HabÃamos montado la mesa bajo los árboles, y el mantel bordado estaba cubierto de hojas muertas. Algunas de ellas flotaban en el champagne, dentro de las finas copas. Tan sólo quedaba una vela, alrededor de la cual se escuchaba un chisporroteo de insectos. Los invitados se habÃan ido alejando. El sonido de sus voces llegaba de tanto en tanto al bosquecillo en el que me hallaba. Mi inquietud vagabundeaba entre los sueños provocados por una misteriosa persona, cuando de repente me sobresalté, al verla ahà mismo, sentada entre los cubos de hielo y los tazones de plata. Una risa interior la estremecÃa entera. Una larga linterna anaranjada que colgaba de una rama iluminaba su rostro. PodÃa ver cómo sacudÃa sus tobillos, cubiertos con un entramado de oro. Su ropa bailaba en sus caderas y ondulaba en sus senos como los pálidos reflejos de un estanque, y el tul tenÃa el delicado color de las mantis viajeras. Entonces vi sus manos, juntas una sobre la otra, como una grapa. Y de repente, los músculos de su cuello comenzaron a agitarse. Su melena se torció, sus ojos se dilataron y se fijaron, su boca se abrió, larga y roja. Repitió tres veces ese estremecimiento, como si quisiera hablar. Pero no podÃa, pues sus labios palpitantes nunca se encontraban y su garganta parecÃa estrangulada. En la tercera ocasión lanzó una carcajada ronca, mientras sacudÃa la cabeza, se retorció las manos, jugó a las tabas con trozos de hielo y rompió una copa de champagne con los dientes. Se levantó bruscamente la falda, lanzando una pierna singularmente cubierta de hilos de oro hacia la vela, que tiró; arrancó después la linterna, triturándola. La luz anaranjada se extinguió. Fue entonces cuando la oà suspirar de placer.
Desconozco el nombre de esa mujer y su origen; no sé ni siquiera si es hermosa; tan sólo sé que está poseÃda por un demonio hostigador. Daniel Defoe contaba que Moll Flanders, tras treinta años de prostituciÃ