El Ómnibus de Tacubaya

Manuel Payno


Cuento


Uno de tantos días entré, como tengo de costumbre, a tomar el famoso beef-steak de Paoli. Todo el mundo que vive en México, y aun muchos foráneos, saben que el café de Paoli, uno de los más elegantes y concurridos de la capital, está situado en la calle de Plateros, y que se sirve en él a todas horas el delicado y sustancioso plato referido, por lo que me tomo el trabajo de recomendar a los gastrónomos lectores, que cambien sus tres y medio o cuatro reales por tan agradable mercancía, y sigo con mi cuento.

Entré como digo, y apenas me hube instalado en una mesa, cuando se presentó un mozo bastante aseado, con una servilleta, una copa, un cubierto y una torta de pan, diciéndome con risa picaresca:

—¿Bistec, señor?

—Sí, pero recomienda al cocinero que esté blando.

—¿Y tortilla?

—También.

—¿Y costillas?

—¡Hombre!

—¿Y café?

—Veremos…

—Pedro, Pedro —gritó un cofrade que estaba sentado en otra mesa.

—Voy allá, señor.

—Pedro —gritaron de la pieza de adentro.

—Pedro —exclamó otro joven elegante que entraba.

—En esto tocaron en la cantina la campanilla, para que vinieran otros criados en auxilio de Pedro; y éste, repitiendo bistec y tortilla, desapareció como una exhalación.

A poco se oyó el eco sordo de la voz de Pedro, que daba sus órdenes en la cocina: «Cinco bisteces con papas, dos tortillas y cuatro costillas».

Mientras traían el almuerzo, me acerqué a una mesa a tomar unos periódicos.

—¿Qué va usted a hacer? —me dijo un viejo regordete de antiparras cabalgando sobre la ternilla de la nariz.

—A entretener un rato el tiempo recorriendo los periódicos entre tanto…

—¡Disparate! Nada traen estos papeles que merezca atención.

—No obstante, veremos El Diario…

—A buen santo se encomienda usted. ¿A que no dice El Diario lo que hay de cierto?

—¿Cómo? ¿Hay algo?

—¡Chist! ¡Silencio! A usted sólo le confío en reserva lo que hay —me interrumpió quitándose las antiparras y acercándose a mi oído.

—¿Pues qué hay, hombre de Dios?

—¡Chist! Que el vómito está haciendo estragos en Tampico y Veracruz.

—Eso es viejo; todos los años sucede lo mismo.

—Sí; pero… Oiga usted… El general S. está muy disgustado con el gobierno, y puede pronunciarse contra…

—¿Contra quién? ¿Contra el vómito prieto?

—No es eso.

—Como hablábamos…

—La cosa está mala. Yo he hablado con el general H., y dice que esto no puede durar mucho tiempo…

—Vamos, don Ciriaco —le dije algo impaciente—, déme usted El Siglo XIX…

—¡Mejor está que estaba! Si ese papel no vale ya un comino; no habla fuerte, ni dice picardías… vamos, si es un engaño manifiesto el que quieren hacerle a uno creer que es periódico de oposición.

—Hombre, la prudencia…

—¡Qué prudencia ni qué calabazas! Lo que hay ya lo sé.

—Pues ¿qué hay?

—Que el ministerio habrá comprado a los siglistas.

—Bueno —le contesté.

—¿Cómo?

—Señal de que valen algo. ¿A que no compran a usted, don Ciriaco?

—Porque soy íntegro.

«Porque no vale usted un comino», dije entre mí, y tomando los periódicos me retiré a mi asiento.

En esto el diligente Pedro llegó con un beef-steak humeante y aromático, que hubiera podido despertar el apetito de un muerto; y una tortilla de huevos que bamboleándose coqueta en el plato, dejaba ver el color de caña apacible de su centro, como la joven descubre al descuido un hombro mórbido… No se enojen, amables lectoras, que cuando uno está en ayunas, le parece tan hermosa una tortilla de huevos, como una mujer cuando está enamorado.

A medida que mi estómago se iba llenando, se disipaba el mal humor de que estaba poseído, y así pude con más calma observar lo que pasaba en Paoli.

Un hombre sudoroso y agitado entró de rondón hasta la cantina.

—¿Hay asiento en el ómnibus?

—Sí, señor.

Mi hombre, que era alto y seco, con un frac negro agudo, unos pantalones blancos angostísimos, y dos ángulos obtusos que a guisa de cuello sobresalían de una corbata de pana negra, rascó sus bolsillos, y acabalando con cuatro cuartillas, puso con aire satisfecho sus cuatro reales sobre la mesa diciendo:

—Peso cambiado, peso gastado; para estos casos traigo el menudo en la bolsa.

Pedro llegó a ese tiempo a preguntarle si tomaba café, jaletina, o una copa; a lo que contestó dándose unas suaves palmadas en el estómago:

—Estoy repleto, y tengo el almuerzo todavía en el gargüero.

Apenas acababa de sentarse el personaje antecedente, cuando llegó otro a la cantina, y con tono afable dijo:

—¿Tenemos todavía lugar en el ómnibus, doña Mariquita?

—Hay tres asientos todavía.

—¡Bueno, muy bueno! —contestó restregándose las manos—. Figúrese usted que me ha citado para hoy el general. Quién sabe qué me querrá. Veremos.

—Dicen que el general no recibe a nadie.

—¡Ah, sí! Pero eso es a los pretendientes que van a importunarlo; ¡pero a sus amigos! Y sobre todo a mí; me ha mandado buscar tres veces: lo que sucede, que yo siempre que puedo escapo el bulto, porque me hace tanto aprecio y me ofrece tanto, que me mortifica. Antier nada menos, me instó para que me encargase de la comisaría de… pero yo no admití, porque me gusta la vida independiente, libre…

—¿Quiere usted boleto?

—¡Miserable de mí! —interrumpió mi hombre dándose una palmada en la frente.

—¿Qué le ha sucedido a usted?

—¡Friolera! Que por venir a tiempo se me pasó sacar dinero de casa, y me tiene usted aquí sin un ochavo en la bolsa… el maldito criado… pero voy corriendo… ¿Qué? Si no hay tiempo; faltan cinco minutos para las once y media. Pero a bien que tenemos cuentas, doña Mariquita: mañana pasaré a usted el importe del boleto, porque ya digo a usted que si no voy ahora a Tacubaya, el general se enoja… y aunque es mi amigo…

El diálogo siguió en voz baja, y así por esto como por la llegada de otro personaje, no pude escuchar más.

Era el recién llegado un militar viejo con una respetable levita azul con honores de paltó; chaleco blanco hasta el ombligo, y un pañuelo de Madras enrollado en el pescuezo: sin embargo, podía reconocerse su elegancia en el lustre que por medio real acababan de recibir sus botas, a las cuales acudían multitud de moscas, incitadas por el azúcar de que abunda esta clase de bola, y que espantaba dando frecuentes patadas en el pavimento. Se acercó con gran mesura y saludó.

—Señora, dé Dios a usted muy buenos días.

—Los tenga usted muy buenos.

—Señora, mil gracias. Me hace usted favor de decirme ¿a qué horas se marcha el ómnibus a Tacubaya?

—Dentro de cinco minutos.

—¡Hola! Entonces la cosa urge. Mozo, tráeme chocolate. Pero dígame usted, señora, ¿habrá tiempo de que me desayune?

—Sí, señor.

—Pues, porque es probable que tenga yo mucho que hacer en Tacubaya, y…

—No hay que apurarse por eso, mi amigo —dijo el elegante sin dinero—; allí está mesiú Frissardt, que nos dará de comer perfectamente.

—¿Va usted también a Tacubaya?

—¡Oh! Sí, todos los más días voy. Algunas veces como con el general, o con cualquier amigo; pero otras mesiú Frissardt me sirve admirablemente. Comeremos juntos si a usted le parece.

—Sí, señor, con muchísimo gusto.

—Las once y media, señores, el coche se va —dijo doña Mariquita.

El viejo militar sorbió algunos tragos ardientes del chocolate que le habían traído, el elegante se compuso el peinado y la corbata, el del frac agudo encendió un delgado puro, y todos se dirigieron al carruaje, en el que estaban ya instaladas dos viejas con unos grandes envoltorios de ropa, y un militarcillo de estos de nuevo cuño, que no se cambian por Napoleón cuando ven al soslayo los visos de la charretera de subteniente que está colocada en su hombro.

Como no tenía que hacer y sobraba un asiento, pagué mi escote y me subí a la carretela.

Alegres por demás estaban las fisonomías de mis compañeros de viaje, y su conversación era lo que puede llamarse filosófica: el uno hablaba de mejoras en el gobierno; el viejo militar de sus campañas con los insurgentes; el elegante, de un viaje que pensaba hacer a París, donde pasaría muy buenos ratos con las grisetas: el subteniente preguntaba si los barcos eran como las canoas de Santa Anita, y si París estaba más lejos que San Luis Potosí: las viejas metían también su cuchara, refiriendo con candorosas exclamaciones los peligros y trabajos inauditos que sufrieron en un viaje que su hermano, que era portero suplente de la Cámara de Diputados del estado libre, les hizo hacer en un carro a guisa de fardos. Yo guardaba silencio, y sólo me atreví a preguntar al personaje alto de frac negro, qué objeto lo llevaba a Tacubaya.

—¡Calle! ¿Pues qué no me conoce usted?

—No tengo ese honor.

—Pues yo soy José Anselmo Tinaja, y llevo más de treinta años de servicios. Comencé mi carrera en el tribunal del Consulado; luego pasé al de la Acordada; luego al de cuentas; luego al archivo; luego a la aduana de San Pedro Tequila; y luego me han dejado de cesante, y no me pagan, después de treinta años de útiles servicios. Vamos; si no se puede esto llevar en paciencia, cuando vemos tantos que ayer comenzaron su carrera, con sueldos enormes; y yo nunca he pasado de portero, de mozo de oficio y de contador de moneda.

—¿Y qué piensa usted hacer ahora?

—Le diré a usted. Pienso llevarle esta instancia al señor presidente, hacerle ver mis servicios, y pedirle me coloque en un destino, aunque sea bueno, como por ejemplo de comisario, de contador, de administrador.

—Supongo que tendrá usted conocimiento con su excelencia, o alguna recomendación.

—Le diré a usted. Las dos cosas; porque una noche me saludó con mucho afecto su excelencia al entrar al teatro; y además, el capataz del presidio que está componiendo la calzada de Tacubaya, es mi compadre.

—Pero eso, ¿qué tiene que hacer…?

—¡Friolera! Que yo le hablo de mi negocio a mi compadre el capataz; mi compadre el capataz al teniente de la escolta del presidio; el teniente al capitán; el capitán al ingeniero que dirige la obra: el ingeniero se interesa por mí, y le habla a un ayudante de su excelencia; el ayudante al secretario; y el secretario, en un momento de buen humor, le saca mi negocio al presidente, y tiene usted que a pesar del ministro y de todo el mundo, soy comisario, y mi Rodriga es comisaria, y mis hijos son comisarios, y… ¿le parece a usted bueno el plan?

—Excelente —le contesté—, y sobre todo violento; pues juro que mañana, tal vez hoy, tiene usted el despacho en su poder. ¡Canario, con el influjo de un capataz de presidio!

El hombre se restregaba las manos contentísimo, y estiraba los agudos picos de su cuello: el elegante jugaba con la cadena de su reloj, sonreía irónicamente, y tarareaba una cavatina de la Norma, mientras las viejas, alucinadas con el plan de Tinaja, me decían al oído: «Interésese usted con su amigo para que le hable por nosotras al señor capataz, a fin de que nos paguen nuestro montepío por la aduana o el tabaco, porque nosotras vamos a ver a una señora que es prima de la mujer de un compadre de la comadre de un amigo del portero, para que la prima le hable a la esposa, la esposa a su marido, el marido a su comadre, la comadre a su comadre, y ésta a su marido, que es amigo del portero, y el portero nos deje entrar a ver a su excelencia».

A pesar de lo extraviado del camino de las viejas, me pareció más llano que el que pensaba adoptar Tinaja, y así aconsejéles que ejecutaran lo que habían pensado, pues habían de sacar más partido. En esto el carruaje paró en Tacubaya en la fonda de M. Frisard, y mis compañeros, que apenas se despidieron de mí, tomaron el camino del Arzobispado, excepto las dos viejas, que recomendándome al cuidado de Dios y de todos los santos, se dirigieron con tardo y trabajoso paso, cargando sus envoltorios, que contenían ropa, y quesos, y mantequillas, para obsequiar a la prima consabida.

No estoy ahora por lo sentimental y pintoresco, si no les haría a mis carísimos lectores una descripción del frondoso bosque de Chapultepec, de las pintorescas lomas de Santa Fe, etcétera. Baste decir, que fastidiado de dar algunas vueltas por la plaza de Tacubaya, y lleno de mal humor, con un cielo de plomo y un viento húmedo y desagradable, me metí en mi ómnibus, cerré las cortinas y dada la hora convenida, como no había otro pasajero, regresé solo a México.

Luego que salimos de las calles de Tacubaya, y que el carruaje caminaba dulcemente por la calzada, me recosté y me entregué a ese género de meditaciones confusas y vagas de que es imposible acordarse después, ni menos describirlas. Un prolongado y doloroso suspiro me sacó de mi éxtasis: volví a todas partes la cabeza, y no vi nada; pero escuché otro suspiro que no pudo menos de arrancarme una exclamación de pavor.

—No te asustes —dijo una voz tranquila y agradable.

—¿Pues quién eres tú, ente invisible, que suspiras y hablas?

—Bastante visible soy: ¿no vas recostado en mí?

—¿Quién eres? ¿Quién eres? —interrumpí más asustado.

—El ómnibus, que suspira de verse reducido a tan miserable estado.

—¿Cómo? ¿Tú te quejas también? —interrumpí—. ¿Tú padeces?

—¿Sabes latín?

Esta pregunta me embarazó un poco, y el ómnibus, conociendo mi turbación, prosiguió:

—Pues bien sabrás que ómnibus quiere decir para todos: pues bien; yo, si las cosas no estuvieran hoy tan trastornadas, debería llenar mis deberes, y conducir en mis asientos indistintamente, ya jóvenes hermosas, ya elegantes pisaverdes, ya viejos sesudos, ya… ¿Sabes lo que conduzco sin cesar? Pretendientes; y esto es duro, muy duro, para quien tiene orgullo en haber sido echado al mundo por un hábil carrocero inglés, para ocupación más digna que la de conducir constantemente hombres arrancados, interesables y egoístas, como lo son todos los pretendientes.

Estas palabras me interesaron e hicieron conocer que el ómnibus tenía más talento que el que era de esperarse, y no me asombré de que un ómnibus hablara y razonara así, cuando tantos fenómenos se ven en estos tiempos. No os asombréis, lectores, de que hable un ómnibus, cuando conocéis hombres que no han leído más que la cartilla, y pasan por sabios; matasietes y valentones, a quienes asusta el ruido de una olla de frijoles que hierve en la cocina; aventureros que hacen fortuna, y pasan por lo más selecto de la sociedad; charlatanes que critican por hábito cuanto oyen, cuanto leen y cuanto ven; liberales exaltados, para quienes la libertad es una especulación; usureros de carrozas espléndidas, ante quien se humilla y postra todo el mundo, etcétera, pero cortemos la digresión y oigamos al ómnibus.

—Te decía, amigo querido —continuó el ómnibus—, que estoy fastidiado de ver cómo mis cofrades salen del café de Paoli deshaciéndose en elogios por el gobierno, y pregonando a voz en cuello que derramarán hasta la última gota de su sangre en defensa de la administración, y regresan unos alegres y más fervorosos gobiernistas, y otros con las caras pálidas y largas, los ojos torvos, y el peinado y las corbatas descompuestas, clamando, y diciendo por las reformas que este orden de cosas no puede subsistir, y que el pueblo se levantará en masa para pedir el restablecimiento de sus derechos; porque sabes, amigo, que cada cual habla de la feria según le va en ella; y si quieres convencerte, te daré cuenta de quiénes eran tus compañeros de viaje.

»El cesante es un hombre que defiende todavía se debe escribir Joseph, y que la Inquisición debe restablecerse: afirma que cuando murió Voltaire encontraron que tenía una gran cola de mono, y que luego que expiró, su recámara apestó a azufre: es de los que lleva a puro y debido efecto que la letra con sangre entra, y que los belemitas hacían bien de colgar a los muchachos y darles cincuenta azotes, hasta que la sangre les brotara. Este hombre, pues, que dice que el vapor es arte del diablo, y que ha pasado treinta años de su vida chupando cigarros, durmiendo en las puertas de los tribunales, y leyendo de vez en cuando al padre Parra, se queja de que lo han postergado y quiere ser comisario. Lo peor es que muchos de esta calaña vemos ocupando, no sé cómo ni por qué, los principales destinos. El joven elegante es el anverso de la medalla. Niega la existencia del alma, blasfema de los santos, considera perjudicial la institución del matrimonio, afirma que la palabra moral no tiene sentido, que no hay placer más grato como burlarse de una doncella y seducir a una casada. Debe a todos los sastres, apalea a los cocheros del sitio, se introduce furtivamente a todos los bailes, come en las fondas y toma helados en el café, a costa del bolsillo de sus amigos, y los llama imbéciles cuando se separa de ellos. Su literatura y saber están reducidos a La doncella de Orléans y El hijo del carnaval; afirma que la geografía es el arte de conocer los metales; critica todos los dramas; llama bestias a Dumas y a Victor Hugo, y sostiene que Moratín en el mejor escritor francés; pero es apasionado de los clásicos para paliar su ignorancia. Éste quiere ser colocado en una legación.

»El militar es uno de los tipos de egoísmo. En el principio de su carrera sirvió al gobierno español, y después se ocultó en un pueblo, consiguió certificados no sé cómo, y contó proezas que no había soñado hacer: después, como hombre honrado, en nada se ha metido, si no es en procurarse su paga puntual, y pasarse su vida como dicen vulgarmente, con su misa y su doña Luisa. Sin haber estado en ninguna acción, tiene cruces; sin valor, pasa por intrépido; y sin trabajo ha ido ascendiendo, y con su tono afable y su estudiada mónita, está en armonía con griegos y troyanos, y quiere que lo hagan general en premio de sus dilatados servicios.

»Acaso las pobres viejas es lo mejor que yo he conducido, pues que sus hijos murieron honrosamente por la patria, como tantos valientes que bajan en silencio a la tumba. Reclaman las infelices el pago de una miserable pensión que la patria les prometió solemnemente, y tienen justicia para hacerlo… Pero dime, ya que tan buenas memorias del diablo te he comunicado, ¿cuál es tu nombre?»

—Te diré, mi elocuente ómnibus. Cuando me bautizaron me pusieron Perico o Juan, no me acuerdo; pero después registré ávidamente el calendario, al mismo tiempo que mi conciencia, y hallé que era un ente con mis caprichos, mis opiniones, mi soberbia, mi amor, mis defectos; y como no he tenido la vanidad de elogiarme yo mismo, ni de creerme superior a los demás, me resolví a llamarme Yo.

—Bueno, muy bueno; ni sabes todo lo que has hecho con eso. Te diré dos palabras más, y con experiencia. Como tú, todos los hombres de nuestra sociedad moderna se llaman Yo.

»Los patriotas exaltados que oyes perorar en los cafés cual otros Cicerones, son Yo. A sus ideas, a sus principios, a sus errores, a sus pasiones son las que quieren ver rigiendo la sociedad, y en todo esto van mezcladas abundantemente sus colosales esperanzas, y sus proyectos de ambición. Éstos pertenecen más a sí propios que a la patria, y por consiguiente es ser Yo.

»Los viejos rancios que desconocen todas las mejoras del progreso, y todas las ideas que el tiempo y la civilización ha creado para la perfección de las sociedades, y que desean la vuelta de aquellos tiempos de poltronería en que con un poco de latín y Antonio Gómez dominaban una generación entera, no son más que Yo.

»Los zoilos ignorantes y críticos de profesión que ven su descrédito y su ruina en los adelantos de la juventud, se ponen de uñas con cuanta idea no se sujeta a su aprobación: quieren que sus pobres pensamientos y sus singulares manías dominen la sociedad. Ésos son Yo.

»En una palabra, el individualismo es el que domina la sociedad: cada cual se cree sabio, valiente, grande, virtuoso; y cada cual busca por diversos caminos su conveniencia y sus mejoras, sin cuidarse de los demás.»

—Eres muy severo, querido ómnibus. Creo que hay muchas gentes de virtudes y patriotismo.

—No hay regla sin excepción —me respondió el ómnibus—, pero en lo general, ten entendido que pasaron, para nunca más volver, los tiempos en que Scévola quemaba su propio brazo en un brasero, y en que Godofredo de Bullón se hacía matar en las murallas de Jerusalén por rescatar el sepulcro de Cristo. El dinero y el egoísmo rigen la sociedad moderna, y con el tiempo irán cayendo una por una las ilusiones de tu corazón. Amor y libertad, que han sido siempre nombres santos y respetables, están ya al fundirse en uno solo: Egoísmo.

En esto el ómnibus paró en la puerta de Paoli, y descendí de él pasmado con lo que acababa de oírle, y diciendo para mí: «Este ómnibus tiene más saber y más filosofía que muchos licenciados y doctores».


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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