Memorias sobre el Matrimonio

y otros escritos

Manuel Payno


Cuento, ensayo, tratado



El matrimonio

I

Días hace que tenía deseos de escribir un artículo de costumbres; pero me sucedía precisamente lo que al cura, que no repicaba por trescientos mil motivos; el primero, por falta de campanas: hay entre nosotros muchas costumbres, tales como la de pretender empleos, la de ser ricos de la noche a la mañana, la de criticar todo sin entenderlo, etcétera; pero eso me daba materia para un renglón, y después… ¿Cómo hacer sonreír a los lectores? ¿Cómo amenizar las columnas del Siglo XIX? ¿Cómo granjearme la nota de maligno, de mordaz, de conocedor del mundo si se quiere? Nada de esto era posible porque hay momentos, horas, días, y hasta meses enteros, que el poco entendimiento que vaga en el cerebro se esconde en lo más profundo de los sesos, y ésos son cabalmente los momentos en que el poeta suda, se arranca los cabellos, llora, tira la pluma desesperado, y pide a Dios una gota de genio, una gota de talento, un soplo de inspiración. La inspiración no viene porque es una muchacha retrechera y algo voluntariosa, y entonces se exclama en voz sepulcral con Víctor Hugo: ¡Maldición!, o con Calderón y Lope: ¡Válgame Dios! Pero sigo con mi cuento, antes que los sufridos lectores exclamen: ¡Válgame Dios, qué pesado! Decía que no tenía asunto para artículo de costumbres, cuando he aquí que mustia y solemne se avanza la Semana Santa con sus tinieblas, sus monumentos, sus procesiones, su pésame, y tras de todos estos graves misterios se agolpa el mundo de México, vario, mezclado y confundido. Las señoritas, crujiendo los hermosos cuanto largos vestidos de seda, haciendo brillar al través del velo negro dos ojos chispeantes, provocativos, pendencieros; las chinas bamboleando sus graciosas enaguas, los charros sonando los botones de sus calzoneras, los petimetres con sus enormes fracs de progreso, sus delgadas cinturas, sus rostros románticos, barbudos o insinuantes; los militares, hijos verdaderos de Eldorado, diciendo a los extranjeros con sus vistosos uniformes: «Mis amigos, ésta es la tierra del oro, de la plata y de la cochinilla». Y todo este mundo alegre y bullicioso, vagando de las iglesias a los puestos de chía, de los puestos de chía al sermón, del sermón a la sociedad de la Bella Unión, y de aquí a descansar de tanto paseo, de tanta fatiga, de tanta penitencia, de tanta devoción; prestaba en verdad asunto copioso para artículos de costumbres. Pero los cuadros eran llenos de brillo, de movimiento, de vida; y era menester ser hábil pintor para retratar estas escenas, de manera que el lector pudiera exclamar: «Lo hizo bien, dijo la verdad», como se dice cuando se ve a una virgen de Murillo con sus ojos tiernos, con sus mejillas suavemente coloreadas, con su expresión ingenua y apacible: «Ésta es la Madre de Dios: Murillo era un artista divino». Esta poderosa consideración me impuso silencio, y vi pasar la Semana Santa sin escribir una letra, confiado en que Fidel diría algo, y aguardando el tiempo oportuno para volver a la carga con mis casas de vecindad, mis pretendientes y mis ministerios. Acabóse al fin el tiempo santo; la amargura de Marín y la muerte del Salvador fue cantada en sentidas trovas por nuestro poeta lírico, y como gustamos por lo común de variar, no parecerá mal a los lectores y lectoras, enamorados a consecuencia de estos días, saber algo sobre la vida de mi buen amigo Federico Tornasol. Allá va el cuento.

Era Federico un jovencillo de veinte años, de cuerpo mediano, pero bien formado, ojos pequeñitos, pero fogosos y vivarachos, color apiñonado, o mexicano, que es lo mismo; su boca sonriendo casi continuamente dejaba descubrir unos blanquísimos dientes; agréguese a esto una patilla recortada con esmero, un cabello castaño perfectamente arreglado con macasar, cepillo y media caña, un frac de la fábrica de Ivan Goul, un pantalón recortado por la sublime y práctica tijera de M. Pierre Chabrol, y un chaleco por el más bien escultor que sastre, Antonio Valdés, y tendremos, si no un parisiense de botín color de tierra y pantalón en la espinilla, al menos un mexicano bien vestido y ajustado a la moda. Era además Federico de esos dependientes de cajón de ropa, que con su buena figura y zalamería proporcionan a sus amos abundante concurso de marchantes: ganaba unos 60 pesos cada mes, tenía relaciones con las gentes del tono, concurría a las comedias, a los toros, a las misas de once de San Francisco y a las tertulias. Sabía además embaucar a las marchantas, decir flores a las niñas, ponerse bien la corbata, bailar un vals alemán, cantar un aria del Pirata y ganar algunos doblones al ecarté. En una palabra, sabía cuanto se necesita saber en esta sociedad para pasarse una buena vida. Éste era Federico, y ya que lo conocemos, visitémoslo en su alojamiento del Hotel de Washington, donde un criado le acaba de entregar una cartita color de rosa.

—Ésta es carta de mi Leonarda —dijo rompiendo la preciosa oblea de goma que decía Lunes con letras de oro. Era efectivamente carta amorosa; la abrió, y leyó:


Federico mío: Mi madre acaba de apoderarse de toda nuestra correspondencia; me ha reñido, me ha pegado, y mi desgracia no parará aquí, pues según entiendo se dan disposiciones para enviarme a Querétaro en casa de mi tía. Al escribir estas líneas me ha venido un pensamiento horrible, que ha hecho estremecer mi corazón y llorar abundantes lágrimas a mis ojos, y es el de que usted puede haberme engañado, burlado mis esperanzas y destruido todo el encanto de mi juventud, todo el prestigio de mis sueños de felicidad. ¿Me abandonarás, Federico? ¿Destrozarás mi corazón? ¡Ah!, te juro que si me separan de ti, moriré de dolor, porque eres mi único pensamiento…

Al acabar este renglón vino mi madre a decirme que a las cuatro de la mañana debería partir en la diligencia. El dolor me ahoga. Ven a las doce de la noche frente al balcón, volaremos donde quieras, porque mi amor es frenético, no puedo vivir sin ti. Adiós, bien mío. A las doce sin falta. Adiós te dice tu… Leonarda.
 

Leyó Federico dos o tres veces la carta, y tomando después con precipitación un tintero y un papel, escribió estas líneas:

Ángel mío: Esta noche a las doce estaré frente de tu balcón, prepáralo todo y disponte a seguirme: mañana serás mía, mañana un edén se abrirá ante nuestros ojos, y esta vida solitaria y desierta será un jardín bordado de flores, en el que se deslizará sin sentir nuestra existencia. ¿Y dirás todavía que te abandono? No, ídolo mío; primero moriré mil veces que faltar a los juramentos que te he hecho. A las doce sin falta te aguarda tu… Federico.

Salió el criado con la misiva, y Federico se quedó reflexionando. «En efecto —decía—, un hombre solo en el mundo es una paja que gira a la voluntad de los vientos. Las horas de soledad son amargas, pesadas y llenas de una apatía que marchita cuantos placeres proporciona la sociedad. ¡Oh, cuánto vale un seno amoroso en que reclinar la frente marchita y angustiada! ¡Cuánto vale oír los latidos del corazón puro de una virgen! ¡Cuánto vale despertar en la compañía de una joven candorosa! ¡Cuánto, en fin, ver sus ojos húmedos de amor y de placer! Y todo esto se consigue solamente casándose, porque entonces nadie tiene derecho de arrebatar a uno la felicidad, ni de arrancarle el corazón de la mujer que adora.» No se acordaba Federico que hay hombres cuya única ocupación es enajenar cuantos corazones pueden. Mas sigamos. Federico entusiasmado besó la cartita color de rosa, y exclamó: «Idolo mío, a las doce de la noche te habré ya estrechado en mis brazos, y cubierto de besos tu angélico semblante. Y por otra parte —continuó—, esta vida turbulenta y continuamente agitada no puede agradar mucho tiempo. Siempre seduciendo mujeres casadas, siempre en citas nocturnas con las doncellas, siempre vagando en los cafés, en los billares, en los teatros, y al fin todo esto no deja en el alma más que remordimientos, tedio, tristeza. Sí, me casaré con Leonarda, arreglaré un sistema de vida que me proporcione una dulce tranquilidad. Por la mañana temprano iremos a la Alameda; el ejercicio y el ambiente fresco nos dará gana de comer, y almorzaremos sazonando con expresivas caricias los manjares. En seguida me iré al cajón, y entre tanto yo trabajo, ella se ocupará de bordarme tirantes y hacer calados en las camisas. ¡Qué dulce es ponerse una camisa de manos de una mujer que se ama! La noche la ocuparemos en leer alguna novela de Walter Scott, o iremos al teatro. ¿Qué más se puede apetecer en la vida? No hay remedio, el matrimonio es el estado más feliz. Está resuelto: me caso».

Esto diciendo abrió un estante, sacó una escala que envolvió en un pañuelo, un par de pistolas de bolsa, tomó su sombrero, se arrebujó en su capa y se salió a la calle. Eran cerca de las ocho de la noche.

Demasiado temprano para realizar su expedición, vagó por varias calles, hasta que impensadamente se encontró en el pórtico del Teatro Principal. En esa noche se daba un drama tierno, apasionado. Era el Trovador de don Antonio García Gutiérrez, que atravesando el océano había caído en la inquisitorial jurisdicción de nuestros clásicos cómicos del Teatro Principal. El drama, aunque representado sin esmero, se atrajo la simpatía del partido romántico, que comenzaba a nacer, es decir, el de los jóvenes, mientras los que se llaman clásicos, no porque sepan más que los románticos sino porque tienen sus pasiones muertas y elogian a Moratín, silbaron y criticaron tan excelente composición; pero Federico, cuya imaginación ardiente necesitaba sólo de una composición de Arriaza para entusiasmarse, se puso de punto de caramelo, como suele decirse; salió del teatro casi embriagado de amor y de romanticismo, y se marchó resuelto a libertar a su dama a toda costa, y a cambiarle el nombre de Leonarda en el de Leonor, como más poético y más tierno.

II

Daban las doce de la noche cuando un hombre embozado en una capa se paseaba por una callejuela estrecha, mirando con atención y deteniéndose a cada momento frente de un balcón que no distaría más de cuatro o cinco varas del suelo. De repente las puertas del balcón rechinaron, y un bulto blanco se asomó, y con voz temblorosa y meliflua dijo:

—¿Eres tú Federico?

—Yo soy, Leonor querida. ¿Estás lista?

—Sí.

—Pues allá va la escala.

Leonor aseguró la escala en el barandal, y encomendándose a Dios, ofreciendo una libra de cera a la Virgen de la Soledad, e ir descalza por la calzada de piedra hasta el santuario de Guadalupe, bajó por la escala ayudada de su Federico.

—Virgen santísima —exclamó Leonor al verse sana y salva en la calle—, yo te doy gracias y ofrezco mandarte hacer un milagrito de plata, además de lo que te prometí. Federico, vámonos, no sea que despierte mi madre, y que el guarda nos vea. Huyamos, porque el corazón me ahoga de susto.

Federico quitó su escala, tapó con su capa a su adorada Leonor, y se dirigió a pasos precipitados a su alojamiento del Hotel de Washington. Después de pasado el momento en que el susto ocupaba toda la existencia de la joven, la ocupó el arrepentimiento. El corazón de una doncella es un termómetro que se resiente de la más pequeña variación, y puede asegurarse que la mayor parte de nuestras jóvenes tienen un fondo de virtud, un cimiento de inocencia que las hace apesararse de las acciones menos conformes que cometen. Después el continuo vaivén de la sociedad y el influjo poderoso del amor socavan ese cimiento y destruyen esa inocencia; pero esto no es más que una consecuencia de vivir en un mundo donde las pasiones brindan con su prestigio, mientras la virtud rechaza con su austeridad. Leonor, dominada por la virtud de que aún tenía restos en su alma, prorrumpió en abundante lloro y comprimidos sollozos, siguió el mal de nervios, y por último una palidez mortal y el desmayo de ordenanza. Federico roció su rostro con agua, aplicó pomitos de esencia a sus narices y le dijo palabras llenas de ternura. Leonor volvió en sí.

—Me has hecho desgraciada, Federico. ¡He abandonado mi casa a deshora de la noche, he causado un pesar a mi madre, a mi pobre madre! Mañana se hablará en los cafés, en la Alameda, en todas partes de la aventura, y yo no apareceré más que como una joven loca y sin recato: tal vez tú me aborrecerás…

—Mañana se hablará, sí, de la aventura, pero mañana también serás mi esposa; la bendición nupcial y mi nombre sellará todas las lenguas. Ha sido forzoso dar este paso para unirnos. Consuélate, Leonor, no llores, tus lágrimas parten mi corazón y me causan celos, porque creo…

—¿Me amas, Federico? —interrumpió Leonor mirando con sus ojos empapados en lágrimas a su amante.

—Sí, Leonor, te amo, te idolatro, eres mi único anhelo, y te juro que ni el soplo de la muerte podrá apagar el amor que me has inspirado.

Pues bien, Federico, ¿cuándo nos casaremos?

Federico miró el reloj, y le contestó:

—Dentro de dos horas.

Eran las tres de la mañana.

—Dicen que el casamiento destruye la ilusión, y mata al amor. Con que cuando sea yo tu mujer…

—Te amaré más.

—¿Me amarás siempre?

—Mientras dure mi vida, y cuando termine querría yo que tú durmieses conmigo en la tumba, porque te juro que mi alma no podrá dejar a mi cuerpo si tú quedas en el mundo.

—¿Viviremos juntos y amándonos, Federico?

—Y moriremos juntos y amándonos, Leonor: acércate, deja flotar tus rizos sobre mi rostro. Dame tu mano. Quema mi frente, ¿no es verdad? Es de amor, en amor arde mi alma. ¡Leonor, Leonor, soy el más feliz de los hombres, tú derramas sobre mí raudales de felicidad!

—Federico, Federico, ámame así toda la vida. También soy feliz. ¡Sí, estos momentos valen toda una existencia…!

Eran en verdad felices. ¿Quién no lo ha sido un momento en su vida?

Las dos horas que faltaban para las cinco de la mañana pasaron breves como el relámpago, y la aurora comenzaba a colorear el horizonte, y los edificios a pintar en sus fachadas la luz blanquecina de la mañana, cuando nuestros dos jóvenes salieron de la posada y se dirigieron a casa de un eclesiástico conocido de Federico. A las siete volvieron al hotel. El matrimonio estaba celebrado.

III

Tres meses habían pasado, tiempo en que es preciso trasladarnos a una vivienda de una casita de vecindad. Constaba de dos cuartos estrechos y sucios, y de una cocina. Una pieza contenía una mesa coja y dos sillas que habían tenido asiento de tule, pero que hoy estaba completado con mecate. En la otra pieza una cama de madera fina, una silla y un mecate de pared a pared que suplía de ropero o cómoda, dejaba ver un pantalón roto, una chaqueta sucia y dos o tres túnicos de indiana. Una joven pálida, con el peinado desaliñado, el túnico roto, estaba sentada en un petate poblano, y no bordaba tirantes ni cosía canevá, sino que soleteaba con crea unas medias. A poco entró un joven: sus ojos no brillaban con el fuego del entusiasmo, su rostro estaba amarillento y sus barbas crecidas. Se dirigió a su mujer.

—¿Qué haces?

—Soleteando unas medias.

—¿Sabes que no tengo empleo?

—No.

—Pues hace días me despidió el amo porque voy tarde a la tienda, porque no tengo ropa decente con que presentarme, y en una palabra, porque soy casado.

Al escuchar esta última frase, la joven se puso encarnada; Federico continuó:

—He ido a jugar y he perdido, porque a los casados ni Dios ni el diablo los ayuda. ¡Diera un ojo de la cara por ser soltero!

—Federico —dijo la joven llorando—, si te sirvo de estorbo, si ya no me amas, me iré de tu casa y pediré limosna.

—Eso no cambiaría mi situación, ni tampoco me refiero a ti. Digo en general que el hombre pobre que se casa se echa encima un quintal de sal y una azumbre de amargura.

—¿Y la pobre mujer? ¡Ah, ésa no! Para ella todo es felicidad, todo dicha. Mucho he sufrido, pero he callado, porque a la mujer que como yo se sale de su casa por el balcón al abrigo de las tinieblas, no le queda más arbitrio que llorar en silencio. Yo tenía en mi casa las caricias de mi madre, el amor de mis hermanos, y vestía bien, y paseaba, y nunca lloraba.

—Bien, ¿y por qué te casaste?

—Porque tú…

—Yo te enamoré como se enamora a cualquiera mujer, pero tú me propusiste que te sacara de tu casa. Lo demás ya lo sabes.

—Federico: calla por la Santa Madre de Dios, porque esos insultos lastiman el alma.

—La verdad es amarga, señorita, y yo no hago más que decir lo que pasó.

—Y tus juramentos de amor, y tus lágrimas, y tus ruegos, ¿qué se hicieron? ¡Ah, eres un injusto, un mal hombre!

—Nómbrame como te agrade. Pero hija mía, es ley del mundo que la ilusión se acabe, que el amor se desvanezca, que todo pase, y esos tiempos pasaron, y…

—Y es decir que ya no me amas.

—No te he dicho semejante cosa, y lo que repito es que cuando la miseria y la hambre asedian a un matrimonio, el matrimonio no puede ser feliz por la sencilla y poderosa razón de que no se come amor, ni se viste amor; y por el contrario, una mujer sucia, mal peinada, pálida, inspira si se quiere lástima; pero amor, no.

—Tú me has hecho desgraciada.

—Los dos lo somos, Leonarda. Mas dejemos esta conversación que es por demás pesada. Lo que importa es vender la cama, y un almonedero va a venir.

En efecto tocaron la puerta, y el almonedero, con diez pesos que dio por el último mueble decente que había en la casa, puso fin a un diálogo que se iba acalorando. Federico tomó nueve pesos, dejó uno a Leonarda, y ésta tributó algunas lágrimas a la partida de su lecho de caoba.

El diálogo que acabamos de oír fue la sentencia de divorcio, el fin de la pacífica vida conyugal, y el principio de otra llena de pesares, de espinas y de remordimientos. Leonarda por su parte conservaba, si no la ilusión de los primeros días de su matrimonio, al menos un sentimiento tierno hacia su esposo; pero la injusticia de éste, un estado tristísimo, una vida sin sociedad, sin encantos, desalojó de su alma el resto de candor que conservaba; y en adelante cualquier hombre, por despreciable que fuese, le parecía mejor que su marido. No faltaba alguno que rondara la calle, porque Leonarda, a pesar de que los sufrimientos habían marchitado su hermosura, tenía diecinueve años, y en su rostro se leía: «Esta mujer habrá sido divina». El galán persistió en rondar, ella en salir al balcón, y Federico, distraído con el juego, no hacía el menor esfuerzo en reconquistar el corazón de su mujer: todos los días poco más o menos tenían a las once de la noche el siguiente diálogo.

—¿Cómo te va, Leonarda?

—Bien, ¿y a ti?

—La cena.

—No hay.

—¿Por qué?

—Porque no me alcanzaron los tres reales que me dejaste. Pagué un real al aguador, cuartilla a la vecina por que me hiciera un mandado; lo demás se empleó en velas, chocolate, carbón, manteca, garbanzos, sal, cebollas.

—Ya está, no quiero saber más.

—¿Quieres unos pocos de frijoles?

—Vengan.

—Federico comía los frijoles, bebía un vaso de agua, y se acostaba murmurando entre dientes en una mala cama llena de insectos. Leonor hacía lo mismo. Éstas eran las delicias, la paz, el sosiego de la vida matrimonial: ni paseos, ni teatro, ni novelas de Scott, ni tirantes de canevá. Sufrimientos, miserias, fastidio, desesperación, he aquí lo que rodeaba a mi pareja. Eran bien desgraciados. Pero ¿quién no lo es la mayor parte de su vida?

Dos meses después salía una expedición para Tejas. Federico con una charretera de teniente marchaba a la cabeza de su compañía, con un sombrero jarano, en un flaquísimo caballo. Había perdido su corazón las ilusiones de amor, y buscaba la gloria y un pedazo de pan para vivir.

IV

Un año después estaba yo en la plaza de toros de San Pablo, y junto a mí una joven llena de perlas y diamantes, y con un riquísimo vestido.

Sus facciones no me eran desconocidas. Un recuerdo vago pasaba por mi mente de haber visto antes fijarse en mí dos ojos negros y expresivos, y aunque al parecer llena de alegría y de vida, percibía yo un fondo de melancolía que anunciaba profundos pesares y remordimientos. Pregunté a un amigo si conocía a la joven que teníamos al lado.

—Como a mis manos —me respondió—, se llama Leonarda, es casada con un tal Federico Tornasol, que fue primero dependiente de la tienda de… y desesperado de su mujer, se marchó a Tejas de teniente del regimiento número…

Salí de los toros diciendo: «He aquí un lindo matrimonio». Entréme a un café, tomé un periódico y leí:

La acción estuvo muy reñida, y aunque las armas mexicanas obtuvieron completo triunfo, murieron ciento cincuenta soldados, el coronel H…, los capitanes R… y el teniente don Federico Tornasol.

Memorias sobre el matrimonio

Donde se trata de cómo las mujeres pueden hacer más duradero el amor de sus maridos

Me parece que ha dicho, un alemán o un francés, que el matrimonio es la tumba del amor. Mi hombre tenía razón, pues la experiencia tiene acreditado con constancia que amantes enamorados más frenéticamente que Orlando, se convierten cuando son maridos en impasibles espectadores de escenas que si tuvieran amor, no consentirían aun cuando la vida les costase. ¿Por qué acontece esto? La respuesta es muy sencilla. Una querida la divinizamos, la vemos como un ángel, mientras en una mujer propia vamos descubriendo diariamente multitud de pequeñas humanidades que arrancan hoja por hoja las flores de la ilusión.

Así, pues, hermosa mitad del género humano, tened entendido que la escala de los placeres y felicidad matrimonial está dispuesta en la forma siguiente.

Manejo de un esposo con su esposa

PRIMER AÑO. Amor frenético, delicias en todas las horas, placeres sin cuento, goces domésticos de todo género.

SEGUNDO AÑO. Cariño filosófico —alguna tibieza, síntomas de inconstancia— y mal humor con frecuencia.

TERCER AÑO. Ya la carga comienza a pesar. Divagación. Es frecuente el mal humor. Se acude para distraerse a diversiones. El hogar doméstico cansa y fastidia.

CUARTO AÑO. Algunas enfermedades, cuya causa se atribuye al matrimonio. Las ocupaciones no le dejan tiempo para cumplir con sus obligaciones domésticas. Algunas noches por compromiso permanece hasta las cuatro de la mañana en los bailes, mientras la esposa queda solitaria en vela dentro de la casa.

QUINTO AÑO. La carga matrimonial pesa como un mundo sobre los hombros del marido. Los recursos escasean, y los gastos aumentan. Controversias acaloradas por esta causa. Las disputas resultan en provecho de la cocinera, pues los dos esposos se quedan sin comer muchos días.

SEXTO AÑO. Indiferencia completa.

SÉPTIMO AÑO. Los chiquillos molestan, pero distraen y divierten con sus gracias y malas crianzas.

OCTAVO AÑO. La amante idolatrada, la esposa querida no es más que una nodriza a quien se conserva por necesidad.

DÉCIMO AÑO. Las cosas continúan así, y el marido busca una Dorila que lo divierta, y la mujer un Tirsi o Damon que la entretenga.

UNDÉCIMO AÑO. A la mejor de espadas viene la muerte y se lleva a la mujer. El marido llora con los ojos y se alegra con el corazón. El cura gana treinta o más pesos.

Hay dos gustos en esta vida, «casarse y enviudar», ha dicho creo que un español. Mi hombre tenía razón también, pues el viudo se casa con su Dorila, y da a sus hijos una terrible madrastra.

Ésta es la escala que por lo común siguen los matrimonios, salvo algunas honrosísimas excepciones, que es menester citar en justicia, de maridos que la misma noche que se casan acarician a su esposa con algunas patadas y empellones, y al día siguiente se separan de ella.

Alguna razón tendrán para proceder así, pues nunca hacemos tales cosas sin motivo.

Paz, paz, y no se incomoden las lectoras con el autor, pues podrá citar también en obsequio del bello sexo, casos en que una mujer antes de casarse ya está pensando en el amante que debe minotaurizar al esposo.

Procurando dar a mis escritos un sentido recto y genuino, estoy seguro que el hermoso sexo no tendrá motivo de enfadarse con su más entusiasta admirador. Cortemos, pues, esta pequeña digresión y sigamos adelante.

Ya que he indicado el principio, progresos y decadencia del estado matrimonial, precisamente es mi objeto mencionar los remedios que pueden poner en práctica las mujeres para evitar, contener, o al menos disminuir este mal; pero exige este trabajo orden y método. Comenzaremos por el

Tocador

Es cierto, ciertísimo, que las prendas morales pueden hacer a una mujer amable e interesante; pero también lo es que si a estas prendas se reúne la hermosura y el aseo, es probable que el marido (a no ser un caribe u hotentote, como hay muchos) fije la atención de una manera más durable.

Un hombre cuando se casa es sin duda (excepto en casos forzosos y secundarios de que ya hemos hablado) porque la mujer le agrada y lo ama.

Pues bien, el cuidado extremo de la mujer debe ser el de no destruir después de casada la primera impresión que por su belleza concibió el marido cuando era amante.

Al ponerse al tocador, la esposa hará reminiscencia del capricho que tenía el marido cuando era novio.

Si en el principio de los amores la vio con un traje blanco, con una rosa al pecho y un jazmín en los cabellos, no deberá omitir presentarse al descuido a su marido con esos mismos adornos.

Si le alababa en sus conversaciones amorosas dos rizos castaños que caían sutiles y graciosos sobre sus sienes, hará perfectamente la esposa en procurar una que otra vez adornarse así, y darle a entender al esposo que porque es de su agrado se compone el cabello de ese modo.

El consejo es muy bueno, puesto que tiende nada menos que a despertar en el marido algunos recuerdos tiernos y agradables. La observancia de estas pequeñas reglas que al parecer son insignificantes, harán a las casadas experimentar más a menudo las caricias y ternura de su esposo.

Por ningún título deberá permanecer la mujer más de dos horas después de levantada sin asearse y adornarse lo más que pueda. Esto habla con los matrimonios de todas clases y condiciones, pues el agua y los espejos son demasiado baratos.

Lo primero que hará la mujer todas las mañanas en cuanto sus atenciones domésticas se lo permitan, será alisar y ordenar su cabello, pues no hay cosa más desagradable y que desfigure tanto el rostro, como unos cabellos erizos, alborotados y llenos de polvo.

El peinado deberá ser siempre a la moda (cuando ésta no sea absolutamente ridícula), procurando hacerle algunas variaciones. Un día, por ejemplo, se deja un rizo pequeño sobre la frente; otro día se ordenan unos graciosos bucles detrás de las orejas: otra vez se varía la forma de las trenzas y colocación de la raya. Una que otra ocasión, aun en días comunes, se coloca entre el peinado un ramo pequeño de flores artificiales o naturales, o se adorna con esos tembleques y fistoles que no faltarán a la mujer por pobre que sea.

Para el aseo del rostro debe usarse exclusivamente agua fresca todos los días, jabón de almendra, y nada más. Generalmente el uso de afeites y aguas descomponen el cutis y desmejoran el color. El agua clara está demostrado que quita al momento las pequeñas líneas rojas con que amanecen por lo regular los ojos, da tersura a las mejillas y enciende el color de los labios. Sólo en caso de enfermedad podrá suprimirse esto.

El aseo de la boca, será uno de los principales cuidados. Porción de polvos y medicinas hay con que se logra conservar el esmalte y blancura de los dientes, así como el encarnado de las encías.

Deberá acordarse la esposa que cuando era querida, el novio le decía que su aliento era más suave que la brisa de la mañana, y tan perfumado y agradable como el ambiente de un jardín, etc.

Pues bien, no debe ocasionar con la falta de aseo de la boca, que el marido se convenza después que todo esto era poesía y mentira, y que en la realidad no hay sino un hálito ingrato, y una dentadura descuidada y arruinada por el abandono y la desidia.

El traje será sencillo, pero elegante y bien arreglado al cuerpo, sin que sea tan largo que oculte los pies y el garboso andar, ni deje descubierta la pierna, sino en una pequeña parte. Los colores de los vestidos deberán acomodarse al del rostro y pecho, haciendo al descuido preguntas sobre esto al marido, y prefiriendo los géneros que más le agraden. En este punto aconsejo a las mujeres sacrifiquen enteramente sus caprichos y aun los de la moda, con tal de no dar el más pequeño disgusto a su dueño querido. Un vestido azul celeste en una trigueña es un sarcasmo horrible que lleva adherido a su cuerpo. Un vestido nácar o negro en una mujer blanca, es un título para que su marido la idolatre. El azul celeste y amarillo fuerte deberían suprimirse enteramente.

Una esposa de mediano juicio, educación y talento, debe proscribir absolutamente el detestable uso introducido en México de andar la mayor parte del día con chanclas. ¿Qué cosa hay más desagradable que ese chapaleo que con tal calzado se escucha al andar? ¡Qué medio más propio para destruir la salud, impidiendo con el contacto húmedo del suelo la transpiración invisible y esencial para conservar en buen estado los órganos digestivos! ¡Qué manera más a propósito para destruir la ilusión, no sólo del marido, sino aun de las personas del mismo sexo que conozcan lo nada conveniente de tal costumbre!

Las mexicanas deberán tener entendido que por lo pequeño y bien formado de sus pies ejercen un poderosísimo influjo en su felicidad. ¿Cuántos hombres se enamoran y casan sólo por la influencia y atractivo de unos pulidos pies? ¿Cuántos extranjeros se hacen católicos, se casan con una mexicana y ganan tal vez hasta la gloria eterna, cuyas puertas hubieran hallado cerradas a la hora de su muerte, a no ser porque el mágico atractivo de unos pies los hizo entrar en el gremio de la iglesia católica? ¿Cuántos poetas se desvelan, sudan y se acongojan para hacer octavas, sonetos y hasta poemas épicos a unos pies pequeños? ¿Qué novelista ha pintado jamás sus heroínas con un pie de media vara? En una palabra: Voltaire que ha sido el mayor burlista que nació de madre, mofó y satirizó a los reyes, a los príncipes, a los santos, a Dios mismo; pero jamás se atrevió a decir mal de los pies chicos y bien formados.

Los escultores y pintores dicen que es contra las reglas del arte y del gusto un pie pequeño. Digan lo que quieran: nunca prevalecerán argumentos que tienen en contra la opinión de todo el mundo, y lo que es más, la mía, que me salgo de misa por ver los primorosos pies de mis paisanas.

Pero hablemos seriamente. Nadie mejor que las mujeres conocen cuánta es la importancia de sus pies. Pues, ¿por qué empeñarse en quitarles la perfección que les dio la naturaleza? ¿Por qué hacer que con el uso de ese infame calzado de chanclas, se engruese el cutis, se separen los dedos, se descompongan esas pequeñas uñas rosadas y se formen en la juventud esas fatales enfermedades cuyo aspecto choca a la vista, cuyo nombre disuena al oído, y cuyas molestias deben exclusivamente sufrir las viejas en castigo de lo perjudicial que es en el mundo su existencia? Hablo, y con el debido perdón de mis lectoras, de los callos y juanetes. ¡Callos y juanetes en una joven de quince años! ¡Santo Dios!, ésta será su ruina, su perdición temporal y eterna.

Así pues, lo que deberá asear y adornar con más esmero una mujer, son los pies. Media de algodón o de seda, según sus proporciones; pero constantemente limpias, pues hemos dicho que el agua es barata: zapatos, si pudiere de seda, será mejor; pero ni tan estrechos que le impidan el andar, ni tan holgados que les suceda lo que a cierto licenciado que con un balance de la pierna enviaba la bota hasta el otro extremo de su alcoba. Conozco que es una gran dificultad la del calzado, porque hasta ahora no he conocido señora que esté contenta con su zapatero; pero lo esencial de mi consejo se reduce a suprimir el uso de las chanclas. Deben proscribirse también las babuchas de lana, los zapatos extranjeros de tafilete, las medias de lana y las de seda de colores. Todas estas cosas que suelen ser necesarias en Europa por el clima no lo son aquí, donde ni el frío ni el calor son excesivos.

El zapato negro indica recato, seriedad y compostura.

El carmelita indica amor, y deseo de matrimonio, voluntad de agradar.

El verde oscuro, melancolía, encogimiento, pasión oculta.

El blanco, voluptuosidad y enajenamiento amoroso.

El azul celeste, lo usan las cocineras los domingos.

El verde claro y color de rosa, lo acostumbran las maromeras y las mujeres que tienen la locura de vestirse de moras en tiempo de máscaras.

Entre los tres primeros colores puede alternar la mujer casada. Sin embargo, podría ceñirse a salir de mantilla siempre con zapato negro.

Para visitas en la tarde, carmelita muy oscuro.

Para baile, y algunas veces dentro de casa, zapato blanco.

El uso de la media calada y de una ligera cáliga cruzada en la garganta del pie, es especial para mantener la ilusión del sexo brusco y feo.

¿Por qué no te peinas, Dorotea? Porque ya me casé y no tengo a quién agradarle.

¿Por qué no te lavas y te aseas, Dorotea? Porque al cabo estoy dentro de mi casa y sólo mi marido me ve.

¿Por qué andas con ese túnico suelto y enredado en la cintura? Porque ya soy casada y no pienso como las niñas doncellas, en gustarle a todo el mundo.

¿Por qué tienes esas medias tan sucias, ese calzado tan lleno de agujeros, ese túnico tan plagado de manchas de grasa? Porque al fin mi marido de cualquier manera me ha de aguantar.

Todas estas respuestas que por lo común dan las matronas casadas, son otras tantas herejías matrimoniales.

¿Con que un pobre marido ha de sufrir a una mujer enmarañada, floja y sucia? ¿Con que en lugar de recrearse con la vista de una dama, bien adornada, hermosa, llena de atractivos, ha de soportar la presencia de una arpía? Esto ni la religión, ni la sociedad, ni la educación lo aprueban.

En el artículo siguiente se tratará del aseo interior de la casa.

Aseo y gobierno de la casa

Si parecieren imprudentes o inoportunos a mis lectoras los consejos que han leído en lo que va escrito, con la mejor buena fe del mundo y el más grande acatamiento, les copiaré lo que dice un Bracman, y cuidado que esa clase de gente sabe lo que trae entre manos respecto a mujeres; puesto que en tono oriental asienta: «Hija hermosa del amor, presta oído a las instrucciones de la prudencia, e imprime fuertemente en tu corazón las máximas de la verdad». Por cierto no puede haber verdad más evidente que la de que una mujer con el rostro lustroso de la transpiración nocturna, los ojos hinchados y llenos de lagañas, el cabello erizo y en desorden, el calzado raído, el vestido sucio y enroscado, el corpiño en la cintura, etc., etc., debe necesariamente disgustar al marido y entibiar el más ardiente y acrisolado amor.

¡Patrañas, tonterías! La mujer debe ser amada por sus cualidades morales y no por su belleza. Ríanse ustedes de todos esos sermones: los duelos con pan son menos, y los hombres tenemos más caprichos al cabo del día, que estrellas el firmamento. Si a la virtud, como he dicho, se reúne la hermosura, bueno; y si a la hermosura se reúne el aseo, mejor. Mediten, pues, el asunto del tocador con mucho detenimiento, y aun si pudieren, adopten la costumbre inglesa de no dejarse ver del marido hasta que no estén visibles; porque en México por lo regular, no están visibles las mujeres cuando se levantan del lecho.

Amigo, dispense usted que lo reciba cuando mi cuarto está en absoluto desorden; pero ¿qué quiere usted?, al fin cuarto de hombre solo. Esto decimos los celibatarios que tenemos necesidad de hacer nuestra cama y nuestro chocolate como Dios nos da a entender. Pero ¿puede por ventura un hombre casado decir lo mismo? De ninguna suerte, puesto que donde hay mujer de por medio, se sobreentiende que hay un conserje minucioso y eficaz que cuida de que las sillas no tengan polvo, de que los espejos no estén manchados, de que ni un popote ensucie el suelo, ni ningún mueble esté fuera de su lugar.

Así, pues, luego que el marido se vista y salga de la casa, tendrá cuidado la esposa de hacer que se repare el desorden ocasionado la víspera en los muebles y ropa. El suelo debe barrerse, haciendo desaparecer todas las suciedades arrojadas a él, los muebles sacudirse de suerte que no se estropeen, o pierdan su barniz con la frotación de gruesos cotenses; las vidrieras continuamente estarán limpias, la ropa del marido acepillada y en orden, y en cuanto a sus libros y papeles (si los tiene), será mucho mejor que se conserven, aunque con polvo, en los términos que él los deje.

Ya considero que las señoras que lean esto, harán cólera formal al cerciorarse que con letras de molde se les pretende enseñar obligaciones que todas las mujeres deben saber. Con efecto, todas deben saber esto; pero el hecho es que muchas abandonan esta parte de su quehacer doméstico a la exclusiva intervención de las criadas, si las tienen, y resulta naturalmente lo siguiente.

Que las criadas al regar el suelo salpican los marcos dorados.

Que al sacudir los muebles los maltratan, y las más veces los ensucian en vez de limpiarlos.

Que no pasa día sin que no rompan un florero o un espejo.

Que al componer la mesa o bufete del marido recogen cuanto papel les parece inútil, y tal vez cambian por trastos, o un escrito si el señor es abogado; o una lista de revista, si es militar; o una oda o drama, si es poeta; o unos autos, si es escribano; o una cuenta corriente si es comerciante.

Que los lapiceros de plata, botones de camisa y dinero que queda en las bolsas de los chalecos, desaparecen sin saber por qué y sabiéndose cómo.

Que la manera brusca con que los criados tratan los muebles, los va destruyendo día por día, y al cabo de poco tiempo, hay necesidad de comprar otros nuevos.

De esto resulta también lo que sigue.

Que el marido ve uno de sus cuadros más queridos lleno de manchas de agua sucia, y reclama a su mujer.

Extraña un papel de su mesa, y reclama a su mujer.

Busca sus trastos de lumbre o botones, y no encontrándolos reclama a su mujer.

En fin, todos estos justísimos reclamos forman una querella que ocasiona lágrimas, y tal vez separación (por una noche); cuatro o cinco de estas querellas forman un disgusto, y una docena de estos disgustos son más que suficientes para echar al diablo la vida matrimonial. Véase, pues, cómo el descuido de estos minuciosos deberes puede producir consecuencias funestas.

Pero sobre todo, donde debe hacerse más palpable el buen gobierno de una mujer, es en la cocina. Criadas sucias y llenas de harapos deben abolirse absolutamente, así como procurar el mayor aseo en el condimento de los manjares. Una mosca frita con el asado, un cabello en la sopa, o una suciedad cualquiera, pueden ocasionar un divorcio. Se dirá que éstos son accidentes. Con efecto, una que otra vez debe atribuirse a tal circunstancia; pero si se repite esto casi todos los dias, el marido preferirá comer en una fonda.

Toda mujer medianamente instruida en sus deberes, será forzoso que espíe y adivine el gusto gastronómico de su esposo, y le prepare diariamente con sus propias manos, si es posible, algunos manjares exquisitos y apetitosos. Un día lo sorprenderá con un guisado de nueva invención; otro día con un dulce sabroso y de figura delicada y armoniosa; otro variará absolutamente el método de cocina adoptando la francesa o la italiana. Todo esto además de proporcionar al matrimonio un inocente goce, lo verá el marido como una prueba evidente de la afección y virtudes de su mujer.

¿Cuando sois novias, no guardáis al amante, ya los merengues, ya los mostachones adornados de florecillas de listón, ya la pieza de fruta? Pues, ¿por qué cuando sois esposas queréis obligar al marido a que día por día tenga que comer unos manjares monótonos, mal sazonados, y que lejos de avivar el apetito lo quitan con un solo aspecto?

Los manteles sucios dan pésima idea de la educación de una mujer.

El aceite de comer en botella corriente de vino, se usa sólo en las casas de cesantes y retirados, a quienes jamás paga la Comisaría.

Los guisados y sopa servidos en cazuela, además de dar a conocer que no hay platones, indica también una absoluta nulidad de buen gusto y educación.

Los vasos empañados y con las señales de los labios en el borde, dan la idea más cabal de la indolencia de una mujer.

Mujer que come con los dedos mucho chile, que bebe pulque con exceso, y que no sabe guisar buenos frijoles, es insufrible, pésima esposa.

Entretenimientos domésticos

El fastidio es el enemigo más temible de la felicidad del matrimonio. Las más veces destruye y aniquila las ilusiones, hace buscar a la mujer diversiones excéntricas, y le inspira vehementes deseos de traicionar a su marido. Las casadas, deben pues, evitar con el más grande cuidado permanecer dentro de la casa sin ocupación que las distraiga. Los quehaceres relacionados en el precedente párrafo, tienen como saben todas nuestras lectoras, tiempo fijo y determinado en las primeras horas de la mañana; así es que en el resto del día y de la tarde deben buscarse otras ocupaciones que sirvan por decirlo así, de diversión y de tregua a las graves y serias atenciones de una madre de familia.

¿Qué cosa más propia ni más adecuada para una señorita que el canevá? Aquellas flores hermosas y vivas que bordan en el lienzo, aquellos matices verdes y azules que entran en la composición de los países, aquellas pequeñas capillas lejanas y rodeadas de árboles que copian; ¡ah!, todo esto tiene muchísimo de tierno, y puede decirse de virtuoso. ¡Qué espectáculo tan grato es el ver a una dama con su peinado de flores, su vestido blanco, sentada delante de su bastidor y rodeada de países, de madejas de lana y seda de mil colores, bordando con sus pequeños y rosados dedos una de esas bellísimas escenas de la naturaleza! Si el esposo sorprende a su mujer así, es imposible que deje de adorarla. Este entretenimiento, el de tejer ataderos o tirantes de seda, bordar pañuelos y tápalos, hacer calados en las camisas y demás ramos anexos al de costura, que en el día no ignoran en México, ni las mujeres de la más ínfima clase, deberá escogerse con preferencia por las casadas cuando hayan concluido sus principales obligaciones.

Cuando la mujer permite que su marido se ponga camisas hechas por la costurera, es prueba que no lo ama tanto como debiera.

Por regla general no deberá consentir que las mascadas y corbatas que use el marido sean bastilladas por mano de la modista o costurera.

Una mujer que no sabe coser y bordar, es como un hombre que no sabe leer ni escribir.

Desgracia y maldición para la mujer que consiente que su marido cosa los botones de sus pantalones y recorte con las tijeras las excrecencias que las lavanderas suelen criar en el cuello y puños de la camisa.

Excecración eterna para la esposa que por indolencia sale a la calle con lo que se llama puntos en las medias.

Las ocupaciones expresadas de costura, no será conveniente que las tomen con absoluta continuación, pues al cabo de algún tiempo se resentiría de ello su complexión delicada, y enfermarían del pecho o del pulmón. Por el contrario, deben evitar todo trabajo fuerte y continuado en los primeros días de la concepción y algunos después de pasado el parto; pero perteneciendo esto a la higiene matrimonial, la dejaremos para otro capítulo y continuaremos con el presente.

Hay mujeres que les causa hastío sólo el ver un libro —esto es malo—. Hay otras que devoran cuanta novela y papelucho cae a sus manos —esto es peor—. Dice un proloquio que en el medio consiste la virtud, y en este punto debe llevarse a puro y debido efecto.

No hay ocupación más útil para toda clase de gentes que el leer. El entendimiento se fertiliza, la imaginación se aviva, el corazón se deleita, y el fastidio huye a grandes pasos ante la presencia de un libro. Todas estas son verdades evidentes, reconocidas, y que otros las habían ya dicho antes que yo; pero estas reglas deben sufrir grandes modificaciones respecto a las mujeres. El literato, el eclesiástico, el jurisconsulto deben y pueden leer (y eso si tienen ya el juicio y gusto formados) cuantas obras puedan, desde los escritos de Lutero hasta los sermones de Bossuet; desde el Hijo del Carnaval de Pigault-Lebrun, hasta Pablo y Virginia de Bernardino de Saint-Pierre; desde los Cuentos de Bocaccio y Fábulas de La Fontaine, hasta tas meditaciones de Lamartine; desde las novelas de Voltaire, hasta Los mártires de Chateaubriand; pero ¿una mujer? ¡Ah! Una mujer no debe jamás exponerse a pervertir su corazón, a desviar a su alma de esas ideas de religión y piedad que santifican aun a las mujeres perdidas. Tampoco deberá buscarse una febril exaltación de sentimientos que la hagan perder el contento y tranquilidad de la vida doméstica, y ver a su marido como un poltrón e insufrible clásico.

Una mujer que lee indistintamente toda clase de escritos, cae forzosamente en el crimen o en el ridículo. De ambos abismos sólo la mano de Dios puede sacarla.

Mujer que lee las minas de los imperios de Volney, es temible.

La que constantemente tiene en su costurero a la Julia de Rousseau y a Eloísa y Abelardo, es desgraciada.

Entre la lectura de las minas de los imperios de Volney y la de Julia, es preferible la de novenas.

Por regla general, voy a daros un consejo, hermosas mías. Siempre que oigáis decir de una obra que es romántica, no la leáis; y esto va contra mis ideas literarias y contra mi opinión respecto a escritos; pero generalmente lo que se llama romántico no deben leerlo ni las doncellas ni las casadas, porque siempre hay en tales composiciones maridos traidores, padres tiranos, amigos pérfidos, incestos horrorosos, parricidios, adulterios, asesinatos y crímenes, luchando en un fango de sangre y de lodo.

Con verdad, éste es el mundo; pero ¿qué necesidad tenéis de llenar vuestra alma de miedo, vuestra fantasía de quimeras, y vuestro sueño de espectros y fantasmas? ¿Qué necesidad tenéis de que vuestro juicio se turbe y extravíe tal vez, como sucedió al joven incauto que leyó las excecrables obras del marqués de Sade? Y sobre todo, si el objeto es distraerse y no agravar el peso de la vida, que de por sí es las más de las veces insoportable y fastidiosa, ¿a qué fin leer libros que compriman el corazón?

Ya que he indicado los peligros generales que puede causar la lectura en una mujer, justo será indicar también las obras que pueden leerse sin peligro.

Acaso habréis oído hablar de un pobre soldado español, que combatiendo contra los moros, perdió una mano en la batalla de Lepanto. Pues este pobre soldado, que fue encerrado después en una prisión bajo el reinado de Felipe II, se llamaba Miguel de Cervantes, y este Miguel de Cervantes compuso un libro que ha sido leído por todas las gentes y traducido en todos los idiomas. Este libro se llama Don Quijote.

¿Queréis gozar algunos ratos dulces y olvidar las graves ocupaciones que han pesado sobre vuestros hombros de esposa? Pues bien; reuníos en una noche de invierno alrededor del fuego, convocad a vuestra familia y abrid las páginas que escribió el genio original, inimitable, único en el mundo. Hallaréis en ellas escenas tiernas, apacibles y sencillas como vuestra alma, otras serias y filosóficas, otras que os arrancarán grandes carcajadas de risa. El Quijote es una tela, un inmenso panorama donde van pasando figuras, siempre nuevas, siempre llenas de encanto; el noble caballero, como dice Julio Janin, con su armadura de cartón, su vacía de barbero en vez de yelmo, y su caballo flaco; pero cuyos sentimientos siempre nobles, siempre puros y generosos, hacen verter lágrimas y dan la más cabal idea de la perfección de que es susceptible la humanidad cuando predominan en su corazón tan santos y respetables sentimientos. Después, podréis leer el Gil Blas, obra llena de moral, donde se da a conocer el mundo y la vida en general, y particularmente la sociedad española. Lazarillo de Tormes, El Diablo Cojuelo, Guzmán de Alfarache, etc., etc., también os harán pasar ratos muy divertidos.

Pero sobre todo si queréis tener materia para mucho tiempo, si deseáis pasar largas horas de delicia, tomad a Walter Scott. Por más duro que os parezca su nombre, fue el escritor que reunió al más colosal talento el más cándido y puro corazón. A la hora de su muerte dijo que no se arrepentía de haber escrito ni una sola línea. Con efecto, sus obras pueden leerse por las niñas tiernas, por las castas doncellas y por las virtuosas casadas. Encontraréis en estas novelas unos cuadros por decirlo así, teatrales, que os sorprenderán unos caballeros leales, honrados y valientes, unas jóvenes enamoradas como Julieta; pero cándidas como el lirio blanco, y puras y virtuosas como el aroma que exhalan los campos de rosas. Es la belleza ideal de cuerpo y de alma, realizada en estas creaciones perfectas y originales. Es la mente de Dios que hizo a sus criaturas con una perfecta organización, la que se ve personificada en estos seres que cruzan como ángeles vestidos de blanco y oro a través de las escenas bárbaras y sangrientas de la Edad Media. Y no juzguéis que estos amores castos y cubiertos con el alba cendal del pudor, que estas reinas ya elevadas entre el oro y el incienso de un trono, o llorando cabe las rejas de una prisión; que estos caballeros, tipos de nobleza y gallardía, y estos varones de corazón de fierro aislados en la terrible soledad de sus castillos y montañas, son otras tantas invenciones y quimeras de la fantasía del autor; de ninguna suerte es la historia, son los hombres, las costumbres, los acontecimientos de edades más o menos remotas, los retratos vivos y animados de todo un pueblo singular que ha llenado y llena el orbe con su nombre y poder. Así pues, sin sentirlo haréis un estudio de la historia de Escocia e Inglaterra, que fertilizará vuestro entendimiento sin perjudicarlo, y dará materia para que sin que se os atribuya presunción y charlatanismo, amenicéis con vuestra conversación la sociedad de vuestro esposo, y de vuestros amigos.

Otros libros hay también extremadamente divertidos, y que asimismo pueden leerse sin temor, y son las obras de Fenimore Cooper. Este autor tiene el mismo estilo de Walter Scott; y si bien no es tan superior ni tan original como él, describe con bastante exactitud y con brillantes coloridos, los primitivos tiempos de la colonización de los eternos bosques y praderas de la América del Norte; aquellos combates encarnizados que sostuvieron los primeros pobladores con las tribus indígenas: aquellos cuadros de la lucha americana para hacerse independiente de la Inglaterra. En lo que sobresale más Cooper es en la pintura de escenas marítimas, y esto no puede menos que arrebatar la atención, y hacer pasar alegremente las horas de ocio.

Ya que se ha tratado de lectura, es indispensable recomendar a nuestras amabilísimas mexicanas la lectura de las obras de sus paisanos. En verdad son pocas hasta ahora; pero no encontrarán en ellas nada que perjudique a su moral. Las poesías de José Manuel Martínez de Navarrete y Anastasio María de Ochoa, las de José Joaquín Pesado y Francisco Ortega: los Año nuevo, El Recreo de las Familias, El Mosaico y otra porción de escritos donde podrán deleitarse e instruirse.

Los pobres y míseros escritores no tenemos otra ambición, ni otra recompensa verdadera, más que la de que las hermosas lloren, y se rían con nuestros delirios o sandeces.

Amor secreto

Mucho tiempo hacía que Alfredo no me visitaba, hasta que el día menos pensado se presentó en mi cuarto. Su palidez, su largo cabello que caía en desorden sobre sus carrillos hundidos, sus ojos lánguidos y tristes, y por último, los marcados síntomas que le advertía de una grave enfermedad me alarmaron sobremanera, tanto, que no pude evitar el preguntarle la causa del mal, o mejor dicho, el mal que padecía.

—Es una tontería, un capricho, una quimera lo que me ha puesto en este estado; en una palabra, es un amor secreto.

—¿Es posible?

—Es una historia —prosiguió— insignificante para el común de las gentes; pero quizá tú la comprenderás; historia, te repito, de esas que dejan huellas tan profundas en la existencia del hombre, que ni el tiempo tiene poder para borrar.

El tono sentimental, a la vez que solemne y lúgubre de Alfredo, me conmovió al extremo; así es que le rogué me contase esa historia de su amor secreto, y él continuó:

—¿Conociste a Carolina?

—¡Carolina!… ¿Aquella jovencita de rostro expresivo y tierno, de delgada cintura, pie breve?…

—La misma.

Pues en verdad la conocí y me interesó sobremanera… pero…

—A esa joven —prosiguió Alfredo— la amé con el amor tierno y sublime con que se ama a una madre, a un ángel; pero parece que la fatalidad se interpuso en mi camino y no permitió que nunca le revelara esta pasión ardiente, pura y santa, que habría hecho su felicidad y la mía.

»La primera noche que la vi fue en un baile; ligera, aérea y fantástica como las sílfides, con su hermoso y blanco rostro lleno de alegría y de entusiasmo. La amé en el mismo momento, y procuré abrirme paso entre la multitud para llegar cerca de esa mujer celestial, cuya existencia me pareció desde aquel momento que no pertenecía al mundo sino a una región superior; me acerqué temblando, con la respiración trabajosa, la frente bañada de un sudor frío… ¡Ah!, el amor, el amor verdadero es una enfermedad bien cruel. Decía, pues, que me acerqué y procuré articular algunas palabras, y yo no sé lo que dije; pero el caso es que ella con una afabilidad indefinible me invitó a que me sentase a su lado; lo hice, y abriendo sus pequeños labios pronunció algunas palabras indiferentes sobre el calor, el viento, etcétera; pero a mí me pareció su voz musical, y esas palabras insignificantes sonaron de una manera tan mágica a mis oídos que aún las escucho en este momento. Si esa mujer en aquel acto me hubiera dicho: Yo te amo, Alfredo; si hubiera tomado mi mano helada entre sus pequeños dedos de alabastro y me la hubiera estrechado; si me hubiera sido permitido depositar un beso en su blanca frente… ¡oh!, habría llorado de gratitud, me habría vuelto loco, me habría muerto tal vez de placer.

»A poco momento un elegante invitó a bailar a Carolina. El cruel, arrebató de mi lado a mi querida, a mi tesoro, a mi ángel. El resto de la noche Carolina bailó, platicó con sus amigos, sonrió con los libertinos pisaverdes; y para mí, que la adoraba, no tuvo ya ni una sonrisa, ni una mirada, ni una palabra. Me retiré cabizbajo, celoso, maldiciendo el baile. Cuando llegué a mi casa me arrojé en mi lecho y me puse a llorar de rabia.

»A la mañana siguiente, lo primero que hice fue indagar dónde vivía Carolina; pero mis pesquisas por algún tiempo fueron inútiles. Una noche la vi en el teatro, hermosa y engalanada como siempre, con su sonrisa de ángel en los labios, con sus ojos negros y brillantes de alegría. Carolina se rió unas veces con las gracias de los actores, y se estremeció otras con las escenas patéticas; en los entreactos paseaba su vista por todo el patio y palcos, examinaba las casacas de moda, las relumbrantes cadenas y fistoles de los elegantes, saludaba graciosamente con su abanico a sus conocidas, sonreía, platicaba… y para mí nada… ni una sola vez dirigió la vista por donde estaba mi luneta; a pesar de que mis ojos ardientes y empapados en lágrimas seguían sus más insignificantes movimientos. También esa noche fue de insomnio, de delirio; noche de esas en que el lecho quema, en que la fiebre hace latir fuertemente las arterias, en que una imagen fantástica está fija e inmóvil en la orilla de nuestro lecho.

»Era menester tomar una resolución. En efecto, supe por fin dónde vivía Carolina, quiénes componían su familia y el género de vida que tenía. ¿Pero cómo penetrar hasta esas casas opulentas de los ricos? ¿Cómo insinuarme en el corazón de una joven del alto tono, que dedicaba la mitad de su tiempo a descansar en las mullidas otomanas de seda, y la otra mitad en adornarse y concurrir en su espléndida carroza a los paseos y a los teatros? ¡Ah!, si las mujeres ricas y orgullosas conociesen cuánto vale ese amor ardiente y puro que se enciende en nuestros corazones; si miraran el interior de nuestra organización, toda ocupada, por decirlo así, en amar; si reflexionaran que para nosotros, pobres hombres a quienes la fortuna no prodigó riquezas, pero que la naturaleza nos dio un corazón franco y leal, las mujeres son un tesoro inestimable y las guardamos con el delicado esmero que ellas conservan en un vaso de nácar las azucenas blancas y aromáticas, sin duda nos amarían mucho; pero… las mujeres no son capaces de amar el alma jamás. Su carácter frívolo las inclina a prendarse más de un chaleco que de un honrado corazón; de una cadena de oro o de una corbata, que de un cerebro bien organizado.

»He aquí mi tormento. Seguir lánguido, triste y cabizbajo, devorado con mi pasión oculta, a una mujer que corría loca y descuidada entre el mágico y continuado festín de que goza la clase opulenta de México. Carolina iba a los teatros, allí la seguía yo; Carolina en su brillante carrera deba vueltas por las frondosas calles de árboles de la Alameda, también me hallaba yo sentado en el rincón oscuro de una banca. En todas partes ella estaba rebosando alegría y dicha, y yo, mustio, con el alma llena de acíbar y el corazón destilando sangre.

»Me resolví a escribirle. Di al lacayo una carta, y en la noche me fui al teatro lleno de esperanzas. Esa noche acaso me miraría Carolina, acaso fijaría su atención en mi rostro pálido y me tendría lástima… era mucho esto: tras de la lástima vendría el amor y entonces sería yo el más feliz de los hombres. ¡Vana esperanza! En toda la noche no logré que Carolina fijase su atención en mi persona. Al cabo de ocho días me desengañé que el lacayo no le había entregado mi carta. Redoblé mis instancias y conseguí por fin que una amiga suya pusiese en sus manos un billete, escrito con todo el sentimentalismo y candor de un hombre que ama de veras; pero ¡Dios mío!, Carolina recibía diariamente tantos billetes iguales; escuchaba tantas declaraciones de amor; la prodigaban desde sus padres hasta los criados tantas lisonjas, que no se dignó abrir mi carta y la devolvió sin preguntar ni aun por curiosidad quién se la escribía.

»¿Has experimentado alguna vez el tormento atroz que se siente, cuando nos desprecia una mujer a quien amamos con toda la fuerza de nuestra alma? ¿Comprendes el martirio horrible de correr día y noche loco, delirante de amor tras de una mujer que ríe, que no siente, que no ama, que ni aun conoce al que la adora?

»Cinco meses duraron estas penas, y yo constante, resignado, no cesaba de seguir sus pasos y observar sus acciones. El contraste era siempre el mismo: ella loca, llena de contento, reía y miraba el drama que se llama mundo al través de un prisma de ilusiones; y yo triste, desesperado con un amor secreto que nadie podía comprender, miraba a todas las gentes tras la media luz de un velo infernal.

»Pasaban ante mi vista mil mujeres; las unas de rostro pálido e interesante; las otras llenas de robustez y brotándoles el nácar por sus redondas mejillas. Veía unas de cuerpo flexible, cintura breve y pie pequeño; otras robustas, de formas atléticas; aquéllas de semblante tétrico y romántico; las otras con una cara de risa y alegría clásica; y ninguna, ninguna de estas flores que se deslizaban ante mis ojos, cuyo aroma percibía, cuya belleza palpaba, hacían latir mi corazón, ni brotar en mi mente una sola idea de felicidad. Todas me eran absolutamente indiferentes, sólo amaba a Carolina, y Carolina… ¡Ah!, el corazón de las mujeres se enternece, como dice Antony, cuando ven un mendigo o un herido; pero son insensibles cuando un hombre les dice: «Te amo, te adoro, y tu amor es tan necesario a mi existencia como el Sol a las flores, como el viento a las aves, como el agua a los peces». ¡Qué locura! Carolina ignoraba mi amor, como te he repetido, y esto era peor para mí que si me hubiese aborrecido.

»La última noche que la vi fue en un baile de máscaras. Su disfraz consistía en un dominó de raso negro; pero el instinto del amor me hizo adivinar que era ella. La seguí en el salón del teatro, en los palcos, en la cantina, en todas partes donde la diversión la conducía. El ángel puro de mi amor, la casta virgen con quien había soñado una existencia entera de ventura doméstica, verla entre el bullicio de un carnaval, sedienta de baile, llena de entusiasmo, embriagada con las lisonjas y los amores que le decían. ¡Oh!, si yo tuviera derechos sobre su corazón, la hubiera llamado y con una voz dulce y persuasiva le habría dicho: —Carolina mía, corres por una senda de perdición; los hombres sensatos nunca escogen para esposas a las mujeres que se encuentran en medio de las escenas de prostitución y voluptuosidad; sepárate por piedad de esta reunión cuyo aliento empaña tu hermosura, cuyos placeres marchitan la blanca flor de tu inocencia; ámame sólo a mí, Carolina, y encontrarás un corazón sincero, donde vacíes cuantos sentimientos tengas en el tuyo: ámame, porque yo no te perderé ni te dejaré morir entre el llanto y los tormentos de una pasión desgraciada. Mil cosas más le hubiera dicho; pero Carolina no quiso escucharme; huía de mí y risueña daba el brazo a los que le prodigaban esas palabras vanas y engañadoras que la sociedad llama galantería. ¡Pobre Carolina! La amaba tanto, que hubiera querido tener el poder de un Dios para arrebatarla del peligroso camino en que se hallaba.

»Observé que un petimetre de estos almibarados, insustanciales destituidos de moral y de talento, que por una de tantas anomalías aprecia y puede decirse venera la sociedad, platicaba con grande interés con Carolina. En la primera oportunidad lo saqué fuera de la sala, lo insulté, lo desafié, y me hubiera batido a muerte; pero él, riendo, me dijo: «¿Qué derechos tiene usted sobre esta mujer?». Reflexioné un momento, y con voz ahogada por el dolor le respondí: Ninguno. «Pues bien —prosiguió riéndose mi antagonista—, yo sí los tengo y lo va usted a ver». El infame sacó de su bolsa una liga, un rizo de pelo, un retrato, unas cartas en que Carolina le llamaba su tesoro, su único dueño. «Ya ve usted, pobre hombre —me dijo alejándose—, Carolina me ama, y con todo la voy a dejar esta noche misma, porque colecciones amorosas iguales a las que ha visto usted y que tengo en mi cómoda, reclaman mi atención; son mujeres inocentes y sencillas, y Carolina ha mudado ya ocho amantes».

»Sentí al escuchar estas palabras que el alma abandonaba a mi cuerpo, que mi corazón se estrechaba, que el llanto me oprimía la garganta. Caí en una silla desmayado, y a poco no vi a mi lado más que un amigo que procuraba humedecer mis labios con un poco de vino.

»A los tres días supe que Carolina estaba atacada de una violenta fiebre y que los médicos desesperaban de su vida. Entonces no hubo consideraciones que me detuvieran; me introduje en su casa decidido a declararle mi amor, a hacerle saber que si había pasado su existencia juvenil entre frívolos y pasajeros placeres, que si su corazón moría con el desconsuelo y vacío horrible de no haber hallado un hombre que la amase de veras, yo estaba allí para asegurarle que lloraría sobre su tumba, que el santo amor que le había tenido lo conservaría vivo en mi corazón. ¡Oh!, estas promesas habrían tranquilizado a la pobre niña, que moría en la aurora de su vida, y habría pensado en Dios y muerto con la paz de una santa.

»Pero era un delirio hablar de amor a una mujer en los últimos instantes de la vida, cuando los sacerdotes rezaban los salmos en su cabecera; cuando la familia, llorosa, alumbraba con velas de cera benditas, las facciones marchitas y pálidas de Carolina. ¡Oh!, yo estaba loco; agonizaba también, tenía fiebre en el alma. ¡Imbéciles y locos que somos los hombres!».

—Y ¿qué sucedió al fin?

—Al fin murió Carolina —me contestó—, y yo constante la seguí a la tumba, como la habría seguido a los teatros y a las máscaras. Al cubrir la fría tierra los últimos restos de una criatura poco antes tan hermosa, tan alegre y tan contenta, desaparecieron también mis más risueñas esperanzas, las solas ilusiones de mi vida.

Alfredo salió de mi cuarto, sin despedida.

La mujer fea

Acaba de cumplir quince años la pobre Juana. Edad terrible en que la mujer sale con su corazón cándido de paloma, de los juegos inocentes de la infancia. Edad en que los primeros dolores del amor se sienten en el alma: edad en que se percibe ya el rugido de las tempestades de la vida: edad en que es forzoso que el corazón ame, que la imaginación ardiente se alimente de quimeras; edad, en fin, en que ciegos y delirantes procuramos asir ese fantasma brillante que se llama felicidad, y que desaparece con nosotros en el borde de la tumba.

¡Si vierais cómo Juana se dormía arrullada con esos ensueños dulcísimos de la juventud! Si vierais cómo en sus solitarias cavilaciones se figuraba un joven de voz sonora, de gallarda presencia, de elegantes y finas maneras, que le ofrecía su amor, su mano, su existencia, su vida… ¡Ah!, Juana lloraba de placer cuando se persuadía que podrían realizarse tan gratas ilusiones. ¡Delirios! Un día Juana se puso en pie delante de un espejo de cuerpo entero; su talle no era flexible y delicado, sino tosco y tallado, a semejanza de algunas defectuosas esculturas antiguas: su color era moreno, sus ojos pequeños y verdiosos, su frente deprimida, sus labios pálidos y regordidos, su nariz abultada y un poco torcida, su cabello negro y erizo. Cuando Juana vio tanto conjunto de fealdad, se quejó de la naturaleza, se quejó de los padres que la habían arrojado a la vida, de Dios que le había negado aun la gracia, lozanía y frescura que concede a todas las mujeres a los quince años de edad. Juana lloró de rabia, y se alejó maldiciendo al severo espejo que tan cruel desengaño le había dado.

Desde ese momento desaparecieron para siempre las ilusiones de Juana; no esperó ya ni dicha, ni amor, ni tranquilidad en su vida. —¿Habrá —decía— un hombre que me llame su Sol, su estrella, su encanto, su amor? Estas dulces palabras que enorgullecen, que embriagan a todas las mujeres, jamás vibrarán en mis oídos, jamás me amará nadie, porque… soy fea, y el ridículo, el sarcasmo, la mofa, caerán sobre mi desgraciada juventud.

Felizmente el tiempo nos acostumbra a sobrellevar las más crueles desgracias de la vida. Así, Juana, aunque siempre triste y extraña a todas las tiernas afecciones de la juventud pasaba resignada sus días. Se ocupaba, para distraerse, en todo género de quehaceres domésticos y por necesidad practicaba los ejercicios de virtud. Juana, en verdad, tenía un corazón tan hermoso, cuanto era deforme su rostro. A los veinte años Juana bordaba flores tan primorosas, que se creían que tenían vida y aroma como las naturales; trabajaba randas y calados que podrían avergonzar a los fabricantes flamencos; disponía potajes y adornaba una mesa digna de un rey; en una palabra, no había género de ocupación mujeril en que Juana no sobresaliera infinito. En cuanto a sus cualidades morales ni se diga: jamás veía un mendigo sin socorrerlo; jamás encontraba un niño desnudo sin conmoverse hasta el punto de llorar; jamás se alteraba ni aun con los criados su genio, siempre igual, siempre con una humilde y santa resignación.

Juana, pues, era un tesoro de virtudes y una alhaja que habría hecho feliz a un hombre filósofo que la hubiera adoptado por esposa; pero Juana era fea, y los hombres son todavía en este siglo poco filósofos para resignarse a vivir con un tipo de fealdad física.

Contar una a una las humillaciones y los sufrimientos de la vida de Juana, sería nunca acabar. Los espejos eran su tormento, y las modas sus crueles verdugos que sin piedad la martirizaban. ¿Cómo ponerse un vestido de gros azul claro sobre un pecho color de aceituna? ¿Cómo adornar con papalinas y fígaros, una cabeza redonda y cubierta de un escaso pelo grueso? ¿Cómo poner sobre una frente llena de pecas y de paño, esos lindos pajaritos de oro y diamantes? Juana, en fin, tenía que renunciar a esos adornos tan graciosos, que tanto realzan la hermosura de las jóvenes, y reducirse a usar un vestido modesto y de color oscuro. Esto es un tormento tan cruel como el de Tántalo.

Y no se crea que esta modestia en el vestido la ponía a cubierto de sus padecimientos. En los teatros si la miraban creía con fundamento que era para criticarla; en las tertulias no la sacaban jamás a bailar si no era para completar unas cuadrillas; en la calle en lugar de escuchar esos rumores que arranca la hermosura a un corrillo de jóvenes, llegaban a sus oídos las palabras de fea, insufrible, espantosa. ¡Oh!, éste es un infierno para una mujer.

Y amar con vehemencia, y sentir dentro del pecho latir agitado el corazón, tener esa necesidad imprescindible de ser comprendida y escuchada por un hombre… y no tener más que la befa, el desprecio, el aislamiento en tomo de la vida. Ser virtuosa, sincera, amable, cándida, y no ser amada porque faltaron ciertas proporciones en la fisonomía, porque el rostro es moreno en vez de ser blanco y nácar; porque el cuerpo es tosco y encorvado, en lugar de ser flexible y airoso; porque los pies no son pequeños, ni las manos torneadas. ¡Oh!, pobre Juana, le hubiera valido más morir en el vientre de su madre.

Nadie quería a Juana, la amistad y el amor eran sentimientos que abrigaba el corazón de la pobre criatura; pero que nunca había visto correspondidos ni pagados. Sólo su madre depositaba alguna vez un beso en la marchita frente de su hija, y le decía:

«Dios te bendiga y te guarde, mi linda hija». Juana lloraba entonces de ternura, y era éste un momento de placer, vivo, refulgente, hermoso, que como un lampo de luz cruzaba por una existencia oscura que había proscrito la sociedad con su terrible e injusto anatema.

La edad fue amortiguando, como era natural, los sentimientos y las pasiones de Juana. Cuando era anciana servía y amaba a Dios, que es el único ser a quien podemos acogernos cuando el mundo nos abandona y nos rechaza. En la tranquilidad que proporciona la virtud, encontró la compensación de los padecimientos de su juventud: y al fin murió y subió a la mansión donde no hay deformidades ni imperfecciones físicas.

El mundo, como acostumbra, le hizo justicia después de su muerte. Muchos de los que insultaron su juventud, decían: «¡Pobre Juana! Era la mujer más virtuosa de la tierra».

Ligeros apuntes sobre la coquetería

Primera conversación

Entre las poquísimas amistades femeninas que cultivo, cuento la de doña Susana. Es una mujer que raya en los cuarenta años; de tez fresca, de proporciones mórbidas, y de facciones expresivas, que anuncian que en sus tiempos juveniles fue una de esas magníficas y espléndidas bellezas que traen a los pobres hombres al retortero. Doña Susana, además, es una mujer de genio amable, de talento claro, y de un gran mundo. Sabe todas las anécdotas escandalosas de la alta sociedad, y las refiere con mucha gracia y sal; tiene relaciones con las niñas que comienzan a florecer, bellas y cándidas en la vida, y le cuentan sus cuitas de amor, y le piden, como tímidas palomas, consejos para librarse de los hombres milanos. Los hombres corderos también le refieren sus historias; y ella, amable y compasiva como una hermana de la caridad, les da preservativos para que liberten a su corazón de las uñas de las mujeres buitres. Ya ven, lectores y lectoras, que mi buena amiga doña Susana es una de esas joyas exquisitas que es menester apreciar debidamente.

Como decía: una que otra vez, cansado del fastidio y monotonía de una vida sedentaria, me dirijo a casa de mi amiga, y allí hablamos largamente de nuestra sociedad moderna, y nos alimentamos de ese suave y delicioso manjar que se llama crédito público, y que es el maná de todos los concurrentes a los teatros, a los toros y al café del Progreso. Resulta de estos inocentes entretenimientos, que suelo dejar en casa de Susana algunas de las pocas ilusiones que han quedado a mi corazón, y que salgo más fastidiado y más molesto que lo que entré. Por ejemplo, le hablo a doña Susana, con entusiasmo, de Pepita Recorte; doña Susana sonríe, y me cuenta una anécdota secreta de amores, y adiós ilusión por la virtud de las niñas.

No obstante, algún provecho saco de sus conversaciones, y día llegará en que cuando mi amiga doña Susana y yo cerremos el ojo, vea la luz pública unas memorias sobre la sociedad contemporánea, que sin vanidad podrán arder en un candil.

—Usted, señor Yo, me dijo un día doña Susana, ¿parece que quiere escribir algo sobre el matrimonio?

—Sí, señora; pero tanto hay que decir sobre esto, que juzgo que será menester formar, no un artículo aislado, para que ocupe lugar en la parte de variedades de un periódico, sino una obra de dos o más tomos.

—Con efecto, mucho hay que hablar sobre la materia, mas sería oportuno que dedicara usted un capítulo para declamar contra la coquetería, pues a fe de Susana, creo que no hay cosa que perjudique más a las mujeres y a los hombres.

—Por mi parte, señora, estoy resuelto a escribir no sólo sobre la coquetería, sino hasta sobre la lengua chinesca, que jamás he oído hablar; pero a mi modo de ver, la coquetería (cuya palabra no es muy castiza por cierto) es el arte que tienen las mujeres para realzar los atractivos de la hermosura; para dar más viveza a ese sentimiento indescriptible que se llama amor.

—Muy dueño es usted de creer lo que le agrade; pero si quiere atender a mis explicaciones sobre esta materia, le servirán acaso para formar algunos apuntes y publicarlos el día menos pensado, porque usted tiene furor de publicar cuanto se le viene a las mientes.

—No se equivoca usted, señora.

—Pues señor, en mi juicio la coquetería puede dividirse en dos clases. La primera es, aquel instinto natural que tienen las niñas cuando salen de la amiga o del convento, y que las obliga sin pensarlo a buscar los más elegantes adornos para el peinado, los más bonitos colores para los vestidos; todo con el fin inocente de agradar a los que las ven, y oír murmurar en los corrillos y salones las dulces y mágicas palabras de bonita, encantadora, celestial.

—¿Cómo le parece a usted que llamemos a esto? —le interrumpí.

—Coquetería instintiva.

—Cabal.

—La segunda, que llamaremos coquetería meditada —prosiguió doña Susana— es aquel deseo de parecer bien; pero con el doble objeto de satisfacer un orgullo ilimitado, y herir, destrozar y derribar adoradores con la magia de la belleza, con el atractivo de las sonrisas, y con el fuego de las miradas, a la manera que un fiero conquistador derriba, hiere y mata a sus enemigos en un campo de batalla. ¡Desgraciados los hombres corderos, que arrastrados de su entusiasmo concurren a esta terrible lucha! Corazones desangrados, ilusiones desvanecidas, esqueletos pálidos, y enfermos de amor, son los trofeos que vagan en tomo de una coqueta, que con la alegría en los ojos y la sonrisa en los labios mira satisfecha llorar, arrastrarse a sus pies, morir de rabia y de dolor a sus infelices víctimas.

—Muy cruel es la coquetería meditada, mi querida Susana, y no veo que pueda resultar gloria a ninguna mujer, de marchitar tantas esperanzas, de deshojar las flores nácares y lozanas del corazón, de hacer verter a los pobres hombres corderos tantas lágrimas, que caen en la esterilidad y la indiferencia del corazón egoísta de una coqueta.

—¿Qué quiere usted? Éstas son las anomalías que se ven en el mundo, y cuya explicación es tan difícil hallar, como hacer oro con los rayos del Sol. Aconséjole, pues, que tenga mucho cuidado, pues ustedes, escritorzuelos, que se vanaglorian de tener mundo y de adivinar los sentimientos del corazón de la mujer, caen redondos en la trampa cuando menos lo esperan: mas oiga usted la confesión franca y sincera de mis faltas, y encontrará el retrato de una coqueta.

Tenía quince años: mi corazón estaba todavía virgen; pero la coquetería instintiva hacía que riñera al zapatero, porque el zapato tenía la pala más o menos ancha, y a la lavandera, porque el olán del vestido no estaba bien lavado, ni encarrujado con esmero: pasaba horas enteras en el tocador, poniendo ya un ramo en mi peinado, ya una flor en mi pecho, ya un dije o un fistol en las trenzas, ya un collar en el cuello: me lavaba el rostro con aguas aromáticas; esparcía aceites y bálsamos en mi cabello; y cuando la toilette, como dicen hoy, terminaba, me ponía delante de un espejo de cuerpo entero, y contemplaba con orgullo mi fresca tez de rosa, mis ojos negros y rasgados, mis dientes blanquísimos, mi cuello terso de alabastro, mi delgada cintura y mi pie pequeño, calzado con un zapato de raso negro. Satisfecha de mí misma, y preocupada, salía al balcón, pensando en que cada hombre que pasara exclamaría por fuerza: «Qué hermosa es». No me engañaba, pues cuantos transitaban por mi calle alzaban la vista, y cuando habían andado dos cuadras, no podían menos de voltear la cara y dirigirme una última mirada, que sin duda quería decir: «Aquí, en mi corazón, va grabada tu imagen».

Hasta aquí todo era un recreo pueril, si se quiere, pero inocente; pues sin remordimiento ni pena me acostaba en mi lecho, y me dormía arrullada por la grata satisfacción que causa el ser el objeto de la admiración de los demás.

Poco a poco me fueron naciendo vehementes deseos de saber asertivamente cuántos eran los que se interesaban vivamente por mí, y ya se figurará usted que para esto sobran oportunidades a una muchacha. Una tarde me dijo Antonia, criada joven, vivaracha y de toda mi confianza, que un señor le había prometido darle una carta para mí.

—Tráemela, le respondí sin decirle que yo estoy de acuerdo: nos divertiremos.

A la noche me entregó Antonia, no sólo una, sino ocho cartas a un tiempo. ¡Qué risas! ¡Qué burlas a los pobres autores de las epístolas! Ja ja; Antonia, éste se quiere matar si no le correspondo; el otro me amenaza con que buscará un tabardillo en la mar; el tercero es más respetuoso, dice que me amará eternamente, y que si yo no le amo se conformará con ser mi amigo; el cuarto quiere que le envíe un rizo de mi pelo; el quinto, me manda una sortija dentro de la carta, y dice que se casará conmigo dentro de ocho días, si yo consiento; el sexto es un necio, ha copiado su carta de un libro; el octavo, ¡qué horror!, me da una cita, y agrega que se subirá por el pie de gallo del farol de la calle, y…

—Pero ¿qué hacemos señorita? —me preguntaba Antonia.

—Lo vas a ver —le contesté—: ocho amantes es muy poco: quiero tener veinte, treinta, cuarenta; pero no de la calaña de estos pobres diablos, que sólo estrenan un frac el día de su santo, y que van al paseo a pie dando tumbos y saltos por el lodo; no de estos hombres pacatos y oscuros, que no los conoce nadie, sino de esos jóvenes ya corridos de mundo, que visten elegantemente, que van a caballo al paseo, y que tienen ya experiencia y…

—¿Pero a éstos qué se les dice?

—Lo vas a ver. Tomé la pluma y escribí. «Señor. Nunca le he dado a usted motivo para que se tome la libertad de dirigirme una carta, mas ya que la criada me forzó a recibir la de usted, le manifiesto que pierda toda esperanza de conseguir mi correspondencia y cese en sus instancias que me son demasiado molestas». Mira, Antonia, copia siete cartas iguales a ésta, y repártelas a los pretendientes.

Antonia, con su mala letra y peor ortografía, copió mi severa carta, y al día siguiente repartió siete iguales. Todas estas conferencias eran en el silencio de la noche, y cuando mi familia me creía gozando de un sueño tranquilo e inocente. La coquetería estudiada comenzaba a aparecer en mí.

Desde entonces pasaba horas enteras delante del espejo, no arreglando mi peinado, ni entallándome el traje, sino ensayando el modo de sonreír y de mirar, colocándome en posiciones voluptuosas y académicas. Ya me reclinaba muellemente en el sillón, con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, y los ojos entre lánguidos y dormidos; ya me colocaba enhiesta y con semblante orgulloso; ya procuraba dar a mi rostro un aire de melancolía, y al descuido arreglaba mi traje, de manera que el pie, y una pequeña parte de la pierna, quedara visible; ya en fin, me ponía en pie y estudiaba la manera con que debía andar, sentarme, y dar vuelta. Quien me hubiera visto, habría dicho que era una loca: era simplemente una coqueta, y todo va a dar allá.

No crea usted que había nacido en mi corazón ese sentimiento puro y celestial, que se llama amor; por el contrario, mi deseo era brillar solamente, arrebatar la admiración de los hombres, y tener un gran número de amantes para despreciarlos a todos, para divertirme con sus necedades, para reírme a carcajadas cuando los veía firmes y constantes, sufriendo recios aguaceros embutidos en el umbral de una puerta, frente de mi balcón. Sin embargo, les otorgaba de vez en cuando alguna recompensa; por ejemplo, un saludo expresivo en el paseo, una mirada, una seña, una sonrisa, una tos, cualquier cosa: el caso es que llegué a contar hasta treinta, y entonces pensé seriamente en fijarme en el que me pareciera menos malo.

Un joven pálido, de porte serio, de andar mesurado y de agradables maneras, fue el preferido. Conocía yo que el pobre diablo me adoraba con delirio; nunca me había escrito; nunca me había hecho una seña, ni dirigido una palabra en la calle, o al entrar a la iglesia o al teatro; pero cada vez que me veía observaba yo que se demudaba, que casi vacilaba y quería caerse, y una que otra vez vi también, que al disimulo enjugaba una lágrima que rodaba por sus mejillas. Tímido hasta el extremo, como verdadero amante, no se había atrevido a tentar ningún medio para manifestarme su cariño de una manera más terminante; pero Antonia se encargó de esto, y de facto a los tres días tenía yo en mi poder una carta suya, sencilla, pero tierna y elocuente: se conocía que el infeliz muchacho la había escrito con el corazón. Se la contesté haciéndole concebir algunas esperanzas, y me respondió otra llena de tanta ternura y emoción, que estuve a punto de que se me saltaran las lágrimas. Para no fastidiar a usted le diré, que al fin de un mes nuestra correspondencia estaba perfectamente arreglada, y que ya le había concedido una entrevista, en la que por cierto no pudo decirme ni una sola palabra; pues su pecho se comprimió, y se soltó llorando como un niño de la escuela.

Con esto, y estas muestras evidentes de amor, en el fondo de mi corazón no correspondía francamente a su pasión vehemente y generosa, y sólo cultivaba yo este amor como un ensayo para cerciorarme del poder y tiranía que ejerce una mujer en el corazón del hombre. ¿Pero, cree usted que acostumbrada a tener tantos amantes, me contentara con quedarme con sólo uno? Eso me hubiera parecido tan horrible como hallarme sola en un desierto de Arabia. Así pues, no dejaba de emplear mis atractivos naturales y mis ensayos cómicos para conservar un cierto círculo de vasallos, de que yo era la reina. De uno recibí algunas cartas; a otro le di un rizo de mi pelo; al de más adelante le permití que conservara un guante; al otro, que me seguía en la calle, no le reclamé la liga que se me cayó, y él se apresuró a levantar. Antonia fomentaba estas intrigas; y yo, descuidada del porvenir, y divertida y engolfada con este género de vida, no me acordaba ni de Dios, ni de mi familia, ni del mundo que me observaba.

Este estado de cosas no podía durar mucho tiempo, y debe usted figurarse que tantas prendas amorosas como había yo repartido, habían de servir para ponerme en un conflicto.

Era una noche: me hallaba yo en uno de esos bailes espléndidos, en que los acentos de la orquesta entusiasman, en que la luz de la esperma parece que aviva los deseos de nuestro corazón; en que el ambiente de aromas y de rosa que se respira, embriaga y comunica a los sentidos cierta voluptuosidad indefinible. Hubiera querido tener diez existencias para darlas a mis diez amantes; pero era una sola mujer, y deseaba contentarlos a todos; esto era imposible. Bailé con uno, estreché la mano de otro, y me sonreí con dos; di una cita a Perico Centinela; convidé a Juan Bodoque para que me acompañara a casa, y… pero cuando más contenta y complacida estaba, reclinada en un sofá, en una de las piezas solas de la casa, meditando en el poder de mi hermosura se apareció delante de mí la figura pálida de Arturo, y me presentó su mano, de donde goteaba sangre.

—¡Arturo! ¡Arturo! —exclamé temblando de terror—, ¿qué es eso?

—Nada, señora, me contestó con voz ronca, un pequeño rasguño que me ha dado uno de los mil amantes que usted tiene.

—¡Arturo!…

—Señora; pero la sangre que destila de la mano nada vale: es al fin de un miembro que no es esencial para la vida; pero cuando destila sangre del corazón, entonces no hay remedio, es menester morir.

—¿Cómo, Arturo, estás herido? —exclamé arrojándome a él, y buscando entre su camisa y corbata la herida.

—Valía más señora —me contestó con voz más fuerte, y rechazando mi mano—. Vos sois la que habéis herido mi corazón, la que en una sola noche le habéis quitado cuanta sangre, cuantas lágrimas, cuanta vida tenía.

Yo iba a hablar; pero Arturo me lo impidió.

—Todo lo sé, señora: tenéis diez o más amantes a un tiempo, y me habéis tratado como un niño, engañando un amor, traicionando mi buena fe; secando mi corazón y… Susana, Susana, continuó con la voz ahogada, ¿por qué me habéis engañado? ¿Qué mal os he hecho para que así me castiguéis?

Yo, recurriendo a mi coquetería, prorrumpí en mil excusas; pero Arturo me arrojó un paquete de cartas, y dijo: —Adiós, Susana, adiós: quiera el cielo que nunca te engañen vilmente como tú me has engañado a mí. Apenas salió Arturo, cuando Perico, que era un libertino, entró, y antes de que yo pudiera ocultar el paquete de cartas, se apoderó de él, y tirándome a la cara el rizo de pelo que yo le había dado, me dijo: —Así se vengan las infamias de una mujer coqueta. Estas cartas serán leídas en los corrillos de los cafés, y mucho vamos a reímos a costa de usted.

—Perico, por piedad, no sea usted cruel, no me deshonre.

—Usted sola se ha deshonrado —me contestó secamente, volviéndome las espaldas.

Caí en el sofá anonadada, como si un rayo hubiera tronado en mis pies, y sólo me sacaron de mi enajenamiento las fuertes exclamaciones de Juan, que me llamaba vil, infame, perjura; pateaba el anillo, y cerrando los puños me amenazaba. El miedo me dio fuerzas, y volando me dirigí a la sala del baile.

No pasó mucho sin que cada amante contara la aventura del baile: mis cartas se leyeron en los cafés, y de boca en boca se repetía esta cruel palabra: «Es una coqueta».

Al día siguiente de esta fatal noche me asaltó una violenta fiebre, y no volví a saber de mí hasta los siete días, que merced a los cuidados de mi familia me restablecí en breve.

Segunda conversación

Pocas de las lectoras que hayan meditado con detenimiento en el capítulo anterior, habrán dejado de pensar lo que yo, cuando me retiré de la casa de doña Susana; a saber, que una mujer cuando extravía su juicio, cuando abandona la senda que marcan la moral y la religión, recibe al fin el castigo merecido por sus errores. ¡Qué suplicio más cruel para una joven bella, y acostumbrada a dominar con una sola mirada a los hombres, que el que éstos la insulten groseramente, y publiquen sus defectos! ¡Qué humillación más terrible puede sufrir, que la de verse de improviso privada de las dulces y sinceras comunicaciones que proporciona un casto amor!

El recuerdo solo de estos dolores vagos ya, y adormecidos con el tiempo, hizo derramar lágrimas a Susana, y no tuve valor para decirle que continuara su conversación. Al día siguiente, deseando que terminara su interesante historia, volví a su casa, y ella prosiguió en estos términos:

“Apenas me restablecí de mi enfermedad, cuando seriamente dije a mi madre que deseaba entrar en un convento. Mi madre, aunque ignoraba la verdadera causa, sospechó fácilmente, que esta resolución provenía de alguna desgracia amorosa, que seguramente no podría aliviar la vida solitaria y aislada de las monjas; sin embargo, yo insistí; pero felizmente se opuso a esto toda mi familia, y tuve que resignarme. Quedó en mi corazón un vacío tan grande, sentía en todo mi ser moral un disgusto tan indefinible, que nada bastaba a remediar. Sentía mi existencia sola y abandonada, y al pensar que un hombre sincero, leal y honrado, me podía dar la felicidad que buscaba, lloraba amargas lágrimas. ¡Lágrimas estériles que nadie se atrevía a enjugar!

Este estado fatal de mi alma, duró mucho tiempo: aislada y sola, sin tener a quién quejarme, pues Antonia, confidente de mis errores, se había marchado de mi casa y contribuido a desacreditarme, como lo hacen todas las criadas: pasaba los días entregada a la melancolía, y las noches llena de insomnios y de fatales pesadillas. ¡Con qué envidia miraba yo a esas parejas de amantes, felices y tranquilas, que parece que comunican dicha y bienestar a cuanto los rodea! ¡Con cuánta tristeza contemplaba a esas niñas, de cándida alma y de virtuoso corazón, que no dejándose dominar por la moda, ni vencer por el atractivo de unos goces efímeros y pasajeros, conservan el amor de un solo hombre en su corazón, y se atavían, y se ponen espléndidas y bellas para complacer al único objeto de sus pensamientos!

No juzgue usted que me faltaban amantes que rondaran mi calle y me dirigieran cartas; pero yo no admitía ninguno de estos obsequios, y sólo veía con alguna satisfacción, pasar todos los días a cierta hora, a un joven de buen parecer y vestido brillantemente. Sin quererlo, me ponía detrás de la vidriera diariamente, y esperaba con impaciencia la hora en que debía pasar. Si algún día no pasaba, como de costumbre, me ponía de mal humor, reñía con los criados, y no comía ni podía dormir con sosiego.

Una vez que fui de visita a una casa, él estaba allí. Luego que lo vi, sentí un trastorno general en los nervios, me puse pálida, y tuve que decir que un desvanecimiento me había acometido. Al retirarme de la visita, se ofreció Alberto (que así se llamaba) a conducimos a casa. Dio a mi madre un brazo, y a mí otro. Cuando el brazo de Alberto estrechaba dulcemente el mío, un calosfrío discurría por mi cuerpo, sentía que el calor de ese brazo querido era el calor de mi alma y de mi corazón. Alberto me dirigió algunas palabras, a las cuales no pude responder, a causa de la turbación que me producía ese enajenamiento, ese éxtasis amoroso en que me hallaba. ¡Oh, qué hermoso, qué sublime es amar así, con el corazón, con el alma, con todas las fuerzas físicas y morales de nuestro ser! Mientras me duró la compañía de Alberto, me creí arrebatada a otra región superior, y sentí placeres de esos vivos, ardientes, desconocidos, que no pueden expresarse en ningún idioma del mundo, y que se experimentan poquísimas veces en el curso de nuestra vida. Preocupada con estas ideas llegué a mi casa, me quité el vestido de seda, y cuando al soslayo vi reflejar en el espejo mi imagen en un sencillo desabillé, cuando observé que mis pies no habían perdido su fina construcción y pequeñez; que mi seno estaba aún mórbido, y brillante y blanco como el alabastro; que en mi rostro, aunque pálido y un tanto extenuado, brillaban dos ojos negros y expresivos; un rayo de esperanza alumbró mi espíritu, y dije para mí: Aún soy bella, y Alberto puede amarme.

Metíme en la cama, y apenas puse la cabeza en la almohada, cuando la lánguida y casi mortesina luz de la veladora; el silencio que sólo interrumpía una que otra mosca descarriada, me despertaron otra clase de pensamientos. ¿Alberto me amaría? El haberme acompañado a mi casa, ¿debía atribuirlo a un acto de política, o a un interés que Alberto tenía en mí? Las palabras que me dijo en la calle, ¿se las dictaría su corazón, o serían esas galanterías vagas que los hombres dicen a todas las mujeres? Estas dudas crueles me atormentaban, y cuando pensé que podría no ser amada de Alberto, y que sin embargo necesitaba para mi dicha, para mi tranquilidad, para mi existencia, este amor, estuve a punto de saltar del lecho, gritar, correr y golpear mi frente contra las paredes. Al fin el sueño alivió algún tanto este vértigo; pero fue de esos sueños inquietos, en que ni se vela ni se duerme, y que en lugar de mitigar los dolores, aumentan los sufrimientos físicos y morales.

Al día siguiente me vi al espejo: estaba como si me hubiera levantado de la tumba.

Tenía la esperanza de encontrar a mi Alberto en la visita, lo que en efecto sucedió a cabo de algunos días. Volvió a ofrecernos su compañía, y al darme la mano para bajar la escalera, deslizó entre mis dedos un papelito. Maquinalmente lo tomé y lo oculté en mi seno. Luego que llegué a mi casa, me encerré en mi alcoba, y abrí temblando la carta. ¡Oh Dios mío! Era una carta de pocos renglones; pero tierna y expresiva. Alberto me amaba; Alberto había escrito con su misma mano el billete. ¡Oh! Enajenada de placer y de gozo, besé mil veces la carta; la leí una, dos, tres veces; la regué con mis lágrimas; la puse contra mi corazón. ¡Oh!… ¡Qué locuras!

Nuestra correspondencia se arregló perfectamente, y aun teníamos largas horas de conversación en la visita consabida. Alberto era cada vez más fino y más cumplido conmigo, y yo era feliz, muy feliz.

Una noche invitaron a mi madre a concurrir a un baile. Desde la aventura que referí a usted en mi conversación anterior, había concebido una especie de horror por este género de diversiones; así es que me resistí a ir, temiendo por otra parte que esto disgustara a Alberto. Mi madre se empeñó, y yo condescendí por darle gusto. Era el baile, aunque en una casa particular, bastante espléndido; así es, que luego que la música comenzó a tocar unas cuadrillas, y los concurrentes a animarse, se disipó mi mal humor. A poco rato divisé a Alberto entre un grupo de jóvenes, y esto colmó mi alegría. Alberto bailó conmigo, se rió, y estuvo afable; y yo pasé más de la mitad de la noche enajenada de placer.

—Mucho ha bailado usted, señorita —me dijo un joven sentándose a mi lado.

—Sí, señor —le contesté secamente; pero él, a pesar de esto, continuó dirigiéndome la palabra.

—¿Sabe usted, señorita, que a pesar de haber multitud de jóvenes en esta sala, usted es la más bella de todas?

Yo no le contesté, y volví la cara a otro lado; mas el insufrible charlatán continuó:

—Todos dicen que Adelina es la más guapa y linda de todas; pero yo insisto en afirmar que usted es la reina del baile. Mire usted, qué orgullosa y qué pagada de sí misma va la tal Adelina.

Volví el rostro por curiosidad, y vi que Alberto daba el brazo a una criatura de blanca frente, ojos de estrella, hermosa y fantástica como una maga. El abanico se me cayó de las manos, una nube turbó mi vista, y la sala toda me pareció que giraba en una danza infernal.

El galán que estaba a mi lado alzó mi abanico, y con una sonrisa expresiva me lo dio, diciéndome: —¿Se halla usted mal?… ¿Algún accidente?…

—No es nada, caballero —le contesté aparentando mucha calma—, pero, dígame usted, ¿quién es esa Adelina?

—¡Toma! ¿No la conoce usted? Pues es una muchacha muy fastidiosa, muy presumida, muy insufrible, que va a casarse con Alberto Segura, que es ese joven que la conduce…

—¿A casarse? —interrumpí yo.

—Y muy pronto; ya las diligencias están practicadas, y pronto…

—Es imposible contesté yo, disimulando cuanto fue posible mi emoción.

—¿Por qué ha de ser imposible?

—Porque yo sé que ese caballero, Alberto, tiene otra muchacha.

—¡Ah! ¡Ah! Ya caigo, me contestó con risa insolente; ésa es una coqueta de quien él se quiere vengar… Ésa debe ser aventura curiosa.

La sangre me subió al rostro. Ardía en cólera, rabiaba de celos. El joven charlatán se apartó riéndose de mi lado, y se puso a charlar con un grupo de elegantes.

En cuanto la oportunidad me lo permitió, tomé a Alberto de una mano, y lo arrastré a una de las piezas solas.

—¡Alberto! —le dije con una voz melancólica—, ¿es verdad que me has traicionado?

Alberto me miraba fijamente sin responderme.

En este momento se presentó ante mi imaginación la figura pálida y convulsa de Arturo, como la imagen de un remordimiento.

—¡Alberto! ¡Alberto! —exclamé llorando—. ¿Es cierto que me has traicionado? ¿Que te vas a casar con otra?

—Señora —me contestó con voz hueca y sepulcral—: tenía yo un amigo que os amó con todo su corazón, con toda la fuerza de su alma juvenil. En una noche como ésta, en que estabais embriagada con el placer del baile, llena de aromas y de brillantes, vino ante vos el pobre muchacho, desolado, agonizante, a pediros una palabra, una mirada que le diera la vida; pero vos, teníais muchos amantes, y un corazón de coqueta, insensible, frío, y lo dejasteis partir sin una palabra de consuelo. Arturo, sin gusto, sin esperanza, con el corazón comprimido y doliente, se marchó de México, y se hizo matar en la guerra.

—Piedad, Alberto, piedad —exclamé arrojándome a sus pies, y bañando sus rodillas con mi llanto.

—Levantad, señorita, y concluyamos. El pobre Arturo era mi amigo, y juré vengarlo. ¿Comprendéis ahora?

—¡Eso es una infamia, Alberto!

—Ponedle el nombre que queráis.

—¡Alberto!

—Os aborrecía con todo mi corazón: en este momento os compadezco; pero nada puedo hacer por vos. Adelina, esa criatura de corazón virgen, de alma sencilla, que pronto ha de ser mi mujer, me aguarda para que la acompañe a su casa. Adiós, señora.

Alberto me volvió las espaldas.

—¡Susana! ¡Susana! —exclamé yo—. ¿Y vivís aún? ¿Y estáis tan alegre?

—¿Qué quiere usted? —me contestó enjugando con su pañuelo una lágrima que temblaba en sus párpados—; el tiempo va cicatrizando poco a poco las heridas del corazón; pero os explicaré el sistema que después he seguido.

—Hablad.

—Cuando recibí este golpe terrible, una segunda enfermedad me asaltó; pero extenuada y débil como estaba, me encerré en un convento; y allí, en la soledad del claustro, lloré amargamente, ante los pies del Salvador, mis errores pasados. Después de un año, mi madre murió, y me dejó dueña de una fortuna inmensa. Ya más resignada, salí del convento, y he vivido en el mundo, admitiendo la amistad de cuantos hombres me la conceden; pero rehusando siempre el amor de todos. Así he logrado vivir tranquila.

—Pero no feliz —le interrumpí.

—Es verdad, no soy feliz —me contestó.

Creo que la segunda conversación de doña Susana no necesita comentarios. ¡Cuidado con la coquetería, niñas!

Entretenimiento literario sobre el amor, que dará mucho que reír a los hombres serios, que criticar a los literatos y que pensar a los enamorados

I. Prólogo


Queda expuesta la diligencia con que he
procurado dar más realce a esta edición, tarea
que no es de corta entidad, atendido el débil
estado de mi cabeza.

PREFACIO DE UN LIBRERO
 

Suelen encontrarse en las grandes exposiciones de los cuadros de los artistas más célebres del mundo algunos bocetos imperfectos colocados tal vez para llenar el lugar o para perpetuar por medio de la pintura un pensamiento que pudo haber sido grande si el autor hubiese tenido poder para desenvolverlo. Así caerá mi discurso después de que el público ha oído tratar por vosotros materias científicas de la más alta importancia.

¿Un discurso de amor en el Ateneo? ¿Un discurso de amor arrojado al seno de una respetable corporación donde se hallan reunidos los mejores talentos de la República? Confieso, señores, que esto puede dar materia para reír, y a no ser porque el amor es un asunto que entra en el campo vastísimo que llamamos amena literatura, jamás me habría atrevido a tratar una materia, que aunque importante, ha sido tocada de diversos modos desde los tiempos más remotos e inmemoriales: ¡qué digo!, desde que el hombre fue colocado en este triste valle de miserias.

Veo, señores, que por más gravedad que procuréis tener; por más que parezcáis ocupados de los arduos negocios de la política; de los vastos cálculos de las ciencias exactas, o de las profundas investigaciones de las naturales, tenéis un corazón que late y dentro de ese corazón un sentimiento grande, infinito, incomparable, que se llama amor. Así, aguardo que me escucharéis con indulgencia.
 

II. Invocación


Decid, celestes potestades, dónde
encontraremos un amor semejante.

MILTON
 

¡Sentimiento purísimo y santo que inspiraste a Tasso y a Petrarca, que hiciste cantar a Milton y arrancaste del arpa de Lord Byron esos sonidos atrevidos y que han vibrado por todo el mundo intelectual: sentimiento celeste que suspiras en la lira de Lamartine y desciendes al corazón de Chateaubriand, ven un momento con tu «séquito inmenso de ilusiones», con tus armonías, con tus sonidos misteriosos, con el prestigio de tus recuerdos a inspirar al mísero prosista que quiere demostrar que tú, amor, riges y gobiernas los destinos de los hombres!

III. Cuadros de la galería humana


El instinto en todos los tiempos ha hecho al
hombre imitador: La variedad de las formas
y de los colores, es para él una fuente
inagotable de placeres.

GIORGIO VASARI, Pintores célebres
 

El mundo, señores, no es más que una vasta galería, un inmenso salón de cuadros. Veis cuadros de magnates, de grandes señoras cubiertas de oro y terciopelo. Ésa es la aristocracia vana, lujosa y estoica de todos los lugares de la tierra. Veis algunas vírgenes llenas de belleza, de rostros ingenuos y apacibles. Son las jóvenes hermosas, nobles o plebeyas de todas las ciudades. Así los buenos pintores no han hecho más que extraer esas figuras y pegarlas eternamente a un lienzo.

Es menester, pues, que de este gran museo procuremos también extraer los cuadros, las bellas páginas que ha pintado el amor con su magnífica tinta.

IV. Amor primero


¡Oh, llama santa!, ¡celestial anhelo!
¡sentimiento purísimo!, ¡memoria
acaso triste de un perdido cielo
quizá esperanza de futura gloria!

JOSÉ DE ESPRONCEDA, El diablo mundo
 

¡Qué risueña es la primera época de la vida, qué galanos los días en que la inocencia nos cubre con sus alas de armiño, en que brilla el candor en nuestra frente, y la alegría de nuestro corazón brota las miradas ardientes y expresivas! Entonces el mundo es para nosotros un Edén, las mujeres unos ángeles, y la vida un continuo festín.

Entonces con la buena fe en los labios y con nuestro corazón de paloma, empezamos a sentir esas dulces y primeras impresiones indefinibles pero vivas; ardientes pero dulces; un instinto natural insinúa el amor en nuestra alma, y buscamos, sin saberlo, unos ojos que nos miren, una boca que nos sonría, unos brazos que ciñan nuestra frente juvenil y pura, y un corazón que responda las desconocidas y vehementes palpitaciones del nuestro.

Este amor santo y sublime, cuyos recuerdos brillantes nos acompañan toda la vida, es el que experimentó Ernesto.

Era una tarde de verano, cuando maquinalmente entró a un jardín. El cielo azul estaba tachonado de nubes de grana y oro, las rosas y los jazmines embalsamaban el ambiente, los pájaros cantaban dulcemente y las aguas del arroyo corrían con pausado y melancólico murmullo. La naturaleza toda proclamaba el amor y hacía latir fuertemente el corazón de Ernesto.

Debajo de un árbol estaba recostada una muchacha vestida de blanco y ceñida su sien de rosas. Dormía y soñaba con el amor. Era pura e inocente como Ernesto, y linda como las creaciones de la fantasía de un poeta. Sus párpados sombreados por negras pestañas caían suavemente sobre sus lindos ojos. Su boca pequeña y de labios bruñidos y encarnados estaba entreabierta y dejaba ver dos hileras de dientes blancos y parejos, y su tez ligeramente pintada de nácar, era tersa y delicada como la hojilla de la dalia.

¡Qué tranquila dormía! ¡Qué iguales eran los latidos de su pecho, qué pausada y tenue su respiración! Y debajo de aquel naranjo brillante, copado de frutos, y en medio de aquella atmósfera tan diáfana y tan perfumada, y de aquella naturaleza tan risueña, diríase que era un ángel que había dejado Dios olvidado en el Paraíso.

Ernesto había soñado precisamente una criatura así: de suerte que cuando la miró, mudo de asombro, embargada su voz con el llanto del placer, erizados los vellos de su cuerpo por un dulcísimo escozor y temblando sus miembros de susto y de temor, se acercaba dudando aún si sería un delirio de su fantasía o una mágica ilusión la que tenía delante de los ojos.

Acercóse más… Ya no podía respirar, no podía contenerse… Depositó un beso en la frente angélica de María y lloró de gozo.

María despertó, compuso las negras trenzas que caían sobre su seno de alabastro, entrelazó su cabeza con pasionarias y jazmines, y cuando vio al joven mudo y tímido delante de ella, encendiéronse sus mejillas con el pudor; sin embargo, sonrió ligeramente y concedió al joven una de esas miradas íntimas, profundas, que dicen: «He comprendido tu pasión; te amo con toda mi alma y con todo mi corazón: mi ser físico y moral se ha estremecido como el tuyo, y ambos estamos destinados para atravesar, asidos del brazo, este mar turbulento y borrascoso que se llama mundo».

V. Amor tempestuoso


¿Dónde mi dicha fue? La dulce calma
Huyó por siempre del doliente pecho,
El blando sueño abandonó mi lecho
Y el porvenir sus puertas me cerró.

A. DE C.
 

Separóse Ernesto de María cuando más la adoraba: como Emilio de su Sofía; porque sucede frecuentemente que el mundo y las exigencias sociales, pongan las más veces una muralla de bronce entre dos almas nacidas para entenderse con ese lenguaje mudo, que jamás han podido definir los retóricos y preceptistas. Una vez que esto sucedió, cambiaron absolutamente las ideas y sensaciones del joven. La naturaleza le parecía triste, la sociedad mezquina, corrompida y caprichosa y la vida una árida senda, de cuyas penalidades sólo podía desembarazarse en las puertas de la muerte. Ernesto al perder de vista aquella paloma, que como la del arca le había anunciado en los primeros días de su vida una existencia espléndida y llena de goces en un mundo bellísimo y renovado, había perdido esa dulcísima y desconocida armonía, que como un religioso concierto resonaba en su alma en aquellos días, en que el primer amor le tocó con sus alas, y en que la aurora de la vida le mostró sus colores de rosa y de oro.

Época triste que habréis experimentado, señores; aquélla en que se vive al acaso, en que se camina en el mundo sin objeto, en que se apagan las nobles inspiraciones, y en que se nulifican todas las brillantes dotes, que Dios ha puesto en la organización del hombre. Esa época de vacío, de duda, de inquietud y de fastidio, es la época en que el corazón no tiene amor.

Entonces se deja uno arrastrar por el torbellino del mundo: entonces los desaciertos se suceden diariamente, entonces el hombre como un insensato se entrega sin cálculo y sin reflexión en brazos de todas las mentirosas ilusiones que se le presentan, y finalmente, entonces, tanto desengaño y sufrimiento rompen las más delicadas fibras del corazón. Así es como se explica, por qué en cierta época de la vida, el hombre abandona sus creencias religiosas y políticas.

Vagando Ernesto en este camino de duda y martirios, tropezó una noche en una de esas magníficas orgias iluminadas por la lúbrica luz de la esperma, reproducidas por los espejos y animadas por las aromáticas exhalaciones de los licores. Todas las damas con crujientes vestidos de seda y terciopelo y adornadas de diamantes y de perlas, le parecían sorprendentes y magníficas como los cuadros que pintaba Hans-Holbein en la galería de Tomás Morus. Aquellos cuellos alabastrinos, aquellos pies pequeños con ricos calzados de seda y plata, aquellas mil huríes de ojos lánguidos que se revolvían en el baile en giros caprichosos al compás de las dulcísimas armonías de una orquesta; le parecían bellas como las mismas ilusiones del placer, fantásticas como las esperanzas de la dicha, voluptuosas como las jóvenes que rodean a Mahoma en su serrallo celestial.

¡Cómo no amar entonces, cómo no perder el juicio, cómo no dar el alma y la vida temporal y eterna por una de aquellas magas relucientes como las estrellas y poéticas como las dalias y las azucenas de un jardín!

Ernesto dobló una rodilla ante una beldad, le juró un amor eterno, se le figuró que se le habían abierto de nuevo las puertas del Paraíso, y que esta vida cansada para él hacía pocos momentos, era corta, muy corta para apurar la copa de deleites que ya tocaba con el labio.

Al día siguiente encontró a su dama con la faz marchita y rugada, con el cabello descompuesto, con el talle mal ceñido y con la indiferencia y el fastidio en sus miradas. Ésta no era por cierto la mujer que se había figurado; sin embargo, los celos y los pesares carcomieron su corazón, y a poco tiempo se cansó de amar a un magnífico busto que le pareció en un principio animado de una alma amorosa, de un corazón tierno y de una índole virtuosa. Disipáronse como el humo estos amores, porque no los animaba el candor y la inocencia, porque los dos corazones vacíos y desiertos se habían encontrado en un festín donde procuraban ahogar esos terribles e inauditos dolores de un corazón sin amor y sin fe.

VI. Amor filosófico


La vida es el amor: dulce ambrosía,
Del alma ardiente celestial beleño.

B. DE C.
 

Se ha dicho que Ernesto se separó de María; pero aquel sueño tranquilo que velaba el ángel de la inocencia, aquella tarde perfumada, aquella sonrisa y aquella mirada del primer amor, jamás pudieron borrarse de su memoria.

Ernesto había pasado por todas las inconsecuencias y contradicciones de la sociedad, que hacen que el hombre largue diariamente en el camino de la vida una ilusión de su alma y una esperanza de su corazón. No obstante, cuando se acordaba de María, entonces se rejuvenecía su espíritu, como las flores con el rocío del alba, entonces no veía el mundo vacío y desierto, entonces creía en la religión, en los hombres y en la sociedad, y comprendía que un alma capaz de tan santos y sublimes sentimientos, no podía acabar en las orillas de la tumba, y que había más allá del polvo y de la vanidad de la tierra otra existencia de amor y de ventura.

Estos sentimientos que acompañaban a Ernesto como un ángel tutelar, fueron el origen de multitud de buenas acciones. ¿Acumulaba bienes, era honrado, era virtuoso, procuraba lograr un honroso puesto social? Todo era por ella y para ella: para que aquel ángel que se le había aparecido puro, cándido y sublime en los primeros días de su juventud, fuera feliz y lo amase con todo su corazón.

He aquí, señores, cómo el amor filosófico es un manantial de virtudes y de nobles acciones.

Convencido de que esas pasiones frenéticas y tumultuosas no hacen más que clavar agudas espinas en el corazón, deseaba una mujer cuyas virtudes fueran el objeto de un respetuoso amor.

Ernesto tenía asuntos graves: era dado a las ciencias, a la política, a la literatura; pero cuando agobiado con el trabajo e incómodo con las disputas y controversias, volvía a su casa, se encontraba siempre una mano que acariciase su frente, unos dulces y negros ojos que lo mirasen con ternura, y una voz armoniosa y suave que disipase sus pesares con una sola palabra. ¡Qué le importaba a Ernesto que ese loco mundo se agitase con su pompa, sus pasiones y sus festines, si él tenía dentro de su casa un asilo escondido de felicidad, una perla encerrada en la concha, una flor en cuyo cáliz libaba la sabrosa felicidad de un amor filosófico?

VII. Amor paternal


Y la hija de mi amor, de mi ventura
Tendió sus alas y volóse al cielo.

ANÓNIMO
 

Ernesto tenía una hija, criatura linda con su cabello rizado de oro, sus expresivos ojos azules y sus mejillas rojas como el clavel. La hija de Ernesto, inteligente y poética como la Ada de Lord Byron, tenía cinco años.

Una noche la fiebre asaltó a la inocente: su frente ardía, sus pequeñitos labios quemaban: de sus lindos ojos azules apagados y moribundos se desataba una lágrima fría y temblorosa.

¿Si vierais entonces a Ernesto, al hombre filósofo, al hombre sereno en los peligros, al hombre fuerte y de espíritu enérgico? Lloraba, retorcía y alzaba sus manos al cielo, imploraba al Señor le concediera la vida de su hija, o maldecía a la suerte, al destino que le arrebataba esa pequeña sílfide que diariamente lo llenaba de besos, le estrechaba su cuello con sus delicados brazos y le decía con su voz infantil esas palabras llenas de ternura y de suavidad que los niños dicen a sus padres. Al fin la niña murió, Ernesto recogió con un largo beso en sus labios, el alma de la niña, ciñó su frente yerta con una corona de oro, cubrió el inanimado cuerpo con flores y lo depositó en una sepultura donde constantemente se le veía llorando con las últimas luces del crepúsculo o con el tibio rayo de la Luna. Vosotros, señores, habéis tenido hijos y comprenderéis el dolor que se siente cuando uno de estos pequeños ángeles se vuela al cielo.

VIII. Últimos dolores del amor


Por fin, por fin, la vida se despierta
En la faz del rendido moribundo
Y el gemido de adiós que lanzó al mundo,
Del sepulcro fatal le abrió la puerta.

G. PRIETO
 

En una estancia alumbrada por la amarillenta luz de una bujía, había un lecho: en ese lecho agonizaba una mujer: a pesar de su semblante pálido, sombreado con líneas cárdenas, de sus grandes y negros ojos fijos e inmóviles, de su cabello rizado, que en desorden caía por su cuello, se conocía que esa mujer, que iba a devorar la tumba, había sido hermosa.

Junto a este lecho de muerte, estaba un hombre sentado, cabizbajo, con los ojos anegados en llanto y presa de un profundo dolor.

Era Ernesto, que después de haber visto morir a su hija, también estaba pendiente al último suspiro de su María, de esa María a quien había amado con delirio, cuyo corazón iba a cesar de latir dentro de breve, cuyos ojos empañaban las sombras de la muerte, cuyos labios pálidos no volverían a sonreír, y cuyas mejillas lívidas no volverían a animarse con el carmín de la salud y de la vida.

En aquel momento sus primeros amores, las tempestades de su corazón, los dolores de su juventud, su felicidad doméstica, sus santas afecciones por sus hijos, todo se presentó a su mente; pero todo había pasado brillante como un meteoro y rápido como el huracán. Todo estaba próximo a desvanecerse, a convertirse en polvo, en humo, en vapor. Todo se iba a hundir para siempre en la tumba con la vida de su mujer. El corazón de Ernesto estaba desgarrado; porque los últimos dolores del amor son tan vivos como sus primeros placeres.

María murió, y Ernesto después fue un sabio: se dedicó a las matemáticas, a la astronomía, a las ciencias. Se había extinguido para siempre en su corazón el fuego del amor y necesitaba otro agente que animara su vida.

Epílogo

Muchos de los que han leído estos apuntes sobre el amor, los bautizarán con el nombre de novela: sea así. El nombre no hace al caso, con tal de que se persuadan que en Ernesto he personificado a una mayoría inmensa de hombres que pasan por esa escala. Todos los hombres tienen un primer amor en su corazón: después sufren y padecen por el amor: después gozan tranquilas delicias, después ven hundirse una a una en la tumba todas las personas que les son queridas. Después en la ciencia, en el oro, o en los vicios buscan un objeto que llene el vacío de su alma. Ésta es la historia doméstica del género humano. El amor, y siempre el amor, es el objeto principal en que se ocupa, la guía de sus hechos, la fuente de sus inspiraciones, la cadena a cuyo eslabón se unen los acontecimientos de la vida. Si los señores socios del Ateneo convienen en estas últimas razones, creo que disimularán el rarísimo giro que he dado a esta lectura y dispensarán a quien de todas maneras necesita de su indulgencia.


Publicado el 3 de noviembre de 2018 por Edu Robsy.
Leído 154 veces.