La Casa de Vecindad

Manuel Payno


Cuento


Esas señoras que andan siempre en soberbios landós, que van a la comedia, a la ópera, a las tertulias, deben tener una vida muy agitada. El vivir en una gran casa amueblada lujosamente, el ver la luz al través de vidrios verdes, el alumbrarse con esperma, el pisar alfombras, el descansar en doradas camas, como que ofende a la miseria de esos pobres que se ven por las calles y apenas tienen unos miserables harapos con que cubrirse. La conciencia no puede estar tranquila. La vida, la vida media es lo que hay: se goza de calma, de tranquilidad: una modesta casita, un ajuar de la calle de la Canoa, pocos criados, y 50, 80, 100 pesos seguros para el puchero, constituyen la felicidad de una familia. Tales eran las razones que con tono melancólico decía yo a mi querida Adelaida, razones que encierran a poco que el lector fije su atención, la más profunda filosofía, pero de esa filosofía a que apela el jugador cuando pierde, el político cuando cae, y el enamorado cuando lo desprecian; de esa filosofía que nos engaña a nosotros mismos, y que constituye una lucha entre los labios y el corazón. Pero con sinceridad o sin ella, yo estaba en el caso de predicar las ventajas de la medianía a mi Adelaida, porque mi posición por una de tantas vueltas que da este pícaro mundo, me ponía en necesidad de renunciar a la casa sola, a los vidrios de colores, a los sofás de cerda y a decidirme a entrar a esa vida media tan ventajosa y tan dulce.

—¿Has escuchado, Adelaida?… la vida retirada, una modesta casita. Ponte tu tápalo y vamos a buscarla esta misma tarde, pues los escribanos, jueces, procuradores, ministro ejecutor y toda la demás honradísima gente de esa clase, vendrán mañana, y…

Adelaida obedeció, echó una tristísima mirada sobre los muebles, floreros y cuadros que adornaban la sala, y bajamos la escalera provistos sólo de esas saludables reflexiones. Anduvimos muchas calles, y es excusado decir que dondequiera que veíamos un papel amarrado a los hierros de un balcón (seña de que la casa estaba vacía), entrábamos y nos informábamos del precio, piezas que tenía y demás. Rara anomalía las mujeres que se casan con el primero que se les presenta, y se echan indistintamente al cuello una cadena de oro, de plata, de cobre o de hierro, las mujeres, digo, que juegan con tanta serenidad el arriesgado albur del matrimonio, son las más difíciles de contentar cuando se trata de variar de habitación.

—Esta casa es alegre; pero los balcones dan al norte, y el invierno no se puede tolerar. La otra está situada al oriente y el temperamento debe ser hermoso; pero no puede aguantarse que el aguador y el carbonero entren por la sala. La de más allá tiene escalones para bajar a la cocina, la cintura se enferma con esto.

Mi Adelaida era ni más ni menos como todas las de su sexo en este punto; así es que sudamos la gota tan gorda, y no pudimos encontrar vivienda proporcionada. La necesidad urgía, y no quedaba más camino que mudarse a un mesón

—Adelaida, en aquel balcón hay papel.

—Es verdad, pero la calle es muy fea.

—Nada de eso, paloma mía; solitaria es lo único, mas conviene a nuestra situación.

—Pero los ladrones de noche…

—No saldremos de noche.

—Pero el caño…

—En cuanto tenga yo dinero mandaré al mayorazgo a hacer una atarjea en la calle. Subamos, Adelaida, pues si mañana no nos hemos mudado, los escribanos…

—¡Dios mío! —murmuró Adelaida.

Subimos una escalera de dos tramos y muy tendida. Cabal: la escalera no puede ser mejor; está al aire, pero con un paragua; y luego, no todo ha de ser a medida del deseo. A la izquierda había un portón pintado de encarnado: ¡qué bonito! Seguimos adelante. Su corredor con un macetero, una sala con dos balcones a la calle, asistencia, una recamarita que ni mandada hacer para un matrimonio sin hijos, comedor habitado de despensa y baño, cocina con una hornilla; pero como la familia es reducida y la comida ha de ser sobria, excepto el día de San Cipriano, que es el santo de mi nombre, o el de Santa Adelaida; vamos, ni mandada hacer la tal casa; y nos entusiasmó hasta el punto de resultar de nuestras comparaciones que era mucho mejor que las de los más hábiles agiotistas.

La noche siguiente a este día estábamos mi mujer y yo instalados en la nueva casa, y platicábamos afirmándonos en la idea de que la industria del país estaba muy adelantada, puesto que los sillones de tule eran más cómodos que las sillas de cerda sin brazos y cuyo respaldo lastima; las camas pintadas de verde eran, además de bonitas, cómodas, pues ciertos insectos no se criaban con la abundancia que en las de madera fina. Las paredes de la casa eran blancas, y a la verdad, decía Adelaida que estaban mucho mejor, pues las arañas, alacranes y otros animalejos se veían bien, cosa que no sucedía en nuestra antigua casa entapizada de papel pintado con un color diplomático o ministerial. ¡Qué construcción tan linda de bracero, qué alegría en las piezas, qué buena ventilación, qué excelente vecindad! Embriagados con estas dulces y mentirosas reflexiones, hijas de la necesidad, nos fuimos a acostar; a poco rato mi esposa suspiraba, tosía, se sonaba; y yo, no sabiendo a qué atribuir esa batahola, le dije:

—Adelaida, ¿qué tienes?

—Nada.

—Algo tienes, dímelo.

—La verdad, tengo miedo; he oído pasos en la azotea, y…

—Son los gatos, querida: duérmete.

El diálogo cesó un momento, mas luego continuó.

—No puedo dormir, Cipriano.

—¿Por qué, hija mía?

—Los ratones hacen un ruido furioso.

—En efecto, mañana compraremos una ratonera, o buscaremos un gato.

—Las pulgas están insufribles.

—También es cierto, pero es casa nueva, mañana cuida de que se barra bien.

—Sí, lo haré, y evitaremos ese mal; pero las puertas de los balcones están tan mal hechas, que un buey puede entrar por cada hendidura.

—No hay cuidado, Adelaida: en cuanto llueva esponja la madera y verás cómo quedan buenas.

En esta y otras conversaciones de ese tenor nos entretuvimos algún tiempo; pero al fin rezamos dos credos para ahuyentar las tentaciones, y nos dimos la buena noche. Infernal fue por cierto: un terrible aguacero que se colaba por una gotera que parecía hecha a propósito en línea recta a nuestro lecho conyugal, nos despertó sobresaltados, o empapados por mejor decir. Adelaida no pudo contenerse, y con las lágrimas en los ojos me decía:

—Me va a dar una fiebre, pues estaba yo sudando a mares.

—No te asustes, Adelaida: en Rusia se acostumbra meterse en un temascal, salir de allí y arrojarse en el agua helada. Pero con cien de a caballo que tienes mucha justicia: la almohada, las sábanas, el colchón, mi camisa, todo está empapado. Protesto a fe de Cipriano, que en cuanto Dios eche su luz al mundo, voy a decirle sentencias al maldito casero. Sea por Dios, hija, levántate y arrimemos esta cama, y… Vaya, si todo está hecho una sopa.

Esto es mano de volverse loco, y apelo también como en lo de la filosofía al lector. Si ha despertado de un sueño apacible nadando en agua, y ha visto que no le queda más arbitrio que pasar la noche como un perico, figúrese mi aflicción que era doble, pues que tenía yo que sufrir también las penas de mi adorada mitad.

Amaneció el día y nosotros pálidos, ojerudos de la pésima noche: la primer diligencia que hicimos, fue poner a secar en el macetero el colchón, las sábanas y las almohadas, y nos pusimos a desayunar, ya no filosofando, sino maldiciendo la hora infausta en que nos habíamos mudado a una casa de vecindad; mas en fin, siquiera las vecinas parecen buenas. Comenzábamos a hacer la apología de las vecinas, cuando tocaron el portón: abrí, y era una muchachona de enaguas de mascadas, camisa bordada de chaquira negra y zapatos azules; detrás de ella subía una vieja enlutada, trigueña y de recios zapatones; enseguida un cojo con sus muletas, enorme sombrero poblano y dos muchachos sobrinos suyos; luego un ciego músico de esclavina parda, y luego un viejecito de calzón corto, sombrero tendido y capotón negro, que si no era sacristán, era mandatario de alguna cofradía o portero de un convento de monjas. Todos eran vecinos y vecinas que iban a dar el parabién a mi mujer de la casa nueva. ¡Santo Dios!, poco me faltó para ver tan abundante e improvisada concurrencia. Pero no hubo remedio, pasaron a la sala, se sentaron, se les dio cigarro y conversación.

—Yo me llamo Barbarita —dijo la muchachona de zapatos azules—: soy casada; pero como mi marido es sargento y está fuera de aquí, me sostiene un primo que es portero de una partida de juego de la Alcaicería.

«Bueno va el negocio», dije para mis adentros.

—Y usted ¿cómo se llama? —continuó la prima del portero, dirigiéndose a mi mujer.

—Me llamo María Adelaida Camporredondo, para servir a usted.

—Y este señor ¿qué es de usted?

—Mi esposo.

—¡Buen mozo!

—Gracias, señora —dije yo.

—¿Y no ha tenido usted niños?

—No.

—¡Qué vergüenza!… ¿en qué piensa usted?, pues yo, cada año uno.

—¡Ay de mí! —dijo la vieja enlutada.

—¿Por qué suspira, doña Tiburcia?

—No he de suspirar, Barbarita, si recuerdo a mi defunto Gerónimo.

—Busque un primo y quítese de ruidos —dijo Barbarita—: yo soy muy franca, doña Adelaidita, tapatía al fin.

—¿Conque es usted viuda? —dije yo a doña Tiburcia, para atajar la conversación de la lenguaraz tapatía.

—Sí, señor, y tan bueno que era el probe de mi Gerónimo, estaba impliado con Nior Jiménez en repartir el Telégrafo.

—Como que yo lo conocí —interrumpió el viejo mandatario—, y sólo la madre abadesa de la Encarnación le ganará en honradez.

—Todito lo que ganaba lo traiba a su familia, y nadita gastaba con otras en la calle, sólo que bebía su traguito de cuando en cuando, pero no cosa de caerse. ¡Probecita!, si el dotor que lo curó no hubiera sido tan burro; pero bien me lo dijo el padre fray José, ¡ah, ah!

La vieja se echó a llorar, la tapatía se echó a reir y yo me mordía los labios de cólera; pero fue necesario escuchar la vida y milagros de todas las vecinas, quiénes eran sus maridos, sus novios, qué oficio tenían y a la hora que entraban y salían; hasta que al fin las visitas se retiraron ofreciendo a mi mujer sus bienes, sus auxilios y su amistad.

Llegó la noche, y rendidos de fatiga nos acostamos, oyendo siempre el roer de los ratones y el galanteo rumboso de centenares de gatos; mas no paró aquí, que eso hubiera sido nada. Como a las dos o tres de la mañana me despertaron unas carreras en la azotea. Al principio juzgué que era aprensión; pero el latir del corazón de Adelaida y el favor con que invocaba a San Dimas, me convenció de que eran ladrones. Me levanté, tomé mi espada, abrí el balcón y comencé a gritar con todas mis fuerzas;

—¡Sereno!, ¡sereno!, ¡patrulla!, ladrones, ladrones en la azotea.

Tocó su pito el sereno de la esquina, y después de media hora se juntaron tres serenos, una patrulla de diez o doce léperos, a cuya cabeza venía el maestro barbero en uso de las prerrogativas de su empleo de alcalde auxiliar o juez de paz del cuartel, y todos subimos a la azotea sin que faltara el brioso mandatario con una carabina larguísima y mohosa; y el ciego, aunque no subió a la azotea, cuidó de estar con su esclavina parda y su bandolón debajo del brazo consolando a mi mujer en su desgracia.

—¡Qué gresca, qué alboroto!, por allí van: ¡fuego!

—Ya cayó, por aquel corredor se descuelga: ¡maldito, ya te conozco!

El mandatario tiraba balazos al aire con su escopeta vieja; yo, juzgando ladrón a una mocheta de la azotea, le daba sendas cuchilladas, y mi mujer lloraba y maldecía la menguada hora en que nos habíamos mudado a una casa de vecindad. Por fin, bajaron los serenos, la ronda, el mandatario y yo, y no vimos ni menos cogimos ladrones algunos que probablemente bajaron incorporados entre la democrática tropa del barbero. Eran las cinco y media de la mañana, y por consiguiente segunda desvelada. Ocho días transcurrieron después de este terrible acontecimiento, sin que hubiera más que notar sino las maldiciones que un vecino que llegaba a las diez y media echaba a la casera porque no le abría la puerta, los ingratos ensayos filarmónicos de un músico de artillería que tocaba el serpentón desde las diez de la mañana hasta las doce de la noche, la batahola de un carpintero que había dado en la monomanía de aserrar cuanta tabla encontraba, y dos vidrios de una ventana que rompió un ingenioso muchacho por probar el alcance de su cerbatana.

La novena tarde de mi residencia en la casa de vecindad, estaba yo recargado contra el barandal del corredor, contemplando indignado la crueldad de un muchacho que trataba de ahorcar a un perro, cuando salió de un cuarto una mujer con la camisa hecha tiras, la cabeza alborotada, y dando los más lastimeros gritos que he oído.

—¡Hija de mi vida, hija de mis entrañas, yo se lo decía a usted doña Barbarita, que ese condenado ingüente y tanta manencia se había de llevar a mi hija Doloritas al camposanto!

—Consuélese, vecinita —le respondió Barbarita—: Dios quijo llevarse a la muchacha, y ya sabe usted que achaques quere la muerte para llevarse al enfermo.

—¡Ah, ah!, doña Barbarita, yo me muero de pesar: ¡tan linda, tan güera que era mi muchachita, todita a mi compadre, y por eso la quería yo más que a Poloño y Rafel!

Todas las vecinas acudieron a consolar a la madre; pero la madre chilló hasta que Dios quiso, y me conmovió al fin, porque las lágrimas de una madre son capaces de enternecer a las piedras.

La noche siguiente observé en el patio una porción de hombres de grandes sombreros con toquillas y chaquetas de plata, y envueltos unos en una manta y otros en un jorongo. El cuarto donde había muerto la criatura estaba iluminado, y el ciego desde su cuarto preludiaba en su bandolón un jarabe.

—Ya caigo en la cuenta, velorio tenemos.

Diciendo esto, tocaron la puerta, y la misma madre que lloraba y se mesaba los cabellos la tarde anterior, se me presentó con unas enaguas de castor encarnado recamado de lentejuelas, un rebozo de seda riquísimo y unos zapatos blancos. Estaba vestida de gala porque Dios tenía ya un angelito más en el cielo, y su compadre se había empeñado en que le hiciera velorio a Doloritas. Nos convidó con mucha insistencia. Pero de la manera más atenta nos excusamos de asistir a la función, mas no de que nos quebraran la cabeza y nos quitaran el sueño con el jarabe tapatío aforrado, artillero y espinado que bailaron toda la noche, y con el canto que ofendía los oídos, no de un angelito sino de pecadores aguerridos. Noche fue ésta más terrible aún que la de los ladrones.

El día que siguió al velorio, mi pobre Adelaida, extenuada, algo acalenturada, quedó en la cama hasta las doce, y esto dio motivo a que terminara nuestra mansión en la casa de vecindad, y explicaré por qué, si el lector tiene una poca de paciencia. A las siete de la mañana tocaron fuertemente el consabido portón encarnado: me paré a abrir porque la criada se había marchado a la plaza, y me encontré con que era el ciego, que con su esclavina parda y su inseparable bandolón debajo, venía a pedirme un carboncito encendido para prender su lumbre. Le di el carbón, deseando que con él se prendiera su cuarto, su esclavina y su maldecido bandolón. Me volví a acostar. A poco, otro toquido: era doña Barbarita que subía a pedir a mi mujer una plancha y tantito almidón. Le di la plancha y el almidón, porque la tapatía cargaba cuchillo en la media y era muy franca, tapatía al fin. Apenas satisfice esta imprudencia, cuando una muchachita vino a pedirme una cazuela prestada y una cuchara. Pero como la pretendienta era una mozuela y no cargaba puñal ni era tapatía, le negué la cazuela y la eché a pasear. Para dar a mi mujer una prueba de confianza, unas vecinas enviaban a pedir un metate, otras una cabecita de ajo, o un jarrito, etcétera. A unas complací y a otras no; pero sudaba, renegaba de mi existencia, y estaba a punto de echarme del corredor abajo. Por remate de cuentas, doña Tiburcia, la viuda del repartidor del Telégrafo, mandó por una poquita de sal; pero yo, exasperado ya, le dije a su enviada que le dijera a doña Tiburcia que fuera en casa de todos los diablos a pedir sal, que bastante sal tenía yo encima para vivir en una casa de vecindad. La mensajera le dio a doña Tiburcia de pe a pa el recado, y aquí fue Troya.

—Oiga usted, catrín —me dijo desde la puerta de su cuarto—. Si le mandé pedir la sal, fue porque tengo confianza con su mujer de usted, no porque me falte con que comprarla —y al decir esto me enseñaba una bolsa llena de cuartillas—; pero usted es un roto sinvergüenza: lástima que tenga esa cara blanca, y esa mujer tan bonita a quien mata de hambre.

—Señora, repórtese usted, ésas son cosas que usted no sabe y que las vecinas pueden creer…

—Por eso lo digo, para que sepan que es usted un hambriento, que nomás da un peso en su casa, y quiere comer pichones. Si doña Barbarita, la criada, me lo ha contado; y también me ha dicho que le deben un mes de salario, y que no tiene más que tres camisas que la probe de su mujer lava.

—Señora, cállese, o la llevaré ante un alcalde y…

—Para usted y para el alcalde tengo: baje si es hombre, yo le daré sal. Chispas echaba yo por los ojos de cólera, e iba yo a bajar al reto descomunal, cuando doña Barbarita la tapatía, con mucho salero, le plantó a doña Tiburcia un manazo en la boca, diciéndole:

—Cállese la perra vieja, y no ofenda a un marido honrado.

La vieja respondió con otro moquete a la invitación de su compañera, apelaron las dos a los cabellos, y se trabó una lucha obstinada, tanto de obras como de palabras que no pueden describirse.

Por fin de mis desdichas, Adelaida salió y comprendió que la tapatía se peleaba por mí; y no impuesta del suceso de la sal, pensó qué sé yo qué cosas y lloró, y me llamó infiel, ingrato, mal caballero, etcétera, pero yo, sin responderle palabra, la tomé del brazo, salimos a la calle y nos dirigimos a un cuarto de la Soledad, donde hace tiempo vivimos en paz y con las comodidades posibles, ella y


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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