El Juicio Final

Manuel Payno


Cuento


—¿Con que todavía persiste usted en su incredulidad?

—De ninguna manera, amigo don Sempronio: creo a puño cerrado que ha de llegar un día fatal en que todo bicho que viva y que haya vivido, ha de levantarse con la cara muy larga, las mejillas pálidas y hundidas y los ojos descarriados, y ha de correr diestra y siniestra sin poder ocultarse de una justicia eterna que a todos medirá con igual rasero; mas no he visto ni los temblores de tierra, ni las tempestades, ni los terremotos, ni ninguna de esas señales que, según la Escritura, anunciarán el día terrible.

—¿No ha visto usted el cometa?

—Sí.

—¿Y los temblores de las Antillas?

—Sí.

—¿Y la guerra en Yucatán?

—Sí.

—¿Y las injusticias que cometen con nosotros nuestros hermanos carísimos del norte?

—Sí.

—¿Y la caída lastimosa de los que estaban en la cúspide del poder? —Sí.

—¿Y las cuestiones entre los que están en la cumbre del poder?

—Sí.

—Pues si éstas no son señales del juicio final, no sé qué más aguarda usted; y además si se quiere convencer prácticamente, venga usted conmigo.

Don Sempronio me condujo a la alacena de la esquina de los portales de Mercaderes y Agustinos. Yo le seguí, pensando que sería divertido efectivamente contemplar leyendo El Diario, La Colmena y El Siglo XIX, la aproximación del juicio final.

—Observe usted, amigo mío —me dijo con tono sepulcral—, y se conmoverá usted hasta el grado de derramar lágrimas de verdadera contrición.

En efecto, vi pasar como un relámpago un hombre de levita azul, alto, feo si se quiere; pero tan asustado, con unos ojos tan tétricos y una fisonomía tan desencajada, que me pareció que si no acababa de salir del sepulcro, al menos iba a entrar en él a toda prisa. A poco rato pasó otro más lívido, otro amarillo como una cera de agnus, y después otros y otros, que iban y venían agitados, convulsos, pintado el terror en su semblante, el duelo en su corazón, la agonía en el alma.

—Amigo don Sempronio —le dije—, me parece esta cosa seria. Explíqueme usted si esos hombres son réprobos a quienes ha despertado el ángel con la trompeta, o ¿qué casta de pájaros son?

—No, camarada: son propietarios a quienes ha despertado la voz de la ley del préstamo forzoso.

Antes de que yo pudiera volver en mí del susto que estos espectros propietarios me causaron, me interrumpió don Sempronio diciéndome:

—¿Ve usted aquel grupo que está allí?

—Sí, señor, lo veo.

—¿Observa usted qué caras tan rojizas tienen: cómo hablan a la vez con los pies, con las manos y con la cabeza: cómo tosen y escupen: cómo disputan y se encolerizan?

—Y bien —le contesté—, ésos serán algunos filósofos o abogados, que tratan de enjaretar algún artículo en el proceso que les forme Dios.

—No, señor —me contestó—: son miembros de la oposición. No tienen ni qué dar, ni qué les quiten; pero toman siempre las cuestiones por suyas; defienden en los corrillos los intereses del pueblo, y son enemigos capitales de todo bicho que manda.

—Pero veo, mi querido don Sempronio, que usted está muy contento, señal evidente de que no le han impuesto a usted préstamo forzoso.

—No, señor, ni me lo impondrán; porque yo soy amigo de los de la junta y del ministro, y del otro ministro, y… en fin, porque mi capital es muy corto. Sin embargo, si me pusieran mi cuota, la pagaría con gusto, porque es obligación de todo ciudadano ayudar a su gobierno. El préstamo es muy justo, sí señor: y todos deben pagarlo: y los que no lo paguen, que los persigan, y los embarguen, y los fusilen, y… ¿qué me quiere usted?

—Entregarle a usted un oficio —respondió un hombre chiquitín, y con planta de notario o sacristán de parroquia.

Don Sempronio rompió con una mano trémula la oblea del sobre: abrió el oficio; pero apenas habíale echado una rápida ojeada, cuando se puso descolorido y cadavérico, como los que a cada instante veíamos pasar.

—Amigo —le dije—, parece que usted es de los réprobos.

—Venga usted, venga usted, porque si no tomo una onza de magnesia, me caigo muerto. ¿A mí señalarme préstamo?

Don Sempronio me condujo a una botica, y mientras que le componían su toma de magnesia, leyó de cabo a rabo el oficio, y exclamó frenético:

—¡No quiero magnesia, señor boticario, sino arsénico, cabalonga, rejalgar, ácido prúsico, un veneno que mate en horas! ¡Mil y quinientos pesos! ¿Y para qué? Para pagar a esos perros de yanquis. San José, San Juan, Job mismo, bramaría si le obligaran a dar 1 500 onzas de plata para pagar una deuda a quien nos quiere usurpar a Tejas.

—Calma, señor don Sempronio, y sobre todo hable usted quedito, porque si oye a usted uno de esos yanquis, o le puede dar un soplamocos, que le tire el último diente que le queda, o puede ir a su tierra a contarlo, y su tierra entera venir a atacarnos.

—¡Qué ataque, ni qué nada! Ataque es el mío, que se me ha vaciado en el estómago hasta la última gota de la bilis. Sí señor, lo repito, 4 000 pesos daba yo porque se les hiciera la guerra.

—Es demasiado poco, don Sempronio: si fueran cuatro millones, transeat; y además, así nos van civilizando los extranjeros, y nos van enseñando a ser formalitos y bien educados. Qué quiere usted, bastante favor nos hacen con venir acá tan lejos, y entre una gente tan bárbara, a vendernos sus indianas y sus fistoles, y bastante favor nos hacen con llevar las conductas de millones de pesos. Vamos, se había usted de poner un frac de pesos y un sombrero de pesos, y luego, ¿quién nos ha enseñado a comer bistec? ¿Quién ha ennoblecido las papas? ¿Quién nos ha acostumbrado a comer a las seis de la tarde? ¿Quiénes han enriquecido el idioma? Éstos son servicios de importancia, que es preciso que se paguen con dinero, porque ¿quiénes somos nosotros, pobres, morenos tontos, para que de balde nos hicieran tantos favores los lindos güeritos de otros barrios?

—Carguen con ustedes dos legiones de diablos, me dijo don Sempronio, porque está usted echando sal en mis heridas: 1 500 pesos tengo que pagar, ¿lo oye usted?

—Lo oigo, y me parece bueno, pues es señal de que tiene usted dinero. Si fuera usted como yo, ¿a que no pagaba nada?

En esto nos dirigimos a la alacena consabida, y de paso encontramos a un propietario frenético.

—Señores, esto se acaba; la nación no puede durar.

—Cómo así —le pregunté.

—Sí señor, no ve usted que me han señalado 1 000 pesos de préstamo.

—Pero hombre, es menester que reflexione usted que su capital…

—Mi capital se arruina… se arruina el de Pedro y el de Juan, y así se acaba la nación.

—Pero es menester salvar a la nación… sus compromisos…

—Vayan al diablo sus compromisos.

—¿Y Yucatán?

—Qué me importa Yucatán.

—¿Y Tejas?

—Que se pierda.

—Ése es poco patriotismo.

—Que le impongan a usted 1 000 pesos y lo veremos.

—Hombre, estoy limpio como una patena.

—Pues yo estoy rabioso como un tigre. Adiós.

—¿Dónde va usted?

—A tomar magnesia.

—Buen provecho. Ésta es cosecha para los boticarios.

A los cuatro pasos encontramos otro, que después de darnos la mano, nos preguntó:

—¿Qué hay de préstamo?

—No sabemos más, sino que a todos los que les toque, lo pagarán.

—Pues yo les diré a ustedes que han hecho mil injusticias.

—¿Por qué?

—Porque a don Pedro Bola, que tiene más de medio millón de pesos, y que casi todo lo ha ganado a la nación, es decir, con usuras y préstamos, sólo le han asignado 600 pesos.

—Y al otro judío de don Saturnino Pelota, ¿cuánto le han exigido?

—Quinientos.

—¡Hombre!, esto no se puede sufrir —exclamó don Sempronio.

—Pobrecitos —le contesté—: sepa usted que es muy justo que los traten bien, porque al fin son benéficos a la sociedad. ¿Quién sacaría de apuros al gobierno si no hubiese agiotistas? ¿Quién arruinaría a los marqueses y condes? ¿Quién vendería las prendas cumplidas si no hubiera usureros? ¿Quién tendría coche, ni comería pan a manteles? Ésta es la sociedad: el pueblo y los que no son pueblo, que sufran, para eso nacieron. Los usureros que gocen, para eso los deja vivir la mala policía.

Otro paso habíamos dado, cuando encontramos un militar de esos que gritan en los teatros y cafés, y chillan en la guerra, que con tono satisfecho nos dijo:

—Qué les parece a ustedes de la energía del gobierno.

—Qué nos ha de parecer, que a los oficiales que tienen cuerpo fuera de la capital, les ha dado orden de marchar sin paga.

—Eso es imposible… ¿lo sabe usted de cierto?

—Infórmese usted si gusta, en la comandancia.

—Pero, hombre, eso es injusto.

—¿Qué tiene usted su cuerpo en algún departamento?

—Sí, señor, en Chihuahua.

—Pues dispóngase usted, y marche.

—Adiós, adiós, voy a ver a mi compadre el general para que me exceptúen.

—Adiós, amigo —le contesté.

—¿Qué le parece a usted de la energía del gobierno?

Largo rato estuvimos en la alacena, y no cesaron ni las imprecaciones ni las críticas, ni dejaron de verse caras pálidas, hombres agitados, figuras fantásticas. Ya se ve, era natural, puesto que había llegado a las bolsas el terrible y lastimero día del juicio final. Dichosos y bien aventurados los pobres de bolsa, porque ellos no pagarán contribuciones en la tierra.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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