El Pésame

Manuel Payno


Cuento


—Vamos, ¿es posible que no haya usted sabido la noticia tan infausta, amigo mío?

—¿Cuál?, diga usted

—¡Amigo mío! Don Nabor Alcayata ha muerto. ¡Pobrecito! ¡Dios lo tenga en su gloria! ¿No me ve usted de luto riguroso?

En efecto, el hombre que me hablaba estaba vestido de negro, o más bien de color de ala de mosca, y su gran frac de agudo faldón, su pantalón de tapabalazo, y su sombrero cónico en forma de shakó, indicaban perfectamente bien que si no pertenecía a esa sabia y bienaventurada generación de liones, sí era un buen vividor y seguro concurrente a los pésames, a los bautismos, a los velorios, a los días de santo, y a toda función donde hay algo que meter debajo de las narices.

—¿Con que me acompañará usted a dar el pésame a la señora doña Canuta, por la muerte de su esposo? —me dijo el viejo enlutado.

—Hay la dificultad —le contesté—, que no estoy de luto riguroso.

—En efecto, el chaleco es de raso negro, y ya sabe usted que las cosas que tienen lustre no son a propósito; pero eso se remedia muy pronto. En dos pasos va usted a su casa y se pone un traje, así como el mío, que aunque está un poco usado, es de paño de San Fernando; figúrese usted que el año de… cuando entró aquí el conde de Revillagigedo, me regaló mi padre este vestido que me sirvió para los lutos del… infante… ¡Oh, qué chocolate daban en los pésames en tiempo de Revillagigedo!

Diciendo estas palabras, mi hombre me condujo hasta la puerta de mi casa, y yo con la curiosidad de observar minuciosamente lo que pasa en una casa mortuoria, subí, y en un santiamén bajé con mi vestido negro sin lustre.

Nos dirigimos a la calle de Santa Teresa: el difunto aún estaba tendido; mi hombre, que conocía a todas las viejas y viejos que había en la casa, no omitió el recomendarme a todos, y añadir que yo tenía un vivo sentimiento por la desgracia acaecida al difunto, que era poca cosa según echarán de ver los lectores, puesto que había partido para siempre de este valle de lágrimas.

Es un espectáculo solemne el de la desaparición de un padre de familia, que deja a su mujer abandonada; a sus hijas entregadas a todos los riesgos del porvenir; a sus pequeñuelos sin educación; a los antiguos criados sin amo. Don Nabor Alcayata, que era nada menos como difunto, principal actor de esta escena, había sido empleado; y ya se deja entender que, como todo empleado, estaba cargado de hijos y exhausto de dinero. Los covachuelistas, por lo general, son estupendos para gozar de los placeres del matrimonio, aun en medio de la dieta más rigurosa.

Una ojeada a la familia me convenció de la intensa desgracia que había sufrido, y tuve lástima. Era una niña de tres años, con su cabellito rubio y sus ojillos azules, que rodaba por las alfombras jugando con un anciano y leal perro: eran dos muchachas, Margarita e Isabel, la una de dieciséis años, y la otra de veinte, lindas e interesantes, con sus mejillas un tanto pálidas y extenuadas por la fatiga, y los ojos húmedos por el llanto: era una mujer fresca y rolliza todavía, que tenía que respirar olores a cada momento para no desmayarse, y que su pañuelo estaba totalmente empapado con las lágrimas: eran, en fin, tres o cuatro chicuelos más, que libres de la escuela, consideraban más bien la muerte de su padre como un día de júbilo, que como un motivo de pesar.

¡He aquí, dije para mí, un cuadro verdaderamente lastimoso! La edad madura sin apoyo; la juventud sin protección; la inocencia sin amparo. Las dos muchachitas, tímidas flores que comenzaban a ostentar su pompa en la vida, se encontraban de improviso lanzadas en un mundo lleno de maldad y de corrupción. Más adelante, contaré acaso la historia de una viuda y de su familia.

Este cuadro patético tenía, como los de la escuela flamenca, sus partes de ridículo. Éstas eran una media docena de viejas rechonchas y habladoras que fumaban sin cesar: tres galanes que parecían escapados de una sastrería, y que se atropellaban por ofrecer o un vaso de agua a las muchachas, o el pomito del álcali a la madre, y que sufrían el que los chicos cabalgaran en su bastón y se encasquetaran sus relucientes sombreros. Completaban este conjunto dos viejos escuálidos, que estaban sentados en unas sillas, cabizbajos, inmóviles y apesadumbrados. Parecían viñetas o grabados en madera.

La hora de sacar el cadáver llegó por fin. Una docena de pobres del hospicio estaban distribuidos en la escalera, y cinco o seis coches del sitio parados en la calle aguardaban el duelo. Uno de los jovencitos, llamado Pedrito Triquiñuela, era el más activo: iba y venía, abriendo las mamparas con estrépito, dando sus disposiciones con energía y firmeza, como un general en el día de una batalla, y no omitiendo acercarse a las muchachas y decirles algunas palabritas al oído, mientras la mamá, rodeada de viejas, se ocupaba entre sollozo y sollozo, de contar las virtudes de su difunto esposo. En cuanto a los viejos, permanecían inmóviles y clavados en sus sillas.

Cuatro cargadores asomaron su faz bronceada por la puerta de la sala, y apenas fueron vistos, cuando dos o tres de las viejas exclamaron a un tiempo:

—¡Jesús! ¡Ahí están los cargadores que se han de llevar al pobrecito de don Nabor!

Doña Mariquita, que era la viuda, lanzó un grito e interrumpió la relación que contaba; las muchachas llevaron su pañuelo a los ojos, y los chicuelos se pusieron a silbar y armar con los bastones una batahola infernal. Esta alegría de los chiquitos me daba más lástima todavía que las lágrimas de la viuda.

En esto, Pedrito atravesó rápidamente la pieza, diciendo:

—El martillo, ¿dónde está el martillo para clavar el cajón?

A poco los martillazos se escucharon; y aquí fue la explosión de todos los concurrentes. Las muchachas comenzaron a dar alaridos.

—¡Ah! ¡Que se llevan a mi papá, a mi pobre papá! ¡Ah, Señor, ten misericordia de nosotros! ¿Por qué quisiste quitarnos a nuestro papá?

La madre, desolada, quería lanzarse en pos del ataúd.

—¡Yo quiero ver a mi esposo, a mi Nabor! ¿Por qué son tan crueles que han clavado el cajón antes de que yo lo viera por la última vez? Déjenme, déjenme ir a que me entierren con él, pues para mí acabó la alegría y cuanto hay en el mundo. Y luego —continuaba en voz baja— que no nos pagarán el montepío y que vamos a perecer de hambre.

Las viejas pugnaban para no dejar salir a doña Mariquita, y le ocultaban con sus cuerpos la puerta por donde debía salir el ataúd.

—Ya esto no tiene remedio, niña —la decían—; y no hay más sino conformarse con la voluntad de Dios. Don Nabor al fin se quitó de padecer; y esperamos en la misericordia divina que sólo estará un poco de tiempo en el purgatorio; pero usted, doña Mariquita, tiene a quien hacerle falta: ¡tanto chiquito…! Estas niñas que están ya en estado de casarse, y…

En esto se escucharon pasos. Los cargadores conducían el ataúd, y los dolientes y pobres del hospicio desplegaban la marcha en hileras, con sus cirios de cera en la mano. Las viejas se callaron; todos cesaron de llorar: las figuras inmóviles de los viejos se desdoblaron, y se pusieron en pie. El duelo bajó la escalera. Entonces la madre y las hijas se buscaron con los ojos, y silenciosamente se arrojaron a los brazos hasta formar un grupo, en el cual descollaba el semblante mórbido de la madre junto a las mejillas pálidas y dolientes de sus hijas. Todas lloraban en silencio; y hasta los chicos suspendieron por un momento sus juegos, y se agruparon entre los túnicos de sus hermanas haciendo pucheros. Sólo la pequeñita jugaba tranquila.

Cuando pasaba esta escena serían las cinco y media de la tarde. El silencio fue profundo hasta la oración de la noche; y en este intermedio sólo se escuchaba o la tos de alguna vieja, o los suspiros de las dolientes.

A la oración entraron dos damas vestidas de luto, con una elegancia extremada, saludaron con un aire de protección a la concurrencia; y con cara compungida y exprimiendo los ojos, se dirigieron a doña Mariquita y a las niñas, y las abrazaron sentándose junto a ellas.

—¿Conque al fin murió don Nabor? —dijo una de ellas.

—Ya lo ve usted, doña Silverita: Dios lo quiso llevar a su santo reino —contestó la viuda.

—Hágase su santa voluntad en todo y por todo —murmuró una vieja.

—¿Y de qué murió? —preguntó otra de las visitas.

—De una inflamación de estómago.

—¡Válgame Dios! ¿Y quién lo asistió?

—Una porción de médicos —contestó la viuda—; pero ningún remedio fue bastante.

—Le errarían la cura, doña Mariquita —dijo doña Silveria—, porque no he visto plaga igual como la de los malvados médicos; no sé cómo esos hombres andan en coche y tienen tan buenas casas, por matar a los pobres enfermos y dejar así en la orfandad a una pobre familia.

—Sí, se lo he dicho a doña Mariquita —gruñó la anciana—, que esos hombres no tienen conciencia.

—¿Y cómo curaron a don Nabor? —preguntó doña Silveria.

—Con mil cosas: le pusieron sanguijuelas, cáusticos, ventosas sajadas, friegas, cataplasmas, bebidas purgantes, toda la botica entera.

—Sí, ya me lo figuraba. Si se hubiera usted quitado de médicos, vería usted cómo el señor no se muere. Pues verá usted: un hermano mío estuvo muy malo del estómago, ¿con qué piensa usted que se curó?

—¿Con qué?

—Con un plato de tortillas enchiladas y dos vasos de pulque de piña; y quedó bueno, hasta el día: ya usted lo conoce, tamaño de gordo y de colorado.

—Eso mismo le aconsejaba yo a doña Mariquita; pero no quiso creerlo. Apenas consintió en que comiera antier medio pollo asado, que lo único que tenía era que estaba un poco duro.

—¡Santos del cielo! —exclamé yo—; el pollo asado fue lo que lo mató.

—¡Qué disparate! Si no come el pollo se hubiera muerto antes —me replicó algo colérica la anciana—. Figúrese usted que hacía veinte días que ese pobre señor apenas se mantenía con agua de linaza y cucharadas de atole frío.

—El pollo lo mató, señora, el pollo, no se canse usted.

—Qué pollo; el cáustico que se empeñó en echarle ese maldito matasanos de anteojos verdes; pero qué gusto que yo le dije cuántas son cinco; y si ahora viene, verá usted la que se arma, porque yo sí soy claridosa, para qué lo he de negar.

—¿Y cuántos días hizo de cama? —preguntó doña Silveria.

—Treinta —contestó doña Mariquita.

—Pobrecita; y ¿cuándo murió?

—Anoche, a las once.

—¿Y duró mucho la agonía?

—Un cuarto de hora, porque ya el pobre de don Nabor no tenía más que los huesos y el pellejo —interrumpió la vieja.

—¿Y se confesó, y se sacramentó?

—Ése es el consuelo que tengo —repuso llorando la viuda—, que ha de estar gozando de Dios, porque además de que era tan bueno, recibió el Santísimo con mucha devoción. ¡Ah! ¡Ah! Doña Silverita, crea usted que si con linterna busco otro marido como Nabor, no lo encuentro. Él era, es verdad, imprudente y regañón; pero qué amoroso conmigo y con sus hijas. ¡Ah! ¡Ah! ¡Dios mío, cómo nos castigas!

La viuda siguió llorando.

Esta conversación la interrumpió la llegada del médico de cabecera, que sin duda tenía ganas de inspeccionar el cadáver, o que iba en pos de los honorarios, que en los últimos días no se le habían pagado. Apenas lo notó la vieja, cuando se paró de su asiento.

—¿Y tiene usted cara de pararse aquí, después de que usted mató con el cáustico al infeliz de don Nabor?

—Señora…

—Sí, señor, usted, porque yo tengo más experiencia que usted, y sé más de médico, y los cáusticos y la dieta matan a los enfermos; sí, señor, usted tuvo la culpa.

—Sí, él fue, todos convienen en eso —respondieron en coro las viejas.

—¡Ah, señor doctor! —interrumpió llorando la madre—, dicen bien, usted me ha arrebatado a mi marido, usted tiene la culpa.

—Sí, el médico tiene la culpa —exclamaron también las muchachas—, el médico que no supo curar a mi papá.

—Sí, el médico, pues si yo lo dije —dijo Triquiñuela entre dientes, manoséandose la patilla.

—El médico, por supuesto —gruñeron los viejos taciturnos, que habían vuelto a su inmovilidad.

Un grito, un clamor universal se levantó contra el médico; éste por su parte se mordió los labios, echó una mirada terrible a los concurrentes, y salió con gravedad.

—Más valía que nunca hubiera entrado en la casa —dijo la vieja—. Si no se va, por vida mía que lo araño.

La llegada de nuevas visitas calmó la revolución que suscitó el médico. Todos los personajes entraban con la cara compungida, fingiendo el sentimiento, asegurando que tomaban parte en el dolor de la familia, ofreciendo su inutilidad. La conversación era a poco más o menos la misma que se acaba de referir: todos preguntaban de qué había muerto don Nabor, qué medicamentos le habían hecho, quién lo había curado, y concluían echándole la culpa a los médicos, y asegurando que si se le hubiera hecho tal o cual remedio, o se hubiera llevado un santo milagroso a la cabecera, ofreciéndole algunas velas, y una figurita de plata, don Nabor habría sanado indudablemente. La viuda tenía que repetir a cada nueva visita toda la historia de la enfermedad, y todas las circunstancias de la muerte; y las que iban a dar el pésame se despedían diciendo;

—Ya sabe usted, doña Mariquita, la parte que tomo en su cuidado, lo que a usted se le ofrezca, con toda confianza puede mandar; para estas ocasiones se han hecho las amigas.

—Muchas gracias, doña Fulanita, estimo a usted mucho su favor, y ya sé el cariño que ustedes nos tienen.

—Consuélese usted, y cuídese, que estas cosas ya no tienen remedio, al fin don Nabor ya se murió, y está mejor que nosotros, que nos quedamos en esta vida.

—Sí, pero ya usted ve la falta que hace a mis hijas, y…

—Dios proveerá, no tenga usted cuidado, conque hasta cada rato, mi alma.

—Encomiéndenos usted a Dios.

—Sí, lo haré, aunque mala.

Las visitas se sucedían, y las conversaciones despedidas eran las mismas, todas palabras de fórmula, cumplimientos fingidos, sentimientos y promesas falsos. Será excusado decir que muchas de las visitas que iban a dar el pésame, salían murmurando la indiana de los vestidos de las muchachas de la familia, las sillas, los muebles, y calculando si el difunto se moriría por falta de asistencia, etcétera.

La campanada de las ocho puso a todos en juicio. Inmediatamente se encendió una vela de cera, y todos se arrodillaron a rezar la estación, y en seguida el rosario. Concluido esto, nuestra vieja, que se llamaba doña Canuta, se acercó a la viuda y le dijo al oído:

—Doña Mariquita, las visitas no han tomado chocolate; pero como ni usted ni las niñas están para nada, ahora déme las llaves, y yo lo dispondré todo.

La viuda entregó las llaves de todos los estantes y roperos, y ufana se dirigió a las piezas interiores, con la investidura de cabeza de la casa. Dejemos por un momento a los dolientes, y sigamos a doña Canuta en su expedición.

Luego que llegó a la cocina, se lamentó de la suciedad del brasero, del desorden de los trastos, y de la abundancia de carbón en las hornillas, y comenzó por echar fuertes reprensiones a las criadas, protestando que las echaría a la calle. Las sirvientas no se quedaron calladas, y se trabó un fuerte altercado. Doña Canuta llamó a otra de las viejas en su auxilio, y tuvo que sacar del seno un sendo papel de magnesia para contenerse el derrame de la bilis. Las dos ancianas se dirigieron a las otras piezas, examinaron los roperos, criticaron el que las niñas tuvieran muchos vestidos, murmuraron el mal orden en que estaban colocados los trastos en la alacena, y apartaron para ellas algunas tazas de china y otras chucherías, se apoderaron por fin del dinero que había en la cómoda de la señora, y empezaron a gastar con tanta profusión, como si se tratara de la conquista de Tejas.

Ordenaron que se compraran dos o tres clases de conservas, y los mejores bizcochos de la calle de Tacuba. Enviaron también por leche y postres, y sacaron a luz toda la vajilla reservada para los días de Corpus. Terminados estos preparativos, que ellas hacían en obsequio de la amistad y por el honor de la casa, y que en realidad tendían a acabar de arruinar a la familia del pobre empleado, bastante afligida ya con los gastos de la enfermedad y del entierro, en los cuales Triquiñuela había lucrado lo bastante para hacerse un vestido nuevo de luto, entraron ufanas a avisar a la sala que la mesa estaba puesta. Yo no sé cómo; pero lo cierto es que se multiplicaron los concurrentes como si por encanto hubieran brotado de los ladrillos. La mesa se llenó completamente, y todos se arrojaron con furor a las tazas de chocolate, y en seguida a las conserveras y dulces, de suerte que en poco tiempo no había en la mesa sino desolación y ruinas. Los dolientes estaban verdaderamente hambrientos, y nótese que esto sucede siempre en todas las casas que se hallan en una situación semejante.

En la sobremesa, y para distraer a la viuda y las huérfanas, se habló de política, de teatros, de crédito público, de todas esas materias en que el mas animal puede emitir con magisterio y resolución su voto.

Las niñas desaparecieron de la mesa, y yo, notando también la falta de los dos almibarados galanes, me malicié alguna intriguilla de amor, y así, como al acaso, me levanté de la mesa y me dirigí a la sala; mas como oyera hablar, así, quedito, como hablan los enamorados, me quedé escuchando. Había dos parejas en ambos extremos de la sala. Escuché algunas palabras de la que estaba más próxima a la mampara.

—Ahora sí me cumplirá usted la palabra que me ha dado de casarse conmigo —decía la muchacha.

—Por supuesto, bien mío, mis deseos no son otros, tanto más, cuanto que ahora eres huérfana, y yo seré tu apoyo; mas es preciso que me des una última prueba de tu amor.

—¿No le he dado a usted tantas? ¿Cuál otra quiere usted?

—Mira, tengo que hablarte a solas: tu mamá con la pesadumbre no hace caso de nada; así, yo fingiré que me voy, y en vez de hacerlo, me ocultaré en tu recámara.

—Ah, no, Triquiñuela, eso es imposible; usted quiere seducirme, y esto es una maldad; usted no me ama.

—Tú eres la que no me amas, pérfida, ingrata, inconstante: estarás enamorada de otro; y si tú no me das esta cita, no te volveré a ver.

—Pues la cita es imposible —contestó con resolución la muchacha.

—Pues entonces, concluyeron nuestras relaciones.

—Lo sabía yo, infame —contestó la muchacha—, creía usted que mi padre tenía dinero, y ahora que ve que somos pobres, me quiere perder. Bien; váyase usted, y que no lo vuelva a ver.

—¡Mi bien! ¡Mi amor! —interrumpió Triquiñuela, tomando las manos de la muchacha.

—Suelte usted: o me da palabra de que mañana le dice todo a mi mamá, o jamás vuelvo a hablarle a usted…

El otro grupo había estado muy entretenido; pero un chasquido muy semejante al ruido que produce una cachetada inferida con la mano abierta, me hizo sacar la cabeza por la mampara, que estaba entreabierta, y ver que la otra muchacha se separaba de su amante llena de rubor. Sin duda el pícaro se había tomado alguna libertad, y recibió una contestación de bulto.

He aquí, dije yo, dos hombres sin corazón y sin moral, que se aprovechan de la desolación de una familia, y casi sobre el cadáver de un pobre padre quieren sacrificar el honor de dos muchachas inocentes. ¡Y que entes semejantes sean admitidos en sociedad!

El ruido de los comelones que venían limpiándose los dientes y fumando, me arrancó de más reflexiones e interrumpió también las escenas amorosas.

A las diez me retiré, disgustado con las costumbres y con la sociedad, que las cosas más sagradas y más solemnes las convierte en farsa y en medios de especulación.

A los ocho o nueve días en que terminaron estas escenas, y que la viuda y las muchachas volvieron a su juicio por decirlo así, encontraron con que las viejas habían gastado lo poco que quedaba, haciendo comelitones diarios para una multitud de ociosos y parásitos, que bajo el pretexto de servir de compañía invadían la casa; con que la ropa y los uniformes del difunto empleado los habían distribuido a los pobres; con que habían echado a los criados antiguos y traído otros nuevos que se habían robado las cucharas y el braserito de plata; con que, en fin, se habían apropiado todo lo que les pareció más bonito. Las muchachas perdieron a sus novios, que sólo iban guiados por un siniestro interés, y por fin, la pobre viuda, sin recurso y sin amparo, pues ninguna de las visitas cumplió sus promesas sino antes bien no volvieron a pararse en la casa, tuvo que ponerse su túnico, y vagar de oficina en oficina solicitando el pago de su pensión de montepío.


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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