Historia Verdadera

Manuel Payno


Cuento


Dos jóvenes románticos

Era una tarde nublada; el sol se había ocultado entre las nubes, y se reflejaba en las aguas del Sena un cielo opaco y triste: un joven de dieciséis a veinte años estaba en pie en un puente con los ojos fijos en el río; en sus siniestras miradas se advertía que luchaba con una grande agitación, y padecía su alma violentos combates. Una mano que le tocó al hombro suavemente le arrancó de su meditación.

—Amadeo, ¿qué te ha sucedido? ¿En qué piensas?

—Pienso, Eduardo, en este momento remover con mi cuerpo las aguas tranquilas del Sena.

—Loco, ¿tú te chanceas? No serías capaz de hacerlo.

—¿Que no sería? ¡Oh!, si tú quieres presenciarlo, no gustaré morir dejando la fama de embustero o charlatán.

Y al decir esto hizo un hincapié para precipitarse en el río; pero su compañero logró asirlo de un faldón de su huácaro; el cuerpo de Amadeo estaba balanceándose, y su compañero hacía esfuerzos prodigiosos para sostenerlo, gritó, acudió gente y lograron poner en salvo al desventurado que estaba tan peleado con la vida.

Amadeo quedó sin sentido, respiraba apenas, y aunque se había resuelto al parecer con tanta frialdad, a perder la vida, se conocía en esto claramente el esfuerzo que hace el hombre sobre sí mismo al privarse de la existencia. Eduardo lo condujo a su casa, donde le suministró todos los auxilios necesarios para que recobrara el uso de los sentidos.

—Parece que te vas recuperando un poco, Amadeo —le dijo su amigo cuando lo vio entreabrir los ojos.

—Sí, algún tanto, Eduardo, gracias, gracias, es algo salada la maldita agua del Sena, y aún tengo el estómago lleno… Dios me ampare, qué agonía tan horrible se siente cuando uno se está ahogando: por cierto escogeré mañana otro género de muerte más violenta.

—Duerme, y descansa, Amadeo; cuando despiertes encontrarás tu estómago más vacío.

—Sí, amigo, es muy horrible ahogarse.

Volvió Amadeo a cerrar los ojos, y durmió hasta la mañana siguiente.

—¿Qué espíritu malo te inspiró la idea de arrojarte ayer al Sena? —le dijo Eduardo a su compañero cuando estaban tomando el café.

—Mil gracias, Eduardo, tú me has salvado la vida, y aún no sé si me has hecho un mal o un bien.

—Como serse fuere, creo haberte hecho un bien; pero cuéntame los motivos que tuviste para tomar esa resolución.

—Te los diré, Eduardo, a pesar de que me parece que acabo de despertar de un sueño, y que todo lo que ha pasado por mí es mentira; en fin, tú que conoces mi vida dirás si acierto.

»Estaba yo en casa de sir Edmond el vaquero, tenía allí 1 000 francos al año, la casa y la comida, ¿es verdad?»

—Sin duda —contestó Eduardo.

—Pues ya no los tengo; ayer me amenazó, me injurió, y por fin me dijo que me fuera de su casa si no quería pasar el resto de mi vida en Bicetre. Salí medio loco renegando de mi suerte, y me dirigí maquinalmente a casa de M. Dupois, a quien cobraba muchas libranzas, y me daba muestras de cariño: me recibió con un tono brusco, y me dijo: «Márchate de aquí, bribonzuelo». Salió un dependiente suyo, amigo mío, y me dijo: «Procura marcharte de París, como lo ha hecho tu compañero». Yo por qué, le pregunté lleno de cólera. Ja, ja, me contestó: ¿y los 30 000 francos que se han soplado ustedes dos del almacén de sir Edmond?

»Comprendí la causa de mi ruina, Eduardo: el pícaro de mi compañero de almacén se desapareció con los 30 000 francos, y me dejó calumniado.

»Yo acababa de recibir una carta, la abrí, y recorrieron mis ojos unas lúgubres páginas; mi madre había muerto, y mi tío se había escapado en un barco que salía para Veracruz con el poco dinero que mi madre había conservado. Bien, ya sabes por qué iba a destruir una existencia que me atormenta. En París conozco a pocas personas, no tengo recursos, deshonrado y sin madre, no me quedaba otro arbitrio que… Pero es menester pensar en otro género de muerte más violenta.»

—Conozco que tenías alguna justicia para pensar de esa manera, y mi corazón se enternece al contemplar tu desgracia; mas ahora debe entrar en tu espíritu la calma y la conformidad.

—Eso no puede ser, pero en fin, tal vez convendría en soportar este golpe pero, ¿puedo mirar tranquilo un porvenir horrible? El hambre, la miseria. Esto no es posible, Eduardo —y al decir esto ocultó con las manos su semblante.

—No es más que eso —prosiguió Eduardo—, pues serénate, soy tu amigo, y nada te faltará a mi lado; soy pobre, pero al menos… mira, tengo 1 000 francos en mi baúl que me ha valido el primer drama.

—¡Oh!, Eduardo, eres muy generoso, yo no podré aceptar.

—Calla, Amadeo, calla, y trata de estar más contento.

—Al fin tú eres autor de un drama, has conquistado un lauro que adorne tu sien, y has ganado dinero y reputación, pero yo…

—Yo —interrumpió Eduardo—, cuando escribí Farruck el moro a fe mía que era tan infeliz como tú, y al presente ves que me ha producido un buen efecto mi primer ensayo.

—Lo esperaba yo así, porque tu talento, tu entusiasmo por el teatro… y tu estudio…

—Como quieras, pero creo que tú podías muy bien… Tienes más talento que yo, hemos concurrido juntos a los teatros, hemos estudiado juntos, y hemos leído juntos a Dumas, a Victor Hugo y…

—Y qué, ¿quieres que haga un drama? ¡Oh!, ni pensarlo; es menester desechar de todo punto esa idea.

Siguieron nuestros dos jóvenes hablando de cosas nada interesantes, tanto el resto de este día como los siguientes, y en cada conversación no dejaba Eduardo de picarlo sobre el drama; idea que tampoco se había podido borrar de la imaginación de Amadeo, hasta que al fin consintió, alegando para sí muchas razones favorables, y por último guiado de la ambición de gloria y del deseo de restaurar un nombre, envilecido en cierta manera por el robo acaecido en el almacén.

Algunos días después, se veía a los dos jóvenes pasearse con agitación, aun en horas avanzadas de la noche, a lo largo del cuarto que habitaban, discurrir sobre el plan del drama, disputar, improvisar algunos versos, escribir, romper lo escrito, y proponer cada uno mejoras. Al fin, después de estas fatigas, el drama se concluyó, los actores de uno de los muchos teatros de París lo admitieron y se fijó el día de su representación. Nuestros dos jóvenes formaban entre sí mil encontradas fantasías; unas veces se figuraban alcanzar un éxito brillante y aun meditaban ya nuevos planes para lo sucesivo; otras veces desmayaba su ánimo, y la idea de un éxito desgraciado los hacía estremecer. Su única ocupación fue el conversar sobre este asunto mientras llegó el día fijado para la representación.

Un domingo vio anunciado el público de París un drama nuevo. La gente ocurría en tropel, como sucede frecuentemente en aquellos teatros, de suerte que a poco rato el teatro estaba lleno; el telón se alzó, y el público guardó un profundo silencio hasta que se varió una decoración en que se cayeron dos mozos con una mesa, lo que ocasionó grandes risotadas en el público. En una escena que se figuraba que estaban solos los amantes, salió un muchacho de debajo de una mesa, donde por malicia o travesura se había ocultado, lo que hizo estallar en las lunetas un ruido sordo; por fin la primera dama se resbaló al huir del galán que la quería requebrar, y rodó hasta cerca de los músicos. Aquí aprovecharon los enemigos de los dos jóvenes la ocasión para silbar; efectivamente, en cuanto se abrió el teatro entraron hasta unos treinta, pagados con el detestable objeto de sumergir en la desesperación a dos autores noveles, que sin duda prometían lisonjeras esperanzas.

La algazara fue tal y el estrépito fue tan grande, que fueron necesarios los gendarmes para contener el tumulto. El telón cayó sin que el bullicio disminuyera, hasta que insensiblemente se fue vaciando el teatro; el administrador mandó apagar las luces, y así concluyó la representación del drama, que principalmente consideraba Amadeo como la única tabla que debía salvarlo del naufragio de la miseria y de la desesperación.

Entre tanto sucedía semejante batahola, ¿quién podrá expresar lo que pasaba en las almas de los autores? El despecho, la cólera, el miedo, la desesperación, se sucedían en su espíritu con la rapidez que se suceden las figuras en una linterna mágica. Ya corría un sudor helado por su frente, ya relucía en sus ojos una chispa de alegría que inflamaba la esperanza, temblaban, mudaban a cada minuto de color, iban y venían, maldecían su suerte, o clamaban a Dios por el éxito de su drama; esta lucha obstinada de tentaciones, acabó cuando el espectáculo: mas después que presenciaron el resultado todos, las pasiones desaparecieron y sólo una exclusiva y única se apoderó de su alma, el abandono y el hastío a la vida.

Se retiraron del teatro, y marcharon hasta la calle de la Feronerie número 139, quinto piso, donde tenían su habitación. En todo el camino no hablaron palabra ninguna, y aun se avergonzaban de mirarse. Llegaron a la casa, subieron y se sentaron uno en frente del otro.

En cerca de una hora nadie rompió el silencio, hasta que Amadeo se levantó, sacó de su baúl un pomo y vació en un vaso un licor verde que contenía, le acercó a las narices y lo puso con resolución en medio de la mesa.

Eduardo le preguntó:

—¿Puedo saber qué clase de licor es ése?

—¡Oh! —contestó Amadeo—, es una medicina muy eficaz que cura perfectamente los dolores del alma…

—Debe ser buena —le interrumpió Eduardo, desencajados los ojos y poniéndose algo pálido.

—Excelente, excelente —replicó Amadeo—; el hombre, condenado por un destino irresistible a ser pisado, ultrajado y desechado del resto de toda la sociedad, halla con esta medicina el descanso que no haya podido encontrar…

—¡Amadeo! —exclamó Eduardo.

—Serénate, no es nada, esto es sin duda más eficaz y más pronto que las aguas del Sena.

—Amadeo, me haces temblar, el segundo drama puede ser…

—Silencio —gritó Amadeo con una voz ronca; Eduardo hizo un movimiento de horror.

Amadeo prosiguió dulcificando su voz, y dando a su fisonomía un aire de tranquilidad.

No te espantes, querido amigo, mucho te debo, mucho, para que trate de incomodarte ahora en lo más leve. Hablemos de los grandes hombres, de los célebres autores que han reunido ingenio y fortuna.

Eduardo se calmó efectivamente con estas palabras, y creyó que la saludable medicina verde no obraría ya en su amigo los maravillosos efectos que había recomendado tanto.

—No puedes figurarte cuánto me agrada Casimiro Delavigne, aquella escena tan bella de Luis II entre el rey y San Francisco de Paula.

—Ciertamente es hermosa —contestó Eduardo, a quien le causaba grande inquietud la estúpida calma de Amadeo.

—¡Ah! —continuó—, yo derramé lágrimas en el Angelo de Victor Hugo y la Catalina Howard de Alejandro Dumas; ¡cuánto envidio a estos hombres!

Siguieron hablando los dos jóvenes de los mejores autores dramáticos franceses, y Eduardo procuraba animar la conversación, recitando otros de algunas tragedias de Crebillon y de Racine; recayó después la conversación sobre Calderón, Lope, Shakespeare, Goethe, etcétera.

—¡Oh!, y qué colosales ingenios eran ésos, cómo al leerlos conoce el hombre que los autores que después los han seguido, son unos enanos en su comparación…

Calló Amadeo un momento, miró el vaso de licor verde, se puso pálido, y exclamó:

—El lauro que adornó las frentes de Goethe y Shakespeare nunca se colocará sobre mi sien. No he nacido ni para ser uno de tantos escritores pésimos y miserables de que está plagada la Francia. ¡Maldita suerte!

Tomó precipitadamente el vaso y lo acercó a su boca.

Eduardo le arrebató el licor verde, pero Amadeo había bebido la mitad.

Dieron las dos de la mañana y todo quedó en silencio. A poco momento se recargó Amadeo sobre la mesa, corrió un sudor helado por su frente y comenzó a experimentar violentas convulsiones.

Eduardo corría de una parte a otra, palidecía, acariciaba la frente helada de su amigo. Quedó Eduardo en silencio viendo revolcar a su amigo: un instante después tomó el vaso y bebió la otra mitad del licor verde.

A la mañana siguiente fueron varios amigos de los jóvenes a consolarlos en su desgracia, y en lugar de encontrarlos vivos, hallaron dos cadáveres.

M. P.


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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