Paulina

Manuel Payno


Cuento


Se ama bien sólo una vez, y es la primera.

La Bruyère
 

La historia de Paulina es una narración sencilla, sin aventuras, sin incidentes de romance. Historia de estos tiempos en que no hay señores feudales, ni astrólogos, ni magas, ni caballeros andantes: no ofrece esa mezcla de sucesos maravillosos que turban los pensamientos domésticos de las doncellas, entusiasman a los jóvenes y hacen dormir a los viejos. Mi historia es la de una cara hermosa a quien marchitó el tiempo, la de un corazón ardiente a quien el destino arrancó las ilusiones, y la de un alma nacida para amar, que no encontró quien la comprendiera. Mi historia abraza sólo cinco años de una vida pacífica en la apariencia; pero llena de sufrimientos morales, de deseos imposibles, de esperanzas vanas, y de sueños de amor.

Pero si hubieran conocido mis lectores a Paulina cuando tenía quince años, la habrían adorado. Era una joven con una cintura de abeja, un andar airoso, un pie pulido, calzado con un zapato verde oscuro, una pierna mórbida y torneada, cuya blancura dejaba adivinar el calado de una fina media de seda… Su rostro era rosado con unas ligeras tintas de nácar en las mejillas, una sonrisa de amor en los labios, unas miradas apacibles y una frente pura y ruborosa como la de la Virgen de Murillo. No puedo decir que Paulina tuviera dos soles en lugar de ojos, ni dos rosas por mejillas, ni un clavel en vez de labios; pero Paulina era linda, sin necesidad de apelar a figuras poéticas, linda como muchas de esas jóvenes que encontráis en el teatro, en la Alameda, en los toros, en las misas, y que os quitan el sueño y las ganas de comer, y que no paráis hasta saber dónde viven, enviarles un billete, hablarles por el balcón… y… sois muy perversos, señores lectores, y adivino que os gustan tanto como a mí las que se parecen a Paulina.

Siguiendo con mi historia, prefiero que os la cuente la misma heroína, y al menos os asombraréis, como yo, de oír por la primera vez referir a una mujer sus vanidades y amores.

—Cuando tenía yo catorce años —me dijo un día Paulina—, jugaba todavía con las muñecas, hacía dulces para que elogiara mi padre mi buen gusto, y me entretenía en bordar camisitas y túnicas a un Niño Jesús de madera que había pertenecido a mi santa mamá. A los quince años el fuego de las hornillas me molestaba, las muñecas las regalé a mis amigas más pequeñas, y el Niño Jesús quedó empolvado, sin que disfrutara el gusto de ponerse otra vez sus camisas primorosamente bordadas de mis manos. Ésta es una pesada transición de la vida. Todos esos juegos inocentes de la niña, los ve la joven con desprecio y hasta con vergüenza. Afuera trastecitos de porcelana. Afuera esas muñecas de cera que no dicen palabras de amor, que no miran con ojos tiernos y apasionados, que no sonríen, y que aguantan con estoicidad nuestros caprichos de niña; pero que no responden a nuestros deseos de joven. ¡Qué tiempo tan fastidioso y tan monótono el de la niñez!, que tiene que sufrir diariamente los regaños de las maestras de la amiga, que ir a misa con su mamá, sin ver más que la casulla del sacerdote, que rezar por la noche el rosario, y que escuchar por única distracción los cuentos de espectros y fantasmas de la ama de llaves. Así pensaba yo cuando tenía quince años, y suspiré por la primera vez profundamente, no sé por qué cosa que necesitaba mi corazón y que no tenía aún.

»Un día estaba yo en el balcón de mi casa, y pasó un joven mal vestido, pálido y que parecía algo enfermizo. Cuando estuvo frente de mí, me miró con mucha ternura y se tocó respetuosamente el sombrero. Del balcón me dirigí al tocador, diciendo: pobre joven, qué enfermo parece estar, y pensando en esa figura pálida y en esa mirada ardiente y expresiva, me puse delante del espejo a peinarme. Quedéme un momento contemplando mis mejillas, tersas y frescas con los colores de la juventud, mis ojos negros y expresivos, mis dientes parejos y blancos, mi cabello delgado y castaño, y pensé allá en lo íntimo de mi corazón, que yo era una muchacha bonita, y bonita de tal suerte, que no me inspiraban celos ni envidia las jóvenes a quienes conocía y a quienes veía yo en la calle. Desde entonces pensé en comprar los más bonitos gross y musolinas para vestido, en adornar mi peinado con una flor del tiempo, en reñir al zapatero porque el calzado no estaba bien hecho, y en salir todas las tardes al balcón a recibir el saludo y la mirada de mi joven pálido. Yo lo amaba, sin saberlo, porque los días se me hacían insoportables pensando en la hora de las seis de la tarde, y en las noches involuntariamente dividía mi pensamiento entre el ángel de la guarda y el joven que me saludaba.

»¡Qué época tan hermosa la de los quince años de una mujer bonita! Sus pasos los marca con una carrera de triunfos. Por todas partes se oyen adulaciones y palabras suaves de amor. En los ojos de los hombres lee uno el amor y la admiración. En los convites todos se apresuran a obsequiar a la joven, a regalarle flores, a ensalzar su talento en la conversación, su ligereza en el baile, la armonía de su voz en el canto, la expresión de sus ojos, la dulzura de su risa… Yo, como todas las jóvenes, creía sinceras las palabras de los hombres, veía por doquier, amistad, buena fe, candor, sencillez, y bailaba, reía, cantaba y oía repetir mi nombre con entusiasmo, ponderar la pequeñez de mi pie y los atractivos de mi rostro. Era yo feliz porque mi vanidad, mi humor, mi genio alegre se halagaban con esta sociedad tan política, tan sincera y tan amena. Nada me faltaba, ni un beso que todas las noches depositaba mi padre en mi frente virginal.

»Entretanto, mi pasión por el joven pálido crecía de día en día. Era la primera figura que había visto cuando acababa de dejar las puerilidades de la niñez, la primer mirada amorosa que se había encontrado con mi mirada sencilla, la primer alma que había hablado a mi alma virgen. Lo amé con toda la pureza de una niña, con toda la pasión de una joven, con todo el fuego de ese primer sentimiento que se apodera de nuestros corazones, limpios y castos como salen de la mano de Dios.

»En este tiempo pasaban por mi calle a todas horas multitud de jóvenes, ostentando su ropa hecha a la última moda, o haciendo saltar y dar cabriolas a sus hermosos caballos. Las costureras, los lacayos, eran conductos por donde recibía yo cartas, en que me decían que era la más linda de México, la más virtuosa del mundo, y que me adorarían y consagrarían su existencia a mi felicidad. Todas estas esquelas las devolvía fríamente, porque no creía yo lo que decían, o mejor dicho, no amaba yo a sus autores, y era lo sobrado. En cuanto al joven pálido, pobre y modesto como era, tenía un placer indecible de saludarlo desde mi elegante carroza, de guardarle sus dulces y chucherías, de marcarle con mi pelo sus mascadas, y de hacer todo ese tejido de acciones inocentes que forman una existencia divina, un mundo lleno de ilusiones para dos amantes. Si esta existencia de ilusión, si esta vida de los primeros amores, si estos dulces suspiros y tiernísimas quejas y suaves consuelos de dos almas puras y virtuosas que se adoran y se entienden duraran siempre, el mundo no sería molesto, impío e infame, sino el edén prometido a los turcos, el cielo prometido a los santos cristianos. ¿Ha amado usted alguna vez con ese amor eminentemente puro? ¿Ha contemplado usted alguna vez en su querida, la imagen de un ángel o de un serafín? ¿Ha dado usted alguna vez un beso casto a la frente blanca y nítida de una virgen? ¿Ha sentido usted alguna vez palpitar de alegría un corazón amante? ¿Ha respirado usted alguna vez el aliento puro y perfumado de una joven adorada? ¿Ha experimentado usted alguna vez el dulce calosfrío que causa el contacto de una mano torneada o de un rizo de cabellos de oro? Éste es el primer amor, puro como el pensamiento de los ángeles, ardiente como el sol de México, hermoso y halagüeño como un jardín de azucenas y de rosas.»

Pasado algún tiempo, dije a Paulina:

—Tengo mucho interés en saber por qué no se casó usted con ese joven a quien amó tan de veras.

—Responderé a usted sencillamente. Ese joven era pobre, comenzaba a labrar su carrera, para poder vivir por sí solo y mantener además a su esposa. Pasaron meses y años y jamás pudo alcanzar más de lo que le daba su familia. Era flojo, tonto, mejor dicho, imbécil, y yo de esto no tenía la culpa. Muchas mujeres aparentan resignarse a vivir en una mala casa, a comer unos días sí y otros no, y a vestir de la limosna de sus amigas. Yo conozco que ésta es una vida que hace infeliz a un matrimonio. El hombre pierde su dignidad y la mujer la paciencia. El amor se va destruyendo, y al fin no viene a tenerse más que el doloroso espectáculo de unos hijos desnudos, muertos de hambre, y cuyo patrimonio es la miseria. Después de enojos y contentamientos, de celos y disgustos, vino la descarnada realidad a destruir las más dulces ilusiones de nuestro corazón y las más halagüeñas esperanzas de nuestra vida. Conocimos que habríamos sido felices al extremo; pero que ese ente invisible que se llama destino, se oponía a nuestro amor, y que era preciso resignarse.

»Parece que digo a usted esto con calma y con frialdad; pero si usted pudiera concebir el tormento que siente una joven al ver destruir una por una todas sus ilusiones, al ver abierto el sendero de la dicha, y tener que tomar el de la adversidad, al ver una copa de amor que se puede libar hasta la última gota y tener que apurar un cáliz amargo, al ver contrariadas constantemente por la sociedad y por la fortuna unas afecciones dulcísimas y virtuosas. ¡Oh!, estos tormentos son incomprensibles, deciden para siempre de toda nuestra vida, varían el curso de nuestras acciones, y nos sacan de la senda de la virtud para arrojarnos tal vez en el crimen, la vergüenza y el oprobio.

»Heme aquí, que con el corazón marchito, con la esperanza muerta, con el porvenir lúgubre, cambié mi sinceridad por el doblez, mi amor purísimo por el egoísmo mercantil, mi risa de placer, por una sonrisa velada de sarcasmo y despecho. Fui otra mujer, pensé entonces en mi suerte por la primera vez, y busqué lo que se llama establecimiento. Entonces entré en el mundo, y como estaba dominada por el egoísmo, estudié el carácter de los hombres y de la sociedad.

»Joven y sin experiencia, pude conocer que las amigas nos murmuran, que los amantes nos burlan, que los criados nos deshonran y venden nuestros secretos. Experimenté que un joven que nos dice hermosas, y amables, y santas, sale al café a contar a un corrillo de amigos que le hemos dado la mano y concedido un beso, y qué sé yo qué más; que otro que nos jura amor de rodillas, que besa la punta de nuestro vestido, que estrecha un pañuelo contra su corazón, sale de nuestra casa para la de otra, a quien representa la misma comedia. Al que no encontré inconstante, le noté que era orgulloso e irritable; el que no tenía ninguno de estos dos defectos, era cruel, vanidoso, baladrón, jugador, celoso… ¡Oh, Dios mío!, y qué martirio tan cruel soporté de encontrarme sin ilusiones y sin amor, rodeada de una sociedad donde no vi un rasgo de buena fe, un destello de virtud. Dolo, engaño, traición, juego conocido y marcado de palabras de amor, y de juramentos falsos. Desolada y abatida, me retiré, sin el consuelo de haber hallado una virtud que amar, ya que la suerte me había alejado de un hombre que adoraba. Con verdad digo a usted que fui honesta y recatada, porque hubiera tenido a oprobio y vergüenza dejarme seducir por un imbécil o por un malvado.»

—Mas dígame usted, Paulina —le interrumpí—, ¿qué no ha encontrado usted entre tantos hombres como ha tratado, uno que tenga menos defectos que los demás y que la ame de corazón?

—Sí —me contestó—, había otro joven que como el primero que amé, me respetaba; jamás me lisonjeaba con esas palabras necias de los amantes de profesión, y tenía virtudes que lo hacían hasta respetable en la sociedad. Me amaba con toda su alma…

—Bien, ¿y por qué no se casó usted con él?

—Porque yo ya no era cándida, porque ese hombre necesitaba de una mujer que lo amara de todo corazón y derramara en su casa la felicidad. Yo no podía hacer ya esto, y si dije a usted que me volví egoísta, jamás he tenido la intención de ser pérfida.

»No obstante —continuó Paulina—, cuando tenía a mis ojos esta funesta perspectiva, era feliz en lo que cabe, porque estaba convencida de que un ser querido me tenía presente en todos los momentos de su vida, que rogaba a Dios por mí, que participaba de mis penas, que enjugaba mis lágrimas y alimentaba un resto de esa esperanza lisonjera, de ese sueño dorado que me despertó en los primeros días de mi juventud. Yo por mi parte veía pasar con indiferencia esa turba de necios, aduladores y vanos, y consagraba secretamente un pensamiento y una lágrima a la memoria de mi joven pálido que con todos sus defectos había tenido la virtud de ser consante en medio de las borrascas y vaivenes de cinco años de amores.

»¡Amores funestos!, ¡amores desgraciados!, ¡amores que ha maldecido el cielo y el mundo!… —exclamó Paulina, con el rostro encendido y los ojos bañados en llanto—. ¿Cuál le parece a usted que ha sido mi suerte?»

—Cualquiera que haya sido, cuéntemela usted, Paulina. No soy un amante tierno de usted, pero sí soy su amigo sincero, y la ingenuidad de usted me interesa sobremanera.

—Llegó por fin la crisis de mi enfermedad amorosa. El joven se cansó de mí, y no volvió ni a pasar por mi calle, ni a seguirme al paseo, ni a escribirme una letra. Este momento fue atroz; me vi condenada al desprecio, al olvido, por el que constantemente había amado cinco años. Yo no he leído jamás una novela ni gustado de parecer romántica ni melindrosa, así es que ni aun pensé en el veneno y en el puñal; pero no pude evitar el que mi corazón enfermara de una profunda tristeza, el que mis acciones fueran precedidas de una completa indiferencia y abandono. El sol me parecía no brillante y esplendoroso, como en los días de felicidad, sino triste y sombrío. El perfume de las flores me fastidiaba, la hermosura del campo me inspiraba ideas de desesperación y de muerte, las amigas risueñas y alegres me martirizaban con su risa, los hombres me fastidiaban con sus palabras de amor. ¿Por qué (decía yo a Dios) veo tantas jóvenes frescas y alegres reclinarse en el brazo de sus esposos y a mí no me has concedido un ser que se interese por mí, un alma que responda a mis martirios, un corazón en que hagan eco mis latidos, un pecho en que reclinar mi pecho agitado? Yo estoy sola, abandonada en el mundo, Señor, y no es justo que críes una yedra sin un olmo a que asirse. ¿Sabe usted dónde hallaba yo consuelo? En la soledad de los templos y en el silencio de los cementerios. Quien me hubiera visto sin color en las mejillas, sin brillo en los ojos, sin adorno en el peinado contemplar horas enteras el estrecho asilo donde descansa el mortal al fin de su vida, habría dicho que era yo una joven llena de romanticismo y preocupada con las novelas y cuentos. ¡Ah!, no, no; era yo una mujer desgraciada, muy desgraciada. Un año de tormentos ha encanecido mi cabeza, ha marchitado la frescura de mi cutis, ha hecho desaparecer ese carmín que pintaba mis mejillas. Pálida, extenuada, enfermiza voy mirando todos los días desprenderse un atractivo de mi juventud y una ilusión de mi corazón. El corazón quedará al fin seco como un árbol tostado por el hielo, y el rostro macilento y triste como un jardín sin flores y sin aromas.

»Tengo veinte años y el fuego de mi alma me devoró, me destruyó, me aniquiló completamente. Pregunto a usted ahora, ¿cuál es la existencia de una joven fea y marchita? En una tertulia nadie la convida para bailar. En una comida nadie le ofrece un plato. En un jardín nadie corta una rosa para ella. En la calle la burlan los pisaverdes, sus amigas la satirizan, las jóvenes la ven con menosprecio, las viejas la calumnian, atribuyendo a los viejos y a la mala vida su aniquilamiento, y después cuando no tenga familia, cuando necesite vivir por sí sola, no habrá quien le arroje un pedazo de pan para alimentarse, ni un harapo para cubrirse. La joven orgullosa que recorría las calles y los paseos en una carroza espléndida, puede ser que mañana con un paso lento, con una faz surcada por las pasiones, implore la compasión de sus semejantes y pida con el bordón de la mendiga una limosna por amor de Dios.»

Paulina derramó muchas lágrimas y yo no quise oír la conclusión de sus tormentos morales. Por una recompensa, quisiera yo saber cuántas jóvenes pueden contar la misma historia de Paulina.


Yo

Fresnillo, octubre 1.º de 1842

Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 5 veces.