Descargar ePub «Sodoma y Gomorra», de Marcel Proust

Novela


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652 págs. / 19 horas, 1 minuto / 600 KB.
6 de marzo de 2017.


Fragmento de Sodoma y Gomorra

Esta escena no era, por lo demás, positivamente cómica; estaba teñida de una rareza, o si se quiere, de una naturalidad, cuya belleza iba en aumento. Por más que adoptara el señor de Charlus un continente de indiferencia, bajaba distraídamente los párpados, de cuando en cuando los alzaba, y lanzaba entonces a Jupien una mirada atenta. Pero (sin duda porque pensaba que una escena como aquella no podía prolongarse indefinidamente en aquel lugar, ya fuese por razones que se comprenderán más tarde, o, en fin, por ese sentimiento de la brevedad de todas las cosas que hace que se quiera que cada tiro dé en el blanco, y que hace tan conmovedor el espectáculo de todo amor) cada vez que el señor de Charlus miraba a Jupien, se las arreglaba para que su mirada fuese acompañada de una palabra, lo que la hacía infinitamente distinta de las miradas dirigidas habitualmente a una persona que se conoce o no se conoce; miraba a Jupien con la fijeza peculiar del que va a decirle a uno: «Perdóneme la indiscreción, pero lleva usted una hilacha blanca y larga que le cuelga en la espalda», o bien: «No debo de estar equivocado, usted debe de ser también de Zurich; me parece que me he encontrado a menudo con usted en casa del anticuario». Así, cada dos minutos, la misma pregunta parecía intensamente formulada a Jupien en la ojeada del señor de Charlus, como esas frases interrogativas de Beethoven, repetidas infinitamente, a intervalos iguales, y destinadas —como un lujo exagerado de preparativos— a traer un nuevo motivo, un cambio de tono, una «vuelta». Pero precisamente la belleza de las miradas del señor de Charlus y de Jupien provenía, por el contrario, de que, provisionalmente al menos, esas miradas no parecían tener por finalidad conducir a nada. Era la primera vez que veía yo al barón y a Jupien manifestar tal belleza. En los ojos del uno y del otro lo que acababa de surgir era el cielo, no de Zurich, sino de alguna ciudad oriental cuyo nombre aún no habla adivinado yo. Cualquiera que fuese el punto que pudiera detener al señor de Charlus y al chalequero, su acuerdo parecía concluido, y que aquellas inútiles miradas no fuesen más que preludios rituales, semejantes a las fiestas que se celebran antes de un matrimonio ya concertado. Más cerca aún de la naturaleza y la misma multiplicidad de estas comparaciones es tanto más natural cuanto que un mismo hombre, si se le examina durante algunos minutos, parece sucesivamente un hombre, un hombre-pájaro o un hombre-insecto, etc. se hubieran dicho dos pájaros, macho y hembra; el macho, tratando de avanzar, sin que la hembra Jupien respondiese ya a este manejo con el menor signo, sino mirando a su nuevo amigo sin asombro, con una fijeza distraída, considerada sin duda más turbadora y la única útil, desde el momento en que el macho había dado los primeros pasos, y se contentaba con alisarse las plumas. Por fin, la indiferencia de Jupien no pareció bastarle ya; de esta certeza de haber conquistado, a hacerse perseguir y desear, no había más que un paso, y Jupien, decidiendo encaminarse a su trabajo, salió por la puerta cochera. No sin haber vuelto antes dos o tres veces la cabeza se escapó a la calle, adonde el barón, temblando perder su pista (silboteando con aire fanfarrón, no sin gritar «hasta la vista» al portero que, medio ebrio y ocupado en atender a unos invitados en el cuartito inmediato a su cocina, ni siquiera le oyó), se lanzó rápidamente para alcanzarle. En el mismo instante en que el señor de Charlus había traspuesto la puerta silbando como un abejorro, otro, éste de veras, entraba en el patio. Quién sabe si no era el esperado desde hacía tanto tiempo por la orquídea, y que venía a traerle el polen tan raro sin el que permanecería virgen. Pero me distraje de seguir los jugueteos del insecto, porque al cabo de unos minutos, solicitando aún más mí atención, Jupíen (acaso para recoger un paquete que se llevó más tarde y que, con la emoción que le había causado la aparición del señor de Charlus, había olvidado; acaso sencillamente por una razón más natural) volvió, seguido por el barón. Este, decidido a apresurar las cosas, pidio lumbre al chalequero, pero observó inmediatamente: «Le pido a usted lumbre, pero veo que me he dejado olvidados los cigarros». Las leyes de la hospitalidad triunfaron de las reglas de la coquetería: «Entre usted, se le dará todo lo que quiera», dijo el chalequero, en cuyo semblante el desdén dejó paso al júbilo. La puerta de la tienda volvió a cerrarse tras ellos, y ya no pude oír nada. Había perdido de vista al abejorro, no sabía si era el insecto que necesitaba la orquídea, pero ya no dudaba, por lo que hacía a un insecto rarísimo y a una flor cautiva, de la posibilidad milagrosa de que se uniesen, cuando el señor de Charlus (simple comparación en cuanto a los azares providenciales, cualesquiera que sean, y sin la menor pretensión científica de relacionar ciertas leyes de la botánica y de lo que se llama a veces, muy mal, la homosexualidad), que, desde hacía varios años, no venía a esta casa sino a las horas en que Jupien no estaba en ella, por la casualidad de una indisposición de la señora de Villeparisis había encontrado al chalequero y con él la aventura reservada a los hombres del género del barón por uno de esos seres que pueden incluso ser, como ya se verá, infinitamente más jóvenes que Jupien y más hermosos, el hombre predestinado para que aquellos tengan su porción de voluptuosidad en esta tierra: el hombre que sólo ama a los ancianos.

Sodoma y Gomorra

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