Los Pretendientes del Café

Manuel Payno


Cuento


En una noche de estas que tienen los días de la semana, en que a los filarmónicos del salón de la ópera italiana no les place repetirnos la tan celebrada Lucrecia de Borgia o Beatrice de Tenda y en que los artistas dramáticos de los corrales de Nuevo México y Principal no están de humor para representarnos la famosa comedia de magia La pata de cabra, o algún vaudeville francés lleno de galicismos, me envolví en una senda cuanto vieja capa, me dirigí


con el ceño hasta la frente
y el sombrero hasta los ojos,
 

a uno de esos espléndidos cafés llenos de cristales, de espejos, de bujías y de cuadros dorados, y como cosa muy natural en estos tiempos, no tenía un real de plata con que tomar chocolate, me contenté con oír las acaloradas conversaciones sobre política, literatura y bellas artes que se suscitan noche con noche en parajes semejantes.

Acerquéme a una mesa donde estaban tres personas. La una era un militar tuerto, de gran bigote, con el único ojo que tenía mirada torva, y rostro tostado de tanto caminar por la Alameda, por el portal y por las procesiones. El otro, un viejo de frac lustroso a fuer de la grasa que traen consigo los días, los meses y los años, calaba unos anteojos, que topaban con el ala de un sombrero puntiagudo y retrógrado, y sus abultadas y grandes narices formaban una figura geométrica que no acertaré a decir si era triángulo, cono o romboide; pero que muy bien hubiera servido para explicar algo de esto en la cátedra de geografía del Ateneo. El tercero de los personajes formaba un contraste con el segundo, pues era un jovencito pálido, de casacón redondo con botones enormes, pecho postizo, corbata azul claro de raso, cuidadosamente prendida con un alfiler o camafeo de cobre u oro de china, y sombrero de la tienda de Mr. Toussaint; en una palabra, era el clasicismo y el romancismo personificado en los dos últimos personajes. Pero ya basta de descripciones, y veamos lo que hablaban.

Militar: Confieso a usted, señor don Atanasio, que yo me he dado una clavada tremenda. Me fui a la Ciudadela, dormí ocho días, ¿lo creerá usted?, en un petate, y ¡qué pulgas, Dios mío, y qué humedad! Vamos, si por poco me muero; y tanto padecimiento, amigo, apenas fue compensado con el empleo de teniente coronel. Pero tengo ya experiencia, y no me volveré a meter sino en revolución donde la lleve segura.

Don Atanasio: Vaya, usted se queja de poco, ¡puf! Si este gobierno va a caer muy pronto, ¡porque es imposible que pueda sostenerse en medio de la miseria! Ocho días llevo de estar perdiendo el tiempo en el Ministerio de Hacienda en solicitud de ver al ministro, para que me mande pagar 8 000 pesos de unos créditos atrasados, y aún no consigo ni siquiera que se me oiga. Cómo ha de marchar bien una sociedad donde se desatienden quejas tan fundadas, y donde se deja a un viejo infeliz como yo morir de hambre.

Don Florencio: No, no, es inaguantable esto: miren ustedes lo que me sucedió. Presenté una instancia recomendada para que me hicieran contador o tesorero del tabaco, y me han hecho la notoria injusticia de nombrarme escribiente con 500 pesos. ¿A mí escribiente, que poseo el francés, canto arias de la Norma y de la Somnambula, y he estado tres años en la Sirena, en el Cambio de moneda, en el León de Oro; que le hablo de tú a M. Coquin, que visito a las marquesas de Río Verde y Campo Blanco, reducirme a la miserable condición de escribiente? ¡Malediction! Yo me valdré de un representante que tiene entrada franca en Palacio, y verá usted si soy lo menos oficial primero.

Don Atanasio: Ta, ta, hum, hum. Si ya están dados todos los empleos.

Don Florencio: No importa, quitarán a alguno para ponerme a mí.

Militar: Saben ustedes que estoy yo por pretender algún destino de Hacienda, porque la carrera de la milicia está en el día muy abatida: no se premia el verdadero mérito; y luego, que es mucho mejor ser empleado, porque se gana el dinero con una tranquilidad, comiendo y bebiendo a sus horas…

Don Atanasio: Pues señor, yo no solicito favor ninguno, sino que me paguen mis 8 000 pesos y otros piquitos que me deben, y Cristo con todos.

—Señores, felices noches —dijo un embozado que se acercó al corrillo.

Los interlocutores volvieron la cara, y habiendo reconocido quién les hablaba, se pararon haciendo muchas genuflexiones y cortesías.

—Señor don Facundo, tanta dicha de ver a usted. Vaya, siéntese usted y hónrenos con tomar alguna cosa.

Don Facundo: Vaya, tomaremos una taza de chocolate, aunque es detestable, porque estos dueños de café se han echado con las petacas. ¡Hola, mozo!

—¡Hola, mozo! —repitieron los tres tocando la mesa.

Don Atanasio: ¿Y qué nos dice usted de bueno? ¿La ley de convocatoria se va a expedir muy pronto?

Don Facundo: Sí, ya nosotros dimos nuestro dictamen.

Don Atanasio: ¡Oh!, y estaría muy bueno. Sí, vamos a ser felices. Este gobierno va a perpetuarse y a labrar la felicidad de su país. Cabalmente eso decía yo a los señores, ¿no es verdad?

Don Florencio: ¿Y qué le contesté yo a usted? Que las cosas marchan muy bien, y que vamos a tener una era…

Don Atanasio: Antes de que se me olvide (con permiso de los señores), tenía que decirle a usted dos palabritas.

Don Facundo: Diga usted, que si en algo puedo servirlo…

Don Atanasio: Pues señor, puede usted servirme. Usted tiene mucha amistad con el señor ministro de Hacienda, y con una carta de recomendación, o mejor dicho, con que usted le hablara verbalmente, conseguía yo que me pagaran unos créditos atrasados, que por servir a un amigo le compré, y…

Don Facundo: Bien, haré lo que se pueda, pero hay una orden para que no se pague lo atrasado.

Don Atanasio: Pero un empeñito.

Don Facundo: Veremos, haré lo que pueda.

Don Atanasio: Hará usted un beneficio a un pobre viejo cargado de familia.

Militar: Vaya, don Atanasio, ya que concluyó usted, déjeme decirle al señor dos palabras.

Don Facundo: Diga usted lo que guste.

Militar (Al oído de don Facundo): Pues yo me tomo la libertad de suplicar a usted que le hable por mí al señor ministro de la Guerra, para que me den el empleo efectivo de coronel. Yo soy un hombre tan corto, tan enemigo de pedir, que nunca se habrá visto una solicitud mía en el Ministerio; pero estoy seguro que con una palabrita de usted se consigue lo que deseo; y créase usted, aunque me tome la mano en decirlo, lo merezco: mire usted, aquí tengo una herida…

Don Facundo: No se incomode usted, basta con que usted lo diga; pero la dificultad es que yo no tengo mucha amistad con el señor ministro, y luego tiene tantas ocupaciones, que…

Militar: No hay apelación. Lo ruego a usted mucho, mucho; y espero que aunque sea una carta…

Don Facundo: Bien, en estos días haré lo que pueda si hablo al señor ministro.

Don Florencio: Vaya, señor don Facundo, está decretado que usted nos confiese a todos esta noche. Seré yo lacónico. Me han hecho escribiente del tabaco, y quiero ser oficial primero lo menos; con una palabra que usted diga al señor director, está hecho el negocio.

Don Facundo: Pero, amiguito, ¡que se ande usted metiendo en servir a este gobierno a quien no quiere!

Don Florencio: ¿Que no quiero, dice usted? Es una calumnia inventada por mis enemigos para perderme. Soy el más celoso defensor del gobierno (aparte), si me dan el empleo.

Don Atanasio (aparte): Y yo si me pagan los 8 000 pesos.

Militar (aparte): Y yo si me hacen coronel.

Don Facundo: Métase usted a despachar varas de manta a su cajón, y quítese de andar solicitando. Sin embargo, hablaré al señor director si usted gusta; pero me parece que no surtirá efecto.

Don Florencio: Sí… sí… no será malo… aunque dice usted bien, no hay peor cosa que vivir de este erario miserable, desorganizado. Por otra parte, ese tabaco va a acabar muy pronto. Pero yo siempre agradezco el favor de usted… y cuento con que le hablará, porque al fin, tener 1 500 pesos anuales, no es malo.

Militar: Y dice usted que no es malo. Si a mí me dieran un empleo así, tiraba yo las charreteras y el uniforme, y no me volvía a acordar de la milicia.

Don Atanasio: Ojalá que yo tuviera siquiera eso, que no daría tanto paso para cobrar mis 8 000 pesos.

Los pretendientes siguieron hablando en voz baja un rato a don Facundo, hasta que se despidieron haciéndole mil caravanas y mil protestas de amistad. Un joven que estaba sentado en otra mesa, se paró y se dirigió a don Facundo, diciéndole:

—Creí que no te dejaran en toda la noche estos avechuelos.

—Hola, Pablito, ¿tú por aquí?

—Sí, chico, buscándote para llevarte a unas posadas donde hay unas muchachas como unas rosas de castilla.

—Hombre, pero si tengo que extender esta noche un dictamen, y…

—Déjate de dictámenes: que se aguarde la patria, que primero es divertirse; pero me quieres decir ¿qué te hablaban esos hombres?

—Cada cual me hablaba de su asunto. El viejo quiere que le paguen 8 000 pesos, el militar que lo hagan coronel, y el pisaverde que lo hagan oficial primero del tabaco.

—Ja, ja, es cosa graciosa. Te contaré, porque ya sabes que yo sé la historia de todos. El viejo don Atanasio era un pobrete que andaba en los juegos pidiendo el barato a los que ganaban. Soplóle un día la suerte, ganó 500 pesos, y se dedicó al honesto giro de la usura, contentándose con ganar un real en cada peso cada ocho días. De la noche a la mañana se hizo de gran caudal a costa de los pobres, se metió a comprar créditos a viudas y a empleados, y ahora se ha convertido en miembro de la oposición, porque no le pagan esos 8 000 pesos. El militar era el año de 28, dependiente de la tienda que llamaban de la Esquina de Provincia. Cuando se creó el batallón de cívicos de artillería, sentó plaza de capitán. El año de 33 se fue con el general Santa Anna a combatir la revolución de Guanajuato, y lo encontraron en Tepexpa convertido en badajo de una campana, debajo de la cual se ocultó a fuerza de tanto valor, y hoy me lo encuentro de teniente coronel; y el jovencito romántico ha estado en el Colegio de Minería, en el Seminario y en diversos cajones de ropa, ya de estudiante, ya de corredor; ha concluido por ser uno de estos elegantes charlatanes que apelan a ser empleados para vivir. Conque vámonos a las posadas, y ya que sabes la historia de estos pretendientes, recomiéndalos como es debido.

Esto diciendo, se levantaron y salieron del café, y yo permanecí envuelto en mi capote, reflexionando que en los cafés, en los ministerios, y hasta en las iglesias, pululan estos pretendientes que se convierten en opositores de las administraciones, y la dan de íntegros y patriotas cuando sus descabelladas solicitudes no salen a medida de su deseo.


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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