas de ésta, que deben llegar dentro de pocos días, y ya con certeza y datos seguros, procederemos a quitar la máscara a ese hipócrita. Eso queda a mi cuidado.

»En cuanto a ti, conseguiremos del ministro de la Guerra una licencia y te marcharás a La Habana, donde te casarás con Teresa y regresarás a México con tu interesante mujer. ¿No te parece que el viejo rabiará al ver a ustedes juntos? En cuanto a dinero, tendrás el que necesites y no tienes por qué afligirte, pues ya sabes que soy rico y que mi bolsa es tuya. Con que negocio concluido, capitán —añadió Arturo con alegría y estrechando el cuello de su amigo.»

El capitán estrechó la mano del joven y le dirigió una expresiva mirada de gratitud.

—Pero grandísimo atronado —prosiguió Arturo— aún no acabas de contarme tus aventuras en el camino.

—Es verdad —repuso Manuel, dándose una palmada en la frente—, combatimos con los ladrones Bolao y yo.

—¿Y quién es Bolao?

—Un guapo muchacho, alegre, festivo, que te hubiera presentado como un buen amigo, a no ser porque estaba positivamente loco; este joven, riendo y cantando, se ha portado como un héroe y hemos logrado una cosa singular, y ha sido robar a los ladrones.

—¿Es posible?

—Mira —contestó Manuel, sacando de su baúl un bolsillo lleno de oro.

—En efecto —repuso Arturo, tomándole en peso, sonando el oro y colocando el bolsillo sobre una mesa.

—Lo más raro es que se encontrara en la bolsa de uno de los ladrones que murieron, estas dos cajitas, una con el retrato de Teresa y otra con el fistol que te enseñé.

—¡El fistol de Rugiero! —volvió a decir Arturo, abriendo la boca y dejando ver en su fisonomía el asombro más completo.

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir esto?

—Es una historia triste —dijo Arturo—, una ilusión perdida, una flor marchita, un poco de hiel que ha caído en mi corazón; la mujer que yo favorecí y que creí pura como un ángel, como un ángel, es una miserable ladrona.

XVIII. Apolonia

Jalapa es un país singular, situado entre las montañas. El Cofre de Perote, el Pico de Orizaba y toda esa inmensa sierra llena de grietas, de barrancos, de grutas y de cascadas, se divisa desde los edificios de la ciudad. Los plátanos, los limoneros, los naranjos y los guayabos crecen en los jardines; en los bosques frondosos y vírgenes destila de los árboles el liquidámbar; se enredan en los corpulentos fresnos las campánulas y las yedras; y por entre el espeso y brillante ramaje asoman sus corolas la encendida rosa, la blanca azucena, el matizado clavel, el melancólico lirio y el rojo cacomite.

El clarín de las selvas, el zenzontle y las calandrias pueblan los aires con su inimitable melodía; las brisas que vagan por entre estos jardines plantados por la mano de Dios, son frescas y perfumadas; y cuando está el cielo azul y brillante, da vida, alegría y animación a todos estos bellísimos objetos, y los campos toman un tinte de indefinible y poética melancolía.

Quién sabe qué influencia desconocida tiene su clima en la organización nerviosa; pero lo cierto es que los dolores morales se disminuyen, que de la melancolía se pasa a la resignación, de la resignación a la calma, de la calma a la alegría, y por esta gradación insensible vuelve el corazón a rehabilitarse para el amor, para la amistad, para la caridad, para la indulgencia con nuestros semejantes; sentimientos todos sagrados y sublimes que no pueden estar jamás mezclados con la hiel del desengaño, que produce en el amor el conocimiento de la maldad humana. Ésta es la naturaleza de Jalapa.

Añadamos a esta poesía la que le presta la situación material de la ciudad. Casas modestas y aseadas, calles en elevación o declive, que si bien son incómodas para el tránsito, agradan a la vista por el variado panorama que a cada paso presentan; añadamos a esto todavía el carácter particular y exclusivo de sus habitantes.

Las mujeres dominan en la población. Son de un trato franco, jovial y alegre; por lo general hermosas, de tez fresca y nacarada, de formas desarrolladas y afectas a la música, al campo, a la limpieza y a la elegancia sin el refinamiento del lujo.

Todas estas circunstancias reunidas hacen de Jalapa un país singular. Nuestros dos amigos, como habían convenido, permanecieron algunos días en Jalapa o, mejor dicho, Arturo, alegando debilidad y falta de salud, comprometió al capitán a que lo acompañase, prometiéndole que emplearía el influjo de su padre en conseguir del ministro de la Guerra o de la Comandancia General que se revocase la orden de su marcha a Chihuahua, así como apurar su entendimiento, sus amistades y su dinero en contra del infame y avariento tutor de Teresa.

Seducido por estas promesas, o acaso porque a esto lo inclinaba su carácter, condescendió en quedarse algunos días, dejando para la vuelta a México el arreglo de todos los asuntos.

El capitán Manuel y Arturo fueron presentados en una de las casas principales de Jalapa; y ya con esto tuvieron en pocos días campo abierto para asistir a todas las reuniones, tertulias y paseos, y para visitar a las más bonitas muchachas de la ciudad.

Como eran jóvenes, apuestos y elegantes, fueron perfectamente acogidos; y las muchachas, amables por educación y por carácter, tuvieron para ellos sonrisas y miradas, y todas aquellas dulzuras que derraman las mujeres en su conversación, por frívola que parezca.

El capitán, reservado, frío hasta cierto punto, sin faltar a la educación, se abstuvo de emprender ninguna conquista amorosa; y guardando una fidelidad, no muy común entre los hombres de este siglo, permanecía encerrado en el cuarto de la casa de diligencias, lugar donde pasó la conversación que hemos referido en el capítulo anterior, o bien montaba a caballo y se dirigía por los primorosos sitios que circundan a Jalapa, entregado a esas vagas meditaciones que tanto alivian el alma lastimada por el amor.

En cuanto a Arturo, libre del crimen de asesinato que era la causa principal por que se vio en peligro de perder el juicio, olvidó muy pronto a Teresa, porque no podía amarla perteneciendo a su amigo, y a Celeste, porque era ya una criatura indigna de su cariño; respecto a Aurora, conservaba siempre en su corazón un resto de cariño, pero de ese cariño vago y sobre el cual jamás se funda ninguna esperanza ni un seguro porvenir.

Estando su espíritu en esta disposición, se propuso pasar alegremente algunos días; y a fe que para esto se presta maravillosamente la sociedad jalapeña. Algunas ocasiones se reunían varias familias y disponían días de campo; ya se sabe lo que son entre nosotros esos días, en que las muchachas van unas en burro y otras a caballo; en que cada familia se encarga de llevar un manjar, lo que hace que la comida sea un magnífico banquete; y en los que se baila, se canta, se ríe con una alegría loca.

Las caídas de las muchachas, las dificultades que tienen para gobernar a los asnos, hasta la lluvia que sorprende a la comitiva en el camino, son otros tantos incidentes que sirven de placer y de motivo de risa; describir el júbilo que reina en estas reuniones, sería imposible.

Cuando no eran días de campo, eran tertulias, donde se reunían diez o quince muchachas lindas, vestidas con sencillez y aseo, y con la risa siempre en los labios y la alegría en los ojos. Una tocaba el arpa, instrumento favorito de las jalapeñas, y acompañaba con ese divino instrumento a dos o tres compañeras que cantaban esas canciones nacionales tan sentimentales y llenas de armonía; después se bailaban cuadrillas, contradanzas y hermosos valses alemanes; y por fin, se platicaba, se embromaban unas con otras sobre amoríos y pasatiempos.

A las once o doce de la noche Arturo se retiraba a reposar, lleno de ese deleite vago que se experimenta cuando se ha olvidado el pasado y no se piensa en el porvenir. Siempre que Arturo entraba a su cuarto, encontraba al capitán o leyendo o durmiendo con una especie de agitación febril.

—Estás muy triste, Manuel —le decía Arturo con interés—, es necesario que te diviertas y que disipes esa melancolía que te va a matar; las muchachas me han preguntado por ti, y creen que eres un hombre feroz e intratable.

—Algo más soy, Arturo —le respondió el capitán sonriendo tristemente.

—¿Qué cosa?

—Un ente ridículo; un enamorado llorando y suspirando siempre, es altamente fastidioso para la sociedad; así es que por eso yo no voy a ella. Teresa vive conmigo constantemente: en mi sueño, en mis horas de vacilación, en el silencio y en la oscuridad la tengo junto a mí; veo su frente pálida, siento el contacto de sus labios suaves sobre mi frente, y el de su mano que acaricia mis cabellos. Cuando desaparece Teresa de mi lado, entonces el demonio sopla sobre mi alma y enciende el fuego de la venganza, y pienso en el tutor. Ya ves, que tengo mi infierno y mi gloria, ¿para qué he de ir a la sociedad?

—Tienes razón, amigo mío, tienes razón.

Ahora podrá preguntar algún lector curioso: ¿cómo es que siendo Arturo el tipo del enamorado sentimental, no lo está ya de una de tantas bellas jalapeñas como trata? Vamos a satisfacer esta curiosidad, a fuer de exactos y minuciosos narradores.

Entre las muchachas con quienes Arturo había concurrido, había una que se llamaba Apolonia, con quien se había esmerado la naturaleza, que ha sido liberal hasta por demás en prodigar belleza a las hijas de ese risueño rincón de tierra que se llama Jalapa; no tenía quince años cumplidos, y su tez era fresca y rosada; dos ojos de un castaño claro expresaban todas las inocentes y tranquilas emociones de su alma; sus labios, siempre entreabiertos para sonreír, dejaban ver sus dientes pequeñitos y unidos; su estatura era baja, pero airosa, y todas sus formas redondas y primorosas.

Sus manos eran como las de los ángeles de Rafael; sus pies de niña, y su cabello castaño oscuro, delgado y suave. Apolonia no usaba anillos, ni pendientes, ni gargantillas, ni adornos en la cabeza; un vestido sencillo de muselina era todo su adorno, y una flor natural y aromática en el peinado o en el pecho; era, pues, la hija de la naturaleza, y le bastaba su propia gracia para ser hermosa.

Al principio Arturo no fijó su atención en Apolonia; pero en uno de sus paseos la acompañó por casualidad, y sintió que la niña apoyaba dulcemente su brazo en el suyo.

—Apolonia —le dijo Arturo—, ¿sería yo tan feliz, que si preguntara a usted ciertas cosas me contestara francamente?

—Todo lo que usted quiera; no tengo secretos —le contestó con la mayor ingenuidad.

—¿Está usted enamorada de alguien?

—Sí, Arturo.

—¿Y de quién, hermosa Apolonia?

—De usted, Arturo.

Arturo la miró con asombro y casi con disgusto, pues no siendo una costumbre social que las mujeres hagan semejantes declaraciones a los hombres, no dejó de disgustarle; pero Apolonia no se turbó, ni subieron los colores a su rostro, y antes por el contrario, prosiguió con la mayor ingenuidad la conversación.

—Si fuera cierto lo que usted dice, Apolonia —dijo Arturo—, sería yo el más feliz de los hombres.

—Vaya —respondió Apolonia riendo—, pues en poco hace usted consistir su felicidad. Es usted un joven de buen cuerpo, de bonita cara, elegante, alegre, buen amigo… Ya ve usted, no sólo yo le quiero, sino todas las muchachas.

Arturo, que no necesitaba mucho para entusiasmarse, dijo algunas palabras sentimentales, pero la muchacha le interrumpió:

—Calle usted, lisonjero, engañador —y haciendo un gracioso gesto, se soltó de su brazo y corrió tras de una brillante mariposa; después se puso a cortar violetas y rosas, a correr, a jugar con sus amigas, y finalmente volvió sudorosa y fatigada a tomar el brazo de su amigo.

—¡Bah! —dijo Arturo para sus adentros—, esta es una niña a la que le faltaba mucho para formarse, y de la cual no se puede sacar partido.

Otra noche en la tertulia, Apolonia tomó el arpa y llamó a Arturo.

—Venga usted —le dijo—, le voy a cantar a usted una canción que ha de gustarle; acérquese usted.

Arturo se acercó efectivamente, y la muchacha recorrió con sus manecitas las cuerdas del arpa y produjo una armonía deliciosa; tosió, después sonrió, miró maliciosamente a sus amigas y comenzó a cantar una canción.

Sus notas eran primero dulces como las del canario cuando está enamorando a su delicada compañera; subieron después fuertes y armoniosas, como las del clarín de las selvas, y finalmente, expiraron melodiosas y sentimentales, como los gemidos de la tórtola.

—Muy mal lo he hecho, ¿no es verdad, Arturo? —dijo Apolonia cuando acabó de cantar y poniendo su mano sobre la de Arturo.

—¡Divinamente, Apolonia! Tiene usted una voz de ángel.

Toda la concurrencia aplaudió; y uniendo sus instancias a las de Arturo, Apolonia volvió a cantar de nuevo.

Arturo se retiró a su casa pensando que si Apolonia era una niña, era una niña encantadora.

Al día siguiente muy temprano, y sin atender a los ruegos del capitán que lo invitaba para uno de sus favoritos paseos solitarios, se fue a casa de Apolonia.

—¿Con que se va usted a casar en México? —le dijo ésta después de saludarlo.

—¿Quién ha contado a usted esto, Apolonia? Es absolutamente falso; yo no amo a nadie en México. Jalapa es el país de mi predilección, y si yo escogiera mujer, sería en este bello país.

—Haría usted muy mal —repuso la muchacha con sencillez—, las mexicanas tienen más talento, más educación; y usted, Arturo, no estaría contento con llevar a una pobre aldeana a su gran capital. Cásese usted, Arturo, y si alguna vez voy a México, le prometo ser buena amiga de su mujer.

Arturo miró a Apolonia para observar si había en el fondo de estas palabras algún acento de ironía o de reproche; pero muy a su pesar se convenció de que eran dichas con la mayor verdad y sencillez.

—No comprendo este amor de Apolonia, cuando me dice que me case —pensó Arturo—. Decididamente es una niña.

Cuando estuvieron solos, Arturo se aventuró a preguntar a Apolonia:

—¿No tendrá usted celos, si yo me casara, Apolonia?

—¡Celos! —exclamó ésta.

—Sí, Apolonia, celos.

—¡Oh!, de ninguna manera; yo quiero a usted como quiero a mis amigas, a mis tíos. No se vaya usted tan pronto, Arturo —añadió con interés—, permanezca usted algunos días más en Jalapa.

Después de estas conversaciones, Arturo insensiblemente prefería a Apolonia para darle el brazo; se sentaba las más veces junto a ella y se extasiaba cuando la niña le hacía algunas preguntas que revelaban su inocencia y que Arturo se veía forzado a resolver, engañándola como a un muchacho.

Apolonia, por su parte, se entristecía cuando Arturo no estaba en su compañía a las horas acostumbradas, reñía con sus amigas y ponía a Arturo una carita adusta, que se tornaba placentera y risueña luego que el joven entablaba la conversación.

Las gentes decían a Arturo que estaba enamorado de Apolonia, y éste respondía que no era cierto, pues ésta era una niña; y cuando decían esto mismo a la muchacha, contestaba con mucho candor que desearía que Arturo se transformase en mujer para ser su amiga íntima.

Terminados los ocho días y dos más que se tomó Arturo, el capitán Manuel, triste y fastidiado hasta el extremo, no quiso condescender más y ambos amigos montaron en la diligencia y regresaron a México. A Apolonia se le vinieron las lágrimas a los ojos cuando se despidió del joven; éste prometió no olvidarla, escribirle y enviarle semillas de flores y otras frioleras que abundan en la gran capital de la República.

XIX. La cárcel de «La Acordada»

LA CÁRCEL DE LA ACORDADA

Llámase justicia en todos los países del mundo, el acto de corrección o de castigo que la sociedad, para su conservación, tiene derecho de imponer a los que se separan de las reglas de la moral o de los preceptos que imponen las leyes. Esta justicia es indudable que no puede aplicarse sino después de que han precedido ciertas formalidades que prueben que una persona, de cualquier sexo que sea, ha merecido el rigor de la ley.

Las faltas, según su gravedad, requieren más o menos castigo; así es que la justicia, que no es otra cosa que la razón personificada, impone castigos, que son varios e infinitos, de los que los más usuales son: la privación de la libertad, las penas corporales, como el encierro en un calabozo oscuro, los grillos y las cadenas —porque los azotes, aun para el ejército, están abolidos por las constituciones republicanas de México y por otras leyes—, y finalmente, la pena de muerte, que tantos filósofos y amigos de la humanidad han combatido tenazmente.

En cada país la justicia tiene sus lugares de castigo establecidos bajo diferentes sistemas, según su grado de civilización; pero sería largo detenernos en descripciones materiales. Las prisiones son siempre sitios de horror, de miseria y de penas, y desde los Plomos de Venecia, donde gimió el poeta Silvio Pellico, hasta las mazmorras de la Inquisición, donde lloró su sabiduría Galileo; y desde la Conserjería, la Roquette y Mazas, en París, hasta las penitenciarías de los Estados Unidos, esos lugares han sido siempre, para los que entran inocentes y son víctimas de la arbitrariedad de los hombres, mansiones de duelo y de llanto, como para los réprobos el infierno que les espera al fin de esta vida.

Según las máximas religiosas, según la civilización, según el sentimiento innato grabado en el corazón de todos los hombres, el objeto de las leyes y su aplicación no debe ser agobiar al criminal con tormentos inútiles, ni depravar más su alma, ni hacerlo más obstinado y, por consiguiente remiso en la enmienda, ni separarlo para siempre de la carrera del bien y del honor, sino por el contrario, procurar por cuantos medios sean dables su salvación.

Y, en último caso, cuando en su alma, corrompida por los crímenes, no pueda penetrar ni el más ligero rayo de verdad, segregarlo enteramente de la sociedad para que no la contagie y dañe con sus vicios.

Pero en una de las partes del mundo en que menos se puede contar con estas reglas, es en México, en donde el inocente comienza por sufrir inauditas penas desde el punto en que es acusado, y el criminal encuentra siempre mil medios de evadir el castigo.

Para no difundirnos en una disertación que haría dormirse a los lectores, pasaremos a los hechos, refiriendo sólo algunos de los padecimientos de la pobre muchacha Celeste, a quien dejamos en uno de los capítulos anteriores encargada a la envidia de las vecinas y a la acusación brutal de un alcalde de barrio o juez de paz.

Algunas ocasiones la raza humana es más feroz que el tigre y más maligna que los espíritus que cayeron arrojados del cielo por la espada de fuego del arcángel.

Apenas se organizó la tumultuosa comitiva que conducía a Celeste para la cárcel, cuando las vecinas y vecinos se agruparon con perversa curiosidad a las ventanas, puertas y corredores de la casa, elogiando la energía del alcalde y bendiciendo al cielo, pero mezclando sus bendiciones con las palabras groseras de la gente baja, porque las libraba de una prostituta que les daba mal ejemplo y de una ladrona que podía robarlas a ellas mismas.

Gentes que pocos días antes elogiaban el juicio y la hermosura de Celeste, la vituperaban ahora amargamente, porque la veían entregada a los ultrajes y malos tratamientos de los corchetes que representaban la justicia.

¿Por qué será tan cruel la naturaleza humana? ¿Por qué no recordamos que Dios sufrió tanto por los hombres, y no guardamos un sentimiento de compasión para los desgraciados? ¿Por qué ahogamos ese buen instinto que duerme en el fondo de nuestra alma? ¿No merece nuestra piedad el criminal, en el hecho de ser tan infeliz, que por necesidad, por ignorancia o por depravación, ha faltado a sus deberes sociales?

Describiremos más minuciosamente algunas escenas que omitimos al fin del capítulo y que servirán para dar más valor al cuadro que nos hemos propuesto bosquejar.

El golpe que sufrió Celeste viéndose acusada de ladrona, rodeada de esbirros, con el cadáver de su padre, muerto de dolor, y con su infeliz madre moribunda, fue uno de esos acontecimientos inesperados que causan tantos y tales tormentos, que la mente humana no alcanza a comprenderlos y que la pluma es impotente para describirlos.

Celeste quedó por un momento privada de la razón, como si hubiese experimentado algún ataque de sangre en el cerebro; después se arrojó sobre el cadáver de su padre; pero este desahogo de lágrimas, que le habría aliviado algo, no duró mucho, pues los detestables e inicuos corchetes, conocidos con el nombre de Aguilitas, intervinieron muy pronto.

—¡Eh, déjese de lágrimas y de gritos, escandalosa! —dijo uno de ellos—. Mejor fuera que no hubiera robado.

Celeste no oía ni dejaba de llorar, abrazando a su padre.

—Le digo que se levante y marche —dijo otro con voz brutal.

Celeste ocupada en su propio dolor, no obedecía.

—¡Caramba! —dijo el tercero a la muchacha, añadiendo un soez juramento—, nos hemos cansado de aguardar y es menester no dejarse faltar así.

Esta brusca arenga fue acompañada de la acción, pues tomó a Celeste por el brazo y, sacudiéndola violentamente, la puso en pie. Cuando el aguilita retiró la mano, dejaron sus dedos una huella morada en el brazo blanquísimo de la muchacha.

Otro corchete, para demostrar que tenía tanto celo por la administración de justicia como su compañero, tomó del brazo a la muchacha y la desvió violentamente hasta sacarla fuera del umbral de la puerta. Allí se agruparon todos al derredor de Celeste, alegando que había fundamentos para creer que tenía algunos objetos ocultos; le arrancaron violentamente el rebozo que la cubría, y dejaron descubierto el seno virginal de la doncella.

Cuando separaron a Celeste del cadáver de su padre, de la manera inicua que se ha referido, tenía los ojos secos, pues las lágrimas desaparecieron súbitamente; y con una indiferencia y, estoicismo terribles, paseó su vista por los rostros deformes de los esbirros que la rodeaban, en los que un observador imparcial hubiera fácilmente descubierto las señales de la lujuria, la codicia y los demás vicios vergonzosos de que está plagada esa gente.

Celeste se dejó empujar de un lado a otro, sin oponer resistencia alguna, y aun sin dar muestras de la impresión del dolor físico que naturalmente debían causarle estos tratamientos; mas cuando uno de ellos le quitó, como hemos dicho, el rebozo que cubría su seno, por un movimiento involuntario de pudor se cubrió, cruzando sus dos manos sobre el pecho y exhalando una dolorosa exclamación.

—¡Hipócrita! —dijeron las vecinas.

—¡Pobre muchacha! —murmuraban algunas viejas compasivas.

El alcalde, cuyo fin trágico conoce el lector, autorizaba estos tratamientos e instigaba a los esbirros a que pronto pusieran en camino al muerto, al herido, a la enferma y a la muchacha; pero quizá por un movimiento de celos, le disgustó que otros mirasen los atractivos de que él había querido ser dueño, y arrancó bruscamente el rebozo de las manos de un aguilita y lo echó sobre las espaldas de Celeste.

Como no queremos omitir ninguno de los pormenores que puedan contribuir a dar a estos cuadros todas las sombras y horror que tienen en la vida real y positiva, describiremos el orden de esta comitiva.

En una escalera se colocó el cadáver del viejo insurgente, y a puñadas y cintarazos se obligó a dos de los curiosos espectadores a que lo cargaran; después iba el herido atado en una silla, envuelto en una frazada sucia, y con parte de los calzoncillos blancos, que estaban visibles, cubiertos de fresca sangre.

Luego seguía la anciana enferma, colocada en lo que vulgarmente se llama una parihuela, y cerrando esta procesión, donde estaban representadas la miseria, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, es decir, todas las plagas más terribles que pueden afligir a la humanidad, iban la inocencia y el martirio, representados en la muchacha.

Al derredor se agrupaban los hombres y mujeres de la vecindad, y los que de la calle habían acudido al escándalo, y detrás iban multitud de muchachos desnudos, sucios, con grandes y enmarañadas cabezas que silbaban, hacían grotescas contorsiones, y que con un diabólico instinto se introducían por entre las gentes para darles un piquete con un alfiler, cortarles una cinta o hacer otro daño semejante, y quienes bien podían pasar por los dignos bufones de esta justicia que con tanta barbarie se administra en México.

Celeste caminó desde la puerta de su cuarto hasta la de la calle, y llegó a ella justamente en el momento en que se presentaba una patrulla de cuatro soldados y un cabo, que algún vecino oficioso había ido a buscar. Y sea que la vista de los soldados le produjesen una fuerte impresión en los nervios, sea que saliese por un momento del estupor en que había estado, con un movimiento de desesperación inaudito se desasió de las manos de los aguilitas y se dejó caer en el suelo.

Los soldados comenzaron a dar golpes con el cañón de los fusiles a diestra y siniestra, y dispersando en un momento el grupo de gente, penetraron al centro, y despojando de su autoridad a los de la policía, lo primero de que trataron fue de que siguiese todo adelante; pero como a esto se oponía la resistencia de Celeste, uno de ellos la tomó por la cintura y la levantó.

La muchacha, cubriéndose fuertemente el rostro con las manos, se dejó caer de nuevo; el soldado, exasperado, dejó caer la culata de su fusil en el hombro de ésta, y un grito de terror se levantó entre los espectadores, mientras Celeste exhalaba un doloroso lamento y el soldado dejaba caer de nuevo la culata de su fusil sobre la espalda de la joven.

Un sacerdote, que confesaba a un moribundo en la casa de vecindad, y que había presenciado parte de estas escenas, advertido por una mujer, se abrió paso por entre la multitud y contuvo al soldado, al tiempo mismo en que iba quizá a dar el tercer golpe a Celeste.

—Oh, ¡esto es inicuo! —dijo con energía el eclesiástico—. ¿Quién os da facultad para tratar así a esta desgraciada?

La mirada firme del padre contuvo a los soldados; y así ellos como todos los circunstantes guardaron un respetuoso silencio. Muchos, movidos de su piedad, expresada fielmente en su rostro juvenil y modesto, se quitaron el sombrero y se disponían a ayudarlo, lo que no dejó de intimidar a los soldados.

—Esas armas —continuó el eclesiástico exaltado— deben guardarse para los enemigos extranjeros, y no para una pobre criatura indefensa.

—Es una ladrona que se resiste a ir a la cárcel —dijo en voz alta uno de los aguilitas.

—¡¡¡Silencio!!! —interrumpió el padre poniéndose un dedo en la boca y mirando fijamente al esbirro con aire de autoridad.

El esbirro se quitó el sombrero y bajó los ojos; el padre se inclinó entonces y, tomando con sus manos tiernamente la cabeza de la muchacha, le dijo:

—Vamos, hija mía, levántate y obedece. Yo te lo ruego, en nombre de Dios, que padeció más por nosotros. Vamos, hija, levántate.

Celeste se puso en pie, movida por aquella voz suave y religiosa que resonó en lo íntimo de su corazón, y fijó sus grandes ojos en el eclesiástico.

—Sufres mucho ¿no es verdad, hija mía? Te han maltratado —le dijo tomándole afectuosamente la mano.

Celeste sólo pudo contestar echándose en los brazos del padre y ocultando su faz, anegada en llanto, en el pecho del eclesiástico.

Toda aquella gente cambió súbitamente de sentimientos con el ejemplo de caridad del buen clérigo; y ya, lejos de acriminar a la joven, comenzaron a compadecerla, hasta el punto de que hubo algunos que trajeron una poca de agua en una vasija y la hicieron beber algunos tragos.

El padre levantó la llorosa faz de Celeste, le dijo algunas palabras al oído y, dando su mano a besar a los chicuelos que se la tomaban, desapareció entre la multitud que llenaba la calle.

Su intención era ir al día siguiente a la cárcel, valerse de su influjo y de sus conocimientos, y lograr la libertad de esta criatura que le parecía absolutamente inocente. Éstas fueron las palabras consoladoras que dijo a la muchacha, y las cuales abrieron alguna esperanza en su alma desolada.

La comitiva, en los términos que se ha dicho, siguió su camino por las calles principales y con dirección a la Diputación, aumentándose cada vez más con la multitud de gente que no tiene más ocupación que vagar al acaso, deteniéndose en las tabernas a presenciar los pleitos y acompañando hasta las cárceles públicas a los heridos, muertos y agresores.

Lo que pasaba en el alma de la muchacha, mientras iba atravesando esas calles tan populosas y llenas de gente de una y otra acera, no puede, definirse. Ya cerca de la cárcel las fuerzas la abandonaron, y sólo maquinalmente y sostenida por dos mujeres caritativas, pudo llegar a la prisión. Al día siguiente fue conducida a la Acordada.

La Acordada es un antiguo edificio construido desde el tiempo del gobierno español, y que ha servido y sirve de prisión a los criminales de ambos sexos; su aspecto exterior no es de ninguna manera tétrico, y, por el contrario, como está situado en el término de la hermosa calle de Corpus Christi, tiene cercana la frondosa Alameda y el Paseo de Bucareli, desde donde se descubre una de las vistas más pintorescas que pueden imaginarse.

Por fuera, sus altas paredes están borroneadas al temple, de un color rojo oscuro, y sólo la balconería, con vidrieras viejas y rotas y sin otra clase de adorno, anuncia algo del abandono e incuria del interior.

En un costado hay una puerta con una reja que da entrada a una pieza en la que hay un banco de piedra, donde se colocan los cadáveres sangrientos y deformes de los que son asesinados en las riñas que frecuentemente hay en las tabernas de los barrios.

Es una cosa singular el observar en las tardes cómo las lindas jóvenes que van en sus soberbios carruajes, se tapan los ojos o vuelven disimuladamente la vista para no ver aquellos cadáveres desnudos y sangrientos, que con tan poco respeto a la decencia se exponen a la expectación en uno de los parajes más públicos de la capital.

La guardia que custodiaba a Celeste hizo alto en la puerta; y a ella, acompañada siempre de los esbirros, se le hizo subir por una escalera oscura y sucia situada en el costado. Una gruesa puerta con un boquete guarnecido de rejas de fierro se abrió, y con un espantoso rechinido volvió a cerrarse, después que hubieron pasado las personas únicamente necesarias.

Celeste estaba casi sin vida; pero el ruido de aquella lúgubre puerta que se cerró tras ella, el de las cadenas de los presidiarios que entraban, la vista de algunas cabezas con erizados cabellos que divisó incrustadas en los boquetes, como si fuesen visiones del infierno, y el eco bronco de los juramentos y la confusa vocería que escuchaba, hicieron que un calofrío horrible como el de la muerte recorriera su cuerpo.

Y, por un movimiento nervioso, iba a oponer la misma resistencia que le valió los golpes de los soldados, cuando recordó aquella voz dulce del eclesiástico, aquel rayo de esperanza que había arrojado en su alma, y obedeció a sus verdugos, cubriendo su rostro con sus manos, y arrojando un profundo y ahogado gemido.

Celeste fue llevada por varios callejones lóbregos, llenos de polvo y de basura, hasta una pieza en la que había malas sillas, peores mesas y grandes armazones llenos de papeles. Allí estuvo expuesta, hasta que llegaron el juez y el escribano, a las miradas lúbricas y curiosas de todos los carceleros, esbirros y corchetes; horda terrible, de cuyas garras, si el reo sale libre, el inocente sale sin honor.

Celeste no pudo contestar una palabra a lo que le preguntaron porque, cuando quería hablar, el llanto y la vergüenza se lo impedían. El escribano le rogó, se impacientó, juró, caló sus gafas dos o tres veces con rabia, fumó media cajilla de cigarros, y por fin, sentadas las primeras declaraciones, que atestiguaban que la muchacha había robado y que, a consecuencia de su resistencia había resultado un hombre herido y su padre muerto, fue consignada a la prisión como ladrona, escandalosa y parricida.

—¡Eh!, parece que promete esperanzas la niña —dijo un tinterillo de chaqueta de indiana, pantalón azul muy ancho y fisonomía picaresca y maligna.

—La muchacha tiene buenos bigotes, y apuesto mis dos orejas a que pronto saldrá libre por más delitos que tenga. ¿Te acuerdas de muchos casos semejantes?

—Parece muy romántica, y como habrá leído los Misterios de París, se figurará ser Flor de María. ¿Cuántas Flores de María has visto por esos barrios, camarada?

—Ja, ja… ya se le quitará el romanticismo con la compañía de las presas; y en cuanto esté un poco más alegrilla, indagaremos cómo va la causa para que nos toque algo…

—Vaya, Benito, parece que tienes tu plan… Hablemos claro.

Los dos interlocutores se aproximaron, y Benito, que era uno de los tinterillos, le respondió:

—Bribón ¿y tú no tienes plan ninguno?

—¡Yo!…

—Tú…

—Acaso… Pero no hablo como…

—Muy bien, así me gusta; pero ¿quién va primero?

—Supongo que el escribano y el juez, y… —respondió Benito maliciosamente.

—Un demonio para ellos… Entonces nosotros somos mano. Ya sabes que como estoy al alcance de todo lo que pasa aquí, los porteros, la presidenta y todos me consideran, porque temen que descubra sus podridas; así, yo puedo entrar a la hora que quiera a la prisión de las mujeres.

—Perfectamente; pero si yo te descubro, los demás te quitarán por celos los cuatro reales diarios y tus buscas…

—Dices bien —contestó reflexionando Zizaña, que este era el apodo del otro tinterillo que hablaba con Benito— y por esa causa quiero que nos entendamos…

—¿Pero cómo ha de ser?

—Echaremos una porra.

—Convenido.

Se acercaron a una mesa, y uno de ellos trazó dos líneas en un papel, y en el extremo de ellas pintó una bolita, y dándole dos dobleces presentó al otro las puntillas de las líneas.

—Escoge —le dijo.

—La izquierda —dijo Benito, rayando con una pluma la línea.

—¡Perdiste! —exclamó Zizaña con alegría.

—¡Bah! ¿Y qué me importa? Al fin más tarde o más temprano…

—Muy bien, muy bien —volvió a exclamar Zizaña, sonando las palmas de las manos.

—¿Y cuándo? —preguntó Benito.

—Mañana en la noche, o pasado mañana, será necesario que, por providencia gubernativa, duerma en un separo…

Como se deja entender, estos dos hombres jugaban, según el lenguaje de los covachuelistas, en una porra, la posesión de la presa.

Celeste, como hemos dicho, fue introducida en la prisión. Aquellas puertas sucias y toscas, con gruesas aldabas, se cerraron tras ella, y se encontró aislada entre gentes desconocidas, entre seres degradados.

No sé qué sentimiento profundamente doloroso se apodera del corazón cuando ya la desgracia ha llegado a su colmo, cuando se han agotado los padecimientos, cuando se ha perdido casi toda esperanza; el abandono y el aislamiento se hacen entonces sentir en toda su triste extensión, y necesita el alma alguna cosa superior que la sostenga y fortifique, como el náufrago cuando piensa en apoderarse de la débil tabla que lo ha de salvar; como el viajero, a quien abandonan las fuerzas al llegar al oasis; como el caminante que busca una débil rama antes de caer al precipicio.

Perder la libertad, perder el honor en prisión, es más que perder la vida; por eso, si hubiera en México hombres de un espíritu filantrópico y humano, habrían promovido antes de ahora el establecimiento de casas de detención, administradas por hombres de una inflexible severidad, de una rígida moral, para que mientras la justicia averigua si en efecto hay o no crimen, se guardara con una separación debida, el respeto que se debe al infortunio, a la inocencia o la virtud.

Celeste, como no tenía quien la protegiera, no pudo ser colocada en uno de los lugares de distinción, que, sea dicho de paso, son unas piezas o galerías sucias, húmedas y fétidas, donde es siempre preciso estar en unión de otros criminales.

La prisión se compone de un corredor angosto, de las sucias habitaciones de que se ha hablado, y de una galera con un banco de piedra al derredor, que sirve de dormitorio. En el piso bajo hay un patio con una fuente y estanque donde se lava la ropa, una mala cocina con el techo lleno de humo y medio cayéndose, donde las presas condenadas al trabajo, se emplean en moler maíz para hacer tortillas, o en cocer habas y alverjones, que son la comida ordinaria de los presos.

En un ángulo oscuro y solitario están tres o cuatro cuartos, que cuando se cierran sus puertas, quedan en la más completa oscuridad. El piso es de losas, lleno de agua, de insectos, de suciedad; y la atmósfera mefítica y dañada que se respira allí podía haber servido de tormento para los reos en los tiempos bárbaros de la Inquisición.

La presidenta, que es una presa a quien se le abona una gratificación cada mes, y a quien se le da autoridad para que vigile el orden de la cárcel, si es que puede haber orden en semejantes lugares, condujo a Celeste por toda la prisión.

Y la muchacha, como si experimentase un vértigo, se dejó maquinalmente llevar paseando sus ojos abiertos y descarriados por aquellas paredes negras, por aquellas habitaciones inmundas, por aquellos rostros de las criminales, en cuyas fisonomías burlonas, se descubría el hábito del crimen y la corrupción que había casi extinguido en su alma lo que se llama conciencia.

Cómo Celeste, delicada, tímida e inocente, pudo resistir a estas impresiones, a estos inauditos dolores, es lo que sólo puede comprender Dios, que en las ocasiones solemnes da a los pobres mortales lo que se llama fortaleza.

En la noche, Celeste fue conducida al dormitorio común, no se atrevió a suplicar, ni a pronunciar una palabra, y aun estaba privada de llorar, porque tenía miedo de las paredes de la prisión, de las presas y hasta de los insectos que volaban en el aire. Su corazón se partía, su alma gemía de dolor y su razón estaba próxima a extraviarse.

El hambre, la fatiga y las emociones doblegaron su débil naturaleza, y cayó entre aquella multitud de mujeres, aglomeradas unas sobre otras, presa de un sopor y de un sueño febril, mucho más agitado y doloroso que el que experimentaba cuando sufría, al lado de sus padres enfermos, los horrores de la miseria.

Celeste no dormía, pero tampoco se hallaba completamente despierta; la vibración de las campanas de los relojes de las iglesias vecinas hacía estremecer su corazón, y la respiración fuerte y ruidosa de las presas, que dormían tranquilamente, hacía erizar sus cabellos.

A la vacilante y débil luz de la vela de sebo que, colocada en un farol, alumbraba el dormitorio, veía levantarse de los bancos de piedra, y deslizarse por las paredes, gigantescos brazos armados de puñales, figuras grotescas que la amenazaban, sombras y fantasmas sangrientos que exhalaban dolorosos quejidos; si cerraba fuertemente los ojos, las visiones se multiplicaban y aparecían más deformes, más amenazadoras. Celeste, entonces, encogiendo todos los miembros de su cuerpo, ahogaba entre sus labios el grito que le arrancaba el miedo.

Y después, en medio de esas visiones de horror y de duelo, que le representaba su cerebro trastornado, veía la figura pálida e interesante de Arturo; un amargo desconsuelo bañaba su alma y un agudo dolor le punzaba el corazón. Era una ilusión que se le desvanecía entre las sombras de los criminales, una esperanza dulcísima que había venido a morir entre las rejas de una inmunda cárcel.

—Oh, ¡la muerte, la muerte, Dios mío!, es el único remedio que puedes mandarme —murmuraba Celeste en lo interior de su alma, y luego caía en un nuevo vértigo, muy parecido a las agonías de un moribundo.

El dormitorio, como se ha expresado, es un lugar sucio, mal ventilado y cuyas paredes están cubiertas de chinches; pero estos padecimientos desaparecieron completamente ante los sufrimientos morales, de que se ha procurado dar una idea.

En cuanto brilló el primer rayo de luz, Celeste se quiso levantar pero se encontró casi desnuda; su rebozo, sus zapatos, sus medias, su ropa interior, todo había desaparecido. La presidenta hizo sus averiguaciones para indagar quién había robado a la nueva presa, pero todo fue en vano.

Entonces, movida a compasión, le prestó unos harapos, con los cuales pudo cubrir su desnudez, y se sentó confusa y anonadada en un rincón del dormitorio. Allí formó una resolución desesperada, y fue, no sólo la de confesar el delito que se le imputaba, sino agregar otros mayores, para lograr con esto el que se la condenase a muerte.

Llegada la hora en que se le llevó delante del juez, se afirmó más y más en esta loca idea, y con una completa serenidad confesó cuanto quisieron que confesara. Benito y Zizaña estaban locos de contento de que hubiese materia para determinar que se la pusiese en un separo.

—¿Qué les parece a ustedes, qué alhaja tenemos en la Celeste, caballeros? —dijo el escribano, quitándose los anteojos, y cuando, después de que retiraron a la muchacha, acabó de escribir la última foja de un pliego de papel sellado.

—¿Cómo?, explíquese usted —preguntó Zizaña.

—¿Quién diría que con su carita de virgen había de tener esta mujer un alma de Lucifer? ¿No han oído ustedes?

—Apenas hemos escuchado —dijo Benito con indiferencia.

—Pues, señores —continuó el escribano flemáticamente—, esta perlita, que no cumple los dieciocho, es ladrona, infanticida, parricida; qué sé yo cuántas cosas más… Lástima da, en efecto, pero es menester ponerla en un separo, porque es de temer que contagie a otras cuyos vicios, al fin, son de poca monta.

Benito y Zizaña cambiaron una mirada de inteligencia y de satisfacción.

XX. El Tinterillo

Como los trámites judiciales son entre nosotros tan lentos, y ya sea para absolver al inocente o para castigar al culpable, pasan días, semanas, meses y hasta años, a no ser que en estos asuntos intervenga el dinero, el influjo u otra clase de interés, como el que tenían, por ejemplo, los tinterillos Benito y Zizaña, transcurrieron quince días sin que nada se determinara respecto de Celeste.

Durante ellos, la vida de Celeste, como puede bien concebirse, pasó lenta y horrible en la prisión; y si bien se le mitigaron los terrores pánicos que al principio experimentó, los pésimos alimentos, la desnudez, lo malsano del local, y, más que todo, la amistad por decirlo así, que habían concebido por ella algunas criminales, la tenían en un estado continuo de tortura, que en su interior ofrecía a Dios, esperando que muy pronto una sentencia de muerte concluiría con estas penas; si Celeste no hubiera tenido esta esperanza, habría, sin duda, perdido el juicio.

La ocurrencia de la muerte del alcalde de barrio, que, según recordará el lector, fue asesinado por el supuesto platero que reconoció el fistol, fue una circunstancia que agravó más la causa y que dio lugar a que se le condujera otra vez ante el tribunal para hacerle este nuevo cargo.

Hemos dicho que Celeste, ignorando que la justicia de México deja envejecer a los reos en las cárceles, principalmente si son del sexo femenino, había confesado crímenes que no había cometido; mas cuando realmente se le acusó como cómplice o instigadora de un asesinato, negó con dignidad toda participación en este delito y suplicó, con la mayor inocencia, al juez y al escribano que la condenaran a muerte, pues le parecían bastantes los delitos que había confesado.

Éstos sonrieron, e inclinados, como somos todos los hombres, a juzgar favorablemente a las mujeres hermosas, pensaron en su interior que acaso podía esta muchacha tener menos delitos; pero como las declaraciones estaban todas conformes, y condenaban terminantemente a la muchacha, y las sospechas eran todas fundadas, puesto que el alcalde de barrio fue asesinado la noche del día en que ejecutó la prisión de Celeste, no había medio de salvarla.

Así, la compasión de los encargados de la justicia fue pasajera, y quedó acordado que Celeste ocuparía un separo, al menos mientras se esclarecía algo más este último punto; desde esa misma tarde se confinó a Celeste al separo.

Ya hemos dicho lo que es un separo, una bartolina llena de humedad y con el techo tan bajo, que casi es imposible la respiración; la presidenta, acostumbrada a estas escenas y a la vista de tales lugares, llevó a la muchacha y, cerrando la puerta con una gruesa llave, se retiró con la mayor frialdad.

Celeste no opuso resistencia, y en el momento en que cerraba la puerta quedó en una completa oscuridad, buscó a tientas un rincón, se sentó en las losas frías y dio rienda suelta al llanto, que por tanto tiempo había reprimido en su corazón.

Tenía que llorar a su padre muerto, a su madre moribunda, a su ideal amante perdido, a su libertad, a su honor manchado; muchas lágrimas necesitaba por cierto para tanto dolor. No oía en aquel calabozo las horas, y a haberlas contado por sus martirios, las hubiera calculado como siglos, pero era sin duda una hora avanzada de la noche, cuando todavía lloraba; el frío de las losas había entumido sus miembros, y sentía que, mientras sus rodillas estaban como la nieve, su cabeza ardía como un volcán.

Un ruido lejano, que se escuchó en medio de aquel silencio profundo, la hizo estremecer; el ruido se aproximó más, y sintió clara y distintamente los pasos de un hombre. A poco, una llave dio vuelta en la cerradura, y la puerta del calabozo se abrió poco a poco. Celeste, sobrecogida, se refugió al rincón.

—Yo soy, muchacha —dijo una voz agria, pero que procuraba dulcificar el que la profería— yo soy, no te asustes.

Zizaña, que era el que entraba al calabozo de Celeste, encendió un cerillo que pegó en la pared, y de puntillas, con la respiración trabajosa, los ojos ardiendo en deseos, con la boca entreabierta y con los brazos en actitud de obrar, se acercó al rincón, donde, hecha un bulto informe y con el terror retratado en el rostro, permanecía Celeste.

—No hay que asustarse, muchacha —dijo Zizaña— vengo sólo a hablarte de tus asuntos; tu causa está mala y vas a ser sentenciada a muerte.

—¡Ah! ¡Estoy sentenciada a muerte! —exclamó Celeste, sonando las palmas de las manos.

Zizaña, que aguardaba que esta noticia haría una profunda impresión en la muchacha, retrocedió asombrado.

—¿Con que no te da cuidado esta noticia?

—¡Sentenciada a muerte! —repetía Celeste con una alegría que, a cualquier otro, que no hubiese sido el endurecido tinterillo, le habría desgarrado el corazón.

—Sí, sentenciada a muerte —dijo Zizaña, con flema y acercándose, siempre poco a poco a Celeste.

—¿Y cuándo? —preguntó ésta.

—¿Cuándo? Muy pronto. Pero mira, muchacha, te explicaré, y verás cómo no es muy agradable morir.

Celeste reconcentró su atención, y Zizaña, con una sonrisa sarcástica, prosiguió:

—Pues en primer lugar se te pone en capilla. Tres días se te da de comer muy bien, porque, hija mía, a los reos se les engorda como a los cochinos, antes de matarlos. En los tres días la capilla está llena de padres camilos, vestidos de negro, con una cruz roja en el pecho, de hermanos de cofradías y de otras gentes que tienen por oficio, diz que hacer caridad, cuando menos se necesita.

Celeste permanecía inmóvil, y Zizaña comenzó a comprender que podía sacar un buen partido de la charla y prosiguió:

—Los padres te atormentan los tres días, pintándote los martirios horrendos del infierno, adonde los que han derramado sangre y han robado como tú…

Celeste alzó los ojos al cielo y después, bajándolos, continuó escuchando:

—Padecen —continuó Zizaña— el fuego eterno, y los diablos les dan a beber plomo y azufre ardiendo. Concluidos los tres días, te sacan de la cárcel, y con un grande aparato y pompa te llevan por las calles, y las catrinas, adornadas como si fueran al teatro o al baile, se asoman a los balcones, y ven el color de tu pellejo y el de tu cabello, y examinan tu cara, y si te compadecen se consuelan pronto con sus amantes, que detrás de ellas les dicen muchos requiebros al oído.

Celeste se estremeció, porque pensaba que tal vez Arturo la vería pasar para el suplicio.

—¡Bueno! —dijo para sus adentros Zizaña—, la comedia ha surtido su efecto, y la muchacha será mía.

Después de una ligera pausa, que hizo de intento para que filtraran sus palabras en el corazón de la muchacha, continuó:

—En medio de fruteras y vendedores de bizcochos, cercada de soldados y padres, llegas al cadalso, y allí el verdugo corta tu trenza, te sienta en un palo, y después enreda una mascada con una bola de fierro a tu cuello, y da vueltas, da vueltas… da vueltas… hasta que te ahoga.

Celeste llevó maquinalmente su mano al cuello, y Zizaña se tapó la boca para no soltar la carcajada.

—¿Con que quieres ser libre, muchacha? ¿Quieres dormir en mis brazos, en vez de caer en las manos del verdugo? —dijo Zizaña aproximándose más a la joven.

Celeste se levantó de la postura encogida y sumisa en que estaba, y enhiesta, orgullosa, altiva como una reina, echó una mirada de desprecio sobre el tinterillo; su tez pálida y transparente, en que resaltaban sus rasgados y dolientes ojos, su cabello, que en desorden caía sobre sus hombros blancos, le daban el atractivo de una Magdalena.

Zizaña, exaltado, se arrojó a estrecharla en sus brazos; pero Celeste lo empujó fuertemente y con voz llena de altivez le dijo:

—¡Fuera!, ¡fuera del calabozo de la presa y de la ladrona! No quiero piedad ni compasión de los hombres; quiero la vergonzosa muerte que se me aguarda, y nada más.

—¡Hola! ¡Hola! —dijo en voz baja Zizaña—, pues que no ha surtido la comedia el efecto que yo sospechaba, apelemos a quien todo lo puede —y, sacando del bolsillo algunas monedas de oro y plata, las presentó a la vista de Celeste, sonándolas con regocijo.

—No creas que yo trato de darme por bien servido, muchacha, que además de sacarte de esta prisión, te daré dinero para que compres bonitos túnicos y zapatos de seda, para que no tengas tus pies, tan chiquitos y tan blancos, en las losas frías.

Celeste se sonrió con desprecio.

—¡Hola! —volvió a decir Zizaña en voz baja—, puesto que no valen ni la comedia ni el interés, apelaremos a la tragedia.

»¡Muy bien, infame! —gritó fingiendo una rabia concentrada y sacando un puñal—. Una vez que no vale el buen modo, te voy a hacer mil pedazos si no consientes en obedecerme.

Celeste sonrió amargamente y, sin dar muestra de miedo, sonaba las manos y exclamaba:

—¡Sentenciada a muerte! ¡Sentenciada a muerte!

—Esta mujer está loca —dijo el tinterillo—, probemos el último medio, porque ya es demasiado tarde, y si algunas presas están despiertas, y principalmente esa furia de Macaria, me meterá en mil enredos y chismes, y en estas cosas lo que vale es la astucia y el secreto.

—¡Eh, infeliz! —dijo con tono alto Zizaña—, vas a morir —y a este tiempo alzó el puñal para herir a Celeste; pero ésta, lejos de atemorizarse, no hizo el más leve movimiento y mirando fijamente a Zizaña sonrió de nuevo y exclamó:

—¡Condenada a muerte! ¡Condenada a muerte!

—¡Miserable loca! —dijo Zizaña—, será capaz, si me descuido, de estrellarme la cabeza contra una de estas paredes. Mañana tentaremos otros medios, y ya traeré unos mecatitos con que atarle las manos, y una mordaza para que no grite.

Fortificado con tan virtuosa resolución, guardó su puñal y sus monedas, y recogió sus fósforos y su cerillo, y con mucha calma dio la vuelta y cerró la puerta.

Apenas se hubo alejado, cuando Celeste, hallándose de nuevo en una completa oscuridad, llevó las manos a sus ojos, separó su cabello de su rostro y exclamó:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! Mi cabeza se pierde; se extravía —y luego, viniéndole las lágrimas a los ojos, dijo—: ¡Gracias, gracias, Señor, porque aún me das lágrimas!

Al día siguiente, cuando le llevaron un plato de alverjones duros, la encontraron en la posición en que cayó en las frías losas cuando se retiró Zizaña.

La presidenta, movida a compasión, y contra las recomendaciones que los esbirros, secuaces de Zizaña, le habían hecho, la sacó un momento al sol; y entonces Celeste se aventuró tímidamente a contar a la presidenta la escena de la noche anterior; pero ésta la tuvo por una mentira o por un delirio de su fantasía.

—Cuando te vayas acostumbrando a esta casa —le dijo— ya se te quitarán esas visiones.

Celeste se calló la boca; pero Macaria, que escuchó la conversación, le dio un suave tironcito de la ropa, le deslizó un pequeño puñal en la mano y le hizo una seña de inteligencia. Celeste comprendió instintivamente que era un auxilio que le venía del cielo.

Macaria era una mujer de más de treinta años de edad, baja de cuerpo, de grueso cuello y anchas espaldas, labios abultados, carrillos encarnados, nariz chata y arremangada, cejas juntas y pobladas y ojos, pequeños, verdosos y hundidos; tenía, en final, la mayor parte de las facciones que, según Lavater, constituyen una fisonomía inclinada al crimen.

Hacía cuatro años que estaba en la cárcel, y había sido sentenciada a diez años de prisión por haber matado a su querido por causa de celos. Esta mujer tenía un afecto muy vivo a Celeste, y más de una vez había evitado que se le hicieran a ésta los daños que, sin su cuidado, se le habrían hecho.

La presidenta condujo a Celeste al separo, y Macaria las siguió de lejos, no omitiendo hacerle de nuevo a la muchacha una señal de inteligencia.

En la noche, Zizaña aguardó que, como la anterior, todo estuviera en profundo silencio, y se introdujo en la prisión provisto de varios útiles que juzgaba indispensables para dar cima a su diabólico proyecto.

Atravesó de puntillas y con precaución el corredor, bajó la escalera y se puso a observar con cuidado; y notando que todo estaba en el más profundo silencio, siguió su camino hasta que a tientas dio con la puerta del calabozo de Celeste; metió la llave en la cerradura, y preparaba ya su fósforo y su cerillo, cuando se sintió asido del cuello por una mano fuerte que lo ahogaba, como si fuera la mascada que oprime el cuello de un ajusticiado.

Zizaña quiso gritar, pero la voz expiró al salir de sus labios; entonces metió mano al bolsillo en busca de su puñal; pero la persona que lo tenía asido, registrándolo violentamente, le arrancó de la bolsa el puñal, las cuerdas y un pomito que contenía un licor narcótico, que era también uno de los elementos con que el tinterillo contaba para alcanzar una completa victoria, y todo lo arrojó al suelo.

—¡Me asesinan! ¡Auxilio!… —murmuró Zizaña.

—¡Chust, pícaro! —dijo la persona que lo tenía asido, apretando más fuertemente su cuello.

—¡Macari…!

—Sí, Macaria, yo soy. ¿Te acuerdas que cuando, hace cuatro años, me trajeron a esta maldita cárcel, también viniste, como ahora, a mi calabozo a prometerme libertad, dinero y todo lo que yo quisiera? Y lo que me han dado tú y los léperos, ladrones y pillos, que diz que hacen justicia, son diez años de encierro y de tormentos, que los pagarán en el infierno, porque si yo maté a mi amante, fue porque me engañó, porque… pero en fin…

Zizaña, que sentía que Macaria lo ahogaba, no atendía por supuesto a este razonamiento, que era dicho con una voz llena de rabia y de ira, y apelando a la defensa instintiva y natural, asió también del cuello a la presa. Entonces se trabó una lucha horrible en la oscuridad, oyéndose sólo por intervalos maldiciones confusas y cortadas, y de vez en cuando un trabajoso estertor, que demostraba bien los esfuerzos que ambos hacían para ahogarse.

Macaria, como hemos dicho, era fuerte y de contextura atlética; así es que, a pesar de la debilidad común a su sexo, logró echar a su adversario por tierra. Zizaña dio un quejido e imploró la piedad de la presa, que había apoyado la punta fría de su puñal en el corazón del tinterillo.

—Muy bien, infame lépero —le dijo Macaria—, te perdono la vida, pero a condición de que jamás vuelvas a intentar nada contra esta pobre muchacha; y si influyes en que se le agrave la sentencia, este puñal será para ti.

Zizaña lanzó otro quejido, y Macaria, que sólo le había por diversión introducido media línea del puñal en el pecho, soltó una carcajada y, dejándole levantar, le dijo:

—¡Fuera, miserable! ¡Fuera de aquí!

Zizaña no se hizo repetir dos veces la orden, y levantándose se deslizó por entre aquellos oscuros y lóbregos callejones, subió la escalera y salió de la prisión, dándose por muy feliz de haberse libertado de las garras de Macaria, la cual, por su parte, se dirigió al dormitorio, riéndose del susto que había dado al cobarde que hacía cuatro años la había engañado con falsas promesas.

Celeste, llena de terror, escuchó las voces, los quejidos, las pisadas, sin comprender lo que pasaba; a poco los pasos se alejaron y todo volvió a quedar en un profundo silencio.

XXI. El Ángel de la Guarda

Celeste sufría sus martirios con la resignación de una santa; y en dos cosas esperaba confiada: o en el auxilio que pudiera prestarle el sacerdote que la defendió de la brutalidad de los soldados el día de su prisión, o, en último caso, en una sentencia de muerte.

En cuanto al tinterillo, asustado por Macaria, por una parte, y temiendo, por otra, ser descubierto y separado del destino que ocupaba en la cárcel, dejó para más tarde el llevar a cabo su intento, pues era hombre que sólo se aventuraba en una empresa cuando estaba seguro de la impunidad.

Así, por este lado, Celeste estuvo tranquila algunos días, pues Macaria le contó lo acaecido y le prometió cortar la cara con un tranchete al seductor si se atrevía a solicitarla otra vez. La presidenta, por su parte, no se mostraba cruel con ella, la sacaba al sol, y muchas ocasiones le participaba de su comida.

Un día Macaria se acercó a Celeste, y abrazándola por la cintura con la tosca sinceridad con que demuestra su cariño la gente del pueblo, le dijo:

—Celeste, tengo que darte una buena noticia.

—¿Cuál es? —preguntó Celeste.

—Que no te condenarán a muerte, porque a las mujeres nunca nos ahorcan en México.

—¿Que no me condenarán a muerte? —volvió a preguntar la muchacha con muestras de profundo sentimiento.

—Cabal que no —repuso Macaria con alegría—, y si lo hubieran hecho, merecían esos verdugos que los quemaran. ¿Por qué a mí, que tengo más delitos que tú, no me han ahorcado? Pues si a ti te ahorcaran, la ley no sería pareja.

—Es decir —preguntó con temor Celeste—, que saldré pronto de la cárcel.

—Sí, pronto —contestó Macaria—, de aquí a diez años.

Celeste escuchó aterrada esta noticia, pues una de sus esperanzas, que era la muerte, acababa de desvanecerse; pero le quedaba aún la del auxilio del clérigo. Si esta esperanza desaparecía también, no tenía ya delante de sí más que diez años de infierno en esta vida. Correspondió con algún cariño a las rudas demostraciones que la hacía Macaria, y se retiraba ya en silencio, cuando Macaria la llamó.

—¿Quieres salir en libertad, Celeste? —le dijo.

Ésta le dio a entender con los ojos que sí.

—Pues bien, yo tengo señores de mucho empeño que te sacarán; pero es menester que condesciendas en verlos y en rogarles que se interesen por ti. Te aseguro que no te engañarán, como a mí ese canalla de Zizaña.

Celeste con la cabeza hizo una seña negativa, y se retiró con las manos en los ojos. Una desesperación sombría se apoderó de la muchacha. Cesó de rezar a la Virgen y de pedir a Dios; y al ver el puñal que le había dado Macaria, algunas ideas de suicidio pasaban por su cerebro.

Los padecimientos habían alterado notablemente su salud. Sus pequeños pies estaban hinchados por la humedad del separo; las formas de su cuerpo habían perdido su redondez; su rostro estaba amarillento y transparente; su frente llena de manchas, sus ojos apagados y sin más brillo que el de algunas lágrimas fugitivas que rodaban por sus mejillas descarnadas, y sus labios y uñas eran ya de un color amoratado; en una palabra, Celeste se había envejecido como si hubiera estado veinte años en la cárcel.

Obligada a comer la indigesta ración de las presas, a dormir en la humedad del separo, o a respirar la atmósfera mefítica del dormitorio común, toda su hermosura se había marchitado. Celeste resolvió aguardar ocho días más, al cabo de los cuales, si el padre no se presentaba, el puñal de Macaria haría su oficio, pues estaba resuelta a abrir con él las venas de sus brazos y a dejarse morir en el separo.

Desde el momento en que comenzaron a correr los ocho días, Celeste apareció más tranquila que antes; tanto, que la presidenta, riéndose, le dijo que le aconsejaba que siguiera así, pues era el modo de que viviera feliz los diez o doce años de cárcel a que la condenarían. Celeste le aseguró que ya se iba acostumbrando, y rio como una loca, pues en verdad su razón no estaba muy sana.

El octavo día, señalado en su interior para su muerte, rogó a la presidenta que la pusiera en el separo. La presidenta, asombrada de tal petición, le hizo mil objeciones; pero ella le contestó que prefería estar sola, pues el ruido y las pulgas y chinches del dormitorio no la dejaban reposar.

La presidenta accedió al fin, y Celeste se retiró al separo, y allí, en aquel silencio y en aquella oscuridad, vinieron en tropel a presentarse a su imaginación todas sus desgracias. ¡Diez años de cárcel! ¡Diez años! Esta idea le parecía inconcebible. ¡Permanecer diez años en la cárcel sin respirar el aire libre, sin ser amada de nadie, olvidada en el fondo de un calabozo y condenada a oír el lenguaje indecente de las presas, y a soportar sus cóleras y sus caricias!

¡Pobre huérfana! ¡Tener que vivir diez años, sin más familia que un crecido número de criminales! ¡Oh! Celeste retorcía sus manos, y cuando sus labios querían pronunciar una oración, los cerraba, porque le parecía que Dios la había olvidado y que sus miradas no podían penetrar hasta aquella mansión inmunda. Entonces fue cuando sus recuerdos de niña volvieron a presentarse a su mente, vivos, ardientes y punzantes, como si fueran espinas que traspasaban su corazón.

Celeste tomó el puñal, y se regocijó tocando con sus dedos suaves la hoja helada. Después aplicó la punta a la vena de su brazo; pero antes de herirse, quedó un momento con la respiración suspensa, con los ojos fijos, con la boca entreabierta, con las facultades, en fin, embargadas, como es natural, cuando multitud de reflexiones graves y terribles se agolpan en la mente. Después arrojo el puñal al suelo y, cayendo de rodillas, exclamó con una voz dolorosa:

—¡Oh, Dios mío! Nunca, nunca lo haré.

Celeste tenía miedo.

Era la tarde. Por la estrecha abertura de la puerta del calabozo apenas se percibía una línea blanquecina, cuya escasísima claridad se desvanecía entre las sombras. Cuando Celeste contenía un momento la congojosa respiración de su pecho, un moscón zumbando, volaba por el calabozo, y sólo este ruido pavoroso turbaba el silencio; diríase que era una tumba a donde sólo llegaban lejanos y cansados los ecos de la vida.

Celeste tenía miedo; pero el demonio del suicidio quería ganar su alma, y le repetía incesantemente estas palabras: ¡Diez años de cárcel! ¡Diez años de cárcel! Entonces Celeste se arrastró por el calabozo, buscando a tientas el puñal; pero a este tiempo escuchó el ruido de unas pisadas, y creyendo que fuese el infame tinterillo, buscó el puñal con más empeño hasta encontrarlo. Entonces se puso en pie en la puerta, determinada a morir mártir pero no deshonrada.

La puerta del calabozo se abrió, y en vez del seductor, apareció la figura apacible y santa del clérigo. Era como de treinta años; de tez muy blanca, grandes ojos negros, llenos de dulzura y de melancolía; de sus dos labios frescos un poco entreabiertos, manaba una sonrisa de bondad. Era alto, bien proporcionado de miembros, y el traje negro de seda que caía hasta sus pies, le daba el aspecto religioso de una de esas obras maestras de escultura que suelen verse en los altares de los templos.

Celeste, habituada a la oscuridad, pudo notar bien la fisonomía del sacerdote y reconocerlo; pero como él venía de la calle, sólo podía distinguir en la oscuridad del calabozo una forma blanca que, envuelta en un sudario, lo esperaba en la puerta de esa tumba.

Al cabo de un gran rato de silencio, pues Celeste no podía pronunciar una palabra, y el eclesiástico, conmovido, tampoco hallaba por dónde comenzar, el carcelero que había servido de guía dijo con respeto:

—¿Es esta la mujer a quien deseaba usted hablarle, señor cura?

El padre se acercó al oído del carcelero, le dijo algunas palabras y éste se retiró inmediatamente, apartando también a varias presas que por curiosidad se habían acercado. Celeste y el clérigo quedaron solos.

Acostumbrada más la vista del padre a la oscuridad y abierta totalmente la puerta, pudo notar las paredes carcomidas y llenas de agujeros, el suelo húmedo, la atmósfera mortífera del separo; y con voz pausada y aparente calma, preguntó a Celeste:

—¿Aquí has estado, hija mía?

—Aquí, señor —respondió Celeste.

—¿Muchos días?

—Años, según creo.

—¡Pobre muchacha! —murmuró el padre, y luego dirigiéndose a Celeste, continuó—: Habrás perdido acaso la memoria. ¿Me conoces?

—Al momento os conocí: vos contuvisteis a los soldados que me daban de golpes, ¿no es verdad?

—Es verdad; pero entonces recordarás que no hace años sino días que te hallas en la cárcel.

—Ah, sí, días; pero cada día es un año, un siglo para mí, señor.

—¿Recuerdas que te prometí venir a verte?

—Sí, señor.

—¿Me aguardabas?

—Sí, señor, hasta hoy.

—¿Cómo?

—Mañana acaso habría sido tarde.

—¿Por qué, hija mía?

—Porque mi desgracia quiere que no me hayan sentenciado a muerte, que era mi sola esperanza, y me dicen que estoy condenada a diez años de cárcel. ¡Diez años de cárcel! ¿No os parece, señor, que diez años de cárcel serán diez años de lágrimas, diez años de martirios, diez años de desesperación? ¡Oh! —prosiguió sollozando—, no soy tan pecadora para que Dios me abandone y me castigue con tanto rigor.

—¿Y querías fugarte acaso?

—No, fugarme no, pero…

Celeste enseñó el puñal al padre.

—Con razón —dijo el padre en voz baja— tenía yo una inquietud mortal; si hubiera dilatado un día más, habría ganado Satanás un alma, y el cielo perdido un ángel.

Luego, dirigiéndose a Celeste, le tomó la mano y con voz llena de dulzura le dijo:

—Pero, hija mía, tú has desconfiado de la misericordia de Dios. ¿No sabías que yo te había prometido venir a consolarte al menos?

—He sufrido y sufro tanto, que me creía olvidada de Dios y de todo el mundo.

—Eres muy desgraciada en efecto. La noche del día en que te pusieron presa caí enfermo, y una calentura me ha tenido postrado en el lecho; pero he pensado en tu suerte continuamente, hija mía, y he venido a tiempo, ¿no es verdad? ¿Crees ahora en la misericordia y en el auxilio de Dios?

—¡Oh!, sí, sí —exclamó Celeste, bañando con su llanto las manos del padre.

—Ven, ven hija mía. Este calabozo está muy lóbrego, y los hombres son en efecto muy crueles.

El padre llevó a Celeste al cuarto de la presidenta y ordenó que los dejaran solos. El clérigo la miraba con atención, y apenas podía creer que fuese la misma muchacha que pocos días antes había visto, tanto así había cambiado.

—Ahora, Celeste, desahoga tu corazón conmigo —le dijo el padre, haciéndola sentar en una silla y tomando él otra— si has cometido fallas, soy el representante de Dios en la tierra y te las perdonaré todas; pero ofrece, hija mía, estos sufrimientos a Dios. La desconfianza y la desesperación serían un nuevo crimen que te cerraría la puerta del cielo, después de todo lo que has sufrido en la tierra. Este mundo no es más que un valle de lágrimas, donde sólo se cosechan penas que, si las sufrimos con resignación, son el tesoro que ponemos en el cielo para el fin de nuestra vida.

Las palabras dulces y religiosas del clérigo producían una viva impresión en el alma de Celeste, quien recordaba a Arturo involuntariamente, porque en su ignorada vida de dolores y de infortunios, sólo dos hombres habían comprendido sus penas y habládole un lenguaje que, como un bálsamo, bañaba las heridas de su alma.

—Así, hija mía, así —dijo el clérigo, mirando que las lágrimas goteaban en los pobres vestidos de la muchacha—, nos es permitido llorar, pero no entregarnos a la desesperación.

—¡Ah! —dijo Celeste interrumpiendo sus palabras con los sollozos—, sólo usted y el señor Arturo se han dolido de mi desgracia.

El padre se quedó un momento contemplando a Celeste, y como ocupado con un solo pensamiento, dijo en voz baja:

—Sí… sí, son sus mismos ojos, su misma voz, su mismo semblante, extenuado y pálido. ¡Oh qué memoria!

Celeste contuvo su llanto y, temiendo mortificar al eclesiástico, quiso sonreír.

—Como ella, como ella, tan resignada y tan buena —murmuró el padre en voz baja.

—Acaso os molestaré —dijo Celeste tímidamente— pero no lloraré ya. Todo puedo hacerlo, menos olvidar a usted y al señor Arturo, que me ha hecho tantos beneficios.

—¿El señor Arturo? —dijo el eclesiástico, poniéndose un dedo en la boca—. ¿Y quién es el señor Arturo, hija mía?

—El señor Arturo es un caballero —contestó Celeste con la mayor ingenuidad— que quiso hacerme muchos beneficios, y por cuya culpa estoy aquí… aunque no fue esa su intención.

—¡Cómo!, explícate —repuso el clérigo— porque esto necesita explicación; pero háblame la verdad.

—Pues la verdad digo —contestó Celeste—, si no me hubiera dado el fistol, no estaría yo aquí.

—¿Dices que te dio un fistol?

—Sí, señor, y que valía mucho dinero, según creo.

—¿Y conocías antes a ese Arturo?

—Nunca le había visto, hasta un día en que estando mi padre y mi madre enfermos, salí y…

—¿Y qué hiciste, criatura? —interrumpió el padre alarmado.

—Pedí limosna —dijo tímidamente Celeste, cubriéndose sus mejillas de un ligero tinte nácar.

—¡Ah! —exclamó el clérigo respirando.

—El señor me dio limosna, me siguió, entró a mi casa, comprendió que no era yo una mujer perdida y me dejó prendido en mi rebozo un alfiler de brillantes que tenía en su camisa.

—¿Dices la verdad, muchacha? —preguntó el clérigo, mirando fijamente a Celeste.

—La verdad, como a Dios se la diría.

El clérigo vio, en su tranquila y franca fisonomía, que en efecto no mentía, y comenzó a creer en su inocencia.

—¿Y este joven no volvió a verte? ¿No te citó para alguna conversación? ¿No te dijo palabras amorosas?

—¡Oh, no, no! —dijo Celeste con un profundo acento de dolor.

—¡Pobre muchacha! —murmuró el eclesiástico, y luego, dirigiéndose a Celeste, continuó—: Y dime, ¿tenías amistad con las vecinas de tu casa?

—Ninguna, padre; permanecía sola en mi pobre cuarto, porque su trato no me agradaba. Cuando con el dinero que el señor Arturo dejó a mi padre compré alguna ropa, una de ellas entró a indagar de dónde adquirí estas cosas. Yo no dije la verdad, porque no me hubiera creído.

—He aquí la envidia y la calumnia haciendo su oficio —dijo en voz baja el padre.

—Cuando el alcalde me prendió, ya no pude decir nada, porque estaba fuera de mí.

Celeste refirió al padre toda la escena de la prisión, conforme la sabe el lector, y el eclesiástico, conmovido ya, tuvo que voltear la cara y al disimulo enjugarse los ojos con su pañuelo.

—¡He aquí la justicia del mundo! —exclamó, volviendo a poner su rostro sereno para disimular su emoción.

—¡Oh, sí, mucha injusticia, señor! —dijo Celeste—, yo no soy ladrona. Nunca, nunca, ni aun para dar la vida a mis padres habría robado a nadie.

—¿Pero cómo, hija mía, siendo inocente, has confesado crímenes en tus declaraciones?

—¿Y qué sabe una mujer pobre, desvalida, ignorante como soy yo, para poderse defender?

—Pero si al menos hubieras dicho la verdad al juez, tu causa no estaría tan mala, pues según me he informado antes de entrar a verte, todas las pruebas están contra ti.

—Mis martirios han sido tan crueles, que deseaba yo que se terminaran.

—¿Pero cómo?

—Con la muerte.

—¡Oh! —dijo el padre, dejando a sus labios una amarga sonrisa—, pobre Celeste, te figuras que morir es un asunto muy sencillo. En este país a las mujeres muy rara vez las castigan así.

—Eso me han dicho, señor —contestó tristemente Celeste—, y mi sentencia será vivir diez años aquí, ¡aquí en este infierno!

—Pero vamos al caso. ¿Sabes dónde vive Arturo? Podré verlo, y si él declara la verdad, entonces saldrás libre.

—¡Libre! ¡Libre! —exclamó llena de alegría Celeste.

—Sí, libre. ¿Y por qué no? —dijo el clérigo.

—¡Libre!… ¿y para qué? —continuó Celeste con abatimiento.

—No te comprendo —interrumpió el padre asombrado—. ¿Con que te pesará salir en libertad, recobrar tu honor y vivir considerada y amada de las gentes?

—¡Amada!… No tengo quien me ame.

—Vamos, Celeste, sé racional; dime dónde vive ese caballero. No puedo, ahora que casi tengo certeza de tu inocencia, estar conforme con que permanezcas en esta inmunda prisión, en compañía de tantas criminales. La misión que tengo en la tierra es la de socorrer a los desvalidos y remediar sus penas, si es posible. Dios, al predicar su divino Evangelio, nos dio el ejemplo, y por eso los sacerdotes somos sus representantes en la tierra.

Celeste alzó sus ojos y miró al eclesiástico con una indefinible expresión de reconocimiento.

—Vamos, muchacha —le dijo éste con dulzura—, no seas caprichuda. ¿Dónde vive ese señor?

—Recuerdo que en la calle de… Pero es inútil, no lo veáis.

—¿Por qué?

—Porque le he mandado una carta que me escribió Macaria, y no me ha contestado, y ya no querrá verme más. Creerá que soy una mujer indigna de él.

—Es menester no desesperar del remedio, hija mía. Este negocio lo tomo por mi cuenta, y desde hoy te prometo no abandonarte.

Celeste tomó las manos del padre y las llevó a sus labios.

—Ahora, hija mía, ¿me otorgarás un favor?

—Lo que queráis, señor.

—Ya te oí como un amigo; quiero escucharte ahora como un confesor. ¿Deseas tranquilizar tu conciencia?

—Con mucho gusto, señor.

Celeste se arrodilló ante el clérigo, y el amigo se convirtió en juez severo; pero tanto el amigo como el juez, o más claro, el caritativo eclesiástico, salieron convencidos de que los padecimientos de Celeste eran debidos a una de tantas injusticias que se cometen en los tribunales con todas las apariencias de legalidad y de justicia, y, por consiguiente, se propuso no descansar hasta conseguir la libertad de su protegida. Había también un motivo secreto de simpatía que arrastraba al eclesiástico, y que más adelante lo sabrá el lector.

Cuando el bondadoso clérigo se retiró, Celeste quedó como recogida en sí misma, resignada, quizá feliz en aquel breve instante. Le pareció que el ángel de su guarda había venido a visitarla y abierto de par en par las rejas de la prisión.

XXII. Un jovencito del gran tono

Arturo y el capitán Manuel llegaron a México sin accidente alguno. Manuel se despidió de su amigo, a quien dijo que se retiraba a vivir a la casa de una tía anciana, única gente que tenía de su parte en el mundo; y convinieron en esperar las cartas de La Habana para obrar contra sus enemigos con toda actividad y energía.

En cuanto a Arturo, como tenía, no cariño, sino fanatismo por su madre, brusca e intempestivamente entró por todas las piezas de su casa hasta que se arrojó en brazos de la señora, que, más doliente con sus recientes pesares, hacía tiempo que permanecía en la recámara.

Cuando sintió la madre el contacto de los besos ardientes que su hijo le imprimía en la frente, sólo le fue dado mirarlo con mucha ternura, y quedó desvanecida en su sillón. Algunas sales aromáticas que le hicieron respirar le volvieron el uso de los sentidos, y entonces se abrazó fuertemente al cuello de Arturo, y pagó con usura sus besos y sus caricias.

Más de dos horas duró la entrevista, en la que hubo por parte de la madre dulces y amistosas reconvenciones, y por parte de Arturo caricias y disculpas. En cuanto al padre de Arturo, como era, según hemos dicho, un hombre enteramente preocupado con los negocios de agio y de comercio, sólo dio una palmada en el hombro de su hijo, cuando se sentaron a la mesa, diciéndole:

—Es menester que no botes tanto dinero, querido; estas idas y venidas y estas aventuras cuestan algo; y si no, dígalo la libranza que he pagado ayer, y que caminó más violentamente que tú.

Arturo, contento con salir tan a poca costa de sus apuros, siguió saboreando la confortante sopa, y tímidamente anunció a su padre que los señores Urigüen y Ragneau, sastres de París y de México, le presentarían dentro de pocos días una cuenta de ropa que tenía necesidad de mandar hacer.

El padre hizo un signo afirmativo con la cabeza, y concluyendo precipitadamente su comida, salió de su casa y caminó a palacio, en donde el ministro de Hacienda lo esperaba para concluir uno de esos negocios en que los reales se convierten en pesos.

Durante esa noche, Arturo acompañó a su madre, que sólo con la presencia de su hijo se mejoró visiblemente; mas al día siguiente, Arturo salió con un traje de mañana y se dirigió a la calle del Puente del Espíritu Santo, en donde está ese magnífico templo de la moda y del gran tono, dirigido por los más expertos cortadores de París.

Allí escogió los paños más finos, los casimires más caprichosos para pantalones, los terciopelos y sedas más ricos para chalecos, y ordenó que con tal de que hiciesen brevemente todo lo que escogió, no se parasen en precio.

Como en una gran ciudad donde todo se encuentra se hacen materialmente milagros, en pocos días su nuevo y flamante equipaje estuvo concluido, y Arturo se presentó tan elegante, como si en un globo aereostático hubiese caído procedente de París.

Parece que mudando de traje, Arturo había mudado también de sentimientos, pues sus pesares, sus esperanzas, sus amores, todo se había desvanecido completamente, excepto el cariño de su madre, que nunca disminuía; su indiferencia era completa, y aun había tomado un aire notable de fatuidad.

Se convirtió en lo que se llama un joven de tono; se levantaba a las diez, almorzaba, se vestía a la négligée, y salía por las calle de la Monterilla, Plateros y Portales, comprando alfileres, cadenas, polkas y otra clase de chucherías. A la una entraba en el café del Progreso, a jugar algunas treguas al billar o una partida de ajedrez, y a las tres y media de la tarde se retiraba a su casa, cuidando antes de entrar a la tercena de tabacos y rellenarse la bolsa de puros habanos.

En su casa se comía opíparamente; a las cinco se lavaba, se vestía y mandaba poner la carretela o ensillar el caballo, y se dirigía al paseo de Bucareli, a la Alameda o a esas pintorescas calzadas de Chapultepec, San Cosme o la Piedad.

A las oraciones tomaba el té en compañía de su madre, y a las ocho de la noche se le veía con otro traje en el magnífico pórtico del Teatro Nacional, dirigiendo el lente a todas las muchachas, que, elegantes, hermosas, llenas de aromas y de atractivos, concurren todas las noches a la comedia, con una constancia inalterable.

Los domingos eran los paseos a San Ángel o a Tacubaya, donde Arturo, con un desenfado heroico, apostaba buenas onzas de oro a los albures; ya se sabe que entre nosotros nunca falta una casa de juego en todos los lugares públicos de diversión.

Como el padre de Arturo hacía brillantes negocios de agio con el gobierno, no fijaba su atención en los gastos de su hijo, y sólo la madre, de vez en cuando, solía aconsejarle que no fuera disipado ni gastador, pero como el muchacho respondía a estas indicaciones con caricias, la excelente señora quedaba enteramente satisfecha de la conducta de su hijo.

Como Arturo era un joven de moda, su aventura con Teresa, su desafío con el capitán Manuel, su viaje a Veracruz y su enfermedad, se habían contado de una manera novelesca. Decían que Arturo había recibido un balazo que le había pasado dos líneas distantes de la cabeza, agujereándole su sombrero y chamuscándole el pelo; que después se había robado a Teresa, dando de cuchilladas al tutor, y que la había conducido con mil riesgos a Veracruz, hasta embarcarla para La Habana.

En fin, Arturo era un joven valiente a quien todos respetaban, y un calavera a quien todos querían, porque tenía la bolsa abierta para pagar todas las noches helados, chocolates y ponches a un círculo numeroso que se reunía en el café del Progreso, o en el Teatro Nacional. Un hombre así se granjea en muy poco tiempo muchos amigos; mas ya se deja entender que la mayor parte son de esos amigos elegantes que deben al sastre, a la lavandera y a la fonda, y algunos de los cuales traen constantemente en el bolsillo una onza, con la cual hacen ostentación de franqueza, sin que nunca llegue el caso de que la cambien.

Arturo visitaba las casas de moda, charlaba en el café destrozando reputaciones por vía de entrenamiento, y concurría, como hemos dicho, a todos los espectáculos públicos, ostentando siempre la elegancia de sus vestidos y el valor de sus cadenas, alfileres y anteojos; pero en el fondo de su corazón, ni era más feliz, ni tampoco había perdido los buenos sentimientos que formaban el fondo de su carácter.

Arturo, al entrar en este nuevo género de vida, olvidó todo lo pasado. Celeste no había una sola vez, venido a su memoria; a la linda Aurora la había encontrado algunas ocasiones en la sociedad, pero apenas se había dignado fijar la vista en ella; el mismo Rugiero, a quien sólo había visto dos o tres veces, había perdido mucha de su influencia en el ánimo del joven, quien sólo le había dicho que mandase cuando le pareciera por su fistol, que tenía guardado bajo siete llaves.

El capitán Manuel y Teresa le interesaban algo por su desgracia, y de Apolonia sólo conservó la ilusión que se tiene por un pajarillo que canta o por una flor que agrada al olfato.

Cómo el joven eminentemente sentimental y enamorado se volvió de repente incrédulo, estoico, mordaz, frívolo y charlatán, se explica acaso por la falta de amor, y porque el vacío que queda en el corazón sólo puede llenarlo la memoria o los encantos de una mujer que se ama.

Arturo encontró una noche a Rugiero, y pidiéndole, como tenía de costumbre, una explicación de la aventura de Teresa, éste le prometió ponerlo al alcance de todo si consentía concurrir a una tertulia, en donde tenía empeño en presentarlo; aquél, aunque temeroso siempre de alguna mala pasada, condescendió, y como estaba vestido convenientemente, se dirigieron en el momento al lugar convenido.

Ya que hemos fatigado al lector en el curso de dos capítulos con la descripción de lugares inmundos y horrorosos, justo será que lo traslademos ahora a uno de esos magníficos palacios que hay en México, en donde todo es lujo y elegancia.

Desde la entrada se podía notar una puerta grande y sólida de labrado cedro, con un mascarón de fierro que servía para llamar al portero; el patio era espacioso, formado por cuatro corredores sostenidos por delgadas y elegantes pilastras, y una gran lámpara daba una claridad más que suficiente para notar una línea de macetones y de tibores de china, con naranjos y laurel rosa, cuya presencia se habría reconocido aun sin necesidad de la luz, pues el aire que se respiraba al pasar era embalsamado.

La escalera estaba pintada al óleo con primorosas labores, y una barandilla de fierro labrado con adornos de reluciente bronce, y un pasamanos de caoba, permitía a los que subían y bajaban apoyar su mano en una superficie lisa y reluciente; otra lámpara de limpios cristales daba luz a este paso.

Una vez que se subía al corredor el aroma de las rosas, las azucenas y los claveles casi embriagaba, y la vista se recreaba con tantas y tan caprichosas macetas chinas con las plantas más exquisitas. Del corredor, que estaba cubierto por un toldo de yedras, madreselvas y campánulas se pasaba a una antesala formada de cristales de colores, cuyas paredes estaban cubiertas de muy buenas copias de cuadros de Murillo, Rafael, Rivera y de otros maestros antiguos.

La sala era espléndida, los sillones, mesas y sofás de madera de rosa, con asientos de brillante seda, nácar y oro; una alfombra, con caprichosos dibujos y florones cubría el suelo, y los grandes espejos, con marcos dorados, reproducían por todos lados las imágenes. Una lámpara de metal dorado y alabastro pendía del techo, y pesados y curiosos cortinajes de seda y muselina, sostenidos por unas flechas, dejaban apenas percibir los cristales de las vidrieras que durante el día, estaban cubiertas por vistosos transparentes; las demás piezas de esta habitación correspondían, como debe suponerse, al lujo de la sala.

En tiempos pasados, sólo las casas que se llamaban de los títulos de Castilla estaban adornadas con suntuosidad; las demás, por lo general, presentaban un aspecto triste y monótono, y una total ausencia de gusto y de elegancia. En este punto, México ha ganado; las casas de los que tienen dinero están indudablemente tan bien decoradas y amuebladas como las de Europa, y en la gente de medianas proporciones se observa un deseo de mejora y un hábito de aseo que evidentemente no reinaba antes, por más que se ponderen las comodidades y la felicidad de los tiempos pasados. En todos tiempos y en todos los países, el que ha tenido dinero ha vivido con comodidades, así como los pobres siempre han estado sujetos a la miseria y a las privaciones.

—¿Y quién vive aquí? —preguntó Arturo a Rugiero al entrar a la antesala.

—Es la nueva casa de una íntima conocida vuestra, caballero Arturo.

—¿Es posible?

—Entrad y lo veréis.

Rugiero hizo anunciarse por medio de una criada, joven y graciosa, que salió al leve toque que nuestros dos amigos dieron en la vidriera, y que a poco volvió a salir rogando a las visitas que pasasen a la sala. Arturo y Rugiero, con mucho silencio, entraron y tomaron asiento en un sofá.

A poco se escuchó el crujido de unos vestidos de seda y, abriéndose una puerta, se presentaron Aurora y su mamá. Aurora estaba hermosa como nunca; un traje de seda blanco, con leves listas azules, hacía resaltar admirablemente su flexible cintura; queriendo aparentar languidez y sufrimiento, a su pesar, asomaba a sus labios una amable y coqueta sonrisa, y su fisonomía tenía tal encanto y atractivo que Arturo no pudo disimular su sorpresa, pero al mismo tiempo sintió un movimiento de cólera contra esta mujer tan alegre y tan opulenta, mientras él se moría en una miserable cama en la posada de las Diligencias de Veracruz.

Aurora se inclinó ligeramente, y con la gracia y finura propias de su buena educación, los saludó y tomó asiento. Rugiero presentó a su amigo, y después de los cumplimientos de estilo, todos ocuparon sus lugares.

—Supimos que se enfermó usted gravemente en Veracruz —dijo Aurora dirigiéndose a Arturo— y esto nos causó el sentimiento que era natural.

—Mi madre me escribió una carta, en efecto, y me decía que…

Aurora, que adivinó que Arturo iba a referirse al recado que ella había mandado para informarse de él, le hizo una seña con los ojos, que el joven comprendió, y sin cortarse continuó:

—Me decía que había tenido el gusto de cerciorarse que muchos de mis amigos se habían interesado por mí.

—¿Conocíais al señor ya? —preguntó la mamá de Aurora.

—Tuve la honra de conocerla en el último baile del teatro —dijo Arturo— y la señorita, la bondad de concederme una contradanza. Entonces acababa de llegar de Londres, y tenía el encogimiento y candor de un muchacho que sale del colegio; creo que importuné demasiado a la señorita.

—De ninguna manera —dijo Aurora bajando la vista y poniéndose ligeramente encarnada.

—Parece que ya me he enmendado, ¿no es verdad, señorita? —interrumpió Arturo riendo irónicamente.

—No recuerdo que usted haya cometido ninguna falta —contestó la muchacha con alguna soberbia.

—Faltas graves, no, en verdad —repuso Arturo—, pero, francamente, mis movimientos eran torpes y embarazados, acaso pondría mi pie sobre el de usted, porque el calor, las luces, todo me incomodaba, y creía hallarme en una atmósfera nueva y desconocida. La sociedad inglesa, que, por otra parte, conozco poco, es fría, grave, reservada, mientras que la mexicana es ardiente, entusiasta por el baile, y evidentemente, un joven que acaba de salir de un colegio de Inglaterra, hace una figura un poco triste en ella.

Aurora, que conoció que los sarcasmos le iban dirigidos y expresamente, con una habilidad admirable interrumpió a Arturo y le dijo:

—Ya que habláis de baile, os diré que me contaron que dos calaveras se desafiaron por cierta muchacha, y que el desafío tuvo el fin que ambos se fueran a comer a una fonda; es esta una aventura que da risa. ¿No es verdad, Arturo? —añadió Aurora, mirando maliciosamente al joven—. Dígame usted ¿los desafíos son así en Londres?

Arturo se mordió los labios de cólera, pero reponiéndose inmediatamente, respondió con una calma perfecta:

—No llegó a mis oídos semejante lance, pero si los dos adversarios tomaron el partido de beberse una botella de champaña en vez de tirarse de balazos, juzgo que hicieron muy bien, porque acaso la muchacha sería tan insignificante que no merecía que expusiesen su vida por ella. Por lo demás, repito, que hasta ahora sé la aventura.

Aurora, a su vez, se mordió los labios y replicó vivamente:

—Me parece que las mujeres permanecemos quietas, y que los hombres son los que nos van a buscar.

—No siempre —dijo Arturo, sonriendo maliciosamente.

—¿Podría usted citarme casos? —repuso Aurora algo amoscada.

Rugiero, que platicaba con la madre de cosas generales y de poco interés, se mezcló en la conversación de los jóvenes, y con marcada intención dijo:

—Vamos, es buen principio de una amistad sólida el hacer ostentación del talento, y ya veo que tanto la hermosa niña de usted como Arturo, hace rato que se ejercitan en una conversación que haría furor en los hoteles de mejor tono de París. Profetizo que ustedes serán buenos amigos, y más diría, si malas lenguas no propagasen ya que Aurora está próxima a contraer enlace.

Aurora se puso encarnada, y Arturo hizo un movimiento de cólera que no se escapó a la penetración de Rugiero, mientras la madre, con aire cándido, dijo:

—Aurora es muy joven todavía y no piensa en casarse. Lo que hay es que las gentes suponen ya que don Gustavo es su novio, sin más motivo que sus frecuentes visitas a nuestra casa; es un hombre que hasta ahora no ha dado nota de su conducta, y no veo motivo para no apreciarlo.

—¿Con que a don Gustavo le atribuyen —contestó Rugiero— la honra de ser amado de Aurora? Debe tenerse por muy feliz.

Aurora iba a responder, pero la llegada de algunas visitas los puso en movimiento. Entraron dos muchachas espléndidas, llenando el salón con su belleza y con su lujo; Aurora las abrazó y se dieron recíprocamente sonantes y amorosos besos en las mejillas. A una de ellas la llamó Aurora con el nombre de Elena, y a la otra, con el de Margarita.

Elena tenía cosa de diecinueve años, pálida, con grandes y rasgados ojos negros, y labios un poco gruesos, pero que daban a su boca un aire extremadamente gracioso y provocativo; su pelo negro, pequeñas sus orejas, su cara ovalada, su talle gentil, y sus manos y pies como de niña.

Margarita representaba veintidós años, blanca, no como el alabastro, sino blanca y rosa como son las mexicanas y las españolas que han tenido la fortuna de que la naturaleza les conceda ese color que Murillo daba a sus vírgenes; sus ojos pequeñitos y negros brillaban como dos luceros, una ligera tinta rosa pintaba sus mejillas, y un marcado bozo dibujaba una encantadora sombra sobre sus labios encarnados y frescos. No tenía el talle airoso de Elena, pues era mucho más baja de cuerpo, pero en cambio, brazos redondos, pecho levantado, y un cutis tan fino que se transparentaban sus venas azules, y materialmente se le veía circular la sangre.

Alegres, espléndidas, y esparciendo aromas, y derramando la dicha y el placer, aparecieron las dos muchachas en aquel templo, que así podía llamarse al espacioso salón en donde Aurora aparecía como una diosa. Se sentaron, ocupando un ancho espacio del sofá con el vuelo de sus trajes. Arturo y Rugiero tomaron otras sillas, y la conversación se volvió a entablar después de un rato de silencio.

Se comenzó a hablar de cosas muy comunes y generales; del tiempo, de las dalias, de los geranios, de las capotas, del almacén de Goupil y de las barzorinas de Clement. Afortunadamente esta conversación no duró mucho, porque nuevas visitas se presentaron; una de ellas era nada menos que Apolonia, acompañada de Florinda y de su tío. Arturo se sorprendió, pues no tenía noticia de que pudiese venir a México; pero ella, después de saludar a todos, le dijo a Arturo al oído:

—¿He sorprendido a usted, no es verdad?

—No aguardaba yo a usted, Apolonia.

—Y mucho menos en compañía de tan hermosas muchachas. Decía yo muy bien cuando pensaba que en México pronto olvidaría usted a las jalapeñas.

—No la he olvidado a usted, Apolonia.

Aurora miró con cólera a Arturo, y Elena y Margarita se dieron con el codo. Rugiero platicaba tranquilamente con la madre, sobre el modo de evitar que los gusanos verdes se comieran las hojillas de las dalias.

—¿Se halla usted muy contenta en México? —dijo Aurora a Apolonia, con intención visible de interrumpirla.

—Muy contenta —contestó Apolonia—. Jalapa es un pobre pueblecillo y ésta es una gran ciudad.

—¿Ha ido usted al teatro, Apolonia? —le preguntó la madre de Aurora.

—Dos veces, señora.

—¿Al Nacional? —interrogó Elena.

—Sí, señorita, y me ha parecido muy suntuoso.

Nuevas y repetidas visitas interrumpieron la conversación, que no pudo establecerse de una manera interesante.

El piano se abrió y Elena tocó bastante bien algunos valses de Marzan y de Wallace. Después de muchas instancias, Aurora se sentó a su vez al piano, y comenzó a cantar un aria de la Sonámbula con alguna timidez; mas a poco sus facciones se animaron, y de su garganta salieron deliciosas melodías.

Arturo con los ojos fijos y como enajenado, se mordía los labios, y Rugiero, que lo miraba de soslayo, sonreía.

En un extremo de la sala se formó una mesa de tresillo, donde se agruparon varios viejos. Los mozalbetes, después que concluyó Aurora de cantar, promovieron que se bailaran unas cuadrillas; arrinconaron tanto como fue posible a los jugadores de tresillo, y las cuadrillas comenzaron.

Arturo no dirigió ni un cumplimiento a Aurora, y tomando de la mano a Apolonia, se puso en baile, para hablar en términos de moda.

—¡Pobre Celeste! —dijo entre sí, al oprimir suavemente la mano de Apolonia—, quizá es más desgraciada que criminal.

Aurora hablaba en secreto con su compañero de baile, que era nada menos que Gustavo, con quien todos decían que debía casarse pronto.

Las cuadrillas, que eran improvisadas, pues no era un baile, sino lo que puede llamarse una reunión familiar, las tocaba en el piano la interesante Elena.

Inútil sería fastidiar al lector con alargar más la descripción de la tertulia. Los viejos jugaron al tresillo; las muchachas procuraron hacer sus conquistas; los jóvenes bailaron, platicaron, murmuraron y tuvieron sus celos, sus inquietudes y también sus placeres. Una mano que se estrecha, una cintura delgada que se abraza, una mirada de amor que penetra hasta el corazón, como queriendo buscar los secretos de nuestra alma, ¿no son por ventura otros tantos placeres? Las madres y las tías, que, sea dicho de paso, eran en corto número, fueron tristes espectadoras de la alegría de la juventud, y tal vez lanzaron un suspiro por la memoria de tiempos que pasaron y que ya no volverán. La mayor elegancia y finura reinaron en la tertulia, lo cual es característico y peculiar de la buena sociedad de México; se habló de la Cañete, de la Peluffo, de la virtud, sin ejemplo en los anales cómicos de Soledad Cordero, dama del Teatro Principal; y mientras unos bailaban, otros se ocupaban en contar la crónica de las familias propietarias de los palcos del teatro, en avaluar la riqueza y talento de los novios, y en pronosticarles un porvenir de ventura o de desgracia. Margarita, con un talento claro, daba su opinión sobre las nuevas composiciones literarias, como por ejemplo, Nuestra Señora de París, y los dramas románticos de Dumas; y sólo una que otra vez la política ocupaba a las bellas muchachas, que se aventuraban a dar su opinión sobre el nuevo gabinete, y sobre el éxito de los pronunciados; porque es de notarse que en este país, todos los días se muda gabinete, y todos los días hay pronunciados; pero como no es costumbre que las damas de México hablen de política, pronto degeneraba la conversación, y el amor volvía a ser objeto de ella.

Los personajes que tienen relación más directa con nuestra novela, estuvieron amables y discretos hasta por demás; Florinda llamó la atención por su dignidad, elegancia y amables maneras. Elena y Margarita por su viveza y buen humor, mientras Aurora, llena de alegría, tan pronto se sentaba junto a sus amigas, como se ponía al piano y cantaba; Arturo, con la perspicacia de un enamorado, notó que de vez en cuando Gustavo decía a Aurora algunas palabras en voz baja, y le hacía señas expresivas con los ojos, a todo lo que ella correspondía con una sonrisa, o con algunas frases, cuyo significado adivinaba Arturo. Apolonia, sencilla, inocente y linda, se granjeó también las simpatías de la reunión, y todos no tenían boca sino para elogiar el carácter jovial e ingenuo de la jalapeña.

Gustavo era un Adonis en la extensión de la palabra; sus manos pequeñas; sus piernas torneadas; su cutis, como el de una mujer, y su pelo rizado y lleno de perfumes; un corsé sujetaba su cintura; sus espaldas las perfeccionaba el algodón del frac, sus patillas las tenía en orden el cosmético, y sus atractivos los realzaba más el sachet de patchoulí que tenía en el bolsillo, y el agua de Colonia que perfumaba su pañuelo. Orgulloso se paseaba de intento de un extremo a otro de la sala, sacando el pecho, moviendo las caderas, con los brazos hechos arco, y mirándose al soslayo en los espejos, y distribuyendo sonrisas y miradas a diestra y siniestra. Era un verdadero conquistador, un Lovelace mexicano.

Todas las jóvenes, excepto Elena, Margarita y Apolonia, lo buscaban y lo llamaban; era el depositario de los abanicos y pañuelos; el que conducía de la mano al piano a las que cantaban; el que impedía que bebieran agua fría sudando; el que les componía los chales y desarrugaba los vestidos; en fin, era el hombre amable e interesante por esencia. Arturo, sin saber por qué, no lo podía sufrir, y en toda la noche no le dirigió una sola vez la palabra; y cada vez que el Adonis y Aurora cambiaban una sonrisa, sentía aquél que la sangre le subía al rostro, y deseos le venían de ahogar a los dos novios, aunque fuese a costa de un escándalo. Rugiero desempeñó el brillante papel de un hombre de mundo; se sentó a la mesa de tresillo, y en un momento dio cuatro codillos, tres puestas y una bolsa; se sacó dos platos, y con desenfado se levantó, echándose en la bolsa ocho onzas de ganancia, pues los ancianos jugaban fuerte; bailó unas cuadrillas muy bien; se sentó al piano y tocó unas melodías alemanas, jamás oídas, que sorprendieron y arrancaron lágrimas a más de una de las señoritas; embromó a Aurora y a Elena, y las hizo ponerse coloradas, sin ofenderlas; se acercó a una casada, le contó la historia de sus viajes y le refirió las íntimas y antiguas relaciones que había tenido con su familia, que Florinda, a quien ya conocemos, lo invitó a comer a su casa para el domingo siguiente.

Antes de las doce, como la concurrencia iba disminuyendo visiblemente, Arturo y Rugiero se despidieron; Aurora, como si nada hubiera pasado, invitó a nuestro joven con instancia a que no dejara de honrar la casa con sus visitas; y Arturo prometió que no faltaría, pues la clase de sociedad que había encontrado, le agradaba sobremanera. A la salida se reunió con nuestros personajes un elegante empleadillo de la comisaría de guerra, y los tres entablaron en la calle una animada conversación.

—Hermosa ha estado la soirée, amigos —dijo el empleadillo.

—Muy alegre, en efecto —contestó Arturo.

—Y muy fashionable —añadió el empleado.

—¿Sabe usted inglés? —preguntó Rugiero.

Yes; pero very little.

—¿Y francés?

—¡Ah! oui, parfaitement bien.

—Me alegro mucho de tener la compañía de un joven tan ilustrado.

Thousand thanks, caballero —respondió el empleado con la mayor fatuidad, estropeando la construcción inglesa.

—Nos divertiremos un poco con este original —dijo Rugiero al oído de Arturo—. Pregúntele usted si conoce a las personas que concurrieron a la tertulia.

—Diga usted, amigo, ¿usted conoce a todas las señoritas y caballeros con quienes hemos concurrido esta noche?

—¡Oh!, ¡oh! parfaitment. ¡Ah! perdone usted, la maldita costumbre de hablar francés. ¿Qué si las conozco? vaya, si todas son mis íntimas amigas; y acaso más… pero no quiero…

—Bien —dijo Arturo—, ahora sí podremos entendernos.

—Daré a usted cuantos informes quiera.

—¿Qué clase de sujeto es ese don Gustavo?

—¿Don Gustavo? guapo garzón; tiene mucho dinero, y es muy buen mozo, y muy amable, y se va a casar con Aurora. Yo al principio tuve mis amoríos con ella, pero… ¿qué quiere usted?, «¡el matrimonio es tan clásico!» y estas niñas al momento quieren que uno se case; y… no, no… en cuanto a eso, poco y bueno.

Arturo enfadado iba a dar vuelta por una esquina, dejando a su interlocutor con la palabra en la boca, pero Rugiero lo contuvo, diciéndole:

—Tonto, ¿en qué nos hemos de divertir, mientras llegamos al hotel? porque vuestra casa estará cerrada a estas horas…

El joven, convencido por este razonamiento, preguntó al empleado:

—Y dígame usted, caballero, ¿qué opinión forma usted de Elena y de Margarita?

Je vous dirai. ¡Ah! perdone usted; este maldito francés, se me viene a la boca sin querer; pero vamos al caso; voy a decir a usted lo que sé. Margarita es una buena casadita, que vive muy feliz con su marido, porque éste la deja hacer cuanto quiere; ambos son ricos, y gastan un lujo que asombra; pero parece que se quieren demasiado. Elena no se ha querido casar; dicen que tiene un novio oculto, a quien le corresponde; pero esas son patrañas; lo que yo puedo asegurar a usted es, que si yo quisiera… porque ella me ve… ¿no la observó usted?

—Nada observé —contestó Arturo con sequedad.

Rugiero dio con el codo a Arturo, y le dijo al oído:

—Pregúntele usted por Florinda.

El joven disimulando su inconformidad, volvió a dirigirse al empleado.

—¿Conoce usted a Florinda?

—Como a mis manos; es una mujer pervertida absolutamente, que ha hecho desgraciado a su marido, a quien le ha gastado, y aún le gasta, mucho dinero, y que cada semana muda amantes. Yo no sé, en verdad, cómo la madre de Apolonia consiente en que su hija tenga amistad con esa señora.

—¿Y usted la habrá enamorado, caballerito? —dijo Rugiero.

—Sí, sí… pero la he despreciado, porque me choca, me hace asco. ¿No observó usted cómo en toda la noche no la dirigí la palabra? ¡Diable! Yo tengo mucho mundo, para no conocer que a las mujeres es necesario tratarlas así, a poco más o menos.

—Muchas felicidades, caballerito —le dijo Rugiero dándole la mano, pues habían llegado en esto al hotel del Teatro de Vergara.

—Buenas noches; servidooooooor vuestro.

El empleado alargó tanto la vocal, porque Rugiero le estrechó la mano tan fuertemente, que el pobre hombre no tuvo ni alientos de despedirse de Arturo; y contentándose con hacer una rendida cortesía, se abotonó su frac y echó a andar precipitadamente. Arturo y Rugiero entraron al hotel; se instalaron en un cuarto y se hicieron servir algunas carnes frías, champaña y ponche.

—Con verdad, no tengo sueño —dijo Arturo—, y preferiría pasar parte de la noche charlando.

Los dos amigos se aligeraron la ropa, y poniendo un rollo de habanos en la mesa, se sentaron uno en frente de otro, y comenzaron a comer y a beber el ponche, que arrojaba unas llamas azuladas y fantásticas.

—Buenas ganas he tenido de coger por el cuello a ese charlatán, y botarlo en un caño.

—Pues yo, al contrario; me he divertido, observando que no ha dicho una sola palabra de verdad.

—Así lo he creído yo —contestó Arturo.

—Pero hablando de la tertulia, ¿qué os pareció, Arturo?

—En verdad, Rugiero, encuentro siempre detrás de ese lujo, algo tan triste, tan amargo, que no sé… Yo no puedo explicar por qué causa…

—Es porque —interrumpió Rugiero—, debajo de los trajes de seda, suelen latir corazones muy infelices; la miseria y el sufrimiento no se hallan sólo en las cárceles, en los hospitales y en las pocilgas de los infelices, sino también en los palacios y en las casas opulentas, como la de Aurora. Cada gente es una historia, mejor dicho una novela, porque lo que pasa en lo interior de las casas y en el corazón de cada mujer, tiene más de novelesco que de verdadero. Podría contaros la vida de muchos de los personajes de la tertulia, pero temo fastidiaros. Así prefiero dormir.

Rugiero se recostó en un canapé, y Arturo hizo lo mismo en un sillón.

XXIII. Las novelas de Rugiero.—El famoso Argentón

LAS NOVELAS DE RUGIERO

EL FAMOSO ARGENTÓN

—Imposible de conciliar el sueño —dijo Arturo después de un rato, levantándose del sillón y paseándose por el cuarto—. De todas las muchachas que han asistido a la tertulia —continuó, como si platicase con su compañero que roncaba—, la que más ha llamado mi atención es Florinda; ¡qué guapa mujer!, ¡con qué arte y gracia baila! y ¡qué ojos que despiden fuego! pero de ese fuego que quema el chaleco, la camisa, el pecho y hace cenizas el corazón. Quizá será el champaña y el ponche que hemos tomado, pero me siento con valor para desafiar, para aniquilar a ese infeliz marido de Florinda. ¡Qué ganga! muchacha bonita y con dinero, como dicen aquí en México. No le falta al dueño de esa encantadora mujer más que la gloria eterna. ¡Cuidado! que yo he visto en Londres muchachas bonitas, la que vivía cerca de mi colegio, por ejemplo, y que me desveló más de una noche, porque de veras, la quería, pero como Florinda ninguna. Qué sé yo qué cosas dijo el empleadillo, pues no fijé bien mi atención, pero no sería remoto que emprendiese yo una tentativa… Como este Rugiero dice que sabe las historias de todo el mundo, será preciso que me cuente algo de Florinda, y si es una novela, lo mismo da. Todo es novela en este mundo, mejor dicho, todo es farsa en este mundo. Bretón de los Herreros tiene mucha razón. Despertemos a Rugiero, y si se enfada, tanto mejor, de algún modo se ha de concluir la noche.

Rugiero, acostado boca arriba, con las dos manos cruzadas sobre el pecho, continuaba roncando, pero se le figuraba a Arturo que tenía los ojos abiertos y que lo miraba de una manera extraña. Tuvo miedo y esto lo decidió más a despertarlo.

—¡Ola! Rugiero —dijo removiéndolo—: es preciso, que me contéis alguna de esas historias; me lo habéis prometido; levantaos.

—¡Qué ocurrencia! —contestó Rugiero levantándose poco a poco—: despertar a un hombre cansado de bailar, de jugar al tresillo y tocar el piano, cuando precisamente soñaba con Florinda.

—Pues yo soñaba despierto con ella, os hablaba de ella —contestó Arturo—, sólo que estábais dormido, aunque me parecía que teníais los ojos abiertos. He tenido miedo.

—Es mi costumbre, yo tengo un diablo de naturaleza, y quizá por eso nadie me comprende. Lo mismo duermo con los ojos abiertos que cerrados. Es muy posible que os haya mirado como si hubiese estado despierto, pero vamos ¿qué queréis?

—Pasar el rato de la noche en agradable conversación —le contestó Arturo—, y oír las historias que me habéis prometido, por lo menos la de Florinda. Me interesa mucho, es una guapa muchacha, casi puedo deciros que estoy enamorado de ella.

Rugiero sonrió:

—¿Y Aurora?, ¿y la jalapeña?

—¡Bah! Ni quien se acuerde de ellas. La una es una verdadera inocente que haría bien su mamá de ponerla en el Colegio de las Niñas para que siquiera aprendiese a bordar, la otra una coqueta, sí una coqueta… ¿pero habéis visto un ente más repugnante que ese don Gustavo que dicen… que probablemente se casará con ella?

—Pues ese don Gustavo, tal como lo véis, es el ídolo de todas las muchachas de México. Se lo arrebatan como quien dice.

—¡Qué mujeres! pero no nos divaguemos. Vamos a hablar de Florinda, que era la reina de la tertulia.

Arturo volvió a encender el ponche, y los dos amigos se sentaron cómodamente en los sillones. Rugiero tomó la palabra.

—Cuando vos queréis una cosa, es imposible resistir, así soñoliento y todo, voy a contaros algo de esa bella mujer que tanto os ha interesado, y que por cierto no es lo que dice ese empleadillo, que trata del hacerse el «francés» y que se figura que todas las muchachas se mueren por él.

»Al padre de Florinda la fortuna lo hizo muy rico. Tenía una barra en las minas de Rayas y de Valenciana en Guanajuato, y cuando se encontró la bonanza, un río de plata corrió materialmente, y fue uno de los más aprovechados, compró fincas, impuso dinero a réditos sobre valiosas propiedades y se formó una renta segura.

»Desgraciadamente no disfrutó mucho tiempo de su fortuna. A los dos años murió, dejando a su viuda un capital redondo y de fácil manejo y una hija de diez y seis años, fea tal vez, pero le bastaba su edad para que pareciese bonita e interesante.

—¿Pues qué, le habéis conocido hace años? —interrumpió Arturo.

—Conocí mucho a su padre en mi segundo viaje a México, tuvimos muchos negocios, y cuando iba yo a su casa, nunca dejaba de hacer caricias a Florinda, que era muy niña, y de regalarle algún juguete, y os aseguro que era fea entonces. Ahora no hay necesidad de hacer su descripción, la acabáis de ver.

—Pero es muy singular, Florinda es ya toda una mujer hecha y vos no sois tan viejo.

—¡Ah! más de lo que pensáis. Casi tengo la misma edad que el viejo padre Adán cuando salió del paraíso con vuestra madre Eva, porque yo tengo otro padre y otra madre.

—Siempre de broma —le dijo Arturo—, y queriendo hacer creer que sois el diablo.

—Estoy bien conservado —le contestó Rugiero—, me cuido más que vos, y sobre todo de ninguna mujer estoy enamorado. Esto es todo, y no séais malicioso.

Al decir esto, hizo una caricia en el hombro a Arturo y éste se estremeció como si hubiese tocado una máquina eléctrica.

—Vamos, no hay que alarmarse, a la única mujer que he amado, es a la madre Eva, no me correspondió y la tenté. Sin esa aventura, vos no estaríais aquí. Continuemos la historia.

Cada chanza de estas hacía una impresión profunda en Arturo, aunque en el fondo creía que Rugiero lo trataba como a un chiquillo y quería divertirse con él. Disimuló, se acomodó bien en el sillón, bebió otra copa de ponche y dijo con mucha tranquilidad.

—Espero que el amante de nuestra madre Eva no interrumpirá ya la historia de mi adorada Florinda. Continuad.

Rugiero tomó a su vez otra copa de ponche, brindaron a sus amores futuros y prosiguió.

—La madre de Florinda era una mujer sólida, de las que hay pocas en México. El día mismo que se cumplían las rentas de las casas, o los réditos de las escrituras, enviaba el recibo, y si no le pagaban, mandaba poner su coche y ella misma iba a cobrar, a veces con palabras un poco duras que le ocasionaban disgustos que la postraban dos o tres días en cama. Desconfiada hasta el extremo, cerraba todos los armarios y roperos. Sólo del ama de llaves tenía confianza. Económica hasta la mezquinidad, reñía constantemente a la cocinera por el precio de la carne y del arroz, y todo le parecía malo y caro.

»Jamás daba ni un real de limosna ni directa ni indirectamente, y sucedía que a infelices inquilinos que se atrasaban dos o tres meses de renta, les hacía sacar los muebles o los obligaba a venderlos en el baratillo para cobrarse dos o tres pesos. Tenía por necesidad un abogado, pero de esos abogados ramplones que aceptan negocios de a doce reales. Ajustaba de antemano los honorarios y no firmaba ningún papel sin leerlo dos o tres veces.

»Cristiana y creyente como cualquiera, cumplía con oír su misa cada ocho días, procurando que fuera de padre dominico, que era más corta, y de noche persignaba todas las puertas para que Dios no permitiese que entraran los ladrones, y se acostaba, como dicen, en pelo, sin rezar la Magnífica, como generalmente acostumbran las señoras de esta tierra.

»Con esto y una fisonomía dura y descolorida, un entrecejo fruncido y un andar grave y pausado como si fuese una sombra empujada por el viento, la señora doña Agustina era la persona más desagradable y antipática.

»Tratándose de su hija, era otra cosa, no economizaba gasto ni molestia para que se presentara en público más elegante, más llena de alhajas que todas las muchachas de México. Florinda llamaba la atención y causaba envidia a las mujeres y despertaba deseos en los hombres.

»—Hija —le decía a Florinda—, mañana es la famosa calenda de don Basilio Guerra en Santa Clara, y es menester que cantes una aria o un dúo. Hace quince días que te lo dije…

»—Pero mamá, si no la he ensayado…

»—Bien, bien, no cantarás, pero irás mejor vestida que todas las que canten. Es menester que te vean, porque alhaja que no es vista no es apreciada. Tú, la verdad, no eres bonita; más bien dicho, eres fea, la boca… quizá tiene alguna gracia… como la mía, cuando era joven… el pelo abundante y fino, como el mío también… todavía lo conservo… manos chiquitas, aunque muy gordas y esto es todo… no te alucines, pero la compostura y las alhajas suplen lo que te falta. A las diez hemos de salir de casa y la costurera traerá esta tarde el vestido de terciopelo negro que le diste a componer y que te sienta tan bien.

»La señora abría un armario y sacaba alhajas y más alhajas que eran distribuidas en el peinado, en el pecho, en los dedos y en los pulsos de Florinda.

»El Jueves Santo, con un traje de terciopelo granate y una rica mantilla blanca española, que era el supremo lujo, recorrían madre e hija las Siete casas, y generalmente regresaban a la suya con una cauda de jóvenes que las seguían, es decir, que seguían a Florinda, que deslumbraba materialmente, y que, fea, como decía la madre, estaba espléndida, garbosa, simpática, cuando salía de su tocador y ostentaba en la calle su instintiva coquetería.

»No había festividad religiosa a la que no concurriesen. La gran función de la Catedral el día de San Pedro, las tres horas en la Profesa, las siete palabras que con tanto lujo religioso hace el doctor Aguirre en su curato de San Miguel. Al paseo de Bucareli los domingos y al teatro una o dos veces al mes o al beneficio de alguna actriz célebre. El palco, sin embargo, lo pagaba la señora todo el año y el coche estaba puesto en la cochera desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, aunque nadie se sirviese de él.

»Después de la comida y cuando se servía el café y los criados se retiraban, era frecuente que la madre y la hija permaneciesen de sobremesa platicando casi de una misma cosa. De casamiento y de la maldad y falsía de los hombres. Cuantos conocía doña Agustina le parecían despreciables.

»Y sin embargo, continuaba:

»—Es preciso que te cases. Yo, como quien dice, estoy jurando en falso, y ¿qué harás tú sola el día que yo te falte? Tú no has salido a mí, y ya debías haber aprendido a gobernar la casa; pero nada, gastadora y antojadiza, para comer, sólo en postres y pasteles para ti, se gasta más que lo que importa el resto de la comida. Tú perdonarías la renta a todos los inquilinos que te vienen a llorar, y que no son más que unos tramposos… ya me has puesto en compromiso y por ti se perdieron siete pesos el mes pasado en la vivienda baja de los Arcos de Belén. Con estas cualidades y tu candor y tu buena fe, pronto te quedarás sin tener qué comer, yo no lo deseo y debes suponer que, como madre te quiero, pero es menester que te cases.

»—Pero mamá —contestaba la muchacha—, ¿cómo me he de casar si no amo a nadie?

»—Dios me libre que tú amaras a alguno. No te volvería a ver: te encerraría en un convento. Precisamente, por eso te debes casar, porque no amas a nadie. Bendito sea Dios que te ha preservado de semejante mal. ¿Pero de verdad no amas a nadie? —le interrogó doña Agustina frunciendo más el entrecejo.

»—A nadie, a nadie. Ese pobre muchacho Luis Cayetano tan fino conmigo, que me adivina los pensamientos…

»—¿Luis Cayetano?… ni pienses en eso. Un muchacho, un verdadero muchacho que además no es de tu condición. Tú eres rica. Estamos relacionados con toda la aristocracia de México… no faltaba más, que un pelagatos… Verdad es que nos sirve mucho y que es honrado… pero ni pensarlo… un triste agente de negocios.

»—Pero será dentro de poco abogado. Él me lo ha dicho. Estudia todas las noches hasta las tres o cuatro de la mañana.

»—¿Será posible que tú te hayas fijado?…

»—Ni por pienso —contestó Florinda con mucha tranquilidad.

»—Desengáñate —continuó la madre—. Es necesario que te cases con un hombre rico, muy rico. No nos falta qué comer, gracias a Dios, pero el dinero, el dinero es el todo en la vida, el dinero nunca sobra, y después, se gasta tanto: el coche y las cocineras que desperdician un caudal y los criados y tus trajes, tus trajes sobre todo. Seiscientos pesos he pagado en los Tres navíos por el que llevastes a la kalenda… ya ves… y además ya te lo he dicho, tú eres fea. Una eres cuando te acabas de levantar y otra cuando te pongo todas mis alhajas.

»—¿Pero a qué —interrumpió Florinda con visible desagrado—, estarme repitiendo todos los días que soy fea? Dios me hizo así, no lo puedo remediar…

»—No, no te enfades: lo de fea viene a lo que voy a decirte, pero nunca me dejas acabar. Ninguno te ha de querer de buena fe, aunque fueses la diosa Venus.

»—¿Pero por qué?

»—Porque eres rica, y las ricas tienen esa desgracia; las quieren por su dinero y nada más. Que se graben mis palabras, no en tu corazón sino en tu cabeza. El matrimonio es una cruz, y así lo tiene, según dicen, declarado la Iglesia. Si tu padre no hubiera sido rico, habríamos sido muy desgraciados, y tú hoy estarías viviendo en una mala casa de vecindad y tú y yo cosiendo ropa de munición, sirviendo como de esclavas a esos contratantes de vestuario que materialmente se hacen ricos con la sangre de las infelices. Desde que me casé tu padre me puso coche, palco en el teatro y lumbrera en los toros; bien vestida, bien comida y bien paseada, él se iba por su lado, yo por el mío y ni un sí, ni un no, tuvimos en nuestro matrimonio. Ya te casarás o yo te casaré, pero con un rico, muy rico, si es feo o bonito, nada importa, todos los hombres son feos y al mes de casada, todos son también iguales… es decir insoportables. Al menos un marido rico gastará su dinero y no el tuyo, pero un pobre… un pobre, mejor te quisiera ver muerta, o monja. Estos señoritos que vienen de visita no dan fuego… ¿que nada te dicen?

»—Nada mamá, ni una palabra.

»—¡Qué juventud la de México! para nada sirve. Los unos verdaderos trapalmejas, atisbando a las muchachas ricas, y los ricos andando tras de ordinarias y costureras. Se envejecen sin pensar en nada de formalidad.

»Estos y otros argumentos formaban los más días el platillo de las conversaciones entre la madre y la hija. A esto añadía doña Agustina una vigilancia; interrogaba frecuentemente a los criados con su ceño, duro y su voz decisiva. Registraba las cómodas y roperos de Florinda, y cuando salía con ella, no descansaba, disimulando cuanto podía, al hacer una continua observación, ya de las miradas de la muchacha, ya de los diversos pisaverdes que no cesaban de seguirlas y acompañarlas desde lejos hasta su casa, cuando regresaban de esas funciones solemnes de las iglesias de México, a donde casi nunca dejaban de concurrir.

»En la casa de doña Agustina no había tertulias, ni bailes, con excepción del día del cumpleaños de Florinda, pero no pasaba semana sin que recibiera las visitas de esta o de la otra familia, de esas que se llaman ellas mismas aristócratas, y los domingos alguna que otra amiga se quedaba a comer, y por la tarde iban en coche al paseo y en la noche a la ópera o a la comedia, pero ninguna amiga íntima, ninguna relación sólida. Todas eran, como se dice, visitas de cumplimiento. En las noches, de ocho a diez, solían frecuentar la casa algunos jóvenes de buenas familias, platicaban de los cómicos, del aire frío, del calor, y aún hablaban mal del prójimo, pero todas verdaderas simplezas; añadían tal vez una ojeada sin consecuencias y un pequeño apretón de manos al despedirse, con mil caravanas y monerías. No daban fuego, como decía doña Agustina.

»¿Florinda era feliz, estaba contenta con la posición y con el sistema de vida que le había impuesto la madre? De ninguna suerte; la pasaba, así, así, como quien dice. Halagaba, en verdad, su amor propio, el que la siguieran en la calle, que la mirasen con atención en las iglesias, que dijeran a sus oídos las palabras hermosa, encantadora, divina, y en efecto, se las decían los que la encontraban, no importa que fueran viejos o jóvenes, pobres o ricos. Se la quedaban mirando con una especie de asombro, porque es necesario advertir, que cada semana, cada mes, cada año que pasaba, no era sino para operar una especie de transformación. La madre, que todos los días le decía que era fea, concluyó por callarse y reconocer que su hija era, no sólo bonita, sino hermosísima. Yo, que la vi dos o tres años después, ya desarrollada, y con todo el vigor y el atractivo de la mujer, trabajo me costó reconocerla, y así se lo dije a doña Agustina, que ya había enviudado, y con la cual tenía que concluir algunos asuntos comenzados desde el tiempo de su esposo.

»La cuestión de los novios y del casamiento de Florinda era para doña Agustina cuestión de vida o de muerte. Tan pronto como se presentaba un candidato en la casa, y no dejaban de presentarse, llevados por los señoritos de la aristocracia, con quien conservaban relaciones, indagaba quiénes eran sus padres, cuántos hermanos eran, cuánto tenía el padre, o la madre, o el tío. Con estos datos, formaba a sus solas la cuenta de cuánto le tocaría de herencia, o con qué dinero contaría de pronto, al tiempo de casarse. Si los informes eran satisfactorios, toleraba la visita y aún se fingía dormida en un rincón del sofá, para que pudiesen, Florinda y el galán, decirse algo de amor; si por el contrario, se cercioraba de que todo era bamboya y oropel, fruncía más y más el ceño, y concluía por espantar el moscón y hacer que abandonara la empresa. Florinda, simplemente, tontamente se divertía, pasaba la noche, pero no se interesaba su corazón, y cuando daban las diez, o cuando más las once de la noche y las visitas se retiraban, y el salón quedaba vacío, daba un frío beso en la frente a su madre, y se encerraba en su recámara, fastidiada, triste, nerviosa, diciendo:

»—¡Qué tontos, qué fatuos! creerán que me engañan, me quieren por mi dinero. Mi madre tiene razón. ¿Qué haré mañana? ¿En qué pasaré el día? ¡Bah! no me acordaba, hay función en la Capilla del Rosario. Llevaré mi mantilla francesa, mi vestido de gro negro, las medias caladas, los anillos de zafiros…

»Y así se dormía penosamente, sin ilusiones, sin esperanzas, sin los goces naturales y espontáneos de la juventud. Doña Agustina le había secado completamente el corazón.

»Hemos oído que Florinda, en una de sus conversaciones, nombró a un Luis Cayetano. Veamos quién era. Su padre, abogado de los que no tienen la fortuna de patrocinar mineros en bonanza, o casas extranjeras que pagan bien, o de hacer la hijuela de una complicada testamentaría, que les vale veinticinco o treinta mil pesos, apenas ganaba su vida demandando a inquilinos, drogueros, y patrocinando indios de los pueblos, que pagan los honorarios con gallinas y verduras.

»Doña Agustina se había valido varias ocasiones de él para echar a la calle a pobres inquilinos, cuya renta era de tres o cuatro pesos al mes. Este viejo abogado, viudo, tenía dos hermanas, la una, monja de la Enseñanza, la otra, ama de llaves en la casa de doña Agustina, señora honrada, económica y sufrida, con la que estaba muy contenta la terrible doña Agustina, porque le sufría sus regaños y soportaba su entrecejo.

»Luis Cayetano estudiaba como externo en San Juan de Letrán, y entre tanto concluía su carrera de abogado, se dedicó a la profesión de agente de negocios, y logrando la confianza de buenos clientes, ganaba ya, no sólo para mantenerse y vestir bien, sino para auxiliar a su padre. Inclinado también a la poesía y a la literatura, solía publicar en los periódicos un soneto, unas décimas y hasta una novelita sentimental, y no del todo mal escrita. Bien relacionado por su misma profesión, había tenido tacto para ganar la confianza de personas de cierta importancia, y visitar casas de algún viso.

»Los negocios que el padre tenía con doña Agustina, y el ser su tía la verdadera ama de la casa, pues la gobernaba, introdujeron, naturalmente, a Luis con doña Agustina. No abusaba, cada una o dos semanas hacía su visita de media hora, se portaba con seriedad y compostura, y fue ganando la estimación de la familia, y él, un poco poeta, de imaginación viva y aspirando a grandes alturas, fue poco a poco, sin intención determinada, sin saberlo quizá, enamorándose de Florinda, hasta concebir una pasión loca, pero se guardaba bien de no mostrarla ni de lejos, pues temía ser rechazado por Florinda, y arrojado de la casa por la ceñuda doña Agustina.

»Así estaban las cosas, cuando repentinamente, y como caído del cielo apareció en México un don Pablo María de Argentón. Era más bien un hombre hecho y derecho que no un joven, pero un hombre guapo, elegante, con voz campanuda, con maneras audaces y desembarazadas, con una grande apariencia de riqueza.

»Se decía de Chihuahua, donde tenía varias haciendas, que aunque invadidas en cada invierno por los indios comanches, siempre le daban cada año unos treinta mil carneros, que vendía en México (baratísimos) a un peso, y quinientas mulas (regaladas) a cuarenta pesos. Era una bonita renta de cincuenta mil pesos, que se proponía gastar en la capital, en francachelas con los que quisieran ser sus amigos. Todo el mundo quiso, naturalmente, ser su amigo, y pronto se le vio del brazo con Pepe Uraga, Pepe Miñón, Pancho Ribeau, Barberi, los Suárez, Ibarrola y todo el resto de elegantes y calaveras de moda.

»Carretela con cuatro caballitos blancos, palco en el teatro, una buena casa en el Callejón del Espíritu Santo, ropa en casa de Urigüen, paseos y diversiones de bueno y de mal género. Argentón por aquí, Argentón por allá, no se hablaba de otra cosa. Los maridos estaban con la barba sobre el hombro, las muchachas se desvivían por conocerlo.

»Un domingo, Argentón, dio un día de campo en Panzacola, casa vieja, situada en la entrada de San Ángel, pero con una huerta y jardín magníficos. Don Manuel Barrera puso dos mil onzas de monte y Argentón dio la comida. Canastos de frutas variadas, más de diez platos diferentes, pollos y pavos con profusión, champaña como si fuera agua tomada del río. Las bodas del rico Gamache, como dicen los franceses.

»Luis, que fue uno de los convidados, se sentó, por casualidad, en la mesa de juego junto de Argentón. Luis, que no era jugador, comenzó a apostar con timidez media onza y ganó muchos albures, sin aumentar la parada. Argentón, que observó la buena vena de su compañero, apostó a su oreja, como dicen los jugadores, y jugó a la dobla.

»Cuando se levantaron, Argentón había ganado ochocientas onzas, y Luis apenas veinticinco o treinta, pero esto bastó para que trabaran una estrecha amistad. Desde entonces Argentón y Luis eran inseparables, y esta estrechez se fundaba también en que Luis prestaba al elegante caballero multitud de pequeños servicios. Le compraba los más exquisitos puros, le proporcionaba criados y mozos honrados, sabía donde se vendían los mejores caballos y carruajes; era su mano derecha.

»En las visitas que hacía Luis a casa de Florinda, desde que llegó Argentón a México, no hablaba más que de él. Argentón era muy guapo, más bien parecido que Uraga. Argentón era muy rico, riquísimo. Las haciendas le producían cien mil pesos cada año. Argentón era, además, todo un caballero, generoso, amable y atento con las damas; no había, en una palabra, otro como él.

»Doña Agustina desarrugaba el ceño y abría tantos ojos; Florinda tenía una curiosidad invencible y toda la noche hacía preguntas distintas a Luis. ¿Cómo eran sus ojos?, ¿era blanco o moreno?, ¿se vestía con elegancia?, ¿tenía novias o era casado? mil cosas más. Luis estaba encantado porque con ese motivo hacía valer su importancia y su buena posición social. Florinda lo trataba con particular agrado, y la madre, contra su costumbre, lo detenía hasta las once y media o doce de la noche. Luis concluyó por pedir permiso a la señora y a Florinda, para presentarles a Argentón, el que de buena gracia le fue concedido.

»—Veremos qué casta de pájaro es ese Argentón —dijo la madre, al retirarse a su cuarto—, quizá encontré ya el hombre a propósito para casarte.

»—Veremos, mamá, pero falta que me quiera.

»—Te querrá, ya no eres tan fea, te has compuesto mucho.

»—¿Y si no me simpatiza?, ¿si no lo quiero?

»—Eso ya veremos, y si no lo quieres, lo mismo da. Con tal de que sea tan rico como dice Luis, todo se arreglará.

»La madre contenta, y la hija curiosa, se despidieron con más afecto que el de costumbre, y por primera vez durmieron un sueño más sabroso y más tranquilo.

»A la siguiente semana, Argentón, fue presentado por Luis. Doña Agustina y Florinda lo recibieron con amabilidad y cortesía, como grandes damas que eran, pero con sociedad y reserva. Argentón, como liebre corrida, se condujo de la misma manera. La visita no fue larga. Luis, Argentón, doña Agustina y Florinda, quedaron medio contentos, quizás disgustados.

»Mientras duró esta ceremoniosa tertulia, Florinda y la madre observaron cuanto tenían que observar. La fisonomía del célebre galán, sin perder una arruga. El color de los ojos, la forma de la nariz, el tamaño de las orejas, el grueso de los labios, el vestido, el calzado, hasta el sombrero.

»—Tiene las orejas un poco grandes —dijo Florinda a su madre—, en el instante en que habiendo salido del salón las visitas, quedaron solas las dos damas.

»—Y los labios muy gruesos —contestó la madre—, y es mala señal. Todos los hombres de labios gruesos son ordinarios y de mal carácter.

»—Pero las manos las tiene pequeñas y los dedos afilados, y esto es señal de nobleza.

»—Las botas no tenían bastante lustre —interrumpió la madre.

»—¡Bah! el polvo de la calle… pero la camisa muy limpia y unos botones de brillantes primorosos.

»—Dicen que es muy rico.

»—Sí, es verdad, Luis me ha dicho que tiene muchas haciendas por tierra adentro.

»—Ya es algo —repuso la madre con indiferencia.

»—A primera vista, no es posible juzgar.

»—¿Pero te simpatiza? —preguntó la madre.

»—Hasta ahora me es indiferente, quizá con el trato…

»—¿Pero vendrá otra vez de visita?

»—De seguro, no advirtió usted, que al despedirse dijo: “Hasta el jueves tendré el placer de saludarlas otra vez.”

»—No me fijé… en fin, veremos…

»—Veremos —dijo también Florinda.

»Luis, por sus ocupaciones, dejó tres días de ir a la casa. Era esperado con impaciencia, y por su parte, quería saber el efecto que había causado su ilustre amigo.

»Al cuarto día, Luis, se presentó a la hora de costumbre. Las dos damas lo rodearon inmediatamente y en esa noche doña Agustina no frunció el entrecejo.

»—No nos parece muy amable vuestro amigo —dijeron casi al mismo tiempo las damas—, y no deja de darse más importancia que la que merece. Es rico —prosiguió doña Agustina que se había quedado con la palabra—, pero nada tiene de particular, porque acá, sólo vienen ricos, y cansada estoy de ellos: el único pobre que visita nuestra casa, es usted, Luis.

»—¡Señora!

»—No, lo digo por ofender a usted. Ya sabe que lo estimamos mucho, y bastaría que fuese usted sobrino de la ama de llaves, que es tan honrada y que maneja toda la casa como suya.

»—¡Señora! se tratará, por ejemplo, de echarme en cara…

»—¡Dale! —le interrumpió doña Agustina frunciendo un poco la frente—, le repito, que no es para ofenderlo, y si toma así mis palabras, imposible es que sigamos hablando.

»—Perdone usted, señora, pero cuando uno es pobre…

»—Está usted perdonado, y ninguna culpa tiene usted en ser pobre, y si trabaja y se recibe de abogado, será tal vez rico, pero nada de eso hace al caso, lo que deseamos es que nos platique usted de su amigo Argentón.

—Lo que usted quiera, señora —contestó Luis ya más tranquilo con las últimas palabras amables de la terrible doña Agustina.

»—¿De qué familia es? ¿Cuáles son sus parientes? ¿Cuánto dinero tiene?

»—Respecto de su familia no sé gran cosa —contestó Luis—. Parece que es de una de las principales de Chihuahua.

»—¿Tiene muchos parientes? —preguntó Florinda.

»—Una hermana casada con un minero inglés, y viven en Nueva York.

»—No es malo —dijo la señora—. Los parientes siempre estorban. Nosotros tenemos esa ventaja, Florinda y yo solas, porque los parientes de mi marido ni qué contar con ellos. Unos viven en Guanajuato, otros en Guadalajara… qué sé yo, ni nos oyen, ni nos entienden, sólo cuando necesitan algún dinero… los míos, mis parientes quiero decir, todos murieron. Florinda, cuando se case, no llevará más que su persona y su dinero.

»Luis se chupó los labios. Se le paseó un momento en su imaginación que Florinda, andando el tiempo, podría ser su mujer, pero disimuló y continuó su conversación interrumpida.

»—Ningún otro pariente, así me lo ha dicho él, que me contó, precisamente anoche, toda su vida. ¡Oh! es guapísimo, franco, casi cándido, como un niño, cuando se le trata de cierta manera. Se educó en Alemania, y vea usted qué cosa, no habla francés, y es, según dice, porque odia a los franceses, desde que el almirante Baudin bombardeó el Castillo de San Juan de Ulúa, por una reclamación de sesenta mil pesos de pasteles.

»—Ése es un mérito —dijo la señora—, pero, ¿por qué se llama Argentón? ese es un nombre medio francés.

»—Eso no sé —contestó Luis—; así se llamaría su padre y tal vez desciende de franceses.

»—Más mérito entonces —respondió doña Agustina—, hace bien de no saber francés, pero todo esto importa poco. ¿Cuánto cree usted que tiene? con toda verdad, pues de dinero y calidad…

»—No lo sé a punto fijo, señora, creo que mucho, mucho, y le prometo a usted informarme y darle noticias.

»—Hará usted muy bien, pero… increíble parece cómo se va el tiempo… van a dar las doce de la noche.

»—Faltan diez minutos —dijo Luis, sacando, para lucirlo, un buen reloj, que con mil penas y en abonos semanarios había comprado a Philips.

»Despidióse Luis, muy satisfecho, de la confianza que le dispensaban las señoras, y ellas se quedaron contentas con los informes adquiridos.

»Durante dos meses Argentón se presentaba invariablemente los jueves a las nueve de la noche en la casa de Florinda, y se retiraba a las once en punto. Cada vez, más amable, más atento, más franco en su conversación, pero sin pasar esos límites y sobre todo sin decir una palabra de amor a Florinda, algunas ojeadas, frases sentenciosas y preñadas de misterio, verdaderos oráculos para que fueran interpretados por Florinda.

»Con doña Agustina muy marcadas atenciones. A los seis meses Argentón era ya de la familia, le había cortado el ombligo a doña Agustina. Entraba y salía en la casa a cualquier hora, almorzaba, comía o tomaba chocolate; el caso era que nunca faltaba a la mesa.

»Si doña Agustina le hacía tantos agasajos, él correspondía con usura. Si la señora tosía, inmediatamente le acercaba la escupidera; si un inquilino o un deudor tenía alguna dificultad, él se encargaba de allanarla sin necesidad de abogado; si estaba indispuesta no se separaba de junto a la cama, y se permitía hasta hacerle algunos papachos, que, según decía doña Agustina, la aliviaban mucho y jamás habían podido hacérselos iguales, ni Florinda ni la tía de Luis.

»Uno de tantos días en que doña Agustina guardó cama, a consecuencia de un resfrío, Argentón y Florinda estaban como de costumbre en la cabecera, adivinándole los pensamientos. Se habló de riquezas, de intereses, de casas y de haciendas. Argentón aprovechó la oportunidad para dar a conocer su posición.

»—Precisamente —dijo— acabo de recibir cartas de mi tierra, las cosas no van tan mal por allá. De la hacienda de la Concepción han salido unas pastorías con diez mil carneros, que llegarán a México dentro de seis meses. De la hacienda de Guadalupe van a salir dos partidas de mulas hermosísimas de siete cuartas, esas sí, andan más aprisa que los carneros, y llegarán dentro de tres meses. De la hacienda del Pilar debe haber salido ya una partida de yeguas para la trilla, esas tienen que venir más despacio, para que no se maltraten, y no podrán estar aquí antes de cuatro meses, además tengo cinco mil cargas de maíz en la hacienda de los Remedios, y como diez mil de cebada en el rancho de Covadonga (Argentón tenía tantas haciendas cuantas advocaciones de la Virgen se encuentran en el Calendario), pero con eso ni cuento, pues las semillas no se pueden realizar en México, porque cuesta más el flete que lo que valen, pero ya ve usted, mi respetable señora doña Agustina, tengo como cien mil pesos en camino, mientras mi capital aquí, es lo que traigo en la bolsa, pero así nos sucede a nosotros los hacendados. A veces una riqueza en los trojes, y ni un peso en la caja.

»Al acabar de decir con mucho aplomo las últimas palabras, Argentón sacó del bolsillo del chaleco unas ocho o diez onzas de oro y pasó un paquete de cartas a doña Agustina y a Florinda, para que las examinaran y conocieran las ininteligibles firmas de los administradores de todas las haciendas de las diferentes vírgenes. Las señoras apenas pasaron su vista por los sobrescritos y se las devolvieron.

»—No, no hay necesidad de que leamos las cartas —se apresuró a decir doña Agustina—, basta con que usted nos haya referido lo que contienen, pero lo esencial es, que no carezca usted de dinero, mientras llegan los carneros y las yeguas. Por beneficio de Dios, yo siempre tengo poco, un pico, diez o doce mil pesos en casa de Cortina Chaves, puede usted disponer de lo que guste.

»—¡Qué disparate! —interrumpió Argentón— ni por pienso, eso sería una falta de delicadeza, gracias mil, gracias, muy reconocido, y como si recibiera los diez mil pesos. Lo puede usted creer, señora, y por otra parte, yo tengo aquí buenas relaciones, Martínez del Campo, Mackintoch, don Lorenzo Carrera, Garay, cualquiera, no tengo más que presentarme y tener cuanto dinero quiera; pero ya ven ustedes, cuando uno es del interior, es necesario no dar su brazo a torcer con los mexicanos, que pican de maliciosos; ya, ya se remediará todo, venderé las yeguas en cuanto lleguen a Zacatecas, se perderá algo en el negocio, mejor dicho, se dejará de ganar, pero esto no quiere decir nada, hay paño de qué cortar, mi querida señora doña Agustina, entre tanto con lo que tengo, basta y sobra.

»Al decir esto, sonó el oro que tenía en el otro bolsillo del chaleco, y se arrellanó en el sillón con un aire supremo de satisfacción y de grandeza. Doña Agustina y Florinda quedaron convencidas de que Argentón era el hombre más rico, si no de México al menos de Chihuahua.

»Al despedirse, y ya muy andadas las doce de la noche, doña Agustina estrechó la mano de Argentón, y le dijo:

»—Si sus ocupaciones se lo permiten, venga usted un poco antes del almuerzo, hablaremos de un asunto; y si yo no me levanto de la cama, acompañará a usted Florinda a la mesa.

»—Hasta mañana a las diez —contestó Argentón—, no faltaré; nada tengo que hacer más que esperar mis yeguas y mis mulas, pero aun cuando tuviera el negocio más urgente del mundo, millones que se versaran, los dejaría por complacer a ustedes.

»—¡Qué hombre tan cabal y tan cumplido! —dijo doña Agustina.

»—¡Qué guapo y qué amable! —añadió Florinda.

»Antes de las diez Argentón tocaba, al día siguiente, la vidriera de la recámara de doña Agustina, que no se había levantado de la cama.

»—No he podido dormir en toda la santa noche, señor Argentón —dijo doña Agustina, incorporándose y tomándole las manos— siéntese usted y escúcheme, que quiero pedirle un gran favor.

»—Mi vida, mis cuantiosos bienes, todo está a la disposición de usted, mi respetable señora doña Agustina —respondió Argentón, estrechándole las manos y arrimando en seguida una cómoda poltrona.

»—Cada jueves y domingo me dan estos resfríos —prosiguió la señora, recostándose en sus blancos almohadones—, y el día menos pensado, el resfrío se me vuelve una pulmonía… soy ya grande, y… lo único que sentiría al morirme, es dejar mis bienes abandonados, sí, mis bienes que tanto trabajo y tantas cóleras me han costado el conservar, y a Florinda sola y sin experiencia y sin mundo…

»Argentón dio un salto de alegría.

»—¿Le sucede a usted algo, señor Argentón?

»—No, nada —contestó Argentón reponiéndose—, sin duda un alfiler estaba en el sillón, pero no es nada.

»—Descuidos de las criadas… decía que un día u otro puede la muerte…

»—¡Bah!, ni pensar en esas cosas tristes, señora, usted está todavía guapa, fuerte, hermosa…

»—Pero supongamos, nadie tiene la vida guardada, y mejor es hacer las cosas con tiempo… vaya, se lo diré a usted de una vez, quiero que sea usted mi apoderado, que se encargue de todos mis asuntos, porque yo al fin, hago veinte muinas al día y usted me allana en un instante lo que yo no puedo arreglar en un mes.

»Argentón en esta vez no dio un salto, y sujetó a sus nervios excitados con tan agradables emociones. La sopita se le caía en la miel. Era lo que había procurado lograr, la cosecha que debían producirle seis o siete meses de paciencia y de humillaciones. La mano de Florinda vendría a encontrarlo más adelante. Él había trabajado bastante, y la gentil muchacha estaba ya, si no apasionada, sí completamente alucinada. Argentón no tenía más rival que Luis Cayetano, los demás pisaverdes que aún frecuentaban la casa, jamás se habían atrevido a declararse, aterrorizados con el entrecejo de la terrible doña Agustina y sin posibilidad tampoco de casarse. Lo mejor que pudo, volvió de su enajenamiento el magnífico Argentón, y con voz solemne, dijo:

»—Señora, lo que usted me pide, es quizá lo único que pudiera negarle, a pesar del inmenso cariño que profeso a usted, que profeso a usted —repitió acentuando estas palabras—. No me gusta manejar caudales ajenos. El mío lo gasto, lo echo por la ventana, pero a nadie tengo que dar cuentas…

»—¿Y quién le dice a usted que tendrá que dar cuentas?… con que convenido… no me desaire usted, no me niegue el único, y acaso el último favor que pediré a usted.

»—Señora… pero…

»—Pero, no hay que vacilar. Usted mismo irá a buscar al Escribano, le daremos los puntos para que extienda a favor de usted un poder amplio. Mientras usted va y vuelve, me vestiré… me siento mejor, almorzaremos con tranquilidad.

»Argentón no esperó a que se lo dijera la señora dos veces, y bajó precipitadamente la escalera, embriagado, casi loco con la fortuna que se le metía en casa.

»Al cabo de una hora, solemne, grave, reflexivo, como un hombre que ha tomado sobre sí una responsabilidad, y que ha hecho un gran favor, se presentó acompañado del notario don Ramón de la Cueva.

»El almuerzo fue opíparo. Se sacaron de la despensa unas botellas de Jerez y de Champaña. Se refirió a Florinda lo que había pasado. Florinda aprobó todo lo hecho por la madre, bebió Jerez y Champaña y se embriagó, pero no con el vino, sino con lo que se embriagan las jóvenes sin experiencia, con el casamiento.

»Un mes después, Argentón era el verdadero dueño de una gran fortuna y de la mano de la hermosísima, de la sin par Florinda.»

XXIV. Las novelas de Rugiero.—Una noche de bodas

LAS NOVELAS DE RUGIERO

UNA NOCHE DE BODAS

—¡Qué redomado bribón! ¡Qué noche de bodas! —dijo Arturo reavivando con media botella de cognac, la ya vacilante y temblorosa llama de la ponchera.

—No la quisiera yo para vos, querido amigo —le contestó Rugiero—, ya veréis.

—Pero esta historia, o esta novela, porque parece más bien una invención vuestra, no está completa. ¿Cómo esa doña Agustina que me pintáis, desconfiada y terrible, fue a entregar su dinero y su hija a un desconocido, al primer venido, sin informarse siquiera qué madre lo había parido? ¿Cómo ese Luís Cayetano no procuró, puesto que estaba enamorado de Florinda, estorbar el casamiento?

—Paciencia, no todo lo he de decir a la vez, ¿y quién os ha dicho que ha concluido esta verídica historia, que se repite diariamente, no sólo en México, sino en París, en Madrid, en todas partes donde hay mujeres crédulas y aventureros atrevidos?, pero humedezcamos un poco la garganta, que yo la tengo seca, a tanto hablar, y vos un poco más, por haber estado callado.

Hubo una pausa de quince minutos, como se concede en los conciertos a la concurrencia para que fume, extienda las piernas y salga a los pasillos. Arturo y Rugiero bebieron una copa, encendieron una panetela de la vuelta de abajo, y acomodándose bien en sus sillones, continuaron platicando siempre de la tertulia y de las muchachas, hasta que Rugiero, de una manera natural y como enlazada con la conversación, continuó la historia.

—De veras —dijo—, no se sabe si debe uno reírse o compadecer a Luis y a Florinda, que en cuanto a la respetable señora y al valiente Argentón, ya es otra cosa.

—Luis me interesa, sobre todo —interrumpió Arturo.

—Vais a ver. En los primeros días no cabía en su ropa, tanto así lo había hinchado el orgullo, no precisamente el orgullo, sino la satisfacción de haber presentado a su grande y buen amigo Argentón, y a fe que motivos tenía para estar contento. Doña Agustina entregó ya por completo el gobierno de la casa a la ama de llaves; Florinda se esmeraba cada día más en complacerlo; lo detenía a almorzar; escogía el mejor bocado para él, y le guardaba yemitas y suspiros; le miraba algunas veces con tal intención y ternura, que Luis tenía que volver la vista a otra parte para que no observaran que sus ojos se humedecían.

»Doña Agustina jamás volvió a fruncir el entrecejo, ni a decirle una palabra que pudiera ofender su delicadeza, y en cuanto a Argentón, ni se diga, era para Luis no sólo el mejor amigo, sino su protector, porque lo ocupaba en cobros, en compras, en el comercio y en diversas comisiones que le producían más o menos dinero, de modo que pudo acabar de pagar su reloj inglés; se compró una capa con cuello de nutria, mandó forrar de nuevo los viejos muebles de la sala de su padre, y nunca con estos y otros gastos le faltaba un par de onzas de oro en el bolsillo.

»Cuando Luis se retiraba a su casa, después de la tertulia, que se componía de Argentón, de la señora, de Florinda, de Luis y de vez en cuando de uno o dos señoritos de gran tono, Luis entraba en su cuarto, que estaba cada vez mejor surtido y adornado, componía los cepillos y los frascos de olores, preparaba su ropa para el día siguiente, apuntaba los negocios que tenía pendientes, la hora de las citas en los Juzgados y en la casa de los abogados, se comenzaba a desnudar con mucho método, y concluía por entrar en las sábanas, diciendo:

»—¡Qué fortuna!, ¡soy el más feliz de los hombres! —y apagaba la luz y seguía pensando y pensando—. Florinda me ama, y me ama de veras, no lo puede negar, sus ojos me lo dicen todas las noches, y apenas falto una, cuando me reconviene, y se enoja positivamente. ¿Estará celosa?, ¿creerá que yo tengo algún amor entre manos?… yo procuro así, como en conversación, imponerla de cuanto hago en el día, desde que me levanto hasta que me acuesto, y luego ese guapo, ese generoso Argentón, me hace tercio, cada vez que puede me deja platicar a mi sabor con Florinda y él se dedica a doña Agustina. ¿Si estará enamorado de doña Agustina? La verdad es, pero no lo digo ni a mi sombra, que doña Agustina si está enamorada de él, pasión de señora grande, y después, doña Agustina no es cualquiera cosa, se conoce que ha de haber sido en su juventud una mujer hermosa, pero muy hermosa, y mi padre que la conoció, me ha dicho que llamaba la atención… pero que, ¡qué diablura!, jamás he podido declarar mi pasión a Florinda. Me propongo aprovechar una oportunidad y… nada, se me anuda la lengua y le hablo del teatro y del cajón de los Tres Navíos… sí de los Tres Navíos, todos los dependientes están enamorados de Florinda, particularmente Ibarrola, el Ibarrolita que traslada todo el almacén al coche cuando va Florinda a escoger sus sederías y terciopelos; pero nada, Florinda no piensa más que en mí, y en Argentón, pero como buen amigo de la casa, y lo aprecia porque ve que su mamá lo considera mucho, y luego Argentón es liebre corrida, ¿casarse él?, ni por pienso, demasiado tiene con la tertulia de la calle de la Cerbatana… la diablura es que yo no puedo lograr todavía reunir un capitalito, a pesar de los buenos negocios que tengo y lo mucho que trabajo… diez mil pesos… veinte mil pesos… ya con eso podía yo hacer frente a la situación. Con menos que eso, es seguro que doña Agustina frunciría el entrecejo y me pondría de patitas en la calle, no, ni pensarlo… mucha prudencia… sufrir un poco más de tiempo…

»Con estas y otras mil ilusiones, Luis cerraba los ojos, y buenos sueños de pastorelas, de bailes, de funciones de teatro, venían a completar sus noches. Podía decirse que era dichoso, no sólo despierto, sino también dormido.

»En la mañana siguiente, al marcharse de su casa, se despedía de su padre, y nunca dejaba de contarle sus negocios y el dinero que ganaba con la protección de Argentón.

»—Hombre sin hombre, no vale nada en el mundo —le decía el viejo abogado—. El señor Argentón es rico, muy rico, tiene muy buenos negocios y las mejores relaciones en México y en el interior, y si te da la mano, en dos o tres años haces fortuna, y tu padre tendrá el gusto de verte establecido antes de morir. Si yo hubiese tenido un Argentón en mi juventud otra sería nuestra suerte, pero nada, mi trabajo, mi puro trabajo únicamente, y ya ves, negocios de a cuatro reales, que apenas nos dan para mal comer. Si no hubiese sido por ti, ni sala tendría yo para recibir; todas las sillas rotas, el canapé amarrado por debajo con mecate…

»—Ya, ya cesará todo esto —respondía enternecido Luis— pronto tendrá usted una buena cama inglesa de bronce dorado —y le besaba afectuosamente la mano, y bajaba las escaleras volando, lleno de brío y de fe, a expeditar sus negocios, a saludar a Argentón y tomar sus órdenes, y en las noches, a la deliciosa visita en casa de Florinda.

»En los últimos dos meses, la familiaridad y confianza de Argentón en la casa de doña Agustina, que era visible para todos, especialmente, para la ama de llaves, no dejó de alarmar a Luis; se dedicó a observar, y poco a poco vio más claro. Sus noches no eran ya tranquilas y medio fantásticas, como las de antes, y sus días llenos de zozobra, de ansiedad. A todas horas se encontraba con Argentón en la casa, y no faltó vez en que sorprendiera a Florinda en conversación, hablando los dos en voz muy baja. Sin creer, ni dejar de creer, y sin pensar tampoco en que había nada de formal, se decidió a tomar una resolución suprema. Tenía ya ahorrados unos seis mil pesos, estaba pronto a presentarse a examen para recibirse de abogado; era, en una palabra, un hombre de carrera. Una mañana, se vistió perfectamente, pero se revistió todavía más de una enérgica resolución. En un brinco estaba ya en casa de Argentón y sentado frente de él.

»—¡Tan de mañana! —le dijo el galán, sacando el reloj y tendiéndole la mano—. ¿Hay algo de nuevo y de urgente en nuestros negocios?

»—Todos van bien, he cobrado y he pagado cuentas, aquí está el sobrante y el apunte de ellas.

»Luis puso sobre la mesa unos doscientos pesos en oro y plata.

»—Un asunto muy personal me trae aquí —continuó Luis resueltamente—, y estoy seguro de que usted me servirá y le deberé mi posición y mi felicidad, usted es mi mejor amigo.

»—Cabal que sí, y no hay miedo de que yo no haga cuanto pueda por un amigo que me ha servido tanto, y sobre todo, que me introdujo en la sociedad de la familia más amable de México. ¿Se necesita dinero?, ¿algún apurillo de esos que tiene la juventud, y que yo suelo tener también? ¿Se ha perdido acaso en los albures lo que se ganó en Panzacola?

»—Precisamente, dinero no, con lo que he ganado, en mucha parte debido a usted, he podido ahorrar algo y tengo un cajoncito lleno de oro, guardado donde no lo encontraría ni el más diestro ladrón. Lo que yo deseo es una posición…

»—Posición la tiene usted, querido Luis, y muy buena… estimado de la mejor sociedad de México, ganando dinero a manos llenas y en vísperas de tener un bufete que rivalice con el del sabio y afamado Esteva…

»—Voy a explicar a usted, y quizá me concederá la razón. El bufete de un abogado no se forma en un día. El señor Esteva, el señor Peña y Peña, el señor Madrid y otros, no son unos niños, y yo no puedo esperar a llegar a viejo para realizar mis planes. Me recibiré, sí, de abogado; dentro de un mes estaré ya en aptitud de presentarme a examen, y eso, precisamente, me servirá para lo que voy a pedir a usted.

»—Veamos, veamos, tengo curiosidad ya de saber sus planes, pero, ¡qué diablo, hable usted con franqueza, eche fuera lo que tenga adentro!

»—Sí que lo haré, y seré breve para no quitarle el tiempo, pero antes me resolverá usted dos preguntas que tengo que hacerle.

»—¿Tiene usted confianza en mí?

»—Y como que la tengo, ilimitada.

»—¿Cree usted que puedo entender en negocios y manejar intereses con mediano éxito?

»—No sólo con mediano, sino con mucho éxito —contestó Argentón—, no he visto en mi vida muchacho más despierto, ni más juicioso.

»—Gracias, muchas gracias —prosiguió Luis muy animado—. Usted tiene casas, haciendas, negocios distintos en Chihuahua, y muchas veces me ha dicho usted que los administradores lo hacían mal, que sus encargados lo robaban, que, en fin, perdía usted al año una cantidad respetable, y muchas veces se veía usted en apuros.

»—Desgraciadamente es verdad —dijo Argentón suspirando.

»—Pues bien, hágame usted su apoderado, su administrador general. Marcharé a Chihuahua, me haré cargo de todas sus haciendas, enviaré más número de carneros, más manadas de yeguas, más partidas de mulas, cuidaré de sus intereses mejor que si fueran míos, y usted no tendrá más que vivir en México, gastando y triunfando.

»—¡Qué idea! —le interrumpió Argentón—, explíqueme usted por qué quiere abandonar la capital, para irse a enterrar en unas haciendas, donde entran los indios bárbaros como Pedro por su casa; ya ve usted, prefiero yo tener un peso en México, que mil en mi propia tierra.

»—Pues, señor Argentón, mi idea se reduce a hacer honradamente una mediana fortuna en dos o tres años, y eso, lo puedo lograr con provecho de usted. En una palabra, me quiero casar.

»—¡Casar!, ¿y con quién? —exclamó Argentón soltando una carcajada… es usted todavía muy joven, amigo Luis, y no creía yo que estaban tan adelantadas las cosas… ¡vaya, sepamos quién es la novia, no haya miedo que yo sea un obstáculo, o que me vaya a enamorar de ella!… sin miedo, ¿quién es esa dichosa mujer?, porque será muy dichosa con usted.

»—Por ahora es un secreto, y más tarde se lo diré a usted.

»—Pues, que de casamiento se trata, yo también me voy a casar muy pronto, y seré más franco que usted.

»—Usted, sí, que se chancea —le dijo Luis—, usted es incasable… ¿y aquí, entre nos, cómo deja usted a Felicitas?…

»—¡Bah!, eso no quiere decir nada, ni es serio, es un pasatiempo de hombre soltero. Formalmente, Luis, me voy a casar dentro de ocho días, y usted ha de tener mucho gusto en ello; precisamente deseaba que platicáramos y diésemos una vuelta por las platerías. Para hacer lo que llaman donas, no hay ya tiempo, pero sí para comprar veinticinco o treinta mil pesos de diamantes…

»—Pero, si en efecto, no se chancea usted, ¿con quién se casa?

»—No se necesitaba que yo se lo dijese a usted, ni le ha debido costar trabajo el adivinarlo. ¿Con quién ha de ser, sino con Florinda, con la encantadora Florinda?

»En aquel momento terrible cayó la espesa venda que, durante seis meses, había completamente ofuscado la vista de Luis. ¿Engañado villanamente por doña Agustina, por Florinda, por Argentón, por su misma tía, la ama de llaves, que todo lo observaba, que todo lo veía, que todo lo sabía? Sí, engañado por todo el mundo; instrumento vil de la avaricia de doña Agustina, que buscaba un rico para casar a su hija; instrumento dócil de Florinda que, vanidosa e insensible, y aconsejada por la madre, no deseaba otra cosa más que un marido rico; instrumento mucho más vil de Argentón, que se había vendido su amigo y le había dado a ganar unos cuantos pesos, para que le pusiese en las manos un gran caudal y en su lecho mismo a la mujer que él adoraba.

»Luis se quedó como petrificado al oír las últimas palabras que Argentón pronunció con una verdadera satisfacción y con el más sincero acento de verdad. No, no era una chanza, ni había necesidad de más explicaciones. Argentón se casaba con Florinda, era una cosa convenida, decidida desde la primera noche en que Luis tuvo la increíble ligereza de presentar a la mujer que él amaba al aventurero desconocido, pero rodeado del lujo y de las apariencias de la riqueza.

»—¡Imbécil, mil veces imbécil! —dijo Luis a media voz, arrancándose con una mano crispada un mechón de cabellos.

»Pasó por su vista una nube roja, como de sangre, sacó de sus bolsillos cuanto dinero traía y lo botó sobre Argentón.

»—¡Maldito, maldito dinero, ganado en un oficio que merece el desprecio y hasta la prisión, maldito el dinero y maldita mi vida y mi alma!…

»Y arrebatando el sombrero, salió como un furioso de la casa de Argentón.

»—No comprendo —dijo Argentón, que no esperando tampoco tal escena, se quedó estupefacto clavado en su sillón—. Este muchacho se ha vuelto loco… pero… ya caigo —dijo después de un rato, y dándose una palmada en la frente…— Luis, Luis, está enamorado, sí, enamorado, y enamorado loca y perdidamente de Florinda. ¡Qué animal soy yo! Debiera haberlo sospechado hace cuatro meses, y luego cree uno que es hombre corrido y de mundo, y no ve lo que tiene delante de los ojos… lo mismo le ha sucedido a él… no es extraño… comienza a vivir, como quien dice, pero yo… ¡qué me importa!… con tal que esto no cause alguna complicación… Si el casamiento no se verifica en la semana entrante, tal vez soy hombre perdido.

»Argentón se levantó de la silla y se comenzó a pasear con mucha agitación por el cuarto. A la hora del almuerzo fue al comedor, apenas comió media costilla, una copa de vino, y regresó al cuarto a cavilar y a darle vueltas de uno a otro extremo, como una fiera cuando está rabiosa en su jaula.

»Pasarían muy bien dos horas, y se disponía a salir, cuando se le presentó el coronel Uraga.

»—No me agradezcas la visita —dijo el coronel sentándose con llaneza en un sillón—. El asunto es desagradable, pero, por más que he hecho, no he podido excusarme. Se trata de un duelo, y de un duelo a muerte. Lee esta carta.

»—Esto es ridículo —dijo Argentón, devolviendo la carta al coronel—. ¡Batirme yo con Luis, con un estudiante que aún no sale de su colegio!, ¿y por qué?

»—Pretende que lo has engañado, que te has burlado de él, que lo has casi obligado a hacer un oficio tan vil y bajo que no se puede ni nombrar delante de las señoras.

»—Ridículo, y no más que ridículo es todo esto. Yo no he hecho más que proteger a Luis, sacarlo de la oscuridad en que lo tenía su edad y su posición, proporcionarle negocios y darle a ganar dinero.

»—Eso dices tú, y él me ha contado todo lo contrario.

»—Entonces, te ha engañado.

»—Bien, será así, pero esas son cosas para que ustedes las arreglen o no. Lo que por ahora hay, es que él te reta a un desafío a muerte, y tú no puedes excusarte. Si es un muchacho o un estudiante, nada importa, expone su vida lo mismo que tú.

»—No sólo la expone —interrumpió Argentón—, sino que puede darse por muerto. Ya me has visto tirar la pistola, y en cuanto a la espada, ninguno mejor que tú lo sabe, pues no he dejado de darte uno que otro botonazo.

»—Lo había yo previsto todo —respondió el coronel—, pero como Luis pretende ser el ofendido, tiene el derecho de fijar las condiciones. El duelo será a tres pasos de distancia, una pistola cargada y otra no…

»Argentón palideció un poco, pero reponiéndose inmediatamente, soltó una carcajada nerviosa.

»—Te repito, Pepe, todo esto es ridículo. No me batiré.

»—Mira, Argentón, te conozco bien. Estás acostumbrado a burlarte de todo el mundo, y a mí no me dejas en ridículo. Te batirás conmigo, y como quieras, y no me volverás a decir que me has dado de botonazos. Me he dejado, y esto es todo, pero yo te lo preguntaré cuando tenga en la mano mi espada de Toledo sin botón.

»—Cálmate, por Dios, cálmate, Pepe. Me batiré con Luis, contigo, con quien quieras, pero vuélvete a sentar y escúchame. Si después de haber oído toda la historia del principio al fin, le das la razón a Luis, ningún inconveniente tendré, o en hacerle cuantas explicaciones quiera, o en consentir en el duelo, y nombraré mis testigos.

»—Eso es otra cosa —contestó el coronel, sentándose y completamente calmado—, ahora nos podemos entender. Ese Luis es muy buen muchacho, y yo deveras quisiera servirlo. Habla.

»Argentón le contó simplemente lo que había pasado desde el día en que fue presentado en la casa de doña Agustina, el singular afecto de la señora que casi le había ofrecido a su hija en casamiento, y la aceptación tácita de ésta explicada por multitud de palabras, de atenciones y de verdadero amor. Todo está arreglado —añadió—, y cualquier cosa ocasionaría un gran escándalo en toda la República; así, tú que eres mi amigo, me harás un gran servicio en calmar a Luis, en persuadirlo, que si hay alguna falta, es de él, por no haberme hablado con franqueza, y sobre todo, por no haber con tiempo ganado la voluntad de Florinda, y sobre todo la de doña Agustina.

»—Tienes razón —dijo el coronel—, yo no sabía estos pormenores, no hay mérito alguno para un duelo; ese muchacho está loco, frenético, y costará trabajo el calmarlo, pero haré lo posible y emplearé la influencia que creo tener con él. Cuenta conmigo.

»—Cuento contigo en todo y te buscaré mañana.

»El coronel apretó la mano de Argentón, y salió haciendo dar vueltas entre los dedos a una varita con puño de oro que acostumbraba llevar, no sólo en la ciudad, sino en las más reñidas acciones de guerra.

—Ya hemos visto —continuó Rugiero—, que el primero y natural impulso de Luis, fue desafiar a muerte a su rival. ¿Asesinarlo?, ni por pienso, no era su cuerda. El coronel Uraga, hombre de capacidad, de mundo, y muy persuasivo y simpático, platicó con Luis largamente, a su regreso de la casa de Argentón, y lo persuadió de que toda medida violenta no le podría dar resultado ninguno, y que estando las cosas tan avanzadas, el casamiento de Florinda y Argentón no podía estorbarse, ni él podría tener motivos legales para impedirlo.

»El buen juicio de Luis quedó convencido, pero su corazón no. Tres o cuatro días vagó como un demente, como un desesperado por los lugares más solitarios de la ciudad, y en las noches, excusándose con los negocios por no afligir a su padre, entraba tarde a su casa y se encerraba en su cuarto a cavilar, a revolcarse de dolor en su lecho, a beber, solitario y a oscuras sus amargas y silenciosas lágrimas. Por fin intentó otro recurso desesperado, el último. Fuese derecho a la casa de doña Agustina, y no paró sino hasta la recámara donde la severa dama estaba acabando su toilette, lo que fue un mal precedente.

»—Señora —le dijo echándose a sus pies (y Luis no era farsante ni se arrodillaba fácilmente)—, vengo a pedir a usted un favor, mejor dicho, a evitarle una gran desgracia. Por lo que más ame usted en el mundo, impida que Florinda se case con Argentón; sería infeliz para toda la vida —y casi ahogado por la emoción apretaba las manos de doña Agustina, y de rodillas arrastrándose en el suelo la seguía, porque la buena señora quería huir instintivamente, y le parecía que corría un grave riesgo sin saber por qué.

»—Deje usted, suelte mis manos, ¿se ha vuelto usted loco? Si usted sigue poniéndome esa cara, que da miedo, llamaré a los criados… vamos, diga usted… levántese. ¿Qué quiere?, ¿por qué es esto?

»—Argentón, señora, no es lo que usted cree… he tomado informes y este casamiento es imposible… imposible, no hará… los mataré a los dos y vale más…

»—¡Es ya demasiado! —gritó doña Agustina, vuelta de su sorpresa—, levántese usted, le digo, siéntese y hable usted en razón. Parece usted un loco.

»Luis se levantó obediente como un niño a quien regaña el maestro, y se dejó caer como desfallecido en la primera silla que estaba cerca.

»Doña Agustina permanecía, ya tiesa, severa, frunciendo el entrecejo. Se había pasado el susto, y recobraba su imperio.

»Luis, después de un momento de silencio, habló, ya no sólo con una voz más tranquila, sino hasta enternecido.

»—El ciego Pérez me lo ha contado todo.

»—Pero, ¿quién es el ciego Pérez? —preguntó con una voz dura doña Agustina—, ¿y qué ha podido contar a usted ese ciego Pérez, que me pueda interesar?

»—El ciego Pérez, que no es ciego, pero así le dicen sus amigos, es una persona de mucha experiencia, de un talento notable, relacionado con toda clase de personas, y conoce a todo el mundo. Él, quizá el único, sabe quién es Argentón. Ni es rico, ni tiene tales haciendas, ni le han de llegar a México, ni dentro de seis meses, ni nunca, manadas de yeguas y pastorías de carneros. Su padre en efecto, tuvo una hacienda en Chihuahua que se llamaba la Concepción, pero ahora no tiene nada; es un aventurero, jugador que anda de feria en feria poniendo partidas, que ha tenido fortuna algunos años, pero en Monterrey lo desmontaron, apeló a jugar con barajas compuestas y ha sido expulsado. Con lo que ganó en Panzacola, recién venido a México, ha sostenido su lujo, pero ahora está acribillado de deudas, y no espera más que casarse para salir de una situación que podría muy bien conducirlo a la cárcel. Señora, señora, esta es la verdad, este es el fingido Argentón que probablemente se llamará de otra manera. El ciego Pérez lo sabe todo, él me contará más y yo se lo diré a usted, pero entre tanto que Florinda no se case, se lo ruego a usted por lo que más ama en el mundo.

»Luis, con una voz nerviosa y concisa, había echado fuera lo que sabía con tal precipitación, y sin dividir siquiera las palabras, que doña Agustina no pudo ni contestarle ni interrumpirle, ni dejar de oír lo que salía por la quejosa boca del mancebo.

»Un momento de respiro, pues Luis se sofocaba ya, lo aprovechó doña Agustina.

»—Calle, cállese usted —le dijo poniéndole una mano en la boca…— ni una palabra más, si no quiere que lo arroje a usted y a su tía a la calle en este mismo instante… es tarde para todas estas infamias, que no sé quién le ha metido a usted en la cabeza. Usted era un joven honrado y de educación, y ahora mismo, no es usted más que un grosero calumniador. Argentón es todo un caballero y además rico, muy rico, mal que a usted le pese, he tomado informes con todas las personas de México, y todas me lo han abonado como el mejor de los hombres, y sobre todo, como muy rico… además usted lo trajo a esta casa, yo no he ido a buscarlo, ni mucho menos Florinda, y no sé qué se le ha metido a usted en la cabeza para venir a poner en mal, al mismo que ha colmado usted de elogios durante seis meses. Si algo hay de cierto en todo lo que usted ha dicho, ninguno es culpable sino usted, y será la causa de mi muerte y de la desgracia de Florinda; pero, ¡bah!, estoy volviéndome yo loca, o mejor dicho, usted trata de hacerme perder la razón. Nada creo, calumnias, chismes, envidia, porque en este México todos son envidias. Siempre han envidiado las alhajas de Florinda y ahora le envidian el marido.

»Luis bajó la cabeza, se levantó y lentamente como una sombra, fue saliendo de la recámara de doña Agustina, diciendo:

»—Tiene razón, yo soy el único culpable, no tengo ni a quien quejarme.

»Al pasar por el corredor, una vidriera se abrió y una mano blanca y fría, pero nerviosa, asió a Luis del brazo y lo introdujo con violencia en el cuarto. Luis, Luis —dijo Florinda, echándose precipitadamente un chal para cubrir su cuello, y recogiendo su bata para no dejar descubiertos unos pies desnudos y blancos, calzados con una pantufla de raso negro.

»—Ni una palabra más, todo lo he oído. ¡Qué escándalo tan grande va a ser este! Vas a matar a mi madre y a mí; sí, nos matarás, y yo te ruego, sí, si me has amado mucho, si me amas, que vuelvas a tu casa, a tus ocupaciones, que no te mezcles en nada, que finjas un viaje… las cosas no tienen ya remedio, no es hora de hacer ya indagaciones… ya ves… te tuteo… por mí… por mí… todo por mí… ve… Sal por esta puerta… ve Luis… mi madre va a venir… ve… anda.

»Florinda cogió con sus manos la cabeza de Luis y le imprimió en la frente un beso de fuego…

»A la semana siguiente, el pobre de Luis estaba con tifo en su solitaria recámara, y Argentón se dirigía en compañía de Florinda, de doña Agustina y de los padrinos al Sagrario, donde el cura les dio las manos y bendijo esta desgraciada unión.

»Como Santa Anita e Ixtacalco eran lugares muy ordinarios, y más ordinarios todavía los envueltos con choricitos, el pulque de piña y los frijoles gordos, se mandó hacer la comida a un restaurant, y se celebró la boda en la casa de doña Agustina con un esplendor regio, asistiendo a ella lo más granado de la aristocracia mexicana.

—¡Qué redomado bribón! ¡Qué noche de bodas! —volvió a decir Arturo.

—Vais a ver —le volvió a responder Rugiero, y continuó—. Doña Agustina insistió mucho en que el matrimonio quedase viviendo en la casa, y aún había dado sus disposiciones para ello, arreglándoles una buena recámara, pero Argentón se empeñó en que al menos los primeros días, y para no dar motivo a que la gente murmurase, habitara Florinda la suya, que estaba bien amueblada y ya dispuesta para una luna de miel, no pudiendo pasarla en los caminos y hoteles como se acostumbra en Europa. Concluida la comida, se tocó un poco el piano, se platicó, se dijeron mil cumplimientos a los novios, se les pronosticaron muchas dichas en su nuevo estado, y las visitas, previos los abrazos y besos de costumbre bajaron las escaleras, las luces se apagaron, y el piano se cerró. Doña Agustina se retiró a su recámara, y al acostarse en vez de rezar un credo o una oración a San José, dijo:

»—¡Cuántas penas, cóleras y trabajo he tenido! pero gracias a Dios, al fin he casado a mi hija con un hombre muy rico. Las alhajas que ha regalado a Florinda, valen bien cuarenta mil pesos.

»Argentón y Florinda montaron en el coche, y a los pocos minutos subían la escalera y entraban a lo que los poetas y los recién casados llaman templo del amor, y que las pobres y vulgares gentes decimos una recámara.

—¡Qué noche de bodas! —volvió a decir Arturo.

—Vais a ver —volvió a responder Rugiero, y continuó—. La singular belleza de Florinda no había ni siquiera tocado el corazón de Argentón. Buscaba el dinero, la posición social, que no había podido conseguir en la carrera de jugador, aventurero, ganando unas veces y perdiendo otras y asociado generalmente con gente de mala ralea. El ciego Pérez sabía su vida y milagros, lo había descrito exactamente, y ciertos eran los informes que dio a Luis, que desolado y verdaderamente fuera de sí, había procurado, bien que a última hora, estorbar el matrimonio.

»Argentón tenía otro motivo decisivo, y era que había concebido una loca pasión por una hija de la alegría, por Felicitas, grande y robusta muchacha que parecía haberse escapado del Puente de Triana para venir a México a hacer ruido y dar escándalo. Florinda y todas las mujeres de México eran indiferentes para Argentón.

»El juego y Felicitas eran los dos polos de su vida. Sin embargo, cuando se vio a punto de ser dueño y señor de una criatura, bajo todos aspectos seductora, se propuso ser siquiera en los primeros meses y aunque fuese en la apariencia, un modelo de maridos, hasta no acabar de ganar la confianza de su esposa, entrando así en la vía ordinaria de la vida doméstica, tomando plena posesión de los bienes, disponiendo sin ruido ni reserva del dinero, y dedicándose a empresas atrevidas y afirmando así su ingreso en la alta sociedad.

»Era el aspecto risueño de su negocio matrimonial, pero tenía otro que no era color de rosa. El día mismo que puso en el dedo torneado de Florinda el anillo nupcial, durante la ceremonia, después en la opípara mesa, en la noche entre las luces y concurrencia del salón, no vía otra cosa más que a Luis. Su rostro cadavérico, sus ojos fijos y saltones de loco, los escudos de oro que le había arrojado a la cara, sus ademanes extraños, todo lo tenía delante y le molestaba como si tuviese algún veneno en el estómago que no podía arrojar.

»¿Que Florinda amará a Luis y no se habrá casado conmigo sino para adquirir una posición, que pueda cubrir y disimular sus relaciones secretas? ¿Seré yo un instrumento de… no, no es posible…?, ¿pero quién sabe? las mujeres son así… y supongamos, ¡qué me importa!… tengo el dinero… ¡Caramba! el dinero es el todo, ¿pero el ridículo y el desprecio? y luego verme desde el primer día suplantado por un monigote… Abandonemos estas ideas; y en efecto, trataba de reír, de parecer el más feliz de los hombres, pero las ideas negras no lo abandonaban a él. ¿Tenía celos? ¿Era solamente cuestión de amor propio? La belleza, la juventud, el esplendor de Florinda, habían empujado un poco de su corazón a Felicitas, a esa muchacha perdida que era el encanto y la diosa de los toreros.

»¿Quién sabe? Él mismo no sabía lo que pasaba en su interior, pero no había remedio, adelante. Y poniéndose una máscara de alegría, tomó afectuosamente del brazo a su mujer, bajó las escaleras, como hemos dicho, de la casa de doña Agustina, subió las suyas y entró, quizá alborotado y ambicioso, al misterioso templo del amor.

—Supongo que Florinda —dijo Arturo—, tendría también que ponerse otra máscara. Y los dos llegaron en traje de carnaval al mentado templo del amor.

—Con mucha más razón —contestó Rugiero—, y voy a explicaros lo que pasó. Cuando Luis entró hasta la recámara de doña Agustina a exponer su dolor y a tratar de impedir el casamiento, necesariamente se abrieron y cerraron puertas, se hizo ruido, se atravesaron palabras con los sirvientes, y como esto era a primera hora de la mañana, llamó la atención de Florinda, que acababa de despertar. En seguida oyó la voz de Luis, le pareció que suplicaba, que sollozaba. Dio un salto de la cama, recogió su camisa sobre su seno, y descalza, de puntillas, fue a pegar su oído a la puerta de la recámara de la madre, que estaba contigua a la suya. Todo lo oyó, todo lo vio por el agujero de la llave, y cuando Luis se retiraba, entreabrió, sin hacer ruido, su vidriera, y lo arrastró materialmente a su recámara, donde ya sabéis lo que pasó.

»Mientras doña Agustina había rechazado indignada a Luis y había juzgado que toda su narración no era sino una vil e infame calumnia, Florinda, como si se hubiese quitado también una venda de los ojos, creyó absolutamente todo lo que había oído. Luis la amaba, sí, la amaba hasta la locura, mientras el otro, ni era rico, ni era caballero, sino un miserable especulador, de modales bruscos y ordinarios, que había querido apoderarse de su dinero, alucinando, enamorando quizá a su propia madre, para exigirle el sacrificio de su hija; y ella, ella, ¿a quién amaba?… a nadie, a nadie; había estado simplemente alucinada, como si le hubiesen dado una especie de hachis para hacerla soñar… no, no amaba a nadie… sí, sí… a Luis… a Luis…

»Era un descubrimiento repentino, ella no lo sabía; hasta ese mismo momento… ese beso en la frente que hubiera querido dárselo en los labios… ¡qué horror! no era ella quien lo había dado, era como otra persona que había salido de su interior… ella, dar así un beso a un hombre, el primer beso que había dado en su vida; ¡qué vergüenza! Y Florinda entró en su lecho, casi loca, y cubrió su hermosa desnudez con todas sus ropas de tela y de seda, y se envolvió la cabeza, y quién sabe si lloró, si maldijo su vida y su belleza y su dinero; pero las cosas no tenían remedio, las vanas dispensadas, el cura del Sagrario avisado, la aristocracia convidada, los pavos y las trufas y el pescado blanco friendo en la sartén y asándose en el horno del restaurant, la ciudad toda no se ocupaba más que del matrimonio; no era ya tiempo.

»Con estas impresiones, tendió la mano Florinda en el curato a su magnífico marido y echó a su cuello la pesada cadena conyugal; y pensando en esto y en lo otro, por más que quería no podía, lo mismo que su marido, desviar su memoria de Luis, y lo veía en el salón, en el comedor, en las luces, en las copas de champaña; pero tuvo que ponerse una máscara de alegría, y así aceptó el brazo de Argentón y entró al mentado y deslumbrador templo del amor.

—¡Qué noche de bodas! —exclamó de nuevo Arturo—. Me alegro mucho por el pícaro de Argentón.

—Y entraron, como lo hemos dicho, juntos y enlazados con su máscara de alegría, que no querían quitarse, pero que la fuerza de las cosas les hizo arrancar mutuamente.

»—Tengo un dolor de cabeza, que me pasa a los ojos, parece que se me revientan —dijo Florinda, dirigiéndose a la cama y tirando en el sofá su abrigo y su ridículo—, me voy a acostar, y quizá eso pasará…

»Florinda desprendió de su cabeza los diamantes que tenía entrelazados en sus abundantes cabellos, se quitó anillos y pulseras, corrió las cortinas del pabellón y se comenzó a desnudar con el recato y modestia de una joven que, aunque coqueta, había sido honesta y pura desde que nació.

»—Si volvieras la cara al otro lado, harías muy bien —dijo a su marido.

»Argentón, con un mal humor visible, volvió en efecto la cara, y dejó su sombrero en una silla; pero un espejo reflejaba en parte el lecho y los cortinajes.

»—Harías mejor —volvió a decir Florinda—, ir un momento a tu gabinete, pues en el espejo estás mirando todavía mejor, y te repito —continuó con visible mal humor—, estoy mala, muy mala, y necesito descansar.

»Argentón, vivamente contrariado, tomó su sombrero, y sin responder, se dirigió a la puerta que daba para su gabinete.

»—Antes de marcharte, dame mi pañuelo, que está en mi ridículo, sobre el sofá.

»Argentón dejó el botón de la puerta, que ya había movido para abrirla, regresó al centro de la pieza; buscó el ridículo entre, las ropas, cojines, abanicos y pañolones que había en el sofá, y habiéndolo encontrado, no sin algún trabajo, lo abrió, metió la mano, y al sacar el pañuelo, cayó al suelo un papelito. Argentón, con una mano tiró el pañuelo a la cara de Florinda y con la otra abrió violentamente el papel.

»—¿De quién es esta carta? —preguntó colérico.

»Florinda, ocupada en desnudarse, cuidando de que Argentón no la viese, ni advirtió la grosería con que le había dado el pañuelo, ni vio caer la carta.

»—¿De quién es esta carta? —volvió a repetir.

»—¿Qué carta? —contestó tranquilamente Florinda.

»—Ésta, ésta que tengo aquí en mis manos.

»—Lo ignoro —dijo todavía Florinda con calma, creyendo que era un papel cualquiera o una broma de Argentón—, yo no tengo quien me escriba.

»—Ya veremos —contestó Argentón.

»Y acercándose a un candelabro, despegó cuidadosamente la verde oblea simbólica con que venía cerrada, la abrió, y temblándole las manos y la voz, leyó:


Florinda idolatrada:

Te debo la vida; pero más que la vida, la razón, porque yo estaba loco. Tu ardiente beso ha regenerado mi alma ya muerta.

Desgraciada como eres en poder de ese aventurero infame, te amaré hasta la muerte.

Luis.
 

»Todas las malas pasiones vinieron terribles y en tropel a apoderarse del alma de Argentón. Él, el hombre de mundo, el aventurero audaz, cansado de engañar a las campesinas, de prometer casamientos a todas las muchachas a quienes su vida trashumante ponía en contacto en diversos Estados del interior del país; él, orgulloso con su figura, fatuo, con un barniz de talento y de frívola conversación ¿era engañado, burlado, por una verdadera niña sin experiencia? ¡Oh! era demasiado.

»Restregó la carta entre sus manos, arrancó su corbata blanca, destrozó su camisa y chaleco y botones de brillantes; leontina, reloj y monedas de oro rodaron por el suelo, y buscando un arma en sus bolsillos, los registraba convulsamente, hasta que encontró por fin una pistola pequeña, que siempre cargaba, y trató de montarla.

»Florinda vio todo esto pasmada, como quien ve una visión del infierno. Ella no sabía de tal carta, no la había recibido, pero sí sabía que había dado en la frente un beso a Luis; y en los ojos y en la fisonomía toda de Argentón veía ya la muerte cierta, irremediable: nadie la podía socorrer. Los criados estaban lejos, quizá dormían ya. Un terror pánico se apoderó de ella, y cuando vio que ya Argentón había montado el arma, lanzó uno de aquellos gritos desgarradores que penetran en el corazón de quien los oye, y cayó al pie de la cama, envolviendo su bello cuerpo, medio desnudo, por un instintivo sentimiento de pudor en su espléndido y blanco traje de novia.

»—¡Qué iba yo a hacer, desdichado de mí! —exclamó Argentón tirando la pistola, que al fin no pudo montar, pues tenía un muelle de seguridad que no le dejó tocar la cólera de que estaba poseído—. ¿Qué iba yo a hacer? —repitió—: A perderme para siempre; a caer en un abismo, cuando he llegado a la cumbre de mi fortuna. Si esta pistola no hubiese sido de pelo, quizá habría hecho una barbaridad; y por otra parte, mientras yo tenga a Felicitas, para qué me sirve ésta ni ninguna otra mujer.

»Argentón se acercó donde había un bulto de seda, de ramos de azahar, de blondas, de diamantes, y entre todo esto, sacó el cuerpo caliente y perfumado de Florinda, lo levantó suavemente, lo colocó en el lecho y lo abrigó con la holanda y las bordadas sobrecamas de China. No quiso despertar a los criados, ni menos intentó llamar médico: le convenía evitar el ruido y el escándalo, y calculó, y muy bien, que no era más que un desmayo, producido por el terror.

»Buscó en el tocador esencias y agua de colonia, frotó la frente y las sienes de Florinda, le dio a oler sales, arregló sus cabellos, que flotaban esparcidos en los almohadones, la dejó reposar, y él se sentó en un sillón, inclinó la cabeza y se puso a pensar en la regla de conducta que debería seguir y en la manera de terminar tan inesperado acontecimiento.

—¡Qué noche de boda! —dijo Arturo—, si algún día llego a casarme, de veras que no la desearé para mí. Pero ¿cómo fue a olvidar Florinda esa carta en su ridículo?

—Florinda —le contestó Rugiero—, ignoraba que estuviese esa carta envuelta en su pañuelo; de modo que dijo la verdad cuando respondió a su marido.

—¿Pues entonces?

—Luis, cuyos pasos y procedimientos habían sido los de un verdadero demente, apenas llegó a su casa después del memorable beso, cuando escribió la carta, y fue en seguida a rogar a su tía, el ama de llaves, que con el mayor secreto la pusiera en manos de Florinda. La pobre tía, que había observado el lamentable estado de su sobrino y temiendo que verdaderamente perdiese el juicio, en vez de contradecirle le prometió cuanto quiso; pero teniendo miedo y no queriendo mezclarse en amoríos ni en nada que le pudiera hacer perder su posición; lo que hizo fue envolver en un pañuelo la carta, y sin que Florinda lo notase, colocarlo en el ridículo.

—Me alegro infinito de cuanto mal le pueda sobrevenir a ese Argentón —dijo Arturo—, me alegro que supiese que Florinda no le amaba y de que hubiese sabido también que a esas horas Felicitas, muy contenta, bailaba con Bernardo y Gavino y Mariano La Monja. ¿Pero en qué pararon las cosas? ¿Cómo terminó esa memorable noche de bodas?

—Dos horas, tres horas, quién sabe cuanto tiempo pasó. Florinda no volvía en sí del desmayo, y Argentón, con las dos manos en las mejillas e inclinada la cabeza sobre una pequeña mesa que estaba junto a la cama; parecía desmayado o muerto. Las velas de los candelabros se acababan, y chisporroteando, repartían a intervalos luz y sombra sobre los cortinajes y los muebles, mientras el alba iluminaba los balcones. Era un cuadro sombrío, como los cuadros de Rivera o de Rembrand.

»Florinda se removió al fin en el lecho, y Argentón, que lo notó, dejó su triste postura y se acercó.

»—No haya miedo, Florinda —le dijo—, todo pasó ya. Yo iba a cometer un acto, no sólo de cobardía, sino de tontera. Hablemos y entendámonos. Escucha con calma lo que te voy a decir. Hayas o no recibido esta carta, yo la encontré en tu pañuelo, ella te condena y es una prueba de tu mala conducta. Merecías la muerte, o que hoy mismo me presentara a pedir el divorcio.

»Florinda se incorporó, quiso levantarse y hablar.

»—No, no es necesario, quédate quieta; y te repito que nada temas. Tú seguramente sabes ya quién soy: yo sé ya quién eres tú. Nada de explicaciones, y esto basta. El divorcio es inútil. La Iglesia nunca pronuncia el divorcio, y si lo hace es después de años. Lo que importa es no dar escándalo, no ocasionar un gran pesar a tu madre… nada… no hables, silencio, que ni los criados, ni las moscas sepan una palabra. Lo que ha pasado queda entre tú y yo. Delante de la sociedad apareceremos como el matrimonio más feliz; en la casa, tú en tu recámara, yo en la mía, como si jamás nos hubiéramos conocido; por otra parte, yo tengo necesidad de ir a mi país, de arreglar diversos asuntos de tu madre; pero por lo que tenemos de mortales, mandaré hacer una escritura que arregla nuestros intereses, mejor dicho, mis intereses. ¿La firmarás?

»—Sí —contestó secamente Florinda, se volvió del otro lado, cubrió con la sobrecama su cabeza y no contestó a otras preguntas.

»Argentón no insistió contento con la primera respuesta, compuso el desorden de la recámara, pasó a su cuarto, se lavó, se perfumó y tomó su desayuno, como si nada de extraño hubiese ocurrido en la noche, y salió a la calle, con un envidiable aire de felicidad.

»Los amigos de confianza a quienes encontró y que conocían la belleza de Florinda, le felicitaban, y chanceándose, le apretaban la mano y le decían al oído:

»—¡Bribón! ¡Afortunado! La más hermosa mujer de México y con un millón de pesos. ¡Qué noche de bodas!»

XXV. Las novelas de Rugiero.—El robo de Elena

LAS NOVELAS DE RUGIERO

EL ROBO DE ELENA

—En estas y en las otras —dijo Rugiero sacando un reloj cuya carátula estaba interiormente iluminada (sin duda por la electricidad)—, son cerca de las cinco de la mañana; la luz comienza a salir y yo desearía dormir más bien en mi cama, que en las de este hotel. Además, estáis ya soñoliento, vuestros párpados se cierran, y me va a suceder lo que Mazepa, que, cuando acabó su historia, el rey se había dormido profundamente.

—De ninguna manera —replicó Arturo—, y, por el contrario, tengo en este momento los ojos tan abiertos que parece que se me quieren saltar; continuad, pues os declaro que yo no me moveré de aquí hasta que no sepa la historia de las otras dos encantadoras muchachas.

Arturo, en efecto, abrió tanto los ojos porque observó la carátula luminosa del reloj de Rugiero, y sobreponiéndose al miedo que le causaban todas estas cosas repentinas y extrañas, continuó:

—¿Qué hora es exactamente?

Rugiero sacó el reloj, y Arturo no vio otra cosa más que un buen reloj inglés de Roskell con su carátula de oro.

—¡Qué necio soy! —dijo para sí—, siempre creo ver algo sobrenatural. Es claro que el reflejo de las luces y de la llama del ponche me han hecho ver una carátula de fuego.

Es de advertir que el ponche ardía constantemente, y que cuando estaba a punto de apagarse, ya el uno, ya el otro, le animaban con un poco de ron o de coñac.

—Decididamente permaneceremos aquí hasta que acabe de salir la luz —prosiguió Arturo—, el aire es muy frío en las mañanas, y tiempo tendremos de dormir desde las ocho hasta el medio día.

—Pues que lo queréis, y nada os puedo negar, os contaré brevemente las desgracias de Elena y Margarita; pero antes os haré una pregunta. ¿Habéis encontrado, en el curso de vuestras aventuras, alguna mujer mística, de esas que pasan por impecables y hasta por santas?

—Pocas aventuras amorosas he tenido, y lo que me ha pasado hasta ahora, más bien es algo de impensado y de fatal que no lo puedo comprender; pero, vamos al caso, ¿por qué me hacéis esta pregunta?

—Porque para un joven que busca emociones, novedades y entusiasmo, ninguna mejor que la mujer gazmoña. Entre una bailarina, por ejemplo, y una mujer devota, no hay que titubear, y os confirmaréis en esta opinión cuando hayáis escuchado la historia que me habéis obligado a contaros.

—¿La de Elena?

—Y la de Margarita; son hermanas o al menos por tales pasan en la sociedad.

—¿Cómo? —interrogó Arturo—, ¿pues acaso sabéis que no son hermanas?

—En estas cosas y en otras muchas, lo mejor es dudar: ¿cómo podréis asegurar, que la madre de las muchachas?…

—Vaya —dijo Arturo—, esas son maliciosas inferencias: veamos la historia.

—Elena es la muchacha más rezadora, más dada a la devoción; y notad, mi querido Arturo, que en México la educación que se da a las mujeres es la más absurda que se puede concebir; se les enseña a coser, a bordar, a hacer curiosidades, y, cuando saben bien o mal estas cosas, se cree concluido todo; y entonces los novios, que las más veces son petimetres y casquivanos, vienen a completar la educación de las muchachas; pero ¡qué educación!… Suele acontecer que cuando algunas ricas familias temen que su capital pase a manos de algún advenedizo disipado, que se instala en la casa bajo el modesto título de hijo, mantienen a las niñas en un perpetuo encierro y aislamiento; y entonces el confesor es el encargado de la educación… Pero ninguna madre se dedica a formar el corazón de su hija, a enseñarle cuál es el camino de una virtud sólida y segura, indicándole con prudencia las sendas del mal, donde una niña puede perder su inocencia, su tranquilidad, la dicha de toda la vida: ninguna madre, en una palabra, procura educar el corazón de su hija, y todas quedan contentas con las exterioridades.

—Parecéis un Fenelón —le interrumpió Arturo—, y una de las cosas que me llama más la atención, es ver, cómo en medio de la narración de una aventura amorosa, os ponéis a disertar sobre educación y sobre moral.

—¿Qué queréis? todos los hombres tienen sus ratos, en que piensan seriamente sobre los males sociales; y como yo quiero que, tanto en amor, como en otras cosillas, seáis mi discípulo, fuerza es también daros estas lecciones, que no van fuera del camino de mi historia.

—Pues sigamos con la historia.

—Decía yo que Elena era muchacha ejemplar, que se confesaba y comulgaba cada ocho días, y que por la noche empleaba más de dos horas en rezar a todos los santos del cielo.

—¿Y qué tiene eso de particular? —dijo Arturo—, ¿qué hay en esas prácticas que pueda ser un gran defecto?

—¡Y cómo que hay! Cuando esos rezos y esas comuniones se hacen con fe viva y ardiente, son muy buenas; pero cuando se practican como lo hace la mayor parte de las mujeres, por costumbre o por diversión, entonces…

—Entonces —dijo Arturo—, son… una hipocresía.

—No precisamente hipocresía, pero sí necedad… pero no disertemos ya más sobre religión y pasemos al amor.

—Sí, al amor, al amor —dijo Arturo—, que es la fuente de todas las historias divertidas de este mundo.

—La madre de Elena y Margarita era una mujer severa en su conducta, inflexible con sus hijas, cristiana del siglo de la Inquisición, que no admitía controversia alguna en puntos de creencia. Educó a sus hijas con arreglo a sus principios, y la casa presentaba el aspecto más austero y ejemplar. Todos los días muy temprano las niñas iban a misa y permanecían en la iglesia hasta que el sacristán sonaba las llaves; a las ocho de la noche se rezaba, el rosario, se cenaba a las nueve y se acostaban a las diez. Cada ocho días confesaban y comulgaban todos, y se les preparaban sus desayunos llenos de flores y de diferentes clases de bizcochos. Mientras las niñas fueron chicas, toleraron esta vida; pero cuando la edad fue desarrollando sus instintos amorosos, y percibieron que había teatros, y bailes, y paseos, y diversiones, su existencia les pareció insoportable, y no pudieron menos que manifestárselo a la madre, la que, inflexible en su conducta, no cedió un punto, y lo único fue concederles un maestro que les enseñara a tocar el piano, cuyo maestro era un joven artista de no mala figura y de un corazón algo más que ardiente. Al cabo de un año las niñas estaban muy poco adelantadas en la música, pero bastante en materias de amor, pues el artista, entre los solfeos, solía hacerles algunas explicaciones, que servían más y más cada día para despertar esa curiosidad natural que viene con el desarrollo de la edad: cuando el maestro creyó que habían adelantado lo bastante se atrevió a escribir una carta a Margarita, que decía:


Hermosa Margarita:

Un pobre artista, que no tiene en el mundo ni familia ni amigos, os adora, y morirá de pesar si no le concedéis una mirada compasiva. El artista no tiene más que a Dios en el cielo y un ángel hermoso en la tierra, si este ángel le abandona, morirá de dolor. No digáis nada a vuestra hermana, ni a vuestra madre, ni a nadie: este secreto lo deposito en vuestro corazón, como se deposita un cadáver en una tumba, para no salir jamás, Adiós, Margarita: perdonad, y tened lástima de vuestro rendido amante.
 

»A pesar de que la madre asistía las más veces a las lecciones, el maestro se dio modo de poner la cartita entre unos papeles de música, e indicar con los ojos a la muchacha dónde podría encontrarla. Margarita supo perfectamente comprender; y sin que lo notaran ni la madre ni la hermana, se apoderó de la cartita, y pretextó en el acto que había olvidado su pañuelo, para salir a otra pieza y leerla.

»El astuto artista aprovechó esta oportunidad para decir a Elena en voz muy baja:

»—Elena, yo adoro a usted, y si no me corresponde, seré capaz de matarme. Piense usted en el modo de que tengamos una conversación a solas; pero no diga usted nada a Margarita, porque me perderá. Para disimular necesito decir que la quiero.

»Elena se puso encarnada, porque era la primera vez que escuchaba un lenguaje semejante, y el maestro, sin turbarse, siguió solfeando. Este plan, tan neciamente concebido, y que era natural que hubiese puesto al artista en el último grado de ridículo, tuvo el mejor éxito, porque las dos muchachas, fastidiadas con el encierro, con tanto rezar, y con la severidad de una madre caprichosa e histérica, ansiaban por tener un amante: cada cual supo guardar su secreto; pero comenzaron a desconfiar mutuamente, y perderse poco a poco el cariño que antes se tenían. El artista, por su parte, formó este cálculo: si se llega a descubrir que enamoro a las dos, me retiro de la casa, y aquí acaba todo; si guardan el secreto, entonces estoy perfectamente, pues una de las dos, o las dos, me han de querer; pero si ambas me desprecian, entonces digo que ha sido acaloramiento, irreflexión, y quedo lo mismo que antes. Ya concebiréis, Arturo, que el artista no era hombre de los más escrupulosos, ni a quien asustaban los inconvenientes. Las cosas se prepararon de tal manera, que después de dos meses más, las dos hermanas le correspondían, las dos se odiaban y las dos, para infundir confianza a la madre, eran más exactas en el cumplimiento de sus deberes religiosos. La madre estaba contenta, no sólo con sus hijas, sino con el maestro de música, a quien le dispensaba ya su ilimitada confianza en atención a que muchas noches las acompañaba a rezar el rosario y las novenas.

»El artista, encantado con el éxito de su tentativa, la conducía con habilidad grande: cuando daba la lección, se mostraba igualmente afable con las dos hermanas, haciendo a cada una sus señitas de cariño, cuando la otra se descuidaba. Elena era más ardiente, más confiada, más crédula que Margarita, la cual en cambio era más despierta, más cauta, más calculadora: así es que el maestro, habiendo hecho esta observación, todo su empeño lo redujo a que Elena le concediera una cita, para la que no cesaba de instarle; pero la muchacha, parte por temor, parte por imposibilidad, no se la había concedido.

»El artista iba, no sólo a las horas de lección, sino indistintamente a cualquiera del día; y una de tantas veces que pasó por la casa, entró en ella, y encontró que Margarita y la madre habían salido y que Elena estaba sola: vio que la ocasión se le venía a las manos y que no debía perder momento.

»—¡Oh! ¡Elena, Elena! Yo me muero de amor —le dijo tomándole la mano—, y seré capaz de asesinar a usted, a su mamá, a toda la familia, si usted no me corresponde, y no me otorga ese suspirado sí.

»—¡Calle usted, por Dios, señor Migueletti! —le dijo Elena asustada—, porque si entra la costurera o alguna criada, ¿qué van a decir?…

»—No, no, Elena, Elena mía, mi amor, mi delicia, mi edén, mi hurí, alma de mi vida, flor de mi existencia: yo te adoro, y perdería no sólo los veinticinco pesos que tu mamá me paga por la lección sino la existencia misma, por poseer tu cariño, tu amor, tu corazón.

—Pero ¿por qué se llamaba Migueletti? —preguntó Arturo—, ¿era italiano?

—Mexicano, de Zumpango; pero como sabía música, le pareció que Miguel era un nombre demasiado prosaico, y lo convirtió en Migueletti. Esto no es extraño, Arturo, pues muchos de vuestros paisanos, con una tez más que bronceada, pretenden pasar por ingleses o alemanes.

—Buen bribón era el tal Migueletti —dijo Arturo—. Proseguid.

—Elena —continuó Rugiero—, que por primera vez en su vida se veía con un adorador a sus pies, se turbó, se puso, ya pálida, ya encarnada; experimentó, en una palabra, una especie de congestión cerebral que le embargó la voz, y sólo tuvo facultad para responder:

»—Sí, sí, quiero a usted, señor Migueletti; pero aquiétese usted, por Dios, porque las criadas nos van a observar.

»Migueletti obedeció, sacó su pañuelo, lo llevó a los ojos, y triste, y con pasos de héroe de drama, se dirigió al sofá, donde se dejó caer, exclamando con una voz lánguida:

»—¡También el placer mata, Elena!

»—¿Tiene usted algo? —le preguntó Elena—. ¿Quiere usted un vaso de agua?

»—Tengo placer, y sus emociones me aniquilan. Quiero el amor de usted. ¡Oh, Elena, Elena, yo me muero!

»Elena, asustada, y viendo que Migueletti quería desmayarse, se acercó, y con un candor digno de ser respetado por un hombre menos inmoral que el maestro de música, le dijo:

»—Tranquilícese usted, por Dios; yo quiero a usted mucho, porque usted me quiere a mí.

»Entonces el maestro, con mucha delicadeza, le tomó la mano y pasó un brazo por su delgada cintura.

—¡Cáspita! —dijo Arturo—, el maestro era hombre que lo entendía.

—Ven, Elena —le dijo el maestro—, acércate, porque tu aliento es el alma de vida.

»El picarón estrechó entre sus brazos a la muchacha, la que, fascinada, con las mejillas rojas, y casi sin aliento, no tenía valor para defenderse de estas caricias, y habría sido víctima, si no se hubiera escuchado el ruido de una carroza que paró a la puerta. Eran la madre y Margarita.

»—¡Mi madre, mi madre! —dijo Elena asustada, y desprendiéndose de los brazos del maestro.

»—Bien, bien, Elena, recóbrese usted y vamos al piano pronto, muy pronto.

»En un instante el maestro abrió el piano, desperdigó los papeles de música, y comenzó un dúo de la Lucrezia. Elena se limpió con el pañuelo algunas gotas de sudor que corrían por su frente, y tranquila y calmada se puso a acompañar al pianista, teniendo cuidado de sonar la campana y de pedir a las criadas una lumbre, para que la llevasen a tiempo que la madre fuese entrando. Margarita fue la primera que entró; echó una mirada indagadora sobre la hermana y Migueletti, una sospecha penetró en su alma, frunció el entrecejo y se quedó pensativa. En cuanto a la anciana, tosiendo y ahogándose, llegó después, y encontrando todas las puertas abiertas, a la criada que entraba con la lumbre, y a Margarita sentada en un sofá, y al maestro de música encendiendo un cigarrillo, se contentó con decir entre dientes: estas niñas son muy apasionadas a la música.

—No cabe duda en que las mujeres son el mismo demonio —dijo Arturo.

—Y los hombres no somos menos —respondió Rugiero.

»El maestro, que notó el semblante un poco taciturno de Margarita, inmediatamente dejó su dúo, y con la cara más alegre del mundo se dirigió a ella y le dijo:

»—Vamos, señorita, se disipará esa tristeza con que cante usted una aria de la Sonámbula, y tomándole la mano, la condujo al piano.

»Elena aprovechó esta oportunidad para retirarse, brincando como una chicuela, y diciendo que ya el maestro, la música, las arias y los dúos la tenían fastidiada.

»—Me he pegado el más solemne chasco, dijo el maestro a Margarita en voz baja, pues creí encontrar a usted en vez de Elena. Más de una hora he tenido que estar tocando y cantando para divertir a esta criatura.

»Hubo algunas explicaciones más entre Margarita y el maestro, de lo que resultó que quedara enteramente tranquila, y que la madre cada vez siguiera más confiada en la virtud de sus hijas y en la honradez del maestro.

»Pasados algunos días, se trató de un paseo a San Ángel: no era época de temporada, y sólo debían ir la madre, las dos muchachas, un clérigo amigo de la casa y su hermano, que era un curial pobretón que se mantenía de agente de negocios de la iglesia. El maestro fue invitado al paseo, y perfumado y montado en un buen caballo, acompañó a la familia, que cuidó de llevar dentro del coche sus grandes canastas de almuerzo. El paseo fue de lo más fastidioso: llegados a Tizapam, se dispuso el almuerzo debajo de unos árboles. Los concurrentes dieron gracias a Dios porque les daba de comer; el padre bendijo la comida, y todos llenaron el estómago, rezando al concluir el Padre Nuestro.

»La conversación, en vez de ser de amores, de festines, de saraos, fue de monjas, de religión y de lo corrompido que estaba el siglo. El maestro de música supo llevar la cuerda tan perfectamente, que el clérigo, su hermano y la madre quedaron muy satisfechos; y sólo las muchachas se rieron en su interior, pues estaban perfectamente impuestas del fuego amoroso que abrigaba el alma del artista.

»Concluida la comida, las niñas importunaron tanto a la madre, que hubo de darles licencia para que montasen a caballo: el maestro estaba listo dando las más amplias seguridades de la mansedumbre del animal, y se condujo con tal prudencia, que sólo paseó a las muchachas sin perder de vista a la madre.

»Eran ya cerca de las seis de la tarde cuando se dispuso el regreso a México: Margarita se encaprichó entonces en venir a caballo: el hermano del clérigo apoyó este capricho, y la madre consintió en que el maestro fuese el caballero, con tal de que no se despegase de la portezuela del coche; y arreglada así la comitiva, emprendieron el camino admirablemente.

—¿Con que es decir —preguntó Arturo—, que el maestro tenía planes?

—Y cómo que sí: reunió ocho o nueve hombres, poniendo a su cabeza a un mozalbete calavera, a quien le gustaba Elena mucho; esta tropa de fingidos ladrones, debía colocarse en una encrucijada, donde se divide el camino para otros pueblos; asaltar el coche, amarrar al clérigo y a su hermano, asustar a la madre y apoderarse por veinte minutos de las muchachas; Margarita debía ser defendida por el maestro, y Elena robada por su nuevo París.

—En verdad, Rugiero, que esta historia me escandaliza y me irrita, y si yo encontrara a ese bribón músico, le había de dar cuando menos una buena paliza. ¡Pobres muchachas! Continuad, Rugiero.

—El día había sido claro y hermoso; pero como sucede en México, repentinamente comenzaron a subir de detrás de las cordilleras unas nubes blancas, después pardas, y finalmente negras, preñadas de relámpagos. La calzada en momentos quedó oscura y goterones casi calientes caían con estrépito en las copas de los árboles. Los del coche comenzaron a rezar la letanía, para aplacar la tempestad, y doña Beatriz gritó a Margarita ordenándole dejase el caballo y se metiera dentro del coche, pero ella se acercó con su caballero a la portezuela y prometió ir muy cerca del carruaje y entrar en él tan luego como arreciase la lluvia. La madre, que como todas las madres son al fin consentidoras, no insistió, y esta fue su falta y el motivo de una gran desgracia.

»Entre tanto llegaron a la encrucijada: un ¡alto! acompañado de un juramento, hizo detener al cochero, e inmediatamente dos hombres enmascarados amagaron con el cañón de unas pistolas a los que iban dentro del coche. En un caso semejante la voz y el movimiento se suspenden, y esto aconteció a nuestros personajes, que no tuvieron aliento más que para encomendar su alma a Dios.

»Los supuestos ladrones amarraron al clérigo, a su hermano y a la anciana, y el nuevo París sacó en sus brazos a la hermosa Elena, casi desmayada del susto, mientras Migueletti prendía las espuelas al caballo, torcía por una de las encrucijadas, metiéndose por fin en una casa de adobe medio arruinada.

»La lluvia arreció en ese momento; los truenos se escucharon más fuertes y cercanos, y uno que otro pálido relámpago alumbraba rápidamente estas escenas verdaderamente terribles. Margarita, presa de un vértigo infernal, se retorcía, se desesperaba, clamaba a Dios, maldecía al maestro de música, y en medio de estas angustias, de estos tormentos, se encontraba aislada y en poder del artista.

»Al cabo de media hora se escuchó la detonación de unas armas de fuego, que hizo estremecer a los que estaban amarrados dentro del coche; pero pronto apareció, para tranquilizarlos, el maestro de música, diciendo:

»—Nos hemos salvado; los ladrones han huido, y Margarita y Elena están seguras.

»Desató inmediatamente a las personas que estaban dentro del coche, quienes poco faltó para que se hincaran a darle las gracias.

»—¡Mis hijas!, ¡mis hijas! —fue la primera palabra que pronunció la madre.

»—Voy en su busca —dijo el maestro—, cuidé de esconderlas entre los magueyes, y se han libertado: el que se atrevió a tocar a Elena ha sido castigado por mi propia mano, y creo que va muy mal herido.

»El maestro fue por las muchachas y volvió acompañado de ellas, diciendo que nada les había sucedido, fuera del susto que era consiguiente. Ya todos dentro del coche, y mirándose sanos y salvos, comenzaron a dar gracias a Dios y a registrar las bolsas, para ver si algo les faltaba; pero con asombro miraron que sus relojes y dinero, así como los pendientes y gargantillas de las muchachas, estaban completos. El maestro contó entonces una historia, en que se hacían notables su valor y generosidad, como la de los caballeros antiguos; y Margarita tuvo que decir que todo era la verdad.

»En México se comentó de diferentes maneras la ocurrencia de los ladrones; pero el público, aunque malicioso y mordaz, jamás la interpretó desfavorablemente a las muchachas. Margarita amaneció al día siguiente con una fuerte calentura; y el maestro anunció también a la madre, que atacado, a consecuencia del pesar y de la impresión que recibió, de una enfermedad nerviosa, iba a tomar unos baños minerales, y suspendía las lecciones. A Elena, pálida y enfermiza después de este suceso, cada momento se le venían las lágrimas a los ojos.

XXVI. Las novelas de Rugiero.—Elena y Margarita

LAS NOVELAS DE RUGIERO

ELENA Y MARGARITA

—Ya supongo, mi querido Arturo, que pensaréis que el maestro, acosado por los remordimientos, se fue a echar a los pies de un confesor, o a encerrarse nueve días en la casa de Ejercicios de la Profesa; pues nada de eso. Como carecía de buenos sentimientos, sin pesarle, sino muy levemente, el horrendo crimen que había cometido con dos inocentes criaturas, y abusando de la confianza de una madre anciana, lo único en que pensó fue en seguir adelante con la aventura hasta casarse con Margarita, y apoderarse de una buena hacienda que poseían en el Estado de Puebla; pero reflexionando en la severidad de la madre y en que si su delito se descubría podría caer en manos de los jueces, resolvió ausentarse de la capital.

»Al efecto, repartió en casa de sus discípulos y discípulas una tarjeta en que pedía órdenes para Milán; y en vez de marcharse en la diligencia de Veracruz, se colocó en la del Interior, y quince días después de la aventura que acabo de referir, se hallaba ya en la ciudad de San Luis Potosí, bajo el nombre de Monsieur de Saint-Etienne, primer director de orquesta de la Sala Ventadour de París; compró unos anteojos, se dejó crecer el bigote y el pelo, y con estas ligeras reformas, y venir de París, muy pronto tuvo muchas discípulas en la población.

»En cuanto a la casa de la señora doña Beatriz de Olivares, que así era el nombre de la madre de Elena y Margarita, cambió de aspecto enteramente: las muchachas, que aunque obligadas por la madre al rezo y a la devoción, tenían antes la alegría que da la inocencia, después del día de campo muy poco hablaban; frecuentemente les venían las lágrimas a los ojos, y sus sueños eran turbados a veces por siniestras visiones, que les hacían despertar sobresaltadas.

»La señora, alarmada sin saber por qué, participaba igualmente de la mortal tristeza de sus hijas; y como si el instinto maternal le revelase que alguna cosa terrible había pasado en su familia, apenas de vez en cuando se atrevía a preguntarles qué tenían. “Nada”, era la única respuesta que recibía; y volvían a transcurrir los días lúgubres, amargos para esa familia, como si estuviesen en el duelo de alguna persona querida.

»La madre, pensando quizá que tantos rezos y tanta severidad podrían haber fastidiado a sus hijas, les procuraba todo género de distracciones, a que ellas se rehusaban; y ya entonces se avanzó hasta permitir la entrada a la casa de dos o tres jóvenes, quienes lograron variar algún tanto el humor de las muchachas; pero la reputación de virtud que tenían, y el carácter duro de doña Beatriz, hicieron que ni aun se aventurasen a enamorarlas.

»Entre dos o tres personas que las visitaban, había un joven de veinte años, de pelo blondo, de grandes ojos garzos, de cutis como el de una doncella, que tenía aún su alma cándida y abierta a las tiernas impresiones, y un padre rico, que deseaba que su hijo se estableciera; es decir, que se casara con una muchacha virtuosa, modesta y que hiciera su felicidad.

»Este joven no tenía un nombre romántico, pues se llamaba simplemente Joaquín; era tímido hasta el extremo, y nada sabía hasta entonces de aventuras escandalosas, ni de anécdotas depravadas de amor. Pasaba las noches en un éxtasis celestial; hablaba poco, y toda su alma, toda su existencia, la reconcentraba en contemplar a Elena, la que por su parte, después de algunos días, notó este amor profundo en los ojos de Joaquín, y sintió que su alma estaba rodeada de esa atmósfera mística, que se mezcla y confunde entre dos seres, cuando se aman con un amor desinteresado y puro.

»Pintaros, mi querido Arturo, las emociones de Joaquín, los sordos y desconocidos dolores que causaban en el alma de Elena las miradas del joven, sería cosa imposible; ellos se entendían, ellos sabían cuando estaban alegres, cuando sentían la tristeza y la incertidumbre de su amor; no cambiaban jamás palabra de amor; y sin embargo, estaban seguros de que se amaban, y tenían la mejor armonía e inteligencia.

—¡Oh, sí, eso es cierto! —dijo Arturo—, yo creo, que, sin decir una palabra, puedo con mis ojos manifestarle a una mujer que la adoro.

—La desgracia, Arturo, es que hasta ahora sólo Teresa os ha podido comprender.

Arturo suspiró profundamente y Rugiero prosiguió:

—Habían pasado ya cuatro meses después de la aventura del día de campo, y Elena amaba apasionadamente a Joaquín. Elena, después de enamorada, conoció lo difícil de su posición, y consideró que debía hacer un heroico esfuerzo para desprenderse de este cariño, que día par día iba aumentando, y que día por día aumentaba también su desgracia.

»En cuanto a Margarita, era también un ángel caído, a quien el amor que tenía Joaquín a su hermana, desgarraba el alma; y como no tenía esperanza ninguna de felicidad, estaba devorada de envidia, sintiendo lo mismo que Elena, todo el peso de su infortunio; pero la desgracia de Margarita era mayor, porque era madre, y antes que reportar la vergüenza y la cólera de doña Beatriz, estaba resuelta a suicidarse.

»Entre tanto, la pobre criatura ceñía cilicios, maceraba sus carnes, y largas horas permanecía en las iglesias derramando amargas lágrimas. Pero acabaremos primero con la historia de Elena, la cual, formada su resolución, fingió enfermedad, y en ocho noches no salió a la sala a ver a Joaquín, quien, loco perdido, estaba entregado a la desesperación, y animado sólo por la esperanza de que al día siguiente aparecería en la sala la linda Elena; su esperanza era vana, y su desesperación aumentaba, pues pasaban los días y Elena no volvía a salir.

»Resuelto a aclarar este punto, le dijo a su padre que estaba decidido a casarse; y éste, complaciente y bueno, se encaminó un día a la casa de doña Beatriz y pidió para su hijo la mano de Elena. La madre llamó a Elena, le manifestó las buenas cualidades de Joaquín, la animó a que se resolviera, y con una ternura que hasta entonces no había conocido, le pintó la situación feliz que Dios preparaba a una muchacha que se casaba con un hombre amante y honrado.

»Elena, pálida, temblando y con la voz cortada, respondió: “Es imposible, yo no puedo ser feliz”, y se retiró a su recámara, dejando a la madre y al novio presa de las más crueles dudas, pues no sabían a qué atribuir semejante conducta. Se convino por los padres en que se dejaría pasar algún tiempo, y en que se permitiera a Joaquín el frecuente trato de la muchacha, pensando que nadie mejor que el amante mismo conoce el medio de ganar el corazón de una mujer.

»Joaquín, en sus conversaciones con Elena, lleno de fuego y de amor, le instaba a que le dijera el verdadero motivo de su negativa, pero no obtenía más respuesta que las lágrimas. Elena, por fin, un día que el joven le suplicaba que le revelara su secreto, haciendo un esfuerzo sobrenatural, le contó el acontecimiento horrible del día de campo.

»—Ahora —le dijo—, ya sabes mi secreto, Joaquín, es imposible que yo pueda ser tu esposa, y que me ames como antes.

»Joaquín salió de la casa loco, como si todas las furias del infierno se hubiesen metido dentro de su corazón; era el primer amor, fogoso, profundo, indeleble, como lo son todas las primeras impresiones que se graban en un corazón virgen; se había figurado a Elena como un ángel de pureza y de candor, y esta confesión rompió el prisma de sus ilusiones, desvaneciendo todas sus esperanzas y convirtiendo en horrible realidad todos sus ensueños de ventura.

»A los tres días fue a ver a Elena, y le dijo:

»—En efecto, Elena, después de algún tiempo de casado, yo podría aborrecerte; no podemos ser felices; es menester separarnos y vivir muy lejos el uno del otro. Yo parto para Milán; allí encontraré acaso al maestro de música, y después de la venganza, puede volver el amor.

»—¡Oh! —dijo Elena sollozando—, ¡te vas, te vas, Joaquín!… muy bien hecho; pero los hombres no tienen piedad ninguna de las mujeres. Si yo hubiera sido una mujer falsa e hipócrita, me habrías amado; pero fui sincera, y este es mi principal delito. Yo te aborrezco, porque no has sido generoso ni noble; te aborrezco, y ni por todo el oro del mundo me casaría contigo.

»El corazón humano es incomprensible; en el mismo momento en que Joaquín vio que se le cerraba completamente la puerta a la esperanza, se consideró el hombre más desgraciado, echándose a los pies de Elena, le dijo:

»—He sido injusto y bárbaro contigo, Elena; tienes razón, pero te pido perdón; olvida lo que te he dicho, como yo te juro olvidar tu desgracia y tus sufrimientos, y seamos felices, viviendo el uno para el otro y echando un velo sobre lo pasado. Decídete, Elena; aquí me tienes a tus pies, pidiéndote la dicha, el consuelo, la vida.

»—Después de algún tiempo de casados —le contestó Elena—, y cuando hayan pasado las primeras ilusiones, recordarás mi funesta aventura… No, no tiene remedio, Joaquín; dejemos esta posición ridícula, y busca otra mujer que sea más digna que yo de tu mano.

»Acabando de decir estas palabras, se levantó del rico diván en que estaba sentada, y lentamente se retiró a su cuarto, cerrando tras sí la puerta, y dejando al amante postrado en tierra. Joaquín, inmóvil, la vio alejarse, sin poder ni aun detenerla; y cuando la puerta se cerró, y la estancia, aunque sola, quedó impregnada con el aliento, con los perfumes de Elena, se levantó, tomó su sombrero y salió también lentamente de la casa.

»—Soy muy desgraciado: Elena jamás podrá ser mía.

»A los tres días tomó la diligencia para Veracruz, y allí se embarcó para Inglaterra con la intención de dirigirse a Milán, donde suponía encontrar a Migueletti, y vengarse de alguna manera.

»Volvamos a Margarita; he dicho que sus tormentos secretos que no podía contar, ni curar con ninguna medicina, la habían conducido a pensar en el suicidio. Terrible era la idea de arrancarse la vida en la flor de la juventud, pero el pensamiento de la deshonra y de la vergüenza, la hacía las más veces preferir la muerte.

»Ni las penitencias, ni los ayunos, ni los cilicios, bastaron para apartar de su cabeza este pensamiento infernal, y decidida a ejecutarlo, extrajo del botiquín de su madre un pomo de láudano; y uno de esos días tristes en que sopla un norte helado, y en que los nubarrones se apiñan casi sobre los techos de las casas, días fatales para los desgraciados, Margarita tomó el frasco y bebió la mitad de su contenido. Llamó después a Elena, con quien pocas palabras había atravesado después de los impensados y fatales acontecimientos del día de campo.

»—Elena, hermana mía —le dijo—, mucho te he ofendido, pero debes ser generosa ahora, y perdonarme.

»—No me has ofendido en nada —le dijo Elena con sequedad—, así no tengo de qué pordonarte.

»—Oye, Elena —le dijo Margarita, tomándole dulcemente de la mano—, te he aborrecido, desde que observé que Migueletti te amaba; pero de esto me arrepiento, te lo digo con todo mi corazón, y ahora te amo ya con la misma ternura que antes, y te arrepentirías mucho si ahora que imploro tu cariño me rechazaras.

»—Migueletti no me amaba nunca, y tú bien lo sabes —le replicó Elena con ironía…—. En cuanto a tu amor, me es indiferente.

»—Elena, Elena, no seas cruel con tu hermana; es muy desgraciada, mucho, mucho más que tú. ¿Será posible que ni tú tengas piedad de mí?

»Elena, algo conmovida, se acercó y le tomó una mano.

»—¡Oh! —dijo Margarita, llevando a sus labios la mano de su hermana—, esta caricia tuya me llena de consuelo. También tú eres muy desgraciada, ¿no es verdad?

»—Mucho, hermana, mucho.

»—¿Ya no te casarás con Joaquín?

»—Jamás —dijo Elena con la voz casi ahogada.

»—¿Y amabas a Migueletti?

»—No, no lo amaba.

»—¡Bendito sea Dios! Era un malvado, sí, un malvado, Elena, que nos ha engañado.

»—¡Cómo! —dijo Elena alarmada—, ¿también a ti?

»—Sí —dijo Margarita soltando el llanto.

»—Mira, hermana —le dijo Elena acariciándola—, todo tiene remedio; no llores, no te aflijas así, consuélate.

»—No, Elena, no; la muerte, la muerte es el único remedio, para evitar la vergüenza y la infamia; y muy pronto, muy pronto, no volverás a oír mi voz, ni mi madre podrá decirme una sola palabra.

»—¿Qué tienes, qué tienes, Margarita, que estás tan pálida, y que una sombra morada cubre tus párpados?

»—Lo que tengo, hermana mía, es que he tomado láudano, que estoy sintiendo ya sus efectos mortales; que tengo muy pocos momentos de vida, y que te ruego, por lo que más amas, por lo que padeció la Virgen Santa, que corras, y que me mandes llamar un confesor. He cometido falta tras de falta, y crimen tras de crimen, y perderé mi alma, Elena, me condenaré sin remedio, y seré desgraciada eternamente, después de haber sido tan infeliz en este mundo. ¡Oh!, corre, corre, Elena, no abandones a tu pobre hermana.

»Elena salió de la estancia gritando:

»—¡Mi hermana se muere!, ¡un médico!, ¡un confesor! ¡Madre, madre, que vayan todos a buscar médicos!

»Al momento unos criados salieron en busca de facultativos y otros del confesor.

»La madre, con ese amor sublime de las mujeres, saltó del lecho, donde hacía algunos días la tenía postrada una dolorosa enfermedad de nervios, y corrió al cuarto de Margarita, a la que encontró ya sin sentido. Daba lástima ver cómo aquella mujer tan severa, tan estricta, y que rarísimas veces hacía una caricia a sus hijas, quería infundirle con su aliento la vida, besaba su boca y su frente; acariciaba sus mejillas, y luego, echándose de rodillas, retorcía sus manos y pedía al cielo con lágrimas que le enviara un rayo antes que ver morir a su adorada hija. Elena, entre tanto, corría a la cocina y disponía sinapismos y otras medicinas caseras. Cuatro o cinco médicos vinieron y se encargaron de la enferma; Elena tuvo cuidado de instruirles de qué provenía su mal, y a cabo de una hora concibieron esperanzas y volvieron a la vida a ella y a la madre, que también se moría de pesar. Ocho días después del funesto acontecimiento, un coche de camino estaba listo en la puerta de la casa; y la familia, acomodando en él las cosas más necesarias para el viaje, se dirigió a la hacienda que, como he dicho, tenían en el Estado de Puebla, y de donde no volvieron hasta pasado un año.

»Recordaréis, Arturo, que uno de los concurrentes al día de campo, fue un curial pobre, hermano de un clérigo, y el cual no había dejado de hacer sus visitas a doña Beatriz cuando permanecían en México, ni de escribirle cuando se fueron a la hacienda. Pues bien, tan luego como volvió la familia, volvió también el curial a visitar la casa, y entonces manifestó francamente que su intento era casarse con Margarita. La madre se sorprendió con semejante petición; pero como en el fondo de su corazón conocía que era lo único que convenía a Margarita, prometió pensar en ello y resolverse. Un domingo se resolvió, por fin, que el curial se casaría con Margarita, la cual llevaría en dote 60,000 pesos, comprometiéndose a hacer además doña Beatriz en su testamento una donación de 30,000 pesos para las ánimas del purgatorio.

—¿Y Margarita, qué hizo? —preguntó Arturo.

—Margarita había perdido completamente el amor, la sensibilidad, la voluntad propia, por decirlo así, y accedió sin dificultad; tanto más, cuanto que doña Beatriz exigió de ella este sacrificio, como una expiación y como condición precisa para darle a la hora de su muerte la bendición y su herencia materna.

—¿Y el curial sabía lo acaecido en la aventura del día de campo?

—Perfectamente —contestó Rugiero—, y tanto, que adoptó al hijo que murió a poco.

—¿Y estaba enamorado de Margarita?

—Enamorado precisamente, no; pero le gustaba, como a nosotros nos gusta también.

—Yo la adoro, ese bigotillo negro que hace resaltar más lo encarnado de sus labios, me vuelve loco.

—Es probable —prosiguió Rugiero—, que al curial le pareciese bien el bigotillo tentador de Margarita, pero todavía le pareció mejor la suma redonda de sesenta mil pesos, cerró los ojos, pasó por todo y se casó ante lo que ustedes llaman nuestra madre la Santa Iglesia, a la cual no me es dado pertenecer. Vos lo sabéis: entre San Miguel y yo, existe todavía una guerra sorda.

—En la que seréis vencido —le contestó Arturo riendo—, ya os he visto anonadado y por tierra a los pies del valiente ángel, cuya sola espada os hace temblar.

—Y a qué hablar de estas cosas —le interrumpió Rugiero vivamente contrariado—, la historia ha terminado ya y será preciso que os haga entender, que sea yo el diablo, o no, jamás cuento historias que no tengan un fondo de moral y de verdad. Doña Agustina, que empleó toda su vida y sus afanes en casar con un hombre muy rico a Florinda, la casó con un miserable que no tenía más que deudas, y doña Beatriz, que educó a sus hijas con la mayor severidad, haciéndolas confesar y comulgar cada ocho días, fueron a la hora que ella menos lo pensaba, seducidas por el único hombre que frecuentaba la casa. Esto enseñará a las madres de familia que no se deben fiar, ni de los maestros de música, ni de los que gastan lujo y ostentan riquezas, porque no es oro todo lo que reluce. ¡Qué tal! El obispo Madrid, o el Padre Pinzón, no han predicado nunca mejores sermones que los míos, y así y todo siempre estaréis creyendo que soy el diablo. Tiempo es ya de que marchemos a descansar de esta fatigosa noche.

Los dos amigos llamaron al criado, pagaron generosamente el gasto que habían hecho y salieron del brazo, hasta la esquina de la calle del Coliseo, donde se despidieron dirigiéndose cada cual a su domicilio.

XXVII. Cartas de La Habana

Pocas gentes del comercio y de los que tienen negocios en países extranjeros, no conocen a don Rafael Veraza; este hombre singular, de una constitución fuerte y robusta hasta el extremo, lleva y trae desde hace muchos años la correspondencia del gabinete inglés de Veracruz a esta ciudad, viaje en que no dilata más que de treinta y seis a treinta y ocho horas, atravesando una distancia de cien leguas de los malos y encumbrados caminos de la Sierra Madre; ni la lluvia, ni el frío, ni la tempestad, ni los ladrones, ni la guerra, detienen a don Rafael Veraza, como no detienen al vapor inglés, ni los vientos, ni las marejadas.

Un momento antes de partir, se encuentra a Veraza en la calle, vestido elegantemente y con la mayor calma del mundo; a poco se le ve en el camino, azotando su caballo y por las calzadas y cerros como una visión fantástica; llega a una posta, e inmediatamente se presentan tres o cuatro mozos; y uno le toma el caballo y otro las maletas, mientras los postillones con una velocidad increíble, preparan los caballos de remuda, operación que se hace en minutos, y Veraza vuelve a montar y a continuar su carrera.

Cuando llega la noche, se acomoda perfectamente en su silla, que, llena de bolsas y escondrijos, es positivamente una despensa abundante, donde se encuentra aguardiente, queso, jamón, pan y cuanto puede bastar para que un hombre que no corre, sino que vuela, se alimente durante treinta y seis horas; y acomodado en ella, y cuando el sol va ocultándose en el ocaso, cierra los ojos y duerme profundamente, sin dejar maquinalmente de azotar con los chicotes que en cada mano lleva, a los caballos, que por su parte, y acostumbrados a esta fatiga, cierran también los ojos y se dejan ir por las cuestas y desfiladeros.

En el momento en que llega don Rafael Veraza a Veracruz, se lava, se viste de limpio, y como si acabara de levantarse de un mullido lecho, vuelve a montar a caballo y sale a pasear por la ciudad; cada mes se repite esta expedición.

Don Rafael Veraza, pues, a quien con tanta ansia aguarda siempre el comercio de la capital, llegó cosa de las doce del día, hora en que Arturo, que había pasado la noche oyendo las historias que le contó Rugiero, estaba todavía durmiendo profundamente; el criado entró y despertándolo, le anunció que le habían dejado un recado, avisándole que don Rafael Veraza había llegado.

Arturo se levantó precipitadamente, se vistió, almorzó, fue a sacar sus cartas del correo y con ellas se dirigió a la casa del capitán Manuel, quien se había retirado de la sociedad desde que regresó de Jalapa, y vivía en un cuarto de una casa de la calle de San Miguel.

Un catre y una mesa de madera, dos malas sillas de pino, un cántaro de agua en un rincón, la montura colgada en un clavo en la pared, y unas cuantas casacas y pantalones militares en una percha, eran todos los muebles de la habitación del capitán. Arturo lo encontró recostado en su catre, leyendo una novela de Dumas.

—Y bien, señor capitán, ¿cómo se ha pasado la vida desde que no nos vemos? —dijo Arturo entrando y sentándose con familiaridad en el catre del capitán.

—Ten cuidado, Arturo —le dijo el capitán sonriendo, y tendiéndole la mano—, porque si gastas esas confianzas con mi pobre lecho, se acabará de romper y tendré que dormir en el suelo.

En efecto, el catre rechinó cuando Arturo se sentó en él, y mirando el joven el efecto desastroso que podía causar al lecho de su amigo, se colocó en una silla, que recargó contra la pared y puso los pies en otra. Acomodado así, siguió platicando:

—Vamos, Manuel —le dijo—, es menester regenerar un poco este cuarto, porque no está bien que viva en él un hombre tan elegante como tú.

—Te aseguro que estoy tan abatido y disgustado, que me es indiferente vivir aquí, o en cualquiera otra parte. En cuanto a dinero, no estoy muy abundante, como debes de suponer, pero tampoco lo necesito para nada; cuando el corazón está triste, para nada sirven el dinero ni la vida. Ya verás cuando haya castigado al pícaro viejo tutor, cómo encuentro medios de poner mi habitación como un palacio, y mi persona como la de un príncipe.

—¡Quién sabe —le dijo Arturo—, si las noticias que traigo, hagan cambiar tu situación!

—¿Cómo? ¿Me traes noticias?

—Sí, por cierto; Veraza ha llegado, y aquí tengo ya las cartas del paquete.

—Veamos, Arturo, veamos pronto lo que contienen —dijo el capitán levantándose del catre.

—Calma, calma, capitán —le dijo Arturo, sacando las cartas del bolsillo y poniéndolas en las manos del capitán.

—¿Calma? Se conoce que tú no estás enamorado, porque de lo contrario… ¡pero qué frialdad de hombre, qué cachaza; preguntarme por qué tenía mi cuarto así, antes de decirme que tenía yo cartas de mi pobre Teresa!… sí… debía incomodarme contigo… Habana… cabal… sí; es la firma de Teresa, vive… vive; esta es su firma, es su preciosa letra… la misma… me ama, me ama todavía… Yo estoy loco, Arturo, loco; quisiera devorar de una vez todas estas líneas y saber lo que me dice en ellas… ¡Oh Arturo!, tú no sabes el placer que causa el recibir cartas de una querida que se ama con el alma y con el corazón… tú eres un insensible; si no, te volvieras loco como yo… mira la firma de Teresa… está en La Habana, buena, completamente buena… pero desgraciada la pobre criatura, desgraciada, sin duda, porque no está conmigo…

Todo esto lo decía el capitán recorriendo precipitadamente las cartas de Teresa, leyendo expresiones aisladas; volviendo las hojas una vez y otra, y besando repetidas veces la firma.

—Veo —le dijo Arturo—, que en efecto te puedes volver loco. Dame esas cartas, recuéstate en tu catre como estabas, cerremos la puerta para que nadie nos interrumpa, y yo te las leeré desde el principio al fin. Ya sabes lo principal, y es que Teresa llegó bien, y se halla con salud; prepárate, pues, a recibir con calma las demás noticias.

Cerraron la puerta, el capitán se recostó, y Arturo comenzó a leer:


Habana, etc.

Manuel de mi corazón: Supongo que el señor Arturo te habrá impuesto de lo que pasó en mi viaje hasta Veracruz. Me embarqué en el vapor inglés Teviot, y desde ese momento comencé a escribir un diario, que ahora he vuelto a copiar: léelo, y en él hallarás consignado mi amor, mis pensamientos, las horas de angustia y de dolor que he pasado, y también los momentos de infinito placer que he tenido, haciendo memoria de ti, bien mío, de ti, que eres mi único amor, mi solo consuelo.

Víctima de la trama de mi tutor, que fingió tu letra, fui a la cita; y allí, Manuel, en vez de encontrarte, sólo encontré a un asesino, que estaba resuelto a obtener mi mano o a matarme; creo que no dudarás, Manuel, que habría preferido mil veces la muerte antes que ceder a esta infamia. Busca al padre A… que vive en la calle del Puente Quebrado, y él te impondrá de cómo Dios, por un milagro, me salvó la vida; guíate por los consejos de ese santo eclesiástico; sé religioso y bueno, porque sólo con una conciencia pura se hace frente a las maquinaciones de tan crueles enemigos.

Ámame mucho, Manuel; no me olvides ni un instante, y ten, como yo, la esperanza de que algún día, y quizá pronto, volveremos a ser tan felices como aquellos cortos instantes en que nos vimos en casa de la buena lavandera, y que no podré olvidar nunca, pues no hago más que cerrar los ojos y verme allí en tus brazos.

Escríbeme mucho, mucho, todo lo que te pase, aun lo más insignificante, porque tus cartas me darán la vida, y reanimarán mi esperanza.

Adiós, Manuel mío; recibe el infinito amor de tu

Teresa.
 

—Pues es cosa muy terrible —dijo Manuel cuando acabó de oír esta carta—, que Teresa deje la aclaración de las infamias del viejo para que el padre nos las diga. Quién sabe si éste nos hablará la verdad, y si le encontraremos: nada le costaba haber escrito un poco más.

—No seas injusto —le contestó Arturo—, tendría sus razones para no fiar estos secretos a una carta. Si por casualidad se hubiese perdido, o hubiese sido interceptada por el tutor, ¿qué sucedería? Vendrían naturalmente por tierra los planes que hemos formado.

—Pues bien —dijo el capitán—, en ese caso vamos inmediatamente a ver al padre y que nos explique todo lo que ha sucedido.

—Leeremos primero el diario de Teresa, y quizá encontraremos en él alguna explicación más.

—Bien dicho, Arturo; yo estoy positivamente fuera de mí, y haría mil tonterías.

Arturo comenzó a leer:


Día 1.º, a las cuatro de la tarde.—¡Oh Dios mío!, Tú que cuidas de la vida del insecto que se arrastra por el suelo, y del pajarito que vuela en el viento, dame fuerza para sufrir esta separación.

Estoy ya a bordo del vapor: el generoso amigo, que me ha acompañado desde México hasta Veracruz, se ha retirado en un bote. He conocido que mi desgracia ha conmovido su corazón, y que será en lo de adelante un hombre que se interese en todos mis infortunios: a él le entregué mi retrato y un rizo de mi pelo, y estoy muy segura de que los pondrá en poder de Manuel.

Un viento recio comienza a soplar: las olas se estrellan contra las murallas del castillo de Ulúa, y los marineros levantan las anclas; la máquina está encendida, y el buque comienza a moverse. Si yo no fuera tan desgraciada, tendría miedo; pero cuando la vida cansa y fastidia, los más grandes peligros se ven con indiferencia. —¡Ah!, no, no, ¡Dios mío!, no me quites la vida antes de volver a ver a Manuel. Deseo estar a su lado un año, ¿qué digo?, un día, un minuto, y entonces moriré contenta.

Las olas parece que quieren romper los costados del buque; el mar y la máquina rugen a competencia, y las nubes cubren el cielo. Este cielo opaco y triste me ahoga, y pesa como un plomo sobre mi corazón…

A las cinco.—¡Oh, Dios mío! La tierra se pierde, se borra, se une y se confunde ya con las nubes, es la tierra de mis padres, la tierra en que vi la luz primera, la tierra en que vive Manuel, la tierra de que me alejo, quizá para no volver jamás. Adiós, patria mía; adiós tierra idolatrada; adiós, Manuel, a quien he adorado con todo mi corazón: mi alma, mis pensamientos quedan en ese México, donde he experimentado tan amargos dolores y tan vivos placeres: ningún pesar es tan grande, tan terrible en la vida, como el ver desaparecer desde un barco la tierra en que se vio la luz primera.

Las ocho de la noche.—Pasadas estas impresiones, que han lastimado mi corazón de una manera inaudita, el mareo se ha apoderado de mí: he bajado a mi camarote, y me he encerrado en él, acostándome en este lecho, que me parece un ataúd. ¡Ah, Manuel: la soledad es lo más terrible! ¿Quién, si no Dios, puede auxiliar a esta mujer aislada en medio de los mares? Si tú estuvieras conmigo, nada tendría que temer, y la muerte misma me sería grata: tú mitigarías mis sufrimientos; con tu presencia solamente calmaría este mal, que mata mi alma y mi cuerpo. El mar está horriblemente alterado, las olas se estrellan en los costados del buque y lo hacen estremecer; yo tengo miedo, pero no a la muerte, sino a perecer olvidada de ti y de todo el mundo. Estas líneas acaso no llegarán a tus manos, y tu infeliz Teresa acabará sin el consuelo siquiera de que tú recibas los últimos recuerdos de su amor.

Día 2.—Anoche, Manuel de mi corazón, no pude continuar: el lápiz se me cayó de la mano, y la fatiga de mi espíritu y el mareo me postraron, de suerte que no pude ya ni aun mover mis cansados brazos. ¡Qué noche, Dios eterno, qué noche tan cruel! Toda ella la he pasado en un continuo delirio y en un estado de sopor, en que ni se duerme ni se vela; tu imagen, Manuel, me ha acompañado, es verdad; pero te he creído ver pálido, ensangrentado… ¿Te ha sucedido algo? ¿Has sido víctima de ese hombre fatal? ¡Ah! no; tú vives, Manuel; tú vives, y así lo quiero creer, porque de otra suerte moriría yo en el mismo momento.—Los vaivenes del barco y el ruido de la máquina me han despertado sobresaltada; he tenido que contener con mi mano los latidos de mi corazón, y he vuelto a caer de nuevo en el sopor, para ver fantasmas, para delirar con visiones fúnebres; y esqueletos, y sombras, y horrorosos animales de una forma quimérica han rodeado la imagen de mi amante, de mi idolatrado Manuel.

El día ha amanecido nublado; pero el viento está más flojo, y he subido sobre cubierta para refrescar mi frente abrasada, para que mi imaginación se despeje de esas visiones de la noche, que han hecho erizarse mis cabellos. Me he encontrado con que los pasajeros y aun el mismo capitán, notando mi palidez, me han ofrecido sus servicios: les he dado las gracias, porque de poco me servirían, ni sus auxilios, ni sus medicinas. Nadie, sino tú, puede curar las llagas de mi corazón. ¿Cómo he de encontrar la felicidad en medio del Océano, rodeada de personas indiferentes, y que no podrían ni comprender ni aliviar mis dolores? Hoy me he puesto a pensar, por qué Dios me castiga tan cruelmente: me arrancó a mi madre, cuando era yo casi una niña, y cuando más necesitaba de su abrigo y de sus caricias: después, Manuel, no he tenido más pensamiento que amarte, y amarte para que fueras mi esposo, para darte mi corazón, mi mano, mis bienes, y hacerte feliz, y ser yo también la más dichosa de las mujeres… ¿Por qué hay tantas mujeres en el mundo tan felices, tan risueñas, que se enlazan con sus amantes, que aman, que son amadas, y… yo, Manuel, yo que he amado tanto a Dios, me veo separada de ti, desterrada de mi patria, pobre, sin amigos, sin amparo alguno en el mundo? Estos renglones van medio borrados con mis lágrimas, y perdóname, Manuel, que tanto llore; pero no hay más consuelo para los desgraciados… Después de llorar mucho, llego a resignarme con la voluntad de Dios. Él me ampara en estos abismos, y debo darle gracias, y esperar que si me conserva la vida, será para volverte a ver, para estrecharte en mis brazos, para poner este corazón adolorido sobre tu corazón, y entonces morir…

En la tarde.—Todo el día he estado sentada con la vista fija hacia el lado por donde yo creo que está Veracruz. Después de Veracruz se pasan montañas, y bosques, y ciudades; y después de todo eso se encuentra México, y en México estás tú; tú, mi tesoro, mi Manuel. ¡Cuántas dificultades, cuántos trabajos, cuántos riesgos se necesitan para volverte a ver!… Y cuando vuelva, acaso tú me habrás olvidado; tú estarás casado con otra… pero entonces… me mataré, o… me volveré loca…

El sol se va ocultando; el mar parece de sangre, y las nubes de oro se levantan del seno de las aguas, formando las más caprichosas figuras. ¡Si vieras, Manuel, qué espectáculo tan hermoso y tan magnífico!

Día 5.—La muerte, que he tenido ante mis ojos, y tu memoria, han ocupado mi pensamiento. A la media noche de ayer comenzó a soplar un viento mucho más fuerte, y el mar a embravecerse: fui despertada por el ruido que hacían sobre cubierta los marineros, y por la voz del capitán, que dominaba la tormenta. El buque se sacudía violentamente, y yo como pude, cayendo y levantando, salí sobre cubierta, y vi grandes montañas de agua negra, que venían unas tras otras sobre el buque: asustada, me volví a mi camarote, donde en medio de las ansias y sufrimientos del mareo, que me volvió a atacar, he esperado tranquilamente la muerte, pensando en Dios y en ti… Ha calmado el viento; pero el mar aun está revuelto: los pasajeros han subido hoy sobre cubierta, y me han parecido fantasmas o cadáveres acabados de salir de la tumba: todos están pálidos, con el cabello en desorden, con los ojos hundidos y con los trajes descompuestos: yo misma me vi en el espejo, y mi semblante me asustó… Si me vieras, te daría yo lástima.—Hoy he comenzado a sentir un dolor en el pecho; el mismo que otras veces me ha alarmado tanto: yo temo que, ya sea por un motivo, ya por otro, no me sea posible volver a verte.—Un pasajero me ha dicho que el clima de La Habana, demasiado caliente, es muy dañoso para esta clase de enfermedades; y yo recuerdo que cuando estuve allí con mi madre, ni me fatigaba mucho, ni me costaba trabajo respirar. Pero entonces era niña, era feliz, mientras que hoy la soledad, la ausencia y el clima me matarán indudablemente: así, pues, con toda verdad te digo, Manuel, que te resignes a perderme. Al fin, los hombres fácilmente se consuelan: hay tantos placeres; tantas distracciones para ellos en el mundo, que muy poco les importa el cariño de una mujer… No te vayas a ofender por esto, Manuel; yo creo que tú me amas sobre todas las cosas del mundo, y por esta misma razón soy tan infeliz hoy que un mar nos divide ya…

Día 6.—Muy temprano, todo ha sido alboroto en el vapor: los pasajeros se han lavado y vestido de limpio, y están inconocibles: todo este regocijo es porque la isla de Cuba con sus palmeras pintorescas y su multitud de edificios, está ya muy cerca… ¿Qué me importa todo esto? No estás allí, y me es indiferente vivir en un palacio en la tierra, o en un estrecho ataúd a bordo de un barco, en la mar: las tempestades del mar son terribles, pero todavía son más fuertes las del corazón. Al divisar las playas de la isla de Cuba, he llorado tanto como cuando vi desaparecer las de Veracruz. ¿A qué vengo a esta tierra? ¿En qué voy a emplear las largas horas del día? En bordar, en coser, en pasear —¿Y para qué?—. ¡Cuánto, cuánto me atormenta este deseo de volver a México, cuando aun no llego a La Habana! Esta agitación que tengo, como si algo me fuera a suceder; este sobresalto continuo, como si constantemente me estuviera amagando un asesino… Es triste, muy triste, arrastrar una vida tan miserable e infortunada. ¿Nos volveremos a ver? ¿Vendrás tú a buscarme?… Y ¿cómo podrás venir, pobre Manuel, abandonando tu carrera y tus amigos?… Yo no merezco tanto.

Día 8.—Ayer ha venido Marta: es una pobre negra esclava que servía a mi madre y me cuidaba; se acordó perfectamente de mí; lloró, me llamó su niña, su niña preciosa, y yo he conseguido de su ama que se quede por algunos meses en mi compañía; y digo algunos meses, porque no pienso vivir mucho tiempo separada de ti.

Ayer ha venido también el conde de C… y me ha dicho que tiene instrucciones de mi tutor, para darme cuanto necesite: no es gran favor, por cierto, el que me hace mi tutor, con darme una parte de lo que me pertenece; pero siempre es algo, porque podía muy bien haberme dejado morir de hambre en una tierra extraña para mí.

Habito una hermosa quinta, la misma en que viví cuando era niña y feliz: entonces me parecía un palacio encantado; corría por los jardines; jugueteaba entre las flores y el césped; me dormía debajo de las palmeras, a la orilla de las fuentes, y todo era alegría y placeres inocentes: hoy todo me parece triste: las flores sin aroma, y las palmas se inclinan tristes y mustias. Los salones me parecen fríos como las lápidas de mármol de los sepulcros: el ruido de las fuentes me causa una melancolía inexplicable, y todos los objetos que me rodean, no hacen más que despertar en mi corazón amargos recuerdos. Mis ocupaciones son hasta ahora bordar y leer; pero en la realidad, lo hago maquinalmente, porque mi pensamiento vuela muy lejos de aquí.

Después de tantas noches de vigilia y sobresalto, en que he despertado llena de susto y he experimentado horrorosas pesadillas, tuve ayer un sueño delicioso. Soñé, Manuel, que estaba yo en casa de la lavandera, y que tú, procurando calmar mi temor y turbación, me decías palabras de amor, que, como una música celeste, sonaban en mi oído. Lloraba yo; y tú, bueno y amoroso, enjugabas mi llanto, me estrechabas contra tu corazón y me decías que al día siguiente nos debíamos casar: me contabas también que tenías una casita primorosa, donde, retirados del mundo, debíamos vivir solos, el uno para el otro; que mi tutor había entregado todos mis bienes y retirádose a San Luis; y que, en fin, nada teníamos que apetecer, y nada nos faltaba para ser felices. ¡Figúrate mi tristeza cuando al despertar no vi en mi derredor más que la soledad y la desgracia!

Hasta hoy, en que concluyo estos apuntes, para remitírtelos, mi situación no ha variado ni puede variar, sino es que me muera o que me reúna contigo. Tú me amas, Manuel, y pensarás en la conducta que será conveniente seguir: reflexiona solo que si cometes un crimen, entonces no podrás ya ser mi esposo, y me darás la muerte. La prudencia debe guiar tus pasos, y no debes proponerte más fin, sino el de que podamos unirnos: la pobreza no me asusta; Dios nos ayudará.
 

Cuando Arturo acabó de leer, levantó los ojos, y vio que el capitán estaba profundamente conmovido.

—¿Qué diablo de humor es ese, Manuel? —le dijo—, las cosas están mucho mejor de lo que creíamos: Teresa está buena, nada le falta para su comodidad y subsistencia, y te ama, te ama como siempre: todos estos son motivos para alegrarse.

—Dices bien, Arturo; y ¿cómo es que casi lloro, cuando me disgustan tanto esos hombres pusilánimes y llorones? —dijo el capitán levantándose y limpiándose los ojos con su pañuelo. Sin embargo, las cartas de una mujer que se ama, conmueven el alma, y ya ves… al amor lo pintan montado sobre un león y dirigiéndolo con una madeja de seda.

—Aquí hay otra carta para ti —interrumpió Arturo—, veamos lo que dice:


Habana, etc.

Querido capitán: Me embarqué en una maldita goleta, llamada Villanueva, y poco faltó para que nos llevara una legión de diablos.—¡Qué tiempo! ¡Hum!, el mar se nos venía encima, y el buque pesaba menos que una cáscara de nuez: no daba un centavo por la vida de todos los que iban a bordo. Al fin, llegamos estropeados; y me tiene usted ya en la gran isla de Cuba a sus órdenes; de día, luchando con estos abogados enredadores, y de noche, en tormenta con las habaneras en divertidos fandangos: la danzica ya me sale por los ojos, pero las muchachas no son malotas.

Me he encontrado con instrucciones para obrar en otro negocio en que hay asunto de muchacha seducida, y de viejo engañado, y… qué sé yo qué más; pero sobre esto nada he hecho ni haré, hasta que concluya con el asunto de la quiebra de la casa de Revuelta. En el paquete próximo escribiré a usted largo sobre esto, y me dirá su opinión.—Va un cajón de puros, capitán, que se fumará usted a mi nombre, y que puede recoger de la casa de Dionisio Velasco.

Pasarla bien, capitán.—Su amigo que mucho lo quiere.

Juan Bolao.
 

—Esta carta es terrible, Arturo —dijo el capitán—, y el mejor modo de terminar este negocio, es ir a casa del viejo, volarle la tapa de los sesos, y marcharme para la casarme con Teresa.

—Recuerda, Manuel —le contestó Arturo—, que se te encarga la prudencia; y, por otra parte, ¿qué harías tú después de matar al viejo, por mucha justicia que tengas? Llevar la vida fugitiva y errante de un asesino, haciendo participante de ella a una criatura tan noble y tan buena como Teresa.

—Pues, ¿qué hacer entonces? —dijo el capitán con acento colérico: ¿dejarse burlar de un miserable, que se roba toda una herencia, que intenta asesinar a una mujer inocente, y que la destierra, como si fuera criminal?

—No, ciertamente; pero tratemos de dar un golpe seguro: Teresa te encarga que te guíes por los consejos del eclesiástico, y que obres con prudencia; debes, pues obedecerla. Este Bolao es tu amigo; parece un excelente muchacho, y podemos convertirlo en aliado nuestro, tanto más, cuanto que ha prometido consultarte lo que deba hacer en el negocio. Vamos, en primer lugar, a ver al eclesiástico, y después de haberlo oído, pensaremos.

—Dices bien, Arturo. Tú al fin concluyes siempre por dominarme; pero me ocurre una idea.

—¿Cuál es?

—Para todo esto se necesita tener dinero, y mucho, y todo mi capital está reducido a un par de onzas.

—Ya te he dicho —le interrumpió Arturo—, que puedes contar conmigo: mi padre, como sabes, gana mucho dinero, y yo me ocupo en inventar diariamente nuevo modo de gastarlo.

—Todo eso está muy bueno, Arturo —le dijo el capitán con mucho cariño—, y yo sé que puedo contar con tu amistad, pero yo soy hombre que saco dinero de debajo de la tierra, y que también sé tirarlo con mucha facilidad. Hoy me siento animado de esperanza: las cartas de Teresa me han vuelto la vida, y necesito tener dinero, regenerar mi cuarto, disponer de grandes recursos, y hacer cosas maravillosas. Mi plan, por ahora, está reducido a tener dinero, como he dicho, a pedir mi licencia absoluta, para largarme a La Habana, a casarme allí con Teresa, y después marcharme a Italia, escoger un bonito pueblo, y vivir tranquilo y feliz, dando antes de marchar una regular paliza al viejo. Tú vendrás con nosotros, ¿no es verdad, Arturo?

—Ésos son castillos en el aire, Manuel; yo no me separaré nunca del lado de mi madre, porque es una excelente mujer, a quien amo tanto, como tú a Teresa; pero ya veremos cómo las cosas se presentan.

—¡Eh! ¡Martín! —gritó el capitán, abriendo la puerta.

Martín, que era el asistente, se presentó al momento.

—Tráeme agua, jabón, tohalla, todo lo necesario para lavarme; limpia los pantalones y la levita.

—¿Está mi capitán muy aliviado? —preguntó Martín. Hacía muchos días que, como el capitán no se lavaba, ni se vestía, ni hablaba con nadie, Martín lo creía enfermo.

—Sí, muy aliviado, muy aliviado, Martín; la niña me ha escrito, y esto me ha quitado la enfermedad.

—Me alegro mucho, mi capitán.

—¿Te alegras, bribón? —le dijo Manuel chanceando—, pues bien, haz muy breve lo que te he mandado.

—Voy, mi capitán.

Martín se retiró, y a poco volvió con un jabón oloroso, un lebrillo, una jarra y un espejo.

—Este asistente es una alhaja, Arturo —le dijo el capitán, mientras que Martín salía a traer el resto del aparato que faltaba para el tocador del capitán.

—En efecto, veo que te sirve admirablemente.

—Lo más singular es, que nada de esto que tú ves, es mío; espejo, lavamanos, agua, jarros, pozuelos, vasos, todo cuanto se necesita, lo adquiere en el acto. El día que se me antoja comer gallina, se la pido, y sin pedirme dinero, me la presenta en un guiso exquisito; es una especie de mágico, muy conveniente para un militar calavera como yo. También es verdad, que Martín dispone de mi dinero, de mi ropa y de todo lo que tengo; días pasados busqué una camisa muy bien hecha, y me dijo que se la había dado a un pobre; le alabé su caridad, y concluyó la historia; pero ya entra, verás lo que responde.

Martín, en efecto, entraba con un vaso de cristal abrillantado y un plato de China, donde había cepillo y polvos para los dientes.

—¿De dónde has conseguido todo esto, Martín? —le preguntó el capitán.

Martín se sonrió.

—Vamos, tunante, di, ¿quién te ha prestado todos estos trastos?

—Pues, señor… como las niñas de la otra casa quieren tanto a mi capitán… me prestan todo lo que necesito.

—¡Las niñas!… ¡ah!, ya caigo en cuenta, unas chatitas que viven aquí junto.

—Esas mismas, mi capitán; y todos los días me preguntan que cómo se siente usted.

—Diles que estoy aliviado, que se lo agradezco. Trae más agua caliente, y cierra la puerta.

El capitán comenzó a rasurarse.

—Cuidado con las infidelidades —dijo Arturo.

—No tengas cuidado; quiero sinceramente a Teresa, para que pueda ocuparme en otro amor. Con que ahora, ¿qué tenemos que hacer?

—Buscar al eclesiástico —dijo Arturo.

—Muy bien, voy a darme prisa, porque ya rabio por saber el pormenor de tan infame aventura; ¿pero después?

—Después —dijo Arturo—, pensaremos cómo se debe obrar, y yo lo consultaré a Rugiero.

—Ese hombre me fastidia muchas veces, y otras me parece muy amable.

—Lo cierto es, que tiene mucho talento, y que es un tuno de siete suelas; un hombre de mundo, que sabe curiosas historias, y anoche justamente me he pasado las horas enteras con él, y he sabido cosas que me han dejado asombrado. Ya te llevaré a casa de Aurora y conocerás a los personajes; por ahora te contaré en compendio las historias.

Arturo, mientras que su amigo se acababa de lavar y vestir, le refirió en compendio la historia de Florinda, la de Elena y Margarita y en seguida salieron a la calle.

—Estoy convencido —dijo el capitán—, de que sólo una pasión verdadera guarda a las mujeres; una mujer enamorada, rara vez es infiel, y por eso tengo tanta confianza en Teresa. Y Aurora y Celeste, ¿qué dicen, Arturo?

—Ya hablaremos de eso, concluyendo tus negocios; necesitamos obrar con mucha actividad, porque el paquete sale dentro de cuatro días, y es menester que escribas a Teresa todo lo que hayamos hecho.

Llegaron los dos amigos a la calle del Puente Quebrado, y subieron a la casa del eclesiástico, donde encontraron una anciana, que les dijo que aquel se había ido a la villa de Guadalupe, y que no volvería sino hasta el día siguiente. Manuel, desesperado, comenzó a desatarse en invectivas contra el eclesiástico; pero Arturo lo calmó.

—Pues Arturo, yo necesito ocuparme en algo; y puesto que aún tengo que pasar una noche atormentado por la curiosidad y por la duda, mejor será que busquemos fortuna ven conmigo y participarás de ella.

—Pero, ¿a dónde vamos?

—Déjate conducir, y no repliques; no eres una niña a quien pueda engañar un miserable músico, como Migueletti.

Arturo se dejó conducir y entraron en una casa de juego del portal de Mercaderes, en donde a la primera persona que vieron, fue a Rugiero.

—¡Hola, caballeros! ¿Ustedes por esta casa?

—Y usted, Rugiero, ¿qué hace también aquí?

—¡Buena pregunta!, divertirme, y ganar y perder dinero, mirando las figuras que hacen los que se quedan sin un duro para comer.

—Este tronera de Manuel me ha traído aquí —dijo Arturo algo mortificado.

—No hay que ruborizarse, Arturo; los hombres en materia de vicios, deben saber todo, así como todo lo deben ignorar las mujeres; así, os repito, Arturo, no hay para qué ruborizarse como una doncella; vuestro padre es bastante rico, y puede sufrir bien, sin debilitarse, una sangría de cien onzas.

—Yo no vengo a jugar —dijo Arturo con seriedad; pero Rugiero, soltando la carcajada, le dijo:

—Jugareis, y tres más; el que entra en la casa del jabonero, si no cae, resbala.

—Ya veremos —dijo Arturo.

Los tres amigos entraron en una extensa sala, iluminada por dos grandes balcones, adornados con sus vidrieras y cortinajes; en medio de esta sala había una mesa cubierta con su carpeta de paño verde y en la carpeta señalados y numerados con cinta amarilla los lugares donde se colocan las cartas. No era aplicable a este lugar la descripción que hace Gorostiza en su comedia de El Jugador.


En un ahumado aposento,
Anegado en porquería,
He visto en un solo día
Lo que no pudiera en ciento,
 

Pues, por el contrario, reinaba en él gran lujo; las sillas de caoba, las velas de esperma y colocadas en largos tubos de reluciente metal, y los cortinajes de seda. Los talladores y gurupiés eran personas de importancia, y los dueños de la partida gente de grande influencia en la ciudad, por su riqueza; allí se jugaba oro, y no más que oro, pues la plata se veía con desprecio por la mayor parte de los concurrentes.

Era, en una palabra, una partida de mil onzas, con otras mil o dos mil de refacción; y ya se sabe el lujo con que en México están montados esa clase de establecimientos; cada uno de ellos tiene por lo menos seis onzas diarias de gasto, que hacen cerca de tres mil pesos cada mes. ¿De dónde, pues, salen estos treinta y seis mil pesos cada año? Evidentemente del bolsillo de los concurrentes, que pierden allí el fruto de su trabajo, y menoscaban su fortuna.

Han pasado gobiernos de diversas opiniones; ha sufrido mil cambios la sociedad; pero por un privilegio, peculiar a las costumbres viciosas, los juegos se conservan sin alteración, y sigue cada día más en boga esta especulación, fomentada por personas que podían emplear sus capitales en obras benéficas a la sociedad, a la vez que lucrativas.

En esta pieza y alrededor de la mesa, había multitud de personas, las unas sentadas, las otras en pie, juntas, agrupadas y rozándose unas con otras. Delante de los talladores y monteros había colocadas mil onzas de oro, y debajo de la carpeta estaba el menudo. Cuando los tres amigos entraron, había un silencio solemne, que fue interrumpido por una voz clara y perceptible, que dijo:

—Sota vieja.

Un sordo murmullo se alzó entre los concurrentes, se escuchó una que otra maldición de los que fueron a la carta contraria; y el ruido que hacían los monteros y apuntes al recoger y pagar, se mezclaba con las mil palabras de alegría o desesperación que allí se pronunciaban.

En el momento en que vieron a Rugiero y a los dos jóvenes, les ofrecieron asiento con una perfecta cortesía y amabilidad; pero éstos prefirieron permanecer en pie. Con una velocidad y destreza dignas de imitarse por los gobiernos, que todo lo hacen mal y despacio, los talladores arreglaron su dinero, limpiaron sus carpetas, recogiendo sin piedad ni misericordia todo el dinero puesto a la carta que perdió; pagaron a los gananciosos; barajaron, y con voz solemne dijeron:

—As y siete, todo nuevo.

Rugiero se acercó al oído del director o tallador principal; le habló dos palabras en voz baja, y éste le dio cincuenta onzas, de las cuales dio veinte a los jóvenes, y se reservó treinta, que con mucha serenidad puso al siete. Manuel y Arturo pusieron cinco onzas al as.

Corre —dijo uno.

Puede… a copas… el siete a la segunda, mozo.

Rugiero hizo sesenta onzas, y los muchachos perdieron cinco.

—Vayan conmigo —les dijo Rugiero—, y acertarán, porque me late que tendré veinte o treinta minutos de fortuna.

—¿Qué juega usted, Rugiero? —le preguntó el capitán.

—Yo no tengo regla; y eso de judías, y contra judías, y proyectos, y numeritos, nada vale si no hay suerte; por ahora estoy jugando una grande y una chica; vean ustedes.

—Caballo y tres.

—Voy al tres.

—Vais a perder indudablemente —le dijo Arturo—, a ese caballo apostaría yo hasta mi camisa.

—Bien —dijo Rugiero sonriendo—, ponedle lo que queráis.

—Y bien que lo haré —dijo Arturo entusiasmado.

—¿Queréis dinero? —le preguntó Rugiero—, pues bien; pedid al monte; tenéis crédito abierto bajo mi responsabilidad; no os doy de lo que tengo, porque me propongo jugar a la dobla. Y diciendo esto, puso las sesenta onzas al tres.

Arturo pidió veinte onzas, y las puso al caballo. Se corrió el albur, y pasada ya más de la mitad de la baraja, vino un tres; detrás estaban tres caballos juntos. Rugiero retiró sus ciento veinte onzas, y Arturo al disimulo se enterró las uñas en el pecho, mientras que Manuel, más experimentado, veía esto con una perfecta calma. El otro albur se compuso de rey y caballo; Rugiero le puso al caballo las ciento veinte onzas.

—Ahora os tocaba ir al rey, que es la grande —dijo Arturo.

—Sí —contestó Rugiero—, me tocaba en efecto, pero he variado de idea.

—Pues yo contra el maldito caballo he de ir ahora.

Arturo pidió otras veinte onzas y las puso al rey; el caballo vino a las tres cartas, y detrás había dos reyes, Rugiero retiró sus doscientas cuarenta onzas, y Arturo dijo con cólera:

—Ésta es una baraja de todos los diablos.

El siguiente albur era de tres y seis. Rugiero puso las doscientas cuarenta onzas al seis, y Arturo al tres otras treinta que pidió.

—¡El tres! Hasta que gane una vez —dijo Arturo a Rugiero.

—Os equivocáis; el seis de oros estaba antes.

En efecto, las dos cartas estaban unidas, y el tallador al correrlas descubrió el tres; pero rectificada la operación resultó que en efecto estaba el seis antes. Rugiero recogió sus cuatrocientas ochenta onzas, las distribuyó en los bolsillos, y se levantó del asiento, mientras Arturo echaba lumbre por los ojos, pues había perdido en un momento más de mil pesos: Manuel se sonreía.

—Venid —le dijo Rugiero—, cuando en el juego se pierde lo mejor es tomar un poco de aire para refrescarse, y volver a la carga.

—Es verdad —dijo Arturo—, el demonio me inspiró sin duda la idea de venir a esta maldita casa: quemadas deberían estar todas. Esta policía de México es la más rara y absurda que se conoce en el mundo: persigue y lleva a la cárcel al ratero que saca un pañuelo de la bolsa, y deja que se paseen descaradamente en coche estos ladrones, que roban miles de pesos, porque no hay duda que es un robo el que me han hecho en este momento.

—No haya cuidado, Arturo —le dijo el capitán—, no ha sido el demonio quien te trajo aquí, sino yo, y te prometo que no se quedarán los monteros con tu dinero: dentro de media hora habré hecho campaña. Fumemos, que al fin cada uno de estos puros habanos nos cuesta como quinientos pesos.

El capitán tomó unos puros excelentes, que había en una charola, y que estaban a disposición de los concurrentes.

—Este muchacho —dijo Rugiero a Arturo—, conoce más el mundo, y tiene razón en el fondo: dentro de media hora la suerte variará, y podrán ustedes hacer una buena campaña. En cuanto a mí, tengo un gran mérito, ¿no es verdad, Arturo? Pero, venid, nos sentaremos aquí, donde se respira un poco el viento fresco, y platicaremos.

Los tres amigos se sentaron detrás del cortinaje de uno de los balcones, y desde allí pudieron observar todo lo que pasaba en la mesa.

—¿Conocéis a algunos de los que se hallan jugando? —preguntó Rugiero a Arturo.

—A muy pocos; y me asombra ver entre ellos hombres que gozan en la sociedad de una gran reputación de probidad.

—Eso no es extraño, Arturo; muchas veces los hombres que gozan de mejor reputación, son los más dañinos y malvados. ¿Veis aquel hombre seco, de mejillas hundidas, de barba crecida, y con un vestido descompuesto y sucio?

—Sí lo veo, y será probablemente un pobrete que, como dice esta gente de juego, viene a sacar la amanezca.

—De ninguna suerte, pues es un hombre que logró casarse con una viuda rica, y que en vez de trabajar para aumentar y conservar el capital, lo ha destruido en el juego. Primero vendió a un usurero una casa de campo que tenía la mujer en Coyoacán: después cada día abre la cómoda, y saca, ya unos pendientes, ya un reloj, ya un prendedor, ya un hilo de perlas… Mirad, justamente está vendiendo o empeñando un hilo… le dan sólo diez onzas por él… y a fe que vale sin duda una talega de pesos… Ya puso las diez onzas… las perdió… Ya véis, con mil pesos se haría la felicidad de una familia.

—¡Maldito juego! —exclamó Arturo.

—Pues este hombre —continuó Rugiero—, se retira ahora a su casa: sus hijos salen risueños a recibirlo, y él, en vez de acariciarlos, a uno le empuja y a otro le da un puntapié; la mujer, con las lágrimas en los ojos, le reconviene, y él la llena de injurias y concluye por pedirle la llave para sacar las últimas alhajas que le quedan. Pide la comida, y todo le disgusta; riñe a los criados, tira los platos y los vasos; y apoderándose de alguna otra prenda, se sale frenético de su casa, a donde no vuelve sino a las tres o las cuatro de la mañana. Dentro de tres días ya no habrá ni una silla en qué sentarse, ni una cama en qué dormir, ni un plato en qué comer: todo lo habrá entregado a vil precio a los almonederos y usureros, y sus hijos no recibirán ni educación ni alimentos, y sólo un ejemplo de inmoralidad.

—Este hombre es un estúpido —dijo el capitán.

—Pues bien; mirad aquel otro de ojos rojizos, de tez aguardentosa y de grueso vientre.

—Sí, lo veo perfectamente.

—Pues ese es un empleado que gana dos mil pesos de sueldo, sin saber ni aun escribir, y cuya librería está reducida al calendario de Galván, sólo va a su oficina a almorzar; tiene empeñado su sueldo de un año, y paga un real en cada peso por el dinero que ha recibido.

Como no tiene con qué mantener a su familia, y sostener otras dos casas que corren por su cuenta, viene honestamente a buscar el dinero que necesita; pero como sus acreedores son innumerables, el día en que gana, hace un prorateo, y cuando pierde, se esconde por dos o tres días, y ni la misma policía de París sería capaz de encontrarlo.

—Aquel otro viejo de anteojos, y de elegante chaleco de terciopelo, sabe la Biblia, como suele decirse, pues cuando viene al juego trae las bolsas vacías, y está en acecho del primero que gana, para pedirle con mucho garbo dos o tres onzas, con las cuales procura hacer negocio: si gana paga religiosamente a los que le prestaron para establecer así su crédito, y si pierde espera con paciencia que otro amigo le vuelva a habilitar.

Esos tres que véis allí de capa, tienen sólo una onza; si pierden la vaca que han hecho, sus familias no tendrán qué comer mañana; si ganan, en vez de emplear el dinero en cosas útiles y en aliviar la miseria de sus deudos, irán a los cafés, y allí entre los licores y el dominó gastarán lo que hayan adquirido.

—Pero, ¿cómo aquellos dos militares que pierden muchas onzas, preguntó Arturo, están tan tranquilos?

—¡Toma! —respondió Rugiero—, porque nada pierden que sea suyo: la caja del regimiento hace el gasto; y como tienen grande amistad con los altos personajes del gobierno, el Ministro de la Guerra los protege, y sacan diariamente de la Tesorería dinero, sin que jamás haya otra cuenta que «abonado a la caja del cuerpo.»

—Hace seis años —interrumpió Manuel—, los conocí con las botas rotas y con unas casacas llenas de grasa.

—Y hoy tienen carretelas inglesas y palco en el teatro, ¿no es verdad? —dijo Rugiero.

—¡Maldito juego! ¡Maldita sociedad! —murmuró Arturo.

—Pues aquel otro caballero que veis allí de lente, gran cadena, reloj, elegante levita y fistol de brillantes, no es más que un empleado del gobierno, que tiene ochenta pesos de sueldo cada mes, y cuyo reloj y prendedor valen el sueldo de un año.

—Pues, señores, la conversación filosófica de ustedes es excelente —dijo Manuel—, pero teniendo nosotros en poder de aquellos señores, mil y tantos pesos, es menester recuperarlos: Rugiero ya sacó utilidad, y está perfectamente; pero yo estoy en la triste posición de no tener quien me dé un cuarto, y esta mañana he dicho que necesito mucho dinero.

—Pues yo opino capitán —dijo Arturo—, porque nos marchemos de esta infame casa, y… lo perdido, perdido…

—No lo creas —dijo Manuel.

—Mira, Manuel —dijo Arturo—, ningún hombre decente debe estar respirando esta atmósfera. Esto es desagradable y repugnante hasta lo infinito.

—Todo eso es muy cierto —contestó el capitán—, pero no veo yo razón para que perdamos mil pesos, sin hacer ni la menor diligencia para desquitarlos. Quizá perderemos. Ven…

Rugiero, como siempre, después de dejar asombrado a Arturo con sus historias escandalosas y su moraleja, se había marchado sin despedirse. El capitán, tomando a Arturo de una mano, le dijo:

—Ven, cobarde, verás cómo en un momento se repone lo perdido; tú eres un niño todavía.

Ambos se acercaron de nuevo a la mesa, que estaba llena de hombres agrupados y atentos a las cartas, pues era un continuado cordón de entrantes y salientes: el capitán sacó una onza, y la tiró sobre una sota: vino la contraria, y perdió su dinero.

—Ves, Manuel, la suerte se nos declara en contra: vámonos —le dijo Arturo al oído.

—¡Qué sabes tú! con esta onza que me queda, voy a hacer mi fortuna.

Manuel sacó de la bolsa, en efecto, la única onza que le quedaba, y la puso a un seis. Vino el seis y ganó.

—¿Ves, Arturo —dijo el capitán—, cómo no todos los albures se pierden? De aquí para adelante hemos de ir viento en popa.

Para no cansar al lector, diremos que el capitán, en un momento ganó cien onzas; y entonces Arturo le instó fuertemente para que se retirara; pero él, entusiasmado, le dijo:

—Toma setenta onzas, y paga a ese judío que te prestó, y déjame lo demás.

Arturo, con el disimulo posible, pagó las setenta onzas al banquero; tomó un puro, lo encendió, dio unas vueltas por el corredor, y cuando volvió, el capitán estaba ya sentado, y tenía delante cuatrocientas onzas.

—¡Eh! caballeros —dijo el capitán levantándose—, este es el último albur, pierda o gane: estoy fastidiado de jugar.

Y diciendo estas palabras, comenzó a poner a un siete de bastos el montón de oro que tenía delante.

Arturo tiró al capitán del faldón de la levita, y los circunstantes, aunque acostumbrados a estas escenas, no pudieron menos de clavar sus ojos sobre el héroe de esta hazaña; él, fresco y sereno, veía correr la baraja, sin que una sola de sus facciones se alterara.

El siete de bastos vino a las tres cartas y el capitán dejó en la carpeta el oro.

—Todo va —dijo al montero—, a la carta que salga a la derecha.

Un murmullo de admiración turbó el silencio, pero el capitán, volviendo tranquilamente la cara y encontrándose con Arturo, le dijo sonriendo:

—¿Qué te parece, qué suerte tan loca?

—Este albur lo perderás.

El capitán alzó los hombros, y dijo con desdén.

—Vaya tres y sota; iría yo a la sota de buena voluntad.

—Puede usted cambiarse —le dijo el montero, con el rostro algo descompuesto.

—No —dijo el capitán—, me propuse que se quedara el dinero en ese lugar, y de ahí lo recogerá usted probablemente, pues creo que perderé este albur.

Corre —dijo uno de los monteros.

Puede —dijo el otro.

Volteóse la baraja, y reinó un silencio solemne, y ni las moscas se atrevían a volar. A las seis cartas vino el tres de espadas: el montero puso la baraja en la mesa con una expresión de cólera, y dijo:

—Puede usted disponer de mil seiscientas onzas; la partida responde por ellas.

—Deme usted ciento —le interrumpió Manuel con calma—, y el resto quedará en poder de usted.

Manuel recibió cien onzas en oro menudo, que guardó en las bolsas, y un papelito que decía:

Quedan a disposición del señor capitán don Manuel C… veinticuatro mil seiscientos pesos en oro.

Manuel tomó del brazo a Arturo, y ambos salieron de la sala, dejando estupefactos a los concurrentes. En los corredores y en el patio había ya multitud de hombres muy corteses y caravanistas, que lo felicitaban cordialmente, por su fortuna, y le pedían el barato: el capitán metía mano a su bolsillo, y repartía escudos y doblones, sin ver ni siquiera la fisonomía de los pedidores.

—¡Eh! —dijo cuando hubieron salido al portal—, ¿qué te parece, Arturo? Soy un hombre rico; tengo ya para competir con ese viejo infame; para pagar abogados; para marcharme a La Habana; para casarme con Teresa y para viajar y trastornar el mundo, si se ofrece.

—Estoy materialmente asombrado, Manuel; y aún me parece increíble tu fortuna.

—Bien te decía yo, que las cartas de Teresa me habían inspirado valor y fuerza para hacer cosas grandes y ganar en las cartas de la baraja.

—Pero ¿a dónde vamos? —preguntó Arturo.

—¡Toma! ¿A dónde hemos de ir? a las mueblerías, a las carrocerías, a las sastrerías.

—Pero, hombre, ¿estás loco?

—No, sino en mis cinco sentidos; y por esta causa quiero regenerarme hoy, que bastante he sufrido en tanto tiempo de reclusión.

—¡Eh! don Rufino —dijo el capitán, saludando al propietario de uno de los mejores talleres de sastrería de México.

—Capitán, ¡milagro que pone usted los pies en esta casa! —le contestó Lamana afectuosamente.

—Don Rufino, cuando un hombre está arrancado, no debe ni pasar por la puerta de la casa de usted, hoy es otra cosa; y ya verá usted cómo me porto yo con los amigos.

—Poca confianza, hombre: ya sabe usted que esta casa está a sus órdenes. Veamos qué desea usted ahora.

—¡Gracias! ¡Gracias! sé que usted es mi amigo, y por tanto no quiero abusar. Enséñeme usted, pues, los más ricos casimires para pantalón, los más hermosos terciopelos para chalecos, y los paños más finos para levita, frac y casaca militar, todo esto se ha de hacer muy pronto y a la última moda.

—Bien, será usted servido como se sirve aquí a los amigos; cabalmente tengo un brillante surtido de todo lo que usted quiere. Acabo de recibir los últimos figurines de París.

Lamana, diligente, afectuoso, como lo es con sus parroquianos, comenzó a sacar maravillas, que iba poniendo ante los ojos de los jóvenes; paños riquísimos, terciopelos afelpados, casimires de los más caprichosos dibujos y colores. Manuel lo examinó todo con detenimiento y escogió casimires para veinticuatro pantalones, terciopelo para treinta chalecos, y paño para seis levitas y dos fracs y dos vestidos militares.

—¿Toda esta ropa se ha de hacer usted? —preguntó Lamana con aire de duda.

—Toda —respondió el capitán afirmativamente—, si usted quiere, puede enviar la cuenta mañana.

—¡Oh! no es por eso, ¡qué disparate! sino porque la moda pasa… y aunque… esto es contra mis intereses, debo hablar francamente.

—Dice usted bien, don Rufino —interrumpió Arturo—, es una locura; con media docena de pantalones será bastante.

—¿Qué entiendes tú de esto, Arturo? Déjame obrar libremente en estos asuntos, ya que en los demás me sujeto a tu voluntad. Lo dicho, don Rufino; ponga usted oficiales que trabajen de día y de noche, y dentro de tres días, mándeme alguna ropa.

—Bien, bien; tendrá usted más ropa de la que puede ponerse en un año.

—Hasta más ver, don Rufino.

—Caballeros, pasarla bien.

Arturo y el capitán se dirigieron al bazar de Compagnon, a la calle del Espíritu Santo; todo el que tenga dinero y gusto por los muebles elegantes, debe visitar este bazar, donde se encuentran sillas cómodas de las más finas maderas de caoba y rosa; sofás, consolas, espejos y todas las exquisitas obras de carpintería hechas a la última moda de París. Manuel y Arturo escogieron lo mejor, lo más exquisito y lo más elegante, sin pararse en el precio, y de aquí se dirigieron a la famosa carrocería Silcox y Park.

—¡Eh! Mr. Silcox, necesitamos un carruaje de última moda —dijeron los jóvenes.

Mr. Silcox los llevó a una bodega, donde tenía seis u ocho coches, a cual más elegantes, y allí escogieron una carretela azul oscuro con adornos de plata, que quedó ajustada en 1500 pesos. Silcox, para completar el tren, les vendió un buen tronco de mulas cambujas con sus respectivas guarniciones; y todo costó 2200 pesos; el mismo Silcox les proporcionó un cochero llamado Pedro. Arturo dijo a Silcox que podía ocurrir por el dinero al día siguiente; y arreglados los compradores y el vendedor, se puso el coche; y ambos amigos montaron en él, y se dirigieron a la calle de San Francisco, en donde había una casa vacía, que aunque no muy grande, era suficientemente cómoda. Dados todos los pasos necesarios para obtener la habitación, amueblarla de lo más necesario y preparar esta repentina transformación como si se tratase en un teatro de una comedia de magia, los dos mozalbetes fueron a regalarse en una fonda con una excelente comida donde acabaron de concertar sus planes, quedando al separarse de volverse a ver al día siguiente en la nueva casa.

XXVIII. Un buen sacerdote

Arrullado por las ilusiones más bellas; rico y feliz con la esperanza de poseer a Teresa, el capitán se acostó y durmió en su pobre y desquebrajado catre un sueño profundo, tranquilo y delicioso; y muy de mañana se levantó y llamó a su asistente.

—¿Sabes que tu capitán es muy rico? —le dijo en cuanto le vio entrar.

—No sé nada, mi capitán —contestó el asistente.

—Pues hoy mismo mudamos de casa, y vamos a vivir a la calle de San Francisco; tengo más de veinte mil pesos a mi disposición, y ya no tendrás necesidad de molestar a las vecinas para que te presten lavamanos y vasijas, y…

—Y podrá decirme mi capitán ¿cómo ya hoy es rico, cuando ayer?… —dijo el asistente, bailándole los ojos de placer.

—Eso no te importa a ti; lo que te importa es que yo te participe algo de mi fortuna; toma esos escudos para que te compres ropa.

Manuel sacó de la bolsa mucho oro y dio un puñado al asistente.

—Pero a mi capitán le hará falta —dijo el soldado con timidez.

—Obedece y calla —le interrumpió Manuel—, la Ordenanza manda que jamás repliquen los inferiores a los superiores.

—Está muy bien, mi capitán —dijo Martín, tomando con una mano el dinero y llevando la otra a su frente en señal de respeto.

—Oye; no te marches aún, que tengo órdenes que darte.

—Mande usted, mi capitán.

—Tráeme todo lo necesario para lavarme, y cuando devuelvas los trastos, da estas seis onzas a esas buenas chicas, que tanta simpatía me tienen, y que me han favorecido en mi pobreza; y diles, que si no fuera porque estoy enamorado perdidamente de una linda muchacha, ellas serían mis preferidas y el ídolo de mi corazón, Reparte luego entre las vecinas estos muebles; tú aprovecha mi colchón y la poca ropa blanca que tengo; concluido lo cual, te irás a nuestra nueva casa, calle de San Francisco, adonde sólo llevarás mi montura y los enseres de limpiar los caballos.

—Pero, mi capitán, si no hay caballos que limpiar.

—¡Tonto! hoy mismo buscarás un par de lo mejor que haya, cuesten lo que costaren. Demasiado sabes dónde hay caballos y los conoces como soldado viejo de caballería. Con el dinero, todo se facilita.

Martín abrió tamaños ojos, y meneaba la cabeza, como dudando, pareciéndole que era presa de una pesadilla.

—¡Qué! ¿Dudas? —le dijo Manuel.

—No, mi capitán, no dudo… lo que sucede es que tengo mucho gusto…

—¡Bien! haz lo que te he dicho.

Manuel se lavó, se vistió y salió a la calle; recogió su dinero del montero; lo trasladó a una casa de comercio, pagó los gastos que había hecho el día anterior, y se fue a la casa de la calle de San Francisco, en donde ya estaban colocados los muebles más necesarios y el coche a la puerta. Arturo llegó a pocos momentos, y ambos se dirigieron a la calle del Puente Quebrado, a ver al eclesiástico.

Fueron introducidos por la anciana que los recibió la primera vez, a una pieza pequeña, cuyos muebles, que eran muy sencillos, estaban perfectamente limpios; en las paredes había algunas pinturas bastante buenas de Cabrera y de Ibarra, y en una mesa de carpeta de paño burdo azul, varios libros y un Santo Cristo hermosísimo de la famosa escultura guatemalteca; todo lo que había en el aposento estaba colocado con tal simetría y tan aseado, que daba la más perfecta idea del carácter y costumbres de su dueño.

Los dos jóvenes se sentaron, y a poco salió el eclesiástico; el mismo que hemos visto asistir a la aventura de Teresa, y cuya dulce fisonomía y maneras suaves no habían cambiado en lo más mínimo; parecía que aquel hombre gozaba de una tranquilidad inalterable, y que las escenas tristes que había presenciado, no habían interrumpido la regularidad de su vida.

—Señores —dijo al entrar—, disimúlenme ustedes que los haya hecho aguardar, pero estaba tomando una poca de sopa, que es mi alimento a estas horas. ¿Gustan ustedes de alguna cosa? el alimento será frugal, pero ofrecido de muy buena voluntad.

—Gracias, señor —contestó Arturo—, nuestro objeto es tener una conferencia con usted, sobre asuntos importantes a la tranquilidad de mi amigo el capitán Manuel…

—Servidor de usted —dijo el capitán, haciendo una ligera cortesía.

—Y yo de usted, caballero —contestó el eclesiástico; y luego, volviéndose a Arturo, le dijo—: estoy dispuesto a lo que ustedes gusten; y aunque soy un pobre clérigo aislado y retirado del mundo, tendré el mayor placer de serles a ustedes útil en algo. Aquí vivo solo con una pobre anciana que me cuida; de suerte que nadie nos puede escuchar ni interrumpir.

—Pues, señor —prosiguió Arturo, el capitán es el novio de Teresa.

—¡Teresa! —interrumpió el padre algo alarmado.

—Sí, señor; de esa infeliz muchacha, que, engañada por su tutor, hubiera sido víctima una noche, a no haber sido por la intervención de usted.

—Pero ¿cómo es posible que sepáis?…

—Estamos impuestos de una parte del suceso; pero no sabemos la manera con que logró libertarse. Lea usted —dijo Arturo, presentándole la carta al eclesiástico—, ella misma se refiere a usted, no sólo para la explicación de lo que pasó, sino para que nos aconseje el modo de obrar.

El eclesiástico leyó con mucha atención la carta de Teresa, y devolviéndola a Arturo, dijo:

—Es un compromiso para mí.

—Creo que ninguno podrá resultar —dijo Arturo—, porque el capitán ama sincera y lealmente a Teresa; usted juzgará, al ver dos jóvenes a la moda, como suele decirse, que se trata de una aventura escandalosa de amor; nada de eso; Manuel desea que Teresa sea su esposa, los amores que desde muchos años han tenido, son lícitos, y jamás ha imaginado manchar la inocencia de una joven desgraciada y por mil títulos respetable.

—Lo entiendo así, y sobre este particular ninguna objeción tengo que hacer; por el contrario, sería para mí una verdadera satisfacción el contribuir de alguna manera a la felicidad de dos personas que se aman; pero, caballero, cuando se hace un juramento, ¿no debe cumplirse?

—Ciertamente —dijo Arturo.

—Pues yo he jurado no hablar con ninguna persona del mundo una palabra sobre este acontecimiento.

—Pero ¿merece un hombre infame —interrumpió Arturo con valor—, que se le guarden esas consideraciones?

—El hombre es muy miserable, pero cuando se jura, se toma a Dios por testigo; y a Dios se ofende, si se viola un juramento.

—Es decir, señor, que no podremos saber nada —dijo el capitán.

—Nada —contestó el padre.

—El caso es grave, en efecto —repuso Arturo. Figuraos, señor, una muchacha en un país extranjero, sin amparo ni protección alguna, y entregada a las maquinaciones de un hombre depravado; y además, señor, vos sabéis que en todos los países del mundo, y particularmente en éste, el dinero todo lo puede.

—Es verdad; el caso es grave —dijo el eclesiástico reflexionando—, y yo no sé qué partido tomar.

—El que nosotros tomaremos, como jóvenes y calaveras, será matar al viejo —dijo Arturo—, y marcharnos a La Habana: allí recogeremos a Teresa y… lo demás Dios dirá. Tenemos también dinero, y somos absolutamente libres e independientes: si usted, pues, con prudencia y sabiduría, no se sirve darnos sus consejos, entonces no nos queda más remedio que tomar el partido indicado.

—No, no, de ninguna manera: eso de nada servirá, porque, según creo, ese hombre tiene tomadas sus medidas, y ustedes serían perseguidos en La Habana y en todas partes.

—Pues entonces…

—Bien —dijo el eclesiástico resueltamente—, yo debo tomar en todos casos la defensa del oprimido, porque así lo mandan Dios y la religión católica: voy, pues, a contar a ustedes lo que ha pasado; y Dios, que ve mis puras intenciones, me perdonará el haber quebrantado mi juramento.

—Muy bien, padre —interrumpió el capitán Manuel—, usted es un hombre honrado, que puede servir de modelo al clero.

—¡Hombre honrado! ¡Modelo! —dijo el padre—. No, señores; yo conozco que voy a cometer una falta, porque el hombre honrado jamás debe faltar a su palabra, y yo voy a hacerlo.

—Pero si lo hacéis —interrumpió Arturo—, es para proteger a los perseguidos: esa no puede ser una falta, señor.

—Eso puede servir de disculpa; pero como yo conozco que ustedes podrán hacer lo que el mundo llama una calaverada, y la religión un crimen, quiero evitarlo, por una parte, y contribuir, por otra, a dulcificar la suerte de esa joven que me causa un vivo interés.

—Gracias, señor, mil gracias —interrumpió el capitán algo conmovido y acercando su silla.

—¿Ustedes saben parte del acontecimiento?

—Sí señor —respondió Arturo—, yo vi cuando el viejo apoyó el cañón de una pistola sobre la frente de Teresa; yo vi cuando ella se arrodilló para confesarse…

—Pero ¿cómo si usted lo vio, no procuró evitar?…

—Desgraciadamente, no pude hacerlo, yo lo vi todo por el agujero de una puerta; pero la puerta estaba cerrada, y aun cuando yo hubiera sacado las fuerzas de un león para derribarla, me vi arrebatado violentamente por un amigo, que fue el que me llevó al paraje en donde pasó la escena. Salí como loco, y en la puerta encontré a un hombre que me impedía el paso, y tan preocupado estaba, que creí que quería asesinarme, alcé mi bastón, le di un fuerte golpe en la cabeza, y reconocí después al capitán Manuel.

—Es el caso más singular que he oído en mi vida —dijo el eclesiástico—. Proseguid.

Arturo contó su viaje a Veracruz; su encuentro con Teresa en el camino; sus explicaciones con el capitán; en fin, todo lo que el lector sabe ya.

—¡Terribles acontecimientos! —dijo el eclesiástico cuando acabó de oír la relación de Arturo—. Y yo juzgo que ese amigo debe tener gran parte en ellos.

—Así lo creo yo —interrumpió el capitán con cólera—, a ese maldito italiano, a ese aventurero pícaro, a ese Rugiero, que se mezcla en todos nuestros asuntos, le he de arrancar el corazón.

—Paciencia y calma, amigo mío —dijo el padre—, la felicidad se consigue de otra manera, la violencia no les dará buen resultado. Teresa la aconseja.

—Pero, padre —le contestó el capitán—, ¿puede haber paciencia para tolerar tamañas injurias?

—Usted habla como militar; pero yo, como eclesiástico, no debo predicar más que paciencia, resignación, confianza en Dios, ¿no es verdad, caballero?

—Es verdad, señor —replicó Arturo—, además, yo puedo aclarar ese asunto con Rugiero, y acaso nos podrá servir de algo, porque es hombre de astucia y de talento. Si en efecto se ha portado mal, abandonaremos su amistad, y nos manejaremos en lo sucesivo con más cordura.

—Me parece muy bien —continuó el eclesiástico—, la prudencia, repito, es siempre el mejor medio; y ahora que he escuchado a ustedes, estoy resuelto a decir lo que pasó.

El padre comenzó su relación:

—Fui llamado para confesar un moribundo; y en cumplimiento de mi deber, acudí en el acto al lugar que se me indicó; me encontré con que en vez de un moribundo, se trataba de confesar una joven hermosa, que estaba en la flor de su vida, llena de salud.

—Todo esto lo sabemos —interrumpió Arturo—, y también lo que dijo a usted el tutor.

—Pues bien —continuó el padre—, después de haber oído la confesión de la joven, y queriendo, aun a costa de mi vida, evitar el horroroso crimen que se trataba de cometer, salí a echarme a los pies del tutor, y a pedirle, en nombre de Jesucristo, que variara de resolución, y que restituyera a esa criatura a su casa, y la dejase obrar conforme a su voluntad y a su albedrío. El hombre, furioso, y poseído sin duda de Satanás, no quiso escuchar mis súplicas, y se lanzó con una pistola en la mano al cuarto donde estaba Teresa; yo me quedé un momento sin saber qué resolución tomar, pero escuché un grito, y entonces, involuntariamente e impelido por un movimiento nervioso, me lancé al cuarto y llegué a tiempo para desviar la pistola de la frente de Teresa, y que la bala fuese a dar en la mampara, desde donde usted, señor Arturo, probablemente había presenciado parte de la escena.

—¡Fuego del cielo! —exclamó Arturo—, ¿conque quiere decir que bien me podía haber entrado la bala por el ojo con que yo miraba por el agujero de la mampara?

—Tal vez —contestó el eclesiástico.

—Entonces, no cabe duda en que Rugiero me salvó la vida.

—Es muy posible —contestó el padre.

—Continuad, señor —dijo Manuel, que sin mover los ojos estaba atento a las palabras del eclesiástico.

—Todo fue obra de Dios —prosiguió—: Frenético el tutor, sacó inmediatamente otra pistola, y la dirigía ya contra mí, cuando un mocetón que tenía trazas de ser un sirviente doméstico, cogió fuertemente los dos brazos de don Pedro, y sacudiéndolo con fuerza, hizo que el arma cayese de sus manos. ¿Cómo entró este hombre? ¿Dónde estaba es lo que yo no sabré explicar?, después sólo he sabido que es criado de don Pedro y que es mudo. Don Pedro, lleno de rabia, profería horrendas maldiciones, y como un endemoniado arrojaba espuma por la boca, y se retorcía como una culebra; pero todo en vano, porque el criado lo tenía asido como con unas tenazas de hierro; yo no sabía lo que pasaba por mí, y Teresa, pálida y temblando, estaba inmóvil como una estatua.

—¡Pobre Teresa! —interrumpió el capitán—. ¡Oh! ¡Padre, padre! ese hombre no paga, ni con mil vidas que tuviera; yo siento aquí en el corazón una cosa, que no me dejará ser feliz sin la venganza.

—La felicidad, caballero, está en la virtud únicamente. Hay en el cielo un Dios que nunca deja sin castigo los crímenes, y él castigará a don Pedro, que es realmente un asesino; si no fuimos víctimas Teresa y yo, fue porque el Señor de los cielos no lo permitió.

—Proseguid, señor —dijo Arturo, a quien, como debe suponerse, le interesaba también esta narración.

—Creo que como un cuarto de hora, que me pareció un siglo, permaneceríamos todos en la posición que acabo de describir, hasta que don Pedro exclamó con una voz convulsa:

»—¡Oh! ¡Me muero, me muero!

»Sus facciones se desencajaron; y, sin fuerzas, quedó como muerto en brazos del mudo. Yo, al principio creí que los esfuerzos que había hecho para desasirse, y la cólera que lo ahogaba, habían agotado sus fuerzas; pero notando que su respiración era trabajosa, y que arrojaba espuma por la boca, me acerqué, y le dije:

»—La cólera, señor don Pedro, ha originado sin duda este ataque; ya veis, Dios os ha castigado inmediatamente, por la abominable acción que ibais a cometer.

»—No, no es la cólera —respondió con una voz apagada—, es un veneno, sin duda, porque siento un infierno en el estómago; me muero; pero no es Dios el que me mata, sino la infamia de los hombres; este pícaro mudo, sin duda, me habrá envenenado… ¡Oh! ¡Qué ardores tan horribles! —exclamaba retorciéndose y dando gritos.

»—Bien, señor don Pedro —le dije con cuanta dulzura y suavidad me permitía el estado de turbación en que me hallaba—, es preciso ahora arrepentirse de los actos de violencia que ha cometido usted contra la sociedad y contra Dios. Quizá pocos momentos quedan a usted de vida, y es necesario aprovecharlos: todo lo que existe en este mundo es humo y vanidad; y lo que sigue en la otra vida, después del juicio inexorable de Dios, es eterno.

»Me pareció que estas palabras ablandaban el corazón de don Pedro, y continué.

»—Tampoco la felicidad de esta vida se consigue por medios violentos y criminales. ¿Cuál sería el remordimiento que destrozaría el corazón de usted si hubiera asesinado a esta niña inocente, o a mí, que venía en la creencia de ayudar a un moribundo a salir de esta tierra de duelo y de lágrimas? No me he engañado, don Pedro; y Dios acaso me ha conducido aquí para salvar su alma; vamos, amigo mío… que esta niña vuelva a su casa; déjela usted obrar con libertad… y yo oiré la confesión de usted, y abriré para su alma la misericordia de Dios: no hay pecados, por grandes que sean, que no los borre un arrepentimiento sincero.

»—Sí, sí; haré todo lo que usted quiera, padre; pero antes es preciso que me jure usted, por Jesucristo, que lo que aquí ha visto, no lo revelará a nadie de este mundo.

»Mirando que cada vez se debilitaba más la voz de don Pedro, y temiendo que muriese impenitente, le respondí:

»—Muy bien; juro por Jesucristo, que a nadie diré lo que aquí ha pasado.

»—Ahora, para que pueda yo arrepentirme sinceramente —me dijo—, es menester que esta mujer me jure que nunca, nunca, se casará con ese pícaro y prostituido oficial que llaman el capitán Manuel.

»El capitán al oír esto hizo un movimiento de cólera y se tiró fuertemente del bigote; Arturo, que lo observó, no pudo menos de sonreír; el eclesiástico continuó:

»—Reflexione usted, señor don Pedro, que al juez que juzga, no se le imponen condiciones: su alma de usted está en peligro de eterna condenación, y el ministerio sagrado que ejerzo en la tierra me obliga a procurar su salvación.

»—Pues en ese caso —dijo don Pedro—, prefiero mi condenación eterna: no, no quiero abrigar en este momento en mi cabeza la idea de que Teresa pueda ser de ese malvado capitán; y no uno, sino mil infiernos prefiero, a verla unida con él… Retiraos, padre, idos de aquí.

»—Yo, desesperando de convencer a esta naturaleza infernal y depravada, me levanté e hice un movimiento para marcharme; pero Teresa, que había permanecido inmóvil, mirando con los ojos fijos y espantados esta escena, me tomó por la mano y me dijo:

»—¿Os vais, padre? ¿Os vais y me dejáis aquí sola, en esta casa con este hombre? ¡Oh, no!… yo me condenaría también, si fuese la mujer de este malvado.

»—Silencio, Teresa, no os abandonaré; pero es menester que hagamos algo por el alma de este infeliz: mirad, su rostro está muy desfigurado; y acaso esta noche morirá.

»—Sí, padre, haré todo lo que queráis, menos jurar lo que este hombre desea.

»—Padre —dijo don Pedro—, si Teresa jura no hablar nada de lo que ha pasado, ni ser esposa del capitán, yo la pondré en posesión de sus bienes; la amaré y la trataré con el cariño de un padre.

»—No dirá nada de lo que ha pasado —le contesté yo—; pero tampoco debe vivir con voz, después de esta escena, ni puede jurar el no casarse… pero todo esto se arreglará después.

»—Sí, después… cuando esta mujer salga y vaya a denunciarme y a contarle todo a su amante para que a la hora de mi muerte tenga mi casa rodeada de esbirros y de escribanos… No, no; quiero morir siquiera con el placer de la venganza, aunque una legión de diablos se lleve mi alma.

»Al decir esto, hizo un esfuerzo violento para levantarse y tomar la pistola, que estaba en el suelo a poca distancia de él; pero el mudo lo volvió a sujetar fuertemente, y cayó de nuevo en un profundo abatimiento. Yo retrocedí espantado, pues no concebía que la depravación pudiese llegar hasta ese extremo: el mudo me hizo una señal de incredulidad, como si hubiera querido decirme: este hombre no está malo, y es una serpiente que en cuanto pueda mover la cabeza, morderá. Yo participaba de esa convicción; pero como veía su rostro horriblemente desfigurado, temía por su vida; y así, armándome de paciencia y queriendo sacar partido de las circunstancias, me acerqué, y continué:

»—Señor don Pedro, sin duda el infierno se ha apoderado de su alma de usted, pues veo que aun intenta cometer un crimen, cuando positivamente está usted en las orillas del sepulcro, pues su fisonomía está cadavérica.

»—Sí, sí, el estómago me arde, como si tuviera llamas dentro: este verdugo que me tiene asido me ha envenenado… Lo perdono.

»—Bien, muy bien —dije con mucha alegría—, esa palabra que ha salido de la boca de usted me hace concebir la esperanza de que la misericordia de Dios aun puede venir sobre el pecador. Ahora voy a proponer a usted un medio eficaz para que todo se arregle: esta señorita nada dirá de lo que ha pasado; yo la llevaré a una casa segura, donde permanezca en depósito, y allí no la verá nadie más que yo: cuando usted sane de este ataque, entonces determinaremos con más calma sobre su suerte.

»—No, en un depósito, no; el capitán le escribirá, la arrebatará de allí, y me pondrán pleito; y mi reputación… ¡Oh, no! eso es lo mismo que nada… dentro de pocos días todo se sabrá…

»—Pues vea usted; entonces entrará en un convento.

»—Tampoco, tampoco —dijo don Pedro.

»—Pues entonces, don Pedro —le dije resueltamente—, he cumplido con mi obligación, y dejo a usted; pero me llevaré a esta joven, porque también Dios me manda proteger al inocente y al perseguido.

»Así que don Pedro vio mi resolución, lo que no pudieron las palabras persuasivas de la religión, lo pudo el temor.

»—Padre —me dijo—, veo que usted tiene mi suerte y mi reputación en sus manos, y debo hablarle francamente: creo que estoy envenenado, pues sufro dolores agudísimos; pero creo que no moriré. De lo que estoy persuadido es de que este lance se descubrirá, y de que entonces… Para evitar esto, lo que me ocurre y a lo que accedo es a que esta misma noche se marche Teresa en la diligencia de Veracruz y se embarque para La Habana, y que ustedes me juren de rodillas, y por el Dios que adoran, que nada se sabrá de esto: el mudo no puede hablar, y de ese nada temo. Si ustedes me prometen esto, yo juro, en cambio, arreglar los asuntos de Teresa; ponerla en posesión de sus bienes y dejarla en libertad para que se case con quien quiera. He cometido muchas faltas, arrastrado por mi insensata pasión a Teresa y por mis celos; pero todo se olvidará; de todo me arrepentiré.

»En cuanto Teresa oyó este razonamiento del tutor, exclamó:

»—Sí, yo todo lo olvido, todo lo perdono; no diré jamás, jamás, nada de lo que ha pasado; y me iré donde quieran; al fin del mundo, si fuere necesario, con tal de tener algún día una esperanza de felicidad.

»—Ya lo oís, don Pedro —dije yo—, Teresa promete todo lo que queráis; Teresa se marcha… ¡Pero sola, sin un compañero!

»—Sí, sola… sola… dijo ella; de cualquiera manera.

»—Pues bien, padre —dijo don Pedro—, a vuestro cargo queda disponerlo todo: id a mi casa por mi coche.

»Yo lo que quería era que se concluyese esta penosa escena; y Teresa, que lo que ansiaba era huir de la presencia de su tutor, nos entendimos con una mirada, y haciendo señal al mudo para que se quedara, salí y volando fui por el coche y volví inmediatamente. A don Pedro, casi en peso tuvimos que meterlo, y Teresa y yo entramos también en él: cuando llegamos a la casa, dejamos a aquel en su lecho y ordenamos que se llamase un médico. Teresa acomodó de prisa en un baúl trajes y ropa blanca, se proveyó de la gaveta de don Pedro del dinero necesario y nos marchamos a la casa de diligencias, donde felizmente se encontró un asiento en el coche de Veracruz.

»—Y bien, señorita —dije a Teresa cuando estuvimos solos en uno de los cuartos—, lo que ha pasado me ha parecido una visión infernal; aun dudo si es cierto o si es un sueño.

»Teresa no me contestó, sino que se echó a llorar.

»—Pues si no queréis marchar, hay facilidad de poneros en una casa de respeto, en donde permaneceréis oculta, hasta tanto se toman providencias para vuestra futura seguridad.

»—Recordad, señor, que hemos jurado no descubrir a nadie lo que acaba de pasar; y aun cuando lo debiéramos hacer, ¿cómo quedaría mi reputación en el momento en que los tribunales tomaran parte en este asunto? Manuel acaso me aborrecerá y mi tutor es capaz de inventar las más atroces calumnias.

»Yo me quedé reflexionando un momento qué pruebas se podrían presentar en un juicio para acusar al tutor.

—¡Y cómo que se pueden presentar pruebas! —interrumpió Arturo—; yo y Rugiero podremos atestiguar que hemos visto…

—Enhorabuena; eso podrá ser para más adelante; pero entonces yo ignoraba que…

—Es verdad; soy un imbécil —contestó Arturo.

—Padre —me dijo Teresa—, yo tengo un horror invencible a mi tutor; y todavía, cuando un mar me separe de él, no me creeré segura. Es muy cruel separarse de un amante, aunque vos que sois un sacerdote, no sabéis lo que es un amor ardiente; pero no veo otro remedio… Yo quiero huir lejos, muy lejos de aquí; y el cielo he visto abierto, cuando mi tutor propuso que me alejara. Aquí padre, indudablemente seríamos víctimas Manuel y yo; y aunque lo deje a él aquí, a él, que es mi alma, mi corazón y mi existencia, quiero partir sola, en diligencia, a pie, o como sea posible. Ya que sois tan bondadoso conmigo, mi único encargo consiste en que procuréis que Manuel, venciendo cuantos inconvenientes encuentre, venga a reunirse conmigo a La Habana: yo le escribiré, si Dios permite que llegue con vida, y él os buscará: aconsejadle entonces lo que deba hacer.

»Conocí que, en efecto, lo mejor era decidirse por este paso, y dándole cuantos consejos e instrucciones me parecieron convenientes, me despedí, deseándole en el fondo de mi corazón la felicidad y la calma. Al día siguiente me fui a ver a don Pedro, y lo encontré aún bastante enfermo; luego que me vio entrar me tendió la mano, y me hizo seña de que me sentara.

»—Teresa —le dije—, a estas horas está muy lejos de aquí.

»—¿De veras, padre? —me interrumpió vivamente.

»—Lo aseguro; y también que ni una sola palabra sabrá ninguna persona de lo que ha pasado. Así, en cuanto a la sociedad, podréis estar tranquilo; pero en cuanto a vuestra conciencia, temo, don Pedro, mucho, pues habéis ofendido a Dios gravemente.

»—¿Qué queréis, padre? yo estaba poseído de un frenesí, de un ataque de locura: y de veras estoy reconocido profundamente a vuestra caridad, pues vos me habéis salvado el honor, la vida y… hoy os lo debo todo.

»—Mucho me alegro de que penséis así; mi oficio es dispensar protección a los afligidos y ejercer la caridad cristiana con todos mis semejantes, sin tener derecho a su gratitud, sino sólo a que Dios me recompense con su infinita clemencia y misericordia.

»—¡Pobre Teresa! —dijo don Pedro suspirando—, ahora me pesa que se haya marchado. Sería una buena muchacha, si no tuviera la loca pasión por ese capitán, que positivamente no haría más que tirarle todo su dinero y hacerla muy desgraciada. Y a propósito, ¿habéis visto al capitán?

»—No le conozco, he oído hablar a esa niña de él, y nada más; pero yo de todas maneras opino que este asunto debe arreglarse dentro de casa, con calma y con meditación para obrar como sea justo.

»—Decís muy bien, y repito que he sido un loco, un insensato, que he estado a punto de perderme.

»—Recordad, don Pedro, que habéis prometido poner a Teresa en posesión de sus bienes, y dejarla que obre con toda libertad. Yo no tengo interés en que se case con este o con el otro; pero sí, hablando francamente, creo que con vos nunca será feliz, ni vos con ella.

»—Es verdad —dijo don Pedro con despecho—, soy viejo y de una figura desagradable, y ella es joven y hermosa.

»—No es esa la principal causa, sino que su corazón, según he podido comprender de anoche acá, que es cuando conozco a ustedes, es de otro.

»—Sí, de otro, de otro —dijo don Pedro con despecho—, pero luego, con mucha calma y resignación, continuó:

»—Yo debo vencer mis pasiones, padre, y vuestros consejos me serán siempre de mucha utilidad: vos conocéis ya mi conciencia, mis pasiones, mis pecados, como si me hubiese confesado con vos. ¿Juráis ser mi amigo? ¿Juráis hablarme siempre con la energía y verdad con que me habéis echado en cara mis faltas?

»—De buena voluntad —le contesté.

»—Gracias —me dijo estrechándome la mano—, vos sois el consuelo de los desgraciados, y yo también soy desgraciado. En prueba de mi buena fe, os voy a suplicar que escribáis una carta, que irá por el paquete inglés, y que servirá a Teresa de recomendación a su llegada a La Habana.

»Me senté, y don Pedro me dictó una expresiva carta para uno de los más distinguidos personajes de La Habana, en que decía que siendo el viaje de Teresa motivado particularmente para mejorar su salud, la asistiera en cuanto se le ofreciese, ministrándole el dinero que pidiera, cualquiera que fuese la cantidad. Con una mano trémula firmó, y después me dijo:

»—Ya veis; un hombre que se porta así, no es una persona de quien se pueda desconfiar.

»—Es verdad, don Pedro, es verdad —le respondí—, y os doy las gracias, por el interés que tengo en la felicidad de Teresa: creo que ya en lo de adelante no habrá motivo de desagrado, y que todo se arreglará bien.

»—Tantos deseos tengo de ello, y tanta confianza en vuestra discreción, que os doy facultad para que si encontráis al capitán Manuel arregléis este asunto con él como creáis mejor, evitando siempre que llegue el extremo de un casamiento; pero si eso no fuese posible, con tal de poner en tranquilidad mi conciencia y de borrar mis culpas, accedo a que se casen, y les daré sus bienes, que para los pocos años que me restan de vida, con cualquier cosa me basta.

»—Yo, entusiasmado con el lenguaje de don Pedro, tuve impulsos de abrazarlo, pero entró el médico, y me despedí, prometiéndole que lo vería con frecuencia, y me dirigí a entregar la carta que he referido a la persona que me indicó. Mi primer cuidado fue buscaros, señor capitán; pero toda diligencia ha sido inútil, y lo único que logré saber fue que habíais sido despachado a Chihuahua por orden del gobierno, lo cual se me confirmó por un empleado del ministerio de la Guerra, a quien pregunté.

»Esto es lo que ha pasado, y ya que en obsequio de todas las personas interesadas en este suceso, he revelado un secreto que debía guardar eternamente en mi pecho, os exijo una sola cosa, y es la prudencia. Decidme, ¿qué juicio formáis de don Pedro?

»—El que yo formo —dijo el capitán—, y hablando con la franqueza de un soldado, es que ese viejo es un pícaro y vil escarabajo, que debía ser matado a escobazos por una cocinera, porque no merece ni la honra de que le de la muerte la espada de un hombre de honor.

Arturo sonrió por la calificación que hizo el capitán, y a su vez, dijo:

—Lo que me parece que hay en el fondo del negocio es que el viejo quería quedarse con el dinero y con la muchacha, y que para eso se valió de una infamia, y quiso hacer una comedia que aterrorizara a la criatura.

—¡Cáspita! —interrumpió Manuel—, ¿y el balazo que tiró, y que debió haberle entrado por el ojo?

—Todo eso fue farsa, Manuel, y nada más: el hombre nunca se habría atrevido a matar a Teresa; y si consintió en el viaje a La Habana, fue para quedar dueño del campo y disponer a su antojo del dinero, no dar cuenta y quedar riquísimo, más de lo que está.

—Yo no sé —dijo el padre—, si sería comedia o no; lo que puedo asegurar es que ese hombre estaba frenético, y dispuesto, en mi juicio, a cometer cualquier crimen. Ahora se habrá arrepentido, porque estas cosas son altamente ridículas para un hombre de su edad y de su reputación en el mundo; en cuanto a mí, creo que cumplí con mi deber.

—Lo que he dicho, padre —replicó Arturo con mucha jovialidad, y dándole suaves palmadas en el hombro—, no es por ofenderos: os digo con verdad que sois un excelente eclesiástico, caritativo, amable, de talento, de discreción y de virtud.

El padre bajó los ojos y se sonrojó.

—Arturo dice la verdad, padre; y aunque hay una gran diferencia entre unos muchachos mundanos y un eclesiástico virtuoso, creo que seremos amigos: nosotros no tenemos mal corazón; y si cometemos faltas y calaveradas, esto no hará que nos rehuséis, ni vuestros consejos ni vuestra amistad.

—De ninguna suerte —contestó el clérigo—: seremos amigos sinceros, y os ayudaré de buena voluntad a todo lo que sea justo y honrado; en cuanto a consejos, poca capacidad y experiencia tengo; pero…

—Afuera cumplimientos —dijo con tono de franqueza Arturo—: ya somos amigos, y por tanto la etiqueta no es necesaria; decidnos, pues, con franqueza cómo se debe obrar en este caso.

—Yo, por las visitas que he hecho posteriormente a don Pedro —respondió el eclesiástico—, me he convencido plenamente de que el hombre ha cambiado de ideas, y de que está expuesto a un avenimiento: el amor debe de haberse amortiguado con la ausencia, y en cuanto al dinero, que es la pasión que indudablemente lo domina, supuesto que ni Teresa, ni el capitán fijan su atención en él, se puede celebrar una transacción, que a él lo deje rico y que a los dos esposos les proporcione con qué vivir cómodamente, y hasta con lujo, sobre todo si este caballero corrige un poco sus calaveradas.

—Es fuerte cosa transigir así con un hombre tan malvado.

—Pero no hay otro arbitrio —dijo el padre—, para que esto tenga un feliz término: si ustedes quieren llevarlo por las vías de la justicia, eso es otra cosa; pero creo que les costará mucho dinero, que ocasionarán escándalos, y por último, que el resultado se hará esperar mucho; y no sabemos cuál será.

—El padre dice muy bien, Arturo: yo en cuanto a dinero, tengo ahora lo bastante para algunos meses, y con tal de que Teresa sea mía, seré capaz de ceder al viejo, por mi parte, todo el caudal.

—Pues bien, padre, supuesta la voluntad del capitán, ¿qué le parece a usted que se haga?

—El paso es muy sencillo: el capitán, sin darse por entendido de lo que ha pasado, debe ir a casa de don Pedro, y tener una explicación con él. Probablemente accederá, y entonces el capitán, con licencia del gobierno, se marchará a La Habana: allí se casará con Teresa, y después quedará libre, o para volverse a México, o para dirigirse a Europa.

—No puede ser más brillante para mí la perspectiva —dijo el capitán—, pero es un paso muy duro tener que humillarse ante un malvado.

—No se trata de humillaciones ni de bajezas —contestó el padre.

—Pues recordando yo lo que ha pasado, no podría contenerme, y entonces todo se echaría a perder.

—Vamos —dijo el padre—, es menester una poca de calma; vos sois un hombre de mundo, y debéis dar este paso.

—Por la felicidad de Teresa a todo me resigno —contestó el capitán.

—Pues bien; puesto que estamos convenidos en esto —dijo el padre—, yo quiero que el señor Arturo me haga algunas aclaraciones.

—Las que usted quiera; y ahora deseo positivamente que usted me ocupe, para acreditarle mi amistad.

—Muy bien; se trata de un asunto que considero como mío; y en el que usted me puede servir de mucho… pero ahora estamos ya fatigados, y yo tengo que practicar, antes que hablar con usted, algunas indagaciones más: permítanme ustedes, pues, que los cite para dentro de tres días, tiempo en que el capitán habrá tenido ya sus explicaciones con don Pedro, y en que ya podremos hablar también de este otro asunto.

—Perfectamente —dijeron los jóvenes; y repitiendo al buen eclesiástico sus protestas de amistad y reconocimiento, quedaron emplazados para reunirse a los tres días.

—Es un excelente clérigo —dijo Arturo al subir al coche—, y aunque de costumbres y carácter distinto, debemos considerarlo como amigo.

—Estoy contento de él, aunque creo que podría haber evitado la marcha de Teresa, y puesto en apuros a ese malvado viejo.

—¡Qué quieres! demasiado hizo, no siendo el interesado. Tú debes estarle muy reconocido… Pero ¿a dónde vamos?

—A casa de don Pedro —dijo Manuel—, recuerda que el vapor sale pronto y yo de una vez quiero escribirle minuciosamente a Teresa lo que pasa.

—¿Estás seguro de que no cometerás una torpeza en esta peligrosa entrevista?

—Sí lo estoy: un hombre rico, feliz y de mundo, como soy yo, no comete jamás torpezas —contestó Manuel con una perfecta seguridad.

—Entonces no hay que contradecirte: esta noche a las ocho estaré en tu casa; tomaré cualquier friolera, y nos iremos en seguida a la tertulia de Aurora.

—Ve un poco más temprano, y juzgaremos de la habilidad de un cocinero francés que he tomado.

—Convenido.

El coche llegó a la casa de don Pedro; Manuel entró, y Arturo se fue a la suya a concluir la lectura de El judío errante, obra que le tenía preocupado y entretenido sobremanera.

XXIX. Acto de contrición

Para que no se pierda el hilo de esta historia, necesitamos imponer al lector de algunos pormenores relativos a don Pedro.

Luego que estuvo en su recámara, donde hemos visto que lo dejó el eclesiástico, llamó a la cocinera y a la ama de llaves, y fingiéndose muy enternecido, les dijo:

—Muchachas, tengo que darles la funesta noticia de que su ama, la virtuosa Teresa, ha partido para San Luis Potosí esta noche misma; el pesar me ha puesto en un estado tal, que me ha sido imposible acompañarla.

—Pero señor —dijo María Asunción, que era el ama de llaves, ¿cómo tuvo su merced valor de dejar ir sola a la niña?

—¿Qué había de hacer, hijas mías? Es necesaria su presencia en San Luis, para que entre en posesión de una valiosa finca de campo que le pertenece, y un solo día de dilación habría ocasionado el que el negocio se perdiera; yo no tengo más fin que dejar a esta criatura rica y feliz, cuando me muera; con eso no omito sacrificio; y aun el de mi vida haré si es preciso.

—¡Pobre niña! —dijo María Asunción—, ¿cuándo la volveremos a ver?

—Muy pronto —contestó don Pedro—, pero yo, quién sabe si lograré esa dicha, porque soy ya de una edad avanzada, y me siento muy malo… Ya se ve, el golpe ha sido terrible…

—Está su merced muy desfigurado —le dijo María Asunción.

—Sí, hija mía; estoy bastante malo: haz que entre el médico.

—Sí, señor.

—Ustedes retírense. ¡Ah!… se me olvidaba, ¿ha venido el mudo?

—No, señor.

—Bien; retírense, y yo las llamaré cuando sea necesario.

El médico entró, tomó el pulso a don Pedro y le preguntó lo que sentía.

—Es una fuerte indigestión —contestó el médico, después de haber escuchado la narración, y creo que hay también alguna bilis.

—Todo se ha reunido, doctor —contestó don Pedro—, pues un hombre que, como yo, tiene que lidiar con abogados y con jueces, no deja de hacer sus cóleras, a pesar de que yo, por naturaleza, soy hombre pacífico.

—Eso, y el haber comido tanta cantidad de sopa de ravioles, ha puesto a usted en este estado; pero aun es tiempo de calmar el mal. Voy a recetarle a usted de pronto un vomitivo y unos pozuelos, que tomará usted cada dos horas; que inmediatamente vayan a la botica.

Don Pedro sonó la campanilla y corrieron; María entró a la botica por la medicina.

—Con que dejo a usted, don Pedro; si alguna novedad hubiere, me mandará usted avisar.

—Gracias, doctor, gracias; me siento un poco mejor en este momento, y creo que con las medicinas y con un rato de sueño, me restableceré.

Como debe suponerse, las medicinas fueron administradas a don Pedro con tal eficacia y cariño de parte de las criadas, que a cosa de las dos de la mañana logró conciliar el sueño. Al día siguiente amaneció bastante estropeado del combate que había sostenido, pero demasiado tranquilo respecto de su vida, pues la escena de la noche anterior, no fue más que una comedia, para intimidar a Teresa, y procuró que el eclesiástico mismo le abriera un camino para terminar de la mejor manera posible la peligrosa tentativa que había hecho.

—Vamos —dijo el viejo, apoyando su cabeza en la cabecera de la cama—, soy el hombre más imbécil del mundo, y prometo no volverme a guiar nunca por ajenos consejos. En resumidas cuentas, ¿qué he hecho yo? Nada; correr el inminente peligro de aparecer como un asesino, caer tal vez en manos de un juez, cosa que me habría perjudicado bastante, a pesar de que mi reputación está bien sentada, y de dar materia a esa turba de chismosos y enredadores, que se llaman periodistas, para que entretuviesen al público a mi costa. Por lo demás, estoy tranquilo; tengo oro, y este es el medio de ganar los corazones. Si naufraga la muchacha, entonces ya no hay cuestión; la fortuna será enteramente mía, y esto me consolará un tanto de su pérdida; pero si llega sana y salva a La Habana, no dejará de escribir al pícaro del capitán y a todos sus conocidos, y quién sabe si entonces habrá algún resultado… Lo mejor es alejarla lo más que se pueda; yo arreglaré mis negocios y me marcharé a Europa… Pero es menester actividad.

Don Pedro sonó la campanilla, María de la Asunción entró.

—Mira, hija mía, tráeme una taza de atole y un poco de azúcar; envía un recado a don Juan Alonso Quintanilla, diciéndole que me hallo enfermo, y que necesito verlo, y después haz que me llamen a don Pascual el barbero.

—¿Se va su merced a rasurar?

—No; mañana acaso lo haré, pero necesito hacerle el encargo de que me busque hoy unas navajas inglesas.

—Muy bien, señor; ¿y cómo se siente su merced?

—Mucho mejor, María; te lo agradezco. Haz lo que te he dicho.

—La criada salió a ejecutar las órdenes de don Pedro, y le introdujo a poco rato en una curiosa charola, y en brillantes trastos de porcelana, el alimento que había pedido.

Quintanilla no dilató, pues vivía cerca de la casa de don Pedro.

—¿Qué es eso, amigo? ¿Usted en cama? ¿Qué ha sucedido?

—Una indigestión fuerte; pero estoy mejor.

—Me alegro. ¿Qué se ofrecía?

—Voy a hablar a usted de un asunto, pero en mucha reserva.

—Lo que usted quiera, vamos… ya sabe usted que soy su amigo.

—Pues ha de saber que Teresa, de quien sabe usted que soy tutor, y a quien he mirado como a una hija, ha cometido la locura de enamorarse de un oficial borracho, jugador y tormentista; de un oficial que es, no sólo un calavera, sino de pervertidas costumbres. Como no había medio de evitarlo, y temía yo que la muchacha fuese deshonrada; y mi casa, donde hace muchos años no hay más que recogimiento y virtud, teatro de escándalos muy graves… me pareció prudente enviarla a La Habana; anoche formé una resolución pronta sobre esto, y ya la tiene usted en camino para Veracruz. Ya ve usted, en este país no hay justicia… estos militares la echan siempre de altaneros y de matones, y luego el fuero…

—Muy bien pensado —dijo Quintanilla, que era un español viejo, de ideas absolutamente cerradas y añejas, y que no concedía a las muchachas libre albedrío para disponer de su corazón y de su mano.

—¿No le parece a usted que no había más recurso?

—¡Cómo si había! —dijo Quintanilla—. Yo la habría encerrado en un cuarto, y condenado a pan y agua, y ya habría visto usted cómo el hambre le hubiera quitado el amor. En cuanto al calavera, lo que usted debe hacer es procurar en la comandancia general que lo manden a un presidio, a la frontera o a los infiernos.

—Qué quiere usted, Quintanilla, yo soy muy blandito y muy compasivo; yo no puedo contrariar a mi corazón.

—Conmigo habían de topar esos amores; acuérdese usted de lo que hice con Micaela, la huérfana; la sumí en el convento, y la hice profesar; ella lloró, se desesperó, hizo mil protestas y dijo que se había de matar, y… qué sé yo cuántas cosas; pero el caso es que hoy es una santa, y estoy firmemente persuadido de que me deberá su salvación.

—Para evitar medidas extremas, lo que yo deseo es alejar más a Teresa, porque el capitán es hombre resuelto, y muy capaz de marcharse a La Habana. Los viajes y la ausencia distraerán a Teresa, y quizá en España le podremos proporcionar un marido que haga su felicidad.

—Bien, bien; una vez que piensa usted así, hágalo; ¿en qué puedo servirle?

—Quiero que me proporcione usted una persona que vaya a La Habana, y que haga que Teresa se embarque para Cádiz, y la acompañe. Pero que esta persona sea de mucho secreto y resolución.

—Pues cabalmente yo puedo proporcionar a usted una que ni mandada hacer; se llama Bolao; es hijo de aquel gaditano muy honrado y muy gracioso, que tenía la antigua tienda de abarrotes de la calle de Venero. Es dependiente de la casa de nuestro amigo Fernández, que ha sido víctima en la quiebra de la casa de Revuelta, lo manda justamente a la isla de Cuba a arreglar ese asunto; yo le hablaré a su amo, y él se encargará gustosamente de servirnos.

—Vea usted; sería bueno no decirle una palabra, sino darle instrucciones por escrito y en carta cerrada, que no deberá abrir, hasta que se halle en La Habana.

—Bien, bien —dijo Quintanilla—, todo lo que sea procurar el mayor secreto, es mejor.

—Le pagaremos muy bien; llevará carta abierta para La Habana —dijo don Pedro—, pero lo único que temo es que no se vaya a enamorar de Teresa.

—No, no haya cuidado; y sobre todo, ese peligro también existe en La Habana, donde hay tanto mozalbete; así es, que para evitarlo, lo mejor sería que usted fuese en persona.

—Imposible, por ahora; estoy lleno de complicaciones; las cuentas sin concluir; y sobre todo, tengo un pleito en San Luis, pendiente de fallo, que perdería si me separara de aquí; y ¡vamos! en el asunto se versan 150,000 pesos.

—Bien, bien —respondió Quintanilla—, los negocios son primero que nada; pero no tenga usted cuidado; ponga usted las cartas, y de mi cuenta corre allanar lo demás.

—Perfectamente, fío en usted. Las cartas las tendrá usted mañana; y agite usted para que Bolao salga lo más pronto posible.

—Bien, bien, será usted servido. ¿Se ofrece otra cosa, don Pedro?

—Que no economice usted tanto sus visitas.

—Bien, bien, veré a usted seguido, cuando me lo permitan los negocios.

El señor Quintanilla salió, y el maestro barbero entró en seguida.

—Señor don Pedro… ¿qué ha sucedido?… pobrecito de mi amo, que se halla en cama. ¿Hubo anoche alguna novedad?

—No, ninguna, maestro; una indigestión muy fuerte, es todo; pero estoy mejor. Vamos, dame cuenta de la policía.

—Pues, señor, hay cosas muy importantes.

—Di, ¿cuáles?

—Pues, señor, en las inmediaciones de la casa que usted sabe, un hombre dio a otro un fuerte bastonazo en la cabeza y lo lastimó.

—¿Y quienes eran esos hombres?

—A uno no lo conozco; pero al herido sí lo conocí, pues el sereno y yo lo vimos con el farol.

—¿El sereno?…

—Sí, el sereno —dijo el barbero—, pues ya sabe usted que como le doy sus galitas, y él es un buen muchacho, hace todo lo que le digo.

—¿Y quién era el hombre herido?

—¡Quién había de ser! el capitán a quien mi amo aborrece de muerte.

—¡El capitán! —interrumpió don Pedro, azorado—, y ¿quién lo hirió?

—Ya dije a mi amo que al otro no lo conozco… pero mi amo sabrá…

—¡Cómo sabrá!… Gran pícaro, pues ¿qué crees que yo soy un asesino? Si tú y el sereno lo hubieran acabado de matar, era otra cosa…

—Mi amo no se enfade, pero como no ha dicho nada…

—Ni soy capaz de decir; yo lo único que te he encargado, y para lo cual te doy más dinero del que puedes, gastar en tus vicios, es que observes ciertas cosas que poco, me interesan, pero que… necesito saber, para la tranquilidad de una casa virtuosa y recogida como es esta.

—Mi amo me perdonará, pero yo no lo sirvo por dinero, sino por agradecido, porque siempre me acuerdo de que su merced me libró de la muerte…

—No hablemos de eso; ¿qué sucedió con el capitán? murió, o… Apuesto a que tú y el sereno serían tan infames, que en lugar de socorrerlo, le darían otro palo.

—Ya dije a su merced, que como no había dicho nada…

Don Pedro echó una mirada colérica al barbero, y éste tuvo que bajar los ojos.

—Responde a lo que te pregunto, sin meterte en más. ¿Qué sucedió con el capitán?

—Pues a poco rato se levantó; y como un borracho, agarrándose de las paredes, se fue.

—¡Se fue! —repitió don Pedro con cólera—, ¿y a dónde?

—A su casa —dijo el barbero.

—¡A su casa! ¡A su casa! —repitió don Pedro, colérico—; ¿y dónde es su casa?

—En la calle de…; yo le seguí.

—¡Ah! eso es otra cosa —dijo don Pedro, afectando mucha calma—, tenía interés en saber donde era su casa, porque me gusta hacer bien a los desgraciados. ¡Qué sería de ti, si yo no te hubiera libertado de la horca! Acaso podré dispensarle algún beneficio al capitán. Te encargo que no me lo pierdas de vista, y que procures hacer estrecha amistad con Mariana la lavandera. En cuanto haya algo de nuevo, ven a avisarme.

—Sí, señor, lo haré así… Pero quería yo rogar a mi amo que me sacara de un compromiso; tengo una deuda, de veinte pesos, y es necesario que la pague hoy…

—¿Eso es todo?

—Sí, señor, y además otros diez pesos que me cobra el tuerto Caralampio y…

—Toma, toma el dinero; pórtate bien y, por ahora, vete de aquí.

El barbero quiso besar la mano a don Pedro; pero éste la escondió, y lo despidió con una seña.

El lector debe saber, que este barbero, por un asesinato y dos asaltos en camino real, había sido condenado a muerte por el juez de letras Puchet, quien rara vez dejaba de aplicar la ley a los criminales; esta sentencia había sido aprobada por el tribunal superior, y revisada por la corte de justicia; y el reo habría ido indudablemente al palo, a no haber sido porque don Pedro, de quien era antiguo criado, formó capricho en salvarlo.

Pero no surtieron efecto en los tribunales sus recomendaciones; y entonces ocurrió al Presidente, general don Anastasio Bustamante, hombre, como todo el mundo sabe, de excelente corazón, quien lo indultó, sentenciándolo a diez años de presidio; escapóse luego del camino de Veracruz, en donde estaba trabajando en cumplimiento de su condena; cambió de nombre y de traje, y se mudó en un barrio distinto; y como en México cuando se fuga un reo, pocas o ningunas diligencias se hacen para buscarlo, nuestro hombre logró evadirse del castigo; y después de algún tiempo se volvió a presentar a don Pedro, quien siguió protegiéndolo.

Después de ser mesonero, arriero y tendero, vino a adoptar el oficio de barbero, y fue nombrado juez de paz de un cuartel; pero como no olvidaba sus antiguas costumbres, protegía a los rateros, mientras perseguía furiosamente a los ladrones de los otros barrios de la ciudad; tenía una parte en la dirección de los asaltos de las diligencias; auxiliaba a los contrabandistas a meter sus efectos por los canales que rodean la ciudad, y era el alma de los enredos del barrio; todo lo hacía con tal maña y talento, que a los ojos del Ayuntamiento pasaba por uno de los mejores alcaldes de barrio.

Los vecinos, unos le tenían miedo, y no se atrevían a decir nada contra él, y otros le tenían cariño, porque, prescindiendo de las pequeñeces que acabamos de decir, era hombre alegre, franco, amigo de fandangos y de almuerzos, y se llevaba bien con todos los que le ayudaban en sus inocentes picardías. Este hombre, pues, que por reconocimiento y por interés servía a don Pedro, quien nunca le excusaba el dinero, era el fiel y ciego instrumento de que éste se valía, con arte y maña, para espiar los movimientos del capitán; y en caso necesario, lo habría empleado también para quitarlo de enmedio.

Dado a conocer el barbero, seguiremos con nuestra narración. Don Pedro, cuando volvió a quedar solo, comenzó a vestirse, diciendo:

—Es menester enmendar tanto absurdo y disparate como he hecho; el medio seguro para quedar yo tranquilo, habría sido desembarazarme de Teresa y del capitán; pero como a Teresa la amo, o más bien dicho, tengo por ella una ilusión, que raya en delirio, es menester trabajar, para que dinero y muchacha sean míos. Cuando lo consiga, prometo a Dios ser el mejor de los hombres; confesarme con todo mi corazón; entrar a ejercicios; dar muchas limosnas; edificar a la Virgen de los Dolores una capilla; fundar un hospicio… Por otra parte, yo obro en esto con arreglo a mi conciencia. ¿Cómo había de permitir, que el dinero que con tanto afán he conservado, y aumentado, fuese a pasar a manos de un tunante, que lo disiparía en el juego y en los vicios más vergonzosos?… ¿Ni cómo tampoco puedo permitir, que Teresa sea desgraciada? Ella entrará en razón, me amará algo, y todo se compondrá; yo me pasaré en Europa una vida llena de comodidades, y abandonaré este país de revoluciones y de picardías… A la obra, y a trabajar activamente en el arreglo de todos mis negocios.

Mientras hacía estas reflexiones don Pedro, acabóse de vestir; se puso una rica bata de seda, y abriendo un hermoso escritorio de madera de rosa embutida, se puso a escribir lo siguiente:


Señor marqués de Casa-Blanca. México, etc.

Amigo y señor de mi respeto:

Circunstancias graves de familia, que sería largo referir, me han obligado a enviar a mi tutoreada, la señorita Teresa N… a esa isla, en donde algunos años vivió de niña, en unión de su mamá (que de Dios goce). Con el fin de recobrar su salud, permanecerá algún tiempo en esa ciudad, y después irá a Cádiz, a donde, en breve, trasladaré mi residencia.

¡Dichosos mil veces los cubanos, que disfrutan de un gobierno justo y paternal, bajo el manto soberano de S. M.! (Q. D. G.) En este país, donde se proclama la libertad, se experimenta la más horrible tiranía; y precisamente tengo que variar de residencia, por librarme de las diabólicas asechanzas de un militar, cuyo dañado intento es seducir a mi inocente hija, y arrebatarle su patrimonio.

No será remoto que se atreva a seguirla a ese puerto; en cuyo caso, amigo mío, espero que usted empleará su influjo con ese señor capitán general, cuya justificación es alabada por todos los que le conocen, para que se le eche mano, pues es un tahúr de profesión, ebrio consuetudinario, fullero de oficio, y digno de figurar en el gran catálogo de los pillos, que el inmortal Tacón desterró de Cuba.

Yo pongo a Teresa bajo la protección de usted y de las leyes de la isla; y le ruego que para coronar mis afanes de muchos años, no omita gasto ni sacrificio alguno, pues todo se lo recompensará, con una eterna y profunda gratitud, su atento afectísimo amigo Q. B. S. M. Por el dinero que facilite a mi recomendada y demás gastos que haga, puede girar a mi cargo a tres días vista.

P.

P. D. Va una noticia circunstanciada de las señas del militar a que me refiero, y le suplico las haga conocer a la policía de la isla.

La carta que le acompaño, cerrada y sellada, suplico a usted que sólo la abra en el caso de que un encargado mío se presente a usted, y le enseñe unas instrucciones escritas de mi puño y letra.

Señores Spolding Hermanos.

Señores míos:

El portador de ésta es don Juan Bolao, que pasa a esa, con unos asuntos de la casa de los señores Fernández, de esta ciudad; y como también le he encargado un asunto mercantil, les suplico, que, cargándolo a mi cuenta, le faciliten el dinero que pida.

Soy, etc.

Instrucciones para el señor don Juan Bolao

En cuanto llegue la fragata Correo de Cádiz, tomará pasaje a bordo para dos personas. Tres días antes de hacerse el buque a la vela, ocurrirá al señor marqués de Casa-Blanca, presentándole estas instrucciones. Tres Horas antes de embarcarse, ocurrirá a la casa que le indique el señor marqués; y allí encontrará una señorita, a quien deberá poner a bordo, sin hacerle ninguna explicación. La acompañará hasta Cádiz, y allí la dejará en la casa que el mismo señor marqués indique.

Concluido esto, cuando guste, podrá regresar a México el señor Bolao, y pedir para su uso, a la casa de los señores Spolding Hermanos, diez mil pesos, además de los gastos del viaje. Pero si el señor Bolao no cumpliere con estas instrucciones, puede contar con que será despedido de la casa de Fernández, y perseguido ante los tribunales, por el dinero que indebidamente haya tomado.

Si cuando llegue la fragata Correo, no hubiese el señor Bolao concluido su asunto con la casa de Revuelta, entonces tendrá cuidado de tomar pasaje en otro buque que vaya para Cádiz.
 

La siguiente carta es la que don Pedro dirigió al señor marqués de Casa-Blanca, cerrada y sellada.


Amigo y señor de mi respeto:

Sabe usted que a las mujeres es menester hacerlas dichosas a fuerza. Para esto he comisionado a un sujeto de bastante honradez; pero ha sido necesario ponerle unas Instrucciones duras y precisas, a la vez que estimularlo a la recompensa. Si se portare bien, cuento con que usted le facilitará todo cuanto sea necesario para el viaje, recomendando a Teresa a una persona de respeto en Cádiz, para que viva en su casa, o lo que mejor sería, para que la haga entrar en un convento allí o en Madrid, hasta tanto yo acabo de arreglar mis negocios, y me pongo en camino.

¿Qué no hace un padre por la dicha de su hija? Yo soy viejo, y el día que Teresa fuera desgraciada, yo moriría; usted comprende bien mis intenciones, y me ayudará a llevar a buen fin este grave asunto de familia, ya que no hay más modo de conducirlo que el que he indicado. Si mi encargado se maneja mal, le retirará usted el crédito de la casa de Spolding, y le recogerá las Instrucciones, dejándolo que se marche a donde quiera.

Dispense usted tanta molestia de su amigo Q. B. S. M.
 

Es menester que el lector sepa que este marqués de Casa-Blanca era un íntimo amigo de don Pedro, y que debía a éste su fortuna, pues habiendo venido a San Luis a reclamar una herencia, don Pedro con sus relaciones, sus consejos y sus intrigas, lo sacó airoso del pleito; el marqués se marchó al lugar de su residencia, que era La Habana, y nunca cesó de conservar estrechas relaciones con él.

Luego que don Pedro acabó de escribir, mandó poner el coche, se envolvió en su capa, y fue personalmente a poner sus cartas en manos de don Juan Alonso Quintanilla, con lo cual quedó tranquilo.

Los lectores recordarán, que restablecido apenas el capitán Manuel, del golpe que le dio Arturo, por la equivocación que saben, fue a ver a don Pedro, quien le dijo que Teresa se había fugado con un amante. Tan luego como el capitán salió, tomó su coche, y se fue a ver al Ministro de la Guerra; y como era hombre de dinero y de grandes polendas, como suele decirse, raras veces abría la boca, sin que todos se apresurasen a servirlo. México es un país muy singular bajo ese aspecto, y don Pedro conocía perfectamente a la mayor parte de nuestros hombres públicos.

—Dos minutos no más, señor Ministro.

—¡Señor don Pedro, mi amigo, mi antiguo amigo! usted nunca quita el tiempo a los que lo quieren bien.

—Dos minutos, dos minutos de tiempo —repitió don Pedro, tomando la mano del Ministro, y llevándola a su pecho.

—Diga usted, diga usted, mi amigo; y el Ministro servirá a usted en cuanto pueda.

—Es un asuntito de familia; se trata de alejar de aquí por unos cuantos días a un oficial calavera y maleta, que me anda inquietando a mi Teresa; el oficial creo que tiene su cuerpo en Chihuahua.

—Pues que marche, mi amigo y despejaremos la ciudad de tanto oficial sin ocupación, que no quiere más que andar en procesiones y en francachelas.

—Pero yo no quiero que se perjudique de ninguna manera —dijo don Pedro fingiéndose muy apesarado—. A la muchacha la he mandado por prudencia a que dé un paseo, y… ¡pobres viejos! ¡Buena guerra nos dan las muchachas!

—Bajo todos aspectos —dijo riéndose el Ministro—, será usted servido. Ya ordenaré que se ponga ahora mismo una circular previniendo a todos los oficiales que se hallen en la capital, que marchen a reunirse a sus cuerpos.

—Aquí está el apunte de su nombre —dijo don Pedro—, pues yo no sabía cómo se llamaba, y apenas lo conozco.

—Que marche inmediatamente a prestar sus servicios a Chihuahua. ¿Desea usted otra cosa, señor don Pedro?

—Gracias, mil gracias, señor Ministro —respondió don Pedro, estrechándole cordialmente la mano, y salió de la Secretaría.

—Toma, María —dijo a la ama de llaves cuando entró a su casa—, haz que de mi parte lleven este sahumador de plata a casa del señor Ministro de la Guerra, y que llamen al maestro barbero, pero que venga inmediatamente; mejor dicho, que tú misma vayas y vuelvas con él.

—Tengo un negocio muy urgente contigo —dijo don Pedro en cuanto vio entrar al barbero.

—Mi amo puede ordenarme lo que guste.

—Yo sé que tú intervienes en ciertas cosas. La diligencia que salió antes de anoche de aquí a Veracruz deberá ser asaltada.

—No señor —respondió resueltamente el barbero; mas al instante, arrepintiéndose de su ligereza, dijo—: yo no sé por qué su merced me hace esas preguntas, y para hablarle con verdad… no sé.

—Tú lo sabes perfectamente, y no hay para qué negarlo, pues yo no te he de seguir ningún mal; lo único que quiero es, que me sirvas bien. El capitán está ya aliviado de su herida, y tú nada me has dicho.

—Señor: juro a su merced que he hecho cuantas diligencias han sido posibles; pero esa malvada lavandera no me ha querido decir ni una palabra: sabía yo que estaba en cama por Martín su asistente.

—Pues mira, probablemente el capitán se dirigirá en uno de esos días para Veracruz; y me importa que no llegue. No digo por esto que se le haga mal alguno; pero lo pueden tener por ahí oculto algunos días; en fin, que no llegue, es lo que importa; y tú sabrás de qué medios te vales para ello. Que no llegue el capitán a Veracruz, es todo lo que recomiendo.

El barbero se mordía un dedo sin responder.

—Parece que no te agrada mi encargo. Muy bien; entonces tomaré otras medidas; dejaré la cosa así, y será lo mejor.

—Es decir, que mi amo quiere que si mis compañeros o yo podemos, le demos un tiro al capitán, cuando menos lo piense, o le rompamos las piernas, o le amarremos a un árbol en el monte.

—¡Gran bruto! yo no he dicho eso; lo único que deseo es que al menos en uno o dos meses el capitán se vea imposibilitado de llegar a Veracruz.

—Es decir —volvió a insistir el barbero—, que con darle una herida regularcita…

—¡Otra tontería! —exclamó don Pedro, dando una fuerte patada en el suelo—. Será menester que dejemos el asunto por hoy; yo buscaré otra gente que me entienda.

—Si yo entiendo a su merced bien… lo que sucede es, que yo preguntaba…

—Bien, será menester que te procures informar con Martín el asistente, y que tú mismo vayas a hacer lo que te encargo, pues acaso otros irán a cometer una torpeza, y no quiero más, sino que no llegue a Veracruz.

—Muy bien, señor. ¿Me permite su merced que le enseñe a tres muchachos muy guapos, que pienso que me acompañen?

—Sí, sí —dijo don Pedro con indiferencia—, con tal de que se vayan breve.

El barbero volvió a poco, acompañado de tres mocetones de no mal parecer, regularmente vestido al estilo de los rancheros, y los presentó a don Pedro.

—Vaya —dijo éste—, buena gente, guapos muchachos. ¿Y qué oficio tienen ustedes?

—Pues, señor, somos picadores, vaqueros; buscamos la vida en lo que Dios nos da.

—Vaya, retírense, hijos; lo que se les ofrezca; yo soy amigo de servir a todo el mundo.

Mientras que don Pedro decía esto, uno de ellos se acercó a tomarle la mano, y los dos restantes, cubriéndose uno con otro, extrajeron con la mayor agilidad y casi a la vista de don Pedro y del barbero un par de cajitas. Despidiéronse, por fin, y cuando don Pedro vio que bajaban la escalera, dijo:

—¡Pobre capitán! no daría yo un octavo por su vida. Si escapa irá sin duda al Morro de La Habana.

Éste fue el acto de contrición de don Pedro.

Es necesario decir que uno de los tres mocetones era el que asesinó al alcalde de barrio, y le quitó el fistol de Rugiero, y que todos, incluso el barbero, fueron los que asaltaron la diligencia en que viajaban Manuel y Juan Bolao. Las cajitas robadas de la casa de don Pedro, contenían el anillo y el retrato de Teresa; y estos despojos se proponían los ladrones venderlos en Veracruz, o en un lugar muy lejos de México.

Al día siguiente fue Quintanilla a decirle a don Pedro, que Juan Bolao había partido en la diligencia.

—¿En la diligencia? —preguntó don Pedro.

—Sí, ¿y qué?

—Soy el más solemne bruto —gritó, dándose una palmada en la frente.

—¡Bien! ¡Bien! ¿Y qué ha sucedido? —preguntó alarmado Quintanilla.

—Nada —dijo don Pedro sonriendo, que se me olvidó poner una cartita al conde de Pinillos.

—¡Bien! ¡Bien! ¿Y qué…? lo mismo da; irá por el próximo correo.

El barbero y los tres mocetones no volvieron a aparecer más. Don Pedro, por noticias fidedignas, que le comunicó Quintanilla, supo el terrible combate que tuvo Bolao y algunos pasajeros con los ladrones, y no le quedó la menor duda de que el capitán ayudó a la derrota.

Vio frustrado uno de sus ardides malditos, y muchos días permaneció devorado de dudas e incertidumbres, que se aumentaron con la carta en que le decía Bolao, tantas y tantas cosas, tan diferentes unas de otras, que se devanaba la cabeza sin poder atinar con su verdadero contenido.

Bolao expresamente había redactado su carta de modo que no pudiese ser comprendida, pero que tampoco lo comprometiera, concluyendo con manifestar que, teniendo aún pendientes multitud de negocios con la casa de Revuelta, le era imposible disponer nada para la salida de la fragata Correo de Cádiz.

Segunda parte

I. Don Pedro cede el campo al capitán

Estando ya los lectores al corriente de una gran parte de los motivos que ocasionaron los sucesos que se refirieron al principio de esta historia, volvamos a tomar el hilo de ella, interrumpido con necesarias explicaciones.

Hemos dejado a Manuel en la casa de don Pedro. Con mucho tono y prosopopeya se hizo anunciar, y don Pedro, a la primera noticia que le dio su criado de que un caballero que había llegado en un magnífico coche lo buscaba, se apresuró a salir a encontrarlo.

—Caballero… —dijo el capitán, haciendo una cortesía y con la voz un poco trémula, porque le costaba trabajo reprimir sus emociones.

El timbre de esta voz hizo estremecer a don Pedro, y sin acertar a pronunciar ni una palabra, ni levantar la vista, tendió maquinalmente una mano.

El capitán se la estrechó fuertemente, diciendo ya con una voz más tranquila.

—Buenos días señor don Pedro: mucho tiempo hacía que no tenía el placer de ver a usted… tranquilícese usted, no seré muy molesto.

Don Pedro alzó la vista, y a pesar del elegante traje militar del capitán, y de estar muy cambiada su fisonomía desde la última aventura, que ya sabe el lector, lo reconoció al momento; y procurando afectar alegría, y sacando a luz sus dientes por medio de una sonrisa, le contestó:

—Buenos días, señor capitán; pase usted, pase usted. Yo siempre tengo el mayor gusto de que me visite usted. Vamos adentro.

—Al infierno me echaría de buena gana este zorro pícaro —dijo el capitán para sus adentros, y con aire de desembarazo obedeció a don Pedro, que con la mano le señalaba la entrada de la antesala.

—Vamos, amigo; siéntese usted… Yo hacía a usted muy lejos de aquí.

—En efecto —le dijo con tono malicioso el capitán—, debía, haber salido para Chihuahua, y tenía mi equipaje listo; pero recibí contra-orden, y fue preciso obedecer. Ése es el deber de un militar.

—Justo, amigo mío, y sin adulación, desearía yo que todos los oficiales de nuestro ejército fueran de las cualidades de usted… un poco calavera… y mal genio… pero esto no es nada… la edad…

El capitán se vio tentado de dar a don Pedro una bofetada; pero considerando que la prudencia y disimulo eran indispensables, contestó en el mismo tono afable:

—Usted me favorece demasiado, señor don Pedro, y veo por lo tanto que no estará usted ya tan mal dispuesto.

—¡Mal dispuesto! ¡Oh! no, nunca lo he estado; lo que ha sucedido es… ya ve usted, un hombre encargado de la suerte de una niña, debe siempre irse con tiento y examinar…

Observando don Pedro que el capitán lo miraba fijamente, acercó su silla, y con aire de mucha confianza le dijo:

—¡Bien! para que vea usted mi franqueza, le voy a hacer una revelación con tal de que usted la reserve.

—Muy bien; la reservaré —dijo el capitán.

—Pues yo aborrecía a usted como al demonio, como al infierno.

El capitán retrocedió un poco.

—No, no se alarme usted, capitán —continuó don Pedro, acercándose más—. Yo aborrecía a usted, y era natural, porque éramos rivales.

El capitán se puso encendido, y dijo entre sí:

—¡Rival un viejo arrugado, calvo y oliendo mal! ¡Qué vanidad!

Don Pedro continuó:

—Amigo, un versito muy antiguo, y que usted sabrá, es un evangelio:


El amor nunca respeta
Ni los años ni el poder
Al viejo le presta aliento… etc.
 

Yo, necio y loco, como lo son todos los viejos enamorados, creía que Teresa me podía amar… ¡ja, ja! ahora me río a carcajadas… Pero, en fin, eso pasó felizmente ya; hoy son otros tiempos… quiero a la muchacha como una hija, y nada más…

Don Pedro hablaba con una apariencia tal de sinceridad, que el capitán comenzó a fascinarse, y dijo entre sí: puede ser que este hombre, conociendo su fealdad y sus años, haya variado; no hay más sino ganarlo por el interés, porque indudablemente, si se le ha desvanecido el amor, le ha de haber aumentado la codicia.

—Vea usted —dijo el capitán con un tono de franqueza—, yo a pesar de los remordimientos que tenía, conozco que en el fondo no carecía usted de razón. Un militar pobre, calavera, que no tiene más caudal que su caballo, su montura y su espada, no es uno de los mejores partidos para una joven rica, y de las circunstancias, y de la hermosura de Teresa; pero ¿qué quiere usted? le citaré el mismo verso: El amor nunca respeta, etc… Pero ya todo ha variado también en mí; ya no soy el capitán calavera y tormentista de antes, y hoy ni remotamente puede haber temores de que el interés mueva mi corazón.

—No, eso nunca lo he creído yo; y antes bien, desearía yo un hombre honrado y pobre como usted, que hiciera su felicidad.

—Pobre, sí —interrumpió con desdén el capitán: sólo Rothschild puede llamarse rico; pero para tener un coche, una buena casa, unos cuantos criados, comer regular, y pasear lo mismo, es bastante…

—Parece que hoy los sueldos no están bien pagados —dijo don Pedro sonriendo, y enseñando por consecuencia al capitán sus carcomidos dientes.

—¡Bah! —respondió el capitán con desenfado, y jugando con uno de sus guantes—, ¿y quién hace caso de los sueldos? Fresco estaba yo con atenerme al sueldo. Figúrese usted que voy a pedir mi licencia absoluta, y a echar al diablo la carrera militar.

—Pero, hombre, no comprendo… —dijo don Pedro, abriendo tamaños ojos.

—Son… —dijo el capitán, sacando un hermoso cronómetro inglés—: bien, aun puedo hablar media hora con usted, pues después tengo que ir a casa de Rubio, en casa de Escandón, en casa de la condesa de la Cortina…

Don Pedro pensó para sus adentros:

—¿Qué diablos ha de hacer este trapalmejas en casa de Rubio y las Escandón? ¡Fatuo!

—Pues, señor don Pedro, habiéndonos ya explicado lo bastante, debo decir a usted, que el objeto de mi visita es arreglar con usted la manera de unirme a Teresa.

—Mire usted —le dijo don Pedro con calma—, por mi parte no hay inconveniente, puesto que usted y ella lo quieren así… Ya sabe usted que no está aquí…

—Sí, sí —dijo el capitán—, yo no quiero que esto sea en el momento.

—Ahora sí nos podemos entender —replicó don Pedro—, porque excepto esas locuras de que ningún hombre está exento, quiero ser muy cumplido y exacto en punto a intereses.

—Ya he dicho a usted que yo no quiero decir una palabra sobre intereses, pero ya que usted promueve el asunto, le hablaré también francamente. Yo ahora soy rico, mi madre me dejó una considerable herencia, que me ha sido entregada… Vea usted, si quiere convencerse.

Manuel tomó a don Pedro del brazo, y lo llevó al balcón, y le enseñó su elegante carruaje y sus rollizas mulas.

Don Pedro se retiró como desvanecido, pues ni remota idea podía tener de que su rival fuese de la noche a la mañana, un hombre rico.

—Ya ve usted —continuó Manuel—, para nada necesito los bienes de Teresa, pero como usted podrá acaso temer que, siendo yo su marido, emprenda un litigio, me comprometo a…

—A nada, capitán, se debe usted comprometer, ni yo lo consentiría. Yo he manejado el caudal de Teresa, y debo entregárselo. Con los honorarios que me conceden las leyes, tengo para vivir cómodamente los pocos años que me queden de vida.

El capitán era, como hemos visto, un calavera, pero con el corazón de un niño, y se dejaba engañar de cualquiera; así, aunque le sobraban motivos para desconfiar de don Pedro, llegaba a persuadirse que acaso este hombre, arrepentido de su tentativa, y desengañado, por otra parte, de lo inútil que sería el querer obligar a Teresa a que fuese su esposa, habría ya variado de plan y de conducta. Alucinado con tales pensamientos, se acercó el capitán a don Pedro y le dijo:

—Vea usted, yo creo que los enemigos más encarnizados se reconciliarían, si llegasen a explicarse. Creía no tener la calma y serenidad suficiente para hablar con usted, pero mediante estas explicaciones juzgo que llegaremos a estar en completa conformidad.

—Sin duda, en completa conformidad —respondió don Pedro—, con tal de que hablemos con franqueza.

—Por mi parte, ya he dicho a usted, señor don Pedro, mis intenciones, y ahora me explayaré más. Usted indudablemente ha aumentado mucho la fortuna de Teresa, ha consumido toda su vida en el trabajo, y justo es que tenga usted la debida recompensa.

—Es verdad lo que usted dice —le interrumpió—, pero no sé dónde irá usted a parar.

—A lo siguiente, señor don Pedro. Teresa haría una renuncia formal de la mitad de sus bienes, en favor de usted. Esto, no sería más que una compensación debida por los trabajos de usted, y con lo que podrá vivir con todas las comodidades de que es digno. En cuanto a mí, también haré una renuncia de cualquier derecho que, según la ley, pudiese tener a los bienes de Teresa. Ya ve usted, quiero nada más su mano, y no tengo otro género de interés.

—Esos sentimientos, capitán, honran a usted mucho, pero ya he dicho, no quiero más, sino que de parte de usted haya una poca de paciencia, y aguarde el tiempo muy limitado, para que pueda yo poner en orden los negocios, y entonces lo que usted desea, se hará, y todos quedaremos contentos y tranquilos.

—Me parece muy en el orden lo que usted acaba de decir, pero si no fuera indiscreción, ¿podría yo saber qué tiempo debo aguardar?

—Poco, muy poco —contestó don Pedro—, dos meses, un mes, por ejemplo. Entre tanto, puede usted escribir a Teresa, y disponer sus asuntos.

—Estoy conforme, absolutamente conforme —dijo el capitán levantándose muy contento y satisfecho del resultado de la conferencia.

—Y esta pobre casa, señor capitán, está a sus órdenes, y mucho placer tendré en que la honre —le contestó don Pedro con mucho afecto, y tendiéndole la mano.

—Gracias, gracias, señor don Pedro, tendré el mayor placer en hacerlo.

El viejo se despidió cortés y afablemente, y mientras el capitán bajaba la escalera, le arrojaba unas terribles miradas, que el tutor habría deseado fuesen rayos, para aniquilarlo.

El capitán montó en su coche, y se fue a esperar a Arturo.

Don Pedro se retiró a su gabinete, y sonriendo, dijo: «Creerá ese tuno que me ha engañado. Ese lujo y ese carruaje no proviene de la herencia que dice que le dejó su madre… Yo lo averiguaré… debe ser una nueva infamia… alguna viuda rica a quien ha enamorado… el juego… sí, cualquiera de esas cosas… Esta fortuna no es legal: con todo, un hombre que tiene algún dinero, es más temible que un pobrete, y este capitán es audaz, y sabe disimular perfectamente. Parece que ha aprendido a mí. Es menester, con todo, tomar enérgicas medidas… yo creo que si me voy a España, a Francia, a los infiernos, allí se me ha de aparecer este maldito hombre. ¿A qué hora se retirará a su casa?… el puñal de un lépero lo compondría todo… Yo no quisiera llegar a ese extremo, pero estoy decidido a quitármelo finalmente de encima, porque esto no es vivir. ¿Quién va a fiarse de sus promesas y sus renuncias?… Estoy seguro, que en cuanto sea marido de Teresa, me dará doscientas patadas en lugar de dinero. Ya pensaremos».

Don Pedro se puso un birrete negro de seda, con el cual se cubrió, no sólo la cabeza, sino las orejas y parte de los ojos, y se hundió, por decirlo así, en una butaca, a meditar el medio de deshacerse del capitán. Manuel, por el contrario, joven, confiado, y de un corazón bellísimo, donde no se abrigaba el dolo ni la maldad, se retiró quizá dudando, pero en el fondo confiado en las promesas de don Pedro y absolutamente ajeno de que el depravado viejo se quedó fraguando una nueva intriga.

Arturo llegó casi al mismo tiempo que Manuel, y éste pidió la comida, que era exquisita y acompañada de vinos de larga edad.

—¿Cómo fue de conferencia, Manuel?

—Perfectamente, Arturo. No creo que el tutor tenga buena fe, pero sí que convencido de su locura, ha desistido de sus proyectos, y casi nos hemos arreglado. Yo le he ofrecido que Teresa le cederá la mitad de los bienes, él la quiere echar de generoso, y sólo me ha puesto por condición que espere yo un mes, tiempo en que concluirá de arreglar sus asuntos, y que entre tanto, escriba yo a Teresa, y disponga los míos. Estoy loco, de contento Arturo. Tomemos una copa. Mañana, Arturo, es menester que veas a tu padre, para que me consiga en el Ministerio mi licencia absoluta. Escribiré a La Habana, y veremos, pues, a ese buen eclesiástico, cuyos consejos de tanto nos han servido. El primer día que lo vea, le daré una sotana de paño, y un sombrero acanalado de lo mejor que encontremos.

II. Esperanza

Gozoso, contento, lleno de ilusiones y de esperanzas y después de haber enviado al Ministerio de la Guerra una solicitud pidiendo su licencia absoluta, y dado varias disposiciones para su matrimonio, concurrió el capitán a la casa del eclesiástico, en compañía de su amigo Arturo, como debe suponerse.

Ya hemos dado una idea de la fisonomía simpática del clérigo, de sus maneras dulces y llenas de suavidad, y de esa rectitud le conciencia y sólida virtud que guiaba sus acciones; todas dirigidas al punto céntrico de donde parten las virtudes celestiales, es decir, a la Caridad. No hay, por tanto, necesidad de expresar, que el clérigo, que se llamaba Anastasio, recibió a nuestros dos jóvenes mundanos, con la más cordial amistad, y sin esa reserva hipócrita que infunde a veces miedo y desconfianza.

—Tiene hoy el capitán una cara alegrísima —dijo en cuanto los vio entrar—. Siéntense, caballeros, y platicaremos.

—Los negocios han caminado viento en popa, de pocos días a esta parte —respondió el capitán arrimando unas sillas—, y no parece sino que usted tiene un influjo mágico en mi suerte. Espero que dentro de dos o tres meses será usted, no sólo testigo de mi felicidad, sino el que me entregue la mano de Teresa.

—¡Ojalá, y esto se verifique así! y ya he dicho a ustedes, que cooperaré muy gustoso. ¿Ha visto usted a don Pedro?

—Sí, y no he salido tan disgustado como creía al principio. Referiré a usted minuciosamente mi entrevista.

El capitán contó al padre, lo que el lector sabe ya.

—Perfectamente —dijo el padre, cuando acabó de oír la narración del capitán—. Ahora, mi opinión es, que concluya usted el arreglo de todos sus negocios, y que sin dejar de ver a don Pedro, una que otra vez, se marche usted a La Habana, procurando que don Pedro no sepa el día fijo en que salga usted de aquí.

—¿Es decir, padre —interrumpió Arturo—, que usted teme que este hombre aun pueda entorpecer el casamiento?

—Ni lo creo, ni lo dejo de creer —respondió el padre con ingenuidad, pero no será inútil el obrar con cautela.

—Efectivamente —dijo el capitán—, el padre tiene razón, y estoy pensando marcharme en la próxima diligencia.

—No, no tan aprisa, ese extremo podría ser funesto. Consiga usted la licencia del Gobierno, que quede libre de sus compromisos militares, y después…

—Tiene usted razón en todo lo que dice, padre, y me sujetaré a ello.

—Ahora —dijo el padre—, me permitirá el señor Arturo que le haga algunas preguntas, prometiéndome responder a ellas con franqueza.

—Responderé, como si estuviera en los últimos momentos de mi vida.

—Corriente —contestó el padre—, esa franqueza me gusta, y veo que, a pesar de esos saraos y de esa vida mundana de ustedes, tienen un corazón mejor que muchos que pasan por hombres inmaculados.

Los dos jóvenes se inclinaron sonriendo.

—Al caso —dijo el padre, dirigiéndose a Arturo—, ¿conoce usted a una muchacha que se llama Celeste?

—Sí, la conozco —dijo Arturo, poniéndose algo encarnado.

—Ese rubor —continuó el padre, fijando la vista en el semblante de Arturo—, indica acaso que el conocimiento que ha tenido usted de esa muchacha, ha pasado de los límites de…

—¿Se trata de una confesión? —preguntó el joven sonriendo.

—Casi, casi —respondió afectuosamente el padre—, y será más meritoria, puesto que, como David, confiesa usted sus pecados ante… me equivocaba, pues el capitán y usted son una misma persona.

—Bien, padre, puesto que quiere usted que confiese, no tengo embarazo en decirle que lo que me hace ponerme ligeramente encarnado es que yo llegué a concebir una pasión loca por esa muchacha, que después…

—No perdamos el orden en la discusión; y como yo soy ahora el juez y usted el reo, le mando que me responda categóricamente —replicó el eclesiástico con un aire de afable gravedad que no permitía conocer si hablaba de chanza o de veras.

—Bien, responderé categóricamente —dijo Arturo—, y con esto le daré a conocer que no soy un pecador envejecido en la maldad.

—¿El cariño que usted tuvo a esa muchacha, nunca pasó de lo que se llama amor platónico?

—Jamás.

—¿Por qué le regaló usted un prendedor de diamantes y algún dinero?

—Porque era una honrada muchacha, que mantenía a sus padres enfermos.

—¿Y qué intenciones tenía usted al hacer esta acción?

—El dar a una infeliz algo de lo que a mí me sobraba.

—¿Y nada más?

—He dicho que yo amaba a Celeste; pero su sencillez y su poca edad me hacían respetarla.

—Muy bien, usted es un joven lleno de nobleza.

—Gracias, mil gracias, padre.

—¿Y podría usted ante un juez declarar la verdad para salvar a esta inocente?

—Tengo diverso concepto, padre, y creo que es una mujer del vulgo, con todos los vicios y defectos de esa gente.

—¿Y si yo pudiera convencerlo de lo contrario?

—Volvería una ilusión a mi corazón —dijo Arturo con entusiasmo.

—Cuidado con esa exageración de sentimientos —repuso el padre—, una pobre criatura, que ha pasado ya muchos días en esa pocilga infernal que se llama cárcel, y que está próxima a ser sentenciada a presidio por diez años, o quizá a muerte, no puede convenir a un caballerito de educación, de fortuna y de buena posición social.

—¡A muerte! ¡A presidio! —repitió Arturo—, esto es imposible.

—No cabe duda en esto, a no ser que se den pasos muy activos para salvarla, y esta es precisamente la obra de caridad que debemos hacer, sin pasar a más, porque borraríamos todas las obras meritorias pasadas.

—¿Pero cómo, cómo ha llegado esa muchacha a ese extremo?

—Está acusada de ladrona y de cómplice en un asesinato, y de qué sé yo cuántas cosas más.

—Diré a usted, padre, que me vuelvo loco. Pues el fistol que yo regalé a Celeste, ha sido encontrado en poder de uno de los ladrones que asaltaron la diligencia en que viajaba el capitán, cuyo ladrón murió en la refriega.

—¿Es posible? —dijo el padre.

—Evidente —repuso el capitán.

El eclasiástico inclinó la cabeza, puso su mano en la frente y permaneció un rato sumergido en una cavilación profunda, de que no se atrevieron a distraerlo los dos jóvenes. Al cabo de diez minutos, de silencio levantó la cabeza, se dio con la mano en la frente, y dijo:

—¡Bendito sea Dios!; él me iluminó, y ahora veo claro lo que ha sucedido. Celeste fue acusada de ladrona por las vecinas; el juez de paz vino, la prendió y se apoderó del dinero y del fistol; pero en vez de presentarlo como cuerpo del delito al juzgado, dio otro de piedras falsas, y esto lo sé bien. El juez de paz fue asesinado, y no se le encontró ni en el vestido ni en su casa tal alhaja; así, es claro, que le dieron de puñaladas, por quitarle el fistol, y que ese ladrón fue también a su vez castigado por la mano invisible y poderosa de Dios. Esto es claro como la luz del día, y la criatura se ha salvado, se ha salvado indudablemente, con tal que me ayudéis, Arturo.

—Si se trata de mí —dijo Arturo—, haré cuanto queráis, tanto más cuanto que ahora me inclino a creer que esta infeliz es inocente. No debo pensar, en efecto, en amarla. Esto no puede ser ya, pero mucho placer me daría el verla libre, feliz, y sobre todo inocente.

—Ésos son buenos sentimientos, ¿no es verdad, padre? —dijo el capitán.

—Muy buenos, amigo mío —respondió éste—; y yo espero ahora que Dios me ha de conceder el salvar a esta desdichada, por quien he concebido el más vivo interés.

—¿Me permitiréis, padre, que os haga una pregunta, acaso indiscreta? —interrumpió el capitán.

—La que gustéis, amigo mío.

—Nos hemos confesado ya los dos —continuó Manuel con afabilidad, y justo es que en compensación confesemos ahora al juez.

—Vamos, ¿y de qué confesión se trata? Capaces serán de volverme loco —contestó el padre sonriendo.

—Cómo usted, joven, de talento, de imaginación, de tan finos modales, lleno de porvenir y de esperanzas, ha adoptado la vida molesta de un eclesiástico, es lo que yo no puedo comprender —dijo el capitán.

—¿Le sorprende a usted esto? ¿Y por qué? No todos los hombres han de adoptar la misma profesión. La obligación de usted es defender a su patria, combatir cuando su gobierno se lo manda, y sacrificar su vida en obediencia de la ley. La mía es consolar a los afligidos, curar el corazón de los desgraciados, encaminar a la virtud a los que están sumergidos en los vicios mundanos. Para cumplir esta misión de caridad y de paz, tengo que acudir al lecho de los moribundos, al calabozo de los presos, a los salones de los poderosos, a la choza de los infelices, al pie del cadalzo; en una palabra, donde quiera que se me diga que hay un alma enferma, allí debo acudir a derramar el bálsamo del Evangelio, a enseñar el camino del cielo. Este lenguaje parecerá a ustedes acaso hipócrita: creo que mi franqueza y mi modo de obrar dan testimonio de lo contrario.

—Jamás —interrumpió Arturo—, creeremos que las acciones que hacéis provienen de hipocresía. Yo juzgo sinceramente que vos sois el tipo verdadero del buen sacerdote. Pobre, sobrio, caritativo, virtuoso, sin gazmoñería, no he visto en mi vida persona más amable que vos.

El padre Anastasio se puso encendido como unas granas, y no respondió sino con una modesta inclinación de cabeza, en señal de gratitud.

—No me trastornen la conversación —dijo el capitán—, lo que yo quiero que el padre nos diga cómo en la edad en que se aman los placeres, las diversiones, la sociedad, él se ha consagrado a los deberes religiosos de una manera tan absoluta.

El padre suspiró ligeramente.

—Ese suspiro me indica —continuó el capitán—, que ya nos conocéis, somos buenos muchachos; contadnos vuestras penas. ¿No somos amigos? ¿No hemos hecho de vos una ciega confianza?

—Mi historia es corta, pero triste, a la verdad. Os la voy a contar, sólo por convenceros, que no hay felicidad más que en la virtud y en el servicio de Dios. Pasé mi niñez en la escuela y parte de mi juventud en el colegio, y aprendí a mal escribir, a mal contar y a mal leer el latín. Cuando se trató de que pasara a los estudios mayores, mi padre, que era dependiente del Arzobispado, murió, y yo quedé disfrutando de una beca de gracia en el colegio; y en medio de la orfandad y de la pobreza, continué mis estudios. El verme solo y aislado en el mundo me hizo entrar en reflexión, y entonces comencé a estudiar de día y de noche, y a reparar el tiempo perdido. Aprendí entonces a escribir y a contar bien; el latín, fue mi estudio favorito; de suerte que llegué a entender perfectamente a los autores clásicos. Los demás estudios los continué con tesón, y tuve el mejor éxito en mis exámenes. En todo este tiempo no pensé ni en Dios ni en el mundo, ni en las mujeres, ni en nada más que en los libros. Yo comprendía que tenía necesidad de vivir, de formarme una carrera por mí solo, y esto me hizo prescindir de cualquier otra distracción. Concluido el curso de leyes, continué de pasante en casa de uno de los abogados de más crédito, el cual, observando mi constante dedicación, mi perfecta honradez, me dispensó todo su cariño y confianza y me proporcionó los medios de ganar algún dinero. Fue entonces la época de mi regeneración, pues pude vestirme decentemente, formar una librería, mudarme a una regular casa; en una palabra, respirar, vivir con más libertad, porque la pobreza es un mal que aniquila física y moralmente al hombre. En esta situación pensé ya en el porvenir. La soledad me espantaba, la vida sin afecciones, sin familia, sin lazos algunos, me era fastidiosa y molesta; y mi corazón, rebosando entonces en sentimientos de amor y ternura, tan largo tiempo comprimidos y sofocados por el estudio, necesitaba un objeto a quien dirigirse. Mi maestro tenía una hija que se llamaba Esperanza, linda como los serafines del cielo: lánguidos y apacibles ojos azules, pelo rubio, cutis finísimo, labios frescos y encarnados: parecía una virgen, un ángel bajado del cielo… Les confesaré a ustedes mi pecado: era idéntica a esa infeliz criatura que está en la cárcel, y esta ha sido la causa principal de que tenga yo un empeño grande en salvarla. Continuemos.

»Esperanza, además de ser tan bella, era modelo de la virtud; tenía el genio más amable del mundo y un corazón de paloma. Sus padres habían procurado darle ese género de educación que no se conoce en México; es decir, formarle un corazón religioso y recto, y mostrarle la senda que deben seguir las mujeres que quieran gozar de una vida feliz y de una reputación sin mancha.

»Excusado es deciros que todo el amor de mi corazón, toda la ternura de mi alma se concentraron en Esperanza; y mi pensamiento, largos años preocupado con el estudio, se fijó en ella, no más en ella. Queriendo portarme con mi maestro como un hombre agradecido y como un caballero lo primero que hice en cuanto conocí la fuerza de mis sentimientos fue confesarle francamente mi amor, expresándole que mis designios eran concluir mi carrera y casarme, contando con la protección que me había dispensado y con los clientes que tenía ya.

—Crea usted —me dijo—, es el paso más doloroso para un padre el desvivirse, el tener largos años de afán y de nimios cuidados para criar una flor, y cuando esta flor se abre espléndida y hermosa, cuando forma el encanto y la delicia de toda una familia, ver que viene un desconocido, y la arranca, y se la lleva, y la marchita acaso… No lo digo por usted; me he valido de una figura y nada más… En fin, yo no soy un hombre necio y preocupado, y concibo que si no es usted, otro vendrá mañana y me arrancará a mi hija, y quizá no la hará feliz. Usted es joven, honrado y estudioso… quizás progresará usted; y cuando muera, este bufete encontrará un sustituto y mi familia un apoyo… Bien, yo protegeré a usted; yo acabaré de hacerlo hombre; pero todo esto bajo el concepto de que mi hija quiera a usted, pues por nada de esta vida he de forzar su voluntad.

»Yo no tuve palabras para expresarle mi gratitud, porque la sorpresa y el placer me ahogaban… Durante un año continué mis estudios, y procuré ganar el corazón de Esperanza, con esa multitud de finezas que saben emplear los amantes. Para no hacer fastidiosa mi narración, diré que cuando concluí mi carrera y podía llamarme todo un abogado, el corazón de Esperanza era enteramente mío. ¡Cuánta sería mi dicha y cuántas mis ilusiones al contemplar cerca el día en que iba a estrechar en mis brazos a Esperanza, a llamarla mía, a prodigarle toda aquella ternura que tantos años había permanecido oculta y encerrada en mi corazón! La suerte me ayudó de una manera prodigiosa, pues en esos días concluí felizmente un embrollado pleito de los herederos de un conde, y la transacción y arreglo me produjeron veinte mil pesos de honorarios. Comencé, con acuerdo de mi maestro, a poner una casa, y no había primor ni chuchería que encontrara en las tiendas, que no comprara inmediatamente, diciendo: para ella estos vasos de alabastro; para ella estos floreros; para ella este curioso reloj. En su recámara pondré esta Virgen de Murillo; en su tocador, estas columnas de mármol; en su asistencia, estas cortinas de damasco, este sofá de seda, estas sillas doradas de Génova; en una palabra, no trataba ya más que de adivinar sus pensamientos y de sorprenderla agradablemente el día en que la condujeran a su nueva habitación. Concluida que fue, comencé a expeditar los trámites eclesiásticos, y después de habérsele tomado el dicho, quedó fijado el enlace para el día de Señor San José, cumpleaños de mi maestro. La víspera no parecí por la casa, pues me supuse que el sentimiento de la familia debía ser respetado, y yo, por más triste que quisiera ponerme, no podía menos sino de tener mi cara como una aleluya.

»El día más cruel que puede enumerarse en la vida, es la víspera de un gran suceso, que va a cambiar enteramente el curso de la existencia. Debéis, pues figuraros que vagué inquieto, sin plan fijo ni determinado; si un amigo me encontraba, le respondía maquinalmente; si me preguntaban sobre mi casamiento, respondía unas veces que estaba próximo, y otras que nunca me casaría. Me retiré a mi casa; tomé un libro; leí más de cien páginas, y nada pude comprender. Me acosté, y mi sueño fue fatigado, interrumpido constantemente; y cuando despertaba, tenía que contener con mi mano los latidos de mi corazón.

»Amaneció, por fin, el día señalado para mi ventura, apenas salió la luz, cuando me vestí, me perfumé, mandé poner en orden todos los muebles de la casa, y me fui a la de Esperanza, donde todo debía estar preparado para dirigirnos a la parroquia. Cuando llegué, el zaguán estaba cerrado; el portero salió a abrirme, y no sé qué cosa de triste y de siniestro observé en su fisonomía. El corazón me dio un vuelco; subí trémulo la escalera, pisando como si fueran espinas las flores con que estaba regada. Acabé de subir… todo estaba silencioso; las vidrieras cerradas; las cortinas transparentes echadas… Una criada, que me quería mucho, salió a recibirme, y noté que tenía un poco húmedos los ojos.

»—¿Qué tienes, hija mía? —le dije—, no llores; te irás a vivir con nosotros, y no abandonarás a Esperanza.

»En cuanto pronuncié este nombre, la criada no pudo contenerse, y comenzó a sollozar.

»—Vaya, hija, no llores; dime ¿dónde está mi maestro, dónde están los padrinos? ¿Esperanza está ya dispuesta y vestida?

»La criada se reclinó contra la pared, y continuó sollozando sin responderme.

»—Es cosa de volverse loco —dije entre mí—, no encontrar ni quien pueda responder. Abrí la puerta de la asistencia, y me senté un momento, porque la agitación no me permitía permanecer en pie.

»Durante un cuarto de hora vi que pasaban y volvían a pasar las criadas; pero todas silenciosas, envuelta la cabeza con los rebozos. Me parecían fantasmas que se deslizaban por un arte diabólico; y aumentada mi preocupación, cerré los ojos, y comencé a ver esqueletos, sombras y visiones horribles, que se agrupaban a mi derredor. En medio de esos borrones amarillentos y rojos, que cruzan y se revuelven cuando uno cierra los ojos, y brotando de la multitud de visiones que se mezclaban en ese caos, vi elevarse una figura aérea, celeste, que después fue tomando una forma humana y hermosa. Era Esperanza, que coronada de rosas, con un largo ropaje de sutil crespón, rodeada de lindos querubines, con sus alas de oro y esmalte, se elevaba de ese caos confuso, y volaba a una esfera, donde se percibía una viva luz de colores jamás vistos en el mundo. En este momento, amigos míos, no tendría más que cerrar los ojos, para volver a mirar esa visión celeste.

»Cuando esa figura aérea y divina, en la que miraba yo el perfecto retrato de Esperanza, se desprendió de entre la multitud de fantasmas, yo sentí que se me descargaba un peso enorme del corazón; pero a medida que se iba elevando, mi alma se iba oprimiendo, me faltaba la respiración, y en mi corazón sentía agudos y desconocidos dolores. Cuando, finalmente, perdí de vista los últimos pliegues de su flotante y transparente vestidura, sentí que el aliento me faltaba, y que perdía la vida; di un grito; volví en mí de esta especie de letargo; me toqué la frente, y las gotas de un sudor helado corrían por ella. A ese tiempo pasaba una criada; le pedí un vaso de agua, y cuando me lo trajo, noté que sus ojos estaban cárdenos de tanto llorar.

»—¿Dónde está mi maestro? ¿Dónde está Esperanza? —le pregunté—. ¿Duerme todavía?

»—No señor —me respondió.

»—¿Pues dónde están?

»—El amo no está en casa.

»—¿Y la niña?

»—La niña… la niña tampoco está en casa. Y acabando de decir estas palabras, comenzó a dar agudos gritos, y se retiró.

»Yo temblaba, mi corazón quería saltárseme del pecho; pero tenía miedo de indagar la verdadera causa de este misterio. Con pasos lentos, y como si temiera despertar a alguno, me introduje a la otra pieza. Todo estaba en silencio. La siguiente, que era la recámara de Esperanza, estaba cerrada. Me aventuré a tocar la vidriera, diciendo con una voz muy suave:

»—¡Esperanza, Esperanza! despierte usted, no se duerma en el día en que vamos a ser felices.

»No obtuve ninguna respuesta, y cada vez más agitado, volví a decir:

»—¡Esperanza, no me haga usted padecer; respóndame!

»Entonces, en vez de escuchar la dulce y sonora voz de la criatura, oí amargos sollozos. Ya no me pude contener; abrí la puerta; corrí hasta el lecho de Esperanza, sin hacer caso de las criadas que me detenían; descorrí las cortinas, y la encontré muerta…

—¡Muerta! —exclamaron Arturo y Manuel.

—Sí —repitió el eclesiástico—. Una neurisma la mató en un instante, murió en su cama sin que su familia lo supiese sino hasta el día siguiente, como os lo contaré.

»Esperanza permaneció en su lecho como si estuviera durmiendo; sólo estaba más descolorida que en vida, pero conservaba la misma sonrisa angélica que la hacía tan seductora y tan amable.

»Yo en el primer momento sonreí amargamente como un loco; toqué mi frente; palpé mi cuerpo; me acerqué de nuevo al lecho de Esperanza, y me quise persuadir de que no era cierto lo que pasaba, y me puse a reír. Algunos momentos después, toqué sus mejillas, y estaban heladas; abrí suavemente uno de sus párpados, y vi su pupila fija y sin brillo. Entonces me arrojé a llorar, y lloré como un niño, como una mujer; y sin estas lágrimas habría perdido el juicio.

»Esperanza se acostó más temprano que lo de costumbre, con el objeto de levantarse de madrugada y estar dispuesta a la ceremonia. Cuando su camarera la ayudó a desnudarse, notó que estaba pálida; le preguntó qué tenía, y Esperanza respondió que sentía alguna opresión en el pecho y bastante trabajo al respirar, pero que creía que esto era causado por el temor y agitación que experimentaba naturalmente cuando iba a ejecutar un acto que influía en la felicidad de toda la vida. La criada no hizo objeción alguna; acostó y abrigó a su ama, y a cabo de un cuarto de hora, notó que dormía tranquilamente.

»Al día siguiente se levantaron todos los de la casa muy temprano, y comenzó el quehacer inmenso, que en tales ocasiones se tiene en una casa. Unas criadas regaban de flores el patio y la escalera; otras disponían la comida; otras estaban ocupadas en preparar los trajes y adornos nupciales de Esperanza; en fin, todo era fatiga, pero de esa alegre y placentera fatiga de una boda.

»Los padrinos llegaron, encontraron ya listo y dispuesto a mi maestro, que, aunque apesarado, se había hecho el ánimo de acompañar a su hija al altar. Todo estaba dispuesto; sólo en la recámara de Esperanza reinaba el más profundo silencio, y nadie se atrevía a despertar a la niña hasta que fuera necesario. Acercándose la hora, su padre entró, levantó las cortinas, tocó a su hija, y la encontró helada, muerta.

»El infeliz abogado levantó la cabeza de su hija; la llamó mil veces por su nombre; tomó un espejo y lo puso junto a su rostro para observar la respiración, la estrechó en sus brazos, procuró infundirle calor… todo en vano, Esperanza estaba muerta. Cuando mi maestro se cercioró de esta funesta verdad, salió de la estancia como loco, queriéndose precipitar del corredor abajo; dando dolorosos alaridos, y culpando a Dios que tan repentinamente le había arrancado a su hija, al único ser en el mundo que formaba su encanto, su amor y su tesoro.

»La pompa se convirtió en luto; la alegría en llanto… el tálamo nupcial en un fúnebre ataúd. Los padrinos y demás personas convidadas, que presenciaron esta catástrofe, arrancaron a fuerza a mi maestro del lecho de su hija, y lo llevaron a otra casa; pero no hubo una sola persona que se acordara de mí, que procurara evitarme la terrible y profunda impresión que yo debía sentir al encontrar helada y fría la mano de la esposa que iba a estrechar delante del altar.

»Yo fui superior a mí mismo, o más bien dicho, Dios me comunicó en esos momentos de angustia el don sublime de la fortaleza. Después de haber llorado, me puse en pie, me quedé fijamente mirando el cadáver de Esperanza, y me vino la idea de suicidarme. Pensé buscar una arma en la casa; pero casi al mismo tiempo se me presentó de nuevo esa visión sublime, subiendo al cielo envuelta en luz y rodeada de angélicos serafines.

»Entonces caí de rodillas, bendiciendo al Señor, y conformándome con su voluntad. Vinieron, pues, a sorprenderme en este éxtasis los amigos de mi maestro, para encargarse de las disposiciones necesarias para el entierro. Querían que se hiciera autopsia al cadáver; pero yo me opuse fuertemente, diciendo que quería que se respetase el pudor de Esperanza, aun después de muerta.

—Señores —les dije, yo venía por ella para conducirla al altar, y debo cumplir con la voluntad de Dios, conduciéndola a la tumba. Me encargué, pues, de todos los más necesarios pormenores; y en la tarde, cambiando mis vestidos de novio por un traje de luto, me dirigí detrás del cadáver, al panteón de Santa Paula, en cuya capilla quedó depositada.

»Me acuerdo; era una tarde pura y despejada; en la atmósfera diáfana parecía que circulaba un leve polvo de oro; las flores del panteón se mecían ufanas al tenue soplo del viento, y los pajarillos alegres y juguetones, saltaban sobre la multitud de calaveras que forman una fúnebre labor en las cornisas del panteón. Esta pompa de la naturaleza me hizo un fatal efecto y comprimió mi corazón de una manera horrible.

»Al día siguiente las arterias de las sienes parecía que se me reventaban, y mi frente ardía. A pesar de esto, tuve el valor necesario para ver cerrarse la tierra sobre el cuerpo de Esperanza, y me retiré a mi casa, presa de la más horrible fiebre. No sé cuántos días deliré, y siempre las mismas fantasías deformes, y la misma visión celeste que había visto elevarse a los cielos.

»Cuando volví en mí de la calentura y del sopor, estaba en la más perfecta tranquilidad; he aquí la interpretación que yo di a estas visiones. Los fantasmas, las sombras deformes, eran los vicios, que abundan en el mundo. Esperanza no podía vivir en esta cárcel baja, oscura, como llama a la vida Fray Luis de León, y fue arrebatada por los ángeles al trono de Dios.

»Con todo y esta teoría, que no deja de ser exacta, a mí realmente me disgustó de tal manera la existencia, que estudios, talento, dinero, amigos, todo, en fin, me pareció frívolo, inútil, vano. Esperanza había muerto en el mundo, era verdad; pero había sin duda resucitado a la vida eterna; así, mi único fin, el solo afán que me propuse, fue hacer en la tierra obras tan meritorias, que me aseguraran en reunirme en el cielo con la mujer a quien con toda mi alma, con todo mi corazón había adorado en la tierra.

»En consecuencia de esta resolución, me encerré en una celda del convento de San Fernando, y poco después abracé la carrera eclesiástica, en la cual me he propuesto hacer cuantas obras de caridad sean posibles; todo en memoria de Esperanza, y para lograr un día salir de esta vida, que para mí hasta hoy no ha tenido más que espinas y dolores.

»Os he contado mi historia, jóvenes: acaso tiene mucho de risible; pero estas convicciones, esta creencia, que tengo arraigada en mi corazón, de que hay una existencia mejor que esta, me hace soportar mis padecimientos. El día que se me acabase la ilusión, sería el más desdichado, el más mísero de los mortales. Creed y esperad, os lo aconsejo, y seréis menos infelices.

»Ya que satisfice vuestra curiosidad, no quiero que perdamos el tiempo, y espero que me haréis la gracia de acompañarme a la Acordada, para concluir el asunto de Celeste.

—¿Me haréis el honor, padre —dijo el capitán—, de entrar en mi carruaje?

—Con mucho gusto —respondió el eclesiástico; y tomando sus sombreros, los tres amigos, pues este nombre debemos darles, salieron a la calle y se dirigieron a la cárcel de la Acordada.

III. Junta revolucionaria

Así como en otros países el artesano piensa en mejorar sus artefactos; el militar en instruir a su tropa y estudiar la ciencia de su profesión; el abogado en defender a sus clientes; el comerciante en formar compañías para establecer buques de vapor, caminos de fierro y canales; el propietario en hermosear sus fincas y en simplificar la agricultura, aquí todos, y cada uno de los habitantes, desde el oscuro zapatero, hasta el rico agiotista, desde el meritorio de una oficina hasta el magnate que dirige la política del país, están dominados por el constante pensamiento de la conspiración, único recurso que les ocurre para aumentar su fortuna o conservar su posición, y único medio que tienen de emplear la poca o mucha actividad de que están dotados.

De esto esencialmente provienen los males de la República, y de esto depende el que después de muchos años de hecha la independencia, aun no haya ni constitución, ni gobierno sistemado y fijo en el país. Cuando cada uno de los ciudadanos se limite a cumplir sus deberes sociales, a formar la felicidad de su familia, y a trabajar asidua y constantemente en el ramo a que se ha dedicado, entonces de muchas familias, felices, honradas, virtuosas y ricas, se formará naturalmente una gran familia feliz, honrada y respetable.

Así comprendemos nosotros la formación de lo que se llama una República. Los motivos que hacen nacer esta idea dominante de conspiración en la cabeza de la mayor parte de los ciudadanos, son de los más frívolos e insignificantes. Un coronel, a quien el gobierno quita el mando de su regimiento, es un conspirador; un corredor, a quien se le trastorna un negocio, es un conspirador; un aspirante, que quiere salir electo alcalde o diputado, es un conspirador; un empleado, que quiere subir a un destino de tres mil pesos, es un conspirador: así los gobiernos a los tres días de instalados, no ven más que enemigos a su derredor, y estos enemigos, ayudados del partido caído y de los agraviados, que nunca faltan, pues son también inherentes a los gobiernos las injusticias y los errores, forman una nube; la tempestad estalla, y el gobierno cae a poco tiempo, envuelto en las maldiciones y rechifla de los vencedores. A estos les sucede a su vez lo mismo; y bajo este círculo continuo gira esta mal aventurada sociedad. Mas dejemos de disertaciones políticas, poco a propósito para agradar al lector, y sigamos nuestra complicada historia.

A los dos días de la conferencia que los dos jóvenes tuvieron con el padre Anastasio, y que referimos en el capítulo anterior, se reunieron de nuevo en casa del capitán Manuel, que continuaba con no poco asombro de la ciudad en su vida opulenta, comparable a la de los más grandes capitalistas.

—Te extrañé anoche en la tertulia de Aurora —dijo el capitán a Arturo.

—Estuve de un humor pésimo. El espectáculo que presenta la cárcel es capaz de comprimir el corazón más duro. Creo que las gentes condenadas a permanecer allí, sufren más tormentos que los reos que antiguamente secuestraba la Inquisición.

—Todo anda así en este país —dijo Manuel—, y esbirros y carceleros merecían más bien la cadena al pie, que no esos pobres diablos, que sacan un pañuelo de la bolsa, o quitan una capa de noche. ¿Quién ha cuidado de educar a los léperos? ¿Quién les ha enseñado a ganar honradamente su vida? Gobierno español, y gobierno central, y gobierno federal, todo es igual para esa pobre gente, que no tiene más medios de corrección que esa cárcel inmunda, que es la escuela de los más grandes y refinados vicios.

—Los padecimientos de Celeste —continuó Arturo (sin hacer caso de las reflexiones filosóficas que hacía el capitán sobre la cárcel, y las que en su mayor parte eran exactas)—, me han afectado de una manera increíble; figúrate tú las eternas noches de tormento que ha pasado en aquellas pocilgas. Y luego, durante el día, mezclada con aquella canalla, llena de crímenes y de vicios, moliendo maíz con sus finas y delicadas manecitas; descalza, casi desnuda, durmiendo en esos bancos de piedra, sucios, fríos, llenos de sabandijas y de insectos… ¡Oh!, es muy cruel, muy cruel; y una sociedad donde así se hace sufrir a los inocentes, no puede menos de ser bárbara.

—Pero creo que con las declaraciones que hemos dado, y con los resortes que se puedan mover, saldrá libre Celeste dentro de pocos días.

—Así lo espero, Manuel, y por mi parte gastaré hasta el último centavo de mi padre, por conseguirlo.

—A propósito, te contaré: ¿Qué piensas que decían del virtuoso padre Anastasio, esos tinterillos de la cárcel?

—¿Qué decían?

—Que tenía sus relaciones con la muchacha, y que de ahí viene todo ese empeño en libertarla, lo cual conseguirá, porque el obispo y todo el clero se ha empeñado en favorecer la maldad del padre.

—Esa gente es muy despreciable para que debamos hacerle caso. No habrías hecho mal en darle una puñada a uno de esos habladores, para que así escarmentara.

—Me dieron ganas —contestó Arturo—, pero temí que le resultara algún mal a la criatura. El padre me ha dicho que saliendo de la cárcel, la pondría en el colegio de las Vizcaínas, bajo de otro nombre, porque difícil sería conseguir que las niñas que se hallan allí, se quisieran asociar con una mujer que ha estado en la cárcel. Yo le he dicho al padre que puede disponer de todo el dinero necesario para hacerle un buen equipo, y lo mejor sería que nosotros nos encargáramos de esto en el acto.

Arturo sonó la campanilla, escribió un papelito, y lo dio al criado que entró.

—Toma —le dijo—, ve a casa de Goupil, y que te den lo que va apuntado en este papel.

—¿Sabes —continuó Arturo cuando salió el criado—, que tengo otro motivo profundo de disgusto?

—Será el amor de Aurora —le interrumpió Manuel—, pues creo que estás ya verdaderamente enamorado. Te diré, para tu consuelo, que anoche estuvo la muchacha tristísima, y cantó unas canciones que por poco me hacen llorar. ¡Cáspita!, si no estuvieras de por medio, capaz era yo de enamorarme de Aurora: canta como un ángel. ¿Qué dices de todo esto?

—Francamente te digo que la amo; pero como tengo particular empeño en no enamorarme de ella, jamás le he dicho una sola palabra de amor, si no es aquellas cosas generales que a todas las mujeres se les dicen. Pero dejemos ese asunto para después, y te diré los motivos de disgusto que tengo. Hace muchos días que veo a mi padre triste, preocupado y de un mal humor insufrible: esto hace derramar lágrimas a mi pobre madre, y no sé qué término tendrá esto.

—Tu padre es hombre que tiene siempre grandes asuntos, y es esta sin duda la causa de su desazón. A propósito, ¿qué ha hecho con el asunto de mi licencia absoluta? No aguardo más que eso, para concluir mi carta a Teresa, y anunciarle fijamente el día de mi salida para La Habana. También he escrito a ese buen amigo Juan Bolao, imponiéndole detenidamente de todo lo ocurrido.

—Puedes concluir tus cartas con la seguridad de que tu licencia está concedida. Mi padre me encargó que lo vieras esta noche, pues quería tener el gusto de entregártela en mano propia. Así en la casa de Aurora, a donde pienso ir esta noche, me dirás el resultado.

Es menester dar ahora una idea más cabal de la clase de sociedad que tenía el padre de Arturo. Era un hombre, como hemos dicho, de grandes polendas. En el comercio era respetado, por el seguro cálculo en todos sus negocios. Todas las personas que entraban a desempeñar el ministerio de Hacienda, eran sus amigos; y como muchas veces influía secretamente en que fuesen nombrados, tenía, no sólo acceso con las personas del gobierno, sino una influencia positiva. Si se trataba de contratos de préstamo, él tenía intervención en ellos; si de obras públicas, se escuchaba su opinión, y se seguía su parecer. Secretamente trabajaba en las elecciones, para tener amigos en la Cámara: conseguía grados y empleos en la milicia para conservar también cierto prestigio en el ejército: favorecía los intereses del clero, cuando eran rudamente atacados, para contar con el apoyo de esta clase, y especular a veces a lo divino.

Era, en una palabra, un hombre que no tenía partido, ni opinión, ni afección política de ninguna clase, sino que dominándolo exclusivamente un espíritu de especulación, procuraba tener la balanza de manera, que no se inclinase ni a un lado ni a otro, a no ser cuando lo exigían sus cálculos, o la clase de negocios en que se hallaba interesado. La tertulia, pues, se componía de tres o cuatro viejos abogados, de algunos clérigos influyentes, de coroneles, de generales, y de personajes, que a poco más o menos, tenían el sistema que don Antonio, que así se llamaba el padre de nuestro joven.

Regularmente se reunían por la noche; tomaban un rico chocolate en compañía del propietario de la casa; platicaban de asuntos graves de alta política; lamentaban la desgraciada suerte del país, a cuya ruina no dejaban de contribuir, y se retiraban en sus carruajes, porque pocas personas de las que visitaban a don Antonio carecían de este lujo.

Ya que el lector tiene una idea aproximada de la tertulia, lo introduciremos un momento a un conciliábulo, en que se tramaba sordamente una de esas conspiraciones que quitan algunas noches el sueño a los hombres del gobierno.

Es una casa ricamente amueblada. Cortinajes de brocado, alfombra de alta lana, muebles de París, lámpara y candelabros de reluciente metal, estatuas de alabastro del mejor gusto italiano, grandes espejos y artísticos relojes.

Esta habitación, que se componía de un escritorio, un gabinete y un salón formaba un departamento casi separado, al cual, por rareza, entraban Arturo y la esposa de don Antonio, y estaba exclusivamente reservado para los asunto y las visitas de que hemos hablado.

En el salón se hallan dos hombres: el uno es delgado, de unos cincuenta y tantos años de edad, casi con la cabeza encanecida, de negros y penetrantes ojos, de mejillas hundidas y de una fisonomía severa, sin ser desagradable, y que manifestaba mucha viveza. Éste es el padre de Arturo; el otro es un hombre de mediana estatura, de tez morena, de ojuelos vivarachos y de fisonomía risueña. Podrían calculársele a primera vista treinta años, pero ya era hombre de cuarenta y cinco, circunstancia que podría reconocerse en algunas arrugas de sus sienes. Este personaje se llama don Fausto, y tiene idéntico modo de manejarse en la sociedad que el padre de Arturo. Se concibe, pues, que dos pollos gordos, como suele decirse, tienen entre manos un grave asunto.

—¿Con que nada se ha adelantado en el negocio, señor don Fausto?

—Nada, señor don Antonio; el hombre tiene una cabeza de fierro que necesitaría un yunque y un martillo de arroba para ablandarla. Quisiera que hoy, por última vez, le volviera usted a hablar, proponiéndole que se sustituirán cien mil pesos de bonos del veintiséis por ciento, a los créditos anteriores a la Independencia.

—Sin hablar con usted se lo propuse ya.

—¿Y se negó ese bárbaro?

—Redondamente.

—¿Quiere decir que ese hombre lo que quiere es su ruina?

—Sin duda.

—Pues supuesto que él lo ha querido… nos lavamos las manos.

—Por mi parte, quedo con mi conciencia tranquila.

—Y por la mía lo mismo.

Ya se vendrá en conocimiento que estos dos personajes se referían al ministro de Hacienda, que se había negado, con una terquedad grande, a aceptar un contrato que por medio de un corredor querían hacer nuestros dos personajes, en el cual se proponían ganar la friolera de cincuenta mil pesos, dando un poco de dinero y muchos créditos comprados a quince y veinte por ciento, en cambio de permisos para exportar plata pasta.

—Creo que lo mejor es, señor don Fausto, dar el golpe de una vez. Colocaremos en el ministerio a nuestro amigo don Procopio, y ese firmará, sin hacer objeciones, nuestras órdenes. Ya verá usted cómo dentro de cuatro o seis días, las mismas barbaridades que comete este gobierno nos van a dar elementos bastantes. Comenzaremos a trabajar desde esta noche.

—Sí, estoy por la idea de usted; pero cuidado con un compromiso. En todo caso, huir el cuerpo; y si el golpe se frustra, que sufran los tontos y que…

—¡Ah!, eso por supuesto —respondió don Antonio—, a propósito, han tocado la campana… Veamos quién llega.

La nueva visita, que con mucha cortesía condujo don Antonio hasta el sofá, era un cleriguito vivaracho, de baja estatura, de ojuelos pequeños y de una cara picaresca.

—¿Qué nos cuenta de nuevo el señor doctor y maestro? —dijo don Fausto, después de haberlo saludado afectuosamente.

—Pocas cosas que ustedes no sepan —contestó, tomando asiento—, parece que no cabe duda que el gobierno trata de llevar a efecto el préstamo forzoso de dos millones de pesos, y que para su pago hipotecará los bienes eclesiásticos. Esto ya no es tolerable; y el clero, si conoce los verdaderos intereses, debe tomar sus providencias… hablemos terminantemente: el clero, caiga quien cayere, no debe consentir en que se le toque un centavo. Una vez que consienta en una medida semejante, el mal no tendrá término, pues tras de la hipoteca de dos millones, vendrá otra y otra, hasta que nos dejen sin sotana.

—Todas las tempestades me cogieran a mí como al clero —dijo don Fausto…

—¿Por qué dice usted eso? —preguntó el doctor.

—Porque el clero tiene dinero, y con dinero… ya sabe usted… se hace lo que se quiere… Si se quisiera gastar, el gobierno tendría muy pocos días de vida.

—Yo, sabe usted —dijo don Antonio—, que jamás me mezclo en ninguna revolución, y creo que los continuos pronunciamientos tienen a la república en el estado en que se ve; pero hay casos en que es imposible tener calma… por ejemplo, yo nunca podré ver con indiferencia que se arranquen los bienes a la Iglesia, para que vayan a poder de cuatro sansculotes.

—Pues bien —dijo el clérigo entusiasmado—, me explicaré francamente, hay dinero, y hay elementos bastantes para derrocar al gobierno… pero es menester que hombres del influjo de usted se hagan el ánimo… ¿Aceptaría usted el ministerio de Hacienda, señor don Antonio?

—¡Oh, señor! —contestó éste con la voz hueca y haciendo una reverencia al clérigo… mi capacidad es muy corta… mis talentos… ningunos… no… agradezco tanto honor… pero podríamos pensar en otra persona más a propósito… El señor don Fausto, por ejemplo…

—¡Oh, señores! —dijo a su vez don Fausto inclinándose—, yo no tengo los elementos y la capacidad del señor don Antonio… ninguno mejor que él desempeñaría tan espinoso encargo… yo ayudaré con mi grano de arena… pero lejos… sin mezclarme en la cosa política.

—Pues señores, si la cosa debe cambiar, alguno de ustedes debe ser el ministro, y tendrán recursos prontos para pagar la guarnición… y… el señor don Fausto será el ministro.

—No, sino usted, señor don Antonio —respondió éste.

Ya ve el lector que los dos magnates se daban evidentes pruebas de amistad.

Estos cumplimientos sobre quién debería aceptar el futuro ministerio de Hacienda, fueron interrumpidos por el sonido de la campanilla, que anunciaba otras visitas.

Eran nada menos que dos generales, que fueron recibidos con la mayor aceptación. Don Antonio ordenó que sirvieran chocolate; e instalados ya al derredor de una mesa, saboreando un rico Caracas y excelentes bizcochos de la calle de Tacuba, siguieron la conversación.

Uno de los generales era don Hermenegildo Bamboya, y el otro don Pablo Furibundo; ambos habían hecho su carrera en los pronunciamientos y en las oficinas, y eran opositores natos de toda administración de la que no componían parte.

—¿Qué nos cuenta usted, señor don Hermenegildo? —dijo el clérigo.

—Nada notable para el público, y sí sólo para nosotros.

—Yo he recibido esta noche orden de marchar dentro de tres días a Durango.

—Ése es un destierro honroso —dijo don Antonio—, sonriendo maliciosamente.

—Ésa es una infamia de ese pícaro ministro de la Guerra —interrumpió don Pablo; pero más gorda la quiere hacer conmigo, pues un oficial del ministerio me ha dicho que está ya puesta la orden para mi prisión.

—¡Prisión!, ¿es posible? —exclamaron todos.

—Eso es inicuo; pero entonces, ¿qué garantías tiene con este gobierno la gente honrada? —prosiguió don Fausto con calor, y arrebatando la palabra a los demás que querían hablar.

—Ningunas, ningunas —dijo el clérigo—, ya ven ustedes a nosotros qué ataques más bruscos nos dan.

—¿Y qué les parece a ustedes —dijo don Antonio—, la conducta del gobierno respecto a sus acreedores? A sus favoritos les paga y los mima, y a los infelices que han enterado su dinero peso sobre peso en la Tesorería, ni les quiere oír. Que el señor don Fausto les diga a ustedes lo que nos ha pasado.

—No hay más sino guerra a muerte, y yo juro por mi palabra de honor que ese ministro de la Guerra no ha de durar ocho días. ¡Bah!, ni sabe con quién se ha metido. Los regimientos de infantería son míos a la hora que quiera. La caballería tengo modo de seducirla… Sobre todo, yo no me metería en nada; pero obro por mi propia defensa, porque no he de consentir que impunemente se me mande a Perote.

—Ni yo he de ir a Durango —interrumpió el otro general—, pero lo que nos para, es una cosa sin la cual nada se puede hacer: el dinero.

—Ése no es obstáculo —dijo don Fausto—, ya habrá persona que facilite lo necesario, con tal de que se le pague religiosamente… Sólo exige que no se sepa…

—Muy bien —contestó el general don Pablo; ¿y qué nos importa eso?, ni preguntaremos quién es tan caritativa alma.

—Ya que ustedes se arrojan a dar ese paso, sería conveniente que alguno de ustedes ocupara el ministerio de la Guerra, sosteniendo los derechos de la Iglesia, no faltarán recursos.

—Eso no sería delicado de mi parte —dijo el general don Pablo; pero mi amigo don Hermenegildo podría desempeñar maravillosamente ese puesto; entonces verían ustedes el ejército disciplinado y… y…

—Sin que se crea adulación, nadie es capaz de desempeñar ese puesto —dijo don Hermenegildo—, como mi compañero don Pablo: por su valor, por las muchas campañas que ha hecho y por su genio amable, tiene mucho séquito entre el ejército, y él podrá arreglarlo definitivamente, y jamás volvería a verificarse un pronunciamiento, porque entonces y con el palo en la mano más de cuatro saldrán fuera de la República, o quizá peor…

—Parece que nos han escuchado esos bribones —dijo don Fausto al oído a don Antonio.

—Pues señores, mi opinión está fijada —dijo el doctor. Uno de los señores generales presentes deberá ser el ministro de la Guerra y otro comandante general, o jefe de la plana mayor.

La campanilla volvió a llamar, anunciando nuevas visitas.

—Ése debe ser don Pedro —dijo el clérigo; lo cité esta noche, porque es hombre de mucha reserva y de mucha astucia y talento, y puede servir para los proyectos de que tratamos.

—¿Pero es hombre de discreción y de reserva? —preguntó alarmado el general Bamboya.

—Se puede depositar en don Pedro un secreto, como se deposita en una tumba. Repito, es hombre de mucha reserva y de un talento asombroso.

Don Pedro entró con la cabeza inclinada, saludando a todos con mucha cortesía y agrado y dando a su fisonomía un aire humilde y amable. Fue presentado por el clérigo a los concurrentes con la debida recomendación, y éstos le estrecharon la mano, le ofrecieron sus personas y servicios, como se acostumbra hacerlo siempre aun entre gentes que se detestan; y tranquilizada la concurrencia y colocados los personajes al derredor de la mesa, donde se notaban aún los restos del opíparo chocolate, volvió a tomar su giro la conversación.

—Señor don Pedro —dijo el clérigo—, los señores quieren consultar con usted un asunto algo grave, y yo le ruego que dé su opinión con el aplomo y madurez que acostumbra.

—Yo no tengo ningún mérito para recibir ese honor; pero, en fin, haré lo que pueda por complacer a tan respetables señores.

Don Pedro, al acabar de decir esto, escudriñó disimulada y maliciosamente los rostros de todos los que estaban presentes.

—Se trata solamente, señor don Pedro —le dijo don Antonio—, de una conversación amistosa, y nada más.

—¡Ah!, por su puesto, conversación amistosa; esa es la base; la amistad —dijo don Pedro.

—Todas las noches —continuó el dueño de la casa—, me hacen algunos amigos el favor de acompañarme a tomar chocolate, y reformamos el mundo, como suele decirse, pues que en algo se ha de pasar el tiempo. De esto, pues, se trataba ahora. ¿Qué le parecen a usted los desaciertos que está cometiendo este gobierno? ¿Cree usted que podrá durar mucho tiempo?

—¡Eh!… ¡quién sabe! —contestó el tutor—, este es un país de fenómenos; pero si hay un impulsillo, si se le aplica un poco la palanca… ja… ja… esto va de broma; pero ya ustedes me entienden, en este país no se necesita más que obrar.

—Exacto, caballero, exacto —dijo uno de los generales, y ya decía yo a los señores, que a poco que yo influyera con la tropa de infantería…

—¡Oh!, por supuesto —exclamó don Pedro—, demasiado público es el influjo de usted. Y a propósito, y sin que parezca indiscreto, supongo que sabrá usted que el gobierno ha dado orden para prender a usted.

—¿Y cómo sabe usted ya?…

—¡Toma! —dijo el tutor—, pues no se habla de otra cosa en la calle; y no me ha dado poco placer el que una persona tan digna y de tan buenos servicios sea perseguida; me admira ver a usted aquí, pues muchos aseguran que estaba usted ya en la Inquisición o en Santiago.

—¡Maldito sea ese ministro de la Guerra! —exclamó el general—. Yo juro a ustedes por lo más sagrado, que me he de pronunciar más que sea por Mahoma, con tal de salir de este infame gobierno.

—Vamos, calma y prudencia, señor general, y ya que la ocasión se presenta, exijo absolutamente que vaya usted a mi casa, donde estará perfectamente seguro, y lo mismo puede hacer el otro señor general, que también me parece no está muy bien con el gobierno… ¡Errores! ¡Desgracias! Válgame Dios —continuó don Pedro, alzando las manos al cielo—, ¿nunca habrá justicia ni paz en este reino?

Don Antonio, que quería soplar la revolución, pero de ninguna manera comprometerse, apoyó la idea del tutor, diciendo:

—En efecto, general, me parece oportuno el pensamiento de nuestro amigo; su casa es muy segura, y allí será usted tratado como un príncipe, y podrá trabajarse mejor. Si, por ejemplo, nos sorprendiera ahora la policía, quién sabe cómo la pasaríamos.

—Malísimamente —dijo el clérigo, por lo cual opino que lo mejor es, que los señores generales, envueltitos en su capa, se metan en uno de los coches, y se vayan a la casa del señor don Pedro.

—Como ustedes gusten —dijo el tutor—. Tomen ustedes esta llave, y mi cochero, que es hombre de confianza, les enseñará en la casa unas recámaras apartadas, donde hay lechos, muebles y todo lo necesario. Eran las piezas de mi buena hija Teresa; y mientras regresa de mudar su temperamento, serán dignamente ocupadas.

Uno de los generales se inclinó, en señal de agradecimiento; tomó la llave, y dijo:

—En efecto, las razones de ustedes, me convencen, y podríamos perjudicarnos todos sin utilidad. Nos vamos a encerrar, contando con que no se nos abandonará.

—A los buenos amigos y a los valientes servidores de la patria, nunca se les abandona —dijo don Pedro estrechándoles la mano.

Los generales se despidieron; y al salir, dijeron al oído al clérigo que los acompañó hasta dejarlos en el coche:

—¿Se puede contar con dinero?

—Hay sobrado —contestó el clérigo—, pero mucha reserva, pues nadie debe saber de dónde sale.

—¿Se puede contar con ustedes?

—Sí, pero mucha reserva, hasta que llegue la hora.

El clérigo volvió a la sala con una cara alegrísima, y restregándose las manos.

Los generales cuando entraron en el coche, dijeron:

—Esta reunión que acabamos de dejar, es de solemnes pillos, santurrones, hipócritas, agiotistas y cobardes.

—Será todo lo que quieras, Hermenegildo, pero nos deben servir de escalones para subir, y de instrumentos de nuestra venganza; y poco importa que hagan su negocio.

—Bien dicho, y ahora vamos mañosamente a combinar el medio de hacer soltar el dinero a los clérigos, y de sembrar la seducción en la tropa. Lo demás, Dios dirá.

—¿Pero el plan?

—¡Qué plan ni qué diablos! El plan debe ser el mismo; es decir, llamar traidora e imbécil a la administración, porque no ha hecho la guerra de Tejas, y prometer otra regeneración; al fin, cada semana se promete un nuevo programa, y ya veremos en lo que para; los empleados de hacienda hacen su negocio, los militares el suyo, y los agiotistas el suyo, y todo queda peor que antes. Aprovechemos, pues, la oportunidad; la vida es corta, y la fortuna la pintan calva; es menester no dejarla escapar. Lo que debemos hacer, es aprovechar los pocos días de nuestro encierro para escribir a los amigos de los Departamentos.

Los viejos de la tertulia, por su parte, suspiraron ampliamente luego que oyeron alejar el coche.

—¡Gracias a Dios! —dijo don Antonio—, que se marcharon estos fantasmones.

—Es una desgracia —interrumpió don Fausto—, tener que valerse de semejante canalla.

—Pero al fin —dijo don Pedro con una sonrisa maliciosa—. ¿Qué son estos hombres más que ruedas de la máquina que se quiere mover, sabiendo usar bien de ellas?… ¡Eh!, ¿no les parece a ustedes?

—Lo malo es —dijo el doctor clérigo—, que son avaros hasta un grado increíble. ¿Qué les parece a ustedes que me dijeron al salir?

—¿Qué cosa? —preguntaron los circunstantes con viva curiosidad.

—¿Se puede disponer de dinero? —me preguntaron—. Yo les dije que sí; pero no somos tan tontos para dejarnos robar así… sin sacar la utilidad debida de semejantes personajes.

—Veo, señores, salvo que me halle equivocado —dijo don Pedro—, que se trata aquí de cosas algo serias, y en ese caso sería conveniente caminar con pasos más seguros. Si hay una revolución en México, ¿tendrá acogida en los Departamentos?

—Ya eso está andado; la tendrá, y muy buena, porque en todas partes aborrecen ya de muerte al gobierno por sus actos arbitrarios —contestó don Fausto.

—En ese caso —dijo don Pedro—, supongo que habrán pensado en el plan.

—Pocos artículos —interrumpió el clérigo—. 1.º Los bienes de la Iglesia son sagrados, y nadie podrá tocarlos. 2.º Son nulos todos los actos de la administración. 3.º El gobierno hará, lo más pronto posible, la campaña de Tejas. 4.º Se procederá a la elección de una junta de próceres, para que formen la constitución. Éstas son, en globo, mis ideas, con tal de que no entre esa canalla federalista, que todo lo ensucia y todo lo trastorna.

—Eso será más adelante; y por ahora, para no alarmar, será conveniente proclamar también la unión —dijo don Antonio.

—¿Pero debemos quedarnos con esa canalla, que se llama ejército? —preguntó don Fausto.

—Por ahora lo creo indispensable, salvo que me equivoque —contestó el tutor—. Pero después, como dice muy bien el señor don Antonio, y así que el nuevo gobierno tenga respetabilidad y poder, al ejército se le mandará a que se muera de hambre a la frontera, y a los liberales se les da de mano y… ese es el único modo de reformar este pobre país… Yo, señores, les repito, no me mezclo en nada; pero sólo por amor a la patria, y porque veo que ustedes tienen rectas intenciones, y me han hecho el honor de dispensarme su confianza, me atrevo a aventurar mi opinión en materia tan grave. A propósito… no deben ustedes fiarse sólo de esos señores generales, que en un abrir y cerrar de ojos se componen con el ministro de la Guerra, porque todos son lobos de una misma camada… Decía, pues, que yo conozco un muchacho calavera, valiente y decidido, que tiene mucha influencia con los soldados de caballería; sería bueno valerse de él…

—¿Y cómo se llama? —le preguntó don Antonio.

—El capitán Manuel.

—Cabalmente es amigo de mi hijo, y esta noche lo he citado, para darle razón de un encargo que me hizo; no tardará en venir.

En cuanto el tutor oyó esto, se puso en pie, y dijo:

—Voy a ver a mis huéspedes, a quienes había ya olvidado. No sería malo que comprometa usted al capitán Manuel; pero no hay que mentarle mi nombre, pues el muchacho, que es bueno en el fondo, tiene su genio fuerte, y creerá que se le trata de hacer instrumento… Es menester mucho tacto… Conque, señores… me repito; pueden contar con mi fortuna, y con todo lo que poseo, pues todo lo sacrificaré gustoso, con tal de contribuir a la felicidad de esta desgraciada nación.

—Gracias, señor don Pedro; nuestras intenciones son sinceras, y la Providencia nos ha de ayudar —le contestó don Antonio, estrechándole la mano.

El clérigo también se despidió, y el tutor salió, mirando cautelosamente por todos lados, tapándose la cara con su pañuelo, a pretexto del constipado, y temiendo encontrarse con el capitán. Luego que los dos amigos oyeron rodar el carruaje, siguieron la conversación.

—¿Qué le parece a usted, don Antonio, de lo que ha pasado?

—Las cosas no van mal hasta ahora, pues se puede sacar mucho partido de estos bribones. El doctor está entusiasmado, y sacará el dinero necesario, pera evitar el golpe que se quiere dar al clero. Los generales, además de ser revoltosos de profesión, están resentidos con el ministro de la Guerra, y han de hacer cualquier esfuerzo para evitar que los persigan. Sólo este zorro viejo es el más cauto de todos, y no he comprendido qué interés lo mueve.

—Es el consejero y director oculto del clero —dijo don Antonio—, y también podremos aprovecharnos de él.

—Pues no resta más, sino saber aprovecharse de estos elementos.

—Ya se ve… pues de otro modo el negocio vendrá abajo ciertamente, y entonces…

—Entonces… —repitió don Antonio con mal humor—, entonces…

Una nube siniestra oscureció su frente; se quedó un momento pensativo y con la vista clavada en el suelo; después dijo:

—Es menester no perder la serenidad en estos momentos, don Fausto; la idea del viejo don Pedro me parece buena; necesito hablar a solas con ese oficial amigo de mi hijo.

—Bien, bien; combine usted sus cosas, don Antonio, que yo haré lo mismo; mañana temprano estaré aquí, después de haber hablado con los generales y con algunas otras personas.

Don Fausto salió, y a poco la campanilla resonó; el criado anunció al capitán Manuel.

—Que pase al momento —dijo don Antonio.

Manuel entró. Estaba elegantemente vestido, y en su camisa estaba prendido un diamante que brillaba como un sol. Don Antonio no pudo menos de fijar su atención, y por más que quería poner los ojos en otra parte, los clavaba en el valioso y deslumbrador prendedor. Era el fistol de Rugiero que le había prestado Arturo porque el capitán, que en todo era raro, quería llamar la atención del público de México; y en efecto, lo había conseguido, pues el lujo con que se presentaba, la buena presencia y finos modales que tenía, lo habían convertido en el joven de moda, y no había muchacha que no lo conociera y se ocupara en hablar de él en las conversaciones con las amigas. El capitán, pues, decimos, fue recibido con una afabilidad que no era común en el padre de Arturo, el cual lo hizo sentar, y le puso delante una charola de china con excelentes puros. El capitán, por su parte, sabiendo que el padre de Arturo lo tenía por un calavera, quiso darse el tono de un hombre de importancia.

—Capitán —le dijo el padre de Arturo—, ¿será usted capaz de guardar un secreto?

—Si lo duda usted, no me lo confíe.

—Bien —dijo don Antonio—, me gusta que los hombres tengan ese sentimiento de orgullo, que tanto los ennoblece.

—Gracias, señor don Antonio.

—Se trata de un asunto de interés, en que se necesita discreción, ¿la tendrá usted?

—Si le doy a usted mi palabra, la cumpliré.

—¿Lo que usted promete, lo cumple?

—Aun a costa de mi vida.

—Perfectamente, entonces deseo que sea un eterno secreto lo que voy a decirle.

El capitán se inclinó ligeramente.

—¿Desempeñará usted el encargo que yo le confíe?

—De ninguna suerte.

—¿Cómo? —preguntó don Antonio algo inquieto.

—No sé cuál será el encargo que usted tenga que confiarme; y yo cuando hablo de asuntos serios, soy extremadamente escrupuloso en cumplir mis promesas.

—Perfectamente —dijo don Antonio—, usted es el hombre que yo necesitaba, y no tenía idea de usted, pues francamente, lo creía yo un tronera, propio para gastar el dinero en compañía de mi hijo Arturo.

—Mucha honra me hace usted, señor don Antonio.

—No… hoy es otra cosa, capitán, y desde ahora tengo un concepto muy diverso de usted.

—Mil gracias —repitió Manuel, inclinándose.

—Capitán, ¿es usted amigo verdadero de mi hijo?

—Lo amo como a un hermano.

—Y dígame usted, capitán, sé que los soldados de caballería quieren a usted mucho.

—Al menos, así me lo dicen; me he criado en los regimientos y en el campo, y creo que los soldados viejos me deben tener cariño.

—Bien, ¿y sería usted capaz de hacer lo que se llama una acción de valor?

—Sin modestia, señor don Antonio, tengo el concepto más desventajoso de mi propia persona; pero repito, cuando empeño mi palabra para una cosa, la cumplo.

—Es decir, que si la patria exigiera de usted un gran sacrificio, ¿lo haría?

—La patria muy poco puede necesitar de mí; pero si fuese necesario, la serviría muy bien.

—Muy bien —dijo don Antonio con alegría, y restregándose las manos.

—No tenga usted por empeñada mi palabra; no sé de qué se trata, y no he de andar a tientas en asunto de gravedad; si no me cree usted digno de su confianza, entonces…

—Puesto que usted lo desea, voy a darle una prueba: se trata de… una revolución…

—¿De una revolución?…

—Sí, capitán…, pero…

—Entonces, señor don Antonio —dijo el capitán con seriedad, y levantándose—, yo no puedo servir a usted de nada…

—Espere usted, y no sea tan violento. En esta revolución se trata de hacer al país todo el bien posible, mejorando sus instituciones, dando al pueblo verdadera libertad, poniendo a la cabeza de los puestos a hombres honrados, y dando, en una palabra, nueva forma y vida a esta sociedad, que camina a su perdición y ruina.

—Todo eso está muy bueno, señor don Antonio, pero yo tengo mis razones particulares para no mezclarme en estas cosas; y cabalmente por esa causa había pedido a usted el favor, por conducto de Arturo, de que me consiguiera mi licencia ilimitada.

—Y he puesto tanto empeño en esta friolera —contestó don Antonio—, que aquí la tengo en la bolsa, capitán, tomadla.

Al decir esto don Antonio, puso en manos de Manuel la orden del ministro de la Guerra.

—Muy bien, señor don Antonio, está enteramente satisfecha mi ambición.

—¿Si en vez de esta licencia para dejar el servicio, pusiera yo a usted en la mano un despacho de coronel de caballería y la orden para que se encargara del mando de un regimiento?…

—Daría yo a usted las gracias, pero no lo aceptaría.

—Es decir, que usted no tiene ya ambición ninguna.

—Usted no me conoce —dijo el capitán sonriendo con desdén—. Una vez que yo me decidiera a admitir una distinción de esa clase, sería fiel al gobierno, y lo sostendría aún a costa de mi vida.

—Ésas son quimeras, joven, quimeras y nada más. El militar no sirve, como un suizo, al gobierno existente, sino a la nación en general, y si un ascenso, y las halagüeñas esperanzas de ceñir pronto la banda verde, proporcionaran a usted la ocasión de prestar un servicio a la patria, entonces…

—Tengo diversas opiniones, señor don Antonio; los revolucionarios no hacen, cualquiera que sea la causa que invoquen, más que agravar los males de la patria. Desde que entré al ejército, en clase de cadete, hasta que he llegado a capitán, no he cometido falta alguna, y no tengo de qué avergonzarme. Si por una revolución yo ascendiera a coronel, o a general, tendría que ruborizarme delante de los hombres de 1820.

—Es decir —dijo don Antonio con algún mal humor, que decididamente se niega usted a mi súplica.

—Decididamente —respondió el capitán.

—Es decir, que tengo que sufrir un desaire de parte del que mi hijo titula hermano.

—Los amigos que tenga su hijo de usted, deben ser hombres honrados y de conciencia, señor Antonio, y usted hará bien de echar de su casa a todos los que no tengan esos títulos.

Don Antonio se mordió los labios, y dijo lentamente:

—Creo que usted no trata de insultarme.

—Ni lo he pensado —respondió el capitán con seriedad—. Amo demasiado al hijo, para que yo me atreviera a ofender al padre, y a mi vez séame permitido creer que usted no ha tratado de mortificarme, y que lo que ha pasado no es más que una prueba que ha querido usted hacer de mí, para cerciorarse de que mi amistad en nada puede perjudicar a Arturo.

—Es usted inflexible —dijo don Antonio tristemente, y quedó un rato en silencio.

El capitán, mirando que la conversación se había cortado, y temiendo ser molestado con nuevas insinuaciones, se levantó y tomó su sombrero.

Don Antonio levantó la vista, y como fascinado con el brillo del fistol de Rugiero, se quedó inmóvil. El capitán notó sus ojos fijos y su rostro descompuesto, y creyó que alguna enfermedad repentina le había atacado.

—Señor don Antonio —le dijo—, puesto que usted no tiene otra cosa que mandarme, me retiro. Espero que no conservará usted un recuerdo desagradable de mi visita.

—No, no, ninguno absolutamente —respondió don Antonio, volviendo en sí del vértigo que había sufrido—, pero antes de que usted se marche, tengo que decirle una palabra; siéntese usted otro momento.

El capitán obedeció.

—Lo que he dicho a usted, joven, no ha sido por probar su honradez, sino porque a toda costa necesito de usted… Escúcheme:

Si el gobierno no cambia, me arruinaré, tendré que declararme quebrado… ¿lo escucha usted?… Me ha obligado su honradez de usted a hacerle esta penosa confesión.

El capitán quedó tan asombrado, que no supo qué responder.

—Usted, capitán —continuó el padre de Arturo—, no sabe lo que es tener una familia, y un rango en la sociedad, y perderlo de repente… ¡Es horrible! la miseria después de la opulencia; el desprecio después de la consideración universal. Usted es joven, amigo mío, y no conoce el mundo. Todos esos personajes que vienen diariamente en sus magníficos carruajes a tomar la sopa en mi mesa, a gustar mis exquisitos vinos, no volverán más; huirán de mí, como se huye del contagio de un leproso, porque la pobreza es todavía más temible que la lepra. En vez de aduladores, que diariamente procuran lisonjear mi amor propio, y me tratan con respeto, tendré inicuos e inexorables acreedores, que se llevarán sin misericordia mis carruajes, mi plata labrada, mis muebles, hasta las alhajas de mi pobre mujer, y que después me arrastrarán ante los tribunales, donde tendré que sufrir humillaciones y desengaños. En cuanto a mí, soy viejo; pero mi pobre mujer morirá sin remedio, y ¡Arturo! ¡Arturo! ¿Cuál será su porvenir?… Repito, capitán, usted no es capaz de comprender mi amarga situación…

El tono patético y verídico con que don Antonio decía estas palabras, conmovieron profundamente al capitán.

—Voy a dar a usted una prueba de que soy amigo de Arturo, caballero —dijo Manuel—: yo tengo veinte mil pesos en una casa de comercio. En una de mis calaveradas, la fortuna me sopló, y gané en el juego. Deme usted una pluma y un papel, y al momento daré orden para que los pongan a disposición de usted.

Don Antonio, conmovido de esta muestra de nobleza, estrechó la mano del capitán.

—Desde este momento ocupa usted en mi corazón el mismo lugar que mi hijo. Rico o pobre, mi familia es la familia de usted, y mi casa es su casa.

—Mil gracias, señor don Antonio —respondió el capitán, estrechándole a su vez la mano—. Yo no he hecho más que pagar con esta sincera oferta lo que su hijo de usted ha hecho conmigo. Cuando yo he estado pobre, ha tenido la bolsa abierta para mí.

—Su generosidad de usted no me salvaría, capitán, y lo dejaría a usted arruinado; explicaré a usted algo más. De un negocio en otro, y siempre con la esperanza de realizar uno que me indemnizara de todo lo prestado al gobierno, he consumido, no sólo mi capital, sino que tengo comprometidas gruesas sumas, que he pedido a premio. Antes de ocho días, se me comenzarán a cumplir las libranzas; y si no pago la primera que se me presente, mi ruina es indefectible: veinte mil pesos, repito, no son nada…

—Entonces, ¿qué medio nos queda? —preguntó el capitán afligido.

—El único que he dicho a usted; una revolución que haga variar el gabinete, porque los que actualmente están en el gobierno, decididamente son enemigos míos.

—¿Y no ha tentado usted antes otros caminos, señor don Antonio?

—Todos los medios se han agotado ya, y hoy la revolución es indefectible. El clero, varios generales, el comercio, todos contribuirán a ella, con la diferencia de que si yo no la dirijo, todos se aprovecharán y mi situación no cambiará. He aquí, capitán, descubierto mi secreto, y por qué quiero tener un brazo cuando yo soy la cabeza.

—Es duro, señor don Antonio, resolverse a un paso semejante. Yo tengo determinado marcharme a casar a La Habana, y esta es para mí una idea única y exclusiva en este momento; de esto proviene parte de mi repugnancia.

—Si ese es el único obstáculo, muy fácilmente se puede salvar. Las cosas se abreviarán, y usted quedará expedito dentro de breves días.

El capitán bajó la cabeza, y quedó meditando.

—Por última vez, capitán, insto a usted para que ayude a salvarme. Usted sabrá si deja morir a la madre de Arturo.

—Señor don Antonio —dijo resueltamente el capitán—, me es imposible hacer lo que usted desea. Mi escasa fortuna la pondré a la disposición de la madre de Arturo, y no morirá de hambre.

—¿Y yo, capitán? ¿Y yo?… el único recurso que me quedará será darme un tiro…

—Bien, señor don Antonio; estoy a las órdenes de usted, y voy a hacer el sacrificio acaso de la felicidad de toda mi vida —dijo resueltamente el capitán. ¿Qué quiere usted que hagamos?

—Don Antonio, después de la tenaz resistencia que le había opuesto Manuel, apenas podía creer sus palabras, y no pudo menos que abrazarlo, diciéndole:

—Capitán, usted es mi salvador, y le juro a usted por la hostia consagrada, que jamás olvidare este favor.

—Una vez que he dado mi palabra, no tiene usted ya nada que temer. ¿Qué quiere usted que haga?

—Lo explicaré. Es necesario que se decida usted a encargarse del mando de una fuerza de caballería.

—¡Pero aceptar una comisión honorífica y traicionar después!…

—¡Usted se ha puesto a mis órdenes, y es necesario que el sacrificio sea completo!

—Es verdad, soy esclavo de mi palabra.

—Colocado usted en el mando de un cuerpo de caballería, podrá usted con actividad influir con los sargentos; si es necesario dinero, con una firma mía habrá en abundancia. Preparadas así las cosas, y contando también con la artillería, se dará un golpe de mano a Palacio, apoderándose de las personas de los ministros y del Presidente, y proclamando inmediatamente un plan en que se convoque una junta de próceres para que reforme la constitución. Entre tanto esto se verifica, se nombrará un gabinete que inspire confianza a la nación. Usted, capitán, ha de ser el que se ponga a la cabeza de una columna que sorprenda la guardia de Palacio, en el caso de que no podamos ganar al oficial.

—Es muy fuerte todo esto, señor don Antonio.

—¡Qué! ¿No será usted capaz de ejecutarlo?

—He dicho, señor don Antonio, que cumplo mi palabra. Ya no hablemos más sobre el particular; deme usted las instrucciones que guste.

—Poco tendría que decir a usted, supuesto que ya conoce mis intenciones. Mañana recibirá usted el nombramiento para mandar en comisión un regimiento de caballería. A los oficiales les puede usted prometer ascensos, a los sargentos dinero, y a los soldados palos, si no obedecen. Durante tres o cuatro días que usted dilate en hacer esto, yo habré trabajado ya mucho con el cuerpo de artillería e ingenieros; y lograré al menos que no se opongan al movimiento, que es lo bastante; vea usted si logra hacerse de dos o tres batallones de infantería. Por mi parte le aseguro que uno de ellos hará lo que yo quiera, porque el coronel Relámpago es ahijado mío, y me debe su carrera.

—Veo que poco necesita usted de mí, teniendo ya tan avanzado el plan.

—Se equivoca usted, capitán; algunos de esos, al primer tiro, echarán a correr, y entonces… Yo he dicho que necesitaba un brazo, y usted es mi hombre de acción. Con tal de que haya voluntad de parte de usted, los dominaremos a todos; y disponiendo de la capital, dispondremos de la nación como se nos antoje. ¿No lisonjea el orgullo de usted esta perspectiva?

El capitán sonrió tristemente y movió la cabeza.

—Parece que no está usted muy entusiasmado.

—Francamente, digo a usted que mi pensamiento está muy lejos de aquí; mas no por eso desconfíe usted de mis esfuerzos. Una vez decidido, acostumbro hacer las cosas con la mayor frialdad posible.

—¿Es decir que nos veremos?…

—Cuando usted guste.

—Mañana a estas horas.

—Seré exacto.

—El capitán tomó su sombrero y se despidió del padre de Arturo. Éste no pudo menos que clavar una triste y última mirada en el hermoso fistol de Rugiero.

—Si fuera fino —dijo cuando el capitán se había retirado—, valdría cincuenta mil pesos; jamás he visto una piedra más hermosa. ¡Bah! los franceses tienen talento para hacer piedras falsas que parecen verdaderas.

Después de este corto soliloquio se restregó las manos, se comenzó a pasear en el salón hablando solo, y al fin, aunque era ya tarde, se metió en el coche y se fue a ver al coronel Relámpago, quien recibió a nuestro don Antonio con los mismos respetos y consideraciones que el más humilde vasallo al más poderoso rey.

El coronel Relámpago estaba ya acostándose; pero en cuanto oyó la voz de don Antonio, se volvió a vestir, puso en movimiento toda la casa y mandó encender cuanta vela tenía en ella.

Así que se quedaron solos y que don Antonio se persuadió que nadie los escuchaba, le impuso de sus deseos, se supone con mucha menos delicadeza y circunloquios que al capitán Manuel.

—Coronel —le dijo—, se proporciona oportunidad ahora de ceñirse una banda verde y de hacer alguna fortunilla, se entiende, honrada y legalmente.

El coronel puso, a pesar de que lo quería disimular, la cara más alegre del mundo, y los ojos le brillaban de contento.

Don Antonio, con la perspicacia de un hombre de mundo, observaba las emociones del coronel.

—Amigo, las cosas no pueden ya subsistir.

—No pueden, señor, no pueden; dice usted muy bien —dijo el coronel.

—El gobierno está cometiendo muchas aberraciones.

—Erraciones, muy bien dicho, y muchas infamias.

—Esos hombres no saben lo que traen entre manos.

—No saben, señor, no saben.

—Todo lo están echando a perder.

—Todo, señor, dice usted muy bien.

—Lo peor es que no tiene remedio.

—No tiene, señor; dice usted muy bien.

—Tiene uno solamente.

—Uno solamente; muy bien dicho.

—Y es tirarlos de los puestos.

—Eso iba yo a decir, señor, tirarlos; son unos pícaros infames, y yo tengo muchos motivos para no estar contento. Figúrese usted que hace ya ocho días que sólo dan en la Tesorería seiscientos pesos diarios, en lugar de mil; y ese ministro es un déspota, que habla muy mal de los soldados, y se da mucho tono. Pues el otro día, no piense usted, por poco le doy de patadas al viejo portero, como se las di a un cochero que no quería llevarme a San Cosme, cuando llovía. Si no es capaz, señor, vivir en este país. Nada se puede hacer.

Don Antonio no podía menos de oír con impaciencia la cadena de necedades del coronel; y en el fondo de su alma hacía plena justicia a la dignidad y honradez del capitán Manuel y despreciaba altamente la degradación de este hombre, que era el eco de sus palabras.

—¿Puedo, pues, coronel —dijo con tono imperioso don Antonio—, contar enteramente con usted y con su cuerpo?

—Sí, señor; lo que usted quiera, señor; yo estoy dispuesto a cooperar en todo lo que usted quiera, con tal de tirar a esos bribones, y a esos licenciadillos, enemigos del ejército, es menester arrastrarlos por las calles…

—No, no se trata de tanto —interrumpió don Antonio—; sólo de variar el gabinete, para colocar hombres honrados y que premien a los buenos servidores de la nación, como por ejemplo, a mi digno amigo el coronel Relámpago.

—Muchas gracias, señor; pero no se canse usted, señor, que mientras que no ahorquemos a seis docenas de licenciados, no hemos de estar en paz. Figúrese usted, señor, que nosotros estamos llenos de años y de buenos servicios a la patria, que somos gente pacífica, que no nos metemos con nadie, señor; pero también nos tiran, y es fuerza… ¿no le parece a usted, señor?

—Sí, sí —dijo don Antonio, tomando un polvo—, yo en esto no tengo más interés que el que me inspiran varios amigos que tengo en el ejército… y si el ejército no se defiende, sin duda que los licenciados lo arruinarán; y usted dice perfectamente, coronel.

—Y dígame usted, si la cosa se hace, ¿quién entrará de ministro de la Guerra y de jefe de la plana mayor? no sea que no se vayan a acordar de mí.

—No haya cuidado, coronel; serán amigos los que entren a esos puestos; y tengo tal seguridad, que voy mañana a mandar bordar una banda verde, que le quiero regalar a usted.

—Muchas gracias, señor, muchas gracias: usted es muy bueno conmigo, y yo no sé con qué pagarle…

El padre de Arturo se levantó para retirarse; buscó la mano del coronel y le dio un significativo apretón.

—¿Y cuándo tendrá lugar la cosa? —preguntó nuestro héroe.

—Muy pronto —contestó don Antonio—, prepare usted a los muchachos del batallón.

—No hay cuidado, señor: ya sabe usted que todos hacen lo que yo les digo. Sólo hay un teniente medio díscolo; pero yo le buscaré un ruido para sepultarlo arrestado en Santiago.

—Perfectamente, coronel; usted es un hombre de talento, y me ha comprendido. Recibirá usted pronto mis instrucciones; y a la persona que presente a usted un anillo, que recibirá como prueba de mi amistad, puede darle entero crédito.

—Y dígame usted, señor, dispensando la confianza, ¿podremos contar con algún dinero? Esto es necesario, señor, porque ya sabe usted, señor, que los muchachos y los gastitos…

—Sí, se puede contar con el dinero que sea necesario —respondió don Antonio con cierto mal humor—, pero tenga usted entendido que en todo esto no ha de sonar para nada mi nombre… para nada, ¿comprende usted?

—Está muy bien, señor; no mentaré a usted ni aunque me esté muriendo señor.

—Si acaso usted cometiera una indiscreción, todo se perdería, y entonces yo jamás volvería a ser su amigo.

—Ni lo permita Dios, señor… No, señor, todo se hará en reserva, y quiero mejor morir, señor, que usted deje de favorecerme con su amistad.

—Don Antonio, por fin, se despidió y montó en su coche.

—Ciertamente —dijo entre sí—, que será más fácil que me denuncie este hombre, que se sujeta como un esclavo a mi voluntad, que no el capitán altanero, amigo de mi hijo. Ése es un hombre digno, con una conciencia segura de lo que vale el honor y la firmeza en un hombre; este coronel es una alma mezquina, capaz de todas las infamias posibles. En fin, como dice el otro viejo don Pedro, que tampoco me simpatiza mucho, son ruedas de la máquina, y es menester moverlas bien. El capitán es una rueda de brillante acero, y el coronel una rueda de grosero y mohoso fierro… ¡Bah! por ahora los obstáculos se allanan, el horizonte va despejándose, y mi ruina… mi ruina por lo menos está hoy dudosa… Ayer era cierta.

Esto hizo don Antonio, después de haberse descartado de esa tertulia turbulenta, que tomando chocolate, maquinaba contra el reposo público de la manera más fría y egoísta, pues cada una de las personas no veía más que su particular interés. Acaso alguno de los lectores que haya vivido en la inocente tranquilidad de algún pueblo lejano de las grandes capitales, creerá que hay grande exageración en lo que acabamos de referir; pues todo lo contrario. De algún tiempo a esta parte las revoluciones ya no se hacen en antros secretos e ignorados, ni los conjurados se reúnen a deshoras de la noche disfrazados, envueltos en una luenga capa, como los vemos en las comedias, sino que para maquinar contra el gobierno, se escoge la casa de un magnate, situada en una de las calles más públicas y más centrales de la población; se conspira también con franqueza, en el Café del Progreso, en las glorietas de la Alameda, en las plazas públicas, en los corredores del mismo Palacio; y el ministro y el presidente tienen que desconfiar hasta del amanuense que escribe sus cartas, y del soldado que está de centinela; de esto viene la perpetua alarma de los que mandan, el continuo sobresalto de los que están en el poder; las puertas de fierro, los cerrojos y entradas y salidas secretas que sirven de seguridad a los magnates, que hoy a poco más o menos, viven siempre temerosos y espantados, como el rey Pygmaleón del Telémaco.

Y no se crea que para hacer en México las revoluciones, se necesita ni de una grande capacidad, ni de un grande arrojo. Basta, pues, un mediano atrevimiento y una pobrísima inteligencia, pues los gobiernos, en vez de aplicar todo el rigor de las leyes a los conspiradores, suelen premiarlos con empleos, y satisfacer así momentáneamente una ambición innoble, que aumenta a medida de la facilidad con que del polvo y del olvido se elevan los hombres a los más altos puestos y distinguidas dignidades.

El camino más seguro para progresar y pasarse buena vida en México, es ser de la oposición. Un periodista de oposición que blasona de independencia y de patriotismo ante el público, en una entrevista secreta con el ministro de Hacienda, saca en una hora más ventajas que el empleado honrado y sincero amigo del gobierno en diez o veinte años de buenos servicios. Un general de división que manda cuatro o cinco mil hombres, es una potencia. Un coronel calavera que está de comandante militar, domina un Estado. Un sargento que tiene prestigio y amistad con los soldados, es un personaje. Todos mandan, todos tienen poder e influencia. El gobierno es el único débil, y necesita del último escribiente de una secretaría.

IV. Segunda sesión

LOS lectores observarán en las descripciones que hemos hecho, que no había plan alguno en la cabeza de los revolucionarios, que tenían muy pocas o ningunas ramificaciones en los Departamentos, y que iban, por decirlo así, obrando al acaso. No obstante, era todo lo que se necesitaba, para derrocar de la noche a la mañana al gobierno, y plantar otro que fuese derrocado a los seis meses, de la misma manera. Aunque con temor de cansar al lector, haremos que asista a la casa de don Antonio, a otra reunión que se verificó tres días después de la que hemos descrito.

En esta nueva junta, los personajes disminuyeron en número, pero se notaba más arreglo en los planes. Estaban presentes, el cleriguillo acompañado de otro clérigo de avanzada edad, de fisonomía común y tosca, gotoso y enfermizo; don Antonio, don Fausto y el tutor de Teresa, todos personajes antiguos conocidos del lector, aunque no muy amigos. En esta conferencia, ya de próximos arreglos, lo único que hay que notar, es el disimulo, la hipocresía, la desconfianza mutua de todos los actores, que desempeñaban tan infame como ridículo sainete.

Comenzó el clérigo gotoso tartamudeando, y queriendo expresar en su fisonomía una evangélica beatitud.

—Señores, yo hee venidoo, porque se see trata de combatir con las armas de la reliigión… a… a… a… los hombres dejadoos de la mano de Dios, que quieeren foormar su patrimonio con los bieenees de la Iglesia y del Altísimo, y echar a la calle a las pobrees monjitas, que que sirven al Señor y que ruegan y hacen penitencia por los pecadores.

Don Antonio, con la mesura y dignidad con que un diputado novel comienza su discurso en las Cámaras, dijo:

—Señor don Félix —así se llamaba el eclesiástico gotoso—, tristes y calamitosos son los tiempos que hemos alcanzado, y podemos decir con el profeta Ezequiel: «La ruina de la ciudad impía se acerca ya».

El clérigo joven, a quien también llamaban sus amigos don Pablo, se acercó a don Fausto, y le dijo al oído:

—Hombre, Ezequiel no ha pensado en decir tal cosa; pero apuesto mis dos orejas a que ni don Antonio ni el don Félix saben lo que ha dicho Ezequiel.

Don Fausto sonrió, fingió que tosía, y se pasó el pañuelo por la boca.

Don Antonio continuó:

—Señor doctor: hemos tenido la desgracia de vivir en tiempos de tribulación, como decía el santo rey David; y no hay más, sino rogar a Dios por la salvación de este pobre pueblo. Yo en los asuntos, de que habrá impuesto a usted detenidamente el doctor don Pablo, no tengo más idea ni más mira que la salvación de tantos amigos como cuento en el clero; el evitar que estos cuantiosos bienes, que sirven para el culto de Dios, pasen a manos de esos entes degradados, que se llaman liberales, y que no son nada más que unos descarados sansculotes.

—Bien dicho —respondió el doctor Félix—, sansculootes, píicaros… En tiempo del rey no sucedía esto, porque la Nueva España estaba gobernada de otra manera, y la iglesia era respetada… y no… que ahora… la libertad se reduce a co-oogerse lo del cle-clero.

—Días muy amargos hemos pasado Antonio y yo, con estas ocurrencias del préstamo forzoso, señor doctor —dijo don Fausto—, y hemos hecho cuanto ha sido posible para evitar al clero esa enormísima e injusta contribución que le tratan de poner… pero todo en vano; esos hombres del gobierno, ciegos y encaprichados, corren al abismo… usted dice muy bien, están dejados de la mano de Dios.

—Pero, señores, ya que ustedes han tomado a su cargo el dirigir esta difícil empresa, deseo que instruyan a mi compañero el señor doctor, en lo que se ha trabajado, para que el señor don Pedro pueda por su parte…

Don Pedro al oír su nombre, se inclinó humildemente, y sonrió.

—Nosotros no dirigimos de ninguna manera —respondió vivamente el padre de Arturo—, queremos cooperar con nuestro grano de arena al bien, particularmente del respetable clero, y esto es todo.

—Figúrense ustedes —interrumpió don Fausto—, que tenemos una fortuna independiente… y así… a la inversa. El ministro es muy amigo mío, y nos ha prometido pagar lo que se nos debe, y no de usuras y de mamotretos, como dicen esos infames periodistas, sino de dinero efectivo que hemos prestado al gobierno sin interés alguno, y que sirvió para que se vistieran las tropas que llegaron desnudas de Guanajuato y Zacatecas. Con que ustedes claramente ven, que acaso con el cambio de gobierno nuestra fortuna disminuirá… Pero cómo ha de ser; primero es la conciencia y la patria que el dinero.

—Pe-pero cre-eeo que no faltará dinero —dijo el doctor Félix—, ni el ministro que poongamos dejará de pagar a ustedes.

—Al menos sería una notoria injusticia, y en todo caso confiamos en nuestro amigo el señor doctor; pero no hablemos de eso ahora, pues nuestro interés es lo último, cuando se trata de los grandes intereses de la religión y de la patria.

—Bien dicho, señor don Antonio; usted es hombre de todas mis simpatías —dijo don Pedro con entusiasmo—, y sin que se tenga por adulación, quisiera yo que ocupase usted un ministerio.

El padre de Arturo, a su vez, se inclinó profundamente, y sonrió a su adulador, porque la adulación suena como una música que gusta a todo el mundo.

—Quien debía ser el ministro, era usted —interrumpió don Fausto—, y si las cosas tienen feliz desenlace, vamos Antonio y yo a formar decidido empeño en que usted arregle este caos en que está la hacienda de la República.

—Señores —dijo el tutor—, si ustedes me abochornan de esa manera, tendré, a mi pesar, que abandonar tan amable compañía.

—Señores: no perdamos tiempo en cumplimientos inútiles; al grano, porque luego el señor don Antonio tiene muchas visitas. Vamos, deseo que mi compañero el señor doctor, se imponga de lo que hemos adelantado.

—Lo haré de muy buena voluntad, doctor —dijo don Antonio—, y doy principio. Varios amigos han escrito a Puebla, Toluca, Cuernavaca y otros puntos, y han recibido contestaciones muy favorables; de suerte que podemos asegurar, que en esos puntos será secundado el movimiento de México. Aquí se han visto por algunos amigos a los varios jefes de los cuerpos, y están entusiasmados. Sólo se necesita darles algún dinerillo, porque en efecto, tendrán sus gastos indispensables.

—¿Y ha hablado usted ya con el capitán de caballería que le indiqué? —preguntó don Pedro.

—¡Toma si he hablado! —respondió el padre de Arturo—, es nada menos el encargado de ponerse a la cabeza de una columna, que deberá apoderarse de Palacio, y prender al presidente, ministros, comandante general, diputados, etc.

—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamó don Pedro, brillándole los ojos de alegría—, ¡valiosa adquisición han hecho ustedes; y yo considero al capitán el eje, el móvil principal de todo este plan!

—Importantísima adquisición —repitió don Antonio—, y no me ha costado poco trabajo; sólo la amistad de Arturo pudo influir.

—¿La amistad del hijo de usted? —preguntó don Pedro.

—La única consideración que pudo decidirlo, pues ni el dinero ni las esperanzas de un ascenso. ¡Valiente y honrado muchacho!

—¡Guapo! —repitió don Pedro—, lo único que sentiré es que vaya por una casualidad a tocarle un balazo. Crea usted, que si esto sucediera, tendría que llorar todo el resto de mi vida.

—¡Qué! —dijo el doctor Félix alarmado—, ¿se ha de derramar saangre?… no, no; entonces no me meeto en naada.

—Tranquilícese usted, señor doctor, creo que las cosas no llegarán a ese extremo.

—Ya digo, si hay saangre —repitió el doctor Félix—, los sacerdootes quedamos irregulares.

—Vea usted, señor doctor —dijo el tutor de Teresa arrimando su silla junto a la del clérigo—, a mí me parece, que lo mejor sería que no hablaran ya ustedes nada sobre el particular, porque si llega a traslucirse en el público, toda esa nube de sansculotes, de impíos y de herejes, puede levantarse, gritando que se trata de monarquía y de traición, y la revolución pierde su popularidad. En cuanto al dinero, yo lo daré, y allá nos entenderemos después, y arreglaremos cuentas; así quedan salvados todos los inconvenientes; ¿les parece a ustedes, señores?

—Perfectamente —respondió don Antonio, quien una vez que el doctor hizo la promesa de dar dinero, quería desembarazarse de él.

—Me pa-parece muy bieen, señor don Pedro —dijo el doctor Félix, levantándose—, y en esta virtud me retiro, porque yo no pierdo mi método por nada de esta vida… aunque se venga el mundo abajo; a estas ho-horas tomo mi leche con mamones de la ca-calle de Tacuba, y después me acuesto… y me du-duermo hasta las nueve del día siguiente.

El señor doctor dormía, pues, doce horas, lo que literalmente puede llamarse dormir como un canónigo.

—Le traerán a usted la leche, señor doctor —dijo don Pedro; y aunque malo, no faltará un lecho…

—Me que-quedaría, pero se me olvidó mi breviaario, y tampoco teengo medias limpias. Me voy, pues, a rogar a Dios que salgan bien nuestros asuntos.

Don Pedro y don Antonio, guiñándose el ojo, convinieron en no detener a los eclesiásticos, y los despidieron, dándoles muchos apretones de manos, y diciéndoles las palabras más religiosas; refiriendo al poder y a la protección de Dios, el éxito del plan revolucionario. Concluida esta piadosa operación, volvieron al salón, donde había quedado don Fausto.

—Conque señor don Pedro —dijo don Antonio—, el tiempo vuela, y es menester abreviar las cosas, y fijar ya el día del movimiento, supuesto que ya contamos con el dinero.

—Mejor sería dilatarlo unos días más —contestó don Pedro—, para hacerlo mejor. Por ejemplo, podría ser conveniente, que así como quien quiere y no quiere la cosa, se hicieran desaparecer a los ministros y al Presidente… todo esto con tino, y con precaución… como que fue un tiro… como que resistían… En fin, yo nada digo, porque Dios me ampare de querer la ruina de nadie… sobre que soy un hombre que me desmayo de ver matar una gallina: ¡Pobres animalitos! ¡Qué crueles somos los hombres!

—Esto no deja de tener su riesgo, señor don Pedro, porque si la cosa se descubriera…

—Ya… ya… —contestó don Pedro tomando un polvo—, nada digo… estas gentes son, sin embargo, animales ponzoñosos… y, no nos cansemos, este país no tiene más remedio que la monarquía, y que las cosas vuelvan absolutamente al estado que tenían antes del año de 1808. Vayan ustedes a tolerar que todos los días se nos venga con la libertad y con la guerra de Tejas, y con el honor nacional, para exprimirnos las bolsas… Tres mil pesos, señores, tres mil pesos de préstamo forzoso me han puesto a mí, que soy un hombre que a costa de trabajo he podido conservar cuatro medios que tiene una pobre huérfana, que me ve como padre, y que no tiene más apoyo que yo en el mundo. Cabalmente ahora me tiene usted gastando un dineral en tenerla en La Habana, porque la pobre criatura se moría del pecho aquí…

—Bien: ¿pues qué plan le parece a usted que se debe seguir? —preguntó don Antonio.

—Muy sencillo… salvo la opinión de ustedes, que saben más que yo. Este capitán Manuel es un muchacho tronera y arrojado; y supuesto que, según dicen ustedes, está en el secreto, deberán darle instrucciones de que… vaya, la cosa más fácil… que mande hacer fuego a los soldados al tiempo de hacer las aprehensiones, y…

—Ni lo imagine usted —interrumpió don Antonio—, el capitán por nada de este mundo se comprometería a desempeñar el papel de asesino.

—¡Bah! ¡Y quién ha hablado de asesinatos!… No quiera Dios que yo piense en tal cosa… En fin, por lo menos es menester tomar otras medidas, porque si sólo se reduce el plan a prender a los miembros del gobierno… nada se habrá hecho, porque ellos mismos harán la reacción. Yo, la verdad, así, no daré ni un centavo, porque ya ven ustedes que luego no me querrían pagar el dinero, y yo arruinaría a mi pobre hija Teresa, y sus bienes los manejo de tal modo que me quedaría sin comer antes que… Asunto concluido —añadió don Pedro levantándose.

—Aguarde usted un momento —dijo don Fausto al tutor—, propondré un término medio.

—¿Cuál es? —preguntó don Pedro volviéndose a sentar.

—Es más probable que la guardia de Palacio la de el cuerpo del coronel Relámpago, pasado mañana. En ese caso contaremos con ella, y el capitán será simplemente un ejecutor. Amarrará a esa gente de Palacio, e inmediatamente la llevará hasta Acapulco. Allí dispondremos un buque, para que se lleve a todos esos personajes a Guayaquil o a los infiernos.

—En último caso, no me parece mal —dijo el tutor meneando la cabeza—, pero sería bueno escribirle en un papelito esta instrucción al capitán.

Los circunstantes se miraron unos a otros.

—Bien, comprendo —dijo don Pedro, que no conviene que aparezca en un documento de esta clase la letra de ninguno de nosotros… pero eso es fácil, se disfrazará la letra, se escribe con la mano izquierda… en fin… así, cualquiera de nosotros lo puede hacer, si quieren; venga un tintero, yo lo haré…

—Y yo, si usted quiere —interrumpió don Fausto.

—Venga —dijo don Antonio—, pondremos aquí la ordencita.

Tomó un tintero de su bufete y escribió en una tira de papel, con una letra enteramente disfrazada, lo siguiente:

«Capitán: Pasado mañana, antes de las diez de la noche, mandará usted montar su cuerpo, se presentará usted en Palacio, y dirá al oficial estas palabras: “Libertad y San Juan”. Este oficial pondrá a disposición de usted la guardia. Con ella prenderá usted a todas las personas que ya sabe, e inmediatamente saldrán para Acapulco, custodiados por una compañía de caballería. Allí, el oficial, que debe ser de la confianza de usted, recibirá instrucciones del nuevo gobierno.»

—Vamos, ¿qué tal? —dijo don Antonio, enseñando el papel al tutor.

—Excelente, excelente; ni usted mismo podrá mañana reconocer la letra. Si ustedes no tienen inconveniente, yo haré llegar al capitán esta carta, acompañada de doscientas onzas para los gastos.

—Muy bien —dijo don Antonio, y será bueno que mande usted otras doscientas a la casa del coronel Relámpago, a quien yo comunicaré mis instrucciones.

—Pero, ¿por fin, el plan? —preguntó don Fausto.

—Lo está haciendo un licenciado, hermano del cleriguillo, hombre de mucho talento —respondió don Antonio.

—Pero no vaya a hacer una tontería —dijo don Pedro.

—¡Oh, no! de ninguna suerte; debe haberse arreglado a las instrucciones que le hemos dado, y sobre todo, lo veremos antes.

—¡Bien, bien! —dijo don Pedro; entonces mañana tendremos que hablar.

—Y mucho —respondieron don Fausto y don Antonio.

El tutor se despidió, diciendo al bajar, entre dientes:

—¿Y estos son los hombres de talento, y los agiotistas, y las grandes cabezas que hacen revoluciones? ¡Imbéciles! Un viejo miserable les ha hecho caer en el garlito, y tiene en sus manos su suerte.

V. El Palacio y la Plaza Mayor

Pues que los benévolos lectores han tenido la paciencia de acompañar a los esclarecidos personajes de esta verídica historia a Jalapa, a Puebla, a Veracruz, y aun de embarcarse con ellos para La Habana, a riesgo de naufragar, tendrán la bondad de seguir también a nuestro famoso e incansable don Pedro al ministerio de la Guerra, donde tiene todavía asuntos muy urgentes que arreglar.

El ministerio de la Guerra está en el Palacio nacional. Esto lo sabe todo el mundo y también los que nacen y viven en México, mayormente sin son empleados, militares, cesantes, viudas, diputados o senadores, que visitan diariamente el Palacio, bien que no hayan estado ni en todos los patios, ni en las mil y cuatro piezas que contiene. Esto se escribe para los fuereños, que nunca han salido de su tierra, y no para los cortesanos de la muy noble y antigua ciudad de México.

El gran Palacio, unas veces federal y otras nacional, ocupa todo el frente de la Plaza Mayor. Dos grandes puertas dan entrada, una al patio chico y otra al patio grande, y todavía hay una tercera, de menor dimensión y sin ningún adorno de arquitectura, que da entrada a un cuartel desmantelado, sucio, a pesar de la limpieza diaria que hacen los soldados, y donde se coloca siempre el regimiento de infantería que merece más la confianza del Presidente. Este cuartel le llaman de órdenes. Por el costado el Palacio mira al mercado de legumbres y flores, formando parte de la calle de la Acequia, porque efectivamente, en tiempos de antaño, había una acequia o más bien la prolongación del canal, y por una puertecita, casi disimulada, entraban y salían ocultamente los virreyes a hacer personalmente la policía, como Revillagigedo, o a sus asuntos personalísimos y reservados, como lo hicieron otros. Ya al fin de ese costado hay una puerta pequeña de otro cuartel, igualmente desaseado, desmantelado e incómodo, donde se aloja también un regimiento favorito. El Presidente, lo mismo que el ministro de la Guerra y los demás ministerios que se hallan dentro del Palacio, están rodeados de bayonetas, sin contar una guardia en la galería que da entrada a la Presidencia. En el costado izquierdo del Palacio hay anexo un severo edificio, que es la casa de Moneda.

Cada Presidente que va a habitar el Palacio intenta hacer, y hace en efecto, reformas; cierra y abre puertas, tapa ventanas, donde hay un techo lo manda derribar y donde no le hay lo manda construir, resultando que cada vez que se gasta una enorme cantidad de dinero, es de seguro para desfigurar el edificio y hacerlo más incómodo. La gran fachada que da a la Plaza Mayor, mal pintada de cal y colores, que tratan de imitar la cantería y el mármol, y manchada y descascarada por el sol y por las lluvias está perforada sin orden ni concierto. Una ventana pequeña con reja por aquí, otra más abajo sin ella por allá; repentinamente un ojo de buey, interrumpiendo el orden de las ventanas de los entresuelos, y esas ventanas en la mayor parte con gruesas rejas de hierro, donde se ven rostros atezados, cabezas mechudas, brazos y piernas bronceados de los reclutas y soldados del cuartel. En algunas de esas ventanas que dan luz a las oficinas el espectáculo es más apacible. Los empleados con la pluma en la oreja y un cigarrillo en la mano, como si nada tuvieran que hacer, miran tranquilamente salir de misa de once del Sagrario a las lindas muchachas, que, día por día, concurren a toda clase de servicios religiosos.

El Palacio, visto desde lejos, aunque elevado relativamente, con sus dos baluartes en las esquinas, su escudo de armas en el centro, su asta bandera, sus grandes almenas en las azoteas, su gran guardia con centinelas avanzadas, su cuartel lleno de soldados, parece un castillo pesado, macizo, imponente y en pie de guerra, como si esperase ser asaltado por el enemigo. La balconería regular del piso alto y los dos balcones principales con sus labradas chambranas de cantería y sus balaustres salientes de metal de China, que cuando están limpios parecen de oro (y efectivamente lo son en parte) es lo único que puede dar idea de que ese edificio es un palacio; pero en el conjunto, y no obstante los muchos agujeros que los arquitectos y las balas han hecho en la fachada, es una construcción pesada y severa que llama la atención y que da una idea de la especial arquitectura española y muy semejante a esas sólidas fortificaciones de los tiempos del duque de Alba, que suelen encontrarse todavía en Flandes.

El interior, digan lo que quieran los que creen que los palacios deben ser invariablemente de mármol y oro, es no solamente bello, sino grandioso, no obstante la incuria y el desaseo hasta el grado que se creería en próxima ruina. Los dos patios forman un cuadrado con una atrevida arquería, y otra encima de ella que sostiene el techo de gruesas vigas de cedro de los anchos corredores. En el patio grande hay en el centro una fuente de piedra chiluca. En el patio chico, casi al frente de la puerta una angosta escalera de bóveda, oculta en la arquería otra fuente, o más bien una alcantarilla, y puertas y portones de varias dimensiones sin simetría ni orden ninguno que dan entrada a oficinas, a cocheras o a bodegas húmedas y vacías.

Entremos. El patio chico, limpio y barrido está casi solo con una pequeña guardia en la puerta. Esa puerta se llama de honor. Por allí entra y sale el Presidente y el ministro de Relaciones. El coche del ministro mexicano permanece toda la mañana como escondido debajo de un arco, el coche del plenipotenciario español casi siempre en el arco de la escalera. Todo diplomático español, ministro, o encargado de negocios, no tiene más ocupación que el arreglo de la convención española. El cupé del ministro inglés al menos dos veces por semana, y el landó del ministro francés también casi todos los días. Los diputados, senadores y gente de alguna importancia que suelen atravesar ese patio siempre frío y por donde corre en chiflón un viento glacial, nunca dejan de decir: «Ése es el carruaje del ministro inglés que viene a hacer reclamaciones de súbditos británicos, o este el coche del ministro francés que viene a reclamar daños y perjuicios hechos a súbditos franceses.» Casi es inútil decir que todos los días está amenazado el gobierno directa o indirectamente con la venida de escuadras con más o menos cañones. El ministro español siempre dice que lo hará en último caso, pues al fin se trata de madre e hijos. Suele atravesar también el patio y subir precipitadamente la escalera un personaje con la cara roja como un camarón, vestido de negro, con un cuello blanco y tieso que tiene su límite en las orejas. Ése es el ministro norteamericano, que nunca anda en coche, ni amenaza de pronto con escuadras: sus asuntos son más sencillos y fáciles, quiere cogerse a Tejas, y si se puede, dos o tres Estados más, como quien dice una tercera parte de la República. Sus reclamaciones se cuentan por millones de millones; pero todo es posible arreglarlo sin que el tesoro mejicano desembolse un solo peso. Unos cuantos millones de acres de tierra y la República hermana, la tierra clásica de la libertad, donde hay cuatro millones de esclavos, será nuestra mejor amiga y nos beberá en un jarrito de agua.

Como ya no hay que ver, pasemos por el frío pasadizo de la arquería hasta el otro patio. Grande, de veras muy grande. En la pequeña fuente están bebiendo agua unos toscos caballos americanos, que se les nombra no se sabe por qué frisones, y que sirven para el coche del gobierno. Debajo de los corredores, atados a argollas clavadas a la pared, seis, ocho o diez caballos mexicanos, a cual más gordos y lustrosos, que pertenecen al Presidente, al Comandante general, o al Gobernador de Palacio, o a algún otro veterano que con cualquier pretexto manda a encordar sus bucéfalos a las caballerías de la nación. En el ángulo derecho, y casi mirando a la puerta de la calle, hay una batería de cañones de a ocho custodiada ordinariamente por cuatro hombres y un cabo. Cuando hay amagos de pronunciamientos, entonces se refuerza el puesto, se cargan las piezas, los artilleros están con mecha en mano y un escuadrón debajo de las arquerías del patio chico. Los cuarteles de Órdenes y de la Acequia, de que hemos hablado, cierran sus puertas y la tropa se pone sobre las armas. Entonces los grupos de paisanos y curiosos que se forman en la calle se preguntan y se responden:

—¿Qué hay, por qué están las piezas cargadas? ¿Qué va a pasar?

—Nada, cualquier cosa.

—Pronunciamiento —responde otro u otros.

—¡Ojalá, y que sea presto! —contesta un tercero—, pues por malos que sean los que vengan lo han de ser mejor que éstos.

Y muchos se quedan horas enteras esperando el pronunciamiento como se espera una procesión que va a salir de la iglesia. Al día siguiente, y tal vez a las dos o tres horas, disipados los temores de pronunciamiento, los artilleros se van a la ciudadela, la caballería al cuartel de los Gallos y los grupos a sus casas, como chasqueados y tristes de que no hubiese habido bola, y todo quedase en paz por algún tiempo.

Debajo de las arquerías del gran patio hay dos puertas, que las llamaremos mezquinas, más bien cuadradas que no cuadrilongas; pero que llaman la atención. La una, desde las ocho de la mañana y no pocas veces hasta las diez de la noche, está llena de oficiales y soldados, y la otra de mujeres, de viejos, de cojos, de mancos y de tuertos, o con una venda de tafetán verde sobre los ojos. La primera de esas puertas es la de la oficina de la Comandancia General de la Plaza, la otra da entrada al gran salón de la Tesorería General, donde están sentados debajo de un dosel de terciopelo encarnado como dos virreyes antiguos de cartón, los dos ministros tesoreros. De uno y otro lado del salón, y garantizados del ataque de las viudas por una sólida barandilla de caoba, trabajan los empleados en sus bufetes, vigilados por el ojo derecho de un tesorero y por el ojo izquierdo del otro tesorero. Por lo común hablan todos quedo a primera hora de la mañana; pero a las dos de la tarde, en días de pago, aquello es una barahunda, un habladero, un ruido, un barullo, una como verdadera torre de Babel.

Hemos mencionado al comandante general de la plaza porque es el funcionario más importante de toda la máquina gubernamental. El comandante general de la plaza tiene en sus manos la vida del Presidente, de los ministros y de todos los habitantes de la ciudad. México es en sustancia una plaza fuerte y el Palacio es el castillo, el baluarte, donde está como fortificado el Gobierno. Tomando por asalto, o de cualquiera otra manera, esa fortificación, la mitad por lo menos de la República está vencida. Ya tendremos ocasión de hablar más adelante del Palacio y de la Plaza Mayor en días de agitación y de guerra, de pronto le daremos un vistazo en momentos de paz y de tranquilidad. De nueve a diez de la mañana se forma en la plaza lo que se llama la parada, o el relevo de las guardias. La del Palacio sale con su teniente abanderado y la que entra lo mismo. Se forman, se transmiten las órdenes, tocan las cajas, los clarines y las músicas y las compañías o piquetes de los diversos regimientos van después desfilando y tomando su rumbo para sus puestos o cuarteles. Todo esto la mayor parte del año bajo un cielo azul purísimo, con un vientecillo fresco de los volcanes, para unos muy agradable, para otros constipante, y con una numerosa concurrencia de pueblo que nunca falta a ver la parada, a lo que se añade la multitud de lindas devotas de saya y mantilla que salen y entran de la Catedral y el Sagrario. En las noches, a las ocho en invierno y a las nueve en verano, vuelve la plaza a animarse. Bien que el frente de Palacio esté mal alumbrado y la inmensa plaza negra y oscura, mirándose apenas como luciérnagas los pocos y malos faroles, las músicas y bandas de los regimientos (y a veces hay ocho o diez en la capital) van como saliendo de entre las sombras y a la sordina por los ángulos y bocas-calles y haciendo alto en el frente de la puerta mayor. Los curiosos, los que pasan por casualidad y familias enteras con niños, abuelas y criadas particularmente los días festivos que consideran como obligación concurrir a la retreta, que no les cuesta nada, van reuniéndose y sentándose en las aceras, en las cadenas de la Catedral y gradas de las cruces, o se pasean, forman grupos y tertulias, fuman, comen dulces y alegran por dos o tres horas esta parte de la ciudad. A las ocho en punto las marmotas se iluminan repentinamente y rompen las retretas a la vez, produciéndose un momento una extraña confusión de sonidos; pero no tardan en desfilar rumbo a sus cuarteles tocando las más escogidas piezas de maestros italianos, alemanes y mexicanos seguidas de los vecinos del barrio. Delante de Palacio quedan las músicas de artillería y de ingenieros con sus atriles, sillas, papeles y faroles, tocando alternativamente los más deliciosos valses y mazurcas. A las once los músicos apagan las luces, guardan sus cornetas en las fundas, cargan con su música y sus sillas, las pesadas puertas de la fortificación se cierran con estrépito, los centinelas entran en sus garitones y comienzan a gritar el ¡quién vive!, las pocas luces de los faroles, faltos de aceite, van apagándose gradualmente, y la ancha plaza tenebrosa parece la boca temible y profunda de un túnel colosal.

VI. El Ministerio de la Guerra

Hemos dicho que el buen don Pedro tenía forzosamente que hablar con personajes importantes en el Palacio. Incansable en su obra de caridad cristiana, patriota como el primero y amigo verdadero del capitán Manuel, como ninguno, no puede, no debe perder un momento. Mientras nosotros nos hemos ocupado de la parada y de la retreta, el día ha amanecido; don Pedro se ha vestido con su ropa más seria y lujosa, ha almorzado, ha puesto en sus bolsillos el reloj, dinero y una caja de polvos, de oro con cerco de brillantes, ha salido de casa, ha oído con devoción su misa de once en el altar del Perdón, entra ya en el Palacio y se dispone a subir las escaleras.

El ministro de la Guerra sale del acuerdo con el Presidente. Pasa con majestad por la puerta de fierro de la galería, los centinelas echan con estrépito, golpeándolo contra sus hombros, el pesado fusil de la Torre de Londres, comprado por los grandes financieros del año 1824; dos ayudantes vestidos de rojo y de azul o de azul y rojo, con oro y plata en el cuello de la casaca, una reluciente espada de cubierta de acero, arrastrando y sonando en las baldosas y con dos gruesas carteras llenas de papeles siguen a diez pasos de distancia. El ministro, vestido de frac, pantalón oscuro, chaleco claro y sombrero negro alto, tiene por todo distintivo militar, una banda azul en la cintura con un bordado de oro en el centro, que demuestra de una manera irrecusable, que llegó al último escalón del ejército mexicano, que es, en una palabra, todo un general de división. El ministro y general de división, lleva la cabeza erguida, serio y grave de fisonomía, la vista adelante, fija en la entrada oscura y sucia de otra galería o corredor abierto que conduce a los ministerios de Guerra y Hacienda.

En los corredores del tránsito, hay una multitud de gente recargada en los barandales de fierro, o dando paseos arriba y abajo. Son militares; los unos con un gabán o saco deslustrado y viejo, pantalón azul con franja encarnada y sombrero alto color de ala de mosca; otros tienen un kepi de infantería, pantalón con galón de plata y frac negro, otros de sombrero aplomado jarano con una piqueta encarnada de caballería, y calzado con costras de lodo y con agujeros por donde suele salir un dedo con su correspondiente uña, más negra que blanca. Entre los numerosos concurrentes hay también algunos con dos muletas y gorra de cuartel; otros con una pierna de palo; ancianas viudas de militares con un ligero tapalito como tela de araña, un túnico de indiana que a cada paso se les entra por las piernas y calzado, completado, con remiendos y cintas atadas a la garganta del pie. También se encuentran entre la turba, coroneles con lujoso uniforme; caballeros elegantes con lente de oro, y hombres de dinero y banqueros con un traje serio, irreprochable. Hay de todo en la viña del Señor: una mezcla rara de tipos, de trajes, de fisonomías, de actitudes, de tamaños y de colores. Domina el rojo y el azul entre los hombres, el pardo, ceniciento y viejo entre las mujeres. A medida que el ministro avanza, se desprenden de los barandales los que han estado esperando y calentándose al sol, los que se pasean abren paso, se forman en fila y se tocan el sombrero en señal de respeto; los enemigos del gobierno y los periodistas de oposición (que suele haber a caza de noticias) voltean la cara, o tal vez la espalda. El ministro de la Guerra, no se apercibe de nada de esto, no ve ni a amigos, ni a enemigos, sino sigue imperturbable la línea recta, pero cuando penetra en la polvosa y sombría galería, tiene ya detrás una cauda de cincuenta, de cien personas, y esta avalancha de quejosos, de aspirantes y de pretendientes, se detiene un momento en la estrecha puerta del ministerio de la Guerra. Allí los quebraditos contienen la invasión y verdaderamente se puede decir que con trabajo y dificultad, porque a uno le falta una pierna, a otro un brazo, al de más allá un ojo, y otro es sordo como una tapia, todos son viejos soldados, mutilados y hechos pedazos en las guerras extranjeras y en las discordias civiles, y forman el cuerpo de inválidos encargado de dar ordenanzas a los ministerios y oficinas generales. El quebradito que está en la puerta del gabinete del ministro, aunque con una cicatriz profunda que le divide la cara en dos mitades, es cuadrado, todavía fuerte y con el buen color en su cara morena que indica la salud. El ministro entra casi abriéndose paso entre los muchos que se colaron, no obstante la oposición de los quebraditos; los dos ayudantes lo siguen y la puerta se cierra violentamente, dejando a todos con la boca abierta. ¿Hablaron al ministro de sus negocios? Seguramente que sí, pero hablaron todos a un tiempo mientras el ministro iba derecho a la polvosa galería, y ganaba con precipitación su gabinete como una liebre que acierta con su nido, como un reo de los que antes tomaban iglesia. Ni les contestó, ni los vio, ni les hizo caso. Lo que quería era verse libre de ellos.

—¡Uf! llegamos por fin —dijo a los ayudantes, dejándose caer en el sillón del bufete—, ¡qué turba! ¡Qué gentío! ¡Imposible de andar por los corredores de Palacio, hasta levantan como un huracán el polvo colorado de los ladrillos!

Uno de los ayudantes sacó un pañuelo blanco y sacudió por un lado y por otro el frac del ministro, que en efecto, sea por el polvo de la Plaza Mayor, sea por el que se desprende con el roce de los pies de los gastados ladrillos de los corredores, no estaba muy aseado.

—Gracias —dijo el ministro—, que venga el sordo Nabor, con el cepillo, porque no puedo soportar el polvo, y usted —dirigiéndose al otro ayudante—, diga al mayor que entre y que traiga la firma.

Mientras entra el sordo Nabor, que era uno de tantos ordenanzas quebraditos, con una jarra de agua fresca, un vaso limpio y un cepillo y ayuda a la toilette del general, daremos un vistazo al gabinete, y a fe que se necesitan pocos minutos. Una alfombra muy usada, bufete, dos estantes y un sofá de caoba, con forro negro de cerda, una consola y un espejo. En la pared un retrato, con marco dorado del general Santa Anna, otro de Washington, un mapa de la República, y algunas banderas españolas del tiempo de las guerras de independencia, y expedición de Barradas, y guiones y banderolas tejanas ganadas en la frontera por el general Canales. Los estantes contenían folletos desorganizados, Ordenanzas y Táctica Militar, Memorias de la Secretaría de Guerra y colecciones de leyes. Lo más notable era la espléndida perspectiva que se gozaba desde los dos grandes balcones sombreados a la morisca, con cortinas de cotí de rayas blancas y encarnadas. Inclinando la vista, se encontraba con la espaciosa plaza, en cuyo centro había ya una base circular donde debía erigirse una columna de mármol con el genio de la libertad en el capitel, emprendida esta obra hacía muchos años, estaba aún en su principio; seguían gastándose buenos pesos, y para que no olvidara la Tesorería de dar dinero, había enormes trozos junto del zócalo, y un cobertizo de tejamanil donde trabajaban dos o tres canteros. A la derecha aparecía la catedral con sus dos pesadas torres y su reloj con su carátula dorada en el centro, dando majestuosamente las horas; a la izquierda y al frente, las portalerías de las Flores y Mercaderes. Balcones abiertos arriba de las portalerías, y en la calle de los Flamencos, lindas muchachas asomadas, criadas limpiando vidrieras, regando macetas o colocando los cortinajes moriscos, azules, encarnados o blancos; gente, caballos y coches, circulando constantemente, los indios detrás de sus burros cargados de carbón y de fruta, las diligencias con sus ocho o diez fogosos caballos, atravesando con estrépito, una animación, unos ruidos y voces de todos los tonos agradables o rechinantes, una alegría en las gentes y en la atmósfera, y en ese cielo azul purísimo, salpicado de polvo de oro, que no tiene igual más que en Nápoles y en Sevilla. Detrás de todo esto, un panorama de terrados con macetas de flores, de cúpulas de azulejos, de torres con sus cruces y veletas de fierro, de arboledas y de sembrados verdes, de trigo subiendo en el declive de las lomas, y como fondo de este cuadro, el soberbio Ajusco, como le llaman los poetas con un ligero matiz de blanca nieve en la cumbre, y coronado de nubes amenazadoras que avanzan por las tardes a la ciudad y escupen torrentes de agua y de granizo.

—No se puede negar que este panorama es espléndido. Todos los días al entrar, me asomo al balcón, y no me canso de verlo. ¡Lástima que tan bello país esté siempre en revolución, y ahora los yanquees encima de nosotros! —dijo el ministro, cuando acabó Nabor de acepillarle la ropa, y le dio la toalla para que se secase las manos.

El oficial mayor entró.

—Buenos días, señor ministro; están preparando la firma y ya mandaremos avisar a las secciones.

—Buenos días, amigo muy querido —contestó el ministro—, siéntese usted, y está bien que se detenga la firma; acordaremos lo más urgente.

—Como usted mande.

El oficial mayor salió, y al momento volvió con una carpeta llena de comunicaciones y de expedientes, y con los periódicos de la mañana.

Conoceremos, aunque sea así, de paso, al oficial mayor. Era de estatura mediana, grueso sin ser barrigón ni defectuoso, de cara llena y bien matizada, con una buena circulación de la sangre que anunciaba la salud, pero escaso y entrecano, que arreglaba con pomada y bandolina sobre su casco, para que no apareciese enteramente desnudo. Gastaba gafas de oro, con gruesos vidrios de miope, vestía con mucho aseo y corrección, y siempre su cara estaba rasurada y lisa como la de un inglés. De voz simpática, de modales suaves, conversación acomodaticia que huye las disputas, y un buen conocimiento del mundo y especialista en el de los militares, desde el soldado hasta el general de división; lo hacían una buena alhaja para todos los ministros del ramo, y si se dijera que llevaba el ministerio en peso, no se mentiría.

—¿Habrá usted leído ya los periódicos? —dijo el mayor sentándose en la cabecera del bufete y abriendo su cartera, de donde brotaron papeles bastantes para llenar la mesa.

—Nunca leo los periódicos en casa. Ya lo sabe usted; no almorzaría, ni comería a gusto, y cuenta con que ya estoy acostumbrado a sus lindezas. Esta prensa se está desbordando, y si no se le pone un freno, nos va a precipitar a la revolución.

—Como que está furioso el artículo…

—¿Sobre qué?

—Sobre la campaña de Tejas, y todo contra el ministerio de la Guerra, como si pudiera hacer milagros. Aquí lo tiene usted, está marcado con lápiz rojo —dijo el mayor, entregando al ministro un ejemplar del Liberal Furibundo, periódico de literatura, política, ciencias, artes y variedades.

—No, es inútil leerlo; ya conozco la canción: la campaña de Tejas sirve para todas las oposiciones, la campaña de Tejas es el estandarte revolucionario. ¿Qué más ha de hacer el gobierno? Ya mandó tropas, ya puso a su cabeza al general que los borbonistas dicen que es el más valiente. Debe salir mañana de Querétaro con la caballería. Pronto estará toda la división en San Luis. ¿Qué más?

—Es que —volvió a decir el mayor, acusan de traición a usted, al presidente y a no sé cuantos más.

—Déme usted el periódico —dijo el ministro.

El mayor le entregó el pliego impreso y húmedo todavía.

—Ésta es la única contestación —respondió el ministro, haciendo mil pedazos el papel, pues por Dios, que no lo lea el Presidente. No tiene la misma calma que yo.

—Mira, Jorge —le dijo a uno de los ayudantes—, corre a la Presidencia y recoge todos los periódicos que haya en la antesala y dile al ayudante de guardia que no entregue ningún impreso al Presidente, sin traerlos antes para que sean revisados por mí. No permitiremos que lea más que los diarios que le hacen elogios.

—Y precisamente hay aquí uno que le hace a usted justicia y algo habla del Presidente.

—Lea usted, lea usted —se apresuró a decir el ministro—, debe ser el semanario que redactan mis buenos amigos…

—Sí, señor, El Imparcial.

—Lea usted, lea usted.

El mayor, leyendo:


La incansable actividad del pundonoroso ministro de la Guerra, está produciendo verdaderos milagros. Se puede decir que de debajo de la tierra ha hecho salir un valiente y pundonoroso ejército, que está en marcha para la frontera, y hará morder el polvo al feroz Tejano, y lo humillará, y recobrará el esplendor de nuestras armas.

¡Bien por el patriota y pundonoroso ministro de la Guerra! ¡Loor a los valientes pundonorosos que van a batir al bárbaro Tejano y a arrojar a los desiertos a esa raza impura!

El Excmo. señor Presidente, animado de los mismos deseos, con su crédito personal ha proporcionado los recursos indispensables para que se ponga en marcha esa pundonorosa división.

Aunque de oposición, porque nuestra alma noble detesta la adulación, tenemos que tributar nuestros más cumplidos elogios al Presidente y su pundonoroso ministro de la Guerra, y a fuer de imparciales, no podemos hacer otro tanto con el ministro de Hacienda, al que como amigo y hombre privado queremos mucho, pero juzgándolo como funcionario público no está a la altura de sus pundonorosos y dignos compañeros.

Corazón de fierro.
 

—Eso es hablar en justicia —dijo muy satisfecho el ministro, luego que acabó la lectura—, repite un poco la palabra pundonoroso, pero eso no es un defecto capital, pues que en lo demás está bien redactado. Corazón de fierro es un seudónimo, pero conozco al autor. Es un joven muy apreciable y verdadero Corazón de fierro. No transige con injusticias ni maldades, dice siempre la verdad, cueste lo que cueste. Precisamente recibí ayer una carta en que me dice que no pudiendo transigir con los manejos de mi compañero el ministro de Hacienda, está a punto de ser despojado de la plaza de escribiente. ¡Qué injusticia! Lo haremos capitán, señor mayor: apúntelo usted para que no se nos olvide.

El mayor, sonriendo imperceptiblemente, tomó la pluma y apuntó en un cuaderno de borradores: «Extender el despacho de capitán a Corazón de fierro

—¿Está? —preguntó el ministro.

—Sí, señor; ¿de qué arma?

—De caballería, que tiene más sueldo, y creo que él monta bien a caballo. Las tardes que voy a paseo lo veo siempre en buenos caballos, y me saluda afectuosamente; pero ya me divagaba: vé Jorge —continuó—, a la Presidencia, recoge los periódicos, como te he dicho, y personalmente entregas éste al señor Presidente. Después irás a la redacción de El Imparcial y le dirás a ese valiente Corazón de fierro que me vea mañana en casa, antes de las diez. ¿Tenemos mucho acuerdo, señor mayor?

—No deja de haber.

—¿Urgente?

—Vaya, comencemos, y después traerán la firma.

—El comandante general de Zacatecas, por extraordinario violento, comunica que los indios bárbaros han llegado hasta las cercanías del Fresnillo, y que no salió a batirlos, porque no tenía recursos, que ocurrió al gobernador, y que éste le negó todo auxilio, y se han atravesado comunicaciones muy fuertes. Aquí están las copias de todas ellas.

—Al ministro de Hacienda —dijo el ministro, acomodándose en su sillón—, para que en el día de mañana sitúe veinte mil pesos en Zacatecas, y al comandante general se le prevendrá que mientras llegan los caudales que se le van a remitir ocupe las rentas públicas.

—¿También las del Estado? —preguntó el mayor.

—Todas; y añádale usted que si el gobernador se resiste, lo ponga preso y lo mande a esta ciudad con una partida de caballería.

—Pero esto es grave —observó el mayor.

—Es verdad; lo acordaré esta noche con el Presidente. ¿Qué otra cosa?

—El ministro de Hacienda dice en esta comunicación que el comisario de la división que marcha a la frontera, ha ocupado en San Miguel el Grande todos los estanquillos, repartiendo entre la tropa, por orden del general en jefe, los puros y cigarros, que esto es un desorden, y pide que se amoneste al general en jefe para que no permita tales desmanes, que acaban con la Hacienda pública.

—¡Qué candoroso es mi compañero el de Hacienda! ¿Cómo se ha de amonestar a un general en jefe que va a la campaña? Conteste usted solamente de enterado, y yo lo veré también esta noche para decirle que si quiere evitar esos desórdenes que envíe las quincenas adelantadas. ¿Qué otra cosa urgente? porque ya es hora de la firma.

—Lo del Sur se pone muy malo. Todas son disputas entre las autoridades. El Ayuntamiento de Chilapa ha sido echado a la calle por el coronel Vivorita, que está viviendo en las casas municipales; ha puesto presos a los riquillos de la ciudad para sacarles un préstamo de seis mil pesos. Parece que esto ha desagradado al general Álvarez; y el capitán Braulio Conejo, ese revoltoso muy afamado del Sur, marcha con 2,000 pintos sobre Chilapa.

—¡Cáscaras! —dijo el ministro—. Si Don Juan Álvarez está mezclado en esto, es cosa grave, pero no lo creo. Mande usted al correo que prepare un extraordinario, y dígase al coronel Vivorita que ponga en libertad a los presos y que se retire a Cuernavaca a esperar órdenes. El señor Presidente y yo escribiremos en lo particular al general Álvarez.

—Diré a usted, señor ministro, que el coronel Vivorita será tal vez recibido a balazos, pues ha hecho muchos daños a los hacendados de la cañada de Cuernavaca, y ya me han escrito que están resueltos a defenderse.

—¿Qué hacer entonces?

—No hay más sino ordenarle que venga hasta México —contestó el mayor.

—No, a México, no —interrumpió el ministro—, ese Vivorita es muy revoltoso y muy atrevido. Por esto lo hemos mandado al Sur.

—También tiene usted razón, señor ministro.

—Que venga a Tlalpan y no entre en combate con sus pintos. Ordene usted que el regimiento núm. 7 de caballería, que nada hace aquí, marche a Tlalpan para vigilar a Vivorita, y si se pronuncia, lo bata y lo fusile. Montero lo sabe hacer.

—Se darán los acuerdos a las mesas, como usted lo ha mandado.

El mayor recogió sus expedientes, los colocó en su carpeta, y se disponía a salir del gabinete, pero el ministro lo detuvo.

—Quédese usted, porque acaso lo necesitaré a la hora de la firma. Que el ayudante pida la firma.

El ayudante salió a pedir la firma y el mayor se volvió a sentar.

El ayudante recorrió las muchas y amplias piezas, enladrilladas y polvorosas, con estantes viejos de diversos colores: caoba, cedro, ébano, imitados con pintura al temple o aceite, de la más lamentable manera. Las paredes casi hasta el techo, estaban como tapizadas de armazones viejos llenos de legajos, cubiertos de polvo colorado, abrigadero de ratones, arañas y moscas.

—La firma, la firma quiere el señor ministro —gritaba el ayudante, arrastrando su espada y rajando con ella no pocos de los ya gastados ladrillos.

En el acto los jefes de sección rellenaron sus respectivas carteras de oficios y circulares, y entregándolas al oficial de guardia, se pusieron a la cabeza de una especie de procesión, que comenzaba en la última pieza y moviéndose lentamente terminaba a la puerta del gabinete del ministro.

Ya es tiempo de que nos encontremos con nuestro amigo don Pedro.

Precisamente fatigado y jadeando, alcanzó el último peldaño de la grande escalera, cuando el ministro pasaba por el corredor, seguido por la imprudente y numerosa turba.

En vez de mezclarse a ella, el cauteloso anciano, hizo un cuarto de conversión, y ganó el corredor del frente, que estaba solo. Cuando creyó pasado el nublado, se fue poco a poco acercando a la entrada del ministerio, que encontró lleno aun de oficiales y de viudas y vigilado cuidadosamente por los quebraditos.

Cuando la solemne comitiva de la firma fue introduciéndose al gabinete, cuya puerta tenía entreabierta por el interior el ordenanza cuadrado y robusto que ya conocemos, don Pedro dijo:

—Ésta es la mía; en cuanto el general me vea, suspenderá un momento su quehacer, me entrará al cuartito reservado, y allí hablaremos, dejando a estos míseros empleados esperando de pie con sus pesadas carteras.

Con este bien fundado plan, avanzó con el último empleado, introdujo, en efecto, medio cuerpo, pero el ordenanza cuadrado lo desvió con una mano y con la otra le dio con la puerta en las narices.

—«A la hora de la firma nadie entra» —dijo; y se oyó el rechinido de un pasador que aseguró la puerta.

Don Pedro retrocedió y llevó su mano a las narices. El portazo había sido clásico; algunas gotas de sangre comenzaron a destilar. Se mordió los labios de cólera, sacó su pañuelo, se limpió y se fue a sentar humildemente a una banqueta de madera, donde estaba un quebradito con la pierna de palo, fumando un apetitoso purito de a 18, del famoso Estanco. Dios confortó a este santo hombre, le dio resignación y esperó largas horas.

Por fin se hizo anunciar por medio del quebradito, a quien regaló un puro habano, y el ministro lo recibió.

—Señor ministro —dijo don Pedro, quitándose con la mano izquierda el sombrero y presentando la derecha, me perdonará usted que le venga a importunar, después de tantas horas de fatiga y de trabajo; pero un asuntillo un poco delicado y urgente, urgentísimo, me trae aquí.

—Pase, pase usted, mi buen amigo, y siéntese —contestó el ministro—, no hay necesidad de disculpas, y ya otras veces le he dicho que usted tiene la llave dorada y puede entrar a todas horas y cuando guste, los ordenanzas tienen orden de abrirle las puertas de mi gabinete, de par en par.

Don Pedro agachó la cabeza y se rascó con el dedo gordo las narices; pero no quiso revelar al alto funcionario la exactitud con que se habían cumplido sus órdenes, y con una apariencia de calma, dijo:

—No quiero quitar a usted su tiempo, y como dice el adagio, harto ayuda quien no estorba, seré breve y al grano, mi señor ministro. ¿Qué sabe usted acerca de la revolución?

—¿De revolución? Nada, señor don Pedro; ni por ahora hay probabilidades, porque todas las medidas están tomadas. Acabo justamente de dictar providencias muy enérgicas e importantes; pero ya caigo: apuesto mis dos orejas, que ese aspirante, que ese incansable hablador, ese general Bamboya nos quiere armar un motín.

—La cosa no es por ese lado.

—Usted no conoce a los militares como yo, que lidio con ellos. Bamboya aspira, no solo a ser ministro, sino hasta Presidente de la República. Tan audaz es. Ya he dado la orden para mandarlo al castillo de Perote, y por consideración a su familia no va a San Juan de Ulúa.

—Lo supo a tiempo y se escondió —respondió don Pedro—, pero, repito, no viene por ese lado el peligro, señor ministro. El pobre Bamboya no ha pensado en conspirar, al menos por ahora.

—¿Pues, entonces?… ¿Hay por ventura otros conspiradores? Caerá sobre ellos la espada de la ley.

—No es muy fácil, señor ministro, porque varios cuerpos están minados y el gobierno se quedará solo, a poco más o menos.

—Eso no es posible, señor don Pedro —interrumpió el general sonriendo irónicamente—, yo tengo prestigio entre la tropa, y además tengo oficiales de confianza, son mis criaturas; yo los he sacado de la nada.

—Podrá ser muy cierto todo eso; pero si usted me quiere creer, le repito que esa tropa está ya muy vacilante.

—¿Pero qué plan van a proclamar? ¿Qué intentan? ¿Qué quieren? ¿Quiénes son los directores?

—Plan, plan —dijo don Pedro—, cualquier plan es bueno y se hace en menos de una hora por uno de esos licenciados que no tienen bufete.

Se declara a los ministros traidores, se les acusa de hacer alianza con los tejanos, se apela al pueblo para que nombre consejeros, diputados, próceres, cualquiera farsa, se repican las campanas, se hacen salvas de artillería, se canta un Te Deum, y a los tres días todo sigue peor, los teatros se abren, Castro sigue haciendo el gracioso y ustedes…

—Y nosotros, ¿qué suerte correremos? —dijo el ministro, como en tono de broma—, probablemente nos enviarán a nuestra casa o a pasear a Nueva Orleans.

—Algo más que eso.

—¿Entonces, se nos reducirá a prisión?

—Algo más.

—¿Entonces, el destierro, el ostracismo, como decían los griegos?

—¡Quiá! Más todavía.

—¿Entonces, un juicio? La Cámara nos juzgará, porque tenemos fuero.

—Un poquito más —dijo don Pedro, sin abandonar su tono entre verídico y socarrón.

El ministro, ya nervioso e impaciente, se levantó de un salto de la silla, dio una fuerte palmada en la mesa y se quedó mirando de hito en hito a don Pedro un largo espacio de tiempo, y después con una voz hueca dijo.

—¡Con mil rayos! acabe usted de explicarse.

—Calma, calma, señor ministro —contestó el tutor, hablando en voz baja y acercándose—, fuera de toda broma (y yo no me había de permitir esta libertad): se trata de una cosa muy seria, de asaltar el Palacio.

—Eso no es posible —contestó el ministro, hablando ya muy quedo—, tenemos las guardias, las tropas del cuartel de órdenes, la artillería en el patio, en fin, siempre estamos con la barba sobre el hombro.

—Lo sé; mas todo será inútil; si es la misma guardia, la misma tropa y la misma artillería, la que se encarga de dar el golpe y pronunciarse.

—Entonces, ¿es una traición horrible?

—Llámela usted como quiera; pero el complot existe, y a eso he venido precisamente.

—Éste es un país de anomalías, donde sucede lo contrario de lo que debe suceder —dijo el ministro, dejándose caer con desaliento en el sillón.

—Sin embargo —repuso don Pedro—, las cosas tienen todavía remedio.

—¿Cuál, cuál? diga usted —le interrumpió el ministro— pondremos todos los medios, se desplegará una energía que haga temblar a la ciudad.

—No se necesita tanto, y todo ello no vale un grano de anís. Ya verá usted; sólo exijo que se guarde el más profundo secreto; va mi vida y mi fortuna de por medio.

—Inviolable como en el sepulcro; cuente usted con eso y hable por Dios, que los momentos urgen —dijo el ministro estrechando las manos de don Pedro.

—Nada valen mis pocas luces, y sólo he querido prestar un servicio desinteresado al gobierno, mejor dicho, a usted, amigo mío, a usted, a quien estimo por su arrojado valor y sus virtudes cívicas; pero hagamos todo eso a un lado y al caso. Hay un moro en campaña, y a ese lo considero terrible. Es necesario suprimirlo.

—Ya me lo figuraba yo; Bamboya, ese general Bamboya, que es mi sueño, mi pesadilla. En todas partes ven a Bamboya, y estos periódicos de oposición no tienen ya palabras bastantes para elogiarlo. Mas que sea un poco ordinario el lenguaje, diré a usted que ya Bamboya se me sienta en la boca del estómago.

—Está usted muy desorientado; ya se lo he dicho, no viene por ahí el mal. Aquí entre nos, el pobre de Bamboya es un mentecato —dijo don Pedro, bajando más la voz—, el gobierno le da más importancia de la que tiene: es gastador y necesita dinero; y esto es todo.

—Pero si se le han dado cuatro pagas en menos de quince días.

—No importa, siempre necesita dinero. Ya ve usted: su familia, y además tres familias extraordinarias, ya gastan plata; pero al caso, al caso; lea usted esta carta y se convencerá.

Don Pedro sacó una carta de un bolsillo y de otro la caja de polvos de oro cercada de brillantes. El ministro tomó un polvo y rompió precipitadamente la cubierta.

—Lea usted, lea usted, señor ministro.

—El ministro leyó:


Mi amadísimo compañero y amigo:

Soy como soldado, leal y franco, y me dirijo al amigo y al soldado valiente, no al ministro. ¿Me comprende usted, compañero querido?

Soy franco —(otra vez)—, no estoy muy contento con el gobierno, porque ha desconocido mis servicios y me tiene muerto de hambre.
 

—Se le han dado tres pagas, ya lo dije a usted, señor don Pedro —dijo el ministro interrumpiendo la lectura.

—Continúe usted, señor ministro.

El ministro, acercándose al balcón, porque estaba ya oscureciendo, siguió:

Pero soy franco —(tercera vez)—, de estar quejoso del gobierno a ser conspirador hay una gran distancia. Soy franco —(cuarta vez)—: si conspirara lo diría a usted chiva a chiva. Soy hombre de orden, soy incorruptible, soy valiente; Dios me hizo así, y los valientes nunca conspiramos en secreto. Cuando queremos conspirar lo hacemos en el café, en las Cadenas, en el teatro Principal, y a nadie tenemos miedo.

—¡Fantasmón e insolente! —exclamó el ministro—, ¿qué expresiones son esas de chiva a chiva cuando se escribe a un superior?

—Siga usted, señor ministro; falta la segunda parte.

El ministro prosiguió:

Pero, queridísimo compañero, recuerde usted que tengo familia; ¿qué va a ser de mi mujer y de mis hijos, sin paga, y yo en Perote? Revoque ustéd esa orden, por el amor de su hija Isabelita. Todo esto va reservado y queda entre nos. El verdadero, el único conspirador es ese tronera del capitán Manuel, que le han trastornado la cabeza.

—Eso es imposible —dijo el ministro interrumpiendo de nuevo la lectura—. El capitán Manuel jamás se ha pronunciado por nada ni por nadie; además, parece que está rico y que se va a casar con una muchacha de proporciones.

—Pues nada es más cierto —dijo don Pedro—, este es el verdadero peligro. El capitán ha dado su palabra de asaltar la guardia de Palacio, y la cumplirá; y en un lance de esos, nadie sabe lo que puede suceder, y no sería remoto que usted y el señor Presidente fuesen asesinados por la misma tropa; luego disparan los fusiles y no saben ni a dónde van las balas.

—Ni lo diga usted, señor don Pedro; ¡qué catástrofe! Mi pobre familia ¡cómo quedaría el día que yo le faltase, y luego métase usted a servir en este país, para que le paguen así sus sacrificios! Vale más ser carretero o sacristán, que ministro de la Guerra. Este capitán es resuelto, lo conozco, y si por cualquier motivo ha dado su palabra, la cumplirá.

—Y como que sí; y ha tomado para ello todas sus medidas. Aquí tiene usted la copia de una cartita que le dirigió la Junta revolucionaria.

—¡Junta revolucionaria tenemos! —dijo el ministro arrebatando de manos del tutor el papelito y leyéndolo.

—Vale un grano de anís la Junta revolucionaria. El todo es ese capitán a quien apenas conozco, gracias a Dios; pero me lo han pintado como terrible y atrevido.

—Es verdad, es verdad —dijo el ministro guardando el papelito en el bolsillo—, ¿pero qué hacer?

—Mandarlo prender en el acto y enviarlo a Acapulco; pero acabemos con la carta de Bamboya.

El ministro, que en su cólera había estrujado la carta del furibundo Bamboya, la desdobló y continuó:


Querido compañero: mi suerte está en manos de usted, y lo que haga, lo doy por hecho. El señor don Pedro, mi buen amigo y apoderado, arreglará lo que usted quiebra. Soy franco y pongo mi espada al servicio de usted, y me repito con franqueza su humilde amigo y afectísimo compañero y seguro servidor,

Claudio Bamboya.
 

—Ya ve usted —dijo don Pedro, cuando el ministro acabó la lectura—. La primera parte de la carta es terrible, pero la segunda no puede ser más humilde. Bamboya y otro compañero suyo, que vale menos que él, fueron a pedirme asilo, que no tuve dificultad en acordarles. General que conspira y se esconde, es moro al agua. Él mismo se encierra en una prisión. Si los quiere usted fusilar, los tiene en mi casa, más seguros que en Santiago; y si los quiere perdonar y servirse de ellos, nada es más fácil.

—¿Qué me aconseja usted?

—Por supuesto, que los perdone, se reconcilie y se sirva de ellos. Una o dos pagas más y la promesa, que nada cuesta prometer, de la banda azul, o de alguna buena comandancia para más tarde…

—Dice usted bien; la clemencia…

—Con los insignificantes que nada valen…

—Pero el rigor…

—No el rigor, la justicia —dijo don Pedro—, con los que valen algo y pueden ser peligrosos. A la víbora…

—Se le machuca la cabeza y no la cola —contestó el ministro—, y yo se la machucaré…

—No lo digo por el capitán —dijo don Pedro bajando la voz y los ojos—, al fin muchacho y tronera…

—Pues yo lo digo —interrumpió el ministro muy alentado—, por todos los enemigos del gobierno.

—¿Qué contestación daré a mis escondidos generales?

—Ya se supone, amigo y señor don Pedro. Favorable, muy favorable. Que salgan de su escondite, que se hagan ver por la plaza y los portales, que ocurran a la Tesorería general por dos pagas cada uno, y que me vean en casa mañana por la tarde.

—Eso es conocer el mundo, señor ministro; eso es saber gobernar. Si todos los que se meten en esta desgraciada carrera política (yo siempre he huido de ella) fueran como usted, esta pobre nación, tan abatida, sería en dos o tres años más que Francia y que Inglaterra juntas, y hasta podríamos dar un paseo militar al Capitolio de Washington… me voy… me voy contento de usted, señor ministro.

El ministro tomó con sus dos manos la de don Pedro, y le dijo con mucha expresión y al oído:

—El gobierno le debe a usted su salvación.

Y guiándolo hasta la puerta le dio otro apretón de mano y lo despidió con una amable sonrisa.

—¡Qué frío hace al salir de este Palacio —dijo don Pedro—, y olvidé mi capa! ¡Cuerno! es ya de noche, y se me ha pasado la hora de la comida y del chocolate, pero en esta vez no se escapará el bribón del capitán. Las cosas se me han venido a las manos sin querer. Sin duda es la voluntad de Dios.

Entre tanto don Pedro salía, Jorge, el ayudante, entraba al despacho del ministro.

—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué tanta dilación?

—Mi general, tuve que esperarme a que el señor Presidente se desocupara para entregarle el periódico. Estaba con el ministro de Hacienda, y hablaban muy recio; parece que han tenido algún disgusto.

—Sí, por el dinero, ya se supone, por el dinero siempre disputan; pero el Presidente no se decide nunca a reemplazar a mi compañero. ¿Pero qué cara puso el Presidente? ¿Leyó el párrafo?

—Eso iba yo a decir, mi general. Lo leyó tres veces y se puso muy contento, hasta se rio y me dio la mano.

—Vaya, es algo que el Presidente esté contento, es lo que importa; pero no hay que perder tiempo. Vé y di al comandante general que suba en el acto, y al ordenanza que no deje entrar a nadie.

El comandante general no se hizo esperar.

—Compañero —le dijo el ministro tendiéndole la mano, sin saludarlo—, estamos sobre un volcán.

—¡Qué disparate, compañero! Nunca ha estado el gobierno más firme ni más seguro; tengo tomadas todas mis medidas en el caso que…

—No importa, y ya hablaremos largo esta noche con el Presidente. Yo tengo —continuó acercándose al comandante general y hablándole en voz baja—, mi policía secreta y mis amigos, y acabo de saber lo que pasa, o lo que va a pasar, si no lo evitamos.

El comandante general trató de responder, sin duda para disculparse; pero el ministro no lo permitió, y siguió hablando.

—Ya he dicho a usted, compañero, que hablaremos esta noche con el Presidente, y no falte a las nueve en punto. De pronto es necesario dictar medidas enérgicas. Que los cuerpos de la guarnición se pongan sobre las armas; que el regimiento de caballería esté montado y listo, con sable en mano; que se refuerce con una compañía la guardia de Palacio, y que cuatro o seis patrullas recorran la ciudad en todas direcciones; que el jefe de día visite dos o tres veces los cuarteles. Hecho esto, en la madrugada, cuando esté durmiendo, se toma por asalto, si así es necesario, la casa del capitán Manuel, se le prende, se le hace montar en un caballo, y custodiado por un escuadrón de caballería, se le conduce a Acapulco.

—¡El capitán Manuel! —exclamó el comandante general—, eso es imposible, ¡si jamás se ha pronunciado por nada, y es tan cumplido en el servicio! Además, ahora está rico, y hasta trata de separarse del servicio y de casarse.

—Eso mismo decía yo, compañero; pero no me cabe duda, tengo las pruebas aquí en la bolsa.

—Ya veo que no hay de quien fiar —contestó el comandante general—, se hará en el acto lo que usted manda.

—Mucho cuidado y mucha precaución. Que el oficial que vaya a aprehender al capitán Manuel sea todo un hombre, porque es posible que se resista y haya un lance desagradable. Yo no quisiera que fueran a matar a ese muchacho, que quizá puede dar muchos días de gloria a su patria. Le han levantado los cascos y ha querido emprender una verdadera calaverada. Bastará tenerlo en Acapulco, mientras se desbarata esta conspiración, que no dude usted que es de los borbonistas y de los liberales exaltados. Todos contra nosotros, y nosotros contra todos. Tenemos las armas y el poder, y ya verán. Queda usted facultado para tomar cuantas providencias crea necesarias, y para reducir a prisión a los más que juzguen peligrosos. Conque no hay que perder tiempo.

—Ni un minuto, compañero.

El comandante general bajó precipitadamente las escaleras, entró a su despacho, se sentó en su sillón y tocó la campanilla.

Un quebradito se presentó.

—Que venga en el acto el mayor Garavito.

El mayor Garavito, que había visto entrar a su jefe, se presentaba en el mismo momento.

—Que nos dejen solos, y que no entre nadie.

—El quebradito, con el único brazo que tenía hizo la seña militar de respeto y se retiró.

—Mayor Garavito —continuó el comandante general—, estamos sobre un volcán.

—Mi general me permitirá que le diga que nunca hemos estado más fuertes que hoy… ¡nos tienen un miedo! Sólo de verme en mi caballo prieto, hasta corren y se esconden.

—Será todo eso muy cierto, y usted se ha hecho temible, y el gobierno sabe que tiene en el mayor Garavito su mejor apoyo; pero yo tengo mis amigos y mi policía secreta, y ya hablaremos esta noche antes de las nueve, en que debo tener una conferencia con el Presidente, y le recordaré el ascenso que me ha prometido para usted; pero de pronto es necesario tomar providencias muy enérgicas.

El comandante general transmitió sin faltar en una coma las órdenes que había recibido del ministro.

El mayor se retiraba a dar sus disposiciones.

—Lo mejor se me olvidaba. Es necesario que usted se encargue personalmente de la aprehensión del capitán Manuel. Ya sabe usted que no se deja, y acaso querrá resistir.

—Un balazo lo hace bueno…

—Nada de eso. Es orden expresa del ministro de no tocarlo. Nombre usted un oficial de su confianza, y que, custodiado con un escuadrón de caballería, salga en el acto para Acapulco.

—Ese capitán Manuel —contestó el mayor—, es medio altanero, y ya hemos tenido una de bofetadas en el Progreso, porque se atrevió a decirme… cuando es él quien ha malversado los fondos de su compañía.

—Eso es imposible, mayor —replicó el comandante general—. Es muy honrado y buen oficial; pero si de pronto se puede alegar también ese motivo, no será malo, porque a veces, en materia de conspiración, no siempre hay pruebas, aunque el ministro me dijo que las tenía en la bolsa.

—Está bien, mi general. Se hará lo que usted manda.

El mayor Garavito estaba ya en la puerta; pero el comandante general lo volvió a llamar.

—Se me olvidaba también otra cosa esencial.

—Lo que usted mande, mi general.

—Aprovecharemos la ocasión para encerrar en Santiago a media docena de esos oficiales borrachines e incorregibles, y dar un susto a esos licenciados y periodistas, enemigos del ejército. Mande usted prender a ese Epiridión Cabrera que todos los días pone párrafos contra el ejército en ese sucio papelucho que se llama La Voz del Pueblo.

—¿Y a ese fantasmón de don Ambrosio —añadió el mayor—, que habla siempre contra el gobierno en el pórtico del teatro Principal?

—Dice usted bien, ya sé de quién se trata, me choca mucho. A Santiago con él y con todos los que usted quiera, mayor. Mientras más presos haya, más ruido hará este negocio, y el crédito y el poder del gobierno se afirmarán. Vaya, vaya, que es ya tarde y no hay que perder momento. Yo voy a comer cualquier cosa a casa, para estar antes de las nueve en la Presidencia. Quizá mañana tendrá usted un despacho de coronel.

Al día siguiente había soldados en la torre de la catedral; la guardia del Palacio reforzada; los artilleros del patio grande con mecha en mano, y el escuadrón de caballería emboscado debajo de la Portalería del patio chico.

Grupos de gentes en las Cadenas, en el Empedradillo, en la Diputación y en las calles de la Monterilla, se preguntaban:

—¿Qué hay? ¿Qué hay? ¿Qué hay?

Nadie daba exactamente razón, y se contentaban con alzar la vista para observar a los soldados que estaban en las torres de la Catedral y se acercaban a la puerta principal del Palacio para cerciorarse si los artilleros tenían efectivamente la mecha en la mano.

VII. Ruinas y desgracias

Antes de las cinco de la mañana, y cuando apenas comenzaba a salir la luz, tocaron fuertemente la puerta de la casa de Arturo; el portero, soñoliento y refunfuñando, se levantó contra su costumbre, pues como de casa grande, jamás abría la puerta antes de las seis y media o siete de la mañana.

—¿Qué quiere usted, soldado? —preguntó con voz regañona a un hombre envuelto en un capote amarillo, que era justamente el que con tanto atrevimiento había interrumpido su sabroso sueño.

—Vengo de parte de mi capitán.

—¿Qué diablos quiere su capitán de usted?

—No le importa a usted —respondió el soldado—, vengo a ver al señor Arturo de parte de mi capitán; y así, ábrame la puerta.

—Pues el niño Arturo nunca se levanta sino hasta las diez o las once; y así, vuelva.

—Vamos, tío Mónico, ábrame, porque precisamente traigo orden de mi capitán de ver al señor Arturo —dijo el soldado desembozándose.

—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo el viejo portero, reconociendo al asistente del capitán Manuel.

—Yo soy, tío Mónico, yo soy; pero con mil diablos, ábrame usted y suba a despertar al señor Arturo, porque tengo una cosa muy urgente que decirle de parte de mi capitán.

—Aguarda, aguarda un momento, Martín —dijo el viejo, quitando la cadena que tenía echada el zaguán—. Maldito si me acordaba del señor capitán ni de ti; estaba medio dormido, y no te perdono, hijo de tu madre, que me hayas despertado, pues estaba soñando nada menos que subía en un globo con don Robertson.

—Vamos, violento tío Mónico —dijo el asistente—, otro día me contará su sueño. Por ahora, ya le digo que me interesa ver al señor Arturo; y aunque se incomode, toque recio a la vidriera de su recámara.

—Vamos, vamos, imprudentón —respondió el viejo—, déjame coger mi frazada, porque hace un frío toluqueño.

El portero, envuelto hasta los ojos en su frazada, subió con el asistente, y tocaron fuertemente el cuarto de Arturo, el que interrumpido en los sueños deliciosos que le ocasionaba el recuerdo de Aurora, de la que estaba ya perdidamente apasionado, respondió mandando a pasear al portero, y notificándole que si no se marchaba y lo dejaba en paz, le tiraría las botas a la cara.

—¿Ya ves a lo que me has expuesto con tus necedades, Martín? Si tú quieres, aguarda los golpes, porque yo me voy a mi cuarto a aprovechar otro ratito de sueño.

Martín entonces habló a Arturo.

—Niño, mi capitán me manda; y le traigo a usted un recado que importa.

—¡Ah! ¿Eres tú, Martín? —dijo Arturo incorporándose—, entonces entra; abre la ventana, y levanta el transparente. ¿Qué se le ofrece a Manuel?

El asistente hizo con presteza lo que le ordenó Arturo y colocándose delante del catre, respondió:

—Pues, señor, mi capitán me ha encargado que le dé a usted este prendedor, que es de su merced.

—Bien, dame; y ¿qué fistol es ese? ¡Ah! es el de Rugiero; ponlo sobre la mesa; ¿pero es posible que para esto te mande el capitán antes de amanecer?

—Pues, sí señor, porque no quería que se fuera a extraviar.

—No te entiendo, Martín; ¿qué nueva locura de Manuel es esa? ¿Se ha marchado acaso en la diligencia?

—No, señor, sino que lo fue a prender el mayor Garavito con soldados de caballería y me dijo que se lo viniera a decir a usted.

—¡A prender, dices!, ¿y por qué? —exclamó Arturo dando un salto, y comenzando a vestirse.

—Pues, señor, yo no sé nada; lo único que yo he visto, que mi capitán estaba muy triste anoche al acostarse.

—Dame, dame mis botas y mis pantalones, es menester que yo vaya a ver cómo está eso. Pero vamos; cuéntame algo más.

—Lo que más dolor me ha dado es, que hayan mandado prender a mi capitán por un jefe que se cogía nuestro socorro diario, y que por eso le dio mi capitán de bofetones en el café del Progreso.

—Pero ¿a qué horas ha ocurrido esto? —preguntó Arturo con agitación, y vistiéndose precipitadamente.

—Serían las cuatro y media de la mañana, cuando tocaron el zaguán; bajé a abrir, y me encontré con que el jefe me puso una pistola al pecho, y desmontando cosa de cincuenta hombres de caballería, colocó centinelas por todas partes, y me llevó hasta la recámara, gritando e insultando a mi capitán con unas palabras que no se pueden decir delante de las gentes.

—¿Es cierto, es cierto lo que me dices? —dijo Arturo, rasgando con cólera un pantalón que no quería entrarle.

—Pues señor, la verdad, y yo no había de engañar a su merced.

—Dame otro pantalón, y sigue.

—Pues señor, el jefe comenzó a registrar la levita de mi capitán, y se atrevió a abrir el ropero. Yo creo que mi capitán hizo tal cólera de que el jefe le cogiera una cartita, que sería de la niña, que no pudo contenerse, y tomó su espada, y le tiró una cuchillada, que todo lo que no se hace a un lado, lo abre de medio a medio.

—¡Bravo! bien hecho —dijo Arturo, acabándose de poner el nuevo pantalón, que le había sacado el asistente del ropero.

—Pero en cuanto los soldados vieron esto, se echaron sobre mi capitán, y lo amarraron… ¡Cuándo lo amarran, si no lo cogen por detrás!…

»Mi capitán es muy hombre —añadió el asistente enternecido y limpiándose con la manga de su chaqueta una lágrima que temblaba en sus pestañas.

—Pero y tú, ¿qué hacías?

—Pues, señor, yo quería ir a buscar mi tercerola para ver si lograba doblar siquiera uno; pero parece que lo adivinaron, y el sargento dijo:

—Si este hombre se mueve, que lo maten, y me pusieron tres tercerolas preparadas en el pecho.

Mi capitán echaba espuma por la boca de rabia, y preguntó: ¿qué se quería hacer con él?

—Que le ensillen a usted el caballo, porque vamos muy lejos de aquí.

Yo pedí permiso para ensillar el caballo; me lo dieron, y bajé y ensillé el Veloz, pensando que si mi capitán tiene alguna oportunidad, lo único que tiene que hacer, es soltarle la rienda, y afianzarse bien; nadie lo alcanzará; es una águila el animalito. Yo ensillé también el Clavel; compuse en momentos una maleta para mi amo, y otra para mí, y subí dispuesto a marchar con mi capitán. Si usted viera… ¡oh! daba lástima; los soldados todo lo habían ensuciado con sus pies; habían roto las lámparas y los espejos, y se habían embolsado lo que mejor les pareció, como si mi amo fuera un ladrón o un asesino. No pude aguantar, y fui a donde estaba el jefe.

—Señor mayor —le dije—, mi capitán hasta ahora no ha robado a nadie nada, y estos soldados están quebrando y llevándose lo que les parece.

—¡Calla, pícaro! —me respondió el mayor— o te mando fusilar; bastante ha robado tu capitán en las compañías que ha mandado, para que ahora te quejes.

Mi capitán hizo un esfuerzo de la cólera que le dio, de manera, que por poco rompe las correas con que le tenían atados los codos.

—¿Estamos listos, grandísimos pícaros? —gritó el mayor—, porque yo no me puedo aguardar más, son muchos los pretextos y tengo órdenes que cumplir. Hizo una seña, y dos dragones se apoderaron de mi capitán, lo bajaron casi en peso, y lo montaron en el caballo.

—Supongo, señor mayor —dijo mi capitán—, que tendrá usted la orden para mi prisión.

El mayor la sacó de la bolsa y se la mostró.

—Muy bien; entonces tengo libertad para dejar o llevarme al asistente.

—Como usted guste —respondió secamente el mayor—; pero en todo caso que sea breve, pues yo no puedo aguardar más.

—Mira, muchacho —me dijo mi capitán—, lleva el fistol que tenía yo ayer, y que está en el cajón de la mesa de noche a la casa de Arturo, y cuida como puedas la casa. Yo entendí que lo del fistol era un pretexto y que debía venir al momento a ver a usted y contarle todo lo sucedido.

—Es una infamia —murmuró Arturo entre dientes; y tomando su sombrero, salió del cuarto con dirección a la casa de su amigo, sin plan alguno, pues no sabía ni qué pensar de este lance, ni qué hacer en favor de su más querido amigo.

Cuando estaba en el descanso de la escalera, una criada lo llamó, diciéndole que su padre deseaba hablarle; Arturo subió de nuevo la escalera, y entró al cuarto de su padre, el que estaba recostado en su cama y extremadamente pálido, lo cual pudo notar el joven, a pesar de la poca luz que penetraba al través de los cortinajes de muselina.

—¿Está usted enfermo? —le preguntó acercándose a la cama.

—Ahora estoy mejor; pero anoche he tenido una ligera indigestión… Dime, ¿te ha ocurrido algo de particular? pues he oído tocar el zaguán muy temprano.

—Ya se ve que sí ha ocurrido; el capitán acaba de ser aprehendido en su casa.

Don Antonio tuvo que volver la cara al otro lado, para que su hijo no advirtiera su turbación. Después, haciendo un esfuerzo para disimular, dijo:

—Hijo, siento esta ocurrencia; pero como ese muchacho es tan calavera, no es extraño que le sucedan tales aventuras. ¿Sabes lo que ha motivado esta prisión?

—Lo ignoro; ni sé tampoco dónde ha sido llevado. Iba yo a ver el estado en que ha quedado su casa, y a adquirir noticias.

—Condúcete con prudencia; no vayas a resultar complicado, y des un pesar a tu pobre madre.

Arturo salía ya de la recámara, y su padre lo llamó.

—Dime —le dijo—, ¿está la llave de tu cómoda en tu cuarto?

—En el buró de junto a mi cama.

—Bien; necesito tomar los botones de brillantes y las alhajas que tienes, y después te diré lo que voy a hacer con ellas…

—Entonces —dijo Arturo—, le encargo a usted que recoja el fistol de Rugiero, que me acaba de enviar el pobre de Manuel; es una alhaja de valor, y no vaya a perderse.

—Muy bien —contestó el padre de Arturo, y envolviéndose en las ropas de la cama, se volteó del otro lado con una aparente tranquilidad.

Arturo salió de la recámara; bajó precipitadamente las escaleras, y se encaminó a la casa del capitán, donde encontró que estaban embargando los muebles, porque el capitán estaba acusado de malversación de los fondos como capitán cajero que había sido en su regimiento dos años antes.

Arturo, indignado, reconvino agriamente al oficial encargado de recoger los muebles de Manuel; el oficial contestó, se hicieron de razones, y quedaron desafiados. Arturo prorrumpió en maldiciones contra el comandante general, contra el ministro de la Guerra y contra el gobierno; juró que el capitán Manuel era más honrado que todos los mandarines juntos, que no habían hecho más que henchir sus cofres con el dinero del erario; que juraba que el capitán no se había metido en revolución alguna, pero que él si era muy hombre de pronunciarse, aunque fuera por Mahoma, con tal de echar abajo al gobierno injusto e imbécil, que no sabía respetar las garantías de los ciudadanos.

—¿Ustedes oyen lo que dice este caballero?

—Sí, señor —respondieron varias personas que estaban presentes.

—¿Y serían ustedes capaces de declarar esto en caso necesario?

—Sí, señor —respondieron a una voz.

—Pues entonces, arresto a usted, en nombre de la nación, por traidor al Supremo gobierno y a la Patria.

Arturo sonrió mirando con desprecio al oficial; pero éste hizo una seña a los soldados que había, e inmediatamente se apoderaron del joven, el que fue conducido en el mismo coche del capitán a la Comandancia General y de allí a la prisión de Santiago Tlaltelolco. Dejemos a Arturo en una celda sucia y estrecha de este antiguo y deteriorado convento, y volvamos a su casa.

Luego, que como hemos dicho, salió Arturo de la recámara, su padre, pálido y tembloroso, se levantó, llamó a un criado, y le ordenó que fuese inmediatamente a llamar al señor don Fausto, y en cuanto abriesen la carrocería de Silcox y Park, se le trajera un elegante carruaje inglés que había separado algunos días antes. Fuese en seguido al cuarto de Arturo, y recogió todas las alhajas, incluso el reloj, que el joven, con la precipitación con que salió, había dejado debajo de la almohada. Entre las alhajas se hallaba el fistol de Rugiero, que contempló atentamente, fijando los ojos en él, y volteándolo en todas direcciones, para observar mejor sus brillantes y primorosos reflejos. Mientras hacía esta operación, pensaba en su interior en quedarse con el fistol, y ejecutar literalmente lo que en castellano puede llamarse un robo; llevó la mano a su frente, como para arrancarse este siniestro pensamiento, y con pasos lentos entró a la alcoba de su mujer; la madre de Arturo dormía. Como hemos dicho, era una señora enfermiza, de una complexión en extremo delicada, y a quien cualquiera emoción fuerte, postraba en el lecho, y le hacía sufrir enfermedades inexplicables, y para las cuales era ineficaz la ciencia de los médicos. Pocas veces salía a la calle, sino era para dirigirse a la iglesia a confesarse y comulgar; y todo su placer, todo su mundo, estaba reducido a tener algunos ratos de conversación con su hijo Arturo, a quien aguardaba siempre todas las noches, pues la pobre madre decía que le era imposible conciliar el sueño, sin haber dado un beso maternal en la frente de su hijo. En cuanto al marido, ocupado constantemente en negocios de importancia, lleno de visitas y de tertulianos, a veces sólo veía a su mujer a la hora de la mesa, y eso cuando la excelente señora no estaba obligada, por el estado de su salud, a permanecer en su recámara.

El marido, pues, entró, y se quedó en pie silencioso y tristemente, contemplando el sueño tranquilo de su esposa; y entonces se acordó de que era la mujer que en los días de su juventud le había proporcionado la felicidad, el sociego y acaso también los más inefables placeres. Volvieron en aquel instante a renovarse en el marido desengañado, ambicioso y entregado a las especulaciones, los sentimientos amorosos y tiernos del amante, y fuertemente conmovido, iba a salir de la alcoba sin hablarle, cuando ésta, sintiendo los pasos, entreabrió los ojos, preguntando:

—¿Quién? ¿Por qué entran tan temprano a despertarme, cuando en toda la noche no he podido conciliar el sueño? ¡Ah! eres tú, hijo —dijo reconociendo a su esposo—. Bien, entonces no hay cuidado, y vale más que me hayas despertado. Siéntate aquí junto a mí.

El esposo se sentó en la orilla de la cama, y con voz suave, dijo:

—¿Te sientes mala hoy?

—Al contrario, estoy mucho mejor, y no sé por qué tengo esperanza de alivio.

—Si de repente te dijera yo, hija mía —contestó el marido con la voz algo conmovida— que somos pobres, y que necesitamos quitar el coche y los criados, y reducirnos quizá a vivir en una modesta casa en Tacubaya, o San Ángel, ¿agravaría tu enfermedad?

—Tú te chanceas, y ya veo que estás de buen humor.

—No es una chanza, ni tampoco hemos llegado a ese caso; pero podría suceder… El mundo da muchas vueltas; y así vuelvo a preguntarte: ¿qué impresión te causaría la pobreza?

—A mí —contestó la señora con resignación—, me haría muy poca impresión; pocos días me quedan en la tierra, y mis sufrimientos podría ofrecerlos a Dios en expiación de mis pecados, como le he ofrecido los tormentos de mi larga enfermedad.

—¿Y me perdonarías —continuó el marido—, que al fin de tus días te dejara reducida a una situación miserable?

—¿Y no me has puesto en las manos, durante largo tiempo, todo el caudal que has adquirido? ¿Por qué te había yo de culpar cuando fueses pobre? Yo he tenido buenos carruajes, abundantes criados, magnífica casa, palco en el teatro… en fin, he vivido como una duquesa. Si Dios determina que la fortuna cambie, ¿qué hemos de hacer, sino tener resignación?

—Tú eres, hija, una santa mujer —dijo el esposo, acercándose—, y yo no he sabido comprender toda la bondad de tu corazón; te he tratado con despego; he olvidado por la ambición los internos y afectuosos deberes de esposo y de padre; y hoy la herencia que dejo a mi familia es la miseria… y acaso la deshonra.

—¡Cómo! —dijo la enferma alarmada—, ¿el peligro que nos amenaza es inevitable? ¿No tiene remedio? ¿Es tan próximo, que te ves precisado a hablarme de esa manera?

—Desgraciadamente es así, hija mía, y te lo debo decir: estoy arruinado… arruinado enteramente.

—¡Ah! —exclamó la señora, enclavijando las manos y poniéndose pálida—, ¡mi hijo, mi pobre hijo!

—¡Sí, nuestro pobre hijo!… Tú no sabes lo que sufro, hija mía.

—Pero ¿cómo ha sido posible eso? cuéntame, cuéntame, por piedad.

—Mi fortuna dependía del éxito de una revolución; ha sido descubierta, y mañana, hoy mismo, tal vez, vendrán mis acreedores, y embargarán muebles, carruajes, todo.

—Bien, nada importa eso, nos mudaremos a un triste cuarto, con tal de que salvemos algo para Arturo. Toma, toma estas llaves; saca todas mis alhajas, y dalas a guardar a una persona de confianza, y que siquiera quede ese corto caudal para nuestro hijo.

—Es terrible tener que ocurrir a ese extremo, pero voy a darte gusto, supuesto que yo tampoco podré sobrevivir a esta desgracia.

—Vamos, no te desanimes, ni me hables de esa manera. Esos tristes pensamientos sin duda alguna aumentarán mis males. ¡Confianza en Dios!

—¡En Dios! Muy difícil será que me favorezca. La ambición me ha cegado. Soñaba subir a una altura infinita, y ya ves… he caído en el abismo. Pero dices bien, es menester valor —añadió, reprimiendo su emoción, y tomando las llaves que su mujer le presentaba.

—Pronto, pronto —dijo la señora, haciendo un esfuerzo como para salir de la cama—, porque se me figura ver ya al escribrano y a los tinterillos, y que mi hijo, mi pobre hijo, queda en la miseria, y acaso huérfano.

—De todo esto —dijo el marido, presentando a su mujer un cofrecito embutido de concha—, mal vendido, se podrán sacar treinta o cuarenta mil pesos. Si Arturo los saber aprovechar, aun podrá vivir con decencia, y acaso auxiliarnos en nuestros últimos días.

—¡Bendito seas, Dios mío! —dijo la señora al tomar el cofrecito—, que has oído mis ruegos, y que me concederás algunos días de vida, para ver a mi hijo independiente y feliz.

—Guarda, hija mía, guarda ese cofrecito mientras que yo hago algunos otros asuntos, y luego vendré por él, para depositarlo en manos de persona de toda confianza.

El padre de Arturo salió de la recámara de su mujer, y se dirigió al tocador a vestirse con toda elegancia; apenas había concluido, cuando el criado le avisó que el coche estaba en la puerta, y que don Fausto deseaba hablarle.

—Y bien, amigo mío ¿qué tenemos? —dijo don Antonio luego que vio entrar a su amigo.

—Nada —contestó éste con indiferencia, dejándose caer en un sillón.

—¿Cómo nada? —interrumpió don Antonio algo colérico—, ¿pues qué no sabe usted?…

—Sé que el pobre diablo del capitán a quien usted comprometió, ha sido aprehendido, y que todo está descubierto.

—Pero entonces, no comprendo esa calma.

—Pues yo sí.

—¿Usted se quiere burlar? ¿Y nuestros negocios? ¿Y el contrato?

—Yo no tengo negocio ninguno con usted.

—Vamos, hablemos con formalidad, don Fausto; que no es para bromas lo que nos ha sucedido.

—Yo no comprendo —contestó don Fausto con la misma sangre fría—, ¿por qué usted dice nos ha sucedido? A mí no me ha sucedido nada, lo repito, porque los pequeños negocios que tenía en el ministerio, los he arreglado anoche perfectamente, y he quedado muy complacido del aprecio que han hecho de mí el Presidente y todo su gabinete.

—¿Con que es decir?…

—Es decir —interrumpió don Fausto—, que usted y yo tratábamos de aumentar nuestra fortuna… se desgració el negocio, y concluyó la historia.

—¿Y las libranzas que se me cumplen hoy? —dijo don Antonio—, supongo que me enviará usted la mitad del dinero necesario para pagarlas.

—¡Qué locura! —dijo don Fausto, soltando una carcajada—, yo nada sé, ni tengo que hacer con esas libranzas.

Don Antonio al oír estas palabras, se quedó mudo y extático, y pocos minutos después, con una rabia concentrada, y encarándose a don Fausto, dijo:

—¿Con que, es decir que usted falta a su palabra; que usted me abandona; que usted me compromete?

—Yo no abandono a usted ni lo comprometo; no tengo la culpa de que usted y su hijo boten el dinero, y no tengan con qué pagar lo que deben. ¡Buen tonto sería yo en arruinarme por gastos ajenos!

—Usted es un infame, un malvado, un hombre sin fe y sin delicadeza —exclamó don Antonio, tomando un vaso del tocador para tirarlo a la cara de don Fausto.

—Venía yo prevenido para este caso, amigo mío —dijo don Fausto con la misma sangre fría, y sacando una pistola del bolsillo—. Si usted me falta en lo más leve, me veré obligado a volarle la tapa de los sesos.

—Pues bien, señor don Fausto —dijo don Antonio, echando espuma por la boca, de rabia—, a pesar de su arma de usted, le repito que es un ladrón, un cobarde, un indecente, y que hombres como usted no merecen más que el desprecio.

Al acabar de decir estas palabras, tomó un guante que estaba sobre la mesa del tocador, y lo arrojó a la cara de don Fausto.

—El enigma está explicado perfectamente; usted no tiene valor para suicidarse, ni tampoco para soportar su miseria y su deshonra; así, lo que usted quiere es, provocar una riña; y yo tengo demasiados asuntos y demasiado mundo, para que tenga necesidad de obsequiar su voluntad. He venido a decirle, que no he de pagar ni un ochavo, y esto se lo repito. Las libranzas están giradas a cargo de usted; y así, usted verá cómo se compone con ellas. Con que, hasta la vista.

—Muy bien; yo pagaré a usted en la misma moneda, liquidándole hoy mismo su cuenta, y presentándome al Tribunal Mercantil si usted no me la paga.

Don Fausto volvió a soltar una gran carcajada, y respondió:

—Ningunos documentos tiene usted contra mí, pues buen cuidado he tenido de recogerlos todos.

—Repito a usted, que es usted un ladrón; y si tiene usted vergüenza y un resto de honor, se batirá usted conmigo, como lo hacen los caballeros.

—Yo no me bato con un quebrado, con un arruinado. ¿Usted qué perdería? Nada.

—Salga usted, salga usted al momento de mi casa.

Don Fausto, con mucha calma, salió del cuarto de don Antonio, y se marchó sonriendo.

—¡Maldita suerte! ¡Malditos los hombres! —exclamó don Antonio luego que se vio solo, dejándose caer anonadado en una silla—. Estaba yo prevenido para sufrir estos golpes; por eso preferí antes la revolución, la sangre, la muerte, el infierno mismo. De todos aguardaba yo ultrajes y desprecios; pero de ese hombre, que me debe su fortuna, y su suerte, y todo lo que es… ¡Oh! ¡Maldito sea! su sangre toda no sería capaz de saciar mi venganza.

El criado volvió a entrar a anunciarle otra vez, que el coche estaba a la puerta.

Don Antonio se acabó de vestir, y pálido y demudado por la cólera, entró a pedir a su mujer el cofrecito que contenía las alhajas.

La pobre señora, postrada de dolor, estaba acostada en el lecho y sin aliento ni para hablar.

Don Antonio tomó el cofrecito, encerró en él las alhajas de Arturo y el fistol de Rugiero, y sin despedirse de su mujer, bajó la escalera, y montó en el carruaje, dirigiéndose a la casa de don Pedro, tutor de Teresa.

Luego que se hizo anunciar, el viejo hipócrita salió a recibirlo hasta el corredor, y haciéndole mil reverencias y acatamientos, lo introdujo a su cuarto.

—¿Qué me proporciona, la honra de tener tan temprano la visita del señor don Antonio?

—Cuidados de familia, amigo mío —le contestó don Antonio sentándose—, me obligan a molestar a usted. Ya sabrá usted las funestas noticias, y que todo nuestro asunto ha venido por tierra.

—¡Es posible! yo nada sé; me acabo de levantar, y justamente pensaba mandar a usted un recado. Dígame usted por Dios lo que hay, y en qué puedo servirlo.

—El capitán Manuel ha sido preso a las cinco de la mañana, y conducido, según me han informado, a la fortaleza de Acapulco.

—¡Jesús! ¡Jesús! —exclamó don Pedro, poniendo su mano en la frente—, eso es fatal, horrible. Vea usted la suerte de ese muchacho; bien temía yo…

—Quiero, señor don Pedro, hacer de usted una entera confianza; mi posición es peor que la del capitán, no porque tema ser perseguido por el gobierno, sino porque destruidos mis cálculos y comprometida mi fortuna en grandes negocios, me veré en la necesidad de no pagar las libranzas que se vencen hoy y serán protestadas.

Don Pedro, que estaba de pie delante de don Antonio, retrocedió abismado, y dijo entre sí:

—¡Ya está descubierto el patrimonio de mi amigo!

—Señor don Pedro —continuó don Antonio—, ¿por qué se asombra usted? En un lance de estos, se reconoce todo el error de pedir el dinero a premio, y yo he estado pagando por gruesas cantidades, hasta cinco por ciento mensual.

—Pero, señor don Antonio, ¿cómo ha podido usted cometer esa locura?

—¡Qué quiere usted! yo calculaba ganar un veinticinco por ciento; pero como las cosas han pasado de otro modo, me tiene usted completamente arruinado.

—Pues, repito, señor don Antonio, yo soy un pobre que no hago más que cuidar los bienes de una desamparada huérfana; pero si en algo pudiere serle a usted útil, tendría el mayor placer.

—Gracias, amigo mío, mil gracias; usted es más generoso que otros, que tenían obligaciones sagradas conmigo; yo no quiero abusar, y estoy resignado a sufrir mi desgracia. Lo único que deseo es, asegurar el porvenir de mi hijo; y conociendo la honradez, la probidad y el cariño de usted, le confío este depósito; es un depósito sagrado, son las alhajas de mi mujer, único recurso para que viva mi hijo, a quien mandé a Londres para que se educara y no aprendió más que a gastar el dinero. Ha vivido lleno de amigos y de aduladores y en la riqueza; pero pobre, todo el mundo lo despreciará. Cuando yo no tenga que darle, señor don Pedro, o cuando muera, entonces… (El orgulloso comerciante, al pronunciar estas palabras, no pudo continuar, porque tenía un nudo en la garganta).

—Vamos, serenidad, amigo mío —dijo el tutor dándole en el hombre unas suaves palmaditas; quizá no llegará ese extremo…

—Entonces, prosiguió el padre de Arturo, reponiéndose un poco; yo confío en que vos venderéis estas alhajas, y aseguraréis a mi hijo una pensión. No le deis más que lo necesario para vivir, porque es muy gastador, y…

—Fiad en mí, señor don Antonio; yo desempeñaré esta obligación sagrada con el amor de un padre.

—Y no hablo a usted más que de mi hijo, porque mi pobre mujer… pocos días tendrá de vida… Es horrible, horrible mi situación.

El padre de Arturo dejó caer su cabeza entre sus manos, y se puso pálido como un muerto.

El tutor de Teresa, con una solicitud grande, le hizo respirar algunas sales, y le dio un vaso de agua con unas gotas de éter sulfúrico.

El viejo la picaba de médico, y aseguró a don Antonio que era una afección nerviosa la que tenía y nada más.

Don Antonio permaneció cosa de media hora sin poder hablar, durante cuyo tiempo el tutor de Teresa trataba de exprimir los ojos y de poner la cara más afligida del mundo.

—¡Eh, amigo mío! —dijo don Antonio—, fuerza es resignarse a sufrir el golpe; me voy, y le ruego, por lo que más haya amado en el mundo, que sirva de padre a mi hijo y que no le abandone.

—No haya cuidado, señor don Antonio, y Dios le dé valor y fortaleza.

—Aire, aire necesito —dijo don Antonio cuando acabó de bajar la escalera, y montándose en su coche flamante, se dirigió a la Alameda, al Paseo de Bucareli, a las hermosas calzadas de árboles que hay en las cercanías de la ciudad.

—¡Ánimo! —dijo, aun podré todavía reparar mi fortuna; el aire fresco del campo me ha despejado un poco la cabeza y comunicado nuevo aliento.

Ordenó al cochero que se dirigiese a la Lonja; y como ya eran las dos de la tarde, comenzaban a entrar los corredores y almacenistas extranjeros. Don Antonio pisó con cierto desconsuelo ese edificio, donde tantos y tan buenos negocios había hecho.

Luego que entró al frío y espacioso salón, se le rodearon algunos de los que tienen por oficio, no sólo hacer negocios, sino indagar las noticias políticas y preguntarlo todo con una escrupulosa minuciosidad.

—¿Qué tenemos, don Antonio? ¿Qué nos cuenta usted de nuevo?

—Nada… parece que hay su alarma —contestó afectando indiferencia el padre de Arturo—, pero yo acabo de salir de casa, y no sé…

—Pues se halla usted muy atrasado, mi buen don Antonio —dijo un comerciante—, se hallan presos ya don Esteban, don Espiridión, y don Ambrosio; y a siete oficiales les están formando causa para fusilarlos, y otros siete han salido ya para Perote y Ulúa.

Don Antonio se puso algo pálido, fingió que tosía y se puso el pañuelo en la boca.

—Vaya —dijo otro—, don Antonio nos quiere hacer rabiar. No hay hombre de mejores narices que él, y ahora se hace de las nuevas.

—Positivamente no sé nada, señores —replicó don Antonio—, y por tanto les suplico que me impongan de lo que haya…

—Pues la cosa es muy sencilla —dijo un corredor—, en este país se hace todos los días un pronunciamiento, o por lo menos se fragua. Anoche descubrió el gobierno una conspiración reducida a posesionarse de Palacio, a asesinar al Presidente y a los Ministros, y a proclamar la libertad… No nos cansemos, mientras no se comience en este país por ahorcar a media docena de bribones, no hemos de tener paz, ni orden, ni garantías.

—Vamos —dijo otro—, hay modo de hacer negocio. El ministro necesita hoy precisamente cincuenta mil pesos, y es tal la apuración, que sin duda admitirá tres o cuatrocientos mil en papeles.

—Ésa sí es buena noticia —respondió otro.

—De todas maneras hay modo de hacer negocio —interrumpió el que había hablado primero—, y yo digo que el que quiera entrar, puede hacerlo con los ojos cerrados.

Don Antonio, que encontró la oportunidad de escabullirse, y evitar que le hiciesen más preguntas acerca de la revolución, se dirigió a una de las mesas, tomó uno de esos grandes periódicos ingleses, y se puso a leer atisbando siempre a la puerta.

Tan luego como vio entrar a un personaje vestido de azul, de cosa de cincuenta años de edad, y con anteojos de oro y sombrero de falda muy ancha, se dirigió a él, y lo llamó aparte.

—Señor don Saturnino, podemos hacer un buen negocio: 40,000 en dinero; 100,000 en bonos del 26 por 100; 100,000 en certificados de cobre, y 100,000 en créditos anteriores a la Independencia. Todo esto será pagado con derechos de conductas y derechos de importación sobre Mazatlán, Tampico y Veracruz.

—Perfectamente —dijo don Saturnino—, váyase usted inmediatamente al Ministerio de Hacienda, y formalice la propuesta; pero que no suene mi nombre; ya sabe usted que a mí no me gusta aparecer en estas cosas.

—Muy bien, muy bien —dijo don Antonio, y ordenó a su cochero que lo esperase; se dirigió a Palacio, observó muchos grupos de gente, patrullas, los cañones en el patio y los artilleros con mecha en mano. Subió las escaleras, y zumbaron en sus oídos las palabras más desagradables. Las piernas le temblaban, y la sangre le subía de rabia. Entró al ministerio, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, y abrió las puertas con el imperio con que lo había hecho en otras ocasiones; pero se encontró con un viejo ordenanza que le impidió el paso, y le dijo terminantemente que no se podía entrar, porque el señor ministro estaba encerrado con unos señores generales.

—Dígale usted que aquí está su amigo don Antonio, que tiene un negocio urgentísimo.

El ordenanza introdujo el recado, y a poco salió diciendo:

—Dice el señor ministro que no sabe quién es usted, y que si quiere usted, que se aguarde.

El ordenanza cerró la vidriera y volvió las espaldas a don Antonio; éste se mordió los labios y se sentó con despecho en el sofá.

Largas dos horas pasaron, y cuando ya nuestro personaje había perdido la paciencia y trataba de marcharse, fue cuando se abrieron con estrépito de par en par las vidrieras, y salió el ministro seguido de multitud de jefes y de oficiales, vestidos de todo género de colores y llenos de relumbrantes bordados, de cordones y de cruces de oro y esmalte. Detrás de esta brillante comitiva iban porción de viejas con sus mantillas y túnicos rotos y parduzcos, gritando que no tenían qué comer. Don Antonio se puso de pie, y salió al frente del ministro, pero éste torció el camino y haciéndose, como suele decirse, de la vista gorda, dejó a nuestro hombre con la palabra en la boca y la mano tendida.

Don Antonio creyó que la cólera lo ahogaba, y bajó las escaleras del Palacio, apoyándose en el barandal, porque un vértigo se había apoderado de su cabeza.

—No hay esperanza —murmuró entre dientes, y se dirigió a la Lonja, donde se encontró con que dos o tres le salieron al encuentro a noticiarle que su hijo Arturo había sido reducido a prisión.

Esta noticia puso colmo a la aflicción de don Antonio, y salió vacilante, pálido como un cadáver, montó en su coche y se dirigió a su casa. Al llegar a ella, se encontró con los dependientes encargados de cobrar las libranzas, las que, no habiendo sido pagadas, fueron a pocos momentos protestadas ante un escribano.

Don Antonio soportó con dignidad y con resignación este último golpe; y entrando en la recámara de su esposa, le dijo:

—Todo está consumado, ya no hay esperanza.

—¡Pero mi hijo, mi hijo! —dijo la señora haciendo un esfuerzo para levantarse, y enclavijando las manos.

—Está salvado, las alhajas están depositadas en manos de un hombre de mucha reserva y probidad, y con su valor tendremos para pasar humildemente los pocos días que nos quedan de vida, y nuestro hijo no morirá de hambre, ni pasará por las humillaciones de la pobreza.

—¿Y no está ahí Arturo? ¿No vendrá pronto? —preguntó la madre—. Yo lo impondré de nuestra desgracia, y él se conformará… el pobre muchacho me quiere tanto…

—No, acaso no vendrá esta noche —contestó don Antonio algo turbado—, porque lo he enviado a San Ángel a un asunto… pero no te aflijas, hija mía… tranquilízate mientras doy algunas disposiciones.

Don Antonio se metió a su gabinete, y escribió la siguiente carta.


Señor don Pedro:

El golpe lo he recibido ya, y mañana serán entregados todos mis muebles y bienes a los acreedores. Mi hijo está preso, y nosotros sin tener ni qué comer. Suplico a usted me mande quinientos pesos a cuenta del valor del depósito que le confié.
 

A poco volvió el criado, y trajo la siguiente contestación:


Amigo y señor de mi atención:

Siento en mi alma la funesta desgracia que han sufrido los intereses de usted, pero no siendo los bienes que poseo míos, sino de una niña que veo como mi hija, y que dentro de pocos días deberá casarse, me es imposible prestar a usted la cantidad que necesita. Juzgo que el golpe que usted ha sufrido, ha descompuesto algún tanto su cerebro, porque me habla usted de un depósito que me ha confiado y es la primera noticia que tengo, sin duda ha de haber sido otra persona, y la desgracia que ha sufrido usted le ha hecho perder la memoria.

Vea usted en qué cosa puede servirlo su atento amigo y S. S. Q. B. S. M.

Pedro…
 

Don Antonio limpió sus anteojos, y leyó, una, dos y tres veces la carta; y cuando acabó la tercera lectura, un golpe de sangre le atacó al cerebro, y cayó sin sentido en el suelo.

VIII. Santiago Tlaltelolco

—Vamos, alerta Turco, y cuidado con mascar la caza… Ya sabes que te cuesta muy caro esa maña… Vamos a ver qué haces con ese aguilucho que está en aquel árbol, y voy a tirarle… mira… pon cuidado.

El perro, con una maravillosa inteligencia, dirigió su vista hacia el árbol que le señalaba su amo; dio dos o tres brincos, y después, meneando la cola, se colocó junto al cazador gruñendo tímidamente.

El cazador preparó su escopeta, apuntó al aguilucho, y por fin, disparó. El pájaro voló de la rama, y fue a caer en una barranca a poca distancia.

El salir el tiro, volar el pájaro y correr ladrando en su seguimiento, fue todo obra simultánea y de un instante.

El perro, precipitándose violentamente por el declive de la barranca, llegó poco tiempo después que el ave herida de las alas y sin fuerza, había caído en medio de un arroyo, que con estrépito y saltando entre rocas y arbustos, corría en el fondo del precipicio.

—¡Hola! Turco, aquí, aquí, sin destrozar el pájaro… pronto, aquí, bribón… toma, toma.

El cazador, al mismo tiempo, que con toda la fuerza de sus pulmones hablaba con su perro, había echado su escopeta al hombro, y con una ligereza comparable a la del fiel sabueso, descendía por una estrecha vereda. El perro, que después de perseguir al aguilucho logró cogerlo, subía con rapidez hacia donde se hallaba su amo.

—¡Pícaro! ya comenzabas con tu maña vieja, y has destrozado un ala a esta infeliz águila, como si no hubiese sido bastante la munición.

El Turco, humildemente dejó el ave a los pies de su amo, se acostó en la tierra, y volvió a gruñir tristemente, como si llorara por la reprimenda de su dueño.

—¡Dios mío! —dijo el cazador—, hay en esta barranca tantos conejos como piedras. Tres días enteros pasaría yo aquí sin comer.

Mientras esto decía, volvió a cargar su escopeta, que era de una excelente fábrica inglesa, y disparó, casi sin apuntar, a la multitud de conejos que saltaban de los matorrales. El perro, avisado, listo y atento a los movimientos de su amo, se lanzó sobre la caza inmediatamente que oyó tronar el fulminante, y trajo a poco en la boca un conejo; y sea dicho de paso, con la mayor delicadeza, de suerte que su amo en vez de reñirlo, le hizo muchas caricias, a que el perro correspondió abundantemente. Volviendo a cargar su escopeta, repitiendo la misma conversación con el Turco, el cazador, no sólo bajó hasta el fondo del precipicio, sino que subió a una eminencia situada en el parte opuesta, y desde donde se descubría una de las más encantadoras vistas.

El sitio en que pasaba esta solitaria escena entre un cazador y su perro, era en la cumbre de la Sierra Madre, en el camino de Tampico, y a dos o tres leguas de un pueblecito llamado Jaumabe.

Algunos de los lectores, que hayan subido a la cumbre de la alta cordillera, podrán recordar la fría y delgada atmósfera que se respira; la majestad infinita en que se encuentra el hombre que mira aglomerarse las nubes a sus pies, y formarse las tempestades, la pintoresca vista de los arroyos, que, como serpientes fabulosas con escamas de plata, se deslizan y pierden en medio de los espantosos precipicios que forman las montañas; y luego, entre las rocas áridas y enormes, hay a veces un pequeño valle, ameno, verde, fresco, lleno de flores silvestres, con un estanque cristalino y un bosquecillo de árboles. Tendiendo la vista, se divisan o inmensos valles, que se pierden entre la bruma y las nubes de púrpura que van elevándose del horizonte, o series de montañas, colocadas unas tras otras, como una perspectiva, donde van disminuyéndose, y deslavándose las tintas azules, hasta formar un medio color vaporoso e indefinible: tal era la perspectiva que tenía el cazador delante de sus ojos, y la cual contemplaba extático volviéndose hacia todas partes, y examinando cada uno de los puntos con una minuciosa atención.

—Es divino este paisaje —dijo el cazador, suspirando y limpiándose con su pañuelo el sudor que corría por su frente—, me encantan estas vistas, mi pasión dominante es la caza y me estaría semanas enteras en las montañas, pero esta grandeza de la naturaleza, este silencio, esta soledad, lastiman demasiado mi corazón; y si no me preocupara tanto la caza, puede ser que me hubiera disparado un tiro.

El cazador se quitó el morral que tenía lleno de aves, y se recostó debajo de un árbol frondoso y copado.

El Turco, meneando la cola, y con el mejor humor del mundo, daba saltos y brincos sobre su amo, y le lamía el rostro y las manos.

Cosa de media hora permaneció el cazador en una especie de éxtasis o meditación que cesó cuando distinguió tres hombres a caballo, que venían por un estrecho sendero practicado en un costado de la montaña, único camino posible en aquella serranía.

El cazador se puso en pie, echó su morral y su escopeta al hombro, y descendió por la pendiente con la misma presteza con que había subido. Saltando con ligereza atravesó el arroyo, y subió al punto desde donde había tirado al aguilucho. A este tiempo, los tres hombres que había divisado, estaban ya muy cerca. Uno de ellos, que montaba un hermoso caballo colorado Sangre linda, le puso espuelas, y se adelantó a galope, hasta el punto en que se hallaba nuestro infatigable cazador, y que era precisamente uno de esos pintorescos pedacitos de tierra frondosos y llenos de árboles.

—Tunante —dijo el cazador—, hace tres horas que te estoy aguardando…

—¿Qué quieres? el camino es pésimo, y por poco se desbarranca la mula.

—¿No hubo novedad?

—Ninguna, y sólo tengo el sentimiento de que los informes salieran falsos. Ni rastro de ese demonio de viejo.

Tengo un hambre insoportable, porque esa barranca que está adelante, la he subido y bajado dos veces. Haz venir la mula, y haremos un almuerzo pastoril, y después platicaremos detenidamente, porque me parece cosa milagrosa que nos hayamos reunido otra vez, después de tantas desgracias y contratiempos. Tú y yo tenemos muchos motivos de darnos un tiro; mas para eso, cualquier tiempo es bueno… Es menester tener valor, verdadero valor, para soportar las desgracias… cazar y beber unos tragos de aguardiente de a 36 grados y hacer ejercicio… y recibir el día como lo mande Dios.

—Acá, acá, muchacho —dijo el cazador dirigiéndose a un mozo que traía la mula de carga. Entre amos y mozos descargaron la mula, quitaron el freno a los caballos, y debajo de un árbol dispusieron un almuerzo, que consistía en buenos trozos de queso, jamón, lenguas de cíbolo, algunas frutas secas, unos tragos de aguardiente, y agua fresca y pura que trajo uno de los mozos del clarísimo arroyo, que corría en el fondo de la barranca. A estos manjares, que todo viajero experimentado, debe llevar cuando atreviesa las asperezas de la Sierra Madre, añadieron un tierno y sabroso conejo, que con presteza, asaron los mozos al estilo de los presidiales de las fronteras.

Así que los amigos más bien devoraron, que no comieron, los manjares ya referidos, y que les parecieron más exquisitos, a causa del apetito que viene después de un ejercicio activo, abandonaron los despojos de este homérico banquete a los sirvientes, con encargo de que no dejaran sin su parte al activo y fiel sabueso, que con una humilde resignación se había contentado con olfatear los conejos y levantar sus ojos melancólicos cada vez que sus amos llevaban los manjares a la boca.

Los dos viajeros, como habrá podido maliciar el lector, era nada menos que el capitán Manuel y nuestro amigo Arturo.

En el capítulo anterior quedó Arturo en la fortaleza de Santiago y Manuel en camino para la de Acapulco. Se hacen, pues, indispensables, algunas explicaciones.

El padre de Arturo, atacado de una congestión cerebral, a causa de los infinitos pesares que le había producido su desgracia, y más que todo la ingratitud de don Fausto y la inaudita maldad del tutor de Teresa, permaneció en cama dos o tres días, privado de sentido y abandonado de todo el mundo, como sucede cuando cambia la fortuna. De la tertulia de grandes personajes, de todas clases y profesiones, que por las noches iban a su casa en elegantes carruajes a llenarlo de adulaciones y a tomar su sabroso chocolate, ninguno volvió, sabiendo que había quebrado; que su hijo estaba preso, y que la conspiración había sido descubierta; todos temieron complicarse y despertar sospechas; y sin cuidarse de la suerte de sus aliados, ni mucho menos de la del capitán, se escondieron los unos en sus haciendas o casas de campo, y los otros hicieron alarde de su adhesión al gobierno que querían derrocar, procurando ganar la amistad y confianza del Presidente y sus ministros. En cuanto al buen tutor de Teresa, valiéndose precisamente de estas circunstancias, logró hacer con el ministro de Hacienda un negocio, en que ganó algunos miles de pesos.

Entre tanto, como la ley del más fuerte es la que impera, y el gobierno, por débil que fuera, era mucho más poderoso que dos jóvenes calaveras, sin experiencia y sin apoyo, el capitán Manuel fue encerrado en el castillo de Acapulco, y al elegante Arturo se le dejó olvidado en un calabozo de Santiago, como se deja en un cuarto de una casa un trasto inservible.

El capitán Manuel, a los ocho días de permanecer en la fortaleza de Acapulco, fue acometido de unas calenturas intermitentes, y el padre de Arturo, sin haber podido volver a hablar, sin abrazar ni bendecir a su hijo, murió atendido amorosamente por su esposa, pero abandonado de todos los que en los tiempos de su riqueza se llamaban sus amigos.

La madre de Arturo, que, como se ha visto, estaba a orillas del sepulcro y arrastraba una existencia trabajosa y enfermiza, fue la que sobrevivió a esta catástrofe; y Dios le dio el valor necesario para soportar el dolor de ver muerto a su esposo, y de enterarse de que su hijo, víctima de una locura, o quizá de una calumnia, se hallaba encerrado en una prisión. La pobre señora, pálida, demacrada, vestida de luto, hizo una día un supremo esfuerzo; se levantó de la cama, y mandó traer uno de esos desbaratados y sucios simones, ella, la elegante, que siempre había atravesado las calles de la ciudad rápidamente en carrozas inglesas, tiradas por hermosos caballos, acompañada de una criada anciana, que necesitaba apoyo, y que sin embargo era la única persona en el mundo en quien tenía que apoyarse, se dirigió a la fortaleza de Santiago a ver a su hijo; un instante, de amor de madre le había vuelto la vida y las fuerzas.

Cuando llegó a la arruinada y solitaria fortaleza, tendió la vista, y observó con tristeza la cumbre de los volcanes alumbrada por los rayos del sol poniente, y la multitud de cúpulas brillando como si fueran de oro, con los últimos reflejos del astro. Suspiró profundamente; levantó los ojos al cielo, y cuando los bajó, dos lágrimas habían rodado por sus hundidas mejillas. Bajó del coche apoyada en la anciana; las dos estaban ya cercanas a la muerte, y caminaban con trabajo en la tierra. Al introducirse por aquellos patios sombríos y ennegrecidos por el humo; al subir por aquellas escaleras ruinosas y frías, sintió que las fuerzas la abandonaban, y que todos sus males se renovaban terriblemente. La vieja sirvienta, con una voz trémula, preguntó a un sargento, que tocaba una jaranita:

—¿Dónde está el cuarto del niño Arturo?

El sargento se la quedó mirando, y siguió tocando una sonata popular; la madre no podía soportar los acentos de esa música.

—Señor —dijo por fin con voz doliente—, soy su madre, su madre de Arturo, de un joven que está prisionero.

—Hay muchos prisioneros aquí, señora —contestó el sargento—: ¿es oficial?

—No, no es oficial; mi hijo es un joven, que debe usted quererlo mucho.

Y aquí la madre comenzó a hacer la descripción de su hijo, con el acento apasionado con que siempre las madres hablan de sus hijos.

—Sí, señora, lo conozco; vea usted, está en ese cuarto de enfrente —respondió el sargento, señalándole una puerta estrecha y pintorreada de color pardo.

La madre lentamente, y sin desclavar los ojos de aquella puerta, detrás de la cual estaba su hijo, la única ilusión que tenía en la vida, se dirigía para entrar; el sargento la contuvo, diciéndole que no se podía entrar, y que había orden estrecha de que permaneciera rigorosamente incomunicado; que si quería, fuese a la Comandancia General.

La madre sacó un peso, y se lo dio al sargento, diciéndole:

—Quisiera ver a mi hijo, ya que no puedo hablarle.

El sargento echó a andar delante de la señora; la llevó a un patio, y le señaló una ventana. Allí, sin corbata, pálido, con la barba crecida, aparecía como engastado en el cuadro de la ventana el busto de Arturo. La madre, extática como el niño a quien sorprende un juguete; como el ciego que vuelve a ver la luz; como el que ha perdido una alhaja de valor, y la encuentra, se quedó contemplando la figura de su hijo.

Arturo, por su parte, distraído, embebecido en sus pensamientos, miraba el horizonte, que terminaba en una cadena de altas montañas, de donde se descubrían algunas columnas de humo, que se desvanecían en el azul de los cielos.

—¡Arturo! ¡Arturo! —dijo la madre, enclavijando las manos; pero como su voz era muy débil, no fue escuchada por el joven.

La madre permaneció silenciosa e inmóvil, fijos los ojos en la pálida y hermosa figura de su hijo.

Arturo cambió la dirección de su vista, y dirigió una de sus miradas sobre la mujer enlutada que, como la estatua del dolor, parecía fijada en el suelo. De pronto no reconoció a su madre; pero los latidos de su corazón le anunciaron que era una mujer querida la que estaba allí. Después miró la fisonomía de la sirvienta, que, agobiada por los años, y también por el dolor de haber presenciado la catástrofe de la casa, estaba muda y silenciosa junto de su ama.

—¡Madre!, ¡madre! —dijo Arturo conmovido—, ¿por qué es ese luto?, ¿por qué ese rostro pálido y tan cadavérico?

La madre se limpió los ojos con disimulo, procuró sonreír, y no pudiendo hablar, saludó con su pañuelo a Arturo.

—¿Por qué es ese luto, madre? —volvió a preguntar Arturo—. El viento es fuerte y muy frío, y también podría usted morir… ¿Es verdad que ha muerto mi padre?… Sí, esta inquietud, estos latidos de mi corazón, me anuncian que somos muy desgraciados.

Como el joven dijo en voz alta y perceptible estas palabras, llegaron a oídos de la madre, quien inclinó la cabeza, y llevó su pañuelo a los ojos.

—¡Muy bien, madre! —dijo el joven—, ese luto y esas lágrimas me confirman que mi padre ha muerto. Pero recordad, que no tengo ya en el mundo más que a mi madre.

—Y yo vivo unos momentos más, sólo por mi hijo —dijo la madre en voz baja.

—¡Y no poderla abrazar!… ¡no poder enjugar sus lágrimas con mis besos!… ¡Oh!, ¡eso es cruel! —exclamó Arturo, queriendo romper los fierros de la ventana.

Y la madre, como si también hubiera participado del pensamiento de su hijo, dijo con voz adolorida:

—¡Y no poder darle un abrazo antes de morir!… ¡Si yo besara su frente, sería muy feliz!

Diciendo estas palabras, y sintiéndose muy fatigada, hizo una señal de adiós a su hijo, y se retiró apoyada de la anciana.

Al día siguiente aun tuvo fuerzas para volver a salir a la calle, y entonces se dirigió a la Comandancia General y a los ministerios, para solicitar que le concedieran el ver a su hijo, siquiera una sola vez; pero todo en vano. De una oficina la enviaban a otra, y en todas ellas no recibía más que desaires y desengaños. Retiróse, pues, a su casa, convencida de que Dios le privaba antes de morir, del placer de ver a su hijo. Como ya le era imposible levantarse, escribió a Arturo la siguiente carta:


Hijo de mi corazón:

Antes de leer esta carta, es menester que te prepares a resistir el dolor, y que te sirva de ejemplo esta mujer enfermiza y aislada, que no tiene en los últimos instantes que le quedan de vida, más compañeras que la fe y la esperanza en Dios.

Tu padre ha muerto a consecuencia del pesar que le causó la pérdida repentina de todas sus riquezas. ¡Ésta es una lección dura para nosotros, pero que debe recibirse como enviada de la mano de Dios! Yo quería que tú no fueras pobre, y tu padre depositó todas mis alhajas en poder de don Pedro N… Y este hombre, lleno de honradez, según decía tu padre, ha negado el depósito…

Yo muero pobre, y tú quedas también en la miseria. El único patrimonio que te queda, es esa bolsa con 500 pesos en oro, que te envío, y que debes a mi amorosa solicitud. Fuerza es decirte, hijo mío, que me restan muy pocos días de vida, y que ya no tendré la incomparable dicha de besar tu frente pálida y hermosa… Vas a quedar huérfano… ¿sabes lo que es ser huérfano en el mundo?, ¿sabes lo que es no tener una madre? Es estar solo; completamente solo en el mundo.

El amor del hermano, el cariño de un amigo, el amor de una querida, son nada comparados al amor de una madre, y de una madre como yo, para quien has sido su adoración. Ya que el Señor ha dispuesto que no pueda yo dejarte ningunos bienes, debo al menos encargarte que mis consejos se graben en tu corazón. Ante todas las cosas, sé religioso, hijo mío; espera y confía en Dios. Tú no sabes aún cuántos y cuán eficaces consuelos nos da la religión en los momentos de desgracia. ¿Crees que si Dios no me hubiese concedido el don de la fortaleza, habría podido sufrir tan crueles golpes?

Y yo, hijo mío, en lugar de desesperarme y maldecir, he besado y bendecido la mano que me ha mandado las desgracias. Si por moda, o por despecho, pierdes las creencias religiosas, serás mucho más desgraciado. Cuando estés en esos momentos terribles, en que se reniega de Dios y de la vida, recuerda aquel tiempo, en que te sentaba sobre mis rodillas, y acariciando tus cabellos, y cubriendo de besos tus lindos ojos y tus blancas mejillas, te enseñaba yo que había un Dios, que había criado el cielo azul, las olorosas flores y los primorosos pájaros.

Perdona a tus enemigos; ama a tus semejantes; jamás se reconcentre en tu corazón el odio. Practica la caridad, para que, como Job, puedas decir en cualquiera época de tu vida: «He sido el ojo de los ciegos, el pie de los cojos, el padre de los desvalidos». Que ahora, que por la desgracia y la orfandad, vas a conocer el lado más horrible de la vida, se graben en tu corazón estas máximas, que te darán consuelo y resignación. Ya ves, hijo mío, tu pobre madre, que quisiera para ti todos los tesoros del mundo, no tiene más tesoro que dejarte, que el de sus consejos; y aunque no puede despedirse de ti, te envía su bendición. Adiós, mi Arturo, mi hijo querido: recibe el último beso, que te envía

Tu Madre.
 

Luego que la señora acabó de escribir esta carta, sobre la cual habían caído algunas lágrimas, las fuerzas le faltaron, pues había concluido la energía de las emociones que retenían su alma en su enflaquecido cuerpo. Envió, pues, a Arturo la carta, el dinero y algunos libros; y cuando vinieron a decirle, que su hijo la había recibido, entró en una aparente tranquilidad. En la noche llamó a la vieja criada, y con voz apagada, ya, pero con sus potencias expeditas, hizo las disposiciones para su entierro, se confesó y recibió los Santos Sacramentos. Al día siguiente, a la madrugada, dirigiendo a Dios sus plegarias, y pronunciando el nombre de su hijo, cerró apaciblemente sus ojos, para dormir en la tumba el último y eterno sueño. Su cadáver fue encerrado en un cajón común, y llevado al panteón de Nuestra Señora de los Ángeles. Los únicos dolientes eran: Mónico el portero y la antigua sirvienta, un par de viejos que habían sobrevivido a la momentánea ruina de una de las más opulentas casas. El vástago de ella, el jovencito educado en Inglaterra, quedaba olvidado en un calabozo, a merced de las pasiones y de los viles manejos que en este desgraciado país se llaman política.

En cuanto a Arturo, como ya se ha visto, que en medio de su locura y de su versatilidad, idolatraba a su madre, la carta que recibió le hizo una profunda impresión. Luego que acabó de leerla, la besó muchas veces con ternura y veneración; la dobló cuidadosamente, y la puso sobre su corazón, como si deseara que las líneas que en sus últimos momentos había escrito su madre, se introdujesen en su pecho. Después se sentó, mordió una punta de su pañuelo, y de sus ojos comenzaron de vez en cuando a caer algunas lágrimas; no salió de esta especie de doloroso letargo hasta que entró el oficial de guardia, quien prendad o de su carácter, había concebido vivas simpatías y sincera amistad por él.

—¿Qué ha sucedido, Arturo? —le preguntó.

—Un pesar de familia, amigo; mi madre, mi madre, está en los últimos momentos de su vida…

—Arturo, si quiere usted verla esta noche, lo podrá usted hacer, pero fío en que usted volverá, y en que se ocultará de todo el mundo.

—A estas horas mi madre ha de haber muerto; pero acepto siempre su ofrecimiento, amigo mío —dijo Arturo, estrechando la mano del oficial.

—Muy bien, yo daré a usted mi capa, y a las oraciones podrá salir, y volver a las nueve, porque si al jefe de día se le da la gana de ver a los prisioneros, seré hombre perdido.

—¡Gracias!, ¡mil gracias!, amigo mío —volvió a decir Arturo.

—Ahora, debe usted comer alguna cosa —dijo el oficial.

—Un poco de café.

El ordenanza trajo el café, y Arturo quedó aguardando con impaciencia el momento convenido.

Por un incidente imprevisto, relevaron al oficial a las cinco de la tarde, y Arturo no pudo verificar ya su salida.

Inútil sería pintar los sufrimientos del joven; el que se haya visto durante muchos días privado de la comunicación con la sociedad, solo y aislado con sus propios dolores, comprenderá cuánto debía ser su martirio. Los primeros días, la carta de su madre era un escudo que tenía contra la impaciencia y la desesperación, y cada vez que le venían ímpetus de estrellarse la cabeza contra los fierros de la ventana, la leía, y le sobrevenía una humilde, aunque triste resignación. Pasaron días y más días, y entraban y salían oficiales de guardia; unos cariñosos y atentos con el prisionero, otros bruscos y altaneros; pero ninguno de ellos le daba esperanzas de libertad, porque, según decían, habiéndose perdido la sumaria que se comenzó a formar, no podían tomársele ningunas declaraciones, ni resolver absolutamente sobre su suerte.

Tantos días de encierro, tantos días de soledad, tan cruel injusticia, fueron insensiblemente criando en el alma del joven un odio profundo a la sociedad, y llenando de amargura su corazón; así es que, su carácter se volvió sombrío, feroz, intratable. La carta de su madre no le servía ya de talismán; y además, un recuerdo momentáneamente adormecido, con sus inesperadas desgracias, se presentó de nuevo, agudo y punzante en su memoria; este recuerdo era el de Aurora. Mientras él, pobre, desvalido, abandonado de todo el mundo, gemía en una prisión, Aurora, alegre, hermosa como una ave del Paraíso, reía, platicaba, embelesaba con su canto a los mil amantes y adoradores, que todas las noches concurrían a la tertulia de su casa. Arturo estaba celoso, y concebía tremendos y descabellados proyectos; y sólo estaba a la mira de que entrase de guardia algún oficial con quien pudiera entenderse, para pedirle una noche licencia, y aparecer de repente pálido, con la barba crecida y el vestido desordenado, a confundir, a saciar su ira y a vengarse de sus penas en aquellos entes miserables y ridículos, que gozaban de las sonrisas y de las miradas de Aurora. Otras veces la aborrecía tanto como al perverso viejo, que le había robado el patrimonio de su padre; pero en el fondo, la desgracia y la soledad le habían avivado su naciente pasión, y la realidad era que estaba frenéticamente apasionado de Aurora, y apasionado… sin esperanza.

Sin esperanza, sí, porque aun cuando saliera de la prisión, estaba resuelto a no volver a ver a una mujer ingrata, que lo había abandonado en los momentos solemnes de su desgracia. Y por otra parte, pobre, sin aquel brillo y aparato, que es necesario para dominar hasta cierto punto el corazón de una mujer coqueta y frívola, ¿con qué títulos debía presentarse Arturo en lo sucesivo, en esa brillante tertulia, donde en tiempos mejores había dominado como un rey absoluto? Arturo, en este punto no encontraba remedio, y un pesar sordo oprimía su corazón; y cuando se apartaban un momento de su mente estos pensamientos, eran reemplazados por otros más funestos. Todos los días, a la misma hora en que le había hablado su madre por última vez, Arturo se asomaba a la ventana, y creía ver acercarse lentamente, como una sombra silenciosa empujada por la brisa de la tarde, una figura vestida de luto acompañada de una anciana. La figura llevaba a su rostro un pañuelo blanco; después lo tendía en el aire, como en señal de despedida, y entonces los ojos del joven se encontraban con la opaca y llorosa vista de la madre. Arturo, todas las tardes, por una especie de instinto, salía a la ventana; allí la fuerza de su fantasía le representaba la escena que acabamos de describir; y cuando la visión terminaba, Arturo, cabizbajo, pensativo y sombrío, y revolviendo en su cabeza el más extraño conjunto de ideas se retiraba y se arrojaba en su lecho; entonces no pensaba ni en su orfandad, ni en su pobreza, ni en Aurora, sino única y exclusivamente en su madre.

De esta manera transcurrían largos y llenos de fastidio los días del prisionero; su rostro se iba extenuando, su barba crecía, los ojos se hundían en sus órbitas… ¿Y Celeste? Es menester decir que aunque preocupado enteramente con el amor de Aurora, sentía una profunda simpatía por la muchacha, y tenía la más viva curiosidad de averiguar qué resultado habían tenido las diligencias del padre Anastasio en su favor. Revolviendo así en su cabeza tan distintos y encontrados pensamientos, Arturo, como hemos dicho, pasó muchos días de soledad. Una de tantas tardes en que Arturo, enajenado con la visión, permanecía en la ventana, sintió que le tocaban suavemente el hombro; volvió la cara, y se encontró con Rugiero.

Arturo de pronto se sobresaltó; pero este movimiento fue instantáneo; y como hacía tanto tiempo que no tenía comunicación con sus amigos, y con las personas con quienes estaba acostumbrado a tratar, no pudo menos de echarse en los brazos de aquél, por uno de aquellos movimientos involuntarios que no pueden reprimirse. Rugiero lo abrazó también con amistad y ternura, y lo invitó a que se quitase de la ventana; Arturo obedeció con la humildad de un niño, y ambos amigos se sentaron, uno enfrente del otro, en unas desquebrajadas y ordinarias sillas.

Rugiero estaba vestido, poco más o menos, de la misma manera que cuando Arturo lo vio por primera vez en su casa, y sólo podía notarse, que en vez del fistol de hermosos brillantes que el lector conoce, y que ha sido objeto de la codicia de todos los que lo han visto, tenía en su blanca y fina camisa de holanda, un ópalo tan pequeño, que sólo cuando lo hería diagonalmente la luz, se observaba como si estuviera adherida a la camisa, una chispa encendida. Arturo notó también que Rugiero tenía un chaleco de terciopelo, de un color incomprensible, y que tan pronto, y según le daba la luz, aparecía de un color sanguinolento, como de un tristísimo morado. La última y rápida observación que hizo el joven, fue que su amigo jamás cambiaba de moda en cuanto a las botas, y que siempre terminaban en una exagerada punta.

Después de hacer con la brevedad del pensamiento, es decir, con más brevedad que el relámpago estas observaciones respecto al vestido, hizo otras con respecto a la aparición de Rugiero; la cerradura y gonces de la puerta hacían cada vez que se abría, un destemplado ruido, y a pesar del profundo silencio no había oído abrir. Además, ¿cómo lo había dejado entrar el oficial de guardia? Arturo, a pesar de estas conjeturas, que de pronto le hicieron olvidar los pensamientos lúgubres en que estaba sumergido, no quiso hacer ninguna pregunta a Rugiero, y se sentó pensativo, y bajó los ojos, porque cuando los fijaba en el chaleco de terciopelo, sentía que un vértigo quería acometerle.

Rugiero se abotonó la levita, adivinando sin duda el motivo por qué el joven no podía dirigirle la vista; y Arturo respiró como desahogado de un peso, y dirigió ya libremente la vista a su amigo, sin que dejara de llamarle la atención el ópalo pequeñito; de vez en cuando se le figuraba también que en los ojos de Rugiero brillaba una chispa de fuego.

—No os entreguéis tanto a la pena, Arturo —dijo Rugiero—. ¡Todas las tardes una misma cosa! Al fin os llegaréis a olvidar enteramente…

—¿Qué queréis, Rugiero? —dijo el desconsolado joven—, cuando uno está solo y olvidado de sus queridas, de sus amigos, de todo el mundo, ¿qué ha de hacer, sino formarse un mundo secreto de fantasmas, de visiones halagüeñas y de quimeras? Todas las tardes viene mi madre; la veo enlutada, llorosa, dirigiéndome su última mirada llena de lágrimas, y su último adiós con su blanco pañuelo; la brisa de la tarde me trae esta visión adorada, que se desvanece y pierde con los últimos rayos del sol. En la noche, agobiado de melancolía y cuando quieren asomar a mis ojos las lágrimas, se me aparece radiante y hermosa la figura divina de Aurora; escucho su voz armoniosa y las dulces notas de su piano; respiro el perfume de las rosas naturales que tiene entrelazadas entre sus blondos cabellos, y un mar de deleites baña mi alma, si mis ojos se encuentran con los suyos, y su amable sonrisa, descubre una hilera de dientes lustrosos y blancos. Y así, en esta especie de insomnio paso las noches, y al día siguiente el rechinido de los gonces de la puerta, cuando entra un soldado a darme el desayuno, me recuerda que estoy preso, que no tengo querida, que no tengo amigos, que mi madre no existe, y que donde quiera que vaya, no encontraré más que el desamparo, la miseria y la soledad… Ya veis, Rugiero, es la realidad horrible.

—En todo lo que habéis dicho, Arturo, no encuentro cosa digna de contestar —respondió Rugiero con su acostumbrado tono sarcástico—, sino los cargos que me hacéis. Yo no he estado en México; un asunto urgente me llamó a los Estados Unidos, y hasta ayer que llegué, no he sabido vuestras desgracias. Si yo hubiera estado aquí, no habríais sufrido nada, porque yo habría salvado de la quiebra a vuestro padre, y le habría puesto en las manos armas bastantes para defenderse de sus enemigos… Pero ya esto no tiene remedio… por ahora, y para que no os quejéis de la soledad, os traigo un compañero.

—¿Un compañero? —preguntó Arturo—, ¿dónde está?

—Aquí lo tenéis.

Rugiero sonó los dedos, y salió de debajo de su silla un hermoso perro sabueso. Era el animal blanco y bien manchado de negro con unas hermosas orejas suaves y cubiertas de un pelo que parecía de seda; tenía unos ojuelos inteligentes y vivarachos y que revelaban la noble raza de que procedía.

—Es un excelente cazador —dijo Rugiero— y un compañero fiel; así que se acostumbre a vuestra vista, cuando estéis enfermo, os calentará los pies; cuando estéis triste, os hará mil fiestas y os lamerá las manos; cuando estéis en el camino, velará vuestro sueño, y cuando os entreguéis a la caza, lo veréis lanzarse entre las barrancas y las lagunas tras de la presa; y en una llanura, os parecerá que el animal tiene las alas de un águila.

El noble sabueso parecía satisfecho de escuchar tales elogios, y con timidez, y moviendo la cola, levantó las dos manos y las puso en las rodillas de Rugiero.

—Mira, Turco —le dijo Rugiero acariciándole la cabeza—, este señor va a ser tu nuevo amo; quiérelo mucho, y pórtate bien; ve a hacerle cariños.

El sabueso dio, alegrísimo, dos o tres vueltas alrededor del cuarto, y habiéndolo llamado Arturo, vino a poner sus manos en sus rodillas.

—Rugiero: no sois capaz de imaginaros cuánto os agradezco este regalo —dijo Arturo, haciendo mil cariños al sabueso—. He oído, o leído, que un prisionero comenzaba ya a domesticar una araña; estaba yo pensando hacer lo mismo; pero prefiero a este hermoso animal, y puede ser que me haga olvidar hasta el amor de Aurora.

—Ya veis, Arturo —dijo Rugiero—, que no busco a los amigos cuando están en la opulencia; pero que los visito cuando se hallan en una prisión. Ya os he traído un compañero, y dentro de pocos días espero que podréis tomar una escopeta, y salir a cazar por los hermosos alrededores de México.

—¡Cómo! —preguntó lleno de placer Arturo—, ¿créeis que saldré pronto de esta maldecida celda?

—Así lo espero; la revolución está ya muy adelantada, y cuando caiga el gobierno, se abrirán para vos las puertas de esta prisión, y para el joven Manuel las del castillo de Acapulco.

—¿De Acapulco? —preguntó el joven—, pues, ¿y qué ha ido a hacer Manuel al castillo de Acapulco?

—Parece que habéis perdido la memoria, amigo mío.

—Es verdad, es verdad —exclamó Arturo, dándose una palmada en la frente—. Creed que todo lo que por mí pasa, me parece un sueño.

—La vida es un sueño, según ha pretendido demostrarlo en una comedia el viejo Calderón de la Barca; pero lo que tiene una poca de realidad es, que mi fistol está en poder de don Pedro, tutor de Teresa.

—¡El fistol en poder de don Pedro! —dijo Arturo asombrado.

—Ni duda.

—Pero, ¿cómo sabéis?…

—Porque he estado a visitarlo en su casa, y se lo he visto en la camisa.

—¿Es posible, Rugiero?

—Como observó que yo fijaba mi atención, me dijo que lo había comprado a vuestro padre en una gruesa suma de dinero…

—¡Imposible, Rugiero! ¡Imposible!, no creáis semejante cosa —dijo el joven con visibles muestras de aflicción.

—Yo no he dicho que lo creo, amigo mío —contestó Rugiero con cariño—, sino que refiero simplemente el hecho.

—Ya recuerdo —interrumpió Arturo, volviendo a darse otra palmada en la cabeza…— mi memoria está perdida, y no puedo ni aun tener presentes las cosas más importantes. Mi padre, creyendo que ese viejo era un hombre honrado, depositó en su poder unas alhajas que mi buena madre había querido consignarme, para ponerme a cubierto de la miseria. Concibo que como no dio documento, ni testigo alguno presenció este acto, el bribón pudo negar a mi padre el haber recibido las alhajas; presumo que mi padre incluiría el fistol con las demás prendas. Está suficientemente explicado el asunto, Rugiero.

—Me parece exacto vuestro razonamiento, Arturo.

—Sabéis, Rugiero, que soy un hombre de honor; no tengo con qué pagaros; pero os prometo que el mismo día en que salga de esta prisión, tomaré una pistola, y la dispararé sobre la cabeza de ese bandido, vengando al capitán y vengándome yo también.

—Y a fe —dijo Rugiero—, que el capitán tiene motivos sobrados para aborrecer al viejo, porque él ha sido nada menos la causa de su destierro.

—¿La causa de su destierro decís? —preguntó Arturo.

—Exactamente, porque él fue el denunciante de la conspiración que vos ignoráis, y que se tramó en la casa de vuestro padre. Manuel, comprometido por vuestra amistad, se prestó a ser instrumento; y entonces el viejo, que estaba en el secreto de todo, encontró oportunidad para alejarlo, e impedir con esto el proyectado casamiento con Teresa. Ya veis que, y aunque indirectamente, él ha sido también la causa de la muerte de vuestros padres y de vuestra completa ruina… No se puede negar que ese hombre tiene talento.

—Y lo que decís, ¿es cierto? —preguntó Arturo con una voz concentrada y después de algunos momentos de silencio.

—Evidente, como estar nosotros aquí sentados —contestó Rugiero con tono afirmativo.

Arturo sacó del bolsillo la carta de su madre, la hizo mil pedazos y los arrojó por la ventana.

—¿Qué hacéis? —preguntó Rugiero.

—Tenía yo un talismán —contestó Arturo—, que me precavía de las malas pasiones; pero ahora estoy libre, estoy contento, porque alimento en mi corazón una esperanza como la del amor, como la de las riquezas.

—¿Y qué esperanza es esa? —preguntó maliciosamente Rugiero.

—¡La venganza! —respondió Arturo levantándose de su asiento, apretando los puños, y recorriendo a grandes pasos el cuarto, como un león irritado en el estrecho tramo de su jaula—, el día en que yo logre ver a este hombre inicuo revolcándose en su sangre y exhalando entre dolores horribles el último suspiro, entonces será el momento más venturoso de mi vida; y ni el sol me calentará, ni la comida me sustentará, ni vendrá el sueño a mis ojos, ni refrescará mis sienes el soplo del viento, hasta que no haya conseguido una venganza completa y haya visto morir al asesino de mis padres, al perseguidor de mi amigo y al ladrón de mi fortuna.

Todas estas palabras, que salían de su boca como siniestros presagios, las decía Arturo con una voz ahogada por la rabia, y sin cesar de pasearse de uno a otro extremo del cuarto. Cuando acabó de pronunciar su última sílaba, faltándole las fuerzas, se dejó caer en la silla; Rugiero entonces, con la mayor calma, le dijo:

—Lo que vos llamáis venganza, no es más que justicia, necesaria sobre todo en una sociedad como esta, en donde no se la conoce. Decidle a un juez: este hombre es el asesino de mi padre, el denunciante de un secreto, el ladrón de mi patrimonio; el juez os pedirá las pruebas, y como precisamente de los actos más reprobados e inicuos jamás hay pruebas, vos pasaréis por un infame calumniador, y vuestro enemigo triunfante sonreirá al ver vuestro despecho y vuestra derrota. Así, lo que vos creéis venganza, no es en realidad más que una inflexible justicia, que es necesaria e indispensable.

—Es verdad, es verdad; justicia —dijo tristemente Arturo, cuyas pasiones halagaba el lenguaje de Rugiero—, y os juro que venganza o justicia, la he de tomar satisfactoriamente, aunque tuviera que ir al cabo del mundo.

—Ahora, todo lo que he dicho, es sincero —añadió Rugiero—, sin que a ello me mueva el deseo de recobrar mi fistol; no os he dicho que lo necesito, si viene a vuestras manos, me lo devolveréis; si no, paciencia.

—Gracias, Rugiero; pero el que me dispenséis de la obligación de devolveros el fistol, no cambia absolutamente en nada mi resolución; estoy afirmado en ella, y nada en el mundo me hará variar. No pienso ya en amores, ni en la fortuna; mi porvenir es la venganza; y ahora quisiera yo sufrir algunos meses más de prisión, para que mi alma acabara de llenarse de hiel.

—Pues ya os he dicho, Arturo; pronto el partido victorioso vendrá a abrir las puertas de esta prisión, y vos seréis el mártir de la libertad, y estaréis en posesión de adquirir empleos en la hacienda, y grados en la milicia y condecoraciones. Aprovechad la ocasión; tomad un empleo en una de las aduanas de los puertos del Sur; aprovechad el tiempo, para hacer tan breve como se pueda una fortuna; después os marcharéis a disfrutar en ese bello Parás, u os quedaréis en México, porque el que tiene dinero, en todas partes del mundo se divierte. Si ahora dais un balazo a ese viejo, os echarán mano, y os meterán en una cárcel de donde no saldréis en muchos años. Por el contrario, si sois un hombre de cien mil pesos de capital, os será muy fácil mandarle echar unos polvitos en el chocolate al pícaro viejo, o pagarle a alguno que lo mate a palos como a un perro.

—Todo eso será muy bueno, Rugiero, pero vos me habéis dicho que yo tenía justicia, y yo la he de ejecutar como un caballero, cara a cara con mi enemigo, sin valerme de una mano tenebrosa, que arroje un veneno en un manjar.

Rugiero lo interrumpió con una estrepitosa carcajada.

—¿Por qué os reís, Rugiero? —preguntó Arturo algo amostazado.

—Porque verdaderamente causa risa esos escrúpulos en un hombre que tiene la resolución de asesinar a otro.

—Entonces no os entiendo; vos me habíais dicho que era justicia y no venganza.

—Está bien; pero la sociedad lo calificará siempre como un asesinato. Lo que yo os he aconsejado, es, que ya que tenéis formada una resolución en vuestro espíritu, y que para vos es casi una necesidad aniquilar a un enemigo tan pérfido, lo hagáis de manera que no os resulte daño alguno.

»Es demasiado tarde ya, y me retiro —continuó Rugiero desabotonándose la levita, y como el cuarto estaba oscuro, pudo el prisionero notar que el chaleco morado parecía de una materia transparente y luminosa, y que el pequeño ópalo se encendía de vez en cuando, iluminando toda la camisa y reflejándose siniestramente en el pálido rostro del misterioso personaje.

Rugiero abrió la puerta, y los gonces no rechinaron; rozó con sus vestidos al centinela, y éste continuó durmiendo profundamente; por fin, atravesó, sin hacer el menor ruido, los silenciosos y lóbregos corredores, y los soldados que estaban recostados de distancia en distancia no se movieron. Arturo, asomando la cabeza por la puerta, vio, lleno de una especie de pavor, desaparecer a su fantástico amigo, y corrió en seguida a la ventana que caía al campo, y observó que Rugiero subió a un elegante carruaje tirado por dos caballos frisones, negros como el azabache, los cuales, al chasquido del látigo del cochero partieron a todo escape.

—Todas las acciones de este hombre me parecen fantásticas y sobrenaturales; pero voy creyendo que es una preocupación mía y nada más. En el fondo, Rugiero es un amigo, pues en todas las desgracias y aventuras que he tenido lo he encontrado dispuesto a servirme.

Haciendo estas reflexiones Arturo se quitó de la ventana, pues había perdido de vista en un momento al coche, y sólo el viento traía ya muy disminuido el chasquido del látigo del cochero.

Arturo se acostó en su lecho como de costumbre, pero sintió al mismo tiempo que alguien se arrojaba sobre él. Sobresaltado dio un salto, y entonces un suave gruñido le indicó que era el sabueso que le había regalado Rugiero.

—¡Pobre Turco! —dijo Arturo acariciándolo—, quizá te habré lastimado… te había yo olvidado… ven, ven —y Arturo invitó al perro a que volviese a subir a la cama, de donde había descendido creyendo enojado a su nuevo amo.

Arturo permaneció así, entregado a esas cavilaciones infinitas en las cuales pasaba horas enteras, y es menester decir que lo ocupaba de preferencia la idea de vengarse del tutor de Teresa. Fatigado ya de tanto devanarse los sesos, encendió la luz, y el primer objeto que llamó su atención fue una curiosa bolsa de seda verde con borlas de oro: la tomó, y examinándola, la encontró llena de doblones.

—¡Oh, magnífico hombre es este Rugiero! Será un malvado, será un aventurero, será acaso el diablo mismo; pero lo cierto es que se porta como un caballero.

El soldado entró, como de costumbre, cerca de las diez con la cena, y el joven, por una de aquellas anomalías inexplicables en la naturaleza humana, cenó con más apetito que de costumbre, y olvidando por un momento pesares, amores y venganza, le estuvo dando al Turco los restos de la cena, y admirando la finura y buena educación de que estaba adornado su nuevo compañero.

Ocho días cabales habían transcurrido desde que pasaron las escenas que acabamos de describir.

Arturo ya no se ponía a la ventana para ver la sombra querida de su madre: Rugiero no había vuelto, y el sabueso había cesado de distraer a nuestro personaje, si bien había crecido, a pesar de eso, el mutuo cariño y simpatía que existió desde el principio entre el prisionero y el perro.

El fastidio volvía de nuevo terrible y sombrío a apoderarse del joven, y la idea de la venganza dominaba en su alma vigorosa e inmutable.

Un día oyó un confuso ruido y vocería; se levantó de su lecho, y cuando se disponía a escuchar, la puerta de la prisión se abrió de par en par, y una multitud invadió la habitación, gritando desaforadamente vivas a la libertad y a la federación, y abrazando y levantando en peso al prisionero, a quien veían como un verdadero mártir de la libertad.

La explicación es muy sencilla. Una revolución, un poco mejor combinada, estalló, y en un día fue consumada y derrocada la administración; resultando sólo ocho o diez soldados muertos y quince o veinte heridos. La revolución no era mejor que la que intentaron don Pedro y cómplices: eran intereses de diversas personas, deseosas de mejorar su fortuna; de aspirantes que querían obtener empleos y de magnates destronados del poder que a toda costa querían volver a reconquistarlo. Para esto se había acudido a las frases comunes de la libertad, el pueblo, el honor, la justicia; palabras que en política nada significan, pues el pueblo se queda siempre lo mismo; y el partido caído sigue conspirando para volverse a levantar aún en el instante mismo de su derrota… en fin, el primer día de la revolución sus partidarios, como es de suponerse, estaban entusiasmados y contentos, y el nuevo gobierno prometía en su programa cosas lindas y maravillosas… Un grupo de revolucionarios, hallándose en disposición de espíritu bastante alegre merced a que habían bebido un poco de licor, y teniendo a su cabeza el fiel asistente de Manuel, determinaron correr a la fortaleza de Santiago y dar libertad al prisionero. Al llegar a las inmediaciones la tropa se puso sobre las armas; pero enterada de que eran pronunciados, como también estaban ya en las nuevas ideas, depusieron su actitud hostil y comenzaron en coro a gritar vivas y mueras hasta desgañitarse. El oficial se opuso al principio a dar libertad al joven; pero pensando sin duda que era un mérito relevante el libertad al oprimido por la tiránica administración caída, dejó obrar al pueblo, limitándose a poner un parte al nuevo comandante general.

Arturo distribuyó algunos pesos a sus libertadores, lo cual le valió nuevos y ruidosos aplausos; y despejado el campo, se halló en disposición de salir a los corredores, a los patios y respirar el aire libre, alzar los ojos y mirar la espaciosa anchura de los cielos, andar y hacer uso expedito de sus miembros. Este placer no se puede comprender más que por el que haya estado durante muchos días encerrado y solitario en una prisión. Arturo hizo su toilette con mucho esmero; pero, a pesar de eso, pálido, enflaquecido, y con una barba crecida, trabajo hubiera costado reconocerlo aun a su misma madre. Luego que estuvo listo, en un coche simón que mandó a buscar, abandonó la prisión, abrazando al oficial y dando por última vez a los soldados algunas monedas: de la prisión fue a establecerse, con su reducidísimo equipaje, a un cuarto del hotel Washington; y su primer cuidado fue dirigirse al ministerio de la Guerra para solicitar una orden tronante para la libertad del capitán Manuel. El nuevo gabinete lo recibió con señaladas muestras de atención, y no sólo se extendió inmediatamente la orden para la libertad de Manuel en los términos que quiso, sino que se le ofrecieron empleos en la milicia o en la hacienda para él y su amigo. Pensó un momento adoptar los consejos de Rugiero; pero resistió la tentación, dio las gracias comedidamente al ministro y realzó con este desprendimiento más su modestia y patriotismo.

Así que logró remitir a Manuel la orden de su libertad, acompañada de una larga carta en la que le hacía una fiel relación de las desventuras que ya sabe el lector, fue a una mercería, compró unas excelentes pistolas inglesas, las cargó y, armado así, se dirigió a la casa del tutor de Teresa.

Este viejo astuto y culpable, tan luego como se consumó la revolución, echó bien sus cálculos y reflexionó que naturalmente Arturo y Manuel deberían muy pronto hallarse en libertad y podrían tomar una señalada venganza, abrigados por el influjo del partido que se había alzado contra el gobierno. Resolvió, pues, con el mayor secreto, marcharse de México; pero lo hizo con tantas precauciones que ni los criados, ni sus amigos, ni nadie pudieron saber donde se hallaba. Don Pedro había escrito repetidas cartas a La Habana, y había enviado otro agente; pero en último resultado lo que sabía era que Teresa no estaba en la isla de Cuba, y unos le decían que se había embarcado en el vapor inglés con dirección a Veracruz, y otros que se había dirigido a Cádiz fugándose con un amante. Antes de marcharse el tutor escogió las cartas que, sin comprometerle, conoció harían una profunda impresión en el alma ardiente del capitán, les puso un sobre escrito y se las envió, diciendo con su infernal sonrisa: «Vaya, enviaremos un alivio al prisionero; los celos le quitarán la calentura y le divertirán en su soledad. En cuanto al otro fatuo de Arturo, ya tendrá que pedir limosna en las calles.» La separación de Teresa disminuyó grandemente la insensata pasión que había concebido por ella y se concentró en el vil y detestable vicio de la avaricia: se lisonjeaba con que Teresa quizá se habría muerto, y entonces quedaba dueño del caudal, y al mismo tiempo sentía un maligno placer al reflexionar que Manuel no había logrado ser el esposo de Teresa. —Sí, primero muerta, que no mujer de ese infame prostituido. ¡Él, rico y feliz con Teresa, y yo, pobre, y envilecido, y despreciado!… ¡Oh! no… la muerte, la sangre, el crimen, el infierno primero… Estos y otros pensamientos tenía el viejo al tiempo de meterse en el coche…

Como hemos dicho, Arturo, provisto de su par de pistolas y con la más firme y fría resolución de dejar por lo menos inutilizado al perverso viejo para el resto de su vida, se dirigió a la casa y pasó resueltamente el umbral de la puerta. El portero le salió al encuentro para impedirle el paso; pero él lo desvió con la mano, le arrojó una mirada terrible y subió las escaleras. Las criadas quisieron oponerle resistencia, pero procedió de la misma manera que con el portero, y el resultado fue que, todos atemorizados y llenos de estupor, lo dejaron penetrar por todas las piezas de la casa. Arturo no encontró al personaje que con tanta ansia buscaba y reflexionando que podría, infundir a los criados desfavorables sospechas, pensó que lo mejor sería transigir con ellos; y en efecto, llamó al portero con una voz afable, y apellidándolo hijo mío.

—Te habrás asombrado —le dijo—, de que, sin hablar palabra, me haya introducido en todas las piezas de la casa; pero necesitaba yo precisamente ver al señor don Pedro para entregarle un dinero de San Luis.

El criado, engañado por este razonamiento, pidió perdón al joven de haberlo detenido.

—Dime —le preguntó—, ¿a qué horas se marchó tu amo?

—A las cuatro de la mañana.

—¿Y para dónde fue?

—Señor, no sé.

—¿Por qué garita salió?

—Señor, lo ignoro.

—¿Y cuándo volverá?

—Quién sabe.

—Hombre, ¿tú te quieres burlar de mí?

—No, señor; mi amo no quiso decir ni a los cocheros donde iba; mandó que se dirigieran a la Plaza Mayor, y de allí… no se sabe por qué calle tomaría.

—Hombre: dime la verdad; mira que me importa mucho verlo hoy mismo.

—Señor, esta es la verdad; pregunte usted a las criadas.

Éstas confirmaron todo lo que el portero había dicho.

Arturo quedó completamente desorientado, sin saber qué hacer, ni a dónde dirigirse con sus grandes pistolas. Casi estuvo tentado de reírse y de abandonar el proyecto de vengarse; pero al retirarse, cabizbajo y pensativo para su posada, se le vino a la memoria la muerte de su madre y todas las desgracias de la familia, y dijo: «Es cobardía e infamia dejar impunes estos atentados.» Corrió a un alquiler de caballos, pidió uno fuerte y brioso y se dirigió a las garitas, preguntando minuciosamente cuantos coches habían salido ese día. Desgraciadamente dos coches con idénticas señas habían salido: uno por la garita de San Lázaro y otro por la de Guadalupe.

Arturo quedó otra vez desorientado, y dando una fuerte palmada en la cabeza de la silla.

—¡Vive Dios —dijo—, que he de buscar a ese maldito hombre hasta el fin del mundo!

Prendió las espuelas al caballo y echó a correr en dirección a Tlalnepantla, siguiendo las huellas del carruaje y preguntando a todos los transeúntes que encontraba por el camino.

No hubo quien le diera razón.

Luego que llegó al pueblo se dirigió a la primera tienda.

—Amigo, ¿ha pasado un coche por aquí?

—Sí, señor.

—¿A qué hora?

—Muy temprano.

—¿Y siguió el camino?

—Volvió para México —dijo el tendero con calma.

—¿Para México?

—Sí, señor.

—¿Y quién venía dentro?

—Un señor ya anciano con una muchacha.

—¡Con una muchacha!

—Ciertamente.

—¿Y que señas tenía el viejo?

—No puse mucho cuidado; pero creo sólo tenía dos dientes.

—¡Ése es! —exclamó Arturo—, ¡oh, miserable!

—¿Pero qué, la niña?… —se atrevió a preguntar tímidamente el tendero.

Arturo, sin responder, puso las espuelas al caballo y regresó a la garita.

—Hombre, usted me ha engañado vilmente —dijo al guarda.

—¿Por qué? —preguntó éste asombrado.

—Porque me dijo usted que había salido un coche.

—Es verdad, salió el coche.

—Pero usted no me dijo que había regresado.

—Tampoco usted me lo preguntó —respondió el guarda riéndose.

Arturo lo dejó con la palabra en la boca otra vez, prendió espuelas al caballo y no paró hasta la casa de don Pedro.

—¡Este maldito creyó burlarme —decía entre sí—, pero se ha engañado!

Luego que llegó se apeó del caballo, y precipitadamente subió la escalera. Las criadas le confirmaron a una voz que el señor don Pedro no había vuelto: Arturo, valiéndose del pretexto de que había olvidado alguna cosa pudo entrar por todas las piezas de la casa y quedó convencido de que en efecto el tutor no estaba en la casa. Otra vez, pensativo, bajó la escalera y se dirigió maquinalmente hacia el rumbo de la garita de San Lázaro; se informó minuciosamente de la hora en que había salido el coche y calculó que podría haberse valido el viejo del medio de hacer una falsa salida. Confirmado en sus ideas, echó a correr por la calzada siguiendo las huellas de un carruaje.

Cuando llegó al Peñón viejo, hizo a los cajeros de la tienda las mismas preguntas que en Tlalnepantla, y ¡cuál fue su sorpresa! al enterarse que había estado allí un momento el coche y había regresado a México, y que el viajero, que era muy notable por tener sólo dos dientes negruzcos que descubría cuando se reía, venía acompañado de una muchacha de no malos bigotes, como suele decirse.

Arturo se volvía loco, preguntó minuciosamente las horas de la llegada y regreso del carruaje, e hizo varias operaciones aritméticas, a pesar de las cuales le fue imposible dar crédito a la velocidad con que el astuto viejo había podido hacer estas caminatas. Para no fastidiar al lector, diremos, que Arturo regresó ya de noche a México, bastante desconsolado por la inutilidad de sus tentativas, pero resuelto a buscar sin tregua ni descanso a su enemigo, como en efecto lo hizo; habiendo logrado saber por fin que don Pedro había marchado para San Luis Potosí a una de las haciendas de Teresa. En este intervalo, el capitán Manuel llegó a México, flaco, débil y con el rostro amarillento y consumido, a consecuencia de las calenturas que había padecido y de los tormentos que naturalmente le causaba la separación de Teresa y la incertidumbre que tenía por su suerte. Los dos amigos separados después de tan largo tiempo, se contaron sus mutuos padecimientos, y concertaron sus planes, reducidos a emprender la marcha para San Luis, en busca de don Pedro; de grado o por fuerza apoderarse de su persona, conducirlo al punto más alto de la Sierra, hacerle allí ver y confesar sus crímenes, y en seguida desbarrancarlo en el precipicio más profundo. Hecha así una brillante justicia, según decían, Manuel se embarcaría en el puerto de Tampico con dirección a La Habana, con el fin de traer a Teresa; y Arturo regresaría a México con un cargamento de efectos, para lo cual contaban con el dinero del capitán. Hicieron perfectamente sus cálculos, tanto para apoderarse de la persona de don Pedro y evitar las pesquisas de la justicia, como para sistemar en lo futuro sus gastos y la manera de trabajar y de vivir con cierto desahogo.

Bajo el primer punto de vista, el viaje fue inútil, porque no encontraron a don Pedro en la hacienda; pero como fueron incansables en sus indagaciones, supieron que podía estar en una finca situada en la raya de los Estados de Tamaulipas y de San Luis, o que de no encontrarse allí, debería hallarse del otro lado de las montañas, en una de las extensas posesiones del conde de Sierra Gorda. El capitán, que tenía también noticia de que al pie de las montañas había un rancho donde podría hallarse el tutor, se separó de Arturo, que siguió el camino recto; y los dos amigos se encontraron en aquel bellísimo punto que hemos descrito al principio de este capítulo, y en donde Arturo, mientras que venía su amigo se puso a cazar, ejercitando así a su fiel sabueso. Concluido el frugal almuerzo, y después de haber dormido un rato una deliciosa siesta, a la sombra de los árboles, los viajeros se pusieron en camino, y a cabo de una fatigosa marcha llegaron a un delicioso y tranquilo pueblecillo.

IX. En la cumbre de la Sierra

Era Jaumabe un pequeño vergel, en donde no se veían, como en otros pueblos de la República, esos miserables jacales color de ceniza, de ramas secas o de pencas de maguey por cuyas hendiduras brotan espesas columnas de humo, y que en su interior con su suelo de tierra húmedo parecen más bien cabañas de salvajes que las habitaciones rústicas de la gente del campo. Sus calles estaban tiradas a cordel, formadas de aseadas casitas pintadas de blanco; cada una de ellas tenía un huerto de granados llenos de flores, y de otros árboles frutales, que formaban pintorescos y frescos bosquesillos. La plaza, de poca extensión, tenía algunos edificios de cal y canto, igualmente aseados y una iglesia, que por su pequeñez y estructura, y por dos crecidos cipreses en la puerta, despertaba las ideas más tiernas; sencilla como la religión, modesta como la virtud misma, era más grande por su humilde pequeñez, que las más elevadas catedrales. Arroyuelos de agua cristalina corrían por en medio de las calles y de las huertas, formando un acompasado murmullo, y las calandrias, los gorriones y los tordos que venían de las floridas barrancas de la Sierra caían en los bosques de granados, se paraban en los techos de palma de las habitaciones, gorgeando gozosos; y desplegando luego sus alas, iban sobre los arbolillos a ostentar el variado colorido de sus plumas. Todo estaba en silencio y calma, sólo se veía en las calles algún ranchero, vestido enteramente de gamuza amarilla, y algunas muchachas robustas, de gallardo y airoso cuerpo, con sus enaguas azules que dejaban descubiertas hasta la pantorrilla sus piernas torneadas, lustrosas y blancas. El ruido que hacían los caballos de los viajeros, y el ladrido del Turco, despertaba la curiosidad de algunas ancianas, que se asomaban a las puertas de las casas.

—En verdad —dijo Arturo—, que es un pueblo pintoresco, bastante ameno, y mejor de lo que yo me lo esperaba en estas montañas.

—No es la primera vez, como te lo debes figurar, que paso por aquí —contestó Manuel—, y he notado un defecto, y es, que cuesta mucho trabajo alojar a las bestias, porque creo, que con excepción de dos casas, ninguna tiene caballeriza.

—Tomaremos, si te parece —dijo Arturo—, algún refresco en esta tienda; y en efecto, se apearon en la que estaba situada frente de la iglesia.

—Amigo —dijo el capitán—, deseamos dos vasos de sangría, o al menos una limonada, si no hubiese vino de Burdeos.

—Al momento, caballeros —dijo el tendero—, pasen y siéntense. Cabalmente tengo aún dos botellas de San Julián, que conservaba para mi uso, porque esta gente bárbara no conoce ni el nombre, beben agua.

El tendero que decía esto, era un hombre flaco, de tez morena, ancha nariz y grande boca, y una cabeza inmensa, a causa del mucho pelo erizado que tenía. En su tienda, de mediana extensión, y que tenía un mal armazón y mostrador de madera amarillenta, había licores, velas, cohetes, indianas, efectos de mercería, jamones, manteca, maíz, zapatos, jorongos; en fin, cuanto se puede imaginar, para las necesidades y comodidades de la vida; así es que, don Mariano (que así se llamaba) era el hombre necesario y el tendero más afamado de los dos o tres que existían en el pueblo, los cuales tenían con él, una inútil y vana competencia.

Con la mayor agilidad preparó dos grandes vasos de sangría, que los viajeros bebieron con ansia y placer, y en seguida les ofreció cigarro, y los invitó a que descargaran las mulas en su casa, ofreciéndoles un regular cuarto para ellos y un amplio corral para criados y caballos.

Sin dificultad aceptaron el ofrecimiento; y ejecutada toda la maniobra necesaria, se sentaron a descansar y a fumar en una banca de madera colocada en un costado de la tienda. El tendero no dejaba de despachar a sus marchantes; pero en los ratos desocupados tomaba un libro de un pequeño armario colocado en el mostrador junto a la frasquera del aguardiente, y se ponía a leer con grande atención. Arturo, movido de la curiosidad, no pudo menos de preguntarle qué obra leía, qué tanto entretenimiento le causaba.

—El Diccionario filosófico de Voltaire —contestó don Mariano con aire de satisfacción, y levantándose, arrimó el cajón, e invitó a sus huéspedes a que registraran su librería.

Arturo y el capitán comenzaron a hacer el registro, y encontraron, entre otras preciosidades, el Citador, la Guerra de los Dioses, la Doncella de Orleans, Lucinda, el Barón de Faublas, las Ruinas de Palmira, el Hijo del Carnaval y el Emilio de Rousseau.

—Buena colección de obras tiene usted —le dijo Arturo con mucha seriedad.

—Sí, señor; las únicas que me gustan leer, y que sé casi de memoria, particularmente la Profesión de fe del Presbítero Saboyano. Es menester convencerse de que los frailes nos han contado mil mentiras, y de que ya pasó la época en que nos dejábamos engañar como chiquillos. Yo creo que existimos como los caballos o los coyotes, y que acabado el cuerpo, se acabó todo; pues por más que se empeñan los frailes en decirme lo contrario, yo, convencido de lo que he estudiado, no me dejo alucinar.

—Vea usted —dijo Arturo—, la inmortalidad del alma es materia que ha sido debatida por hombres muy sabios y profundos, y todavía… lo mejor es… don Mariano se encogió de hombros, y sonrió con desdén.

—Es decir —interrumpió el capitán—, ¿que usted no es cristiano?

—¿Y qué quiere decir cristiano? —preguntó el tendero.

—Hombre… parece que quiere usted que le conteste con el padre Ripalda —repuso el capitán sonriendo.

—¿Y quién es el padre Ripalda? —dijo el tendero—, jamás he oído tal nombre, tal vez será algún judío.

—Es decir, que por lo visto —contestó el capitán—, ¿ni de chico enseñaron a usted la doctrina?

—Sí, mi madre me enseñó a hacer unos cuantos garabatos con los dedos, y mi maestro el «Todo fiel cristiano», pero lo aprendí como un perico; y lo olvidé, cuando la ilustración y el talento de estos autores me han enseñado la verdad.

—¿Y cuál es la verdad que ha aprendido usted, amigo? —le interrumpió el capitán, mordiendo con apetito una tajada de queso, y echando un trago de vino, pues nuestro filósofo, sin dejar ni sus estudios ni su negocio, había dispuesto, como hemos dicho, un refrigerio para los viajeros.

—La verdad… la verdad —respondió el tendero tartamudeando—, es que…

—La verdad, es —dijo Arturo— que ni usted ni nosotros, sabemos una palabra de cosas para cuya inteligencia se necesita mucho estudio…

—Es lástima —contestó el tendero con desdén—, que personas que han vivido en una ciudad, que se dice tan ilustrada como México, sean fanáticos, que todavía van a misa y oyen sermones.

—¡Cáspita! —dijo el capitán, volviendo a tomar otro sorbo de vino, y llevando el barreno, como suele decirse, a nuestro filósofo—, ¿conque usted no oye misa?

—Desde que estoy en este lugar, no sé como está la iglesia; las gentes de aquí no me quieren mucho por eso, y dicen que ya estoy condenado en vida; pero como al fin necesitan de los efectos de mi tienda, que son muy buenos, vienen a comprarme, y yo hago mi negocio, a costa de tantos y bárbaros sujetos enteramente a la voluntad del cura.

—Así sucede generalmente en la mayor parte de nuestros pueblos —dijo Arturo—, pero cuando el cura es honrado, caritativo y virtuoso, esto, lejos de ser un mal, es un positivo bien.

El tendero soltó una carcajada, de lo cual se amoscó un poco Arturo.

—¿Cree usted —se apresuró a decir don Mariano—, que hay un sólo cura bueno?

—Seguramente que hay muchos —interrumpió Manuel—, yo que he corrido años enteros la República, he encontrado eclesiásticas muy recomendables, y dedicados enteramente a su ministerio; pero… dejemos esas generalidades, y dígame usted, ¿el cura de aquí, qué clase de persona es?

—Es un angelito, como dicen las viejas de México —contestó don Mariano—. En efecto, quien lo ve, queda enamorado de él; no sabe quebrar un plato, y la hecha de caritativo y sabio; pero bien que sabe hacer su negocio e irse a su casa. Monta muy buenos caballos; corre por las veredas y precipicios como un vaquero; mata una águila al vuelo; tiene su casa con mucho lujo, y sobre todo —continuó el filósofo acercándose mucho a los viajeros, y tirando un beso al aire—, una muchacha como un dulce, como una perla, como una Sofía de Rousseau.

—¡Una muchacha! —exclamaron los dos calaveras poniéndose en pie, y bailándoles de alegría los ojos.

—Sí, una muchacha —repitió el tendero, y— tan linda, que en todo Tamaulipas no hay una cosa que pueda comparársele; a ustedes, que vienen de México, donde hay tanta bonita, no debe parecerles costal de paja.

—¿Y cómo podríamos ver esa alhaja escondida entre las asperezas de la Sierra Madre?

—Es muy sencillo: diríjanse al curato a pedir posada, como peregrinos y caminantes que son, y el padre tendrá que permitir que pasen una noche en su casa; pero con todo y eso no salgo responsable de que vean a la niña, porque el curita es celoso como un turco, y la guarda debajo de siete llaves.

—¿Y cómo vino a dar esta muchacha a poder del cura? ¿La trajo acaso de Tampico o de San Luis? —preguntó Arturo.

—No, señor; de México. Pasa en el pueblo por su hermana, y estos bárbaros rancheros creen esta fábula; pero yo, hombre de mundo e instruido, y que tengo mis libros y mi maestro, que es el sublime Voltaire, pienso de distinto modo, y creo… pero ¿para qué es hablar? vayan al curato y se desengañarán.

La charla del tendero fastidió a nuestros dos jóvenes, quienes se burlaban de la falsa sabiduría del pobre hombre, que, olvidado en un pueblo desconocido de la Sierra, había digerido tan mal su escogida Biblioteca; pero la relación que les había hecho de un cura que tenía buenos caballos, atrevido y diestro en los caminos, y además una linda muchacha, picó fuertemente su curiosidad; así es que se hablaron en secreto, y luego dijeron al tendero.

—Amigo, resolvemos emprender una nueva aventura, y conocer a toda costa a la celestial belleza que tiene secuestrada el cura; así, a reserva de volvernos a ver, pensamos dirigirnos al curato a pedir posada. Un hombre caritativo, como debe ser el cura, no la rehusará a unos viajeros cansados, y que sin duda alguna no le serán gravosos, pues traen los bolsillos bien provistos.

—Muchas felicidades en la campaña, amigos míos —dijo el tendero suspirando—, quizá serán más dichosos que yo; pero cuidado… mucho cuidado al dividirse el botín.

—¿Sabes, Arturo, que este tendero además de ser un tonto, tiene sus ribetes de bribón? En un momento ha destrozado la reputación de este pobre cura, que quizá será un buen hombre. Vamos, vamos; emplearemos el tiempo en conocer lo que hay de verdad en toda esta historia.

Dirigiéndose en efecto a la casa cural, que en el exterior era de modesta apariencia; pero en realidad era la mejor del pueblo: una puerta en medio y dos ventanas a cada lado, formaban la fachada, coronada de un escudo con unas armas españolas borradas y maltratadas y seis almenas en cada lado. Tenía el aire de un castillejo antiguo, y había pertenecido seguramente, en tiempos más remotos, a alguno de los capitanes conquistadores que se establecieron en las colonias del Nuevo Santander.

Los dos amigos, luego que entraron, y examinaron un momento el esmero con que estaba adornado el patio, tiraron de un cordel, y sonó repentinamente una campanilla; un par de hermosos perros de agua salieron en fuerza de carrera de las piezas, ladrando con mucha furia; pero luego que vieron a nuestros viajeros, y particularmente al Turco, cambiaron de idea, comenzaron a mover la cola, y concluyeron por hacer a los jóvenes mil fiestas, y por retozar locamente con el sabueso, como para darle pruebas de lo mucho que estimaban su visita. Poco tiempo después salió una anciana, un poco encorvada, con la cabeza blanca enteramente y vestida al estilo antiguo, es decir, con enaguas de angarípola, armador o justillo, y zapatos de un tacón altísimo.

—Buenos días, buenos días, caballeros —dijo con agrado, y enseñando a los jóvenes una dentadura todavía fuerte y completa.

—Buenos días, señora —respondió Arturo.

—Estos perros son muy traviesos —continuó la anciana—, y habrán asustado a ustedes con sus ladridos.

—No, nada de eso, señora —dijeron los jóvenes—, por el contrario, han hecho buenas migas con el nuestro.

—Me alegro, me alegro mucho; pasen a sentarse, y digan lo que mandan.

—Buscamos al señor cura —dijo Arturo—, hemos oído muchos elogios de su virtud, y deseamos saludarle antes de partir de este lugar.

—Es verdad, caballeros, el señor cura es un hombre muy virtuoso; y nada menos ahora no está en la casa, porque ha ido a auxiliar a un moribundo a dos leguas de aquí; pero no importa, pasen a sentarse; llamaré a la señorita su hermana.

Manuel dio con el codo a su compañero, y éste con algún desenfado, replicó:

—Como usted guste, señora; ya hemos dicho que nuestro objeto era saludar un momento al señor cura. No sabíamos que tenía hermana; pero aprovecharemos esta oportunidad de conocerla y saludarla, si la señorita no se molesta.

—¡Qué disparate! —exclamó la anciana—, la niña Purificación no se molesta nunca, pues el señor cura le ha encargado que reciba bien a todos los viajeros, y que los atienda. Voy a que hagan chocolate, pues siempre que se camina, el hambre aumenta.

Los jóvenes hicieron mil cumplimientos a la anciana, la que los introdujo a la sala, excusándose de dejarlos solos, por la precisión que tenía de disponer el chocolate.

Cuando los jóvenes salieron de la casa del tendero volteriano, el cielo estaba azul y despejado; pero como sucede frecuentemente en la Sierra, de improviso las nubes se aglomeran en los picos de las montañas, y se forman en instantes esas terribles tempestades, que hacen huir los ganados, y obligan aun a las águilas a refugiarse en las concavidades de las rocas.

—¿Qué te parece la casa del cura y el ama de gobierno? —dijo Arturo al capitán.

—Magnífico está todo; y acabo de creer que el tendero no es más que un calumniador, veremos a la hermana, y entonces formaremos un juicio exacto… Pero… el pobre cura está muy lejos de aquí, y no tarda en desatarse una tormenta formidable; mira, Arturo, aquella nube que sube por el Norte.

—En efecto —dijo Arturo, observando por la ventana—, el temporal va a ser fuerte.

—Si este temporal asalta a Teresa en el mar —dijo Manuel, poniéndose pálido…—. ¡Oh! será terrible que la pobre criatura perezca de una manera tan siniestra…

—Es menester no abandonar nuestra idea, amigo mío —le contestó Arturo, oprimiéndole el brazo—, ese hombre ha matado a mi familia también, y no le podemos perdonar… por lo demás —continuó con más calma—, no creo probable tu temor; las tempestades que estallan en las alturas de la Sierra, casi nunca se extienden hasta la costa… La idea repentina que te ha sobrecogido, no vale nada… debes desecharla, pues Teresa estará todavía en La Habana…

—No sé, no sé, Arturo —dijo Manuel tristemente—, por qué razón me vino esta idea; pero el caso es, que el corazón me dio un vuelco, y que ahora mismo creo ver como en un espejo una goleta en medio de un mar negro e irritado, casi pronta a sumergirse en el abismo…

La cerrazón había aumentado con rapidez; el cielo estaba cubierto de un manto gris, iluminado en partes por los últimos rayos del sol poniente. Los jóvenes se pusieron en silencio a contemplar aquel cielo tan sombrío y tan siniestro.

—Señores —dijo una voz—, dispensadme que tanto os haya hecho aguardar; y al mismo tiempo escucharon el ruido de una vidriera que se abría.

El timbre de esta voz hizo estremecer el corazón de Arturo; él la había escuchado en otro tiempo; pero no podía acordarse ni dónde ni cómo… Volvió la cara, y articuló algunas palabras, fijando la atención en la persona que había hablado, y que aun estaba en pie asida del pasador de la vidriera, mientras que Manuel más cortesano en aquel momento, se adelantó, haciendo caravanas, y dirigiendo a la joven algunas excusas.

—Sentaos, señores; no dilatarán en traer la luz, porque ahora se ha oscurecido a causa del tiempo; mi hermano está lejos de aquí, y probablemente va a cogerle esta tormenta —dijo con alguna aflicción la joven.

—Es probable, señorita —contestó el capitán—, y tiene usted muchísima razón en estar cuidadosa, porque según creo, estas tormentas de la Sierra, son muy peligrosas.

—Mucho, mucho —dijo la joven, levantándose y alzando las cortinas de la ventana.

En efecto, los relámpagos se sucedían sin intermisión; los silbidos del viento se dejaban oír, y gruesas gotas de lluvia se estrellaban contra la vidriera.

—¡Jesús! —dijo la joven, dejando caer la cortina de muselina y volviéndose al asiento.

—Quizá —dijo el capitán—, el señor cura no está lejos y llegará antes de que la tormenta estalle.

—Lejos o cerca, nada le sucederá, porque Dios está siempre con él y lo cuida —dijo la muchacha con una completa seguridad.

—Perfectamente, señorita —le respondió el capitán—, esa tranquilidad la da ciertamente la religión. Nada le sucederá al señor cura; y mucho menos cuando tiene un ángel de guarda que vele por él.

La joven bajó el rostro ligeramente.

Mientras pasaba esta rápida conversación, Arturo había estado como petrificado, y maquinalmente había seguido los movimientos de la muchacha, poniéndose en pie para observar la tempestad, cuando ella lo hizo, y sentándose luego, cuando ella volvió a su asiento. Cuando un relámpago iluminaba momentáneamente con una pálida luz la estancia, Arturo fijaba la vista en la joven y se le presentaba a su imaginación como una sombra, como la imagen vaporosa y aérea de una mujer que había visto en otros días. Mil veces sucede, y acaso lo habrán experimentado algunos de nuestros lectores, que uno cree que las cosas que está mirando, las ha visto otra vez y en una vida anterior a la existencia presente, como si se hubiera muerto y resucitado después de un cierto número de años, para presenciar y ver escenas idénticas.

Después de un rato de silencio, la anciana entró con una luz en la mano, y seguida de una criada que traía una charola con dos pocillos de chocolate, blanca mantequilla y algunos bizcochos; colocó la luz y el chocolate en una mesa redonda; arrimó unas sillas, e invitó a los viajeros, con su acostumbrada afabilidad; la joven, con una voz agradable, dijo:

—Señores, cumplo, al obsequiar a ustedes, con la voluntad de mi hermano, quien tiene especial gusto en servir a todos los viajeros; y por cierto que son muy pocos, pues sólo de vez en cuando se ven por aquí caballeros tan finos como ustedes.

Arturo desde que trajeron la luz, no se había atrevido a levantar los ojos; pero impelido por la curiosidad, poco a poco los fue dirigiendo a la joven, pintándose en su semblante la admiración y la sorpresa; de tal suerte que Manuel no pudo dejar de notarlo.

—Señorita —dijo Arturo—, su voz de usted me ha hecho en la oscuridad una profunda impresión; y ahora… no cabe duda, esa agradable voz la he oído otra vez, y su semblante es… sí, es el mismo, no cabe duda, o hay dos criaturas perfectamente iguales y angélicas en el mundo.

En el momento en que Arturo habló, como si sus palabras hubieran tenido una atracción magnética, la joven fijó en él los ojos; fue por momentos poniéndose pálida, y soltó impensadamente la servilleta que tenía en la mano, y que procuraba acomodar bien en la mesa.

—¡Sí, es ella! ¡Ella, no me cabe duda! —dijo Arturo, adelantándose hasta muy cerca de la joven, y examinándola con alegría.

—¡Ah! —dijo en voz baja la joven y como si nadie la escuchara—, ¡es Arturo! lo habría debido conocer sólo por su voz.

—¡Celeste! ¡Celeste! —exclamó Arturo, abrazándola con entusiasmo—. ¡Qué felicidad tan inesperada de encontrarte; a ti, a quien no había olvidado, y a quien creía que jamás volvería a ver!

Celeste correspondió el abrazo del joven con modestia y respeto; y dejándose caer en la silla, porque la emoción no le permitía estar en pie, inclinó con alguna tristeza el rostro; pero esta tristeza fue momentánea porque levantando a poco su linda cabeza, procuró reírse y dijo:

—Una casualidad feliz, señor Arturo, no debe ser un motivo de tristeza. El chocolate se enfría, y yo he querido acompañar a ustedes, aunque interrumpiendo la obligación que tengo de tomarlo con mi… hermano.

Al decir esta última palabra, una ligera tinta nácar cubrió sus mejillas; pero Arturo, que lo advirtió, se apresuró a tranquilizarla, diciéndole:

—El capitán Manuel es mi íntimo amigo, y sabe parte de mi vida, si no es que toda ella. Una sola cosa quiero saber, Celeste. ¿El cura de este lugar y dueño de esta casa, es el padre Anastasio?

—El mismo —respondió la joven—, y a él le doy el título de hermano, aunque debía darle el de padre, por su caridad y nobleza.

Una nube de tristeza y de duda pasó por la frente de Arturo, y con voz algo concentrada dijo:

—Es verdad, Celeste, bien merece el título de padre, pues cuando se emprende una obra buena, debe hacerse completa.

—No volvamos a ideas tristes —dijo la joven sonriendo—. Pronto creo que estará aquí el señor cura, pues la tormenta se disipará, y él tendrá un verdadero placer en encontraros aquí.

—Aquí está ya mi chocolate —continuó, mirando entrar a la anciana con otra charola—, después continuaremos hablando. Vaya, señor capitán, comience usted.

El capitán, que aun no volvía en sí de la sorpresa que le había causado la imprevista escena que acababa de presenciar, obedeció maquinalmente, accediendo a la invitación de la señorita.

Mientras duró este improvisado convite, del cual supo aprovecharse maravillosamente el capitán, pensó que naturalmente Arturo tendría que hablar algo de importancia con la muchacha, y que debía aprovechar el tiempo, antes de que regresase el padre Anastasio; así es que, levantándose, dijo:

—¿Me permitirá usted, señorita, que antes de que arrecie la lluvia, vaya a disponer algunas cosas en nuestro alojamiento?

—El padre me reñiría —dijo la muchacha—, si yo consintiese que ustedes se quedasen en otra parte; de suerte que permitiré a usted, señor capitán, que se vaya un momento, con tal de que empeñe su palabra en que pasará la noche en esta casa.

—Por mi parte —contestó el capitán—, acepto; pero de todas maneras necesito cuidar de que los caballos y los mozos tengan una buena cena.

Arturo estaba encantado de oír el lenguaje de Celeste, que era el mismo de una señorita educada en la capital.

—Bien, Manuel —dijo con vivas muestras de satisfacción—, acepto yo también el hospedaje, y te encargo que sólo dilates en casa de nuestro amigo el tendero el tiempo absolutamente necesario.

Estas palabras las pronunció Arturo con un tono muy marcado.

—He comprendido perfectamente, y vuelvo al momento —dijo el capitán, haciendo una graciosa cortesía, que fue contestada con una amable sonrisa de Celeste.

Ésta y Arturo quedaron solos, uno enfrente de otro; se miraban en silencio; se volvían a mirar, y si no era pasión, si no era un amor vehemente lo que sus ojos revelaban, sí eran las emociones de un sentimiento demasiado tierno, quizá demasiado ardiente, para ser el de una simple amistad; la joven habló primero.

—Señor Arturo —dijo levantándose de su asiento—, yo tengo con usted una deuda de gratitud… Estamos solos y debo aprovechar este momento para suplicarle a usted que me permita darle un abrazo.

Celeste estaba vestida con un traje blanco de muselina, y una pañoleta color de rosa graciosamente prendida cubría su cuello; su fisonomía, su aire candoroso y sencillo eran los mismos; y sus mejillas, que habían recobrado su delicada frescura y adquirido cierta morbidez, y sus apacibles y melancólicos ojos azules, revelaban que la calumnia no había manchado la virginidad de su alma. La joven, con su talle flexible y elegante, estaba en pie, tendiendo los brazos a su protector, y éste la contemplaba con una especie de religiosa admiración.

—En este momento, Celeste, olvido todas mis desgracias —dijo el joven estrechándola contra su corazón—, jamás había experimentado un placer tan inefable.

—Mira, Celeste, yo también he sufrido muchas desgracias; como tú, he gemido en una prisión; como tú, soy huérfano y solo en el mundo; como tú, soy pobre y desvalido; como tú, no tengo en el mundo quien me ame. Cuando tú eras pobre y yo rico, debí ser más generoso, y darte, no una miserable suma de dinero y una funesta alhaja que te originó una gran desgracia, sino mi corazón y mi nombre. Si tú eres bastante buena para perdonarme, ¿me quieres permitir que te ame ahora?

Celeste se puso algo pálida, y desprendiéndose de los brazos del joven, se sentó en la silla.

—No, señor Arturo —dijo tristemente—, de ninguna manera puede ser digna de ser amada la mendiga, la presa de la cárcel; y por otra parte, ¿a qué turbar mi tranquilidad? ¿Por qué arrancarme de este oscuro asilo? ¿Por qué obligarme a abandonar a un hombre que me ha dispensado tantos beneficios? No, señor Arturo —continuó la muchacha, procurando sonreírse, y limpiando con su pañuelo algunas lágrimas que involuntariamente se habían escapado de sus ojos—, yo no olvido jamás lo que he sido; y hoy y siempre no seré para vos más que la infeliz criatura agradecida, a quien en la esquina de la calle de Vergara disteis una moneda para que no muriese de hambre y cubriera su desnudez.

—Si tú supieras, Celeste —contestó Arturo—, que yo te amé desde el momento en que te vi; pero respetando tu situación, jamás te lo quise decir, y te abandoné… pero no hay poder para huir del destino, y él quizá me ha traído por una serie de desgracias hasta tu casa, hasta el ignorado pueblo en donde como una rosa has estado oculta. ¿Cuándo te habría podido encontrar en la vida, Celeste, si la casualidad no me hubiera traído hasta tus brazos?

Celeste, que jamás había oído estas palabras de amor, las creía religiosamente, porque ignoraba que todos los amantes dicen lo mismo, y prometen, y juran, y al fin desprecian… y olvidan. No nos atrevemos a decir que estas fueran las intenciones de Arturo; pero sí era evidente que trataba de adquirir un amor nuevo, para olvidar a Aurora; para renunciar acaso a sus ideas de venganza, y que para ello aprovechaba, de la mejor buena fe del mundo, la ocasión que se le presentaba; el capitán había tenido la siniestra intención de enamorar a la supuesta hermana del cura, y Arturo lo ejecutaba al pie de la letra.

—Señor Arturo —dijo la joven en ademán suplicante—, las palabras de usted me causan mucho mal, y siento que de hoy en adelante yo seré una mujer desgraciada y… acaso ingrata.

—Es decir, que me amas, Celeste —interrumpió Arturo con vehemencia—, porque si no fuera eso, no sentirías esa inquietud que tú misma confiesas… Mira, Celeste, resuélvete, y tendremos una vida muy feliz, porque yo consagraré para ti el fruto de mi trabajo, y viviremos en una deliciosa mediocridad… Sé lo que puedes decirme; pero… tranquilízate, pues conozco demasiado el mundo, y no haré caso, ni de sus sarcasmos, ni de su desprecio, si tú me amas.

—Señor Arturo, vuelvo a rogar a usted —dijo Celeste con una admirable, sencillez—, que no me hable más de amor, pues yo nunca puedo ser la esposa de usted, porque un inconveniente insuperable se opone a ello.

Un pensamiento siniestro pasó por la mente del joven, quien arrugando la frente y con voz concentrada, y tomando una mano a la joven:

—¡Sería posible! —dijo—, que el padre Anastasio…

—Señor Arturo —le interrumpió Celeste levantándose, y dando a su rostro un aspecto severo—, usted no es ya el mismo que yo conocí; creo que no querría usted borrar, con una injuria, los beneficios que tengo grabados, aquí en mi corazón.

—Siempre la misma alma noble y enérgica —dijo Arturo para sí; y luego, dirigiéndose a Celeste:

—Lo que tú crees una ofensa —le dijo—, no es más que una prueba de mi amor… Siéntate, y háblame con franqueza; yo no me ofendería si me dijeras que ya tu corazón es de otro.

—De ninguno absolutamente —dijo Celeste más tranquila—, yo no olvido que debo ser honesta, pero tampoco que la desgracia hizo que cayeran sobre mí en los primeros días de mi juventud, manchas que me alejan para siempre de toda idea de amor. Quiero, pues, ser agradecida con mis bienhechores, y cumplir con Dios; este es mi único porvenir; y puesto, señor Arturo, que os debo dar cuenta de mi vida, porque así me lo dicta mi corazón, voy a hacerlo brevemente.

De la prisión donde tantos días gemí, y de donde salí por las diligencias de usted y del padre Anastasio, fui trasladada al colegio de las Vizcaínas; no fue sino después de algunos días de estar allí, cuando recobré el uso de mi razón, que casi había perdido; y entonces me vi rodeada de gentes con quienes yo quería tener comunicación, y que me inspiraban confianza; pero en ellas me impuso Dios un nuevo tormento. Sin duda sabían algo de mi vida, pues todas las colegialas huían de mí; no me hablaban; me veían con miedo y con desconfianza; y la señora, a cuyo cargo estaba, me trataba con una severidad terrible; me reñía, por la más simple de mis acciones, y me tenía como una criada, trabajando de día y de noche; es cierto que había mejorado de condición; pero esta especie de aislamiento a que me condenaba el desprecio, hacía mi vida muy amarga, y hería dolorosamente mi corazón. El padre Anastasio me preguntaba si estaba contenta, y yo, sonriendo y procurando contener mis lágrimas, le decía que sí, porque no quería molestarlo; y aun creía algunas veces que, dudando de mí, él mismo me había impuesto este castigo; era yo muy injusta, pues, por el contrario, él encargaba siempre que se me tratara con la mayor consideración. Un día el padre vino y me dijo:

—¡Hija mía! voy a partir lejos de aquí a servir un curato de la Sierra; dejo pagada tu pensión en el colegio por seis meses, y he recomendado a la rectora que te considere como a su hija. Escríbeme frecuentemente por conducto de ésta; sé humilde, virtuosa y obediente como lo has sido hasta aquí, y Dios te recompensará. Adiós, hija mía.

El padre, por primera vez, me tendió la mano; yo se la estreché con efusión, y la llevé a mis labios, y entonces cayeron dos lágrimas, que temblaban en mis ojos.

—¿Lloras? —me dijo retirando su mano—, ¿y por qué?… Eso no está bueno; bastante has sufrido en la cárcel; y por nada de este mundo querría yo que estuvieses aquí a fuerza; dime lo que te pasa, dime por qué lloras, o de lo contrario, me darás que sentir.

Yo le referí entonces lo que me pasaba en el colegio.

—¡Qué injustas son las gentes de este mundo! —dijo suspirando, y se retiró, prometiéndome volver al día siguiente.

Volvió en efecto, y me dijo:

—He resuelto sacarte del colegio, y que te vayas conmigo al curato. Yo no sé qué van a decir algunos que lo sepan; quizá que soy un clérigo prostituido, pero no por eso te he de abandonar, mientras mi conciencia esté tranquila, y Dios satisfecho de mis rectas intenciones. Será necesario que tú pases por mi hermana, y seré para ti nada más que tu hermano, tu padre, el protector de tu inocencia. ¿Rehusarás acompañarme?

—Tengo en el cielo a Dios, y en el mundo a usted —le respondí—, en los dos confío; haré lo que usted quiera.

Al día siguiente, a las cuatro de la mañana, una carretela paró en la puerta del colegio; me despedí de la rectora, y monté en el carruaje que acompañaban cuatro mozos. Sólo después de haber pasado de San Luis, y al cabo de quince días de camino, volví a ver al padre Anastasio. Pocos días después llegamos a este pueblo.

Señor Arturo, usted no es capaz de tener idea de las virtudes de este padre, ni de los desinteresados favores que he recibido de él. A poco tiempo de llegado, se informó de los pobres y de los enfermos que había; socorrió a los unos, visitó personalmente a los otros, siendo al mismo tiempo el médico y el confesor, y asociándome a estos trabajos caritativos, que yo con mucho gusto desempeñaba, mientras él permanecía en la iglesia, predicando y confesando a los fieles. La iglesia y esta casa estaban casi arruinadas, y en el momento ordenó se compusieran y se asearan, sin sacrificio de los pobres, como hacen, según sé, otros curas que por todos cuantos medios hay, sacan la sustancia del pobre para ganar dinero. Esto era en cuanto a sus deberes como cura; en cuanto a mí, tenía la solicitud de un padre; y convino en llamarme Purificación, para recordar siempre que la práctica de la virtud no se había de separar de nosotros. Me destinó una habitación distante, que le enseñaré a usted, señor Arturo, y a la cual muy raras veces ha entrado; e hizo venir de Tampico estos muebles, un piano, y otras cosas destinadas para mi uso. Increíble parecerían a usted, señor Arturo, los progresos que he hecho: he leído a Lamartine, a Walter Scott y a Chateaubriand; sé tocar en el piano todo lo que ha podido enseñarme el pobre organista del pueblo; he estudiado la historia natural, y he conocido, en una palabra, los placeres del entendimiento, de los cuales no tenía idea. He vivido feliz, muy feliz —continuó dejando escapar un suspiro—, y soy, en una palabra, otra mujer diferente… de todo lo cual tengo que darle gracias a Dios. ¿No os parece, pues, señor Arturo, que debo ser la esclava del hombre que me ha hecho tan señalados beneficios?

Arturo escuchó con mucha atención e interés la sencilla y verídica narración que le había hecho Celeste; y como había él por su parte recibido tan crueles desengaños en el mundo, le parecía imposible que el cura hubiese hecho esto desinteresadamente; así es que lleno de un celo interior, que él mismo no habría querido confesar, se imaginaba que Celeste, acaso sin saberlo, estaba enamorada del eclesiástico; este era un pensamiento temerario, pero no imposible, porque la seducción marcha por diversos senderos. Atormentado con estas dudas por una parte, y encantado por otra, con el lenguaje de la muchacha, a la que podía llamarse una señorita bien educada, sentía movimientos de verdadero despecho e impaciencia.

—Decididamente —exclamó Arturo con un mal humor horrible—, soy un hombre completamente desgraciado y maldito de la fortuna.

—Sentiré que el padre no haya llegado —gritó el capitán desde el corredor, y haciendo intencionalmente mucho ruido, porque la tormenta arreciaba; los cielos se venían abajo, como suele decirse—. ¡Cáspita! ¡Y qué gotas!

La venida del capitán interrumpió la interesante conversación, y Arturo, cortado hasta cierto punto, trató de despabilar la vela, de toser y de disimular tanto como le fue posible.

—Supongo, señorita, que Arturo habrá divertido a usted mucho con su conversación; nuestra vida es una novela, capaz de entretener toda una noche a la persona más triste.

—Mucho me alegro de que haya usted venido, porque ya Arturo comenzaba a tener muy mal humor, y yo no encontraba medio para distraerle de sus tristes pensamientos.

—El capitán sabe muy bien —contestó Arturo—, que el placer de encontrar una persona que se consideraba perdida para siempre en el mundo, es demasiado vivo para que pueda tener lugar la tristeza; lo único que por mi parte me aflige, es tener que abandonar muy pronto esta morada tan feliz, quizá para no volver más a ella.

—¡Dios mío! —dijo la joven sobresaltada—, el padre aún no viene, y la tormenta es ya deshecha.

En efecto, los truenos se sucedían sin interrupción, y la lluvia arreciaba por momentos; acababa de pronunciar Celeste estas palabras, cuando se oyó el ladrido de unos perros.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! —dijo Celeste con alegría—. Zoraida y Celín, cuando no van con él, salen a recibirlo.

Los perros invadieron la sala, dando brincos; y a poco el cura entró al patio a caballo, acompañado de un criado, que siempre le seguía. Celeste, llena de júbilo, salió a recibirlo a la puerta, haciendo seña a los jóvenes de que se ocultaran en la otra pieza.

—Hermano —le dijo—, te tengo preparada una sorpresa agradable; dos viajeros han llegado a visitarte, y están aquí; adivina quiénes son.

—¿Dos viajeros están aquí, Celeste? —preguntó el cura.

—Sí, por cierto. ¿Quiénes son? Recuerda entre tus amigos.

—No; es imposible que haga memoria —contestó el padre después de un momento de reflexión…—. Sácame de la duda…

—¡Ah! es verdad… —repuso la muchacha tentando la ropa del padre—, estás mojado, y debes cambiarte el vestido. Señores, aquí tenéis al dueño de esta pobre casa.

Arturo y el capitán salieron de la pieza donde se habían ocultado, y se arrojaron a los brazos del padre Anastasio, antes de que éste pudiera reconocerlos.

—Vamos, padre —le dijo el capitán—, ¿pensaba usted tener en su casa a los dos calaveras que han hecho con usted su confesión general?

El padre a su vez, y así que los hubo reconocido, les correspondió sus abrazos con una ternura verdaderamente sincera.

—¿Qué casualidad me proporciona este placer, amigos míos? —les dijo, invitándoles a sentarse.

—Verdaderamente el destino o la Providencia nos ha traído a esta casa; y ya contaremos a usted nuestras aventuras, con tal de que primero se cambie usted la ropa, pues puede hacerle mal la humedad.

El padre Anastasio obedeció, y a poco volvió a salir a la sala, donde los tres amigos departieron agradablemente, contándose mutuamente los sucesos, su vida desde la última vez que se vieron.

Ya muy cerca de las doce de la noche, y después de haber cenado alegremente, se retiraron a descansar: Celeste a su departamento, que, como hemos dicho, estaba enteramente separado; el cura a sus piezas; y los jóvenes a una habitación expresamente consignada a los huéspedes, y que se componía de dos piezas tan aseadas, limpias y cómodas, como el resto de la casa.

X. Visiones y fantasmas

Luego que los viajeros estuvieron solos en su cuarto, y persuadidos de que nadie los escuchaba, continuaron platicando.

—¿Qué te parece, Manuel, de los inesperados acontecimientos de este día? —dijo Arturo—. ¿Sabes que esta criatura es un ángel, y que estoy verdaderamente enamorado de ella?

—Lo que me agrada más de estas aventuras, son los mullidos lechos que nos ha preparado la caridad de este incomparable cura —dijo Manuel con su ligereza acostumbrada, que no abandonaba aun en los mayores conflictos.

El capitán tenía razón, pues eran dos catres, cada uno con almohadones con finísimos calados, comparables a un encaje de Flandes, y probablemente obra de las manos de Celeste; con sábanas limpias, finas y olorosas, y con dos blanquísimas colchas de algodón fabricadas en Chilapa, y cuya finura es conocida. Tanto aseo, y lo mullido de los colchones, convidaban al descanso, y provocaban al sueño; así es que Manuel en un instante se desnudó, y se metió entre las sábanas, y pudo dar con toda experiencia la respuesta que hemos dejado consignada.

—Cualquiera diría que tú eres el hombre más feliz de la tierra. ¿Sabes, que al verte tan ligero, alguna vez llego a creer, que no amas a Teresa?

—¿Por qué?

—Es muy clara la razón: cuando te habla uno de amores y de pasión, ¿contestas con el elogio de una cama?

—Es menester que te convenzas de que tú y yo representamos perfectamente el carácter mexicano; somos charlatanes, versátiles, apasionados y apáticos aun en las cosas de propio interés; olvidamos con facilidad los agravios, sin perdonarlos, y no tenemos energía para llevar a cabo nuestras resoluciones. ¿Crees tú que ese perverso viejo, que tantos daños nos ha causado, recibirá de nuestra mano el castigo merecido?

—Y mucho que lo recibirá —respondió Arturo quitándose las botas—, eso lo he jurado, y lo he de cumplir tarde o temprano por mi parte. Temo que no hagas lo mismo, porque tu carácter ligero y verdaderamente mexicano, como tú dices, te hará pensar en cosas frívolas; y una buena levita de Lamana, una bailarina o un coleadero, te harán desistir del proyecto.

—¡Bah! —dijo Manuel, recogiendo las ropas del lecho y acomodándose a todo su gusto—, ¿es acaso necesario para dar un balazo a un perro viejo, que no tiene ya ni alma que perder, estarse consumiendo de pesar, y poner una cara larga y romántica?… Algún día lo tengo que encontrar, y entonces ya verás si cumplo mi palabra; y si antes se muere… mejor, entonces ya nos evitamos ese trabajo.

—Bien, muy bien —dijo Arturo—, eso me gusta, con tal de que lo cumplas; pero yo vuelvo a mi asunto. ¿Qué piensas de todo lo que nos ha pasado en este día?

—Pienso que soy un buen católico —respondió Manuel—. ¡Qué diferencia hay de la casa de ese mentecato hereje de la tienda, a la de este virtuoso cura, que da más amplia hospitalidad a los huéspedes, que los antiguos sajones! Por lo demás, debes recordar, que según nos contó el cura, Celeste era una imagen de Esperanza, la muchacha que se le murió el día mismo en que debía casarse, y así, fácil es concebir que el cura es un infeliz, y que está, en mi juicio, profundamente, enamorado.

Arturo dio un salto en su lecho.

—Eso no es posible —exclamó con viveza—, sería una infamia, un crimen, abusar así de esta criatura.

—Yo no digo que haya abusado, pero después de haber vivido algún tiempo, en compañía de una joven tan linda y de tan recomendables cualidades, repito, que es muy natural que el padre Anastasio esté arrepentido de tener ese traje negro, que le impide ser completamente feliz.

—Es verdad —dijo Arturo con tristeza—, los impulsos de la naturaleza humana son irresistibles, y por eso, aunque no entiendo una palabra en materias religiosas, creo que los eclesiásticos serían mejores, si se les permitiera el casarse… Pero soy un bárbaro… sí, un bárbaro, continuó Arturo… Me alegro mucho de que el padre Anastasio no pueda casarse, porque entonces…

—Entonces, no tendrías esperanza de casarte con Celeste, a lo que te veo ya muy inclinado, ¿no es verdad?

—Así… a casarme de pronto no, porque sería una falta de amistad el procurar yo ahora disfrutar de una vida regalada cuando aun no sabes la suerte de tu Teresa, pero lo que es enamorado, sí lo estoy, y como un tonto.

—¿Y Aurora?

—¡Oh! a Aurora —respondió Arturo suspirando… a esa la cuento perdida para siempre.

—El día que la vuelvas a encontrar, como encontraste a Celeste, entonces estarás tan enamorado de ella, como la noche del baile. Mira, Arturo, yo te aconsejo que pienses con madurez, y que consultes con tu corazón; esta criatura es bien desgraciada, para que tú quieras hacerla más. ¿Qué porvenir, qué felicidad, puede esperar una mujer, que vive de la caridad ajena, que tiene un falso nombre, y un falso parentesco, y que quizá mañana será víctima de la calumnia?

—Vamos, ¿pero no crees que sería yo muy dichoso con Celeste?

—Creo que tendrías una esclava que te adoraría, todo revela en ella que te ama, pero tiene la reflexión suficiente para conocer su posición.

—¡Divina, divina! —exclamó Arturo con entusiasmo—. ¡Qué cuerpo!, ¡qué fisonomía tan apacible! Es una virgen de Rafael… y luego, está educada como una inglesa: cose, borda, toca el piano y posee ya una suma de conocimientos que hacen su conversación muy agradable… Te aseguro, que estoy resuelto a confesarle al padre Anastasio mi pasión, para que al momento me case, esto es, si ella quiere, lo que será acaso difícil… Pero no… no, ya he dicho, que no te he de abandonar en tu desgracia. Mientras tú corres los mares en busca de Teresa, yo trabajaré para que tu mujer y la mía puedan presentarse al lado de Aurora, sin ruborizarse. No cambiemos nuestro propósito de ser hombres que no sufren un agravio… adelante… Pero, ¿te has dormido ya?… ¡Y yo hablando como un perico!

Manuel, como en efecto se había dormido, no respondió; Arturo apagó la luz, se volvió del otro lado, y procuró dormirse arrullado con las más doradas ilusiones. La imagen de Celeste, que tenía siempre delante de sus ojos, y el timbre de su voz, que resonaba en sus oídos, disiparon por un momento sus ideas de venganza y el recuerdo de sus desgracias, como la brisa de la mañana limpia de las neblinas, la tersa superficie de los mares.

La tormenta sólo había calmado un poco para volver a comenzar con más fuerza; los truenos resonaban con furia, repitiéndose en las concavidades de la Sierra, los relámpagos iluminaban sin interrupción la estancia donde dormían los jóvenes, que habían dejado una ventana abierta, para disfrutar del fresco, y la lluvia caía con estrépito a torrentes. Más de una hora había pasado ya, y cansados del camino y arrullados por sus esperanzas de amor, o narcotizados por sus pesares, dormían profundamente, cuando el estallido de un rayo, que iluminó la estancia con una rojiza luz, los hizo despertar, y saltar del lecho; se encontraron frente de un fantasma negro. De pronto quedaron petrificados, pero vueltos en sí, casi al momento maquinalmente buscaron ambos sus pistolas, que habían colocado en la cabecera de los catres.

—Quietos, quietos, muchachos —dijo el fantasma—, no demos un escándalo que turbe el sueño de ese santo cura, y el reposo de la pobre Celeste.

Al mismo tiempo que el fantasma decía esto, tomó por el brazo con una mano a Arturo, y con la otra a Manuel, y les oprimía tan fuertemente que no pudieron ya moverse.

—Quietos, quietos, no hay que alarmarse por la visita de un antiguo amigo.

El desconocido estaba vestido de pieles negras de chivo, llevaba un gran sombrero jarano, y encajadas en el cinto un par de enormes pistolas.

—Quietos, vuelvo a repetir, porque es un amigo que viene a refugiarse de una tempestad horrorosa y a pasar el resto de la noche debajo de techo, en vez de pasarla en las barrancas de la Sierra. ¡Cáspita, es un infierno la Sierra! Vamos, caballeros, tranquilizáos… ¿Me conocéis? Al decir esto, acercó a la ventana a los dos jóvenes, y les presentó el rostro, que aquellos vieron a la luz de un relámpago.

—¡Rugiero! —exclamó Arturo.

—¡Rugiero! —dijo al mismo tiempo el capitán.

—Sí, yo soy —respondió con calma el fantasma—, ¿y qué motivo hay para asombrarse de esto? Ustedes siempre creen que yo obro por arte del diablo, cuando nada hay de misterioso ni de sobrenatural en montar a caballo, echar a andar por el camino, ser sorprendido por un chubasco y saltar por una ventana al cuarto, donde se sabe que duermen dos amigos muy antiguos y de toda confianza. Siéntense, siéntense, muchachos; fumaremos, y les contaré algo que los divierta.

Los jóvenes, al levantarse de la cama, tomaron precipitadamente las sábanas, y se envolvieron en ellas por miedo, o por el frío de la noche y así sentados dos bultos blancos en medio de un enorme bulto negro, parecían, cuando los relámpagos iluminaban rapidísimamente esta escena, tres fantasmas amenazadores, que habrían infundido pavor al hombre más osado. Sentados así nuestros personajes, Rugiero los proveyó de puros, y acercando un fósforo a los pelos de la piel de chivo de sus chaparreras ardió inmediatamente.

—Encenderemos la luz —dijo Arturo con cierta timidez.

—No hay para qué —respondió Rugiero—, demasiada luz tenemos con los relámpagos.

—Pero decidme, con mil diablos —dijo el capitán, fumando su habano—, ¿cómo habéis entrado, siendo así que esta ventana tiene una sólida reja de fierro?

—Capitán, la casualidad me ha favorecido; una centella me hizo el favor de llevarse tres fierros de la ventana, y entonces pude calcular, que mi cuerpo cabría perfectamente, vean…

—Cabal —dijo el capitán—, después de haberse acercado a la reja de la ventana, y cerciorándose de que en efecto el rayo había dejado un hueco capaz de que penetrase por él un hombre.

—Es menester que mis caballos tomen algún pienso, para que antes de amanecer siga yo mi camino.

—Frente de la iglesia hay un amplio corral y un buen cobertizo, donde hemos dejado muy bien acomodados los nuestros.

—Pues allí irán los míos —dijo Rugiero.

—Pero la dificultad consiste —replicó el capitán—, en que la puerta está cerrada, y la tapia es un poco alta.

—¿Qué altura tendrá?

—Cosa de una vara.

—Entonces no hay dificultad, los hijos de la noche son demasiado afectos a cenar bien, para que los detenga ese obstáculo, en cuanto oigan a los demás caballos remoler el grano, saltarán la cerca, y todo está dicho. El negro tiene fuertes piernas, y ya sabe su deber, que es el de estar siempre con sus caballos.

—¡Ohé, Jack! —gritó Rugiero.

Jack, montado en un altísimo caballo negro como el azabache, se acercó a la ventana. Rugiero le habló unas cuantas palabras en inglés, y el negro se dirigió al corral indicado.

—Apuesto una buena botella de vino de Borgoña —dijo Rugiero—, a que estáis formando mil conjeturas sobre mi llegada.

—En verdad, que una visita tan inesperada sorprendería a cualquiera.

—Pues, caballeros, el hecho es muy sencillo, casi desde San Luis he venido haciendo las mismas jornadas que ustedes, y siempre con deseo de alcanzarlos, pero en cada punto se han ofrecido quehaceres inesperados, hasta que la tormenta me proporcionó la ocasión de saludarlos. Esto es lo más sencillo y natural del mundo.

—¿Y seremos indiscretos, Rugiero, si os preguntamos a dónde os dirigís?

—De ninguna suerte, y voy a decirlo, he fletado un bergantín y me aguarda en Tampico, ese buque me dejará en Orleans; allí recogerá un cargamento de algodón y regresará a desembarcarlo en la costa, porque los mexicanos están destinados a ser siempre la parte que padece, y allí habrá prevenidos algunos atajos de mulas, que levantarán el cargamento, y lo conducirán sano y salvo al interior. Éste es un seguro y bonito negocio, que puede dejar setenta u ochenta mil pesos de utilidad, conque ya veis que se trata sólo de una especulación mercantil, mucho más productiva que la que el capitán intenta con su viaje a La Habana.

—Pero vos, que sois hombre sólo, y rico, ¿por qué razón andáis por estos caminos, pasando tantos trabajos, en busca de ganancias, que en nada aumentarán vuestra felicidad?

—¡Bah!, ¿y qué queréis que haga? ¿Leer?… ¿y qué? Maldito lo que me importa saber que el agua se compone de oxígeno y de hidrógeno, para mí son viejos muchos de esos secretos. ¿Viajes?, yo he viajado por todo el mundo. ¿Novelas y amores?… es bobera entretenerse con mentiras y desvaríos… ¿Ciencias eclesiásticas?… están reducidas a tener dinero y dominio. ¿Economía política?… es el arte que los gobiernos han adoptado, para esquilmar a los pueblos y gastar mal el dinero. ¿Guerra?… acaso es lo más útil que se ha inventado, porque la naturaleza se ha espantado de su obra, y como no han bastado los medios que ella tiene para destruir a los hombres, ha sido necesario que éstos se desvelen en escribir libros para buscar los medios de matarse en regla… Todo pasa así en el mundo, y como no hay medio de variar el curso de las cosas, y yo tengo muy arraigadas estas ideas, me dedico al comercio para entretener el tiempo y no estar ocioso.

Estas amargas palabras de Rugiero acompañadas de vez en cuando de una sonrisa sarcástica, hacían una profunda impresión en el alma de los jóvenes, y derramaban en ella la hiel del desengaño, permanecían silenciosos y cabizbajos.

—Parece que os cansa mi conversación —dijo Rugiero…—, si así fuere, hablaremos de otra cosa, para pasar la noche menos molestos.

—Os engañáis, Rugiero, vuestra conversación no fastidia, pero entristece… mas dejando esto a un lado, vos estáis fatigado y mojado, y no será malo que descanséis un rato. Podremos quitar un colchón y uno de nosotros dormirá en el catre.

—Yo camino día y noche, y jamás me canso… En cuanto a la lluvia, ningún mal me ha hecho, porque estos vestidos de chivo me han resguardado completamente; y como no tengo sueño, porque dormí una larga siesta, no hay que alterar el orden en este cuarto. Si vosotros queréis dormir, enhorabuena; yo me quedaré sentado en esta silla fumando y admirando esta horrorosa tempestad.

—Si es así —dijo el capitán—, continuaremos platicando.

—Pero que sea de cosas menos melancólicas.

—Vaya, puesto que os queréis divertir, contribuiré a ello de buena gana. Venid, capitán.

Rugiero se levantó del asiento, y en unión del capitán, se dirigió frente de un espejo, que estaba colgado en la pared, enmedio de los dos catres.

—Mirad, capitán —dijo Rugiero.

—Bien, ya veo.

—¿Y qué véis?

—Nada, absolutamente nada.

—Fijad bien la vista.

—¡Ah! —exclamó el capitán.

—¿Véis ahora algo?

—Sí, sí, veo mucho.

—Bueno —dijo Rugiero, y puso la mano en el cerebro del capitán—, ahora divertios.

Manuel reconcentró toda su atención, y no separaba sus ojos del espejo: poco a poco se fue presentando a su vista una playa lejana, el mar tranquilo y el cielo azul y sereno. En las riberas de una isla distinguía algunas palmeras y cedros y las torres y cúpulas de las iglesias de una ciudad que descollaban entre muchos edificios.

—¡Ah, esa es La Habana, La Habana! —exclamó el capitán—. Yo no la he visto nunca; pero la reconozco.

—Perfectamente —dijo Rugiero—. ¿Queréis ver más?

—¡Oh!, sí, más, más, porque en esa ciudad debe estar Teresa, mi querida Teresa; la mujer que adoro con todo mi corazón.

—Bien —contestó Rugiero—, entonces poned cuidado.

Como si el capitán estuviera a bordo de un barco, que el viento empujase para la hermosa bahía, la ciudad fue naciendo del seno de las aguas; y podía distinguir, no sólo el castillo del Morro, sino los edificios, y mirar esa multitud de negros en los muelles con sus camisas coloradas y azules, cantando tristemente, y ocupados en la descarga de buques, las elevadas palmas moviendo voluptuosamente sus penachos al impulso de la brisa, las pintorescas quintas y las cuadrillas de negros que salían a trabajar en las vegas sembradas de café y de caña.

—La casa de Teresa, la casa que habita Teresa, es la que quiero ver —exclamó Manuel.

—La veréis; pero tened paciencia, capitán —dijo Rugiero.

—Este cuadro iluminado con los rayos de un sol ardiente, fue desvaneciéndose: los marineros se fueron retirando; los barcos permanecían silenciosos, meciéndose lentamente en la bahía, y aquel bullicio y movimiento era reemplazado por uno que otro bramido lejano de la mar, y por el ruido de la marejada que iba entrando y azotaba con su oleaje los costados de los buques y las peñas del castillo: las sombras de la noche descendieron sobre la ciudad, y los vivísimos rayos del sol fueron reemplazados por los débiles reflejos de la luz artificial. El capitán recorría con la vista ansiosa el cuadro que tenía delante, hasta que se fijó en una casa: su fachada era de una soberbia portalería delante de la cual había cuatro elegantes palmas: el interior de las piezas era de un lujo exquisito; mármol, vidrios de colores, fuentes de agua cristalina y flores aromáticas colocadas en vasos de porcelana dorada; y todo vacilante, iluminado por los reflejos de unas lámparas de alabastro. El capitán, extasiado, quería introducir su mirada por todas aquellas elegantes habitaciones, y buscaba diligente algo que valía más para él que todo aquel lujo y aquellos aromas de las flores.

—Nadie, nadie —decía el capitán—, todo está solo y desierto.

Una mujer vestida de blanco, con un chal que en parte cubría su rostro, abrió la puerta de una alcoba, y atravesó silenciosa dos o tres de aquellos salones: parecía que la brisa la empujaba lentamente, y que sus pies apenas tocaban el pavimento de mármol. Abrió otra puerta de cristales azules; penetró en un gabinete, y allí abrió una papelera china, de donde sacó un bultito de cartas atado con un listón encarnado, que colocó en una canastilla que tenía colgada del brazo: después tocó una campanilla, y una negra se presentó en el acto con otra canastilla con algunas piezas de ropa. La joven apagó la luz; cerró cuidadosamente el gabinete, y atravesó de nuevo las habitaciones, seguida de la negra con el mismo silencio: el capitán no había podido verle el rostro.

—¡Es ella, es ella! —exclamó—, la he reconocido al momento… ¡Oh!, ¡esto no es posible! —exclamó el capitán—. ¡Teresa no puede ser pérfida!, ¡no puede ser perjura!… ¡Ésa no es Teresa!, ¡no es Teresa!

La joven salió del pórtico de la casa, y se fue a colocar, en unión de la negra, debajo de una palmera: a ese mismo tiempo un hombre embozado en una capa se apareció; tomó del brazo a Teresa, y ambos, seguidos a una gran distancia de la esclava, se encaminaron con dirección a la playa.

—¡Esto es horroroso! —gritó Manuel, apretando los puños.

—Os he complacido, capitán —dijo Rugiero—, pero veo que os enfadáis.

Manuel, que, devorado de celos, había separado un momento la vista del espejo, la volvió a fijar, y ya no miró la isla de Cuba coronada de castillos y con su lujuriante pompa y verdura, sino la inmensa superficie de los mares, tranquila, unida y en la más completa calma, un ligero soplo de la brisa apenas rizaba la superficie verde esmeralda de las aguas, y una que otra nubecilla de oro flotaba graciosamente en el purísimo azul de los cielos. El capitán quedó extasiado contemplando esa naturaleza muda y triste.

Del fondo de las aguas fueron saliendo los palos de una goleta; poco a poco fue descubriéndose el velamen y la jarcia y finalmente apareció entera, meciéndose ufana como un cisne entre las suaves ondas de esmeralda del Océano: el capitán pudo distinguir perfectamente el nombre de la goleta, escrito en la popa con letras de oro: se llamaba La Flor de Mayo. La goleta siguió navegando viento en popa con todas sus velas desplegadas; pero a poco las nubes pequeñas, que sólo aparecían en el azul del cielo, como unos florones de oro, crecieron y tomaron formas siniestras: ya eran las de una esfinge colosal, ya las de un gigante, ya las de un formidable castillo; y la reflexión de los rayos del sol manchaba su fondo oscuro con algunas fajas sangrientas. El capitán notó algún movimiento en la tripulación de la goleta, y vio que en un momento recogieron las velas del trinquete y palo mayor, quedando sólo las del bauprés. La mar comenzó a agitarse, y sus olas pesadas azotaban los costados de la goleta: a cierta distancia y en la misma dirección en que ésta navegaba, Manuel observó una corriente impetuosa, una vorágine por donde se hundían con fragor las aguas de todo el golfo. En todas direcciones se precipitaban en la vorágine violentas corrientes de agua, y al tocarse en un punto, chocaban furiosamente, produciendo un horrísono estruendo, parecido al estrépito de un volcán, que, preñado de lavas y de escorias se abre para darles paso: una nube de vapor se elevaba desde el centro de ese abismo, y la atmósfera, ya cargada y cenicienta, parecía confundirse con él.

Manuel abrió más los ojos, sus cabellos se erizaron en su cabeza, y unas gotas de sudor frío caían por su frente, pues de la cámara de la goleta, que iba sin sentirlo arrastrada por la corriente y con dirección a la vorágine, salió una mujer pálida, de cuerpo flexible, con sus ojos llenos de lágrimas y con su negra cabellera flotando al viento. Con mucho trabajo, por los vaivenes de la goleta, esta mujer logró fijar su planta vacilante; asiéndose de un cable; paseó su vista por un horizonte oscuro lleno de ráfagas amarillentas y cárdenas; alzó los ojos al cielo, y cayó después de rodillas, inclinando la cabeza y demostrando una profunda desesperación.

—¡Oh!, ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, es Teresa —gritó el capitán, poniéndose pálido y pintándose en su rostro el espanto.

La goleta iba cada vez más rápida, acercándose a la vorágine.

—¡Va a perecer! —exclamaba el capitán—; y de una manera horrible.

El patrón de la goleta se apoderó del timón; y Manuel, creyendo que iba a variar de rumbo, respiró; pero muy al contrario, huyendo de una nube negra que, destacada de la masa de nieblas, parecía como un fantasma vengador que persiguiera al buque, se inclinó a barlovento, y entonces quedó colocado perfectamente en el centro de la corriente, y comenzó a navegar doce nudos por hora.

La goleta caminaba siempre al precipicio, la nube que la perseguía tenaz, caminaba igualmente con rapidez, de suerte que no había esperanzas, pues los pasajeros iban a perecer, o tragados por la vorágine, o destrozados por la tormenta y el huracán.

El viento dominante era el Sureste, pero al aproximarse la nube, y como sucede cuando va a desatarse un huracán, cambió de improviso al Noroeste, y siguieron soplando ráfagas desiguales en todas las direcciones de la aguja. La Flor de Mayo se hallaba entonces doblemente combatida: por un lado la arrastraba la corriente, y por el otro el viento la impelía con violencia para el rumbo en que soplaba. La fatiga de los marineros era inaudita, y entre los que atrevidamente subían y bajaban rápidamente por las escaleras de cuerda, Manuel creyó reconocer al hombre de la capa que había acompañado a Teresa desde el pórtico a la playa.

—¡Salvadla, salvadla, y seré vuestro esclavo! —exclamó Manuel—. ¡Es Juan Bolao —prosiguió—, el mismo que tan valientemente combatió a los ladrones en el camino de Veracruz!

El hombre en quien Manuel creía reconocer a Juan Bolao, descendió rápidamente, deslizándose por los cables desde la punta del trinquete, se apoderó inmediatamente del timón, y cambió la dirección de la proa. Un momento estuvo vacilante la goleta, pero ayudada del impulso del viento, obedeció al fin, y se desvió un poco del centro de la corriente, que la arrastraba al vórtice.

—¡Bien!, ¡bien! —dijo Manuel, cuya agonía había crecido por momentos—, si logran separarse de la corriente, que los arrastra a la muerte, pueden salvarse. ¡Teresa! ¡Teresa mía!, ¡si tú pereces, yo también moriré!

Teresa aún permanecía de rodillas asida fuertemente del cable, y cuando levantaba su rostro, se observaban en él la espantosa agonía y la desesperación que destrozaba su alma. La nube amenazadora que había perseguido al buque, rompió por fin su negro seno; gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer, los relámpagos se cruzaban, y los rayos caían al derredor de la goleta; el viento variable en todas direcciones, arreció y la mar redobló su furia. La goleta, arrebatada violentamente, se separó de la corriente casi al mismo tiempo en que iba ya a ser tragada, se había librado del vórtice, pero para ser envuelta por el huracán. Manuel apenas podía distinguirla entre las sombras y las montañas de agua que amenazaban sumergirla, el mar estaba negro como una tinta, el cielo cruzado por la pálida luz de los relámpagos, y los abismos en que corría la débil embarcación, eran cada vez más profundos.

La goleta había perdido sus dos palos y caminaba hacia un grupo de rocas que, como unas esfinges, sacaban sus cabezas de las blancas espumas que levantaban las olas al romperse con pavoroso estruendo. Manuel, entre las gentes despavoridas, que caían y levantaban en la cubierta de la goleta solía distinguir una figura blanca y vaporosa: era Teresa. Las fuerzas, la voz y el aliento le faltaron, y gotas espesas y frías de sudor, inundaban su frente.

—Todavía un momento más —le dijo Rugiero, oprimiéndole el cerebro con la mano.

La goleta, combatida horriblemente, fue a estrellarse contra las rocas; un grito de agonía se escuchó, todavía más fuerte que el rugido de las olas y el fragor de la tormenta, y a poco sólo se veían flotar cerca de la playa de una isla, algunos fragmentos de La Flor de Mayo. El capitán lanzó un grito y cayó sin sentido en su lecho. Arturo trataba de observar en el espejo los objetos que producían las exclamaciones y palabras incoherentes de su amigo; pero no había logrado percibir más que la plana superficie del vidrio, que reflejaba de vez en cuando con la luz de los relámpagos, el fondo encrespado de una atmósfera llena de nubes: fastidiado, se sentó a fumar frente de la ventana; pero al grito que lanzó el capitán, se levantó de la silla.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—Este tunante de Manuel —contestó Rugiero—, se ha espantado de ver una tempestad en la mar.

—¿Queréis ver, Arturo?

El joven titubeaba.

—¿Tenéis miedo?

—No —dijo Arturo con firmeza—, nunca tengo miedo.

—Acercaos entonces.

Arturo se acercó.

—¿Qué veis? —le preguntó Rugiero.

—Nada —respondió el joven.

—Fijad bien vuestra atención y aguardad un rato.

—¡Es México, México! con sus calles espaciosas, con sus palacios, sus paseos, sus hermosas arboledas.

—Bien —dijo Rugiero—, ¿estáis contento?

—Mucho —respondió Arturo—, es una delicia, no sólo ver a México, como lo estoy mirando, sino aun acordarse de él.

—Poned cuidado.

Arturo fijó su atención, y sus miradas se detuvieron en una casa lujosamente amueblada, en una de cuyas piezas había tres hombres vetustos, de anteojos, y vestidos de negro.

—¿Qué hacen esos hombres? —preguntó Arturo.

—Mirad si los podéis conocer —dijo Rugiero.

—Creo que son curiales… escribanos… ¡Oh, él es!, ¡él es sin duda alguna!, veo sus malditos dientes negros y su sonrisa infernal.

—¿Quién es? —preguntó Rugiero.

—Don Pedro, el infame tutor de Teresa, el asesino de mi padre, el ladrón de mi fortuna.

—¿No conocéis la casa?

—De pronto no —contestó Arturo.

—Miradla bien.

Arturo paseó su vista por las habitaciones de toda la casa, y se fijó en un gabinete magnífico, de figura octógona, que tenía un espejo en cada lado. Delante de los espejos había una columna de mármol, y encima de ella un macetón de cristal, lleno de aromáticas flores naturales; al derredor había ricos divanes de brocados de seda, y en medio una mesa de mármol blanco llena de mil curiosidades. Una puerta se abrió, y entró una joven; se reclinó en un sofá y puso su mano en una de sus mejillas, finas, blandas y frescas como las hojillas de la rosa.

—¿Reconocéis a esta joven? —preguntó Rugiero.

—¡Sí, la reconozco!… la reconocería en la tumba, en todas partes; es Aurora, la linda Aurora.

—Fijad vuestra atención, Arturo.

—Aurora tenía la vista fija en las flores de uno de los macetones, y de sus ojos se desprendía un hilo de lágrimas.

—¡Llora, llora la infeliz! —exclamó Arturo—. ¡Oh, si yo pudiera saber las penas que la hacen derramar esas lágrimas, daría mi vida por consolarla!

—¿No reconocéis quién puede ser el verdugo?

—Don Pedro, sin duda; ese infernal viejo —contestó Arturo.

—Cabalmente: en compañía de esos bribones jueces y escribanos, está arreglando el modo de despojarla de sus bienes; pero dejad esto.

Una niebla densa, que apareció en el elegante gabinete de Aurora, oscureció todos los objetos, y apenas se descubría el rostro primoroso de aquélla, como uno de esos delicados ángeles que ha pintado la mano religiosa del Beato Angélico, Arturo vio con la mayor tristeza desaparecer esta celestial visión; y en vez de la casa elegante de Aurora, se encontraron sus miradas con un convento de monjas. La iglesia estaba abierta, gruesos cirios de cera ardían delante de los altares de plata resplandeciente, y el humo del oloroso incienso subía en columnas delgadas hasta las bóvedas del templo, de donde pendían gallardetes de mil colores.

La sonora y religiosa música de órgano hirió el oído de Arturo, y entonces vio en el fondo del coro a una multitud de religiosas, vestidas con su traje de sayal azul, y en medio de ellas una joven hermosísima, y de cuyos ojos azules, que de vez en cuando levantaba al cielo para pedirle fortaleza, caían rodando por las mejillas abundantes lágrimas. No era la joven vestida con el flotante y voluptuoso crespón, cuyas madejas de cabello blondo estaban peinadas y entretejidas con perlas, cuyo nevado seno latía suave y acompasadamente, y cuyos pies de niña calzados con un zapato blanco, apenas tocaban los florones de las ricas alfombras: era una joven vestida de un tosco sayal azul, que ocultaba su cintura delicada y las perfecciones de sus formas, y cuyos abundantes cabellos estaban cubiertos por la toca monjil, que cubría también en parte su tersa y despejada frente. Arturo creyó reconocer en la víctima que se conducía al sacrificio, a la misma criatura deliciosa, cuya cintura de abeja había estrechado la noche memorable del baile, y cuya mágica sonrisa le había producido un violento amor, que ni sus desgracias, ni sus aventuras, ni los atractivos de otras mujeres, ni el transcurso del tiempo, le habían hecho olvidar enteramente.

—¡Aurora, Aurora mía!… ¿por qué ese sacrificio? ¿Por qué consientes en encerrarte en una tumba? ¡Tú, tan joven, tan bella, tan alegre!

Arturo juntaba sus manos en ademán suplicante al decir estas palabras; quería arrodillarse delante de Aurora, y sus ojos se llenaban de lágrimas.

—¡Va a profesar en el convento! Jamás le volveréis a ver.

—Un momento, Aurora, un momento de espera te pido nada más —clamaba Arturo—: yo te libertaré de esa esclavitud: te arrancaré de las gradas del altar, seré tu esclavo, tu rendido esclavo.

El órgano seguía llenando las naves con su melodía sagrada; las monjas mostraban un grande regocijo de tener una compañera, y los eclesiásticos, revestidos de sus ricos ornamentos de tela de seda y de oro, comenzaban las ceremonias. ¡Sólo la joven lloraba en silencio!

Arturo creyó oír la blanda voz de Aurora, que decía en medio de sus lágrimas: «Sólo a Arturo he amado en el mundo».

—Y yo también sólo a ti he amado, Aurora, sólo a ti; y en los días amargos de mi prisión, tu imagen era el ángel de mis sueños, la constante compañera de mi soledad.

Aurora se hincó y pronunció el juramento terrible.

—Ya no hay remedio —gritó Arturo, arrancándose del poder de Rugiero y arrojándose desesperado en su lecho.

—Ésta es la suerte de vuestras dos queridas —dijo Rugiero—, las dos han naufragado.

El timbre metálico de esta voz hizo estremecer a Arturo y al capitán, a pesar de que el uno había permanecido presa de un fatigoso sopor, y de que el otro se retorcía rabioso en su lecho.

* * *

Despejada y limpia la atmósfera, a consecuencia de la formidable tempestad, el día amaneció delicioso, y los primeros rayos brilladores del sol penetraron en la estancia de los dos jóvenes, llenándola de una dulce claridad. Arturo fue el primero que despertó y miró a Manuel pálido y desfigurado: éste despertó a poco y observó a su vez a su amigo también pálido y tan estragado, que no pudo menos de alarmarse: ambos se miraron mutuamente; se vistieron, y no se atrevían a hablarse una palabra.

—¿Sabes —le dijo Manuel a su amigo, después de un rato de silencio—, que tengo un fastidio horrible? Por primera vez en mi vida, la idea de suicidarme está fija en mi cerebro.

—No sé lo que yo siento por mi parte; pero a mí también es el único remedio que me ha ocurrido; la vida es demasiado amarga.

—¿Ha estado aquí anoche alguien? —preguntó el capitán.

—Eso mismo te iba yo a preguntar.

—¿Y por qué?

—Porque… o yo he tenido anoche una funesta y horrible pesadilla, o alguna cosa de realidad ha pasado entre nosotros.

—¡Cosa extraña! —dijo el capitán—, igual cosa he experimentado yo.

—¿Recuerdas si cuando nos acostamos estaban estas sillas?

—En verdad que no puedo hacer memoria de nada —respondió Arturo, examinando tres sillas que estaban colocadas delante de la ventana.

—¿Qué te ha pasado? —dijo Manuel.

—No lo podré explicar con exactitud, pero han sido cosas muy horribles: he visto destruido el porvenir, la felicidad de toda mi vida; a Aurora sacrificada, y a don Pedro persiguiéndome y destruyendo de nuevo todas mis esperanzas y mi porvenir.

—Lo que a mí me ha pasado hiela aún la sangre en mis venas… Yo he visto, Arturo, estrellarse contra las rocas una goleta y Teresa estaba en ella.

—¿Serán ciertas estas visiones? —preguntó Arturo poniéndose un dedo en la boca y reflexionando profundamente.

—No lo sé: y sólo siento que una inquietud mortal oprime mi alma —respondió el capitán con desesperación.

La anciana vino a avisar a los jóvenes que el desayuno estaba en la mesa, y que el señor cura y la niña Purificación los aguardaban; Arturo y Manuel acabaron de vestirse y se dirigieron al comedor.

El cura y Celeste estaban ya aguardando a los viajeros, y en el momento en que los vieron, procuraron sonreír y les tendieron la mano; pero se notaba en el semblante de la muchacha un tinte marcado de melancolía; y aunque el padre Anastasio procuraba poner una cara muy alegre, revelaba a su pesar una sombría tristeza. La noche fue fatal para todos: sólo el sabueso estaba alegrísimo, pues había pasado una buena noche en unas mullidas zaleas en el cuarto de Celeste, después de haber cenado quizá mejor que su amo; parecía que el perro, agradecido del buen hospedaje, procuraba manifestar su regocijo, y saltaba de un lado a otro de la pieza meneando la cola y viendo alternativamente con sus ojillos vivarachos a Arturo y a Celeste, como si hubiera descubierto los amores secretos de los dos jóvenes. La alegría del sabueso incomodaba extraordinariamente a todas aquellas personas entristecidas y amargadas hasta el fondo de su alma. Arturo lo conoció, e involuntariamente dio un puntapié al perro, el cual fue a acogerse junto a Celeste.

—¡Pobre animal! —dijo Celeste, acariciándolo—, no sea usted tan cruel, señor Arturo.

Arturo apenas se dignó mirar a Celeste, pues su mal humor había aumentado; y la idea del suicidio le preocupaba enteramente; detrás de este fantasma horrible preveía nada más a Aurora bañada en lágrimas, encerrándose eternamente dentro de las cuatro paredes de un convento.

Sentáronse a la mesa, y se desayunaron en silencio: Celeste, furtivamente, echaba una triste mirada a Arturo, y decía entre sí: «Primero volvería yo a la cárcel, que casarme con este hombre»; y sin embargo, en este mismo momento lo adoraba con toda la fuerza de su alma, con toda la ternura de la desgracia, con toda la buena fe de la inocencia.

Concluido el silencioso desayuno, Celeste se retiró, y el Turco, ofendido del trato inicuo que la había dado su amo, se retiró también detrás de aquella, haciéndole mil fiestas y halagos. No por haber quedado solos nuestros tres personajes, cambió su embarazosa situación; se miraban, se volvían a mirar, y permanecían en silencio, o articulaban esas palabras vagas sobre el tiempo, la lluvia y el clima, con las cuales casi nunca se logra entablar una conversación. Manuel fue el que procuró que variara este estado molestísimo.

—Los tres tenemos algo dentro del corazón, y es menester echarlo fuera; si no hacemos esto, probablemente nos daremos un tiro. Padre Anastasio, ha llegado la vez de que vuelva usted a confesarse con nosotros; es indispensable; si no, probablemente nos despediremos de muy mala inteligencia.

—Es verdad, Manuel; tengo amargas penas y sólo se mitigarán si el sacerdote tiene la humildad necesaria para pedir su consejo y su auxilio a los jóvenes del mundo; escuchadme.

XI. Secretos del corazón

—Es imposible —dijo el padre Anastasio—, que tengan idea, amigos míos, de lo que he sufrido.

—En efecto —interrumpió Manuel; pues aunque este pueblo es lejano y algún tanto triste, esta casa es un modelo de propiedad y de orden, y no parece creíble que se encuentre la desgracia en el seno de la tranquilidad doméstica, y viviendo con todas las comodidades posibles.

—La vida de un cura es siempre difícil, capitán; pues o tiene que oprimir a sus feligreses, cobrándoles sin misericordia todas las contribuciones religiosas, o que dedicarse a un excesivo trabajo sin recompensa alguna. Aun están demasiado arraigados en este país los hábitos religiosos, para que en los pueblos, compuestos en parte de indígenas y de gente sencilla, pero siempre ruda e ignorante, el cura sea, o el ángel tutelar de los desvalidos, o el tirano inicuo de los miserables; en un pueblo él es el jefe político y religioso; y aun el despotismo de los militares se modifica ante el poder eclesiástico. ¿Con qué conciencia se pueden exigir los derechos de entierro a una familia que queda huérfana y desvalida, y que no tiene más capital que el real y medio diario, que ganaba el padre, o el hermano que falleció? Cuando sucede esto, que es casi todos los días, la religión y caridad ordenan que, no sólo se sepulte el cadáver, sino que se socorra a la familia, que acaso está llena de dolor y no tiene un pedazo de pan que llevar a la boca. Sucede mil veces que por falta de medios pecuniarios los casamientos no se verifican, y prefieren vivir en un mal estado; la religión y la caridad exigen que a esas gentes, no sólo se les administren los sacramentos sin estipendio alguno sino que se les exhorte y amoneste a que cumplan con los deberes que las leyes civiles y religiosas ordenan, para que no dejen una sucesión bastarda y desgraciada. El mal cura, lo que hace es recibir diariamente una multitud de obsequios; cobrar sin consideración todos los derechos, con cuantos recargos son imaginables; y corromper, prevalido del traje religioso, a dos o tres familias, concluyendo por hacer un capitalito en muy poco tiempo. Vive dando un escandaloso ejemplo, sin que por esta causa pueda ni moralizar al pueblo, ni reprimir los desórdenes, que día por día aumentan hasta un grado increíble. El cura que quiere cumplir con su conciencia o con la sociedad, debe ser pobre, sobrio, incansable en el trabajo, humilde y resignado en su destierro, y esperar confiado en que el día de su muerte, Dios le ha de conceder el premio de sus padecimientos en la tierra.

—Sólo cuando oigo hablar de la vida austera que debe tener un eclesiástico, me conformo con haber seguido la carrera militar, bastante penosa, particularmente en este país.

—Lo mejor sería —interrumpió Arturo, sin hacer caso de lo que hablaba Manuel—, que se abolieran completamente los derechos religiosos, y que con los bienes de tantos frailes aglomerados en las poblaciones se formara un banco con cuyos productos se pagara el sueldo de los curas.

—Ésa es mi opinión —dijo el padre Anastasio—, para eso sería necesario vencer el grande influjo que tiene el alto clero, y el gobierno que intentara dar este paso necesitaría una fuerza suficiente en qué apoyarse, y que la masa de la población fuera suficientemente ilustrada para comprender esas reformas.

—Padre —interrumpió el capitán—, me dispensará usted que le diga que vamos divagándonos, y que cuando todos tenemos un mal humor tan horrible, lo aumentaría infinito una cuestión sobre bienes eclesiásticos. Decía yo que usted no puede ser desgraciado.

—¿Son las comodidades materiales las que dan por ventura la felicidad? El bien supremo en la tierra consiste en la paz del corazón, en la tranquilidad del alma, en la seguridad de la conciencia. ¿Quién es el que puede decir —continuó el padre Anastasio, suspirando profundamente—, que tiene su corazón limpio, y su conciencia tranquila?

—¡Bien! —dijo el capitán—, la conversación puede ahora ser un poco más interesante. Usted sufre, padre; usted es desgraciado, y ya se lo había yo dicho a Arturo. ¿Hablo la verdad?

El padre Anastasio no contestó; pero al cabo de algunos minutos de reflexión, dijo:

—Voy a hacer a ustedes una especie de confesión de los más íntimos secretos de mi alma, sin más objeto que pedirles su consejo, y tomar irrevocablemente una resolución. Ya les he contado cuánto amaba yo a Esperanza y como su dulcísima memoria me acompañaba a todas partes, y no me abandonaba, ni aun durante mis sueños; pues bien, el principio de simpatía que tuve para favorecer a Celeste, fue el que se parecía mucho a mi adorada Esperanza. Luego que logré que la muchacha saliera de la prisión, la puse en un colegio y la visitaba de vez en cuando; y desde que tuve sobre mí esa obligación, me sentí ya más aliviado del fastidio que consumía mi vida: ya no era solo; tenía ya una persona desgraciada que dependía de mí; así es que en lo íntimo de mi corazón prometí cuidar a Celeste, como si fuese mi hija o mi hermana, y esto me causaba un placer indecible. Pasaron así muchos meses, y debo confesar que yo me sentía menos desgraciado, porque tenía ya un objeto, que, por decirlo así, me unía a la vida: volví de nuevo a trabajar y a ser económico, con el fin de dejar alguna cosa después de mi muerte a la pobre huérfana, que ya no tenía más amparo que yo.

Un día se presentó en mi casa un hombre, diciéndome que era primo hermano de Celeste, y que trataba de llevársela a su casa; le contesté que la joven estaba en un colegio bajo mi protección y cuidado, y que de ninguna suerte podía entregarla al primero que se presentara; que me diese pruebas del parentesco que decía y que si Celeste consentía, yo no tenía inconveniente ninguno en confiarla a sus parientes, si los tenía. El hombre, de maneras bruscas y altaneras, me llenó de injurias, y me amenazó, diciéndome, que tarde o temprano había de sacar de mi poder a su pariente, aunque para ello fuese preciso cometer un rapto o un crimen. Sufrí esta humillación, porque el papel de espadachín no cuadra bien al carácter de un eclesiástico; pero como no dejó de alarmarme esta amenaza, di algunas instrucciones a mis criados para que vigilaran. El hombre me seguía donde quiera; en las cercanías de mi casa, en la iglesia, en la puerta del colegio, en todas partes me encontraba siempre con su mirada torva y amenazante.

—¡Voto a Sanes! —exclamó el capitán—, yo me hubiera desembarazado de ese mueble, dándole una buena entrada de cuchilladas.

—¡Perfectamente para vos! —dijo el padre—, pero yo no podía tomar ese arbitrio. Imposible es describir la aflicción que ese incidente me causó; así es que me resolví a separarme de la capital, y solicité de la mitra un curato, que fácilmente pude conseguir. Faltaba una cosa, y era, que Celeste consintiera en partir conmigo, y que este consentimiento fuera espontaneo; y fácil me fue conseguirlo; la pobre joven no deseaba otra cosa, pues como la despreciaban y trataban mal en el colegio, me suplicó que no la dejase allí. Partimos para este curato, y yo fui más feliz, así por verme libre del hombre sospechoso que amargaba mis días, como porque tenía un ancho campo para dedicarme a practicar obras de caridad. Inmediatamente que llegué, compuse la iglesia, que estaba arruinada; reedifiqué esta casa, y mandé traer a Tampico estos muebles, pues también me proponía aprovechar las excelentes disposiciones de Celeste, dándole una educación tan esmerada, cuanto fuera posible. Afortunadamente encontré en ella, no sólo bellísimas disposiciones para recibirla, sino también un alma bien dispuesta e inclinada a la caridad. Los primeros días después de llegados, la maledicencia no dejó de perseguirnos, a pesar de que tuve buen cuidado de anunciar que Celeste era mi hermana; pero después hemos logrado recoger las bendiciones y la gratitud de todos estos habitantes. Celeste espontáneamente salía, y sale todos los días, a las chozas de los aldeanos; si están enfermos los cura, les proporciona alimentos, si son pobres, los socorre, y si están afligidos, los consuela. Los matrimonios que están desavenidos los reconcilia inmediatamente; si los padres maltratan a sus hijos, les aconseja que los eduquen con suavidad; instruye a los niños en sus deberes religiosos, y enseña a coser y a bordar a las pobres muchachitas. Ahora mismo estará en esta ocupación; y si entráramos a sus piezas, la veríamos con el amor de una madre, luchando con la rudeza de algunas criaturas; el pueblo todo la conoce con el nombre del ángel de la guarda, y yo mismo los primeros días me vi tentado de arrodillarme, y adorarla como a una santa…

—Pues bien, estas virtudes, este candor angélico, han hecho mi desgracia; creí al principio que podía adorar y respetar a Celeste, y que me sería dable tenerle un amor divino y puro, sin mezcla de ningún pensamiento mundano…

Un día en que Celeste salió a una de sus expediciones caritativas, se dilató más de lo regular, y yo sentía ya una inquietud mortal, cuando cerca de las oraciones la vi venir en compañía de un joven, que tiene una hacienda abajo de la montaña. Celeste parecía como fatigada y se apoyaba en el brazo del joven, y observé que tenían una acalorada e interesante conversación; un movimiento involuntario de cólera agitó mi corazón, y quise bajarme de la azotea, y tomar un arma para matar al joven, pero en el acto me arrepentí. En la puerta de la casa el galán se despidió, y estrechó la mano de Celeste; yo sentí, al presenciar este acto, un dolor secreto y punzante; no pude dejar de recibir con seriedad a Celeste, y en todo el resto de la noche no salí de mis piezas, ni quise tomar chocolate con ella, según la costumbre que habíamos establecido.

A la hora de acostarme, comencé a reflexionar profundamente en lo que me había pasado, y procuré examinar mi conciencia franca y severamente. ¿Por qué me había venido la idea bastarda de ofender a un hombre? Aun suponiendo que realmente Celeste y él viniesen platicando de amores, ¿qué me importaba? Yo no podía tener más derecho sobre la muchacha, que los de un amigo, que los de un protector, ¿pero no se encelan algunas veces los padres cuando ven a sus hijas en amoríos con algún joven? ¿Y puede haber amor más puro que el de un padre a su hija? ¿Qué clase de celos había tenido yo, los de un padre, los de un hermano, los de un protector, o los de un amante?… ¡Ah! esta verdad terrible que me revelaba mi conciencia, procuraba negármela a mí mismo… Toda la noche fue de martirio y de dolor, sosteniendo una obstinada lucha contra mí mismo. La luz me encontró todavía con los ojos abiertos, y yo no me resolví, como de costumbre, a ir a la iglesia a celebrar el santo sacrificio de la misa, porque consagrar a Dios, y recordar los misterios más santos de nuestra religión, con el pensamiento fijo y constante de una mujer, y con su imagen delante… me pareció un sacrilegio. Celeste, por su parte, lloró toda la noche, y no hallaba medio de satisfacerme, como yo, pretextando enfermedad, me quedé en la cama, Celeste entró, su rostro estaba algo pálido, y se conocía que había sufrido mucho.

—Señor —me dijo con acento de humildad, creo que he sido la causa de la enfermedad de usted, si he cometido alguna falta, estoy dispuesta a repararla, pues no tengo más idea que complacer a usted.

Celeste arrimó una silla, y se sentó junto a mi lecho, silenciosa y compungida.

—Hija mía —le dije—, tú no eres capaz de incurrir en falta ninguna, has cometido una indiscreción solamente, y no te puedo negar que me ha causado algún disgusto. No es siempre muy conveniente que una joven ande sola con un hombre a grandes distancias, tu reputación podría padecer, y esto me mortificaría mucho.

Celeste se puso en pie, y me miró fijamente, yo no sé que noté de resuelto y de indignado en su mirada, que tuve que bajar la vista.

—Señor —me dijo—, cuando una mujer quiere cuidarse, en todas partes está segura… Sin embargo, yo obedeceré.

—Siempre su mismo orgullo en este punto —dijo Arturo maquinalmente.

—Hija mía —le contesté con cuanta dulzura me fue posible—, estoy íntimamente persuadido de que eres una buena y virtuosa joven, pero en el pueblo te juzgarán por las apariencias, y los maldicientes y envidiosos, que no faltan aquí, pensarán de otra manera; así, espero que recibirás con docilidad este consejo.

Arrepentida sin duda Celeste, volvió a sentarse, y me dijo con voz afable:

—Sí, seguiré, como siempre, todos los consejos del que es mi único apoyo en la tierra, y no volveré más a disgustarlo. Ese joven me ha acompañado ya otras veces, es muy amable, y me dice que me quiere como a su hermana.

Yo sentí de nuevo un movimiento de impaciencia, pero conteniéndome y procurando disimular le dije:

—No es conveniente fiarse en esas promesas, tú eres muy joven, Celeste, sólo conoces de la vida la miseria y la desgracia, sin sospechar que la perfidia y aun la traición se encuentran ocultas bajo las apariencias de la amistad y del amor.

—¿Es decir que yo debo desconfiar de ese joven? —preguntó la muchacha.

—Yo no digo que debas desconfiar, pero sí tener alguna precaución en las conversaciones… Sería mejor, sobre todo, que no te acompañaras más con él.

—Lo haré así —dijo Celeste—, con tal de que esté usted contento.

Se informó de mi salud, me acompañó a tomar el alimento, y se retiró a sus ocupaciones ordinarias.

Desde el día de esta sencilla conferencia, mi sosiego acabó completamente, Celeste fue en lo de adelante seria y reservada, y yo me impuse, por mi parte, el deber de tratarla con más miramiento y circunspección, pero esto, en vez de calmar mi ansiedad, la aumentaba de día en día. Cuando escuchaba su voz, se estremecía mi corazón, cuando sus vestidos se rozaban con los míos, un calofrío recorría mi cuerpo, y cuando la veía clavar su vista en mí, una sensación de letal tristeza oprimía mi corazón, como si una mano lo comprimiera fuertemente. Las noches eran todas de dolor y de lucha entre mis deberes religiosos y los impulsos irresistibles del corazón, que apetecía verse libre para unirse a otro corazón, para gozar esa felicidad doméstica que no se puede describir, que no se puede pintar, y cuyas dulzuras, sin faltar ni a la virtud ni a la religión, no se pueden comparar más que con la calma y los goces de la bienaventuranza. En una palabra, las mismas ilusiones, las mismas esperanzas, los mismos temores que tenía cuando iba a casarme y Dios me arrebató el ángel de mi amor, volvieron a renacer más vigorozas, más enérgicas, más vehementes, como si esa pasión profunda que yo sentí después de mis estudios, y que se apagó con la muerte, hubiera permanecido sosegada e inactiva, para desbordarse después como la lava ardiente de un volcán.

La soledad y el campo aumentan infinitamente las pasiones: no sé qué tinte melancólico comunican a las escenas de la vida los paisajes variados que diariamente presentan los campos y el cielo. Así como antes todo lo refería a Dios, insensiblemente fui perdiendo la calma y después todo lo refería a la criatura; si el firmamento aparecía diáfano y despejado, yo no pensaba en bendecir al Autor de tanta pompa y esplendor, sino que pasaba las horas enteras entregado a perversas cavilaciones, y si por el contrario, las nubes oscurecían la atmósfera, yo resentía un tedio mortal, y en vez de postrarme ante el inmenso poder del que domina las tempestades y manda a los mares, la idea del suicidio se presentaba a mi mente, fija y aterradora. Quería morir, y tenía miedo a la muerte, quería vivir y tenía miedo a la vida. ¡Situación horrible del alma, cuando se le cierran para siempre las puertas de la esperanza, cuando no hay porvenir ni para esta vida perecedera, ni para la eterna! Otras veces se retrataba en mi mente, con todos sus indefinibles atractivos, la vida tranquila y feliz que tendría yo si hubiera sido el abogado honrado, el esposo amante de una mujer virtuosa, el padre cariñoso de unos hijos inocentes, y despertaba de estos sueños hermosos, para palpar sólo toda la extensión de mi desgracia.

Esta situación me hizo variar de conducta, evitaba cuanto me era posible el tratar con Celeste, y para distraerme, montaba a caballo, y con el pretexto de cumplir con las obligaciones de mi ministerio, pasaba los días enteros en las montañas y barrancas, yo no volvía sino ya entrada la noche, y aun entonces, después de tomar el chocolate en compañía de Celeste, porque no podía yo interrumpir nuestra costumbre, sin temer que lo extrañase, me retiraba a mi cuarto a rezar y a implorar el auxilio de Dios, para que arrancase de mi alma esta loca e insensata pasión, e hiciese triunfar, contra los incentivos del mundo, los deberes religiosos, que por mis juramentos tenía que llenar… Mis días han sido melancólicos y lúgubres, mis noches de martirio y de tormento… y siempre, siempre, a todas horas, he tenido arraigado en mi corazón un sentimiento, santo y legítimo en otros, criminal y reprobado en mi situación.

El cura calló, e inclinó la cabeza, Manuel y Arturo se miraban asombrados.

—Los tres somos muy desgraciados —murmuró el capitán.

—Nuestra historia idéntica —dijo Arturo—, los tres por distintos caminos hemos corrido tras de la felicidad, y sólo hemos encontrado la desgracia.

Nuestros personajes permanecieron largo rato en silencio, hasta que el capitán habló, variando absolutamente de humor.

—¡Qué diablos! levante usted esa cabeza, padre, y no se entregue tanto a la pena, ni nos aflija más.

—Precisamente Arturo y yo estábamos pensando volarnos la tapa de los sesos, pues anoche hemos tenido en este maldito cuarto unas visiones o sueños infernales. Yo he visto a Teresa naufragar y ahogarse en el mar, Arturo no la ha pasado mejor, y otras gentes, menos despreocupadas y calaveras, habrían creído que aquello había sido obra de duendes, o quizá del diablo mismo, yo creo simplemente que fue efecto del cerebro y de la abundante cena, Arturo y yo estamos preocupados con nuestras aventuras, y es natural que despiertos y dormidos pensemos en ellas… Vamos, padre, me atreveré a darle a usted un consejo.

El cura levantó la cabeza.

—El remedio que esto tiene es una separación pronta.

—Sí, una separación eterna —repitió el cura.

—En primer lugar, es necesario abandonar este curato, y echar a pasear los pájaros, las flores y los primores de esta casa, porque todos estos objetos no harán sino aumentar los padecimientos.

—Es verdad —dijo el cura—, esto lo había yo pensado, y ya tengo mi licencia para separarme de aquí; a Celeste la enviaré a México, y allí nada le faltará, pero jamás la volveré a ver.

—Es necesario tener valor, padre, cuando se trata de cortar un grave mal; la variación de clima, los viajes y la vida activa, podrán mitigar mucho estos pesares, y acaso borrarlos completamente. ¡Qué diablos, padre! si no estuviera usted envuelto en ese pedazo de sayal negro, el remedio era muy sencillo; se casaba usted con Celeste, y no había más que pensar, pero mientras no venga un concilio bastante sensato para conocer que los hombres no podemos vivir sin las mujeres, y permita el matrimonio de los eclesiásticos, lo cual evitaría multitud de escándalos y de crímenes, es menester que un hombre de educación y de juicio se abstenga de cometer faltas, que pesarían eternamente sobre su conciencia… Un calavera y militar como yo, tiene disculpa… pero en un eclesiástico, se critica hasta la más insignificante acción.

—Lo que yo os he referido, debe quedar sepultado en el más profundo secreto; tenía necesidad de contar a algún amigo mis padecimientos, y en este momento estoy más tranquilo y desahogado. Sin duda ustedes no creerán que soy indiscreto, porque además, habiendo la casualidad querido que me reuniera con Arturo, debía imponerlo de todo lo relativo a Celeste, ella es honesta, buena y casta y nada ha sospechado de lo que acabo de referir… Espero que si por alguna circunstancia no pudiese yo favorecerla, vosotros, que sois generosos y honrados, no la abandonaréis.

—Contad con ello —dijo el capitán—, que por mal que nos sople la fortuna, siempre tendremos lo bastante para que esta joven no pase trabajos; pero vamos a concertar el plan formalmente.

—Dentro de tres días —dijo el cura—, Celeste partirá para México, acompañada de criados de confianza, y de esta buena anciana, que la quiere como si fuera su propia hija… Ya he dicho que al menos por algún tiempo nada le faltará: vivirá en buena casa, tendrá quien la sirva… En cuanto a mí, repito… no la volveré a ver jamás.

Se conocía que el virtuoso eclesiástico hacía un esfuerzo prodigioso al tomar esta resolución.

—Ya podía usted hacer una calaverada, padre —le dijo el capitán.

—¿Cuál?

—Arregle usted lo necesario para el viaje de Celeste a México, y márchese conmigo a La Habana, donde yo tengo el sagrado deber de buscar a la desgraciada Teresa, y traer aunque sea su cadáver.

—La idea no me desagrada: si os detenéis aquí hoy, acaso mañana partiremos juntos.

—Muy bien —dijo el capitán—, venga un abrazo, padre: sois un valiente joven, ¡lástima que tengáis ese hábito! Por ahora, necesitamos respirar el aire libre, pues esta atmósfera nos mata, nos ahoga: vamos, Arturo, tomaremos las escopetas; haremos una expedición por estas montañas, y dejaremos al padre que arregle sus negocios. ¡Cuidado con variar de resolución!

—Espero que no variaré —dijo el padre con voz firme.

Arturo y Manuel tomaron sus escopetas, llamaron al Turco y salieron del curato; el padre Anastasio entró a sus piezas a arreglar su viaje.

—¿Qué te parece, Arturo, de la conversación del padre? —le preguntó el capitán a su amigo, luego que estuvieron en la calle.

—Estoy confundido, y lo único que deduzco es que las pasiones no respetan ni estado, ni condición, y que causan graves estragos en el alma.

—¡Pobre padre! —dijo el capitán—, si fuera un clérigo relajado, no sufriría estos tormentos, ni tendría que hacer hoy el sacrificio de perder su bienestar… Es necesario que procuremos consolarlo, ya que para nosotros ha sido un ángel… Ahora te preguntaré, ¿por qué no te casas con Celeste?

—¿Y si por casualidad está enamorada en secreto del padre, como él lo está de ella? —preguntó Arturo.

—¡Cáspita! —dijo el capitán—, es reflexión que no me había ocurrido… Sin embargo, sería eso muy fácil de averiguar… En fin, lo que creo es que no debemos variar de plan: dentro de dos meses, a lo más, estaremos reunidos en México; y entonces ya podremos pensar decididamente en fijar nuestra suerte.

—Te he dicho —dijo Arturo—, que no me casaré mientras tú no hayas encontrado a Teresa: eso no nos impedirá proteger a Celeste, para lo cual te advierto desde ahora, que puedes gastar el dinero que sea necesario, a fin de que esté con decencia; que mientras tengamos salud, hemos de pasarla bien.

Los dos amigos descendieron por el costado de una montaña, y se entretuvieron en la caza hasta la hora de comer, en que todos los circunstantes, si no tenían buen humor, al menos estaban menos sombríos y taciturnos que en la mañana.

XII. Combate entre un perro y un hereje

A los tres días de las escenas que acabamos de describir, Arturo, el capitán Manuel y el padre Anastasio partieron rumbo a Tampico, y Celeste con dirección a México: no hubo ni lágrimas, ni suspiros, ni desmayos; cada uno de los actores de esta escena, si tenía hondas penas en su corazón, procuró desimularlas, al tiempo de la separación, haciendo asomar a sus labios la sonrisa. El vicario quedó encargado del curato, y el tendero hereje, que nuestros lectores conocen, resolvió vender la tienda y hasta sus libros favoritos y ponerse en camino para robarse a Celeste, de quien estaba locamente enamorado. Un personaje importante partió con Celeste, y fue el perro sabueso; los otros dos perros caminaron con el cura y nuestros amigos.

Para gobierno de los lectores diremos que Arturo, Manuel y el padre Anastasio llegaron con felicidad a Tampico; en cuanto a Celeste, tuvo que sujetarse a una obediencia pasiva y partir para México, acompañada de la anciana. Mil conjeturas formaba sobre esta precipitada marcha; pero no podía adivinar, ni aun remotamente, su verdadero motivo, porque el padre Anastasio se había manejado con extremada delicadeza, había podido dominar sus pasiones y disimular sus penas, hasta un grado increíble, dando disculpas y razones a Celeste, que si bien no la habían convencido, tampoco habían despertado en su corazón ninguna sospecha. Excusado es decir que lo que más la atormentaba era la indiferencia con que después de su declaración amorosa la había tratado Arturo, pues el amor que ella había concebido por el joven desde la primera vez que lo vio, era de esos sentimientos profundos, imborrables, que forman el pensamiento tenaz y dominante de la vida; Celeste jamás había querido darle pábulo, porque se consideraba tan distante de lograr esta dicha; y alguna vez en sus meditaciones, lanzando un profundo suspiro, había dicho que era más fácil coger una estrella con la mano. Es inútil decir que en la cárcel, en el colegio y en el curato había pensado siempre en Arturo; pero como se piensa en esas visiones que despierta la narración de cuentos en donde hay palacios de marfil y jardines con manzanas de oro y de coral.

Celeste abandonó con un dolor indecible las aromáticas flores de su jardín, y los primorosos pajarillos, que la conocían y la amaban; y también es menester decir, para completar la pintura de su excelente corazón, que derramó lágrimas al separarse de aquellas infelices familias, cuyos dolores conocía y cuyas lágrimas había enjugado. El día en que abandonó el pueblecito, donde tantos beneficios había hecho, y donde había desempeñado la sublime misión de la caridad, fue un día de luto: al salir de la puerta del curato, se le rodearon multitud de muchachitas que le abrazaban las rodillas, la llamaban madre, y se querían marchar con ella; las ancianas ciegas y baldadas tendían la mano para recibir por última vez la caridad, y todas las mujeres la llenaban de bendiciones, deseándole un feliz viaje. Celeste no podía disimular el sentimiento que le causaba abandonar esta larga familia de seres desgraciados y la completa tranquilidad de que había gozado después de sus infortunios; tranquilidad que, como un suave bálsamo, había cicatrizado casi enteramente las heridas de su corazón. Como cuando se ama sinceramente, se desea que el objeto amado participe de los placeres y aun de los dolores, Celeste pensaba en el fondo de su alma que si Arturo fuera su esposo, debería quedar muy complacido con el espectáculo tierno que presentaba la gratitud de estas buenas gentes.

Triste y llorosa partió Celeste, montando en manso y hermosísimo caballo prieto, seguida de la anciana, que cabalgaba en una mula, y del juguetón y alegre sabueso, que Arturo había consentido en dejarle; motivo por el cual la joven lo quería doblemente.

El tendero hereje estuvo observando cuidadosamente estos preparativos de viaje, y con una sonrisa satánica se regocijaba ya del buen éxito de la empresa que había concebido, que fue la siguiente: se acercó a conferenciar con uno de los tenderos rivales que existían en el pueblo y le hizo proposiciones para traspasarle todos sus bienes, contándole que reconciliado con el cura, se había comprometido a acompañar a Celeste, a quien se proponía alcanzar a dos o tres jornadas, y que deseaba radicarse en la capital, más bien por continuar los estudios de Voltaire, comprando sus obras completas, que por ganar dinero. El tendero creyó, o no, este cuento; pero como nuestro sabio proponía sus existencias a precios bajísimos, no tardaron mucho en convenirse, y concluyeron un negocio, en virtud del cual quedaban comprendidos entre los restos de azafrán, frijoles y jarritos de barro, los sublimes autores que habían ilustrado al filósofo tendero. Terminado este asunto, ajustó unos criados, los armó, diz que para defenderse de los ladrones, montó a caballo, y al día siguiente de haber partido Celeste, abandonó también el filósofo su pacífico y profundo domicilio: su plan se reducía a apoderarse de aquélla y a fugarse en su compañía a un pueblo distante de la Sierra, en donde con el dinero en oro que llevaba, y que pasaba de dos mil pesos, podía establecer otra negociación mejor surtida.

Veamos el resultado de este plan.

A pesar de la velocidad con que trató de caminar, alcanzó a la viajera en una llanura, después de haber pasado las crestas de la sierra; cauto y astuto como la serpiente, se acercó con el sombrero en la mano a hablarle a Celeste, manifestándole que tenía la intención de acompañarla hasta San Luis; pero ésta, a quien repugnaba instintivamente el tendero, por su lenguaje y maneras pretenciosas, y porque además había tenido el atrevimiento de decirle que la elevaría al rango de su querida, le dio fríamente las gracias, y le significó, del modo más claro, que rehusaba su compañía. El tendero, lejos de mostrarse ofendido o mortificado, insistió humildemente en su súplica; y habiéndose descompuesto el estribo de Celeste, el tendero se bajó del caballo para componerlo, manifestando mucha presteza y comedimiento. Aquí fue donde el Turco, que tenía acreditada su actividad en la cacería de conejos, se ensayó con el hereje cuanto desventurado amante, pues a penas vio que el tendero se acercaba junto a su ama y que ésta indignada trataba de defenderse de su maligna oficiosidad, cuando los ojos se le pusieron sangrientos, la cola se le espeluznó, y se lanzó, por fin, furioso contra el atrevido, mordiéndolo y desgarrándole el pantalón y la chaqueta. El miedo y la vergüenza embarazaron por algún tiempo los movimientos del filósofo, pero después, frenético y arrojando maldiciones, tomó una pistola del arzón de su silla y la disparó al perro; pero éste, como si hubiera conocido la intención de su adversario, corrió; luego, al tiempo de salir la bala, se contuvo y agazapó contra el suelo, y la bala pasó a poca distancia. El sabueso, inmediatamente y dando un formidable salto, logró morder el cuello del tendero, quien, olvidando las lecturas de Voltaire, clamaba a la Virgen y a los santos, y hubiera perecido, a no ser porque Celeste, que había permanecido en silencio asustada por esta rápida e inesperada escena, llamó al Turco a gritos. Corrido y maltratado el tendero, recogió el dinero que llevaba en oro y que se le había caído de los bolsillos, montó en su caballo y volvió grupas con su acompañamiento, quedando la comitiva de Celeste riendo a carcajadas de la ocurrencia y acariciando al heroico animal, que ufano de su triunfo y calmada ya su cólera, meneaba la cola y hacía a todos multiplicadas fiestas.

Apenas se había alejado el tendero cosa de un cuarto de legua del lugar donde había pasado tan cruda batalla, cuando sus mismos criados, concertados entre sí, lo amarraron a un árbol y le quitaron su dinero, dándole algunos latigazos, y notificándole que si volvía un sólo día al pueblo, lo matarían irremisiblemente, cosa que también harían si los denunciaba en San Luis.

El tendero hereje quedó, pues, atado a un árbol, y Celeste, repuesta del susto y admirada de la inteligencia y fidelidad del sabueso, continuó más alegre y animada su largo y fatigoso camino.

XIII. Escenas de familia

Es fuerza que volvamos ya la vista hacia algunos personajes que hace tiempo tenemos consignados al olvido. Uno de ellos es nuestro insigne y rico tutor don Pedro, quien burló a Arturo fácilmente, como el lector podrá concebirlo. Tomó dos coches idénticos, con muy buenas mulas, salió por una garita, volvió a entrar, y lo mismo repitió por tres garitas, dando la casualidad de que no fuese encontrado por ninguna persona.

Hemos referido que el viejo iba acompañado de una joven, y la explicación es muy fácil. Don Pedro, en punto a amores, era un verdadero Cupido; de suerte que al mismo tiempo que estaba apasionado perdidamente de Teresa, logró seducir a la hija de una mujer pobre y ambiciosa. Procedió con el mayor sigilo y cautela posibles; consiguió su intento, eligió una de sus casas situada en el hermoso barrio de San Cosme; la amuebló lujosamente e instaló allí a su querida, cuidando de decir que era otra nueva pupila de Monterrey, y cuyos bienes administraba. La muchacha gobernaba despóticamente al viejo don Pedro; le reñía, le pedía dinero con exceso, y a cada momento le amenazaba con una separación. La madre, que había dado a su hija saludables consejos y que le dirigía en todas sus acciones, se dio en el curso del tiempo buena maña para que los muebles, la ropa, la plata labrada y la finca misma apareciesen bajo escritura pública como propiedad de la hija, y ya en esta confianza podía impunemente llenar de improperios al viejo, quien, por una anomalía inconcebible, mientras se devanaba los sesos día y noche para perjudicar a Teresa y para quedarse con sus bienes, se doblegaba como un niño a los más insignificantes caprichos de su nueva conquista.

La fortuna, lo mismo que con el tendero hereje, se comenzó a mostrar adversa con nuestro amigo. Cerciorado por sus agentes de que tanto Arturo como Manuel se habían marchado de México, salió de su escondite, que era una celda del convento de San Fernando, y como era de esperarse, se dirigió a casa de Celestina, que así se llamaba la muchacha. Tan luego como ésta lo vio le echó los brazos al cuello, le hizo mil zalamerías, y le dijo, no obstante de que era una mujer sin educación, pero de muy buen talento, las más lisonjeras palabras.

El viejo, encantado con estos agasajos, que raras veces le prodigaba Celestina, olvidó los sustos que le había causado la persecución de Arturo; el amor de Teresa, a quien ya daba por muerta; sus intrigas; todo, en fin, y se puso a bailar, a cantar, a reír como un loco, correspondiendo de la manera más apasionada a las caricias de la muchacha. En cuanto ésta consideró al viejo fascinado y loco de amor, puso su mano en la camisa de rica holanda, y trató de quitarle el valiosísimo fistol, que fue, en unión de otras alhajas, depositado por el padre de Arturo en poder del tutor, y que no era otro que el fistol de Rugiero. Cuando conoció don Pedro las decididas intenciones de Celestina, de apoderarse de esta prenda que estimaba muchísimo, y por la cual varios acaudalados de México le habían ofrecido gruesas sumas, sonriendo maliciosamente, y enseñando como de costumbre sus negruscos dientes, se abotonó la levita hasta el cuello, y repelió a la muchacha, la que tropezando con un banquillo fue a dar sobre un sofá.

—Me has lastimado la cintura —dijo ésta, quedándose sin movimiento, en la misma posición en que cayó, y vertiendo gruesas lágrimas.

Celestina era de mediana estatura, redondita y torneada, ojitos negros y vivarachos, mejillas encarnadas y de un limpio color moreno; y si no era una diosa, tenía el atractivo de la juventud, y de naturaleza simpática, amable y coqueta. No carecía, pues, de encantos, y fingiéndose lastimada y en la actitud provocativa que guardaba en el sofá, realmente hubiera podido entusiasmar a un San Luis Gonzaga.

—Perdóname, fue sin intención de ofenderte; este maldito mueble ha tenido la culpa, y no yo —dijo don Pedro, dando un puntapié al banquillo, y haciéndolo rodar hasta el otro extremo de la pieza.

—Sí, perdóname —repitió la muchacha llorando siempre—, no te perdonaré estos atrevimientos, porque ya me tratas como criada, como esclava; y aunque soy una pobre, también tengo corazón.

—Vamos, hija mía, levántate y no llores, todo se acabó.

Celestina, en vez de callar, lloraba cada vez más, y decía:

—Si estuviera aquí mi madre, no consentiría que me maltrataran así.

Don Pedro acongojado trataba de acariciarla y de besarla, pero ésta lo rechazaba bruscamente.

—Mira, perlita mía, te daré lo que quieras, con tal de que te contentes y ceses de llorar. Si viene tu madre, creerá que yo te trato mal, y me expones a una cuestión, porque tu madre es una verdadera furia. Tengo ya comprados unos cortes de balzorina primorosos, y una caja de medias escocesas que te voy a mandar, y te pondrás más guapa de lo que eres.

—Yo no quiero medias, ni túnicos, ni tápalos, pues todo me sobra; yo quiero otra cosa —dijo Celestina, fingiéndose remilgosa y antojadiza como una niña.

—¿Qué quieres? Dímelo, y al instante te lo daré.

—Pues yo quiero ese fistol que traes en la camisa.

Don Pedro, al escuchar esto, se puso pálido y recorrió con la vista el cuarto; consideraba a Celestina muy capaz de derribarlo al suelo y despojarlo a viva fuerza de la alhaja.

—El fistol —dijo don Pedro, pasando suavemente la mano por la cabeza de la muchacha—, no te lo puedo dar, porque no es mío; un amigo me lo prestó, y tengo que devolvérselo en cuanto me lo pida.

—Pues cómpraselo.

—No lo quiere vender.

—Pues yo quiero el fistol.

—Será mejor, que en vez del fistol, te compre yo un coche muy elegante y unos buenos caballos frisones. ¡Qué hermosa estarás en tu carretela!

Celestina no pudo menos que sonreírse, al figurarse dentro de una carretela tirada por unos frisones, haciendo el papel de una gran señora en el paseo de Bucareli; pero casi inmediatamente volvió a poner su cara llorosa y afligida, y dijo afirmativamente:

—Yo quiero el fistol.

—No seas tonta, hija, el fistol no puedo dártelo; te regalaré en su lugar, un aderezo de esmeraldas primoroso, que he visto en la platería de Estienne. ¡Qué interesante estarás con tu collar, qué bien sentará a ese cuello tan torneado!

Celestina sonrió otra vez, pensando en el aderezo de esmeraldas; pero volvió a poner su rostro lloroso y compungido, y repitió:

—Yo quiero el fistol.

—Vaya, haremos un convenio: en lugar del fistol, te regalaré dos alfileres de rubíes primorosos; cada uno es del tamaño de una avellana, y tiene un cerco de brillantes; un prendedor de estos en un corpiño de seda oscuro, es lo más vistoso que se puede imaginar. ¿Te acuerdas del rubí de Hermosilla?… pues muy parecidos a ese son los que te traeré mañana.

Celestina se quedó reflexionando un poco, sobre las ventajas de tener dos fistoles en lugar de uno, pero creyendo que si insistía su triunfo era seguro, dijo con tono afirmativo:

—Yo quiero el fistol.

—Pues el fistol no puede ser —gritó don Pedro, levantándose colérico de la poltrona donde se había sentado.

—¡Pues ha de ser el fistol! —gritó Celestina, levantándose a su vez con rabia del sofá, y dando una patada en el suelo.

—¡Con mil diablos! —exclamó don Pedro—, estoy cansado de que me roben tú y la vieja hechicera y estafadora de tu madre. ¿Quién eras tú? una lavandera, una criada, una miserable, que andabas con el pie en el suelo, y con unas malas enaguas a media pierna. Yo te he dado vestidos hasta ahogarte con ellos; casa, muebles, dinero, alhajas, criados, ¿y todavía has de codiciar todo lo que poseo? No hay fistol, no señor; cuidado con que yo me enfade, porque entonces te botaré a la calle, que estoy cansado de ti.

El lector se esperará, fundadamente, que la contestación de Celestina fuera el darle al viejo unos cuantos golpes y araños… Pues, no señor, la muchacha se condujo como una filósofa y como una mujer de mundo; así es que, sentándose con calma:

—¡Hola, señor don Pedro! —dijo—, ¡con que entramos en cuentas! bien. Si usted está enfadado de mí, yo estoy más fastidiada de un viejo desagradable a quien mil veces me he visto tentada de arrojar por el balcón. Si yo no tenía ni zapatos que ponerme, usted fue quien me rogó y me solicitó, y bastantes desaires le hice en medio de mi pobreza, dándole a entender de todas maneras que lo aborrecía. Por lo demás… esta es mi casa, ¿lo entiende usted? es mi casa, y yo soy la que en el momento que quiera, puedo tomar una escoba y arrojar a usted a escobazos.

—¡Mi casa! ¡Mi casa! —dijo el viejo sonriendo y meneando una pierna—, ¿habrá desvergüenza igual?

—Mi casa —repitió Celestina con una voz inflexible—, y además, ropa, plata labrada, muebles, todo es mío, absolutamente mío.

—Es cosa de risa, y la última pasada que podía jugarme el diablo —dijo don Pedro, burlándose de la seriedad con que le hablaba la muchacha.

—El diablo, sin duda, ha hecho que se olvide usted de que yo tengo las escrituras de todo, en las cuales se expresa, que usted entrega por su libre voluntad todos estos bienes, que son propiedad de Celestina Navarrete; esa Celestina Navarrete soy yo.

Don Pedro se mordió los labios, y quiso dirigirse al ropero, donde sabía que Celestina tenía guardados los papeles.

—Aquí tengo la llave, caballero —le dijo la muchacha enseñándosela, y soltando una carcajada.

—Dame esa llave, Celestina —dijo el viejo con la voz ahogada por la cólera—, lo que tú quieres hacer es un robo, un robo infame.

Celestina le hizo una muequilla burlona, y se sentó en el sofá, ocupándolo todo con el ancho vuelo de su traje, y dejando ver sus pies sin medias, y calzados con unas pantuflas de raso azul.

El viejo se quedó un momento en una especie de éxtasis, contemplando la voluptuosa figura de Celestina; y ganas le dieron de reconciliarse; pero dominaron en él los impulsos del orgullo, y con una voz imperiosa, dijo:

—Dame esa llave.

—No —dijo secamente la muchacha.

—Entonces…

—Entonces, será necesario que usted me la quite por fuerza.

Don Pedro, pálido, y con los ojos desencajados y fijos, se quedó mirando a Celestina.

—Lo dicho, repitió ésta, poniéndose en pie con la mano en la cintura, y mirando a su vez fijamente al viejo.

—Tú te chanceas —dijo don Pedro reprimiéndose y procurando sonreír.

—Yo no me chanceo —le interrumpió seriamente Celestina—. Quiero el fistol.

—Yo quiero la llave —dijo don Pedro.

—Yo quiero el fistol, repito; esa alhaja y todas las que estaban en una cajita, son robadas; robadas a un pobre joven, que no tenía más que ese capital.

Un rayo que hubiera caído en la cabeza de don Pedro no hubiera hecho más estrago que las palabras que pronunció Celestina; examinó con la velocidad del pensamiento su conciencia, y encontró, por supuesto, en primer lugar, que efectivamente era un ladrón; pero no se acordaba de que nadie hubiese sido testigo, pues el lector recordará que la conferencia que el padre de Arturo y el tutor tuvieron, fue absolutamente secreta. Muertos el padre y la madre de Arturo, sólo éste podía estar en antecedentes. ¿Cómo Celestina tenía noticia de este suceso? El viejo tembloroso y lleno de ira al mismo tiempo, se devanaba los sesos, y no podía adivinar cómo la muchacha conocía este secreto.

—Mira, Celestina —le dijo con amabilidad—, ten juicio; y yo te daré gusto, si me respondes con toda verdad a las preguntas que voy a hacerte. ¿Has conocido tú a un joven pálido, de ojos y patillas negras, que se llama Arturo?

—No me acuerdo haber oído mentar jamás a ese señor Arturo.

—¿Y tu madre ha ido por casualidad alguna vez a la casa número 3 de la calle de N?

—Mi madre va a muchas casas, y yo no puedo responder de lo que hace mi madre.

—¿Conociste acaso a un hombre, ya de edad avanzada, de buena presencia, que murió hace poco, y que era padre de ese joven Arturo?

—Me está usted enfadando con tanta pregunta, y ya voy perdiendo la paciencia: no sé qué tenga yo que ver con estas cosas. No entretengamos el tiempo: venga el fistol, o márchase usted de esta casa, y no vuelva jamás a ella. Esta casa es mía, muy mía; y mañana ya habrá un guapo mozo que la defienda, y que le dé a usted su merecido, si vuelve por acá.

—El fistol… no; y venga la llave del ropero para sacar los papeles —dijo don Pedro frunciendo el entrecejo, y con tono amenazador.

—¿Amenazas?… —dijo la muchacha soltando la carcajada—: Ya pasó ese tiempo; y otros más guapos que usted no se atreverían. Aquí está la llave, pero en vez de llave, tendrá un cuerno.

Celestina, poniéndose en pie, colocó una mano en su cintura como las curras andaluzas, y con la otra hizo una señal al viejo, que significaba que no había esperanza de obtener la llave.

Don Pedro recorrió astutamente con sus miradas toda la pieza, vio que estaban las puertas cerradas, y calculó que las criadas estaban lejos: sacó entonces su pañuelo, que era de esos enormes paliacates; hizo que se sonaba, y después como jugando con él, logró torcerlo en forma le lazo. Rápido como el tigre que espera en el ramaje de un árbol, a que pase su víctima para arrojarse sobre ella, se lanzó sobre Celestina; le introdujo por la cabeza el paliacate en forma de lazada, y tiró de él con todas sus fuerzas, echando otro nudo, a pesar de la vigorosa defensa que hacía aquella, logrando que tuviera oprimida la garganta y sin el uso de la voz. Con la misma violencia le arrancó la llave de la mano, y corrió a abrir el ropero para extraer los papeles; pero no encontrándolos de pronto, comenzó a tirar trajes, ropa blanca, chucherías, pateando estos objetos con rabia, como en venganza de que le impedían encontrar las escrituras de donación, que había hecho a Celestina de la casa, de las alhajas y de todas las demás cosas. Por fin, en un cajón y debajo de una multitud de curiosas cajitas y de pomos de esencias, encontró los deseados papeles; los ojos le bailaron de gusto al verlos, y exclamó:

—¡Ya los tengo en mi poder! ahora…

Una puerta se abrió, y la madre de Celestina se presentó, a la vez que ésta había logrado desatarse el pañuelo que oprimía su garganta, y que se lanzaba sobre el viejo.

—¿Qué es esto, Celestina? —preguntó la madre.

—Que este hombre nos quiere robar las escrituras, y dejarnos a perecer.

Celestina, cuando acabó de decir estas palabras, había derribado a don Pedro con una mano, y con la otra le había arrebatado el rollo de papeles que don Pedro procuraba guardar en una bolsa de la levita.

—¡Infame viejo! —gritó la madre— … ¡después de que ha seducido a mi hija, que era niña, inocente!…

—¡Y que me quería ahorcar! —interrumpió la muchacha…—. Mira, madre, como tengo el cuello.

La madre, poseída de furor, corrió a la cocina por una escoba, arma terrible de la gente ordinaria, cuando no usan el puñal o el temible tranchete. No extrañarán los lectores esta escena, puesto que ya hemos dicho, que Celestina y la madre eran de baja extracción, y que sólo había variado el traje de ambas, merced al dinero que le hacían gastar al enamorado anciano. Celestina, como sabía leer y escribir, ocupaba la mayor parte de su tiempo en la lectura de novelas, y ellas le habían inspirado la idea de que podía sostener lances como el que se acaba de referir.

Mas de una docena de escobazos sufrió el tutor; y la habría pasado peor todavía, si la muchacha no hubiera contenido a la madre; paróse don Pedro atarantado, buscando su sombrero y la puerta para marcharse a la calle. Celestina le puso el sombrero en la mano, y tomándolo de las espaldas, le indicó la puerta, diciéndole:

—Cuidado con volver, señor don Pedro, porque entonces me obligará usted a que cuente a todo el mundo la historia de la cajita y del fistol.

Como si los diablos hubiesen arrebatado de los cabellos al tutor, así salió de aquella casa; se dirigió a la suya, y se encerró en su cuarto.

Al día siguiente se dirigió a casa de Celestina, creyendo que todo podía componerse, y que la muchacha se arrepentiría del lance del día anterior. ¡Vana esperanza! las puertas estaban cerradas; y después de haberse cansado mucho don Pedro, salió a recibirlo un teniente de lanceros de negro y erizado bigote y cascarrienta voz, diciéndole: que naide tenía que pararse en su casa, ni que confrontar con doña Celestina, que era su pareja.

Don Pedro, chasqueado y azorado, perdió la esperanza de recobrar la amistad de Celestina; este pesar lo tuvo más de ocho días sentado en la poltrona, sin hablar con nadie, y meditando el modo de vengarse de la perfidia e infidelidad de su querida.

XIV. Aventuras de Josesito

Cuando se trataba de hacer el mal, don Pedro era infatigable; así es que consumía día y noche, pensando en la manera de desquitarse de Celestina, haciéndola desaparecer por lo menos de México, pues conocía que la probidad con que él aparecía ante el público, lo ponía a cubierto de toda sospecha, y aunque no había ningunas pruebas para condenarlo en juicio, siempre era peligroso que una mujer habladora, pendenciera y de mala educación, fuera la depositaria de un secreto, que por más que hacía no podía adivinar cómo lo había sabido. No se paraba en medios; y quien lo ha visto perseguir tan tenazmente a Teresa, no dudará un momento que lo que le pareció más cómodo fue que Celestina amaneciera un día asesinada. ¿De qué medios podía valerse para esto?… El asunto era difícil; pero don Pedro conoció que podía emplear con eficacia el veneno de los celos. Con maña hizo sus indagaciones, y con gran placer supo que el temible lancero estaba perdidamente enamorado de Celestina; era, pues, preciso oponerle un rival, y para ello escogió al desgraciado empleadillo hablador, que hemos visto asistir a la tertulia de Aurora, y que, quitando el crédito a todo el mundo, acompañó a Rugiero y a Arturo hasta la puerta del Hotel del Teatro de Vergara. El carácter de este muchacho era que ni mandado hacer para tal aventura; amigo de amoríos, de compromisos, de correrías nocturnas y de lances, consumía las horas de su vida en seguir en la calle a las mujeres bonitas que encontraba; en hacer señas en el teatro a las muchachas que cuotidianamente concurren a él, y en escribir cartitas amorosas por docenas. Su sueldo, que le pagaban con puntualidad, lo gastaba en el Libro Mayor, de Le Roux, comprando papel de cartas, de todas formas y dimensiones, y en las peluquerías de la calle de Plateros, donde hacía gran consumo de esencias, pomadas, guantes y chucherías. Don Pedro conocía a este muchacho, y aun se había empeñado por él en una ocasión, en que otro compañero, igualmente inútil y casquivano, le disputaba el ascenso a escribiente primero, así, muy fácil le fue tenerlo a su disposición. Una tarde mandó poner su coche, y salió a pasear en compañía del joven; cuando llegaron a los Arcos de San Cosme, don Pedro propuso que hiciesen ejercicio a pie, y ambos amigos se bajaron, y enlazados del brazo, comenzaron a caminar despacio, mirando las casas de uno y otro lado, fijando su atención en los más pequeños incidentes, y respirando, al parecer, con alegría, el oxígeno impregnado de olores que venía de las huertas.

—¿Sabe usted —dijo el joven—, que este es un paseo de los más agradables?

—Y mucho más para los jóvenes —respondió don Pedro—, pues suelen vivir por aquí muchachas de mucho mérito y de grande hermosura; y ya ve usted, que uniéndose el amor a las delicias del campo, no hay más qué pedir. Pero eso se queda para ustedes, pues los que tenemos un pie en el sepulcro, ya no debemos pensar más que en machucar la cuenta.

—No he dejado de tener, señor don Pedro, mis aventuras galantes por estos barrios —respondió alegrísimo el empleadillo, pues cabalmente esta materia era inagotable en su boca.

—¡Hola! ¿Con que ha tenido usted sus dares y tomares?

—Y como que sí.

—Cuénteme —dijo don Pedro—, y no se asuste por verme viejo, que soy indulgente con la juventud, sé que es la edad de las pasiones, y todos esos amoríos y lances merecen disculpa. En cuanto a mí, soy severo, porque no cuadran con la vejez esos devaneos; y yo no tengo otro porvenir sino el hacer algunas buenas obras, que sirvan en descuento de mis pecados… Pero dejemos eso a un lado y oigamos esas famosas hazañas.

—Pues señor, diré a usted que hace tiempo enamoraba yo por este rumbo a una muchacha; y la muy bárbara me daba citas para las once y doce de la noche; pero era necesario acudir, y venía yo a esas horas desde mi casa, que estaba en la calle de la Merced, hasta estos rumbos.

—¡Jesús! —dijo don Pedro—, esa era mucha temeridad; ¿no tenía usted miedo?

—¡Miedo!… ¡Bah! tomaba yo mi espada y un par de pistolas de bolsa, y… ¿quién tiene miedo?… Sin embargo, eso iba yo a decir a usted. Una noche.

Cuando el empleado comenzaba su primera historia, pasaban frente de la casa de Celestina, la que estaba en el balcón.

—¡Canario! —dijo el mancebo—, ¡y qué guapa muchacha está asomada! Vea usted, vea usted.

—¿Le agrada a usted? —preguntó don Pedro.

—¡Cómo si me agrada! Si es bocado di cardinali.

—Pues vea usted, yo la conozco mucho, nunca me había parecido tan bonita.

—¿La conoce usted? —interrumpió el joven, bailándole los ojos de alegría.

—Ya se ve que sí, y hace mucho tiempo: figúrese usted que este es mi paseo favorito, y que todas las más tardes la veo en el balcón.

—¡Ah! —exclamó con desconsuelo el joven—, yo creía que visitaba usted la casa.

—¡Bribonzuelo! —murmuró don Pedro sonriendo—. ¿Quería usted ya emprender otra campaña?…

—La verdad… soy franco… la emprendería de mil amores; tanto más, cuanto que acabo de comprar un caballo bailador; y sería muy oportuno pasar por aquí todas las tardes caracoleando, y haciendo piruetas.

—La niña, según dicen los libertinos que saben la crónica escandalosa, es bastante alegre, parece que teniendo dinero con qué vivir, quiere procurarse la comodidad de tener cuantos amantes quiera.

—¡Magnífico! —dijo el empleadillo, a quien llamaremos Josesito, restregándose las manos.

—No hago más que contar lo que dicen los libertinos y Dios me ampare de quitarle a nadie el crédito, ni menos a esta jovencita que creo muy arreglada…

—Dueño, muy bueno; indagaremos todo lo que sea necesario —dijo Josesito.

—Lo que yo sé de cierto es —continuó don Pedro—, que vive en la casa un desalmado teniente de lanceros, que no sé si será su primo, su novio, o su hermano.

—¡Cáspita! —dijo Josesito—, dando un salto y poniéndose algo pálido.

—¡Qué! ¿Tendría usted miedo?

—No; lo que es miedo, ya he dicho que no lo tengo; pero ya entonces la cosa es más difícil.

—Siempre no emprenderá usted la conquista —le dijo don Pedro con tono burlón.

—Dejara yo de llamarme José… la emprenderé, cueste lo que costare, y venga lo que viniere.

—Ya veremos —dijo don Pedro.

—Ya veremos —dijo también con tono resuelto Josesito.

En esto, volvieron hacia donde estaba el carruaje, y montaron en él para continuar el paseo, dando algunas vueltas por la Alameda. Don Pedro, con hipocresía, y haciéndose, como de costumbre, el santurrón, no dejó de exaltar cuanto pudo el amor propio de Josesito, y de indicarle la gran facilidad que tendría de obtener los favores de la muchacha. Al día siguiente, el joven, en un fogoso caballo retinto, pasaba frente a la casa de Celestina: ésta se hallaba, según su costumbre, en el balcón: Josesito le hizo algunas señas, que fueron bien acogidas, y ocho días consecutivos por mañana y tarde Josesito pasaba por la casa y siempre daba la fortuna de que estuviese asomada. Josesito saludaba; Celestina correspondía; aquél se reía; ésta se reía también; el uno cerraba amorosamente el ojo derecho, y la otra cerraba el izquierdo; en fin, había ya una completa inteligencia entre ambos, y estaban perdidamente enamorados. Celestina, al dejarse ver en el balcón, tomaba diversas posiciones; unos días con el cabello suelto, y una bata de blanca muselina que dejaba descubierto un envidiable cuello; otros con un traje oscuro y un peinado romántico; otros, en fin, se presentaba con variados trajes de seda de vivos y chillantes colores y con la cabeza adornada con arte de flores naturales: hemos dicho que tenía grandes atractivos; pero esta coquetería los realzaba más, y Josesito la encontraba cada día más hechicera. Por su parte, estaba dispuesto a hacer mil calaveradas, y la primera fue mandarse hacer ropa en abundancia, con Lamana, Cusac y Urigüen: así, también él se volvió más coqueto de lo que era; y si por la mañana se ponía chaqueta y pantalón blanco, en la tarde había de cambiar completamente de traje. Celestina, en el fondo de su corazón adoraba a ese joven tan elegante, tan lleno de cadenas y de chucherías, tan gallardo y tan garboso, ya a pie, ya a caballo; y estaba verdaderamente encantada; porque hasta allí no había tenido por amantes sino a un horrible viejo y a un teniente de lanceros, que no era más que un ranchero, tonto y ordinario.

Quien bien quiere, facilita, dice un refrán; y en efecto, así sucedió: la criada misma, enviada por Celestina, se brindó al galán para ser conductora de recados y cartitas que fueron contestadas con desdén, porque Celestina quería dos cosas: primera, pasar por una señora a los ojos de su nuevo amante; y segunda, irritarle con la resistencia la pasión y el amor propio: las mujeres, por experiencia y educación que tengan, conocen a las mil maravillas estos negocios. La madre de Celestina nada sabía de este nuevo amor; el teniente de lanceros sospechaba algo, tenía ya ojeriza a Josesito; y el viejo don Pedro se volvía loco de gusto al pensar que su plan surtiría probablemente los efectos deseados.

Un día en que Josesito, positivamente apasionado y con el mayor candor le contaba los progresos que hacía; don Pedro le preguntó que si visitaba la casa.

—¡Ojalá! —contestó—, sería yo el más afortunado de los hombres; pero Celestina me ha mandado decir, que eso es muy difícil, porque la madre la cuida mucho.

Don Pedro se echó a reír.

—¿Por qué ríe usted, señor don Pedro?

—Porque tengo un talismán, que destruiría al momento toda esa fiereza de la madre.

—Bien, señor don Pedro —le dijo Josesito—, usted es muy bondadoso conmigo; deme usted ese talismán que domestica las fieras, porque necesito amansar a esa horrenda madre. Cuento con que dentro de pocos días visitaré la casa.

—Pero creo que hay otro obstáculo.

—¿Cuál es?

—El teniente de lanceros, primo o yo no sé qué…

—Ni me hable usted de eso: mi Dulcinea detesta al teniente, y la criada me ha asegurado que lo pondrá de patitas en la calle.

—¿Y si él intenta vengarse?

—¡Bah! ¡No se me da cuidado! ¿Qué me importa un miserable teniente? Lo que necesito es, sobre todo, ese talismán que usted me promete.

—Le cumpliré a usted la palabra; pero yo deseo saber si las intenciones de usted son rectas y honestas porque ya ve usted que un hombre de mi edad no puede mezclarse en amoríos así… a tontas y a locas.

—¿Cómo si tengo buenas intenciones? Ahora mismo me casaría con Celestina.

—¡Bien! ¡Muy bien! —dijo don Pedro—, así procede un hombre honrado: venga esa mano, joven.

Don Pedro estrechó cariñosamente la mano de Josesito.

—¿El talismán?

—Cuando usted me avise que ya visita la casa, tendrá el talismán.

—Convenido.

Josesito se despidió, y a los tres días volvió a participar a don Pedro, que ya había hecho la primera visita a Celestina.

—Ahora, cumplo mi palabra —le dijo don Pedro—, y aquí está el talismán.

Esto diciendo, le presentó el fistol de Rugiero.

—¡Magnífico, fistol! —exclamó Josesito, después de haber contemplado con asombro el prendedor.

—Necesito sólo que me dé usted un recibo de esta alhaja, que le presto por ocho o diez días.

—Muy bien; pero ¿qué debo hacer con ella?

—Tontuelo: ¿no comprende usted?

—No, a fe mía.

—Pues la explicación es muy clara: la madre de la joven es una mujer muy codiciosa, en cuanto vea el fistol, le preguntará dónde lo adquirió: le responderá usted que me lo había prestado, y que usted es su dueño. Puede ser que invente algunos chismes y zarandajas, que no debe creer; y sobre lo cual le haré a usted a su tiempo las explicaciones necesarias: por ahora sería inútil toda conversación sobre esto.

—¡Bien!, ¡bien! —dijo el aturdido empleado—, yo no creeré nada si me habla de usted y bastante sé que las viejas son por carácter enredadoras y embusteras; pero no veo hasta ahora el modo de ganar su voluntad.

—A eso vamos: decía yo que la mujer es ambiciosa, y en el momento que crea que usted es dueño de una alhaja tan preciosa buscarán ruido al teniente, y traerán a usted en las palmas de las manos, como se hace con un hombre rico. La madre llegará hasta indicarle a usted que le regale a Celestina el fistol; pero usted no se desprenda de él ni un instante y sólo dele esperanzas. ¿Lo entiende usted? Esperanzas nada más, porque será usted perdido si hace lo contrario, pues en cuanto considere que es ya dueña de la joya, echará a usted de su casa: siga mis instrucciones, por más raras y misteriosas que le parezcan. Fío en que cuidará el fistol como su propia vida: vea usted que es una alhaja que tengo en depósito, y que de un día a otro puede pedírmela su dueño.

El muchacho, por el deseo de ponerse el fistol, de lucirlo, y de salir airoso de su empresa, prometió todo lo que quiso el viejo, ofreciéndole que volvería pronto a darle cuenta del efecto del talismán. Don Pedro pensó muy bien que ni Celestina, ni la madre, que querían pasar por señoras, le contarían al nuevo amante nada que tuviese relación con el antiguo; y que si hablaban de él, sería para elogiarlo, y negarían a pie juntillas las relaciones amorosas que con él había tenido la muchacha; y tenía razón en esta parte, pues conocía bien el carácter de las mujeres. Si la madre se apoderaba de grado o por fuerza del fistol, entonces don Pedro se proponía darles un golpe decisivo acusándolas de robo y metiéndolas en la cárcel; y si, por el contrario, no insistían en poseer el fistol, siempre la fama que, con tenerlo, adquiría el joven, le daba bastante derecho para visitar la casa y despertar los celos y la venganza del teniente de lanceros; en una palabra, ya puestas las cosas en el estado que hemos dicho, alguna catástrofe debía resultar, en la cual don Pedro ganaba siempre. Para el caso en que Celestina refiriere a Josesito lo relativo a don Pedro, éste había imaginado contarle a éste mil cuentos, echarla de hombre franco, y concluir por facilitarle dinero, remedio que sabía bien que curaba las más agudas enfermedades: en resumen, don Pedro reflexionó que en el último caso nada exponía, y que podía conseguir tal vez su objeto. ¿Quién puede asegurar, pensaba, que en un rato de furia y de celos no dará el teniente un golpe a esa mujer, que al fin es una estafadora? Como él se prometía que esta maniobra tuviera un desenlace siempre favorable, sonreía a solas, y se regocijaba de ser el Meternich de esta intriga diplomática.

Pero volvamos a Josesito, quien se presentó en casa de Celestina lleno de satisfacción y de orgullo con su talismán: la madre en cuanto notó que el joven tenía en la camisa el fistol de Rugiero, suavizó un poco el ceño y la voz, y comenzó a agasajar a nuestro héroe, haciéndole diversas preguntas relativas a su vida, las cuales contestó oportunamente el joven, dando a entender que era un hombre que tenía, no sólo el fistol, sino riquezas muy considerables. La madre estaba encantada con el nuevo amante, y mientras más esperanzas tenía en hacer la pesca, más procuraba ocultar todos los antecedentes de su hija, saliendo exactísimo, en esta parte, el cálculo de don Pedro, pues la vieja ambiciosa, ni aun lo mencionó, a pesar de la viva curiosidad que tenía de saber de qué manera había adquirido el joven el fistol. Josesito se anticipó a esta curiosidad y con mucho desenfado dijo:

—Que el fistol que tenía en la camisa, hacía mucho tiempo que no se lo ponía, porque se lo había prestado a su amigo don Pedro.

La madre no contestó; pero echó una mirada a su hija, y lejos de continuar esta conversación, procuró desviarla. La hija, durante esta entrevista, había permanecido en silencio, y aunque Josesito le dirigía la palabra, no economizando ni las sonrisas, ni las más ardientes y apasionadas miradas, Celestina respondía con monosílabos, y una triste sonrisa aparecía en sus labios de vez en cuando. El amante estuvo verdaderamente mortificado; creía que algún cambio repentino se había efectuado en el corazón de la muchacha, y maldecía el talismán, que si bien surtió, respecto de la madre un efecto mágico, ocasionaba en la hija uno totalmente contrario; cavilaba mucho, pero no acertaba con el verdadero motivo de tal variación.

Celestina, efectivamente, había cambiado en momentos; no era la mujer ambiciosa y descarada que reclamaba el oro en pago de sus caricias, sino la joven tímida y pudorosa que siente en su pecho las dulces agitaciones del amor, y cuya imaginación está alimentada con los dorados sueños de la felicidad; amaba ya apasionadamente a Josesito, y el amor es un bautismo que borra las más grandes faltas de la vida; la mujer pecadora se presentó inocente y purificada ante Dios, porque había amado mucho. ¿Qué importan, en efecto, las más graves faltas de la vida, si un día, el alma, llena de esa luz vivísima, que se llama amor, puede reformar la educación, los sentimientos y las costumbres? Celestina, con una melancólica resignación, habría querido que un espeso velo hubiese caído sobre su vida pasada, porque temía que si su amante sabía algunas de las escenas anteriores, la despreciase; no quería hablar, porque creía que su lenguaje y que su acento no eran propios para inspirar cariño; en una palabra, se arrepentía de su vida pasada, y quería para su corazón una completa regeneración. Llena de estos generosos sentimientos, le parecía aún degradante el mirar el fistol, que poco tiempo antes habría arrancado aún por la violencia a don Pedro, y no dejaba de estar mortificada de que la madre hiciese a Josesito algunas insinuaciones indiscretas. En estos momentos se presentó el teniente de lanceros, y echando una mirada hosca y amenazadora a Josesito, saludó groseramente a la madre y a Celestina, y entró gruñendo a otra pieza, cerrando tras sí la puerta con estrépito y coraje.

—Parece que mi presencia ha incomodado a este caballero —dijo Josesito en voz baja.

—Es un hombre grosero, a quien ya no podemos sufrir. Pero ¿qué quiere usted? hay cosas…

Celestina se puso primero pálida, y después encarnada como el bermellón.

En efecto, la conducta del teniente de lanceros había sido pésima; gastaba dinero en el juego, en francachelas, en paseos; este dinero lo exigía imperiosamente, y cuando se le rehusaba, amenazaba con acuchillar a Celestina, a la madre y a todo el mundo. Ruidosas disputas y altercados habían sobrevenido desde que él visitaba la casa; y la madre, por su parte, estaba resuelta a expelerlo de ella, y a cometer un atentado, dándole al bravo teniente de lanceros una buena cortada en la cara. Celestina, desde que la enamoraba Josesito, rehusaba estar a solas con el teniente, y le manifestaba una decidida aversión, lo cual tenía a nuestro hombre furioso y devorado de celos. En esta parte había surtido un buen efecto el plan de don Pedro.

Josesito, por fin, se despidió desconsolado, y renegando del talismán; pero en la puerta, la criada, que había servido de medianera, lo detuvo.

—Señor, la niña quiere que esta noche, a las nueve, venga usted a la huerta, donde lo esperará.

—¡Magnífico, hija mía! —dijo Josesito—, dile a tu ama que no dejaré de venir.

—A las nueve.

—A las nueve sin falta —replicó Josesito, metiéndose mano a la bolsa, y dando un peso a la criada.

Josesito se fue contentísimo, pues la cita disipó todo su mal humor, y comenzó a creer en el poder del talismán; pensó ir a participar a don Pedro lo ocurrido, pero resolvió concluir la aventura, y llevar consigo el fistol en la noche a todo riesgo. Inquieto, y forjando en su mente un bellísimo mundo de ilusiones, esperó con impaciencia la hora de su venida, y a las ocho y media tomó su capa, su espada y sus dos pistolas de bolsa, y se encaminó a San Cosme, ufano y engreído, como uno de esos antiguos caballeros de las comedias de Calderón de la Barca. La noche estaba oscura, el cielo cubierto de nubes, y sólo una que otra estrella reflejaba una débil luz; el viento húmedo que soplaba del Sur, sacudía por intervalos las copas de los árboles de la alameda, la calzada de los Arcos de San Cosme estaba completamente sola; los perros callejeros ladraban, y en medio de la oscuridad se distinguía la luz de algunos balcones y ventanas que por momentos iban apagándose. Josesito tenía una imaginación exaltada, y contemplaba con cierto placer este romántico espectáculo, en el cual figuraba como principal actor; llegó frente de la casa de Celestina, y se paseó dos veces; uno de los balcones estaba abierto, y vio proyectarse, al través de la vidriera y del cortinaje de muselina, la sombra de su adorada; el corazón le latió violentamente, al oír que el reloj de San Fernando daba solemne y pausadamente las nueve de la noche.

Celestina entreabrió el balcón, y al momento Josesito, lleno de brío, se acercó.

—Celestina, aquí estoy.

—Bien, ya voy —respondió la muchacha en voz baja—, mi madre está acabando de acostarse, y es preciso aguardar un momento; váyase usted a la puerta de la huerta, pero por Dios, que nadie lo vea.

Celestina se había retirado, pero casi al mismo momento, entreabrió de nuevo el balcón, y le dijo:

—¿Trae usted armas?

—Sí, ¿por qué? —preguntó Josesito.

La muchacha no le respondió, sino que con mucho tiento cerró el balcón.

La luz que brillaba en la vidriera se extinguió, y quedó todo envuelto en la oscuridad y el silencio, pero pasado un cuarto de hora, la criada abrió con cautela la puerta del zaguán, se acercó a Josesito, que, embozado en su capa, estaba oculto en uno de los grandes arcos del acueducto y lo tomó de la mano.

—Venga usted —le dijo—, pero no chiste una sola palabra, porque puede haber riesgo.

El corazón de Josesito latió un poco más fuerte, pero recobrando su valor, siguió a la criada por un costado de la casa, hasta que llegaron a una puertecita angosta que daba entrada al jardín.

—Señorita, abra usted, aquí estoy yo —dijo la criada en voz baja, y acercando la boca al agujero de la cerradura.

—¡Bendito sea Dios! —respondió otra voz por la parte de adentro—. ¿No hay nadie?

—Ninguno.

—¿Está ahí José?

—Aquí está.

—Bien, aguarda.

Suavemente introdujo Celestina la llave en la cerradura, y abrió la puerta.

Josesito se encontró en los brazos de su querida.

La criada cerró cuidadosamente la puerta, Celestina y Josesito se encaminaron a un cenador, cubierto de madreselva, rosa, enredadera y campánulas; ninguno de los dos se atrevía a proferir una palabra, y permanecían enlazados de la cintura, mirándose mutuamente.

—¡Si yo te hablara la verdad —dijo Celestina lánguidamente—, me aborrecerías sin duda!

—¿Por qué, Celestina? —le replicó Josesito—. Desde que te vi una tarde, te quise con todo mi corazón; después me han contado multitud de cosas los calaveras, que se ocupan en desacreditar a todo el mundo; pero yo no he creído nada, y te amo ahora más que el primer día.

—No quiero saber lo que te han dicho, pero cualquiera cosa que sea, puede ser cierta.

—¡Cierta! —interrumpió Josesito, retirándose del lado de Celestina.

—¿Lo ves? —replicó Celestina con tristeza—. De seguro me vas a aborrecer, pero no importa; estoy resuelta a contártelo todo, porque no quiero ser contigo una mujer falsa y embustera.

—Muy bien, Celestina; refiéreme todo lo que quieras; creo que en vez de aborrecerte, te amaré más, porque eres sincera y buena de corazón.

—Yo soy pobre y sin educación —dijo Celestina—, mi madre me entregó a un viejo, que me solicitaba. Era yo niña inocente, ahora soy mujer.

Cuando Josesito oyó esta franca confesión, se le desbarató el palacio de ilusiones que había formado en su cabeza; si no creía a Celestina una niña candorosa, al menos la consideraba como una gran mujer, cuyas faltas se borraban con el mismo esplendor y lujo de su vida. ¿Quién era, pues, en realidad, su querida? Una pobre recamarera, una criada doméstica, que no sabía ni expresarse en castellano. Josesito estuvo tentado de levantarse y despedirse, pretextando alguna ocupación; pero volvió la cara, y vio que recamarera o gran señora, Celestina tenía un elegante y tornado cuello, unos labios de coral, unas manecitas pequeñas y redondas y un cutis de seda; y pensó que ya que estaba pasando los riesgos de una aventura, debía sacar todo el provecho posible.

—¿Lo ves? —volvió a decir con amargura Celestina—. ¡Oh! yo bien sé, que para que quieran a una los hombres, es menester engañarlos; contarles siempre mentiras, y tratarlos mal, pero eso no lo había yo de hacer contigo.

Celestina se levantó, e intentaba marcharse.

—No, por ningún motivo dejaré que te vayas, Celestina —le dijo Josesito reteniéndola suavemente—: acábame de contar tu historia, y yo te prometo hablarte con toda la franqueza de mi corazón.

—No tengo más que contarte —dijo Celestina sentándose—, mi madre me ha hecho desgraciada, pero yo no lo sentía, porque yo no amaba a nadie; ahora sí quisiera ya que Dios me perdonara todos mis pecados, y que me hiciera olvidar lo que me ha pasado en la vida.

—¿Pues, a quién amas ahora? —le preguntó Josesito.

Celestina no le respondió, pero estrechó fuertemente la mano del joven, y los ojos se le llenaron de lágrimas, de manera, que tuvo que acudir al pañuelo.

Josesito se enterneció.

—¡Pobre Celestina! —le dijo—, no llores, si me amas, yo también te pago con mucho amor, y además te daré todo lo que quieras, alhajas, trajes, hasta ese fistol, que parece ha gustado mucho a tu madre.

—No, nada quiero —dijo la muchacha, cambiando de tono—, todo eso me agradaba, cuando no tenía yo amor, ahora lo único que deseo, es que me quieras tú; yo no tengo la culpa de no haberte conocido antes.

—Pero dime, Celestina, ese teniente, que se me ha dicho que es tu primo, ¿qué relaciones tiene contigo?

—Ningunas, absolutamente ningunas; lo juro por la cruz de Jesucristo. No es mi primo, ni nada; mi madre lo introdujo en mi casa.

—Es decir, que tu madre dispone de ti, según le acomoda.

—Sí… pero ahora no lo hará.

—¿Por qué?

—Porque me mataría yo antes que consentir en que hiciera lo que hasta ahora; desde que te conocí, no pienso más que en ti, no quiero más que darte gusto, y quería yo hablarte la verdad, para ver si amabas a la pobre mujer desgraciada, pero no culpable. No, yo no soy culpable; es mi madre la que me ha perdido.

Celestina no se pudo contener; el amor le produjo un verdadero arrepentimiento, y se echó a llorar como una niña.

—Bien, Celestina, muy bien; te decía yo antes que acaso te adoraría más si me hablabas la verdad, y ahora te juro que te idolatro. ¿Qué me importan tus faltas, ni tus desgracias, si ahora me amas con tan buena fe? Yo también debo decirte la verdad: no soy rico como te he hecho creer; este fistol no es mío, y no tengo más que un pobre y miserable sueldo de empleado, que tengo empeñado a los sastres, porque yo deseaba aparecer ante tus ojos como un hombre rico, para deslumbrar tu imaginación, para engañarte; pero ya te digo en este momento la verdad: yo no podría hacerte feliz por mi pobreza.

—¡Ah! gracias a Dios —dijo Celestina con mucha ingenuidad, y abrazando a Josesito—, yo no quiero trajes, ni alhajas, ni nada: sé coser, sé guisar, sé asear una casa, y yo podré servirte de criada, de esclava, con tal de estar a tu lado. Así haré méritos para que me quieras; y no me abandonarás nunca.

—No, nunca te abandonaré —respondió Josesito entusiasmado—: No es fácil encontrar corazones tan generosos y tan francos como el tuyo. Yo no tenía intenciones más que de pasar el tiempo, como suele decirse; pero ahora, Celestina, te confieso que te amo con todo mi corazón; y que jamás, jamás me separaré de ti.

—¿Es posible? —dijo llena de alegría la muchacha—: soy la mujer más afortunada de la tierra; y con el mayor placer abandonaré esta casa, este lujo, estos trajes, que no me recuerdan más que la vergüenza. ¿Si vieras cómo siento ahora mismo que tengo otros pensamientos y otras ideas que no conocía? Creía que no era necesaria la fidelidad, y que la vida podía pasarse indiferente con cualquiera clase de personas; pero ahora conozco, y creo firmemente, que es necesario no pensar más que en un solo hombre a quien obedecer en todo: ese hombre eres tú, José, y te repito que soy y seré tu esclava mientras no me abandones.

—Ven, Celestina, ven —dijo Josesito cada vez más exaltado—: acércate junto a mí, y sígueme hablando ese lenguaje sencillo, que yo no había oído todavía: me encanta tu cara, me encanta tu voz, me encanta el fuego de tus ojos; pero más que todo, esa alma desinteresada, ese corazón, que desprecia las comodidades y el dinero por el amor. Te he dicho que no quiero engañarte, Celestina, y te lo repito: no trato de abandonarte; pero de pronto no puedo casarme contigo: mi familia participa de esas preocupaciones del mundo, y no consentiría en que fueras mi mujer: así que, es necesario que yo procure allanar todas estas dificultades y proporcionarme recursos.

—¡Casarte conmigo, José! —dijo asombrada Celestina—: Eso sería mucho, y yo nunca me habría atrevido a decírtelo… No, una mujer pobre, como yo, sin más méritos que los pecados que me han obligado a cometer, jamás puede pensar en que ningún hombre decente se case con ella. Lo que yo quiero es, que me saques del poder de mi madre, porque detesto a los amantes que ella misma me proporciona; porque si antes la indiferencia de mi corazón y la ignorancia en que vivía, me hacían soportar esta posición maldecida, hoy sería un infierno para mí… No, José, no quiero vivir un momento más en mi casa; y te pregunté si tenías armas, y he obrado con tantas precauciones, después de lo que te he contado, porque quiero marcharme de mi casa esta misma noche, y no volverla a pisar jamás; porque no quiero ver más a ese ordinario y soez soldado, que a cada momento me amenaza con matarme, y a quien detesto con toda mi alma.

Josesito, a pesar de su entusiasmo, reflexionó que la aventura presentaba un carácter serio y que podía envolverlo en compromisos muy grandes; y no sabiendo qué responder, guardó silencio.

—¡Oh! veo —exclamó Celestina con despecho—, que no hay remedio para mí… Pues bien, me marcharé sola, absolutamente sola.

Celestina se puso en pie, y se dirigió a la puerta de la huerta: Josesito, irresoluto sin saber qué partido tomar, la dejaba salir; pero cuando Celestina había puesto la mano en la llave de la puerta, Josesito se lanzó hacia ella, y la detuvo.

—¿Dónde vas, criatura? —le dijo—, ¿por qué cuando te he repetido que te amo, me tratas así?… ven, siéntate, y discurramos con calma sobre la manera de hacer mejor las cosas.

Celestina obedeció con resignación; lentamente se dirigió en compañía de Josesito al asiento que hemos descrito, debajo del cenador cubierto de yedras y campánulas. El viento soplaba con más fuerza; las nubes se aglomeraban en el cielo y la lluvia comenzaba a caer. Los dos amantes se estrecharon involuntariamente el uno contra el otro.

—Sabes, José —dijo Celestina en voz baja—, ¿que no sé por qué tengo miedo?… pero no por eso cambio de resolución; ni por todo el oro del mundo volvería a entrar a mi casa.

—Celestina —le contestó el amante—, es muy fuerte el paso que vas a dar: mañana este escándalo se sabrá en todo México: tu madre se presentará al Jurado, acusándome de raptor; el teniente, por otro lado, querrá vengarse y yo no sé cuantas cosas van a suceder… Te aseguro, que mi cabeza es un volcán; y no sé qué resolución tomar.

—Tienes razón, mucha razón —replicó la muchacha—; tú vas a sufrir mucho por mí, y yo no soy digna más que del desprecio… ¡Ah, Dios mío!… y sobre todo, si crees que expones tu vida, déjame, déjame sola, porque sería horrible, si te matara ese hombre por mí… Entonces… estoy decidida… vete, vete, por Dios, José la noche está muy oscura, y tu casa muy lejana: yo te encomendaré a Dios y a la Virgen.

El amor propio de Josesito se exaltó entonces.

—¡Qué! ¿Me haces la injuria de creerme un cobarde? No; el teniente, ni con todo su regimiento de lanceros, me asusta a mí: no temo eso, sino más bien a tu madre.

—Yo no creo que eres cobarde, José; pero amándote tanto, es natural que yo sea la que tenga miedo por ti… Me arrepiento de todo lo que he dicho; soy una loca, una loca y nada más… Ahora, vete sin dilación, porque la lluvia comienza a arreciar.

—¡Marcharme! no lo imagines, Celestina; estoy decidido a llevarte conmigo —dijo el amante lleno de orgullo—; mañana acaso el teniente habrá cometido una violencia contigo, y entonces yo quedaré burlado, y las cosas no tendrán remedio: estoy resuelto a todo por ti, que eres tan generosa. Mira, marchémonos ahora mismo; tomaremos un cuarto en la Casa de Diligencias; a las cuatro de la mañana nos metemos en un carruaje, y a las cuatro de la tarde ya estaremos en Puebla, en Querétaro, en Toluca, en Cuernavaca, en Pachuca; no importa donde: allí te dejo asegurada en alguna casa, y yo me vuelvo a México. Tu madre y el teniente no podrán adivinar de pronto dónde estás, y después… ya veremos. Lo que importa es que carguemos con la criada, que es la única que podía delatarnos.

Celestina, por toda contestación, buscó la mano de Josesito, y se la estrechó amorosamente.

—Para la ejecución de este plan, sólo tengo un inconveniente —dijo Josesito—, y es que no tengo el dinero necesario en el bolsillo, y tendría necesidad de ir a mi casa.

—Eso no importa —le respondió Celestina con alegría—, yo tengo acaso más del necesario. Toma.

Celestina sacó una bolsita de seda llena de oro, y se la dio a Josesito.

—Bien, entonces nada nos falta.

—Nada.

—Pues vámonos, antes que el aguacero sea más fuerte.

Josesito se envolvió en su capa; tomó a Celestina del brazo, y seguidos de la criada salieron por la puerta de la huerta cerrándola con cuidado, y deslizándose como unos fantasmas, por entre las sombras que proyectaban los macizos y ruinosos arcos. En la garita, que encontraron cerrada, tuvieron que acudir a mil astucias; y la que mejor les surtió, fue la de dar un escudo al criado, para que les abriera. Pasaron la calzadita de Buena Vista sin novedad: Celestina a cada paso, volvía la cara atemorizada, porque se le figuraba que alguno los seguía, y que conforme apretaban el paso, también el perseguidor hacía lo mismo; pero juzgando que acaso era un vano temor, no dijo nada a su compañero. Habían andado muy de prisa, y estaban demasiado fatigados; así, pasada la iglesia de San Fernando, se sentaron un momento a descansar en el quicio de una puerta.

La calle estaba completamente sola; el sereno, envuelto en su capote, dormía muy tranquilo delante de su farol, que despedía una luz opaca y dudosa. Un hombre embozado en una manga, y con un ancho sombrero jarano, pasó rozando con sus vestidos los de los dos amantes: Celestina oprimió el brazo de Josesito.

—¿Qué es; qué sucede, Celestina? —le preguntó el amante.

—Es él.

—¿Quién?

—El teniente —dijo Celestina.

—¡Bien! ¿Y qué tenemos con que sea el teniente? —respondió Josesito, afectando mucha confianza y seguridad.

—Nos habrá visto.

—Aunque eso sea, no debe habernos conocido.

—Vámonos, vámonos —dijo con inquietud Celestina—: Daría yo cualquiera cosa porque hubiésemos llegado a la Casa de Diligencias.

Se pusieron en pie los dos amantes; miraron a todas partes, y no observando nada que los alarmara, siguieron su camino.

Cuando llegaron a la plazuela de San Juan de Dios el mismo bulto que le había parecido a Celestina ser el teniente, se desprendió silencioso y sombrío de la portada de la Iglesia como si hubiera sido uno de los santos de piedra que salía de su nicho, y atravesó la plaza, dirigiéndose al ángulo de ella, que va a Santa Clarita.

—Será, o no, el teniente —dijo en voz baja Josesito—; pero lo que es cierto, es que este hombre es sospechoso, y es menester prevenirse.

Josesito aflojó su espada, y sacó de su bolsillo una pistola.

—Apretemos el paso —dijo Celestina, agarrándose fuertemente del brazo del joven.

Aligeraron el paso, y al llegar a la esquina de la Santa Veracruz tres hombres envueltos en una frazada salieron, y poniéndose al frente de Josesito, lo amagaron con unos puñales.

Josesito dio un paso atrás, y disparó la pistola, que tenía preparada, pero no dio fuego.

Celestina se desprendió al mismo tiempo del brazo del joven, le arrebató la espada, y esgrimió con las dos manos terribles tajos contra los asesinos, logrando por un momento desconcertarlos.

Antes de que Josesito tuviese tiempo de sacar y preparar la otra pistola, había ya recibido una puñalada en la espalda, mientras los otros dos habían logrado asir por detrás a la muchacha, que luchaba furiosa por libertarse, exhalando de vez en cuando un gemido ahogado, que no se sabía si era de rabia o de miedo: el sereno, que como hemos dicho, estaba a poca distancia, continuaba durmiendo. Esta escena fue rapidísima: una nube sangrienta pasó por la vista de Josesito, y tuvo que apoyarse contra la pared de la esquina: cuando entreabrió los ojos, divisó entre la oscuridad, a los tres hombres que acababan de apoderarse de Celestina, y que corriendo se la llevaban en peso.

La plazuela quedó a pocos momentos solitaria y silenciosa, y el instinto de la propia conservación dio esfuerzo a Josesito para encaminarse a su casa, apoyándose en las paredes. Tocó la puerta, y como había perdido mucha sangre, apenas el portero le abrió cuando dio algunos pasos y cayó desmayado en el patio. Ya el lector puede figurarse la consternación y lágrimas de la familia de Josesito, que estaba alegrísima jugando a la lotería, cuando lo vio cubierto de sangre, y exhalando el último aliento.

Corrieron por el médico y el confesor; el primero reconoció su herida, la vendó, y declaró que no era peligrosa, y el segundo lo confesó tan luego como recobró el uso de sus sentidos, gracias a eficaces medicinas. Suponemos fundadamente que al confesor le abrió su conciencia, diciéndole la verdad, pero a la familia sólo le dijo que los ladrones lo habían asaltado.

Como hacía días que el joven no iba a casa de don Pedro, y éste tenía curiosidad de saber el estado que guardaban sus relaciones amorosas con Celestina, al día siguiente del suceso que acabamos de referir, don Pedro tomó su coche, y se dirigió a la casa de Josesito, que se hallaba un poco aliviado. Tan luego como dijeron al tutor lo que había pasado, manifestó gran sorpresa e indignación, y se puso pálido como la muerte, porque la primera idea que se le vino a la cabeza, fue la de que el fistol se habría perdido; hizo cuantas diligencias fueron posibles para ver al enfermo, y lo logró, haciéndole los más amplios ofrecimientos, y manifestándole mucho interés por el desgraciado acontecimiento. Después mañosamente le preguntó los pormenores de la aventura; Josesito le contó rápidamente lo más esencial, ocultándole la entrevista que tuvo con la muchacha en el jardín, y la fuga que ambos habían intentado. Don Pedro aprovechó la oportunidad para hablar del fistol.

Josesito llamó a una criada; le dio una llave, y le significó que sacara la alhaja que una de sus hermanas había guardado en su cómoda; la criada, con gran satisfacción de don Pedro, ejecutó este movimiento estratégico, que dio por resultado el que a poco se volviese a presentar con la joya que un momento creyó perdida.

Retiróse el tutor contentísimo, porque al fin no se había extraviado el fistol; pero lleno de dudas respecto a la suerte de Celestina, contra la cual iba particularmente dirigida su venganza.

—¡Pobre muchacho! —decía al bajar la escalera—, él ha sido la víctima, pero en cuanto sane, haré su fortuna y procuraré que lo hagan escribiente primero de su oficina.

Luego que salió don Pedro, por medio de sus viejas y agentes procuró hacer todas las indagaciones posibles, las cuales dieron por resultado, el que supiese que la noche misma en que Josesito fue herido, había desaparecido Celestina de su casa en unión de la criada, y que de ninguna de las dos había podido averiguarse el paradero. Don Pedro volvió otra vez a la casa de Josesito, para aclarar, si era posible, el misterio; pero el pobre joven había muerto ya, a resultas de su herida, contra toda la opinión de los médicos que lo asistieron, que, hasta un momento antes de morir, aseguraban que la herida no era peligrosa.

XV. El Jorobante

EL JOROBANTE

El suceso que se acaba de referir no dejó de entristecer al tutor, quien, a pesar de su corazón dañado, no pudo ver con indiferencia la muerte de Josesito, que, si bien era fatuo y presuntuoso, en el fondo era excelente persona. Además, su plan dominante, que era vengarse de Celestina, no se había realizado según lo había concebido, y este era otro motivo de disgusto que contrariaba su carácter extremadamente activo para hacer el mal, y que sabía saborear el placer de la venganza. Algunos días se redujo a estar sentado en el mismo sillón, donde se hallaba cuando el padre de Arturo le entregó la cajita de alhajas, sumergido en las más profundas cavilaciones, y quién sabe cuántos días más habría seguido ese sistema si una festividad de mucha boga en México, no lo hubiera sacado de su inacción. Era, como se decía, la Kalenda de don Basilio Guerra. Nuestro personaje recibió su convite para asistir a tan solemne función; y por un momento se apartaron de su imaginación los pensamientos siniestros y fatales que lo habían preocupado desde la muerte de Josesito. Se figuró ya en el templo suntuosamente adornado, escuchando los acordes de una orquesta de profesores y las dulces notas del canto de Guadalupe Villanueva, Lola Fraunfeld y otras muchas señoritas notables por su hermosa voz y rápidos progresos en la música. Verificóse la función, y don Pedro estrenó vestido de fino paño negro, botas de charol, sombrero de seda y pañuelo paliacate; pero lo que más llamaba la atención, era una camisa de finísimo olán batista, llena de calados y embutidos, en la que brillaba un valioso alfiler de brillantes que parecía un sol; ya se adivinará fácilmente que era el fistol de Rugiero. La función de la Kalenda se verificó en el convento de Santa Clara; la iglesia estaba adornada con un lujo difícil de encontrar en ninguna otra del mundo cristiano; y la concurrencia escogida, porque centinelas colocados en la puerta, habían impedido la entrada del populacho, permitiendo sólo la de los caballeros vestidos de frac, y la de las lindas mexicanas que tenían el elegante traje de la saya y la mantilla, que va dejándose de usar. Las señoritas y jóvenes filarmónicos lucieron perfectamente, y sus melodiosas armonías llenaron las bóvedas del templo durante algunas horas. Don Pedro, al principio estuvo extasiado, no tanto con la función, cuanto con la belleza de multitud de muchachas, que ya escuchaban atentamente la música, ya rezaban con mucha devoción, o ya se decían palabras al oído, que significaban que su atención se dirigía a examinar con la rapidez y exactitud que es propia de las mujeres, los trajes de las demás. Entre estos grupos de muchachas, había una que don Pedro miraba sólo de medio perfil y que le parecía hermosa como un serafín; sólo podía al través de los negros pliegues del velo, observar que tenía una nariz perfectamente graciosa y proporcionada, una boca pequeña y purpurina, y unas mejillas rosadas y finísimas; esta joven había concentrado toda su atención en la música; estaba a poca distancia de la orquesta, y no quitaba los ojos de los movimientos del maestro o de las cantoras. Cuando tocaban algún alegro, se notaba en su rostro la fuerte impresión que le causaba; y al contrario, las notas tristes de la música religiosa hacían que la melancolía reemplazase ese vivo sentimiento de placer; cuando esto sucedía, sus ojos se llenaban de lágrimas; los bajaba al suelo, y abriendo un libro, se ponía un momento a rezar. Don Pedro no había perdido uno solo de estos movimientos; su curiosidad era vivísima, y deseaba saber a qué familia pertenecía este ángel, pues aunque en nada era parecida esta joven a Teresa, él encontraba en ella alguna analogía, alguna semejanza, que no podía explicarse, pero que le despertaba los amargos y punzantes recuerdos de su pasión frustrada; y en ese momento se arrepentía sinceramente de haber ocasionado a su pupila tantos pesares.

En una de las veces en que la joven acudió a su libro, volvió por casualidad la cara, y sus miradas se encontraron con las del viejo tutor; la muchacha fijó un momento su vista, lo recorrió con ella de arriba abajo, y con gran sorpresa se fijó en el fistol que, como hemos dicho, tenía en la camisa. Después la joven se cubrió con el velo, y don Pedro notaba que frecuentemente volvía la cara a verlo, y creía al menos ver brillar debajo del punto y de los bordados de la mantilla los ojos de la misteriosa desconocida. Como don Pedro había estado en pie mucho tiempo, y hacía un insoportable calor, salió un momento a respirar el aire libre; el atrio estaba lleno de jóvenes, que, como de costumbre forman tertulia y se divierten con las muchachas que entran y salen de las iglesias. A poca distancia de los concurrentes vestidos de frac o levita se hallaba un grupo de gente del pueblo, que pretendía entrar, no ya a la iglesia, sino siquiera a la puerta del atrio; pero los centinelas, con el persuasivo idioma de la fuerza, trataban de dispersarlos, repartiendo a diestro y siniestro cañonazos con el fusil de que estaban armados. Don Pedro se colocó en un lugar neutro, que no pertenecía ni al que ocupaban los elegantes petimetres, ni al que, a pesar del centinela, invadía o trataba de invadir el pueblo. Uno de los jovencitos fijó la vista en el fistol; avisó a los demás, y a poco ya todo el grupo había desviado su atención de las deliciosas mujeres, que, moviéndose con garbo, haciendo crujir la seda de sus vestidos, levantándolos coquetamente para dejar a la vista un pie pulido y echándose con arte el velo sobre sus peregrinos rostros, entraban o salían al templo. Los jóvenes, pues, tenían clavados sus ojos en la magnífica alhaja, que resplandecía en el pecho del viejo.

—¡Canario! —dijo uno de los mozalbetes—, jamás he visto en mi vida un fistol mejor que este.

—¡Hermosa piedra!

—¡Es un lucero!

—¿Cuánto valdrá?

—¡Miles de pesos, acaso!

—¡Brillantes de ese tamaño no son comunes!

—¿Será falso?

—De ninguna manera.

—¿Por qué?

—Este viejo es muy rico.

—¿Quién es?

—¡Toma! Don Pedro; el tutor de una interesante muchacha, que se llama Teresa.

—¿Y qué le ha sucedido a la niña?

—Aquí estará en la iglesia.

—¡Disparate! En La Habana, o en España; la mandó allá por unos amores que tenía con el calavera del capitán Manuel.

—¡Viejo bribón! ¿Y por qué no los dejó casar?

—Bonito él para semejante cosa; tuvo miedo de que Manuel botara en dos por tres el dinero.

—¿Y qué le importaba? Es menester ayudar a Manuel a que se case con Teresa.

—Caballeros, juremos por los negros ojos de nuestras queridas, que hemos de contribuir a que se case el capitán, y a mortificar a este zorro viejo, sin dejarlo descansar.

—¡Bien! lo juramos —respondieron todos.

—Pero, ¿dónde está el capitán?

—Creo que en el interior; pero yo me comprometo a escribirle, para que venga pronto; y si aun está en la resolución de casarse, le ayudaremos, y haremos que el viejo, no sólo le dé la muchacha, sino también el dinero.

—¡Bueno!, ¡bueno!, ¡convenido!, sacaremos al viejo en artículos de costumbre, en periódicos, en comedias, en caricaturas, en retratos. ¡Persecución a muerte contra todos los tutores y viejos que no dejen casar a las muchachas!

—Pues yo ayudaré a todo lo que ustedes quieran, caballeros —dijo otro—, pero si me pusieran a escoger entre Teresa y el fistol, sin vacilar, me decidiría por el fistol. Yo soy algo positivo.

—¡Bárbaro!

—¡Rinoceronte!

—Lo que ustedes quieran; pero ese fistol vale cincuenta o sesenta mil pesos como medio.

Todos soltaron la carcajada, y entonces don Pedro volvió la cara, y se encontró con que todos lo miraban con atención; afectó que se mortificaba, bajó los ojos, se tapó la boca y el fistol con su pañuelo paliacate, y se volvió a la iglesia a contemplar de hito en hito a la misteriosa desconocida.

—No vaya a ser el diablo —dijo al entrar—, que entre esta reunión de tunos esté Arturo, o ese pillo del capitán, porque entonces no la pasaré muy bien.

—¡Hipocritón! —dijeron los calaveras al verlo entrar; todos estos santurrones quieren vivir en la tierra como en el cielo, y cuando se mueren, irse derechitos a la gloria. ¡Picarón!, te ajustaremos las cuentas, si no casas a la romántica Teresa con el calavera capitán.

Un leperito inteligente, de ojuelos de chispa, y a quien apenas le pintaba el bozo, estuvo abrazado de las rejas del atrio, y no perdió ni una sílaba de toda esta conversación.

Acabada la Kalenda, comenzó a salir la gente: don Pedro se fue en seguimiento de la joven misteriosa, y el leperito no perdió de vista al joven que había avaluado el fistol en sesenta mil pesos.

—Señor amo, creo que le ha gustado a su merced el fistol de ese señor viejo.

—Sí, ¿y por qué me lo preguntas? —dijo el petimetre.

—Porque yo, podría venderle a su merced otro igualito.

—¿Tú? —le preguntó el señorito mirándolo de arriba a abajo.

—Sí, señor, yo se lo puedo vender a su merced, y muy barato, porque conozco una señora viuda que está vendiendo sus alhajas, y que tiene un fistol igualito.

—Entonces es otra cosa, veremos tu fistol.

—¿Dónde vive su merced para llevárselo a enseñar?

El petimetre dio razón al leperito de dónde vivía, y se marchó a reunirse con otros compañeros, que lo aguardaban en la esquina.

Don Pedro, a una prudente distancia, seguía a la muchacha que tanto había llamado su atención, pero cuando menos lo pensó, al voltear una esquina, se encontró con Aurora y con la madre; las saludó, y se pasaba de largo pero la señora le detuvo para preguntarle si la Kalenda había terminado.

—Hace un gran rato —respondió don Pedro.

—Entonces ya no hay que fatigarse —dijo la madre—, las mujeres siempre llegamos tarde; esta niña tiene la culpa.

—Pues, señora, que la pase usted muy bien —dijo don Pedro, que miraba adelantarse a gran prisa a la muchacha a quien seguía.

—No sea usted tan violento, señor don Pedro, y ya que no logramos asistir a la función —dijo la madre de Aurora—, usted nos hará favor de contarnos lo que ha pasado. ¿Qué tal concurrencia hubo?, ¿cuántos músicos asistieron?, ¿quiénes cantaron?, ¿qué tal lo hicieron?, ¿qué piezas gustaron más?… Vamos, diga usted algo.

Don Pedro se vio agobiado con tanta pregunta, y no hubo forma de que pudiera evadirse de contestarlas. Entre tanto, la dama misteriosa había acabado de andar la calle de San José el Real, y daba vuelta por la de Plateros; don Pedro renegaba interiormente, pero la cortesía y urbanidad le obligaron a sufrir este interrogatorio.

Así que la madre de Aurora satisfizo medianamente su curiosidad, y se despidió de don Pedro, diciéndole, que, puesto que por causa de la calma habitual que tenía su hija para vestirse, no había logrado asistir a la función, iba a hacer tres o cuatro visitas, don Pedro se disponía a marchar al alcance de la dama, tan breve como sus fuerzas y su edad se lo permitían cuando fue detenido de nuevo por la señora.

—Se me olvidaba, señor don Pedro —le dijo en voz baja, y procurando que no lo oyese Aurora—, suplicar a usted que, cuando sus ocupaciones se lo permitan, vaya un momento a casa, para hablarle de asuntos de familia de suma importancia.

Don Pedro prometió ir a verla lo más pronto posible; y echó a correr, aunque en vano, pues la dama desconocida había desaparecido; anduvo y volvió a andar diversas calles, buscando la pista de aquélla como un sabueso; pero no habiéndole sido posible encontrarla, se retiró a su casa con un mal humor horrible. Volvió a sumergirse en el sillón consabido, según su costumbre, pensando ya en el modo de relacionarse con la muchacha desconocida de la Kalenda, y en los bienes de Aurora.

Pero dejemos entregado a don Pedro a tan desconcertados pensamientos, y trasladémonos a una casa medio arruinada, situada en uno de esos lóbregos callejones del barrio de Belén: allí se hallaban reunidos seis hombres y tres mujeres del pueblo, al derredor de una sucia y desquebrajada mesa de madera en cuyo centro había una tina pequeña, pintada de azul y llena de pulque colorado, o de sangre de conejo, como vulgarmente llaman al pulque mezclado con el zumo de la tuna. Los demás muebles del cuarto consistían en algunos bancos de madera blanca, igualmente desequilibrados y sucios, y en unas esteras, o petates, de Xochimilco; la pared descascarada estaba cubierta de estampas de santos, rodeadas de escuadrones y de compañías de infantería de papel recortado, y delante de toda esta infinita aglomeración de figuras, había algunos arbotantes de hoja de lata, con unas velas que ardían en la noche, no sólo con el fin de alumbrar la estancia, sino también con el de tributar culto a los santos. Uno de los hombres era el inteligente leperito de que hemos hablado, y que escuchó en la reja del atrio de Santa Clara la conversación de los jóvenes, respecto al fistol de don Pedro; a éste lo llamaban la Culebrita. Otro, era un hombre de rostro atezado, con una cicatriz que dividía su cara de parte a parte, como divide un río una ciudad; de corta estatura, ojos hundidos, cabello abundante y negro, brazos nervudos y espaldas anchas, a éste lo llamaban el Diablo. Otro, era pálido, encanijado, de boca extremadamente grande, ojos saltones y pelo azafranado, y lo llamaban la Muerte. A otro viejo, lleno de arrugas, medio jorobado, con un parche en un ojo, y casi calvo, lo llamaban el Zorro. A otro muchacho, de cosa de catorce años, de gruesa estatura, colorado, y de fisonomía agradable, el Merengue; y a otro trigueño, de cara estúpida, de largas piernas, y pelado enteramente, el Ahualulco. A otro, finalmente, bajo de cuerpo, contrahecho, de una fisonomía irregular, de un cráneo con unos cuantos cabellos cerdozos, y una verruga debajo del ojo, lo llamaban el Zambo.

En cuanto a las mujeres, una era una muchacha de pelo negro, que caía en graciosas ondas al lado de sus mejillas, de nariz muy roma, labios gruesos y ojillos muy pequeños, pero en extremo brillantes; vestía unas enaguas de muselina azul un poco altas, calzaba un zapato negro de seda, y su cuerpo estaba graciosamente envuelto en un fino rebozo de seda, a ésta, la llamaban Pancha la Amapola. La otra era de cosa de treinta años, blanca, de proporcionadas formas, de cejas negras y arqueadas, de nariz griega y de grande boca, sombreada por un abundante bozo, y la llamaban Rita la Tranchete, y la otra mujer, era una vieja, doblada por el peso de los años, medio coja, y con una cabellera revuelta y canosa que parecía una peluca del tiempo de Luis XV, y a quien llamaban la Tía Chicharrón. Todos estos personajes bebían tragos de pulque en unos enormes vasos de vidrio de Puebla, fumaban, reían, y platicaban de asuntos demasiado graves, como va a ver el lector.

—Vamos, Culebrita, ¿qué has hecho en la función?

—¿Qué había de hacer, si esos soldados, hijos de su madre, no dejaban arrimar más que a los catrines de futraca? Apenas me dieron tiempo de sacar estas dos mascadas.

Culebrita sacó de su sombrero un par, la una de color nácar y enteramente nueva, y la otra desteñida y llena de agujeros.

—¡Maldita sea tu estampa! ¿Y para qué cogiste esa mascada tan vieja?

—¡Toma!, ¿qué yo adivino? El catrín que la llevaba, tenía un futraque muy bueno, y estaba vestido como un alcalde de la Diputación. ¿Quién había de creer que tenía semejante hilacha? Pero no hay cuidado, porque si no traje muchas mascadas, sí tengo muy buenas cosas que contarles.

—Habla, habla, dijeron en coro los demás.

—Pues hay un viejo muy rico.

—¿Dónde vive? —preguntaron todos a una voz.

—Tiene un fistol de piedras… lindo de veras; parece una estrella, y unos catrines que estaban allí dijeron que valía mucho dinero.

—Pero, ¿dónde es allí?

—¿Pues ya no dije?, en Santa Clara: estaban platicando en el cementerio, y yo me puse a oír todo.

—Pero, ¿dónde vive el viejo?

—En la calle de…

Culebrita se acercó al oído de cada uno, y les dijo algunas palabras.

—¡Cábal! —dijeron todos sonando las manos; este muchacho lo entiende, y vamos a rodear la casa desde hoy.

Lo que llaman los macutenos rodear la casa, es observar quién entra y quién sale, cuántos viven en ella, las puertas que tiene, sus cerraduras, etc., etc.

Echáronse a pechos unos vasos de pulque, y comenzaron a disponer su plan de ataque. Culebrita se vistió una chaqueta y un pantalón azul con sus insignias encarnadas; era un lacayo. El Diablo cogió un mecapal, y se puso un mandil blanco; era un cargador. La Muerte se vistió una rota casaca de soldado, tomó una muleta y se vendó la cabeza; era un soldado recién herido, y a quien su capitán no daba prest en el cuartel. El Zorro se cubrió completamente un ojo con un parche, se envolvió las piernas con muchos trapos sangrientos, y tomó un perrito blanco que lo guiara, y un bordón; era limosnero. El Merengue se puso un sombrerito jarano y su sábana blanca, y se apoderó de un cajón de pepitorias y calabazates; era dulcero. Ahualulco se puso un casquete y una pechera de cuero, y tomó su chochocol y su cántaro; era un aguador: y Amapola se metió a otro cuarto, se puso unas enaguas negras que le arrastraban, unos grandes zapatos de cordován, y un rebozo ordinario de algodón, deshizo las onditas de su cabello, se lo alzó detrás de las orejas, y en su cuello, cubierto con un pañuelón grasiento, dejó ver un rosario de cuentas gordas.

Rita, por el contrario, se puso más lujosa, y procuró realzar los atractivos de su grande y esbelta persona, poniéndose unas limpias enaguas de muselina, que dejaban asomar lo que llaman puntas enchiladas, un elegante rebozo de seda, que manejaba con garbo, y unos zapatos blancos de raso, que oprimían su gordo y pequeño pie; ataviados así nuestros personajes, salieron a la calle, y prometieron juntarse a los tres días.

Al siguiente día de esta escena, un muchacho dulcero, burlando la vigilancia del portero, subió la escalera de la casa de don Pedro, y se introdujo hasta la cocina.

¡Niñas, a los buenos dulces! —dijo a las criadas.

—¡Afuera, muchacho! —gritó la cocinera—, ¡no se compran dulces aquí!…

—No se incomode, chula —dijo el muchacho con voz melosa, acercándose a la cocinera—, yo soy un pobre muchacho, que hago mi diligencia. Mire, tengo alfajores, calabazates, merengues, yemitas de huevo, almendras…

La cocinera, que oyó que el muchacho la llamaba «chula», y observando que tenía una fisonomía rolliza y fresca, dulcificó su voz, y desviando su atención de las cazuelas y ollas que estaban en las hornillas:

—Vaya —le dijo—, sólo porque traes almendras, que me gustan mucho, te sufro.

El pícaro muchacho, que observó que la cocinera no tenía ni un solo diente, y que con esta falta era difícil que pudiera gustar de las almendras, soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes, condenado muchacho?

—Pues… de nada, niña —respondió el muchacho—, sino que estoy muy alegre, porque es el primer medio que vendo.

—Un real será —dijo la vieja, haciéndole un cariñito al muchacho—, un real, ¿lo oyes? Dame dos alcartaces de almendras.

El muchacho, acercándose a la vieja, y pasándole la mano por la cintura, le entregó los dos alcartaces.

—¡Arre! ¡Atrevidote! ¿Te figurarás que soy una de esas arañas de la calle? —dijo la vieja, dándole un amoroso pellizco en un muslo.

El muchacho hizo una pirueta, y derribó con su cuerpo el cajón de dulces, que había colocado en la esquina de la mesa donde se picaba la verdura.

—¿Ya lo ve usted, niña?, ya por usted tiré el cajón, y se me han quebrado los dulces —exclamó el picaruelo, haciendo pucheros y casi llorando.

—¡Válgame San Cristóbal!, ¡y qué desgracia! —dijo la vieja—. ¡Pobrecito de ti, criatura! Deja, deja; yo te ayudaré a recoger tus dulces. ¡Dorotea! ¡Agustina! ¡Francisca!, ¡vengan a ayudarme a recoger los dulces de este pobre muchacho!

Las demás criadas vinieron al llamamiento de la cocinera, y exhalando también dolorosas exclamaciones de compasión por el desastre acaecido, se pusieron a recoger los dulces esparcidos por el suelo; el maligno muchacho se sonreía, y escudriñaba con atención la azotehuela y las entradas de la casa.

Por mucho cuidado que pusieron las criadas en restablecer el orden en el cajón de los dulces, siempre resultó gran detrimento; así es, que para indemnizarlo, convinieron en darle de almorzar, lo que hizo el dulcero con voraz apetito, teniendo el tiempo necesario, mientras le preparaban los guisados, de medir con los ojos la altura de la azotea, e informarse con maña de las horas en que cerraban y abrían las puertas; de la calidad de las llaves y de la solidez y resistencia de las trancas. Pasadas todas estas escenas, el dulcero se retiró, quedándose ya de marchante, para surtir diariamente la mesa de yemitas, pues, según la cocinera decía, agradaban mucho a su amo el señor don Pedro, y era el único placer que tenía un hombre tan medido y arreglado como él.

A poco de haber salido el dulcero, se presentó una mujer vestida de luto, y con un semblante en que se veían pintadas la aflicción y la angustia, lejos de tratar, como el dulcero, de burlar la vigilancia del portero, se acercó a la puerta, y con voz humilde le preguntó si podría hablar dos palabras de mucha importancia al señor don Antonio.

—Aquí no hay ningún Antonio —le contestó el portero—, mi amo se llama don Pedro.

—Es verdad —replicó la enlutada con voz doliente—, el pesar me ha hecho perder hasta la memoria; ya sabía yo que se llamaba don Pedro. Ruego a usted, por el Sagrado Corazón de María, que le diga que una pobre mujer necesita hablarle.

—Está almorzando, señora —dijo el portero algo compadecido—, pero en cuanto acabe, le avisaré.

—Está muy bien, señor, y Dios se lo ha de pagar a usted. Aguardaré aquí.

La enlutada se sentó en un banco de piedra del zaguán, desde donde podía observar perfectamente la localidad, y los recursos con que, en caso de un ataque, se podría defender el portero.

Don Pedro, en efecto, estaba almorzando los desperdicios del muchacho dulcero.

Larga media hora aguardó la enlutada con una paciencia admirable; pero todas las cosas de este mundo tienen fin, y lo tuvo el almuerzo de don Pedro; el portero bajó con la plausible noticia de que el señor don Pedro, que era muy caritativo con los pobres, consentía en recibir a la enlutada. Subió ésta: atravesó la asistencia, dos recámaras, un gabinete de tocador, y finalmente, se halló delante de don Pedro, que se hallaba sentado en su poltrona. Al pasar por las piezas dichas, la enlutada examinó con atención los muebles, deteniendo su vista, especialmente en las cómodas y roperos, algunos de los cuales tenían las llaves puestas.

—¿Qué quieres?, ¿para qué me necesitas? —dijo don Pedro con sequedad.

—Señor, sé que su merced es un hombre muy caritativo, y que hace siempre muchos beneficios a los pobres; yo soy una pobre muchacha, que acaba de quedar huérfana, pues que ayer se murió mi madre, y he tenido que empeñar toda mi ropa, para pagar el entierro al señor cura.

Cuando don Pedro oyó decir «muchacha», levantó la vista, y entonces la enlutada, por medio de un movimiento muy natural, y que parecía obra de la casualidad, se descubrió para taparse inmediatamente, y el viejo pudo notar, que la adolorida enlutada tenía una cara, si no hermosa, al menos fresca, y además un pecho como el de Lucrecia, mal encubierto con una limpia camisa de lino; don Pedro, pues, se removió en la silla; fijó sus ojos en la muchacha, y con voz mucho más suave, dijo:

—Vamos, siéntate, hija mía —le dijo—, ¿en qué te puedo servir?

Como la enlutada tenía vergüenza de sentarse, don Pedro la tomó de la mano, y la obligó a que se sentase.

—Pues, señor —dijo la muchacha—, yo no quisiera gravar a ningún señor, sino mantenerme con mi trabajo; y así, yo venía a ver si usted me podía ocupar de costurera; le daré papel de conocimiento, porque yo me he mantenido siempre de coser ajeno.

Tan luego como don Pedro oyó que la muchacha trataba de emplearse de costurera, los ojos le bailaron de alegría.

—No, no tengo inconveniente —dijo—, en que te quedes; pero ahora tengo costurera… por más señas que es una vieja regañona, que necesita de ponerse anteojos para dobladillar un pañuelo y tiene disgustadas a las demás criadas. ¿Qué tal coses tú?

—¿Qué quiere usted que diga yo, señor?… mal; pero procuraré dar gusto.

—¡Bien! —dijo don Pedro—… dentro de tres días puedes venirte, y traer tu baúl y tu cama. ¿Dónde vives?

—Señor, muy lejos; en la calle de la Quemada, en un cuarto de una casa de vecindad.

—Entonces será mejor que vivas aquí.

—¡Dios bendiga a usted tan caritativo! —dijo la muchacha, bajando los ojos y dejando caer el rebozo de manera que quedase un poco descubierto su seno.

—Tendrás necesidad de algo, supuesto que dices que se murió tu madre y que no tienes ropa… vaya, toma, toma para que te vistas decentemente.

Mientras esto decía el viejo, abrió un escritorio y sacó diez pesos, que puso en manos de la enlutada; ésta pudo notar que había algunos montones de onzas y curiosas cajitas, que suponía contendrían alhajas, y en algunas de las cuales estaría el fistol, puesto que don Pedro no lo tenía prendido en la camisa; la enlutada, que era Pancha la Amapola, se retiró prometiendo que vendría a los tres días. Don Pedro volvió a sumergirse en el sillón, regocijándose de la brillante adquisición que había hecho de una tan buena costurera.

A poco de haber salido Pancha, el portero avisó a don Pedro que un muchacho de muy buena facha buscaba destino de lacayo.

—No; la paso bien sin lacayo; que se marche a otra parte.

—Señor —le dijo el portero—, vea su merced que el coche está muy sucio; y que además, como las mulas están muy sobradas, un día puede sucederle a su merced una desgracia; el muchacho no parece malo; véalo su merced.

—Vaya, que suba.

El lacayo se presentó a poco.

—¿Dónde has servido tú? —le dijo don Pedro con voz áspera.

—Señor —contestó el lacayo, alisando su sombrero—, he servido en casa del señor Lombardo y en casa del señor Fagoaga, y en varias otras casas.

—¿Tienes papel de conocimiento?

—Sí, señor; lo traeré, si su merced gusta.

—Doy ocho pesos cada mes y la comida; las obligaciones son, tener el coche muy limpio, cuidar las mulas, y hacer los mandados que se ofrezcan.

—Su merced verá mi modo de servir; y si su merced está contento, entonces me quedaré; si no, buscaré acomodo.

—Bien, por ahora vete; mañana podrás traer el papel de conocimiento, y recibirte de las guarniciones y del coche.

Culebrita se despidió, haciendo cumplidas reverencias a su nuevo amo, el cual volvió a hundirse en la consabida poltrona.

—¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar, y los dulces nombres de Jesús, María y José! Señores amos y caritativos, tengan piedad de un pobre ciego, y denle un poquito de caldo, o un mendrugo de pan.

Como esta arenga era en una voz gangosa y fuerte, llegó hasta don Pedro, quien tiró del cordón de la campanilla.

—¿Qué diablos de chillidos son esos, que me rompen el tímpano del oído? —dijo luego que se presentó una criada.

—Es un pobre limosnero, que pide un poco de caldo.

—¿Y no he dicho que den a los pobres todo lo que sobre en la cocina? Nunca se han de cumplir mis órdenes, y han de hacer los criados su santa voluntad. En el acto, que suba ese pobre, y que coma hasta que satisfaga su necesidad; después le darás este real; pero vuela, por Dios, porque la voz de ese hombre me impacienta.

En efecto, el ciego continuaba sin interrupción invocando a todos los santos del cielo. La criada corrió, detuvo al ciego en lo más fervoroso de sus súplicas y lo subió al pasadizo del corredor, con el objeto de darle de comer; don Pedro, con el fin de conservar la reputación de virtud, socorría a todos los pobres que acudían a la casa.

El ciego subió la escalera, conducido por la criada y guiado por el perrito, y en un pasadizo inmediato a la cocina se sentó a esperar que le sacaran su comida. Al entrar, midió con los pasos la distancia del zaguán al pie de la escalera; al subir, contó los escalones de uno en uno; y mientras que las criadas estaban en la cocina; en unos trozos de cera estampó los agujeros de las cerraduras de algunas puertas, y contó las macetas y los fierros del balcón, examinando su solidez, para el caso de que fuese necesario fijar una reata o una escala. Las criadas le dieron una parte de las sobras, que comió con gran apetito, y se retiró bendiciendo al amo de la casa y a las buenas niñas que le habían dado de comer.

Casi al mismo tiempo que el ciego salía de la casa de don Pedro, se presentó una china, echando unos meneos y gastando un taco y un desparpajo, que parecía la dueña de la casa.

—Ande, compadre, prontito, avísele a su amo que aquí lo busca una señora, y que tiene un asunto urgente.

El portero, quizá fascinado con el esmero y riqueza con que la china estaba vestida, o creyendo que eran secretitos de su amo, a quien no dejaban de buscar con frecuencia muchachas, obedeció; y corriendo, subió a avisarle y darle las señas de la nueva visita, diciendo:

—Ya van dos que buscan hoy a mi amo, y ésta parece de mejor genio que la enlutada.

—¡Caramba! —dijo don Pedro, entreabriendo los ojos, y observando que el portero estaba de pie delante de él.

—Señor —murmuró el portero—, busca a usted otra…

—¿Otra qué?, pícaro —gruñó don Pedro.

—Otra señora.

—¿Otra señora? ¿Y qué señas tiene?

El portero se mordía las uñas, y meneaba la cabeza.

—¿Qué quiere, y qué señas tiene?, te pregunto —repitió don Pedro.

—Pues quiere hablar con su merced; y dice que tiene un asunto.

—¿Y qué señas tiene? —repitió don Pedro.

—Pues es una señora alta, muy bien vestida y bonita, y muy guapetona.

—¡Bien, que suba, que suba!, y si alguno me busca, di que no estoy en casa; que he salido.

—Tenía yo razón en decir que a mi amo le gustan estas visitas.

La china subió llenando la escalera con su garbo y meneos: apenas saludó a las criadas que salieron a abrirle; y pisando recio las alfombras, se introdujo en el Sancta Sanctorum de don Pedro.

—Siéntese usted, niña; siéntese usted, y vea en qué puedo servirla —dijo don Pedro en cuanto vio entrar a la muchacha.

—Señor, usted ha de dispensar tanta confianza; pero yo tengo el honor de conocer a usted por su buen corazón, y sé que nadie que viene a pedirle un favor, se va desconsolado.

La china se sentó en un sofá, ocupándolo todo con el vuelo de su limpísimo traje, y dejando descubiertos sus dos pies, calzados con un zapato blanco.

Don Pedro lanzó un suspiro, porque se le vino a la memoria su querida Celestina.

—Pues señor, yo soy una mujer honrada —continuó la china—, que vivo de mi trabajo; y como han vendido la casa donde yo vivía, quiero una fianza, para tomar una casita que está situada detrás de ésta.

—¡Una fianza! —dijo don Pedro, mirando fijamente a la china, y asombrado de su sangre fría.

—Sí, señor, una fianza —repitió con firmeza la china—. ¿Qué le cuesta a un señor rico, fiar a una pobre mujer?

Son doce pesos cada mes, y creo que con mi trabajo los podré pagar.

—Pero, niña, yo no he visto a usted nunca, ni la conozco.

—¡Vaya!, y qué ¿se necesita conocer a las gentes, para fiarlas en una ratería? Siéntese usted aquí junto de mí, y platicaremos: acaso soy mejor que algunas gentes que conoce usted.

La china tomó a don Pedro de la mano, y de un tirón lo hizo sentar a su lado; el viejo, como un imbécil, se dejó arrastrar por la china, y sólo la veía con unos ojos espantados.

—Conque me fiará usted, señor, ¿no es verdad? Creo que si yo quisiera, no me faltarían muchos fiadores… pero una mujer honrada no debe sino buscar a los señores buenos; y usted es muy bueno: escriba usted la fianza, que tengo mucho que hacer.

La china bailó sus ojos ante don Pedro de una manera tan seductora, que éste no pudo resistir; y fascinado, se levantó; abrió el escritorio, y comenzó a poner la fianza: al llegar al nombre de la china, don Pedro se detuvo.

—¿Cómo es el nombre de usted? —le preguntó.

—Matiana, bien mío —respondió la china.

Don Pedro escribió el nombre; y concluido el papel, lo puso en manos de tan singular mujer.

—Dios se lo ha de pagar, vida mía —dijo levantándose con garbo, y tendiendo la mano a don Pedro, quien sin ninguna resistencia dejó estrechar sus dedos largos y nerviosos, por la mano redonda y suave de su protegida.

—Número 12, vivienda principal, bien mío —le dijo la china, abriendo la puerta para salir—: No deje usted de ir a visitarme cuando pueda.

Don Pedro le hizo mil caravanas y mudos cumplimientos, y la china bajó la escalera con tanto aire y orgullo, como si fuera la dueña de la casa. El portero, al salir, la saludó con mucho respeto, y las criadas salieron a espiarla por entre las macetas del corredor.

Cuando salía la china, entraba un cargador con dos talegas llenas de pesos en las espaldas y una carta en la mano.

—¡Alabado sea Dios! —dijo—, ¿está en casa el amo señor don Pedro?

—¿De dónde viene? —le preguntó el portero.

—De casa de mi amo el alemán de la calle de Capuchinas, que le manda este dinero a mi amo el señor don Pedro: ande listo, amigo, porque la carga es pesadita, y vengo de prisa.

El cargador, que era hombre de rostro atezado, en el cual tenía una cicatriz, sudaba con abundancia.

—Suba, suba, que en recibir no hay engaño —dijo el portero—. Vamos, vaya adelante.

El cargador subió, y el portero detrás de él.

—Señor, trae un cargador un dinero y esta carta para usted —dijo el portero, abriendo la puerta del gabinete de don Pedro.

—¡Con mil diablos! —dijo este—, que parece que hoy se ha conjurado todo el mundo contra mí: limosneros, lacayos, costureras, chinas, cargadores, todo el mundo tiene hoy empeño en mortificarme, y me será imposible ir a la casa de la madre de Aurora.

—Pero señor, ya ve su merced, trae dos talegas de pesos.

—¿Dos talegas dices? Venga esa carta.

Don Pedro tomó la carta, y la leyó rápidamente.

—¡Ah! sí —dijo entre dientes—, el tercio vencido de la hacienda de Santa Bárbara. ¡Qué tontuela fue esta loca de Teresa! —y luego dirigiéndose al portero:

—¿Qué haces ahí, salvaje?, di a ese cargador que entre, y descargue el dinero, ¿Viene solo?

—Solo, absolutamente.

—¡Cosa rara! —dijo entre sí don Pedro—, que haya un cargador tan hombre de bien a quien fíen dos talegas de pesos; pero eso no es de mi cuenta.

Don Pedro recibió el dinero, lo contó, lo reconoció delante del cargador; y concluida la operación, otorgó un recibo provisional, y gratificó con un peso al cargador.

—Toma —le dijo despidiéndolo—, para que te enseñes a ser hombre de bien.

Los lectores habrán reconocido en estos diversos personajes a los mismos que se reunieron en la casa arruinada del barrio de Belén.

A los dos días, Culebrita desempeñaba a satisfacción las funciones de lacayo; Amapola cosía con menudas puntadas unas camisas de holanda, y Merengue llevaba con una gran exactitud una docena de yemitas, que el tutor saboreaba a la hora de comer. Rita la China vivía tranquila y honestamente en una vivienda situada a la espalda de la casa de don Pedro, quien se había atrevido a hacerle una visita, que medio le había trastornado la cabeza, porque, aunque la China no tenía educación, estaba dotada de un talento, de una amabilidad y de una gracia naturales, que volvían el juicio del viejo, quien ya con esto comenzaba a olvidar la catástrofe de Celestina.

Como don Pedro era hombre que se ocupaba en muchas cosas a la vez, estaba meditando un plan de ataque, que le diera por resultado, o hacerse el apoderado de Aurora, y obligarla a profesar en un convento de religiosas, o casarse con ella… Sí, casarse con ella, aunque el lector se asombre; porque don Pedro, en primer lugar, no se creía tan feo, y en segundo consideraba que el talento suple a la belleza, y que él, a fuerza de talento, podía conquistar a una muchacha de la clase de Aurora. Como no había podido concertar en su cabeza perfectamente esta intriga, no se había resuelto a ir a la casa de aquélla, y permanecía sumido en el eterno sillón, meditando sus planes en los momentos que no estaba ocupado en los diversos negocios que gravitaban sobre él, a consecuencia del manejo del cuantioso caudal de Teresa.

Una noche se acostó lleno de ilusiones: había ya dado algunos pasos; había hecho combinaciones tras de combinaciones y había calculado, supuesto el conocimiento que creía tener del corazón humano, pensaba, en fin, que su obra podía estar enteramente concluida con una poca de más meditación. De antemano su imaginación exaltada le presentaba los goces que iba a tener, ya satisfaciendo un poco más su desenfrenada avaricia, o ya gozando de la posesión de una hermosa muchacha. Arrullado con estas doradas, aunque quiméricas ilusiones, iba cerrando los ojos, y gozando de esa deliciosa fruición que es precursora del sueño, cuando escuchó pasos en la azotea: sobresaltado se incorporó, y poniéndose una mano en el oído, y comprimiendo con la otra los latidos del corazón, se puso a escuchar.

—¡Vaya! —dijo más tranquilo después de un rato—, será aprehensión mía, o los malditos gatos, que corren toda la noche por las azoteas.

Volvióse a dejar caer en sus mullidos almohadones; se arrebujó entre sus sábanas de holanda; rezó un Padre Nuestro; se persignó tres o cuatro veces, y apagó la vela.

Don Pedro, como todos los malvados, era extremadamente supersticioso, y tenía un terror pánico a la muerte. Los pasos en la azotea volvieron a oírse.

—No me cabe duda —dijo en voz baja—, son los gatos, los condenados gatos, que se han empeñado en desvelarme: los pasos de un hombre no podían ser tan suaves.

Don Pedro cerró los ojos, y tratando de engañarse a sí mismo, entreabrió la boca y comenzó a roncar.

A poco, se escuchó un ruido muy fuerte, como si hubiese caído de la azotea una enorme piedra: don Pedro dio un salto en su lecho.

—¡Diablo! esto es ya muy serio… ¡Ese ruido!…

Volvió de nuevo a tomar su primitiva posición, es decir, a ponerse una mano en el oído y otra en el corazón.

—Sin duda que mis nervios están irritados esta noche —dijo después de un momento—: Este ruido es el que todas las noches hacen las mulas en la caballeriza, y que se ha aumentado desde que trajeron de la hacienda ese maldito macho prieto.

Las mulas en ese mismo momento se alborotaban en la caballeriza, y don Pedro se tranquilizó completamente.

—Está visto —dijo envolviéndose de nuevo en las sábanas—, que los gatos y las mulas se han empeñado en no dejarme dormir esta noche. Sea por Dios.

Hubo un gran rato de silencio y de tranquilidad, y don Pedro iba logrando conciliar el sueño, cuando escuchó un rechinido, le pareció que metían la llave en una puerta, y que abrían con precaución y tiento otra.

—¡Oh! —exclamó dolorosamente—, en esta vez no me equivoco —dijo levantándose, y procurando encender un cerillo—: Son ladrones, ladrones, y están ya dentro de la casa.

Don Pedro quiso gritar; quiso saltar de la cama, y correr al balcón a llamar a los serenos; estregó más de veinte fósforos, pero nada podía hacer, porque temblaba como un azogado. Logró al fin prender uno, y encender la vela, y pudo escuchar algunos gritos comprimidos de las criadas, los pasos de los ladrones y la violencia con que forzaban las vidrieras: el alma casi estuvo próxima a abandonar el cuerpo del viejo tutor. Puso la vela en la mesa de noche; echó fuera de la cama un par de piernas más delgadas que las del ingenioso hidalgo de la Mancha, y al querer ponerse en pie, las fuerzas le faltaron. A ese mismo tiempo la vidriera de su alcoba se abrió, y se presentaron media docena de hombres enmascarados y armados de puñales: uno que venía delante, traía una luz en una mano y una pistola en la otra: en cuanto don Pedro los vio, un calofrío recorrió su cuerpo, y abandonando las ropas de la cama, que medio lo cubrían, cayó de rodillas en el suelo, enclavijando las manos, y pidiendo misericordia a los ladrones.

—¡Eh! levántese, viejo mentecato —dijo uno de ellos, dándole con el pie—, déjese de cuentos y de lágrimas de mujer, y venga la llave donde tiene las ahajas y el fistol que traía puesto en la camisa el día que hicieron los catrines la función en la iglesia de Santa Clara.

Don Pedro se puso todavía más pálido de lo que estaba y con voz temblorosa, respondió:

—Señores, yo les daré a ustedes dinero y todo lo que quieran; pero yo no tengo alhajas, ni ese fistol era mío; ya lo tiene su dueño; se los juro por Dios.

—Calle el jijo de su madre —dijo el que tenía la luz—; no jure en vano, porque Dios lo ha de castigar; levántese, y venga a darnos la llave, que nosotros le diremos donde están las alhajas y el fistol.

—Señores, tengan piedad de un pobre viejo…

—¡Silencio! —dijo otro—, y levántese.

Dos de los ladrones lo tomaron del brazo; en cuerpo de patrulla lo llevaron hasta el gabinete, y poniéndolo delante del escritorio, le dijeron:

—Dentro está una cajita de alhajas, y allí también debe estar el fistol. Abra, pues, o si no, lo matamos.

Don Pedro sintió la punta helada de un puñal que uno de los ladrones apoyaba contra su corazón.

—¡Por Dios! ¡Misericordia! —exclamó—, voy a abrir; la llave está debajo de mi almohada.

Un ladrón corrió a buscar la llave, y volvió con ella al momento.

—Abra, viejo sin vergüenza —dijo el que fungía de capitán.

Don Pedro obedeció y abrió el escritorio.

—¡Fregón! —le dijeron—, ¿pues por qué negaba que tenía las alhajas? Abra esa cajita.

Don Pedro obedeció de la misma manera, y abrió la cajita: los ladrones se agolparon atropellándose, y multitud de manos se tropezaban por sacar las joyas.

—¡Eh! orden, canalla —dijo el comandante—, despacio lo veremos todo, que al fin naide nos corre.

Los ladrones obedecieron, y entonces el capitán dijo:

—El viejo que saque por su propia mano las baratijas.

Rodeáronse los ladrones de don Pedro, y éste con una mano trémula, comenzó a sacar alhajas y a ponerlas sobre la mesa. Rosarios de perlas y corales, un hermoso aderezo de esmeraldas, hilos de margaritas, pulseras, cadenas y flores de oro, cintillos de esmalte y de rubíes, camafeos de Italia y aretes de China; en fin, multitud de primores del mejor gusto y de la última moda, porque todas estas preciosidades habían sido mandadas hacer expresamente en Berlín, en París, en Florencia y en Viena; y ya se sabe cuántos adelantamientos ha hecho el arte de platería; tales eran las alhajas que don Pedro sacó, y que no eran otras que las de Arturo, que el viejo tutor recibió en depósito. En el fondo de la caja había otra cajita pequeña de color verde, que don Pedro no se atrevía a sacar.

—¡Grandísimo pícaro! ¿No decía que no tenía el fistol? Saque pronto esa cajita, y enséñenos lo que tiene dentro o yo le saco las tripas de un belducazo.

Más trémulo don Pedro que antes, tuvo que sacar la cajita, abrirla, y enseñar el fistol a los macutenos. Apenas don Pedro acercó el fistol a la vela, cuando muchos de los ladrones tuvieron que taparse los ojos, y exclamaron:

—¡Oh! ¡Lindo, lindo! parece un sol.

El capitán arrebató de la mano de don Pedro el fistol; cerró la cajita, y se la guardó en la bolsa de unas calzoneras de verano que tenía puestas; los otros ladrones lo miraron con desconfianza, y se hablaron en secreto.

Las demás alhajas las guardaron en su caja, de la cual se apoderó otro de los ladrones.

—¡Ahora —dijo el capitán—, venga el oro!

—¿Oro?… —dijo con voz lastimera el tutor.

—Sí, oro queremos, viejo avariento; abra el cajoncito izquierdo del escritorio; debajo de él hay un resorte, y moviéndose se descubre un secreto; ahí tienes las onzas, sácalas, o te echamos a la otra vida.

Don Pedro abría la boca, y no sabía cómo los ladrones estaban en secretos tan íntimos, que sólo él conocía.

Tuvo, pues, que conformarse, y ejecutando al pie de la letra la indicación del capitán de los ladrones, sacó del secreto cerca de trescientas onzas de oro, que los ladrones se repartieron a puños, echándolas en sus bolsillos o envolviéndolas en la faja de la cintura.

—Ahora necesitamos una poca de plata, tú tienes bastante, y no te la quitaremos toda.

—Señores… caballeros… amigos… no tengo más plata que tres o cuatro pesos, que habrá en el bolsillo de mi chaleco; tomadlos, si queréis.

El capitán de los ladrones echó una estrepitosa carcajada, que hizo estremecer al tutor.

—Quiten esa mujer encuerada —dijo el capitán.

Los ladrones obedecieron, y descolgaron un gran cuadro italiano, que representaba a Psiquis y Cupido.

—Señores: por el amor de Dios, les pido que no me toquen ni me maltraten ese cuadro. ¿Qué logran con esto?

—Ca… nalla… —le dijo el capitán, dándole un manazo en la cabeza—, detrás de ese cuadro hay una puertita, y en el hueco de la pared está el dinero en plata; toda esta pared está hueca.

El ladrón golpeó con una llave diversos puntos de la pared, y en efecto, sonaba a hueco; pero por más que registraban con la luz, no atinaban con el secreto.

—Con todos los diablos —dijo otro ladrón, que si no abre pronto, lo matamos; y si encontramos el secreto, lo enterramos con su dinero. Aprisa, que se nos hace tarde.

Don Pedro, maquinalmente pasó la mano por una parte de la pared, y saltó una puertecilla, que dejaba ver que en efecto los ladrones no se habían equivocado, y que había detrás de la pared la capacidad suficiente para guardar algunas talegas de pesos.

Los ladrones, sin manifestar asombro, sacaron un par de talegas de pesos, y a granel, como suele decirse, comenzaron a llenarse las bolsas.

Terminado el saqueo obligaron a don Pedro a que cerrara y pusiera el cuadro de la mujer encuerada en su lugar.

—Oiga bien lo que vamos a decir; mañana a las oraciones ha de venir uno de nosotros por otras dos talegas de pesos. ¡Pobre de ti si lo denuncias, o haces que vengan esos cuicos de la Diputación a cogernos, porque no dilatarás tres días en morir cosido a puñaladas!

Don Pedro juró por todos los santos del cielo, que no diría a nadie una palabra, y que entregaría religiosamente los dos mil pesos. Después de concluida esta operación todavía registraron los demás roperos de la casa; escogieron las cosas de más valor, e indicando el lugar donde se hallaban, lo cual convenció a don Pedro, de que los ladrones sabían mucho mejor que él mismo, todos los secretos de la casa. Luego que hubieron concluido el registro, sacaron del armario del comedor, botellas de Champaña y Borgoña, un excelente queso, y comenzaron a comer y a beber, en la misma recámara de don Pedro, recostándose en los ricos sofás de brocado.

—Ahora, para castigar tus embusterías, viejo maldito —le dijo el capitán—, mientras que nosotros descansamos y bebemos, es menester que nos bailes el jorobante.

—Pero, señores —dijo don Pedro—, esta es una crueldad inútil; ya ven que les he dado gusto, y que se llevan todo lo que tengo.

—¡Iz que nos ha dado gusto! —dijeron los ladrones, soltando una carcajada—, ya quisiera vernos ahorcados en la plaza mayor.

—El ¡jorobante! —dijo el capitán.

—El ¡jorobante! —repitieron todos.

—¡Que se quite los calzoncillos blancos! —dijo uno.

—¡Fuera los calzones blancos! —repitieron los demás.

Don Pedro se arrodilló; suplicó, prometió darles más dinero, pero no hubo remedio. Como el Champaña había producido algún efecto, los ladrones querían absolutamente ver bailar el jorobante; uno de ellos acertó a encontrar en un rincón un chicote, que usaba don Pedro, cuando montaba a caballo, y apoderándose de él, dijo:

—Ya verán si obedece o no; vamos, viejo, quítate los calzones.

Don Pedro se resistía, pero el bandido le aplicó un latigazo en las espaldas, que lo hizo retorcer como culebra; y ya sin demora, se quitó los calzoncillos blancos; los ladrones soltaron la carcajada al ver la ridícula figura de don Pedro.


Me-ra-men-te… jo-ro-ban-te.
Me-ra-men-te… ti-pi-tan-te.
 

Los ladrones entonaban esta canción, y acompañaban la cadencia con palmadas; don Pedro procuraba bailar de la manera más graciosa posible, y cuando desmayaba un poco, un buen azote lo hacía continuar con más brío. Así que se cansaron de burlarse de don Pedro, lo amarraron en el pie de su cama; recogieron todos sus efectos; apagaron las luces, y se marcharon tranquilamente por la puerta del zaguán.

Hasta las nueve de la mañana del siguiente día, que entraron el carnicero, el lechero y el panadero, no se supo el acontecimiento en el público; desde el amo hasta el último criado, todos estaban amarrados.

El lacayo y la costurera, según dijeron, habían sido tratados inhumanamente por los ladrones, y don Pedro no pudo menos de lamentar la desgracia común que había pesado sobre él y sobre todos los criados de su casa. En esta vez, don Pedro fue víctima de una intriga de la plebe, como varios habían sido antes víctimas de sus intrigas; todo está compensado en este mundo. Fácil es concebir cómo se ejecutó el robo, pues estando los ladrones de acuerdo, se subieron por la azotea de la china, se descolgaron por la azotehuela de don Pedro, y abrieron las puertas con llaves falsas; y como sabían que la casa estaba indefensa, pudieron, con el auxilio de las personas que estaban dentro de ella, ejecutar seguramente el plan que ya hemos visto. Don Pedro, a causa del susto y de la impresión terrible que le hizo la pérdida de sus alhajas y dinero, cayó enfermo, su casa estuvo varios días llena de clérigos, de abogados, de diputados, de generales, de hombres ricos y condecorados de la sociedad, que iban a informarse de su salud, y que por supuesto no hablaban más que de la ocurrencia. Los jóvenes calaveras supieron también el lance, y celebraron con grandes carcajadas en los cafés y hoteles, donde concurrían, la peregrina ocurrencia que tuvieron los ladrones en hacer bailar el jorobante a tan grave y respetable personaje.

—Medio nuevo les daría el capitán Manuel, si los conociera —decían—, y lo único que sentimos es, que acaso el dinero y alhajas robadas, serán de la interesante y romántica Teresa.

—Vale más que se reparta entre los pobres —decían otros—, ni al viejo, ni a Teresa, les hace falta esa friolera.

La policía, es decir, los aguilitas, estuvieron alarmados, y comenzaron a observar los garitos y tabernas; pero a los tres días el público y la policía habían olvidado completamente el suceso, y se ocupaban exclusivamente en disputar sobre el mérito de una bailarina nueva, y en hablar de otros tres o cuatro robos que se habían cometido.

XVI. El «Sol Mexicano»

Por la plazuela de Pacheco había una tienda de una sola puerta, cuyo frontispicio estaba ocupado por un sol pintado con unos grandes ojos, una nariz roma con sus ventanillas abiertas y una amenazadora boca; el padre de la luz tenía un encendido color rojo, y sus rayos abrasaban una mitad de la manzana, de suerte, que no sólo iluminaba la tienda, sino también una carbonería, un tendajón, donde se vendían loza y soldaditos de barro, y una maicería; arriba del sol, y con unas letras torcidas y mal dibujadas, estaba escrito un letrero que decía: Vengan a calentarse al Sol Mexicano.

En la tienda había un armazón, pintado de verde y amarillo, y se vendía en ella aguardiente, cohetes, carbón, manteca, garbanzos, fruta, fierros, reatas, vituallas, velas, pan y otra multitud de cosas más. El dueño de la tienda no era otro que el acreditado y volteriano tendero de Jaumabe, a quien hemos visto perdido de amor por la incomparable Celeste; tenía por compañera provisional una viuda, todavía fresca y rolliza, con dos hijas de su primer matrimonio. Nuestro tendero, a quien sus propios criados amarraron en un árbol en el camino para México, logró que lo desatara un compasivo pastor, que conducía sus ovejas a un corral cercano al camino, y aterrorizado con la amenaza, lejos de volverse al pueblo de donde salió triunfante, y con el plan de robarse a la supuesta hermana del cura, se dirigió a San Luis. Por fortuna, había distribuido sus onzas de oro en diversas bolsas de su vestido, y conservaba en los zapatos cosa de veinte, con cuyo capital se decidió a continuar su viaje hasta México, en donde, tan luego como llegó, pensó dedicarse a su productivo comercio de tienda mestiza, y se echó a buscar un local en arrendamiento, traspaso o compañía y se encontró, al fin, con la del Sol, que pertenecía a la viuda, y que no tenía más que el armazón, pues las existencias habían concluido; a las tres visitas, ambas partes contratantes se avinieron, y nuestro filósofo convino en recibir la tienda, la viuda y las hijas, sujetándose a todas las consecuencias del contrato. Con el dinero que había quedado existente al filósofo, habilitó lo mejor que pudo la negociación, y comenzó a caminar viento en popa, olvidándose de los libros de Voltaire y de su pasión ferviente por la fingida hermana del cura de Jaumabe, y ya que hemos atado uno de los muchos hilos de nuestra historia, veamos de qué manera progresaba el filósofo, y a qué clase de vida tenía que sujetarse.

La mayor parte de las tiendas pequeñas que existen en los barrios, tienen necesidad, para subsistir y progresar, de recibir prendas, ya prestando dinero o dando efectos sobre ellas, y ya se ve que sería cosa muy difícil que el tendero se pusiese a averiguar si las alhajas, o ropa que se le empeñan, son bien o mal adquiridas. Si el tendero es escrupuloso, y generalmente rehúsa recibir prendas, no vende nada, si recibe unas y no otras, se ocasiona campañas y enemistades, y si su conciencia es tanta, que denuncia al que tiene una alhaja de valor, entonces es hombre perdido; tiene que mudarse del barrio, que cerrar la tienda, o que estar constantemente expuesto a la venganza de los guapos, que cuando menos, se empeñan en señalarlo para toda la vida, es decir, en darle una enorme cortada en la cara con un tranchete. La viuda instruyó a nuestro filósofo de todas estas circunstancias, y él, que no era de lo más escrupuloso, no tuvo dificultad en avenirse a este modo de comerciar. Detrás del mostrador había un gran estante antiguo, donde se colocaban las prendas indistintamente, porque es menester advertir, que en tales tiendas no se lleva apunte, ni se da billete, ni documento alguno, porque todos los negocios se hacen sobre la palabra, y el que falta a ella es castigado con el puñal. Además de estas circunstancias, el tendero es menester que sea hombre de mucho secreto, que vea, oiga y calle, que conceda un asilo al amigo descarriado, que ocurre a deshoras de la noche, y que permita en su casa el juego de albures. Regularmente en esta clase de casas, hay como de muestra o parapeto, o un viejo con una gran camándula en la mano, fingiendo que reza, o una vieja bruja llena de resabios y de salero, para decir claridades al lucero del alba, o bien una muchacha de no malos bigotes, que da sus amorosas guiñaditas de ojo al alcalde del barrio y a los agentes de policía. Cuando acontece un lance, y el regidor tiene que acudir a uno de esos garitos, el viejo, la vieja, la muchacha, o la persona o personas encargadas de ella, llenas de sentimiento, y con las lágrimas en los ojos, gritan, que es una iniquidad de la justicia, que es un ultraje, y que es una casa de honra, donde hay niñas doncellas, y donde podían dormir seguros hasta los padres mercenarios.

Ya que el lector tiene una ligera idea de las casas honradas, lo haremos asistir a una de las escenas que casi diariamente tenían lugar en la de nuestro filósofo: la trastienda era un cuarto amplio, que tenía salida para un corral, y este corral, donde se alojaban muchas veces los indios, dueños de atajos de burros, tenía salida a un callejón oscuro, sucio y casi intransitable. En el cuarto que formaba la trastienda, había un tapanco de madera, donde tenía su alcoba la familia, compuesta del filósofo, la viuda, dos niñas de ocho a nueve años, bastante bonitas y de una despejada inteligencia, y una india gruesa, de tez renegrida, ojos redondos y saltones y nariz extremadamente ancha y extendida sobre la superficie de la cara; a esta criada, la llamaban la Tecolota, era infatigable para el trabajo y extremadamente callada y humilde. De noche se iluminaba la tienda con un par de candilejos, alimentados con manteca, y que despedían una luz vacilante y dudosa, unas densas columnas de humo y un insoportable olor. A las nueve se cerraba la tienda para el público, se apagaban los candilejos, y se abría la casa para los amigos particulares, que con ciertas señas convenidas y algunas precauciones, podían entrar a cualquiera hora de la noche. El tendero y su familia se subían a acostar, y era Tecolota la que quedaba encargada del cuidado y gobierno nocturno de la casa, y se portaba tan a las mil maravillas, que en cuanto observaba que sus amos se habían recogido, se retiraba ella a un rincón de la tienda, y se dormía profundamente, dejando la puerta abierta toda la noche. No por esta circunstancia padecía ningún desmérito la negociación, porque los concurrentes eran tan legales, que en el momento en que por su mano se despachaban aguardientes, queso u otra cosa, echaban con exactitud su importe en el cajón. La clase de gente de que hablamos, tiene sus notables singularidades, y hasta sus virtudes, y una de ellas es cumplir religiosamente su palabra, y ser muy fieles y agradecidas con sus favorecedores.

Hacía cosa de ocho o diez días, que la casa honrada del filósofo estaba desierta, de forma que, cuando más, a las nueve y media se recogía la familia, y Tecolota no tenía la molestia de abrir y cerrar la puerta, ni de acostarse debajo del mostrador, sino que lo hacía encima, y en una buena y velluda zalea, pero esta temporada acabó pronto, con infinito disgusto de las muchachitas, hijas de la viuda, a quienes instintivamente les repugnaba el género de vida de su madre y los desórdenes nocturnos de su casa; algunas veces no hablaban, pero sufrían tanto como era dado en su edad. Una noche, después de las nueve, y cerrada ya la puerta para el público, comenzaron de uno en uno a entrar los concurrentes; en cuanto hubo cuatro reunidos, pidieron a Tecolota una baraja, y comenzaron a jugar rentoy. Cosa de media hora después, se presentaron Amapola y Rita, con sus elegantes trajes de china, y un poco después, llegaron el Diablo, Culebrita y Ahualulco.

—¿Qué juegan, compas? —preguntó el Diablo.

Rentoy, valedor —contestó— uno de los jugadores, sin desviar su atención de las cartas.

—Vayan con mil demonios con su rentoy —dijo Culebrita—, yo les pondré el monte.

—¡Monte, monte! —clamaron todos, afuera los del rentoy.

En un instante invadieron la mesa los concurrentes, arrancaron las cartas de las manos a los del rentoy, arrimaron los bancos, y se agruparon al derredor.

—Un ratito, muchachos —dijo Culebrita—, voy a traer una baraja nueva y dinero:

—¡Hola, amigote, baje! —gritó el muchacho a nuestro filósofo.

El filósofo, que ya se había quitado la chaqueta y la corbata, comenzó a descender lentamente la peligrosa y estrecha escalera del tapanco.

Tecolota, Tecolota —gritaron los otros—, tráenos una botella de aguardiente refino de España, ¿lo oyes? no vayas a darnos chinguirito.

Tecolota les llevó con presteza una botella de aguardiente y algunos vasos.

—Danos queso, pambacitos y chilitos con aceitunas.

Tecolota obedeció, y los alegres concurrentes tendieron un fino jorongo del Saltillo sobre la mesa, y comenzaron a comer y a beber con tal apetito, que parecía que no habían comido ni bebido en ocho días.

Entre tanto Culebrita y el filósofo tenían una conversación muy interesante.

—Mire, patrón, quiero pelarles a estos hijos de un demonio, alguna cosa, y necesito que me habilite —decía Culebrita.

—¿Sobre qué prendita? Échala fuera y veremos —respondió el tendero.

—A ver si todavía repela con esto —y al decir estas palabras, Culebrita sacó de las bolsas de las calzoneras, un hermoso collar de esmeraldas.

—¡Bah, gran cosa! —dijo con indiferencia el tendero—, ¿y qué vale esto? diez o doce reales; todos estos son vidritos que se rompen.

Su madre tendrá vidritos —respondió Culebrita, arrebatando de las manos del tendero el collar de esmeraldas—, yo, patrón, necesito trescientos pesos, para ponerles el monte a estos amigos; tenga, pues, varias cosas, y vengan los cien pesos. Si pierdo, me presta hasta otros ciento, y entonces son suyas las cosas, si gano, le devuelvo sus cien pesos, y Cristo con todos. Culebrita sacó algunos anillos de brillantes, tres cadenas y dos relicarios de oro, un juego de botones de rubíes y el aderezo completo de esmeraldas.

—Todo, esto —dijo con indiferencia el tendero—, aunque vale más de cien pesos, es muy difícil… figúrese, que tengo que machucar los anillos, y que desbaratar el aderezo; los botones es necesario desmontarlos… o si no, será preciso ir a vender estas alhajas a Guadalajara, porque aquí las conocerán sus dueños.

—Eche los cien pesos, y no sea miedoso, patrón… ya ve que nosotros nos portamos…

—Bueno, pero le quito la jalapa, ahora mismo.

—Quítela, y haga lo que quiera, pero que sea breve, que esos hombres se desesperan ya.

El tendero recogió sus alhajas, las reconoció de nuevo, y persuadido que alguno sólo de los anillos valía más de quinientos pesos, lo envolvió todo cuidadosamente en dos papeles, y en un pedazo de lienzo, y dio a Culebrita cien pesos menos cien reales de premio, que descontó desde luego; los cien pesos eran en cobre, en menudo, en duro y en algunos escuditos de oro, que cargaba el tendero a sus amigos en el doble de su valor.

Culebrita recogió muy contento su dinero, y se precipitó a la mesa, con baraja en mano.

—Ahora verán lo que es amar a Dios en tierra ajena: tírenle recio; paga hasta trescientos pesos esta noche; y mañana a fe de hombre, paga otros trescientos.

Culebrita puso sobre la mesa unos puñados de pesos y de plata menuda; echó un buen tragó de catalán, y comenzó a barajar con una maestría que le habrían envidiado los señores que se dedican entre nosotros a este honroso ejercicio.

Los concurrentes, sin dejar de echar tragos, fumando unos cigarros y otros puro, se agruparon al derredor de la mesa agasajando al par de damas, que como se ha visto, formaban parte integrante de esta compañía. Aparecieron muy pronto en la mesa dos cartas, y entonces multitud de manos dejaron sus apuestas, que bien llegarían a más de cincuenta pesos: Culebrita corrió el albur; y una interjección echada a coro por los puntos, anunció que se habían quedado sin su dinero. El juego continuó, y por momentos fueron calentándose los circunstantes, y las apuestas eran más considerables. Imposible es describir el espectáculo que presentaban aquellos hombres: sus fisonomías sombrías y amenazantes cuando perdían, y ferozmente alegres cuando ganaban, habrían llenado de miedo al espectador que hubiera tenido la suficiente calma para asistir a esa infernal tertulia. Al cabo de media hora, Culebrita, no sólo había perdido los trescientos pesos en dinero, conque había comenzado el monte, sino otros ciento más, que por total remate de las alhajas le había entregado el filósofo, quien hizo el mismo negocio con algunos otros de los jugadores, quedándose en resumidas cuentas, por menos de mil pesos, con alhajas que valían más de doce mil: la cosecha había sido abundante.

Una vez que se acababa el dinero a los jugadores, apostaban los botones de sus calzoneras, las chapetas de sus sombreros, sus caballos y sus jorongos. Rita y Pancha habían ganado un caudal; pero disimuladamente subían y bajaban la escalera del tapanco, y depositaban su dinero en poder de la viuda: el Diablo y el Ahualulco tenían igualmente las bolsas llenas de pesos.

El enmascarado que fungía de capitán cuando se verificó el robo de la casa de don Pedro, no era, de los que hemos visto reunirse en la casa de la viuda, en el callejón del barrio de Belén, sino una especie de valentón, que debía tres o cuatro muertes, que se había ejercitado mucho tiempo en robar en el camino de Veracruz a México, y que había escapado milagrosamente de las garras de Juan Bolao y de Manuel, cuando resistieron a los ladrones y recobraron el fistol de Rugiero. Este hombre ejercía una especie de dominio sobre un sinnúmero de ladrones de los barrios de México, y dirigía los asaltos de las diligencias: era además un matasiete pendenciero, que no reconocía superior, y que andaba de garito en garito, jugando y gastando el fruto de sus depredaciones. En la noche en que pasaba la escena que estamos describiendo, Juan el Atrevido, que así le decían a nuestro hombre, quien sin saberlo, tenía un título tan retumbante como el que han gozado personajes que figuran en la historia, había perdido todo el dinero y alhajas que poseía, y sólo le quedaba el fistol de Rugiero. Como todo jugador que pierde, Juan el Atrevido tenía un humor de todos los diablos: así es, que, profiriendo un juramento que no se puede escribir, sacó de la bolsa el fistol, que tenía envuelto en un papel, y lo puso encima de la mesa.

—Amigotes —dijo— es lo último que me queda; pero vale más que todas las zarandajas que han empeñado al patrón de la casa. ¿Quién presta cien pesos sobre esta prendita?

Culebrita recogió el fistol, lo guardó en su bolsa y entregó los cien pesos a Juan.

—Ahora, yo les pongo el monte —dijo apoderándose de la baraja—, tírenle recio, aunque los diablos me lleven, que al fin, ya tengo echado el tiro a la casa de un canónigo rico, y participaremos todos.

El juego volvió a comenzar, y antes de un cuarto de hora, Juan estaba sin un octavo, y Culebrita había ganado la mayor parte del dinero.

—¡Maldita sea mi suerte! —exclamó Juan arrojando con cólera el sombrero al suelo—. ¡Eh! Tecolota, ídolo maldito de los indios, trae más aguardiente.

Tecolota, resignada y humilde, trajo otra botella: Juan se echó un vaso de licor a pechos, y tiró un par de pesos, que Tecolota recogió.

—Éstos son para que te hagas unas enaguas, y te quites esos chilarapos de jerguetilla, que parecen la mortaja de un difunto.

—Vengan otros cien pesos, compa, o tenemos camorra —dijo Juan con altanería.

—Van los cien pesos —contestó Culebrita—, pero como me importa un pito la camorra, digo que son los últimos que doy, y que si los pierde, se acabó el juego.

Juan miró con desdén al muchacho, y recogió los cien pesos: volvió a apoderarse de la baraja, y comenzaron los albures de nuevo.

Antes de media hora, Juan el Atrevido se había quedado sin un tlaco.

—¡Esto ya es mucho moler! —gritó desesperado, tirando la baraja a la cara de los concurrentes—: Vengan otros cien pesos.

—No —contestó secamente Culebrita.

—Pues venga el fistol, para que el patrón de la casa dé algo sobre él.

—No, dijo Culebrita.

—¿Conque no? —preguntó con desdén Juan, levantándose del asiento con aire amenazador.

—No, no —volvió a repetir Culebrita, levantándose a su vez, dispuesto a resistir a su adversario.

—Entonces, será muy hombre —interrumpió el matasiete, poniéndose el sombrero de medio lado.

—Sí, muy hombre —dijo el muchacho.

—Venga esa prenda, amigo, porque al fin usted no es capaz de completarme.

—El fistol no lo doy, y no sé por qué se lo embolsó en la casa; y quería pechárselo él solito, comiéndose su gallo sin convidar a naide: la prenda es de todos y no se la largo.

—Sí, para nosotros —gritaron los demás levantándose, y manifestando un aire camorrista.

—¡Hola! —dijo Juan, moviéndose de un lado a otro, y buscando su daga en la bolsa de sus calzoneras—, ¿conque son montoneros?

—Dice bien —interrumpió Culebrita—, el pleito es conmigo y yo por hombre, no le largo la prenda.

—Y yo al hombre te la he de quitar.

—Veremos —dijo Culebrita—, y dando un paso atrás, echó fuera un belduque, de más de una tercia de largo.

En el momento cada uno de los presentes empuñó su daga, y sus caras tomaron una expresión feroz: el aguardiente había hecho su efecto en ellos.

La mujer y sus hijas dormían tranquilamente, ya acostumbradas a semejantes algazaras: Tecolota estaba hecha una bola debajo del mostrador, y el filósofo con un pañuelo nácar amarrado en la cabeza, dormitaba sentado en una silla, en un rincón oscuro de la tienda. Cuando entre sueños advirtió que los jugadores se iban acalorando, se levantó, y procuró meter paz, ayudado de Amapola, pues Rita dormía también en el tapanco.

—Amigos —les dijo—, es menester armonía; ustedes son completos, y no deben pelearse por cuatro tlacos.

—Está bien, amigo —respondió Juan—, yo no me peleo con naide; que me entregue mi prenda Culebrita, y tan compas, como ayer.

—Vamos, entrega lo que tienes —le dijo el filósofo.

El muchacho se volteó, y con los ojos sangrientos, y el rostro encendido por la cólera, dijo:

—No, no he de entregar el fistol, hasta que Juan no dé palabra de repartir su valor entre todos.

—Mira, Culebrita —interrumpió Juan el Atrevido—, dame ese fistol, y yo te daré pasado mañana tus doscientos pesos; y no grites tan recio, porque al fin te completo, y te quitó la prenda al hombre.

—Al hombre, ni tú, ni naide.

—Amigotes —decía el filósofo—, van a comprometer mi casa con este pleito, y todos perdemos.

Pero ya estaban tan acalorados, y mezclaban estas palabras con tantas desvergüenzas, que ni aun escuchaban la voz del tendero y de Amapola. Así que ésta vio que todos hablaban; que todos estaban dispuestos a darse de puñaladas, y que las cosas no tenían ya remedio, subió al tapanco, despertó a Rita, y ambas abrieron con tiento la puerta, y se marcharon por el callejón.

Por muy acostumbradas que estuvieran la tendera y sus hijas, la disputa era tan acalorada, que despertaron, y teniendo curiosidad de saber lo que pasaba, se asomaron a la barandilla de madera, y miraron a todos aquellos hombres, ebrios por el licor y por la cólera, con los puñales en la mano, y dispuestos a exterminarse mutuamente: las inocentes criaturas se pusieron a llorar; y la madre comenzó a rezar la Magnificat. El filósofo, así que perdió toda esperanza de avenirlos, y cuando estuvo ya casi seguro de que sucedería algún desastre, resolvió arriesgar el todo por el todo, y se asomó a buscar un sereno. ¡Vano trabajo! la plazuela estaba oscura, silenciosa y solitaria; sólo se oían ladrar a los perros, y se veía como una luciérnaga el farol de un sereno, a cosa de ocho o diez calles de distancia. Cuando el tendero, después de este breve reconocimiento, volvió a entrar a su casa, ya encontró con que algunos habían tomado parte por Juan el Atrevido, y otros por Culebrita.

—Amigotes ¿qué es esto? —gritó aterrado el filósofo—; ¿van a matarse todos en mi casa?

—Dice bien el patrón —gritó Culebrita—, no es bueno ser montoneros; y si Juan es hombre, nosotros nos entenderemos; atrás todos los demás: el que se meta, será un coyón.

Culebrita se quitó el sombrero, y tomándolo en una mano para que le sirviese de escudo, con la otra se dispuso a jugar su puñal. Juan hizo otro tanto: de un par de patadas botaron la mesa; los demás se hicieron a un lado, y los dos gladiadores comenzaron a tirarse de puñaladas. Como diez minutos duró esta lucha terrible: ambos combatientes tenían destreza y valor, y no lograban ofenderse; sin embargo, los sombreros estaban hechos un picadillo. Juan tiró a Culebrita una formidable puñalada; pero éste la evitó, agazapándose, y nivelándose casi con el suelo, y antes de que su adversario tuviera tiempo para dirigirle otro golpe, Culebrita le había metido en un costado la mayor parte de su daga. Juan quedó en pie por un momento; vaciló, y cayó en seguida arrojando un raudal de sangre, por la herida, por las narices y por la boca.

Al momento la lucha cesó, y todos acudieron a darle auxilio; pero fue en vano, porque la herida era mortal: los ladrones bajaron una imagen de la Virgen del Carmen, que era la patrona de la tienda, y con un par de velas de sebo estuvieron ayudando a bien morir al occiso, que resollando por la herida, y pudiendo apenas pronunciar el nombre de Jesús y de la Virgen, exhaló el último aliento. Uno de los que asistieron al lance, tomó uno de los muchos espejitos que había en la tienda, y lo aplicó a las narices de Juan: cinco minutos después lo retiró limpio: otro le tomó la mano, y se la aplicó a la llama de la vela: la mano estaba fría e inerte.

—No cabe duda que está muerto —dijeron, mirándose unos a otros.

—¿En qué pensamos, con mil de a caballo? Es menester enterrarlo.

—¡Pobre Juan! —dijo Culebrita—, era muy hombre, y siento haberlo matado.

—Nada se gana con eso, lo que es necesario es enterrarlo.

—Debajo de las vigas —dijo Culebrita.

—Cabal, manos a la obra —y comenzaron al mismo tiempo a palanquear las vigas de la trastienda.

El filósofo había visto la encarnizada lucha, sin tener ya ni fuerzas, ni voz, ni aliento para oponerse a ella; y cuando Juan cayó traspasado de la puñalada, el filósofo no pudo ya aguantar. De cada uno de sus cabellos brotaba una gota de sudor helado; las quijadas se le trabaron, y acometido de un vértigo, tuvo que sentarse, como un insensato, en una silla que estaba en la tienda. Tecolota, desde el nido donde estaba enterrada, vio la mayor parte de la catástrofe, llorando en silencio, porque era la criatura de más sensible corazón; pero un instinto secreto le hizo conocer que es muy peligroso el ser testigo de tales escenas, y comprimiendo sus lágrimas, se volvió del otro lado, y comenzó a fingir que dormía, roncando suavemente. A pesar del estado de sopor en que, como hemos dicho, estaba el filósofo, en cuanto escuchó que se trataba de enterrar al matado debajo de las vigas, se levantó del asiento, trémulo y suplicante.

—Señores —dijo—, yo soy un hombre de bien, y me van a comprometer más; el cadáver no puede ser enterrado dentro de mi casa; al cabo de ocho días no se podrá vivir del hedor, y yo infaliblemente seré llevado a la cárcel y acusado como asesino.

—¡Qué tontería! la justicia no se mete con nosotros, ni jamás viene a este barrio, porque nos tiempla. No hay cuidado, amigote; ni se ponga ahora con súplicas como las mujeres —dijo uno—, continuando su tarea de quitar las vigas.

—Prefiero que me maten —continuó el tendero—, antes que consentir en eso; mi mujer y mis hijas no podrán dormir con un muerto dentro de la casa.

—¡Caramba! —dijo el Diablo—, no habíamos pensado en eso.

—¿En qué? —preguntó otro.

—Aquí hay muchas gentes que han visto el pleito, e indudablemente seremos denunciados; es menester acabar con todos de una vez; la defensa es natural.

El Diablo tomó la vela, y se dirigió con un puñal en la mano en busca de Tecolota.

—¿Qué haces? —gritó Culebrita.

—Todos los que hayan visto lo que ha pasado aquí esta noche, deben morir.

—No, eso no sería parejo, con el patrón. Déjame ver.

Las agonías del filósofo comenzaron de nuevo con más fuerza; el instinto de la propia conservación le hacía dirigir su vista hacia la puerta, y pensaba escaparse, y correr, correr, hasta que se viera libre de los asesinos. ¡Cuánto se acordaba entonces de la vida tranquila y feliz que había tenido en Jaumabe, y cuánto sentía haber sido tan loco y tan calavera! Culebrita y el Diablo se retiraron a un rincón a conferenciar en secreto, para decidir lo que debían hacer; después, con una vela de sebo encendida, subieron al tapanco, a poco bajaron, y el filósofo no pudo menos que interrogarles con la vista.

—Todos duermen —le dijo Culebrita, adivinando su pensamiento.

El filósofo respiró, y volvió a ver a Culebrita.

—Son tan chulas las muchachitas, que preferiría yo que me ahorcaran cien veces, a tocarles un pelo de la cabeza —continuó Culebrita.

El filósofo no pudo menos que tomar las manos sangrientas de Culebrita, y besárselas, porque es de advertir, que aunque imbuido en las máximas de Voltaire y Pigault Lebrun, más bien era por tontera, que no porque tuviese pervertido el corazón; y en este lance conoció que adoraba a las muchachitas, y que acaso se habría vuelto loco si las hubieran asesinado; todos los hombres conservan una fibra delicada en el corazón.

Culebrita y el Diablo preguntaron por Tecolota, y se pusieron a buscarla por todos los rincones de la casa.

—Esta maldita india nos ha vendido —dijo el Diablo—, que era el más suspicaz y espantadizo.

—¿Dónde está Tecolota? —preguntó Culebrita con rabia—, ¿dónde está? —volvió a repetir, sacando el puñal.

El filósofo no pudo responder nada; se le había olvidado hasta que existía Tecolota; era un vértigo infernal lo que experimentaba. Los dos ladrones continuaron sus pesquisas, hasta que lograron encontrarla debajo del mostrador.

—Duerme esta bruta —dijo Culebrita.

El Diablo se acercó más, y repitió:

—Duerme.

Se retiraban ya tranquilos a continuar su entierro, cuando el Diablo dijo al oído de Culebrita.

—Es imposible que se hayan dormido; nos engañan, y corremos peligro.

—¡Bueno! —dijo Culebrita—, entonces yo soy bastante hombre para irme a presentar al juez, y contar todo lo que ha pasado.

—Entonces tú nos perderás.

—Del robo no chistaré, aunque me quemen vivo.

—Es, que…

—No, no Diablo, yo soy muy hombre; pero no asesino a nadie, ni menos a mujeres dormidas; y si otra vez me vuelves a mentar tal cosa, te haré sentir mi daga; vamos, a ver cómo se entierra a Juan. ¡Pobre hombre! ¡Era muy templado!

El Diablo, dominado por el tono imperioso y absoluto de Culebrita, ya no se atrevió a hacer observación alguna.

—Por fin, ¿qué hacemos? —dijo uno de los ladrones.

—Me ocurre que el corral sería muy a propósito —dijo Culebrita.

—Estará lleno de arrieros y de indios.

—No; afortunadamente no hay ninguno —dijo el filósofo—, en el corral será mejor; allí se puede hacer una sepultura profunda, y después echar encima estiércol y basura; será imposible que se descubra.

—Bien —dijeron los ladrones—, vamos a reconocer el terreno, y después haremos el joyo.

Dos de ellos salieron, y con mil precauciones reconocieron el corral; se asomaron por la cerca de adobes, atrancaron por dentro la puerta fuertemente; y cerciorados de que nadie podría observarlos, comenzaron con afán a cavar la sepultura, con el auxilio de unas hachas y de unas barretas que con mucha diligencia les prestó el tendero. En un momento acabaron, y con el mayor silencio y alumbrados sólo por la débil claridad de las estrellas, sacaron el cadáver sangriento de Juan. La fosa no les pareció demasiado profunda; así es, que pusieron el cuerpo en el suelo, y continuaron profundizándola un poco más; y luego que concluyeron, registraron todas las bolsas del difunto, le despojaron de los botones de plata que tenía en las calzoneras, de las mancuernas de la camisa, de los instrumentos de lumbre y de todo cuanto poseía; se repartieron hermanablemente todos estos despojos, y arrojaron el cadáver empapado en sangre al profundo agujero. Volvieron a echar la tierra, y después aglomeraron encima estiércol y basura, de forma que era imposible ni aún sospechar la operación que acababa de ejecutarse. Una vez que cumplieron con el forzoso deber de enterrar a Juan el Atrevido, regresaron los ladrones, sudorosos y fatigados a la trastienda, y se disponían a acostarse tranquilamente, cuando al filósofo, algo desembarazado ya con el entierro del cadáver, se le ocurrió hacerles otra objeción demasiado seria.

—¿Y esta sangre, señores? —les dijo aterrorizado.

—Es verdad —dijo Culebrita, reflexionando un poco—, la sangre será una denuncia; vamos a lavarla.

Tomaron, en efecto, algunos cántaros, y comenzaron a echar agua a las vigas; pero aun subsistía la mancha, sin que fuese posible hacerla desaparecer por más esfuerzos que hacían.

—¿Tiene usted una azuela de carpintero, patrón? —preguntó Culebrita.

El filósofo, con la presteza que le inspiraba el deseo de su salvación, corrió a la tienda, y volvió a poco presentando a Culebrita el instrumento. Éste se puso inmediatamente a rebajar las vigas donde quiera que estaban manchadas, haciendo desaparecer todas las señas de la sangre en un momento.

—Ahora se necesita hacer otra sepultura —dijo en cuanto acabó, poniendo el hacha en el suelo.

—¿Para quién? —preguntó el tendero poniéndose pálido.

Los ladrones soltaron una estrepitosa carcajada.

—¿Para quién? —volvió a preguntar el filósofo, ya casi desvanecido, y teniendo que apoyarse en la pared.

—Para enterrar estas astillas y nuestra ropa; estamos salpicados de sangre, y es menester lavarnos y vestirnos, para lo cual necesitamos unas camisas y unas chaquetas.

El filósofo subió al tapanco a traer la ropa que le pedían, y encontró a las chicuelas con los cabellos erizados, asidas fuertemente a su madre.

—¡Silencio, por Dios —les dijo el filósofo—, porque estos hombres son capaces de matarnos!

Cuando bajó, ya los ladrones se habían lavado la cara y las manos, y esperaban sólo la ropa limpia; se vistieron; enterraron los vestidos manchados y las astillas, y reparando el desorden del cuarto, se acostaron tranquilamente a dormir, como si nada importante hubiera pasado. Eran cerca de las tres de la mañana; el filósofo subió a su chiribitil; y aunque trató de conciliar el sueño, le fue imposible, pues permaneció esperando con una grande inquietud que salieran los primeros rayos de la luz. En cuanto a los ladrones, a poco de que se acostaron, roncaban profundamente.

Luego que salió la luz, el filósofo, que no hallaba cómo desembarazarse de sus huéspedes, bajó de la huronera, y se atrevió a despertarlos.

—Amigos —les dijo, moviéndolos con mucha consideración—, está amaneciendo ya, y será bueno que las gentes no los vean salir.

—¡Eh! ¡Con mil diablos! déjanos dormir, que bastante lo necesitamos; el trabajo y la camorra de anoche han sido fuertes.

Culebrita se puso en pie; obligó a levantar a los demás, y se dispusieron a partir.

—Oiga patrón —le dijeron rodeando al filósofo—, el día que uno de nosotros caiga en manos de la justicia, los que queden libres le darán de puñaladas a la patrona, a las muchachas y a usted. Con que, cuidado con decir una palabra ¡ni al confesor!

—Lo que ha pasado esta noche, se guarda entre nosotros, y como si nada hubiera sucedido.

—Seré un mudo; y no tengan cuidado de que yo chiste una palabra.

—Patrón —le dijo Culebrita—, ya ve usted que este maldito fistol ha sido causa de que yo le llegara al compañero. ¿Cuánto da usted por él, para que se acabe de una vez la disputa?

—Hombre, todo lo que tenía, se lo he prestado anoche; sólo… que…

—No se haga la mosca muerta, patrón, vaya a decir luego que… denos el dinero, y no hay quien diga nada.

—Cien pesos es lo único que me ha quedado.

—Vengan los cien pesos, y quitémonos de borucas.

El filósofo entregó los últimos cien pesos que en efecto tenía, y Culebrita los repartió por partes iguales entre sus compañeros. Ya era cómplice en su delito; pero quería además asegurar por la gratitud, su silencio y fidelidad.

—¡Ah! —dijo Culebrita—, es menester no mudarse de la casa, patrón, por lo menos en un mes; si la tienda del Sol se cierra de repente, todo el barrio se alarmará. Ya sabe usted que somos buenos amigos; pero ¡cuidado con una mala partida! Donde quiera que se vaya usted, aunque sea al fin del mundo, lo hemos de encontrar; si se maneja bien, aunque la justicia nos ahorcara, nada chistaríamos.

El filósofo, aterrorizado, prometió sujetarse a todo lo que quiso Culebrita. Los ladrones se marcharon por fin, y en cuanto el tendero miró desde la puerta que los huéspedes se retiraban y desaparecían por los callejones del barrio, el peso inmenso que había oprimido su corazón, se fue levantando poco a poco; salió veinte pasos fuera de la puerta, levantó la cabeza, y quiso respirar el ambiente libre, porque en su casa olía a sangre, y su frente estaba oprimida como si la ciñera un aro de fierro. Así que pasaron diez minutos en que estuvo contemplando con cierto enajenamiento el paisaje que presentaba un cielo apacible de un azul claro, y que poco a poco se pintaba de nácar y de gualda, se miró su vestido con cuidado.

—No, nada, ni una gota de sangre, gracias a Dios.

Después suspiró, y se metió a su tienda, diciendo:

—¡Oh! no hay duda, la luz es la inocencia, las tinieblas el crimen, la traición.

Subió al chiribitil algo más aliviado, y se arrojó a abrazar a las chiquitas y a la madre, las que aun permanecían sudando frío agrupadas en el lecho, sin atreverse a mover.

—Se han marchado todos —dijo el filósofo—, pero me han amenazado; no podemos ni mudarnos, ni decir una sílaba. Tenemos la justicia por un lado, y a los ladrones por el otro; vamos sin duda a perecer. Si escapamos de esta, prometo casarme contigo, y no volver a leer esos infames libros.

Es de advertir que el tendero había vuelto a comprar en México un regular surtido de obras filosóficas.

—Hago promesa —exclamó la mujer con un acento de fervorosa religión, de ir a pie por la calzada de piedra a Nuestra Señora de Guadalupe, y entrar al templo de rodillas, con tal de que nos saque de este apuro.

—Espero que así sucederá, hijas de mis entrañas —dijo el filósofo convertido, abrazándolas con una verdadera emoción de cariño, y luego pasando súbitamente de la impresión del miedo que lo dominaba, a la del interés, continuó—: Además, nosotros no necesitamos ya tener esta vida tan agitada, tratando siempre con borrachos y ladrones. Dios nos ha dado un regular modo de vivir, y podemos buscar un pueblo tranquilo, o un rancho donde trabajar honradamente… pero ¡válgame Dios! si estos hombres me han prohibido que me mude.

El filósofo se puso en pie, se agarró la cabeza, y comenzó a pasearse a grandes pasos por el chiribitil, y después bajó rápidamente la escalera; la madre y las hijas veían asustadas todos estos movimientos irregulares, que no podían comprender.

El filósofo bajó, y se dirigió rápidamente a la trastienda y al corral, y comenzó a examinar minuciosamente las paredes y el pavimento.

—Nada, ni una gota de sangre —dijo—, difícil sería conocer que anoche corría a torrentes.

Fuese en seguida al lugar donde estaba enterrado Juan, y haciendo, el mismo examen prolijo, volvió a decir:

—Perfectamente, nadie diría que debajo de este montón de basura está enterrado el cadáver de un hombre. A pesar de esto, el filósofo, desconfiado en demasía, borró con los pies las huellas que de los ladrones habían quedado impresas en la tierra; removió con una pala toda la basura, esparciéndola en el corral, tomó la escoba, dio otra barrida a la trastienda, y aunque fatigado, y cubierta la frente de sudor, subió alegrísimo al tapanco.

—Ni señales hay —dijo—, sentándose en la orilla del lecho, ni señales.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó la mujer.

—Quiero decir, que Juan fue asesinado en la trastienda, y que está enterrado en el corral, pero que no hay ni señales de sangre, ni de que se haya abierto una sepultura; estamos bien, y la Virgen de Guadalupe nos va favoreciendo. Ahora es preciso levantarse, abrir la tienda, lavar la trastienda de nuevo, el mostrador, los vasos, las botellas, todo, y además mataremos el carnero que está en el corral, para que si hubiere alguna mancha de sangre, que no hayamos visto, se tenga alguna disculpa racional que dar. Vamos a ponernos en movimiento, y a manifestar a los vecinos una cara muy alegre.

—¿Y Tecolota? —preguntó la mujer.

—Es verdad, ni me había acordado —dijo el tendero muy asustado.

—¿Se habrá marchado? —preguntó la mujer.

—¡Quién sabe! —respondió el filósofo bajando de nuevo rápidamente la peligrosa escalera del chiribitil, y al mismo tiempo recordó que estaba debajo del mostrador entre los barrilitos de chiles y aceitunas en vinagre.

—¡Eh, muchacha, despierta! —le dijo el filósofo moviéndola con la punta del pie.

Tecolota no se movió.

—¡Demonio! —dijo el tendero—, ¡qué sueño tan pesado tiene esta criatura!

Entonces se inclinó, y la removió con más cuidado, pero Tecolota tenía los ojos entrecerrados.

—Esta mujer arde en calentura.

En efecto, Tecolota era presa de una violenta fiebre.

Tecolota era una india inocente, criada en la sencillez de un pueblo, y jamás había visto escenas de sangre y de crimen; la impresión que recibió fue horrible, y esto le produjo una fuerte fiebre cerebral.

—Hija mía —dijo el tendero desde abajo—, esta mujer está como un tronco, creo que tiene una fiebre voraz. Sin embargo, es menester siempre matar el carnero, y lavar las botellas y los trastos. Si esta mujer delira y alguno la oye, nos va a perder.

El filósofo tomó en sus brazos a Tecolota, y la puso sobre una estera en el rincón de la trastienda, y en seguida abrieron la puerta, sacaron una batea de agua; y las hijas, la madre y aun él mismo se pusieron a lavar las botellas, el mostrador y todos los enseres de la tienda.

Eran ya cerca de las siete de la mañana, y los vecinos del barrio, como de costumbre, comenzaron a comprar sus comestibles. El tendero y su mujer ponían a los marchantes la cara más alegre del mundo, se chanceaban con todos, y reían a carcajadas; sólo las muchachitas tenían el semblante mustio y los ojos medio llorosos.

Ocho días después de los acontecimientos que acabamos de referir, hubo una gran quemazón, cosa que raras veces sucede; se decía en el público que un barril de aguardiente había prendido, y que incendiado el armazón de una tienda, las gentes se habían sofocado con el humo antes de que hubieran podido ponerse en salvo, y que todas habían perecido, excepto una niña, que se había visto salir por entre las llamas y correr por las calles como una loca, dando gritos.

La tienda, pues, donde brillaba poco antes el Sol Mexicano, no era ya sino un negro montón de escombros y ruinas.

XVII. Las dos pordioseras

Ya que nuestros lectores nos han acompañado, no sólo a Tampico y a La Habana, sino también a presenciar las desagradables escenas de los barrios, los conduciremos ahora a la casa de vecindad donde sucedió la catástrofe de Celeste. En el mismo cuarto donde ésta luchó con la miseria, donde lloró tantas lágrimas, donde sufrió los ultrajes del juez de paz y de los esbirros, habitaban después dos viejas pordioseras; la una se llamaba la tía Marta, y la otra la tía Agueda. El cuarto había mudado de aspecto, las paredes blanqueadas y limpias, el envigado nuevo y perfectamente lavado, y en un rincón un brasero muy cómodo. En los dos rincones del fondo del cuarto había dos camas, y aunque eran simplemente unos bancos de madera, pintados de verde, encima tenían unos mullidos colchones de vellón, cubiertos con unas sobrecamas hechas de pequeños cuadros de zarazas de todos colores. En la pared, clavadas con tachuelas doradas, multitud de estampas, entre las cuales se veían el Señor de Chalma, el Señor del Sacro Monte, la Virgen de Ocotlán, el Niño Cautivo, Nuestra Señora de la Bala, etc. Una gran caja de color rojo y con dorados chinescos, en medio de las camas, y una mesita de madera blanca, completaban el ajuar.

La vida de los reyes, de los magnates, de los grandes comerciantes, de los opulentos propietarios, no era más feliz que la de estas dos viejas, que se levantaban a las seis de la mañana, enviaban a un muchacho que les hacía los mandados por el desayuno, disponían la servilleta, y se sentaban tranquilamente a su pequeña mesa. El desayuno se componía de leche; de buen chocolate y de roscas de manteca; y concluido, se dirigían a las iglesias cercanas, oían dos misas por lo menos, rezaban la Corona, Padres Nuestros, Salves, Credos a diversos santos, y salían del templo a vagar por la ciudad, hasta cosa de las dos y media o tres de la tarde, en que venían a comer; volvían a poner la mesa con su limpia servilleta; y con una beatitud envidiable se sentaban a saborear sus manjares, que algunas veces eran exquisitos. En la tarde, solía alguna de ellas echar una corta expedición, pero en cuanto daban las oraciones de la noche, cerraban su puerta, hacían sus liquidaciones, y una de las dos se calaba en la punta de las narices unas grandes antiparras, abría un libro en pergamino, que no era otro que el famoso Padre Parra, y se ponía a leer ejemplos hasta las ocho y media o las nueve de la noche, en que rezaban Magníficas, novenas y oraciones, y se acostaban, cenando antes sabrosos frijoles fritos, y bebiendo un vaso de espumoso pulque de la mejor pulquería de la ciudad. El licor las adormecía y conciliaban muy pronto el sueño, pensando en el Niño Cautivo, o en la aparición de la Virgen de Ocotlán, o, si era viernes, en la pasión de Jesucristo; eran unas cristianas perfectamente felices, y que casi tenían en el mundo una gloria anticipada. Las tempestades políticas, el cambio de gobiernos, las disputas de los periodistas, las ambiciones de los partidos, todo pasaba sin que ni aun el ruido aterrador de estas horribles tormentas llegara a los oídos de la tía Marta y de la tía Agueda. Haremos ahora algunas explicaciones más sobre estas singulares personas: la tía Marta tenía la cabeza blanca, la boca sin un diente, los ojos con un ligero ribete encarnado, las narices a la Borbón, pero extremadamente marcadas y regordidas, las mejillas con más arrugas que una pasa, la frente cubierta de un barniz abronzado, el cuerpo delgado, pero un poco encorvado, y los pies llenos de juanetes y de prominencias. La tía Agueda era, poco más o menos igual, porque todas las viejas se parecen unas a otras, y solamente se diferenciaba en que tenía un cutis extremadamente blanco, y era un poco más gorda que su compañera. La tía Marta en sus quince, había sido una guapa muchacha, meneadora, tormentista y algo alegre de corazón, que tuvo sus deslices amorosos, pero que, arrepentida de su mala vida, hizo un día una confesión general con un severo religioso fernandino, y se metió a servir. Brillante carrera hizo en el servicio doméstico; fue pilmama, recamarera, galopina, y subió hasta cocinera; sirvió en casa de un coronel, luego en casa de un juez de letras, después se fue con un inglés, y finalmente, ya enferma, a consecuencia del servicio, y sin derecho ni a cesantía, ni a jubilación, se retiró a gozar de una vida independiente y cristiana. Las razones que tuvo para tomar esta resolución fueron muy plausibles; el coronel entraba muy tarde, y todas las noches la desvelaba; el ministro tenía unos niños de diez y seis a veinte años, algo traviesos, y la ministra no gustaba mucho de los juguetes de los angelitos, y en casa del juez de letras, la señora, que tenía un genio de Lucifer, reñía de que la mosca pasara. El inglés tenía días de un esplín furioso, en los que botaba las tazas, derramaba el té por el suelo, regaba con ponche toda la casa, y se ponía con una voz bronca a jurar en inglés, y tomaba las pistolas para volarse la tapa de los sesos, y como en todas partes la tía halló contradicciones, disgustos y sinsabores, resolvió no servir más que a Dios, que es el mejor y más benigno de todos los amos.

La tía Agueda había sido mujer de un soldado, se había hallado en muchas acciones de guerra, y había viajado por toda la República. Después fue mujer de un sacristán, luego de un mandatario o cobrador de cofradía, después se casó con un alguacil, luego con un barbero, y por último, cansada de ser mujer de tantos maridos, después de haber experimentado mil sinsabores y disgustos, y convencida de que las mujeres no son más que las esclavas de los hombres, resolvió, lo mismo que Marta, servir a Dios, que es el mejor de los amos.

Es de advertir que los muchos años que tenían Marta y Agueda las habían puesto fuera de combate, pues la una tenía sobre sesenta y cinco, y la otra entraba en los setenta. Ninguna de las dos ancianas estaba ya, pues, buena ni para pilmama, ni para costurera, ni para cocinera, ni para mujeres, porque las viejas pierden, por decirlo así, el sexo. Veamos ahora la carrera de estas buenas almas que habían decidido dejar el mundo para entregarse completamente a Dios. México, y particularmente la capital, es un admirable emporio de caridad, sin igual en el mundo, de suerte, que aun los extranjeros mezquinos y desdeñosos, cuando residen algún tiempo en México, se vuelven caritativos y afables. La caridad es en México una virtud que se ejerce por instinto; casi no hay jovencita que no tenga sus favoritas a quienes regala los vestidos viejos, los petimetres dan a otros petimetres de baja esfera los desechos pasados de moda de los talleres de Lamana, Cusac y Urigüen, y los ciegos, los cojos y los enfermos siempre vuelven a sus casas con algunos medios y cuartillas. La experiencia que habían adquirido en su larga carrera de aventuras, las decidió a escoger la capital de México como la más propia para mantenerlas sin trabajar, y adoptaron el oficio de pordioseras, celebrando una compañía, como pudieran haberlo hecho dos comerciantes, o dos corredores de número. Marta y Agueda se habían conocido desde su juventud, y después de haberse dejado de ver muchos años, se encontraron de nuevo en la vejez pobres, desvalidas, aisladas, abandonadas de sus amos, de sus conocidos, de sus amantes, y entonces el instinto de la propia conservación les inspiró fuerza y valor, y la vejez se apoyó en la vejez. Al principio sufrieron verdaderamente los horrores de la miseria, mas poco a poco fueron adquiriendo sus relaciones, y la fortuna les fue tan propicia, que a cabo de un año de haber adoptado el ejercicio de pordioseras, no sólo se habían mantenido de la manera cómoda que ya hemos visto, sino que tenían un regular capitalito reunido y enterrado en un rincón del cuarto. No será excusado que hagamos asistir a los lectores a una de las escenas que en la soledad de su cuarto tenían las tías Marta y Agueda.

—¿Qué tal fue, hermana? —(porque se trataban de hermanas, y se guardaban las mayores consideraciones).

—El Señor del Buen Despacho y la Virgen de los Dolores han querido favorecerme hoy.

—Su Divina Majestad me ha favorecido también, hermana —respondía Agueda.

—Vamos entonces a las cuentas.

—Vamos, hermana.

Agueda sacaba del seno un envoltorio; lo desataba, y comenzaba a contar:

—Cuatro pesetas, diez medios, seis reales, ocho cuartillas y un peso que me da cada mes el señor don Francisco Iturbe.

En seguida colocaba en orden las monedas según su valor y tamaño, y decía:

—Traigo en junto como diez y nueve reales.

Apenas acababa Agueda de contar y ordenar su moneda y hacer la liquidación, cuando Marta la rectificaba, y decía el importe verdadero, merced a que con un puñado de frijoles había estado llevando la cuenta con una exactitud grande. Seguía después ésta: sacaba a su vez su envoltorio, y clasificaba también las monedas al contar su capital, ejecutando Agueda con los frijoles la misma operación matemática que aquella había practicado.

Terminadas las cuentas del dinero, seguía la de los efectos: cada vieja desenvolvía un gran paquete, que contenía camisas, enaguas, pañuelos, tápalos y túnicos: algunas de estas piezas en buen estado de servicio, y de telas, ya finas, ya ordinarias.

—Veamos ahora quiénes son las personas caritativas, para rezarles un Padre Nuestro.

—Estuve en casa de la señorita Florinda, y me dio dos reales y un par de camisas de estopilla; la niña Amelia, tan linda y tan caritativa como siempre, me dio también una peseta y tres mascadas, que están casi nuevas; la niña Aurora me dio, como siempre, mis cuatro reales en mediecitos nuevos, pues la pobrecita hace esta limosna de lo que su mamá le da; y como le dije que se nos estaban acabando las enaguas, me dio unas nuevecitas, que me pondré mañana.

La otra vieja hacía también su relación de las personas que le habían dado, ya dinero, ya ropa; y en esas pláticas y liquidaciones de las dos ancianas se podía conocer, cuánta es la benevolencia y caridad de algunas familias, pues allí se oían los nombres de esas jóvenes de moda, cuya reputación andaba a mal traer en boca de libertinos pisaverdes, pronunciados con todos los elogios y bendiciones que los pobres suelen tributar a los que los socorren. Esas jóvenes de que hablaban las viejas eran en el teatro, envueltas en seda y en blondas, las coquetas que divertían la curiosidad de los espectadores; y en el hogar doméstico, los ángeles del cielo, que con blanda mano cicatrizaban las llagas de los infelices, dando de beber al sediento, de comer al hambriento y de vestir al desnudo. ¡Hermosas mujeres, que pueden presentar sus obras de misericordia, al lado de los extravíos a que les conduce a veces el amor o las doradas ilusiones del mundo!

Tía Agueda y tía Marta, después de hacer sus cuentas con toda exactitud, se ponían a rezar un Padre Nuestro por cada una de las personas caritativas; separaban en seguida lo necesario para su comida, y lo demás lo echaban en una alcancía de hoja de lata: con el mayor silencio levantaban una viga, y en un rincón del cuarto, en donde habían hecho un agujero, que tapaban con ladrillos, depositaban su alcancía; y poniendo todo en su lugar, arrimaban un mueble, para que no pudiera ni sospecharse que en aquel lugar había un tesoro.

Tiempo hacía que llevaban las dos ancianas esa vida cómoda y regalona, hasta que un suceso vino a interrumpirla.

Un día en que tía Marta vagaba por las calles implorando la caridad, se encontró con una muchachita blanca, de cabellos rubios y bonita toda ella. Vestía una bata de indiana, caminaba descalza y sin otra ropa ni abrigo. De los ojos de la niña se desprendían gruesas lágrimas. Acercóse a la limosnera y le pidió limosna: el primer movimiento de tía Marta, fue regañarla, y decirle, que en vez de pedir limosna aprendiera a leer y a rezar; pero inmediatamente se acordó de que ella vivía también de la generosidad pública, y que a su vez le tocaba socorrer a la inocente criatura. Cuando ésta, aterrada del mal recibimiento, se retiraba confusa, tía Marta la llamó.

—Ven acá, muchacha, no te asustes con mi voz ronca. ¿Tienes hambre?

—Sí —respondió Carmelita, que así se llamaba la niña.

—¿Tienes frío?

—Sí —volvió a responder, bajando sus ojos, de los que rodaron otras dos lágrimas, que se detuvieron en el hueco de sus mejillas.

—¿Dónde vives?

—En ninguna parte.

—¿Entonces eres huérfana?

—Sí.

—¿Dónde has dormido estas noches?

—En la calle.

—¿Y qué has comido?

—Cáscaras de fruta; y con lo que me han dado de limosna, he comprado pan.

—¿Quieres ir al hospicio?

La niña luego que oyó esta palabra, trató de alejarse, porque los pobres prefieren morirse de hambre a entrar al hospicio. Carmelita no sabía si el hospicio estaba bien o mal administrado; pero sólo al oír su nombre se llenaba de terror, pues desde que vagaba pidiendo limosna, le habían hecho ya varias personas caritativas el mismo ofrecimiento.

La tía Marta, conmovida por la humildad, por la moderación y por la voz simpática de Carmelita, concibió inmediatamente un proyecto, en parte caritativo, y en parte egoísta: reflexionó que, en cambio de la comida y de un rincón en el cuarto, tendrían las dos una sirvienta y una compañera muy a propósito para vagar por las calles, y excitar la compasión del público, diciendo que era una pobrecita huérfana. Juzgó además, que esta medida debería ser de la aprobación de su compañera, y mucho más, considerándola como una obra meritoria que ofrecer a Dios en descuento de sus pecados: afirmada esta convicción, tomó a la niña de la mano, y le dijo con cariño:

—¿Cómo te llamas, hija?

—Carmen.

—¿Cuándo murieron tus padres?

—Hace pocos días.

—¿Y cómo?

—Quemados.

—¡Quemados! —repitió la anciana dando un paso atrás.

—Sí, en la quemazón que hubo la otra noche.

—¡Pobrecita criatura! —dijo tía Marta acariciándola—. Ven, te compraré mientras algo para que comas.

Ven, te compraré mientras algo para que comas.

La vieja se acercó a una esquina, donde se hallaba un vendedor de bizcochos, y le compró una cuartilla. Carmelita los devoró en menos de un minuto.

—¿Quieres venir a mi casa? —dijo tía Marta.

La niña alzó la cara, y respondió:

—Si no hay allí más que usted, iré.

—Vamos, ¿y qué te importa que haya más gentes? Agueda te querrá tanto como yo: nos servirás de compañera y comerás bien.

Tía Marta, apoyando una mano en el hombro de Carmelita, tomando con la otra su bordón y haciéndose la encorvada y enfermiza, echó a andar por las calles más públicas, deteniéndose, según su costumbre, a echar una mirada suplicante a las personas que consideraba podían socorrerla. Cuando llegó a su casa, había reunido cosa de doce reales, propina que debía considerarse como extraordinaria, y que se debía seguramente a la compañía de Carmelita: en efecto, movía compasión una anciana arrastrando una penosa vida, apoyada en un ángel que acababa de pisar el mundo. Cuando tía Marta llegó a la casa, Agueda estaba hablando sola, con un humor de todos los demonios, un perro de la vecindad se había metido persiguiendo a un gato, y los dos animales habían derribado la mitad del tinajero.

—Agueda, hermana mía, te presento a esta desgraciada muchacha, que he recogido en la calle; que te cuente cómo se quemó su casa y toda su familia.

—¡Frescas estamos para coger ahora una criatura, cuando apenas tenemos lo necesario para comer!

El lector debe saber que Agueda era ambiciosa y egoísta: vendía en el Baratillo la ropa que le daban, y cuando alguno la trataba mal, y no le daba limosna, se tiraba de los cabellos, y daba fuertes patadas en el suelo.

—Deja, hermana, el cuento de esos tepalcates; al fin Dios nos da todos los días y mira qué bonita es Carmelita.

—¡Linda! parece una tarasca —dijo la vieja arrugando los ojos.

En cuanto Carmelita oyó esto, bajó la vista, sus mejillas enrojeciéronse, y se dirigió a la puerta.

—¿A dónde vas? —le preguntó Marta.

—Señora… —y no pudiendo continuar, se puso el brazo en los ojos, y comenzó otra vez a llorar.

—¿Lo ves, Agueda, cómo has hecho llorar a esta pobre niña? Dios te castigará —y acercándose a su oído, le dijo—: No seas tonta; por venir con ella he juntado doce reales, y además, podrá servirnos de criada.

Tía Agueda, apaciguada con esta explicación, se calló la boca, y desarrugó el ceño, particularmente cuando reparó las averías que habían ocasionado en el tinajero, el perro y el gato.

Carmelita quedó, pues, instalada en casa de las ancianas, quienes inmediatamente la instruyeron en sus obligaciones, que consistían en barrer el cuarto, hacer las camas, lavar los trastos y el brasero, servir la mesa y cuidar la casa: en recompensa le dieron una zalea para dormir, y le destinaron las sobras para comer. Carmelita desempeñaba estas obligaciones con cuanta exactitud le permitía su poca edad; pero siempre permanecía triste y silenciosa; y cuando las viejas la reñían por algún motivo, levantaba la cabeza, les dirigía una mirada severa, y daba la vuelta, dejándolas con la palabra en la boca.

Pasados algunos días, tía Agueda intentó salir con la niña a pedir limosna; y con el fin de inspirar compasión, exigió que saliera descalza y con viejos harapos. Carmelita rehusó salir; la vieja la riñó; aquella se sostuvo, y ésta tomó una gruesa escoba para medio matarla; pero entonces la niña tomó un gran cuchillo que servía para el brasero, y prometió herir a la tía, si le tocaba un pelo de la cabeza; la buena anciana vio en los ojos y en el gesto de la criatura, que era muy capaz le llevar a efecto su resolución, y capituló. Marta, que a la sazón estaba fuera, no presenció la escena; pero en el momento que llegó, la tía Agueda se la refirió, exigiendo que se arrojase a la calle a Carmelita: Marta se opuso fuertemente, pues cada día concebía por la criatura un cariño muy grande: riñeron las dos viejas; y al fin, Carmelita se quedó en la casa.

Una ocasión en que Agueda permaneció mucho tiempo en la calle. Marta, curiosa de saber más pormenores sobre los padres de Carmen y sobre los incidentes de la quemazón, se puso a platicar con ella; y como ya eran de más confianza, la criatura le contó cuanto era posible, pasando en silencio todas las escenas de los ladrones y del asesinato, con una discreción no común en su edad. Como entre las cosas que Carmen refirió a la anciana, una de ellas fue que su papá y su mamá tenían algún dinero, se le vino a ésta el pensamiento, que entre las ruinas y escombros, podían encontrarse algunos fragmentos de plata fundida; y tomando bien las señas de la casa quemada, aprovechó la primera ocasión para escaparse, sin decir ni una palabra, ni a Carmen, ni a la tía Agueda. La primera vez trabajó inútilmente en separar piedras, trozos de vigas, y aun basura, pues ya habían convertido en muladar aquellas ruinas; pero la segunda fue más feliz, pues encontró unos pequeños trocitos de oro, que manifestaban haber formado antes del incendio, parte de una sortija, hallazgo que la llenó de inexplicable regocijo, pues le demostró la exactitud de su pensamiento. Durante días consecutivos repitió las visitas sin fruto alguno, y estaba ya tan desanimada, que se proponía ir sólo una vez más, y abandonar la empresa. Ocupada todo el día en remover piedras y en registrar la basura, ya no pedía limosna en la puerta de las iglesias, ni visitaba a sus parroquianos, de lo que resultaba, que estaba reportando sobre Agueda todo el gasto de la casa, añadiéndose lo que se comía Carmelita. La buena inteligencia entre las dos tías iba perdiéndose visiblemente, y Agueda proyectaba separar su compañía mercantil, y mudarse a otra parte, y si no lo ejecutaba, era por la razón muy fuerte, de que Agueda tenía a los muertos un miedo horrible, y creía en las apariciones, los duendes y las brujas; Marta, por su parte, estaba tan desanimada, que se propuso continuar su rebusca sólo tres días más, pero antes fue a casa de Aurora. Es necesario advertir, que ésta tenía cosa de diez o quince viejecillas conocidas, y a todas les daba dinero, ropa, comida y cuanto le pedían, porque era la mujer más franca y más caritativa del mundo.

—Muy bien lo hace usted, tía Marta —le dijo Aurora sonriendo graciosamente, y enseñando sus preciosos y blancos dientes.

—Niñita de mis ojos —le dijo la anciana—, tengo que contarle a usted mil cosas.

—Entre usted, tía Marta, entre usted y descanse.

Tía Marta tomó la mano de Aurora, y la llevó a sus labios con amor y con respeto.

—Tía Marta, no haga usted esas cosas —dijo Aurora ruborizándose.

Marta besó mil veces la linda mano de la opulenta señorita, a quien quería tanto, que se la quedaba mirando horas enteras; la vanidad de Aurora no dejaba de lisonjearse con tales demostraciones, y con esto era su pobre preferida. El motivo también de la buena mesa que tenían las dos ancianas, era que la mayor parte de los días, Aurora tenía cuidado de enviar algunos bocaditos a su pobre vieja.

—Vaya, tía Marta, deje usted esas cosas, y entre.

Aurora condujo a la pordiosera a un cuarto, donde habitaban la costurera y el ama de llaves, y la hizo sentar.

—Diga usted, tía Marta, lo que le ha pasado, y por qué no había venido hace días.

—En primer lugar, señorita, me encontré una niña.

—¡Una niña!

—Sí, y muy preciosa.

—Ay, ¡qué fortuna! —dijo Aurora juntando sus manos, y acercando su silla al canapé donde estaba sentada la vieja.

—Se llama Carmelita.

—Bonito nombre.

—¿Y por qué no la trajo usted?

—Es huerfanita.

—¡Pobrecita!

—La encontré en la calle casi muerta de hambre.

—¡Infeliz criatura!

—Y compadecida de ella, me la llevé a mi casa.

—¡Bendito sea Dios! Él debe pagarle a usted su caridad.

—Lo más particular es, que su casa se quemó.

—¡Pobrecita!

—Y sus padres se quemaron también.

—Jesús, ¡qué horror! ¿Y por qué me cuenta usted esas cosas tan funestas?

—Por un milagro de Dios, y sin saberse cómo, escapó la muchacha.

—Tráigala usted, tía Marta, quiero conocerla, y hacerle sus vestiditos. ¿Qué edad tiene?

—No lo sé, pero representa como de diez a doce años.

—¿Y es bonita?

—Como una plata.

—Pues es necesario que yo la vea. Figúrese usted que idolatro a los niños, y después como esta criatura es huerfanita, me da mucha lástima.

—Prometo a usted traerla mañana o pasado mañana, y también le prometo otra cosa.

—¿Cuál, tía Marta?

La vieja se acercó, y le dijo al oído:

—Estoy buscando un tesoro.

Aurora se echó a reír.

—¿Está usted demente, tía Marta? ¿Y dónde está usted buscando semejante tesoro?

—En unas ruinas, niña; llevo algunos días de trabajar como un gañán, y…

—¿Y ha encontrado usted algo? —interrumpió Aurora.

—Hasta ahora nada.

Aurora volvió a reír de nuevo.

—Niña, por Dios, que no lo sepa nadie, es un secreto que yo confío a usted. Es cierto que nada he encontrado hasta ahora pero encontraré, no lo dude usted niña.

—¿Y qué razones tiene usted, tía Marta, para creer que encontrará algo en esas ruinas?

—Tengo, lo que llaman, corazonada; además, todos los días, antes de comenzar mi rebusca, voy y rezo cuatro Credos en Catedral al Señor del Buen Despacho, y creo que me ayudará. He prometido también, que la primera cosa que me encuentre, será para usted con tal de que se dé una limosna para las pobres monjitas capuchinas.

—No habrá necesidad de eso, tía Marta —le contestó Aurora—, en cuanto usted se convenza de que no hace más que perder el tiempo, daremos una limosna a las capuchinas; no se dilate mucho, porque las pobres carecerán de ese auxilio, y la conciencia de usted se gravará.

—Si dentro de seis días no he vuelto, ya no me aguarde usted para dar la limosna, pero siempre, repito que mi intención es dar a usted lo primero que me encuentre.

Tía Marta se despidió, prometiendo volver a la casa de Aurora, acompañada de Carmelita y del tesoro en cuya busca andaba. Redobló su trabajo; se levantó al día siguiente mucho más temprano que de costumbre, entró más tarde, y volvió a salir de nuevo. Agueda veía con inquietud y desconfianza esta conducta, tanto más, cuanto que, a causa de Carmelita, la amistad entre las dos viejas se había resfriado enteramente.

Durante cinco días, tía Marta, con un tesón infatigable, estuvo removiendo la basura y los escombros, y casi perdía toda esperanza: el sexto día muy temprano, con más afán que ninguno de los días precedentes, se dirigió a buscar el soñado tesoro; después de cerca de tres horas de fatiga, y cuando ya se retiraba sudorosa y llena de desconsuelo, movió con el pie una piedra, y le ocurrió, por último, buscar debajo de ella, recordando que era uno de los puntos que no había sujetado a su investigación; separó algunos ladrillos, alguna tierra, algunos trozos de madera, y logró profundizar hasta el pavimento. Entre la tierra y el cascajo vio relumbrar alguna cosa, y era que un rayo de sol caía directamente sobre una de las facetas de una piedra preciosa. El corazón de la anciana dio un vuelco, separó con precipitación la tierra, puso la mano sobre el objeto brillante, que había llamado su atención, y la retiró con un hermoso fistol de diamantes, que era nada menos que el fistol de Rugiero. Sopló sobre el fistol para acabarle de quitar la tierra, y entonces los rayos del sol iluminaron completamente el diamante, y tía Marta quedó deslumbrada, y mirando por algún tiempo mascarones y figuras horrendas de un color rojo. Repuesta de su asombro, continuó buscando, y encontró un hermoso collar de esmeraldas, unos anillos de brillantes, unas sogas de perlas, un rosario de corales, un reloj de oro, en fin, la mayor parte de las alhajas que los ladrones habían robado a don Pedro, y que pertenecían, como sabe el lector, al padre de Arturo.

Todos los pobres son muy caritativos, al menos en deseos.

—¡Ah! si yo tuviera dinero, dicen, daría muchas limosnas, haría muchas obras de caridad, no rechazaría a los infelices, pero en cuanto el pobre es rico, se vuelve más egoísta y más orgulloso que los que han nacido en el oro. Se queja el soldado de la crueldad del cabo, y en cuanto asciende a cabo, azota sin piedad a los que han sido antes sus compañeros, así pasan las cosas en este mundo, y así sucedió cabalmente a la anciana tan luego como se encontró el tesoro. Se había propuesto regalar a Aurora la primera de las alhajas que encontrara, pero el fistol, aun cuando realmente no conocía todo su mérito, le parecía demasiado valioso: a Carmelita, a quien había tenido lástima, la consideró como gravosa e insoportable, en cuanto entró en la posesión de las alhajas. La vieja no estaba en estado de poder conocer la repentina variación de su alma, porque los virtuosos y fanáticos suelen encontrar para todo razones de conciencia. Tía Marta raciocinaba a su manera; la caridad bien ordenada, decía, entra por sí misma, la niña Aurora es rica, y ninguna falta le hace este fistol, mientras a mí, que soy una pobre, todo me hace falta: Carmelita es una pobrecita criatura, continuaba discurriendo, mientras que volvía a paso lento a su casa, pero Dios no manda que se eche uno obligaciones encima. Cuando llegó a su cuarto, no se había fijado en ninguna resolución, pero sí consideró absolutamente necesario ser muy reservada y cautelosa, porque si bien vacilaba en los otros pensamientos, le parecía claro y evidente que la compañía con Agueda era sólo para dividir exactamente la limosna, y no un tesoro que le había deparado la Divina Providencia, en primer lugar, y en segundo, su trabajo personal: hizo, pues, un lío, lo ató en su cintura debajo de su vestido, y entró al cuarto, lamentándose del calor y de la poca caridad de las gentes, pues sólo había juntado un real y cuartilla, después de recorrer la ciudad de un extremo a otro. Tía Agueda la recibió de muy mal talante: primero, porque el peso de la casa seguía recayendo sobre ella; y segundo, porque Carmelita, en vez de lavar los trastos, se había estado jugando. Las dos viejas riñeron, y casi habrían llegado a las greñas, si Carmelita, juntando sus manecitas, no se hubiera interpuesto entre ellas.

—Señoras, pues que soy causa de que ustedes se disgusten, me iré ahora mismo a pedir limosna por las calles —dijo Carmelita.

Este razonamiento lleno de juicio en una niña tan de poca edad, llamó la atención de las dos ancianas, y se apaciguaron, retirándose cada una a su rincón a coger su libro de ejemplos y sus grandes antiparras, aunque gruñendo siempre como dos perros que se acaban de pelear.

Tía Marta, que antes era jovial y platicadora, desde el día en que encontró el tesoro, se puso taciturna, pensativa y desconfiada; poco hablaba con Agueda; solía reñir a Carmelita, y dormía más de lo regular. Su conciencia le remordía, y entre tanto no había ido a la casa de Aurora, faltando así al solemne compromiso que había contraído. Una reflexión muy positiva, más que el remordimiento de la conciencia, la decidió a tomar una resolución definitiva: pensó naturalmente que una pobre mujer como ella, no tenía títulos ningunos para salir a vender unas alhajas de valor, y que podría muy bien exponerse a que se creyese que era una ladrona o receptadora, y fuese a dar a la cárcel, quedando su tesoro como cuerpo de delito en poder de los apreciabilísimos jueces y escribanos que conocieran en el asunto. Obró, pues, como una mujer corrida de mundo; y se resolvió a ver a Aurora, y a confiarle con entera verdad todo el caso, haciéndola con mucha reserva depositaria de las alhajas.

Inquieta y desasosegada, temiendo a cada momento que Agueda penetrara su secreto, y sufriendo una inflamación aguda en el bazo y en el hígado, a consecuencia de traer amarrado el envoltorio de alhajas, se decidió a dirigirse a la casa de Aurora, llevando consigo a Carmelita, a la que vistió lo mejor que pudo, obligándola a que se lavase la cara y a que peinara sus cabellitos blondos. La criatura estaba interesante: sus ojos eran grandes y lánguidos; su cutis muy limpio; en sus labios casi siempre vagaba una triste sonrisa, que hacía juego con la expresión pensativa y melancólica de sus miradas. No se podía definir la mezcla de orgullo, de resignación, de desgracia y de inteligencia que revelaban sus facciones, que eran en conjunto de una delicadeza exquisita. Marta salió acompañada de Carmelita, y llegó a la casa de Aurora, a la sazón que ésta se hallaba en el corredor componiendo las macetas.

—Me tenía usted muy enojada, tía Marta —le dijo en cuanto la vio atravesar el patio—, creí que ya no venía usted, y como siempre se me olvida el nombre del callejón donde usted vive, no tenía ni el recurso de mandarla ver. Suba usted, suba breve, pues ya veo que trae a la niña.

Sin dar tiempo a que tía Marta le respondiera, Aurora dejó las macetas; se limpió sus blancas manos, y bajó ligera la mitad de la escalera: en el descanso encontró a Carmelita, que había subido con una poca de más ligereza que la anciana.

—Ven, ven; sube pronto, para que te dé un abrazo —le dijo Aurora.

Y como la criatura subió tres escalones más que la separaban de Aurora, ésta la recibió en sus brazos, le besó la frente y la condujo a su tocador sin hacer caso de tía Marta, que subía lentamente las escaleras, pues el trabajo que impendió para buscar el tesoro, había disminuido sus fuerzas.

Aurora se sentó en un rico sillón de brocado; puso a la niña entre sus rodillas, y comenzó a acariciarla con un entusiasmo verdaderamente maternal.

—¿Cómo te llamas, linda? —le dijo Aurora con una voz dulce y cariñosa.

—Carmen —respondió la criatura.

—¿Tienes madre?

Carmelita no respondió; sólo echó una mirada triste a Aurora; bajó sus grandes ojos, y se puso a jugar con el fleco de una mascada con que la tía Marta la había adornado.

—¡Pobrecita! —dijo Aurora estrechándola contra su pecho—, comprendo que eres huérfana, y que te causa mucha pena que te lo recuerden. Vamos, no volveré a ser imprudente. ¿Sabes coser?

Carmelita, llena de reconocimiento, se atrevió a poner una mano sobre la de Aurora, y respondió:

—Sé coser, pero muy mal.

—¿Y quieres que te enseñe a coser bien y a bordar?

—Sí, señora.

—¿Sabes rezar y sabes la doctrina?

Carmelita se puso como un clavel, y ocultó su rostro entre sus manos.

—Ya entiendo —continuó Aurora—, tú no sabrás rezar, o se te habrá olvidado; pero no tienes la culpa, hijita mía. ¿Pero por qué no te ha enseñado a rezar tía Marta?

—Todo el día está en la calle.

—Es una contracaridad que se tenga a una niña sin enseñarle su religión: estoy muy enfadada con tía Marta. ¿Quieres que te dé alguna ropa para que te vistas, hijita mía?

Carmelita tampoco respondió; pero enlazó con sus brazos el cuello de Aurora, y la miró con sus bellos ojos llenos de lágrimas: Aurora se enterneció.

—Desde hoy, Carmelita, eres mi hija, ¿lo oyes? mi hija. Yo te enseñaré a coser, a bordar, a rezar la doctrina; te vestiré muy bien; te amaré mucho.

Carmelita clavó sus pequeños labios purpurinos en la fresca boca de Aurora: los niños pagan así los beneficios. La inocencia tiene en el fondo del corazón un tesoro de gratitud, que se va gastando con la edad, y que se pierde completamente con los desengaños del mundo.

—Se me había olvidado que dejé a tía Marta en el corredor —dijo Aurora levantándose—, mira, Carmelita, diviértete, y coge todo lo que quieras.

Aurora abrió un ropero de madera de rosa; puso ante la vista de Carmelita una multitud de preciosas chucherías, y salió como ella andaba siempre, ligera, airosa, dando a sus más insignificantes movimientos una gracia verdaderamente mágica.

Carmelita se quedó abismada delante del ropero, contemplando tanto primor, que jamás había visto, pero sin atreverse a tocarlo.

—Señorita, ya encontré el teso… —dijo tía Marta en cuanto vio salir a Aurora.

—Déjese usted de sus tesoros y de sus visiones —le interrumpió—, mejor sería que hubiera usted enseñado a rezar a esta criatura. Estoy muy enfadada con usted… la verdad, yo creía que usted era una mujer más cristiana.

—Niña de mis entrañas, no se enfade usted, por Dios —le contestó la anciana—: Por buscar el tesoro no he tenido lugar; pero…

—¡Qué tesoro! ¡Ni qué cuentos! tía Marta; primero es la obligación de enseñar al que no sabe, que la ambición: ya no volveré a dar a usted nada. Y vamos, ¿por qué esa otra compañera que tiene usted no ha enseñado a Carmelita?

—¡Qué, niña de mis ojos! si tiene un genio infernal, que yo sola puedo sufrirlo: todo el día riñe a la criatura, y la hubiera puesto en la calle, a no ser por mí.

—¡Pícara vieja! —dijo Aurora indignada—, ¿con que ha regañado a Carmelita? Ni agua, ni agua, merece una gente tan cruel.

—Aurora corrió de nuevo a su alcoba.

—¿Conque te han regañado, hijita mía? —le dijo inclinándose para abrazarle la frente—, ¿conque te maltrataba esa infame vieja? Verás, verás, como tu nueva madre no es así. Coge, vida mía: todo lo que está en el cajón es para ti, para que te diviertas.

Aurora volvió a salir precipitadamente: estaba medio loca con la criatura, porque ya hemos dicho que adoraba a los niños.

—Vamos, tía Marta, cuénteme usted ahora la historia de su tesoro. Por supuesto que Carmelita se queda en casa conmigo, porque la quiero como si fuese mi hija. Diga usted, diga usted, tía Marta, pues ya tengo impaciencia de saber cómo se encontró usted por fin ese tesoro.

Tía Marta le contó minuciosamente todo lo ocurrido, ocultándole sólo que las ruinas eran precisamente las de la casa quemada donde pereció la familia de Carmelita: así visiblemente tía Marta no hacía más que un robo de las alhajas, que mientras no parecieran sus dueños, pertenecían de derecho a la criatura. La desgracia había hecho a tía Marta una mujer cristiana y timorata, aunque algo supersticiosa y convenenciera; y unos cuantos bienes de fortuna la volvieron repentinamente egoísta y pervertida. Tía Marta tuvo un momento en que pensó entregar a Aurora el fistol en cumplimiento de su palabra; pero le daba tanto dolor el desprenderse de su tesoro, a pesar de lo mucho que le incomodaba el tenerlo ceñido al cuerpo, que aun quiso tenerlo, por un capricho inexplicable, una noche más, y no lo enseñó a Aurora, dándole solo las señas de su casa, y recomendándole que enviara al día siguiente un criado de toda confianza: lo que en realidad quería Marta era tener un día más de plazo, para pensar si por fin regalaba o no a su protectora el fistol de Rugiero.

Tía Marta se despidió dejando a Carmelita, y concluyendo por pedirle prestados a Aurora cuatro pesos. Ésta comenzó a sospechar de la vieja, figurándose que todo lo del tesoro no era más que una mentira, inventada para sacarle dinero; mas cediendo a los impulsos de su buen corazón, le dio los cuatro pesos, y prometió enviar al criado al día siguiente temprano. En cuanto llegó la madre, que estaba en la calle, Aurora le presentó a Carmelita, y fácilmente consiguió que consintiese en que se quedase por unos días.

Tía Marta llegó a su casa muy contenta de haberse desprendido de Carmelita, y de haber conseguido los cuatro pesos. Agueda, con estas noticias, puso mejor semblante; hicieron las ancianas su liquidación acostumbrada, y tomaron sus libros piadosos para leer. Marta, además de haber sido tentada por el demonio de la ambición, lo fue por el de la gula, y en medio de la lectura devota y de las graves reflexiones sobre la pasión de Jesucristo, que debía estar haciendo (pues era justamente un viernes), pensaba en el fiambre, en los buñuelos, en el tepache, en los chorizos y en la longaniza. Tenía representados en su imaginación los puestos del Portal de las Flores; sus ojos veían a la puestera, salerosa y diligente componiendo las ensaladas, extendiendo los buñuelos, convidando con voz chillona a los transeúntes, y sus oídos se complacían en el estrépito de la manteca, y la voz aguda de la puestera penetraba hasta el fondo de su pecho: era presa de uno de esos éxtasis, en los cuales la fuerza de la imaginación exagera los goces materiales, y había volteado cuatro o cinco hojas del Padre Parra, sin comprender absolutamente nada: siendo ya sus deseos invencibles, cerró el libro.

—¿Sabes, Agueda —dijo—, que tengo un verdadero antojo?

—¿Cuál, Marta?

—Comer chorizones, fiambre y longaniza del Portal de las Flores.

—¿Sabes que el mismo deseo tengo yo? —dijo Agueda, quitándose los grandes anteojos que tenía montados en la punta de la nariz, y cerrando el libro.

Ninguno de los lectores dudará que por lo general las viejas son los animales más glotones de todos los de la creación: tía Marta y Agueda, hemos dicho que tenían buen diente, y así, no es extraño, pues, que pretendieran hacer lo que verdaderamente podía llamarse una calaverada.

—La dificultad —dijo Marta—, que ya es tarde.

—¡Qué! —respondió Agueda—, aún no dan las ocho… y además la noche está hermosa, y llena de estrellas.

—Pues si te parece, vamos al Portal de las Flores.

—Vamos en un momento… Pero hoy es viernes, día de rezar la Corona a la Virgen de los Dolores, y día de ayuno.

—La Santísima Virgen nos dispensará, y en cuanto a la Corona, la rezaremos después de la cena.

—Enhorabuena, la Virgen no es imprudente, y nos perdonará; el comer es sin duda un placer muy inocente, y que rezaremos siete Salves más, en pago de lo que vamos a comer.

—Cabal, dices perfectamente, Marta; siete Salves, y su Divina Majestad permitirá que nos aproveche la cena.

—Pues vamos en un momento.

—Vamos.

Las dos viejas cerraron le cuarto, y se dirigieron al Portal de las Flores, con cuanta ligereza les permitía su avanzada edad.

Llegando al Portal, su olfato se halló sumamente complacido con el aroma de los manjares, y su oído con la voz de tiple de las puesteras, que con el mayor amor y cariño, invitaban a cenar a todos los transeúntes.

—Aquí hay fiambre, pollo, chorizones, buñuelos. Venga usted, mi alma. Venga usted a cenar.

Las dos tías, al soslayo, recorrían con la vista los puestos, manifestándose hurañas y desdeñosas a estas invitaciones, pero así que escogieron aquel de donde salían los más vivos olores, y cuyos guisados les parecieron los más bien condimentados, se embutieron en el quicio de la puerta de la tienda de don Nicanor Béistegui, y allí la vendedora les llevó platos de fiambre, longanizas fritas, pollo frío, frijoles y buñuelos, y sus correspondientes vasos de tepache; cenaron en silencio, pero excesivamente, y ya casi beodas se retiraron con pasos trabajosos a su casa, en donde, como no estaban en disposición de rezar la Corona, se acostaron, pudiendo apenas santiguarse y apagar la vela. A la media noche, Agueda despertó, porque un violento dolor de estómago la hacía retorcerse en la cama, sentía que se le hundía el lecho, y que las arterias de las sienes le latían fuertemente.

—¡Marta, Marta; me muero, un padre, por Dios!

Marta despertó, recapacitó un poco, se puso la mano sobre su estómago, que le dolía igualmente; le parecía también que el lecho se hundía en un abismo profundo, y que tenía el cerebro como un plomo.

—Agueda —exclamó—, estoy muy mala, y me muero; ¡un padre, por Dios, un padre!

Marta encendió un cerillo, y cuando el cuarto se iluminó por la luz opaca de una delgada vela de sebo, entonces las dos ancianas, que estaban sentadas en su lecho pudieron contemplar mutuamente las fisonomías espantosas y cadavéricas que en un momento les había puesto la enfermedad; eran dos parcas, dos esqueletos de movimiento, que habrían asustado al hombre de corazón más animoso; se echaron mutuamente unas tristes miradas, y exclamaron dolorosamente:

—¡Nos morimos, nos morimos sin remedio!

No fatigaremos al lector con describirle minuciosamente las escenas de un miserere, que era la enfermedad que había acometido a las dos ancianas golosas, como debe suponerse, a consecuencia de la cena de fiambre del Portal de las Flores, en la cual invirtieron doce reales de los cuatro pesos que había prestado Aurora a tía Marta. Toda la noche se quejaron, clamaron a la Virgen y a todos los santos del cielo, se retorcieron en la cama como unas culebras, volvieron el estómago, y casi agonizaron; tía Marta, sin embargo de este peligro, no reveló el secreto de las alhajas a la otra anciana. Cuando penetraron por las rendijas de la puerta los primeros rayos de la aurora, la misma violencia de la enfermedad las había postrado en el lecho, y aparentemente estaban tranquilas. Cosa de las siete tocaron la puerta; tía Marta, que parecía la más aliviada, se levantó aunque trabajosamente, y abrió; ¡era el criado de Aurora!

Tía Marta le dio el bultito con las alhajas, y le dijo en voz baja:

—En este trapito está envuelto un fistol que es de la niña Aurora, las demás cosas pertenecían a la casa de Carmelita, y son de ella. Ruéguele usted a la niña que, si puede, venga acá un momento, antes de que muera, porque tengo un secreto que confiarle.

La basca comenzó de nuevo a la tía Marta, y ya no pudo proseguir: el criado, asustado, creyendo que había hablado con un personaje del otro mundo, tal estaba de desfigurada la infeliz vieja, se marchó sin haber entendido del recado otra cosa, sino que el fistol envuelto en el trapito era para su ama.

Aurora, muchacha, y naturalmente curiosa, se había levantado más temprano que de costumbre, y aguardaba impaciente el resultado del mensaje; no se hizo esperar mucho el criado.

—Niña, yo he hablado con una muerta, no lo dude usted.

—¿Cómo, Benito? explícate.

—Me dio esto para usted. En este trapito hay un fistol envuelto, que es el que le toca a usted.

—¿Que me toca a mí? —preguntó Aurora cada vez más sorprendida.

—Eso mismo me dijo, niña, que el fistol envuelto en este trapito le toca a usted, y las demás cosas que están en este otro envoltorio son, son… de… pues ya no me acuerdo.

Pero hombre, estás fresco con no saber el recado.

—Si la niña hubiera visto a la señora, se habría asustado; ya casi ni podía hablar, y apenas me habló cuando cayó en la cama como una muerta; yo corrí, porque la verdad, me daba mucho miedo el cuarto tan oscuro, que parecía una tumba.

—¡Qué cosa tan particular! —dijo Aurora en voz baja—, yo creía que eran cuentos los de esta anciana, y al fin se ha encontrado el tesoro.

—Me dijo que su merced podía verla; que tenía que confiarle un secreto, y que muy pronto se moría.

—Dame, dame esos bultitos —dijo Aurora—, y manda que pongan el coche; una vez que esta mujer tiene un secreto que confiarme, y está muriendo, es una obra de caridad irla a visitar. ¡Pobrecita!

Aurora se retiró a su alcoba para ponerse un traje, pues estaba con una ligera bata de mañana, y para ver el tesoro de la tía Marta.

Lo primero que desató fue el fistol de Rugiero, envuelto en ocho trapitos mugrosos.

—¡Ah, esto es magnífico, es un verdadero tesoro, parece un lucero! —exclamó Aurora, volviendo el fistol a un lado y a otro.

Después le pasó ligeramente un cepillo por encima, para quitarle el polvo, se lo prendió en la bata y se miró al espejo.

—Ni duda —continuó—, creerán las gentes que tengo una estrella en el pecho; es lindísimo, y no habrá persona en el Teatro Nacional que no me vea… ¡Oh, divino, divino! —volvió a decir Aurora moviéndose graciosamente para contemplar mejor los visos del fistol—. Veamos ahora lo que contiene este otro bultito… pesa… a ver…

Aurora comenzó a desatar uno, dos, tres, finalmente diez envolturas de trapo; y encontró el collar de esmeraldas, el rosario de corales de perlas, en una palabra, las alhajas que ya conoce el lector, y que fueron empeñadas y vendidas por los ladrones al infortunado tendero del Sol Mexicano.

Aurora, con la curiosidad de una niña, comenzó a examinar las alhajas, llamándole la atención el collar de esmeraldas, pero a poco se levantó rápidamente.

—¡Válgame Dios! me olvidaba de que esa pobre anciana se está muriendo, y yo no sé qué hacer con estas alhajas; vamos, vamos pronto.

Se echó encima el primer vestido que tuvo a la mano, tomó un chal de cachemir, y dejando tiradas y revueltas las alhajas y el fistol, salió gritando:

—El coche, el coche: ¡Ah! se me olvidaba avisarle a mamá —entró a la alcoba de la madre, y abrazándole la frente le dijo—: Me voy, me voy ahora mismo.

—¿Pero a dónde vas sola, hija?

—Voy con la costurera.

—¿Pero a dónde, a dónde vas?

—A ver a la pobre tía Marta, que se está muriendo. Adiós, pronto vuelvo.

—Pero oye, niña…

Aurora no aguardó más, y cuando su madre acabó de decir estas palabras, ya la muchacha había bajado la mitad de la escalera; subió al coche sin la costurera y se dirigió a la casa de tía Marta.

Cuando llegó, las dos ancianas estaban ya agonizando, tía Marta apenas pudo estrechar con sus manos descarnadas y frías la mano tibia y perfumada de Aurora, y exhaló el último suspiro, sin haber podido aclarar algo más del asunto de las alhajas.

Las vecinas, muchas de las cuales eran las mismas que habían calumniado a Celeste, luego que vieron parar un espléndido coche, salieron a la puerta de sus cuartos, rodearon a Aurora, saludándola con el mayor respeto, haciéndole mil cumplimientos y zalamerías, y atreviéndose a preguntarle algo sobre sus relaciones con las ancianas para satisfacer la viva curiosidad que las aguijoneaba. Aurora, amable y complaciente con todo el mundo, correspondió con amables sonrisas a los agasajos, pero no respondió a sus preguntas, porque la misma agitación en que se hallaba, se lo impedía, aunque entendiera lo que le decían.

—¡Qué cosa tan extraña de cuarto, sin duda debe de estar encantado! —decían—, cuando vivía Celeste, la venía a visitar el más lindo mozo de México, y ahora visita a estas dos viejas pordioseras la más hermosa de la ciudad.

—Pero vean ustedes —decía otra—, lo más raro es, que siempre suceden mil desgracias en ese cuarto; el padre y la madre de Celeste se murieron, y ahora en los mismos rincones se han muerto repentinamente estas dos viejas, que yo creo que deben de tener dinero.

—¡Toma! ellas se daban buena vida.

—¿Y de qué murieron?

—De miserere; anoche fueron a cenar fiambre y chorizones al Portal de las Flores, y hoy ya están con Jesucristo.

—Con razón se murieron; ¡en su edad, comer chorizones y fiambre! ¡Pobres tías! ¿Se confesaron?

—Una de ellas sí, la otra no pudo hablar, y sólo le apretó la mano el padre.

—¿Pero esta niña, quién será?

—¡Toma, es doña Aurorita, muy rica, muy rica, y muy caritativa, y muy bonita, como una plata!

—¡Qué bondad de venir al cuarto de unas viejas moribundas! No todos los ricos hacen eso.

—¡Cabal! la mayor parte son más orgullosos, que ni dejan subir las escaleras. ¡Ya se ve! creen que todos los pobres somos ladrones, con esto, ni nos hablan.

—Niña, y no dejan de tener razón; ya ve usted que por unos pierden otros; ¿quién había de decir, que esa Celeste que se hacía tan mustia, fuese una ladrona, que desplumó al guapo muchacho que la venía a ver todos los días?

—¿Y qué le sucedió por fin a Celeste?

—En la cárcel se está pudriendo, hecha un gato de flaca.

—¡Qué, si se escapó de la cárcel, y se fue con un capitán!

—No, está en la cárcel, y creo que la han condenado a diez años de Recogidas.

—Calle… la niña sale ya del cuarto. ¡Qué tápalo tan lindo, qué vestido!

—Y qué cara de ángel —decía otra—, ¡qué piesito, qué cuerpo tan pulido!… Veremos lo que sucedió, porque sale medio triste y llorosa.

—¿Qué sucedió, señorita? dispensando mi curiosidad —dijo una de las vecinas.

—Murió la pobre tía Marta —dijo Aurora con tono triste.

—¡Murió! —repitieron las vecinas, aunque muchas de ellas lo sabían ya.

—Era una santa mujer tía Marta —dijo Aurora—, y pierden ustedes una buena vecina.

—Muy buena, muy buena —repitieron—, y nosotras hemos hecho cuanto ha sido posible por auxiliarla; se le trajo un padre para que la confesara; y si no recibió al Santísimo Sacramento, fue porque el tiempo no alcanzó, pues no supimos su enfermedad hasta esta mañana.

—Mil gracias por la caridad que han hecho con esta infeliz.

Aurora se despidió de las vecinas, y prometió que enviaría a una persona que dispusiese los funerales.

Las vecinas se quedaron haciendo mil comentarios, como el día en que Celeste fue sacada por la policía.

Desde que sucedió ese acontecimiento, hasta la muerte de las dos viejas, ninguna ocurrencia había turbado la tranquilidad de la casa de vecindad; y con esto las vecinas tenían furor de hablar.

A la tarde vinieron las gentes de la servidumbre de Aurora a la casa de vecindad, con unos ataúdes pintados de negro; y llamado el cura de la parroquia, se cantaron en el zaguán oraciones de difuntos delante de los cadáveres de las dos pordioseras, conduciéndolos después al panteón de Santa Paula; todo esto se había hecho de cuenta de Aurora, y las vecinas no hallaban palabras suficientes para elogiar la caridad de la primorosa señorita.

Luego que se llevaron los cadáveres, doña Venturita, la misma que armó la polvareda cuando la aventura de Celeste, y que los lectores recordarán que era una parlanchina insoportable, reunió a las vecinas de más confianza, y las llevó a su cuarto; y como eran cerca de las ocho, encendió una vela bendita de cera y les propuso que rezaran la Estación por el descanso del alma de las dos difuntas. Las vecinas no tuvieron ninguna dificultad, y entonaron en coro la Estación: al concluir la plegaria que tristemente tocaban las campanas de la parroquia de San Sebastián, concluyeron también el último requiem, y se quedaron un poco tristonas y silenciosas, porque siempre el aspecto de la muerte recuerda cuán frágil y perecedera es nuestra existencia transitoria, en este mundo.

Doña Venturita se atrevió a interrumpir el silencio.

Mi vidas —dijo—, no estén tan tristes, que al fin ya las pobres tías están gozando de Dios, y nosotros hemos quedado en este valle de lágrimas.

—Es verdad: Dios las haya perdonado —respondieron exhalando un profundo suspiro las vecinas, y envolviéndose hasta los ojos con sus rebozos.

—Pues ya que las dos tías están, cuando mucho, en el Purgatorio, hagamos diligencia nosotras de que salgan más pronto.

—Sí; y aunque malas, todas las noches les rezaremos la Estación, y oiremos misas en el altar del Perdón.

—Pero sería mucho mejor mandárselas decir.

—Ya se ve; pero es imposible, pues somos unas pobres.

—Vaya, en poca agua se ahogan —continuó Venturita—, con el dinero de ellas lo haremos, y también podremos remediarnos.

—¿Con el dinero, dice usted, vecinita? —preguntó una de las concurrentes.

—Cabalito —respondió doña Venturita con el más perfecto tono de seguridad.

—Explíquese usted, vecinita.

—Hable usted, comadre.

—Diga usted, doña Venturita.

Y como todas querían hablar a un tiempo, en el mismo instante que oyeron la palabra dinero, doña Venturita se puso un dedo en la boca.

—Silencio, silencio —les dijo—, es asunto este que lo debemos tratar nosotras solas, y que ni lo huelan las vecinas de arriba, porque nos meteríamos en averiguaciones: acérquense a acá.

Las vecinas se acercaron a doña Venturita.

—Estas tías han dejado dinero.

—Imposible: eran unas limosneras, que siempre se vestían de trapos viejos.

—No le hace; yo les digo, vecinas, que las difuntas tenían su morralla.

—¿Y dónde?

—En el cuarto: ese cuarto es muy misterioso.

—¿Pero cómo?…

—Enterrado.

—Imposible, vecina: eran muy tragonas, y todo lo que juntaban de limosna, se lo comían.

—No le hace; yo les digo, vecinas, que han de tener dinero enterrado.

—No lo creemos.

—Pues vaya, les aclararé paradas: cuando una de las dos viejas quedaba sola, miraba si la observaban; entrecerraba la puerta, y se metía debajo de la cama.

—Sería a…

—No: a enterrar el dinero.

—¡Imposible! ¡Imposible!

—¡Caramba! son muy incrédulas, y hacen hablar a una más de lo necesario. Si no fuera por qué, les diría una cosa que he visto con estos ojos, que se han de comer la tierra.

—¿Qué ha visto usted, vecina? Díganos usted, por Dios, y por los huesos de las difuntas.

—Al fin no me creen, ¿para qué hemos de hablar? —dijo Venturita algo enfadada.

—No se incomode usted, mi vida, y díganos por Dios qué vio.

—Pues lo que he visto en el cuarto de las tías, es una luz.

—¡¡Una luz!! —repitieron todas.

—Sí, una luz —dijo afirmativamente doña Venturita—, y donde se ve una luz no cabe duda en que hay dinero enterrado.

—Cabal, cabal.

—Y si quieren desengañarse, no tienen más que asomarse al cuarto.

—¡Dios nos ampare! En ese cuarto, donde tanto muerto ha habido, deben de espantar.

—Pues yo voy —dijo una de las vecinas—, que no les tengo miedo a los muertos.

—Niña, no sea usted temeraria, ni tiente a Dios de paciencia.

—Sí, vaya usted doña Venturita; al fin, el que se va a la otra vida, con dificultad vuelve.

—¡Jesús! ¡Jesús! —exclamaron las vecinas—, y ¡qué valor de criatura!

La vecina valerosa se puso en pie, y de puntillas y coa todas las precauciones de una gente que teme ser observada en una operación secreta, se dirigió al cuarto de las difuntas que estaba entreabierto; a poco volvió, fingiéndose asustada.

—No cabe duda, niñas, he visto una luz.

—¡¡¡Una luz!!! —exclamaron todas—, ¿conque es cierto? ¿Conque no cabe duda?

—No cabe duda.

—¡Se los decía! —dijo doña Venturita—, pero nunca me quieren creer: lo mismo sucedió cuando lo de Celeste; y si no ha sido por mí, quién sabe si todas vamos a la cárcel.

—Pues ahora creemos a usted, doña Venturita; diga usted lo que hay.

—Lo que hay es dinero enterrado.

—No cabe duda, dinero enterrado; ¿pero qué haremos?

—Para eso las he reunido en mi cuarto, vecinitas: lo que a mí me parece más acertado es, buscarlo; y si lo encontramos, una parte la destinaremos para misas y responsos, y otra nos la repartiremos; pero sin decir una palabra a nadie.

—Excelente; muy bien pensado —dijeron las vecinas—, ¿pero cómo?…

—Dentro de un rato. Antes de las diez se van el teniente, el mercedario y el practicante, que vienen todas las noches a casa de las vecinas de arriba; y en cuanto se vayan, y la casa quede en silencio, nosotras vamos a registrar el cuarto de las tías. Si es necesario una barreta para levantar las vigas, aquí tengo; y para escarbar, con el asador y los cuchillos de la cocina es bastante.

—Muy bueno; pero hemos de ir todas juntas.

—Todas juntas se supone —dijo doña Venturita—, y si Dios nos da alguna cosa, partes iguales para todas, como buenas amigas.

—Partes iguales: para todas el susto y para todas la recompensa: es justo.

—Muy justo.

—Y hacemos unas buenas posadas, que suenen en todo el barrio.

—O una jamaica.

—O una pastorela.

—Mejor coloquio.

—Y yo compongo mi cuarto, y lo pongo primoroso.

—Y yo visto a mis muchachas.

—Pues yo le pago al cobrador.

—Y yo prometo que me voy a los toros y a la comedia dos meses seguidos.

—No hagan cuentas alegres, porque si no se encuentra nada, el chasco es completo, vidas mías.

—¿Pero no dice usted que el dinero está enterrado?

—Sí; pero todo el mundo sabe que al que no le conviene, se le vuelve carbón.

—Ni lo quiera Dios.

Las vecinas en estas y otras conversaciones aguardaban con impaciencia que sonaran las diez de la noche: dio el reloj de San Sebastián diez campanadas y un cuarto de hora después bajaron el teniente, el mercedario y el practicante, a quienes salían a dejar las niñas hasta el portón con dos o tres velas para alumbrarles la escalera, armando mucha boruca y charlando todavía un gran rato.

La casera, conforme a la costumbre, en punto de las diez cerraba la puerta del zaguán; pero el mercedario gozaba el privilegio de tener una llave, con la cual daba salida a los concurrentes, y abría y cerraba a cualquiera hora de la noche. Las vecinas de arriba, así que se hubieron marchado sus visitas, como hemos dicho, cerraron sus puertas, y lo mismo hicieron aparentemente las que estaban comprometidas en el complot; y cercioradas de que la casa estaba en un profundo silencio, salieron llenas de valor y de brío a ejecutar su intento. Doña Venturita, con su barreta en la mano, estaba a la cabeza de tan intrépidas mujeres. Llegaron a la puerta del cuarto; y no la cortesía, sino el miedo, las hizo disputar largo tiempo sobre quién entraría primero: decidióse doña Venturita para dar ejemplo, y entró resueltamente con su vela en la mano; y las demás la siguieron, asidas de las manos y estrechándose unas contra otras. Una vez que estuvieron dentro del cuarto, y que registraron los rincones y las camas, cerciorándose de que nada había, adquirieron más confianza, y resolvieron remover el lecho de tía Agueda, lo que ejecutaron con una admirable ligereza y facilidad. Después decidieron por unanimidad levantar las vigas en aquel paraje, y lo consiguieron aún sin el auxilio de la barreta, pues estaban bastante flojas: aplicaron la luz con minucioso cuidado; removieron la tierra en algunas partes, y no encontraron nada. Todas comenzaban a murmurar y a lanzar pullas contra doña Venturita, la que no se desanimó por este incidente, sino que mandó poner las vigas en su lugar, o mejor dicho, ayudó a ponerlas, y la cama de la tía Agueda volvió al puesto que tenía.

El cielo estaba negro, y se oía ya cercano el ruido de los truenos; la luz de los relámpagos iluminaba de cuando en cuando con su luz blanquecina el patio, y aun el monótono ruido del chorro que caía en la fuente, aumentaba el cuadro sombrío y pavoroso de esa noche: algunas vecinas tuvieron miedo, e intentaron retirarse.

—No, de ninguna manera —les dijo doña Venturita—, el dinero está aquí, puesto que se ha visto la luz; busquemos.

Y comenzó a tocar las paredes con el puño cerrado; todas sonaban hueco, y las vecinas se confundían, y consideraban que tendrían necesidad de agujerar todo el cuarto. Después de una madura discusión, decidieron romper la pared por el lugar que les pareciese más sospechoso, y lo consiguieron muy en breve, pues todas estaban armadas de instrumentos destructores.

—¡Un agujero! —exclamaron, cuando lograron quitar una piedra de tezontle perfectamente cuadrada—, aquí está el tesoro, aquí está el dinero.

Doña Venturita, que mandaba en jefe, metió la vela por el agujero y espió.

—¡Vaya! —dijo alegremente—, no está muy profundo, y es fácil alcanzar el fondo con el brazo.

—¿Quién se arriesga? —preguntó.

—Yo —dijo la vecina valerosa.

—Pues veamos, niña, lo que hace usted.

La vecina metió el brazo, y tomó una cosa sólida, redonda y lisa. Tuvo miedo; pero la curiosidad venció, y retiró la mano con una calavera.

—¡Oh! una calavera —gritaron las vecinas tapándose los ojos.

La vecina valerosa dio también un grito, y soltó la calavera, que rodó dando dos o tres saltos por el suelo.

La lluvia había comenzado, los relámpagos continuados y los truenos más cercanos.

Se oyeron once campanadas del reloj de San Sebastián.

—La verdad, doña Venturita, que las cosas se van poniendo muy feas —dijo una vecina.

Doña Venturita, que se había quedado pensativa con un dedo en la boca, dijo:

—La verdad, yo también voy teniendo miedo mialmas.

—¡Ay! y nosotras también; mucho, mucho miedo; ¡y luego la noche está tan horrible! parece que estos truenos y esta calavera son un aviso del cielo.

—Pase por mal juicio; pero yo creo que esa muchacha Celeste era, además de ladrona, matona; y que sin duda asesinó a algún hombre, y lo enterró en la pared.

—No es bueno formar juicios temerarios, doña Venturita —dijo la vecina valerosa, que se llamaba doña Crispiniana—, creo que la pobre muchacha era inocente de todo lo que se le achaca.

Doña Venturita se puso a reír.

—Por fin, ¿qué hacemos? —preguntó una vecina.

—Irnos a acostar, y cerrar nuestras puertas.

—¿Pero se queda esto así?

—No, echaremos la calavera, y pondremos la piedra en su lugar, y para lo que es satisfacer nuestra curiosidad, cualquiera de nosotras toma el cuarto por un mes.

—Vámonos, vámonos —dijeron todas.

—Pues a echar la calavera.

Tomaron con sus rebozos la calavera, y como si fuera animal ponzoñoso o brasa ardiendo, la echaron en el agujero, y colocaron la piedra con tal perfección, como lo podía haber hecho un albañil.

Lo que las vecinas querían en el fondo de su corazón, era quedarse sola cada una, o cuando más acompañada de otra, pues casi tenían evidencia de que existía dinero; doña Venturita dio a Crispiniana de codo, y las dos se miraron, se guiñaron el ojo, y se entendieron perfectamente.

—Vámonos, niñas; parece que no hay nada, y mala señal es haber encontrado una calavera.

Las vecinas salieron del cuarto de las tías, y entraron a sus habitaciones.

—Buenas noches, vecinita.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

A poco se cerraron las puertas, y el patio quedó en silencio y en la más completa oscuridad. Dio la media el reloj de San Sebastián; dos puertas se abrieron, y dos mujeres salieron de puntillas y con la mayor precaución.

—Vecina.

—Vecinita.

—¿Estamos listas?

—Sí.

—Pues al cuarto.

Venturita y Crispiniana se dirigieron al cuarto de las tías; encendieron una vela, y cerraron la puerta.

—¿Sabe usted, vecina —dijo Venturita—, dónde está verdaderamente el dinero?

—¿Dónde?

—En la cabecera de la cama de tía Marta.

—¿De veras?

—Indudablemente; yo les daba sus espiaditas a las viejas, y veía que sacaban una alcancía de hoja de lata. ¿Dónde está esa alcancía? Nadie ha entrado al cuarto más que nosotras, y en la caja no hay más que ropa, así la alcancía está en alguna parte. Dejemos la calavera y los huesos, vecina, para otro día, y ahora vamos a registrar el sitio que he dicho: ayúdeme usted.

Entre las dos y con cuanto silencio fue posible, arrimaron la cama de tía Marta. Las otras dos vecinas, que también salieron a hacer lo mismo que Crispiniana y Ventura, se encontraron con el lugar ocupado, y tuvieron que transigir, entrando al cuarto bajo el pretexto de que habían visto luz, y creían que algo se quemaba.

Instaladas de nuevo en la habitación de las difuntas, comenzaron a charlar, a formar conjeturas y comentarios y a trabajar como unas hormigas, con el fin de descubrir el dinero enterrado.

La tempestad y la lluvia seguían; el reloj de San Sebastián dio los tres cuartos para las doce. Convinieron en abandonar el agujero de la pared; pero se dedicaron a levantar las vigas de la cabecera de la cama, lo cual ejecutaron lo mismo que la primera vez, con la mayor maestría y seguridad; en un rincón observaron una losa perfectamente puesta.

—Debajo de esta losa seguramente está el dinero —exclamaron con alegría—, doña Venturita tenía razón.

Levantaron la losa, y debajo de ella había cuatro ladrillos grandes.

—Debajo de los ladrillos está sin duda alguna el tesoro; levantemos los ladrillos.

Todas las manos de las vecinas se agolparon a los ladrillos, y en un momento los levantaron, contemplando con asombro dos alcancías de hoja de lata de un tamaño enorme, y cuatriplicado del de las comunes que usan los sacristanes para pedir limosna en las iglesias.

—¡Aquí está! ¡Aquí está el tesoro de las tías! —dijo doña Venturita bailando, levantándose y dando saltos como una loca. ¿No se los decía, vecinitas? Dios nos ha venido a ver; y esto es legítimo, muy legítimo, porque las tías no tenían herederos.

—¡Milagro! ¡Milagro patente de Dios! —gritaron todas.

—Vamos, con calma, con calma; tomemos las alcancías; que se traiga un cuchillo para abrirlas; contaremos lo que tienen, y nos lo repartiremos por iguales partes. Compraremos a escote velas de cera para encenderlas todas las noches de las ocho a las nueve, y a escote rezaremos la Estación, es decir, entre todas.

Mientras una de las vecinas fue y volvió con un cuchillo viejo, las otras celebraron la ocurrencia de doña Venturita; se sentaron, y pusieron las alcancías sobre la mesa misma donde tenían las dos difuntas sus tranquilos banquetes. Doña Venturita, que era la más expedita de todas, tomó el cuchillo, rompió una alcancía, después otra, y vació sobre la mesa el dinero que contenían; había pesos, reales, medios, pesetas y no pocas monedas de oro. Clavaban sus codiciosas miradas en el dinero, y sus manos involuntariamente lo tocaban con una especie de placer; y mientras doña Venturita contaba y arreglaba las monedas, las otras hacían alegres cálculos para lo futuro, y se proponían comprar rebozos, enaguas, mascadas y mil cosas más.

Repentinamente rechinaron los gonces de la puerta; todas las vecinas, alarmadas, volvieron la cara; la puerta se fue abriendo lentamente, y apareció tía Marta vestida con una mortaja azul; era materialmente su cara una calavera, que abría lentamente la boca. Las vecinas dieron un grito, se cubrieron los ojos con las manos, y cayeron de rodillas, pidiendo a Dios misericordia.

—… La bondad infinita de Dios me ha concedido la merced de volver a la vida, para declarar que las alhajas son de Carmelita, y nada más que de Carmelita; vecinas, vean a la señorita Aurora, y díganle las últimas palabras de una alma de la otra vida.

Las vecinas cayeron en tierra llenas de terror; la tía Marta esforzó la voz, y les dijo:

—Vecinas, en nombre de Dios Todopoderoso les mando que cumplan mi voluntad.

Las vecinas quedaron sin sentido; la tía Marta dijo algunas palabras, que ya no pudieron escuchar las vecinas, y cayó muerta, para no volverse a levantar jamás.

El músico, que los lectores recordarán que tocaba con tanto afán su instrumento, y que aún vivía en su mismo cuarto, oyó ruido; se propuso espiar lo que hacían las vecinas agazapándose entre las columnas y rincones del patio; y ocultándose entre las sombras de la noche, pudo enterarse de todo lo que pasaba; un momento había entrado a su cuarto a tomar una frazada, porque la lluvia arreciaba; y cuando salió, miró con asombro a todas las vecinas desmayadas y a la tía Marta con su mortaja azul tendida en el quicio de la puerta. El pavor le sobrecogió un instante; pero como él, por una parte, era medio valeroso, y como por otra, el aspecto del dinero esparcido sobre la mesa, le inspiró un pensamiento atrevido, entró de puntillas, conteniendo el aliento, procurando con cuidado no tropezar con las desmayadas, recogió el dinero; se llenó las bolsas, y con el mismo tiento se volvió a su casa, cerró la puerta, y se acostó a dormir.

Al día siguiente, muy de madrugada, se levantó la casera; miró el espectáculo pavoroso que presentaban las vecinas tiradas en el suelo y como muertas junto al cadáver de la tía Marta; comenzó a dar voces, acudieron las demás personas que vivían en la casa; gritaron, hablaron, hicieron mil comentarios, y lograron, dándoles a oler vinagre, que volvieran en sí de su letargo. ¡Cuál fue el asombro de las que habían encontrado el tesoro al cerciorarse que había desaparecido, y que sólo quedaban las alcancías abiertas y vacías sobre la mesa! Si algunas veces permite Dios que el dinero enterrado se convierta en carbón, en esta vez se había vuelto aire, nada. No pudieron darse más explicación de este prodigio, sino que la casera las había robado; pero todavía presas del pánico que les causó la aparición de tía Marta, resolvieron hacer una confesión general, y andar los desagravios en la parroquia de Santa Catalina mártir. En México, y particularmente en el barrio, se contó el cuento de mil maneras; unos decían que se habían encontrado en la casa de vecindad muchas onzas de oro y plata labrada; otros, que una muerta había resucitado, y había hecho profecías muy terribles, respecto a la suerte de la nación; fue este suceso, en fin, el platillo de las conversaciones durante tres días, en las cuales no se dejaba de mentar a Aurora; y todos aseguraban que las viejas difuntas, que se murieron y habían vuelto a resucitar, le dejaron una rica herencia.

La explicación de este hecho, que parece tan misterioso, es muy sencilla: tía Marta no estaba completamente muerta, cuando la llevaron al panteón; y como éste, no tenía cerca, ni puerta y los dos cadáveres no eran de las personas distinguidas, a quienes se les destina un nicho, quedaron tendidos en el campo para enterrarlos al día siguiente en una fosa común, y en compañía de ocho o diez cadáveres más. Tía Marta volvió en sí, se vio ya en el panteón; reunió como mejor pudo sus fuerzas, y como impulsada por el poder del magnetismo, se levantó, y sin vacilar, y como una sombra impelida por el viento, se dirigió a su casa. Al llegar a ella dio tres suaves palmadas, lo que bastó para que cediese la puerta, la acabó de abrir y siguió hasta su cuarto, donde, sorprendió a las vecinas repartiéndose el tesoro. El zaguán se quedaba abierto las más noches por el descuido de los tertulianos de las viviendas que tenían su llave para abrir, y entrar a cualquiera hora de la noche.

Todo se pasa, todo se borra en esta vida: de las vecinas que fueron víctimas de su propia codicia, una malparió, otra cayó en cama con calentura, y las demás quedaron afectadas de los nervios; pero, todo esto desapareció con el tiempo, y les quedó la satisfacción de ser las heroínas de un cuento de muertos y aparecidos, que tanto ruido hizo en México. Doña Venturita fue la única que se aprovechó del Espanto. Reveló a Aurora el secreto de la tía Marta y recibió una gratificación tres veces mayor que el dinero que contenían las alcancías de las limosneras. Esto no se lo dijo ni a su confesor.

XVIII. Las citas a media noche

Se ha dicho que Aurora era una muchacha linda, rica y que podía llamarse de gran tono: la repentina muerte de las pordioseras y el fistol de Rugiero, que llevó una que otra noche al teatro, la hicieron más de moda, y no había jovencito petimetre ni almibarado que no la enamorase. La aventura que se acaba de referir ocasionó que algunos días estuviera triste; pero las explicaciones de algunos médicos que habían hecho sus estudios en París, sobre la resurrección de los muertos y la catalepsia, las caricias de Carmelita, a quien cada día quería más, las visitas, las tertulias y el teatro, disiparon muy pronto la leve sombra que empañó por unos días la aureola brillante de que estaba rodeada. Lejos de que hubiese disminuido su belleza, había aumentado visiblemente; una poca más de edad dio a sus formas una morbidez seductora, sin que por esto perdiera su flexibilidad y elegancia; en cuanto a su moral, preciso es confesar que había sufrido algo, pues las continuas lisonjas que le prodigaba todo el mundo, y la multitud de adoradores que la cercaban en la iglesia, en el paseo, en el teatro, en su casa misma, la habían hecho concebir una alta idea de su poder, como mujer hermosa; y en efecto, no carecía de razón. Apenas un ligero ruido de las sillas anunciaba su presencia en el teatro, cuando los abonados del patio, y aun de los palcos, volvían la vista; los gemelos se dirigían a su palco, y un murmullo de aprobación subía a lisonjear sus oídos: ella sonreía con gracia y naturalidad, y pagaba de esta manera estas adulaciones populares. Al entrar en la iglesia, encontraba en el atrio a ocho o diez jóvenes, de los mejor vestidos, de los más elegantes en maneras y en figura; y si Aurora oía tres o cuatro misas, los jóvenes afectando mucha devoción, se quedaban también en la iglesia. En el paseo, llevaba al estribo del coche, siempre tres o cuatro edecanes, que la seguían toda la tarde hasta que regresaba a su casa; y no la abandonaban sino para volverla a ver a las ocho en el teatro. Virginia, la famosa modista Virginia Gourges, era la encargada de vestir con las más ricas y caprichosas telas, las suaves y encantadoras formas de Aurora; y las demás muchachas, aunque en el fondo de su alma le tenían envidia, se veían en la necesidad de imitar su peinado, el color de sus trajes, y hasta sus maneras y graciosos movimientos. A pesar de todo esto, Aurora no había perdido aún la belleza de su corazón; era la mujer más caritativa del mundo; y lo que hemos visto que hacía con tía Marta, lo repetía con porción de pobres familias; a unas les daba una corta pensión mensual, a otras les enviaba diariamente algo de comer, y a las más las vestía, regalándoles ropa casi nueva con el olor todavía de su cuerpo sano y virgen. Visitaba a los niños de la cuna, y les regalaba ropa; auxiliaba a los enfermos del hospital de San Andrés, y en una palabra, tenía casi manía de hacer obras meritorias. En cuanto a la práctica exterior de la religión, tampoco la olvidaba; oía misa algunos días de trabajo; rezaba rosarios y multitud de oraciones; bordaba palios y vestidos de imágenes, y tenía íntimas relaciones con las monjas capuchinas, y con las superioras de la Concepción, Santa Clara, Jesús María y Balbanera; era un corazón de cera, que tan pronto recibía las impresiones amorosas y apasionadas en un baile, como lloraba cuando escuchaba un sermón del obispo Madrid, del padre Abolafia o del padre Pinzón. Lloraba como una niña con Pablo el Marino; se reía a carcajadas con el Muérete y verás, de Bretón, y se asustaba con la Berlina del emigrado. Agradecía los cumplimientos de los amantes; se enternecía y le daban lástima aquellos que por ella sufrían; pero su corazón no se fijaba en ninguno, y de vez en cuando experimentaba una profunda melancolía; el recuerdo de Arturo venía a sorprenderla en medio de sus placeres, y no sabía si era amor u odio lo que sentía por el joven orgulloso, que le había dirigido, en vez de palabras aduladoras y amorosas, sátiras duras y picantes.

Sin embargo, no se le borraba de la memoria aquella noche del gran baile en el Teatro Nacional, en que Arturo, tan amoroso y tan rendido, le dijo que la adoraba; y a veces sentía unida a su mano, la mano ardiente del joven. Precisamente las mujeres desean lo imposible, y Aurora hubiera cambiado gustosa a todas las docenas de adoradores que la perseguían, por una sola palabra amorosa de la boca de Arturo; pero éste no podía decirle esas palabras de amor; y Aurora, que ni sabía dónde estaba, no era de esas muchachas románticas de las comedias, que conservan durante años enteros una pasión profunda que las hace ponerse pálidas como la luna y delgadas como un espárrago; seguía, pues, entregada a la diversión y a la devoción, es decir, a dos cosas que igualmente divierten a las mujeres. Por la mañana, Aurora, oía su misa; después del almuerzo cosía o bordaba; en la tarde en coche al paseo, y apenas tenía tiempo para comer, vestirse y concurrir al teatro, de donde volvía a las once y media o doce de la noche; esta vida alegre, dedicada, por decirlo así, al público y no al hogar doméstico, la iba cansando a toda prisa, porque es privilegio de este pícaro mundo que todo canse y fastidie en él. A veces llegaban a serle pesados sus perseguidores, le mortificaban las lisonjas y le molestaban el lujo y la variación de trajes; se dormía en la comedia; renegaba de Valleto y de la Peluffo, y le encolerizaban las gracias de Castro; en una palabra, Aurora se encontraba en ese estado intermedio de la vida, en que la juventud impele a los placeres, y los placeres fatigan, en que se siente el deseo de amar, y no se puede amar a nadie; en que sobreviene la tristeza y se disipa al momento; en que se cree en todo, y está muy dispuesto el corazón a dudar hasta de Dios; estado incomprensible y violento, del cual, sin embargo, puede resultar o la felicidad, o la desgracia de toda la vida. Aurora desde la aventura del fistol había adquirido una verdadera fama, y los amantes se atrevieron a intentar contra su corazón ataques mucho más serios; don Gustavo, aquel amante que encontró Arturo en la casa de Aurora, cuando fue presentado por Rugiero, se determinó a hacer su formal declaración; pero le surtió efectos contrarios a los que esperaba, pues la muchacha se rio a carcajadas de su tristeza y de sus juramentos; la madre lo miró con desconfianza, y por fin se le dijo cortésmente por la ama de llaves, que la señora ordenaba que no se le admitiera más. Don Gustavo fue una verdadera trompeta, que a todas horas y en todas partes hablaba mal de Aurora, diciendo a voz en cuello, que era una coqueta presumida, gastadora de dinero, frívola, falsa, sin corazón, e hipócrita y enredadora.

Decíamos que muchos de los amantes emprendieron ataques serios, y esto es exacto; tres de ellos hicieron llegar a sus manos epístolas concebidas en ese lenguaje vulgar, que no es apasionado ni sincero, sino elegante; Aurora las devolvió por tres o cuatro veces sin leerlas; y los amantes, mirándose despreciados, y habiendo hecho cada uno de ellos un gasto de seis pesos regalados a los mercurios de ambos sexos, se unieron a don Gustavo para hablar mal de ella; de suerte que eran ya cuatro las personas dedicadas a quitar la fama y la honra a la bella muchacha: hay una cosa evidente, y es, que toda mujer hermosa tiene por enemigos a todos los pretendientes a quienes no corresponde. Después otros tres amantes buscaron el modo de ser presentados en la casa; se les recibió con seriedad y cortesía, como se recibe por primera vez a toda gente extraña; y se les hizo el cumplimiento de ofrecerles la casa: no se hicieron sordos, y continuaron sus visitas por mañana, tarde y noche; a los tres días uno había puesto una carta para Aurora debajo de los cojines del sofá; el otro se había valido de la costurera, para que aquella le proporcionara una entrevista a solas, y el tercero la requebraba delante de la madre y de las visitas, se sentaba junto a ella, y la seguía por todas partes. Este sitio, este bloqueo, no podía sufrirse por mucho tiempo; el público comentaba ya estos hechos de mil maneras diversas; la madre se estaba enfermando de las cóleras; Aurora se mortificaba, y no era dueña de sus movimientos ni de su libertad; y don Gustavo y sus socios de charlatanería se reían a carcajadas en el café del Progreso y en el pórtico del Teatro Nacional, contando mil anécdotas. Dos de los novios de que hablamos, se habían propuesto enamorar a escote a la muchacha, y esto ofendía su amor propio; y otro estaba tristón y celoso, ocupado en echar indirectas a los otros rivales los ratos que no tenía los ojos clavados y fijos en Aurora. No podía, pues, prolongarse esta situación, y los tres amantes corrieron la misma suerte que don Gustavo; fueron entonces siete los que hicieron el propósito de molestarla, y quitarle el crédito, y ya este partido era demasiado formidable, y aunque era mucha su amabilidad, su dulzura y su belleza, fueron sus enemigos menoscabando su prestigio. Llegaron, pues, las cosas hasta el extremo de que la madre supiese minuciosamente todo lo que se decía de su hija, y fue grande y profundo el pesar de la señora, que aunque rara en sus costumbres, no podía parecerle bien que en público se hablase mal de su familia.

Aurora, una noche al entrar al teatro, en vez de palabras de amor y respeto, oyó insultos. Ahí va esa coqueta; se va quedando para vestir santos; tiene ya veinticinco años cumplidos; se va poniendo gorda y fea. Estas frases que oyó a un grupo de jóvenes que parecía que hablaban de cosas indiferentes, fueron directamente a su corazón y lo hirieron como agudas flechas: así es que después que se retiró del teatro, entró a su cuarto, tiró con cólera sus vestidos, y se puso a llorar. Hacía mucho tiempo que no conocía más que las lisonjas y los placeres, y en esta vez la rabia, el despecho, más claro, el desengaño, había aparecido con toda su deformidad en el camino florido de su vida.

—¡Oh! todo es mentira, todo es engaño en el mundo; sólo un hombre creo que me ama; los demás son unos infames, unos calumniadores —decía.

Daremos la explicación de esto: entre los amantes de que hemos hablado, y otros más, que por timidez no habían hecho sino que rondar la calle, existía uno que Aurora creía preferir: blanco cetrino, de patilla y bigote negros, de ancha frente, de ojo rasgado, inteligente y amoroso; vestía con elegante seriedad y esmerado aseo: se parecía mucho en sus maneras y aun en su fisonomía a Arturo, y quizá por esta causa Aurora lo había preferido a los demás. Este amante observaba una conducta contraria a la de los otros: no seguía a Aurora más que una que otra vez: en el teatro, la miraba lo suficiente para darle a entender que la amaba, pero sin causar escándalo; y habiéndola encontrado en una tertulia, la invitó a bailar una sola vez, pidiéndola mil disculpas y perdones, y contentándose el resto de la noche con echarle algunas tímidas miradas y dispensarle finas y delicadas atenciones.

Este amante, que no tenía un nombre romántico, sino que simplemente se llamaba don Francisco, y que era tenedor de libros de una casa de comercio, fue presentado a la madre de Aurora; y en vez de abusar, frecuentando la casa, concurría pocas veces; permanecía media hora, y se retiraba, dejando muy complacidas, tanto a la madre, como a la hija, por la agudeza de su conversación, por su finura y por cierto tono melancólico y verídico con que refería los acontecimientos de su vida, sin que en estas conversaciones se notase nada de romanticismo ni de exageración. En el tiempo que llevaba el clásico. Don Francisco de manifestar inclinación a Aurora, jamás le había dicho una sola palabra de amor, circunstancia que interesaba más a la muchacha, la que deseaba que el amante buscase una favorable ocasión de abandonar esa tímida reserva. Una tarde, después de las seis y media, hora en que Aurora venía del paseo en su coche, sola con la costurera, don Francisco, que paseaba en un brioso corcel, se acercó a la portezuela: Aurora no dejó de sobresaltarse, pues creyó que indudablemente iba a oír una declaración; pero, contra su esperanza, el galán le platicó con afabilidad de las cosas más indiferentes: y después de cinco minutos prendió las espuelas a su caballo, y se marchó rápidamente. Dos o tres noches después Aurora notó que don Francisco, con disimulo, dirigía el anteojo a otro palco: observó luego que en el paseo se alejaba del coche, y que las visitas eran de cinco minutos, es decir, que no pasaban de una pura ceremonia. Entonces Aurora no tuvo ya duda alguna de que don Francisco la había olvidado, y que dirigía sus atenciones a otra: conoció, en sustancia, que don Francisco le había dado calabazas. Aurora estaba ya muy próxima al despecho, pues estas alternativas y estos pesares, que forman la historia de una mujer, hicieron en ella bastante impresión: comía poco; estaba siempre de mal humor; reñía a las criadas; abandonaba sus prácticas religiosas, y estaba inquieta, sobresaltada y triste. Igual cosa había experimentado por Arturo; pero la ausencia y el tiempo habían disipado su malestar, que en esta vez parecía más formidable, tenaz y persistente.

La madre, amagada de una apoplejía, sufriendo continuos desvanecimientos y trastornos de estómago, y observando la variación en el carácter de Aurora, pensó que podía morir repentinamente, y dejar a su hija expuesta a la sorpresa de un bribón, que le gastase el caudal; la madre, pues, creyó que un hombre ya anciano y de una probidad a toda prueba, era absolutamente indispensable; y ya hemos visto cómo pensó en don Pedro, el tutor de Teresa.

Después de la ocurrencia de los ladrones, don Pedro tuvo el singular pensamiento de reparar el robo que le hizo Celestina, y el que le hicieron los ladrones, a costa de Aurora, intentando, o casarse con ella, ya que no lo había podido hacer con Teresa, o inclinarla a la vida religiosa para quedarse con el caudal. Había tenido ya tres o cuatro conferencias con la madre de Aurora, dejándola prendada de su probidad y de su prudencia, y estaba casi decidida a confiarle la dirección de su casa: todo esto había pasado sin conocimiento de la muchacha, demasiado preocupada con sus penas para ocuparse de lo que la madre hacía. Don Pedro comenzó su plan de ataque, aconsejando a la señora que hiciera confesar a Aurora con el padre Martín, ex-jesuita rígido, que amagaba constantemente al pecador con el plomo y azufre del infierno, que no consentía, la más leve imperfección, que exigía la frecuencia de sacramentos, y que tenía en un puño, como suele decirse, al desventurado penitente. En la primera confesión que hizo Aurora, el padre no mostró toda la dureza de su genio, porque tenía el talento necesario para no dejar escapar a la pecadora una vez que caía en sus garras, y se limitó a prohibirle que viera el baile en el teatro, porque decía que esas mujeres vestidas de manolas, que salían a dar brincos y saltos, y a pararse en la punta del dedo gordo, estaban ya dejadas de la mano de Dios: Aurora se sujetó a esa reforma, y se salía unas veces del palco antes de que comenzaran las Boleras y la Jota Aragonesa, y otras volvía la cara con disimulo, o involuntariamente caía su mirada sobre don Francisco, quien con una tranquilidad e indiferencia increíble, fumaba su puro, sin atender ni al baile, ni a los palcos. El padre Martín que tenía la monomanía de arrebatar almas de las garras de Satanás, formó desde luego el propósito de desviar poco a poco a Aurora del mundo reduciéndola al encierro de su casa, y haciéndola después abandonar el lujo, hasta obligarla a ponerse calzado de cordobán, y a hacer ayunos rigurosos, aconsejándole el cilicio si el demonio la tentaba; finalmente se proponía dominarla por el terror, por los escrúpulos, por la debilidad de cerebro, hasta hacerla entrar en un convento, y coronar la obra, remachando los grillos con una profesión y con unos votos arrancados a la violencia y a la desesperación: este era el plan del padre; y no sin razón decimos que era una monomanía. Don Pedro había calculado que en la alternativa de una opresión semejante y de un marido viejo, cualquiera mujer escogería a éste por detestable que fuese; que entonces él se presentaría como un ángel salvador, y que se le aceptaría. Después de asegurarse de la rigidez del confesor, y de hacerlo instrumento indirecto de sus miras, hizo sus visitas a las monjas que sabía tenían amistad con Aurora, a fin de que no dejaran de inclinarla a la vida del convento, para lo cual éstas necesitaban poco, pues ya se sabe que las monjas siempre procuran atraer a su convento a todas las muchachas que se hallan en el mundo: puestos así los planes, don Pedro esperó que el tiempo y los acontecimientos le dieran el resultado. Es menester decir que en todas estas contestaciones ni una palabra se había hablado de la tía Marta, pues Aurora había hecho voto de cumplir religiosamente con la última voluntad de aquella, y de guardar igualmente el secreto que se le había revelado, conservando las alhajas como una herencia de Carmelita, y usando sólo, una que otra noche, el fistol de Rugiero: hechas estas explicaciones, volvamos a don Francisco.

Un día Aurora, sin saber cómo, se encontró en su costurero con una carta; quiso arrojarla al fuego, pero movida por la curiosidad, se decidió a abrirla.


Señorita:

Con el temor de un hombre, que al recibir una negativa de usted, la considerará como la sentencia de su desgracia, me he atrevido a dirigirle estas líneas: no tengo fortuna, no tengo mérito personal, no tengo ningún título que me recomiende a los ojos de usted, y sólo me será permitido hacer alarde de un amor respetuoso, que en vano he querido comprimir y sofocar hace mucho tiempo.

Así, pues, lleno de humildad, implorando más bien su compasión, que su amor, me presento ante usted, para que sepa que la idolatro; y para vivir siquiera en la memoria de un ángel. No me conteste usted, porque una respuesta, de cualquiera manera que fuese, me mataría; he salido para el campo: el aire de la ciudad me ahoga, me parecía insoportable.

En el campo, en medio del silencio y de la soledad, podré pensar en usted, podré suspirar, podré acaso llorar sin ser criticado por una sociedad, que no tiene más que sarcasmos para la virtud; burla y desprecio para la sensibilidad.

Repito a usted mi ruego: si tengo la fortuna de que sus hermosos ojos recorran estas líneas, no me conteste. Si he podido interesar su corazón, no me lo diga, porque la alegría me mataría, o me expondría a correr como un loco por las calles; si no merezco más que su desprecio… ¡Oh! entonces, menos, menos, porque yo sería muy desgraciado, y usted, Aurora, no ha de querer atormentar a un hombre, cuya única falta es no haber podido arrojar de su pecho su adorada imagen.

Perdone usted, Aurora, el atrevimiento y la insensatez de su atento servidor, que con el mayor respeto B. SS. PP.,

F.
 

La inicial y el tono de la carta no dejó duda a Aurora de que era de don Francisco. La joven quedó sumergida en un mar de conjeturas y pensamientos: después volvió a leer la carta, y la arrojó con desdén en una canastilla, donde había sedas, carretes y agujas para bordar.

—¡Y si todo esto fuera mentira! —exclamó—. No, no le contestaré.

Tres días pasaron, durante los cuales Aurora leyó varias veces la carta, hasta aprenderla de memoria: al cabo de este tiempo, encontró en su canastilla otro billete perfumado. Disimuladamente procuró indagar con los criados quién era la persona que se encargaba con tanta exactitud de la correspondencia de don Francisco; pero todo fue en vano, pues nada absolutamente pudo saber. Esta manera misteriosa de recibir las cartas, le había hecho nacer más curiosidad e interés, y veía en don Francisco un hombre lleno de delicadeza, que no quería hacer partícipe de sus amores al cochero o a un lacayo parlanchín; las mujeres siempre están inclinadas a pensar bien de las gentes por quienes tienen simpatía. No le ocurría que el amante hacía llegar a sus manos sus amorosas epístolas por el medio común y trivial de los sirvientes: el ama de llaves de la casa de Aurora había criado a don Francisco; le tenía cariño, y estaba interesada en hacer un casamiento, cosa que halaga demasiado a todas las mujeres de cierta edad. Aurora hizo con la segunda carta lo mismo que con la primera, es decir, la abrió y la leyó.


Tizapan, Mayo de 184…

¡Gracias! ¡Mil gracias, Aurora, por tanta bondad y tanta benevolencia!
 

—¡Vaya! —dijo la muchacha—, es original don Francisco: me da las gracias, y nada he hecho por él; y continuó leyendo:

Aurora idolatrada, usted ha comprendido mi alma sublime para amar, como lo es el alma de los ángeles que adoran a Dios. No me ha contestado usted mi primera carta, porque ha tenido compasión de mí, porque me ama, puesto que no ha querido que experimente la funesta sensación que me causaría una respuesta.

—¿Será capaz don Francisco de inferir que lo amo, porque no le he contestado? —dijo Aurora hablando consigo misma—. Ya se ve… puede que tenga razón, porque si yo le aborreciera, debería habérselo dicho. —Aurora continúo la lectura:

Escribo a usted desde este pueblecito solitario, salvaje, lleno de la magnífica hermosura que Dios sabe comunicar a las obras de la naturaleza; el aire embalsamado de las mañanas mitiga el ardor de mi frente; las aguas cristalinas de los arroyos refrescan mis labios ardientes; mas para aplacar el fuego que consume mi corazón, no hay otro remedio sino el amor de usted. ¡Ah! no sabe usted Aurora, lo que es amar, y amar acaso sin esperanza.

—¡Pobrecito! —dijo Aurora—, ojalá y supiera que puede amarme con alguna esperanza; es el único que tiene buena fe, y que sufre resignado mis desprecios.


Si usted pudiera ver, Aurora cómo mis ojos están enjutos de tanto llorar; cómo mis mejillas están pálidas de tanto sufrir; cómo mi corazón late precipitado con un sobresalto continuo, me tendría lástima…

Tampoco solicito contestación a esta carta. Con la misma reserva y misterio con que llegan mis billetes a manos de usted, tendré el atrevimiento de presentarme, si usted es tan bondadosa, que consienta en una conferencia a solas: nada tema usted, porque el hombre que de veras ama, en vez de ser un seductor, es el ángel de guarda de las vírgenes.

Además, tengo que comunicar a usted cosas muy importantes: se trama; una intriga infame contra la felicidad de usted, y yo no puedo fiar a la pluma secretos de tanta importancia.

Adiós, Aurora, adiós ángel del cielo; ¡quiera Dios del Universo separar de la cabeza de usted, la desgracia que se le prepara!
 

—¡Qué desgracia será esta, Dios mío! —dijo Aurora poniéndose algo pálida—, ¡quién será el enemigo oculto que trama esta intriga!… ¡Y don Francisco dice que ha de verme en secreto de una manera misteriosa! ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué conflicto! ¡Qué compromisos tan grandes!

La tristeza de Aurora y su inquietud se aumentaron de una manera tan visible, que la madre echó de ver la variación que en pocos días había sufrido su hija; creyó prudente no decirle una palabra; pero tuvo frecuentes consultas y conversaciones con don Pedro; y la madre y el tutor, que no podían dudar que Aurora tenía un amante, se devanaban los sesos por saber quién era tan peligroso enemigo.

En ocho días Aurora no recibió ni carta, ni noticia alguna de don Francisco, y llegó a pensar que acaso habría muerto. En cuanto a éste, debemos decir que era un seductor completo; es decir, amable, reservado, de una educación finísima, de una imaginación ardiente, para hacer creer a las mujeres que las adoraba, y de una sangre fría admirable, para prever todos los lances, y para no fascinarse con ilusiones, ni pararse delante de las dificultades. Mientras Aurora estaba llena de temor y de inquietud, a consecuencia de las cartas, él se divertía alegremente en la temporada de San Ángel; enamoraba a una casada, a dos doncellas, a una viuda y a una vieja; y todo esto lo hacía con la mayor reserva y precaución. Pasaba una parte de la noche bailando, y contando a las muchachas historias sentimentales; y la otra jugando albures, en los cuales ganaba lo bastante para mantener sus caballos, vestirse con elegancia y hacer sus menudos gastos.

Se ve, pues, que no había echado ni una lágrima, ni un suspiro por Aurora; que se había propuesto simplemente seducirla, entablando una competencia con el viejo don Pedro, en quien suponía planes amorosos, y que se proponía llevar con lentitud las cosas, pero de una manera segura. Su primera idea, entabladas las relaciones con Aurora, era evitar que se confesara, ridiculizarle las prácticas religiosas; infundirle poco a poco ideas de libertinaje, y así que hubiese conseguido todo esto, sacar el fruto que un vencedor de un imperio conquistado, y marcharse a libar a otra parte la miel del amor; en último caso, haría un casamiento con una mujer bonita y rica, y esto le proporcionaría un buen elemento para sus nuevas empresas. Es menester decir, en obsequio de la verdad, que don Francisco no era ambicioso y venal, como el amante de Florinda, que sacrificó el amor al interés; era enamorado de profesión, y nada más; y por el contrario, botaba con mucha facilidad cuanto dinero le venía a las manos. Creyó, pues, don Francisco, que con dos cartas misteriosas, románticas y que deberían haber despertado el interés y la curiosidad, era bastante; montó; pues, a caballo un día, llegó a México, y mandó llamar a la ama de llaves.

—¿Qué tal van las cosas, madre Teodora? —dijo el seductor, en cuanto la vio llegar.

—¡Bien, hijo, muy bien!

Don Francisco trataba de madre a Teodora, y ésta le decía hijo.

—Vamos, explícate, madre —continuó el joven, poniendo en sus manos una docena de pesos.

—La niña está triste y pensativa, particularmente desde que leyó la última carta.

—¡Muy bien! cuando las chicas se ponen tristes, es señal evidente de que quieren que las consuelen; yo haré el grande sacrificio de amar a ella sola, y encontraré la manera de consolarla. ¿Te ha dicho algo?

—Ni una palabra; pero se está horas enteras en su cuarto, y ya hace varias noches que no va al teatro.

—Habrá leído mis dos cartas… Estaban muy tiernas y muy amorosas.

—Las ha aprendido de memoria, según creo.

—Perfectamente, madre Teodora; la cosa marcha; es menester completar la obra.

—¿Es decir, que llevaré otra carta ahora?

—De ninguna suerte; ya no escribiré más cartas; sobra con dos para turbar el reposo de una doncella. Ahora es menester que yo le hable.

—Eso es imposible, a no ser en el paseo, cuando vaya sola conmigo o en su casa, si vas a una hora en que la señora no esté.

—¡Cáspita! Eso no haré, porque si la madre me sorprende mano a mano con la hija, arderá Troya, y ya ves que no me conviene todavía ser un amante declarado, y que todo el mundo me señale con el dedo.

—Pues entonces…

—¿No me has dicho que la recámara de Aurora tiene balcón a la calle?

—Sí.

—¿Y a qué distancia duerme la madre?

—A dos piezas de distancia; yo duermo en la recámara que sigue a la de la niña.

—¿Y tú tienes el sueño pesado?

—Sí, ¿pero a qué conducen esas preguntas?

—He pensado hablarle a solas.

—¿Y dónde? ¿Dónde? —se apresuró a preguntar azorada la ama de llaves.

—En su propia recámara; de noche, cuando la madre y tú estén durmiendo.

—¡Imposible! eso no lo consentiré yo —dijo la vieja, retrocediendo dos pasos.

—¿Me crees hombre de bien? ¿No me he de casar con ella?

—Sin embargo…

—Vamos, afuera escrúpulos; nada hay que temer. Lo único que yo deseo, es platicar con libertad.

—Pero…

—No hay pero; tú procurarás dejar el balcón sin el pasador y le echarás a los gonces un poco de aceite para que no rechinen.

—Pero…

—Te repito que no tengas cuidado. El sereno es mi buen amigo; me prestará su escalera, y como el balcón está bajo, no tendré ningún riesgo.

—Pero…

—El peligro que realmente debemos temer, es el de que la criatura asustada, vaya a gritar, creyendo que es un ladrón que entra por el balcón, pero tú la prepararás.

—Pero…

—Ya sé lo que vas a decir, que la huerfanita, esa Carmelita que duerme, para mi tormento, en la recámara de Aurora, podrá despertar. Eso es poca cosa, nos pondremos a platicar detrás de las cortinas de la cama, y hablaremos quedo, muy quedo, como hablan los amantes que temen ser sorprendidos.

—Pero…

—No hay riesgo ninguno; el portero, el lacayo, el cochero, todos los criados son míos, merced a los pesos que gasto con ellos.

—Pero…

—No te ofendas, madre; no habla eso contigo, y ya ves que a fuer de hijo agradecido, cuyos lloros sufriste cuando fui niño, te doy lo que tengo.

—Es verdad, pero…

—Así todo está allanado, ¿no es verdad? Tú sabes mejor que yo cómo se gana el corazón de una muchacha, porque eres, aunque anciana, muy amable y muy buena.

Don Francisco dio tres o cuatro abrazos muy estrechos a la vieja, y se restregó después con alegría las manos, como saboreando de antemano el placer que le iba a producir la aventura.

—Ésas son locuras.

—Convenido.

—Puede la señora despertar.

—¿Y qué?

—Llamará gente.

—No llamará; al contrario, querrá que no haya una alma.

—¿Y si por casualidad?…

—Me caso, y punto redondo.

—Pero ese proyecto, hijo, es peligroso, arriesgado…

—Hoy es lunes… Pues bien, miércoles a las dos de la mañana —dijo el seductor sacando el reloj—, entraré por el balcón de Aurora; platicaremos un par de horas, y a las cuatro me iré, seguro de que nadie me verá.

—Pero…

—No hay pero que valga… Es cosa ya decidida. Tú ya conoces mi genio; jamás vuelvo atrás de lo que una vez prometo. Es asunto concluido, y no hablemos más; te dejo en tu casa, y me voy a hacer varias visitas.

Don Francisco se lavó, se sacudió el polvo, se puso una levita nueva y salió cantando pésimamente una cavatina de la Cenicienta. La vieja se quedó petrificada; pero reflexionando que don Francisco, en efecto no era hombre que abandonaba una resolución, una vez tomada, guardó el dinero que había recibido y se marchó a discurrir la manera de preparar las cosas a gusto del galán; buscó un modo de platicar a solas con Aurora, y después de varios preliminares entró en materia.

—Con que es necesario que se prepare usted, niña —le dijo.

—Prepararme, ¿y a qué? —dijo Aurora alarmada.

—A recibir una visita.

—¿De quién?

—De un joven bien parecido, y que idolatra a usted con todo su corazón.

—No me hables de eso, Teodora; estoy cansada de todas esas tonterías, y los hombres me fastidian, y me dan cólera.

—Pero así que sepa usted quién es, me escuchará con más calma.

—¿Pues quién es?

Don Francisco, el mismo que escribió a usted unas cartas muy amorosas.

—No he visto tales cartas —dijo Aurora con seriedad.

—Las ha encontrado usted en la canastilla de la costura.

—Es decir que tú…

—Yo misma las puse; me dio tanta lástima el pobre, que no pude resistir.

—¿Lo ves? y nada me habías dicho.

—Tenía miedo, mi vida, de que me regañara usted; mas ahora le digo que don Francisco ha de ver a usted a solas, porque tiene cosas muy importantes que decirle.

—¿Pero dónde?

—Lo ignoro todavía, pero no se asuste usted cuando lo vea; es muy amable, muy caballero, y muy honrado.

—Y si mi madre…

—No lo sabrá; fíe usted en mí, y nada tema.

Aurora se retiró temblando y ruborizada; era la primera vez que tenía confidencias amorosas con una criada, y la primera que iba a hablar con un amante. El natural pudor que adorna a las mujeres, la inclinaba algunas veces a decírselo todo a su madre, y a evitar una entrevista con don Francisco, que no sospechaba de ninguna suerte que fuese a una hora avanzada de la noche; pero triunfó la curiosidad y el interés amoroso que había concebido la muchacha, y variando de rumbo sus ideas; se engolfó en un mar de pensamientos, mezclados de una especie de agradable temor. Las mujeres, según se dice vulgarmente, son la piel de Barrabás; Aurora estuvo alegre, risueña, contenta y tranquila en lo aparente, como nunca, tanto que su madre quedó perfectamente convencida de que su hija estaba ya libre de toda inquietud y de todo amor. El miércoles, Aurora se encontró en su canastilla de costura con una carta muy pequeñita, la abrió y leyó:


A las dos de la mañana tendré el placer de hablar con usted: no se asuste ni tema nada, pues soy un caballero, y sé respetar la virtud y la inocencia: en media hora diré a usted cosas que interesan mucho a su felicidad, y después no volveré a mortificarla más. Si usted no me espera, mi muerte será segura, pues caeré en manos de enemigos que tienen positivo interés en que no hable con usted.

Su rendido amante y servidor.

F.
 

Aurora no pudo leer esta carta sin temblar, y pálida, y casi con lágrimas en los ojos, se fue a consultar con la ama de llaves; ésta la animó, la consoló, la acarició, le dio mil seguridades, y le probó de mil maneras, que era obligación de conciencia el hablar con un hombre generoso que se interesaba por su felicidad. Le declaró, por último, que don Francisco debería entrar por el balcón; y que si no había quien lo recibiese, podrían creerlo un ladrón, tirarle un balazo y matarlo.

Aurora se alarmó tanto con el modo que don Francisco había elegido para entrar a su casa, que costó muchísimo trabajo a la ama de llaves el convencerla, y le prometió que la acompañaría y que no la dejaría sola con el galán. En cuanto Aurora leyó el papel, su corazón comenzó a latir con más violencia; pero, repetimos, era sólo por el agradable sobresalto que causan esas aventuras misteriosas a que con tanta facilidad se dejan arrastrar las mujeres, a causa de su imaginación ardiente y romancesca.

Después de concluido el teatro, al que de intento no concurrió el galán, Aurora, como de costumbre, tomó un ligero alimento, y amos y criados se retiraron a dormir a sus aposentos: a las doce de la noche la casa estaba ya en un profundo silencio, y si no dormían todos, comenzaban a sentir ese agradable sopor que va haciendo callar a los sentidos, y que precede siempre a un sueño profundo y tranquilo. Se concebirá naturalmente que Aurora no dormía; permanecía despierta, y llena de inquietud y sobresalto en su recámara, de la cual daremos una breve idea: era una pieza cuadrada, de cosa de seis a siete varas, pintada de un verde azufroso muy apacible, y parecido al color transparente del agua del mar en calma; en el cielo había pintados por la mano de Paris, diosas, genios, cupidos, todos alegres, expresivos, juguetones y en medio de multitud de flores. Cubría el pavimento una velluda alfombra sembrada de jazmines y violetas, tan perfectamente imitados del natural, que daba lástima hollarlos con la planta. En medio de esta pieza estaba colocado un hermoso catre de bronce con su pabellón de transparente muselina y brocado verde. Dos muebles para guardar la ropa ocupaban el frente, y las puertas eran de grandes espejos de Venecia, que retrataban todos los objetos; media docena de grandes sillones de damasco verde estaban distribuidos por la pieza, y una lámpara de alabastro pendía del techo. Dos cosas había que interrumpían la armonía que guardaban entre sí los muebles de la recámara, y eran una pequeña cama de caoba colocada en un rincón, y una mesa de madera fina, sobre la cual había un Crucifijo de marfil cubierto con un capelo de cristal. La lámpara de alabastro se conocía que sólo estaba de adorno, pues no tenía trazas de haberse encendido nunca; pero en cambio ardía todas las noches delante del Santo Cristo la débil luz de una mariposa, colocada en una copa de cristal. En esta estancia silenciosa, alumbrada débilmente, era donde Aurora aguardaba la visita consabida; Carmelita dormía en su cama de caoba, y la vieja Teodora, cansada de platicar, cabeceaba en un rincón de la alcoba, dispuesta a dormirse tan luego como galán y novia entablaran la conversación.

Don Francisco, desde las ocho de la noche se acostó a dormir tranquilamente, dando orden a su criado de que lo despertara a la una y media de la mañana; levantado a esas horas, se puso unos zapatos hechos a propósito para no hacer ningún ruido, una camisa limpia, un pantalón de lienzo, un sombrero de jipijapa, y se envolvió en una ligera capa, echándose en los bolsillos un par de pistolas y algún dinero menudo. Poco antes de la hora citada salió de su casa, y llegando a la esquina encontró al sereno despierto y listo; don Francisco tenía avisados, además de los cuatro serenos más inmediatos, al cabo, para evitar el ser sorprendido y que su disfraz les llamase la atención. Con una presteza increíble cargó la escalera, la arrimó al balcón, y montó en el barandal; empujó suavemente la puerta, y se encontró delante de Aurora, que, llena de pavor, y pareciéndole a ella misma increíble lo que estaba pasando, no podía ni hablar ni moverse del sitio en que estaba.

Don Francisco no usó de un lenguaje apasionado, ni ardiente, sino que procuró solamente tranquilizarla, asegurándole, en nombre de todos los santos del cielo, que nada tenía que temer. Para evitar que Carmelita pudiera despertar, se sentaron detrás de las cortinas de la cama, y don Francisco se colocó a una respetuosa distancia.

—Aurora —dijo don Francisco—, la confianza que usted me ha dispensado, compromete mi eterna gratitud; jamás abusaré, y puede usted estar enteramente tranquila.

—¡Oh, señor! —dijo Aurora—, yo no he consentido de ninguna manera en esto. Me dijo usted que podía peligrar su vida, y me he visto obligada…

—Mil gracias, mil gracias, Aurora; yo no he mentido a usted. Hay personas que codician las riquezas de usted, y no perdonarán medio alguno, y mi empeño es avisarle con tiempo que ese infame viejo que goza de la confianza de su mamá, ha concebido el absurdo proyecto de casarse con usted y apoderarse de su dinero. Está urdiendo mil intrigas por el estilo de las que puso en juego para despachar a La Habana a su pupila Teresa, para no dejarla casar con su amante, y para disfrutar, como está disfrutando del caudal. Yo temo mucho que usted sea víctima de ese hombre, y vengo a ofrecerle mis servicios como un caballero; no hablo a usted de mi amor, de mi pasión eterna y profunda, Aurora, porque no he venido a eso, ni quiero que usted me dé respuesta alguna.

—¡Pero, no puedo comprender!…

—Eso es muy fácil, Aurora; usted es niña, sin mundo y sin experiencia; cualquiera puede engañar a usted, y yo estoy seguro de que la engañan; apuesto diez años de mi vida a que el confesor de usted la molesta por las cosas más insignificantes.

—¿El confesor? no, nada me dice —interrumpió alarmada la muchacha, y creyendo que don Francisco iba a revelar hasta sus pecados.

—Bien —repuso don Francisco con desenfado—, yo no insisto precisamente en que sea el confesor de usted, pero lo que es cierto, es que los padres no tienen algunas veces la prudencia necesaria. Si, por ejemplo, le fuese usted a decir que había tenido conmigo una conferencia a solas, se escandalizaría, y le diría que ya estaba usted condenada en vida… y ya ve usted, no hago más que los oficios de un buen amigo; yo la respeto a usted como a un ángel… Pero volvamos al asunto. Tengo datos seguros para creer que poco a poco don Pedro ganará la voluntad de su mamá, y que si por una casualidad muriese, no tendría usted a quien volver los ojos, porque yo, aunque quisiera, no podría sin títulos legales defenderla.

—¿Pero se imagina usted —respondió la muchacha—, que yo me casaría con ese hombre, aunque estuviera en la última miseria?

—Ni por un momento lo he pensado; pero quién sabe si por esa misma causa se podría usted encontrar envuelta en mil desgracias.

—¡Oh! y cree usted…

—Yo de un viejo hipócrita lo creo todo; mas, en fin, Aurora ya no hablemos de eso; no quiero ni afligirla ni disgustarla. Le juro que yo seré su ángel de guarda; que vigilaré los pasos de ese hombre, y que daré mi vida, si es necesaria, con tal de salvarla del golpe que la amenaza.

—Gracias, mil gracias —dijo Aurora en voz baja.

—Vamos —dijo don Francisco—, no esté usted triste; platiquemos de cosas agradables; quiero aprovechar este momento en que soy tan feliz. Figúrese usted, Aurora, que soy un hombre aislado en el mundo, que paso los días y las noches hundido en una profunda tristeza, porque la soledad es el más cruel de todos los males.

—Pero yo veo que usted va al teatro, que se divierte, que ríe con los amigos.

—¡Qué quiere usted! por matar el tiempo; por disipar un poco este fastidio mortal que me consume.

—No es usted tan desgraciado como se figura… hay gentes que le aprecian mucho, y que se interesan por su suerte.

—Muy pocas, Aurora. ¿Cree usted que esos amigos que me rodean, que me adulan algunas veces, me servirían en el día en que tuviera una desgracia? Le confesaré a usted francamente, Aurora; he amado, y las mujeres me han hecho traición; he tenido amistades íntimas y los amigos me han traicionado. ¡Oh! el mundo es muy injusto y muy cruel, y la sociedad muy corrompida. Así, Aurora, desengañado de todo, fastidiado de todo, sólo tengo un puerto a que acogerme, un refugio en la tierra, una esperanza halagüeña como la del caminante que descubre una luz lejana en medio de la noche. Aurora, creo en la felicidad, soy religioso, soy tolerante con el mundo cuando pienso en usted, y los momentos amargos en que llego a perder completamente la esperanza, entonces me vienen ideas de quitarme la vida, de marcharme a climas remotos donde olvide hasta la memoria de mi patria… Figúrese usted que yo no tengo hijos, que no tengo parientes, que no tengo lazos que me liguen con el mundo, y que lo mismo me será vivir en un desierto de África, que entre los indios bárbaros de América. El corazón que no tiene amor, es como la tierra que no tiene jugo, como las flores marchitas, como las hojas secas que el viento hace caer de los árboles…

Don Francisco sacó su pañuelo de la bolsa, se limpió los ojos, e inclinó la cabeza.

—No se aflija usted, don Francisco —le dijo Aurora con una admirable ingenuidad—, todo tiene remedio; ¡quizá dentro de algún tiempo usted podrá tener una vida más feliz! abandone usted esos pensamientos tristes…

—¡Qué quiere usted, Aurora! un hombre desgraciado no puede tener más que pensamientos melancólicos… Pero, en fin, soy un necio en acordarme de esas cosas. ¿Quién más feliz que yo en estos momentos? ¿Quién más dichoso en el mundo que el que tiene el placer de estar cerca de usted; es decir, cerca de un ángel?… ¡Oh! El recuerdo de estos momentos mitigará siempre los pesares de mi existencia.

Don Francisco se levantó, y con pasos vacilantes y cómicos se dirigió al balcón, se montó a caballo en el barandal, y descendió cuidadosamente por la escalera del sereno.

Aurora, como si fuera presa de un extraño sueño, o estuviera magnetizada, se levantó detrás del galán, lo siguió hasta el balcón, y así que lo vio descender, sin accidente, dio un gritito que significaba la agonía que había sufrido al ver a su futuro amante en una posición tan peligrosa. Teodora, que había estado en observación de toda la escena, salió de la oscuridad de su recámara a felicitar a Aurora de lo bien que había salido la entrevista. Cerró los balcones; alentó a la joven para que siguiera en tan lindos devaneos; la desnudó, y la acostó en el mullido lecho, modificando con un velador de alabastro la tímida luz de la lamparita que ardía ante la imagen de Jesucristo.

XIX. Elevación y caída de don Francisco

A los dos días, y previo el aviso de estilo, don Francisco volvió a escalar el balcón: el lenguaje apasionado de éste; el respeto y delicadeza con que se había manifestado, sin atreverse ni a tocar la mano de Aurora, y el misterio de que estaban rodeados estos amores, interesaron sobremanera el corazón y curiosidad de ésta; de suerte que, venciendo los escrúpulos que le suscitaba su conciencia, y tomando cuantas precauciones inventan las mujeres en esas ocasiones, se resolvió a recibir a aquel a quien, si no podía llamar aún su amante, lo creía ya en vísperas de serlo.

En la segunda entrevista, don Francisco mostró el mismo respeto que en la primera; y mezclando algunos conceptos apasionados y vehementes, procuró ridiculizar a las mujeres que se confiesan y comulgan cada ocho días, por supuesto con tanta delicadeza y tino, que Aurora se sonrió, lejos de que se alarmara en lo más mínimo. Al despedirse, don Francisco, haciendo el joven tímido e inexperto, tendió la mano a la joven, y ésta, con una franqueza propia de la inocencia, no tuvo embarazo en estrechársela, recomendándole con encarecimiento, mucho cuidado al bajar.

En las anteriores conferencias el amante había permanecido a distancia de Aurora; en la tercera, apenas los separaba una silla. Don Francisco habló con más calor; le dio celos; le encargó lo mismo que el confesor que no mirase en el teatro los movimientos voluptuosos del Jaleo de Jerez y de las boleras. Aurora prometió obedecer.

La cuarta entrevista fue muy interesante: las distancias desaparecieron; la mano del amante estuvo largo tiempo apoyada sobre la de Aurora; aquel quiso llorar, y prometió matarse; ésta lloró de veras y le rogó que no se matase. El amante exigía un sí; Aurora se cubría el rostro; bajaba los ojos; los colores se le subían a la cara, y los latidos de su pecho se notaban sobre los pliegues de una elegante bata de balsorina. Don Francisco estuvo a pique de desmayarse, y como en las noches anteriores, le fue preciso separarse de Aurora de una manera romántica.

El corazón de las mujeres es incomprensible: ¿cómo Aurora, a quien hemos visto en medio del esplendor de un baile, tan ligera, tan alegre, tan indiferente, por decirlo así, a las insinuaciones de Arturo y de tantos otros galanes, estaba hoy sufriendo la fascinación de un hombre a quien acababa de conocer y cuya vida y cuyos antecedentes ignoraba totalmente? Aurora había concebido ya una verdadera pasión: el amante iba todas las noches; las distancias habían desaparecido absolutamente; las horas del día le parecían a la muchacha pesadas y lentas, y con el corazón latiente, con el semblante encendido, con esa especie de temblor nervioso que causan las sensaciones amorosas, esperaba la venida de su novio. Sus ojos expresaban el placer cuando veía a don Francisco; su voz tomaba un acento más expresivo y más suave; sus movimientos eran más elegantes y más seductores, y en su vestido ponía un cuidadoso estudio, de forma que estaba más bella mil veces en su recámara que en el palco del teatro o en el paseo.

Don Francisco estaba muy complacido con su conquista, aunque se reía de la credulidad de la muchacha, y decía de vez en cuando, y al tiempo de prepararse para sus nocturnas expediciones: ¡pobre muchacha, me da lástima! Pero con todo y esta compasión, se proponía sacar todo el partido posible. En cuanto a lo positivo, había recibido de Aurora dos anillos de diamantes, y que mal vendidos tendrían el valor de cuatrocientos pesos; y además, Aurora le había regalado varias mascadas, pañuelos de Cambray y otras frioleras, porque el tunante no se olvidaba de pedir a la crédula criatura, noche con noche, una a dos prendas amorosas, según le decía, con el objeto de conservarlas eternamente; de estrecharlas contra su corazón, de cubrirlas de besos y de humedecerlas con sus lágrimas: era tanto lo que fascinaban a Aurora estos juramentos y estas muestras de amor, que le hubiera dado gustosa toda su casa.

Don Francisco, después de examinar, por todos cuantos medios le sugería su experiencia en materia de amores, el corazón de Aurora, creyó que había llegado el momento crítico, y se preparó a ello. Es menester decir de paso, que don Francisco, que vivía de la Providencia, como muchos elegantes, había agotado todos sus recursos pecuniarios, y tenido la dolorosa necesidad de empeñar a un usurero, en cuarenta pesos, uno de los anillos de Aurora: para él esto no era nada, porque estaba acostumbrado a esos cambios de fortuna, y nunca le faltaba una estanquillera, o una dueña de bizcochería que lo auxiliara, para compra de guantes blancos, de bastones y de botas charoladas. Se preparó, pues, a un golpe decisivo, y con tales intenciones, penetró como un ladrón, en medio del silencio y de la oscuridad de la noche, en la perfumada alcoba de Aurora. ¡Con qué diferentes emociones lo aguardaba la cándida criatura! Lo creía un amante rendido, un caballero de buena fe, un hombre solo y desgraciado, a quien ella podía dar familia, abrigo, felicidad. ¿Por qué, pues, él que se preciaba de conocer el corazón humano, y que en efecto lo conocía, no se aprovechaba de esta circunstancia, y se casaba con una muchacha que lo quería tanto? Reflexionaba tal vez que si se declaraba, encontraría oposición por parte de la madre, de los parientes y amigos de la casa, y del confesor; en fin, porque sabía que al hombre que se quiere casar, le hace todo el mundo la guerra con una crueldad inaudita. Así, pensaba, que una vez que diera un golpe de estado, la madre, los parientes, los amigos de Aurora, tendrían que rogarle el que se casara, y que así triunfaría desde luego de su viejo rival, y obtendría, sin humillación, el título de marido de una muchacha rica: el cálculo para su interés no era malo, pero moralmente hablando, era una infame seducción.

La recámara de Aurora tenía esa noche un atractivo indefinible: a los sillones, con motivo de sacudirlos, se les habían quitado las fundas; la lamparita arrojaba reflejos un poco más vivos, y hacía brillar los bordados exquisitos del brocado; y sobre una primorosa mesa de laca japonesa se ostentaba un jarrón de cristal de Bohemia con un ramillete de flores naturales, que llenaban el ambiente de un suave aroma. Carmelita, tranquila, dormía en su cama, cubierta con un pabellón de muselina; Teodora, a pesar de los piquetes que le daba su conciencia, roncaba profundamente en su cuarto. Aurora era la diosa misteriosa de aquel templo, y parecía que aguardaba, como nueva Tais, recibir la visita de alguno de los célebres y no menos afortunados filósofos de la Grecia. Vestía una bata de Cambray blanco y abrigaba su cuello un pañuelo de terciopelo negro, forrado de blanca piel de armiño: sus pies calzados con unas pequeñas pantuflas de seda y oro, y su cabello caía en desordenados rizos por sus mejillas. Como las noches anteriores, inquieta y nerviosa, parecía más interesante y seductora.

Sonaron las dos de la mañana en el reloj del oratorio de la Profesa: los latidos del corazón respondieron a las vibraciones de la campana; Aurora se levantó de su lecho de puntillas, y conteniendo con una mano las latidos de su corazón, se acercó al balcón. Escuchó tres palmadas, que era la señal convenida; entreabrió la vidriera un poco, y esperó cuatro minutos: un ruido muy pequeño anunció que estaba puesta la escalera. Aurora apagó la luz; abrió con mucho tiento, y se encontró con el amante que se montaba en el barandal: luego que hubo entrado se cerró al balcón, y la lamparita volvió a encenderse. Estas y otra multitud de precauciones más, habían tomado para evitar que acaso algún vecino fuera por casualidad a hacer imprudentes observaciones.

—¿Nada te ha sucedido, Francisco? —dijo Aurora con interés.

—Nada, bien mío, nada, muchachita consentida —respondió el galán tomándole la mano.

Aurora la quiso retirar.

—¿Estás enojada esta noche, alma mía? —continuó don Francisco—. ¿Por qué quieres retirar tu preciosa manecita?

—No, enojada no; pero ya ves, siempre es mejor que…

—¡Insistes en esas preocupaciones, bien mío! Dios ha puesto en nuestros corazones este sentimiento divino, que se llama amor, para que lo disfrutemos… Son los hombres los que todo lo corrompen y trastornan con su malicia. ¿No me has dicho que me amas? ¿No soy, vida y alma, todo tuyo? ¿Por qué me das que sentir todos los días?

Aurora no opuso más resistencia, y le abandonó su mano: don Francisco la arrastró suavemente hasta un pequeño confidente, donde todas las noches se sentaban, pues el cortinaje de la cama de Aurora los ocultaba de Carmelita.

Ya verá el lector cuantos avances había hecho don Francisco. Hablaban por supuesto, en voz muy baja. Don Francisco estuvo un momento en silencio, y exhaló un profundo suspiro.

—¡Suspiras! ¿Y por qué? —le dijo Aurora.

—Se sufre también con la felicidad; y te amo tanto, tanto, que no puedo explicar las dolorosas sensaciones de placer que experimento, cuando estoy cerca de ti.

—Pues para que veas, yo estoy muy contenta, y soy muy feliz el rato que paso contigo —dijo la muchacha con mucha naturalidad—: El único temor que tengo es, en primer lugar, que no te suceda algo al venir o al retirarte a tu casa; y en segundo, que no vayan a descubrirnos… me moriría de vergüenza y de susto.

—¡Bah! ni pienses en eso: nuestras precauciones están bien tomadas: los cuatro serenos de las cercanías son míos; y además, tengo mis mozos y mis espías, y las patrullas también están ganadas. Por lo demás, nada importaría, porque me casaría contigo, y estaba terminada la historia.

—¿Te casarías, Francisco?

—Indudablemente: te lo he dicho, y yo soy hombre de mucha palabra… Y además, te amo tanto, bien mío, que si yo conociera que tu madre había de acceder, desde luego te pediría; pero soy un pobre, Aurora, un infeliz, y no he de sufrir más que desprecios, y lo que sería peor, no te volvería a ver… ¡Oh! no, es ¡horrible!, ¡horrible! no quiero ni pensarlo.

Francisco se acercó un poco junto de Aurora, y pasó su brazo por detrás del sofá, y medio lo apoyó en la espalda de la muchacha.

—Pero no te dé cuidado —continuó—: Me han prometido un empleo en una aduana marítima, y antes de un año volveré rico, con carruajes, con oro, con mucho oro, porque me propongo aprovechar el tiempo, y entonces, ni tus parientes, ni tu mamá, podrán echarme en cara mi pobreza.

—Pero dime, Francisco —preguntó Aurora con sencillez—, ¡qué! ¿Se gana muy pronto el dinero en esas aduanas marítimas?

—Muy pronto: en tres meses, en seis, en un año… Pero esa es una conversación fastidiosa: hablemos de nuestro amor; dime, ¿me amas mucho, bien mío?

Aurora bajó los ojos ruborizada.

—Siempre que te hago esa pregunta, bajas la vista… Sí… sí… veo que me amas… pero me da tristeza que no me quieras tanto como yo a ti.

Don Francisco bajó su brazo, y enlazó la cintura de Aurora.

—No, no hagas eso —dijo la muchacha—, entonces, no te volveré a ver.

—¡Ya lo ves, Aurora!… eres muy cruel conmigo. Mi amor es ardiente como un volcán, puro como la nieve de los montes, inmenso como el orbe.

—¡Francisco!

—Sí, cuando estoy a tu lado, me olvido del mundo entero, y no pienso más que en respirar el aliento que tú respiras, en mirarme en tus divinos ojos.

—¡Francisco!

—¿Y por qué temes, vida mía? —continuó Francisco pausadamente, limpiándose con su pañuelo el sudor de la frente y las lágrimas que humedecían sus ojos—, mira, toca mi mano… está fría… toca mis labios… secos… toca mi frente… cubierta de sudor… ¡Ah, ah! sufro mucho cuando amo.

Aurora temblaba también; subían a sus mejillas bochornos ardientes… una nube empañaba su vista, las fuerzas le faltaban aún para hablar. En silencio abandonó su mano a don Francisco; lo miró dolorosamente, y exhaló un suspiro, que más bien podía llamarse un quejido.

—Ven, ven, sol de mis ojos, alma de mi alma —le dijo don Francisco, arrastrándola suavemente hacia él.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la muchacha, estoy loca, estoy perdida; ¡salvadme!

—Loca de amor —continuó don Francisco—, y esa es una deliciosa locura. Dios que ha creado en la naturaleza el amor…

—¡Oh, no no; dejadme! —exclamó la doncella, estrechando convulsivamente la mano de don Francisco.

—En este momento es forzoso, está decretado por Dios, que se decida nuestra suerte: o tu amor, o la maldición, la desgracia y la muerte para mí.

—Por compasión, marchad —dijo Aurora.

A este tiempo, Carmelita, que se había levantado silenciosamente de la cama, se deslizó por un costado de las cortinas del lecho de Aurora, y apareció delante de los dos amantes.

—¡Ah, Carmelita! —exclamó Aurora.

—¡Carmelita! —dijo don Francisco sorprendido, y dando un salto del asiento donde estaba.

Antes que Aurora tuviese tiempo de pronunciar otra palabra más, Carmelita se había colgado de su cuello y le cubría la boca con numerosos besos.

El amante, interrumpido en lo más interesante de su conversación, tuvo ganas de tomar a Carmelita de los pies y estrellarla contra la pared; pero habiendo oído un ligero ruido en las piezas interiores, hizo en secreto una reconvención ligera a Aurora, y se marchó por el balcón.

Aurora cerró la vidriera y la puerta, y así que se vio sola en su alcoba, respiró libremente, como si le hubieran quitado un gran peso del corazón.

—¡Gracias, mil gracias, vida mía! —dijo abrazando a Carmelita—: Tú me has salvado, tú has sido mi ángel de guarda.

Después se dirigió delante de la imagen de Jesucristo, cayó de rodillas, rezó y lloró. A pesar de la vida de Aurora, entregada a las diversiones, y de su genio naturalmente alegre, era la primera vez que se reconocía culpable; así es que prometió delante de Jesucristo, que jamás volvería a recibir en su aposento a don Francisco.

Carmelita, con la sonrisa en los labios, había seguido maquinalmente los movimientos de su protectora: la había ayudado a cerrar el balcón; se había arrodillado detrás de ella, y había murmurado algunas oraciones.

Así que Aurora se halló más descansada con las plegarias que había dirigido a Dios, ruborizada y arrepentida, al pensar que tal vez la criatura había escuchado los amorosos diálogos, le preguntó tímidamente:

—¿Por qué te levantaste, hija mía?

—Yo creí que le hacían a usted algún mal, porque la oí quejarse.

—Y esta noche…

—Todas las noches he oído —interrumpió la criatura, anticipándose al pensamiento de Aurora—, pero como ese señor no le hacía a usted ningún daño, me había estado en silencio… ¿Se ha enojado usted?

—¿Enojarme, bien mío? ni por pienso: estoy apesarada de haberte quitado tu sueño —dijo Aurora, procurando disimular—: Duérmete, duérmete, y por Dios no digas una sola palabra de lo que ha pasado.

Carmelita sonrió; abrazó de nuevo a su protectora; le dio muchos besos, y se acostó. Aurora hizo lo mismo, pero le fue imposible cerrar los ojos, hasta que salió la luz: le parecía que su falta era ya pública, y tenía vergüenza de presentarse delante de su madre.

Dejemos un rato a Aurora y sigamos al amante.

Le faltaban cosa de seis escalones para acabar de bajar a la calle, cuando volteó la esquina una patrulla de policía: en medio de la cólera y del despecho de que estaba poseído, por habérsele malogrado su empresa, tuvo tiempo de pensar, en cuanto oyó los pasos de los caballos, lo inoportuna que era la llegada de la patrulla: intentó subir otra vez al balcón, y en efecto, avanzó cuatro escalones más.

—¡Canario! —dijo—, esto se complica, y aun cuando llegue al balcón, la escalera me denunciará, y entonces el escándalo es seguro… bajemos.

Don Francisco descendió rápidamente los cuatro escalones que había subido.

—¡Cáspita!… es imposible, y soy hombre perdido; no tendré tiempo para ocultarme; y si corro, acaso me tirarán un balazo, y el escándalo también es cierto… ¡Dios eterno! ¿Qué hacer?

Don Francisco, impelido por sus nervios, quiso acabar su descenso a todo trance; pero los pies se le enredaron en los barrotes de la escalera, y en vez de bajar lisa y llanamente, rodó, y fue a caer en las losas de la acera.

La patrulla llegó a ese tiempo, rodeó al culpable y lo amagó con las carabinas.

—¿Qué hace usted ahí, bribón, bajando por la escalera del sereno?

—Soy un hombre decente —dijo con cuanta sangre fría le fue posible, poniéndose en pie.

—¡Decente, el muy pícaro! —exclamó indignado el cabo de policía—. ¿Y qué estaba haciendo el decente con la escalera del sereno junto del balcón? A la cárcel, a la cárcel: vamos…

—No, a la cárcel no he de ir —dijo resueltamente el galán—, soy un hombre distinguido. ¿Eh? ¡Cuidado!

—¡Qué cuidado ni qué…! Llévenlo, por bien o por mal —dijo el cabo.

Tres o cuatro hombres pusieron las puntas de sus espadas en el pecho de don Francisco, y éste tuvo que ceder.

—Hombre, dispense usted una palabra —dijo con voz suplicante el galán, dirigiéndose al cabo.

—¡Vamos! y diga breve, que no puedo aguardarme.

—Vea usted, continuó el amante apartándose a un lado, yo no soy ladrón: es una aventurilla amorosa, y es todo: me subo por la escalera; hablo un ratito con mi novia, y después me bajo; pongo la escalera en su lugar, y me voy a mi casa muy pacíficamente. Tenga usted esta galita para los muchachos, y déjenme ir a mi casa.

Don Francisco puso dos pesos cariñosamente en manos del cabo de la patrulla: éste había cerrado ya la mano, y se dejaba seducir; pero pareciéndole para tamaño delito muy insignificante la propina, dijo:

—Amigo, eso será verdad, pero en la cárcel se sabrá: yo no quiero que digan mis compañeros que soy un abrigador de macutenos… Vamos.

—Hombre…

—No hay remedio.

—Prometo…

—Nada… a la cárcel.

—Por los huesos de San Estebán, que…

—A la cárcel…

—Explicaré…

—¿De qué sereno es la escalera?

—No sé… pero…

—Pues a la cárcel…

No hubo remedio. Don Francisco tuvo que sujetarse a la ley de la fuerza, y marchó en cuerpo de patrulla a la cárcel. Estaba furioso, y pensó dispararse sobre la cabeza el par de pistolas que llevaba en el bolsillo, y que le quitaron llegando a la puerta de la Diputación. Estuvo a punto de ser arrojado al patio común de la cárcel, lo cual le hubiera valido, según la costumbre, un baño de agua fría en la fuente, y que lo hubieran despojado de toda su ropa; pero felizmente una parienta del alcaide se compadeció de él y le proporcionó un alojamiento separado. A pesar de haber mejorado su situación notablemente, de pronto nuestro héroe se entregó a los más tristes pensamientos: ¡Cómo él, hombre de moda y de gran tono, que trataba con la flor y nata de la juventud, que visitaba las mejores casas de México, iba a salir con la luz del día públicamente de la cárcel de la Diputación, caso de que saliera libre, pues no dejaba de tener sus temores de que se diera otra interpretación al negocio, y se le quisiera formar una causa criminal! Si él declaraba su aventura, deshonraba a Aurora, y se metía en otra serie de compromisos que no sabía a dónde irían a parar: le tenía un positivo horror al casamiento, y estaba resuelto a hacer una locura antes que sujetarse a tal humillación, pues él llamaba indistintamente imbéciles a todos los maridos.

Una hora larga había pasado sentado en una silla, preocupado con los tristes pensamientos que vienen a las mentes en una situación comprometida, cuando se oyó el ruido de las pisadas de muchos caballos; y se esparció la voz de que había llegado el señor gobernador con un séquito numeroso de ayudantes. Era muy extraño que el gobernador madrugara tanto, pues los funcionarios públicos comienzan sus ocupaciones a las doce del día; pero como había amagos de pronunciamiento y le habían denunciado a S. E. que al toque de diana se iba a efectuar la rebelión, había tenido necesidad de levantarse de su mullido lecho y de salir a ejecutar algunas aprehensiones.

Don Francisco, sin tratar de averiguar la causa de la madrugada del señor gobernador, vio el cielo abierto.

—Quiero ver al gobernador; quiero hablar al gobernador un momento solo, y doy toda mi fortuna, mis bienes, lo que poseo —dijo.

Fue la parienta del alcaide la que hizo este nuevo servicio a nuestro héroe: no había podido cerrar los ojos la muchacha en el resto de la noche, pues le parecía don Francisco uno de los más gallardos criminales que habían pisado los umbrales de la cárcel, y deseaba en el fondo de su alma que fuese sentenciado a diez años de cárcel, por lo menos, para tener la crueldad de tratarlo como si estuviese en un cuarto de la Gran Sociedad o de la Casa de Diligencias. La muchacha, en un abrir y cerrar de ojos, allanó todos los obstáculos, y don Francisco, seguido de un agente de policía, salió a hablar al señor gobernador, que estaba a caballo en el Portal de la Diputación, dando sus órdenes, con la confianza y satisfacción con que Napoleón dirigía la batalla de Marengo. La aurora comenzaba a teñir con una cinta blanquecina el Oriente, y la cosa urgía: don Francisco quería estar en su casa antes de que acabase de amanecer.

—Señor general, señor gobernador, una palabra, una palabra solamente —dijo don Francisco, penetrando por entre el grupo de caballos.

El gobernador, que juzgó que la persona que le hablaba, le tenía que comunicar algún secreto revolucionario, se apartó de su comitiva, e inclinándose en su caballo, y hablando en voz baja, le dijo:

—Vamos, diga usted, amigo, diga usted breve quiénes son los traidores: los he de colgar a todos ellos ¡vive Dios! Si se atreviesen…

—Anoche me cogió una ronda, y me trajo a la cárcel.

—Vamos, ¿y por qué?

—Era una aventurilla amorosa.

—¡Con mil diablos! bueno estoy para escuchar ahora aventurillas amorosas.

El gobernador se puso bien en los estribos, y torció la rienda de su caballo.

—Un momento, un momento, señor general —dijo don Francisco, conteniendo del bocado al tordillo del gobernador.

—¡Canario, estamos frescos! —exclamó el gobernador, tratando de meter el acicate al tordillo.

—Soy un amigo de usted, y va mi honra de por medio, y también la de una familia: soy Francisco B…

—¡Hola, don Francisco!… perdone usted, no le había conocido; estoy tan preocupado con estos revolucionarios, que no veo más que conspiradores por todas partes… Vamos, ¿qué vientos traen a usted por estos barrios, y tan de madrugada?

—Mi general —dijo don Francisco con más tranquilidad—, anoche bajaba yo por la escalera de un sereno, de la casa de mi novia, cuando me encontró una patrulla, y me condujo a la cárcel…

—¡Hombre! y ¡qué chasco tan gracioso! —interrumpió el gobernador, soltando la carcajada—. Vamos, cuénteme usted…

—Esto es todo —respondió don Francisco—, bajaba yo por la escalera del sereno…

—Pero es extraño modo… ¿así baja usted siempre de la casa de sus novias? —continuó el gobernador riendo siempre.

—Por el balcón, sí, señor —contestó don Francisco—, y ese cabo infernal de policía me ha tomado por ladrón, y me trajo aquí; la fortuna es que una muchacha de la familia del alcaide se ha interesado por mí, y no me han echado al patio, donde están los ladrones y asesinos.

—¡Bien! ¡Bien! el chasco ha sido graciosísimo; ¿y qué quiere usted ahora?

—Una cosa muy sencilla: irme a mi casa antes de que acabe de amanecer.

—Bien, muy bien; yo enviaré a usted a su casa, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que me ha de decir usted el nombre de la muchacha; sabe usted que soy afectísimo a la crónica escandalosa.

—Pero mi general…

—No saldrá de aquí —dijo el gobernador—, poniendo la manó en el pecho.

—Mi general…

—Una vez que no tiene usted confianza de un amigo, quédese en la cárcel, y ya la policía nos dirá en qué balcón estaba puesta la escalera del sereno: llamaremos también a éste, y haremos que se pudra en la cárcel hasta que no despepite… Adiós, don Francisco, nos veremos pasado mañana.

—Un momento, mi general; no sea usted tan cruel; voy a decirle a usted…

—Vamos, bribón, confiese usted sus pecados.

—Pues, mi general, la aventura fue en la calle de C… núm. 32.

—¡En casa de Aurora! ¡De la linda Aurora! ¡De esa Aurora, que es el encanto de todo el mundo! ¡De esa Aurora, que a nadie correspondía, y que trae locos a todos los jóvenes y viejos!

—¡Chist! mi general, no lo escuchen… en la misma casa fue, y no le miento… pero, por Dios, mi general, la reserva sobre todo…

—¡Oh! cuente usted con ella; pero la aventura es graciosa, y…

—¡Oh! ¡Nada! ¡Nada! le juro a usted que no ha pasado de amores platónicos.

—¡Bribón! —dijo el general—. Váyase a su casa. ¡Cuánta envidia le tengo a usted!

Don Francisco no aguardó más; se deslizó por entre los caballos, y se fue a su casa: luego que llegó, se desnudó; se metió en su cama, y se durmió.

—¡Gracias a Dios! —dijo envolviéndose en las sábanas—, de buena he escapado; durmamos, que después Dios dirá lo que ha de ser.

El gobernador se quedó cavilando en la fortuna loca del petimetre, y dijo para sí:

—¡Bueno! yo tengo una memoria del diablo: me aprovecharé de ella en la primera oportunidad… Voy a emprender la conquista de Aurora.

XX. Don Francisco vende sus amores por un plato de lentejas

Don Francisco durmió profundamente hasta cerca de medio día; a esa hora despertó, bostezando todavía tomó una novela de Pablo Kock, y arrullado con la lectura, volvió a dormitar. Hizo por fin un esfuerzo para levantarse, se lavó, se perfumó, pidió el almuerzo, y después de llenar el estómago con un par de agachonas, una tortilla de huevos a la francesa, un buen plato de frijoles y una botella de cerveza, salió a la calle, y se dirigió a dar una vuelta por la casa de Aurora. Todo estaba en su estado ordinario: las tiendas abiertas; los operarios trabajando; los vecinos y vecinas en los balcones; ninguna señal de la catástrofe de la noche anterior. Don Francisco contempló con una especie de terror el lugar donde había caído de la escalera, echando una mirada al balcón de la recámara, notó que la puerta estaba entrecerrada.

—Vamos —dijo—, la chica está reponiéndose de la desvelada de anoche —y satisfecho con sus observaciones, se dirigió al café del Progreso, a echar unas treguas de billar, hasta la hora del paseo. Aurora no se había levantado, porque amaneció con un resfrío, se llamó al médico, que ordenó una bebida calmante y que quedase en la cama.

Mientras esto pasaba, referiremos otra escena, importante para el enlace de nuestra historia: el gobernador siguió sus correrías en persecución de los traidores y facciosos; logró sorprender algunos en su casa, y los mandó presos a los cuarteles de confianza: restablecida así la tranquilidad pública, S. E. se retiró a descansar, y durmió como un bienaventurado, hasta cerca del medio día, a cuya hora se dirigió a su oficina. La primera persona con quien se encontró, fue con don Pedro, que iba a dar ciertas instrucciones, para que se continuara la persecución de los ladrones que lo habían robado: don Pedro era hombre que no quitaba el dedo del renglón; y había jurado que aunque le costara una talega de onzas, los ladrones habían de ser ahorcados, y su infiel querida de San Cosme condenada a moler maíz en la cárcel, durante diez años.

—¿Qué vientos traen por acá al señor don Pedro? —le dijo el general gobernador, dando la mano al tutor.

—El maldito negocio de mi robo: me han dicho que por una tiendecita de empeño de la calle de la Cruz Verde, se halla una cadena que me pertenecía; quizá por esto cogeremos el hilo del ovillo.

—Pero ya el juez…

—Ya sabe usted que es menester actividad; deseo que usted mande a su policía secreta que rastree; y si se encuentran lagunas pruebas, las daremos al abogado que sigue este asunto, y el juez obrará entonces… Es menester tomar todas las avenidas, pues si se deja dormir y no se agita… ya conoce usted nuestra administración de justicia.

—Muy bien, señor don Pedro, muy bien, haremos todos los esfuerzos posibles: enviaré mi policía secreta por la Cruz Verde… ¡Oh! no tenga usted cuidado; mi policía secreta es admirable. Tengo en ella muchachos tan guapos, que me dicen lo que piensan las gentes… Por mi policía privada descubro lo que pasa en las recámaras de las niñas: estoy informado nada menos de que todas las noches entra a la recámara de una jovencita linda, muy linda, un galán afortunado; y que el maldito muchacho sube y baja por la escalera del sereno…

—¡Cáspita! ¿Y se puede saber, señor gobernador? —dijo don Pedro sonriendo, y fingiendo admiración y sorpresa.

—Si no se me escapa nada, absolutamente nada —continuó el gobernador, con mucha satisfacción.

—¡Es admirable! ni en París sucede eso; y esto que allí, según nos cuentan, cada habitante tiene un agente de policía que lo sigue y vigila… Vamos, señor gobernador —dijo don Pedro arrimando su silla, y dándole una palmadita en el hombro—, veo que encontraré mis alhajas, si usted toma empeño… Pero cuénteme usted más pormenores de ese suceso.

—Pues señor, la cosa estuvo graciosa: anoche al bajarse el amante por la escalera del sereno, le echó mano mi policía secreta, y lo trajo a la cárcel…

El gobernador soltó la carcajada.

—¡Es posible! pues de veras estuvo gracioso el lance —repitió don Pedro riendo.

—Y lo más singular es, que esto no lo sabe nadie: la muchacha es la más linda de México, la más linda, y su madre nada sospecha… Ya se ve, si las pobres madres… ¡qué fácil es engañarlas!

El gobernador continuaba riendo.

—¿Y su padre? —preguntó don Pedro…

—¡Qué! si no tiene padre…

—¡Ah! esa ocurrencia será por algún barrio, con una familia pobre, oscura…

—Nada de eso, nada de eso: es una familia principal, cuya casa está en una de las mejores calles; en la calle de…

Don Pedro dio un salto en la silla, pues una idea repentina se le ocurrió; pero disimulando, dijo con mucha indiferencia:

—Estoy siempre atormentado por unos dolores nerviosos que me hacen saltar; pero volviendo a la conversación, ¿quién es ese afortunado galán?

—Un calavera, un casquivano, un perdido; don Francisco B… Ya ve usted, que no vale la pena… pero reserve usted este lance, señor don Pedro, pues entonces ya mi policía no surtirá tan buenos efectos.

—Pierda usted cuidado, señor general…

—Y usted descuide de su asunto, señor don Pedro.

Don Pedro se despidió, dando mil agradecimientos al gobernador; estrechándole la mano, elogiando su talento y su actividad y haciéndole suaves presiones en el hombro.

Don Pedro, luego que estuvo fuera del palacio municipal, tomó un coche del sitio, y se fue en busca de don Francisco, pues había conocido que sus sospechas no eran vanas; que el galán de la aventura era don Francisco, y la dama nada menos que Aurora.

—Fíese usted —decía—, en la virtud y en el recato de las niñas; todas son unas. Lo que me admira, es que confesándose Aurora con un padre que le aprieta tanto la naranja, se tome estas libertades… De todas maneras sacaré partido de ese secreto… Soy perseguido de los pisaverdes. Felizmente Teresa… ya no me dará guerra: ya nos compondremos con este otro pícaro.

Don Pedro fue al hotel del Teatro Nacional, donde se había mudado don Francisco pocos días antes; pero no habiéndolo encontrado, se dirigió al Progreso, paraje donde cuotidianamente asistía el joven; y allí lo encontró en efecto, muy quitado de la pena, jugando a la villa blanca.

—Un momento, un momento, no más; acabaré de ganar las contras —dijo el galán, luego que notó a don Pedro—. Este viejo, sin duda, viene a formarme una campaña por la aventura de anoche —calculó el petimetre; pero ninguna impresión le hizo, porque tenía una sangre fría admirable.

Acabó de jugar su villa blanca; ganó por supuesto las contras, porque era muy buen jugador al billar; se limpió el sudor; encendió su puro, y con mucha marcialidad tomó a don Pedro del brazo.

—Perdone usted, señor don Pedro, que lo haya hecho esperar tanto; pero era preciso ganarle las contras a ese calavera: estoy a las órdenes de usted —y diciendo esto, tomó del brazo a don Pedro, como si fuese su íntimo amigo.

—Tenemos un asuntito que arreglar —le dijo don Pedro con mucha gravedad.

—Estoy a sus órdenes; y en mi cuarto del hotel del gran Teatro Nacional podremos hablar, sin que nos interrumpa nadie. Vamos…

—Será mejor en mi casa, si a usted le parece.

—¿Tendría usted desconfianza de que yo faltase a la hospitalidad? —preguntó el petimetre, mirando fijamente a don Pedro.

—De ninguna suerte; ni por pienso —dijo don Pedro, afectando mucha tranquilidad—. Es un asunto, que si usted es hombre racional, podremos terminar amistosamente.

—Pues ya se ve que sí; muy amistosamente podremos arreglar todo lo que usted quiera. Vamos, vamos —y enlazando más fuertemente el brazo de don Pedro, echó a andar con mucha precipitación, llevando a remolque al anciano, que, fatigado y con la lengua de fuera, no tenía fuerzas, ni para hablar, ni para resistirse.

En un momento llegaron al hotel: don Francisco lo hizo subir de dos en dos los peldaños de la altísima escalera; llegó a la puerta de su cuarto; metió la llave, e introduciendo al tutor; cerró la puerta por dentro: don Pedro se sentó sofocado en una silla.

El cuarto del petimetre presentaba un aspecto muy singular: casacas, levitas, pantalones, chalecos, botas, todos los atavíos con que día por día se engalanaba como un cómico, estaban esparcidos sobre las sillas colocadas en desorden en medio de la pieza. En el tocador había multitud de frasquitos de pomadas y aceites olorosos, cepillos chicos y grandes, cosméticos para teñir el bigote, colorete para la cara, fierros para rizar el cabello; y un observador curioso habría descubierto dos corsés y algunos pechos postizos.

—Cuarto de hombre solo, por ahora… ¿qué quiere usted, caballero? —dijo don Francisco, haciendo un montón de la ropa, y arrojándola sobre la cama—, pero en, fin… ya estamos solos… descanse usted un poco de la fatiga y hablaremos…

En efecto, don Pedro estaba sin aliento, y le fue necesario reposar un poco antes de comenzar a hablar: después de un rato, durante el cual don Francisco se puso una bata y un gorro griego, el tutor comenzó.

—Caballerito —dijo—, yo soy poseedor de un secreto.

—¡De un secreto! Veamos… cabalmente yo soy afectísimo a poseer secretos ajenos… porque es mi fuerte contar todo lo que pasa.

—Es que se trata de un secreto que pertenece a usted.

—¿A mí? bien, mucho mejor entonces —replicó el joven riendo—, cabalmente yo no acostumbro guardar mis secretos; y mis aventuras las saben todos mis amigos.

—Se trata de cosas muy serias, y del honor de una familia.

—Parece que usted quiere que hablemos con seriedad: sea enhorabuena; y como dice usted que se trata del honor de una familia, ya es otra cosa: yo no quiero deshonrar a ninguna familia. Diga usted, señor don Pedro.

—Pues caballerito, usted se ha subido por el balcón a la recámara de una niña, que goza de una intachable reputación; y esto…

Don Francisco se desconcertó un poco al oír estas palabras del tutor; pero alisándose el bigote y tomando una postura más teatral, dijo con la mayor sangre fría:

—Y bien, ¿y qué?…

—¿Y qué… y qué? —repuso el viejo lleno de cólera—. ¡Conque le parece a usted un grano de anís!…

—Vamos, no hay que enfadarse —respondió el joven—; una vez que ya sucedió y que usted lo sabe, ¿para qué negarlo?

—¡Ya sucedió!… ¿y qué ha sucedido, infeliz? ¡Hable usted, por Dios!

—Pues nada: que me he subido por los balcones, y que he tenido mis platiquillas amorosas con la chica. La verdad estaba bastante enamorado. ¡Es tan linda… tan amable… tan mona!…

—Bien, bien: de lo que se trata ahora es de enmendar lo hecho.

—Enmendarlo, ¿y cómo? Sólo casándome con Aurora.

—¡Casarse! —exclamó el viejo abismado de la desfachatez del petimetre. ¿Y con qué cuenta usted para eso? ¿Cree usted que va a llevar a su lado a una fregona, o a una cocinera?

—¡Toma! la chica tiene con qué mantener su coche y su lujo: yo le cuidaré su dinero: eso no le gustará mucho a la madre, pero paciencia… Ahora, permítame usted preguntarle: ¿con qué carácter me viene usted a preguntar lo que toca a cosas muy particulares mías?

—Caballero, soy amigo de la casa; me intereso por el bien de esa niña, y en el momento en que quiera, tendré autoridad bastante para hacerle a usted entender, que no se cometen impunemente ciertos crímenes. Por una casualidad se escapó usted de pasar unos días en la cárcel; pero no sería remoto…

—¡Cómo, caballero! usted me insulta… usted abusa de mi moderación… usted me precipita… Pues bien gritaré en los cafés; contaré a todo el mundo que yo me he subido a deshoras de la noche al cuarto de Aurora; y veremos quién se atreve a decirme una palabra.

—No, no se trata de violencias, ni de escándalos, caballerito; al contrario, yo quiero ser el ángel de paz… Se trata sólo de que ya que usted ha cometido una imprudencia, que felizmente no ha tenido consecuencias ningunas hasta ahora, no vaya a asesinar a la pobre madre, que se moriría, si supiese lo que ha pasado. Vamos, dígame usted qué piensa hacer… pero con calma, con meditación.

—No es fácil responder de pronto, señor don Pedro.

—Pues bien, yo se lo diré a usted sin adulación: usted es joven, de talento, de disposiciones, y puede aprovechar mucho en un país extranjero…

—Bien, usted me quiere desterrar sin necesidad de la séptima base: no me gustará echar un paseo; pero veamos las condiciones.

—¿Las condiciones?… ¡Bah! no serán malas: yo cuando trato de servir a un amigo, lo hago con todo gusto, y no omito sacrificio alguno: lo aprecio a usted de veras y…

—Gracias —dijo el petimetre inclinándose, y sonriendo maliciosamente—, pero vamos al asunto… Conque yo debo ir a viajar, ¿y adónde?

—Sí, los viajes son muy provechosos a los jóvenes: puede usted ir a los Estados Unidos, a Francia, a Inglaterra, a Bélgica, adonde a usted le acomode.

—Pero ya se supone que esto no se hace con deseos. Yo pierdo la esperanza de viajar: figúrese usted, amigo, que el pasaje en el paquete inglés… En La Habana es todo muy caro En Inglaterra es peor.

—¡Oh! no vale eso la pena: cuando un amigo se interesa…

—Gracias. ¿Y cuándo podré marcharme?

—Mañana… o pasado mañana… lo más pronto que se pueda.

—Es decir, que puedo arreglar mis asuntos…

—Cuando usted guste… Siéntese usted en la mesa, y escriba cuatro letras.

Don Francisco se sentó en la mesa, tomó un pliego de papel y una pluma.

—Diga usted, señor don Pedro.

—Escriba usted, caballerito.

—Lo que usted guste.

—«Señorita de mi respeto: Tratando de reparar mis faltas, y de evitar un pesar a su buena madre, he resuelto partir mañana para Europa: yo no he amado a usted lo bastante para hacerla feliz, y no debo engañarla por más tiempo».

—¡Cáspita! —dijo el petimetre, arrojando la pluma—: eso no lo escribo yo, ni por todo el oro del mundo: a una mujer, aunque sea la más despreciable, nunca se le dice que se la engañó… La pobre chica se volvería loca, si yo le enviara esta carta.

—Muy bien; entonces no habrá viaje a Europa —dijo don Pedro tomando su sombrero, y dirigiéndose a la puerta.

Pero, caballero, usted exige cosas imposibles.

—Yo… nada exijo, nada absolutamente: me intereso por la felicidad de usted, y por la tranquilidad de una buena familia; es todo.

—Perfectamente —respondió el joven—, pero acaso se podría decir otra cosa, que en sustancia fuera lo mismo.

—Bien, ponga usted lo que le ocurra, y veremos.

Don Francisco tomó un papel lleno de franjas y de labores doradas, y escribió una carta, que presentó a don Pedro: decía así:


Aurora:

La fatalidad, con su helada mano de hierro, me conduce a otros climas: voy a atravesar los mares; voy a surcar el piélago tempestuoso; voy a hundirme tal vez y a perecer entre las nieves de la Rusia… No me preguntes nada… Te he hecho desgraciada, porque el destino es más fuerte que nuestra voluntad. ¡Maldición! Yo no debí haberte conocido, hermosa flor de Jericó… pero mi aliento emponzoñado turbó la tranquilidad de tus días, como turba la del cielo el negro nubarrón que se forma en la región de los rayos… Sé feliz; calma tu pasión; olvida para siempre a tu infortunado amante

Francisco.
 

Don Pedro pasó los ojos por esta retumbante epístola, y no pudo menos de sonreír.

—Vamos, ¿qué le parece a usted, caballero?

—Bien, muy bien: expresa usted los sentimientos con mucho calor; y esta carta podrá causar mucho mal a la niña.

—Pues si no se conforma usted con ella, yo no puedo hacer otra cosa: jamás, jamás he de escribir a una mujer que la aborrezco: ese es un crimen que no lo perdonan: y yo aconsejo a usted que nunca lo haga… Aunque ya se ve, su edad de usted no…

Don Pedro estuvo a punto de soltar la carcajada.

—Ahora, arreglemos un punto importante —continuó el joven, ¿usted quiere esta carta?

—Sin duda —dijo don Pedro, alargando la mano para tomarla.

—Pues arreglemos primero el viaje, y entonces tendrá usted la carta.

—¡Hombre! ¿Se atreverá usted a desconfiar?

—No, no, de ninguna manera —contestó el joven con tranquilidad—, es una simple precaución… somos mortales; podría esta noche acometer a usted algún accidente, y entonces ya las cosas se trastornaban.

—Tiene usted razón —dijo don Pedro—, veo que la lógica de usted es irresistible, y que es usted un joven que promete esperanzas: déme usted un papel.

Don Pedro se acercó a la mesa, escribió unos cuantos renglones en un cuarto de papel, y lo presentó en seguida al petimetre.

—Veamos si está usted conforme —le dijo—, en cambiar la carta por este papel.

El joven leyó:

Señor don N… Puede usted entregar al dador la suma de seis mil pesos, cargándolos a la cuenta de su atento servidor, etc., etc.

—No me parece tan malo —contestó el joven, arrojando con desdén el papel sobre la mesa—, yo soy franco, y no me gusta engañar a nadie. Con seis mil pesos tendré apenas para pasearme un año, porque yo gasto mucho dinero; y al cabo de este tiempo volveré a México y procuraré comenzar de nuevo mis amores con la chica: aunque esté casada, no importa, pues justamente me salgo de misa para enamorar a una mujer casada: que digan Tulitas, Francisquita, y Teodorita, si he tenido el más leve temor de sus maridos, y uno de ellos es coronel.

—Caballero, estamos tratando formalmente, y ese lenguaje…

—Formalmente trato con usted: si conviene esa condición, bien; si no, recoja usted su papel y yo cambiaré el estilo de mi carta, y vamos a entrar en la lucha… sí, porque usted es un rival, y nada más, que trata de ver cómo se casa con la muchacha; y quizá por eso se descartó usted de su pupila Teresa, que por cierto era hermosa como un ángel.

—Vamos, usted me quiere embromar, y confieso que tiene muy buen humor: sea enhorabuena; paso por la condición. De aquí a un año el asno, el rey o yo nos moriremos, como dice el refrán… y además, yo no he de ser jamás el marido de Aurora; así es que la sentencia de usted caerá realmente sobre la cabeza del desgraciado que sea su marido.

Don Pedro se puso a reír.

—¡No se puede negar que es usted hombre de mundo, caballero!… Bien, tenga usted la carta; pero con la condición de que no la entregue usted hasta dentro de cuatro días.

—También la condición es, que usted, bajo la fe de caballero, me prometa cumplir su palabra y salir de la ciudad mañana si es posible.

—Perfectamente. Cumpliremos, según creo, con nuestros compromisos.

—Así lo espero; quedad con Dios.

—Id con él, caballero.

—¿Nos volveremos a ver?

—Tendré la honra de pasar a despedirme de usted.

—Enhorabuena, cuando usted guste; le repito que soy su amigo. Adiós, adiós.

Don Pedro se retiró, y el petimetre, así que se vio solo en su cuarto, dio una patada en el suelo, y dijo:

—A lo hecho pecho; no hay más recurso ahora que viajar: cultivaré la pintura en Roma; y después de algunos meses vendré a competir con los más famosos retratistas.

Inmediatamente comenzó a arreglar sus papeles y a disponer su marcha con la mayor reserva, porque es menester advertir que estaba lleno de acreedores, y que temía materialmente una sublevación. En la noche, como si nada hubiera pasado, se marchó al teatro. Aurora llegó después del segundo acto de la comedia, y el petimetre notó con el anteojo alguna melancolía, pero nunca le pareció tan bella ni tan interesante. Comprendió toda la gravedad de su falta y la villanía de su conducta, y formó por el pronto la resolución de deshacer el contrato y de dar otra dirección a sus amores. Se retiró del teatro, triste, disgustado de sí mismo, y toda la noche tuvo en su imaginación fijo y constante el pensamiento de desbaratar lo hecho y seguir sus relaciones con Aurora, aun cuando le costara la vida.

Antes de las seis de la mañana tocaron la puerta: y se presentó Emilia, que era un muchacha de cosa de veinte años, morenita, de facciones finas, y costurera de Virginia Gourges. Don Francisco le había dado palabra de casamiento, y venía a echarle en cara su ingratitud, porque hacía muchos días que no la había visto; lo amenazó con quejarse con un tío capitán de granaderos. Don Francisco la conjuró a que guardara silencio; le protestó que la amaba más que nunca, y que muy pronto se casaría con ella, con lo cual Emilia salió más contenta de lo que había entrado. En cuanto don Francisco la vio alejarse, tomó su sombrero; pero en la escalera se encontró con el dependiente de la sastrería de Lamana, que le cobraba cíen pesos; con el peluquero que traía una cuenta de sesenta pesos de pomadas y agua de colonia; con el mozo de la fonda de la Estrella que reclamaba veinticinco pesos, resto de los almuerzos del mes; con una estanquillera, a quien pedía suplementos no sólo de cigarros sino de dinero, en fin cayeron los acreedores como si hubiesen sido llamados con campanilla. A todos los contentó, hizo promesas de pagarles en dos o tres días y de pronto conjuró la tormenta.

—¡Canario! —dijo luego que se vio solo—, es necesario tomar una providencia enérgica: si el viejo no me hubiera proporcionado modo de viajar, tendría yo necesidad, o de suicidarme, o de abandonar esta ciudad maldita… Ya… cabal, he discurrido un modo de sacar mi equipaje, que me quitará de compromisos; de otra manera los acreedores y las novias me aniquilarán sin remedio.

Don Francisco salió a la calle; recogió su dinero, tomó su boleto en las Diligencias, pasó lo más del día paseando por la ciudad en un coche del sitio con los vidrios echados. A cosa de las nueve, con muchas precauciones se fue al hotel; mandó comprar cuerdas, y acomodó perfectamente toda su ropa y baratijas en los baúles; y como la calle de Vergara las noches en que no hay comedia, está absolutamente sola, despachó a su mozo al pórtico del teatro a que esperara los baúles, y asegurándolos bien con los lazos, los descolgó por el balcón. Acabada con felicidad la fatiga, los baúles caminaron a la Casa de Diligencias, y él dueño, cerrando el cuarto, se echó la llave en la bolsa, y se dirigió a hacer algunas visitas de cumplimiento y de despedida.

Tercera parte

I. Mariana obsequia con un banquete al capitán

Mientras que el elegante y afortunado don Francisco va en camino, pensando recorrer con sus seis mil pesos toda la Europa y el Asia, y recoger laureles amorosos, ya en París, ya en Londres, ya en Atenas, ya en Palestina, sin importarle un ardite sus acreedores, ni la suerte de Aurora, volvamos un momento a nuestros antiguos amigos, a los cuales hemos abandonado desde que partieron del tranquilo curato de Jaumabe.

En un día claro y apacible del fin de Septiembre de 184… en que a falta de los Nortes, que comienzan a anunciar la proximidad del Equinoccio, soplaba un viento terral un poco cálido, entraba por la única calzada que comunica el puerto de Tampico con el interior, una numerosa cabalgada. Al frente de ella iba un joven que vestía una chaqueta de paño azul turquí con cuello y vueltas rojas, y portaba en los hombros dos galones o divisas de capitán de caballería, y a quien seguía a cierta distancia un lancero, de torva e imponente fisonomía y erizado bigote negro: de su cintura pendía un sable corvo, y montaba un caballo tordillo-quemado, con pequeñas orejas, cañas delgadas y abundante crin y cola. Detrás iban otros dos jóvenes vestidos al estilo con Tamaulipas, es decir, con unas calzoneras anchas o mitazas de gamuza amarilla, una cotona de lo mismo con agujetas y pequeñas águilas de plata en la espalda y botonadura, y un sombrero jarano. Como se deja suponer, y es costumbre en los caminos de México, no faltaba a nuestros viajeros un par de pistolas en el cinto, una espada debajo de la pierna izquierda y un lazo atado en los tientos. Detrás venían seis mozos, vestidos poco más o menos lo mismo que los amos y montados en los grandes y buenos potros que producen en abundancia los criaderos de Tamaulipas. Todavía más lejos y envueltos en una nube de polvo, seguían a los amos tres arrieros con las mulas que cargaban el equipaje. Toda esta comitiva entró en la ciudad e hizo alto un momento en la plaza, entre tanto que el capitán Manuel, Arturo y el padre Anastasio, a quienes habrá reconocido el lector, y que eran los tres viajeros de que hemos hablado, consultaban entre sí dónde se alojarían.

Aunque en Tampico, como en todo puerto, es casi diaria y frecuente la entrada de semejantes caravanas, nunca dejan los curiosos y las curiosas de asomarse a las ventanas o puertas de las casas, e indagar quiénes son los recién venidos, qué objeto traen, y sí se quedan en el puerto, se embarcan, o regresan a tierra dentro. Pero fatigados nuestros viajeros con el camino, y deseosos de descansar, no ponían por su parte mucho cuidado en las gentes que los salían a ver; sin embargo, el capitán, al soslayo creyó reconocer el semblante de una antigua amiga: volvió su caballo; pasó más cerca de la ventana donde se había asomado con semblante alegre y fresco una aldeana; y exclamó:

—¡Mariana!

—¡Señor capitán!

Casi a un mismo tiempo se reconocieron y saludaron Manuel y la antigua lavandera, en cuya aseada y pintoresca casa tuvo el capitán la entrevista con su adorada Teresa.

Cerrar la ventana, salir de un brinco al zaguán y colgarse de la cintura del capitán, todo fue uno para la lavandera.

—Niño, mi capitán, mi niño querido, ¡cuántos trabajos habrá pasado, y ni se ha acordado de mí, ni lo he visto…! ¡Ingrato! ¡Cuántas veces me he acordado de él, y tanto que lo podía haber servido! Todavía tengo media docena de las camisas y una docena de las mascadas, y el pañuelo blanco de la niña Teresa… Y dígame, ¿ya se casó, o dónde está la niña? ¡Pobrecita! era linda como un ángel.

El capitán se inclinó, y pasó con un verdadero cariño el brazo por el cuello de la lavandera, mientras ésta sin dejar de hablar, se limpiaba los ojos con una punta de su rebozo.

—¡Vamos, vamos, Mariana! Tú estás tan guapa, y buena moza como siempre, pero… todo lo quieres saber a la vez. Vamos… no hay que llorar. Las gentes se reirán de nosotros… y por otra parte, criatura —continuó el capitán—, ¿cómo quieres que te dé razón de tantas cosas? ¡Teresa!… Hace mucho tiempo que no la veo… ya te contaré… precisamente vengo a buscarla; ya lo sabrás todo, y te vendrás con nosotros a vivir, porque tú eres como de nuestra familia… Pero ¿cómo es que te encuentro aquí?

—¡Oh! ya contaré a usted todos mis trabajos, señor capitán; pero el sol quema… y el camino es pesado… baje usted del caballo, y entre en mi casa.

—Ésta es la casa —dijo con alegría la lavandera—, donde vivirá el señor capitán. ¡Tan franco y tan gente que ha sido conmigo! ¿Cómo lo había de dejar?

Esta conversación la interrumpió un coronel de artillería, de fisonomía amable e insinuante, que se acercó al capitán.

—¡Bribón! apenas llegas a una población, y antes de bajar del caballo y de entrar en el alojamiento, estás abrazando y seduciendo a las muchachas.

Mariana, en efecto, llamaba la atención: su fisonomía, lejos de haber cambiado, parecía más fresca y más lozana; vestía unas enaguas de finísima muselina blanca, que dejaban perfectamente descubiertos unos pies pulidos, calzados con un zapatito de raso verde oscuro; y el rebozo que alternativamente dejaba caer o llevaba a sus ojos humedecidos, permitía ver su camisa bordada, limpia y llena de curiosos encajes, que mal cubrían un seno abultado y perfectamente modelado. El coronel conocía ya a Mariana, y le había echado algo más que sus tiempos, como suele decirse. Atraído por la muchacha, y deseoso de saber con quién hablaba, se acercó y reconoció a un antiguo amigo y camarada de colegio.

—¡Valentín! —dijo el capitán, volviendo la cara, y tendiendo la mano al coronel de artillería.

—El mismo, que después de muchos años de no verte, te ha sorprendido en uno de tus muchos amoríos.

—Decididamente, como Gil Blas, estoy en país de amigos: esta muchacha es una alhaja que te presento: generosa, buena, ingenua, honrada y además bonita, es el tipo de nuestras mexicanas del pueblo; pero dime, ¿cómo es que te encuentro aquí, cuando yo te hacía en la plaza de Campeche?

—Es verdad, allí estaba hace quince días; pero ahora me tienes aquí de comandante general, y ya te ajustaré las cuentas a ti y a la alegrona de Mariana. ¿Vienes de guarnición? ¿Traes tus órdenes y tus papeles en regla? ¡Pero, vaya! nunca acabaremos con tanta pregunta: entra a mi casa, que es aquella de enfrente; que descarguen el equipaje, y que tus compañeros tomen posesión de ella como suya: hay piezas para todos, y caballerizas y cuanto es necesario. Figúrate, que es la comandancia general; que el dinero sobra en la aduana, y que las pagas están puntuales: nos pasaremos unos buenos días. Apéate, y ven, y que te siga Mariana si quiere… Somos hombres solos, y no hay niñas que se escandalicen.

Mariana hizo una muequilla de burla al coronel; dio la vuelta sin decir palabra, y echando un garboso salero, se metió en su casa. Manuel se apeó del caballo; invitó a sus compañeros, que habían permanecido a poca distancia, a que hiciesen lo mismo, y toda la comitiva entró en la cómoda y elegante casa que ocupaba el comandante general de Tamaulipas.

Allí, después de quitarse el polvo y descansar, fumando buenos cigarrillos habanos, y con una botella de Madera delante, Valentín y Manuel se contaron sus aventuras, sus viajes y sus amores: éste fue reservado, y no dijo sino aquello que suponía pudiese saber el coronel, con cuya amistad y auxilio contaba en caso ofrecido; y aquel, al contrario, refirió más de cuarenta lances amorosos, todos diferentes. Durante cuatro años, había corrido la República, desde las fronteras del Norte hasta Campeche; y en cada ciudad, en cada pueblo, en cada rancho, había dejado un amor pendiente: en San Luis, lo esperaba Josefita, para fugarse con él; en Monterrey, Tulitas, para casarse; en Matamoros, Felipita, para sacarle los ojos, por inconstante e ingrato. Era, en fin, Valentín, un muchacho alegre, gastador de dinero, violento de genio, aunque de un fondo bueno, y con el suficiente talento para hacerse necesario a los generales y al gobierno, y con un corazón capaz de querer, sin fatiga ni esfuerzo, a más de seis docenas de mujeres a un tiempo. Como hemos dicho, había sido condiscípulo de Manuel en el colegio militar, y su amistad se estrechó más, por la semejanza de carácter, y porque sufrieron fatigas y peligros juntos en la campaña de Tejas, hasta que aconteció la derrota de San Jacinto, de donde se retiraron a pie, habiendo llegado a las villas del Norte, pasando mes y medio de fatigas y penalidades. Después se separaron, y cada uno sirvió en divisiones y guarniciones distintas, hasta el momento en que la casualidad hizo que se reunieran de nuevo en el puerto de Tampico.

Como entre chanzas y pláticas había pasado ya con mucho la hora de medio día, los estómagos comenzaron a entrar en una especie de sublevación o pronunciamiento: hay cada cierto número de horas, un momento prosáico, positivo, en la vida, en que todo cesa; momento en que no se tienen penas, placeres, dolores, poesía, filosofía, y no hay más que una idea fija: comer.

Esta necesidad sentían nuestros viajeros, muy particularmente Arturo, que se había limitado a escuchar las aventuras del coronel de artillería, sin tomar parte muy activa en la conversación. El cura se quitó sus atavíos de ranchero; vistió su traje negro; endosó su cuello de eclesiástico, y salió a un pequeño jardín, a divertirse con las flores y plantas, por no escuchar los diálogos un poco libres de los dos militares. La conversación, pues, iba decayendo, y estaba muy próximo a reinar el silencio, cuando se presentó la lavandera, seguida de cuatro de los criados de Manuel: cada uno traía una cesta llena de comestibles. Pescado, guisados, fruta, conservas; cuanto podía de pronto encontrarse en el puerto, todo lo había reunido la cuidadosa solicitud de Mariana.

—Para mi capitán —dijo al entrar, y haciendo una seña significativa al coronel de artillería.

—Muchacha, me has ofuscado, me has perdido, me has tapado el monte —exclamó el coronel poniéndose en pie—: Había mandado disponer una comida a lo soldado, y tú ofreces un banquete a mis amigos. Ya veo que el capitán es tu conocido viejo.

—Y como que sí —respondió Mariana, poniendo en una mesa las canastas—. Figúrese usted, señor coronel, que durante muchos años yo le lavé la ropa; pero ¡qué!… si yo no necesitaba de lavar a otra gente, bendito sea Dios. Semanas y meses enteros ni un medio… pero el día menos pensado, entraba el capitán en mi casa, me abrazaba… así de buenas, como si fuese mi padre o mi hermano, y allá va eso; me dejaba sobre la mesa donde planchaba, las cuatro y seis onzas; y con esto, yo me procuraba camisas bordadas, y enaguas de castor, y zapatos de seda por docenas, sin necesitar de verle la cara a nadie, ni de andar por las calles de noche en malas tentaciones.

Sin dejar de hablar, y con una inteligencia y actividad admirables, Mariana puso la mesa, pues el comedor que daba al jardín era fresco y bien ventilado.

—Señores, si ustedes gustan, pueden acercarse a la mesa —dijo Mariana dando la última mano a la obra.

—¡Soberbio, Mariana! te has portado; buena fruta, excelentes pescados…

—Sólo falta el vino —dijo Mariana con cierta tristeza—. ¿Qué quiere usted? una pobre no tiene siempre para todo lo que quiere. Lo que puede hacer una mujer agradecida, es echar la casa por la ventana; pero eso no siempre es lo bastante. Ustedes dispensarán; y al decir esto, se le humedecieron los ojos, y como de costumbre, llevó a la cara la punta de su rebozo, y dejó ver su primorosa y limpia camisa.

—¡Guapa, guapa chica! —dijeron los dos militares—. No hay remedio, diga lo que quiera la población, te sentarás con nosotros, y comerás… en cuanto a vinos, los tendremos en abundancia.

—¿Sentarme yo con los señores? —dijo Mariana, poniéndose encarnada—: No, eso no; las pobres no nos sentamos con los señores: ¿qué dirían los comerciantes y el señor cura? No, yo les serviré, eso sí; y además, si me sentara, ni un bocado comería. El cuchillo me cortaría la lengua, el tenedor me picaría los labios. No, serviré, serviré a ustedes, y así estaré muy contenta.

Arturo estaba ya tan encantado con la lavandera, que formaba en su cabeza el proyecto de robársela. Arturo, como hemos visto, era hombre muy impresionante, y de un corazón generoso, y se enamoraba apenas veía una buena acción y una muchacha bonita.

El cura, por su parte, contemplaba aquella buena y noble alma de una mujer del pueblo, que a pesar de su lenguaje común, reunía la generosidad, la gratitud, la honradez y la franqueza. La oportunidad de la comida, la conversación de la lavandera, que les servía al pensamiento, y la brisa fresca que comenzaba a soplar, predispusieron singularmente el espíritu de nuestros amigos, y tuvieron uno de los momentos más agradables de su vida, olvidando pesares, disgustos, amores y esperanzas.

Por la tarde, Manuel y Arturo fueron a hacer algunas visitas, y a presentar sus cartas de recomendación; en la noche dieron un agradable paseo por las orillas del Pánuco, se retiraron a acostar, y durmieron un sueño apasible, tranquilo y profundo.

A los pocos días, todo Tampico estaba ocupado con los viajeros; jóvenes bien parecidos, de buen talento, con una educación fina y esmerada, y con crédito en el comercio, no hubo casa que no se abriera para recibirlos, ni joven de la mejor familia que no se hiciera su amigo íntimo. Todos los días eran paseos en botes por el río, o por la mar, excursiones a caballo en compañía de las más bonitas muchachas del puerto, francachelas y serenatas en las noches, que duraban hasta las dos y tres de la mañana, y Arturo, Manuel y Valentín, que tenían para todos la risa en los labios, la alegría en los ojos y el dinero en la mano, eran adorados de la población. Nuestros amigos estaban tan divertidos y distraídos, que todo al parecer lo habían olvidado; gozaban del presente, borraban de su vida el pasado, y parecía que no pensaban en el porvenir; así es la naturaleza humana, y así es el corazón del hombre a los veinte y cinco años. En cuanto al cura, triste en el fondo de su alma, pero siempre con un semblante sereno y amable, no concurría a ninguna de las francachelas, y se dedicaba a la lectura.

La próxima partida de la fragata Anselma, que tocaba en La Habana, les hizo reflexionar que no podían ya entregarse por más tiempo al ocio y al olvido de sus amores y de sus negocios. Resolvieron antes buscar y traer a Teresa a su patria, y después arreglar sus cuentas con don Pedro. Los jóvenes del comercio dispusieron dar a los viajeros un convite de despedida; se escogió una hermosa quinta, situada en las márgenes del anchuroso Pánuco, y en un amplio comedor se dispuso un verdadero banquete, con tal abundancia de legumbres, de pescados, de aves y de frutas, que seguramente no podría tener igual ni aún en París mismo; el mejor de los cocineros del puerto se encargó de esta solemnidad.

Como las principales familias de Tampico fueron convidadas, y asistieron con toda puntualidad, antes de la mesa se improvisó un baile en el salón; cuadrillas, valses, contradanzas, todo se bailaba sin interrupción, hasta rendir el aliento. Entre los bailadores se hacía notar un hombre de cuerpo muy bien hecho, fisonomía severa, pero interesante, y hasta podría decirse hermosa, y vestido con una elegancia sin afección, pero lo que sobre todo llamaba la atención, era su camisa, más blanca que la nieve, y en cuya pechera brillaba un ópalo como una pequeña llama roja.

—Apuesto —dijo a Arturo dándole una palmadita en el hombro—, que entre todas las muchachas extrañáis todavía a la generosa e interesante Mariana.

—¡Rugiero! —exclamó Arturo volviendo la cara.

—¡Y qué tiene de extraño! yo he salido de Jaumabe un día o dos antes que ustedes, mis caballos son buenos, y he tenido tiempo sobrado para llegar, presentar mis cartas de recomendación, y hacer mis visitas.

—Pero no os había visto en la calle.

—Es muy posible, he estado encerrado, escribiendo para Italia, y despachando la barca Adela, que salió ayer para Génova.

Arturo involuntariamente fijaba los ojos en el ópalo, llamándole la atención la llamita roja que formaba con la luz, y que a veces parecía que se extendía por todo el pecho de Rugiero.

—¿Os gusta? pues nada más sencillo, os lo regalaré.

—No lo permita Dios —respondió Arturo—, antes bien, yo tengo que entregaros el hermoso fistol de diamantes…

Rugiero hizo un gesto desagradable, y volvió la espalda, dirigiéndose a un joven alemán que recorría el salón, buscando a Mister Rugiers, a quien llamaba en voz alta.

—¿Cómo —dijo Arturo sin haber advertido el movimiento de desagrado que hizo Rugiero—, os llamáis Rugiers y sois inglés, y en México érais italiano, y os llamabais Rugiero?

—¿Qué queréis? yo he aprendido desde niño todos los idiomas de Europa y aún muchos orientales, y cuando se logra esta ventaja, merced a una oportuna educación, se puede ser indistintamente inglés, francés o alemán, lo mismo da. Además, yo no tengo patria, mi patria es por ahora toda la tierra, y a donde yo quiero ir, tal vez no llegaré nunca; así, viajo sin cesar de una parte a otra no sólo por mis asuntos, sino también por los ajenos. Si comprendéis el alemán, acercaos.

Rugiero se puso a hablar con el alemán, que se llamaba Gustavo Adolpho Stahkeketfhentehk, con tanto aplomo como si hablara su propio idioma; aumentó el grupo un inglés que se llamaba Hardingson, y Rugiero le dirigió la palabra en un inglés puro y tan correcto, como se habla en Nueva York y en Londres; Canaletti, que era encargado de una casa genovesa en Tampico, se presentó, y todos se quedaron encantados de la dulzura y armonía del italiano que hablaba Rugiero; parecía que estaban escuchando a Petrarca o al Taso.

Se trataba de que Rugiero cantara una aria de Norma o de Lucía, o acompañara a algunas de las señoras en un dúo o terceto. Debemos decir que Rugiero, con el nombre de Rugiers, pasaba en Tampico por ser el agente o socio de una rica compañía de comercio, se le creía nacido en Italia y educado en Inglaterra, y se sabía que era un músico consumado y un hábil orientalista. Todo el mundo decía: es un guapo mozo, un cumplido caballero. ¡Qué lástima que sus pies sean tan singulares, y su calzado tan agudo!…

—¡Óperas, óperas! —dijo Rugiero—, esto es muy común, muy cansado. Si ustedes me lo permiten, improvisaré una cancioncilla, por el estilo de las que se suelen oír en las montañas del Tirol.

Rugiero se sentó al piano; recorrió con mucha maestría la escala, e hizo dos o tres trémolos, insinuó ligeramente algunos motivos de Bellini, y después sus manos no se veían, todas las teclas del piano se movían y sonaban ya con notas lúgubres que helaban el alma, ya con tonos dulces, melancólicos y sostenidos, como si fueran repetidos por el eco. Eran Bellini, Rosini, Meyerbeer, todo a un tiempo, o mejor dicho, unas notas superiores o lo más patético de Don Juan, a lo más tierno de Sonámbula, a lo más armonioso de Semíramis; los alemanes, que son conocedores en la música, jamás habían oído notas semejantes.

Apenas Rugiero cesó un momento de tocar, cuando estalló un aplauso estrepitoso. Don Gustavo, el alemán, rogó encarecidamente a Rugiero que le escribiese las variaciones que acaba de escuchar; Rugiero, sin hacerse de rogar, pasó a la otra pieza, y a pocos momentos volvió con las variaciones escritas; y como don Gustavo se preciaba de tocar a primera vista los papeles más difíciles, se sentó al piano, lo registró con habilidad y maestría, y dirigió la vista al papel. ¡Imposible! sus dedos se encorvaban, y no podían pasar de una tecla a otra; cuando fijaba la vista en las notas escritas en la pauta, le parecía que aumentaban de tamaño, que se movían, que se iluminaban, y tomaban formas fantásticas y raras, que en nada se parecían a los objetos del mundo. Cerraba los ojos, haciendo un esfuerzo superior, recorría las escalas, y los dedos producían sólo en las teclas unos sonidos extravagantes. Después de diez minutos de una fatiga inútil, algunas gotas de un sudor frío corrían por su frente.

—Ésta es una música infernal —exclamó lleno de cólera, cerrando el papel que estaba abierto en el atril.

—Nada de infernal tiene —dijo Rugiero acercándose—, es simplemente una melodía rusa que me enseñó en Astracán Sofía Kutosof, una de las señoras más hermosas de la corte del Czar. Es difícil, sí, convengo, pero con cuatro o cinco años de estudio, podía llegar a tocarla el célebre Talberg.

El alemán corrido hasta por demás, se deslizó entre los grupos, y no paró hasta el lugar donde estaba la cantina, y allí de un trago sorbió un vaso de cerveza.

Rugiero se sentó de nuevo al piano, tocó una introducción muy patética, y cantó con una voz angélica de tenor, una canción muy extraña. Cuando concluyó, los aplausos sonaron de nuevo en la sala, y las señoras tenían sus ojos húmedos de lágrimas, pues jamás habían escuchado notas más tiernas y sentimentales.

—¡Eh, señores! —dijo Rugiero—, si yo he condescendido en cantar esa mala cancioncilla, ha sido sólo por respeto a tanta hermosura, pero de ninguna suerte para que la tristeza reemplace a la alegría de que hemos disfrutado… Vamos, los jóvenes a bailar; y a matar el tiempo en el juego los que hemos pasado de los cuarenta.

—¿Juega usted ecarté, don Gustavo? ¿Y usted Mr. Hardigson? Haremos un terceto.

Don Gustavo, picado de su mal éxito musical, aceptó el convite; era el mejor jugador de ecarté de Tampico, y además tenía siempre una fortuna loca.

El baile comenzó de nuevo, y en otras piezas inmediatas se organizaron mesas de tresillo y ecarté. Rugiero sacó un bolsillo de seda nácar lleno de oro.

—¿Cómo jugamos? —preguntó el alemán.

—De a cuatro onzas el paso.

—Corriente, aceptado —dijo don Gustavo pensando vengarse de Rugiero.

En menos de una hora Rugiero había ganado treinta onzas al inglés y otras tantas al alemán; éste, mohíno por demás, tiró la baraja contra la mesa.

—Supongo —dijo Rugiero—, que no es un insulto que tratáis de hacerme.

—Y supongo que tampoco estoy obligado a dar cuenta a nadie de mis acciones.

—En la sociedad, caballero, cada uno está obligado a dar cuenta de sus acciones; si os molesta el dinero que habéis perdido, ved el caso que yo hago de él.

Rugiero se acercó a la ventana, al pie de la cual había varios marineros y cargadores mirando el baile.

—Hijos míos, bebed a la salud de las hermosas tampiqueñas —y una a una fue tirándoles las sesenta onzas.

Los marineros quedaron tan sorprendidos, que ni aún se atrevieron a recogerlas.

—Tomadlas, tomadlas, buenas gentes —dijo Rugiero—, son de vuestro amo don Gustavo, que os escatima hasta el último centavo, cuando vais bañados de sudor a dejarle los tercios a su casa; ha perdido una apuesta, y esto es todo.

El inglés, muy seco y muy formal, se acercó a Rugiero, y estrechándole una mano, le dijo:

By God, esta es una verdadera acción de un gentleman: se conoce que habéis sido educado en Londres.

Don Gustavo estaba temblando; la cólera quería ahogarlo; Rugiero lo tomó del brazo afectuosamente, y lo sacó al jardín.

—¿Qué queréis que quite a ese hermoso chupamirto que vuela en la copa de aquel árbol? ¿El pico, el pie derecho o el izquierdo?

—El pie derecho —dijo el inglés.

Rugiero sacó del bolsillo una pistola de Manton incrustada en oro, y tiró; el chupamirto, que apenas se distinguía como una pequeña ráfaga de esmalte, cayó al suelo.

El inglés corrió, y volvió a poco con el animalito, que estaba intacto; sólo le faltaba la mitad de la pata derecha.

—Ya véis, don Gustavo —dijo Rugiero—, seamos buenos amigos, y démonos un abrazo. Esos pobres diablos tendrán para pasar una noche bien alegre, y quizá dentro de algunos momentos puedan ser útiles al puerto. Para usted poco importan treinta onzas.

El alemán, vencido en cuanta lucha había emprendido, abrazó a Rugiero, y los tres entraron en el salón, de donde la concurrencia se disponía a partir al comedor, pues la mesa estaba ya dispuesta.

Como sucede siempre, los primeros momentos de la comida fueron silenciosos; pero apenas comenzaron los estómagos a sentir la influencia de los suculentos manjares y del espumoso champaña, que como topacio líquido, circulaba con profusión en la mesa, la alegría renació con más fuerza y vigor; los brindis se sucedían sin interrupción, y las improvisaciones en prosa y verso daban que reír y eran aplaudidas estrepitosamente.

—¡Bomba! ¡Bomba! —decía uno levantándose de su asiento y con la copa llena en la mano:


Casta deidad, a quien rendido adoro;
Belleza de mi amor, dulce paloma,
Hermosa flor de celestial aroma,
Maga o mujer de los cabellos de oro,
El pecho entusiasmado a ti se rinde:
En esta copa de champaña hirviente
Bebamos con placer puro y ferviente,
Y todo el mundo por Adela brinde.
 

—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamaron todos vaciando las copas.

—Ahora el ritornelo —dijo uno de los jóvenes.

—¡Jip, jip! ¡Hurra! ¡Hurra!

—¡Jip, jip! ¡Hurra! —y todos repetían tres veces el grito, acompañado de los golpes que con los cabos de los cuchillos daban en la mesa y copas.

—¡Silencio! ¡Silencio! que tengo una improvisación:

—¡Silencio! ¡Oído! ¡Atención!

—¡Bomba!! ¡¡Bomba!! —repitieron todos, dando de nuevo con los cuchillos en la mesa.

Un joven se levantó con su copa en la mano:


Eufemia hermosa,
Mas pura y más graciosa que la rosa
Olorosa:
Brindo por tu salud y tu dicha
Y tu felicidad
Hoy día de la fecha
Y con humildad;
Repitiendo: ¡viva Eufemia hermosa
Muy dichosa
Por toda la eternidad!
 

—¡Bravo!! ¡¡Magnífico!!… este estuvo mejor que el otro —y siguieron los aplausos, los hurras y el estrépito.

—Voy a brindar en humilde prosa —dijo Rugiero—: «La hermosura es como la flor; la dicha como el colibrí; la vida como la mar agitada: bebamos por la hermosura que se marchita, por el colibrí que muere y por la vida, que es una borrasca.»

Todos quedaron en silencio. Un ruido lejano y sordo se escuchó al mismo tiempo, y el cielo se cubrió rápidamente de gruesos y negros nubarrones; eran las cinco de la tarde, y se hacían ya necesarias las bujías.

—No hay que entristecerse, señores —dijo otro—, el señor Rugiero ha brindado como un filósofo, lo que queremos son brindis de locos, de calaveras, de gente de rompe y rasga.

—¡Jip! ¡Jip! ¡Hurra! —Repitieron este grito los concurrentes; pero un fuerte trueno cubrió la estrepitosa voz de la orgía; un rápido y eléctrico movimiento de terror estremeció a las señoras. El viento comenzó a silbar, y los relámpagos amarillos iluminaban las botellas medio vacías y los esqueletos de los pescados y pavos. Sea que Arturo y Manuel fuesen presa de una alucinación, sea que el contraste que presentaba la alegría de un festín con los fenómenos imponentes de la naturaleza los predispusiesen de una manera singular, el caso es que creían ver aquellos restos del banquete moverse, y revestirse de una luz fosfórica; y cuando volvían los ojos a donde estaba Rugiero, se les figuraba que al través de la bolsa de su chaleco veían su reloj con la carátula iluminada, y la manecilla señalando la hora de las cinco. Como estaban próximos a desvanecerse, cosa que atribuían a las copas de Champaña y Lacrima-Christi que habían bebido, quisieron levantarse, pero les fue imposible.

—¡¡Bomba!! ¡Bomba!! —gritó otro, tomando una botella en la mano—. Va en verso.

No fue menester gritar «silencio», porque reinaba el más profundo.


Va a soplar el huracán;
No hagamos caso, señores:
Apuremos los licores,
Que los que están en el mar,
Van muy pronto a naufragar,
Y sin duda morirán.
 

Este brindis, que fue poco aplaudido, hizo una impresión profunda en el ánimo del capitán Manuel; en un momento se le vino a la mente su encantadora Teresa, y la horrible visión o pesadilla que había tenido la noche que durmieron en Jaumabe en casa del cura; por otra parte, el brindis de Rugiero le pareció terrible y misterioso.

—¿Qué idea —decía para sí—, ha tenido este hombre de arrojar la tristeza en medio de esta sociedad tan alegre?

El viento arreciaba; las nubes se agolpaban unas contra otras, como si viniesen de rumbos opuestos a reunirse en un solo punto, y gruesas gotas de agua comenzaron a caer. Las señoras se fueron levantando de la mesa, asustadas y silenciosas, refugiándose en grupos de dos y tres en las piezas inmediatas, pues el viento y los relámpagos eran insoportables en el comedor. Manuel se levantó, y con voz fuerte y grave, dijo:

—Señores, quizá en estos momentos habrá cercano a la costa algún buque que corra peligro, brindo porque los que sean animosos y esforzados, acudan a socorrer a los náufragos: yo ofrezco ser el primero.

—Y yo, y yo… —dijeron cuatro o cinco voces a un tiempo, entre ellas la del inglés; los demás concurrentes quedaron callados; fueron escurriéndose silenciosamente y tomaron el camino de sus casas.

—Decididamente es un huracán —dijo un marino viejo—, el viento era Nordeste y ha cambiado; es mala señal.

—Aun no acababa de pronunciar estas palabras, cuando una fuerte ráfaga empujó las vidrieras y las hizo pedazos; al mismo tiempo se escuchó una vocería en el río; era una lancha que acababa de llegar.

—¿Qué bataola es esa? —preguntó Rugiero, asomándose a la ventana.

—Una goleta que se ha visto muy cerca de la costa, ha tirado dos cañonazos, y parece que ha perdido el trinquete; los marinos de esa lancha, que salió a pescar, la han visto muy cerca.

—¡Hola! —gritó Manuel—, una onza, dos onzas, tres onzas de oro para cada marino que me acompañe a la mar; el que quiera que me siga. De un salto se puso en la puerta, y de otro en la embarcación que acababa de llegar, que era una lancha grande y fuerte, construida en el astillero de Campeche, de esa madera llamada jabín, que es más dura que el fierro.

—¡A la mar! —gritó Rugiero, quitándose la levita, y enrollándose las mangas de la camisa, dejó ver un par de brazos hercúleos y completamente cubiertos de vello—, en esta vez no habrá remedio, todos serán míos.

—¡A la mar! —dijo Arturo, poniéndose un poco pálido.

—¡A la mar! —dijo el inglés con mucha flema, y echando, por último, un trago de Oporto.

En la orilla del río, Arturo encontró al padre Anastasio que, acostumbrado a ver esos torbellinos de la costa, contemplaba con serenidad el furioso huracán que soplaba.

—¿A dónde vais, Arturo?

—Hay un buque cerca de la costa que va a naufragar, y vamos a la mar a salvar a los pasajeros.

—¿A la mar? —contestó el padre Anastasio—, es una locura; vais a perecer todos; yo conozco mucho esta costa y estos temporales. No hay lancha que pueda resistir una mar tan fuerte.

—¡Bah! ¿Y quién dice miedo? ¿No es Dios el que manda los vientos y las aguas de la mar?

—Decís bien; yo no sé nadar, ni sé nada de marina; pero puesto que os empeñáis, mi deber es acompañaros. Vamos, en último caso mi bendición no os hará falta.

Arturo hizo muchas instancias al padre para que se quedara, pero todo fue en vano. En cuanto a Manuel y a Arturo nadaban bien, sabían perfectamente los ejercicios gimnásticos, y su corazón era fuerte y animoso; así, en vez de tener miedo, casi sentían una especie de placer en dar esta prueba de ánimo a la vista de todas las muchachas de Tampico, que a pesar del viento y de la lluvia, se agruparon a las ventanas, las unas llorando y las otras rezando a todos los santos del cielo.

Entre tanto, ocho marineros robustos habían tomado los remos de la lancha; el inglés, fumando un habano, se había apoderado del timón; Rugiero, con una figura imponente, estaba sentado tranquilamente en la proa, y Manuel gritaba: «¡A la mar! ¡A la mar!» Arturo y el cura subieron a bordo, y los dos perros de un salto entraron también con su amo a la embarcación.

—¡Malditos sean estos perros de Satanás! —gritó Rugiero.

—Son buenos nadadores, y nos podrán servir —le contestó el cura con modestia.

Rugiero no respondió, y bajó los ojos.

A un grito de Manuel los ocho remos azotaron las aguas, y la lancha comenzó rápidamente a descender el río, saludada por las muchachas que habían asistido al baile y al festín.

II. La isla de lobos

El paso de la barra fue en extremo difícil y peligroso; las olas de la mar, encontrándose con las aguas del río, chocaban violentamente y formaban remolinos espumosos, que tan pronto dejaban un abismo abierto, como se elevaban como una pequeña montaña, en cuya frágil cresta quedaba por un momento suspendida y temblando la lancha, hasta que deshecha la ola, hundía en su seno la embarcación y azotaba fuertemente sus costados.

—¡Arriba!, ¡muchachos! ¡Arriba! ¡No hay que aflojar! ¡Ánimo, que ya salimos de la barra! —decía Manuel.

—Estamos precisamente en lo más peligroso de ella —dijo el inglés—, pero vamos a ver —y esto diciendo, varió repentinamente la dirección del timón, de manera que quedó por un momento suspensa la lancha; después se inclinó y con dos líneas más habría zozobrado.

—¡A estribor! ¡A estribor! —gritó Rugiero.

—¡Ohe! ¡Ohe! ¡A babor! ¡A babor! —gritó más fuerte el inglés—, o nos hundimos, ¡a babor! muchachos, fuerte a remar, y nos salvamos.

—Vamos a perecer —dijo Arturo.

—Al contrario —dijo el inglés con calma—, el movimiento ha sido arriesgado, pero el único que podía salvarnos. Mirad.

Arturo volvió la vista, y observó en efecto, que había pasado una enorme montaña de agua, y que estaban fuera de la reventazón.

Los marineros que conocían la barra y la práctica y maestría del inglés, obedecieron la voz, y remaron a babor salvando atrevidamente el precipicio.

La lancha salió a plena mar; entonces se presentó a la vista de nuestros personajes un interminable abismo; la oscuridad había crecido por momentos, y los relámpagos, que se cruzaban entre las espesas nubes, iluminaban una mar gruesa, negra y encrespada.

—Es un huracán deshecho —dijo Arturo.

—No —respondió el inglés—, el huracán ha soplado en las Antillas, y esta no es más que la cola, como dicen en el puerto.

—¿Y a dónde nos dirigimos?

—A la isla de Lobos —contestó el inglés—, si el buque que vieron los pescadores no se ha hundido ya, y si el capitán es conocedor de esta costa, debe haber puesto la proa a la isla de Lobos, es la única esperanza de salvación.

—¡A la isla de Lobos! —gritó Manuel—, una onza más para cada muchacho, si llegamos a tiempo.

—Todo será inútil —dijo Rugiero sonriendo irónicamente—, os he acompañado, porque me gustan esta clase de aventuras, pero cuando lleguemos, será ya tarde.

—¡No importa! ¡A la isla de Lobos, muchachos! —gritó Manuel.

—¡A la isla de Lobos! —gritó el inglés.

—Muy bien, a la isla de Lobos —replicó Rugiero—, pero lo único que sucederá, es que seremos testigos de la catástrofe.

—¡De la catástrofe! ¿Pero qué catástrofe? —preguntó Manuel temblándole la voz.

—¿No vamos a buscar —respondió Rugiero—, una goleta que está en peligro?

—Justamente, y la encontraremos —contestó el inglés.

—Mirad —dijo Rugiero.

Todos los de la lancha observaron entre las ondas negras y espumosas una bola de fuego, que como un meteoro se apagó en el agua, y a pocos momentos oyeron el trueno.

—Es el último cañonazo de la goleta; acaba de perder el palo mayor, y el casco flota ya sin timón, y con toda la jarcia cargada a estribor.

—¿Pero cómo sabéis?… —preguntó tímidamente Arturo.

—He observado cuidadosamente con la rápida luz de los relámpagos. Si hubierais navegado como yo tantos años por el Báltico, por el mar Blanco, por el golfo de Bengala y por el mar Negro, estaríais acostumbrados a verlo todo aún en medio de la oscuridad más completa. Os repito que llegaremos tarde, y como cada vez engruesa más la mar, y el viento sopla con mayor violencia, no será difícil que nos toque la misma suerte que los de La Flor de Mayo.

—¿La Flor de Mayo?

—Así es el nombre de la goleta, que debe haber salido de La Habana hace diez días, era muy fina y velera, pero los vientos y la mar han podido más que ella.

A pesar de la fatiga, porque algunas veces Manuel se sentaba a remar al banco, un sudor frío corrió por su frente, y un momento tuvo delante de su vista el espejo fatal donde había visto en Jaumabe el naufragio de Teresa: llevó la mano a su frente, como si quisiera contener su pensamiento, que se le escapaba.

—¡A la isla de Lobos! ¡A la isla de Lobos! —gritó como fuera de sí, y asiendo un remo de manos de un marinero, se puso a bogar con vigor.

La lancha no se deslizaba, sino que volaba como una visión fantástica por aquellos abismos, dejando un surco luminoso, que se hundía en las ondas negras, para volver a aparecer después chispeante y amenazador. Arturo miraba alternativamente con ojos espantados, ya las olas pesadas y altas, que se aglomeraban unas tras otras, como si quisieran sorberse la frágil barca; ya la figura imponente de Rugiero, que por momentos parecía iluminarse con la misma luz fosfórica de las aguas; sobre todo, el fistol de ópalo estaba materialmente encendido, como si fuera una partícula de oro fundido, y arrojaba unos rayos pequeños, pero vivos, sobre la faz del padre Anastasio, que resignado y tranquilo, rezaba sus oraciones, entregado completamente a la voluntad de la Providencia.

Todavía bogaron una hora más, que pareció una eternidad a Arturo y a Manuel; a cabo de este tiempo un relámpago les hizo ver que estaban muy cerca del casco desarbolado y roto de un buque.

—Es La Flor de Mayo —dijo Rugiero—, por lo que puedo conocer, hace mucha agua.

—¡Ohe! ¡Ohe! ¡A la goleta! —dijo el inglés con tono decisivo—, no me había equivocado, el capitán gobernó a la isla de Lobos, y estamos muy cerca de su costa.

—¡A la goleta! ¡A la goleta! —dijo también Manuel maquinalmente.

—¡A la goleta! —dijo el padre Anastasio—, es un sagrado deber el que tenemos que cumplir; el mismo que sosegó la tormenta en el lago de Tiberiades, es el que nos ha de sacar sanos y salvos de todos los peligros.

—Es inútil todo —dijo Rugiero riendo—, el huracán que ha soplado en las Antillas, se ha aproximado con rapidez hacia nosotros; ni la goleta ni la lancha volverán otra vez a navegar, el que tenga esfuerzo, y sepa nadar, que se prepare, en cuanto a mí, atravesar el estrecho, como lo hacía Leandro, de Sextos a Abydos, es poca cosa, puedo cómodamente, y con una sola mano, nadar, sosteniéndome sobre las espaldas, cosa de tres a cuatro leguas.

—Yo nadaré leguas, y saldré a la isla —dijo el inglés con tranquilidad—, pero nuestro deber es acercarnos a la goleta.

El padre Anastasio, cuando escuchó las últimas palabras de Rugiero, sintió como un golpe eléctrico en las articulaciones, pero elevó su alma a Dios, y se le disipó el terror que lo había sobrecogido, y que si le hubiera durado una media hora más, lo habría matado. En efecto, el viento se desató con más furia, las olas y las corrientes se chocaban en todas direcciones, y la lancha no podía ya sobreponerse a las olas que la combatían por todas partes.

—¡A desaguar! ¡A desaguar! —gritó el inglés, o todos iremos dentro de la mar.

Arturo, el padre y Manuel, que había soltado el remo, comenzaron activamente con unas cubas, con las manos y con todo lo que podían, a echar fuera la agua que la lancha había embarcado desde su paso por la barra. En un momento la goleta y la lancha estuvieron al habla.

—¿Tienes bocina? —preguntó el inglés al patrón de la lancha.

—Sí, señor.

—Dámela, y siéntate al timón un momento, estamos cerca de la isla, orza, y no pases de medio cuarto al Norte. Nada se ve más que un abismo, pero no me equivoco, y seguiré bien el rumbo.

—Muy cabal, señor —contestó el patrón, pero si dilatamos media hora más en la mar nos vamos a pique: la mar está ya muy gruesa, y el huracán viene a alcanzarnos.

—Es verdad —dijo el inglés—, por lo mismo es menester el último esfuerzo, si no logramos nuestro propósito, entonces embicaremos sobre la isla. Medio cuarto al Norte sin variar, y las comentes nos llevarán a la playa en menos de diez minutos.

Anselmo el patrón, que era uno de los mejores marinos prácticos de Tampico, tomó el timón y el inglés la bocina.

—¡Ohé el capitán! ¿Qué buque?

—¡Ohé la lancha! Flor de Mayo, de La Habana —contestaron de a bordo también con bocina.

—Un cuarto al Nornoreste —continuó el inglés—, y a embicar en la isla de Lobos.

—Se ha perdido ya el bote con cuatro marineros; quedan tres marineros, el piloto y tres pasajeros a bordo, en diez minutos la goleta se irá a pique. Acercaos.

—¡Imposible! ¡Vamos a ver! ¡Ohé, muchachos! ¡A bogar a la goleta!

Los remeros, alentados por Manuel, bogaron con dirección a la goleta, pero cada impulso que hacían, era perdido, porque las olas los rechazaban, y los hundían de nuevo en las aguas.

Reinó un profundo silencio, y tanto los de la goleta como los de la lancha, tenían un rayo de esperanza. Imposible es describir uno de esos terribles huracanes que soplan en el mar de las Antillas, y que suelen llevar sus efectos destructores hasta las costas del golfo de México: las nubes eléctricas y espesas, el viento silba impetuosamente, y recorre en menos de una hora toda la aguja; la lluvia cae a torrentes, y los relámpagos cruzan e iluminan el abismo negro y profundo de los mares; el espacio infinito de los cielos, con las nubes y los vientos encontrados, parece que hierve y se agita como si fuese otro mar.

Un rayo que cayó en la goleta en el momento mismo que la lancha con mil esfuerzos había podido acercarse, completó su destrucción. El casco maltratado se abrió, flotó un momento como indeciso entre la vida y la muerte y después desapareció entre las hondas. Un grito doloroso se escuchó a bordo.

Manuel y Arturo, sosteniéndose el uno contra el otro, latiéndoles el corazón hasta querer salírseles por la boca, no quitaban sus ojos de la goleta.

Un momento antes de hundirse, vacilante, tropezando con los restos de la jarcia y de los calabrotes, salió de la cámara una mujer, y se dirigió a la proa. Con los relámpagos que iluminaban cada momento con su luz pálida y sulfurosa esta escena, se podía observar que esta mujer tenía un vestido blanco, y que su rostro parecía aún más blanco que su vestido; su abundante cabellera flotaba en desorden en la dirección del viento. Un momento antes de hundirse el buque, como impulsada de una fuerza nerviosa, se arrodilló, después, se puso en pie, tendió sus brazos como si tratara de asirse del viento y se arrojó a la mar.

—¡Teresa! ¡Teresa! —exclamó el capitán, cayendo sin sentido en el fondo de la lancha.

Arturo, como sobrecogido de un vértigo, sin hacer caso del capitán y como clavado en el banco donde se había apoyado, por una fuerza invisible abrió los ojos, que parecía querían penetrar en la oscuridad del horizonte y en la profundidad de los mares.

Apenas cayó al agua aquella mujer, que como un fantasma había un momento aparecido con la viva e interrumpida luz de la tempestad, cuando Rugiero se lanzó al mar, y nadando casi sobre las ondas con una sorprendente agilidad, llegó hasta el lugar donde había caído Teresa. Entonces pareció a Arturo que se entablaba una especie de lucha, la mujer hacía esfuerzos supremos por nadar en la dirección de la lancha, mientras Rugiero trataba de hundirla o de alejarla.

Como es sabido en las aguas del golfo con el oleaje se inflaman multitud de animalillos fosfóricos. A intervalos se veía que Rugiero con los pies y con sus nervudos brazos removía fuertemente las aguas, y entonces aparecía su cuerpo blanco de Hércules como sumergido en un líquido de luz fosfórica, mientras que la mujer, como suspendida sobre la cresta espumosa de las ondas, se veía rodeada de una luz blanca y rosa como la de las primeras horas de la mañana. Un relámpago iluminaba las profundidades tenebrosas del horizonte, las ondas negras y encrespadas de la mar se sucedían unas a otras, y todo después de un instante, quedaba envuelto en la oscuridad más completa.

Arturo apretaba fuertemente un brazo del inglés, que estaba cerca de él, y le decía con una voz ronca:

—¡Veis!, ¡veis!

—Hay algunos que nadan hacia la lancha —dijo el inglés sin perder su calma—. Tiéndeles un remo, Patricio.

En efecto, uno de los náufragos, envuelto entre las olas, que ya lo sumergían, ya lo alejaban, ya lo acercaban, logró asirse de un remo: dos marineros vigorosos se inclinaron, lo tomaron de los cabellos, y una ola que en este momento se levantaba, se encargó de ponerlo dentro de la lancha.

Dos minutos después asomó en las aguas la cabeza de otro náufrago: ese había perdido ya las fuerzas, y sus manos cerradas convulsivamente no atinaban con el remo que se le tendía: un marinero lo tomó del brazo, y conduciéndolo un momento a remolque y a riesgo de hacer zozobrar la lancha, logró subirlo a bordo. Todo esto en medio de los vaivenes y sacudimientos de la embarcación, era obra de un atrevimiento inaudito, y parecía más bien un milagro de la Providencia.

La lucha entre Rugiero y la mujer blanca no cesaba: un nuevo combatiente, o salvador, había venido a mezclarse entre estos personajes, que ya por un momento aparecían en la cresta de las ondas, ya eran envueltos entre las aguas y la oscuridad. Este combatiente era uno de los perros del padre Anastasio, que desde que vio caer al mar a la mujer blanca, había saltado de la lancha, y llegando justamente a apoderarse de una de las gruesas y flotantes trenzas de su cabello, en el momento en que Rugiero la sumergía en el abismo.

Arturo, indiferente, insensible a todo lo que le rodeaba, ni fijó su atención en los náufragos que salvó el inglés, ni sentía que estaba empapado, ni pensaba que momentos hubo tan críticos, que todos debían haber perecido: su alma, su existencia, estaban concentradas en observar aquella visión que tenía delante de los ojos, y que seguramente para los marineros y para el inglés era completamente invisible. Al perro, que era de dimensiones ordinarias, lo veía a intervalos Arturo con unas formas colosales y parecidas a las de esos monstruos fabulosos de los mares de la Grecia: sus grandes mandíbulas, armadas de una doble hilera de dientes, ya se abrían para acometer a Rugiero, ya se apoderaban de las trenzas de la mujer, la que por un fuerte impulso, era conducida, flotando siempre sobre las ondas, su blanca y luminosa vestidura.

El padre Anastasio, desde el momento en que la goleta se hundió, echó su santa bendición sobre los náufragos, y juntando sus manos, y levantando sus ojos al cielo, exclamó:

—Tú has dicho, Señor y Dios mío, que el hombre que tuviese fe, podría mover las montañas de un lugar a otro; creo en ti con fe ciega y ardiente, y confío en que has de salvarnos y salvar a los náufragos, pues yo te lo pido desde lo más hondo de mi corazón. Salva, Señor, a esa infeliz mujer, que lucha con la muerte: tu poder es más fuerte que las ondas y el huracán, y Tú nos libertarás, aunque el infierno se opusiera a ello.

Éste fue el momento en que Rugiero se lanzó a la mar, y tras él se lanzó igualmente el fiel animal, que había estado antes lamiendo las manos de su amo, y ladrando tristemente, y como pidiéndole su licencia para tomar parte en la lucha que había emprendido la lancha con el huracán y con la muerte.

Hubo un momento supremo, en que Rugiero tomó de las dos manos a la mujer blanca, y la arrastró al abismo; el perro entonces hizo un esfuerzo sobrenatural, y volvió a la superficie con el grupo; pero una onda los cubrió de nuevo, y no volvieron a aparecer más. El cuadro luminoso desapareció, y todo quedó en el silencio y la oscuridad.

—¡Pereció para siempre! —dijo Arturo, cubriéndose el rostro con las manos.

—¡Gracias, Dios mío! se han salvado —exclamó el padre Anastasio.

Un fuerte sacudimiento del bote estuvo a pique de echar al agua a todos; pero inmediatamente quedó quieto y fijo, y las olas llegaban ya a sus costados pausadas y mansas.

—Estamos en la isla —dijo el inglés—, nos hemos salvado. ¡Al agua! y veamos el fondo.

Un marinero se echó al agua, y tocó el fondo con los pies.

—Estamos en tierra, y allí se ve brillar una luz; es la casa de tío Bruno el pescador.

—¡A tierra! ¡A tierra!

Este grito fue como un talismán para todos. Saltaron a tierra, pues en efecto estaban en la playa de la pequeña isla de Lobos, y las ondas iban sólo a estrellarse y a morir a poca distancia del lugar donde había encallado la lancha.

Toda esta escena fue rápida como el viento, y pasó en menos de quince minutos, tiempo que a los de la lancha pareció una eternidad. Fue necesario, que el inglés despertara, por decirlo así, a Arturo de la horrible pesadilla de que había sido víctima.

—Caballero, estamos ya en tierra, y aunque la noche no será muy agradable, siempre es mucho haber escapado de la muerte.

Los marineros tomaron en sus robustos brazos a los náufragos, que estaban en el fondo de la lancha, sin conocimiento y casi sin vida, y todos se dirigieron por un camino arenoso y que bañaban las olas al lugar donde brillaba la luz, que desde antes habían observado. A poco andar, llegaron, en efecto, a la casa, que se componía de un par de piezas formadas de madera y tierra, con su techo de palma: esta casita servía indudablemente para el abrigo de los pescadores y de los contrabandistas, y se hallaba por esta causa provista de licores y de algunos comestibles: la habitaba un viejo marinero, que llamaban el tío Bruno, y dos guapas rancheras, que eran sus sobrinas: a alguna distancia había otras chozas pequeñas, pero sin luz, al parecer desiertas. Siguió al inglés Arturo maquinalmente; y como si hubiese perdido la memoria, no se acordaba ni del capitán Manuel, ni de Teresa, ni del padre Anastasio; pero una vez que llegaron a la casita, donde fueron perfectamente acogidos del tío Bruno, el inglés hizo una especie de revista.

—Los de la lancha, uno, dos, tres… completos; pero vamos, no creía yo que este bravo capitán hubiese sufrido tanto.

—Seguramente —dijo el padre—, ha presenciado cosas horribles, que le han privado del sentido: a bordo de la goleta venía una persona que le interesaba mucho, y fue la primera que se arrojó al mar, donde Rugiero… Habréis presenciado todo.

—Nada he visto —contestó el inglés—, más que los dos náufragos a quienes conducen los marineros, y a los cuales vamos a dar cuantos socorros sean posibles para que vuelvan a la vida.

—¿Conque no habéis visto nada? —volvió a preguntar el padre.

—Absolutamente nada.

—¿Conque no habéis visto al tiempo de hundirse la goleta una mujer vestida de blanco?

—Mi vista está muy acostumbrada a ver las profundidades de la mar y en la oscuridad de la noche; mi profesión, durante muchos años, ha sido la de marino, y ya otras veces he pasado momentos más crueles que éste en las costas de Escocia y de Irlanda, y repito que nada he visto.

El padre Anastasio inclinó la cabeza, y se quedó pensativo.

—No importa —dijo, después de un momento—: Ella debe haberse salvado; es menester buscarla.

—Sin duda —dijo el inglés—, siempre en un naufragio cerca de la costa suelen las olas arrojar a los náufragos. Dejadme disponer las cosas.

El inglés pidió unas botellas de aguardiente y unos hachones de brea a tío Bruno, el que a pesar de lo acostumbrado que estaba a estas escenas, se interesaba vivamente en la suerte de todos los que de improviso habían venido a su pobre habitación.

—Tú te encargarás, Patricio —le dijeron a uno de los marineros—, de desnudar a estos náufragos, y de frotarlos con aguardiente, hasta que les vuelva el calor, y nosotros vamos por la playa a buscar a la demás gente.

Encendieron las achas de brea, y echaron a andar por la costa, gritando recio y prolongadamente, para que si algún marinero estaba todavía en el agua, la luz y el sonido de la voz le indicaran el rumbo de la tierra. Habrían andado doscientos pasos, cuando les salió al encuentro el perro, brincando y haciendo fiestas a su amo.

—Ella debe estar cerca, y tal vez todavía con vida —dijo el padre Anastasio—: Dejémonos guiar por el perro.

Apresuraron el paso, y siguieron en efecto al perro, que echó a correr delante de ellos, con dirección a un médano o pequeño montecillo de arena: Arturo, que había seguido a la comitiva en silencio, no pudo contenerse, y echó a correr. Cuando el inglés, el padre Anastasio y los marineros llegaron, Arturo sostenía ya en sus rodillas la hermosa cabeza de una mujer blanca como el alabastro, con unas luengas trenzas negras, de donde caían todavía las gotas del agua de la mar: su vestido estaba hecho pedazos, y sus formas perfectas y redondas, se dibujaban entre las ropas empapadas con la salobre agua del golfo.

—¡Es Teresa! ¡Teresa! —dijo Arturo—: Su corazón late todavía: ha padecido mucho; pero vivirá, si con tiempo la socorremos. La vi hundirse en el mar, y yo creía que había perecido.

—Se salvó; no me engañaron ni mi corazón ni mis ojos —murmuró en voz baja el padre Anastasio.

—¡Cosa extraña! —dijo el inglés—, ni vi cuando saltó a la mar Rugiero, ni caer de la goleta a esta niña, ni oí nada: parece esto un sueño.

El inglés, con la mano que le quedaba libre, se tentaba el corazón, como si quisiera despertar de una pesadilla. Desde que subió a bordo de la lancha era la primera vez que perdía su sangre fría; y lo que había pasado, le parecía inexplicable.

Los marineros tomaron en brazos a Teresa, y precedidos de nuestros personajes, que llevaban en sus manos las achas de brea, y alumbraban con su luz rojiza esta lúgubre comitiva, se dirigieron otra vez a la casa del tío Bruno. Sus dos sobrinas, se encargaron de Teresa; la acostaron en su cama; le mudaron la ropa, y procuraron, conforme a lo que en tales casos sugiere la caridad y la práctica de la medicina doméstica, restablecerle el calor y volverla a la vida. Las emociones y la fatiga, sobrehumanas, que habían tenido, agotaron las fuerzas del inglés, del padre y de Arturo. El tío Bruno les distribuyó algunas frazadas, con cuyo auxilio pudieron quitarse la ropa mojada y mitigar el frío que penetraba ya a sus huesos: sorbieron una copa de aguardiente, y más muertos que vivos, se arrojaron en un rincón del cuarto, sin tener aliento ni aun para cerciorarse de si los náufragos habían vuelto a la vida o de si ya eran cadáveres.

En cuanto a los marineros, una vez que echaron su trago, se salieron alegres y cantando a la playa a buscar los despojos de la goleta, y a asegurar la lancha, para que no fuese arrebatada por la marejada.

III. El vapor «Neptuno»

El día amaneció sereno, apacible y diáfano; en el cielo azul purísimo, apenas flotaba una que otra nubecilla que doraban los rayos del sol naciente. El mar estaba todavía un poco agitado; pero las aguas iban recobrando su hermoso color verde, y las olas se rompían con un manso y acompasado ruido en blancas y espumosas cascadas; parvadas de flamencos y de gaviotas iban a reposar un momento sobre la superficie de las lagunas, mientras las aves de las selvas saltaban trinando en los árboles, ramas y flores todavía frescas y lozanas, como si fuese el principio de la primavera. Nada anunciaba que la noche anterior hubiese sido de aquellas que dejan una memoria eterna en el alma de los que presencian en las regiones equinocciales estos imponentes fenómenos de la naturaleza.

Apenas comenzaron a despuntar los primeros albores de la mañana, cuando dos o tres lanchas y un pequeño vapor que servía en el puerto para conducir a los paquetes ingleses la correspondencia y pasajeros salieron a la mar. La inquietud en Tampico era general, y casi ninguna de las lindas muchachas que asistieron al banquete pudo dormir, pensando en la suerte que habrían corrido los atrevidos jóvenes que en noche tan horrenda y borrascosa salieron a desafiar los peligros y la muerte.

El vapor, remolcando las lanchas, llegó en breve a la isla de Lobos; pero sin embargo, tardó más tiempo que la lancha de nuestros amigos que, arrebatada la noche anterior por la borrasca, corrió millas y millas con la velocidad del rayo.

—Es el Neptuno, lo conozco; viene por nosotros. A bordo; y no hay que pensar en las escenas de anoche: es esta la primera vez en mi vida que me he quedado callado, y eso porque esa maldita agua salada de la mar me tapó la boca. Vamos, señorita, no hay que tener ya miedo: la mar está todavía enojada; pero no hay cuidado. Apóyese usted en mi brazo, y de un salto estará dentro de esa lancha, sin cuyo auxilio hubiéramos ya sido pasto de las tintoreras.

Quien decía esto era Juan Bolao, uno de nuestros antiguos y alegres conocidos; el mismo que en unión del capitán Manuel, sostuvo una reñida campaña contra los ladrones en el camino de Veracruz.

—¿Y Rugiero? —preguntó tímidamente Arturo al oído del padre Anastasio.

—Lo vi hundirse en un abismo profundo, lleno de luz, de llamas fosfóricas y de fuego, a la vez que Teresa, sobrenadando tranquilamente en las aguas, envuelta en los pliegues flotantes de su vestidura blanca, se dirigía lentamente a la playa, conducida por el perro.

—Pues yo por el contrario —contestó Arturo—, vi hundirse a Teresa, mientras que se alzó sobre las ondas negras y espumosas la figura imponente, terrible y luminosa de Rugiero.

—Nada, absolutamente nada vi —murmuró entre dientes el inglés, poniéndose con mucha preocupación la mano en la boca e inclinando la cabeza.

—El miedo y el espectáculo aterrador de una tempestad, sin duda, nos trastornaron por un momento los sentidos —continuó el padre Anastasio—, lo único de que yo puedo acordarme perfectamente es, de que tenía yo en Dios una fe ciega y profunda, que me decía que todos los náufragos habían de salvarse.

—Y así sucedió en efecto —dijo Arturo—, porque hasta los marineros que se habían perdido, se encontraron sanos y salvos en el otro lado de la isla; pero en cuanto a Rugiero, eso es otra cosa; los dos lo hemos visto arrojarse al agua y luchar con Teresa para salvarla… o para precipitaría en el fondo del mar, eso es lo que yo todavía no podré decir.

—¿Y el capitán vio lo mismo que nosotros? —preguntó el padre.

—En verdad, no me he atrevido a hablarle de esto, porque su cabeza no me parece muy arreglada que digamos. A Teresa no puede decírsele tampoco ni una palabra, porque en el acto se estremece y se pone pálida como la muerte.

Entre tanto pasaba esta conversación, nuestros personajes se habían acercado al embarcadero, y el vapor Neptuno a la costa. Fue este un momento de esa alegría dolorosa que arranca lágrimas del fondo del corazón.

Los de a bordo gritaban hurras con toda la fuerza de sus pulmones y hacían ondear en el viento sus pañuelos: el vapor enarboló la vistosa bandera tricolor mexicana, y disparó un cañonazo con una pequeña carronada que traía en la proa. Los náufragos, que estaban en tierra, abrazaban con efusión sincera a los que los habían salvado la noche anterior, y entre sollozando y riendo, correspondían a las felicitaciones de los del vapor.

Mister Hardingson, que así se llamaba el inglés, estaba silencioso y preocupado, y murmuraba sin cesar entre dientes:

—Yo nada vi, absolutamente nada.

Arturo recobraba a toda prisa su humor alegre, ligero y variable; Teresa, triste y cabizbaja, venía apoyada en el brazo de Manuel, el que, más preocupado que todos, apenas comenzaba a volver en sí de lo que él creía que había sido un pesado y fatigoso sueño.

—Caballeros —dijo Juan Bolao—, no hay que detenerse: lo que Teresa desea es llegar a tierra y no volver a ver en toda su vida más agua que la que haya de beber en un vaso; por mi parte deseo lo mismo… Conque vamos, que un buen almuerzo y un buen sueño en seguida, nos repondrá de lo que hemos sufrido en esta maldecida noche.

Todos se embarcaron, ya en las lanchas, ya en el vapor, habiendo antes prometido a tío Bruno y a sus sobrinas recompensar generosamente sus cuidados y hospitalidad.

Poco antes de entrar a la barca divisaron una lancha, en la que bogaban ocho marineros, vestidos con camisa azul, pantalón blanco y sombrero negro barnizado; en el timón estaba un hombre de gallarda presencia, barba cerrada y ojos brillantes y vivos: tenía una chaquetilla encarnada con unas letras y marcas blancas, que denotaban que pertenecía a la marina sarda; un elegante sombrerillo de paja de Italia, adornado con un listón negro, cuyas extremidades flotaban con el viento, daba a su fisonomía severa y varonil, a la vez que amable, un aspecto muy interesante: era verdaderamente el tipo del marino sencillo y valiente. Con una maestría admirable gobernó hacia el costado del vapor, que traía una marcha de ocho millas por hora; y sin embarazarse por el oleaje que levantaban las ruedas, tomó un cabo que le arrojaron, y de un salto salvó la distancia de cerca de dos varas y puso un pie en la escalerilla, entregando con la otra mano, casi al mismo tiempo, el timón de la lancha al contramaestre.

—Señores, felices y muy felices días con un tiempo tan hermoso y muy diferente del de anoche —dijo, al saltar a bordo y quitándose con desembarazo el sombrerillo.

—¡Rugiero! —exclamaron todos.

—El mismo; y en verdad hay de qué asombrarse, porque el mar estaba muy bravo anoche y la tormenta muy deshecha.

Teresa quiso articular algunas palabras, pero no pudo: se dejó caer en un banco, y cubrió su rostro con el rebozo en que venía envuelta, y que le había prestado una de las sobrinas del tío Bruno.

—Yo recuerdo —exclamó en voz baja—, allá como si hubiera sido en una fecha muy remota, o en otro período de mi vida, que este hombre me salvó de un gran peligro; y sin embargo, no puedo verlo sin estremecerme.

—Por mi parte, Teresa —le contestó el capitán—, yo necesito olvidar enteramente lo que ha pasado, porque de lo contrario, me volvería loco. Vi cosas terribles, que a su solo recuerdo las fuerzas me abandonan, como si fuera un niño; y lo peor del caso es que yo mismo dudo de lo que pasó y de lo que vi; y tan pronto creo que es todavía un sueño, como temo que se vuelva a repetir.

El primero que se acercó a Rugiero fue Arturo: procuró dar a su semblante un aire risueño y sacar por fuerza de sus labios una sonrisa burlona; y tendiéndole la mano, le dijo:

—Vaya, Rugiero, todos los amigos celebramos mucho este encuentro: en verdad, creíamos que habíais perecido.

—¿Os alegráis? —contestó Rugiero clavando en Arturo sus ojos, de manera que le hizo bajar la vista y ponerse pálido.

—Posiblemente nos alegramos —contestó un poco cortado Arturo—, y particularmente yo, que vi que las olas os tragaron en compañía de Teresa; pero sin duda la voluntad de Dios ha sido más fuerte…

Al oír el nombre de Dios, Rugiero se estremeció, y sus ojos, que revolvía ferozmente como si fueran rayos, buscaban una persona a quien herir, hasta que se encontraron con los de Teresa. Ésta levantó su rostro pálido, y miró fijamente con sus ojos negros y húmedos a Rugiero; pero éste inmediatamente se repuso de su pasajera emoción, que no fue observada sino del inglés y de Arturo; y volviéndose a quitar el sombrero, saludó a Teresa con una perfecta amabilidad.

—Señorita —le dijo—, todos hemos cumplido con el deber de caballeros: unos hemos sido más afortunados que otros; pero el destino, árbitro del mundo, me proporciona el placer de ver a todos reunidos, navegando en un mar tranquilo y próximos a la tierra, a donde por el orden común de las cosas no deberíamos haber vuelto.

Teresa se inclinó como en señal de agradecimiento, y sonrió tristemente.

—Lo que no comprendo, Rugiero —dijo Arturo interrumpiéndole—, es, como en lugar de haber como nosotros salido a la playa de la isla, os vemos venir de Tampico con una tripulación tan elegante.

Todos formaron un grupo y rodearon a Rugiero para escuchar su respuesta.

—En los sucesos que salen de la esfera del orden común, todo lo que acontece es en efecto misterioso y sobrenatural; y es que hay una fuerza superior que nos manda, que nos domina, a pesar nuestro, y que ordena las cosas de tal manera, que no podemos resistir a su voluntad. Por el orden natural no debíamos haber salido del río con una tormenta tan deshecha, y una vez salidos todos, como yo os lo decía, deberíamos haber perecido: por el orden natural, esta joven tan bella debía haberse ahogado en el momento mismo en que se arrojó del barco a la mar; pero el peligro, el amor a la vida, o más bien dicho, esa voluntad superior a quien obedecemos, sin saberlo, le dio fuerzas y agilidad, y se sostenía en la cresta de las olas con una facilidad tal, que parecía que las aguas eran su elemento.

Arturo y el inglés escuchaban asombrados y abrían desmesuradamente los ojos.

—¿Pero vos —preguntó Arturo—, tratabais de salvarla?

—Seguramente —contestó Rugiero—, pero ella, por una alucinación que solamente es fácil de explicar por la lucha terrible que había emprendido con la muerte, cada vez que yo trataba de tomarle un brazo para sacarla a la playa, que estaba cercana, con una fuerza involuntaria y convulsiva trataba de sumergirme. Uno de los perros que teníamos a bordo de la lancha, llevado del instinto que tienen estos animales para salvar a las gentes, se arrojó al agua, y complicó nuestra situación, pues hacía esfuerzos para desviar a Teresa del rumbo a que yo quería llevarla.

—Nada vi, nada —dijo tristemente el inglés poniéndose cada vez más meditabundo.

—En cuanto a mi historia particular de la funesta noche que hemos pasado, se explica de una manera muy natural —continuó Rugiero con mucha calma—. La fuerza de las olas encontradas, nos separó repentinamente a Teresa y a mí: allá fue arrojada sana y salva a la playa, mientras yo por el lado opuesto tuve que nadar con dirección a la costa, guiándome por las luces y fuegos encendidos en las rancherías. Os lo había dicho; casi no hay nadador que pueda compararse conmigo: mis brazos, llenos de nervios, me sirven como de dos vigorosos remos y mis anchas espaldas hicieron las veces de una balsa. Así, boca arriba, y dejando pasar por encima las olas, y respirando fuerte cuando se retiran, puedo nadar sin fatiga horas enteras; pero en verdad no fue necesario ni aun emplear este método, que me ha surtido muy buen efecto otras ocasiones, porque las corrientes y la marejada me condujeron en momentos al norte de la boca del río. Allí tomé el primer bote que vi amarrado, y guiándolo yo mismo, pasé a la ciudad; me metí silenciosamente en casa, sin hacer escándalo ni ruido, y dormí tranquilo con la seguridad de que todos los de la expedición y los de la goleta estaban, como yo, sanos y buenos, aunque un poco maltratados por la fatiga y por el susto. Ya veis, todo esto es muy explicable, y por cierto que nada tiene de misterioso; y mucho menos que, queriendo daros los parabienes, haya yo mandado disponer la lancha y los muchachos de casa, para salir al encuentro de tan buenos amigos.

Todos admiraron la serenidad y el valor tranquilo de Rugiero, y dijeron en alta voz, que él era el único salvador de Teresa: sólo el inglés meneaba la cabeza con un aire de duda.

El padre Anastasio, a quien otros dirigían mil preguntas pidiéndole su opinión, respondía con un tono sincero:

—Todo lo debemos a la bondad de Dios: sus juicios son incomprensibles, y lo que nos ha pasado, es tan sobrenatural y maravilloso, que sólo puede explicarse por la intervención de la Providencia.

En cuanto a Arturo, como lo que deseaba era una explicación cualquiera, que disipara la triste impresión que le había hecho la escena diabólica y fantástica que presenció, o creyó presenciar, a bordo de la lancha, fácilmente se conformó por el pronto con las explicaciones de Rugiero, y fue a contarlas al capitán Manuel, prestándoles su creencia y apoyo.

Juan Bolao, luego que llegó a bordo del Neptuno, buscó algo que beber; se bajó a la pequeña cámara, y dos minutos después dormía profundamente.

Entre tanto esto pasaba, el vapor llegó a Tampico; pasó con facilidad la barra, y continuó subiendo el río: su llegada fue un momento de júbilo para los habitantes; no hubo gente que no saliera a recibir a los náufragos. Las mujeres lloraban de alegría; los hombres gritaban vivas, y casi en peso bajaron a tierra a nuestros jóvenes, y en particular a Rugiero, cuya fama, aumentada con la poesía de la imaginación del pueblo mexicano, que gusta siempre de presentar con grandes formas todas las acciones, ya buenas, ya malas, se había esparcido particularmente entre los marineros y cargadores.

La primera persona con quien se encontró Teresa fue la buena Mariana: la noche anterior la había pasado encendiendo una tras otra velas de cera, y rezando sin cesar a diversos santos; la fe y la sinceridad de su creencia la habían tranquilizado; y casi segura de que sus oraciones habían salvado a las gentes que amaba, salió muy de madrugada de la casa. Inquirió noticias; vio salir el vapor y las lanchas, y se fijó en la orilla del muelle del río, hasta saber el resultado de todo. Apenas vio a Teresa, cuando la reconoció; y separando violentamente a los que le estorbaban, se abrió paso, y corrió a abrazarla.

—¡Niña de mis ojos, bendita sea la Virgen del Carmen y Nuestra Señora de Guadalupe, que escuchó mis ruegos! Tanto que le pedía yo que ni mi amo el señor capitán, ni nadie… pero ¡calle!… ¿cómo es que la niña venía en esa goleta? y sin duda el capitán, que es tan guapo y tan cabal, la ha salvado… por la Virgen, yo quiero saber todo lo que ha pasado.

Teresa, en medio de la agitación y del aturdimiento, consiguiente a su situación, pudo reconocer a Mariana, y como por encanto se vino en el acto a su memoria el aseado cuartillo de la lavandera y su dulce y corta entrevista con Manuel. Esto, el placer de saltar en tierra y las palabras sencillas y afectuosas de Mariana, despertaron toda la sensibilidad de su corazón; y por un momento creyó que iba a ahogarse; pero las lágrimas vinieron en su auxilio, y desde este momento el letargo, el duelo y el silencio en que estaba sumergida, desaparecieron completamente.

Mariana, a pesar de su curiosidad, no le dio tiempo de responder; la besó con respeto, y casi en peso la sacó fuera del tumulto de gente que por interés y por curiosidad estaba reunido; y antes de que nadie pudiera impedirlo, la condujo a su casa. Allí hizo que se acostase a reposar, mientras fue por todo Tampico, donde ya le sobraban conocimientos, a buscar los mejores trajes y la ropa blanca más exquisita.

Manuel, por respeto al público que los observaba, y porque a su vez se veía cercado de Valentín y de numerosos amigos que lo agobiaban con preguntas y con interpelaciones de todo género, dejó ir a Teresa, considerando que nadie mejor que Mariana tendría cuidado de la que más amaba en el mundo, y que acababa de arrancar, por decirlo así, de los abismos profundos de la mar.

—Amigos —dijo el coronel Valentín—, los trabajos no se olvidan sino con los placeres. Puesto que no ha habido ninguna desgracia que lamentar, y que dentro de pocos días partirán nuestros huéspedes al interior, es necesario que esta noche haya un baile espléndido, que de seguro no acabará tan tristemente como el banquete.

—Mi espíritu —dijo Manuel a Valentín en voz baja—, está de tal manera turbado, que en vez de baile, lo que necesito es soledad, para ordenar mis ideas, y llamar a mi razón, que parece quiere huir de mi cerebro. Danos un cuarto a Arturo y a mí; déjanos ordenar nuestros asuntos, y nos darás más placer, que si gastaras en una noche en nuestro obsequio tu sueldo de un año. Te doy mi palabra de que en el momento que tenga tranquilidad, haré un viaje donde quiera que estés, y bailaremos juntos hasta rendir el aliento. Por otra parte, la posición de Teresa… Su salud debe haber sufrido mucho… ella estaba muy enferma… ya ves; estas son razones…

—Tienes razón, Manuel —contestó el coronel echando sinceramente el brazo al cuello de su amigo—. Haz tu voluntad, y manda en mi casa como si fuera tuya. Quedarás enteramente sólo con tu amigo en la habitación que he dispuesto, y yo estaré a tus órdenes para servirte… Ven, ven… que buena necesidad tendrás de descansar.

—Se me olvidaba… —exclamó Manuel—. ¿Dónde estará ese guapo muchacho que venía con Teresa en la goleta, y se llama Juan Bolao?

—¡Toma! ¿Es un joven vivaracho, parlanchín, y alegre, y muy simpático?

—El mismo —contestó Arturo.

—Pues no hay cuidado —respondió Valentín, lo he visto dirigirse a la casa de Zorrilla, en compañía de uno de los dependientes: allí tendrá buena mesa y mejor cama.

—Descansaremos, y lo dejaremos descansar, que él más que nosotros lo necesita; pero… ¿y Teresa?

—Comprendo —dijo Valentín—, no hay cuidado. Mariana la llevó a su casa, y seguramente allí estará mejor que entre hombres solos y militares.

—Cabal —exclamó Manuel, dándose una palmada en la frente…— bien te decía yo, mi razón se extravía y sobre todo se borra de mi memoria lo que acabo de ver… Este Rugiero me vuelve loco… Mira, Valentín, envía a preguntar si Teresa tiene alguna novedad… estaba muy enferma del pecho, y mucho temo… en fin…

—Vamos, vamos, entraremos a la casa —dijo Valentín interrumpiendo a Manuel, y tomando a los dos amigos del brazo—, y yo que soy la autoridad, cuidaré de todo.

Con efecto, nuestros personajes saludaron a algunos amigos que se conservaban a corta distancia; estrecharon la mano a otros, y se dirigieron a la casa de Valentín, donde fueron instalados en una cómoda y elegante habitación. Se lavaron del cieno y arena de que estaban cubiertos; se cambiaron vestidos, y se acostaron en sus catres; y cediendo a las necesidades de la naturaleza, no tardaron en dormirse profundamente.

Despertaron cuando el crepúsculo alumbraba con sus últimas claridades.

—Arturo.

—Manuel —contestó saltando del catre y encendiendo un habano.

—En primer lugar, háblame; acércate, dime, ¿hemos andado juntos? ¿No nos hemos separado? En seguida refiéreme lo que nos ha pasado en las últimas treinta horas, porque aunque estoy fresco, fuerte, alegre, como si nada me hubiera sucedido, no sé qué diablo de dudas y de ideas pasan por mí cabeza, que se equivocan con la realidad: una mitad me parece fantástica; y la otra real y positiva.

—Deja lo fantástico a un lado, y piensa en lo real y positivo; en que Teresa se ha salvado; en que Teresa está con nosotros; en que Teresa te ama, y que pronto serás feliz, uniéndote a ella para no separarte jamás.

—Es verdad, es verdad; pero la serie de aventuras y sucesos que nos han pasado, tocan ya en lo fabuloso Nada hay más sencillo que amar y casarse con una muchacha; y sin embargo, para mí no lo es: víctima siempre de intrigas y juguete de la suerte, hace años que vivo alimentado con esperanzas y proyectos, que quizá nunca se realizarán.

—Pero lo más singular es, que yo, que me quiero casar con todas, pero que decididamente no me fijo en ninguna, corro los mismos vientos que tú… y peores aún, Manuel —continuó Arturo tristemente, dejándose caer en el catre—, en poco tiempo he perdido a mi padre… a mi pobre madre… Si ella viviera, ¡con cuánto gusto le contaría mis aventuras, mis riesgos en la mar, mis amores! sí, mis amores, porque yo todo se lo contaba a mi madre… Por cierto que quería a Aurora como si ya fuese su hija… y a propósito, ¿recuerdas la visión, el sueño, el vértigo o la pesadilla de Jaumabe?

—Pues bien, al menos tú has sabido el desenlace, y aunque los pormenores han sido terribles, no tienes que temer; ¿pero yo?… creo que Aurora es ya monja, y que perderé para siempre esta dorada esperanza… En fin, quiero saber mi destino; mañana me pongo en camino, y no paro hasta llegar a México… Pero ¡qué!… estas son quimeras. ¿Qué va a hacer un hombre que no tiene un ochavo… a humillarse, a recibir desaires y desprecios?… No… no…

—Toda tu vida, Arturo, serás un canalla —le interrumpió Manuel algo incómodo—. ¿No tienes un ochavo, dices? ¿Y lo que yo tengo?… Verdad, que es bien poco para nuestro modo de vivir; pero si nos hacemos el ánimo de tener una vida económica, nos bastará lo que tenemos. Además, Teresa es rica; su capital pasa seguramente de un millón de pesos; y aunque el infame viejo se coja la mitad, siempre nos quedará sobrado para vivir. Teresa es de un carácter franco y desprendido hasta el abandono, y una vez que estemos ya unidos, me entregará todos sus bienes: seremos entonces tres de familia; trataremos de conservar y aumentar el capital, y nos pasaremos una excelente vida.

—Bien dicho, bien dicho, Manuel —contestó Arturo, recobrando la natural alegría—. ¡Casarse! ¿Para qué? ¡Oh no! la vida alegre y bulliciosa de soltero no tiene igual. Hoy en un lugar, mañana en otro… al fin la existencia depende de un grano de mostaza que se vaya al pulmón, de un viento helado que cause una fiebre… En cuanto a ti, es diverso, tienes compromisos anteriores; Teresa es un ángel, no tiene más apoyo en el mundo que su loco y calavera capitán, y tienes un deber sagrado que cumplir… y en el fondo te confieso que si yo me casara con Aurora, sería el más feliz de los hombres… pero ¿y Celeste? ¿Y la linda Celeste que parece una de esas apacibles vírgenes de Murillo? ¿Y la generosa Mariana?…

—¿Hasta con Mariana la lavandera te quieres casar? —interrumpió el capitán riendo.

—Lo que es casarme, no… pero un petit menage, como dicen en Francia… así… con una mujer de carácter tan franco, tan jovial, y además…

—Entonces la familia sería de cuatro personas, y es probable que Teresa no estuviera muy conforme…

—¡Bah! no sé lo que digo —replicó Arturo—, el caso es que a nuestra edad el corazón se sale del pecho, y es necesario que para no estar solo y aislado, busque el corazón amante, el de una mujer… ya ves, es necesario mudar de opinión, y en este momento mi propósito es ir a México, a buscar decididamente a Aurora y a Celeste, y a emprender de veras y con constancia mis amores.

—¿Con cuál?

—¡Toma! con las dos, que yo escogeré definitivamente la que más me quiera, y tenga mejores cualidades.

—Es decir, que en sustancia no amas a ninguna.

—Sí, a las dos con toda mi alma; esa teoría de que no cabe en el corazón más que un amor, es falsa, muy falsa; yo siento que tengo lugar muy amplio para una docena, se entiende, siendo tan hermosas y tan amables como Celeste y Aurora… pero… ¿te has quedado pensativo, y me dejas hablar como una cotorra, sin responderme?

—En medio de nuestra conversación ligera e insustancial —contestó el capitán—, he estado pensando, sin poderlo evitar, en Rugiero… no te lo quería decir… yo mismo he procurado borrar de mi pensamiento la memoria de ese hombre, pero ha sido imposible.

—¿Y qué piensas de él? dímelo sin embozo, quizá yo sea de tu misma opinión.

—No sé, no puedo explicarlo, el caso es que desearía no volverlo a ver jamás; su presencia me molesta, me embaraza, y sin embargo, cuando lo veo, mis nervios seguramente me llevan, y me guían hacia donde él está; no quiero hablarle y le hablo, no quiero escucharlo, y le escucho… ¡Es singular! y esta servidumbre me oprime, y me mata; además no hay camino, no hay aventura, no hay lance de los que nos suceden, en que Rugiero no tome parte, sin poder claramente percibir, si su intervención es favorable o funesta; esto es terrible, ¿no te parece, Arturo?

El capitán hablaba con convicción y con calor; se levantó gradualmente del catre, y Arturo, que lo escuchaba con atención, había reconcentrado su pensamiento, y su fisonomía había tomado una expresión de asombro y de tristeza.

—Es verdad, es verdad lo que dices Manuel; lo mismo me pasa a mí, y al hablar no has hecho más que expresar mi pensamiento; deseaba yo tener contigo una explicación respecto a Rugiero, pero la temía y evitaba al mismo tiempo, y por eso he estado charlando de tonterías y de cosas insustanciales.

—¿Y qué piensas —continuó Manuel concentrado en sus propias ideas, y sin escuchar lo que su amigo le había contestado—, del lance del naufragio? ¿Rugiero quería salvar a Teresa, o ahogarla? ¿Su intención era hacernos un servicio, o llevaba otras miras que no podemos fácilmente adivinar?

—En verdad —contestó Arturo—, las explicaciones que con tanta naturalidad dio a bordo del Neptuno, me tranquilizaron de pronto, pero después no he cesado de cavilar, y dudo mucho… la vista habrá podido engañarme, pero sin el auxilio y esfuerzos prodigiosos del perro, seguramente la pobre Teresa no existiría.

—En cuanto a mí —dijo el capitán con un acento entre colérico y sombrío—, dudo hasta de mi propia existencia; vi en esa mar, ahora tan tranquila y tan hermosa, visiones tan horrorosas y figuras tan incomprensibles, que en verdad me asustan todavía. Y luego, un capitán desmayándose como una doncella delante de los marineros y del intrépido inglés, es una cosa ridícula, y me tiene avergonzado, pero tú no puedes comprender lo que yo sufrí… vi abrirse un abismo negro y profundo, y de otro abismo encrespado y amenazante, que se iluminaba con la luz sulfurosa de los rayos, se desprendió una figura blanca, que volvió su rostro hacia mí, arrojó un grito lastimero que vino a herir dolorosamente mi corazón, y cayó en la oscura profundidad, donde monstruos colosales y de mil diversas y espantosas formas la devoraron… Entonces un velo cubrió mis ojos, sentí un frío mortal en mi corazón, y caí sin sentido. Yo comprendo bien que todo esto no fue más que un vértigo que se apoderó de mi cerebro, pero el dolor profundo que sentía me hacía pensar que aquella figura de mujer que se percibía a bordo de la goleta, no podía ser otra más que Teresa. Una mar irritada, el viento desencadenado, y un buque que naufraga sin esperanza de socorro, son espectáculos que conmueven profundamente; en Mazatlán había presenciado una escena semejante; vi perecer a una pobre francesa con dos niñas y a tres marineros, pero no experimenté las sensaciones de dolor y de terror que se apoderaron de mí desde que pasé la barra. Te lo confesaré de una vez… pero por Dios, jamás lo digas ni a tu sombra; tenía miedo, y tengo miedo a Rugiero; hubiera ya provocado a este hombre, lo hubiera obligado a aceptar un duelo, pero la energía y el ánimo me han faltado, y repito que tengo vergüenza de mí mismo, porque el hombre que sufre un yugo semejante, que se cree ofendido y humillado, y que sin embargo tiene miedo, debe mudarse el nombre, abandonar el país en que vive, y cambiar de sexo si fuera posible.

—Pues que tú me has confesado lo que sientes, debo ser contigo igualmente franco; yo tiro perfectamente la pistola, el florete y la espada, sé luchar con agilidad y tengo un puño fuerte y seguro, y sobre todo, a nuestra edad, ni se reflexiona en nada, ni a nada se le tiene miedo… y sin embargo, este diablo de aventurero me domina enteramente. Alguna vez el miedo mismo ha puesto una pistola en mi mano, y apenas mis ojos se han encontrado con los suyos, cuando mi mano, floja y vacilante ha soltado el arma. Como tú, me quiero alejar de él, y sin embargo lo sigo; su conversación me molesta, y por una inexplicable contradicción, encuentro en ella un poderoso atractivo; soy por educación y por carácter independiente y voluntarioso, y no obstante, sin quererlo, sigo sus inspiraciones y consejos… Es menester, pues, que tomemos una resolución enérgica, y que nos deshagamos de este hombre. Que siga su camino, que haga sus negocios buenos o malos, pero que no se mezcle en los nuestros; creo que nuestra pretensión es bien sencilla. No sé quién ha dicho, que el valor consiste en vencer el miedo; pues manos a la obra, hagámonos el ánimo de ser superiores a este hombre que nos domina, y quizá él concluirá por tenernos miedo.

—Mucho lo dudo —interrumpió el capitán meneando la cabeza—, pero de todas maneras es menester tomar una resolución. La primera vez que le vea, le pondré mal modo, le diré algunas palabras picantes, le provocaré, en fin, tendremos un duelo, y de esto resultará que, o seremos amigos francos y buenos, o…

—¡Oh, no, su amistad no! —dijo Arturo—, y ya que tomamos una resolución extrema, de una vez sacudamos para siempre esta influencia, que quizá es funesta para nuestra vida.

—¿Le has devuelto ya su fistol de brillantes?

—¡Frescos estamos! Tú sabes como yo la historia del fistol, ¿y me haces ahora tal pregunta?

—Es verdad —continuó el capitán algo pensativo, tú nada puedes hacer, porque faltarías a la decencia. Le eres deudor de una alhaja de gran valor, y realmente estás en su poder y a sus órdenes, mientras no se lo devuelvas, o se lo pagues, pero en cuanto a mí nada le debo, y puedo obrar con libertad.

—Pero vamos a los hechos; ¿tendrás resolución?

—Ya veremos.

—El fistol mismo servirá de un pretexto. Yo quiero saber a qué atenerme, y le exigiré que me diga su precio, y los términos en que quiera que yo se lo pague. De todas maneras conviene que esta cuenta esté clara. Conque estamos decididos, ¿no es verdad?

—Completamente, pero dejando esto para cuando la oportunidad se presente, por ahora es necesario pasar a saludar a Teresa. Tengo miedo de preguntarle por su salud; tú sabes que es muy delicada y ha de haber sufrido mucho.

—De acuerdo, vamos a ver a Teresa. Quizá el semblante risueño, alegre y simpático de Mariana disipará este mal humor… Conque vamos.

Los últimos rayos del sol teñían de encendida púrpura el horizonte, y esta luz se reflejaba en las grandes y lustrosas hojas de los plátanos y en las copas de las palmeras; un ligero viento tibio y perfumado agitaba las florecidas, y las luciérnagas y cucuyos comenzaban a volar y a ostentar entre el verde oscuro el brillo de su luz, como si alguien repentinamente arrojase al campo un pañuelo de esmeraldas y brillantes. Todo este cuadro magnífico que la naturaleza desplega diariamente en los climas tropicales, se retrataba en un grande espejo, delante del cual nuestros dos elegantes muchachos se componían el pelo, y arreglaban el vestido para salir a su proyectada visita; notaron que en el horizonte rojo y oro del cielo aparecía una gran figura muy luminosa, que tenía desplegadas unas grandes alas; apenas habían fijado su vista, y permanecían sin poderse ni acabar de anudar la corbata, cuando una nube morada ocultó esta visión, y del centro de la nube se desprendió otra figura humana, sombría y triste, que se fue aproximando.

—Arturo, ¿observas qué formas tan fantásticas y caprichosas toman las nubes en el horizonte?

—En verdad, he creído ver un grande y luminoso ángel con sus alas negras desplegadas, y en actitud de lanzarse sobre la tierra.

—Y después —continuó Manuel—, una nube ha cubierto esta visión, y una figura humana…

—Lo mismo vi yo… y no quería decirlo, pero no sé por qué en esa segunda figura creí ver algo que se parecía a Rugiero…

—Seguramente nuestra imaginación nos presenta a Rugiero en todas partes, pero yo también creí…

—Se ocupaban en hablar de mí, ¿no es verdad? —dijo una voz de timbre metálico.

Los dos muchachos voltearon la cara, y vieron a Rugiero, que entraba tranquilamente por el jardín. El crepúsculo había desaparecido, y el cielo no presentaba ya sino una masa confusa de nubes, que había aglomerado el soplo de la brisa.

—¡Rugiero! —exclamó Arturo estremeciéndose involuntariamente.

El capitán nada dijo; pero sintió que algunos de sus cabellos se erizaban en su cabeza.

IV. Historia de una piedra preciosa

Rugiero con la mayor tranquilidad tendió la mano a los dos jóvenes; arrimó una silla de bejuco; encendió un puro en un cerillo, y se sentó en la puerta que daba al jardín.

—La tarde ha estado deliciosa, y en la noche tendremos una brisa fresca.

Arturo y Manuel permanecieron como petrificados en el mismo lugar, sin poder articular una palabra.

—¿No os sentáis? —continuó Rugiero—, ¿no os llama la atención la frescura de este jardín, ni la belleza de ese horizonte?

Arturo y Manuel volvieron la cara, y creyeron ver la misma visión rara y fantástica que habían observado; pero reflexionando un poco, se convencieron de que eran solamente las figuras caprichosas que formaban las nubes impelidas por el viento; mas ya fuese obra de la preocupación que tenían, o ya de la casualidad, lo cierto es, que les parecía que jamás habían visto en los cielos un fenómeno semejante.

—En verdad, amigos míos, que no os conozco; jamás os he visto tan tristes y pensativos; y cualquiera que no os hubiese tratado como yo, se atrevería a creer que no sois, ni muy amables, ni muy corteses.

Esto diciendo, Rugiero arrimó dos sillas, y tomando del brazo suavemente a Arturo, lo sentó en una de ellas e iba a hacer lo mismo con el capitán, pero éste hizo un esfuerzo supremo; apretó los puños, y evitó el contacto de Rugiero.

—En verdad, capitán, repito que no os conozco —dijo Rugiero—, ni alcanzo el motivo por qué, ahora que estáis en plena y pacífica posesión de vuestra querida…

—No, caballero, Teresa no es mi querida —interrumpió bruscamente el capitán—, es una señorita honrada, que será próximamente mi esposa; pero que no ha sido jamás, ni será mi querida.

—¿Y quién dice lo contrario? —contestó con calma Rugiero—: Si me he servido de la palabra querida, es solamente en el sentido de una mujer a quien se ama… pero veo que estáis de mal humor, y que esta noche no nos hemos de entender.

—Al contrario —dijo el capitán—, quizá esta noche nos entenderemos mejor que nunca; y aunque el diablo me lleve, estoy resuelto a tener una explicación…

—Y yo también —añadió Arturo, haciendo un esfuerzo visible—: aunque el diablo me lleve, tendré una explicación.

Apenas dijeron estas palabras, cuando observaron que el fistol de ópalo de Rugiero, que siempre llevaba prendido en la pechera, despedía una llamita roja, como si fuera oro fundido; las luciérnagas y cucuyos del jardín se agitaron repentinamente, e invadieron la habitación, formando como una aureola al derredor del misterioso personaje, e iluminando siniestramente con una luz azulada y blanca su hermosa e imponente figura.

—¿Queréis tener explicaciones, aunque os lleve el diablo?, pues es capricho singular —contestó Rugiero soltando una carcajada.

Un calofrío recorrió el cuerpo de los jóvenes; pero dieron fuertemente con el pie en el suelo, como queriéndose sobreponer a la fascinación desconocida y extraña a que estaban sujetos.

—Estos animalitos, han invadido el salón, y aunque es verdad que reemplazan bien las bujías, que no se han encendido, quizá os deslumbrarán sus luces movedizas y fosfóricas: vamos a que despejen.

Rugiero sacó un pañuelo, y apenas lo agitó dos o tres veces en el aire, cuando se alejaron los muchos cucuyos que habían entrado: la llamita roja del fistol de ópalo se apagó, y todo quedó en la más completa oscuridad.

—Ahora sentaos, amigos míos, y tendremos cuantas explicaciones sean necesarias… y por cierto no serán del todo inútiles.

—Si me permitís encenderé las velas —dijo el capitán.

—Como os agrade.

Manuel buscó y encontró con trabajo, una caja de cerillas, y medio temblándole la mano de cólera o de miedo o quizá de las dos cosas, encendió dos o tres velas que encontró, no pareciéndole, sin embargo, que había suficiente luz: hecho esto, arrimó la silla con mal humor se arrellanó en ella y comenzó a retorcerse el bigote. No sabía, en verdad, por donde comenzar.

—Ya os escucho —dijo Rugiero, interrumpiendo el silencio que había reinado durante cinco minutos, y sonriendo malignamente.

El capitán quería hablar; pero habiendo más bien gruñido que articulado palabras incoherentes e ininteligibles, Arturo le interrumpió.

—Por mi parte, Rugiero —dijo—, lo que tengo que deciros es muy sencillo. ¿Cuánto vale el fistol?

—¡Bravo!, ¿me lo queréis comprar?

—Más adelante me explicaré —continuó el joven cobrando más ánimo—: Lo que por ahora quiero, es ser libre, independiente y no depender de nadie.

—¡Singular deseo! —contestó Rugiero—, eso quieren todos los hombres, pero como me señaléis uno sólo que sea libre, y que no dependa de nadie, os doy mi palabra de honor de que vos lo seréis también.

—No son vuestras eternas lecciones de filosofía las que deseo escuchar ahora —contestó resueltamente el joven—, sino arreglar otro asunto.

—¡Hola!, ¡hola! —dijo Rugiero con voz un poco fuerte, y arrimando su silla con enfado—, estáis esta noche muy valientes.

—Jamás hemos tenido miedo a nada —interrumpió el capitán, mordiéndose los labios.

—Es verdad —dijo Rugiero con acento burlón—, a nada efectivamente: caer en los brazos de un amigo, desmayado como una doncella, porque la mar estaba un poco picada, es un rasgo de valor muy notable.

—¡Rugiero! —gritó el capitán, levantándose de la silla con aire resuelto y amenazador.

—¡Capitán! —contestó el aventurero en el mismo tono.

Manuel sintió que sus piernas se aflojaban, y volvió a caer en su silla, exclamando en voz baja:

—¡Maldita naturaleza humana, yo te dominaré!

—¡Como yo primero he comenzado mis explicaciones! —interrumpió Arturo—, ¿me permitiréis que las concluya?

—Está muy puesto en el orden, amigo mío —contestó Rugiero con una voz muy suave, y sentándose con tranquilidad.

—Para ahorrar palabras —prosiguió Arturo—, os diré que la deuda que tengo con vos, me abruma y me pesa.

—¿Pero qué deuda, amigo mío? —preguntó Rugiero fingiéndose asombrado.

—Vos me prestasteis un fistol de brillantes; éste fue robado a mi padre, y es claro que yo soy el único responsable; conque no me hagáis más preguntas, y decidme el precio de la alhaja: yo me daré modo de pagarla, si no en el acto, al menos en algún plazo prudente; pero decididamente, vos ejercéis, sin duda, por esta causa un dominio en mi persona, que literalmente no me deja movimiento libre. En México, en Tampico, en todas partes, siempre os encuentro, y delante de vos estoy como un chico de la escuela. Esto es terrible, y vale más que me deis un balazo en la mitad de la frente.

Rugiero soltó la carcajada.

—No, de ninguna manera; y puesto que queréis que hagamos un trato mercantil, no tengo inconveniente alguno. ¿Conque queréis comprar el fistol?

—Sin duda; ya lo he dicho.

—¿No os pesará saber su historia?

—De ninguna suerte.

—Una tarde, hace centenares de años, un negro de Abisinia se paseaba al pie de una de las pirámides de Egipto: vio en el suelo algo que relumbraba; se agachó, y levantó un diamante. Un turco que lo había observado lo siguió, y como era en un desierto, y había entrado ya la noche, sacó su puñal, asesinó al negro de Abisinia, le quitó la alhaja, la guardó cuidadosamente y aprovechando la salida de una caravana, se dirigió a Bagdad, donde reinaba a la sazón el famoso Haroum-al-Raschid de quien tendréis noticia, supuesto que sois jóvenes bien educados y estudiosos. Por la interposición de un cadí, a quien prometió darle una mitad del producto de su alhaja, logró introducirse a presencia del monarca, el cual, como era espléndido y generoso, se lo compró sin dificultad ninguna, dándole una gruesa cantidad de sequíes… no recuerdo precisamente qué suma, pero debe haber pasado de sesenta mil pesos. El turco se retiró muy contento con su dinero a casa de su amigo el cadí; pero en lugar de darle la mitad, sólo le dio doscientos sequíes. El cadí se informó del mismo soberano; se convenció de la mala fe del mercader, lo acusó, y logró con su influencia que el visir lo condenase a recibir quinientos palos, a perder su dinero y a ser arrojado de la ciudad de Bagdad. Cuando el turco desconocido y sin relaciones en Bagdad, protestó que vería al monarca, y lloró, y suplicó, la cosa no tenía ya remedio; la sentencia se cumplió, y el infeliz, desnudo y más muerto que vivo, fue arrojado a un lugar desierto, donde se lo comieron por la noche los chacales y las aves de rapiña. En cuanto al monarca, luego que fue dueño de la piedra, la mandó engastar y colocar en su turbante; y por la noche, disfrazado, como acostumbraba, se fue a buscar aventuras, porque además de justiciero y espléndido, era el tipo de los monarcas ojialegres y enamorados. Pasando por una callejuela estrecha y sucia, oyó los acentos de una guzla; espió por una celosía, y vio dos muchachas; la una tocaba, y la otra danzaba como una bayadera: ojos negros, grandes madejas de pelo suave, labios encarnados y gruesos, formas redondas y mórbidas, como agradan a los hijos de Mahoma: tal era la bailarina. En cuanto a la que tocaba, como estaba de espaldas, no podía observarse su fisonomía. El monarca, encantado, se decidió a correr a todo riesgo la aventura; y diciendo que era un mercader de Armenia, logró introducirse en la casa. Apenas las muchachas observaron la maravillosa piedra engastada en el turbante, cuando comenzaron a hacer mil agasajos y zalamerías al fingido mercader armenio: sabio y cuerdo como era el más espléndido de todos los califas, perdió la cabeza, pues la que tocaba la guzla, era más hermosa que la bailarina. En lo más ferviente y entusiasmado de sus amores estaba el monarca, cuando salieron de una pieza interior cuatro enormes negros. Lo primero que hicieron, fue apoderarse del turbante, y arrojar a la calle al personaje amenazándolo con darle la muerte si chistaba una palabra. El monarca no tuvo más remedio que sucumbir a la fuerza, sin descubrir su rango, por evitar el escándalo que esto habría producido; pero se retiró a su palacio, decidido a hacer un castigo ejemplar con las insolentes mujerzuelas y con sus cómplices; pero cuando su policía fue a la casa, estaba ya completamente desierta. Al darle parte el visir, el monarca le contestó secamente.

—Dentro de tres días, los negros o tú, han de estar empalados. En cuanto a las mujeres, como al fin son hermosas, me contentaré con que sean las esclavas de mis esclavas durante cinco años, condenándolas además, a que una baile durante cuatro horas seguidas diariamente, y la otra duerma de día, y durante la noche toque la guzla sin descansar.

Como esta resolución no admitía réplica, a los tres días exactamente, los cuatro negros estaban ensartados en un palo, que les salía por la boca, en las celosías de la misma casa en que cometieron el atentado, y las dos mujeres sirvieron a las esclavas del califa. En cuanto al turbante y a la piedra, no pudo encontrarse, porque los negros confesaron que la habían perdido al emprender la fuga.

Un día se paseaba por las cercanías de Bagdad un filósofo griego, llamado Eupathos, que viajaba por todo el mundo, examinando las plantas, estudiando las costumbres de los animales, y observando el carácter de los diversos pueblos. Mirando que una mariposa esmaltada de rojo y de oro, volaba, deteniéndose en una piedra, y pasando después a otra, se propuso cogerla, no con la intención de hacerle daño, sino con la de observar el primor de sus alas. Al tocar la mariposa, ésta se escapó, y el filósofo, sin querer, desvió la piedra, debajo de la cual vio alguna cosa que brillaba: escarbó la tierra, y quedó maravillado con el hallazgo de un diamante, cuyo brillo era superior a todo lo que había visto en sus viajes. Como estaba en Bagdad a la sazón en que ocurrió la aventura al califa, y se había prometido una recompensa magnífica al que encontrase la alhaja, no dudó que ella era la que los negros habían robado y perdido después. Pensó inmediatamente presentarse al visir y entregar la prenda; pero como el califa acababa de morir, no tuvo mucha confianza en la justicia del sucesor, y lo que hizo fue guardar cuidadosamente el diamante, y marcharse al día siguiente a Constantinopla, donde lo llamaban sus estudios.

Próximo ya a llegar a su destino, se encontró con una avanzada de tropa: ésta lo hizo prisionero, y lo llevó ante el emperador Nicéphoro, que estaba en campaña contra los búlgaros.

—¿Quién eres? —le preguntó el emperador.

—Un filósofo —respondió el griego—, que viajo con el objeto de estudiar la naturaleza.

—¡Ah!, entonces espera, y harás un estudio, que quizá será nuevo para ti.

El emperador ordenó que le trajesen a Vardane, que a poco apareció rodeado de soldados y cargado de cadenas; mandó que lo sentasen y atasen fuertemente, y en seguida que le sacasen los ojos, hasta que quedaran vacías las cavidades.

—Ahora soltadlo —dijo a los guardias—, y que vaya a sentarse al trono de Oriente. En cuanto a ti, como no eres más que un espía de mis enemigos, prepárate a sufrir la misma suerte, y estudiarás mejor ciego que con tus dos ojos traidores.

El filósofo, pálido y temblando, se dejó caer a los pies del tirano, y le pidió cinco minutos de conferencia.

—Señor, lejos de ser un espía, soy un admirador de mi soberano; y habiéndome encontrado en un campo una alhaja digna de él, venía justamente a ofrecérsela.

Ésta fue una inspiración que el miedo sugirió a nuestro griego, pues luego que Nicéphoro oyó que se trataba de una alhaja de gran valor, dulcificó un poco la severidad de su rostro, y respondió:

—Si lo que me dices es cierto, te irás a donde quieras sano y salvo; pero si encuentro que esa alhaja no es digna del gran soberano de Oriente, del vencedor de los turcos, te mando cortar la cabeza inmediatamente.

El filósofo pensó que su vida realmente dependía del gusto del emperador; pero fio en la hermosura del diamante, y sacándolo de su cintura, donde lo tenía oculto lo presentó con una mano, mientras con la otra se cubría el rostro, para disimular el terror con que esperaba la sentencia.

Apenas Nicéphoro tomó el diamante en sus manos, y lo puso en dirección de la luz, cuando tuvo que desviar su vista, porque quedó deslumbrado como si hubiese visto el sol.

—Levántate, levántate —dijo al filósofo—, que te doy, no sólo tu libertad, sino lo que me pidas por esta alhaja; seguramente no la tiene ningún otro soberano del universo. ¿Quieres oro, posesiones de campo, empleos?

—Nada —dijo el filósofo con mucha modestia—, más que la consideración de mi soberano y la libertad que me ha prometido.

El monarca, sin embargo, instó mucho al griego para que recibiera un bolsillo lleno de oro y otras alhajas de gran valor; pero rehusándolo éste todo, le concedió la plena libertad que deseaba, y llamó a muchos maniqueos, que eran sus amigos y consejeros íntimos, y que siempre lo rodeaban, para darles parte de tan inesperada adquisición. Todos elogiaron la piedra, asegurando que jamás habían visto otra igual, y aconsejando al emperador que la mandare engastar en el puño de su espada.

—Precisamente eso pensaba yo, para tener la gloria de vencer con ella a esos insolentes búlgaros, y cortar la cabeza a su rey con mi propia mano.

En cuanto al filósofo, luego que pudo usar de su libertad, se alejó, y dando vueltas y rodeos, fue a dar hasta el campamento de los búlgaros; se hizo introducir ante el rey Crunno, y se arrojó a sus pies.

—Levántate, y di lo que quieres —le dijo con un acento duro el rey bárbaro.

—Gran señor, os contaré, que viajando con dirección a Constantinopla, fui aprehendido por los guardias del emperador Nicéphoro, el cual creyéndome un espía, y sin otra razón que este supuesto delito, me había mandado sacar los ojos, y me hubiera degollado, a no ser porque le di un diamante que no tiene igual en el mundo, y que perteneció al califa de Bagdad.

—Bien, y ¿qué quieres de mí? —preguntó el rey.

—Venganza, señor, venganza, y que quitéis del mundo a ese tirano, que oprime a todos sus súbditos.

—¡Con mucha voluntad lo haría, porque soy su enemigo; pero mis fuerzas son inferiores; y si en estos momentos entrara en campaña, seguramente sería derrotado!

—Permitidme, señor, que os haga algunas explicaciones importantes.

El filósofo dio al monarca búlgaro todos los informes necesarios respecto al campamento, su situación, sus fuerzas; y sobre todo le significó que Nicéphoro estaba tan orgulloso, descuidado y entretenido con las adulaciones que le prodigaban los maniqueos, que era fácil aun sorprenderlo en su misma tienda, hacerlo prisionero, y quitarle la espada, en cuyo puño había mandado engastar el diamante.

—Y también la cabeza le quitaré, dijo el rey Crunno: —tentaremos la empresa. Retírate a una distancia del campo que yo te señale: allí permanecerás vigilado. Si triunfo, te prometo sentarte a mi lado en un banquete, que daré en celebridad de la victoria; mas si al contrario, soy derrotado, entonces mis guardias te cortarán la cabeza; piénsalo bien, y resuélvete.

—Lo he pensado, y estoy resuelto, porque tengo por seguro que saldréis vencedor.

—Si me apodero de la espada, te devolveré el diamante.

—Como os agrade, gran señor; lo que quiero es vengarme del tirano.

Crunno tomó las disposiciones necesarias con un arrojo que la historia ha elogiado; saltó con fuerzas inferiores al campo de Nicéphoro; logró penetrar hasta su misma tienda de campaña, y se apoderó de su persona, encontrándolo tan confiado y desprevenido, que ni la espada tuvo lugar de ceñirse.

Cumpliendo su palabra el monarca búlgaro, dispuso un gran banquete, y sentó a su lado a Eupathos. A la hora de los brindis tomó el rey una extraña copa, y después de haberla llenado de vino y bebido, la presentó a su convidado, diciéndole:

—Yo he cumplido mi palabra; tú me debes la venganza, y yo a ti la victoria; bebe en esta copa, hecha con el cráneo del Emperador de Oriente.

En efecto, vosotros que conocéis la historia, debéis saber que Crunno tuvo el capricho de mandar engastar en plata el cráneo de Nicéphoro, y formar con él una copa, en que bebía cuotidianamente los mejores vinos. El filósofo tomó la copa con mano firme, y dijo al rey:

—Jamás los tiranos pueden tener otro fin; bebo a la salud de Crunno el Justiciero.

—En cuanto a la espada —dijo el emperador—, uno de los maniqueos la tomó en medio de la confusión, y se escapó con ella; pero no te dé cuidado, que los despojos del emperador de Oriente me han hecho rico, y yo te daré lo que baste para que durante tu vida continúes tus viajes; pero añade a tu ciencia esta lección.

La consecuencia que el filósofo sacó fue, que una gran riqueza es un gran riesgo, un gran peso, y en una palabra, un fardo insoportable, que muchas veces aniquila al que lo lleva. Con los regalos que le hizo Crunno, se retiró a vivir tranquilo en una casita de campo a las orillas del Bosforo, y ni el monarca búlgaro, ni el sabio griego volvieron a pensar ya más en el diamante.

Hemos dicho que un maniqueo, deseoso de poseer no la espada, sino el diamante que tenía engastado en el puño, con todo y que era, no sólo grande amigo, sino eterno adulador del emperador, se aprovechó de la confusión que causó el asalto, y se la robó. Como pudo, quitó el diamante y arrojó la espada, y reunido con sus sectarios en Constantinopla, les dio parte del suceso. ¡Aquí fue Troya!, como dicen los españoles. Yo traté mucho a los maniqueos; eran los hombres más singulares del mundo; para ellos no había diablo como para los de raza española, que a todas horas lo ven, sino dos dioses; un dios del bien, y otro dios del mal. Estas fuerzas, ambas eficaces y poderosas, están en una continua lucha en el mundo, y los desgraciados discípulos de Mane estaban a todas horas y en todos los momentos de su vida pensando en cuál de los dos dioses podría más.

Luego que vieron la maravillosa alhaja de Philóphero (que así se llamaba el maniqueo) comenzaron por disputar si era un bien, o un mal el tenerla. Todos tenían interés en ella; así es que de pronto declararon que era un mal el que Philóphero la poseyese, y que en consecuencia debía pertenecer a todos los que habían sido amigos del rey. Cada uno pareció conforme con esta resolución; pero cada uno de los ocho que habían formado la camarilla de Nicéphoro, comenzó a meditar el medio de deshacerse de sus siete competidores, y de quedarse con el diamante. Separáronse con muestras de la mayor amistad, conviniendo en encerrar la piedra en una cajita, y confiarla a un joyero armenio, que vivía en las cercanías de la iglesia de Santa Sofía, diciéndole que allí estaban depositadas las muelas del difunto emperador, que habían con mil sacrificios rescatado del platero que formó con el cráneo de aquél, la copa en que bebía vino el rey búlgaro. El armenio, que era desconfiado, no creyó en la fábula de las muelas, y al momento en que los maniqueos se fueron, pensó darse trazas para abrir la misteriosa cajita y ver lo que contenía. Estaba en esto ocupado, cuando tocaron la puerta y se presentó Philóphero.

—Amigo mío, tengo que confiaros un secreto; en esta cajita no hay tales muelas de nuestro emperador.

—Ya me lo sospechaba —dijo el armenio.

—Lo que contiene —continuó el maniqueo—, es un diamante de tan grande hermosura y valor, que seguramente no hay otro igual en la tierra. Era mío, y mis compañeros han declarado que era un mal que una sola persona fuese su dueño, y que el principio del bien es que todos los ocho poseamos tal alhaja, pero escuchad —continuó arrimándose al oído del armenio—, os daré la mitad de su valor, si consentís en mi proyecto.

—¿Cuál es? —preguntó el armenio.

—Haced un banquete, convidad a los ocho que hemos venido, y echad en el vino ciertos polvos que os daré… ¿comprendéis?, morirán todos de indigestión, los unos al día siguiente, los otros más tarde, pero al fin, los dos seremos únicamente dueños del diamante.

—Todo es un mero mecanismo —contestó el armenio—, que arreglaremos del mejor modo posible, lo esencial es ver el diamante; si me agrada, el negocio está hecho, Tendremos mañana un magnífico banquete, y mientras los convidados estén acabando de apurar sus copas, nosotros en ligeros caballos iremos caminando para la Armenia; ¡ya veréis qué país! en nada se parece a esta pestilente e inmunda ciudad de Constantinopla.

—Pues al negocio —dijo el maniqueo—, abriremos la cajita.

—¿Y si los demás reclaman? —preguntó el armenio.

—¡Bah! Al fin no ha de salir de nuestras manos.

—Forzando los sellos y cerraduras, abrieron la cajita, y el armenio confesó que entre todas las piedras que había tenido en sus manos, no había una que pudiera compararse con ella.

Se arregló para el día siguiente el banquete, y se dispuso convidar a los siete maniqueos. Apenas había salido Philóphero, y el armenio comenzaba las disposiciones para la ejecución del plan, cuando tocaron la puerta y se presentó otro de los maniqueos; el armenio se puso pálido, creyendo que todo se había descubierto:

—¿Sabéis que tengo que confiaros un secreto?

—No sé nada, absolutamente nada —respondió el armenio aparentando mucha sangre fría e indiferencia.

—Pues esa cajita no contiene las muelas de nuestro difunto emperador.

—Ya me lo había yo sospechado, sin duda serán los dientes.

—Nada de eso.

—¿Entonces?

—Escuchad: dentro de esta caja hay encerrado un diamante de gran precio, que pertenecía al emperador, y como yo era de sus amigos más íntimos, claro es que a mí me toca; pero me lo quieren robar. El principio del bien se declara en mi favor, y me dice que yo debo ser muy feliz, si llego a ser el único dueño de esa alhaja, pero el principio del mal ha inspirado a mis compañeros la idea de dividirlo entre todos.

—Y bien —dijo el armenio—, todo eso no me toca, ni me atañe, y hasta ahora no comprendo…

—Pues la cosa es bien sencilla, y si me ayudáis en ella, la mitad del valor del diamante será vuestro.

—Hablad, y si vuestras condiciones son racionales, entonces…

—Se trata de que demos un paseo por el mar, en una lancha iremos los dos y algunas de mis hermosas esclavas, en otro bote irán mis siete amigos, y cuando estemos más contentos y más lejos de la tierra, la embarcación de mis compañeros deberá hacer mucha agua, mucha agua, hasta que desaparezca… Vos entendéis perfectamente, y sabréis desempeñar con acierto la parte que os toca.

—Entiendo perfectamente; se trata de que sólo vos y yo, volvamos al puerto.

—Y por supuesto, dijo el maniqueo —las damas que nos acompañarán, con las cuales hay que tener mil consideraciones.

—Es un asunto digno de pensarse —dijo el armenio—. Os resolveré mañana, y hablaremos en el banquete que pienso dar a mis amigos, y al cual me haréis la honra de concurrir.

—Convenido, y pensad bien que se trata de una fortuna.

El maniqueo se despidió, y el armenio creyó quedar ya con la tranquilidad suficiente para examinar bien la joya, calcular su valor y procurar darlo en alhajas al primer maniqueo que le propuso el negocio, cuando volvieron a tocar la puerta y se presentó un tercer maniqueo, haciéndole la misma confesión, y proponiéndole una partida de caza, en la cual los leones y tigres deberían comerse a sus siete amigos.

Finalmente, en el discurso del día y de la noche, los ocho maniqueos entraron en casa del armenio, alegando cada uno las mismas razones para ser el dueño exclusivo de la joya, y discurriendo un diverso método para destruir a sus siete compañeros. El armenio decidido por el primer pian, a todos los emplazó para el banquete, decidido como estaba a seguir la primera inspiración. Philóphero y el armenio convinieron en que ellos beberían un vino diferente del de los demás, por supuesto, sin polvos ni composición alguna, y en prueba de buena fe, convinieron también en beber cada uno unos tragos, y después cambiar mutuamente las copas y botellas: una vez pactado esto toda sombra de traición o desconfianza desaparecía completamente.

Al día siguiente a medio día, después de las oraciones del muezín, los convidados estuvieron reunidos y observaron que no había en la mesa más que ellos y el armenio. Cada uno pensó para sus adentros, que sin duda no había querido que hubiese personas extrañas, para que de ese modo el convenio pudiese arreglarse mejor; cada uno creía ser el único que había discurrido apoderarse del diamante, y sólo el armenio era dueño de los secretos de todos.

—Como estos ocho maniqueos están todos conformes en morir, discurrió el armenio, puesto que cada uno conspira contra la vida de los siete restantes, lo mejor será que mueran todos, y de esta manera, yo solo seré el dueño de la hermosa piedra.

Con esta resolución, se propuso, cumpliendo el pacto que había hecho con Philóphero, beber media copa de vino, y al devolvérsela a su amigo, echarle unos polvos, que a las cinco horas deberían hacer su efecto.

Philóphero, por su parte, pensó que si dejaba vivo al armenio, además de tener siempre que considerar a su cómplice, perdería la mitad del valor de la joya, y que lo mejor era beber unos tragos y devolver la copa al armenio con unos polvos iguales a los que se había dispuesto echar en el vino de los demás convidados.

Como el armenio volvió la cara después de beber, fingiéndose el distraído, y el maniqueo hizo lo mismo, los dos aprovecharon la oportunidad, y cambiaron sus copas ya compuestas con los maravillosos polvos.

Parece que el primer efecto era poner de buen humor a todos, así la alegría no tuvo límites, y el armenio y los maniqueos, y los maniqueos y el armenio se hicieron tales halagos y se dijeron palabras tan expresivas, que más parecían hermanos. El armenio hizo una seña a Philóphero, ambos, aprovechando el bullicio y la alegría qué reinaba, se escurrieron silenciosamente, salieron por la puerta del jardín, montaron en unos robustos caballos que tenían preparados, en pocos minutos llegaron a una playa desierta, a donde los esperaba una barca, atravesaron el canal, y ya considerándose más seguros en Asia, pensaron tranquilamente en dirigirse a Nicomedia, para de allí seguir su camino a la Armenia. En todo esto, acabó el día, y ya a la hora del crepúsculo entraron en un desfiladero de montañas que pensaban pasar antes de que acabase la luz. Sea que la fatiga del camino hubiese influido en dilatar los efectos del veneno, sea que éste hubiese sido puesto en las copas en dosis menor, el hecho es, que los dos personajes se observaban cuidadosamente con inquietud, y que cada uno esperaba por momentos ver caer del caballo a su compañero. La luz acabó sin que hubiesen concluido el paso del desfiladero; llegó la noche que parecía más oscura por las sombras de los peñascos y así en silencio caminaban nuestros dos personajes, que ya pertenecían a Satanás, seguidos de cuatro esclavos negros que parecían los demonios dispuestos para llevárselos.

Un quejido que involuntariamente lanzó Philóphero, interrumpió la monotonía del viaje.

El armenio puso la mano en el puño de su yatagán, decidido a concluir con el acero la destrucción comenzada por el veneno; pero tuvo que quitar la mano de su arma, para llevarla a su pecho, porque le pareció que una llama abrasadora le había subido del estómago.

—Me habéis envenenado, maldito y execrable maniqueo.

—Y vos a mí, traidor y detestable armenio. Dadme, dadme el diamante, o lo sacaré de vuestro negro corazón.

—Quitádmelo si podéis —gritó el armenio, impulsado por la cólera y el dolor.

Ambos sacaron sus armas, y trabaron una lucha, tanto más vigorosa, cuanto que la desesperación y los agudos tormentos que sufrían con el tósigo, les prestaban una especie de fuerza nerviosa, muy semejante a la que se observa en los dementes en los momentos de su furor.

Los esclavos, espantados de esta contienda inesperada, pues nada sabían de lo que había pasado, huyeron, aprovechando la oportunidad para recobrar la libertad y reunirse con las tribus de árabes errantes que viven en las riberas del mar Rojo.

Nuestros dos hombres, destrozándose el pecho con las uñas, cuando, ya por estar muy cerca, no pudieron hacer uso de sus armas, cayeron sin vida abrazados fuertemente, como si hubieran sido los mejores amigos en la vida.

Esto pasaba por los años de 811, a la sazón en que subía al trono de Oriente, Miguel, llamado Curopalate. En cuanto a los siete maniqueos, luego que advirtieron que el armenio había desaparecido, se marcharon a sus casas, cada uno lleno de sospechas y de temores, pero sin decir una palabra, porque todos eran criminales, y a todos acusaba la conciencia. Según la dosis que bebieron de vino, así fueron más o menos próximos los efectos del veneno; unos murieron en la misma noche, y otros en los días siguientes, y cada uno echando la culpa a sus siete compañeros.

A poco llegaron los animales feroces al desfiladero guiados por el olor de la sangre, y devoraron los cadáveres: una pantera más feroz y hambrienta que los demás, se arrojó con furia sobre el cuerpo del armenio, y tragó junto con una de sus costillas el diamante que tenía cosido en la camisa en el costado derecho. Apenas la fiera había gustado la carne humana envenenada cuando dio un salto y corrió furiosa, hasta que fue a caer sin vida y sin aliento a una gruta cercana que le servía de madriguera. Allí se secaron sus restos; y su esqueleto en cuyo centro se hallaba la codiciada piedra, permaneció allí muchos años.

Había en la salida del desfiladero y en el declive de la montaña, un valle pequeño y florido; unos cuantos árboles, una fuente cristalina que manaba de la grieta de una roca y un rebaño que pacía en los prados, formaban el patrimonio y la felicidad de una familia humilde, pero sencilla y virtuosa, como si fuese un resto de los antiguos patriarcas.

La familia se componía de un viejo que cuidaba los ganados de su mujer y de su hija, que se ocupaban en los quehaceres de una pequeña casa, edificada al pie de un grupo de sicómoros y palmeras: trasquilaban y ordeñaban las ovejas, para mantenerse con su escaso producto. La hija se llamaba Teodora; tenía diez y seis años cumplidos, y al entrar en la edad, se habían desarrollado en ella cuantas dotes constituyen una hermosura: fresca, de grandes ojos y luengos cabellos negros, de esas hermosas formas que sirvieron a los célebres escultores griegos para hacer de un trozo de mármol verdaderos prodigios de arte; no había hechizo ni atractivo que no se hallase reunido en aquella criatura.

Un día que el ganado se había encumbrado algo más que lo que acostumbraba, el padre de Teodora, al reunirlo y contarlo observó que le faltaban dos ovejas: al día siguiente se propuso buscarlas por toda la comarca, y ya desesperaba de encontrarlas, cuando pasó por la boca de la caverna, donde la fiera había ido a morir muchos años antes. Aunque sabía que era una antigua madriguera de animales feroces, como era animoso, entró, y a poco tropezó con el esqueleto; y al remover con el pie involuntariamente los huesos, que con sólo el contacto se reducían a polvo; un rayo del sol que entraba por el agujero o hendedura de una peña, fue a herir un objeto luminoso. Se agachó, tomó, en sus manos una piedra, que examinó con la luz, y aunque de ninguna suerte inteligente, le pareció una cosa maravillosa.

—Seguramente —dijo suspirando—, este es un objeto de gran valor, que podía hacer a mi Teodora tan rica como una princesa; pero ¡cuánto más placer habría yo tenido en encontrar a mis dos ovejas perdidas!

Escuchó un balido algo lejano; guardó el diamante con desprecio y corrió hacia el lugar donde lo había escuchado, y no tardó en encontrar y coger en brazos a sus dos corderos blancos como la nieve.

—Hija mía, aquí te traigo estos dos corderos que no sé por qué causa se separaron del rebaño, y además una joya que me he encontrado en la caverna del Cuerno.

Teodora tomó el diamante, lo volvió de uno y otro lado, y devolviéndolo a su padre, le dijo con mucha naturalidad:

—Creo que vale mucho; pero valen más nuestros corderinos: son los más hermosos, los más blancos del rebaño, y había llorado muchas lágrimas, creyendo que las fieras los habían devorado.

—Eres digna hija de tu padre —contestó el anciano—, creo que con el valor de esta piedra podrías ser rica, y muy rica; pero quizá no serías tan feliz: la inocencia y la paz de una vida retirada valen más que todos los tesoros del mundo. Guarda este diamante y adórnate con él dentro de tu casa; pero nuestra familia no cambiará de vida ni de costumbres: nos basta para vivir, las aguas claras de nuestra fuente, la sombra y los dátiles de nuestras palmeras y la leche de nuestro ganado.

La muchacha en seña de asentimiento dio un beso en la frente del anciano, guardó la piedra preciosa y continuó sin variación la vida tranquila y laboriosa en que se había educado.

Era por este tiempo emperador de Oriente Andrónico I. La silla del imperio había ido de tal manera decayendo, que la ruina era ya casi segura, y parecía que el que se sentaba en ella era arrastrado inevitablemente al crimen y a la desgracia. Juan murió de la herida de una flecha envenenada; Manuel, después de haber sacado los ojos a los embajadores de Venecia, vistió el sayal y murió en un convento; Alejo mandó matar a todos los franceses y latinos de su corte, y aun a su propia madre. En cuanto a Andrónico, aunque de una avanzada edad, no había vicio que no tuviera en la gran escala que le permitían sus riquezas y su poder: ninguna mujer había segura en su reino; por todo atropellaba, y ni casadas, ni doncellas, ni niñas, ni jóvenes se escapaban de sus persecuciones. Un día en que hizo una larga correría, fatigado de la caza, le llamó la atención la belleza del pequeño valle que hemos descrito, y se detuvo a descansar y a refrescarse: pidió una poca de la agua fresca de la fuente y salió Teodora a presentársela en una limpia vasija de barro. El emperador bebió, y al devolver el vaso a la muchacha, quedó deslumbrado de su hermosura y de un diamante que brillaba entre el adorno rojo y los cabellos negros de Teodora.

—¿Cómo te llamas, hija mía? —dijo con voz meliflua el viejo enamorado.

—Teodora, señor —dijo la pastora arrodillándose.

—Es hermoso nombre, y así se llamaba una emperatriz de Oriente mi antecesora; pero sin duda tú eres más digna de sentarte en el trono.

—¡Señor, piedad! —exclamó la muchacha cubriéndose el rostro con las manos y poniéndose pálida.

—No hay remedio; vendrás conmigo y serás la señora de mis pensamientos. Por otra parte, tú sin duda eres de estirpe, porque esa brillante piedra que tienes en el peinado, ha pertenecido a un rico soberano. Una pastora como tú no puede tener tales alhajas.

—Señor y mi rey, tened piedad de una infeliz, y no hagáis que mis padres mueran de dolor: esta piedra la encontró mi padre en una caverna; pero supuesto que es de gran valor y es una alhaja real, tomadla y desde hoy será vuestra.

—Levántate, levántate, perla de Byzancio, y deja en tus cabellos el diamante, para que las gentes queden dudosas y vacilantes, y no sepan qué admirar más, si esa estrella que reluce entre tus cabellos de ébano, o los encantos de tu peregrino rostro.

Al acabar el monarca este poético discurso, dio sus órdenes, y continuó su camino: los guardias arrebataron a la muchacha de los brazos de la madre, y en la noche estaba ya en el palacio del emperador.

Cuando el viejo, a la caída de la tarde, entró, como de costumbre, a su casa, conduciendo su ganado, encontró a su mujer bañada en llanto.

—Nos han arrebatado a nuestra hija.

—¿Quién, quién? —preguntó lleno de ansiedad.

—El emperador, el emperador mismo.

—¡El emperador! ¡Ah, entonces no hay remedio! —exclamó cayendo sin sentido en el umbral de su casa.

Al día siguiente, cuando ya habían pasado los primeros momentos de dolor, comenzó a reflexionar seriamente en los medios de tomar una señalada venganza y de librar a su querida hija Teodora de tan infame cautiverio: vendió su ganado y su casa, y se trasladó con su mujer a un arrabal de Constantinopla. Tan luego como se halló establecido en su nueva habitación, comenzó a frecuentar el trato de las gentes más influyentes del pueblo, y por grados el de todas las personas que estaban agraviadas con la tiranía y escandalosos desmanes del emperador. Al cabo de un año era ya cabeza de una gran conspiración que tenía ramificaciones en Palacio mismo, y cuyo jefe, en lo aparente, era Isaac, a quien generalmente llamaban el Ángel. En cuanto a Teodora, resuelta a sufrir el martirio y la muerte antes que la deshonra, había resistido a todos los halagos del monarca y aun a las más crueles amenazas, que jamás habían llegado a la realidad, porque el pudor virginal y la casta sencillez de Teodora habían producido un sentimiento de respeto en Andrónico, quien a pesar de su pasión, no pudo resistir a la idea de apoderarse del diamante. Como Teodora miraba con desprecio la alhaja, fácilmente se desprendió de ella, sin querer ni aun admitir otras joyas que Andrónico le daba en cambio.

Precisamente el día en que el monarca se puso por primera vez el diamante que había mandado engastar en un anillo, fue cuando, ya bien combinada la conspiración, estalló en el momento en que menos se pensaba. El pueblo, a cuya cabeza se hallaba, como debe suponerse, el padre de Teodora, invadió el palacio, arrolló a los pocos soldados que no estaban de acuerdo y colocó desde luego como sucesor en el imperio a Isaac Angelo.

Andrónico amenazó, se humilló, gimió, pero todo en vano: no hubo piedad para el viejo escandaloso, que había llenado de luto y de lágrimas a todas las familias. Se le condujo desde luego a una estrecha prisión, y al día siguiente se determinó que se le sacasen los ojos, suplicio muy común en esa época, particularmente cuando se trataba de altos personajes. El padre de Teodora, movido por las súplicas de su hija, que era tan compasiva y buena como hermosa, se opuso, y a pesar de su influencia, lo único que consiguió fue que sólo se le sacara un ojo; pero si le dejaron el otro, fue para su mayor tormento e ignominia, pues lo montaron al revés en un burro; hicieron que en vez de cetro empuñara el rabo del animal, y le pusieron en la cabeza una corona de ajos; y de esta manera lo pasearon durante muchos días por las calles de la ciudad, hasta que por fin lo ahorcaron el día 15 de Septiembre de 1185.

El padre de Teodora sobrevivió poco a su venganza, y ella y su buena madre, tristes, pero resignadas con la voluntad de la Providencia, volvieron a su casa, a su vergel y a las aguas claras y cristalinas de su fuente. En cuanto al fistol, o mejor dicho, al anillo del monarca… Pero veo que es tarde, y mi conversación os enfadaría, si yo continuase una narración, que es todavía bien larga y complicada.

Rugiero se levantó, y trataba de despedirse. Arturo y el capitán que habían recibido con frialdad, con descortesía y con un secreto terror al aventurero, fueron insensiblemente interesándose en todo lo que les contaba, de manera que casi ni pestañeaban, y su imaginación viva y juvenil les presentaba como de bulto los lances que Rugiero les iba refiriendo. Acompañaban al galante califa de Bagdad a la casa de las bailarinas; asistían al banquete del feroz rey búlgaro; descansaban debajo de las palmeras del jardín de Teodora; asistían a la sangrienta procesión del emperador de Oriente; en una palabra, el tiempo se les había pasado sin sentirlo, y deseaban que Rugiero concluyese la historia del fistol.

—Ya veis —dijo Rugiero—, ¿cómo queréis que os venda una alhaja semejante, ni qué oro sería bastante para pagarla? Ella es el oro mismo; ella es un talismán; ella vaga hace cientos de años pasando de unas a otras manos, y así continuará tal vez hasta el fin del mundo; porque el diamante no le destruye ni el sol: si se oculta, y aunque por algún tiempo esté perdido, siempre sus rayos y su luz han de hacer que parezca.

—Pero me ocurre una reflexión —dijo Arturo con cierto candor.

—Muchas pueden ocurrir, al escuchar la historia de esta piedra —contestó Rugiero—, pero veamos cuál es esa reflexión.

—Que vos me habéis prestado un talismán infernal: no hay persona que tenga la desgracia de poseerlo que no experimente al momento un grave daño.

—Es verdad —contestó Rugiero—: os creía más despierto y avisado. Ninguna explicación os puedo dar; por ahora; pero si reflexionáis un poco, no será necesaria.

—Mi padre y mi madre murieron, y yo quedé solo, desvalido y pobre —prosiguió Arturo tristemente—, y ahora lo atribuyo todo a la maléfica influencia del fistol.

—Error y muy grande —replicó el aventurero con un tono de profunda convicción: el fistol, muy al contrario, os ha servido para llamar la atención de las muchachas en el gran baile del teatro; ¿os acordáis?

Manuel había guardado silencio, y de cuando en cuando movía la cabeza, como para sacudirse de la fascinación que en él ejercía Rugiero; sostenía lo que podría llamarse una lucha entre su razón y su corazón; se había decidido a ser animoso y esforzado, y aun a perder la vida, con tal de dominar el carácter raro e incomprensible del aventurero. Firme, pues, en esta resolución, interrumpió el diálogo de Arturo, y rompió el silencio.

—Me maravillo, Arturo, que habiendo viajado y corrido el mundo, des crédito a patrañas y pienses en brujas y encantos, como si te hubieran criado las dueñas del siglo diez y seis; lo que Rugiero ha referido es un cuento como otro cualquiera, y nada más, bueno para matar un rato el tiempo, pero no para impresionarse fuertemente: el fistol es una alhaja de valor que Rugiero compraría en Europa, o en el Oriente tal vez, y como todas las alhajas, habrá pertenecido a diversos dueños, que han tenido dinero bastante para comprarla, pero en cuanto a las historias que nos ha contado, repito que habrá sido por pasar el tiempo, y no porque crea que somos unos chicuelos.

—Todo es orgullo y vanidad en el hombre —exclamó Rugiero—. ¡Chicuelos! ¡Chicuelos! y mucho que lo son todos los hombres… ¡pero qué! me equivoco mucho; al menos los niños tienen la buena fe en sus creencias y el candor en el corazón; ¡pero los hombres!… raza de víboras, como decía el Sabio de los sabios y el Rey de los reyes; miserables gusanos, que todo lo pretenden saber, y todo lo ignoran; enanos que quieren medir su limitada ciencia con la ciencia de lo inmenso, de lo grande, de lo desconocido. Ponedme en la Europa los Andes de la América: traedme el Mississipi a que atraviese el gran valle seco de la República: quitad el volcán que amenaza siempre con sus llamas la más hermosa de las ciudades italianas: poned un puente sobre el Mediterráneo, o el Adriático…

—Es curioso, al mismo tiempo que incomprensible, este caballero —dijo el capitán con tono sarcástico y ofensivo—: Nos cuenta primero historias maravillosas; y cuando nuestro buen sentido las rechaza, entonces cambia de tono, y comienza a darnos lecciones de moral y de filosofía.

—Os equivocáis redondamente, capitán —dijo Rugiero, mirándolo fijamente—, yo no tengo el candor de querer dar lecciones a nadie; y perdería mi tiempo en enseñar a necios y fatuos: ¿ya veis cuán imposible sería arrimar el mar a México, o transportar una montaña? pues bien, todavía eso es más fácil que hacer que los hombres tengan sentido común.

—No os figuréis, caballero —le replicó el capitán—, que voy a convertirme en ridículo campeón del género humano; cada uno juzga de él como le parece; pero de seguro, que cuando se trate de frases y de palabras que pueda yo aplicar a mi persona, entonces…

—¿Entonces, qué?… —le interrumpió Rugiero, soltando una carcajada feroz, que hizo estremecer a los muchachos.

—Entonces… —repuso con voz concentrada el capitán, apretando los dientes y haciendo un esfuerzo poderoso sobre sí mismo—, entonces… os volaré con una pistola la tapa de los sesos… ¿entendéis?… quiero sacudir este dominio, esta influencia que ejercéis sobre mí; y esto lo lograré, siendo superior a un fatuo, a un aventurero, a un miserable…

—¡Capitán! ¡Capitán!…

—Sí, a un miserable —prosiguió Manuel, pálido de la cólera—, ¿pues quién sois vos? ¿Quién os conoce? ¿Cuáles son vuestro nombre y vuestra patria? Tales cosas haríais en el país donde visteis la luz primera, que probablemente os arrojaron de él ignominiosamente como a un canalla indigno.

Los ojos de Rugiero parecían despedir rayos; sus labios trémulos querían articular algunas palabras; sus narices, perfectas en un estado natural, parecía que se henchían, y en su frente se leía un pensamiento siniestro. El capitán alzó la vista, y la desvió inmediatamente, porque no pudo soportar la mirada de Rugiero; pero haciendo un último y supremo esfuerzo, tomó una pistola, y la preparó.

—¡Capitán!… —gritó Rugiero casi fuera de sí, asiéndolo fuertemente de un brazo.

Manuel sintió como si lo hubiesen oprimido con una tenaza ardiendo; sin embargo, frenético y delirante, apoyó el cañón de la pistola en la frente de Rugiero, y tiró del gatillo; el fulminante tronó, pero la bala no salió. En vez de que Rugiero con su fuerza hercúlea hubiera intentado estrellar a Manuel contra la pared, su fisonomía cambió enteramente; sus ojos recobraron la expresión triste y melancólica que tenían habitualmente; volvió a sus labios el color rojo, y desapareció de su frente la nube siniestra que la oscurecía. Manuel, que poseído de una especie de vértigo, en que tenía tanta parte el valor como el miedo, no sabía realmente, ni lo que había hecho, ni a lo que se había expuesto, quedó como petrificado un momento, y después dejó caer lentamente su brazo armado con la pistola, que afortunadamente para él no dio fuego.

—Capitán, venga esa mano, y seamos amigos —dijo Rugiero completamente tranquilo—, vos sois un hombre valiente: habéis triunfado de vuestro sistema nervioso, y este es un esfuerzo inaudito: os juro que en el mundo jamás se había atrevido nadie a mirarme, cuando una nube de tristeza y de cólera viene a ponerse en mi frente; por fortuna esto pasa pronto, porque también estoy condenado a sufrir y a refrenar este orgullo, que ha sido mi desgracia y mi ruina. Conque no hablemos más sobre este lance desagradable, que ha turbado un momento la paz de tan buenos amigos; venga esa mano, y hablaremos otro rato, seguros de que disiparé todas vuestras dudas y preocupaciones. Tenéis en el fondo mucha razón; hay cosas que no pueden comprenderse sin una explicación; como cada hombre se cree un filósofo, yo no puedo dispensarme de tener también mi sistema; no os enfadaréis tampoco, si suelto una que otra pulla contra esta pícara humanidad. Todos los que son más ricos, más considerados, más llenos de incienso y más felices, son los que más critican y vituperan a sus semejantes; esta es regla segura; la pobreza y la desgracia, son quizá más tolerantes. Fumemos, y sentaos.

Rugiero sacó una purera de amianto, con un tejido tan fino y tan primoroso, que parecía un mosaico; los puros que contenía, eran de un tabaco de color carmelita oscuro, lustrosos como la seda, y con un aroma tan agradable y particular, que aunque participaba del de la canela, del del clavo, del de la esencia de rosa, a ninguno se parecía. Manuel, que era de una naturaleza franca y generosa, luego que Rugiero le tendió la mano, se la estrechó sinceramente, aceptó el tabaco y se sentó a fumar completamente calmado. Arturo, durante la escena violenta entre el capitán y Rugiero, había estado observando con terror, pero con la resolución suficiente de obrar de la misma manera enérgica y decidida; sin embargo, se le quitó un peso del corazón, cuando vio que la paz se había restablecido. Volvióse a sentar, y los dos muchachos, a medida que fumaban, sentían que su calma renacía, y que como el humo, se disipaban las preocupaciones que tenían contra Rugiero.

—La reflexión es la luz y la verdad —dijo Rugiero, como si estuviese dentro del pensamiento de nuestros amigos—. Si el hombre antes de obrar, pudiera poner en juego esa facultad clara y preciosa que la naturaleza ha puesto en su cerebro, se evitaría, sin duda, de ser víctima de preocupaciones y de falsas ideas…

—Ya que hemos vuelto a nuestra antigua y buena amistad, hacedme el gusto, Rugiero, de concluir la historia del fistol: mentira o verdad, ella me interesa, y deseo siempre, en conclusión, saber poco más o menos cuanto valdrá.

—Mejor haría, no en contaros el fin, sino el principio de la historia. Hemos comenzado porque un negro se lo encontró cerca de las pirámides de Egipto; pero antes… Antes había pertenecido a elevados personajes que han hecho mucho más ruido en el mundo que esos miserables emperadores de Oriente; esto sería largo, y debemos dejar esta historia, para cuando alegres y contentos, nos volvamos a reunir; sin embargo, os quiero referir la poética creación de los diamantes. Todas las mañanas, en la Primavera, se abren las flores, y el rocío deposita en la corola una gota transparente. El Señor de los cielos mira todos los días su maravillosa y espléndida naturaleza, y cuando su mirada se detiene sólo un instante en una flor, todas las gotas de rocío se convierten en diamantes, que los pajarillos llevan inmediatamente en el pico, y depositan en los lugares más ocultos, para que los hombres no los empañen con sus miradas codiciosas y profanas. Los científicos dicen que el diamante es el carbono puro. ¡Qué diferencia! Los científicos todo lo quieren explicar con la combinación de los gases… Pero decidme, ¿dónde está un científico que haya podido construir una pepita de naranja, para que del germen imperceptible que encierra, pueda nacer un árbol frondoso, que a su vez produzca millares de naranjas, cada una con multitud de pepitas, donde está el origen y la vida de otros tantos árboles? ¿Y así quieren medir su razón mezquina con la razón grande de Dios? No pude yo entender ni saber nada; y no os asombréis dando a esta frase una misteriosa interpretación, y si algo sé de ciencia y de mundo es porque he estudiado la naturaleza, no en ese pobre y crédulo conde de Buffon, ni en ese presuntuoso doctor Gall, sino en los desiertos del África, estudiando la vida de los animales; en las montañas del Asia, observando la vida de las plantas, y en las inmensas Américas, desde el polo ártico hasta la Patagonia, reflexionando sobre el carácter de los hombres; porque este es el país donde se presenta la raza blanca en toda su barbarie, la raza latina en toda su locura, y la raza indígena primitiva con toda su incomprensible rareza y su extraña civilización… Pero parece que el excelente tabaco contribuye a disiparos el fastidio… tomad y fumad otro puro, que su aroma os despejará la cabeza.

—En efecto, confesaré —dijo Arturo—, que por mi parte he cambiado completamente de humor.

—Franco y sincero, como soy —añadió el capitán—, no puedo negaros que deseaba tener con vos lo que llamamos vulgarmente los soldados una camorra; pero vuestra serenidad y vuestro generoso proceder me han subyugado; así, deseo que aun permanezcáis formando tan agradable tertulia, protestando que de ninguna suerte me incomoda ni me cansa vuestra conversación; pero hacedme el gusto de decirme, ¿dónde habéis comprado tan excelente tabaco? supongo que será de La Habana, de la fábrica de Cabañas.

—Nada de eso: los españoles tienen la vanidad de creer que no hay mejor tabaco que el de su isla, así como los cosecheros de Orizaba creen que su mal cuidada y tosca planta, es mejor que la de Cuba; pero todos se equivocan; el tabaco que fumo yo es de la provincia de Mazenderan en Persia. De vez en cuando suele regalar al autócrata de las Rusias un cajoncito de cien puros, mi amigo que es el dueño de este plantío; pero no es posible que nadie pueda soportar tal gasto, porque este tabaco se cultiva en macetas o tiestos, y cada puro, si se vendiera, seguramente no podría darse a menos de una onza de oro.

El capitán no pudo menos que echarse a reír.

—Bien, podéis reíros todo el tiempo que os agrade, y yo me felicito de que hayáis recobrado vuestro buen humor; pero con tal que me juréis bajo vuestra palabra de honor, que habéis fumado tabaco mejor, os prometo que, como dicen en México, os mantendré el vicio.

Una puerta se abrió con estrépito, y se presentó Valentín.

—Camaradas, larga siesta habéis echado; temía que os hubieseis muerto, y por eso he venido a buscaros.

—Hemos tenido un momento bien agradable con la conversación de Rugiero, que nos ha referido historias maravillosas.

Rugiero sonrió, e hizo una graciosa reverencia al recién llegado; ambos se estrecharon la mano, y Rugiero prosiguió:

—Hemos estado a pique de tener un lance desagradable, cuando hemos sido los mejores amigos del mundo, porque estos jóvenes, tan ilustrados y de tan buen talento, están empeñados en creer que todo lo que les sucede, es debido a causas sobrenaturales, o para explicarme con más claridad, por arte del diablo.

—¿Es posible? —interrumpió Valentín riendo—, apenas puede creerse esto de Manuel.

—Eso mismo digo yo, y por eso quiero entrar en algunas explicaciones; pero hacedme el gusto, perdonando la confianza de que nos sirvan té, porque como he vivido tantos años en Inglaterra, no puedo pasarme sin cuatro o cinco tazas de agua hirviendo; al tomarlas, os diré, si gustáis, quién es el diablo.

V. La filosofía del diablo

Valentín salió un momento, y a poco volvió, acompañado de dos soldados, que traían un servicio completo para tomar té; tendieron el mantel en la mesa, y nuestros personajes se sentaron al derredor.

—Señor de Rugiero —dijo Valentín—, dispensaréis el mal servicio; como hombre sólo, no tengo más que a los soldados que me desempeñen; y estos pobres mal que mal, no saben otra cosa que hacer el ejercicio, pero de ninguna manera pueden estar al tanto de las costumbres inglesas: sin embargo, el té es negro, de superior calidad, y el agua hirviendo. Ahora que por mi parte he cumplido, haced lo mismo por la vuestra, continuando la conversación, un momento interrumpida por mi llegada.

—Con mucho gusto —contestó Rugiero—, vaciando de un sorbo media taza de té hirviendo; pero tengo antes que acabar una cuenta con mi amigo Arturo. Decíais, Arturo, ¿qué queréis saber el precio del fistol?

—Siempre sería para mí una base, para calcular, si puedo, o no, pagarlo.

—Pues bien; vale, según creo, cosa de doscientos mil pesos.

Arturo, Manuel y Valentín especialmente, que no estaba en los antecedentes, se miraron, abriendo desmedidamente los ojos.

—Y no he dicho un millón de pesos —continuó Rugiero con mucha seriedad—, porque el capitán no se eche a reír, como lo hizo cuando le dije el costo de los puros. Fumad, señor comandante, fumad, y veréis si tengo razón —dijo Rugiero, pasando su purera de amianto a las manos de Valentín.

Éste sacó un puro, lo arrimó a la vela, dio unas cuantas fumadas, y envuelto en una nube de humo blanco y aromático, y saboreándolo como un muchacho puede hacerlo con un caramelo, exclamó lleno de entusiasmo:

—¡Cáspita! si fuero yo rico, daría una onza por cada puro.

—Es el precio que yo he fijado: ya veis, capitán, que no exagero. En cuanto al fistol, lo que os he contado y lo que os contaré, forma su historia, su tradición; ella está escrita en árabe, en griego, en alemán, en francés, en italiano, en español, en todos los idiomas. Suponed que no sea cierta; pero todos los que se tienen por sabios y por entendidos, han convenido en creerla. Si en el momento no entendéis lo que digo, quizá reflexionando un poco, lo comprenderéis perfectamente: conque doblemos la hoja, y no hay que pensar más en esto. El fistol, no hay duda, parecerá el momento menos pensado, porque, ya os he dicho, que como el sol, se hace patente y manifiesto tan luego como se busca. Cuando estemos en México, trataremos de este asunto, y todo saldrá bien, lo aseguro.

—Pero, ¿y la historia prometida? —preguntó Valentín.

—Es la historia común de todos los días: si os tomarais el trabajo de pensar en los acontecimientos de la vida, poco tendríais que preguntar, pero, pues que se trata de divertirnos, no hay que desperdiciar la ocasión. Hacedme el gusto de servirme la tercera taza de té.

Valentín sirvió con no poco asombro la tercera taza de agua hirviendo, que Rugiero llevó inmediatamente a sus labios, sin hacer el menor gesto.

—Estos ingleses son incansables en beber, té —dijo Rugiero, poniendo su taza en el plato—: He conocido un lord, que vivía en Hendon, que tomaba seis tazas en el almuerzo, seis en la noche y seis a la hora de acostarse, y cuando acababa, y se metía entre las sábanas, exclamaba con tristeza: «¡Qué tiempos, qué tiempos aquellos en que mi salud me permitía beber té a toda mi satisfacción!».

—Decíais —interrumpió Valentín—, que mis amigos están empeñados en creer que en sus aventuras tiene parte el diablo.

—¡Cabal! eso creen; pero no es raro, porque otras muchas gentes tienen la misma idea, y no carecen de razón, mas se equivocan completamente en los pormenores.

—Explicaos, explicaos —dijeron a la vez Arturo y Manuel—, porque precisamente esos pormenores son los que deseamos conocer.

—Generalmente todo el que no ve una figura espantosa, con pies de chivo, cuernos de toro y cubierto su cuerpo de cicatrices y culebras, no desconfía; ni se asusta, ni teme.

—Es verdad, y hasta ahora, al menos que yo sepa, nadie ha visto más que pintada en los cuadros antiguos, una figura semejante.

—Pues, amigos míos, el diablo está en todas partes, tiene diferentes formas; se reviste de los más grandes títulos, comete en nombre de la justicia los más grandes crímenes, y lejos de que cause susto y miedo a las gentes, los poetas componen versos en su elogio, los ricos le doblan la rodilla, los historiadores se devanan los sesos por escribir sus hazañas, y los pueblos, sin haber jamás ni aun pensado en el enemigo malo, sufren las más grandes vejaciones, y a veces los más acerbos martirios.

—No comprendemos —dijo Valentín.

—Creo que me explico con claridad: sin embargo, es muy posible que no comprendáis; pero seguiré mi narración: ¿Habéis oído hablar, o leído algo de la Roma antigua?

—Por supuesto —contestó Arturo—, en mi colegio, en Inglaterra, me hacían estudiar los clásicos latinos.


—Vuestros clásicos latinos dicen mucho, pero ni la mitad de lo que pasaba en Roma en los tiempos de su mayor esplendor y poder. Los reyes que vivían quietos en los dominios de sus antecesores, eran arrebatados por las legiones romanas, y paseados por las calles de Roma, tirando, como si fueran animales de carga, el carro del vencedor. Durante el día, había juegos en el circo, intrigas en el foro, cohechos, soborno, robo de los dineros públicos, en una inmensa escala; y por la noche, orgías con las cortesanas, sangre y crímenes. Los emperadores generalmente estaban a la cabeza de todos los escándalos, aguzaban el puñal, y preparaban el veneno para el amigo, para el hermano, para la madre misma, y a su vez eran perseguidos, asesinados y finalmente colocados unos en vida y otros después de la muerte en suntuosos templos, para que el pobre pueblo, cuya sangre habían derramado, los adorase como divinidades; y sin embargo, el mundo ha convenido en llamar a esto grande y magnífico. Vosotros creéis que soy un comerciante italiano, alemán o inglés, que vengo a cambiar a este país algodón, seda y baratijas, por oro y plata; que viajo, que me divierto, que gasto dinero, que fumo buenos puros, que me arrojo a los peligros cuando los hay, que canto y bailo cuando cantan y bailan los demás, y que discurro sobre política y filosofía cuando me encuentro entre estudiantes y literatos; ¿no es verdad que creéis todo esto? Pues es en lo aparente cierto, pero en la realidad falso: mi vida es ya de muchos siglos; y he tomado cuantos caracteres notables se han desarrollado en la gran tragedia humana. Allá en los primeros tiempos tenía un hermano hermoso e inocente: un día lo maté, y fue la primera sangre humana que regó los campos verdes y fértiles del mundo, y que después ha formado ríos y torrentes; y se llenaría un océano si pudiera reunirse la que desde entonces se ha derramado: dejé ya en el mundo el tipo y modelo de los homicidas, y pasé a desempeñar otros papeles. En Roma fui sucesivamente Calígula, Claudio, Nerón, Cómodo, Heliogábalo: un día cayeron en poder de mis guardias un puñado de cristianos; y no teniendo otra cosa más divertida que hacer con ellos, mandé que los untaran de resina, y que les prendiesen fuego en los cabellos, para que sirvieran a la vez de hachones y de hacheros: teniendo curiosidad de ver y examinar el seno en que me había formado, mandé abrir el vientre de mi madre; otro día, estando ocioso, quise emplear mi tiempo en ver un incendio, y mandé prender fuego a Roma. Cuando me dio por espléndido y gastrónomo, dispuse un gran banquete; convidé a mis amigos más íntimos y queridos, y así que concluyó, los hice entrar en unas magníficas habitaciones, para que durmieran y reposaran, pero pensando que con una emoción podrían digerir la comida más fácilmente, mandé que les echasen unos leones y unas panteras: algunos de los que quedaron con vida del susto, tuvieron el atrevimiento de decir, que la chanza había sido un poco pesada. Cansado del lujo y de las delicias de Roma, me fui a los países del Norte; y más adelante, considerando que el mundo estaba ya muy lleno de gente, y que era necesario segar la especie humana como se hace cada año en los campos con el trigo, me convertí en Genserico, en Atila, en Alarico, y corrí la parte más florida de Europa: los envidiosos y calumniadores dijeron que ni yerba nacía donde pisaban las herraduras de mi caballo; pero esto lo han desmentido los políticos modernos, que aseguran que mientras más sangre corre en la tierra, más frondoso y lozano se ostenta el árbol de la libertad. Desempeñé diversos e importantes papeles, haciendo a mi manera por todas partes beneficios a la humanidad, y dejando para los siglos venideros saludables lecciones, que, en verdad nadie había de aprovechar; pero en el discurso del tiempo me dio gana de vivir entre las nieblas del Támesis, y me llamaron allí Enrique VIII; fui muy amigo del papa; después reñí con él, y concebí una pasión decidida por Lutero. Como me gustaba el matrimonio, me casé muchas veces; pero como pronto me cansaban mis esposas, a unas las mandé degollar, a otras encerrar en la torre, y otras por fortuna se murieron o escaparon en una tabla, como sucedió a mi vieja Catarina Parr. Los pobres ingleses, de pelo rubio, de ojos azules y de figuras monótonas e iguales, de quienes la historia encomia la independencia y la energía, me miraban espantados, y no se atrevían ni a abrir los labios; a los unos los mandaba matar, y a los otros encerrar en las prisiones; y el noble más rico y más orgulloso, cuando yo estaba de mal humor, temblaba delante de mí. Me sufrieron hasta que ya muy viejo, y cansado de hacer tanto beneficio a mis amados vasallos, desaparecí de la escena, y les dejé una hija, que llamaron Grande, sin duda por su excelente corazón. Arrepentido de mis faltas, y peleado con las doctrinas del fraile altanero, violento y testarudo, que se llamó Lutero, hice los más fervientes votos de mudar de vida y costumbres, y no pude escoger mejor país que España; allí me llamé Felipe II, y di muestra de mi arrepentimiento y conversión. Establecí un tribunal que recogía mucho dinero y gastaba poco; unas rajas de leña, unos cordeles fuertes, unas cuñas de palo y unas cubas de agua, que siempre ha sido muy barata, era todo lo que me bastaba para hacer entrar al sendero a las ovejas extraviadas, es cierto que muchas perecían en las llamas; pero esto no era nada, con tal de que una sola de ellas se salvase. Todo morisco industrioso; todo judío, que tenía algunos diamantes guardados; todo portugués o castellano rico, de por fuerza habían de ser quemados, haciendo que antes y para mayor gloria de Dios, les tirasen fuertemente de los pies y de las manos, hasta que los huesos salieran de su lugar, y dándoles unas docenas de cuartillos de agua; esto me valió una fama y un renombre, que me ha puesto en primer término en la historia. Hábil político, monarca piadoso y consumado capitán, estos son los títulos que adquirí con el cambio feliz de mi conducta. Al mismo tiempo desempeñaba también papeles no menos importantes, aunque más secundarios; cuando aconteció el divertido lance de las Vísperas Sicilianas, fui Juan de Prócida; si se trataba de ahorcar y matar flamencos, era yo duque de Alba, y como también el oro era mi pasión favorita, y me parecía poco para saciar mi codicia todo el que está encerrado en las montañas de la tierra, fui también Pedro de Alvarado, y asesiné en el templo de México a los nobles caciques, para robarles unos cuantos trozos de tepuzque y unas sartas de chalchihuites, que a mí se me figuraron esmeraldas, pero como realmente fue un solemne chasco, pues no me encontré con la riqueza que suponía, me llamé Nuño de Guzmán, y comencé en Pánuco a herrar en la cara con marcas de fierro ardiendo a unos pobres indios que el pontífice había tenido el candor de declarar que eran seres racionales. Como estos eran méritos más que bastantes para obtener el favor y apoyo de una corte tan piadosa que no tenía otro pensamiento que convertir a los indígenas a la religión católica, me hizo el rey presidente de la Audiencia de México, y entonces ya pude a mansalva robar cuanto oro y plata tenían los nobles caciques, y particularmente el candoroso rey de Michoacán, y así que ni él ni sus amigos tuvieron más oro que darme, mandé juntar unos trozos de leña seca, y que lo quemaran por idólatra y traidor, pero más que todo por económico y mezquino. Como había sido pagano, luterano, católico, conquistador, gran capitán y licenciado, y poca cosa tenía ya que probar en mi carrera triunfante y gloriosa por la tierra, me volví humanitario, filósofo y literato, y ya con el nombre de Voltaire y de Rousseau, comencé a publicar libro tras de libro, y a sembrar la semilla del saber y de la verdadera luz, que había de producir abundantes frutos a la familia humana en los siglos siguientes. Una cortesana, hermosa y célebre, y que puede decirse colocó en el trono a una de las mujeres más impertinentes y fastidiosas de su siglo, me dejó cuatrocientos pesos para libros, y con estas migajas, con estos desperdicios del amor, comencé mi educación; fui tan vivo y tan precoz, que en mi edad primera me encerraron en la Bastilla, y ya se deja suponer que esto me hizo concebir un odio profundo a la tiranía. Desde entonces me propuse mi plan de vida; para que pueblo y soberanos me consideraran, era necesario herir, criticar y satirizar a todos, porque la humanidad es como ciertas mujeres, que mientras más golpes reciben de sus maridos, más los adoran; para enseñar una sana filosofía era menester ejemplos prácticos y rigidez en las costumbres, así es que sólo me propuse tener amores con Adriana Lecouvreur, y con cuantas otras pude, sin perjuicio de vivir en la más perfecta unión con la marquesa de Chatelet; sabía filosofía, y como yo, era enciclopedista y literata. Enfadado de la soledad, y sobre todo de Francia, quise pasar a otros climas, y me fui a vivir a costa del viejo monarca prusiano; éste era hombre de provecho, y logró que, aunque chico de cuerpo, le llamasen Grande, y vais a ver cómo lo logró. Era un tipo de soldado; el gobierno, la civilización, la política, hasta la poesía y la filosofía que yo le enseñaba, las reducía al cuartel; el cuartel, el ejercicio, los soldados y la disciplina eran su pasión dominante, sin contar la que tenía por una perrita favorita, en cambio del odio que profesaba a las mujeres, y sobre todo a la princesa mi hermana. Yo no sabré explicaros si en esa época fui siempre Voltaire, porque a veces era Federico particularmente cuando algún pobre recluta se descuidaba con un botón de la casaca, o con dejar de dar bola a sus pesadas botas, que todavía llaman federicas; entonces ardía Troya, y para dar ejemplo de humanidad a todos los filósofos pasados, presentes y futuros, mandaba yo fusilar a tres o cuatro soldados, para que así aprendieran también los demás a tener completos sus botones y a dar lustre a su calzado. Esta conducta, tan conforme a la civilización y a la sabiduría, ocasionaba que acudieran al alistamiento del ejército prusiano tantos hombres como abejas a un prado de flores; no había más diferencia, sino que era menester para su mayor seguridad y descanso, robarlos en cualquiera parte de Europa, y encerrarlos en una caja hasta que llegaban a Berlín, donde tenían el placer de volver a ver la luz del cielo y la vara del cabo. Cansados uno de otro, es decir el déspota filósofo del filósofo libertino y mordaz, con motivo de lo que las cocineras llaman cabos de vela, tuvimos una gran reyerta, mitad en verso y mitad en prosa, y de esta manera graciosa acabó la intimidad de los dos hombres más grandes y célebres del siglo. Cuando tuve el capricho de ser Rousseau, tomé otro tono diverso; era melancólico, reflexivo, profundamente filósofo, y dejando traslucir en mis escritos mis desgracias, comencé por echar a mis hijos al hospicio, para poder escribir con más desembarazo y conciencia un libro de educación, que tenía por objeto principal destruir la empleomanía y el pauperismo, pues que necesitándose, además del padre, la madre y la nodriza de costumbre, un ayo especial para cada niño, y calculándose que en el mundo hay cosa de cuatrocientos millones de muchachos, era claro que debían encontrar una cómoda y decente ocupación un número igual de ayos. Los viejos ociosos e ignorantes, que generalmente son los que por no saber otra cosa, aceptan el papel de ayo, no comprendieron nunca el fondo filosófico del Emilio. Me propuse por divisa gastar mi vida en conocer la verdad, y toda ella me ocupé en escribir paradojas, y en contradecir yo mismo mis propias opiniones. Queriendo hacer una ridícula parodia del hombre que tenía un grande talento y un grande corazón lleno de piedad y de poesía, escribí mis Confesiones, y no hice más que escandalizar al mundo sensato y juicioso, que harto tenía con saber mis faltas públicas. Sin embargo, yo fui el tipo y el maestro de los filósofos sentimentales tiernos e incrédulos, y el texto de todos los gobernantes noveles, que, como yo, han hecho su modelo mi Contrato Social, y arreglar la ciencia del gobierno como se arregla en un mostrador el convenio de uno que vende la mercancía mala y podrida, con otro que le paga en moneda lisa y de mala ley. Nada digo de tantas Julias como pululan por el mundo, y que reasumen en el tierno beso de Saint-Priest todos sus deberes sociales. Ya veis que todo esto era más que suficiente para que en el panteón de París colocaran mi sepulcro con una puerta entreabierta, por la cual sale una mano con una luz. En efecto, la pobre humanidad estaba a oscuras, y nada sabía hasta que se publicó el Emilio y mi bella teoría de la música; todo lo ignoraba, hasta que no supo cómo se daba un magnífico beso a un amante, y conoció por mis confesiones de todo lo que era capaz la bien templada alma de un filósofo. Aunque ya Tito Livio, Tácito, Aristóteles, Plinio y Platón, habían escrito, el mundo estaba positivamente a oscuras; yo fui la luz, la ciencia, la verdad y la filosofía. ¡Y luego me queréis sostener que la humanidad tiene sentido común y marcha a sus altos destinos!

Enfadado de ser divinidad en Roma, protestante en Inglaterra, católico en España, conquistador en América, cabo-escuadra en Prusia, y filósofo en Francia, pensé que lo que me quedaba que ensayar, era el papel de liberal. Los pobres franceses no conocen lo que es la gloria, y la ventaja de tener un papel viejo y mugroso en la bolsa en vez de escudos de oro, ni saben qué grande adelantamiento es medir las indianas con la diez millonésima parte del cuarto del meridiano terrestre, ni menos conocen la prosperidad a que llega un país cuando tiene un gran libro de la deuda, que se llene de guarismos tras de guarismos, hasta formar una suma fabulosa, que no podría ser pagada ni con toda la moneda junta del orbe; pero ¿qué nación que figura en primer rango, no debe más que lo que puede pagar, ni qué súbdito no se llena de orgullo al contemplar que su nombre figura en el gran libro de la deuda? Como estas mejoras no se obtienen de balde, ni los pueblos llegan a la civilización, ni alcanzan la libertad, sin haberse antes destrozado como las fieras de los montes que se disputan los restos de un cadáver fue menester que corriera mucha sangre para que llegaran a sentarse las partidas del gran libro, para que se estableciera el sistema métrico decimal, y para que, en fin, el comercio se convenciera de que las minas estaban buenas para los monarcas españoles, pero que la verdadera riqueza es el papel moneda. Todos los días, ya con el nombre de Marat, ya con el de Danton o Robespierre, enviaba yo a la guillotina a todos los que no querían entender mi sistema de regeneración social, y muchas veces me guillotinaba yo a mí mismo, y volvía a reaparecer bajo otro nombre, y como convenía, con ideas más avanzadas. Como todo lo que hacía yo era obra de la lógica, de la razón y del buen juicio, no quise tener más guía, ni otra divinidad tutelar que a la diosa Razón, que es verdad salió triunfante de la empresa, pues que no ha habido loco que no la invoque en su apoyo. Así que ya nada me quedó que hacer por la libertad, no sólo de la Francia, sino del mundo todo; así que vi rodar la cabeza de Capeto y llenas de sangre las blondas trenzas de la austriaca, me hice soldado; comencé de cadete jugando a la guerra con bolas de nieve, y llevó la chanza tan adelante, que no hubo monarca que quedase en pie; hice de la Europa un cuartel, y coloqué de soberanos a los cabos de mis regimientos, y como no querían creer que yo era el primer soldado, una noche le pegué cinco balazos a un Borbón, para quedar un poco mejor que Monsieur Bossuet, que cuando tenía delante de sí a Madama muerta, decía sin duda alguna con espíritu profético: «También los reyes mueren.» Vivo y sano estaba el duque de Enghien, cuando yo dije también: a los Borbones se les fusila; y desgraciadamente ésta, que fue una profecía más difícil que la de Bossuet, se cumplió al pie de la letra. Como desde los tiempos de la conquista no había vuelto a aportar por las Américas, quise ver qué tal lo habían hecho los yankees y los suramericanos después que conquistaron su libertad. A los yankees me los encontré famosos; al gobierno, queriéndose coger cuanta tierra útil o inútil tiene, cerca o lejos, y a cada yankee siendo la personificación de su sistema colocado en cuatro sillas, porque así como a la nación en masa no le basta una nación, tampoco al individuo en particular le basta un asiento por cómodo que sea; en una silla colocan las asentaderas, en otra los pies con dirección al cielo, y en las dos restantes los brazos, uno con dirección al Sur y otro al Norte. Debajo de las sillas tienen el dollar, que es una divinidad un poco mejor que la diosa Razón de los franceses, en la mano un enorme cortaplumas, y en la cintura un rivolver, para dar a entender que los hijos del anglo-sajón, con la misma facilidad cortan un pedazo de palo de una silla, como se cogen mil leguas de territorio ajeno, y en cuanto al rivolver dicen lo que decía un andaluz a un gallego: Compae, más fácil es pa mí volarle a usted la tapadura de los sesos, que al cura de mi parroquia decir un responsorio. En la América del Norte, como todo estaba hecho, y la escala estaba recorrida desde la esclavitud hasta la usurpación, lo único que pude ser, fue banquero y empresario de caminos de fierro; emití bonos con el retrato de Franklin, y los hice circular de uno a otro extremo de la Unión, y así que tuve yo mucho oro aglomerado, cerré mi banco, y me marché muy tranquilo a mi casa de campo, dejando con tamaños ojos y abriendo la boca a todos los tenedores de mi papel. Como felizmente habitaba yo un país libre, me hicieron senador, y tuve ocasión de pronunciar elocuentes discursos contra el sistema de bancos y la impunidad de los que hacían bancarrota. En las Américas del Sur tuve mucho que trabajar, porque esos son países vírgenes, donde todo está por hacer, y donde la gente, como suelen decir, peca de buena y de sufrida; pedí dinero a los ingleses para gastarlo en pitos y flautas antes de recibirlo; al fin tenía intención de no pagarlo nunca. Fusilé a Iturbide, porque tuvo el atrevimiento de consumar la independencia, hice saltar por un balcón a Bolívar en castigo de que había formado una República; y después ya dictador, ya pronunciado, ya liberal, ya retrógrado, no he dejado camino que no haya descompuesto, renta que no haya malbaratado, deuda que no haya dejado sin pagar, ciudadano honrado que no haya calumniado, mandón insolente a quien no haya tolerado, labrador a quien no haya quitado algo de sus ganados; y en una palabra, llamándome generalmente guerra civil, he recorrido el país desde Sonora hasta Patagonia, sembrando en todas partes la desolación y el terror. Esto ha sido para hacer ensayos en pequeño, pues ya los había hecho en una escala mayor en el Oriente, en Alemania, en Inglaterra, en España y en Francia. La oportunidad se me vino a las manos de ser entre los romanos Antonio Pío, entre los moros Abderramán, entre los ingleses Alfredo el Grande, entre los franceses Enrique IV, entre los españoles Isabel, entre los americanos Washington; pero no quise aceptar papeles tan miserables. ¡Contentarme yo con el título de Pío, por toda una vida de sabiduría, de dulzura y de moderación! ¡Morirme después como el rey de Córdoba, y tener por toda recompensa un pueblo entero que caminase llorando detrás de mi ataúd, y llamándome el terror de los malos, el padre del pueblo y el amparo de los desvalidos! ¡Entregar mis joyas a un marino loco y aventurero, para que gastase su valor en descubrir un nuevo mundo! ¡Gobernar con justicia, perdonar a mis enemigos, arreglar la hacienda y demás ramos del Estado, merecer el título de Bueno para ser con todo y eso asesinado por un fanático! ¡Formar de unas cuantas colonias repartidas en los bosques primitivos de América una nación grande y poderosa; retirarme después a la vida privada, y contentarme con unos cuantos acres de tierra y una casa de campo en las orillas del Potomac! ¡Bah! Todo esto no tiene en el mundo sentido común: todos estos papeles son de muy poca importancia y consecuencia en la humanidad, para que yo me resignara a desempeñarlos.
 

Hubo un momento de silencio; y Arturo, que había sido educado en el colegio de jesuitas de Stony Horse, y que tenía en su cabeza otras máximas, otras teorías, y juzgaba de la historia de una manera bien distinta, lo aprovechó para hacer algunas observaciones.

—En verdad, Rugiero, que juzgáis con mucha severidad a la humanidad, y podría decir, que maltratáis la historia.

—¡La historia! ¿Y dónde está la historia? ¿Llamáis historia a unos cuantos centenares de libros, escritos por los cortesanos o aduladores de los reyes y de los pueblos, o formados, después de muchos años, de documentos truncos y de noticias parciales y equivocadas? Era necesario que el hombre tuviese siquiera las más simples nociones de la verdad, para que pudiese escribir la verdad. No os canséis, amigos míos, en registrar los libros, en formar conjeturas y en buscar al diablo en los rincones oscuros de las casas arruinadas, donde con ruido de cadenas y lastimosos quejidos, dicen las ancianas, que aparece a las doce de la noche: buscadlo a la luz del día, en medio de las plazas, en los dorados salones de los palacios, en el estudio del abogado, en las tiendas de campaña de los guerreros: unas veces lo veréis con una corona real en la cabeza; otras con la borla de doctor; otras con la espada del soldado; otras con el hábito modesto de un monje: él, desde los más remotos siglos, recorre toda la tierra sembrando el duelo, la muerte y la destrucción; unas veces tomando en las manos la insignia sagrada de la cruz; otras con la cimitarra del turco en el cinto; otras con la bandera tricolor de la libertad; pero aun cuando las formas sean diversas, siempre el objeto es el mismo-la discordia-la matanza-la sangre. Y el mundo, que podía haberse sublevado contra mí, y los pueblos, que podían haberse levantado en masa y aniquilándome con su solo aliento, son los primeros que me han ayudado a la obra de destrucción: los unos se han dejado matar por la gloria; los otros por la libertad; los de más allá por el fanatismo; y mientras más desastres han pasado por la florida y risueña faz de la tierra, más se han remachado las cadenas y la servidumbre del género humano. ¿Qué podía ni qué puedo hacer, cuando en todos los pueblos, en todas las naciones, bandadas de gentes se precipitan al mal? Mi destino es arrojar a estos millares de seres de abismo en abismo, hasta que, llena la sima profunda, no haya en la tierra un habitante, y entonces, como en la luna, todo quede yermo y frío.

Los tertulianos permanecieron mudos y silenciosos, al escuchar la desconsoladora filosofía de Rugiero; y aunque les ocurrían muchas reflexiones que hacer a sus citas y aplicaciones históricas, no se atrevían a entrar en una disputa abierta con un hombre que con tanto aplomo calificaba los hechos, y que de todos ellos sacaba las consecuencias más amargas.

—Ya veis, amigos míos —continuó Rugiero—, que yo lejos de ser un ente sobrenatural, soy un hombre de carne y hueso, y sujeto a los mismos errores que todos los demás. En cuanto a las aventuras que tienen relación con los lances de la vida, es menester no cansarse, siempre se mezclan en ellos diablillos de menor importancia, pero no menos dañinos. El que ve un poco de oro que poderse apropiar, no cabe duda que lo hace, sin que le falten para ello razones de conciencia: el que aspira a un puesto público, no se para en los medios: la adulación, la traición, la ruina misma de su patria, le parecen bien poca cosa, con tal de que su orgullo triunfe, que su sed de oro se sacie y de que su ambición se contente. La muchacha que tiene un amante rendido y fiel, sucumbe a la tentación, si otro, rico y de moda, se le presenta. Todo en la vida se hace por interés, por pasiones, por influencias bastardas; y a los diablillos, a los que no les da gana de ser príncipes, reyes, filósofos, legisladores, reformistas o generales, se contentan con ser simplemente abogados, escribanos, albaceas, o difamadores de profesión pero en verdad nunca están ociosos, y mucho menos en estas pequeñas repúblicas, donde la ocupación favorita es la guerra civil. Si queréis la explicación posible y natural de vuestra vida, ella es muy fácil y satisfactoria. ¿Qué cosa más natural, que un viejo avaro quiera conservar las riquezas que posee, y que pasarán a vuestras manos desde el momento en que le arranquéis a la pupila? ¿Qué cosa más puesta en el curso ordinario de la naturaleza, que una borrasca en el Golfo, en la época de los Equinoccios? ¿Qué cosa más común que una intriga revolucionaria en México, donde todos los días se amasa públicamente un pronunciamiento, como el pan en las panaderías? ¿Se necesita acaso de la intervención del diablo para todas estas cosas? Por el contrario, es muy probable que el diablo en Jefe vea con el mayor abandono y desprecio estos pequeños chismes, que podríamos llamar de casa de vecindad, y que se ocupe en cosas más en grande, que llamen la atención de los pueblos. En este momento, por ejemplo, se ocupa en extender la civilización con el rifle y el revólver, como hace muchos años se ocuparon los conquistadores de estas provincias en propagar la religión católica con la esclavitud y la inquisición. El día que le quitaran al mundo estos placeres inocentes, el día del juicio se anticiparía, y todos morirían de ociosidad y de tristeza… Conque, amigos míos, os he contado todo lo que queríais saber; y en lo de adelante, si no sabéis quien soy, si no me conocéis cuando os he abierto mi corazón y contado mi larga vida, culpa será vuestra y no mía, y entonces ni los ojos os servirán para ver, ni los oídos para oír: es muy probable que nos veamos en México, donde en breve pasarán escenas de grande interés.

VI. Juan Bolao cuenta sus viajes y aventuras

Eran las primeras horas de la mañana: los rayos de la aurora apenas teñían de rosa y oro el horizonte; los pájaros cantaban gozosos, volando de rama en rama, y toda la naturaleza, al despertar, comenzaba a llenarse de animación y de vida, cuando nuestros amigos, como volviendo en sí de un largo desmayo, se desperezaron, se restregaron los ojos, y empezaron a mirarse asombrados. Las velas estaban ya acabándose; las tazas de té vacías, y el agua hervía en la ponchera, como si la acabasen de quitar de la lumbre.

—No puedo explicar —dijo Arturo—, lo que por mí ha pasado.

—¡Cómo! ¿Pues qué horas son? —preguntó el capitán sobresaltado.

—Seguramente las cinco y media de la mañana: el sol que se levanta, y el ambiente fresco lo dicen bien claro —respondió Valentín.

—¡Conque es decir, que yo no he visto a Teresa desde que nos separamos, ni he sabido si vive, o si muere! ¡Oh! esto es increíble: me proponía, luego que fuese de noche pasar a la casa de Mariana…

—No sé —dijo Arturo—, pero se me figura que no hemos salido de aquí, y que hemos escuchado de boca de Rugiero historias y cuentos fabulosos como los de las Mil y Una Noches.

—Recuerdo —dijo Valentín, poniéndose la mano en la frente—, que cuando entré, Rugiero pidió que le sirvieran té; luego comenzó a platicar, y después… después… imposible… no sé si salí de aquí, y volví a entrar o permanecí; el caso es que un pesado sueño se apoderó de mis párpados, y sólo el gorgeo de los pájaros me ha despertado.

—¡Bah! —interrumpió Manuel—, ahora recuerdo que Rugiero nos comenzó a contar la historia del fistol…

—¿Qué fistol? —preguntó Valentín.

—¡Toma! un fistol de brillantes, que Rugiero prestó a Arturo, y que en el curso de nuestras pobrezas y desgracias se ha extraviado.

—¿Pero tú te acuerdas de algo de esa historia, que dices que contó?

—Sí, como en sueños oía yo que perteneció primero a un califa; después… ¡qué sé yo!

—Pues en resumen —dijo Arturo, lo que hemos hecho es, pegarle un solemne chasco a Rugiero, porque probablemente habló hasta que sé yo qué horas de la noche, y mirando que todos nos habíamos dormido, se marchó sin despedida.

—Cabal, cabal —dijo Valentín—, y yo por mi parte lo único que recuerdo es, que me dio un excelente puro habano, y que no supe ni cuándo había acabado de fumarlo; pero quizá los soldados tendrán mejor memoria que nosotros. ¡Hola! ¡Pablo! ¡Andrés!

Los soldados, que servían de asistentes al coronel Valentín, se levantaron limpiándose los ojos, y todavía medio dormidos, se presentaron delante de Valentín, poniéndose los dos dedos en la visera de la gorra de cuartel.

—Mande usía, mi coronel.

—¿A qué horas nos hemos dormido, Pablo? —preguntó Valentín con ingenuidad.

—Mi coronel —respondió Pablo—, la verdad es que como mi coronel y mi capitán estaban tan divertidos platicando con ese señor, que parecía que tenía el clavo de un cigarro prendido en su camisa, nosotros nos acostamos en la otra pieza y nos quedamos dormidos.

—¿Y si algo se hubiera ofrecido?

—Como ve, mi coronel, todavía el agua está caliente, y nosotros dijimos que bastante había para el té.

—¡Afuera, afuera! —contestó Valentín—, son ustedes unos animales, y no me dan razón de lo que yo quiero saber. Ya veo que amos y asistentes hemos roncado toda la noche sobre estas sillas.

Manuel y Arturo, por más que cavilaron, no pudieron recordar exactamente lo que había pasado, así como cuando se recuerda vagamente un sueño sin poder explicar sus pormenores; en cuanto a Valentín, comenzó a escuchar efectivamente la filosofía de Rugiero con alguna atención, pero juzgando él de una manera bien diferente las cosas de este mundo, donde en medio de su vida agitada de soldado, no la había pasado tan mal, concluyó por no hacer caso de la conversación, se arrellanó en una poltrona, y se durmió profundamente, ayudado quizá del aroma del fabuloso tabaco de Mezenderan. No pudiendo nuestros amigos sacar en limpio nada, sino que Rugiero había estado a visitarlos, había platicado un buen rato sus singulares teorías, juzgando de todas las cosas de una manera siniestra, y como siempre se había marchado a la hora menos pensada y sin despedida, se decidieron a no pensar ya en esto, y a disponer su viaje al Interior, donde el capitán pensaba sistemar una vida cómoda y feliz al lado de su Teresa, y Arturo buscar a Celeste y a Aurora, y decidirse a entrar por esa puerta de oro y de diamantes, por donde se introduce el amor platónico, a la alegre y florida juventud, para que el desengaño saque después al hombre ya viejo y lleno de fastidio por una senda de espinas y de abrojos, pero en la vida es necesario caminar siempre a lo desconocido al lado de la esperanza y de su séquito de ilusiones.

El mayor presente que la Providencia ha hecho al hombre es ocultarle el porvenir. ¡Qué sería de la vida si pudiésemos leer como en un almanaque fúnebre la fecha y el día de nuestros pesares y desgracias, y la página negra de nuestra muerte!

Cuando fue ya más tarde, después de hacer cuanto creyeron necesario, para que en el siguiente día nada estorbase su marcha, se dirigieron a la casa de Mariana, donde estaba alojada Teresa. La solicitud y tiernos cuidados de esta mujer nada habían dejado que desear; ropa, medicinas, asistencia, caricias, todo lo que tiene de minucioso el cariño de una criatura diligente y de excelente corazón, lo había puesto Mariana de su parte para hacerla olvidar su naufragio, y las agonías tremendas que sufrió en los momentos terribles en que, destrozada la goleta, un instinto de conservar la vida y de salvarse en el bote que estaba próximo, la hizo arrojarse a la mar.

Hemos dicho que Teresa sufría del pecho; en efecto, en los días fríos un dolor sordo le oprimía el pulmón, su respiración era trabajosa y difícil, y una tos seca la mortificaba. Algunos médicos que la habían reconocido, opinaban que estos síntomas, unidos a una palidez habitual y a una tristeza profunda que ocasionaba que sus ojos estuviesen siempre brillantes, húmedos y rodeados de una línea morada, no eran más que la muestra evidente de que comenzaba a destruir a esa criatura tan hermosa, una de esas crueles y traidoras enfermedades que no tienen remedio; a todo esto se reunían en Teresa los pesares del amor, que por sí solos constituyen en las mujeres una enfermedad mortal. Teresa, lejos de ponerse en cura, había rehusado toda clase de medicinas, y en el fondo de su alma no tenía más consuelo sino que su vida sería ya muy corta, y que con ella acabarían sus penas. De vez en cuando venía a consolarla la esperanza y a decirla que Manuel la amaba, que sus días amargos pasarían, y llegarían otros felices en que podría vivir al lado de su amante rodeada de delicias y de placeres, entonces cien años le parecerían cortos y quería estar sana, y vivir, vivir para probar algo que no fuera tan duro y tan amargo como el aislamiento y la enfermedad. Entonces procuraba curarse con sus medicamentos caseros, muchas veces más eficaces que los de los médicos, se acostaba temprano, se envolvía en un chal en las tardes frías, no tomaba nada que pudiera perjudicarla; en una palabra, tenía por sí misma los cuidados que tendría por una hija, pero en medio de todo esto volvía una tos hueca a recordarle que no tenía remedio; retiraba entonces su pañuelo de la boca con algún rasgo de sangre, las lágrimas venían a sus ojos, y la tristeza y el desconsuelo a su corazón. Así pasaban los años de esta mujer llena de belleza, sencilla y casta como una santa, y rica como una reina.

Tales antecedentes hicieron creer a don Pedro que Teresa no podría volver a México; una joven delicada y enferma no necesitaba más que la fatiga de un largo camino, y la separación de su amante para morir; así lo creía don Pedro, y así lo creía Teresa la misma noche que entró en la diligencia que la conducía a Veracruz, pero Dios dispuso las cosas de otra manera. El clima de La Habana comenzó desde el momento de su llegada a obrar; la tos desapareció, los colores fueron volviendo a sus mejillas, y la redondez a sus formas. Las cartas de Manuel y la esperanza del regreso, contribuyeron a su curación, y cuando se embarcó para el puerto de Tampico, estaba ya casi buena; el naufragio completó enteramente la reacción. Luego que llegó a la casa de Mariana, ésta la hizo acostar en un lecho limpio y tibio, le frotó el cuerpo con aguardiente, le dispuso un alimento nutritivo, pero sencillo al mismo tiempo, le aconsejó que procurase dormir y descansar, y se colocó en la puerta para que no se hiciese el menor ruido, y resuelta a impedir la entrada a todo el mundo, aun al mismo capitán.

Teresa al principio quería conciliar el sueño, pero repentinamente se estremecía creyéndose a bordo de la goleta sufriendo sus continuos vaivenes, o luchando con las olas de la mar, y queriendo acercarse a la lancha, más poco a poco fueron cerrándose sus párpados, entrando sus miembros en un suave calor, de manera, que durmió como ocho horas un sueño tranquilo y profundo. Cuando despertó llamó a Mariana; ésta, que ni para comer se había separado un momento de la puerta, entró, abrió la ventana, y saludó a la enferma con un beso en la frente.

—La niña ha dormido y descansado seguramente muy bien —dijo la lavandera—. Al principio la he oído quejarse y moverse en la cama, pero después la respiración ha sido muy igual, y el sueño apacible como el de un niño.

—¿Sabes, Mariana —dijo la joven separando de su frente las gruesas y negras trenzas de sus cabellos, e incorporándose en la cama—, que creo que la enfermedad ha desaparecido completamente? La respiración es fácil, el calor del cuerpo es el natural, el pecho fuerte, la tos… (Teresa procuró toser)… nada… trabajo me cuesta el fingir ahora la tos, cuando antes no se me quitaba de la garganta. ¡Bendito seas, Dios mío! que si has permitido que sufra, me das ahora en recompensa de mi resignación, la salud y la felicidad. Estoy, no sólo buena, sino fuerte, animada y robusta, y aunque no soy hermosa, al menos la juventud anima mi fisonomía… ¡Oh! ¿Y qué puede compararse al placer de hallarme en mi patria y al lado de Manuel? ¿Qué más puedo apetecer, ni qué mayores beneficios puedo deber a Dios?…

Teresa inclinó la cabeza, y llevó las manos a sus ojos.

—Pero niña, ya que debe usted tanto a la misericordia del Señor, ¿por qué llorar ahora?

—Es la primera vez, después de muchos años, que lloro de alegría; estas lágrimas, lejos de hacerme daño, completarán mi curación. Tú no sabes, Mariana, que el corazón que se halla lleno y oprimido, no descansa hasta que no se llora. ¿Cuánto tiempo crees que hace que no reía yo? Tres años, Mariana, tres años; en este tiempo apenas una sonrisa de amargura y de despecho ha asomado a mis labios. ¿Cómo estarían mi alma y mi corazón, para que ni un solo momento viniese a manifestarse por la risa un rayo siquiera de alegría? Dios perdone a don Pedro lo mucho que me ha hecho sufrir, que yo necesito de toda la generosidad de mi alma para perdonarle… pero olvidemos ahora esto, y no pensemos más que en lo presente. Díme, Mariana, ¿habrán venido a verme Manuel, Arturo, Bolao, y ese caballero que hizo tantos esfuerzos por salvarme, y cuya figura, cuando cierro los ojos la veo de mil maneras distintas, ya hermosa y agradable, ya terrible y extraña…? ¡Bah! qué visiones engendran la imaginación y el recuerdo de una escena en que la vida ha estado en peligro… pero a la sustancia: ¿Manuel ha venido?

Mariana vaciló un momento antes de responder, pero, como era de naturaleza buena, comprendió que Teresa se había de disgustar, si le decía que sólo de la parte del comandante general había venido un soldado a informarse de su salud, y así con la mayor naturalidad contestó:

—Todos, todos han venido repetidas veces, pero yo a nadie he dejado entrar, porque hubiera sido interrumpir el sueño de que tanto necesitaba usted.

—Manuel se habrá enfadado.

—Es verdad, pero era necesario, además ya se le quitará el enojo en cuanto vea que la niña está linda, tan llena de salud… pero sin duda él es: oigo su voz…

—Ve, ve a recibirlo, y que entre, que entre al momento.

Teresa arregló su cabello y su ropa, saltó del lecho, y se ocultó detrás de la puerta por donde debía entrar Manuel. Al tiempo que éste, con el corazón latiéndole y poseído de esa sensación que participa del gusto, del temor, del sobresalto, de todo al mismo tiempo, se presentaba en la puerta registrando el cuarto con la vista, Teresa le abrió los brazos y lo estrechó, apoyando su linda cabeza en el hombro de su amante.

—Teresa, Teresa de mi corazón, no me estreches así, no me humedezcas las mejillas con tus lágrimas, porque esto te hará mal, y este placer me mataría si pudiera durar tan vivo y tan intenso por un cuarto de hora más.

—Mil veces, mil veces le pedía yo a Dios que por único favor me concediese abrazarte aunque después me quitase la vida —dijo Teresa levantando su rostro y mirando que Arturo había entrado también—. Arturo es joven —continuó, apoderándose como una niña de las dos manos de Manuel—, y no se burlará de nosotros, además, después de un milagro, después de una resurrección, es muy natural que se den un estrecho abrazo las gentes que se aman.

—También a vos, Arturo, os debo la vida y os quiero, porque sois el amigo de Manuel; también recuerdo —añadió sonriendo—, que me habéis servido como caballero en el baile y en el triste viaje que hice en la diligencia y las mujeres, ni olvidamos, ni perdonamos fácilmente; Manuel no se encelará.

Teresa abrazó a Arturo, pero no amorosa y ardientemente como a Manuel, de quien no quitaba los ojos, como recreándose en la bien apuesta y galana persona de su amante, Manuel habría querido, no sólo estrecharla en sus brazos, sino secar con sus labios sus lágrimas, y llenarla de caricias, pero la presencia de Mariana y la de Arturo lo contenía, y se limitaba a oprimir dulcemente la mano de su ingenua y encantadora novia; el amor necesita del misterio y de la soledad.

Apenas habían tomado asiento, cuando una nueva visita se anunció.

—El señor Rugiero —dijo Mariana—, asomando la cabeza por la puerta.

Manuel y Arturo dieron un salto en su silla.

—¡Siempre este hombre! —murmuró el capitán.

—¡Siempre este demonio! —murmuró también Arturo.

El día era como todos los que preceden al viento Norte, caluroso, y Rugiero, quizá por esta causa, venía vestido como se acostumbra en los puertos de Matamoros y Tampico; una fina camisa de tela de Holanda, una chaqueta y un pantalón de lona, también blanco, un ligero lazo negro en el cuello, y un sombrerillo de paja de Panamá, completaban el traje ligero, limpio y elegante de Rugiero; saludó con mucha cortesía y amabilidad y tomó asiento.

—Amigos míos, anoche he salido de la casa de este bravo coronel, sin ser sentido de nadie, ni aun de los asistentes; todos dormían, y para lo de adelante, ya sé que mi conversación y mis tabacos tienen una virtud narcótica.

—Os juro —respondió Arturo—, que oí con atención todas las historias que contasteis, y muy particularmente las que tenían relación con el fistol; verdad es que yo no advertí cuando os retirasteis; pero recapacitando un poco, podría referir todo lo que pasó.

—Lo que os sucedió era natural; aunque la siesta fue larga, la fatiga y el desvelo habían sido mayores; así la naturaleza necesitaba descanso, y una conversación, que tenía tanto de fabulosa como de histórica, era propia para conciliar el sueño… pero dejemos esto a un lado, que mi objeto es saludar a esta interesante señorita, saber de su salud y pedirle órdenes, porque un asunto grave me obliga a ponerme en camino esta noche. No sé si me dirigiré por la vía de Veracruz o por la Sierra, pero de cualquiera manera que sea, no podremos volvernos a ver sino en México; os había dejado ya una tarjeta. ¿Tenéis qué ordenar, señorita?

—Mil gracias, señor Rugiero, por vuestra atención; deseaba significaros mí gratitud. A pesar de que de nada con fijeza puedo dar razón, y de que el solo recuerdo del naufragio me atormenta y me pone fuera de mí, yo quizá os debo la vida, y os deberé en consecuencia la felicidad en el resto de mis días.

Manuel y Arturo se dieron con el codo, y se quedaron mirando fijamente a Rugiero, en cuyo semblante no se advertía ni la malicia, ni la burla, sino muy al contrario, una sinceridad perfecta.

—Señorita, yo hice cuanto pude, y cuanto hace en tales casos un hombre acostumbrado al mar y a los peligros pero la vida la debéis al que es más fuerte y más poderoso que yo.

—A Dios —dijo Teresa—, es verdad, a Dios; pero siempre es menester agradecer y reconocer los servicios.

—Tal vez —continuó Rugiero con un aire de humildad, e inclinando la cabeza—, los que me veían luchar con las olas, creían que yo trataba de sumergiros, pero esto era imposible y sería un absurdo creerlo. Yo sé nadar, y muy bien, pero de seguro no puedo como los peces vivir dentro del agua. En un rato de agonía y de terror se ven mil cosas que no son la realidad, ¿no es verdad, Arturo?

—Es verdad —dijo Arturo— y yo habría jurado que vos tratabais de arrastrar a Teresa al fondo de las aguas; pero la última razón que habéis dado, me ha quitado toda duda; vos sois un buen marino, si se quiere, pero no un pescado. Todas las tonterías que hayamos hecho, nos las excusaréis —continuó Arturo—, ¿no es verdad? El lance fue horrible, y lo mejor es no hablar más de ello.

—Convenido en todo, amigos míos —contestó Rugiero con un tono muy afable, y levantándose de su asiento—, y con tanta más razón, cuanto que molestaría a esta señorita que necesita ahora placeres y distracciones. Con que, repito, marcho esta noche. Es probable que nos veamos en México muy pronto; allí y en todas partes estoy dispuesto a serviros en lo que pueda.

Rugiero tendió la mana a sus dos amigos, hizo a Teresa un gracioso saludo, y se marchó. En la puerta se tropezó con otro personaje, ambos se cambiaron las excusas necesarias, y cada uno siguió su dirección; Rugiero para la calle, Juan Bolao para la recámara.

Éste fue recibido con los brazos abiertos por todos; Teresa, Manuel y Arturo formaron un grupo al derredor de él, y casi ya lo sofocaban.

—¡Eh! amigos muy queridos, me vais a matar, a sofocar —dijo el muchacho—, pero vale más así, la gente franca y buena; tengo nada más dos brazos y un corazón, pero es para todos, para todos sinceramente. Sentémonos, que mucho desearán saber.

—Este personaje raro y misterioso que nos sigue a todas partes —dijo el capitán—, y con el que acabáis de tropezar en la puerta, entró en el momento en que iba yo a preguntar a Teresa por su salud. He estado verdaderamente inquieto, y ya les he repetido hasta el fastidio que Teresa estaba afectada del pecho… con que luego que ella nos haya informado de este punto interesante, continuaremos aclarando lo demás.

—¿Mi salud? mi salud es como nunca, Manuel; todo el mal comenzó a desaparecer desde que pisé La Habana y hoy me hallo buena, perfectamente buena. ¿No ves mis mejillas con algún color? ¿No ves mis ojos más alegres?… ya se vé —continuó Teresa, bajando la vista con modestia—, cuando está uno rodeada de tan buenos amigos…

—Bien, muy bien, Teresa —dijo Manuel—, tú nos vuelves la energía, la dicha, la vida porque te amamos y queremos verte sana, contenta y feliz. Cuando te creía descolorida, flaca y enferma, te encuentro lozana como una rosa del campo. ¡Qué chasco! ¡Qué castigo para ciertas personas! Ahora preguntaremos a este buen amigo Bolao, cómo le fue en su expedición.

—A mí me va perfectamente siempre, y si no hubiera sido porque venía a bordo Teresita, y esto me… vaya… me podía mucho, salto al agua, y en unas cuantas brazadas yo estoy en el bote, Santa María; pero yo quería estar a su lado, y ella, la pobrecita, como loca, ya cae, ya levanta, ya se enreda con la jarcia, y yo… detrás de ella, detrás, sin despegarme, gritándole: ánimo, ánimo, niña; todavía la vida no se acaba y Dios nos ha de conceder que pisemos nuestra tierra, y veamos a nuestros amigos… Pero, ¡qué diablo!, ¿quién había de creer que el capitán y el amigo Arturo y ese diablo de inglés o de italiano, habían de estar tan cerca de nosotros en medio de esa mar tan picada y tan fea…? Pero, como decía, Teresita ya se hincaba y rogaba a Dios, ya un vaivén de la goleta la hacía poner en pie… entonces, y cuando ya vi la cosa de veras, cogí dos pipas que habían quedado sobre cubierta, y estaba amarrando con mil trabajos una tabla a ellas, cuando ¡pum! un rayo y treinta mil relámpagos; y Teresita, dominada del terror sin duda, se lanzó a la mar… En ese mismo momento ya nada vi, nada oí. Una ola espumosa pasó por mi cabeza, y yo procuré resollar y nadar, nadar, sin saber a dónde; un palo se presentó a mi mano; sin duda era la rajita de madera que Dios echa a los marineros para que se salven, lo agarré fuertemente, vi la luz de las chozas y de la isla, y entonces, ya sostenido del pecho, comencé a empujar fuertemente con los pies, y llegué… llegué, por Dios, muy a tiempo, porque las fuerzas me abandonaban, y con cinco minutos más de fatiga, me habría ido a fondo. Pero juro, que antes de perder el conocimiento, pensé en Teresita, y casi me pesaba haberme salvado, al considerar que ella había perecido, porque al fin yo la traía, y yo la embarqué en esa desgraciada goleta Flor de Mayo, que creía que era la mejor de La Habana.

Teresa, con una mirada expresiva, dio las gracias a Bolao, y éste continuó:

—Lo del naufragio debemos ya hacerlo a un lado, tanto más, cuanto que creo que ha servido para que Teresita se cure completamente; nunca la he visto con mejor color en las mejillas y en los labios, ni con más alegría en los ojos. ¡Bravo! me alegro mucho; y además cuando pasa el peligro, hay cierto placer en contarlo. Lo que el capitán querrá saber, es cómo fuimos a tener la atingencia de venir en esta maldita Flor de Mayo, que nunca se me olvidará, y que debían haberle llamado mejor «Abrojo de Diciembre…» Pero al caso; antes es preciso que nos cuenten por qué se hallaban en Tampico, y si tenían noticia de que nosotros veníamos al puerto.

Manuel, en compendio, les refirió su viaje y su llegada a Tampico, el banquete, su salida al mar; en fin, lo que se ha dicho en el curso de esta historia.

—Antes de que Bolao comience su narración —dijo Arturo—, es menester advertir que hemos cometido una grave falta.

—¿Cuál? —preguntó Teresa.

—Hace muchas horas que no vemos al excelente y buen padre Anastasio, que positivamente más que nosotros merece hace tiempo el nombre de protector y salvador de Teresa.

—Es verdad, es verdad —interrumpió Teresa—, que Mariana se encargue de buscarlo, y de hacer que venga al momento… ¡Qué olvidos tan indisculpables se cometen a veces! El padre no podrá comprenderlo —añadió suspirando la muchacha.

Manuel se disponía a buscar a Mariana, cuando ésta se presentó seguida del buen cura; todos lo saludaron amistosamente, lo abrazaron, le estrecharon la mano, y le dieron mil disculpas del momentáneo olvido.

—He aquí —dijo el cura—, una de las recompensas que valen más que todo el oro del mundo; contemplar una reunión de buenos amigos, y recibir sus disculpas y agradecimientos… ¿y por qué? La tempestad y la muerte nos amagó, y nos dispersó un momento, y hemos necesitado del sueño, del descanso y de la fuerza que Dios concede a la naturaleza, para volver de las puertas de la muerte y de la eternidad a la realidad de la vida. No os burléis de mí, si las lágrimas se vienen a mis ojos —continuó enternecido—, la escena de dos amantes que habían estado separados mucho tiempo, y que se reunían entre los abismos de la mar y los horrores de la muerte, me ha conmovido profundamente; pero Dios ha querido salvarlos, y salvarnos a todos, y confío en que nos dará la felicidad.

—Vamos, vamos, señor cura —interrumpió Bolao—, fumad este cigarrillo, y no hay que hacer recuerdos tristes; Teresita se aflige mucho, y sólo yo que la he visto, sé lo que ha sufrido.

—El cura es nuestro amigo íntimo —dijo el capitán—; él nos ha contado ya lo que motivó el viaje de Teresa, y puede en consecuencia oír lo que Juan Bolao nos quiera referir.

—¡Toma! —dijo Bolao—, y aunque no hubiera esta circunstancia, siempre lo diría. ¿Qué diablo de consideraciones tengo yo que guardarle a un viejo miserable? Al cabo que aquí, según parece, todos formamos una familia… Llegué a La Habana sabe Dios cómo, porque cuantas veces he atravesado este maldito golfo de México, he tenido mal tiempo; en pocos días terminé mis asuntos con la casa de Revuelta, y di cuenta a mi principal Fernández de todo; entregué las cartas que me dieron en México, y me disponía a regresar en el Paquete inglés, cuando recibí un recado del marqués de Casa-Blanca, y en el momento pasé a verlo. Este marqués es un curro habanero, viejo, gastador y fanfarrón, que cada año vende la zafra a los usureros, y siempre se queda lleno de libranzas y de pagarés, que prorroga para el año siguiente.

—Amigo Bolao —me dijo luego que me vio entrar—, os marcháis sin duda.

—Cabalito, señor marqués, para Veracruz, pasado mañana en el Paquete inglés.

—Para Cádiz en el Paquete correo, amigo Bolao.

—Mucho gusto me daría, porque ¡qué andaluzas, señor marqués! Vuelven loco al más cuerdo; pero no sé qué diablos tenga yo que hacer en Cádiz.

—¿Cómo? ¿Con que no sabéis nada? ¿Os hacéis de las nuevas? Vais a acompañar a una mexicanita, que vive en una quinta en El Cerro, junto al marqués de Santo-Venia.

—¡Canario! pues sin duda dirá algo una carta, que hace días tengo en la bolsa, y que no he abierto; esperad, señor marqués.

Registré mi cartera, y en efecto abrí la carta cerrada, que en el acto leí, dando un salto de gozo.

—En efecto, a Cádiz, a Cádiz, señor marqués; y ¿dónde esta la chica?

El marqués, que había estado diversas veces a visitar a Teresita, y a llevarle dinero, me acompañó en una volanta hasta la puerta, y me ordenó que para el día siguiente a las cinco de la tarde todo estuviera listo, porque se daba a la vela el Correo de Cádiz. Figuraos el gozo que yo tendría: ¡diez mil pesos por hacer un viaje a Andalucía, en compañía de una linda mexicana! Llegué, como dije, a la quinta: una negra salió a recibirme, y me introdujo en un magnífico gabinete de cristales, en cuyo centro había una fuente de mármol blanco, de donde brotaban varios surtidorcillos de agua fresca y cristalina. A poco una puerta se abrió, y se me presentó con una bujía en la mano una figura hermosa, pero silenciosa y pálida, vestida de blanco y con una larga cabellera negra, que en rizos y ondas caía por su cuello y espalda; se me figuró una sonámbula, como la de la ópera, en el momento en que se dispone a atravesar el puente, casi puedo asegurar que me dio miedo.

—Señorita —dije tímidamente levantándome.

—Caballero —me respondió Teresita—, sentaos, y decidme… si sois mexicano, si venís de Veracruz, si conocéis… Teresita no pudo proseguir, porque tenía un nudo en la garganta.

—Señorita, soy mexicano, y no sólo vengo de Veracruz, sino que marcho mañana para Cádiz en compañía de usted.

—¿Para Cádiz en mi compañía? —preguntó Teresita levantándose del asiento—. Sin duda estáis loco, caballero, o vuestras intenciones… Marta, Marta —gritó asustada, y tirando del cordón de una campanilla.

Marta vino apresurada.

—Siéntate en aquel rincón, y no te separes mientras yo no te lo mande.

—Señorita —dije yo turbado—, me hacéis un agravio creyendo que no soy un caballero… Leed.

Saqué del bolsillo una carta del marqués de Casa-Blanca, en que me autorizaba para el desempeño de mi comisión, en cumplimiento de las instrucciones de don Pedro; Teresita se acercó a la luz, leyó y me devolvió los papeles, diciéndome tristemente:

—Es verdad, es verdad, vos sois mandado, y tenéis ciertamente la comisión de llevarme a Cádiz, pero no lo haréis, porque eso sería contribuir a una infamia, a una maldad. Marta, retírate, y déjanos solos.

La negra se retiró. Luego que estuvimos solos, Teresita me contó sus relaciones con el capitán, su viaje, las persecuciones y maldades de su tutor, en fin, todo lo que me importaba saber. Así que escuché su narración, que nada faltó para que me hiciera llorar, le respondí para disimular un poco:

—Señorita, me vais a dar licencia de fumar un puro, porque yo soy hombre que nada sé hacer sin fumar.

Teresita temblando, sin duda por la incertidumbre de mi respuesta, me acercó la bujía.

—Escuchad, señorita: yo no soy hombre de camándulas, ni de rodeos, ni menos instrumento de picardías: vivo de mi trabajo, soy honrado, y tengo lo bastante para vestir, comer bien y fumar… Diez mil pesos no me hacen falta… y además, el día que vea a mi principal Fernández, yo le diré que soy dependiente, pero que… ¡Bah! señorita, seguramente diría una mala palabra.

—Pero bien, ¿cuál es vuestra resolución?

—¡Toma! ¿Y me lo preguntáis? Ayudaros, ayudaros en todo; yo no os llevaré a Cádiz, sino a México, a donde queráis… El capitán y yo hemos caminado juntos, hemos combatido contra los ladrones… ¡Eh! ¿Qué más se necesita?

—Gracias, mil gracias —me contestó casi llorando Teresita, y estrechándome la mano.

Yo estaba cortado, tenía la boca seca, y no sabía qué discurrir, al fin, fumé, fumé mí puro, conseguimos calmarnos, y convenimos en un plan. Me despedí de Teresita, prometiendo que pronto la volvería a ver, y para tener más aplomo y madurar bien el proyecto, me fui a la casa de unos amigos, en donde pasé en francachela y en baile el resto de la noche, en una elegante casa de la calle del Teniente del Rey. Al día siguiente me fui a ver al marqués de Casa-Blanca.

—Señor marqués, todo está arreglado, y mis negocios concluidos; con que escribid vuestras cartas, y dadme órdenes, porque me marcho.

—¡Es posible! ¿Conque la mexicanita no ha opuesto resistencia alguna?

—¡Ca!… ¡qué resistencia! si es un cordero; y además, creo que no le disgusta el dar un paseo por España. Está disponiendo su equipaje y no resta más sino que me acompañéis a bordo del Correo de Cádiz, para que tomemos el pasaje y para que nos recomendéis al capitán.

—Al momento —dijo el marqués—, y tomó su sombrero.

Fuimos a bordo, escogimos los mejores camarotes y pagamos el pasaje. Para que la cosa pareciese más formal, desde luego dejé cuatro baúles, que por cierto eran multitud de encargos, que yo debía remitir a un primo mío que vive en Sanlúcar de Barrameda.

—Ahora —me dijo el marqués—, podéis disponer del dinero que gustéis; con este papelito para la casa de Spolding, se os abrirá una cuenta corriente.

—Nada, señor marqués, nada necesito; yo tengo aquí mis cuentas con el amigo Envil, que es de mi tierra, y me conoce, y ya cuando lleguemos a España, escribiré lo que se ofrezca.

El marqués quedó muy contento y satisfecho, y me dijo:

—Gracias a Dios, que he podido corresponder a los servicios que me prestó en San Luis este buen amigo don Pedro, y a fe de caballero y de leal español, confieso que he hecho un gran sacrificio. Esta mexicana con sus grandes ojos negros y sus dientes de marfil, me iba trastornando la cabeza. Soy ya viejo y solterón, y sin embargo… qué sé yo… haría la calaverada de casarme con ella… Conque… cuidado con hacer una tontería en la navegación… tan luego como lleguéis a Cádiz, entregaréis esta carta a la casa de Villa Hermanos, y ellos dispondrán donde debe residir esta niña, entre tanto que don Pedro me comunica sus órdenes. ¡Qué placer tendría yo en ver por acá a ese honrado viejo!

—Seguramente le escribiréis todo lo que ha pasado, ¿no es verdad?

—Por supuesto.

—Me haréis favor de decirle, que ni un medio he pedido por su cuenta, y que los gastos todos han sido de mis propios fondos.

—Ningún inconveniente tengo: es muy justo.

—Si podéis, dadme la carta y yo mismo la pondré en el paquete inglés.

—Convenido; esta tarde os daré todas las cartas por duplicado, y en la noche pasaré a presentar mis respetos a la hermosa Teresa.

Despedíme del marqués, tomé una volanta, y diez minutos después estaba en casa de Teresita.

—Todo va bien, pero por Dios nada digáis, aunque estéis a bordo del Correo de Cádiz. El marqués vendrá a despedirse esta noche, y es menester que no sospeche nada: habladle como si estuviéseis muy contenta con el viaje a España.

—Pero…

—Nada, Teresita, tened confianza en mí.

Yo observé que dudaba, pero que al fin sola y sin apoyo alguno, tenía que descansar en mi buena fe.

—Conque no hay que temer nada, y hasta mañana a las nueve que nos embarcaremos; tenedlo todo dispuesto.

Me dirigí al muelle de San Francisco, tomé un bote, y recorrí toda la bahía, buscando un buque que se diese a la vela para las costas de México: mi intención era desembarcar en Tampico, en Tabasco, en Campeche, en cualquier parte, y si esto no se lograba, marchar en efecto a Cádiz, y de Cádiz pasar a Inglaterra, y de allí a los Estados Unidos y a la República, pero yo quería a toda costa evitar una larga navegación, que temía yo fuese funesta a la salud de Teresita, que tosía de una manera que no me gustaba. Por fortuna, la goleta Flor de Mayo estaba lista para darse a la vela con dirección a Tampico, y quiso también la casualidad que, el capitán fuese un guapo muchacho de la isla del Carmen, que era amigo mío. Tomé, pues, pasaje, para dos personas, y le prometí pagar doble, si salía media hora antes que el Correo de Cádiz. Concluido esto, corrí a sacar mis pasaportes, y mediante algunos escudos y la amistad que llevo con algunos de los muchachos de la secretaría del capitán general, arreglé las cosas de manera que a última hora no pudiese haber trastorno alguno. Una vez que concluí toda esta fatiga, las pocas horas que me quedaron, las gasté en dar la última mano a mis negocios, y en despedirme de mis amigos, diciéndoles por supuesto que me marchaba para Cádiz.

Al día siguiente, antes de las ocho, Teresita me esperaba ya impaciente debajo de una palmera del jardín; la pobre negra Marta nos siguió a alguna distancia, pero en breve la perdimos de vista, y tomamos la dirección de la bahía, allí, un bote que estaba prevenido, nos llevó a bordo de la Flor de Mayo. Apenas entramos cuando la goleta se dio a la vela, con viento de bolina y en pocos minutos estuvimos fuera del Morro, dejando sin duda con un palmo de narices al marqués, que había prometido a Teresita esperarla en el muelle de San Francisco y acompañarnos a bordo. Lo demás ya lo sabéis y creo que por mi parte he cumplido, si no con don Pedro, al menos con mis amigos.

—Lo que ha referido Bolao es enteramente exacto —dijo Teresa—, y jamás, jamás, podremos Manuel y yo tener bastante gratitud para pagarle estos servicios, tan raros en el mundo; y dispensadme que en todo lo que me pasa, asocie el nombre de Manuel, pues en la situación en que me encuentro, sin culpa mía, no cuento ni debo contar con más apoyo legítimo que el suyo. Tantos viajes, ya con una persona, ya con otra, no pueden menos de formar un tejido de aventuras muy desfavorables para la reputación de una mujer, que no tiene ni un padre que la haga respetar, ni una madre que vele por ella. Si contáramos la verdadera historia de nuestras desgracias, nadie le daría crédito, y se sospecharía que fraguábamos una novela para disimular faltas y hasta crímenes. Don Pedro sería creído de todos los que lo tienen por un hombre de bien, y yo sería vista con desprecio por una sociedad que no conozco, pero creo bien injusta con las pobres y desgraciadas mujeres.

—Bolao —dijo el capitán—, con quien efectivamente tenemos una deuda de gratitud, que nunca podremos pagar, completará su obra.

—¡Cómo si la completaré —interrumpió Bolao—, si de mí depende!

—Pues bien, deseo que vayas a México; y cuando te tuteo, es prueba de que exijo un servicio de amigo, porque de hoy en adelante los que estamos aquí comeremos el mismo pan, y cuando uno de nosotros tenga dinero, las bolsas de los demás no estarán vacías.

—Venga un abrazo, Manuel, y con esto me doy por pagado; vale más la amistad de un guapo muchacho y una lágrima de una linda mexicana, que el dinero de un perro viejo miserable.

—Supongo —dijo Teresa—, que yo no quedo excluida de un pacto tan tierno: sola como soy en el mundo, doy a Dios gracias de poder formarme una familia con las personas que me han acompañado en la desgracia.

—¿Quedar excluida, Teresita —dijo Arturo—, si sois la reina ¡qué digo! mucho mejor que esto, la madre de todos nosotros? Con el alma y la vida juraremos no descansar hasta que vos y Manuel seáis felices; pero dejémosle que acabe de dar sus instrucciones.

—Conque tú marcharás al momento a México —continuó Manuel—, y con el mayor secreto harás todas las diligencias e informaciones para mi matrimonio: mis papeles y el dinero que necesites te los entregarán en la calle de don Juan Manuel, en el almacén de L… Llevarás un poder amplio de Teresa, que sustituirás en un abogado de talento y de crédito, para que inmediatamente quite el manejo de los bienes a don Pedro, y le tome cuentas: hecho esto, gastando cuanto dinero sea necesario, y matando caballos, regresarás violentamente a la hacienda de la Florida, donde te esperaremos.

—Por tierra sería muy largo el camino —contestó Bolao—. Justamente despacha esta tarde la casa de Zorrilla una goleta para Veracruz, a donde en algunas horas llegaré, si sopla un poco de Norte: allí tomo la diligencia, y antes de cinco días estoy en la capital. Conque a escribir, y no se pierda tiempo.

—¿Embarcarse otra vez? —dijo Teresa alarmada—, ¿y por mí? no lo permitiré.

—¡Bah! ¿Y qué riesgo hay ahora? El huracán no volverá sino hasta el año siguiente; y por otra parte, nadie muere la víspera. No hay que hablar más… hasta la vista, y que se me envíen las cartas a la casa de Zorrilla, que por lo demás, yo sé lo que he de hacer.

Bolao salió sin dar ni siquiera la mano a ninguno de los de la reunión: Manuel se puso a escribir, y Arturo fue después a llevar a Bolao las cartas y las últimas instrucciones.

—Falta ahora que el padre Anastasio sea con nosotros tan bondadoso como Bolao: él nos acompañará, y nos dará la bendición.

—No es otro mi deseo —dijo el padre—: Tan luego como os deje casados y ya establecidos tranquilamente, tomaré mi resolución, que hasta ahora es la de marchar a la Tierra Santa, y dedicar el resto de mis días al servicio del Santo Sepulcro.

Manuel y Teresa trataron de disuadirlo; pero concluyeron con dejar esta cuestión para más adelante, y llamaron a Mariana para que se encargase de acomodar la ropa en los baúles, y de hacer las demás disposiciones necesarias para el viaje.

—Nada haré sin contar con ustedes, y ya veremos si me admiten de capellán en la hacienda, que supongo que tiene una iglesia mejor y más grande que la de mi curato de Jaumabe, pero dejando, como ustedes dicen, esta cuestión para más adelante, necesito antes de que cada uno se ocupe de los preparativos del viaje, presentarles a un amigo que tuvo una parte muy importante en librar a Teresa del furor de las olas.

Todos se miraron asombrados.

—No debe estar lejos, y si ustedes consienten, lo haré entrar.

—¿Cómo no? y al momento —contestaron a una voz.

El padre salió a la puerta y gritó: ¡Jazmín! añadiendo un pequeño silbido.

Un hermoso perro se precipitó en la sala, recorriéndola por todas partes meneando su abundante cola, oliendo a todos y mirándolos con sus inteligentes ojos, como si fuesen antiguos conocidos.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó Teresa, tomando entre sus manos la hermosa cabeza de Jazmín—, y cómo somos malas e ingratas las gentes con los pobres animales; sí, sí, cabal, van volviendo todas las escenas terribles a mi cabeza, pero con orden, con método, sí, sí… yo no sé, no sé lo que haría ese señor Rugiero, pero si no ha sido por ti me habría ahogado; sí, te apoderaste de mis trenzas y me sostenías la cabeza fuera del agua… pobrecito… y te habíamos olvidado…

Jazmín que todo lo entendía, meneaba más la cola, y lamía las manos de Teresa y la miraba con sus ojos cristalinos e inteligentes, y Teresa que sabía que el perro la comprendía, le estrechaba su cabeza con sus manos, y acariciaba sus orejas sedosas.

—Jazmín, bravo Jazmín, serás mío, el padre me hará un regalo… que no olvidaré…

Jazmín, Jazmín y todos a ocuparse del Jazmín, y el perro loco de gusto, que no sabía qué hacer, ni cómo querer más a Teresa y a sus amigos.

—Vamos —dijo el padre Anastasio—, es necesario concluir… no es posible, no, no es debido tanto cariño con un animal, y yo me lo llevo —y el padre llamó al Jazmín, y el perro obediente lo siguió, pero en la puerta se detuvieron.

—Increíble parece —dijo contemplando al Jazmín—, que seres que no tienen alma racional, sean tan inteligentes y no les falta más que hablar… ¡Picarón! —continuó saliendo a la calle y acariciando al Jazmín—, muy contento estás de las caricias que has recibido de una buena moza, pero todo lo mereces y no eres como tu hermano el Ratón, que, verdaderamente cobarde como el animal de que lleva el nombre, se quedó temblando en la lancha…

Y el Jazmín, que como pensaba el padre, todo lo entendía, se deshacía en brincos y caricias, hasta el grado que por poco hace caer en la acera al buen eclesiástico si éste no lo hubiese puesto en quietud con una reprimenda.

En la casa quedaron, como debe suponerse, hablando del Jazmín hasta que, tratándose de esquivar Mariana, para no aparecer pesada e igualada, el capitán la detuvo.

—No hay que marcharse de aquí, Mariana, antes bien es preciso que como me prometiste me cuentes tu historia, pues todavía no puedo comprender por qué conjunto de circunstancias te encuentras en Tampico.

—¿Mi historia? Mi historia es casi nada, los pobres no tenemos más que desgracias que no divierten, y que al contrario, quién sabe si… pero yo contaré al señor capitán lo que me ha pasado sin callar nada, pero me dará licencia ahora de que vaya a preparar las muchas cosas necesarias para el viaje.

Mariana salió a sus quehaceres, y Arturo, Manuel y Teresa, olvidaron lo pasado y como si nada amargo les hubiese acontecido, quedaron en sabrosa plática hasta horas avanzadas de la noche, sin que en esta vez fuesen interrumpidos por el terrible y misterioso Rugiero.

Al día siguiente nuestro conocido el intrépido y cumplido inglés, se presentó rasurado, con la cara lisa y lustrosa como un plato de china y en traje de camino.

—Dentro de un momento salgo para México, y vengo a presentar mis respetos a Miss Teresita y a estrechar la mano de estos bravos mexicanos. Me propongo seguir a Mister Rugier hasta el fin del mundo. Este hombre ha excitado mi orgullo británico y he de saber quién es o perderé el nombre que tengo.

Rieron de buena gana de la excentricidad del inglés, le desearon feliz viaje, y concertaron la manera de volverse a ver. Arreglados por Mariana los infinitos pormenores del viaje y acompañados hasta la primera jornada por el coronel Valentín y por muchas personas del comercio y de la buena sociedad de Tampico, tomaron nuestros amigos el rumbo de San Luis. En la tarde al oscurecer y próximos a rendir la jornada creyeron reconocer a Rugiero, seguido de un postillón, y al inglés, que, acompañado de dos criados corría detrás de él a cierta distancia.

VII. La Hacienda de «La Florida»

En México, como decía Fenelón de la isla de Calipso, reina una eterna primavera: con excepción de las tremendas tempestades que marcan los Equinoccios, y de algunos días en que los vientos de la Groenlandia, atravesando el Océano y las tierras del Norte, empujan las nubes hasta los altos picos de nuestras cordilleras, la estación del invierno es una de las más hermosas. El cielo aparece diariamente limpio, de un azul puro y transparente, en cuyo fondo se dibujan las caprichosas formas de las montañas, y los pinos y encinas de que está poblada la cresta de las sierras. El panorama se extiende profundo e indefinido, y la vista no se separa de una línea de colinas, con sus sembrados de trigo de un verde esmeralda, sino es para penetrar en otra escena más lejana y más bella, donde se distinguen la blanca torrecilla de una iglesia, la chimenea de alguna fábrica, lanzando en la limpia atmósfera una delgada columna de humo, y la montaña más alta y elevada, en cuyos declives se ostenta una vegetación, que parece que nació para no morir ni marchitarse jamás. En uno de estos días llenos de luz y de vida, en que con los átomos de oro que llenan la atmósfera, parece que circula la alegría y el placer, caminaba con dirección a San Luis Potosí una numerosa caravana, que no era otra que la de nuestros amigos, que, habiendo continuado su camino evitando el paso difícil de la sierra, se acercaban a las posesiones de Teresa. Desde la altura de una de las lomas que forman los gigantescos escalones de nuestra Sierra-Madre pudieron divisar las cúpulas y las torres de las iglesias de la ciudad, tendida en una llanura, y que ha unido sus construcciones y sus calles nuevas españolas, con las casas y las construcciones antiguas de los pueblos aztecas.

Teresa y Manuel, a pesar de todo lo que habían hablado, tenían mucho que decirse; pero nada se habían dicho, porque era tan íntimo, tan tierno, tan sagrado, que temían entrar, en medio de un camino y llenos de fatiga, en explicaciones amorosas, que exigían el reposo y la tranquilidad: semejantes a los niños que compran un primoroso juguete, y que lo ocultan y guardan con esmero hasta que llegan a su casa, y entonces lo descubren, lo ensalzan y se vuelven locos con él, así Teresa y el capitán no querían ni aun probar esa copa de felicidad, que esperaban apurar, una vez que hubiesen llegado al término de su viaje y realizado el plan que se habían propuesto seguir. Teresa, sin embargo, más impaciente que Manuel, porque siempre hay más amor en el corazón de las mujeres, luego que acabaron de bajar la loma, adelantó a galope su caballo, y Manuel la siguió. A los diez minutos habían entrado en un bosque espacioso de acacias, que pertenecía ya a las tierras de la hacienda de «La Florida», que era una de las propiedades de Teresa. La tarde estaba espléndida, un viento, más bien dicho, un céfiro amoroso, fresco y suave jugueteaba entre las copas de los árboles; los toros, relucientes y hermosos, se iban reuniendo para dirigirse al abrevadero; millares de tordos y de urracas, con su plumaje negro y bronceado, volaban, formando en el aire figuras fantásticas y caprichosas, que variaban en cada giro, hasta que la parvada entera caía y reposaba sobre una copa, para volar de allí a otra o al lomo del ganado, que feroz con el hombre que lo provoca, parecía que se dejaba conducir por el amoroso parlar de aquellas avecillas. Las acacias, con sus copas formando canastillas y quitasoles, estaban todavía cubiertas de esa menuda y verde hojilla que cubre sus espinas, y que da un aspecto tan singular a la vegetación que caracteriza el extenso valle de San Luis Potosí. Teresa contuvo su caballo, y dio un suspiro profundo, como si la vista de ese verde y espacioso bosque, que era ya de su casa, le hubiera aliviado de un gran dolor, que aquejaba su corazón.

—Tú, Manuel, como has andado errante la mayor parte de tu vida —le dijo Teresa conteniendo su caballo y deteniéndose debajo de una acacia—, no sabes el placer infinito que se experimenta al volver a la patria: esas montañas, esas tierras, esos caminos son, en verdad, de México; pero mi patria, mi verdadera patria, son estos bosques frondosos y siempre verdes y risueños. Déjame reposar un poco, mirar estos árboles ya de mi casa, este ganado tan lozano, respirar este aire del campo, tan lleno de vida y de aromas, y olvidar esas tormentas terribles y los vientos estrepitosos y salinos de la costa.

Teresa componía sus cabellos negros, que apartaba de su frente el viento ligero que corría; volvía su caballo en todas direcciones; veía por todas partes la serie interminable de árboles, y parecía que sus pulmones respiraban con placer una de las primeras medicinas para los corazones dolientes y desgraciados, que es el aire de la patria.

—Siento que el corazón se me dilata —continuó Teresa, dejando ir poco a poco su caballo—, que la sangre circula más libremente en mis venas, y que mis miembros, fatigados con el cansancio del camino, toman nueva fuerza y vigor. ¡Oh, bendito seas, Dios mío! que después de tantos peligros me dejas ver todavía estos bosques, al lado del que he amado hace tantos años.

Manuel acercó su caballo, tomó una mano de Teresa, e iba con una efusión sincera a contestar su ingenua confesión; pero ésta, qué conoció su intención, le puso amorosamente la mano en la boca.

—Calla, Manuel —le dijo—, calla; ya sé lo que me vas a decir… es menester que eso sea después… más tarde. Tanto placer, tantas emociones, juntas, me podrían matar, me podrían enfermar al menos, y quiero tener el contento, la salud, los recuerdos de mi niñez; todo esto junto me hará tan feliz, cuanto puede serlo una mujer en la tierra.

Manuel miró amorosamente a su compañera, guardó ese elocuente silencio, que significaba que todo lo había comprendido, y que debía dejar que Teresa fuese sola, y por los movimientos espontáneos de su alma, evaporando, por decirlo así, esa dicha, esa felicidad, que después de tantas desgracias llenaba su existencia. El alma de la mujer es como la flor de los campos, es menester no violentarla: poco a poco el botón cerrado va desarrollando sus hojas delicadas, hasta que aparece abierto, presentando su nacarada corola al calor del sol, al amor de los vientos matinales y a la frescura del rocío.

—Mira, Manuel —continuó Teresa—, aquí yo debo ser tu guía; voy reconociendo ya perfectamente los lugares donde antes que pensara yo en el amor y fuese víctima de la maldad y de la ambición, corrieron mis días alegres de niña. El recuerdo de La Habana quiero borrarlo de mi memoria, y que esté sólo presente el de San Luis; mira, por esta vereda, que nos conducirá a la cerca del corral de la hacienda, todas las tardes salía yo a caballo en un potro manso como una oveja e inteligente como un ser racional. El pobre animal me conocía mucho. Detrás de él iba siempre una ternerita pinta, que yo había criado y domesticado, y que me seguía a todas partes; detrás de la ternera iban el Medoro, el Gazul, y el Coyote… qué sé yo, una multitud de perros que me idolatraban; y todo este cortejo de animales formaban mi felicidad, y yo creía que esto y nada más que esto era lo necesario para ser dichosa en el mundo. Y eran, en verdad, mis pocos años los que me hacían feliz. ¿Se concibe entonces la maldad y el mal corazón de los hombres? ¿Se cree que el amor ha de ser el martirio de nuestra vida?… Pero ya hemos divisado la hacienda: mira, mira, esa es la torre encarnada de la capilla; unos cuantos pasos más y veremos la casa.

En efecto, a poco descubrieron un magnífico edificio que, como era costumbre en las haciendas antiguas de tierra adentro, formaba una especie de palacio o castillo feudal, al derredor del cual se agrupaban las casas y chozas pobres y mezquinas, que servían a la gente del tajo, y las habitaciones, algunas veces pintorescas, de los arrendatarios o dependientes de la finca.

—¡Oh! por fin, Dios me ha hecho el favor de que llegue a la casa de mi madre, de mi madre, que se moriría de placer de verme llegar… tan desgraciada, o tan feliz. Mira, esa es la casa, o mejor dicho, tu casa, Manuel, porque todo es tuyo, absolutamente tuyo: una mujer como yo vive bien poco, y bien poco necesita para vivir…

Teresa detuvo su caballo, y sus ojos se cubrieron con un velo de lágrimas: Manuel tenía un nudo en la garganta. Entre tanto se iban acercando lentamente y en silencio los demás viajeros con las cargas y mozos.

Pronto se extendió el rumor en la hacienda, y salieron algunos rancheros, y sobre todo una jauría de perros que en las haciendas son indispensables para la seguridad de las gentes y del ganado. Entre los perros estaban todavía el viejo Medoro, el fiel Gazul, el intrépido Coyote; pero Medoro estaba tuerto, sin dientes, casi sin tener fuerzas para ladrar; el Gazul, cojo, se arrastraba con trabajo, y el Coyote, que era bravo como un león, no pudo ni juntarse con los demás para recibir a su ama, que los quería tanto.

—¿Ves, Manuel? mis pobres animales no pueden ni aun darme la bienvenida, ni estas gentes parecen conocerme. ¡Qué tristes son la vejez y el olvido! Mira, hijo mío —continuó Teresa, dirigiéndose al ranchero que tenía más cerca—, di al administrador que el ama, que la dueña de la hacienda, ha llegado: que salga a recibirnos y que mande preparar lo necesario: venimos de un camino largo, y muy cansados.

El ranchero meneó la cabeza con un aire de duda, y con mucho trabajo se decidió a ir a dar el recado.

A pocos momentos, y ya al entrar en el patio de la hacienda, se presentó un hombre de rostro trigueño, ojos pequeños y escondidos en el cerebro, y con barba negra y espesa, vestido de gamuza color de yesca, y con un ancho sombrero lleno de adornos de plata.

—¿Usted es don Jacinto, el administrador de esta hacienda? —le preguntó Teresa acercándose.

El hombre, sin quitarse el sombrero, hizo una seña afirmativa con la cabeza.

—Pues yo soy, ¿lo oye usted? Teresa B… la dueña, la absoluta dueña de esta hacienda: haga usted que abran la casa y que vengan los mozos a ayudar a descargar y conducir el equipaje.

El administrador de mala gana se quitó el sombrero, y jugando con los adornos de él y bajando la vista, respondió entre dientes con mal humor:

—Bien, la casa ahí está; la gente salió al campo… pero el amo don Pedro no me ha dicho nada… y yo, así como así, no puedo…

—¡Bribón! —exclamó Manuel acometiéndole con el caballo—, ¿con que echas a tu ama de su casa? ¿Con que eres tan insolente que no te pones al estribo, para que baje del caballo tu ama, tu ama y señora? ¿Lo entiendes?

El ranchero levantó la cabeza, y sin retirarse ni un paso, miró con insolencia al capitán.

—¡A ti y al ladrón que llamas tu amo, don Pedro, les he de volar la tapa de los sesos, canalla! —gritó Manuel echando mano a una de sus pistolas.

El ranchero entonces retrocedió asustado; Teresa se puso pálida y miró con aire suplicante a Manuel. Éste, con la docilidad de un niño, guardó la pistola, sosegó al caballo, que quería arrojarse contra el administrador, y quedó quieto retorciéndose el bigote.

—Mira —dijo Teresa con dulzura al administrador—, sé racional y no hagas lo que puede perjudicarte: si yo no fuera la verdadera ama, no me expondría a decirlo; don Pedro es mi tutor, mi dependiente, y nada más… Pero ¿cómo es posible que esto pase así? Aquí debe haber sirvientes que me han criado, a no ser que todo, todo lo haya mudado y aniquilado ese hombre. ¿Dónde está Pablo el caporal, Joaquín, Vicente, Antonio, el que me crio la ternerita; la comadre Joaquina; los muchachos de Pantaleón el montero? ¡Dios mío, no soy tan vieja ni ha pasado tanto tiempo!

El administrador, dominado a la vez por el miedo al capitán y por el tono de autoridad con que hablaba Teresa, se acercó al caballo, dobló una rodilla, y la presentó a su ama para que bajase; Manuel le dio la mano, y Teresa de un brinco se puso en el suelo.

Entre tanto, ya por la hora como por el ruido que se había ocasionado por la disputa, fueron llegando los vaqueros y dependientes, informados algunos de ellos de que el ama había llegado a la finca. El primero que se presentó el viejo Pablo. Apenas se acercó, cuando reconoció inmediatamente a Teresa.

—¡Bendito sea Dios, que nos ha traído a nuestra niña! —dijo quitándose el sombrero y besando la mano de Teresa.

Pablo, lleno de alegría y ligero como si tuviera veinte años, corrió por la ranchería, gritando:

—¡El ama, el ama; la niña ha llegado a la hacienda!

En un momento vino la familia de Joaquín, el lechero, la comadre Joaquina, Pantaleón y sus hijos; en una palabra, toda la ranchería, los arrendatarios, los peones y los muchachos rodearon a Teresa, y todos a porfía le besaban la mano y le decían a su modo mil requiebros.

¡Válganos! ¡Y qué linda está el ama!

¡Alabao sea Dios! —¡y qué criatura, parece como la Virgen! y luego, si es como cuando estaba aquí con la ama grande, que Dios tenga en la gloria, vamos a tener como quien dice, una pascua.

En un momento subieron a la torre, repicaron a vuelo las campanas de la capilla, reunieron a los músicos, encendieron hachones de brea y formaron una procesión numerosa, alzando en peso a Teresa, cubriéndole de besos las manos, y la pasearon por el cuadrado que formaba el ancho patio, tirando cohetes y gritando:

—¡Viva la ama! ¡Viva la niña Teresita!

Todo esto no era más que la recompensa de lo que la madre y Teresa habían hecho con aquella pobre gente: vestía a los niños, salía responsable de las deudas, mandaba semanariamente matar una ternera y distribuirla a la gente; visitaba las casitas de los pobres y los curaba cuando estaban enfermos; su madre no sólo consentía, sino que esta caridad y amor de Teresa eran su vanidad y su orgullo. Así, los sirvientes estaban acostumbrados a considerarla como un ángel, y la adoraban: todos se habrían dejado matar antes que tocar un cabello de su ama. El administrador, que era un hombre de la absoluta devoción de don Pedro y a quien éste tenía advertido que no había más amo ni más señor que él, condescendió de mala gana; pero lo que en un lenguaje político se llamaría el pueblo, se puso de parte de Teresa, y aquél tuvo que sucumbir y de pronto manifestar la mayor deferencia y alegría. Sin embargo, no se conformaba con este contratiempo, que acababa por su base con la autoridad tiránica que hacía tiempo ejercía sin contradicción, no solamente en la hacienda de «La Florida», sino en las otras que le eran subordinadas y anexas; así es que, estúpido como era, comenzó a meditar el medio más seguro para descartarse de su ama y de todos los huéspedes que traía en su compañía. Teresa, que nada advirtió ni podía sospechar de un sirviente, se contentó de pronto con echarle una severa reprimenda, y volvió a recobrar la viva alegría que le causaba verse en su casa, rodeada de sus antiguos criados y próxima a unirse para siempre con el hombre que amaba.

Como había todavía alguna luz, mientras que los criados descargaban el equipaje y Arturo examinaba a las guapas muchachas, que no faltaban en la ranchería, Teresa tomó la mano de Manuel, y con una sonrisa ingenua le dijo:

—Ven, ven; es necesario que te acabe yo de dar posesión de tus bienes.

Entraron a una sala espaciosa, enteramente a estilo del siglo pasado: grandes sillones forrados de damasco de China encarnado; toscos canapés figurando los brazos y pies, cabezas y garras de leones; una lámpara de plata colgada del centro de una techumbre de vigas de cedro, y grandes pantallas de espejo venecianas adornaban las paredes, que tenían pintadas al fresco paisajes y labores caprichosas de quimeras, ninfas y sirenas. Encima de cada puerta había un retrato de cuerpo entero, ya de un venerable viejo, con su gran casaca de tisú, ya de una hermosa matrona peinada de polvo, salpicado su blanco rostro de lunares y con un ancho traje de brocado de oro.

—Son mis abuelos y mis bisabuelos —dijo Teresa—, mi padre tenía grande amor y veneración a estos retratos: todos somos nobles y originarios de la provincia de Guipúzcoa; así me lo contaba mi madre muchas veces. Encargó que por ningún motivo se tocasen ni variasen los muebles de la casa: así es que, según creo, los más modernos tendrán cien años: conque, cumpliendo con la voluntad de los difuntos, es menester transmitirte a ti estas órdenes, ya que eres el nuevo dueño de todo esto.

—Y bien, ¿cuál es de entre estos el retrato de tu padre? y el de…

—La familia ha conservado hasta ahora su historia y su tradición: entremos a la recámara.

Entraron a una pieza espaciosa con dos grandes ventanas, qué daban a un jardín, plantado de naranjos: un lecho matrimonial de maderas preciosas con molduras y labores doradas, y cubierto con una colgadura de seda carmesí, estaba en medio: al lado del lecho se hallaba una cuna de caoba incrustada de concha: las sillas y las cómodas eran del más exquisito trabajo, y parecían, según su forma y antigüedad, del siglo XVII. A los lados de la cama había dos retratos; el del padre de Teresa, que representaba un capitán de infantería española, era, aunque bien parecido, de un rostro severo y desagradable: el de la madre, por el contrario, el de una amable matrona, de grandes ojos negros, llenos de melancólica dulzura: frente ancha y despejada, de donde partían enlazadas con perlas y rubíes, dos bandas de cabello negras y lustrosas; una sonrisa dulce e ingenua, que mantenía entreabiertos dos labios pequeños y un poco gruesos, la mirada de sus ojos negros que se dirigía al que la contemplaba y un hoyuelo en la barba, completaban el atractivo y la simpatía que inspiraba esa imagen de una persona muerta ya, y sepultada en el polvo del olvido.

Quien sabe si Teresa, adivinando lo que desde la tumba podría decirle su madre, se anticipó al pensamiento triste que parecía animar a la pintura.

—No, madre mía, no, nada temas de tu hija: todos podrán olvidarte; pero yo… yo… Si fuera feliz, tal vez, porque la felicidad nos hace insensibles y egoístas; pero siendo tan desgraciada como he sido, sólo tu memoria me ha podido dar fuerzas y valor. Mírala, Manuel, parece que nos oye, que no separa su vista de nosotros, que sus facciones se animan, y que cuanto hacemos, lo aprueba con esa sonrisa, que vagó en sus labios hasta el momento de morir.

Aquellos muebles antiguos, aquellas pesadas colgaduras llenas de polvo, que caían sobre un lecho frío; aquella estancia silenciosa y solitaria, que iban invadiendo las sombras Que siguen a las últimas horas de la tarde, predisponían el ánimo a una de aquellas fantasías en que de improviso se desarrolla y pasa delante de los ojos el pasado, el presente y el porvenir; pero todo rápido, confuso, como quien ve en un panorama ciudades, campos, ejércitos y pirámides, sin acertar a definir qué es lo que tiene delante. Una especie de pavor desconocido se apoderó de Manuel, y se acercó instintivamente a Teresa: ésta buscó la mano de su amante, y la estrechó. La oscuridad había aumentado, y pálidos, moribundos y casi desvanecidos los últimos rayos de la luz iluminaban de una manera extraña y fantástica el retrato de la hermosa matrona, que era la absoluta semejanza de su hija.

—Manuel —dijo Teresa conmovida—, aquí está la cuna donde dormí los primeros días de mi vida; allí el sillón donde mi madre me arrullaba en sus brazos; enfrente, las ventanas desde donde niña vi el hermoso cielo, y esos naranjos y esas flores, que van cayendo y marchitándose por falta de una mano que las cuide; y después, sola en el mundo, sin mi madre, que me amaba, sin ti, que estabas ausente… he sufrido mucho.

—¡Teresa! ¡Teresa! —dijo el capitán, pasando su brazo por el cuello de la muchacha—, jamás he podido olvidarte…

—Toda mi vida, toda mi historia, está en este pequeño espacio de tierra: mi cuna, mis alegrías de niña, la memoria de mi madre, que me ve, y tú que me amas, ¿no es verdad?…

—¡Más que a mi vida! —le dijo, estrechándola contra su corazón.

—Temía yo este momento —dijo Teresa con voz muy suave… mejor dicho, lo deseaba… pero también con el placer se sufre mucho.

Teresa tomó la mano de Manuel, y la puso sobre su corazón; acercó a su rostro sus mejillas aterciopeladas y suaves, pero ardientes como si la fiebre la estuviese consumiendo: Manuel inclinó la cabeza, y apoyó sus labios en los labios de rosa de la joven.

—¡Oh! —dijo Teresa después de un momento exhalando un prolongado suspiro—, mi madre nos ve, Manuel; mi madre no me perdonaría.

—Tu madre, Teresa, no podrá enojarse de que seas feliz. ¿Quién nos asegura que tendremos otro momento de dicha? ¡La suerte nos ha separado tantas veces! ¿Te acuerdas del día en que te estreché en mis brazos en casa de Mariana? ¡Oh! nada temas, Teresa: en tu casa, delante de los retratos de tus padres, te juro, que lo que me quede de vida, lo consagraré a ti, nada más que a ti.

Manuel buscaba de nuevo los labios de Teresa; pero alzando la vista al retrato, le pareció que la sonrisa había desaparecido de aquellos labios frescos, y que de los ojos negros y melancólicos de la madre se desprendían dos lágrimas: por un movimiento involuntario, también se separó de Teresa, y le dijo:

—Dices bien, Teresa; tu madre nos mira.

En aquel momento parecióle al capitán que el retrato se animaba, que se desprendía del cuadro, y que como una sombra leve, vaporosa y blanca, caminaba hacia ellos, y que abrazando tiernamente a la hija, se desprendían de sus ojos dos hilos de lágrimas, y después, inclinando también su rostro, apoyaba en la boca de Teresa sus labios descoloridos y fríos.

—¡Oh! ¡Manuel! me haces mucho mal, mucho mal —dijo Teresa—: Tus labios están fríos, y tu mano tiembla.

—Vamos, Teresa, vámonos de esta estancia, consagrada por recuerdos del amor de una madre: ella quizá, ve mi corazón, que tiene por ti un amor profundo y santo: ella vela por su hija, y la defiende seguramente desde la tumba.

VIII. Las bodas del rico Camacho

Al tocar las campanas de la capilla la plegaría de las ocho, nuestros personajes fueron reuniéndose en el comedor de la hacienda: en una pieza de veinte varas de largo, con una mesa tosca de cedro en el centro, y en cada rincón un enorme escaparate, que llamaban esquinero, lleno de los trastes más caprichosos y singulares de China, que hoy ocuparían un lugar muy distinguido en un castillo de algún lord inglés. La cena estaba puesta: sobre un limpio mantel blanco se ostentaban los platos, las pescaderas, los vasos, los candeleros; todo de plata maciza, limpia y reluciente.

—Decididamente —dijo Arturo, entrando con un semblante en el cual estaba pintado el regocijo—, voy a pedir a Teresa que me haga mayordomo o administrador de la hacienda, en vez de ese animal de mal gesto, que tuvo la barbaridad de desconocer a su ama; y ¡qué ama! la más linda y la más amable de cuantas pueda haber en los contornos. Supongo que no te encelarás, Manuel, de que haga de Teresa los elogios que merece.

—De ninguna suerte —contestó el capitán de muy buen humor—, si pudiera haber en el mundo dos Teresas, de la mejor voluntad te cedería una.

Teresa, poniéndose un poco encarnada, arrimó una silla, e hizo seña a Arturo para que tomase asiento a su lado.

—Pues que la pretensión es tan modesta, y se me proporciona la ocasión de emplear de dependiente a uno de los jóvenes más elegantes de México, queda desde luego en posesión; pero será bueno que sepamos el motivo…

—El motivo… el motivo es bien natural y poderoso —contestó vivamente Arturo—, esta hacienda es una delicia… ni en Baltimore, ni en Londres, he encontrado una colección de muchachas tan bonitas. Verdad es que no son tan blancas, ni tienen sombrero con plumas y chal de cachemira; pero en cambio, ¡qué pies tan pequeños, qué ojos tan negros, y qué formas tan desarrolladas! Ya adivino por qué ese viejo zorro de don Pedro ha vivido tanto tiempo en esta hacienda, ocupado en rezar el rosario. ¡Ya se ve! como el ratón dentro del queso… ¡pero vaya!… que me figuraba yo, como en otros tiempos, estar entre un corrillo de amigos en el café: Teresa va a creer que soy un libertino… pero extraño aquí a nuestro buen padre Anastasio. ¿No ha llegado aún?

—Es verdad —dijo Teresa distraída—, no sé en qué estaba pensando, que no había hecho ni memoria del padre. Enseñando a Manuel la habitación, se ha pasado el tiempo, y yo creía que el padre estaría ya en la hacienda: lo buscaremos.

—No hay que incomodarse, Teresa —dijo Arturo—, yo me encargo de esa comisión: pondré en movimiento la ranchería… pero, oigo ruido de caballos y voces; y no puede ser otro más que el padre, que se dilataría en el camino, rezando como siempre en su breviario, que ya sabrá de memoria.

En esto estaban, cuando se presentaron en el comedor el padre Anastasio y otro personaje.

—Me he dilatado, ¿no es verdad? Tres días de México a San Luis y unas cuantas horas para llegar a la hacienda… ¡Puff! ¡Qué polvo! Buenas noches, Teresita; venga esa mano, Manuel —dijo quitándose el sombrero—. Todo esta listo, y aquí tenéis los documentos necesarios. Ahora voy a quitarme un poco el polvo, y volveré a cenar, pues hace veinte horas que no hago más que tragar polvo. ¡Hola, Joaquín! vivo, dile al administrador que disponga pronto una recámara, y llévame agua y ropa limpia.

El personaje era nada menos que Juan Bolao, que, acostumbrado a los viajes, mientras que nuestros amigos caminaron lentamente por las sierras, él desempeñó su comisión, y regresó por la posta, trayendo consigo libranzas para Manuel y algunas frioleras para Teresa. En cuanto al padre, se presentó con el semblante alegre, pero con señales sangrientas.

—¿Qué desgracia ha sucedido, padre? sentaos, sentaos, por Dios, ¿estáis herido? —dijo Teresa asustada.

—No es gran cosa —contestó el padre Anastasio—, pero si fuera supersticioso y crédulo, diría que Dios ha querido castigar mis faltas… Jamás se ha espantado mi caballo; jamás ha pisado en falso; por el contrario, acostumbrado a los malos caminos, no hay animal tan avisado, ni tan seguro para atravesar por las sierras y barrancas. Venía yo muy ajeno y descuidado, cuando repentinamente se espanta, las manos se le van y los dos rodamos en el voladero que llaman del Ahorcado.

—¡Jesús! —exclamó Teresa tapándose el rostro con las manos.

—Es un positivo milagro veros aquí sano, amigo mío —dijo el capitán.

—Contadnos, contadnos —interrumpió Arturo.

—Seguramente es un milagro —continuó el padre con una voz conmovida—, todavía me veo pendiente de un abismo.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo Teresa—, el padre debe estar herido. Es menester curarlo inmediatamente.

—Nada de eso, nada; estoy perfectamente bien. Unos cuantos araños en la cara con los matorrales y esto es todo. Mi caballo, mi pobre caballo tuvo un momento terrible; pero su brío y su fuerza lo salvaron, y de un brinco logró pararse en mejor terreno, y volver a la vereda. En cuanto a mí, un árbol detuvo mi caída; y aunque con trabajo y riesgo, salí del mal paso; el amor a la vida, mejor dicho, Dios me dio esfuerzo, volví a montar, y sólo, como veis, saqué unos rasguños en la cara. Ya esto pasó, y ahora más bien tenemos todos motivos de alegría.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó Teresa—, oyendo el desenlace feliz de tan peligrosa aventura.

—¡Canario! arrobas de polvo tenía en el cuerpo —dijo Bolao entrando e interrumpiendo al cura—, pero ahora ya es otra cosa.

En efecto, se presentaba peinado, aseado, vestido de limpio, con una chaqueta de paño y una lujosa calzonera con botonadura de plata en los costados.

—Señores: tengo mi plan —dijo Teresa—, como he dicho que no conozco en la tierra más familia que ustedes, que me han acompañado en mis desgracias, y que me acompañarán también en la felicidad, quiero desde este momento comenzar a efectuarlo; que venga el administrador —dijo a un criado.

El administrador entró a poco, con el sombrero en la mano y con semblante sumiso.

—Don Jacinto —le dijo Teresa—, como usted es dependiente de don Pedro, y desde mañana nada tendrá que hacer ya don Pedro con mis intereses, sino que el señor capitán será el dueño de todo, esta noche misma queda usted despedido.

El administrador quiso dar algunas disculpas; pero Teresa le interrumpió.

—Nada, nada de cuentas, ni de entrega, ni de inventarios el señor Bolao es desde este momento el administrador y el apoderado, y se ocupará en todo esto más adelante.

—Teresita… —dijo Bolao.

—¿Rehusará usted?… El sueldo que usted quiera, y el poder amplio; supongo que Manuel lo aprobará.

—Tenía pensado el pedirte ese favor; pero sabes que cuando se trata de intereses, prefiero no decir una palabra.

—¡Mal agradecido! —le dijo Teresa en voz baja, y tomándole la mano debajo de la mesa.

A una señal decisiva que hizo Teresa al administrador, éste salió, lanzando una mirada vengativa a Manuel, que no fue observada sino del padre Anastasio.

—Este hombre no tiene buenas intenciones —dijo hablando consigo mismo.

—Ahora que venga el encargado de la tienda.

El encargado de la tienda, que escuchaba en la puerta, apareció al momento con un rostro muy compungido; era un hombre alto, seco, descolorido, de boca muy chiquita, de grandes orejas, y de ojos verdosos; el tipo del usurero de aldea.

—En las pocas horas que he estado aquí, toda esta pobre gente me ha informado, de que en la tienda se hace un comercio con el sudor de su frente; se les paga la raya con boletos, y con estos boletos compran en la tienda los víveres y la ropa cuatro veces más caros que lo que valen. A mí, para ser rica, me bastan la tierra, el aire, el sol, la lluvia, que hacen producir a los campos, y no necesito del precio del trabajo de los jornaleros.

Manuel y Arturo escuchaban asombrados las resoluciones de Teresa; ésta se apresuró a satisfacerlos.

—He tomado el consejo de mi madre, Manuel, y estoy haciendo lo que ella hacía cuando venía a la hacienda, y no lo que ha hecho este hombre, que Dios perdone.

—No mucho —dijo Bolao—, porque lo dejé postrado en cama con un reumatismo que no le deja mover más que los ojos; pero bien hecho, bien hecho, Teresita; este es el modo de portarse, y no como otros ricos, que quitan hasta la camisa a los peones y sirvientes.

—Inmediatamente se recogerán los boletos a toda la gente, y se les pagará en dinero; el señor Bolao verá los libros; y si no hay dinero en la hacienda, nosotros lo buscaremos. Desde este momento la tienda se entregará al viejo Joaquín, y serán para él y sus hijas las utilidades.

El tendero iba a responder; pero Teresa se lo impidió:

—No, nada de cuentas; yo no he venido a hacer cuentas a la hacienda; únicamente quiero, que todos los sirvientes sepan que está con ellos, no su ama, sino su protectora.

Una explosión de vivas, de aplausos y de lloros estalló; como es costumbre, la gente se había ido aglomerando a las puertas y ventanas, y habían escuchado todo; no fue posible contenerla y entró a besar los pies y las manos de Teresa.

—Hijos míos, como mi primer deber es dar buen ejemplo e inspirar el mismo cariño y respeto que aquí todos tenían a mi madre, es menester decirles lo que pasa. Dentro de algunos días, mañana tal vez, me casaré con el señor capitán que está a mi lado; él y no más él, será el dueño de todos mis bienes. El apoderado y administrador es el señor Bolao; y este caballero y este respetable eclesiástico, son nuestros amigos, son de casa, de nuestra familia. Cuando vengan en cualquier ocasión y tiempo, es menester poner a su disposición toda la hacienda, y atenderlos y cuidarlos como a nosotros mismos.

Manuel se sentía un poco humillado con tanta generosidad de Teresa; los dependientes y rancheros prorrumpieron en nuevos aplausos, y las muchachas rollizas y guapas, que habían trastornado la cabeza a Arturo, llevaban a sus ojos la punta de sus rebozos. Mariana, la buena lavandera Mariana, apenas de vez en cuando asomaba su cabeza por la puerta; y cuando se sentía enternecida, continuaba en sus quehaceres, disponiendo las camas, barriendo las recámaras, poniendo ropa y toallas limpias. Riñendo con el administrador y con todo el mundo, había tomado completa posesión de la casa.

Luego que la gente salió, y comenzaron a servir la cena, Teresa, riendo y llena de una sincera alegría, continuó:

—He tenido un momento que hacer el papel de ama; era preciso. Han hecho mil injusticias con estas pobres gentes; pero puesto que ya se puso el remedio, vamos a dar otras disposiciones.

—Me vas a permitir, Teresa, que yo disponga todo.

—No deseo otra cosa; estabas tan callado, que verdaderamente ya me daba pena.

—Ésta es una cena, un banquete de familia, y es menester que todos estemos alegres y contentos. Mira, Arturo, tú que has recorrido ya toda la hacienda, procura unas botellas de buen vino, y una vez que estén aquí, comenzaremos a dar órdenes.

—Mariana debe tener ya todas las llaves —dijo Teresa.

Arturo salió, y a poco vino acompañado de Mariana, y ambos cargando más de ocho botellas llenas de polvo y telarañas.

—Así —dijo Manuel—, sin limpiarlas, porque estas telarañas son los verdaderos blasones del vino. En efecto —añadió, destapando una botella y probando—, este vino debe de tener más de cincuenta años. Ahora podemos comenzar.

—Convenido —dijo Arturo—, comienza, que yo soy tu segundo; si algo se te olvida, me comprometo a completar tus disposiciones.

—Seguramente —dijo el capitán—, todos los que estamos aquí, hemos leído el Quijote; pues bien, Teresa merece más todavía; es necesario que nuestras bodas dejen muy atrás a las del rico Camacho.

—Me has adivinado el pensamiento —dijo Arturo—, pero es indispensable para esto contar con Mariana.

—Se supone —contestó Manuel—, pero procedamos en regla. ¿Qué día es hoy?

—Viernes —respondió el padre.

—Bien, tenemos necesidad de tres o cuatro días para los preparativos. ¿Te parece, Teresa?

—Conforme con todo lo que tú hagas. Escucho con gusto.

—Bebamos de este añejo vino —dijo Manuel, haciendo circular la botella, porque él nos dará mejor consejo.

—Bolao queda comisionado para ir a San Luis mañana en el coche de la hacienda, a contratar músicas, a comprar todo lo que sea necesario, y a disponer unos fuegos artificiales. El padre se encargará del adorno de la capilla, Arturo del de la sala, y de disponer el baile, y Mariana se entenderá con la cocina. Como todo me lo has regalado, Teresa —le dijo el capitán mirándola amorosamente—, vas a ver cómo en dos por tres echo la casa por la ventana; don Pedro se arrancaría los pocos pelos que tiene en la cabeza si viera esto.

Mariana entró en ese momento a avisar, que las recámaras estaban dispuestas y las camas listas, para cuando quisieran retirarse a acostar.

—A propósito, Mariana, te necesitábamos —dijo Manuel—, tú me conoces más que ninguna otra persona, y vas a portarte bien en el encargo que te voy a dar.

Mariana, que ya conocía a Manuel, lo miró y sonrió maliciosamente.

—Se ha de hacer comida para toda la gente del campo durante tres días —contestó Manuel—, cada día se matarán un toro, dos carneros y cincuenta gallinas.

Mariana soltó la carcajada.

—¡Hola! te ríes, ¿por qué? —le preguntó el capitán.

—Porque son más de tres mil personas las que dependen de la hacienda, y no tendríamos ni para empezar.

—Dices bien, muchacha, dices bien; en materia de cocina, no podemos los hombres más que decir disparates; quedas tú facultada extraordinariamente.

Mariana hizo su agradable muequecilla de costumbre, y prometió cumplir su comisión. Dos horas más pasaron en acordar las demás disposiciones, y en esas controversias y disputas agradables de familia, que no tienen en el mundo nada que las iguale, cuando pasan entre personas a quienes unen sincera y estrechamente los brazos de la sangre o de la amistad. Cada uno alegre con las copas del viejo Málaga, y lleno de contento y de pensamientos agradables, se retiró a su recámara; a la media noche el silencio reinaba en la hacienda, y todos dormían con el sueño profundo y tranquilo del cansado caminante, que encuentra un amplio alojamiento, y un lecho mullido y cómodo en que descansar. Dos hombres se aprovecharon del silencio de la noche, y ensillando sus caballos, salieron de la hacienda, y tomaron una vereda que conducía a San Luis por el camino más corto, uno era el administrador, y el otro el tendero.

Tres días después la hacienda presentaba un aspecto de los más interesantes y agradables; en una llanura espaciosa, que estaba detrás de la casa, se formaron enramadas, en cada una de las cuales había una música y un grupo de muchachas y rancheros bailando. El tránsito desde la casa a la capilla estaba regado de hojas de flores, y cubierto con festones formados de vistosos tápalos y mascadas; la capilla llena de gallardetes, de guirnaldas y de flores, e iluminada con hachones de cera, y en el patio de la hacienda, que era cuadrado y muy extenso se improvisaron mesas cubiertas de pavos asados, de guisos de ternera, de frutas y licores. Todos los de la hacienda, y muchos más rancheros de los pueblos cercanos, que habían sido convidados, tenían permiso para ir a almorzar y a comer, y a medida que se acababan los manjares, volvían las mesas a cubrirse. En los costados de la casa, y bajo la dirección de Mariana, se establecieron las cocinas, y continuamente se estaban matando pavos, gallinas, carneros y cerdos para condimentarlos y presentarlos al buen diente de aquellos campesinos, que no hacían más que comer, beber y bailar; en el comedor había también otra mesa cubierta y servida de los más exquisitos manjares. En la noche, después de rezarse el rosario en la capilla y cantarse el Alabado por las cuadrillas de muchachos, el cohetero disponía fuegos artificiales, que se componían de toritos y enormes ruedas de cohetes, y esta diversión duraba hasta las nueve. A esas horas la gente se dirigía a cenar a las mesas, que, como se ha dicho, estaban dispuestas, y en seguida se encendían por todas las enramadas luminarias y hachones de brea, y aquellas músicas lejanas, y el viento que zumbaba entre los bosques de acacias, y aquellas mil figuras que se movían entre el humo y la luz, daban un aspecto el más extraño y singular a estas escenas, que se prolongaban hasta más de la media noche.

Al día siguiente, después de una misa cantada, y en la que tocaban alternativamente las músicas de cuerda y de viento que se habían reunido, seguía el almuerzo y del almuerzo los toros, donde aquella gente atrevida y diestra hacía verdaderamente maravillas en el manejo del caballo y del lazo: en la tarde no había un momento de descanso, sino para hacer fuerzas para seguir en la noche el baile con el mismo brío y entusiasmo que la primera noche. Juan Bolao con cuatro o cinco mozos, recoma todo el campamento, y hacía entrar en su casa y regañaba a los que se excedían en tomar pulque; el padre estaba siempre ocupado con el cuidado de la capilla, Arturo haciendo conquistas en las rancherías, y Manuel y Teresa como los reyes opulentos y felices de aquella corte, gozando con su amor y con la dicha de toda la gente que les rodeaba.

El tercer día era el señalado para el casamiento: muy de madrugada, las campanas de la iglesia repicaban a todo vuelo, y una música despertaba a los novios con sus acentos armoniosos. El padre Anastasio, preocupado con la felicidad de sus amigos, había ya olvidado sus pesares y aun su proyectado viaje a la Tierra Santa, y los esperaba en la iglesia revestido de los ornamentos sagrados.

Manuel, como debe pensarse, no pudo dormir en toda la noche: el cambio de su fortuna y de su situación era tan notable, que casi dudaba de lo que por sus ojos pasaba, y preocupado su pensamiento con las escenas que había tenido con Rugiero, le parecía que ésta sería una de tantas alucinaciones que quedaría disipada y desvanecida con los rayos de la luz del nuevo día. El exceso de su felicidad lo hizo saltar del lecho bien temprano: recorrió el patio, la capilla, el campo y se dirigió a las habitaciones para saber de Mariana si Teresa había despertado y estaba en disposición de pasar a la iglesia, cuando lo encontró un hombre que acababa de apearse de un caballo, cubierto de sudor, y que vestía un traje entre militar y ranchero, que denotaba que pertenecía a esas tropas nacionales que se han llamado algunas veces fieles del Potosí.

—El señor capitán don Manuel T… —preguntó el soldado, quitándose el sombrero y dirigiéndose a Manuel.

—Yo soy, ¿qué se ofrece? —contestó Manuel.

—Este pliego de mi coronel Palacios.

Manuel rompió el sello de lacre y entregó la cubierta al soldado; éste montó a caballo, le prendió las espuelas, y volvió a partir al galope.

Manuel leyó una carta:


Querido capitán:

Aunque hace tiempo que no te acuerdas de mí, yo nunca te he olvidado; en los momentos en que vas a casarte y a ser rico y feliz, te amenaza una gran desgracia. Se dice aquí, que estás formando una reunión numerosa de los rancheros de la hacienda, y armándolos para caer sobre San Luis, que tiene una escasa guarnición.

Interesa mucho que veas personalmente al comandante general: en un galope puedes venir, y regresarás al momento tranquilo para continuar las fiestas y regocijos de tu casamiento. No firmo por no comprometerme, pero el que lleva esta carta, te dirá que es de uno de tus buenos amigos.
 

—¡Malditos chismes —dijo Manuel, extrujando la carta en sus manos—, pues no me faltaba más sino meterme a conspirador! Bastante fue la falta y tontería que cometí con escuchar al padre de Arturo, y caro me costó. ¡Vayan al diablo!…

Manuel se entraba al comedor para continuar en busca de Mariana, cuando le ocurrió una reflexión.

—Si estos chismes —dijo para sí—, van en aumento, tal vez el comandante general, que es viejo y tonto, tomará una providencia, y se armara un escándalo: Teresa se asustará, y toda la dicha se convertirá en disgusto… no, vale más ir a San Luis; en cuatro palabras todo se aclarará, y yo me volveré tranquilo. Es muy temprano, y mientras que Teresa se viste y se pone hermosa como un ángel, yo voy y vuelvo.

Manuel se puso a pasear de uno a otro extremo del corredor; uno de los mozos se presentó por casualidad en aquel momento.

—Dime, José, ¿qué distancia hay de aquí a San Luis?

—Dos leguas, o poquito más, señor amo.

—Es decir que en hora y media se puede ir y volver.

—Andando recio, señor amo, en una hora.

—Bien; ensilla dos de los mejores caballos, y vuelve en el acto con ellos.

Manuel vio el reloj; no daban todavía la seis de la mañana.

—Yo no quiero tener ninguna inquietud ni zozobra en estos momentos, que debo consagrar a Teresa y a mis amigos. Aclararemos… ésta carta sin firma… aunque creo conocer la letra… ella no es de Palacios, y no estoy tampoco cerciorado de si se halla o no en la plaza de San Luis… Tengo idea de que lo vi en México la última vez… ¡Oh! decididamente, no soy, y esperaremos aquí el resultado.

Como en este momento se presentó José con los dos caballos ensillados, Manuel, sin vacilar ya, ni pensar más, saltó en uno de ellos, y seguido del criado salió a escape por el portillo de la hacienda.

Teresa, desde muy temprano había, como una niña, llamado a Mariana, y comenzando a vestirse y a adornarse con un minucioso esmero. Siempre había sido elegante, aseada, y llevado los trajes con la gracia y donaire de una parisiense, pero en aquella ocasión quería positivamente tener muchos más atractivos que los de su hermoso e interesante rostro. Mariana le había comprado en Tampico los trajes más finos y elegantes, y era una materia de duda y de grave vacilación cuál de todos le sentaba mejor. Por fin, para seguir la costumbre, eligió un vestido de moiré blanco con guarniciones de encaje y de oro, y algunos ramos de azahar en el pecho y en el peinado, completaban el traje de boda.

Luego que acabó de ataviarse, envió a Mariana a que observase si la capilla estaba ya dispuesta, si el cura estaba listo, y si Manuel se disponía a buscarla y a conducirla al altar. Mariana en un cuarto de hora no pareció, y Teresa tuvo que enviar a otra criada de la hacienda en su busca; la misma tardanza y el mismo silencio. Otro recado, enviado con otra tercera criada, dio el mismo resultado, y entonces Teresa, echándose un pañuelón al cuello, se disponía a salir en persona, cuando en la puerta de su recámara se encontró con Arturo.

—¿Qué ha sucedido, Arturo? ¿Dónde está Manuel, que no viene?

—Manuel… Manuel —contestó Arturo algo cortado—, no está en la hacienda; se le ha buscado por todas partes, y sólo he logrado averiguar que hace más de dos horas montó a caballo, y seguido de José, salió a escape por el portillo. Cabalmente venía a informarme de si acaso sabíais algo…

—Nada, no sé absolutamente nada… Arturo, Arturo, vos que me amáis tanto —contestó Teresa con visible agitación, y poniéndose pálida—, buscad a Manuel por todas partes, que ensillen todos los mozos… pero no… vos mismo id… id… ¿pero a dónde, Dios mío?… Si alguna nueva desgracia… Andad, por Dios, Arturo… porque Manuel no podía abandonarme sin algún motivo muy grave.

Teresa casi empujó a Arturo, y detrás de él salió al comedor, a gritar a Martín, a todos los mozos, previniéndoles que ensillaran los caballos, y que buscaran al capitán en todas direcciones.

En momentos toda aquella fiesta y alegría se convirtió en agitación y en alarma: Arturo, Martín y los demás mozos de a caballo, que pudieron reunirse, se repartieron, y unos por los ranchos y otros por los caminos reales salieron en busca del capitán: Teresa se retiró a su recámara seguida de Mariana, que la consolaba, y le infundía esperanzas. Algunas horas antes de la noche regresó Arturo y los demás mozos sin haber logrado más que adquirir noticias vagas e inciertas del rumbo que habían tomado Manuel y su criado José, pero nada podían averiguar en sustancia, ni aun siquiera conjeturar lo que había pasado.

Teresa no quiso quitarse sus vestidos de boda, y pasó la noche ya rezando, ya paseándose de un lado a otro, hasta que a la madrugada siguiente se presentaron Arturo y el padre Anastasio, cubiertos de polvo y cabizbajos, sin atreverse a pronunciar una palabra.

—Nada, ¿no es verdad? —dijo Teresa.

—Nada, Teresa, nada —contestó el padre Anastasio.

—Mi corazón me anunciaba algo de triste y de funesto —exclamó Teresa quitándose los adornos del peinado, y cayendo sin fuerzas en el lecho.

El cura y Arturo acudieron a socorrerla: una tos fuerte sobrevino a Teresa, y retiró su pañuelo con una mancha de sangre.

—¡Ya veis Arturo! ¡Ya veis, padre! —dijo con los ojos llenos de lágrimas—, poco tiempo estaré ya en este mundo; pero moriría contenta si supiese que Manuel está con vida y que me ama.

IX. Don Pedro pide para él mismo la mano de Aurora

El mundo es una triste posada: pocos, muy pocos años estamos de tránsito en ella, para pasar por los umbrales de la tumba, al gran viaje de la eternidad; y sin embargo, esos pocos días son quizá de duelo y de lágrimas, porque los momentos de gozo y de placeres, que son tan rápidos, se pagan con largos días de tristeza y solitarias noches de vigilia.

Como nuestras escenas son en esta vida mundana, y no en otra fantástica y desconocida que suelen crear los poetas, cuando dicen que se sienten inspirados por el numen, nada extraño es que los personajes que figuran en esta narración tengan inesperados contratiempos, profundos dolores y momentos bien amargos: es la historia de nuestra propia vida. ¡Cuántos de los lectores y lectoras que pasan los ojos por estas líneas, no encuentran analogía y semejanza en sus propias desgracias, con las que sufren los amigos a quienes hemos acompañado en los bailes, en las casas de vecindad, en los caminos y hasta en medio de los mares irritados y borrascosos!

Como para seguir las aventuras de unos, hemos tenido que guardar silencio durante muchos capítulos respecto de otros, fuerza es que volvamos a ellos, comenzando por la gentil Aurora.

Tres días consecutivos estuvo, a las horas en que acostumbraba subir don Francisco por el balcón, llena de sobresalto, pensando que cada ruido, que cada rechinido de puerta, le anunciaba la presencia del amante; mas esperó cada noche en vano; y en verdad, aunque picada en su amor propio, a causa de un abandono tan repentino, se alegraba en el fondo de su corazón de no verse amagada del peligro de que su madre, o alguna otra persona, descubriese estas visitas nocturnas. No sabiendo, sin embargo, qué pensar, se fijó de preferencia en que don Francisco estaría enfermo; y cuidadosa e inquieta, llamó a Teodora y le encargó que con la maña y reserva debidas, que siempre tienen las viejas terceras, sin necesidad de muchas recomendaciones, procurase averiguar lo que había sucedido a su amante. Teodora hizo durante algunos días pesquisas absolutamente inútiles, hasta que al fin, por los criados del hotel supo que don Francisco, dejando cerrado el cuarto, se había marchado, sin que pudiese saberse a dónde; y lo que más llamaba la atención de los criados era que cuando fue preciso forzar la cerradura para abrir la puerta, no se encontró equipaje ni más muebles que los que pertenecían al hotel. Teodora con este dato procuró tomar lenguas en la Casa de Diligencias, donde, como en varias otras partes, tenía infinitos conocidos, y se cercioró de que el galán había marchado fuera de la República. Como no quería dar a Aurora lo que podía llamarse un golpe funesto, mintió y fingió al principio, pero al fin tuvo que contar lo que sabía.

—¿Con que no hay duda? —le dijo Aurora colérica—, ¿se ha marchado?

—Todas las gentes que le conocen y a quienes he preguntado, me lo han dicho así, pero yo creo que alguna cosa importante lo ha obligado… quizá su padre, o sus parientes…

—¡Padre, parientes! —dijo Aurora indignada—, tú deliras, Teodora: cuando un hombre ama de veras, no se acuerda ni de sus padres ni de sus parientes: ese infame me ha burlado, y esa es la verdad. Afortunadamente —continuó la muchacha rasgando con cólera un pañuelo bordado de batista, en el que estaba haciendo un dobladillo—, yo tampoco lo amaba, ni lo he amado nunca: tengo un positivo deseo de verlo para decírselo… necio, fatuo, ridículo… creerá que me estoy muriendo de pesar… Pero ¡qué hilo y qué agujas tan malas! —prosiguió, tirando los carretes y los devanadores y arrimando la almohadilla a un lado—, tráeme un libro, Teodora, y advierte que en la vida, ¿lo entiendes? en la vida me vuelvas a mentar el nombre de Francisco… Detesto a todos los que se llaman Francisco.

Teodora pasó a la pieza inmediata y trajo una novela de Walter Scott y un tomo del Año Cristiano.

—Sí, haces muy bien; dame el Año Cristiano: necesito leer la vida de un santo para aprender a sufrir y a tener paciencia.

Aurora abrió el libro; pero recorría las páginas, y volteaba violentamente las hojas, sin atender a su contenido.

Teodora no respondió.

—¿Ni un recado, ni una sola palabra? —continuó Aurora en tono interrogativo y mostrando mucho interés.

Teodora callaba.

—No es creíble que un hombre que decía que era un caballero y que juraba que no había amado a nadie en el mundo tanto como a mí, haya procedido como un canalla.

Teodora continuaba en silencio, y Aurora algunos momentos hojeó el libro, hasta que cerrándolo, prorrumpió colérica.

—Pero no me respondes ni una palabra, y parece que tú también te empeñas en atormentarme.

—¡Como la niña me ha dicho que no quería ni oír el nombre de…!

—Es decir —interrumpió la muchacha con alegría—, que me has engañado, y que sin duda tienes alguna carta: dámela, o dime, por Dios, lo que ha sucedido, porque me vas a volver loca.

Teodora levantó los ojos y se llenaron de lágrimas al observar la agitación de su ama. Ésta, que leyó en la mirada de la criada, se convenció de que había sido engañada vilmente, y pasando de la cólera y el despecho a la ternura, no pudo menos de prorrumpir en sollozos.

—No, no; aunque me veas llorar, Teodora, no creas que lo amaba: la cólera me hace derramar lágrimas, porque al fin las mujeres tenemos amor propio, y… pero lo aborrezco, lo odio de muerte… jamás, jamás me volveré a acordar de él, ni a pensar en ningún hombre…

Al decir esto, repentinamente vino a su memoria la imagen de Arturo.

—Ése sí era un caballero, un joven lleno de honor y delicadeza. ¡Qué diferencia! Si él hubiera estado en México… pero ¿qué estoy diciendo? si Arturo nunca, nunca me ha amado…

Aurora inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con la mano.

La pobre criada, que oía estas y otras palabras de Aurora, creía que se había vuelto loca, y no hallaba qué hacer, ni encontraba medios de consolarla.

La llegada de la madre, cuyo coche entró en el patio, dio fin por de pronto a esta escena.

Aurora recogió los fragmentos del pañuelo que había despedazado y los carretes y devanadores, se limpió los ojos, se arregló en un espejo el peinado y sacó otra costura. Teodora silenciosa se marchó a su cuarto.

En los días que siguieron a esta escena, ni la criada, ni Aurora volvieron efectivamente a mentar el nombre de Francisco; pero ésta, si bien no tenía esa tristeza profunda de una pasión malograda, sentía esa herida dolorosa que dejan en el amor propio el abandono y el desprecio de un hombre. La vida de Aurora cambió totalmente: cuando iba alguna visita, no salía a la sala, pretextando enfermedad; si por instancias de su mamá o de alguna de sus amigas concurría al teatro, se sentaba en el asiento del fondo, hablaba poco, y aquella amable sonrisa de la alegría y de la juventud había desaparecido de sus labios. En cambio, su devoción y su apego a las prácticas religiosas había aumentado, y no había día en que no oyese misa en compañía de la señora, ni que dejase de rezar con los criados lo menos dos horas: despechada, con su corazón insensible y frío, sin encontrar distracciones en la sociedad, abandonada del mundo había apelado a Dios, refugio que siempre buscan los que no han tenido la desgracia de perder la fe y las creencias.

Así pasaban tristes y silenciosos los días en aquella casa opulenta; y Aurora, al vestirse, observaba en el espejo que su juventud iba marchitándose y su hermosura desapareciendo. Un día le dolía la cabeza, otro tenía punzadas nerviosas en el pecho, otro la desusada palidez de su rostro la asustaba, y el siguiente se empañaba un poco el claro y brillante azul de sus lindos ojos. Fue menester acudir a los médicos; pero las medicinas que le ordenaron fueron ineficaces, porque amor sólo con amor se cura: la ciencia no ha observado todavía ese delicado sistema nervioso de la mujer, esos vasos delicados que se enferman y se secan, cuando les falta la electricidad de un sentimiento puro, feliz y correspondido.

Pasados algunos meses, don Pedro, no sólo pálido, sino amarillento, y apoyado en un grueso bastón, se presentó en casa de Aurora.

—Gracias a Dios —le dijo la señora—, que los males van desapareciendo: sentaos, sentaos, señor don Pedro, pues veo que infinito trabajo os ha costado subir la escalera.

—¡Oh, ah, ah! y mucho, mucho —contestó el viejo sentándose con mucho trabajo en un sillón de la elegante sala de Aurora.

—Pero en sustancia, ¿qué ha sido eso, señor don Pedro? —preguntó la señora.

—¡Ah! el infierno junto, señora, el infierno, que se empeña en martirizarme. No había hueso de mi cuerpo que no me doliese; los pasos en mi recámara, la ropa de la cama, el aire solo, me hacían dar de gritos. Los médicos dijeron que era un reumatismo articular, pero yo creo que era el martirio de San Lorenzo o el de San Esteban. ¡Uf! Jesús, Jesús, y qué sufrir; ni recordarlo quiero.

—¡Pobrecito, pobrecito! —dijo la señora—. Vea usted los altos juicios de Dios: el señor don Pedro, que es tan virtuoso y tan caritativo, ha sufrido tanto, y otros que hacen tanto daño en el mundo, andan por esas calles reventando de gordos y vendiendo salud.

—Pero todo se sufre por Dios, mi señora doña Micaela, ¿no es verdad?

—Así es, así es —respondió la señora suspirando—, y eso mismo he dicho a Aurora, que también se ha puesto muy mala.

—Lo he sabido, y he estado enviando recado todos los días, a pesar de mis agudos males… Pero supongo que está mejor.

—Sí, un poco, en lo que cabe.

—Me alegro, me alegro, y cabalmente deseaba yo tener con ella una conferencia, para darle algunos consejos, porque creo que su enfermedad procede, en parte, de algunos pesares que yo contribuiría a disipar.

—¿Pero qué clase de pesares puede tener una muchacha en la flor de su edad, rodeada de comodidades?

—Amorcillos, amorcillos, ya usted me comprende.

—Es verdad, señor don Pedro, Aurora está hace días triste, y muy triste, y yo me había maliciado algo; pero no me había atrevido a preguntarle nada… Mucho le agradezco a usted este testimonio de amistad, y voy a llamar a Aurora, que quizá abrirá con usted su corazón. Las pobres madres tenemos que sufrir mucho, hasta que las hijas toman estado o se deciden por el convento.

Doña Micaela entró a decir a su hija que don Pedro quería platicarle un rato a solas; ésta, que como de costumbre, estaba de muy mal humor, se negó absolutamente, pero movida de la curiosidad, tuvo que consentir en prestarse a una entrevista, que quedó fijada para la semana próxima. Don Pedro se alegró mucho de ello, porque pensó que ya para entonces su salud habría mejorado y que tendría más vigor y energía para sostener la lucha que se proponía. Despidióse de la señora, y el día fijado concurrió a la cita. Era ya como quien dice otro: estaba tan fuerte, que el bastón le servía de adorno; el poco cabello que tenía estaba teñido de negro, y en sus mejillas se notaba, merced a la toalla de Venus, una tinta ligera de carmín como si hubiera sido una doncella. Estaba vestido de negro, con tanta elegancia como permitían su avanzada edad y mal cuerpo; y en una finísima camisa de cambray se ostentaban dos botones de brillantes; era un Adonis, y había estado preparando más de cuatro horas en el tocador la conquista de Aurora.

La madre, que tenía gran confianza en la discreción y virtud de don Pedro, no sólo lo dejó solo con su hija en la sala, sino que, colocando en una mesa el braserito de plata con lumbre suficiente, cerró las puertas, y se fue hasta la despensa a dar órdenes a los criados de que la limpiaran y abastecieran.

—Aurorita, hija mía —le dijo don Pedro acercando su silla—, te veo más tranquila, y esto me llena de placer.

Aurora, que era orgullosa, se ofendió de que don Pedro se atreviese a tutearla: éste no pudo menos de advertir su desagrado, pero sin darse por entendido, continuó:

—¿Qué quieres, hija mía? es el único privilegio que nos queda a los viejos, el de tratar con confianza a las muchachas, y poder darles los buenos consejos que nos ha enseñado la experiencia; porque no creas, hija, yo te vi nacer, y quise mucho a tu padre, y asistí a las bodas de tu mamá cuando se casó. Era por cierto linda; se parecía a ti.

Don Pedro tomó una mano de Aurora, y ésta de pronto se la abandonó; pero reflexionando, la retiró con enfado.

—Ni mi salud, ni mi humor, son de lo mejor, señor don Pedro —dijo Aurora con resolución—, y por tanto, aguardo que sea breve lo que tiene usted que decirme.

—¿Es decir, que te enfadas? —le preguntó don Pedro, mirándola amorosamente y acercando sus rodillas.

—Es una mala enfermedad la de los nervios, señor don Pedro —respondió Aurora, desviando su traje con marcada cólera—, y muchas veces no es una dueña de sí misma. Por lo demás, ni me enfado, ni tengo motivo especial para ello; esta conferencia parece algo grave, según mi madre me ha dicho, y desearía yo que cuanto antes se terminase: después… esta es casa de usted, y podremos platicar lo que guste.

—En verdad, no sólo es grave sino desagradable para ti —prosiguió el viejo con marcada ironía, y queriendo vengarse del desdén de la muchacha.

—Tantas cosas desagradables he tenido en mí vida, que una más no me causaría pena; pero por lo mismo deseo que sea pronto… Hace meses que no abro el piano, y ahora tengo humor de recordar las hermosas piezas de Lucía y de Puritanos, que seguramente se me han olvidado.

Aurora se levantó, y saludó a don Pedro.

—Tenía yo que darte noticias de Francisco: tengo aquí una carta suya.

Aurora volvió precipitadamente, se puso encarnada, y se sentó de nuevo en el sofá.

—Ya sabía yo que te habías de quedar; pero era menester comenzar por algo.

—La carta —dijo Aurora secamente.

—Aquí está —contestó de la misma manera don Pedro, poniendo en sus manos una carta.

Aurora abrió la carta que Francisco entregó a don Pedro, en cambio de los seis mil pesos: la recorrió rápidamente, y se la devolvió con desprecio, diciendo:

—¿No es más que eso?

—¿Qué más, qué más puede decir un hombre al tiempo de marcharse? —respondió don Pedro, asombrado del poco efecto que causó en Aurora su lectura.

—Pues si no es más que esto —prosiguió Aurora con indiferencia—, ya lo sabía, y no me causa ni la más leve impresión: nunca he amado a este hombre, y me doy los parabienes de que se haya marchado… Espero que no volverá.

—Es que… Aurorita, esto no es tan sencillo como parece a primera vista. Es verdad que se ha marchado don Francisco; pero antes…

—¿Antes, qué?… —preguntó Aurora colérica.

—Antes… antes… fuerza es decirlo, ya que estoy obligado a ello, ha entrado por el balcón a deshoras de la noche a la recámara de usted; y un hombre nunca hace tales cosas sin…

—¿Sin qué?… —volvió a preguntar Aurora cada vez más irritada, y haciendo ademán de levantarse.

—Sin que las cosas pasen a ser más graves, y comprometan la reputación de una niña —prosiguió el viejo—; y como debo hablaros la verdad, haciendo las veces de vuestro buen papá, de quien fui muy buen amigo, os diré, que vuestra reputación anda ya volando de boca en boca… El Gobernador, el Secretario, el Jefe de la policía, todos saben ya…

Aurora, roja de la vergüenza, de la cólera y del despecho, se levantó del asiento, compuso su peinado y su fichú nácar y amarillo que rodeaba su blanco cuello, y llenos sus ojos de lágrimas, que procuraba reprimir, se dirigió a la puerta que comunicaba con la antesala, y que estaba abierta, y cerrándola con estrépito, volvió hacia donde estaba el viejo, que casi tuvo miedo del aire resuelto y altanero de la linda muchacha.

—¡Juro a Dios que no saldrá usted de aquí sin explicarme terminantemente qué es lo que saben todos!… Claro, ¿qué es lo que saben?… O me lo dice usted, o no faltará persona que se encargue de tomar la defensa de una mujer, a quien un miserable tiene el atrevimiento de venir a insultar a su casa.

Don Pedro conocía en los ojos y en el aire decidido de Aurora, que sería muy capaz de echarlo por el balcón, y lleno de susto, la lengua se le pegaba en el paladar, y no acertaba a responder. Nunca se había figurado que el carácter de Aurora pudiese ser tan imperioso y dominante: así, con la mano, le hacía seña de que se sentase; pero no respondía nada.

—Pronto, pronto, respóndame usted, y explíqueme qué es lo que saben, o llamo a mis criados para que lo arrojen a la calle, como merece. ¿Con qué derecho viene usted a insultarme, a ofenderme y a turbar la tranquilidad de mi casa? ¿No está usted contento con haber sacrificado a esa pobre Teresa?

—¡Oh! Teresa, es muy diferente; ella lo merecía —interrumpió don Pedro, queriendo dirigir la conversación a otro asunto.

—¡Silencio! —continuó Aurora cada vez más agitada—. Teresa no merecía más que el respeto y el amor de todos: estoy segura de que es una mujer llena de virtudes; pero así son los hombres, destrozan la reputación de las mujeres, para humillarlas después, para sacrificarlas, para hacerlas desgraciadas, sin dejarles ni aun el consuelo de quejarse. En cuanto a mí, no sucederá eso, no, mil veces no, porque no me he humillado más que a Dios, y Él ve que si he cometido una falta…

—Ya lo habéis dicho vos misma, señorita; habéis cometido una falta…

—Sí —interrumpió Aurora—, pero no de esas faltas de que tiene que avergonzarse una mujer toda la vida: mi falta es únicamente la de haber creído a un aventurero, a un malvado… pero… repito, esas son palabras vanas: yo no tengo que dar satisfacción a nadie… a nadie… y mucho menos a usted… a… Explique usted, pues, esas palabras ofensivas y maliciosas, y váyase… váyase de mi casa… porque la sangre me sube al rostro, y quizá haría lo que no permite ni mi educación, ni mi sexo; y advierta usted que soy Aurora, Aurora, dueña de mi caudal, de mi libertad, de todo, y no esa infeliz Teresa, a quien de todo se le ha privado… quizá de la vida, porque corren voces muy diversas, y los hombres… usted, señor don Pedro, es capaz de cometer cualquier atentado.

Aurora, fatigada del esfuerzo que había hecho, se dejó caer en el sofá, se cubrió el rostro con sus manos, y comenzó a llorar.

Don Pedro guardó silencio, y dijo para sus adentros:

—Una vez que salen las lágrimas, la cólera acaba; y ahora deben aprovecharse los momentos de ternura que siguen a las primeras impresiones. Vamos, señorita —continuó dirigiéndose a Aurora con voz muy suave y acercando su silla—, cálmese usted: yo he sentido mucho haber sido la causa de este disgusto; pero realmente yo no tengo la culpa: no me ha dejado usted acabar de explicarme, y así, con mucha razón, mis palabras le han debido parecer muy ofensivas. Si usted me da licencia de hablar, espero que no sólo quedará satisfecha, sino contenta.

Aurora levantó la cabeza, asombrada de la calma y aplomo del viejo; pero como había pasado ya ese primer ímpetu, tan terrible en las personas de una naturaleza sanguínea y de un carácter digno y orgulloso, le hizo seña de que se sentase.

—Bien; mucho me alegro de que esté usted más tranquila; pero le ruego que me escuche con calma: después de que acabe de hablar, permito a usted que, si lo merezco, me arroje de su casa.

Aurora guardó silencio, pero casi involuntariamente hizo a don Pedro una nueva señal de asentimiento: éste, componiendo su fisonomía para hacerse más amable, continuó:

—La última noche en que don Francisco salió de la recámara de usted, tuvo la desgracia de caer de la escalera a la calle.

Aurora, que había dicho que aborrecía a don Francisco, al oír esto, no pudo evitar un movimiento nervioso, e interrumpió a don Pedro, diciéndole:

—Pero no se lastimó gravemente, ¿no es verdad?

—Peor que eso, señorita.

—¿Se mató?… ¡Dios mío!

—¡Oh! no, nada de eso, y la prueba es que pudo escribir la carta que os he entregado.

—Es verdad —dijo Aurora en voz baja.

—Digo peor —continuó don Pedro, observando que podía dominar muy fácilmente el carácter de Aurora, que aunque violento y orgulloso, era franco, sincero y aun podría decirse inocente—, porque a ese tiempo pasaba una patrulla, y fue aprehendido por ella, y llevado a la cárcel de la Diputación.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo Aurora.

—Yo no sé positivamente si él por librarse de las sospechas de ladrón, declaró lo que había pasado, o lo hizo la misma policía, el caso es que el Gobernador, el Secretario y todos los dependientes se impusieron del suceso, y lo han contado con todos los comentarios y reticencias que acostumbran los hombres, cuando quieren reírse a costa de la reputación de las mujeres.

Aurora, del sentimiento de la cólera pasó al de la vergüenza: sus colores fueron desapareciendo de sus mejillas, sus lágrimas se secaron, y no se atrevió ni a hablar ni aun a mirar a don Pedro, a quien momentos antes habría arrojado por el balcón. Don Pedro conoció el efecto que había hecho su conversación, y pensó arriesgar el todo por el todo, y aprovechando las impresiones del corazón de cera de la mujer, no pararse en medios ningunos, con tal de alcanzar su objeto: así, encendiendo su cigarrillo, limpiándose las narices y la frente con un pañuelo blanco de cambray, que dobló cuidadosamente, continuó:

—Por una feliz casualidad, se me ofreció un asunto en el Gobierno del Distrito, y apenas llegué, cuando hirieron desagradablemente mis oídos todas las palabras con que se contaba la aventura. Por supuesto, tomé la defensa de una casa tan buena y honrada, que siempre he considerado como mía, y añadí, que yo estaba persuadido a que don Francisco, si había intentado subir por el balcón, habría sido sin voluntad ni consentimiento de Aurorita, y que el susto mismo de este delito lo habría hecho caer al suelo. Pensé pedir que se le redujese a prisión y se le castigase; pero después reflexioné que esto no haría más que aumentar la maledicencia, y proporcionar graves disgustos a mi señora doña Micaela y a usted, Aurorita, a usted, a quien deseo muy feliz, aun cuando no me crea.

Aurora, cambiando absolutamente de tono, y convencida de la sinceridad de don Pedro, lo miraba ya con un sentimiento de gratitud: don Pedro, a quien no se escapaban estos incidentes, acercó más su silla, y Aurora, por distracción muy natural en aquellos momentos, no cuidó de desviar su vestido.

—No pararon aquí mis afanes, sino que abandonando mis negocios, me eché en busca de don Francisco, hasta que di con él. En cuanto pasaron las primeras explicaciones, le eché en cara su ingratitud y su maldad, y le conjuré a que reparase su falta: el único medio que se proporcionaba para quitar todo pretexto a las hablillas, era el de que se casara con usted, me contestó que era pobre, y que no tenía los medios suficientes para un enlace con una joven rica y elegante, pero yo le allané el camino, le ofrecí cuanto dinero necesitase, y además proporcionarle una colocación muy decente en las haciendas de mi pobre Teresa.

—¿Es posible, señor don Pedro? ¿Usted ha hecho eso por mí? —dijo Aurora conmovida. Y yo… yo… que lo he tratado tan duramente…

—No hay que hablar de eso, Aurorita; la cólera era muy natural, cuando usted, tan virtuosa, tan buena, creía atacado su honor, pero si me hubiese dejado hablar, se habría evitado este mal rato, que tal vez la pondrá en cama.

Don Pedro, aunque con mucha timidez, se atrevió a tomar la mano de Aurora, y ésta no opuso resistencia alguna. Don Pedro estaba enajenado; el contacto de esa mano de seda, torneada y pequeña, reanimaba su vida, y parecía que le volvía en aquellos momentos la juventud, con todo el fuego y entusiasmo de los veinte años; en cuanto a Aurora, era siempre víctima de su credulidad y de su excelente corazón.

—Hice más, Aurorita —continuó don Pedro entusiasmado; supliqué—, casi me arrodillé delante del joven, rogándole hiciese a usted tan dichosa como merece; pero todo fue en vano; él tenía compromisos anteriores, de que no podía prescindir; y en el último caso, para no dar más escándalo, ni comprometer más el honor de la familia, consintió en marcharse a Europa; me fue preciso darle unos cuantos miles de pesos para su viaje… Pero esto no es nada, y mucho más haría por la familia… por usted principalmente.

Aurora miró con reconocimiento a don Pedro, y éste entonces estrechó la manecita suave que tenía entre sus dedos, largos, huesudos, y cubiertos del humo del cigarro, y sintió las delicias del Paraíso; en los viejos la imaginación reemplaza al vigor y a la lozanía de la juventud.

—En vez de contar a mi señora doña Micaela todo esto, quise venir a platicarlo a usted, para que vea si puedo servirla en algo, y contribuir a que mejore su situación.

—Mil gracias, señor don Pedro, y de veras, yo no creía en tanta bondad. Ahora veo que tratan a usted con injusticia algunas personas.

—Bueno, bueno; dejemos eso a un lado, porque yo no merezco un elogio, que no es obra más que del buen corazón de usted, y volvamos al asunto principal. ¿Qué piensa usted hacer? porque su situación dentro de pocos días va a ser muy penosa. Su mamá de usted al fin lo sabrá todo, y usted misma no verá a la sociedad con el mismo semblante risueño que antes. Pepito que usted es inocente, inocente de todo punto, y que cuando más, cometió una imprudencia. ¿Pero juzgarán todas las gentes del mismo modo?

—Mi resolución está tomada —respondió Aurora, después de un momento de silencio—; un convento, de donde no saldré en lo que me quede de vida.

—¡Un convento! —exclamó don Pedro.

—Sí —dijo Aurora—, es el único recurso que me queda.

En los amores desgraciados lo primero que se ocurre a las niñas, es un convento; esto estaría bien, si ese fuera siempre un remedio, pero suele ser peor que… en fin, sobre este punto es necesario reflexionar mucho, y yo me atrevería a proponer otro.

—¡Otro! ¿Y cuál? —dijo Aurora con desdén.

—Un casamiento, por ejemplo.

—¡Yo casarme! ¿Y con quién? tendría que convocar novios por medio de los periódicos, para que viniesen a pedir mi mano —contestó con ironía y viveza la muchacha.

—No tal, quizá no faltaría algún hombre, que aunque no joven ni calavera, amase a usted mucho, mucho…

—Pero ese hombre, en cuanto supiese el lance fatal, que seguramente ha labrado la desgracia de toda mi vida, me despreciaría… Además, señor don Pedro, yo no he amado, ni amo a nadie.

—Como hombre de mundo y de experiencia, debo hablaros. Las pasiones, mientras más ardientes y fogosas son, más breve se apagan, como esos fuegos que se desprenden del cielo en una noche oscura. La edad, la reflexión, la calma y el conocimiento son los mejores elementos para una vida en que hay mucho que sufrir y mucho que tolerar.

—Pero todas esas reflexiones, señor don Pedro, no sé a qué conducen, ni de qué pueden servirme a mí.

—Repito, señorita, que si usted encuentra un hombre de esas cualidades, debería casarse.

Aurora miró fijamente a don Pedro, y se limpió con su pañuelo los ojos, que aun tenía algo húmedos.

—En fin, es menester pasar el Rubicón —continuó don Pedro—, y echar fuera lo que está dentro del corazón: ese hombre de experiencia, ese hombre que haría a usted muy feliz, que consagraría toda su vida a complacerla, y que cerraría los oídos a todas las hablillas y murmuraciones, echando en completo olvido la aventura de don Francisco, ese hombre, en una palabra… está a vuestros pies.

Aurora soltó de pronto, sin poderlo remediar, una carcajada franca y abierta como en los días de su mayor alegría; don Pedro se levantó, y los ojos se le inyectaron de sangre, pero reponiéndose inmediatamente, y volviendo a tomar el tono dulce y resignado con que había seguido la conversación, prosiguió:

—¿Qué quiere usted, Aurorita, que le diga más de lo que lleno de susto, me atreví a decirle? Al menos debe usted tomarlo como un homenaje que la experiencia y la edad rinden a su hermosura. En mí no puede haber un interés bastardo; aun cuando Teresa se casara, que es lo que deseo, y recogiera todos sus bienes, yo quedaría bastante rico, para que usted pudiese tener el resto de su vida doble lujo del que tiene, sin menoscabar en un octavo su patrimonio… Así, es un sentimiento puro, sincero, el que llena mi corazón… Un viejo haciendo declaraciones de amor, siempre es ridículo; pero, repito, que ni la reflexión ni la edad bastan para contener estos sentimientos, que los jóvenes prostituidos y calaveras llaman locuras.

Aurora, si no enamorada, porque eso era imposible, al menos estaba agradecida a esa galantería humilde de don Pedro; así es que, procurando dar a su rostro, que había pasado en momentos de la cólera a la tristeza y de la tristeza a la alegría, un aire serio y grave, respondió:

—La conducta de usted, señor don Pedro, no puede menos de ser la de un caballero y la de un verdadero amigo de mi padre, y yo faltaría a los buenos sentimientos de mi alma, si me burlara de usted, en vez de agradecerle sus ofrecimientos…

—Hay que reflexionar, Aurorita, en la posición de usted una mancha en el honor de una señorita apenas se repara con un matrimonio, en medio de una sociedad tan maldiciente. Yo he cumplido el primer deber que tenía con la familia, facilitando a don Francisco los medios de que se casara con usted, y ya usted ve que en esto sacrificaba mis más tiernos afectos, pero puesto que esto no pudo ser, yo, Aurorita, yo, que adoro a usted más que un padre a sus propias hijas, me ofrezco a ser su defensor, su escudo… más… qué se yo… cualquier sacrificio haría, por exagerado y absurdo que pareciese… Vea usted, don Francisco quizá volverá dentro de un año o dos, más elegante, más guapo que nunca… pues bien, si usted entonces le ama todavía… en fin, quizá ni aun me atrevería a impedir este sentimiento… sería usted la dueña absoluta de su libertad.

Aurora, con aquella perspicacia peculiar de las mujeres, comprendió perfectamente toda la idea de don Pedro, y rápido como el relámpago pasó por su cabeza el pensamiento de aceptar la singular posición que se le ofrecía, pero su orgullo y su educación vinieron en aquel mismo momento en su apoyo, y levantándose resueltamente del asiento, pasó la mano por su frente, como para borrar el pensamiento criminal que un instante había abrigado, y en seguida tomó el cordón de la campanilla, y sonó muy recio por tres veces.

—¿Qué hace usted, Aurorita? —le preguntó don Pedro asustado, y queriendo tomarla del brazo para que se sentara.

—¿Qué hago? —replicó la muchacha rechazando con enojo la mano del viejo. ¿Qué hago? Llamar a mi madre, para contarle todo lo que ha pasado: los hombres son muy miserables y muy viles, y no quiero que nadie sea dueño de mis secretos.

Una criada se presentó.

—Dile a mi mamá que en el acto venga.

La criada salió con presteza de la sala, y a poco se presentó la señora doña Micaela, con esa sonrisa helada y desconsoladora que vaga por lo común en los labios de esas señoras rígidas y ancianas, que han olvidado ya los sentimientos tiernos, generosos y apasionados de la juventud.

—Supongo, Aurora, que nuestro don Pedro te habrá dado muy buenos consejos, y que de éstos resultará que en lo de adelante estés más tranquila y contenta.

—Lo que ha hecho este señor es insultarme y ofenderme de mil maneras.

Don Pedro alzó los ojos al cielo, enclavijó las manos, y dijo con una unción digna de un santo.

—Dios sabe que mis intenciones han sido las más sanas, pero puesto que no se han comprendido bien, fuerza es que mi señora doña Micaela se resigne a recibir el golpe fatal.

—¡Jesús mío! ¿Qué ha sucedido? —exclamó la señora dejándose caer en una silla.

—Que la niña está deshonrada, perdida —interrumpió don Pedro con una voz doliente: yo nada quería decir, y aun ofrecía mis débiles servicios; pero no hay remedio: Aurorita, contra mis consejos, se ha empeñado en darle este grave pesar a su mamá, y en quitarle la vida…

—¡Yo deshonrada! ¡Perdida!… —exclamó Aurora casi fuera de sí—. ¡Es falso, es una calumnia, una impostura!

—Que ella misma refiera el lance de don Francisco —dijo el viejo con calma.

Concibió don Pedro que el carácter violento e impresionable de Aurora serviría para perderla a los ojos de su misma mamá, y por esto procuraba darle pábulo, no dejándola explicarse con calma y tranquilidad.

—¡Pues bien! —dijo Aurora—, es cierto; entró por el balcón.

—¿Quién?… ¿quién?… ¡Dios Eterno!… —preguntó la madre—, cubriéndose el rostro con las manos.

—Él, el mismo don Francisco… sí, lo diré todo… y por muchas noches se retiraba a las dos de la mañana…

—¡Y dices que no estás deshonrada y perdida, miserable criatura! —interrumpió la madre—. ¡Oh Dios mío! ¡Dios de misericordia! dadme fuerzas para soportar este golpe… Y ella, ella misma lo confiesa… ¡Qué vergüenza! ¡Mi hija culpable, mi hija en amoríos! ¡Mi casa asaltada a deshoras de la noche!… Pero habla; habla, desventurada, si no quieres matarme de pesar…

—Don Francisco es un joven sin fortuna, lleno de acreedores y de mujerzuelas, que está muy lejos de aquí —interrumpió don Pedro.

—¡Oh madre mía, madre mía! todo eso es cierto… pero no es cierto lo que cuenta este hombre, que es un impostor, un malvado…

—¡Calla, calla, siquiera por tu propio honor! —interrumpió la madre, ahogada ya por la cólera y el llanto—. ¡Calla, desgraciada! y ya que has sido el baldón y la ignominia de una casa noble y honrada, baja los ojos, y no insultes a los que se interesan por mí. ¡Ah, Dios mío! ¿Qué pecados be cometido, para que tan cruelmente me castigues?…

Aurora quería hablar; pero un tropel de pensamientos le impedía explicar la verdad del caso; cada vez que hilaba un discurso, la señora la interrumpía, y don Pedro, arrojaba una que otra palabra, que ponía el asunto de peor condición.

—Bien, callaré, si no se me deja hablar; pero yo no tengo que bajar los ojos, ni que humillarme más que a Dios —dijo Aurora resueltamente, y queriendo salir de la sala.

—Con que después de tus maldades y de tus faltas, ¿te atreves a faltar al respeto a tu madre y a insultarla?…

—Señora, no insulto a usted, y antes bien la respeto y la amo, pero creo que tengo razón en exigir que se me escuche.

—¡Ah, si tu padre se levantara del sepulcro, con una mirada te confundiría! ¡Deshonra de tu casa; baldón del nombre respetable de tu madre, tú no mereces ser mi hija; tú no mereces que te abrigue el techo de esta casa!…

—¿Con que me arroja usted sin escucharme? Bien, muy bien…

Aurora rompió el grupo compacto que formaban sentados en frente de ella don Pedro y la señora, y salió de la pieza, cerrando tras sí la puerta con estrépito.

—¡Benito! —gritó al cochero—, ¿está puesto el coche?

—Puede la niña bajar al momento; estoy listo.

Aurora entró a su cuarto; tomó un pañuelo de lana de Escocia; bajó rápidamente la escalera, y montó en el carruaje.

—¿A dónde vamos, niña? —preguntó el cochero.

—A dar vueltas a la Alameda, al Paseo de Bucareli, a donde quieras, con tal de que sea lejos, muy lejos de esta casa.

El coche salió del zaguán, y en breve, al trote de dos hermosos caballos anaranjados, se alejó de la casa.

Don Pedro, vacilante entre impedir la marcha de Aurora, y socorrer a la señora doña Micaela, que fue acometida de un violento acceso de tos, no pudo hacer otra cosa más que sonar la campanilla. Los criados hicieron beber a doña Micaela unos tragos de agua tibia, y con mil trabajos la llevaron a su lecho, pues la tos había sido tan violenta, que la había dejado casi sin respiración. Don Pedro se escurrió de la casa, agarrándose la cabeza, y diciendo:

—¡Válgame Dios! la borrasca ha sido tremenda; no tenía yo idea de un carácter tan fuerte como el de esta mujer; pero no hay remedio, ella no puede escoger más que entre el matrimonio conmigo, o el convento.

X. Aurora abandona su casa

Benito entró en la Alameda, y dio varias vueltas; después salió para el paseo de Bucareli, y llegando a la garita de Belén, detuvo los caballos y preguntó:

—Niña, ¿a dónde vamos ahora?

—A donde quieras, continúa andando siempre —le contestó Aurora.

Benito siguió por la calzada de la Piedad hasta que llegó al último puente, y como se disponía a volver por el mismo camino, Aurora sacó la cabeza por la portezuela, y le dijo:

—Vamos a Tacubaya a casa de Florinda.

Benito obedeció, y tomó el camino que su ama le indicaba.

Aurora, durante el tiempo que el cochero gastó en dar vueltas por la Alameda, apenas había podido ordenar sus ideas.

—¡El mundo, el infame mundo! —murmuraba—. Si yo me casara con ese viejo, todo pasaría de otra manera; mi madre se contentaría, y yo gozaría con todos los amantes que me propusiera tener. Bailes, teatros, diversiones, lujo, todo, vendría a rodear mi vida; y yo, aunque casada con un viejo, sería la envidia de las demás mujeres y la reina de la sociedad; pero como me guío por los sentimientos honrados de mi corazón, todo pasa de una manera contraria. Mi madre, mi misma madre me ha arrojado de mi casa, y no ha querido ni escucharme. ¿Dónde iré? Seguramente que no puedo estar toda la noche dando vueltas en las calles; la hora del paseo se aproxima y multitud de gentes conocidas notarán que ni mi rostro, ni mi traje están como de costumbre… pero en fin, fuerza es tomar una determinación… ¿Volver a mi casa?… ni por un momento; mi madre me ha tratado con mucha dureza y con mucha crueldad, y primero pediré limosna en las calles… Don Pedro dice muy bien, que estoy deshonrada, perdida y… soy muy desgraciada…

Aurora, aunque quería hacerse fuerte, no podía; las lágrimas se le salían de los ojos, y a pesar del aire fresco de la tarde, su frente y sus mejillas se quemaban.

—¡Ah, Dios mío! ¿Y Carmela, la pobre Carmela?… Va a llorar mucho, cuando vuelva del colegio y no me encuentre… Es la única criatura que me ama en el mundo; y a ella, a ella debo no estar efectivamente deshonrada… En fin, mañana procuraré que Benito me la traiga; pero ¿a dónde?… ¿a dónde, iré, Dios mío?

En estas reflexiones estaba, cuando le ocurrió dirigirse a Tacubaya a la casa de Florinda, de aquella hermosa y desgraciada mujer, cuya historia refirió Rugiero a nuestro amigo Arturo, al salir de la tertulia a que ambos asistieron a la casa de Aurora. Florinda, después de haber vivido con lujo y concurrido a las mejores reuniones de la ciudad, durante algún tiempo, se retiró repentinamente a una modesta casa de Tacubaya, en donde vivía sola y retirada, mientras que su marido había marchado a Sombrerete a visitar algunas negociaciones de minas que tenía. Como por la narración de Rugiero conocemos algunos de los pormenores de la vida doméstica de Florinda, sólo añadiremos cuatro palabras; Pablo a los dos meses de la escena que pasó en la noche de su casamiento, entró a la alcoba de su mujer, le pasó el brazo por el cuello, y con un tono muy franco y amable le dijo:

—¡Sabes, Florinda que hasta ahora hemos obrado como unos chicuelos! Eso de ser casados, y de vivir cada uno en su recámara, y de no hablarse sino algunas palabras cada tres o cuatro días, es seguramente no sólo molesto, sino ridículo; con que olvidemos lo pasado, y vivamos en armonía y en paz.

Florinda, sea por esa ligereza de carácter propio de las mujeres, sea porque consideraba que en la situación en que se hallaba no tenía otro remedio, opuso una resistencia muy débil, y concluyó por hacer las paces con Pablo, sin devolverle el cariño y estimación que le había tenido, porque esos sentimientos son bien difíciles de volver limpios y puros, una vez que por cualquier motivo han sido arrancados del corazón.

Al día siguiente Pablo presentó a su mujer el protocolo de un escribano, para que firmase un poder amplio, que estaba ya extendido en su favor, y no habiendo opuesto dificultad alguna en otorgarlo, quedó en consecuencia autorizado para el manejo de los bienes.

A los nueve meses, un niño, a quien, como de costumbre, se puso el nombre de Pablito, vino a avivar un poco las frías e insípidas relaciones de este matrimonio; Florinda por primera vez en su vida tuvo en quien colocar dignamente el amor de su corazón, y estaba materialmente encantada con el niño, que era de ojos azules, de cabellitos de oro, e inteligente y risueño, a pesar de su poca edad. Aurora había conservado relaciones íntimas con Florinda; no pasaba una semana sin que se visitaran, y estas visitas eran siempre para hacerse mutuas confidencias, y contarse cuanto tenían de interesante en su vida de mujeres, que entre las atenciones domésticas y las penas amorosas, dividen todo interés y todo el drama de su existencia. Aurora, sin embargo, había reservado las visitas nocturnas del almibarado don Francisco; y Florinda le había también ocultado, por su parte, que día por día iba disminuyendo, no solamente el lujo con que había vivido, sino aun las comodidades más indispensables; Florinda temblaba, no por ella sino por el porvenir de su hijo.

Con efecto, Pablo desde que obtuvo el poder de su mujer imaginó, no sólo manejar los bienes, sino aumentar los negocios que no eran de juego, y lleno de ilusiones y falto de experiencia, emprendió primero el descuento de letras, después el beneficio de haciendas de azúcar, después las minas, las minas, que son una fuente de riqueza para los afortunados, pero una ruina positiva para los más. Cada día se anunciaba que la veta se iba a cortar, y cada semana, en vez de que esto sucediera, aparecían nuevos veneros de agua. Pablo, para acudir a estos gastos, pedía dinero a premio, giraba libranzas y otorgaba escrituras de hipoteca, hasta que finalmente se encontró sin tener que hipotecar y sin que en la plaza se negociasen sus libranzas, ni con seis por ciento de premio al mes; su único capital consistía ya en una mina en borrasca. Florinda había naturalmente notado la escasez de dinero; pero prudente y delicada, jamás había querido hablar una palabra a su marido; cuando tomaba a su hijo en brazos, lo estrechaba contra su corazón, diciéndole:

—Eres pobre, muy pobre, hijo mío, y no sé cuál será tu suerte.

En este estado se hallaban los asuntos de las dos amigas; y Aurora no cesaba de cavilar, cuando hizo alto en la puerta de la casa de Florinda el elegante carruaje de aquella.

Florinda, en cuanto oyó el ruido, dejó a su hijo en la cuna, salió a la puerta del zaguán y tendió los brazos a su amiga.

—Aurora, hija mía, tú tienes algo, estás muy demudada… tú has llorado, tú has sufrido mucho…

—Mucho, mucho… pero déjame decir dos palabras a Benito. Mira Benito, vuélvete a casa, pero no digas que me has traído aquí, ¿lo entiendes?

—Entonces, niña —preguntó Benito—, ¿qué haré?

—Di que me has dejado en casa de Apolonia, en donde quieras, pero menos aquí… ¿Me lo prometes?

Benito que no solamente respetaba, sino que quería entrañablemente a su ama, prometió todo lo que quiso Aurora, y tronando el látigo, se dirigió a todo trote a México.

—Entra, entra por Dios —dijo Florinda a Aurora—, porque creo que si no te hago alguna medicina, te vas a morir.

Aurora se dejó conducir casi en brazos de su amiga, la cual la llevó a su recámara, y la acostó en su mismo lecho, dándole a oler un pomito de sal-vinagre y obligándola a que tomase algunas gotas de éter.

—¿Y tu marido? —preguntó Aurora.

—No hay cuidado de que nos interrumpa: está en las maldecidas minas, y no puedo saber ni cuándo vendrá. Cuéntame, pues, lo que te haya sucedido, que yo a mi vez tengo también que contarte mis pesares; pero antes mira a mi hijo, que está hermoso como un serafín.

Florinda tomó al niño de la cuna, y ella y Aurora lo llenaron de caricias, y la madre, depositándolo de nuevo donde estaba, volvió al lado de la cama, dio un beso a Aurora en los labios, y le dijo:

—Vamos, no llores, no llores, porque entonces ni tú podrás contarme lo que te ha sucedido, ni yo consolarte.

Aurora se serenó un poco, y refirió a su amiga lo que le había pasado.

Mi casa, mi persona, todo está a tu disposición: no tendrán comodidades, porque yo, aunque no lo sé, sospecho que soy ya pobre, y si tus propias penas te lo permiten, te contaré las mías, y verás entonces que quizá soy más desgraciada que tú.

Florinda comenzó a referir los pormenores de su vida doméstica con Pablo, y la ruina de sus intereses; pero Aurora no acabó sin duda de escuchar a su amiga, porque ardía en calentura hasta el punto de delirar: Florinda le prodigó cuantas atenciones caseras fueron posibles, y pasó la noche en vela, dividiendo su cuidado entre su hijo y su amiga. Ya de madrugada, el sueño vino a hacer olvidar por un momento las desgracias y la enfermedad, y Aurora se quedó dormida en el lecho y Florinda en la alfombra con su hijo en los brazos.

Al día siguiente, ya tarde, despertó Aurora: la calentura había disminuido, pero le quedaba una palidez y un cansancio mortales, y creyéndose en su casa, llamó a Carmela, que, como se ha visto, dormía siempre en su propia recámara.

Florinda creyó que deliraba todavía, y levantándose de puntillas, se acercó al lecho, y casi tuvo miedo de lo desencajado y pálido de la fisonomía de su amiga. Con el buen juicio y talento que poseía, le hizo muchas reflexiones a ésta, cuando ya encontró que estaba más tranquila, que había pasado el fuerte ataque que tantos y tan repentinos disgustos produjeron en su sistema nervioso; pero todo fue en vano, pues se rehusó obstinadamente a volver a su casa, a no ser que su mamá viniese por ella y la contentase.

La señora, por su parte, luego que le pasó la violenta tos, procuró informarse de lo que había sucedido con Aurora: los criados le dijeron que había salido en coche; y, en efecto, cerca de las ocho de la noche regresó Benito con los caballos fatigados y sudando, y el carruaje vacío. En vano fueron las promesas y las amenazas: Benito no dijo dónde había dejado a la niña; pero la señora, alarmada al principio, se tranquilizó, teniendo por cierto, en vista de la hora en que había regresado Benito, que su hija estaría en Tacubaya: sin embargo, cerrando su corazón a la ternura maternal, y no queriendo rebajar en un grado su orgullo y autoridad, rehusó solicitar y ver a su hija, por más ruegos que le hicieron todas las criadas. Era una cuestión de amor propio entre madre e hija: las dos eran caprichosas y orgullosas; y aunque a las dos perjudicaba la imprudencia de su conducta, ninguna quería ser la primera en ceder. Sólo Carmela lloraba sin cesar todos los días; no comía, sino apenas lo necesario para no morirse; rogaba que la llevasen siquiera un momento a ver a su adorada Aurora, y sufría los malos tratamientos de la señora, que desfogaba en la inocente criatura todo su mal humor y toda la dureza de su carácter. Así, en un momento desaparecieron la calma, la alegría y la tranquilidad de una de las familias que el mundo juzgaba más felices.

Don Pedro, durante una semana, aunque se informó por los criados de lo ocurrido, consideró prudente dejar que la nube se disipase; pero expirado este término, siempre con su aire compungido, se presentó acompañado del confesor de Teresa, de quien hemos dicho que era un hombre estricto y severo, y además de poca prudencia y de ningún mundo, para poder dirigir con acierto a los pecadores por en medio de este encrespado golfo de pasiones. Tutor y sacerdote consolaron cuanto pudieron a la señora, que, perdiendo en el momento que la mentaban a su hija su carácter severo, recobraba su ternura de madre, y rogaba que a toda costa le trajeran a su hija, prometiendo perdonarla, y no volverle a mentar palabra de lo acaecido.

Don Pedro prometió que todas las cosas se compondrían, y que él conduciría al confesor a la casa de Florinda, don de ya sabían que positivamente se hallaba la muchacha.

En consecuencia, un día el menos pensado, y cuando Aurora se disponía a enviar al colegio una orden terminante para que la maestra misma condujese a Carmela a Tacubaya, paró en la puerta un modesto coche del sitio: el eclesiástico descendió de él, y don Pedro, que en el fondo tenía miedo a la muchacha, se fue entre tanto a la huerta de Torres Torija, que entonces era la más mentada de las de Tacubaya.

Apenas Aurora vio al confesor, cuando adivinó el desagradable rato que debía pasar, y se resolvió a no ceder, a no humillarse, y a no dar satisfacción de ningún género. Como hemos visto, la muchacha era inocente, y su delicadeza y su conciencia misma se ofendían de que la creyesen culpable. Así, elegante como si fuese a una tertulia, con la frente serena, conduciendo de la mano a Florinda, salió al salón, saludó fría y secamente al padre y le indicó el lugar mejor del sofá para que tomase asiento.

El padre Martín, que así se llamaba el confesor, estaba por su parte mal prevenido, tanto por los informes de don Pedro, que cuanto pudo exageró las faltas de la joven, cuanto porque ésta, ni había en muchas semanas ocurrido a confesarse, ni lo había llamado en los momentos supremos de su aflicción. El padre, que como todo hijo de Adán, tenía su buena dosis de amor propio, estaba ofendido de que fuese don Pedro y no Aurora quien hubiese ocurrido a solicitar su mediación y consejos: así, con estos malos antecedentes de una y otra parte, comenzó la conferencia.

El padre Martín era un hombre de más de cincuenta y cinco años, pálido, de mejillas hundidas y con dos grandes juanetes, que sobresalían en su rostro; sus narices largas y afiladas, y sus ojos pequeños lanzaban una mirada fija y penetrante: conservaba aún la mayor parte de su dentadura, y tenía la barba y el pelo entrecano. Sentóse, arrugando el entrecejo, y mirando fijamente a Aurora; sacó un pañuelo paliacate azul, se sonó estrepitosamente tres veces, oprimió sus narices hasta ponerlas rojas, dobló cuidadosamente su pañuelo en forma de librito, tosió, y más bien gruñendo que hablando, dijo:

—Tenemos que hablar a solas.

—Como me sospecho el objeto de la conferencia, Florinda puede escucharla: todo lo sabe.

—Como quieras —continuó el padre—, pero lo que tal vez no sabe es, que tú eres una hija desobediente, que has faltado a tu madre, y así, es menester que te arrepientas, que vuelvas a tu casa, y que le pidas perdón. Conque vamos, yo te conduciré, el coche nos espera en la puerta.

—Yo no he faltado a mi madre, ni a nadie, y no voy a mi casa —contestó Aurora.

El padre hizo un movimiento de cólera, y quiso levantarse del asiento: Aurora, por su parte, hizo lo mismo, demostrando que estaba pronta a despedirse del confesor y a cortar la conferencia.

—¿Conque es decir que te rebelas; que ni mi autoridad, ni la de tu mamá, bastan para traerte al buen camino? ¿Conque, es decir, que quieres sacrificar, no sólo tu reputación que has perdido en el mundo, sino también tu alma en la otra vida?

El padre, imprudente, lo mismo que don Pedro y lo mismo que la señora, habían herido en lo más delicado el honor de la muchacha, que era de esas naturalezas que podrían ceder al ruego y al amor, pero indomables cuando se les trata con rigor, y con esa brusca autoridad que ejercen los que se creen superiores por su edad y por su carácter social.

—¡Padre, yo no me rebelo, ni desobedezco a nadie —contestó la muchacha con los ojos cuajados de lágrimas—, lo que no tolero, es que todo el mundo tenga derecho de dirigirme insultos; y las cosas están ya en un punto que, o me volverán loca, o me obligarán a hacer lo que nunca he hecho ni he pensado hacer, es decir, a abandonar el pudor de mi educación y de mí sexo, y a no hacer caso de nada, ni de nadie!

La muchacha se dio un sentón en la silla, y recogió con cólera los pliegues de su vestido, cubriendo un pie pequeño calzado con un zapato de seda verde oscuro.

—¡Hola! ¡Hola! —dijo el padre—, ¿conque te rebelas, no sólo contra tu madre y contra tu director espiritual, sino también contra Dios? Satanás te inspira ese orgullo y esa soberbia loca, pero como él, caerás en el fango, en el desprecio, ¿qué digo? en las llamas eternas.

—Esto es mucho sufrir —dijo Aurora llorando—. ¿Yo rebelarme contra Dios? Ni por mal pensamiento: me rebelo contra la injusticia del mundo, contra los que me ultrajan. Parece que por todas partes no tengo más que enemigos.

Florinda, enternecida, se acercó, e hizo que Aurora reclinase en su seno su linda cabeza, y queriendo mediar entre el padre y su amiga, dijo:

—Es menester tratarla con más dulzura: ella es una criatura muy sensible y muy delicada, y cualquiera palabra fuerte, la exalta, y ya…

—Señora —dijo el padre, nada tiene usted que hacer en este asunto, ni debe mezclarse en una conversación que usted, como todas las mujeres, que por lo común son tontas y vulgares, no puede entender. Si ha de continuar usted interrumpiéndonos, vale más que nos deje solos… y quizá, quizá, habrá usted tenido alguna parte en que esta niña, que siempre había sido dócil y buena, haya abandonado su casa y dado tal escándalo.

Florinda se puso nácar como una granada, bajó los ojos, y no pudo responder ni una palabra.

Aurora se levantó precipitadamente, arrojó al padre una mida resuelta, y tomando del brazo a su amiga, se dirigía para la recámara. El padre Martín vio que se escapaba la oveja, y quizá podría descarriarse definitivamente, y tuvo que cambiar de tono y de maneras.

—Mira, hija mía, ten calma y paciencia, y disculpa mi carácter: ya lo conoces, es severo, duro quizá, pero en el fondo yo no deseo más que tu bien y tu felicidad. Y usted, Señora, disculpe mi reprimenda; he sido injusto… pero hablaremos con calma, y usted me ayudará a convencer Aurora.

Las dos muchachas, en cuanto oyeron estas palabras, dichas con cuanta dulzura permitía la voz áspera del padre Martín, volvieron a sus asientos con la mayor docilidad.

—Vamos, Aurora, es menester que reconozcas tu falta, y que tomes una determinación. Supongamos que tu mamá ha sido severa e injusta contigo; pero al fin, tú eres su hija, y debes sufrirla y obedecerla.

—Nunca he pensado hacer lo contrario —respondió Aurora ya con más calma—, pero cuando me ha arrojado de su casa, cuando no ha querido escucharme, ¿qué otro recurso me quedaba?

—Bien; veo que eres la misma muchacha dócil y buena, cuya conciencia he dirigido en otro tiempo, y digo en otro tiempo, porque hace semanas, qué digo semanas, meses, que no me vas a ver. Vamos, ¿porqué no te has confesado?

Aurora bajó los ojos.

—Ya, ya arreglaremos eso más tarde; ahora el asunto principal que me trae, no es escudriñar tu conciencia, eso lo haremos en el santo tribunal de la penitencia: por ahora lo que importa es fortificarte en la resolución que alguna vez habías tenido y sobre la cual yo mismo te había aconsejado que reflexionases mucho, ésta me parece la mejor oportunidad. Tú estás triste, disgustada del mundo, calumniada quizá injustamente de la sociedad, ¿qué mejor puerto de salvamento puede presentársete, que la paz y el retiro de un claustro? Allí ni murmuraciones, ni odios, ni envidia, ni deseos mundanos. Recuerda lo que decía el santo rey Salomón: vanidad de vanidades. ¿De qué te sirven los trajes de seda, los anillos de brillantes, los carruajes espléndidos, si no tienes el corazón tranquilo? Hoy mismo estás experimentando la verdad de todo lo que te digo. ¿Dónde están tus amantes, dónde tus amigas, dónde todo ese círculo de aduladores que te ha rodeado? Llorando fuera de tu casa, con tu pobre madre apesarada y enferma, no tienes más que remordimientos y vacío en el corazón…

Aurora, terrible cuando se la trataba mal, era humilde y dócil como una paloma, cuando se le hablaba al corazón. Así el lenguaje del padre Martín, que estaba tan en armonía con sus propios sentimientos, le hizo una impresión profunda, y bajando la cabeza, escuchaba, y dos hilos de lágrimas caían de sus ojos. Ella había concebido de pronto y en medio de su despecho la idea de entrar en un convento; pero cuando reflexionaba que tenía que dejarse cortar las trenzas abundantes y blondas de su cabello, que abandonar sus vistosos trajes de seda y de crespón, que encerrarse entre cuatro paredes, sin volver a ver ni los árboles frondosos de la Alameda, ni los jardines de Chapultepec, ni las calles de Plateros, San Francisco y Santa Clara, tan llenas de animación y de vida, su energía cedía ante estas consideraciones, y cambiaba de plan y de propósito y se apoyaba hasta en los mismos consejos de don Pedro, que le había dicho reflexiones muy oportunas.

Esto pensaba rápidamente mientras hablaba el padre Martín, e iba a contestarle que la dejara una o dos semanas en casa de Florinda para tomar una resolución, cuando se escuchó el ruido de un carruaje: era un tilburí color de venturina, tirado por dos grandes caballos prietos gobernados por un negro.

Florinda se asomó a la ventana, y volviendo agitada, dijo:

—¡Es Rugiero, el señor Rugiero, que sin duda ha llegado de algún viaje, porque hace mucho tiempo que no venía…! ¡Qué contratiempo! todo esto está en el mayor desorden, y nosotras llorosas. ¿Qué va a decir?

—Sí, sí, corre, introdúcelo por el corredor —dijo Aurora a Florinda—, y platícale; dile que estoy de visita aquí, pero que estoy mala… no quiero verlo, no quiero que me vea llorando y con el padre… Todo el mundo sabrá en México mañana… pero ve pronto.

Florinda corrió, en efecto, a la puerta; pero fue imposible contener a Rugiero, porque haciendo cortesías y con sus guantes puestos y vestido todo de gris, con una correcta elegancia, se presentó en medio de la sala y paseó rápidamente por los circunstantes su mirada indagadora.

—¡Qué imprudente! —dijo sonriendo—, sin duda he interrumpido alguna conferencia importante; pero encontré todas las puertas abiertas y me tomé la libertad de penetrar basta el salón. Tenía tantas ganas de abrazar a Florinda, que no pude contenerme, y esto me disculpará.

Florinda, en vez de tratar de llevar a Rugiero a otra pieza, no pudo menos que abrazarlo amistosamente.

—¡Hola, padre Martín! ¿Con que también está usted por acá en conferencia con las muchachas? Es la lucha continua: ustedes los padres queriendo llevarse a las ovejas con el miedo, y el diablo descamándolas con el amor… Déme usted esa mano.

El padre Martín, que era grande amigo de Rugiero se levantó y le estrechó la mano.

—No, no es cosa de importancia, señor Rugiero: esta niña ha tenido uno de esos disgustos frecuentes en las casas, y se trata de calmar, de calmar; esto es todo.

—Ya sabía yo que estaba por acá la hermosa Aurora. Como era natural, después de haber llegado a México pasé a presentar mis respetos a mi señora doña Micaela, y la encontré muy afligida: me lo ha contado todo, y me agrega que quizá no volverá a ver a esta niña, porque está decidida a entrar en un convento.

Aurora, el padre y Florinda se miraron espantados.

—No hay que asombrarse de eso: una madre cuando está afligida necesita desahogarse y contar sus penas, y como por otra parte, la señora me honra con su confianza, no es nada extraño… Vamos, no hay que ruborizarse, Aurorita, son aventurillas amorosas y pesares del corazón que se curan… Pero bueno será que por el momento platiquemos de otras cosas. Tengo ya ganas —continuó dirigiéndose al padre—, de que disputemos algo sobre teología; pero como tal conversación no es la más divertida para las niñas, procuraremos tratar otra materia, para disipar los pesares de Aurora, que parece ha llorado.

—No, no —dijo Aurora mortificada—, no es nada, me acordaba de mi madre y de lo mucho que me costará dejarla, si por fin me resuelvo a entrar al convento.

—Ah, ¿con que por fin está resuelta a entrar en el convento? —preguntó Rugiero.

—De eso hablábamos —replicó Aurora sonriendo tristemente—, pero aun no estoy decidida y necesito pensarlo.

—Bien hecho —contestó Rugiero—, y es menester meditarlo mucho: el padre Martín será de mi misma opinión.

—Así se lo acabo de decir, ¿no es cierto, señorita?

Florinda, queriendo desviar la conversación a otro asunto, preguntó a Rugiero de dónde venía.

—De muy lejanas tierras —contestó—: He estado en Veracruz, en La Habana, en Orleans, en San Luis Potosí, en Tamaulipas, en Guanajuato… qué sé yo… He caminado a pie, a caballo, en coche, en diligencia, en buque de vela y en barco de vapor: dos veces se me ha volcado el carruaje, tres veces ha tropezado el caballo conmigo y dos veces he naufragado… por más señas que en la última nada faltó para que perecieran conmigo personas que ustedes conocen y a las cuales profesan mucha estimación, particularmente la niña Aurora, que a pesar de lo compungida que está con los elocuentes discursos de mi buen amigo el padre Martín, las recordará con gusto.

—¡Es posible! —dijo Florinda—, ¿y nada ha sucedido a usted, ni con las caídas del carruaje, ni con los tropezones del caballo, ni con los naufragios?

—Nada; a mí nunca me sucede nada —dijo Rugiero sonriendo—, muy feliz sería yo si me sucediera, porque era señal de que alguna vez podía morirme, y ya he platicado diversas ocasiones con este virtuoso sacerdote sobre mi inmortalidad.

—Sí, sí —dijo el padre desarrugando un poco el ceño—, el señor Rugiero cree que porque ha pasado de los cuarenta años sin tener enfermedades, ni pesares, y se conserva como ustedes lo ven, fresco y joven todavía, no ha de morir nunca. Se engaña, se engaña, porque esa es una sentencia que pesa sobre todo el género humano, y por eso debemos despreciar las vanidades de una vida que al fin dura tan poco… Pero dejando a un lado la broma, me alegro de que no haya tenido contratiempo notable en sus viajes. Yo soy hombre agradecido, y siempre recordaré que este señor Rugiero me sacó del canal de San Lázaro, donde me habría ahogado, a no ser por su oportuno auxilio: iba yo a confesar a un amigo a quien acometió una grave enfermedad en el Peñón Viejo; las mulas se espantaron, el carruaje volcó y yo caí en el canal, sin poderme desenredar de mi manteo, en el cual, a causa del frío me había yo envuelto, Repentinamente una mano fuerte asió mi brazo y me sacó fuera, cuando sin poderlo evitar me hundía; salí y vi a un caballero en una carretela con un par de caballos negros con unos ojos colorados como de fuego y unas narices abiertas, por donde arrojaban columnas de humo. Me parecieron los caballos del diablo, y tuve miedo; pero el caballero era tan atento y cortés, que no pude menos, en medio de mí susto, de estrecharle la mano.

—El caballero está presente, y los caballos y el cochero están en la puerta —respondió graciosamente Rugiero—: Esa tarde fui a comprar a Pepe Elías Fagoaga unas quinientas mulas, y regresaba yo, cuando observé un carruaje que había volcado en el canal. Lo demás lo ha referido el padre con exactitud, habiéndose olvidado de decir que lo recogí en mi carretela, que troné el látigo, y que en diez minutos lo conduje a la puerta del Oratorio de la Profesa.

Aurora durante esta narración había estado preocupada, pensando en quiénes serían las personas que estuvieron a punto de perecer en el naufragio que refería Rugiero. Involuntariamente se le venía a la memoria el nombre de Arturo, pero no se atrevía a preguntar, hasta que por fin se decidió, dirigiéndose a Rugiero.

—¿Podríamos saber quiénes eran las personas que estuvieron a pique de ahogarse en el naufragio?

—¡Ah!, ya sabía yo que me lo habían de preguntar. Ningún inconveniente tengo en decirlo; eran el capitán Manuel y Arturo.

Aurora se puso pálida, y casi involuntariamente prosiguió:

—¿Pero ninguno pereció?

—Ninguno.

—¡Gracias a Dios!

—Es una buena pieza por cierto ese Arturo: durante el naufragio tuvo su miedo, pero a las dos horas de haber desembarcado, reía, y cantaba y charlaba con las muchachas, como de costumbre.

Aurora se quedó pensativa, mejor dicho, celosa: la idea del olvido completo de Arturo era para ella más terrible que la aventura de Francisco, que el enojo de su mamá y que los altercados con el confesor.

Rugiero sin duda penetró el pensamiento de la muchacha, y se apresuró a echar alguna poca más de hiel en aquella alma lastimada y abatida.

—No hay que ponerse triste, Aurorita; todo se pasa y se borra con el tiempo, que es el mejor médico de las heridas del alma: Arturo, a mi me consta y yo puedo dar testimonio de ello, habría dado su vida por ser el esposo de usted; pero jamás se atrevió a formalizar nada, porque usted era rica y llena del orgullo que con justo título dan la hermosura y la juventud, y el pobre muchacho, lleno de pesares domésticos, de desgracias y de sinsabores, se echó a andar por esos mundos de Dios, viviendo a expensas de su amigo el capitán.

—No, no es eso, señor Rugiero —contestó Aurora animándose por grados—, sino que los hombres no sé qué empeño tienen en hacer, ya por un lado, ya por otro, desgraciadas a las mujeres. Arturo, es verdad que jamás me dijo más de lo que puede llamarse cumplimientos; pero si él tenía las intenciones honradas que usted dice, podía haberse dirigido a mi madre. En cuanto al dinero, no puedo creer sino que es un pretexto ridículo; aunque es verdad que su padre se declaró en quiebra, quedaron, sin embargo, en la casa muy buenas alhajas, y por cierto que yo tengo un aderezo de esmeraldas idéntico al que muchas veces vi a la madre de Arturo: el caso es que Arturo nunca ha pensado en mí.

—Pues yo puedo asegurar que ha pensado, y mucho, en usted —respondió Rugiero—, pero también puedo decir, porque me consta, que hoy ya no piensa. ¿Cree usted que sabiendo que iba yo de México, ni siquiera me preguntara por tantas y tantas personas por quienes él en otro tiempo se interesaba?… ya se ve, según me dijeron, estaba para casarse con una guapa muchacha que se llama Pepa.

Aurora fingió que tosía, para que no conocieran sus emociones, y procurando dar a su voz trémula un aire de indiferencia, dijo a Rugiero:

—¿Y en dónde dejó usted a Arturo?

—En Tampico, muy alegre y muy contento.

Aurora calló, bajó los ojos, y no volvió a hablar ni una palabra.

—Vamos, no quería yo hablar de teología, porque no se durmieran estas niñas; pero hablando de amores, mi venerable amigo el padre Martín está ya bostezando. Para todos los padres el amor debería ser tan inteligible, como para una niña la teología, ¿no es verdad?

El padre Martín, que no recibió bien la chanza de Rugiero, frunció, como lo tenía de costumbre, el entrecejo, y no contestó nada.

—Señoritas, he cumplido mis deberes de caballero, teniendo la honra de saludar a ustedes, y el grato placer de haberlas encontrado con salud y alegría.

Rugiero cargó el acento en esta palabra, y Florinda y Aurora se miraron tristemente.

—Florinda, sé que el amigo Pablo está en sus minas de Sombrerete: quiera Dios que vuelva pronto; pero mucho temo que dilate. Conque, mis señoras, estoy a sus pies; y a usted, padre Martín, le deseo que salga bien de su conferencia, y que no dé otro vuelco en el canal, porque no siempre el diablo estará de humor de sacarlo de un pantano.

Rugiero sonrió, estrechó la mano a las muchachas y al padre, hizo con muy buen estilo dos caravanas, y salió. Casi al mismo tiempo se oyó el chasquido del látigo, el gruñido del negro cochero, que gritaba a los caballos prietos y el ruido de la carretela que como una pluma arrebatada por el viento, desapareció entre una nube de polvo.

Apenas se había marchado Rugiero, cuando Aurora, dirigiéndose al padre Martín, le dijo:

—Mientras que se han platicado esas cosas frívolas de amor, yo he reflexionado profundamente, y he tomado ya mi resolución… Entraré en un convento.

—Ven, hija mía, deja que te abrace —exclamó el eclesiástico levantándose del asiento, y llenándose de júbilo por el triunfo que acababa de obtener—: Ven, hija mía —continuó—; al fin mis palabras han llegado a tu corazón, y vas a entrar en la senda de la verdadera felicidad. ¿Pero no habrá ya ninguna variación?

—Ninguna, absolutamente; repito que estoy resuelta.

—¡Bendito sea Dios —exclamó el sacerdote—, que me ha concedido el ganar una alma para el cielo!

XI. Confesión general y testamento de Aurora

El padre Martín, contento con su triunfo, no se detuvo más tiempo en casa de Florinda, sino que en el mismo coche se dirigió a México a darle parte a la madre de Aurora del éxito feliz de su comisión. Don Pedro, que se había cansado de cortar flores y de tomar sombra debajo de los fresnos de la casa de Torres Torija, y que por otra parte no quería ser visto de Aurora, se dirigió al portal que está enfrente de la hacienda de la Condesa, a esperar al confesor; y tan luego como observó el coche, se dirigió a él, abrió la portezuela, y se lanzó adentro, con más ligereza de la que le permitían sus años y sus dolencias.

—¿Qué tal, mi venerado y querido padre? —le dijo—; veo en vuestro semblante que habéis obtenido un triunfo.

—Completo —dijo el padre—, y no podía ser menos, contando con la elocuencia que Dios inspira a los que de buena fe se dedican a arrebatar las almas de las garras de Satanás: la niña, como era natural, resistió; pero la he dejado enteramente resuelta.

—¿A casarse? —preguntó don Pedro con inquietud.

—No, a entrar a un convento, y abrazar la vida religiosa.

Don Pedro dio un salto, como si le hubiera picado una abeja, porque había hablado al padre Martín de sus proyectos de matrimonio; pero éste que, como se ha podido observar, no creía que ninguna mujer pudiese salvarse sino en el claustro, ni siquiera imaginó inclinarla a la vida matrimonial.

—Bueno, muy bueno —dijo don Pedro componiendo su semblante—, me agrada mucho esa resolución. En efecto, es el camino más seguro de llegar a la perfección; pero una vez que se ha conseguido tal victoria, es necesario no desperdiciarla, para mayor honra y gloria de Dios.

—Una vez que la niña esté en el convento —contestó el padre sencillamente, no pudiendo adivinar a donde quería ir a dar don Pedro—, no queda más, sino dirigirle bien la conciencia, y acabar de arrancar de su corazón los resabios mundanos, que ha adquirido en el siglo.

—Eso se supone, y usted, mi padre, lo hará a las mil maravillas —contestó don Pedro—, pero quería decir que la niña es rica, y muy rica; que mi señora doña Micaela es ya anciana, y que por el orden natural debe morir pronto. En este caso, y sin perjuicio de tercero, esos cuantiosos bienes, que irán a dar quizá a manos impuras, que harán mal uso de ellos, será muy conveniente que se apliquen a objetos piadosos.

—Es verdad: no había pensado en ello, amigo mío, y usted me da una buena luz; pero ya que tan celoso se muestra siempre por los intereses de la Iglesia, es menester que nos ayude eficazmente. ¿Quién mejor que usted puede ser el apoderado de la señora, y quién mejor que usted, en un caso dado, puede aumentar y conservar esos bienes, para que sirvan para los pobres y para tantos objetos piadosos?

—¡Oh! Yo no merezco tanta confianza; pero si usted persuade a la señora, haré el sacrificio de echarme a cuestas un trabajo superior a mis fuerzas. Bastantes años de vida me ha quitado el manejo de los intereses de Teresa; y con todo y haber puesto en ello mis cinco sentidos, no he logrado que sea feliz, ni que esté contenta.

—Dios recompensará a usted, amigo mío —contestó el padre de muy buena fe—, lo que haga en la tierra por los huérfanos y por los desvalidos… Pero no hablemos más del asunto, que yo me encargo de arreglarlo todo con la señora, que es una santa, y que me obedece ciegamente.

Aunque el coche iba aprisa, don Pedro propuso que mientras llegaban a la garita, rezasen el rosario; y en efecto, antes de pasar por la puerta de la Acordada, habían concluido ya la letanía. Don Pedro, no pudiendo de pronto obtener ni aún la esperanza de casarse con Aurora, se conformaba con el manejo de los bienes; y antes de que sucediese otra cosa, quería que el poder, inventarios y documentos estuviesen en regla, para que una conferencia entre la madre y la hija, no fuese a destruir tal vez sus planes.

—Ya verá la loca muchacha —dijo don Pedro para sí—, la diferencia que hay entre ser libre, rica y dueña de su voluntad, a ser pobre, y vivir y morir encerrada entre cuatro paredes; pero puesto que ella lo ha querido, así se hará; y profesará, y tres más, o me dejaría de llamar Pedro. Ahora me toca a mí reírme a carcajadas.

Y en efecto se rio, de manera que el padre lo notó, y se lo quedó mirando.

—Nada, nada, recuerdo los chistes y los sustos de la ama de llaves; y por otra parte, no puedo menos de estar muy contento de haber tenido mi pequeña parte en la felicidad de esta honrada familia. Veamos si la obra se completa.

El padre y don Pedro se apearon en la puerta de la casa de Aurora, y todos los criados se quitaron el sombrero, excepto Benito, que sin saber por qué, suponía al viejo autor de todo el disgusto que había ocurrido en la casa.

En el momento en que avisaron a la señora quiénes la aguardaban en la sala, se levantó, y salió llena de inquietud.

—Todo está terminado satisfactoriamente —dijo el confesor.

—¿Conque Aurora se arrepiente, y vuelve a su casa? —dijo la madre llena de alegría.

—Mejor que eso todavía —replicó el eclesiástico—: Está ya decidida, y entra al convento.

—¿Al convento? —exclamó la madre, poniéndose pálida.

—Sí, al convento —afirmó el padre—, ¿no eran esos los deseos de usted?

—Sí, es verdad… pero… yo pierdo a mi hija, a la hija de mis entrañas, y quedo sola, sola en el mundo: ustedes me la arrebatan; ustedes me la quitan.

La madre, aunque de carácter agrio y duro, era al fin madre; y cuando pensó que tenía que separarse para siempre de su hija, sintió toda la imprudencia de su conducta: un dolor supremo y profundo llenó su corazón, y por aquella fisonomía pálida y fría, por primera vez, después de mucho tiempo, corrieron abundantes lágrimas. Don Pedro y el padre la consolaron, y la persuadieron a que por su parte, y en obsequio de la salvación de su hija, hiciera este gran sacrificio, y aprovechase la oportunidad, para que los bienes que pertenecían a Aurora, se dedicasen a obras de beneficencia. La señora, traspasada de dolor, sin voluntad propia, porque los argumentos con que se defendió, fueron muy débiles, consintió en todo, y abandonó la dirección de su casa a sus dos buenos amigos. En el mismo momento, y sin descansar ni un minuto, se fueron al oficio de un escribano, y allí se redactaron todos los documentos necesarios, que la señora firmó sin siquiera leerlos. Don Pedro, al acostarse en su cama en la noche de ese día borrascoso, decía:

—Vamos, parece que el tiempo no se ha perdido; pero este silencio respecto a Teresa, no sé por qué me perturba e inquieta. En tanto tiempo ni una sola carta de La Habana, o de España.

En cuanto a la madre de Aurora, poco le importaba lo que decían el poder, ni los documentos, ni lo que había firmado: lo que por aquel momento le preocupaba, era su hija; y muy de mañana, y sin cuidarse ya de ceremonias, y echando el amor propio a un lado, mandó poner a Benito el coche y se dirigió a Tacubaya, con el fin de perdonar a su hija, de persuadirla a que volviese a su casa, y de quitarle de la cabeza que entrara al convento; pero esto lo hacía como en secreto, porque tenía temor de contrariar la voluntad del padre y la de don Pedro, a quienes tenía grande consideración, y aun puede decirse, respeto. La corta distancia que hay entre México y Tacubaya, se le hizo eterna, pero al fin llegó, y sin preguntar a los criados, ni al portero, ni guardar ceremonia alguna, se introdujo por las piezas, hasta que llegó a la recámara donde estaba Aurora, que triste, pero tranquila, se peinaba delante de un tocador.

Benito, tan luego como dejó a la señora, y adivinando los deseos de Aurora, volvió a México en busca de Carmela. El pobre criado creía que con esto volvía ya la paz y la tranquilidad a la familia, y habría dado su brazo derecho por ver a la niña risueña como antes, saludando a sus amigas en el paseo.

—Aurora, hija mía, ¡qué crueles días me has dado! ¿Por qué haces eso con tu madre?

Aurora tiró los peines que tenía encima; se cubrió el seno con su bata, y se echó en brazos de su madre.

—¿Yo dar pesares a mi madre? Nunca, nunca: es quizá la primera vez que llora por mí; pero yo no tengo la culpa: usted me ha arrojado de su casa; ¿qué había de hacer?

Madre e hija lloraron un momento: después las dos procuraron calmarse como personas reflexivas y bien educadas, y que no querían dar en una casa ajena el escándalo de gritos y de sollozos. Florinda, que entró, y contempló en silencio esta escena, acercó una silla a la señora, y volvió a salir de puntillas.

—No, no —dijo Aurora—: Tú has sido mi mejor amiga, y nada tengo reservado para ti. Lo que voy a decir a mi mamá, no te lo he dicho, pero puedes oírlo: tú has sido como yo muy desgraciada, y podrás concederme la razón.

Florinda acercó su silla, y en ese mismo momento entró una criada.

—Una carta del correo, señorita.

—Dame, dame; será de Pablo sin duda.

Florinda abrió la carta, y la recorrió con la vista.

—Es de Pablo —dijo a Aurora—. Siempre dice lo mismo: que la veta está al cortarse, y que entonces vamos a ser muy ricos, y todos nuestros negocios se compondrán: agrega que muy pronto estará aquí; pero la carta es de fecha muy atrasada. No me manda ni un centavo, ni me dice a quién debo ahora ocurrir por dinero. ¡Pobre hijo mío! —exclamó arrojando con tristeza la carta en el costurero.

La señora doña Micaela no había dejado de mirar fijamente a su hija; y por las observaciones que pudo hacer, le pareció que había ya tomado una resolución irrevocable.

—¿Conque estás decidida a entrar en el convento?

—Decidida —contestó Aurora.

—Vamos, hija mía, reflexiona bien: no se hable más de lo pasado, y vente a tu casa con tu madre, con tus criados, con todas las comodidades de que has gozado. Es verdad, que he sido cruel contigo; pero, ¿qué quieres?, una madre es natural que sea celosa del amor y del honor de su hija; pero, repito, no hablemos más de eso.

—Ahora que verdaderamente sois mi madre, y no el otro día que la cólera os cegaba, debo abriros mi corazón. Yo cometí, en efecto, una imprudencia recibiendo a un joven; pero juro por Dios, que nos ve, que no falté en nada a la decencia ni aún a la educación; el Señor, que siempre premia en esta vida las obras de caridad que se hacen, me recompensó sobradamente, destinando a Carmela para que fuese mi ángel custodio.

—Explícate, hija mía, explícate —dijo la señora conmovida—, y no temas que te diga una palabra que pueda molestarte.

Aurora le refirió lo que había pasado con don Francisco.

—Dios, en efecto, te salvó, Aurora, de la perfidia de un malvado; pero puesto que eso es la verdad, porque tú nunca me has engañado, ¿por qué tantas lágrimas? ¿Por qué destruyes tu casa?, ¿por qué esa resolución de encerrarte en un claustro?…

—Mientras mi conciencia ha estado tranquila, yo he podido afrontar la envidia y las murmuraciones; pero ahora que hay un fondo de aparente verdad que me condena, ¿quién me creerá inocente? La sociedad es bien injusta, madre mía, y mi lujo y mi juventud no harían otra cosa sino recordar todos los días la deshonra de mi casa. El olvido y el silencio son el único remedio que tiene una mujer, cuando una calamidad semejante ha venido a interrumpir la serenidad de su vida.

La madre callaba y bajaba los ojos, convencida por las reflexiones de su hija, y guiada también en parte por los deseos de encontrar un motivo fundado para que entrase en el convento.

—Pero el verdadero motivo —prosiguió la muchacha—, es otro: quizá el tiempo borraría en mi corazón el disgusto profundo que ha producido la conducta villana de don Francisco, y la sociedad, cuando tuviese otra cosa en que ocuparse, me olvidaría a mí; pero yo no puedo olvidar lo que está aquí en el fondo de mi corazón. Hace mucho tiempo que guardo este secreto, que no he dicho ni a mi confesor, porque no es un pecado, ni a mi madre, porque no podría consolarme, pero que en estos momentos es preciso que revele, porque me mataría si lo guardase por más tiempo. Una noche, que puedo decir ha sido la más desgraciada de mi vida, fui a un baile al teatro Nacional: allí vi por primera vez a Arturo, a quien tanto mi madre como tú, Florinda, conocen: bailó conmigo, me dijo las palabras comunes que los hombres dicen a todas las mujeres; le contesté riendo con la ligereza propia de mí carácter; le di una flor, le permití que guardase un listón desprendido de mi calzado, y a consecuencia de esto mediaron palabras fuertes entre el capitán Manuel y él, y quedaron citados para un duelo. Yo temí que mi reputación se comprometiese con un lance semejante, y que mi mamá, creyendo tal vez otra cosa peor, tuviese un gran pesar: con el poder y el prestigio que da la juventud a las mujeres, traté de componer a los que se habían desavenido, y dije a Arturo palabras que seguramente le dieron esperanzas fundadas de que yo le amase. El baile acabó, y en los días siguientes supe que, lejos de haberse verificado el duelo, los dos rivales quedaron muy amigos, conviniendo en que Manuel continuaría sus relaciones con Teresa, la tutoreada de don Pedro, y Arturo conmigo. No sé qué mala impresión sentí al saber que este lance había tenido tan ridículo fin; y ese pacto, ese convenio amistoso de dos hombres que se reparten a las mujeres como si fuesen unos floreros, o unos adornos de lujo, me pareció vulgar y desagradable: así es que la primera entrevista que tuve en mi casa con Arturo, que fue la noche de la tertulia a que tú, querida Florinda, concurriste, procuré zaherirlo amargamente: él no se quedó callado, y contestó mis sátiras con otras más amargas. Desde esa noche me propuse aborrecer a este joven fatuo, ocioso y calavera, y al menos así lo creí; pero me sucedió todo lo contrario. Noche por noche tenía delante su figura, tal como lo vi en el baile; sentía que su mano estrechaba la mía; oía el metal de su voz; sentía los latidos de su corazón, y estaba segura de que a nadie, a nadie en el mundo, amaba más que a mí: así todas las tardes esperaba verlo a caballo en el paseo, y en efecto, así sucedía; por las noches me ponía al balcón, porque suponía que pasaría por la calle: cada vez que el portero sonaba la campanilla de la escalera, el corazón me daba un vuelco y esperaba por momentos verlo entrar sólo, o en compañía de Rugiero… Rugiero mismo me simpatizaba, porque era el amigo y el compañero de Arturo: en una palabra, yo estaba no solamente enamorada, sino loca perdida por este hombre. Pero ¿qué hacer? Arturo en el paseo me saludaba con indiferencia; a mi casa no volvió, en el teatro dirigía el anteojo a todos los palcos, menos al mío; y este desprecio de Arturo y esta privación que la naturaleza y la sociedad han impuesto a las mujeres para descubrir su corazón, inflamaron más y más mis sentimientos, y a medida que esto sucedía, tenía yo, por propio decoro, que disimular, que encerrar este secreto en mi pecho, porque me habría cubierto de ridículo, si se hubiese llegado a saber que yo adoraba a un hombre que me trataba, no sólo con indiferencia, sino con desprecio. Repentinamente Arturo desapareció, y procurando informarme, supe que se había marchado de México, en compañía de su amigo el capitán: cuando estuve cerciorada de esta noticia, puedo decir que respiré, porque me figuraba que para una locura semejante a la mía, no había mejor remedio que la ausencia y el olvido; pero sucedió lo contrario. Una tristeza profunda, un fastidio mortal comenzaron a pesar sobre mi vida: me consideraba sola, absolutamente sola: el paseo me parecía insoportable, el teatro me cansaba: en todas partes buscaba a Arturo, y en cada joven que veía, procuraba encontrar semejanza con él, ya por sus ojos, ya por su cuerpo, ya por su modo de vestirse. La esperanza de que regresara pronto me mantenía, y me habría considerado feliz, no ya con su amor, sino siquiera con verlo una que otra vez, con recibirlo de visita cinco minutos cada mes. Dicen que el corazón de las mujeres es un abismo: en efecto, ¿quién podría adivinar en mí tal pasión?, ¿quién podría pensar que yo sufría, que yo suspiraba, que las lágrimas venían a cada momento a mis ojos por un hombre a quien había tratado tan poco? En fin, quise ser superior a mí misma, desterrar de mi corazón este sentimiento, y decidirme a amar a otro: Don Francisco se presentó, y sin reflexión de ninguna clase, acepté sus relaciones, únicamente porque se parecía a Arturo. Yo jamás amé a ese hombre; amaba en él el retrato de otro; amaba a Arturo sin saberlo, y con esta semejanza, con esta ficción engañadora, que fue menester que inventara mi corazón, me consideraba feliz y absolutamente curada de mi triste y fatal locura. Lo que sufre una mujer cuando se halla en una situación semejante, no son capaces de comprenderlo ni mi madre, cuya virtud y severidad la ponen al abrigo de todas estas, que confieso, pueden llamarse locuras, ni tú, Florinda, que ya tienes el amor puro y santo de un hijo, que con sus caricias y con su sonrisa paga la ternura de tu corazón. ¿Podía yo escribir a Arturo?, ¿podía llamarlo a México?, ¿podía declararle mí amor? No, esto habría sido el colmo de mi infortunio, porque desde ese momento no le habría inspirado más sentimiento que el de la lástima… quizá el del desprecio Al contrario, era menester que el orgullo y el pudor de la mujer triunfaran de su debilidad: así es, que al menos, siempre me he mostrado altiva, orgullosa, superior a él, y estoy segura de que ni remotamente ha conocido mis sentimientos. Esto puede explicar el misterio del corazón de la mujer, cuyo papel es sufrir, callar, reír cuando las lágrimas se le vienen a los ojos, volver la vista cuando más quisiera ver, despreciar, tal vez, cuando quisiera arrojarse a los pies del que ama. Lo que se sufre, lo que duele el corazón, lo que padece el espíritu, eso se calla, porque nadie lo puede entender en el mundo, que con ligereza y con injusticia siempre juzga por las apariencias…

Aurora se había llenado de animación; los colores habían encendido su rostro, al hacer la franca confesión de sus amores secretos: quedóse un momento callada, y después continuó, viniendo a sus ojos las lágrimas, que había reprimido en sus párpados.

—Ahora, ¿quién me ha de querer, ni qué esperanzas tengo de felicidad? Arturo, me ha olvidado completamente; va a casarse en Tampico, y aún cuando esto no fuese así, después de lo sucedido, yo tendría vergüenza y remordimientos de ir a su lado. Lo amo, lo amo mucho, y querría ser amada de él, sin que una sospecha, sin que una duda, viniesen a turbar nuestra felicidad… Pero esto ha sido siempre un sueño, y hoy es imposible: así, abandonada de todos, triste, sin esperanzas, sin juventud dentro de poco, no tengo más sino acogerme a Dios, a Dios, que ve el fondo de nuestros corazones, que conoce nuestras faltas, y que siempre es clemente y benigno, cuando todos, todos nos abandonan en el mundo. Éstas son mis razones, madre mía: por eso quiero encerrarme en un claustro, porque mi compañía, triste, enferma y desgraciada como estoy, no sería para usted más que un motivo constante de pesar y de amargura. La vida del claustro, que será absolutamente nueva; la resignación que espero me dará Dios, y el olvido de todo lo que pertenece al mundo, harán tal vez, que en lo de adelante, mi existencia sea al menos tranquila, ya que no dichosa.

La madre, aunque no estaba ya en la edad de comprender los sentimientos de su hija, pudo, sin embargo, persuadirse a que en efecto su posición era rara y singular, y a que no tenía más remedio efectivamente que el convento: así es que respondió a su hija:

—Bien, hija mía, bien: el Señor ha querido que en medio de las pasiones de la juventud conserves sentimientos honrados y cristianos: tu separación me puede costar la vida; pero al menos tendré el consuelo de que te dejo segura en un claustro, y de que no serás víctima de la seducción ni de la perfidia de los hombres.

—Jamás he hablado de intereses —dijo Aurora—: He gastado cuanto me ha venido a la fantasía, y supongo que soy rica; y si esto es cierto, pido licencia a mi madre para disponer de lo que tenga. Voy a morir para el mundo, y nada, absolutamente nada deseo más que la corta pensión de las religiosas, que quedará asegurada con mi dote.

—Todo lo que hay es tuyo, muy tuyo, hija mía: tu padre aumentó su caudal con su trabajo para ti, no más que para ti; y yo también por mi parte bien poco necesito. Lo que hay en nuestra casa se venderá, y yo me reduciré a vivir en compañía de alguna antigua amiga, que sea pobre, para que me cuide en los últimos días, y me consuele de la ausencia de mi hija.

—¿Entonces podré hacer mi testamento, y dejar lo que yo tenga a las personas que me sean más queridas?

—¿Testamento, hija mía?

—Sí, un testamento, porque, repito, voy a morir para el mundo: las galas, los trajes, todo lo dejaré en la puerta del convento. Mientras viva mi madre, todo será suyo; pero así que Dios se sirva llamarla a su gloria, ¿quién disfrutará nuestro caudal?, al menos no quiero que suceda lo que con la pobre de Teresa, que ha pasado su vida entre las enfermedades y las lágrimas, mientras otros han disfrutado de su dinero.

—Es que —contestó la señora algo turbada—, tu confesor y don Pedro están encargados de…

—¿Don Pedro? ¿Don Pedro? Entonces con tanta más razón: no sé por qué me parece que ese hombre es mi ángel malo. Es necesario que todo quede hoy concluido.

Benito entró a ese tiempo seguido de Carmela y con una cajita en la mano.

—¡Carmela!, ¡hija mía! —dijo Aurora corriendo a abrazar a la criatura—, estás destinada a ser huérfana y a estar siempre sola. Perdiste a tu madre, pero yo la había reemplazado, porque te quería como ella, ahora, Carmela, te vas a quedar sin tu segunda madre.

La niña se abrazó fuertemente de la cintura de Aurora, y comenzó a llorar.

—No, no creas que me voy a otra tierra, y que te dejo, Carmela: voy a entrar al convento, y allí te llevarán a que me veas todos los días, y cuando crezcas un poco más, entonces, si tú quieres, me acompañarás unos días. Tranquilízate, hija mía, y no llores: tú no sabes como yo lo que son pesares: tú no conoces todavía el mundo; tú no eres tan desgraciada como yo… ven, ven.

Aurora con las lágrimas en los ojos, tomó con sus dos manos las mejillas de Carmela, y le besó diversas veces con entusiasmo su boquita de rosa.

—Mira, te enseñaré tus alhajas, y no hay que llorar; y como tengo bastante comprimido el corazón, tú no debes aumentar mis penas.

Carmela correspondió a los besos de Aurora, y le dijo:

—Bueno, ya no lloro, pero me iré con usted al convento, o a donde se vaya: si no, le prometo, que me saldré a la calle, y que no volveré a ver a usted más.

—¿No querrás quedarte con Florinda? Ella me hará el favor de encargarse de tu educación. ¿No es verdad que lo harás, amiga mía?

Carmela hizo una muequilla negativa, y volvió a abrazarse de la cintura de Aurora.

—Vaya, dejemos eso para más tarde: yo prometo que en todo te daré gusto; por ahora vamos a ver tus alhajas. Con el valor de ellas, aún cuando nada te diera yo, tendrías para completar tu educación y para vivir feliz toda tu vida; pero créeme, hija mía, las mujeres necesitamos algo más que del dinero para ser felices.

Aurora suspiró profundamente, se sentó en una silla baja, colocó a sus pies a la niña, y abrió la cajita de alhajas, que Benito había dejado en el sofá.

—Mira, ¡qué collar de esmeraldas tan hermoso! Cuando seas más grande, te sentará muy bien a ti que eres tan linda y tan blanca. Irás al paseo, al teatro, a todas partes, y serás la admiración de cuantos te vean… pero, ¿de qué te servirá?, de lo que a mí me han servido mis alhajas y mi lujo —continuó arrojando a un lado tristemente el collar—. En fin, no pensemos en esto… levántate un poco, y te pondré esta soga de perlas.

Carmela se levantó, y Aurora le puso la soga de perlas.

—¡Vaya, si te sientan bien! Es una soga mejor que todas las mías, y jamás me ocurrió ponérmela… ya se ve, y ¿para qué?… para que los hombres se enamoren de las alhajas, y no de nuestras virtudes, ni de… nada, nada… Carmela… te aconsejo; no, te mando, y nunca lo olvides, que jamás, cuando estés en estado de aparecer en el mundo, te adornes con alhajas ningunas, porque seguramente serán tu perdición.

Carmela se quitó la soga de perlas, y la arrojó al sofá.

—Sí lo prometo, pero prométame usted que nunca me abandonará.

—He aquí un compromiso —dijo Aurora—: ¿Qué dices, Florinda? será menester que me lleve a esta niña al convento o que…

—O que no entres al convento —le contestó Florinda—, y será lo mejor.

—Se conoce que tú no eres tan desgraciada como yo —contestó Aurora bajando la vista—, pero sobre eso no hay que hablar; he dicho que mi resolución está tomada, y las mujeres somos así. Sólo la muerte me lo estorbaría.

—O Arturo —le dijo Florinda en voz baja, y procurando chancearse.

—Arturo… sí… con una palabra suya todo lo abandonaría, e iría al cabo del mundo… pero eso es imposible… dejemos este pensamiento, y vamos a concluir el examen de estas alhajas.

Aurora quiso poner un semblante alegre; sonrió, hizo que Carmela le encendiese un cigarro, pues solo fumaba cuando tenía un pesar grave o una fuerte emoción; se puso en pie, se llenó las manos de anillos, se paseó por la sala llena de garbo y de coquetería, y al fin se volvió a sentar pálida y con los ojos húmedos. Florinda tenía miedo de que su pobre amiga se volviese loca; Carmela seguía con sus miradas tristes e inquietas los movimientos de su linda madre adoptiva, y se conocía que sufría, y que una inquietud grande la atormentaba. En cuanto a la señora, envuelta en su tápalo y acomodada en un rincón, dormitaba, y suspiraba por intervalos.

Aurora, al cerrar enfadada ya la cajita de alhajas, tropezó con un bultito: tomólo en sus manos, lo desató, y encontró el fistol de Rugiero, tal como se lo había enviado la tía Marta.

Aurora tomó en sus manos la preciosa alhaja, y se quedó mirándola con mucha atención.

—Díme, Carmela —dijo a la muchacha—, ¿recuerdas haber tú visto esta alhaja alguna vez en tu casa?

—Nunca, señora —contestó Carmela—, ni tampoco las otras: nunca, ni mamá, ni el señor que llamábamos papá, nos enseñaban eso.

—¿Tampoco recuerdas que la tía Marta te dijera algo respecto a este fistol?

—Nada.

—¡Y tú, Florinda!, ¿recuerdas haber visto esta alhaja a alguna persona?

Florinda examinó cuidadosamente el fistol, y después de un rato, dijo:

—Seguramente, o Arturo tiene un fistol muy parecido a éste, o es el mismo.

—Así lo había yo pensado; mas no me atrevía a decirlo; pero ahora aseguro que es el mismo que tenía prendido en la camisa la noche que lo vi por primera vez en el baile del teatro Nacional.

—Es cosa rara —dijo Florinda—, que esta alhaja, que parece tan valiosa, haya venido a dar a tus manos.

Aurora le contó lo que había ocurrido en esto, y que ya sabe el lector, y esta conversación contribuyó a disipar un tanto los negros pesares de nuestra hermosa muchacha, la que encargó a su amiga que prendiera en su pecho el fistol y se lo guardara cuidadosamente, ya para venderlo y destinar su producto para la educación de Carmela, ya para que si alguna vez podía ver o escribir a Arturo, aclarase el misterio en que realmente estaba envuelto el hallazgo de esta prenda, que no podía decirse a quién pertenecía. Como era ya muy entrada la tarde, fue necesario que la señora se retirase a México, no habiendo querido quedarse por más instancias que se le hicieron, y Aurora permaneció con Carmela en casa de su amiga, pues estaba resuelta a no volver a México, sino era para entrar en el convento.

Cuando quedaron solas las dos amigas, cada una se retiró a su recámara, y Carmela, contenta con quedarse al lado de Aurora, se olvidó de sus lágrimas, y salió ligera y gozosa a recorrer el jardín, y a examinar con la curiosidad propia de una niña, todos los rincones y escondrijos de la casa. Florinda, en cuanto se vio sola, corrió a besar y a abrazar a su hijo, y cerrando las puertas, desprendió el fistol del fichú que rodeaba su garganta, y donde Aurora misma se lo había colocado, y tomando una luz, se puso a examinarlo cuidadosamente.

—Todos son ricos, muy ricos —dijo—, hasta esta huérfana de Aurora tiene alhajas que valen una fortuna: sólo tú, hijo de mis entrañas, no tendrás dentro de poco, ni ropa que mudarte. Tu padre no te ama, porque si te amara, como todos los padres aman a sus hijos, habría cuidado mi fortuna que era para ti, y no hubiera tenido ese lujo que lo arruinaba visiblemente, ni emprendido esas malditas especulaciones de minas… ¡Vamos!, con esta alhaja que fuera tuya, ya viviría tranquila, y tendría para tus alimentos y tu educación, porque creo que debe valer mucho, mucho dinero.

Florinda volvía de uno a otro lado el fistol, sus ojos no se saciaban de observar las primorosas luces que despedía, y entre tanto por su cabeza cruzaban pensamientos siniestros.

—Si este fistol fuese mío… ya se ve… si por una casualidad se perdiera, Aurora no me diría nada por una parte, y por otra, tampoco haría falta a esa niña Carmela, que es dueña del más hermoso aderezo de esmeraldas que yo he visto en mi vida…

—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó repentinamente Florinda, enclavijando las manos y levantando los ojos al cielo—, quítame este pensamiento siniestro que vaga en mi cabeza… ¿yo, abusar de la amistad?… ¿yo, quedarme con una cosa que no es mía?… yo, que lejos de cogerme nada ajeno, he dado siempre lo mío… no podría ver la cara a Aurora sin ponerme encarnada… no, no… pediré mejor limosna.

Florinda se acercó de nuevo a la cuna donde dormía su hijo un sueño apacible y tranquilo, y lo miró con la mayor atención y ternura.

—Por ti, hijo mío, he tenido este pensamiento infame que me avergüenza, pero ¿qué no es capaz de hacer una madre por un hijo?… en fin, quizás las minas repentinamente darán una bonanza, y Pablo regresará rico, y como antes, volveremos a tener nuestras comodidades… Pero una vez que Aurora está resuelta a entrar en el convento y a dejar a Carmela a mi cargo, le apoyaré su idea, y yo me quedaré dueña de todas las alhajas, y no tendré necesidad de hacer perdediza ninguna de ellas: se venderán para los gastos de la educación de la muchacha, y yo tendré con qué educar también a mi hijo… Vamos, no seré ya pobre, aunque Pablo vuelva, como siempre, con esperanzas… Cabal… cabal… una mujer como yo, que toda su vida ha vivido con opulencia, verse reducida a empeñar su ropa, a pedir prestado, y más adelante, a no tener qué comer… ¡Oh, vale más la muerte que la miseria!

Florinda, con estas y otras reflexiones, procuró tranquilizarse; pero el caso fue que cuando se acostó y procuró dormirse, por más que cerraba los ojos, siempre tenía delante los reflejos de la piedra maravillosa, y más y más se afirmaba, contra su voluntad y su conciencia, en tomar cualquiera resolución, antes que dejar a su hijo en la indigencia. La noche fue para esta pobre mujer terrible y agitada, y al día siguiente amaneció estragada, como si hubiese sufrido una grave enfermedad.

En cuanto a Aurora, sus pensamientos eran de otro género. Luego que estuvo completamente sola y que reinaron el sosiego y el silencio en la casa, comenzó a reflexionar en su situación, y se apoderó de su ánimo una especie de despecho que la hacía inclinarse, no sólo a entrar al convento, sino aun a concluir definitivamente con su triste y amarga vida; quizá si hubiese tenido a mano un veneno, habría terminado sus días esa misma noche.

—Todos son fríos e indiferentes —decía—, cuando se trata de los sufrimientos ajenos: mi madre, después de haberme reñido agriamente y echado de la casa, se ha contentado con dirigirme algunas reflexiones frías, que parece han sido por cubrir las apariencias. ¡Qué! ¿Una madre que ama a su hija se separa de ella con facilidad, y al fin consiente en que adopte una resolución tan fuerte, sin llorar, sin rogarle, sin mandarle, en fin, que no labre su desgracia eterna? ¡Oh, mi madre no me ama! mi madre, dominada por el padre Martín y por ese viejo malévolo de don Pedro, se alegra en el fondo de que yo entre al convento… Florinda, Florinda, que ha sido tan buena siempre conmigo, ¿por qué no viene ahora a conjurarme, a rogarme que cambie de resolución?… Pues bien, supuesto que todos me abandonan, yo también abandonaré a todos sin sentimiento y sin pena… entraré al convento; pero nadie me volverá a ver, a todos cerraré la puerta, y haré cuenta de que murieron y que yo sola, absolutamente sola, estoy enterrada viva en un gran cementerio. Así acabarán la vanidad, el orgullo, el lujo, el amor de la célebre Aurora, de la desgraciada Aurora, que andando en el mundo con una cara hermosa, con un corazón virgen, no ha encontrado una sola persona que la ame.

La pobre criatura, agobiada con estos pensamientos y en la realidad sola y aislada en el mundo, sentía todo el desconsuelo amargo del desamparo; habría deseado personas que ardientemente le hubieran rogado que no adoptase la resolución desesperada de encerrarse en un claustro, y que le hubieran indicado otro camino, y entonces es seguro que, pasados los primeros momentos de dolor y de disgustos, ella se habría dejado conducir. Esperaba de un momento a otro que Florinda hiciera con ella los buenos oficios de una amiga íntima, ofreciéndose a hacer saber indirectamente a Arturo la resolución extrema que iba a tomar, para que el joven, regresando de sus viajes, hubiese podido mostrar decididamente o su amor, o su despego absoluto… Pero nada, todas las puertas estaban cerradas para la pobre criatura, y ella de por sí, pudorosa y llena de un noble orgullo, no se atrevía a indicar nada, y prefería el sacrificio de toda su existencia. Con mucha razón se dice que no es fácil sondear el abismo profundo del corazón de las mujeres: ellas tienen que callar a veces sus más íntimos pensamientos y sus más crueles pesares. El hombre puede elegir, puede hablar, puede valerse de mil medios que la sociedad no condena, para conseguir un objeto: la mujer en ciertos casos no tiene más camino que el silencio y la resignación.

Largas horas permaneció Aurora entregada a cavilaciones del género de las que acabamos de indicar, hasta que tomando al parecer su resolución definitiva, se acercó a un escritorio, tomó unos pliegos de papel y comenzó a escribir; ya entrada la noche, concluyó su trabajo y leyó:


Teniendo la resolución de entrar de monja en el convento de la Concepción, y no necesitando para el resto de mi vida más que el dote que pagará mi madre, es mi voluntad y la de mi madre, que disponga de los bienes que me pertenecen; y así lo hago, queriendo que se dé a esto que escribo toda la formalidad y valor que se requiere en los términos que mandan las leyes, pues ignoro la forma y modo de hacer estos documentos, para que no sean disputados ni se deje de cumplir lo que yo quiero.

Todos mis vestidos se venderán, y se les dará a los pobres el dinero que produzcan.

Florinda quedará encargada de la educación de Carmelita, y a ella le he entregado las alhajas que le pertenecen, y que a la hora de morir me entregó una anciana que recogió a la niña en la calle: siempre ha sido para mí un misterio la vida de esta niña, y nunca he podido averiguar ni quiénes fueron sus padres, ni si efectivamente murieron o viven, ni cómo le vinieron estas alhajas; pero el caso es que no habiéndolas reclamado nadie, puedo afirmar que no pertenecen más que a ella. Hay entre ellas un fistol de diamantes muy valioso, que también entrego a Florinda, y que creo es del señor Arturo, porque yo recuerdo habérselo visto prendido en la camisa: que sé busque por mi madre y por Florinda al señor Arturo, y que se le pregunte lo que hay sobre esta alhaja, pero sin mentarle mi nombre para nada.

Si, como parece cierto, Florinda está ya muy pobre, quiero que se le den doscientos pesos cada mes a ella, no a su marido, y además lo que gaste en vestir y alimentar a Carmelita.

Cuando sea más grande Carmelita, si quiere, podrá irse conmigo al convento; pero si no, que continúe viviendo con Florinda; y cuando se case con un hombre que ella quiera, se le dará la casa de la calle de don Juan Manuel; pero que de ninguna manera lo sepa su marido, sino después de un año de casados, y que al contrario, antes de casarse, se le advierta que es huérfana y pobre, absolutamente pobre.

Quiero que a cada uno de los criados de mi casa se les den cien pesos; pero a Benito, el día que quiera dejar el servicio de mí madre, o que ésta lo despida, se le darán cuatrocientos pesos para que ponga un comercio, porque este criado tan fiel, y que tanto me quiere, me ha indicado que esa sería su felicidad.

Aunque mis amigas no se han acordado mucho de mí, yo quiero, sin embargo, dejarles una prenda de mi cariño.

A Elena se le darán mis aretes de brillantes.

A Margarita, un prendedor de amatistas.

A Teresa, aun cuando por culpa de su tutor no he tenido el gusto de tratarla mucho, se le dará cuando vuelva a México mi pulsera de rubíes, diciéndole que esa prenda le recordará siempre que hay en el mundo una mujer todavía más desgraciada que ella.

Todos los anillos serán para Carmelita, y se le entregarán cuando crezca un poco más.

Las alhajas que queden, ya mías, ya de mi madre, cuando fallezca, se destinarán a la Virgen de la Concepción.

Todos mis demás bienes, hecho lo que va dicho, los dejo al señor Arturo B…; se le entregarán tan luego como yo haya profesado, sin decirle nunca, nunca, que yo se los he dejado, sino haciéndole entender que proceden de cuentas que mi difunto padre tenía con el suyo.
 

Aurora fue acordándose de diversos objetos que tenía, y añadiendo legados tras de legados a multitud de ancianas pobres a quienes socorría frecuentemente. Acabado su trabajo sacó una copia, y vestida, se arrojó en el lecho, donde se quedó dormida hasta el día siguiente. Muy de mañana le avisaron que Benito había llegado a informarse de la salud de su ama. Aurora escribió a su mamá, enviándole copia del testamento, encargándole expresamente que lo pusiera en manos de un escribano honrado, para que él llenase todas las formalidades que le faltaban. Encargaba, además, que inmediatamente fuesen despedidos de la casa, don Pedro, si volvía a ella, y Teodora, que como puede recordarse, fue la que contribuyó tanto a que Francisco llegase al punto de causar la desgracia y la ruina de la casa. Encargaba asimismo que por ningún motivo se le presentara otra vez el padre Martín, y que en su lugar se le enviase al padre N…, con quien deseaba conferenciar, y encargarle todo lo relativo a su entrada al convento.

Benito partió con la carta y la entregó a la señora, la que no pudo reprimir un movimiento de ternura; pero recobrando su frialdad habitual, comenzó a ejecutar la voluntad de Aurora. Despidió a Teodora, reprendióla agriamente; dio a cada uno de los criados los cien pesos y los cuatrocientos a Benito, mandó inmediatamente a una corredora los vestidos de Aurora y dispuso se pagase al convento el dote, a fin de que sin dilación quedase todo concluido: la madre parece que tenía prisa de acabar de salir de su hija.

Cuando los criados supieron lo que pasaba, los unos lloraban, los otros culpaban en voz baja a la señora, los otros le rogaban que obligase a la niña a que volviese a su casa; todo en vano, porque la señora, con una fría severidad, continuaba todos estos pasos, que eran el presagio del aniquilamiento y ruina de la casa.

La recámara de Aurora se cerró, las mil curiosidades que contenía su tocador se echaron en un canasto, sus roperos quedaron vacíos, y las criadas cargaron con docenas de primorosos zapatitos de seda, de medias, de ropa interior llena de calados y bordados, de flores y adornos de la cabeza. La madre se redujo a sus piezas favoritas, donde se encerró, y contra lo que expresamente le había recomendado su hija, mandó llamar a don Pedro y al padre Martín.

—Todo está concluido —les dijo luego que los vio entrar—: Aurora está ya decidida a entrar en el convento. Este golpe es terrible para mí, pero ya lo he meditado bastante, y todo lo debo sufrir por asegurar su salvación. Esta criatura es de pasiones muy fuertes y violentas, y estoy segura de que el día que yo muera, acabaría con su caudal y se perdería. Podrán formar una idea de su carácter por el testamento que ha hecho, y que me encarga expresamente que ninguno de ustedes dos vea.

Don Pedro se caló unos anteojos de oro y comenzó a leer, no pudiendo disimular la sorpresa que le causaban las disposiciones testamentarias de Aurora.

—Decididamente, mi señora doña Micaela, que estos perdularios y calaveras son muy afortunados, y cuentan con el amor de cuantas muchachas ricas hay en México. ¿Quién le parece a usted que es este caballerito Arturo?

—Ha estado de visita en casa: su padre era muy rico, y no me habría disgustado que se hubiese casado con Aurora; pero la pobre muchacha me ha dicho que no la ha querido, ni la quiere; y ahora parece que anda muy lejos de aquí.

—El mismo —dijo don Pedro—, pero lo que no sabe usted ni la niña, es que todo lo que le dejó su padre, lo tiró en el juego y en las mujeres: hasta las alhajas de su pobre madre, que era una santa señora, las jugó y las empeñó… qué sé yo… el caso es que tuvo, según creo, que salir de México, fugado de la cárcel, de donde no habría salido nunca, a no ser por estos malditos pronunciamientos, que ocasionan que los reos de las cárceles salgan en libertad. Sin embargo, puesto que es la voluntad de la niña y de usted, mi señora doña Micaela, no hay nada que decir.

—Es cierto —contestó la madre—, que el dinero es de mi hija, y yo le prometí que le permitiría que dispusiera de él a su voluntad; pero tampoco es racional consentir que todo el caudal pase a manos de un calavera, de un haragán aturdido. Precisamente he mandado llamar a ustedes para pedirles consejo.

—Desde luego digo que es inmoral y reprobado y oprobioso para la familia de usted, señora —dijo el padre Martín.

—Sin embargo —interrumpió don Pedro—, como la niña Aurorita tiene un carácter tan fuerte, es preciso darle gusto, y enviar, como ella desea, el documento al escribano; pero cuidaremos antes, de intercalarle algunas palabritas, en las que no parará la atención, no digo la niña, que nada entiende de esto, pero ni el mismo escribano. No haya cuidado, mi señora doña Micaela, que las leyes son admirables: con las leyes se puede hacer todo lo que se quiera en esta vida; y los abogados todo, todo lo que se ofrece, lo defienden, y lo entienden a su modo. Pero el negocio está en manos de personas que estiman a usted, y que velarán siempre por sus intereses y por la felicidad de su apreciable y virtuosa niña. En cuanto a las frioleras que deja a las pobres viejas y a sus amigas, déle usted gusto, y envíeselas en el acto, para que ella misma tenga la satisfacción de entregárselas. Las diligencias para que entre al convento, se concluirán en la semana, de manera que el lunes estará tranquila.

La señora llenó de agasajos y de agradecimientos a los dos personajes, y les encargó el mayor secreto en todo, de manera que no pudiese Aurora ni aún sospechar que ellos intervenían en los negocios. Hecho esto, escribió inmediatamente a su hija, y antes de cerrar la carta, la leyó en voz alta el padre Martín:


Querida hija:

Pues que Dios te ha tocado de veras el corazón, espero que no cambiarás de propósito. Te envío las cosas que quieres regalar a tus amigas, para que tú misma tengas el gusto de dárselas. Las diligencias se están haciendo con prontitud, y el lunes irá, como deseas, el padre N… para que te lleve al convento. Ya yo he sufrido el golpe, y no tendré valor para verte, sino cuando estés con toda tranquilidad en la santa casa de Dios. Lo demás se hará como encargas, y el escribano te presentará lo que debes de firmar.
 

—Magnífica carta —dijo don Pedro cuando el padre acabó de leer; llena de unción y de ternura religiosa—: Parece de una Santa Teresa.

Doña Micaela no pudo menos que llenarse de orgullo con tal adulación, y se apresuró a pegarla, diciendo:

—Todo, todo es inspiración de usted y del padre Martín, y por eso, repito, que mis negocios quedan completamente en manos de personas tan dignas y virtuosas.

Los dos viejos sonrieron, hicieron una profunda inclinación de cabeza, y estrechando la mano de la señora, salieron de la casa.

—¡Pobre criatura! se conoce que es una inocente —dijo don Pedro al bajar la escalera, y dando la mano al padre Martín—: ¡Hacer un testamento en vida y en la flor de su edad! ¡Con qué buena fe cree que los bienes son suyos!

El padre Martín, que en medio de su carácter raro, era hombre de conciencia, se detuvo en un escalón, y se quedó mirando fijamente a don Pedro: éste, que comprendió la interpelación que se le dirigía con la vista, inclinó la cabeza, y contestó humildemente:

—Es claro, supuesto que la niña entra al convento, que estos bienes son de la señora; pero cuando ella muera, serán de Dios.

Don Pedro estaba preocupada más que con todo, con la cláusula en que Aurora mencionaba el fistol: no podía dudar que era el mismo que él había tenido; pero ni remotamente imaginaba cómo había venido a dar a poder de la vieja limosnera que recogió a Carmela.

XII. La viuda de Pablo Argentón

Volvamos un momento a los personajes que hemos dejado en Tacubaya.

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, se reunieron en el comedor Aurora, Florinda y Carmela: la niña estaba risueña, las dos amigas frías: esto y la lectura de la carta de su madre, acabó de despechar a Aurora. Un siglo le parecían los días que aún tenía que pasar en Tacubaya, y deseaba con ansia que llegase el lunes para entrar en el convento de la Concepción, y romper definitivamente con el mundo, al que detestaba; una que otra palabra se habían hablado, y se disponían a dejar la mesa y retirarse cada una a su habitación, cuando oyeron que un coche paraba en la puerta. Este incidente rompió la nube de fastidio que había reinado, y sonriendo, se precipitaron a la ventana de la sala, a ver quién venía a visitarlas, o si se ofrecía un nuevo incidente relativo a los asuntos de Aurora.

Eran Elena y Margarita: hacía meses que no visitaban a Florinda, y venían con un traje muy elegante, pero vestidas de luto.

—¿Quién se habrá muerto en casa de las muchachas? —interrogó Florinda a Aurora.

—El marido de Margarita no parecía de muy buena salud, la última vez que lo vi; pero pronto lo sabremos, porque ya entran.

En efecto, Elena y Margarita abrían a ese mismo tiempo la puerta de la sala: en vez de reír y de echarse a los brazos de sus amigas, como lo tienen de costumbre las mujeres, apenas les tendieron una mano, y se sentaron en el sofá, con el rostro muy triste y compungido; y en más de un cuarto de hora no hablaron ni una palabra. Antes de que pudieran explicarse, otro coche paró en la puerta, y tres señoras Castañedas, amigas de Florinda, entraron también vestidas de luto, y con los rostros serios y casi queriendo hacer pucheros. A los cinco minutos se oyó el chasquido de un látigo, y descendió de un carruaje negro Rugiero vestido de luto.

La inquietud de Florinda y de Aurora crecía por minutos; pero ninguna de ellas se atrevía a dirigir una sola pregunta, y las visitas, por su parte, que veían la casa sin ningún aparato de duelo, no se atrevían a decir una palabra.

Rugiero entró triste y sombrío, saludó, y se sentó en un rincón guardando a su vez silencio. Aurora y Florinda estaban en agonía; una pensó que su madre habría tenido un accidente repentino, otra que su marido habría muerto.

Por fin, Florinda se atrevió a acercarse a Rugiero y a interrogarle.

—Estoy verdaderamente alarmada, señor Rugiero, pues veo que mis amigas llegan a visitarme vestidas de luto, y no sé a qué atribuirlo. ¿Ha sucedido alguna desgracia a Pablo?

—¡Cómo, Florinda! ¡Pues qué! ¿No sabe usted nada? ¿No ha pensado usted anoche, por ejemplo, en la pobreza y en la suerte de su niño?

—Nada, absolutamente nada —le respondió Florinda alarmada—, y en cuanto a mi situación, siempre pienso en ella. Anoche, es verdad, que no la pasé muy buena —añadió en voz baja y ruborizándose.

—Pues entonces no quiero ser portador de malas nuevas; pero don Pablo…

—Explíquese usted, señor Rugiero, se lo suplico. ¿Qué le ha sucedido a Pablo?

—El luto mío y el de estas señoras debe indicar a usted mejor el suceso: hace cuatro días que se sabe en México, y sin duda todos hemos creído que usted lo sabía, y teníamos, antes que pasaran los nueve días, que cumplir un deber.

—¡Ah! ¡Pablo ha muerto dice usted!… pero explíquese, porque yo tengo una carta, en que me dice que muy pronto volvería… ¡Oh! ¡Mi desgracia y mi ruina se han consumado!

Como ya la conversación pasaba en voz alta, y Florinda daba muestras de su dolor, Elena, Margarita y las señoras Castañedas la rodearon, la comenzaron a acariciar y a consolarla y a decirle infinidad de cosas que no podía comprender.

—Pero, señor Rugiero —dijo Aurora con alguna cólera—: es una imprudencia el dar así de golpe una noticia tan funesta.

—¿Qué quiere usted, Aurorita? esto ha sido involuntario, y yo pido por mi parte mil perdones; pero de veras creía que todo lo sabía Florinda.

—Lo mismo nosotras —dijo Elena—, desde ayer queríamos haber venido a dar el pésame a Florinda; pero seguramente si hubiéramos sabido que ella ignoraba…

—Pues bien, ahora lo quiero saber todo, que esta larga ausencia de Pablo me causaba ya inquietud. Contádmelo todo, señor Rugiero, ¿qué sucedió con Pablo? ¿Fue una fiebre, o qué accidente?…

—Un accidente verdaderamente imprevisto y desgraciado: según las cartas que tengo de Pablo, estaba completamente sano y bueno, y se disponía a regresar a México. Una noche, hace veinte días justamente, se retiraba ya tarde de las minas, y caminaba fumando su puro y muy descuidado, cuando repentinamente su caballo quiso retroceder, después intentó dar un salto, se oyó un ruido prolongado y sordo, y caballo y caballero desaparecieron. Sus mozos no pudieron darle socorro alguno, y al día siguiente lo sacaron hecho pedazos de la mina, o cata como llaman, en que había caído.

Florinda se cubrió el rostro con las manos, y las visitas lanzaron mil exclamaciones de dolor y de susto.

—¡Ya no tienes ni padre, ni fortuna, ni nada en el mundo, hijo mío! —exclamó Florinda—. ¡Tu desgracia y la mía se consumaron! ¡Oh, Dios mío! ¡Por qué también no nos quitas la vida!

Florinda derramó un raudal de lágrimas. Hemos dicho que no amaba a Pablo, y que antes bien lo consideraba autor de su desgracia, por haber disipado sus bienes; pero en aquel momento no podía menos que llorar al padre de su hijo, y al hombre con quien había vivido algunos años. Por otra parte, el fin trágico que había tenido, sin morir al lado de su familia y con los auxilios, y consuelos indispensables de la religión, la afectaba profundamente; así es, que tras de las lágrimas le siguió una especie de sofocación, que le privaba del uso de la palabra, y aún de la respiración. Elena, Margarita y Aurora, como sus amigas más íntimas, la condujeron a su recámara, y le prodigaron cuantos auxilios y consuelos exigía su situación: Rugiero, luego que dio su mala noticia, desapareció, sin que nadie advirtiera cómo, ni por dónde.

Así se pasó este día, que ya había sido precedido de todos los disgustos y desazones de Aurora: Elena y Margarita se retiraron; pero al día siguiente hubo una nueva irrupción de visitas en la casa de Florinda: personas que hacía años no la visitaban, se presentaron, no a tomar parte en sus cuidados, ni a prestarle sinceramente sus servicios, sino a cumplir con la fórmula obligatoria de darle el pésame, indagar lo que había quedado a la viuda, y a imponerse hasta de los más insignificantes pormenores de la muerte de Pablo. Florinda, pasados los primeros momentos de su pesar, tuvo que resignarse, y cumplir por su parte con los deberes de la sociedad, recibiendo a las personas que le hacían el favor de darle el pésame. Entre las visitas no faltaban algunos jóvenes, que desde luego comenzaban a poner sus baterías contra la virtud de una viuda hermosa, y que, según el concepto de algunos, había quedado rica.

—¡Válgame Dios, y qué desgracia! —decía doña Guadalupe Quintana—, que haya usted perdido a don Pablo: tan joven, tan bien parecido, y tanto que quería a usted. ¿Y cómo murió, Florinda?

—Según me cuentan, Guadalupita —contestaba la viuda—, venía de una de las minas: su caballo se espantó, y como la noche estaba oscura, cayó en el agujero de otra mina, y…

—¡Jesús! ni siga usted adelante; pero bien mirado, él tiene la culpa de haber dejado a usted viuda y a su hijo huérfano. ¿Quién le mandó a este hombre andar en una noche oscura por lugares desconocidos? Luego dicen que Dios quita la vida: nosotros somos los que nos la quitamos. Si don Pablo se hubiera estado quietecito en su casa, y no se hubiera metido en minas, es claro que no habría muerto.

Florinda bajaba los ojos, y no contestaba nada. Los circunstantes permanecían con las caras muy compungidas y cuchicheaban en voz baja: después de un rato volvía a anudar doña Guadalupita la conversación.

—¿Y de qué edad dejó don Pablo al niño?

—No tiene todavía un año —respondió Florinda enternecida.

—¡Pobrecito! la falta que va a hacerle su padre, porque las mujeres solas para nada servimos. ¿Y le habrán quedado a usted algunos bienes?

Florinda suspiraba.

—Lo pregunto, porque en mi casa sucedió lo mismo: cuando mi papá murió en el cólera de 1833, dejó dos haciendas, unas casas y qué sé yo cuantas cosas más… pues pregunte usted por ello; todo se volvió sal y agua, y todavía mi mamá está en pleito; ya ha mandado cuatro licenciados y no hacen más que pedirle dinero.

—Es verdad, así sucede a las pobres mujeres —contestaba Florinda llorando, porque las preguntas de su amiga le revelaban su verdadera situación.

—¡Eh! Florinda, valor; ya esto no tiene remedio, y nada logra usted con afligirse. Cuídese usted mucho para su hijo, a quien tiene obligación de educar. Conque me voy… ya sabe usted que siento mucho su cuidado, que la acompaño en su sentimiento, y que aunque mala, encomendaré a Dios a don Pablo.

Guadalupita se iba; pero en la puerta se encontraba Florinda con Rosario y Soledad, sus antiguas amigas.

—¡Válgame Dios! y qué destruida estás, Florinda: ya se ve, el cuidado ha sido grande. ¿Cómo tienes a tu chiquillo? No supimos nada hasta ayer; pero como Soledad se afectó tanto de los nervios, porque quería mucho a don Pablo, no pudimos venir; pero ya sabes que, como siempre, cuentas con nosotras.

Rosario y Soledad se sentaban, encendían su cigarro, a pesar de no ser ya de buen tono que las señoras fumen, y comenzaban su indagación.

—Conque ¿cómo ha sido el lance? Nos han dicho que fue una fiebre cerebral.

—No, Soledad —interrumpió Rosario—; si fue un golpe que le dio un caballo. Estaba apostando carreras con unos amigos, tropezó el caballo y cayó. Eso nos dijo Eduardo, que tiene muchas relaciones allá donde están las minas de don Pablo.

—¿Tú qué sabes, Florinda? cuéntanos con franqueza cómo ha pasado esta terrible tragedia.

—Yo de cierto nada —contestaba Florinda—; el primer indicio que tuve de una desgracia, fue ver entrar vestidas de luto a Elena y a Margarita.

—¿Es posible? ¿Conque tú nada sabías cuando Margarita y Elena entraron vestidas de luto?

—Nada.

—¡Qué imprudencia de criaturas! Ya se ve, si Elena siempre ha sido así. Apuesto a que traía un traje nuevo. ¡Vaya! si por lucir sus vestidos, es capaz de hacer cualquier disparate.

—No hay que culparlas —interrumpió Soledad—, tal vez vendrían, como nosotras, por cariño a Florinda.

—¿Pero quién te dio la noticia, criatura? —prosiguió Rosario.

—El señor Rugiero.

—Ya me lo suponía yo: es el que más pronto sabe todas las noticias buenas y malas de México. Es admirable cómo ese hombre sabe quiénes son las casadas que están desavenidas con sus maridos, las familias que empobrecen, las muchachas que se van a casar y los novios que reciben calabazas. Se desaparece semanas enteras, pero repentinamente se presenta en casa, y nos divierte toda la noche con sus cuentos; Soledad no sé por qué le tiene miedo; pero a mí, al contrario, me simpatiza mucho. A propósito, nos contó noches pasadas que Elena y Margarita se van a París: ya sabíamos también que tenías de visita a Aurora. ¡Pobre muchacha! qué mal hablan de ella en México: ese pícaro del Francisco, que con razón nunca quisimos nosotras ni saludarle, la perdió para siempre. Yo me alegro, sin embargo, un poco, por orgullosa; parece que ni la tierra la merecía. Ya recordarás que hemos concurrido con ella en tu casa muchas veces… pues en el paseo nos saludaba con la cabeza. Ya se ve, el dinero pone así a las gentes.

—Rosario —decía Soledad—, veo que no dejarás hablar nunca a Florinda: nos iba a referir precisamente lo que el señor Rugiero le contó respecto de Pablo.

Florinda se resignaba, y tenía que repetir a sus amigas la muerte trágica de su marido con todos sus más insignificantes pormenores.

—Todavía puedes tener alguna esperanza —proseguía Rosario—, porque se cuenta la cosa de tantas maneras, que tal vez nada habrá sucedido, y el día menos pensado se te presentará Pablo. Para Dios nada es imposible, y te prometemos comenzar mañana una novena a Santa Rita de Casia; y si Dios quiere hacer un milagro, hacemos promesa de ir a Nuestra Señora de Guadalupe el día doce de cada mes durante un año. ¿Y dónde está Aurora? ¿Se marchó ya a su casa?… ¡Ah! se me olvidaba: también nos han dicho que su mamá la riñó fuertemente, porque no se quería casar con un… ¿Cómo te llamas?… un hombre muy rico, que ha despachado a España una huérfana que se robó un capitán… ¡Dios mío! si tengo su nombre en la punta de la lengua.

—Señoritas, buenos días —decía entrando por la oscura y ya enlutada sala, un joven gordo, colorado y como de unos veintitrés años de edad.

Las señoras que componían el duelo, o mejor podríamos decir, la tertulia, apenas inclinaban la cabeza, porque va introduciéndose la moda, entre ciertas gentes, de mostrar una seriedad absoluta, y una virtuosa dureza al hablar, particularmente en ocasiones solemnes en que hay algún enfermo, o se trata del duelo de un difunto.

—Florindita —decía el joven tropezando a diestra y siniestra con las sillas puestas al paso, y que él no notaba, como sucede cuando se pasa de una gran luz a una pieza escasamente iluminada—, Florindita, mi papá y mi mamá me envían a saludar a usted, y a manifestarle su sentimiento por la desgracia que ha tenido. Papá no viene, porque ya sabe usted que la gota no lo deja andar, y mamá, porque siempre está rabiando de las muelas y el aire le hace mucho daño; pero me dijeron que ya sabe usted que hay confianza, y que lo que se ofrezca.

Apenas Florinda daba asiento al joven y contestaba con urbanidad los ofrecimientos de su familia, cuando un criado tocaba fuertemente la vidriera.

—¿La niña Florindita? —preguntaba.

Florinda, fatigada y llorosa, tenía que levantarse a recibir al criado, que, poco a poco, se iba introduciendo a la sala y alargaba el cuello para descubrir a la viuda en medio de multitud de gentes enlutadas.

—Dice mi ama doña Jesusita, que tenga su merced muy buenos días, que cómo pasó su merced la noche, que si no ha habido mayor novedad que la muerte del amo don Pablo, y que le mande su merced decir que cómo murió y que si se ofrece algo; que siente mucho los cuidados de su merced, y que no se aflija, porque la Santísima Virgen manda estos cuidados, y que se alegrará que su merced no tenga mayor novedad, y que la encomendará a Dios.

Los dolientes, unos sonreían y otros cuchicheaban en secreto, y Florinda respondía:

—Di a tu señora que le agradezco mucho su cuidado; que ya sabe la desgracia que he tenido, pero que no ha habido hasta ahora otra novedad.

Los lloros del niño obligaban a Florinda a abandonar por un momento la sala, y fatigada de sostener, aunque con monosílabos, conversaciones que naturalmente la afligían y la cansaban, se recostaba un momento con su niño, y allí daba rienda suelta a sus sentimientos maternales. Aurora tenía que salir a dar conversación, y se veía obligada a satisfacer las multiplicadas preguntas que se le hacían, no sólo respecto a la muerte de don Pablo, sino a los motivos de su entrada al convento. Ella contestaba con tino y discreción, pero a cabo de una hora perdía la paciencia, y con cualquier pretexto se retiraba a las otras piezas: entonces reinaba por algunos minutos un completo silencio; uno que otro suspiro fingido alternaba con el gorjeo de los pájaros que saltaban en los árboles del jardín y con el ruido de los carruajes que pasaban por la calle.

Los concurrentes, al fin divididos en grupos, y en voz baja, continuaban por su cuenta la conversación.

—Vea usted, Rosarito —decía Pánfilo—, confieso que Pablo era muy buena persona, y yo lo quería mucho, pero hizo bien de morirse, porque estaba arruinado, y un hombre pobre no debe vivir en este mundo.

—¡Ay! ¡No, ni lo permita Dios! —contestaba Rosario—: Valía más que viniera, aunque fuera muy pobre, porque al fin le hará mucha falta a su hijo y a la pobre Florinda.

—Está usted muy equivocada; Pablo tiró en minas y en pitos y en flautas todo el caudal de Florinda, amén de la mala vida que la daba, pues noche a noche venía a su casa a la una y dos de la mañana, y a esas horas habían de ponerle agua para que se lavara los pies, y un vaso de ponche de leche con su vino de Jerez. ¡Vaya! si era el hombre más raro del mundo; y bien se echa de ver que Florinda no lo ha sentido mucho, y si llora, es porque en un duelo es fuerza que todos estemos tristes.

—¡Qué lengua, qué lengua de Pánfilo! ¿Y así es usted con las mujeres?

—¡Oh! yo nada mal he dicho de Pablo, y al contrario, repito que era un buen sujeto; pero con las mujeres, ya sabe usted, soy un terrón de amores; todas me parecen hermosas, a todas las adoro.

—Eso es mentira, y apuesto a que prefiere usted una a todas las demás.

—Una, una… déjeme usted pensar; ¿será Pachita… Refugito… la muchacha Merceditas?… ¿Usted, por ejemplo?

—Calle usted, lisonjero, ¿o quiere que le refresque la sangre?

—No entiendo a usted.

—Vamos, formalmente, ¿en qué altura se halla la conquista de Elena? Mañana sé que han de venir ella y su hermana Margarita a acompañar todo el día a la viuda. Apuesto a que usted comerá en la mesa a su lado.

—¡Vea usted qué casualidad! nada sabía yo, y prometí desde que entré, acompañar a Florinda: quiere que vea algunos papeles importantes de Pablo. ¡Pobre Pablo! ya supo lo que eran los altos juicios de Dios.

—¡Inocente! ¿Conque nada sabía usted? sólo por hacerle a usted mala obra, vendré mañana, y me quedaré a comer.

—Desengáñese usted, Rosarito, que verdaderamente sólo usted me interesa; pero no me cree usted; no me hace nunca formal.

—¡Silencio, por Dios! no diga usted esas cosas tan recio. ¿Qué van a decir las visitas y Florinda, si nos oyen? Acaba de morir Pablo, y ya estamos platicando de amores.

—Deje usted a los muertos en paz, que peor quedamos a veces los vivos por estas tierras, y respóndame categóricamente. ¡Qué viveza la de usted! siempre procura desviar la conversación.

—Sí, sí; responderé a usted que siga con Elena y… todo lo que usted quiera, pero hable más quedito.

Este dúo proseguía en voz tan baja, que nada se percibía; pero en cambio otra conversación sobre el mismo tema se escuchaba.

—¡Pobrecito! qué susto llevaría al caer en el agujero —decía tosiendo una anciana.

—¡Qué susto, mamá! si la cosa fue tan repentina, que ni tiempo tendría de encomendarse a Dios.

—El Señor nos libre y nos defienda de una muerte repentina; pero tú que sabes historia, cuéntame ¿qué sucede con una persona que así, de repente, se va sin confesión?

—Ya en casa diré a usted lo que sucede —contestaba la muchacha—; pero lo que yo quisiera saber es cómo quedó Florinda.

—Viuda, pues es claro —respondía la mamá con mucha naturalidad.

—No digo eso, mamá, sino si quedó rica.

—Pero muy rica, muy rica, hija, ¿no ves el coche todavía?

—Sí, pero creo que no hay ni mulas ni cochero.

—¡Qué curiosa eres, niña! Llevo dos días de estar aquí y nada había observado sino lo bueno y abundante de la mesa, porque eso sí, Florinda siempre se ha portado con las amigas, y hace muy bien. Mira, tiene cuatro casas en México, una en San Ángel, otra en San Cosme, otra en Mixcoac y dos o tres haciendas; ya verás si tendrá necesidad de nada. Sentirá a su marido, porque eso es natural… ¡Ah! y que era guapo mozo. Siempre que venía yo de visita, me daba una palmada en el hombro y me decía: «¿Hasta cuándo engorda usted doña Josefa?» Y a ti siempre, siempre, para qué es negarlo, te hacía mucho cariño.

La muchacha bajaba los ojos, suspiraba, y decía entre dientes:

—Sí, mucho, mucho, Dios lo haya perdonado.

—¿Sabe usted, don Porfirio, que es una lástima que este don Pablo haya muerto todavía en la flor de su edad? —decía un viejo que arrellanado en una poltrona, fumaba su puro y escupía sin cesar en la alfombra.

—¿Por qué? —respondía don Porfirio, que era un primo segundo de Pablo, y quien desde que supo la noticia, se había instalado en la casa.

—Porque era hombre de chispa y travieso; y lo prueba haberse casado con una joven rica; y ahí que no es nada, con buenos patacones, y después conservar así la paz y la quietud del matrimonio sin que la otra… ya usted sabe… ni ella… ni tampoco Felicitas… ya usted me entiende… en fin, ya Dios lo ha juzgado, y no debemos meternos con los muertos. ¡Oh! por lo demás, era activo emprendedor: si las minas le hubieran salido como a los del Real del Monte, ya habría llenado como ellos sus arcas, que, como suele decirse, ya no tienen ni donde echarlo; pero créame usted, don Porfirio, las minas no son más que albures disimulados. Lo mejor son las libranzas con tres firmas, su escritura de hipoteca al canto, y así se hace dinero. Ya ve usted a muchos que ni suenan ni truenan, ni jamás pagan contribución alguna, ni les piden prestado… pues cuando se mueran dejarán algo más que este pobre don Pablo… ¡Pobre! ¡Dios lo tenga en su gloria!

—No, no creo que mi prima quede tan mal; le quedan las casitas y la hacienda del Molino y escrituras de Minería.

—Esos créditos son muy buenos; leyes van y leyes vienen, y el fondito de Minería en corriente… Vaya, me alegro, yo quería mucho a don Pablo, y también su viuda es persona de toda mi estimación: ya le he ofrecido mis servicios… ¿Sabe usted que queda guapa y rolliza y hermosa?… el chico es el inconveniente; pero ya se pasará el sentimiento, y no le faltará un buen partido.

—Mi prima, sabe usted que es muy juiciosa.

—¡Oh! sí, y mucho, no digo lo contrario; pero al fin es joven, y según usted dice, queda rica… ¡hum! ¡Pero mucho me temo que don Pablo haya hipotecado algunas casas, y entonces se volverá pleito la testamentaria, y será para los abogados lo poco que quede!

—Buenos días, señores; buenos, días, señoritas —decía una anciana gorda que en ese momento entraba e interrumpía la conversación—. Entren, entren, niños.

Cuatro chiquillos, a pesar de las órdenes de la abuelita, se quedaban en la puerta, jugando con las borlas de la colgadura, y balanceándose en los picaportes.

—¿Dónde está, dónde está Florindita? quiero verla. Ustedes dispensen mi confianza; pero ya reviento de ganas de llorar, de abrazar, de consolar a la pobrecita. ¡Qué golpe! ¡Qué golpe tan tremendo!

Florinda, que oía el ruido y reconocía la voz de una antigua conocida de su marido, viuda de un general de los del tiempo de Hidalgo y Morelos, hacía un violento esfuerzo, y salía de nuevo a sufrir los dolores de ese potro de tormento que llaman pésame.

—¡Ay!, ¡ay! ¿Qué desgracia le ha sucedido a usted, Florindita? ¡Qué pérdida! ¡Qué golpe! ¡Ay! ¡Ay! ¡Dios de mi alma! ¿Por qué tuve la desgracia de conocer y de tratar a don Pablo?

La buena señora se arrojó a los brazos de Florinda, y comenzó, no a llorar, sino a lanzar agudos gemidos, hasta el punto de que la viuda misma tenía que calmar la aflicción de la vieja, y llevarla poco a poco a una silla para no sostener en su cuello tan enorme mole.

—Cuénteme usted, sí, cuénteme usted lo que ha pasado, todo lo quiero saber, porque don Pablo aunque no nos visitaba, sino cuando estaba en México la madre de estas criaturas, nos quería, y nos favorecía mucho. ¡Ay! ¡Ay! sólo cuando mi marido se murió he sufrido un pesar tan grande.

Florinda tenía que comenzar de nuevo la narración de la muerte de Pablo, que todo el mundo sabía ya de memoria, pero que todos a su vez obligaban a la viuda o a Aurora a que la refiriesen.

La vieja interrumpía con sollozos a cada momento a Aurora, y la obligaba a que comenzase de nuevo: era cosa de perder la paciencia. Entre tanto, el primo Porfirio y el viejo seguían discutiendo sobre si quedaban o no bienes a la viuda; Rosarito y Pánfilo en su conversación de coqueterías, y los demás haciendo elogios y críticas del muerto y de la viuda.

Además de estas visitas, que entraban y se despedían prometiendo, como de costumbre, encomendar a Dios el alma del marido, la casa mortuoria sufrió una invasión todavía más molesta y gravosa.

En cada casa, particularmente si es de medianas proporciones, hay una porción de viejecitas que hacen sus visitas periódicas, y quienes sin dejar de sacar en cada vez una regular utilidad, son las que recogen los vestidos cuya moda ha pasado, la ropa interior usada, el resto de los platones de dulce y de las velas de esperma; las que velan cuando hay enfermo; las que hacen coro cuando el ama de la casa, cansada de teatro y de diversiones, se propone rezar una novena; las que ayudan en la cocina el día del santo del señor o de los niños; las que dan todas las noticias más secretas de los amores de las jóvenes; las que, finalmente, no faltan en un pésame. Florinda, como todas las mujeres, tenía sus afectos y amistades de pobres, a quienes favorecía, y de ancianas, a quienes ocupaba en lo que se ofrecía. Todas éstas, a pesar de la distancia, no faltaban, y sucesivamente fueron llegando y tomando posesión de la casa, bajo el pretexto de ayudar y de servir, y con la seguridad de que el pesar no permitiría a Florinda el ocuparse en los pormenores y en el gobierno de la casa. Los servicios de las viejecitas se hacían tanto más necesarios, cuanto que durante los nueve días forzosos del duelo, no hubo uno sólo en que no se quedaran a almorzar quince o veinte personas, a comer otras tantas, y a tomar chocolate infinitas, ya del pueblo de Tacubaya, ya de la ciudad. Otras personas, como doña Josefa, su hija, la coqueta Rosarito y la sentimental doña Tiburcia, a quien hemos visto entrar sollozando y gritando, se instalaron como si fuera su casa, sin contar con que Elena y Margarita pasaron también tres días con su amiga, muy divertidas con la conversación de don Pánfilo y de don Porfirio, y satisfechas de ver cómo Rosario rabiaba de celos y de envidia. Con este motivo, poco a poco fueron cayendo las llaves de todas las cómodas y roperos en poder de las viejas y de las visitas de confianza, que durante el triste período del duelo se encargaron de gobernar la casa popularmente. El influjo y funciones de las criadas antiguas quedó absolutamente nulificado, y Florinda realmente incapaz, por su pesar, de atender a nada, ni de tener energía bastante para oponerse a tan injusta invasión, no hacía más que apretarse las manos y apurar sus últimos recursos para satisfacer a tanto gasto, y no quedar mal, como suele decirse.

Parece que en esos casos el pesar que los dolientes tienen por el difunto, y lo raro y extraño de una sociedad que con semblante triste y compungido se reúne para criticar, alabando al difunto, y mortificar a la pobre familia, producen doble apetito.

La mayor parte de las personas que acompañaban a Florinda, tenían en su casa su método establecido, que no querían cambiar en la ajena, a título de confianza; así es que con el cómodo y eterno pretexto de la jaqueca y de las enfermedades de nervios, unos tomaban chocolate muy temprano, otros café, otros té y otros atolito de leche con tamales. Los unos almorzaban a la diez, comían a las cuatro, tomaban chocolate o dulce a las oraciones, y cenaban a las once: los otros a la francesa, almorzaban a las doce y comían a las siete de la noche, sin perdonar su vino de Burdeos o de Jerez: los otros, que decían que eran mexicanos antes que todo, no perdonaban el pulque, el molito de pecho y los frijoles refritos en la cena: así es que, los criados y las viejecitas estaban en continuo trabajo desde las siete de la mañana, y no cesaban hasta las doce de la noche. A pesar de que la despensa no estaba mal provista en los primeros días, se agotó completamente: vinos, azúcar, café, té, todo fue devorado por los dolientes, que con raras excepciones, pedían cuanto se les antojaba, con tanto garbo, como si estuvieran en un hotel pagando sus cuatro pesos diarios. El ama de llaves entraba a cada momento, y llamaba aparte a Florinda.

—Señorita, se acabó el chocolate.

Florinda, sacaba dinero de su ropero, y lo entregaba a la criada: a poco, se repetía la visita.

—Señorita, falta vino, falta azúcar, falta mantequilla; no alcanza ya con un peso de pan ni con cuatro reales de bizcochos.

Florinda agotó hasta el último peso que tenía en efectivo, y comenzó a enviar a toda prisa al Montepío las alhajas que le quedaban, porque, como hemos dicho más arriba, Pablo poco a poco había ido realizando cuanto tenía de valor Florinda en sus buenos y felices tiempos.

La pobre viuda, aunque no conocía, adivinaba su situación, y cada vez que ocurría a sacar alguna de las cajitas de alhajas, se acercaba a su hijo, lo besaba con emoción, y le decía:

—Nada, nada nos ha quedado, hijo mío.

Cumplidos los nueve días del duelo, fueron cesando las visitas, retirándose las viejecitas, y quedando la casa más despejada y tranquila: entonces pudieron reflexionar un poco Florinda y Aurora en el destrozo que se había originado. Vasos, copas y platos quebrados, cubiertos de plata extraviados, sillas manchadas, alfombras sucias, ropa maltratada o perdida, y nadie podía responder una palabra, porque las llaves habían andado en diversas manos. En cuanto a dinero, a poco más de cien pesos se reducía el capital de Florinda, sin tener ya qué empeñar más que trajes, que en efecto poseía muchos y muy ricos, pero los que casi nada valen cuando se empeñan o se venden. Ya sola en su casa con Aurora, a la que tenía más afecto que a cualquiera otra de sus amigas, fue cuando pudo examinar bien su situación. Una de las personas que habían estado en la casa de Florinda todos los días a informarse de su salud, era Luis Cayetano, su antiguo y entusiasta adorador; pero tímido como en los primeros días de sus amores, no se había atrevido ni a entrar; sino que se contentaba con dejar una tarjeta con la orilla derecha doblada; Florinda, al tercer día, registrando las tarjetas, vio por acaso la de Luis; y su corazón dio un vuelco, porque se le vino a la memoria la pasión pura y ardiente del muchacho, y la escena terrible que por causa de él había tenido con su marido la noche de sus bodas, sin embargo, confundió con un aparente desprecio la tarjeta entre las otras, y suspirando, dijo:

—No, no hay que pensar en tales cosas, ni menos en estos momentos: Pablo al fin fue mi marido, y el padre de mi hijo.

Las visitas, la pesadumbre y la agitación borraron de su memoria a Luis; pero ya pasado el duelo, procuró recoger las tarjetas, y examinarlas, y contó diez y ocho de Luis Cayetano; es decir, que había ido a Tacubaya por mañana y tarde.

—Este hombre es delicado —le dijo a Aurora—: tú sabes las pocas relaciones que tuve con él, y lo mal que le pagué; pues ha venido dos veces al día, y no se ha atrevido a entrar.

—Si hubiera estado indecisa sobre mi suerte, le contestó Aurora —los nueve días que he pasado en tu casa me habrían decidido, no digo a entrar a un convento, sino a irme a vivir al desierto. Todos han venido a formar tertulia: las mujeres a criticar y coquetear; los hombres, que tal vez han contribuido a los malos negocios de tu marido, a desacreditarlo todavía después de muerto: he hecho un verdadero sacrificio en acompañarte, y no reñir con más de cuatro personas. Hasta Elena y Margarita, que yo creía de una esmerada educación, han venido, en mi juicio, convenidas con ese don Pánfilo, tan libre y tan vulgar en su conversación. No me hables, pues, de Luis ni de nadie, pues mi corazón tiene quizá tanto luto como el tuyo, y habría reñido escandalosamente con el mundo, a no ser porque pronto, y para siempre, me voy a separar de él. ¿Y mi madre? ¿Qué te parece? un solo recado ha enviado en la semana.

Florinda bajó los ojos, y tartamudeó algunas palabras: quería aprovechar la oportunidad y revelar su verdadera situación a su amiga; pero no tuvo valor para hacerlo, ni hubiera tenido tiempo, pues el diálogo fue interrumpido por el ama de llaves que entró.

—Señorita —dijo—, están en la puerta unos hombres vestidos de oscuro, que no me parecen de muy buena traza, y que dicen que precisamente tienen que ver a usted.

La criada no acababa de dar el recado, cuando los hombres de que habló asomaron las narices a la puerta de la recámara donde se habían reunido las dos amigas. Aurora, que era de carácter violento, y que estaba llena de fastidio y de bilis, en vez de asustarse, se puso encendida, y levantándose de su asiento, se dirigió a los que entraban.

—Es mucho atrevimiento —les dijo colérica—, el meterse a las recámaras de las señoras sin avisar, y sin saber si se puede o no pasar. ¿Qué quieren ustedes?

Un hombre, con el rostro amarillo como una cera de Campeche, los ojos chiquitos y torvos, la nariz torcida a la derecha y la boca inclinada a la izquierda, y que vestía un frac negro viejo y un pantalón mezclilla, hacía cabeza en esta singular comparsa, que se componía de tres personas más, de sombreros tendidos y esclavinas y sacos más bien raídos y sucios, que no de un color que pudiera decirse asertivamente cuál era.

—Nosotros —dijo el de la casaca negra—, venimos a cumplir con nuestro deber. ¿Quién es la señora doña Florinda Aramberri de Argentón?

—Yo soy —contestó Florinda—, y deseo saber qué se ofrece.

El hombre del frac negro desenrolló un gran lío de papeles que tenía en la mano, y sacando un tinterito de cuerno y una pluma, sin pedir permiso, se arrimó a una mesa, y se sentó en una silla.

—Vengo, señora doña Florinda, a notificar a usted el embargo de todos los muebles, alhajas y demás cosas que tenga en su casa, y que pertenezcan al difunto señor don Pablo María de Argentón.

—¡Embargo! y ¿por qué? —preguntó Florinda asustada.

—Aunque conforme a mi obligación no debería yo hacer otra cosa más que leer el auto del juez, como usted es señora y tal vez no estará al tanto del negocio, le explicaré. El difunto marido de usted aceptó unas libranzas, y otorgó una escritura, hipotecando todos los muebles de su casa, unos botones de brillantes, dos relojes ingleses y algunas otras cosas que se expresan. Como ha fallecido sin pagar las libranzas ya protestadas que importan cuatro mil pesos, la parte ha pedido se notifique a usted, que si no exhibe en el acto el dinero, se proceda al embargo de los muebles y demás cosas hipotecadas. ¿Conque, paga usted?

—Pero eso no es posible —contestó Florinda con la mayor agitación—: todavía tengo casas, haciendas, créditos, y Pablo no ha podido hipotecar hasta los muebles que sirvieron para nuestro casamiento.

—Pues el caso es que así está escrito, y yo tengo que cumplir. ¿Exhibe usted el dinero?

Florinda no pudo responder; la cólera y el dolor la ahogaban.

El ministro ejecutor, sin hacer caso de las emociones de la viuda, ni de las palabras fuertes que le decía Aurora, se levantó de la mesa, pasó a la sala, y comenzó a hacer el inventario de los muebles, sin perdonar ni algunos cuadritos insignificantes de imágenes de santos y retratos de familia, y con la misma frialdad continuó el registro de todas las piezas.

—¿Hasta las camas y la cuna del niño? —le preguntó Aurora colérica—, cuando vio que se sentaba a escribir.

—Las camas, los trastes de la cocina y la ropa de la señora, no —contestó el curial con una sonrisa fría—; lo demás sí, porque la señora no ha presentado ni los botones de brillantes, ni los relojes.

—Si usted quiere —dijo Aurora cada vez más exaltada—, puede usted registrar los roperos y las cómodas; pero todas las alhajas que hay, son mías, y sobre todo, yo respondo.

El curial alzó la cara, miró a Aurora, y le preguntó:

—¿Puedo llevar el dinero?

—¿No me conoce usted?

—De vista sí conozco a usted —repuso el curial sonriendo maliciosamente—, usted es la señorita Aurora, que vive en México en la calle de… de…

Aurora creyó por la sonrisa y las miradas del curial, que tal vez sabía su aventura con Francisco, y cortándole inmediatamente la palabra, dijo:

—Bien, no importa que usted se acuerde o no de la calle en que vivo: lo que quiero es prestar un servicio a una amiga. ¿Puede usted o no puede esperar a que se pague el dinero?

—Imposible, la diligencia no puede suspenderse, sino es con el pago del dinero mismo; pero sobre todo, tiene veinticuatro horas la señora para pagar, y entonces no habrá costas.

—Florinda, firma, firma todo lo que ha escrito este hombre; pero que se vaya, que se vaya de aquí al momento.

El curial, sin alterarse, y con una cara fría e impasible, acabó de escribir, señaló a Florinda el lugar donde había de firmar, enrolló sus autos, y dijo a Florinda:

—Usted, entre tanto es la depositaria de todo esto. Tenga usted entendido, si no quiere incurrir en penas graves, que nada se puede vender, ni sacar, ni ocultar.

Florinda y Aurora echaron una mirada terrible al curial, lo despidieron con los ojos, y le volvieron la espalda.

Apenas, vueltas a la recámara, comenzaban a comentar el acontecimiento, cuando volvió a entrar el ama de llaves, anunciando que el Lic. Delgadillo buscaba a la señora.

El Lic. Delgadillo, que era uno de estos abogados noveles, que desean acreditarse con sus clientes, pensó que no podía menos de hacer buen ensayo, habiéndoselas con una señora sola e ignorante, como lo son todas por lo común en materia de negocios.

El licenciado entró, pues, saludó cortésmente, aunque con alguna pedantería, a las dos muchachas, que a pesar de sus cuidados, estaban lindas y elegantes; y sentados todos, el licenciado comenzó su discurso:

—Los deberes de un abogado son sagrados, señoritas, y no hay consideración que baste para detener, en la carrera de la justicia, a un hombre honrado que se encarga de un negocio. El objeto de mi visita es bien penoso, pues no sólo se trata de un hombre que fue tan apreciable para mí, como el señor don Pablo, sino de la señora su viuda, que también me merece la mayor consideración, aunque no he tenido la honra de tratarla; y puede creerse mi sinceridad, cuando a pesar de las instrucciones de mi cliente, he dejado pasar los nueve días de duelo y de luto; pero ahora ya no puedo diferir por más tiempo, y así espero que la señora y la señorita Aurora, a quien he tenido la honra de saludar una noche en la tertulia del ministro de Prusia, aunque no merecí que bailase conmigo una contradanza, pero para quien siempre mis respetos…

Aurora inclinó la cabeza, y tuvo que interrumpir al licenciado su larga arenga diciéndole:

—Señor licenciado, ya que la casualidad me ha hecho presenciar estas escenas, desearía que fueran lo más cortas. La pobre Florinda está muy fatigada, muy llena de pesares, como debe usted suponer; y desearía que se le diese tiempo para buscar un abogado u otra persona con quien consultar, porque me supongo que su misión de usted será muy semejante a la que han traído unos hombres que acaban de salir de aquí…

—Justamente los encontré y los conozco: son el ministro ejecutor y sus compañeros. Esos hombres siempre groseros y fríos… ya se ve, son unas máquinas, que no saben nada de la filosofía de las leyes; hacen lo que el juez manda. Mas volviendo a nuestro asunto, yo tendría el mayor gusto en complacer a tan amables señoritas; pero en mi juicio, es asunto concluido: las dos casas de México y la hacienda del Molino, fueron vendidas por mi amigo el difunto don Pablo.

—Pero esas casas y esa hacienda eran mías.

—Es cierto, lo sabía yo, pero sin duda usted no recuerda que dio su poder amplio a don Pablo, y que además de eso, firmó usted las escrituras de venta. Sólo me resta decir, que del importe del precio de las haciendas tiene usted que recibir 3,500 pesos.

Florinda, en la situación en que estaba, le parecían 3,500 pesos los tesoros de Creso: así es que, hasta su semblante tomó una expresión de alegría, que no pudo contener, e interrumpiendo al licenciado, dijo:

—Pues bien, si algo hay que hacer o que firmar, firmaré; pero usted me hará favor de que ese dinero…

—Se aplique a las costas, alcabala y demás, ¿no es verdad? —contestó el abogado—, porque esos gastos importan sobre 4,000 pesos; así es que, el objeto de mi visita era arreglar con usted el pago de los 500 pesos que faltan.

Florinda se levantó llena de indignación.

—Acaban de embargar los muebles…

—¡Qué diablo! —dijo el licenciado en voz baja—, me ganaron por la mano, y llegué tarde.

—Las pocas alhajas que tenía, están en el Montepío. ¿Se quiere todavía más?

—¡Oh! no, señorita, no seré yo quien importune y moleste a usted en las circunstancias tristes en que se halla; sin embargo, para que no se diga que abuso, me contentaré con una obligación a un plazo de seis meses. Si hay dinero, la pagará usted; si no, ¿qué ha de hacer mi parte, más que tener prudencia?

—Florinda nada firma, ni nada puede decir —contestó Aurora—. Puede usted proceder como guste, pues una mujer que acaba de perder a su esposo, y que no está impuesta de los negocios, no puede comprometerse a nada.

—Bien, muy bien, señoritas; siento mucho haberles dado este mal rato; pero tenía yo la noble intención de ahorrarles más molestias; mi parte se verá obligada a proceder judicialmente.

El licenciado, haciendo mil caravanas y cortesías, se despidió de las muchachas, y no acababa de salir del zaguán, cuando se presentó otro argente judicial, para notificar a Florinda que no cobrase la renta de las casas de San Ángel y Mixcoac, pues estaban mandadas depositar por orden de otro juez, hasta que unos dueños de salinas no liquidasen cuentas con la testamentaría del difunto.

Florinda nada contestó a esta nueva interpelación, y no hacía más que afligirse cada vez que algún acreedor entraba con una cuenta o con otra pretensión; algunos eran prudentes, y a la primera negativa se retiraban, y otros no dejaban de decir sus improperios, y de marcharse gruñendo y hablando pestes del difunto.

Florinda, como hemos dicho, había ya de antemano reducido los gastos de su casa; desde que dio a luz a su niño, no volvió sino raras veces al teatro. Generalmente no salía de su casa, sino para visitar a Aurora, o para ir a misa, y lo demás del tiempo lo empleaba en los quehaceres domésticos y en el cuidado de su hijo. La mujer lujosa, entregada a los bailes, que no podía dejar una sola tarde de ir al paseo, que era forzoso que cada noche estrenase un traje para presentarse en el palco, en el momento en que fue madre, cambió enteramente, y se convirtió en una mujer hacendosa, modesta y dedicada enteramente a su familia. Jamás Florinda había experimentado un género de vida semejante, pues si bien sus placeres maternales no eran de los que sorprenden y enajenan el alma, sí de aquellos que dejan un grato y tranquilo recuerdo. Las palabras de los muchos seductores que perseguían a Florinda, particularmente en las largas ausencias de Pablo, eran todas comunes, iguales, falsas en el fondo, y por consecuencia, se le borraban en el acto; pero cuando su hijo sonreía con ella, cuando con el instinto que comenzaba a desarrollarse en la criatura, le hacía un cariño con su manecita blanca y suave, Florinda quería volverse loca, y era el momento en que perdonaba las faltas de su marido, y casi lo amaba. Este nuevo estado de cosas había cambiado su vida; deseaba conservar sus bienes para su hijo, pero en cuanto a ella, poco le importaban los carruajes nuevos, los vestidos de moda, las seductoras alhajas de París que forman la delicia de las mujeres. Si tal situación le hubiera durado, se habría considerado muy dichosa, y habría tolerado la indiferencia y punible frialdad de Pablo; pero he aquí que no contenta la suerte con haberla hecho bajar del dorado pedestal de su grandeza, la precipitó hasta el infortunio mayor que puede experimentarse en la vida; la pobreza y el aislamiento; en un instante, bienes, consideraciones, amigos, todo desapareció, hasta las esperanzas. Después de unos días de fatiga, de disgustos repetidos, y de gastos inútiles para llenar lo que se llama las fórmulas y costumbres de la sociedad, todos fueron desapareciendo, y la casa quedó visitada solamente por los acreedores, que si habían tenido en cuenta la esperanza de que Pablo pudiera pagarles, ninguna consideración mostraban, ni con la viuda, ni con su hijo.

—¡Ya ves, Aurora! esta es la situación de las mujeres; si estamos solas, no hay quien vea con un interés verdadero nuestra reputación ni nuestro bienestar; si nos abrigamos a la sombra de un amante, ese nos desprecia y nos deja en la miseria. Dios tendrá misericordia de Pablo; pero ha sido grande la falta que cometió, en disipar todos los bienes, y dejar a su hijo sin porvenir, sin esperanza siquiera de que reciba su educación.

—Deseaba que terminasen las visitas de duelo, y que las primeras impresiones de tus pesares disminuyeran, para repetirte que te hicieras cargo de Carmela; es una infeliz huérfana, y una vez que la recogí, tengo el deber de cuidar de ella y procurar su felicidad; he arreglado ya con mi mamá que de lo que me pertenece, se te dé cada mes una pensión. Carmela y Pablito serán tus hijos, y tú quedarás en el mundo triste y sola, es verdad, pero sin necesitar de nadie, y encargada de desempeñar una misión sagrada, que te servirá de consuelo. Las dos tenemos necesidad de huir del mundo, que por diversos caminos nos ha tratado tan cruelmente; nadie creerá que dos mujeres hermosas, ricas, y que eran la envidia de toda la sociedad, la una casada y aparentemente feliz, y la otra sola, libre y dichosa con su hermosura, sean igualmente desgraciadas, y tengan que refugiarse, una en un asilo modesto, en el lugar más apartado de la ciudad, y otra en la morada silenciosa de un convento; pero puesto que ese es nuestro destino, y que nuestra resolución está tomada, no hay que pensar en otra cosa, más que en sobrellevar con la risa en los labios y con el luto en el corazón, las penas que tengamos que sufrir el resto de nuestros días.

—Tú eres la verdadera madre de mi hijo —le contestó Florinda con emoción y abrazándole la frente—: tú me salvas de la miseria y acaso de la deshonra, sí, porque una madre roba, pide limosna, lo hace todo por sus hijos; cuenta con que siempre que Carmela esté conmigo, recordaré tu generosidad y tus beneficios, y la amaré como si fuera su propia madre. Como siempre necesitamos en las circunstancias en que nos hallamos, de una persona que vea por nosotras, déjame guiar de una inspiración de mi corazón. Luis Cayetano me ha amado sinceramente; me atrevería yo a decir que me ama todavía; es el único que puede servirnos con celo y lealtad; permíteme que lo mande llamar. En una de sus tarjetas está la dirección de su casa.

No fue necesario que Florinda mandara buscar al joven, porque en ese mismo momento un criado entró con una tarjeta en la mano.

—Di al señor que trae esta tarjeta, que pase a la sala.

A poco rato entró Luis, no sabía si pisaba alfombra o abrojos; tan pronto se ponía encarnado como pálido; y como tenía una fisonomía franca y simpática, Aurora en el acto concibió la mejor idea de él, y se resolvió o confiarle también sus asuntos.

Ya sabemos los horribles sufrimientos de Luis con motivo del casamiento de la mujer que amaba; pero como tenía también sobrado juicio, logró que la reflexión fuese poco a poco cerrando las heridas que había hecho en su alma una pasión malograda; así es que continuó trabajando y procuró formarse con economía y constancia una pequeña fortuna, tratando de olvidar a Florinda, pero sin perder en su corazón la estimación verdadera que tenía por ella. En la época en que pasan estas escenas, Luis poseía ya dos casas pequeñas, que le producían sobre cien pesos cada mes, y lo que ganaba en los negocios que tanto tienen de mercantiles como de judiciales, y que necesitan de la actividad y del empeño de algún agente inmediato.

—Quizá no debería ni aún atreverme a hablar a usted, Luis —dijo Florinda—, pero la desgracia me da valor para todo. Por otra parte, veo por sus tarjetas, que todos los días ha estado a verme, y que mis cuidados no le han sido indiferentes.

Luis se levantó de la silla, tosió, se puso pálido, murmuró algunas palabras, y en sustancia no pudo decir nada en regla. Estaba tan apasionado de Florinda, como en los días, para él aciagos, en que ésta se casó con Pablo.

—Es la persona que nos servirá con más empeño, Aurora —dijo Florinda a su amiga—; desde luego se conoce su sinceridad.

Las dos amigas impusieron al joven del estado de sus asuntos, y concluyeron por encargarle el desempeño y dirección de ellos. Después de tantos días de experimentar desengaños, falsías y amarguras de todo género, las dos muchachas con los ofrecimientos y empeño sincero que mostró Luis por su suerte, se reconciliaron un poco con el mundo, y concibieron esperanzas, si no de dicha, al menos de descanso, como el viajero que ha caminado por arenales y sendas eriazas y al fin de su jornada reposa en una cabaña sombreada por un grupo de árboles. En efecto, a pocos días volvió Luis, y dio razón de los encargos que le habían confiado; Pablo había, o hipotecado o vendido todos los bienes de su mujer, de manera que lo único que consiguió salvar Luis, fue algunas acciones de minas, la casa de Mixcoac y los muebles, habiendo pagado a los acreedores más exigentes que cobraban cuentas pequeñas. En consecuencia se determinó vender el coche, los muebles de lujo, y con los que quedaban se instaló Florinda con Pablito y Carmela en una casa pequeña, pero aseada, en la calle Nueva.

En cuanto a Aurora, sin intervención de don Pedro ni del terrible padre Martín, entró al convento de la Concepción, sin que su madre, cada día más enojada, a causa de los chismes y constantes calumnias de don Pedro, viese a su hija más que la víspera del día en que se determinó a separarse para siempre de su lado.

XIII. Gran dulcería queretana y fábrica de chocolate

Dejaremos a las dos muchachas, a la una encerrada en el convento y a la otra lamentando su pobreza y su soledad, y hablaremos de Celeste, a quien hemos olvidado en los caminos de la Sierra a México, mientras que sus protectores se dirigieron a Tampico, donde, como se ha visto, pudieron afortunadamente salvar a Teresa.

Hemos dicho en alguna parte, que el padre Anastasio, hombre morigerado en su vida, trabajador y económico, había recogido el fruto de estas virtudes, reuniendo no grandes riquezas, sino lo que vulgarmente se llama un capitalito, es decir doce o quince mil duros, que son nada para hombres derrochadores, como por ejemplo, nuestros amigos Arturo y Manuel, pero que forman un verdadero tesoro para muchas de las familias modestas de la clase media, que encuentran modo de girar el dinero y pasarse una vida alegre y cómoda, aunque sin ostentación ni aparato.

Al padre Anastasio, poco a propósito para negocios mercantiles, por una parte, y por otra de una conciencia muy estricta, ni por mal pensamiento le pasó el descontar libranzas con tres o cuatro por ciento mensual, ni comprar alhajas en el Montepío para revenderlas, ni prestar sobre prendas; en una palabra, ninguno de esos negocios que en las cortas épocas de paz y de calma que hay en México, aumentan rápidamente una pequeña fortuna. Lo único que ocurrió al padre Anastasio, desde que tuvo algún dinero en los primeros negocios de abogado, fue cambiarlo en onzas de oro, en escuditos y en medios nuevos, en lo que perdía cuatro o cinco por ciento, y envolverlo cuidadosamente en cartuchos de papel: una vez que hacía esto, su mayor cuidado era guardarlo, y esta no era la parte menos difícil del quehacer que le daba su tesoro. Para él no había casas de banco, ni almacenes, ni Montepío: le parecía que una vez que guardase en alguna parte de estas su dinero nuevo, le sería imposible juntarse con él; así prefería distribuirlo entre las gavetas de su papelera y mesa de escribir, y cada tres días lo contaba, lo revisaba y lo cambiaba de lugar, poniendo encima papeles, libros o cualquiera otra cosa que lo ocultara a la vista de los curiosos y de los codiciosos. No quiere esto decir que el padre Anastasio fuese un avaro; por el contrario, estimaba el dinero en cuanto le proporcionaba hacer algunas obras de caridad, y como cosa que es necesaria para todos, sin exceptuar a los padres Franciscanos, que hacen voto de pobreza, pero que no ha llegado a noticia de nadie que hayan vivido sin comer ni beber.

Así que el padre Anastasio tuvo reunida alguna cantidad, que no podía caber cómodamente en sus armarios, le pareció que el lugar más seguro para depositarla, aunque no ganara interés, era un convento, y en efecto entregó a la superiora de la Encarnación, el fruto de sus economías. Tal era el estado que guardaban los negocios financieros del padre Anastasio, cuando se marchó a desempeñar su curato de la Sierra; allí, como hemos visto, vivió con economía; y con las limosnas de los feligreses, porque él llevaba la regla de no aplicar los aranceles, le bastó para componer la casa cural, para comprar muebles, y para adquirir, a precio muy módico, unos potreros donde enviaba a pacer a sus caballos, y mantenía algunas cabras y vacas. Pocas gentes en el mundo, y con tan poco dinero, eran tan felices como el padre Anastasio, de manera que, salvo los recuerdos de la muerte prematura de la desgraciada Esperanza, nada inquietaba al eclesiástico, cuya vida corría tranquila y pacífica como el arroyo ignorado del desierto.

El trato frecuente con Celeste, la bondad y dulzura de esta criatura, reunida a su temprana belleza, procuraron, como hemos dicho, un cambio moral en el alma del padre Anastasio; y finalmente, a la llegada de nuestros amigos tuvo que hacer un esfuerzo, debido a su buena conciencia y a su sólida virtud; y prescindiendo de una vez para siempre, de sus caballos, de sus flores, de su tranquila casita, de todo, en fin, lo que formaba el encanto de su vida, y tomando la resolución que convenía, despachó a Celeste en compañía de la vieja dama conciliaria. Era esta anciana una de esas mujeres honradas y juiciosas, que son una joya para el gobierno de las casas; pero que rehusando mezclarse en las intrigas amorosas de las niñas, se decidió a dejar el servicio de las casas donde había familia, y buscó un acomodo con hombres solos: su buena suerte quiso que fuese recomendada al padre Anastasio, y entró a su servicio. En poco tiempo se avinieron tanto el uno con la otra, que llegaron a creerse de una familia: el padre Anastasio trataba a la anciana como se trata a una abuelita, y la anciana quería y estimaba al eclesiástico como si fuera su hijo: así, con estos antecedentes, cuando llegó la ocasión de separarse y de que Celeste saliese del cuidado inmediato del padre, en ninguna persona pudo ni debió tener más confianza, que en su antigua y fiel ama de llaves. Teniendo, pues, cierta vergüenza de que dos jóvenes elegantes, que botaban el dinero y caminaban con un tren de príncipes, se impusieran de sus asuntos financieros, formó el padre su plan en secreto, y no se atrevió a confiar su ejecución más que a la anciana. Por otra parte, recomendar a Celeste a un comerciante, a un abogado, a un agente de negocios, habría sido, salvo la buena opinión de las personas que ejercen estas profesiones, exponerse a perder el dinero, y a poner en mala senda a una criatura inocente y sin mundo alguno. El padre tenía razón bajo este aspecto, y todos los caminos que imaginaba para el arreglo futuro de la vida de Celeste, le parecían arriesgados: el único medio que le parecía seguro era que Celeste se casase con Arturo; pero observaba que este joven era todavía de un carácter versátil y frívolo, y por otra parte le parecía que estaba preocupado con otros amoríos, y que lo menos en que pensaba, era en Celeste: así, nada se atrevió a insinuar a Arturo, y tuvo que decidirse por alguna cosa.

Entregó al ama de llaves una carta para la superiora de la Encarnación, a fin de que tuviera a su disposición cierta suma de dinero, y le encargó que, llegando a México, buscara una casa modesta en un paraje acompañado de la ciudad; que comprase los muebles precisos, y que tomase una criada, para que Celeste, aunque con economía, fuese atendida con todo lo necesario, sin obligarla a trabajar en nada, y que una vez así establecida, pensase con mucho detenimiento y reflexión, en poner con una parte del dinero un comercio, que Celeste pudiese dirigir desde la casa, para que el producto sirviese para los gastos, sin que menguase el capital.

Sobre este capítulo hizo mil y mil recomendaciones a la anciana, y encontrando que era de su entera aprobación, dispuso el viaje, como hemos visto, quedando enteramente tranquilo, y figurándose que había por fin acertado con el medio de asegurar para siempre la subsistencia de su fiel ama de llaves y de su linda protegida.

La anciana tenía en México una hermana, y esta hermana dos hijas, llamadas Paula e Isabel, feas hasta por demás, pero hacendosas y honradas, como lo son todas las feas, que no dejan de tener sus muy relevantes prendas. La hermana de la ama del cura en nada se ocupaba, no tanto por su edad, cuanto por el estado de su salud, pues casi estaba perdiendo la vista; pero Paula e Isabel eran unas hormigas arrieras. Tan pronto se ocupaban en lavar ropa, como en bordar, como en coser en blanco, o aplanchar; el caso era, que nunca les faltaba qué comer ni con qué pagar la casa, comprarse su ropa muy decente y a veces lujosa, y con qué satisfacer los caprichos de su madre, que consistían en comprar cada día 12 su libra de velas de cera y sus manojos de flores, para ir en persona a ofrecerlas a la Virgen de Guadalupe.

El ama del cura, desde que salió de Jaumabe con todo el plan en la cabeza, pensó inmediatamente en que sus sobrinas eran las más a propósito para desempeñarlo con fidelidad y exactitud: una de ellas se encargaría, ayudada con una muchacha que ganase poco salario, de asistir a Celeste, y la otra entendería, bajo la vigilancia de la tía y de la madre, en el manejo del giro que finalmente hubiesen de establecer. La buena anciana, mecida con estas gratas ilusiones, y platicando frecuentemente de ellas a Celeste, pasó el camino, sin más accidente notable que el asalto del tendero volteriano, y llegó a México sana y salva en compañía de la muchacha. Inmediatamente y sin separarse un ápice de las instrucciones del padre, tomó una vivienda en la calle de Tacuba, compró los muebles necesarios en las almonedas de las calles de Donceles y la Canoa, y se instaló con Celeste, a quien destinó a Paula, no para su criada, sino podríamos decir para su doncella de servicio. En seguida comenzó a conferenciar con su hermana y con la sobrina de más edad y saber, que era Isabel, sobre el empleo que podían dar al dinero del padre Anastasio. Después de dos semanas de graves discusiones y de cálculos, no sólo aritméticos, sino aún algebráicos, en que los granos de maíz o de frijol reemplazaban la pizarra, el gis y los signos, se resolvió que se pondría una gran dulcería, donde también se venderían bizcochos, chocolate, billetes y papel sellado. Una vez tomada esta resolución, el empeño era encontrar una casa en las calles de Tacuba o Santa Clara; pero como por todas las que se proporcionaban, pedían un traspaso exorbitante, hubieron de conformarse con establecerla en la calle 2.ª de San Juan, donde encontraron el local suficiente para tienda y además una habitación más amplia que la de la calle de Tacuba. En consecuencia, se instalaron el ama del cura, las sobrinas y la madre enfermiza y cegatona en la nueva casa, y comenzaron con una fatiga sin igual a hacer los preparativos. Cada momento venía del convento un pañuelo lleno de dinero, que se gastaba en pocos días, y era necesario acudir por más: la actividad era mayor que en una maestranza de artillería en los días de una campaña, o que en la cocina de un convento en los tiempos de antaño. Por un lado se veía a ocho o diez molenderas de chocolate, partiendo azúcar, tostando cacao, remoliéndolo, o haciendo las tablillas de los cortes y dimensiones usuales: por el otro, largas filas de cajetas de arequipa, de guayaba y de membrillo, secándose al sol: más allá hirviendo en los braceros los cazos de conservas y de mermelada. Mientras el ama del cura vigilaba a los artesanos que pintaban el armazón de la tienda, la madre de las muchachas se ocupaba en espantar las moscas que acudían por millares a los calabazates y acitrones. De las dos muchachas, la una con su delantal lleno de manchas, estaba con grandes cucharones pegada a las hornillas, observando el punto de los dulces, dirigiendo, en una palabra, ese gran laboratorio químico que todos, en grande o pequeña escala, tienen en su casa, y que se llama cocina, y donde en vez de complicados aparatos de metal, de copelas y de retortas, no hay más que unas cuantas cazuelas de Cuautitlán, unos cazos de cobre, unos cucharones de palo hechos por los indios y los dedos y lengua de la cocinera, para conocer los efectos de la evaporación y calcular la consistencia que deben tener las pastas, y hasta el agradable aspecto que es fuerza presenten los manjares. El hidalgo de Molière no sabía que hablaba en prosa, y nuestras cocineras son químicas, también sin saberlo.

En cuanto a Celeste, sostenida en su orfandad por la generosidad y cariño del padre, ¿qué otro arbitro le quedaba más que el de conformarse con las instrucciones que éste había dado? así es que sin hacer ninguna observación, dejó obrar a la vieja ama y conducirse por ella de una casa a otra. Con el buen gusto que poseía, lo más a que se aventuraba, era a hacer ciertas observaciones en la manera de confeccionar los dulces, que daban por resultado el mejorarlos visiblemente, y hacerlos muy superiores a los que se venden comunmente al público. Modesta y afable, ayudaba a las faenas de aquella honrada familia, que se consideraba en el colmo de su opulencia y felicidad, pero ella en el fondo se sentía humillada y mortificada. Su pensamiento fijo, inmutable en Arturo, la elevaba a otras regiones más altas, de donde su amor y las ilusiones de su edad no le permitían descender: Paula e Isabel, dirigiendo una dulcería, se creían felices en su nueva ocupación: Celeste se consideraba infeliz y humillada.

¿Qué diría Arturo, el elegante Arturo, el de las manos blancas y finas, y el de la atractiva fisonomía, al ver a Celeste entre dos muchachas vulgares y rollizas, moliendo camote, colando piña en un ayate, llenando cajetas y picando con las tijeras papel de colores para adornar frutillas de pasta y jamoncillos? La idea de que Arturo se había de reír, al ver a Celeste en esta posición, la hacía desgraciada, y a veces tiraba con enfado las tijeras, y acababa de romper los calados que con gusto y primor había hecho en el papel.

—Al menos —decía, cuando me encontró en la calle por primera vez, pedía yo limosna para mí padre y mi madre, que se morían, y esto tiene mucho de noble y de sublime, y él lo comprendió así; pero ¡hacer dulces para vender, ponerse en una tienda a disputar con las criadas que compran los bizcochos todas las noches! esto es, no sólo vulgar, sino hasta ridículo.

Y no cabía duda en que Arturo, que había marchado en compañía del padre Anastasio, regresaría dentro de algún tiempo a México, la buscaría, la visitaría, procuraría informarse de su vida y de sus ocupaciones, y entonces, si algunas ilusiones había tenido por ella, las perdería al momento. Como para Celeste la felicidad mayor que esperaba en la vida, era la de ser amada de Arturo, la afligía sobre manera cualquiera circunstancia que pudiese hacerle perder esta esperanza, única que la consolaba de sus desgracias y de su orfandad. No alcanzaba por qué el padre Anastasio, que era un pozo de ciencia y de sabiduría, había dado semejante dirección a sus negocios; pero, como hemos dicho, era humilde y prudente, se había resignado, y no hacía sino para sí misma el género de objeciones que hemos indicado.

Pronto, con la incansable actividad de Paula y de Isabel, todo estuvo listo: los armazones de la tienda, pintados de azul y oro, se llenaron de dulces, de puchas, de rodeos, de bizcochos de cambray y de chocolate. Un aparador, cubierto con un limpio mantel, estaba lleno de bizcochos olorosos de la acreditada fábrica de Ambris, y un quinqué iluminó por primera vez, después de dos meses de estar cerrada la tienda, la noche de un domingo, todas estas golosinas. El éxito fue superior a todas las esperanzas: Paula e Isabel, como hemos dicho, eran feas, pero sumamente aseadas: así es que aparecieron en la Gran Dulcería Queretana con sus cabellos bien lustrosos y ordenados, sus armadores de lienzo blanco y sus enaguas de indiana francesa muy bien aplanchadas y almidonadas. Como en México todo lo nuevo llama mucho la atención, acudió la gente en tropel, y a las nueve que cerraron, el aparador estaba vacío y los armarios necesitaban una nueva habilitación. Recogieron de los cajones puñados de medios, de cuartillas, de pesetas y pesos, y subieron en sus delantales la venta a las habitaciones de arriba. Toda la familia, llena de gozo porque veía coronado su trabajo con el buen éxito, se puso a contar y separar las monedas; encontraron que la venta había sido de ciento treinta y cinco pesos. Celeste, que por especial recomendación del padre, no aparecía para nada detrás del mostrador, era la encargada del libro de caja: comenzó a liquidar las cuentas, y a las once de la noche, después de pedir todo género de explicaciones a Paula, encontró que se habían gastado en el traspaso, aperos y habilitación de la dulcería, cuatro mil pesos, y que la utilidad que podría sacarse era como de un cincuenta por ciento, o como las mujeres hacen por lo común sus cuentas, sobre cuatro o cuatro reales y cuartilla en cada peso: apuntó, pues, su venta, y toda la familia se puso a cenar. Celeste no pudo menos, en medio de sus quiméricos pensamientos de amor, de alegrarse de que se hubiera acertado con dar buen empleo al capital del cura. Si Celeste hubiera estado satisfecha de que Arturo se acordaba de ella, su dicha habría sido completa. ¡Qué poco se requiere en el mundo para ser feliz, y sin embargo, qué pocos lo son!

Volvió de nuevo la faena de las muchachas para habilitar los armarios de la tienda, y volvieron cada vez con más abundancia los marchantes, hasta que se logró lo que se llama acreditar una casa, de manera que ya ella sola hacía los gastos necesarios para su fomento y los que requerían Celeste y la familia, sin que, por consecuencia, hubiese necesidad de hacer más viajes al convento en busca de dinero.

Durante algunos días nada turbó la felicidad ni el productivo trabajo de estas buenas gentes: Celeste misma había ya formado su distribución y arreglado su vida. Muy temprano se levantaba, hacía su toilette con sencillez, pero con esmero, y salía a misa a las Vizcaínas; volvía, tomaba su desayuno, y se ocupaba en ayudar a las muchachas en sus quehaceres de la dulcería; en seguida se ponía a coser, y a la una toda la familia, menos la persona que quedaba en el despacho, se sentaban al derredor de una mesa muy aseada, y cuyos manjares, condimentados son aseo y esmero a la mexicana, y servidos en limpias y lustrosas cazuelitas de barro, habrían despertado el apetito de un muerto: después de la comida, todos ayudaban a levantar los trastos, y a poner en el mejor orden la casa. En la noche, antes del chocolate, se rezaba el rosario en coro, leyendo Celeste en seguida la vida de algún santo, que por sus sufrimientos, y virtudes hacía frecuentemente suspirar y aun derramar lágrimas a los oyentes. La noche se pasaba en platicar, en bajar a la chocolatería lo que se necesitaba, en cerrar y asegurar las puertas, contar y apuntar la venta y los demás gastos. El dinero sobraba, y para completar este cuadro de felicidad tan rara, nuestros personajes tenían una limpia y segura conciencia.

El ama del cura, que pasaba ya de los setenta, comenzó a dar a Celeste y a sus sobrinas muchos motivos de alarma: un día le dolían las piernas, otro la cabeza, otro la cintura o el pulmón; finalmente, la máquina toda de esta anciana, ya gastada, anunciaba una total descomposición. Se llamó al médico del barrio, que se contentó con recetar agua de linaza y jarabe de goma, declarando que lo que en sustancia tenía la enferma, era lo que vulgarmente se llama un empacho de calendarios, y para lo que la ciencia y las medicinas de la botica eran enteramente inútiles. Celeste y sus sobrinas le prodigaron durante dos semanas los más solícitos cuidados, pero todo fue inútil: una noche, cuando se creía que estaba más aliviada, exhaló, sin trabajo y sin fatiga, el último suspiro, y salió de ese cuerpo viejo y gastado, una alma pura, sencilla, que pasó a descansar en el seno de Dios.

Este acontecimiento turbó la serenidad de los días de la familia. La hermana y las sobrinas, como era de esperarse y es de costumbre, no sólo lloraron, sino que aullaron el día que salió el cadáver; pero aunque más silencioso, fue mayor y más profundo el pesar de Celeste. Aquella pobre vieja, siempre buena y complaciente, había hecho para ella las veces de madre, y la había acompañado en las épocas más amargas de su vida: así es que no pudo ver salir sus últimos despojos mortales, sin sentirse más sola de lo que antes había estado en el mundo, tanto más, cuanto que desde su salida del pueblecillo de Jaumabe, ignoraba la suerte que habías corrido el padre Anastasio y su nunca olvidado Arturo; pero como los más grandes pesares tienen su remedio en el tiempo, a las pocas semanas la fatiga y quehaceres diarios volvieron a tomar su curso, y la tienda a llenarse de marchantes, que se habían retirado a causa de la falta de surtido. Celeste esperaba con ansia el regreso de sus protectores, y pasaba los días en la mayor ansiedad, porque la vida que llevaba, era, por decirlo así, provisional, y no la que convenía, ni a sus sentimientos, ni a sus inclinaciones.

Una noche, contra su costumbre, y ya que se iban a cerrar las puertas, dio a Celeste gana de bajar a recoger personalmente el dinero, y a dar un vistazo a las existencias: fue esto obra del deseo de matar el tiempo, y no de la curiosidad, ni menos de la desconfianza. Practicó la operación, dirigió algunas chanzas a Paula, que había cerrado ya una de las puertas, y se disponía a entrar a la trastienda, cuando hirió su oído una voz que no le era desconocida. Volvió la cara, y se encontró con una fisonomía que sin duda había visto, pero que no podía recordar a donde. La mujer que había entrado a comprar chocolate, al tiempo de estarlo acomodando en su rebozo, alzó también la cara, fijó sus miradas en Celeste.

—Señorita, dispense usted la mala crianza, pero me parece que conozco a usted… sí… cabal… la misma… tan bonita como siempre, y no pasa día por ella… eso es… la misma.

Celeste quería reconocer a su interlocutora, pero no acababa de fijarse en dónde y en qué época de su vida había oído hablar y visto más de una vez a esta mujer.

—Seré curiosa, señorita, ¿se llama usted Celeste?…

—Sí, señora —contestó la muchacha sin reflexionar en lo que hacía.

—Pues yo soy Ventura, la misma que hizo a usted, y a su papá y a su mamá, cuantos favores pudo… porque eso sí, aunque una no sea nada, fuerza es ayudar a los vecinos… Conque yo soy Ventura. Las vecinas me decían doña Venturita. ¿No se acuerda usted?

Celeste habría querido mejor encontrarse con una fiera del monte, que con semejante mujer: reconoció que había cometido un error en decirle su nombre, y renovar el conocimiento; pero como ya la cosa no tenía remedio, procuró disimular, y tendió involuntariamente la mano a doña Venturita, la que se apresuró a tomársela, soltando el chocolate en el mostrador.

—¡Bendito sea el Señor del Buen Despacho, que encontré a una antigua amiga! —dijo Venturita con su tono de costumbre—. ¿Y dónde ha estado usted? ¿Saldría de México, no es verdad? ¿Y al joven que tanto favorecía a usted, qué le ha sucedido? A mí se me enfermó Cipriano. ¡Pobrecito! tan bueno pero lo llevaron a una guerra que hubo por Puebla, y allí me lo lastimaron, de manera que cuando volvió, ya no ha podido ver la suya. ¡Pobrecito! ¡Bastante padece!

Venturita exprimía los ojos para llorar, y hacía pucheros; pero cuando observó que Celeste quería hablar sin duda para despedirse, se apresuró a cortarle la palabra.

—¡Válgame Dios! y como hace Su Majestad milagros que no conocemos. Cuénteme usted, por Dios, niña, como salió de esos malos tratos, de esos policías hijos de un demonio. ¡Qué lástima me dio el día!… no lo puede usted creer, pero hasta lloré el día que…

Como Paula se había acercado, y parecía escuchar con interés la conversación, Celeste hacía señas tras de señas a doña Venturita para que callase, hasta que afortunadamente fue entendida.

—Es verdad, mi vida: es ya muy tarde, y tiene usted que cerrar. Supongo que todo esto es de usted, y que estará muy rica, porque esta dulcería vende más que todas las otras juntas.

—Es verdad, vamos ya a cerrar —dijo Celeste algo turbada.

—Pero aquí vive usted, ¿no es verdad? pues entonces mañana, si Dios nos presta vida y salud, vendré a platicar con usted, y le contaré con despacio todas mis desgracias; y a propósito, ya que por beneficio de Dios tiene usted algo, quisiera hablarle a solas. Me voy, mi vida, y dispensará que no pague el chocolate, porque se me olvidó el dinero; pero aquí me conoce ya esta otra niña, y sabe que soy de fiar. ¡Vaya… qué fortuna!… ¡y yo que todas las noches compro aquí mi chocolate y mis huesitos, y ni sospechaba nada!… Conque hasta mañana a las doce.

Doña Venturita salió al fin todavía charlando, y Celeste vio el cielo abierto.

—¿Y dónde conoció usted a esta mujer tan habladora? —le preguntó Paula.

—Era una vecina de la casa donde vivió mi padre —le contestó Celeste algo cortada—; y en efecto, es mujer que no cesa de hablar; pero no hay que hacerle caso.

Celeste se subió preocupada con el desgraciado encuentro que había tenido, y esperando con cierto temor la visita anunciada.

Doña Venturita, en efecto, no se hizo esperar; al día siguiente, a las doce en punto estaba delante del mostrador, toda sudosa y agitada. Celeste, que deseaba evitar que hablara con Paula, la estaba esperando, y en cuanto la vio, la hizo entrar, subió con ella a su recámara, y cerró la puerta.

Doña Venturita, sin gastar muchos cumplimientos, examinó de una ojeada los muebles, y se sentó en una silla.

—Vecinita —dijo—, entendí muy bien la seña que usted me hizo anoche, y por eso me callé, y me fui. ¿Qué tal? Si yo me pinto para eso de entender las señas. Lo que usted quería, era que la criada no oyera… porque desde luego no sabe que… y usted no quiere, y es muy justo, mialma, que sepa que estuvo en… Desde luego, algún otro señor… y ya se ve, no todas deben imponerse de nuestros secretos; cuanti más que eso… y como dicen: no es lo mismo comer que tirarse con los platos.

—Señora —le dijo Celeste muy seria e irritada—, por desgracia, he tenido que sufrir bastante, de la lengua de usted y de su dañina intención; y si ahora he consentido en que venga a mi casa, es para decirle que no tiene ningún derecho de quitar el crédito y de dañar a una gente que no le ha hecho mal.

—Usted me insulta —contestó Venturita—; porque es usted rica, y porque me ve sola, se vale de la ocasión. ¡Ah! si lo supiera Cipriano… yo no he ofendido a usted en nada —continuó sollozando—, y porque me ve pobre, me maltrata… pero a bien que yo diré… que… que usted también en otro tiempo, y cuando no tenía señores decentes que la protegieran…

—Calle usted por Dios, doña Ventura —le dijo Celeste—, y entremos en razón. Yo ni maltrato a usted, ni quiero insultarla: lo único que deseo es, que usted no me perjudique contando las cosas a su modo.

—Pero yo nada cuento más que… pero ya ve usted, soy una pobre, y también necesito trabajar para comer, y usted podría colocarme en la chocolatería: sé hacer jamoncillos, y merengues y huevos reales de chuparse los dedos; y yo con mi trabajo y usted con su dinero, y verá usted como yo me porto.

—Pero ¿qué es posible —preguntó Celeste—, que pretenda usted vivir en mi casa, después de la conducta que observó usted, y de atreverse a calumniarme cada vez que me habla?

—Ya lo ve usted, mialma, porque soy pobre y me ve usted sola, desconfía de mí —interrumpió Venturita fingiendo que lloraba, o sollozando de veras y levantándose para irse—; pero yo al fin contaré a todos por qué me ha echado usted de su casa, y por qué no me quiere dar por mi mal trabajo un pedazo de pan… Yo soy una pobre; pero honrada, y mi compadre, que es el alcalde de la manzana, me defenderá.

Celeste, que temía un nuevo escándalo y una nueva desgracia con las interminables calumnias de Venturita, bien a su pesar conoció que no había más remedio que capitular.

—Bien, cálmase usted, doña Ventura, y entendámonos: estoy dispuesta a olvidarlo todo, y hacer a usted cuanto bien pueda; pero explique usted, qué desea, y en qué puedo serle útil.

—Pues, mialma —dijo doña Ventura limpiándose los ojos—, ya que es usted tan buena, sepa que desde que se enfermó mi marido tuve que mudarme a la plazuela de San Juan, y no he tenido ni para pagar el cuarto: toda mi ropa está empeñada, y las costuras no me alcanzan ni para mal comer. Duélase usted de mí, y déme un acomodo en su casa; que ya digo, sé coser, barrer, fregar y hacer dulces, y por beneficio de Dios, hasta ahora a nadie le he cogido un tlaco.

—Está bien —le dijo Celeste—; pero a condición de que no dirá usted a esta familia una sola palabra de lo que sabe. Tendrá usted la casa, la comida y ocho pesos cada mes, y ayudará usted en todo lo que se ofrezca; pero le repito, ni una sílaba, porque desde ese mismo momento, como ya no tendré por qué tenerle consideración, saldrá usted de mi casa, y volverá a sufrir las penas que dice que pasa.

Doña Venturita dio mil agradecimientos a Celeste, le prometió guardar silencio y ser discreta, y al día siguiente volvió ya con un cargador, que conducía su colchón y una caja colorada antigua, únicos muebles que habían quedado a la temible vecina de la casa de San Sebastián, dejando, según dijo, el marido enfermo en casa de su cuñada.

Con el ingreso de esta nueva persona en la gran chocolatería, todo cambió en poco tiempo: en vez de cerrarse a las nueve, estaba abierta hasta las diez o las once, hora en que se retiraban los tertulianos que doña Venturita había reunido. Su compadre el alcalde, su primo el escribiente de un abogado, su tío el músico de Catedral y unos tres o cuatro muchachos más entre rancheros y cortesanos, formaban la reunión: se fumaba toda la noche, se tocaba la guitarra, y se merendaba y tomaba chocolate en la trastienda. Isabel y Paula estaban inconocibles: cada una tenía su novio; y como doña Venturita era la que servía admirablemente a estos amores, estaban al partir un piñón. Las faenas de la cocina se descuidaban, el chocolate y los dulces eran ya de mala calidad, y día por día las ventas disminuían, y los aparadores cada vez aparecían con menos existencia. No paró aquí el mal, sino que los tertulianos mucho más animados, y doña Venturita, unida estrechamente con las muchachas, invadieron la casa, y tomaron posesión de ella. Así que se cerraba la Gran Dulcería, los personajes ya dichos, y algunos otros más convidados de la vecindad, se subían arriba y comenzaba el baile, que duraba hasta las dos y tres de la mañana. Los domingos eran paseos a Santa Anita y a San Cosme; y en vez de hacerse dulces y pastas, las muchachas se ocupaban en disponer el mole de guajolote, los frijoles gordos y el pulque de piña. La madre casi había cegado completamente, y estaba en un tal estado de imbecilidad, que era lo mismo que si no existiera en la casa.

Celeste quiso oponerse a este desorden; pero le fue imposible: doña Venturita hacía cabeza de la oposición, y la amenazaba con contar su vida y milagros, no sólo a Paula y a Isabel, sino a todos los concurrentes y a todos los marchantes. En cuánto a Paula y a Isabel habían dejado el armador y las enaguas, y habían comprado medias, zapatos y túnicos de seda, y estaban tan alzadas e insubordinadas, que apenas saludaban ya a Celeste, a la que muy poco tiempo antes reconocían como ama.

Celeste se redujo a encerrarse en su recámara, a no ver ni tratar a ninguno de los concurrentes, y a apuntar las cortísimas ventas que Paula le presentaba, para volvérselas a llevar en el acto, esperando que de una hora a otra llegase el padre Anastasio y pusiese término a tanto escándalo; pero el padre Anastasio no llegaba y las cosas iban tomando un carácter muy alarmante. Cada vez que Celeste, para ir a misa o a otra ocupación, se ausentaba de su recámara, se le desaparecía un vestido, un tápalo, un rebozo, o alguno de sus anillos o rosarios de oro. De la ropa siguieron los muebles, hasta el grado de que no quedó en su recámara más que su cama y unas sillas.

Las fisonomías de algunos de los que frecuentaban la casa, y el tono dominante y altanero que habían tomado, le daban miedo a Celeste, tanto más, cuanto que ella había notado que se quedaban en las noches algunas personas más que las que componían la familia. Así, a la hora de recogerse, echaba las aldabas y picaportes de las puertas, y todavía aseguraba más con los pocos muebles que podía meter disimuladamente en su alcoba. Antes de acostarse, rezaba a todos los santos, persignaba los rincones, al menor ruido despertaba sobresaltada, y rara vez podía volver a conciliar el sueño, hasta que los rayos de la luz, que entraban por las rendijas del balcón, le infundían algún valor y serenidad.

Una noche escuchó algún ruido, se sentó en la cama, poniéndose, llena de susto, una mano en el corazón que le latía fuertemente, y escuchó: primero oyó pisadas como de gente que andaba a tientas y con precaución; después notó que hablaban en voz baja; pero no pudo entender lo que decían. Quiso levantarse, pero las fuerzas le faltaron: afortunadamente todo quedó en silencio por más de una hora, y ella tuvo tiempo de reflexionar y hacerse el ánimo de tomar una resolución extrema en caso necesario. Levantóse con mucho cuidado, abrió el balcón, y miró a la calle: afortunadamente el sereno estaba atizando los faroles. Volvióse a la cama, y sentada esperó acariciando al fiel perro, que no se había separado de ella, y con cuyo auxilio contaba también. Las pisadas y los cuchicheos comenzaron de nuevo.

—Está dormida, completamente dormida —decía una voz.

—Entonces, ¿cómo entraremos?

—Será mejor con cualquier pretexto tocarle la puerta, y que ella misma abra, porque como esta muchacha es ya una liebre corrida se encierra a piedra y lodo.

Celeste pudo reconocer la voz de doña Venturita.

—Pues el caso es no dejar las cosas para otro día, pues así se ha pasado el tiempo, y ya estoy cansado de que me engañen y me burlen.

—¿Pero si despiertan Paula e Isabel, que duermen en la otra pieza?

—¡Bah! no hay cuidado: experiencia tengo de que tienen el sueño muy pesado, y además si despiertan, ya echaremos toda la culpa a Celeste: nos han de creer a nosotros, y no a ella.

—Pues vamos —contestó doña Ventura—, le tocaré la puerta, le diré que me ha dado un dolor, ella abrirá, y entonces…

—No hay que irse para atrás, doña Ventura, una vez que estamos decididos, no haya después gritos y lágrimas y arrepentimientos.

—Pero si ella grita, ¿qué hacemos?

—No, yo aseguro que no gritará: con que vamos, que se hace tarde.

Celeste temblaba de pies a cabeza; apenas alcanzaba respiración. ¿Qué era lo que esas gentes tramaban? ¿Se trataba de atacar su vida, o su honor, o a las dos cosas, si ella resistía? ¿Cuáles eran las gentes y los proyectos de los que dormían en la otra recámara? Todo lo ignoraba, y sólo podía distinguir que había un diálogo, del cual perdía muchas palabras, entre la temible doña Ventura y un hombre. En fin, era menester tomar algún partido, y ella se resolvió a salir al balcón en último caso, y llamar al guarda, obligándolo a que subiese por él y registrase la casa: en todo esto ella tendría que afrontar las calumnias de la torpe lengua de doña Ventura; pero no tenía ya más arbitrio. Firme con esta determinación, encendió la luz, se echó encima una bata de muselina, se calzó sus pantuflas, y comenzó a hacer mucho ruido, aglomerando todas las sillas que tenía contra la puerta por donde el enemigo quería penetrar. Celeste esperaba por momentos oír la voz de doña Ventura o sentir que forzaban la puerta; pero sea que la acción que trataban de ejecutar les diese miedo, sea que difiriesen para más tarde su tentativa, el caso es que reinó un profundo silencio. Celeste, con el balcón abierto, continuó todo el resto de la noche su bataola, pasando los muebles de uno a otro lado, tosiendo y haciendo cuanto ruido podía.

Luego que dieron las seis de la mañana, y observó que había bastante gente por la calle, y que estaba ya abierta la dulcería, se vistió, y procurando dar a su rostro un aire de naturalidad y de ignorancia, salió a la calle, sin encontrarse en la casa más que con Paula, que afanada atendía detrás del mostrador al despacho diario de la negociación.

XIV. Una modista de París

Cuando Celeste, después de una noche de vela y de agonía, se vio ya en la calle, respirando el ambiente fresco de la mañana, le pareció que había salido de una cueva de ladrones. En vez de dirigirse, como de costumbre, a la iglesia de las Vizcaínas, tomó la dirección de las calles del Coliseo y San Francisco, y dando vueltas y revueltas, y entrando y saliendo con diversos pretextos en las tiendas que encontraba abiertas, vino a dar hasta Santo Domingo, en cuya iglesia entró, y allí comenzó a pensar sobre el partido que debería tomar: su resolución firme era no volver a la casa. Una vez que había escapado la noche anterior, la prudencia aconsejaba no volver a exponerse a peligros, tanto más graves cuanto que eran de un género desconocido. ¿Pero qué hacer? El miedo y la precipitación con que salió, no le permitieron más que llamar al perro para que la siguiese, sacar el vestido que llevaba puesto y una bolsita con algunas monedas, que no llegaban al valor de diez pesos. ¿Pedir limosna otra vez? Se acordaba del lance de Arturo, y la idea de otra aventura semejante, la aterrorizaba. Por otra parte, si el padre Anastasio y Arturo regresaban a México, ¿cómo lo sabría ella, cómo les daría noticia de su persona y de los motivos que le habían obligado a abandonar su casa? Largo tiempo pensó, sin haber podido encontrar una salida para su triste situación, hasta que el sacristán, sonando repetidamente las llaves, se acercó y le dijo al oído que se fuese, porque era ya la hora de cerrar la iglesia. Celeste salió del templo sin saber a dónde dirigirse, y maquinalmente tomó el rumbo de Santa Catarina, terció por una y otra calle, hasta que alzando la vista, vio en un zaguán, un letrero mal escrito, que decía: «Se alquila una vivienda.» De pronto fue una inspiración, un consuelo, decidióse a tomar la vivienda; subió y encontró que era una casita de tres piezas medianamente aseadas. Llamó a la casera, y costándole no poco trabajo el que la dispensara del fiador, pagó siete pesos por la renta de un mes adelantado. Hecho después su balance, le quedaban tres pesos seis reales por todo capital, y ni una silla en que sentarse, ni un petate en que dormir, ni más ropa con que abrigarse que sus propios vestidos.

Aunque jamás mentía ni disimulaba, tuvo que fraguar por la tarde una historia, y contó a la casera que no era de México, que la habían robado en el camino, y que de consiguiente, mientras que escribía a sus parientes, no tenía ni muebles, ni conocimientos de ninguna clase en la ciudad. La casera le prestó unas dos sillas rotas y con asientos tejidos con mecate, un banco de cama color verde en sus mocedades, y no muy falto de esos insectos voraces que no dejan descanso en la noche al infeliz a quien chupan la sangre: un cántaro de agua y un jarro completaron el ajuar de Celeste. En cuanto a la comida, hizo su arreglo, y tomando una taza de atole por la mañana, unos pocos de frijoles y chile a medio día, y otra taza de té o champurrado por la noche, le costaba todo un real y medio diario, incluso una cuartilla para la comida del perro y un octavo para la casera, que fue la encargada de ministrarle los alimentos, y de hacerle los pocos mandados que se le ofrecieran. Por malo que esto fuera, Celeste tenía algo más de dos semanas de porvenir, y durante este tiempo la Providencia podría abrirle un camino.

Las dos semanas pasaron rápidamente, y su caudal sólo podía ya durar tres días: los tres pasaron también, y al cuarto, subió la casera a pedirle el real y medio de costumbre, y Celeste no tuvo más arbitrio que darle un camafeo de oro con que se había prendido la bata la noche última de su residencia en la Gran Dulcería de la calle de San Juan: era de oro fino, y seguramente valdría veinte o treinta pesos, pero la casera volvió diciendo, que sólo habían prestado cinco pesos en la tienda: Celeste respiró: era como quien dice: otras dos o tres semanas de vida. Celeste pasaba el día en asear su casa, en lavar su jarro, y tres o cuatro platos y otras tantas tazas ordinarias de que se servía, y en sacar al sol la estera que le servía de lecho. Concluida esta ocupación, las horas pasaban lentas y monótonas, esperando siempre, pero esperando una cosa desconocida que ella no sabía ni adivinaba. Amor, comodidades, ilusiones, todo había desaparecido, y sólo se encontraba de nuevo frente a frente con la misma miseria que sufrió cuando sus pobres padres estaban próximos a morir. Así que se acabasen los cinco pesos ¿qué haría? ¿Empeñar su traje? ¿Y con qué saldría a la calle? ¿Coser ajeno? Desde su ingreso a la casa, encargó a la casera costuras; pero era necesario, o una fianza, o ir a buscarlas a las mismas casas, y ella no se había atrevido a salir, por temor que la encontrarse en la calle doña Ventura. Al fin de la segunda semana, la casera subió a pedirle el gasto: Celeste se quitó un bonito fichú que tenía en el cuello, y lo entregó a la casera para que lo vendiese. A poco volvió con dos reales. Al día siguiente, nueva visita de la casera: Celeste le dio unas enaguas interiores bordadas, y la casera volvió a poco muy contenta con seis reales: eran ya otros cuatro días de vida y de subsistencia para el Turco.

Una vez concluidos los cuatro días, venía otra exigencia superior a las fuerzas y a los recursos de Celeste, y era el pago de la renta, pues el mes se había cumplido. La casera, buena y compasiva como era, e interesada en que Celeste habitara la casa, pues cada comisión de venta o empeño le dejaba la utilidad de algunos reales, le propuso que vendiera el tápalo y la bata, y que con el producto, que podría pasar de veinte pesos, comprase un rebozo y unas enaguas, dedicando el resto para pagar otro mes de casa, y comer otros días más. Celeste no quiso absolutamente entrar en semejante plan, y resolvió el día mismo que se cumpliera la casa, avisarle a la casera, marcharse y dejarse morir de hambre. En efecto, agotados ya sus recursos, un día, sin haberse desayunado, porque no tenía con qué, entregó las llaves; dijo a la casera que sus parientes habían ya llegado, que se mudaba definitivamente, y se marchó, no afligida ni llorando, sino resuelta y con la desesperación pintada en el semblante. Para matar el tiempo, entró en una iglesia, después en otra, hasta que la cerraron; y vagó luego por las calles hasta que abrieron la Catedral. Como ya era tarde, y el perro gruñía y el hambre la mortificaba, se vio tentada de pedir limosna a alguno de los canónigos, que salían del coro; pero había jurado morirse de hambre antes que volverse a humillar hasta ese grado: así es que dejó retirar a los canónigos, y cuando la Catedral estaba ya oscura, salió de nuevo a vagar por las calles.

Pasadas las oraciones de la noche, la fatiga, el hambre y los pesares habían dominado su naturaleza: le parecía que los edificios se movían como en un gran temblor, el piso faltaba a sus pies, y sus oídos zumbaban. En medio de su estado lastimoso, creyó notar una mujer que la seguía, y que le pareció doña Ventura; reunió sus fuerzas y echó a andar, torciendo y retorciendo calles, hasta que cerca de las ocho no pudo resistir más; las fuerzas le faltaron, la vista se oscureció completamente; un sudor frío comenzó a correr por su frente, se apoyó contra el muro de una casa, y apenas tuvo fuerzas para andar unos pasos más hasta el quicio de una puerta, donde se sentó, y quedó sin sentido, y su fiel amigo el Turco, echado junto a ella.

Era una tienda de modas de por el rumbo de Nuevo México: una francesa, que hacía poco tiempo que había llegado de Burdeos, era la inquilina de esa casa, y sobre la puerta había colocado un gran letrero, que decía: «Olivia Jardín, modista de París.»

Olivia era lo que puede llamarse una doncella vieja; sin perjuicio de las aventuras que corrió en Pau, de donde era nativa, y una de las cuales la hizo embarcarse en uno de los paquetes que hacían la carrera entre Burdeos y Veracruz. Jamás había visto París más que en el cosmorama; y vecina durante muchos años de su provincia, su ejercicio había sido ordeñar unas vacas y cultivar un jardín, que pertenecía a una tía suya, la que la despidió de su casa el día que la encontró en picos pardos, con uno de los jardineros de un castillo cercano. La muchacha, que era cariredonda, rolliza, coloradota, de ojitos pequeños y boca y orejas grandes, tenía un conjunto que simpatizaba, y que indicaba mucha frescura y lozanía; pero más que todo Jeannette, que así se llamaba, tenía un corazón como una casa y un espíritu aventurero, que en más de una ocasión le había hecho pensar en viajes lejanos: así es, que en vez de afligirse y de tomar las cosas a pechos, como lo hacía la cuitada de Celeste en sus desgracias, echó a paseo a la tía, y se dirigió al puerto a tentar fortuna. Muy pronto trabó amistad con el piloto de la fragata que estaba para darse a la vela para Veracruz, y mediante esta circunstancia, pudo hacer su pasaje gratis. A los sesenta y cinco días de haber salido de Burdeos, fondeó la fragata Veracruzana junto al castillo de Ulúa, sin haber tenido ni el más ligero contratiempo durante el viaje, tanto que Jeannette engordó más y se puso más colorada y robusta, que cuando pasaba su vida cultivando el jardín. A la hora de separarse, el piloto la abrazó, le dio un beso en la frente y algunas monedas, y le prometió que en uno de sus viajes procuraría pedir una licencia, para examinar si se establecía en México, donde le habían dicho, que sin embargo de ser todavía un país de salvajes, se ganaba mucho dinero. Jeannette, por economía, no quiso tomar la diligencia, sino que se fue, guiada por uno de los marineros, conocedor del puerto, a la Plazuela de la Caleta, y allí, por menos que nada, ajustó su pasaje con uno de los conductores de carros, y al cabo de tres semanas llegó a la gran ciudad de Moctezuma, quemada con el sol, molida como si la hubiesen dado doscientos palos, y llena de pinolillo, de garrapatas y de otros animalejos que había cogido en los montes del camino.

En cuanto llegó a la ciudad, cobró sus letras, se cambió el nombre, y se propuso buscar una casa, para establecer un almacén de modas. Apenas hablaba una que otra palabra de español, pero su energía y su carácter suplían perfectamente lo que le faltaba. Luego que llegó, buscó a sus paisanos, y tuvo la fortuna de encontrar uno de su propio pueblo, que tenía ya bien establecido su giro de sombrerería. Mientras que encontraba la casa, se dedicó a coser y ribetear sombreros, y con esto tenía para comer, sin disminuir su corto capital. A pocas semanas encontró un local, contrató con un carpintero que le pusiera su aparador y su mostrador, y comenzando por coser y colgar en las perchas algunos vestidos de su propiedad, algunas varas de encaje y de listón, y unos peinados con cuentas de vidrio, abrió al público su almacén con el pomposo rótulo que hemos ya dicho.

Apenas se concibe entre nosotros como con un corto giro, se forma en algunos años un capital muy regular; pero fijando la atención en la vida económica que tienen los extranjeros que vienen al país a trabajar, y a ejercer su industria, se comprende perfectamente. Olivia los primeros días no tenía criada ni criado alguno: por la mañana temprana se levantaba, se ponía un sombrero de paja de Italia, tomaba debajo del brazo una canasta pequeña, y se iba al mercado a comprar lo necesario, que se reducía a cuartilla de leche, medio de carne, tlaco de cebollas, tlaco de perejil, cuartilla de col, cuartilla de arroz y medio de huevos: algunos días compraba zanahorias o tomates en lugar de perejil y col, porque quería que la cocina, no sólo fuese abundante, sino variada. Además, había habilitado su despensa con tres o cuatro libras de café, que tostaba y molía en casa de un paisano de la vecindad, con una media arroba de azúcar, con una docena de botellas de cerveza, una saca de carbón y unas cuantas libras de manteca y sal. Luego que llegaba del mercado, se quitaba el sombrero, se levantaba las mangas del vestido, y se ponía los zapatos de palo que había traído de su tierra: comenzaba por prender la lumbre con unos dos o tres carbones, que con mucho cuidado tomaba de la saca; pero el alimento del fuego consistía en astillas y trozos de madera que pedía regalados a los carpinteros del barrio: tan luego como estaba ya la lumbre en disposición, en cosa de un cuarto de hora preparaba su almuerzo: ponía ella misma su mesa con una servilleta limpia y con los platos y trastos colocados en un orden simétrico, y se sentaba, con la satisfacción de una reina, a gustar de los pocos manjares que ella misma había condimentado. Una gran taza de café con leche con sus tostadas con mantequilla, una tortilla de huevos a la francesa, un trozo de ternera bien asada y media botella de cerveza, componían su almuerzo. A la noche, con el café y la leche, la cerveza y la ternera sobrantes hacía su comida, sin desperdiciar los pedazos de pan, que se convertían en una sopa, con su pimienta de Cayena y su cucharada de vino, cuando algún amigo obsequioso había regalado una botella. Hecha la cuenta de todo el gasto, no llegaba a dos reales y medio por día, cantidad que a Celeste sólo habría proporcionado unos alimentos ordinarios y escasos.

Cuando Olivia acababa su almuerzo, salía a la puerta de su almacén, limpiándose sus blancos dientes con una pluma, y deteniendo a todos los que pasaban, para preguntarles cuantas novedades habían ocurrido en aquel día y los anteriores: así es, que sabía lo que suele llamarse la crónica escandalosa de todo el barrio, sin dejar tampoco de informarse de la parte de política, muy esencial en México, hasta para las personas más retiradas y más indiferentes a los negocios públicos. Si la mujer del carpintero de la esquina se hallaba en estado interesante; si la modista de Plateros aceptaba los obsequios de uno de nuestros leones; si el herrero había echado de su casa a Madama Elisa; si los chicuelos de Susana habían sido recogidos por su padre; en una palabra, si la hoja del árbol se movía, Olivia al momento lo había de saber, sin dejar de hacer sus comentarios en francés, si era su paisano o paisana con quien hablaba, y en un mal castellano, si daba con alguna criada o costurera del país. Así que satisfacía su curiosidad, entraba detrás de su mostrador, y se ponía sin descanso a coser, hasta que se oscurecía. A la hora del crepúsculo volvía a salir a la puerta, o recibía la visita de algunos amigos, que pretendían estrechar más sus relaciones con ella: reía, platicaba de su tierra, criticaba todo lo de México, hasta el clima, que es cuanto hay que decir, y a las ocho, cerraba su puerta, se ponía a comer, y se acostaba, después de haber puesto en orden las costuras, listones y retazos de su almacén. Los domingos se ponía uno de sus dos trajes de seda, lo adornaba con guarniciones nuevas, se vestía de limpio, y se salía a pasear por las calles de San Francisco y Plateros, elegante y alegre, como si viviese en París con cuarenta mil libras de renta. Regularmente encontraba a alguna amiga, con la que partía a Tacubaya, a la Piedad, al Tívoli de San Cosme; en fin, a algún lugar del campo, de donde no volvía sino a la hora acostumbrada de la comida.

Olivia los primeros días tuvo solo y vacío el almacén, pero no tardaron en ocurrir tres o cuatro parroquianas de las cercanías, a hacerse trajes nuevos y mandar recomponer otros ya usados, y con esto encontró ocupación, no sólo para ella, sino para dos muchachas costureras, que por tres reales trabajaban, desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Aunque hemos dicho que Olivia ni había sido modista ni conocía a París, se dio tales trazas, que con los pocos conocimientos que había adquirido en Pau, al lado de su tía, pudo hacer en México maravillas, de manera que el trabajo fue aumentando, y las utilidades le permitieron pintar mejor su almacén, ponerle un aparador de cristal, y comprar algunos efectos que le eran necesarios para su establecimiento, y que revendía en una tercera parte más de lo que le costaban en los almacenes de la calle de don Juan Manuel y Capuchinas. En cuanto a su casa, el aumento único que hizo, fue el de un huevo diario, y el de una muchachita que tomó para recamarera, mandadera y fregona, y a quien hacía trabajar todo el día, por la suma de doce reales al mes. Alguna que otra vez cometió el despilfarro de ir a la comedia o a la ópera, por la tarde, a un asiento de los palcos terceros. El plan de Olivia era hacer un capitalito de cuarenta o cincuenta mil francos, y regresar a su pueblo a buscar un buen casamiento y comprar una casa de campo, caso de que el piloto de la fragata tuviese la crueldad de olvidarla enteramente.

Tal era la dueña de la casa en cuya puerta quedó sin sentido nuestra pobre y desgraciada Celeste: Olivia salió con objeto de cerrar la puerta, y se encontró con una mujer sentada y con el rostro cubierto con su tápalo.

Usted quitarse de mi puerta, que yo voy cerrar —le dijo Olivia.

Celeste no respondió.

—¿No querer? ¡Oh! ¡Par Dieu! yo llamar un hombre de la linterna, y llevar usted en prisión. Quitar, quitar, niña.

Celeste no respondía; pero el Turco se encargó de entretener a la francesa: se levantó del lado de Celeste, comenzó a menear la cola, a gruñir suavemente, y a hacer fiestas a Olivia, como queriéndola interesar en la suerte de su ama.

—¡Oh mon Dieu! y qué gentil pero: viens, viens, mon ami.

El Turco comenzó a lamer la mano de Olivia, y esta entonces pudo reflexionar que los vestidos de Celeste y el perro fino que la acompañaba, anunciaban que no era de la clase baja del pueblo.

Perdón, niña —continuó la modista—, yo soy salida con el quinqué sobre los ojos, y no ver bien.

Como Celeste no respondía, Olivia se aventuró a desviar el tápalo que cubría su rostro.

—¡Mon Dieu! y como es bonita; me ella me semble que es muriente: niña, niña, no haya miedo, yo no llamar por prisón a persona.

Celeste, con el aire fresco de la noche, comenzaba a volver en sí del vahído que la había acometido.

—¡Oh! ¡Me muero, me muero! —dijo con una voz casi apagada—. Una poca de agua, por compasión.

—¡Oh! no morir, no, y yo dar usted todo lagua que quiera. Entrar usted un poquito en mi almacén, y yo misma cuidarla mucho; y tú, mon ami, viens con tu maestra.

Olivia, que en el fondo tenía un excelente corazón, no pudo menos de compadecerse de la palidez del rostro de Celeste, que podía ya notar mejor con los rayos de la luz que despedía el quinqué, que estaba sobre el mostrador del almacén; así es que se inclinó para ayudarla a que se levantase, sin descuidar de llamar al perro, por el que había concebido una extremada afición; pero antes de ejecutar su caritativo pensamiento, le ocurrió una reflexión.

Y bien, pelite —le dijo—, júrame que tú no ser hija perdida, ni ladrona.

Celeste alzó sus lánguidos ojos, se quedó mirando a la francesa, e hizo un esfuerzo para levantarse e irse.

Entrarás en casa de mí —continuó Olivia—, y yo veo en tus bellos ojos que eres una honesta hija; me come yo he leído que en México hasta las grandes damas que tienen ropa de seda, se ocultan los efectos cuando van a los almacenes, mí tener miedo a todas las mexicanas, y yo creer mucho a Mr. Michel Chevalier, que es un savante hombre y ha escrito magníficos libros sobre le Mexique.

Esto diciendo, y sin esperar respuesta, tomó casi en brazos a Celeste, la metió a su casa, la acostó en su cama, que se componía de un catre de fierro y de una funda rellena de zacate seco y un buen colchón, y corrió a cerrar su almacén, porque en todo esto eran ya cerca de las nueve, y la calle se iba poniendo muy sola. Así que acabó Olivia esta tarea, tomó el quinqué, y lo llevó a la trastienda, donde estaba su lecho, y en el cual yacía Celeste casi sin vida, pues lo que la tenía en ese estado era el hambre, además de los sufrimientos morales, que como unas visiones de otro mundo, venían a agolparse a su fantasía y le presentaban todavía un porvenir más triste que todo el pasado.

Tú me haces piedad, hija mía —le dijo Olivia—, ¿qué tienes? ¿Qué te hace mal? parla, parla.

Celeste hizo un esfuerzo.

—Señorita, lo que tengo es, que tuve que salir desde esta mañana de una casa donde no podía vivir, y no he comido.

—¡Ah mon Dieu! ya me racontarás tu historia, que debe ser tres interesante, pero te es menester que tú tomes un poco de vino. Ten, ten.

Olivia sacó una botella de Burdeos, y presentó a Celeste medía copa. Entraba en la economía de Olivia, que la enferma no tomase sino lo muy necesario para que restableciera sus fuerzas, entre tanto que ella disponía la comida.

Con efecto, en un abrir y cerrar de ojos, los restos del almuerzo estuvieron ya en disposición de servir de comida, y Olivia, añadiendo un plato y una silla más a la pequeña mesa de madera blanca que le servía para comer, levantó con una afanosa solicitud a la muchacha, y la obligó a que se sentase. Con la luz del quinqué, ya pudo notar que Celeste, no sólo era bonita, sino hermosa en extremo.

Ahora tu negocio —le dijo—, es comer este consomé: con esto las fuerzas te revendrán, y estarás más a tu comodidad. Comamos, que yo haber apetito, a pesar de mi desayuner en la mañana.

Celeste, a pesar de su delicadeza y de la vergüenza que naturalmente tenía, no pudo menos de saborear el sustancioso caldo que le presentó con tanta franqueza y amabilidad la diligente y compasiva modista. Apenas lo había tomado, cuando sintió que sus fuerzas renacían, y que se le disipaban aquellos vapores que habían turbado su cabeza y oscurecido su vista.

—¡Oh! ahora todo de repente el color te ha vuelto al visage, y estás mucho mejor, ¿no es verdad?

—Sí, mucho mejor, y no podéis saber el beneficio que me habéis hecho: yo soy de otra tierra, y en espera de que llegasen mis parientes de un viaje, el dinero se me acabó, y yo tuve que salir de la casa en que vivía, únicamente con la ropa que tengo puesta.

Celeste tenía necesidad de mentir, porque la idea de pasar una noche en la calle y de encontrar a doña Ventura, o de ser conducida a la Diputación por la policía, como una mujer sospechosa, la llenaba de terror.

—¡Oh mon Dieu! es mucho peligro de que tú te quedes esta noche en casa de mí. Yo haber miedo de una gente inconocida.

—Señora, ya que ha tenido usted tan buen corazón, y me ha sentado a su mesa, le suplico que siquiera por esta noche me conceda un rincón en su casa.

Es singular —murmuró Olivia—, pero tu ropa es en seda, tu cara es de una persona distinguida. Tú no hablarme a mí veritablemente. Tienes miedo de alguno que te hace el amor.

—Soy sola, absolutamente sola en México; no tengo amor ninguno —dijo Celeste suspirando—, y las gentes de quienes dependo, están quizá muy lejos de aquí; pero yo aseguro que vendrán.

No, no —dijo Olivia después de reflexionar un momento—, yo no haber seguridad de ti. Todos los mexicanos estar muy bárbaros todavía, y puede ser que tu amante venga a darme de gran mañana un golpe de cuchillo: no, yo abrirte la puerta, y tú ir en casa de ti. En el día no ser la misma cosa: si tú sabes coser, yo pagar las obreras un franco por día.

—Señora, repito que yo no tengo amante, ni os vendrá ningún mal de hacerme un beneficio: quizá por el contrario, pueda yo algún día recompensar esta hospitalidad. Tengo personas muy distinguidas que son de mi familia, y que podrán darme para vos más de lo que vale este almacén.

Bien, muy bien —dijo Olivia—, si tú me das aseguranza de que tú eres sola, yo consiento en guardarte por esta noche, y tal vez mañana arreglaremos nuestro negocio.

—Pues aseguro que en este momento, no sólo soy sola, sino que ni conozco a nadie en la ciudad. Cuando vengan mis parientes, entonces yo podré demostrar mi gratitud.

—¿No tienes amante?

—Ninguno.

—¿Sabes coser?

—Sí.

—¿Camisas y ropas?

—Todo.

—¿Y bordar?

—También.

—Entonces te daré franco y medio diario.

—Yo no deseo ganar nada, señora —contestó Celeste—. Tengo necesidad por algunos días de un asilo y de tener algo que comer, y trabajaré en todo. La única condición es no salir a la calle ni aparecer en el mostrador.

—¡Ah! entonces ya no me conviene a mí. Ser todo esto un misterio mexicano: siempre abriré la puerta, y tu irte en casa de ti; pero antes beberemos un vaso de cerveza.

Celeste tomó un trago de cerveza por no desairar a la francesa, y con un aire de resignación se compuso su tápalo y se disponía a salir. Olivia tomó una luz para alumbrarle, y en efecto, abrió un poco la puerta y asomó la cabeza a la calle.

—¡Oh! no, yo no permitir que tú te vayas de casa de mí. Es muy oscura la noche, y te darán unos golpes de caña en la calle, y te quitaran tu ropa y tu chal. Cerremos.

El buen corazón de Olivia triunfó de la desconfianza que tenía, provenida de la lectura de las obras que algunos insignes viajeros han publicado en París sobre México y de los exagerados informes que algunos de sus paisanos le habían dado, sin embargo de estar ya regularmente establecidos y de no haberles jamás sucedido aventura ni contratiempo alguno, en varios años de residencia en el país.

Resuelta Olivia a que la muchacha se quedara, entró ya sin embarazo ninguno, dispuso un poco de café, y ambas se sentaron de nuevo en la mesa a platicar con más confianza que antes. Celeste, tranquila, por lo menos respecto al momento presente, pensó que lo mejor que podía hacer era establecerse en casa de Olivia, trabajar con empeño para desquitar así el alojamiento y la comida, y servirse de la misma francesa, que le parecía buena y de un carácter expedito, para estar a la mira de la llegada del padre y de Arturo y Manuel. Hecho también por parte de Olivia un cálculo semejante, las dos se entendieron y quedó convenido que Celeste, que se dio a conocer con el nombre de María, cosería camisas y ropa blanca, se encargaría del aseo de la alcoba, ayudaría a la cocina, y en fin, serviría en todo lo que se pudiese ofrecer, y que en cambio Olivia le daría el alojamiento, la comida, la ropa limpia y cuatro reales cada semana. Olivia pretendió quedarse en propiedad con el Turco; pero Celeste manifestó que era un regalo de una persona querida, que no podía disponer de él y que, por otra parte, el animal no seguiría a nadie más que a ella.

Olivia quedó satisfecha de esta respuesta; pero cogió al hermoso animal, le hizo mil caricias, le dio mil besos y en el fondo se regocijaba de haber encontrado, aunque fuese como prestado, un perro tan fino y una costurera que podría dedicar a hacer camisas, ramo muy poco explotado todavía en la ciudad.

Las dos muchachas platicaron largamente, consumieron la botella de cerveza y concluyeron por concebir mutuamente las mayores simpatías. Celeste buscó un rincón de la alcoba donde acostarse; pero Olivia no lo permitió, sino que la hizo desnudar y acostarse con ella.

Mala era la situación de Celeste; pero daba de veras gracias a Dios de haber salido de las garras de doña Ventura y de la miseria. Tenía la subsistencia asegurada, y podía esperar con paciencia el regreso de sus amigos. ¿Cómo saberlo? Ésta era la dificultad y se proponía, en cuanto tuviese más confianza con Olivia, consultar con ella el modo de salir de la situación.

La noche fue tan descansada y tranquila, como había sido terrible y tormentoso el día: a la mañana siguiente muy temprano se levantó Celeste, y mientras Olivia aseaba el almacén, ella, con las pocas cosas que la muchachita sirvienta había traído de la plaza, se encargó de hacer la cocina. Cuando se sentó a la mesa Olivia, se quedó asombrada de encontrar un almuerzo hecho a la francesa con economía y finura y de que su protegida hablase bastante bien el francés. Este fue el golpe de gracia: Olivia abrazó y besó a Celeste, se formó mil cuentas alegres y le prometió que con el tiempo le asociaría en una grande tienda de modas que pondrían en la calle de Plateros.

El trabajo del almacén quedó perfectamente distribuido entre las tres personas que habitaban lo que años antes había sido una casa medio arruinada de adobe y en la época de que vamos hablando era un despacho elegante con sus vidrieras, con su fachada de madera bien pintada, y donde el público creía que había un grueso capital invertido y el depósito más abundante y completo de cuantos primores inventa en París la caprichosa y mercantil deidad que se llama Moda, y que tanto contribuye a realzar la hermosura o a disimular los defectos de las hermosas y elegantes muchachas de la capital de la República.

Cuarta parte

I. Doña Venturita pierde el pleito y va a la cárcel

La armonía de las dos amigas no se turbó en muchos días: Celeste, no sólo por la obligación que había contraído, sino por la necesidad de sobreponerse a su infortunio y de no pensar en su situación, trabajaba sin cesar: en las noches caía rendida y lograba un sabroso sueño. La actividad y la esperanza formaban su vida.

Olivia, por su parte, estaba satisfecha y contenta con su nueva compañera: veía en ella un instrumento que su buena fortuna le había enviado para formar en menos tiempo del que pensaba su deseado capital. Es menester añadir que ambas habían cumplido exactamente sus estipulaciones: Olivia había hecho el aumento a su mesa de un huevo, de algunos granos más de café y de un par de tortas de pan, y con esto y una botella de vino de vez en cuando, bastaba para que dos personas sobrias pudiesen alimentarse. Los sábados daba a Celeste cuatro o seis reales, que la muchacha guardaba pensando que una suma de ocho o diez pesos podría servirle para vivir quizá un mes en caso de que volviese a hallarse en la misma situación que cuando tuvo que abandonar la gran dulcería queretana. En cuanto a ropa de cama y alguna interior, Olivia le había dado la más necesaria en cambio de la hechura de algunas camisas que Celeste cosía en horas avanzadas de la noche. Arreglados así los asuntos de estas dos personas, nada parecía turbar la monotonía de una vida oscura y dedicada al trabajo. Sí Olivia no hubiese creído, como creía frecuentemente, que estaba desterrada por muchos años de su patria y forzada a ganar su fortuna en un lejano país de bárbaros, y si Celeste no hubiese tenido en su corazón las ideas elevadas que en medio de su pobreza y de sus desgracias había adquirido en sus primeros años, y sobre todo, si no hubiese deseado ser amada de Arturo, seguramente se habrían considerado muy felices. Pero faltaba a la una su patria y a la otra su amor; y ambas, sin quererlo, suspiraban profundamente, y en los pocos ratos de ocio reflexionaban que no eran felices. Así es la vida y así es la condición humana: nada es completo, con nada se satisface el corazón: los pobres rodeados de su miseria y los ricos entre la seda y el oro son igualmente desgraciados.

Sin embargo, era preciso conformarse con la suerte y nuestras amigas a más no poder se conformaban con la suya: Celeste no salía más que los domingos muy temprano a oír misa a la iglesia cercana y los días de trabajo apenas de vez en cuando aparecía por el mostrador. Esta conducta no dejaba de causar sospechas en el ánimo de Olivia; pero la buena conducta de Celeste, su habilidad en la costura y su semblante, en que se revelaba la buena fe y podría decirse la inocencia, la tranquilizaban, y día por día concebía por ella mayor cariño, hasta el grado de quererla como a una hermana y no separarse de su lado un momento. Un día fue absolutamente preciso que Celeste saliese del almacén: Olivia se hallaba con calentura y era necesario cobrar una cuenta en la calle de San Felipe, pues de otra suerte no habría habido para la raya de las costureras, ni para los gastos más indispensables. Como ya había pasado algún tiempo desde la aventura de la calle de San Juan, y Celeste había adquirido más confianza por una parte, y por otra no podía excusarse de prestar un servicio a Olivia, se puso un traje de seda, que había podido comprar, su sombrero de paja y con todo el aire de una señora acostumbrada a andar por el barrio de San Germán en París, salió a la calle. Llegó a la casa, se encontró con una familia muy obsequiosa, que después de hacerle mil preguntas y llenarla de elogios, le pagó la cuenta, que era de cien pesos, y regresaba muy contenta con su dinero al almacén, cuando en la calle de Tiburcio sintió que alguien la tomaba del brazo: volvió la cara y se encontró con doña Ventura. Gran tápalo de seda amarillo, traje de lana rosado, fichú azul y peinado a la moda con algunos lazos rojos; tal era el equipo de la vecina, bien diferente del que tenía cuando entró a servir en la chocolatería; se conocía que eran todavía los restos del capital del padre Anastasio.

—Párese un ratito, mialma, guarde el dinero, y hable a las amigas —le dijo doña Ventura, encarándose con Celeste y estorbándole el paso.

Apenas Celeste reconoció a doña Ventuna, cuando se puso pálida, la lengua se le anudó, y no supo si hablar o callar, permanecer en pie o echar a correr.

Doña Ventura, que observó la turbación de Celeste, pensó aprovecharse de ella al momento mismo.

—No hay que asustarse, mialma, y ni motivo encuentro para ello. A nadie he chistado una palabra, y cumplí a fe de mujer; ni tampoco diré que se fugó la niña de la casa llevándose las alhajitas y el dinero de las pobres muchachas que con el sudor de su frente ganaban su vida… pero ya todo se acabó, mialma —continuó llorando doña Venturita—, sólo pude sacar una poca de ropa; eso sí ganada con mi trabajo, porque yo a nadie insurpo nada, y como dice el refrán, pan por mi dinero… Pero la pobre Paula, como era tan crédula, se fue con don Romero el músico; y mi comadre Isabel, esa sí casó bien, y como su marido es trabajador tiene una velería por Puesto Nuevo y les va muy bien. Allá vivo, mialma, porque mi comadre me hace la caridad de darme un rincón… ¡Ah! pero ¡pobres muchachas! ¿Quién dijera que les habían de quitar lo que era suyo para volverse franchuta y andar de gorro y zapatones?

—Doña Ventura —le contestó Celeste llena de cólera—, déjeme usted en paz y váyase por su camino; no sé de qué dinero y de qué alhajas habla usted. Paula e Isabel no eran más que criadas mías, y no tenían sino lo que yo les pagaba… Pero… me canso en contar a usted lo que sabe mejor que yo. Adiós…

Celeste trataba de marcharse, pero doña Ventura la detuvo del brazo.

—No, mialma, eso necesita aclaración, porque yo, aunque pobre, he sido honrada, y ni usted ni naide me puede señalar con el dedo. Sí es verdad que tengo este mal tápalo, no lo he ganado por nada malo.

—Pero, doña Ventura —dijo Celeste muy afligida—, hable usted en voz baja… y además yo nada digo contra el honor de usted… déjeme, por Dios, que tengo muchos quehaceres, y…

—Sí, irse con los franchutes; esos son los quehaceres, mialma; pero usted considerará que una pobre como yo, no puede quedar así, sin honra…

—Pero si yo no he pensado quitarle la honra… vamos, déjeme usted, y todo se acabó.

—Sí, se acabó para usted, que está de gorro y zapatones, y que tiene siempre quien la proteja; pero yo que soy una mujer sola… Ya se ve, siempre me ha querido usted poner el pie encima… ¡Ah! ¡Ah! porque me ve sola, que si Cipriano, lo supiera…

Doña Ventura hacía por hablar cada vez más recio, y gritaba como si le dieran de golpes: la gente que pasaba se detenía y observaba, y una rueda de muchachos cercaba ya a las dos interlocutoras. Precisamente lo que deseaba doña Ventura era que el público escuchara sus lamentos, y de esta manera comprometer a Celeste a que capitulara con ella. Como doña Ventura había ya descubierto su nueva residencia en el almacén de Olivia, y sospechaba que la muchacha protegida por algún amante oculto, que para su cuenta debería de ser franchute, como ella les llamaba a los extranjeros, era otra vez rica, trataba de que se la llevara al almacén, en clase de costurera, y de jugarle otra pasada semejante a la de la chocolatería. Con esta intención, hacía días que espiaba a Celeste, y si no se había atrevido a entrar en el almacén, era por temor de Olivia, que según sus arranques y la fama que tenía en el barrio, habría sido muy capaz de darle una senda paliza, y enviarla a la cárcel con el hombre de la linterna, como llamaba a los serenos. El día que salió Celeste, doña Ventura había estado desde muy temprano en una tapicería situada enfrente del almacén de Olivia: tan luego como observó que la francesa no estaba como de costumbre detrás de su mostrador, creyó que estaba ausente, y se proponía entrar, y hacer el primer ensayo de su segundo plan; pero a ese mismo tiempo Celeste salió a la calle, y doña Ventura a una vista la siguió, esperó que saliese de la casa de la calle de San Felipe, y antes de que torciese para el almacén, la atacó de la manera que se ha referido. Excusado es decir que la historia que doña Ventura había en pocas palabras contado a Celeste, era en sustancia verdadera: las francachelas y los bailes caseros habían concluido con el capital de la chocolatería; Paula se fugó con uno de los tertulianos, que al día siguiente le dio su buena felpa de porrazos, enterado de que no había sacado ningún dinero con que mantenerlo, e Isabel, más cuerda, hizo algunos ahorritos que escondía debajo de las vigas, con lo cual logró casarse con Romero, y marcharse a buscar su vida, haciendo la buena obra de cargar con su madre ya inútil, ciega y casi moribunda. Desgranada así la mazorca, como suele decirse, vacíos los armazones y sin el recurso de ocurrir al convento por dinero, doña Ventura traspasó la chocolatería, y con lo poco que le quedó, después de pagada la renta de la casa, se compró algunos tápalos y vestidos propios para lucir en una nueva, aunque poco honrosa profesión, que había pensado adoptar, entretanto podía de nuevo explotar a nuestra infeliz y abandonada huérfana. No siempre salen bien los planes que se conciben, por más bien combinados que sean, y en esta vez doña Venturita no fue de lo más afortunada, como veremos.

Celeste, que comprendió lo peligroso de su situación y el escándalo público que doña Ventura le armaba, se apresuró a transigir con ella a todo riesgo.

—Vamos, doña Ventura, calle usted, calle usted, y consuélese —le dijo disimulando cuanto pudo el susto y la cólera de que estaba poseída.

—Bien, me callo; pero mi honor no puede quedar así, y ¿qué van a decir estos señores que nos oyen? Yo soy una pobre —continuó cada vez más recio—, yo soy una pobre, pero con mucha honra.

—Calle usted, calle usted, por el amor de Dios —le dijo Celeste poniéndole un puño de pesos en la mano.

Doña Ventura tomó el dinero, lo guardó en la bolsa de su vestido, y continuó como si nada hubiera recibido:

—Ya ve usted, niña, que con dinero no se pagan los servicios que uno hace, y usted como es rica, también quiere sobajarme, y yo, eso sí, pobre, pero soberbia.

Celeste quería que la tierra se abriese, y se la tragase. El medio que a todo riesgo había adoptado, tomando parte del dinero de Olivia, le había salido mal.

Entre las gentes que se habían detenido a escuchar, había una mujer gorda vestida con unas buenas enaguas de castor y un finísimo rebozo de Tenancingo. Había puesto al diálogo más atención que las otras personas que escuchaban un momento y después seguían su camino, y además casi acercaba su cara a la de Celeste con un aire de curiosidad muy marcada. Celeste, pensando que tal vez con más dinero podría salir del aprieto, estaba tan preocupada y tan deseosa de acabar de cualquier manera de desprenderse de doña Ventura, que no había fijado su atención en este incidente.

La mujer gorda, haciendo a un lado con la mano a doña Ventura, se colocó, por fin, frente a frente de Celeste, se detuvo un momento, y después, como segura de la idea que había concebido, se arrojó a sus brazos.

—Sí, es ella, ella misma, la pobre niña Celeste. Tan linda… ¡qué!… ¡más linda que antes! ¡Y cómo se conoce que es una señorita! ¡Qué bien que le sientan el sombrero y el vestido de seda… y el peinado y todo, todo! ¡Bendito sea Dios, que me concedió volverla a ver otra vez! Niña, niña Celeste, ¿qué no se acuerda usted de Macaria, de la pobre Macaria?

Celeste se desprendió un momento y suavemente de los brazos de Macaria, se la quedó mirando y reconociéndola, la abrazó con ternura, recordando sus buenos y eficaces servicios, aunque en el fondo habría dado diez años de su vida, por no haber encontrado en una calle pública a las dos antiguas conocidas que le recordaban los días más amargos de su vida. Como nada tenía ya de extraño que tres personas estuviesen reunidas platicando, los muchachos curiosos se dispersaron, y Celeste vio el cielo abierto y un medio de deshacerse de doña Ventura.

—Conseguí que me indultase el Presidente el día 16 de Septiembre y me dieran por compurgada con el tiempo que había pasado en la cárcel, y por mi servicio como presidenta, me abonaron 20 pesos, con eso compré unos muebles y me mudé a una casita de la calzada de Santa María y me he ingeniado en hacer mandados a las Hermanas de la Caridad del colegio de las Bonitas, que me pagan mi casa y me dan el bocadito, pero válgame Dios, si no me canso de verla, algo flaquita eso sí, pero creo que esta señora la hizo poner descolorida por algunas cosas que le decía y que no me parecen bien… con que vámonos y la acompañaré a su casa.

—Eso no —dijo doña Ventura—, porque entonces yo diré que soy una mujer honrada, y que esta niña, que parece franchuta, no es como todos la creen.

Macaria, sin hacer caso de la charla de doña Ventura, la desvió bruscamente, tanto que la hizo vacilar.

—¿Y quién le da vela en este entierro a la fregona? ¿No ve que somos dos señoras, y que ella es una cualquiera? —dijo doña Ventura llena de cólera.

Macaria se acercó, y en voz muy baja le contestó:

—Mire cállese, porque yo no tengo gorro ni túnico de seda, ni le tengo miedo. Déjeme ir con esta niña, que quiero más que si fuera mi hija, y no arme escándalo. Si algo quiere, nos veremos en otra parte.

—¡Afuera la lépera y la fregona! —contestó cada vez más colérica doña Ventura—, y váyase por su camino, que yo tengo que decir a esta señora, y usted no es sujeta de impedírmelo.

Doña Ventura se dejó llevar de la rabia de que estaba dominada, porque veía que Celeste se le escapaba de las manos, y se atrevió a dar un empujón en el pecho a la robusta Macaria.

No bien había hecho esto cuando Macaria le dio un revés tan formidable en la mitad de la cara, que bañada en sangre, cayó rodando hasta fuera de la banqueta, dejando descubiertas unas piernas flacas, vestidas, eso sí, con medias listadas de la patente color de carne subido.

Doña Ventura quedó por un momento aturdida; pero a poco se levantó, dio un brinco, y se colgó con las dos manos de los cabellos de Macaria. Entonces comenzó una lucha terrible: Macaria era una leona robusta y Venturita una pantera ágil. Con la boca, con las uñas, con todo lo que podían, se maltrataban, y se ofendían estas dos mujeres, quedándose mutuamente con los mechones de cabellos en la mano. El tápalo voló por un lado, los pedazos de listón y la peineta de carey por otro y los pesos que Celeste le había dado rodaron por el suelo. Por su parte, Macaria, lo único que defendía era su paño de Tenancingo; pero su camisa estaba hecha girones por las uñas de doña Ventura, y ambas tenían la cara llena de sangre.

En un momento la gente se agolpó, salieron los artesanos de sus talleres, y los muchachos y cargadores acudieron de una y otra esquina, de suerte que se formó un gran círculo de gente, que observando que no tenían arma ninguna, las dejaba pelear como si fueran dos gallos, y aplaudía a la que obtenía más ventaja o silbaba sin compasión a la que parecía que debería ser vencida.

Celeste al primer lance de las dos antagonistas, quedó como petrificada del susto, y sin atreverse a mover; pero inmediatamente reflexionó, y aprovechando la confusión y el desorden de la calle, echó a andar, dio vuelta a la esquina, y en breve se alejó del lugar de la escena.

Cerca de un cuarto de hora hacía que las dos atletas luchaban, y ya Macaria había logrado echar por tierra a doña Ventura, y la sofocaba poniéndole una rodilla en el pecho, cuando apareció un cabo de policía a caballo, se abrió paso por entre la multitud, y penetró hasta el lugar del combate. Así que vio que eran dos mujeres, calmó un tanto su ardor bélico, y les dirigió algunas interjecciones bien duras y significativas; pero como no hacían caso, tomó el término medio de vapularlas con las correas del cinturón de su espada que tenía colgada en la cabeza de la silla: Macaria entonces alzó la cara, reconoció al policía y con un aire completo de seguridad dijo:

—Vaya, estese, don Pioquinto, y sepa quiénes son las personas.

—¡Oh Macaria! tú aquí, siempre en pleitos, ¿no escarmientas? Álzate, y deja a esa mujer, y di lo que ha sucedido.

Macaria se levantó, y dejó a doña Ventura que respirase.

—Lo que ha sucedido, que la lépera, aunque está vestida ridículamente queriendo imitar a las decentes, quería robar o robó a una pobre niña que pasaba por aquí, y que es conocida mía. Yo traté de defenderla, y ella me faltó, ya ve usted… esto es todo. Por ahí ha regado el dinero, y si la registran, todavía deberá tener en la bolsa…

El policía se bajó del caballo entregando las riendas a un muchacho y alzó bruscamente del brazo a doña Ventura, que aturdida, desgreñada y llena de araños y de mordidas no podía hablar una palabra, y apenas sabía lo que le pasaba.

El policía metió mano a la bolsa del túnico de Venturita, guiado del sonido que había hecho el dinero al levantarla, y sacó unos tres pesos.

—¿Lo ve usted, don Pioquinto? —dijo Macaria arreglándose los cabellos, recogiendo su rebozo y limpiándose la cara—; yo nunca miento, y ésta se ha disfrazado de rota para robar en la calle. ¿Dónde está la niña? ella dirá.

Macaria buscó por entre la multitud a Celeste, la que había desaparecido.

Otro policía de a caballo llegó también en ese momento, y ambos dispusieron llevarse a la cárcel a las dos mujeres; pero Pioquinto habló al oído a su compañero, y resolvieron llevarse sólo a doña Ventura y dejar ir a Macaria, porque era su antigua conocida, y sobre todo, porque en sustancia no había cometido delito alguno, puesto que la lucha había sido por aprehender a una ladrona.

Doña Ventura, cuando entendió que la llevaban a la cárcel, prorrumpió en sollozos y en quejas, acusó a Celeste, y suplicó y se desesperó; pero como nadie sabía quién era Celeste, no le hicieron caso, y los policías fueron inflexibles, y uno de un brazo y otro del otro la hicieron caminar por en medio de la calle entre una porción de muchachos que la seguían en tropel, mientras Macaria, echando las enaguas de uno a otro lado de la acera con sus meneos, se retiraba contenta de haber servido a Celeste y satisfecha con los aplausos de los que habían presenciado su triunfo.

II. El Diablo enamorado

Celeste continuó andando muy aprisa, sin saber el rumbo que debía tomar. Estaba tan desconcertada con el lance que acababa de pasar, que no sabía cuáles eran las calles por donde transitaba, y se le figuraba que todavía venía siguiéndola la furia de doña Ventura, tratando de emprender una pelea más feroz todavía que la que había comenzado con Macaria.

La hizo volver en sí del enajenamiento con que caminaba, la voz suave y cortés de un caballero.

—Señorita, ha dejado usted caer su pañuelo y su bolsillo, y a juzgar por su semblante, parece que tiene usted o un gran susto o un gran pesar.

Celeste se estremeció de pronto; pero volviendo la vista, notó que su interlocutor era, no un joven, sino un hombre en el vigor de su edad, de una fisonomía insinuante y simpática, y vestido con una elegancia perfecta.

—Efectivamente, caballero —contestó tomando su pañuelo, en el cual estaba envuelto el bolsillo con el dinero de la cuenta que había cobrado—, no advertí que había perdido… pero, mil gracias por tanta bondad. Habría tenido un grave disgusto si este bolsillo se me hubiera extraviado…

—Pero estáis muy pálida y muy demudada.

—En una de estas calles ha habido un pleito de dos mujeres, y yo hablaba con una de ellas, que era una pobre conocida mía: llegaron a las manos, se reunió la gente, y esto me asustó; pero ya todo ha pasado.

—Sin embargo, dadme el brazo y os acompañaré a vuestra casa.

Celeste estaba ya tan acobardada, que temió otra nueva desgracia; pero no teniendo valor de desairar al que acababa de entregarle la bolsa que había perdido, le dio el brazo, y el caballero, con la mayor delicadeza y sin que Celeste le indicara nada, la condujo hasta la puerta de su almacén. Celeste, al llegar, reflexionó que faltaba a la suma cobrada el puñado de pesos que había dado a doña Venturita, y que esta falta le podría producir un grave disgusto con Olivia; así, su primer cuidado, después de dar las gracias al caballero que la había conducido, y que entró también al almacén, fue contar el dinero; pero con asombro suyo resultaron completos los cien pesos. Celeste no pudo menos que echar una mirada de gratitud a su galán compañero; pero le llamó la atención el que hubiese acertado a completar exactamente la misma suma que ella había dado a doña Ventura; mas no parando de pronto la atención en esto, entró muy contenta a dar cuenta a Olivia del resultado de su comisión, y a referirle, por supuesto, sin los verdaderos pormenores, el susto que había tenido con el pleito de las dos mujeres, y el oportuno auxilio que le había dado un caballero, que la había acompañado y se hallaba en el almacén.

Olivia, curiosa por demás, a pesar de su resfrío, se envolvió en un chal de lana, arregló un poco su peinado, y salió a saludar al recién venido.

—Madama, dijo el caballero en un francés muy correcto, habéis corrido mucho riesgo de perder el importe de una cuenta de trajes y de peinados: esta niña venía tan asustada por la calle, que dejó caer su bolsa con el dinero, sin advertirlo. Afortunadamente yo iba detrás de ella, alcé la bolsa, le ofrecí el brazo y la he acompañado hasta el almacén, donde he tenido el gusto de encontrarme con una hermosa francesa.

Olivia sonrió con mucha coquetería y miró al soslayo al caballero, esperando que continuaría prodigándole nuevos elogios.

—¡Es cosa singular! —dijo el caballero—; juraría que esta fisonomía no me es desconocida. Había en Pau una muchacha muy parecida… sumamente parecida a vos: a consecuencia de unos amoríos, su tía riñó con ella y… en fin, yo creo que se embarcó en Burdeos, y que pocas semanas después desembarcó en Veracruz, no sin haber, durante la navegación, cautivado el empedernido corazón del piloto, que le dio cuanto dinero pudo reunir. Es una de tantas historias curiosas de las modistas de París, que jamás han sabido lo que es moda ni conocido a París, pero que en este país pasan por mujeres de gran virtud, además de adquirirse una reputación de lo que podríamos llamar artistas. Pero dejando esto a un lado, repito que sólo dos gotas de agua se parecen más que la amable Olivia y la aventurera y desgraciada Jeannette… ¡Es singular!

Olivia, aunque estaba pálida con la calentura que había padecido, se fue poniendo roja como una amapola, a medida que el caballero refería esta historia. Celeste no pudo menos de notarlo, y fijando su atención en la narración de su desconocido, casi no le cupo duda que la historia que contaba era la misma de Olivia. Ésta, que no quería que su vida anterior fuese conocida, hizo un esfuerzo sobre sí misma, y procurando sonreír contestó:

—Conozco esa historia mejor que vos: se trata de una prima mía, bien desgraciada por cierto; y éramos tan parecidas, que aun juntas no podíamos distinguirnos en nada. Yo tuve que acompañarla en su viaje, y me establecí en México: ella se casó hace pocos meses con un propietario, y se marchó al interior.

Olivia no pudo sostener la mirada del desconocido: así es que bajó los ojos, y tartamudeó algunas palabras sin orden ni concierto. El desconocido notó su turbación, y cambiando de tono, dijo:

—No es mi ánimo llevar más adelante esta chanza, y puesto que he cumplido con mis deberes, conduciendo a su casa a esta señorita, no quiero separarme de este almacén, sin ofrecer mis servicios a la propietaria.

Olivia respiró, y dio gracias con los ojos al caballero.

—Precisamente —continuó éste—, tengo necesidad de alguna ropa blanca, pero que sea de la tela de lino más fina que se encuentre en el comercio. De pronto necesito una docena de camisas, cosidas y bordadas precisamente de mano de costureras mexicanas. Tomad, Olivia, y así tendréis más desahogo para vuestras compras.

El caballero sacó una bolsita color de fuego, la vació sobre el mostrador, y contó hasta diez onzas en oro menudo. El resto lo guardó en la bolsita.

Olivia abría tamaños ojos. Desde que se estableció en México, jamás había tenido un cliente tan generoso. Por otra parte, este hombre tan simpático, tan bien parecido, y que sabía su historia, le llamaba mucho la atención, y le interesaba de una manera extraña.

—¿Tendréis la bondad —dijo Olivia recogiendo los escudos—, de pasar un momento a que tomemos la medida del cuello y de los puños?

—No hay inconveniente —dijo el desconocido entrando a la trastienda—, con tal de que no dilatemos mucho tiempo, porque va a dar la hora en que tengo precisión de estar en la casa de diligencias: espero a unos amigos que tal vez llegarán de Tampico o de Veracruz.

—¿De Tampico? —preguntó Celeste con interés.

—Sí, de Tampico —respondió con indiferencia el desconocido—: son unos comerciantes alemanes, que vienen a arreglar el pago de sus derechos con el gobierno, y seguramente el ganar un treinta por ciento más, vale la pena de hacer un viaje de algunas leguas.

Celeste suspiró y bajó los ojos: sus esperanzas quedaban burladas.

Olivia tomó medida del cuello y de los puños al nuevo parroquiano, y con la curiosidad propia de las mujeres, advirtió que su cutis blanco y fino estaba cubierto de un espeso vello negro.

—¿Es posible que estéis reducidas a vivir en esta alcoba tan estrecha? —dijo el desconocido.

—¿Qué queréis? —respondió Olivia—: cuando el trabajo aumente, ya buscaremos otra casa más amplia.

—¿Y esta señorita —dijo el desconocido—, tiene algún interés pecuniario en este almacén?

—Ninguno todavía; pero como ella es una excelente muchacha, pienso dentro de uno o dos años…

—¡Uno o dos años! En México, donde se vive tan de prisa, eso es una eternidad; desde ahora deseo que sea vuestra compañera. Se borrará este letrero, y mañana amanecerá ya otro, que diga: Modas de París. Olivia y Cía. Tomad este vale de tres mil pesos, que es una cantidad igual a la que tenéis empleada, y cobrada que sea esta suma en la calle de Capuchinas, formad ante un escribano una sociedad formal con esta señorita. Sus protectores quizá no volverán pronto de Tampico: aun cuando vuelvan, de muy poco podrán servirle.

Cuando las dos muchachas quisieron responderle y pedirle algunas explicaciones, les fue imposible, porque el caballero había desaparecido, y sólo Celeste, que salió a la puerta, pudo notar que en momentos había andado ya dos calles.

El asombro de Olivia y de Celeste no tuvo límites: sonaban el oro y registraban el vale por todos lados, y todavía no querían creer lo que les había pasado. Este hombre seguramente tiene un interés decidido por alguna de las dos, decían: es rico, y quiere gastar su dinero a lo príncipe. ¿Qué debemos hacer? Olivia, que se sintió completamente restablecida, resolvió cobrar el vale al día siguiente, formar ante el escribano la sociedad que había recomendado el desconocido, y hacer compras en los almacenes de efectos nuevos y exquisitos que acababan de llegar de París.

Celeste consintió en todo, con la condición de que la sociedad se hiciera entre Olivia Jardín y el desconocido, cuyo nombre, una vez averiguado, se le diría al escribano. Celeste no quería quedar obligada ni comprometida con un hombre a quien no conocía; en cuanto a la francesa, que tenía otras ideas y otras opiniones, aceptó, y al día siguiente, a la hora de medio día, tomó un coche, y se dirigió al centro de la ciudad, a activar todos sus negocios, dejando a Celeste el cuidado de la casa.

III. Celos indiscretos

Apenas había salido Olivia, cuando el desconocido se presentó con un traje diferente y más elegante que el de la víspera: saludó amorosamente con los ojos a Celeste, y desprendiéndose una camelia, que tenía en un ojal de la levita, se la presentó.

—No rehusará usted este presente de tan poco valor: en esta camelia está un recuerdo del encuentro de ayer y me atrevería a decir un sentimiento de mi corazón.

Celeste bajó los ojos, y sin poderlo resistir, tomó la camelia, y la colocó en su pecho.

—¿Conque ha rehusado usted los tres mil pesos? —dijo el desconocido.

—Desde luego ha encontrado usted a Olivia, y le ha hablado. Acaba de salir de aquí, y va a cobrar el vale.

—Sí, pero para poner la compañía en cabeza mía.

—Deseaba yo saber el nombre de usted, caballero: en primer lugar, para conservar el recuerdo de un hombre generoso, y en segundo para que se pusiese en la escritura que debe formarse. En efecto, yo no he aceptado, ni puedo aceptar. ¿Para qué puedo necesitar tanto dinero? mi trabajo me proporciona qué comer, y es todo lo que necesito, todo lo que deseo.

—¡Que no sirve el dinero! —contestó el desconocido. Seguramente es la primera persona que en el mundo dice esto, en mediados del siglo XIX. ¡El dinero! El dinero es el alma de la sociedad, el espíritu que anima la ciencia, el entusiasmo que alienta el patriotismo, el específico que hace a los cobardes valientes, a los tontos sabios, a los rufianes caballeros, a los plebeyos nobles, a los depravados virtuosos. a los patanes cortesanos: con él hasta los negros se vuelven blancos, y los blancos pobres se la pasan peor que los negros esclavos. ¡El dinero! ¿Qué no se hace y deshace en el mundo actual por el dinero? Los soberanos más altos se contentan, y hacen la paz cuando se les arrojan unos cuantos millones; los pleitos se ganan por los ricos, y se pierden por los pobres; los patriotas más esclarecidos dejan las armas y los negocios públicos, cuando tienen con qué pasar la vida alegremente; los poetas cuelgan la lira, y sacan su lápiz tan luego como se trata de hacer una cuenta en que algo les quede ¡Bah! no acabaría yo en una hora de indicar las maravillas, los milagros verdaderos del dinero: las penas mismas del purgatorio son más breves, cuando el difunto deja unos cuantos reales para su alma. En cuanto a las mujeres, el dinero les sirve para hacerlas más hermosas, para proporcionarles trajes magníficos, coches elegantes, muebles exquisitos. Pensad en una niña de catorce a quince años, con su rostro blanco y cándido de ángel y sus ojos azules y apacibles como el cielo, pero cubierta con unos harapos, con el pie descalzo y pidiendo limosna por las calles; y después figuraos a esa misma muchacha con un traje de terciopelo y seda, con un collar de diamantes en su blanco cuello, con una media leve y fina como la tela de un huevo, con un calzado de seda, y subiendo a una calesa tirada por un par de caballos color de canario, y veréis cuánta es la diferencia. No es la misma mujer seguramente. ¿Y me preguntáis, criatura inocente, para qué sirve el dinero? No olvidéis el pasado, y pensad en el porvenir: el dinero sirve para no pedir limosna, para no gemir en una cárcel inmunda, para no necesitar del asilo de una modista, para no humillarse ni recibir el mendrugo de pan que tira el rico, creyendo que con esto y unos cuantos golpes de pecho se le abrirán las puertas del cielo; en una palabra, para vivir libre, independiente, feliz y considerado de todo el mundo.

Celeste oía a este extraño personaje con una especie de temor y de sobresalto. Toda su vida la compendiaba al hacerle la relación de los usos del dinero, y ella, en efecto, comprendía bastante bien, que las desgracias que había pasado, no reconocían más causa que la pobreza. Si ella hubiera tenido dinero, sus padres no habrían muerto quizá, ni ella se habría visto precisada a sufrir un género de aventuras a cual más peligrosas y humillantes. ¿Cuál era su porvenir? ¿Esperar a Arturo, para sufrir sus desprecios, y al padre Anastasio para serle gravosa? Un momento Celeste, vencida por los argumentos del desconocido, pensó en decidirse de una vez a aceptar y a ser rica, exponiéndose a todas las consecuencias; pero casi al mismo tiempo una voz interior la fortificaba y le reprobaba estos pensamientos como criminales: así es, que obedeciendo a estos impulsos buenos, contestó con mucha sencillez y amabilidad:

—Lo que me decís, es una verdad, desgraciadamente; pero a pesar de todo, me contento con un regalo más simple. Acepto esta camelia; y vos, en cambio, aceptad un sentimiento de gratitud sincera que conservaré siempre en mi corazón.

El desconocido no pudo menos de desconcertarse, al escuchar esta respuesta ingenua y franca; pero disimulando su cólera, adoptó otro camino.

—Bien, muy bien, acepto el trato, pero deseo que sepáis y que tengáis entendido, que yo soy únicamente vuestro amigo verdadero. Quizá habréis pensado que yo a cambio de dinero, trataba de obtener vuestro amor. Lejos de mí semejante pensamiento. Si algún día podéis tener respecto de mí un sentimiento un poco más tierno que el de la amistad, yo sabré pagarla, no con dinero, ni con diamantes, sino con una serie de acciones delicadas y generosas, que os den a conocer todo lo que vale un corazón noble.

Celeste bajó los ojos: este lenguaje hacía más impresión en su alma, que toda la perspectiva de las ventajas del dinero. Generalmente el corazón de la mujer es más accesible a la ternura que a la avaricia.

El desconocido conoció que ese camino era el más seguro, y procuró seguir en él.

—Está bien, voy a daros gusto, decid a Olivia que la razón social de la compañía será «Olivia, Rugiero y Cía.» u otro nombre retumbante que llame la atención en la ciudad, pero que en lo privado ella girará como quiera el capital. Os he dado gusto, y os volveré a ver pronto. Espero que me trataréis mejor que hoy.

Rugiero salió del almacén, dejando a Celeste llena de dudas y de encontrados pensamientos.

—Es fuerza, es fuerza emplear cuantos medios sean a propósito para seducir a esta criatura: ella es el ángel bueno, no sólo de Arturo, sino de Manuel, de Teresa, del eclesiástico, de todos. Su fuerte es la generosidad y la sensibilidad. Obraremos en este sentido, y como ella es pobre y desvalida, el dinero ayudará mucho. Dentro de pocos días ya tendrá necesidad de recurrir a mí.

Celeste no pudo menos que salir a la puerta, y seguir a Rugiero con la vista, hasta que lo vio alejarse y perderse entre los andamios, escombros y materiales que estaban aglomerados en la calle siguiente, donde había dos o tres casas en construcción. Cuando entró al almacén, sintió una opresión en su pecho, y dijo:

—No sé por qué creo que un próximo peligro me amenaza, y que es mayor que los que he pasado en mi vida.

La explicación de este temor era muy sencilla: Celeste sentía que podía amar a este hombre, pues se sentía fascinada, dominada por su voluntad. Quería huir, pero no podía: la pobreza la retenía en aquel asilo, donde ganaba con su trabajo una módica subsistencia.

Sin hacer caso de las costureras, que desde la trastienda habían observado los ademanes obsequiosos de Rugiero, y aún escuchado algo de la conversación, Celeste tomó un lienzo, cortó una pechera de camisa, y se puso a coserla con cuanto primor y esmero pudo.

—Al menos, así el señor Rugiero no me regalará su dinero, sino que pagará mi trabajo —dijo Celeste como si estuviese hablando con alguien, y continuó con tal tesón en su obra, que cuando regresó Olivia ya estaba muy adelantada.

Olivia entró llena de gozo a su almacén. Cobró su vale de 3,000 pesos, e hizo tantas y tantas compras al contado, que traía el coche lleno de las más exquisitas chucherías y telas de seda y lana propias para las señoras. Sin embargo de esto, no se escapó a su mirada escudriñadora la camelia que tenía Celeste en el pecho.

—¿Ha venido? —preguntó a Celeste con mal humor.

—¿Quién?

—El caballero.

—Sí.

—¿Él te dio esa camelia?

—Sí.

—¡Ah! conozco el mundo —dijo Olivia tirando con enfado los últimos efectos que había sacado del coche—: esa camelia vale más que los tres mil pesos.

—Tómala —dijo Celeste quitándosela del pecho.

Olivia tomó la camelia de manos de Celeste, y la arrojó con desprecio fuera del mostrador.

Las costureras sonreían, observaban todo esto, y decían entre sí en voz baja:

—Están celosas del extranjero; pero a quien quiere de veras es a la niña Celeste.

Olivia trataba de salir fuera del mostrador, y pisar la flor; pero Celeste la contuvo con una mirada firme y altiva, y se levantó, recogió la camelia, la volvió a colocar en su pecho, y continuó su costura sin hablar una palabra. Olivia regañó, mitad en francés y mitad en español a las costureras, revolvió la tienda, echó de la casa a todos, y concluyó por decir que tenía una fuerte jaqueca, y se acostó, echando las cortinas del pabellón de su cama.

Celeste continuó su costura; pero llena de temor, no acertaba con el fin que tendría este acontecimiento, que, como todos los que le sobrevenían, eran obra de la casualidad y de su mala estrella. Antes de las ocho, Celeste cerró el almacén, y sin disponer la cena como de costumbre, se acostó con el mayor silencio. Ninguna de las dos muchachas pudo conciliar el sueño en toda la noche: Olivia sollozaba, Celeste contenía los suspiros dentro de su pecho. La imagen de su querido Arturo, la limpia y primorosa casita de Jaumabe, su aventura en la chocolatería, su llegada moribunda a los umbrales de la puerta de Olivia, todos sus acontecimientos y aventuras, lo incierto y oscuro de su porvenir, formaban un conjunto, que oprimía su pecho y fatigaba su espíritu: en vano trataba de formar un plan que mejorase su situación, Al día siguiente, Olivia se levantó, tomó su sombrero y su pañolón, y no volvió sino hasta muy entrada la tarde. Durante tres días, las dos amigas mal comieron, y no se hablaron una palabra. Rugiero no había vuelto a hacer otra visita.

Al cuarto día, la calma y la. reflexión proporcionaron una explicación.

—Olivia —dijo Celeste—, como recuerdo siempre con agradecimiento y con ternura, que casi moribunda y abandonada de todos recibí hospedaje en esta casa, quiero darte una prueba de amistad, proponiéndote que nos separemos. Tú quedarás en tu casa, y yo buscaré en dos o tres días un asilo.

—El asilo es muy fácil de encontrar —contestó Olivia con ironía—: Rugiero te lo tendrá ya preparado.

—Por lo más sagrado te juro —respondió Celeste con tono decisivo—, que lo que precisamente deseo es no verlo.

—Entonces, quédate.

—Muy bien, me quedaré, haré lo que tú quieras, pero es necesario que esta situación que guardamos, acabe. Yo no puedo vivir bajo un mismo techo con una persona que no me dirige la palabra, y que cree que yo he podido ofenderla.

—¿Tú no amas a ese hombre?

Celeste vaciló un poco para responder; pero al fin, con bastante decisión y franqueza, contestó:

—No, no lo amo; amo a otro que está lejos de aquí, y lo amaré, aunque deba esta locura costarme la vida. Rugiero, en verdad, ejerce sobre mí una especie de influencia que me asusta: quisiera huir de él, quisiera no verlo.

—¿De veras?

—Hablo como he hablado en toda mi vida, con el corazón en la mano.

—Eres una perla, una joya, un ángel —dijo Olivia acercándose a Celeste, y dándole un prolongado beso en la boca.

—¿Tú amas a ese hombre, Olivia?

—Lo adoro: mi vida, todo lo que poseo, daría por él.

—No sé por qué me inspiras compasión, Olivia; quisiera verte como antes, tranquila y dedicada a tu trabajo —le contestó Celeste, volviéndole con mucha modestia sus caricias.

—No hablemos más de esto: estoy tranquila, y soy feliz. No hay que acordarse de los tres días bien amargos que hemos pasado. Desde ahora, y como en realidad los tres mil pesos fueron regalados a ti, tú eres la dueña de todo lo que hay en el almacén… pero es menester que después de tres días de sufrimientos, estemos alegres. Sentémonos a la mesa ahora que las costureras se han ido. Cierra el almacén, y saca la mejor botella de vino que haya en nuestra despensa.

Celeste hizo lo que indicaba Olivia, y en un momento las dos amigas adornaron y compusieron la mesa, de una manera tal, que Recamier habría tenido envidia de lo bien sazonado de los manjares.

—Ahora, hija mía —le dijo Olivia—, me vas a hacer un favor: es una niñería, pero ¿qué quieres? las mujeres somos así.

—Haré cuanto pueda serte agradable —le contestó Celeste.

—Pues bien, esa camelia está ya bien marchita, quítatela del pecho, y deshójala, tírala…

—Nada más puesto en orden, cuando yo le he preparado una fresca y más hermosa —dijo una voz, cuyo timbre metálico hizo estremecer a las dos muchachas, que, volviendo la cara, se encontraron con Rugiero.

—No hay que molestarse —continuó—: yo arrimaré una silla; pero antes, tendré el gusto de ejecutar las órdenes de la bella Olivia.

Rugiero, en efecto, desprendió del pecho de Celeste la camelia, deshizo entre sus dedos las hojas, hasta reducirlas a partículas muy pequeñas, y en seguida le colocó una nueva camelia blanca con manchas rojas como sangre en algunas de las hojillas.

Olivia se puso pálida como una muerta.

Rugiero se hizo el desentendido, acercó una silla, y se sentó junto de Celeste.

—Vamos, no hay que interrumpir la sabrosa comida… La conversación de un amigo la hará más agradable.

Olivia, como si hubiese recibido una orden de un genio superior, comenzó a comer en silencio: Celeste, por disimular su emoción, apenas tocaba los platos.

—¿Qué dicen ustedes, que son jóvenes, y por consecuencia capaces de juzgar en la materia, de esas pasiones fogosas, terribles, repentinas, que se encienden en el alma de una mujer?

—Que no se borran nunca —respondió Celeste, haciendo alusión en su interior al amor que le tenía a Arturo.

—Que en efecto existen —dijo a su vez Olivia—, y que hacen a las mujeres muy virtuosas o muy criminales, pero siempre desgraciadas.

—Pues todas esas pasiones —replicó Rugiero—, no son más que fantasmas y visiones, que se forja la imaginación: son el diablo y el orgullo los que obran, y no el amor. A una persona que no se ha tratado, que no se le conoce, cuyas buenas o malas cualidades no se saben, no se le puede amar así; pero la naturaleza humana necesita del estímulo y de la contradicción. Si de dos mujeres la una es la preferida, la otra será la celosa y la apasionada: esa es la regla común, pero en el fondo todo es mentira.

Olivia alzó la vista, y miró apasionadamente a Rugiero.

Rugiero desvió su vista, arrimó un poco más su silla al lado de Celeste, y se la quedó mirando con una marcada impresión de ternura.

Olivia no pudo contenerse, y cayó de su mano el vaso de vino que trataba de llevar a los labios.

Rugiero soltó una carcajada, y dirigiéndose a Celeste, le dijo al oído:

—Seguramente no podréis vivir ya contenta en esta casa. Tomad mi tarjeta, y en cualquier desgracia, sabed que contáis con un amigo desinteresado.

—He pensado, mi querida Olivia —continuó dirigiéndose a la francesa—, que la escritura se suspenda: yo necesito de mis fondos, y no puedo dedicar tres mil pesos a la compra de listones y de corpiños. Cuando estéis más tranquila, y desahogada, hacedme el gusto de pasar el dinero a la calle de San Bernardo, a la casa de mi banquero. Mañana acaso nos volveremos a ver.

Rugiero desapareció antes que Olivia, que estaba a punto de ahogarse de rabia, pudiese contestarle una sola palabra.

Celeste, inmóvil, se quedó en su asiento esperando que toda la tempestad tronase sobre su cabeza.

En efecto, apenas había salido Rugiero, cuando Olivia se levantó precipitadamente, cerró la puerta y echó la llave.

—¿Qué haces, Olivia? —le dijo Celeste alarmada.

—Tú has hecho mi desgracia y yo he de hacer la tuya. Si me dejara llevar de la cólera que me ciega —continuó tomando un cuchillo de la mesa—, te hundiría esta arma en el pecho; pero no, eso sería castigarme yo misma. Mujer sola y en un país extranjero, acabaría yo con mi fortuna y con mi vida en una de esas inmundas cárceles que hay en México. No, repito que soy en este momento dueña de mí misma, y no haré tal cosa; pero como viniste has de irte esta misma noche: tu mismo traje, tu mismo calzado raído y tu bolsillo sin un centavo. En la puerta de mi casa te recogí; en la puerta de mi casa volveré a ponerte. ¿Quién de las dos es la aventurera, la pérfida, la infame?

—Olivia, no habrá necesidad de que tú hagas nada de esto: yo me iré, y nada, nada quiero llevar; pero óyeme, escucha por lo que más ames. ¿Soy acaso culpable de que este hombre se dirija a mí, te ofenda y te desprecie?

—Tú y él se han hablado al oído y se han entendido. Tú eres una hipócrita, traidora.

—¡Olivia, cinco minutos de calma, por piedad! —le dijo Celeste juntando las manos.

—Ni cinco instantes. Bastante desgraciada me has hecho: no hagas que sea criminal. Evita una desgracia y vete.

Celeste conoció en los ojos y en el tono resuelto con que hablaba Olivia que no había medio de calmarla y se resolvió a salir.

—Sin un centavo, se entiende; quiero que escojas entre la miseria y el crimen.

Celeste sacó de su vestido su bolsillo de seda que contenía algunas monedas, lo puso sobre la mesa, llamó a su perro y salió del almacén alejándose precipitadamente.

—Héme aquí —dijo—, lanzada otra vez en medio de la ciudad y sola, sola. No hay remedio, la miseria y la desgracia me conducen forzosamente a un camino en que toda mi vida he tenido horror de entrar. Arturo, Arturo, no me juzgues criminal, sino muy desgraciada, y tú, Dios mío, perdóname si cuando la fatiga y el hambre agoten mis fuerzas pido asilo y protección en la casa del hombre que nunca querría haber conocido.

Celeste llamó a su fiel perro, que se había desviado un poco, y acercándose a la luz de un farol leyó la dirección de la tarjeta que le había dado Rugiero y echó a andar resueltamente encaminándose a la calle de Santa Isabel.

IV. El elíxir de la vida

Celeste corre a su desgracia y a su perdición: el ángel bueno que con sus blancas alas, su cabellera de oro y sus ojos azul de cielo, acompaña siempre a las vírgenes inocentes, va ya a abandonarla y lloroso y desolado despliega sus alas para volver a los cielos. Decididamente Lucifer triunfa, y la miseria y los celos que ha empleado como agentes poderosos cerca de la criatura abandonada en este triste mundo, han completado su apetecida conquista.

Pero entre tanto se desenlaza, no sabemos hasta ahora cómo, este drama fatal en que nuestra sufrida Celeste va quizá a ser la víctima, tenemos que asistir a otras escenas no menos terribles y dolorosas. La sombra funesta del enemigo de la tranquilidad y del reposo de las familias pesaba sobre la virtuosa Teresa y el generoso y valiente capitán: tenemos, pues, que volver un momento a aquellos sitios en que hemos dejado a nuestros amigos.

Fácil es persuadirse a que después de la ausencia repentina e inesperada de Manuel todo cambió en la hacienda de «La Florida». Teresa sufrió un ataque de pecho tan violento que durante cuatro días su vida estuvo en el más inminente peligro: Mariana no se separó un instante de la cabecera de la cama; el padre la velaba todas las noches dispuesto a presentar a los pies del Criador aquella alma que parecía querer a cada instante abandonar el cuerpo frágil que la retenía. Arturo y Juan Bolao, con una eficacia tan grande como si se tratara de la persona más allegada de su familia, montaban a todas horas del día y de la noche a caballo y traían de San Luis cuantos médicos encontraban, preparaban personalmente las medicinas y acompañaban al buen eclesiástico en sus largas noches de vela. Tan excelentes amigos trataban de buscar consuelos en la opinión de los facultativos; pero éstos, después de agotar su ciencia, respondían, meneando tristemente la cabeza, que la enferma no tenía remedio y que lo único que había que hacer era dejarla que muriese con tranquilidad. Teresa conservaba el uso de sus sentidos; pero se había empañado el brillo de sus negros ojos; sus mejillas estaban pálidas y hundidas, su respiración trabajosa y difícil y sus fuerzas tan agotadas que era necesario que Mariana la ayudase a incorporarse para que tomara el escaso y único alimento que se acostumbra dar a los enfermos y que consiste en unas cucharadas de atole.

Arturo, Bolao y el padre Anastasio se presentaron la mañana del cuarto día en la recámara de Teresa: estaba recostada en unos grandes almohadones de cambray batista adornados con encajes de Flandes, y una sobrecama de damasco rojo, de donde a trechos salían las orillas de unas blancas y finísimas sábanas, cubría su cuerpo. En una mesa pequeña colocada cerca de la cama, había un hermoso crucifijo de Guatemala que había pertenecido a la familia y en las mesas del rincón dos jarrones antiguos de China con algunas flores. La pieza estaba aseada, todos los muebles puestos en orden y en su lugar, y los rayos del sol, que entraban por la ventana cuyas puertas estaban entrecerradas, iluminaban aquella estancia, olorosa, alegre, limpia y que más bien parecía que contenía las reliquias de una santa que una enferma próxima a salir de este mundo. Mariana, que había secundado los deseos de Teresa de quitar a sus últimos momentos todo el aparato de tristeza y aun de falta de aseo que se observa por lo común en las habitaciones de los enfermos, se había esmerado en poner la recámara de la misma manera que habría estado para recibir a los dos felices esposos. Todo esto había sido contra la expresa opinión de los médicos, pero se trataba de dar gusto a la enferma y esto bastaba.

Arturo no dejó de observar esto con un sentimiento de tristeza.

—¡Pobre Teresa! —dijo en voz baja al padre Anastasio—, hasta en la hora misma de su muerte se conocen su aseo, su educación y su finura. Cualquiera diría que es su lecho nupcial y no su ataúd.

Aunque nuestros amigos entraron de puntillas, Teresa sintió el ruido y entreabrió los ojos.

—Ninguna razón de Manuel —dijo haciendo un esfuerzo visible.

—No hay que pensar en esto —contestó Arturo—; el capitán es un hombre animoso y valiente que ha salido bien de peores aventuras que ésta. Yo he dicho mi opinión; es algún chisme de política y no pasará mucho tiempo sin que le veamos venir o tengamos noticias de donde se halla. La obligación que tenemos de no abandonar a nuestra buena y excelente amiga Teresa en la situación delicada en que se halla, nos ha hecho no salir con dirección a México, donde estoy seguro que encontraremos a Manuel.

—Sí, en México, en México seguramente debe estar. Es necesario que todos, todos vayamos a buscarlo.

Teresa al decir esto quiso incorporarse; pero las fuerzas le faltaron y dejó caer su cabeza en los almohadones. Mariana hizo seña al padre, que se hallaba más cerca, de que procurasen variar de conversación.

—A propósito, Teresita —dijo el padre Anastasio—, una pobre anciana de la ranchería que no ha cesado de llorar y de rezar desde que se enfermó usted, dice que tiene un remedio eficaz y que asegura que en dos días estará usted buena, perfectamente buena. Yo opino que debemos tentar este medio ahora que los médicos no están aquí; pero venía a consultar la voluntad de la enferma.

—Es decir —dijo Teresa tristemente—, que los médicos no dan ya esperanzas.

—¡Con mil de a caballo no es esto, Teresita! Vamos, alegría; aquí está vuestro buen amigo Bolao que gustosamente se dejaría matar por veros sana y colorada como en Tampico; pero luego estas gentes del campo tienen unas medicinas más eficaces que las de todos los matasanos del mundo que nos destruyen con sus venenos y sus cáusticos; con que vamos a probar, y ánimo, para que vayamos a México, que allí encontraremos, como lo espero, sano y salvo a nuestro querido Manuel.

Bolao, con la mayor expresión de ternura, tomó una de las manos frías y blancas de Teresa y la llevó a sus labios.

Teresa, que comprendió el afecto sincero de este hombre, sonrió tristemente y le dio las gracias con una mirada, en la que un momento pudo notarse el brillo de sus negros ojos.

—¡Bah! la cosa está resuelta, y voy yo mismo a traer a la vieja.

Bolao, sin esperar la respuesta, salió de la recámara y a poco volvió acompañado de una mujer que tendría más de ochenta años; pero la que todavía tenía el vigor necesario para andar y sostenerse sin ningún apoyo.

—La Virgen Santísima de Guadalupe acompañe a la niña y le dé la salud.

Teresa le hizo seña de que se acercara y le tomó una mano.

—Si Dios Nuestro Señor lo dispone así, pasado mañana podrá la niña levantarse y salir a dar su paseo por el campo.

Teresa, con solo el tono de seguridad y de confianza con que hablaba la buena anciana, concibió en las orillas del sepulcro una esperanza de vida, y con ella de encontrar a Manuel, de llevar adelante el matrimonio, en una palabra, de ser feliz.

—Sí, sí, Anselma, tengo esperanza de que tú me sanarás: tienes fe en Dios y yo también, y esto es bastante; pero no perdamos tiempo, prepara tus medicinas y comienza la curación.

En cuatro días era la vez primera que Teresa hablaba tantas palabras seguidas. La anciana, sin decir más palabra, salió de la recámara y nuestros amigos detrás de ella.

—Mira, Anselma —le dijo Bolao—, si sanas a tu ama, la casa en que vives y el campo que cultivan tus nietos serán para ti.

—Señor amo, creo que no yo, sino mi Madre Santísima de Guadalupe sanará a la niña. Si después ella quiere dar algo a los muchachos, dueña es de la hacienda, que yo soy vieja y no necesito más que muy poca tierra en el cementerio de la capilla; pero dejen sus mercedes que yo haga lo que Dios quiera con la amita, y pasando mañana la verán salir por su pie a ver sus terneritas y sus corderitos.

La vieja Anselma se fue al campo, y vino cargada con una porción de yerbas Arturo, Bolao y el padre no eran muy fuertes en esto de botánica, pero no pudieron menos de observar que ninguna de las yerbas eran de las que comunmente se encuentran en los campos, y son conocidas. Algunas tenían las hojas y las flores de una forma extraña.

—¿Si esta vieja irá a envenenar a la infeliz Teresa? —dijo Arturo.

—No hay cuidado, Arturo, dejémosla sin decirle una palabra, que los rancheros y los animales conocen más de yerbas que todos los botánicos del mundo.

Anselma, con una parte de las yerbas y algunos trozos pequeños de cortezas de árboles, hizo en la cocina una infusión, y con la otra un emplasto o cataplasma: así que todo estuvo preparado, entró a la recámara.

—¡Eh! amita de mis ojos, aquí está la medicina. Para que sea buena, es menester hacerle tres veces la cruz, en nombre de Jesús, María y José. Sin esta devoción las yerbas pierden su virtud.

Anselma persignó en efecto con fervor tres veces el vaso, y después lo dio a Teresa, la que con la misma fe que si tomara el famoso elixir de la vida, lo apuró hasta la última gota.

—Ahora, niña para ponerse en el pecho esta cataplasma, es necesario rezar tres Ave Marías y una Salve.

Mariana se arrodilló inmediatamente, y comenzó con mucho fervor las tres Ave Marías y la Salve. Los circunstantes hicieron coro, retirándose en seguida para que sin estorbo pudiesen las dos mujeres aplicar el emplasto a la paciente.

A cabo de un rato, salió la vieja y les dijo:

—La niña está ya curada. Quizá les parecerá que se muere, y quizá se morirá; pero el Señor y la Virgen Santísima de Guadalupe han de querer que resucite. Dicho esto suspiró profundamente, y se retiró a su choza.

Nuestros amigos quedaron en la mayor inquietud.

A los diez minutos salió Mariana pálida.

—La niña está gravemente mala, señor cura, creo que se nos queda en los brazos. Esa vieja hechicera es sin duda cómplice de ese pícaro administrador, que habrá matado a mi capitán, y esa vieja envenena a la niña Teresa.

—¡Mil rayos! —dijo Bolao.

Mariana no podía contenerse, y quería sollozar.

—Calma, calma —dijo el padre Anastasio—, Anselma nos anunció que la medicina haría al principio un efecto muy fuerte. En todo caso yo entraré, y ustedes guarden el mayor silencio, y esperen.

El padre y Mariana entraron: Teresa como si le hubiera acometido un mal, se retorcía en el lecho, abría por intervalos los ojos, y quería con las manos como sacarse alguna cosa que le oprimía el pecho.

—Le quitaremos el emplasto.

—No, no, esperemos un momento —contestó el padre.

En efecto, a los cinco minutos aquella agitación cesó, Teresa cerró los ojos, y se dejó caer por última vez en los almohadones.

Mariana y el padre se acercaron.

—¡Muerta!

—¡Muerta! —contestó el padre en voz baja, poniéndose pálido—, pero no hay que decir nada; Arturo y Bolao matarían a la vieja. Recemos.

Mariana encendió una vela de cera bendita, y ambos, arrodillados delante de la cama, comenzaron a rezar en voz baja, y a derramar abundantes y silenciosas lágrimas.

V. Tres contra treinta

¡Pobre Teresa! Cuando una esperanza dorada iluminaba un momento los umbrales de su tumba, la muerte tenaz, perseguidora de todo lo bello, de todo lo grande, de todo lo espléndido en la tierra, vino a tocarla con su mano inexorable y fría. Las flores, las mujeres hermosas, los valientes guerreros, los filósofos, los. sabios, todo a su vez es sumergido y arrebatado por la muerte. En pos también del capitán, quiere que los que iban a ser esposos felices, tengan, como Julieta y Romeo, sus fiestas nupciales en la incomprensible eternidad.

Luego que salió el capitán de la puerta de la hacienda, al llamado, según recordará el lector, de una carta anónima, cuya letra no pudo reconocer, dio dos azotes al caballo, y a escape tomó la calzada que conducía al camino real de San Luis. Habría andado cosa de un cuarto de legua, cuando de una mota, como llaman los rancheros a los grupos de arbustos, salieron dos hombres; uno de ellos tiró el lazo al capitán, y otro al mozo José, con tan buen éxito, que antes que uno y otro pudiesen meter mano a sus armas ya habían caído al suelo. El caballo de José, que era todavía bronco y de dos riendas, asustado brincó, tiró algunas coces y echó a correr, pero de otra mota salió un tercer ranchero, lo lazó, y lo condujo al grupo. El caballo de Manuel, noble, manso y bien enseñado, apenas sintió que caía el jinete, cuando se sentó sobre los cuartos traseros, abrió sus anchas narices, y comenzó a mirar espantado a su amo y a los que le rodeaban.

Manuel no se lastimó gravemente con la caída, pero la sorpresa y el golpe lo atarantaron de pronto; los rancheros se echaron sobre él y sobre su criado, los amarraron fuertemente de las manos, les vendaron los ojos con un pañuelo, y con otro les taparon la boca, y en peso los subieron de nuevo en los mismos caballos, y tomándolos de la rienda, se separaron inmediatamente del camino real, echando a andar por las sementeras y potreros. Toda la mañana caminaron a buen paso, y el capitán, por el viento y el sol que ya le daba de costado, ya de frente, conocía que mudaban a cada momento de dirección. El camino había sido plano, y sólo interrumpido por algunas zanjas angostas, que seguramente dividían los potreros; pero después comenzaron a subir y bajar cuestas; por lo que Manuel reconoció que acaso tomando veredas y senderos extraviados, marchaban con dirección a Zacatecas. Después que pasaron el susto, la emoción y el atarantamiento, se puso a reflexionar en la aventura.

—De seguro —decía—, si estos hombres fueran ladrones, me habrían robado las armas; el reloj y el caballo y dejado atado a un árbol. No puede ser esto más que una sorpresa de ese bribón que estaba de administrador, y a quien hice muy mal, a pesar de la intervención de Teresa, de no haberle volado la tapa de los sesos. ¿Qué designios tendrán estos hombres, interesados en robar los intereses de Teresa? ¿Cuál será la venganza que preparan? Eso es lo que pronto sabré, pues parece que hemos caminado recio, y alejado de los lugares donde yo podría encontrar auxilios.

Estas y otras reflexiones, que en verdad eran exactas, hizo el capitán, más la fatiga y el hambre lo pusieron después en un estado de violencia y desesperación difíciles de describir.

—Prisiones, intrigas, naufragios… el infierno se ha conjurado contra mí, y lo que siento es haber contagiado con mi mala estrella a la pobre Teresa, a esa criatura tan llena de belleza y de virtud. Si yo hubiera seguido mi vida de soldado, no tendría un cuarto, es verdad, pero sin pesares, sin compromisos, andaría de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, enamorando a todas las patronas, adquiriendo los mejores caballos, y mandando en jefe, por lo menos, un cuerpo de caballería… En fin, mi impaciencia y desesperación llegan a su colmo, y por toda salida desearía que estos bandidos me dieran mis pistolas, para romperles la cabeza con una, y con la otra acabar con una vida que parece tiene encima la maldición del cielo.

Entrada la noche, la comitiva que, según podía presumir el capitán, se componía de cosa de ocho o diez rancheros, hizo alto en el declive de una montaña y a la orilla de un arroyo, por donde corría, entre grandes masas de granito, una pequeña cinta de agua cristalina y fresca. Hicieron que José y el capitán descendieran del caballo, les quitaron la venda de los ojos y de la boca, y les aflojaron las ataduras de los brazos, lo bastante para que pudieran hacer uso de ellos.

—¡Con mil diablos! —dijo el capitán con una voz de trueno—, no soy un niño de la escuela, para que se me asuste con todo este aparato. ¿Qué se quiere de mí? ¿Qué es lo que se trata de hacerme? ¡Con mil truenos! yo no tengo paciencia, y si se trata de asesinarme, que sea pronto, y no hay que pensarlo.

Uno de los rancheros se acercó riéndose en tono de mofa, y el capitán le metió un puño en el pecho.

—No hay que venir aquí con burlas y con insultos, canalla: si tienes pistolas, dispáralas, y acabemos.

Los rancheros que lo rodeaban, retrocedieron, y no se atrevieron a contestarle; pero el que había hecho el intento de burlarlo, se acercó de nuevo.

Álgame, ¡y qué valiente se nos ha vuelto el amo de entre las uñas! No hay cuidiao, amo, ni el pelo de la ropa se le tocará, y no hay que enojarse porque un pobre se ríe.

Y acercándose más.

—Mi capitán —le dijo al oído—, mucho cuidado, porque lo quieren matar, pero aquí estoy yo, y soy agradecido.

Y después, fingiéndose de nuevo el ranchero burdo, y haciéndose el gracioso, continuó riendo a carcajadas, y mofándose de Manuel. Éste, en cuanto escuchó las palabras amistosas del ranchero, con la última luz del crepúsculo procuró observar su fisonomía, que no le era desconocida en verdad, pero no podía recordar dónde y cómo lo había visto la última vez.

Cuando acabó de oscurecer, la caravana se dispuso a pasar allí la noche: aflojaron las sillas a los caballos, los ataron a corta distancia, donde había un poco de pasto, y recogiendo ramas secas, encendieron una lumbrada, se sentaron al derredor de ella, y se pusieron a asar unos trozos de carne. A Manuel lo colocaron a alguna distancia, advirtiéndole que no hablase, y dejándole un centinela con pistola en mano, con orden de dejarle ir el tiro, si trataba de escaparse. Al mismo tiempo el ranchero burlón y payaso, que le había hablado al oído, presentó a Manuel tres gordas, un trozo de carne y un guaje con agua fresca del arroyo.

—El amo, después de cenar, no estará tan valentón ni tan ansí, como si dijéramos que nos quería echar el caballo encima… Al fin nosotros somos mandados, y ni quitamos ni ponemos. No hay que moverse —continuó en voz baja—, ni que hablar: dos días tenemos que caminar, y entonces es menester hacer una de mero hombre. Yo avisaré.

Manuel tomó su carne y sus gordas, y se quedó mirando de nuevo a su protector. Con la luz del fogón que reflejaba en su fisonomía, pudo recapacitar bien, y examinarlo detenidamente.

—Sí… sí, en efecto, el mismo —exclamó en voz baja, y como hablando consigo mismo—: fue en el camino de Puebla… Cabal… cabal… estaba herido… Ni duda, es Ojo de Pájaro, el mismo que desertó de mi regimiento, a quien yo aprehendí, y a quien, condenado a muerte, le proporcioné la fuga, le salvé la vida… En efecto, la cicatriz en la frente… Cabal, y ahora, recuerdo que prometí contar a Juan Bolao la historia de este hombre, y jamás hemos vuelto a hablar de él… ¡Bah! es menester paciencia en los trabajos y serenidad en los peligros. Seguramente las oraciones de Teresa han hecho que Dios me depare este hombre para que salve mi vida… Veremos.

Ojo de Pájaro dirigió algunas chanzonetas al capitán y al ranchero que tenía de centinela y se alejó a continuar, en unión de sus compañeros, la cena alegre y campestre que habían comenzado al derredor de la hoguera.

Cosa de una hora después se escuchó el tropel de unos caballos: dos rancheros, que tenían de propósito sus caballos listos, montaron y se adelantaron a hacer un reconocimiento: los demás se pusieron en pie y prepararon sus pistolas. Un silbido se escuchó a lo lejos, que fue contestado inmediatamente por los rancheros, y a poco los nuevos viajeros llegaron apeándose junto a la lumbrada. Un hombre embozado hasta los ojos con un fino jorongo del Saltillo parecía que era el amo o jefe de esta banda. Todos se quitaron el sombrero y dos acudieron a tomar el estribo y la rienda de su caballo.

—¿No ha habido novedad ninguna?

—Ninguna, señor amo —contestó uno que parecía ser el segundo jefe.

—¿No se ha resistido el hombre?

—No, señor.

—¿No ha dicho nada?

—Cuando le quitamos la venda echó unos cuantos retobos; pero desde entonces se ha callado.

—¿Le han dado de comer?

—Unas gordas y un poco de carne.

—Es bastante. ¿Ya se durmió?

—Lueguito que le cayó la comida en el istómago —dijo Ojo de Pájaro—, se tiró debajo de aquel árbol y está ya roncando como un marrano.

Manuel oyó esta conversación, y siguiendo la indicación indirecta de Ojo de Pájaro, fingió que dormía profundamente.

El jefe de la banda pidió una maleta que estaba atada en las ancas de su caballo, la abrió y sacó un poco de queso, un frasco de aguardiente y se puso a cenar los mejores trozos de ternera que los demás le habían reservado y que se apresuraron a presentarle, permaneciendo en pie con el mayor respeto.

El capitán, que desde el árbol debajo del cual estaba acostado observaba cuidadosamente, reconoció en el jefe de la banda a don Jacinto, el administrador de «La Florida.»

—Sin duda —dijo—, este hombre me lleva a un lugar muy apartado de las poblaciones para asesinarme: es necesario que me revista de toda mi energía para sobreponerme a este peligro… Pensemos.

El administrador, luego que acabó de cenar, se fue a acostar al pie de su caballo en las armas de agua y jorongos que sus criados le habían dispuesto. Todos los demás, con excepción de cuatro que quedaron en vela cuidando los caballos y al prisionero, hicieron lo mismo, de manera que a cabo de una hora reinaba en el campo un profundo silencio, que sólo era interrumpido por el aullido de los coyotes y de los tigres que pretendían acercarse a devorar los caballos. Manuel, rendido de cansancio y fatigado con tantas emociones y tan encontrados pensamientos y adolorido su cuerpo con el golpe que recibió, cerraba los ojos involuntariamente, pero procuraba no dormirse temiendo que el malvado administrador se acercase en silencio y le diese de puñaladas; pero al fin tuvo que sucumbir al imperio de la naturaleza y, sin quererlo ni sentirlo y a riesgo de perder la vida, se quedó profundamente dormido.

VI. Derrota completa

A juzgar por el reflejo amarillo pálido de la hoguera, que no dejaron de atizar los rancheros que quedaron de guardia, serían cosa de las tres y media de la mañana cuando despertó a Manuel el ruido de las voces, armas y caballos. Todos los que componían esta extraña comitiva estaban ya listos y montados y no tardaron en amarrar a nuestro capitán y a José como el día anterior; pero no les vendaron los ojos ni les taparon la boca. Pusiéronse en camino y comenzaron a subir por un sendero estrecho una alta cuesta llena toda de arbustos y de magueyes pequeños que llaman los campesinos lechuguilla.

Entre tanto caminan por la aspereza de los montes, digamos dos palabras de uno de nuestros personajes, a quien hemos olvidado; pero que no por esto deja de hacer un papel importante en estas aventuras: este personaje es Martín, el asistente del capitán. Estaba ocupado en la hacienda de «La Florida» en limpiar sus armas y montura, con tanto cuidado y exactitud como si estuviese en la cuadra del cuartel, cuando llegó a su noticia el inesperado suceso de la desaparición de su jefe. Sin hacer escándalo ni obrar con precipitación se informó lo mejor que pudo de lo que había acontecido, ensilló el más ligero y más fuerte caballo de la hacienda, cargó con doble bala sus pistolas, tomó un par de buenas reatas, llenó su cartuchera de parque, el morral de cebada y la maleta con algún bastimento y cigarros y, como si fuese a emprender la dilatada campaña de Texas, salió de la hacienda sin decirle a nadie una palabra; pero jurando en su interior que no volvería a presentarse a la niña Teresa si no traía a su capitán muerto o vivo. En vez de correr precipitadamente, como lo hicieron Arturo y el padre Anastasio llevando tras sí multitud de mozos, que levantaban una nube de polvo y vagaban en todas direcciones sin formar plan alguno, Martín, que había nacido en la frontera y era un ranchero habituado desde sus primeros años al campo, en cuanto salió de la puerta de la hacienda comenzó por reconocer las huellas de los caballos del capitán y de José, que siguió sin interrupción hasta que llegando a una mota se le confundieron.

—Aquí hay mácula —dijo Martín apeándose del caballo—; es menester registrar bien la tierra.

Martín, inclinándose y reflexionando sobre cada una de las señales que veía sacaba sus instrumentos de lumbre, fumaba y se ponía a pensar, sin dejar de ver por todos los vientos con su pistola preparada en la mano. Así que revisó bien todo el trecho del camino, volvió a montar a caballo y dijo:

—Ahora sí, ya caí en la cuenta: aquí tres o cuatro hombres han lazado y arrastrado a dos que iban por en medio de la calzada: éstos no pueden ser más que mi capitán y José, el vaquero: los lazadores salieron de detrás de esta mota, porque todas las ramas están quebradas. No hay ni una gota de sangre, ni pedazos de ropa, ni ningún otro rastro que indique que mi capitán ni José han sido heridos o estropeados… Veamos por dónde se fueron.

Martín buscó, y encontró en efecto, el paso de la zanja y siguió ya sin trabajo por los potreros la dirección de los fugitivos, con tan buen éxito, que a la media noche descubrió la lumbrada. Ató su caballo a un árbol, se echó a andar a pie y, agazapándose entre los matorrales y peñascos, llegó hasta el campamento y pudo a cierta distancia reconocerlo; volviendo donde estaba su caballo contento del resultado de su expedición. Su primer pensamiento fue llegar a un pueblo cercano, pedir auxilio y sacar gente; pero, como buen ranchero, reflexionó que en los caminos duros y peñascosos era muy difícil seguir las huellas y que, por otra parte, sí los que se habían llevado a su capitán tenían, como era de suponerse, malas intenciones, de seguro no tardarían en seguir en marcha para aprovechar la oscuridad y no caminar de día sino por lugares desiertos: así se afirmó más en sus ideas de no perder de vista a su jefe, no quedándole duda que estaría entre la banda de rancheros que había visto acampada. Acercóse, pues, con precaución, subió un poco por la montaña y se colocó en un punto donde, sin ser sentido, podía observar la dirección que tomaban. Luego que sintió el rumor de la marcha se apeó del caballo, aplicó el oído contra la tierra y volviendo a montar dijo con la mayor seguridad:

—Ahora ya se por qué rumbo van: al amanecer los tendré a la vista y ellos no me verán a mí, porque estaré en lo alto del cerro.

En las primeras horas la marcha de la comitiva, que muy cerca seguía Martín, fue difícil y silenciosa. Al amanecer, en efecto, los que la formaban iban por una ladera y Martín estaba ya en la cumbre de la cuesta, cubierto perfectamente con los peñascos y matorrales. Todo el día caminaron por lugares enteramente desiertos. Apenas a lo lejos observó el capitán un muchacho que apacentaba sus cabras y una choza de donde se desprendía una columna de humo. Habría dado Manuel la fortuna, que ya poseía, por hallarse libre y quieto en la pobre cabaña que de lejos divisaba perdida entre las asperezas de aquellas sierras inaccesibles. A medio día y sin apearse ninguno del caballo, comieron tres o cuatro gordas y bebieron unos tragos de agua de las que llevaban en los guajes, que habían tenido cuidado de llenar en el arroyo.

Ojo de Pájaro, que parece era el proveedor o despensero de la tropa, se acercó al capitán a darle su frugal alimento: con este motivo tomó el cabestro del caballo, dando al guía su ración, el cual con el mayor placer se puso a devorarla. Aprovechando esta ocasión se desviaron poco a poco del centro de los rancheros que los rodeaban.

Don Jacinto, con una parte de la escolta, venía por detrás a cierta distancia. José había hecho ya conocimiento con uno de los rancheros, que era de Río Verde, y esto le había valido que le aflojaran las ligaduras y que le diesen de comer cuantas gordas y trozos de carne quería.

—Creo que mi capitán me conoce —dijo Ojo de Pájaro sin voltear la cara y tirando siempre del cabestro con que estaba atado el caballo de Manuel.

—Perfectamente: tú eres Blas Contreras, aquel soldado tan valiente del batallón de Toluca que en el rancho de Posadas saltaste solo, con bayoneta calada, una cerca donde había diez granaderos y mataste a unos e hiciste correr a los demás.

—El mismo, mi capitán; pero dejaremos para otro día el platicar de eso; lo que importa es que yo diga a mi capitán lo que ahora pasa. Como, aunque estaba herido, me escapé en el camino de Puebla de manos de los vecinos de Amozoc, quise mudar de vida y ser hombre de bien y me vine a México a curar. El primer día que salí a la calle me encontré con mi teniente Almaras, que primero quiso darme de palos y llevarme al cuartel; pero, como es de buen corazón, concluyó por darme un resguardo y un papel de conocimiento. Me metí a servir y estuve en casa del conde P… y en casa de la marquesa de S… y me porté bien, hasta que fui a la calle Nueva, núm. 20, a servir a una señora muy bonita que se llama doña Florinda y tiene una niña que le dicen Carmela y un niño chico: creo que son sus hijos. Esta señora todas las noches antes de acostarse cerraba las puertas con mucho cuidado, quitaba un mueble de junto a la pared y sacaba una cajita con muchas alhajas. Yo por curiosidad la espié y me dio tanta gana de cogerme las alhajas… pero… ya acabaremos: don Jacinto viene a galope y los compañeros parece que observan que platicamos.

Ojo de Pájaro se ladeó en la silla como hace la gente del campo para descansar y comenzó a chiflar el «Canelo» y otros sonecitos del país.

Don Jacinto, que, como había dicho muy bien Ojo de Pájaro, se aproximaba a galope, montaba un caballo mojino, de siete cuartas, fino, ligero y lleno de brío. Estaba vestido de gamuza color de yesca, y su sombrero blanco tendido tenía muchos y muy pesados adornos de plata. Luego que se acercó más dio un azote al mojino, y de un salto se puso junto al capitán rozándole con la rodilla. El capitán volvió la cara y lanzó una mirada colérica al ranchero.

—¿Me conoce, amo? —dijo don Jacinto encarándose con Manuel y arriscándose la lorenzana del sombrero.

—Si te hubiera dado un balazo el día que te atreviste en la hacienda a faltar al respeto a tu ama, no me traerías ahora por estas sierras.

—Parece que el amo está todavía medio josco y medio quién sabe cómo, y ya le bajaremos esos jumos.

Al decir esto, Jacinto levantó la mano y dio un revés al capitán en la boca que le hizo brotar la sangre.

—¡Mil rayos, mil centellas te partan, bandido! —gritó el capitán—: si me desataras, con todo y tus pistolas, te ahogaría con sólo mis manos.

—¡Mire qué delicado! —continuó Jacinto riendo—; por un cariño de amigo que le hice, se queja como un juila. ¿No se acuerda que cuando estaba en San Luis con un escuadrón los sargentos, a los probes rancheros que cogían de leva, los llevaban a varazos al cuartel? Pague ahora lo que hacen estos condenados soldados jijos de Satanás.

—Yo nunca he mandado dar de palos —replicó Manuel con tanta firmeza y decisión como si estuviera en medio de sus soldados—; ni mucho menos he ultrajado a nadie atándole antes las manos; pero te juro que si tú no me matas, como creo que es tu intención, te he de colgar en el mismo patio de la hacienda donde te atreviste a maltratar a tu ama.

Jacinto soltó una estrepitosa carcajada y, picando su caballo, se adelantó a galope para rodear un poco, y evitar un paso difícil que había por la vereda recta que seguía. Apenas se alejó el facineroso cuando Ojo de Pájaro volvió a entablar la conversación.

—Ahora sí estoy decidido, mi capitán: veo que es lo mismo que siempre, todo un hombre, y le aseguro que le ayudaré a colgar a ese hijo del demonio, aunque no sea más que por la cobardía con que ha insultado a un hombre amarrado y la mala partida que me ha hecho.

Manuel, a quien ahogaba la rabia, recogía con ansia las palabras de Ojo de Pájaro.

—Habla, habla presto antes que estos miserables se acerquen. Serás rico, muy rico, si salimos bien de este paso.

—Pues como decía, mi capitán, un día que la señora y los niños salieron a la calle y que la cocinera se fue también a traer el recaudo a la plaza, busqué la cajita de las alhajas, me la guardé en la bolsa, salí de la casa y hasta ahora ojos que te vieron ir. Dio mi desgracia que un amigo y yo, andando tierras, vinimos a dar con este don Jacinto, que protegía a los de nuestra profesión… pero lo mejor se me olvidaba, la cajita contenía, entre otras cosas, el fistol que su merced le quitó en el camino de Puebla al capitán que nosotros llamábamos el Platero, y que mató aquel muchacho gachuzo, tan valiente, que también me dio a mí un trabucazo que hasta orita me sabe. Pues el don Jacinto, a quien dimos a guardar nuestras prenditas, se las ha cogido y de pilón me tiene como un esclavo, porque dice que el día que no haga yo lo que él quiera me denunciará ante la justicia y me ahorcarán… Ya ve mi capitán que es necesario que nosotros lo horquemos antes; pero me parece la cosa algo picuda y podremos perder el pellejo; mas no importa, si mi capitán quiere estoy resuelto a rifarme; pero… silencio, que ya nos vamos a juntar otra vez con él.

En efecto, el sendero difícil había terminado y toda la caravana se reunió en la bajada de la cuesta y a la entrada de un intrincado laberinto de montecillos, pedruscos y barrancas, que poco a poco se iban estrechando y formando lo que generalmente llaman los viajeros un puerto. Ojo de Pájaro se acercó a don Jacinto y, quitándose el sombrero, le dijo:

—Señor amo, yo soy ansí y no me gustan las cosas a medias. De verdad que este catrín que traigo jalando, dice cosas de su merced que no se pueden aguantar. Si su merced me da licencia orita le echo un lazo y ahí voy yo que no peso una onza.

—Ponte tu sombrero y deja que ladre el perro, que al fin no puede morder. Ya se le llegará su día de San Juan. Por ahora es menester andar un poco recio, hasta que lleguemos a la salida del puerto del Ahorcado y allí acabará nuestro viaje.

Todos los que componían la comitiva apretaron el paso y en breve una nube de polvo envolvía a esta cabalgada silenciosa: en la tarde hicieron alto a la salida del puerto. La sierra se abría de una manera majestuosa e imponente y presentaba un vasto anfiteatro lleno de paisajes, ya risueños y pintorescos, ya salvajes y agrestes. Apenas como unas líneas blancas se veían trazados los caminos en los costados de la multitud de lomas que de un lado y otro se presentaban a la vista. Hicieron alto al pie de una montaña donde había tres o cuatro cuevas. Trataron a Manuel con las mismas precauciones que el día anterior y comenzaron a hacer sus preparativos para encender la lumbre y disponer la cena.

Manuel se recostó en la entrada de la cueva donde le colocaron, esperando por momentos que llegase Ojo de Pájaro a continuar su conversación; pero en vez de éste fue don Jacinto el que se le presentó con aire resuelto y amenazador.

—Retírate a un lado, Pascual —le dijo al ranchero que estaba de centinela.

El ranchero obedeció y entonces Jacinto se acercó más.

—Mire, don Catrín, podemos todavía ser amigos y yo olvidaré los estrujones que me quiso dar en el patio de la hacienda.

Manuel se propuso tener paciencia para ver si lograba en lo posible saber las intenciones del ranchero, y contestó:

—Bien, habla. Yo no sé para qué me has traído aquí, ni qué es lo que quieres.

—Pues sepa que yo soy coronel de provinciales y que tengo la orden para seguir a todos los ladrones y a todos los revolucionarios.

—No sé qué tenga yo que ver con eso —le interrumpió Manuel—; al grano y dime cómo podemos ser amigos.

El amo don Pedro, que es mi único amo, ya tenía sus malicias que un día u otro había de venir por la hacienda un capitán, y ese capitán es usted. Con esto me escribió, di un brinco a México y allí lo arreglamos todo.

—Como acaso estás engañado, es menester que sepas que la hacienda es de la señorita Teresa; que don Pedro es únicamente su tutor y que así todo lo que te mande, siendo contra la voluntad de la dueña de la finca, no está bien hecho.

—¿Pues yo qué sé de eso? —replicó don Jacinto—; desde que yo entré en «La Florida» no conozco más amo que don Pedro, y hablemos claro, yo soy el amo, el único amo y naide tiene que meterse conmigo, y además, ya avisé al general de San Luis que venía persiguiendo unos pronunciados con una partida de muchachos. Yo escribiré que alcancé al pronunciado; que se hizo fuerte, que lo derroté y que murieron algunos de los que lo acompañaban, y como este puerto está solo y no pasa ni una mosca, naide me podrá decir que es mentira, y el general de San Luis, y el amo don Pedro, y todos dirán que me porté bien, y volveré a la hacienda de «La Florida.»

Manuel comprendió inmediatamente el plan y la trama odiosa de que era víctima. El administrador, una vez despedido de la hacienda, fue a calumniarlo y a denunciarla ante la autoridad de San Luis y obtuvo una de esas providencias que se dan sin meditación y sin justicia y que regularmente se ponen en manos de malvados que abusan, ejerciendo venganzas personales. La carta anónima era de su amigo el coronel Palacios, que desempeñaba la secretaría de la Comandancia, y seguramente con un cuarto de hora de conversación con el comandante general todo se habría compuesto; pero el ranchero, que era ladino y malvado, previo lo que podía suceder, vio llegar a la hacienda al soldado y quiso que Manuel saliese de la casa, pero que de ninguna suerte llegase a San Luis, y a ese efecto arriesgó el todo por el todo y apostó en la calzada a algunos hombres de una banda que tenía organizada, y tan pronto eran ladrones como agentes de policía que custodiaban los caminos, o soldados que salían a atacar las partidas de pronunciados. Don Jacinto, hombre de valor personal, de alguna capacidad, aunque brusco e inculto, sumamente audaz y con la influencia que le daba su posición de administrador, o más bien dicho, dueño de una de las mejores haciendas del valle, era el jefe de toda esa gente y se había granjeado una consideración tal, que podía decirse que era persona de importancia. La injuria que le hizo Manuel y el modo áspero como fue despedido por Teresa, le hicieron concebir el proyecto de no descansar hasta vengarse. Salió, como hemos visto, de la hacienda, reunió personalmente su gente, que estaba a poca distancia, y denunció una conspiración, a cuya cabeza supuso que estaba el capitán Manuel, y obró con tal actividad, que, como hemos visto, en poco tiempo logró interrumpir todas las ceremonias y fiestas que se preparaban en la hacienda y apoderarse de la persona de Manuel.

—No veo que nada de lo que me has dicho —dijo Manuel—, conduzca a que seamos amigos.

—Si quisiera usted escribir una cartita al amo don Pedro yo lo dejaría ir por donde Dios lo ayudara.

—¿Y qué tengo que decirle en esa cartita?

Pos, poca cosa… que ya no quiere usted a la niña… que ya no se casa con ella… que yo me he portado como un buen muchacho…

Manuel, no pudiendo hacer otra cosa, sonrió amargamente.

—Con que, según veo, don Pedro te ha enseñado bien la lección.

—Nada, yo solito la he aprendido. Señor usted vive y se casa con la niña, es claro que yo jamás volveré a la hacienda… luego yo dando un buen gusto al amo don Pedro, veo también por mi provecho. ¿Con que pone la cartita?… Piénselo hasta que nos vayamos a recoger… tengo tintero y papel. También me pondrá otra para el general de San Luis como yo le diga… con que lo piensa y nos veremos.

Jacinto se dirigió a un grupo de rancheros, les habló en voz baja, después se dirigió a la lumbrada, que ya estaba encendida, y se puso a cenar con la mayor tranquilidad.

A poco vino Ojo de Pájaro con la ración de gordas, el trozo de carne y el guaje de agua fresca.

—Ésta será la última cena tal vez —dijo al capitán.

Un ligero calofrío recorrió el cuerpo de Manuel: era animoso; pero, sin embargo, la muerte cercana que le esperaba le hacía estremecer.

—Aun cuando yo tuviese la cobardía de firmar la carta que me indica ese miserable, mi suerte sería la misma. Me lo ha dicho bastante claro: mi vida es un obstáculo insuperable para sus intereses. Este bribón se ha cogido la hacienda y don Pedro lo demás. Teresa y yo estamos de más en el mundo y todo lo han combinado perfectamente para evitar el castigo.

—Mi capitán —repitió Ojo de Pájaro—, aquí está la cena: si no nos amarramos los calzones, puede ser la última.

—Mira, muchacho, no quiero que expongas tu vida para nada; proporcióname una arma bien cargada, y yo lo haré todo.

—Ni la Virgen que lo permita —contestó Ojo de Pájaro—. Esta noche estaré de centinela hasta la media noche: es el tiempo de obrar, porque después de media noche ya será tarde. Cuando crean que usted está dormido, entonces… yo no sé si será a balazos o con puñales… pero lo sé bien.

—Entonces ¿qué hacer? —preguntó el capitán.

—Yo tengo una tercerola, un sable y un par de pistolas. Todo lo traeré aquí cerca, desataré a mi capitán, y haré que su caballo esté cerca. Cuando estén estos hombres dormidos, o al menos acostados, caeremos sobre ellos, y Dios y la Virgen nos ayudarán. No hay otro remedio; pero tenga presente, mi capitán, que son treinta.

—¿Dónde dormirá don Jacinto? —preguntó el capitán.

—Como siempre, en la orilla del camino real y debajo de su caballo.

—Bien, calla, que parece que alguien viene.

En efecto, el que se aproximaba era don Jacinto.

—¿Ha cenado bien, amo? —le preguntó al capitán.

—Perfectamente —respondió Manuel, disimulando cuanto pudo la emoción.

—¿Por fin, se resuelve a poner la carta?

—Mañana acaso la habré pensado mejor.

—Es que mañana ya no estaremos aquí.

—Entonces no —contestó secamente Manuel.

—Como quiera, amo, como quiera: para mí todo es lo mismo. Que pase buena noche.

Don Jacinto se retiró. A cabo de dos horas el campo estaba en el mayor silencio.

Ojo de Pájaro cumplió su palabra, desató al capitán, le dio las dos pistolas y la espada y él se quedó con la tercerola y con una especie de maza formada de un tronco de árbol, que había encontrado por una feliz casualidad.

—Parece que todo está en silencio, y cuando mi capitán quiera, ya podemos empezar.

—¿Pero cual es tu plan?

—Toma, matarlos a todos si podemos. Nos iremos arrastrando como unas culebras, y cuando estemos cerca, mi capitán con la espada y yo con este tronco de árbol zurra que te zurra: así que estén atarantados, nos aprovechamos de la confusión, montamos a caballo y en dos brincos estamos ya en el monte: los caballos están aquí atados en esta rama: las armas de fuego para lo último.

—¿No será mejor montar desde luego, y escaparnos?

—Ni pensarlo, mi capitán: nos alcanzarían a la bajada del puerto y nos matarían.

—Dices bien, vamos, no hay tiempo que perder. Tú te diriges al grupo de junto a la hoguera, y yo a donde está don Jacinto.

Nuestros dos hombres, en efecto, muy poco a poco y rodando por la yerba; sin hacer ruido, fueron ganando terreno, y quedándose quietos, y aún sin respirar. Cuando ya estuvieron a una distancia conveniente, Ojo de Pájaro descargó un golpe sobre el que estaba sentado junto a la hoguera haciendo su cuarto de centinela, y sin descansar redobló sus golpes contra los que estaban acostados, haciendo volar los tizones ardiendo… A uno de los que estaban bocarriba se le ardió la camisa, comunicó el fuego a su canana de cartuchos, que se ardieron, y voló a alguna distancia, introduciéndose con esto la más horrible confusión. Todos tiraban tiros sin saber en qué dirección, y se acuchillaban mutuamente. Ojo de Pájaro, con su maza, derribaba cuanto se le ponía delante.

En cuanto a Manuel, de un salto se puso a donde estaba don Jacinto; pero en el mismo momento sintió un fogonazo en la cara: el ranchero le había disparado un balazo a quemaropa. Manuel tiró un tajo y dio en las manos al caballo de don Jacinto, que dando tres o cuatro saltos, fue a caer rodando en una barranca a poca distancia del camino.

En esto, una voz fuerte y como de trueno, se escuchó:

—¡Adentro, muchachos! ¡Aquí está el 3.º de caballería! ¡Aquí está Martín! ¡Por acá, mi capitán, por acá está el regimiento!

Martín en efecto, montaba a caballo y con espada en mano, entró a la pelea dando tajos a diestra y siniestra; pero lo más eficaz fue su voz, pues al oír los rancheros que estaba allí el 3.º de caballería, corrieron unos en sus caballos, otros a pie, y se dispersaron completamente por las barrancas y montañas.

Los tiros y la vocería cesaron, y a los quince minutos de comenzada la refriega, sólo se escuchaba el quejido doloroso de algunos cuantos que habían quedado heridos en aquel nuevo campo de Agramante.

VII. El «Café del Progreso»

EL CAFÉ DEL PROGRESO

Los que han vivido en México, recordarán que hace algunos años no se conocía más que la nieve de rosa y de limón de la antigua y venerable nevería de la calle de San Bernardo; nieve áspera y cargada de azúcar. Un italiano trató de mejorar este ramo, y comenzó a hacer los famosos helados que se vendían en la calle del Coliseo, en el café de Veroli, que era el nombre inmortal del autor. Veroli hizo, según cuentan las crónicas, su bonito caudal, y se marchó a su tierra; pero ya dejó establecida y acreditada la casa, que después, con diversas mejoras y composturas, se llamó Café del Progreso.

El nuevo propietario puso un tejado de cristal sobre el patio, revistió de madera las gruesas columnas que sostenían un corredor cuadrado, colocó en el fondo un aparador surtido de cuanto apetecían y acostumbraban tomar los parroquianos, y todo esto lo, pintó al oleo, remedando los más exquisitos y fantásticos mármoles, y con esta mejora quedó el lugar más elegante y más de moda de la ciudad. Como el mundo marcha, nuevos cafés con mejores y más vistosos adornos, se establecieron en competencia, y el Progreso, aunque nunca ha dejado de ser un establecimiento acreditado, seguramente no puede ya figurar en primer término.

En la época de que vamos hablando, el café, lo mismo que entre los orientales, era el sitio de reunión de los hombres de mundo y de negocios, y por consiguiente, todos los días, desde las seis de la tarde hasta las diez de la noche, presentaba el Café del Progreso un espectáculo animado e interesante.

En uno de los salones se jugaban partidas de billar, no como quien dice, por chambones, que trataban de hacer hora de que comenzase el teatro, sino por lo que podríamos llamar notabilidades, que repetían sin soltar el taco, hasta ochocientas y mil rayas. Como las partidas eran sostenidas por dos jugadores igualmente hábiles, las apuestas eran cuantiosas, la atención profunda, el silencio completo durante las jugadas, y las jugadas mismas tan varias e interesantes, que absorbían la atención de los espectadores.

Las mesas redondas de mármol, que ocupaban el gran salón, estaban llenas de grupos: un par de viejos meditabundos, con la mano en la mejilla y la otra enarbolada para tomar una pieza del ajedrez, sin atreverse a mudarla definitivamente, permanecían horas enteras rodeados de otros concurrentes, que, igualmente silenciosos, no quitaban tampoco la vista del tablero. El grupo de los que jugaban dominó, era, por el contrario, alegre y bullicioso: el ruido que hacían las fichas contra el mármol, la risa y la alegría de los jugadores, las críticas y conversaciones, un tanto picarescas, que se mezclaban entre el seis doble y el cinco y cuatro con que se quedaba el que perdía, las copas de coñac que saboreaban unos, o la caliente taza de chocolate con galleta untada que tomaban otros, el ir y venir de los mozos de servicio, el ruido de los reales y pesos que se apostaban, en fin, todo daba a este café un aspecto de animación y de vida, difíciles de describir. Otro grupo era exclusivamente de fumadores y noticiosos: era aquello una verdadera cátedra de crédito público y de política revolucionaria: entre la nube de humo que envolvía a aquellos calaveras, volaba la reputación del coronel que había abandonado su cuerpo en la última campaña, la del ministro de Hacienda que acababa de estrenar una calesa con dos frisones tordillos, la del empleado que compraba los recibos de las viudas para hacérselos pagar íntegramente en la siguiente semana, la de la muchacha que iba a la Comisaría los días de trabajo a recibir dos pesos de prorateo, y los domingos salía a la misa de nueve de San Juan de la Penitencia con traje de a cien pesos: en una palabra, para saber la vida y milagros de la clase media, y aún de la aristocrática de México, no había más que ir un par de horas a la tertulia del Progreso. Es verdad que a las nueve de la noche era menester separarse mareado y confundido, cerciorado de que la fidelidad de las casadas es una teoría, la castidad de las doncellas un problema, el valor de los militares una quimera, y la honradez de los empleados públicos una adivinanza, una charada. Verdad es que ni los mismos tertulianos se perdonaban, ni dejaban de hacerse sus mutuos cumplimientos, pues cuando se aproximaba un nuevo tertuliano, la vista de todos se dirigía a él.

—Dejen que se acerque, a ver qué mentiras nos cuenta Pancho, pues en su vida ha dicho palabra de verdad.

—Apuesto que nos cuenta algún nuevo desafío —decía otro—, porque se come a los niños crudos, y quien lo ve tan alto, parece que es capaz de hacer algo, pero es como los gallos de Tepeaca, grande y correlón.

Pancho se acercaba en efecto, tomaba su silla, encendía su cigarro, y comenzaba por contar que tenía la mano medio dormida, de tanta puñada como había tenido que dar a un cochero que lo iba a volcar en el canal de la Viga, y después seguía echando truenos y bravatas, y los otros dándole cuerda, como suele decirse, para pasar el rato a su costa.

A la llegada de Pancho, seguía la de Joaquín: este Joaquín era un militar calavera, no del carácter triste y concentrado de Manuel, sino buen vividor, alegre, pesado en sus chanzas, botador de dinero, lujoso en su manera de vivir, y lleno de deudas, que para no pagarlas, dejaba envejecer.

—Ahora sí se completó la tertulia: este garbanzo hacía falta en la olla —exclamó Pancho—. Cuenta, cuenta tus aventuras del domingo: ya te vimos en un coche del sitio, en compañía de unas muchachas llenas de flores. ¿De dónde venías?

—¿Y qué les importa? Vamos a ver —contestó Joaquín riéndose.

—Apostamos a que una de ellas era tu tocaya Joaquinita.

—No hay que hablar de Joaquinita; punto en boca. Ya saben que esa es una muchacha pobre, pero con muchísima honra… y basta sólo que ustedes tomen en boca a cualquiera persona, para que su reputación se pierda.

—¡Vaya! ahora sí creo que el mundo se va a acabar. ¡Tú defendiendo la reputación de las mujeres! —exclamó uno.

—Al fin es mi tocaya y mi comadre; pero dejemos eso, y ya les contaré quiénes eran las muchachas que me acompañaban el domingo; pero ahora quiero saber quién es aquel hombre grueso y cabezón que está allí sentado tomando café.

—Toma, es el incombustible.

—¡El incombustible! pues justamente deseaba yo conocer a este hombre tan extraordinario.

—¡Y cómo que lo es! —replicó Pancho—. Antes de anoche lo vi trabajar, y me quedé admirado; se come una ensalada hecha de estopas ardiendo, como tú te puedes comer una ensalada fresca de lechuga. Después coge los carbones encendidos, y se pega en la lengua un fierro enrojecido; en fin, se puede decir que juega con el fuego.

—¡Es admirable! —exclamó Joaquín—, la primera noche que haya función no faltaré, pero entre tanto, si a ustedes les parece, haremos con él alguna experiencia. ¿Creen ustedes que absolutamente le hace daño el fuego?

—¡Sobre que come lumbre! Lo hemos visto.

—Bien, en ese concepto nada aventuramos, ¿no es verdad?

—¿Pero qué diablos quieres hacer?

—Ya verán.

Joaquín sacó de la bolsa un puro habano muy grueso, lo encendió, comenzó a fumar, y así que tenía un clavo bien rojo y encendido, y más grande que el diámetro de un real, se levantó de su asiento, y rodeó la sala hasta ponerse de puntillas detrás del incombustible, que tranquilamente tomaba su café, como hemos dicho, y lo enfriaba con la cuchara por encontrarlo sin duda, muy caliente.

Así que llegó Joaquín detrás del comedor de lumbre, dio dos o tres fumadas al puro para encenderlo más, y con el mayor acierto le pegó el clavo ardiendo en la oreja.

Apenas sintió nuestro hombre el terrible cáustico, cuando dio un salto, llevó la mano a su oreja, y con la otra, por la impresión del dolor, volcó la taza de café.

Joaquín volvió a colocar su puro en la boca, y se quedó tranquilo.

—Caballero, eso es un insulto, una grosería —exclamó el hombre.

—Dígame usted, amigo mío —le contestó Joaquín con la mayor urbanidad—, ¿no es usted el incombustible, el que se come en el teatro un brasero ardiendo?

—Sí señor, es verdad, yo soy el incombustible —contestó algo desconcertado, y tentándose siempre la oreja quemada—, pero…

—Entonces, ¿cómo había de creer que había de hacer a usted daño con el clavo de un puro? Usted dispense, pero aquellos amigos se empeñaron…

Todos los tertulianos soltaron la carcajada de risa, y el pobre incombustible lo mejor que hizo fue llevarlo a la broma, y salirse del café con su oreja chamuscada.

Celebraban todavía la gracia de Joaquín, y discurrían en jácara sobre la delicada y sensible piel del incombustible, cuando entró otro nuevo personaje que distrajo la atención de los tertulianos.

Era un joven alto, pálido, con su ligero bigote retorcido, y vestido elegantemente de negro.

—Me parece que es Arturo —dijo uno.

—¡Imposible! Arturo está muy lejos de aquí. Hace tiempo que entre él y Manuel desmontaron una partida, y con ese dinero se marcharon a los Estados Unidos a comprar algodón.

—¡Bah! —dijo otro—, ¡qué papeles tan mojados tienen ustedes! ¡Qué algodón ni qué calabazas! El motivo del viaje del capitán fue robarse una muchacha de San Luis, y llevársela qué sé yo a qué hacienda de ella.

—Bien; sea de esto lo que fuere, nada tendría de extraño que Arturo y Manuel hubiesen vuelto.

—Es verdad, pero estamos disputando inútilmente. En un momento nos podemos desengañar; no hay más que llamarlo. Si en efecto es Arturo vendrá a formar parte de nuestra tertulia, y si no es, le pediremos una excusa.

—Apuesto una oreja a que esa persona es el señor Arturo —dijo un jovencito muy elegante y que jugaba en sus dedos una varita—. Recuerdo que estuve con él en un baile de la casa de esa linda Florinda, que está ahora muy pobre y muy abatida. Sabrán ustedes que su marido, después de gastarle el dinero, se murió, y la dejó a un perecer. Verán ustedes, yo me encargo de la comisión.

El jovencito elegante se levantó de su asiento, y haciendo mil cortesías y reverencias, fue a hablar con Arturo, que volteado de espaldas a nuestro grupo de tertulianos, tomaba un sorbete de limón.

—Caballero —dijo el jovencito—, en aquella mesa de enfrente tiene usted, al parecer, muchos y muy buenos amigos, algunos de ellos le han reconocido inmediatamente, mientras otros porfían que es usted un francesito que acaba de llegar.

—¡Qué francesito ni qué niño muerto! —contestó Arturo—; soy el mismo, y los viajes no me cambian tan fácilmente. Venga esa mano, y veo que nada ha variado desde que me ausenté de México, amigos y conocidos por donde quiera. Vamos a saludarlos con el mayor placer.

No fue necesario que Arturo se levantase de su asiento pues los tertulianos, vinieron a reunirse con él y con Josesito, que no era otro el joven que se decidió a hablarle para salir de la duda.

—Arturo, chico, qué mudado estás; has crecido, tienes ya un gran bigote, y pronto te nos presentarás de patillas. ¿Quién te conocerá entonces?

—¿De dónde sales, buena pieza? —le decía otro—. Sales y entras a México sin decir, ahí quedan las llaves… pero vaya, mucho nos alegramos de que estés con salud, aunque muy pálido y muy delgado.

—¡Qué vista! —interrumpió otro—, ¿Arturo pálido y flaco? Jamás lo he visto ni más gordo, ni más colorado…

—Sí, famoso, famoso —prosiguió el otro—, pero continúa tomando tu helado y te haremos compañía, a no ser que tengas que hacer o que estés ya de viaje… en ese caso te abandonamos.

Arturo correspondió a todos estos cumplimientos con apretones de mano, hizo sentar a sus amigos, llamó al criado para que les sirviera helados y copas, y la tertulia se formó de nuevo en aquel lugar.

—Vamos, ahora que ya nos has saludado y reconocido, cuéntanos, ¿de dónde vienes?

—De Tampico —contestó Arturo.

—¿Y qué dejas por Tampico? ¿Cómo encontraste a Valentín? Supongo que serás su amigo.

—¿El comandante general? —preguntó Arturo.

—Justo, el mismo, ¡qué fortuna de hombre! Estaba yo cansado de ser capitán cuando Valentín apenas era teniente, y ya lo tienes de comandante general de un puerto, donde se hace en poco tiempo mucho dinero, y a mi me tienen en el depósito con media paga.

—¿No sabes lo que contestó Tornel —le interrumpió otro—, a un viejo patriota que fue un día a hacerle un alegato semejante?

—No, no sé.

—Amigo mío —le dijo—, más corre un venado en una hora, que un burro en un día.

—¿Es decir —replicó Andrés que así se llamaba el militar—, que Valentín es el venado?

—Pues claro.

—¿Entonces yo qué soy?

—Los tertulianos soltaron una carcajada.

—Bueno, bueno —dijo Andrés—, ríanse ustedes a mi costa, que ya llegará mi día. No haya entonces incomodidad, pero dejemos esas bromas, que son algo pesadas, y oigamos lo que nos cuenta Arturo.

—Señores, si yo viniese de China o de la India Oriental, seguramente que les contaría cosas muy entretenidas, pero de Tampico poco hay que decir; mucho calor, muchos moscos, muchos lagartos en el río, regulares muchachas y fuertes tempestades en el mar. Por cierto que nada faltó para que fuese yo pasto de los peces.

—¿De veras? —dijeron todos—, ¿y cómo estuvo eso? cuéntanos. Para que veas, tú siempre tienes algo raro y nuevo que contar.

—Mejor diría triste y funesto —prosiguió Arturo—, porque si yo no perecí por un milagro, no sucedió así con una persona que yo quería entrañablemente.

—¿Tu querida, no es verdad? —interrumpió Andrés—. Por eso estarás de luto.

—El luto lo llevo desde que perdí a mi madre, y no me lo quitaré sino el día que sea feliz. Como eso es muy difícil, ya véis que tengo de por fuerza que estar vestido con elegancia.

—Deja esos recuerdos y cuéntanos lo del naufragio. ¿Quién fue la que pereció?

—Teresa, la que podría decirse ya esposa de Manuel.

—¿Pereció en la mar? —preguntaron todos con mucho interés.

—No precisamente, pues logramos salvarla, y la llevamos a su hacienda de «La Florida», pero estaba tan aniquilada, tan enfermiza, que apenas pudo sobrevivir algunos, días. Como yo no tenía ya otra cosa que hacer, después de cumplir los últimos deberes, he regresado a México a ocuparme en mis asuntos. ¡Pobre muchacha! era hermosa y buena, la quería yo como si fuese mi hermana.

—¿Y el capitán? —preguntó Josesito.

—¡El capitán!… no sé realmente de su suerte. Un asunto lo obligó a salir de la hacienda una mañana temprano, y hasta ahora no tenemos ninguna noticia cierta de él. Algunos de los que mandamos en su busca, dicen que lo encontraron en el camino de Querétaro, otros que regresó a Tampico, pero yo me temo que haya caído en alguna emboscada, porque a mi salida de San Luis se decía que había una banda de pronunciados que estaba cometiendo horrores. Vean ustedes: en poco tiempo he perdido a mi padre, a mí madre, y a dos de los mejores amigos; una parte de mi fortuna la he gastado, y otra me la han robado… pero, en fin, no falta nunca una onza en la bolsa para obsequiar a los buenos amigos que me han quedado, y que aun se acuerdan de mí.

Arturo tocó la mesa, todos querían pagar, y sacaron efectivamente dinero; pero él no lo permitió, y tirando una onza, que saltó en el mármol de la mesa, ordenó al criado que tomase el importe de lo consumido.

—¿Te vas? —le preguntaron sus amigos, observando que se ponía en pie.

—¡Ya ven ustedes! los cuidados que tengo encima no me permiten tener buen humor ni alegría, y por otra parte no podré descansar hasta tener noticias exactas de Manuel; para mí tengo que no lo volveremos a ver, pero es necesario cumplir con los deberes de un amigo.

—¡Qué fortuna de viejo avariento! —dijo Andrés.

—¿Qué viejo? —preguntó Josesito.

—Toma, el tutor de la hermosa Teresa; con la muerte de la muchacha, queda dueño absoluto de todos sus bienes, que no eran pocos. ¿Qué dices de esto, Arturo?

—Que es la verdad. Ni quien pueda reclamarle, pero yo con toda mi alma desearía que viviese Teresa, aunque no tuviese ni un octavo.

—¡Qué idea! —exclamó Josesito.

—¿Qué mosca te ha picado, Pepillo? —le preguntó Andrés.

—Nada, nada, me ocurre decir algunas palabras al señor Arturo, y lo acompañaré hasta la calle de Vergara.

—Vamos, don Serapio, ¿y usted por qué está tan encallado?

—Oigo y callo —dijo Serapio, que era un viejo de anteojos con una peluca amarillenta.

—Apuesto a que de aquí se va a casa de su amigo don Pedro a contarle esta noticia, y a ganar las albricias; muy bien, si lo ve usted dígale de mi parte que es un viejo usurero, que yo me hubiera alegrado que él se hubiera muerto, que buenas ganas le tengo desde que me demandó por una miserable libranza de 200 pesos por la cual estoy pagando todavía un real semanario en cada peso.

—¡Qué boca, qué boca de don Andresito! —dijo el viejo retorciendo un cigarrillo.

—Mucha razón tiene —añadió Pancho—, y voto a Dios, que si a mí me hubiera pasado lo que a Andrés, no queda ni polvo del viejo: creo que… vamos…

En esto, el criado trajo lo vuelto de la onza, Arturo lo recogió, y se despidió afectuosamente de todos sus amigos.

—¡Pobre muchacho! —dijeron—, hace un esfuerzo, pero se le conoce que está triste. ¡Qué cabeza! Sólo a fuerza de contratiempos y de desgracias logrará asentarla.

Don Serapio montó bien sus anteojos en su gruesa nariz, retorció su cigarrillo, y se deslizó por entre la concurrencia sin despedirse ni decir una palabra.

Arturo salió del café seguido de Josesito.

VIII. Josesito

—Creo que no me habrá usted olvidado, señor Arturo —le dijo Josesito al salir de la puerta del café.

—Desde que usted me habló, he querido recordar su fisonomía… En efecto yo he visto a usted en alguna parte, pero…

—No es extraño que no me reconozca. Sufrí una grave enfermedad… unas heridas que me infirieron unos cobardes, que por poco no la cuento… no es extraño que esté desfigurado: afortunadamente no se me atrevieron a la cara.

—Con todo eso no puedo recordar…

—Vaya, daré a usted otras señas, y ya no le cabrá duda. ¿Hace usted memoria de una tertulia a que asistimos en casa de Florinda? Allí estaban unas jalapeñas muy guapas, y Aurora, que era la más linda de todas. Lo digo a fe de hombres, si yo hubiese tenido el dinero que usted, de seguro que le digo mi atrevido pensamiento. ¡Qué ojos de criatura! y ¡qué hombros tan torneados! ¡Y el pie! acaso usted no se lo habrá visto, pero yo siempre he aprovechado todas las oportunidades, y al sentarse, al levantarse, al bailar, he dirigido al disimulo mis vigiatas… ¡Oh! pero no hay idea de un pie más pulido, chiquito, gordo como un tamalito cernido, y luego ¡qué medias tan finas! una tela de huevo es todavía más ordinaria… Pero me iba distrayendo de mi objeto, que era el recordar a usted… esa noche ya muy tarde salimos juntos. Usted iba en compañía de ese maldito italiano, a quien no puede ver mi alma, que se llama Rugiero: siempre que puede, me echa ese hombre unas sátiras, y me dice unas palabras… ¡vaya! parece que adivina mis pensamientos… y además, es malo y perverso como el mismo diablo. No hace poco ha logrado seducir a una modista de la calle de Nuevo México, que no es de malos bigotes, y la tiene, eso sí, muy bien puesta: buenos trajes, buenos anillos de brillantes, y lo peor es, que al mismo tiempo ha seducido a una costurerilla, que parece un dulce, humilde, modesta y linda… Vea usted, en los ojos y en el color del pelo se le da mucho aire a Aurora.

Arturo salió, en efecto, de mal humor del café, porque las muchas preguntas que le hicieron los amigos le molestaron; pero tan luego como Josesito, en medio de su charla continua e insustancial, le mentó el nombre de Aurora y el de las jalapeñas, se le vino a la memoria aquel tiempo feliz en que Aurora, Apolonia, Celeste, Florinda, Elena y Margarita eran su coro de náyades, de ninfas, de diosas, que doraban su imaginación, que lo acompañaban en sus sueños, que alimentaban en su alma el fuego sagrado del amor, que soplaban en su existencia una brisa perfumada de juventud y de esperanza.

Estas deidades habían reinado en su corazón: los ojos de una, la dentadura blanca de la otra, las mejillas de rosa de la de más allá, los frescos y hechiceros atractivos de todas, habían cautivado un día, una semana, un mes, un año, su corazón ardiente y juvenil. Flores que el calor había marchitado, insectos de oro que habían muerto con el crepúsculo, mariposas de colores, que habían arrebatado los vientos helados del invierno. Es la edad feliz del hombre rápida y pasajera, como la estación de las flores: una mirada, una sonrisa, un beso recibido de una boca fresca y purpurina, tienen en los años primeros de la vida un encanto que no se puede definir. Pasan años tras de años, y el hombre no tiene más que cerrar los ojos, y concentrar su memoria, para figurarse que se encuentra en las orillas de ríos cristalinos, en medio de prados de rosas, de valles verdes y frescos, donde halló por primera vez en su vida un coro de mujeres, todas bellas, todas risueñas, todas amorosas y ardientes. Pero estas ilusiones, como el Edén perdido de nuestros primeros padres, pasan para no volver, y la realidad nos conduce a este ancho y solitario mundo, donde es menester regar la tierra con las lágrimas, que arrancan las enfermedades, los desengaños y los infortunios.

A medida que Arturo oía en la boca de Josesito los nombres mágicos que otro tiempo habían cautivado su alma, recorría insensiblemente una escala dolorosa de recuerdos inútiles y de esperanzas perdidas, y sin hacer caso de la sustancia de la conversación, se engolfaba en sus propios pensamientos.

Así, el uno hablando y el otro pensando, anduvieron dos o tres calles, hasta que Josesito procuró sacar a su compañero de la distracción en que se hallaba.

—Parece, señor Arturo, que tiene usted alguna cosa grave que lo preocupa. He procurado refrescar la memoria de usted, y hasta ahora no me ha respondido si en efecto se acuerda usted de mí.

—Amigo mío —le dijo Arturo con cierta efusión de ternura—, los nombres que ha mentado usted, han despertado en mí recuerdos que no sé si tienen más de triste que de agradable: imposible era que dejase yo de hacer memoria de usted, cuando precisamente todo se refiere a la época de mi mayor felicidad. Yo era entonces rico, vivían mi padre y mi madre, y el mundo no tenía más que ilusiones y sonrisas para mí; ahora todo ha cambiado, todo es diferente: he vuelto a México, y me encuentro sin casa, sin asilo, sin queridas, sin nada de aquello que yo dejé. Parece que han transcurrido siglos, o que como si fuese un extranjero, he llegado a una ciudad enteramente desconocida. He pasado, y vuelto a pasar por la casa de Aurora, y no observo más que tristeza y soledad: los balcones están siempre cerrados, aquel cochero Benito, que tanto quería a Aurora y a mí, no está en la casa; en fin, mis esfuerzos han sido hasta ahora inútiles para indagar lo que ha sucedido, y en verdad cierto miedo me ha impedido entrar en la casa, y aun preguntar a personas que podrían darme razón.

—Bueno: puesto que ya sé los deseos de usted —contestó Josesito—, le prometo que de aquí a dos o tres días le daré a usted las noticias que pueda adquirir respecto de Aurora. He estado tan ocupado en mis propios asuntos, que, la verdad, no he tenido ni tiempo ni humor para indagar los ajenos; pero ahora ya es otra cosa, y supuesto que a usted le importa, todo lo sabrá.

—¿Y Florinda? ¿Vive, o muere, o se ha marchado a otra parte?

—Murió Pablo, y la dejó lo que se llama en un petate… ¡Bah! creí que ya eso se lo había contado a usted. Quitó la casa de México y la de Tacubaya, hizo una venduta con los muebles, y se retiró a vivir a una casita de la calle Nueva. Yo la visito de vez en cuando, y ¿lo creerá usted? Pues está más hermosa que cuando la conocimos: aunque pobre, es tan aseada, tiene tanto gusto para vestirse, y es tan elegante y tan guapa, sobre todo desde que se murió ese tunante de Pablo, que después de gastarle cuanto tenía, le daba mala vida, me parece que ha engordado un poco. ¡Qué hombros tan redondos! ¡Qué pecho tan turgente, como dicen los poetas! Yo no pierdo oportunidad, ni de decirle algunas flores ni de echar mis vigiatas… Vea usted, el otro día entré en su casa, ella estaba en la recámara poniéndose un fichú, y con la amabilidad de costumbre me dijo que le esperase; pero yo… vaya, desvié un poco la cortinilla de tafetán, y me puse a expiarla… ¡Oh, mon Dieu! y ¡qué garganta! y ¡qué cuello! y ¡qué pecho! y ¡qué brazos! Crea usted que si yo tuviera dinero, de veras le cantaba a la viudita.

—Veo que lo mismo que cuando nos conocimos, no desperdicia usted las ocasiones, querido Josesito —le dijo Arturo.

—Qué quiere usted, señor Arturo, es menester en el mundo no darse a la pena, y aunque me ve usted así enamorado y hablador, mi pobreza, por una parte, corta el vuelo a mis empresas, y por otra, le confieso a usted con mucha vergüenza, que estoy loco, apasionado, y lo que es peor, celoso de una mujer que, la verdad, no me merece, y de un viejo, de un viejo que no puede competir conmigo, si no es porque tiene dinero, y mucho más ahora que, según usted dice, se murió la tutoreada. ¡Canario! y qué buenos bigotes tenía: me acuerdo de ella como si la estuviese mirando. Pálida, de ojos muy negros, y tan expresivos, que cuando miraban, herían el corazón; pelo muy negro, nariz bien hecha, y una boquita… ¡mon Dieu! El pie de Aurora, los hombros de Florinda y la boca de Teresa me desvelan todavía, y crea usted, si yo hubiera tenido proporciones, le canto de plano a Teresa, aunque no hubiera sido más que por hacer rabiar al viejo.

—¡Con mil diablos! —dijo Arturo—, es cosa de perder la paciencia con usted. Todo se lo pregunta usted y todo se lo responde, y jamás acaba de contar una historia.

—Tiene usted mil razones, señor Arturo, pero, qué quiere, mi cabeza es un volcán, y mi corazón una hoguera, y tengo tantos pesares, que deseo un amigo, así como usted, con quien desahogarme. Interesa mucho a usted tal vez. más que a mí, que escuche mi historia, sepa mis amores, y como hombre de más mundo, me dé consejos y me ayude, que yo a mi vez le prometo cooperar a todo lo que se le ofrezca con Aurora, con tal de que algo le hagamos a este viejo que me tiene sin sociego y sin vida.

Como Arturo estaba tan vivamente interesado en conocer los acontecimientos relativos a Aurora, y en procurar una manera de indagar todo lo que pudiese respecto de don Pedro, acogió con el mayor entusiasmo la proposición de Josesito.

—Con mucho gusto —le dijo, escucharé la historia, y ayudaré en lo que pueda: desde ahora, queda celebrada una alianza entre nosotros. No habrá secreto que no me revele usted respecto a don Pedro, y a Aurora; y en cambio, le prometo tomar una parte tan activa en sus asuntos, que desde ahora le pronostico que saldrá bien en todas sus empresas; pero hemos ya dado más de tres vueltas por la calle de Vergara, y el marido o amante de la lecherita, que está frente al teatro, parece que está alarmado al ver rondar por la calle a dos mozalbetes. Vamos a dar un paseo por las Cadenas, allí nos sentaremos a fumar, y escucharé una historia que me parece será maravillosa.

—Gracias, mil gracias por tanta bondad, señor Arturo —exclamó Josesito—: no me había yo atrevido a proponer una alianza formal; pero puesto que usted me lo ha indicado, le juro que desde este momento soy todo suyo… ya verá usted como le soy más útil que lo que de pronto se figura.

—Una condición precisa es menester, antes de comenzar esta alianza, y es que ha de haber firmeza y valor para llevar a cabo una decisión que se tome, porque preveo que tendremos lances muy críticos y muy comprometidos.

—¡Valor! valor no me falta, señor Arturo; dinero, dinero es lo que nunca he tenido. Ya veis, un hombre que se expone a luchar con más de diez hombres armados con puñales… y toda mi desgracia fue que la maldita pistola no dio fuego. Si no, corren más pronto…

—También ha de ser condición que no ha de haber muchas digresiones, porque entonces no acabaremos nunca, y es menester que tenga usted presente que, según lo que resulte de nuestra conversación de esta noche, pronto tendremos que entrar en campaña.

—Como usted guste, señor Arturo: ya le he dicho que soy todo suyo, y con la confianza de un amigo le suplico que me dé un tirón en la levita cuando me desvíe de mi objeto.

En esto los dos amigos llegaron al atrio, cuando sonaban pausadamente las nueve en el reloj de la Catedral.

IX. Celestina y Josesito

La noche en que pasan estos acontecimientos no era de esas serenas y tranquilas en que la luna llena alumbra, con su azulada y melancólica luz, a multitud de muchachas que se pasean y dan vueltas por la ancha acera que rodea el atrio de la Catedral, sino por el contrario, oscura y un tanto tempestuosa. Las estrellas brillaban con incierto y trémulo fulgor, y a veces se cubrían enteramente con gruesos nubarrones, que venían al parecer rozando las azoteas del Palacio y de las Casas Municipales. Los relámpagos se sucedían en el horizonte, y de vez en cuando el viento húmedo traía algunas gotas de agua.

En el Palacio se veían iluminados tres o cuatro balcones: en la puerta aparecían dos centinelas, inmóviles y envueltos en sus capas azules; y rasgando la masa confusa de sombras que parecía posaban sobre el centro de la plaza, fulguraban a intervalos las luces de los portales de las Flores y Mercaderes, y arrojaban unos débiles reflejos sobre la masa imponente y sombría de la Catedral. Una que otra gente transitaba de prisa por el centro de la plaza, y a poco se perdía entre su prolongada oscuridad, y media docena de chinas vestidas con traje blanco, salerosas y chupando sus cigarrillos, formaban la concurrencia de las Cadenas. Seguramente la vista de la Plaza Mayor de México en una noche de estas, es más imponente e interesante que cuando hay festividades, vendimias y paseo.

Nuestros dos amigos, con una estrechez y confianza como si llevasen años de conocerse, encendieron sus habanos, y envolviéndose en sus capas, se sentaron en las gradas de una de las cruces que están en las esquinas del atrio. Josesito comenzó así:

—Hace tiempo tenía yo con don Pedro una amistad íntima: me paseaba en su coche, almorzábamos juntos, y cuando tenía su palco en el teatro, era yo abonado a él, por supuesto, gratis. En uno de esos paseos fuimos a dar por la Ribera de San Cosme, y allí vi una muchacha en un balcón, que desde el primer momento me dio flechazo. Pasé, volví a pasar, le escribí cartitas; en fin, para no cansar a usted, una noche, que tendré presente mientras viva, me la saqué de su casa, con el propósito de ir a la casa de las Diligencias, quedarnos allí en la noche y marcharnos al día siguiente a Veracruz o a cualquier parte, pero al atravesar la plazuela de San Juan de Dios me acometieron unos asesinos, no recuerdo cuántos, pero a mí se me figuraron más de ochenta. Resuelto a vender cara mi vida, me hice el ánimo de resistirles valientemente; pero una de las pistolas no dio fuego, y antes de que pudiera sacar la otra, ya me habían dado muchas puñaladas y arrebatado en peso a mi muchacha, que gritó, y aun se defendió con mi espada. Yo sentí que las torres de San Juan de Dios y la Santa Veracruz se me venían encima: los árboles de la alameda daban de vueltas como si bailaran una contradanza, y por mi vista pasaba como una especie de velo sangriento. Las fuerzas me faltaron, y caí en el suelo: no le daré a usted razón si me encomendé a Dios o al santo de mí nombre; el caso es, que por aquel momento, puedo asegurar a usted que me morí de veras. No sé al cabo de cuánto tiempo entreabrí los ojos, y ocurriéndome que podían volver los asesinos y acabarme de matar, me levanté como pude, y apoyándome en las paredes, y sentándome algunos momentos en los zaguanes, Dios me dio fuerzas para llegar a mi casa, donde caí sin sentido, llenando de alarma y de consternación a mi pobre familia. Tenía como ocho heridas: siete eran lo que puede llamarse rasguños; una sola, aunque profunda, los médicos declararon que no era mortal; sin embargo, muchos días luché entre la vida y la muerte, porque había perdido mucha sangre. Cuando don Pedro vino la primera vez, le entregué un fistol muy hermoso que me había prestado.

—¿Un fistol muy hermoso, dice usted?

—Sí, una alhaja de gran valor.

—¿Podría usted reconocerla?

—Entre mil la reconocería: no hay tal vez en el mundo una piedra igual.

—Bien: continúe usted, y más tarde tendremos que hablar de este fistol.

—Para no entretener a usted más tiempo, continuaré, y tendremos ocasión de arreglar todo lo que usted quiera.

—Estoy conforme —dijo Arturo, encendiendo de nuevo su habano con un cerillo—; y ya oigo con tanto más interés, cuanto que la oscuridad de la noche y la soledad del sitio en que estamos, parece que convidan a escuchar historias horrorosas.

—Decía, yo señor Arturo, que a la primera visita que me hizo el viejo, estaba tan aliviado y tenía ya tantas fuerzas, que contaba con salir a la calle el domingo siguiente; pero a la segunda, le dijeron que yo había muerto. Durmiendo, sin duda, se me desató una de las vendas, me desangré sin sentirlo, y me desmayé; me morí de nuevo, para hablar a usted la verdad. Al día siguiente me encontraron frío y sin pulso: gritaron, lloraron, llamaron a los médicos, y declararon que estaba yo muerto, verdaderamente muerto, y con probabilidades de resucitar solamente el día del juicio final. Se fueron, pues, todos, y mis hermanas mandaron comprar las velas de cera, hacer el ataúd y ajustar el entierro. Una mujer se presentaba diariamente a saber de mi salud, y se le decía unas veces que seguía grave y otras que estaba aliviado; por fin, el día de esta crisis se le dijo que había muerto. Igual cosa se le contestó a don Pedro y a todos los que vinieron a informarse de mi salud. Don Pedro, como había recogido ya su alhaja, que era lo que le importaba, no volvió a preguntar ni siquiera dónde me habían enterrado, pero en cuanto a la mujer, no tardó en llegar en un coche acompañada de una señora muy bien vestida. Sin hacer preguntas ni pedir permiso a nadie, la recién venida dejó a la criada en el patio, y ella subió las escaleras, abrió las puertas, y con grande asombro de mis hermanas penetró hasta mi recámara, donde estaba yo tendido en mi cama, con mis cuatro velas y un pobre cajón de madera de pino, donde me iban a echar y a clavar la tapa con gruesos clavos. La cosa era ya concluida, y el pobre Josesito no hubiera vuelto a chistar palabra en este pícaro mundo, si tal hacen; pero Dios dispuso otra cosa. Celestina, que era la que con tan poca ceremonia se había introducido, se arrodilló delante de mi cama.

—¡José, mi querido Josesito! —dijo—, yo te he matado, yo fe he puesto en este estado ¡vida mía! Perdóname, perdóname, y no me maldigas —exclamaba llorando y tomando mis manos—. ¡Oh! yo tengo la culpa y merezco un castigo, no sólo en esta vida sino también en la otra.

Yo no sé si en ese momento comencé a volver en mí del largo desmayo que me produjo la debilidad: el caso es, que sentía un agradable calor en mis manos, y escuchaba allá confusamente y como del otro lado de la eternidad, una voz agradable que había oído en el mundo. Mis hermanas y algunas visitas, que nunca faltan donde hay muerto, para tomar chocolate y acabar de arruinar a la pobre familia, quisieron retirar a esta extraña mujer; pero ella se afianzó de los fierros del pabellón, y declaró que quería darme un último abrazo y que primero la matarían que dejar de hacerlo. A tanto ruego y a tanta lágrima, consintieron: Celestina se inclinó, me abrazó, y apenas había hecho esto, cuando dio un salto hasta en medio de la pieza.

—José está vivo: he sentido latir su corazón. Por el amor de Dios, que se lleven este cajón y estas velas, y vamos a procurar que vuelva a la vida.

Las visitas insistieron en llevársela, diciéndole que no diera ya más escándalo, y que respetara siquiera a la familia.

—¡No, no; es imposible que yo me engañe; he sentido latir su corazón contra el mío, y yo no consentiré en que lo entierren vivo! Permítanme siquiera, para consuelo mío, el hacerle algunas medicinas.

Rápida como el pensamiento salió de la recámara, y a poco volvió con un sinapismo que me aplicó en el pecho. Su criada entró al mismo tiempo con una botella y una esponja, y con ella me comenzó a humedecer los labios y a procurar que me pasasen algunas gotas de vino generoso, a esto se siguieron friegas, y trapos calientes y olores que me aplicaban a las narices. Mis hermanas, que concibieron esperanzas, lejos de impedir a Celestina que me curase, se dedicaron a secundarla con el mismo afán. El resultado de todo fue, que moví los ojos, que el pulso, aunque débil, comenzó a sentirse, y que se sentía el latido de mi corazón. Así que Celestina vio estas señales, y no le cupo duda, salió a la sala y con la alegría de una niña comenzó a reír y a decir:

—¡Sí, vivo, está vivo mi querido Josesito, mi adorado Josesito!

Después se sentó en el suelo, inclinó la cabeza, y comenzó a derramar silenciosas lágrimas. Mis hermanas, casi locas de alegría, mandaron llamar inmediatamente al médico del barrio, el cual al entrar, decía con un aire de profunda convicción:

—Está muerto, no hay que cansarse, y aunque mueva los ojos, y le lata el corazón y resuelle, no por eso deja de estar perfectamente en regla su fallecimiento. Serán fenómenos magnéticos los que producen esas apariencias engañadoras de vida.

Sin embargo, al reconocerme, no pudo negar la evidencia de los hechos; recetó una bebida tónica, y yo volví a recobrar el uso de la palabra, diciendo con trabajo:

Caldo, atole, sopa, vino, cualquiera cosa, porque si no, el hambre y no las heridas me llevarán al sepulcro.

Me dieron un poco de alimento, y con esto y los cuidados de Celestina y de mis hermanas, que en ocho días no se desnudaron, ni me abandonaron un instante, volví a la vida, y aun recobré una salud completa; ya me ve usted fuerte, robusto, contento, como si nada hubiese pasado. La historia de mis males físicos termina aquí; pero con mi completa curación, comenzaron las heridas morales, más crueles y terribles a veces que las que hace el puñal. Este rasgo de nobleza de Celestina, su completa abnegación, y sobre todo el gran servicio que me prestó de que no me enterrasen vivo, me hizo concebir por ella una de esas pasiones locas, frenéticas, que no conocen límites, y que influyen en la felicidad o desgracia de toda la vida. Un día, y cuando estaba yo muy restablecido, Celestina después de haber estado como de costumbre, la mayor parte del día en casa, entró a despedirse. Me besó la frente dos o tres veces, y noté, al levantar la vista y darle la mano, que sus ojos se humedecían.

—¿Tienes algún pesar, Celestina? —le pregunté—. ¿Te falta algo, estás enferma, o mis hermanas te han dado algún disgusto?

—Nada, absolutamente nada —me dijo—, sino que como tengo que ir a Texcoco a recoger algunos intereses, y lo menos tardaré una semana en volver, me da pena dejarte todavía débil y enfermizo.

—Bien; ve, ve tranquila, vida mía, que aunque esta ausencia me ponga triste, yo procuraré reponer mis fuerzas, y estar completamente curado cuando regreses para que concertemos entonces la manera de no separarnos jamás.

Celestina me había referido antes que unos parientes que tenía en Texcoco, le habían dejado algunas casas y tierras, que cada año arrendaba, y que en cierta época tenía necesidad de liquidar las cuentas y cobrar su dinero; así como este viaje no tenía nada de particular, y por otra parte, yo lejos de tener que darle a Celestina, carecía ya aun de lo más necesario para las medicinas, no puse ningún inconveniente, y antes bien, me quitó una mortificación de encima. Pasó, pues, una semana, pasó otra, y acabó, finalmente, la tercera, y ni razón de Celestina. Alarmado en extremo salí a la calle, y me dirigí a la casa donde me había dicho que vivía; hice mil preguntas, y de ellas vine en conocimiento de que jamás había habitado allí; continué por cuantos medios pude mis indagaciones, y todo fue inútil; desesperado, casi loco, un día con solo un peso en la bolsa, me embarqué en la laguna, y fui a dar al día siguiente a Texcoco; corrí todo el pueblo y sus cercanías, y aunque en efecto supe que Celestina era dueña de una miserable casita de adobe y de dos o tres labores, me dijeron que hacía más de dos años que no ponía un pie por ese rumbo, y que sólo la madre había venido una vez a cobrar la renta de las tierras.

Volvíme a embarcar, y no sé cómo no me dejé caer de cabeza en medio del lago. Celestina me había engañado; Celestina era una pérfida, una traidora, que me había abandonado, fugándose tal vez con un nuevo amante. Mi tristeza y mi desconsuelo estuvieron a punto de volverme a postrar en cama; pero saqué como suelen decir, fuerzas de flaqueza y me hice el ánimo de echarme a buscar por la ciudad a la ingrata. Pero qué… ¡Vaya usted en esta Babilonia a encontrar un alfiler que se pierde! Calles, paseos, casas de vecindad, teatros, todo lo recorría, llevando a cada momento chascos con las que creía que eran Celestina… ni su luz en muchos días. Resolví presentarme en mi oficina y volver a tomar el curso habitual de mi vida; pero para colmo de desdichas, el comisario no me quiso dar por vivo.

Un día me le presenté vestido, como tenía de costumbre, con mi ropa de día de trabajo. Usted no sabe todavía, señor Arturo, lo que gastan y rompen las malditas mesas de una oficina los codos de la levita; al mes de haberla estrenado, parece ya vieja; pero vuelvo a mi cuento.

Un día me presenté al comisario, que estaba rodeado de los habilitados de los cuerpos que iban a salir para Jalapa.

—Señor comisario —le dije, aquí me tiene usted, y le suplico que me haga el favor de que se me forme mi liquidación.

El comisario levantó la cabeza, me miró y siguió escribiendo.

—Le suplico a usted —repetí—, que me diga cuándo puedo venir por mi liquidación.

—¿Y para qué la quiere usted? Nada se le debe.

—¿Cómo que nada? se me deben cuatro meses y medio nada menos, que a 80 pesos cada mes, son 360 pesos.

—Amigo, yo nunca me equivoco, y aquí están los libros, que no engañan. Está usted ajustado hasta el día de su muerte.

—¡Cómo de mi muerte!

—Cabalito.

—¿Pues no me ve usted que le estoy hablando, que estoy vivo?

—Será todo lo que usted quiera, pero a mí no me consta.

—¿Que no le consta a usted? ¡Canario! pues no es una prueba patente…

—Yo no tengo qué ver con nada de eso. Usted se murió, se le dio una paga para su entierro, le liquidamos la cuenta, se hizo la propuesta para su plaza, se proveyó en el meritorio más antiguo, y terminó el asunto.

—Pero, señor, esto no es posible que quede así; sería una atrocidad.

—Amigo, usted tuvo la culpa de morirse. Don Pedro, ese viejo rico, amigo de usted, el tesorero, todos están de acuerdo en que se murió usted; ¿qué culpa tengo yo de eso?

—Pero bueno, señor comisario, ¿usted qué dice? eso es lo que quiero saber.

—Lo que yo digo es, que no me consta de oficio que esté usted vivo, y yo tengo que atenerme a lo que dan de sí los documentos. Aquí tiene usted su expediente, en que está probado que murió usted, y lo más que yo podré hacer es, que se declare el Montepío a sus hermanas.

—Esto es una atrocidad, señor comisario, y mucho más en la situación en que estoy, de no tener ni para la botica.

—En fin —me interrumpió el comisario—, yo tengo mucho que hacer, y no debo estar disputando sobre puntos de hecho. Lo que usted puede hacer, es interesarse con el alcalde de su cuartel, para que le dé un certificado de que está usted vivo, y veremos lo que con ese documento resuelve el señor ministro, aunque debo anticiparle, que el caso es grave, y que se necesitará ocurrir a la Cámara, y como estos cuerpos deliberantes están llenos de licenciados, de doctores y de personas todas de instrucción y de experiencia, no han de querer pasar por tal superchería, y seguramente declararán lo que es verdad, y lo que consta en expediente, a saber, que usted se murió, y que en consecuencia los muertos no tienen derecho a que se les abone, ni siquiera la tercera parte del sueldo, como a los cesantes sin ocupación.

Poco me faltó para romperle la cabeza a este hombre tan original; pero reflexioné que era mejor sufrir y ocurrir, como en efecto lo hice, al alcalde de mi manzana, para que certificara que estaba yo vivo. Figúrese usted mi posición, señor Arturo; burlado por la mujer que amaba, y borrado de la lista de los vivos por el comisario. Ocurrí, por fin, al ministro de Hacienda, rio a carcajadas de la ocurrencia, y logré que me volvieran mi empleo, y me pagasen mis mesadas vencidas. Con esto me habilité de ropa, compré un caballo, pagué algunas droguitas, y me lancé de nuevo en la carrera del mundo, procurando ahogar el amor con el amor mismo.

Una tarde pasaba yo distraído, y siempre triste, por la calzada de San Cosme; alcé la cara, y vi a una mujer que al parecer quería esconderse de mí, y que volviendo la espalda cerraba el balcón. Al instante el corazón me dio un vuelco y reconocí a Celestina, que vivía en la misma casa de donde salimos la noche fatal en que fui herido.

Sin pensar lo que hacía, torcí las riendas a mi caballo, le prendí las espuelas, y de un salto me puse en medio del patio. Me eché a pie y subí con todo y espuelas, los escalones de dos en dos, a pesar de que el portero me gritaba qué sé yo qué cosas que no quise entender. Celestina cerró las puertas; pero yo, sin ver pelo ni tamaño, me introduje por la cocina, y de pieza en pieza penetré hasta la recámara donde Celestina se había refugiado.

—¡Ah! por fin te encontré —le dije lleno de rabia, asiéndola fuertemente del vestido, y sacándola de detrás de las colgaduras—. En esta vez no te me escaparás, porque aunque me den más puñaladas que las que por ti recibí, te arrancaré de aquí, mal que te pese, o te mataré para que nadie goce de ti. Yo me buscaba un arma, pero por fortuna no la tenía: créame usted, la hubiera hecho pedazos.

—Josesito, por tu vida y por lo que me amas, que te calmes. Tu mano tiembla, tus ojos parece que tienen sangre, estás demudado; serénate, serénate, y después hablaremos; haré lo que tú quieras, me iré a donde me lleves, pero cálmate, por Dios.

Celestina tiró del cordón de la campanilla, y pidió un vaso de agua, me hizo sentar y tomar unos tragos. Yo no sabía ni qué decir, ni por dónde comenzar. Ella se anticipó.

—Josesito, te he dado pruebas de cariño, de que no puedes dudar. ¿Por qué me miras así?

—¿Para qué me engañaste? ¿Por qué has huido? ¿Por qué no me dejaste morir? ¿Por qué eres traidora e ingrata, cuando yo te amo tanto?

No pude contenerme; mi cólera se cambió en ternura y me puse a llorar como un niño.

Celestina abrazó mi cabeza, la puso contra su seno, me comenzó a acariciar el pelo y a enjugar los ojos con su pañuelo.

—Bien —le dije—, no hablemos una palabra más. Vámonos.

—Donde tú quieras, pero antes quiero contártelo todo. Es menester que me conozcas enteramente, puesto que creo que de veras me amas.

—Bien, muy bien, cuéntamelo todo, pero no me engañes, y dime en primer lugar, ¿dónde está el teniente de lanceros?

—Muy lejos, en Chihuahua, no hay miedo de que vuelva a atentar contra tu vida. Por salvarte estoy aquí.

—¿De quién es esta casa?

—La verdad; no quiero engañarte, de don Pedro.

—¡De don Pedro! ¿De ese viejo amigo mío, que me prestó el fistol para que te enamorara, para que te sedujera? Entonces no comprendo qué clase de hombre es ese.

—Ya verás… pero déjame hablarte en orden.

—Sí, en orden; cuéntame desde la noche que te robaron, dejándome a mí tirado y como muerto en la plazuela de San Juan de Dios.

—Comenzaré; pero dame tu mano y mírame con el cariño de antes.

Yo no me pude resistir, le entregué mi mano, y la miré amorosamente.

Celestina prosiguió así:

—Cuando observé que te atacaban traidoramente y que querían matarte, la rabia me cegó, arranqué la espada de tu cintura, y comencé a dar golpes, según el valor y la cólera que tenía, habría matado a todos. Sin embargo, Dios castigó a Mateo, y él mismo al quitarme la espada se picó una pierna.

—¿Pero quién es Mateo?

—El teniente de lanceros, ¿quién había de ser? Tú y yo lo reconocimos desde el primer momento. A pesar de mis esfuerzos, me cogieron fuertemente dos hombres, me taparon la boca, y como en el callejón de la Santa Veracruz estaba un coche de sitio me metieron a él, amenazándome con que me matarían si gritaba, y en compañía de Mateo, que bramaba como un toro y tenía todo el pantalón lleno de sangre, me llevaron a una casa sola del callejón de la Escondida. Afortunadamente, como Mateo sufría los dolores de la herida y estaba muy débil no pudo hacer otra cosa más que proferir amenazas; pero tanto en esa noche como en los días siguientes, me fue imposible ni salir a la calle, ni saber de ti, porque dos de sus asistentes guardaban la puerta día y noche. Cuando Mateo se restableció tuve que fingir que me conformaba con mi suerte y que aceptaba la situación, y con dinero y promesas gané a los soldados y a la vieja cocinera y la envié a tu casa día por día a que se informara de tu salud.

Un día que Mateo, ya restablecido y fuerte, se levantó de la cama, me llamó:

—Celestina —me dijo—, mi intención era matarte o al menos darte una vida tal, que a fuerza de golpes y de malos tratamientos te murieses en pocos días; pero te quiero demasiado y te perdono; mas, ten entendido que luego que sane y que pueda salir a la calle voy a aprovechar la ocasión para deshacerme de ese mequetrefe del Josesito, que se me sienta en la boca del estómago: ya sé que no recibió más que unos rasguños y que está aliviado. En cuanto pueda, te volveré a buscar y yo no he de consentir que seas de otro. ¿Lo entiendes?

Yo, que sabía que en efecto estabas aliviado y conocía que Mateo no te perdonaría, comencé a pensar cómo te salvaba hasta que se me ocurrió reconciliarme con don Pedro, de quien yo dependía cuando te conocí por primera vez, y fija en mi propósito, tranquilicé y di a Mateo cuantas seguridades me pidió, con lo que recobré, por decirlo así, mi libertad y pude inmediatamente salir a la calle y dar los pasos necesarios.

Al principio, don Pedro se manifestó duro e inflexible; pero a la segunda conferencia triunfé, y todo se arregló. Al día siguiente, una orden del coronel hizo que Mateo, que ya estaba completamente bueno, saliese de la capital, sin darle paga de marcha y sin dejarle ni dos minutos de tiempo para disponer sus cosas y llevarme como deseaba. Se le dijo que era una expedición urgente, pero de muy pocos días, y con esto y hacerme mil recomendaciones y amenazas, se marchó dejándome en la casa de la Escondida con cinco pesos y algunos malos muebles. Apenas hubo salido el teniente cuando se presentó don Pedro en su coche y me condujo de nuevo a esta casa.

En esos momentos supe tu gravedad, y, abandonándolo todo, te salvé segunda vez la vida. Ya ves que no he sido ingrata contigo, y lo que he hecho es por ti, solamente por ti. No había otro medio más que buscar el apoyo de un hombre rico e influyente para quitarnos a ese ranchero feroz que al fin habría concluido por asesinarnos a los dos. Ahora no hay cuidado; sé que se halla en Chihuahua, que allí se ha casado con una muchacha rica; que ha dejado la carrera militar y que se ha dedicado a trabajar en un rancho de su mujer. Ya no piensa en mí ni yo en él, gracias a Dios, y por este lado nuestra situación ha mejorado.

—Todo esto tiene un aire de verdad que me reconcilia contigo, Celestina, y veo que en el fondo me quieres.

—¿Que si te quiero?… ¡Sobre que no tengo más amor en el mundo que tú, Josesito!

—Entonces no comprendo por qué en el momento en que me consideraste fuera de peligro inventaste un viaje y no volviste a aparecer.

—Una mujer, aunque le cueste la vida, debe cumplir su palabra, y yo soy así. Para poder asistirte y estar contigo fue necesario decírselo todo a don Pedro. Me permitió que te asistiera; pero al mismo tiempo le di mi palabra de que no te volvería a ver tan luego como estuvieses restablecido. Esto te explica por qué inventé el viaje a Texcoco y por qué me oculté en cuanto advertí que me habías reconocido. Varias veces has pasado por aquí y te he visto, temblando siempre, de que te ocurriera buscarme en esta casa.

—Pero, Celestina, eso no puede quedar así. Yo no te amenazaré, ni haré lo que ese bárbaro teniente; pero tampoco puedo conformarme con que me abandones enteramente.

—¿Y quién te dice, vida mía, que te he de abandonar? Yo he cumplido mi palabra no buscándote, ni solicitándote; pero ya que el amor o la casualidad han hecho que tú me encuentres…

—Entonces eres mía, ¿no es verdad? mía solamente.

—Repito que yo prometí a don Pedro que no te buscaría, pero cuidé de advertirle que habías sido mi amante y que el día que por casualidad te encontrara tenía que hablarte y no te podía arrojar de la casa si venías a verme.

—Claro, Celestina; claro, por Dios, le repliqué: yo te amo mucho pero no puedo conformarme con esa situación equívoca.

—Mira, José —me contestó amorosamente Celestina, tomándome las manos y llevándolas a su pecho—, si me amas es preciso que sufras algo.

—¿Más de lo que he sufrido? ¿No te parece todavía nada lo que por ti he pasado?

—No, no hablo de eso; quiero decir únicamente que es menester que concertemos un plan…

—Habla, y haré lo que quieras.

—Don Pedro es un hombre suspicaz, celoso como todo viejo necio y exigente; pero en cambio jamás cuenta el dinero que gasto, nunca me niega nada de lo que le pido.

—¿Es decir, que como es rico, lo prefieres?…

—No, no es eso. Ten presente que el único hombre que amo en el mundo eres tú, y no vuelvas ya a hacerme ningún cargo. Don Pedro, repito, es un hombre bien relacionado, de dinero y de talento, y en el momento que supiese que habíamos vuelto a anudar nuestras relaciones nos perdería. Tú quedarías sin empleo, sin honra tal vez, y yo echada a la calle sin más recurso que pedir limosna. Ya ves, José, el amor de esta manera nada tendría de agradable, y tú mismo perderías las ilusiones en el momento en que me vieras sucia, con un miserable vestido y obligada a ganar mi vida de una manera vergonzosa. Déjate guiar por mí y no desconfies nunca del amor de quien es toda tuya.

Yo suspiré y no pude responder nada. En sustancia, el asunto, es que el miedo por un lado y la pobreza por el otro, me hacen desgraciado. Don Pedro es el amo, el señor de la casa, el árbitro de mi suerte, y aunque Celestina me jura y me vuelve a jurar que sólo yo soy el preferido… ¿qué quiere usted, amigo mío? no lo creo, tengo celos, soy muy infeliz, y creo que un día que se agote el cáliz de mis martirios seré capaz de asesinar a ese hombre, que, no contento con sus riquezas, con su magnífica casa, con sus carruajes, con las vajillas de plata, en fin, con todos los goces y consideraciones de que disfruta, todavía viene a arrebatar al oscuro empleado su amor, su felicidad y su vida.

—Pero, amigo mío —le contestó Arturo— en lo mejor de la conversación con Celestina cortó usted la historia.

—La corté, porque era necesario: las historias íntimas de los amantes no son para contarse. En aquella tarde, bastará decir a usted que Celestina fue tan amable que enjugó mis lágrimas, calmó mi cólera y disipó completamente mis celos. Cuando conoció, sin duda, que era la hora de que el pícaro viejo llegase, tuvo bastante maña para despedirme sin que yo pudiese enojarme, y desde entonces acá la veo los más días sin más precaución que entrar por una puertecilla secreta que tiene la casa y que da a un potrero del Paseo. ¡Ya ve usted! mientras don Pedro entra por una puerta, yo salgo por otra. ¡Esto es horrible!

—¿Y usted ama de veras a Celestina? —preguntó Arturo.

—Con toda mi alma, con todo mi corazón.

—¿Se casaría usted con ella?

—Francamente, si tuviese algún dinero, mañana mismo la sacaba de la casa y me la llevaba ante el cura.

—¿Es decir, que usted está dispuesto a hacer lo que yo le diga?

—Lo he prometido, y no tengo más que una palabra, señor Arturo.

—Convenido. Dentro de ocho días a las ocho en punto en mi casa.

—No faltaré.

Como eran ya cerca de las once de la noche, los amigos se despidieron, haciéndose mil protestas de amistad y prometiendo ser exactos a la cita que acababan de concertar.

X. El convento de la Concepción

Mientras que Josesito y Arturo meditan sus planes de ataque y transcurre el plazo convenido para la interesante conferencia que debían tener, nos ocuparemos de nuestra gentil aurora.

La Concepción es un vasto edificio casi aislado en el centro de la ciudad de México y circundado por todas partes de altos y gruesos muros. En el interior hay varios y espaciosos patios, un gran jardín, que en algún tiempo ha estado cultivado, y un canal, que también a veces ha tenido una canoa para recreo de las monjas. Además de las celdas, situadas en extensos claustros formados con arcos de cantería, hay habitaciones o viviendas enteramente separadas unas de otras y que son otros tantos lugares solitarios edificados dentro del aislado edificio. La falta de cuidado y el transcurso de más de dos siglos ha hecho que el jardín sea un campo melancólico, lleno de yerbas y matorrales, que el canal se azolve, y aquellas viviendas, que otras veces estaban alegres y aseadas se llenen de polvo y telarañas por falta de religiosas que las habiten, pues siendo ya en menor número se han reunido en los claustros más acompañados, abandonando el resto del convento.

Este lugar escogió Aurora para su retiro. Los primeros días fueron penosos y tristes por demás: del bullicio del mundo pasó al silencio del convento: su calzado de seda lo cambió por uno tosco y burdo de cordobán: sus enaguas bordadas y llenas de encajes fueron reemplazadas por una modesta ropa interior de algodón, y sus anchos vestidos de moirée y de gros se redujeron a un angosto sayal blanco y a una toca negra, que engastaba primorosamente su angélica fisonomía. Era una monjita primorosa: tenía algo de la inteligencia y del brío mundano de Sor Juana Inés de la Cruz, la monja poetisa que Santa gloria y fama ha dado a nuestro país.

Aurora, como novicia en el claustro, era extremadamente exacta en la observancia de las obligaciones monásticas: asistía al coro, oía la misa, y cumplía con los demás rezos y ejercicios con tan singular compostura y devoción, que en muy poco tiempo se captó el afecto de las superioras; y esto contribuyó a dar a su vida una poca más de amplitud y de distracción. Como cantaba y tocaba bien, se le encomendó el órgano; y como era pulida y curiosa para las obras de mano, pasó a ayudar a las madres sacristanas. Estas nuevas ocupaciones, y el haber, por fin, establecídose en una celda cómoda, aseada y alegre, donde la acompañaba una de las criadas de más confianza de la casa, hicieron que cambiase enteramente su humor, y que adoptase la vida del claustro, a cabo de algunas semanas, no sólo con resignación, sino con positivo gusto, y aun podría decirse entusiasmo. Las monjas que notaron esto, no pudieron menos de hacerle mil elogios, y de animarla a que sin pensar más en el mundo y en sus engañadoras pompas, se resolviese a profesar, y a no salir, por consecuencia, en el resto de sus días, de aquel venerable y santo asilo.

Se levantaba antes del toque de alba; empleaba media hora en asearse, y se dirigía después al coro: regresaba a su celda, tomaba su buen pocillo de chocolate, y se dedicaba en seguida a preparar, en unión de las hermanas sacristanas, lo necesario para el servicio divino. Después volvía al coro, se sentaba al órgano, y allí pasaba una larga hora entre devota y divertida, tocando El Pirata, La Norma, La Lucía, Los Puritanos, El Barbero, toda la música profana de los maestros italianos. Así que se acababa el servicio, las novenas y jaculatorias, bajaba a la portería: este era el rato más agradable: fruta, dulces, galletas, mercería y otros efectos de comercio, cuanto se puede apetecer se encuentra a ciertas horas en la portería de los conventos de monjas; y este momento, en que se ven gentes extrañas que pueden sin trabas entrar y salir a sus casas, es tal vez cuando muchas cambiarían su perpetuo encierro por la libertad de una frutera. Cuando se cerraba la portería, subía al refectorio, y después daba sus paseos por los patios del espacioso convento, y cansada ya de este ejercicio, se retiraba a su celda, empleando el tiempo que le dejaban libre las distribuciones de la regla, en lecturas piadosas, o en coser y bordar.

Así iban transcurriendo los días unos tras otros, iguales, tranquilos, dedicados al trabajo y a la contemplación de los problemas de la vida futura, y Aurora había perdonado en el fondo de su corazón todas las injurias, desprecios, e ingratitudes de las gentes del mundo, y olvidando cada vez más el lujo, las diversiones y los placeres, se consideraba como una persona que, después de atravesar campos amenos, valles floridos y mares ya tranquilos, ya irritados y tempestuosos, llega a un puerto solitario, sosegado, triste si se quiere, pero donde encuentra la calma y el sosiego de que no había podido disfrutar en su vida anterior.

Florinda y Carmela, que eran las únicas que la visitaban, no faltaban cada jueves al torno o a la reja; y la madre, que continuaba sufriendo sus ataques de sofocación, apenas de vez en cuando se aventuraba a preguntar por su hija. Esta frialdad lastimaba profundamente a Aurora; pero en vez de enfadarse, refería este sufrimiento a Dios, y le pedía que le concediese a su mamá largos días de vida.

Un domingo, como de costumbre, asistió Aurora en el coro a la misa conventual: cuando, después de haber acabado de tocar el órgano se retiraba, echó por casualidad, y sin intención, una mirada a la iglesia, y creyó que entre la gente que salía, había alguno que era Arturo, o se le parecía. Procuró alejarse, y desviar como un mal pensamiento la imagen profana de un hombre, que ella decía que no amaba ya, y que había olvidado completamente: sin embargo, no fue así, y eso sucede con lo que los místicos llaman tentaciones, que es imposible de todo punto dejar de pensar en ellas: si no valió a San Gerónimo retirarse al desierto, pues allí lo perseguían las hermosas matronas romanas, fácil es concebir que Aurora no podría desterrar de su mente la imagen querida del que amaba con todo su corazón. Se propuso no asistir durante quince días a coro, pretextando enfermedad; pero contra este propósito, al siguiente día, más temprano que de costumbre, ya estaba en él, y no podía apartar su vista de la iglesia, observando a todos los que entraban y salían. En ocho días no volvió a presentarse Arturo ni ninguno que se le pareciese, pero al domingo siguiente, a la hora de la misa mayor, los ojos de Aurora descubrieron la misma figura interesante: Aurora no había logrado ver bien la cara, pero su corazón latía tan fuertemente, que no le cabía duda de que era él, aun cuando no lo hubiese visto. Como Aurora no quitó los ojos al salir la gente, Arturo levantó la cabeza, y miró al coro alto: ya no le quedó duda; era él, más pálido, con la barba más poblada, con los ojos más tristes, pero tan simpático, tan bien parecido, como el día en que lo había recibido en la tertulia de su casa. Desde ese día puede decirse que Aurora sucumbió a la tentación: asistía con repugnancia a las horas de coro; no podía meditar en los misterios por más que lo procuraba, y los días le parecían cargados de tristeza y de sombra. Aquellas altas paredes que la separaban del mundo, donde podía ver a Arturo, y hablar con él, y decirle sus amores, sus quejas y sus celos, le inspiraban miedo; aquel campo enyerbado y aquellas habitaciones solitarias le parecían otras tantas tumbas.

—¿Aquí? ¡Dios mío! ¿Aquí he de permanecer todavía los treinta o cuarenta años que me queden de vida?… Si al menos me muriese dentro de dos o tres años, yo sufriría resignada; pero ¡tantos, tantos días, todos iguales, sin que en ninguno de ellos se espere una cosa nueva!… El coro, la misa, el rosario, el oficio divino, ¡todo a las mismas horas, todo lo mismo!… ¡Y todos los días sin esperanza de variar, sin esperanza de ver otra cosa, de salir de aquí, de hablar con mis amigas, de ver otras fisonomías!… ¡Oh! yo me ahogo, me muero en vida en este gran sepulcro, donde no veo el horizonte hermoso de México, sus espaciosas calles llenas de edificios, sus montañas, azules, sus campos cubiertos de árboles y de flores…

Estas y otras reflexiones hacía la muchacha, y ansiaba porque llegase el jueves, día en que recibía la visita de su amiga. Aurora no pudo platicar lo que deseaba, porque había en la portería otras religiosas; pero le entregó una carta diciéndole en voz alta que era para su madre, pero haciéndole seña con los ojos de que la abriese y la leyese. En esta carta le pintaba, aunque lacónicamente, su inquietud y la vida tan amarga que pasaba en el convento, y le rogaba dos cosas: primera, que se informase si Arturo por fin se había casado; y segunda, que pasase a ver a su madre, para que la sacase del convento, pues ya no quería estar en él.

Florinda, que comprendió al momento lo que pasaba en el corazón de la muchacha, procuró servirla con la mayor eficacia. De los informes que adquirió, resultó que Arturo no se había casado, y que se hallaba en México de vuelta de sus viajes al interior, y que había preguntado por Aurora con mucho interés a Josesito, que, como hemos visto, visitaba de vez en cuando a la viuda. No quiso perder tiempo Florinda, sino que tan luego como adquirió estas noticias, escribió una larga carta a la muchacha, consolándola, conjurándola a que saliese del convento, y prometiéndole su ayuda y la de Luis, que se había conducido con tanta actividad a inteligencia en los negocios que le habían encomendado.

No quiso Florinda fiar la carta a ningún criado, sino que en compañía de Carmela, y sin esperar el jueves, fue al convento, hizo que bajase Aurora, y le entregó la carta, en unión de algunos regalos, que nunca dejaba de prepararle. Aurora respiró con la lectura de la misiva de su buena amiga: el mundo, las riquezas, el amor, todo volvió en un momento a presentarse a su juvenil imaginación, con aquel aparato mágico y seductor de las cosas de este mundo.

—¡Es lo más singular! —decía Aurora—; desde el momento en que tengo esperanza de salir de aquí, rezo con más devoción, asisto con más voluntad a los ejercicios y prácticas del convento; en una palabra, quiero más a Dios, y lo veo bueno y bondadoso conmigo. Si hubiera profesado, si estuviera obligada a no salir de aquí en el resto de mis días, ¡cuál sería mi situación, qué días tan amargos no pasaría, qué noches tan crueles, pensando que no había esperanza! ¡Oh! no, yo saldré de aquí, haré muchos beneficios al convento con mis bienes; pero tendré mi libertad, viviré en sociedad con mi madre, cuyo cariño volveré a conquistar; con mi buena amiga Florinda; con Carmela, cuya educación completaré…

Y añadía, suspirando profundamente:

—Quizá en compañía de Arturo, que me amará: sí, me amará seguramente en cuanto me conozca, y sepa que no soy una mujer loca, coqueta y disipada, sino una joven que no ha perdido ni su honor ni sus buenos sentimientos.

Con estas y otras ilusiones, Aurora pasó otra semana; pero comenzó a ponerse triste, y a concebir serias alarmas, cuando habiendo pasado el jueves, su amiga Florinda no apareció en el torno, según lo tenía de costumbre. No pudo contener su inquietud, y la envió a llamar con el demandadero del convento: Florinda no fue sino hasta el sábado, le entregó una carta, y se marchó. La carta decía así:


Querida amiga:

No puedes tener idea de todos los esfuerzos que hemos hecho Luis y yo en tu favor, pero todo ha sido infructuoso: tu mamá, inmediatamente que le dije que tu deseo era salir del convento, tuvo una conferencia de más de una hora con don Pedro y el padre Martín.

Después de que se fueron, me mandó llamar, y con el tono áspero que le conoces cuando se incomoda y le amenaza la sofocación, me dijo que yo era la que andaba inquietando a su hija, y procurando que su alma se perdiera; que mientras ella viviera, no había de permitir que pusieras un pie en la calle; que antes bien, en cuanto cumplieras el año de noviciado, te haría profesar: por último, que jamás volviese yo a poner un pie en su casa.

Debes figurarte que salí de allí como si pisase sobre abrojos: la vergüenza y la cólera me ahogaban; pero me callé, recordando tus finezas y tu tierna amistad, y teniendo presente que al fin era tu madre. Al salir, me encontré con el padre Martín, que me esperaba, para echarme otra reprimenda, y notificarme que no se me darían ya los doscientos pesos mensuales que tú asignaste a Carmela y a mí. No pude contenerme, y dije al padre algunas cosas fuertes; pero la cólera y el gran disgusto me produjeron una enfermedad, que me impidió verte el jueves y aun escribirte.

El golpe va a ser muy fuerte para ti; pero ha sido necesario hablarte con toda claridad. Luis ha visto a un clérigo amigo suyo, hombre de mundo y de experiencia, y los dos hablaron largamente con tu mamá; pero cada vez más está más encaprichada, tanto más, cuanto que le han dicho que don Francisco está para llegar, y cree que esa es la causa porque te quieres salir del convento.

Yo no sé qué hacer por ti, Aurora querida, estoy, como debes figurarte, llena de aflicción. No desconfies, sin embargo, pues Luis, me ha prometido, que aunque sea necesario el sacrificio de su vida, te libertará de tus enemigos. Ten paciencia, entre tanto vuelve a escribirte tu amiga que te ama,

Florinda.
 

La lectura de esta carta despertó en Aurora todo su orgullo y todas sus enérgicas pasiones.

—¿Conque me quieren enterrar viva en una cárcel que llaman convento, para apoderarse de mis bienes, para privarme de la libertad, de la dicha, de mi libre albedrío, de todo lo que Dios ha dado a la más pobre y miserable de las criaturas? —exclamó Aurora estrujando la carta entre las manos, y dejando caer su cabeza sobre una pequeña mesa de madera blanca que había en la celda.

—¡Oh! no, ¡vive el cielo! que no será así, y que sí se me oprime y se violenta mi carácter, haré cosas que darán mucho que decir en el convento y en todo México.

Aurora tomó la pluma y escribió:


Señora y madre mía:

Dentro de ocho días precisamente quiero estar ya fuera del convento. Vea usted como dispone las cosas, para que esto se ejecute, y yo recobre mi libertad, el caudal que me dejó mi padre y mi libre albedrío para elegir el estado que más me acomode.

Estoy bien impuesta de lo que pasa, y sé todo lo que se hace en mi daño. Sea usted en este trance de mi vida mi verdadera madre, y sírvame de apoyo, de guía y de consuelo. Si por otras causas no obra usted como yo deseo, no me culpe si tomo resoluciones extremas.

Una mujer de mi carácter y de mayor edad, cuando se decide a seguir un camino, es temible. Ruego, suplico, lloro y no amenazo; pero usted conoce a su hija, y no contribuya a la desgracia de su infeliz.

Sor María de las Nieves.
 

Aurora remitió esta carta a su amiga Florinda, con encargo de que la enviase inmediatamente a su madre, y recogiese la respuesta, y esperó resignada, sin demostrar sus pesares, ni variar en lo más leve sus distribuciones. El domingo, como de costumbre, o vio efectivamente, o creyó ver a Arturo.

El jueves se presentó al torno Florinda, y llena de alborozo, le entregó una contestación de la madre y otra carta para la superiora del convento.

—Creo que todo está ya arreglado, querida amiga —le dijo Florinda—; Luis ha tenido una larga explicación con don Pedro, el cual se mostró muy interesado en tu felicidad, y prometió que hablaría con tu mamá, y tus deseos serían cumplidos. Tu mamá estuvo a punto de morirse al leer tu carta; pero después de haber hablado con don Pedro, cambió, y me mandó decir que podía disponer de nuevo de los doscientos pesos; que te viera, que te consolara, y te diese muchos consejos. Ayer me envió esta carta para ti, y esta otra, que inmediatamente entregarás a la madre abadesa.

Aurora no pudo contenerse, el torno y las gruesas paredes impidieron que saltase al cuello de su amiga, pero rompió el lacre de la carta, y leyó:


Querida hija:

He recibido tu cartita; y aunque me causó mucho pesar, te aseguro que encontrarás en tu madre todo el apoyo que deseas para labrar tu dicha. No debes olvidar que la voluntad de Dios es superior a la nuestra; así, ten paciencia; tus pasiones calmarán poco a poco y sin sentirlo encontrarás la felicidad que sin duda te ha quitado el enemigo del género humano.

No podrán cumplirse tus deseos tan pronto; pero, repito, debes contar con que tu madre hará lo que sea mejor. Entre tanto te ruego que tengas resignación, y no desconfíes del apoyo y verdadero amor que te profesa,

Tu Madre.
 

—No sé qué pensar de esta carta, Florinda; la he leído tres veces, y la verdad, no entiendo lo que mi mamá me quiere decir. Apostaría un ojo a que no la dictó ella. Conozco su estilo y jamás acostumbra andar con esos rodeos. Decididamente no entregaré la carta a la Abadesa.

—Si su reverencia quiere —dijo la madre escucha, que sin duda oyó las últimas palabras de Aurora—; yo entregaré esa carta a nuestra madre; cabalmente se acerca por acá.

Aurora no pudo ya ocultar la carta, y la entregó a la madre escucha, la que en el acto la puso en manos de la abadesa, que en efecto pasaba en aquel momento cerca de la puerta.

Aurora y Florinda, llenas de tristeza, se despidieron con cierto presentimiento de que no volverían quizá a verse en mucho tiempo. Al día siguiente, de orden de la superiora, se quitó a Aurora el encargo que tenía de ayudar en sus quehaceres a las madres sacristanas; se le prohibió que bajase al torno, a la portería y a la reja, a no ser que fuese llamada por su madre; se le escondió el papel y el tintero, y se le privó de la criada de confianza que la acompañaba. Las demás monjas, que en los primeros días la agasajaban y le decían muchas palabras cariñosas, comenzaron a retirarse de ella, a evitar su conversación, y a hablarse en secreto cuando pasaban junto a ella. Aurora, resignada, sufrió todo esto.

—Si me privan de tocar el órgano el domingo, entonces ya no habrá remedio; daré un escándalo, el más notable que pueda; inventaré, y haré una cosa que haga que mi madre se arrepienta de haberme tratado así.

El domingo subió al coro a tocar el órgano. La misa mayor y las demás de costumbre se acabaron; la gente salió, y el sacristán sonaba las llaves, sin que Arturo hubiese aparecido. Aurora sintió que la respiración le faltaba y que un dolor agudo lastimaba su corazón. Dos de las religiosas la condujeron a su celda y la dejaron en la cama más muerta que viva, dando inmediatamente aviso a la abadesa.

XI. Donde se decide el casamiento de Josesito

Josesito acicalado, lleno de perfumes, con el cabello lustroso y perfectamente arreglado, con su bastón en una mano y sus guantes en la otra, se presentó en el cuarto que ocupaba Arturo en el hotel de la Gran Sociedad el día y hora que convinieron para la cita.

—Me va usted a permitir, Josesito —dijo Arturo al verlo entrar—, que me acabe de vestir. Tire usted esa ropa en la cama, siéntese en el sillón, y váyame diciendo su plan.

—Mi plan, señor Arturo, es muy sencillo. Deseo en primer lugar, llevarlo a usted a visitar a Celestina.

—¡Cáspita! —contestó Arturo, llenándose la cara de jabón con una brocha, y comenzando a rasurarse—; ¿y si el viejo, o teniente de lanceros nos encuentran allí?

—No hay cuidado, amigo mío —respondió Josesito—; he dicho a usted, según recuerdo, que el bárbaro teniente de lanceros está en la frontera; en cuanto al viejo, no hay ningún peligro; tenemos puerta secreta por donde salir en caso que él llegue, y si usted me apura, sería mucho mejor que nos encontrase mano a mano con Celestina, porque quizá de esta manera o las cosas terminaban pacíficamente, o hacíamos una de pópulo bárbaro.

—¡Bravo! me gustan este brío y esta decisión —le replicó Arturo—, y estoy de acuerdo en todo; pero deseo saber ¿con qué objeto me presentará usted a Celestina?

—Con el objeto de que la convenza usted de que se case conmigo, que abandone definitivamente a don Pedro, y que me quiera a mí solo, a mí solo. Sin duda, usted no comprende, señor Arturo, lo que son celos, y lo violenta que es una situación tal como la mía.

—Yo no creo que tendré ninguna influencia en el corazón de una mujer que no conozco; pero si usted juzga que puedo servir de algo, no me opongo; iremos a ver a Celestina, aun cuando no sea más que por tener el gusto de conocerla; pero arreglado ya este punto, falta que me dé usted los informes que me prometió adquirir respecto de Aurora.

—Con mucho gusto, y los tengo tan exactos como usted puede desear. Aurora está en el convento de la Concepción.

—Lo sabía ya —replicó Arturo—, y no he dejado de ir todos los días a la iglesia; pero jamás la he podido descubrir entre las monjas, El domingo creí que era la que tocaba el órgano.

—Pues de seguro era ella —interrumpió Josesito—. Como toca el piano a las mil maravillas, y la madre organista se ha enfermado, tiene ahora esa comisión.

—¡Qué tonto! —exclamó Arturo soltando la navaja con que se rasuraba—; el último domingo no fui a la iglesia por haberme quedado en la cama hasta las once leyendo periódicos.

—Positivamente es una falta, señor Arturo, porque la noticia más importante que tenía yo que dar a usted, es que Aurora ama a usted hoy más que nunca.

—¿De veras? —contestó Arturo.

—Lo sé a no dudarlo; pero quien puede dar a usted sobre esto cuántos pormenores quiera, es Florinda, la amable Florinda.

—La iremos a ver en el acto —contestó Arturo—; no dilato dos minutos.

En efecto, con la mayor presteza se acabó de peinar y de vestir.

—No olvide usted, señor Arturo, que me ha prometido ir conmigo a casa de Celestina.

—Lo dejaremos para la noche.

—Imposible; ella nos espera a esta hora, y podremos hablar sin temor de ser interrumpidos por don Pedro; y además, sería importunar a Florinda visitarla tan temprano. Recuerde usted que no es la Florinda rica de otro tiempo, sino la Florinda pobre, que tiene que asear su casa, que ayudar a la criada a hacer el almuerzo, y que vestirse en seguida; así, después de medio día, seremos mejor recibidos.

—Está bien, Josesito; haré este sacrificio, pero es mucho esperar tres o cuatro horas, cuando se trata de hablar de una mujer tan adorable, que quizá en este momento sufre, y se halla sujeta a la tiranía más espantosa.

—Mucho me temo que haya algo de cierto en lo que dice usted, pues Florinda me ha dicho que hace una semana que no logra ver a su amiga, por más esfuerzos que ha hecho; pero, repito, si fuésemos a estas horas, la pobre Florinda se mortificaría mucho de esto.

—Está bien, vamos a casa de Celestina, y después de almorzar no habrá nada que nos impida el visitar a Florinda.

—Me presumo que no, a no ser que nos suceda alguna aventura imprevista.

Los dos jóvenes salieron del cuarto, bajaron las escaleras con precipitación, entraron en un coche simón que los esperaba, y pocos minutos después descendían en la casa de Celestina, situada como hemos dicho, en la Ribera de San Cosme.

Arturo quedó sorprendido del lujo y belleza de la habitación que en Francia habría merecido el nombre de «Hotel», pero mucho más, cuando abriéndose una vidriera, se presentó una mujer vestida con una bata de seda negra con pasamanería y cordones color carmesí, esparciendo aromas, y llenando, por decirlo así, la sala con su espléndida juventud.

Josesito le tendió una mano, y ella, con una amable sonrisa, le saludó, y se dirigió después a donde estaba Arturo, que se había quedado cerca de la puerta de entrada.

—Celestina, te presento a mi mejor amigo, el señor Arturo, y te proporciono la ocasión de que conozcas a uno de los jóvenes más elegantes de México; te había hablado ya de él muchas veces.

—Pero nunca me habías dicho su nombre. ¿Se llama el señor Arturo?

—Servidor de usted, señora —contestó Arturo, adelantándose hasta el sofá, y saludándola graciosamente.

Celestina se quedó mirando fijamente a Arturo, y él a Celestina, hasta que Josesito los sacó de esta especie de distracción, invitándolos a que se sentaran, y haciéndolo él mismo en uno de los sillones.

—En verdad, Celestina, me ha llamado la atención la fisonomía de usted. Aunque menos robusta, yo he visto, y quizá en mi misma casa, una persona que se parece absolutamente a usted.

—¿Y no puede usted, reflexionando bien, recordar exactamente a esa persona? —le preguntó Celestina.

—Tantas cosas han pasado por mí, que difícilmente podría recordar a las personas que he visto pocas veces.

—Vamos, no hay que apurar la memoria —dijo Josesito—, quizá en el curso de la conversación se aclarará que ustedes se conocen hace muchos años.

—Cuando el señor Arturo era rico y elegante, y no pensaba más que en los amores y en las diversiones, no podía fijar su atención en una pobre —dijo Celestina—; pero sí apura un poco su memoria, entonces…

Arturo se quedó pensando un rato, y después dijo:

—¿Acaso una muchacha a quien mi madre quería mucho, y que se llamaba Loreto, será la que se parece?…

—Es mi segundo nombre, y yo soy la misma que debí los más grandes favores a la madre de usted, señor Arturo.

—¿Es posible? ¿Con que tú eres la misma que tenía cuidado de nuestra casa, la que se interesaba por la economía y buen orden, la que consolaba a mi madre cuando yo le daba con mis locuras algunas pesadumbres?…

—La misma, señor Arturo, que salió a recibir a usted hasta el Peñón Viejo con la señora, el día que llegó de Londres.

—¡Qué torpeza! debí haberte reconocido desde el momento; pero en verdad que han pasado tantas cosas… y por otra parte, no esperaba verte en este palacio y con este lujo…

Celestina se puso un poco encarnada y bajó los ojos.

—No hay que avergonzarse, Celestina; Josesito me lo ha contado ya todo, y sé que en el fondo eres una excelente muchacha. ¡Vaya! ya que tanto quisiste a mi madre, déjame que por su recuerdo te dé un abrazo. Josesito no se encelará, ni se mortificará de que yo te trate con esta confianza.

—¿Encelarme de usted, señor Arturo? ni por pienso. Podría tener motivo para ello, porque al fin usted es más elegante; y en cuanto a mortificación, ¿qué quiere usted? no todos nacemos ricos.

—No hay que figurarse, amigo mío —contestó Arturo—, que Celestina era una fregona, ni aun simple costurera; por el contrario, era la ama de la casa, y disponía de todo; ella lo puede decir. Mi madre no le pagaba salario, sino que la vestía, le daba el dinero que quería, la tenía como a su hija. ¿Es cierto, Celestina?

—Cierto —contestó Celestina algo enternecida—; y todavía es más cierto que desde que murió la señora, mi vida fue muy distinta. ¿Qué quería usted que hiciera una muchacha acostumbrada a la buena vida y a las comodidades? Y además, me faltaron los consejos de la señora…

—¡Bah! no hay que hablar de eso, Celestina; y puesto que eras tú en otro tiempo la mano derecha de mi madre, yo deseo ahora servirte en cuanto pueda. ¿Amas a Josesito?

—Es el único amor que he tenido en mi vida.

—¿Estás dispuesta a abandonarlo todo por él?

—Todo; pero no lo hago por miedo al hombre que usted sabe. Seguramente perdería a Josesito.

—¿Y si yo tomo este negocio por mi cuenta, te casarás con él?

—No, casarme, eso no.

—¿Y por qué?

—Vea usted, señor Arturo: yo aunque tenga este vestido de seda y esos muebles, no soy más que una pobre; Josesito es de familia muy decente, tiene su carrera, sus buenos amigos y sus relaciones con la gente rica. Cuando estuviese ya casado conmigo, quizá me echaría en cara mi origen, mi vida, mis mismos extravíos.

—Lo he pensado, Celestina, y estoy resuelto a todo, si tú concientes —interrumpió Josesito, tomándole las manos.

—No quiero ser ingrata —contestó Celestina con mucha ingenuidad—, y pongo este negocio en manos del señor Arturo; si él, después de pensarlo, decide que nos casemos, en el acto abandono esta casa; si por el contrario, hemos de quedar así, es menester tomar alguna otra determinación. Los disgustos diarios que tengo con don Pedro me han colmado la paciencia, y en un momento de cólera y de enojo no seré dueña de mí. Usted, señor Arturo, es hombre de mundo y comprenderá de qué causa proceden estas desazones y con todo y esto, José por su lado me cela y me riñe. Es una injusticia.

En esta conversación estaban, cuando se oyó el ruido de un coche que paró en el zaguán. Celestina se levantó y espió por el balcón.

—¡Don Pedro! —dijo—, y no hay tiempo de que puedan salir, porque ya sube la escalera. ¡Es cosa rara que venga a estas horas!

—Nos quedaremos —dijo Arturo con firmeza.

—No, será mejor que entren al costurero, que tiene salida para el corredor. Es necesario evitar un escándalo: este hombre es muy temible… no hay tiempo que perder, pues ya llega.

Arturo y Josesito entraron al costurero casi al mismo tiempo que don Pedro abrió la puerta de la sala.

—¡Es cosa extraordinaria tener a usted tan temprano por acá! ¿Se ha ofrecido algo?

—No, no es cosa de importancia, Celestina —contestó don Pedro, haciéndole un cariño en la mejilla—, sino que como tuve que ir a Merced de las Huertas, se me ocurrió llegar, y saludarte un momento. ¡Puf! ¡Y qué calor comienza a hacer ya!

Don Pedro se arrellanó en un sofá, Celestina se sentó en un sillón, y permanecieron más de un cuarto de hora en silencio.

Arturo ya estaba impaciente, y quería salir y aprovechar la ocasión para habérselas de una vez con el hombre que tanto lo había ofendido; Josesito lo contuvo, haciéndole algunas reflexiones, y sobre todo manifestándole que podía poner en riesgo de nuevo sus amores con Aurora.

Después de tan largo silencio, don Pedro se inclinó al suelo y tomó un guante que había dejado olvidado Josesito.

—En el olor del almizcle —dijo don Pedro con calma—, reconozco que este guante es de José.

—Se equivoca usted de medio a medio: ese guante es del dependiente de usted, que ha estado aquí esta mañana a traerme el dinero que usted me envió.

—Entonces me lo llevaré para entregárselo.

—Como usted guste.

—Y dime, Celestina —continuó don Pedro echándose el guante en la bolsa—, ¿tendrías inconveniente en que entrásemos por toda la casa?

—No sé para qué —contestó Celestina con seguridad—; pero no tengo ninguno. Vamos.

—Tengo que hacer unas composturas; los muebles no son ya de moda, y es necesario reponerlos; conque así daremos un vistazo por las piezas.

Celestina se puso en pie, y guiando a Don Pedro, tosió fuertemente dos o tres veces.

—Estás, según parece, un poco acatarrada.

Celestina no contestó y siguió su camino. Arturo y Josesito, que oían todo la que se hablaba, salieron por la puerta del costurero, que daba al corredor, y mientras don Pedro seguía su visita en las recámaras, ellos entraron en la sala sin ser sentidos ni vistos del tutor.

Al cabo de un momento, que sintieron de nuevo los pasos del viejo, que regresaba, y la tos significativa de Celestina hicieron la misma evolución, y volvieron a entrar en el costurero; pero el tutor encontró en el gabinete algunos trofeos más, que eran el otro guante de Josesito y su bastón.

—Ahora, querida Celestina, no me podrás decir que este bastón es de mi dependiente, porque es el mismo que yo regalé a ese tunante de José: tenía mis noticias de sus Visitas, y me proponía sorprenderlo. En cuanto a ti, no es nuevo eso, y admiro la paciencia con que te he sufrido y la constancia con que he gastado el dinero en una miserable sin fe y sin palabra. Ahora no tendremos lo de antes: puedes quedarte con las escrituras y papeles que quieras. En ellas consta que la casa y todo lo que contiene lo has comprado a reconocer, y como se cumple mañana el plazo, vengo a que me pagues el dinero, y si no lo haces así, vendrá un agente de negocios y te pondrá con lo encapillado, de patitas en la calle. En cuanto al tuno del Josesito, ya están prevenidos tres peones de la huerta para darle una zurra con unas varas de membrillo. Debe estar por ahí en algún escondrijo; pero no tengas cuidado, lo encontrarán muy pronto. ¡Hola! Cipriano, sube con los muchachos —gritó don Pedro abriendo la puerta de la sala.

—No hay que gritar mucho, señor don Pedro —dijo Arturo abriendo la puerta del costurero, y presentándose en la sala.

—¡Arturo! —exclamó don Pedro.

—El mismo, que viene, no a hacer el papel de seductor, sino a pedir a usted, que es el protector de esta señora, su consentimiento para que se case con mi amigo José. Bastante ha sufrido el pobre muchacho, y es digno de ella. No hay que tener miedo, Josesito; adelante.

José salió del costurero con un aire resuelto, se presentó ante don Pedro; éste quiso salir al corredor a gritar a los criados, pero Arturo le impidió el paso.

—Como siempre en estos lances suele haber sus peligros, no hemos venido solos —y esto diciendo, Arturo y Josesito sacaron de su bolsa unas pistolas.

—Pero este es un complot, una maldad —exclamó don Pedro abriendo los ojos y mirando si podía salir por la puerta.

—Es un golpe de teatro, como quien dice.

—Es una infamia de esta mujer ladrona, miserable.

—Ningún deseo tenía yo de perjudicar a usted, señor don Pedro, y antes bien reconocía yo sus favores y el dinero que me daba; ahora que delante de estos señores me insulta y me injuria, me considero sin compromiso alguno. Ya veremos; arriesgaré el todo por el todo.

—¿Hay tintero y papel, Celestina? —preguntó Arturo.

—Lo traeré al momento.

—Muy bien —contestó Arturo—. Ahora, señor don Pedro, hacedme el gusto de sentaros un momento y terminaremos en buena amistad nuestro negocio.

Don Pedro se sentó y Celestina volvió con papel y con recado de escribir.

—Como os he dicho, no tengo más objeto en esta casa que arreglar el casamiento de mi amigo: hecho esto, en ninguna otra cosa os molestaré. Escribid lo que os dicte.

Don Pedro, atemorizado por el aplomo y tranquilidad con que hablaba Arturo, obedeció y se arrimó a escribir a la mesa redonda. Arturo le dictó la siguiente carta:


Señor don José del Canto.

Muy señor mío:

Cerciorado de que usted es un joven honrado y juicioso, consiento en que contraiga matrimonio con mi pupila la señorita Celestina, contando con que en ello tendré mucho gusto, y les dispensaré mi protección en cuanto se les ofrezca.

Quedo su afectísimo S. S. Q. S. M. B.

Pedro P…
 

—Si esto me hubiesen dicho desde un principio Celestina y José, yo lo habría hecho; aquí está la carta y de veras tengo mucho gusto en ello.

—Mucho me alegro, señor don Pedro, y ya sabía yo que habíamos de quedar amigos; pero esperad, falta aun otro documento muy corto. Tened la bondad de ponerme un recibo de toda la suma que Celestina os debe por precio de esta casa y sus muebles.

—Ese recibo no lo pongo —interrumpió don Pedro con cólera y tirando la pluma.

—Es que os volaré la tapa de los sesos si no lo ponéis —replicó Arturo poniéndose en pie.

—¡Pero esa es una violencia! ¿Y la justicia?…

—Caballero —dijo Arturo con firmeza—; hombre solo, pobre y sin amigos, mujer, ni querida, nada tengo que perder, y estoy resuelto a todo. Conque escribid, y si no… reflexionad que después de muerto, de nada os servirá lo que haga la justicia conmigo… además, que podremos decir que se escapó un tiro. Quizá no os dará la bala en la cabeza, pero una pierna o un brazo roto… ya veis, eso duele mucho.

—¡Ah! pero vos no lo haréis; esa es una chanza, y además esto no es mío, es de Teresita y yo no puedo disponer…

—Teresa ha muerto, señor don Pedro, y no tiene ningún heredero.

—No, Teresa no ha muerto, señor Arturo. Es verdad que lo han dicho así; pero yo no lo creo, eso no puede ser, y ya he mandado un dependiente para…

—En mis brazos murió, señor don Pedro; pero, si no basta mi palabra, aquí casualmente tengo el certificado del cura.

Arturo sacó de la bolsa un papel y lo entregó a don Pedro, el cual lo leyó y se llevó el pañuelo a los ojos, diciendo:

—¡Es verdad, es verdad; la pobre criatura estará ya en el cielo!

—Ya veis, no hay nadie que pueda reclamaros.

—Firmo —dijo don Pedro fingiéndose enternecido—, por vos, por los servicios que le prestasteis a mi pobre hija; pero deseo saber algunos pormenores. ¿Cómo vino de La Habana? ¿Por qué en vez de irse a la hacienda de «La Florida» no vino a México? Contadme, contadme todo, señor Arturo.

Don Pedro exprimía los ojos y se los restregaba con el pañuelo sin lograr que asomase una lágrima.

—Todo os lo contaré; pero necesitamos tiempo para ello: concluiré este negocio y os prometo pasar a vuestra casa dentro de una semana. Por ahora la prudencia aconseja que os retiréis de esta casa. Celestina y vos solos no tendrían un rato muy agradable, y puesto que las cosas están ya hechas, lo mejor es terminarlas de una manera pacífica.

Celestina, don Pedro y Josesito estaban atónitos y no podían explicarse cómo en unos cuantos minutos se había desenlazado de una manera tan inesperada un drama tan complicado: sólo Arturo conservaba su aplomo y sangre fría; pero temiendo perderla procuró que terminase la escena, y haciendo a don Pedro una respetuosa cortesía le indicó la puerta. El tutor, sudando y apretando los puños de rabia, pero con su habitual y falsa sonrisa se apresuró a corresponder las caravanas del joven y bajó las escaleras de dos en dos escalones, a pesar de su edad y de la torpeza de sus movimientos. Arturo y Josesito, mientras que don Pedro bajaba las escaleras, corrieron al balcón, y así que lo vieron montar en el coche y salir de la arquería cerraron y se metieron a la sala.

—Sois, no mi amigo, sino mi hermano, mi protector, mi padre, mi todo —dijo Josesito saltando al cuello de Arturo—, me habéis dado en un momento una dicha que yo no esperaba en la tierra… ¡Celestina! ¡Bien mío! ¡Arturo!… ¡Oh! yo me vuelvo loco de placer.

En efecto, Josesito no se desprendía del cuello de Arturo sino para abrazar a Celestina, la cual no volvía en sí de la sorpresa, ni quería creer lo que pasaba, figurándose que todo era un sueño.

—Si don Pedro no acierta a marcharse tan pronto —dijo Arturo haciendo señal a Josesito de que se sentase y se estuviese quieto—, todo se echa a perder, pues ya me reventaba la risa en los labios; mas, puesto que la comedia ha surtido un efecto mágico y que a la verdad yo no me esperaba, es necesario no perder un momento, porque sin duda don Pedro, cuando reflexione no se conformará con lo hecho y tal vez pondrá en planta alguna nueva infamia que no podamos evitar. Es necesario prevenirnos para el ataque y acabar de una vez con este hombre.

—En medio de mi alegría, señor Arturo —dijo Josesito—, no tengo más que un motivo de disgusto y de tristeza.

—¿Cuál es? Dímelo al momento —interrumpió Celestina alarmada.

—No quisiera yo ni la casa ni los muebles, ni nada de lo que pertenece a este hombre: te quiero a ti sola, Celestina, con tu traje sencillo y limpio, el mismo acaso que tenías la memorable noche en que salimos de esta casa.

—Todo es del señor Arturo, Josesito: a él pertenece una parte de la riqueza de don Pedro.

—No comprendo a la verdad, Celestina.

—Es muy fácil, las alhajas de la señora fueron depositadas en casa de don Pedro, incluso un fistol muy hermoso de diamantes que yo me empeñé en que me regalase don Pedro y por lo cual reñimos. Tenía la idea de lucirlo en mi pecho, de causar con esta alhaja la envidia de las orgullosas señoras de México; pero me proponía conservarlo para entregarlo en la primera oportunidad al que yo sabía que era su legítimo dueño y que veía yo a menudo en el teatro y en el paseo.

—¡Es cosa extraña! —dijo Josesito—, ¿y cómo no me habías hablado de esto? ¿Cómo no me hiciste alguna pregunta cuando me viste esa alhaja en la camisa?

—Adiviné al momento que te la había prestado don Pedro, y de intento las veces que pudimos hablarnos no quise pronunciar ni una sílaba sobre este particular, porque te quería a ti, nada más a ti. Nuestros momentos siempre han sido muy cortos; hemos debido decirnos tantas cosas, que aun no nos hemos dicho, que no es extraño… además, yo quería guardar este secreto, porque siempre he tenido miedo de decirlo. Los pleitos, los jueces, las declaraciones, todo lo que yo he oído decir sobre esto me asusta tanto, que jamás he querido exponerme a estas cosas.

—Pero hasta ahora no comprendo, Celestina, como…

—Es muy fácil. La única persona que posee el secreto soy yo. Cuando el señor padre de usted fue lleno de aflicción a depositar las alhajas en poder de don Pedro, yo le acompañé y llevé dos cofrecitos de carey donde estaban encerradas: me quedé en un gabinete y escuché la conversación. Ya comprenderéis, señor Arturo, que una vez que el fistol hubiese estado en mi poder, tenía yo la prueba en las manos contra don Pedro, porque con sólo llamar a usted y hacerlo que lo reconociese y dar las señas de las demás alhajas y de los baulitos todo se descubría. De esta manera este hombre temible estaba siempre sujeto a mí… ya ve usted, las mujeres somos tontas y no sabemos de leyes; pero para estas cosas discurrimos un poco delgado. Me ofrecía coches, caballos frisones, dinero, todo y yo no quería ninguna otra cosa más que el fistol.

—Y dime, Celestina, ¿en caso necesario podrías declarar bajo de juramento lo que sabes?

—Ya he dicho, señor Arturo, que tiemblo de pensar sólo en esto; pero todo lo haré por la memoria de la señora y por usted. No sé si haré un acto de ingratitud con don Pedro; pero si usted y José consideran que lo debo hacer diré con toda la verdad lo que sé.

—Bien, muy bien, Celestina; eres una noble criatura, y ahora comprendo por qué mi madre te amaba tanto: ya hablaremos de esto, lo que importa ahora es asegurar lo hecho. Es necesario que esta tarde misma, con todas las alhajas y cosas manuables que puedas cargar, te mudes de esta casa. Josesito en el día de mañana, con el dinero necesario en la mano, correrá las diligencias en el arzobispado y en el curato, y mañana mismo se casarán ustedes. Los derechos legales de esposo darán a Josesito vigor y fuerza para defenderse: además, yo siempre que me lo permitan mis propias atenciones, velaré por ustedes y los ayudaré en cuanto pueda.

Josesito saltó de nuevo al cuello de Arturo y poco faltó para que lo ahogara. Celestina le tomó la mano y se la besó con efusión. Arturo, haciendo el papel de hombre de edad y de mundo, abrazó a los novios, deseándoles en el nuevo estado todo género de felicidades, y asegurándoles que él, que era el verdadero dueño de la casa, muebles y demás, les haría a su tiempo una donación que no pudiese causarles vergüenza ni remordimientos. En un momento acabaron de concertar todo el plan, y en la tarde Celestina ocupaba ya provisionalmente una decenate habitación de la calle de San Andrés, y la casa de la Ribera de San Cosme, con los muebles que no se habían podido sacar, quedaba bajo el cuidado de dos rancheros de confianza que Arturo se había traído de la hacienda de «La Florida». Este incidente, como debe suponerse, ocupó todo el día a nuestros amigos; pero en la noche, satisfechos y de buen humor, se dirigieron a la casa de Florinda.

XII. Le roban a Florinda el fistol

—Decididamente, como decía Gil Blas, estoy en país de amigos —exclamó Arturo cuando observó que Florinda, enseñando dos hileras de dientes blancos y bailándole los ojos de alegría, se levantó de su asiento y le tendió la mano tan luego como lo vio entrar en compañía de Josesito.

—Más delgado, con más barba; pero tan fino y tan elegante como siempre, Arturo —le dijo Florinda indicándole el lugar principal del sofá—; ¿qué vientos traen a usted por acá? ¿A qué puedo atribuir la fortuna de que se acuerde usted de una mujer que ya vive pobre y retirada del mundo?

—Florinda, hace sólo unos cuantos días que he llegado a México y apenas estoy volviendo en mí de la sorpresa: todo lo que yo dejé ha concluido o se ha mudado, y aseguro a usted que, a no ser Josesito, no me habría sido fácil encontrar a las personas de quienes he conservado un gran recuerdo. Sin lisonja, comprenderá que usted ocupa un lugar muy preferente en mi corazón.

—Lo pensaba yo —contestó Florinda riendo con muy buen humor y dando luz a un quinqué que estaba colocado en una consola y que iluminaba el salón—, tan enamorado como siempre. Pues sepa usted que conmigo es necesario mucho tiempo… Además de que soy fea y pasó mi juventud, hay un motivo muy serio para que Arturo no vaya a concebir una pasión por mí, y es que me voy a casar.

—¿A casar, Florinda? —le preguntó Arturo.

—Le asombra a usted esto, porque no deja de ser extraño que una mujer viuda y pobre encuentre quien la quiera.

—De ninguna manera me causa asombro, porque, en cuanto a lo primero, Josesito me lo había dicho, y ahora que veo a usted lo confirmo; nunca me ha parecido más hermosa ni más elegante, y se conoce que el amor y las ilusiones del nuevo matrimonio han vuelto a usted a los quince años.

—Siempre fino y lisonjero.

—Sepamos, si se puede, quién es el novio.

—Quizá es un amigo de usted: Luis Cayetano.

—No puedo decir que sea mi amigo, pero le conozco y es un excelente joven: trabajador; honrado y de actividad y talento: no podía usted haber hecho mejor elección. Y pues parece que estoy obligado en estos días para no hablar más que de matrimonios contaré a usted que acabo de casar a Josesito.

—¿Es posible, Josesito? ¿Usted, que hace pocos días todavía me decía que yo era la única mujer que le formaba ilusión, y que no se había de casar nunca?… ¡Vaya!… ¡qué palabra!… ¿Qué tal hubiera yo quedado si me creo de sus promesas? Veamos, veamos quién es la novia.

Florinda platicaba con tan buen humor y con tanta amabilidad, que Arturo se creyó de nuevo en sus tiempos alegres.

—La novia, o mejor dicho, la esposa de Josesito, es una guapa muchacha que acompañó a mi madre hasta su muerte; ha tenido sus contratiempos y desgracias, pero de veras merece ser dichosa.

—¿Se llama?

—Celestina.

Florinda sonrió y echó una mirada furtiva a Josesito que significaba que conocía toda la historia. Josesito, a pesar de su natural franqueza, no. dejó de ponerse algo encarnado.

—Ya sabe usted, Josesito, que soy muy despreocupada; en materia de amores y de matrimonios nadie puede ser juez ni dar opinión. Si ama usted a Celestina será sin duda feliz con ella… Pero, puesto que no se trata de otra cosa más que de casamientos, es necesario que casemos al señor Arturo.

—¡Casarme yo, Florinda! ¿Y con quién? ¿No sabe usted que ninguna muchacha me ha querido hasta ahora?

—¿Y si yo le menciono una, que no sólo lo quiere, sino que lo idolatra?…

Arturo, como se ve, inclinó hábilmente la conversación al punto que deseaba, pero quiso todavía hacerse el ignorante y desentendido, y contestó:

—Me da usted una noticia que me llena de asombro; recorro la larga lista de mis conocimientos femeninos, y no encuentro, en verdad, ni una sola que…

—¿Es decir que no recuerda usted a Aurora?

—Aurora nunca me ha querido…

—Tengo un poco de más mundo que usted Arturo —le dijo Florinda—, ¿por qué no me ha preguntado usted por Aurora?…

—Tenía mil cosas que preguntar a usted, pero no ha habido tiempo; acabamos de llegar y apenas comenzamos con lo más importante, después de una larga ausencia…

—Dejémonos de chanzas Arturo, y vamos a platicar un momento con seriedad. Quiero que me responda usted con toda verdad a lo que voy a preguntarle: ¿Se ha casado usted en Tampico?

—Ni lo he pensado.

—Rugiero nos dio como cierta esta noticia.

—¡Rugiero!… Ya temía yo que esta noticia fuese esparcida por él con algún fin siniestro; se ha propuesto mezclarse en mis asuntos, y no he encontrado arbitrio alguno que me liberte de su influencia.

—Esta noticia fue efectivamente fatal, porque ella decidió de la suerte de Aurora.

—¿Es posible? —interrumpió Arturo con mucho interés.

—Nada es más cierto; cuando Aurora supo esta noticia se resolvió a abandonar el mundo, y ninguna de las reflexiones que se le hicieron bastaron a disuadirla de su intento; entró al convento y renunció para siempre a toda esperanza de felicidad.

—Pero Aurora no ha profesado ¿no es verdad?… Por Dios, sáqueme usted de esta duda terrible.

—No ha profesado todavía, pero creo que lo hará muy en breve; mas sea de eso lo que fuere, no alcanzo por qué pueda el señor Arturo manifestar un interés tan vivo por una persona que no ama.

—Florinda, usted no puede menos sino de burlarse de mí. ¿Por qué despierta usted en mí unas ilusiones y unas esperanzas tan consoladoras, para precipitarme en seguida en el más amargo desconsuelo?

—El corazón de usted, Arturo, es dócil a todas las impresiones amorosas —le contestó Florinda con el tono sentimental que había ya tomado la conversación—, pero con la misma facilidad olvida y quizá aborrece. La dicha de una mujer no es un juguete que se puede romper a la hora que se quiere.

—No sé con qué propósito —le contestó Arturo—, me hace usted semejante cargo.

—Fácilmente se comprende; Aurora abandonó sus riquezas, sus amigos, su casa, su juventud, la esperanza de su vida, todo lo más apreciable que tiene una mujer por un hombre que jamás le ha consagrado un recuerdo.

—Abriré a usted mi corazón, Florinda —respondió Arturo—, y usted juzgará; ninguna mujer me ha formado más ilusión que Aurora, a ninguna he amado con más vehemencia que a ella, pero su orgullo ha sido una muralla de hierro que se ha interpuesto entre nosotros. Cuando mis padres tenían bienes de fortuna, y yo podía botar el dinero y figurar en primer término entre los jóvenes más elegantes de México, no me consideraba humillado de solicitar el amor de una joven rica y rodeada de lujo y de adulaciones, pero cuando mi suerte cambió y me encontré sin recursos, sin una profesión que me diera una posición social, y atenido sólo a la generosidad de un amigo, lo que me pareció más prudente fue abandonar la capital, y romper con una sociedad donde no podía presentarme sino a costa de humillaciones y de sufrimientos. Ya ve usted, desde entonces he vagado de un punto a otro, con mi corazón siempre solo y vacío, sin una esperanza que me ligue con la vida. Errante y fastidiado siempre, me hubiera ya suicidado, a no ser porque una serie de aventuras inesperadas y raras han mantenido el vigor de mi sistema nervioso, pero cuando tengo un momento de calma, cuando puedo depositar mis secretos en el seno de la amistad, no encuentro más que vacío, soledad, tristeza por todas partes.

—Es decir, que usted amando mucho a Aurora, nunca llegó a declararse formalmente.

—Jamás; no han mediado entre nosotros mas que algunas palabras, que, sin embargo, bastante claro le indicaban mis sentimientos.

—¿Y ella cómo se mostró?

—Francamente, coqueta, voluble, orgullosa, risueña, amable, chancera, esquiva; en una palabra, adorable, porque este conjunto de cualidades buenas y malas, es lo que forma una serie de contrastes y un mundo de ilusiones que cautivan el alma, y hacen que el hombre sea el esclavo de una mujer. Yo, sin embargo, fui superior a estos hechizos, me hice el ánimo de romper enteramente con una mujer que habría concluido por volverme loco. Además, yo entonces tenía una pasión oculta por una muchacha angélica y desgraciada, a quien hace días busco en México, sin lograr ni siquiera una noticia de si vive o muere; es la historia romántica y curiosa de mi vida.

—¿Es decir, que está usted enamorado de esa muchacha, y la busca usted para casarse tal vez con ella?

—No, en verdad, en este momento no estoy enamorado de nadie; tengo asuntos entre manos, que afortunadamente me preocupan y me evitan el fastidio. Ya ve usted, uno de ellos ha sido el casar a este buen amigo de la manera más rara e impensada, y el otro buscar a esa muchacha que considero como de mi familia; es como mi hermana… ¡cómo!… ¿qué quiere usted que le diga? después que murió mi madre, es quizá la única persona que me ama sincera y desinteresadamente.

Arturo se enterneció al punto que, para disimular, tuvo que toser, que fingir que estornudaba, y con este motivo llevó el pañuelo a sus ojos.

—Bien, Florinda, confesaré a usted todo… amo, sí, y mucho, a Aurora, y deseo que usted me proporcione un desengaño muy pronto.

Florinda no pudo menos que guardar silencio, sin poder adivinar los verdaderos sentimientos del joven. ¿Se había enternecido por el recuerdo de la muchacha que buscaba, o por la pasión que decía tener por Aurora? ¿Deberé mezclarme en este asunto, o será mejor darle otro giro? Estas y otras reflexiones que hacía Florinda le habían hecho distraerse, y no responder a Arturo; por fin, la gratitud y cariño que tenía por su desgraciada amiga fueron más poderosos, y se resolvió a obrar; así, entre chanzas y veras, contestó a nuestro joven:

—Creo que mi edad no es tan avanzada para que esté en el caso de adoptar un oficio que el señor Arturo conocerá se reserva para las muy viejas, pero nada puedo omitir, cuando se trata de la felicidad de una amiga. Hablando seriamente, Arturo, la pobre Aurora es muy desgraciada; víctima de una pasión que ha sabido encerrar en su pecho, despreciada hasta cierto punto de su mamá, reducida a vivir en un encierro, ella, tan joven, tan alegre, tan bonita, y sufriendo además las persecuciones de dos hombres, tenaces, fríos, indiferentes a todo sentimiento de ternura…

—¿Y quiénes son esos hombres? —preguntó Arturo levantándose del sofá.

—El uno es un padre virtuoso y bueno en el fondo, pero terco y duro.

—¿Y el otro?

—Don Pedro…

—¡Don Pedro! ¡El infierno lo confunda! No hay paso que yo dé donde no tropiece con ese maldito viejo. Al menos Rugiero tiene otro modo, otras cualidades, pero éste… Basta, Florinda, no quiero saber más. Desde este momento es una cuestión de amor propio; seré el amante, el marido, el protector de Aurora; lucharé hasta morir para sacudirme esta especie de fatalidad con que nací en el mundo… Ahora lo que importa es obrar. ¿Cuándo veré a Aurora? ¿Qué pasos es necesario dar? El gobernador la sacará del encierro, pues ya es mayor de edad, y si no… Bien, escalaré el convento, haré fuego a los que se me opongan… Todo… todo lo haré por ella… Ya adivino; este viejo, después de haber robado a Teresa, va tras de los bienes de Aurora… Y esa imbécil de la señora ¿qué hace?… Josesito me ayudará ¿no es verdad? Y Florinda, la amable Florinda, también… Sí, repito que todo lo intentaré…

Arturo se paseaba por la sala con tal agitación, que Florinda creía que se había vuelto loco.

—Es menester una poca de calma, Arturo, y que pensemos con mucho detenimiento el modo. Creo que lo primero que se necesita hacer es escribir una carta a Aurora; será muy difícil dársela, porque, según me he informado, además de estar enferma, se le ha prohibido que baje a la portería y que escriba… Pero yo me encargaré de esto.

—Al momento, Florinda, al momento un tintero, un papel…

—Entrad en el costurero, y todo lo hallaréis.

Arturo entró, y escribió, mientras que Florinda y Josesito hacían comentarios, y admiraban el efecto mágico que había producido el nombre de don Pedro para exaltar al joven.

—Tiene usted razón, Florinda, es menester calma —dijo Arturo saliendo del gabinete con una carta en la mano—, he gastado más de cuatro plieguillos de papel, y todavía no estoy contento. Lea usted.

Florinda leyó:


Aurora:

Es necesario que renuncie usted a toda idea de encerrarse para siempre en el convento. He llegado de mis viajes, y mi primer cuidado ha sido informarme de usted; deseo escribirle muy largo de cosas importantes, pero no lo hago en este momento, porque no tengo seguridad de que esta carta llegue a sus manos.

He sabido que está usted enferma, y esto me tiene sumamente inquieto. Por medio de Florinda deseo tener noticias de usted. Tenga valor, y cuente con buenos amigos, que muy breve harán que cesen sus padecimientos.

Después de tanto tiempo de ausencia y de desgracias, envía a usted desde lo íntimo de su corazón un recuerdo, su amigo,

Arturo.
 

—Hablando la verdad, no me gusta esta carta —dijo Florinda acabando de leerla—; pero creo imposible que ahora ponga usted otra mejor. Yo me encargaré de que llegue a sus manos, y desde ahora aseguro que va a sentir un gran consuelo. En cuanto a don Pedro, lo mejor será ponerse de acuerdo con Luis, que no puede tardar: es su hora de venir, y es tan cumplido, que no interrumpe su método sino por un motivo muy grave. Ya lo verá usted, no dilatará: quizá sube la escalera.

Era tan exacto lo que decía Florinda, que en efecto, tocaron en ese momento la puerta, y pocos instantes después entró en la sala Luis Cayetano. Florinda, como dueña de la casa, y que sabía hacer con despejo y gracia los honores a las visitas, presentó mutuamente a los dos jóvenes, y entabló entre ellos tan buenas relaciones, que encendiendo sus cigarros, comenzaron a departir con tanta franqueza y confianza, como si llevasen años de conocerse. Luis llevaba meses de trabajar en un plan, y de meditar detenidamente en él, para lograr, por medio de pruebas infalibles y de pasos seguros, separar a don Pedro del manejo de los bienes de Teresa. Juan Bolao, que era amigo muy antiguo de Luis, lo nombró de apoderado, precisamente cuando vino a México a buscar los papeles de Manuel, y a dar los pasos necesarios para su casamiento. Los rumores siniestros que habían corrido respecto a la suerte de Teresa y de Manuel, y la falta de cartas y de instrucciones de Bolao, le habían hecho suspender todo procedimiento. Arturo supo con la mayor satisfacción estos pormenores; contó al apoderado algunos incidentes respecto de sus viajes y aventuras, y se despidió, convenido en buscarlo al día siguiente para combinar con él lo necesario para un gran plan de ataque, que formaron, para salvar su amor, sus intereses y su porvenir.

Como Arturo se disponía a marcharse, Florinda le hizo señal de que esperase todavía un poco más, y entró a la recámara, saliendo después acompañada de una hermosa niña.

—No quería yo que se fuese usted, Arturo, sin saludar a Carmela. Quizá pronto esta niña pertenecerá a usted, hasta cierto punto: es la protegida, la hija adoptiva de Aurora: al entrar al convento, la confió a mi cuidado, y aunque al principio no le agradó mucho mi compañía, le he dado tantas pruebas de cariño, que ha concluido por quererme como si fuera yo su madre. ¿No es verdad, Carmela?

Carmela por toda contestación presentó su boquita purpurina a Florinda, y miró expresivamente a Arturo.

—Efectivamente, es una linda muchacha, y en pocos años rivalizará en belleza con su madre adoptiva —dijo Arturo, haciendo cariños a Carmela, y dándole un beso en la frente.

—Y no crea usted, que Aurora me entregó a Carmela así como quiera, sino con un capital muy suficiente: es una muchacha rica en la extensión de la palabra. Voy a enseñar a usted sus alhajas, para que conozca el generoso corazón de nuestra monjita: es una reina, y más de una vez, al sentarnos a la mesa, le pedimos a Dios que la haga muy feliz.

Florinda, dejando a Carmela que platicase con las visitas, volvió a entrar a su recámara, y dilató más de un cuarto de hora en volver: cuando salió se presentó lentamente con los brazos caídos y el semblante pálido y desencajado.

—Alguna cosa ha sucedido, ¿qué tienes? —le dijo con mucho interés Luis.

—¡Me han robado las alhajas de Carmela! ¡Sólo han dejado esto, que tenía yo en mi ropero! —dijo dejándose caer en el sofá, y presentando a Luis Cayetano un pequeño cofrecito de carey.

—Pronto, Florinda, ¡di cómo te han robado, y si sospechas de alguno! —dijo Luis.

—Lo que tenía más escondido, que era el hermoso fistol, es lo que no puedo encontrar.

—¿Un fistol? —preguntó Arturo.

—Sí, un solitario tan hermoso, que sólo uno había visto Aurora muy parecido en el pecho de usted. Precisamente yo quería mostrarle las alhajas, porque deseaba decir algo de esto a Aurora; pero, ¡Dios mío!, ¿con qué cara me presentaré a darle noticia de que me han robado?

—Veamos —interrumpió Luis Cayetano—, si por casualidad se encuentra el fistol en este cofrecito.

Luis abrió el cofre, y lo presentó a Arturo, y en cuanto éste metió la mano y sacó alguno de los objetos que contenía, exclamó:

—¡Las alhajas de mi madre!

—¡Sus alhajas! —repitió Florinda.

—¡Las mismas, Florinda! ¡Y no sé cómo han venido a dar a poder de Aurora!

—Pero lo que importa es saber cómo ha sido este robo —interrumpió Luis—, y tomar activas providencias: después aclararemos lo demás. ¿De quién sospechas, Florinda?

—De ninguno de los criados, porque llevan años de estar conmigo: sólo del mozo, que hace tiempo se marchó sin avisar, el día mismo que ajustó su mes.

—Claro, fue —dijo Arturo—; pero no hay que afligirse por esto, Florinda, puesto que no tiene remedio, Luis y yo manejaremos los asuntos de tal manera, que a ninguno hagan falta estas alhajas. En cuanto al fistol, me atrevería a apostar que era el de Rugiero, porque con estas mismas alhajas fue entregado a don Pedro. Ya platicaré a usted de esto; pero le encargo mucho que no diga ni una palabra a Aurora: eso le causaría un grave disgusto, y tiempo tendremos para aclarar la verdad.

Arturo y Josesito se despidieron, y Luis y Florinda quedaron todavía un rato hablando de sus amores y de la desagradable ocurrencia del robo, que había turbado en esa noche tan agradable tertulia.

XIII. Proyectos descabellados

Josesito no se despegaba de Arturo, y como suele decirse, eran uña y carne; se contaban mutuamente sus negocios, y consultaban cuantos pasos tenían que dar en ellos. Una mañana entró José al cuarto de nuestro joven, y lo encontró pálido, con el cabello y la barba en desorden, los ojos tristes y opacos, y unas grandes ojeras.

—¡Jesús me valga! —dijo Josesito tan luego como observó a Arturo—. Verdaderamente estáis malo, muy malo, y no os dejaré un momento, si no es para traer un médico; pero, por Dios, decidme ¿qué tenéis? ¿Por qué está abierta la caja de las pistolas, y por qué habéis hecho un arreglo de papeles, que se indica por los legajos que están ordenados, y los fragmentos que se hallan en el suelo?

—Amigo José —le contestó Arturo tristemente, las cosas van de mal en peor, y he perdido ya toda esperanza. Llegué a México lleno de alegría; pero los pocos días que he permanecido en esta maldecida ciudad, me han llenado de amargura: lo mejor es echar todo al diablo, y concluir de una vez.

—Jamás os he visto como hoy, Arturo: muchos motivos tendréis para expresaros así; pero al menos, decídmelos, que quizá encontraré algún arbitrio para serviros.

—¡Imposible! porque, repito, todo va mal. Hace días envié un mozo al interior a que encontrase en el camino y condujera a México a unos amigos que espero, y ni ellos ni el mozo parecen, de suerte que temo una desgracia. Luis Cayetano, a pesar de sus relaciones y de su actividad y talento, no ha encontrado abogado que quiera chocar de frente con ese pícaro viejo de don Pedro, y las conciliaciones que ha intentado, han sido, no sólo infructosas, sino perjudiciales a nuestros intereses; así no tendremos, quien nos administre justicia. Por mar y tierra, como dicen vulgarmente, he buscado a Celeste, y no he logrado tener noticia alguna. ¿Se ha enfermado? ¿Se ha muerto? ¿Está obligada a pedir limosna en las calles? Ya os he referido, Josesito, la historia de esta muchacha, y debéis figuraros que me interesa demasiado, para que pueda resolverme a no pensar en ella, pero lo que más me afecta es el estado de mis relaciones con Aurora: cuatro cartas le ha entregado Florinda de mi parte, y todas las ha devuelto cerradas, sin leerlas: se obstina en guardar silencio sobre mí. Cuando Florinda le habla de esto, calla, baja los ojos y llora.

—Vamos, Arturo, ánimo: agua fría, camisa limpia, y a la calle a correr de nuevo aventuras —interrumpió Josesito—: creí que los pesares de usted eran mayores, y que no tenían remedio; pero veo que al menos, en cuanto a Aurora, todo pasa al contrario de lo que usted cree.

—No comprendo, amigo, cómo puede ser eso.

—Usted me lo ha dicho, «cuando le hablan a Aurora de mí, guarda silencio, y llora.» ¡Con mil de a caballo! ¿Qué más quiere usted? Cuando una mujer guarda silencio y llora, según la práctica que tengo adquirida, es porque ama, y no como quiera, sino apasionadamente.

—Venga un abrazo, amigo, porque se me ha quitado un peso del corazón. ¡Qué necios somos los hombres cuando estamos enamorados! no vemos ni nuestro bien ni nuestro mal. La reflexión de usted es muy exacta: si Aurora llora, es porque ama, y ama, como usted dice, apasionadamente; pero si es así, ¿por qué no me ha contestado mis cartas? ¿Por qué no me ha enviado a decir con Florinda alguna palabra de consuelo?

—¿Qué quiere usted? son caprichos de las mujeres, que no se pueden explicar; pero, repito, donde hay lágrimas, hay amor, y no hay más que tener una poca de paciencia, y volver a la carga. ¡Si usted hubiera pasado lo que yo con Celestina! Afortunadamente hoy disfruto una tranquilidad que no había conocido antes. Amorosa, laboriosa, inteligente en todo lo de su casa, parece Celestina hija de su digna mamá de usted: el único defectillo que tiene, es que los celos la atormentan sin cesar. Mis continuas visitas a la casa de Florinda, la alarman ahora mucho. ¡Vea usted qué tonta!… ¡Ya se ve! ignora los asuntos que tenemos entre manos: por lo demás está tan agradecida a usted, qué le daría su vida si fuese necesario; pero parece que el buen humor vuelve a gran prisa —continuó José, observando que Arturo desarrugaba el entrecejo, sonreía, hablaba solo una que otra palabra, y se disponía a hacer su toilette con la elegancia de costumbre.

—Mi carácter es así —repuso Arturo—: una palabra o un gesto, me hacen concebir un grande horror a la vida, y una palabra y un gesto me vuelven la esperanza. Hace poco que me habría volado la tapa de los sesos, y en este momento todo lo veo color de rosa. En efecto, dice usted muy bien, volveremos a la carga, seduciremos al sacristán, escalaremos el convento, sí es necesario, meditaremos otra pasada que jugarle al tutor; en fin, haremos todavía prodigios antes de darnos por vencidos; y a propósito, ¿cómo va en el nuevo estado? ¿Qué dice esa guapa Celestina? ¡Bah! ni recordaba que mi amigo José lleva una semana de luna de miel.

—Lo que es luna de miel, no, Arturo —contestó José suspirando—, pero en lo demás lo paso perfectamente. Figúrese usted que tengo una buena cocinera, un camarista, pájaros, flores, caballos, todo cuanto puede apetecerse. Hemos arrendado la casa de San Cosme en 200 pesos cada mes, y las alhajas de Celestina están convertidas en dinero efectivo, que se echa a sudar, y produce lo bastante para los gastos. No voy a la oficina y he mandado echar al diablo al comisario que tuvo la audacia de declararme muerto; pero, repito, esto lo debo a usted, Arturo, y este dinero es suyo o de quien disponga: entre tanto, no hago más que disfrutar del rédito y aumentarlo. ¿No os parece que he hecho prodigios en una semana?

—Todo esto pende de un cabello, amigo mío —le contestó Arturo—; tenemos la espada de Damocles encima de la cabeza, porque es muy probable que don Pedro esté trabajando activamente en desbaratar ese bienestar y ese lujo de Celestina y de Josesito.

—¿Será posible, Arturo? ¿Será tan audaz y tendrá tan mal corazón que se atreva en estos momentos en que Celestina es mi mujer legítima?…

—Y podrá suceder que se cambien los papeles, almibarado Josesito, de manera que en el curso del tiempo don Pedro salga por una puertecilla secreta, mientras que vos, gritando y riñendo a los criados, entráis por la puerta del zaguán.

—Esto es una mentira, un insulto —gritó volviendo la cara para ver quién había tenido el atrevimiento de proferir semejantes palabras; pero todo el brío se le apagó en el acto cuando se encontró con los ojos brillantes de Rugiero.

—¡Señor Rugiero!

—¡Rugiero! —exclamó también Arturo, que se había puesto a escribir una carta para Aurora llena de amor y de entusiasmo.

—¡Es cosa singular! Siempre estos muchachos se azoran y se admiran cuando los visito. Seguramente soy, como dicen, una alma de la otra vida.

—No aguardaba yo en verdad vuestra visita —dijo Arturo—; además no habéis hecho ruido y la puerta estaba cerrada.

—Es verdad; pero la llave de mi alcoba es idéntica a la de este cuarto: la traía en la mano por casualidad, maquinalmente la apliqué en la cerradura, abrí y entré; ya veis que no se necesita para esto ser ni mágico ni hechicero; pero dejemos estas pequeñeces y hablemos de cosas más serias. Fumad.

Rugiero, como de costumbre, sacó su cigarrera y ofreció a los muchachos unos puros sedosos y aromáticos que tenían unos anillitos de oro calados perfectamente y con unos caracteres arábigos.

—Es mucho lujo —dijo Arturo tomando el puro y encendiéndolo.

—Por el contrario, son de los más corrientes: los que fuma el Rajah de Lahore están adornados de esmeraldas y rubíes, y cuando los acaba de fumar tira el cabo con todo y anillo. Nunca faltan algunos lores ingleses que recojan los desperdicios de los príncipes orientales; pero esto, repito, no es más que una bagatela; lo importante hoy son vuestros asuntos, porque lo que decíais hace poco no es una chanza: tenéis verdaderamente la espada de Damocles pendiente sobre vuestras cabezas.

—¿Qué diablos significa esa espada de Damocles? —preguntó Josesito—. Explicadme, señor Rugiero.

—Una friolera —respondió Rugiero riendo—, es una espada con una punta como de alfiler, con dos filos como navaja de barba, y colgada de un cabello. ¡Ya veis! el viento sólo puede romper el cabello, y entonces…

—¡Canario! —exclamó Josesito dando un salto—, ¿pero qué es lo que puede sucedernos? ¡Qué! ¿El peligro que nos amenaza es comparable a esa terrible espada de Damocles?

—Todo está perdido, y como decía Arturo, va de mal en peor, y para que veáis que no miento, Luis Cayetano, que entra cabalmente, podrá decirlo.

En efecto, la puerta se abrió y Luis Cayetano, con el semblante abatido, entró y saludó con desconsuelo a los tertulianos.

—¿Qué cara es esa, Luis? —le preguntó Arturo—. ¿Serán acaso ciertas las noticias que nos comenzaba a dar?…

—No sé cuales serán las noticias; pero lo que yo tengo que decir es bien desagradable. Don Pedro, por medio de un agente de negocios, que tiene una actividad y una audacia increíbles, ha demandado judicialmente a Celestina exigiéndole el pago de no sé cuantos miles de pesos, que justifica con cuentas y recibos firmados por ella, y hoy embargarán la casa de San Cosme, los muebles y los coches.

—¡Eso es una infamia! —interrumpió Josesito levantándose de la silla—. Ya verán lo que es un marido; echaré por la ventana a los ejecutores, y en cuanto a Don Pedro… Pero no puede ser… Ni Celestina debe nada… ni vamos, yo me confundo, me vuelvo loco… Tener que quitar el coche… que despedir al camarista… que volver a sufrir las impertinencias del oficial mayor de mi oficina… ¡Oh! no, juro que esto no será.

—Ya veis —dijo Rugiero riendo—, que no era una chanza lo de la espada de Damocles.

—No es cosa de risa, señor Rugiero —le contestó Josesito algo picado—, sino de que nos deis en este lance un buen consejo.

—Pensaremos —dijo Rugiero—; pero es necesario que Luis acabe de dar sus noticias.

—La madre de Aurora —continuó Luis—, está moribunda: quizá a estas horas estará en la otra vida; y ayer al padre Martín y don Pedro le han hecho hacer un testamento.

—En el cual deshereda a su hija por inobediente, por pérfida, por ingrata —dijo Rugiero.

—Razón más para que yo la idolatre y me sacrifique por ella —exclamó Arturo levantándose del asiento y dando una palmada en la mesa.

—El sacrificio será inútil —interrumpió Rugiero—, porque está no sólo encerrada, sino prisionera. No se le permite escribir, ni salir de su celda sino acompañada de dos religiosas, y la pobre criatura, que, aunque ha devuelto cerradas, ha leído las cartas de Arturo, está desesperada, pensando tal vez dejarse caer en un corredor y acabar así con su vida.

—¿Esto pasa —contestó Arturo—, en México y en medio de la libertad y de la civilización?… Yo lo denunciaré al público; yo escribiré en los periódicos, pediré protección a la autoridád civil; en fin, moveré medio mundo…

—¿Y con qué derecho? —le contestó Rugiero; vos no sois ni su pariente, ni su esposo, ni su apoderado.

—Eso seré —replicó Arturo—: Luis hará que extienda a mi favor un poder amplio.

—¡Tontería! —replicó Rugiero—. Aurora no podrá firmar, ni hablar. Lo mejor sería sacarla del convento.

—¿Pero cómo?

—Es lo más fácil: se busca la parte más baja y más accesible de la tapia; se hacen un par de escalas muy fuertes, se le dan a los serenos del barrio unos cuantos pesos para que ayuden, y en una noche oscura, a eso de la una a las dos de la mañana, la monjita sale de la prisión y pasa a los brazos de su amante. Si les conviene se casan en seguida, se pone una demanda pidiendo la anulación del testamento de la señora por ser contra las leyes; se gasta dinero, se emplean los mejores abogados, se obtiene una sentencia y después se comienza a vivir a lo príncipe, gastando la vida en amores y en placeres, hasta que el diablo, que es el que hace al fin la cosecha, disponga del feliz par de esposos. Todo esto parece una chanza, pero no hay otro medio.

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó Josesito—; me parece magnífico el proyecto del señor Rugiero: yo acompaño a mi amigo el señor Arturo. Será en México una aventura ruidosa; todo el mundo hablará de nosotros, las muchachas se morirán de envidia, y apuesto que querrán entrar al convento sólo porque haya quien se las robe. Estoy entusiasmado: vamos a hacer otra edición del Trovador.

—Luis meneaba la cabeza desaprobando el proyecto; Arturo abría tantos ojos y reflexionaba; Rugiero sonreía malignamente.

—Parece que no os agrada el proyecto —dijo Rugiero dirigiéndose a Luis Cayetano.

—A decir verdad, no me gusta, porque, caso de que fuera posible, sería muy escandaloso.

—Precisamente es lo que necesitamos —interrumpió Josesito—, escándalo, ruido, aventuras, dinero, matrimonios improvisados…

—Y embargos —murmuró Rugiero.

—Es verdad, señor Rugiero, es verdad —repuso tristemente Josesito—. ¿Y no me dais un consejo, vos que tenéis un poder ilimitado para remediarlo todo? ¿Me abandonáis así como quiera?

—Sois un guapo muchacho —dijo Rugiero—, y poco trabajo tendrá el diablo para cargar con vos; dadme esa mano.

Josesito tendió la mano a Rugiero, y éste se la estrechó tan cordial y fuertemente, que lo hizo bailar en un pie. Cuando pudo retirarla de la garra de Rugiero, le ardía como si la hubiese metido en una ponchera ardiendo; pero el deseo que tenía de que Rugiero lo ayudara, ocasionó que no reflexionase en este incidente.

—Tomad —le dijo Rugiero, presentándole unas libranzas—: mañana se cumplen e importan cuarenta mil pesos. Estos documentos han sido la causa y el instrumento de una revolución: Don Pedro firmó por compromiso, y seguramente no se acuerda de esta suma. Como se ha de resistir a pagar, le podréis embargar su casa, sus muebles y algunas talegas de dinero que tiene en la casa de Montgomery, y cuya existencia se puede justificar con sólo ver los asientos de caja de hace dos días; pero vos no decís nada —continuó Rugiero dirigiéndose a Luis.

—Era todo lo que tenía que decir; no sé más.

—¿Conque no sabéis que han citado también a vuestra esposa? Porque todo el mundo sabe que habéis tenido el capricho de casaros en secreto con Florinda.

—¡Qué! ¿Han citado a mi esposa?

—Seguramente.

—¿Y quién? ¿Y por qué?

—¿Quién? El juez 4.º de lo criminal, que conoce de la causa instruida con motivo del robo hecho hace tiempo a don Pedro.

—Pero no comprendo qué tenga que ver en esto Florinda.

—¡Friolera! Hay testigos que han declarado haber visto a Florinda y a esa niña Carmela adornadas con las mismas alhajas que fueron robadas a don Pedro.

—¡Dios mío! ¿Es posible? ¿Florinda ante la justicia? ¡Florinda, que es inocente, complicada en una causa criminal!

—Y están nada menos urgiendo al juez para que reduzca a prisión a Florinda.

—Pero estas alhajas han sido dadas a Florinda por Aurora.

—También por esta razón no se le permite que escriba, ni que hable con nadie. Vos lo habéis dicho, la madre está moribunda, o, para hablar con más propiedad, acaba de morir en este momento.

Todos los tertulianos se quedaron mirando unos a otros llenos de espanto, sin poder fijar los ojos en el fistol de ópalo de Rugiero, que arrojaba de vez en cuando unas llamitas tornasoladas.

—Pero vos mejor que nadie sabéis —dijo Arturo dirigiéndose a Rugiero—, que estas alhajas son mías y que la más valiosa de todas es el fistol, que os pertenece. Yo no sé como han pasado a poder de Aurora, la que las regaló a Carmela, y no hace pocas noches que Florinda, al buscarlas, encontró que la habían robado.

—Todo esto es muy singular, pero lo que yo veo es, que este viejo maldito es el demonio —dijo Josesito—, y hénos aquí a todos envueltos en sus redes.

—Os lo dije, José —interrumpió Arturo—; mala espina me dio su conformidad y resignación el día que consintió en vuestro casamiento, y en lo que le pedimos.

—¿Pero qué remedio? —preguntó Luis Cayetano.

—Es muy sencillo, pero depende absolutamente de la libertad de Aurora.

—¿Pero cómo podemos obtenerla? —preguntó Arturo.

—No hay más remedio que robarla del convento.

—¿Pero cómo se le advertirá? —preguntó Luis Cayetano.

—Que Florinda le entregue, por conducto de la madre abadesa, este relicario —continuó Rugiero—, diciéndole, que es una reliquia de un santo, que es abogado contra el amor. Tan luego como llegue a manos de Aurora este relicario, querrá abrirlo, y examinar la reliquia, saltará un muellecito, y descubrirá un papelito que escribirá Arturo, y que yo colocaré cuidadosamente. Pero es menester que se haga esta noche misma, porque Aurora está enferma, y acaso mañana no podrá levantarse de la cama.

—Arturo se acercó a una mesa, y escribió estos renglones:

Aurora: Esta noche a las doce en punto estaréis en el jardín, junto a la tapia que da al cellejón de los Dolores; allí os esperaré.

—No se necesita más —dijo Rugiero—; con estas cuatro líneas la muchacha vendrá y escalará la cerca, aunque estuviese más alta que la torre de la Catedral.

Rugiero colocó la cartita en el relicario, y la entregó a Luis Cayetano, quien, hecho presa de la más cruel agitación, se levantaba para irse.

—Calma, amigo mío —dijo Rugiero deteniéndolo—; ordenaré la batalla, porque vosotros no tenéis cabeza para nada. Tomad el relicario, y encargad a Florinda que vaya inmediatamente al convento, que cuente a la abadesa cualquier historia adecuada, que se lo entregue, con encargo expreso de que lo dé en el acto a la monjita. Tomad también estas libranzas; poned inmediatamente una demanda contra don Pedro pidiendo el embargo de los objetos que he indicado. Por lo demás, yo veré al juez, y como es amigo, podemos embromar las cosas una semana. Arturo y José emplearán el resto del día en hacer unas escalas fuertes, y preparar sus armas, el coche y lo demás necesario para un asalto en forma. No haya cuidado de los serenos, que corre de mi cuenta el allanarlos; yo estaré por allí, para ayudar en lo que se ofrezca. Conque hasta las doce de la noche, amigos míos.

Rugiero saludó, salió del cuarto, y bajó las escaleras de cuatro en cuatro escalones; más parecía que el aire lo empujaba, que no que ponía los pies en el suelo. Nuestros amigos lo miraron desaparecer, y aunque asombrados de estas cosas extrañas y raras, obedecieron ciegamente sus instrucciones. Luis se fue inmediatamente a casa de Florinda, y José y Arturo, después de haber comprado en las tiendas cercanas lo necesario, se encerraron en el cuarto a hacer con el mayor afán un par de escalas bastante fuertes y largas para alcanzar al más elevado muro de la Concepción, y capaces de soportar a dos personas.

XIV. Va por una y se encuentra con otra

Arturo y Josesito acabaron su tarea ya muy entrada la noche, probaron la fuerza de las escalas, limpiaron y cargaron sus pistolas, alquilaron un coche con un par de buenas mulas, manejado por un cochero pillastrón e inteligente, y hecho todo esto, se sentaron uno enfrente de otro y se miraron de hito en hito, asustados de la empresa que iban a acometer.

—No hay remedio, el dado está ya echado, como dicen, y quizá mañana a estas horas estaremos o muertos, o en una prisión.

—O tal vez quietos y pacíficos cada uno en su casa, con el objeto de su amor —dijo Josesito.

—Es muy difícil —contestó Arturo—, porque esta es una aventura muy peligrosa, pero no hay otro remedio; el trabajo es sacar a Aurora del convento, que una vez en la calle, apuesto mis orejas a que no la encontraba ni la misma policía de París, y además, Luis está ya advertido de lo que deberá ejecutar.

—Es decir, que os casaréis con ella.

—En el acto, y no hay más remedio para legalizar el atentado que vamos a cometer, pero a fe que no me pesa porque estoy apasionado de esta muchacha, de tal manera, que creo que la vida me costará, si no logro el intento.

—¿Pero supongo que no vacilaréis?

—Ni por pienso, pero como es menester para esto más resolución que la ordinaria, fuerza es que tomemos un buen trago.

Arturo jamás tomaba más que agua mezclada con vino de Burdeos, pero en esta vez, para darse valor, sacó una botella de viejo coñac y un par de copas, y él y Josesito comenzaron a beber trago tras de trago, hasta que vaciaron la mitad de la botella.

—¡Con mil diablos! —dijo Josesito tronando la lengua contra el paladar, y dejando en la mesa la copa que acababa de llevar a los labios—, estoy impaciente por que llegue la hora, y daría la mitad de mi plata labrada porque hubiera ya sucedido. ¡Con qué interés me van a ver las mujeres!… ¡Canario! ni me acordaba que soy ya casado, y que al menos en el primer año de la boda no debo meterme a enamorar mujer alguna… A propósito, deseo despedirme de mi Celestina… es decir, estar con ella algunas horas… porque ¡quién quita que nos suceda alguna desgracia, y sea la última vez que la vea!…

—Es decir —interrumpió Arturo riendo forzadamente—, que lo que hay de verdad es, que mi amigo José tiene lo que podríamos llamar un poco de miedo…

—¡Miedo yo, señor Arturo! Contestaré a usted como dicen en la comedia:


Si otro me lo preguntara

¡Vive Dios! que le matara.
 

»¡Ya verá usted quién es José para un lance!… Pero sepamos lo que tenemos que hacer.

—Es menester tener listas las escalas, unas cajas de cerillos, un puñal, por si se ofrece cortar una cuerda u otra cosa, y una ganzúa, por si tenemos que abrir una puerta. Todo esto bien envuelto en un pañuelo lo metes en el coche, y a las doce en punto te vas en él, y te paras en el costado del colegio de las Bonitas, a la sombra del farol.

—Lo que no me gusta es lo de la ganzúa; tenemos dos, que nos han costado bien caras, pero si por casualidad la policía nos cogiese, no me avergonzaría yo de ser raptor de muchachas novicias, y aun de abadesas y definidoras, pero sí de que creyeran que era un ladronzuelo común.

—Está bien, dejaremos las ganzúas, porque creo que Aurora no tendrá inconveniente alguno en esperarnos junto a la tapia del convento; creo que Florinda le ha de haber hecho todas las advertencias necesarias.

—¿Y cómo comenzaremos la operación, es decir, el robo de la monja?

—Envueltos en nuestros jorongos, cada uno cargamos con una escala; nos vamos al callejón, y hacemos la prueba, echándola a que agarren bien los garfios contra el bordo; una vez hecho esto, tú subirás para probar si está firme.

—Y si no está firme —respondió Josesito—, vendré sin remedio al suelo.

—¡Bien! —le contestó Arturo—, si tienes miedo, yo subiré primero.

—¿Yo miedo?… ¡Por Dios, señor Arturo! —interrumpió Josesito algo enojado—, no me volváis a hacer un insulto semejante. Si no tuve miedo cuando me asaltaron más de doscientos hombres en la plazuela de San Juan de Dios, ¿cómo he de tener miedo de subir por una escalera?… En fin, ya está dicho que subiré primero para hacer la prueba, ¿pero después?…

—Después —continuó Arturo—, subo yo con la otra escala, la fijo perfectamente del otro lado de la tapia, y bajo al convento; allí encontraré a Aurora, que seguramente tendrá miedo y vacilará, pero al fin se decidirá.

—¿Sabes, Arturo —dijo Josesito bebiendo otro trago, y tuteando a su vez a Arturo—, que no deja de ser difícil para una mujer una ascensión semejante? Esto de subir por una escalera de cuerda que tiembla y se menea, de trepar por el bordo de una tapia, y de volver a hacer lo mismo para bajar a la calle, tiene sus dificultades… Verdad es que yo he leído en las novelas multitud de hechos que comprueban que muchachas más tímidas y más delicadas que Aurora han recobrado la libertad, saliendo por las altas ventanas de un castillo, y bajando por escalas idénticas a las que hemos construido con tanto afán y trabajo, pero no recuerdo que en México haya sucedido un caso semejante, y por eso tengo una especie de sustillo mezclado de curiosidad.

Arturo bajó la cabeza y se quedó pensando.

—Es verdad, José, tu observación me hace mucha fuerza, y creo que difícilmente haré que Aurora se resuelva a pasar por el peligro de escalar una tapia en una noche oscura, pero de todas maneras debemos ir, porque al menos nosotros podremos entrar al convento, hablar con Aurora, examinar la localidad, y preparar el lance para otra noche, si en esta no fuere posible.

—De seguro, ¿quién piensa en faltar a lo convenido? y por otra parte, Aurora puede estar tan desesperada, que no reflexione; ella es de energía y de carácter, y como muchacha, preferirá este modo romántico de casarse, a la clásica y ordinaria rutina que yo desgraciadamente he tenido que seguir al unirme con mi Celestina; pero ya discurriré un modo de hacer ruido, si esta aventura no me da toda la fama a que aspiro.

El aire resuelto de Josesito, por una parte, y el licor por otra, acabaron de quitar a Arturo los pocos escrúpulos que tenía, y de infundirle un valor temerario. Los dos jóvenes continuaron bebiendo y fumando, y a medida que bebían y fumaban, se animaban de tal manera, que pocas les parecían las cincuenta o sesenta monjas de la Concepción; a todas las habrían hecho subir y bajar por las escalas.

—En fin —dijo José sacando el reloj—, la hora se aproxima, y repito que deseo dar un abrazo estrecho a mi Celestina.

—No hay que decirle nada.

—Y aunque le dijera, ella es reservada y fiel a toda prueba; pero, en verdad, le daré cualquier otro pretexto para faltar a casa en esta noche… Un baile, una junta de conspiradores, cualquier cosa… Sería capaz de empeñarse en acompañarme, y la cosa se complicará con dos mujeres. ¿Los muchachos están listos?

—Ya les he prevenido que no falten, y nos esperarán en la esquina de San Lorenzo.

—Perfectamente; entonces me voy, y hasta las doce en punto.

—A las doce en punto.

Josesito recogió las escalas, ciñó sus pistolas en el cinto, y salió a la calle, donde lo esperaba el coche que, como hemos dicho, tenían a su servicio en esa crítica noche. Luego que salió José, Arturo se puso las manos en la frente, y se quedó sumergido en una profunda cavilación.

—Vamos, no hay que vacilar —exclamó levantándose, y paseándose a grandes pasos por el cuarto—, las once están dando en el reloj de la Profesa, y ya es tiempo de salir… no sabría qué hacerme solo en este cuarto, durante la hora mortal que falta… La inquietud que experimento me daría miedo y me haría vacilar… Si no fuera por este atrabancado de José, que se perece por este género de aventuras, seguramente que yo habría desistido… pero ahora… adelante, y veremos qué resulta de esta noche…

Arturo tomó un jorongo, un sombrero jarano, se ciñó un par de pistolas, dejó escrita una carta de instrucciones para Luis, dio orden al mozo para que la entregara en la calle Nueva, si no había regresado al día siguiente a las ocho de la mañana, y salió del hotel. Como aun faltaba más de media hora, dio algunas vueltas por los portales, y después, rodeando por las calles de San Francisco, se dirigió al rumbo de la Concepción; un poco antes de las doce de la noche entraba en la ancha y solitaria calle de Santa Isabel. Como Arturo, según hemos dicho, nunca acostumbraba beber licor, el coñac que había apurado en unión de Josesito comenzó a hacer su efecto; sentía pesada su cabeza, las luces opacas y dudosas de los faroles del alumbrado se le triplicaban y sus pasos no eran muy seguros; pero si bien experimentaba estos efectos en la máquina de su cuerpo, su corazón latía como si tuviese fiebre, y se sentía animado de un valor extraordinario.

—Bien —dijo, hablando consigo mismo—, no importa que mis piernas vacilen un poco si el corazón está firme: acometeré y llevaré a cabo esta empresa, mal que pese a todo el mundo… además de que yo no la he buscado: el paso es necesario, porque de lo contrario Aurora permanecerá encerrada meses y años; creerá que yo la he olvidado, profesará, y no habrá entonces remedio… Sí, a la Concepción, que la hora se acerca y, Josesito estará ya impaciente.

Al decir esto apareció delante de él un perro que le hacía fiestas y que brincaba por todos lados, impidiéndole el paso.

—¡Bah!, ¡famosa ocurrencia de animal! ¡Impedirme el paso cuando están ya sonando las doce! ¡Afuera animal!

El perro, lejos de obedecer, en cuanto oyó la voz de Arturo, redobló sus caricias; Arturo se enfadó más, y atinó a darle un puntapié, que lo hizo rodar en la banqueta, dando lastimeros aullidos.

—¡Pobre animal! ¡Quizá lo he lastimado! —dijo Arturo, que tenía un excelente corazón; al decir esto, y antes de continuar su camino, se inclinó a hacer una caricia al perro.

—¡El Turco! —exclamó—: ¡Sí, sin duda: es el Turco!… veremos… toma, Turco… ven…

Apenas Arturo le habló, cuando el perro se puso en pie y con más ahínco comenzó a brincarle y a hacerle fiestas, y sin dejarse coger lo fue llevando hasta el dintel de una puerta frente del atrio del convento: allí se detuvo el animal y comenzó a gruñir suavemente. Arturo hizo alto, reflexiona un poco, y examinó con la dudosa luz del farol, un bulto que se veía en el quicio del zaguán: era una mujer. Arturo, temiendo descubrir lo que ya adivinaba, no se atrevía a despertar a la que estaba allí sentada y dormía al parecer. Un instante tuvo la idea de marcharse; habían ya dado las doce y Josesito lo esperaba por una parte… pero por otra, no podía prescindir de cerciorarse de la verdad. Ninguna otra mujer más que Celeste podía ser dueña del perro, y si no era Celeste la poseedora, podría darle razón de la manera cómo lo había adquirido… Pero el encuentro era de lo más inoportuno… sin embargo, Arturo se inclinó, levantó suavemente el tápalo con que se cubría el rostro la infeliz que allí estaba, y exclamó:

—¡Celeste!

La pobre muchacha, que, como hemos visto, salió arrojada de la casa de Olivia, resuelta a buscar a Rugiero, llegó hasta la calle donde éste le dijo que vivía; pero sobreponiéndose en ella el pudor, en vez de entrar, se hizo el ánimo de permanecer en esa calle toda la noche, hasta que amaneciendo el día pudiese buscar asilo con su antigua conocida la casera de la casa de vecindad que había habitado, antes de que Olivia la recogiese. El instinto de su seguridad y conservación le hizo entenderse con el sereno; le regaló una prenda de su ropa, le dijo, que habiéndole cerrado su casa no tenía dónde quedarse, y le rogó que la acompañase. El sereno no tuvo dificultad, ni en recibir el obsequio que se le ofreció ni en creer esta narración, e indicó a Celeste un zaguán cómodo donde pudiese pasar la noche, prometiéndole que continuamente la vigilaría, a fin que no fuese a sucederle de algún accidente.

Celeste dormitaba, o más bien, tenía ese pesado sopor que adormece un poco el cuerpo pero que aviva las penas del alma, durante el cual, no se sabe si se vela o se duerme, o si se sufre real y positivamente. Cuando Arturo levantó el tápalo de la muchacha, tenía los ojos cerrados, y su cabeza reclinada contra la mocheta del zaguán, estaba pálida y fría. El Turco, luego que se cercioró de que sus antiguos amos estaban ya en relaciones, comenzó a saltar, a correr lleno de alegría, a aullar dulcemente, y por último, vino a poner sus manos sobre el pecho de Celeste, y a lamerle amorosamente las mejillas. Celeste despertó y se encontró con un hombre, que por su traje no pudo menos de parecerle muy sospechoso; dio un grito pidiendo socorro al sereno, y se cubrió el rostro con sus manos.

—Es un amigo, Celeste, un amigo el que está delante de ti; no hay que gritar ni que pedir auxilio. Levántate, levántate, hija mía, y dime por qué a estas horas estás abandonada en esta calle.

La voz de Arturo fue como una voz celestial que despertó aquella alma lastimada del dolor profundo con que estaba adormecida. Sin vacilar se levantó, se limpió los ojos, miró fijamente a Arturo para cerciorarse de que él era, le echó los brazos al cuello con la mayor ingenuidad y ternura.

—¡Arturo, Arturo! —le dijo—, sin duda tú eres el ángel de mi guarda; la primera vez me salvaste de la miseria, y ahora me libras de la deshonra. Largas horas he resistido; pero la orfandad y la miseria me habrían obligado a llamar mañana a una de estas puertas, y entonces era yo perdida sin remedio.

—Pero, Celeste, explícate, por Dios, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué fatalidad, cuando yo estoy entregado a los saraos o comprometido en aventuras peligrosas, tú sufres y tú vagas por estas calles, sin casa, sin socorro, sin pan que llevarte a la boca?

El sereno, que en ese momento andaba atizando los faroles, pasó con su escalera, y como observó un grupo, se acercó para cerciorarse si Celeste necesitaba de su auxilio.

—Es un amigo, un pariente que me ha encontrado —le dijo Celeste—; nada se me ofrece.

El sereno meneó la cabeza con aire de duda; pero como estaba acostumbrado por su profesión a escenas y aventurillas semejantes, pasó al farol inmediato a continuar su tarea.

—Sería muy largo de contarte todo lo que me ha pasado; pero baste decirte, que desde que llegué a México he tenido una serie de contrariedades y de peligros, que me han reducido a no tener ni casa, ni abrigo, ni siquiera un pedazo de pan que llevar a la boca.

—¡Pobre Celeste! —dijo Arturo, acariciando la cabeza blonda de la muchacha—. De hoy más no te separarás de nosotros; pero no estamos bien aquí, toma mi brazo y vámonos.

En esto sonó en los relojes de las iglesias la hora: eran las doce y media. Arturo se acordó de Aurora, de su cita con Josesito, de todo lo que moral y físicamente pesaba en su corazón en aquel momento, quería echar a correr, y dejar a Celeste; pero al mismo momento se detenía, formaba mil proyectos en su cabeza… en fin, no sabía qué hacer.

—Mira, Celeste, tengo en este momento un compromiso de honor al que no puedo faltar; pero tampoco debo abandonarte; lo que me ocurre es dirigirnos a un hotel, allí tomaré un cuarto, te dejaré para que descanses y duermas, y mañana todo lo arreglaremos.

Como Arturo por la agitación que tenía, temblaba, y sus palabras eran entrecortadas y embarazosas, Celeste le estrechó el brazo.

—No sé qué compromiso ni qué ocupación tendrás en este momento; sí fueran simplemente amores —continuó bajando la cabeza y suspirando tristemente—, nada te diría, porque ningún derecho tengo para ello, y tú no me amas; pero me temo que sea algún lance que comprometa tu reputación o tu vida. Armado, en este traje, y a estas horas, nada bueno vas a hacer; sobre todo, el corazón me dice que si tú me has salvado, yo debo salvarte a ti; con que está resuelto, no me separaré de ti en esta noche.

—Celeste, eso no es posible, es una exigencia; una imprudencia, mejor dicho, y espero que no abusarás del influjo que ejerces en mí, y de la obligación que tengo de no dejarte a estas horas en medio de la ciudad; por otra parte, nada me has dicho que me satisfaga, y es muy extraño que después de haberte enviado el padre Anastasio bien recomendada y con el dinero necesario, ahora te encuentras así… en fin… yo no sé qué pensar…

—Es decir, que sospechas… En ese caso… nada tenemos de común los dos… dejadme entregada a mi suerte y marchad por vuestro camino.

Celeste pronunció con energía estas palabras, se soltó del brazo del joven y le volvió la espalda.

Arturo, desesperado, se la quedó mirando con cólera, y echó también a andar por el rumbo opuesto, resuelto a dirigirse al lugar de la cita convenida con José; pero a los pocos pasos volvió.

—No, no sería un caballero si te dejara en esta crítica situación; ven, Celeste, ven, y vamos a donde quieras.

Celeste volvió, tomó la mano de su amigo, la puso sobre su corazón y la oprimió con tanta ternura, que en ese momento olvidó éste completamente a Aurora.

—En cuanto a mí —le dijo Celeste—, tanto he sufrido, y estoy tan resignada, que no imploro más que el auxilio de Dios, pero lo hago por ti. Estás trémulo, agitado, Arturo; sufres mucho, y te repito, el corazón me dice que no debo dejarte un momento esta noche.

—Bien, vamos, yo tampoco te abandonaré, pero no hay ya que vacilar.

Los dos jóvenes echaron a andar seguidos del perro con dirección a la calle Nueva. Arturo pensó que lo mejor que podría hacer, era llevar a Celeste a la casa de Florinda, y hecho esto, escabullirse con cualquier pretexto, y ocurrir siempre a la cita, al colegio de las Bonitas, por sí todavía fuese tiempo.

Como echaron a andar muy de prisa, en breve llegaron a la calle Nueva. Apenas tocó Arturo cuando el mismo Luis bajó a abrir la puerta; él y Florinda habían estado toda la noche en vela con la mayor inquietud, esperando por momentos a Arturo y a Aurora.

—¿Ninguna novedad? —preguntó Luis volviendo a cerrar la puerta.

—Ya os contaré.

—Subamos.

Arturo y Celeste subieron seguidos de Luis, que tenía una vela en una mano y las llaves de la casa en la otra. En el portón encontraron a Florinda, que sin aliento los esperaba.

—¿Todo salió bien, Arturo?… Aurora, mi querida Aurora…

Al abrazar a la compañera que subía del brazo de Arturo, Luis llegó con la vela, y Florinda vio, que en lugar de Aurora, venía Arturo acompañado de una joven que tenía la dulzura y la belleza de un ángel.

—¡Arturo! por Dios, explicadme, ¿qué es esto? ¿Ha habido alguna equivocación? y en vez de… ¡Es extraño!

Arturo hizo seña a Florinda y a Luis de que callaran, y todos entraron en la sala.

—Os entrego esta señorita —dijo Arturo—, que es la perla de nuestra familia que llorábamos perdida, y os suplico que la tratéis como a vuestra hija. Sabéis que tengo alguna otra cosa que hacer, y que la hora se ha adelantado mucho.

—¡Con que entonces!… —preguntó Florinda.

—Ni una palabra de esto. Tiempo tendremos para explicarnos.

Arturo no dijo más, y salió de la sala sin que Celeste, cortada y avergonzada como estaba, de encontrarse en una casa desconocida a una hora tan desusada de la noche, pudiera decirle una sola palabra.

Florinda y Luis, sin saber cómo explicarse esta aventura, y sin atreverse a hacer ninguna pregunta a Celeste, se limitaron a tranquilizarla, y a ofrecerle una recámara y un lecho donde pudiese descansar. Celeste, por su parte, sin querer, ni poder dar explicación ninguna, aceptó con amabilidad los ofrecimientos de sus nuevos amigos, y se retiró a la recámara que le ofrecieron, no a dormir, sino a rogar a Dios porque no aconteciese desgracia alguna al hombre que amaba con todo su corazón.

Entre tanto pasaba este incidente imprevisto, Josesito, fiel y puntual en sus compromisos, fue a su casa, platicó y estuvo muy amable con Celestina; pero al fin tuvo que declararle que no pasaría la noche en su casa, porque comprometido con unos amigos para asistir a un baile casero, no quería tenerla en vela, y prefería regresar a la madrugada.

—¡Pero es muy singular que vayas a un baile de jorongo y sombrero jarano!

—Es verdad, hija mía, ni había pensado que aún tenía que vestirme.

Como no tenía otro medio Josesito para poder salir de la casa, tuvo a esas horas que mudarse camisa, ponerse chaleco blanco, frac, pantalón negro, y sombrero de copa alta, y salir a su excursión. Afortunadamente había dejado en el coche sus armas y utensilios, y lo demás poco le importaba. Celestina no quedó muy contenta, pero al fin, después de regañarlo, de intentar varias veces cerrar la puerta y guardarse las llaves, y de amenazarlo con una separación eterna si lo cogía en algún nuevo amorío, lo dejó salir cuando ya estaban a punto de dar las doce de la noche: montó en el coche lleno de brío, y se dirigió al colegio de las Bonitas. La noche estaba negra y airosa, y las calles, como de costumbre, solas y mal alumbradas. El cochero anduvo un poco con dirección a la calzada de Santa María; pero después retrocedió, y vino a colocarse precisamente en la sombra que proyectaba el farol; allí oyó sonar Josesito las doce de la noche, y esperó. Después de media hora sacó la cabeza por las portezuelas y miró; los serenos, quizá conquistados por Rugiero, habían abandonado su puesto, ni una alma pasaba por la calle, y ni Arturo, ni los mozos que habían apostado en las esquinas parecían. Josesito, que se vio así, tuvo miedo, y no dejó de venirle a la memoria su aventura de la plazuela de San Juan de Dios.

—¡Es muy extraño! —dijo—, las doce y media y Arturo no parece, ni tampoco veo por aquí a esos bribones rancheros; probablemente se habrán ido a un mesón a dormir en vez de cumplir las órdenes de Arturo.

Josesito esperó, sin embargo, hasta que sonaron en él reloj de repetición de San Fernando los tres cuartos para la una: Josesito habló al cochero:

—Dime, en medio de esta oscuridad, ¿ves tú algo?

—Señor amo, salva la opinión de su merced —respondió el cochero—, veo como tres o cuatro hombres que están como pegados en las rejas del convento, y, o son de la policía, o es mala gente, y como esto se halla tan solo y los serenos están lejos, quizá nos puedan dar un golpe.

—Bien, loma las riendas, y demos un paseo hasta Santa Isabel, y volveremos.

—Señor amo, creo que los hombres se mueven ya sobre nosotros, y no tenemos tiempo, y si es la policía, dará el alto al coche, y encontrarán las escaleras que trae su merced enrolladas, y nos llevarán a la cárcel.

—Dices bien, ¿qué hacer entonces?

—Sálgase su merced por el vidrio de atrás, cargue con las escalas, y yo me bajaré muy quedito; nos ocultaremos con la sombra de la pared, y aquí adelante, en el primer puente de Santa María, tengo a doña Macaria, que es mi conocida, y que le advertí que no se acostara, por si algo se ofrecía. Vamos, señor amo, que los hombres se acercan.

Josesito se escurrió con su rollo de escalas por el vidrio de la trasera del coche, el cochero descendió del pescante sin hacer ruido, y ambos, agazapándose y protegidos por la sombra del alto muro del colegio, llegaron al primer puente de Santa María; el cochero silbó suavemente, y en el acto se abrió la puerta de una accesoria, y una mujer gruesa y chaparrona, que no era otra más que nuestra antigua conocida Macaria se presentó, empujó a nuestros dos hombres al fondo oscuro del chiribitil y cerró tras sí la puerta, quedando todo en el mayor silencio.

No era ilusión, ni miedo del cochero, y en efecto, los bultos que había visto no eran almas de la otra vida, sino hombres de carne y hueso. Arturo salió precipitadamente de la calle Nueva, después de haber dejado allí a Celeste; pero por más breve que anduvo, no pudo juntarse sino hasta los tres cuartos para la una con los rancheros que con toda exactitud lo esperaron, como les previno, en la calle de San Lorenzo. Reunidos ya todos, y observando que las calles estaban solas, avanzaron hacia el lugar donde estaba el coche; a medida que hacían esta evolución, el valiente Josesito y el cochero efectuaban su retirada hasta tomar cuarteles en la casa de Macaria; así es que, cuando Arturo llegó, encontró el pescante solo y las riendas amarradas en él, asomó la cabeza dentro del coche, y sólo recogió un sombrero alto de seda, de copa alta, que Josesito había, olvidado al hacer su retirada.

Arturo dio algunos paseos por los costados del Colegio, y aun se aventuró hasta las rejas del convento de la Concepción y entró resueltamente al callejón por donde por lo bajo de las tapias debería verificarse el asalto, pues pensaba que Josesito tal vez se habría dirigido a ese rumbo cansado de estar en el coche; pero nada, ni una alma, silencio y soledad absoluta; por último, confundido, avergonzado de sí mismo del desenlace tan cómico de una aventura, que presagiaba haber sido terrible, se retiró lentamente dejando el coche abandonado, decidido a tocar la puerta de un hotel, para pasar en él con sus criados el resto de la noche.

XV. El mesón de Balvanera

Por más golpes que dio Arturo en las puertas de los hoteles, en ninguno quiso el portero levantarse a abrir. No queriendo dirigirse a las diligencias, por ser allí conocido, ni a la casa de Florinda, por evitar en aquel momento una explicación con Celeste, resolvió buscar un mesón, o pasar la noche paseando las calles, caso de que no abriesen, hasta que siendo ya de mañana pudiese regresar a su cuarto. Tocó, pues, fuertemente en el mesón de Balvanera, y allí el huésped se levantó, y aunque medio dormido y gruñendo, abrió la puerta, dio a nuestro héroe las llaves de los dos únicos cuartos que se hallaban vacíos, y un cabo de vela de sebo en un sucio y negro candelero de barro. Arturo subió la escalera, abrió el cuarto, y se disponía a echarse en el banco de piedra, cuando escuchó fuertes y redoblados golpes en la puerta del zaguán. El huésped, que aún no se acostaba, abrió, dando entrada a una cabalgata, que por la fatiga y sudor de los animales, se reconocía que acababa de llegar de lejanas tierras.

—Huésped, necesito un par de cuartos —dijo el que parecía ser el jefe o amo de más de treinta rancheros bien montados y armados.

—Acaba de llegar un caballero que los ha tomado, y que ha subido en este momento a acostarse.

—¡Voto a bríos! esto no puede ser. Cuando se ha hecho una jornada de veinte leguas, no es posible conformarse con dormir en el empedrado, debajo de los corredores. ¿Qué trazas tiene ese hombre que acaba de llegar?

—Parece un caballero disfrazado; tiene un jorongo del Saltillo y un sombrero jarano de Puebla; pero al darle la vela, le vi un chaleco muy bueno de seda y una cadena de oro.

—Bien; sea lo que fuere, él no necesita más que un cuarto. Sube, y dile que daré un par de onzas porque me ceda el que no necesite.

—Es que trajo tres criados, que se han encerrado en el otro cuarto.

—Precisamente ese es el cuarto que puede cederme. Sube pronto, porque estoy muy fatigado, y tal vez medio acalenturado.

El huésped subió, y entrando al cuarto de Arturo, se lo encontró precisamente escuchando junto a la puerta.

—¿Quién es el pasajero que acaba de llegar?

—Parece un hacendado, y quiere que…

—Todo lo he oído. Dale una vela, y dile que suba al cuarto, que yo haré que lo desocupen los mozos, sin necesidad de que me dé nada; pero coloca la luz en disposición de que yo le pueda ver la cara.

El huésped bajó, y cumpliendo con el mandato de Arturo, puso la vela casi en las narices del recién llegado, y guiándolo, subió con él las escaleras.

—Aquí, entrad —dijo Arturo tomando al viajero de un brazo; y cerrando tras sí la puerta, dejó con un palmo de narices al huésped, que ya, enteramente despierto y más humano, contaba con tener una buena propina—. ¡Manuel, mi querido Manuel! —continuó Arturo echando los brazos al cuello del capitán.

—¡Arturo, es posible! ¿Qué diablos haces aquí?

—Me tenías en verdad con cuidado, a pesar de tu carta y de las seguridades que me dio tu asistente Martín; ya me temía yo otra aventura, y había despachado en tu busca al tío Andrés y a su hijo.

—Me encontraron en el camino, y ahí están abajo; pero explícame, ¿por qué te hallas aquí, y acabas de entrar? Seguramente no me esperabas, pues yo mismo, al entrar por la garita no sabía en qué mesón había de parar.

—Es una calaverada.

—¡Loco! Andar en picos pardos a estas horas; y Teresa, ¿así la abandonas?

—Teresa está buena, y la esperanza de verte la ha acabado de restablecer de sus males; pero es necesario que yo me anticipe, que le avise que vas a llegar, porque una emoción repentina, podría producirle otro ataque como el que sufrió en la hacienda. ¿Has recibido mi carta?

—Sí, me la entregó el tío Andrés… Pero ¿qué diablos de aventura es esa?

—Me iba a robar a Aurora esta noche.

—¡A robar! ¿Y de dónde?

—Del convento donde la han encerrado. El bribón de don Pedro anda en todo esto.

—¿Y qué sucedió?

—Lo más extraordinario y singular.

—Habla.

—Al pasar por la calle de Santa Isabel, a las doce de la noche, ¿a quién te parece que encontré?

—A la policía, que te persiguió, y que te hizo refugiar en este mesón.

—Nada de eso, al Turco, a mi hermoso perro sabueso, que fue nuestro compañero en el viaje que hicimos a Tamaulipas.

—¡Es singular! y ¿qué hacía el perro?

—El perro, brincando y saltando, me llevó hasta una puerta, y allí ¿a quién te parece que encontré?

—No imagino…

—A Celeste, a Celeste, yerta, desolada, abandonada de noche en medio de las calles.

—De veras es extraordinario; pero ¿qué hacía Celeste en ese lugar y a esas horas?

—No lo sé todavía. Esta criatura es desgraciada hasta lo infinito, y la persigue la fatalidad.

—Pero ¿cómo no sabes nada, y por qué no estás en su compañía?

—Yo, como te he dicho, iba a esas horas a intentar el rapto de Aurora; pero cuando me encontré con Celeste, todo mi plan se trastornó. Yo no sabía qué hacer, ni tampoco podía abandonar a la muchacha: así, lo que hice, fue llevarla a casa de Florinda. Y a propósito de Florinda, está tan guapa, tan hermosa, tan amable como siempre: enviudó, y se ha vuelto a casar en secreto… ella es la que ha pretendido reanudar mis relaciones con Aurora… ¡Ah! y también te diré; la madre de Aurora ha muerto ayer o anteayer, y la han hecho hacer un testamento… ¡Ah! ese es don Pedro… También te diré que he casado a Josesito con la muchacha Celestina; y lo mejor del negocio fue, que con una pistola en mano se hizo el casamiento; y casa y muebles y todo fue para los novios.

—Pero ¿qué ensarta de disparates me estás diciendo, Arturo?… ¿Qué Celestina y qué Josesito son esos?

—Es verdad, Manuel; como tengo tantas cosas de qué hablarte, la lengua y el entendimiento se confunden, y se precipitan; y en efecto, te cuento mil tonterías a la vez. Josesito es aquel amigo de Rugiero… por cierto que me cayó muy pesado la primera vez que lo traté; pero es un excelente muchacho; atrevido, leal, de buena chispa… ¡Bah! nos ha de servir mucho.

—Es verdad, recuerdo ya a José… perfectamente; era empleado en la Comisaría de guerra.

—El mismo.

—Pero tú me hablas de todo —continuó Manuel, acabando de quitarse las espuelas y echándose en el banco de piedra—, menos de las personas que más me interesan. ¿El padre Anastasio?

—El padre Anastasio —respondió Arturo, con alegría y con la voluntad que marcaba un carácter—, va a tener un gran gusto. Desde que llegó aquí, no ha tenido más empeño que buscar a Celeste; y desesperado de encontrarla, se ha encerrado en la Profesa, donde hace una vida ejemplar: este joven es un santo. Cada dos o tres días ve a Teresa, la consuela, dice una misa en el oratorio de la quinta y…

—Pero ¿qué quinta es esa?

—¡Toma! ¿Pues no te lo escribí en la carta que te entregó el tío Andrés?

—Ni una palabra.

—¡Qué cabeza la mía! pues has de saber que tomé por el rumbo de San Jacinto, una quinta: tiene por casa un palacio y un jardín lleno de agua y de flores: allí me pareció que Teresa estaría perfectamente. Es menester que sepas que he hecho creer a todos que murió, y aun entregué a don Pedro un certificado que lo acredita, porque importa engañar al viejo ya que nos ha engañado tanto.

—¿Sabes que ni de chanza me ha gustado esto? No sé, pero me parece que Teresa puede morirse en efecto, si nosotros la damos ya por muerta.

—¡Tontería! esas son preocupaciones, que no quieren decir nada; y por otra parte, esto ha sido necesario para nuestro plan. Es menester que tengas presente que a ti te creíamos muerto, menos yo que tenía confianza en que tu valor te salvaría, pero hoy mismo pasas por muerto para todo el mundo.

—Está bien: en cuanto a mí no me importa; pero no alcanzo qué utilidad podamos sacar de esto.

—¡Friolera! observar cómo obra don Pedro y lo que hace, y luego, a la hora menos pensada, los que él cree muertos irán presentándose a pedirle lo suyo y a tomarle cuentas de sus muchas picardías. Sobre todo, ésta fue lo opinión de Juan Bolao y del padre Anastasio.

—Algo me dijo Juan; pero me agregó que tú darías más explicaciones. Por esta causa y por lo que me dices en tu carta, he venido de noche y a un mesón.

—Y es necesario que antes de que amanezca, salgamos de aquí y nos vayamos a la quinta; tú te quedarás a cierta distancia, mientras yo preparo a Teresa. Los criados se quedarán en el mesón, con orden de no salir ni hablar con nadie.

—¿Pero tú crees que don Pedro no sabrá ya lo que ha pasado? —preguntó el capitán.

—Creo que no sabe nada; pero poco importa. Estamos ya reunidos, haremos frente a sus maldades y obtendremos la victoria. Lo que temía yo, era una de sus tenebrosas intrigas en los primeros días de mi llegada. Yo debí tener oculta a Teresa y hacer creer al viejo que había muerto, porque de lo contrario estoy seguro de que violentamente la hubiera hecho entrar en un convento, o habría inventado y llevado a cabo alguna otra cosa peor. Ahora, repito, todos juntos y con dos aliados más, que son Luis Cayetano y el valiente Josesito, seguramente triunfaremos y nos pondremos en paz. Lo que importa es, que sin pérdida de tiempo, se hagan todas las diligencias y te cases con Teresa. Tantas veces ha estado esta pobre muchacha en vísperas de ser feliz, y tantas veces se le ha frustrado, que es necesario ocuparse en esto y nada más. En cuanto a mí, también me casaré… sí, me casaré; pero ahí está la dificultad. ¿Con quién? Aurora sufre por mí y Florinda me ha asegurado que me ama… pero te confieso que Celeste… A Celeste, la olvido cuando no la veo; pero en el momento en que oigo su voz, que miro aquel semblante tan angélico, que mis miradas se encuentran con aquellos ojos azules tan apacibles como el cielo y donde está retratada su alma limpia y cándida… ¡bah! ¿Qué quieres? es mi primera impresión, mi primer amor… pero no sé qué hacer ni cómo salir ahora del paso… En fin, tú eres primero, o mejor dicho, Teresa, que es el centro de esta improvisada familia, perseguida por las más raras e impensadas aventuras y merece que todos nos consagremos a su felicidad.

En estas y otras conversaciones pasaron los dos amigos el resto de la noche: dormitaron un poco en el duro banco del cuarto, y antes de amanecer salieron del mesón de Balvanera, dejando sus instrucciones a los criados y gratificando generosamente al huésped, que les había proporcionado un encuentro tan agradable como inesperado.

Cuando amaneció, ya nuestros dos amigos se hallaban a caballo y envueltos en sus jorongos, por la hermosa calzada de San Cosme. El aire fresco de la mañana, la vista de las praderas sembradas de trigo y de cebada, y más que todo, el hallarse juntos en su país y con las más grandes esperanzas de consolidar una fortuna, de formar una familia y de descansar de la vida accidentada y errante que habían llevado por tanto tiempo, les infundió tal bienestar y alegría, que el uno olvidó el lance peligroso y terrible qué había tenido con el administrador de la hacienda, y el otro la arriesgada empresa que había intentado la noche anterior.

—Vale más —dijo Arturo—, que no haya escalado el convento: a estas horas estaría oculto y prófugo, y te habría dejado sin instruirte de lo que te he referido y te importaba saber. Ya procuraremos que sin ruido y escándalo salga Aurora del convento y todo se haga como decía mi pobre madre: como Dios manda… Pero cuenta con que ya nos acercamos a la quinta, y Teresa acostumbra madrugar: no sería muy acertado que repentinamente te viese: las enfermedades del corazón son muy peligrosas, y cualquiera emoción puede enfermarla de nuevo, tanto más cuanto que ha padecido mucho. Será conveniente que te quedes en la hacienda de la Asunción, mientras yo voy a prevenirla: Martín te avisará.

Manuel, siguiendo el consejo, torció las riendas de su caballo y entró a la calzada de sauces y álamos que conduce a la hacienda de la Asunción, mientras Arturo, picando al caballo, se dirigió a galope a la quinta.

Encontró a Teresa ya en pie cortando flores y componiendo las plantas del jardín.

—¡Tan de madrugada, Arturo! —le dijo sonriendo y tendiéndole la mano—. ¿Tenemos alguna buena noticia del viajero? Estoy temiendo que nunca llegue, a pesar de lo que me asegura en la carta que me trajo Martín, y que conservo aquí en el seno como una reliquia. Si no fuera por esta carta, la enfermedad me habría vuelto; pero gracias a Dios estoy buena, buena: hace días que ni aun queriendo, puedo toser.

—La noticia no es mala, Teresita: Manuel está ya muy cerca de aquí…

—¡Cerca de aquí! —exclamó Teresa tirando el manojo de flores que tenía en la mano—, ¡muy cerca de aquí! pues vamos, vamos a verlo al instante; que pongan el coche; vamos, Arturo, no sea usted cruel, y me atormente así.

—No, no tan cerca que podamos ir, ni a pie, ni en coche. Me envió uno de los mozos a prevenirme y dentro de algunas horas llegará.

—Son las seis, ¿no es verdad? —continuó mirando su reloj…—. ¿Estará aquí a las siete?… ¿A las ocho? Bien, iremos a encontrarlo… ¡Ah! antes le prevendremos un buen desayuno, leche, bizcochos, chocolate… se sentará con nosotros a la mesa… vendrá fatigado, sin comer; habrá caminado toda la noche, puesto que podrá llegar tan temprano… pero… ¡Dios mío! cuando pienso en Manuel, no puedo ocuparme en otra cosa: he tirado estas flores, y las había recogido como lo hago todos los días, para ponerlas delante de la Virgen, porque la Virgen ha salvado a Manuel y me ha salvado a mí.

Teresa, gozosa y alegre como una niña de catorce años, recogió las flores, corrió a dar sus órdenes a los criados a fin de que todo estuviese listo para recibir al amo, y volvió al lado de Arturo.

—Cuénteme usted —le dijo tomándole una mano—, cuénteme usted desde dónde le escribió Manuel, a qué horas, cuantas leguas le faltarán para llegar. ¿Está bueno? ¿No habrá tenido alguna dificultad en el camino? ¡Dios mío! haz que vuelen las horas y que llegue, que llegue a su casa, a donde lo espera la única mujer que lo ama como a su propia vida. Vamos, Arturo, no sea usted egoísta, ni perezoso: el coche estará ya puesto, y encontraremos a Manuel.

—Mejor sería esperarlo, porque corremos el riesgo de ir por una calzada, mientras él acaso venga por otra. Es menester que en lo posible se mantenga en secreto su llegada. Usted y él están ya muertos para muchas gentes.

—Sí, Arturo; pero gracias a Dios, vivos el uno para el otro; ¿pero qué haremos? porque no puedo estar ni sentada ni de pie; la impaciencia me mata. Si Manuel tarda, o no viene acaso —añadió tristemente—, de seguro que me pondría mala.

—Bastará enviar a Martín; él sabe perfectamente el camino por donde vendrá su capitán, y creo que muy breve lo tendremos aquí.

—¿De veras? pues no hay tiempo que perder. Si se tratara de Aurora, yo habría corrido leguas para tener la satisfacción de que por mi actividad la viese usted más pronto.

—Encerrada la infeliz en un convento —murmuró Arturo con tristeza…— pero ahora tengo que olvidarme yo mismo, para no pensar más que en Teresa y en Manuel. Voy a despachar a Martín.

—Y yo —dijo Teresa—, voy a preparar el desayuno y a ponerme en la puerta, para ser la primera que lo vea.

Martín, según las órdenes que le comunicó Arturo, montó a caballo, y antes de media hora Manuel se apeaba en la quinta, y estrechaba en sus brazos a su idolatrada Teresa.

XVI. Historias

—Ahora sí, Manuel, sólo Dios nos podrá separar —le dijo Teresa, conduciéndolo para las piezas interiores—; Arturo, que es el modelo de los buenos amigos, se encargará de nuestros negocios, y tú no harás más que mi voluntad. Es menester que al menos mientras se me quitan el miedo y la aprehensión, no salgas de aquí. Además, como te habrá dicho Arturo, tú y yo estamos ya muertos para el mundo… y ¡ojalá que fuese posible continuar así, y que no viviésemos sino para nosotros y para los pocos buenos amigos que nos han acompañado en esta larga carrera de infortunios!… ¡Pero, calle! —continuó Teresa, deteniéndose un poco, y mirándolo amorosamente…— no pasa día por ti, como suelen decir, ni descolorido, ni estragado, ni abatido; tienes una naturaleza de fierro. Otra mujer que no fuera yo, se enojaría de que no estuvieses pálido y extenuado; pero yo… mejor, muchos años de salud y de vida te desea mi corazón. Ven, siéntate, quítate ese sombrero tan pesado… nos sentaremos debajo de la sombra del fresno del jardín, y al menos en estos momentos nadie nos podrá robar la felicidad… ¡Qué mujeres! —prosiguió Teresa, riendo—, nos volvemos locas; he hablado tanto, que no te he dejado ni abrir la boca, ni aun siquiera me has podido saludar.

—¿Qué más —contestó Manuel, dándole otro abrazo—, que estrecharte contra mi corazón, cuando contaba ya con no volverte a ver? pero tu amor me ha dado fuerzas y valor para todo. Ahora comprendo por qué los caballeros antiguos hacían hazañas fabulosas: si yo no hubiera tenido tu imagen presente, si no hubiese sonado siempre tu voz triste y doliente en mis oídos, si yo no hubiera considerado que te morías sin mí, habría tenido miedo, y ese bribón de don Jacinto me habría asesinado.

—Cuéntame, por Dios, Manuel, ¿tan grande riesgo has corrido? Pues ni Martín ni Arturo me habían dicho entonces la verdad.

—Hicieron bien; pero tampoco yo sé en realidad lo que tú has sufrido. Juan Bolao, con su carácter chancero, apenas me dijo que habías tenido una leve indisposición.

—Te puedo asegurar —contestó Teresa—, que me morí, que entré en la eternidad, y que Dios quiso que saliese de ella para volverte a ver; pero ya no hay peligro; estoy restablecida completamente y puedo contártelo todo; pero tú comenzarás primero. Sentémonos, y da principio a tu historia.

—Parte de ella la sabes por la carta que te escribí con Martín.

—Pues refiéreme el resto —dijo Teresa, sentándose debajo del fresno entre Arturo y Manuel.

—Debo la vida —continuó éste—, en primer lugar a Ojo de Pájaro, que era un soldado de mi regimiento, que se desertó varias veces, y a quien salvé la vida; y en segundo a Martín. Después de haberme hecho caminar don Jacinto por vericuetos y montañas, que yo, a pesar de mis muchos viajes, nunca había visto, hicimos alto en la entrada de un puerto de la Sierra Madre; seguramente por lo solo y extraviado del paraje, era el lugar destinado para mi muerte. En la noche se me acercó Ojo de Pájaro, nos convenimos, y resueltos a perecer o a hacer una tentativa desesperada, acometimos a don Jacinto y a los rancheros, que estaban, unos cansados y otros dormidos. Al acercarme yo a don Jacinto, despertó y me disparó a quemaropa una pistola; oí silbar la bala muy cerca de la oreja; pero no habiendo recibido daño alguno; acerté a darle un golpe en la cabeza con la culata de una tercerola que me había dado Ojo de Pájaro, de manera que cayó en tierra sin sentido. Tres o cuatro rancheros acudieron a su defensa, y rodeándome, me habrían acribillado a cuchilladas y a balazos, a no haber aparecido en ese momento como un Santiago, mi fiel asistente Martín, llamando a gritos al escuadrón, que no existía, y repartiendo a diestra y siniestra caballazos y cuchilladas, después de haber disparado las pistolas al grupo que me acometía. Entonces la dispersión fue completa, todos echaron a correr, ya a pie, ya montando en sus caballos, y nosotros quedamos dueños del campo. Había dos heridos y un muerto, y don Jacinto, a quien, como debes figurarte, no perdía de vista, estaba desmayado.

—Por supuesto que no lo mataste —interrumpió Teresa, asustada.

—No, le había prometido ahorcarlo en el mismo patio de la hacienda donde te insultó: así es que mandé a Martín que le lavase la herida que tenía en la cabeza, que le diese a oler aguardiente y que lo envolviese en su jorongo. Cuando volvió en sí, era cerca de la madrugada, y amarrándolo en un caballo, tomamos, guiados por Martín, el camino de la hacienda, a donde llegamos después de ocho días, por haber extraviado el camino, pero sin haber tenido ningún contratiempo, pues antes bien se nos presentaron a pedir perdón algunos de los rancheros que acompañaron a don Jacinto en su temeraria tentativa. Tan luego como llegamos a la hacienda, Bolao me informó de lo que había pasado, y me añadió que tú, Arturo y el padre habían salido para México: entonces te escribí, y envié a Martín, para que te informara que me había visto y que estuvieses tranquila.

—¿Y don Jacinto?

—A don Jacinto, al segundo día de mi llegada lo hice conducir al patio, mandé traer una soga y la coloqué en una almena de la azotea. Don Jacinto —le dije—, prometí a usted cuando me dio una bofetada, que lo había de colgar en el mismo patio de la hacienda: cumplo, pues, mi palabra.

—Es que el gobernador de San Luis castigará este atentado —me dijo con altanería.

—Ésa es cuenta mía, la de usted es confesarse y ponerse bien con Dios. He mandado llamar al cura.

—No me confieso.

—Tanto peor para usted. Entonces no hay tiempo que perder. Como estaba amarrado de pies y manos, le eché la soga al cuello e hice seña a los peones que estaban en la azotea que lo suspendieran en el aire.

—¡Pero no lo ahorcaste! —interrumpió Teresa con agitación, y tomando las manos de Manuel.

—No.

—Gracias a Dios.

—Cuando él vio mi suprema resolución se puso pálido, y llorando como una mujer, se arrojó a mis pies, pidiéndome perdón y ofreciéndome servirme con la fidelidad de un perro, por el resto de sus días.

—Y supongo… —dijo Teresa alarmada—, que no lo tienes a tu servicio. Ese hombre podría vengarse.

—Afortunadamente eso ya no puede ser.

—¿Cómo? —preguntó Arturo—, pues eso no me lo habías escrito.

—Sin prometerle nada, mandé por aquel momento suspender la ejecución y encerrarlo, en la torre de la iglesia mientras reflexionaba. En verdad, no quería matarlo, ni pasados los momentos de la cólera tuve tal intención; pero no sabía qué hacer con él, porque de seguro, si lo dejaba libre había de pensar en vengarse; pero él mismo se castigó, porque en la noche, provisto no sé cómo, de un lazo, trató de descolgarse de la torre; la cuerda se quemó con el roce de la mocheta, y cayó de espaldas, dándose en la cabeza con un poste. Al día siguiente encontraron los vaqueros su cadáver y la cuerda reventada pendiente de un balcón de la torre. Al momento me fui a San Luis, hice que se levantara de esto una información, aclaré todas las intrigas y chismes de que había sido víctima, y desecha esta tempestad, con mi pasaporte en regla y con cartas de recomendación de las personas más notables de San Luis, he podido regresar, aunque dilatándome por esto más tiempo que el que yo creía. Ahora te toca a ti, mi linda Teresa, referir tu historia.

—Mi historia es como siempre, triste y corta —dijo Teresa, bajando los ojos y algún tanto enternecida—. Tu repentina desaparición de la hacienda, en el momento en que te esperaba para ir a la capilla, causó una consternación general; pero a mí me iba a costar la vida. Nunca he sido melindrosa ni romántica, y por el contrario, acostumbrada después de tantos años a los contratiempos y a las contradicciones, he tenido resignación en mi desgracia; pero como tu salida fue tan inesperada, como no pensaba más que en el casamiento, mi alma quiso ser fuerte, pero mi naturaleza no pudo resistir; y a pesar de los consuelos y cuidados de Bolao, del padre, de este excelente Arturo y de todos los que me rodeaban, caí en cama gravemente enferma. Una pobre vieja preparó un brebaje compuesto de diversas yerbas que ella conoce y junta en los campos. Como sin duda todos los que me rodeaban, conocían que pocos momentos me quedaban de vida, se decidieron a que la vieja se encargase de mi curación. Efectivamente, me presentó una infusión, que bebí con la misma fe que si la Virgen del cielo me la hubiese dado. En seguida la pobre anciana me colocó en el pecho una cataplasma, también hecha de yerbas, y hecho esto se marchó a su casa. A poco de haber bebido la medicina, sentí unas ansias mortales y un ardor en el pecho, como si un veneno me estuviera consumiendo; comencé a revolearme en el lecho con una especie de convulsión nerviosa, me encomendé a Dios, porque sentía que el alma se me arrancaba y caía en las almohadas sin sentido. Después de dos horas de estar materialmente en la otra vida, entreabrí los ojos, me sentí bañada de un sudor saludable y delicioso; mis potencias iban como volviendo a su ser, mi sangre circulaba con regularidad y sentía un bienestar tan grande, que sin quererlo, vagaba una sonrisa en mis labios. No podía hablar ni moverme; pero veía que el padre y Mariana estaban arrodillados a los pies de mi lecho, y que, con unas velas de cera bendita en la mano, a ratos lloraban y a ratos rezaban las oraciones de difuntos. Yo les quería decir: no lloréis, que, en vez de muerta, estoy, no sólo aliviada, sino buena y fuerte: nada me duele, y, por el contrario, mi cuerpo todo, como si estuviese en un baño tibio y perfumado, experimenta una delicia desconocida. ¡Figúrate el tormento y la angustia que sentiría al ver que rezaban y que me lloraban muerta, cuando estaba viva y curada! Afortunadamente acabaron de rezar, y Mariana se dirigió a mi cabecera, me besó la frente, humedeció mis mejillas con sus lágrimas, y queriendo, aunque me creía muerta, colocarme mejor en los almohadones, me levantó suavemente la cabeza: inmediatamente pude hablar y moverme. ¡Mariana, mi querida Mariana, le dije, Dios ha hecho un milagro, y esa pobre anciana me ha sanado completamente: estoy buena, perfectamente buena! Mariana, que me creía muerta, dio un grito de susto y dejó caer mi cabeza en los almohadones; pero yo la tranquilicé y en breve su llanto de dolor se convirtió en un llanto de alegría. Llamó al padre, a Bolao y a Arturo, y debo confesarte la verdad, te olvidamos un momento, pues fue un día de júbilo para nosotros. Tú me perdonarás, ¿no es verdad? yo estaba loca, alborozada con la nueva vida que Dios me concedía, porque tenía esperanza de volver a verte. Pasados los primeros momentos, y después que me dieron alimento, formamos una especie de consejo de familia y resolvimos salir de la hacienda ocultamente para dirigirnos a México, haciendo creer a todos que yo había muerto, y poniéndonos de esta manera a cubierto de las maldades e intrigas de don Pedro, al menos hasta que tuviéramos noticia de ti. Fue esta una idea que ocurrió al padre y a Bolao, y como nos quieren tanto fue menester darles gusto. En cuanto a mí, ¿qué me importaba que me diesen por muerta si ya tenía salud, fuerzas y, sobre todo, esperanzas de volver a verte? Ya ves que no puede ser más corta mi historia, que se completa hoy con la llegada del caballero que, peregrinando tierras, y después de haber vencido a sus enemigos, viene a rendir los laureles a los pies de su dama. Lo único que siento es mi pobre hechicera, que cree que su medicina me echó al sepulcro; pero mi resurrección le valdrá un rancho con sus vacas, sus bueyes y todo lo necesario: Arturo lo prometió y Teresa con todo su corazón lo cumplirá. Ahora —continuó Teresa—, toca a Arturo contar su historia, o mejor dicho, a esta buena de Mariana que viene en busca del ingrato capitán que ni siquiera ha preguntado por ella.

Mariana se adelantaba con los brazos abiertos para estrechar en ellos al capitán, y la seguían otras criadas que traían el desayuno.

—Esto es digno de que se escriba en una novela —dijo Teresa mientras de que Mariana abrazaba con respeto y ternura a Manuel—, porque no falta ninguna de las circunstancias que pueden hacer interesante el cuadro. Un jardín lleno de árboles, un desayuno preparado por Mariana con limpieza y esmero, historias de hazañas, de amores y de curaciones mágicas… en fin, todo lo que es interesante y poético lo tenemos, incluso la persecución de mi tutoría quien no temo, teniendo a mi lado a dos valientes y gallardos mozos.

—Estás inconocible, Teresa —le dijo Manuel—; jamás te he visto tan festiva, y nunca te haba oído hablar de chanza como ahora.

—¿Qué quieres? —le dijo Teresa volviendo a tomar su tono de melancolía—; hoy que estás conmigo quiero olvidarlo todo, gozar, reír, volverme loca. ¡Quién sabe mañana cuál será nuestra suerte!

—Vamos, no te he hecho esta reflexión para que vuelvas a ponerte triste; por el contrario, con tu buen humor, no sólo me llenas de alegría, sino que hasta el cansancio y fatiga se me han quitado. Sentémonos de nuevo a gozar de esta mañana tan fresca y tan hermosa, y mientras nos desayunamos, obligaremos a Mariana a que nos cuente su historia, porque, en verdad, hasta ahora no sabemos por qué motivo la encontramos en Tampico.

—Sí, que se siente y que comience —dijo Arturo—; ninguno de los que estamos aquí somos ni preocupados ni orgullosos, y, por otra parte, Mariana, más que criada, es amiga fiel de nosotros.

—Dice bien Arturo —añadió Teresa—; siéntate, y después de que nos hayas contado tu viaje, irás a continuar los quehaceres de la casa.

Mariana, a pesar de que Teresa le invitaba a que se sentase a su lado en la banca de madera que rodeaba el tronco del fresno, no quiso admitir, sino que trajo una estera y sentóse en el suelo, acariciando las manos de la que veía, no sólo con el respeto de criada, sino con el amor de hija.

—Siempre el señor capitán quiere que le cuente mi historia, yo… al fin tengo que contarla, porque una vez que ya están todos juntos y la niña Teresita tan alegre y con tanta salud, yo no les hago falta y me voy.

—¡Tú irte de nuestro lado, Mariana! —interrumpió Manuel—; ¡ni por pienso! capaz soy de encerrarte en un cuarto y ponerte un centinela de vista.

—Es que —dijo Mariana—, yo tengo que buscar una cosa.

—¿Una cosa?… —le preguntó Teresa—; no sé cuál puede ser: dinero, ropa, casa, todo lo tienes con nosotros; hasta tu libertad para hacer lo que quieras, con tal de que no te separes de nuestro lado.

—Es que, niña —volvió a decir Mariana poniéndose encarnada y bajando la cabeza—; lo que busco no es nada de eso: todo lo tengo, bendito sea Dios, al lado de ustedes; pero…

—¡Vaya! no hay que andarse por las ramas —interrumpió Arturo—; lo que Mariana desea sin duda es casarse: por eso se quiere ir y por eso se pone colorada.

—No, casarme, ni lo pienso, ni tengo con quién: es otra cosa, otra cosa… Vaya… si la niña no se enoja… lo diré de una vez, porque mi corazón ya revienta y no puedo callar por más tiempo…

—Di, Mariana, di lo que quieras —le instó Teresa con mucha dulzura—; ¡cómo era capaz de enojarme con la que me lloraba muerta!… Habla, que estás conmovida y ya no puedes contener las lágrimas.

—Me voy… porque… porque… es preciso que yo busque y encuentre a mi hija.

Mariana se cubrió los ojos con las manos y comenzó a sollozar.

—¿A tu hija?… ¿a tu hija?… ¿Conque tú tienes una hija ¡desventurada! y nada habías dicho?… ¡Oh! has hecho muy mal —dijo Manuel—; esa pobre criatura habrá tal vez sufrido mucho… ¡Vaya! dilo todo: ¿quién es su padre?

—El coronel Valentín —contestó Mariana, haciendo un esfuerzo al revelar el nombre de su seductor.

—Ahora me explico tu viaje a Tampico… —prosiguió Manuel—; pero… ni por la imaginación me pasaba… Creía, por el contrario, que no le parecías de malos bigotes a mi amigo Valentín, y que deseaba… ¡Bah! es menester convenir en que tratándose de amores todos somos unos niños; pero continúa sin miedo: ¿dónde está tu hija?

—No lo sé —respondió Mariana dando rienda suelta a su llanto—, y por eso quiero buscarla, aunque sea en el fin del mundo; por eso me ajusté con una familia que salió para San Luis, y de San Luis a Tampico: me fui unas veces en burro y otras a pie a buscar al coronel y preguntarle por nuestra hija.

—¿Y Valentín sabe, por supuesto, dónde está ésta? —preguntó Teresa.

—Ni palabra, señorita: cuando salió a campaña la dejó encomendada a una viuda, a quien le puso una tienda, y cada mes le mandaba para sus vestidos y para sus zapatos; pero repentinamente dejó de recibir noticias de la viuda y de la niña… y sabe Dios dónde estará la pobrecita de mi hija…

Mariana lloraba de un hilo.

—Pero en sustancia, ¿qué te dijo Valentín y en qué quedaron? —le interrogó Arturo.

—Yo no puedo negar que el coronel quiere mucho a nuestra hija, y va a venir a México a buscarla: quizá llegue muy pronto, pues me dijo que había pedido ya una licencia al ministro; y así por esto, como por el cariño que tengo a la niña Teresita y al capitán me vine con ellos otra vez a México.

—Pero lo que comprendo —le dijo Teresa—, es cómo tú, tan amorosa y tan buena, has consentido en separarte de tu hija.

—Por puro amor a ella consentí en separarme.

—No entiendo —dijo Teresa.

—El coronel me hizo la reflexión de que si yo la conservaba a mi lado, no pasaría nunca de ser hija de una pobre lavandera, a la vez que si la educaban en otra parte, cuando creciera hallaría un señor decente con quién casarse… Yo, niña, quizá hice mal; pero él se empeñó y me dijo que la señora viuda en cuya casa la llevó, sabía coser, y bordar, y tocar el clave, y que todo se lo enseñaría a mi Carmela.

—¿Se llama Carmela? —preguntó Arturo.

—El mero día de mi señora del Carmen nació, hace quince años: por eso hoy…

—¡Qué idea! —exclamó Arturo quedándose pensativo—: el nombre es el mismo… la edad es, a poco más o menos, la misma también.

—¡Qué! ¿Sabrá el niño Arturo dónde está mi hija? —exclamó Mariana levantándose y juntando las manos.

—¡Qué disparate! —contestó Arturo—, ¿cómo lo he de saber si en este momento sé que tienes tal hija? Conozco una muchachita como una perla que se llama también Carmela, y esto es todo; pero esa ¡bah! no puede ser tu hija.

—Y dime, Mariana, ¿conocerías a tu hija si la vieses? —le preguntó Teresa.

—Hace años que no la veo; pero estoy segura de que mi corazón la reconocería. ¡Ah! si Dios me hiciera el milagro de ponérmela delante, cerraría los ojos y la conocería por su voz y porque el corazón me brincaría de amor y de gusto.

—De veras, Mariana —dijo Manuel—, que no comprendo cómo no me habías dicho nada de esto en todo el tiempo que hace que nos conocemos.

—Sólo a mi confesor se lo he comunicado. Desde que tuve esta niña he sido, y Dios es testigo, una mujer honrada que he vivido de mi trabajo, para que algún día mi hija no se avergozara de tener una madre… como esas que andan por las calles: soy pobre, pero mi trabajo me ha bastado para vivir y para ahorrar para ella; para ella, porque la Virgen de la Soledad, que padeció tanto, me ha de hacer el milagro de que la vea y le dé muchos abrazos y muchos besos, con el amor con que una madre besa a una hija que hace mucho tiempo que no encuentra.

—No necesitas, hija mía, separarte un momento de nuestro lado: Manuel y Arturo escribirán a Valentín, buscarán a tu hija por todas partes, se gastará dinero, se trabajará por todo el mundo hasta que parezca Carmela. Consuélate y ten esperanza: aprende de mí, que en medio de mis desgracias soy bastante fuerte para sobrellevarlas, y confía en que pagaremos tu cariño y tu fidelidad, poniendo en tus brazos a la hija que has perdido. Como los quehaceres son la mejor distracción, yo te llamaré para encargarte de lo que tenemos que hacer para esta noche.

Mariana besó las manos de Teresa, y limpiándose las lágrimas con la punta de su rebozo, se retiró, llevándose los trastos del desayuno.

—Siempre dolores, siempre desgracias por todas partes —dijo Teresa cuando vio que Mariana se alejaba—; Esta mujer, a quien creía yo tan alegre y tan feliz, es quizá más desgraciada que yo: al menos yo tengo a Manuel y a mis buenos amigos: la pobre criada… no tiene a su hija… ¡Ah! pero se la buscaremos todos. Es menester escribir esto a Valentín, tomar mucho empeño, prometer gratificaciones; todo, todo, porque quiero pagarle su cariño con devolverle a su hija. Cuando estemos solas, le preguntaré algunos más pormenores, y aseguro que encontraremos pronto a la muchacha.

Arturo estaba pensativo y distraído, aunque al parecer escuchaba la conversación de Teresa.

—¡Vaya, Arturo! —le dijo ésta—, no hay que perder el buen humor. Esta pobre Mariana nos entristeció un poco con la narración de su desgracia; pero es necesario que seamos superiores a nuestra mala suerte. Voy por primera vez en mi vida a cambiar de humor, a reír, a platicar, a olvidar el pasado. ¿Qué les parece la Idea que me ha ocurrido?

—¿Cuál? —preguntaron Arturo y el capitán a un tiempo.

—Esta noche habrá una tertulia en la quinta.

—¿Pero estás loca, muchacha? ¿No sabes que todavía debemos permanecer ocultos? —dijo Manuel.

—¡Tonto! ¿Crees que vamos a convidar a medio México? No, será una tertulia casera, y vendrán a ella únicamente nuestras amigas íntimas; por ejemplo, Florinda, el padre, a quien por lo menos haremos tocar en el piano… en fin, los de casa. Arturo se encargará de esto, y cenaremos juntos… ya ves, es preciso que de alguna manera se celebre tu llegada.

—Conforme —dijo Manuel—, me gusta la idea, pero es preciso que Arturo dé su palabra de que no faltarán las personas que convidemos.

—Lo prometo —dijo Arturo—; yo me encargo de formar esta noche una reunión de personas adictas a nuestros intereses, y las cuales nos podrán servir para los pasos que es necesario dar para estar tranquilos de una vez para todas. ¡Magnífica idea! Estaba yo cavilando cómo haría una reunión semejante, y no acertaba… Me voy en el acto a prevenir a mis convidados, mientras Manuel descansa y duerme un rato, y Teresa se ocupa en los preparativos necesarios.

XVII. Tertulia de amigos

Increíble y hasta exagerada era la ligereza que dominaba el carácter de Arturo. Cuando salió de la quinta había ya olvidado el asalto frustrado del convento, el encuentro de Celeste; todo, en fin, y no pensaba más que en la tertulia de la noche, y en la narración de Mariana; no le cabía duda, en que Carmela, la protegida de Aurora, no era otro más que la hija de Valentín y de la buena lavandera. En la noche se proponía aclarar el misterio y dar un golpe de teatro.

Luego que llegó al hotel cambió de traje, y se dirigió a la casa de José; encontró a Celestina en un voluptuoso deshabillé, y a José encerrado en la recámara, y roncando como un bienaventurado.

—¡Canario! —dijo Arturo—, este José tiene una guapa mujer… ¡Que no hubiera yo reparado en sus atractivos cuando estaba en mi casa!… pero… ¡si mi madre la tenía con un vestido de lana que le cubría el cuello, y unos grandes zapatos de cordobán! Ahora, calzado de raso color de guinda, bata de muselina, peinado a la griega…

Mientras hacía estas reflexiones Arturo, y observaba a hurtadillas el turgente pecho y pulido pie de Celestina, José tosió, se desperezó, y saltando en calzoncillos blancos de la cama, asomó la cabeza por la puerta, para observar quién hacía ruido, y quién hablaba con su adorada Celestina.

—No hay que asustarse, José, que es gente de paz; vengo a convidarte a ti y a Celestina para una tertulia casera; pasaremos la noche en la quinta de San Jacinto. No hay que faltar ni que decir ni una palabra de esto a nadie. A las ocho en punto.

Arturo salió de la sala después de haber estrechado la mano de Celestina, y cambiado con ella una amable sonrisa.

—No hay remedio, se va… —exclamó José…—. ¡Vaya un atarantado peor que yo!… en fin, Celestina, es menester que esta noche te pongas de veinticuatro alfileres y que no faltemos.

De la casa de José corrió nuestro joven a la de Florinda; encontró a ésta, a Celeste y a Carmela, reunidas delante del piano cantando y tocando; le parecieron tres ángeles. Carmela tenía la lozanía y la robustez de Mariana, la finura y corrección de las facciones de Valentín.

—Ni duda —dijo para sus adentros—, Carmela es la hija de Mariana.

Después de hecha esta reflexión, volvió la vista a Celeste; un leve color suave, desvanecido y delicado, como el de las hojas de la rosa de Castilla, teñía las mejillas de ésta; sus ojos azules estaban brillantes y húmedos, y su boca purpurina sonreía al contemplar la fisonomía del hombre que adoraba. En cuanto a Florinda, era, como hemos dicho, de esas mujeres de formas redondas y perfectas; cuello, mejillas, hombros, manos, todo era suave, torneado, primoroso, y a poco que el vestido estuviese escotado, o sus pliegues se tropezasen con algún mueble, se descubría, o un brazo blanco y lleno de esos hoyitos, que los poetas dicen que son otros tantos nidos del amor, o un pie y una pierna que parecían hechos de cera, por uno de nuestros mejores artistas del pueblo.

Arturo, tan pronto fijaba su vista en Carmela, que era el botón de rosa que se abre con el rocío de la mañana, como en Florinda, que era la dalia llena de hojillas de colores, como en Celeste, que le parecía la blanca camelia japonesa que adorna los salones de los grandes.

En aquel instante, rápido como el relámpago, se le vino a la memoria la rubia Aurora con su fina y blanca dentadura, con sus abundantes cabellos recogidos debajo de la negra toca, que, temerosa, abandonando la callada celda, lo había esperado entre las sombras de la noche y en la espantosa soledad de los patios del monasterio; Arturo cayó en el sofá como si le hubiese acometido un repentino incidente.

—No hay duda que ha perdido el juicio nuestro amigo Arturo —dijo Florinda, dejando el papel de música que tenía en la mano—, entra sin saludar, nos ve a las tres de arriba abajo, como si nos conociera por la primera vez, y después se deja caer en el sofá, como si hubiese recibido el golpe de una máquina eléctrica.

—Es verdad, es verdad, Florinda —contestó Arturo volviendo de la distracción—, cualquiera que no me conociese, me creería en este momento un loco… pero no hay cuidado; aunque tengo mil cosas en qué pensar, mi razón no se extravía; lo que en verdad me sucedió al entrar fue, que me encontré de improviso con un grupo tan lindo y tan encantador, que seguramente el de las gracias no sería más bello; me quedé asombrado como era muy natural y… Y bien, Celeste, dame esa mano. ¿Cómo te han tratado en el alojamiento? Ya veo que eres como de casa, y que en pocas horas te han vuelto el color, la salud, y un poco de alegría, aunque tus ojitos no dejan de estar húmedos.

Arturo, impulsado por su carácter, se levantó del sofá y estuvo a punto de secar los ojos de Celeste con unos amorosos besos; pero reflexionó, se contuvo, y tendió la otra mano a Florinda.

—Esta noche —le dijo—, tenemos una reunión en la quinta de San Jacinto; ha llegado una persona a quien usted conoce y ama, y deseamos obsequiarlo. Es necesario que las tres vayan con Luis. Es cosa de toda la noche, y así, dispongan sus cosas.

—Pero eso será imposible —dijo Florinda—, Luis tiene que dormir precisamente en su casa.

—Todo lo sabemos ya, Florinda, y por mi parte envidio la fortuna de mí amigo, que ha tenido la dicha de unirse con una mujer tan discreta y hermosa; además, tenemos que hablar y que combinar muchas cosas. Es necesario no faltar.

—No faltaremos —dijo Florinda—, quizá adivino el interés grande que tendrá esta tertulia. ¿A qué hora?

—A las ocho en punto.

Arturo, estrechando la mano de las dos muchachas, y haciendo un cariño en la mejilla a Carmela, salió de la casa de Florinda, y se dirigió a la Profesa.

—¡Buenas nuevas, padre! ¡Venga medio de albricias! —exclamó Arturo abriendo la puerta de la celda donde vivía el padre Anastasio, a quien encontró arrodillado delante de un Crucifijo rezando el Oficio divino—. ¡Buenas noticias, querido amigo! —repitió—, dejad un momento el Oficio divino, que será muy breve, porque ya estoy rendido de sueño y de cansancio. Anoche —continuó el aturdido joven—, me iba yo a robar a Aurora del convento.

El padre Anastasio se puso en pie precipitadamente y exclamó:

—¡Jesús mío! ¡Qué crimen!

—¡Tonto de mí! comencé por donde debía acabar; no es eso lo que quería decir, padre, sino que Manuel ha llegado.

—¡El capitán ha llegado! Bueno, bueno, así se lo pedía yo a Dios en este momento.

—Famoso, gordo, alegre, fuerte, mejor que nunca.

—¿Y Teresa?

—Figúrese usted, padre, hecha una loca; la pobre muchacha no halla qué hacerse con Manuel; quisiera guardarlo debajo de un capelo. Ha inventado esta noche una tertulia, y está empeñada en que todos sus amigos estemos allí, y en que el padre Anastasio ha de bailar, tocar y cantar.

—Tocar el piano, sí, cuanto quiera; lo demás, no —respondió sonriendo el padre—, pero no faltaré, porque tengo un positivo deseo de estrechar en mis brazos al capitán. Mucho, mucho me alegro —continuó tomando la mano de Arturo.

—Vaya otra noticia mejor todavía.

—¿Cuál?

—Anoche encontré a Celeste.

—¡A Celeste! —dijo el padre poniéndose algo pálido.

—Sí, a Celeste, y de la manera más casual y extraña; si no ha sido por el Turco que me guio, jamás volvemos a ver a esta muchacha.

—Contadme, contadme, porque el extravío de esta criatura es un tormento para mi corazón.

—No puedo contaros gran cosa, porque yo mismo no sé los pormenores; pero no hay cuidado, Celeste está buena y como siempre, honrada y virtuosa; se halla en casa de Florinda. Así no faltéis esta noche, porque allí tendremos mil cosas importantes que hablar.

Arturo, dejando pensativo al padre, con el cúmulo de noticias que le había dado, salió de la celda, y se fue al hotel a dormir, hasta que ya de noche, tomó un simón, y llegó a la quinta, a la hora oportuna para recibir a los convidados, los que fueron puntuales a la cita; cada uno de ellos tenía cierto interés en concurrir, no sólo por la tertulia, sino por los asuntos que tenían que tratar.

Teresa todo lo tenía preparado; desde el zaguán había una alfombra de flores, y por todas partes luz y aromas. Recibió a las señoras con la sonrisa en los labios, y Manuel tenía ya cansados los brazos de estrechar en ellos a sus buenos amigos, sin que faltara, por supuesto, Josesito, que presentado por Arturo, se arrojó una, dos y tres veces al cuello de Manuel, protestándole su amistad, ofreciéndole sus servicios, y asegurándole, que él no conocía ni dificultad ni peligro, cuando se trataba de servir a los amigos; y dando como prueba de su serenidad, el haber resistido el asalto, en la plazuela de San Juan de Dios, de más de trescientos hombres armados de puñales, pues cada vez que contaba el lance, aumentaba cincuenta o cien hombres.

El padre Anastasio entró el último, afable y risueño, pero grave y medido. A Manuel lo abrazó con ternura; a Celeste le dio solamente la mano.

—Dios me ha escuchado, hija mía —le dijo—, y ha permitido que vuelvas a estar entre nosotros. De hoy en adelante no habrá motivo alguno que nos obligue a separarte de nuestra protección, y espero que serás feliz.

Pasados estos primeros momentos cada uno fue tomando su asiento, y Teresa, que todo lo animaba, organizó la tertulia de aquella corta, pero escogida reunión, se formaron unas cuadrillas. El padre Anastasio, que no era hipócrita ni ridículo, rehusó bailar, pero consintió en tocar el piano a los que bailaban. Después de las cuadrillas Florinda, Carmela y Teresa cantaron piezas de Guillermo Tell, Sonámbula, Norma, Lucía, y otras de óperas escogidas; en seguida se bailaron contradanzas y valses: así, alternando el canto con el baile, y el baile con la conversación, se pasó una gran parte de la noche. Siendo la hora propia de la cena, Teresa condujo a sus visitas a un amplio comedor que daba al jardín, y allí se les sirvió una suculenta cena, humedecida con añejos y variados vinos.

En la mesa contó Arturo en voz baja al padre Anastasio, su aventura del convento y su encuentro con Celeste, y le prometió referirle lo que más supiera con relación a la muchacha, a la que en aquel momento en que todos se levantaban de la mesa, iba a hablar.

En efecto, Arturo tomó del brazo a Celeste, y conduciéndola a un lugar apartado de la sala, le preguntó lo que deseaba saber.

Celeste, con la ingenuidad que la caracterizaba, refirió lo que le había pasado en la chocolatería y en la casa de Olivia, y así que concluyó su narración, Arturo comenzó a decirle amores y a formar lo que llamamos castillos en el aire.

—Ni una palabra más, Arturo —le dijo Celeste interrumpiéndole—, todo esto me hace mal por una parte, y por otra, pierdes todo el derecho que tienes a mi profunda gratitud. Una pobre mujer, huérfana como yo, tiene que apelar a la generosidad… mejor dicho, a la caridad de todos; pero eso no autoriza a nadie para engañarla, para hacerla más sola, más desgraciada… más infeliz que lo que quiere Dios.

Celeste tenía en este momento un aire de dignidad y de ternura, que encantaron y sorprendieron a Arturo.

—¡Es posible, Celeste —le dijo Arturo—, que interpretes así mis palabras! ¿Te he podido ofender, a ti, niña de mis ojos, que has sido mi ilusión, mi pensamiento, desde la mañana en que salía del baile del teatro, y en que te encontré por la primera vez?

—Todo me lo ha contado Florinda, y yo creo que para cumplir con lo que exigen la gratitud y los deberes de una mujer honrada, es menester separarnos para siempre. No puedo ser tu mujer, porque no me amas; ni tampoco tu querida, porque repugna a mi carácter.

—¿Y por qué no puedes ser mi esposa? —le preguntó Arturo entusiasmado.

—Porque hay otra mujer que padece por ti, que ha preferido el encierro de un convento a vivir rica y sola en el mundo si tú le faltabas; porque anoche, olvidando que yo existía en la tierra, que sufría, que tenía tal vez hambre, frío, desnudez y dolores profundos en mi corazón, tú ibas a escalar un convento, a dar un escándalo, a robarte a esta mujer… ¿Así quieres que yo te crea, Arturo? ¿Así quieres que yo sea tu esposa?… Después de haber sufrido tanto ¿quieres todavía que sufra más; quieres mi desgracia eterna?… No, nada de protestas ni de juramentos: mi resolución está tomada. Si quieres ser generoso y favorecerme como hasta aquí… bien; si no, me iré… no sé dónde, con mi orgullo y mi miseria… y Dios, que ha cuidado de mí, y que me ha salvado en las horas supremas de tribulación, me salvará todavía.

—Bien, Celeste, veo que estás ahora excitada y vehemente en tus palabra… ¿qué quieres? ¿Qué deseas?

—Entrar a un convento, no; el ejemplo de esa pobre Aurora, y lo que sufre, me basta; pero quiero ser útil a la humanidad y a los desgraciados. Tú y el padre Anastasio arreglarán mañana mismo el que pueda entrar de hermana de la caridad. La guerra está ya dentro de la República, y yo tendré el valor y el placer de ir a los campos de batalla, a levantar del suelo, a dar una poca de agua tal vez, a los que me han negado a mí esa gota de agua cuando imploraba en las calles la compasión de los que pasaban… Tú, Arturo —continuó Celeste llorando, y tomándole una mano que estrechaba contra su corazón—, tú, Arturo, que me diste limosna; tú, Arturo, que has sido siempre generoso y bueno como el ángel de mi guarda, no me hables de amor; haz lo que te pido, arréglalo todo con el padre, y créeme, me harás feliz, y me darás siempre el gusto de que yo pague tus favores, dejándote a ti tan joven, tan gallardo, tan simpático, libre para que te cases con la mujer que ames mucho, o para que continúes disfrutando de tu juventud y de tu libertad.

Arturo iba a responder, y había ya dado antes un amoroso beso a la mano de Celeste, cuando Luis lo interrumpió:

—Amigo Arturo, nos esperan en la pieza de adentro, para jugar unas manos de tresillo —y luego, acercándose a su oído, continuó—: Nos esperan Manuel, José y el padre, para hablar de cosas muy importantes. Florinda tiene también una carta de Aurora para usted. ¡Cuidado con complicar los amores!

Arturo se levantó, se limpió el sudor que corría por su frente y las lágrimas que ya asomaban a sus ojos, y estrechando de nuevo las manos de Celeste, le dijo:

—Reflexiona con calma y hablaremos mañana antes de tomar ninguna resolución. Se trata de tu felicidad y de la mía.

En este momento, Carmela con una voz dulce y armoniosa, cuyo timbre iba a dar al corazón, cantaba una aria de Lucía, que le acompañaba Teresa en el piano.

XVIII. Las cuentas de don Pedro

—Aprovecharemos este momento —dijo Luis—, en que las señoras están entretenidas, para hablar un poco de asuntos que nos interesan mucho.

Luis, Arturo y Manuel entraron a la pieza inmediata donde había unas mesas de tresillo: el padre Anastasio y Josesito se entretenían en hacer una solitaria. Sentáronse, se repartieron las cartas para hacer que jugaban, y comenzaron a platicar.

—He obrado con tal actividad, que hace dos días que ni como ni duermo —dijo Luis—, pero todo es en vano; ese hombre triunfa.

—¿Quién? —preguntó Manuel.

—Don Pedro.

Manuel se retorció el bigote, se mordió los labios, y con una voz hueca y concentrada dijo:

—Continuad y decidlo todo, señor don Luis.

—Decidido a tener una explicación categórica con Don Pedro, y a hacerle presente antes de dar un paso estrepitoso ante la justicia, la irregularidad de su conducta, me fui esta mañana a su casa. Encontré la puerta y los balcones cerrados; las criadas que me recibieron estaban de luto, y algunas tenían los ojos llorosos. Creí que un accidente habría privado de la vida a don Pedro; y esto, aunque por una parte nos quitaba a todos un cruel y encarnizado perseguidor, por otra nos podría ocasionar multitud de dificultades; procuré, pues, tomar informes de las mismas criadas.

—El amo está bueno, gracias a Dios —me dijo una de ellas—; pero la desgracia que tenemos es que la niña ha muerto.

—La niña… ¿qué niña? —pregunté.

—La niña Teresa, nuestra ama querida, que murió en su hacienda «La Florida», y el amo cabalmente se ha ido a San Fernando, donde ha dispuesto unas honras por su alma.

—Sin esperar ya más explicaciones, me fui a San Fernando, y en efecto me encontré la iglesia vestida de luto, con una tumba y muchos cirios encendidos. Se dijo una misa cantada de difuntos, y don Pedro asistió a ella arrodillado, dando muestras, no sólo de la más grande devoción, sino también del más sincero sentimiento. Así que terminó la solemnidad, don Pedro, acompañado de tres o cuatro viejos, salió y montó en su coche; yo hice otro tanto, y lo seguí hasta su casa, donde subí al mismo tiempo que él entraba en la asistencia. Después de los saludos y cortesías de costumbre, pasamos al despacho, y entramos en materia.

—Señor don Pedro —le dije—, tengo asuntos sumamente graves que tratar con usted, y antes de dar un paso ante los tribunales, he querido tener una conferencia: hablaré con claridad y con energía, y usted no tomará como un insulto el que yo le refiera las cosas como las sé.

—Precisamente, amigo mío —me dijo presentándome la caja de polvos—, es mi carácter: la franqueza y la verdad ante todo. Sobre cada uno de los asuntos de que usted me hable, espero satisfacerlo completamente; el mundo es muy injusto, y las cosas siempre se refieren y se comentan de muy distintas maneras. Hable usted, hable usted con toda franqueza, y no tema ofenderme; usted es un joven de mundo y ya en carrera honrosa, y fácilmente nos entenderemos. Comencemos, pues —dijo don Pedro, tomando otro polvo y acomodándose en su poltrona, con la mayor tranquilidad.

—En primer lugar, hablaré de las alhajas de Arturo.

—¡Las alhajas de Arturo!…

—Sí, estas alhajas fueron depositadas por el padre de Arturo en vuestro poder: se os acusa por Arturo de abuso de confianza por no haber devuelto las alhajas; y aunque el padre de Arturo murió, hay testigos… Celestina, que era entonces doncella de la casa, escuchó la conversación.

—¡Celestina! —dijo don Pedro alarmado.

—Sí, señor don Pedro, Celestina lo sabe todo.

—La codicia de esta mujer es insaciable —continuó don Pedro riendo sardónicamente.

—Sea de esto lo que fuere, el caso es que ella…

—Nada importa esto, señor don Luis, y por el contrario, me alegro de esta conferencia, pues así podré dar a usted una satisfacción más completa. ¿Cuánto cree Arturo que valen sus alhajas?

—Las calcula en veinte mil pesos, sin contar un hermoso fistol de brillantes que no tiene precio.

—Pues está equivocado el señor Arturo: sus alhajas valen más que el doble, cuarenta y cinco mil ochocientos pesos. En cuanto al fistol, es verdad, no tiene precio porque es una piedra muy valiosa. Espéreme usted un momento y fume entre tanto un buen cigarro.

Mientras que yo encendí un cigarro que me dio el viejo, él entró en su gabinete, y salió a poco con un legajo de papeles.

—¿Conoce usted la firma y letra del difunto padre de Arturo?

—Perfectamente: he tenido ocasión de ver y examinar sus firmas con motivo de algunos negocios.

—¡Ah! me alegro mucho; entonces la cosa es más sencilla. Vea usted.

—Don Pedro puso en mis manos un paquete de libranzas.

—¿Cuántas son?

—Sesenta —le respondí contándolas.

—De a mil pesos, ¿no es verdad?

—Cabal.

—¿Y de quién es la firma de la aceptación?

—Ni duda —respondí, después de haber examinado cuidadosamente los documentos—, la firma es del padre de Arturo.

—Ahora, lea usted esta carta.

Leí una carta que me entregó, en que el padre de Arturo remitía las alhajas a don Pedro, como garantía de sesenta libranzas de a mil pesos, y añadía que si a los tres meses no le había reintegrado el dinero, podía disponer de ellas como si las hubiese vendido.

—Ahora, vea usted el inventario y el avalúo que mandé hacer de ellas.

El avalúo, en efecto, era minucioso, estaba firmado por dos de los mejores plateros de la ciudad, e importaba cuarenta y cinco mil ochocientos pesos.

—Ya ve usted —continuó don Pedro—, que soy algo más minucioso que Arturo en los negocios: él no sabe a punto fijo cuáles eran sus alhajas, mientras yo las hice avaluar, y no omití ni aun los anillos y bagatelas que valían veinte reales. Como usted ve, las libranzas no se pagaron, y yo perdí un dinero que proporcioné, aun sin el módico y usual interés de seis por ciento. Digo que perdí mi dinero, porque poco tiempo después de tener yo las alhajas, me asaltaron, la noche menos pensada los ladrones, y se las llevaron: con el dinero que presté al padre de Arturo, no habría sucedido eso, porque yo no lo tenía en casa, sino en parte muy segura. Como este Arturo —continuó—, es un muchacho gastador, sin oficio ni beneficio y atrevido por demás, se me pasó por la imaginación que acaso él no era extraño…

—¿A qué, señor don Pedro? —le interrumpí levantándome—: Yo no permitiré que se calumnie a un amigo.

—Por supuesto —prosiguió don Pedro con la mayor calma, y haciéndome seña de que me sentara—, que esa idea la deseché como un mal pensamiento.

—¡Conque tal cosa dijo el viejo! —interrumpió Arturo—, ¡conque después de tomarse lo que es mío, se atrevió a creer!… Es demasiado, y será un miserable, un cobarde, un infame el que sufra un día más tanta maldad. Continuad, Luis, y veremos hasta dónde llega la perfidia de ese hombre.

—Conque señor don Luis —prosiguió don Pedro—, arreglad la manera de que Arturo me pague este dinero, y yo me comprometeré a entregarle las alhajas, tan luego como parezcan, que creo que será pronto, pues el juez tiene ya todos los hilos del negocio; o si mejor le acomoda, le daré en plata el importe del avalúo. Creo que juzgaréis ahora de muy diversa manera el caso.

En verdad, me quedé confundido, y no sabiendo qué responderle, pasé a otra cosa.

—Habéis pedido el embargo de un casa de la calzada de San Cosme.

—Justamente —me contestó—, y aquí están los documentos que acreditan la deuda.

—Don Pedro entró a su escritorio, y sacó otro legajo de papeles, entre los cuales había diversas obligaciones, firmadas por Celestina, de dinero y valores recibidos con plazos diversos para su pago, la mayor parte de ellos vencidos.

—¿Qué dice usted de estas obligaciones, amigo mío?

—Que me parecen en regla —le contesté.

—Si usted no sabe la historia, se la contaré —prosiguió guardando cuidadosamente las obligaciones—. Todos los hombres tenemos nuestros extravíos y debilidades, y la mayor que cuento en mi vida, es haber concebido por esta mujer, no una pasión, que es ajena de mi edad, sino un verdadero cariño paternal. Le he sufrido cuanto usted no se puede figurar; y aunque en cada reyerta me hacía el ánimo de no volverla a ver, me daba lástima abandonarla a su suerte… Y no vaya usted a creer que tenía el más leve interés en esto; nada de escándalos ni de amores profanos; mi cariño era sincero, y aseguro a usted que la trataba como un padre puede conducirse con su hija. El público y los pisaverdes mordaces dirían todo lo que acostumbran contra la reputación de gentes honradas; pero créame usted, no había entre nosotros más que unas relaciones, al menos por mi parte, desentes y buenas.

—Lo había yo pensado así —exclamó Josesito sonando las palmas de las manos—. Este don Pedro es un buen hombre después de todo: lo mismo me había contado Celestina, y yo tenía mis dudillas; pero ahora…

—Más bajo —prosiguió Luis—, porque las señoras pueden oírnos.

—Es verdad, es verdad —dijo José—: continuad, porque toda esta narración me interesa mucho.

—Luis continuó:

—Pues entonces, señor don Pedro, no veo la razón por qué usted se empeñe en mortificar a Celestina.

—Yo, amigo mío, de ninguna manera trato de mortificarla; y por el contrario, ella puede decir a usted que le he regalado la casa, los muebles, todo lo que tiene; pero este dinero que cobro, no es mío, y es separado de todo esto. Celestina es una mujer espléndida, y para la que no bastarían los tesoros de Creso.

—¡Eso no es cierto! —interrumpió José—: Don Pedro miente con toda su cara; y por el contrario… ella sí es muy limpia, muy lujosa; jamás se pone enaguas si no son muy finas y bordadas; y se viste de limpio y se baña dos veces al día; pero en lo demás, es la mujer más prudente y más económica…

—Si a cada momento interrumpes a Luis —dijo Arturo—, no acabaremos esta noche. Continuad, y no hagáis caso de este loco de Josesito.

Luis Cayetano continuó:

—Don Pedro sacó todavía una cuenta, y me la mostró: en ella consta, que además de la casa, alhajas y muebles que existen hoy en poder de Celestina, le había prestado cosa de ochenta mil pesos, y de toda esta suma tiene los documentos firmados por Celestina, y extendidos en papel sellado y en debida forma.

—¡Cáspita! —dijo José pensativo—, y ¿en qué diablos habrá gastado Celestina ese dinero?

José no recordaba que Celestina, entre otros gastos, había hecho el de su curación, cuando el lance funesto de la plazuela de San Juan de Dios. En esta vez no se atrevió a interrumpir a Luis, y éste pudo proseguir:

—Contra esa partida —dije yo a don Pedro—, tengo aquí unas libranzas de cuarenta mil pesos, que están endosadas a José, que hoy es el legítimo marido de Celestina.

—¡Unas libranzas de cuarenta mil pesos! —exclamó sorprendido.

—Ni más ni menos —dije yo regocijándome de dominarlo en este asunto. Don Pedro se puso la mano en la boca, y meditó.

—¡Ah! ya caigo —exclamó después de un momento—. Eso debe ser… Sí, sí, aquí están las órdenes del gobierno. Amigo mío —continuó—, guarde usted esas libranzas, y ni a su sombra diga que las tiene; y al dar a usted este consejo, ya verá que no soy tan malo como me pintan. Esas libranzas debían haber servido para restablecer el orden… más claro, para elevar al poder a los hombres que hoy componen el gobierno; pero fueron robadas y cobradas algunas de ellas. Aquí tiene usted los periódicos donde se publicó el aviso respectivo, y aquí las órdenes del gobierno, que disponen que en el acto que se encuentre el tenedor de estos papeles, se le aprehenda y se le consigne al juez de Distrito. Don Pedro me entregó los periódicos y las órdenes del gobierno, y me cercioré de que en efecto decía la verdad.

—Dadme, dadme esas letras —le dije—, quitándoselas de la mano; yo las guardaré donde jamás vuelvan a aparecer.

—¿Y qué sucedería ahora si yo dijera que José y vos son los tenedores de estos documentos? De seguro que mientras la verdad se averiguaba, dormían en la cárcel… pero no haya miedo; tomad, señor don Luis, estos papeles, y contad con que no diré ni una palabra. Yo jamás hago daño a nadie: me defiendo cuando me atacan, y esto es todo. ¿Tenéis alguna otra cosa que mandar?

—Quería yo hablar —le contesté algo turbado con la derrota que había sufrido en los negocios anteriores—, quería yo hablar de los bienes de la señorita Teresa… Apenas pronuncié este nombre, cuando llevó el pañuelo a sus ojos.

—¡Ha muerto, ha muerto en la flor de su edad!, un capricho, una pasión loca, se la han llevado al sepulcro.

—¡Hipócrita malvado! —murmuró Manuel.

—¡Es el pesar más grande que puede haberme sobrevenido! Crea usted que habría preferido ser yo el muerto.

—Pero, ¿y sus bienes?, le pregunté yo.

—Su bienes… sus bienes son poca cosa, señor don Luis; y como apoderado que fue usted de ella, tengo la más grande satisfacción en darle cuantas noticias y explicaciones quiera.

—Veamos —le repliqué—; veamos, porque un caudal tan cuantioso…

—¡Cuantioso!, ¡qué equivocación! Los bienes de Teresa consistían en una casa por San Pablo, donde había una tienda que se llamaba del Sol Mexicano, que se quemó, y que no he considerado conveniente reedificar; en otras tres casas en México, que están medio arruinadas por los temblores, y en las haciendas de tierra adentro, que están avaluadas en ochocientos mil pesos.

—Bien, ochocientos mil pesos —contesté muy contento—, no son tan poca cosa.

—Es verdad; pero de estos ochocientos mil pesos reconocen cerca de setecientos mil, y como del avalúo hay que rebajar lo menos la tercera parte, resulta que liquidados los bienes de la pobre difunta, no quedarán más que unos cuantos pesos para aplicarlos a misas para su alma, que bien las necesita, porque aunque no fue mala, los extravíos a que la condujo su pasión, merecen algunos años de Purgatorio; pero de esto no hay cuidado; saldrá, saldrá pronto, porque todo lo que sobre, lo aplicaré a responsos y a misas por su alma.

Manuel se levantó, y dio una palmada en la mesa.

—¡Conque es decir que nada tiene Teresa!, ¡y que por remate de cuentas este viejo, si de él dependiera, la tendría en el purgatorio!

—Así me lo dijo —continuó Luis—, y me enseñó la nota de todos los gravámenes que tienen las fincas, y aun quiso que leyera la copia de las escrituras.

—Tenemos aun que hablar algo relativamente a Aurora —le dije desconcertado completamente por esta nueva derrota.

—Los asuntos de esta pobre joven son muy sencillos: su madre la desheredó, por no sé qué disgustillos de familia, y la parte que por su padre haya podido quedarle, es poca cosa; todo lo más fue derrochado por ese gran especulador en minas, que murió hace poco, y dejó a Florinda, que creo es ya señora de usted, sin un cuarto.

—¿Es posible? —le interrogué—; ¿así están los asuntos de Aurora?

—Ni más ni menos —me contestó con la mayor calma—, y esto lo sé porque la señora me dispensaba su confianza; pero yo no entiendo en esto, sino el padre Martín.

—Pero, señores, esta desconsoladora narración de Luis no puede ser cierta: seguramente todo ello no es más que una maldad y una farsa —dijo Arturo.

—Una maldad y una farsa, como todo lo de este mundo —dijo una voz de un timbre de acero.

Todos volvieron la cara, y por una puerta del costado que daba a un gabinete oscuro y solitario apareció la figura de Rugiero, grave, sombría y, como siempre, con una sonrisa sardónica en sus labios.

—¡¡¡Rugiero!!! —exclamaron todos dejándose caer en los asientos.

—¡¡¡Rugiero!!! —dijo el misterioso personaje—; ¿y qué tenemos con esto? Lo que más pueden decir es que no me han convidado a la tertulia; pero no es la tertulia la que me trae aquí, sino el dar una noticia a mi buen amigo el capitán: han de saber ustedes que el cura debía venir a la madrugada para celebrar el matrimonio del capitán con la amable Teresa.

—¿Es posible? —preguntaron todos.

—Es verdad —dijo Manuel algo desconcertado—; era una sorpresa que preparaba yo a mis amigos, y aun a la misma Teresa que no sabe nada.

—Pero es el caso —continuó Rugiero—, que el cura fue llamado a confesar a una señora atacada de fiebre tifoidea, y sin duda salió acalorado al aire frío… qué sé yo… el caso es que el cura no puede venir, porque está enfermo… Espero que no será nada… pero por lo pronto siempre impide esto que el matrimonio se verifique. El cura envió a avisar a Manuel con un criado, pero equivocó la puerta y tocó en la quinta de aquí junto, donde hace días vivo con una familia de Guanajuato: todos nos alarmamos con oír a deshoras de la noche golpes en el zaguán: me levanté, abrí, interrogué al criado, y como al fin ya me había vestido, quise yo mismo dar el recado y hacer a mis amigos esta inesperada visita. Como supongo que esta explicación disipará la impresión que causó mi presencia repentina, les ruego que continúen su interesante conversación: Arturo tenía la palabra y decía que era una maldad y una farsa.

—Sí, Rugiero, lo repito, es una maldad y una farsa la de este don Pedro —dijo Arturo dominado por la influencia del nuevo personaje.

—Y yo lo afirmo —dijo Rugiero sentándose y poniendo sobre la mesa un paquete de sus aromáticos puros—; escuchad: Las libranzas que ha mostrado a Luis tienen efectivamente la firma del padre de Arturo; pero ellas no valen hoy nada: por un descuido fue a dejar en poder de don Pedro estos documentos, y cuando la última vez le llevó a guardar sus alhajas, que en diversas circunstancias lo habían sacado de apuros, nada debía. La pobre Celestina, lujosa y tiradora de dinero como es, no ha pensado en gastar los ochenta mil pesos que dice don Pedro: cada anillo, cada chuchería que le regalaba le hacía firmar don Pedro un papel, que ella ni leía, ni se volvía a acordar de él.

—Eso, eso es —dijo Josesito—; Celestina me había contado que a cada momento le llevaba don Pedro pliegos de papel sellado que ella firmaba. ¡Ah, Celestina es una guapa muchacha!

—Lo que dice don Pedro —continuó Rugiero— de las letras de cuarenta mil pesos que él debe es lo único cierto; pero con la diferencia de que él fue quien las hizo perdedizas para salir del compromiso y encontrar una manera de eludir el pago: engañó al gobierno fácilmente, comprometió a los que dieron el dinero con su firma, y por temor de un juicio no hay quien le cobre.

—Algo de esto me pasó por la imaginación, y en efecto oí hace días algunos rumores —dijo Luis—; pero yo no tenía datos para rebatirle, y el hombre habla con tanta seguridad que hace hasta dudar de la evidencia misma.

—En cuanto a los bienes de Teresa, están libres, completamente libres, y don Pedro lo sabe bien y tiene los documentos que lo prueban: las escrituras efectivamente no están tildadas en los protocolos, y don Pedro ha tenido buen cuidado de hacerlas aparecer en tercera mano; pero en una gaveta de su escritorio a la derecha, tiene todos esos documentos. Teresa es rica, muy rica, y además de las haciendas cuenta con bienes en La Habana y en España y más de doscientos mil pesos en dinero en el Banco de Londres. En la gaveta de la izquierda están las pruebas de esto.

—Teresa es la mujer más desprendida del mundo —dijo Manuel—; pero precisamente en la hacienda me refirió una cosa semejante: su madre, que la quería mucho, le contaba frecuentemente las grandes riquezas de su padre, y le añadía que tenía la satisfacción de no deber a nadie ni un centavo. Arturo tiene razón: esta es una farsa y una maldad.

—Respecto a la pobre monjita, no es tan rica como Teresa; pero sí tiene lo bastante para tirar dinero por la ventana todo el resto de su vida sin que se le acabe.

—¡Es posible! —exclamó Arturo.

—¡Seguro! —contestó Rugiero—; la principal riqueza de Aurora consistía en el oro que su madre había reunido durante los muchos años que vivió: seguramente tendría más de diez mil onzas.

—¡¡¡Diez mil onzas!!! —exclamó Josesito.

—Más bien más que menos, y esto no lo sabía nadie, pues la señora tenía mil secretos y escondrijos en la casa y no había día de esta vida que no echase en ellos algún oro. Todo este caudal ha pasado a manos del padre Martín y de manos del padre Martín a las de don Pedro: solamente ellos saben el secreto; pero no han podido sacar más que una parte pequeña: lo demás está todavía donde la señora lo puso, y en un cuaderno que está en la papelera de la mesa de don Pedro se especifican las señas de los escondrijos.

»Con mucha razón —continuó Rugiero—, decían cuando yo entraba que todo era farsa y maldad, y con mucha, razón dije yo que así era todo lo del mundo, farsa y maldad; pero fumad, fumad, porque estos asuntos merecen meditarse y discutirse entre el humo del tabaco: los indios de las fronteras del Norte jamás deciden ni de la paz ni de la guerra sin encender el calumet.

Los tertulianos tomaron de los puros que Rugiero había puesto en la mesa y comenzaron a fumar.

—Como podréis comprender muy claramente, es imposible que por las vías de la justicia pueda obtenerse nada: don Pedro tiene sus pruebas en regla y cualquier juez no podrá menos de fallar en su favor.

—¿Qué medio queda? —preguntó Josesito.

—Dejarse embargar, vender poco a poco la ropa y reducirse a vivir en una accesoria de un barrio.

—¿Que no habrá recurso posible? —interrogó Luis Cayetano.

—Sí, dejar que la acusación siga adelante, que Florinda sea puesta en prisión y deshonrada.

—No, eso es imposible —replicó Arturo—; ese hombre no puede triunfar, y es menester…

—Que se quede con el dinero y con las alhajas, y que condene al encierro perpetuo a esa desgraciada Aurora.

—Eso no será —interrumpió Manuel.

—Tal vez eso no; pero seguramente ocultará los documentos —replicó Rugiero—, y Teresa se quedará sin sus bienes: habrá un concurso y todo se lo llevarán los abogados y los escribanos. Pero no hay que desanimarse, amigos míos, la voluntad, el valor y la energía pueden triunfar de todo y contad también con que os he de ayudar. Si os he dicho esas palabras desconsoladoras, es más por advertiros el peligro que por molestaros. El día viene ya y mis caballos me están esperando en la calzada: pienso hacer una excursión al Desierto y regresaré mañana.

—Por lo que más amáis —dijo Arturo, no nos abandonéis.

—¿De veras? —dijo Rugiero con una voz extraña.

—De veras —contestó Arturo con firmeza.

—Es decir que os entregáis a mí con alma y vida.

—Si nos salváis, estoy conforme —contestó Arturo tendiéndole la mano.

—No os arrepintáis después.

—Lo dicho.

—Hay una prenda que pertenece al señor Rugiero y que es preciso devolverle. Si Arturo se empeña en algún compromiso con Rugiero es menester que no tenga la mortificación de deberle nada.

—¿Cuál es la prenda? —preguntó Rugiero.

—El fistol.

—Me lo suponía yo: esta insignificante joya ha andado de mano en mano, y siempre tentando la codicia de todos los que la ven, menos la de este guapo Arturo que ve el dinero y los diamantes como si fuesen tierra. Decidme, ¿qué persona tenía el fistol —continuó Rugiero—, antes de que lo encontraseis en el bolsillo de ese ranchero ladino que os quería matar?

Manuel, azorado se incorporó en la silla, y dijo:

—¿Cómo sabéis?…

—¡Toma! No hay que asombrarse: ese pobre diablo del desertor que os salvó la vida y que se portó con tanto valor, me lo ha contado.

Manuel se tranquilizó con esta explicación.

—El fistol —dijo Luis—, estaba en poder de Aurora.

—Eso es —dijo Arturo.

—Pues entre caballeros —prosiguió Rugiero—, lo más acertado es volverlo a la dama que lo tenía. ¡Qué dirían las gentes bien educadas de que ahora dispusiésemos de una miserable piedra sin consultar siquiera a la que creía ser su dueño! Florinda tendrá la hondada de llevar mañana esta cajita a Aurora, y…

Manuel dio otro salto en la silla.

—¿Cómo es que ahora entregáis el fistol cuando yo cabalmente me lo buscaba en la bolsa?

Rugiero soltó una estrepitosa carcajada.

—De veras —dijo—, que estáis preocupados y todo os inquieta. Hace cinco minutos que sacasteis la cajita, y de encima de la mesa la he tomado yo… pero dejemos esto: queda convenido en que será entregado el fistol a Aurora y que ella dispondrá de él.

—Convenido —dijo Luis.

—Os dejo, y podéis todavía aprovechar un rato para conciliar el sueño —dijo Rugiero—, y entró en el mismo gabinete oscuro por donde había venido.

En efecto, las velas del salón se habían apagado, la casa estaba silenciosa y solitaria y la dudosa luz de las primeras horas de la mañana comenzaba a penetrar por las hendiduras de las puertas. Los tertulianos, envueltos, en una nube de humo y presa de un sopor desconocido, fueron cerrando los ojos, quedándose dormidos en sus sillones, sin que pudiesen despertar sino cuando el sol estaba muy alto y cuando vinieron a llamarlos las voces dulces y argentinas de Florinda, de Celestina y de Teresa.

XIX. Preparativos para una sorpresa

Estaban tan entretenidos con las cartas y la conversación —dijo Teresa a Manuel, tendiéndole la mano—, que no quisimos distraerlos, y cansadas de tocar el piano y de cantar nos fuimos a las recámaras. Hemos dormido un poco, y ahora estamos listas y dispuestas para dar un paseo y tomar el desayuno en la huerta; con que sacudid todos la pereza y el sueño, y venid.

Como si la simpática voz de Teresa hubiese tenido un poder mágico, nuestros amigos despertaron a un tiempo, se limpiaron los ojos, y se pusieron inmediatamente en pie, sonriendo y respondiendo cortésmente al gracioso convite que les hacía la dueña de la casa.

—Celeste y el padre Anastasio partieron a la madrugada y dejaron esta carta para Arturo —continuó Teresa—, y en verdad oí entre sueños el ruido del coche que salía, pero no desperté sino cuando de regreso entró en el patio.

Arturo tomó la carta, la abrió, y pidió permiso para leerla.


Amigo Arturo:

Celeste ha querido entrar hoy en el colegio de las Hermanas de la Caridad; las reflexiones que yo le he hecho, no han servido sino para afirmarla más en su propósito, y he tenido que consentir. Me encargó que comunicase a usted su resolución. Vuelvo a mi retiro de la celda de la Profesa, y allí espera verlo su amigo y capellán que mucho lo quiere.
 

—Esta muchacha tiene tanto de honrada y de hermosa, como de rara y de obstinada —dijo Arturo, estrujando con visible cólera la carta que acababa de leer.

—¿Pues qué ha sucedido? —preguntó Florinda.

—Se ha marchado con el padre, y hoy mismo será novicia o postulanta en las Hermanas de la Caridad.

—¡Es posible! —dijo Josesito—, ¡qué gusto tan pésimo!, ¡cuidar enfermos y velar muertos! ¡Qué feliz soy al considerar que nunca ha tenido Celestina tales inclinaciones!

—Tiene razón Celeste —dijo Florinda al oído de Arturo—. Aquí está la carta de Aurora: es imposible, Arturo, engañar dos mujeres a la vez; una u otra.

Arturo tomó la carta, y en vez de abrirla y leerla, la guardó.

—Ésta es otra aventura —interrumpió Josesito.

Arturo le hizo seña de que callara, y José bajó los ojos mientras Arturo se deslizó, y bajando al jardín abrió la amorosa misiva.


Arturo de mi corazón:

Hace muchos años que pensaba en un imposible, y hoy la realidad me llena de placer y de dicha: tú me comprenderás. Desde que viniste de Europa y te vi por la primera vez, te amé; y este amor, con la ausencia y con tu indiferencia y desprecio ha crecido hasta el punto de extraviar mi razón. Mi pensamiento, mi mundo, mi existencia, mi tesoro, todo eso eres tú; y hoy, segura como lo estoy por tus cartas y por las de Florinda, de que me has amado y me amas, estoy más contenta en este claustro que en medio del lujo, de las riquezas y de las diversiones.

Gracias, mil gracias, porque tu prudencia y tu juicio me salvaron. Recibí tu papelito y acudí a la cita al jardín, pero te juro que me moría de miedo. Figúrate que la noche estaba muy oscura; que unas nubes negras y que parecían tomar la forma de espectros, estaban fijas en la cúpula y en la torre del convento y aumentaban más la oscuridad. Como las monjas dormían, todo estaba en el mayor silencio, y yo, como una sensitiva, me estremecía al menor ruido; me detenía cuando el viento silbaba en las hendiduras de las puertas y ventanas viejas y cerradas hace mucho tiempo.

La falta que iba a cometer me hacía ver por todas partes sombras y bultos espantosos, mientras el amor me daba fuerzas y valor. Así atravesé los corredores, bajé las escaleras y penetré sola, como si hubiese venido del otro mundo, en aquellos patios tristes, donde se oía hasta mi propia respiración y los latidos de mi corazón. Llegué, y esperé cosa de un cuarto de hora; pero a mí me pareció una eternidad; por fin, oí sonar las doce de la noche y creí morir, porque cada campanada del reloj hacía saltar mi corazón.

Como tú no llegaste, me creí libre de mi compromiso y me retiré a mi celda, con una mezcla de desconsuelo y de alegría difícil de definir; sin embargo, en aquel momento me parecía que me habían quitado del pecho la torre de la catedral. ¡Figúrate, Arturo, cómo se hablaría hoy en México de nosotros!, ¡qué escándalo y qué comentarios!

Todo esto me ocurría al tiempo de esperarte detrás de la cerca; pero el amor era superior a mis pobres nervios, que se conmovían fuertemente. En fin, demos gracias a Dios de que así hayan pasado las cosas, y de que nada, absolutamente nada, se haya trascendido en el convento; por el contrario, pensando yo que pronto saldré de esta cautividad, soy más cumplida y exacta en mis deberes y más amable con las superioras; así es que han vuelto a permitirme que escriba y que baje al torno a hablar con Florinda. Mi madre, que, o no ha amado nunca, o perdió la memoria de sus primeros amores, me molesta y me oprime, pero yo la disculpo y la perdono.

Tengo una plena confianza en ti: el amor grande que me tienes, te ha de dar fuerzas y actividad para triunfar de las preocupaciones de mi madre, de la severidad de ese padre Martín, tan austero y tan intratable, y sobre todo de la venganza de don Pedro, que sin duda está ofendido todavía por la burla que le hice cuando tuvo el atrevimiento de proponerme que me casara con él. Ya te lo contaré todo cuando podamos platicar.

Adiós, Arturo; ámame mucho, porque de veras no encontrarás mujer en el mundo que te quiera como yo. Escríbeme por conducto de Florinda y no ceses de trabajar hasta que logres sacarme de este encierro. Te envía su alma y su corazón,

Tu Aurora.
 

—¡Ése es amor! —dijo Arturo, besando una y mil veces la carta de Aurora—, y no el de esa otra veleidosa de Celeste, llena le preocupaciones y de rarezas.

Al decir esto, hizo pedazos la esquela del padre Anastasio y volvió de nuevo a besar la carta de Aurora.

—¡Bah! —continuó—, acabaron mis dudas y mis vacilaciones, y gracias a Dios que puedo fijar mi corazón en Aurora; una muchacha bien educada, hermosa, de talento y rica, muy rica, merece todos los sacrificios imaginables. En cuanto a Celeste, yo me he portado bien con ella… Si ha tenido la tontería de encerrarse con las Hermanas de la Caridad, buen provecho… yo ni la obligo a esto, ni… en fin, una vez que la deje de ver algún tiempo —prosiguió Arturo, llevando su pañuelo a los ojos—, ni yo me acordaré de ella, ni ella se acordará de mí. En cuanto a dinero, todo, todo lo que yo tenga será para ella, para ella… pero mi corazón para Aurora, sí, para Aurora, sin vacilar. Voy a encontrar a Manuel para combinar el modo de romper las costillas a ese maldecido viejo de don Pedro, que es el autor de nuestras desgracias.

Arturo, repuesto de la emoción, dio la vuelta y divisó al fin de una calzada de fresnos a Manuel y Teresa; más atrás venían Celestina y Josesito, al parecer entregados a una amorosa e interesante conversación; y al último Carmela, seguida de Mariana, que cortaba mosquetas y madreselvas para hacerle un peinado.

—De toda esta gente —dijo Arturo suspirando—, no hay felices más que José y Celestina: frívolos, ligeros, descuidados del porvenir, viven con el día, y no piensan en lo que podrá sucederles mañana; con todo, si don Pedro triunfa, su ruina es también próxima y segura. La pobre Mariana, o se sospecha que Carmela es su hija, o un alambre eléctrico invisible la comunica con la que es un pedazo de sus entrañas. ¡Cómo la besa, cómo la acaricia, cómo le corta las más bonitas flores! ¡Pobres mujeres! ¡Pobre Celeste! ¡Pobre Aurora! ¡Mariposas que vuelan en torno de la llama, que es el amor, y que en cuanto la tocan se les queman las alas y mueren llenas de dolores! Manuel se acerca, y Teresa, que nada sabe sin duda de nuestra conversación con Rugiero, está alegre, risueña, animada como nunca la había visto.

En efecto, Teresa se acercaba, apoyándose del brazo de su amante, y éste, aunque sonreía, dejaba traslucir de sus ojos una tristeza profunda.

—Conocimos que tenías necesidad de estar un rato solo para leer tu carta —le dijo Manuel—, pero como ya eso habrá pasado, venimos a buscarte. Nada le he dicho a Teresa de nuestra conversación de anoche; pero aun cuando esto le quite un poco de su buen humor y alegría, es necesario contárselo todo.

—No, nada de asuntos —les dijo Teresa—; arreglen como quieran todo y déjenme el gobierno de la casa, que es lo que toca a las mujeres. No quiero oír hablar ni de las haciendas, ni de los jueces, ni de don Pedro, ni de nada, pues desde que he cesado de ocuparme en esto he cobrado a gran prisa la salud; así, hablemos de las flores, de los pájaros, de tus caballos, de las aventuras de Josesito y de Arturo, de lo que quieran, menos de negocios.

—Mira, Teresa —le dijo Manuel—; precisamente porque no quiero que ni tú ni yo nos ocupemos más en asuntos, es preciso que te resignes a esta última conferencia; ella decidirá para de una vez.

—Sea, pues que tú lo deseas así, pero bien entendido que será la última vez que te escucharé; en lo de adelante, repito, gasta si te parece lo tuyo y lo mío, pero nada me digas.

—Convenido: esta será la última vez, Teresita —dijo Arturo—; pero en este momento debemos hablar, y no hay tiempo que perder, porque veo que está ya el desayuno preparado debajo del fresno.

—Hoy debíamos ya ser esposos —dijo Manuel a Teresa, estrechándole amorosamente la mano.

—¿De veras? —contestó Teresa—, ¡cuánto te agradezco esta delicadeza! No me tocaba a mí decir una palabra, pero tú conocerás que mi posición no es buena. Tú eres un caballero, Arturo lo sabe también, pero el mundo juzgará de muy diferente manera.

—Quería yo darte una sorpresa y escribí al cura del Sagrario, que es excelente amigo mío, y me prometió venir; pero repentinamente se enfermó y todo se nos trastornó. ¿Qué quieres? Esto me puso de un humor pésimo, y mucho más la conversación de Rugiero, que tuvo la fineza de traerme personalmente el recado.

—¿Te dijo algo de mí?

—Al menos de cosas que a ti y a mí nos tocan muy de cerca. Luis, cuyos conocimientos y actividad en los negocios es notoria, y de cuya sincera amistad no podemos dudar, ha tenido una conferencia con don Pedro, y de ella ha resultado que es imposible obtener nada por la vía de la justicia; así pues, desde anoche formé mi resolución que es invariable. Cuando yo he querido unirme contigo, no ha sido ni para hacerte desgraciada, ni para serlo yo; tampoco es para mi carácter sostener eternamente pleitos y vivir amagado, perseguido, temiendo siempre asechanzas, intrigas y traiciones. Bien mirado, mucho me alegro de que el cura no haya venido; porque te aseguro que no quiero casarme contigo, sin que verdaderamente pueda darte el bienestar y la tranquilidad. Verdad es que, con esta esperanza los años se han pasado así: pero, ¿qué quieres? esto no proviene sino de lo mucho que te quiero y de la estimación que tengo por tu carácter.

Teresa miró expresivamente a Manuel, se puso algo encarnada, y bajó en seguida los ojos.

—Lo que te digo, Teresa, no es ni una lisonja ni una mentira, lo siente así mi corazón. Por otra parte, yo no puedo pagar tu amor y tu constancia sino con hacerte feliz; si en ello arriesgo y pierdo la vida, sea en buena hora, muero cumpliendo con la obligación de un caballero. La caballería andate no existe ya en el mundo, pero sí en el fondo del corazón de todo hombre bien nacido.

—Aunque leo en tu corazón, Manuel —le contestó Teresa—, y comprendo bien el fondo de tus pensamientos, no alcanzo los medios que puedas emplear.

—No me queda otro recurso, supuesto que las vías de la justicia son inútiles, mas que arreglar esta cuestión personalmente. La razón y la justicia, aun cuando no fuera el amor que te tengo, me darían valor para todo.

—Es decir, que estás resuelto a llevar las cosas hasta el último extremo.

—A todo estoy resuelto, y tú comprenderás que esto es preciso. Ni tú ni yo somos unos criminales para que estemos, ocultos, y temiendo a todas horas asechanzas y persecuciones. Si queremos amarnos y casarnos nadie tiene derecho de impedirlo; si tus padres te dejaron bienes, tú y nadie más los debe disfrutar. Créeme, Teresa, sólo tu amor ha podido darme paciencia para sufrir tanto de un miserable, que habría matado con sólo mis miradas; pero todo tiene sus límites y te repito, no puedo sufrir un día más. Esta noche iré a casa de don Pedro, y obtendré completa reparación de todo, o morirá; sí, te lo juro, Teresa.

—¡Manuel! has ido exaltándote por grados y tú te calmarás. Un crimen, Manuel, echaría por tierra todo el castillo de naipes que hemos levantado con tanto trabajo. Tienes razón, es menester terminar de una vez esta vida de zozobra y de agonía, y apruebo que vayas esta noche, pero te voy a hacer una súplica que no me negarás.

—¿Cuál?

—Yo iré contigo.

—Eso no es posible, Teresa; tú no podrías resistir la emoción, te enfermarías…

—He calculado mis fuerzas, y tendré valor.

—¡Magnífica, excelente idea! —dijo Arturo, sonando las palmas de las manos—: yo me encargo de organizar la visita, que debe hacerse en este orden: Josesito, yo, Manuel, Teresa al último; Teresa, a quien cree muerta, y por la cual ha hecho ayer unas honras en San Fernando. Es necesario agobiar a este malvado con la justicia de nuestra causa; y si él se excede y da lugar, tomaremos una resolución enérgica, despachándolo a la otra vida.

—Ésa es una locura, Arturo; está bien que vayan todos los que quieran, pero yo no abandonaré a Manuel un momento, y estoy segura de que no cometerá la menor falta. Pensad, amigos míos, que puede destruirse para siempre mi felicidad con un paso imprudente.

Los dos muchachos dieron a Teresa cuantas seguridades quiso, y habiendo llegado los demás que faltaban, sirvió Mariana el desayuno debajo del árbol frondoso, donde se reunieron el memorable día en que llegó el capitán. Quedó convenido que las señoras permanecerían acompañando a Teresa, y que los hombres marcharían a México, cada cual al desempeño de sus respectivas ocupaciones.

La de Arturo era sobre todo preferente, revolvía en su cabeza el modo de causar a don Pedro una sorpresa terrible, y sacarle antes de que volviese de ella, los títulos y los papeles relativos al caudal de Teresa y de Aurora. Como le había salido bien su improvisada comedia, que dio por resultado el casamiento de Celestina, así esperaba que la conferencia citada para la noche, daría el resultado de apoderarse de los documentos, y una vez hecho esto, don Pedro quedaba como el león viejo; sin uñas y sin dientes, y sirviendo sólo para excitar la compasión y la risa de todo el mundo. Es necesario advertir que Arturo escribió a Aurora antes de salir de la quinta una apasionada carta, y con mil encarecimientos le encargó a Florinda que a la hora de la reja tomase el coche, y se diese una escapada para consolar a la cautiva.

Después de haber hecho esto y platicado a solas con Manuel para combinar su plan, Arturo salió de la quinta acompañado de Josesito, que era, como habrá podido notarse, sus pies y sus manos.

—Todo lo que quieras, Arturo; pero por Dios no vaya a suceder que me dejes plantado en medio de una calle a deshoras de la noche, sin volverte a acordar de mí. Créeme que corrí un riesgo grande; más de veinte hombres acometieron al coche; pero yo tuve la sangre fría de empujar la portezuela, abrirme paso con pistola en mano por en medio de ellos y ganar la calzada de Santa María, donde una antigua criada mía, que se llama Macaria, abrió su casa y me dio asilo.

—¡Embustero de marca mayor! —le contestó Arturo riendo—. ¡Qué veinte hombres, ni qué niño muerto! ¿No te acuerdas que yo recogí el sombrero negro que abandonaste en tu vergonzosa fuga?

—¡Yo fugarme, Arturo! Cree que te sufro porque eres mi amigo. Lo del sombrero consistió en que…

—¡Vaya! no hablemos más de eso —le dijo Arturo pasándole amistosamente el brazo por el cuello—; si entramos en averiguaciones no saldrás muy bien que digamos; pero al fin yo tengo la culpa, puesto que no concurrí a la cita a la hora convenida: tú sabes lo que me lo impidió; pero en esta vez será diferente, porque se trata de tu salvación y de la mía, y es menester dar un golpe maestro a don Pedro.

—¿A don Pedro? Pues estoy listo y no temo a una legión de demonios que me lo impida. Desde matarlo hasta desollarlo vivo, a todo estoy dispuesto; porque te confesaré, Arturo, que tengo celos de este viejo y que temo se cumpla la predicción de Rugiero: además es necesario defender la casita y los muebles, aunque eso, bien mirado, ni es mío ni lo quiero.

—Es indispensable que mientras yo arreglo algunos otros asuntos —prosiguió Arturo sin hacer caso de la charla de José—, te pongas de centinela frente a la casa de don Pedro, y tendremos mozos apostados para que me comuniquen tus noticias en el momento que salga a la calle.

—En seguida —respondió José—; me he desayunado fuerte y tengo para de aquí a las cuatro de la tarde.

—Sería bueno que te pusieras unos anteojos, unas patillas grandes y espesas; cualquier cosa, porque el viejo es fino y malicioso.

—No haya cuidado, todo eso corre de mi cuenta. Llegaremos al hotel y al momento comenzaremos a trabajar activamente.

Con efecto, luego que llegaron al hotel dieron sus disposiciones, apostaron los mozos, y José, disfrazado, se ocultó en un zaguán frente a la casa de don Pedro.

Dadas las once don Pedro salió de su casa, y a pocos minutos, por medio del telégrafo humano que habían establecido, Arturo tuvo la noticia que deseaba e inmediatamente se dirigió a la casa del tutor, donde buscó y logró encontrar a una criada antigua que amaba mucho a Teresa.

—Mira —le dijo—, en pago de una buena noticia que voy a darte, júrame, por la cruz de tu rosario, hacerme el servicio que yo te pida. Tu ama vive.

La pobre mujer creyó de pronto que Arturo se burlaba de ella; pero así que volvió a darle la noticia con toda formalidad, tuvo que apoyarse en el portón para no caer. Tan luego como se repuso de su emoción hizo entrar a Arturo a la asistencia, asegurándole que podía platicar con absoluta tranquilidad lo que fuera necesario sin ser interrumpidos, pues no volvería don Pedro sino hasta las dos de la tarde.

—¿Con que es cierto que mi ama vive? Dios, sí Dios, la ha salvado, porque aquí nos han dicho que una vieja hechicera de la hacienda la emponzoñó con sus hierbas, con toloache probablemente.

—Pues el caso fue que sucedió lo contrario; pero te repito que vive y que está en México.

—¡En México! —exclamó la criada—; ¡Virgen Santísima! ¡En México la amita de mi alma! Yo quiero verla, señor, quiero besarle los pies y las manos, porque, además de que era mi ama, era una santa. ¡Cuándo perdía la misa todos los días, ni cada domingo dejaba de comulgar!

—Bueno, bueno —dijo Arturo observando que la criada trataba de alargar mucho la relación—; verás a tu ama esta noche misma.

—¿Y dónde, dónde?

—Aquí, aquí mismo; pero es preciso que don Pedro no sepa nada de esto, porque lo que yo quiero y lo que quiere tu ama es darle una sorpresa agradable.

—Pero el pobre de mi amo se va a morir. Figúrese usted que ha sentido a la niña como a su hija y hasta ha llorado, él que es tan seco y tan serio.

—No haya cuidado. Don Pedro, es verdad que se sorprenderá; pero de placer, de alegría, y esto no le hará mal. Conque vamos al caso ¿estás dispuesta a lo que deseamos?

—A todo, a todo lo que mi ama quiera.

—Perfectamente. En primer lugar, mucho silencio.

—Ni a mi confesor diré una palabra.

—¿A qué horas viene de noche don Pedro?

—A las siete o siete y media entra, pide su chocolate y su vaso de leche, y a las ocho reza la estación hincado de rodillas. El pobrecito ¡es tan santo y tan bueno!

—¿Tienes un cuarto separado en la casa?

—Cabalmente el que sigue a la recámara del amo, y como tiene su cancel y su puerta separada, la niña puede estar allí sin que nadie la vea hasta que ella quiera.

—Perfectamente. Entonces a las ocho, cuando esté rezando don Pedro, yo y un amigo vendremos con Teresa: mientras nosotros entramos por la sala tú recibirás a tu ama y la introducirás en tu cuarto. ¿Comprendes? Queremos dar una agradable sorpresa a don Pedro y es necesario que nadie sepa una palabra. Advierte a tu amo que vendrán cosa de las ocho unos señores a buscarlo, y, si puedes, será mejor que con cualquier pretexto nos esperes en la puerta para evitar que nos haga preguntas el portero. Toma, y muchas gracias por tu deferencia y ayuda.

Arturo quiso gratificar con algunas monedas de plata a la vieja criada, pero ésta rehusó y dijo que se daba por muy bien pagada con solo el gusto que iba a tener de ser la única que sabía el secreto y de dar un estrecho abrazo a su ama a quien todos creían muerta.

XX. La sombra de Teresa

Arturo y Josesito, con una incansable actividad acabaron de formar su plan, lo comunicaron a sus amigos, y aunque no dejaron de coger, como suele decirse, ninguno de los hilos, ni omitieron ninguna de las precauciones necesarias, temían que cualquiera circunstancia imprevista frustrase el golpe que meditaban, o la malicia y astucia de don Pedro los dejase burlados por la postrera vez; sin embargo, no podían ya ni retroceder ni hacer otra cosa, y estaban dispuestos a aventurar hasta su vida con tal de apoderarse de los importantes documentos que les había indicado Rugiero.

Poco después de las ocho se presentó Josesito en casa de don Pedro. Como la criada, impaciente y deseosa de ver a Teresa, les había ayudado eficazmente en su intento, el portero, prevenido de antemano, ninguna dificultad tuvo en dejarlo subir. Josesito, pues, haciéndose el tonto y desentendido, penetró a la asistencia, de la asistencia a la recámara y de ésta a una especie de oratorio, donde encontró a don Pedro arrodillado, con un grueso rosario en la mano, rodeado de criados: estaba justamente en el último requiem, se supone que por el alma de su querida pupila. Don Pedro se limpió los ojos, que diz que tenía húmedos por el llanto que había derramado durante el rezo, se puso en pie, y al tiempo de apagar una vela de cera que ardía delante de la imagen de la Virgen de los Dolores, engastada en un ancho y labrado marco de plata, divisó a Josesito, cuya figura desencajada, pero atrevida y resuelta, se asomaba por la puerta.

Don Pedro se sorprendió, porque, como todo hombre lleno de secretos y de intrigas, se sorprendía siempre que de improviso se le presentaba alguna persona; pero repuesto inmediatamente, y habiendo reconocido a Josesito, procuró sonreír y con una fingida cortesía se dirigió a él.

—Nos sorprendió usted en una piadosa ocupación, y aunque los pisaverdes y libertinos se burlan de todas estas prácticas cristianas, creo que usted no llevará a mal…

Josesito, picado y ofendido de la gratuita invectiva del viejo, y resuelto por otra parte a desempeñar su papel, que se reducía a dar una fuerte cólera al tutor, le respondió, no sólo con mal humor, sino con altanería.

—No sé con qué derecho, desde el momento mismo de saludarme, hace usted suposiciones gratuitas e injuriosas. Soy cristiano, y sin ostentación ni hipocresía; quizá mejor y más sincero que los que se roban lo ajeno.

—Lo dirá usted acaso, amigo mío, por cierta casa de la Ribera de San Cosme, que está arrendada en trescientos pesos cada mes —le contestó don Pedro con tono irónico—; desearía ver los títulos para asegurarme de que su padre, o algún tío rico de esos que hacían su fortuna en los ingenios de Tierra Caliente, se la ha dejado en herencia; pero siéntese, siéntese usted y dígame qué me proporciona la satisfacción de ver a usted por mi casa a estas horas de la noche, e introduciéndose hasta mi propio oratorio así, como quien dice…

Como se vé, los dardos del viejo fueron a herir el corazón del muchacho, el que se mordió los labios, apretó los puños y se quedó más de cinco minutos sin tener que responder; pero por fin recobró el uso de la palabra.

—La casa de la Ribera de San Cosme, ni es mía, ni tampoco es de usted, señor don Pedro.

—Ya se ve, es de Celestina; pero como usted es ya el marido de Celestina, no me parece que digo mal, ni lo ofendo cuando asiento que…

—Dejémonos de averiguaciones y de explicaciones inútiles, caballero —le dijo José resueltamente—, yo vengo a que me explique usted ¿por qué quiere embargar a Celestina?

—Toma, porque me debe dinero. Páguelo usted, que es su marido, e inmediatamente suspenderé las diligencias judiciales.

—Eso es precisamente lo que yo vengo a solicitar de usted.

—¡Ah! ¿Me viene usted a pagar? —dijo don Pedro.

—Sí, en otra moneda desearía pagar a usted, y si no fuese usted un viejo mentecato, que, cuando le conviene, grita como una mujer, tiembla como un azogado y se queja, ya nos entenderíamos, y las cosas se arreglarían de otra manera.

—Un desafío, ¡ah! se trata de un desafío —dijo don Pedro.

—Ni más ni menos que eso; pero desgraciadamente usted no es capaz de…

—Se equivoca usted; soy un hombre que le contestará de cuantas maneras quiera. Déme usted por escrito su queja y mándeme sus testigos mañana a las once, y si le he ofendido le daré con las armas la debida satisfacción.

José miró fijamente al viejo y apenas podía creer tal determinación: así es que se quedó un poco pensativo.

—¡Ah! reflexiona usted, se va atrás —dijo don Pedro—; ya lo suponía yo, porque su costumbre es insultar a los inermes y a los débiles que sufren sus injurias.

—Mi costumbre es no dejarme engañar de miserables —contestó Josesito en voz alta—. Desea usted que yo le escriba una carta y que le mande mis testigos para esconder, como hizo cierta persona días pasados, un escribano que diera fe de todo, quejarse en seguida con el gobernador y sumirme en la cárcel. ¿No es verdad que he adivinado?

Don Pedro se mordió a su vez los labios y bajó los ojos, quedándose callado un momento; después respondió:

—No sé qué datos pueda usted tener para pensar así; pero dejemos todo esto a un lado y dígame terminantemente qué desea.

—Que me entregue usted unos documentos donde están varias firmas de Celestina. Usted le reclama dinero que no ha recibido, y, por consecuencia, yo quiero esos papeles.

—Con mucho gusto los daría a usted para que tuviera una nueva prueba de mí deferencia; pero me es imposible: los tiene el escribano.

—Eso no es cierto, y sé que están en el cajón de esa mesa.

—En este cajón no hay nada —contestó don Pedro torciendo la llave.

—Señor don Pedro —dijo Josesito arrojándose con calma en un sillón— yo no me muevo de aquí hasta que no me entregue usted esos papeles: búsquelos usted despacio, que no tengo prisa.

—Y de camino busque también —dijo Arturo, que entraba en ese momento—, unas cartas y unas libranzas que mi pobre padre le dejó creyendo que era usted un hombre honrado, y de las cuales ha abusado en estos días, haciendo creer a mi apoderado que las alhajas de mi madre las retuvo como garantía de dinero que se le pidió prestado.

—Pero ¡qué diablos se le ha metido al portero para dejar subir a todo el mundo! ¡Hola! ¡Hola!

—¡Silencio! —dijo Arturo—, y no hay que alborotar la casa: los que estamos aquí no somos ni unos petardistas ni unos salteadores. Si algún riesgo hay somos nosotros los que lo corremos; con que, silencio y acabemos breve, porque no deseo prolongar mucho tiempo esta conferencia.

—Y bien, ¿qué queréis? —dijo don Pedro con tono colérico—; porque la paciencia se me agota ya. Soy hombre que no molesto, que no me mezclo con nadie, y es triste cosa que a la hora menos pensada vengan los que, habiendo botado por la ventana todo su patrimonio… pero tampoco tengo que meterme en esto; decid pronto lo que queréis, porque de lo contrario abriré el balcón y daré voces.

—¡Mis papeles! —dijo Arturo con firmeza.

—¡Mis papeles! —gritó Josesito.

—¡Los papeles de Teresa! —gritó otra voz fuerte que hizo estremecer a don Pedro.

Era Manuel, con sus ojos negros y brilladores como los de la hiena en la oscuridad de la noche, con su semblante blanco y transparente por la cólera, con su gran bigote negro retorcido.

—Caba… caba… caballero, pasad… pasad… —tartamudeó don Pedro involuntariamente y tendiéndole una mano flaca y temblorosa que el capitán no quiso tomar.

—Me creíais muerto, ¿no es verdad?

Don Pedro en un momento procuró rehacerse y cobrar ánimo, considerando que no le quedaba otro recurso para salvarse de la tormenta que le había sobrevenido.

—Habían dicho, en efecto —contestó procurando sonreír—; pero ¡bah! yo nunca lo quise creer, porque era natural que… vamos… cuánto me alegro… sentaos… es verdad que estáis muy pálido… pero… ¡bah! no es cosa… sentaos todos, y veremos cómo entre amigos arreglamos las pequeñas diferencias… Si yo siempre he estado dispuesto… ¡oh! pobre Teresa… pobre Teresa.

Don Pedro, al decir esto y para acabar de disimular su turbación, llevó su pañuelo a los ojos; Manuel se retorcía el bigote y quería estallar, pues la cólera le ahogaba: Arturo estaba a punto de soltar una carcajada, y Josesito reconcentrado en una sola idea, no quietaba la vista de los cajones y de la papelera, esperando el momento oportuno para echarse sobre los interesantes documentos.

Manuel, que no podía tenerse en pie, se dejó caer en un sillón, se limpió algunas gotas de sudor que corrían por su frente, y con una voz pausada y solemne, continuó.

—Temía esta entrevista, porque no creía ser dueño de mí mismo: vengo sin armas y por la última vez de paz; no deseo hacer a nadie el menor mal y sólo evitar el que a mí me lo hagan. Si estas pocas palabras bastan para que me comprendáis no gastaremos más tiempo: dadme los papeles y os dejaremos quieto para no volvernos a ver en la vida.

—Serenaos un poco, caballero, serenaos; estáis pálido y agitado, y sin duda os han dado mis enemigos siniestros informes. No comprendo, en verdad, qué papeles: todos me piden los papeles; pero los que yo podía tener, que son los relativos a la testamentaría de Teresa, no están aquí.

—Sí están; los tenéis en vuestro poder, así como los de Aurora, que no ha muerto; pero que gime por vuestra culpa encerrada en las cuatro paredes de un convento —dijo Luis, que era el nuevo personaje que aparecía en la puerta.

Don Pedro se sorprendió otra vez, se levantó de su asiento, buscó una salida por la pieza; pero Arturo se colocó en una puerta y Josesito en la otra.

—Deseaba yo un vaso de agua para mi amigo el señor capitán —dijo procurando poner una cara muy amable—. José, hacedme el gusto de llamar una criada.

Don Pedro habría dado una talega de pesos por tener delante de sí a alguna criada a quien hacerle seña para que le llamase a los serenos o le proporcionase algún auxilio.

—No hay necesidad de nada, señor don Pedro —dijo Manuel—, sino que lo más pronto posible acabemos esta conferencia. Estamos impuestos de todo, y cada uno de nosotros reclamamos unos documentos que se hallan en vuestro poder, y con los cuales habéis logrado hasta ahora interrumpir el curso natural de la justicia. Como ante los tribunales serían perdidas las cuestiones para nosotros, hemos resuelto venir a esta casa para que vos mismo, sin necesidad de jueces ni de abogados, nos administréis justicia.

Habéis manejado muchos años los bienes de una muchacha inofensiva, desvalida, como lo son todas las que tienen la desgracia de que la muerte les arrebate a sus padres… Bien, no quiero cuentas ni inventarios, ni nada, cerraré los ojos sobre lo pasado: entregad lo que corresponde a esa señorita, a quien hicisteis desgraciada y seremos, no amigos, pero al menos indiferentes el uno para el otro.

Habéis tomado unas alhajas, que pertenecían a un joven que no tenía otro patrimonio, y ahora abusáis, presentando unos documentos que se dejaron en vuestro poder por confianza, o por un incalificable descuido. Arturo no quiere sus alhajas, porque sabe que os las robaron, pero dadle el ínfimo valor de ellas, en fin, lo que queráis, y jamás os volverá a molestar.

Habéis seducido a una muchacha que era buena y honrada, porque mucho tiempo estuvo en compañía de la madre de Arturo, y cuando sigue una vida regular y honesta como esposa legítima de un apreciable joven, laborioso y bien educado, queréis arrebatarle lo poco que posee, y dejarla en la miseria, para obligarla por esto a que sea venal y pervertida.

Por último, habéis abusado en la hora de la muerte, de las creencias y del carácter de una señora, religiosa y buena, para encerrar a su hija en un convento y quedaros con sus bienes. Dadle lo que es suyo, y sobre todo, la libertad, porque lo que habéis hecho ha sido, abusando de vuestra posición en el mundo, de la falsa reputación que habéis adquirido, no con el ejercicio de la virtud, ni de la religión, sino de las exterioridades y de la más refinada hipocresía…

Ya veis, no apelo más que a la voz de vuestra conciencia: haced todo lo que os digo y quedaréis rico y feliz. Los pocos años que tendréis que vivir en el mundo, serán tranquilos; el dinero, el dinero es en verdad la mitad de la vida, o la vida entera, pero llegando a cierta suma, todo es igual. Lo mismo será para vos morir dejando cien mil pesos que doscientos mil: ya veis, vengo de paz, y quiero que todo pase entre caballeros y hombres de honor. Si alguna palabra dura he podido decir al hablar, tenedla por no dicha, y perdonad… Escuchad la voz de vuestra conciencia, repito… pensad bien antes de dar vuestra respuesta… porque después… no sé… quizás será ya tarde.

Todos callaron y hubo como un cuarto de hora de un silencio solemne: al fin don Pedro tomó la palabra.

—Capitán —dijo—, pagado de vuestras maneras y vuestra cortesía, voy a responder: en cuanto a los bienes de Teresa, tengo mis cuentas arregladas y presentadas al juez de los autos. Habiendo muerto la pobre criatura, sin haber contraído matrimonio, no creo que tengáis derecho… sin embargo, vos que la quisisteis mucho, y que hicisteis mil sacrificios por ella, merecéis un recuerdo, y desde luego os ofrezco dos casas: una donde estaba la tienda del Sol Mexicano, y la otra en una buena calle… en fin con esto podréis vivir sin necesidad de la milicia, ni del gobierno.

Manuel se enderezó en la silla, y quiso levantarse y ahogar al viejo; pero reflexionó que era mejor dejar que acabase, y así guardó silencio, e hizo señas a los demás para que lo guardasen. Don Pedro continuó.

—Respecto de las alhajas, mucho me alegro que todos sepan que se las llevaron los ladrones. Pudiendo como puedo probar, el robo, ninguna responsabilidad tengo; pero, repito, quiero ser deferente. Entregaré a Arturo la carta y libranzas del señor su padre, y además cinco mil pesos; pero me firmará un documento por el cual conste que nada tiene ya que reclamarme.

No quisiera yo mentar ni aun de chanza a Celestina, porque ha sido la causa de mi ruina; pero en obsequio de José, le dejaré la casa y los muebles, si él consiente en separarse de ella y hacer un viaje… Yo lo colocaré bien en Guanajuato o en Monterrey.

Josesito iba ya a lanzarse a su vez al pescuezo de don Pedro, pero lo detuvo una mirada del capitán.

—Del asunto de Aurora nada puedo hacer, ni tengo que ver en él: está confiado al padre Martín, y con él podrá entenderse el señor don Luis: hablaré al padre, se lo recomendaré mucho, eso sí, pero, será a condición de que Aurora profese y no dé el escándalo de abandonar la santa casa donde la puso la difunta señora. Creo, señor capitán, que pensaréis que he sido dócil y racional para todo: ¿queréis más? Hablad, estoy dispuesto.

Arturo no pudo contenerse, y se levantó efectivamente de la silla, para contestar por las vías de hecho a las proposiciones del tutor; pero Manuel le hizo seña con la mano de que se contuviera, y continuó:

—Veo que con vos no es posible transacción ni avenimiento alguno: si en la edad que tenéis, no escucháis la voz de vuestra conciencia, pocas esperanzas nos quedan ya. He tenido más sufrimiento del que creía; pero ya se me acabó, y no quiero que hablemos una palabra más. Dadme los papeles.

—¡Sí, los papeles! —dijeron todos.

—Los papeles he dicho que no los tengo —dijo don Pedro con altanería.

—Caballero, evitadme una violencia y un disgusto —dijo Manuel poniéndose en pie—; dadme los papeles.

—He dicho que no los tengo —contestó don Pedro resueltamente, y dirigiéndose a tomar el cordón de la campanilla.

—¡Los papeles, he dicho! —gritó Manuel, tomándolo fuertemente del brazo, y evitando que sonase la campanilla.

—¡Qué hacéis! —dijo don Pedro temblando de la cólera—. Tengo necesidad de llamar en mí auxilio, porque se me quiere asesinar: Jacinta, Lugarda, Margarita —gritó don Pedro dirigiéndose a la puerta.

—No hay necesidad de llamar a nadie, señor don Pedro: he venido para defenderos, para evitar una violencia; pero os lo ruego, por Dios, por la Virgen María, por vuestra salvación, entregad esos papeles; no irritéis a Manuel, porque os matará.

La que decía esto era Teresa, que, como hemos dicho, había estado oculta, escuchando todo en el cuarto de la vieja criada. Como Manuel se había exaltado con la negativa de don Pedro, y Teresa conocía mucho su carácter, no pudo ya contenerse, y salió a poner término a la disputa con su presencia. El susto que tenía de la escena que presenciaba, la emoción de verse en la casa donde tanto había sufrido, y delante del autor de todas sus desventuras, dieron a su semblante un tinte azulado, y a su voz un sonido lúgubre, de manera que cualquiera habría dicho que era una sombra que se levantaba del sepulcro; que era la conciencia misma que salía del pecho de don Pedro, para echarle en cara toda la deformidad de su conducta.

Apenas oyó la voz, volvió la cara y vio la sombra pálida y leve que le hablaba, cuando se dejó caer en una silla, y se cubrió el rostro con las manos exclamando dolorosamente:

—¡Teresa! ¡Sí, es la sombra terrible de Teresa!

Los concurrentes se quedaron mudos y silenciosos: Teresa misma no sabía qué hacer, hasta que por fin se adelantó y tomó la mano del tutor.

—Hablad, don Pedro, disipad vuestro temor, Dios ha querido conservarme la vida, tal vez para evitar una desgracia para vos y un crimen para Manuel. Entregad los papeles y tranquilizaos, que ninguno de nosotros quiere haceros el menor mal.

Apenas sintió don Pedro, el contacto frío de la mano de Teresa, cuando levantó la vista, la fijó en todos como si hubiese perdido el juicio, y se puso a temblar como un azogado.

Teresa asustada del efecto que había hecho su presencia en el ánimo del tutor, llamó a las criadas, que lo llevaron a la cama, y le comenzaron a prodigar toda clase de auxilios. Entre tanto, Josesito que no había despegado los ojos de los cajones y de la papelera, aprovechando la confusión y el aturdimiento en que todos estaban, abrió el cajoncito del escritorio se apoderó de los papeles, los metió entre sus pantalones, en las bolsas, en el sombrero, en donde pudo, de manera que no fuesen vistos ni de los criados ni del portero.

—Tengo yo las papeles —dijo Josesito en voz baja a Arturo—, avísales a todos que mañana estén reunidos en la quinta, y después de un buen almuerzo, haremos el examen del tesoro que hemos adquirido en esta dichosa noche.

Cuando los demás concurrentes se cercioraron de que el accidente que acometió a don Pedro no era de gravedad, se retiraron dirigiéndose a la quinta, dejando a los criados que hicieran sus comentarios sobre el suceso, y formando ellos los suyos, que no eran decisivos hasta no saber la importancia y contenido de los papeles.

XXI. Los títeres de don Pedro

Dos días de cama bastaron para que don Pedro se repusiera del susto que le produjo la repentina aparición de Teresa y de la cólera que le dio el atrevido Josesito permitiéndose abrir los cajones de su escritorio y extraer papeles importantes, pero al tercero, comenzó a reflexionar y a avergonzarse del desgraciado momento de cobardía y debilidad que mostró ante sus enemigos.

Don Pedro, como habrá podido comprenderse, era de una naturaleza y carácter singulares, más bien de novela que no hecho de la masa común de los mortales. Estaba persuadido que con la fortuna personal y bien adquirida que poseía, le bastaba para tirar, como quien dice, el dinero por la ventana, mientras viviese, y todavía dejaría bastante después de su muerte, y sin embargo por nada de esta vida quería desprenderse de los bienes de Teresa, y aun maquinaba para posesionarse de los de Aurora. Cuando se miraba al espejo y se acordaba del año remoto en que había nacido, no podía menos de reconocer que era, no sólo insensato, sino estúpido el pretender casarse con una mujer en la flor de su edad y con todo el esplendor de la juventud, y a pesar de este pleno conocimiento, persistía en que Teresa fuese su esposa y se encelaba, no sólo del capitán, sino hasta del primero que pasaba por la calle. Cuando perdía la esperanza de que Teresa fuese suya inclinaba su solicitud a la bella Aurora, cavilando día y noche tratando de lograr su objeto, aunque fuese por los caminos más tortuosos. Además de estas que él creía pasiones tiernas y legítimas, no había día que no buscase pasajeras distracciones con lavanderas, costureras y estanquilleras, y cuando intentaba una conquista sabía que el mejor camino es el que está sembrado de oro, y sabía gastar el dinero, y ya hemos visto que la madre de Celestina no se anduvo corta y colocó bien a su hija, hasta que ésta, buena y desinteresada en el fondo, despreció el dinero y entregó su corazón al bravo Josesito.

Don Pedro era cristiano viejo, retrógrado en política hasta desear el Rey y la Inquisición, y primero se hubiese dejado cortar un pie que faltar a la misa de once del Sagrario y dejar de rezar el rosario y la estación a las ánimas todas las noches en compañía de sus criados; pero esta piedad y esta devoción reconocían un fondo de egoísmo, un motivo de lucro y una completa seguridad respecto de su suerte en la otra vida. Hermano de diversas cofradías, amigo de frailes, curas y canónigos, hipócrita en sus acciones, sabiendo dominarse y componer su semblante en los lances más críticos, y con fama de santidad, no había persona que no le fiase sus asuntos y su dinero; de modo que su casa era una especie de banco, que competía con el juzgado de capellanías, y de aquí honorarios, comisiones y legados que habían formado su fortuna independientemente de los cuantiosos bienes de la testamentaría de Teresa. Creía a pie juntillas y quizás de buena fe, que el dinero era bastante para comprar la gloria eterna, y cuando cometía una acción de mala ley que no dejaba de repugnar a su propia conciencia, decía para tranquilizarse ¡bah! esto no es nada, y si hay en ello pecado mortal, me confieso, dejo diez mil pesos para misas, cinco mil para responsos y oíros cinco mil para huérfanas y dotes de monjas, y si estoy tres semanas en el purgatorio es mucho. Con estas convicciones no tenía dificultad para nada, ni se paraba en nada, de modo que si como tenía esta fuerza moral para obrar, hubiese tenido valor personal, hubiese dejado muy atrás al impávido don Juan Tenorio, pero el refrán dice muy bien que Dios no da alas a los animales ponzoñosos. Don Pedro era cobarde, nervioso y débil de complexión. Esto hacía que fuese menos malo.

Entrando en este orden de ideas, don Pedro, recostado en su cama y al tercer día de la cómica escena que hemos referido en el capítulo anterior, decía:

—¿Para qué tantos disgustos y molestias? lo que no tiene remedio mejor es abandonarlo. Ni Teresa, ni Aurora me han de querer. Celestina me ha robado cuanto ha podido, y esa junta de pillastres que encabeza el perdulario del Josesito me persigue, y ese capitán bilioso y maleta me puede dar un golpe el día menos pensado. ¡Canalla, verdadera canalla! que no quisiera yo que volviese a subir las escaleras de esta casa. Hambrientos miserables que lo que quieren es apoderarse de los bienes de esas muchachas para tirarlos en el café del Progreso y jugarlos en las temporadas de San Ángel; pues bien, que se los roben, ¡qué me importa! entregaré a Teresa sus cuentas y su dinero, dejaré que el padre Martín haga lo que quiera con esa loca de Aurora, y yo quedaré bastante rico y quieto y tranquilo en mi casa dedicando mis últimos días a Dios ya… a… también a las muchachas que no me proporcionen quebraderos de cabeza… al fin no soy casado, a nadie ofendo y bastante sé la opinión de San Gerónimo sobre esta materia delicada.

Don Pedro sacó una pierna flaca de las sábanas, después la otra y se comenzó a vestir, y al meter en el ojal el último botón se quedó suspenso y pensativo como diez minutos.

—¡Qué tontería! —exclamó tomando su bata—. ¿Devolver esas hermosas y ricas haciendas de San Luis? ¿Entregar las onzas de oro y las talegas de pesos nuevos que están depositadas en casa de Makintosh, desprenderme del manejo de los bienes, y darle gusto a esa redomada canalla, ni por mal pensamiento? Todo el mundo se burlaría de mí, perdería la confianza de las gentes que me honran, sería la burla y el ludibrio de ese Josesito que no hablaría otra cosa en el café… no, no… mil veces no… lucharé… sí, lucharé y además las circunstancias políticas me favorecen mucho. Lo que es necesario es que cambie el gobierno antes de que los americanos vengan a México, porque vendrán. Si ese cambio se hace por mi influencia, yo mandaré, es decir, mandaré para lo que convenga, como nombrar dos o tres jueces, poner en la cárcel a Josesito, acusándolo de asalto y robo de documentos, hacer que el capitán tenga un duelo o que lo destierren o que lo empleen en la guerra, y entonces Teresa caerá humillada a mis pies para pedirme que la proteja, porque no tendrá más que yo… ¡ah! olvidaba al zaragate del Arturo… ya veremos lo que se hace con él, lo que importa es moverse, y esta ley de manos muertas que leí ayer sin mayor interés es hoy un tesoro para mí.

Formemos antes de salir a la calle un plan, pero no de esos planes revolucionarios que vemos a cada momento impresos y que escribe un tinterillo de un pueblo cualquiera y adopta un capitán que ha perdido al juego los fondos de su compañía, como por ejemplo, ese Manuel, sino un plan que esté en mi cabeza, en mi sola cabeza, y que vaya yo transmitiendo a esa multitud de títeres insignificantes que se llaman hombres de gobierno, y a esos otros títeres sagrados que se llaman clérigos y que quieren sacar la castaña con la mano del gato… Dios tenga mi lengua, he dicho algo mal de los clérigos y me arrepiento —continuó murmurando en voz baja, y santiguándose—. ¿Qué han de hacer los pobrecitos si no nacieron para soldados? Ellos tienen sus armas sagradas, y lo que importa es que en esta vez las esgriman y hagan temblar a esos libertinos, que no creen en el infierno, pero que sí temen que los arrastre el día menos pensado el pueblo, ese pueblo eminentemente religioso y bueno, menos cuando se convierte en ladrones que asaltan las casas como lo hicieron conmigo, pero… ¿qué diablos de enredos estoy haciendo en mi cabeza? Procedamos con orden. Primero hablar con el provisor y los canónigos influyentes y excitarlos a que fulminen excomuniones, nieguen la absolución, cierren las iglesias y el domingo no haya misas ni en el altar del Perdón, ni en ninguna iglesia, pero estos frailes de Santo Domingo y de San Francisco son muy mentecatos y miedosos, y siempre abrirán las capillas y dirán misas. No importa, con sólo que esté cerrada la Catedral y el Sagrario, las mujeres armarán un escándalo, y seguirán los hombres, y quizá invadirán el Palacio y echarán por el balcón a ese hombre de fierro que no quiere transigir y que es el peor enemigo del clero. Calvino y Lutero eran niños de teta.

En segundo lugar ver a ese hombre de fierro que está en el poder y es mi amigo, sí, mi amigo, y, salvas sus opiniones yo lo estimo, pero en estos momentos lo que importa es hacerme de su confianza prestándole algún dinero. No tiene ni pan que dar a esa turba de desarrapados, cargadores y criados sin colocación que está juntando en Palacio y que le llama guardia nacional.

La verdadera guardia nacional es la de polkos, esa sí que tiene hombres que valen. Hay un don Pedro, tocayo mío, que es como un león. Si yo tuviera su valor, ya habría dado cuenta de ese pillastre de Josesito, y de ese bandido capitán, y de ese prostituido Arturo; pero qué hemos de hacer, soy nervioso y no lo puedo remediar; pero sigamos con los artículos de mi plan.

Tercero. Exaltar a ese hombre de fierro, que es muy susceptible para que mande disolver y desarmar a esos batallones de polkos.

Cuanto. Advertir a esos batallones de polkos que los van a echar a patadas de sus cuarteles o a mandar a Veracruz a que mueran de vómito. Mi amigo, el licenciado C… hará esto perfectamente, y como no han de dejarse, porque tienen las armas en las manos y no son unos niños, resultará lo que Dios quiera, en eso no me meteré y me lavo las manos, y en esas y las otras, Josesito y Arturo, que son de la guardia nacional, pescarán un balazo y solitos se castigarán por su mala vida, sin que yo grave mi conciencia.

Quinto. Dinero, nada puede hacerse sin el dinero, y los clérigos quieren que todo se haga por obra del Espíritu Santo, y no tienen mundo. Lo que importa y urge es que suelten el dinero, y esto es lo más difícil; pero los voy a estrechar y a demostrar que serán hasta degollados si no se deciden a abrir la bolsa.

D, Pedro se frotó las manos, dio dos brinquitos en señal de contento, se paseó por el cuarto meneando las caderas como una coqueta, y llevando después solemnemente la palma de su mano derecha a la frente, dijo en voz alta como si quisiera ser oído:

—Es verdad que Dios no me ha hecho un bruto como ese capitán, y que mis nervios son delicados, pero en compensación ha dado a esta cabeza de aquello con que se hacen los sermones. Ya verán esos pobres diablos que vinieron a hacerme una indigna farsa a mi casa, lo que se les espera, y cómo hago mover mis títeres de tal manera, que por lo menos reciban una buena paliza. Lo que yo querría arrancarles a cualquier costa son las cartas privadas, porque me pueden poner en ridículo con ellas, y capaces son de publicarlas… pero… qué estoy diciendo… esas cartas no tienen firma, y hay tantos Pedros y Pedritos en la ciudad, que quién va a adivinar que soy yo… y ni lo creerían las gentes, porque mi reputación está bien sentada. En cuanto a documentos de importancia, lejos de perjudicarme me honrarán: dotes de religiosas, caridades, beneficios a toda la ciudad, a mi costa, es decir, a la de Teresa, pero eso veremos en la liquidación de cuentas, si es que se llegan a liquidar. Dios se llevará a la santa gloria o al infierno tal vez, no lo deseo, al capitán, al Josesito y al presumido del Arturo; Teresa pasará largos años en el purgatorio si yo no dejo ordenado que le digan lo menos veinte mil misas, y lo haré, lo prometo, con tal que Dios se la lleve si es su divina voluntad.

Una criada que entró de puntillas y con mucho miramiento, puso en manos de don Pedro un paquete de cartas.

—¿Por qué has entrado de puntillas y sin hacer ruido? ¿Escuchabas?

—Ni por pienso. Como su merced hablaba recio, creí que conversaba con alguien, pero nada he oído. Aquí están estas cartas y esperan la respuesta.

—¿Qué has hecho subir a esa canalla que no viene más que a pedir dinero todos los días?

—No señor, esperan en el portal y en la calle, y dicen que no se irán hasta que su merced les haya contestado.

—Bien, diles que a la tarde vuelvan, y si no estoy en casa, el portero les dará la contestación. Vete y llama a la cocinera.

Don Pedro comenzó a rasgar los sobres y despegar las obleas con cierta impaciencia, y entre tanto la cocinera muy respetuosa y con los ojos bajos, se presentó delante de don Pedro.

—¿Cómo tienes tu despensa?

—Se están acabando las semillas y falta también azúcar, y chocolate, y café…

—Bien, bien… compra arroz, y frijoles, y azúcar, y cuanto necesites, pero en abundancia, doble cantidad que el mes pasado. Ya sabes, en la tienda de siempre… Vete.

La cocinera salió.

—Quién sabe lo que podrá suceder, y si tendremos sitio y balazos, y no está de más tomar sus precauciones; veamos estas cartas.

Don Pedro recorrió con precipitación las diferentes cartas que había abierto, y las tiraba con cólera en la mesa.

—Lo de siempre; pedidos de dinero. Todos piden prestado y nunca pagan. ¡El coronel Relámpago! Este hombre es inagotable; tira el dinero como si tuviera el capital de don Gregorio.

Culebrita; otro de la misma madera. ¡Qué hombre! pero no hay que negarles nada en estos momentos en que nos pueden servir.

Don Pedro se sentó en el escritorio y contestó, sin firmar las cartas, sacó unos montoncitos de pesos del cajón de la mesa, llamó al portero y le dio minuciosas instrucciones para que en la tarde entregase a cada uno la respuesta y la cantidad que le designaba. A Relámpago le envió tres onzas de oro.

Acabado este trabajo, tomó su sombrero, su bastón, su caja de polvos, de oro con brillantes, y a pesar de estas contrariedades bajó alegremente las escaleras y montó en su coche, dando las órdenes al lacayo para que fuese deteniendo el carruaje en las casas que le designó.

XXII. Conseja de familia

La curiosidad de los habitantes de la quinta de San Jacinto era grande, así a buena hora estaban en el salón esperando con impaciencia a Josesito, el cual no tardó mucho en llegar. Venía vestido y perfumado todavía con más esmero que en la memorable noche del baile del teatro de Vergara, en sus ojos se notaba la alegría, y su entusiasmo era tal, que equivocó los nombres al saludar, se tropezó con las sillas y muebles, y dejó caer un grueso paquete que traía debajo del brazo.

—Cálmate, cálmate —le dijo Arturo—, mira por dónde andas, saluda en regla; a mí me has llamado capitán y a Teresa le has dado el nombre de Florinda. Toma tu paquete, que sin duda contiene lo que le robaste anoche a ese infortunado don Pedro, siéntate y explícate con tranquilidad, y supongo que la lectura de los documentos te ha producido tal emoción que no aciertas…

—¿Cómo que no acierto? —interrumpió José—, demasiado acerté con vaciar el cajón del escritorio, mientras ustedes estaban asustados, y procurando auxiliar y tranquilizar al viejo, cuando bien saben que para fingir no hay otro como él; pero en cuanto al contenido de estos importantes documentos, lo ignoro, pues lo único que hice en cuanto llegué a mi casa, fue reunirlos y ponerles una doble cubierta con mi sello que tiene su corona ducal; ¿quién me puede impedir que yo tenga un sello con corona y que mis pañuelos de finísimo cambray estén marcados con un escudo encarnado? Muchos conozco que sin ser condes hacen lo mismo.

—¿Pero qué nos importa tu sello con la corona de conde ni la marca de tus pañuelos? —dijo el capitán con impaciencia—. ¿Has leído o no los papeles?

—Eso no, lo repito. Celestina quería que pasáramos la noche registrándolos, porque las mujeres son muy curiosas, pero yo me opuse a ello, y aquí están. Es preciso que todo el batallón, es decir nosotros estemos reunidos para comenzar, y cuidé muy bien de avisar al padre Anastasio y a Luis Cayetano. Florinda no vendrá porque está algo nerviosa, y ya saben ustedes que a las mujeres les gusta mucho estar enfermas de los nervios, y una vez que logran enfermarse no hay quien las pueda soportar, pero Luis es muy cumplido y no debe tardar.

—En efecto, en ese mismo momento se abrió la vidriera y apareció Luis, amable y cortés, pero reposado y grave como si ya fuese un abogado viejo. Saludó con afecto, tomó una silla y formó la rueda.

—Hay una silla vacía, y es la que corresponde al padre Anastasio —dijo Teresa—, y ojalá no tarde, porque les confieso que me muero de impaciencia por conocer la importancia de nuestro robo, como lo ha calificado muy bien Arturo, y de verdad, y aquí en confianza, les diré que estoy avergonzada. Personas decentes y bien educadas no hacen lo que nosotros hicimos anoche; no sé lo que va a pasar, y sí nos ocasionará muy graves disgustos semejante locura, una verdadera calaverada, como dicen ustedes.

—No hay que arrepentirse —interrumpió José—; contra los enemigos todo es lícito, y si algún mal nos viene, lo que no creo, yo soy únicamente el culpable, yo responderé a la justicia o personalmente a quien quiera reclamarme, sea quien fuere, ¿no tuve miedo cuando me asaltaron cuarenta bandidos en la plazuela de San Juan de Dios y había de imponerme un verdadero espantajo? lo que importa es que venga el padre Anastasio para comenzar.

—Presente —contestó el padre Anastasio, que habiendo escuchado las últimas palabras de Josesito, entró de puntillas y nadie lo notó sino cuando estaba en la rueda y ocupaba el sillón que le tenía reservado Teresa, que era la que había dispuesto su salón formando una especie de Congreso para que los circunstantes estuviesen cómodos y atentos en la importante sesión que podría nada menos que decidir de su suerte y de cuantiosos intereses.

Convinieron en que Josesito funcionaría de secretario, se le acercó una pequeña mesa. El soldado Martín se acercó y colocó en ella una charola con una botella de Oporto, y sus copas respectivas, y Josesito entonces, con una gravedad mayor que si fuese secretario del Congreso Nacional, rompió los sellos ducales del paquete y por la mesa se esparcieron papeles de diferentes formas, tamaños y colores. La sesión comenzó.

Josesito, sin escoger, tomaba al acaso los papeles, los recorría con la vista y daba cuenta:

—Listas de las novenas que tendré que rezar durante el año.

—¡Viejo hipócrita! —exclamaron en coro los asistentes.

—Listas de ropa entregada a la lavandera. Cuentas del sastre…

—Veamos lo que está en papel sellado —dijo Luis Cayetano.

—Es verdad, tiene razón Luis —contestó Josesito, y tomó una cuaderno de algunas fojas y brevemente lo recorrió con la vista.

—Ésta es la copia simple de una escritura de donación de un terreno contiguo al Hospital de San Lázaro, a beneficio de los enfermos y en nombre de Teresa.

—Vaya, me alegro mucho y la apruebo. ¡Ojalá que así estuviese empleado una parte de mi dinero!

—Otra escritura —continuó Josesito—, imponiendo un capital de tres mil pesos sobre una casa de la Plazuela del Carmen, de San Ángel, para dote de la Madre Sor Patrocinio, monja de Santa Clara, en nombre de Teresa.

—Nunca me ha dicho mi tutor que hacía semejantes beneficios, pero pase, lo apruebo también.

—Otra ídem —prosiguió Josesito—, y otra, y otras tres más a favor de diversas monjas, todas en nombre de Teresa.

—Ya son quince mil pesos —dijo con mucha calma Luís Cayetano.

—Ésta más larga —dijo Josesito después de un cuarto de hora de examen—, es una fundación piadosa en nombre de Teresa, muy complicada; misas, sermón, función anual en la capilla del Rosario, cohetes e iluminaciones en la noche durante la novena, y…

—Al grano —interrumpió Luis—, ¿cuánto importa?

Josesito buscaba y no acertaba a descifrar el embolismo de frases y de cláusulas que acostumbran los escribanos en documentos de esa clase.

—Dame acá, José —prosiguió Luis—, yo soy más práctico en estos negocios, y me ocuparé de los documentos que estén en papel sellado.

Josesito clasificó los papeles y los entregó a Luis; todos querían hablar e interrumpir; pero éste les dijo:

—Les ruego que tengan un poco de paciencia y guarden silencio y les daré en extracto cuenta de la sustancia, es decir, del dinero que importen las obligaciones contraídas.

Hubo en el congreso un profundo silencio; Luis sacó su cartera y su lápiz, y con un despejo que se reconocía desde luego, comenzó a ojear las escrituras, y a hacer sus apuntes. A cabo de media hora, devolviendo los papeles a Josesito dijo:

—Estoy listo, van ustedes a oír:

La escritura que comenzó a leer José es la fundación de una obra pía, que se reduce a funciones a diversos santos, procesiones, misas cantadas y sermones, cada sermón se pagará a una onza de oro, y las misas cantadas a ocho pesos a cada padre, las misas rezadas por el alma de don Pedro a razón de dos pesos. El capital es treinta y cinco mil pesos impuesto sobre la hacienda de la Sauceda, mejor dicho, la hacienda de la Sauceda deberá pagar tres mil pesos cada año, y en caso de que por algún motivo se dejare de cumplir dos años seguidos, los frailes dominicos tendrían derecho de exigir el capital y embargar la hacienda si no se verifica el pago, vendiéndose desde luego el inmueble. Las demás escrituras son de menor importancia. Dotes para huérfanas, el Hospicio, la Cuna, el Hospital de San Andrés, todo está considerado. En resumen: importa todo cosa de ochenta y cinco mil pesos, con hipoteca repartida entre las haciendas y las casas de México y San Luis Potosí.

Una general exclamación de indignación resonó en el gran salón de la quinta. El capitán, Arturo, Josesito, y aún el mismo padre Anastasio se levantaron de sus asientos, como buscando en los rincones, en el techo y por todas partes algún don Pedro a quien ahogar y exprimir entre sus brazos. Sólo Luis permanecía tranquilo y como indiferente.

—Esto se llama hacer caravanas con sombrero ajeno —dijo Josesito.

—Esto es querer ganar el cielo con dinero ajeno —dijo modesta y sentenciosamente el padre Anastasio—. ¡Pobre don Pedro! La bienaventuranza no se gana ni con el dinero ajeno ni con el propio, sino con las buenas obras.

—Esto en castellano se llama robar con la más perfecta impunidad. Los ladrones de Río Frío siquiera exponen su vida. ¿Por quién están firmadas las escrituras?

—Todas por Teresa; después de su mayor edad, de modo, que don Pedro, como tutor, se ha lavado las manos, y los documentos presentan un carácter de legalidad indiscutible —contestó Luis.

Teresa misma parecía triste y abatida, y pensando en su interior que sus bienes estarían así comprometidos, y que poco o nada le quedaría, dijo dirigiéndose a Luis:

—Es verdad, yo he firmado muchas escrituras, papeles, recibos, cuentas, qué sé yo, sin saber de negocios, entregada a este hombre a quien creía honrado; nunca leía los papeles, ni preguntaba el contenido, y aun cuando lo hubiera hecho, me habría engañado. Las mujeres de México no servimos para eso, pero sea lo que fuere, Luis, yo desearía saber cuánto me queda.

—No lo podré decir con exactitud —contestó Luis—, pero según los datos que he adquirido, y si no aparecen otros empeños y donaciones, quedará muy bien medio millón de duros.

El congreso respiró, volvieron los colores a las fisonomías pálidas y descoloridas por la indignación, y Josesito, abandonando su sillón de secretario, se puso a bailar y a saltar como un chicuelo.

—Estoy tranquila —dijo Teresa—. Si las donaciones importan una verdadera caridad, las confirmaré, mejor dicho, se seguirá cumpliendo con ellas, mas si acaso…

—Mi opinión —le interrumpió Luis—, es que todas deben revocarse y cancelar las hipotecas para que las haciendas y casas queden libres, pues tenemos tiempo de pensar en esto. Para acabar de tranquilizar a esta reunión y volver la calma y hasta la alegría que necesitamos para defendernos, antes de continuar el examen de los papeles que faltan, les voy a dar una buena noticia.

—¿Cuál, cuál? pronto —dijo el congreso en coro.

—Mi padre ha sido nombrado juez de lo civil.

Los autos de los asuntos de Teresa y de Aurora están radicados en su juzgado, y debemos estar seguros de obtener justicia, reconocida como es la honradez del juez y sus profundos conocimientos en la legislación española y mexicana. El juez anterior no hacía más que la voluntad de don Pedro, el cual se llevaba expedientes a su casa, y dictaba a su gusto los trámites y las sentencias.

—Pero esto no es creíble —dijo el capitán.

—Si no me constara, a buen seguro que lo diría, y ahora mismo lo hago con la más estricta reserva. Los hombres de mi profesión tenemos que cerrar los ojos y no malquistarnos jamás con los jueces y con los escribanos, es pleito perdido. No había impuesto a ustedes de la situación de las cosas, porque habría sido afligirlos inútilmente, ahora es distinto, pues ha llegado el momento de obrar, no sólo por el encargo que ustedes me han confiado, sino por los intereses de Florinda y míos.

—Pero ¿cómo es posible que pasen esas cosas? —preguntó asombrado Arturo.

—De la manera más sencilla. Don Pedro tiene abierta su bolsa, y con el dinero ajeno que maneja hace servicios a los que a su vez pueden servirle.

—No sé nada de política ni de asuntos —dijo tímidamente Teresa—, pero me parece que el gobierno debería intervenir.

—Muchas cosas tiene el gobierno de qué ocuparse, Teresita —le respondió Luis—, y mucho más ahora que no tiene un peso la Tesorería General y la guerra extranjera está ya en esta desgraciada República. Estoy mirando venir una horrorosa tempestad, y es necesario aprovechar los momentos. Santa Anna parece que ha salido ya de San Luis, y el general americano Taylor, de Matamoros; pronto se encontrarán las dos fuerzas, y quién sabe qué suerte correremos.

—Venceremos sin remedio —dijo Josesito—, no hay que dudarlo, pero si a ustedes les parece acabaremos el registro de los papeles e iremos, mediante la bondad de la encantadora Teresa, a sentarnos a la mesa, porque a decir verdad, estoy mirando ya visiones y es del hambre que tengo; me he levantado a las cinco de la mañana y apenas tomé una taza de café con leche; al salir a las ocho un pastelito, y a cosa de las diez cuatro sandwiches en el café, y dos copas de jerez, no veo, ya y mi estómago se junta con el espinazo.

—Vamos a continuar, que el almuerzo no se hará esperar —advirtió Teresa, y los demás rieron e hicieron los indispensables comentarios acerca de la poderosa acción del estómago del simpático marido de Celestina.

—Afortunadamente nada hay ya de papel sellado, y lo que nos resta son las cartas.

—Quizá de esto saquemos más fruto que de lo ya conocido —dijo el capitán.

Josesito, entre la multitud de cartas que estaban en desorden, tomó la que estaba más cerca de su mano y la reconoció con la vista.

—¡Cáspita! —exclamó levantándose de la silla—. Esto pica en historia. Atención. Creo que nos vamos a divertir. Oigan ustedes:


Querido y amartelado Pedrito:

Haller te fuites sin dejarme lamanesca de modo y manera que lamañana no tenía ni carbón. Fue menester yebar las naguas de castor que me comprates a casa de don Elifonso el prendero de la binatería que me emprestó sinco riales ya ves negrito como me pones en verguenza, mandame ciete pesos para sacar mis prendas de encase los gachupines que ya se cumplieron y lo del cacero que dije aller que le debíamos el mes sera megor que me mudes auna de tus casas, que para cuatro tiliches que tengo en un pestañar me mudo Dende mañana domingo me voy a Santa Anita con mi compadre Agapito pero no tengas cuidao pu nadita me sucederá pero benen la noche que llastaré zola, ven negrito y no seas mesquino con tu Rita que tama hasta la eternidad. Quien tu sabes.
 

—Ni por donde desecharlo —dijo sonriendo el padre Anastasio.

—No mira pelo ni tamaño este pícaro viejo —interrumpió Arturo.

—Y lo mismo que las caridades, estos gastos son sin duda del dinero de Teresita —dijo Josesito—, pero aquí tengo otra en la mano que es de letra de mujer.


Siñor Don Pedrro.

Cabayero: Lla pasa de castaño auscuro lo que usted ase con nosotros Ase un mes que nos prometió consegirnos un estanquillo del estanco y ni poresas Lla es mucho engagar y ancí quiere que le deje solo con Lugarda. Eya es una niña probe es berdá pero con muchísima onrrra. Usted siñor nos quiere ultragar con lestanquillo y eso no deve cer uste pone usté a Lugarda en lestanquillo o se lo aviso a mi ermano que no aguanta pulgas y ya bera usté que no se handa con chicas. Mientras mandeme con el dador beinte pesos en oro que los nesecito muncho y no se burle de la jente por que no es rrica como uste. Yo espero que vendra uste mañana con lestanquillo en la mano y Lugarda entonces saldrá mientras no saldrá ni uste entrara, pero mandeme siempre los beinte dichos sino ira mi ermano por ellos. Conque adiós.
 

—Es increíble si no lo viésemos. Quizá defendía don Pedro el cajón del escritorio, más por sus cartas particulares que por las escrituras publicas —dijo Teresa.

—Josesito entre tanto había registrado las cartas que aun quedaban, y se metió algunas en el bolsillo, y procurando disimular llamó la atención del congreso, que reía con los disparates de las mujeres con quienes mantenía relaciones el tutor diciendo:

—Aquí encuentro otras de un género diverso.

Las cartas que se guardó José eran de la madre de Celestina, tal vez por el estilo de las que acababa de leer.

—Veamos, veamos —exclamaron todos a una voz.


Hermanito:

Como usted me lo encargó, di a nuestra reverenda madre superiora el recado, y le fueron entregados los sacos de frijol y lentejas que usted remitió como limosna para la comunidad.

Nuestra reverenda madre me ha mandado que dé a usted las gracias, y le añada que Nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre premiará en el cielo la caridad que hace a este convento. Nuestra madre ha ordenado que la comunidad tenga el lunes una hora más de oración mental, y el martes una hora de disciplina, y todas roguemos a su Divina Majestad que lleve a usted a la gloria sin que pase por el purgatorio una alma tan buena y tan caritativa como la de usted. Dios y la Santísima Virgen acompañen a nuestro hermanito, y yo quedo rogándole lo conserve todavía muchos años para bien de las pobres capuchinas.

Sor Teresa del Corazón de Jesús.
 

—Verdaderamente —dijo el padre Anastasio—, este don Pedro tiene un pie en la gloria y otro en el infierno.

—Allí debía de estar hace años —le contestó el capitán.

—Aquí tenemos otra que parece interesante.


Mi respetable señor amigo y don Pedro:

Ya sabe usted cómo nos tiene el gobierno. En tres meses hemos recibido una cuarta parte de paga. Así no puede haber administración de justicia ni puede exigirse trabajo asiduo y honradez acrisolada en los funcionarios. Mi señora está en cama hace ocho días, uno de mis hijos tiene viruelas y el otro carece de calzado para ir a la escuela. Hágame usted favor de prestarme trescientos pesos que le pagaré religiosamente con la mitad de los prorrateos o cuando se establezca el fondo judicial que ya se ha proyectado.

Espera de usted este servicio su atento afectísimo y S. S.
 

—No tiene firma la carta.

—Dámela —dijo Luis, el cual, examinándola y dirigiéndose a la concurrencia continuó—: Ya ven ustedes comprobado lo que acabo de decirles. Esta carta es de un abogado de mucho influjo en los tribunales, sólo que ni la firmó ni la escribió por no comprometerse, pero la letra la conozco mucho, es de su escribiente. Es un documento precioso para mí, y me permitirán que me quede con ella.

—Y con todos los papeles —añadió el capitán Manuel—. Tú eres nuestro agente y nuestro abogado, y Juan Bolao el administrador; deben quedar así, bajo la custodia de ustedes. ¿Hay otra cosa más?

—Sí en verdad —respondió José—, pero estas cartas no son para leerlas delante de ninguna señora.

—Si es así, ninguna curiosidad tengo —dijo Teresa—. Si algo importante contienen ya me lo dirán.

Martín asomó su franca y morena figura por la puerta principal, y poniéndose la mano en la frente anunció a su capitán que el almuerzo estaba servido.

El congreso terminó su sesión, el secretario entregó los papeles a Luis, y todos de buen talante y alegres, más con las seguridades que les había dado Luis que con la lectura de la importante correspondencia de don Pedro, se dirigieron al comedor, donde los esperaba un espléndido y sabroso almuerzo.

A la hora del café, Luis puso en conocimiento de la amable sociedad, creyéndola de vena y dispuesta, un negocio que, según dijo con mucha timidez, se había permitido hacer sin consultarlo previamente.

—La casualidad —les dijo—, me proporcionó hablar con el licenciado Y… y de una en otra cosa venimos a dar en la política. Uno de sus clientes, demasiado asustadizo, ve muy mal las cosas públicas, cree que van a suceder mil desastres y quiere vender precisamente esta finca, que le costó veinticinco mil pesos. Entre chanzas y veras ofrecí diez mil pesos, seis al contado, y cuatro con plazo de siete años. El licenciado Y… se formalizó, y creyendo yo que hacía un magnífico negocio, lo que dije de chanza lo afirmé de veras, y en diez minutos quedó concluido el trato, y el notario se ocupa de hacer la escritura.

—¡Bravo! ¿Con que eres ya dueño de la quinta? Seguramente vas a duplicarnos la renta o a ponernos de patitas en la calle.

—Nada de eso; la dueña es Teresa, y a su favor he dispuesto que se tire la escritura. Nada tendrá que escribir; los seis mil pesos yo los entregaré y los dejaré a reconocer con el plazo de siete años. Esa suma forma la mayor parte de mis economías. No hallo qué hacer con el dinero y como el vendedor de la quinta, tengo poca confianza en el porvenir. Si Teresa aprueba, me hará un verdadero favor y no tendrá que preocuparse por un alojamiento mientras terminamos sus negocios. Todavía he hecho más. Mañana mismo vendrán carpinteros, albañiles y pintores, para hacer brevemente, las reparaciones más necesarias, al mismo tiempo que algunos muebles reemplacen los que ya tienen un aire de vejez y huelen a humedad. Ya ven ustedes que soy lo que puede llamarse un atrevido, y necesito, no sólo el perdón, sino que se apruebe enteramente mi conducta por unanimidad. Un solo voto en contra me obligaría a deshacer, caso de ser posible, el negocio, o a cargar con él, bien que ni Florinda ni yo podamos permitirnos el lujo de una casa de campo.

En contestación todos se levantaron de sus asientos, y con estrepitosas palmadas aprobaron la conducta del que ya consideraban como un abogado de importancia, no obstante su poca edad.

—Lo tengo dicho mil veces —casi gritó Manuel para hacerse escuchar de las voces que a un tiempo hablaban dirigiéndose a Luis, según cada uno concebía sus ideas—, lo tengo dicho; el dinero que tengo está a disposición de todos, permitiéndolo Teresa, que es la verdadera dueña; así, no soló apruebo la magnífica compra hecha por Luis, sino que le encargo que vea a su amigo el licenciado para que el vendedor reciba sus cuatro mil pesos y no quedemos a deber más que a Luis, a quien pagaremos sus réditos con puntualidad; las cuentas de composturas y muebles las pagaré, si Teresa lo aprueba, en el momento que sean presentadas.

Teresa aprobó con una dulce mirada dirigida de preferencia al capitán, dejando un resto para Luis, y cada uno comenzó a discurrir sobre las reformas y reparaciones que debían ejecutarse, y la clase y calidad de los muebles que se necesitaban para que el conjunto presentase un aspecto un poco europeo, y un poco semejante a las casas de campo inglesas y a los mentados castillos de Francia. El voto de Arturo se estimó como decisivo y se resolvió por unanimidad que ayudase a Luis, y que entre los dos amigos participasen de la gloria o sufriesen las críticas si no quedaban bien.

—No hay que pararse en dinero —volvió a decir el capitán.

—Se hará todo con gusto y economía —contestaron los dos improvisados arquitectos.

—Me ocurre una idea —dijo José—, que será el complemento, o, mejor dicho, dará mérito al negocio que ha hecho Luis. Allá cuando era muy niño, recuerdo que mi padre se entretenía en las noches en leernos un libro escrito por una autora francesa madame Collin o Gervin, lo mismo da; el caso es que se llamaba Las Veladas de la Quinta, pues que tenemos quinta, es decir, pues que la interesante Teresita tiene quinta…

—¡Cuidado con florear mucho los discursos, caballero José, pues el día que se me atusen los bigotes…! —dijo el capitán fingiéndose el enojado.

—No hay cuidado, ya saben todos ustedes cuanto amo a Celestina…

—Y ella —interrumpió Teresa fingiéndose también enojada—, es mejor que yo, que no soy digna de que Josesito ponga en mí sus negros ojos.

—Vaya, Teresita, ¿quiere usted estar de broma conmigo? me alegro mucho, eso indica su buen humor, y que va entrando en un período de felicidad que bien merece, y es para mí tan importante esto, que no dudaría si fuese necesario sacrificar mi bienestar y el de Celestina.

Esta galantería, dicha con una expresión de verdad, y aun de ternura, dio fin a las chanzonetas, y Manuel y Teresa no pudieron menos sino elogiar la buena índole y el franco corazón del insustancial Josesito.

—Pero me dejarán concluir —continuó Josesito—, a un grillo se le escucha.

—Bueno, bueno, que hable —dijeron todos—, ya guardamos silencio.

—Pues decía que, supuesto que tenemos quinta, tendremos también veladas. Aquí nos reuniremos todas las tardes, cuando hayamos concluido nuestros respectivos negocios, y nos retiraremos a las ocho o nueve de la noche, antes de que cierren la garita.

—O se quedarán si cierran la garita, o llueve, o hay peligro de ladrones —dijo Teresa.

Al oír la palabra ladrones, Josesito se estremeció, recordando su aventura de la plazuela de San Juan de Dios, pero se repuso inmediatamente, y retorciéndose el bigote y meneando las caderas con un aire marcial repuso:

—¡Ba! de ladrones no me ocupo; por de pronto, todo este rumbo está seguro, pero aun cuando fuese una cuadrilla entera no me importaría…

Teresa sonrió al disimulo y continuó:

—Apruebo la idea de José, con la condición que vendrán Celestina y Florinda; que el padre Anastasio dejará su celda de la Profesa por algunos días, y que se notificará a Juan Bolao que de pronto no vaya tan a menudo a las haciendas, y nos haga compañía, y…

—¡Viva! ¡Viva Teresa! —interrumpió Josesito sin dejarla proseguir—, ha comprendido mi idea. Contaremos lo que nos pase personalmente a cada uno; hablaremos de la guerra y de la paz, de la política, de cuanto se nos ocurra; combinaremos los medios de defendernos de don Pedro y cómplices, se tocará el piano, se cantará, se bailará y Teresita nos dará chocolate, o té o café, o dulces y frutas, lo que quiera, con tal que esté complacida y contenta, pues todo es por ella y para ella.

Un estrepitoso ruido de palmadas, comenzando por Teresa, celebró esta última galantería de Josesito, y todos se separaron prometiendo dar sus disposiciones y concurrir a las veladas.

—Último favor —dijo Josesito al despedirse—, deseo que se me encarguen las diligencias para el matrimonio; están comenzadas, pero no concluidas.

Teresa y Manuel se miraron amorosamente, José había roto con solo una palabra un pequeño trozo de hielo que la desconfianza, fatalmente común en la naturaleza humana, se había momentáneamente adherido a sus amantes corazones.

—Las diligencias matrimoniales estaban concluidas —dijo Manuel a Teresa—, y sólo la enfermedad repentina del cura impidió la celebración de nuestro enlace, pero nuevamente se ha suscitado una dificultad que no había querido decirte, Teresa mía, por no afligirte, o mejor dicho, dos dificultades.

—Será, por ejemplo, que tú hayas pensado con madurez que…

—¿Qué quieres que piense?… en nada más que en amarte cada día más, pero todas las mujeres son tan susceptibles, que una sola palabra basta para que formen sospechas y cavilen en cosas que ni existen. Yo espero, Teresa —continuó un poco formal—, que, ni por mal pensamiento, entrará en tu cabeza una sospecha injuriosa, porque entonces…

—¿Entonces qué, Manuel? ¿Es una amenaza? Ya en otra conversación has dicho una palabra semejante que me ha llegado al corazón…

—¿Me van a permitir —gritó Josesito sin dejar acabar a Teresa—, que les diga que son unos niños? Sin decirles que son viejos, tengo menos edad que ustedes, y entre Celestina y yo no pasan cosas semejantes. ¿Por qué ese enojo, por qué esa desagradable conversación con puntos suspensivos? Esto es lo que los franceses llaman mal entendido, porque les participaré que continúo con tesón mi estudio de francés, que por las noches antes de acostarme enseño a Celestina, y eso me sirve de ejercicio, y me dedico en la mañana muy temprano al inglés. Ya vienen esos diablos de yanques, y es necesario, por lo menos, entenderles su lengua, y así saldrá uno de quién sabe cuántos malos pasos que pueden venirnos, pero me estoy divagando. Oiremos a Manuel, que nos diga cuáles son las dificultades y las venceremos. Esto es todo, y no hay motivo, ni para entristecerse, ni para poner esas caras.

La rápida charla de Josesito, aprovechando la oportunidad para que supieran sus amigos los progresos que hacía en los idiomas, impusieron un silencio forzado a los dos amantes y dio lugar a que reflexionaran; si no, sabe Dios si en ese momento hubiesen terminado sus relaciones y con ellas el proyecto de las veladas, y forzosamente esta verídica historia habría también tomado otro giro y distinto desenlace, pero afortunadamente no hubo nada.

—Vas a oír, Teresa —dijo el capitán con calma y afable voz—, cuáles son las dificultades. En primer lugar me faltaba la licencia del Gobierno, Ni eso, ni mi licencia absoluta he podido conseguir, y en estos momentos en que amenaza una guerra no quiero insistir; pero la licencia para casarme la obtendré. En segundo lugar, las amonestaciones estaban dispensadas, pero una vez que el matrimonio no pudo verificarse el día señalado, el Provisor exige que se lean en el Sagrario, y como es sabido, tendremos que esperar tres semanas, y no sé por qué creo que esta es una de las pequeñas intrigas y maldades de don Pedro, mientras nos puede hacer otras mayores.

—¿No es más que eso? —dijo Teresa muy contenta y como si un gran peso se le hubiese quitado del corazón.

—No hay ninguna otra cosa —contestó Manuel.

—Pues hijo querido —le respondió Teresa mirándolo tiernamente—, nadie nos corre, aquí estamos juntos y en familia; si las gentes murmuran, no hay que hacerles caso teniendo la cara limpia y la conciencia lo mismo.

—¡Bien dicho! ¡Soberbio! —interrumpió Josesito—; eso es tener mundo y filosofía. Lo mismo digo yo a Celestina cuando teme que nos saquen las historias de ese viejo don Pedro, pero vaya… ahora es menester que se den un abrazo y que no vuelvan las siniestras interpretaciones.

Teresa presentó su frente a Manuel, y éste imprimió en ella un amoroso beso.

—¡Así, bravo, bravo! —exclamó Josesito—. Yo acostumbraré a Celestina a que haga como Teresita, porque es muy aristocrático un beso en la frente, aunque, yo, como su marido, la puedo en todas partes.

—Voy al Ministerio de la Guerra, y hoy mismo tendré mi licencia de casamiento. No saldré de allí sin obtenerla, y si no vengo a la hora regular no hay que extrañarlo.

—Y yo veré al padre Anastasio, y estoy seguro que allanará lo de las amonestaciones. Siempre es feo oírse pregonar en la Iglesia —añadió Josesito.

El capitán y su amigo José estrecharon la mano de Teresa, y, montando en el carruaje, salieron de la quinta con dirección a México, para desempeñar cada cual los urgentes negocios de los cuales dependía el buen éxito de las «Veladas de la Quinta».

XXIII. Altos personajes

El mundo es curioso, y mucho más curioso el mundo de México, donde las cosas más graves y más serias pasan al estado de chanza a la hora menos pensada, y donde los más eminentes peligros, sin fanfarronada ni quijotismo, se ven con indiferencia, y pronto tendremos motivo de comprobar ésta, que puede pasar por verdad indiscutible.

Mientras un hombre tímido y previsor vende su propiedad, Luis la compra sin autorización de la persona a quien va a pertenecer; mientras unos piensan en tapiceros y artesanos para su lujo y comodidad, los jueces y magistrados, faltándoles hasta para pagar una miserable casa, prevarican y venden la justicia en contra de los intereses de los mismos que gastan su poco dinero en el lujo, mientras advenedizos extranjeros, en consorcio y sociedad con ricos y aristócratas mexicanos, hacen su fortuna con las rentas nacionales; los soldados heridos se arrastran por los caminos sin tener ni una venda ni una hila con que restañar su sangre; pero de tales cosas no se hace el menor caso ni se les da importancia ninguna. El rico no abandona en su lustroso carruaje el paseo de Bucareli en las tardes. En los cafés mucha gente hablando mal de todo el mundo, y todo el mundo aguantando con paciencia cualquier género de males. El sol asomando su roja faz por la cumbre de un cerro, y hundiéndola indefectiblemente en la tarde por la cúspide de una montaña. Monotonía en el mal como en el bien; orden en medio del desorden. Éste es el mundo en general, y este también, porque no puede ser de otra manera, el mundo de México. Un producto igual, resultante de una misma masa humana hecha de barro deleznable y algunas veces de lodo nauseabundo.

Mientras componen y amueblan los hábiles artesanos de la capital la famosa quinta de San Jacinto, donde se ha de derramar más de una lágrima, nosotros vamos a tratar con altos personajes, no precisamente por su estatura elevada y elegante, sino porque se han dado palabra a sí mismos de ser grandes hombres, aunque la mayor parte de ellos sean de cuerpo mediano o bajo, apergaminados o entecos los unos, regordetes y de grueso vientre los otros, pero eso sí, con fisonomías equívocas y como torcidas, la vista siempre al suelo o al cielo; no afrontando nunca las conversaciones con una mirada resuelta y franca; la voz entre cascada y meliflua; huyendo siempre las cuestiones; tratando de instigar al mal sin responsabilidad; obrando, aun para tomar el aromático chocolate y las puchas, como obedeciendo a su conciencia; haciendo un sacrificio que ofrecen a Dios, con salir de su casa, con subir la escalera, con almorzar, con acostarse en un mullido lecho.

Todo se los premiará Dios en la otra vida.

Hay también altos personajes de otro género: aquellos que dicen mi pueblo, voy a levantar a mi pueblo, voy a hacer la felicidad de mi pueblo; y si comen, si duermen, si disfrutan de grandes sueldos, si ocupan los mejores empleos, es por sacrificarse a su pueblo.

Todo se los premiará el pueblo en esta vida.

Otros que dicen, como un célebre diplomático de la península de Yucatán, las masas. Es necesario organizar las masas. Si el clero se resiste a que les quitemos sus bienes, les echaremos las masas encima. No hay más que salir a la plaza de la Constitución y gritar que ¡viva la libertad, muchachos! y la plaza mayor se irá llenando de masas, y así que esté de tal manera tupida, que se pueda andar sin caerse sobre la cabeza de las masas, volvemos a gritar ¡viva la libertad! y arrojaremos las masas todas juntas contra los clérigos. Cuando este alto personaje pronunciaba uno de sus elocuentes discursos, siempre concluía: «Las masas lo quieren; es necesario dar gusto a los diputados», y las masas inteligentes de la galería le chiflaban al principio y le aplaudían al fin.

Todo se lo premiarán las masas en la Cámara.

Otros que dicen la religión y los fueros: «La religión es una necesidad de los mexicanos, muy especialmente, y después una necesidad social para todo el mundo. ¿Cómo vamos a componernos con este pueblo sin ilustración, casi bárbaro, el día que le quitemos la religión? El único temor del asesino es el infierno: desde el momento que el infierno quede suprimido, seremos asesinados sin remedio, porque de los jueces no hay que esperar, nunca encuentran pruebas». No hay más que pararse en medio de la Plaza mayor y gritar: ¡Viva la Religión! y antes de dos horas se levantarán los barrios, vendrá el pueblo a defender a sus curas, a su arzobispo, y en un par de días terminará trágicamente este sainete demagógico que se está representando en el palacio de los virreyes.

La religión premiará a estos fieles aliados, dándoles capellanías y mayordomías.

En cuanto a los fueros, ¿qué cosa hay más natural que esto? ¿Dónde hemos nacido iguales? Yo no soy igual a mi cochero, ni al borracho ocioso que pasa las doce horas del día en la vinatería. Un clérigo y un coronel jamás pueden ser iguales a un paisano. El clérigo es sagrado, es el ungido de Dios, no se le puede tocar. El militar es superior a todos, defiende a su patria y sobre todo tiene las armas en la mano, no hay que tocarlo.

En efecto, hay también otros altos personajes que todo lo refieren a su regimiento o a su brigada, y que dicen: «No sé si le parecerá bien a mi regimiento; si tocan a mi brigada no lo ha de aguantar; si me toman cuentas me pronuncio con mi regimiento», y los regimientos y las brigadas eran cosas tan temibles, que aun los más resueltos y despreocupados decían: «Sería bueno que cambiase el ministerio, pero ¿quién sabe cómo lo recibirá la brigada de Toluca, y el regimiento de Chalco, y la división de Monterrey?» y en este conflicto, otros altos personajes que tenían sus ribetes de filósofos y de hombres de Estado, pensaron que no había otro remedio para sacudir el dominio de los jenízaros, que habían durante muchos años tiranizado al país, que formar la guardia ciudadana, la guardia nacional, y armar a la guardia ciudadana con buenos fusiles y agudas bayonetas, para que en caso de que los altos personajes de los fueros se sublevasen contra las masas, se encontrasen con la horma de su zapato.

Y en efecto, la guardia nacional, aprovechándose de la excitación que causaba la proximidad de una guerra extranjera, se organizó como por encanto.

Los altos personajes que decían mi pueblo y las masas, se procuraron, de grado o por fuerza, aguadores, cargadores de la esquina, borrachos de pulquería, sirvientes domésticos que no cabían en ninguna casa, vagos de los barrios y algunos indígenas de los pueblos, y con todas estas masas formaron su guardia nacional. Los vistieron con uniformes de colores, largos o anchos, cortos o estrechos; los armaron con fusiles un poco mohosos y sucios, y comenzaron a tocar retretas y dianas, y a gritar: ¡quién vive! en las altas horas de la noche, apenas pasaba un perro descarriado o un gato en busca de su novia.

Para formar un contraste con esta guardia nacional desarrapada, que vociferaba en las esquinas insolencias y dicharajos, que bebía pulque todo el día y que parecía de muñecos desbaratados por los niños, se levantó otra guardia nacional, compuesta en una parte de los altos personajes de la religión, de los fueros y de la aristocracia, pero había otra también de honrados artesanos, de empleados, de dependientes de comercio y de gente que tiene que perder, como se dice en México, y el conjunto, unido hasta cierto punto en ideas como estaba en esos momentos, no dejaba de ser imponente y de ejercer una influencia en la ciudad. Los soldados eligieron sus jefes y oficiales, se armaron con buenos fusiles y relucientes bayonetas, y vestidos decentemente con su traje propio, dedicándose a los ejercicios militares y haciendo un servicio formal, significaban la seguridad de la capital, y su defensa en caso necesario; pero los altos hombres de la religión y de los fueros trataban de apoderarse de esa fuerza y de usar de ella. Desde luego, las dos fracciones de guardia nacional se odiaban mortalmente. Se había buscado la unión, la fuerza y la paz, y había resultado de la formación de esa guardia nacional, la discordia, la debilidad y la guerra civil: polkos y puros.

En la capital de la desgraciada República, dos monstruos terribles asomaban sus deformes cabezas:

El monstruo de la anarquía.

El monstruo de la guerra extranjera.

XXIV. La ley de manos muertas

En esta vez no era (como en la otra que hemos referido en uno de nuestros capítulos anteriores) un capitán aturdido y calavera a quien se encomendaba que asaltara el Palacio, un viejo que quería alejar a su rival, y un agiotista que buscaba el éxito de un negocio en el cambio del ministerio; no, no era nada de eso, sino otra cosa mayor, porque el miedo, la rabia, la venganza, el egoísmo, la avaricia, el fanatismo, la envidia, todos los monstruos terribles de las pasiones se cernían sobre la desgraciada sociedad de México, y las dos cabezas gigantescas y deformes, más fatídicas que la temible cabeza de Medusa, estaban acompañadas como de un cortejo necesario de otras tantas cabezas, moviéndose, gesticulando, enseñando sus aguzados dientes, agitando entre sus grandes bocas sus lenguas regordidas y pastosas y tratando de devorar en instantes la agricultura de los campos, el comercio de los puertos, la tranquilidad de las villas, los festines de las ciudades y la paz de las familias.

Pero estas figuras fantásticas y apocalípticas que solían pasar por el transparente cielo, medio veladas con las nubes del verano, no las veía ninguno de los altos personajes de que nos hemos ocupado en el capítulo anterior, demasiado conocidos por desgracia, de los viejos habitantes de la antes fiel y leal ciudad de México.

Una parte de los altos personajes elaboraba su trabajo en el palacio, donde se oían el crujir de los sables, que acababan de romper el enladrillado de los corredores; en el ruido estridente de las culatas de los fusiles de la guardia nacional; en el hablar y discutir de la mañana a la noche; en la multitud de viudas y de desgraciados y desamparados militares, esperando un escaso prorrateo, que era el último; en las esperanzas locas de esos mismos altos personajes que pensaban reunir dentro de pocos días en las cajas de la Tesorería, millones de oro y de plata y salir triunfantes, por esas calles de Dios a proclamar la libertad y anunciando a las masas que los derechos del hombre se habían al fin conquistado y reconquistado definitivamente.

Los altos personajes del otro bando político hacían sus trabajos en medio de la beatitud, del silencio y de la oración.

En efecto, nada anunciaba que podría tramarse una conjuración, ni que hubiese en muchas leguas a la redonda ninguna entidad hostil al gobierno, ni a ningún partido, ni a ninguna persona.

Era un convento de religiosas. Los oficios sagrados habían terminado; el perfume de la mirra y del incienso embalsamaban la atmósfera del templo; el sacristán atizaba su lámpara y arreglaba los altares; el saltapared daba al viento sus notas monótonas y como quejosas, y trepaba por las columnas; las monjas, arrodillándose para hacer desde su enrejado coro su última reverencia al altar, abandonaban el coro y se dirigían a los corredores y patios del solitario y silencioso claustro. Uno que otro de los fieles que habían alargado mucho sus oraciones, salía de la iglesia haciéndose una cruz de agua bendita en la frente, otros entraban de la calle, hacían en la puerta la misma ceremonia, se arrodillaban ante el altar de Nuestro Amo, se daban dos o tres golpes de pecho y se dirigían en seguida a la sacristía. Todo era silencio, paz y quietud.

Las iglesias y conventos de México afectan infinitos caprichos arquitectónicos que no reconocen orden ni regla, pero perfectamente adecuados a las necesidades y usos religiosos a que estaban destinados, y las obras anexas, después de construido el templo, eran hechas por la largueza de algún bienhechor; así transcurriendo los años se agrandaban e invadían casas vecinas hasta formar una masa compacta, una especie de castillo que, para casos ofrecidos era a propósito para los coroneles de esos temibles regimientos que quitaban muchas noches de sueño al ministro de la guerra.

De la sacristía de este convento se entraba por una puerta estrecha a un largo y oscuro callejón, y de este callejón se pasaba a otro a la izquierda que terminaba en una puerta aun más estrecha que la primera; pero, una vez abierta, era otra cosa; la luz que venía de grandes ventanas, de estilo romano, deslumbraba los ojos que apenas alcanzaban de pronto a distinguir una atrevida bóveda casi plana. Era una especie de segunda sacristía o definitorio que se comunicaba con los claustros a donde las religiosas solían salir, para asearlo y barrerlo, o cuando había elección de prelado o alguna Junta para asunto grave de la comunidad.

En el centro de ese majestuoso salón, semejante al que las historias románticas describen tratándose de los castillos feudales de la Edad Media, había una larga mesa con la tapa o plancha de transparente tecalli, tan grande, neta y bien pulida, que parecía imposible que sin los medios de que hoy se sirve la mecánica hubiese podido ser transportada desde la cantera a México. Al derredor de esa mesa, sillones de caoba y ébano labrados en el respaldo, y figurando capillas, ermitas o cuadros enteros de la vida de Jesucristo, sillones de un mérito y valor que no podían ni comprender las venerables madres, dueñas y poseedoras de esas rarísimas antigüedades. Las paredes, hasta cerca de la altura donde arrancaban las medias muestras que sostenían la bóveda, estaban cubiertas de cuadros pintados por Cabrera y por el padre Herrera, los excelentes especialistas de la magnífica escuela mexicana, que han pintado monjas de un mérito sólo comparable a los frailes y anacoretas de Zurbarán. Cualquiera que penetrase en ese recinto, animado de un espíritu artístico y religioso, y algo familiarizado con las cosas de otro tiempo, y ayudando a su meditación la luz indecisa y misteriosa de la última hora de la tarde, veía materialmente animarse las dulces imágenes de las religiosas, descender de sus cuadros, sentarse en aquellos sillones que ocuparon tantas veces cuando estaban en esta vida, y deliberar bajo el mandato de la abadesa sobre los asuntos graves, del régimen y disciplina del convento. Pero en la hora en que colocamos esta narración, las monjas retratadas por el fraile Herrera, se quedaron quietas en sus cuadros, y si algo hicieron, fue levantar sus castos ojos para echar una mirada de indignación a los que iban a profanar aquella vieja y silenciosa sacristía.

Una hora bastó para que hubiese ya una reunión capaz de ocuparse de los asuntos que tenían entre manos. Entró uno; después otro y otro. Don Pedro estaba entre ellos. Cada persona al entrar tomaba agua bendita en la fuente de tecali, colocada cerca de la puertecilla, y se hacía una cruz tan grande que el agua corría por las narices y carrillos. Todos vestían de frac y chaleco blanco o claro, muy rasurados, calvos o con los pocos cabellos que cada uno tenía arreglados, extendidos, distribuidos y alisados con pomada, para cubrir lo más posible el lustroso cráneo. Ninguno tenía bigote, y en la reunión había tres clérigos, uno o dos canónigos, los demás representaban conventos, obras pías, cofradías y archicofradías, el conjunto con un olor de vejez mezclado desagradablemente con el de incienso y de cera. Después de sentados y quietos en sus sillones parecían pintados por Cabrera y el fraile Herrera, mientras las monjas retratadas que tapizaban todas esas altas paredes parecían vivas y deseosas de tomar parte en la deliberación.

—¿A qué hemos venido? —se atrevió a preguntar alguno de los que ocupaban los sillones.

—No lo sé —le contestó el que estaba junto—. Yo vine en busca del padre capellán, y me encontré con esta respetable reunión.

—Pues lo mismo me sucedió a mí. Tenía que encargar para mañana dos misas y creí encontrar aquí al sacristán.

—Y luego dicen que no hay cosas raras en la vida —dijo el de enfrente—, yo venía a encargar cuatro misas. Hasta el dinero traía en la bolsa para dejarlo al padre Melgarejo, que suele venir por aquí a estas horas.

—Pues yo lo que tenía era calor, la iglesia estaba llena de gente y tuve que aguantar de pie la misa mayor, y entré aquí a descansar y tomar el fresco.

El resultado era que se hallaban reunidos y habían sido citados a junta por un influyente personaje, y todos lo negaban. Era el miedo que tenían a los puros que movían y arrojaban las masas contra la Iglesia.

Uno de los mayordomos, más resuelto y atrevido que los demás, echó por el atajo y rompió el hielo.

—¿Para qué hemos de disimular? Hemos sido citados, no hay necesidad de decir por quién, y autorizados por los que pueden hacerlo, para defender a la Iglesia a todo trance. Aquí nadie puede sorprendernos y el secreto se guardará, pues ninguno de los presentes es capaz de revelarlo, y defendemos unos mismos intereses; nuestras creencias están atacadas, la canalla más vil se ha apoderado del gobierno y nuestros intereses y hasta nuestra vida están amenazados. Es necesario hablar la verdad y obrar con toda franqueza y sin perder el tiempo.

El orador, en su entusiasmo, se había puesto en pie, y sus carrillos tomaron un tinte encarnado; pero, dicha la última palabra, se calmó y se volvió a sentar.

—¿Han visto ustedes la ley que llaman de manos muertas? —preguntó don Pedro.

—No hemos podido conseguir un ejemplar todavía; pero mañana aparecerá íntegra en los periódicos —dijeron varios a un mismo tiempo.

—Aquí traigo precisamente un ejemplar, y me lo mandó un amigo que tengo en el Palacio mismo —dijo uno de los clérigos, y sacó un impreso; la mitad de la concurrencia se puso en pie y rodearon al que tenía en sus manos la terrible ley de manos muertas—. Es necesario que se lea íntegra, y el señor canónigo, que lo hace admirablemente, tendrá la bondad de…

—Con mucho gusto —contestó el canónigo tomando el impreso.

Los concurrentes se sentaron, guardaron silencio, y el canónigo, con voz clara y sonora y como si estuviese predicando un sermón de cuaresma, leyó, y cuando dio fin, las caras de los personajes que formaban la junta estaban tan demudadas y pálidas que parecía que Cabrera y el fraile Herrera habían tomado a su cargo el borrarlas.

—Ya ven ustedes —dijo el intrépido mayordomo que tomó al principio la palabra—, nos han tirado el guante y no hay otro remedio que recogerlo.

—El clero —dijo el canónigo—, debe defenderse con las armas que le ha dado la Iglesia misma. Cerrar los templos; suspender la administración de los Santos Sacramentos, amenazar con excomunión mayor a los inquilinos que le paguen al gobierno y amenazarles con segunda paga cuando vuelvan las cosas al orden. Con sólo estos medios la nación se levantará en masa (también el buen canónigo creía en las masas) y el gobierno tendrá que sucumbir por su propia virtud o pedirnos perdón y caer de rodillas ante el poder espiritual. Nosotros nos lavaremos las manos, y pues que él busca su caída, no somos nosotros los llamados a sostenerlo. Ya el pueblo ha comenzado.

La lógica y la elocuencia del canónigo fueron debidamente aplaudidas, y quedó acordado que se cerraran los templos, que por medio del púlpito se hiciesen saludables advertencias a los inquilinos, que el cabildo se disolviese y el deán de la Catedral se marchase de la ciudad.

Don Pedro triunfaba. Era su mismo plan.

—La oportunidad no puede ser mejor, y debemos explotar el odio del partido liberal moderado contra el partido puro. Se detestan, y el moderado se unirá con nosotros con tal de derribar al gobierno —dijo uno de los mayordomos—; ya yen ustedes que tenemos por acalorado defensor un alto personaje de Guadalajara, que en el cuerpo es verdaderamente grande lo mismo que en el alma. Es el atleta de la religión, el hijo predilecto de Cristo.

—No hay que fiarse mucho de ese atleta y de otros que hoy se le parecen. Todos están dirigidos por un herejón de marca mayor. Necesitan de nosotros para tirar a los puros, como se les llama a los furiosos demagagos —interrumpió don Pedro—; pero una vez afirmados en el poder serán nuestros más temibles enemigos y el golpe que den al clero ha de ser seguro, porque en ese partido hay hombres de talento, de reflexión y, sobre todo, de muchas mañas; por ahora no hay más sino servirse de ellos como ellos se sirvieron de nosotros, favor por favor, y después ya veremos. Lo esencial también en estos casos es el dinero. ¿Tienen ustedes dinero?

—Dinero —respondió el mayordomo regordete y vivaracho, y que, aunque ya de edad, parecía tener el brío y la actividad de un joven de 20 años—, no nos falta; la dificultad es que consienta el señor arzobispo.

—No hay que decirle nada, porque de seguro, si sabe que es para una revolución en que pueda correr sangre, no consentirá —dijo otro de los mayordomos.

Los demás guardaban un profundo silencio, levantando de vez en cuando sus ojos al cielo como esperando recibir la inspiración del Altísimo, y luego los bajaban con humildad al suelo, como si habiendo recibido ya las órdenes del cielo manifestasen que las obedecían y se conformaban con ellas.

—Pues sin dinero nada se puede hacer, y es inútil que ustedes hayan venido. En cuanto a mí, ni sabía la reunión —les dijo don Pedro dirigiéndose con cierto tono de autoridad a la junta—, entré por casualidad a la iglesia, y una vez aquí, he querido cooperar… es decir, ilustrar la cuestión… no, tampoco… en fin, este negocio es de ustedes, que tienen un deber de conciencia de salvar a las religiosas; pero les repito: sin dinero, y mucho, no es posible ni siquiera intentar la salvación… vaya, estamos de más aquí. Por mi parte también me lavo las manos, como Pilatos, o mejor dicho, las tengo limpias y no hay necesidad del agua. Quería cumplir el encargo de una persona que para mí es muy respetable. Esto es todo. Pues que nada se puede hacer, me retiro. Que ustedes lo pasen muy bien.

Don Pedro se levantó, tomó su sombrero y lentamente se dirigió a la puertecilla.

—Cuidado, señores —añadió al abrirla—, porque sopla mucho frío, y además, pueden ser sorprendidos no obstante lo apartado y escondido de este sitio, y los puros no juegan. Podrían pasarlo muy mal.

Como si hubiese tocado don Pedro el resorte de una maquinaría, se pusieron en pie los santos personajes como buscando la manera de salir o esconderse.

—Habrá dinero, señor don Pedro. Yo me encargo de ello. Tomaré sobre mis hombros esta grave responsabilidad. Venga usted, siéntese y discurriremos con calma. No creo posible que nadie sospeche que estamos aquí reunidos. La calle, la iglesia y las cercanías de este barrio apartado presentan un aspecto de tranquilidad tal que ni aun las mismas monjas dirían que nos estamos ocupando de sus intereses, sin embargo, importa no perder el tiempo en proyectos y discusiones inútiles. Habrá dinero.

El que decía esto era el mayordomo activo y regordete que ya conocemos. Don Pedro, alisando su sombrero con un pañuelo blanco, dio la vuelta, y mirando a las fisonomías, un tanto demudadas, de los asistentes, sonrió maliciosamente, y tomó de nuevo su lugar en el antiguo sillón.

—Esto es algo —dijo—; ahora veamos qué plan tienen ustedes.

—En general, el plan —contestó el mayordomo—, es echar abajo al gobierno y que se derogue la ley de manos muertas.

—Pero ese no es un plan. Eso será, cuando mucho, uno de los objetos del plan.

—Dice usted muy bien —respondieron varios a la vez.

—Entonces procederemos a formarlo y discutirlo —dijo otro.

—No creo que tengamos tiempo de muchas discusiones —contestó don Pedro—; pero, en cuanto al plan, un licenciado muy amigo mío, y más amigo todavía de la Iglesia, me dio anoche un borrador, que no he visto y que me recomendó mucho.

Don Pedro sacó de su bolsillo porción de papeles, de los cuales escogió y separó algunos, que colocó sobre la mesa, y guardó el resto.

—Éste es —dijo—, precisamente; este es, ya creía haberlo olvidado; no me figuraba que nos pudiese servir tan pronto.

—Lea usted, señor don Pedro, léalo usted —dijeron en coro tres o cuatro de los concurrentes.

—Sería bueno antes —dijo don Pedro—, dar un vistazo por la iglesia y por la calle, no sea que…

—Precisamente en eso pensaba —interrumpió otro de los concurrentes, que, menos intrépido que el regordete, no había cesado de moverse en su asiento, de mirar a la puertecilla y de cambiar de color cada vez que la conversación tomaba un giro decisivo y un tanto bélico.

—Pues no hay sino dar una vuelta por la iglesia y por la calle y observar lo que pase —le respondió don Pedro.

—Con mucho gusto.

Y de puntillas, como si alguien estuviese durmiendo y no lo quisiese despertar, se deslizó por la puertecilla, quedando los demás en silencio como esperando una gran noticia. Antes de diez minutos volvió diciendo:

—Mucha tranquilidad; la calle sola; en la iglesia tres o cuatro ancianas y el sacristán durmiendo en un confesionario. Ningún peligro, podemos echar pestes y maldecir a estos puros, que cuando se mueran se han de ir a lo más profundo de los infiernos, y en vida estoy seguro que el señor de Santa Teresa los ha de castigar.

—Vale más obrar que hablar, compañero —le interrumpió el mayordomo regordete—. Escuchemos el plan.

—Mi vista está cansada y la letra es menuda. Si usted me hiciese el favor de leer —dijo don Pedro.

—¿Y cómo no? —contestó el mayordomo regordete, y tomando de manos de don Pedro el cuaderno de papel escrito, leyó.

Era el plan una obra maestra de elocuencia y de combinaciones políticas. De seguro no lo elaboraron jesuitas, porque lo habrían formado más positivo y más sólido, pero menos entusiasta y cristiano. Después de cuatro hojas de considerandos, que fueron aplaudidos por unanimidad e interrumpidos con aclamaciones de admiración, seguían, multitud de artículos. Por el primero se derogaba la ley de manos muertas. Por el segundo se desconocían los poderes supremos, sujetando los funcionarios liberales puros a un severo juicio; por el tercero se convocaba una junta de notables que tendría la facultad de nombrar el presidente provisional de la República, y así seguían los demás, y poco faltaba para que se previniese el inmediato restablecimiento de la Inquisición y la próxima venida de un monarca extranjero.

—¿Y qué dirá de esto el general Santa Anna? —preguntó el canónigo—, me aseguran que, creyendo que le van a mandar mucho dinero para las tropas, ha aprobado plenamente la ley, y hay cartas suyas que lo prueban y que me han prometido enseñar.

—El general Santa Anna está lejos —respondió don Pedro—, y lo mismo que el provisor y el arzobispo tendrá que pasar por hechos consumados, y en último caso, para eso es el dinero. Si no le agrada el plan se le promete que el clero lo sostendrá, que será nombrado dictador por la junta de notables, y en ese caso se hace el sacrificio de prestarle medio millón de pesos con tal de que nombre un ministerio que sea conservador, aunque entre uno que otro moderado.

—Bien pensado, perfectamente —dijeron tres o cuatro de los conspiradores.

El canónigo, suspirando, añadió:

—Quizá será el único medió, y al fin nos ha de costar el dinero.

—Eso no tiene duda, señor canónigo —contestó don Pedro—, y a propósito, diré a la muy respetable junta, que de aquí a mañana necesitaré quizá seis u ocho mil pesos para hacer un préstamo al gobierno, mejor dicho, un regalo al gobierno.

—¿Al gobierno? —interrumpieron en coro—, ¿al gobierno? ¿A nuestro mayor enemigo darle dinero para que se sostenga? Si alguna cosa ha de contribuir a su caída es la miseria, ya no puede pagar ni a esa canalla que ha reclutado y que le llama guardia nacional.

—¿Tienen ustedes confianza en mí o no? —preguntó don Pedro con un poco de enojo.

—Y mucha, ilimitada —contestaron en coro.

—¿Pues entonces?…

—Comprendo perfectamente lo que quiere hacer el señor don Pedro, y es decidir al gobierno a que choque con los polkos, y para esto es necesario inspirarle confianza; y el mejor modo es prestarle dinero. Le durará el día y la víspera; y el objeto se habrá logrado. Queda, pues, autorizado el señor don Pedro para gastar esa suma y mucho más si es necesario.

—Me ha comprendido usted, mejor dicho, ha adivinado mi pensamiento, pero sobre esto mucho silencio —contestó don Pedro poniéndose un dedo en la boca—, y pasemos a otra cosa. ¿Aprueban ustedes el plan?

—Aprobado —contestaron por unanimidad los santos conspiradores.

—Entonces lo imprimirá de noche y con mucho secreto, nuestro amigo Larios.

—¿Los cajistas podrán denunciarnos? —interrogó uno de los clérigos.

—Usted sabe bien, señor doctor —le contestó don Pedro—, que Larios, al mismo tiempo que es dueño de la mejor imprenta que hay en México, es jesuita de corazón. Él mismo formará la planta, y lo imprimirá, y el trabajo se hará esta noche. Pasemos a otra cosa. Es necesario mandar acuñar unas medallitas de plata con la imagen del Niño Cautivo, del Señor de Santa Teresa, de la Virgen de los Remedios o de cualquier santo por el anverso, y por el reverso una leyenda que diga: Viva la Religión. Religión y fueros. A los defensores de la Religión, u otra cosa semejante. Estas medallas se ensartan en un listón encarnado, y a la hora del pronunciamiento se distribuyen con el plan a los soldados y oficiales de nuestros regimientos de guardia nacional, y digo nuestros, porque podemos contar con ellos.

—Sin duda —contestó uno de los mayordomos—, figúrese usted, señor don Pedro, que uno de los batallones está compuesto de albañiles, canteros y carpinteros que trabajan en las fincas de los conventos, y no harán sino lo que les mande mi compañero, que es el teniente coronel.

—Usted, amigo mío, se encargará de esto, ocupando a los plateros de más confianza que trabajan para la iglesia. ¿Usted me comprende? Las monjitas se encargarán de preparar las medallas y algunos escapularios para los jefes, y cada mayordomo debe dar a su convento las instrucciones respectivas. Nos volveremos a reunir mañana aquí, a la misma hora que hoy, para que cada uno dé cuenta de lo que haya adelantado y veamos con claridad los elementos con que contamos. Yo me voy a hablar cuatro palabras con el señor provisor y en seguida al Palacio.

—¡¡¡Al Palacio!!! —exclamaron asombrados los conspiradores—. ¡Qué valor! Este señor don Pedro es el héroe de la religión.

—Su humilde servidor y nada más, y no hay que tener cuidado por mí. El presidente, los ministros y hasta ese gobernador, que es más bien un niño que un hombre, es amigo mío. Lo conocí desde que estaba en la escuela, y aunque de diferentes opiniones, me considera, mejor dicho. me respeta; y primero se dejaría matar que permitir que se me hiciese el menor daño. Es conveniente tener amigos en todas partes y en todos los partidos, y servirse de las gentes cuando el caso llega. Somos en la vida las piezas de un ajedrez, y cuando son movidas por un buen jugador… ya ustedes me comprenden; jaque mate, y de eso se trata hoy. Mucha reserva, mucha cautela, mucho dinero y mucho valor, también eso es lo que necesitamos hoy, porque quién sabe si tendremos que andar a los balazos.

—Evite usted, señor don Pedro, ese lance, por Dios —le dijeron los clérigos—. Nosotros somos ministros de paz.

—Y nosotros servidores de la Iglesia, que no debe nunca meterse en guerras intestinas —dijo un mayordomo.

—Pero nos provocan —interrumpió el mayordomo regordete—, y no se cansen ustedes, es menester hoy sacar el dinero y también la espada.

Don Pedro paseó su vista por las descompuestas fisonomías de las santos varones, sonrió maliciosamente, alisó de nuevo su sombrero con el pañuelo blanco, y desapareció tras de la misteriosa puertecilla, y uno a uno, de puntillas, tomando agua bendita y arrodillándose al pasar por la iglesia, delante del altar del Santo Sacramento, fueron saliendo a la calle y dispersándose los terribles conspiradores. El imponente salón quedó solo y silencioso, y las bellas monjitas, pintadas por el admirable pincel de Cabrera y del Padre Herrera, sonrieron dirigiendo una mirada de gratitud a los valientes clérigos y mayordomos que las iban a defender quizá hasta en los sangrientos campos de batalla.

XXV. Un buen amigo

Don Pedro se encaminó a la catedral, tuvo tiempo de oír de rodillas y con mucha devoción su misa en el altar del Perdón, de allí pasó al Arzobispado a conferenciar con el provisor, y poco después de medio día se presentó en el Palacio en las habitaciones de un alto personaje y fue recibido en el acto.

El alto personaje era un hombre efectivamente de alto cuerpo, muy erguido, a pesar de la edad, flaco, pero con duros nervios, pómulos salientes, ojillos claros, vivos y benévolos, no obstante que quisieran aparecer siempre enojados. Este personaje, y de veras poderoso en esos momentos, era de carácter irascible y nervioso, tenaz como ninguno, con cierta decisión y autoridad para mandar, sin ningún miedo a la muerte, confiado ciegamente en su pueblo, como le llamaba, y con convicciones políticas ultraliberales, que nadie era capaz, no sólo de cambiar, pero ni aun de modificar ni en lo más insignificante, pero con todo y esto, en el fondo era bueno, de una honradez y desprendimiento ejemplares y de una buena fe tal, que no era difícil sorprenderlo y engañarlo. Don Pedro lo conocía, lo había tratado mucho, y en sus épocas de desgracia había tenido oportunidad de hacerle algunos favores y aun de ocultarlo en su casa, una vez que fue perseguido por la policía del gobierno dictatorial.

—Precisamente iba en este momento a mandar a buscar a usted con uno de mis ayudantes —dijo bruscamente el alto personaje a don Pedro, sin saludarlo ni ofrecerle asiento.

—Aquí me tiene usted —contestó don Pedro con cierta entereza—, ¿me necesita usted para alguna cosa?

—Sí —contestó con visible enojo—, mandaba buscar a usted para fusilarlo.

—Don Pedro no se conmovió, porque sabía la persona con quien trataba, y con calma y medio sonriendo le contestó:

—Pero una vez que he venido por mi voluntad, habrá usted cambiado de opinión y no me fusilará, sino que me ocupará en lo que me crea útil. Ya sabe usted que, aparte mis opiniones religiosas, en lo que no cedo, como usted no cede en sus opiniones liberales, soy amigo del gobierno, porque mi principio es sostener a la autoridad existente: la sociedad no tiene más garantía que el gobierno, sea cual fuere.

—Sí, sí, me gustan los hombres firmes en sus opiniones; pero he recibido varios anónimos en los que se me dice que usted conspira y que facilita dinero a los descontentos, y cuidado, pues si adquiero las pruebas de esta traición, he de hacer un ejemplar.

Don Pedro iba a hablar, pero el enojado funcionario no lo dejó y continuó cada vez más exaltado y como respondiendo a una observación que don Pedro hizo para sus adentros, pero que no llegó a formular.

—Digo muy bien, traición, esa es la palabra propia, traición y muy negra y muy infame. Los enemigos están a las puertas de la República, quizá en estos momentos el ejército norteamericano marcha sobre de San Luis, y el ejército del Norte no se puede mover por falta de dinero, mientras los clérigos, encerrados en su egoísmo, se niegan a todo lo que se les ha propuesto, y en vez de prestar auxilio al gobierno, conspiran contra él. Pues que lo han querido así, ya verán lo que se les espera. Les hemos de quitar hasta el bonete. Ya habrá usted visto la ley, y con ella vamos a tener mucho dinero y les venderemos las fincas que, dándolas baratas, sobrará quien las compre. ¡Traidores! Sí, traidores, ¡que tiemblen estos clérigos fanáticos! Qué tal serán que el doctor Mora, hombre muy recto y honrado, siendo clérigo como usted lo sabe, ha tenido que abandonarlos y volverse contra ellos, es decir, del lado de la razón y de la libertad.

El alto funcionario, que recibió a don Pedro de pie, se dejó caer en un sillón, como fatigado, al mismo tiempo que satisfecho de su calurosa y patriótica peroración.

Don Pedro guardó todavía diez minutos de silencio y dejó que su amigo desfogase su cólera. Así que disimuladamente observó que sus ojillos volvían a su expresión habitual y que se había desvanecido el color rojo de que se pintaron sus pómulos, comenzó a hablar lentamente.

—¿Sería posible que estando usted a la cabeza del gobierno, pudiese yo mezclarme en conspiración alguna? Ni por pienso, y en cuanto a dar dinero, mucho menos. Usted mejor que nadie sabe lo que me han costado las revoluciones y el pago que me han dado esos benditos padrecitos, que ya no me inspiran mucha confianza, porque he tenido pruebas de su egoísmo y de su obstinación en contra de sus propios intereses. Ayer, nada menos, se los decía yo. Encontré por una mera casualidad una reunión de lo más escogido.

—¿No se lo decía yo a usted? Los anónimos tienen un fundamento de verdad. Juntas, juntas de conspiradores. Eso es precisamente lo que me dicen.

—Era una función a la Virgen de Covadonga. Usted sabe que los españoles son muy devotos… era cosa de ellos, tenderos, vinateros, empeñeros, y, por supuesto, los padres y los acólitos; nada de política; lo han engañado a usted, pero, como decía, aproveché la oportunidad de que estuviesen juntos en la sacristía cuando acabó la misa cantada, para manifestarles lo apurado que está el gobierno, lo que realzaría su nombre y su prestigio si hacían el acto patriótico de facilitar al gobierno un medio millón de pesos para ayuda de los gastos de la guerra, y así tal vez la ley sería derogada y podrían salvarse, pero… nada… cerrados, completamente obstinados hasta un grado increíble y fiados en que Dios ha de salvar los bienes de la Iglesia.

—Ni Dios, ni el mismo diablo, los ha de salvar en esta vez —exclamó el alto personaje volviendo a encenderse en cólera—, pues que no quieren entrar en ninguna combinación, y ya por otro conducto se había intentado, que lo pierdan todo.

—Pero el mal no es ese, al fin de una manera o de otra perderán, como se dice, acha, calabaza y miel —prosiguió diciendo don Pedro con la mayor calma.

—¿Pues cuál es el mal entonces?

—La guardia nacional, respetable amigo mío. En México salen todas las cosas contraproducentes. Se ha levantado y armado la guardia nacional para evitar que el ejército se pronuncie y domine, y ahora que el ejército se conserva fiel, al menos el batallón de granaderos que está en la ciudadela, la guardia nacional se quiere pronunciar.

Al oír estas últimas palabras el enojo del funcionario no tuvo ya límites, se levantó de su asiento, y echando chispas por los ojos y algo de espuma blanca por los extremos de la boca, dio una fuerte palmada sobre la mesa y se encaró a don Pedro gritando:

—¡Los hemos de aniquilar, sí, los hemos de reducir a polvo, les echaré al pueblo encima y no quedará uno solo de esos polkos que no saben otra cosa más que bailar en los salones! Yo cuento con mi guardia nacional, y con el batallón de granaderos, y tengo artillería, y les echaré encima a la artillería y al pueblo, y veremos cómo se baten esos señoritos mimados, esos aristócratas de hojarasca que se creen con derecho a dominar al país porque tienen cuatro reales, como quien dice.

—Es que —interrumpió don Pedro—, están bien armados, no les falta dinero, porque cada uno tiene con qué vivir y no necesitan de los dos reales diarios como la guardia nacional de usted, compuesta de hombres valientes, pero pobres…

—Es verdad —contestó con algún desconsuelo—, nos falta el dinero en estos momentos, que son preciosos. Estoy resuelto.

—Ya sabe usted mi situación; usted la conoce mejor que yo —continuó con la mayor calma don Pedro, repitiendo su conocida cantinela—, pero si algo pudiera servir un pico, una friolera, ocho o diez mil pesos para que pudiera usted dar dos o tres días de haber a estos beneméritos ciudadanos que defienden el Palacio, yo podría enviárselos a usted en el acto con mi dependiente.

—Acepto, acepto, y le aseguro que esta noche quedarán desarmados los batallones de polkos, disuelta esa parte de la guardia nacional y reforzada la mía con el pueblo que se viene a presentar. Ya habrá usted visto al entrar que en las puertas y en las cercanías del Palacio hay mucha gente. Es mi pueblo, mi pueblo que quiere armas para pelear contra los invasores extranjeros y contra los traidores.

—Mejor sería —indicó don Pedro con mucha sorna y malicia—, que, puesto que esos señores que les llaman polkos y que, según ellos mismos dicen, han tomado las armas para defender a su patria, marcharan a Veracruz, que de un momento a otro será amenazado por la escuadra americana.

—Cabal, cabal, muy buena idea, pues que son tan valientes, que vayan a batirse con los americanos. Mandaré ocupar el edificio de la Universidad con uno de mis batallones. El coronel, que es de toda mi confianza, se encargará de esto, y mañana mismo que salgan esas fuerzas para Veracruz; mas para esto necesito ahora mismo dinero.

—Dentro de una hora estará mi dependiente en la tesorería y entregará diez mil pesos —contestó don Pedro tomando su sombrero y presentando su mano seca al alto personaje, el que, animado al parecer con un espíritu juvenil y entusiasta, se la estrechó, y bailándole los ojos, no del placer de la venganza, que no conocía su alma, sino del triunfo de la causa política que veía pronto, fácil y cercano, tocó una campanilla y al instante se presentó un ayudante, al que comenzó a dar órdenes precisas, terminantes y a cual más terribles. Si no había obediencia ciega e inmediata de parte de los batallones de polkos, las cosas deberían llevarse a fuego y sangre.

Don Pedro, por su parte, salió con su calma fingida del Palacio, saludando con afabilidad a todo el que encontraba, pero en la puerta tomó su coche, se dirigió a la casa de Fernández y Cía., donde tenía su dinero y que era de toda su confianza.

—Grandes novedades tenemos, amigo Fernández —le dijo al jefe de la riquísima e influyente casa española cerrando la puerta del escritorio.

—Ya me temía algo —le respondió Fernández—; siéntese usted, tome un buen rapé y cuente lo que sepa.

—Ya sabe usted… casualidades; la casualidad me favorece siempre. Pasaba yo por el Palacio y me dio gana de saludar a mi antiguo amigo que, como sabe usted, es el que manda hoy, y lo encontré tan prevenido contra mí, que quería nada menos que mandarme fusilar.

—Ésas son palabras mayores —interrumpió Fernández, asustado—. ¿Cómo ha salido usted con vida del Palacio?

—Amigos más que nunca. Conozco a mi hombre. No es capaz de matar una mosca: eso sí, me cuesta algún dinero su buena amistad, pero ya usted y yo nos pondremos de acuerdo para hacernos pagar el doble o triple. Prepare usted esos créditos viejos, y yo veré a mi amigo mañana o pasado, y haré que me los mande pagar por la aduana de Veracruz, y quedará compensado el servicio que le vamos a hacer hoy, y digo que le vamos a hacer, porque este negocio será de cuenta y mitad si a usted le parece.

—¿Cuánto hay que dar? —preguntó Fernández.

—Una friolera. Diez mil pesos, que es necesario que mande usted ahora mismo con el dependiente a la Tesorería, y que saque su certificado de préstamo sin interés. Lástima que no tenga usted a ese Bolao tan inteligente para estas cosas. Ya ve usted que arriesgar diez mil pesos son por obtener una orden de pago de doscientos mil de créditos viejos que ni están liquidados y que usted probablemente no los considera en su balance ni en mil pesos, vale la pena.

—Va de cuenta y mitad si usted consigue la orden.

—Lo aseguro a usted, pero mande en el acto el dinero.

El dependiente de la casa de Fernández salió con cinco cargadores, y entregó en la Tesorería los consabidos diez mil pesos.

Don Pedro durmió en la noche como un patriarca.

—Triunfo completo —dijo al cerrar los ojos—; Dios me ha dado aquello con que se hacen los sermones.

Al día siguiente, a la hora convenida, se dirigió a la misteriosa sacristía, donde lo esperaba con impaciencia todo el batallón sagrado de clérigos, de mayordomos y demás gente de iglesia.

San Pablo no habría sido mejor recibido. Después de oír la relación que a su modo les hizo de sus pasos y trabajos, fue declarado el primer defensor de la religión, como el varón digno de ser canonizado, y de que se llamase San Pedro el Mexicano.

Quinta parte

I. Manos vivas y manos muertas

Imposible de convencerlo. Ese hombre tiene una cabeza de fierro. Dos horas he empleado en exponerle con toda claridad la situación política del país, los peligros que corren las instituciones liberales y hasta la independencia de la República. En los momentos en que tenemos ya dentro de nuestro territorio la guerra extranjera, lo primero que importa es la unión de todos los mexicanos y la conformidad y acuerdo de los partidos para hacer frente y presentarnos, siquiera moralmente fuertes ante nuestros enemigos exteriores, prescindiendo cada uno de sus exageraciones y haciendo el sacrificio del amor propio, sin ir a estrellarnos con exageraciones que han dado el resultado de dividir profundamente al partido liberal. Verdad es que se necesita urgentemente dinero para la guerra, pero el medio que se ha escogido es el peor. Nadie querrá en estos momentos comprar ni aun a vil precio las fincas de manos muertas, porque en el instante que triunfase la reacción, se quedarían sin las fincas y sin el dinero, y el clero que ha protestado, a buen seguro que consintiera en pagarles ni un solo peso por vía de indemnización. Nuestros ricos egoístas, y que no se mueven si no es al impulso del miedo, nada querrán prestar con una hipoteca ilusoria que no podrían hacer efectiva ante nuestros tribunales; así, en vez de que el gobierno adquiera recursos con la publicación de la ley, se ha cerrado las puertas y se ha puesto ya en choque abierto con el clero y con la multitud de dependientes interesados en la conservación de los bienes y de los ricachos que pican de aristócratas y de creyentes fervorosos, porque sacan dinero del juzgado de Capellanías, cada vez que quieren, y sus haciendas y casas valen mucho menos de lo que deben. El día que se hiciera efectiva la redención de los capitales cumplidos, la mitad de los ricos de México que vemos muy orgullosos y contentos por las tardes en sus carruajes en el paseo de Bucareli se presentarían en quiebra, y la catástrofe pasaría de diez millones de pesos. Contra todos estos intereses está chochando el gobierno en estos críticos momentos, y en vez de tener auxilios y recursos no se ha granjeado más que enemigos.

Estas reflexiones y otras que sería largo el referir le hice, apelando también a nuestra amistad y antiguas relaciones. Lo mismo que majar en hierro frío, y a todo contestaba con su manía favorita, que ya es una especie de locura. Mi pueblo se les echará encima —decía el viejo ministro, no sólo entusiasmado, sino enojado—; en cuanto que yo llame al pueblo, no quedará ni uno solo de ellos, y estos clérigos fanáticos morderán el polvo. Ya saben ustedes que nadie lo saca de este camino y que el barbero, al tiempo de rasurarlo por la mañana le cuenta mil mentiras y lo adula de una manera tan exagerada que le hace creer que no necesita más que salir al balcón de Palacio y hablar cuatro palabras para poder disponer de la población entera. Por desgracia y cuando yo creía conseguir al menos alguna modificación en sus ideas y que tuviese una reunión con algunos diputados, entró otro ministro y echó por tierra mi peroración. En resumen, he perdido el tiempo inútilmente, y los acontecimientos se precipitan y no dan tiempo para nada. ¡Dios salve a la República!

El que había pronunciado este informe con voz suave, segura y tranquila y mucho más metódico y ordenado que lo que lo hemos referido, era un personaje de mediana estatura, más bien grueso que delgado, vestido con una levita negra más bien usada y manchada que no nueva. Sus ojos estaban cubiertos con anteojos azules y como engastado su busto blanco y pálido coronado con una peluca negra y rizada, en una alta corbata negra que dejaba asomar el cuello blanco de la camisa, donde descansaban como si les faltara ese apoyo, des orejas de mediano tamaño, rosadas y frescas como las de una doncella. Sin bigote ni perilla y con unas patillas cortadas a la española, parecía cuando cesaba de hablar uno de esos retratos de cera, hechos diez o quince años antes por el célebre escultor Manolito Rodríguez.

Con el mayor recogimiento y atención escucharon esta especie de tristísimo sermón cuatro personajes, sentados alderredor de una mesa de madera de pino blanco, llena de periódicos en desorden, de libros a la rústica, de cacharros con engrudo, de fajas de papel rotuladas, de mazos de cuerda de cáñamo. Era la imprenta y redacción de un periódico, situada en una de las calles más céntricas de la capital. El dependiente en su escritorio, ocupado en extender recibos y arreglar sus cuentas; los repartidores entrando y saliendo; las puertas abiertas de par en par, y ninguno de los misterios, miedos y reservas de los hermanos caritativos y religiosos que hemos visto reunidos en la ignorada sacristía.

—Por mi parte he hecho lo mismo —dijo un personaje alto, descolorido, de cerca de sesenta años de edad, con los pómulos salientes muy marcados y ojos pequeños, pero centelleantes: algo como una fisonomía de un mandarín asiático—. Cualquier género de reflexiones son inútiles —continuó—, y un día u otro debe producirse un conflicto en la capital entre la canalla que ha armado el gobierno y la guardia nacional, donde están los comerciantes, los empleados, los artesanos, en fin, lo más granado de la ciudad. Yo trato de calmar los ánimos y de conservar la disciplina y el orden, pero llegará el día en que ya no sea posible. Figúrense ustedes que trata nada menos que de hacer marchar a Veracruz los batallones, o desarmarlos. No marcharán, porque todas esas gentes tienen familias y se han alistado para prestar solamente el servicio de la ciudad, y que la tropa de línea pueda marchar a donde convenga. Si intenta desarmarlos, no se dejarán y se defenderán a balazos.

—Triste y muy triste es verse en la necesidad de unirse con los clérigos y retrógrados, pero por el pronto no tenemos otro remedio; más tarde, cuando hayamos terminado de una manera o de otra la cuestión extranjera y el gobierno esté fuerte y bien establecido, nos pondremos de acuerdo con los gobernadores y con la mayoría del Congreso, y entonces se les dará el golpe de gracia, es decir, se combinará una ley que les quite los bienes y tenga al mismo tiempo un carácter de utilidad general que nos atraiga las simpatías del pueblo: por ejemplo, establecer talleres y fábricas para alentar la industria, intentar la construcción del tan soñado camino de hierro de México a Veracruz. Tenemos el proyecto de Arsillaga y un buen trozo, construido desde el puerto a la Tejería; en fin, mil cosas útiles podrían intentarse con ese dinero y con el crédito.

—Ni qué pensar en eso por hoy —interrumpió otro de los personajes que vestía un levitón pardo que le bajaba hasta cerca de los tobillos y había permanecido en pie, apoyado contra un estante y sumergido al parecer en una honda meditación—, ni qué pensar en esas cosas por ahora —repitió—, más que en la guerra y en la manera de adquirir recursos, pero estamos entre Scila y Caribdis. Entre los clérigos no reina más que la hipocresía y el oscurantismo, y los retrógrados que los dirigen nos volverían de buena gana a la Inquisición. El amigo de Guadalajara ha tomado con entusiasmo la defensa del partido clerical, con más entusiasmo del necesario, y no se puede permitir que esa clara inteligencia siga tan mal camino; pero al pronto es menester dejarlo, engañar a estas gentes y que nos sirvan de apoyo para derribar al gobierno, porque no hay otro remedio. Esos hombres testarudos e incapaces de admitir consejo, van a hundirnos en un mar de desgracias. No hay que hacerse ilusiones, la revolución está encima, no se puede evitar, y lo menos malo es dirigirla. Con dejarles entender a ciertos jefes de la guardia nacional que estamos de acuerdo, saltarán a la arena. Nosotros, sin responsabilidad personal ni moral, dirigiremos los acontecimientos. Es preciso obrar con actividad, porque los sucesos se precipitan. La catedral va a cerrarse, lo mismo que las demás iglesias, y el pueblo se agolpará y se agitará en la plaza, porque los clérigos a su vez se quieren servir del pueblo, explotando su fanatismo e inclinándose a una guerra religiosa, tan temible cuando se trata de masas ignorantes; de modo que por una parte se inclina al populacho al desorden, a la borrachera y al robo, en nombre de la libertad, y por la otra a la rebelión y al saqueo en nombre de la religión. El deber del partido moderado es colocarse entre los extremos. Procuraremos inspirar confianza al clero, a los propietarios y a los comerciantes y artesanos, y tendremos en nuestro apoyo la tropa y una mayoría sensata que los partidos extremos quieren extraviar. Es muy probable que por otros medios más adecuados se puedan conseguir recursos, y enviando dinero a San Luis tendremos al ejército del Norte y a su jefe en nuestro favor; mas para lograr el intento es indispensable formar un plan y que cuanto antes salgan del poder esos hombres que están en el Palacio. Si no le damos un plan a la guardia nacional, los clérigos se apoderarán de la situación, y en ese caso tendremos que unirnos con los puros, pues no podemos seguir al clero en su exclusivismo y superstición, ni estar subordinados a él, ni mucho menos humillarnos ante los puros. Estamos fuertes en el Congreso, en los Estados y en la opinión pública, y llamados a dominar por virtud de las mismas circunstancias, y nos entenderemos con Santa Anna por medio del amigo que conocemos y el que opina de la misma manera que nosotros.

Tal fue el discurso del importante personaje de levitón gris.

—Pues lo que importa es formar el plan del pronunciamiento —contestó el de los anteojos azules—, y que sea ahora mismo, aquí mismo. Se imprimirá y se repartirán ejemplares a los jefes y oficiales de los batallones de guardia nacional que se llaman polkos, y no necesitamos más, pues el mismo gobierno con sus medidas imprudentes y el clero con su fanatismo son los que harán que estalle la revolución tal vez esta noche, mañana, el lunes, cualquier día; no es ya más que cuestión de tiempo, y de muy poco tiempo.

—No cabe duda —contestaron en coro los demás—. Fijémonos en el plan y no hay que hablar más.

—Muy sencillo; voy a escribirlo.

El dependiente de la imprenta, que escuchaba la conversación, acercó un tintero, una pluma y un cuaderno de papel, y uno de los de la reunión se puso a escribir y otro a dictar, y no tardaron veinte minutos en terminar su obra.

—Hemos puesto por fórmula —dijo el amanuense—, algunos considerandos, porque así se acostumbra en los planes de pronunciamiento. Por lo demás, la situación es conocida de todo el mundo. El plan es muy sencillo: dos o tres artículos. Aquí están. 1.º Se reconoce como presidente de la República al general don Antonio López de Santa Anna. 2.º Cesará en el ejercicio del poder el vicepresidente, y entrará a ejercerlo provisionalmente el presidente de la Corte de Justicia. 3.º Se elevará al Congreso una respetuosa exposición para que derogue la ley de manos muertas.

Después de una ligera discusión, el plan fue aprobado por unanimidad. En el acto se apoderaron los cajistas de él para imprimirlo, y el dependiente, que era capitán de uno de los batallones de guardia nacional, quedó encargado de distribuirlo entre sus compañeros.

Fue una conspiración al aire libre, sin miedo, sin precauciones, sin muchas discusiones: era dirigida por diputados, por generales, por magistrados, por los altos personajes del partido moderado, que en aquellos momentos trataba de que pasase a sus débiles hombros todo el inmenso peso del poder público.

II. Un paseo en la Quinta de Teresa

Con la fe, dicen los místicos, pueden trasladarse las montañas de un lugar a otro, pero gentes menos piadosas y más positivas añaden que la fe sin el dinero vale poca cosa, y que en definitiva con el dinero se pueden ejecutar obras maravillosas, y así sucedió en efecto, en la quinta de San Jacinto. Los carpinteros, canteros, albañiles y pintores trabajaron bajo la acertada dirección de nuestros amigos, tan pronto, y con tan buen éxito y gusto, que en pocos días relativamente, las habitaciones, los patios, el jardín y la huerta, se transformaron de tal manera, que el mismo propietario asustadizo que la vendió por tan poco precio, no la habría reconocido.

Hemos ya varias veces visitado la célebre quinta que tan interesante papel representa en esta larga historia, pero no la hemos examinado con la atención que merece, y lo haremos ahora que los artesanos, ocupados por otra parte en hacer su servicio en la guardia nacional, se han marchado dejando en quietud a la propietaria.

En el exterior ninguna reforma se le había hecho para no llamar la atención del vecindario. Una alta muralla de color amarilloso, manchada por las aguas y degradada por el tiempo, estaba únicamente interrumpida por una ancha puerta ojiva con espesa reja de fierro, de manera que parecía un castillo o un edificio dedicado a la custodia de criminales sujetos al sistema penitenciario, pero en el interior el aspecto era distinto, y lo antiguo y lo moderno estaban combinados de tal manera, que el conjunto presentaba un aspecto que, sin exageración, podríamos calificar de sorprendente. Una vez pasada la puerta y subiendo los tres escalones de un vestíbulo que formaba una segunda muralla, y ocultaba como en las casas musulmanas el interior a la vista de los que pasaban, el olfato y la vista recibían una agradable sensación. Era un gran patio-jardín en cuyo centro relucía una fuente de azulejos de colores semejante a las del Alcázar de Sevilla. En el centro de la fuente un cuadrado también de azulejos remataba en un macetón colosal, de donde salían, al parecer, y colgaban en desorden y como queriéndose morder y devorar, multitud de serpientes de cuyos cuerpos brotaban unas flores rojas con múltiples estambres de oro. Era simplemente un nopalillo, tan bien cultivado, que en cualquier jardín de Europa habría pasado por una maravilla este magnífico ejemplar de la larga familia de los cactus. De las anchas bocas de cuatro mascarones se derramaban a intervalos chorros que mantenían la fuente llena, en cuyas aguas claras y ondeantes bullían millares de pescaditos, algunos microscópicos, de oro, plata y esmalte. En los ángulos, cuatro altos y frondosos naranjos regaban el suelo con blancas flores del azahar, que se escapaban de entre sus tupidas y barnizadas hojas. Al derredor de la fuente, unos asientos o bancos hechos con piedras de templos y edificios aztecas, grabadas con indescifrables jeroglíficos, daban a este pequeño espacio un aspecto tan raro y extraño, que todos los que por primera vez visitaban la quinta tenían que detenerse allí antes de penetrar a las habitaciones. El resto del patio, bordado con arriates llenos de plantas y flores, estaba limpio y bien enlosado, y presentaba amplio espacio para que pudiesen llegar hasta la puerta de un segundo vestíbulo o corredor los carruajes y cabalgaduras que tenían entrada por un costado de la casa. El balaustrado del corredor estaba adornado simétricamente con macetones de loza blanca de Puebla, que contenían una preciosa colección de claveles, cactus y orquídeas que derramaban sus flores, reventadas de puro exuberantes, y de varios y mezclados colores, llenando el ambiente de un delicioso aroma. La fachada de cantería gris perla, de una correcta arquitectura griega, la formaba un gran salón con su puerta en el centro y dos ventanas de cada lado con ligeras rejas de fierro. En los costados, recámaras, pequeños salones, gabinetes, cocina, despensa, cuartos de criados, cerrándose el cuadrado con un comedor del mismo tamaño que el salón, y con salida y ventana a la huerta. En el centro de este segundo patio, menos extenso que el primero, se hallaba otra fuente de azulejos debajo de un pabellón de rosas y rústicos asientos de piedra.

El comedor, que cerraba el cuadro del edificio, era un espacioso salón, y en el exterior ostentaba una caprichosa fachada que no pertenecía a ningún orden de arquitectura. Era compuesta de riscos, o fuentes incrustadas en los huecos que quedaban entre la puerta central y las ventanas, pero en vez de estar formadas con restos de vajillas rotas, estaban construidos con vistosa armonía, con vieja porcelana de Sajonia, de China y del Japón. Para una persona inteligente y de gusto por las cosas antiguas y artísticas, esta sola fachada valía tres veces más que lo que Luis había pagado por toda la quinta. La huerta espaciosa, cercada de altos muros de piedra, era un caprichoso y desordenado bosque de frutas, arbustos, plantas y flores. Una vereda terminaba con un pabellón formado de tres o cuatro manzanos tan copados, tan cargados de frutos amarillos con su mancha roja, que con trabajo se deslizaban los rayos del sol para formar temblorosas labores en la agradable sombra de la suave grama que tapizaba el suelo. De ese pabellón, y a poca distancia se pasaba a otro, donde colgaban racimos de pera gamboa tan pesados que plegaban y rompían las ramas de los árboles; a un costado, y siguiendo el interior de la cerca, un interminable corredor cuyo techo cubría con sus verdes hojas y fuertes zarcillos una chayotera; al otro costado, otro corredor con una parra silvestre pero frondosa, trepadora caprichosa, mezclando sus racimos de una agria con las granaditas de China, y las flores de la campánula y madre selva. Por aquí, un altísimo árbol de ahuacate; por allá una higuera; por otro lado un zapote blanco; en un rincón, y protegido de los vientos por las paredes de la casa, un grupo de plátanos traídos con mucho cuidado de Cuantía de las Amilpas; junto al platanar una auracaria excelsa de Australia y un árbol de hule procedente de Soconusco. La vegetación de las zonas, fría, caliente y templada se hallaban allí confundidas y mezcladas, y aunque el invierno no hubiese terminado, unos árboles estaban en flor, otros en fruto, y todos lozanos y frondosos como en la primavera. Surcaban el suelo cubierto de grama, arroyuelos de la agua pura y cristalina de la montaña de Santa Fe, y sin querer, los pies hollaban las azucenas blancas, la flor roja del cacomite, las gladiolas, las anémonas, y era necesario abrirse paso por los grupos de rosas silvestres cuyo aroma llegaba a fatigar la respiración, y andar con cuidado para no tropezar, caer con la fruta madura que el viento de la noche había arrancado de los árboles. Un jardín arreglado al estilo inglés o italiano, habría parecido más elegante y aristocrático, pero no con el encanto y atractivo salvaje de esta huerta, en la que los jardineros no habían hecho más sino limpiar las veredas, arrancar la mala yerba, y aliviar a los árboles del mucho peso de sus racimos de frutos. Lo que sobre todo llamaba la atención eran dos fresnos, dos colosos que como gigantes centinelas estaban a los lados de la caprichosa fachada del comedor. Los troncos gruesos, redondos, con la corteza dura hendida en partes, y manchada con la microscópica parásita verde, se elevaban rectos y destacaban en el limpio azul del cielo sus frondosas, redondas y sonoras copas, pues el viento se alojaba allí y producía los murmullos, los sonidos, los quejidos, los suspiros más extraños e indescriptibles, cuando salía de esa verde mansión era para llevar el oxígeno y la vida a los salones y recámaras de la quinta. Los gorriones amarillos y cenizos con su cabeza encarnada, y los tordos de reflejo de esmalte acerado con su cuello amarillo tenían también su habitación, pero no diez ni ciento, sino quizá millares. En las mañanas, al salir la luz era una orquesta, una ópera con un coro infinito, parecía que cada hoja verde se convertía en un gorrión. Sacudían las alas, cantaban, se acariciaban, retozaban y repentinamente y a un tiempo y juntos se desprendían del árbol, se elevaban instantáneamente formando en la transparente atmósfera mil figuras cambiantes como las de un kaleidoscopio, perdiéndose a poco rato en el horizonte. ¿Dónde pasaban el día esos inquietos y ligeros vagabundos? En las montañas, en los jardines, en las alamedas, en los aires, saludando al sol, cazando insectos, revolando cerca de las fuentes y ojos de agua, sombreándose en los altos pinares de la sierra, preparando los materiales para sus nidos y los regalos para sus amadas, una florecilla con miel, un insectillo medio vivo, algo habían de traer en el pico, pues nada hay tan amoroso y tan cumplido como las aves que viven en familia. A la hora del crepúsculo, con una admirable puntualidad, las aladas colonias regresaban a sus verdes palacios, a las grandes copas de sus fresnos, porque más bien eran de ellos que del propietario de la quinta. Su regreso no era en tropel y en desorden, sino poco a poco, uno a uno, o en cortas bandadas de diez o veinte. Anunciaban su llegada con alegres gorgeos, revolaban, disputaban la ramita donde querían posarse, solían darse serios picotones hasta que se colocaban definitivamente. Así que estaban completamente reunidos comenzaba el coro y eran, dos, tres, cuatro mil gorgeos a un tiempo, que cesaban en armoniosas cadencias a medida que se iba acabando la luz. Cuando la oscuridad era completa el silencio era también completo, los pájaros habían ya tomado su lugar en el interior de los árboles, cerraban los ojos y dormían tranquilos, porque no había ni cazador que les disparase el plomo, ni ave de rapiña que viniese a acometerlos. El viento fresco y suave de la noche movía compasada y majestuosamente las grandes copas de los viejos fresnos, y susurraba sus misteriosas canciones; las rosas, los claveles y las orquídeas llenaban el ambiente con sus perfumes, y las luciérnagas volando aquí y allá como diamantes alados iluminaban a intervalos la caprichosa fachada. Desde que llegaron a la quinta Manuel y Teresa preferían ese sitio, que sin saber por qué los atraía y los encantaba, y al levantarse de su asiento favorito, se habían estrechado la mano varias veces y expresado con sólo esto toda la ternura y amor de su corazón.

En el interior, respetando como era un deber las importantes antiguallas que formaban como parte de la casa desde tiempos remotos, se habían aglomerado con gusto y discreción cuanto ofrecían de curioso y de exquisito los almacenes y tapicerías de la capital. Camas doradas inglesas, muebles venidos de París a la renombrada tapicería de Compagnon, alfombras aterciopeladas, lámparas de cristal abrillantado, sillones mullidos, vajillas de porcelana y de plata, cristal inglés, sin contarse la multitud de objetos curiosos, costureros, mesitas y consolas, colocadas con oportunidad en las espaciosas piezas pintadas al fresco por discípulos de la Academia de San Carlos o tapizadas con los papeles más lujosos. El conjunto claro, alegre, de colores vivos, algo pompeyanos, que no sólo contribuían a rechazar las ideas negras, sino que inspiraban una voluptuosidad e inclinaban a la dulce ociosidad que solamente podrían interrumpir los placeres de la mesa o los de la conversación. Manuel, cuyo fuerte no era por cierto el de la economía, había exigido que se gastara la mayor parte de su dinero reservado, pero lo que daba más valor y atractivo a la quinta era la quietud, la par, la tranquilidad que se experimentaba desde que se ponía el pie en el quicio de la gran reja de fierro; la calzada era apenas transitada por las mañanas por algunos indios que cargaban en sus hombros o en el lomo de sus burros, carbón, leña y maderas del monte, los cuales, silenciosos y al trote, regresaban al caer la tarde. Parecía que la doble muralla de piedra que la aislaba del camino real y de las demás casas, le servía de escudo y de garantía, y que en sus viejas y descuidadas paredes, venían a morir y a estrellarse las pasiones y los pesares que como una peste propagaban en la ciudad. Sentado cualquiera debajo de los majestuosos fresnos, mirando las evoluciones de las aves, respirando el aroma de las flores, y gozando de un clima templado y delicioso, no obstante que no acababa la estación del invierno, era imposible que creyese que la discordia, la matanza, el robo y la miseria se cernían a poca distancia sobre los habitantes del valle de México.

III. Las veladas de la Quinta.—Primera velada

LAS VELADAS DE LA QUINTA

PRIMERA VELADA

Lenta, muy lentamente transcurría el tiempo para Teresa; los minutos le parecían horas y las horas días enteros. Acostumbrada ya al trato y sociedad de las personas con quienes la casualidad la había puesto en contacto, las consideraba, más que como amigos, como de su propia familia, y esperaba con impaciencia el momento en que, cumpliendo su palabra, comenzasen a llegar para inaugurar las veladas, tan oportunamente ideadas por Josesito. Así pensaba al caer la tarde sentada debajo de uno de los fresnos que ya conoce el lector, cuando de entre un espeso bosquecillo de manzanos salió Mariana con un ramillete de flores en la mano.

—Vea usted, señorita, qué pensamientos tan grandes y negros, como si fueran de terciopelo. Estoy segura que no los hay iguales en los jardines de las cercanías —dijo Mariana acercándose a Teresa y presentándole el ramillete.

—En efecto —le contestó Teresa—, nunca los había visto mayores, pero sabes que las flores que no tienen aroma no me gustan mucho. Prefiero las mosquetas, las azucenas, los claveles, y de las flores sin aroma la camelia me llama la atención, es tan difícil aquí su cultivo que es menester prescindir…

—De ninguna manera. Como sabía el gusto de usted y le sienta tanto en la cabeza una camelia roja o blanca, he cuidado mucho los macetones que regaló a usted mi capitán, y va usted a ver qué cosa tan hermosa.

Mariana corrió y a poco regresó con dos camelias en la mano, la una blanca y la otra roja, y las dos rellenas, redondas y perfectamente hechas. Teresa las admiró y las colocó después entre sus abundantes cabellos. Mariana, que creía cumplido el trabajo que tenía todas las tardes de cortar flores y formar un ramillete para colocarlo a la hora de la comida en un elegante centro de plata, se retiraba, pero Teresa la detuvo y le hizo lugar y seña para que se sentase junto de ella.

—Pues que algún día ha de ser —le dijo Teresa con amabilidad—, vale más que sea hoy y no mañana. Lo que voy a decirte te ha de lastimar. El común de la gente cree que los pobres no sienten, y yo pienso que las mujeres, pobres o ricas, cuando se trata de amores y de pesares de familia, sentimos lo mismo. Temía yo este momento, pero no hay más remedio. ¿Qué piensas acerca de Carmela?

Mariana bajó los ojos y guardó silencio.

—Vamos más claro. ¿De quién crees que es hija Carmela?

Mariana callaba.

—Habla sin rodeos; dime lo que te dice tu corazón. ¿Crees que no he observado que esa alegría aparente ocultaba una gran tristeza, y que tienes una duda de que quisieras salir? Has conocido ya a tu hija, ¿no es verdad?

—Sí, es verdad —respondió Mariana—, mi corazón la ha conocido, y no me he engañado desde que la vi, pero tenía miedo y vergüenza decirlo. Es Carmela, sí, Carmela, cuyos pasos he seguido, cuyos hermosos cabellos he adornado con flores, es mi hija, la hija de mi corazón a quien creí no volver a ver jamás.

—Ya ves, es una señorita —le interrumpió Teresa con cierta indiferencia para no dar pábulo a la ternura de Mariana—, y una señorita no como quiera, sino de las más, bien educadas de México. Escribe muy bien, toca admirablemente el piano, canta, borda en blanco y en metal, y tiene conocimientos de porción de cosas que tú ni has oído mentar y que yo misma ignoro, porque no fui educada con tanto esmero como ella; de manera que su desgracia en los primeros días de su vida la condujo por caminos misteriosos a una posición que tú misma ni su padre le hubiesen podido dar. Aurora primero y Florinda después, han puesto sus cinco sentidos y la han cuidado y educado con más esmero que si hubiese sido su hija.

—Adivino, señorita Teresa, adivino lo que me va usted a decir. Una niña, así, no puede ser hija de una pobre lavandera, de una mujer del pueblo que no se ha vestido más que con las enaguas y el rebozo.

—Y sin embargo, querida Mariana, es tu hija, y el coronel Valentín es su padre. Desde el momento en que Arturo fijó su atención en esto, me he ocupado de hacer todas las indagaciones posibles y he concluido por averiguar la verdad… ya ves, mi pobre Mariana, el coronel Valentín no puede casarse contigo, quizá si Manuel, Arturo y yo nos empeñáramos lo haría, pero no te daría tal consejo. A los pocos días de casada pasarías de seguro mala vida y los dos darían pésimo ejemplo a esta criatura.

—¿Qué debo hacer entonces? —preguntó Mariana.

—Un gran sacrificio, hija mía; un sacrificio que sólo puede exigirse a una madre. Que tus amores, que en verdad no han dejado de ser una historia escandalosa, jamás lleguen a los oídos de Carmela; que ignore siempre que tú eres su madre, de lo contrario comprometes su porvenir y con una sola palabra destruyes los sacrificios y cuidados de Aurora y de Florinda, y haces a la vez desgraciada a la propia hija. ¿Qué quieres, hija mía? La suerte no es igual para todos… no llores, porque me afligirás en los momentos en que quiero olvidar tantas desgracias que por mí han pasado y que tú no ignoras. Me encargué de esta dolorosa misión porque nadie mejor que yo puede consolarte.

—Con que es decir —contestó Mariana, procurando reprimir su sentimiento—, que ya no podré ni abrazarla, ni darle de besos, ni hablarle, ni verla tal vez. Es verdad, es verdad, Carmela es una señorita rica y yo no soy más que la pobre lavandera.

—Es muy duro, en efecto, Mariana, pero ¿qué le vamos a hacer, hija mía? ¿Querrás declarar ante todos unos amores ilegítimos y llenar de vergüenza a tu hija? ¿Si algún día se casa tendrá que negar o avergonzarse de su madre?

—Es verdad, es verdad, señorita Teresa, haré lo que usted me mande, la obedeceré, me resignaré al sacrificio completo.

—Mucho valor necesitas, y si dentro de algunos días te crees segura de ti misma, te prometo que verás a Carmela, mejor dicho, vivirás con ella, porque por mi parte, haré el sacrificio de que te separes de mi lado y pases largas temporadas en la casa de Florinda.

El ruido de un carruaje que entraba al primer patio, interrumpió esta penosa conversación. Mariana se limpió los ojos y se separó del lado de Teresa, a la vez que Josesito y Celestina penetraban por la puerta del comedor.

—Pues que las veladas de la quinta son de mi exclusiva invención, querida Teresa —dijo Josesito tendiendo su mano a la interesante castellana (porque no había ningún inconveniente en llamar también castillo a la modesta casa de campo)—, he querido ser el primero en llegar acompañado de Celestina para dar el ejemplo, y que entre tanto os haga compañía. Todos están avisados y vendrán, estoy seguro de ello.

Celestina había abandonado ya la toilette chillante y podíamos decir escandalosa que usaba antes y sustituídola con otra de medios colores modesta, pero de extrema elegancia. Sus modales y maneras habían cambiado y podía decirse que era una cumplida y verdadera dama, la que en otro tiempo figuraba como costurera y doncella de confianza de la madre de Arturo. Teresa no dejó de notar con gusto esta buena transformación, y acogiendo graciosamente a sus visitas, las invitó con los ojos a sentarse junto a ella, y efectivamente, lo hicieron y comenzaban la conversación con esas frases sin sustancia con que dan principio aun las más interesantes conferencias, cuando se escuchó el relincho lejano de un caballo.

—Es el Árabe —dijo Teresa levantándose con agitación—, nunca deja de anunciarme la llegada de Manuel, sus otros caballos no hacen eso.

Teresa corrió como una chicuela a recibir a su amante, y a poco entraron los dos abrazados de la cintura.

Manuel venía de muy buen humor. En vez de saludar, tiró de la perilla de Josesito hasta que lo hizo levantar del asiento y andar buen trecho de puntillas.

—Así se trata a estos perillanes, hermosa Celestina —dijo Manuel—, y no haga usted otra cosa con él si quiere que le sea obediente y fiel.

Teresa y Celestina rieron al ver la cara apurada y descompuesta de Josesito, y Manuel dio la vuelta y entró en su alcoba para cambiar de traje.

En esto había cerrado la noche, los gorriones y tordos antes de recogerse entablaban a competencia su concierto nocturno en las copas de los fresnos; las luciérnagas se levantaban del prado y formaban una aureola al derredor de las cabezas de las dos muchachas; los candelabros del comedor estaban encendidos, y el ruido de los carruajes y caballos se repetía sin intermisión. Eran Florinda, Carmela y Luis, después Arturo y el padre Anastasio. La primera velada, iba a estar plena. Teresa condujo a las visitas al gran salón, y tal era el contentamiento, que difícil sería referir lo que platicaban, porque ni ellos mismos lo sabían.

Josesito, que aspiraba siempre a ser el director de escena, trató de que se colocasen los concurrentes ordenadamente en el salón y de comenzar una especie de discurso para elogiarse a sí mismo por haber sido el inventor de las veladas, pero Teresa no lo permitió.

—Nada, nada de orden, por el contrario, debe reinar el desorden más absoluto; el orden es excelente, nadie lo puede negar, pero es triste y frío; que cada cual haga lo que quiera y sobre todo, después de la mesa, a la hora del café, comenzarán las conversaciones, las historias o las novelas.

—Celestina será o hará las veces de Madame Mornin o Confin —dijo Josesito.

—Un momento, un momento; me ausento y antes de cinco minutos vuelvo —interrumpió Teresa, y abandonó precipitadamente el salón.

A los cinco minutos volvió con dos llaves muy grandes en la mano.

—Por esta noche —dijo—, todos ustedes son mis prisioneros. He cerrado yo misma las dos puertas y nadie saldrá.

Un clamor general se levantó protestando contra esta violencia.

—Como se los digo —continuó Teresa—, nadie saldrá; cada uno tiene su habitación lista y hay sobradas recámaras para todos. Las señoras pueden entrar para arreglarse, pues no tardarán en anunciarnos que es hora de ir a la mesa.

Sin réplica se disponían a obedecer, cuando se oyó en el silencio de la noche el rodar de un carruaje, y a poco recios toquidos en el zaguán principal.

Todos quedaron atónitos y alarmados, y para ello había motivo, pues los tiempos no eran de lo más tranquilos.

Josesito, siempre valiente y animoso, arrancó las llaves de las manos de Teresa y salió a recibir al enemigo. Manuel y Arturo lo siguieron, y Luis, que era el prudente, el viejo, digámoslo así, entre aquellos jóvenes, quedó cuidando a las damas.

—Ni se pueden figurar a quien van a ver —dijo Josesito al entrar con una bujía en la mano, pues Teresa de intento había mandado apagar los faroles de las entradas y patio.

—¿A quién, a quién? —preguntaron a un tiempo repuestos de la sorpresa.

—¡A Juan Bolao! —gritó el mismo personaje penetrando en el salón—. Apenas nos hemos quitado el polvo del camino, pues acabamos de llegar. Imposible de pasar la noche en la ciudad sin venir a la quinta, pero adivinen ustedes quién es mi compañero de viaje.

—El mejor amigo de ustedes —dijo Valentín, que a su vez entró seguido de Arturo y de Manuel.

Al ver a los dos buenos amigos, hubo una explosión de franca alegría, y sin ceremonias y de pie, comenzaron a contar su viaje y a explicar por qué se hallaban en la quinta.

—Recibí de la Secretaría de Guerra —dijo Valentín—, la licencia que esperaba para venir a esta capital con el fin que ustedes pensarán, pues me tiene inquieto y casi loco el negocio… pero ¿qué iba yo a hablar?… vamos, en vez de tomar el camino de la Huasteca que es el más corto, me dio corazonada de que había de encontrar a don Juan en la hacienda de «La Florida» y no hubo más, un galope, como quien dice, y lo encontré, en efecto, en momentos de salir para ésta… ¡cáscaras! hemos caminado como unos postillones, pero sin accidente alguno y estamos ya en medio de nuestros amigos… en un abrir y cerrar de ojos, me parece que anoche dormí en Tampico.

—Y ahora dormirá usted y descansará aquí —dijo Teresa—, no en una mala cama, sino en una muy buena, y si ustedes me permiten un momento, yo misma voy a dar las órdenes a Mariana.

Al oír Valentín el nombre de Mariana, se conmovió y quiso hablar, pero disimuló, sacó su pañuelo y lo pasó por su ropa como para sacudirse el polvo que no tenía, pues, como debe suponerse, los viajeros habían cambiado de traje antes de presentarse en la quinta.

Teresa volvió al salón, y Martín muy limpio y con su uniforme nuevo, anunció que la sopa estaba servida.

—La cocina ha sido dirigida por Mariana —dijo Teresa conduciendo a sus convidados y designándoles sus asientos en el comedor.

—Todo lo que hay en la quinta —respondió desde luego Josesito—, tiene que ser, no sólo bueno, sino superior, y la primera de nuestras veladas se inaugura con un verdadero banquete, a juzgar por el primor con que está puesta la mesa y lo que ya hay sobre ella.

Con la mejor voluntad los tertulianos se sentaron, e inútil es decir que Mariana y Teresa se lucieron, y que lo que Josesito había dicho nada tenía de exagerado. Después pasaron al salón donde estaba servido el café.

—En cada velada es preciso que se cuente una historia o novela, o se lea algo muy divertido —continuó Josesito—, para imitar o seguir hasta donde podamos el ejemplo de ciertas damas muy bellas que se encerraron en un castillo a referir historias mientras la peste diezmaba la ciudad vecina. No recuerdo en este momento cómo se llama el autor de esos cuentos, pero su nombre es como algo de comer.

—Por cierto —le contestó Luis—, que no podríamos referir aquí cuentos semejantes a los de esas damas italianas, y además con nuestras propias historias tenemos para pasar la noche, aun cuando no hiciéramos uso de los magníficos lechos que están preparados y que sólo al verlos convidan al descanso y al sueño.

—Yo tengo que dar cuenta de lo que se me ha encargado —dijo Arturo—, pero será bueno que comience Luis.

—Con mucho gusto, y realmente interesa algo más lo que tengo que decir que el mejor de los cuentos de Bocaccio.

Bocacho, eso es —interrumpió Josesito—. En la punta de la lengua tenía ese nombre y mañana mismo voy a la librería a comprar la obra, pero, ¡quiá!, si no habrá quizá tiempo, pues lo que yo también tengo que comunicar a esta esclarecida reunión es muy importante.

—Sentémonos, pongámonos en orden, guardemos silencio y que comience Luis.

—Las dificultades han terminado —comenzó a decir Luis mirando que se habían acomodado los tertulianos en los cómodos sillones y que lo escuchaban con atención—, y las intrigas han cesado del todo y nada hay que temer de don Pedro.

—¿Cómo así? —exclamaron varios a una voz.

—De la manera más sencilla. Cuando hay justicia y se cumplen las leyes, todo es fácil. Dije a ustedes que mi padre es el juez que tiene los autos. Yo no podía obrar personalmente, pero sustituí el poder que tengo de ustedes en el Lic… y éste, que goza de gran reputación y es el más acertado y oportuno en sus consejos, con un escrito de cuatro renglones, ha desembrollado toda la maraña que había tejido don Pedro. Simplemente pidió la revocación del poder que Teresa le había dado, la entrega inmediata de los bienes y la rendición de cuentas, pues ha transcurrido, y con mucho, el tiempo que la ley permite para terminar la testamentería. El auto fue dictado con el mayor sigilo, de modo que don Pedro no pudo parar el golpe y ha tenido que agachar la cabeza. Están ya en nuestro poder las casas de México y se ha librado exhorto a San Luis para que se entreguen las haciendas que de hecho están ya en poder de Juan Bolao. Por el examen de los documentos que tengo, las rentas de las casas y las haciendas debe haber dado un producto fabuloso en el último decenio, pero de esa suma sólo se han recogido ochenta mil pesos y se le ha dado un mes improrrogable para que rinda las cuentas y entregue el saldo. Esto no se podía evitar. Una vez que Teresa ha entrado en la administración de sus bienes, podrá revocar, modificar o confirmar las donaciones que don Pedro ha hecho en su nombre. Eso es más fácil y correrá por cuerda separada y tiempo tenemos de pensar en ello.

—Estoy asombrada —dijo Teresa—, y sólo porque Luis es un hombre serio y formal lo creo. ¿Cómo don Pedro se ha dejado sorprender? ¿Cómo no ha resistido o puesto en planta alguna de las intrigas que son, según siempre me han dicho ustedes mismos, tan fáciles en los tribunales?

—Usted ha dicho bien, Teresa —le respondió Luis—; materialmente se ha sorprendido don Pedro. Su abogado descuidó el negocio, porque estaba acostumbrado a componerlo todo con el dinero. Como mi padre tiene una posición modesta, tuvieron por seguro que lo ganarían y que no sería más que cuestión de precio; pero ¡qué chasco tan redondo llevaron! Le ofrecieron, como suele decirse, el oro y el moro; mí padre la única contestación que les dio fue que obraría en justicia y conforme a la ley. Intentaron mil recursos y moratorias: mi padre fue inflexible, nada admitió. Lo han amenazado con acusarlo ante la Corte, pero él se ríe, porque está seguro de lo que ha hecho y apoyado por la ley.

Cuando Luis acabó de hablar, Teresa se levantó y le estrechó la mano, Manuel lo abrazó con efusión, los demás lo felicitaron y Josesito fue a buscar al comedor una botella de champagne y volvió seguido de Martín cargado de bandejas de plata y de vasos.

—Es nuestro salvador verdaderamente —dijo Teresa—, y con mucho gusto bebo esta copa a su salud y a la de su honrado padre, y ruego a mis amigos que me acompañen.

Una explosión de alegría llenó la sala y las copas quedaron vacías.

—Ahora me toca a mí —dijo Josesito—, pero ya verán cómo mis noticias no merecen champaña como las de Luis.

—¡Que hable José, que hable! —dijeron Arturo y Manuel.

—Que hable —añadió Juan Bolao—, con la condición de que nada se le crea.

—Ustedes son muy dueños de creerme o no —contestó José—, pero lo que les voy a decir es tan cierto como estar nosotros aquí.

—No les haga usted caso. José, y cuéntenos lo que sepa —dijo Florinda—; las mujeres somos muy curiosas. Lo que ha referido Luis lo sabía yo, pero quise que él mismo se lo refiriese a mi querida Teresa.

—¿Y tus asuntos, hija mía, cómo van? —le preguntó Teresa—. ¡Qué egoístas somos! Cuando somos felices no nos ocupamos de los demás.

—En manos de Luis no pueden ir mal.

—Casi arreglados —añadió Luis—, y lo iba yo a decir, pero José no me deja concluir nunca.

—Ustedes son los que no me dejan hablar nunca, y ya les pesará.

—Vamos, que hable —dijo Florinda—, ya tendré tiempo de contar despacio a Teresa todas mis cuitas, que, gracias a Dios, van a terminar también pronto.

—Pues, señores, atención en lo que voy a decir. Mañana en la noche, o a más tardar pasado mañana, nos vamos a pronunciar.

—A pronunciar, ¿y por qué, o por quién? Yo no sé nada, y algo debía habérseme dicho, pues soy capitán de una compañía de la guardia nacional —dijo Arturo.

—Tiene mucha razón José —dijo Luis—, me parece que va a ocurrir algo grave, atendido el odio que hay entre la guardia nacional que se llama de los polkos y los batallones que están en Palacio que se llaman puros, y por esa razón no he descansado un momento en activar la conclusión de los negocios, no fuese a metérsenos el tiempo en agua, como suele decirse. Ahora, por lo que toca a nuestros negocios, ya estamos seguros.

—Es extraño —dijo Manuel—, que la Comandancia de la plaza no me haya mandado decir algo.

—Nosotros somos como extranjeros —dijo Valentín—, acabamos de llegar y apenas hemos hablado con una que otra persona; pero no hemos dejado de notar ciertos síntomas. ¿Qué dices de eso, Judn?

—Que son fantasías y cuentos de José; yo nada he notado.

—Pues, vaya… les diré —interrumpió José muy animado—. Estoy en los secretos; todo está arreglado para echar abajo al gobierno: no habrá ni un balazo, porque la única resistencia que se ha encontrado es en el batallón de granaderos, pero eso se vencerá. La guardia de la torre de la Catedral es nuestra, y esos batallones de aguadores, cargadores y léperos de la esquina, tendrán que disolverse y sucumbir… en fin, yo soy dueño de los secretos, y no quiero decir más: me basta haberles dado este aviso.

—¿Y tú qué harás, Manuel? —preguntó Teresa—. Estoy alarmada por ti, que por lo demás, las mujeres no tenemos que meternos en la política.

—Mi resolución está tomada desde ahora —contestó Manuel—. Como militar no tengo más que obedecer al gobierno, y no me vuelvo a meter en otro lío como la vez pasada que me engañaron como un niño, mejor dicho, lo hice por Arturo, él lo sabe.

—Soy de la misma opinión que Manuel —dijo Valentín.

—Gana es que se estén cansando —dijo Juan Bolao—, ni ha de haber pronunciamiento ni nada. A José que lo conocen turbulento, lo han engañado.

—No pasarán dos días, y ya verán si yo estoy o no en los secretos.

—Pero a nosotros ¿qué nos sucederá? —preguntó Carmela, que había permanecido callada escuchando la conversación.

—Carmela —dijo Florinda—, discurre mejor que todos nosotros, y ha dado en el clavo; lo que nos importa saber es lo que nos puede suceder.

—Nada, absolutamente nada —contestó Luis—. Sea que estemos aquí reunidos, sea que cada uno se encierre en su casa, caso de un conflicto, nada nos puede suceder si permanecemos extraños a las cosas políticas. Lo que temo es que si cambia el gobierno cambien también los jueces, y entonces nuestros asuntos no marcharán tan bien como ahora, y esto quizá no sucederá, pero de una manera o de otra no hay motivo para turbar nuestra alegría.

—Ni el más leve —añadió Josesito—. Vaya, y siempre con la mayor reserva les diré que yo dirijo el pronunciamiento; el general que va a ponerse a la cabeza es todo mío, hago de él lo que se me antoja; y les repito, no habrá un solo tiro y sí muchos cohetes y repiques de campañas; si oyen la campana mayor de la catedral, no se alarmen, ya saben por qué es.

No dejaron Arturo, Manuel, Valentín y Juan Bolao de burlarse de la fatuidad de Josesito, y no obstante que la política estaba en esos momentos más que revuelta, no creyeron en un movimiento inmediato, ni que fuese dirigido por Josesito, con tanta más razón, cuanto que perteneciendo Arturo a la guardia nacional y los otros al ejército de línea, no habían tenido ni la más insignificante noticia; así continuó la velada como había comenzado, pues el champagne, aunque gustado con moderación, causó el necesario efecto de ensanchar el ánimo y alegrar los corazones.

Carmela tocó muy bien el piano; Arturo, como joven bien educado en Europa, cantó y tocó, pues de todo sabía un poco; Josesito tuvo a Florinda por compañera, haciendo frente en unas cuadrillas a Manuel y a Teresa; Celestina fue muy obsequiada por el coronel Valentín, ocupando el costado de las cuadrillas, y Juan Bolao, para completar, fue a traer a Mariana, que salió a tirones y tapándose la cara, pero sus amos, realmente la recibieron con tal agasajo, que consintió al fin en ser la compañera de Bolao, y desempeñó la suplencia como cualquiera dama.

El placer e inocente satisfacción de una reunión así, quizá no es conocido en otros países donde las preocupaciones de aristocracia, de clases y de nacimiento ejercen demasiado influjo.

—Para descansar —dijo Arturo cuando acabaron las cuadrillas—, les daré una noticia que les ha de ser más agradable que la del fantástico pronunciamiento que dirige este valiente e impertérrito José.

Era ya muy entrada la noche, y Carmela, que ya cerrando los ojos y trastornando el compás había con esfuerzo acabado de tocarles la última cuadrilla, se deslizó sin despedirse de nadie y fue a acostarse a su recámara. El padre Anastasio hizo otro tanto y los demás tomaron sus asientos para escuchar con atención la buena noticia anunciada por Arturo.

—Las diligencias —dijo éste—, para el matrimonio de Manuel están al concluirse; mejor diré, concluidas, las amonestaciones dispensadas, en fin, falta la firma del cura del Sagrario para no sé qué cosa, pero mañana la recogeré, pues el sacristán me ha prometido que antes de las once no habrá ya que hacer otra cosa, sino que se presenten los novios. La licencia del gobierno la tendrá Manuel mañana mismo.

Esto dio margen a una discusión reñidísima, a que todos hablasen a un tiempo, y a que ninguno se entendiese. Josesito quería que el casamiento fuese muy solemne, que el arzobispo diese las manos a los novios, que se convidara de padrino al ministro de la Guerra y asistiese la Plana Mayor del ejército.

—Pero pedazo de bárbaro —dijo Juan Bolao con una voz de bajo profundo, para dejarse oír—; si dices que mañana o pasado va a ser el pronunciamiento y ha de caer el gobierno, ¿cómo quieres convidar al ministro de la Guerra, que mañana quizá estará preso o fusilado?

—Tienes razón, Juan, no me acordaba. Tengo tantos y tan graves negocios en mi cabeza, que no es extraño que en estos momentos se me haya olvidado el pronunciamiento; pero no importa, no es un obstáculo. Yo haré que el ministro de la Guerra quede en su puesto para que nos sirva de padrino, o el otro ministro de la Guerra que le suceda, es igual, y además, les repito, es cosa de uno o dos días el negocio para desembarazarnos de esta canalla de la guardia nacional de puros que está en Palacio, pero fuera de esto, todo quedará lo mismo. Vaya, el mismo gobierno, que no tiene ya con qué mantener a su guardia nacional, está de acuerdo. Es un secreto, un secreto todo esto, pero yo se los confío en el seno de la amistad.

Después de una tumultuosa discusión que sostuvo acaloradamente el bello sexo, quedó acordado, a pesar de que ninguno creía en los secretos de Josesito, en que se dejarían pasar dos o tres días para ver venir los acontecimientos, y entonces se decidirían los pormenores de la ceremonia, que de una manera o de otra terminaría con una solemne velada en la quinta.

Una botella de Champaña que trajo Josesito del comedor, sirvió para refrescar la garganta de los concurrentes, que cayeron en los sillones como cansados de la discusión del asunto que de veras era el más importante, vistas las desgracias y obstáculos que habían impedido la unión de los dos tiernos cuanto infortunados amantes.

Cuando los tertulianos de la quinta hubieron descansado de su grave discusión y volvieron a entablar conversaciones sobre diversas materias, y no les faltaban por cierto, Teresa tomó la palabra, y como la consideraban como si fuese la princesa encantada del magnífico castillo, callaron, y se propusieron escucharla con atención.

—No tendré ni el talento ni la gracia que las bellas damas florentinas para referir una historia y hacer agradable una velada, pero procuraré al menos interesar a algunos de mis oyentes, y al mismo tiempo daré el ejemplo para que en las veladas siguientes cada uno de ustedes traiga aprendida o escrita alguna historia o novela, o por lo menos una relación de los sucesos que pasen en la ciudad, y que tendrán mucho interés si comienza por tener efecto la revolución, a cuya cabeza está José.

Varios iban a hablar y José el primero, pero Teresa no se lo permitió y continuó diciendo:

—Es condición precisa que oigan lo que oyeren de mi boca los que están aquí presentes, no me han de interrumpir.

Habiendo accedido todos con una seña significativa que aceptaban la condición, Teresa, con la gracia y dulzura que le era natural, prosiguió:

—El matrimonio tiene muchos inconvenientes por más que se diga, entre otros el de que los que creyeron adorar eternamente como amantes, se suelen aborrecer como esposos.

—Es decir que tú piensas… —le interrumpió Manuel.

—Pienso que tú me has de querer siempre —le contestó Teresa sin dejarlo concluir—, pero ya he dicho que si me interrumpen no contaré la historia.

—Tiene razón Teresa —dijo Bolao—, Dejémosla hablar.

—Pero el matrimonio, con todo y lo que pueda decirse en contra, es lo menos malo, o el término mejor y más natural de las relaciones entre el hombre y la mujer.

—Cabal, cabal —interrumpió Josesito—; y la prueba más convincente es la dicha que gozamos Celestina y yo; pero que siga Teresa su historia y prometo no interrumpirla.

—Eso quisieran ustedes, pero no será, porque entonces no tendría atractivo la segunda velada y la reservo para entonces.

No hubo forma de persuadir a Teresa, y conformándose a su parecer, la dejaron retirarse a su alcoba y lo mismo que a las otras damas, y los hombres quedaron en el salón charlando de una y otra cosa hasta bien entrada la noche.

IV. La milagrosa conversión del soldado Martín

Muy temprano al día siguiente de la velada de que hemos dado cuenta en el capítulo anterior, entró Martín de puntillas en la recámara de Manuel, pero por su desgracia dejó caer un cepillo y una jabonera que llevaba en las manos, y con este ruido lo despertó.

—Tu maldita manía —le gritó el capitán colérico e incorporándose en el lecho—, de entrar antes de amanecer a mi cuarto; eso está bueno en campaña, pero en la ciudad y estando en paz es diferente.

—Perdone mi capitán —contestó Martín con mucho respeto y poniéndose los dos dedos de la mano derecha en la frente—; venía yo a coger la ropa para limpiarla, y si no se me cae el traste, mi capitán no me hubiera sentido. Todas las mañanas hago lo mismo, pero en cuanto a estar en paz, quién sabe lo que sucederá, y se me figura que tendremos balazos y nos vamos a agarrar pronto, según lo que me dijeron ayer los soldados de nuestro regimiento que me encontré, y que están agregados al escuadrón de Toluca.

—Veamos, cuáles son tus noticias —dijo Manuel ya de mejor humor y sentándose en la cama—, dame un vaso de agua fresca de la fuente, y lleva la ropa de una vez.

Martín tomó la ropa y el calzado y volvió al momento con un vaso de agua fresca y cristalina, colocado en un platito de plata primorosamente esculpido.

—Cuenta ahora lo que te dijeron los soldados del regimiento —le dijo Manuel devolviéndole el vaso y recostándose de nuevo.

Martín comenzó a hablar, y refirió tantas y tan grandes mentiras, que el capitán instintivamente se incorporó de nuevo y abrió tantos ojos. Entre otras cosas le dijo que al día siguiente en la noche, los gachupines monarquistas y los frailes deberían ser degollados por el pueblo, que en seguida entrarían en el Palacio y fusilarían en el patio al Presidente y a los ministros de la Guerra y los empleados de la Comisaría, sin perdonar ni a las viejas viudas si estaban allí, y que después de esto habría dos horas de saqueo para remediar al pueblo, que estaba tan pobre que ya no podía más, y que si los tenderos se resistían también llevarían su merecido sin perdonar a los marchantes que estuviesen comprando los garbanzos, y que acabado todo esto, el pueblo reunido, iría en masa a la villa a dar gracias a la Virgen de Guadalupe, y pasarían el día muy contentos almorzando y bebiendo pulque.

—De modo —le dijo Manuel sonriendo—, ¿que sólo nosotros y unas cuantas personas más quedaremos con vida?

—Pues eso me dijeron los soldados, y mi capitán se figurará que no lo creí porque ya no soy un muchacho, pero de lo que sí puede estar seguro, mi capitán, es de que tendremos muchos balazos, y yo no sé el partido que tomará mi capitán y dónde se pondrá para batirse, ni me importa, porque yo he de estar siempre a su lado.

En ese momento se inclinó Martín para alzar un par de botas que estaban en los pies de la cama y se le salió del bolsillo un librito que cayó al suelo.

—¿Qué libro cargas, Martín? ¿De cuando acá te has vuelto tan lector? y eso que creo que a pesar de lo que te han enseñado los sargentos de tu compañía no lees muy de corrido.

—Este libro, mi capitán, es el catecismo del padre Ripalda.

—¡El catecismo! Entonces, de cuando acá tan devoto, tú que te dormías en los tiempos en que todavía se rezaba el rosario en la cuadra.

—Como mi capitán —le respondió Martín—, se enojó tanto porque lo desperté, ya no le dije nada, pero quería pedirle licencia para irme a confesar.

—¿A confesar? Eso sí que me asombra, y o tú te has bebido el resto de las botellas que quedaron anoche, o has perdido el juicio. ¿A confesar? ¿Y tú, tú que no sabes si hay Dios, te vas a confesar después de tantos años?

—Confesión general, mi capitán, y por eso compré en casa Abadiano un catecismo que ya sé de memoria.

—¿Pero qué te ha dado? Eso sí que es más curioso que los chismes y noticias de tus compañeros los soldados.

—Pues le diré la verdad a mi capitán, lo que tengo es mucho miedo.

—¿Miedo a los balazos?

Martín se rio francamente y respondió:

—¡Qué me importan a mí los balazos! mi capitán ya lo sabe… al contrario, estoy contento. Hace tiempo que no tenemos nada que hacer, y desde aquel pleitecito con los rancheros del administrador de la hacienda que se quería merendar a mi capitán, mi carabina no ha vuelto a dispararse hasta ayer que la descargué para limpiarla. Tengo miedo, mi capitán, al diablo y al infierno. Al diablo, porque lo mismo es tirarle con confites que con balas, y al infierno, porque no hay modo de salir de allí una vez que se entra, y quien me ha dado ese miedo es ese señor Rugiero, tan amigo de todos los de esta casa. El jueves, nada menos cuando venía con los encargos y las cartas del correo para mi capitán, lo encontré al pardear la tarde saliendo por la garita de San Cosme, y yo no sé qué le vi, ni qué sentí, no se lo puedo explicar a mi capitán, pero siempre que lo miro, lo sueño de noche y se me figura que es el diablo y que me lleva.

El capitán, con estas ocurrencias de Martín, se puso del mejor humor, y le contestó riendo:

—Vaya, que si te ha dado por ese lado, vale más, que no que te vuelvas a inclinar al trago, y ya me debes agradecer la paliza que te di un día en que te me presentaste en Palmillas sin poderte tener.

—Y como que si se lo agradezco, y ya ve mi capitán que desde entonces sólo la copita que me permite mi capitán me refresca la garganta, y después si me matan no bebo ni un trago.

—Pues bien, ningún inconveniente tengo en darte la licencia, vete a confesar y sería curioso oír tus pecados.

—Mi capitán, puede estar seguro que he cometido todos los que dice el catecismo y todavía más, sólo que como la ordenanza no le dio la facultad de echarme la absolución, tengo que buscar un padre que conforme a su ordenanza me perdone el haber ofendido a Dios, pues mi capitán ya lo sabe, soy cristiano, aunque malo. Así me crio mi madre, y así he de ser.

En esto Manuel se había levantado, y Martín, como de costumbre, lo ayudó a vestirse y a asearse, y concluida esta tarea se cuadró y pidiendo el permiso de estilo a su jefe, salió de la alcoba.

* * *

Martín a paso redoblado ganó la calzada, la sombra de los arcos del acueducto de San Cosme, y de allí a la Tlaxpana, y siguió derechito a la Profesa en busca del padre Martín.

En el claustro estaba alojado el batallón Victoria, y la puerta del costado, que da a la calle de San José el Real, se hallaba defendida por una gran guardia, y grupos de nacionales armados rondaban en las inmediaciones y entraban y salían con las formalidades y requisitos de la ordenanza. Martín con disimulo, se detenía en un lugar y en otro, observaba por todos lados, escuchaba las conversaciones de los nacionales, y echaba miradas indagadoras al interior del cuartel, y poco tardó en convencerse que estaba todo preparado para una salida del batallón o para una resistencia obstinada en caso de que fuere atacado. En esa calle y en las que había recorrido Martín reinaba la mayor tranquilidad; las criadas y domésticos, como de costumbre, hacían sus compras de pan, bizcochos, leche y chocolate en las tiendas; otros se dirigían o regresaban del mercado con sus canastas, y los devotos se dirigían a oír su misa. Martín entró en la iglesia de la Profesa; los sacristanes aún no concluían de sacudir y arreglar los altares, y paulatinamente iban llegando algunos fieles a oír la misa de siete.

Cuando Martín el soldado entró, Martín el clérigo se paseaba de uno a otro lado de la sacristía con la cabeza baja y un breviario en la mano, murmurando algunas oraciones. El alba, la casulla, el cíngulo y demás ornamentos estaban ya listos sobre una de las antiguas cómodas de caoba y esperando el acólito que el padre concluyera sus oraciones y se revistiese para celebrar el Santo Sacrificio. El soldado, que de pie junto a la puerta no había llamado la atención del padre, esperó también, pero cuando cerró el breviario y se disponía a vestir el alba, se le presentó delante, y cuadrándose y poniendo los dos dedos en la frente como si estuviese delante de su capitán, le dijo:

—Con perdón de usted, mi padre capellán, me quiero confesar, y pronto.

El padre Martín dejó el alba que ya había tomado, levantó la cabeza, y arrugando los ojos, se quedó mirando al soldado.

—¿Quién eres tú? —le dijo—, ¿no ves que voy a decir misa?

—Soy el asistente de mi capitán.

Al oír esto el padre Martín se puso un dedo en la boca, miró fijamente al soldado y dijo:

—¡Ah! ya caigo; tú eres Martín, el que anda siempre siguiendo al capitán Manuel como si fuese su sombra, soldado de caballería, ¿no es verdad?

—El mismo, mi capellán.

—¿Y por qué te quieres confesar pronto? ¿Estás enfermo, tienes algún dolor que te pueda causar una próxima muerte?

—Nada de eso, mi capellán, estoy sano y fuerte, pero me quiero confesar pronto porque a las once tengo que servir el almuerzo a mi capitán, y aunque me ha dado licencia, yo no falto nunca a la ordenanza, con que si mi capellán gusta…

—Supuesto que no estás en artículo de muerte, puedes buscar otro padre que te confiese, pues no acostumbro yo confesar soldados, y ya te dije, la gente espera en la iglesia y voy a decir la misa.

—Muy bien, mí capellán, entonces no me confesaré nunca, y si me llevan los diablos en la trifulca que va a haber, mi capellán tendrá la culpa, y desde el infierno, donde estaré, le echaré maldiciones.

Martín saludó militarmente, dio un cuarto de convención y se disponía a retirarse.

El padre Martín tuvo un escrúpulo de conciencia, y un pensamiento siniestro atravesó su mente como un relámpago. Si matan a este soldado, muere sin confesión y se va al infierno, yo tendré la culpa, pues que Dios le ha tocado el corazón y quiere confesarse conmigo, tengo que cumplir con mi deber y gano una alma para el cielo. Los que están en la iglesia pueden esperar un poco.

—Bien, Martín, no te vayas —le dijo—; pues que te empeñas, te confesaré.

Dejó el alba que se había ya encajado en la cabeza e indicó a Martín que entrase a una pequeña sacristía que servía también para que tomasen los padres su chocolate cuando acababan de decir misa.

El padre Martín se sentó en un sillón de baqueta, adornado con tachuelas doradas, murmuró las oraciones preparatorias, y Martín se arrodilló delante de él dándose con mucho fervor tan fuertes golpes de pecho que hacían eco en la bóveda de la pequeña sacristía.

—Piensa —le dijo el padre Martín inclinándose—, que estás ante el Tribunal de Dios, y que si callas algún pecado, no te valdrá la confesión. Reza con toda devoción conmigo el Yo pecador y comienza.

Martín el soldado, y Martín el clérigo, entonaron a coro y con mucho fervor la acostumbrada oración, que es la que abre el saco rellena de pecados de los sinceramente arrepentidos.

Martín callaba.

—Vamos, empieza; no tengas ni miedo ni vergüenza.

Martín sacó del bolsillo su catecismo del padre Ripalda, le dio una recorrida y comenzó a desembuchar.

—Acúsome, padre, de que soy muy ladrón.

—Ése es el peor de los pecados, porque se priva al prójimo de lo suyo. ¿Y cuántas veces has robado?

—Pues, padre, yo creo que hace como veinte y cinco años.

—¿Cómo y a quién has robado tanto?

—A todo el mundo, mi capellán.

—¿Y como has robado? dime las circunstancias.

—Pues, mi capellán, las circunstancias son de robar gallinas y cochinitos, y a veces un carnero en los pueblos y ranchos, pues como el gobierno no tiene siempre para el prest, es preciso comer. También le robo a mi capitán sus calzoncillos y sus camisas, y precisamente toda la ropa que tengo puesta es de él, pero de dinero ni pizca. Mi capitán es muy descuidado y deja las onzas de oro tiradas en todas partes, y yo las recojo y se las guardo; eso sí, cuando mi capitán ha estado en campañas y no ha tenido que comer, he buscado gallinas en los corrales del pueblo, y su almuerzo ha sido mejor que en México.

—Vaya; eso es otra cosa, menos de lo que yo había creído. Has cometido siempre un pecado mortal.

—Sí, mi capellán, mortal; pero si volvemos a la campaña y el comisario no nos paga volveré a cometer el pecado mortal.

El padre Martín sonrió de la ingenuidad del pecador, y en el fondo le dio la razón, y dijo para sí: «Mientras el gobierno mande la tropa a campaña y no le dé ni rancho ni dinero, tiene que suceder esto, pero ya, bendito sea Dios, según las cosas se presentan, este gobierno de herejes va a caer y quizá vendrá un Rey que ponga en orden a este país, y en cintura a los soldados para que no se roben las gallinas en los pueblos».

—Continúa, continúa —le dijo a Martín que había quedado silencioso, mientras el confesor había hecho este monólogo interior.

—Acúsome, padre, que yo he matado.

—¡Has matado! ¿Y a quién?

—A mucha gente.

—¿Como a cuántos?

—Pues, mi capellán, no me acuerdo, pero serán más de mil.

El padre Martín dio un pequeño salto en la silla y como acobardado de tener un asesino tan terrible junto a él.

—Explícate; ¿cómo han sido esas muertes?

—Las circunstancias son en la guerra —contestó Martín—. Figúrese mi capellán que llevo quince años de servicio, y todito el tiempo ha sido de guerras aquí y allá, y cuando se me venían encima, pues les daba con el sable o con la culata de la carabina o como podía para que no me mataran. Los últimos que maté creo que fueron cuatro o cinco de los que tenían preso a mi capitán, que lo cogieron a traición y ya lo iban a fusilar.

—Así, así, refiere con toda verdad las circunstancias —le repitió el padre Martín. Desde que el soldado mezcló en su confesión el nombre de su capitán, se despertó en el confesor una invencible curiosidad. Martín la satisfizo refiriéndole con sus pormenores las aventuras de Manuel con el pérfido administrador de la hacienda, y la manera casi milagrosa con que había logrado salvarle la vida.

—Vamos a otra cosa.

—Acúsome, padre, que me gustan las mujeres y que…

—No sigas, a mí también… pero justo Dios ¿qué iba yo a decir? —pensó en su interior el padre—, qué flaca es la naturaleza humana y qué listo anda el demonio para preparar en todas partes las más peligrosas tentaciones.

—Sigue, hijo, sigue, que esos pecados son graves y me figuro que los cometen todos los días los de tu profesión.

—No, padre, no todos los días, sino siempre que se puede, y a veces se me pasan meses, sin ver más que las cocineras muy viejas desde que estoy en casa de mi capitán y de la niña Teresa.

Al oír el nombre de Teresa, removió el padre Martín en su sillón de baqueta, sacó su pañuelo, se sonó y volvió a inclinar la cabeza para escuchar al pecador.

—Sigue, hijo —le dijo con voz suave como pudo—, ¿cuántas veces has cometido ese pecado?

—¡Ouf! —exclamó el soldado ingenuamente y como si se hallase en el cuartel con sus compañeros—, ¡ouf! ni me acuerdo, pero serán dos mil, cuatro mil veces.

—Vaya, no es necesario que digas las circunstancias —le interrumpió el padre Martín—, ya se sabe cómo viven los soldados. ¿Has sido casado?

—Nunca, padre.

—Habrás estado entonces en mala vida.

—Al contrario, padre, en buena.

—Vaya, es bastante. A otra cosa.

—Acúsome, padre, que yo soy curioso y todo lo escucho.

—Eso no es pecado, pero haces mal, porque cada uno es dueño de sus asuntos y de sus secretos, y no debemos meternos en las cosas del prójimo.

—Es verdad, padre, pero he oído tantas cosas, que se me figuró pecado mortal el saber tanto como…

—Di, pues que crees que es pecado y tal vez habrá seguido mal por tu curiosidad a alguna persona, y en ese caso, sí es pecado y debes decir las circunstancias.

—Pues las circunstancias son que como mi capitán y la ama Teresa, y doña Florinda y el niño Arturo, y don Josesito y don Luis y todos hablan y platican delante de mí, he sabido cosas que me parecen pecado mortal, y me resolví a confesarme con usted, que me dirá si por fin son pecados, y si yo he cometido también un pecado en no decírselo a usted desde que sé lo qué está pasando.

El padre Martín, agitadísimo desde que oyó estos nombres, para él muy conocidos, se puso en pie, dio dos vueltas por la pequeña sacristía, y después humilde y resignado se volvió a sentar en. el sillón de baqueta, clavateado con tachuelas doradas, y continuó oyendo los pecados mortales del soldado.

—Para descargo de tu conciencia tienes que decir cuanto sepas y hayas oído. Tu curiosidad puede haber causado perjuicio de tercero. Todos los criados tienen la mala costumbre de escuchar las conversaciones de sus amos para saber lo que pasa en el interior de las casas y quitarles el crédito.

—Acúsome padre —continuó Martín dándose de nuevo fuertes golpes de pecho—, que he oído que ese señor rico y muy viejo que es el que tiene los bienes de la niña Teresa, la llevó a engaños a una casa sola de un barrio, y la quiso matar, y por milagro de Dios se apareció allí un padre tan bueno como es usted, y la libertó de ser asesinada, y que después le ha robado y le ha gastado su dinero, y las haciendas las tiene como suyas, con criados que ha puesto, y uno de ellos también por engaños trató de matar a mi capitán, según ya le conté a usted, y si no llego tan pronto ya estaría en la barriga de los coyotes y fieras del monte. Desde que supe estas cosas me pareció que se las debía denunciar al comandante general, o al mayor de plaza, para que mandase con un piquete de soldados por ese señor don Pedro, para ponerlo arrestado en la prevención hasta que, aclarándose las paradas lo mandasen fusilar. Creo, padre, que he cometido un pecado en estarme callado, y me arrepiento de todo corazón.

Martín continuaba dándose fuertes golpes de pecho.

—Sigue, sigue tu confesión, hijo mío —le dijo el padre Martín—, lo que me dices es muy grave.

—Pues he oído también que tienen encerrada a la niña Aurora, que es amiga de mi ama, en el convento de la Concepción, porque no se quiso casar con don Pedro, y que es muy rica, y que le han cogido también todito su dinero, y que las monjas la quieren emparedar.

—No, eso no es cierto, ni se le ha cogido su dinero, ni la emparedarán —dijo el padre Martín—, porque yo lo impediré.

—Pues si puede mi capellán hacer que no la empareden, será mejor; pero creo que ya lo han hecho, y la niña Aurora llora y llora, y el niño Arturo, que es su novio, se la iba a robar una noche con una escalera que hizo de mecate, y se la quiere robar otra vez. Todo esto platican cuando se quedan solos, y las niñas se van a aeostar, y yo tiendo mi manta, cerca de las puertas para estar listo en cuanto me llame mi capitán, pero en vez de dormir me estoy con los ojos abiertos y oigo todito lo que se cuenta.

—¿Qué más dicen? —le interrogó ya muy agitado el padre Martín.

—Pues que a don Josesito le quieren quitar su casa, que a doña Florinda le han robado lo que tenía, y que al niño Arturo lo han dejado en un petate, y por eso no se casó con una niña doña Celeste que se fue de Hermana de la Caridad.

—¿No más?

—Sí, padre, pero yo que no tengo miedo delante de un escuadrón con sable en mano, no puedo decirle a usted lo demás.

—Estás en el santo tribunal de la confesión, y te mando en nombre de Dios que todo lo que tengas en tu conciencia lo digas.

—Pues padre —respondió Martín rascándose con una mano la oreja y dándose golpes de pecho con la otra—, yo he oído, no diré a quién, pero es un señor que me da mucho miedo porque se me figura el diablo y se llama don Rugiero, que entre usted y don Pedro se han robado todito el dinero de las niñas doña Aurora, doña Teresa y doña Florinda, y del niño Arturo y de don Luis, y vamos, de todos.

—Eso es una calumnia, no es cierto, y sólo el diablo mismo puede decir semejantes infamias —exclamó el padre Martín levantándose y dando una palmada en el brazo del sillón de baqueta.

Martín retrocedió asustado. Había soltado su gran pecado, no hallaba como contarlo al mismo padre Martín antes de ir a denunciar, como tenía pensado, todos estos enredos al comandante general, y lo que mejor pensó fue hacer una confesión general con el mismo padre Martín.

—¿Tú no creerás que yo soy un ladrón? Para nada me sirve el dinero ajeno, cuando el mío propio lo he dado a los pobres.

Martín, el soldado, bajó la cabeza, continuó dándose golpes de pecho, y guardó silencio.

—Pronto te convencerás de que eso que dicen es una invención del diablo, y esa persona, cuyo nombre me has revelado sin querer, no tiene motivos sino para respetarme, pues él sabe que no tengo más que una humilde renta con que vivo escasamente para poder consagrarme al servicio de la Iglesia y hacer el bien que pueda a mi prójimo.

Dijo el padre Martín con tanta humildad y convicción estas palabras, que penetraron hasta el corazón encallecido del soldado, el que también sincera y espontáneamente respondió:

—Nada creo de usted, y sí todo lo que dicen de ese don Pedro, porque yo he visto a mi capitán y a los que puedo decir que son mis amos, perseguidos y siempre tan sobresaltados como si un regimiento les fuese a tirar de balazos. Yo le ruego a mi capellán que les haga cuanto bien pueda.

—Y como que lo haré, y a ti también, que, aunque pecador viejo y endurecido, tienes un corazón sincero y bueno. ¿Te arrepientes de los pecados que has cometido y prometes no volverlos a cometer?

—Sí, padre.

Ego te absolvo in nomine Patri, etc.

El eclesiástico echó con todo fervor la bendición, impuso sus manos en la redonda cabeza, pelada a peine, del soldado, y se levantó del sillón de baqueta, claveteado con tachuelas doradas.

Martín le besó la mano, y tan preocupado estaba que se puso la gorra de cuartel sin advertir que tenía que pasar por el templo, y fue saliendo lentamente.

El padre Martín le advirtió que se quitase la gorra militar, lo saludó con la cabeza, y se entró en la sacristía grande, donde el sacristán lo esperaba para ayudarlo a revestir el alba y decir la misa.

—No, no digo misa hoy, me hallo un poco indispuesto. La larga confesión de ese soldado me ha mareado, me ha trastornado la cabeza.

—¿Tomará usted su chocolate? —le preguntó el sacristán.

—Tampoco; búscame un poco de café, que me despejará el cerebro.

—Al instante —respondió el sacristán, y salió a pasos precipitados.

La iglesia estaba casi sola, otro padre había dicho misa, y los fieles se habían retirado. Por la calle se notaba alguna agitación. Ruido de espadas arrastrando por el suelo, y de fusiles que, ya descansaban, ya iban al hombro, grupos de gentes y de muchachos delante del batallón Victoria, pero nada todavía de serio, ni de alarmante. Preludios de que nadie hacía caso, acostumbrada como estaba la ciudad de México a esas agitaciones y conatos de pronunciamiento que en nada quedaban y se deshacían con la misma facilidad con que se formaban.

El padre Martín dio una vuelta por la iglesia, se arrodilló delante del altar del Santísimo Sacramento, murmuró algunos rezos, entró después a la sacristía que estaba sola e impregnada de ese inexplicable olor místico que parece inclina a la oración y se relaciona con los pensamientos religiosos.

—¡Miserable naturaleza humana! —dijo recio el padre Martín—. Ha sido menester que este soldado rústico, encenegado en los vicios carnales, acostumbrado a la sangre y los horrores de la guerra, haya venido a quitarme la espesa venda que tenían mis ojos. Sus pecados son los de todos los soldados; él ha robado por necesidad, ha matado en defensa propia, ha sucumbido a las insinuaciones de la carne como todos los hombres, pero ha conservado un corazón limpio, y no ha hecho en su vida más que servir bien a su patria y a su capitán, en tanto que yo, víctima de errores y de preocupaciones antiguas, creyendo ganar almas para el cielo, no he sido más que el cómplice inconsciente de ese malvado y pertinaz don Pedro, que tiene un pie en el sepulcro, y que se agarra a los bienes terrenales como uno que se está ahogando al madero que se le presenta. Este soldado me ha venido a confesar a mí. Yo era el que necesitaba su absolución y su perdón. Esas gentes que se ocupan de mí, y que hablan según sus intereses, tienen razón. Ese Rugiero que me salvó cuando caí del carruaje en una zanja de donde si no es por él me habrían sacado muerto, tiene razón y ha dicho la verdad. Y si es el diablo, tanto mejor, el diablo mismo, al mostrarnos el camino del mal, nos indica cuál es el camino del bien de que nos hemos separado. ¿Por qué valerse de la religión y aterrorizar con las penas del infierno a las jóvenes que en su florida juventud no piensan más que en el amor y en la felicidad? ¿No he sido yo joven? ¿No he sentido también esas emociones de la naturaleza a las que no he podido resistir? ¿Por qué exigir de los 18 años de una mujer que haga lo que la anciana de 70? ¿No ha sido necesario que el tiempo, los pesares y los desengaños me conduzcan a este claustro para dedicar el resto de mis días al servicio de Dios? Oprimir a la juventud, secuestrar los bienes ajenos, mezclarme en rebeliones contra la autoridad, ser miserable instrumento de la avaricia y de la lujuria de un ciego y endurecido pecador, he aquí mis obras y mis méritos en estos últimos días, ¡y así revestir los ornamentos sagrados! ¡Decir misa, llamar al mismo Cordero de Dios a estas manos pecadoras! ¡Qué sacrilegio! ¡Qué profanación! ¡Y este soldado es el que ha venido a dar claridad a mis ideas y a echarme en cara mis errores! ¡Vive Dios! y a él se lo pido humildemente, que en lo de adelante no pasarán las cosas así, y que, si es posible, repararé el mal que haya causado…

Y el padre Martín, al decir estas últimas palabras cayó de rodillas delante de la cómoda de caoba, donde aun estaban los ornamentos de lino blanco y de tela de oro que iba a revestir para celebrar la misa. Oyó los pasos del sacristán, y como si hubiese cometido una falta, se levantó violentamente, dio un paseo por la sacristía, se limpió la frente con su pañuelo, y procuró componer su semblante. Ya estaba tranquilo. Martín, el soldado, lo había confesado.

V. Sacramentos con música

Siempre distraído y pensativo; tú no serás hombre en los días que te queden de vida. Veamos, ¿por qué no fuiste anoche a la quinta?

Quien decía esto era Josesito, que se encontró con Arturo sentado en la solitaria glorieta de la Alameda que está cerca de la salida de San Diego.

—Ni distraído ni pensativo, sino cansado, y precisamente porque no fui anoche emprendí hoy el viaje, pero era ya tarde, me revolví a medio camino porque el sol picaba mucho y descansaba un rato con la idea de dar una vuelta por el Colegio de las Bonitas y saber algo de Celeste, de nuestra Hermanita de la Caridad a quien todos han olvidado menos yo, pero vamos ¿qué hubo anoche? ¿Qué tal estuvo la velada? ¿Qué historia se contó o qué novela se leyó?

—Qué velada había de haber. Si en México no tienen formalidad las gentes. La quinta sola. Teresa con una jaqueca horrible, encerrada en su recámara, quizá algún disgustillo con Manuel, de esos que tenemos los que estamos enamorados, como yo de Celestina; el capitán había sido llamado a Palacio, Florinda mandó decir que Luis tenía una junta a las nueve de la noche con ciertos acreedores que pretendían embargar la hacienda de «La Florida…» todavía andamos en eso, y ya creíamos, según él mismo nos dijo, que todo estaba terminado; Juan Bolao en grande y muy contento, platicando con Carmela. Me parece que ya se entienden muy bien los dos, y que pocos días han bastado para que ese calavera, que siempre ha estado echando sátiras a los casados y a mí principalmente, se enamore como un colegial, y ya verás, él y tú nos darán el buen día. Las comedias y las novelas siempre acaban con el castigo del traidor y un casamiento, pues hagamos que nuestras veladas acaben con tres o cuatro casamientos, y el castigo de otros tantos traidores, sólo que tú estarías mejor entre los turcos.

—¿Por qué? —le preguntó Arturo, que no había podido cortar la seguida relación de su amigo.

—Porque necesitas que una sea la sultana preferida y otras las odaliscas del harem. ¿Cuál escogerías para sultana? ¿A Celeste o a Aurora? Para odaliscas a Mariana con todo y ser ya jamona; a Carmela y a las demás que pudieras elegir en una noche de ópera en los palcos del teatro.

—Calla, ni tengas tales propósitos, porque de veras me pones de mal humor. La felicidad suprema de un hombre es amar a una sola mujer, unir su suerte y adorarse y vivir eternamente con ella de tal modo que no me puedo explicar; ya te lo he dicho, amo a las dos igualmente, pero de una manera tal, que perdiendo a una soy desgraciado con la otra.

—Y lo que seguramente te va a suceder, es que te quedarás sin las dos. Hasta ahora son novicias, pero si les da la gana de profesar la una de monja de la Concepción y la otra de Hermana de la Caridad, buen negocio has hecho después de años de suspirar. Decídete por Aurora y deja a Celeste que siga su inclinación que parece que por su bondadoso carácter es el ángel destinado para aliviar los sufrimientos de los enfermos.

—Imposible, jamás podré olvidar a Celeste.

—Pues entonces ¿qué cosa más sencilla? —dijo Josesito levantándose de la dura banca de piedra en que estaban sentados—, cásate con Celeste.

—Imposible —contestó Arturo—. Sería yo el hombre más infame si dejara encerrada en un claustro a una mujer tan valiente, tan guapa, tan espléndida como Aurora, que parece hecha de luz y de oro, y perseguida además por ese padre Martín y por ese malvado don Pedro y por todo el mundo. Aunque la vida me costara, yo la libertaré y será mía, nada más que mía.

Arturo se levantó a su vez y se paseó con agitación por el derredor de la fuente cuyo chorro sonoro que se elevaba y volvía a caer y a elevarse sosteniendo un limón, servía de música al dúo de amor que cantaban los dos amigos.

—Vamos, te vas a volver loco; ya hablaremos de eso, y lo que me ocurre es que entregues tu suerte a la suerte misma. Jugaremos un albur de una onza de oro. Si lo pierdes, me das una onza y te casas con Celeste. Si lo ganas no te doy yo nada y te casas con Aurora ¿qué más ganancia quieres? Medio millón de pesos que le arrancaremos con el pellejo, si es necesario, al padre Martín.

—Supongo que no hablas seriamente —le dijo Arturo encarándose con cierta formalidad—. ¡Qué vileza! jugar a un albur a dos ángeles que de veras ángeles son y no mujeres. Si hablaras de veras no te volvería a saludar.

—Ni por pienso, Arturo —le respondió inmediatamente Josesito abrazándole la cintura—. Sabes el cariño y el respeto que tengo por Aurora, por Celeste y por todos nuestros amigos. La vida daría por ellos ¿y había de burlarme? De veras es menester que te distraigas y sobre todo que reflexiones y te fijes de una vez. Ven, acompáñame, que tengo mil cosas entre manos con esta maldita revolución que no se puede ya contener y que es menester dirigir para que resulte en favor de nuestros intereses.

Los del batallón Victoria estaban ayer como agua para chocolate, ya querían estallar, pero los contuve, y hoy tengo que arreglar muchas cosas para estar listos para la velada de esta noche, y te voy a dar una mala noticia, mejor dicho, la mala noticia es para el capitán y para Teresa.

Los dos jóvenes se internaron en una de esas sombrías y frescas calzadas de fresnos que se llama El Paseo de los Enamorados, continuaron su conversación, y tantas cosas tenían que decirse, que abandonaron la deliciosa Alameda sin querer ni advertirlo; discurrieron por varias calles de la ciudad, deteniéndose a saludar a diversos amigos que encontraron y que querían saber noticias políticas, hasta que llamó su atención un gentío que corría hacia una boca calle, y los sonidos de una música militar que tocaba una marcha o un trozo de ópera. No se percibían distintamente más que los golpes sobre la tambora y el repiqueo del chinesco. Hiciéronse paso, voltearon la esquina y se cercioraron de que no se trataba de un víctor patriótico, como habían de pronto creído, sino de unos sacramentos con música. Siguieron la comitiva.

Delante marchaban de dos en dos como veinte personas vestidas de negro con sus escapularios en el pecho. Eran los hermanos de la cofradía de Aranzazú. Seguía la estufa de gala del Sagrario, tirada por cuatro mulas pintadas y montados en la de silla dos respetables viejos con sus casacas nuevas, sus chalecos blancos y sus limpios y tiesos cuellos que subían hasta el borde de las orejas. Eran los cocheros de Nuestro Amo, que con trabajo gobernaban a las mulas y guiaban el carruaje por los agujeros y baches de las mal empedradas calles. Los cocheros verdaderos iban a pie, colgándose a veces del freno de las mulas que servían de guías y que seguramente desconocían la débil mano que tenía las riendas. Detrás de la estufa caminaban de dos en dos y con gruesos cirios en la mano, el resto de los nobles cocheros, los individuos, que pertenecían a diversas cofradías con sus escapularios blancos o verdes en el cuello, y después diversos particulares vestidos de negro y frailes dominicos, franciscanos, dieguinos, fernandinos y mercedarios, mezclados y todos con cirios de cera en la mano. Cerraba la procesión la numerosa y bien organizada música del batallón de Granaderos, que tocaba una marcha religiosa. Delante, en los costados y detrás de esta procesión multitud de curiosos que se empujaban y se atropellaban, ya para estar cerca de la música, ya para mirar a los señores cocheros, ya para rozarse con los hábitos de los frailes.

—Sacramentos y muy solemnes como yo nunca había visto en México —dijo Arturo a Josesito—. De esto no hay en Londres, y si no tienes mucha gana de almorzar, seguiremos un rato la procesión. Mucho me gusta ver esto. El culto católico es alegre y atrae a las gentes. Habla al corazón y a la imaginación al mimo tiempo. Los protestantes son tristes, áridos, haciendo alarde de una severa virtud que tal vez no tienen en el fondo. Sus iglesias no tienen santos ni altares. Paredes lisas pintadas de blanco, los asientos en una sala que parece un teatro pequeño, la tribuna para el pastor, y el coro para los cantores y cantoras que generalmente son muchachas muy bonitas, y con su voz suave de doncellitas lo hacen muy bien.

—Lástima que yo no pueda contar tantas cosas interesantes de Inglaterra como tú que has estado tanto tiempo, y en cuanto se arreglen nuestros asuntos y tenga yo algo seguro, que, como hay Dios, me marcho con Celestina, y bastante sé ya de inglés para hacerme entender; pero tengo curiosidad de saber para qué enfermo son estos sacramentos.

—Debe ser muy rico y personaje de alto copete, porque de otra manera no hubieran venido las confradías y los conventos enteros de frailes, ni mucho menos la música del batallón de Granaderos. Será sin duda muy íntimo del coronel y del comandante de la plaza.

Los dos amigos se agarraron del brazo para no ser separados por la multitud, que aumentaba en cada boca calle, resueltos a seguir los Sacramentos con música hasta la casa del enfermo.

Más de media hora anduvieron por diversas calles, donde se habían puesto de intento cortinas en los balcones, saliendo los vecinos a las puertas a alumbrar al Viático con delgadas velas de sebo, y cual fue el asombro de los jóvenes, cuando aquella religiosa comitiva se detuvo en casa de don Pedro, y el cura bajó de la estufa con el copón cubierto con un paño de oro y subió las escaleras, seguido de los hermanos de las cofradías y demás concurrentes. Desde la puerta del zaguán hasta la recámara del paciente había una alfombra de hojas de rosa.

Josesito y Arturo, sin hablarse pero guiados por un mismo pensamiento, se mezclaron con la concurrencia, donde no les faltaban conocidos a los que saludaron respetuosamente y en voz baja y compungida para unir sus manifestaciones de sentimiento a la de los amigos del enfermo.

Desde el salón hasta la recámara de don Pedro las puertas de los balcones estaban abiertas de par en par, y la luz radiante del sol daba a esas habitaciones amuebladas con lujo y regadas de hojas de rosa un aspecto muy alegre. El enfermo, recostado en una cama de bronce dorado y cubierto con una sobrecama roja de damasco de China, apenas dejaba ver una parte de su cabeza calva y la punta de su nariz, pues lo demás lo cubrían, sin duda por disposición de los médicos, finos pañuelos de batista. Frente a la cama, se improvisó un altar revestido de sobrecamas de China, bordadas de colores y encima un limpio mantel de alguna iglesia; seis grandes candeleros de plata con velas de cera alumbraban un crucifijo de una acabada perfección escultórica. En el mismo altar, y fijados en la pared, había multitud de cuadros al óleo de escaso mérito que representaban la imagen de santos y vírgenes, y habían sido mandados por monjitas, frailes y beatos, para que intercedieran por don Pedro y Dios le concediese la salud o una buena muerte si le convenía. Cuando el cura entró ya había en la recámara tres clérigos y dos padres camilos con su traje talar negro y su cruz roja en el pecho. La criada más antigua estaba de pie como una estatua en la cabecera de la cama, y las demás asomaban la cabeza por la puerta del gabinete excusado donde se ocultó Teresa la noche en que se verificó la extracción de las escrituras y papeles.

Josesito y Arturo, que como ya se sabe conocían íntimamente a la servidumbre de don Pedro, lo primero que hicieron fue hablar a las que estaban más cerca e inquirir en voz baja noticias. Don Pedro se había, no sólo restablecido del susto que le causó la aparición repentina de Teresa, sino que pocos días después comenzó a engordar y a recobrar sus fuerzas, comía mejor, subía la escalera sin fatigarse y estaba alegre como una pascua, y decía delante de los criados o a ellos mismos, que desde la resurrección de Teresa, aparte de la impresión pasajera que le había causado, estaba más contento y los negocios arreglados, y que no tenía otro pensamiento sino que se casase con el capitán y viviesen con él en familia, y a este efecto había mandado disponer y decorar lujosamente el departamento mejor que les tenía reservado. El amo estaba inconocible, decían las criadas, y Arturo y Josesito, cada vez más asombrados al oír estas noticias, tanto más cuanto que estaban enterados por los informes de Luis que el juzgado había dictado una providencia que quitaba a don Pedro el manejo de los bienes y le señalaba un plazo perentorio para la formación de las cuentas.

—Pero el pobrecito del amo —proseguía la galopina—, salió antes de ayer después de que le di el desayuno, muy contento, bueno y sano, y ya a medio día se puso malo. Se llamaron inmediatamente los médicos de cabecera, que. dijeron que estaba muy malo, y citaron junta que se verificó en la tarde y asistieron cuatro médicos más; en todo, siete. En la noche le abrieron un tlacotl que tenía en la espalda, y el pobrecito del amo gritaba tanto que daba lástima, y para que no se oyera en la calle tuvimos que cerrar los balcones. Después de la operación los médicos de cabecera se quedaron un rato y dijeron que era necesario que se confesara y recibiese los Sacramentos. Buscamos al padre Martín, pero imposible de encontrarlo, y como se agravaba, el portero, que había sido criado de San Camilo, fue por unos padres que vinieron en el acto, lo confesaron y lo han estado ayudando a bien morir. El escribiente fue a arreglar los sacramentos y a convidar, y ya ven ustedes en qué situación se encuentra, que creemos que no acabará la noche.

Esta conversación, de que no perdieron una sílaba Josesito y Arturo, pasaba mientras los asistentes, arrodillados delante del altar y con los cirios encendidos en la mano, rezaban diversas oraciones que debían preceder, según orden expresa de don Pedro, al acto solemne de la Comunión, y que concluyeron cuando ya nuestros amigos se habían enterado de cuanto querían saber.

El cura, con el copón y la hostia consagrada, y ayudado del acólito que tenía una bandeja de oro, se acercó al lecho del enfermo, el cual hizo un esfuerzo para sentarse en el lecho y lo logró ayudado de los dos padres camilos.

—¿Tienes algo de qué reconciliarte? —le dijo el cura con una voz solemne—, y ten presente que vas a recibir el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, y que tu alma debe estar sin la más leve mancha y pura como el día en que naciste.

Don Pedro hizo una seña negativa, murmuró algunas palabras que nadie comprendió y sacó una lengua negra que instintivamente hizo retroceder la mano del cura que tenía la pequeña hostia; sin embargo la colocó de modo que no pudiese caer sobre las sábanas, y al mismo tiempo pronunció las palabras solemnes: Corpus domine nostre Jesucristi custodiam animan tuan, etc.

Don Pedro retiró su lengua negra, donde se pegó la forma, y cerró su boca; los padres camilos lo recostaron en las almohadas, y la criada le colocó en orden los pañuelos de batista.

—Si te conviene, Su Majestad te dará, con esta comunión, la salud en este mundo, y si no la vida eterna.

Arregló en seguida los santos óleos que, seguramente después de haber visto una lengua tan negra, no consideró conveniente pasar por los pies de don Pedro, y como nadie reclamase o exigiese esta ceremonia, pasó por olvidada, y el eclesiástico, con su copón de oro en la mano, bajó solemnemente la escalera seguido de los concurrentes que, con cirio en mano, habían llenado la recámara, y montando en la estufa, la campanilla anunció que los Sacramentos con música, que había tocado piezas del Pirata mientras comulgaba el enfermo, habían terminado, y que la comitiva, sin hacer rodeos, por diversas calles se dirigía directamente al Sagrario.

VI. La muerte del justo

Arturo y Josesito se despidieron de las criadas, prometiendo volver a informarse de la salud de don Pedro, y salieron mezclados con la concurrencia, que se reorganizó para acompañar el Viático, pero a pocos minutos entregaron al sacristán los cirios que les había dado y torcieron por la primera calle que se les presentó.

—Para mí tengo —dijo Arturo—, que no llega a media noche. Este viejo está podrido por dentro y es víctima de un vicio de la sangre; no tiene remedio, pues la operación de abrirle un tlacotl no es para haberlo puesto en el estado en que está.

—Lo mismo creo yo, y ¡qué casualidad que hayamos acertado a pasar por el mismo camino que llevaban los Sacramentos! ¿Sabías la enfermedad de don Pedro?

—¡Qué animal eres! ¿No acabamos de oír que ha sido repentina?

—Dices muy bien, soy un animal —respondió Josesito—, pero la verdad es que pensaba en otra cosa.

—¿Qué cosa? porque a mí se me ha venido en este instante a la cabeza tal vez el mismo pensamiento.

—Que la muerte de don Pedro, porque no cabe duda que se morirá, nos deja completamente en paz, pero que no debemos perder la oportunidad de asistir a sus últimos momentos y de enterarnos de lo que pase para ponerlo en conocimiento de Luis, que, como te he dicho, tiene una demanda encima.

—¿Y qué hacer?

—Es lo más fácil; dejamos por el momento los negocios de pronunciamiento, aunque el diablo se lleve a la ciudad, almorzamos en cualquier fonda, después nos vamos a la quinta a avisar lo que pasa a Manuel y a Teresa; y volvemos ya entrada la noche a la casa de don Pedro. Si se ha muerto, tanto mejor, quiere decir que ya se lo llevó el diablo, y si no, bajo el pretexto de velarlo, nos quedamos en la noche. Las criadas, con todo y sus lástimas y del sentimiento fingido, detestan a su amo y no tendrán inconveniente ninguno, sobre todo si tú les hablas.

—¿No sería bueno que viniese Teresa? —dijo Arturo—, al fin ha sido su tutoreada y por el qué dirán

—Ahora me toca decirte a ti que eres un animal. ¡Qué idea! ni por pienso, Manuel no lo consentiría. Nosotros solos debemos estar a la cabecera de don Pedro, si es posible, y por lo menos sabremos dónde tiene los demás papeles y documentos que nos faltan para ahorrarnos de pleitos y pretensiones, que lloverán en cuanto se sepa su fallecimiento; nada, nada; volvamos a nuestra primera idea. En el gabinete donde se ocultó Teresa, hay buenos sofás y sillones, y mientras uno duerme otro velará y escuchará y tampoco nos faltará un buen vino y algo que nos dé fuerzas para soportar la desvelada.

Como lo dijeron lo hicieron, y cosa de las ocho de la noche ya estaban instalados en la casa, pues las criadas, que veían que su amo iba ya a desaparecer, lejos de tener dificultad, los instalaron en el consabido gabinete y les dijeron que tendrían café, té, o lo que quisieran durante la noche y que nadie sabría que estaban allí escondidos. Los médicos que se acababan de ir, encontraron al enfermo algo aliviado, recetaron una bebida, y ordenaron que si se quedaba dormido, no se le despertase ni se le hablase, que se guardase mucho silencio, que no se admitiesen visitas ningunas; en suma, no encontraron el caso desesperado y esperaban en la noche una crisis favorable. Los padres camilos, que se habían marchado después de los Sacramentos, volvieron a cosa de las nueve, entraron a la pieza que se les había señalado, dejaron sus sombreros y manteos, y de puntillas pasaron a la recámara del enfermo y observando que estaba quieto y que dormía, prolongaron su excursión al comedor, donde se les sirvió un excelente chocolate. Arturo y Josesito, también de puntillas, se colocaron en la pieza inmediata al comedor que estaba oscura y donde podían escuchar y espiar sin ser vistos.

—¿Qué opinión tiene nuestro hermano? —dijo uno de los padres camilos dirigiéndose al otro.

—Que este santo, porque según fama que ha llegado hasta nuestro convento, don Pedro es un santo, no acabará la noche.

—Pues yo tengo la opinión —respondió el otro—, de que en estos mismos momentos se está efectuando una crisis favorable, y que mañana, Dios mediante, los médicos lo encontrarán muy aliviado y no habrá más sino cuidarlo mucho en la convalecencia, porque está débil, y muy bien podría ser que sucumbiese por falta de fuerzas, que lo que es la enfermedad era cualquier cosa, un tlacotl insignificante, que ha desaparecido con la operación que le hicieron.

—Nuestro hermano —replicó el padre camilo más joven—, tiene más experiencia que yo, y respeto su parecer, pero insisto en creer que no acabará la noche, y ya lo veremos. Ese sueño que tiene no es más que un sopor y probablemente los doctores le habrán dado opio. Además, no niego tampoco que don Pedro sea una persona buena y caritativa que no ha dejado de dar regulares limosnas a los hospitales, pero ¿quién puede decir que es justo delante de Dios? En su larga carrera por este mundo debe haber cometido muchos pecados de que acaso no se habrá acordado cuando se confesó; y nuestro deber es procurar recordarle sus faltas, si las ha olvidado, las recordará y se volverá a confesar, y si las calló intencionalmente, entonces, y no lo quiera Dios, ha cometido un sacrilegio, y si no se vuelve a confesar y tiene un verdadero acto de contrición, su alma se perderá.

—Pronto sabremos, hermano, quién tiene razón, pues de aquí a mañana, o ha muerto o la crisis ha sido decisiva y tendrá aún muchos años de vida. En cuanto al otro punto que el hermano ha tocado, tiene alguna razón, y más vale pecar por carta de más que por carta de menos, y ya verá usted como por mi parte no permitiré que el demonio se acerque a disputarnos esta alma, si debe dentro de pocas horas comparecer ante Dios.

De estas y otras cosas análogas platicaron los dos buenos padres largo rato, hasta que creyeron que debían volver cerca del enfermo que había quedado acompañado de dos criadas que no se despegaban de la cabecera. Don Pedro, o dormía o era efectivamente presa del amodorramiento que precede a la muerte, el caso es que permanecía tranquilo, y que los padres, después de componer y cortar el pábilo a dos velas de cera que ardían, se acomodaron en sus sillones y las criadas se sentaron a los pies de la cama. Josesito y Arturo, enterados de la conversación de los padres, volvieron a su gabinete, se acomodaron a su vez en los sofás, y como el día había sido de fatigas y de correrías, y la casa y la calle estaban silenciosas de modo que no se oía más que al tic-tac de la péndola del reloj del comedor, no tardaron en cerrar los ojos.

Entre las doce de la noche y la una de la mañana, despertaron, se restregaron los ojos y se dirigieron al rincón del gabinete desde donde podrían descubrir bien la cama de don Pedro, y cual fue su estupefacción y asombro al observar a Rugiero sentado en un sillón a la cabecera, y al paciente medio recostado en sus almohadones y platicando con cierta facilidad, como si hubiese terminado la enfermedad por una crisis favorable, según el pronóstico del padre camilo. Sin decirse una palabra Josesito y Arturo se pusieron a escuchar.

Los padres camilos estaban profundamente dormidos, y las criadas, cansadas y soñolientas se habían retirado a sus cuartos a descansar un rato.

—La enfermedad pasará, amigo don Pedro, yo se lo aseguro a usted —decía Rugiero—. Lo que importa es tener valor y no dejarse abatir.

—¡Ay amigo! —contestaba don Pedro con voz casi natural—. La vida es muy amarga, pero ninguno quiere perderla, y cuando nos vemos enfermos apreciamos lo que vale. La vida, sí, la vida, aunque sea en un pobre cuarto de un pueblo y comiendo frijoles y un pedazo de pan.

—¿Quién piensa en mendrugos de pan, ni en un miserable pueblacho? La vida, sí, la tendrá usted en su buena casa, con su dinero, sus criados, sus comodidades, su buena mesa, y sus muchachas bonitas, que le sabrán hacer llevadera la existencia. Los que somos viejos necesitamos más de las mujeres que los muchachos, que se divierten con amores platónicos. Lo que importa es no hacer el menor caso de las amenazas y gritos de esos cuervos que están dormidos en los sillones y que le dirán a usted que los diablos están esperando en la cabecera para llevarse su alma. Los diablos no son tan malos como ellos los pintan, y las almas se van por su propio paso a los abismos sin necesidad de hacer un viaje tan largo desde el infierno a la cabecera de los moribundos. No se muera usted y es asunto acabado; no habrá alma que se lleven, que quedará para seguir animando ese cuerpo que debe aprovechar los instantes para entregarse a los placeres.

Don Pedro al escuchar a Rugiero se removía, se acomodaba mejor en su lecho, y sus ojos, mortecinos y vidriosos hacía pocos momentos, se animaban con una llama de lujuria y de avaricia.

—El dinero, y nada más que el dinero, es la gloria y los siete cielos en esta vida. Con el dinero se compran las mujeres, y el que tiene dinero, mujeres y una copa de vino añejo, no tiene ya ni qué desear ni qué esperar. Sobre todo, amigo don Pedro, no devuelva usted nada de lo que tiene, no haga usted donaciones, no suelte usted un escudo de los miles que tiene usted escondidos. Mañana, la semana entrante cuando más, se encontrará sano y fuerte y se arrepentirá usted de haber regalado el oro, que es de usted, pues que usted lo tiene. El dinero es de quien lo tiene, no de quien lo reclama, aunque sea con justicia. Tápese los oídos cuando esos cuervos lo amenacen. Embustes y mentiras que inventan para que por el miedo los instituyan herederos los moribundos ricos. A los pobres apenas les dicen cuatro palabras, si es que no los dejan morir como unos perros.

Don Pedro, fascinado, sonreía, y sus ojos, cada vez más ardientes y expresivos, revelaban la clase de emociones que experimentaba y los apetitos que despertaba Rugiero en los últimos instantes de su vida.

Era la tentación en toda forma, perfectamente caracterizada.

Don Pedro, fascinado y como agobiado con la conversación que continuó cada vez más seductora por parte de Rugiero, fue cayendo poco a poco en los almohadones y volvió al sueño tranquilo o al sopor del opio, tal como lo encontraron los padres camilos cuando acabaron de tomar su sabroso chocolate.

Los religiosos continuaban durmiendo sosegadamente.

Las dos velas de cera con su largo pábilo que terminaba en una mota negra, apenas reflejaban una luz indecisa; los cuadros de los santos parecía que se desvanecían convirtiéndose en un fondo ahumado, y los frascos de medicinas que en desorden llenaban una mesita colocada cerca de la cama, despedían un olor de laboratorio y de botica.

La figura de Rugiero vestido de negro, parecía que se volvía gigantesca y llenaba la estancia, y sólo de cuando en cuando brillaba con una luz siniestra el fistol de ópalo que tenía prendido en una limpia camisa.

Josesito y Arturo estaban aterrorizados.

Quién sabe cuánto tiempo transcurrió, y Josesito y Arturo, mudos como si hubiesen perdido el uso de la palabra, se retiraban vacilantes a reclinarse en el sofá cuando escucharon un grito desgarrador.

—¡Me muero, me muero!

A este grito siguió una carcajada estridente de Rugiero, el que se levantó del sillón y casi se envolvió en uno de los pliegues de la pesada colgadura de seda que abrigaba el suntuoso lecho del tutor de Teresa.

Los padres camilos despertaron sobresaltados, se restregaron los ojos y acudieron a la cabecera del moribundo.

—¿Qué es eso, señor don Pedro? ¿Qué siente usted? —le dijo el más joven.

—¡Que me falta la vida! ¡Que me muero en pecado mortal, y que el diablo quiere llevarse mi alma!

—Eso no será —contestó el camilo—, porque aquí estamos nosotros para impedirlo. ¿Tiene usted algo de qué arrepentirse?

—Sí, sí —respondió don Pedro—, pero no puedo, es imposible.

—Nada es imposible para la voluntad de Dios, pero el tiempo urge y no hay que perder un solo instante. ¿Con quién de los dos quiere usted reconciliarse?

Don Pedro hizo seña de que quería que el camilo de más edad lo reconciliase, pues desde luego, la poca edad del que le estaba hablando no le inspiraba confianza.

A una insinuación de los padres, la criada que estaba al pie de la cama se retiró, y acercándose el elegido para oír la última confesión, se acercó a la cama, y en voz trabajosa y casi inintelegible, don Pedro le confió los pecados que le remordían la conciencia y que no había sin duda dicho antes de recibir los sacramentos. Como extenuado por este último esfuerzo, don Pedro, que se había medio enderezado, cayó a plomo en las almohadas y todo quedó en silencio por algunos minutos.

Rugiero, aprovechando el instante en que los padres habían ido a tomar de la mesa un libro y a espabilar las velas, salió de la envoltura de seda en que estaba escondido, inclinó su cara hasta tocar con la de don Pedro, y le dijo en el oído:

—No se deje usted vencer por esos cuervos, no dé nada, ni a los hospitales, ni a los conventos, ni a los pobres, no suelte usted el dinero, ni haga promesas, ni tenga miedo, pues usted va a sanar, y los dolores y las ansias que va a tener no serán más que los efectos de la crisis. Mañana estará usted completamente bueno.

Apenas había Rugiero retirado su cabeza y vuelto a su escondite en el cortinaje, cuando don Pedro, que había hasta entonces dado muestras de una extrema debilidad, se sentó en el lecho como si estuviese bueno, paseó sus ojos vidriosos por la recámara y los fijó en los dos padres camilos.

—No —les dijo—, no lograréis que yo diga donde está el dinero, que es mío, muy mío, ganado con años de trabajo y de penas; mis onzas de oro, mis escudos españoles, mis pesos nuevos, y mis alhajas, y mis cajas de polvos con brillantes, y mis haciendas y mis casas en las mejores calles de la ciudad; todo es mío, mío, y no lo he de dejar a nadie, ni lo he de devolver. Esa Teresa es una mujer prostitituida, y ese capitán un jugador, y ese Arturo un petardista, y sólo Celestina, Celestina me ha querido en el mundo. Dinero, dinero siempre me pedía la madre; ella no, ella nunca, la madre una maldita vieja que me habría matado el día menos pensado. Que vengan los criados para que vayan a buscarme a Celestina, ella será mi única heredera, a ella le diré mis secretos, a ustedes no, padres camilos, a ustedes no, han venido enviados por Teresa y por Aurora para arrancarme mis secretos y para hacerme creer que me voy a morir; mentira, mañana estaré bueno, y me levantaré y pondrán el coche, y en este coche vendrá conmigo Celestina y vivirá aquí, en esta casa para no salir nunca de ella…

Don Pedro cesó un momento de hablar y paseó otra vez su mirada inquieta por la estancia.

Los padres camilos, estupefactos y mudos porque no esperaban después de haberlo confesado por segunda vez semejante escena, y creían que el paciente no podía moverse del lecho, recobraron después de algunos momentos su actividad y el uso de la palabra.

—Es el diablo, hermano —dijo el camilo más joven—. Es una lucha terrible la que tenemos que emprender. Don Pedro tiene fiebre, y lo que ha dicho no es más que efecto del delirio, pero, un delirio que revela el estado de su alma, y ya se lo había yo dicho, hermano, ese hombre tiene secretos y pecados que no ha confesado, y si nosotros nos descuidamos, esa alma va derechita a los infiernos.

—¿Qué hacer? —preguntó el otro.

—No hay más remedio que aterrorizarlo con las penas eternas, quizá el miedo le hará prescindir de estas tentaciones, y esa alma rebelde confesará sinceramente sus faltas.

—Es verdad, no queda otro camino.

Esto diciendo, los padres habían encendido varias velas de cera, colocándolas delante de los santos, y acercándose el más joven a la cama de don Pedro, le dijo con una voz suave y persuasiva:

—Lo que acaba usted de decir, señor don Pedro, no es más que el efecto de la calentura. Cálmese usted; piense que le quedan pocos instantes de vida, y que debe aprovecharlos para arrepentirse de sus muchos pecados.

Don Pedro meneaba la cabeza negativamente.

El otro camilo salió de la recámara un momento y volvió a entrar en ella acompañado de mujeres que traían más santos y más velas. En un momento se iluminó y se llenó de gente la recámara, pues así como habían permitido las criadas antiguas la entrada a Arturo, de la misma manera llevaron a sus parientas y conocidas para que les ayudaran a velar y a rezar en los últimos momentos de un amo tan caritativo.

Don Pedro continuaba sentado, paseando sus miradas descarriadas como las de un loco por los que estaban en la recámara, fijándolas con enojo en los padres camilos.

La criada que especialmente lo asistía y que recibía las instrucciones de los médicos, tomó una de las muchas botellas, la removió y vació la mitad de su contenido en un vaso. Don Pedro lo tomó y bebió el líquido con avidez.

—Más, quiero más —dijo con voz llena e imperiosa.

La enfermera, de otra botella llenó un vaso más grande y se lo dio. Era agua de goma ligeramente azucarada que los facultativos habían ordenado se le diese cuando tuviera sed. Don Pedro la tenía devoradora y ardía por dentro. Bebió otro vaso más y volvió a caer en las almohadas.

Los padres camilos aprovecharon esta oportunidad.

—Piensa —dijeron en coro unas veces y alternando otras—, que vas a comparecer ante la presencia de Dios, y que si no aprovechas estos últimos instantes, tu condenación será eterna.

—¿Tienes presente, oh alma empedernida, lo que es el infierno? —dijo el camilo más joven. El enfermo movió la cabeza como negando que hubiese infierno, pero se estremeció y volvió los ojos en blanco.

—¡Jesús te ayude!

—Jesús te ampare —respondieron en coro las ocho o diez personas que estaban arrodilladas al derredor del lecho con velas de cera encendidas en la mano.

—El Señor reciba tu alma.

—Dios tenga piedad de ti, pecador endurecido —dijo el camilo joven con cierto acento de enojo.

Pero pasó esta crisis, don Pedro volvió a una calma relativa, y el camilo joven a su tema del infierno.

—¿Sabes lo que es el infierno, pecador? Tormentos crueles y eternos. Los avarientos están sumergidos en unas calderas de oro hirviendo, queriendo salir, y cuando ya creen haberlo logrado, los demonios los vuelven a sumergir. Claman a la muerte y la muerte no viene, porque no tiene poder en los infiernos.

¿Sabes lo que se espera a los lujuriosos? La boca de donde salieron palabras livianas es quemada con tizones ardiendo; los ojos que se recrearon en la contemplación de la carne, son clavateados con punzantes espinas, y su cuerpo azotado y despedazado con garfios de hierro enrojecidos, y después bañados en cubas de azufre hirviente.

El camilo decía esto con voz lúgubre y cavernosa, y los asistentes estaban tan aterrorizados que alguno dejó caer la vela que tenía en la mano.

Rugiero aprovechó el momento en que los padres se dedicaron a tomar un acetre de plata con agua bendita para acercarse a don Pedro y le dijo en el oído:

—No es verdad, eso no es verdad, y yo lo sé mejor que ellos.

Don Pedro, como movido por un resorte, se sentó otra vez en la cama y repitió las mismas palabras de Rugiero.

—¡Eso no es verdad, no es verdad! —gritó con voz hueca.

Un murmullo de horror y escándalo se escuchó en la recámara. Las criadas y sus conocidas nunca habían pensado que don Pedro, tan cristiano en vida, hubiese podido decir cosas semejantes a la hora de la muerte.

—Es el delirio lo que lo hace proferir estas palabras, y el demonio que siempre está a la cabecera de los moribundos —dijeron los padres.

Las cortinas de seda del pabellón se removieron, pero nadie advirtió que un hombre salió de entre ellas y en dos pasos ganó la puerta más cercana. Arturo y Josesito que estaban como magnetizados con estas escenas, miraron una como sombra que pasó rápidamente y creyeron reconocer la figura de Rugiero. Sin decirse nada se estrecharon la mano y se comunicaron su pensamiento.

Don Pedro volvió a caer como descoyuntado, y un gruñido sordo que oían aun los que estaban lejos, indicaba que ya tenía el estertor de la muerte.

—¡Señor justiciero pero misericordioso, recibe su alma y perdónale sus muchos pecados! —exclamaron con fervor los camilos—. ¡Jesús te ayude!

—¡Jesús te ampare! —respondían en coro las criadas, y cada una rezaba o Padre Nuestros o jacultorias, u oraciones que sabían de memoria; el caso era decir algo para ayudar a salir de la vida lo más pronto posible a su querido amo.

—¿Te arrepientes de tus pecados, que por grandes que sean te serán perdonados si haces un verdadero acto de contrición? —le preguntaron en coro los padres.

La fatiga no dejaba responder a don Pedro, y por momentos le faltaba la respiración.

—¡Jesús piadoso reciba tu alma!

—¡Señor ten piedad de don Pedro!

—Satanás, apártate del lecho de este hombre que tan buenas obras ha hecho en este mundo.

—¡Jesús te ampare!

—Jesús, ten piedad de su alma —respondían en coro las criadas.

—Milagroso señor San José, acompáñalo en este trance.

—Santísima Virgen de la Merced, llévatelo al purgatorio.

Los rezos distintos, las exclamaciones y algunos sollozos tal vez fingidos de la mujer del portero, formaban un ruido tal, que si los balcones no hubiesen estado cerrados se habrían escuchado en la calle.

Los dos padres camilos pusieron un poco de orden en la recámara, mandaron salir a las criadas y apagar las velas, pues el calor y el ruido eran insoportables. Solemne y gravemente tomaron sus libros y comenzaron a rezar las oraciones de los agonizantes. Inútil era hablar ya al moribundo del infierno y de sus penas, pues tenía los ojos cerrados, la fatiga aumentaba y parece que había perdido el conocimiento.

El resto de la noche se pasó en una tranquilidad relativa, las campanas de las iglesias tocaron el alba, la luz de las velas comenzó a palidecer y la del sol a entrar por el balcón, que la enfermera entreabrió para renovar con un poco de aire fresco, la pesada atmósfera de la estancia.

En esto eran cosa de las seis. Tocaron el zaguán fuertemente. El portero y la familia descendieron a abrir.

Era uno de los médicos de cabecera y el padre Martín que llegaba también en ese mismo momento.

—¿Cómo sigue el enfermo? ¿Qué tal noche pasó? —preguntó el médico.

—Creo que el amo ya espiró; la recámara está en silencio y doña Protasia abrió ya el balcón.

—Me lo esperaba —dijo el doctor, que al retirarse había dicho lo contrario.

—¡Perdido para toda la eternidad, llegué tarde! —exclamó el padre Martín, dándose una palmada en la frente—. No es mi culpa, doctor, hasta hace un momento he visto un papel en mi mesa en el que el dependiente de don Pedro me participaba su gravedad.

El padre Martín daba ya la vuelta para retirarse.

—Subamos sin embargo —le dijo el doctor.

—Es verdad, subamos y quizá Dios hará un milagro, ya que la ciencia ha sido impotente.

Los dos doctores subieron, y sin hablar con nadie penetraron hasta la recámara del moribundo, donde fueron recibidos por los padres camilos, que les impusieron brevemente de lo que había ocurrido en la noche.

—¿Pero aun vive? —preguntó con ansia el padre Martín.

—Sí, aún vive —contestó el camilo de mayor edad—, mi hermano aseguraba que moriría en la noche, y yo he sostenido lo contrario.

—Bendito sea Dios —dijo el padre Martín—. Quizá será tiempo de que yo lo salve.

El médico se acercó, tomó el pulso del enfermo y le habló.

—Aliviado, aliviado —le contestó don Pedro con voz muy lánguida—. Creo que he tenido un delirio horroroso en la noche, pero caí rendido, y me figuro que he descansado algunas horas.

—Bien, ya veremos, no hay que perder la esperanza —le contestó muy dulcemente el doctor—. Voy a dar a usted una bebida que lo reanimará.

De entre las botellas, escogió una que aun no se había destapado, y él mismo le dio un medio vaso a don Pedro.

—Sed, mucha sed —le dijo cuando acabó de tomar la medicina y se volvió del otro lado dando un grito muy agudo, como el último de su vida. El padre Martín y el mismo médico creyeron que había espirado. El desmayo fue pasajero, y don Pedro abrió los ojos y miró al padre Martín y al doctor con una expresión tal, que reconocieron, sin que les hablase, que los consideraba como sus salvadores, que en el momento preciso habían venido para arrancarlo de las orillas de la tumba y volverlo a la vida.

—¿Viviré, no es verdad? —dijo don Pedro—; entre ustedes dos me darán la salud y la vida, y entonces… entonces, Celestina, Pachita y Joaquina la del estanquillo, Teresa y Aurora, y todas serán mías, porque tengo dinero, sí, mucho dinero en oro, y no me lo pueden robar, porque solamente yo sé donde está y quién lo tiene a mi disposición… sí, mañana, ya podré levantarme, me siento fuerte, muy fuerte para derribar de una puñalada a esa vieja maldita, sí maldita sea la madre de Celestina que se ha cansado de robarme el dinero y entregó su hija a ese pillastre de Josesito.

—¿Qué dice este hombre? —preguntó el padre Martín al doctor.

—Mal síntoma —respondió el médico—. Le ha vuelto el delirio de anoche, y una vez que acabe este esfuerzo nervioso, seguirá la muerte.

Acercóse a la cama, le tomó el pulso al enfermo y sacó su reloj.

—Ciento veinte pulsaciones. ¡Qué esfuerzo de hombre en su edad! Es un caso raro. Su enfermedad, que comenzó con un flegmón insignificante, ha degenerado en una fiebre nerviosa. Dentro de una hora, si no es antes, es fuerza que esto termine con la muerte. Caso raro, si se le dejase solo en este momento se echaría del balcón abajo.

En efecto don Pedro hizo un esfuerzo para levantarse y comenzó a dar horrorosos gritos.

—¡Celestina, Celestina, Teresa, Aurora, Florinda, Joaquina, Pancha! ¡Todas aquí conmigo, junto a mí, cerca de mí, que tengo oro, y mucho oro para que tengáis trajes y coches, y perlas y diamantes! Estos cuervos que me han atormentado toda la noche me quieren engañar, pero Rugiero me ha dicho la verdad y me ha asegurado que sanaría y que mañana me podría levantar y salir en mi coche, y ha dicho muy bien… estoy fuerte, vigoroso como si tuviera veinte años… me voy, no quiero estar ya en la cama… mi ropa, mi bata de seda…

Don Pedro hizo un esfuerzo y saltó de la cama. El padre Martín y el doctor lo contuvieron, y lograron acostarlo.

Arturo y Josesito, que estaban en el comedor tomando chocolate y se contaban mutuamente las impresiones de la noche, al oír los agudos gritos de don Pedro se levantaron y corrieron al gabinete, escucharon las últimas palabras que dijo y observaron que se encontraba en la recámara el padre Martín, a quien no habían visto entrar.

—Ahora va a pasar lo más interesante —le dijo Josesito a Arturo.

—Sí, ocultémonos y cerremos con tiento la puerta, que tras de las cortinas podremos observar.

—Pero no oiremos gran cosa —respondió José.

—Sí, pegaremos la oreja a las hendiduras de la puerta.

—Bien, cierra tú que estas más cerca.

Arturo cerró con mucho tiento la puerta, y a la de la salida le echó la llave.

—Doctor —dijo el padre Martín—, creo que este hombre está loco, porque lo que ha dicho sólo puede salir de la boca de un loco, pero revela su conciencia y el estado fatal de su alma. Son las pasiones las que hablan, y las pasiones más viles, como son la avaricia y la lujuria. ¿Podría usted dejarme solo con él?

—Sí, que puedo —le respondió el doctor—, y yo quedaré en el salón, y me llamará usted si es necesario; poco tiempo nos queda.

—Y es necesario aprovecharlo, y voy a intentar la salvación de esta alma, que creo perdida, si no viene en mi ayuda el poder de Dios.

El doctor saludó respetuosamente al padre Martín y se retiró al salón.

El eclesiástico se santiguó, se arrodilló delante del crucifijo, hizo una corta oración para implorar el auxilio de Dios, se cercioró de que estaban cerradas las puertas y que nadie escuchaba y se acercó en seguida al lecho de don Pedro que, aniquilado por la violencia del delirio, había vuelto de nuevo a caer como una masa inerte entre los muchos almohadones de que estaba rodeado, pero tenía los ojos abiertos y fijos, y de sus labios brotaba en burbujas pequeñas una espuma sanguinolenta.

Arturo y Josesito se volvían materialmente ojos y orejas, pero veían menos que en la noche que estuvo la puerta entreabierta, y oían muy poco.

El padre Martín, haciéndose superior al aspecto asqueroso y horrible de la cadavérica fisonomía de don Pedro, se acercó al lecho, separó las almohadas y dijo con voz firme pero suave e insinuante:

—¿Sabe usted quién yo soy, me conoce usted a pesar de la gravedad en que se halla? Podremos aprovechar los momentos que le quedan de vida, para arreglar asuntos importantes.

Don Pedro hizo una seña afirmativa con la cabeza y con los ojos.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó—. Él ha permitido que yo venga para la salvación de usted, para descargo de mi conciencia y para el arreglo de los asuntos graves que hemos tenido. ¿Podrá usted hablar?

—Sí, padre Martín, aunque con trabajo, podré responderle.

—Bien, muy bien. Haga usted cuenta, don Pedro, que está delante de Dios, juez severo que le va a tomar cuenta de sus acciones, y respóndame la verdad. ¿Dónde tiene usted el dinero de Aurora, que monta a la suma de 250 mil pesos en oro? Yo lo recibí, porque así me lo rogó la madre en los momentos de morir. Yo lo entregué a usted en depósito, en confianza, no teniendo relaciones en el comercio. Dígame usted dónde está ese dinero, y a quién se le puede pedir cuando usted muera. Este caudal no es de usted ni mío, y mi honor quedará comprometido si no lo entrego en el momento que lo pida Aurora. Si no lo hago así, dirá que me lo he robado.

—Aurora está emparedada en la Concepción no lo reclamará nunca.

—Habrá usted sido capaz, miserable… —dijo el padre Martín con un acento colérico, pero en el acto se calmó—. Aurora no está emparedada sino libre en el convento, y saliendo de aquí, me cercioraré de ello. ¿Dónde está su dinero? Responda usted, yo lo ruego a usted, y si es necesario se lo mando en nombre de Dios.

Don Pedro no respondió.

—¿No teme usted a Dios? ¿No se estremece al pensar en la eternidad? ¿No se ablanda ese corazón, que dentro de breves instantes ya no latirá en su pecho? Vamos, don Pedro, si no cree usted en Dios, si el diablo mismo se ha apoderado de su alma, recuerde usted al menos nuestra amistad, tan antigua, y los servicios de todo género que le he prestado durante diez años; no me comprometa usted ni deje que ese dinero quede formando parte de una testamentaría que nunca acabará.

Don Pedro no contestaba.

El padre Martín se acercó más, creyendo que tal vez se había muerto mientras él hablaba, pero no era así, continuaba con los ojos abiertos y fijos, y la mano que le tomó ardía como si fuera una brasa de lumbre.

—Yo no he dudado nunca que sea usted rico, pero una parte del dinero en oro o plata que debe usted tener es de Teresa, es de Arturo, es de Florinda, es de José, es de todas esas personas con quien usted por un motivo o por otro ha tenido asuntos, y es necesario que usted lo devuelva, y me diga dónde está escondido o en poder de quién para, pues siendo cantidad tan crecida no ha de existir en esta casa. Vamos, se lo vuelvo a rogar, respóndame usted, yo seré el fiel ejecutor de su última voluntad. ¿Ha hecho usted testamento?

—No —contestó secamente don Pedro con una voz donde se notaba el enojo, a pesar del estado deplorable en que se hallaba.

—¿Quiere usted hacer testamento?

—No —respondió don Pedro.

—Bien, no insisto, porque no quiero violentarlo en su última hora. Dígame usted de palabra sus secretos; vea en mí, no el juez que le viene a tomar cuenta de sus pecados, sino al antiguo amigo que acude solícito para acompañarlo, para hacerle menos amargo el tránsito de esta vida a la eternidad.

Don Pedro, callado, revolvía sus pupilas violentamente, se quería incorporar, intentaba hablar y no podía; se sacudía fuertemente hasta descomponer las ropas pesadas de la cama, hasta que al fin volvió a caer entre los cojines, diciendo con cierta energía.

—No, no, no mañana estaré bueno y me levantaré.

El padre Martín estaba sobrecogido de terror al presenciar esa crisis nerviosa que retorcía el cuerpo escuálido y gastado de don Pedro; variaba a cada instante las facciones de su cadavérica fisonomía; pero al terminar, con la negativa tan terminante, a su vez sintió el eclesiástico que la cólera lo ahogaba y que el hombre se moría sin revelar el secreto del lugar o persona que tenía el dinero de Aurora, y él, hombre justo y honrado que había dado a los pobres un capital de setenta mil pesos que poseía, quedaría eternamente con la nota de ladrón, que sólo podía evitar encerrando para siempre a Aurora en el convento e incomunicándola completamente con el mundo para el resto de su vida.

Se quedó un momento temblando, con los puños apretados, y acabando de matar con las centellas de su mirada al esqueleto repugnante que se removía debajo de la sobrecama de damasco de China, gritó con una voz terrible de profeta:

—¡Miserable gusano, pues que no quieres entrar en el reino de Dios por un puñado de oro que no te puedes llevar a la otra vida, yo te maldigo en nombre de Dios omnipotente, Señor del cielo y de la tierra!

¡Desafías su poder y desprecias su misericordia, pues muere, réprobo miserable, y húndete en lo más profundo de los infiernos!

El padre Martín, aterrorizado él mismo, arrepentido quizá de las palabras que acababa de proferir, cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos.

Arturo y José, sin saber ni por qué ni cómo, ni qué fuerza les empujaba, salieron del gabinete, bajaron las escaleras y salieron a la calle.

Rugiero asomó por la puerta opuesta su fisonomía inteligente, animada y casi risueña.

VII. Las veladas de la Quinta.—Segunda velada

LAS VELADAS DE LA QUINTA

SEGUNDA VELADA

Don Pedro luchaba a brazo partido con la muerte y le disputaba palmo a palmo el terreno. No quería morir y dejar los montones de oro aglomerados durante los años en que había manejado intereses ajenos. Tenía dinero propio, y mucho, pero la avaricia le sugería, sin que pudiera evitarlo, que se quedase con lo ajeno, y convencido de que si moría no podría llevarse el tesoro a la otra vida, la inicua e invencible pasión no le permitía decir dónde lo tenía guardado u oculto. La palabra de esperanza que le dijo al oído Rugiero, asegurándole que viviría, le hizo prescindir de sus creencias cristianas, de su miedo a los insondables secretos de la eternidad, hasta el grado que las terribles amenazas de los padres camilos se embotaron en su negro y rebelde corazón.

Fue menester que la figura severa del padre Martín apareciera junto a su cama, para que se conmoviera su alma, comenzase la duda y resintiese los más acerbos tormentos en esa lucha suprema entre el amor del oro, que no quería dejar, y el pánico de caer repentinamente en una caldera de plomo derretido.

La voz estentórea del padre Martín y la maldición terrible que le echó en nombre del Dios omnipotente, terminaron la lucha, y el avaro, el lujurioso, el implacable perseguidor de Teresa y de Aurora, cayó como herido de un rayo. Las sobrecamas de seda y las pesadas cortinas se estremecieron, y crujió el lecho dorado como si un gigante se hubiese dejado caer. Siguió un silencio solemne.

Arturo y Josesito eran simplemente jóvenes alegres, pero ni incrédulos ni libertinos, así esta última escena que no esperaban, los afectó profundamente, y como cansados de la fatigosa noche, como asfixiados de aquella atmósfera donde se mezclaban los desagradables olores de las medicinas con el de la cera y de la calentura que consumía al enfermo, instintivamente quisieron huir y escapar como de un peligro, y no fue sino después de haber andado una larga calle cuando pudieron hablarse y cambiaron unas cuantas palabras, sin orden ni concierto, pues tan preocupados así estaban, y se limitaron a citarse para la velada en la quinta de Teresa, donde se proponían dar cuenta de las aterradoras escenas de que habían sido testigos. Arturo entró en el cuarto del hotel, que siempre estaba a su disposición, y Josesito corrió materialmente a su casa, para contentar a Celestina, que suponía muy enojada, y aprovechar en seguida el resto del día en los mil enredos que traía entre manos con motivo de la revolución de la cual él se creía el principal director.

Puntuales estuvieron Arturo y Josesito, y llegaron antes de las ocho de la noche casi a un tiempo, pero más puntuales fueron las señoras, que esperaban con impaciencia, prometiéndose que sería la velada interesante. Celestina, que no tuvo dificultad en perdonar a Josesito cuando oyó sus explicaciones, fue a pasar la tarde con Teresa. Florinda, que salió a sacar a su hija del colegio, temerosa de que estallase el pronunciamiento de que todo el mundo hablaba. regresó a buena hora, y las amigas juntas se deshacían por conocer los pormenores de los extraños sucesos del día anterior, que Celestina no podía aclarar, porque ella misma no sabía gran cosa, pues Josesito sólo le dijo lo absolutamente indispensable para calmar la inquietud en que la encontró.

Luego que cesó el bullicio de los saludos y que los tertulianos tomaron sus asientos y se acomodaron bien en ellos, Teresa dijo:

—Arturo es muy lacónico y reservado, y será mejor que Josesito se encargue de hacernos la relación de lo que ha pasado anoche en casa de mi tutor, sin omitir ningún pormenor por insignificante que sea.

—Estoy tan preocupado todavía —interrumpió Arturo—, que aunque quisiera no podría decir otra cosa sino que en mi vida he experimentado un terror tan grande. Me parecía que también había caído sobre mí la maldición del padre Martín, y que yo era presa de los tormentos infernales que ha sufrido ese viejo antes de morir.

—¿Qué maldición fue esa? —preguntó Teresa un poco asustada.

—Ya lo sabréis —respondió Arturo—, pero no veo aquí a Manuel, y es necesario que antes nos diga qué resultado tuvo su visita a la Secretaría de Guerra.

—Manuel está en su cuarto cambiándose ropa y no tardará en estar aquí —dijo Teresa.

En efecto, Manuel se presentó con un semblante tan contento que sus amigos le felicitaron, pues a causa de las contrariedades que sufría, por lo común estaba serio y triste.

—Contestaré a estos perdularios —dijo el capitán sentándose junto a Teresa y acariciando suavemente su blanco cuello—, que mi entrevista con el Oficial Mayor del Ministerio de la Guerra ha sido de lo más satisfactoria. Todo su empeño consistía en saber si yo me había decidido a tomar el mando de uno de los batallones de polkos. Le aseguré bajo mi palabra de honor que los polkos no me habían ofrecido mando ninguno, y que si acaso me lo ofrecían, no lo admitiría; que no pensaba en otra cosa más que en casarme, y que si ya personalmente, ya por medio de mis amigos andaba en pláticas con los clérigos, era para allanar las dificultades que cada momento se presentaban. Me dejó en entera libertad para quedarme en mi casa o que me presentase en Palacio si llegaba a estallar el pronunciamiento que se temía, y nos despedimos tan amigos como siempre, y prometió comer el domingo próximo en esta quinta si los acontecimientos no se precipitaban.

—Pues ya tendrá que dejar el convite para otra pascua —interrumpió Josesito—, porque los acontecimientos están ya precipitados, y sólo se han detenido porque me importaba más estar al lado de don Pedro que ocuparme del pronunciamiento.

—Si se ponen ustedes a hablar de política jamás acabarán —dijo Florinda—. Lo que ahora pica nuestra curiosidad es la narración que nos va a hacer Josesito.

—Los había dejado hablar —dijo Teresa—, para dar tiempo a que llegase el coronel Valentín, al que pienso darle una agradable sorpresa… pero me parece que ha parado un carruaje.

Martín, el soldado, se presentó diciendo:

—Mi coronel Valentín.

Y el coronel Valentín no tardó en entrar, saludando cariñosamente y como un viejo amigo a todos los tertulianos.

—Ahora sí estamos completos y voy a comenzar —dijo Josesito—, pero suplico a ustedes que no me interrumpan.

—No tiene cabeza este José —dijo Florinda al oído a Teresa—. Dice que estamos completos y no ha extrañado a Luis y a Bolao, que, aunque tarde, vendrán.

—No me parece conveniente que Carmela y tu hijo asistan a esta velada, pues quizá se hablarán cosas que no deberán oír. Tienen la idea de hacer una merienda en el bosquecillo de manzanos, y no hay más que despacharlos con Mariana que les dé cuanto pidan de la cocina y del comedor.

Teresa salió a arreglar este pequeño asunto, y Carmela y el jovencito, muy contentos, corrieron a tomar posesión del bosquecillo de manzanos.

Cuando Josesito observó que su auditorio estaba ya reunido y dispuesto a escucharlo, comenzó su narración desde el momento en que él y Arturo encontraron en la calle los Sacramentos con música, hasta la llegada del padre Martín a la casa de don Pedro. Fue tan fiel y tan bien dicha, que los circunstantes ni respiraban, y se conocía en sus ojos y en las variaciones de su semblante que se sucedían las emociones de la misma manera que si hubiesen estado toda la noche en el gabinete; pero cuando llegó Josesito a describir la lucha entre el padre, honrado y severo, con el miserable avaro, fue sublime. Las contorsiones de serpiente de don Pedro, su terror pintado en el semblante, sus ojos vidriosos que se cerraban cuando se encontraban con la mirada firme del padre Martín, su agitación y su penosa agonía, todo lo describió admirablemente Josesito, omitiendo lo que se relacionaba con Celestina. Cuando se puso en pie, e imitando al padre Martín, dijo con voz hueca y terrible: Miserable avaro yo te maldigo en nombre de Dios omnipotente y poderoso, las damas estaban ya tan afectadas y nerviosas que exclamaron en coro: ¡¡Qué horror!! y se cubrieron el rostro con las manos.

Josesito, fatigado se dejó caer en su sillón; Manuel y Valentín, que no habían perdido una palabra, dijeron a una voz:

—¡Qué hombre!

—¿Pero por fin murió? —preguntó tímidamente Florinda.

—Vive todavía, y está aliviado —dijo Luis que entraba en ese momento en el salón.

Un murmullo de sorpresa, de incredulidad y hasta de indignación se escuchó. A las señoras mismas, no obstante su buen corazón, les pareció inverosímil e injusto que un malvado semejante, hundido ya en la sepultura, volviese a poner un pie y a agarrarse a los dinteles del mundo.

—Pues no cabe la menor duda —continuó Luis sentándose en su sillón—. La noticia de la muerte de don Pedro, se había esparcido y causado cierta sensación en la ciudad, a pesar de que todo el mundo cree que de un momento a otro los polkos y puros vendrán a las manos; así lo que me pareció más acertado fue el concluir en la tarde los negocios pendientes que pudiera, por lo que pueda suceder mañana, e informarme personalmente en la misma casa de don Pedro. Salía a ese tiempo el doctor de la recámara, y él mismo me dijo que estaba asombrado, y que se veía tentado de quitarse de médico. Conforme a los principios de la ciencia y del pronóstico de uno de los padres camilos, don Pedro debía haber muerto poco después de la media noche; y el resultado era que después de una violenta conversación que tuvo con el doctor Martín, la enfermedad hizo crisis y va de alivio. Después de despedirme del médico, entré de puntillas y llegué hasta la cabecera de su cama. Dormía un sueño tranquilo, y sus facciones, que las criadas me dijeron que habían estado retorcidas en la noche, habían vuelto a tomar su regularidad.

Un movimiento de disgusto general se notó en los tertulianos de la quinta cuando escucharon la noticia de Luis. Don Pedro era enemigo de todos, lo creían desaparecido ya de la tierra por causa de una enfermedad; su resurrección era un chasco. Así es la naturaleza humana. Quizá Teresa misma no pudo evitar este sentimiento; pero delicada como era y observando lo que pasaba, tomó la palabra.

—Hemos satisfecho nuestra curiosidad, y no hay más que hablar de eso. Los juicios de Dios son incomprensibles, y si él le concede la vida, quizá será para que se arrepienta; y así será, porque el padre Martín, que es duro y de cáscara amarga, es el tipo de la honradez, y no lo ha de abandonar hasta que no lo convierta, y también es su interés para que devuelva el dinero de Aurora.

—Y el nuestro —dijo Manuel.

—Cabal; el nuestro —añadió Josesito.

—El de todos —confirmó Luis—. Yo lo sé bien, a todos los ha robado, es la palabra propia en castellano, y la digo porque tengo las pruebas.

—Luego que acabe la velada nos quedaremos bebiendo una botella de champagne —dijo Arturo—, y formaremos un plan para recobrar nuestro dinero.

—Yo me encargaré de hablar con el doctor Martín —dijo el padre Anastasio, que había estado oyendo con asombro la relación de Josesito—; pero creo que ha de haber muerto, porque esos alivios repentinos son precursores de la muerte. En fin, mañana sabremos, y por ahora es nuestra apreciable Teresa la que tiene la palabra, y no se hable más por ahora de don Pedro.

—Bien pensado y voy a comenzar, y cuando acabe ya verán si tiene mi novela interés. Les ruego que, diga lo que diga, no me interrumpan y no hablen sino cuando yo se los permita.

—Convenido —respondieron todos.

—Y al que falte se le impondrá la pena de no asistir a la tercera velada —añadió Josesito.

—Es una historia sencilla que oí referir en casa de las señoras P… que visitábamos mi madre y yo cuando pasábamos algunas temporadas en San Luis, y seguramente no tendrá el interés que las novelas que referían las damas de Florencia, pero ya que se me ha concedido la palabra tengo que decir algo. La novela, historia, anécdota o como ustedes la quieran llamar, es de España, no de México, y es mejor, porque lo nuestro tiene poco interés, y cuando oímos nombrar ciudades y personajes extranjeros, la imaginación se da vuelo y vemos las cosas como con un anteojo de aumento. En una aldea de las montañas de Asturias, habitaban una pequeña casita marido, mujer y una hija única que tenía 18 años, fresca, alegre, bonita nada más, como cualquiera otra de las muchachas de su edad. Trabajaban en el campo, ordeñaban cuatro vacas, criaban gallinas, se acostaban a buena hora, se levantaban con el sol, no deseaban más que una buena cosecha, no envidiaban a nadie ni aspiraban a grandezas y vivían felices. Con motivo de revoluciones, que no han faltado en España, la montaña fue ocupada con tropas reales, y un destacamento a las órdenes de un teniente quedó en la aldea. El teniente no contaba 25 años, y era guapo mozo. Un domingo asistió a un baile campestre y pasó revista a todas las buenas mozas del lugar, y cuidado si las había, pero se fijó en… la llamaremos María, lo mismo es, y el nombre no hace al caso. María era la hija única de los labradores que les he referido que vivían felices con el producto de su trabajo. ¿Qué querían ustedes que hiciera una muchacha inocente que se veía cortejada por un oficial joven que le juró que no amaba más que a ella? Por entonces no pasaron las cosas a más. El oficial se marchó a los dos meses, pero antes de un año ya estaba otra vez allí con su piquete de infantería. La muchacha concluyó por confesarle que lo amaba, y él por darle palabra de casamiento. Los padres consintieron y quedó arreglado que en cuanto concluyera ciertos negocios de familia y obtuviese la licencia de sus superiores, volvería al pueblo y se casaría. Volvió una, dos y tres veces, ya con tropa, ya con licencia, y con diversos pretextos, que tuvo siempre prontos para disculparse, no cumplió lo prometido. Un día desapareció María de su casa. Ya pueden ustedes figurarse el pesar, las lágrimas y la justa cólera de los padres. Sospecharon, y con fundamento, que el oficial había seducido a la hija, y con sus promesas, nunca cumplidas, la había obligado a abandonar el techo paternal. ¡Lo que hacen las muchachas tontas y lo que tienen que llorar el resto de su vida!

El coronel Valentín había querido varias veces interrumpir a Teresa y levantarse de la silla, pero Josesito, que estaba junto de él, lo había contenido.

Teresa continuó:

—Como ven ustedes, la historia o la novela, es de cuatro palabras, y creo se repite todos los días en México y en España, pero empieza con los amores de María y del teniente la historia de las preocupaciones sociales. El seductor tenía sus buenas y sus malas cualidades como todos los hombres, y entre las buenas, poseía la de la energía y el valor. Pronto de teniente pasó a capitán y mayor, y entonces, con más recursos, pensó en casarse con María y presentarse en la aldea para obtener el perdón de sus padres y vivir felices, pero reflexionó que ya no eran iguales. ¿Cómo unir su suerte con la hija de unos aldeanos? ¿Cómo un teniente coronel del ejército, porque ya lo era, había de presentar a María ante la buena sociedad? Imposible. Así fue pasando el tiempo y vino al mundo una niña la crio la madre, no sólo con el amor de madre, sino como el ser único que en esta tierra la llenaba de alegría y le hacía olvidar su situación.

El coronel Valentín ya no podía aguantar, abrió la boca para decir algo y se levantó de la silla, pero Josesito lo contuvo y lo hizo que se volviera a sentar.

Teresa hizo como que nada veía y siguió con su cuento:

—Cuando la niña creció y estuvo en disposición de educarse, sus preocupacipnes aumentaron y se decidió a quitarla del lado de la madre y colocarla bajo la dirección de una mujer honrada que había sido maestra de una escuela, y que sabía un poco de cuentas, de geografía, de historia, tocaba la guitarra y el piano, en fin, ni mandada hacer para formar una señorita digna de ser hija de un teniente coronel.

María tuvo que consentir pensando en su hija y creyendo que le hacía un bien, pero cesó en sus relaciones con su amante, se decidió a mantenerse honradamente con su trabajo y se marchó a la corte, donde en breve tuvo una clientela numerosa, y entre otros parroquianos contaba con un capitán generoso, o por mejor decir, tirador de dinero…

El Coronel Valentín y Manuel se levantaron de la silla pero Arturo contuvo al capitán y lo hizo volver a sentar, y Josesito, ya incómodo, intimó a Valentín por tercera vez que se estuviese tranquilo.

Teresa los miró al disimulo, sonrió y continuó su narración.

—No hay falta —dijo—, que deje de ser castigada en esta vida. El grandísimo pesar que con su ausencia dio a sus padres, lo tuvo ella también con la desaparición de su hija.

Algo como un sollozo se escuchó por una de las puertas que comunicaban a las recámaras, pero no hicieron caso los tertulianos, pendientes como estaban de la conclusión de la historia.

—Una catástrofe de esas que vienen repentinamente a una familia, ocasionó que la hija de María, que ya estaba crecida y muy hermosa, abandonase la casa de la señora bajo cuyo cuidado estaba, y se echase por esas calles del inmenso Madrid a pedir limosna, ¿pues qué había de hacer la pobrecita si no tenía ya ni asilo, ni qué comer? No quiero referir los pormenores de la catástrofe, porque eso pondría tristes a mis amigos que me escuchan, así baste decir que la Providencia divina, que jamás abandona a los desgraciados, determinó que la criatura fuese recogida por una pobre anciana.

Florinda quería añadir algo o que Teresa le explicara si se trataba de personas de su intimidad, pero Luis, que conocía a fondo la verdad, le dijo al oído:

—No sé a donde irá a parar Teresa con su novela madrileña, pero dejémosla acabar.

—¿Y qué suerte ha corrido? —preguntó Valentín, que no pudo contenerse, a pesar de que Josesito le tapó la boca con la mano.

El padre y la madre no saben de ella, y están suficientemente castigados, porque han padecido años y años los tormentos más terribles. ¡Una hija perdida! Yo no sé lo que es el amor de una madre para con su hija, pero se me figura que si me pasara una cosa igual me moriría sin remedio, pero así son algunos hombres, cometen una falta, no la reparan y labran su propia desgracia y la de la pobre mujer a quien engañaron.

—Yo nunca la engañé y siempre la quise, la he querido y la quiero, lo confesaré, fue mi primer amor, y los muchos que he tenido después no lo han podido borrar. Las mujeres son a veces crueles y nos juzgan mal —dijo Valentín poniéndose en pie, y al que Josesito, con todo y su energía no pudo contener.

—Pero no se trata de usted —le contestó Teresa con mucha calma—, a no ser que para completar la velada, nos cuente su propia historia.

—¿Para qué disimular más, Teresa? —dijo Valentín—, y entre mis pocas buenas cualidades cuento la de ser franco hasta la grosería; franqueza de soldado de la escuela antigua a que pertenezco.

—Permito ahora —respondió Teresa sonriendo y paseando por los circunstantes una mirada un tanto picaresca que no le era habitual—, que el coronel Valentín nos cuente su historia habiendo yo concluido mi novela.

—Teresa —dijo Valentín algo conmovido—, ha referido en sustancia no una novela, sino mi propia historia, para qué he de negar. Con su exquisita finura y buen talento, la ha adornado de circunstancias y pormenores para hacer menos odiosa mi conducta, pero en el fondo tiene razón, y los sucesos principales no han pasado en Asturias, ni en Madrid, sino en México, en San Luis Potosí, en Tampico, aquí mismo en esta quinta. Preocupaciones, las he tenido en verdad ¿y por qué? No lo sé, por tontera, por fatuidad. Mis padres fueron pobres y humildes como los de Mariana. Con mi espada he ganado mis grados, mis heridas son mis títulos de nobleza, y los de Mariana son la honradez. y las penas que ha sufrido años, sin quejarse y guardando mi honor y su secreto que no ha confiado sino a la que era digna de saberlo. Pues bien, amigos míos, delante de vosotros que seréis testigos, delante de vosotros que me tratáis como si fuera de vuestra familia, quiero reparar mis faltas. Mariana está aquí, Mariana vendrá dentro de un instante y le rogaré que acepte mi mano para que sea la madre legítima de nuestra hija, y nuestra hija la encontraremos, porque ya la encontró la incomparable Teresa.

—Magnífica oportunidad para que tuviéramos aquí un final de comedia —dijo Teresa—; Valentín y Mariana sollozando y estrechándose en los brazos, y la hija saliendo repentinamente por una puerta y abrazando también al padre y a la madre.

Es necesario calma y reflexión, coronel —continuó diciendo Teresa—; lo que usted ha dicho le honra, pero antes es necesario pensarlo. Si después de casado se arrepiente usted, ¿qué vida va a pasar esa pobre Mariana, tan feliz en mi casa? En cuanto a la hija le prometí a usted que el día de mi casamiento tendría la satisfacción de presentársela, pero no es posible esperar más. La hija de usted es Carmela, educada por los dudados casi, maternales de Aurora y de mi buena amiga Florinda.

—¡Carmela, Carmela es mi hija! —exclamó Valentín lleno de alegría—. ¡Esa señorita tan hermosa, tan divina, tan cándida, tan bien educada, es mi hija! ¿Ésa es mi hija? ¿Por qué milagro tan patente, una hija abandonada de su padre, y que debía, por el orden común de las cosas, estar en la miseria o en malas compañías, vino a dar al cuidado de familias tan ricas y tan distinguidas?

—Ya verá usted lo que es el destino de las gentes. Unas, con los elementos de la riqueza y del nacimiento, no tienen más que desventuras, y otras, pobres, desvalidas y abandonadas, repentinamente son ricas y felices, porque Carmela es rica, y muy rica. Aurora ha cuidado de ella como si fuera su hija, y ya contaremos a usted despacio cuanto deba interesarle.

Valentín realmente no sabía ya qué hacer ni qué decir, y se disponía a salir del salón y echarse a buscar a Carmela, que estaba muy divertida con Mariana en el bosquecillo de manzanos. Teresa conoció su inquietud y su intención, y le dijo:

—Quieto, coronel, quieto; no es tiempo todavía. Carmela, que nada sabe, tendrá una sorpresa que puede hacerle daño, y por otra parte, no habiendo hace años tratado a usted es imposible que tenga ese repentino amor, ni esas lágrimas de ternura para demostrar su cariño a un padre que no conoce; eso sólo se encuentra en las novelas. Usted quedará mortificado y con un sentimiento desagradable que es menester evitar; en cuanto a Mariana…

—Quizá hice mal, pero todo lo he oído. Martín me dijo que estaban en el salón hablando de mí, y en este momento… la curiosidad de nosotras las mujeres, pero puede ser que haya sido para bien de Carmela. A Valentín, no sólo lo he querido, sino que ha sido mi idolatría y daría por él mi vida. Estoy contenta, muy contenta con lo que he oído de su boca, y Martín me dijo que debía contentarme con eso. Queda libre, muy libre, y no me casaré con él, porque seríamos muy desgraciados, ni nadie más que ustedes sabrán que Carmela es mi hija; renunciaré a ella para que sea feliz… una madre, una buena madre debe hacer esto… la niña Teresa estará contenta, ¿no es verdad?

Mariana no pudo continuar, porque la voz le faltaba y los sollozos la querían ahogar, pero quería demostrar fortaleza y ánimo ante los que miraba como sus amos.

—¡Qué diablos! —gritó Valentín—, ¿por qué no he de confesar delante de mis amigos que te quiero como el primer día que te vi? Ven acá, mujer, no tienes de qué avergonzarte, has sido honrada y buena, y sobre todo una heroica, madre, pronta a sacrificarse por su hija; ven acá, que tengo orgullo en abrazarte.

Valentín abrazó estrechamente a Mariana, la que no pudo contenerse y quiso ahogarlo entre sus brazos.

—¡Valentín! ¡Valentín! ¡Qué bueno, qué generoso eres!

—¡Bravo! ¡Bravo! venga esa mano —le dijo Manuel—, te has portado como quien eres. Esto esperaba yo de ti desde que Teresa empezó su novela de las montañas de Asturias y de la corte de Madrid; y tú, muchacha —continuó dirigiéndose y dando en el hombro de Mariana una afectuosa palmada—, no tienes otro remedio sino de resignarte a ser la mujer del coronel, puesto que lo quieres todavía y que no han cambiado tus sentimientos. Los que se quieren se deben casar, dejando que el mundo diga lo que le dé la gana. Teresa y yo seremos tus padrinos.

—Sí, sí, que se casen —exclamaron José y Arturo palmoteando y rodeando al coronel y a Mariana, y hasta Luis, tan reposado y tan reflexivo, dijo al oído de Florinda:

—No tienen otro remedio, y si nos interesamos por la dicha futura de Carmela, debemos apoyar y que no quede en plática este generoso movimiento del coronel.

—Declaro —dijo con una voz firme Valentín—, que no saldré de este salón sin haberme casado. Padre Anastasio —continuó tomando de la mano a Mariana—, delante de usted declaro que recibo por legítima esposa a Mariana, y si ella dice lo mismo, no nos negará su bendición.

Mariana estrechó la mano de Valentín y dijo:

—Ante Dios y los hombres ha sido y es mi esposo Valentín, a quien he querido, sin faltarle ni con el pensamiento.

El padre Anastasio, sorprendido, se puso en pie, interrogó con una mirada a Manuel y a Teresa. Ellos la comprendieron y dijeron:

—Ya lo hemos dicho, lo aprobamos y somos los padrinos.

El padre Anastasio les echó con fervor la bendición nupcial.

Martín, el asistente, que no había perdido la costumbre de escuchar, a pesar de haber hecho su confesión general, asomaba por la puerta la cabeza, y su figura, descompuesta por el asombro que le causaba lo que estaba pasando, era tan extraña, que llamó la atención de Josesito, que se dirigía a él para preguntarle si algo le había sucedido; pero la repentina y estrepitosa irrupción que hizo Juan Bolao en la sala, cambió enteramente la escena.

—Estas cosas se deben hacer así, sin pensarlo, como quien se echa de cabeza en un tanque de agua fría; me he decidido a hacer una calaverada, pero creo que si la llevo a efecto no tendré que arrepentirme de ella. Me caso, me caso sin remedio, a no ser que ustedes lo impidan.

—Lo que te decía yo, Arturo —exclamó Josesito—, muchos casamientos y muchos traidores castigados, como en las novelas, porque espero en Dios que a estas horas habrá muerto don Pedro.

Los demás rieron de la ocurrencia de Bolao, y como circulaban en el salón con motivo de lo que acababa de pasar, lo rodearon y le preguntaron a una voz:

—¿Con quién? ¿Con quién?

—Es formal lo que digo: me caso con Carmela, si Florinda y Teresa me dan su consentimiento, que el de Aurora lo tengo aquí ya.

El asombro de los tertulianos llegó al colmo.

—Mi carácter no me permite engañar a nadie. Desde que conocí a Carmela me dio flechazo, como dicen, y con las miradas, y con esto, y con el otro que saben y conocen las mujeres, hemos estado en relaciones. ¿Para qué entretener más tiempo a una criatura de la sencillez y buena fe de Carmela? ¿Para qué engañar a mis amigos abusando de su casa y jugando al escondite con la muchacha? Eso no se hace y no lo quiero hacer yo. Pues que ha de ser tarde, que sea temprano; esto me dije, y lo primero que hice fue comunicarle a Aurora mis ideas y pedirle su consentimiento, porque ella es la protectora, la tutora, vamos, la madre de Carmela. Como tengo íntima amistad con el mayordomo de la Concepción, que me conoció desde que era chico y me tutea, él mismo me llevó al convento, hizo que bajara a la portería Aurora, le conté mi cuento delante de las otras monjas, todas lo aprobaron, y allí mismo escribió la carta que tengo aquí, pero me propuse también pedir el consentimiento de todos ustedes, porque Carmela es de la familia. Si no les parece, asunto concluido. Yo soy así, no me caso, rompo esta carta y me marcho en el acto a «La Florida» o al infierno, y ya ustedes se compondrán con Carmela.

Imposible de describir el asombro de todos al escuchar esta brusca e intempestiva declaración, que de pronto creyeron que era una broma.

—Siempre tiene este buen amigo algo nuevo y chistoso que inventar cuando estamos tristes —dijo Teresa—, y lo que acaba de pasar en este momento, aunque placentero para todos nosotros, nos ha impresionado y conmovido.

—No es una broma, he dicho la verdad —prosiguió Juan Bolao acercándose a Teresa—, y usted me perdonará el lenguaje un poco franco por no decir ordinario, pero es así mi carácter y no lo puedo remediar. Me separé de la reunión sin que ustedes lo advirtiesen y fui a la ciudad, no sólo con motivo del asunto que acabo de referir, sino también para indagar con personas del comercio que saben lo que ha de pasar mejor que el gobierno y están seguros de que esta noche, mañana, pasado mañana cuando más tarde, estallará la revolución, y lo que no pueden decir es el carácter que tendrá. Unos la creen de poca importancia y pasajera, otros, y son los más, temen que sea horrorosa y el principio de una encarnizada guerra civil que no terminará sino con la conquista del país por los norteamericanos, que están ya muy cerca de San Luis, y a estas horas debe haberse librado una batalla entre las fuerzas del general Taylor y las del general Santa Anna. De todas maneras es necesario tratar de concluir los asuntos pendientes para estar listos para todo evento. Mis locuras de joven han terminado, otra debe ser mi vida de hoy en adelante. Encargado de la administración de los bienes de ustedes, teniendo que vivir en el interior para cuidarlos y atenderlos, necesito pensar seriamente, establecerme y tener una familia. ¿Con quién mejor que con Carmela podría unir mi suerte? Carmela es huérfana. ¿Quién era su padre y su madre? no lo sé ni me importa saberlo y la amo por ella misma, por esa inclinación desconocida que nos empuja sin remedio a una persona, y porque además su hermosura y la bondad de su carácter no tienen comparación sino con la de las personas aquí presentes que la han favorecido, la han educado y han formado una señorita digna por tantos títulos de la mano de un rey, como se dice, y que sin modestia y sin que me quede nada dentro, no merezco. He sido, pues, una vez grave y formal en mi vida, y después de esta declaración espero de mis amigos una sentencia de vida o de muerte.

—De vida será la sentencia, al menos por mi parte y por la de Florinda, pero tiene usted, querido Juan —dijo Teresa—, que pedir el consentimiento de sus padres que están aquí presentes.

Al decir esto tomó de la mano a Juan Bolao y lo acercó a Valentín y a Mariana.

—Acaba en este momento de darles las manos el padre Anastasio.

Juan Bolao abrió tantos ojos, quiso hablar y no pudo, y fue tal su sorpresa, que habría caído al suelo si no hubiese tenido cerca un sillón en que apoyarse, pero se repuso en el instante.

—Tonto de mí —dijo dándose una palmada en la frente—. Olvidaba lo de Tampico, olvidaba a Mariana y a Valentín que por más que disimulaban, se conocía de a legua que tenían relaciones y se adoraban como dos chicuelos, ellos los viejos verdes… ¡pero Carmela! como ha sido eso, ¿qué pruebas hay? ¿Por qué casualidad se ha descubierto?

—Ya temía yo que cuando se supiera que Carmela era mi hija, ninguna persona querría…

—¡Calla, mujer, qué disparates estás diciendo, con el alma y la vida, mejor ahora que antes! Dame esa mano, Valentín; un soldado y un valiente como tú hace lo que tú has hecho, y te llevas en Mariana un tesoro. Mi madre, tú eres mi buena madre, Mariana. ¿Consienten tú y Valentín en que Carmela sea mía?

Valentín y Mariana sin poder articular palabra abrazaron con cierta timidez a Juan.

—Así, así —dijo Juan—, y venga esa mano, padre Valentín, porque ya he visto en tus ojos que consientes, y por consiguiente, aunque la eches todavía de joven, eres mi padre y espero en Dios que antes de un año serás abuelo y entonces tu bastón y tu sillón, como los mariscales gotosos de las comedias francesas… ¿Pero cómo se ha descubierto que?…

—Todo se le debe a Teresa —dijo Florinda—, prometió a Valentín descubrir a la hija que buscaba y lo ha logrado, pero ya habrá tiempo de que ella misma te imponga de todo.

—Bien, bien —contestó Bolao con su acostumbrada ligereza—, quiero hacer lo que han hecho Mariana y Valentín, casarme ahora mismo. Aquí está mi buen amigo el padre Anastasio y lo hará.

—Imposible —contestó el padre Anastasio—, no estarían bien casados. El caso del coronel Valentín es excepcional. Tendrá que partir a Tampico a tomar parte como militar en la revolución que se prepara, porque el gobierno lo llamará naturalmente y le confiará un mando; puede, pues, correr riesgo su vida, y Dios no lo quiera, pero en un caso desgraciado Mariana y su hija sufrirían perjuicios irreparables. Habrá tiempo para celebrar el matrimonio como es debido, y lo harán también el coronel y Mariana si los sucesos no se precipitan y nos dan tiempo. Yo me encargo de todas estas cosas y serviré al pensamiento a tan buenos amigos.

Cuando el padre Anastasio habló de un caso desgraciado, Valentín se puso pálido como la muerte. Josesito, que se hallaba junto de él y no le despegaba los ojos, lo observó, y luego que acabó de hablar el padre Anastasio procuró meter ruido.

—¡Un viva general para los novios! —gritó palmoteando fuertemente.

—Sí, un viva general —añadió Manuel—, y todo el mundo a gritar vivas a los novios y a abrazarlos y a decirles mil cosas a un tiempo.

La alegre algazara que se oía hasta el jardín, llamó la atención de Carmela y entró corriendo para saber lo que pasaba.

Teresa y Florinda cogieron a Carmela entre sus brazos.

—¡Bribona! ya te castigaremos. ¿Nada nos habías dicho?

Carmela no comprendió de pronto, pero cuando notó que Bolao se acercaba, se tapó la cara y ocultó su linda cabeza llena de flores olorosas en el seno de Florinda.

—Florinda y yo nos encargaremos de todo —le dijo Teresa a Bolao—, no hay necesidad de precipitar los acontecimientos. No quiero ya sorpresas ni menos lágrimas. Una poca de paciencia y todo saldrá bien.

Martín asomó por la puerta principal su grande cabeza de soldado, rapada a peine y anunció que la cena estaba servida.

—Vamos, amigos míos. Creo que todos tenemos apetito —dijo el capitán.

—Las damas florentinas no han de haber contado una novela tan interesante como la de nuestra velada de esta noche, ¿no es verdad? —añadió Teresa.

—¡A cenar! —gritó Josesito.

Todos alegres, saltando como unos chicos, hablando, cantando, atropellándose, abrazándose, se precipitaron al comedor.

VIII. Josesito da fuego a la hoguera

—¡Atras! hay orden de que no entre nadie.

—¿Cómo atrás? si es mi cuartel y estoy citado por el cabo.

—¡Atrás, digo, atrás!

—Pues tengo de entrar y repito que es mi cuartel.

—¡Atrás, o hago uso del arma!

El que daba esta orden era un ciudadano de la guardia nacional del batallón de la Libertad, vestido con un pantalón de pana entre negro y coyote, una chaqueta larga de paño azul con cuello encarnado, y un kepi que le entraba en toda la mollera y le cubría casi los ojos, y que estando de centinela en el edificio de la Universidad, cumplía las órdenes que se le habían dado, y para hacerse respetar tendía el fusil con la bayoneta calada y se disponía a ensartar por el vientre al que tenazmente trataba de forzar la consigna.

El que se obstinaba en entrar a lo que él llamaba su cuartel, era un individuo vestido sencillamente como los artesanos, y sólo se reconocía como soldado por la tosca fornitura blanca que cruzaba su pecho, teniendo ensartada a la derecha en la bandolera la bayoneta de su fusil, que probablemente tenía en su casa como la mayor parte de los nacionales cuando no estaban en servicio.

—En fin, usted hace bien, centinela, de cumplir con las órdenes que tiene, y no me encapricho en entrar; pero esta es una traición que se nos quiere jugar, y ya nos veremos… Voy a buscar a mi capitán.

El soldado o guardia nacional del batallón de Independencia que había sido rechazado de la puerta, se retiró precipitadamente. A poco vino otro soldado del mismo cuerpo, y después otro, y otros, y con todos se repitió la misma escena. Unos obedecían y se retiraban en silencio, otros porfiaban y decían injurias al centinela, el cual, temiendo ser acometido, gritó al cabo de cuarto, la guardia se formó en el interior, el batallón entero de la Libertad tomó las armas, y el coronel comenzó a dar disposiciones para despejar la calle y las cercanías de la plaza del Mercado, donde se habían reunido muchos soldados de diversos batallones y multitud de hombres, mujeres y muchachos que vociferaban y se tiraban manzanas podridas, troncos de col, rabos de cebolla y demás residuos que habían quedado del mercado de la mañana, comenzando así la campaña que pocas horas después había de tomar más serias proporciones.

Sea porque el cabo de citas del batallón de Independencia fuese una persona inteligente e iniciada en lo que iba a suceder citó a los soldados al teatro Principal, o sea porque buscasen un punto céntrico de reunión, el caso fue que allí acudían la mayor parte, y bastó una hora para que se juntasen más de doscientos guardias nacionales con sus armas.

Poco necesitaba el apóstol terrible de la democracia que estaba en el Palacio para que se precipitasen los acontecimientos, pero parece que las sugestiones de don Pedro causaron tal efecto, que sin reflexionar en las consecuencias, mandó que el batallón de la Libertad, que era de puros, ocupase el cuartel de la Universidad donde estaba el de Independencia, que era el de polkos, de modo que los que se hallaban en él quedaban como prisioneros y a los que venían al servicio no se les dejaba entrar. Se trataba de desarmar al batallón y de seguir con los demás, o de enviarlos a todos al día siguiente a Veracruz.

El coronel, que era un bravo y viejo general y que tendrá que figurar todavía en las páginas de este libro, tan luego como supo lo que pasaba, se dirigió al Palacio, y penetrando hasta las habitaciones del gran magistrado, trató de disuadirlo de su intento, pero todo fue en vano, y lo más que logró que el batallón de Independencia saliese pacíficamente del cuartel de la Universidad y pasase al Hospital de Terceros, donde debería quedar acuartelado hasta el día siguiente que marcharía irremisiblemente a Veracruz.

Al caer la tarde, el batallón reunido salió del cuartel de la Universidad tambor batiente y bandera desplegada, dejando a la chusma casi desnuda y mal armada en posesión de su antigua residencia. En las calles del tránsito se fueron reuniendo los soldados del mismos batallón que se habían juntado de pronto en el teatro Principal, y otros que corriendo desembocaban de diversas calles y tomaban su lugar en las filas. El batallón paseó de una calle a otra, y así llegó frente al batallón Victoria, acuartelado en la Profesa. Apenas se divisó la columna, cuando dos músicos rompieron tocando alegres dianas y marchas más o menos guerreras, y un grito de ¡vivan los polkos, viva la Religión, mueras los puros y viva el batallón de Independencia! se escuchó, resonando muy a lo lejos y fue repetido por la multitud que se había aumentado en el tránsito y que seguía a los soldados nacionales. Los muchachos callejeros aumentaron la algazara y aprovecharon sus restos de fruta y legumbres para lanzarlos a la cabeza misma de los que vitoreaban; algunos zaguanes se cerraron, pero en cambio se abrieron muchos balcones y asomaron las caras de lindas muchachas y también feas viejas que, agitando sus pañuelos blancos, daban evidentes muestras de aprobación. Era ya el verdadero pronunciamiento. Las tropas de que podía disponer el gobierno no se atrevían a impedir con las armas estas manifestaciones. Cosa de una hora permanecieron reunidos en la calle los dos batallones, alternándose la música con las bandas de tambores y cornetas, repitiéndose los vivas y mueras y las carreras y vociferaciones agudas de los chicuelos que salían de las escuelas cercanas, hasta que ya entrada la tarde prosiguió su marcha el batallón de Independencia al edificio del Hospital de Terceros, entrando en el patio y cerrándose la puerta, delante de la cual quedó un grupo de curiosos que fueron poco a poco dispersándose; los balcones se cerraron y a las nueve de la noche las calles de San Andrés, Santa Clara, Tacuba y San José el Real estaban más solas que de costumbre, y una cierta tristeza y un lúgubre silencio habían sucedido a la algazara de la tarde.

Entraremos un momento al cuartel del Hospital de Terceros.

—Es una infamia, una traición, un delito incalificable el pronunciarse contra el gobierno en los momentos mismos en que los yankes están quizá cerca de San Luis Potosí y desembarcando tal vez en Veracruz —decía un joven rubio, rechoncho, de baja estatura y de un hablar violento y fogoso. Era médico de profesión y capitán de una de las compañías del batallón de Independencia. Vestía su traje habitual, y se podía reconocer como capitán por dos presillas de galón de oro en sus hombros y una larga espada ordinaria de caballería que colgaba de un tosco vericú blanco cruzado en el pecho.

—Yo niego que sea una infamia y menos una traición —le contestaba otro capitán vestido a poco más o menos lo mismo, también con su largo sable al costado, delgado, más bajo de cuerpo, pero mucho más vehemente y nervioso.

—Pues yo lo sostengo delante de todo el batallón y en cualquier parte.

—Obramos en defensa propia, se nos quiere ultrajar, se nos quiere desarmar, exige que marchemos a Veracruz para que nos lleve el diablo con el vómito. ¿Por qué no marcha el batallón de granaderos que tiene mil hombres y la caballería de línea? Nosotros estamos para defender la ciudad y nos batiremos cuando nos toque, pero no para sucumbir a los caprichos de un tirano, y dejarnos dominar por esa chusma que han armado en el Palacio, para que en vez de pelear, en cuanto faltemos nosotros se desbande por las calles a saquear y a matar como en el año 28, y a cometer quién sabe cuántos horrores.

—Ésa es una infamia, una calumnia —respondió el capitán regordetillo que había tomado primero la palabra.

—El coronel ha ido a Palacio —le contestó el otro capitán—, y nada ha podido conseguir.

—Pues yo no me he de pronunciar y me sacaré a mi compañía.

—Pues yo sí, y no se sacará usted a su compañía, pues yo lo impediré.

—¿Y cómo lo impedirá usted?

—Dándole a usted de balazos.

—Y yo se los daré a ustedes; ya veremos.

Continuaron hablando tan aprisa, con tal cólera y tan violentamente, que nada se les entendía. Los oficiales y algunos de los soldados tomaron parte en la cuestión. Unos se disponían a abandonar el cuartel y a seguir a su capitán, otros preparaban sus fusiles para impedirlo. En esos momentos llegó el mayor.

—¡Orden, orden, señores! —gritó enérgicamente—, yo no puedo permitir que se dé mal ejemplo y se insubordine al batallón.

—El capitán se quiere sacar a la compañía.

—Eso no —contestó el mayor—, que se retire si no le acomoda… muchachos, orden, orden… el que quiera retirarse que deje el fusil y se marche a su casa.

—¡Viva el batallón de Independencia! —gritó el capitán que defendía el pronunciamiento.

—¡Viva, viva! —respondió estrepitosamente todo el batallón.

La confusión y desorden ocasionado por las opiniones contradictorias de los dos capitanes, había llegado a su colmo. No era ya una simple conversación, sino una disputa acalorada, que se había propagado de grupo en grupo, al grado que ya se preparaban las armas y se tomaban posiciones en los ángulos del patio y al abrigo de los grandes arcos que forman la planta baja, para batirse y darse de balazos en aquel recinto, de lo que habría resultado una espantosa carnicería, asesinándose mutuamente los amigos, los parientes, los hombres, en fin, de una misma opinión que se habían reunido allí para resistir lo que ellos llamaban el despotismo del gobierno.

En tal conflicto se hallaban, cuando hizo en el cuartel una repentina irrupción Josesito, haciendo un ruido estridente con su larga espada que arrastraba en las losas.

—¿Qué es esto, señores? ¿Qué desorden tan escandaloso encuentro en el cuartel? —les dijo con cuanto esfuerzo le permitió su voz y con cierto aire de autoridad—. Les suplico que guarden silencio, pues tengo que comunicarles cosas muy importantes de orden superior. Después harán lo que les dé la gana.

Por más que Josesito esforzó su voz no pudo dominar al tumulto, y fue solamente escuchado por los que estaban cerca.

Uno de los soldados gritó con voz de estentor:

—¡El ayudante José ha llegado y tiene que comunicar órdenes!

—Por uno de aquellos fenómenos que no se pueden explicar, el nombre de José fue una especie de talismán. La voz de silencio se repitió de grupo en grupo, y a poco todos esos hombres exaltados y casi furiosos que hablaban a un tiempo callaron, y quedaron en la posición en que estaban. El teniente coronel aprovechó esta oportunidad para decir cuatro palabras a su tropa y restablecer la disciplina, después se apartó a un ángulo del patio, habló cosa de diez minutos con el improvisado ayudante, el cual concluida su misión salió del cuartel como había entrado, ufano y orgulloso, arrastrando y haciendo resonar su espada.

—Todo está arreglado y muy bien combinado —dijo el teniente coronel mostrando un papel—. En el acto es preciso pronunciarnos y levantar una acta. Aquí está el plan.

Los oficiales y soldados formaron grupos, y el plan del pronunciamiento pasó de mano en mano. El capitán belicoso y disidente, convencido de que ya nada podía hacer, se retiró furioso, la paz quedó restablecida en el cuartel y el batallón pronunciado.

El ayudante Josesito se dirigió a San Hipólito, donde estaba el cuartel del batallón de Mina. Allí no había desorden ni discusiones, sino impaciencia, pues pasaban las horas y no sabían qué deberían hacer. Josesito habló cinco minutos con los jefes, y sus mágicas palabras produjeron el mismo efecto.

De San Hipólito pasó el ayudante a San Fernando, y entró tan precipitadamente y haciendo tal estrépito con su espada y diciendo palabras que de pronto nadie pudo entender, que los soldados agrupados y en plática creyeron que se les anunciaba que ya estaban cerca los de Palacio, y se lanzaron en tropel a tomar sus armas. Un paquete de fusiles cayó del armero al suelo, un tiro se disparó y un pobre soldado fue herido en el pecho. Pronto se restableció el orden, se atendió inmediatamente al lastimado, y el éxito de la conferencia fue tan pronto y completo como en todos los puntos militares que había visitado. Razón tenía, para haber asegurado en la primera velada de la quinta que él era el director de la política. Los batallones todos quedaron pronunciados, y comprometidas las gentes de la mejor sociedad de México a sostener con las armas el plan que se les había circulado.

¿Qué palabras decía Josesito a los jefes de la guardia nacional que producían tan rápido y mágico efecto? A poco más o menos las siguientes:

—De orden de P… de O… de L… —(y de otros tan misteriosos como éstos)—, comunico a ustedes que no esperen ya ni un momento, sino que se pronuncien por el plan que les entrego para que lo circulen entre los soldados. Si no hay unidad y pasa la noche sin dar el golpe decisivo, mañana será ya tarde y los batallones, desarmados, disueltos con ignominia o enviados a Veracruz. Además todos los hilos están atados y todo combinado tan perfectamente que no puede fallar. La guardia de la torre de la Catedral está ganada, el batallón de granaderos es nuestro y cuenta con mil hombres y la mayor parte de la artillería que está en la Ciudadela, así Palacio quedará aislado con su chusma desorganizada, y se rendirá sin tirar un tiro. El Congreso se reunirá en San Pedro y San Pablo y declarará destituido al Vicepresidente y un triunvirato gobernará mientras viene el general Santa Anna que ha ganado una batalla a los americanos. El partido moderado está a la cabeza del movimiento y contamos con lo mejor y más granado de la población, sobre todo con las muchachas, con todas las lindas muchachas que se mueren por los polkos y detestan a esos puros mugrosos y desarrapados —(al llegar a este capítulo redoblaba el entusiasmo de Josesito y los ojos le bailaban de alegría)—. Están las cosas arregladas de tal manera, que es imposible ningún género de trastorno y no se disparará ni un tiro. A las doce de la noche en punto un repique a vuelo en la Catedral anunciará el pronunciamiento. Se disparará un cohete de luz en la plaza y entonces los cuerpos tocarán diana y repicarán las campanas de todas las iglesias para lo que se han pagado ya muchachos: se ocuparán las torres y las alturas durante lo que falta de la noche, y permaneceremos con las armas en la mano para formar una columna y con el general en jefe a la cabeza marchar a ocupar el Palacio, pues los del gobierno lo habrán ya abandonado ocultándose o fugándose, y al enemigo puente de plata; se han dado las órdenes para que los dejen salir por las garitas. ¡Ah! se me olvidaba. Todas las garitas son nuestras y podemos también disponer del Resguardo y ¡cuidado que los guardas son hombres valientes! Con que mucha vigilancia en el resto de la noche y mucha atención al repique de la Catedral y al cohete de luz.

Acabando de decir estas últimas palabras, Josesito, con la firmeza y tono de un general en jefe al frente del enemigo, se retiraba haciendo resonar su espada tanto como podía para aumentar el entusiasmo de sus compañeros y marcar el importante y elevado papel que desempeñaba en esos momentos.

¿Quién no se había de pronunciar después de oír estas órdenes y de enterarse de tales secretos? Era un servicio a la sociedad el desbaratar la crapulosa guardia de los puros, y para eso no había ni dificultades ni riesgos, el Congreso autorizaba la revolución, el clero y la religión la sostenían con su influjo y con su dinero, el partido moderado la dirigía, sus altos personajes habían formado el plan. Josesito, el gran Josesito, había organizado admirablemente los pormenores y no había ni qué pedir ni qué desear.

Los batallones, llenos de alegría y de júbilo, pusieron su gran guardia formada en el centro del cuartel, subieron a las azoteas y a las torres, y con lo que pudieron comprar en las tiendas y fondas cercanas y con lo que a cada soldado y oficial le trajeron de su casa, se improvisó una especie de banquete fraternal que les ocupó el tiempo en espera del repique en la Catedral y del cohete de luz de la Plaza Mayor.

Josesito seguramente dio un brinco a su casa para ordenar que temprano llevase un criado noticias a la quinta, o tuvo otra ocupación; el caso fue que durante algunas horas no se le vio por ninguna parte; pero a las once y media de la noche apareció por el rumbo de San Cosme, seguido, o más bien, él seguía a un personaje. En esta vez no hacía ruido con su espada, sino que tanto él como su compañero caminaban entre las sombras de los arcos con silencio y precaución, como queriendo no ser vistos, precaución absolutamente inútil, pues no había un alma en la calle, harto negra estaba la noche, la luz de los malísimos faroles producía más bien sombras que no claridad, y los edificios, cerrados y mudos, atestiguaban que sus moradores se entregaban al sueño, o habían marchado al campo, supuesta la agitación que por la tarde había reinado, precisamente por ese rumbo. El personaje a quien seguía Josesito era el General escogido para ponerse a la cabeza del movimiento revolucionario.

Entraron los dos en una casa baja y oscura situada frente al elegante palacio de San Cosme que habitaba Josesito, el que por orden de su nuevo jefe se dirigió por segunda vez a los cuarteles para notificarles que ya tenían un general que los mandase y al que deberían obedecer, a lo que contestaron de acuerdo jefes, oficiales y soldados.

En esto dieron los tres cuartos para las doce. Silencio y soledad, pero eso no importaba; se acercaba la hora crítica, y a las doce esperaban todos con impaciencia el sonoro repique de la Catedral y la luz del cohete que debería partir de la Plaza Mayor.

Sonaron doce campanadas solemnes en el reloj de la Profesa; casi al mismo tiempo en el de San Hipólito; finalmente, en el de repetición de San Fernando. Ya van a repicar… ya va a partir el cohete. Los jefes y oficiales impacientes subieron a las bóvedas y campanarios.

El reloj de San Fernando repitió las doce campanadas y dio el cuarto.

Silencio y oscuridad profunda en esa noche nublada, húmeda y fría. Ni repique ni cohete.

Así se repitieron las horas, la una, las dos, las tres de la mañana, finalmente el alba y la débil luz del día. Ni repique ni cohete.

Esas horas fueron de inquietud, de impaciencia y de conjeturas. La casa en que entró el general en jefe permaneció cerrada y oscura; Josesito mismo, sin poderse explicar lo que pasaba, se entró en su habitación y no salió sino cuando ya había amanecido, envuelto en un elegante capotón militar, con su espada al cinto y procurando inquirir como un tonto lo que pasaba y por qué no habían sonado las campanas de la Catedral ni iluminado siquiera un momento la atmósfera el prometido cohete que debería haber partido de la Plaza Mayor. La guardia nacional liberal y republicana había sido traicionada, engañada y lanzada a la revolución por los mayordomos y clérigos. Josesito, ligero y fatuo, engreído con el título de ayudante de un general en jefe que no conoció sino a última hora, fue a su vez engañado y el instrumento inconsciente de una maldad y de una serie de mentiras. Ni la guardia de la torre de la Catedral estaba ganada, ni se podía contar con el batallón de granaderos y con los cañones de la Ciudadela, ni el Congreso se reunía, sino unos cuantos diputados para condenar y abandonar a los mismos que habían azuzado, ni el plan de los moderados valía nada, ni era aceptado por nadie.

Amaneciendo ya el día y subiendo majestuosamente el sol en el limpio horizonte, encontró a los del batallón Victoria repartiendo medallas de santos, y cintas coloradas benditas, y un estúpido y larguísimo plan impreso, por virtud del cual los monarquistas, los clérigos y los mayordomos se apropiaban del gobierno y de la dirección de los negocios de la República. Los batallones puros ocupaban el Palacio, la Catedral, la Diputación y los conventos e iglesias cercanas, y un cañón detrás de una improvisada trinchera estaba abocado en la esquina de Tacuba y el Empedradillo, amenazando la línea militar de los polkos.

IX. El fuerte de la Concepción

Sin que lo pretendiese, y por efecto de la organización que dio a las tropas el general en jefe de los polkos, Arturo se encontró en el convento de la Concepción a la cabeza de su compañía y de ochenta o cien paisanos más que se habían presentado voluntariamente unos con armas y otros sin ellas.

Fácil es figurarse el inmenso placer de Arturo al considerarse como quien dice árbitro de la suerte de Aurora que habitaba el santo claustro convertido en una fortaleza inexpugnable. El día que siguió al pronunciamiento no hubo nada de notable. Un cañonazo disparado de la trinchera de Tacuba, cuya pesada bala fue a aportillar uno de los arcos del acueducto. La bala fue recogida con ruidosa algazara por los incansables muchachos y no hizo daño a ninguna persona. Carreras de caballos, como se dice en los días de alarma, es decir, ayudantes y oficiales que recorrían a galope las calles encargados de traer y llevar órdenes y comunicaciones; balcones que se abrían y por donde asomaban las cabezas mal peinadas y los bustos medio descubiertos de vecinas, más bien curiosas que asustadas, y negociaciones diplomáticas para que terminara el conflicto. Los polkos decían que depondrían las armas si se separaba del Gobierno el alto personaje que los quería desarmar o enviar a Veracruz. El testarudo personaje respondía que primero le quitarían la piel que abandonar la silla del Gobierno. Entre tanto los dos partidos se reforzaban y se preparaban a la lucha dentro de la ciudad. Los polkos, para vencer necesitaban formar una columna, tomar el Palacio y aprehender al vicepresidente y a los ministros. El vicepresidente, para dominar esta reacción verdaderamente clerical, necesitaba tomar a la bayoneta uno a uno los sólidos edificios de que se habían apoderado los polkos. Como una y otra cosa eran difíciles, cada partido no podía hacer más sino alentar a los suyos, disimulando las dificultades y engañándolos con esperanzas o con otras ficciones, merced a las que los batallones de Moderados tenían que permanecer firmes en sus cuarteles y resueltos a defenderse aun cuando fuese contra su voluntad. Inútil es decir que en las noches que siguieron ni el cohete de luz se elevó en los aires y las campanas de la catedral permanecieron en silencio. Josesito fue engañado miserablemente por los mayordomos de los conventos, y a su vez engañó inocentemente a sus amigos de la Guardia Nacional.

Arturo, por sí o por no, y aunque no le importaba gran cosa la política y la revolución en que se hallaba complicado, era jefe novel y quería quedar bien, no ante su general en jefe que no conocía, sino ante Aurora, la dueña de sus pensamientos.

Una mano oculta proveía de parque, de costalillos, de arena, y aun dinero (con mucha economía) a los puntos pronunciados; así es que el elegante jefe de la Concepción tuvo poco trabajo para transformar el monasterio en un castillo capaz de soportar un largo sitio. En la esquina del callejón por donde en otros días había tratado de escalar el convento, levantó una trinchera con una guardia, cortando así la comunicación con las calles de San Lorenzo. Las puertas del templo las mandó cerrar, y en la amplia portería estableció su cuerpo de guardia, con su polígono avanzado y su escolta correspondiente. Las torres y bordes de las bóvedas las guarneció con sacos de tierra, de modo que los soldados podían hacer fuego sin descubrir la cabeza. Él, vestido de azul oscuro, con su cachucha con galón de oro, sus presillas de capitán y su espada al cinto, dominaba e imponía a la fuerza que tenía a sus órdenes.

Lo que hizo Arturo en la Concepción lo ejecutaron también los demás jefes en sus respectivos puntos, y en la línea establecida y fortificada. En la línea del Gobierno se practicó igual cosa, y el coronel de los granaderos cercó las puertas de la Ciudadela, y alistó una batería de campaña para lo que pudiese ofrecerse, y con sus mil soldados, muy bien vestidos y armados, esperó los acontecimientos. Era como si dijésemos la niña bonita de la situación. Todos lo enamoraban, cada partido quería atraérselo y merecer sus favores. Él, desdeñoso y firme, se contentaba con que los granaderos enseñasen por entre los baluartes sus altas gorras de pelo de oso negro.

Las cosas tomaban un aspecto serio y no se presumía ni cómo habían de acabar.

Una mañana, a la hora del alba, se escucharon dianas en toda al línea de los polkos y dianas en el Palacio Nacional y en los cuarteles de los puros. Un tremendo cañonazo disparado de la trinchera de Tacuba hizo correr a la multitud de gente que andaba por las calles, curiosos los unos, sirvientes de ambos sexos los otros, que salían a proveerse de lo necesario en las tiendas y plazas. En momentos las calles quedaron desocupadas, las tiendas y balcones se cerraron y hasta los perros despavoridos corrieron en todas direcciones en busca de sus madrigueras. La pieza de artillería siguió disparando y haciendo estremecer las vidrieras de las casas cercanas, y un fuego nutrido de fusilería se propagó en las torres y bóvedas de las iglesias que, como otros tantos fuertes, formaban las dos posiciones enemigas. En los intervalos, y mientras unos y otros cargaban sus armas, los puros vomitaban injurias y desvergüenzas horribles contra los polkos. Los criados que habían limpiado una semana antes las botas, disparaban balas contra sus amos; los cargadores contra los comerciantes que los habían ocupado y dado de comer; los aguadores contra los vecinos a quienes habían surtido de agua; el populacho entero armado por el gobierno se revelaba contra la sociedad misma que le daba su sustento y con la que días antes vivía en la más completa armonía. El día, caluroso, lo fue más con el fuego y la fatiga para los nacionales de los dos bandos. Las descargas disminuyeron gradualmente, y la ciudad, sin alumbrado, con los faroles hechos pedazos, regada de fragmentos de cartuchos y oliendo a pólvora, quedó desierta, como si los habitantes la hubieran abandonado. Tres días pasaron a poco menos de la misma manera; pero al cuarto día, fuese por un acuerdo entre los beligerantes o fuese por las propias e ingentes necesidades de la sociedad, hubo una notable modificación.

Al sonar la alba en la Catedral se tocaban las dianas en todos los cuarteles, la pieza de artillería de la esquina de Tacuba disparaba su estrepitoso cañonazo, y el fuego de fusilería comenzaba de torre a torre y seguía sin interrupción hasta las ocho. A esa hora el fuego cesaba, la pieza de artillería se refrescaba y se limpiaba y parecía que de las piedras brotaban criados y criadas con canastas; señoras de saya y mantilla que acudían a sus negocios y aun hasta a las iglesias a oír la misa; indios y mercaderes de toda especie que con sus frutas, legumbres, leña y carbón en sus hombros o en burros, atravesaban las calles. Las líneas eran visitadas por miles de curiosos y se encontraba en las calles bizcochos, frutas, dulces, baratijas, verdura, cigarros, cerillos, en una palabra, cuanto podía ser necesario, no sólo para la vida ordinaria, sino hasta para el lujo y los placeres. Sonando las diez en el reloj de la Catedral, era, como el día del juicio, una carrera universal, un cerrar de puertas y ventanas, un susto como si fuese el primer día. Cinco minutos después las calles quedaban despejadas y la fusilería comenzaba de nuevo para terminar cerrada ya la noche. En el intermedio había reconocimientos de caballería; columnas que salían del Palacio y volvían a entrar; proyectos de asalto por el rumbo de la Ciudadela, de donde salía una compañía de granaderos con una o dos piezas de artillería, hacía fuego sobre alguno de los puntos y se retiraba después vista la defensa vigorosa que hacían los polkos, a quienes se creía tímidos y delicados, y que para desengaño de sus adversarios daban muestras de valor y de fortaleza.

Cuando Arturo vio que así pasaban las cosas, sin tratar de inquirir cuándo, ni cómo acabarían, tomó por su parte las disposiciones que le parecieron más convenientes. A escote entre él y los oficiales y soldados que eran sus amigos, se proveyeron de vinos, de conservas, de frutas y dulces, de una baraja, de un dominó, de un ajedrez y de una guitarra, y poco faltó para que no llevase un piano y algunas partituras de las óperas de moda.

Los primeros días las monjitas se mantuvieron retiradas en sus celdas y en los patios interiores, no dando la cara sino las hermanas torneras; pero antes de una semana las esposas del Señor estaban ya familiarizadas con estos nuevos soldados de Cristo, que en resumen en aquellos momentos exponían su vida por defenderlas de las garras de los puros que estaban en Palacio. Ocupadas en sus oraciones y sin que les faltase la misa, pues uno de sus capellanes vivía cerca del convento, el tiempo que les quedaba libre lo empleaban en hacer curiosas bolsitas de seda encarnada, conteniendo en el centro reliquias y huesitos de santos, que regalaban a los guardias nacionales y éstos se engalanaban con estas religiosas chucherías, colocándolas en los ojales de sus uniformes como si fuesen caballeros condecorados de alguna orden. Esta familiaridad, digámoslo así, establecida entre religiosas y soldados nacionales, proporcionó al comandante Arturo la oportunidad de habitar una de tantas celdas vacías que tenía su pequeño salón amueblado y una cocina. Una de las criadas del convento se prestó a servir a los simpáticos huéspedes, y con esto ninguna comodidad les faltaba. En las horas del almuerzo y de la comida, que era en la portería convertida, como se ha dicho, en cuerpo de guardia, no faltaban los más bien condimentados manjares, ni los mejores vinos, ni la más agradable sociedad y conversación. Cuando las partidas de caballería del Palacio o los granaderos de la Ciudadela hacían sus excursiones y amagaban la línea, el clarín de la torre daba el toque de enemigo a la derecha, o enemigo a la izquierda, los improvisados campeones abandonaban precipitadamente los manjares, los vinos y dulces y corrían a las armas, formaban en guerrilla que salía a la calle a repeler al enemigo, si era necesario, y ocupaban las alturas. Arturo era el primero en actividad e intrepidez. Cuando el enemigo se retiraba, los fusiles se colocaban en el armero, los centinelas se sentaban acostando su arma entre sus piernas y la tertulia continuaba más animada.

Arturo, que como jefe del convento tenía el mando absoluto y podía entrar por todo él, se dedicaba a explorarlo por varias razones, y debemos asegurar qué la primera y principal era encontrar la ocasión de tropezar con Aurora, como por casualidad, de hablarle como por casualidad también, y de casarse de la misma manera como por casualidad, y si posible era, en el mismo convento; pero la verdad es también que hasta entonces y en el tiempo transcurrido apenas la había visto de lejos, y en compañía de grupos de religiosas, y sólo había podido cambiar algunas miradas, más ardientes que los cañonazos y tiros de fusil que se disparaban durante el día en esta singular guerra. Arturo no tenía idea de un convento de monjas en México, y entre los conventos, el de la Concepción era uno de los más antiguos e importantes. El patio que llamaban principal, estaba formado de una portalería que daba entrada por sus anchos corredores al coro bajo, a la sacristía interior, a la portería y a las rejas; es decir, a las piezas que comunicaban a la calle y donde las monjas, mediando una reja de fierro, acostumbraban recibir a sus parientes y visitas. Ese patio comunicaba a otro menos extenso, donde estaban los lavaderos, un tanque de agua limpia y las oficinas destinadas a la contaduría, sala de juntas, ropería, cocinas y despensa. De ese patio se pasaba a un jardín, en cuyo centro había una pieza de agua con más de una vara de profundidad y una canoa donde podían navegar las religiosas, y en ese jardín y aquí y allá, calles, verdaderas calles, con habitaciones, compuestas de salón, recámara o recámaras, comedor, cocina, cuarto de baño y despensa. Era una especie de pequeña ciudad amurallada, donde hubiesen podido vivir cómodamente cuatrocientas monjas, y en efecto, algunas ocupaban esas casas, tenían una o más criadas y, excepto los actos que era preciso hacer en comunidad, vivían con entera independencia. Como en la época de estos acontecimientos no pasaban de sesenta las religiosas, una parte del convento estaba completamente inhabitado. Arturo se entregaba con una especie de asombro a estas exploraciones que podían calificarse como las que hace un viajero a un país desconocido, y en efecto, después de más de dos siglos que llevaba el convento de haberse fundado, ninguna planta profana había pisado esas misteriosas construcciones, que se aumentaban, se modificaban y se transformaban según las ideas y caprichos de las abadesas. Con un maestro de obras a su disposición y una cuadrilla de albañiles y carpinteros, hoy se construía una vivienda, mañana se plantaba un jardinito, otro día se cerraba una comunicación y se abría otra por distinto lugar. Al fin de una pequeña calzada de árboles, se tropezaba con un sepulcro. El caballero bienhechor del convento había dispuesto, como última voluntad, que se le enterrase en medio de sus monjas, y aparecía hincado de rodillas en actitud de rezar, revestido con su armadura y su casco de acero de Milán. Al dar vuelta a esa calzada fresca donde descansaba tranquilo ese noble muerto, se encontraba una capilla donde ardía día y noche una lámpara; a la izquierda, otra sepultura con un conde de piedra acostado, con las manos sobre su elevado pecho; después, otra y otros monumentos, ya de obispos y bienhechores, ya de abadesas o monjas que habían muerto en olor de santidad. Una vidriera se abría misteriosamente y con tiento, y dejábase ver el rostro fresco de una religiosa; otra puerta se cerraba, con la misma precaución, y a lo lejos un grupo de tres o cuatro monjas arreglaba las macetas, quitaba la mala yerba de los pequeños prados o depositaba semillas diversas en un arriate. A veces no encontraba Arturo alma viviente en sus paseos por esa intrincada parte del convento, pero después, como hemos dicho, las religiosas hacían sus diarias ocupaciones o paseos, como si nada hubiese alterado su vida y sus costumbres habituales, y aun se acercaban a él procurando inquirir noticias y asegurándole que nada les sucedería ni a él ni a sus soldados, pues que habiendo abrazado la causa de la religión, ellas rogaban a Dios que los libertara de todo mal, y, piadosas como eran, rogaban también por los pobres puros, esperando que cambiaría su corazón y se separaría de ese peligro en que estaban de morir sin confesión; pues, según el señor mayordomo les había contado, no tenían capellán, ni oían misa y se burlaban de los santos. Estos viajes al convento inhabitado entretenían mucho la imaginación romántica de Arturo, y la sencillez y candor de las conversaciones de las monjas, hacían crecer su amor y entusiasmo por Aurora, pues suponía, y con mucha razón, que, aunque con más trato y mundo, no difería sino muy poco de la sencillez e inocencia de las santas mujeres que tenía enclaustradas en su formidable castillo; pero en todo esto, pasaba un día y otro, y nada, imposible de ver a Aurora sino como una imagen fugitiva que huía de él. Resolvió, pues, hacer con pretexto del servicio, sus excursiones en las noches, y dio aviso de ello a la superiora para inspirarle más confianza y evitar todo motivo de alarma.

Una noche, después de visitar los puntos del fuerte, de reforzar sus guardias, de amonestar a sus soldados a una resistencia heroica y de dar sabias disposiciones militares para el caso de un ataque, dijo, con intento de ser oído de los que le rodeaban, que estando fatigado se retiraba a dormir un par de horas a su celda, a donde efectivamente entró, pero a los diez minutos salió con precaución sin ser visto, atravesó el gran patio, abrió la puerta del callejón oscuro y medio ruinoso que conducía a la parte solitaria del convento y comenzó a vagar sin plan fijo por entre aquellas callejuelas, capillas y jardines abandonados y silenciosos.

A medida que se internaba en ese laberinto, aumentaba la oscuridad. Las estrellas apenas proyectaban una triste luz sobre las capillas y sepulturas; como perdidos y lejanos se oían los ecos de las voces roncas y aguardentosas de los puros, que no cesaban de lanzar sus maldiciones a los polkos. La luz de uno que otro disparo de fusil de algún campanario iluminaba como un fugitivo relámpago, y el viento, entrando y saliendo en las rendijas de las viejas ventanas y en los montones de piedras y por entre los ramajes de los árboles, formaba ruidos extraños semejantes al cuchicheo de grupos de conspiradores o de ladrones que combinasen un robo con efracción. Arturo, sin darse cuenta y avergonzándose de su propia debilidad, tuvo miedo, recordó su proyecto de asalto al convento y consideró lo difícil que hubiera sido a Aurora llegar sin ser atacada de un pánico hasta la tapia del callejón, que creyeron la más accesible para la fuga. Después de reflexionar un rato y sobreponiéndose de su debilidad nerviosa, trató de buscar la salida y regresar a dormir un par de horas, en el mullido lecho de su celda, pero le fue imposible, entraba por un callejón y salía por el otro, como de rigor acaban los cuentos con que las nodrizas duermen a los niños, y también como en los cuentos de las nodrizas veía a lo lejos aparecer y desaparecer una luz que se retiraba a medida que él la perseguía. Repentinamente la luz desapareció, las nubes habían velado las pocas estrellas que débilmente alumbraban la negra noche; una granada disparada de la Ciudadela quizá como una señal convenida para dar un asalto inesperado a la línea, pasó zumbando sobre las bóvedas, y al mismo tiempo sintió Arturo que una sombra, una visión pasaba junto a él, rozaba su vestido con el suyo y murmuraba palabras que no pudo comprender y que se perdieron en el viento. Arturo buscó algo en que apoyarse y sus manos asieron la cabeza dura y fría de la estatua del benefactor del monasterio, arrodillado hacía quizá más de un siglo en aquel sitio, haciendo compañía a las religiosas muertas como él, y a quienes tantos bienes había hecho con su influjo y su dinero.

—¡Miserable naturaleza! tan frágil y tan débil que un viento la asusta y el vuelo de un pájaro la mata —dijo Arturo limpiándose con la manga una gota de sudor frío que corría por su frente—. Me habría caído si no encuentro el apoyo de la estatua de este venerable Conde que estaba muy distante de pensar cuando ordenó que se le enterrase en este convento que me había de prestar un servicio tan importante. ¡Bonito papel habría hecho el comandante de la Concepción, desmayado de miedo junto a una estatua de piedra! en fin, afortunadamente nadie me ha visto, y este momento de terror pánico será un secreto que no revelará la estatua de piedra del bienhechor. Dejémosla en paz, y lo más acertado es dormir el resto de la noche y dejar que la casualidad haga que me encuentre con la adorable monjita que se ha posesionado de mi corazón.

Arturo, orientándose como mejor le era posible, tomó o creyó tomar el camino del callejón para salir al patio grande, y de allí a su celda. La luz misteriosa apareció en ese momento entre los árboles y casas ruinosas y solas.

—En esta vez no se me ha de escapar.

Y sin ver ni dónde pisaba y a riesgo de caer entre los escombros y piedras, corrió materialmente en seguimiento de esa estrella fugitiva. Al llegar casi a tocarla se apagó súbitamente, pero unas ropas de lana se rozaron contra él, extendió la mano, y una mano suave quedó aprisionada.

—¡Arturo!

—¡Aurora!

—¡Déjame, por Dios! Qué locura la mía de seguirte. Una fantasía, una niñería; quería realizar uno de los cuentos maravillosos que nos refieren cuando somos niños. Una luz misteriosa en medio de una completa soledad, una luz que huye, que se pierde, que se apaga, perseguida y nunca alcanzada… eso es lo que quise hacer desde que he observado tus excursiones frecuentes a esta parte abandonada del convento. Desde que tuve la locura de prometerte que me escaparía, lo que gracias a Dios no se verificó, no he cesado de recorrer todo este rumbo, y lo conozco tanto, que con los ojos cerrados lo andaría sin perderme. No me juzgues mal, Arturo, una mera fantasía de niña. Esto es todo. ¡Adiós!

—¿Y te dejaría huir ahora, querida Aurora, sin aprovechar esta feliz ocurrencia tuya? ¿Cómo te había de juzgar mal, vida mía, y cuando me tuteas, y me tratas con esa confianza de antigua amiga no te había de decir que eres mi único pensamiento y que bendigo esta revolución que por mi buena fortuna y sin pensarlo me ha conducido cerca de ti, y con el poder de las armas para sacarte de este convento y triunfar de tus miserables perseguidores?

—¡Qué cabeza! ¡Qué ligereza la mía, que un día u otro me ha de causar mucho mal! ¿Qué vas a creer, qué vas a decir para tus adentros, y cuando pienses que una muchacha, que es ya casi una religiosa, ha salido de su celda en tu seguimiento hasta encontrarte en un lugar apartado y solo en semejante noche oscura…? ¡Dios mío! tiemblo de pensar solamente en la locura que he hecho… ¡Adiós! ¡Adiós! déjame ir, déjame ir, suelta mi mano… no me vayas a juzgar mal. Si en la ciudad se supiese que hemos estado solos, solos a estas horas de la noche, en que todas las religiosas duermen, ¿qué escándalo tan grande? el arzobispo, los canónigos, la gente toda no se ocuparía más que de nosotros, y hasta se olvidaría la política al menos por un par de días… Déjame, Arturo, suelta mi mano, ya otro día nos volveremos a encontrar, yo lo procuraré, te lo prometo… déjame… si por casualidad despertara alguna monja, si a la abadesa se le antojara ir a mi celda. ¡Adiós!

—Imposible que te deje ir, querida de mi corazón. Quién sabe lo que mañana podrá suceder; si por acaso me toca una bala, moriré contento después de haberte dicho cuánto te amo… pero eso ya lo sabes.

—Quiero hacerme siempre la ilusión de que me amas —le interrumpió Aurora—, y en lo que no cabe duda es que tú estás aquí, aquí hace años, sin que nadie te pueda sacar.

Aurora llevó a su corazón la mano de Arturo que tenía asida la suya para impedir que se marchase.

—No pensemos ahora en desgracias ni en cosas funestas —le dijo Arturo, al sentir bajo su blando seno los latidos del corazón donde él reinaba sin rival—, sino en que todo ha de acabar bien. Platiquemos lo que hemos de hacer así que termine esta revolución.

—Tú que eres el jefe de este convento —le contestó Aurora—, y que lo defenderás como un paladín de los tiempos antiguos, tendrás bastante influjo para libertar a tu dama; pues bien, la pones en libertad y negocio concluido; es toda tuya con alma y vida. Te casas con ella, la llevas a tu casa, a la quinta de esa querida Teresa a quien amo tanto después de ti, a Francia, a España, donde quieras… tu princesa te seguirá, pobre o rico, por todo el orbe. En compensación, sólo exige que la quieras a ella solamente, a tu princesa, a ella solamente. Tú sabes mejor que yo lo que tienes que hacer. Toma, toma, es el sello de nuestro amor, la alma de tu Aurora que pasa a la tuya.

Aurora tomó en la oscuridad la cara de Arturo con sus dos manos, buscó su boca con su boca, y un beso ardiente y estrepitoso debió despertar en su casto lecho a las santas religiosas que dormían en la fortaleza improvisada que mandaba en jefe, uno de los más esforzados capitanes de la Guardia nacional.

Arturo creyó morir de placer, tendió los brazos para estrechar a la adorada criatura, pero no encontró más que vacío y sombras.

Le pareció un sueño, y las primeras luces de la mañana lo encontraron junto a la estatua de piedra del benefactor del convento.

X. Ataque a la línea y batalla en el fuerte

El toque de diana en los cuarteles y fortines de los pronunciados, y el estampido de los cañones del Palacio, sacaron a Arturo de su enajenamiento. Jamás había pasado una noche igual en su vida. Se tocaba el cuerpo y veía asombrado el sitio en que se encontraba, y no sabía si lo que le había pasado era realidad o sueño, pero a sus labios estaban pegados todavía unos labios suaves, y se estremecía como si sintiese de nuevo el amoroso y ardiente beso de la gentil Aurora. En ese momento olvidó que estaba la ciudad en plena revolución, que era jefe de un punto fortificado de mucha importancia, y que del éxito de la lucha dependía tal vez su suerte y su porvenir. Creía que al anochecer podría marcharse a la quinta de Teresa y sostener él, con la historia de sus amores, el interés y el atractivo de la tercera velada. Valentín estaba ya casado, y el matrimonio de Juan Bolao con Carmela, el del capitán con Teresa y el suyo con Aurora, formarían el cuadro completo, y en lo de adelante no habría sino festejos, bailes, banquetes, amores, viajes, alegría y goces interminables. La gloria eterna, como quien dice.

Preocupado en fabricar en su imaginación miles de castillos en el aire, se paseaba de uno al otro lado del cuerpo de guardia, cuando se le presentó Josesito arrastrando un largo sable con cubierta de acero muy bruñida, y vestido con el antiguo uniforme de los empleados en la Comisaría de guerra.

—José, José —le dijo Arturo—; ¡cuánto me alegro de que hayas venido! Necesitaba de alguno a quien contar mi dicha; ya verás… pero, ¿vienes a comunicarme alguna orden? ¿Qué tenemos de nuevo, cuándo acabará esta revolución? Llevamos días de estarnos tirando de balazos.

—Ninguna orden tengo que comunicarte —le contestó Josesito desembarazándose de su capote militar—; ya no soy ayudante del general en jefe. Lo he echado a pasear y me vengo a refugiar a tu cuartel. Tú me sostendrás, ¿no es verdad?

—Con el alma y la vida —le respondió Arturo—. Yo y las tropas que me obedecen están a tus órdenes, pero, ¿qué ha pasado?

—¿Qué quieres que pase? maldades y picardías. Nos han engañado como sabes, y porque reclamé, y con razón, que no pagan con puntualidad los escasos haberes que han asignado a los nacionales, se la echó de general en jefe y me insultó, y me dijo que me fusilaría si era yo insubordinado. Le contesté entre dientes cualquier cosa, lo eché al demonio, y me tienes aquí. El tal general en jefe no es más que un revolucionario como tú y como yo. Si dice que me quiere fusilar, puede ser que si tú me ayudas lo fusile yo a él. En tiempo de revolución todos somos iguales. El gobierno es el único que tiene el derecho que le da la ley; nosotros estamos sublevados contra la ley, esta es la pura verdad.

—Bien, no tengas cuidado y ya veremos cómo se compone esto; pero tú que vienes del cuartel general, ¿cómo ves las cosas, cuándo y cómo terminarán?

—Ni el diablo que lo sepa, Arturo; ya llevamos días, y no se le ve el fin a este maldito pronunciamiento. Nosotros no hemos de tomar el Palacio, porque nos harían pedazos con la artillería, y ni ellos han de forzar nuestros puntos, porque cada convento es un castillo.

—Si atacan éste, aunque sea con diez piezas de artillería, trabajo les ha de costar. Cerramos la puerta, y desde la bóveda y la torre les echamos balazos y no les dejamos un artillero con vida; pero dejemos esto por ahora, que ya no aguanto más y quiero contarte la deliciosa aventura de anoche.

—¿Aventura tenemos? —dijo Josesito muy contento, olvidando el disgusto que había tenido con su general en jefe.

—Sí, ven, ya verás qué cosa tan romántica; una verdadera novela.

Los dos campeones salieron fuera del cuerpo de guardia y se comenzaron a pasear frente del convento. Arturo refirió minuciosamente su excursión nocturna a la parte abandonada del monasterio, su encuentro con Aurora, y cuando llegó el momento supremo del beso, Josesito se chupó los labios y tronó la lengua.

—No hay mortal más afortunado que tú —le dijo abrazándole la cintura—. Las más bonitas muchachas se mueren por ti; y si yo te contara lo que sé sobre este particular te hincharías como un pavo; pero, ¿qué mayor felicidad que la que has tenido de que te venga a buscar la hermosa mujer a quien has amado desde que la conociste, te entregue su voluntad, su vida y su gran caudal? porque no te canses, después de lo que oímos y vimos no me cabe la menor duda de que al viejo tutor de Teresa se lo han llevado los diablos, y ese heroico y santo padre Martín ha de haber recobrado el capital efectivo que corresponde a Aurora.

—Te juro, José, que lo que menos me ocurrió fue lo del dinero, y ni tiempo tuve para contar a Aurora lo que nos pasó y decirle que teníamos al padre Martín enteramente favorable. No pensaba más que en ella, en ella sola…

La llegada de un ayudante del general en jefe interrumpió la sabrosa conversación de los dos muchachos.

—Señor comandante —dijo el que llegaba—, mi general me manda decir a usted que si el capitán que llaman Josesito se presenta en el punto, lo aprehenda usted y lo mande al cuartel general, custodiado por cuatro hombres y un cabo.

—Presente —dijo Josesito, encarándose resueltamente con el ayudante—; aquí me tiene usted. ¿Sabe acaso para qué me quiere el general en jefe?

—Mucho me temo que sea para fusilarlo —contestó el ayudante—, porque está muy enojado; dice que le ha faltado usted al respeto y que es necesario hacer un ejemplar.

—Pues que lo haga con la buena señora de su madre, que lo que es conmigo, tendrá trabajo y será necesario que mande atacar este convento y que lo tome a viva fuerza, y todavía quién sabe, ¿no es verdad Arturo que tú no me entregarás?

Arturo sin responder a Josesito, hizo una seña con los ojos al ayudante, se apartaron y hablaron algunas palabras en secreto.

—¡Convenido!, ¿no es verdad? —dijo recio delante de Josesito.

—Convenido —contestó el ayudante.

—Bien, le dirá usted al general que José se ha presentado a hacer su servicio en este punto, que si me lo permite pasaré yo mismo al cuartel general a hacerle ciertas explicaciones y que entre tanto queda arrestado el culpable y a su disposición.

El ayudante saludó y se marchó.

—¡Qué has hecho, bárbaro! —le dijo Josesito asustado—. Ese llamado general en jefe, que no es más que un farolón, es capaz de cometer un atentado.

—No seas tonto, José, no hará nada; lo que importa es quitar el primer golpe. De aquí a una hora, los mismos acontecimientos harán que se olvide de ti, pero si insiste, digo que te has fugado y te escondo en el interior del convento, donde Aurora tendrá cuidado de ti y no te encontrarían aunque te buscasen con una linterna.

—Bueno, como quieras —le dijo José—, y en caso necesario, al mismo general en jefe le echamos balazos.

—Lo haría si me viese forzado a ello —le respondió Arturo—; ¿cómo era posible que yo te entregue para que te mataran? pero ni lo hará; son amenazas, fanfarronadas y nada más, pero vamos a lo que antes decíamos. ¿Cuándo terminará esta guerra?

—Te dije mi opinión, pero espera; la cólera que tenía me impidió contarte lo más esencial. Parece que ha habido una sangrienta batalla que ha ganado el general Santa Anna, por el rumbo de Saltillo al general americano Taylor. Los puros van a enviar una comisión a San Luis, y los polkos tratan de anticiparse y que la suya llegue primero. Pude escuchar esto fingiéndome el dormido en un sillón de la pieza que sigue al despacho del general en jefe, y creo fue ese el verdadero motivo de su enojo, pero sea lo que fuere terminará esta lucha sí el mismo Santa Anna viene, o según las órdenes que mande. ¿A favor de cuál de los dos partidos? Eso es lo que no se puede saber.

—Mal estamos, José, muy mal. A nosotros lo que nos importa personalmente es que esto acabe lo más pronto posible. Si ganan los puros echan a las monjas, y Aurora, aunque no quisiera, saldría del convento. Si ganan los polkos, tendremos bastante influjo para aniquilar a don Pedro, si es cierto que le hizo crisis la enfermedad según lo refirió Luis.

La llegada de muchos indios conduciendo en sus burros huacales de fruta, y de varias personas que querían hablar al comandante del punto, volvió a interrumpir la conversación de los dos amigos. Efectivamente las cosas se habían ordinariado, como suele decirse, y la ciudad se había acostumbrado y aun regularizado ese estado revolucionario. El gobierno y una mitad de la población se proveía por las garitas del Norte, y los polkos y la otra mitad por las garitas del Oriente. Nada faltaba, ni aun pan caliente, pues las panaderías hacían su amasijo en las noches, como de costumbre, y pan, y víveres, y todo, se distribuía a las horas del armisticio. La plaza misma de la Concepción, ordinariamente poco concurrida, se había convertido, no sólo en un abundante mercado, sino en una alegre feria llena de vida y de movimiento, como si reinara la más completa paz. ¡Cosas singulares de México! Hasta entonces no había habido más que tres o cuatro muertos y algunos heridos de poca gravedad, y los combatientes habían concluido por estar perfectamente acomodados y a gusto en sus líneas respectivas, y las horas de los balazos y de las blasfemias eran ya reglamentarias, y acabada esta faena, los nacionales de ambos bandos tornaban a reír, a comer, a descansar, quedando únicamente los vigías y las guardias, y los fusiles de los demás, recargados sobre el borde de las azoteas y de los sacos de tierra.

El rumbo de la Concepción, merced al buen comportamiento de la guarnición y del jefe que la mandaba, era lo más concurrido, lo más seguro, y en las casas de las cercanías se habían improvisado bodegones, comercios y pastelerías. Entre los muchos que querían hablar a Arturo se presentó uno solicitando establecer una cantina dentro del convento. Arturo, sin mirarlo siquiera, le dio el permiso, y el agraciado entró en el acto seguido de tres a cuatro cargadores.

Arturo y José siguieron platicando un rato de sus negocios, y cuando entraron en el cuerpo de guardia encontraron ya una cantina instalada en toda forma. Un armazón con sus botellas de vinos y licores surtidos, perfectamente alineados, un pequeño mostrador, mesitas, sillas, platos, latas de conservas, salchichones, pan caliente, bizcochos y ollas de Guadalajara llenas de agua fresca. Vamos, era una maravilla de las Mil y una Noches. Los nacionales felicitaron a Arturo y le dieron las gracias. Estaban muy contentos, pues no todos tenían oportunidad de ir a comer a su casa, o de que les llevasen sus alimentos al cuartel. Cual más cual menos tenía dinero, y la mayor parte jóvenes de buenas familias o artesanos acreditados que habían ido por no tener qué hacer a ocuparse en algo y prestar sus servicios, sabiendo que José y Arturo mandaban allí y los conocían por haber hecho trabajos, ya para ellos, ya para la quinta. Era en realidad una familia, y la guerra la habían convertido en fiesta. Así son los mexicanos.

Fuele presentado a Arturo el jefe de la prodigiosa cantina con una cómica solemnidad por los nacionales. Era un hombre de mediana estatura, con el cabello entrecano muy alborotado, y la mitad de la cara casi negra.

Arturo le dijo algunas palabras elogiando la magnífica instalación, y se fijó, mientras que hablaba, en la manchar negra de su cara, pero cuando el cantinero se volvió del ladó donde no tenía nada, como que lo quiso reconocer y recordar que en alguna parte lo había visto, pero no acertó y le molestaba esa idea.

El resto del día se pasó de lo mejor. El fuego de una y otra parte fue muy flojo. El cañón de la trinchera de Tacuba hizo muy pocos disparos; de la Ciudadela no hubo ninguna salida, y en el fuerte de la Concepción, más parecía un día de jolgorio que no de guerra. El cantinero vendió más de la mitad de sus existencias, y los nacionales almorzaron y comieron como en un banquete. La fruta, sobre todo, fue tan abundante, que una parte se regaló a los grupos de muchachos que estaban constantemente parados delante de la fortificación.

Cuando el cantinero se desocupó un poco y dejó encargado el mostrador a un muchachuelo que le servía de dependiente, se acercó a Arturo y a José, que fumaban y tomaban el café que les habían enviado las madres monjitas.

—Desde que entré reconocí a usted, señor comandante, y no sabe cuánto me alegro de que la casualidad me hubiese traído aquí. Vivo en la primera calle de San Lorenzo, y un amigo encuadernador, que es guardia nacional y está de servicio aquí, me dijo que era buen negocio poner una cantina, que el jefe era muy bueno y que él me conseguiría la licencia. Como tenía mí habilitación lista, me vine inmediatamente con mis cargadores y mi muchacho, encontré a usted, y ya lo vé, por su favor no me ha ido tan mal, y mañana a las horas de la suspensión del fuego traeré mejor surtido que el de hoy.

—Con esa mancha negra que tiene usted en la cara no era fácil reconocerlo, pero cuando le vi la parte limpia quise recordar…

—De fijo me ha de haber usted recordado, señor Arturo. El tendero de Jaumabe, donde usted y el capitán descansaron y refrescaron cuando acababan de llegar.

—Acabaras… —exclamó Arturo, dándose una palmada en la frente—; es verdad, don Mariano el filósofo de Jaumabe.

Un mundo de recuerdos se vino en tropel a la memoria de Arturo y se puso serio, y casi tuvo el ánimo de despedir en el acto al cantinero, pero eso pasó pronto, y le ocurrió la idea de saber las aventuras de este ilustrado volteriano y renovar un viejo conocimiento.

—Vaya, me alegro también de esta casualidad, amigo —continuó diciéndole—; pero yo lo creía muerto o en el interior. ¿Cómo diablos ha venido usted a dar en estos momentos, precisamente a este cuartel?

—Qué quiere usted, señor comandante, las piedras rodando se encuentran. Volví a mi profesión de tendero o cantinero, que es lo mismo, y es de lo que entiendo, pero no he prescindido de mis ideas; pera mí Voltaire y Marat son los dos hombres más grandes de la tierra. El uno matando con sus libros la superstición, y el otro cortando con la guillotina la cabeza de los supersticiosos, han hecho a la humanidad los más grandes servicios. Yo de muy buena gana habría establecido mi cantina en un cuartel de los puros, pero además de ser difícil pasar, son tan arrancados y tan drogueros que se habrían acabado toda mi cantina sin pagarme un real. Qué quiere usted, sus ideas son de lo mejor, pero sus bolsas están siempre vacías, y los pobres como yo y que tienen que sostener con decencia y como conviene a dos señoras, una mayor que es mi mujer y otra ya casadera y muy bonita que es como si fuera mi hija, debemos buscar la vida; y como usted es tan guapo y tan amable como cuando le conocí… vaya si está usted mejor con esa barba, tan crecida, y tan negra… yo tuve la desgracia de sufrir una quemada y de desfigurarme a tal grado, que usted mismo no me habría reconocido si no le digo quien soy.

Arturo y Josesito estaban muy atentos escuchando al filósofo de Jaumabe, y le instaron para que refiriese lo que le había acontecido desde la última vez que lo vio Arturo.

El tendero, que no era nada tonto, pasó por alto cuanto se refería a Celeste, y comenzó su narración desde el momento en que, haciendo compañía con una viuda que tenía dos niñas, abrió la famosa tienda del Sol Mexicano. Les refirió la lucha terrible, la muerte de Juan el Atrevido, asesinado por Culebrita, el incendio que devoró la casa y los demás pormenores de la catástrofe. De las dos niñas una desapareció sin que él hubiese vuelto a saber de ella, y teniendo miedo de que el coronel Valentín le pidiese cuenta de su hija, que se llamaba Carmen y que estaba confiada al cuidado de la viuda, se habían ocultado en un cuarto de la casa de Novenas de la Soledad de Santa Cruz, hasta que logró encontrar una colocación de escribiente en la hacienda de la señora Adalid en los Llanos de Apam. Cuando creyó que Valentín no lo perseguiría volvió, a México y procuró ganar su vida de Evangelista en el Portal de Santo Domingo, y no dándole bastante producto este trabajo, emprendió el comercio de libros viejos en las Cadenas, pero como el surtido se componía de las obras de Voltaire, del Citador, Las Ruinas de Palmira, de Volney, Eloísa y Abelardo, Cornelia de Bovorques, la Lucinda y otros por el estilo, parece que un canónigo que revisó un día los libros bajo el pretexto de comprar alguno, se quejó al Ayuntamiento y jéste le prohibió la venta en el atrio de la Catedral. Desesperado y no hallando qué partido tomar, se metió a cantinero de los regimientos y ya en un cuartel, ya en otro, hacía su negocio, que había prosperado hasta el grado que la cantina que había establecido en la Concepción estaba más surtida que la Gran Sociedad.

Arturo y Josesito escuchaban con interés la relación del antiguo tendero de Jaumabe, y se proponían ocupar la próxima velada con dar una sorpresa a Valentín, presentándole a la persona misma que había dado los primeros elementos de educación a la bella Carmela. Don Mariano no tuvo dificultad en prometerles que tan luego como las circunstancias lo permitieran los llevaría a su casa, y no dudaba que quedarían prendados de la viuda y le aprobarían que se hubiese casado con ella.

—Pero se le ha olvidado a usted referirnos —le dijo Arturo—, cómo y por qué se convirtió usted en hombre de dos caras, porque verdaderamente, representa usted un negro completo por un lado, y por el otro un hombre blanco de facciones regulares y hasta bien parecido. Un viejo respetable en último caso.

—¡Ah, señor Arturo! eso fue lo más cruel de mi desgracia. Como les he dicho, presté a los muchachos cuanto dinero tenía sobre las alhajas que tenían, y que sin duda se habían robado, pero eso no me importaba a mí, y mientras pensaba cómo realizarlas o indagar quién era el dueño para lograr un buen rescate y no tener nada que ver con la policía, las oculté cuidadosamente. Salimos como se pudo de la casa en medio de las llamas y no sin habernos quemado. Mi mujer tiene todavía una cicatriz en una pierna, y mi hija, es decir, la niña que llamo mi hija, se le ve otra en el carrillo izquierdo, y las mías están en las manos, vean ustedes.

El filósofo enseñó sus manos, a donde en efecto se notaban nudos, arrugas y manchas, y prosiguió:

—¡Quién había de creerlo! cuando yo fui a buscar entre los escombros las alhajas en el lugar que yo conocía bien, habían desaparecido. ¿Quién se les llevó? para mí hasta ahora es un misterio, pues nadie me vio enterrarlas; pero no fue eso lo peor, sino que buscando y rebuscando por un lado y por otro, fui a dar al lugar donde acostumbraba guardar algunos cartuchos que compraba de contrabando a los soldados; rasqué y rasqué y no sé si existía todavía lumbre del incendio o se produjo con la frotación, el caso es que repentinamente en lugar de alhajas brotó una llamarada que me quemó todo este medio lado de la cara. Dando de gritos llegué a mi casa en un coche del sitio, estuve como un mes muy grave, al fin, como tengo buena sangre, me alivié, pero por más que hicieron los médicos no pudieron hacer que desapareciera esta mancha, y en efecto, como dicen ustedes muy bien, soy el hombre de dos caras, pero de un gran corazón y, como el inmortal Juan Jacobo, he hecho a ustedes mi confesión.

Arturo y José quedaron de acuerdo en hacer cuando fuese posible una visita a la familia del filósofo, y le prometieron presentarlo también a Valentín, con la seguridad que sería bien recibido, pues su hija, no sólo había sido encontrada, sino que ya estaba para casarse.

Don Mariano, cuyo carácter se había modificado mucho con la edad y con los contratiempos, se llenó de júbilo al saber la buena suerte que había cabido a Carmela, y aseguró que su mujer se volvería loca del gusto, pues jamás había podido olvidar a la niñita a quien dio las primeras lecciones de escritura, de gramática y de música.

El resto del día se pasó alegremente alderredor de la cantina del filósofo, y el general en jefe seguramente se olvidó de Josesito y no volvió a mandar al ayudante para que lo llevase preso y fusilarlo en seguida.

Durante el día el fuego había estado flojo, y el cañón de la trinchera de Tacuba había disparado sólo dos o tres veces. Esta calma era, sin embargo, sospechosa.

Los nacionales, sin haber podido dormir las noches anteriores, se caían de sueño, cerraron las puertas, colocaron las armas en los rincones, se acomodaron como pudieron, y a cabo de una hora dormían profundamente. José y Arturo entraron en la celda, platicaron de Aurora, y de Celestina, y de Teresa, y del filosofo de Jaumabe, y de la casi fabulosa historia de las alhajas y del fistol de Rugiero, y concluyeron por dormir también y roncar profundamente.

XI. Historias de cuartel

Cosa de las tres de la mañana, repetidos y ruidosos golpes dados a la puerta con los pomos de las espadas y los gritos del cabo cuarto que llamaba a la guardia, despertaron sobresaltados a los nacionales. Levantáronse, restregándose los ojos, y acudieron a los rincones a recoger sus fusiles. Cuando fue reconocido el jefe de día y se abrió la puerta, ya la guardia se había formado y Arturo y Josesito habían descendido precipitadamente.

—Comandante —dijo el jefe de día a Arturo apartándose con él a un rincón del cuerpo de guardia—, en la madrugada va a ser atacada la línea por diversos puntos. Un desertor, o más bien un espía de Palacio que se acaba de aprehender, habiéndosele prometido perdonarle la vida, ha revelado el plan del Gobierno. Como en Palacio y en la Ciudadela existen más de cien piezas de artillería, se van a poner en batería cosa de cuarenta contra nuestros puntos fortificados. Con el batallón de granaderos que está decidido a sostener a los puros, y cosa de dos mil hombres que han llegado de Morelia y otros puntos, se formarán las columnas, un atacará por las calles de Plateros y Espíritu Santo al batallón Victoria; otra penetrará por la calle de Vergara que no está defendida, fijará su base de operaciones sobre el Hospital de Terceros, desprendiendo una fuerza que ataque este punto, que será también acometido por una fuerte columna con artillería, mandada por el general Alcorta en persona, que es el que ha dispuesto el plan general para terminar esta revolución y vencernos, pero es lo que vamos a ver. De modo, señor comandante, que usted va a ser embestido por el frente, por el flanco derecho y por el izquierdo por dos o tres columnas que tratarán de intimidar a las tropas que guarnecen este punto con el fuego de la artillería, y después se dará la orden para el asalto, y diz que cuentan con camisas embreadas y cuanto más es necesario para incendiar y matar y destruir, porque estos puros infernales no se paran en pelillos. Figúrese usted si toman ese convento, lo que sería de las pobrecitas monjas. No quisiera yo hallarme en su pellejo. Con que ya lo sabe usted… aquí le traigo un refuerzo de cincuenta hombres decididos, y la orden terminante del general en jefe es que, aunque caigan en ruinas las paredes del convento y muera toda la guarnición, no se rindan, que triunfen sobre escombros y cadáveres, pero rendirse jamás. Me retiro, señor comandante, y confío en que serán cumplidas las órdenes que le he comunicado.

Arturo prometió al jefe de día que antes de rendirse pasarían los enemigos sobre su cadáver y sobre los cadáveres de todos los guardias nacionales, y salió a recibir el destacamento que había estado formado con el arma al hombro, cerca de la puerta de la iglesia, y en el cual venían, como se verá más adelante, algunos antiguos conocidos.

—¡Ah! se me olvidaba —dijo el jefe de día al montar a caballo—, me encargó mucho el general que le dijese a usted que conservase preso al capitán José, y que a la menor sospecha de traición (pues lo suponen hasta espía de los puros), lo mande usted fusilar.

—Sobre esto, dígale usted al general que no tenga cuidado. No me despego del capitán José, y soy su carcelero, y ya sabe él, pues se lo tengo dicho, al primer movimiento le vuelo la tapa de los sesos.

—Eso es, eso es, me gusta esa energía —contestó el jefe de día, tomando los estribos y acomodándose bien en la silla arredando su caballo—. Me voy tranquilo y lo que es este punto, si lo toman, les costará mucha sangre.

Arturo y Josesito, que había oído todo esto, tuvieron que taparse la boca para no soltar la carcajada, pero así que se alejó al galope el jefe de día, exclamaron los dos en coro:

—¡Qué bruto! —y se echaron a reír hasta dolerles el estómago. Josesito, que fungía de ayudante de Arturo, introdujo el refuerzo al cuartel, y Arturo subió a los claustros y a la torre para observar y dar algunas disposiciones, creyendo que debía participar a las reverendas madres que su santo convento sería atacado dentro de pocas horas.

En efecto, no había pasado una hora, cuando se escuchó el estampido de la artillería por diversos rumbos, lo que probaba que el jefe de día y el general en jefe estaban bien informados, y que comenzaban ya a ser batidos los cuarteles de los polkos. A poco, el fuego de fusilería se propagó por toda la línea desde San Cosme hasta el Palacio, y los soldados que guarnecían la bóveda comenzaron también a disparar balazos.

Las monjitas, que tenían noche con noche su guardia y sus escuchas, estaban ya en el coro iluminado con velas de cera, rezando y encomendando a Dios a sus defensores. No hubo necesidad de que nadie les avisase. Arturo, sin hacer ruido, asomó la cabeza por la puerta del coro, y Aurora, que parece que lo adivinó, volvió la cara en ese momento y una mirada se cruzó entre los dos amantes. Esto bastó para que Arturo, creyéndose en ese momento uno de esos castellanos de la Edad Media, jurase en su interior morir antes que entregar el convento y tomase a lo serio las órdenes del jefe de día, que le habían causado risa. Con una energía digna de mejor causa, mandó cesar el fuego inútil por aquel momento, distribuyó la fuerza en los ángulos más débiles que podían ser atacados, entró resueltamente al coro, diciendo a las reverendas madres que no tuvieran cuidado, pero que no salieran de sus celdas; bajó a los patios y puso guardia en todas las puertas, y con el resto de su fuerza formó una columna pronta a hacer una salida y se puso él a la cabeza. Josesito quedó encargado de la torre y de las bóvedas.

El resto de la noche fue agitadísima; el fuego no cesó de una a otra línea, siguieron los disparos de cañón; algunas granadas pasaron zumbando por cerca de la torre; una reventó en el aire, un casco lastimó a un soldado y Josesito tuvo que tenderse de plano en una bóveda para evitar el ser herido por otra que pasó muy cerca. Las cornetas, repitiendo el toque del corneta de órdenes del cuartel general, daban sus puntos a cada instante «enemigo a la derecha, enemigo a la izquierda»; por último, el corneta de la Concepción tocó enemigo al frente. Una columna cerrada se acercaba a paso redoblado, así le pareció al menos a Josesito. Los defensores comenzaron a hacer un nutrido fuego que iluminaba momentáneamente el sombrío edificio y lo sumergía después en la más profunda oscuridad. Arturo, resuelto a quedar bien, en vez de cerrar las puertas del cuerpo de guardia las abrió y salió con espada en mano a la cabeza de su columna, recorrió las cercanías, se avanzó hasta la segunda calle de San Lorenzo y regresó sin haber perdido ni un hombre, ni encontrado al enemigo. Sin embargo, ni los disparos ni la inquietud cesaron sino cuando acabó de salir la luz de la mañana. ¿El Gobierno intentó el asalto de los cuarteles de los polkos, y fue rechazado, o no intentó nada y todo fue invención del general en jefe para darse importancia? Parece que la verdadera causa de esta agitación fue la llegada del gobernador de México a la cabeza de sus temibles legiones que no pasaban de quinientos hombres. El caso es que al estruendo y tormenta de la noche siguió la más completa calma, y ese día entraron por las garitas del Oriente tal cantidad de frutas, de legumbres y de toda especie de comestibles, que en el rumbo de San Hipólito, y en las plazas de San Fernando y Villamil, parecía que había una feria.

Antes de mediodía don Mariano el filósofo había abastecido su cantina de cuanto podía imaginarse, y los nacionales, orgullosos con la victoria que obtuvieron de un enemigo imaginario y el valor que desplegó el comandante saliendo en medio de las tinieblas con su fuerte columna, determinaron hacer un banquete a escote. Muchos no tenían, pero entre los que tenían se juntaron al momento ochenta pesos que fueron entregados a don Mariano para que les diese lo mejor, y a esto se añadieron los obsequios de las monjitas, ya tranquilas y encantadas y agradecidas por le valor, y del celo que habían manifestado sus defensores rechazando el ataque que sufrió el cuartel, porque Josesito les hizo creer que una columna de dos mil hombres se había echado sobre el convento, pero que él a balazos desde la torre, y Arturo a la cabeza de la fuerza que quedaba disponible, los habían hecho huir a escape hasta el Palacio.

Aurora, que oía y que fácilmente creía cuanto se decía de Arturo, estaba en el quinto cielo. En la vida se acordaba haber sido tan completamente dichosa, y desde la noche que fundió su alma en la de Arturo en un amoroso y ardiente beso, vivía en una esfera celeste y no se podía dar cuenta de su existencia positiva y material.

En cuanto a Arturo, ni se diga. Olvidó completamente a Celeste, y Teresa, Florinda, Carmela y sus demás amigos de la quinta le eran como indiferentes, y sólo deseaba verlos para participarles su dicha y arreglar con ellos la manera de establecerse lo más pronto posible, para lo que contaba también con el eficaz apoyo del padre Martín. Este venerable eclesiástico sacaría del convento a Aurora, la restituiría a su casa, la pondría en posesión de sus cuantiosos bienes, los casaría, en fin. Después de años que contaba desde la memorable noche del baile, venían a colmarse sus votos, y él a unir su vida para siempre, no con una mujer de la tierra, sino con una vaporosa visión, de oro y crespón, que más bien pertenecía a la región etérea de los sueños que no a las tristes realidades de la tierra, donde en ese momento se disputaban los hombres a balazos un sillón ministerial. Le parecía mentira, pero no le cabía duda. Aurora estaba allí, la noche anterior, momentos antes del tiroteo y del ataque de los puros a la línea fortificada, la había visto entre los santos del coro y los cirios de cera, había escuchado su voz, había tragádose otra vez su alma en la amorosa mirada. Era un éxtasis, y decía en voz baja:

—¡Y luego dicen que no hay felicidad completa en este mundo! ¡Mentira! Yo soy completamente feliz.

—Pareces un imbécil, Arturo —le dijo Josesito—. Hace media hora que estás sentado sin hablar una palabra y con los ojos fijos como si estuvieses próximo a perder el juicio. Ya me figuro lo que te ocupa, pero es preciso no caer en las exageraciones. Yo idolatro a Celestina tanto como tú a Aurora, pero me doy tiempo para los asuntos, y me domino, y pienso en tanto como encierra esta cabeza que organizó una revolución en provecho de los mayordomos de monjas, teniendo por toda recompensa una sentencia de muerte de ese animal que se titula general en jefe… bien, aprende a mí, que se me da un pito de todo ello. Aurora no se te escapará en esta vez, y por lo mismo que eres feliz, y contando con que los puros nos dejarán descansar hoy después de la fatiga de la noche, levántate y ven a que organicemos nuestro banquete, que me cuesta diez pesos que le acabo de dar al cantinero en pago de unas botellas de Jerez que parece un topacio líquido.

Arturo se levantó muy animado y alegre, siguió a José, y pronto se encontraron delante de la cantina del filósofo de Jaumabe, que había traído vinos exquisitos y latas de conservas, sin contar que se había provisto de carne fresca. Los obsequios de las monjas llegaban en ese momento, y los soldados encontraron en la sacristía y en una bodega mesas y sillones, y en un abrir y cerrar de ojos estaba ya puesta una mesa espléndida, sin que le faltaran servilletas, ni manteles, ni cubiertos, unos de las monjas y otros del cantinero.

Arturo, que cuidaba del convento como si fuese su propia casa, puesto que allí habitaba su idolatrada Aurora, dispuso que dos pelotones avanzados se colocasen uno cerca de la calle de San Isabel, y otro en la de San Lorenzo, que la mitad de la guardia permaneciese formada y con las armas cargadas, y que el vigía y el corneta de la torre estuviesen listos y atentos registrando con la vista por todas direcciones por si venía una columna a sorprender el fuerte. Tranquilo con estas medidas de precaución, regresó al banquete donde tenía su asiento reservado y lo esperaban para comenzar. El fuego de fusilería era muy flojo, y a intervalos San Fernando y San Hipólito disparaban, y sólo en el cuartel del batallón Victoria, el más cercano a Palacio, se notaba por el humo y el eco lejano alguna actividad.

Los nacionales, sin gota de miedo, tranquilos, alegres y con un apetito devorador, se agruparon a la mesa y al cantinero, y unos sentados y otros en pie, comenzaron esta agradable batalla. Las botellas y los platos circularon con profusión, y ellos mismos eran amos y criados y se servían mejor.

Josesito, amigo siempre de organizar y de dominar en las reuniones y deseando al mismo tiempo adquirir un caudal de historias y de noticias para arreglarlas en su cabeza y llenar con una interesante novela la próxima velada, propuso que cuando se tomase el café con sus respectivas copitas de catalán, cada uno de los concurrentes refiriere, sin decir los nombres o sustituyéndolos con otros supuestos, sus buenas fortunas y los lances de amor y de honor que hubiese tenido en su vida. Un ¡hurra! se escuchó, que significaba el contento con que se recibía la indicación de Josesito, y Arturo fue el primero en aplaudir y excitar a Josesito a que, para dar el ejemplo, comenzase.

No se hizo de rogar, y cuando comenzaron a circular las tazas de un excelente café que había hecho el cantinero, Josesito comenzó su narración, pero como sus aventuras habían sido insignificantes, fue a dar necesariamente con el gran romance de su vida: el robo de Celestina, pero disfrazó no sólo el nombre, sino completamente los hechos.

—Yo tuve unos amorcillos con la sobrina del marqués de Siete Puertas, le llamaremos, porque todavía vive y ustedes todos lo conocen. Esa sobrina del marqués de Siete Puertas, la muchacha más hermosa de México, para qué he de hacer la descripción de que tenía ojos de azabache y labios de amapola, básteles saber que calzaba cinco puntos y con esto les digo todo, y conservo todavía en mi poder un zapatito de raso negro que les he de enseñar como una curiosidad, porque la muchacha era alta, más alta que yo con todo y sombrero, ya ustedes calcularán qué pie tan pequeño para su estatura, por eso conservo esa reliquia de antiguos amores.

—Pero bien, ¿en qué paró esa muchacha de tan precioso pie? —preguntó uno.

—Allá voy, y no sean tan violentos, ni tampoco supongan cosas que no pasaron. Estaba escondida esta perla en una casa, más bien una pequeña hacienda por el rumbo de la Merced de las Huertas, y en mis paseos a caballo, porque yo siempre he tenido buenos caballos, la descubrí, la enamoré, me correspondió, el tío se opuso a que nos casásemos y tuve que robármela. Escogimos, para no ser vistos ni perseguidos, la noche más lóbrega y más lluviosa; salimos de la casa, y aun yo tomé un coche de alquiler y lo situé cerca de la casa, pero como llovía fuerte, el cochero, se marchó a buscar gente apurada que en esos casos paga cualquier dinero. En una palabra, una vez fuera de la casa tuvimos que caminar a pie, y habíamos llegado con felicidad, aunque empapados, hasta la plazuela de la Santa Veracruz, donde hicimos alto para respirar, tal era la carrera que habíamos dado. No habían pasado cinco minutos cuando observé embebido en la fachada de la parroquia un bulto negro, después otro, después dos o tres que salieron del callejón. Estábamos rodeados de cosa de treinta hombres que o eran ladrones o gente que adrede había puesto el marqués para sorprendernos. No hubo más remedio que defenderme. Yo tenía en el cinto un par de pistolas de dos tiros y mi espada toledana, esta misma que tengo ceñida, que es mi compañera y me ha libertado de muchos peligros. Verdad es que nunca la he sacado sin razón.

—Ni la has envainado sin honor, a mí me consta, José —le dijo Arturo que escuchaba muy divertido las estupendas mentiras de su amigo.

—Como les decía —prosiguió Josesito sin hacer caso de Arturo—, saqué mi espada y al primero que se acercó pretendiendo apoderarse de mi muchacha… pif… con todas mis fuerzas; donde le alcanzó el machetazo no lo sé, pero cayó al suelo. En ese momento sentí como un frío mortal en la espalda. Era una puñalada que me había asestado otro de aquellos bandoleros; pero no fue por la respuesta a Roma; herido como estaba, me volví como un rayo y paf… hasta el pomo. Creo que lo pasé de parte a parte… el hombre cayó también al suelo. En ese momento tres enmascarados se apoderaron de la muchacha que gritaba desesperadamente a los serenos… ¡qué serenos! ni un farolillo en las esquinas, todo oscuro y solitario, ni una alma, y nosotros dos entregados a la furia de esos malvados. Yo me lancé en defensa de la muchacha y tuve la sangre fría necesaria para sacar una de mis pistolas, prepararla y tirar al grupo un balazo. Corrieron y yo tras ellos, pero a los veinte pasos caí sin conocimiento traspasado seguramente de veinte puñaladas y no volví a saber de mí, sino al cabo de una semana que me encontré en mi cama rodeado de mi familia y no les miento, aquí tengo todavía las señales de las heridas.

Josesito se aflojó la ropa y les enseñó dos o tres cicatrices que los cándidos nacionales miraron y aun tentaron para convercerse como Santo Tomás.

—¿Y qué sucedió con la muchacha?

—Hasta el momento en que nos hallamos no he vuelto a saber una palabra de ella ni del marqués —contestó Josesito atusándose el bigote y saboreando un trago de refino—, como si se los hubiese tragado la tierra. Seguramente el marqués supo que yo había sobrevivido a las heridas, me tuvo miedo y se largó de México, y fue lo mejor que pudo hacer, porque yo le habría pedido cuenta de su cobarde atentado.

—¡A la salud del capitán José! —gritaron varios de los concurrentes.

—¡A su salud! —repitieron todos bebiendo, ya catalán, ya vino, o lo primero que encontraban en la ya revuelta mesa.

Arturo, que pespunteaba en la guitarra que había encontrado en un rincón, fue también el primero en apresurarse a tomar una copa y se acercó a tocarla con la de José diciéndole en voz baja:

—¿De dónde diablos sacas tantas mentiras? en lo de adelante no te creeré ni el mismo Credo, aunque me lo reces de rodillas.

—Calla —le contestó José bebiendo hasta el último trago—, no vayan a oírte, y tú sabes que la historia en el fondo es verdadera.

—Que nos toque algo en la guitarra Miguelito —gritó uno de los nacionales—, para que haya un intermedio; rasga muy bien el instrumento, y como al mismo tiempo que hábil músico es hombre de aventuras, nos contará alguna de las suyas.

Miguelito no se hizo del rogar, tomó la guitarra y comenzó a torcer las clavijas para templarla.

Miguelito era uno de los nacionales que formaba parte del refuerzo que había ingresado en el fuerte la noche anterior, y no era otro sino nuestro antiguo conocido el maestro de música de Elena y de Margarita. Había prescindido, por no serle necesario, del nombre italianizado de Migueletti, y también del supuesto nombre francés de Saint Etienne, y recobrado su primitivo y verdadero de Miguel, pero por esa costumbre amable de los mexicanos, que es también una muestra de intimidad, le llamaban Miguelito. Dotado de un talento natural para la música, tocaba, no sólo el piano, sino un poco el violín, mejor el cornetín y diestramente la guitarra. Había permanecido en San Luis desde su aventura con Elena y Margarita, después se radicó en Guadalajara y finalmente regresó a la capital. Con su talento de músico y sus lecciones había podido mantenerse con decencia, y por el momento era como todos los jóvenes soldados de guardia nacional en uno de los batallones de polkos.

No se hizo de rogar y tocó muy bien y con gracia cuanto le pidieron. Fue muy aplaudido y lo obligaron a que refiriese algún lance de amor.

—Si fuese yo a contar a ustedes la mitad de lo que me ha pasado en la vida, tendríamos para tres días y no lo creerían. Los músicos tenemos muy buena fortuna con las mujeres, y ya que el capitán nos acaba de contar que se robó a una marquesa, yo también me robé a una muchacha que valía tanto como una marquesa. Al fin aquí todos somos hombres corridos, nadie se ha de escandalizar y las monjitas están lejos y no nos oyen. Dos muchachas de chuparse los dedos —continuó el músico tronando la lengua—; la madre rica, bonachona, y las hijas crédulas, sin malicia, esas son las que más fácilmente se dejan conquistar. La una se llamaba… pero como hemos convenido en no decir los nombres, los callaré para dejar que ustedes se calienten la cabeza y adivinen; son muchachas muy conocidas de Puebla, y creo que en este momento, huyendo de la revolución, se marcharon a su hacienda. El nombre de una de ellas comienza con M y el de la otra con E.

Arturo, con la manía de rascar la guitarra que había quitado de las manos del músico, no fijaba su atención en el cuento, pero uno de los nacionales, de figura redonda y llena, de espaldas cuadradas que estaba detrás de Arturo, todo se volvía ojos y orejas. Miguelito continúo:

—Pasan en México cosas increíbles, como por ejemplo, la revolución en que estamos. Nos estamos batiendo sin saber por qué, ni por quién.

—Por las monjas, por los clérigos y por los mayordomos —interrumpió otro—, nos han engañado como a los niños de la escuela con un pedazo de pan untado con dulce, pero vamos al cuento. ¿En qué consiste lo increíble?

—En que pude armar una cuadrilla de fingidos ladrones para que asaltaran el coche en que venía la familia de regreso de un día de campo en San Ángel, y aprovechar el lance para llevarme a las muchachas a un magueyal, y ya ustedes, que son hombres de mundo, se figurarán que no perdí el tiempo.

—¿Pero qué clase de ladrones eran esos? —preguntó uno.

—¿Qué ladrones habían de ser? ni por pienso; seis o siete de esos muchachos de a caballo de las mejores familias que andan con los vaqueros, en coleaderos y ajustando carreras, amigos alegres y aventuras de la juventud.

—Pero acabe usted la historia —le dijeron varios.

—Vamos —prosiguió el maestro de música—, me obligarán a que les refiera hasta lo mas íntimo.

—Todo, todo.

Miguelito refirió las escenas de sus amores con Elena y Margarita, el rapto en la calzada de San Ángel, y no dejó de alterar la verdad y cargar de sal y pimienta la narración de sus hazañas. Fue aplaudido estrepitosamente, las copas se chocaron y don Mariano, el cantinero, tuvo que destapar más botellas.

Arturo, sin que nadie lo advirtiera, llamó a Miguelito con pretexto de entregarle la guitarra.

—Las personas a quien usted se ha referido son de mi conocimiento y estimación, y usted un infame y un vil, que se ha jactado de una mala acción. Me hará usted favor de decirme dónde vive, y luego que termine la revolución lo buscaré para que me dé explicaciones de una conducta tan villana.

Arturo dio la vuelta y se reunió con el grupo alegre que nada percibió.

No se reponía el músico de esta inesperada reprimenda, cuando el guardia nacional de cuadradas y fuertes espaldas lo tomó del brazo, y sin decirle una palabra entró con él al patio interior, lo empujó fuertemente a un rincón, le echó mano a la corbata y comenzó a retorcérsela.

—¡Ah! pillo; tú eres ese Migueletti a quien yo he buscado años. Hice un viaje inútil a Milán, después te busqué en San Luis, en Guanajuato, en todas partes. Habías cambiado de nombre, te habías quitado la barba, eras una persona insignificante, no era posible que te encontrara, pero la justicia de Dios te ha puesto en mis manos y vas a pagar tu infamia con una familia a quien has hecho derramar muchas lágrimas.

El guardia nacional, con unas fuerzas de Hércules, retorcía la corbata con una mano y con la otra sujetaba las del músico que sacaba ya la lengua y su cara tenía el color amoratado de los ahogados. Cuando el guardia nacional, recreándose en el tormento con que castigaba al desvergonzado seductor, creyó haberlo maltratado lo bastante, pero sin intención de matarlo, lo dejó caer al suelo y con pasos tranquilos volvió al cuerpo de guardia.

La algazara había crecido, pues los nacionales estaban alegres, aunque no borrachos. Eran jóvenes, y el ensayo de soldados en campaña los había, como quien dice, sacado de sus casillas.

—El que debe tener muchos amores que contar es don Pancho el comisario, como hombre de mundo. Ha visitado toda la Europa, ha vivido en el interior del país y está relacionado con las principales familias y es guapo todavía, a pesar de que ya se va haciendo viejo y puede ser nuestro padre.

—¡Sí, don Pancho el comisario; que hable don Pancho el comisario! —gritaron en coro, y fueron por don Pancho el comisario, que medio tristón estaba fumando sentado en una silla junto al improvisado armero.

Don Pancho el comisario pertenecía al refuerzo que había introducido el jefe de día, y no era otro que nuestro antiguo conocido don Francisco. Era amigo íntimo de una especie de negrillón, muy relamido, muy fastidioso, que la echaba de diplomático y de conservador, y por sí y ante sí se había apoderado de la comisaría de los polkos pronunciados, y recogía los medios y reales lisos con que el clero pagaba la rebelión. Ese intruso comisario había nombrado subcomisario a su amigo, tan fatuo y pretencioso como él, y de esto provenía el que fuese conocido en el batallón Victoria por don Pancho el comisario. Arturo y Josesito ni lo conocían, ni aun lo habían oído mentar hasta aquel momento.

—¿Qué quieren que les cuente un viejo? —les contestó don Francisco arrimando su silla a la rueda—. Dicen muy bien, y muchos soldados hay aquí que no cuentan quince años, y bien podía ser yo hasta su abuelo. Les daré gusto: ¿qué quieren que les cuente?

—Lo que usted quiera, pero que no sea historia de robos de muchachas, pues ya van dos seguidos.

—Vaya, pues les contaré el lance que me proporcionó visitar esa famosa, esa admirable Europa, y desengáñense ustedes, el que no ha hecho el viaje a Europa, es un verdadero animal, un completo bárbaro, y por esta causa nos estamos dando de balazos como verdaderos salvajes.

—La historia, la historia —dijo uno.

—Comienzo por callar el nombre —dijo don Francisco—, pero la muchacha era una luna, qué digo, un sol, todavía mejor que eso, porque el sol quema y deslumbra, era la apacible, la poética, la encantadora aurora de la mañana.

Al oír este nombre Arturo, que todavía estaba afectado con la cínica narración del músico, le dio un vuelco el corazón y se acercó poco a poco a la rueda, disimulando cuanto le fue posible. Josesito, que estaba por allí cerca y que escuchó también ese nombre mágico, lo siguió y le dio con el codo.

—Imposible sería dar a ustedes ni siquiera la más imperfecta idea de la hermosura de esa muchacha. En el claro y apacible azul de sus ojos, se veían los cielos. Su cabello, con los reflejos del sol, eran hebras de oro pálido. Qué piel tan aterciopelada, qué seno tan elevado y perfecto, qué boca… provocaba a besarla, y lo confesaré, la besé cuantas veces pude.

Arturo, que se había sentado junto a Josesito, se levantó y se puso blanco como el papel.

—En esa época —continuó don Francisco—, era yo elegante y regular mozo, y lo que son las malvadas mujeres, después he sabido que esta preciosa muchacha me correspondió, porque diz que yo me parecía un poco a un mozalbete que fue su primer amor, y del cual, a mi regreso de Europa, he oído contar mil anécdotas curiosas. La que se me ha perdido es la muchacha, y por más diligencias que he hecho no he podido encontrarla; unos dicen que se fue al interior con una tal Florinda, viuda de un calaverón que dio qué decir en México más que yo; otros que se metió a monja y debe estar en alguno de los conventos que tenemos en nuestro poder.

»¡Ay amigos! —continuó suspirando—, qué noches aquellas en que yo me introducía por el balcón, pasadas las doce de la noche, y salía a las cuatro de la mañana. Una huerfanilla, muchachuelita con bastante malicia para su edad, se fingía la dormida, y de repente saltaba de la cama y se nos interponía cuando estábamos en lo mejor de nuestras conversaciones amorosas… me voy volviendo viejo, es verdad, pero con todo y eso, y sin que digan que soy vanidoso, si volviera a encontrar a esa encantadora muchacha a la primera palabra que yo le dijera salía del convento si no ha profesado, y entonces sí me casaba con ella, porque además de hermosa es riquísima. En el tiempo de los amores que les refiero, era yo muy joven, no tenía recursos, y un tío rico me dio unas cuantas talegas de pesos y me mandó a Europa para que se me quitara esa loca pasión de la cabeza.

Arturo cada vez se ponía más pálido, y un temblor nervioso interior lo hacía estremecer, pero se apoyaba en Josesito y trataba de dominarse para oír el fin de la historia de Francisco.

—Hasta ahora no son más que amores platónicos —dijo alguno de los que escuchaban—. Miguelito el músico y el capitán José fueron más atrevidos que usted, don Pancho, que sería usted ya entonces liebre corrida.

—Por partes, por partes, amigos míos. Al principio fueron amores platónicos como todos, y es menester comenzar por eso para que después caigan en el anzuelo las muchachas. Les decía que ganado el sereno de la calle y gratificados los de las esquinas cercanas, me prestaban la escalera; la muchacha me abría con tiento la vidriera del balcón, y a oscuras, solos, pues la camarista era mía enteramente y se hacía la dormida o se marchaba. Las primeras noches, para inspirarle confianza, ni la toqué, pero la última… —(Al decir esto don Francisco se puso en pie, los ojos le bailaban de alegría, paseaba su intencional mirada por los oyentes, y una risa maliciosa y significativa asomaba a sus labios)—. La última noche, amigos míos… la víspera de mi marcha a Europa…

Arturo avanzó dos pasos, levantó el brazo y le dio tan tremendo revés en la mitad de la cara, que habría caído de espaldas a no ser por el grupo que había detrás que lo sostuvo.

Dos chorros de sangre brotaron de las narices de don Francisco, que fueron a manchar los manteles de la mesa y a mezclarse con los restos de los manjares.

—¡Miserable, te voy a arrancar esa lengua maldita y no volverás a deshonrar más a otra mujer!

Arturo se lanzó sobre don Francisco, lo agarró con una fuerza hercúlea y lo azotó contra el suelo. Eso pasó en menos de dos minutos. Los guardias nacionales quedaron como petrificados.

El de las espaldas anchas sonó las manos.

—Así se castiga a los insolentes.

El cuartel de personas decentes y bien educadas se había convertido en una taberna.

—Está caído —dijeron algunos—: deja que se levante.

Arturo se retiró y otros ayudaron a levantarse a don Francisco que atarantado de la violencia de los golpes, no se daba cuenta de lo que había pasado.

—Es verdad, y esta cuestión no se debe terminar a porrazos como entre cargadores —dijo Arturo temblándole la barba y mirándose su mano ensangrentada—, sino como caballeros, con un duelo, pero un duelo a muerte.

—¡Sí, a muerte, a muerte! —gritó don Francisco llevándose las manos a su cara llena de sangre—. Abofetearme así delante de casi todo un batallón.

—Ahora mismo —dijo Arturo—, sabandija inmunda; te habría aplastado con mi bota.

—Yo seré vuestro testigo —dijo el nacional de espaldas anchas que no era otro más que ese desgraciado Joaquín, amante de Elena a quien todavía amaba.

—Y yo —se apresuró a decir Josesito—; es necesario acabar con este miserable.

Se disponían a buscar pistolas entre los muchos guardias nacionales y habían designado los testigos la huerta del convento para que se verificara el duelo, cuando se escuchó la voz del centinela avanzado:

—¡Cabo cuarto, fuerza armada!

Se aproximaba una fuerza.

—Es del cuartel general, sin duda —dijo Josesito—, y es necesario que no vean este desorden y que no sepan lo que ha pasado. Cuidado, muchachos, con decir una palabra, y ayuden a componer este desbarajuste.

Don Mariano, el cantinero, en momentos retiró el mantel manchado de sangre; don Francisco se limpió el rostro, y entre todos procuraron un poco de orden de modo que cuando entró el general en jefe, que venía a la cabeza de la fuerza, no pudo notar lo que había pasado.

—He dispuesto formar una columna, y atacar el Palacio mañana antes de amanecer, y antes he querido visitar personalmente los puntos de la línea y dejar en ellos la gente absolutamente necesaria, así no sólo me llevo el refuerzo, sino veinte hombres más que me dará usted, señor comandante.

—Como usted mande, mi general —respondió Arturo disimulando cuanto pudo el estado de trastorno de su espíritu—, y si usted gusta, me pondré a la cabeza de la fuerza y seré el primero en asaltar…

Arturo en esos momentos no veía más que sangre, y en su desesperación pensaba que lo mejor que podía venirle era una bala en la cabeza o en el corazón.

—No —dijo el general en jefe—; al contrario, conviene que esté usted aquí, y lo voy a nombrar comandante de la línea hasta San Hipólito. He quedado muy contento del comportamiento de usted anoche, y si no sale usted del cuartel con su columna, probablemente el gobernador del Estado de México se nos encaja con su fuerza. Sé también que José se ha portado muy bien defendiendo las alturas, y en vez de fusilarlo lo hago comandante de batallón, y cuando se halle establecido el gobierno, recibirá su despacho, con que vamos, que el tiempo urge, a nombrar la fuerza, a formar y en marcha.

Arturo nombró la fuerza que salió a la calle; el capitán que mandaba el refuerzo de la noche anterior formó a sus soldados, y pasó revista. Faltaba el músico Miguelito, y lo buscaron por todas partes y cuando ya lo daban por desertor lo encontró alguno tirado y sin conocimiento en un rincón del patio, pero todavía estaba caliente y respiraba. Lo recogieron, improvisaron con un capotón y dos fusiles una parihuela, y se lo llevaron al hospital que se había improvisado en San Hipólito. Convinieron en que era una congestión cerebral, producida por lo mucho que había almorzado.

El general en jefe, que era un hombre muy fino, un verdadero parisiense, se despidió con el mayor afecto de los oficiales y soldados que quedaban en el fuerte de la Concepción; la columna se puso en marcha a la sordina, y Arturo, cuando vio pasar a don Francisco que incorporado en las filas se escapaba de pronto a su venganza, le echó una mirada de rabia como diciéndole: no vivirás ya mucho tiempo en la tierra.

XII. Las veladas de la Quinta.—Velada tercera

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA TERCERA

—¿Murió por fin?

—Sí, Teresa, murió impenitente: es una alma que si el Señor no ha tenido piedad de ella, está y estará eternamente en las garras de Satanás. El público dice que don Pedro tuvo la muerte del justo. ¡Qué error! Se habría usted horrorizado de la lucha terrible que sostenía en su agonía, de los dolores que lo atormentaban y de las contorsiones que le ocasionaban los remordimientos de su conciencia. Hice cuanto pude para salvar su alma, quizá fui bastante severo, juzgando que un rasgo de energía podría dominar y ablandar esa alma empedernida para traerla después al arrepentimiento, pero todo fue en vano; Rugiero, ese buen amigo que estuvo a visitar a don Pedro en los momentos de su gravedad, que lo conocía mejor que yo y que tiene más mundo y más experiencia, me dijo: «Don Pedro es capaz quizá de dar todo lo que es suyo, y no devolverá un solo peso de lo ajeno, es el tipo acabado del avaro; una vez que tiene el oro en su poder, abandonará la vida con tal de que no le quiten el seductor metal, y así sucedió».

Al acabar de pronunciar estas palabras, el padre Martín, con una voz triste y cavernosa, inclinó la cabeza con aire de profundo desconsuelo.

—En fin —dijo después de un momento de reflexión—, no hay que desconfiar de la misericordia de Dios. Mis últimas palabras fueron las que deben salir de los labios de un sacerdote, dulces y consoladoras.

—¿Hizo testamento? —preguntó Teresa.

—Imposible de convencerlo de que era necesario que pusiese orden en sus negocios, que expresase su última voluntad, y dijese dónde estaba oculto o depositado el dinero de Aurora, de usted y de las otras personas cuyos negocios había manejado. A todo se negó.

—Creo que usted lo sabe bien —dijo Teresa—, que nunca me he ocupado de intereses. Mi madre platicaba frecuentemente conmigo y me nombraba las haciendas y casas que teníamos, pero sea por mi poca edad o sea porque nada me faltaba, no fijaba mi atención más que en la hacienda de «La Florida», donde vivíamos y que me parecía y me parece todavía deliciosa. Después tuve la desgracia de caer en manos de ese hombre, que deseo de corazón que Dios le haya perdonado, y en realidad ahora mismo no sé lo que tengo. Con tal de que los acreedores me dejen la hacienda de «La Florida» y en paz, quedaré completamente satisfecha, así por mera curiosidad, podría usted decirnos, si lo sabe, si en poder de don Pedro había algunos fondos de mi pertenencia.

—Y como que sí, Teresa —le contestó el padre Martín—, y precisamente por instruir a usted de esté y de otros asuntos importantes, consentí en abandonar mi celda por una noche, y venir a pasarla aquí con el padre Anastasio. Es una persona de tal finura y amabilidad, que es imposible negarle nada. Además, por un deber de conciencia, tenía que platicar con usted, pues acaso involuntariamente le había causado daño, y si es así quiero repararlo en cuanto me sea posible.

—¿Daño a mí? ni por pienso —le contestó Teresa—, y antes bien me considero honrada con que una persona como usted acepte la hospitalidad de mi casa. Ya me había hablado de esto nuestro buen amigo el padre Anastasio, y tiene usted su pieza arreglada y fuera del paso y bullicio de la gente. Creo que no extrañará usted su celda.

El padre Martín inclinó la cabeza para dar gracias a Teresa, y con la voz menos lenta y menos áspera prosiguió:

—Ya verá usted… casualidades… para qué lo hemos de negar… la mano de Dios que dispone las cosas. Don Pedro luchó cuatro o cinco días con la muerte, al fin… la revolución había ya estallado; balazos, cañonazos, trincheras por todas partes, imposible ni de asomar las narices. El cuerpo permaneció dos días, y los criados no hallaban qué hacer. El portero, a las horas del armisticio, llamó a uno de los médicos que vive cerca de la casa y trabajo le costó llevarlo.

El mal olor se había propagado hasta las escaleras y el patio. Ordenó el doctor que a toda costa se le enterrase inmediatamente, se fumigase la casa y se lavasen los colchones y ropa de cama, y si era posible se quemasen. En vez de un entierro suntuoso, como fueron sus sacramentos, a los que asistió medio México y las músicas de los regimientos, en un mal cajón de madera de pino cuatro cargadores lo llevaron a Santiago, hicieron un agujero y lo tiraron allí. Don Juan Alonso Quintanilla, su amigo íntimo, que por cierto no puso los pies durante su enfermedad, se empeña en exhumar el cadáver y que se le hagan unas honras magníficas, y ya veremos si lo permiten las circunstancias. Los balazos continuaron, y en la imposibilidad de quemar la ropa y de sacarla fuera para lavarla, María Asunción, que es la ama de llaves, y que hace más de quince años que sirve en la casa, dispuso bajar al segundo patio la ropa y los colchones, y comisionaron para esta operación a un mudo que don Pedro recogió por caridad desde niño, pues los criados tuvieron asco y miedo de contagiarse. El mudo, por señas dio a entender que le agradaba mucho el trabajo, tomó de la mano a María Asunción, bajaron al segundo patio y delante de ella comenzó a descoser y sacar la lana del colchón, y a sacudirla, hasta que encontró el papel que voy a enseñar a usted y que entregó a la ama de llaves, con muestras de contento.

El padre Martín sacó de la bolsa un sobre de papel grueso, donde estaba escrito de puño y letra de don Pedro lo siguiente:

Examen de conciencia. Cualquiera que encuentre esta carta, la entregará a María Asunción, y ésta la pondrá inmediatamente en manos de mi amigo el padre Martín, único que queda autorizado para abrirla; si cae en otras manos, ruego que sin averiguar el contenido sea quemada, pues a nadie pueden interesar las faltas de un humilde pecador.

—¡Qué capricho! ¡Qué cosa tan rara y extravagante! —dijo Teresa examinando la carta que le había entregado el padre Martín—. En efecto, es su letra, no cabe duda —añadió al devolvérsela.

—Ahora —prosiguió el padre Martín—, vea usted lo que contiene.

—¡Ah! no —dijo Teresa—, ¿para qué he de saber los pecados de don Pedro?

—No haya cuidado, lea usted, que la letra está bastante clara.

Teresa tomó un cuarterón de papel grueso, florete español, que doblado en cuatro había sacado del sobre el padre Martín y leyó:


El dinero de Aurora lo tiene don Juan Alonso Quintanilla, y no lo entregará sino al que se presente, lo salude, le estreche la mano y le diga al oído: Jesús María y José.

Doscientos cincuenta mil pesos pertenecen a mi pupila Teresa, como producto, hasta la fecha, de sus casas y haciendas. Nada deben sus bienes y no hay más que ver al Escribano don Simón N., que tiene los recibos y escrituras, y no será necesario más que tildar algunos gravámenes. Las donaciones hechas a establecimientos de beneficencia, a huérfanas y a monjas, tienen una cláusula secreta y serán válidas si reciben la aprobación de Teresa. Este dinero está en la casa de Fernández y Compañía, ganando un rédito de 3 por 100 anual. Tiene obligación de entregarlo un mes después de haberle notificado que se va a retirar de su poder, pero no lo hará sino entregándole el fragmento de papel incluso, del cual tiene la otra mitad. Precauciones necesarias desde que fue asaltada mi casa por los ladrones.

Con el padre de Arturo tuve varios negocios, y según mis cuentas resulta que le soy deudor de una suma aproximadamente de cincuenta y cinco mil pesos. Si el joven se casa con la muchacha Celeste, con la que parece ha tenido relaciones ilícitas, encargo al padre Martín que se los entregue en el acto, pidiéndolos en la casa inglesa de Mac-Farlane, donde tengo mi caudal, que consiste en seiscientos mil pesos, parte en oro, y lo demás en el Banco de Londres.

Encargo al padre Martín que queme cuatro paquetes de cartas de mujeres que están en el secreto interior de mi escritorio, y que entregue a Celestina los papeles que puedan comprometerla en materia de dinero. Le dejo a la misma Celestina la casa de San Cosme y cincuenta mil pesos en dinero. Confieso mi debilidad: es la mujer que más ilusión me ha hecho de cuantas he tratado.

Del resto de mi caudal podrá disponer el padre Martín de la manera que lo crea mejor para obras de caridad y provecho de mi alma.

La repentina aparición de Teresa, cuando yo la creía positivamente muerta, pues así me lo escribieron de la hacienda de «La Florida», me ha causado tal impresión, que he resuelto cambiar de conducta, hacer una confesión general y reconciliarme con esas personas que he perseguido a causa de la pasión loca que tuve por Teresa desde que creció y la vi tan hermosa, y cuya pasión fue disminuyendo desde que conocí a Aurora y a Celestina.

Preparo mi confesión general; por lo que tenemos de mortales hago estos apuntes que serán la base de mi testamento.
 

Teresa se quedó abismada al concluir la lectura de tan extraño documento, y temblándole la mano, como si tuviese en ella una carta escrita en el otro mundo, se la devolvió al padre Martín.

—Lo que llama mucho mi atención —dijo el padre Martín colocando en el sobre el papel— es por qué fue a esconder en una basta del colchón tan interesante documento, y sin duda, desconfiando hasta de la antigua ama de llaves, se valió del mudo que nada podía revelar. Comprendo ahora por qué se removía tanto en el lecho y la causa de sus horrorosas contorsiones. Él quería indicarme el lugar donde se encontraban escritas y resueltas las preguntas que yo le hacía y su conciencia y su religión se lo ordenaban, pero la avaricia, unida con la esperanza de recobrar la salud, se lo impedían. Se figuraba que decirme su secreto y morir, todo era uno, y por el contrario, si lo callaba y no hacía testamento, tendría todavía larga vida. Ésta es por lo común la preocupación de la mayor parte de los ricos que enferman gravemente, y habrá usted sabido de muchos que han muerto sin hacer testamento y sin confesión.

—¿Y qué hay qué hacer ahora, padre? —le preguntó Teresa.

—Lo más urgente y lo que primero era necesario, ya lo hice. Fui a ver a Quintanilla, que por su puesto sabía el fallecimiento de don Pedro, le estreché la mano, le dije las palabras sacramentales, y el dinero de Aurora está a mi disposición, y por lo que pudiera suceder, lo he trasladado en calidad de depósito a la casa de O…

A la casa de Fernández y Compañía avisé (aunque sin permiso de la dueña), que necesitábamos del dinero, y está conforme en entregarlo, y cuando lo haga se le dará el fragmento de papel que entre tanto guardaré cuidadosamente.

Fui también a la casa de Mac-Farlane y está conforme, pero no hará ninguna entrega de dinero ni papeles sin orden judicial, en lo que creo tiene mucha razón; así no hay que perder tiempo, pues el horizonte está muy oscuro y no sabemos si en la misma capital tendremos otros días de balazos. He mantenido en secreto todo esto, y por ahora no lo deben saber más que los interesados. Lo que importa es denunciar el intestado, que ustedes pongan sus negocios en manos de un buen abogado, y obrando con actividad se aprovechará el tiempo.

—Luis, el marido de Florinda, es mi apoderado —le contestó Teresa—, y no tardará en venir. Cada vez que es posible, se reúnen los amigos en esta quinta y pasamos el rato platicando, y a esto llamamos una velada, pero esta noche está dedicada a usted. El padre Anastasio asiste y nos alegra con su buen humor, pero las más veces se escapa a su recámara a rezar. ¡Extraño que no haya venido!

—Es hombre muy delicado y querría dejarme en toda libertad para hablar con usted. En cuanto a lo del abogado, es negocio de ustedes. Me parece bien el que han elegido, y aunque poco lo he tratado, lo juzgo hombre de juicio. Para lo que se ofrezca puede buscarme a cualquiera hora en la Profesa.

El padre Martín se levantó del asiento, dio unos paseos a lo largo del salón, y con un aire de embarazo y vacilación concluyó por volverse a sentar, queriendo comenzar otra conversación distinta, pues el asunto que había tratado parecía por entonces terminado.

Teresa, aprovechando la oportunidad, quería también hablar, pero no hallaba términos bastante expresivos para significar su reconocimiento al virtuoso eclesiástico.

El doctor Martín, que quizá lo adivinó, encontró la manera de reanudar la conversación.

—No, no hay que pensar en darme las gracias —dijo con voz decisiva—; no es necesario, pues es el simple relato de un asunto y el cumplimiento de un deber. En el mundo, y a pesar del retiro en que vivo, vienen negocios repentinamente y no se puede prescindir de darles alguna solución. Fui el confesor de la madre de Aurora, soy el confesor de ella, fui amigo o conocido de don Pedro, y de esto me han venido estos pesares, pues para mí, Teresa, más son pesares que negocios.

—Lo comprendo perfectamente, y eso mismo iba a decir a usted, pero no hallaba de pronto palabras bastante significativas…

—No, no es necesario, hija mía… ya propósito, ¿dónde está el joven que fue el comandante de la Concepción?

—¿Arturo?

—Cabalmente, Arturo —respondió el padre.

—Está aquí, pero no sé lo que ha pasado. El mismo día que con la venida del general Santa Anna terminó la revolución, y llegó a la quinta, y desde que lo vi, me dio un vuelco el corazón. En su semblante se reconocía el sufrimiento y se me figuró que hasta la desesperación. Se ha encerrado en sus piezas y ni yo ni sus amigos hemos podido sacarle una palabra, o si ellos saben algo, me lo ocultan. Dice que está cansado y enfermo, y ruega que lo dejen en completa quietud.

—Va usted a saberlo. Teresa, y este es otro de los asuntos que me ha traído aquí, bastante triste y desagradable por cierto.

Teresa, curiosa y alarmada, acercó su sillón al del padre Martín.

—Tan luego como cesó el fuego y se estableció un mediano orden en la ciudad, lo primero que hice, y aun antes de pensar en buscar a don Alonso y a Fernández y Compañía fue dirigirme al convento de la Concepción, que se me dijo había sido el que más fuertemente atacaron las tropas del Palacio. Tengo varias hijas de confesión, y sobre todo Aurora, a quien deseaba hablar para restituirla inmediatamente a su casa o a la de su amiga Florinda. Llegué precisamente en momentos supremos. Vea usted lo que pasó. Los nacionales se habían retirado desde muy temprano y no encontré más que a un cantinero y a unos cargadores que recogían botellas, trastos y armazones y sillas, de que estaba lleno el local que eligieron para el cuartel.

Las torneras, muy contentas, contando lo bien que habían sido tratadas por el joven comandante y por los nacionales, y comprando fruta y provisiones, pues todo el rumbo estaba lleno de vendedoras.

La mayor parte de las monjas acababan de oír en el coro bajo la misa del capellán y de rezar sus oraciones y se retiraban a sus celdas, cuando una madre tornera subió con una carta en la mano para Aurora, diciendo que era de la quinta de San Jacinto, y de parte de usted.

—Yo no he escrito ninguna carta a Aurora —dijo Teresa interrumpiendo sin querer al padre.

—La superiora tomó la carta, pero como sabía por la misma Aurora las relaciones de amistad que la unían con usted, y también por las especiales recomendaciones que yo le había hecho en favor de la joven, en vez de abrirla y leerla se la entregó.

Aurora, pagada a su vez de esta atención, rompió el sello de la carta, la abrió, pasó los ojos por ella y cayó al suelo como herida por un rayo. Las religiosas, curiosas y asustadas, socorrieron a Aurora, comenzaron a dar voces y tomaron la carta que Aurora tenía estrujada en una mano. La superiora les impuso silencio, recogió la carta, las envió a sus celdas, designando dos o tres para que levantasen a la que creían muerta, pues estaba morada y apenas daba señales de vida, y la llevasen a su celda, y a otras ordenó que corriesen a la portería para que encargasen a alguno que buscara un médico y me avisaran a mí. No obstante mi edad y la debilidad de mis piernas, que no me sostienen ya bien, subí de dos en dos los escalones y me encontré ya en la celda a la desventurada joven, que había sido colocada en su lecho por las religiosas. El médico del convento, que llegaba en ese instante a saber si había ocurrido alguna novedad en los días de la revolución, se encontró con la enferma. A poco llegaron dos médicos más, y opinaron de conformidad que un golpe de sangre a la cabeza, producido por una violenta emoción, ponía en peligro la vida de Aurora, y que si lograba escapar quedaría o loca, o imbécil, o baldada. Le aplicaron inmediatamente las medicinas necesarias, y cuando yo me retiré lleno de consternación, se había logrado que abriese los ojos, pero no me conoció ni pudo hablar. La dejé muy recomendada a la superiora y ordené a los médicos que no se despegasen de la cabecera de la cama, turnándose para conciliar el que pudiesen hacer sus visitas. Debe usted pensar, Teresa, que no soy insensible, y muchas veces la aspereza y severidad de mi lenguaje disimula sentimientos tan tiernos que no cuadran bien ni a mi edad, ni a mi carácter de eclesiástico. En toda la noche no pude pegar los ojos y tuve delante la cara renegrida de Aurora y sus ojos azules fijos que se clavaban en mí y que me querían decir algo y no podían. Apenas amaneció, cuando estaba yo en la puerta del convento, y siglos me parecieron los minutos que me hicieron esperar antes de abrirme la puerta. Encontré a la pobrecita de Aurora un poco aliviada, me conoció, me miró con cierta expresión, en fin, los médicos no responden de su vida, pero dan muchas esperanzas.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Teresa—. He estado en una verdadera agonía mientras usted me ha referido esta inmensa desgracia. Creí que el aliento me iba a faltar ¡Gracias a Dios! Vivirá, sí, vivirá la pobre muchacha, tan generosa, tan buena. No amaría yo más a una hermana si la tuviera. ¿Y la carta que ha estado a punto de matar a esa infeliz criatura?

—Aquí está. Léala usted —le contestó el padre Martín entregándole un papel ordinario medio sucio y estrujado.

—De Arturo —dijo Teresa desdoblando el papel y recorriéndolo precipitadamente—. Ya lo había pensado. Una locura de este muchacho que tiene un carácter tan susceptible…

—Lea usted.

Teresa leyó:


Don Francisco ha contado en el cuerpo de guardia tu escandalosa historia. Eres una vil y miserable mujer. Mi primer movimiento después de haber castigado al insolente, fue entrar al convento y hacerte pedazos delante de las religiosas, pero reflexioné que la única arma con que debía herirte era el desprecio. En cuanto al afortunado amante, poca me parecerá toda su sangre. ¡Ah! querías un marido para que cubriera tu falta. Has esperado verme arruinado para comprarme con tu dinero. ¡Miserable!

Arturo.
 

—¡Qué horror! —dijo Teresa tirando la carta al suelo como si hubiese tenido en la mano un animal ponzoñoso—. ¿Será verdad que ese malvado… y que Aurora alucinada, engañada tal vez?…

—Pura y limpia como la nieve —dijo el padre Martín levantando la vista y enclavijando las manos—. Pura y limpia como la nieve, Dios lo sabe.

—¡Pobre Aurora! —exclamó Teresa—; y yo sospechaba también. Con razón la ha matado esa carta, pero por Dios, padre Martín, es necesario que Arturo no sepa nada de esto, su estado me parece tan delicado, que si no pierde el juicio es posible que se suicide y nos dé un pesar de que no nos consolaremos jamás. Lo llamaremos antes de que vengan los amigos que faltan, trataremos de persuadirle que ese don Francisco no es más que un calumniador, que Aurora es la misma mujer, buena, sincera y leal que ha conocido, y si Dios quiere que vuelva a la salud, casándose con ella la curará radicalmente y reparará el mal que le ha hecho. Usted me ayudará en esto, ¿no es verdad?

—Y como que sí, Teresa, con todo mi influjo. Mis ideas se han modificado mucho, e increíble le parecerá a usted, es un hombre común del pueblo, un soldado que tienen ustedes aquí, que es en el fondo un hombre de bien y que ama a ustedes como si fueran su Dios, ha operado esta transformación. Muchas veces el niño que pretende vaciar el mar con una Conchita, da lecciones a los doctores de la ciencia. ¿Pero cuál es su idea de usted?

—Que hablemos con Arturo. Él nos contará a su manera lo que ha pasado, y entonces usted lo persuadirá de que nada hay que manche la honra de Aurora, que son calumnias, en fin, ya veremos. Comenzará por negarse a una reconciliación, pero poco a poco irá entrando en razón, y lo mismo hará usted con esa desgraciada. La esperanza será más eficaz que todas las medicinas. Los dos se calmarán. Las mujeres conocemos más que ustedes estas cosas. Voy personalmente por Arturo, porque si lo mando llamar con un criado, es seguro que no saldrá de su recámara.

El padre Martín, severo, inflexible, se hallaba, sin pensarlo, mezclado en aventuras amorosas. Se levantó de la silla, y mientras Teresa fue en busca de Arturo, se quedó tristemente paseando a lo largo del salón.

XIII. Las veladas de la Quinta.—Velada tecera (continuación)

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA TERCERA

Continúa

Antes de diez minutos regresó Teresa a la sala.

—Me ha costado trabajo, pero consiente en venir a hablar con usted. No tardará.

En ese momento se presentó Josesito muy agitado.

—Celestina no ha podido, venir esta noche. Las emociones de estos días, el riesgo que he corrido en tan inútil y ridícula campaña, y más que todo el último lance que tuvo Arturo en el convento con uno de esos pillastres aventureros que abundan en México, le ha puesto tan nerviosa, que tiene los dedos de los pies y de las manos contraídos, y no puede ni vestirse ni dar un paso. Como tengo noticias de sumo interés que comunicar a ustedes, me ha permitido que venga a pasar la noche a la quinta, me encarga que la disculpe y prometa a nuestra buena y amable Teresa que no faltará a la siguiente velada.

—Josesito había dicho esto sofocándose, esforzando la voz, quitándose y poniéndose el sombrero y sin reparar en el padre Martín, que se había apartado y estaba medio oculto entre las cortinas de una de las diversas ventanas.

—¡Qué desatento, por no decir qué mal educado soy! ¿No es verdad, señor doctor? —prosiguió dirigiéndose al padre—. Entré sin saludar… perdóneme usted, tenía tanto qué decir a Teresa…

El padre Martín inclinó la cabeza y le tendió la mano, que Josesito estrechó con respeto, respiró y tomó asiento.

—Nada sabemos de lo que ha pasado —dijo Teresa—, y Florinda y yo hemos estado como prisioneras e incomunicadas en esta quinta.

—¿Y el capitán y Valentín y Bolao? —preguntó Josesito.

—Manuel y Valentín, en el momento que estalló el pronunciamiento se presentaron en Palacio, pues dijeron que como militares ese era su deber —contestó Teresa—. Parece que no confiaron mucho en ellos, y no les dieron mando ninguno, de lo que mucho me alegré, pero les previnieron que permaneciesen en la Comandancia para ocuparlos en cuanto se ofreciese la ocasión. Como tienen amigos en todas partes, no sólo han estado perfectamente, sino que tuvieron ocasión de enviarme un piquete de caballería que con el pretexto de cuidar la calzada ha cuidado esta casa, y no hace dos horas que se ha retirado. Esta tarde, Valentín y Manuel han sido llamados por el general Santa Anna.

—¿Y Bolao? —preguntó Josesito.

—No se ha separado de aquí —le contestó Teresa—, en todos estos días, sino uno que otro momento para indagar lo que pasaba y darme razón. Me contentaba con saber que nada había sucedido a los amigos; sin embargo no ha cesado mi inquietud sino cuando terminó esta guerra.

—De Luis ni les pregunto, porque lo veía los más días haciendo su servicio en el batallón Victoria.

—Arturo es el que me tiene con mucho cuidado; desde que volvió se ha encerrado en su cuarto, y trabajo ha costado que coma algo. Por más que he hecho, no he podido sacarle una palabra —dijo Teresa—, y antes de que salga a hablar con el padre Martín, sería bueno que nos contase usted qué es lo que ha pasado.

Josesito refirió con alguna exageración el espléndido banquete de los guardias nacionales en el cuartel de la Concepción; la escandalosa historia que contó sin disfrazar siquiera el nombre de Aurora, ni omitir la más insignificante circunstancia, y el merecido castigo que Arturo había infligido al vil calumniador, a reserva de matarlo más adelante.

—Ya se explica —interrumpió Teresa muy alarmada—, la situación de Arturo. ¿Conque hay pendiente un duelo a muerte? Ese desafío salvaje no se verificará ¿no es verdad, señor doctor, lo impediremos y usted me ayudará?

—Y como que sí —contestó el padre Martín—; lo impediré, aunque debiera costarme a mí la vida.

—No tendrán ustedes ningún paso que dar, porque el duelo no se verificará, y voy a explicarles.

—Respiro —dijo Teresa—; ya me figuraba que Josesito se había de anticipar a mis ideas.

—Nada he puesto de mi parte, ya verán ustedes. Un cierto Miguelito, que es cabo de la 4.ª compañía del batallón de Mina, y que por cierto toca admirablemente la guitarra, cuando yo acabé de contar el terrible lance que me iba a costar la vida en la plazuela de la Santa Veracruz, tomó la palabra, y aunque pretendió disfrazar los nombres, no hizo más que revelar el de las muchachas de que se trataba, de manera que los que las conocían se daban de codo. Se trataba de Elena y de Margarita. Las desacreditó a no poder más, al grado que Arturo, ya molesto, lo llamó aparte, le reconvino y lo desafió, pero lo mejor fue que Joaquín Bandera, que estuvo para casarse con Elena, se hallaba allí y escuchó todo. Había buscado al músico por el mar y por la tierra, sin poderlo encontrar, porque cambiaba de nombre y se disfrazaba, y la ocasión se lo presentó. Muy disimuladamente llamó aparte al atrevido calumniador, se lo llevó a un rincón del convento, le dio una golpiza de padre y muy señor mío, le apretó el pescuezo y lo dejó medio muerto.

—¡Qué escándalos! —dijo el padre Martín—; y si así se portan los que defienden la religión, ¿qué se puede esperar de los puros que no la tienen?

—Son historias de cuartel, señor doctor —continuó Josesito—. Personas virtuosas y retiradas como usted, no conocen esas alegrías; pero nosotros, hombres de mundo, pasamos el rato, y qué quiere usted que haga el soldado cuando está en campaña. No apruebo el que se quite el crédito a nadie, y yo jamás lo hago, pero ya ha visto usted que los calumniadores no quedan sin castigo. Ese músico, que cuando Arturo lo conoció se había puesto un nombre casi italiano y se dejaba llamar Migueletti, puede que haya muerto, se lo llevaron en una camilla improvisada, y los médicos han dicho que es una congestión cerebral. Qué congestión debía de ser; Joaquín, que es amigo mío, me lo contó todo, se ofreció a ser el padrino en el duelo, y yo, deben de suponer que no podía en este lance abandonar a Arturo, que es como mi hermano. Como saben ustedes, vino el general Santa Anna, de San Luis, y con su llegada a la hacienda del Salto, donde lo recibieron los Mosso, y después a la villa de Guadalupe, donde los canónigos lo traen en las palmas de las manos, terminaron los balazos, la guardia nacional volvió a sus cuarteles, y los puros se quedaron con un palmo de narices.

Luego que lo permitió el servicio, Joaquín y yo nos echamos a buscar al mentado don Francisco, que encontramos por fin agregado al batallón Victoria, pues es un arrancado fachendoso que le gusta figurar entre la aristocracia. Me dio un gusto cuando lo vi; tenía todavía las narices como un tomate de la soberbia bofetada que le dio Arturo. Los dos jóvenes Adalid se prestaron a servirle de testigos y arreglamos el duelo a diez pasos, y tirar hasta que uno de los dos, o los dos, cayesen muertos.

—¡Pero esto es un crimen, un horror! —exclamó Teresa.

—¡Qué quiere usted, Teresita! —prosiguió con mucho aplomo Josesito atusándose el bigote—, así se venga entre caballeros el honor ultrajado. ¿Qué juez puede volver la reputación y el aprecio de esa desgraciada Aurora, ni qué castigo sería bastante para el que la ofendió? Una bala, una bala en la chapa del alma —continuó diciendo Josesito con entusiasmo—. Una bala, no hay otro remedio, aunque eso nunca podrá ser de la opinión del señor doctor, ni de Teresa.

—Jamás, jamás; esas son barbaridades —respondieron en coro el padre Martín y Teresa.

—El desenlace es de lo más original —continuó diciendo Josesito—. Quedamos Joaquín y yo en reunirnos a las cuatro de la tarde con los testigos en la fuente grande de la alameda para elegir el terreno y fijar la hora, y cual fue nuestro asombro cuando nos entregaron una carta que les había dirigido don Francisco. Aquí la tengo, voy a leerla y ustedes juzgarán lo que es ese miserable bribón.


Muy señores míos:

Mucho les agradezco el servicio que me han hecho, prestándose a servirme de testigos en el proyectado duelo con ese mequetrefe de Arturo que desprecio y no es digno de batirse con un caballero como yo. La manera infame y traidora con que me acometió y el haberme cogido las manos los compañeros, me impidieron vengarme y hacerlo pedazos en el cuartel, pero tendré tiempo para ello y mi venganza ha de ser pública como la afrenta.

He cambiado de opinión, no me bato sino con un igual a mí, y en este momento soy el conde de San Juan de Granada, pues justamente acabo de recibir cartas de España. Mi tío ha fallecido y me ha dejado su título y su caudal, y marcho mañana a Europa.

En cuanto a Aurora, estoy dispuesto a devolverle su honra y le haré el favor de darle mi nombre y de hacerla condesa de Granada, y como es de una figurilla regular, un poco blanca y simpática, hará su regular papel entre la aristocracia de Madrid.

Si ese Arturo pretende continuar haciendo el papel de don Quijote, puede escribirme a Madrid, donde tendré la satisfacción de darle un puntapié, en la Puerta del Sol.
 

—No me morí de la rabia cuando acabé de leer esta carta —dijo Josesito—, porque Dios es grande. Indignados los cuatro que habíamos recibido esta sangrienta burla, resolvimos buscar al vil y menguado don Francisco y matarlo a bofetadas. Trabajo inútil, como si lo hubiera tragado la tierra. Lo que supimos es que se ha levantado con los fondos de los clérigos que le confió el mentecato negrillo diplomático que fungía de comisario, y se ha escondido y se marchará a Europa, no a heredar el condado de San Juan de Granada, sino a disfrutar del dinero que se ha robado, y dicen que la cantidad es muy regular y que la tenía en onzas de oro. Esto me explica por qué se cerró la comisaría de los polkos el mismo día que llegó el general Santa Anna, y no ha sido posible el dar con el comisario para que me pagase cosa de diez días de sueldo que me debía.

—Qué infamia y qué maldad —exclamó el padre Martín indignado—. Apenas pueden creerse estas cosas, y el mal que han causado.

—La conducta de ese hombre se le puede llamar negra —dijo Teresa—. Se conoce que ese personaje, aunque vista como caballero, no es más que un ordinario de la peor especie, capaz de dar una puñalada en la espalda a Arturo, y que no tiene valor para atacarlo de frente, pero sea como fuere, de pronto me alegro, porque no se verificará el duelo, y temblaba yo pensando que no habría modo de disuadir a ustedes si el don Francisco hubiese aceptado.

—Lo que hemos hecho es dar parte a la comandancia y al gobierno del distrito, acusando al don Francisco de haberse alzado con los fondos de dos batallones. El mismo comisario lo ha acusado también, y quizá caerá en Puebla, donde debe estar a estas horas, o en Veracruz al embarcarse. Con qué gusto lo vería yo con una cadena al pie sacando lodo de las atarjeas.

—No hay que decirle nada a Arturo del estado en que se encuentra Aurora, ni enseñarle la carta de ese villano. Veremos cómo lo calmamos, y José nos lo traerá al salón, pues ya ha tardado más tiempo del necesario para hacer su tocador.

—¿Pues qué ha pasado con Aurora? —preguntó Josesito.

Teresa le impuso brevemente de lo ocurrido, tratando de disminuir la graveddad en que estaba Aurora.

—¡Dios eterno! qué desgracia tan grande ha caído sobre Arturo y sobre todos nosotros. Yo no sé, pero si encontrase yo a ese don Francisco, poco me parecería para comérmelo vivo, y en el fondo, todo es una mentira, una jactancia. Aurora es una señorita, en la extensión de la palabra, y demasiado orgullosa para sucumbir a un ordinario semejante. Pura vanidad y jactancia, nada más.

—Bastante lo sé —dijo el padre Martín—, y si no fuese por…

En esto Arturo se presentó en el salón, andando lenta, solemnemente, como la sombra de Hamlet. Su fisonomía, pálida y descompuesta, sus cabellos que se erizaban en su cabeza, su mirada tristísima, daban miedo y compasión. Algunas horas habían bastado para marchitar su lozana juventud. Sus espaldas cargaban años y años como si fuese un viejo, y su corazón, de donde tuvo que arrojar el alma ardiente de Aurora, que había entrado la noche del supremo beso delante de la estatua del bienhechor del convento, quedó seco y marchito, muerto.

Teresa y el padre Martín se lo quedaron mirando tristemente.

—¡Los destrozos que hacen las pasiones! —dijo en voz baja el padre Martín.

—¿Está todo arreglado? —le preguntó Arturo a Josesito sin saludar al padre.

—Ya te diré —le contestó José fingiéndose el alegre—, pero dame la mano, saluda al padre Martín, nuestro bueno, nuestro sincero amigo ¡qué diablos! no hay que dejarse abatir y todo tiene remedio en esta vida. Siéntate y hablaremos.

Arturo se dejó caer en un sillón. Nadie se atrevía a comenzar la conversación ni era fácil, hasta que Teresa rompió un embarazoso silencio que había durado más de diez minutos.

—Josesito nos lo ha contado ya todo; el miserable hombre que tan villanamente calumnió a Aurora se ha escondido, ha huido, estará ya en camino para Veracruz; tú no podrás batirte con él, Arturo, ni es necesario, pues bastante castigado está. Un hombre que recibe en público una bofetada y no repara su ofensa en el acto mismo, no es un caballero, sino un ser despreciable que no merece más que un puntapié; así es asunto concluido, el día que lo encuentres, y no lo encontrarás fácilmente, tienes derecho de escupirle la cara, o llevarlo a una prisión por delito de robo, pues parece que se ha apropiado algo que no es suyo.

—José los ha engañado, y se lo agradezco. Ha querido evitarte un pesar, Teresa, y que impidieras se verificase un duelo que es absolutamente necesario. Pues que ese malvado ha destruido mi felicidad y me ha matado, los pocos alientos de vida que me quedan quiero emplearlos en matarlo, no, no en matarlo, en aniquilarlo, en hacerlo trizas, en triturarlo en un mortero, de modo que su carne y sus huesos corrompidos sean una masa informe y asquerosa —y al decir esto se levantó del sillón crispando los puños; su mirada, abatida y lánguida, se encendió con el fuego siniestro de la venganza; su rostro pálido se tiñó de púrpura, y su cuerpo, flojo y como descoyuntado, tomó un vigor y una dureza repentina, como si su estatura hubiese aumentado algunas pulgadas, y como si la fuerza de Hércules hubiese empapado sus músculos y sus nervios—. ¡Matarme él a mí! ¡Oh! no, imposible; el que tiene miedo y el que ha cometido un crimen como un asqueroso reptil, muere y no mata. A tres pasos de distancia no me haría daño su bala, y le he dispensado el honor de batirme con él por no parecerme a él y ser un asesino. De otra manera lo habría matado en el cuerpo de guardia, y todos los soldados juntos no habrían podido arrancarlo de mis garras.

Arturo se paseaba agitado, crispaba y abría y entreabría las manos figurándose que sus dedos eran las uñas formidables del león, y de sus labios ardiendo con la fiebre, se desprendía una leve y sanguinolenta espuma. Era un frenesí, un delirio contenido y reconcentrado algunas horas dentro del cuerpo de Arturo, y que salía y se desbordaba a la primera palabra que le había dirigido Teresa.

El padre Martín estaba aterrorizado. En su larga pero sosegada vida, no había visto una explosión igual ni más espontánea de un corazón devorado por la venganza y por los celos.

Josesito quería acercarse, acariciar, decir algo a Arturo, pero éste, con una mirada terrible, lo alejaba.

Agitado, cerniéndose sin poder contener sus nervios, con los dientes cerrados y los dedos contraídos, dio dos o tres vueltas al salón, y después, como si un soplo fresco y bienhechor hubiese calmado un momento la ardiente fiebre, volvió hacia donde estaba Teresa, le tomó la cabeza con las dos manos y la colocó sobre su corazón.

—¿Para qué te había de decir todo esto, Teresa? ¿Para qué afligirte a ti, mi buena amiga, mi hermana, mi madre idolatrada? porque tú has reemplazado a mi madre; ¿para qué darte a ti, Teresa, otro pesar, cuando los pesares no caben ya en tu corazón?

—Sí, Arturo —le dijo Teresa—, eres mi hijo, y si tu buena madre te amó, créelo, te amo yo como ella. Desahógate, sí, echa de tu corazón este veneno que lo devora y que te hará perder la razón. Tus amigos se interesan en tus penas y las aliviarán.

El padre Martín, que tenía la evidencia que Aurora, ligera, voluble, alegre, frívola, al parecer, era sin embargo el tipo acabado de la mujer casta y honesta, sufría verdaderos tormentos al estar presenciando los efectos que habían producido en Arturo las emponzoñadas palabras de un calumniador. La podre muchacha, inerte y casi moribunda en el lecho de una celda, y el amante, con una especie de locura furiosa; tal era la obra del prostituido aventurero que ya antes se había vendido a don Pedro por unos cuantos pesos. No pudo contenerse ya y tomó la palabra.

—Arturo —le dijo—; el lamentable estado de vuestra alma me afecta profundamente. Cuanto la experiencia de un viejo y la religión de un sacerdote puedan, tanto así haré para aliviar ese profundo y terrible mal que os está devorando. Aurora, esa Aurora que está en el convento y que…

El padre Martín quizá para calmarlo había creído conveniente hacerle saber la enfermedad de Aurora, pero Arturo no lo dejó continuar, y apenas oyó el nombre de su amada, cuando abandonó a Teresa que le suplicaba con los ojos y le estrechaba las manos.

—Aurora —exclamó Arturo con la misma exaltación y vigor que al principio—, estaba aquí, padre Martín, aquí encerrada en este corazón donde tenía un trono; pero he arrojado para siempre a la pérfida, a la impura, a la miserable mujer, digna sólo de las caricias de seres tan viles como ella.

—Arturo, es menester reflexionar y escucharme.

—He reflexionado toda la noche —le interrumpió Arturo con un aire de ironía diabólica—. Me ensuciaría las manos con la sangre de esa mujer. La pude haber matado en el convento, nadie me lo hubiera podido impedir, y podía haberme fugado o suicidado, tampoco me lo podía impedir nadie; pero no, quise vivir para matar a ese aventurero, para vengarme del que ha tomado las primicias de la que era mi encanto, mi vida, mi Dios; para ella el desprecio, el desprecio en el grado más exagerado; con el pie la rechazaría yo si tuviese la desgracia de encontrarla.

—Arturo, Arturo, ¿qué estás diciendo? —exclamó Teresa con los ojos ya húmedos—, ¿cómo estás tratando a esa pobre muchacha?… Tendrás que arrepentirte toda tu vida de lo que has hecho con una mujer inocente. Arturo, son blasfemias las que están saliendo de tu boca. Desde que te conozco, jamás habías tenido un delirio semejante. Cálmate por la memoria de tu madre.

Arturo sonrió desdeñosamente, y volviéndose a José le dijo:

—Supongo que no has hecho más que una farsa al contar que ese don Francisco se ha escondido, y que todo está dispuesto para mañana a las cinco. Me he entretenido en limpiar y arreglar mi caja de pistolas de Manton, y está lista. Qué bala le voy a encajar en la mitad de la frente a ese bribón —y Arturo, pasando del furor a la alegría bailaba y se restregaba las manos y repetía—: Mis pistolas de Manton, qué bala le voy a encajar en la mitad de la frente.

Decididamente el muchacho había perdido el juicio.

Josesito, que vio que era imposible contrariarlo, y que contarle con verdad lo que había pasado no habría surtido más efecto que exaltarlo, le contestó:

—Todo está arreglado para mañana a las síes.

—Para las seis, bien, para las seis; no voy a dormir de gusto. Volveré a limpiar mis pistolas inglesas de Manton. Qué bala, qué bala le voy a poner en medio de la frente.

Diciendo esto se echó en el sillón, un sudor frío comenzó a correr por su frente, inclinó la cabeza sobre el pecho y perdió el conocimiento.

—No hay que alarmarse, Teresa —dijo Josesito acudiendo a sostener a Arturo—. Es una terrible crisis nerviosa; el golpe ha sido tremendo; en momentos se derribó el castillo de felicidad que Arturo forjó en su imaginación, pero ya pasará y ya compondremos estos amores que no creo rotos para siempre. Si logramos que duerma esta noche, mañana verá usted cómo han cambiado sus ideas.

Martín, el soldado, que a pesar de su confesión general seguramente escuchaba en la puerta, se presentó en el salón, y sin que nadie se lo ordenase tomó delicadamente a Arturo en sus robustos brazos y lo llevó a su recámara: Teresa y José le siguieron.

El padre Martín estaba también a punto de perder el juicio. Lo que le había pasado desde la agonía de don Pedro, hasta el momento en que estaba en la dolorosa velada de la quinta, era inaudito. Jamás había tenido en su metódica vida escenas semejantes.

Teresa regresó al salón un cuarto de hora después.

—Parece que está más tranquilo y que duerme —le dijo al padre Martín—. Martín y Josesito han quedado a la cabecera; Martín no se despegará, estoy segura de ello, y lo cuidará con más esmero que cualquiera mujer. Ese soldado es el modelo de la fidelidad, y tiene un apego a todos nosotros, que más bien parece nuestro padre que no un pobre soldado que está a nuestro servicio.

—Y tiene otra cosa mejor todavía, Teresa. Dice la verdad, y hay tan pocos en el mundo que la digan, que… y antes que se olvide. Tengo una casuca vieja, una verdadera bicoca frente al Canal de la Viga. Esta casa la he dedicado a Martín; le prometí algo, y cumplo, es todo… aquí traigo el borrador de una escritura que don Luis se encargará de hacer extender al escribano; si Martín no sabe firmar, el capitán o el mismo don Luis la firmarán…

—Y como que sabe firmar —dijo Teresa—, pero no hay necesidad, señor doctor. En casa vive como de la familia, nada le falta y no lo hemos de abandonar, y como según usted mismo sabe tenemos algo por beneficio de Dios, Manuel y yo cuidaremos…

—No hay que disputarme sobre esto, Teresa —respondió el padre Martín—. Yo no necesito más que 80 a 100 pesetas cada mes para vivir; no me quite usted el placer de hacer una dádiva a ese soldado, más benemérito que muchos de esos coroneles que se han estado disputando a balazos el poder. Después, ustedes le podrán dar lo que quieran. Ya me figuro a Martín retirado, viviendo en su casita, ordeñando una vaca, criando unas gallinas y pasando feliz y tranquilo los últimos años de su vida… ¿qué quiere usted? es una ilusión de viejo, sí de viejo, que no tiene ya, bendito sea el cielo, esas desastrosas pasiones que han conducido a las orillas de la muerte a dos jóvenes en la plenitud de la vida. Vamos, Teresa, tenga usted el papel, prométame darlo a don Luis, y sea usted dócil.

Teresa, conmovida con la sencillez y bondad de este hombre tan áspero en la apariencia, tomó el papel y besó respetuosamente la mano del doctor.

El ruido del carruaje de la quinta que había ido a México a traer a los amigos, interrumpió el diálogo. Teresa se levantó y los fue a recibir a la puerta.

Florinda se arrojó a sus brazos y le dio los besos de costumbre entre amigas que se quieren. El padre Anastasio y Bolao venían detrás platicando de los acontecimientos.

—¿A que no adivinas quién ha estado en casa?

—Pero saluda al señor doctor, mujer —le contestó Teresa procurando, para no disgustar a sus amigos, disimular las emociones que le habían causado las escenas que acabamos de referir.

—Ya sabía que el señor doctor nos honraba esta noche. El padre Anastasio me lo había dicho luego que subió al coche, pues fuimos a la Profesa a buscarlo, como le encargaste al cochero.

Florinda se acercó al padre Martín, lo saludó con la sonrisa en los labios, le tomó la mano y se la besó inclinándose con el mayor respeto.

—Bien, ahora di quiénes han estado en tu casa.

—Juan Bolao estaba allí, y con todo y que está de novio, no le disgustó cierto bigotito… ¿no es verdad, Juan? —continuó dirigiéndose a Bolao que entraba en ese momento del brazo del padre Anastasio.

—¿A quién no le han de gustar las cosas buenas? —contestó Bolao—; y aunque novio, no he perdido todavía el gusto, ni tengo el deber de ser estricto, severo y reservado como nuestros buenos amigos el señor doctor, que me dará su mano a besar, y el padre Anastasio, que me ha hecho el honor de darme el brazo.

Pasados los saludos y cumplimientos que fueron cortésmente devueltos por los dos eclesiásticos, Florinda, que ansiaba por dar noticias que tanto interesan a las mujeres, volvió a tomar la palabra.

—¿Para qué he de hacer que caviles, Teresa? Las que estuvieron de visita en casa, y por eso nos hemos dilatado un poco, eran nada menos que Elena y Margarita, acompañadas de Apolonia, la jalapeña tan bonita que concurría a la casa de Aurora; no pasa día por ella, y si tú quieres, con la edad se ha puesto más hermosa. ¡Qué muchacha, una manzana no es tan fresca ni tan encarnada como ella!… Verás, me contaron que el marido de Margarita murió repentinamente a consecuencia de una enfermedad interior que no le conocieron los médicos, sin duda se le reventó alguna vena; el caso es que el pobre hombre, que creo hacía un papel bien triste en la familia, falleció en Puebla, y desde entonces se retiraron a su hacienda con la mamá, doña Beatriz, que se ha puesto muy gorda. Como se suena mucho que los norteamericanos ya comenzaron a desembarcar en Veracruz y marcharán a Jalapa y Puebla, y tienen naturalmente miedo de permanecer aisladas y sin más compañía que el administrador, se han venido a refugiar a esta capital. La tía de Apolonia murió también en Jalapa, y la dejó de heredera de todos sus bienes, de manera que además de muy linda, es riquilla, no tanto como tú y como Aurora y como yo era, pero en fin, no le faltará. La mitad de las casitas del Paseo de los Berros le pertenecen, lo mismo que la casa en que vive en la calle Real. Por miedo también a los americanos, se fue a la hacienda con sus amigas, y ellas la han traído aquí. Es muchacha sola, independiente, rica y preciosa. Se va a casar con un hombre muy distinguido, que ha viajado por la Europa, muy elegante, de muchos amigos e influjo en el gobierno. El caso es que la muchacha está loca por su Francisco, que estuvo en Jalapa muchos meses cuando regresó de París, y que ahora se encuentra por acá diz que corriendo las diligencias para el matrimonio.

—¿Don Francisco dices que se llama el novio de Apolonia?

—Creo que así lo mentaron, pero no estoy segura de ello, porque como hacía tiempo que no nos veíamos, hablaban todas a un tiempo y me contaban tantas cosas que estoy todavía medio aturdida. Elena me dijo también que por una inesperada casualidad se había reconciliado con Joaquín, un guapo muchacho que fue su novio, y que quebró por celos de un tal Migueletti, su maestro de piano, pero todo se ha aclarado y es probable que se casen. Parece que están muy bien de intereses, pues en cuanto llegaron a México compraron un magnífico coche y un par de caballos ingleses que son muy raros, y se establecieron en una gran casa en la calle de Plateros. Como nosotros, se han estado encerradas durante la revolución, y ahora no piensan más que en su casamiento y en comprar cuanto encuentran en las tiendas de ropa. Alegres, amables y buenas como siempre, me han divertido mucho, y las hubiera detenido más, pero estaba inquieta por venir, y tenía que dejar antes a mi hijo en su colegio, para que no pierda más tiempo del que ha perdido y no le venga la idea de ser guardia nacional como a Luis, que bastante tiempo le quita el batallón Victoria. Lo esperé, no llegó a tiempo, pero ya lo sabe, tomará un coche y no dilatará en estar aquí.

Florinda tenía tanto deseo de poner en conocimiento de Teresa tan interesantes noticias, que habló sin descanso, y Teresa, de intento, no la había querido interrumpir. El buen humor de Florinda y de Bolao disiparon un poco la tristeza que habían impreso en el salón las conversaciones anteriores.

—Te dejé acabar, Florinda, y tus noticias nos han servido para mitigar la tristeza y el pesar que teníamos, y además pueden muy bien evitar una desgracia eterna a la preciosa jalapeña.

—¿Cómo? ¿Ha sucedido algo en la quinta mientras yo he estado ausente?

—Ya te contaré, vuelvo al momento —le respondió Teresa, y entró de puntillas al cuarto de Arturo, a informarse de su estado. Josesito dormía en un sillón; Martín de pie en la puerta como si hubiese estado haciendo su cuarto de centinela, y listo para escuchar algo de lo que se platicaba en la sala. Arturo, al parecer, tenía un sueño tranquilo. Teresa regresó al salón más contenta y refirió a Florinda y a Bolao lo que acababa de pasar.

Florinda, que era todo corazón y franqueza, se indignó hasta ponerse como una escarlata, e interrumpir con violentas exclamaciones la relación de Teresa.

—Es necesario impedir a toda costa ese matrimonio. Ese infame de don Francisco, como ha sabido que Apolonia heredó, lo que quiere es su dinero, y aunque no fuera eso, ¿qué suerte tan infausta se le espera a esa muchacha con un pillo semejante? Mañana me acompañarás, iremos a ver a la familia Olivares, informaremos a doña Beatriz, a Elena y a Margarita de la casta de pájaro que tiene por novio Apolonia, y ellas le abrirán los ojos e influirán en hacerla desistir del intento, y además, creo que maldito el amor que le tiene, ni hay razón para ello, no lo ha tratado lo bastante, pero las muchachas, tratándose de casamiento, cierran los ojos y no hay remedio. De cuántos pesares no me habría ahorrado yo, si reflexiono más antes de casarme con Argentón, que acabó con mi dinero y me llenó de pesares. No me quiero ni acordar… en fin, Dios ha recompensado mis penas dándome a Luis Cayetano. Cada día soy más feliz, y quiere a mi hijo como si fuera suyo.

Teresa aprobó los razonamientos de su amiga y quedaron en ir a visitar a Elena y a Margarita después del almuerzo, y pasar también a informarse al convento de la Concepción de la salud de Aurora.

Las pisadas de los caballos anunciaron que el capitán Manuel y el coronel Valentín habían llegado.

Manuel, como era su costumbre, antes de saludar a nadie se dirigió a Teresa, le tomó suavemente la cabeza entre sus manos y le dio un beso en la frente. Teresa le pagaba con una mirada, y esto era todo. Se amaban mucho, y naturalmente eran castos, y les bastaban los legítimos placeres del alma.

Valentín bajó la cabeza, saludó en general con mucha amabilidad y corrió en busca de Mariana y de Carmela, que estaban en su favorito bosquecillo de manzanos, y al oír el ruido que hicieron los caballos y la voz de Martín, venían a encontrarlo. Carmela no sabía todavía quiénes eran sus padres, pero se había establecido una intimidad tan grande entre ella, Mariana y Valentín, que el día que supiese que ellos eran, ni le había de coger de nuevo y los había de querer como si desde que nació la hubieran tenido a su lado. Teresa, seria, enemiga de escenas de teatro, había conducido así las cosas, y hacía que Mariana no se despegase de Carmela.

Juan Bolao, como al descuido, salió también a la huerta para saludar a su futura y darle cualquier chuchería, pues cuando volvía de la ciudad nunca venía con las manos vacías.

Valentín y Manuel, que habían pasado a su cuarto a quitarse el polvo, volvieron al salón. Estaban, no sólo satisfechos, sino un poco orgullosos. El general Santa Anna los había recibido muy bien, les había platicado de sus campañas desde el año de 1818, que estaba en la frontera de Texas. A Manuel lo había ascendido a teniente coronel, y dado a Valentín el grado de general de brigada, agregándolos a su Estado Mayor. El general Santa Anna había sido informado del brillante comportamiento de Josesito en la defensa del fuerte de la Concepción, y lo nombraba comandante de batallón del ejército permanente. Del pobre de Arturo, ni una palabra, como si no hubiese estado en el convento. También había sido informado de que un cierto mequetrefe llamado don Francisco, y que decía que era secretario de la Legación mexicana en París, había armado un escándalo en el convento, pretendiendo sacarse una monja, y además se había sumido con una fuerte suma de dinero perteneciente a la comisaría de los polkos, dejando a los batallones sin el haber correspondiente. Ya había dictado sus órdenes para que se buscase, y encontrado, se le filiase en un regimiento y marchase como soldado raso a la campaña. Con todo esto, Manuel y Valentín estaban encantados, pero la sucinta narración que se vio precisada a hacerles Teresa de la última aventura de Arturo, los desazonó completamente.

—¡Qué perra vida! —exclamó Manuel, dando una patada en el suelo—, nunca hemos de estar en paz, si no es una cosa es otra.

—Vamos —le dijo Teresa—, no hay que perder la calma ni ponerme de mal humor. Cuando te veo contento, gozo; así no turbes ese placer tan inocente. Arturo descansa en este momento, y ya habrá tiempo de que le hablen. Pasará la crisis nerviosa, y pensaremos la manera de componer sus negocios. Lo que importa también es que Aurora, esa tan querida amiga nuestra, recobre la salud y no vaya a perder el juicio. La carta de Arturo fue cruel, y se conoce que estaba fuera de sí, porque un caballero y un hombre bien educado jamás se permite escribir cosas semejantes. Tendré que regañarlo muy duramente cuando le haya pasado la crisis.

Josesito, que despertó del profundo sueño que lo había sorprendido en el sillón, oyó la voz del capitán y de Valentín y salió a hablarles, y desde luego le dieron la noticia de su ascenso a comandante de batallón, y de los elogios que había hecho el Presidente; añadiendo que le habían asegurado que no sólo era valiente, sino temerario, y que contaría con él para colocarlo en los lugares de más peligro.

De pronto Josesito se mostró muy complacido y se paseó a lo largo del salón, pavoneándose, sonriendo y contestando con monosílabos a los amigos, pero reflexionó sin duda en la posición comprometida a que lo podría conducir su elevada graduación militar, y se detuvo, inclinó la cabeza, se puso un dedo en la boca y permaneció inmóvil como una estatua.

Manuel y Valentín se echaron a reír.

—Bien pensado… yo agradezco mucho al Presidente la distinción y el honor que me ha hecho, pero valía más que me hubiese dejado a mi entera libertad. Tú, Manuel, que eres soldado de veras, formarás tu juicio y verás con cuanta justicia se me ha dado esta recompensa. Te contaré cómo estuvo el formidable ataque y la heroica defensa que hice del convento de la Concepción.

Valentín se había separado con Teresa a un rincón de la sala, y hablaban en voz baja.

—Voy, a hacer a usted, Teresa, que es la depositaria de nuestras penas y la buena consejera en nuestros conflictos, una confesión de la que se reirían Manuel y el mismo Josesito. Tengo el presentimiento de que en la primera acción en que tome parte, he de morir, y quisiera dejar arreglados mis asuntos, hacer en debida forma mi matrimonio y legalizar el nacimiento de Carmela. No es miedo, los soldados tenemos el deber de dar nuestra vida en el momento que se nos pida, y si de morir tenemos, vale más sea honrosamente en un campo de batalla; es una corazonada, y ya lo vé usted, estoy alegre, nada me importa lo que me suceda, y mi cuidado es por los que quedan en el mundo. Así, Teresa, mañana muy temprano nos vamos al Sagrario, Manuel, usted, Mariana y yo. Se verifica mi casamiento modestamente, y en el curso del día hago mi testamento, y dispongo de lo poco que tengo en Tampico, y doy los pasos convenientes para legitimar a Carmela. El favor de que gozo en el gobierno, me da muchas facilidades para concluirlo todo antes de entrar en campaña.

Teresa procuró tranquilizar a Valentín y de quitarle tan tristes ideas de la cabeza, pero el coronel insistió, y Teresa tuvo que prometerle que le ayudaría.

Martín anunció que la mesa estaba puesta, y la familia entera, porque le llamaremos familia a esta escogida reunión de amigos, ocupó sus asientos. Nada de champaña, ni de vivas, ni de brindis, ni de locuras. Aunque los acontecimientos habían sido, en lo general favorables, cada uno tenía un motivo de preocupación personal, y todos sentían también el desgraciado acontecimiento que tenía postrados, como se dice, en el lecho del dolor al simpático Arturo y a la hermosísima Aurora.

Luis, ocupado del día a la noche en mil asuntos, llegó cuando comenzaban a servir la cena.

La velada fue triste; Josesito mismo, preocupado con su nombramiento de comandante de batallón del ejército de línea, apenas habló dos palabras. Antes de las once, cada uno estaba en su recámara, y el padre Anastasio insistió en acompañar a Arturo toda la noche.

En la mañana siguiente, muy temprano, los carruajes de la quinta estaban listos. Manuel, Teresa, Valentín y Mariana, se dirigieron al Sagrario, donde el cura instruido de antemano, casó a Valentín y a Mariana.

Otro carruaje condujo a los dos eclesiásticos a la Profesa, y a Florinda a su casa, donde preparó un buen almuerzo a Teresa, para que en seguida hicieran a Margarita y Elena la importante visita, de cuyo resultado dependía la suerte futura de la bella jalapeña.

XIV. Las veladas de la Quinta.—Velada cuarta

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA CUARTA

Venga esa mano, Valentín, que quiero estrecharla y felicitar a usted por su regreso sano y salvo. Ya se convencerá que somos víctimas de preocupaciones y de funestas ideas. Estaba usted seguro que lo matarían en la primera acción en que se hallase, y nada le ha sucedido. Figúrese usted, Valentín, lo que yo habré sufrido desde que ustedes salieron de México, y mucho más con las fatales noticias que se divulgaron y que desgraciadamente han salido ciertas. Las mujeres no nos mezclamos en la política ni en la guerra, pero cuando personas tan allegadas toman una parte tan activa, es imposible permanecer indiferentes. ¿Cómo impedir que Manuel y usted acompañasen al general a la campaña? ¿Cómo persuadirlos que teniendo, como dicen los pobres, un pedazo de pan que llevar a la boca, no necesitan de empleos ni de grados, ni de condecoraciones y podían haber permanecido quietos en esta quinta como quien ve llover y no se moja? Hace tiempo que Manuel solicitó su licencia absoluta, pero en los momentos en que México está en peligro, en vez de dársela lo ascendieron a coronel y a usted le dieron el grado de general. Por más que ha sido terrible para mí esto, he tenido que disimular, y ni una palabra me he atrevido a decirle a Manuel, y en secreto he devorado mis angustias y mi inquietud, pero ya gracias a Dios están aquí buenos y sanos, y yo al menos en este momento tranquila, y lo que pasó, pasó ya, y no hay que acordarse de ello. Manuel no tardará en volver. Fue a informarse de la salud de Aurora, porque Arturo está muy inquieto. ¡Si usted viera cuánto ha sufrido y qué grave se nos vio! Josesito, que es excelente muchacho, pero que tiene el defecto de no callar nada, concluyó por revelar a Arturo la gravedad de Aurora y el terrible efecto que le hizo su imprudente carta, y me lo tiene usted otra vez enfermo y con la idea fija de que es el autor de un crimen, tanto más cuanto que el padre Martín logró convencerlo de que la muchacha está pura y limpia como el día en que nació. Naturalmente, le ha vuelto la pasión más fuerte, y al mismo tiempo el remordimiento, pero veo que está usted inquieto, Valentín, y voy a tranquilizarlo y a traerle a Mariana y a Carmela, y tendré gusto en que delante de mí se den un estrecho abrazo. Carmela, sin decirle nada, ha convenido en que ustedes son sus padres, y lo que yo decía, sin esfuerzo ha venido el cariño y el apego verdadero. Juan Bolao sólo esperaba el regreso de usted para casarse. Tiene de precisión que ir a las haciendas, y no quiere hacerlo sin estar en gracia de Dios, como él dice.

Teresa estrechó entre las suyas las manos del general Valentín, y salió en busca de Mariana y de Carmela, que ignoraban la llegada de los valientes campeones.

Uno tras otro fueron llegando los amigos; Manuel regresó con noticias muy favorables en todos sentidos. Aurora estaba muy aliviada, pero los médicos habían ordenado que no se le entregasen cartas ni se le diesen recados, que el reposo fuese absoluto, porque de lo contrario estaba expuesta a una recaída de la que no escaparía. Dos religiosas la acompañaban constantemente, y el padre Martín se había limitado a informarse de su salud sin querer subir a verla. En cuanto a la guerra y a la política, las cosas no andaban tan mal. La ciudad, repuesta del estupor que le causó la derrota del ejército mexicano en Cerro Gordo, había vuelto a su diario bullicio y a su habitual alegría.

Josesito fungía de ayudante en el Palacio, y no traía las mismas noticias sino muy tristes y contrarias.

—Lo primero que se necesita para la guerra —dijo—, es dinero, y dinero no lo hay, ni de donde sacarlo; el general Anaya, sin embargo de ser hombre de una calma inalterable, está muy apurado y deseando que acabe de llegar Santa Anna para entregarle el mando.

»Además —continuó diciendo Josesito—, he sabido con mucha reserva por un comerciante que llegó de Veracruz, que Rugiero viene de comisario con los americanos, repartiendo el oro como si fuesen granos de maíz, y conquistando con esto los pueblecillos y rancherías, de modo que cuando llegan las tropas enemigas se encuentran con harina, con carneros y toros para matarlos y comer raciones como para gigantes.

»Además —prosiguió—, en armas somos muy inferiores. Esos rifleros del Mississipi, son peor que el mismo demonio. Traen unos rifles que se cargan no sé cómo, pero mientras nuestros soldados tiran un balazo, ellos disparan diez, y donde ponen el ojo, allí ponen la bala. Las granadas son del tamaño de un cántaro, y las bombas del tamaño de un chochocol, de esos de nuestros aguadores. Tamaños hombrotes, muy fuertes, comiendo cuatro o seis libras de carne casi cruda en el almuerzo y otras tantas en la comida, y bebiendo wiskey y aguardiente como si fuese agua. ¿Qué va a quedar de nuestros inditos con esos grandes y pesados fusiles descompuestos en su mayor parte, que apenas pueden manejar, y reducidos a comer arroz y tortilla o a no comer nada en veinticuatro horas? No hay que hacerse ilusiones, la gente está alarmada, y detrás del general Santa Anna vendrán los americanos, y ya verán que no me equivoco, pronto los tendremos aquí. Ya les di mis noticias tal como las he oído… y además, se me olvidaba… y esto sí es evidente, porque a mí me han convidado con mucha reserva y me han encargado que les hable a ustedes. Los puros por un lado, y los conservadores por el otro, se mueven, y unos y otros están conformes en no dejar que Santa Anna ocupe la Presidencia, ya hablan algo de traición, y lo menos que dicen es que sabe tanto de militar como de obispo, que como le sucedió en la Angostura y sucede siempre en México, la primera acción se gana, pero la batalla se pierde al fin.

—Ya preveía estas cosas el general —dijo Valentín—, y por eso nos envió en comisión y con instrucciones amplias. Contamos con el partido moderado y no se atreverán contra el general Anaya, porque los haría pedazos. Las tropas dispersas que se han reunido estarán muy cerca de aquí, mañana en la madrugada Manuel y yo saldremos a encontrarlas y a comunicar al general en jefe el resultado de nuestra comisión. Por ese lado creo que podemos estar tranquilos.

—Eso no sabía yo —dijo Josesito—, y me alegro, porque en este momento, suceda lo que sucediere, yo no tengo más partido que el de la patria y el gobierno. Pero ya que la velada la dedicamos a la guerra, pues que por ahora no tenemos más que guerra por todas partes, hagan el favor de referirnos cómo diablos se fue a perder esa batalla de Cerro Gordo en las posiciones tan ventajosas que ustedes habían escogido.

—Eso te parece a ti —dijo Manuel—, y a los que no conocen esos lugares. Las posiciones no podían ser peores, y por eso hemos perdido, y también porque el general cuando está al frente del enemigo, no escucha observaciones ni admite consejos. Su valor personal y la fortuna que lo ha acompañado en la mayor parte de sus campañas, le inspiran un desprecio absoluto del enemigo, y aborrece tanto a los yankees desde que le derrotaron y lo tuvieron preso en San Jacinto, que quisiera hacerlos pedazos a todos, y esto le parece muy fácil. Figúrense ustedes una espesa e intrincada serranía, con estrechas veredas para ir de un punto a otro. Allí la caballería, en vez de servir estorbaba. ¿Qué carga podían dar soldados que iban uno detrás de otro y que eran cazados como venados por los rifleros americanos? Una batería en un cerro, otra en el de más allá, sin fortificaciones concluidas y sin enlace y pronta comunicación unas fuerzas con otras, de modo que perdida una batería servía al enemigo para emplearla contra nosotros; la caballería, como era consiguiente, se hizo remolino, logró escapar por una vereda, y cuando se vio en terreno más amplio se retiró tan aprisa que hasta Puebla vino a parar esparciendo la noticia de nuestra derrota. Luego que hablamos con el coronel Robles, nos persuadimos que íbamos a perder redondo. El enemigo volteó la posición, y ya todo fue confusión y desorden. Valentín, que tiene más confianza con el general, se atrevió a hacerle alguna observación en los momentos que recorríamos a caballo la línea. El general se detuvo, se lo quedó mirando con esos ojos de águila que tiene.

—Si no hubiera yo visto a usted, Valentín —le dijo—, cómo se portó en Tolome, diría que tiene miedo.

—Mi general —respondió Valentín—, mándeme usted ahora mismo donde haya mayor peligro y verá que soy el mismo que tenía usted a su órdenes en Tolome.

—No hay necesidad, aquí todos corremos peligro; oiga usted las balas cómo silban cerca de nuestras orejas; pero no hay cuidado, estamos… (era su ritornelo favorito) vamos a triunfar.

Un cuarto de hora después, el cerro del Telégrafo era atacado furiosamente; unas líneas de azul oscuro que por el color del uniforme formaban los soldados americanos en las montañas, se iban desdoblando como los pliegues de una serpiente, y avanzando y haciendo fuego a pesar de la metralla de nuestras baterías. La resistencia de algunas posiciones fue heroica, en otras ni entraron en acción los regimientos. Los yankees avanzaban y la voz corrió de que estábamos cortados, y era verdad, pues a la retaguardia de nuestro campo apareció haciendo fuego una fuerza enemiga. Robles lo había previsto.

El general en jefe, hecho una fiera, se lanzaba a lo más reñido del combate y alentaba a los soldados unas veces, y otras los llamaba cobardes y les daba de fuetazos; pero todo era inútil: la confusión creció y cada cual trató de huir sin hacer caso ni de los toques del clarín, ni de las voces de mando, ni de las amenazas. Valentín y yo, casi a fuerza, sacamos de aquel infierno al general, porque realmente era un infierno. El calor abrasador del sol, el fuego del cañón y de fusilería, el incendio de un bosque y el humo denso que cubría la serranía, pues no soplaba ni el más leve viento, hacían aquel paraje inhabitable, y si la acción dura dos horas más, mexicanos y yankees hubiésemos perecido de sed y de insolación. Me costaba trabajo hablar, pues tenía la garganta ardiente y la lengua pegada al paladar. Si me hubiesen pedido diez mil pesos por un vaso de agua, hubiera dado sin vacilar una orden, aunque fuese con lápiz, a Teresa, para que los pagase.

—Y veinte mil que hubieran sido —dijo Teresa, que no quitaba los ojos de Manuel escuchando con vivo interés lo que decía.

—El que en mi juicio contribuyó mucho a la dispersión y al desorden —dijo Valentín—, fue don Francisco, y no sé si le viste y fijaste tu atención en sus palabras. Un cantinero que tiene la mitad de la cara negra y que nos cobró cuatro pesos por cada copa de Jerez, fue uno de los que también gritaba: estamos cortados, no hay por donde escapar. El general le aplicó un buen fuetazo en las espaldas y me ordenó que lo pasara con mi espada.

—¡Pero qué demonios tenía que hacer el cantinero y el cobarde bribón de don Francisco en Cerro Gordo? —dijo Arturo con exaltación luego que oyó semejantes nombres.

—Creí que ya te lo había contado —le contestó Valentín.

—Ni una palabra de ello; me dijiste cómo escapaste milagrosamente de caer prisionero al comunicar una orden, saltando un ancho barranco que sólo pueden saltar los caballos de «La Florida» educados y enseñados por Juan Bolao.

—Calla; eso no se cuenta en la velada, se queda para nosotros solos —le contestó Valentín en voz baja y dándole con el codo.

—Bien, sácame pronto de la duda. ¿Qué hacía ese cobarde e infame don Francisco que se escondió por no batirse conmigo?

—Después de todo, no dejó de darme lástima; el sargento Pinillos se encarnizó mucho con él —dijo Manuel—; pero cuenta ese episodio que hasta cierto punto nos interesa, puesto que se trata de un enemigo de Arturo.

—Castigado suficientemente. Van ustedes a ver. El comisario de los polkos era protector decidido del tal don Francisco, y lo había ya logrado colocar en una legación como agregado, con una corta gratificación para que con este título pudiese casarse con una muchacha rica.

—Con Apolonia, sin duda —dijo Teresa.

—Ésa, ésa sin duda —continuó Valentín—; pues este animal, por no llamarle otra cosa, en vez de portarse bien y granjear a su amigo el comisario, le hizo perdedizos unos botones de brillantes, y últimamente se había robado cosa de diez mil pesos de la comisaría, correspondiendo así la confianza que se había hecho de él nombrándolo pagador auxiliar. El comisario ocurrió inmediatamente a la comandancia militar a quejarse, y le echaron mano al mismo tiempo que venía a pedir su pasaporte para Jalapa. Protestó y dijo que eran calumnias, que entregaría sus cuentas. No hubo compasión. Se le amenazó con fusilarlo si no entregaba el dinero, el que tenía ya cambiado en libranzas, que entregó con tal de que se le perdonara. Así que el comandante tuvo las libranzas en su mano, lo mandó con un ordenanza bien recomendado a uno de los regimientos de infantería, donde lo filiaron, lo raparon y le dieron su fusil, un uniforme de munición y unos cuantos varazos en la espalda. Comunicando la víspera de la acción general diversas órdenes a los jefes de los puntos, me encontré con el tal don Francisco, que me rogó, casi con lágrimas en los ojos, que lo mandase retirar de las filas, protestándome que prestaría sus servicios donde yo lo mandase; pero no tenía facultades para esto, y el coronel del cuerpo no lo habría tampoco permitido. Cuando don Francisco perdió la esperanza echó mil maldiciones y dijo que les había de pesar el haberlo tratado tan bárbaramente y que se vengaría.

—No puse cuidado —respondió Manuel—, pues estaba observando el movimiento de la línea enemiga y fui además a darte la orden de que buscaras al coronel Cano.

—Pues bien —continuó Valentín—, don Francisco quedó echando ternos, y aunque le prometí hablarle al general en jefe no lo hice. ¿Quién había de ocuparse en esos momentos de salvar a un bribón, y bastante tenía que hacer en estos momentos? Encontré a Cano a poca distancia, y los dos volvimos al lado del general en jefe. El enemigo atacaba de frente al batallón en que estaba don Francisco, y el batallón mexicano, firme, haciendo regularmente un fuego nutrido que aclaraba las filas de los de uniforme azul. Repentinamente una voz seguida de otras gritaron: estamos cortados, estamos envueltos, se nos ha vendido, y al mismo tiempo se desprendió corriendo una compañía entera a cuya cabeza estaba don Francisco. El general en jefe, que observó este desorden, picó su caballo, y nosotros tras él. Indignado y furioso tropezó su vista con un sargento viejo a quien personalmente conocía, como nos contó después, por haber sido su asistente cuando era coronel.

—¡Pinillos! —le gritó colérico—; ¡corra usted a dar de balazos a esos cobardes que comprometen la acción en estos momentos!

—El sargento Pinillos, con unos quince o veinte soldados corrió tras de los dispersos, disparándoles de balazos. Unos volvieron inmediatamente a las filas, y otros cayeron heridos o siguieron corriendo desaforadamente. Don Francisco tropezó y rodó entre las piedras del cerro; y allí lo alcanzó el sargento; con la culata del fusil le abrió la cabeza, se encarnizó con él y le dio tantas heridas por todas partes, que lo hizo un sangriento picadillo. Yo llegué tarde, conduje con el sargento Pinillos multitud de dispersos a las filas, y el batallón comenzó a retirarse en orden haciendo fuego, y nos libertó de caer prisioneros, pues, en efecto, estábamos rodeados y apenas pudimos ganar una estrecha y peligrosa vereda a la orilla de un barranco profundo. El cantinero, que también gritó que estábamos cortados, abandonó los restos de sus provisiones, que esperaba vender a precio de oro; corrió como si tuviera alas en los pies, y no sé si escaparía o quedaría muerto en la refriega que siguió, pues el enemigo llegó precisamente cuando nosotros, seguidos de una turba de dispersos, descendíamos a una barranca profunda, y hasta ahora no puedo ni imaginar por qué milagro no caímos en el horrible precipicio. Los americanos no nos siguieron de pronto, y creyendo que el general se había ya metido en su coche, lo rodearon, y desengañados de que no estaba allí, destrozaron el carruaje a balazos, y Benito, el cochero que había sido de Aurora y que se acomodó en palacio para esta expedición, escapó detrás de una mula que recibió los tiros, y arrastrándose unas veces y fingiéndose muerto otras, llegó a la vereda, y en la noche se nos presentó. Perdió el general todo su equipaje y nosotros los nuestros, pues se apoderaron del carro en que iba el dinero y nuestros baúles. Derrota completa.

—Te interrumpiré un instante —dijo Josesito—; don Mariano, el filósofo tendero, está bueno y sano en su casa y con mucho dinero. Perdió botellas, vasos y barriles y carretón; pero ganó oro. Como Benito el cochero, se hizo el muerto, y para mayor seguridad se cubrió con tres o cuatro muertos, y no sabe él mismo cómo desnudó a un soldado americano y se vistió de azul; y así en la confusión y revoltura, fue caminando con precaución hasta llegar a Jalapa. Allí volvió a vestir su traje mexicano, y con unos arrieros, que salían de la ciudad para evitar que les embargasen las mulas, llegó a Puebla, y de allí a esta ciudad en la diligencia. Corrió tantos peligros, que todavía tiembla sólo de acordarse; pero se consuela con las onzas que trajo. La viuda es una buena mujer, no fea, y ha tenido un gran consuelo cuando le referí en compendio las aventuras de Carmela. La hija, muy linda y muy bien educada. La viuda, como lo sabe bien Valentín, es de buena familia; recibió buena educación y se dedicó a la enseñanza de niñas y tuvo un colegio muy acreditado en la calle de la Acequia. No se sabe cómo fue a dar a la tienda del Sol Mexicano, a enamorarse de don Mariano el filósofo y hacer compañía con él, y continuar en esa peligrosa casa de empeño que se quemó al fin. Prosigue ahora tu narración y cuéntanos cómo escaparon de tantos peligros.

—Y como que los corrimos más que en la misma batalla. El general, con la herida de la pierna, abierta, sangrando y sangrando también su corazón de rabia y de despecho por haber perdido la batalla, subió con trabajo otra vereda difícil y resbaladiza que nos condujo en el lado opuesto de la barranca; pero, como el enemigo seguía nuestros pasos y lo teníamos a la vista, tomamos el camino para la hacienda del Lencero, lugar para mí memorable, pues allí me encontré con Arturo hace años y nada faltó para que lo matase. Tenía gana de volver a esa casa y descansar, pues a pesar de mi fuerte naturaleza, el calor y el polvo calizo me habían ocasionado un mal de garganta al punto de no poder articular una palabra.

—Allí descansarían por fin y estarían al abrigo de ser perseguidos por los vencedores —dijo Teresa.

—Precisamente nada faltó para que cayésemos en sus manos. Los yankees no perdieron tiempo. Del campo de Cerro Gordo marcharon inmediatamente a Jalapa, y casi al mismo tiempo que nosotros, llegaba una columna de soldados azules con dos piezas de campaña. Dimos la vuelta, nos alejamos y la noche nos sorprendió entre barrancas y precipicios, ríos y riachuelos, y sin rumbo fijo ni saber a dónde iríamos a parar, vagamos hasta que a las dos de la mañana llegamos a la hacienda de Tuzamapa. Creímos por aquel momento terminada nuestra rápida peregrinación, y rendidos de fatiga y hambrientos, nos pareció que del cielo habían bajado unas tazas de leche y de café y unas tortas de pan que nos dio el administrador, y nos habíamos reclinado en los sofás del salón, cuando escuchamos unos tiros de fusil. Un mozo que el dueño de la hacienda tenía apostado, llegó diciendo que el enemigo había sin duda descubierto nuestra pista y se acercaba. En el acto montamos a caballo, y nos lanzamos en medio de una noche tenebrosa por veredas y senderos desconocidos y escabrosos de esa intricada serranía que está entre Jalapa y Orizaba, a donde no llegamos sino al segundo día, teniendo que pasar ríos crecidos, que cargar al general, que por su mutilación no podía montar ni apearse del caballo, y alimentándonos con tortillas duras que con trabajo se conseguían en los ranchos donde hacíamos alto algunos momentos. Esta marcha fue tan penosa, que en mi vida militar no había hecho otra peor, y me recordaba la que me había hecho hacer el pícaro administrador de «La Florida» por cañadas, puertos y barrancas que me parecían hasta de otro país. El general, desde que nos separamos del sangriento campo de batalla, enmudeció completamente y se limitaba a contestarnos con la cabeza o con monosílabos las preguntas que indispensablemente teníamos que hacerle. En cuanto llegamos a Orizaba, nos ordenó que con la velocidad posible siguiéramos a la capital para informar al Gobierno de lo ocurrido y prevenir una conjuración, pues suponía, y con razón, que sus enemigos no perderían esta oportunidad para lanzarlo del poder.

Llegar y desempeñar mi comisión, entrar en esta quinta, que es el paraíso, ver a Teresa, estrechar la mano de mis amigos, tomar un baño y dormir unas cuantas horas, y concluir el cansancio, y olvidar los padecimientos, todo ha sido uno. Estoy como si nada hubiese pasado, como si no me hubiese movido de aquí. Así es el hombre, olvida el dolor y la enfermedad en cuanto sana. No se acuerda del peligro cuando se ha escapado de él y queda el placer de contarlo a los amigos. Mi pobre y valiente caballo sufrió más que yo, pero estoy seguro que me salvó la vida y ha sido recompensado con un abrazo muy apretado en el cuello de la benéfica maga dueña de esta quinta, a quien lo he regalado, y de hoy en adelante ella lo cuidará y no saldrá de su cómoda caballeriza sino para dar un paseo por la calzada. He concluido la historia y me parece que no ha carecido de interés la velada.

—Más dichosa que las anteriores —dijo Teresa—, porque después de cortos días de ausencia, pero que me han parecido siglos, estamos ya reunidos.

—No puedo explicar lo que he sentido —dijo Arturo—, al oír la narración de la muerte de don Francisco. Habría preferido matarlo en un duelo, o tal vez mirándolo de rodillas, arrepentido, lo habría perdonado, pero ese es el destino de los cobardes. Huyendo de un peligro caen en otro mayor. Se figuró que en el desorden y confusión consiguiente de la guerra no habría quien le pidiese cuentas y podría escapar impunemente con el dinero, marchar a Jalapa, casarse allí o aquí en México con Apolonia y después dirigirse a París y pasar allí por un rico y noble americano. El miedo lo hizo correr y desertar. Si se está firme y no abandona el batallón, quizá hubiese escapado como tantos otros, pero él se ha buscado su muerte.

XV. Las veladas de la Quinta.—Velada quinta

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA QUINTA

Es de tal manera singular y extraordinario el carácter de los mexicanos, que cualquiera cosa que se cuente de ellos, por rara que sea, no está lejos de la verdad.

Al asombro y temores que causaron en el público las exageraciones sobre el tamaño de las bombas americanas, el tiro certero de los rifleros del Mississipi, la ferocidad y fuerza hercúlea de los invasores, y al pánico que se apoderó de la ciudad entera por la derrota de Cerro Gordo, sucedió, no sólo la conformidad, sino la alegría, de modo que cuando se tuvo la noticia segura de que los norteamericanos habían salido de Jalapa y caminaban lenta pero seguramente sobre Puebla y México, la ciudad se movía y agitaba activamente como esperando una espléndida y desconocida festividad, en vez de un sitio con todos sus horrores o de una serie de batallas con toda su sangre y sus desastres.

Nada en aquel momento de rostros pálidos, ni de gentes aturdidas queriéndose esconder, ni de llantos y gemidos; por el contrario, curiosidad, confianza, deseo de que cuanto antes comenzase la lucha, en la que los medio salvajes voluntarios deberían recibir el castigo merecido a los que injustamente invadían el territorio. La ciudad, que pocos días antes estaba desguarnecida, repentinamente presentó el aspecto de una gran ciudadela, y parecía que de la tierra habían brotado nuevos soldados; los guardias nacionales que se habían dado de balazos en las calles, volvían a sus cuarteles reconciliados y amigos como si nada hubiese pasado, y el general derrotado en las ardientes serranías de Veracruz, se presentaba de nuevo en la capital más decidido que nunca a seguir la lucha y triunfando con su sola presencia en la capital, de las asechanzas de los conspiradores. Todo esto se había conseguido con los activos trabajos de Valentín y del capitán Manuel que, siguiendo las instrucciones del general en jefe y las del general Anaya que ocupaba la presidencia, no descansaban en todo el día, hablando a los generales y jefes de los cuerpos, a los diputados y ministros, exagerando unas veces, mintiendo otras, e intrigando, y amenazando, y consiguiendo, en fin, poner desconcierto a los conspiradores, levantando los ánimos y dando tiempo a que llegase el general Santa Anna. Josesito, sin ser el depositario de todos los secretos, ayudaba mucho, y Teresa sola era la que recibía las confidencias y sabía lo que realmente pasaba.

Tal era el estado que presentaba la sociedad mexicana en los memorables días del mes de Agosto de 1847. Sea por un motivo, sea por otro, las gentes estaban en una constante agitación, y cada uno, según su familia, negocios e intereses, pensando la manera mejor de hacer frente a eso terrible y desconocido que se acercaba, y que la ligereza del carácter mexicano calificaba de pronto como una fiesta.

Valentín, Manuel, Arturo y Bolao habían salido muy de madrugada. Teresa almorzó ligeramente con Carmela, mandó poner el coche y las dos se dirigieron a la ciudad a hacer algunas visitas y proveerse de vinos, conservas, semillas y cuanto era necesario para pasar una larga temporada en la quinta sin necesidad de venir diariamente a la ciudad, que no dilataría en estar sitiada. Había dentro de la quinta, vacas, carneros, y gallinas y fuentes de agua pura que venía del desierto, y nada podría faltar. A todo riesgo y sin consultar a nadie, había resuelto Teresa esperar la tormenta en su casa, rodeada, si era posible, de sus buenos amigos.

Al caer la tarde, Teresa y Carmela regresaron a la quinta. Mariana, que había reasumido el gobierno de la casa, que había cambiado su traje característico por el vestido correcto de una señora, salió a recibirlas. A Carmela la trataba de hija, y Carmela, entre cariñosa y chancera, le contestaba:

—Pues que mi mamá Aurora está en el convento, y mi mamá Teresa me va perdiendo el cariño, fuerza es que tenga yo una madre, y ¿quién mejor que tú, Mariana?

Y Carmela al decir esto abrazaba a Teresa y le besaba las mejillas, y miraba a Mariana amorosamente, como queriéndole decir, lo mismo haré contigo cuando estemos solas.

—Tú eres una picaruela —le decía Teresa—, y quieres sacar con tus mimos la verdad, sin atreverte a preguntar directamente, pues bien, ya lo sabes, Mariana te quiere como a una hija, y así cuenta que es lo mismo que si fuese tu madre. Abrázala delante de mí, pues que lo haces cuando crees que no te veo…

Carmela reía, abrazaba a Mariana y salía corriendo del salón echando antes una mirada de inteligencia a las dos mamás. De este modo, nunca llegó el caso del golpe de teatro y de las lágrimas y gritos fingidos de las comedias que tanto repugnaban a Teresa. El mismo procedimiento seguían Mariana y Teresa para dar a entender a Carmela que Valentín era su padre, sin entrar en un género de explicaciones que Bolao cuando llevase algunos meses de ser su marido le haría en una oportunidad favorable. Así, sin violencia, vendría a conocer su historia sin tener que ruborizarse y sin las bruscas transiciones que hubiesen influido en alterar su carácter angélico. Teresa les había diestramente dedicado un departamento donde vivían en familia. Carmela, sin embargo, no podía olvidar a Aurora, no había día que no preguntase por ella y pidiese que la llevaran a visitarla al convento, pero habían convenido todos en ocultarle los últimos acontecimientos, y Bolao terminaba estas cuestiones prometiéndole que un día antes de que se celebrase su matrimonio irían a la reja a pedirle su bendición, y la bendición de un ángel tan hermoso, añadía Bolao, no dejará de aprovecharnos y hacernos muy felices.

Cuando Carmela, después de chancear, hacer preguntas y caricias y charlar como una cotorra, entró a su habitación a cambiar de traje, Mariana aprovechó la oportunidad.

—Ahora que estamos solas, niña Teresita, quiero imponer a usted de una cosa que me tiene con mucho cuidado y lo mismo a Martín.

—Ya te lo he dicho varias veces —le interrumpió Teresa—, que no me trates como si fuese tu ama. Eres la esposa nada menos que de un general, has adquirido las maneras de una señora, sabes llevar la ropa y te portas como la mejor madre de familia. Llámame Teresa como todo el mundo, y por otra parte así me gusta más. Ya no soy niña, al contrario, mira como se me conocen ya las canas.

—Los pesares y no los años —le contestó Mariana—, y por lo demás que ha dicho usted, primero me moriría que poderme igualar. El señor capitán y usted serán siempre, además de mis bienhechores, mis amos, y los trataré con mucho cariño, sí, pero con respeto. Delante de Valentín y de Carmela ya veremos como me compongo, no tenga usted cuidado.

—Pues dejemos eso, entonces; y haz lo que te sea menos molesto. ¿Qué me querías contar cuando te interrumpí?

—Martín —le respondió Mariana—, llamó mi atención, yo de verdad no lo había advertido. Desde el día en que acabó la guerra en la ciudad y Arturo volvió del cuartel, estaba ¿cómo lo diré?… estaba borracho de caerse. Qué lástima que en su edad y con las esperanzas y dinero que tiene, según me dijo también Martín, vaya a quedarse con ese vicio.

—¿De veras, Mariana?

—No he perdido un momento de observarlo, y cuando no bebe en la calle, lo hace en su cuarto. En su ropero tiene encerradas botellas de coñac y aguardiente.

—Muy bien has hecho de decírmelo y no continuará así. Yo le hablaré como lo podría hacer su madre, y te aseguro que me escuchará, pero… ha llegado un coche, ve quién es, porque Manuel y los demás salieron a caballo desde la mañana.

Mariana salió hasta el primer patio y volvió a poco acompañada de Arturo, el que se acercaba a pasos lentos, y sombrío y taciturno.

—No hagas hoy lo de siempre —le dijo Teresa con una voz muy cariñosa—. Apenas llegas, hablas cuatro palabras, te encierras en tu cuarto y nadie te vuelve a ver hasta el día siguiente. Estoy sola y me tienes que acompañar hasta que vayan llegando los de la casa y las visitas. Esta noche tendremos una interesante velada. Con lo que está pasando en la ciudad basta y sobra. Tú quedarás, y platicarás y te divertirás como los demás.

—Tienes tal influencia en mí, Teresa, que no puedo resistir, y tus insinuaciones son órdenes que no puedo dejar de cumplir —le contestó Arturo.

—Me alegro y sentémonos a tomar el aire fresco delante de esta ventana, y desde aquí veremos llegar a nuestras gentes, que no tardarán.

Teresa y Arturo se sentaron cómodamente en una de las grandes ventanas que daban a la huerta. La noche había ya cerrado, un viento fresco traía los aromas de tanta flor, las luciérnagas se levantaban de los prados, y las aguas que habían soltado los jardineros para regar se oían correr por los arroyuelos. Arturo sintió que esta escena sencilla y tranquila, en vez de aliviarlo, le cerraba el corazón. Los recuerdos de su vida desde que fue enviado a Inglaterra se agolparon en su mente. Recordaba también el ardiente beso de Aurora.

—Al fin el miserable murió aplastado como una serpiente; ¿para qué he de pensar en ello? —dijo recio.

—¿Decías?… —le preguntó Teresa.

—No me siento bien aquí —le contestó—. Si te parece, mejor estaremos dentro.

—Como quieras —le dijo Teresa.

Retiraron las sillas y vinieron a sentarse en los sofás del interior del salón. Martín entró con las luces.

—No hay tiempo que perder, y ya vendrán las visitas que he invitado para la velada de esta noche. Te voy por primera vez a regañar muy severamente, y es necesario, no sólo que me escuches con paciencia, sino que te enmiendes. Tú bebes, Arturo.

—Sí, es verdad, y mucho —contestó resueltamente.

—¿Y te parece eso una friolera? A tu edad, cuando eres ya un hombre, cuando vas a recobrar, merced a ese santo hombre que llamamos el padre Martín y la buena dirección de Luis, tu fortuna independiente, cuando tienes un porvenir.

—Sí, dices bien, un porvenir de horror, de sombras, de penas eternas. Se conoce, Teresa, que tú tienes tu corazón lleno y satisfecho, pero supón por un momento que Manuel te traicionara, que concibieses solamente una sospecha, y la sospecha es como una víbora que se introduce en el corazón, y por más que quiere uno echarla fuera, más se introduce y roe sin cesar día y noche y destroza el pecho. El sueño es un descanso, y el licor produce el sueño, el olvido, el descanso. Ya sabes la causa, por eso bebo. Es la verdad.

—Eres un insensato y un mal caballero, Arturo —le contestó Teresa con un acento un poco duro e irritado—. De personas como Aurora y como yo, no se sospecha. Niñas sencillas e inexpertas, pueden acaso ser víctimas de una sorpresa como Elena y Margarita, pero mujeres educadas por nuestras madres con los principios religiosos de una fuerza inquebrantable, pueden estar horas enteras platicando a solas con un hombre, sin que caiga sobre ellas ni la mancha más pequeña. No me vuelvas a decir esto. Aurora es una mujer toda orgullo y honradez, y eso la salvó, y la salvó también Carmela; ya te he repetido la historia, y por otra parte, tú lo decías hablando a solas: ese desgraciado tuvo una muerte desastrosa, y no hay que pensar en esto.

—Cuatro palabras tuyas me reaniman y me vuelven la vida, Teresa. No beberé más, te lo prometo.

—Bien, Arturo, bien, te lo agradezco como si fuera tu madre —le dijo Teresa estrechándole las manos—. El caso es que tengas carácter firme para cumplirlo. Sufres, ¿no es verdad? Un amor de años, una esperanza de años, una ilusión de años, ¿no es verdad? ¿Y todo perdido en minutos? Y el ídolo de tu corazón, sufriendo en un pobre lecho, en la soledad de un convento. Es para volverse loco y buscar el olvido en el vicio, como tú lo has hecho. Ya estuve la otra mañana largo rato en el convento platicando con la abadesa, y Aurora va bien, muy bien. El padre Martín ha encargado a las monjas que la asisten, que de cuando en cuando le digan que tú, Manuel, Carmela y yo, venimos dos veces al día a preguntar por ella al convento. Esto sólo la alivia, va bien, muy bien… y piensas que tú sólo sufres, ¿no tienes compasión de mí? ¿No se fija tu atención en mi mala estrella? Qué cosa más sencilla en la vida que casarse, y más fácil cuando se cuenta con los elementos del dinero, de la juventud y del mutuo cariño; ¿lo he podido yo hacer? ¿No parece una trama imaginada para escribir una novela y acumular en muchas páginas todo género de dificultades, hasta la amenaza de muerte en un caserón lóbrego y aislado? pero digo lo que tú. «Al fin el miserable murió de una manera desastrosa, y no hay que pensar en don Pedro.»

—No veo la razón ni el motivo para que hoy estés sufriendo inútilmente —le respondió Arturo—. ¿Por qué no te casas? ¿No lo ha hecho ya Valentín? ¿No lo va a hacer mañana Juan Bolao?

—¡Qué quieres! —le dijo Teresa con un profundo desconsuelo—, la sospecha es una víbora que roe el corazón; el presentimiento es un gusano que lo enferma; y eso que se llama presentimiento no es siempre cierto, pero no por eso deja de turbar completamente la serenidad de la vida. Tengo la idea fija de que si me caso con Manuel lo matarán en la primera campaña. Valentín tenía para él idéntico presentimiento y no salió cierto. Volvió de la batalla de Cerro Gordo sano y salvo, y hasta más grueso, como si los peligros y trabajos hubiesen contribuido a darle salud; pues no obstante ese ejemplo práctico, yo estoy cavilando día y noche con esa idea que no me he atrevido a indicársela a Manuel, y me he valido de diversos pretextos para diferir de un día a otro nuestra unión. El día que casamos a Mariana pudimos haberlo hecho también. Si por desgracia saliese cierto lo que yo pienso, ¿no tendría yo un remordimiento eterno? Por otra parte, ¿podría yo aconsejar a Manuel qué abandonase en estos momentos supremos sus deberes militares? No; no lo haría ni podría hacerlo aunque quisiese. No hay que pensar tampoco en esto, y lo que únicamente queda es resignarse y referirlo todo a la voluntad de Dios, que es quien tiene señalado el término de nuestra vida. Mis inquietudes, mis presentimientos y mis pesares quedarán aquí guardados dentro de mi corazón, y seré, si me es posible, la mujer fuerte de la Escritura, que triunfa de su débil organización.

Estos razonamientos, dichos con una completa calma y una profunda resignación, hicieron un efecto visible hasta en la fisonomía de Arturo, y como que descargaron su frente del peso de plomo que la oprimía.

—Vergüenza sería que un hombre fuese más débil y más pusilánime que una mujer —le contestó Arturo—, y desde este momento te juro que no haré sino tu voluntad, y si Manuel por sus compromisos militares tiene que arrostrar con los peligros de una lucha desigual, yo tengo los deberes de mexicano y haré lo que todos.

Fue interrumpida esta conversación con la llegada sucesiva de los personajes que ya conocemos, y con la de Elena, Margarita, Joaquín y Apolonia la jalapeña. Como si no hubiese guerra e invasión; como si el porvenir no estuviese preñado de desastres, aquellas gentes, ligeras y descuidadas de su suerte, se volvían locas de alegría de verse reunidas después de una larga ausencia, y todo se volvió chanzas, risas, preguntas, conjeturas y pronósticos. El padre Anastasio mismo y Luis Cayetano, tan graves y reservados, reían y estaban contentos, y aseguraban que el triunfo de los mexicanos era seguro, que los americanos, después de morder el polvo y recibir el castigo merecido a los que se atrevían a hollar con su inmunda planta la capital de Moctezuma, regresarían a Veracruz, se haría una paz honrosa y todas las cosas volverían a su estado habitual.

Josesito, que se apoderaba de la casa apenas llegaba, y Martín el soldado que lo secundaba, destaparon champaña y sacaron bandejas de pastelería, mientras Mariana, que no abandonaba el gobierno y dirección de la cocina, disponía un verdadero banquete.

No tardó en presentarse Martín y anunciar, con el respeto de costumbre, que la mesa estaba servida, y los concurrentes, sin ceremonias ni cumplimientos, se precipitaron al comedor. Teresa y Florinda colmaban de atenciones a sus amigas las poblanas, recordando las suntuosas tertulias de la casa de Aurora, y Apolonia, franca y sencilla, pues así era su carácter, tomó del brazo a Arturo, recordándole que habían sido novios en Jalapa, y que debían entablar de nuevo sus relaciones. La conversación fue animada, mejor dicho, insustancial e incomprensible, pues todos hablaban a un tiempo y se atravesaban las conversaciones de uno y otro extremo de la mesa.

Servido el café y los licores en el salón, Josesito, que era el maestro de ceremonias, dio la voz de mando, y los convidados abandonaron la mesa y entraron en el mismo desorden y más contentos después de haber gustado los buenos manjares preparados bajo la dirección de Mariana.

—Es necesario que cese este desorden —dijo con voz fuerte Josesito—, porque tenemos muchas cosas serias en que ocuparnos, pues precisamente estamos en el cráter de un volcán.

A esta intimación de José todos callaron, pensando que tendría que contarles algunas de sus historias, que nunca le faltaban.

—No deja de tener razón José, porque, según todas mis noticias, y ya saben de qué casa inglesa las tengo, son que los americanos reúnen sus fuerzas y artillería —dijo Luis—, y no tardaremos mucho en desengañarnos de cerca qué clase de gentes son.

—Eso, eso, cabalmente —replicó Josesito—. Bien lo saben Manuel, Valentín y yo que estamos en los secretos, pero la ordenanza militar no nos permite revelar las operaciones de guerra.

Todos, menos Celestina, rieron de la importancia que quería darse Josesito, pero él no se desconcertó.

—Ya he dicho y lo saben ustedes, que las novelas y comedias acaban con un casamiento, o con que se envenena la novia o el novio, pero como entre nosotros hay muchos casamientos pendientes y ninguno se ha de envenenar, es preciso no perder tiempo y que esta noche quede definitivamente convenido cuándo se han de celebrar esos enlaces. Aquí se halla mi buen amigo Joaquín, que, transformado por la gimnasia en un atleta, y transformado también su corazón, que era un poco débil e inconstante, se ha resuelto a unir su suerte con la bella Elena.

—Con el alma y con la vida —dijo Elena—, ese ha sido mi sueño dorado, ¿por qué no lo he de confesar delante de personas de confianza?

—Todo está listo y arreglado —dijo Joaquín—, y aun las donas. A pesar de las circunstancias, he comprado cualquier cosa, pero Elena sabe que el mejor regalo es un amante corazón.

—Pues mañana, mañana se pondrán en gracia de Dios —dijo Josesito.

—Si Florinda y el capitán Manuel tienen la bondad de apadrinarnos —dijo Joaquín.

—Con el mayor gusto —contestaron.

—Arreglado —dijo Josesito—. Vamos a otra cosa. Juan Bolao y Carmela son dos tórtolas.

—Calla hombre, no dispares —le interrumpió Bolao—; no me conviertas en tórtola.

—Como quieras, lo mismo es tórtola que pichón, y vamos al asunto. ¿Por qué no se casan también mañana?

—Digo lo mismo que el amigo Joaquín. Todo está arreglado, y compradas las donas. Si Teresa y Josesito tienen la bondad de apadrinarme.

—Con el mayor gusto —contestaron a un tiempo Teresa y José.

Carmela, más modesta que Elena, se puso encarnada y bajó los ojos.

—No hay que ruborizarse, muchacha —le dijo Bolao—. Pasado mañana serás toda una señora casada y con obligación de esperar a tu marido, de atenderlo, de revisar su ropa; vaya, no vas a tener lugar ni de cortar flores, ni de hacer tus meriendas debajo del manzano, pues yo seré un marido terrible.

Carmela se puso más encarnada y sonrió, echando una amorosa mirada a Juan Bolao, que en efecto era un guapo mozo, vestido sin exagerar la moda, con una propiedad y limpieza que daba gusto el verlo, y cautivaba por su naturalidad en el hablar y su franqueza. Era el verdadero tipo simpático del andaluz bien educado.

—Casamientos, y en seguida almuerzo y baile, y velada en la quinta —dijo Josesito.

—Lo iba a decir —añadió Teresa—, pero José dispone de esta casa y hace muy bien. Iremos a buena hora a la parroquia del Sagrario. Se convidará al doctor Martín, el padre Anastasio dará la bendición a los novios y volveremos juntos a pasar el día, autorizando a Josesito para que convide a esa buena doña Pepa que comenzó la educación de Carmela, y a su hija.

—Pero a don Mariano el cantinero no —dijo Arturo—. Es hombre fastidioso y no tiene otra conversación más que la de Voltaire y sus demás autores favoritos. No se le olvida la manía, y en tratándose de religión y de literatura francesa, es el mismo hombre que encontramos Manuel y yo en Jaumabe.

—No haya cuidado —dijo Josesito—. Yo traeré a la viuda y a su hija, y don Mariano, que está muy afanoso preparando una cantina para los guardias nacionales que van a salir a campaña, vendrá únicamente a recoger a su familia.

—Siendo así no hay inconveniente —contestó Arturo—. Mariana tiene naturalmente muchos deseos de conocerlas.

Alguno tocó a la puerta. Era el criado de Luis que venía con cartas y periódicos de la ciudad.

Luis salió a recibirlo, recogió la correspondencia, le dio sus instrucciones, lo despachó y regresó al salón. Había cartas del interior para Manuel y para Bolao, de Tampico para Valentín, y de diversos puntos para Luis. Las comunicaciones públicas entre Veracruz y Puebla se habían ya interrumpido, y el gobierno, sólo por medio de sus agentes secretos y de sus correos que venían por el centro de los montes, sabía lo que pasaba.

Los hombres abrieron sus cartas y las señoras se apoderaron y se repartieron un paquete de periódicos.

Apolonia tomó al acaso uno de ellos, lo recorrió, lo volteó y lo volvió a doblar, se fijo por fin, y comenzó a leer.

Repentinamente se escuchó un lastimoso grito.

—¡Dios mío! ¡Matado, y matado de una manera horrorosa!

Apolonia soltó el papel, se puso momentáneamente en pie como queriendo correr y salir del salón, dio dos o tres pasos, se puso blanca como una muerta, y cayó desmayada en la alfombra.

Teresa, Florinda y Celestina, y Elena y Margarita, se apresuraron a socorrerla y levantarla, mientras Manuel recogía el periódico. Era la noticia, con todos sus horrorosos detalles, de la muerte de don Francisco. Seguían muchos otros episodios de la batalla de Cerro Gordo, como la fuga de la caballería, el arrojo de Valentín y Manuel que salvaron al general en jefe cuando estuvo a punto de caer preso al llegar al Lencero, y muchas otras noticias de política y de la guerra, entre otras, la llegada de la vanguardia del ejército norteamericano al monte de Río Frío.

Martín, como siempre, se presentó oportunamente. Tomó entre sus nervudos brazos el bello y descoyuntado cuerpo de la jalapeña, y la condujo a una recámara donde le siguieron las señoras, quedando los hombres leyendo y registrando los diversos periódicos, y haciendo comentarios sobre lo que acababa de pasar.

—Espero que no será cosa grave —dijo Valentín—. La emoción y la sorpresa muy naturales para una muchacha. Estar próxima a casarse y saber de repente la muerte del novio, no es cosa para reír.

—Yo creo —dijo Arturo—, que Apolonia no estaba enamorada de ese pícaro; se casaba por casarse, y nada más; pero sea como fuese, ya está libre del riesgo. Se le harán las reflexiones convenientes y se calmará. Los periódicos evitaron a Florinda y a Teresa la mortificación de imponerla de la clase de personaje que era su futuro marido.

—Lo que dicen los periódicos y lo que nosotros sabemos —dijo Manuel—, nos indica que dentro de un par de días nos habremos ya comenzado a batir con los americanos, y es necesario aprovechar la ausencia de las señoras para formar nuestro plan.

—Creo que será un desmayo pasajero —dijo el padre Anastasio—, pero voy a ver si sirvo de algo, y al mismo tiempo los dejaré en libertad para que hablen. No quiero servirles de estorbo.

—¿Estorbarnos?, ¡qué idea! —dijo Manuel—, cuando usted ha sido siempre nuestro consejero. Nos traerá usted noticias de la pobre enferma, y nos dará sus consejos.

El padre Anastasio entró a las piezas interiores, y volvió a poco diciendo que Apolonia estaba mejor, y que Florinda y Elena comenzaban precisamente a imponerla del peligro que había corrido de unir su suerte y entregar su fortuna a un personaje equívoco, a un verdadero aventurero sin conciencia, que por sus mismas imprudencias y conducta desordenada, se había proporcionado un fin desgraciado.

El padre Anastasio tomó asiento, y los amigos comenzaron la sesión.

—En primer lugar, y como amigos íntimos y de confianza, les voy a hacer una confesión, que les suplico reserven, porque si se supiese por otras personas, me pondría en el más completo ridículo.

—¿Piensas que alguno de nosotros —le dijo Arturo—, sería capaz de revelar lo que nos confiares?

—Ni por pienso, pero hay veces que se platican sin querer cosas que al menos de pronto deben quedar en familia —contestó el capitán.

—Tiene razón el capitán —dijo el padre Anastasio—, y ha hecho bien de hacer esa advertencia.

—Quisiera yo mañana estrechar en la Iglesia la mano de Teresa y quedar casado. Las circunstancias actuales, impiden tal vez que el público se fije en nuestra manera de vivir, y para unos cuantos días, como quien dice, puede pasar, pero esta situación no puede prolongarse sin que la intachable reputación de Teresa se ponga cuando menos en duda, y ustedes comprenderán que esto me ha tenido y me tiene preocupado, pero tengo clavada en la cabeza una idea que yo mismo reconozco que es absurda, pero me ha sido imposible quitarme de ella, por más que he reflexionado seriamente. Si me caso con Teresa mañana, tengo por seguro que no cumpliré con mi deber y que me matarán. La primera bala de los rifles americanos será para mí. Por el contrario si no me caso, cumpliré con lo que debe un oficial a su patria y a sí propio, nada me sucederá, y terminada la campaña me uniré a Teresa, y sea aquí o en «La Florida», tendremos una vida deliciosa y exenta de cuidados y de sobresaltos. No hay que darle vueltas, ni que disimular nada. Es la confesión de un cobarde la que hago a ustedes, y por eso les he suplicado que guarden reserva.

Arturo, que había escuchado las confidencias de Teresa en el mismo sentido, comenzaba a hablar, pero reflexionó que no debía saberlas Manuel y dio otro giro a la conversación.

—Pues yo no tengo preocupación ni en un sentido ni en otro. Estoy tan aburrido de la vida, mi juventud se ha pasado entre esperanzas y decepciones, y mi porvenir es tan incierto, especialmente después del fatal lance con don Francisco, que me es del todo indiferente que me maten o no; tal día hará un año. Aurora recobrará completamente la salud. ¿Si la recobra olvidará la carta, ella tan altiva y orgullosa? ¿Se reconciliará conmigo, y aun suponiendo que me perdone, querrá casarse? Todo esto está en problema, así es que si no fuese por los consejos de Teresa y por la sincera amistad que me liga con ustedes, yo habría evitado a los americanos el trabajo de meterme una bala en la cabeza. Estaré en el punto en que la suerte me depare. Procuraré, sí, estar cerca de ustedes, y haré lo que todos hagan, y no seré menos que otro a la hora del peligro.

—Tenía yo la misma preocupación que tú —dijo Valentín dirigiéndose a Manuel—, y estaba seguro de que no volvía de Cerro Gordo, y ya lo ves, estamos aquí sanos y sin un rasguño, y por cierto que las balas pasaron muy cerca de nosotros. Es menester no hacer caso, echar al diablo esas ideas, y pasarse buena vida, y reír hasta el momento del combate, y allí portarse como nos hemos portado nosotros. Nuestra hoja de servicios está limpia, sin una falta, sin una nota.

—Fácil es decir que se deben desechar esas ideas de la cabeza, pero no se puede. Desde que me hicieron comandante de batallón del ejército de línea, se fijaron en mi cabeza ideas todavía peores que las de Manuel, y no me puedo quitar de ellas. Les aseguro que diera no sé qué porque se hubiese concluido la campaña en Cerro Gordo y no viniese a nuestra misma capital esa invasión de bárbaros. Yo he hecho mi testamento en toda forma, arreglado mis papeles y dispuesto las cosas como si nunca hubiese de volver a casa. Si escapo es una verdadera lotería. —Josesito inclinó la cabeza.

—Gracias a Dios que yo no tengo semejantes pensamientos —dijo Bolao—. Quizá también porque no soy militar ni siquiera guardia nacional y no tengo obligación de defender punto alguno. Eso no quiere decir que no haga yo lo que pueda como mexicano, y acompañe a ustedes como voluntario, pero en definitiva, yo tengo también obligaciones que cumplir. Mi general en jefe es Teresa. Soy su administrador, no me debo separar de su lado y estaré mucho mejor una vez casado y haré lo que ella me mande, sin pensar en otra cosa.

—Bien, muy bien hecho —dijo Manuel—, y pensaba recomendarte que obrases así, pero veo que no hay necesidad. Lo que quiero saber es la opinión de nuestro buen amigo el padre Anastasio, y a él le toca hablar.

—Cada uno tiene sus ideas —contestó el padre Anastasio—, y quizá las mías son contrarias a las de ustedes, pero voy a hablar tal como lo siento. Hay veces que lo que se llama una corazonada, sale cierto al cabo de cierto tiempo, y otras se piensa en una próxima desgracia y nada sucede. Yo no creo, ni en el acaso ni en el destino, sino en la voluntad de Dios. El hombre debe andar por el camino recto y cumplir con su deber, si en ese camino le sorprende la muerte, Dios sabe por qué. Ni buscar el peligro, ni dejar de llenar un deber. Si yo fuese militar no haría otra cosa.

—El consejo que yo deseo de mi amigo el padre Anastasio es este: ¿Me caso mañana con Teresa, o no?

—Aunque he dicho que no creo en los presentimientos, basta que haya esa preocupación para turbar completamente al ánimo y hacerse esclavo y víctima de una idea y perder absolutamente la libertad de acción. Quizá víctima de ese funesto pensamiento haría usted inconscientemente algo que le ocasionase la muerte, lo que no sucederá si usted tiene el ánimo libre. Las demás consideraciones se caen de su peso en estos momentos, cada uno se ocupa de sus propios negocios y no de los ajenos. En pocos días debe haber un desenlace en la capital o sus cercanías, y según el giro que tomen las cosas, así podrán Teresa y usted arreglar los asuntos sin inquietud ninguna y quizá podrán marchar a la hacienda. Son estas reflexiones generales, pero en cuanto a una opinión terminante, no me atrevo a darla. En cualquiera sentido es de mucha gravedad, y si algo siniestro pasara, sería para mí un motivo de remordimiento y de profunda tristeza, y bien saben mis queridos amigos que harto he sufrido para que quiera ponerme en peligro de sufrir otro nuevo pesar. Es quizá un poco de egoísmo, pero es necesario que me lo dispensen y que cada uno obre según sus inspiraciones.

—Es bastante, mi excelente amigo —le dijo el capitán—. Comprendo bien la dificultad en que lo he puesto, pero con lo que ha dicho me basta. Obraré según mis inspiraciones, y así las cosas saldrán mejor. No hay que volver a tocar esta cuestión, y hagan de cuenta que nada se ha dicho. A otra cosa. Por un momento soy aquí el general en jefe y van a oír lo que dispongo: Valentín y yo haremos lo que el Presidente nos mande, sin vacilar. Sin jactancia y sin miedo cumpliremos nuestro deber como soldados. Juan Bolao cumplirá también con su deber, quedándose con su nueva familia cuidando esta casa y a Teresa. Es su administrador, y en momentos de peligro debe estar al lado de la que le ha dispensado su confianza. Yo mandaré mañana mismo unos ordenanzas de caballería con sus armas, que estarán bajo el mando de Martín, no para resistir un ataque, sino para hacer respetar la casa y evitar un asalto en las noches en que este rumbo quedará sin patrullas ni policía y más solo que de ordinario.

—Aprobado —dijo Juan Bolao—, y yo no haré más que lo que Teresa y Manuel manden.

—Tendréis siempre ensillados los caballos, listos los mozos y puesto el coche, por si en un lance, que no sabemos si acontecerá, puedas sacarte a Teresa y llevarla a una hacienda inmediata, a Toluca, a cualquiera otro lugar más seguro. Ya le había propuesto que mientras pasa esta tempestad se fuese a vivir a Toluca y no ha querido, por más que le he rogado, separarse de la quinta. Aquí, dice, tenemos que correr una misma suerte. Ésa es su inspiración, dejémosla, siguiendo el consejo del padre Anastasio.

—Sin que digas más, sé lo que tengo que hacer —contestó Juan Bolao.

—En cuanto a Josesito, es ayudante del general Anaya, y como nosotros, no tiene más sino cumplir con su deber.

—Y como que lo haré. Repito, siento que en estos momentos me hayan hecho oficial permanente, bien que lo he sido de la comisaría de guerra, pero pues que ya ha sucedido, pecho al agua y a correr la suerte que nos depare Dios.

—Supongo —le dijo Manuel—, que no tendrás inconveniente en dejar a Celestina en la quinta, para que acompañe a Teresa, que a su vez la cuidará bien.

—Ya lo había pensado sin que me lo dijeras —le interrumpió Josesito—. Mañana arreglaré lo de nuestra casa, quedará muy bien cuidada con la hermana de la portera que tenemos, y Celestina traerá su ropa y lo que necesite para una larga temporada.

—Respecto de Arturo, yo querría que viniese a mi lado y conseguiría que el general en jefe lo hiciese también su ayudante.

—Donde quiera estoy bien —respondió Arturo—. No tengo presentimiento ninguno, y si me matan, no me importa gran cosa, tal día hará un año; pero me parece en el orden que me presente a mi batallón de guardia nacional y siga su suerte.

—Muy bien pensado —dijo Valentín—. Cada uno en su puesto, y de esa manera ni se huye, ni se busca el peligro. Es mi regla, cuando se escoge, se corre el riesgo de escoger mal.

—Nuestro amigo Luis, dirá si acepta la hospitalidad en compañía de Florinda y del jovencito que tendrá que salir del colegio.

—Sabe usted, capitán, que mi amistad y mi estimación es tanta, que cuento a ustedes como si fueran de mi familia, pero digo lo que el coronel Valentín. Cada uno en su puesto. No pienso abandonar mi casa, suceda lo que sucediere, y además tengo que recoger a mi padre y sacar del colegio a mi hijo, y presentarme a mi batallón. Si el coronel, por consideración a tanto negocio que tengo y de los cuales depende la fortuna de muchas personas, entre otras la de ustedes, me permite quedar en mi casa, lo haré, pero si me manda atacar el primero a los enemigos, lo haré, aunque tenga que morir, y por si sucediere he hecho mi testamento y arreglado los negocios pendientes.

—Bien, muy bien, no insisto, a nadie quiero violentar. Son indicaciones y no órdenes.

—Comprendemos —dijeron todos a la vez—, y lo que deseamos es complacer al capitán y a Teresa.

—¿Y qué piensa mi padre Anastasio, nos acompañará en la quinta?

—Es muy posible que tenga yo también deberes que cumplir, tan sagrados como los de ustedes. Déjenme en completa libertad, que yo daré mis vueltas por aquí, aunque sea en medio de las balas.

—Convenido —dijo Manuel—, eso es lo mejor. Creo que no hay otra cosa que arreglar. Teresa ha cuidado ya de surtir la despensa, y habrá víveres hasta para resistir el sitio de un año.

Después de haber dado estas disposiciones, Manuel respiró fuerte y como quitándose un peso que tenía encima se sentó tranquilamente en un sofá.

Las señoras salieron de las piezas interiores, conduciendo a Apolonia, que estaba todavía un poco pálida y un poco triste.

—Son cosas que dispone Dios —dijo Teresa dirigiéndose al padre Anastasio—, ya se lo hemos repetido a Apolonia. Afortunadamente es una muchacha dócil y de un excelente corazón, y nos ha escuchado. La noticia repentina debió hacerle impresión, pero va pasando. Ha aceptado mi invitación y se quedará conmigo una temporada en la quinta acompañándome, y consolándola yo por mi parte. Elena y Margarita consienten.

—Vaya, Apolonia —le dijo Arturo, a quien vino una especie de relámpago de alegría al mirar a la jalapeña tan linda y más linda aun con su semblante resignado y apenas teñido con una leve tinta de carmín—, vaya, Apolonia, aunque no es oportuno hablar en este momento de amores, ya arreglaremos nuestras bodas así que pase esta tormenta. Si usted ha tenido un pesar, yo tengo otro que no sale de aquí. Valor, criatura; acuérdese usted de Jalapa y de lo que me dijo y hasta me prometió.

Apolonia sonrió tristemente, pero ya más calmada comenzó a platicar con Florinda, y escuchó después con atención las disposiciones que había dado Manuel, que fueron aprobadas.

En todo esto había adelantado la noche, y eran muy pasadas las doce. Josesito hizo que sirvieran unas tazas de té, y a la media hora cada uno se fue retirando a su alcoba lleno de dudas, de un sobresalto desconocido y de vagas y doradas esperanzas que se desvanecían entre las sombras negras del porvenir.

XVI. Día de casamientos y víspera de batallas

Dos batallones y escuadrones del ejército norteamericano, vestidos todos de azul claro, apenas triunfaron en Cerro Gordo, cuando se pusieron en marcha con sus pesadas piezas de artillería de grueso calibre, sus pesados morteros, sus enormes bombas y sus pesados carros tirados por diez y quince mulas, repletos de municiones de guerra y de víveres, y licores para alimentar los grandes estómagos de esos soldados aventureros, de figuras extrañas y siniestras que se habían reunido en la República hermana del Norte para destrozar la República hermana del Sur. Lentamente caminaba envuelto entre el polvo de nuestras calzadas todo este pesado tren; pero en fin, penetró en el valle de México y estableció sus campamentos en los pueblos y haciendas que circundan a la capital. Rugiero venía con ellos; era muy amigo del general Worth, e íntimo del capitán Grant.

Los habitantes de la quinta tuvieron la noticia a las primeras horas de la mañana. El criado de Luis, que estaba muy bien aleccionado, se presentó en la puerta de la quinta, al amanecer; esperó que se abriese la puerta, y entregó a Luis un paquete de cartas y otro de periódicos.

Como debe suponerse, causó inquietud y produjo emoción entre nuestros amigos, pero las señoras principalmente convinieron en que era preciso abreviar las cosas y salir cuanto antes con dirección a México. En efecto, a las ocho de la mañana la quinta estaba desierta, sólo se quedaron los criados y Martín, que era el general en jefe de ese castillo.

Los hombres se dirigieron al palacio, las señoras a sus casas para arreglar sus negocios, y Teresa, Carmela y Mariana a la catedral, a donde dieron cita a todos para las diez en punto. El padre Anastasio marchó a la Profesa, prometiendo volver acompañado del padre Martín.

Teresa hizo una corta oración ante el altar del Divino Sacramento, y salió después con Carmela a dar una vuelta por las cercanías de la Catedral.

La plaza estaba llena de gente que se acumulaba particularmente delante del Palacio y de la Diputación. Coches pesados de camino atravesaban rápidamente llenos de gente que, huyendo del peligro próximo, salía a las haciendas y pueblos cercanos, o se retiraba al interior; cargadores con muebles y trastes se tropezaban; los traviesos chicuelos, que de cualquier cosa sacan un motivo de diversión, gritaban y seguían a los piquetes de tropa que salían y entraban al Palacio; ayudantes, con sus uniformes de gala, corrían a galope, haciendo resonar sus espadas; patrullas de caballería, pasaban lentamente y se internaban en las calles que se comunican con la Plaza Mayor; los balcones de los portales de las Flores y Mercaderes estaban llenos de gente. Se escuchó un rumor, y un hermoso batallón de guardia nacional de más de 500 plazas con su bandera tricolor flotando al viento y su música a la cabeza, tocando una marcha guerrera, salió de Palacio, y tomó la calle de la Moneda con dirección a San Lázaro. Este batallón marchaba acompañado de los amigos, las madres, esposas, queridas o hermanas de los soldados. De las mujeres, unas vestidas con esmero como para un día de campo, caminaban alegres platicando con los nacionales, otras mustias y cabizbajas seguían maquinalmente la columna, y otras sollozaban y llevaban a los ojos sus pañuelos. Los hombres, muy animados, hablaban a un tiempo, y de vez en cuando un viva a México lanzado al acaso se prolongaba por las filas del batallón y producía una conmoción eléctrica en la multitud.

Teresa no quiso prolongar más su excursión, y conmovida y con los nervios afectados sin saber si por el temor o por el entusiasmo, regresó a la Catedral.

El servicio divino había terminado; los canónigos anticiparon sus rezos de costumbre, y en las sillas antiguas del coro estaban sentados dormitando dos viejos capellanes, que no se separaban nunca del coro; aun se percibía el olor de las velas y cirios de cera que acababa de apagar el sacristán, y en el altar del Perdón salían silenciosos y metódicos como siempre, cada media hora, los padres a decir la misa como si nada pasara. Había unos cuantos fieles rezando, hincados de rodillas, algunas viejecitas junto a los pedestales de las columnas y el sacristán con su plato de plata pidiendo la limosna. La mayor parte de la gente, al oír las músicas y los toques militares de la guardia de Palacio, había salido al atrio a indagar lo que pasaba.

Esta tranquilidad en el santo templo, la frescura de su atmósfera, esa seguridad simple de las cosas divinas, calmó la agitación de Teresa, que pensaba que los acontecimientos quizá impedirían la celebración de las ceremonias nupciales, pero no sucedió así. Fueron llegando sucesivamente, y pasaron al sagrario donde de acuerdo con el cura, todo lo tenían ya dispuesto el doctor Martín y el padre Anastasio. Las pocas gentes que habían quedado en el Sagrario estaban asombradas de que en aquellos momentos de agitación y de guerra hubiese personas que pensasen en casarse. De todo hay en el mundo, y Carmela y Juan Bolao, y Elena y Joaquín, quedaron casados, y Teresa y Manuel se acercaron y estuvieron a punto de presentarse para dar las manos ante el padre Anastasio que los esperaba inmóvil y tranquilo; se acercaron, pero el sombrío presentimiento que los dos tenían, los alejó, se miraron tristemente, y disimulando su emoción se confundieron entre sus amigos y entraron en la sacristía.

—Tenemos únicamente permiso por algunas horas —dijo Valentín—, apenas el tiempo necesario para volver a la quinta y ensillar nuestros caballos. Los americanos se acercan, y según la relación de los espías que los vienen siguiendo y han entrado a la ciudad, atacarán por el Norte y se está formando en estos momentos un campamento en el Peñón Viejo, compuesto de los batallones Victoria, Hidalgo e Independencia. El general en jefe debe pasarles revista esta tarde, y tenemos que estar a su lado.

—¿Y en qué queda la comida con que yo y Josesito debemos obsequiar a los recién casados? —preguntó Teresa.

—Determinarán ustedes lo que gusten —dijo Manuel—. Nosotros no podemos prescindir del servicio, y quizá hasta la noche no se nos permitirá salir de Palacio.

—¿A qué horas podrán desprenderse un rato del servicio? —preguntó Florinda a Valentín.

—Quizá a las seis de la tarde —contestó Valentín.

—Propongo entonces una cosa —dijo Florinda—. Iremos todos a casa, allí les improvisaré un almuerzo ligero; Valentín nos instruirá de la hora en que deba pasarse la revista, asistiremos a ella, y después, reunidos, nos iremos a la quinta a celebrar a los novios. El general en jefe no será tan inhumano, y permitirá a sus ayudantes que siquiera coman en compañía de sus familias.

—Si no estamos de guardia, de seguro que podemos dormir fuera de Palacio, pero quién sabe cuáles serán las órdenes del general.

—El plan de Florinda —dijo Luis—, me parece de pronto muy bien, y yo además quiero tener el gusto de que mi casa, debido a esta casualidad, quede honrada con la presencia de mis amigos, y allí también tendré el gusto de presentarles a mi padre y de imponerles del estado que guardan sus negocios. No he perdido el tiempo, y gracias a nuestro excelente amigo el señor Doctor Martín, están a poco más o menos terminados.

De acuerdo completamente en el plan, salieron de la sacristía despedidos afectuosamente por el cura y los dos virtuosos eclesiásticos, que prometieron acompañarlos a comer si sus ocupaciones y las circunstancias de la ciudad lo permitían Manuel, Valentín y Bolao marcharon a la quinta a cambiarse ropa y regresar a caballo al Palacio. Josesito fue a su casa a revestir su brillante uniforme azul y encarnado de comandante de batallón, y Arturo a su cuartel.

Luego que llegaron a la casa de Florinda, que les presentó al padre de Luis, que salía en esos momentos, se despojaron de sus velos y mantillas, comenzaron a platicar con la mayor volubilidad, a examinar las curiosidades que contenía la casa de Florinda, ya más grande, pues Luis había tomado la vivienda limítrofe y abierto una puerta de comunicación, y pretendieron que las criadas descansarían y ellas pondrían la mesa y sazonarían el almuerzo. Hasta Apolonia, callada y un poco triste todavía, recobró su buen humor y su jovialidad jalapeña. Florinda les dejó hacer cuanto quisieron, y así pasaron un rato muy agradable y comieron poco, pero con buen apetito y del mejor humor.

Poco después de las dos de la tarde volvió Juan Bolao a caballo, seguido de sus dos rancheros de la hacienda de la Florida, que no lo abandonaban nunca, y subió a dar cuenta a la reunión de lo que ocurría.

—Los coches están en la puerta, y es necesario que no pierdan la ocasión de ver lo que nunca se volverá a repetir, y para que no crean que exagero es preciso que ustedes se convenzan personalmente. Además, Manuel, Valentín, Arturo, Luis y José estarán allí.

—¿Dónde, dónde? —preguntaron con ansiedad las muchachas.

—Pues ya lo saben, en el campamento del Peñón Viejo. Los enemigos están a la vista sin necesidad de anteojo. Si les diese la gana de atacar, ya tendríamos algo caliente. Se los anticipo, y haya lo que hubiere, no hay que asustarse. Si tienen miedo, lo mejor es no ir y volverse a la quinta. Yo estoy a las órdenes de ustedes y no me despegaré de la portezuela del coche.

—¡Miedo! —dijeron a un tiempo Florinda y Teresa—, ¿y por qué? —continuó Teresa—, si las personas a quienes amamos están allí, ¿por qué hemos de tener miedo? Tanto mejor, correremos una misma suerte, y si nos fuese permitido, como a las pobres mujeres de los soldados, acompañarlos a la guerra, allí estaría yo. Por mi parte estoy dispuesta, y ya es hora, porque el Peñón Viejo no está muy cerca. Iremos, iremos todas. Con mucho gusto y sin miedo alguno. Tenemos a Dios que nos defiende, y sobra con esto. Del Peñón nos volveremos a la quinta a celebrar con una alegre velada a los recién casados, y mañana Dios dirá. ¡Quién sabe lo que nos sucederá —añadió tristemente—, y si los que hoy estamos juntos nos volveremos a ver!

—Supongo que estará Joaquín también —preguntó Elena.

—Por supuesto —le contestó Bolao—, ningún guardia nacional faltará hoy a su puesto; no han tenido los cabos de citas mucho que hacer, y todos han ido a los cuarteles y a la formación por su propia voluntad. Conque muchachas, no hay que perder tiempo y al coche. Yo las alcanzaré en el camino.

Bolao, que ni las espuelas se había quitado, bajó las escaleras, y las muchachas, arregladas lo mejor que pudieron con el auxilio del surtido y variado guardarropa de Florinda, que había vuelto a sus costumbres de aseo y de elegancia, descendieron, y encontrando los coches listos bajo la dirección de Benito, el antiguo cochero de Aurora, que tan pronto servía en Palacio como en la quinta, montaron en ellos, y a trote largo en instantes habían pasado la garita de San Lázaro.

La calzada, de ordinario tan sola, tan árida y como si fuese un gran puente echado al través de las lagunas fangosas, estaba en esos momentos animada y hasta risueña. Lucidos equipajes, de dos y cuatro caballos o mulas; coches de alquiler caminando lenta y trabajosamente; gente de a caballo en grupos; indias con fruta; dulceros; mujeres del pueblo; un mundo curioso, entusiasmado, como si fuese a una romería, se movía con el objeto de ver el campamento de los guardias nacionales, y de abrazar a sus deudos y amigos antes que comenzase la terrible embestida de las tropas enemigas.

XVII. Las veladas de la Quinta.—Velada sexta

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA SEXTA

Al sobresalto e indecisión que se observaba en la población de México, en los momentos en que Teresa hizo su excursión en los alrededores de la suntuosa catedral, había sucedido repentinamente no sólo la más completa seguridad sino hasta el entusiasmo y la alegría. Al ver la decisión de los batallones de guardia nacional, entre los que se contaba lo más rico, noble y granado de la ciudad; al observar que los que pocos días antes se insultaban y se tiraban de balazos, estaban unidos y formados delante del enemigo; al escuchar las bandas de música militar, y confundirse con la multitud que seguía a las tropas de línea bien vestidas y con aire decidido y marcial, se creía en el triunfo seguro, en la retirada de los americanos y en un próximo tratado de paz que agenciaba quizá con el apoyo indirecto de su gobierno, una poderosa casa inglesa.

La calzada, como se ha dicho, estaba llena de gente de a pie y de a caballo, de coches, de carretones de alquiler y de carruajes particulares, y caminaba esa muchedumbre alegre y presurosa, como si se tratase de la Pascua de San Agustín de las Cuevas.

¡Qué cosa tan curiosa la gente de México! Parece cuento, pero así es.

Cuando Teresa llegó a la casi derrumbada venta de Pepe Elías Fagoaga, habitualmente tan fúnebre y desierta, se quedó asombrada del cambio mágico que se había efectuado. Flecos verdes y amarillosos de tule, entretejidos con amapolas y chícharos, colgaban de los portales y servían como de pabellón a una grande cantina surtida y vistosa, con las botellas de licor y vinos de diversos colores, con las latas de conservas y resplandecientes, con naranjas, queso y aceitunas negras, pan y bizcochos, colocados con arte y simetría en el mostrador. Un hombre con media cara negra y la otra media blanca, despachaba, y ayudaban al incesante tráfago, una mujer ya de edad pero con restos todavía de hermosura, y una muchachuela tan parecida a Carmela, que desde luego Teresa lo notó y fijó su atención en ella. El propietario de la cantina era don Mariano, el célebre y sabio filósofo de Jaumabe, acompañado por su familia, que le ayudaba.

A los diez minutos se presentó Bolao, muy contento, en su caballo retinto favorito, e hizo que siguiesen los carruajes. En lo alto de este extraño cerro, que parece pintado con sangre, estaba acampado el batallón Victoria, y había plantado su bandera, que ondeaba graciosamente, y en las suaves lomas inmediatas había materialmente una feria. Vendedores de frescas frutas de colores incitantes; mesitas con sus manteles muy limpios con cuartos de pollo asado; cantinas más modestas y pequeñas que las de don Mariano, con sus botellas de licores y sus vasos ordenados en fila; dulceros con sus cajoncitos copados de calabazates y merengues; otros con canastillos de bizcochos, muchachos con cántaros de agua fresca y mercilleros con peines, espejitos y barajas, y por la calle que habían formado estos comercios, circulaba una concurrencia, a pie y a caballo, alegre y bulliciosa, comiendo golosinas, bebiendo copas, contemplando el magnífico panorama de los altos y nevados volcanes que resplandecían con fuegos de rosa y oro, en esa tarde radiante y pura en que hasta la Mujer Blanca quería levantarse de su alta montaña para saludar y bendecir a los valientes defensores de México.

Teresa y las bellas muchachas sus compañeras, descendieron de los carruajes y pasearon largo rato por aquélla concurrida calle, donde encontraron a diversas personas conocidas, pues medio México tenía deudos o amigos entre las tropas nacionales, y parece que se habían dado cita para visitarles. No había semblantes tristes, ni funestos presagios: todos estaban alegres y de buen humor. El enemigo estaba al frente; desde el lugar en que ondeaba la bandera del batallón Victoria se podían distinguir con la vista natural los batallones azules norteamericanos, y sin embargo aquello era una fiesta.

Aunque los asuntos de la guerra absorbían la atención pública, ya se sabía en ciertos círculos los casamientos que se habían verificado en los últimos días y en la mañana misma. Los muchos amigos y amigas que tenía Bolao, y que se hallaban allí presentes, lo felicitaron por su enlace y elogiaron la gracia y gentileza de Carmela, y trataron de indagar y conocer a los otros afortunados pares. Joaquín, que reconociendo los carruajes, había descendido del Cerro para saludar a sus amigos y dar un apretón de manos a Elena, fue objeto también de cumplimientos y plácemes de parte de sus conocidos, y Teresa, a quien igualmente colmaron de elogios, le repitieron que debía estar orgullosa de haber dado su mano a un oficial tan bien parecido y tan valiente como Manuel, que se había portado como un héroe en Cerro Gordo, y salvado la vida del general Santa Anna.

Teresa, por la primera vez de su vida, tuvo que mentir y recibir, sin dar a conocer su emoción, las felicitaciones por su enlace con el capitán. Un grupo de oficiales resplandeciente, con sus uniformes azules y encarnados, con galones de plata y oro, sus sables de acero y sus sombreros con plumas y la cocarda tricolor, a cuya cabeza venía el general Santa Anna, llamaron la atención de los que rodeaban a Teresa; cesaron los elogios, las preguntas y las indagaciones, y casi sin despedida se dispersaron y perdieron entre la multitud. Al lado del general Santa Anna estaban don Antonio Haro y Tamariz, el venerable general Herrera, y Manuel y Valentín, que saludaron con la espada y desaparecieron al instante entre una nube de polvo.

Santa Anna, con su comitiva que se aumentaba cada vez más, recorrió la línea, pasó revista a los batallones, les dijo algunas palabras y fue vitoreado con entusiasmo.

Bolao propuso a las señoras que volviesen a la cantina de don Mariano, donde encontrarían hasta sillas en que sentarse, y donde no dejarían de concurrir Manuel, Arturo y Valentín, desde el momento que pudieran darse una escapada. Lo hicieron en efecto así; el cantinero improvisó un estrado con sillas de tule y petates limpios, y se formó allí la tertulia. La viuda y su hija dejaron por un momento el activo despacho, pues no cesaba la cantina de vender al precio que pedía los licores, el pan y cuanto tenía, y se acercaron para hacer la corte y cumplimentar a las ricas damas. No tardaron en llegar Manuel y Valentín, que se habían apartado del jefe mientras hablaba con los generales Tornel y Herrera, y en seguida Arturo y Joaquín, que habían reconocido el carruaje.

Jamás nuestros amigos de la quinta habían tenido reunión más alegre. La tarde continuaba clara, y el calor se había modificado con un viento fresco y saturado de humedad que venía de los lagos, y el filósofo de Jaumabe, muy obsequioso, hizo circular unas copitas de un licor aromático, propio para abrir el apetito. Teresa estaba como nunca de contenta. El haber tenido valor de afrontar la crítica de sus mismos amigos al no casarse como pudo haberlo hecho en la mañana con Manuel, la tranquilizaba. Había cumplido con un deber salvándole la vida y aseguraba su futura felicidad, aplazando su unión para tiempos más tranquilos y quizá no lejanos. Manuel estaba también afable y contento, porque tenía las mismas ideas y creía también que con haber sido en la mañana bastante enérgico para rehusar la mano de Teresa, con que le brindaba modestamente con los ojos el padre Anastasio, había cumplido con un deber salvando a Teresa de una desgracia próxima, y esperando firmemente que, pasada la tormenta, tendrían tiempo para gozar sin zozobra de una felicidad tras la cual, como una sombra mágica, habían corrido tantos años sin poderla alcanzar.

Cuando Manuel descendió del caballo y se acercó a Teresa, que se había levantado de su silla para recibirlo, cambiaron una mirada y se comprendieron sin más explicación.

—Fíjate —le dijo Teresa a Manuel—, en la hija de la viuda, que es hoy mujer del cantinero, y es idéntica a Carmela, aunque me parece de más edad.

—Pues que has hecho el descubrimiento, te diré el secreto. Esa muchacha es también hija de Valentín.

—¡Qué hombres! —exclamó Teresa algo indignada—. No hay que fiar del mejor de ustedes. Tú quizás eres una excepción —añadió para no disgustar a Manuel.

—Te iba ya a reñir —le dijo Manuel cariñosamente—. Es un secreto que me confió Valentín. Su testamento lo hizo en borrador Luis, y yo y él fuimos testigos ante el escribano. Tuvo relaciones con la que se ha dicho viuda y antigua maestra de escuela. Todo es falso, y así ha pasado y así lo hemos creído cuantos hemos sabido las extrañas aventuras que han ocurrido después. Valentín tuvo mucho tiempo amores con esa persona, pero cuando vio a Mariana perdió la chaveta. Historias de militares que andamos hoy aquí y mañana allá, y en todas partes hay comadres y amigas y muchachas que se salen de misa por ver el uniforme encarnado. Valentín era joven, alegre, rico, pues la carrera de las armas la sigue por inclinación. Es dueño de una magnífica hacienda en Río Verde y de la casa en que te alojaste en Tampico. Ya te contaré despacio la historia; de pronto es menester que sepas que sí Valentín tiene una desgracia te encarga en su última voluntad que recojas a su hija, pues no quiere dejarla más viviendo con don Mariano, que es un hombre descreído y en verdad repugnante y ordinario.

—¿Y Mariana, sabe algo de esto? —preguntó Teresa.

—Ni una palabra. Con el tiempo Juan Bolao, a quien será necesario confiar el secreto más adelante, se encargará de hacer saber a Carmela que tiene una hermana, y a Mariana que tuvo una antecesora.

Como la revista militar había terminado y el general Santa Anna estaba en gran conversación y contando, como de costumbre, sus campañas en medio de un círculo de generales y coroneles, se mandó tocar a dispersión, quedando sólo una gran guardia sobre las armas; los soldados nacionales y algunos de línea y los músicos comenzaron a bajar del cerro, acudiendo en tropel a la cantina de don Mariano a tomar refrescos. Esto interrumpió el diálogo entre Teresa y Manuel.

Se presentó abriéndose paso con garbo una mujer de alguna edad, pero con chapas de color pintadas en sus enjutas mejillas, un vestido de seda azul claro y un tápalo de china amarillo, bordado de verde. Se colgaba del brazo de un músico de extraordinaria panza, que cargaba con trabajo un enorme serpentón de latón con tamaña boca abierta pintada de encarnado.

—Vaya, don Marianito, mi alma —dijo acercándose al cantinero—; nos hará usted favor de una botella de cerveza.

—Supongo, doña Ventura, que ahora me las pagará usted todas juntas. Van quince botellas.

—Y como que sí, mi alma —contestó nuestra antigua conocida doña Venturita—, mi marido, como es de la música del batallón Victoria, y desde el coronel hasta el último soldado son ricos, le pagan muy bien, que cuando estaba con los de Morelia nos mataban de hambre.

El músico, en efecto, metió la mano a la bolsa, hizo sonar muchos pesos y pagó las quince botellas que debía a don Mariano.

Un grupo de esa gente de a caballo con sus sombreros y sillas llenas de plata, su reata en los tientos y sus pistolas en la anquera, se acercó poco a poco y en orden. Montaban buenos y ligeros caballos, y estaban seguidos por algunas mujeres con sus pañuelos de seda encarnados en el cuello, su rebozo atravesado y sus anchos y lujosos sombreros jaranos. Pidieron pan, queso y refino, y se pusieron ladeados en la silla de sus caballos, a comer y beber muy contentos, sirviendo a las mujeres con mucha atención y preguntándoles si querían alguna cosa más de las muchas que había en la cantina.

—Te me habías perdido ya, Culebrita —dijo don Mariano al que parecía ser el capitán de esos rancheros—. ¿Qué te había sucedido? No sé cuantos meses hacía que no asomabas las narices por México.

—¿Qué quiere, amigo don Mariano? teníamos un poco de quehacer en el monte, y ahora mucho más con la venida de estos gringos; pero no nos ha ido mal.

Culebrita metió mano al bolsillo y sacó un puñado de águilas de oro americanas.

—El demonio que un día u otro ha de cargar contigo cuando te falte la fortuna. En un día ganas tú más que yo en un año quebrándome el espinazo con este maldito negocio de la cantina. ¿Cómo te has habilitado de ese oro?

—Pus allá el amo don Rafael, el gobernador de Puebla, nos metió el hombro. Somos soldados del capitán don Eulalio, pero nos fingimos que éramos de la contraguerrilla de ese C… de traidor Domínguez, y nos hemos venido con ellos, y ya al llegar al valle nos apartamos diz que para buscar forrajes para la caballería, y así como así, nos hicimos de una taleguilla de estas amarillas que traía en una mula un pagador. ¿Qué quiere don Mariano? es menester buscarnos la vida como Dios manda, y al último vale más que nos pague el yanquee que no el general que no tiene ni para él, pero deme otro par de botellas del refino, que el Ahualulco, el Diablo y las muchachas tienen mucha sed.

—¿Cómo? —dijo don Mariano dándole las botellas—, ¿aquí están también Pancha la Amapola y Rita y los demás?

—Toditos juntos, ya lo sabe don Mariano; siempre compas hasta el joyo; sólo ese tonto de Juan el Atrevido se metió a caviloso, y ya se acuerda, tuve que abujerarlo, y de veras que me pesa todavía, porque era cabal como nadie. Ya tendrían mucho que hacer con él estos gringos.

Pancha y Rita se aceicarón a pedir un vaso de agua fresca que don Mariano tenía en una olla de barro de Guadalajara, y que vendía con un terrón de azúcar a real el vaso. Estaban renegridas con el sol y el polvo, pues habían andado en la campaña con sus amigos y les habían ayudado entreteniendo con zalamerías al pagador yanqui, mientras habían espantado la mula al monte, y en un abrir y cerrar de ojos habían vaciado la valija de cuero y ganado por las barrancas, descendiendo al valle, tres horas antes que el ejército enemigo.

Manuel y Teresa, recargados y medio ocultos en un pilaron del portal, escuchaban con interés esta conversación.

Gritos chillones, acompañados de un diluvio de desvergüenza, llamaron la atención de Teresa y de la demás concurrencia. Era doña Venturita, a quien le había dado un colazo en los ojos el caballo de Culebrita, y tirado un vaso de limonada que tenía en la mano. El músico barrigón quiso tomar la defensa, pero recibió un buen cuartazo, y mal lo hubieran pasado sin la intervención de Manuel, que fue reconocido desde luego por Ojo de Pájaro que venía entre los guerrilleros. Se apeó de un brinco y se arrojó a los brazos de Manuel, que no rehusó esta franca aunque poco respetuosa muestra de cariño.

—¡Mi capitán! Bendito Dios y la Virgen que lo veo, pos me dijeron… vaya me dijeron que lo habían matado en Cerro Gordo por salvar al general —y Ojo de Pájaro estrechó otra vez a Manuel—. ¡Muchachos acá! —gritó dirigiéndose a sus compañeros—, vengan a saludar a mi capitán, ya les he dicho quién es, completo como no hay otro en la tierra.

Los guerrilleros saltaron del caballo, se quitaron los sombreros, besaron la mano de Manuel, y después la tomaron entre sus dos manotas callosas y de gruesos dedos, y se la sacudieron.

Teresa estaba como loca de gusto de ver esta escena, toda de sinceridad y de cariño, de esa gente ruda que daba y recibía la muerte con la más completa frialdad e indiferencia. Manuel, les dijo algo que les llegó al corazón, se retiraron limpiándose los ojos con las mangas de sus cotonas de gamuza y volvieron a montar en sus ligeros y lustrosos caballos.

Apenas había pasado esta escena, cuando se divisó por la calzada un caballero montado en un grande y soberbio alazán que abría sus narices arrojando humo y volvía con garbo la cabeza de uno y otro lado mirando el campamento, y las fruterías, y las cantinas, y la tumultuosa concurrencia, como si fuese un ser racional. El caballero vestía una sencilla blusa azul, pantalón blanco de casimir ajustado, bota fuerte y una cachucha encarnada con dos galones angostos de oro. La silla era inglesa; por toda arma traía en la mano derecha un primoroso fuete de seda y plata. Pálido con grandes ojos chispeantes y barba muy cuidadosamente cortada, su aspecto llamaba la atención, causaba respeto y tal vez miedo.

—¡Lo dije, lo dije, ya lo sabían! —gritó Josesito levantándose de un brinco de un banquillo donde había estado comiendo un sandwich que él mismo había confeccionado—. Ya les había dicho que Rugiero andaba entre los americanos.

Y Rugiero llegó al mismo tiempo quitándose la cachucha y saludando graciosamente a sus amigos.

—Sabía que los había de encontrar aquí. El capitán es más bien un trozo de un imán que atrae a cuantos le rodean. Venga esa mano, Arturo, y no hay que apurarse por la monjita. Está ya buena, perfectamente buena, y lo que es necesario es conquistarla de nuevo, pero me parece más difícil esta conquista que la que quieren hacer de México estos salvajes yanquees; y usted, Teresa, mi buena y respetable Teresa, qué bella, qué lozana encuentro a usted desde que Lucifer cargó con ese santo de don Pedro; ¿y qué digo de la simpática jalapeña que tal vez no se acordará ya de mí? la veo más fresca desde que don Francisco hizo el gran viaje; ¿y mis buenas amigas Elena y Margarita, y la sin par Florinda?… vaya, si los yanquees viniesen a esta vieja venta que está bamboleándose como su dueño Pepe Elías, tendría que tirar al suelo los rifles del Mississipi e hincarse de rodillas ante las primeras bellezas del suelo mexicano.

Y Rugiero, seductor, haciendo expresivas y naturales genuflexiones, sonreía a todos y estrechaba delicadamente las suaves y blancas manos que le tendían inconscientemente las muchachas.

—No he olvidado ni a José, ni a la seductora Celestina, de quien siempre he estado perdidamente enamorado, pero Josesito no se encelará, porque el diablo es una pobre y ridícula persona que no puede tener amores. Su misión eterna es pelear con San Miguel.

Rugiero estrechó tanto la mano de Josesito, que no pudo ya aguantar, levantó un pie y dio un quejido. Rugiero sonrió y continuó hablando sin que nadie se atreviese a interrumpirle. Los guerrilleros, que se habían quedado como pasmados desde el momento que llegó el caballero del soberbio alazán, como que recobraron sus movimientos, se acomodaron en sus plateadas sillas y se retiraron lentamente por la calzada. Un negrillo vestido de encarnado, y que montaba un caballo pequeñito, tenía por la brida el caballo de Rugiero, que se había apeado sin que nadie supiese cómo ni lo advirtiese, sino cuando correspondían a sus apretones de manos.

—Estoy seguro —continuó Rugiero—, que mis amigos aquí presentes, incluyendo a las hermosas damas, creen dos cosas: primera, que yo soy el diablo, y segunda, que vengo como decidido partidario de los norteamericanos.

Los circunstantes se quedaron callados; efectivamente, eso pensaban, pero no se atrevieron a confesarlo.

—Veo que no quieren decir lo que sienten y lo agradezco, porque esa es una muestra de su finísima educación, y por esta misma razón debo explicarme. Soy amigo íntimo del general Worth y del capitán Grant. Los conocí en el colegio de West Point. A Scott no lo quiero, es un viejo testarudo y orgulloso, y ya verá lo que le va a suceder. Grant es excelente, y desde que ha pisado México, le ha encantado el país. Como supe oportunamente la llegada de la escuadra y que venían mis dos amigos, fui a recibirlos. Traté de impedir el bombardeo, pero no hubo remedio, el viejo Scott se empeñó en hacer la guerra a los edificios. Ya ven ustedes que nada tiene esto de extraordinario. Desde que despaché a mi pobre don Pedro, he andado en viajes en Jalapa, donde supe que Apolonia estaba para casarse; en Orizaba, donde vi al general Santa Anna abatido y derrotado, y después me vine acompañando a Worth, y como está decidido a hacer una guerra terrible a los mexicanos, pero muy inclinado a hacer la paz, he querido hacer un servicio valiéndome de la amistad que tengo con el general Santa Anna desde que contribuí a sacarlo de su cautividad en San Jacinto. Con que ven ustedes que no soy ni el diablo ni el aliado de los enemigos de México.

Habló Rugiero con tal sencillez y con tal acento de verdad, que todos desecharon sus siniestros pensamientos y dudas, y espontáneamente volvieron a estrechar la mano de Rugiero, y entre chanzas y generalidades se pasó otro rato.

—Bien, muy bien —dijo Rugiero montando sin tomar el estribo, su alto alazán—, he tenido un momento de expansión con mis amigos, y sigo con el negocio que ya saben. No sería malo reservarlo, pero estoy casi seguro que no se disparará un balazo. Voy a Palacio antes que llegue el general en jefe, para lograr hablarle a solas. Hasta más ver. (Rugiero nunca decía Adiós.)

Y levantando el fuete, el alazán voló, y en seguida el negrillo en su diminuto caballo, y una nube de polvo envolvió las dos singulares y extrañas figuras.

XVIII. Las veladas de la quinta.—Velada séptima

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA SÉPTIMA

La comitiva regresó al anochecer a la quinta. Estaban ya allí el padre Anastasio y el doctor Martín, que, esclavos de su palabra, habían hecho un verdadero sacrificio en salir de su retiro de la Profesa y felicitar a sus amigos.

Era tal la alegría y la algazara, especialmente de las mujeres, que los dos eclesiásticos quedaron sorprendidos.

Manuel y Teresa al entrar a la quinta se dijeron a un tiempo inspirados por un mismo pensamiento: ¡¡¡Nos hubiéramos casado esta mañana!!!

La conversación de Rugiero había tranquilizado completamente a todos; ni sombra de duda, y por consiguiente, ni sombra de tristeza.

—Nadie dispone las cosas esta noche más que yo —dijo Teresa—. Voy a la cocina y al comedor, y Mariana y Josesito me ayudarán. Jamás habrán comido como esta noche lo van a hacer, y ésta será la más alegre de nuestras veladas. Refieran a los padres, sin mentar personas y bajo el sigilo de la confesión, lo que ha pasado y el motivo por que estamos llenos de placer. Vuelvo al instante.

La supuesta viuda y mujer de don Mariano el filósofo, y su hija, la que llamaremos Carmela segunda, llegaron a poco después y fueron muy bien recibidas, y Mariana, que salió al instante a satisfacer su curiosidad, quedó admirada de la semejanza de su hija con la de la mentada viuda. La muchachuela, por su parte, tenía la misma voz insinuante, la misma amabilidad de Carmela, aunque de maneras menos finas. Juan Bolao, que nada podía disimular, llamó la atención de la concurrencia y puso a las dos muchachas juntas.

—Parecen vaciadas en un mismo molde; se diría que son gemelas, ¿no es verdad?

Todos convinieron en que en efecto Juan Bolao tenía razón, y tanto Mariana como la viuda comprendieron el enigma, pero, por supuesto, lo callaron y disimularon, y por lo demás, ninguna de las dos, salvo el amor propio, tenía ya ningún cargo que hacer al enamorado y valiente coronel, padre de las dos frescas y lindas Carmelas. Juan Bolao se propuso hablar en la primera oportunidad con Valentín y descubrir el misterio.

Pasado este incidente y las bromas que necesariamente le siguieron, el padre Anastasio quiso saber el motivo porque toda la tertulia de la quinta, estaba tan de buen humor, e hizo sus preguntas a los dos oficiales.

—En vez de guerra, y de batallas y sangre —le contestó Manuel—, antes de tres o cuatro días estará hecha la paz.

—¿No es una chanza? —dijo el padre Martín.

—No podíamos permitirnos con ustedes una chanza semejante —respondió Manuel—; es noticia que yo tengo por muy segura, atendida la persona que nos la dio esta tarde en el campamento. Si reservamos su nombre es porque así nos lo encargó. Nadie en México, estoy seguro, sabe esto más que nosotros.

—¡Bendito sea Dios! —dijo el padre Martín—. ¡Tanto infeliz que muere en la guerra! ¡Tantas familias en la orfandad! ¡Esos pobres soldados, sacados de su casa violentamente y llevados al matadero! ¡Qué horror! Mucha razón tienen para estar contentos, y los felicito de todo corazón.

Celestina, las muchachas poblanas, la jalapeña misma, estaban como locas de júbilo. Se les quitaba una pesadilla de encima. La mujer del cantinero únicamente no participaba de ese general bienestar. En Cerro Gordo y en el campamento del Peñón don Mariano había hecho un verdadero capital. Copa de anisado de Mallorca, una peseta. Tortilla compuesta, un real. Botella de malísima cerveza, cuatro reales. Vino de tapalarga, con palo de Campeche, dos pesos. Rebanada de carne fría y una rebanada de queso, cuatro reales. Botella de aguardiente catalán, tres pesos. Una media lata de sardinas, un peso. Cajetilla de cigarros, dos reales. Un puro habanero, cuatro reales, y por ese estilo; así la llamada viuda quedó callada y un poco triste; además de suyo era rara de carácter y algo tonta, y esto influyó también para que Valentín terminase sus relaciones y prefiriese a Mariana, tan inteligente y cariñosa.

Arturo había salido de su tristeza y de su mutismo, y entre chanzas y veras, se inclinaba ya a la voluble jalapeña y no cesaban de hablar y de hacerse gestos expresivos, hasta el punto de llamar la atención del padre Martín.

Bolao, que no podía resistir su curiosidad, platicaba en voz baja con Valentín, seguramente para aclarar el misterio de la semejanza de las dos Carmelas.

Joaquín y Luis, muy formales, platicaban de asuntos graves, porque el primero le había confiado sus negocios y los de Elena y Margarita, las que estaban en importante conversación sobre telas, vestidos y modas, prometiéndose que tan luego como se hiciese la paz y entrasen a la capital las mercancías que estaban detenidas en Veracruz, serían las primeras en comprar lo más exquisito.

Las dos Carmelas habían corrido al bosquesillo de manzanos y a cortar flores para adornar la mesa, para lo que les favorecía la claridad de la noche. Allá en el horizonte había algunas nubes, pero los bellos jardines de la quinta estaban alumbrados con la claridad de la estrellas y las mil luciérnagas que volaban, y además, Carmela primera sabía dónde estaban los claveles, las rosas, las anémonas y las azucenas. En momentos hicieron sus ramos, los colocaron en la mesa en floreros de colores, y volvieron a anunciar, antes que lo hiciese Martín, que la mesa estaba servida.

Teresa y Manuel ocuparon sus asientos habituales; a los eclesiásticos se les dio el lugar de honor, y cada mitad encontró su otra mitad para estar juntos. Apolonia y Arturo no se separaban, y aun arrimaron sus sillas un poco más de lo necesario.

El padre Martín observaba con enojo a esta voluble pareja.

En ninguna parte de México ni de Europa se hubiese servido una mesa mejor que la que presentó Teresa a sus huéspedes. Lo selecto de las provisiones que había comprado días antes para el caso de un sitio, sirvió para esa noche; los vinos más exquisitos comprados para surtir la quinta por Josesito y Manuel, se sirvieron a los convidados, y los postres y el champaña encantaron a los convidados, cuya hambre se había despertado con sólo la noticia de la próxima paz, y hasta los dos eclesiásticos no pudieron evitarse de tocar con los labios la espuma del preferido néctar de los mundanos. Concluidos los brindis por la felicidad de los recién casados, el café se sirvió, según la costumbre, en el salón, y como eran cerca de las diez de la noche, hora en que precisamente debían regresar a Palacio Valentín y Manuel, y los demás guardias nacionales a sus puestos y cuarteles, la concurrencia comenzó a disolverse.

Mientras se alistaban los carruajes y se ensillaban los caballos, el padre Martín habló aparte con Teresa.

—Es necesario que usted, que es la guía y el ángel bueno de ese atolondrado muchacho que se llama Arturo, y que me es tan simpático a pesar de su carácter tan extravagante y voluble, sepa que Aurora, ya bastante restablecida, ha sido trasladada al convento de Balvanera. Me dijo que si continuaba en la Concepción estaba segura de volverse loca, y además, ese lugar es muy aislado y no será extraño que se vuelva a convertir en un castillo, pero lo esencial no es eso, sino la resolución que ha tomado y de la que creo que no volverá atrás. Ha cumplido, y con mucho, el año de noviciado, y está decidida a profesar.

—Eso no es posible, padre Martín —le dijo Teresa con mucha viveza e interés—. ¿Y este pobre muchacho, cómo queda?

—No puede usted tener idea de las reflexiones de todo género, religiosas, y aun mundanas, que le he hecho, y ningún argumento ha podido convencerla. Dice que ella, en el fondo, nunca perdonará a Arturo la ofensa que le ha hecho, y que una mujer que conserve aunque sea el más ligero recuerdo de un agravio, no puede ser feliz. Teme que casada, en el curso de la vida íntima alguna vez pueda Arturo echarle en cara su ligereza y sus entrevistas con don Francisco, pero su razón y argumento principal es que Arturo no la ama, que es un joven de un carácter ligero y voluble, y que su pasión verdadera es por la jovencita que está de Hermana de la Caridad. En esto le sobra la razón —añadió el doctor—, porque Arturo es capaz de matarse hoy por una mujer, y de reír y olvidarla con otra el día siguiente. Sin ir más lejos, esta noche misma lo he observado en la mejor inteligencia con esa niña de Jalapa, y parecían dos recién casados, y estoy seguro que en este momento no se acuerda ya ni de la monja de la Concepción, ni de la Hermana de la Caridad. ¿Quiere usted que yo apoye y procure un matrimonio entre esa infortunada muchacha y este joven que no tiene sustancia ni ideas fijas? Serían muy desgraciados. En fin, en nada me mezclaré, pues son ya asuntos de responsabilidad y de conciencia. Aurora quedará en entera libertad de disponer de su persona; su dinero y sus demás bienes están en poder de don Luis, y él y yo velaremos por ella, le serviremos en cuanto se le ofrezca, y ustedes, que son sus buenas amigas, no la abandonarán. Si, como ustedes creen, no hay combates en la ciudad o sus cercanías y se hace la paz, el sábado de la próxima semana será la solemne profesión; si continúa la guerra, no hay que pensar en ceremonias religiosas ni en otra cosa más que en escapar el pellejo… entonces Dios dirá y si sus amigas la inclinan a cambiar su resolución, yo me lavo las manos.

Teresa iba a discutir con el padre Martín y a comunicarle su intención de hablar con Aurora, si posible era, la mañana siguiente, cuando Manuel y Valentín se presentaron ataviados con su vistoso traje militar y sus espadas ceñidas. Josesito, Arturo y Joaquín los seguían. Venían a despedirse, pues cada cual tenía que dormir en la ciudad.

Florinda, Luis y las poblanas, se dispusieron también a partir. La despedida fue cordial y sencilla: un apretón de mano los hombres, y sus besos en las mejillas las señoras, y «hasta mañana», eso fue todo.

Don Mariano el filósofo no pudo ocurrir a tiempo para tomar el café, como había prometido a Josesito, y llegaba en ese momento en un carretón a recoger a su familia.

* * *

A las once de la noche, la quinta había entrado en un completo silencio, el comedor despejado, los muebles puestos en su lugar, las luces apagadas.

Bolao, que quedó encargado del cuidado de ese castillo, cumplió al pie de la letra las instrucciones de Manuel. De los carruajes que volvieron de la ciudad, después de haber dejado a las visitas en sus casas sin accidente alguno, quedó listo uno. Se ensillaron tres caballos, y la guarnición de ordenanzas, algunos inválidos y estropeados, se distribuyó con sus armas cargadas entre la huerta y las azoteas, se cerraron bien las puertas con llaves y dobles trancas, y organizado ya este aparato de defensa, Bolao vino a dar cuenta a su ama y señora.

Cuando Teresa observó la quietud y el silencio de la quinta, donde poco antes reinaba la alegría y el bullicio, se le fue, sin saber por qué, cerrando el corazón, y lo mismo pasó a Celestina, a Carmela y a la jalapeña. Cuando Bolao entró, después de recorrer los patios, jardines y azoteas, las encontró sentadas, silenciosas y con las fisonomías, tristes, alumbradas por dos velas que servían para proyectar sombras en los muebles y cortinajes del espacioso salón.

La noche, que había sido tibia y clara, comenzó a oscurecer, y los relámpagos en el horizonte daban testimonio que la atmósfera estaba cargada de electricidad y que no tardaría en caer una de esas tormentas repentinas tan frecuentes en México.

—Todo está cerrado y seguro —dijo Bolao—; los centinelas colocados en la huerta y azotea, y un carruaje y tres caballos listos para lo que pueda ofrecerse, así lo ordenó Manuel y así está hecho. Pueden ustedes retirarse a dormir con toda tranquilidad, que lo que es por esta noche, ni aquí, ni en la ciudad puede haber peligro alguno. Los americanos andan vagando en los pueblos cercanos sin saber cómo atacar, ni fijarse por qué garita deben entrar.

—No tengo motivo de inquietud, y por lo menos esta noche no hay peligro, pero no sé qué me pasa; no podría dormir —dijo Teresa.

—Ni nosotras —exclamaron a una voz las muchachas—. Acabaremos la velada despiertas, y cuando salga la luz nos reclinaremos un poco, mientras alguno de los nuestros viene de la ciudad, o cuando menos el mozo de Luis, que nos prometió enviar con los periódicos.

—En ese caso, si les parece, subiremos al mirador. Desde allí se descubren todas las calzadas —dijo Bolao—. Estando a oscuras nadie nos verá, y al mismo tiempo tendremos un aire fresco. Con la buena cena, el champaña y la fatiga, me abraso de calor.

Aceptada la proposición, el amplio mirador de cristales fue ocupado, y las muchachas instintivamente se estrecharon unas contra otras, como si temiesen un peligro cercano.

Efectivamente, la escena tenía cierta majestad aterradora. Las calzadas estaban solas; a lo lejos, como que chispeaban las luces de la ciudad, reluciendo un momento y oscureciéndose después por una nube que descendía rápida; el viento arreciaba, sacudía y resonaba entrando y saliendo en la copa de los dos grandes fresnos, y de cuando en cuando se escuchaba el eco lejano de los centinelas de los puestos avanzados.

O exhalaciones luminosas, o disparos tal vez, pasaban por entre las nubes que no tardaron en amontonarse y descargar con furia especialmente por el rumbo del Peñón Viejo, que Juan Bolao les indicaba.

—¿Si estará Arturo en ese cerro? —decía Apolonia—. Pobrecito, estará en este momento empapado, y nosotras aquí muy tranquilas, sin que nos caiga una gota de agua.

—Si mi pobre José —interrumpía Celestina—, habrá tenido que comunicar alguna orden.

—Si papá Valentín —añadía Carmela—, estará corriendo a caballo por esa calzada tan triste del Peñón.

Teresa pensaba en Manuel, pero nada decía.

Bolao las tranquilizaba diciéndoles que las personas a quienes se referían, estaría durmiendo muy cómodamente en el Palacio o en sus cuarteles, pero que pensaba que los batallones de Victoria e Independencia estarían que se les podría exprimir, y que Luís, aunque muy precavido, seguramente estaría en el Peñón sufriendo la tormenta.

En estas y otras conjeturas pasó el tiempo; la lluvia cesó, pero quedó el cielo cubierto, encapotado y negro; las damas, soñolientas y más sosegadas, resolvieron descender a sus recámaras y acostarse. Bolao prometió quedar en vela y cuidarlas.

Como a las dos de la mañana, Bolao, que después de hacer su ronda había vuelto al mirador y fumaba con tranquilidad su puro habano, creyó oír las pisadas de un tropel de caballos. Descendió precipitadamente del mirador, subió a la azotea que dominaba la primera muralla o pared de la quinta y se puso a observar. De la oscuridad del camino fueron saliendo como una aparición extraña unos grupos de caballos enormes, montados por una especie de gigantes de siniestras figuras. A la cabeza, y a cierta distancia, venía el jefe montado también en un hermoso caballo negro, pero de menos alzada que los de los soldados. Bolao conocía en el interior caballos tejanos de dos varas de alzada, y en la hacienda de «La Florida» había raza fina americana; pero jamás había visto caballos de tal tamaño, que se engrosaba con las preocupaciones de su imaginación y las sombras de la noche oscura.

La cabalgada hizo alto en la puerta de la quinta. Bolao sacó su pistola que tenía ceñida en la cintura, y con voz entera y fuerte dio el ¡Quién vive!

—Gente de paz —le contestó una voz que no le era desconocida.

—¿Se puede saber con qué fin ha hecho alto esa patrulla en la puerta de esta quinta?

—Y como que sí, amigo Juan, siempre que nos dé usted permiso para entrar y tomar una copa. Ya sabemos que usted es el jefe de este castillo, y de ninguna manera se trata de atacarlo.

—¡¡Rugiero!! —exclamó Bolao sin poder disimular su sorpresa.

—El mismo, amigo mío.

—Voy al momento a abrir —contestó Bolao.

—No es necesario. Tiene usted llaves, y cerrojos, y dobles trancas muy difíciles de quitar, y vamos a alarmar a esos débiles inválidos que tiene usted de centinelas. Por la reja de una de las ventanas del costado, puedo fácilmente subir si usted me da la mano para salvar la cornisa saliente, y con este motivo haré notar a usted que ese lado es el débil de la casa, y mientras los centinelas vigilan en el lado opuesto por el Sur, se pueden subir por el Norte cuantos hombres quieran, por poco diestros que sean, y una vez tomadas las azoteas el castillo tiene que rendirse.

Rugiero se apeó y dio las riendas de su caballo al negrito que vestía un traje como su cara, y ordenó a la patrulla que en silencio esperase en el costado opuesto, que era un callejón estrecho que separaba la quinta de las casas inmediatas, que estaban medio arruinadas y vacías.

Juan Bolao pasó al sitio indicado. Rugiero subió por la reja, tomó la mano que Bolao le tendía y saltó con facilidad la cornisa saliente. Cinco minutos después, nuestros dos personajes estaban en el salón, a donde fueron apareciendo despavoridas y asustadas Teresa y sus compañeras, que habían oído el tropel de los caballos, la voz y los pasos de Bolao.

Rugiero mismo avivó la luz moribunda de las lámparas, y comenzó con la mayor naturalidad a platicar y a tranquilizar a las damas, que atraídas por una fuerza desconocida, hicieron estrado a su derredor. Bolao mismo volvió con una botella de coñac y una copa.

—A la salud de las hermosas damas presentes, y de los valientes guardias nacionales, y militares ausentes.

Las muchachas, haciendo un gesto de repugnancia, apenas tocaron con sus labios el borde de las copas.

—No puedo prescindir de hacer una visita a la quinta, aunque no he sido invitado a las famosas veladas. Si hubiese encontrado todo en silencio, habría pasado de largo, pero el amigo Juan me dio el ¡Quién vive! que es la palabra de guerra más tonta que he visto en mi vida, trabamos conversación, me invitó a entrar y ya estoy aquí. Lo hemos hecho todo con el mayor silencio, pero la zozobra y la inquietud no dejan lugar al sueño, y esto me ha proporcionado el placer de saludar a mis antiguas y buenas amigas.

—¡Pero con mil diablos!… —exclamó Bolao.

—Con uno solo —le interrumpió Rugiero sonriendo.

—Sí, repito —continuó Bolao—; ¿cómo andáis a estas horas, con esta noche tan lóbrega y seguido de una patrulla de americanos? porque supongo que esos hombres montados en caballos del tamaño de elefantes, son de la caballería norteamericana.

—Ya veréis. Os dije esta tarde que se andaba en negociaciones de paz. No he podido resistir a las insinuaciones del capitán Grant y del general Worth, que están muy interesados porque termine la guerra antes de que comiencen de nuevo las batallas; pero como es necesario el mayor secreto, se convino en una junta en la casa de Alfaro, en la calzada de San Cosme, que tendría lugar a las tres o cuatro de la mañana de hoy. El general en jefe asistirá y hablará con el comisionado del Gobierno de los Estados Unidos. Yo voy a arreglar tan importante entrevista, y tengo un salvo conducto para mí y una escolta de cincuenta hombres, y además sabía que por este rumbo no encontraría alma viviente. A propósito, y antes de que se me olvide: quiero dejaros también un salvo conducto del cuartel maestre americano. Con él podréis pasar a pie, en coche o a caballo por las líneas americanas, seguido hasta de tres mozos; puede seros muy útil para tantos lances como deben ocurrir.

—¿Cree usted, señor Rugiero —se aventuró a decir tímidamente Teresa—, que al fin no se hará la paz?

—Mucho me lo temo, porque yo no he visto hombres tan preocupados y pagados de sí mismo como los mexicanos. Sólo los españoles son peores.

—¡Cómo! es una ofensa lo que estáis profiriendo —le interrumpió Bolao—, y eso en casa de buenos amigos, vos que sois el tipo del hombre de mundo y de esmerada educación.

—Ya lo véis; vuestra respuesta no hace más que confirmar la verdad de lo que acabo de decir. No os ofendáis, pues lo que digo, bien mirado, honra el carácter mexicano, y da prueba evidente del orgullo tradicional y de la hidalguía de la raza española, pero tened en cuenta que los americanos vienen derramando otra cosa mejor que las águilas de la libertad: las águilas de oro, y vosotros no tenéis un peso partido por la mitad.

Los americanos tienen unas formidables armas de repetición que se cargan por la culata, y mientras los soldados mexicanos disparan un tiro y cargan a once voces, los rifleros americanos disparan diez tiros certeros.

La artillería mexicana alcanza trescientos metros, la americana más de mil.

Vuestros soldados almuerzan un poco de arroz y una tortilla, mientras cada americano se come dos libras de carne y dos o tres cuartillos de cerveza, o una buena ración de wiskey.

Los Estados Unidos tienen veintidós millones de habitantes, y vosotros apenas sois dos millones de gente blanca, pensadora, apta y capaz, con cinco millones de indios excelentes para cultivar el maíz y para batirse con una especie de frialdad e indiferencia, pero nulos para todo lo demás.

—Es que los indios también son… Morelos descendía de indio, y los indios hicieron la independencia y…

—No entablemos una cuestión histórica y fisiológica respecto a los indios en estos momentos —le contestó Rugiero—. Confesad que hay muchos puntos de inferioridad en estos momentos, entrando en una comparación con los americanos, y sobre todo, vosotros perdéis vuestros hijos, vuestros hermanos, vuestros amigos; los americanos nada pierden de su propia familia. Sus soldados son los aventureros de todas las naciones. Entre los soldados que traigo de escolta, hay dos alemanes, tres irlandeses, un francés, un ruso, un croata, dos griegos, qué sé yo… el caso es que ninguno es nacido en los Estados Unidos, y no creáis que la paz que voy a proponer es humillante, ni de balde. Se saludará al pabellón tricolor; se desocupará Veracruz; se fijará un límite desde las orillas del Río Bravo hasta la California, y se dará a México, además, mucho oro, inmensa cantidad de oro. Traigo en los bolsillos millones de águilas de oro puro; no se necesita más que un par de firmas, y las casas más fuertes de México vaciarán sus cajas a la primera palabra que yo les diga… Con todo y esto, no habrá paz —añadió Rugiero con una profunda convicción—, y quién sabe si muchos de nuestros amigos no volverán a comer y beber champaña juntos en las famosas veladas a que no he sido convidado.

Las damas se pusieron pálidas, y un frío corrió por su cuerpo como si se les hubiese vertido por la espalda un vaso de agua helada.

—No hay que asustarse ni que formar siniestras conjeturas —añadió Rugiero queriendo reparar el mal efecto que habían hecho sus palabras—; voy a trabajar con el empeño de un verdadero diablo, pero cuidado con revelar este secreto, ni aun mi visita a esta quinta. Si se sabe en México que Santa Anna está dispuesto a hacer la paz, se le llamará traidor y no durará dos días en el poder. El general Valencia no desea más que un pretexto; subirá al poder y continuará la guerra. Es valiente y su mismo valor lo ciega. Cree que puede con un soplo hacer desaparecer el ejército norte-americano; nadie le quita esa idea de la cabeza. Pronto veremos el resultado. La entrevista que voy a tener no la sabrá nadie, nadie, más que Dios y el diablo, si se pregunta a los jefes de ambas fuerzas, la negarán. La historia nada sabrá de esto, nada dirá, y será necesario que alguno que tenga tratos y una cierta amistad con el diablo, la refiera con pretexto de un capítulo de novela, para que, pasados los años, llegue a saberse, y aun así no la creerán…

Se acerca la hora, y quiero llegar a la casa de Alfaro cuando la manecilla de mi reloj apunte las tres y media.

Rugiero se levantó del sillón, se despidió con mucha amabilidad de las señoras, les dio la mano que encontraron excesivamente caliente y áspera, a pesar de la aparente suavidad del cutis, y se dirigieron a las ventanas para verlo pasar, pues Bolao insistió en quitar las trancas y cerrojos, y abrir la puerta principal, y hacerlo salir por ella. En efecto, montó en su caballo prieto, y la escolta salió del escondite.

Teresa, Celestina y Apolonia, abriendo tantos ojos, llenas de un terror desconocido, vieron alejarse y perderse en las tinieblas a su misterioso amigo, seguido de sus soldados montados en sus colosales caballos, cuyas fuertes pisadas turbaban el profundo silencio de esta negra y tempestuosa noche.

XIX. La ambulancia militar

Buena estuvo la función de ayer, Sor Micaela. Verdadera función de la Preciosa Sangre; arroyos de sangre, como dicen las ancianas cuando hablan de la guerra. Ese pobre general Blanco, que le entró la bala por un carrillo y le salió por el otro, y vea usted, Sor Micaela, el milagro que hace Dios con las balas. Creí que le había llevado la lengua, que si sanaba quedaría mudo. Pues nada, la lengua inflamada, pero intacta; lo acabo de ver, no sigue mal, aunque no respondo de su vida. Quien escapó en una tabla fue el poeta, su favorito de usted, el poeta Prieto, que le ha regalado a usted los bonitos versos a San Vicente de Paul. Cercado por todas partes de los azules, y en medio de un granizo de balas, no sé cómo no lo hicieron trizas. Don Agustín Reyna y Culebrita se lo sacaron en ancas. Qué diablo de gente esa; por donde quiera se les veía ayudando a los jefes mexicanos. Josesito corrió mala suerte, ya lo conoce usted, Josesito el ayudante del general Anaya. No sé qué le pasó por la cabeza, el caso es que ya me lo encontré de ayudante del general Valencia, la vanidad y el deseo de figurar. Creyó que el general Valencia iba a ganar, y se figuró que sin riesgo iba él también a participar de la victoria, y ahí tiene usted que le salió mal el cálculo. Lo mandó el general a comunicar una orden, y en el tránsito una bala de rebote le dio en una taba. Bajó del caballo dando de gritos y cayó al suelo. El caballo, luego que se vio libre, se escapó. A la hora de la derrota, pasó cerca el Ahualulco, Josesito gritó como un desesperado, el guerrillero lo levantó y se lo echó en ancas, pero a poco, viéndose cercado en una vereda, largó al pobre José en una barranca y se abrió paso con su machete en la mano. Josesito fue hecho prisionero y llevado a San Agustín de las Cuevas. Ya le cuento a usted de los conocidos, Sor Micaela, ahora dígame cuántos heridos tiene aquí.

—Aquí ninguno, doctor; todos están en el hospital de San Andrés o en San Pablo.

—Crea usted, Sor Micaela, que ya me cansaba ayer —continuó diciendo el doctor—, de cortar brazos. Vea usted qué puntería la de los rifleros americanos. Todos los tiros son del pecho para arriba; así es que hemos tenido relativamente más muertos que heridos. Una sola pierna tuve que amputar.

—¡Qué manía la de ustedes! —respondió Sor Micaela—, apenas ven un herido, cortan y dejan a las pobres gentes inválidas. Eso no se hace en España.

—Eso se hace en todas partes, Sor Micaela, pues que en los campamentos y sucediéndose las batallas unas a otras, no se puede cuidar a los heridos con tanto esmero, y si no se corta el miembro lastimado viene la gangrena y la muerte; pero no tenemos mucho tiempo para platicar, Sor Micaela, y vengo a ver lo que disponemos para mañana, que tendremos mucho fandango, como dicen los yankees. No deje usted de nombrar a Sor María de las Nieves; es una muchacha intrépida como no he visto otra; pasan las balas silbando junto de ella, y ni pestañea; también es necesario que vayan los perros, que nos sirven para descubrir a los heridos que a veces están sin sentido entre escombros, y carretones, y caballos muertos… ¡Ah! se me olvidaba. Macaria debe haber recogido una de mis bolsas de instrumentos, que dejé al hacer la última curación.

—La bolsa aquí está —le contestó Sor Micaela—. Macaria me la entregó y voy a devolvérsela a usted. En cuanto a nosotras, estamos listas a lo que se nos mande, y al general en jefe es a quien tiene usted que pedir sus órdenes, o al cuartel maestre, o a quienes ustedes obedezcan en estos casos.

—Ya se entiende, Sor Micaela —contestó el doctor—, y gracias por haberme guardado mi bolsa; pero quería antes saber con cuántas hermanas podía contar.

—Si a usted le parece que basta con cuatro o seis, están ya listas, y hoy me tocará ir a su cabeza.

—Nada, Sor Micaela, eso no —le dijo el doctor—; usted debe quedar aquí donde hace más falta para dirigir. Deme usted a Sor María de las Nieves, con Macaria y cuatro hermanas más, y ya verá usted qué bien me compongo.

Platicaban en la sala de recibir del colegio de las Bonitas, de la manera que acabamos de indicar, el doctor Juan Guijarro, jefe de una sección del cuerpo médico militar, y Sor Micaela Ayans, superiora de las Hermanas de la Caridad.

El convento de las Hermanas presentaba ese día un aspecto de calma y de tranquilidad igual al de los interlocutores, y que formaba un contraste con la agitación y los siniestros rumores de la calle. El general Valencia se había situado en un punto que después se supo que se llamaba Padierna, y mal colocado allí, porque los estrechos senderos, las barrancas y el contrafuerte accidentado de la sierra, hacían difíciles las maniobras, y la retirada imposible, fue derrotado por los norteamericanos, que penetraron por el Pedregal, flanquearon la posición, e introducido el desorden, cada cual se salvó como pudo, y los regimientos que permanecieron firmes fueron acribillados por las balas, pereciendo muchos soldados y resultando un número considerable de heridos.

El general Santa Anna, con una fuerte división, permaneció en San Ángel, sin querer prestar auxilio a Valencia. La rivalidad y el odio de los dos generales estaba delante del enemigo, y el enemigo se aprovechó de la buena oportunidad.

El doctor Guijarro tenía fama entre la tropa, por la delicadeza y prontitud con que hacía las operaciones, y por su sangre fría sin igual; de modo que se portaba en el campo de batalla como si estuviese en el hospital dando las lecciones a los practicantes, y de un buen humor inalterable y chanceando siempre. Su único defecto era ser muy afecto a cortar brazos y piernas, porque, según decía, era mejor quitar el miembro dañado, que no exponer al herido a la gangrena y a la muerte.

Sor Micaela era una robusta catalana de cosa de cuarenta años de edad, de buen parecer, maneras un poco bruscas y naturales, pero la mujer más caritativa y más santa para cumplir su misión, y sobre todo de un talento especial para la dirección de los hospitales. El doctor, aunque algo descreído y de costumbres ligeras, era entusiasta admirador de las Hermanas de la Caridad, y las estimaba, pues era testigo de su admirable abnegación y de su intachable conducta en el servicio de los hospitales. Sor Micaela estimaba también mucho al doctor por su carácter franco y su habilidad especial en la cirugía.

Esta mutua simpatía y buenas relaciones, eran causa de que en toda especie de servicios el médico y las hermanas caminasen en un perfecto acuerdo, y precisamente por esto se explica la visita del doctor al convento antes de recibir las órdenes del jefe del cuerpo médico.

—Eh, Sor Micaela, me marcho —dijo el doctor, guardando en el bolsillo su estuche de instrumentos que la superiora le entregó—. Voy a tomar las órdenes y no dilatará en venir un coche de la ambulancia. Supongo que tendremos buena provisión de hilas, vendas y los demás cachivaches que son necesarios. Ya usted conoce el oficio mejor que yo.

—Nada faltará, doctor; descuide usted.

—Ya me cuidaré de elegir un buen sitio para el hospital militar. Si nos metemos ayer en ese agujero de Padierna, esté usted segura, Sor Micaela, que ni yo ni las pobres hermanas hubiéramos escapado con vida. Bueno es que el hospital esté a la mano para atender inmediatamente a los heridos, pero no de manera que pueda ser envuelto y arrollado. Se lo estuvieron diciendo al general, don Agustín Reyna, Culebrita y los muchachos, que conocen ese terreno como si fuera su casa; pero nada, encastillado en que él conocía el Pedregal, y Ansaldo, y las barrancas más que ellos, así le fue. Eh, adiós, Sor Micaela. ¡Quién sabe dónde será hoy la función!

El doctor partió como un rayo, y la superiora hizo venir a las hermanas para darles sus instrucciones.

El convento estaba limpio y arreglado, como si esperasen la pacífica visita del arzobispo. Una quietud y un silencio solemne reinaban en aquel vasto edificio; grupos de muchachitas desde cuatro a diez años, vigiladas por dos hermanas, vagaban alegres y descuidadas por los patios y corredores, y los rezos y servicio religioso, las faenas interiores, la enseñanza de las niñas y todo se hacía con la misma regularidad y calma ordinarias, y como si nada de extraordinario ni de grave pasase en las cercanías de la ciudad.

—Se ha empeñado el doctor en que salgáis hoy también —dijo la superiora a Sor María de las Nieves.

—Lo deseaba yo —respondió Sor María mirando expresivamente a la superiora—, pero haré lo que se me ordene. No tengo más voluntad que la vuestra.

—Ya sabéis, Sor María, que Dios nos guarda y nos defiende y también El señala el término de nuestra vida… pero calle; sin duda no habéis advertido que estáis llena de sangre.

Sor María de las Nieves, que así se le llamaba entre las Hermanas a Celeste, se puso encarnada y se miró de arriba abajo, se quitó su toca blanca y se convenció de que la superiora tenía razón.

—Fue un pobre soldado de guardia nacional, a quien tuve que levantar un poco para que el doctor pudiera reconocerlo —contestó Celeste—. El pobre murió en mis brazos. ¿Habrá tiempo para cambiar la ropa?

—Creo que sí. El doctor ha quedado de mandar un carro de la ambulancia, y él os conducirá al lugar donde se establezca el hospital.

Celeste, nuestra antigua y buena amiga, había permanecido en el convento de las Hermanas de la Caridad olvidada de todo el mundo. Arturo, preocupado, casi loco por Aurora, y divagado y entretenido con Apolonia, no le había consagrado ni un solo pensamiento, ni aun en las horas de meditación y de reposo. Josesito, entregado a la política, a la guerra y enajenado con las ardientes caricias de Celestina, no volvió a ocuparse de Celeste, y Manuel, absorbido con sus funestos presentimientos y en la horrible vacilación en que vivía pensando casarse con Teresa, y una hora después aplazando su unión, ni tiempo había tenido para informarse de su antigua amiga de Jaumabe; sólo Teresa, cumplida, sensible y buena con todo el mundo, no había dejado de escribir cada semana a Celeste cuatro renglones amables, informándose de su salud, recibiendo una respuesta afectuosa sin preguntar ni indirectamente por Arturo ni por ninguna otra de las personas que componían la tertulia de la quinta. No hay necesidad de decir que el padre Anastasio no abandonaba ni un instante a su antigua protegida. Diariamente se informaba de su salud, y el sábado de cada semana la saludaba y hablaba con ella cinco minutos. Algunas veces lo acompañaba el doctor Martín, que sabía una parte de la historia. Los perros, los fieles perros que en Jaumabe, en Tampico y aun en la capital eran tan acariciados por sus amos y por cuantos los visitaban, habían sido relegados también al olvido, y meses y meses pasaron sin que nadie recordase que habían existido.

La sociedad que se reunía en la quinta, y que en lo general era compuesta de personas de excelente corazón, tenía, como la mayor parte de los humanos, sus tendencias a la ingratitud y el egoísmo.

Celeste, huérfana, sola en el mundo, que no tenía amor terrestre ninguno, que se veía completamente relegada, no sólo al olvido, sino al desprecio del único hombre que amaba, que sufría la amargura de considerarse tal vez odiada de Aurora y abandonada de la mayor parte de sus amigos, se encargó de los pobres y fieles anímales que tenían tan mala suerte como ella. El padre Anastasio, a quien comunicó su idea, los recogió y entregó a Macaria, pasándole una pensión mensual para que los mantuviese y pagase el arrendamiento de su casita de la calzada de Santa María, a pesar de hallarse al servicio de las Hermanas. Diariamente sacaba Macaria a pasear a sus perros, como ella les llamaba ya, y hacía que fuesen a hacerle fiestas a su antigua ama. Sor Micaela, apenas consentía un par de gatos en el colegio, y por una decidida afección por Celeste, que era tan cumplida y tan buena, permitía que Macaria llevase un sólo momento y sin que pasasen del primer patio, a los animales, ya un poco viejos, pero fuertes y expeditos con la buena asistencia que tenían.

El padre Anastasio se presentó delante de la superiora.

—No debemos tardar —le dijo—, parece que las tropas americanas se comienzan a mover de sus posiciones y vienen sobre las garitas. Los regimientos atraviesan la ciudad; parece que el general Santa Anna se mueve también de San Ángel y les impedirá la marcha en las calzadas… qué sé yo; va a pasar algo terrible, habrá muchos heridos y moribundos, y yo, teniendo que cumplir con mi deber, he escogido el hospital que está a cargo del doctor Guijarro, que es amigo mío. Él me manda con el coche de la ambulancia que marche con las Hermanas por el rumbo de Churubusco, donde él nos esperará con sus enfermeros para situar el hospital en el punto más conveniente en vista de los sucesos que ocurran.

—Las Hermanas están listas —contestó Sor Micaela—, y muy contenta estoy de que acompañe usted a Sor María de las Nieves. Los dos van a hacer prodigios. Así será la voluntad de Dios.

Celeste se presentó en ese momento con sus hábitos limpios y su tocado blanquísimo.

Ella, cuatro Hermanas, el padre Anastasio y Macaria con los dos perros, montaron en el coche de la ambulancia, pintada en el rostro de todos una dulce serenidad, y más contentas que Elena y Margarita cuando fueron a San Ángel al fatal día de campo que tantos pesares les ocasionó.

El coche, o más bien el carro de la ambulancia, tirado por cuatro buenas millas, atravesó con estrépito los empedrados de la ciudad, y a poco desapareció entre una nube de polvo en la calzada del Niño Perdido.

XX. Churubusco

Rendidas de fatiga y lastimadas en su sistema nervioso, por las emociones de la noche anterior, las señoras que habitaban la quinta se retiraron a sus recámaras, y el sueño, bálsamo reparador de los más grandes pesares, vino en su auxilio, y les permitió que descansasen algunas horas.

Juan Bolao se aprovechó de esta momentánea tranquilidad; mandó ensillar su mejor caballo, y seguido de dos criados y con el salvoconducto de Rugiero en el bolsillo, se dirigió a la ciudad para enterarse de los importantes acontecimientos que habían pasado en pocas horas, y Juan se propuso aventurarse y hacer una visita a las líneas americanas.

En las calles encontró gentes curiosas y ávidas de noticias, que trataban de saber lo, que había pasado en las cercanías. El fuego de cañón se había escuchado a intervalos, traído por las ráfagas del viento del Norte. Desde la torre de la catedral muchos habían observado las humaredas de la fusilería y distinguido los disparos de la artillería. Evidentemente, que una o más batallas se habían librado entre mexicanos y americanos, pero ¿cómo había sido esto? ¿Quién era el vencedor? Nadie lo sabía de cierto, y mientras unos creían que, tanto el ejército del Norte, como la división del general Santa Anna, estaban completamente derrotadas y perdidas, otros afirmaban, como testigos, que se había obtenido un triunfo completo, entre San Ángel y Coyoacán.

Bolao no pudo averiguar nada en sustancia; pero los pelotones de infantería desarmados y piquetes de caballería con los caballos cubiertos de sudor y cierto espanto que se notaba en los semblantes de muchos oficiales, que transitaban también las calles, dirigiéndose al rumbo del Palacio, no le dieron los mejores indicios y se decidió a salir fuera de las garitas hasta encontrar alguna fuerza mexicana, y allí informarse con alguno de los oficiales o jefes que fuese su amigo o su conocido. El objeto principal de Bolao era saber la suerte que habían corrido los amigos de la quinta. Su tránsito por la calzada de San Antonio le inspiró las más vivas inquietudes. Carros con parque y víveres, caminaban tan rápidamente como podían, seguidos de una turba de Soldados desarmados y de mujeres que vociferaban injurias contra las generales, diciendo que los habían vendido y llevado al matadero; oficiales corriendo a galope en una y otra dirección; mulas con carga unas, y otras sin silla, y a todo esto, mezclada mucha plebe que había salido de la ciudad por mera curiosidad o con el propósito de desnudar a los muertos americanos o mexicanos. No encontró a ningún conocido que pudiera explicarle la causa de este desconcierto, y continuó su excursión encaminándose al convento de Churubusco, situado en la confluencia de los caminos de Tlalpan y Coyoacán, y cuyas torres, no muy altas divisaba entre los árboles.

Cerca ya, lo primero que llamó su atención fue una bandera blanca con una cruz roja que flotaba en una elevada asta, en la azotea de una casa de pobre apariencia. Era el hospital militar, o al menos una sección de ambulancia, situada en ese lugar para lo que pudiese ocurrir.

Se detuvo allí, pues encontró al doctor Guijarro en la puerta, sentado en un banco de piedra arreglando y limpiando sus instrumentos de cirugía. Eran amigos, y comenzaron naturalmente a platicar. El ejército del Norte, a las órdenes del general Valencia, había sido completamente derrotado en Padierna; los dispersos se desbandaban por las calzadas y pueblos cercanos, y él, con su sección, de practicantes y Hermanas de la Caridad, se salvaron, gracias a la posición que escogió para situar el hospital, que le permitió recoger y auxiliar a multitud de heridos, sin correr el riesgo de ser envueltos por los fugitivos y los enemigos vencedores. En esta vez había hecho lo mismo, estableciéndose en esa casuca de pobre apariencia, pero que tenía cinco o seis piezas, buena ventilación y además estaba provista de camas y colchones de los propietarios, que previendo los peligros que podían correr, la abandonaron desde el momento que se supo la derrota de la Padierna.

Juan Bolao entró al pequeño hospital, donde todo estaba en el mayor orden, y las Hermanas arreglando los paquetes de hilas y el botiquín, sin faltar lienzos, sábanas y mantas de diferentes dimensiones, y el carro de ambulancia con sus soldados enfermeros y sus caballos de remuda. Era aquello admirable, debido al especial cuidado del doctor Guijarro, y al eficaz concurso de las Hermanas de la Caridad.

Bolao elogió, como merecía, esta instalación, queriendo saludar y conocer a las heroicas mujeres que estaban con los ojos bajos y cubiertas con su amplio tocado blanco, se dirigió a ellas y se encontró naturalmente con Celeste.

—Hermana, querida hermana Celeste —le dijo tendiéndole la mano que ésta rehusó, pues no son permitidas a las Hermanas tales familiaridades—, ¿tú aquí corriendo estos peligros?

—¡Tome! —dijo el doctor Guijarro—, tiene más valor y serenidad que yo, y que el mismo general en jefe si se ofrece. Es una Hermana verdaderamente heróica, sin agravio de las demás que están presentes. Sor Micaela tiene organizado su batallón de caridad, mejor que nosotros los que forman el ejército.

Celeste, tranquila y con la misma naturalidad que si la víspera hubiese visto a su antiguo conocido Bolao, sonrió bondadosamente y correspondió su saludo.

—Y Teresa y las demás personas de nuestra amistad, ¿cómo están? —preguntó Celeste con cierta timidez para que no se trasluciera su íntimo sentimiento.

—Teresa en la quinta, con Mariana y Carmela, que ya es mi mujer, y las acompaña Celestina y la jalapeña, y Florinda en su casa. En cuanto a los hombres, por aquí deben andar, y precisamente voy a continuar mi camino hasta San Ángel para ver si logro hablarles. De paso entraré cinco minutos al convento de Churubusco.

Celeste suspiró involuntariamente. Estaba segura de que allí debería estar Arturo, pero no se atrevió a decir una palabra y continuó haciendo sus paquetes de hilas, cortando tiras de tela emplástica y arreglando unos frascos de medicinas.

Bolao se despidió de las Hermanas, estrechó la mano del doctor Guijarro, siguió su camino y en la fortificación de Churubusco se encontró con que todos eran amigos, o por lo menos conocidos.

El campamento del Peñón, por cuyo punto no atacó el enemigo, había sido trasladado al convento de Churubusco, reforzados los batallones de guardia nacional con algunos piquetes de tropas de línea, y las compañías llamadas de San Patricio formadas con los irlandeses desertores del ejército americano. Mandaba el punto el general Rincón, y a la cabeza de sus regimientos se encontraban el general Anaya y el esclarecido poeta don Manuel Eduardo Gorostiza, coronel del batallón de Bravos.

Ni susto, ni agitación, ni sombra de zozobra en aquellas gentes llenas de confianza y de patriotismo, que sin saber por qué, se les colocaba sin artillería ni parque bastante, en un lugar aislado de las cercanías de la ciudad, para que fuesen presa segura de las columnas vencedoras de Padierna, pero ellos ni pensaban en lo peligroso de su posición, ni discutían; estaban alegres, animados y seguros de rechazar al enemigo. Es necesario repetir que esto que parece fabuloso y acomodado para formar héroes de novela, era rigurosamente cierto.

Don Mariano había establecido su cantina inmediatamente, y estaba rodeado de soldados que se desayunaban con café o con pan, queso, sardinas y copas. Recogía monedas y monedas, aunque en menos abundancia que en el Peñón Viejo. La cantina estaba situada y como metida entre dos estribos del convento, y fuera de la fortificación pasajera que había podido hacerse en las pocas horas de la noche. Doña Venturita, con su marido el músico, con su enorme barriga y su trompetón, estaban sentados, desayunando copiosamente, en un montón de césped y piedras que habían arreglado. La viuda y Carmela segunda, según se informó Bolao, habían quedado cuidando la casa de la calle de San Lorenzo.

Arturo, que estaba en la torre registrando con un anteojo la campiña, bajó, desde que reconoció a Juan Bolao y a sus criados.

—Te aguardaba yo —le dijo tendiéndole la mano—. Era imposible que hubieses permanecido en la quinta sin procurar saber de nosotros. En dos palabras te daré las noticias, y tú sabrás cómo las cuentas a Teresa, que ha de estar en la mayor ansiedad, y es casi cierto que se nos volverá a enfermar del pecho. Hemos sido completamente derrotados en Padierna. Por unos oficiales dispersos que eran conocidos de Josesito, he sabido que fue hecho prisionero, y probablemente está en Tlalpan, donde tienen el cuartel general los americanos. Luis Cayetano, a consecuencia de la agitación, y sol de la mañana, y del torrente de agua que nos empapó en la noche, se retiró seguramente con pulmonía. Tan cabal y pundonoroso, quería venir con nosotros, pero ardía en calentura, y su jefe lo regañó y lo despachó a su casa. Manuel y Valentín continúan al lado del general Santa Anna. Valentín anda buscando al general Valencia para aprehenderlo y fusilarlo en el acto. Así se lo ha mandado el general en jefe. Estuvo aquí hace un momento con una escolta de caballería, y se marchó otra vez a San Ángel, no teniendo mucha voluntad de encontrar al insubordinado general que fue derrotado. Yo me vine por acá con mi compañía. Se me olvidaba decirte que el pícaro seductor a quien apretó el pescuezo Joaquín, murió ayer aquí repentinamente, y fue enterrado en un hoyo detrás de la iglesia. No hay más que contarte, y si te quedas aquí tres o cuatro horas más, ya verás lo que es fandango, pues estoy cierto que vamos a ser atacados, y nos defenderemos, pero tendremos que sucumbir tonta o heroicamente para que el general Santa Anna pueda regresar a la capital y salvar los restos que le quedan. Todo esto me importa poco a mí, y lo mismo me da una cosa que otra. Me sentí un poco animado con las gracias y el modo seductor de Apolonia, pero ya me conoces, he vuelto a mi estado normal. Aurora, y siempre Aurora, a todas horas del día y de la noche.

En esto se escucharon algunas detonaciones; la guarnición se puso sobre las armas; Arturo, sin despedirse, se subió a las bóvedas, y Bolao, desconsolado al observar el estado de agitación en que se hallaba su amigo levantó las riendas a su caballo y enderezó al rumbo de San Ángel. Las calzadas y potreros estaban llenos de mulas cargadas, de carros militares y carretones de artillería, custodiada por compañías de infantería en buena formación, seguida de piquetes de diversos cuerpos y de soldados sueltos y en desorden. Las lanzas, sables y cascos de la caballería, relucían a lo lejos, y toda esta muchedumbre, que parecía huir, se dirigía a las garitas de la ciudad, dejando aislados en su improvisado castillo de Churubusco a los guardias nacionales.

Bolao, que conocía bien esos senderos para no ver interrumpida su marcha, cortó por los potreros hasta la hacienda de Navarrete, y de allí, por la ancha calzada, en un galope llegó a la plaza del Carmen de San Ángel, donde encontró a Valentín echando ternos, con espada en mano, organizando la marcha de la vanguardia de la división, que había perdido el brío y la moral desde el fatal desenlace de Padierna.

—Este orgulloso y testarudo general Valencia ha sacrificado a los restos del brillante ejército del Norte —le dijo a Bolao—, y estamos perdidos. Los americanos vienen tras de nosotros, y si no se hace la retirada en orden para continuar la defensa en la capital, seremos batidos y destrozados dentro de dos o tres horas.

Valentín logró organizar su vanguardia, ponerla en camino en mediano orden, y regresó con Bolao a la plaza de San Jacinto, donde ya estaba montado el general Santa Anna y rodeado de sus ayudantes.

Manuel había sido enviado con un piquete de caballería, para observar los movimientos del enemigo. La brigada del centro comenzó a moverse, y Valentín volvió a la plaza del Carmen para disponer la marcha de las fuerzas que la formaban, y Bolao, después de haber visto y observado todo, dio a Valentín buenas noticias de la gente de la quinta, y despidiéndose, tomó de nuevo a galope la calzada que conduce a la capital, y cortando por los potreros sin pasar por las calles, llegó sin contratiempo alguno a la quinta, donde todo el mundo lo esperaba con impaciencia, y las señoras lo rodearon, haciéndole a la vez muchas preguntas.

—En lo general, buenas noticias —les dijo apeándose del caballo y quitándose las espuelas—, pero déjenme entrar y les contaré.

Rodeadas siempre y casi pegadas a él, entraron en grupo al salón.

—He visitado la ciudad, los cuarteles, los campamentos, y aventuré mi excursión hasta San Ángel.

—¿Y Manuel? —preguntó Teresa.

—¿Y Valentín? —se aventuró a decir Mariana.

—¿Y José? José, yo quiero saber de José, que quedó de escribirme con nuestro criado que lo acompañaba, y ni una letra, quizá habrá estado en esa batalla de Padierna donde murió tanta gente. Los inditos a quienes yo he preguntado sin que lo advirtiera Teresa, me han contado horrores.

—¿Y Arturo, Arturo, tan atrabancado, tan temerario? —dijo Apolonia—. ¿Dónde está? ¿Se encontró en la batalla de ese maldito Palierna?

—Padierna y no Palierna; no es un hombre, ni un general, ni siquiera un pueblo, es una barranca donde se fue a meter el general Valencia; pero vamos por partes y déjenme hablar.

A Valentín lo encontré en San Ángel organizando la marcha de la división que manda el Presidente. A Manuel no lo vi, porque en ese momento desempeñaba una comisión, pero están buenos y esta noche llegarán a México, y es seguro que podrán desprenderse cinco minutos del servicio y venir acá. Josesito, ligeramente herido en un pie pero salvo ya en San Agustín de las Cuevas.

—¿Cómo y qué hace en San Agustín?

—¿Qué ha de hacer? Conformarse con su suerte. Está prisionero en poder del enemigo.

—¡Lo van a matar, lo van a matar a mi pobre José, no lo volveré a ver más! ¡Qué idea de meterse a militar cuando gracias a Dios tenemos qué comer sin necesidad del Gobierno! —exclamó Celestina muy conmovida y con las lágrimas en los ojos—. Quiero verlo y que me lleve usted, Juan, y lo puede usted hacer con ese salvoconducto que le dio Rugiero.

—Tranquilícese usted, Celestina. Josesito, que es protegido visiblemente por la fortuna, ya escapó. Está muy bien tratado por el general Grant, que es jefe encargado de guardar a los prisioneros de guerra, y como él mismo ha sido herido y no puede entrar al servicio activo, está perfectamente en el gran edificio del hospicio de Tlalpan.

Celestina comprendió en el acto que la suerte de José no podía ser mejor, y se tranquilizó.

Apolonia guardó silencio y no hizo ninguna pregunta, lo que permitió a Bolao retirarse a sus piezas, a quitarse el polvo y cambiar de ropa.

Cada una de las interesadas procuró, sin que las otras lo advirtieses, hablar a solas con Bolao para adquirir noticias más detalladas.

Bolao no ocultó a Teresa que el ejército que había quedado venía más bien que en una retirada en completo desorden, y que los americanos le seguían de cerca, pero le aseguró que Manuel y Valentín no habían tenido el más leve contratiempo.

A Celestina le ocultó la manera cómo fue dejado en una barranca Josesito, pero le aseguró que sabía de cierto que los prisioneros y heridos de Padierna que habían caído en poder de los americanos, estaban muy bien tratados, y aun se aventuró a decirle que pensaría en la manera de llevarla a Tlalpan si los acontecimientos lo permitían.

Apolonia, con la simplicidad y buena fe de una muchacha sin experiencia y que decía lo que se le venía a la cabeza y le dictaba su corazón, esperó la oportunidad en que nadie la viese y entró a la recámara de Bolao, que se había echado en su cama para descansar y pensar lo que debería hacer en el curso de la noche.

—Juan, me va usted a referir la verdad —le dijo tomándole las dos manos.

—¡Qué hace usted, Apolonia, entrando así a mi cuarto! ¿Qué dirá Teresa y que pensará Carmela si nos encontraran en este momento? Salga usted al jardín, y le daré razón de lo que quiera saber.

Bolao se levantó, abrió la vidriera que daba al jardín y quiso salir con Apolonia, pero ésta se lo impidió y volvió a tomarle las manos.

—Estoy loca, loca —le dijo—, y voy a confesármelo a usted todo. Amo con una pasión profunda, ardiente a Arturo, y deseo que no me oculte usted la verdad. ¿Vive o ha muerto?

—Vive, vive, criatura desventurada —le contestó Bolao—, pero ¿cómo ha venido tan repentinamente esa pasión, que en efecto ha cambiado en horas hasta la fisonomía de usted? Era usted ayer una rosa y han bastado algunas horas para marchitarla.

—Qué quiere usted, así somos las mujeres y no es posible mandar en el corazón. Desde que vi en Jalapa a Arturo, lo adoré, créalo usted, y entre chanzas y veras se lo dije, aunque no es costumbre que eso hagan las mujeres; pero no lo pude remediar, y la lástima fue que no me hiciese caso… Después, qué quiere usted, lo olvidé un poco, y por desaliento, por pique, por coquetería, si usted quiere, le hice caso a ese don Francisco, pero le confesaré a usted la verdad como si me fuese a morir, cuando volví a ver Arturo, se encendió como una hoguera en mi corazón, no sé lo que me pasó, tuve miedo, y pasado el susto y la primera impresión parece que con la muerte de ese desgraciado, se me había quitado como una piedra pesada del corazón. Vea usted por qué me intereso por Arturo y por qué soy la mujer más desgraciada de haber venido a México en estos tiempos de guerra, en que pueden matar a lo que más amo, y me matarán a mi también, pues no sobreviviré a su pérdida.

Apolonia pronunció estas últimas palabras con un nudo en la garganta, y no pudiendo contenerse estalló derramando copiosas lágrimas. En esto vino Teresa que había vagado pensativa y preocupada por la oscuridad de los bosquecillos. Bolao, le refirió la escena que acababa de pasar.

—Había ya pensado en esto, y aun el doctor Martín lo observó también; pero no creía que tan a lo serio hubiese tomado Apolonia los cumplimientos y flores de Arturo. ¡Pobres mujeres! Víctimas siempre de nuestra debilidad, cualquiera nos puede engañar.

—No hay que afligirse, querida Apolonia —le dijo, acercándosele y acariciándole la frente—. Arturo está bueno, vendrá tal vez un momento esta noche. Juan es incapaz de engañarnos, y la prueba es que no ha ocultado a Celestina que su marido está prisionero.

La pobre Apolonia sollozaba silenciosamente, pero Bolao y Teresa continuaron diciéndole buenas palabras, la llevaron a dar un paseo por los bosquecillos de manzanos, donde encontraron a Carmela y a Mariana, de modo que cuando fueron a la mesa ya estaba más calmada y tomó parte en la conversación de conjeturas y de esperanzas, pues no podía ser otro el tema de los que habían quedado habitando la quinta.

La noche, clara al principio, se puso tenebrosa y sombría como la anterior. Bolao tomó sus precauciones de costumbre; las luces se apagaron; se cerraron las puertas, y las señoras ni por un momento pensaron en acostarse. Esperaban a Manuel, a Valentín y a Arturo.

Las once… ni una alma. Se escucharon lejanos estampidos de piezas gruesas de artillería. Volvió el silencio y la imponente soledad de la calzada. Los vecinos habían emigrado del rumbo y dejado abandonadas las casas. Únicamente la quinta estaba habitada.

Las doce, la una… nada. Seguramente ni Manuel ni Valentín habían podido desprenderse del lado del general en jefe, ¿pero qué significaban esos disparos de cañón? Acaso los yanquees habían atacado al general Santa Anna antes de salir de San Ángel… una mortal incertidumbre que no lograba calmar Bolao con cuantas observaciones le ocurrían.

Las dos de la mañana. Tiros de fusilería se oían más cercanos, y las espesas sombras de la noche se salpicaban de fugitivos fulgores rojos. Juan Bolao estaba en el mirador.

Mariana y Carmela entraron a sus piezas, encendieron velas de cera y comenzaron a rezar oraciones y novenas y a hacer promesas a los santos.

Teresa se paseaba agitada y nerviosa de uno a otro extremo del salón. Apolonia lloraba silenciosamente en un sillón, y Celestina, tranquila porque Josesito estaba completamente seguro, les daba esperanzas y procuraba consolarlas.

A cosa de las tres de la mañana, turbó el silencio de la calzada un tropel de gente a caballo que corría a escape en la dirección de la capital. Al cuarto de hora, algunos tiros de pistola y otro grupo corriendo en sentido contrario.

El terror se apoderó de las muchachas; temían por momentos una invasión, un asalto y un combate dentro de la misma casa.

Bolao, que subía al mirador y bajaba a darles razón de lo que pasaba, les daba cuantas seguridades podía de que no serían atacados, y caso que lo fuesen, no lograrían forzar las puertas de la quinta.

Tiros de fusil y pistola se escucharon muy cercanos. Dos soldados americanos descarriados, montados en sus enormes caballos, corrían disparando tiros, y eran perseguidos por un grupo de mexicanos con el lazo en la mano. En la puerta de la quinta, uno de los fugitivos fue lazado, derribado del caballo y arrastrado, dando gritos feroces en un idioma extraño. Toda aquella visión infernal pasó. Después, silencio absoluto, hasta que apareció la nueva luz de la mañana, que derramó el consuelo y la esperanza en las bellas muchachas que tanto habían sufrido en las últimas horas de la noche.

XXI. El último casamiento

La zozobra y la fatiga del espíritu habían vencido a las bellas damas de la quinta, y quedaron adormecidas en los sofás y reclinadas unas sobre otras. Carmela, sosteniendo en su seno el pálido busto de Teresa, y Celestina, como acariciando en su voluptuoso regazo, a la llorosa y afligida Apolonia. Mariana, siempre respetuosa, se había retirado de puntillas a recostar a una pieza inmediata. La calzada estaba relativamente tranquila. Algunos indios cargados con sacas de carbón trotaban más que de costumbre, procurando llegar lo más pronto posible a la capital, y los atajos de burros, tan lentos y tan arreados, parecían huir de algún peligro cercano, seguidos de sus dueños que no cesaban de menudearles palos en las ancas; varios soldados de caballería, a pie y sin armas, como que buscaban donde ocultarse. Juan Bolao, dio un vistazo desde el mirador, observó con el anteojo líneas azules de tropas americanas, y grupos numerosos de tropas vestidas de diversos colores, pero parecían confundidas unas con otras. Una que otra humareda indicaba el disparo de un fusil, pero la artillería callaba. ¿Se había hecho la paz o en ese momento se libraba una nueva batalla?

Como el día precedente, aprovechó el sueño de las señoras y salió a caballo seguido de sus criados, resuelto a hacer una exploración más prolija que la anterior, y decidido a buscar a Rugiero, que era el que mejor podía informarle del estado de las cosas.

A la confianza y alegría de los habitantes de México en los días anteriores, había sucedido el pavor y el pánico. Las calles estaban llenas de gentes despavoridas que corrían de un lado a otro sin saber qué hacer e indagando noticias que cada vez eran más funestas; mujeres con canastillas, acudían a las garitas y cuarteles a llevar algún alimento a sus deudos; otras llorando, corrían a informarse si habían sido matados sus hijos, o maridos; cargadores con muebles atravesaban las plazas, pues los que podían cambiaban de casa y pasaban a otro barrio que se figuraban no sería atacado; las tiendas se cerraban; a las panaderías acudía la gente en tropel, creyendo que el día siguiente o no se amasaría pan o no sería posible salir a comprarlo; las fruteras y recauderas se habían ocultado quién sabe dónde, y la plaza del mercado estaba desprovista y las cocineras de casas grandes pagando a peso de oro las pocas legumbres y frutas que quedaban. La derrota de Padierna, el cañoneo que se había escuchado, la entrada desordenada de los derrotados y la retirada de las fuerzas de San Ángel, cuya vanguardia despachada por Valentín había ya tomado sus cuarteles y ocupado el Palacio, habían llenado de consternación a los habitantes que esperaban por momentos ver ya en las calles a las legiones de aventureros entregándose al pillaje y a toda clase de excesos. Bolao dio vueltas por diversas calles; en todas, poco más o menos, observó con cierto dolor y miedo el triste espectáculo que presenta una población numerosa que va a ser tomada a sangre y fuego.

Antes de salir de la garita quiso tener noticias de Florinda y de su marido, y se dirigió a la casa. Dejó el caballo en el patio y sin quitarse las espuelas subió de dos en dos los escalones. Encontró a Florinda en la mayor aflicción, que trataba de disimular, haciéndose fuerte y superior a la fatal situación en que se encontraba. Luis su marido, estaba gravemente enfermo de pulmonía. El médico de la casa se había marchado a Toluca huyendo del peligro; la botica cercana cerrada, y los criados, que habían ido a buscar otro médico y un cáustico hacía como dos horas, aun no regresaban. Bolao entró al cuarto de Luis, que, presa de una alta calentura, apenas lo reconoció, ofreció a Florinda buscar y enviarle a un médico de los muchos que conocía, y al salir encontró a Elena y a Margarita que subían la escalera precipitadamente, llorando y seguidas de una criada. Las tres venían cargadas de bultos y petacas pequeñas.

La casa que habitaban las poblanas, estaba en la calle recta de la garita por donde les dijeron deberían entrar los enemigos, y en efecto, se habían hecho en la noche, por orden del cuartel maestre, fosos y fortificaciones, y una pieza de artillería estaba ya situada a poca distancia de la puerta de su casa. A toda prisa habían recogido sus alhajas y la ropa más indispensable, y dejado su habitación al cuidado de la costurera. No teniendo otra parte donde refugiarse, ni pudiendo marchar a Puebla, habían ido a dar a la casa de Florinda. Les habían dicho que Joaquín estaba herido de gravedad, y no sabían tampoco ni cómo, verlo, ni cómo auxiliarlo, y querían al mismo tiempo que Florinda las aconsejase lo que deberían hacer.

No obstante el cuidado que le llegaba al alma, pues adoraba a su marido, recibió con la sonrisa en los labios a sus amigas, procuró tranquilizarlas y las introdujo a un departamento de la casa donde podían descansar y acomodar la multitud de baratijas que traían, y corrió al lado de Luis, que tosía con el trabajo y dolores que acompañan a la traidora enfermedad del pulmón.

Bolao, sin despedirse, bajó, montó a caballo y en un galope estuvo en la botica del puente del Espíritu Santo, donde afortunadamente había una tertulia de ociosos y ricos que estaban comentando los sucesos, y haciendo conjeturas, sin manifestarse muy asustados ni interesados en la cuestión. Algunos opinaban que era mejor que Santa Anna fuese definitivamente derrotado y que se quitase de enmedio, para que se pudiese hacer la paz, sin disputar ya más por terrenos desiertos que para nada servían a México, y de los cuales ningún partido sacaría; en una palabra, la mayor parte de esos tertulianos eran ayancados, pero Bolao no se fijó, pues lo que en ese momento le importaba era encontrar un médico, y en vez de uno había cuatro o cinco en la botica. Habló con el que tenía más confianza, le contó el caso y lo comprometió a que en el acto fuese a la casa de Florinda, provisto de cáusticos y de las demás medicinas propias para la enfermedad de que adolecía Luis.

El doctor partió por un lado, y Bolao por el otro, y algunos minutos después, galopaba por la calzada de San Ángel, donde encontró al centro de la división, que más bien parece que corría que no que se retiraba. Manuel furioso y terrible, con espada en mano, contenía el desorden, y unido a los jefes de los cuerpos que hablaron enérgicamente a los soldados, lograron que la marcha fuese ordenada, y que se recogiesen algunos carros de parque que se dejaban abandonados obstruyendo la calzada.

Establecida con alguna regularidad la marcha de la brigada, Manuel y Bolao retrocedieron, con dirección a Coyoacán, donde debería hallarse el general Santa Anna, al que encontraron, en efecto, sereno, caminando despacio y resuelto a que con las tropas que había en la ciudad y los cinco mil hombres de su división, organizar la defensa en las garitas, en las calles, en las casas y no capitular ni hacer la paz con los infames yanquees, los cuales venían materialmente picándole la retaguardia y se escuchaba la fusilería de los mexicanos que estaban apostados en San Antonio y Zotepinco sosteniendo la retirada.

El general en jefe abrevió el paso de su buen caballo blanco que montaba, y en pocos minutos se halló en el pequeño y humilde pueblecillo de Churubusco.

El coronel Peñuñuri, que guarnecía la iglesia y torre de Coyoacán, donde había sido colocado en observación, se retiró temiendo ser cortado por el enemigo que estaba muy cerca, y el general Anaya, que había salido con una escolta a efectuar un reconocimiento, regresaba al centro de las pasajeras fortificaciones que se habían improvisado frente al convento.

El general Santa Anna, furioso, no pensaba más que en fusilar a Valencia, al que acusaba como único responsable de la horrorosa catástrofe de Padierna.

Los tiros de fusil se oían ya muy cercanos, y parvadas de indios, hombres, mujeres y muchachos, huían despavoridos por todas direcciones.

El general en jefe, de la manera más terminante y más formal, ordenó al general Anaya que defendiera el fuerte de Churubusco y contuviera al enemigo, aunque perecieran todos, con tal que acabase de efectuar su retirada el ejército, y entrase en la ciudad.

—Se hará así —contestó el general Anaya—, aunque no tenemos más que una pieza de a cuatro y muy escaso parque.

—Mi ayudante el general Valentín viene a la cabeza de la columna, y cuando pase por el puente, no tienen más que decirle una palabra.

El general Santa Anna siguió su marcha, paso a paso, y Manuel a su lado, y el general Anaya, con la misma calma, regresó a su fortificación, dio las órdenes convenientes y se dispuso a rechazar al enemigo, que ya estaba, como quien dice, a la vista.

Luego que Arturo y don Mariano el filósofo vieron a Bolao, que siguió al general Anaya, fueron a saludarlo y a inquirir noticias de la ciudad y de las personas que les interesaban, pero no hubo tiempo de decirles mucho, pues se oían disparos de fusilería y la retaguardia de la división mexicana se precipitaba en el puente y pasaba a la vista del convento.

—Sólo el diablo —dijo Arturo—, puede hacerlo peor que este Santa Anna. ¡Retirarse con cinco mil hombres que están pasando por nuestros bigotes, y dejarnos aquí aislados para que nos fusilen los yanquees, que en número de tres o cuatro mil hombres van a caer sobre 600 guardias nacionales, que apenas saben manejar el fusil! Parece más bien una venganza o una gran infamia, pero este general Anaya parece de cartón. Un sólo músculo no se altera de su cara de pambazo. Es un verdadero héroe, y por lo que a mí toca personalmente, lo mismo me da una cosa que otra —(era su refrán)—, pero hay aquí soldados cargados de familia, infelices que quizá en estos momentos no tienen sus hijos una taza de atole.

—Muy bien dicho —interrumpió don Mariano—; de la misma manera pienso yo. Creí que éste era un campamento pasajero como el del Peñón, y que se nos mandaría retirar, dejando aquí una corta guarnición de tropas de línea para que al acercarse el enemigo se dispersase en tiradores, y diese el aviso al grueso de las tropas que deben resistir en la garita y después en la ciudad, pero qué chasco me he llevado. No puedo abandonar mi cantina, ni el general me permite levantarla. Dice que todos los que estamos aquí hemos de perecer. ¡Qué injusticia! Señor Bolao. Si usted se empeñara, no sólo me salvaría a mí, a mi pobre mujer y esa criatura tan linda que no tiene más apoyo que nosotros.

Bolao le iba a contestar cualquiera cosa, o al menos a animarlo, porque el cuitado don Mariano estaba tan conmovido, que en el lado blanco de su cara se le veía el ojo húmedo y próxima a rodar una lágrima por su empolvada mejilla, pero no hubo tiempo de decirle, ni una palabra, porque Arturo gritó fuertemente:

—¡Valentín! ¡Valentín!

Y en efecto, Valentín, en su arrogante caballo, con su espada en la mano y su voz estridente, regularizaba la marcha de la brigada de retaguardia.

—¡Un momento por acá, Valentín! —repitió.

—¡Te necesitamos! —le gritó Bolao.

Valentín ordenó que siguiese la marcha de la tropa, y enderezó su caballo hacia donde divisó a sus amigos.

—¿Creían que pasaría por aquí sin detenerme? Imposible. ¿Cómo no había de saludar a los valientes que se sacrifican por nosotros?

—El general en jefe —le dijo Bolao—, ordenó que se te pidiera a ti artillería y parque.

—Y aunque no lo hubiera dicho —contestó Valentín—. Voy a dejarles una buena batería de artillería y un carro de parque. Ven conmigo, Juan, y tú mismo la conducirás aquí.

Valentín y Juan galoparon por entre las filas de los soldados que marchaban, y a poco regresó Bolao conduciendo cinco piezas de artillería con su dotación de artilleros, y un carro de parque con sus soldados trenistas, y tres camillas con tres practicantes y sus enfermeros. Fue recibido con vivas este refuerzo, y el general Anaya mandó situar las piezas en los puntos que juzgó convenientes. Valentín saludó con la espada a sus amigos del fuerte, y continuó dirigiendo la marcha de su tropa, cuya masa informe y abigarrada se perdió entre nubes de polvo que levantaba la infantería, la caballería, los indígenas que huían y la turba gritona de mujeres que seguían a la división, y a las que no se había dejado antes pasar.

Culebrita, con su guerrilla compuesta ya de cosa de veinte hombres, y acompañado como siempre de Pancha y sus amigas montadas en briosos caballos y luciendo sus jorongos y sus chaquetas de plata, cerraban la marcha.

Se oían de nuevo disparos lejanos. Eran los descarriados y fugitivos que quemaban su último cartucho, tiraban el arma, se quitaban el uniforme y corrían a ocultarse entre las milpas.

Una hora después, se descubre ya una brigada norteamericana que ataca el puente de Churubusco. El general Santa Anna, que no estaba aun lejos, vuelve con su Estado Mayor a galope, manda despejar el paso obstruido por dos carros de municiones abandonados, y resistir a la columna enemiga. Los restos de piquetes y regimientos de tropas de línea que se retiraban de San Antonio, mandados por el general Bravo, se reorganizan a la voz enérgica de su jefe, hacen resistencia y contiene la marcha rápida de la caballería enemiga, pero a pocos momentos se desbandan por diversos rumbos, y son perseguidos por los dragones que, montados en los altísimos caballos, los alcanzan y acuchillan. El general Santa Anna aprovecha esta confusión para seguir velozmente su camino y entrar en la ciudad. Los restos desordenados de la retaguardia, que en vano quiso organizar Valentín, llegan a la garita revueltos con soldados americanos que no habían podido contener sus caballos y son hechos prisioneros o muertos.

Libre ya el puente, la brigada americana, al mando del general Twiggs, se reorganizó, volvieron la mayor parte de los dragones ocupados de acuchillar a los fugitivos, y aquella masa compacta y decidida se dispuso a caer como una terrible máquina de fierro sobre el convento, decidida, al parecer, a destruirlo hasta sus cimientos.

Lentamente, lentamente, pero avanzaba en orden dividiéndose en dos columnas, una para atacar por el frente y otra por el flanco que no estaba fortificado.

El general Anaya, que con Arturo, a quien distinguía mucho, había estado en las bóvedas observando con el anteojo, descendió a la explanada y mandó tocar al corneta enemigo por el frente, y después un punto de atención.

Hubo un momento de silencio solemne. Los guardias nacionales, los piquetes, de los regimientos y las compañías de San Patricio con que había reforzado el punto el general Valentín por orden de su jefe, se colocaron con las armas cargadas y al hombro en los puestos que tenían ya designados, y esperaban las órdenes.

—¡Atención! —gritó con voz entera el general Anaya.

El silencio fue más completo. Los defensores no se atrevían a respirar.

—¡Atención! —volvió a decir.

El enemigo avanza lentamente, pero avanza. No pasará media hora sin que esté a tiro de fusil.

Los diablos nos llevarán; pero tenemos que estar aquí sin retroceder ni un pie, aquí hemos de morir o rechazar al enemigo. Ésa es la orden, y así se debe cumplir.

No hay que tirar ni que gastar la pólvora, que poca tenemos. Cuando el enemigo esté a veinte pasos, entonces fuego con la fusilería y con los cañones cargados con metralla. Entre tanto, quietos, aunque el enemigo rompa el fuego.

Don Mariano el filósofo, cuando oyó esta arenga dicha con voz decisiva e imperiosa, se fue deslizando para salir del recinto fortificado. El miedo se había apoderado de él. y decidido a abandonar su cantina, lo que quería era la libertad, el campo para correr y librarse de la muerte, y se imaginó que podría llegar a una milpa, o a la casa donde estaba el hospital de sangre, antes de que se rompiesen los fuegos, pero el general Anaya que lo observó, dijo:

—Nadie sale de la fortificación sin mi permiso, y antes bien prevengo a usted que esté a mi lado con cántaras de agua fresca y algunas botellas. Ya verá usted que habrá dentro de una hora mucho calor, y es menester que el soldado, y sobre todo los heridos, se refresquen la garganta. Conque a obedecer y pronto.

No hubo remedio. Don Mariano el cantinero, que se había colocado en un ángulo del convento, al abrigo, a su parecer, del peligro de las balas, volvió con unas cántaras llenas de agua fresca, algunas botellas y vasos, y se situó cerca del comandante de la fortaleza.

—Ese pícaro músico, que no ha sido toda su vida más que un cobarde sin vergüenza, ya se escapó —continuó diciendo el general Anaya que lo divisó.

Doña Venturita, que lo esperaba, fue observada también con su vestido azul celeste y su tápalo amarillo. Los dos entraron precipitadamente en una espesa milpa.

Juan Bolao había dejado sus caballos y criados en el patio del convento, y como estaba al lado del general Anaya, cuando pasó lo del cantinero y del músico, tuvo que quedarse y permanecer firme, antes que ponerse en ridículo.

Los americanos siguieron avanzando lentamente en columna cerrada, sin tirar un tiro. Arturo, por orden del general Anaya, subió con el anteojo a observar.

De llegar tenía el enemigo, y llegó sin disparar sus armas, creyendo que, dispersada la tropa mexicana y metida en la ciudad, el puñado aislado de defensores harían muy poca o ninguna resistencia.

Avanzaron a veinte pasos. Un oficial a caballo, con su escolta, se adelantaba hasta la fortificación como para recibirla.

Un estruendo terrible sé escuchó, y una nube de humo cubrió momentáneamente el fuerte y el campo.

Los mexicanos hicieron fuego con sus fusiles a quemaropa, y dos piezas cargadas con metralla, habían barrido con la columna enemiga. El humo se disipó, y durante diez minutos la estupefacción se apoderó de ambos combatientes. Los americanos no esperaban tan formidable descarga, y estaban en completa desorden, y los mexicanos, por su parte, no querían creer el efecto tan terrible que habían hecho en la columna enemiga.

La reacción no dilató; gritos feroces y lamentos de los heridos, fueron dominados con la voz de mando de los oficiales. La ambulancia recogió cuantos lastimados pudo, se organizaron dos columnas, y vigorosamente, aturdiendo el aire con hurras y juramentos, se lanzaron impetuosamente sobre el convento.

Los guardias nacionales y tropa habían tenido tiempo de cargar sus armas y las piezas de artillería, y recibieron con otras descargas a los soldados azules. Tres o cuatro veces se renovaron los asaltos por el frente y el flanco, y hubo prodigios de valor en ambas fuerzas, pero al fin los americanos se retiraron en desorden rumbo a San Antonio. Un grito unánime e incomprensible de victoria lanzado por los guardias nacionales, llegó hasta la modesta casita del hospital de sangre, e hizo estremecer el corazón de las Hermanas, y aun el mismo doctor Guijarro, tan indiferente y tan acostumbrado a estas peripecias, no dejó de afectarse.

El general Anaya, montado a caballo, había dirigido la acción. Notando que un pelotón de americanos volvía furioso para asaltar el parapeto, se bajó, apuntó y dio él mismo fuego a la pieza. Las chispas del estopín se comunicaron a un repuesto de parque, y un traquido horroroso llenó de pavor a los enemigos, que huyeron, y a los defensores, que no se daban cuenta de lo que había pasado.

Cuatro de los soldados que distribuían el parque, estaban tendidos muertos; el mismo general Anaya, quemado en un costado; Bolao, que se hallaba a más distancia, con salpiques de pólvora en la cara y en las manos, y don Mariano, que en ese momento servía un vaso de agua al comandante, resultó con la mitad blanca de su cara, completamente negra, y él, tirado en el suelo con sus vasos y cantimploras hechas trizas. Se retiraron a los soldados muertos; lo de Bolao no era cosa, y don Mariano, vuelto en sí del susto, fue llevado por su pie al interior del convento, donde los muchachos practicantes le hicieron la primera curación. El general Anaya fue curado en su mismo puesto, que no quiso abandonar, y continuó mandando en el frente.

La retirada de los enemigos no fue definitiva. El general Worth, el mas intrépido y decidido de los oficiales americanos, venía ya con su brigada en marcha. Descansa un momento, se reorganiza la del general Twiggs, y ambos generales emprenden su marcha decididos a asaltar y vencer a la fortaleza.

Los defensores se reorganizan también, retiran a los muertos, atienden en el interior del convento a los heridos, cargan sus piezas, distribuyen sus fuerzas, les dan la última dotación de parque que tenían y se deciden a quemar el último cartucho antes de rendirse.

Bolao, que recuerda los deberes que tenía que llenar cerca de Teresa, contento, aunque no era soldado, de haber servido de algo y de haber disparado sus pistolas contra los enemigos, aprovecha estos momentos de suspensión y en que los americanos están relativamente lejos, y se retira con permiso del general Anaya.

Como a un puerto de salvación, llegó a la modesta casa en cuya azotea flameaba con el viento la bandera blanca de la ambulancia. Las demás casas del pueblo estaban abiertas, abandonadas y vacías. Los moradores habían huido precipitadamente a la primera embestida de las tropas americanas. En aquel asilo de paz se encontraban Celeste y sus piadosas compañeras, el padre Anastasio, el doctor Guijarro y cuatro soldados de la ambulancia. El carro estaba abrigado al costado de la casa, y las mulas habían sido metidas en un corral, donde se encontró algún rastrojo y un poco de maíz.

Bolao se admiró de la tranquilidad y orden que reinaba en el pequeño hospital, y del nimio cuidado que se había tenido, hasta el punto de haber procurado forraje para los animales. El hospital había recibido algunas balas de fusil, ya de los americanos, ya de las malas punterías de los mexicanos que se defendían en la retirada, pero ninguna desgracia había ocurrido, y la bandera blanca de misericordia y de paz había sido respetada, tanto de las fuerzas mexicanas que se replegaban, como de los americanos que atacaban. El único peligro verdadero, era que una bala de cañón viniese a dar contra la casa, pues de seguro le hubiese hecho mucho daño, pero hasta aquel momento sólo habían oído de lejos la artillería americana, y muy cerca, pero sin correr peligro, la de los defensores del fuerte.

En el hospital había tres heridos de poco gravedad. La pérdida de la sangre los tenía acostados en unos petates, pues las pocas camas que había se reservaban para casos más graves. El doctor les había hecho su curación y respondía de su vida.

La ambulancia americana había recogido sus muertos y heridos, y los del fuerte los suyos.

El doctor Guijarro había aprovechado los instantes en que no había combate o cesaba, para dar sus vueltas por el fuerte, y proveerlo de medicinas y de lo más necesario para las curaciones.

De todo esto platicaba Bolao (que había encerrado sus mozos y caballos en el corral donde estaban las mulas de la ambulancia), con el doctor Guijarro y con las Hermanas, cuando oyeron una descarga cerrada y el disparo de las piezas de artillería que los hizo estremecer. Era la división del general Worth, que combatía furiosamente contra el fuerte, y las tropas del fuerte que le contestaban con una lluvia de balas y de metralla.

La columna azul, compacta y echando líneas de fuego a cada instante, se desorganizó un poco y cesó de avanzar y de disparar sus fusiles, pero un cuarto de hora bastó para que cubriese el claro que habían dejado en sus filas los heridos y muertos que habían caído en el campo, y organizada y resuelta siguiese avanzando y rompiese de nuevo el fuego de sus mortíferos rifles.

De las bóvedas de la iglesia, de la torre, del parapeto, de los costados y ángulos del convento, brotaron sin cesar incesantes fogonazos, y los cañones, a pesar de que los artilleros de línea habían sido heridos o muertos, continuaban arrojando metralla, servidos por los guardias nacionales. Tres horas y media duró este tremendo combate, que el doctor Guijarro y Bolao presenciaron desde la azotea del hospital.

Al estruendo de la fusilería y de la artillería sucedió repentinamente un silencio profundo; los fogones se apagaron, el humo se disipó por un viento tempestuoso que comenzaba a soplar, y ni en la torre ni en el parapeto se veía soldado alguno. Un silencio imponente y lúgubre como si todos hubiesen muerto.

Era que se había realmente quemado el último cartucho, y que no existía más que una caja de parque cuyas balas no venían a ninguno de los fusiles de la escasa guarnición.

El general Anaya mandó entrar la tropa al interior del convento.

Los americanos mandaron cesar también el fuego, pero creyendo que era una nueva celeda no se atrevían a avanzar.

Varios soldados de la guardia nacional que no quisieron caer prisioneros, gritaron viva México, y salieron con espada y pistola en mano tratando de abrirse paso y tirando y acuchillando a los enemigos. Fueron recibidos, naturalmente, por una descarga. Peñuñuri y Martínez de Castro cayeron heridos mortalmente. Arturo y tres o cuatro más pudieron escapar, y tomando a la izquierda se internaron en las espesas milpas, perseguidos siempre y tiroteados por los enemigos.

Después de esta gloriosa escaramuza, cesó totalmente el fuego y volvió a reinar el más lúgubre silencio.

Un valiente oficial, el capitán Smith, se adelanta solo montado en un arrogante caballo, y con una bandera blanca en la mano penetra en el fuerte, entra en el convento y vé a los soldados con su general a la cabeza, serenos y dignos, esperando su suerte.

Tan valiente como caballero, inmediatamente él mismo enarbola la bandera, contiene con un acento terrible y amenaza a la soldadesca que frenética se lanzaba a matar y a cometer excesos. No pudo impedir que se deslizasen los traidores bandidos que mandaba el contraguerrillero Domínguez, los que se arrojaron en el acto a la cantina de don Mariano, se repartieron las botellas y víveres que devoraban, y destruyeron trastes, vasijas, bancas, sillas y cuanto encontraron, con una furia de salvajes.

La bandera azul y encarnada de las estrellas se enarboló en el histórico convento de Churubusco, y un hurra estrepitoso, lanzado a un tiempo por los dos o tres mil soldados vencedores, hizo temblar los corazones de la caritativa gente que ocupaba el pequeño hospital de sangre.

El general Worth se presentó a pocos momentos a recibir la fortaleza, y no pudo menos, como valiente que era, de admirar y tributar un elogio del puñado de ciudadanos que le habían puesto fuera de combate más de seiscientos de sus soldados. Entregadas las piezas de artillería, los fusiles, sables y pistolas, y constituidos como prisioneros de guerra, los jefes y soldados que quedaron con vida, le ocurrió preguntar dónde estaba el repuesto de parque.

El general Anaya se acercó al intérprete que estaba al lado de Worth.

—Dígale usted que si hubiéramos tenido parque, no estaría él aquí.

Worth saludó al general Anaya y ordenó que él y los oficiales conservaran sus espadas.

* * *

—Por lo que es hoy, amigo don Juan, concluyó la función —dijo el doctor Guijarro—, y no ha de ser la última. Mañana tendremos otra en la garita de San Antonio o en la misma ciudad. Voy a dar una vuelta por el convento, para ver lo que se ofrece y si hay algo que cortar de urgencia. Los heridos graves los mandaré a México al hospital; los que no tengan peligro podrán quedar allí o venir aquí, según elijan.

Al mismo tiempo dio orden a los trenistas para que sacaran el carro de la ambulancia, pegaran las mulas y lo siguieran.

Celeste, que tenía la más viva inquietud y deseaba saber la suerte de Arturo, si es que había formado parte de la guarnición, se ofreció a acompañar al doctor.

—No; usted no irá, Hermana —le dijo—. Quedará usted encargada de este hospital durante mi ausencia, acompañada del amigo don Juan, si es que no tiene un quehacer urgente. El tiempo está amenazador, y no será posible levantar esta noche este hospital, y nos falta que hacer la mejor de nuestras excursiones.

—Con el mayor gusto, doctor. Vaya usted sin cuidado y lo esperaré hasta que vuelva —dijo Bolao—. En un galope estaré en casa, y de pronto creo que el camino estará libre, y si no, bien me sé ir por los potreros. La cuestión es saltar tres o cuatro zanjas.

El doctor partió para el convento, seguido del carro de la ambulancia, y Bolao quedó entre tanto platicando con las Hermanas, admirado cada vez más de la calma y tranquilidad con que cumplían su deber, especialmente Celeste, que parecía rodeada de una aureola de santidad.

El doctor no tardó en regresar acompañado de don Mariano el tendero, que tenía la cabeza y la mitad de la cara envuelta en algodón y tela. Su quemada no era grave. A la distancia en que estaba del polvorín, y estando agachado con la cantimplora en la mano, llenando una vaso de agua, los granos de pólvora regados se habían incendiado y saltádole a la cara. El caso no era grave, solamente que le quedaría la piel negra, lo que, en definitiva, no era tan malo, pues que valía más que fuese todo negro, pues así llamaba menos la atención que con la figura mitad blanca y la otra mitad negra. Le afectó de pronto, más que la quemada, el desastre de su cantina; fue tal la furia de los contraguerrilleros, que no encontró más que pequeñísimas astillas. De rabia no se quiso quedar en el convento, y rogó al doctor que lo trajese a su hospital.

Los médicos americanos habían recogido a sus heridos y a los heridos mexicanos, y en unión de los practicantes, habían hecho las primeras curaciones y atendido de una manera especial a Martínez de Castro y a Peñuñuri. El día siguiente deberían ser transportados a Tlalpan heridos y prisioneros, pues que todo esto estaba a cargo del capitán Ulises Grant.

Así conversaban el doctor, el padre Anastasio y Bolao, mientras don Mariano, a pesar del escozor de su quemada, aplacado con el bálsamo quita dolor que le aplicaron los americanos, no cesaba de observar al padre Anastasio y a Celeste, a los que concluyó por reconocer cuando fijó su atención y sus ojos se acostumbraron a la luz de la casa.

—¡Qué casualidad! —dijo—. El padrecito y la Hermana de la Caridad juntos. No desperdician ocasión. Así están desde Jaumabe.

Celeste, que tenía un oído finísimo, escuchó lo que en voz muy baja y como para sí había pronunciado el tendero, volvió la cara, lo miró con sus ojos azules, tranquilos y puros, y don Mariano sintió tal conmoción, que retrocedió y se sentó como descoyuntado en una de las malas y toscas sillas que había en el pequeño salón.

El viento tempestuoso arreció y empujó una masa de nubes que chocó con la que estaba formada por el Norte. No tardaron las descargas eléctricas y en caer aguaceros que se sucedían uno tras otro. La noche vino lóbrega y sombría a echar un gran manto negro en aquellos campos regados de sangre humana, y de vez en cuando brillaba, como una estrella filante, la luz colocada en la silenciosa torre del convento.

—Ahora comienza nuestro trabajo, amigo Bolao —dijo el doctor Guijarro—. En todas las acciones de guerra quedan muchos heridos sin socorro, y mueren por falta de él. El hombre, por instinto, trata de conservar la vida cuando se siente herido; si tiene fuerzas, huye y se aleja del peligro. Cuando ha perdido sangre, le acomete un vértigo y cae, pero a veces a mucha distancia del lugar de la acción, y cuando hay bosque, o yerbas crecidas, o milpas cerradas como aquí, siempre se encuentran heridos. Después de terminada una acción, he acostumbrado hacer mis reconocimientos, y siempre he podido salvar a algunos desgraciados que habrían perecido sin mi oportuno socorro. Para estar fuertes y por lo que pueda suceder, comeremos algo mientras cesa la lluvia, y por cierto que provisiones no nos faltan. Figúrese usted amigo Bolao, a un infeliz traspasado de una bala, o medio dividido el cráneo por un sablazo, lo que sentirá al volver en sí del vértigo y encontrarse solo en un bosque, sin esperar auxilio alguno y sin tener ni una gota de agua para calmar la sed ardiente que causan las heridas. Creo que muchos, si tienen una arma cerca, se suicidan de desesperación. No todos los médicos militares hacen eso, pero yo me he impuesto una obligación. Es una satisfacción para mí mismo, no para el gobierno, ni por desquitar mi paga que hace dos meses no recibo. Qué quiere usted, amigo, cada hombre tiene sus caprichos.

Bolao no pudo menos de aprobar la manera de obrar del doctor, y prometió acompañarlo si la expedición no tardaba mucho en salir.

—Un cuarto de hora será bastante para cenar, y estoy seguro que habrá pasado ya la tormenta. Hará usted bien de tomar algo, pues quién sabe a qué horas regresará a su casa. Tengo un vino legítimo y puro, como para enfermos.

El doctor sacó de un canasto de los venidos expresamente de París para el objeto y servicio de las ambulancias, una botella de vino, pan, queso, salchichón, jamón, sal, platos, tenedores, cuchillos, servilletas y cuanto era necesario, y él mismo, uniendo dos mesas pequeñas, improvisó un bufet tan escogido como el de una tertulia.

—Esto lo hace la edad y la experiencia, amigo Bolao. Los demás compañeros del cuerpo médico son menos precavidos que yo. Una copa de vino a tiempo, salva la vida de un herido. Acérquese usted, padre Anastasio, y no encontrará mal las provisiones.

Las Hermanas fueron invitadas también, pero modestas en extremo, y aunque no habían probado bocado en todo el día, no quisieron sentarse en la mesa. El doctor les distribuyó sus raciones, lo mismo que a los soldados y a los perros que estaban encerrados en la casa inmediata.

Pronto terminó la colación, el tiempo mejoró, y no obstante una llovizna menuda, se organizó la expedición. A don Mariano el filósofo, se le designó una cama, se le hizo una ligera curación y se le ordenó entrase a acostarse. El hospital quedó a cargo del cabo.

El doctor, el padre Anastasio y Juan Bolao, abrían la marcha, y seguidos de las Hermanas, de Macaria con los dos perros y de tres soldados que llevaban hilas, vendas, telas, vino, un pequeño botiquín, una parihuela y dos linternas sordas, salieron del hospital, y evitando pasar cerca del convento, se internaron silenciosamente en una vereda estrecha formada entre dos espesas milpas.

—Es necesario mucho silencio —dijo el doctor—, y poner cuidado si se escuchan quejidos o alguna voz que pida socorro. Los perros y Macaria harán lo demás.

Caminaron muy despacio como media hora, explorando, por un lado Macaria con sus inteligentes animales, y por el otro el doctor y los soldados sin haber encontrado más que dos caballos heridos y moribundos que el doctor, por compasión, acabó de matar.

—Debemos encontrar —dijo a Bolao—, cerca de aquí, muertos o heridos, a los que montaban estos caballos. El uno es caballo de americano, y el otro es de los nuestros.

A poco andar encontraron a un dragón americano con la cara y el pecho destrozados, y casi a su lado a un oficial mexicano que no pudieron reconocer, con el vientre casi vacío. Fácil era reconocer que había habido una terrible lucha personal, en la que habían perecido caballeros y caballos, una de esas luchas heroicas y gloriosas para ambos enemigos, pero que quedan ignoradas.

No habiendo nada que hacer con aquellos sangrientos cadáveres, que, alumbrados con la linterna sorda, parecían todavía más deformes, pasaron adelante hasta un punto donde cesaba la vereda y se ofrecía a la izquierda un sendero más ancho, limitado con una pequeña zanja que dividía sin duda la propiedad. Escucharon un quejido o ronquido, como de alguno que está ahogándose y pide socorro. Macaria, precedida de los perros que correspondieron con un ladrido al extraño rumor, corrieron hacia el lugar donde se había escuchado, y se detuvieron ante un enorme bulto, la mitad hundido en la angosta zanja limítrofe. Al llamado de Macaria, acudieron el doctor, Bolao y las Hermanas, y apenas alumbraron con la linterna, cuando el doctor reconoció al músico del serpentón.

—Por aquí debe estar su mujer —dijo el doctor—. Ella andaba, según me informaron unos dispersos, registrando a los soldados americanos muertos, para recoger el oro que traen, porque cada soldado tiene lo menos cuatro o cinco águilas de oro en la bolsa.

A cuatro o cinco varas de distancia encontraron entre el lodo a doña Venturita, que no era posible confundirla con otra, porque resaltaba entre las manchas de lodo el color amarillo de su tápalo de China.

El doctor, ayudado de los soldados, sacó al músico de la zanja, le reconoció cuidadosamente y no le encontró ninguna herida, pero estaba ya muerto, y al espirar fue cuando lanzó ese ronquido lúgubre en medio del profundo silencio de la oscura noche, que hizo estremecer al mismo doctor, acostumbrado a escenas de ése género.

Doña Venturita fue reconocida en seguida, teniendo que desenvolverla de su tápalo chino y que arrancarle una parte de su vestido de seda. Tampoco se le encontró ninguna herida, y sí quince o veinte monedas de oro. Su pulso y su corazón latían con cierta regularidad, y estaba viva, y bien viva. Se le dieron sales a oler y se le introdujo, abriéndole los dientes, una cucharada de un elixir. Entreabrió los ojos, quiso decir algunas palabras, pero volvió a su estado de norcatismo, que había disminuido mucho con lo fresco de la lluvia.

—El músico ha sido víctima de una congestión ocasionada por la bebida y por el miedo. La mujer, más fuerte y nada cobarde, ha rebasado, y es posible que escape. Ya le haremos algo eficaz en el hospital.

Ordenó, en consecuencia, que la pusiesen en la camilla y regresen al pueblo los soldados. Al ejecutar esta operación, tropezaron con el serpentón del músico y con varias botellas vacías. No es posible definir lo que sintió Celeste al enterarse y reconocer en esa repugnante figura, con los cabellos en desorden, la faz renegrida, las piernas flaquísimas con sus medias de la patente negras con el cieno, a doña Venturita, que tantos daños le había causado, y a la que no había vuelto a ver desde el último y desagradable lance que ya se ha referido.

Macaria se acercó al oído de Celeste.

Dios castiga sin palo ni cuarta —le dijo—; lo malo será que el doctor resucite a esta maldita víbora.

—Creo —dijo el doctor— que no encontraremos nada más esta noche, y yo me figuraba que debería haber gran número de muertos o heridos, porque por ese rumbo hubo mucha dispersión de los rezagados de San Ángel perseguidos por los americanos, y Culebrita y sus amigos dieron su vuelta por estas milpas, y se reconoce por tanta caña quebrada; en fin, saldremos al camino real y puede ser que en una u otra orilla encontremos algún desgraciado a quien podamos salvar.

Mientras los enfermeros con doña Venturita, todavía aletargada, tomaban la dirección del hospital, el doctor salía por un sendero estrecho al camino indicado. En efecto, de uno y otro lado encontraron caballos y soldados americanos y mexicanos tirados; las milpas limítrofes destrozadas, y huellas que los mismos aguaceros no habían podido borrar, como de cuerpos arrastrados y destrozados entre los pedruscos y baches del camino.

El doctor reconocía a su paso, con cuidado, a aquellos cuerpos inmóviles, y cerciorado de que estaban muertos, continuaba la marcha, resuelto a regresar al hospital y proporcionar descanso a las santas mujeres que habían estado en actividad desde las primeras horas del día, sin más alimento que unos pedazos de pan.

Los perros iban y venían, entraban a las milpas y salían, olfateaban en el borde de las pequeñas zanjas, y regresaban al lado de Macaria que les ayudaba en sus indagaciones.

Aquella noche tenebrosa, con su llovizna fría y sus ráfagas de viento, que con un rumor extraño circulaba entre las cañas de maíz; aquella luz única en la torre del convento, conquistado ya por los americanos; la figura espantosa del músico hinchado y ahogado por el licor; el espectro, vestido de colores, que en medio de las balas desgarraba los bolsillos de los muertos para recoger el oro ensangrentado; el silencio que de vez en cuando interrumpían los ladridos de los perros abandonados en los pueblos; la escena toda, por donde quiera pavorosa e imponente, afectó a todos los que formaban la piadosa caravana, sin exceptuar al doctor y a Macaria. Caminaron un buen rato en la dirección del hospital sin hablar una palabra, mojados por la llovizna que no cesaba y con el corazón lastimado de ver tanta desgracia y desolación en el hermoso valle de México.

Repentinamente los perros aullaron tristemente, corrieron al borde de una milpa al lado opuesto del camino real, rascaron la tierra y volvieron ladrando delante de Macaria como queriendo conducirla.

—Algo han olido estos animales, señor doctor —dijo Macaria—. Deben haber encontrado una persona herida o muerta que no les es desconocida.

—Es verdad; vamos al momento.

Y todos se dirigieron, conducidos por los perros, hasta un lugar donde había un pequeño jacal para el guarda milpas, y una percha con un espantajo para ahuyentar los pájaros. Los perros entraron al jacalito, y detrás el doctor, que abrió su linterna y alumbró a un guardia nacional tendido boca arriba y con la cara manchada de cieno. El techo del jacal le había preservado algo de la fuerte lluvia, sin que dejasen de estar mojados sus vestidos.

El doctor le pasó la linterna y lo reconoció con el mayor cuidado.

—Es uno de tantos jóvenes oficiales de la guardia nacional. No está muerto y podremos quizá salvarlo. No le veo ninguna herida en la cabeza, ni aparentemente en el cuerpo. Es necesario limpiarle un poco la cara y podremos saber quién es. Todos los muchachos de la guardia nacional son conocidos.

Macaria, que había quedado en la puerta de la choza, mojó en un charco la punta de su rebozo, limpió cuidádosamente el rostro de aquel, al parecer, cadáver, mientras el doctor le desabotonaba el uniforme y el chaleco. La camisa estaba manchada de sangre ya coagulada.

El doctor sacó su bolsa de instrumentos, cortó la camisa, limpió con el mismo rebozo húmedo de Macaria, y descubrió un agujerito pequeño cerca del corazón.

—Pues que no ha muerto, dentro debe estar la bala —dijo—. Que venga Sor María de las Nieves, y que traiga el botiquín.

Juan Bolao, que estaba cerca de la puerta, fue por Celeste, que con las otras Hermanas se habían detenido en la calzada, y a poco volvió con ella y con un soldado que cargaba el botiquín.

Los perros, inquietos desde el principio aullando de vez en cuando, aprovecharon la oportunidad de encontrar franca la puertecilla y se metieron arrojándose, a pesar de Macaria, sobre el moribundo. Uno le comenzó a lamer la cara y otro la herida.

El doctor les hizo una caricia y los dejó.

—Este joven —dijo—, debe de haber sido el dueño de los perros, o los ha tratado mucho. No hay cosa comparable a su instinto y fidelidad, ni nada tan suave y tan delicado como su lengua. Después vendrá el lavatorio de agua fresca.

Celeste y el padre Anastasio, y el soldado, llegaban a ese tiempo.

—Sor María —le dijo el doctor—, es necesario en este momento toda la energía y valor que Dios da a ustedes, buenas mujeres, en lances tan extremos como este. No me explico cómo ha podido ser herido este pobre joven, pero el caso es que la bala debe estar cerca del corazón. Si lo movemos siquiera, el peso solo del proyectil puede romper los tejidos, y la muerte es segura. Es necesario tratar de extraer la bala inmediatamente. Puede quedar en la operación, pero es necesario intentarla, no hay más remedio. Inclínese usted y tenga estas hilas empapadas en este bálsamo y esta tela. Inmediatamente que yo saque la bala, si es que la puedo sacar, aplica usted las hilas, a las heridas, las contiene con la mano y pone usted esta tela y estos lienzos, hasta que sea posible vendarlo. Un movimiento, por leve que sea, un grito, un temblor nervioso, le causará la muerte. Si no se encuentra usted capaz en este lance, llamaremos a otra Hermana, o al soldado.

El doctor, con una destreza y rapidez admirable, le dio ya preparada una plancha de hilas, unos lienzos y un frasco con el bálsamo, y llena al mismo tiempo una copa con vino generoso y un vaso con agua fresca.

—Usted, amigo Bolao, en el momento que yo le diga, humedecerá con agua una esponja y la pasará por los labios y la frente del herido. Si observa usted que traga algunas gotas, pásele entonces esta otra esponja ligeramente empapada en el vino. Yo le diré lo demás que tenga que hacer, pero no quiero distraerme con ningún pormenor al tiempo de operar. Valor y serenidad en todos; no sé de quién se trata todavía, pero sea quién fuere, es un valiente que se ha sacrificado por su patria, y aquí no somos más que sus hermanos y amigos, y usted, padre Anastasio, en el mismo momento en que yo haga la operación, bendígalo y perdónele sus pecados, que perdonados están con su martirio, que si él y yo vivimos, ya tendremos tiempo de confesarnos.

El doctor, al mismo tiempo que hablaba, preparaba lo necesario y lo entregaba a cada uno de los que tenían que ayudarle en la arriesgada operación que iba a practicar.

Celeste, por toda respuesta recibió la plancha de hilas, las vendas y el frasco del bálsamo, y se arrodilló al lado del herido.

Como el doctor manejaba como le convenía la linterna, sólo proyectaba la luz en el lugar donde estaba la herida; lo demás del cuerpo del paciente y la cabaña estaban en la sombra. Tampoco había tratado de reconocerlo, lo que quería era salvarlo y operarlo en el acto.

—Silencio y atención, y cada uno haga lo que tengo dicho —dijo el doctor, entregando la linterna al soldado; pero a este tiempo un paquete de rayos de luz iluminó momentáneamente la cara del herido.

Celeste reconoció a Arturo, se estremeció y dobló la otra rodilla, pero un acto de enérgica voluntad dominó esta terrible emoción.

El doctor amplió con un bisturí el agujero, introdujo las pinzas y sacó una bala pequeña. Fue esto en un abrir y cerrar de ojos. Brotó un chorro de sangre. El padre Anastasio bendijo al moribundo.

—Dejemos correr dos o tres segundos la sangre, Sor María. Bien… basta; las hilas y el bálsamo… ahora la mano… una presión muy ligera… la esponja con agua… así… la esponja con el vino… un poco más fuerte… la sangre corre mucho… así… así… esperemos cinco minutos.

El doctor sacó el reloj. Todos mudos, pálidos, hasta el soldado. Cadavéricos parecían con los rayos movibles e inciertos de la linterna, pero todos ejecutaron con precisión lo que el doctor había mandado.

A los cinco minutos, el doctor con aparente calma guardó su reloj, tomó el pulso al herido y le aplicó después el oído al corazón, que ligeramente oprimía siempre la mano de Celeste.

—¡Vive, vive! —dijo con satisfacción el doctor—, y se me ha quitado un peso del pecho. La operación salió bien. Esta herida es la más rara e inexplicable. La bala es de pistola y ha debido traspasar de parte a parte a otra persona, y herir después, ya sin fuerza, a este joven. En otra parte del cuerpo, esta herida habría sido insignificante, en el corazón, era de muerte. Tenemos que esperar todavía un cuarto de hora para poder hacerle la curación y vendarlo.

Los que estaban presentes no despegaban la vista del rostro cadavérico de Arturo, que alumbraba el doctor con la linterna, y Celeste, sin temblar, sin verter una lágrima, no quiso que la reemplazara otra de las Hermanas, y esperaba el momento en que su mano sintiese las palpitaciones del corazón que parecía paralizado para siempre. Estaba a punto de caer muerta sobre el cadáver frío y húmedo del que adoraba, pero fuerte como las santas que sufrían en Roma los más crueles martirios sin exhalar una queja, cumplía en ese momento la doble misión del amor puro y de la caridad cristiana.

Arturo entreabrió los ojos y los volvió a cerrar. Celeste sintió bajo la presión de su mano débiles latidos.

—¡Ah! —exclamó con un acento que revelaba lo que estaba pasando en su alma—. ¡Vive, sí; vive, doctor; he sentido latir su corazón!

El doctor, con un esmero singular, empapó las esponjas. Pasó la del agua varias veces por la frente de Arturo, y la de vino por sus labios.

Arturo volvió a abrir los ojos y respiró con alguna libertad.

—Eso es —dijo el doctor—; vuelve ya la regularidad de la circulación de la sangre. Bueno, bueno; vamos a ver si somos más fuertes que esa maldita bala.

Levantó suavemente la cabeza de Arturo, y procuró que fuese, gota a gota, bebiendo un elixir que había preparado.

—Amigo Bolao, téngame usted en la misma posición a este pobre Arturo, a quien debí haber reconocido sólo en lo esmerado de su traje y en la blancura de su piel, mientras le paso una venda.

Bolao sustituyó al doctor, y éste, con destreza y prontitud, lo vendó, y hasta ese momento no retiró Celeste la mano que tenía sobre la herida.

—Ahora una poca de agua.

Arturo bebió con avidez en un pequeño vaso, abrió los ojos y los fijó en Celeste, y con voz débil, pero clara y distinta, dijo:

—No sé qué visión extraña pasó por mis ojos al caer herido. Sentí como un golpe terrible en el corazón y que caía de una altura inmensa y me encontraba en brazos de Celeste… después nada… nada; oscuridad, y más oscuridad, y cayendo, cayendo siempre en un abismo sin fin…

Arturo paseó la vista por los que le rodeaban, y comenzó a reconocerlos:

—¡Juan!… ¡el padre!… ¡el doctor!… ¡y los perros… los perros!… ¡Macaria!…

Los perros estaban sentados frente de Arturo, y no le despegaban la vista.

—¡Celeste, sí, Celeste, es ella!… ¿Estaba cerca de mí cuando fui herido?…

Arturo se apoderó de la mano que inconscientemente le tendió la muchacha, y la estrechó amorosamente.

—Arturo, amigo mío —le dijo el padre Anastasio con una voz muy insinuante y cariñosa—, en el estado de debilidad en que estás, te harían mucho mal estas impresiones. Estás rodeado de tus amigos que no te abandonarán.

—¡Ah! en esta vez no se me escapará, padre Anastasio. Desde que la encontré desolada y errante en la calle de Vergara, debí haber hecho lo que hago ahora. Celeste me acompañará en esta vida o en la eternidad. La bendición, padre Anastasio, la bendición del sacerdote con el cariño de un buen amigo que no me negará este favor, que quizá será el último.

El padre Anastasio, sin poderlo remediar y como impulsado por una fuerza sobrenatural, bendijo esta unión que se celebraba en las puertas de la eternidad.

Celeste no pudo ya dominar su naturaleza, y cayó sin sentido junto al cadáver de Arturo.

—De nada sirvió la operación, que salió como yo no esperaba —dijo el doctor a Bolao—. Las pasiones, amigo mío, hacen más estragos que las balas. ¡Qué historia! ¿Quién había de pensarlo? ¡Si Sor María se queda en su convento!… yo tengo la culpa, yo la pedí… pero ¿quién había de pensar en estas cosas tan extrañas?… ¡Muertos, muertos!…

El padre Anastasio, de rodillas, rezaba en un rincón de la choza.

Macaria, abrazando el cuerpo de Celeste, apenas podía contener sus sollozos.

Los dos perros aullaban de cuando en cuando tristemente, y lamían el rostro de Arturo.

El doctor y el soldado guardaban maquinalmente sus drogas e instrumentos en el botiquín y en el estuche.

Bolao, aturdido, tenía los ojos fijos y saltones sin poderlos desviar del fúnebre cuadro.

El ruido hueco y las pisadas fuertes de caballos se escucharon, y a poco aparecieron las luces de los faroles de un carruaje que centelleaban en la oscuridad de la noche, como los ojos de un lobo colosal que se iba acercando a buscar y a devorar a los de la pequeña cabaña del guardamilpas de Churubusco.

XXII. Las veladas de la Quinta

LAS VELADAS DE LA QUINTA

VELADA OCTAVA

Mortal había sido la inquietud de Teresa y de las demás personas de la quinta. Las once, las doce, la una… nada; sustos y alarmas a cada instante; disparos de fusil, lejanos unas veces y más cerca otras; voces roncas como aguardientosas, cuyos ecos amenazadores llegaban hasta el mismo salón; tropel de caballos, y grupos de mujeres que pasaban cantando coplas obscenas. Todo esto, o pasaba realmente, o se les figuraba, o era abultado por la zozobra y el miedo.

Martín, cumplido, valiente y sin miedo al diablo desde que había hecho su confesión general, no descansaba. Tenía despiertos y con el fusil al hombro a los mozos y ordenanzas, y él con pistolas en el cinto y su espada en la mano, recorría la huerta, los patios, las azoteas, y habría salido a la calle a pelear con los que pasaban alborotando, a no impedirlo la autoridad de Teresa.

Manuel y Valentín, seguramente ocupados sin cesar en el servicio del general en jefe, no habían parecido por la quinta, ni aun mandado un ordenanza o un mozo. Esto tenía llena de disgusto y de temor a Teresa, a Mariana y a Carmela, y se figuraban que algo les había sucedido.

Bolao llegó por fin a cosa de las dos de la mañana. Uno de sus criados dio tres chiflidos, que era la señal convenida con Martín, y éste bajó inmediatamente a abrirle las puertas y a recibirlo. Quería Bolao entrar directamente a su recámara para evitar toda conversación con las señoras, pero le fue imposible, porque le salieron al encuentro.

Cuando entró al salón y lo miraron desfigurado, medio quemado el rostro y sus vestidos manchados de sangre, dieron un grito de susto y de horror creyéndolo herido, pero él las tranquilizó lo mejor que pudo, tratando de inventar en su imaginación fábulas y mentiras para no decirles la verdad. Vano empeño; nada le creían, y en su carácter no estaba tampoco el engañar. Logró, sin embargo, restablecer un tanto la calma, hablándoles de generalidades y asegurándoles, como era cierto, que Manuel y Valentín estaban al lado del general en jefe, buenos y sanos, pues no había habido hasta entonces más que tiroteos insignificantes en las garitas.

Apolonia, Celestina, Mariana y Carmela se retiraron aparentemente satisfechas, y Teresa permaneció en el salón muda y pensativa, mientras Bolao fue a cambiar de ropa y a asearse, pues estaba inconocible y literalmente cubierto de lodo y sangre.

Cuando volvió al salón después de acariciar a su Carmela y rogarle que se acostase a descansar y calmase su agitación, encontró a Teresa en la misma postura, y conoció lo mucho que sufría, pero temblaba con sólo la idea de revelarle las escenas de que había sido testigo.

Después de media hora de embarazoso silencio, Teresa le dijo:

—Vale más de una vez sufrir el dolor más grande, que no la incertidumbre. Lo que haya pasado lo quiero saber, y espero que usted, que jamás sabe mentir ni disimular, me dirá la verdad.

—A todo riesgo quise regresar a la quinta antes de amanecer —le contestó Bolao—, porque me figuraba la inquietud en que estarían usted y las demás, y por cierto que me costó trabajo, y poco faltó para que no llegase. En el camino, y poco antes de llegar a la garita, encontré una avanzada de caballería americana, y esos brutos, sin decir una palabra, descargaron sobre nosotros las pistolas, y nada faltó para que una bala me diese en la cabeza. Vea usted el sombrero traspasado de parte a parte. Otra bala se llevó la manga de la chaqueta de uno de los mozos y le rozó el brazo. Afortunadamente estaba yo cerca del oficial, le hablé en inglés, le presenté el salvoconducto de Rugiero que no pudo leer, me pidió mil excusas y me dejó pasar. En la garita, nuevos balazos, pero distantes; después el Quién Vive y el cabo cuarto con su escolta, y media hora para devolverme el salvoconducto y dejarme pasar. El oficial parece que estaba durmiendo. En las calles, nuevas dificultades con las patrullas y avanzadas, y en Palacio, hasta quisieron reducirme a prisión. Quise atravesar por la ciudad en vez de atravesar por los potreros, para saber de Manuel y de Valentín.

—Y bien, la verdad. ¿Qué ha sucedido? —le interrogó Teresa.

—Ya lo he dicho y es la verdad, lo juro; Manuel y Valentín buenos, pero como los enemigos están en las garitas y se teme un ataque a cualquiera hora, las órdenes del general en jefe son tan repetidas a cada instante, que los ayudantes apenas tienen tiempo de comunicarlas.

Teresa respiró y varió de la triste postura que había tenido más de una hora.

Juan Bolao continuó:

—Me había propuesto regresar al anochecer, pero fue imposible. Me encontré, sin querer, en el terrible combate del convento de Churubusco; después fui al hospital, el doctor me detuvo y vi lo que nunca hubiera querido ver.

—¡Ya me figuro, ya me figuro! —interrumpió Teresa con agitación, creyendo que Manuel, al comunicar alguna orden, había sido muerto y llevado al hospital.

La imaginación cuando está ocupada de una idea, fácilmente se forja historias a cual más funestas.

—¿Para qué andar con rodeos? No se trata de Manuel que repito está bueno, sino de Arturo y de Celeste.

—Nueva calaverada de Arturo en medio de la guerra —interrumpió Teresa.

—Ojalá y eso hubiera sido.

—¿Cómo entonces? ¿Qué pasó? ¡Por Dios, que se explique usted!

—Arturo y Celeste… muertos.

—¡Dios misericordioso! —dijo Teresa cayendo de rodillas—. ¡Dios misericordioso, dame fuerzas o quítame la vida! La muerte ha entrado ya en esta casa, y donde quiera hiere y se lleva a los nuestros.

Aunque ya se ha visto que Teresa era una mujer que no lloraba, ni se desmayaba, ni sufría ataques de nervios, ni era afecta a inspirar por esos medios cariño o compasión, había momentos en que su naturaleza tenía que sucumbir, y cuando supo que la muerte había acabado con Arturo, pensó que no dilataría en alcanzar a Manuel. Sin embargo, se consolaba; hallaba cierta seguridad en que Manuel, por no haberse casado, escaparía del riesgo en que constantemente se hallaba. Su preocupación supersticiosa le servía de lenitivo.

Cuando Teresa estuvo más serena, Bolao le refirió minuciosamente cuanto había pasado en el pequeño jacal del guarda milpas, y le añadió que Rugiero era el que había llegado en el carruaje, y antes que pudieran reflexionar e impedirlo se había llevado a Celeste y a Arturo, prometiendo entregarlos a la superiora de las Hermanas de la Caridad.

—Cuando Rugiero bajó de su coche tirado por su par de caballos negros —continuó diciendo Bolao—, y penetró en la cabaña, observé que una lágrima furtiva se desprendía de sus ojos, y con una voz que nunca olvidaré, pronunció estas solemnes palabras: «El infierno todo se conjurará en vano, y nada, nada podrá contra la caridad». Nos refirió que iba a México a procurar que de nuevo se entablasen las negociaciones de paz, aunque tenía pocas esperanzas de llegar a un resultado. Montó en su carruaje, y en algunos segundos desapareció entre las espesas tinieblas de la noche, dejándonos espantados y llenos de dolor. El doctor regresó a su hospital, seguido de las Hermanas, que derramaban silenciosas lágrimas; de los perros, cabizbajos y aullando, y de Macaria, lanzando imprecaciones e injurias contra los americanos, blandiendo un enorme cuchillo en la mano y prometiendo vengar a su querida hija, como le llamaba a Celeste. Fue menester que pensara yo en las obligaciones que tenía que cumplir en la quinta, para sacar fuerzas de flaqueza, montar a caballo y llegar, después de mil riesgos, a contar esta funesta historia.

Juan Bolao y Teresa permanecieron en silencio por algunos minutos. Habían hablado en voz alta y sin reserva alguna, creyéndose solos, pero no era así. Las demás, curiosas de suyo como son las mujeres, y disculpables en tales momentos, en vez de quedarse en sus cuartos salieron de puntillas y se pusieron a escuchar detrás de las puertas y vidrieras, y cuando Bolao acabó su narración fueron saliendo compungidas y llorosas a cercar a Teresa sin saber qué decirle.

Apolonia clavó los ojos en Teresa, con una expresión equívoca de ira o de burla, y comenzó a reír.

Teresa levantó la vista indignada. Si Apolonia había escuchado la narración de Juan Bolao, no era de aquellas que podían excitar a la risa, pero Apolonia reía, reía sin cesar, de una manera nerviosa, y pronto se echó de ver que era el dolor intenso, profundo, que la estaba matando. Había escuchado los dolorosos pormenores de la milagrosa operación, pero el casamiento en los momentos de la agonía de Arturo había acabado de hacer trizas su corazón ingenuo, que pocos días antes estaba henchido de esperanzas y de ilusiones.

—¡Cálmate, hija mía! —dijo Teresa levantándose y tomando en sus manos la cabeza de la muchacha y llenándola de caricias—, ¡llora, llora con nosotros a ese desgraciado Arturo, pero no rías así, porque destrozas mi corazón con esa risa!

Apolonia oía distintamente las palabras consoladoras que pronunciaba Teresa, haciendo un esfuerzo, pues ella misma necesitaba de consuelos, y trataba de contener la risa un minuto, pero estallaba más fuerte, y sus ojos, encendidos y sangrientos, de donde se desprendían dos hilos de lágrimas, formaban un horrible contraste con las carcajadas seguidas que no la dejaban respirar.

Mariana, Carmela, Celestina y la misma Teresa, olvidando por un momento sus propias penas, se ocupaban, afanosamente de aplicarle cuantos remedios les ocurrían, pero nada la aliviaba, y reía, y reía estrepitosamente, permaneciendo en pie, pues había sido imposible sentarla en un sillón, o conducirla a su recámara. Sus nervios, como de fierro, resistían a toda presión, y parece que las fuerzas de su juvenil naturaleza se habían concentrado para hacerla reír.

Bolao sufría un verdadero martirio; se paseaba a lo largo del salón, ayudaba otras veces a darle frotaciones en el cuello y en las mejillas, y se golpeaba la frente con las manos, mirando que no eran eficaces los remedios y que era imposible encontrar un médico a esas horas, aun cuando él mismo volviese a la ciudad.

Cerca de una hora duró este tormento, hasta que casi ahogada, con los ojos saliéndose de las órbitas, y el cabello en desorden y erizado, la pobre Apolonia se desplomó como una masa inerte en la alfombra del salón. Mariana y Celestina se apresuraron a tomarla en sus brazos, la acostaron en su lecho, la desnudaron y continuaron prodigándole los más tiernos cuidados.

Teresa se dejó caer en un sillón, rendida, descoyuntada, incapaz de moverse, como si hubiese hecho sin descansar un camino de veinte leguas. Carmela fue a refugiarse al lado de Bolao, el que también había perdido su energía y se le figuraba que lo que le había pasado en pocas horas no era más que un sueño espantoso.

La luz radiante del sol que entraba por las ventanas, el concierto de los pájaros que dormían en la copa de los fresnos, se escuchó como de costumbre, y los ecos lejanos de los toques de diana de los regimientos que guarnecían la ciudad, anunciaron que había terminado la tristísima velada que pareció una eternidad a los moradores de la célebre quinta de San Jacinto.

XXIII. La última velada

Teresa, triste, pensativa y devorando una sola idea, estaba sentada una serena y tibia tarde debajo de su fresno favorito. Declinando el sol rápidamente, los gorriones comenzaban a venir en bandadas a buscar gozosos su nido y su abrigo; las flores exhalaban sus perfumes, a medida que esa media luz y media oscuridad invadía los jardines, las luciérnagas se levantaban, y volando aquí y allá concluían por formar a Teresa una especie de aureola de santa, que hacía más interesante y más bella su dulce y pálida fisonomía.

La naturaleza, sin preocuparse de la guerra, sin tener en cuenta los que ya habían dejado de existir, ni las angustias y dolores de los que vivían, desplegaba, como en los días más felices, su espléndida pompa y continuaba formando en los cielos alfombras de vellones de oro, y en la tierra tapices de verde césped y de sedosas flores. Los arroyuelos, al correr por las tortuosas orillas cantaban su música inimitable, y sus ecos llegaban más bien al corazón que no a los oídos de la castellana. Los jardineros, que habían continuado sin interrupción sus trabajos en la huerta y en los jardines, se retiraban con sus instrumentos en el hombro, quitándose respetuosamente el sombrero ante la inmóvil y bella figura de su ama.

—Vamos, no hay que estar tan pensativa, Teresa. Tenemos no sólo probabilidades, sino certeza, de que ese suspirado casamiento se verificará, y de que usted y Manuel, que han sido arrebatados por la desgracia durante tanto tiempo, sean felices y logren vivir ya quietos y sin tener suspendida sobre la cabeza la espada de Damocles.

Teresa se estremeció, como sucede a las gentes nerviosas cuando se les habla de improviso o escuchan un ruido, pero repuesta, alzó la cara, y con una sonrisa benévola contestó:

—Me asusté, en verdad, señor Rugiero; no lo esperaba en este momento, pero sí lo deseaba para preguntarle…

Teresa le quería naturalmente preguntar por Celeste y Arturo. ¿Habían muerto como lo aseguró el doctor Guijarro, o las fuertes emociones que experimentaron les habían privado solamente del sentido? La agitación que producían los acontecimientos de la guerra, y la situación particular de los de la quinta, no había permitido hacer indagación cierta, y los criados habían vuelto sin poder hablar en el convento de las Hermanas a Sor Micaela, ni obtenido respuesta de las que habían encontrado en los patios o corredores.

Rugiero, que conoció qué clase de pregunta quería hacerle Teresa, desvió la conversación y siguió la serie de ideas con que había comenzado.

—Tendremos mañana un armisticio, y a esta suspensión de hostilidades seguirá seguramente la paz. Esta plausible noticia quise dar a mi buena amiga Teresa. Encontré la gran puerta abierta de par en par, y no he encontrado ni a criados ni a nadie. Los jardineros acaban de salir y no quise dirigirme a ellos, y como sé el lugar favorito, penetré hasta el copado fresno, teniendo el gusto de estrechar la mano de mi amiga, despidiéndome al mismo tiempo, pues si dilatara cinco minutos más, todo el trabajo para obtener la paz vendría por tierra.

Rugiero estrechó la mano de Teresa y desapareció. Teresa creyó ver un rastro de luz y círculos rojos y blancos, como cuando se vé el sol de lleno. Muy temprano entró en su alcoba y se recogió sin querer hablar con nadie. Toda la noche tuvo delante la figura de Rugiero y los círculos rojos y blancos, interrumpidos con los macetones de flores y los ramajes del jardín.

Los americanos, aunque victoriosos en las batallas habían perdido más de dos mil hombres; tenían muchos enfermos y heridos, y necesitaban descanso. Convinieron en un armisticio, y ambas fuerzas quedaron en sus posiciones. Los habitantes de la ciudad y de los pueblos cercanos respiraron, y muchos volvieron a sus casas y chozas que habían quedado abandonadas.

Las negociaciones de paz se entablaron, y fue entonces cuando los habitantes de la quinta creyeron que Rugiero efectivamente había tomado una parte activa en este asunto. Estaban acostumbrados a oír su lenguaje siempre equívoco y enigmático, y suponían que muchas de las conversaciones no tenían más objeto que atribuirse hazañas increíbles, y aparecer, para divertirlos o intimidarlos, con un carácter misterioso.

Como Manuel y Valentín nada tenían que hacer urgente en el Palacio, desde el momento en que se entablaron las negociaciones de paz entre el comisionado de los Estados Unidos y los plenipotenciarios mexicanos, obtuvieron fácilmente una licencia y se presentaron en la quinta cuando menos los esperaban.

Nada sabían de la catástrofe de Arturo. Pasó tal vez al cerrar la noche entre una especie de bosques de cañas de maíz, y no se supo en el Gobierno sino cuando el doctor Guijarro dio el parte circunstanciado de los acontecimientos de su hospital. Teresa y Juan Bolao les platicaron largamente, y no hay idea de la honda impresión que les causó especialmente a Manuel. Compañero de su vida y aventuras, ligados en intereses y en amores, amaba a Arturo más que si fuese un hermano, y no podía calcular cómo pasaría sin su compañía el resto de su vida. Le parecía imposible, y tenía fundadas esperanzas de que Celeste y su amigo viviesen. Habría sido un desmayo causado por la pérdida de la sangre y las fuertes impresiones del momento, lo que el doctor, preocupado, había calificado siniestramente. ¿Pero qué medio adoptar para saber la verdad? Naturalmente, discurrieron que lo primero que había que hacer era hablar con la superiora de las Hermanas de la Caridad, y Juan Bolao, que siempre se encargaba de estas comisiones, se ofreció a hacerlo inmediatamente, aprovechando también esta importante excursión para visitar a Florinda y a las poblanas y saber de la salud de Luis.

La pobre Apolonia no iba peor, pero estaba sujeta a sufrir lo menos dos o tres veces al día esas crisis nerviosas que se manifestaban con la terrible y fatigosa risa que resonaba constantemente en los oídos de Teresa. Cuando terminaba la crisis, caía Apolonia desconyuntada en el lecho, y terminaba después el fenómeno con un torrente de silenciosas lágrimas. Los médicos, que le recetaban calmantes, habían dicho que sólo el tiempo y los cariños amistosos podrían sanarla, o un nuevo amor, lo que por el momento era difícil, estando casi disuelta esa sociedad de amigos que los dañosos vientos de la guerra habían dispersado. Mariana y Carmela asistían y cuidaban amorosamente a la desgraciada muchacha.

Celestina abandonó sus ricos trajes de seda, sus elegantes peinadores y batas con que se levantaba en las mañanas para sorprender y tener vivas siempre las ilusiones de Josesito, y vistiendo sencilla y modesta ropa, como cuando era criada de confianza de la madre de Arturo, servía para todo. Suplía en la cocina y en la recámara, a falta de dos criadas que se habían enfermado con las desveladas y sustos; curaba a Apolonia y platicaba y distraía con sus ocurrencias las tristezas de la pobre Teresa, que era la que en realidad soportaba los pesares de todos. Celestina, en lo que tocaba de cerca, estaba contenta, pues consideraba a Josesito en perfecta seguridad.

En la tarde regresó de su expedición. La ciudad había recobrado aparentemente su tranquilidad; la mayor parte de la población tenía grandes esperanzas en que se concluirían felizmente en dos o tres días los tratados de paz, y el pueblo de Atzcapotzalco, muy cercano a México, donde se reunían a conferenciar los comisionados, era el lugar de paseo y de moda, como lo había sido pocos días antes el campamento del Peñón.

Luis había estado a dos dedos de la muerte, y Florinda, sin dormir ni un minuto y sin separarse de la cabecera de la cama, había literalmente envejecido en una semana tanto, que ya eran muy visibles las canas en su cabeza, y el rosado de sus aterciopeladas mejillas lo reemplazaban un color amarilloso manchado de sombras oscuras. Elena estaba sin consuelo, pues no sabía la suerte que había corrido su marido; la casa de Florinda, tipo de aseo y de elegancia, presentaba el aspecto más desolador. Los muebles en desorden; colchones, ropas de cama esparcidas por las alfombras; botellas y frascos de medicinas, llenando las consolas y rinconeras; lámparas encendidas que denotaban la velada de la noche, y Florinda y sus amigas con vestidos sórdidos, despeinadas, con el cansancio y la pena pintados en sus demacradas fisonomías.

—Ya ve usted, Juan —le dijo Florinda—, el estado de la casa y las aflicciones en que estamos; pero dígale usted a Teresa que creo va a correr riesgo en la quinta si la guerra continúa, que no vacile y venga aquí. Hay todavía recámaras donde no ha entrado este desorden y que podrá ocupar, y que reunidas, compartiremos las penas y los sustos, y podremos hacer frente a lo que todavía nos puede sobrevenir. Luis va un poco mejor y duerme en estos momentos, y por esta razón no invito a usted a que entre y lo salude.

Juan se retiró con el corazón comprimido.

En el colegio de las Hermanas de la Caridad había una verdadera consternación. Ninguna noticia de Celeste. Cuando el doctor, las otras Hermanas y Macaria regresaron con la ambulancia, quedaron sorprendidos de no encontrar allí a Celeste y a Arturo. Refirieron a la superiora lo que había pasado, y se perdían en conjeturas. Del colegio de las Hermanas, Bolao se dirigió a la Profesa, donde encontró al doctor Martín y al padre Anastasio afectados hasta un extremo increíble, y el segundo se disponía en ese mismo momento a salir y dirigirse al colegio de las Bonitas para acabarse de cerciorar de la suerte de Arturo y de Celeste. Las noticias que le dio Bolao lo llenaron de asombro, y los dos se preguntaban la causa por qué no impidieron a Rugiero que se llevara en su coche a los dos desgraciados ¿pero qué habían de hacer? Precisamente creyeron que en aquella noche tenebrosa, aislados en la pobre choza y rodeados de enemigos, el auxilio casual de Rugiero los había sacado de una posición difícil. El padre Anastasio resolvió salir, buscar al doctor Guijarro, imponerlo de lo que había pasado y no descansar hasta no saber si su protegida, a quien quería entrañablemente, estaba viva o había muerto. En cuanto a Arturo, opinaba que a pesar de que la operación había estado muy bien hecha, había sucumbido a consecuencia de la herida.

Celebrado el armisticio, se habían canjeado los prisioneros, pero el capitán Grant se había empeñado en que se quedara Josesito a su lado, porque sabía inglés y le servía de intérprete, y ya había confesado en San Ángel a los pobres irlandeses prisioneros de Churubusco, que fueron marcados en la frente con un fierro ardiendo como traidores, y después quintados y ahorcados.

En la comandancia general adquirió Bolao estas noticias, y recogió una carta abierta que Josesito le dirigía, suplicando fuese enviada a la quinta. Bolao leyó la carta que decía así:


Querido Juan:

Rodeado de enemigos en Padierna cuando iba a comunicar una orden del general Valencia, me defendí valientemente con mi espada y no sé cuántos cayeron a mis pies, pero una bala me hirió el pie izquierdo, el dolor me hizo caer del caballo y perdí el sentido.

Después me sentí arrebatado por un mexicano montado en un buen caballo que sospecho no debe ser otro más que Culebrita, que no pudiéndome llevar más, me dejó en una barranca poco profunda cuyos muros me ponían al abrigo de las balas y sin riesgo de ser machucado por la caballería y los fugitivos. ¡Qué rasgo de delicadeza! Mi padre no me habría tratado con más cariño.

Cuando los americanos levantaron el campo y recogieron sus muertos y heridos, me encontraron a mí, que, vuelto en sí con la frescura del agua que corría por la barranquita y bañaba mi cuerpo, procuraba tomar el camino de San Ángel. Aquí estoy al lado del capitán Grant, que me trata más bien como su compañero que no como un enemigo. Le sirvo de intérprete y me han asignado un sueldo y abundante ración.

Hazme el favor de poner en conocimiento de nuestros amigos mis aventuras, salúdalos muy cariñosamente, y diles que les aconsejo que se trasladen a San Ángel, donde estarán con toda seguridad, y yo podré verlos quizá todos los días. Si no quisieren, te ruego que me mandes a Celestina, que puede venir en un coche, acompañada de Martín, de Benito, o de las personas que tú dispongas, pero que venga sin falta y tome arrendada una de las muchas casas que están vacías. Si quieres mandar a Carmela y a Mariana harías muy bien.

Si se hace la paz, como me ha dicho Rugiero qué me ve los más días, tanto mejor, y si continúa la guerra, no habrá función de armas ni en este pueblo ni en San Ángel. Piensa bien en todo esto, y haz las reflexiones convenientes a Teresa y a Manuel, que bastante talento tienen para convenir en que mis consejos son de la más grande exactitud.

Ya te contaré cuando nos veamos que hice las veces de confesor con los pobres irlandeses que ahorcaron en San Ángel.

Recibe y da de mi parte un. apretón de manos a todos los de la quinta, y que venga Celestina. Tuyo

José.

Postdata.—Se me olvidaba decirte que el marido de Elena está aquí herido y muy grave. Rugiero no me ha dado muy buenas noticias de Arturo, y estoy con cuidado.
 

Bolao acabó de dar cuenta de su expedición, diciendo que al regresar cabizbajo y despacio, había sido detenido por Macaria, que iba muy agitada seguida de los perros, la que le dijo que había sabido que Arturo y Celeste habían sido llevados por Rugiero a la casa de Olivia, la modista francesa, pero que ya no vivía donde antes, porque era rica y tenía un gran almacén, pero que no sabía dónde estaba ese almacén e iba a indagarlo, y ella misma vendría a la quinta a dar razón —y diciendo esto, continuó Bolao—, se marchó Macaria muy de prisa sin querer decir más, y recomendándome guardase el secreto porque iba su vida de por medio.

La carta de Josesito les produjo la más penosa incertidumbre.

—Las reflexiones de José —dijo Manuel—, son muy fundadas, y es necesario discutir el partido que debemos adoptar aprovechando estos momentos de calma.

—Mi resolución está tomada de antemano —contestó Teresa—. Yo no me muevo de la quinta. Si nos marchamos a San Ángel, quedaré ya entre los invasores, y no me será posible saber de ti. La campaña, si la guerra continúa, debe ser en las garitas y calles de México, y sea que tú puedas venir un momento, o que Juan Bolao, Benito o Martín den su vuelta por la ciudad, estoy cierta de que sabré lo que te pasa. Si me voy a San Ángel, hasta la eternidad no sabré quizás de ti… no, no, de ninguna manera; pues que no puedo acompañarte y estar a tu lado, siquiera estaré cerca, y tú tendrás siempre la oportunidad de enviar aquí una fuerza para defender la casa, o defenderla tú mismo si es atacada.

Cuantas reflexiones hicieron Manuel y Bolao a Teresa fueron inútiles. Persistió en quedarse, y no hubo ya más que hablar sobre este particular.

—Lo que sí me parece oportuno es que Carmela y Mariana se vayan a San Ángel y se lleven a Apolonia, la que quizá con la variación de clima y de objetos mejorará en su salud. Para cualquier ocurrencia, Bolao y yo estaremos más expeditos, y Martín quedará encargado de la quinta. Cerrada y en silencio, nadie vendrá a dar por acá, y en último caso y cuando ya no se pueda otra cosa, me decidiré por la casa de Florinda. Es grande, no le serviremos de incomodidad y está situada lejos del Palacio, y poca cosa debe haber por ese rumbo, aun en caso de una defensa en las calles.

Este nuevo plan dio lugar a una larga discusión, en la que tomó parte Valentín, que se había encerrado en su cuarto a escribir. Entregó a Bolao un pliego cerrado, que debería abrir en caso de que le sucediese alguna desgracia, y ejecutar su última voluntad. Este incidente echó un frío y un disgusto visible entre los interlocutores. Se llamó a Mariana y a Carmela, para consultarles su opinión.

Mariana dijo que no tenía más voluntad que la de Valentín, y Carmela añadió que haría lo que determinara Juan Bolao.

Volvió a entablarse la discusión, y al fin, después de vacilar, de fijarse en una resolución, y pocos minutos después proponer otra, quedó resuelta la separación y dispersión de la que podremos llamar la familia de la quinta. Bolao debería conducir al día siguiente, en uno de los carruajes, a Celestina, Carmela, Apolonia y Mariana al pueblo de San Ángel; buscarles a cualquier precio una casa y dejarlas instaladas allí con los recursos necesarios, avisando de esto a Josesito, por medio de una carta abierta que se le dirigiría al capitán Grant, y volviendo inmediatamente a hacerse cargo de la dirección de la quinta, tomando cuantas precauciones eran posibles para la seguridad de Teresa.

Manuel y Valentín continuaron en una relativa tranquilidad y descanso, hasta que fuesen llamados al servicio.

En estas y otras conversaciones, a cual más íntimas e importantes, se pasó la noche, y la tristísima velada terminó con un ataque de la siniestra risa de Apolonia, que duró más de media hora.

Mientras Teresa, fatigada, se retiró a su alcoba, Bolao, que no quiso perder tiempo, mandó poner el carruaje, y ahorrando una penosa despedida marchó a San Ángel con las desoladas personas, que se les figuró que al abandonar aquel pintoresco asilo, donde habían pasado momentos de felicidad suprema, abandonaban para siempre su propia vida. Si Bolao hubiese tenido su buen humor habitual, se habría reído y divertido mucho en el camino, que parecía una romería. Unas gentes iban y otras venían, según las noticias falsas o verdaderas que circulaban, cambiándose a cada momento.

Los ricos particularmente, que no se tentaban en esos momentos el corazón para quitar el dinero con tal de escapar y ponerse a salvo de los peligros, apenas sabían que los americanos acometerían la ciudad cuando mandaban poner sus carruajes, y seguidos de sus criados y equipajes se trasladaban a San Ángel, y una mala habitación la pagaban a peso de oro. Otros, que sabían que de un momento a otro debería quedar abandonado por las tropas de línea americanas y a merced de los voluntarios y contraguerrilleros, levantaban precipitadamente sus casas y regresaban a la ciudad, donde suponían que entraría el general Scott, guardando toda especie de consideraciones a los aristocráticos señores.

Bolao encontró y saludó a varios conocidos que iban y venían en sentido inverso, y él mismo vaciló y aun intentó regresar a la quinta, pero por fin cedió a las sugestiones de Celestina, que no quería otra cosa más que ver a Josesito, y continuó su camino, y llegó con felicidad, instalando a sus compañeras en la antigua casa solariega que el licenciado Zea acababa de abandonar temiendo a los contraguerrilleros, que sin saber por qué habían prometido robarlo y asesinarlo. Todo eran cuentos sugeridos por el terror, pero en esos instantes se creían como Evangelios.

Bolao en la noche misma regresó a México.

XXIV. La fuga

Un día, cuando Teresa, Manuel, Valentín y Bolao estaban almorzando de mala gana, imbuidos siempre en cierta tristeza, pero con esperanzas en la próxima paz, se escuchó distinta y terrible la campana mayor de la Catedral, que tocaba a rebato, y a poco un ayudante de plaza, a todo correr y con el caballo cubierto de sudor y de espuma, se detuvo en la puerta de la quinta. Bolao se levantó de la mesa y lo introdujo.

—Mi general —dijo a Valentín—, las negociaciones de paz se han roto, y dentro de pocas horas el enemigo avanzará para apoderarse de la ciudad. El comandante de la plaza ordena que en el acto se presenten ustedes, pues van a mandar una columna para contener al enemigo, entre tanto se organiza la defensa de las garitas. Si ustedes no mandan otra cosa, me retiro, pues tengo todavía muchas órdenes que comunicar.

El ayudante de plaza se retiró, y Valentín y Manuel mandaron ensillar sus caballos, se vistieron con sus más ricos uniformes y partieron a galope, sin quererse despedir de Teresa.

Bolao no tardó en seguirlos; dijo a Teresa que quería cerciorarse de lo que pasaba, y que volvería inmediatamente. Martín quedó encargado del cuidado de la quinta, y con todo y ser de día se cerraron las puertas con dobles cerrojos.

La ciudad entera, que confiaba, con la ligereza propia del carácter mexicano, en que la paz estaba concluida, y que la dilación de los comisionados consistía en el arreglo de detalles poco importantes, despertó sobresaltada al lúgubre toque de la campana mayor, y lo que otros días había sido alegría, ánimo de combatir y esperanza en el triunfo, fue entonces pavor, confusión y desaliento.

El pánico había hecho salir a la mayor parte de las gentes de su casa, que corrían desatentadas procurando informarse de lo que realmente ocurría, y tratando de averiguar cuáles serían las disposiciones del gobierno.

Unos maldecían al general Santa Anna, acusándolo de ser la causa de las infinitas desgracias de la nación, y de que los americanos hubiesen venido hasta las puertas de la capital; otros clamaban porque se hiciese la paz a toda costa, y los ricos egoístas que creían sus fortunas comprometidas, protestaban que no darían ni un solo peso para prolongar una guerra insensata, en la que tenían que ser inevitablemente derrotados los soldados mexicanos; grupos amenazadores de pueblo ocupaban las esquinas y plazas gritando injurias contra los yanquees, y pidiendo armas para combatir. Las gentes abandonaban sus casas y discurrían por la ciudad, y las más se dirigían para la villa de Guadalupe, cuyo rumbo estaba libre, pues las tropas enemigas habían establecido su cuartel general en Tacubaya, y trataban de embestir a la ciudad por el rumbo del Oriente.

El gobierno, por su parte, resolvió continuar la lucha y no sólo esperar al enemigo en la ciudad, sino salir a presentarle batalla en las cercanías; con este motivo, los batallones se movían y cambiaban de una parte a otra; los puntos fuertes, como los conventos e iglesias, se guarnecían y reforzaban, y se hacían con presteza fortificaciones pasajeras. A cabo de una o dos horas se cambiaba de resolución, los ayudantes corrían por las calles, y el batallón que había marchado por un rumbo, se situaba en otro, y todo esto acompañado de gentes del pueblo furiosas y resueltas a no dejarse humillar de los yanquees, y de personas tímidas que no sabían qué hacerse ni qué fin tendrían estos movimientos diversos de las tropas.

Valentín había salido a la cabeza de una columna de dos mil hombres, marchando con dirección a la garita del Niño Perdido, y apenas había llegado, cuando se le mandó retirar y esperar órdenes, arma al hombro, en el paseo de Bucareli.

Manuel estaba a la cabeza de quinientos caballos, y se le mandaba recorrer las calzadas del Oriente, hasta descubrir al enemigo, sin comprometer acción. El mismo general Santa Anna salió de Palacio seguido de un numeroso Estado Mayor, recorría diversas calles, llegaba a las garitas de Belén y San Cosme, y volvía a la Plaza Mayor, donde se reunía multitud de gente curiosa indagando noticias y refiriendo con exageración lo que se sabía por los indios que entraban, de los horrores que los americanos hacían en los pueblos cercanos.

Según los reconocimientos hechos por Manuel, las noticias de los ayudantes que tenía a sus órdenes y las de los vecinos y gente que encontraba en las calzadas, los americanos se decidieron atacar el Molino del Rey, donde suponían que existía un gran repuesto de pólvora y parque, y el general Scott dio la orden a su segundo, el general Worth, para que atacase la casamata, destruyese el material de guerra y regresase al cuartel general de Tacubaya. Santa Anna creyó a su vez que por la naturaleza del terreno desigual y quebrado, era la mejor oportunidad para atacar a los americanos y obtener una victoria. En consecuencia dispuso que las lomas de Tacubaya y Molino del Rey fuesen ocupadas por diversos regimientos y la artillería suficiente, y se atacase al enemigo impidiéndole la operación que quería hacer, y tenía por seguro su derrota, contando con que la caballería del general Álvarez, que estaba cerca, caería a la hora oportuna sobre la retaguardia y los acabaría de aniquilar. ¡Vana esperanza! El combate fue reñido, la posición de la casamata disputada con igual denuedo por ambas partes, pero la caballería mexicana por la naturaleza del terreno, no pudo obrar, y el valor y muerte del general León, de Balderas y el Gelaty no impidieron la completa derrota, y los restos del ejército del Molino se replegaron al castillo de Chapultepec, guarnecido por los muchachos, así, muchachos, pues el mayor no contaba veinte años, que estudiaban en el colegio militar situado en el Palacio.

Los mexicanos, como sus padres los españoles, son incansables en la guerra. Los derrotan hoy, y al día siguiente aparecen luchando otra vez como si nada les hubiese sucedido.

El enemigo situó a la conveniente distancia sus morteros, y las bombas comenzaron a caer y a estallar haciendo destrozos en las piezas del edificio e hiriendo y matando a sus defensores, pero los jóvenes, como si fuesen viejos militares acostumbrados al fuego, no cedían ni un ápice y disparaban contra las columnas que se avanzaban al abrigo de su artillería para penetrar al bosque. El general Bravo, impasible, fumando su puro, como lo tenía de costumbre en los mayores peligros, alentaba a aquellos imberbes y les decía tranquilamente:

—Pues que no hay otro remedio, nos sepultaremos en las ruinas de este castillo. En alguna parte hemos de morir, y vale más aquí defendiendo a la patria.

Pero el castillo sucumbió; el general Xicotencatl, con casi todo su batallón, pereció en el bosque. Los enemigos entraron por las cercas y potreros, y como fieras subían por las breñas y rampas a posesionarse del castillo. Cuando se enteraron de que tan heroica resistencia se la habían hecho casi unos niños de la escuela, no lo querían creer y buscaban en vano a la tropa de línea de que se figuraban estaba guarnecida la fortaleza.

Los mexicanos no se dieron todavía por vencidos, y resolvieron defenderse en las calzadas y en las garitas. Se replegaron a la casa de Alfaro (situada en la calzada de Chapultepec), y en las garitas de San Cosme y de Belén, quedando en la ciudadela una columna de reserva para disputarles el paso de las calles. Desde su llegada al valle de México, los americanos no habían cesado de pelear, y cuando creían haber terminado con la derrota de una fuerza, aparecía otra más adelante para disputarles el paso y procurar alcanzar una victoria. Los generales y jefes americanos acusaban al general Scott de haber, por sus malas disposiciones, sacrificado inútilmente cerca de dos mil hombres.

Juan Bolao regresó a la quinta, afectado como nunca de la situación.

—Las cosas se precipitan de una manera espantosa —dijo Bolao—: Valentín muerto, no me cabe duda, destrozado, hecho pedazos por una bala de cañón de a 16, que dispararon los americanos desde la puerta del castillo de Chapultepec. El general Santa Anna, que estaba en la garita de Belén, mandó a Manuel que fuese a retirar la fuerza que guarnecía la casa de Alfaro y clavase una pieza de artillería. Manuel estaba en ese momento desmontado componiendo la montura. Valentín se apresuró.

—Yo estoy montado ya, y cumpliré con la orden —le dijo al general.

—Bien, pero pronto, porque la columna enemiga avanza y caerá prisionera la guarnición.

—Valentín picó con los acicates a su caballo, y voló… voló a la muerte, Teresa. Una bala enorme le dio en la frente al caballo, e hizo pedazos al pobre Valentín a la vista casi de Manuel, que sin permiso del general voló a su socorro… ¡Qué… fragmentos informes de carne y sangre! Otro cañonazo…

—¡Jesús! ¡Dios mío! —exclamó Teresa llena de horror—, ¡por piedad, Juan!…

—Nada… una nube de polvo y de piedras, pues la puntería fue muy baja, y Manuel, bueno, sin un rasguño, regresó paso a paso al lado del general en jefe que le tendió y le estrechó la mano.

—¿Es la verdad? —preguntó Teresa con ansiedad.

—Como estar nosotros aquí. Son momentos críticos, y no hay que engañarnos. El general, con Manuel y su Estado Mayor, se han retirado a la ciudadela, donde va a celebrarse una junta de guerra para determinar el que continúe la defensa de la ciudad, calle por calle, y casa por casa.

La naturaleza humana es de suyo egoísta y tiende inconscientemente a su conservación. Sintiendo Teresa, la santa, la buena Teresa, en el fondo de su alma la muerte de Valentín, casi estuvo a punto de alegrarse, pues que Manuel se había salvado.

—El destino de las criaturas —dijo Bolao después de un rato de meditación y de silencio.

—Estoy segura —contestó Teresa volviendo a sus sentimientos de bondad—, que Valentín ha salvado a Manuel. Observaría el peligro que corría al comunicar la orden, y él quiso arrostrarlo.

—Así lo creo yo…

Bolao se acordó del pliego cerrado que Valentín le había entregado, fue a su cuarto a buscarlo y volvió con él abierto al salón.

—Adivinó su muerte y hasta la manera como había de morir, Teresa —dijo Bolao leyendo:


Como no pasarán tres días sin que sea yo matado por una bala de cañón, quiero hacer mis últimas disposiciones y entregar en reserva a mi amigo Bolao este pliego. Si se supiera esto, se creería que tengo miedo, y juro por Dios que jamás he tenido miedo en campaña, y que la muerte más gloriosa y más pronta para un soldado es cuando le toca en la cabeza una bala de cañón.

Dejo mi hacienda llamada La Jordana en el distrito de Río Verde, y mi casa de Tampico, por partes iguales, a mi buena y querida Mariana y a mis dos hijas Carmelas. Un rancho que está pegado a la hacienda y que se llama el Chapopote, se lo dejó a don Mariano el tendero, pues al fin ha cuidado con esmero y adora a Carmela como si fuese su propia hija. A la madre de Carmela, nada… y yo tengo mis motivos para obrar así.

El dinero en oro, que está en el escritorio de la recámara que he ocupado en la quinta, se repartirá entre Martín y los demás criados. A mis amigos de la quinta, como son ricos, les dejo mis espadas, mis uniformes, mis medallas y lo que es más, mi corazón.

Mi testamento en regla y conforme a la ley, está en la escribanía de Orihuela, y nombrados albaceas en primer lugar, Manuel; en segundo, Juan Bolao, y en tercero, y a falta de los dos, Josesito, que me ha sido siempre muy simpático, y a quien le dejo un solitario y un reloj de oro que se encontrarán también en un cajón del escritorio.

Adiós, Juan muy querido. Adiós, buena y adorable Teresa. Adiós, amigos todos. Muchos consuelos a mi pobre Mariana, y muchas caricias a mis queridas hijas.
 

En otras circunstancias, las últimas palabras del escrito de Valentín y su fin trágico habrían hecho derramar lágrimas al mismo Bolao, que jamás las había vertido en su vida, pero en aquel momento los llenó de pavor. La muerte se cernía sobre aquellos prados llenos de flores; rozaba con sus alas negras y emponzoñadas las copas verdes de los fresnos; los arroyos parleros y claros iban a secarse.

Teresa, a medida que Bolao leía, palidecía más, hasta ponerse cadavérica. Bolao se levantó también vacilando del sillón, y trajo a Teresa un vaso de agua y una copa de vino.

—Lástima es que haya usted insistido, Teresa, en quedarse en la quinta. La creo muy expuesta. Estamos precisamente en el ángulo de lo más encarnizado de la guerra. Los americanos atacarán por las calzadas de San Cosme y Belén, y para penetrar en la ciudad vendrán también por San Jacinto y quedamos completamente aislados. Marchar a San Ángel es ya imposible. Entrar en la ciudad lo mismo, y además si la ciudad es bombardeada, y si al tomarla hay saqueos y matanzas ¡qué va a ser de nosotros!

No obstante el profundo sentimiento que causó a Teresa y Bolao la desaparición de Arturo y de Celeste, la muerte del generoso Valentín y los funestos presentimientos y conjeturas que hacían, la noche se pasó sin incidente alguno; Teresa durmió un par de horas, y Bolao, sin abandonar la vigilancia usual, descansó y durmió a intervalos en el mirador. Al día siguiente muy de madrugada, después de recorrer con el anteojo los alrededores y la ciudad, montó a caballo y salió a hacer su exploración acostumbrada, persuadido que los enemigos estaban ya en posesión de la ciudad.

En efecto, era así. En la Junta de Guerra de la Ciudadela nada se resolvió en sustancia; las tropas, que habían quedado fatigadas y diezmadas por los combates de los días anteriores, se encontraron sin jefe, pues el general Santa Anna se había marchado a la villa de Guadalupe, dejando a Manuel y a otros jefes de su Estado Mayor encargados de continuar la lucha o salvar lo que se pudiera, encaminar las tropas y observar los movimientos del enemigo y darle parte. Los nacionales no quisieron disolverse ni entregar sus armas, y conservaron las fuertes posiciones que tenían en Santa Isabel y otras iglesias, encaprichados en seguir resistiendo en las calles. Entre tanto el general americano Quitman ocupó la garita de Belén, y el general Worth penetró por San Cosme hasta San Hipólito y Plaza de San Juan de Dios, y empezó a disparar cañonazos y arrojar bombas al centro de la ciudad. Las calles, oscuras, pues no había podido encenderse el alumbrado, presentaban en algunos puntos una espantosa soledad, y en otros una vertiginosa agitación de soldados en desorden, que buscaban las garitas libres para escaparse; de carros de parque; de piezas de artillería abandonadas en las plazuelas. De parte de unos, el terror y la fuga; de parte de otros, la ira, el despecho y el ardor para continuar el combate, y entre tanto las familias desoladas abrían un momento el balcón de las casas para observar lo que pasaba, y al estruendo de la artillería o al estallido de una bomba, los volvían a cerrar, o huían espantadas si habían salido a la calle en busca de un hermano, de un hijo, o de un esposo. Confusión completa y horror en su último grado, en esas horas de la noche terrible del 15 de Septiembre de 1847.

Manuel procuró organizar alguna defensa, salvar al menos la artillería gruesa, el repuesto de parque que abundaba en la Ciudadela, pero sus esfuerzos eran inútiles, nadie lo obedecía y no escuchaba más que maldiciones y recriminaciones contra el general Santa Anna, pues decían que había comprometido a la ciudad para abandonarla después. Desesperado, tomó después de la media noche el rumbo de la calzada de Guadalupe, y fue a dar cuenta de lo que pasaba. El general Santa Anna estaba por su parte furioso, llamando cobardes a oficiales y generales, y a uno de ellos le había cruzado la cara con el fuete. El mismo no sabía si volvería a acometer a la ciudad, o se retiraría al interior. Las tropas iban tomando, en medio del estruendo de los cañonazos de los americanos, el rumbo de Guadalupe, con la artillería y parque que habían podido sacar de la Ciudadela.

Cosa de las dos de la mañana el Ayuntamiento se reunió en cabildo, consideró que la ciudad quedaba entregada a la furia del vencedor y que dentro de pocas horas la matanza, la sangre y el incendio aniquilarían inútilmente la más bella de las capitales del Nuevo Mundo. Se resolvió enviar una comisión a pedir garantías al general vencedor.

Tales fueron las noticias que adquirió Bolao, y quien se las dio con más pormenores que los que se han referido, fue Rugiero, a quien encontró en las cercanías de la Ciudadela montado tranquilamente en su gran caballo prieto, seguido de su lacayo negro, cabalgando en su pequeñísimo potrillo.

—No hubo paz por más que hice, amigo Bolao —le dijo Rugiero—, y la conquista de la capital está consumada; no dilatará el general Quitman en ocupar estas fortificaciones, y yo me marcho a buscar al general Scott para acompañarlo en su entrada solemne y triunfal.

—¿Y Arturo; Arturo y Celeste? —le preguntó con ansia Bolao, tratando de obtener una repuesta para dársela a Teresa.

—Arturo y Celeste están en mejor lugar que ese viejo maligno de don Pedro, pero es largo de contar y ya tendremos tiempo; por el momento, tengo mil cosas urgentes que hacer.

Rugiero estrechó la mano de Bolao y partió a galope con dirección a Tacubaya, donde estaba el cuartel general americano.

Bolao continuó su exploración por la ciudad, sola en esos momentos; las casas cerradas, una que otra panadería abierta, y piquetes de nacionales, todavía en las torres y azoteas pretendiendo hacer resistencia. Se encaminó por el rumbo de Nuevo México a la casa de Florinda, y no pudo pasar porque se lo impidieron tropas americanas que estaban en ese rumbo y que rehusaron aun mirar su salvoconducto.

Volvió por el centro y se detuvo en una boca calle al tiempo que pasaba por la avenida principal el general Scott. Era un grande viejo, de fisonomía imponente y severa, con un elevado vientre cubierto con una banda azul claro sobre el uniforme azul oscuro, y una cachucha con galón de oro. Montaba un arrogante caballo alazán, que parecía de seda, con unos ojos inteligentes que miraban con curiosidad a la ciudad y a las gentes que no estaba acostumbrado a ver. Seguía al general en jefe americano un escuadrón de la magnífica caballería de rifleros de Kentuky. Los caballos, todos de color rojizo dorado, lustrosos, gordos, expeditos lo mismo que los soldados, como si acabaran de salir del cuartel en su propio país. Seguían a esta escolta los batallones de infantería completamente vestidos de azul, empolvados y con sus banderas desgarradas y hechas trizas por las balas mexicanas. Rugiero venía al lado del capitán americano que mandaba esta brillante escolta, que por la corpulencia y belleza de caballos y jinetes apenas podría compararse a los guardias de la Reina Victoria.

El general vencedor y la escogida columna que lo seguía, hizo alto en la Plaza Mayor, y a los diez minutos la bandera tricolor mexicana fue arriada en el Palacio y enarbolado el pabellón de las estrellas.

Un hurra de alegría se escuchó en las filas americanas, a lo que respondió con un rugido de venganza el pueblo, que en grupos, a cierta distancia, había seguido a las tropas americanas.

Bolao, cabizbajo, triste hasta el fondo del alma, dejó ir paso a paso a su caballo, que voluntariamente tomó la dirección de la quinta.

—Concluido todo, absolutamente concluido —dijo Bolao a Teresa cuando llegó a la quinta—. El ejército americano posesionado de la ciudad, y la bandera de las estrellas flameando en el Palacio.

—¿Y Manuel, Manuel? —le preguntó Teresa que en esos instantes de incertidumbre le importaba poco que todo hubiese acabado y perecido con tal de que su amante se hubiese salvado—; ¿qué es de Manuel? ¿Por qué tiene usted la crueldad de hablarme de las banderas y de los soldados americanos? ¿Qué me importa todo esto?

—Manuel, bueno, en completa seguridad. Está al lado del general Santa Anna que se ha situado en Tlalnepantla y probablemente habrá seguido ya para el interior o para el rumbo de Puebla.

—¡Gracias, gracias, Dios mío, que me vas preservando de la fatal desgracia!

—Espero que no tendremos otra que lamentar, Teresa, y que por ahora, una vez que las tropas vencedoras están en la capital y no piensan perseguir a los restos del ejército mexicano, no habrá nada que temer y podremos pensar esta noche misma si marcharnos a San Ángel, o en traer aquí a nuestros amigos. José será puesto en libertad; ese pobre de Luis estará quizá en convalecencia y lo pasará mejor en el campo. Buscaré a Rugiero, y él nos dará noticias de Arturo y de Celeste, que es seguro que viven y que tendremos la dicha de abrazarlos. Ocultaremos a Mariana y a Carmela la muerte de Valentín, y veremos de recoger a la otra Carmela y hacer algo con don Mariano el filósofo.

Por este estilo Teresa y Bolao discurrieron largo tiempo, fabricando castillos en el aire y tratando de consolarse.

Bolao dio sin embargo sus disposiciones, sea para un caso de ataque nocturno y para la marcha a San Ángel; al día siguiente, y confiado y también casi sin fuerzas ni aliento, dejó a Martín el cuidado de la casa, y después de más de una semana de velar, se desnudó y se metió en la cama.

Cerca de las tres de la mañana y al volverse del otro lado, Bolao creyó escuchar un rumor insólito, que no acertaba a reconocer de donde venía, y a poco ecos lejanos de fusilería, y en seguida el estampido del cañón. Vistióse con precipitación, subió al mirador y observó la ciudad como en fuego. En la oscuridad de la noche se distinguían las llamas de un incendio y se veían los relámpagos rojos que formaban los tiros de los fusiles, y rumores siniestros, gritos feroces llegaban, aunque debilitados, a sus oídos. Bolao pensó que el general Santa Anna, habiendo podido reorganizar sus tropas, había vuelto del camino y penetraba en la ciudad, o que el pueblo y los guardias nacionales se habían reunido y atacaban en la misma ciudad a los que habían entrado como vencedores. Precisamente esto último había sucedido. Los guardias nacionales, conservando sus armas y provistos de un surtido de parque, se habían dispersado, y unos entrando en sus propias casas y otros en las esquinas de las calles y en las bóvedas de los templos, hacían fuego a los soldados americanos, que, ya en patrullas, ya aisladamente transitaban por la ciudad. El general Scott notificó al Ayuntamiento que, considerando que era una traición este ataque, después de que había otorgado garantías a la ciudad, se saldría de ella y la bombardearía desde las garitas permitiendo a sus soldados que la saqueasen y matasen a cuantos encontraran haciendo fuego. El Ayuntamiento hacía esfuerzos porque cesara este combate y se restableciera el orden, pero no tenía medios de hacerse obedecer, y los guardias nacionales, unidos con el pueblo y alentados por un escuadrón de caballería que penetró por las calles lanceando a cuantos encontraba, llevaban muchas horas de lucha y habían matado buen número de enemigos.

Los americanos, furiosos a su vez, recorrían la ciudad con sus cuchillos de monte en la mano y con sus armas de repetición, tirando tiros, allanando las casas y subiendo a las azoteas a apoderarse de los que les tiraban. Las fuerzas americanas situadas en las garitas de Belén y San Antonio, disparaban de cuando en cuando sus cañones cargados de metralla para despejar una sucesión de calles rectas que quedaban por un momento desiertas para volverse, a pocos minutos, a llenar de un pueblo furioso que mataba a palos y a pedradas a los soldados descarriados que trataban de refugiarse en sus cuarteles.

Bolao pasó en la más grande inquietud dos o tres horas, y en cuanto amaneció, previno a Benito tuviese el carruaje listo con las mulas más mansas y acostumbradas al fuego; a Martín, que organizase su defensa, y montando a caballo, sin despertar a Teresa, partió a galope a explorar la ciudad y enterarse de lo que pasaba.

La calzada de Chapultepec la encontró ocupada por fuerzas de caballería americana que marchaba en dirección a la ciudad. Retrocedió, y por un potrero vino a salir a los Arcos de San Cosme. Bandadas desorganizadas de hombres a pie y a caballo llenaban el camino y los potreros. Había visto las tropas arregladas de línea, pero el aspecto de esa turba rabiosa, lo llenó de terror. Ebrios, blandiendo espadas y largos cuchillos, con grandes pistolas ceñidas en la cintura, jurando y gritando en lenguas ásperas y extrañas, con las caras encendidas, las cabelleras y barbas rojas y flotando en desorden, pesadas botas hasta los muslos, y blusas encarnadas se creería que eran los descendientes de los cimbrios y vándalos que invadieron a Roma en otros siglos. Eran los voluntarios de Indiana al mando del capitán Meinreid, y los Rangers texanos del general Lane, todos gente bárbara de todas las regiones del mundo, que con el cebo de una alta paga y la esperanza del robo, habían venido a ponerse al servicio de los Estados Unidos.

Bolao, confundido por más de media hora y caminando y haciendo alto con esa turba cuya furia crecía a medida que se acercaba a la ciudad, logró al fin descubrir y acercarse al que parecía ser el jefe que los conducía. Se encontró con un joven que no tendría más de veinticinco años, de simpática y gallarda fisonomía, vestido correctamente con su uniforme azul oscuro, y montando un caballo negro como el azabache, muy parecido a uno de los de Rugiero.

Juan saludó y le presentó su salvoconducto. Apenas lo vio el capitán cuando le tendió la mano, le hizo muchos agasajos y sacando del bolsillo un largo lápiz de oro y una cartera, le arrancó una hoja y escribió en ella con letras enormes: Mein-Reid.

—Con el salvoconducto y este papel —dijo a Bolao—, podrá usted atravesar por entre los voluntarios de Indiana y de Texas y por donde quiera que haya tropas de los Estados Unidos, sin ser molestados.

Juan vio el cielo abierto, dio calurosamente las gracias al oficial, le estrechó la mano y siguió sin dificultad a la ciudad, donde penetró encontrándola en el estado más horroroso, pues no cesaba el fuego de las azoteas y balcones, y los combates parciales entre los soldados americanos y el pueblo, igualmente encarnizados y embriagados con el licor y la sangre. Avanzó, no sin riesgo, con mucha precaución hasta que logró penetrar en calles absolutamente solas y quietas, cercanas a la casa de Florinda, a donde pensaba dirigirse para adquirir noticias y saber como la pasaban.

—Ni intente usted detenerse, amigo Bolao —le dijo Rugiero que desembocaba por una esquina montado en su fantástico caballo y seguido de su diminuto lacayo—, ya ve usted las consecuencias de la obstinación en no firmar la paz; pero esto durará poco, porque los guardias nacionales han agotado su parque. Si está en la quinta esa buena y desgraciada Teresa, sáquela usted en el acto, porque de quedarse allí perecerá, aunque no fuese más que de terror. Los voluntarios texanos parece que han salido del mismo infierno.

Rugiero siguió rápidamente su camino, y Bolao quedó como desvanecido, pero en el acto volvió en sí, y aprovechando el consejo ganó sin dificultad por esas mismas calles la garita de Belén, donde encontró la masa infernal de voluntarios, contenidos por la autoridad del capitán Mein-Reid.

Sus dos salvoconductos le sirvieron para no ser molestado y llegó a la quinta en momentos en que masas de hombres furiosos se desbordaban por todas direcciones cercando completamente la casa.

—No tenemos un instante que perder; si nos quedamos aquí esta noche seremos sin duda víctimas de estos bárbaros —dijo a Teresa que muy inquieta lo esperaba.

Sin replicar, tomó su pañolón, un cofrecito de alhajas y algún dinero, y montó con Bolao en el carruaje que ya tenía listo Benito, dejando encomendado el hermoso castillo de las alegres veladas al cuidado del fiel y esforzado Martín.

El papel con el nombre de Mein-Reid era un talismán. Lo llevaba Bolao abierto en la mano y lo enseñaba por la portezuela cuando había alguna dificultad para transitar.

Así llegaron a la garita, penetraron por las calles de la ciudad donde no había fuego y se dirigían ya creyéndose a salvo en la casa de Florinda, cuando vino a caer sobre el carruaje un tropel de contraguerrilleros traidores, con sus cintas rojas en sus sombreros jaranos, gritando: «Muera México», acompañado con atroces insolencias y disparando balazos con sus escopetas y pistolas. Una bala hirió a Benito, que cayó del pescante, y las mulas, aunque mansas y acostumbradas al ruido y a los tiros, partieron espantadas, pero poco anduvieron. Dos de los contraguerrilleros les echaron un lazo, amarraron a cabeza de silla y las contuvieron, aunque causando un fuerte sacudimiento al carruaje.

Uno de los contraguerrilleros abrió la portezuela y puso una pistola al pecho de Bolao, mientras otro por el otro lado quiso apoderarse de Teresa. Bolao tenía un puñal en la mano y podía haberlo hundido en el pecho del bandido, pero con la velocidad del relámpago pensó que era perderse y perder a Teresa, y trató con serenidad de entenderse con el agresor y ofrecerle una cantidad de oro que sacó de la bolsa, pero una gritería feroz una descarga de mosquetones y un ruido insólito de armas blancas que se chocaban, cambió la escena. «¡Viva México; traidores, hijos de… malditos; aquí está Culebrita para beberles la sangre y arrancarles… el corazón!» y con estos gritos del guerrillero mexicano y de los suyos, cayeron a cuchilladas y balazos y caballazos sobre los contraguerrilleros. Teresa, como loca, salió por la portezuela abierta, tropezó con el cadáver del bandido que la quería robar, empapó sus pies en su sangre y casi cayó sobre él pero el instinto de conservar la vida le dio fuerzas, se levantó y echó a correr por las calles con dirección a la casa de Florinda. Bolao la quiso seguir, pero un caballo herido y trastabillando vino a caer sobre él. Culebrita lo levantó, lo montó en otro caballo cuyo jinete había caído, y corrió con él y los suyos a escape, pues una compañía de rifleros venía en auxilio de los traidores.

Teresa, con el cabello suelto, el vestido despedazado y los pies rojos de sangre, continuó su carrera loca, hasta que fue detenida por los brazos nervudos de un voluntario, un gigante de barba color de fuego, feroces ojos azules y blandiendo en un brazo de Hércules un enorme cuchillo de monte. Comenzó por arrancarle violentamente el relicario de oro y diamantes con el retrato de Manuel, desgarrarle las orejas para quitarle los pendientes de oro, y concluyó por cogerla en brazos como si fuese una niña. Los esfuerzos desesperados y gritos de Teresa eran inútiles. Otros voluntarios, igualmente espantosos que el raptor que estaban cerca, reían estrepitosamente y trataban de matar con sus carabinas a las mulas que doblemente azoradas corrían con el carruaje ya roto y vacío.

En una esquina, el gigante monstruoso cayó como una masa pesada y Teresa encima de él. Una bala disparada desde un balcón le había destrozado el cerebro.

Teresa, loca, sangrienta, se levantó y siguió corriendo hasta la casa de Florinda, subió la escalera de dos en dos, con los ojos saltándosele de pavor, sin respiración, casi desnuda, con los cabellos que ella misma se había arrancado en sus manos crispadas. El portón estaba abierto, y los gritos dolorosos de Florinda, de Elena y de Margarita se escuchaban hasta la calle; las criadas se retorcían las manos en los corredores.

Elena acaba de recibir de manos de un oficial americano cuatro letras de su marido, en que se despedía de ella antes de morir. Luis, que había recaído, agonizaba, Manuel, herido y conteniendo la sangre con sus manos, había tenido el esfuerzo de llegar a la casa y caer exánime en el propio lecho de Florinda.

Teresa recorrió sin hablar a nadie las recámaras hasta que fue a caer sobre el cuerpo blanco y casi desnudo de Manuel, que manchaba un hilo de sangre que brotaba del costado derecho.

La aparición repentina de este espectro sangriento, la mirada aterradora de loca perseguida, helaron la sangre de Florinda, de Elena y de Margarita, y quedaron suspensas y cuajadas en sus mejillas las lágrimas calientes y cristalinas que estaban derramando en su desolación.

XXV. Velada sangrienta

El tumulto y la lucha y asesinatos en las calles cesaron porque, como dijo Rugiero, el parque se acabó a los mexicanos que defendieron palmo a palmo su ciudad. Santa Anna se alejó rumbo a Puebla, y el general Herrera, con los restos del ejército, tomó el camino de Querétaro. Sin esperanza ya los guardias nacionales que tan valientemente lucharon, no les quedó más arbitrio que esconder sus armas que nunca rindieron, y evitar la venganza del enemigo. Las tropas de línea ocuparon ya definitivamente la capital y se estableció el orden y la disciplina, a lo que contribuyó mucho el Ayuntamiento, pero los voluntarios eran incorregibles, y la autoridad y prestigio de que gozaban Mein-Reid y Lane, no eran bastantes a sujetarlos. Estaban derramados por todas las afueras de la capital, ocupando calzadas y ranchos y casas, donde se metían arrojando por la fuerza a los dueños, y talando y apoderándose de lo que encontraban y les convenía. En las casas vacías y abandonadas del rumbo de San Jacinto, no encontraban comodidades ni víveres, y les ocurrió trasladarse a la quinta, donde observaron que había gente.

Hacia la media noche del día 16 de Septiembre de 1847, en que pasaron en México los acontecimientos que acabamos de referir, un grupo de quince o veinte salvajes se dirigieron del campamento donde estaban a la reja de fierro que precedía a la puerta grande de la quinta, y que era todo lo que constituía la fachada por el frente lisa y sin ventanas ni balcones. Era la primera muralla, según se ha explicado ya.

Ni su vocerío ni sus golpes recibieron contestación. Martín sabía bien que sólo con artillería podrían romper la reja, las puertas y las paredes, y se propuso a encerrarse como en una fortaleza, no contestar ni hacer caso, y defenderse en las azoteas y en el interior en caso de un asalto. Contaba con dos mozos, cuatro ordenanzas inválidos, pues el que no era tuerto le faltaba un brazo o una pierna. Las criadas y los jardineros, asustados en cuanto vieron salir a Teresa y a Bolao en el coche, se marcharon a buscar un refugio en la ermita de los Remedios; sólo había quedado una india que hacía tortillas, lo que bastaba para alimentar a la guarnición.

Los voluntarios, mirando que no se les abría, ni cedía la reja, comenzaron a tirar balazos contra el edificio, y buscaron y encontraron unos trozos de viga para palanquear y torcer los fierros, pero todo en vano. Su furia crecía a medida que el obstáculo que les impedía la entrada. Lograron retorcer los fierros y arrojar por entre ellos tizones ardiendo a la puerta de madera que comenzó a quemarse, pero lentamente. Los bramidos y juramentos en lenguas guturales, atrajeron a otros voluntarios que estaban más lejos, y a las dos horas había una chusma encarnizada que sitiaba la quinta y buscaba la manera de entrar.

Dieron al fin con la ventana del costado, por cuya reja había subido Rugiero. Unos de tantos fornidos gigantes subió; pero tropezó con la cornisa saliente, y en vez de ser auxiliado tirándolo de una mano, como lo fue Rugiero, recibió un golpe en la cabeza que le asestó Martín con la culata de un fusil; y cayó al suelo con el cráneo hecho pedazos. Un grito horrendo se escuchó, y un rocío de balas fue dirigido a la azotea. Otro voluntario intentó el asalto y le sucedió lo mismo. Martín no se quitaba de la cornisa; y las balas no le habían hecho daño ni a él ni a sus soldados.

Los voluntarios resolvieron hacer escalas con vigas arrancadas de otras casas y ramas de árbol. La operación fue larga, difícil, laboriosa e imperfecta; pero al fin volvieron a la carga con aparatos que les sirvieron para subir a la azotea por diversas partes. Cayeron heridos uno, dos y tres; pero el cuarto logró poner el pie en la azotea y tras él los demás.

Martín y los inválidos dispararon sus fusiles; pero no tuvieron tiempo de cargarlos de nuevo. Los vigorosos gigantes se apoderaron de ellos, y, como si fuesen de cartón, los cogieron por los pies y los lanzaron a la calle. Martín, más valiente, más fuerte que los débiles viejos que estaban a sus órdenes, resistió repartiendo golpes con la culata de su fusil, hasta que fue asido por las espaldas por uno de los asaltantes. Entonces se trabó una lucha en la azotea. Martín pudo voltearse y abrazarse con su enemigo que ya lo ahogaba. Así fueron forcejeando, y avanzando y retrocediendo a la orilla de la azotea, hasta que cayeron al jardín y se estrellaron en las lozas, a poca distancia del copado fresno bajo cuya sombra acostumbraba sentarse Teresa.

La victoria fue ya completa. Los voluntarios descendieron por la escalera del mirador, abrieron las puertas, y una avalancha se precipitó a pie y a caballo a los patios y jardines, gritando desaforadamente:

—¡¡Hurra, Hurra!! Indiana for ever.

En un momento encendieron las lámparas y arbortantes del salón y recámaras; forzaron las puertas y roperos y armarios, esparciendo por el suelo los trajes de seda, los pañolones bordadas de China, los encajes de Bruselas, los abanicos y peinados, las chucherías y dijes de Teresa, de Carmela y de Mariana, y guardándose en la bolsa de sus sangrientas blusas las alhajas de oro, plata y piedras que encontraron. Los uniformes de Manuel y de Valentín los destrozaron con rabia con sus cuchillos de monte. Dieron con la puerta de la capilla y la abrieron a balazos; derribaron las imágenes de Cristo y de la Virgen, que eran de la magnífica escultura de Guatemala, las hicieron trizas con los clavos de sus pesadas botas y se revistieron con las casullas y albas guardadas en una cómoda de la pequeña sacristía, y así ataviados, unos con estos ornamentos sacerdotales y otros con chales y pañolones de mujer, recorrieron los corredores riendo y haciendo un simulacro de una grotesca mogiganga. Acertaron en su sacrílega procesión a pasar por la cocina y la despensa, y su alegría feroz no tuvo límites. Abarcaron en sus brazos llenos de pelo como osos, con las botellas de vino y licor; con los jamones y conservas, con lo más exquisito que había reunido Teresa para el caso de un sitio, y en las vajillas de porcelana y plata vaciaron sardinas y salmón, aceitunas, frutas en conserva y frutas secas, y haciendo una mezcla de todo ello con grandes mordiscos de galleta, devoraron y bebieron, rompiendo el gollete a las botellas, toda clase de vinos hasta ponerse beodos.

Como en la madrugada refrescó el tiempo, con las achas de la cocina hicieron rajas de los sillones dorados de brocatel y de las cómodas incrustadas de concha, y formaron una lumbrada en el atrio que precedía al comedor, y se pusieron a calentar y a beber todavía. A sus grandes caballos los soltaron en los jardines, y como estaban hambrientos, en instantes devoraron el pasto verde y las flores exquisitas, corriendo, dando saltos y cabriolas, como si también estuvieran ebrios, y acabando en momentos con plantas, arbustos y sembrados, como si hubiesen sido los caballos de Atila.

Caballos enormes y salvajes voluntarios cayeron, hartos los unos y ebrios los otros, y el silencio reemplazó en la desolada quinta a los hurras, a los juramentos y a la algarabía brutal de lenguas extrañas.

La aurora apacible fue alumbrando aquella desolación; el aire puro disipaba los miasmas del sudor, de la sangre y de la borrachera; algunas azucenas tímidas se levantaban por entre los costados de los grandes caballos que dormían. El cielo estaba azul y puro, y el sol, espléndido y risueño, bañaba con su alegre luz de oro las caras abotagadas y los cabellos rojizos de los voluntarios de Indiana, tirados y revueltos como si fuesen unos grandes boas. Fueron sucesivamente despertando, y levantándose, y mirando asombrados las bellezas del jardín que acababan de destruir, pero su instinto les hizo dirigirse de nuevo a la despensa a buscar licores, y de nuevo comenzaron a beber hasta que cayeron de nuevo en los sofás de los salones, en el lecho virginal de Teresa, en el catre de Valentín y en el cuarto de Manuel, donde destrozaron el tocador para aprovechar las piezas de plata.

Fue el toque de una corneta y la voz terrible del capitán Mein-Reid que los hizo volver en sí, y concluyendo rápidamente su saqueo abandonaron la quinta.

Los cantores pajarillos, que habitaban la copa de los fresnos, ahuyentados con los tiros, el ruido y la pólvora de la noche, volvían y revolaban indecisos, y cuando sus ojillos perspicaces veían los jardines destruidos y los extraños hombres y caballos tendidos en el césped, regresaban rápidos a la espesura de la sierra verde y tranquila, donde no había penetrado todavía esa terrible fiera que se llama hombre.

Epílogo

Fácil nos habría sido con la explosión de una bomba matar a todos los personajes que han figurado y a quienes hemos tratado familiarmente desde la noche del rumboso baile que la aristocracia mexicana dio al general Santa Anna en el Gran Teatro Nacional, y terminar así el libro que cuenta ya más páginas que las ofrecidas; pero como no es realmente una novela, sino una serie de escenas reales y positivas entre personajes que han existido y aún existen, ha sido necesario seguir el hilo natural de los sucesos, sin violentarlos ni precipitarlos expresamente para un total desenlace.

De nuestros personajes, a unos cupo suerte adversa y terminaron su carrera; otros, empujados por los sucesos como las piedras que hacen rodar las aguas de los ríos, tuvieron en el curso de su vida distintas y raras aventuras. Josesito, cuya actividad y carácter no le permitían estarse quieto, pasó por alternativas extrañas, lo mismo que el filósofo tendero, que llegó a ser uno de los más ilustres hombres que ha producido México. La suerte de Arturo quedó ignorada durante mucho tiempo; ¿murió de su doble herida de bala y de amor, y Celeste lo condujo ante el trono de Dios? ¿Los acontecimientos permitieron que profesara Aurora en Balvanera, o volvió al lujo y a la vida del mundo? Todas estas cosas necesitan muchas y prolijas indagaciones, que ya no son de este libro.

Si Dios lo permite, desde esta tierra de Europa pediré a México los informes que necesito sobre la vida posterior de los personajes y escribiré yo mismo a muchos de ellos que todavía viven, y tampoco será extraño que reciba el día menos pensado la visita de Rugiero y hablemos muy detenidamente sobre la parte activa que tuvo sin duda en los acontecimientos de la larga guerra de la Reforma. Entonces publicaré otro libro, tratando de satisfacer completamente la curiosidad de los amabilísimos suscriptores que han tenido la bondad de recibir las entregas de la tercera edición de El fistol del Diablo.


Publicado el 3 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
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