Semana Santa

Manuel Payno


Cuento


La Nochebuena se anuncia con los pitos y los panderos; el Corpus, con la tarasca, los dátiles y la abundancia de fruta; la Semana Santa viene precedida del monótono y descompasado ruido de las matracas. La Semana Santa en Roma será magnífica, menos hoy, que el santo padre está en tierras extrañas; pero como nuestro ánimo en este artículo no es dar una idea de lo que pasa en otras partes en la Semana Santa, seguimos adelante, pidiendo a nuestros lectores nos dispensen esta falta de erudición. Queremos solamente consignar un recuerdo de nuestras costumbres, no trazando un cuadro, sino haciendo siquiera un bosquejo.

Desde el viernes de Dolores comienzan en México las santas festividades. En la mayor parte de las casas ponen altar.

Explicaremos lo que es un altar en una casa.

Se busca la mesa más grande, luego otra más chica, luego otra más pequeña, y se echa finalmente mano del baúl más diminuto que hay en la casa. La mesa grande se coloca regularmente contra la pared, en el fondo de la sala. Sobre la mesa grande se pone la chica, y así sucesivamente, hasta que le llega su turno al baulito, que tiene su lugar en la cúspide.

Todas estas mesas se revisten de sobrecamas, de tápalos de seda y burato, y de pañuelos de seda. El altar queda ya completo; pero los roperos de las niñas de la casa un poco vacíos.

Entapizan además la pared, con algunas cortinas blancas, que llenan de rosas artificiales. En la cúspide del altar colocan una Virgen de los Dolores, y arriba de la Virgen un Cristo crucificado.

Los adornos del altar son preciosos. Vasos y jarras de cristal, llenos de aguas de colores, naranjas doradas, cantaritos cubiertos de chía, platos de trigo, macetas llenas de flores. Todo esto adornado con bandillas, con lazos, con banderitas de oro volador… Delante del altar, regularmente ponen una alfombra de verdura, dibujando con hojillas de flores los signos de la Pasión y las iniciales del nombre de la Santa Virgen.

El alboroto de las familias para poner los altares, es infinito. Con quince días o un mes de anticipación hacen su siembra de trigo y chía, y tres días antes clavan cortinas y remueven todos los muebles. El viernes de Dolores, a las ocho, el altar se enciende, se tiran algunos cohetes y los convidados que son los vecinos, las personas de estimación y los parientes, comienzan a entrar, sin que falten algunos jovencitos que no pierden ni posadas, ni altares, ni casamientos, ni velorios. Las visitas lo primero que hacen es elogiar el gusto con que está puesto el altar; después examinan la Dolorosa y el Crucifijo, y exclaman sin duda: «¡Qué cosa tan linda!» Después se sientan, conversan y fuman, teniendo sólo el miramiento de no encender los cigarrillos en las velas de cera. No dilatan en presentarse dos criados, con inmensas charolas llenas de vasos y copas de lujoso cristal abrillantado, que tienen las familias reservado todo el año para estas ocasiones solemnes. Estas copas están llenas de horchata, de chía, de agua de limón, de tamarindo, de piña y de canela. Van recorriendo los criados toda la sala, y como el calor de las luces y la mucha concurrencia produce calor regularmente, se retiran los fieles servidores con los vasos y las jarras medio vacías, completando ellos el consumo, en el tránsito de la sala al comedor, donde el ama de llaves o alguna de las personas de la familia está atareada, machacando azúcar, exprimiendo limones y dirigiendo la maniobra de moler la pepita de melón. Antes de diez minutos vuelven a presentarse los criados, con los vasos limpios y llenos, a recorrer toda la sala. Esta operación se repite a menudo, y parece increíble que los concurrentes tengan capacidad en el estómago para beber tanta agua. Los chicos particularmente, en estos dias, se enferman de frialdad en el bazo, y las ancianas pierden su régimen administrativo.

Hemos dicho que nunca faltan elegantes alegres y pisaverdes amigos de la diversión. Uno toma una guitarra y acompaña unas coplas a lo divino a doña Margarita; el de más adelante pide bandolones. Todos se animan, y las matronas apoyan, diciendo que Dios no es imprudente, y que permite todo lo que no sea pecado. El bailar no es pecado, luego… deben traerse bandolones, arpa y guitarra… ¡la música es tan linda!

El altar se convierte en una tertulia, y dejo a la pluma de mi buen amigo Fidel el trabajo de hacer la descripción.

Hasta el miércoles santo no hay ninguna cosa digna de notarse, sino el tráfico y el movimiento que se advierte en la ciudad. Las tiendas de ropa están llenas, los sastres agobiados con tanto trabajo, los peluqueros alistando sus fierros y pomadas, las modistas preparando magníficos trajes de terciopelo… Hay un furor de estrenar, y el infeliz empleado y el cesante y el militar retirado ven lumbre en estos días, pues es forzoso que compren el vestido para la mujer, las cachuchitas para los niños, y que den a la recamarera o pilmama un mes adelantado para los zapatos azules y las enaguas de muselina… El ministro de Hacienda, que no da paga entera en estos días, es un antropófago, un caribe, un inicuo… puro, o moderado, monarquista o santanista, caerá envuelto en las maldiciones de todos los servidores de la nación, que tienen la forzosa necesidad de comer su pescado frito y de visitar las siete casas.

El miércoles santo la única ceremonia que llama la atención, son las tinieblas. En Catedral eran en otro tiempo muy solemnes, y ahora la mayor parte de la gente concurre a los conventos, donde la iglesia se oscurece completamente, y forman un gran ruidero en el coro para significar, de una manera palpable, la tormenta que armaron los fariseos al prender a Jesucristo.

Amanece el jueves santo. Regularmente el cielo está azul y despejado, y la atmósfera serena; y esta luz vivísima del sol de México da a la ciudad un aire de alegría difícil ni de describir ni de pintar. En las esquinas de todas las calles hay colocados sus puestos de chía, formados de carrizos, y cubiertos de fresca alfalfa o trébol y adornados de encendidas amapolas. Los vasos están limpios y llenos de aguas de brillantes colores; el contorno del puesto barrido y regado; las operarías moliendo pepita y colando las aguas, y la dueña del puesto muy limpia, algunas veces coquetuela, invita con la más graciosa amabilidad a los paseantes, a que entren a su puesto a tomar chía, horchata, limón, o tamarindo. Las calles, particularmente las de Plateros, Santo Domingo y San Francisco, están llenas de gente: grandes señoras con mantillas de finísimo punto y trajes de seda o terciopelo; elegantes, zandungueros y coquetos, que estrenan desde botas hasta el sombrero; ancianos que limpian con ceniza el puño de su bastón, y su frac con agua de la colonia; chinas provocativas, con su calzado de raso blanco, sus amponas enaguas y sus rebozos de seda, en fin, sólo la ínfima clase de la plebe, que por su pobreza o por su abandono, es la que aglomerándose en la puerta de las iglesias descompone el aspecto de este cuadro pintoresco y animado. Las familias, el jueves santo, se hacen el ánimo de pasear, desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche. Después de los oficios, almuerzan y van a visitar los monumentos.

Los monumentos en México son verdaderamente curiosos. El altar mayor se cubre a veces en parte con unos bastidores de tela, que llaman perspectiva, en cuyos bastidores está pintado el cenáculo en el centro, y a los lados muchos de los profetas. Todas las gradas del altar mayor, desde el tabernáculo hasta el piso de la iglesia, están cubiertas de naranjas, de macetas de flores, de platos de trigo, y de cuantos adornos es posible. Antiguamente el lujo de muchas iglesias, particularmente de los conventos de monjas, consistía en colocar al lado del altar mayor grandes aparadores cubiertos de platos, jarrones y vasijas de plata. Hoy los mayordomos y prelados de los conventos, demasiado circunspectos y filósofos, han sustituido a los candiles de plata, otros de madera o metal dorado, que no excitan la codicia del exhausto erario.

La luz, el aroma del incienso, la música de algún piano, allá escondido entre las gruesas columnas de una nave, y el canto de los pájaros, dan a los templos un tinte religioso, que es imposible dejar de arrodillarse y de recordar que el jueves santo es el aniversario de aquella memorable noche en que Jesús, al cenar por última vez en la tierra, en compañía de sus discípulos, quiso dejar a los hombres su Cuerpo y su Sangre.

Cerca de las doce de la noche, esa multitud alborotadora y paseadora, religiosa y frívola, se retira a su casa a lamentarse del cansancio, a reparar los estragos que ha causado el corsé y calzado nuevo, y a renegar contra el atrevido que pescó el pañuelo, rompió la blonda o ensució el traje.

El jueves y viernes santo hay solemnes procesiones, en las cuales la plaza mayor se cubre, literalmente, de gente, y es dicho vulgar y no exagerado, que se puede andar por las cabezas. Las procesiones se componen de algunos ángeles vestidos de luto, de San Juan, la Magdalena, San Dimas, un Cristo crucificado, el Santo Entierro, en su urna de plata o de carey, y detrás la Virgen de la Soledad, la Virgen llorosa y traspasada de dolor por la muerte de su santo Hijo.

En medio de un mar de gente, que forma oleadas, sobresalen los matraqueros, que perfectamente afianzado con las manos conducen un alto y grueso carrizo, donde están clavadas todas las matracas, y atraviesan y recorren aquella multitud, formando un ruido infernal y haciendo sobresalir su voz de: «Al matraquero», a todo aquel confuso marmullo y vocerío que tiene mucho de religioso y mucho de mundano. Los vendedores de «rosquillas y mamón», son en estos días competidores de los matraqueros, y se esfuerzan en pregonar su golosina. Para nosotros, allá en los primeros años de nuestra vida, cuando la nodriza nos llevaba a estas procesiones que tanto atractivo y encanto tenían a nuestros ojos, era un dilema de muy difícil resolución en qué habíamos de emplear nuestro corto capital, si en matracas, o en rosquillas y mamón. Que se figure el lector por un momento, una inmensa plaza llena de gente; unos rezando, otros riendo, los muchachos llorando, los vendedores pregonando en mil diversas voces sus efectos, y la procesión atravesando majestuosa y serena este océano tempestuoso, y tendrá idea cercana de lo que pasa en México la Semana Santa.

En este tiempo los personajes de más importancia son los aguadores, que sufren una completa transformación. Abandonan su gorra y sus mandiles de cuero; se lavan hasta el grado de romperse el pellejo, y se visten con un calzón corto de pana negra, una casaquita de lo mismo, y un grande escapulario colgado al cuello. Los aguadores no sólo mudan de traje, sino de nombre «y se llaman nazarenos». Son los que cargan a los santos en las procesiones de estos días, los que pregonan las indulgencias, los que reparten las estampas y medidas benditas del Santo Entierro, los que llevan el incensario y riegan de flores las calles. La mitad de las solemnidades de Semana Santa dejarían de hacerse en México, si no existieran los nazarenos. Muchos quizá no serían tan honrados y excelentes aguadores si no tuvieran el privilegio de ser nazarenos cada año.

El viernes santo, después de los oficios muy solemnes en San Francisco y la Profesa, sigue el pésame, en la noche, y por lo regular los predicadores esfuerzan su elocuencia para pintar los dolores y soledad de la Virgen. Los altares continúan cubiertos, las velas de los templos son negras, las gentes visten de luto.

El sábado de Gloria, al cantarla en la misa, las cortinas que cubrían los altares caen, las campanas que han guardado silencio, dan sus mil voces al viento, y los caballos y los coches simones que han estado encerrados, salen en tropel por las calles en tanto número y con tal velocidad, que parece brotan de las piedras. Las pulquerías aparecen adornadas con festones de flores y en todas las casas que no han sido invadidas por el bistec y las papas fritas, se almuerza ese día tortillas enchiladas, chiles rellenos, frijoles gordos y excelente pulque de los llanos de Apan, con hojas de rosa.

El domingo de Pascua se abren los teatros y diversiones públicas; los paseos están llenos de gente y los pecadores arrepentidos y contritos olvidan los sermones de cuaresma, y comienzan a hacer materia para tener de que arrepentirse el tiempo santo del año siguiente.


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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