Barnum

Marcel Schwob


Cuento


Los carteles se deshilachan patéticamente en los muros, las prensas gimen, los gongs sollozan, los circos se paran, las ferias de exhibición cierran sus salas en señal de duelo y todos los monstruos del Viejo y Nuevo Mundo lanzan al unísono un alarido de lamento. Tal vez los clowns pasmados y anodinos, los aprendices de publicitarios, los gacetilleros insolventes, los reporteros de imposturas y bulos, los exhibidores de feria arruinados, los directores de fenómenos de cualquier naturaleza, hayan sentido pasar, la noche anterior, surcando los cielos del Atlántico, un misterioso bufón alado soplando en una trompeta monstruosa la llamada finisecular: «¡El gran Barnum ha muerto!».

Y el periodismo, y los teatros, y la publicidad comercial, y también ya la propaganda política, artística y literaria, se hacen eco en un estremecimiento común: «¡El gran Barnum ha muerto!».

Diez años antes de la era fatídica del siglo XX, aquel que dio un impulso tan singular a la ciencia de la publicidad acaba de extinguirse en su propiedad de Bridgeport (Connecticut, EEUU). Tuvo la atribulada trayectoria típica de todos los americanos que «desembarcan» en cualquier rama de la actividad humana. Phineas Taylor Barnum fue saltimbanqui, director de una manufactura, financiero en bancarrota, alcalde, candidato al Congreso, hombre de letras y propietario de un circo. En América se pasa de los trabajos físicos a las actividades intelectuales con una facilidad sorprendente. Mark Twain ha sido sucesivamente piloto en el Misisipi, secretario del gobernador de Nevada, minero, obrero cajista, redactor de periódico, reportero en las Islas Sándwich y ahora es uno de los mayores escritores de Estados Unidos y dueño de un maravilloso hotel en Hartford (Connecticut, EEUU). Siempre ha respetado a Barnum; incluso le ha hecho publicidad (con una sorprendente sangre fría) en uno de sus relatos: El robo del elefante blanco.

Fin del extracto del texto

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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