Una Visita

Manuel Payno


Cuento


Eran las diez de la mañana, y me hallaba yo en pie en la boca del portal de Mercaderes, pensando a cuál de las muchas visitas que tenía que hacer iría primero. Saqué de la faltriquera una porción de cartas de recomendación, y comencé a revisar sus rótulos: «A la señora doña…» No es hora de esta visita, dije para mí, porque ésta es una de tantas señoras que va a la comedia, después a una tertulia, después llega a su casa, y gasta dos horas en quitarse los adornos y preparar los del día siguiente; en una palabra, es señora de tono, y por consiguiente duerme hasta las doce del día. Leí otro sobre: «Al señor don Espiridión Rivadullo». ¡Oh!, este señor sólo a la hora de comer puede encontrarse, porque como es agiotista, corre desde las seis de la mañana de casa del ministro a los almacenes de comercio, de los almacenes a la tesorería general, de la tesorería general a la aduana, de donde al fin sale el pobrecito con ocho o diez cargadores con dinero, y va a su casa rendido de fatiga, sin haber sacado más provecho que 8 o 10 000 pesos de ganancia. Pero para no molestar la atención del lector, diré que después de examinar muchos sobrescritos, me pareció la hora inoportuna y me decidía a marcharme al Ateneo a leer con permiso del conserje algunos periódicos, cuando fijé la atención en una carta, cuyo sobre decía: «A don Jacinto Rebollo, empleado en la oficina de rezagos. México. Calle de Zapateros número 4, vivienda interior», y dije: Ahora sí comencé mis visitas, porque los empleados entran a las once a sus oficinas, y precisamente ésta es hora muy oportuna para buscar a mi don Jacinto. Eché a andar, y llegué a la calle de Zapateros, no sin haber recogido antes mucho polvo y algunas chinches de los petates que sacudían con un palo en la puerta de las accesorias. Evitando el polvo, saltando los caños y cuidando de no tropezar con los enormes perros que estaban asoleándose, llegué a la casa número 4 que es forzoso describir. Arriba del arco de la segunda puerta había una Purísima de piedra, con un verso al pie que decía:


Pues Jesucristo por nos
se quedó santificado,
Virgen pura, líbranos
de cometer un pecado
 

mortal

Y luego un letrero que decía: «Caza de la Puricima Conseucion».

El zaguán estaba anegado y lleno de lodo, y era forzoso pasar por unas angostas vigas con peligro de caer en el cieno; pero por fortuna llegué sin novedad al patio, donde nos detendremos un momento. Los cuartos bajos eran sucios y oscuros, con el pavimento de vigas podridas, y las paredes descascaradas, llenas de estampas de santos, adornadas con flores de papel, entre las cuales estaban mezclados tal vez una litografía mugrienta de una batalla de Napoleón, y el retrato de don Miguel Ramos Arizpe, arrancado del Mensajero de Londres, completándose el adorno o sirviendo de friso multitud de letreros escritos con carbón y de no muy decente significado.

En la puerta de un cuarto se veía sentado a un sastre cabezón, descosiendo un petit viejo de artillero; en otro un zapatero o remendón cosiendo y relujando botas viejas para venderlas por la tarde en el portal; en otro un muñequera haciendo portales, casitas de popote y magueyitos de baraja: una porción de muchachos panzudos y mugrientos, gritaban y se atumultaban a una vieja que traía un jarro de atole y una panocha, y el paso estaba interrumpido por las muchas sábanas, pañales, frazadas y calzoncillos blancos, colgados en unos mecates que llaman tendederos; y finalmente, se escuchaban silbidos, música de jaranita, ladridos de perros, lloros de muchachos y el martilleo de algún carpintero o herrero que vivía en un cuarto. Subamos la escalera, porque de lo contrario se corre riesgo de no llegar nunca a casa de mi buen amigo don Jacinto.

La dicha escalera guardaba una semejanza con las viviendas bajas, pues faltaba por un lado el pasamano, y por el otro amenazaba ruina; pero con riesgo o sin él, hube de subir y encontrarme con una mozuela rolliza, que vestía un zagalejo encarnado, que con mucho donaire y gracia barría el corredor, dejando ver a intervalos una pierna torneada. Pregunté a la mozuela, y habiéndome indicado un portón carcomido y destrozado por las injurias del tiempo, me introduje por él, y me vi como por encanto en el comedor de don Jacinto Rebollo, empleado en la oficina de rezagos. Una mesa que se reconocía ser de madera blanca, con un pie postizo amarrado con un mecate, cuatro o cinco sillas de tule destripadas y cojas, un enorme escaparate de puertas ojivas y cantos dorados, que pertenecería sin duda al bisabuelo de don Jacinto, y dos grandes tibores de China completaban el adorno del comedor, amén de una arandela de palo llena de sebo; de una jaula de un perico, y de un escuadrón de soldaditos de papel, y varias sopas de chocolate incrustadas en la pared.

Una criada daba de desayunar a cuatro o cinco chicuelos, que formando gresca metían las manitas a un tiempo en un tazón de champurrado. Luego que me vieron suspendieron su alegre desayuno, y se quedaron suspensos entre curiosos y admirados. La criada entró a avisar a don Jacinto, y se me envió a decir pasase a la sala mientras acababa de vestirse. Pasemos, y entre tanto sale don Jacinto, veamos lo que hay en ella. Dos rinconeras verdes con unos nichos, que contenían, uno, un San Juan Nepomuceno sin brazos, y otro una Dolorosa antigua de no mala escultura. Dos docenas de sillas de tule también verdes, y un estante de madera blanca con puertas de alambrado, que contenía el Año cristiano, El periquillo, Fábulas de Samaniego, Semana Santa, El Viacrucis, Novena de San Caralampio, El día 19 del señor San José, y otras obras de esta clase publicadas por don Alejandro Valdés, esquina de Tacuba, etcétera.

A poco momento se abrió una mampara, y salió un hombrecito pequeño, regordete, con frac que fue negro en sus primeros años, de punto muy alto, faldones espirales y cuello que parecía cornisa dórica. Sus pantalones eran blancos, sumamente estrechos, y les faltaba una cuarta lo menos para llegar a la garganta del pie, el chaleco era colorado y le llegaba a la entrepierna, y dos retazos de crea muy tiesos de tanto almidón, servían de caballete o base de sus orejas. Era, en fin, este hombrecito don Jacinto Rebollo en cuerpo y alma, o más bien dicho, en chaleco y alma, pues todo era chaleco. Al principio me disgustó algo, porque tenemos la maldita preocupación de creer que las gentes que no están vestidas a la dernière ni tienen educación, ni talento, ni nada. Sucede por lo común muy al contrario, y me convencí más de ello con nuestro don Jacinto, cuya afabilidad y cortesía destruyeron la desfavorable impresión que su figura me hizo. Después de las preguntas y respuestas de estilo sobre el calor, el aire, el camino, etcétera, se acaloró la conversación, y me contó toda su vida de covachuela, sus servicios de meritorio en la contaduría de la Inquisición, su ascenso a escribiente del tribunal de cuentas, su época de felicidad cuando sirvió en el Consulado, y por último, cómo después de haber desempeñado con pureza y honradez la administración de alcabalas de San Juan Teotihuacán, había parado en rezagarse cargado de treinta años de buenos y efectivos servicios en la oficina de rezagos, donde sólo daban de seis en seis meses una media paga en cobre. Yo reflexionaba para mí: o debe ser muy tonto o muy desgraciado este hombre que sólo tiene después de treinta años de servicio 800 pesos de sueldo, o si no hay nada de esto, muy pervertida debe de estar la sociedad donde un hombre tan ameritado está materialmente confundido entre el polvo de la oficina de rezagos. De estas reflexiones me sacó el murmullo de los hijitos de don Jacinto, que venían a pedirle la mano a su papá antes de irse a la escuela, y a rogar les diera una cuartilla para fruta. Este espectáculo me conmovió. Cuatro chicos de buena figura se agruparon al derredor del antiguo covachuelista, y lo colmaron de halagos; pero él se sonrojaba y los rechazaba ásperamente, porque los delicados pies de los niños estaban casi en el suelo, y su cuerpo blanco se dejaba ver por las roturas mil de sus vestidos. Una joven de dieciséis a dieciocho años, de pelo castaño, ojos negros, tez fresca y rosada, vino al llamamiento de su padre, a quitar de allí a sus hermanitos. ¡Pobre muchacha!, ni se atrevió a mirarme, porque su traje de indiana corriente estaba sucio, su calzado raído y mal encubría con un rebozo ordinario un cuello torneado y un pecho de alabastro. ¡Pobre muchacha!, repito, el mundo de esperanzas, el porvenir de ilusiones que va delante de una existencia a los dieciséis años, estaba desierto y vacío para ella. ¿Qué hombre había de quererla tan pobre, tan mal vestida, y oculta en una vivienda interior de un barrio? ¡Oh!, a una muchacha pobre, sin brillo, sin esplendor, se le enamora sólo para hacerla infeliz, para dejarla más miserable y deshonrada. Don Jacinto despachó a sus hijos, y no pudo contener su emoción, pues casi llorando me dijo:

—Vea usted la suerte de un empleado en esta pobre familia. Cinco niños chiquitos y una niña joven quedarán abandonados cuando muera su anciano padre. ¡Oh!, esta familia me comprime el corazón, llena de hiel todas las horas de mi vida.

—Pero les quedará el montepío cuando usted les falte.

—¡Montepío! Sí, famosa renta por cierto. Después de mil trámites y moratorias, suele despacharse favorablemente la instancia a los seis meses o un año, al fin de cuyo tiempo irán mis niños a perder horas, días, semanas y meses para recibir malos tratamientos de algunos hombres tan necios como orgullosos, y tal vez será menester que mi pobre Soledad vaya a implorar… ¡Oh!, no, de ninguna suerte: a la hora de morir le suplicaré a mi hija que no vaya a ninguna oficina, que no pida favor a ninguno, porque tal vez le cambiarán favores por otras cosas. ¿Quién cuidará de estos inocentes?, ¿qué será de esta joven hermosa si le falta su padre y queda sola en la vida? Esta idea me ha de volver loco.

—Cálmese usted, amigo mío, Dios cuida de sustentar al reptil que se arrastra en la tierra, al pez que nace en los senos de la mar y al pajarillo que vuela en el viento. Dios cuidará de la familia de usted y velará por la pureza de una joven tan linda, y por la conservación de unos niños inocentes.

—Es verdad, caballero. Dios no me ha abandonado, pues cuando absolutamente me faltaron las pagas, se me proporcionó cobrar unas casas del Carmen, y con esto me he podido mantener, aunque pobremente.

—Confianza en la Providencia, y en un amigo que tendrá el gusto de servir a usted.

—Gracias, señor.

A poco salimos de la casa, y echamos a andar hacia Palacio. En la calle poco hablamos; pero yo me ocupé en reflexionar la miserable condición de un empleado, que tiene que soportar treinta años la monotonía de las operaciones de nuestras oficinas, sufrir los malos humores de los jefes, la indolencia de sus compañeros, las usuras del agiotista, los tlacos falsos que le da el habilitado, los reclamos de la lavandera por los continuos borrones que caen en las camisas, y que muere sin cruces de constancia, sin tiempo doble de campaña, sin gloria (porque quién ha de hacer la biografía de un empleado) dejando en el mundo numerosa familia que perece de hambre si confía en la promesa solemne que se le hace de que se le pagará el montepío. Engolfado en estas reflexiones, subí la escalera de Palacio, atravesé los corredores, y pasé varios callejones lóbregos y algo sucios, y el rechinido de una mampara y la voz de don Jacinto que me dijo:

—Llegamos a la oficina de rezagos —me sacó de mi éxtasis.


Yo


Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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