La Enfermedad. El Entierro. El Pésame

Manuel Payno


Cuento


I
II

I

Hace tiempo, queridísimo lector mío, que Yo, hombre como todos, de carne y hueso, lleno, por supuesto, de pasiones y de flaquezas humanas, aunque no ministeriales, porque hasta ahora no he sido bastante malo ni bastante viejo para ser ministro en esta bien sistemada república monárquica, me quité mi seudónimo por cierta maldita equivocación de un impresor que copió un artículo de un Yo de España; y Yo de México, inocente de todo punto, reporté las consecuencias. Disgustado del maldecido Yo de España, me metí a viajero, y vi, lo que todos ellos, luengas y remotas tierras, beodos y groseros por millones, y otras cosillas más; pero al fin regresé a mi país como un baúl vacío, es decir, sin ningún conocimiento ni gracia más. Después de mis viajes me metí a político y, ¡oh lector querido!, esto fue un poquito peor; los monarquistas me llamaron ruin; los aristócratas y firmones del Tiempo, que corre desde su alta y sublime altura, me arrojaron una que otra vez una mirada de compasión, y descendieron hasta hacerme el honor de tenderme su real mano, con la arrogancia con que un magnate de lando tira una moneda al baldano pordiosero; los ministros me llamaron vil, y los periodistas de paga sacaron a luz algunos importantes rasgos de mi fecunda e interesante vida pública y privada. Desengañado, querido lector, acaso mucho más de lo que tú estarás al leer mis mamarrachos, he abandonado el puesto que la patria me había indicado, y me reduzco ahora, en unión de mi bueno y festivo amigo Fidel, a comerme el pan que ha producido algunos granos de trigo, que dizque nos arrojaron de limosna in illo tempore; y persuadido de que todo en el mundo es mentira, falacia, engaño, traición, maldad e ingratitud, vuelvo de nuevo a ser lo que se llama un filósofo, por el estilo de Platón o de Sócrates, que es a la única medianía a que he aspirado en mi vida.

Perdóname, lector mío; pero desprendido de toda afición mundana, vuelvo a ocuparme imparcialmente, y con la calma de un hombre de juicio y de estudio, de contarte cuatro sandeces, que me atrevo a bautizar con el nombre de cuadros de costumbres.

Mas dejando a un lado la broma, diré con toda seriedad dos palabras. Este género de escritos, me recuerda el principio de mis ensayos, el fruto de mis vigilias, y a pesar del mucho tiempo que ha pasado, desde que por primera vez comencé a escribir para el público, hoy que me vuelvo a ocupar de nuevo en esto, mi corazón late un poco más veloz, y mi alma rebosa de gratitud con el dulce recuerdo del aprecio con que muchos de mis compatriotas han visto los esfuerzos aislados, del que habiendo nacido y educádose en la pobreza, ha ofrecido a su país las mustias y marchitas flores de su inteligencia, empobrecida y resfriada algunas veces con la desgracia y los sufrimientos. Bastó ya de exordio, y vamos a nuestro asunto, que es pintarte la enfermedad, la muerte, y el duelo de mi amigo don Abundio Calabaza.

Era este buen señor un hombre de vientre abultado y redondo como una cúpula de iglesia, y piernas tan delgadas, que parecía imposible que sostuviera tan complicada arquitectura. Su cabeza era completamente calva, su nariz a la borbón; tenía su dentadura completa, excepto las muelas, los colmillos y seis dientes que faltaban, y ésos podrían llamarse blancos, a no ser porque estaban sombreados de mil colores, como si fueran hechos del mármol negruzco de las canteras de Sicilia. En su juventud tendría tersos y hermosos carrillos, pero en la edad en que se hallaba, que serían los sesenta, caían sobre su garganta a la manera de dos viejos cortinajes. Jamás el señor Calabaza conoció las obras maravillosas de Van Gogh y de Cussac; jamás los gorjeos de la Chesari, o los bufidos de Sisa llegaron a sus oídos; jamás supo lo que era indigestarse con las comidas de Laurent, o con las pastas de Emilio; jamás experimentó el muelle movimiento de un lando, sino sólo el horrible terremoto de un coche simón en las ocasiones solemnes, en que acompañado de su mujer, hijas y criados, echaba sus largos paseos a la Villa de Guadalupe, a Tacubaya, o a la Viga.

Las costumbres, hábitos y ocupaciones de don Abundio, eran análogas a su físico. Levantábase a las nueve de la mañana, después de tomar en la cama su chocolate con sus huesitos. No se lavaba la cara por no constiparse; se enjugaba las manos con agua tibia, y se marchaba a su oficina, donde por supuesto no hacía nada. A las dos de la tarde, el latido del estómago lo hacía abandonar su honroso puesto, y doblando como un librito de misa su colorado paliacate, sacudiendo el polvo de sus agudas botas, y limpiando su aguzado sombrero, se dirigía a su casa. Allí lo aguardaban esos banquetes homéricos que habían contribuido tanto a engordar su vientre. El caldo con su chilito verde y sus gotas de limón, sus calientes tortillas, el puchero sólo adornado con algunos solitarios garbanzos, las albóndigas o estofado, y la miel con cáscaras de naranja, componían el servicio de la mesa de nuestro amigo Calabaza. En lugar de desert, mascaba unas cascarillas secas de naranja, y el café lo sustituía con un trozo de pan con sal. Acostábase en seguida a dormir una larga siesta, y cuando se levantaba, solía tomar una taza de agua de yerbabuena para quitarse el amargo de la boca. Rezaba en seguida su rosario, y para concluir con las graves fatigas y cuidados del día, se reunía con dos o tres amigos del mismo temple, a jugar malilla o porrazo de a ocho tantos por medio, o bien, pasaba una parte de la noche platicando en una botica.

En cuanto a su familia, constaba de una venerable señora y de dos niñas como un botón de rosa, alegrillas, pizpiretas, y que de vez en cuando, y como si fueran comandantes generales de departamento, se pronunciaban, pidiendo teatro, y paseo, y trajes, y tertulias; pero el buen don Abundio y su honrada mitad, doña Nicanora, las tranquilizaban con algunos regalitos y lisonjeras promesas, y volvía a reinar la monotonía monárquica en la casa de nuestro amigo.

Formaba un contraste de estas pacíficas costumbres coloniales, conservadas en toda su pureza por el padre y la madre, en medio del romántico y regenerador siglo XIX, las visitas que se habían procurado las muchachas y las tendencias que manifestaban al tono. Componíase todas las noches la tertulia de un almibarado comandante de escuadrón, ayudante siempre de algún general en servicio de guarnición, que se llamaba don Anacleto; de un curioso y bien adornado dependiente de un cajón de ropa; de un empleado aristócrata y presumido, y de dos o tres mozalbetes, de estos que visten bien pero que nunca pagan al sastre, y cuya existencia es un enigma indescifrable para la sociedad.

El comandante don Anacleto, cuando estaba de servicio, nunca dejaba de ir ataviado con toda la pompa militar, y sudoroso, arrastrando la inocente y brillante espada, trozando y descomponiendo con los acicates las madejas de seda que las niñas dejaban por acaso en el suelo. Se sentaba con desenfado en una silla, se quitaba el pesado casco, componía su luenga cabellera, relumbrante con el macasar, y se ponía a hablar de las penalidades y fatigas del servicio de la capital, con tanta melancolía y entusiasmo, como lo harían los soldados que regresaban de la campaña de Egipto. Era algunas veces tan patético, que a las muchachas se les llenaban los ojos de agua.

Don Floro, el comerciante, conocía un poco más el corazón de las mujeres, y cuando pensaba que estaban bastante enternecidas, variaba la conversación, y con un tacto exquisito hablaba de balsorinas, de marabús, de chales, de burnuz, de encajes para las enaguas blancas, sin omitir las frases de tono que todos los cajerillos usan, «hemos recibido de París», «tenemos los tercios en la aduana», «nos han llegado en el paquete americano», «vendemos con mucha comodidad», «nuestro surtido es de lo más elegante». Con estas frases solemnes, las muchachas olvidaban las penas del comandante, y se decían en voz baja: «Qué amabilidad, qué talento de don Floro: vaya, es un hombre muy fino… mañana vamos al comercio…» En esto entraba don Mateo el empleado, con el guante blanco apretado, el pantalón de Cussac, perfectamente hecho, y el elegante saco, desabrochado, para lucir el sobresaliente y bien formado pecho. Saludaba con cierto tonillo al comandante, y se dignaba hacer algún más agasajo al cajero, porque éste solía fiarle, ya una corbata, ya un corte de chaleco, ya un moderno drill. Sentábase donde le diera la luz de lleno, para que las muchachas admiraran su interesante fisonomía. Hablaba en tono sentencioso, citando siempre a la condesa fulana, al embajador inglés, al ministro del Interior, al comerciante rico. A todos estos personajes los trataba, según decía, con una confianza de hermano. Los días de la semana eran cortos para destinarlos a tanta visita, y en las noches se veía forzado a concurrir a cinco o seis palcos, so pena de caer en la nota de descortés. Las muchachas olvidaban por un momento las balsorinas y gasas de don Floro, y extasiadas, recogían las máximas y sentenciosos discursos del gran don Mateo, ídolo de toda la nobleza mexicana. En cuanto a la señora, entresueños oía toda esta algarabía, que trastornaba la cabeza a las niñas, y de vez en cuando preguntaba al militar, si el día de San Francisco caía en martes o en domingo; a don Floro, si le habían llegado medias de algodón, y a don Mateo, si la condesa, su amiga, sabía comer tortillas o almorzaba con bizcochos de la calle de Tacuba, en vez de pan.

Ya que el lector tiene una rápida idea de la familia de don Abundio, a la cual sólo hemos tocado por incidente, pasemos con nuestro héroe.

Llegó un término fatal para el buen hombre. Éste fue la festividad de Corpus, día del santo del jefe de su oficina, el cual, queriendo popularizarse con algunos de sus camaradas, los convidó a comer. Don Abundio limpió con chinguirito sus pantalones y su frac, se puso la camisa más almidonada y menos vieja, y dio bola a sus botas. El jefe echó, como suele decirse, la casa por la ventana, y los estofados, los fiambres, los pasteles, los pavos rellenos, las jaletinas, los postres y los helados cubrieron varias veces la regia mesa del famoso covachuelista.

Don Abundio miró asombrado tanta pompa, y después de haber mirado, procedió a los hechos, haciéndose blandito a las instancias del héroe de la fiesta, y comió mucho de todo, y por su orden, no dejando de echar sus sendos tragos de vino y de cerveza. Cuando se retiró a su casa, las calles se le andaban, le parecía que las gentes caminaban en sentido inverso, y que todo el mundo se volvía de arriba abajo. Tuvo apenas tiempo para llegar a su casa, para decir a su mujer y a sus hijas que se moría, y para tenderse de largo en la cama y pedir con voz sofocada un médico y un confesor.

La señora despertó de su sueño, las niñas se alarmaron, los concurrentes fingieron un sentimiento profundo, y todos arrancados de su cómodo bienestar y de su sabrosa conversación, se pusieron en movimiento. El comandante corrió a traer a su amigo el doctor don Adolfo; don Floro tomó su sombrero y se ofreció a dejar recado en dos o tres diferentes casas de doctores; y don Mateo, sin perder su gravedad aristocrática, aseguró a las niñas que iría en casa de las condesas de H. o de la marquesa de N., y de allí sacaría precisamente a uno de los mejores doctores (si los hay) en medicina.

Entretanto, la indigestión de don Abundio crecía, y los momentos se estrechaban, así que la madre, aunque no de acuerdo con las hijas, envió con la criada a llamar al viejo y rancio médico que vivía en la vecindad, y se llamaba don Amado Buenapasta. La flaca yegua en que montaba, el burdo albardón amarillo, los anteojos montados en la punta de la nariz, y el aire de antigüedad que tenía el tal doctor, disgustaban sobre manera a las muchachas, afectas, como hemos dicho, al progreso y a la civilización. Mas como el caso urgía, y el vientre de don Abundio era una mongolfiera, hubieron de recibir al doctor Buenapasta con una amable sonrisa.

—Amigo mío, me muero —dijo don Abundio, luego que vio entrar al doctor—; salve usted de la ruina a una honrada esposa y a dos inocentes niñas.

El doctor caló sus gafas, y con tono solemne, dijo:

—A ver, el pulso.

—Don Abundio le abandonó su mano.

—Papel y tintero —dijo Buenapasta con voz grave.

Una de las muchachas acercó un tinterito de cuerno y un sobrescrito de una carta.

—¿Qué comió el paciente? —preguntó el doctor al tiempo de mojar la pluma.

—De todo —respondió don Abundio con voz quejosa.

—¿De todo? —interrumpió el doctor.

—De todo —dijeron en coro las hijas y la madre.

—Entonces el caso es un poco grave —dijo con mucha seriedad el doctor, comenzando a recetar.

—Salchichones, helados, tortas guisadas con mantequilla, ¡oh!, muchas cosas buenas, ¡ay, ay! —exclamaba el enfermo.

—Se puede salvar todavía —dijo el doctor—, antes de que la inflamación interese los intestinos. Que le den la bebida que va recetada, después una friega, y después… que me avisen si hay novedad.

La criada corrió a la botica, y a poco volvió ya con las medicinas que se ministraron inmediatamente a don Abundio. El efecto fue espantoso, el pobre hombre parecía que estaba a bordo, según las horribles náuseas que lo atacaban: el estómago y la cabeza le dolían horriblemente: un sudor frío goteaba por su frente, y en los intervalos de descanso, volvía los ojos a su mujer e hijas, y con voz entrecortada y doliente, les decía:

—Me muero, me muero; un confesor.

El estruendo de dos carruajes que pararon en la puerta desconcertó por un momento el cuadro lastimoso que presentaba el pobre don Abundio, rodeado de su familia.

—Ya están aquí —exclamaron las niñas, y dejando la vela y los trastes que tenían en la mano en poder de la madre, corrieron a la puerta, donde se encontraron con don Floro y don Mateo, acompañados de unos doctores, por supuesto, procedentes de allende de los mares.

—Pasen ustedes, y verán cómo ha matado a mi papá ese viejo tonto de Buenapasta.

—¿Buenapasta ha visto ya a su papá de usted, Julita?

—Sí, por nuestra desgracia —contestó la muchacha, exprimiendo los ojos.

—¡Qué barbaridad! ¡Un médico retrógrado, de albardón y caballo flaco, curar a un hombre tan respetable como su papá de usted!

—Qué quiere usted, Florito —continuó la joven con tono quejumbroso—, nosotras nos oponíamos… pero…

—No hay pero que valga, Buenapasta ha matado a su papá de usted… Doctores, adentro, adentro, acudid pronto —clamó don Floro, como asaltado por una idea feliz, como las que Napoleón tenía en medio de sus batallas.

Los doctores penetraron, y don Mateo aprovechó la ocasión para decir a Isidra, que así se llamaba la otra muchacha:

—Isidritita de mi alma, si queda usted huérfana, aquí me tiene a mí. Soy su amigo… sin interés ninguno… Isidritita. ¿Lo oye usted? Yo tengo grandes relaciones en casas muy grandes, y la condesa de B. y el conde…

Isidra, al entrar en grupo con los galanes y doctores, pagó la atención de don Mateo con una mirada expresiva. Una vez que hubieron entrado los doctores, la algarabía fue infernal.

—Aquí está el doctor Calabavoisht —le decía don Floro a don Abundio.

—Y también está aquí el doctor Petritroff —decía don Mateo—. La baronesa D. se moría de una enfermedad como la de usted, señor don Abundio, y mi doctor la sanó… ¡Este doctor…!

—Me muero, señores —decía don Abundio.

—¿Qué doler usted? —preguntaba un doctor.

—Todo —gritaba el enfermo.

—¿No sangrar usted? —preguntaba otro doctor.

—Volver mucho —decía la esposa.

—¿Qué tiene, por fin, señores? —exclamaba Julia.

—Mi papá se muere —gritaba llorando Isidra.

—El amo está como difunto —interrumpía la criada.

—¿Escapará de ésta, señor doctor? —decía Julia.

—¿Poder hacer mucho esfuerzo para desocupar la barriga? —respondía el doctor.

—Es menester ver la receta del borico compañero —interrumpía el otro médico.

—La receta; ¿dónde está la receta? —clamaron varias voces de tiple a un tiempo—; que busquen la receta; Martina, la receta; don Floro, busque la receta; don Mateo, no parece la receta.

Y todos los que clamaban se esparcieron por el cuarto, registrando papeles, y costuras, y cuanto encontraban.

Martina sacó del seno la receta, doblada minuciosamente, y decía:

—Niñas, aquí está la receta.

Pero qué… si era una torre de Babel; todos buscaban la receta con una tenacidad increíble, hasta que la criada la puso en manos de uno de los doctores, que asombrados veían toda esta barahúnda, y se habían acercado al enfermo para pulsarlo y preguntarle las causas de su mal.

—Acercar la vela, mochacha —dijeron los médicos a Martina.

Martina acercó la vela, y habiendo los doctores leído, dijeron riendo:

—El enfermo estar del demonio, por haber dado el borico del paisano a él mucha hipecacuana.

—¡Qué dicen! —exclamaron las muchachas volviendo de buscar la receta.

—Que se muere, niñas —les dijo la criada.

—¡Ay!, ¡ay!, señor doctor, salve usted a nuestro padre —exclamaron las dos jóvenes dando de gritos.

—Ya está, Julita —dijo don Floro.

—No se aflija usted, Isidritita.

—¡Ay!, ¡ay!, mi papá se muere y yo también: ¡Jesús! ¡Jesús!

Isidritita se puso pálida; las manos le comenzaron a temblar, y cayó en los brazos de don Mateo.

—¡Ay!, ¡ah, Dios mío!, ¿por qué nos castigas así? —dijo Julia sollozando—, mi pobre hermana se muere.

—Vamos, calma, calma —contestó don Floro—, todo se compondrá; venga usted, y dejemos a los doctores que obren.

Mientras todo esto pasaba, el pobre don Abundio, con los ojos cerrados, apenas exhalaba un quejido ronco, como el de un caballo que cae fatigado de una larga carrera.

Los doctores, por fin, recetaron, y con una actividad sin ejemplo aplicaron a don Abundio sinapismos, emplastos, friegas, etcétera, e hicieron respirar a las muchachas algunas sales, con lo cual se calmó su agitación nerviosa. En cuanto a la pobre madre, como si un fuerte golpe en la cabeza le hubiese privado del uso de sus facultades, permanecía como insensible dando vueltas aquí y acullá, sin objeto, y limpiándose las lágrimas que de vez en cuando caían de sus mejillas.

Don Floro y don Mateo estuvieron de lo más oficiosos y cumplidos, y se retiraron en unión de los doctores a las dos de la mañana, que ya don Abundio estaba más tranquilo. Las muchachas tuvieron que apelar a sus ahorros, y registrar sus bolsitas de chaquira para pagar a los doctores.

El comandante de escuadrón no volvió.

II

Hemos dejado a nuestro don Abundio en las orillas del sepulcro y entregado en manos de tres sabios médicos, procedentes del otro lado del charco.

Las niñas, solícitas y cuidadosas, se daban sus escapaditas del lado de sus amables visitadores para atender al buen viejo, que había caído en el lecho con el aplomo de una torre cuando la derriba un temporal.

El almibarado cajerillo, el furibundo hijo de Marte, y el consumado diplomático, continuaron visitando con frecuencia; y como todos la picaban de nobles y de caballerosos, tuvieron por conveniente no abandonar a la familia en el conflicto; y llegó su atención hasta el grado de que, despojándose de todas sus pompas y vanidades, acudían a la cocina en compañía de las niñas, y con un afán digno de tan buena causa, soplaban la lumbre con el aventador, extendían en los lienzos la cataplasma destinada para la barriga de don Abundio, y entraban y salían apresurados con un repuesto de botellas y de pomitos en la mano.

¡Qué buenos señores! ¡Cuánta caridad los animaba! ¡Ellos, tan decentes, tan apreciados de las condesas y marquesas, soplan la lumbre con un tosco aventador de palma, y componen con sus propias manos la cataplasma destinada para el pobre empleado enfermo! La señora estaba loca de gusto con estas finezas, y como suele decirse, se bebía en un jarrito de agua a los elegantes caballeros; pero otras lenguas maldicientes decían en voz baja: «¡Lo que es tener hijas bonitas!»

En cuanto a las muchachas, eran días de frasca. No comprendían lo que es la orfandad, y por el presente gozaban las delicias que proporciona un trabajo continuado en compañía de los amables jóvenes que padecían hermosísimas equivocaciones. A don Floro le parecían cazuelitas las manos de la niña; así es que cada momento, en vez de tomar una cazuelita, tomaba una manecita suave: el capitán era todavía más torpe, pues los brazos de la otra chica le parecían absolutamente aventadores, y cometía los mismos desaciertos que el cajero. Todas estas escenas producían risas, miradas maliciosas, alusiones agudas; en fin, un entretenimiento demasiado agradable.

Mas volvamos al enfermo. Los sabios doctores declararon que la indigestión y el emético, es decir, la enfermedad y la medicina juntas habían producido una irritación formidable en los intestinos, y otra porción de accidentes fatales, acabados, por supuesto, en itis. En consecuencia, tuvieron una junta, dos juntas, tres juntas; en fin, cuatro juntas, que les fueron pagadas a cuatro pesos cada una, a cada uno de los sabios discípulos de Hipócrates.

En la cuarta junta se resolvió, primero, que don Abundio estaba enfermo; segundo, que debía curarse; tercero, que las medicinas que hasta ese tiempo se le habían aplicado, de nada le habían servido; cuarto, que debían aplicársele otras; quinto, que si las nuevas medicinas no le surtían efecto, no habría más arbitrio sino dejarlo morir con descanso.

Los doctores, habiendo previamente tendido la mano, recibido en ella los últimos cuatro pesos, y colocádolos con gran disimulo y curiosidad en la bolsa derecha del chaleco, bajaron la escalera y montaron en sus carretelas, orgullosos de haber dado tan sabias resoluciones.

Uno de los médicos, que vulgarmente se llama de cabecera, y que es, por lo regular, el que despacha al camposanto al paciente, se encargó de matar al infeliz don Abundio; y siguiendo la opinión de la junta apeló a las sangrías y purgas; y no surtiendo tampoco ningún efecto, se decidió a adoptar medidas extraordinarias, y de luego a luego recetó un par de cáusticos.

La calentura creció en don Abundio, y una fiebre violenta se declaró: pero como los médicos habían dicho que eso era poca cosa, y que la violenta gastroenteritis les daba cuidado: las cosas pasaron así algunos días.

La señora, siguiendo el uso antiguo, trataba de curar a su caro esposo con chiquiadores, con cebo y azufre, con friegas de aceite de almendras y vino blanco; con ladrillos calientes en las plantas de los pies, y con su atolito y su naranjete; pero todos los que la veían, se echaban a reír y le decían:

—¡Oh!, no piense usted ya en eso tan antiguo, hoy se sanan las fiebres de otro modo.

—Pero, señores, ¿acaso las fiebres han variado?

—¡Oh!, y mucho, señora —respondía don Floro con gravedad—; todo está hoy más civilizado, más en progreso, hasta las enfermedades: y por otra parte, los médicos saben lo que se hace.

La santa matrona meneaba la cabeza y no daba muestras de convencerse con estas razones, pero tenía que condescender con el torrente de la civilización que había invadido su casa.

La fiebre de don Abundio se aumentó prodigiosamente, y las cosas se pusieron más serias. La junta se volvió a reunir, y declaró que don Abundio estaba fuera de todo riesgo de vivir.

Apenas se difundió tan fatal noticia por la casa, cuando las niñas prorrumpieron en amargos lloros, y los desmayos y las convulsiones volvieron a comenzar, sin que por supuesto faltaran los acomedidos galanes para arrimar a las narices de las niñas los pomitos de olor, recibirlas en sus brazos, y cuidarlas con un esmero fraternal. Todo esto, proclamaban a voz en cuello, lo hacían sin interés ninguno, y sólo por aprecio sincero a la familia: a las niñas las querían sólo como hermanas, y a la madre la veneraban por sus virtudes. ¡Qué buenos señores! ¡Cuántos de esta clase hay que quieren reformar la educación de los hermanitos y tomar parte en la suerte y asuntos de las mamás, sin interés ninguno! Algunas malas lenguas del barrio y de la vecindad repetían sin cesar: «¡Lo que es tener hijas bonitas!» Si don Abundio no hubiese tenido estas muchachas, habría muerto como un perro.

Hemos pasado en silencio circunstancias muy importantes, y que sin embargo son frecuentes entre las familias de condición igual a la de don Abundio.

Las primeras visitas del médico se pagaron con los ahorros que las muchachas tenían en sus bolsitas de seda: para las juntas fue necesario que se despojaran de sus anillos y de sus pequeñas sogas de perlas, que fueron a paso redoblado al montepío. Agotado este recurso comenzaron las esquelitas escritas por las muchachas.


Señor de mi estimación:

Mi papá se está muriendo en cama y mi mamá dice que si le hace usted favor de prestarle 20 pesos que se los pagará a usted luego que se alivie, su servidora.
 

Por este tenor dirigieron a varias personas de estimación cartitas, asaz mal escritas; y como en tales casos sucede, todos se excusaron diciendo que las circunstancias actuales eran muy críticas, que los tiempos estaban azarosos, y que la revolución tenía todo paralizado. Una que otra persona hubo que en vez de 20 pesos mandó 20 reales, con los cuales la familia de don Abundio salía de los ahogos del día.

Luego que el anciano se agravó, hubo materialmente en la casa una invasión de viejas y de comadres: doña Sinforosa, doña Rita, doña Floripundia, doña Macaría, doña Ricarda, en fin, un ejército: todas disputadoras, parlanchinas y tragonas. Entraban y salían, daban su opinión en todo, abrían y cerraban roperos, destrozaban camisas para hacer vendas; regañaban a la cocinera y recamarera; pedían, una pulque, otra un traguito de anisete, otra arroz de mitra: otra, como estaba de dieta y no comía chile, ordenaba que le hicieran arroz: todas a una voz se quejaban de latido y de histérico, y todas hablaban y daban sus disposiciones.

Las niñas, entre tanto, lloraban y eran consoladas, como hemos dicho, por los novios; y la madre, verdaderamente buena y acongojada, se apretaba las manos, y mandaba a empeñar a la tienda los túnicos, los pañuelones, y hasta la ropa blanca de las niñas. Debe suponerse que lo primero de que se echó mano fue del uniforme, del espadín y del sombrero montado del infeliz empleado.

Una vez que se reconoció que la habilidad de los médicos poco o nada valía, se apeló a los santos, y al efecto, cada vieja intrusa, de las que hemos hablado, comenzó a poner en planta sus resortes con monjas religiosas; y los santos, las velas benditas y las reliquias comenzaron a entrar y a ocupar las paredes y las mesas de la recámara del paciente, donde, como debe suponerse, había multitud de botellitas, botes y vasijas de todas clases, tamaños y calidades, llenas de aceites, de ungüentos y de cataplasmas.

El doctor, mirando la gravedad de don Abundio, mandó preparar un baño de agua caliente y una gran cantidad de nieve, y ordenó que mientras el enfermo tuviese el cuerpo en el agua caliente, se le aplicase una montera de nieve en la cabeza. Éste es el método moderno, y que causó un terrible pronunciamiento entre las viejas, que a una voz gritaban: lo van a matar, lo van a matar; pero la pane pensadora y civilizada de la casa triunfó; es decir, los galanes, los médicos extranjeros y las niñas, y don Abundio fue con mil trabajos y penas, supuesta su gordura, condenado a entrar en un baño de agua caliente, y a tener una montera de nieve en la cabeza. Esta medicina acabó de poner de remate al enfermo; pero los médicos afirmaban que estaba de alivio, y no había que replicar a esto. Las ancianas rezaban coronas, rosarios, magníficas y letanías; y los almibarados galanes, con muestras de ferviente devoción, se arrodillaban y elevaban sus plegarias a Dios, rogando por la salud del padre de tan bellas muchachas. ¡Qué buenos señores!

En la noche multitud de gentes se ofrecían a velar, y hubo gran cena; y podría decirse que fue una especie de festividad.

Los baños, los cáusticos, las sangrías, las cenas, los rosarios, las lágrimas y los desmayos se repetían por espacio de tres días, a cabo de los cuales don Abundio murió, y a fe que ya era tiempo, pues la familia no tenía ni qué vender ni qué empeñar.


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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