Carta a Fidel
Dans cette province reculé où je suis riche et considéré de tous,
heureux près d’une femme que j’aime, possesseur d’une maison et de
beaux jardins, entouré d’une bibliothêque de chefs d’oeuvre, je me
prends à regretter parfois mes miseres à Rome, mes folles amours à Rome,
ma vie de parasite et de mendiant, mais à Rome.
Memorias de Marcial, escritas por él mismo
Satírico, clásico, poético y polígloto Fidel:
Hace algún tiempo que registro con avidez El Siglo XIX, El Diario del Gobierno, La Hesperia y El Cosmopolita, y en ninguno de estos periódicos encuentro ni tus maliciosos y satíricos artículos de costumbres, ni tus poesías osiánicas, ni tus leyendas mexicanas, ni tus fandangos. ¿Qué te ha sucedido, Fidel? ¿Por qué de insoportable parlanchín y de infatigable escritor, has pasado a ser el más silencioso y apático de los hombres? Mientras tengas lengua y dientes, habla; y mientras encuentres a la mano una proclama con el reverso blanco, un mal cañón de avestruz, y una poca de tinta, escribe. Si no tuviera yo una que otra vez noticias tuyas, diría que te habías muerto.
En cuanto a mí, nunca me ha atosigado más la manía de hablar y escribir que ahora. No hablo porque no tengo con quién, razón muy sencilla; pero mientras vivas te escribiré cartas, hasta que con ellas llenes las mil bolsas de tu elegante paleteau. Y no te asombres si en las tales cartas te hablo de química, de física, de mineralogía, de constitución, de federación, de derecho civil, de cánones, de botánica, de poesía y de historia, porque ya sabes que en este siglo, querido Fidel, lo único que se necesita es tener mucho atrevimiento y bastante pachorra para arrostrar con tanto crítico imprudente, que salen como los búhos, de la oscuridad de su gabinete para atacar la gloria y reputación de los genios.
Por lo pronto, dejaré las ciencias de un lado y la federación del otro (que es hoy la ciencia de los gloriosos padres de la patria), y te hablaré ahora que has abandonado las hermosas praderas de la capital, de la vida de provincia, no de esta provincia donde vivo, porque a Dios gracias no sabes que su suelo es de plata, sino de otras provincias donde la fuerza de mi sino me condujo hace algún tiempo.
Ten paciencia, Fidel, pues quiero contarte mi historia desde que salí de México hasta que la infinita bondad de Dios me concedió volver a entrar en él.
Ya juzgo que pensarás que cuando me puse en camino derramé una lágrima o exhalé un suspiro a la memoria de mi tierra natal. Pues nada de eso. Por el contrario, cuando me vi sobre un brioso alazán en medio del campo exclamé: «Ahora sí vivo, ahora sí soy libre y feliz, porque ya respiro el ambiente fresco del campo y veo esas chozas miserables, sí, pero felices y tranquilas». Cuando divisé por la última vez las torres y las cúpulas y los miradores, dije: «Adiós, ciudad bulliciosa y turbulenta, donde bulle la ambición, donde figuran tantos ignorantes y malvados, donde las vírgenes se corrompen, las casadas se prostituyen, y muchos maridos tienen sociales condescendencias. Adiós otra vez, ciudad vestida de falso oropel, adornada y engalanada de ropajes extranjeros, linda como una coqueta en tu Alameda y tus calles de San Francisco, y sucia como una mendiga en tus arrabales y garitas. Adiós pues, ciudad veleta e indolente, que te has ataviado con las galas de Moctezuma, y con la misma indiferencia te dejaste vestir por los virreyes, por los imperiales y por los republicanos. Adiós te digo, no con pesar, sino con alegría, porque me voy a respirar el aire balsámico de las provincias y a gozar de una paz que tú jamás me has concedido. Adiós…», y en esto las cúpulas y los árboles de las calzadas desaparecieron de mi vista. Si vieras, Fidel, ¡qué momento de gozo el mío! Acaricié el cuello de mi alazán, me alcé sobre los estribos, y concluí mi oración diciendo: «Soy feliz: ya me voy a la provincia».
Has de saber, curiosísimo Fidel, que perdí cuatro años en la escuela, y que gracias al escasísimo numerario de mi familia, no perdí cinco o seis en los colegios; así pues, a fuerza de no saber nada me hice romántico; pero de esos románticos frenéticos que creen en el destino, y que su gloria consiste en morir envenenados o desbarrancados de una azotea. Juzga, pues, Fidel, cuál sería mi júbilo cuando me hallaba yo con diecinueve años, un alazán tan flaco como brioso, una espada tan larga como desafilada, unas pistolas de media vara de largo que habían pertenecido a mi bisabuelo, y una cabeza romántica. ¡Dios mío! ¡Qué de aventuras pensé encontrar en el camino, en los mesones y en las poblaciones! Pero ¿lo creerás, Fidel? Ni una sola Maritornes se compadeció de mí, ni una sola aldeanita me guiñó el ojo. Una que otra de esas vendedoras de tunas o de pulque que se sientan debajo de los árboles, fue la que se sonrió agradablemente conmigo. No obstante, yo no me desanimaba, porque iba a llegar a la provincia, donde pensaba establecerme en una casita con su jardín en que cultivar flores, y su corral en que criar gallinas; y las flores y las gallinas, y un bonito perro, y un fogoso caballo que pensaba comprar por tierra adentro, y la sociedad de las jóvenes de provincia, sin la afectación, sin el doblez, sin el falso brillo de las mujeres de corte, harían de mi vida una cadena continuada de felicidad. Te he dicho que era romántico entre otras cosas, porque formaba semejantes planes a los diecinueve años de edad.
Pero hemos entrado en el busilis, carísimo Fidel, pues ya me tienes en la provincia. La primera noche no salí, por arreglar mi equipaje, y escribir a mis amigos de México mi feliz e importante arribo; mas el siguiente día, en cuanto Dios echó el sol, me salí a recorrer la provincia.
Tú sabes, pobrísimo Fidel, que yo tenía mis puntas de elegante a fuerza de tanto pasar por la sastrería donde vendían levitas a 33 pesos, perfectamente ajustadas a la percha que las contenía, y mis malicias de poeta, con tanto oírte leer tus odas y tus octosílabos. Con estas dos circunstancias creí yo hacer época en los anales de la provincia. ¡Oh, profanación, oh, desgracia, oh, suerte indigna y mal encaminada! Yo estaba lo que se llama pelón, Fidel; tenía además unos pantalones ajustados a mis larguísimas y delgadas piernas, un frac muy aguzado (porque entonces no había casacas de progreso), y un sombrero de seda con la ala anchísima. Esto era estar a la moda; pero en la provincia, testarudo Fidel, tenían unas cabezas alborotadas y peludas, unos pantalones de campana, y unos sombreros cuya ala apenas tenía dos líneas de ancho. Ellos estaban a la moda pasada; pero por una de esas injusticias que comete a cada paso con nosotros este pícaro mundo, la provincia se rio y se divirtió conmigo, en vez de que yo, como era natural, me mofara de la provincia.
Y no creas, amigo, que esto me amoscó, pues muy al contrario, juzgué que si los muchachos iban asombrados tras de mí, si las curiosas vecinas asomaban sus narices por una rendija, y si los desarrapados cajeritos de las tiendas se sonreían, era por purita admiración y respeto a un dandy, evocado como por encanto entre una multitud plebeya y mal encuendada. Después me desengañé, flemático Fidel, que todo era burla. ¡Imbéciles! Dije de ellos lo que nuestro divino Jesús de los judíos: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».
Sigo con mi cuento, porque si no te lo hago tragar, reviento yo con él. Un día de tantos como tiene el año, salí en compañía de una especie de cicerone a buscar casa. Me introdujeron en una que contenía dos piezas, cuyo cortinaje eran las telarañas, y cuyo friso el humo de las velas que pegan en la pared los de las provincias, sin duda por no tener mucho abasto de candeleros. No me gustó, porque yo quería casa con jardín y corral, es decir, una casita modesta, sin aparato, poco más o menos como la que tiene el señor conde de la Cortina en Tacubaya. Vi tres o cuatro casas y ninguna me agradó. Por fin, subí a la de un buen señor, que me hizo encomios infinitos de una propiedad urbana que me arrendaba.
—No tiene vidrieras —me dijo—; pero con unos pliegos de papel o con un buen encerado, se ataja el aire perfectamente: las paredes están sucias; pero con unas cuantas fanegas de cal y dos o tres albañiles que las blanqueen, quedan hermosas: la escalera está cayéndose; pero no hay cuidado por ahora: la recámara está húmeda; pero poniendo unos petates estará usted perfectamente: tiene un gran corral donde puede usted poner flores, y fresnos y árboles frutales; pero trayéndolos de México: puede usted además acabar de tirar un cuarto y formar en él una caballeriza donde quepa un escuadrón.
—Gracias, señor, mil gracias —le contesté—; su finca de usted es hermosa, parece un palacio veneciano; pero tiene tantos peros que no me conviene.
A fin y a cabo, pobrísimo Fidel, me mudé en casa de unas buenas tías, que me dieron un cuarto un poco aseado, pero que no tenía mudos peros.
Éstas son las casas, taciturno Fidel, que suelen alquilarse en las provincias, porque las más razonables, las ocupan naturalmente los provinciales. Ya ves que no logré ni jardín, ni cría de gallinas, ni… En cuanto al caballo, te aconsejo, Fidel, que lo compres en México, porque en las provincias suelen ser más caros y más malos. Respecto al perro, también puedes buscarlo en México, perruno Fidel, a no ser que te acomodes con los perros frisones y cascarrientos de las provincias.
Sigo todavía, ten paciencia y andemos adelante. Un mes llevaba yo de vagar desde las oraciones de la noche hasta las nueve, por la plaza mal empedrada y llena de basura de la provincia, embebido en las más tristes y amargas reflexiones, cuando se anunció que una compañía de cómicos había llegado, y comenzaba en la noche misma a representar famosas comedias.
Esto ya es algo, dije yo; al menos tendré alguna distracción en las noches. Dicho y hecho, fuime a la plaza de gallos que hacía veces de teatro. La concurrencia se componía de tres o cuatro familias principales, que ocupaban los palcos, y de multitud de gente del pueblo, que estaba apiñada en las gradas comiendo naranjas, bebiendo mezcal y cenando tamales y mole verde. El olor de la comida era un si es no es parecido al que por las noches se percibe en el portal de las Flores; en cuanto al aroma del público, confórmate con saber, curioso Fidel, que no era de ámbar ni de esencia de rosa.
Concluyo por hoy, hermano Fidel, porque tengo muchas cosas en el tintero, y las cartas han de ser cortas y no tomos en folio, y porque me acordé que un guapo y honrado mayor que yo tenía, alabándome como virtud de un escritor el laconismo, me decía:
—Aprenda usted lo que hacía el señor ministro Esteva, a quien yo escribí a la mano mucho tiempo.
—¿Qué hacía, señor mayor?
—Era tan lacónico, que en lugar de poner un acuerdo en las comunicaciones, les doblaba solamente una esquina.
—¡Bravo, señor mayor, ésta es una manera admirable de escribir!
Aprovéchate de la lección, Fidel, y saldrás de tu apuro mandando al Siglo XIX pliegos con la esquina doblada en lugar de artículos de costumbres. Esto sería algo ventajoso para los actores de los teatros.
Te deseo salud y pesetas, como decía nuestro finado conocido Arnais; y quedo tu hermano y amigo, servidor y capellán aunque lego q. b. t. m.
Yo