Las Vendutas

Manuel Payno


Cuento


Dejemos un momento esa eterna charla política; abandonemos a los hombres que tienen más patriotismo y más talento que nosotros, el cuidado de turbar la tranquilidad pública y de hacer la revolución; olvidemos las injurias que hicieron a los edificios y al honor nacional los voluntarios americanos, y no pensemos más que en divertirnos y pasar la vida alegremente: al fin, para lo poco que dura… no vale la pena el echarse encima cuidados que Dios no manda… Pues dicho y hecho, al teatro… al teatro… ¿y a qué? A ver un drama cadavérico, o una comedia por la milésima vez… y a pesar de esto, algunos actores no saben el papel; otros hablan tan despacio como si estuvieran en agonía; otros chillan descompasadamente, y lloran hasta inspirar cólera… ¡Oh!, ¡pero el baile!… Eso sí, las formas graciosas y esbeltas de las muchachas, su gallardía… nada dejan que desear… pero ¿y esas piruetas tan monótonas?… Todas las noches pararse en las puntitas de los pies; todas las noches dar vueltas a derecha e izquierda; todas las noches una música tan detestable: es gana, lo único que es posible es fastidiarse en este México, que con tanta justicia detestan nuestros elegantes que se han educado en París.

Pues no hay remedio, señores lectores, y puesto que no tenemos mucho en que pasar el tiempo, fuerza es que volvamos a nuestras manías antiguas, es decir, a ocuparnos del patriotismo y a vagar por esas calles de Dios; pero, poco a poco, que en las esquinas hay unos grandes avisos… ¿Será proclama? ¿Será manifiesto? ¿Será bando de contribuciones directas? ¿Será proyecto para formar un erario con la friolera de 80 millones de pesos? No, señores, no es nada de eso, sino el anuncio de una venduta. Los que han viajado, podrán decir que en Nueva Orleáns hay calles enteras donde todos los días se rematan primores; pero en México ese ramo de comercio no es tan abundante, y es menester que se muera un pobre general, que se marche un inglés a casar a Londres, que un opulento mexicano se decida a concluir su educación en Europa, para que haya venduta… No perdamos, pues, la oportunidad de una diversión gratis, y vamos a la venduta.

Es una casa comme il faut. Los caballos frisones muy lavados de pies y manos están amarrados en el patio; los carruajes aseados en las cocheras; las guarniciones lustrosas más adelante. En el corredor se hallan todas las macetas llenas de flores; en las piezas de la casa en su lugar los muebles; en las recámaras se encuentran los colchones, las sábanas, las sobrecamas, como si los dueños acabaran de dejar los lechos: sólo en las amplias mesas del comedor están aglomeradas las obras maravillosas de cristal y porcelana, que la señora de la casa ha reunido durante mucho tiempo y que abandona a la codicia de los compradores.

Entre las diez y las once de la mañana la gente comienza a ir; y como las vendutas son un ramo de especulación como otro cualesquiera, se ven concurrir corredores, propietarios, comerciantes mexicanos y extranjeros, doctores de fama, empleados pudientes; en fin, lo más granado y florido de la sociedad del Distrito. Uno que otro fuereño de chaqueta de drill y pantalón de pana es visto con desdén, y anda vagando como un bobo, sin lograr a veces ni aun sentarse un momento. Todos los concurrentes se proponen, o no comprar nada o comprar barato, y andan examinando con curiosidad los muebles, las cortinas, las alfombras, y en fin, todo lo que sea vendible o comprable.

El general en jefe de la batalla que va a darse, el amo y dueño de la casa al menos por ese día, llega con su gran chaqueta de terciopelo azul y su gorra griega bordada de oro. Es un hombre único, exclusivo, singular para esta clase de negocios; su despejo y talento son incomparables; y si los reyes o los ministros manejaran con tanto acierto su cetro de oro o sus carteras como nuestro personaje su pequeño cetro de madera, no cabe duda que era preciso toda la vida ser monarquista o ministerial.

—A la sala, señores, a la sala. Comencemos con la sala —grita el jefe de la venduta.

Y la concurrencia, con una obediencia ciega, se precipita a la sala.

—Aquí hay un reloj magnífico de Bélgica: tiene horas, medias horas, capelo y música por dentro. ¿Cuánto por este reloj?

—Hasta 60 pesos pueden darse por él —dice uno en voz baja.

—Ya lo remataría yo si me lo dejaran en 60: tengo cinco relojes en mi casa; pero éste me agrada por la música por dentro —responde otro.

—¿Cuánto, señores? —dice el jefe de la venduta—. ¿Qué, no vale nada? Véanlo bien; límpiense los ojos, pues no han de haber visto muchas piezas como ésta.

—30 pesos —dice tímidamente una voz.

El vendutero pasea su vista enojada por el grupo que lo cerca, y volviendo con desdén las espaldas a otro lado, exclama:

—La música por dentro vale sola los 30 pesos… Vamos, me quedo con él: 30 pesos.

—Cinco más —dice un inglés que está sentado en un extremo de la sala.

—Ya no me quedé con el reloj… 55 tengo por tres señores… 60, 70, 75… con cuatro… 80… Vaya, ahora sí podemos hacer algo… ¿No hay quien dé más de 80 pesos?… Vale 200, señores: véanlo bien… pónganse los anteojos. De esto no viene a México todos los días.

—100 pesos —dice una voz ronca.

—100 pesos, 100 pesos: remato este reloj en 100 pesos. ¿No hay quién dé más de 100 pesos?

Y al decir estas palabras, va aproximando a la mesa redonda su pequeño cetro de madera.

La ansiedad entre los concurrentes crece, a medida que el temible cetro se acerca a la mesa. Ya se sabe que el golpe es decisivo, fatal.

Cuando ya sólo faltan dos líneas, suspende un minuto la mano; pasea su vista por los concurrentes, y repite: 100 pesos, 100 pesos.

—Cinco más —exclama una voz precipitada.

—En 105, en 105 —dice, y vuelve a repetir la operación de aproximar el palito a la mesa.

—Diez más —dice resueltamente el competidor.

—Diez más —responde el antagonista.

El amor propio de los dos compradores se exalta, y mucho más si la lucha es entre un inglés y un español; y entonces el jefe de la venduta, atento y dirigiendo su vista alternativamente a uno y otro, va diciendo el precio, pues cuando las cosas han llegado a este punto, ya los contendientes apenas hacen con los ojos una señal imperceptible, y cada señal vale diez pesos.

—200 pesos —exclama el jefe—, 200 pesos.

Un murmullo sordo se deja oír entre la concurrencia. Algunos en voz baja exclaman: «¡Qué bárbaros!»

—¿Está por mí? —pregunta el inglés.

—Está por el señor marqués —dice el campeón de la venduta.

—Pues 50 más —contesta el inglés, y sacando un habano, se confunde en el grupo.

—30 más —responde el contrario.

—300 —contesta el inglés al tiempo de encender su puro.

—Buenos pollos —exclaman algunos—. Lo mejor es hacer vendutas.

—Yo voy a hacer una venduta el mes que entra.

—Y yo.

—Y yo también.

—Se hace tarde, señores, y tenemos mucho que vender hoy. 300 pesos, 300 pesos… Se remata el reloj con música por dentro en 300 pesos —y, como siempre, va aproximando su palito, hasta que da el golpe, y dice—: Don Gustavo, un reloj con música por dentro en 300 pesos.

Los dependientes, ligeros y aleccionados perfectamente, apuntan la venta y extienden un billetito, que don Gustavo toma con calma y lo guarda en la bolsa del chaleco.

—¡Magnífica compra! —exclama un corredor—. En las mercerías valen estos relojes nuevos 80 pesos, y éste ha dado 300.

Los muebles de la sala, finalmente, se van vendiendo poco más o menos de la misma manera; no siendo extraño, en verdad, el comprar algunas cosas a precio cómodo.

Queda la alfombra: en el centro está buena; en el frente de los balcones se halla tan descolorida, que no puede adivinarse su color primitivo; en fin, es una alfombra que no sería del todo fea en la primavera de su edad, y antes de que recibiera las injurias y maltrato del tiempo y de los chicuelos de la casa. No obstante, tiene un mérito que se trata de realzar, y es que su patria es Bruselas, como quien dice que lo que se hace en Bruselas nunca se envejece.

—Esta alfombra que están ustedes pisando, es la que se va a rematar. Véanla bien, porque yo vendo las cosas tal como están. ¿A cómo por cada vara de alfombra?

—A tres reales —dice un joven barbilampiño.

—No es petate —responde con desdén.

—Cuatro reales —dice otro.

—Parece que hablo en castellano, y he dicho alfombra de Bruselas. Vamos, a peso, a peso tengo ofrecido por cada vara. ¿No hay quien dé más de un peso?

—Doce reales —dice uno de esos señorones de muchas polendas y dinero, que nunca dejan de concurrir a las vendutas.

—Catorce reales —interrumpe otro.

—Quince.

—Dos pesos.

—Veinte reales.

Finalmente, pujan la alfombra vieja hasta tres y medio y cuatro pe sos, con asombro de todos los concurrentes, que saben que nueva vale en los almacenes tres pesos; y admírese el lector, pues acaso el que la ha rematado es un almacenista.

Concluido el remate de todo lo de la sala, empiezan a traer lotes compuestos de servilletas rotas, de carpetas de mesa llenas de manchas y de borrones, de candeleros desiguales, de frazadas ordinarias, de sábanas de manta; en fin, de cuantas menudencias existen en una casa, que aunque al adquirirlas hayan costado mucho dinero, después de usadas sería hasta un insulto el darlas dadas. Todo esto se vende a veces a precios muy subidos.

Para evitar algún tanto la monotonía de la escena, dejemos al impávido jefe de la venduta sumergido entre una rueda de compradores, y sufriendo las cóleras que le dan algunos cócoras, que ofrecen, examinan, ponen defecto a todo y nada compran, y volvamos la vista a un grupo de elegantes. No son de esos jovenzuelos, que acaban de salir de la escuela y hacen en el paseo de Bucareli y en el teatro su aprendizaje de calaveras; no son tampoco viejos sátiros que andan en pos de las bailarinas: nuestros personajes son jóvenes de formalidad, hombres de asuntos, si se quiere, pero que no han perdido su buen humor y jovialidad, y son amigos de la broma y de ese suave manjar que se llama murmuración.

El uno ha rematado por pasatiempo una jarra de porcelana; el otro fue con ánimo de comprar un sacabotas; el de más allá deseaba una cortina de brocado para su alcoba; otros atisban lo barato para revenderlo a la multitud de codiciosos que tienen furor de comprar en venduta.

Sentados unos en el cómodo sofá de la sala, otros en las sillas y otros en pie, fuman sus cigarrillos y forman una agradable tertulia.

—¡Canario! ¡Cómo remata ese hombre chiquitín de la levita azul! Véanlo, es completamente una cara de tortillita de Nuestra Señora de Guadalupe. ¿Quién es?

—Toma, en su casa lo conocen —responde otro.

—Necios, no hay hombre más conocido en México; es don Anacleto Pipirín.

—Cabal, es Pipirín, no cabe duda.

—¿Y de dónde pesca tanto dinero?… No baja de 2 000 pesos lo que ha comprado.

—Les diré a ustedes, una vez que estamos en el capítulo de crónica escandalosa:

»Su primer oficio de Pipirín fue sacristán de la parroquia de la Palma. Después se metió a músico, pues toca el fagot muy bien: después lo habilitó un ricacho que estimaba mucho a su mujer.»

—¡Hola!, con que eso tenemos —interrumpe un elegante de patillas muy recortadas, de rostro pálido y buenos ojos—: ¡conque este Pipirín tiene mujer!

—Y como una perla —continúa el narrador.

—Siga, siga la historia de Pipirín.

—Pues, señores, Pipirín quebró en el comercio; y como parece que a todos los comerciantes quebrados los emplean en las aduanas marítimas, Pipirín consiguió no sé qué empleo… y caten ustedes, tiene una casa magnífica; es hombre que pierde con mucho salero 100 onzas al juego; cada momento estrena landó.

—¿Estrena landó? —preguntaron varios.

—Y frisones.

—Y carretelas.

—Y la otra noche en la ópera estaba su mujer como una reina. Valían sin duda sus alhajas más de 20 000 pesos.

—Pero, caballeros, para mí lo más interesante es la mujer de Pipirín. Por piedad, que me digan dónde vive.

Un elegantito de pelo rubio se acerca a la oreja del joven de patillas recortadas, le dice dos palabras al oído y ambos sueltan la carcajada.

El joven apunta en un papelito todas las señas de la casa y algunas otras cosas acaso más importantes, mientras Pipirín entusiasmado re mata un piano en 1 500 pesos, manifestando a sus amigos que con ése son cuatro pianos los que tiene en su casa, porque su mujer es afectísima a tener muchos pianos.

—Plata, se trata de la plata labrada —grita el jefe de la venduta—: los afectos a la plata, que parece que son todos los que están aquí, pueden acercarse.

—¿Qué se remata? —pregunta uno de los jóvenes que se han ocupado de la historia de Pipirín.

—Veamos, veamos —y el grupo se precipita hacia el lugar donde con gran pompa y majestad los dependientes van arrojando sobre la mesa las piezas de plata.

—Vaya, son cucharas, y tenedores y platos. Ya eso ni se platica: sentémonos mejor.

—Poco a poco va formándose de nuevo el corrillo que ya hemos descrito.

—¿Creerán ustedes que hay hombres tan bestias, que paguen las cosas a más de lo que valen? —dice uno que ha vuelto a encender su cigarrillo.

—¡Pues no lo hemos de creer!…

—Ese animal de don Macario, que es comerciante y sabe lo que valen los efectos, ha dado por un sofá de damasco corriente, sucio y roto, 50 pesos.

—¡Rinoceronte!

—Al fin tiene dinero, que lo haga circular; lo mismo que ese otro viejo panzón, que tiene dos haciendas de azúcar, dos de trigo, siete casas en México y cuatro tiendas, y está comprando las sábanas y los candeleros viejos.

—¿Qué ha sucedido, amigo, que está usted tan enojado? —le peguntan a un chiquitín de pantalón color de yesca y frac azul de gallardete.

—Chascos, chascos horribles que suceden en estas malditas vendutas: con razón yo las detesto. Pues, señores, he comprado tres docenas de servilletas a seis pesos docena, y todas están agujeradas, hechas un arnero.

Los jóvenes soltaron la carcajada.

—Y no es eso lo peor —continuó el del frac azul—, sino estas cortinas, que yo creía dadas en 100 pesos cada una. Háganme favor de tentar. Se están deshaciendo; sólo de tocarlas se les cae un pedazo: parece que han estado debajo de Pompeya o Herculano.

Los jóvenes rieron de nuevo, y comenzaron a decir sátiras al personaje del frac, hasta que fueron interrumpidos por otro amigo.

—Admírense ustedes —les dijo—: el que ha comprado toda la plata, que vale más de 2 000 pesos, es un coronel de caballería.

—¡Pobres caballos!, a dieta los van a tener lo menos un año.

Concluido el remate de la plata, el jefe de la venduta, recorriendo con una mirada inteligente a la concurrencia, calcula que el día siguiente tendrá mejores compradores para ciertos efectos, y ya casi ronco de tanto hablar, sofocado con el calor y el humo de los puros y cigarros, anuncia que el trabajo del día concluye con la venta de la loza y cristal del comedor. Apenas oye la concurrencia esta orden, cuando se anticipa, entra al comedor y rodea la amplia mesa. Entre la multitud de concurrentes elegantes y de buenas fisonomías, camina con trabajo una matrona de gruesa cintura, de redondos carrillos, con las manos llenas de sortijas y un peinado que podría envidiar una coqueta de dieciocho años. Es de advertirse que rara vez el bello sexo concurre a estas vendutas, pero suele una que otra doncella de cincuenta para arriba, aventurarse a las miradas amorosas de tanto solterón. Detrás de la matrona de que hemos hablado, va una criada con un enorme paragua encarnado, y a cierta distancia un joven de chaleco corto, pantalón muy restirado, y frac a la última moda del año pasado. El rostro sumiso del joven, las miradas expresivas con que recorre los muebles ya vendidos, y la timidez con que ofrece por algunas cosas, indican que es un novio necesitado de muebles, pero que carece de esa resolución que en los grandes lances mercantiles da el dinero. La matrona le hace señal de que se siente, y ambos se colocan en un rincón del comedor.

—Vamos, ¿qué ha comprado usted, don Gualupito? —le dice la antigua matrona.

—Voy a decirle a usted, mamá —responde el novio sacando un paquetito de boletos—. Una percha, en 20 reales; un ropero pintado, en catorce pesos; un butaque de cuero, en cuatro pesos; un cuadro de Napoleón…

—¿Está usted loco? —le interrumpe enojada la suegra—. ¿Y para qué quiere usted ese mono a caballo?

—Mamá: vea usted que Napoléon fue un grande hombre…

—¿Y qué nos importa? Lo que debía usted haber rematado es la cama de caoba, el sofá, las sillas…

—Pero si querían muy caro…

—Lo que sucede es que usted trata a mi hija como si fuera una cocinera. Es verdad que somos pobres, pero nada le falta en su casa.

—Mamá, por Dios —dice el joven poniéndose encarnado, no sea usted imprudente, que esos alemanes nos están oyendo…

—Qué han de oír… los extranjeros no hablan más que ese baturrillo… Conque atienda usted, que ya se están rematando esas copas, y se necesitan copas para el comedor de Pomposita… Ofrezca usted, no sea bobo.

—Seis pesos docena —dice el joven.

—Tengo ya siete pesos ofrecidos —dice el jefe de la venduta.

—Lo ve usted, mamá —dice el novio mortificado.

—Pues si es usted tan berengo.

Entonces el joven se levanta al disimulo, y se va al otro extremo de la sala, dejando a su futura suegra entre una turba de alemanes, que están encaprichados en rematar un par de conchas de cristal, y que las han subido hasta 20 pesos cada una.

Acabado el comedor, sigue la cocina, y se remata la batería de cobre, las parrillas, las tenazas, el farol remendado con papel, los fierros de la chimenea, los peroles para calentar agua, las jaulas de hoja de lata del perico; en fin, todo lo que acaso se vendería en el baratillo por una friolera.

La concurrencia se va dispersando; todos salen platicando de sus compras, y vanagloriándose de haberlas hecho muy buenas: algunos revendedores ceden a otros sus billetes con una ganancia más o menos moderada; y una gran canasta de opípara comida indica que el hábil y experto jefe de la venduta va a indemnizarse con un buen placer gastronómico de las cóleras que le han hecho hacer los compradores.

El infeliz novio, sudando, con los carrillos colorados, el chaleco hecho un costal, pues se le han reventado las cintas, remata las tenazas, la parrilla, la cuchara de menear la lumbre, tres sartenes y un cacito, la jaula del perico, pues su Dulcinea es muy afecta a los pericos, y se marcha después de haber servido de diversión a los rollizos y colorados alemanes, que con la mano en la cintura, como quien dice, han gastado 1 000 pesos en frioleras inútiles.

La madre, disgustada en extremo con las tonterías de su hijo futuro, lo agarra del brazo, y lo saca de entre aquella nube de ricos compradores, y continúa riñéndolo en cuanto comienza a bajar la escalera.

—Es gana, mamá —dice el joven arrojando una mirada tristísima a la elegante carretela que está en la puerta—: los pobres no debemos venir a las vendutas, ni andar en la calle ni, nada más que morirnos.


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 4 veces.