El Matrimonio

Manuel Payno


Cuento



I

Días hace que tenía deseos de escribir un artículo de costumbres; pero me sucedía precisamente lo que al cura, que no repicaba por trescientos mil motivos; el primero, por falta de campanas: hay entre nosotros muchas costumbres, tales como la de pretender empleos, la de ser ricos de la noche a la mañana, la de criticar todo sin entenderlo, etcétera; pero eso me daba materia para un renglón, y después… ¿Cómo hacer sonreír a los lectores? ¿Cómo amenizar las columnas del Siglo XIX? ¿Cómo granjearme la nota de maligno, de mordaz, de conocedor del mundo si se quiere? Nada de esto era posible porque hay momentos, horas, días, y hasta meses enteros, que el poco entendimiento que vaga en el cerebro se esconde en lo más profundo de los sesos, y ésos son cabalmente los momentos en que el poeta suda, se arranca los cabellos, llora, tira la pluma desesperado, y pide a Dios una gota de genio, una gota de talento, un soplo de inspiración. La inspiración no viene porque es una muchacha retrechera y algo voluntariosa, y entonces se exclama en voz sepulcral con Victor Hugo: ¡Maldición!, o con Calderón y Lope: ¡Válgame Dios! Pero sigo con mi cuento, antes que los sufridos lectores exclamen: ¡Válgame Dios, qué pesado! Decía que no tenía asunto para artículo de costumbres, cuando he aquí que mustia y solemne se avanza la Semana Santa con sus tinieblas, sus monumentos, sus procesiones, su pésame, y tras de todos estos graves misterios se agolpa el mundo de México, vario, mezclado y confundido. Las señoritas, crujiendo los hermosos cuanto largos vestidos de seda, haciendo brillar al través del velo negro dos ojos chispeantes, provocativos, pendencieros; las chinas bamboleando sus graciosas enaguas, los charros sonando los botones de sus calzoneras, los petimetres con sus enormes fracs de progreso, sus delgadas cinturas, sus rostros románticos, barbudos o insinuantes; los militares, hijos verdaderos de Eldorado, diciendo a los extranjeros con sus vistosos uniformes: «Mis amigos, ésta es la tierra del oro, de la plata y de la cochinilla». Y todo este mundo alegre y bullicioso, vagando de las iglesias a los puestos de chía, de los puestos de chía al sermón, del sermón a la sociedad de la Bella Unión, y de aquí a descansar de tanto paseo, de tanta fatiga, de tanta penitencia, de tanta devoción; prestaba en verdad asunto copioso para artículos de costumbres. Pero los cuadros eran llenos de brillo, de movimiento, de vida; y era menester ser hábil pintor para retratar estas escenas, de manera que el lector pudiera exclamar: «Lo hizo bien, dijo la verdad», como se dice cuando se ve a una virgen de Murillo con sus ojos tiernos, con sus mejillas suavemente coloreadas, con su expresión ingenua y apacible: «Ésta es la Madre de Dios: Murillo era un artista divino». Esta poderosa consideración me impuso silencio, y vi pasar la Semana Santa sin escribir una letra, confiado en que Fidel diría algo, y aguardando el tiempo oportuno para volver a la carga con mis casas de vecindad, mis pretendientes y mis ministerios. Acabóse al fin el tiempo santo; la amargura de Marín y la muerte del Salvador fue cantada en sentidas trovas por nuestro poeta lírico, y como gustamos por lo común de variar, no parecerá mal a los lectores y lectoras, enamorados a consecuencia de estos días, saber algo sobre la vida de mi buen amigo Federico Tornasol. Allá va el cuento.

Era Federico un jovencillo de veinte años, de cuerpo mediano, pero bien formado, ojos pequeñitos, pero fogosos y vivarachos, color apiñonado, o mexicano, que es lo mismo; su boca sonriendo casi continuamente dejaba descubrir unos blanquísimos dientes; agréguese a esto una patilla recortada con esmero, un cabello castaño perfectamente arreglado con macasar, cepillo y media caña, un frac de la fábrica de Ivan Goul, un pantalón recortado por la sublime y práctica tijera de M. Pierre Chabrol, y un chaleco por el más bien escultor que sastre, Antonio Valdés, y tendremos, si no un parisiense de botín color de tierra y pantalón en la espinilla, al menos un mexicano bien vestido y ajustado a la moda. Era además Federico de esos dependientes de cajón de ropa, que con su buena figura y zalamería proporcionan a sus amos abundante concurso de marchantes: ganaba unos 60 pesos cada mes, tenía relaciones con las gentes del tono, concurría a las comedias, a los toros, a las misas de once de San Francisco y a las tertulias. Sabía además embaucar a las marchamas, decir flores a las niñas, ponerse bien la corbata, bailar un vals alemán, cantar un aria del Pirata y ganar algunos doblones al ecarté. En una palabra, sabía cuanto se necesita saber en esta sociedad para pasarse una buena vida. Éste era Federico, y ya que lo conocemos, visitémoslo en su alojamiento del Hotel de Washington, donde un criado le acaba de entregar una cartita color de rosa.

—Ésta es carta de mi Leonarda —dijo rompiendo la preciosa oblea de goma que decía Lunes con letras de oro.

Era efectivamente carta amorosa; la abrió, y leyó:

«Federico mío: Mi madre acaba de apoderarse de toda nuestra correspondencia; me ha reñido, me ha pegado, y mi desgracia no parará aquí, pues según entiendo se dan disposiciones para enviarme a Querétaro en casa de mi tía. Al escribir estas líneas me ha venido un pensamiento horrible, que ha hecho estremecer mi corazón y llorar abundantes lágrimas a mis ojos, y es el de que usted puede haberme engañado, burlado mis esperanzas y destruido todo el encanto de mi juventud, todo el prestigio de mis sueños de felicidad. ¿Me abandonarás, Federico? ¿Destrozarás mi corazón? ¡Ah!, te juro que si me separan de ti, moriré de dolor, porque eres mi único pensamiento…

»Al acabar este renglón vino mi madre a decirme que a las cuatro de la mañana debería partir en la diligencia. El dolor me ahoga. Ven a las doce de la noche frente al balcón, volaremos donde quieras, porque mi amor es frenético, no puedo vivir sin ti. Adiós, bien mío. A las doce sin falta. Adiós te dice tu… Leonarda

Leyó Federico dos o tres veces la carta, y tomando después con precipitación un tintero y un papel, escribió estas líneas:

«Ángel mío: Esta noche a las doce estaré frente de tu balcón, prepáralo todo y disponte a seguirme: mañana serás mía, mañana un edén se abrirá ante nuestros ojos, y esta vida solitaria y desierta será un jardín bordado de flores, en el que se deslizará sin sentir nuestra existencia. ¿Y dirás todavía que te abandono? No, ídolo mío; primero moriré mil veces que faltar a los juramentos que te he hecho. A las doce sin falta te aguarda tu… Federico

Salió el criado con la misiva, y Federico se quedó reflexionando. «En efecto —decía—, un hombre solo en el mundo es una paja que gira a la voluntad de los vientos. Las horas de soledad son amargas, pesadas y llenas de una apatía que marchita cuantos placeres proporciona la sociedad. ¡Oh, cuánto vale un seno amoroso en que reclinar la frente marchita y angustiada! ¡Cuánto vale oír los latidos del corazón puro de una virgen! ¡Cuánto vale despertar en la compañía de una joven candorosa! ¡Cuánto, en fin, ver sus ojos húmedos de amor y de placer! Y todo esto se consigue solamente casándose, porque entonces nadie tiene derecho de arrebatar a uno la felicidad, ni de arrancarle el corazón de la mujer que adora.» No se acordaba Federico que hay hombres cuya única ocupación es enajenar cuantos corazones pueden. Mas sigamos. Federico entusiasmado besó la cartita color de rosa, y exclamó: «Ídolo mío, a las doce de la noche te habré ya estrechado en mis brazos, y cubierto de besos tu angélico semblante. Y por otra parte —continuó—, esta vida turbulenta y continuamente agitada no puede agradar mucho tiempo. Siempre seduciendo mujeres casadas, siempre en citas nocturnas con las doncellas, siempre vagando en los cafés, en los billares, en los teatros, y al fin todo esto no deja en el alma más que remordimientos, tedio, tristeza. Sí, me casaré con Leonarda, arreglaré un sistema de vida que me proporcione una dulce tranquilidad. Por la mañana temprano iremos a la Alameda; el ejercicio y el ambiente fresco nos dará gana de comer, y almorzaremos sazonando con expresivas caricias los manjares. En seguida me iré al cajón, y entre tanto yo trabajo, ella se ocupará de bordarme tirantes y hacer calados en las camisas. ¡Qué dulce es ponerse una camisa de manos de una mujer que se ama! La noche la ocuparemos en leer alguna novela de Walter Scott, o iremos al teatro. ¿Qué más se puede apetecer en la vida? No hay remedio, el matrimonio es el estado más feliz. Está resuelto: me caso».

Esto diciendo abrió un estante, sacó una escala que envolvió en un pañuelo, un par de pistolas de bolsa, tomó su sombrero, se arrebujó en su capa y se salió a la calle. Eran cerca de las ocho de la noche.

Demasiado temprano para realizar su expedición, vagó por varias calles, hasta que impensadamente se encontró en el pórtico del Teatro Principal. En esa noche se daba un drama tierno, apasionado. Era el Trovador de don Antonio García Gutiérrez, que atravesando el océano había caído en la inquisitorial jurisdicción de nuestros clásicos cómicos del Teatro Principal. El drama, aunque representado sin esmero, se atrajo la simpatía del partido romántico, que comenzaba a nacer, es decir, el de los jóvenes, mientras los que se llaman clásicos, no porque sepan más que los románticos sino porque tienen sus pasiones muertas y elogian a Moratín, silbaron y criticaron tan excelente composición; pero Federico, cuya imaginación ardiente necesitaba sólo de una composición de Arriaza para entusiasmarse, se puso de punto de caramelo, como suele decirse; salió del teatro casi embriagado de amor y de romanticismo, y se marchó resuelto a libertar a su dama a toda costa, y a cambiarle el nombre de Leonarda en el de Leonor, como más poético y más tierno.

II

Daban las doce de la noche cuando un hombre embozado en una capa se paseaba por una callejuela estrecha, mirando con atención y deteniéndose a cada momento frente de un balcón que no distaría más de cuatro o cinco varas del suelo. De repente las puertas del balcón rechinaron, y un bulto blanco se asomó, y con voz temblorosa y meliflua dijo:

—¿Eres tú Federico?

—Yo soy, Leonor querida. ¿Estás lista?

—Sí.

—Pues allá va la escala.

Leonor aseguró la escala en el barandal, y encomendándose a Dios, ofreciendo una libra de cera a la Virgen de la Soledad, e ir descalza por la calzada de piedra hasta el santuario de Guadalupe, bajó por la escala ayudada de su Federico.

—Virgen santísma —exclamó Leonor al verse sana y salva en la calle—, yo te doy gracias y ofrezco mandarte hacer un milagrito de plata, además de lo que te prometí. Federico, vámonos, no sea que despierte mi madre, y que el guarda nos vea. Huyamos, porque el corazón me ahoga de susto.

Federico quitó su escala, tapó con su capa a su adorada Leonor, y se dirigió a pasos precipitados a su alojamiento del Hotel de Washington. Después de pasado el momento en que el susto ocupaba toda la existencia de la joven, la ocupó el arrepentimiento. El corazón de una doncella es un termómetro que se resiente de la más pequeña variación, y puede asegurarse que la mayor parte de nuestras jóvenes tienen un fondo de virtud, un cimiento de inocencia que las hace apesararse de las acciones menos conformes que cometen. Después el continuo vaivén de la sociedad y el influjo poderoso del amor socavan ese cimiento y destruyen esa inocencia; pero esto no es más que una consecuencia de vivir en un mundo donde las pasiones brindan con su prestigio, mientras la virtud rechaza con su austeridad. Leonor, dominada por la virtud de que aún tenía restos en su alma, prorrumpió en abundante lloro y comprimidos sollozos, siguió el mal de nervios, y por último una palidez mortal y el desmayo de ordenanza. Federico roció su rostro con agua, aplicó pomitos de esencia a sus narices y le dijo palabras llenas de ternura. Leonor volvió en sí.

—Me has hecho desgraciada, Federico. ¡He abandonado mi casa a deshora de la noche, he causado un pesar a mi madre, a mi pobre madre! Mañana se hablará en los cafés, en la Alameda, en todas partes de la aventura, y yo no apareceré más de como una joven loca y sin recato: tal vez tú me aborrecerás…

—Mañana se hablará, sí, de la aventura, pero mañana también serás mi esposa; la bendición nupcial y mi nombre sellará todas las lenguas. Ha sido forzoso dar este paso para unirnos. Consuélate, Leonor, no llores, tus lágrimas parten mi corazón y me causan celos, porque creo…

—¿Me amas, Federico? —interrumpió Leonor mirando con sus ojos empapados en lágrimas a su amante.

—Sí, Leonor, te amo, te idolatro, eres mi único anhelo, y te juro que ni el soplo de la muerte podrá apagar el amor que me has inspirado.

—Pues bien, Federico, ¿cuándo nos casaremos?

Federico miró el reloj, y le contestó:

—Dentro de dos horas.

Eran las tres de la mañana.

—Dicen que el casamiento destruye la ilusión, y mata al amor. Con que cuando sea yo tu mujer…

—Te amaré más.

—¿Me amarás siempre?

—Mientras dure mi vida, y cuando termine querría yo que tú durmieses conmigo en la tumba, porque te juro que mi alma no podrá dejar a mi cuerpo si tú quedas en el mundo.

—¿Viviremos juntos y amándonos, Federico?

—Y moriremos juntos y amándonos, Leonor: acércate, deja flotar tus rizos sobre mi rostro. Dame tu mano. Quema mi frente, ¿no es verdad? Es de amor, en amor arde mi alma. ¡Leonor, Leonor, soy el más feliz de los hombres, tú derramas sobre mí raudales de felicidad!

—Federico, Federico, ámame así toda la vida. También soy feliz. ¡Sí, estos momentos valen toda una existencia…!

Eran en verdad felices. ¿Quién no lo ha sido un momento en su vida?

Las dos horas que faltaban para las cinco de la mañana pasaron breves como el relámpago, y la aurora comenzaba a colorear el horizonte, y los edificios a pintar en sus fachadas la luz blanquecina de la mañana, cuando nuestros dos jóvenes salieron de la posada y se dirigieron a casa de un eclesiástico conocido de Federico. A las siete volvieron al hotel. El matrimonio estaba celebrado.

III

Tres meses habían pasado, tiempo en que es preciso trasladarnos a una vivienda de una casita de vecindad. Constaba de dos cuartos estrechos y sucios, y de una cocina. Una pieza contenía una mesa coja y dos sillas que habían tenido asiento de tule, pero que hoy estaba completado con mecate. En la otra pieza una cama de madera fina, una silla y un mecate de pared a pared que suplía de ropero o cómoda, dejaba ver un pantalón roto, una chaqueta sucia y dos o tres túnicos de indiana. Una joven pálida, con el peinado desaliñado, el túnico roto, estaba sentada en un petate poblano, y no bordaba tirantes ni cosía canevá, sino que soleteaba con crea unas medias. A poco entró un joven: sus ojos no brillaban con el fuego del entusiasmo, su rostro estaba amarillento y sus barbas crecidas. Se dirigió a su mujer.

—¿Qué haces?

—Soleteando unas medias.

—¿Sabes que no tengo empleo?

—No.

—Pues hace días me despidió el amo porque voy tarde a la tienda, porque no tengo ropa decente con que presentarme, y en una palabra, porque soy casado.

Al escuchar esta última frase, la joven se puso encarnada; Federico continuó:

—He ido a jugar y he perdido, porque a los casados ni Dios ni el diablo los ayuda. ¡Diera un ojo de la cara por ser soltero!

—Federico —dijo la joven llorando—, si te sirvo de estorbo, si ya no me amas, me iré de tu casa y pediré limosna.

—Eso no cambiaría mi situación, ni tampoco me refiero a ti. Digo en general que el hombre pobre que se casa se echa encima un quintal de sal y una azumbre de amargura.

—¿Y la pobre mujer? ¡Ah, ésa no! Para ella todo es felicidad, todo dicha. Mucho he sufrido, pero he callado, porque a la mujer que como yo se sale de su casa por el balcón al abrigo de las tinieblas, no le queda más arbitrio que llorar en silencio. Yo tenía en mi casa las caricias de mi madre, el amor de mis hermanos, y vestía bien, y paseaba, y nunca lloraba.

—Bien, ¿y por qué te casaste?

—Porque tú…

—Yo te enamoré como se enamora a cualquiera mujer, pero tú me propusiste que te sacara de tu casa. Lo demás ya lo sabes.

—Federico: calla por la Santa Madre de Dios, porque esos insultos lastiman el alma.

—La verdad es amarga, señorita, y yo no hago más que decir lo que pasó.

—Y tus juramentos de amor, y tus lágrimas, y tus ruegos, ¿qué se hicieron? ¡Ah, eres un injusto, un mal hombre!

—Nómbrame como te agrade. Pero hija mía, es ley del mundo que la ilusión se acabe, que el amor se desvanezca, que todo pase, y esos tiempos pasaron, y…

—Y es decir que ya no me amas.

—No te he dicho semejante cosa, y lo que repito es que cuando la miseria y la hambre asedian a un matrimonio, el matrimonio no puede ser feliz por la sencilla y poderosa razón de que no se come amor, ni se viste amor; y por el contrario, una mujer sucia, mal peinada, pálida, inspira si se quiere lástima; pero amor, no.

—Tú me has hecho desgraciada.

—Los dos lo somos, Leonarda. Mas dejemos esta conversación que es por demás pesada. Lo que importa es vender la cama, y un almonedero va a venir.

En efecto tocaron la puerta, y el almonedero, con diez pesos que dio por el último mueble decente que había en la casa, puso fin a un diálogo que se iba acalorando. Federico tomó nueve pesos, dejó uno a Leonarda, y ésta tributó algunas lágrimas a la partida de su lecho de caoba.

El diálogo que acabamos de oír fue la sentencia de divorcio, el fin de la pacífica vida conyugal, y el principio de otra llena de pesares, de espinas y de remordimientos. Leonarda por su parte conservaba, si no la ilusión de los primeros días de su matrimonio, al menos un sentimiento tierno hacia su esposo; pero la injusticia de éste, un estado tristísimo, una vida sin sociedad, sin encantos, desalojó de su alma el resto de candor que conservaba; y en adelante cualquier hombre, por despreciable que fuese, le parecía mejor que su marido. No faltaba alguno que rondara la calle, porque Leonarda, a pesar de que los sufrimientos habían marchitado su hermosura, tenía diecinueve años, y en su rostro se leía: «Esta mujer habrá sido divina». El galán persistió en rondar, ella en salir al balcón, y Federico, distraído con el juego, no hacía el menor esfuerzo en reconquistar el corazón de su mujer: todos los días poco más o menos tenían a las once de la noche el siguiente diálogo.

—¿Cómo te va, Leonarda?

—Bien, ¿y a ti?

—La cena.

—No hay.

—¿Por qué?

—Porque no me alcanzaron los tres reales que me dejaste. Pagué un real al aguador, cuartilla a la vecina por que me hiciera un mandado; lo demás se empleó en velas, chocolate, carbón, manteca, garbanzos, sal, cebollas.

—Ya está, no quiero saber más.

—¿Quieres unos pocos de frijoles?

—Vengan.

—Federico comía los frijoles, bebía un vaso de agua, y se acostaba murmurando entre dientes en una mala cama llena de insectos. Leonor hacía lo mismo. Éstas eran las delicias, la paz, el sosiego de la vida matrimonial: ni paseos, ni teatro, ni novelas de Scott, ni tirantes de canevá. Sufrimientos, miserias, fastidio, desesperación, he aquí lo que rodeaba a mi pareja. Eran bien desgraciados. Pero, ¿quién no lo es la mayor parte de su vida?

Dos meses después salía una expedición para Tejas. Federico con una charretera de teniente marchaba a la cabeza de su compañía, con un sombrero jarano, en un flaquísimo caballo. Había perdido su corazón las ilusiones de amor, y buscaba la gloria y un pedazo de pan para vivir.

IV

Un año después estaba yo en la plaza de toros de San Pablo, y junto a mí una joven llena de perlas y diamantes, y con un riquísimo vestido. Sus facciones no me eran desconocidas. Un recuerdo vago pasaba por mi mente de haber visto antes fijarse en mí dos ojos negros y expresivos, y aunque al parecer llena de alegría y de vida, percibía yo un fondo de melancolía que anunciaba profundos pesares y remordimientos. Pregunté a un amigo si conocía a la joven que teníamos al lado.

—Como a mis manos —me respondió—, se llama Leonarda, es casada con un tal Federico Tornasol, que fue primero dependiente de la tienda de… y desesperado de su mujer, se marchó a Tejas de teniente del regimiento número…

Salí de los toros diciendo: «He aquí un lindo matrimonio». Entreme a un café, tomé un periódico y leí.

«La acción estuvo muy reñida, y aunque las armas mexicanas obtuvieron completo triunfo, murieron ciento cincuenta soldados, el coronel H…, los capitanes R… y el teniente don Federico Tornasol.»


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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