Novelas Amorosas y Ejemplares

María de Zayas y Sotomayor


Cuento



Aprobación y licencia

APROBACIÓN DEL MAESTRO JOSEPH DE VALDIVIELSO

Este Honesto y entretenido Sarao que mandó ver el señor don Juan de Mendieta, Vicario General en esta Corte, y que escribió doña María de Zayas, no hallo cosa no conforme a la verdad católica de nuestra santa madre Iglesia ni disonante a las buenas costumbres. Y cuando a su Autora, por ilustre emulación de las Corinnas, Safos y Aspasias no se le debiera dar la licencia que pide, por dama y hija de Madrid me parece que no se le puede negar. Madrid, y Junio de 1634.

El M. Joseph de Valdivielso

LICENCIA:

El Doctor Juan de Mendieta, Vicario General desta Villa y su partido, etc. Por la presente, por lo que a Nos toca, damos licencia para que se pueda imprimir e imprima este libro. Tratado honesto y entretenido sarao, compuesto por doña María de Zayas, atento lo he hecho ver y no hay cosa en él contra nuestra santa fe y buenas costumbres. Dada en Madrid, a cuatro de junio de 1634.

El Doct. Juan de Mendieta

Por su mandado,

Juan Francisco de Haro, Not.

Introducción

Juntáronse a entretener a Lisis, hermoso milagro de la naturaleza y prodigioso asombro desta corte (a quien unas atrevidas cuartanas tenían rendidas sus hermosas prendas), la hermosa Lisarda, la discreta Matilde, la graciosa Nise y la sabia Filis, todas nobles, ricas, hermosas y amigas, una tarde de las cortas de diciembre, cuando los yelos y terribles nieves dan causa a guardar las casas y gozar de los prevenidos braseros, que en competencia del mes de julio quieren hacer tiro a las cantimploras y lisonjear las damas para que no echen menos el prado, el río y las demás holguras que en Madrid se usan.

Pues como fuese tan cerca de Navidad, tiempo alegre y digno de solenizarse con fiestas, juegos y burlas, habiendo gastado la tarde en honestos y regocijados coloquios, por que Lisis con la agradable conversación de sus amigas no sintiese el enfadoso mal concertaron entre sí un sarao y entretenimiento para la Nochebuena y los demás días de Pascua, convidando para este efeto a don Juan, caballero mozo, galán, rico y bien entendido, primo de Nise y querido dueño de la voluntad de Lisis, y a quien pensaba ella entregar en legítimo matrimonio las hermosas prendas de que el Cielo le había hecho gracia; si bien don Juan aficionado a Lisarda, prima de Lisis, a quien deseaba para dueño, negaba a Lisis la justa correspondencia de su amor, sintiendo la hermosa dama el tener a los ojos la causa de sus celos y haber de fingir agradable risa en el semblante cuando el alma, llorando mortales sospechas, había dado motivo a su mal y ocasión a su tristeza, y más viendo que Lisarda, contenta como estimada, soberbia como querida, y falsa como competidora, en todas ocasiones llevaba lo mejor de la amorosa competencia.

Convidado don Juan a la fiesta y agradecido por principal della, a petición de las damas se acompañó de don Álvaro, don Miguel, don Alonso y don Lope, en nada inferiores a don Juan, por ser todos en nobleza, gala y bienes de Fortuna iguales y conformes, y todos aficionados a entretener el tiempo discreta y regocijadamente. Juntos, pues, todos en un mismo acuerdo, dieron a la bella Lisis la presidencia deste gustoso entretenimiento, pidiéndole que ordenase a cada uno lo que se había de hacer; la cual escusándose como enferma, viéndose importunada de sus amigas, sustituyendo a su madre en su lugar (que era una noble y discreta señora, a quien el enemigo común de las vidas quitó su amado esposo), se salió de la obligación en que sus amigas la habían puesto.

Laura, que este es el nombre de la madre de Lisis, repartió en esta forma la entretenida fiesta: a Lisis su hija, que como enferma se escusaba, y era razón, dio cargo de prevenir de músicos la fiesta, y para que fuese más gustosa mandó expresamente que les diese las letras y romances que en todas cinco noches se hubiesen de cantar. A Lisarda su sobrina, y a la hermosa Matilde mandó que después de inventar una airosa máscara en que ellas y las otras damas, con los caballeros, mostrasen su gala, donaire, destreza y bizarría la primera noche, después de haber danzado contasen dos maravillas (que con este nombre quiso desempalagar al vulgo del de novelas: título tan enfadoso que ya en todas partes le aborrecen). Y por que los caballeros no se quejasen de que las damas se les alzaran con la preeminencia, mezclando a los unos con los otros, salió la segunda noche por don Álvaro y don Alonso; la tercera, a Nise y Filis; la cuarta, a don Miguel y don Lope, y la quinta y última noche a la misma Laura, y que la acompañase don Juan, feneciendo la Pascua con una grandiosa cena que quiso Lisis, como la principal de la fiesta, dar a los caballeros y damas, para la cual convidaron a los padres de los caballeros y a las madres de las damas, por ser todas ellas sin padres, y ellos sin madres; que la muerte no deja a los mortales los gustos cumplidos.

Lisis, a quien tocaba dar principio a la fiesta, hizo buscar dos músicos los más diestros que pudieron hallarse, para que acompañasen con sus voces la angélica suya; que con este favor quiso engrandecerla. Quedaron avisados que al recogerse el día y descoger la noche el negro manto (luto bien merecido por el rubicundo señor de Delfos, que por dar a los indios los alegres días daba a nuestro hemisferio con su ausencia abscuras sombras), se juntasen todos para solenizar la Nochebuena con el concertado entretenimiento en el cuarto de la hermosa Lisis, en una sala aderezada de unos costosos paños flamencos cuyos boscajes, flores y arboledas parecían las selvas de Arcadia o los pensiles huertos de Babilonia. Coronaba la sala un rico estrado con almohadas de terciopelo verde, a quien las borlas y guarniciones de plata hermoseaban sobremanera, haciendo competencia a una vistosa camilla que al lado del vario estrado había de ser trono, asiento y resguardo de la bella Lisis (que como enferma pudo gozar desta preeminencia): era asimismo de brocado verde, con fluecos y alamares de oro.

Estaba ya la sala cercada toda alrededor de muchas sillas de terciopelo verde y de infinitos taburetes pequeños, para que, sentados en ellos los caballeros, pudiesen gozar de un brasero de plata que, alimentado de fuego y diversos olores, cogía el estrado de parte a parte. Desde las tres de la tarde empezaron las señoras, y no sólo las convidadas, sino otras muchas (que a las nuevas del entretenido festín se convidaron ellas mismas), a ocupar los asientos, recebidas con grandísimo agrado de la discreta Laura y hermosa Lisis, que, vestida de la color de sus celos, ocupaba la camilla; que por la honestidad y decencia, aunque era el día de la cuartana, quiso estar vestida.

Ya la sala parecía cuando los campos, alumbrados del rubio Apolo, vertiendo risa alegran los ojos que los miran: tantas eran las velas que daban luz a la rica sala, cuando los músicos, que cerca de la cama de Lisis tenían sus asientos, prevenidos de un romance, que después de haber danzado se había de cantar, empezaron con una gallarda a convidar a las damas y caballeros a ir saliendo de una cuadra con hachas encendidas en las manos, para que fuese más bien vista su gallardía.

El primero que dio principio al airoso paseo fue don Juan, que por guía y maestro empezó solo, tan galán, de pardo, que se llevaba los ojos de cuantos le vían, cuyos botones y cadenas de diamantes parecían estrellas. Siguiole Lisarda y don Álvaro, ella de las colores de don Juan y él de las de Matilde, a quien sacrificaba sus deseos. Venía la hermosa dama de noguerado y plata; acompañábala don Alonso, galán, de negro, porque salió así Nise, saya entera de terciopelo liso, sembrada de botones de oro; traíala de la mano don Miguel, también de negro, porque aunque miraba bien a Filis, no se atrevió a sacar sus colores, temiendo a don Lope por haber salido como ella de verde, creyendo que sería dueño de sus deseos. Habiendo don Juan mostrado en su gala un desengaño a Lisis de su amor, viendo a Lisarda favorecida hasta en las colores; la cual dispuesta a disimular, se comió los suspiros y ahogó las lágrimas, dando lugar a los ojos para ver el donaire y destreza con que dieron fin a la airosa máscara, con tan intrincadas vueltas y graciosos laberintos, lazos y cruzados, que quisieran que durara un siglo.

Mas viendo a Lisis, que con pedazos de cristal, acompañada de los dos músicos quería enseñar en la destreza de su voz sus gracias, tomando asiento todos por su orden, dieron lugar a que se cantara este romance:


Escuchad, selvas, mi llanto.
oíd, que a quejarme vuelvo,
que nunca a los desdichados
les dura más el contento.

Otra vez hice testigos
a vuestros olmos y fresnos,
y a vuestros puros cristales
de la ingratitud de Celio

Oístes, tiernas, mis quejas,
y entretuvistes mis celos,
con la música amorosa
destos mansos arroyuelos.

Vio, tierno, su sinrazón,
probó mi firmeza Celio,
procuró pagar finezas,
sino que se cansó presto.

Salí a gozar mis venturas,
alegre de ver que en premio
de mi amor, si no me amaba,
le agradecía a lo menos.

Pequeña juzgaba el alma,
de su viveza aposento,
estimando por favores
sus desdenes y despegos.

Adoraba sus engaños,
aumentando en mis deseos
sus gracias para adorarle.
¡Qué engañado devaneo!

¿Quién pensara, dueño ingrato,
que estas cosas que refiero
aumentaran de tu olvido
el apresurado intento?

Bien haces de ser cruel;
injustamente me quejo,
pues siempre son los dichosos
aquellos que quieren menos.

Tu amor murmura la Aldea,
mirando en tu pensamiento
nuevo dueño de tu gusto,
y en tus ojos nuevo empleo.

Y yo, como te quiero, lloro tu olvido,
y tus desdenes siento.
 

No fuera verdaderamente agradecido tan ilustre auditorio si no dieran a la hermosa Lisis las gracias de su voz, y así, con las más corteses y discretas razones que supo don Francisco, padre de don Juan, en nombre de todos mostró cuánto estimaban tan engrandecido favor, dando con esto a la hermosa dama, a pesar del mal, aumento a su belleza con las nuevos colores que a su rostro vinieron; y a don Juan para caer en la cuenta de su poco agradecimiento, si bien volviendo a mirar a Lisarda volvió a enredarse en los lazos de su hermosura, y más viéndola prevenirse de asiento más acomodado para referir la maravilla que le tocaba decir esta primera noche. La cual viendo que, todos colgados de su dulce boca y bien entendidas palabras, aguardaban que empezase, buscando las más discretas que pudo ditarle su claro entendimiento y estremado donaire, dijo así:

Novela primera. Aventurarse Perdiendo.

El nombre, hermosísimas damas y nobles caballeros, de mi maravilla es, aventurarse perdiendo, porque en el discurso della veréis cómo para ser una mujer desdichada, cuando su estrella la inclina a serlo no bastan ejemplos ni escarmientos; si bien servirá el oírla de aviso para que no se arrojen al mar de sus desenfrenados deseos fiadas en la barquilla de su flaqueza, temiendo que en él se aneguen, no sólo las flacas fuerzas de las mujeres, sino los claros y heroicos entendimientos de los hombres. Cuyos engaños es razón que se teman, como se verá en mi maravilla, que es la siguiente:

Por entre las ásperas peñas de Monserrate, suma y grandeza del poder de Dios y milagrosa admiración de las excelencias de su divina Madre, donde se ven en divinos misterios efectos de sus misericordias, pues sustenta en el aire la punta de un empinado monte a quien han desamparado los demás, sin más ayuda que la que le da el Cielo, que no es la de menos consideración el milagroso y sagrado templo, tan adornado de riquezas como de maravillas: tantos son los milagros qué hay en él, y el mayor de todos aquel verdadero retrato de la serenísima Reina de los Ángeles y señora nuestra. Después de haberla adorado, ofreciéndole el alma llena de devotos afectos, y mirado con atención aquellas grandiosas paredes cubiertas de mortajas y muletas, con otras infinitas insinias de su poder, subía Fabio, ilustre hijo de la noble villa de Madrid, lustre y adorno de su grandeza, pues con su excelente entendimientos y conocida nobleza, amable condición y gallarda presencia la adorna y enriquece tanto como cualquiera de sus valerosos fundadores, y de quien ella, como madre, se precia mucho.

Llevaban este virtuoso mancebo por tan ásperas malezas deseos piadosos de ver en ellas las devotas celdas y penitentes monjes que han muerto al mundo por vivir para el Cielo. Después de haber visitado algunas y recebido sustento para el alma y cuerpo, y considerando la santidad de sus moradores, pues obligan con ella a los fugitivos pajarillos a venir a sus manos a comer las migajas que les ofrecen, caminando a lo más remoto del monte por ver la nombrada cueva que llaman de San Antón, así por ser la más áspera como prodigiosa, respeto de las cosas que allí se ven, tanto de las penitencias de los que la habitan como de los asombros que les hacen los demonios (que se puede decir que salen dellas con tanta calificación de espíritu que cada uno por sí es un san Antón), cansado de subir por una estrecha senda, respeto de no dar lugar su aspereza a ir de otro modo que a pie, y haber dejado en el convento la mula y un criado que le acompañaba, se sentó a la margen de un pequeño arroyuelo que derramando sus perlas entre menudas yerbecillas, descolgándose con sosegado rumor de una hermosa fuente que en lo alto del monte goza regalado asiento (pareciendo allí fabricada más por manos de ángeles que de hombres, para recreo de los santos ermitaños que en él habitan), cuya música y cristalina risa, ya que no la vían los ojos, no dejaba de agradar a los oídos. Y como el caminar a pie, el calor del sol y la aspereza del camino le quitasen parte del animoso brío, quiso recobrar allí el perdido aliento.

Apenas dio vida a su cansada respiración cuando llegó a sus oídos una voz suave que en bajos acentos mostraba no estar muy lejos el dueño. La cual, tan baja como triste, por servirle de instrumento la humilde corriente, pensando que nadie la escuchaba cantó así:


¿Quién pensara que mi amor,
escarmentado en mis males,
cansado de mis desdichas,
no hubiera muerto cobarde?

¿Quién le vio escapar huyendo
de ingratitudes tan grandes,
que crea que en nuevas penas
vuelva de nuevo a enlazarme?

¡Mal hayan de mis finezas
tan descubiertas verdades!
Y ¡mal haya quien llamó
a las mujeres mudables!

Cuando de tus sinrazones
pudiera, Celio, quejarme,
quiere Amor que no te olvide,
quiere Amor que más te ame.

Desde que sale la Aurora,
hasta que el Sol va a bañarse
al mar de las playas indias,
lloro firme y siento amante.

Vuelve a salir, y me halla
repasando mis pesares,
sintiendo tus sinrazones,
llorando tus libertades.

Bien conozco que me canso
sufriendo penas en balde;
que lágrimas en ausencia
cuestan mucho y poco valen.

Vine a estos montes huyendo
de que, ingrato, me maltrates;
pero más firme te adoro,
que en mí es sustento el amarte.

De tu vista me libré,
pero no pude librarme
de un pensamiento enemigo,
de una voluntad constante.

Quien vio cercado castillo,
quien vio combatida nave,
quien vio cautivo en Argel,
tal estoy, y sin mudarme.

Mas, pues te elegí por dueño,
¡Matadme, penas, matadme!
Pues por lo menos dirán:
«Murió, pero sin mudarse».

¡Ay bien sentidos males!
Poderosos seréis para matarme,
mas no podéis hacer
que amor se acabe.
 

Con tanto gusto escuchaba Fabio la lastimosa voz y bien sentidas quejas, que aunque el dueño dellas no era el más diestro que hubiese oído, casi le pesó de que acabase tan presto. El gusto, el tiempo, el lugar y la montaña le daban deseo de que pasara adelante, y si algo le consoló el no hacerlo fue el pensar que estaba en parte que podría presto con la vista dar gusto al alma, como con la voz había dado aliento a los oídos; pues cuando la causa fuera más humilde, oír cantar en un monte le era de no pequeño alivio para quien no esperaba sino el aullido de alguna bestia fiera. En fin, Fabio, alentado más que antes, prosiguió su camino en descubrimiento del dueño de la voz que había oído, pareciéndole no estar en tal parte sin causa, llevándole enternecido y lastimado oír quejas en tan áspera parte. Noble piedad y generosa acción enternecerse de la pasión ajena.

Iba Fabio tan deseoso de hablar al lastimado músico que no hay quien sepa encarecerlo, y por que no se escondiese iba con todo el silencio posible. Siguiendo, en fin, por la margen de la cinta de cristal buscando su hermoso nacimiento, pareciéndole que sería el lugar que atesoraba la joya que a su parecer buscaba, con alguna sospecha de lo mismo que era; y no se engañó, porque acabando de subir a un pradillo que en lo alto del monte estaba, morada sola para la casta Diana o para alguna desesperada criatura, al cual hacía por una parte espaldas una blanca peña de donde salía un grueso pedazo de cristal, sabroso sustento de las flores, verdes romeros y graciosos tomillos, vio recostado en ellos un mozo, que al parecer su edad estaba en la primavera de sus años, vestido sobre un calzón pardo una blanca y erizada piel de algún cordero, su zurrón y cayado junto a sí, y él con sus abarcas y montera. Apenas le vio cuando conoció ser el dueño de los cantados versos, porque le pareció estar suspenso y triste, llorando las pasiones que había cantado. Y si no le desengañara a Fabio la voz que había oído, creyera ser figura desconocida, hecha para adorno de la fuente: tan inmóvil le tenían sus cuidados.

Tenía un ñudo hecho de sus blancas manos, tales que pudieran dar invidia a la nieve, si ella, de corrida, no hubiera desamparado la montaña. Si su rostro se la daba al Sol, dígalo la poca ofensa que le hacían sus rayos, pues no les había concedido tomar posesión en su belleza ni ejercer la comisión que tienen contra la hermosura. Tenía esparcidas por entre las olorosas yerbas una manada de ovejas, más por dar motivo a su traje que por el cuidado que mostraba tener con ellas, porque más eran terceras de traerle perdido. Era la sus pensión del hermoso mozo tal, que dio lugar a Fabio de llegarse tan cerca que pudo notar que las doradas flores del rostro descendían al traje, porque a ser hombre ya debía dorar la boca el tierno vello, y para ser mujer era el lugar tan peligroso que casi dudó lo mismo que vía; mas, viéndose en parte que casi el mismo engaño le culpaba de poco atrevido, se llegó más cerca y le saludó con mucha cortesía. A la cual el embelesado zagal volvió en sí con un ¡ay! tan lastimoso que parecía ser el último de su vida. Y como aún no le había la montaña quitado la cortesía, viendo a Fabio levantose, haciéndosela con discretas caricias, preguntándole de su venida por tal parte.

A lo cual Fabio, después de agradecer sus corteses razones, satisfizo desta suerte:

—Yo soy un caballero de Madrid. Vine a negocios importantes a Barcelona, y como les di fin y era fuerza volver a mi patria, no quise ponerlo en ejecución hasta ver el milagroso templo de Monserrate. Visité devoto, y quise piadoso ver las ermitas que hay en esta montaña. Y estando descansando entre esos olorosos tomillos oí tu lastimosa voz, que me suspendió el gusto y animó el deseo por ver el dueño de tan bien sentidas quejas, conociendo en ellas que padeces firme y lloras mal pagado y viendo en tu rostro y en tu presencia que tu ser no es lo que muestra tu traje, porque ni viene el rostro con el vestido ni las palabras con lo que procuras dar a entender. Te he buscado, y hallo que tu rostro desmiente a todo, pues en la edad pasas de muchacho y en las pocas señales de tu barba no muestras ser hombre. Por lo cual te quiero pedir en cortesía me saques desta duda, asegurándote primero que si soy parte para tu remedio, no lo dejes, por imposibles que lo estorben, ni me envíes desconsolado; que sentiré mucho hallar una mujer en tal parte y con ese traje y no saber la causa de su destierro, y ansimismo no procurarle remedio.

Atento escuchaba el mozo al discreto Fabio, dejando de cuando en cuando caer unas cansadas perlas que con lento paso buscaban por centro el suelo. Y como le vio callar y que aguardaba respuesta, le dijo:

—No debe querer el Cielo, señor caballero, que mis pasiones estén ocultas, o porque haya quien me las ayude a padecer, o porque se debe de acercar el fin de mi cansada vida y pretende que queden por ejemplo y escarmiento a las gentes; pues cuando creí que sólo Dios y estas peñas me escuchaban, te guio a ti, llevado de tu devoción, a esta parte para que oyeses mis lástimas y pasiones, que son tantas y venidas por tan varios caminos, que tengo por cierto que te haré más favor en callarlas que en decirlas, por no darte que sentir; demás de que es tan larga mi historia que perderás tiempo si te quedas a escucharla.

—Antes —replicó Fabio— me has puesto en tanto cuidado y deseo de saberla, que si me pensase quedar hecho selvaje a morar entre estas peñas, mientras estuvieres en ellas no he de dejarte hasta que me la digas y te saque, si puedo, de esta vida; que sí podré, a lo que en ti miro, pues a quien tiene tanta discreción no será dificultoso persuadirle que escoja más descansada y menos peligrosa vida, pues no la tienes segura, respecto de las fieras que por aquí se crían y de los bandoleros que en esta montaña hay; que si acaso tienen de tu hermosura el conocimiento que yo, de creer es que no estimaran tu persona con el respecto que yo la estimo.

—Pues si así es —dijo el mozo—, siéntate, señor, y oye lo que hasta ahora no ha sabido nadie de mí. Y estima el fiar de tu discreción y entendimiento cosas tan prodigiosas y no sucedidas sino a quien nació para estremo de desventura; que no hago poco sin conocerte, supuesto que de saber quién soy corre peligro la opinión de muchos deudos nobles que tengo, y mi vida con ellos, pues es fuerza que por vengarse me la quiten.

Agradeció Fabio lo mejor que supo, y supo bien, el quererle hacer archivo de sus secretos. Y asegurándole, después de haberle dicho su nombre, de su peligro, y sentándose juntos cerca de la fuente, empezó el hermoso zagal su historia desta suerte:

Mi nombre, discreto Fabio, es Jacinta, que no se engañaron tus ojos en mi conocimiento; mi patria, Baeza, noble ciudad de la Andalucía; mis padres, nobles, y mi hacienda bastante a sustentar la opinión de su nobleza. Nacimos en casa de mi padre un hermano y yo, él para tristeza suya y yo para su deshonra: tal es la flaqueza en que las mujeres somos criadas, pues no se puede fiar de nuestro valor nada, porque tenemos ojos; que a nacer ciegas menos sucesos hubiera visto el mundo, que al fin viviéramos seguras de engaños. Faltó mi madre al mejor tiempo; que no fue pequeña falta, pues su compañía, gobierno y vigilancia fuera más importante a mi honestidad que no los descuidos de mi padre, que le tuvo en mirar por mí y darme estado: yerro notable de los que aguardan a que sus hijas le tomen sin su gusto. Quería el mío a mi hermano tiernísimamente, y esto era solo su desvelo, sin que se le diese yo en cosa ninguna. No sé qué era su pensamiento, pues había hacienda bastante para todo lo que quisiera emprender.

Diez y seis años tenía yo cuando una noche estando durmiendo, soñaba que iba por un bosque amenísimo, en cuya espesura hallé un hombre tan galán que me pareció (¡ay de mí, y cómo hice despierta experiencia dello!) no haberle visto en mi vida tal. Traía cubierto el rostro con el cabo de un ferreruelo leonado con pasamanos y alamares de plata. Pareme a mirarle, agradada del talle, y, deseosa de ver si el rostro conformaba con él, con airoso atrevimiento llegué a quitarle el rebozo, y apenas lo hice cuando, sacando una daga, me dio un golpe tan cruel por el corazón que me obligó el dolor a dar voces. A las cuales acudieron mis criadas, y, despertándome del pesado sueño, me hallé, sin la vista del que me hizo tal agravio, la más apasionada que puedas pensar, porque su retrato se quedó estam pado en mi memoria, de suerte que en largo tiempo no se apartó della.

Deseaba yo, noble Fabio, hallar para dueño un hombre de su talle y gallardía, y traíame tan fuera de mí esta imaginación que le pintaba en ella y después razonaba con él, de suerte que a pocos lances me hallé enamorada, sin saber de quién. Y me puedes creer que si fue Narciso moreno, Narciso era el que vi. Perdí con estos pensamientos el sueño y la comida, y tras esto el color de mi rostro, dando lugar a la mayor tristeza que en mi vida tuve; tanto, que casi todos reparaban en mi mudanza. ¿Quién vio, Fabio, amar una sombra? Pues aunque se cuenta de muchos que han amado cosas increíbles y monstruosas, por lo menos tenían forma a quien querer. Disculpa tiene conmigo Pigmaleón, que adoró la imagen que después Júpiter le animó; y el mancebo de Atenas, y los que amaron el árbol y el delfín; mas yo, que no amaba sino una sombra y fantasía, ¿qué sentirá de mf el mundo? ¿Quién duda que no creerá lo que digo, y si lo cree me llamará loca? Pues doite mi palabra, a ley de noble, que ni en esto ni en lo demás que te dijere adelanto nada más de la verdad.

Las consideraciones que hacía, las reprehensiones que me daba, créeme que eran muchas, y asimismo que miraba con atención los más galanes mozos de mi patria con deseo de aficionarme de alguno que me librase de mi cuidado; mas todo paraba en volverme a querer a mi amante soñado, no hallando en ninguno la gallardía que en aquél. Llegó a tanto mi amor que me acuerdo que hice a mi adorada sombra unos versos, que si no te cansases de oírlos te los diré, que aunque son de mujer, tanto más grandeza; porque a los hombres no es justo perdonarles los yerros que hicieren en ellos, pues los están adornando y purificando con arte y estudios; mas una mujer que sólo se vale de su natural, ¿quién duda que merece disculpa en lo malo y alabanza en lo bueno?

—Di, hermosa Jacinta, tus versos —dijo Fabio—, que serán para mí de mucho gusto; porque aunque los sé hacer con algún acierto, préciome tan poco dellos que te juro que siempre me parecen mejor los ajenos que los míos.

—Pues si así es —replicó Jacinta—, mientras durare mi historia no he menester pedirte licencia para decir los que hicieren a propósito; y así, digo que los que hice son éstos:


Yo adoro lo que no veo,
y no veo lo que adoro;
de mi amor la causa ignoro,
y hallar la causa deseo.
Mi confuso devaneo
¿quién le acertará a entender?
Pues sin ver vengo a querer
por sola imaginación,
inclinando mi afición
a un ser que no tiene ser.

Que enamore una pintura
no será milagro nuevo;
que aunque tal amor no apruebo,
ya en efecto es hermosura.
Mas amar a una figura
que acaso el alma fingió,
nadie tal locura vio;
porque pensar que he de hallar
causa que está por criar,
¿quién tal milagro pidió?

La herida del corazón
vierte sangre, mas no muero:
la muerte con gusto espero
por acabar mi pasión.
De estado fuera razón,
cuando no muero, dormir;
mas ¿cómo puedo pedir
vida ni muerte a un sujeto
que no tuvo de perfeto
más ser que saber herir?

Dame, Cielo, si has criado,
aqueste ser que deseo,
de mi voluntad empleo,
y antes que nacido amado.
Mas ¿qué pide un desdichado,
cuando sin suerte nació?
Porque ¿a quién le sucedió
de amor milagro tan feo,
que le ocupase el deseo
amante que en sueños vio?
 

¿Quién pensara, Fabio, que había de ser el Cielo tan liberal en darme aun lo que no le pedí? Porque, como deseaba imposibles, no se atrevía mi libertad a tanto, si no fue en estos versos, que fue más gala que petición. Mas cuando uno ha de ser desdichado también el Cielo permite su desdicha. Vivía en mi mismo lugar un caballero natural de Sevilla, del nobilísimo linaje de los Ponces de Leon, apellido tan conocido como calificado, que, habiendo hecho en su tierra algunas travesuras de mozo, se desnaturalizó della y casó en Baeza con una señora su igual, en quien tuvo tres hijos: la mayor y menor hembras, y el de en medio varón. La mayor casó en Granada, y con la más pequeña entretenía la soledad y ausencia de don Felis, que este era el nombre del gallardo hijo, que, deseando que luciese en el valor y valentía de sus ilustres antecesores, seguía la guerra, dando ocasión con sus valerosos hechos a que sus deudos, que eran muchos y nobles, como lo publican las excelentes casas de los duques de Arcos y condes de Bailén, le conociesen por rama de su descendencia.

Llegó este noble caballero a la florida edad de veinte y cuatro años, y habiendo alcanzado por sus manos una bandera y después de haberla servido tres años en Flandes dio la vuelta a España para pretender sus acrecentamientos, y mientras en la corte se disponian por mano de sus deudos se fue a ver a sus padres, que había días que no los había visto y que vivían con este deseo. Llegó don Felis a Baeza al tiempo que yo sobretarde ocupaba un balcón entretenida en mis pensamientos, y siendo forzoso haber de pasar por delante de mi casa, por ser la suya en la misma calle, pude, dejando mis imaginaciones, poner los ojos en las galas, criados y gentil presencia, y, deteniéndome en ella más de lo justo, vi tal gallardía en él que querértela significar fuera alargar esta historia y mi tormento. Vi, en efeto, el mismo dueño de mi sueño, y aun de mi alma, porque si no era él, no soy yo la misma Jacinta que le vio y le amó más que a la misma vida que poseo.

No conocía yo a don Felis, ni él a mí, respecto de que cuando fue a la guerra quedé tan niña que era imposible acordarme, aunque su hermana doña Isabel y yo éramos muy amigas. Miró don Felis al balcón, viendo que solos mis ojos hacían fiesta a su venida, y hallando Amor ocasión y tiempo, ejecutó en él el golpe de su dorada saeta; que en mí ya era escusado su trabajo, por tenerlo hecho. Y así de paso, me dijo:

—Tal joya será mía o yo perderé la vida.

Quiso el alma decir: «Ya lo soy», mas la vergüenza fue tan grande como el amor, a quien pedí con hartas sumisiones y humildades me diese ocasión y ventura, pues me había dado causa. No dejó don Felis perder ninguna de las que la Fortuna le dio a las manos; y fue la primera que, habiéndome doña Isabel avisado de la venida de su hermano, fue fuerza visitarla. En cuya visita me dio don Felis en los ojos a conocer su amor tan a las claras, que pudiera yo darle albricias de mi suerte; y como yo le amaba no pude negarle en tal ocasión las justas correspondencias. Y con esto le di ocasión para pasear mi calle de día y de noche, y que al son de una guitarra, con la dulce voz y algunos versos, en que era diestro, darme mejor a conocer su voluntad.

Acuérdome, Fabio, que la primera vez que le hablé a solas por una reja, me dio causa este soneto:


Amar el día, aborrecer el día,
llamar la noche y despreciarla luego,
temer el fuego y acercarse al fuego,
tener a un tiempo pena y alegría.

Estar juntos valor y cobardía,
el desprecio cruel y el blando ruego,
temor valiente, entendimiento ciego,
atada la razón, libre osadía.

Buscar lugar en que aliviar los males,
y no querer del mal hacer mudanza,

desear sin saber qué se desea.
Tener el gusto y el disgusto iguales,
y todo el bien librado en la esperanza:
si aquesto no es amor, no sé qué sea.
 

Dispuesta tenía Amor mi perdición, y así, me iba poniendo los lazos en que me enredase y los hoyos donde cayese, porque, hallando la ocasión que yo misma buscaba, desde que oí la música me bajé a un aposento bajo de un criado de mi padre, llamado Sarabia, más codicioso que leal, donde me era fácil hablar por tener una reja baja, tanto que no era difícil tomar las manos, y, viendo a don Felis cerca, le dije:

—Si tan acertadamente amáis como lo decís, dichosa será la dama que mereciere vuestra voluntad.

—Bien sabéis vos, señora mía —respondió don Felis—, de mis ojos, de mis deseos y de mis cuidados, que siempre manifiestan mi dulce perdición; que sé mejor querer que decirlo. Que vos sepáis que habéis de ser mi dueño mientras tuviere vida es lo que procuro, y no acreditarme ni por buen poeta ni mejor músico.

—Y ¿paréceos —repliqué yo— que me estará bien creer eso que vos decís?

—Sí —respondió mi amante—, porque hasta dejar quererse y querer al que ha de ser su marido tiene licencia una dama.

—Pues ¿quién me asegura a mí que vos lo habéis de ser? —le torné a decir.

—Mi amor —dijo don Felis—. Y esta mano; que si la queréis en prendas de mi palabra no será cobarde, aunque le cueste a su dueño la vida.

¿Quién se viera rogada con lo mismo que desea, amigo Fabio, o qué mujer despreció jamás la ocasión de casarse, y más del mismo que ama, que no acete luego cualquier partido, pues no tal cebo para en que pique la perdición de una mujer que éste? Y así, no quise pone en condición mi dicha, que por tal le tuve y tendré siempre que traiga a la memoria este día. Y, sacando la mano por la reja, tomé la que me ofrecía mi dueño, diciendo:

—Ya no es tiempo, señor don Felis, de buscar desdenes a fuerza de engaños ni encubrir voluntades a costa de resistencias, suspiros y lágrimas; yo os quiero, no tan sólo desde el día que os vi, sino antes; y para que no os tengan confuso mis palabras os diré cosas que espanten.

Y luego le conté todo lo que te he dicho de mi sueño. No hacía don Felis, mientras yo le decía estas novedades, para él y para cuantos lo oyen, sino besarme la mano, que tenía en las suyas, como en agradecimiento de mis penas; en cuya gloria nos cogiera el día, y aun el de hoy, si no hubiera llegado nuestro amor a más atrevimiento. Despedímonos con mil ternezas, quedando muy asentada nuestra voluntad y con propósito de vernos todas las noches en la misma parte, venciendo con oro el imposible del criado y con mi atrevimiento el poder llegar allí, respeto de haber de pasar por delante de la cama de mi padre y hermano para salir de mi aposento.

Visitábame muy a menudo doña Isabel, obligándola a esto, después de su amistad, el dar gusto a su hermano y servirle de fiel tercera a su amor. En este sabroso estado estaba el nuestro, sin tratar don Felis de volver por entonces a Italia, cuando entre las damas a quien rindió su gallarda presencia, que eran casi todas las de la ciudad, fue una prima suya llamada doña Adriana, la más hermosa que en toda aquella tierra se hallaba.

Era esta señora hija de una hermana de su padre de don Felis, que, como he dicho, era de Sevilla, y tenía cuatro hermanas, las cuales por muerte de su padre había traído a Baeza, poniendo las dos menores en religión. Allí mismo se casó la que se seguía tras ellas, quedándose la mayor, sin querer tomar estado, con esta hermana, ya viuda, a quien había quedado para heredera de más de cincuenta mil ducados esta sola hija, a la cual amaba como puedes pensar, siendo sola y tan hermosa como te he dicho. Pues como doña Adriana gozase muy a menudo de la conversación de don Felis, respeto del parentesco, le empezó a querer con tanto estremo que no pudo ser más, como verás en lo que sucedió.

Conocía don Felis el amor de su prima, y como tenía tan llena el alma del mío, disimulaba cuanto podía, escusando el darle ocasión a perderse más de lo que estaba; y así, cuantas muestras doña Adriana le daba de su voluntad, con un descuido desdeñoso se hacía desentendido. Tuvieron, pues, tanta fuerza con ella estos desdenes, que, vencida de su amor y combatida dellos, dio consigo en la cama, dando a los médicos muy poca seguridad de su vida, porque, demás de no comer ni dormir, no quería que se le hiciese ningún remedio. Con que tenía puesta a su madre en la mayor tristeza del mundo, que, como discreta, dio en pensar si sería alguna afición el mal de su hija, y con este pensamiento, obligando con ruegos a una criada de quien doña Adriana se fiaba, supo el caso, y quiso, como cuerda, ponerle remedio.

Llamó a su sobrino y, habiéndole dado a entender con lágrimas la pena que tenía del mal de su hija y la causa que la tenía en tal estado, le pidió apretadamente que fuese su marido, pues en toda Baeza no hallaría casamiento más rico, y ella alcanzaría de su hermano que lo tuviese por bien. No quiso don Felis ser causa de la muerte de su prima ni dar con una desabrida respuesta pena a su tía. En esta conformidad le dijo, fiado en el tiempo que había de pasar en venir la dispensación, que lo tratase con su padre; que, como él quisiese, lo tendría por bien. Y, entrando a ver a su prima, le llenó el alma de esperanzas, mostrando su contento en su mejoría, acudiendo a menudo a su casa, que así se lo pedía su tía; con que doña Adriana cobró entera salud.

Faltaba don Felis a mis visitas por acudir a las de su prima, e yo, desesperada, maltrataba mis ojos y culpaba su lealtad. Y una noche que quiso satisfacer mis celos y que por escusar murmuraciones de los vecinos había facilitado con Sarabia el entrar dentro, viendo mis lágrimas, mis quejas y sentimientos, como amante firme, inculpable en mis sospechas, me dio cuenta de todo lo que con su prima pasaba; enamorado, mas no cuerdo, porque si hasta allí eran sólo temores los míos, desde aquel punto fueron celos declarados. Y con una cólera de mujer celosa, que no lo pondero poco, le dije que no me hablase en su vida si no le decía a su prima que era mi esposo y que no lo había de ser suyo. Quise, con este enojo, irme a mi aposento, y no lo consintió mi amante; mas amoroso y humilde me prometió que no pasaría el día que aguardaba sin obedecerme; que ya lo hubiera hecho, si no fuera por guardarme el justo decoro. Y, habiéndome dado nuevamente palabra delante del secretario de mis libertades, le di la posesión de mi alma y cuerpo, pareciéndome que así le tendría más seguro.

Pasó lá noche más apriesa que nunca, porque había de seguirla el día de mis desdichas; para cuya mañana había determinado el médico que doña Adriana, tomando un acerado jarabe, saliese a hacer ejercicio por el campo, porque como no podía verse el mal del alma, juzgaba por la perdida color que eran opilaciones. Y para este tiempo llevaba también mi esposo librado el desengaño de su amor y satisfación de mis celos; porque como un hombre no tiene más de un cuerpo y un alma, aunque tenga muchos deseos no puede acudir a lo uno sin hacer falta a lo otro, y la pasada noche don Felis, por haberlo tenido conmigo, había faltado a su prima; y lo más cierto es que la Fortuna, que guiaba las cosas más a su gusto que a mi provecho, ordenó que doña Adriana madrugase a tomar su acerada bebida, y, saliendo en compañía de su tía y criadas, la primera estación que hizo fue a casa de su primo, y entrando en ella con alegría de todos, que le daban como a un sol el parabién de su venida y salud, se fue con doña Isabel al cuarto de su hermano, que estaba repo sando lo que había perdido de sueño en sus amorosos empleos, y le empezó delante de su hermana a pedirle cuenta de haber faltado la noche pasada; a quien don Felis no satisfizo, mas desengañó de suerte que en pocas palabras le dio a entender que se cansaba en vano, porque, demás de tener puesta su voluntad en mí, estaba ya desposado conmigo, y prendas de por medio; que si no era faltándole la vida era imposible que faltasen.

Cubrió, a estas razones, un desmayo los ojos de doña Adriana, que fue fuerza sacarla de allí y llevarla a la cama de su prima. La cual vuelta en sí, disimulando cuanto pudo las lágrimas se despidió della, respondiendo a los consuelos que doña Isabel le daba con grandísima sequedad y despego. Llegó a su casa, donde en venganza de su desprecio hizo la mayor crueldad que se ha visto, consigo misma, con su primo y conmigo. ¡Oh celos, qué no haréis, y más si os apoderáis de pecho de mujer! En lo que dio principio a su furiosa rabia fue en escribir a mi padre un papel dándole cuenta de lo que pasaba, diciéndole que velase y tuviese cuenta con su casa, que había quien le quitaba el honor.

Y con esto aguardó la mañana, que, tomando su pítima y dando el papel a un criado que le llevase a mi padre, ya con el manto puesto para salir a hacer ejercicio, se llegó a su madre algo más enternecida que su cruel corazón le daba lugar, y le dijo:

—Madre mía: al campo voy. Si volveré, Dios lo sabe. Por su vida, señora, que me abrace, por si no la volviere a ver.

—Calla, Adriana —dijo alterada su madre—. No digas tales disparates, si no es que tienes gusto de acabarme la vida. ¿Por qué no me has de volver a ver, si tú estás tan buena que ha muchos días que no te he visto mejor? Vete, hija mía, con Dios, y no aguardes a que entre el sol.

—¿Por qué vuesa merced no me quiere abrazar? —replicó doña Adriana.

Y volviendo, preñados de lágrimas los ojos, las espaldas, llegó a la puerta de la calle, y apenas salió por ella y dio dos pasos cuando arrojando un lastimoso ¡ay! se dejó caer en el suelo.

Acudió su tía y sus criadas, y su madre, que venía tras ella, y pensando que era desmayo la llevaron a su cama, llamando al médico para que hiciese las diligencias posibles; mas no hubo ninguna bastante, por ser su desmayo eterno; y, declarando que era muerta, la desnudaron para amortajarla, hundiéndose la casa a gritos. Y apenas la desabotonaron el jubón que llevaba puesto cuando entre sus hermosos pechos le hallaron un papel que ella misma escribía a su madre, en que le decía que ella propia se había quitado la vida con solimán que había echado en el jarabe, porque más quería morir que ver a su ingrato primo en brazos de otra. Quien a este punto viera a la triste de su madre, de creer es que se partiera el corazón por medio, de dolor, porque ya, de traspasada, no podía llorar, y más cuando vieron que, después de frío el cuerpo, se puso muy hinchada y negra; porque no sólo consideraba el ver muerta a su hija, sino haber sido desesperadamente. Y así, puedes considerar, Fabio, cuál estaría su casa y la ciudad; y yo, que en compañía de doña Isabel fui a ver este espetáculo inocente y descuidada de lo que estaba ordenado contra mí, aunque confusa de ser yo la causa de tal suceso, porque ya sabía por un papel de mi esposo lo que había pasado con ella.

No se halló al entierro don Felis, por no irritar al Cielo en venganza de su crueldad, aunque yo lo eché a sentimiento. Enterraron a la desgraciada y mal lograda alma, facilitando su riqueza y calidad los imposibles que pudiera haber, habiéndose ella muerto por sus manos. Y con esto yo me torné a mi casa deseando la noche para ver a don Felis, que apenas eran las nueve cuando Sarabia me avisó cómo ya estaba en su aposento. ¡Pluguiera a Dios le durara su pesar y no viniera! Aunque a mi parecer se disponía mejor el verle que otras noches, porque mi padre, ya que estaba avisado por el papel de doña Adriana, se acostó más temprano, haciendo recoger a mi hermano y la demás gente, e yo hice lo mismo por más disimulación, dando lugar a mi padre que, ayudado de sus desvelos, a pesar de su cuidado se durmió tan pesadamente que le duró el sueño hasta las cuatro de la mañana. Yo, como le vi dormido, me levanté y, descalza, con solo un faldellín, me fui a los brazos de mi esposo, y en ellos procuré quitarle con caricias y ruegos el pesar que tenía, tratando con admiraciones el suceso de doña Adriana.

Estaba Sarabia asentado en la escalera, por espía de mis travesuras, a tiempo que mi padre despavorido despertó, y levantándose fue a mi cama, y como no me hallase tomó un pistolete y su espada y, llamando a mi hermano, le dio cuenta del caso; mas no pu dieron hacerlo con tanto silencio que una perrilla que había en casa no avisase con voces a mi criado, el cual escuchando atento, como oyó pasos, llegó a nosotros y nos dijo que si queríamos vivir le siguiésemos, porque éramos sentidos. Hicímoslo así, aunque muy turbados, y antes que mi padre tuviese lugar de bajar la escalera ya los tres estábamos en la calle y la puerta cerrada por defuera, que esta astucia me enseñó mi necesidad.

Considérame, Fabio, con sólo un faldellín de damasco y descalza, porque desta suerte había bajado la escalera a verme con mi deseado dueño. El cual con la mayor priesa que pudo me llevó al convento donde estaban sus tías, siendo ya de día. Llamó a la portería, y entrando dentro al torno y dándoles cuenta del suceso, en menos de una hora me hallé detrás de una red, llena de lágrimas y cercada de confusión, aunque don Felis me alentaba cuanto podía, y sus tías me consolaban asegurándome todas el buen suceso, pues, pasada la cólera, tendría mi padre por bien el casamiento. Y por si le quisiese pedir a don Felis el escalamiento de la casa, se quedó retraído él y Sarabia en el mismo monasterio, en una sala que para su estancia mandaron aderezar sus tías, desde donde avisó a su padre y hermana el suceso de sus amores. Su padre, que ya por las señales se imaginaba que me quería (y no le pesaba dello, por conocer que en Baeza no podría su hijo hallar más principal ni rico casamiento, pareciéndole que todo vendría a parar en ser mi marido), fue luego a verme en compañía de doña Isabel, que, proveída de vestidos y joyas que supliesen la falta de las mías mientras se hacían otras, llegó donde yo estaba, dándome mil consuelos y esperanzas.

Esto pasaba por mí mientras mi padre, ofendido de acción tan escandalosa como era haberme salido de su casa (si bien lo fuera más si yo aguardara su furia, pues por lo menos me costara la vida), remitió su venganza a sus manos (acción noble), sin querer por la justicia hacer ninguna diligencia, ni más alboroto ni más sentimiento que si no le hubiera faltado la mejor joya de su casa y la mejor prenda de su honra. Y con este propósito honrado puso espías a don Felis, de suerte que hasta sus intentos no se le encubrían. Y antes de muchos días halló la ocasión que buscaba, aunque con tan poca suerte como las demás, por estar hasta entonces la Fortuna de parte de don Felis, el cual una noche, cansado ya de su reclusión y estando cierto que yo estaba recogida en mi celda con sus tías, que me querían como hija, venciendo con dineros la facilidad de un mozo que tenía las llaves de la puerta de la casa, le pidió que le dejase salir, que quería llegar hasta la de su padre, que no estaba lejos; que luego daría la vuelta.

Hízolo el poco fiel guardador, previniéndole su peligro. Y él facilitándolo todo, lleno de armas y galas, salió, y apenas puso los pies en la calle cuando dieron con él mi padre y her mano, las espadas desnudas, que, hechos vigilantes espías de su opinión, no dormían sino a las puertas del convento. Era mi hermano atrevido cuanto don Felis prudente, causa para que a la primera ida y venida de las espadas le atravesó don Felis la suya por el pecho, y sin tener lugar ni aun de llamar a Dios cayó en el suelo, de todo punto muerto. El mozo que tenía las llaves, como aún no había cerrado la puerta, por ser todo en un instante, recogió a don Felis antes que mi padre ni la justicia pudiesen hacer las diligencias que les tocaba.

Vino el día, súpose el caso, diose sepultura al malogrado; y yo, ignorante del caso, salí a un locutorio a ver a doña Isabel, que me estaba aguardando llena de lágrimas y sentimientos, porque pensaba ella, siendo yo mujer de su hermano, serlo del mío, a quien amó tiernamente. Prevínome del suceso y de la ausencia que don Felis quería hacer de Baeza, y de toda España, porque se decía que el Corregidor trataba de sacarle de la iglesia mientras venía un Alcalde de la Corte, por quien se había enviado a toda prisa. Considera, Fabio, mis lágrimas con tan tristes nuevas, que fue mucho no costarme la vida, y más viendo que aquella misma noche había de ser la partida de mi querido dueño a Flandes, refugio de delincuentes y seguro de desdichados; como lo hizo, dejando orden en mi regalo, y cuidado a su padre de amansar las partes y negociar su vuelta.

Con esto, por una puerta falsa que se mandaba por la estancia de las monjas y no se abría sino con licencia del Vicario y abadesa, salió, dejándome en los brazos de su tía, casi muerta, donde me trasladó de los suyos por no aguardar a más ternezas, tomando el camino de Barcelona, donde estaban las galeras que habían traído las compañías que para la expulsión de los moriscos había mandado venir la majestad de Felipe III, y aguardaban al excelentísimo don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, que iba a ser Virrey y Capitán General del reino de Nápoles.

Supo mi padre la ausencia de don Felis, y, como discreto, trazó, ya que no se podía vengar dél, hacerlo de mí. Y la primera traza que para esto dio fue tomar los caminos, para que ni a su padre ni a mí viniesen cartas, tomándolas todas. Y no fue mal acuerdo, pues así sabía el camino que llevaba; que los caballeros de la calidad de mi padre en todas partes tienen amigos a quien cometer su venganza. Pasaron veinte días de ausencia, pareciéndome a mí veinte mil años, sin haber tenido nuevas de mi ausente. Y un día que estaba conmigo mi suegro y cuñada, que me visitaban por momentos, entró un cartero y dio a mi suegro una carta diciendo ser de Barcelona, que, a lo que después supe, había sido echada en el correo. Decía así:

Mucho siento haber de ser el primero que dé a v. m. tan malas nuevas; mas, aunque quisiera escusarme, no es justo dejar de acudir a mi amistad y obligación. Anoche, saliendo el alférez don Felis Ponce de León, su hijo de v. m., de una casa de juego, sin saber quién ni cómo, le dieron de puñaladas, sin darle lugar ni aun de imaginar quién sea el agresor. Esta mañana le enterramos, y luego despacho ésta para que v. m. lo sepa, a quien consuele nuestro Señor y dé la vida que sus servidores deseamos. A Sarabia pasaré conmigo a Nápoles, si v. m. no manda otra cosa. Barcelona, 20 de junio.

El capitán Diego de Mesa.

¡Ay Fabio, y qué nuevas! No quiero traer a la memoria mis estremos; basta decirte que las creí, por ser este capitán muy amigo de don Felis, con quien él tenía correspondencia y a quien pensaba seguir en este viaje. Y, pues las creí, por esto podrás conjeturar mi sentimiento y lágrimas. No quieras saber más, sino que, sin hacer más información, otro día tomé el hábito de religiosa; y conmigo, para consolarme y acompañarme, doña Isabel, que me quería tiernísimamente.

Ve prevenido, discreto Fabio, de que mi padre fue el que hizo este engaño y escribió esta carta, y cómo cogía todas las que venían. Porque don Felis como llegó a Barcelona halló embarcado al Virrey, y sin tener lugar de escribir más que cuatro renglones, avisando de cómo ese día partían las galeras se embarcó, y con él Sarabia, que no le había querido dejar, temeroso de su peligro. Pedía que le escribiésemos a Nápoles, donde pensaba llegar y desde allí dar la vuelta a Flandes.

Pues como su padre y yo no recebimos esta carta, pues en su lugar vino la de su muerte, y la tuviésemos por cierta, no escribimos más ni hicimos más diligencia que, cumplido el año, hacer doña Isabel y yo nuestra profesión con mucho gusto, particularmente en mí, pareciéndome que, faltando don Felis, no quedaba en el mundo quien me mereciese. A un mes de mi profesión murió mi padre, dejándome heredera de cuatro mil ducados de renta, los cuales no me pudo quitar por no tener hijos; que, aunque tenía enojo, en aquel punto acudió a su obligación. Estos gastaba yo largamente en cosas del convento, y así, era señora dél, sin que se hiciese en todo más que mi gusto.

Don Felis llegó a Nápoles y, no hallando cartas allí, como pensó, enojado de mi descuido, sin querer escribir, viendo que se partían cinco compañías a Flandes y que en una dellas le habían vuelto a dar la bandera, se partió. Y en Bruselas, para desapasionarse de mis cuidados dio los suyos a damas y juegos, en que se divirtió de manera que en seis años no se acordó de España ni de la triste Jacinta que había dejado en ella. ¡Pluguiera a Dios se estuviera basta hoy y me hubiera dejado en mi quietud, sin haberme sujetado a tantas desdichas! Pues para traerme a ellas, al cabo deste tiempo trayendo a la memoria sus obligaciones, dio la vuelta a España y a su tierra, donde, entrando al anochecer, sin ir a la casa de sus padres se fue derecho al convento y, llegando al torno a tiempo que querían cerrarle, preguntó por doña Jacinta, diciendo que le traía unas cartas de Flandes.

Era tornera una de sus tías, y, deseosa de saber lo que me quería, pareciéndole novedad que me buscase nadie, fuera de su padre de don Felis, que era la visita que yo siempre tenía, se apartó un poco, y, llegándose luego, preguntó:

—¿Quién busca a dona Jacinta? Que yo soy.

—Ese engaño no a mí —dijo don Felis—; que el soldado que me dio la carta me dio también a conocer su voz.

Viendo la sutileza la mensajera, a toda diligencia me envió a llamar por saber tales enigmas, y como llegué preguntando quién me buscaba y conociese don Felis mi voz, se llegó, diciendo:

—¿Era tiempo, Jacinta mía, de verte?

¡Oh Fabio, y qué voz para mí! ¡Ahora parece que la escucho y siento lo que sentí en aquel punto, así como conocí en la habla a don Felis! No quieras más que, considerando en un punto las falsas nuevas de su muerte, mi estado y la imposibilidad de gozarle, despertando mi amor, que había estado dormido, di un grito, formando en él un ¡ay! tan lastimoso como triste, y di conmigo en el suelo con un desmayo tan cruel que me duró tres días estar como muerta, y aunque los médicos declaraban que tenía vida, por más remedios que se hacían no podían volverme en mí. Recogiose don Felis a una cuadra dentro de la casa (que debió de ser la misma en que primero estuvo), donde vio a su hermana (porque había en ella una reja donde nos hablábamos), de quien supo lo hasta allí sucedido; que, viendo que estaba profesa, fue milagro no perder la vida. Encargole el cuidado de mi salud y el secreto de su venida, porque no quería que la supiese su padre, que ya su madre era muerta.

Yo volví del desmayo, mejoré del mal, porque guardaba el Cielo mi vida para más desdichas, y salí a ver a don Felis. Lloramos los dos, y concertamos de que Sarabia fuese a Roma por licencia para casarnos, pues la primera palabra era la valedera. Mientras yo juntaba dineros que llevase pasaron quince días, en cuyo tiempo volvió a vivir Amor, y las persuaciones de don Felis a tener la fuerza que siempre habían tenido y mi flaqueza a rendirse. Y pareciéndonos que el breve del Papa estaba seguro, fiándonos en la palabra dada antes de la profesión, di orden de haber la llave de la puerta falsa por donde salió don Felis para ir a Flandes, la cual le di a mi amante, hallándose más glorioso que con un reino. ¡Oh caso atroz y riguroso, pues todas o las más noches entraba a dormir conmigo! Esto era fácil, por haber una celda que yo había labrado de aquella parte. Cuando considero esto no me admiro, Fabio, de las desdichas que me siguen, y antes alabo y engrandezco el amor y misericordia de Dios en no enviar un rayo contra nosotros.

En este tiempo se partió Sarabia a Roma, quedándose don Felis escondido con determinación de que no se supiese que estaba allí hasta que el breve viniese. Pues como Sarabia llegó Roma y presentó los papeles y un memorial que llevaba para dar a su Santidad, en el cual se daba cuenta de toda la sustancia del negocio y cómo entraba en el convento: caso tan riguroso a sus oídos, que mandó el Papa que, pena de excomunión mayor latae sententiae, pareciese don Felis ante su tribunal, donde, sabiendo el caso más por entero, daría la dispensación, dando por ella cuatro mil ducados.

Pues cuando aguardábamos el buen suceso llegó Sarabia con estas nuevas. Empecé a sentir con mayores estremos el ausentarse don Felis, temiendo sus descuidos; el cual con la misma pena me pidió que me saliese del convento y fuese con él a Roma, y que juntos alcanzaríamos más fácilmente la licencia para casarnos. Díjolo a una mujer que amaba, que fue facilitar el caso, porque la siguiente noche, tomando yo cantidad de dineros y joyas que tenía, dejando escrita una carta a doña Isabel y dejándole el cuidado y gobierno de mi hacienda, me puse en poder de don Felis, que en tres mulas que tenía Sarabia prevenidas, cuando llegó el día ya estábamos bien apartados de Baeza. Y en otros doce nos hallamos en Valencia, y, tomando una falúa, con harto riesgo de las vidas y mil trabajos llegamos a Civita Vieja, y en ella tomamos tierra y un coche en que llegamos a Roma.

Tenía don Felis amistad con el embajador de España y algunos cardenales que habían estado en la ciudad de Baeza, con cuyo favor nos atrevimos a echarnos a los pies de su Santidad. El cual mirando nuestro negocio con piedad, nos absolvió, mandando que diésemos dos mil ducados al Hospital Real de España que hay en Roma; y luego nos desposó con condición, y en penitencia del pecado, que no nos juntásemos en un año, y si lo hiciésemos quedase la pena y castigo reservado a él mismo.

Estuvimos en Roma visitando aquellos santuarios y confesándonos generalmente, en cuyo intermedio supo don Felis cómo la condesa de Gelves, doña Leonor de Portugal, se embarcaba para venir a Zaragoza, de donde habían hecho a don Diego Pimentel, su marido, Virrey. Y pareciéndole buena ocasión para venir a España y a nuestra tierra a descansar, me trajo a Nápoles y acomodó por vía del marqués de Santa Cruz con las damas de la Condesa, y él se llegó a la tropa de los acompañantes. Tuvo la Fortuna el fin que se sabe, porque, forzados de una tormenta, nos obligó a venir por tierra: bastaba yo, Fabio, venir allí.

Finalmente, mi esposo y yo venimos a Madrid, y en ella me llevó a casa de una deuda suya, viuda, y que tenía una hija tan dama como hermosa y tan discreta como gallarda, donde quiso que estuviese, respeto de haber de estar apartados lo que faltaba del año. Él presentó los papeles de sus servicios en el Consejo de Guerra, pidiendo una compañía, pareciéndole que con título de capitán y nuestra hacienda sería rey en Baeza: premisas ciertas de su pretensión.

Había salido orden de su Majestad que todos los soldados pretendientes fuesen a servirle a la Mámora, que a la vuelta les haría mercedes; y como a don Felis, respeto de haber servido tan bien, le honrasen para esta ocasión con el deseado cargo de capitán, no le dejaron sus honrados pensamientos acudir a las obligaciones de mi amor. Y así, un día que se vio conmigo, delante de sus parientas me dijo:

—Amada Jacinta: ya sabes en la ocasión que estoy, que no sólo a los caballeros obliga, mas a los humildes, si nacieron con honra. Esta empresa no puede durar mucho tiempo, y caso que dure más de lo que agora se imagina, como un hombre tenga lo que ama consigo y no le falte una posada honrada, vivir en Argel o en Constantinopla todo es vivir, pues el amor hace los campos ciudades y las chozas palacios. Dígote esto porque mi ausencia no se escusa por tan justos respectos, que si los atropellase daría mucho que decir. Tan honrosa causa disculpa mi desamor, si quieres dar este nombre a mi partida. La confianza que tengo de ti me escusa el llevarte; que si no fuera esto, me animara a que en mi compañía empezaras a padecer de nuevo, o ya viéndome a mí cercado de trabajos o llegando ocasión de morir juntos. Mas será Dios servido que, en sosegándose estas revoluciones, yo tenga yo lugar de venir a gozarte, o por lo menos enviar por ti donde me emplee en servirte; que bien sé la deuda en que estoy a tu valor y voluntad. Mi esposa eres, siete meses nos faltan para poder yo libremente tenerte por mía. La honra y acrecentamiento que yo tuviere es tuya. Ten por bien, señora mía, esta jornada, pues ahorrarás con esto parte del pesar que has de tener y yo tengo. En casa de mi tía quedas, y con la deuda de ser quien eres. Lo necesario para tu regalo no te ha de faltar: a mi padre y hermana dejo escrito dándoles cuenta de mis sucesos, a ti vendrán las cartas y dineros. Con esto y las tuyas tendré más ánimo en las ocasiones y más esperanzas de volverte a ver. Yo me he de partir esta tarde, que no he querido hasta este punto decirte nada. Por tu vida y la mía que mostrando en esta ocasión el valor que en las demás has tenido, escuses el sentimiento y no me niegues la licencia que te pido.

Con un mar de lágrimas en mis ojos escuché, discreto Fabio, a mi don Felis, pareciéndome en aquel punto más galán y más amoroso, y mi amor mayor que nunca. Habíale de perder, ¿qué mucho que para atormentarme urdiese mi mala suerte esta cautela? Queríale responder y no me daba lugar la pasión; y en este tiempo consideré que tenía razón en lo que decía, y así, le dije con muy turbadas palabras que mis ojos respondían por mí, pues claro era que consentía el gusto y la voluntad, pues que ellos hacían tal sentimiento. Pasando entre los dos palabras amorosas, más para aumentar la pena que para considerarla, llegó la hora en que le había de perder para siempre. Partiose, al fin, don Felis, y quedé como el que ha perdido el juicio, porque ni podía llorar ni hablar, ni oír los consuelos que me daban doña Guiomar y su madre, que me decían mil cosas y consuelos para embelesarme.

Finalmente, costó la pérdida de mi dueño tres meses de enfermedad, que estuve ya para desamparar la vida. ¡Pluguiera al Cielo que me hiciera este bien! Mas ¿cuándo le reciben los desdichados, ni aun de quien tiene tantos que dar? En todo este tiempo no tuve cartas de don Felis, y aunque pudieran consolarme las de su padre y hermana (que, alegres de saber el fin de tantas desdichas y prevenidas de mil regalos y dineros que me daban el parabién, pidiéndome que en volviendo don Felis tratásemos de irnos a descansar en su compañía), no era posible que hinchiesen el vacío de mi cuidadosa voluntad. La cual me daba mil sospechas de mi desdicha, porque tengo para mí que no hay más ciertos astrólogos que los amantes.

Más habían pasado de cuatro meses que pasaba esta vida cuando una noche, que parece que el sueño se había apoderado más de mí que otras (porque como la Fortuna me dio a don Felis en sueños, quiso quitármele de la misma suerte), soñaba que recebía una carta suya y una caja que parecía traer algunas joyas, y, yéndola a abrir, hallé dentro la cabeza de mi esposo. Considera, Fabio, que fueron los gritos y las voces que di tan grandes, despertando con tantas lágrimas y congojas y ansias, que parecía que se me acababa la vida, ya desmayándome y ya tornando en mí a puras voces que me daba doña Guiomar y agua que me echaba en el rostro. Conteles el sueño, y ella y su madre y criadas no osaban apartarse de mí por el temor con que estaba, pareciéndome que a todas partes que volvía la cabeza vía la de don Felis. Hasta que se llegó la mañana, que determinaron llevarme a mi confesor para que me confesase, por ser sacerdote bien entendido y teólogo. Al tiempo de salir de mi casa oí una voz, aunque las demás no la oyeron: «Muerto es, sin duda, don Felis». Con tales agüeros puedes creer que no hallé consuelo en el confesor, ni le tenía en cosa criada.

Pasé así algunos días, al cabo de los cuales vinieron las nuevas de lo que sucedió en la Mámora, y con ellas la relación de los que en ella se ahogaron, viniendo casi en los primeros don Felis. De allí a algunos días llegó Sarabia, que fue la nueva más cierta, el cual contó cómo yendo a tomar puerto las naves en competencia unas de otras, dos dellas se hicieron pedazos y se fueron a pique, sin poderse salvar de los que iban en ellas ni tan sólo un hombre. En una de éstas iba don Felis armado de unas armas dobles, causa de que, cayendo en la mar, no volvió a parecer más. Echó algunos fuera: él no fue visto. Así acabó la vida en tan desgraciada ocasión el más galán mozo que tuvo la Andalucía, porque a treinta años acompañaban las más gallardas partes que pudo formar la naturaleza.

Cansarte en contar mi sentimiento, mis ansias, mi llanto, sería pagarte mal el gusto con que me escuchas; solo te digo que en tres años ni supe qué fue alegría ni salud. Supieron su padre y hermana el suceso, trataron de llevarme y restituirme a mi convento; mas yo, aunque sentía con tantas veras la muerte de mi esposo, no lo aceté, por no volver a los ojos de mis deudos sin su amparo, ni menos con las monjas, respecto de haber sido causa de su escándalo; demás que mi poca salud no me daba lugar de ponerme en camino ni volver de nuevo a sufrir la carga de la religión; antes di orden que Sarabia, a quien ya tenía por compañero en mis fortunas, se fuese a gobernar mi hacienda, y yo quedé en compañía de doña Guiomar y su madre, que me tenían en lugar de hija; y no hacían mucho, pues gastaba con ellas toda mi renta.

Aconsejábanme algunas amigas que me casase, mas yo no hallaba otro don Felis que satisficiese mis ojos ni hinchiese el vacío de mi corazón (aunque no lo estaba de su memoria), ni mis compañeras quisieran que le hallara; mas para mi desdicha le halló Amor, que quizá estaba agraviado de mi descuido.

Visitaba a doña Guiomar un mancebo noble, rico y galán, cuyo nombre es Celio, tan cuerdo como falso, pues sabía amar cuando quería y olvidar cuando le daba gusto; porque en él las virtudes y los engaños están como los ramilletes de Madrid, mezclados ya los olorosos claveles como hermosas mosquetas con las flores campesinas sin olor ni virtud alguna. Hablaba bien y escribía mejor, siendo tan diestro en amar como en aborrecer. Este mancebo que digo, en mucho tiempo que entró en mi casa jamás se le conoció designio ninguno, porque con llaneza y amistad entretenía la conversación, siendo tal vez el más puntal en prevenirme consuelos a mi tristeza. Unas veces jugando con doña Guiomar y otras diciendo algunos versos, en que era muy diestro, pasaba el tiempo, teniendo en todo lo que intentaba más acierto que yo quisiera. Igualmente nos alababa; sin ofender a ninguna nos quería; ya engrandecía la doncella, ya encarecía la viuda; y como yo también hacía versos, competía conmigo en ellos, admirándole no el que yo los compusiese, pues no es milagro en una mujer (cuya alma es la misma que la del hombre, o porque naturaleza quiso hacer esa maravilla o porque los hombres no se desvaneciesen siendo ellos solos los que gozan de sus grandezas), sino porque los hacía con algún acierto.

Jamás miré a Celio para amarle, aunque nunca procuré aborrecerle; porque si me agradaba de sus gracias, temía sus despejos, de que él mismo nos daba noticia; particularmente un día que nos contó cómo era querido de una dama, y que la aborrecía con las mismas, veras que la amaba, gloriándose de las sinrazones con que la pagaba mil ternezas. ¿Quién pensara, Fabio, que esto despertara mi cuidado, no para amarle, sino para mirarle con más atención que fuera justo? De mirar su gallardía renació en mí un poco de deseo, y con desear se empezaron a enjugar mis ojos y fui cobrando salud, porque la memoria empezó a divertirse tanto que del todo le vine a querer, si bien callaba mi amor por no parecer liviana, hasta que él mismo trujo la ocasión por los cabellos; y fue pedirme que hiciera un soneto a una dama que, mirándose a un espejo, dio en él el sol y la deslumbró.

Y yo aprovechándome della, hice este soneto:


En el claro cristal del desengaño
se miraba Jacinta descuidada,
contenta de no amar sin ser amada,
viendo su bien en el ajeno daño.

Mira de los amantes el engaño,
la voluntad, por firme, despreciada,
y, de haberla tenido escarmentada,
huye de amor el proceder estraño.

Celio, sol desta edad, casi envidioso
de ver la libertad con que vivía,
esenta de ofrecer a Amor despojos.

Galán, discreto, amante y dadivoso
(reflejos que animaron su osadía),
dio en el espejo y deslumbró sus ojos.

Sintió dulces enojos,
y, apartando el cristal, dijo piadosa:
«Por no haber visto a Celio fui animosa.

Y aunque llegue a abrasarme,
no pienso de sus rayos apartarme».
 

Recibió Celio con tanto gusto este papel que pensé que ya mi ventura era cierta, y no fue sino que a nadie le pesa de estar querido: alabó su ventura, encareció su suerte, agradeció mi amor dando muestras del suyo y dándome a entender que me le tenía desde el día que me vio, solenizó la traza de darle a entender el mío, y finalmente armó lazos en que acabase de caer solenizando en un romance mi hermosura y su suerte.

¡Ay de mi!, que cuando considero las estratagemas con que los hombres rinden las mujeres digo que todos son traidores; y el amor, guerra y batalla campal, donde el amor combate a sangre y fuego al honor, alcaide de la fortaleza del alma. De mí te digo, Fabio, que, aunque ciega y más cautiva a esta voluntad, no dejo de conocer lo que he perdido por ella; pues cuando no sea sino por haber dejado de ser cuerda queriendo a quien me aborrece, basta este conocimiento para tenerme arrepentida si durase este propósito.

En fin, Celio es el más sabio para engañar que yo he visto, porque supo dar tal color de verdadero a su amor, que le creyera, no sólo una mujer que sabía la verdad de un hombre que se preció de tratarla, sino a las más astutas y matreras. Sus visitas eran continuas, porque mañana y tarde estaba en mi casa, tanto que sus amigos llegaron a conocer (en verle negar a su conversación) que la tenía con persona que la merecía. En particular uno de tu nombre, con quien la conservó más que con ninguno y a quien contaba sus empleos, que, según me dijo el mismo Celio, me tenía lástima y le rogaba no me hablase si me había de dar el pago que a otras. Sus papeles eran tantos, que fueron bastantes a volverme loca; sus regalos tan a tiempo, que parecía tener de su mano los movimientos del cielo. Yo simple, ignorante destas traiciones, no hacía sino aumentar amor sobre amor; y si bien se le tuve siempre con propósito de hacerle mi esposo (que de otra manera antes me dejara morir que darle a entender mi voluntad), y en ello entendí hacerle harto favor, Celio no debía de pensar esto, según pareció, aunque no ignoraba lo que ganara en tal casamiento. Mas yo con mi engaño estaba tan contenta en ser suya que ya de todo punto no me acordaba de don Felis: sólo en Celio estaban empleados mis sentidos, si bien temerosa de su amor, porque desde que le empecé a querer temí perderle.

Y para asegurarme deste temor, un día que le vi más galán y más amante, le conté mi pensamiento, diciéndole que si como tenía cuatro mil ducados de renta tuviera todas las riquezas del mundo, de todas le hiciera señor. Seguía Celio las letras, y en ellas tenía más acierto que yo ventura, con lo que cortó a mi pretensión la cabeza diciendo que él había gastado sus años en estudios de letras divinas con propósito de ordenarse de sacerdote, y que en eso tenían puesto sus padres los ojos, fuera de haber sido esta su voluntad; y que, supuesto esto, que le mandase otras cosas de mi gusto; que no siendo ésta, las demás haría, aunque fuese perder la propia vida; y que en razón de asegurarme de perderle, me daba su fe y palabra de amarme mientras le durase la que tenía.

¡Lo que sentí en ver defraudadas mis esperanzas, confirmándose en todo mis temores y recelos! Pues siendo quien soy no era justo querer si no era al que había de ser mi legítimo marido, y respecto desto había de tener fin nuestra amistad. Dieron lágrimas mis ojos, y más viendo a Celio tan cruel que, en lugar de enjugarlas, pues no podía ignorar que nacían de amor, se levantó y se fue, dejándome bañada en ellas; y así estuve toda aquella noche y otro día, hasta que allá a la tarde vino Celio a disculparse, con tanta tibieza que en lugar de enjugarlas las aumentó.

Esta fue la primera ingratitud que Celio usó conmigo, y como a una siguen muchas, empezó a descuidarse de mi amor, de suerte que ya no me vía sino de tarde en tarde, ni respondía a mis papeles, siendo otras veces objeto de su alabanza. A estas tibiezas daba por disculpa sus ocupaciones y sus amigos, y con ellas ocasión a mis tristezas y desasosiegos, tanto, que ya las amigas, que adoraban mis donaires y entretenimientos, huían de mí, viéndome con tanto disgusto. Acompañó su desamor con darme celos. Visitaba damas, y decíalo, que era lo peor, con que, irritando mi cólera y ocasionando mi furor, empecé a ganar en su opinión nombre de mal acondicionada; y como su amor fue fingido, antes de seis meses se halló tan libre dél como si nunca le hubiera tenido. Y como ingrato a mis obligaciones, dio en visitar a una dama libre y de las que tratan de tomar placer y dineros, y hallose tan bien con esta amistad, porque no le celaba ni apretaba, que no se le dio nada que yo lo supiese, ni hacía caso de las quejas que yo le daba por escrito y de palabra las veces que venía, que eran pocas. Supe el caso por una criada mía, que le siguió y supo los pasos en que andaba. Escribí a la mujer un papel pidiéndole no le dejase entrar en su casa. Lo que resultó desto fue no venir más a la mía por darse más enteramente a la otra. Yo triste y desesperada, se me pasaban los días y las noches llorando; mas ¿para qué te canso en estas cosas, pues con decir que cerró los ojos a todo basta?

Fue fuerza en medio destos sucesos irse a Salamanca, y por no volver a verme se quedó allí aquel año. Lo que en esto sentí te lo dirá este traje y este monte, donde, siendo yo quien sabes, me has hallado. A pocos días que estaba en Salamanca supe que andaba de amores, por nuevo, por galán y cortesano, cuyas nuevas sentí tanto que pensé perder el juicio. Escribile algunas cartas: no tuve respuesta. En fin, me determiné ir a aquella famosa ciudad y procurar con caricias volver a su gracia; y ya que no estorbase sus amores, por lo menos llevaba determinación de quitarme la vida. Mira, Fabio, en qué ocasiones se vía mi opinión; mas ¿qué no hará una mujer celosa?

Comuniqué mi pensamiento con doña Guiomar, con quien descansaba, y viendo que estaba resuelta no quiso dejarme partir sola. Entraba en casa un gentilhombre, cuya amistad y llaneza era de hermano, al cual rogó doña Guiomar y su madre que me acompañase: él lo acetó, y, alquilando dos mulas, salimos de Madrid bien prevenidos de joyas y dineros. Y como yo sé tan poco de caminos, porque los que había andado en compañía de don Felis habían sido con más recato, en lugar de tomar el camino de Salamanca, el traidor que me acompañaba tomó el de Barcelona, y antes de llegar a ella media legua, me quitó cuanto llevaba, y con las mulas se volvió por do había venido.

Quedé en el campo sola y desesperada, con intento de hacer un disparate. En fin, a pie empecé a caminar hasta que salí del monte al camino real, donde hallé gente a quien pregunté qué tanto estaba de allí Salamanca. De que se rieron, respondiéndome que más cerca estaba de Barcelona, en lo que vi el engaño del traidor, que por robarme me trajo allí. Animeme, y a pie llegué a Barcelona, donde vendiendo una sortijilla de hasta diez ducados, que por descuido me quedó en el dedo, compré este vestido y me corté el cabello. Desta suerte vine a Monserrate, donde estuve tres días pidiendo a aquella santa imagen me ayudase en mis trabajos; y llegando a pedir a los padres algo que comer, me preguntaron si quería servir de zagal, para traer al monte este ganado: yo, viendo tan buena ocasión para que Celio ni nadie sepa de mí y yo pueda llorar mis desdichas, aceté el partido, donde ha cuatro meses que estoy, con propósito de no volver eternamente donde nadie me vea.

Esta, es la ocasión de mis desdichadas quejas, que te dieron motivo a buscarme: en estas ocasiones me ha puesto Amor y en ellas pienso acabar mi vida.

Atento había estado Fabio a las razones de Jacinta, y viendo que había dado fin, le respondió así:

—Por no cortar el hilo, discreta Jacinta, a tus lastimosos sucesos, tan bien sentidos como bien dichos, no he querido decirte, hasta que les dieses fin, que soy Fabio, el amigo de Celio que dijiste que estaba tan lastimado de tu empleo cuanto deseoso de conocerte. Con tales colores has pintado su retrato, que cuando yo no supiera tus desdichas, y por ellas conociese, desde que le nombraste, que eras el dueño de las que yo tengo tan sentidas como tú, conociera luego tu ingrato amante. A quien no culpo, por ser ésa su condición, y tan sujeto a ella que jamás en eso se valió de su entendimiento para poder vencerla. Muchas prendas le he conocido, y a todas ha dado ese mesmo pago y tenido esa misma correspondencia. De lo que puedo asegurarte, después de decirte que pienso que su estrella le inclina a querer donde es aborrecido y aborrecer donde le quieren, es que siempre oí en su boca tus alabanzas, y en su veneración tu persona, tratando de ti con aquel respeto que mereces: señal de que te estima. Y si tú le quisieras menos de lo que le has querido, o no lo mostraras por lo menos, ni estuvieras tan quejosa ni él hubiera sido tan ingrato. Mas ya no tiene remedio, porque si amas a Celio con intención de hacerle tu dueño, como de ser quien eres creo y de tu discreción siempre presumí, ya es imposible; porque él tiene ya las puertas cerradas a esas pretensiones y a cualesquiera que sean desta calidad, por tener ya órdenes: impedimento para casarse, como sabes. Para su condición sólo este estado le conviene, porque imagino que si tuviera mujer propia, a puros rigores y desdenes la matara, por no poder sufrir estar siempre en una misma parte ni gozar una misma cosa. Pues que quieras, forzada de tu amor, lograrle de otra suerte, no lo consentirá el ser cristiana, tu nobleza y opinión; que será desdecir mucho della, pues no es justo que ni el padre de don Felis ni su hermana, tus deudos y el monasterio donde estuviste y fuiste tanto tiempo religiosa, sepan de ti esa flaqueza, que imposible será incubrirse. Y estar aquí donde estás, a peligro de ser conocida de los bandoleros desta montaña y de la gente que para visitar estas santas ermitas la pasan, ni es decente ni seguro, pues como yo te conocí lo podrán hacer los demás. Tu hacienda está perdida, tus deudos y los de tu muerto esposo, confusos, y quizá sospechando de ti mayores males de los que tú piensas, ciega con la desesperación de amor y la pasión de tus celos tanto, que no das lugar al entendimiento para que te aconseje. Yo que miro las cosas sin pasión, te suplico que consideres y que pienses que no me he de apartar de aquí sin llevarte conmigo, porque de lo contrario entendiera que el Cielo me había de pedir cuenta de tu vida. Pues esto sin más interés que el de la obligación en que me has puesto con decirme tu historia y descubrirme tus pensamientos, la que tengo a ser quien soy, y la que debo a Celio mi amigo, del cual pienso llevar muchos agradecimientos, si tengo suerte de apartarte deste intento tan contrario a tu honor y fama; porque no me quiero persuadir a que te aborrece tanto que no estime tu sosiego, tu vida y tu honra tanto como la suya. Esto te obligue, Jacinta hermosa, a desviarte de semejante desinio. Vamos a la corte, donde en un monasterio principal della estarás más conforme a quien eres; y si acaso allí te saliese ocasión de casarte, hacienda tienes con que poder hacerlo y discreción para olvidar con las caricias verdaderas de tu legítimo esposo las falsas y tibias de tu amante. Y si olvidándole y conociendo las desdichas que has pasado y las malas correspondencias de los hombres, tomases estado de religiosa, pues ya sabes que es el más perfeto, tanto más gusto darías a los que te conocemos. ¡Ea, bella Jacinta! Vamos al convento, que se viene la noche, y entregarás a los frailes sus corderos, porque mañana, poniéndote en tu traje, pues ese no es decente a lo que mereces, recebirás una criada que te acompañe y alquilaremos un coche en que volver a Madrid: que desde hoy, con tu licencia, quiero que corra sólo por mi cuenta tu opinión y agradecerme a mí mismo el ser la causa de tu remedio. Y si no puedes vivir sin Celio, yo haré que Celio te visite, trocando el amor imperfecto en amor de hermano. Y mientras con esto entretienes tu amorosa pasión, querrá el Cielo que mudes de intento y te envíe el remedio que yo deseo, al cual ayudaré como si fueras mi hermana, y como tal irás en mi compañía.

—Con estos brazos, noble y discreto Fabio —replicó Jacinta, llenos los ojos de lágrimas, enlazándolos al cuello del bien entendido mancebo—, quiero, si no pagar, agradecer la merced que me haces. Y pues el Cielo te trajo a tal tiempo por estos montes inhabitables, quiero pensar que no me tiene olvidada: iré contigo más contenta de lo que piensas, y te obedeceré en todo lo que de mí quisieres ordenar; y no haré mucho, pues todo es tan a provecho mío. La entrada en el monasterio aceto; sólo en lo que no podré obedecerte será en tomar uno ni otro estado si no se muda mi voluntad, porque para admitir esposo me lo estorba mi amor, y para ser de Dios, ser tan de Celio; porque aunque es la ganancia diferente, para dar la voluntad a tan divino Esposo es justo que esté muy libre y desocupada. Bien sé lo que gano por lo que pierdo, que es el Cielo o el Infierno, que tal es el de mis pasiones; mas no fuera verdadero mi amor si no me costara tanto. Hacienda tengo: bien podré estarme en el estado que poseo sin mudarme dél. Soy fenis de amor; quise a don Felis hasta que me le quitó la muerte, quiero y querré a Celio hasta que ella triunfe de mi vida. Y si tú haces que Celio me vea, con eso estoy contenta, porque como yo le vea, eso me basta, aunque sé que ni me ha de agradecer esta fineza, esta voluntad ni este amor; mas aventurareme perdiendo, pues ni él dejará de ser tan ingrato como yo firme, ni yo tan desdichada como he sido; mas por lo menos comerá el alma el gusto de su vista, a pesar de sus despegos y deslealtades.

Con esto se levantaron y dieron la vuelta a la santa iglesia, donde reposaron aquella noche, y otro día partieron a Barcelona, donde, mudando Jacinta traje y tomando un coche y una criada, dieron la vuelta a la corte, donde hoy vive en un monasterio della, tan contenta que le parece que no tiene más bien que desear ni más gusto que pedir. Tiene consigo a doña Guiomar, porque murió su madre, y antes de su muerte le pidió la amparase hasta casarse, de quien supe esta historia para que la pusiese en este libro por maravilla, que lo es, y suceso tan verdadero; porque a no ser los nombres de todos supuestos, fueran de muchos conocidos.

Con tanto donaire y agrado contó la hermosa Lisarda esta maravilla, que, colgados los oyentes de sus dulces razones y prodigiosa historia, quisieran que durara toda la noche, y así, conformes y de un parecer comenzaron a alabarla y darle las gracias de favor tan señalado. Y más don Juan, que, como amante, se despeñaba en sus alabanzas, dándole a Lisis con cada una la muerte, tanto que, por estorbarlo, tomando la guitarra que sobre la cama tenía, llorando el alma cuando cantaba el cuerpo, hizo señas a los músicos, los cuales atajaron a don Juan las alabanzas, y a Lisis el pesar de oírlas, con este soneto:


No desmaya mi amor con vuestro olvido,
porque es gigante armado de firmeza;
no os canséis en tratarle con tibieza,
pues no le habéis de ver jamás vencido.

Sois, mientras más ingrato, más querido,
que amar por solo amar es gran fineza;
sin premio sirvo, y tengo por riqueza
lo que suelen llamar tiempo perdido.

Si mis ojos, en lágrimas bañados,
quizá viendo otros ojos más queridos,
se niegan a sí mismos el reposo.

Les digo: «Amigos, fuistes desdichados,
y pues no sois llamados ni escogidos,
amar por sólo amar es premio honroso».
 

Pocos hubo en la sala que no entendieron que los versos cantados por la bella Lisis se dedicaron al desdén con que don Juan premiaba su amor, aficionado a Lisarda, y naturalmente les pesó de ver tan mal pagada la voluntad de la dama, y a don Juan tan ciego que no estimase tan noble casamiento; porque aunque Lisarda era deuda de Lisis, y en la nobleza y hermosura iguales, la aventajaba en la riqueza.

Quien más reparó en la pasión de Lisis fue don Diego, amigo de don Juan, caballero noble y rico, que sabía la voluntad de Lisis y despegos de don Juan, por haberle contado la dama sus deseos; y viendo ser tan honestos que no pasaban los límites de la vergüenza, propuso, sintiendo ocupada el alma con la bella imagen de Lisis, pedirle a don Juan licencia para servirla y tratar su casamiento. Y así, por principio comenzó a engrandecer ya los versos, ya la voz; y Lisis, o agradecida o falsa, quizá con deseos de venganza, comenzó a estimar la merced que le hacía. Con cuyo favor don Diego pidió licencia para que la última noche de la fiesta sus criados representasen algunos entremeses y bailes, y darle la cena a todos los convidados, y, concedida con muchos agradecimientos, tan contento como don Juan enfadado de su atrevimiento, dio lugar a Matilde para contar su maravilla.

La cual habiendo trocado con Lisarda el lugar, empezó asi:

—Ya que la bella Lisarda ha probado en su maravilla la firmeza de las mujeres cifrada en las desdichas de Jacinta, razón será que, siguiendo yo su estilo, diga en la mía a lo que est amos obligadas, que es a no dejarnos engañar de las invenciones, de los hombres, o ya que, como flacas y mal entendidas, caigamos en sus engaños, saber buscar la venganza, pues la mancha del honor sólo sale con sangre del que le ofendió. El caso sucedió en esta corte, y empieza así.

Novela segunda. La Burlada Aminta, y Venganza del Honor

Fue el capitán don Pedro (cuyo apellido por justos respetos se calla) natural de la ciudad de Vitoria, una de las principales de Vizcaya, por su amenidad, grandeza y nobleza que en sí cría. Desde sus tiernos años se inclinó a las armas, ejercicio usado entre nobles. Gastó la flor de su mocedad en la guerra, si se puede decir gastar sirviendo a su Rey con tanto valor, por cuyo bien empleado trabajo alcanzó del católico y prudente Felipe II honrosos cargos en ella, hasta que, pidiendo su noble ejercicio el merecido premio de sus servicios, el cristiano rey don Felipe Tercero honró su persona con un hábito de Santiago y seis mil ducados de renta, librados en la encomienda del mismo hábito.

Casó en Segovia (ilustre ciudad de Castilla, tan adornada de edificios como de grandeza de caballeros, y enriquecida de mercaderes que con sus tratos estienden su nombre hasta las más remotas provincias de Italia) con una dama igual en nobleza y bienes de Fortuna. Deste matrimonio tuvo un hijo, el cual llegando a los años de discreción, heredando los nobles y alentados respetos y pensamientos de su padre, a imitación suya y cudicioso de sus hazañas, quiso emplear su mocedad en mostrar su valor y granjear algunas de las que a su padre sobraban, y así, con gusto suyo y una bandera, cuyo suplimiento alcanzaron los méritos de su padre, pasó a Italia a servir a su Rey en la famosa guerra que tenía con el duque de Saboya.

Tenía el capitán don Pedro un hermano, que por ser mayor gozaba el mayorazgo de sus padres, que no era de los peores de su tierra, y por heredera la más bella hija que en toda aquella provincia se hallaba. Era Aminta de catorce años cuando a la puerta de los de su padre llamó la muerte, cruel fiscal de las vidas. Y sintiendo el cristiano caballero más que la partida deste mundo el dejar su hermosa hija sin más amparo que el del Cielo (pues, aunque le quedaba bastante hacienda para casar noblemente, viéndola quedar sin madre que la gobernase y enseñase era para su corazón nuevo tormento, aunque la virtud de su hija le animaba), y viendo que sin remedio se llegaba el fin de su vida, hizo su testamento. Y, dejando a su hija por dueño de todo, nombró a su hermano por testamentario y cumplidor de su alma, suplicándole por una carta (que antes de su muerte escribió) tomase a su cargo el remediar y casar a su sobrina, pidiéndole encarecidamente la emplease en quien la mereciese. Y hecho esto durmió el último sueño, rindiendo el alma a su Criador y el cuerpo a la tierra.

Recibió el capitán la carta de su hermano, solenizando con lágrimas las ternezas della; y pareciéndole que estaría mejor su sobrina en su compañía y en el amparo y crianza de su mujer, se partió por ella, con acuerdo de los dos de que estaría bien empleada en su hijo, pareciéndole, y era bien, que no podía emplearla mejor. Llegose el capitán a su tierra, y después de estar en ella algunos días acomodando y poniendo en orden la hacienda, dejando en su administración un mayordomo fiel que la gobernase, dio la vuelta a Segovia.

Entró en ella la hermosa Aminta, si bien en el nublado del luto, para ser su sol, su asombro y su admiración, dando a las damas envidia y a los galanes deseos, con tal estremo que en pocos días se llenó la ciudad de su fama, no teniéndose por dichoso quien no la había visto; alabando cada uno lo que más en ella estimaba: unos la hermosura, otros la discreción éste la riqueza y el otro la virtud. Finalmente, de todos era llamada el milagro de esta edad y la otava maravilla deste tiempo, no faltando luego ojos atrevidos y deseos codiciosos que, aficionados a sus gracias y honestos desenfados, quisiesen por medio del matrimonio ser dueños de tal joya, y algunos, o los más, que, viendo que su tío cerraba la puerta a todos con decir que Aminta había de ser mujer de su primo, pretendiesen rendir por amor el honesto pecho de la dama. La cual contenta de que su tío la emplease tan bien, apartaba cuanto podía sus ojos destas ocasiones, esperando con mucho gusto la venida de su primo y esposo, que ya le habían enviado a llamar, pareciéndole que no había otro bien sino su vista, como mujer que no sabía de amor ni de otra cosa que la voluntad y gusto de sus tíos.

Mientras el desposado venía pasaba Aminta una vida alegre, libre y regalada, tanto que, gozando al lado de su tía todas las fiestas y holguras de la ciudad, a pocos meses olvidó la pena de la muerte de su padre, siendo su vista, para los miserables que, defraudados de gozarla, no se hallaban sino cargados de penas y amorosos deseos, un basilisco que mataba sin dar esperanzas de vida; y con saber que esto era sin remedio, no desmayaban ni volvían atrás su pretensión. Las músicas eran continuas; los paseos, ordinarios y los galanes, sin cuenta, pareciendo su calle, en siendo de noche, los montes de Arcadia o las selvas de amor. Aquí sonaban suspiros y acullá instrumentos, sin que jamás Aminta lo escuchase; y si lo oía era para hacer burla y reírse de todos. Mas no se fíe nadie de su libertad ni de sus fuerzas; que tal vez Amor gusta más de cazar voluntades libres que gustos sujetos, y siempre se ve cautivo el libre, enfermo el sano y vencido el valiente, pues suele Amor empezar burlando, y acabar de veras. Duerman los ojos de Aminta libre y descansadamente; que antes de mucho juzgarán a costa de hartas perlas por verdadera mi opinión.

Fue, pues, el caso que a negocios importantes vino a Segovia un caballero, a quien llamaremos don Jacinto. Era mozo, galán y más inclinado a gusto que a penitencia, pues no trataba della sino de jueves a jueves santo, como hacen los que tienen las ocasiones dentro de su casa. Este tal, por no hacerla sino a su gusto, jamás apartaba de si la ocasión dél, que era una dama libre y más desenfadada que es menester que sean las mujeres, pues aunque traten de sólo su gusto, parece bien que sean honestas. Traíala don Jacinto con título de hermana, y desta suerte le acompañaba siempre, dejando por su causa de hacer vida con su legítima mujer, que era tan desdichada como hermosa, la cual se había quedado en Madrid.

Dio don Jacinto en ir a oír misa en un monasterio no lejos de la casa de Aminta y donde siempre la hermosa dama acudía con su tía; y como la hermosura, las galas y el acompañamiento fuese para mirar, puso en ella don Jacinto los ojos, con tan atento afecto que no paró la hermosa vista hasta el alma. Empezó don Jacinto a sentirse mal de la herida que le había dado en el corazón la belleza de Aminta, y, considerando su nobleza, riqueza y honestidad (que de todo se informó), y ser imposibles sus pensamientos, pues el ser quien era Aminta y su estado dél lo dificultaba todo, le traía tan fuera de sí que no parecía hombre con alma, sino cuerpo o fantasma sin ella. Vínole a poner en tal cuidado su pasión, que del poco comer y mal dormir vino a perder la salud, de suerte que cayó en la cama de una profunda melancolía, con que negó a Flora la conversación y amistad, siendo su vista tan enfadosa a sus ojos que quisiera, por no verla, no tenerlos.

Sentía Flora la repentina mudanza de don Jacinto con notables apariencias de pena, si bien por lo que hizo no se puede juzgar fuesen verdaderas; y como llegase muchas veces a preguntarle la causa de su pena y él te la negase, por curiosidad, que no quiero sentir que fuese amor, dio en andar a la mira hasta saberlo. No le fue dificultoso, porque como Amor es ciego y no se sirve sino de ciegos, él y ellos hacen las cosas de suerte que pocas veces se encubren. Y así, un día que don Jacinto estaba rendido a sus cuidados, ya que le pareció que Flora estaba fuera (por haberlo dicho ella así, y como él ya no la amaba, no examinaba sus cosas como solía; antes él mismo le pedía que saliese a pasearse y ver la ciudad, deseando la soledad para darse todo a su Aminta) y creyendo estar solo, tomando un laúd cantó así:


Del fugitivo Eneas llora Dido
el desprecio cruel de su partida;
de rabia ciega, en cólera encendida,
maltrata él rostro por vengar su olvido.

Llama a su amante, sin razón querido,
la mano al pomo de una espada asida,
con que, cortando en flor su triste vida,
ganó el laurel a su lealtad debido.

Elisa bella, aunque tu triste suerte
te forzó a darte muerte rigurosa,
yo trocara mi vida por tu muerte.

Porque si no te amara, es cierta cosa
que imposible le fuera aborrecerte;
y, pues te amó, ¿qué suerte más dichosa?

Empresa fue famosa,
con que a la fama tienes envidiosa;
y, pues fuiste querida,
no lamentes el ser aborrecida.

Con tan dulce memoria
no hay pena que no sea mayor gloria.

Mas ¡ay de una firmeza,
pagada con desdén y con tibieza!
Aquesta sí que es pena,
que la tuya lo fue de gloria llena.

Mas ¡triste del que muere,
Aminta ingrata, sin que en mal tan grave
jamás espere gloria ni se acabe!
 

—Ya no será posible, amado don Jacinto —salió diciendo Flora, que escondida estaba—, el negarme la causa de tu tristeza, porque ya la has declarado en tus versos; y si he de decir verdad, días ha que la sospecho, por ver en tu boca tantas alabanzas de Aminta, la sobrina del capitán. No pienses que me pesa que hayas puesto en ella tus pensamientos, porque no puedo tener por agravio querer mujer que me excede en todo; y así, en lugar de enojo te tengo lástima, por ver cuán imposibles han de ser tus deseos si no te vales del engaño. Porque si yo te quisiera de burlas diérasme celos con ese amor nuevamente en ti nacido, pues cuando fuera posible que pudieras gozar de Aminta, no por eso temo yo que me olvides; que antes, viéndome desear y procurar tu gusto, me has de querer más. Yo siempre he tenido por necedad los celos, y así, hice juramento, el día que me alisté debajo de la bandera de Amor, de aborrecerlos, y no procurar conocer tan mala cosa como dicen que es. La dificultad que yo hallo en esta pretención es que Aminta no se ha de rendir si no es por casamiento, que su desdén es risa, pues si llegase a leer el papel y escuchar tus amorosas razones, ¿quién duda que te ha de querer? No hay para las mujeres lazo como el del casamiento: déjala tú que vea tu gala y ármasele y veras si caerá, pues aunque por la ciudad se dice que aguarda a un primo suyo para ser su marido, más hará un amante de tus partes y talle que su primo ausente y con esperanza. Viste galas y envíale joyas, que yo por mi parte tenderé mis redes y haré mis tramoyas. Y a título de que soy tu hermana me haré su amiga y procuraré hablarla siempre que la viere en la iglesia, y si llega a darme oídos yo le pintaré de suerte tus amorosas pasiones y con tales colores, que aunque más en los estribos de su honor vaya, no dejará de caer. Y, amándote, fácil será el gozarla a titulo de marido, y si pasare más adelante la voluntad, sacarla de casa de su tío y llevarla donde no se sepa della. Y si con gozarla se acabare, con irnos a nuestra casa ni ella sabrá el autor de su daño ni osará decirlo, por no verse infamada y quizá muerta de su tío. Y el premio de todo esto que por ti hago no quiero que sea más que el gusto que has de recebir.

Suspenso estaba don Jacinto oyendo el canto de aquella sirena, y así, o que creyese que lo hacía de amor por no verle padecer, o que quisiese pasar por ello por lograr su deseo, la respuesta que le dio fue enlazarle al cuello los brazos, llamándola consuelo y remedio suyo y restauradora de su vida. Y al fin quedaron de concierto de hacer lo que Flora le aconsejaba, empezando don Jacinto su engaño desde aquel mismo día.

Galán como rico y alentado como galán, seguía su pretensión: de día asistía a sus puertas, de noche rondaba su calle, unas veces solo y otras acompañado de Flora, que en hábito de hombre iba cuando había de darle música. Vivía en una sala baja de la casa de Aminta una mujer entre señora y sierva. Había sido mujer de un mercader, era curiosa, amiga de saber, y no de las que hacen milagros de las cosas que suceden, ni deseaba hacerlos en razón de santidad, si bien lo disimulaba con muestras de virtud, tanto que el capitán no estrañaba que entrase en su casa. Ésta, como vio el pájaro nuevo que venía a picar en el cebo de la hermosura de Aminta, una noche que le vio cerca de la puerta se llegó a él y le preguntó qué buscaba, sabiendo cómo era público en toda la ciudad que aquella dama era prenda de un primo suyo que estaba en Milán y le aguardaban por puntos para ser su esposo. No quiso más don Jacinto que esta ocasión, y, asiéndola por el copete, le contó sus amores conforme al engaño que tenían él y Flora concertado: diola a entender que tenía cuatro mil ducados de renta, prometiéndole cosas imposibles y diciéndole que no quería que hiciese por él otra cosa más que llevarle un papel. Y diciendo y haciendo, le puso en las manos un bolsillo con cincuenta escudos, con cuyo milagroso encanto se enterneció doña Elena (que este es el nombre desta señora) más de lo que fuera justo; y así, le dijo que fuese a escribir y diese la vuelta con el papel, que ella se lo llevaría a Aminta y cobraría la respuesta.

Volvió don Jacinto a su casa y, contando a Flora su ventura, escribió un papel, y volviendo con él adonde le estaba aguardando doña Elena, se le dio, y con él una sortija de un diamante estremado.

—Éste —dijo— darás a la hermosa Aminta por prenda y señal de mi amor.

Prometió doña Elena hacerlo, y que otro día le daría la respuesta. Él se fue y ella se subió al cuarto de Aminta, la cual por noche, de ordinario estaba escribiendo a su primo y esposo, y, llegándose a ella, le puso el papel y sortija en la mano, diciendo:

—Léeme, hermosa Aminta, por tu vida ese papel, que es de un amante que, como si yo fuera hermosa, me pretende. Y me le envió con esa joya.

Bien pensó Aminta qu’el papel y sortija sería de alguno de los muchos que la pretendían; mas, llevada de una curiosidad, por no pecar de melindrosa, o quizá porque su suerte empezaba ya a perseguirla, solemnizando con risa las palabras de doña Elena, leyó lo que se sigue:

Cuando la voluntad pelea el temor se rinde, y por esta causa, sin tenerle de enojarte, forzado della, hermoso dueño mío, me atrevo a decirte mi amor; que cuando diga que nació, no desde que vi tu belleza, sino desde que nací, pues me dicta el corazón que te había de criar el Cielo para ser su señora, no diré mentira. Bien sé el imposible que intento, pues aguardas para esposo tu venturoso primo; mas por lo menos no quiero morir sin que sepas que eres la causa. Si no eres tan cruel como el mundo dice, sírvete, mientras viene el dichoso que te ha de merecer, de darme la vida, aunque no sea con más que tu vista. Y esa sortija no recibas por prenda mía, sino por retrato tuyo.

—¿Quién es, amiga —replicó Aminta—, el enfermo tan peligroso que pide remedio tan apriesa?

—Quien te merece —respondió doña Elena— mejor que el que aguardas para esposo, por noble, galán, rico y discreto; pues aunque tu primo es tu sangre, don Jacinto lo es de lo mejor de España.

—¡Ah cudicia y bolsillo de escudos, qué presto calificas en la opinión de esta mujer lo que apenas había visto!

—No sé, bellísima Aminta, cómo eres tan ingrata —prosiguió la engañosa mensajera— a lo que es tan favorable. Mírate bien en ello y conocerás tu engaño. Y di, ¿qué diré a don Jacinto?

—Si no basta decir que me le diste —respondió Aminta algo tierna—, dile que le leí; que no me parece, amiga mía, que le he hecho poca merced.

Y diciendo esto, puso el anillo en el dedo. Bien quisiera doña Elena hallar luego a don Jacinto para darle las buenas nuevas y pedirle albricias; mas como no aguardaba tan buen despacho quiso saberlo más tarde, y así, se había recogido en su posada.

¿Quién podrá decir los varios pensamientos de Aminta, las veces que leyó el papel y la suerte con que Amor hizo suerte en su libre y descuidado corazón, pues aunque sabía que había de ser mujer de su primo, hasta aquel punto aún no había tenido lugar en él? Y así, deseando el día pasó la noche más inquieta que fuera justo. Apenas la luz dio señal de su venida cuando se vistió, y quizá se adornó con más gala y puntualidad que otras veces, deseando ver la causa de su desasosiego. Y pues le desea ver, no está lejos de amar. Mas ¡qué mucho si dio oídos a las asechanzas que Amor le puso en las palabras de doña Elena! Oyó Aminta, y dio lugar a ello su cruel condición y luego cayó en el lazo.

Era día de fiesta, y al tiempo de salir de su casa con su tía y criadas a misa halló en el portal a doña Elena hablando con don Jacinto, con cuya vista (que luego de las acciones de los dos conoció el sujeto, si ya su alma no se lo había dicho), y si alguna parte le había dejado libre a las razones del papel, lo entregó todo a su talle con señales ciertas de rendimiento; porque aunque don Jacinto tenía treinta años, era tan galán y despejado que, mirado sin el defecto de su estado, rendiría con su gracia cuanto miraba. El cual, como discreto, conociendo en el rostro de la dama señales ciertas de amor, se empezó a pro meter dichosas esperanzas, porque desde el lugar en que le vio hasta el en que estaba el coche mudó mil colores y puso sus ojos en dos mil ocasiones de atrevidos. Y más cuando oyó decir a doña Elena:

—Vaya vuesa merced con Dios, señor don Jacinto, que la labor está en estado que no tardará mucho en acabarse.

Aquí fue cuando Aminta tropezó y vino a dar con el cuerpo casi a los pies de su amante, que ya se había despedido de la discreta tercera de sus amores e iba a darlos a entender a la causa dellos de todas las maneras que supiese: y como fuese fuerza usar en esta ocasión de la debida cortesía, fue a dar la mano a la muy discreta Aminta, diciendo:

—Paso de esposo, si amor y Fortuna están de mi parte.

A quien respondió la dama, dándole la suya sin guante, mejor que con palabras con enseñarle en ella el rico diamante, que bastó para que el galán quedase, sobre contento, pagado. Agradeció su tía el favor que don Jacinto había hecho a su sobrina, el cual, por recibirle más cumplido, quitando el estribo del coche dio lugar a que se pusiese el sol entre nubes de seda. Fuese al punto a contar a Flora sus venturas y decirle cómo Aminta quedaba en la iglesia.

Tomó Flora su manto, y en compañía de su hermano se fue a la misma iglesia donde estaba Aminta, y, sentándose junto a ella, dijo a don Jacinto, que la acompañaba:

—Aguarda, hermano: no pasemos de aquí; que ya sabes que tengo el gusto más de galán que de dama, y donde las veo, y más tan bellas como esta hermosa señora, se me van los ojos tras ellas.

No será maravilla que Aminta dé las gracias a Flora en albricias de saber que es hermana de don Jacinto, pues desde que le vio entrar en la iglesia con ella estaba casi difunta, acabando los celos de romper la herida y abrir la puerta del amor, y así, la respondió:

—Donde hay tanta hermosura que es cierto que más puede dar envidia que tenerla, no sé para qué buscáis otra, pues tomando un espejo en las manos y mirándoos en él satisfaréis vuestros deseos, porque más merecéis que os enamoren que no que enamoréis. Mas por lo menos me pienso estimar desde hoy en adelante en más que hasta aquí, y enriquecerme con la merced que me hacéis, pues de amores tan castos no podrá dejar de sacarse el mismo fruto; y así, os suplico me digáis qué es lo que en mi más os agrada y enamora, para que yo lo tenga en más y me precie dello.

—Toda vos —replicó Flora—; porque sois tal que pienso no me engaño en creer por muy cierto que sois la bella y discreta Aminta, cuya gallardía y hermosura es basilisco de toda esta ciudad.

—Aminta soy, —replicó la dama—. En lo demás, vos, señora, podréis juzgar la poca razón que tienen en darme ese nombre.

Diestramente iba la cauta Flora poniendo lazos a la inocente Aminta para traerla a suma perdición, y así, de lance en lance le dio a entender todo lo que quiso, diciendo cómo don Jacinto su hermano había venido desde Valladolid, donde tenía su casa y hacienda, sólo a ver si era verdadera la fama que de su hermosura volaba por todas partes, con deseo de hacerla su dueño si fuese tal como se decía, y que como se había informado del intento de su tío, no se había atrevido a tratar nada. Engrandeciole su amor, su sangre, su renta y las premisas ciertas que tenía de un hábito para cuando se casase; que asimismo ella le había pedido la trujese consigo para que, si acaso no tuviese efeto su pretensión, pudiese con más seguridad tratar con ella estas cosas. Finalmente, Flora pintó a su amante tan enamorado, tan rico y noble, diciéndole por remate que pensaba que si su hermano no la alcanzaba por mujer sería su vida muy corta. Disimuló Flora su mentira con tantas muestras de verdad que no fue mucho que Aminta lo creyese, y más como ya Amor la tenía rendida.

Feneció Flora la plática con suplicarle tuviese compasión de su hermano, pues estaba en tiempo de poder hacerlo, y que no aguardase a que, venido su primo, todo tuviese desdichado fin.

—¡Ay amiga! —dijo Aminta—. ¿Cómo puede ya dejar de tenerle, supuesto que aunque yo quiera remediar a tu hermano y hacerme a mí dichosa casándome con él, mi tío, que ya me tiene para su hijo, no lo ha de consentir?. Pues negar yo que desde que anoche me dieron un papel de tu hermano no di con mi honesto pensamiento en tierra, será negar al amor su fortaleza y la obediencia que le he prometido, tanto que ya, si algunos deseos tenía de la vista de mi primo, se han trocado en desear su muerte, o que su ausencia dure hasta que llegue mi remedio o el fin de mi vida. Ya tengo lástima de los que me han querido desdeñados; sólo de mí no la tengo, pues estoy dispuesta a no mirar honra ni opinión: tal efecto ha hecho en mi la vista de tu hermano. Y pues me he llegado a declarar, dime tú qué haré, pues no amarle es imposible, y remediarle también; que si atrevida no miro lo que pierdo, cuerda temo lo que ha de suceder.

No quiso Flora más que esto, y así, le respondió:

—Cuando por ser mujer de mi hermano lo dejes de ser de tu primo, no pierdes nada, antes ganas marido que le iguala en nobleza y hacienda. Y si bien tu tío al principio se mostrare enojado, después viendo lo que ganas ha de hacer paces contigo; y para amansar a tu primo, ya que yo no te iguale en hermosura, suplirá esta falta veinte mil ducados que tengo de dote y el ser tu cuñada. Y cuando suceda tan mal que nada desto baste, déjales tu hacienda; que mi hermano con sola tu persona se contenta. Y pues dices que no se podrá acabar nada con tu tío, buen remedio: doña Elena, que es la que te dio el papel, es buena amiga. En su casa podrás hablar a mi hermano, pues no se recela della, y allí se concertará el casarte, y después de iros ante el vicario te vendrás a mi casa, donde cuando lo sepa tu tío ya estarás en poder de tu marido, y viendo que es tal como es, será fuerza que se tenga por contento y a ti por venturosa.

Estaba ya Aminta tan ciega que concedía con todo, y más como temía la venida de su primo, que le aguardaba por puntos, y así, dijo a Flora que a la tarde viniesen ella y su hermano al aposento de doña Elena, donde, mientras su tío estaba en visita, hablarían más de espacio. Y despidiéndose con señales de eterna amistad, Aminta y su compañía se volvió a su casa, donde, aunque su tía la había visto hablar con Flora, no sospechó cosa, conociendo su recato. Contó Flora a don Jacinto el concierto, si bien de industria le dio algunos picones, alcanzando por las nuevas mil tiernos y amorosos favores; y después de comer se vinieron juntos a la casa de doña Elena, que ya estaba avisada de Aminta de lo sucedido. La cual amaba tan de veras a don Jacinto que ya no miraba más que verse esposa suya, y entre el sí y el no la traían inquieta varios pensamientos del suceso, si bien guardó el secreto en sí misma, sin querer dar parte a ninguna criada, pareciéndole (como es así) que no hay quien descubra los secretos sino ellas, pues cuando más se les encarga el callar lo publican más.

Pues como vio la mal aconsejada señora a su tía divertida con algunas señoras amigas, y que su tío estaba fuera, fingiendo forzosa ocasión se entró en otra sala, y de allí, avisando a las criadas que si la llamasen estaba en casa de doña Elena, se fue a buscar los autores de su desdicha. Recibiéronse con los brazos Aminta y Flora, dando a don Jacinto justa envidia; el cual después de declararse con razones bien entendidas ofreciose con promesas, acreditándose con lágrimas, acrecentando el amor de Aminta con amorosas caricias, le dio la mano de esposo, con cuya seguridad gozó algunos regalados y honestos favores, cogiendo flores y claveles del jardín jamás tocado de persona nacida, que estaba reservado a su ausente primo. Solemnizaban la fiesta Flora y doña Elena con mil donaires, viendo a don Jacinto tan atrevido como Aminta vergonzosa. Y quedó concertado que otro día, mientras sus tíos dormían la siesta, don Jacinto traería allí una silla, donde Aminta iría a casa del vicario, encubriendo su nombre por que no pudiese dar luego cuenta del suceso, y de allí a su posada, donde estaría encubierta hasta que se fuesen a su tierra, desde donde avisarían de todo a su tío, encargando a doña Elena el secreto. A lo cual ella se ofreció de buena voluntad, por el temor que tenía al capitán, del cual, pasado el tiempo del enojo, sería más fácil alcanzar el perdón. Y así, despidiéndose con mil abrazos, ella se subió a su cuarto, y don Jacinto y Flora se volvieron a su casa muy contentos y satisfechos de lo bien que habían negociado.

¡Oh engañada Aminta, precipitada en un mal tan grande, sin mirar los grandes inconvenientes que atropellas y en el peligro que te pones, caro te costará tu atrevimiento! ¡Oh engañoso don Jacinto, causa inremediable de la destruición desta pobre dama! ¡Oh falsa Flora, en quien el Cielo quiso criar la cifra de los engaños, castigo vendrá sobre ti!. De tu amante eres tercera, ¿habrá quien dé crédito a tal maldad? Sí, porque en siendo una mujer mala, lleva ventaja a todos los hombres.

Amaneció otro día (que debió de ser martes, si es cierto que tiene algún azar); ya Aminta con el sol estaba vestida, porque el suceso de sus cosas no la daban reposo, habiendo soñado mil impedimentos y disgustos en ellos. Vestida, en fin, aquí cayendo y acullá tropezando, y oyendo algunas palabras (pronósticos todos de sus desdichas, aunque ciega y sorda, sujeta a su amor y embebida toda en sus pensamientos), tomó todas cuantas joyas tenía y púsolas en un lienzo, y metiéndolas en la manga, y el manto en la otra, comió con sus tíos inquietamente, y apenas los vio rendidos al primer sueño cuando se bajó al portal, donde se puso el manto y se metió en la silla que estaba prevenida, encomendando de nuevo a doña Elena el secreto. Lleváronla en casa del vicario, porque los mozos de la silla, que eran criados de don Jacinto, estaban bien avisados de lo que habían de hacer, y hallando allí a su amante (que por no ser conocido en la ciudad y ser cada día frecuentada de pasajeros y mercaderes, podía salir y entrar por donde quería), llegaron a la presencia del vicario, encubriéndose Aminta por no ser conocida, donde, al tomarles las manos, un rico anillo de una esmeralda que la dama traía en el dedo se partió por medio, dando el pedazo que saltó en el rostro a don Jacinto; el cual, aunque vio a su dama turbada, no haciendo caso de agüeros se volvió con ella a su posada. Recibió Flora a su cuñada (que así la llamaremos) con los brazos, y para que don Jacinto, gozando, se arrepintiese y Aminta acabase de encadenarse en su desdicha, después de una bien ordenada cena los llevó a su cama, donde los dejó y se retiró a otro aposento en la misma posada, aguardando por premio destos engaños quedarse con su amante, dejando a Aminta con su deshonor y desventura.

Dejémoslos a todos pasar esta noche, a los unos traidores, y a la otra inocente, y a cada uno amenazando su castigo, estando el Cielo por fiscal de todo, y vamos a la casa de Aminta, donde a este tiempo todo era confusión, todo llantos, todo amenazas y todo sin provecho. Los estremos que su tío hacía eran de hombre sin juicio. En fin, enterándose de que no parecía ni nadie la había visto, empezó a hacer algunas diligencias ocultas, por no manifestar su deshonra. Mas todo era escusado, porque como sola doña Elena lo sabía, y ella callaba, no se podía dar alcance a nada. Al fin, los llantos de su tía y las voces de sus criadas publicaron el suceso por la ciudad, tanto que fue necesario que la justicia hiciese algunas diligencias sin fruto; pues aunque el vicario dijo que a las dos de la tarde había desposado una señora y un caballero, como no supo decir quién fuese, aunque se sospechó que fuese Aminta, no sirvió de más que de dar un pregón para que supiesen todos lo que no sabían.

Llegaron otro día estas nuevas a los oídos de don Jacinto, que, aplacado el fuego de su apetito, pudo considerar su peligro y el mal que había hecho. Y temiendo que doña Elena, si le apretasen, diría el suceso y su posada, y que se había de ver en peligro su vida y su opinión, la noche siguiente llamó a una reja baja que de su aposento salía a la calle, y, estando hablando con ella y contándole lo que pasaba, le apuntó al corazón con un pistolete, con que sin poder llamar a Dios ni manifestar sus pecados rindió el alma y llevó el merecido premio de lo que había hecho.

Y como dicen que un yerro sigue a otro, y un mal a otro, como el de don Jacinto era tan grande, temeroso del suceso y pareciéndole que si buscaban las posadas, que sería mal caso hallar en la suya a la triste Aminta, teniendo por cierto que la muerte de doña Elena daría motivo a la justicia para hacer esta diligencia, aconsejándose con los temores de Aminta, que estaba con ellos casi muerta, y con las astucias de Flora, y principalmente con su arrepentimiento, salió por acuerdo que mientras don Jacinto negociaba la partida llevase a Aminta en casa de una principal señora conocida de don Jacinto, que vivía a las postreras casas de la ciudad, dándole a entender a la triste señora que si fuese hallada estaría mejor allí, y que entonces se publicaría su casamiento; y que si no la buscasen, él tendría lugar de enviar seguramente por un coche a Valladolid para irse, y que una vez allá todo se haría como ellos quisiesen.

Concedió Aminta con todo, y don Jacinto llevando adelante su engaño, se fue en casa de una señora deuda suya, que era viuda y no tenía sino sólo un hijo para heredero de su hacienda. Llamábase el mancebo don Martín, y era de los más gallardos de su tiempo. Díjole don Jacinto a la señora que mientras él iba a un negocio importante a Valladolid, el cual acabado pensaba dar la vuelta a su tierra, se sirviese de que se quedase en su compañía una dama, merecedora de todo el favor que le hiciese. Doña Luisa, que este es el nombre desta señora, como conocía las mocedades de don Jacinto desde que vivía en su tierra, creyendo fuese dama suya, deseosa de darle gusto concedió con el de don Jacinto, y así, esa noche le trujo a su casa a Aminta, tan confusa y triste como él alegre de verse fuera de aquella carga, trayendo la dama, demás de sus joyas, otras que su traidor esposo le había dado. El cual como volvió a su posada, sin aguardar más sucesos que los pasados, con su traidora dama se partió a su tierra sin más cuidado que el de llegar a ella.

Quedó Aminta en casa de doña Luisa con nombre de doña Vitoria, porque el suyo era muy conocido en Segovia; y pudo muy bien disimularse, por cuanto doña Luisa había poco que vivía en ella y hasta aquel punto no habían llegado a sus oídos los sucesos de Aminta, aunque eran públicos por la ciudad; y como su hijo no estaba en ella, que había cuatro días que había ido a caza, no sabía ninguna cosa. Vino don Martín de su caza, y como luego que llegó se pusiese de rúa y saliese por la ciudad, supo lo que su madre y los de su casa ignoraban; y así, dando la vuelta a ella, sentado a la mesa para cenar, mandó doña Luisa llamar a su huéspeda, que, vista por don Martín, quedó fuera de sí, pareciéndole tener delante de sus ojos algún ángel.

Cenaron, y don Martín tan fuera de sí cuanto Aminta descuidada de su nuevo pensamiento, y aun de su desdicha, sobre cena contó a su madre lo que había hallado nuevo en la ciudad. Dijo cómo de casa del capitán don Pedro había faltado el día antes una sobrina suya, que había de ser mujer de su hijo, que estaba en Milán, y cómo decían ser la más hermosa de toda Castilla; y que no se podía saber qué causa o motivo la había obligado a tal, porque en cuanto al casamiento, lo llevaba con gusto, y en el recogimiento y cordura era tan virtuosa y discreta como hermosa; y que se había dado un pregón que, pena de la vida, ninguno la encubriese.

—Y lo que más espanta —añadió— es que esta mañana amaneció muerta de un pistolete por el corazón cierta doña Elena que vivía en una sala baja de su casa. Prendieron al capitán y a sus criados, y uno dijo que por una ventana que salía a la calle la había visto esa misma noche hablar con un hombre. Esto, y otro dicho que dice una criada, que su señora Aminta, que así se llama la dama que falta, bajaba muchas veces a su casa recatándose de que no se supiese, ha dado que sospechar que por la causa de la dicha Aminta la habían muerto, por lo cual se ha quedado preso el capitán y su gente.

Temblando estaba Aminta de oír tales nuevas cuando don Martín preguntó, dejando la plática empezada, de dónde había venido tan linda huéspeda, que a sus ojos creía que del cielo.

—Un deudo mío —replicó doña Luisa— la trajo mientras va a Valladolid a un negocio, el cual acabado volverá por ella para llevarla a su tierra.

—¿Es acaso esta señora su mujer? —preguntó don Martín.

—No lo quiera Dios —respondió doña Luisa—, que por lo que veo en ella me pesara que estuviera tan mal empleada.

—¡Cómo mujer! —dijo Aminta con turbada voz—. ¿Es casado, señora mía, don Jacinto, o pretendió serlo?

—¡Qué don Jacinto! —dijo doña Luisa—. El que aquí te trujo, niña, no se llama dese nombre, porque el mismo suyo es don Francisco, y es casado en Madrid.

—¿Sabeislo bien, señora mía? —dijo la triste Aminta.

—¡Y cómo que lo sé! —replicó doña Luisa—. Cinco años ha que, estando yo en su misma tierra, donde viví desde que me casé, le vi casar con una dama natural de Madrid, de quien se enamoró viéndola en la boda de una prima suya, a cuya fiesta vino con sus padres, si bien dentro de un año no hizo vida con ella. Conocí sus padres y parientes, y sé que es tan rico como vicioso.

—¿No tiene una hermana —tornó a replicar la confusa dama— que se dice Flora?

—¡Ay amiga —dijo doña Luisa—, y qué engañada vives! Esa mujer ha mucho que es amiga suya, y es la que le incita a mil maldades, que si no tuviera los brazos que en la corte tiene de algunos deudos suyos, le hubieran ya quitado la vida por el mal ejemplo que da con la publicidad de sus apetitos: vicio en los nobles más mirado que en los demás. Y por tu vida, hermosa doña Vitoria, que me declares estas enimas, que no son sin causa esas lágrimas que te están haciendo fuerza por salir. Y advierte que si te ha dicho que no es casado, miente; que su mujer se llama doña María, y por no poder sufrir sus demasías se volvió a casa de sus padres.

—No son mis males —respondió Aminta— de los que se pueden contar sin mucho escándalo: dame agora licencia para recogerme, que a su tiempo sabrás los mayores engaños y traiciones que de Sinón cuentan las historias.

Era prudente doña Luisa, y así, no quiso importunarla, casi adivinando lo que podía ser, aunque no quién era. Levantose y, tomándola por la mano, la llevó a su cámara, que era una hermosa cuadra cuyas ventanas con hermosos balcones caían a un jardín, junto a otra semejante en que dormía su hijo, con una puerta que se mandaba a ella, si bien cerrada por quitar la ocasión. Quedó don Martín tan confuso con su madre y tan enamorado de su huéspeda que parecía ya imposible vivir sin ella; y como la vio ir llorosa y por las palabras que le había oído sospechase alguna gran maravilla, sabiendo dónde estaba aposentada doña Vitoria, entró en su aposento, y viendo cerrada la puerta que caía al de la dama, conoció la causa de la prevención de su madre. Salió fuera, y entre otras llaves que estaban sobre un escritorio tomó la de aquella puerta y se tornó a recoger, dando muestras de acostarse. Mas no lo hizo así, antes se puso por el pequeño lugar de la llave a oír lo que decía el dueño de su libertad.

Doña Luisa dejando a Aminta después de haberla dicho algunos consuelos tan ciegos como su confusión, así la dejó y se fue a su cama. Quedó la triste Aminta en su aposento, tan llena de lágrimas y congojas como ignorante de que nadie la oyese, y así, en voz ni baja ni alta empezó a dar lugar a sus quejas. Al modo de cuando a una fuente le estorban, poniendo la mano, que no vierta sus pedazos de cristal, que, en quitándola, sale con más abundancia, así las palabras detenidas en la garganta de Aminta, viéndose a solas empezaron a dar clara señal de sus pasiones.

—¡Ay —decía, arrancando las hebras de sus hermosos cabellos y sacando con las perlas de sus dientes pedazos de la nieve de sus manos, a vueltas de arroyos fino rosicler— Aminta, y qué desdicha ha sido la tuya! Ya puedo ser fábula del mundo y ejemplo de mujeres, y aun escarmiento suyo, si fuesen cuerdas, y no necias como yo he sido. ¡Ay desventurada de mí, y cómo por ser fácil he sido causa de tantos escándalos y desdichas! ¡Ay, quién me vio tres días ha con honra, gusto y riqueza, adorada de mis tíos y respetada de toda la ciudad, y me veo hoy ser fábula y asombro della! ¡Ay querido tío, y qué satisfación podré dar de las penas y deshonras que por mí pasas! Y ¿qué será de ti cuando sepas por entero de mi desdicha? ¡Ay doña Elena, inventora de mis trabajos, castigue el Cielo tu alma, como lo hizo en tu cuerpo, mi perdición! ¡Ay Flora cruel, más traidora y engañosa que la pasada, por quien en Roma tienen en tan poco las de tu nombre! ¡Ay don Jacinto, y cómo tuviste corazón para burlar una mujer de mi estado, sin mirar que has de ser causa, no sólo de mi muerte, mas de la tuya! Pues en sabiendo mi tío lo que has hecho, si su muerte no le ataja ha de procurar la tuya; y cuando él falte queda en el mundo mi primo, que, en fin, ha de tomar por su cuenta mi agravio, no sólo como deudo, mas también como esposo. Mas ¿cómo podré yo tener paciencia ni aguardar a tal, teniendo manos y valor con que quitarme la vida?

Y diciendo esto, sacó un cuchillo de su estuche para abrir con él las venas de sus brazos, pareciéndole que hasta la mañana habría tiempo para desangrarse y acabar. Mas don Martín, que, viéndola con tal determinación, admirado de lo que vía, si bien no apercebía bien sus razones, había puesto la llave en la cerradura, y temeroso de algún mal suceso abrió apriesa la puerta y salió apresuradamente, con cuyo ruido la hermosa Aminta recibió tal turbación que, junto con sus pesares, se dejó saltear de un profundo desmayo, dando a don Martín lugar para que, tomándola en sus brazos, gozase el favor que si estuviera con su sentido fuera muy dificultoso, respeto de su honesto recato, el cual no pudiera ser vencido si no es con el engaño que se ha visto.

Enternecido don Martín con su Sol eclipsado en sus brazos, contemplaba las pasiones que la vía padecer, la hermosura, los pocos años, que, siendo todo tan igual a su amor, le daban ocasión a mil amorosos atrevimientos: componíale el revuelto cabello, enjugábale las lágrimas, y recebía a vueltas de penosos suspiros regalados favores, cogiendo claveles de aquel jardín de hermosura. Tornó desde a poco en sí Aminta, y viéndose en los brazos de don Martín, con un honesto desenfado se cobró a sí misma del poder del amante; y no sé si tan libre como antes (porque la ocasión, la gala y la fuerza de sus agravios la iba trocando el amor de don Jacinto en cruel venganza), viéndose allá burlada y aquí rogada; que no hay tal cebo para cazar a una mujer como el amor del presente cuando se ve despreciada del ausente. Y así, con muestras de algún enojo le dijo:

—¿A qué venís, señor don Martín? ¿Por ventura pareceos que ha menester una desdichada más testigo de su muerte que su desventura? Volveos a vuestro aposento y dejadme, pues con la muerte de sola una mujer se restauran las honras de tantos hombres.

—No lo permita Dios, amado dueño mío —replicó don Martín—, si no es que yo os acompañe en tal ocasión. Yo desde que os vi os adoro; y si no queréis que sea yo el que lo pague todo, pues tengo vida, que es vuestra, y esta daga que ejecutará vuestro deseo, merezca yo que me recibáis por vuestro esclavo, con lo cual quedaré más contento que si fuera señor de todo lo que alcanzó Alejandro.

—No me conocéis —dijo Aminta—, pues me decís con tal libertad vuestro deseo. Y no penséis que aunque estoy en este lugar dejo de ser lo que soy; y si por los engaños de un traidor os parece que estoy sin honra, lo que a mí me ha sucedido pudiera suceder a la más cuerda y recatada. Mas, supuesto que ni vos habéis de ser mi marido ni yo admitiros, sólo os suplico que os volváis a vuestra estancia y no me deis ocasión que llame a vuestra madre y a todo el mundo, y publicando a voces mi miseria me entriegue a la espada de los que con mi muerte quedarán satisfechos de la infamia que por mí padecen.

Pareciole a don Martín en la determinación con que Aminta decía esto, que lo iba a hacer, porque la vio acometer a la puerta; y así, la detuvo, suplicándola que le escuchase, porque no era justo que creyese que él pretendía ser suyo menos que siendo su marido, y que si le quería recebir por tal tendría su suerte por muy dichosa. Miraba a don Martín la dama con el afecto que le decía estas y otras razones, como era que le dijese cómo y quién la había ofendido; que si el no tener, como decía, honor era algún hombre la causa, se declarase y vería como le servía, y que hasta que quedase satisfecha no quería que hiciese por él lo que le pedía. Y casi desesperada de remedio, si bien agradecida de las promesas de su nuevo amante, le respondió:

—Yo soy Aminta, señor don Martín: la misma de quien esta noche dijistes que era el escándalo desta ciudad. La causa de estar en vuestro poder os quiero contar; y si, oída, queréis hacer lo que decís, yo estoy presta a daros gusto.

Contole en breves razones lo que queda escrito, dejando con su historia a don Martín más enamorado que antes, y tan enternecido de ver burlada la inocencia de Aminta que quisiera a costa de su vida remediarla, con tal que no perdiese él la presa que en su poder tenía; y así, dándole de nuevo palabra de vengarla le dio la mano de esposo, la cual Aminta recibió con gusto, por no estar en tiempo de otra cosa.

—No ha de ser así mi venganza —dijo Aminta—; porque supuesto que yo he sido la ofendida y no vos, yo sola he de vengarme, pues no quedaré contenta si mis manos no restauran lo que perdió mi locura. Y así, aunque os doy palabra de esposa, no se ha de conseguir vuestro deseo hasta que yo quite la vida a este traidor. Para lo cual no quiero otra cosa sino que me acompañéis para la seguridad de mi persona; que con vos y mudando traje, pues el de hombre es más seguro, si me ponéis en su tierra yo daré traza para engañarle como él me engañó a mí, y hecho esto nos podremos ir a Madrid y allí viviremos seguros.

Concedió don Martín con todo, y no es mucho, pues que amaba y aventuraba el gozar tan hermosa dama, tanto que ya disculpaba a don Jacinto. Al fin, con este concierto, Aminta esperando verse presto vengada y don Martín ser su esposo, se despidió della llegando en prendas a sus brazos, dejando ordenado partirse otro día, que, venido, se previno don Martín de todo lo necesario para el camino.

Llegó la noche, que al parecer de los nuevos amantes se detenía más de lo justo, y después de recogida la gente y acostada doña Luisa, don Martín se fue al aposento de Aminta llevándole un vestido acomodado para lo que había de fingir, y no dejándole de sus hermosos cabellos más de los necesarios, se le puso, quedando tan hermosa que si alguna parte había dejado libre Amor en el alma de don Martín, allí quedó todo rendido. Y dejando a su madre escrito un papel en que le pedía el secreto de su partida hasta conseguir cierto efecto, porque importaba a su vida y a la honra de aquella dama, se pusieron en la calle, y de allí en dos famosas mulas, pareciendo don Martín en su traje el mozo de ellas. Salieron de Segovia, y otro día al anochecer se hallaron en Madrid, famosa corte del católico rey don Felipe Tercero, y sin querer entrar en ella siguieron su camino, que les duró algunos días: tanto era el deseo que Aminta llevaba de su venganza.

Llegaron, como digo, a la ciudad sin nombre (que importa que no le tenga) un sábado en la noche, y, tomando posada segura, reposaron basta la mañana; y acordaron entre los dos que don Martín se quedase encubierto en ella, por ser natural de aquella tierra (y tenía en ella algunos amigos, si bien no se quiso descubrir a ninguno), y que Aminta saliese a entablar su pretención. Suplicábale don Martín que le dejase a él la satisfación de aquel agravio, pues podía fiar de su amor mayores ocasiones, sin que se pusiese ella en ningún disgusto; mas no fue posible acabarlo con Aminta, diciendo que si había de ser suya que la dejase serlo con honra.

—Yo soy —decía Aminta— la que, siendo fácil, la perdí, y así, he de ser la que con su sangre la he de cobrar. Ya sabéis que las mujeres, en aprendiendo una cosa, tarde se arrepienten; pues, siendo esto así, como lo es, dejadme que os merezca por mí misma; que si vos por vuestras manos vengáis mi afrenta poco tendréis que agradecerme.

Tanto le supo decir y él la escuchaba tan tierno que hubo de conceder con ella, aunque no sin celos, y así, entre burlas y veras le dijo que si lo hacía por ver a don Jacinto.

—El suceso lo dirá —dijo Aminta.

Y apartándose dél con más cuidado que don Martín quisiera (porque como empezaba a temer empezaba a penar), se fue a buscar a su enemigo seguida, celada y mirada de su amante, que la amaba más tierno que quisiera. Llegó Aminta a la iglesia mayor, que no estaba lejos, y como entrase en ella, antes que tuviese lugar de mirarla ni hacer la acostumbrada oración vio a su fingido don Jacinto y verdadero don Francisco con otros caballeros: conociole al punto, y es de creer que fue necesario el ánimo que el traje varonil le iba dando para no mostrar su sobresalto y flaqueza. Tomó aliento y, esforzándose lo más que pudo y acercándose a ellos, dio lugar a ser vista, y aun que le dijese don Jacinto si mandaba alguna cosa (casi mudada la color, por darle algún aire de quién era). Aminta, con más esfuerzo que el que su flaqueza requería, le dijo que si había entre sus mercedes quien hubiese menester un criado.

—¿De dónde sois? —replicó don Jacinto.

—De Valladolid —dijo Aminta—. Juguele a mi padre algunos cuartos, y mientras se le pasa el enojo me he puesto en fuga, para que con mi ausencia, en sintiendo mi falta me perdone y busque.

—Mucho sabéis para ser tan mozo.

—No supe sino muy poco, pues estoy donde veis.

—Paréceme que os he visto —replicó don Jacinto—, o es que os parecéis a una persona que yo quise veinte y cuatro horas.

—Harto cuidado os debe esa persona —dijo Aminta—, y no me espantaría que tuviese deseos de pagaros.

—Eso es quimera, pues cuando no ignorase quien soy, hay muchos inconvenientes para ello. Mas porque tú le pareces tanto quiero que me sirvas, por verme servir de un retrato de quien yo serví. ¿Cómo te llamas? Que, pues has de estar conmigo, menester es saber tu nombre.

—Jacinto, —replicó Aminta—. Y si por ser retrato de esa persona me recibes en tu servicio tengo que agradecer a naturaleza que me ha hecho en su estampa; porque de mí te digo que desde el punto que te vi te quise bien.

—¿Pasaste por Segovia? —dijo don Jacinto.

—Sí, señor —respondió la dama—; mas no quise detenerme allí por el grande escándalo que andaba en ella por falta de una dama que dicen se llamaba Aminta, que piensan se la tragó la tierra, porque no parece muerta ni viva. Una doña Elena, que se creía sabía de ella, amaneció una mañana muerta, y por esto están presos muchos caballeros.

—¿No se sabe —dijo don Jacinto— si la llevó alguno?

—No se sospecha tal —dijo Aminta—. Lo que se piensa es que ella misma huyó por no casarse con un primo suyo, con quien estaban hechos los conciertos.

—Ahora bien, Jacinto, vamos a casa.

—Eso mismo digo yo —respondió Aminta—: vamos donde mandáredes, y en sabiendo la casa volveré a mi posada por una maleta en que traigo mi limpieza.

¿Quién duda que estaría en esta ocasión Aminta reventando? Mas como no era necia disimulaba, y así, fue con su nuevo amo y antiguo enemigo a su casa, donde le dio por ama y señora a la falsa Flora, diciéndola que le regalase, y al fingido Jacinto que la sirviese con mucho cuidado. Mirábale Flora y tornábale a mirar, sintiendo cada vez una alteración y desmayo que parecía acabársele la vida, mas no se atrevía a decir lo que sentía, aunque siempre le parecía que vía a la engañada Aminta, no osando en ninguna manera decírselo a su amante por no traérsela a la memoria, viéndole tan olvidado della.

Tomó Aminta la posesión en su nueva casa y volvió luego a dar aviso a su amante don Martín de su buena y presta ventura, asegurándole con mil caricias de los celos que tenía de verla en ella, prometiéndole abreviar con sus deseos, y se volvió con sus nuevos amos. A los cuales empezó a servir con tanto agrado, que se tenían por muy contentos dél. Mostró sus gracias, como era leer, escribir y contar, y otras muchas; y sobre todo cantar y tañer, tanto que ni don Jacinto ni Flora sabían estar sin él un punto. Y así, un día que estaban comiendo, por mandado de Flora tomó una guitarra y cantó asi:


Si a tu hermosa Celia adoras
y su imagen reverencias,
sacrificando tu gusto
a su adorada belleza.

Si sus bellísimos ojos
como soles los respetas,
como luceros los miras,
como cielos los celebras.

Si conoces que su boca
es caja de hermosas perlas,
y sus cabellos dorados
madejas de Arabia bellas.

Si sabes que son sus manos
blancas y nevadas sierras,
y de otra divina Venus
su gracia, talle y presencia.

Si a su perfeta hermosura
y alabada gentileza
la manzana hermosa ofrecen
que a Troya tan caro cuesta.

Y, finalmente, si tienes
alma, sentidos, potencias,
la memoria y voluntad
presos en sus rubias hebras.

¿Para qué, Jacinto ingrato,
causa de mi eterna pena,
con falso y fingido amor
engañaste mi inocencia?
 

Suspenso estaba el engañado don Jacinto, no admirando la voz, aunque era muy buena, sino sintiendo las razones del romance, como si viera quejarse a Aminta; y así, le dijo:

—Enternecida está esa dama, amigo Jacinto.

—Tal la trataba yo —replicó Aminta—, pues cuando creyó tener marido gozó de mi ausencia.

—Luego ¿has querido? —dijo don Jacinto.

—¿Tan necio te parezco? —respondió la dama—. Pues cree que he sabido querer y aborrecer, y que también sé dar disgustos y fingir cuidados, porque soy más hombre de lo que mis barbas dan muestra. Pues aunque Flora mi señora dice que le parezco capón o mujer, algún día he de ser gallo, a pesar del bellaco que me ganó mi caudal y me puso en el estado en que estoy. Mas, pues gustas de ver quejar esta mujer, oye estos madrigales, que se hicieron al mismo sujeto:


Al tiempo que a Diana
Febo sus rayos ofrecer quería,
y ella, hermosa y lozana,
de visitar los indios se venía,
por que el pastor amado
fuese en su ausencia consolado,
Matilde, diligente,
salió a buscar a su Jacinto ausente.

Con paso apresurado
las flores del florido prado pisa;
el semblante turbado,
porque ya el corazón su mal le avisa,
a un valle hermoso llega
que un manso y cristalino arroyo riega,
adonde entretenido
vio a Jacinto en Isbella divertido.

Detuvo un poco el paso,
y oyó cómo Jacinto le decía:
«Zagala: yo me abraso:
sosiegue tu favor la pena mía».
Las manos le tomaba
y con tiernos suspiros las besaba,
y Isbella le decía
«Si te viese Matilde, ¿qué diría?».

«Deja, Isbella divina,
esas quimeras; mira mis pasiones,
que sola tú eres digna
de rendir los soberbios corazones,
pues si Apolo te viera,
tras Dafne fugitiva no corriera,
y a Venus, sacra diosa,
ganaras la manzana por hermosa.

Tú de Júpiter fueras.
la Europa que cual Toro conquistara;
si en su tiempo nacieras,
en cisne transformado te gozara,
y como lluvia de oro
bajara a verte de su eterno coro;
cual Calisto tuvieras
asiento celestial en las esferas.

No gozara de Egina,
como pastor en el ameno prado;
menos a Proserpina,
porque, de tu belleza enamorado,
sólo en ti se empleara
y a todas las del mundo despreciara;
ni Juno se ofendiera,
aunque gozarte de su esposo viera».

Dijo, y determinado,
cuando Isbella, del todo ya rendida,
a su cuello ha enlazado
los brazos, y tomando la medida
con su boca a su boca,
dejó a Matilde con sus celos loca,
que, de rabia perdida,
salió, cual cierva del venablo herida:

«¡Desleal atrevida,
ingrato y falso más que los nacidos,
yo os quitaré la vida!».
Dijo, y con pasos atrevidos
quiso llegar a ellos.
Huyó Morfeo de sus ojos bellos,
que cual ríos estaban
creyendo ser verdad lo que soñaban.

Que si, como dormida,
despierta este suceso le pasara,
entre sus tiernas manos los matara;
que, aunque niño, Cupido
es, si celos le ayudan, atrevido.
 

Alabáronle con grandes encarecimientos, y mostraron estimar sus donaires, con darle don Jacinto un vestido, y Flora una sortija. Lo que recibió Aminta con muestras de alegría, porque respeto de vengarse pasaba plaza de bufón, no descuidándose de visitar a don Martín y contarle lo que pasaba, ni él de suplicarla abreviase o que le dejase a él hacerlo, porque no podía sufrir verse encerrado en casa ni a ella en la de un hombre que había sido su primer amor.

Enojose Aminta de verle tan desconfiado, y así, le dijo que si se cansaba se volviese a su casa, pues ni le debía ni la debía; que el acompañarla acción de caballero había sido, y así, le dejó sin querer hacer amistades, de que don Martín quedó apasionadísimo. Llegó Aminta algo tarde a su casa y halló a sus dueños cenando, que le riñeron la tardanza. A poco rato llegó don Martín a la puerta, haciendo cierta seña que acostumbraba otras noches. Salió Aminta, y después de ruegos y enojos quedando amigos, se volvió a su posada y ella se entró a reposar.

Un mes estuvo Aminta en casa de su amo, en cuyo tiempo había escrito don Martín a Segovia a un amigo suyo para que le avisase lo que pasaba. El cual le avisó de todo, pues, encareciéndole la pena con que su madre estaba, le contó cómo el capitán don Pedro salió en fiado de la cárcel, y que entrando en su casa se había caído muerto; y que a los demás presos había sacado de la cárcel don Luis su hijo, que había venido de Italia, el cual andaba haciendo grandes diligencias por saber de su prima y esposa, de la cual no sabían nuevas ningunas.

Doblósele a la hermosa Aminta la pasión y la rabia con las nuevas de la muerte de su tío y venganza que prometía la cólera de su primo don Luis, y más viendo a don Jacinto gozar tan libremente de Flora, el uno y el otro causa de su desdicha. No tenía celos, mas sentía agravios; que quien quiere saber si ha querido, aunque aborrezca, vea lo que ha querido en otros brazos. Así, viendo Aminta que no era tiempo de quejas, sino de venganzas, apercibió a don Martín para aquella noche, el cual avisado de lo que había de hacer, se puso en espera del suceso.

Aguardó Aminta tiempo, y, viéndolos a todos dormidos y la ciudad en silencio, entró en la cuadra de sus enemigos (no siendo esto nuevo en ella, por entrar todas las noches por los vestidos de su amo para limpiarlos) y, sacando la daga, se la metió a don Jacinto por el corazón, de suerte que el quejarse y rendir el alma todo fue uno. Al ruido despertó Flora, y, queriendo dar voces, no la dio lugar Aminta, que la hirió por la garganta, diciendo:

—¡Traidora! Aminta te castiga y venga su deshonra.

Y volviéndola a dar otras tres puñaladas envió su alma a acompañar la de su amante; y, cerrando la puerta a la cuadra, tomó su capa y maleta, y valiéndose de una llave que había mandado hacer (por haber perdido la de la puerta de la calle), de industria dejándola cerrada, se salió y fue a la posada de don Martín.

El cual sabido el suceso y viendo que era forzoso ponerse en camino, tomando sus mulas y ropa se partieron, caminando con toda priesa hasta el primer lugar, donde descansaron, vistiéndose Aminta de dama, y don Martín asimismo de caballero. Sosegaron allí dos días, donde, confirmando los dos la palabra que se habían dado, y con ella el amor, no pudo Aminta negarle a don Martín, como a su esposo, ningún favor que le pidiese. Allí recibió don Martín dos criados y una criada, y tomando el carruaje necesario se pusieron en camino para Madrid.

Pues como viniese la mañana que se siguió a la triste noche para los desventurados que estaban en el Infierno (pues la vida era conforme a la muerte y la muerte lo fue a la vida), como los demás criados viesen que Jacinto no parecía ni su amo ni Flora se levantaban, entraron en la cuadra y, viendo el desgraciado suceso, dieron gritos, alzando las criadas el alarido; a las cuales se juntaron todos cuantos había en la ciudad, y la justicia con ellos, tomando sus confesiones a todos; y no habiendo otro indicio más que la falta de Jacinto y haber llevado su maleta, los llevaron a todos presos. Y visitando las casas de posadas vinieron a dar en la que habían estado los autores del daño, si bien no sabían dar razón de nombres ni tierra; ni pudieron saber más de que a las doce habían partido, y cómo se llamaban hermanos y siempre se encerraban para hablar.

Con estos indicios salieron tras dellos algunos alguaciles, y aun el mismo Corregidor; mas aunque encontraron con don Martín y su dama, que iban la vuelta de Madrid, como los vieron ir con tanta autoridad y reposo y conocieron a don Martín por uno de los nobles de aquella ciudad y sabían que vivía en Segovia, no cayeron en sospecha ninguna, y más habiendo entendido dél que iba con aquella señora y que la traía para su esposa de un lugar de allí cerca; antes le contaron lo que buscaban y ellos se hicieron muy maravillados del caso. Y no hay que espantar, porque si buscando un mozo de mulas y un pajecillo hallaron un caballero tan principal y una dama tan hermosa, ¿quién no se diera por vencido?

Comió don Martín y el Corregidor, porque, aunque en el campo, iban proveídos; y no hallando rastro de lo que buscaban se volvieron a la ciudad y ellos siguieron su camino. Y viendo la justicia la poca culpa de los presos, los soltaron, y confiscaron la hacienda, parte para el Rey y parte para la viuda, mujer de don Jacinto. Don Martín y su esposa llegaron a Madrid, y tomando casa y aderezos para ella, sacando licencia del Nuncio se desposaron, corriendo después los términos de las amonestaciones.

Hecho esto, envió don Martín por su madre, la cual con su casa y hacienda se vino a Madrid contenta de tener tal nuera (que, sabiendo quién era, se tenía por dichosa), donde hoy viven llamándose Aminta doña Vitoria, la más querida y contenta de su esposo don Martín, que sólo le falta a esta buena señora tener hijos para del todo ser dichosa. Su primo vive, y por su respeto no goza doña Vitoria la hacienda que le dejó su padre, aunque es muy gruesa, sólo por no darse a conocer a su primo; ni don Martín quiere tratar de eso, por est ar el secreto deste caso entre los tres; que si ella misma no lo manifestara para que con nombres supuestos se escribiera, nadie pudiera dar noticia dello.

Apenas dio la bella y discreta Matilde fin a su maravilla, dicha con tanto donaire y discreción que a todos los caballeros y damas que la escuchaban tenía elevados y absortos, cuando don Diego, nuevo amante de Lisis, haciendo señas a los músicos y dando aviso a dos criados suyos que eran diestros en danzar, a un mismo tiempo atajaron las alabanzas que para la bella Matilde se prevenían, pareciéndole que habiendo de quedar cortos en ellas era más acertado pasarlas en silencio; y dándolo así a entender a todos aquellos caballeros y damas, aprobando su parecer emplearon la vista en las graciosas vueltas y airosas cabriolas que los dos criados de don Diego hacían. Y después de haber dado fin a la danza dieron principio a una suntuosísima colación que Lisis tenía prevenida para sus convidados, donde en competencia las ensaladas de los dulces, y los dulces de muchas suertes de frutas que en la mesa sirvieron, como en tales noches es costumbre, se mostró el buen gusto del dueño.

Y Lisis dándole a don Juan mil desdeñosas muestras acompañadas de un gracioso ceño con que al desgaire le miraba, y por el contrario a don Diego mil honestos favores, de que don Juan se abrasaba, porque aunque quería a Lisarda gustaba de ser querido de Lisis; y así, haciendo mil regalos a Lisarda por picar a Lisis, y Lisis a don Diego por desesperar a don Juan, y los demás caballeros y damas unos a otros, tocaron a maitines en el Carmen.

Y, determinando oírlos con la misa del Gallo, para dormir descuidados, avisados para la segunda noche se despidieron de Lisis y su madre, que no quisieron oírlos. Desocuparon la casa, acompañando todos aquellos caballeros a las damas en esta piadosa ocasión; si bien don Diego, llegándose a Lisis, se le ofreció por esclavo, agradeciendo la dama el favor, con que se dio fin a la fiesta de la primera noche.

Noche segunda

Ya Febo se recogía debajo de las celestes cortinas, dando lugar a la noche que con su manto negro cubriese el mundo, cuando todos aquellos caballeros y damas se juntaron en casa de la noble Laura, siendo recebidos de la discreta señora y su hermosa hija con mil agrados y cortesías. Y así, por la misma orden que en la pasada noche se fueron sentando, avisados de don Diego que sus criados habían de dar principio a la fiesta con algunos graciosos bailes y un sazonado entremés de repente que quisieron hacer. Y viendo aquellas señoras que les tocaba danzar aquella noche, se acomodaron por su orden.

Estaba Lisis vestida de una lama de plata morada, y al cuello una firmeza de diamantes con una cifra del nombre de don Diego, joya que aquel mismo día le envió su nuevo amante en cambio de una banda morada que ella le dio para que pendiese la verde cruz que traía, dando esto motivo a don Juan para algún desasosiego, si bien Lisarda con sus favores le hacía que se arrepintiese de tenerle. Ya se prevenía la bella Lisis de su instrumento, y de un romance que aquel día había hecho y puesto tono, cuando los músicos le suplicaron los dejase aquella noche, guardando para la tercera fiesta sus versos, porque el señor don Juan los había prevenido de lo que habían de cantar, que por ser parto de su entendimiento era razón lograrlos. A todos pareció bien, porque sabían que don Juan era en eso muy acertado, y, dándoles lugar, cantaron así:


A la cabaña de Menga
Antón un disanto fue;
ya está rostrituerta Gila:
celos debe de tener.

Della se queja el zagal,
bien justa su queja es;
que sospechas sin razón
son desaires de la fe.

Sin culpa le da desvíos,
¿cómo no se ha de ofender?
¡Que ella los dé tan de balde,
costándole tanto a él!

Hablar a Menga agradable
no es culpa; que bien se ve,
si no hay querer con agrados,
que hay agrados sin querer.

Quisiera que huyese Antón
de Menga, ¡rigor cruel
darle lo favorecido
a precio de descortés!

No es la misma permisión
en el hombre y la mujer;
que en ellos es grosería
lo que en ellas es desdén.

No hay quien se ponga a razones
con los celos; y ¡pardiez!,
gente que razón no escucha
muy necia debe de ser.

Los vanos recelos, Gila,
no aseguran; que tal vez
temer donde no hay tropiezos
dispone para caer.

Vedarle que mire a Menga
si es cordura no lo sé;
que una hermosura vedada
dicen que apetito es.

Sujeciones hay civiles:
bastaba, Antón, a mi ver,
estar sujeto a unos ojos,
sin que a su engaño lo estés.

Esto es amor en los hombres:
ser su lisura doblez,
sus inocencias, delitos.
¡Mal haya el amor! Amén.
 

Quien mirara a la bella Lisis mientras se cantó este romance conociera en su desasosiego la pasión con que le escuchaba, viendo cuán al descubierto don Juan reprehendía en él las sospechas que de Lisarda tenía. Y a estarle bien respondiera; mas, cobrándose de su descuido, viendo a don Diego melancólico de verla inquieta, alegró el rostro y, sereno el semblante, mandó, como presidente desta fiesta, a don Álvaro que dijese su maravilla. El cual obedeciendo, dijo así:

—Es la miseria la más perniciosa costumbre que se puede hallar en un hombre, pues en siendo miserable luego es necio, enfadoso y cansado. Esto se verá claramente en mi maravilla, la cual es desta suerte.

Novela tercera. El Castigo de la Miseria

A servir a un grande desta corte vino de un lugar de Navarra un hidalgo, tan alto de pensamientos como humilde de bienes de Fortuna, pues no le concedió esta madrasta de los nacidos más riqueza que una pobre cama, en la cual se recogía a dormir y se sentaban a comer este mozo, a quien llamaremos don Marcos, y un padre viejo, y tanto, que sus años le servían de renta para sustentarse, pues con ellos enternecía los más empedernidos corazones. Era don Marcos cuando vino a este honroso entretenimiento de doce años, habiendo casi los mismos que perdió a su madre de un repentino dolor de costado, y mereció en casa deste príncipe la plaza de paje, y con ella los usados atributos: picardía, porquería, sarna y miseria; y aunque don Marcos se graduó en todas, en esta última echó el resto, condenándose él mismo de su voluntad a la mayor laceria que pudo padecer un padre del yermo, gastando los diez y ocho cuartos que le daban con tanta moderación que, si podía, aunque fuese a costa de su estómago y de la comida de sus compañeros, procuraba que no se disminuyesen, o, ya que algo gastase, no de suerte que se viese mucho su falta.

Era don Marcos de mediana estatura, y con la sutileza de la comida se vino a transformar de hombre en espárrago. Cuando sacaba de mal año su vientre era el día que le tocaba servir la mesa de su amo, porque quitaba de trabajo a los mozos de plata, llevándoles la que caía en sus manos más limpia que ellos la habían puesto en la mesa, proveyendo sus faldriqueras de todo aquello que sin peligro se podía guardar para otro día. Con esta miseria pasó la niñez, acompañando a su dueño en muchas ocasiones dentro y fuera de España, donde tuvo principales cargos. Vino a merecer don Marcos pasar de paje a gentilhombre, haciendo en esto su amo con él lo que no hizo el Cielo. Trocó, pues, los diez y ocho cuartos por cinco reales y tantos maravedís: pero ni mudó de vida ni alargó la ración a su cuerpo, antes, como tenía más obligaciones iba dando más nudos a su bolsa. Jamás se encendió en su casa luz, y si alguna vez se hacía esta fiesta era el que le concedía su diligencia y el descuido del repostero algún cabo de vela, el cual iba gastando con tanta cordura que desde la calle se iba desnudando, y en llegando a casa dejaba caer los vestidos y al punto le daba la muerte.

Cuando se levantaba por la mañana tomaba un jarro que tenía, sin asa, y se salía a la puerta de la calle esperando los aguadores, y al primero que vía le pedía remediase su necesidad, y esto le duraba dos o tres días, porque lo gastaba con mucha estrecheza. Luego se llegaba donde jugaban los muchachos, y por un cuarto llevaba uno que le hacía la cama; y si tenía criado, se concertaba con él que no le había de dar ración más de dos cuartos y un pedazo de estera en que dormir. Y cuando estas cosas le faltaban, llevaba un pícaro de cocina que lo hacía todo, y le vertiese una extraordinaria vasija en que hacía las inescusables necesidades: era del modo de un arcaduz de noria, porque había sido en un tiempo jarro de miel; que hasta en verter sus escrementos guardó la regla de la observancia. Su comida era un panecillo de un cuarto, media libra de vaca, un cuarto de zarandajas y otro que daba al cocinero por que tuviese cuidado de guisarlo limpiamente. Y esto no era cada día, sino sólo los feriados; que lo ordinario era un cuarto de pan y otro de queso.

Entraba en el estrado donde comían sus compañeros, y llegaba al primero y decía: «¡Buena debe de estar la olla, que da un olor que consuela! En verdad que la he de probar»; y diciendo y haciendo, sacaba una presa, y desta suerte daba la vuelta de uno en uno a todos los platos; que hubo día que, en viéndole venir, el que podía se comía de un bocado lo que tenía delante; y el que no, ponía la mano sobre su plato. Con el que tenía más amistad era con un gentilhombre de casa, que estaba aguardando verle entrar a comer o cenar, y luego con su pan y queso en la mano entraba diciendo: «Por cenar en conversación os vengo a cansar», y con esto se sentaba en la mesa y alcanzaba de lo que había.

Vino, en su vida lo compró, aunque lo bebía algunas veces en esta forma: poníase a la puerta de la calle, y como iban pasando las mozas y muchachos con el vino les pedía en cortesía se lo dejasen probar, obligándoles lo mismo a hacerlo. Si la moza o muchacho eran agradables, les pedía licencia para otro traguillo. Viniendo a Madrid en una mula, y con un mozo, que por venir en su compañía se había aplicado a servirle por ahorrar de gasto, le envió en un lugar por un cuarto de vino, y mientras que fue por él se puso a caballo y se partió, obligando al mozo a venir pidiendo limosna. Jamás en las posadas le faltó un pariente que, haciéndose gorra con él, le ahorraba la comida. Vez hubo que dio a su mula paja del jergón que tenía en la cama, todo a fin de no gastar.

Varios cuentos se decían de don Marcos, con que su amo y sus amigos pasaban tiempo, tanto, que ya era conocido en la corte por el hombre más reglado de los que se conocían en el mundo. Vino don Marcos desta suerte, cuando llegó a los treinta años, a tener nombre y fama de rico; y con razón, pues vino a juntar a costa de su opinión y hurtándoselo a su cuerpo seis mil ducados, los cuales se tenía siempre consigo, porque temía mucho las retiradas de los ginoveses, pues cuando más descuidado ven a un hombre le dan manotada como zorro. Y como don Marcos no tenía fama de jugador ni amancebado, cada día se le ofrecían varias ocasiones de casarse, aunque lo regateaba, temiendo algún mal suceso.

Parecíales a las señoras que lo deseaban para marido más falta ser gastador que guardoso, que con este nombre calificaron su miseria. Entre muchas que desearon ser suyas fue una señora que no había sido casada, si bien estaba en opinión de viuda: mujer de buen gusto y de alguna edad, aunque la encubría con las galas, adornos e industria, porque era viuda galana, con su monjil de tercianela, tocas de reina y su poquito de moño. Era esta buena señora, cuyo nombre es doña Isidora, muy rica, según decían, y su modo de tratarse lo mostraba. Y en esto siempre se adelantaba el vulgo más de lo que era razón.

Propusiéronle a don Marcos este matrimonio, pintándole a la novia con tan perfetas colores, y asegurándole que tenía más de catorce o quince mil ducados, diciéndole ser el muerto consorte suyo un caballero de lo mejor de Andalucía (que asimismo decía serlo la señora), dándole por patria a la famosa ciudad de Sevilla; con lo cual nuestro don Marcos se dio por casado. El que trataba el casamiento era un gran socarrón, tercero no sólo de casamientos, sino de todas mercaderías, tratante en grueso de buenos rostros y mejores bolsos, pues jamás ignoraba lo malo y lo bueno desta corte, y era la causa haberle prometido doña Isidora buenas albricias si salía con esta pretención; y asi, dio orden en llevar a don Marcos a vistas. Y lo hizo esa misma tarde que se lo propuso, por que no hubiese peligro en la tardanza.

Entró don Marcos en casa de doña Isidora casi admirado de ver la casa, tantos cuartos, tan bien labrada y con tanta hermosura; y mirola con atención, porque le dijeron que era su dueño la misma que había de ser de su alma. A la cual halló entre tantos damascos y escritorios, que más parecía casa de señora de título que de particular, con un estrado tan rico, y la casa con tanto aseo, olor y limpieza, que parecía no tierra, sino cielo; y ella tan aseada y bien prendida (como dice un poeta amigo), que pienso que por ella se tomó este motivo de llamar así a los aseados. Tenía consigo dos criadas, una de labor y otra de todo y para todo; que a no ser nuestro hidalgo tan compuesto, y tenerle el poco comer tan mortificado, por sólo ellas pudiera casarse con su ama, porque tenían tan buenas caras como desenfado, en particular la fregona, que pudiera ser reina si se dieran los reinos por hermosura.

Admirole sobre todo el agrado y discreción de doña Isidora, que parecía la misma gracia, tanto en donaire como en amores: razones que fueron tantas, y tan bien dichas las que dijo a don Marcos, que no sólo se agradó, mas le enamoró, mostrando en sus agra decimientos el alma; que la tenía el buen señor bien sencilla y sin dobleces. Agradeció doña Isidora al casamentero la merced que le hacía en querer emplearla tan bien, acabando de hacer tropezar a don Marcos en una aseada y costosa merienda, en la cual hizo alarde de la vajilla rica y olorosa ropa blanca, con las demás cosas que en una casa tan rica como la de doña Isidora era fuerza hubiese.

Hallose a la merienda un mozo galán, desenvuelto y que, de bien entendido, picaba en pícaro, al cual doña Isidora regalaba a título de sobrino, cuyo nombre era Agustinico (que así le llamaba su señora tía). Servía a la mesa Inés, porque Marcela, que así se llamaba la doncella, por mandado de su señora ya tenía ya en las manos un instrumento, en el cual era tan diestra que no se la ganara el mejor músico de la corte, y esto acompañaba con una voz que más parecía ángel que mujer, y a la cuenta era todo. La cual con tanto donaire como desenvoltura, sin aguardar a que la rogasen porque estaba cierta que lo haría bien, o fuese acaso o de pensado, cantó así:


Claras fuentecillas:
pues que murmuráis,
murmurad a Narciso
que no sabe amar.

Murmurad que vive
libre y descuidado,
y que mi cuidado
en el agua escribo;
que pena recibe
si sabe mi pena,
que es dulce cadena
de mi libertad.
Murmurad a Narciso
que no sabe amar.

Murmurad que tiene
el pecho de hielo,
y que por consuelo
penas me previene.
Responde que pene
si favor le pido,
y se hace dormido
si pido piedad.
Murmurad a Narciso
que no sabe amar.

Murmurad que llama
cielos otros ojos,
más por darme enojos,
que porque los ama;
que mi ardiente llama
paga con desdén,
y quererle bien
con quererme mal.
Murmurad a Narciso
que no sabe amar.

Y si en cortesía
responde a mi amor,
nunca su favor
duró más de un día.
De la pena mía
ríe lisonjero,
y aunque ve que muero,
no tiene piedad.
Murmurad a Narciso
que no sabe amar.

Murmurad que ha días
tiene la firmeza,
y que con tibieza
paga mis porfías.
Mis melancolías
le causan contento,
y si mudo intento
muestra voluntad.
Murmurad a Narciso
que no sabe amar.

Murmurad, que he sido
Eco desdichada,
aunque despreciada,
siempre le he seguido;
y que si le pido
que escuche mi queja,
desdeñoso deja
mis ojos llorar.
Mormurad a Narciso
que no sabe amar.

Murmurad que altivo,
libre y desdeñoso
vive, y sin reposo,
por amarle, vivo;
que no da recibo
a mi eterno amor,
antes con rigor
me intenta matar.
Murmurad a Narciso
Que no sabe amar.

Murmurad sus ojos
graves y severos,
aunque bien ligeros
para darme enojos,
que rinde despojos
a su gentileza,
cuya altiva alteza
no halla su igual.
Murmurad a Narciso
Que no sabe amar.

Murmurad que ha dado
con alegre risa
la gloria a Belisa
que a mí me ha quitado,
no de enamorado,
sino de traidor;
que aunque finge amor
miente en la mitad.
Murmurad a Narciso
que no sabe amar.

Murmurad mis celos
y penas rabiosas,
¡Ay fuentes hermosas,
a mis ojos cielos!
Y mis desconsuelos,
penas y disgustos,
mis perdidos gustos,
fuentes murmurad;
y también a Narciso
que no sabe amar.
 

No me atreveré a determinar en qué halló nuestro don Marcos más gusto, si en las empanadas y hermosas tortadas, lo uno picante y lo otro dulce, si en el sabroso pernil y fruta fresca y gustosa, acompañado todo con el licor del santo remedio de los pobres, que a fuerza de brazos estaba vertiendo yelo (siendo ello mismo fuego; que por eso llamaba un su aficionado a las cantimploras remedio contra el fuego), o en la dulce voz de Marcela; porque al son de su letra él no hacía sino comer, tan regalado de doña Isidora y de Agustinico que no lo pudiera ser más si él fuera el rey, porque si en la voz hallaba gusto para los oídos, en la merienda recreo para su estómago, tan ayuno de regalos como de sustento.

Regalaba también doña Isidora a don Agustín, sin que don Marcos, como poco escrupuloso, reparase en nada más de sacar de mal año sus tripas; porque creo, sin levantarle testimonio, que sirvió la merienda de aquella tarde de ahorro de seis días de ración, y más con los buenos bocados que doña Isidora y su sobrino atestaban y embutían en el baúl vacío del buen hidalgo: provisión bastante para no comer en mucho tiempo. Feneciose la merienda con el día, y estando ya prevenidas cuatro bujías en sus hermosos candeleros, a la luz de las cuales y al dulce son que Agustinico hizo en el instrumento que Marcela había tocado bailaron ella e Inés lo rastreado y sotillo, sin que se quedase la capona olvidada, con tal donaire y desenvoltura que se llevaba entre los pies los ojos y el alma del auditorio. Y tornando Marcela a tomar la guitarra a petición de don Marcos, que como estaba harto pería bureo, feneció la fiesta con este romance:


Fuese Bras de la cabaña:
sabe Dios si volverá,
por ser firmísima Menga
y ser muy ingrato Bras.

Como no sabe ser firme,
desmayole el verse amar;
que quien no sabe querer
tampoco sabe estimar.

No le ha dado Menga celos,
que no se los pudo dar,
porque si supiera darlos
supiera hacerse estimar.

Es Bras de condición libre,
no se quiere sujetar,
y así, viéndose querido,
supo el modo de olvidar.

No sólo a sus gustos sigue,
mas sábelos publicar;
que quiere a fuerza de penas
hacerse estimar en más.

Que no volverá es muy cierto;
que es cosa la voluntad
que cuando llega a trocarse
no vuelve a su ser jamás.

Por gustos ajenos muere,
pero no se morirá;
que sabe fingir pasiones
hasta que llega a alcanzar.

¡Desdichada la serrana
que en él se viene a emplear!
Pues aunque siembre afición,
sólo penas cogerá.

De ser poco lo que pierde
certísima Menga está,
pues por más que se aventure,
no puede tener más mal.

Es franco de disfavores;
de tibiezas, liberal,
pródigo de demasías,
escaso de voluntad.

Dice Menga que se alegra:
no sé si dice verdad;
que padecer despreciada
es dudosa enfermedad.

Suelen publicar salud
cuando muriéndose estan;
mas no niego que es cordura
el saber disimular.

Esconderse por no verla,
ni de sus cosas hablar,
no tratar de su alabanza,
indicios de salud da.

Pero vivir descontenta,
y allá en secreto llorar,
llevar mal que mire a otras,
de amor parece señal.

Lo que por mi teología
he venido a pergeñar
es que aquel que dice injurias
cerca está de perdonar.

Préciase Menga de noble:
no sé si querrá olvidar,
que una vez elección hecha,
no es noble quien vuelve atrás.

Mas ella me ha dicho a mí
que, en llegando a averiguar
injurias, celos y agravios,
afrenta el verle será.
 

Al dar fin al romance se levantó el corredor de desdichas y le dijo a don Marcos que era hora de que la señora doña Isidora reposase, y así, se despidieron los dos della, y de Agustinico y las otras damicelas, y dieron la vuelta a su casa, yendo por la calle tratando lo bien que le había parecido doña Isidora y descubriendo el enamorado don Marcos, más del dinero que de la dama, el deseo que tenía de verse ya su marido; y así, le dijo que diera un dedo de la mano por verlo ya hecho, porque era sin duda que le estaba muy bien, aunque no pensaba tratarse después de casado con tanta ostentación y grandeza; que aquello era bueno para un príncipe, y no para un hidalgo particular como él era, pues con su ración y alguna cosa más había para el gasto; y que seis mil ducados que tenía, y otros tantos y más que podría hacer de cosas escusadas que vía en casa de doña Isidora (pues bastaba para la casa de un escudero de un señor cuatro cucharas, un jarro, una salva y una buena cama, y a este modo cosas que no se pueden escusar), todo lo demás era cosa sin provecho y que mejor estaría en dineros. Y, puestos en renta, viviría como un príncipe, y podían dejar a sus hijos, si Dios se los diese, con qué pasar muy honradamente; y cuando no los tuviese, pues doña Isidora tenía aquel sobrino, para él sería todo, si fuese tan obediente que quisiese respetarle como a padre.

Hacía estos discursos don Marcos tan en su punto que el casamentero lo dio por concluido, y así, le respondió que él hablaría otro día a doña Isidora y se efetuaría el negocio, porque en estos casos de matrimonios tantos tienen deshechos las dilaciones como la muerte. Con esto se despidieron, y él se volvió a contar a doña Isidora lo que con don Marcos había pasado, cudicioso de las albricias; y él a casa de su amo, donde, hallándole todo en silencio por ser muy tarde y sacando un cabo de vela de la faldriquera, se llegó a una lámpara que estaba en la calle alumbrando una cruz, y, puesta la vela en la punta de la espada, la encendió, y después de haberle suplicado con una breve oración que fuese la que se quería echar a cuestas para bien suyo, se entró en su posada y se acostó, aguardando con mil gustos el día, pareciéndole que se le había de despintar tal ventura.

Dejémosle dormir y vamos al casamentero, que, vuelto a casa de doña Isidora, le contó lo que pasaba y cuán bien le estaba. Ella que lo sabía mejor que no él (como adelante se dirá), dio luego el sí, y cuatro escudos al tratante por principio, y le rogó que luego por la mañana volviese a don Marcos y le dijese cómo ella tenía a gran suerte el ser suya; que no le dejase de la mano, antes gustaría que se le trajese a comer con ella y su sobrino, para que se hiciesen las escrituras y se sacasen los recados. ¡Qué dos nuevas para don Marcos: convidado y novio!

Con ellas, por ser tan buenas, madrugó el casamentero y dio los buenos días a nuestro hidalgo don Marcos, al cual halló ya vistiéndose (que amores de blanca niña no le dejaban reposar). Recibió con los brazos a su buen amigo (que así llamaba al procurador de pesares), y con el alma la resolución de su ventura, y acabándose de vestir de las más costosas galas que su miseria le consentía, se fue con su norte de desdichas a casa de su dueño y su señora, donde fue recebido de aquella sirena con la agradable música de sus caricias, y de don Agustín, que se estaba vistiendo, con mil modos de cortesías y agrados; donde en buena conversación y agradecimientos de su ventura y sumisiones de el cauto mozo en agradecimiento del lugar que de hijo le daba, pasaron hasta que fue hora de comer, que de la sala del estrado se entraron a otra cuadra más adentro, donde estaba puesta la mesa y aparador como pudiera en casa de un gran señor.

No tuvo necesidad doña Isidora de gastar muchas arengas para obligar a don Marcos a sentarse a la mesa, porque antes él rogó a los demás que lo hiciesen, sacándolos desta penalidad, que no es pequeña. Satisfizo el señor convidado su apetito en la bien sazonada comida, y sus deseos en el compuesto aparador, tornando en su memoria a hacer otros tantos discursos como la noche pasada, y más como vía a doña Isidora tan liberal y cumplida, como aquella que se pensaba pagar de su mano. Le parecía aquella grandeza vanidad escusada y dinero perdido.

Acabose la comida y preguntaron a don Marcos si quería, en lugar de dormir la siesta, por no haber en aquella casa cama para huéspedes, jugar al hombre. A lo cual respondió que servía a un señor tan virtuoso y cristiano, que si supiera que criado suyo jugaba, ni aun al quince, no estuviera una hora en su casa; y que como él sabía esto, había tomado por regla el darle gusto, demás de ser su inclinación buena y virtuosa, pues no tan solamente no sabía jugar al hombre, mas que no conocía ni una carta, y que verdaderamente hallaba por su cuenta que valía el no saber jugar muchos ducados por año.

—Pues el señor don Marcos —dijo doña Isidora— es tan virtuoso que no sabe jugar, que bien le digo yo a Agustinico, que es lo que está mejor al alma y a la hacienda, ve, niño, y dile a Marcela que se dé priesa a comer y traiga su guitarra, e Inesica sus castañuelas, y en eso entretendremos la siesta hasta que venga el notario que el señor Gamarra —que así se llamaba el casamentero— tiene prevenido para hacer las capitulaciones.

Fue Agustinico a lo que su señora tía le mandaba, y mientras venía prosiguió don Marcos, asiendo la plática desde arriba:

—Pues en verdad —dijo— que puede Agustín, si pretende darme gusto, no tratar de jugar ni salir de noche, y con eso seremos amigos. Y de no hacerlo, habrá mil rencillas, porque soy muy amigo de recogerme temprano la noche que no hay que hacer, y que en entrando no sólo se cierre la puerta, mas se clave. No porque soy celoso, que harto ignorante es el que lo es teniendo mujer honrada, mas porque las casas ricas nunca están seguras de ladrones, y no quiero que me lleven con sus manos lavadas lo que a mí me costó tanto afán y fatiga el ganarlo. Y así, yo le quitaré el vicio, o sobre eso será el diablo.

Vio doña Isidora tan colérico a don Marcos que fue menester mucho de su despejo para desenojarle, y así, le dijo que no se desgustase, que el muchacho haría todo lo que fuese de su gusto, porque era el mozo más dócil que en su vida había tratado, y que al tiempo daba por testigo.

—Eso le importa —replicó don Marcos.

Y atajó la plática don Agustín y las damicelas, que venía cada una con su instrumento, y la desenvuelta Marcela dio principio a la fiesta con estas décimas:


Lauro, si cuando te amaba
y tu rigor me ofendía,
triste de noche y de día
tu ingrato trato lloraba;
si en ninguna parte hallaba
remedio de mi dolor,
pues cuando sólo un favor
era paz de mis enojos,
siempre en tus ingratos ojos
hallé crueldad por amor;

Si cuando pedí a los Cielos
la muerte por no mirarte,
y maltratarme y culparte
eran todos mis desvelos;
si perseguida de celos
mereciendo ser querida,
quise quitarme la vida,
dime cómo puede haber
otro mayor mal que ser
cruelmente aborrecida.

Yo le tengo por mayor
que no vivir olvidada;
que, siéndolo, no te enfada
como otras veces mi amor.
Tenga el verte por favor,
que tu descuido me ofrece
la paz que aquel que aborrece
niega al que adorando está;
luego el olvido será
menor daño que parece.

Y así, a pedirte favor
con disfavor me convidas,
por que, al fin, como me olvidas,
no te ofendas de mi amor;
que alguna vez tu rigor
vendrá a tomar por partido
amar en lugar de olvido;
y si me has de aborrecer,
más quiero, Lauro, no ser,
que aborrecida haber sido.
 

No sabré decir si lo que agradó a los oyentes fue la suave voz de Marcela o los versos que cantó. Finalmente, a todo dieron alabanza, pues aunque las décimas no eran las más cultas ni más cendradas, el donaire de Marcela les dio tanta sal que supliera mayores faltas. Y porque mandaba doña Isidora a Inés que bailase con Agustín, le previno don Marcos que, fenecido el baile, volviese a cantar, pues lo hacía divinamente. Lo cual Marcela hizo con mucho gusto, dándosele al señor don Marcos con este romance:


Ya de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

Ya no tengo qué esperar
de tu amor, ingrato Ardenio,
aunque tus muchas tibiezas
mida con mi sufrimiento.

Ya que en mi fuego te yeles,
Ni que me encienda en tu yelo,
que mueran mis esperanzas
ni que viva mi tormento.

Como en mi confusa pena
no hay alivio ni remedio,
ni le busco ni le pido,
desesperada padezco.

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

¿Qué tengo ya que esperar,
ni cómo obligar pretendo
a quién de solo matarme
atrevido lleva intento?

A los hermanos imito
Que por pena en el Infierno
Tienen trabajo sin fruto
Y servir fuera de tiempo.

Acaba, saca la espada,
pasa mi constante pecho:
acabaré de penar,
si no es mi tormento eterno,

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos.

Quiérote bien, ¡qué delito
para castigo tan fiero!
Pero tú te desobligas
cuando yo obligarte pienso.

¿Quién creyera que mis partes,
que alguno estimó por cielos,
son infiernos a tus ojos,
pues dellas andas huyendo?

Siempre decís que buscáis
los hombres algún sujeto
que sea en aquesta edad
de constancia claro ejemplo.

Y si acaso halláis alguno,
le hacéis tal tratamiento,
que aventura por vengarse
no una honra, sino ciento.

Míralo en ti y en mi amor,
no quieras más claro espejo,
y verás cómo hay mujeres
con amor y sufrimiento.

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos

Hasta aquí pensé callar,
tus sinrazones sufriendo,
mas, pues voluntad publicas,
¿cómo callaré con celos?

Sepa el mundo que te quise,
sepa el mundo que me has muerto;
y sépalo esa tirana
de mi gusto y de mi dueño.

Poco es brasas, como Porcia;
poco es, como Elisa, acero,
mas es morir de sospechas
fuego que en el alma siento.

Pues de mis desdichas
El colmo veo,
Y en ajenos favores
Miro mis celos.

Poco pude, Ardenio ingrato,
y hoy pienso que puedo menos,
pues sufriendo no te obligo
ni te obligué padeciendo.

Yo gusto que tengas gustos,
pero tenlos con respecto
de que me llamaste tuya,
o de veras o fingiendo.

Cuando en tus ojos me miro
en ellos miro otro dueño,
pues ¿qué has menester decirme
lo que yo tengo por cierto.

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos?

Ingrato, si ya tus glorias
no te caben en el pecho,
guárdalas, que para mí
son, más que gloria, veneno.

Mas tú debes de gustar
de verme vivir muriendo,
que el querer y aborrecer
en ti viene a ser estremo.

Y si de matarme gustas,
acaba, ¡mátame presto!
Pero si celosa vivo,
¿para qué otra muerte quiero.

Pues de mis desdichas
el colmo veo,
y en ajenos favores
miro mis celos?
 

Como era don Marcos de los sanos de Castilla y sencillo como un tafetán de la China, no se le hizo largo este romance, antes quisiera que durara mucho más, porque la llaneza de su ingenio no era como los fileteados de la corte, que en pasando de seis estancias se enfadan.

Dio las gracias a Marcela, y le pidiera que pasara adelante si a este punto no entrara Gamarra con un hombre que dijo ser notario, si bien más parecía lacayo que otra cosa.Y se hicieron las escrituras y conciertos, poniendo doña Isidora en la dote doce mil ducados y aquellas casas; y como don Marcos era hombre tan sin malicias, no se metió en más averiguaciones, con lo que el buen hidalgo estaba tan contento que, posponiendo su autoridad, bailó con su querida esposa, que así llamaba a doña Isidora.

Cenaron aquella noche con el mismo aplauso y ostentación que habían comido, si bien todavía el tema de don Marcos era la moderación del gasto, pareciéndole, como dueño de aquella casa y hacienda, que si de aquella suerte iba no había dote para cuatro días; mas hubo de callar hasta mejor ocasión. Llegó la hora de recogerse, y por escusar trabajo de ir a su posada quiso quedarse con su señora, mas ella con muy honesto recato dijo que no había de poner hombre el pie en el casto lecho que fue de su difunto señor mientras no tuviese las bendiciones de la iglesia, con lo que tuvo por bien don Marcos de irse a dormir a su casa (que no sé si diga que más fue velar, supuesto que el cuidado de sacar las amonestaciones le tenían ya vestido a las cinco).

En fin, se sacaron, y en tres días de fiesta que la Fortuna trajo de los cabellos (que a la cuenta sería el mes de agosto, que las trae de dos en dos) se amonestaron, dejando para el lunes (que en las desgracias no tuvo que envidiar al martes) el desposarse y velarse todo junto, a uso de grandes. Lo cual se hizo con grande aparato y grandeza, así de galas como en lo demás, porque don Marcos humillando su condición y venciendo su miseria, sacó fiado (por no descabalar los seis mil ducados) un rico vestido y faldellín para su esposa, haciendo cuenta que con él y la mortaja cumplía; no porque se le vino al pensamiento la muerte de doña Isidora, sino por parecerle que poniéndosele sólo de una Navidad a otra habría vestido hasta el día del juicio. Trajo asimismo de casa de su amo padrinos, que todos alababan su elección y engrandecían su ventura, pareciéndoles acertamiento haber hallado una mujer de tan buen parecer y tan rica, pues aunque doña Isidora era de más edad que el novio (contra el parecer de Aristóteles y otros filósofos antiguos), lo disimulaba de suerte que era milagro verla tan bien aderezada.

Pasada la comida y estando ya sobretarde alegrando con bailes la fiesta, en los cuales Inés y don Agustín mantenían la tela, mandó doña Isidora a Marcela que la engrandeciese con su divina voz. La cual no haciéndose de rogar, con tanto desenfado como donaire cantó así:


Si se ríe el Alba,
de mí se ríe,
porque adoro tibiezas
y muero firme.

Cuando el Alba miro
con alegre risa,
mis penas me avisa,
mis males suspiro;
pero no me admiro
de verla reír,
ni de presumir
que de mí se ríe,
porque adoro tibiezas
y muero firme.

Ríese de verme
con cien mil pesares,
los ojos dos mares,
viendo aborrecerme.
Cuando, ingrato, duerme
mi querido dueño,
mi dolor al sueño
triste despide,
porque adoro tibiezas
y muero firme.

Ríe el ver que digo
que no tengo amor,
cuando su rigor
de secreto sigo,
para ver si obligo
a tratarme bien
al mismo desdén
que en matarme vive,
porque adoro tibiezas
Y muero firme.

Ríe que me alejo
de aquello que sigo,
llamando enemigo
por lo que me quejo;
que pido consejo,
amando sin él;
despido cruel
lo que no me sigue,
porque adoro tibiezas
y muero firme.

Ríe el ver mis ojos
publicar tibieza,
cuando mi firmeza
les da mil enojos;
ofrecer despojos
y encubrir pasión,
mirar a traición
unos ojos libres,
porque adoro tibiezas
y muero firme.

Ríe el que procuro
encubrir mis celos,
que estoy sin desvelos
cuando miento y juro,
al descuido apuro
lo que me da pena;
porque Amor ordena
mi muerte triste,
adorando tibiezas
muriendo firme.
 

Llegose en estos entretenimientos la noche, principio de la posesión de don Marcos, y más de sus desdichas, pues antes de tomarla empezó la Fortuna a darle con ellas en los ojos, y así, fue la primera darle a don Agustín un accidente. No me atrevo a decir si le causó el ver casada a su señora tía, solo digo que puso la casa en alboroto, porque doña Isidora empezó a desconsolarse, acudiendo más tierna que fuera razón a desnudarle para que se acostase, haciéndole tantas caricias y regalos que casi dio celos al desposado. El cual viendo ya al enfermo algo sosegado, mientras su esposa se acostaba acudió a prevenir con cuidado que se cerrasen las puertas y echasen las aldabas a las ventanas: cuidado que puso en las desenvueltas criadas de su querida mujer la mayor confusión y aborrecimiento que se puede pensar, pareciéndoles achaques de celoso; y no lo eran, cierto, sino de avaro, porque como el buen señor había traído su ropa, y con ella sus seis mil ducados (que aun apenas habían visto la luz del cielo), quería acostarse seguro de que lo estaba su tesoro.

En fin, él se acostó con su esposa, y las criadas en lugar de acostarse se pusieron a mormurar y llorar, exagerando la prevenida y cuidadosa condición de su dueño. Empezó Marcela a decir:

—¿Qué te parece, Inés, a lo que nos ha traído la Fortuna, pues de acostarnos a las tres y a las cuatro, oyendo músicas y requiebros, ya en la puerta de la calle, ya en las ventanas, rodando el dinero en nuestra casa como en otras la arena, hemos venido a ver a las once cerradas las puertas y clavadas las ventanas, sin que haya atrevimiento en nosotras para abrirlas?

—¡Mal año abrirlas! —dijo Inés—. Dios es mi señor que tiene traza nuestro amo de echarles siete candados, como a la cueva de Toledo. Ya, hermana, esas fiestas que dices se acabaron: no hay sino echarnos dos hábitos, pues mi ama ha querido esto; que poca necesidad tenía de haberse casado, pues no le faltaba nada, y no ponernos a todas en esta vida; que no sé cómo no la ha enternecido ver al señor don Agustín cómo ha estado esta noche, que para mí esta higa si no es la pena de verla casada el accidente que tiene. Y no me espanto; que está enseñado a holgarse y regalarse, y viéndose ahora enjaulado como sirguerillo, claro está que lo ha de sentir. Como yo lo siento; que malos años para mí si no me pudieran ahogar con una hebra de seda cendalí.

—Aun tú, Inés —replicó Marcela—, sales fuera por todo lo que es menester: no tienes qué llorar; mas ¡triste de quien por llevar adelante este mal afortunado nombre de doncella, ya que en lo demás haya tanto engaño, ha de estar padeciendo todos los infortunios de un celoso, que las hormiguillas la parecen gigantes! Mas yo lo remediaré, supuesto que por mis habilidades no me ha de faltar la comida. ¡Mala pascua para el señor don Marcos si yo tal sufriere!

—Yo, Marcela —dijo Inés—, será fuerza que sufra; porque, si te he de confesar verdad, don Agustín es la cosa que más quiero; si bien hasta ahora mi ama no me ha dado lugar de decirle nada, aunque conozco dél que no me mira mal. Mas de aquí adelante será otra cosa; que habrá de dar más tiempo, acudiendo a su marido.

En estas pláticas estaban las criadas. Y era el caso que el señor don Agustín era galán de doña Isidora, y por comer, vestir y gastar a titulo de sobrino no sólo llevaba la carga de la vieja, mas otras muchas, como eran las conversaciones de damas y galanes, juegos, bailes y otras cosillas de este jaez; y así pensaba sufrir la del marido, aunque la mala costumbre de dormir acompañado le tenía aquella noche con alguna pasión. Pues como Inés le quería, dijo que quería ir a ver si había menester algo mientras se desnudaba Marcela, y fue tan buena su suerte que como Agustín era muchacho tenía miedo, y así, la dijo:

—Por tu vida, Inés, que te acuestes aquí conmigo, porque estoy con el mayor asombro del mundo, y si estoy solo, en toda la noche podré sosegar de temor.

Era piadosísima Inés, y túvole tanta lástima que al punto le obedeció, dándole las gracias de mandarla cosas de su gusto.

Llegose la mañana, martes al fin, y temiendo Inés que su señora se levantase y la cogiese con el hurto en las manos, se levantó más temprano que otras veces y fue a contar a su amiga sus venturas. Y como no hallase a Marcela en su aposento fue a buscarla por toda la casa, y llegando a una puertecilla falsa que estaba en un corral algo a trasmano, la halló abierta, y era que Marcela tenía cierto requiebro, para cuya correspondencia tenía llave de la puertecilla, por donde se había ido con él, quitándose de ruidos; y aposta, por dar a don Marcos más tártago la había dejado abierta. Y visto esto, fue dando voces a su señora, a las cuales despertó el miserable novio, y casi muerto de congoja saltó de la cama diciendo a doña Isidora que hiciese lo mismo y mirase si le faltaba alguna cosa, abriendo a un mismo tiempo la ventana.

Y pensando hallar en la cama a su mujer, no halló sino una fantasma o imagen de la muerte, porque la buena señora mostró las arrugas de la cara por entero (las cuales encubría con el afeite, que tal vez suele ser encubridor de años, que a la cuenta estaban más cerca de cincuenta y cinco que de treinta y seis, como había puesto en la carta de dote); porque los cabellos eran pocos y blancos por la nieve de muchos inviernos pasados. Esta falta no era mucha, merced a los moños y a su autor, aunque en esta ocasión se la hizo a la pobre dama, respeto de haberse caído sobre las almohadas con el descuido del sueño, bien contra la voluntad de su dueño. Los dientes estaban esparcidos por la cama, porque, como dijo el Príncipe de los poetas, daba perlas de barato, a cuya causa tenía don Marcos uno o dos entre los bigotes, demás de que parecían tejado con escarcha, de lo que habían participado de la amistad que con el rostro de su mujer habían hecho.

Cómo se quedaría el pobre hidalgo se deja a consideración del pío lector, por no alargar pláticas en cosa que pueda la imaginación suplir cualquiera falta; sólo digo que doña Isidora, que no estaba menos turbada de que sus gracias se manifestasen tan a letra vista, asió con una presurosa congoja su moño, mal enseñado a dejarse ver tan de mañana, y atestósele en la cabeza, quedando peor que sin él; porque con la priesa no pudo ver cómo le ponía, y así, se le acomodó cerca de las cejas. ¡Oh maldita Marcela, causa de tantas desdichas, no te lo perdone Dios, Amén!

En fin, más alentada, aunque con menos razón, quiso tomar un faldellín para salir a buscar su fugitiva criada, mas ni él ni el vestido rico con que se había casado, ni los chapines con viras, ni otras joyas que estaban en una salva; porque esto y el vestido de don Marcos, con una cadena que valía docientos escudos, que había traído puesta el día antes (la cual había sacado de su tesoro para solenizar su fiesta), no pareció, porque la astuta Marcela no quiso ir desapercebida.

Lo que haría don Marcos en esta ocasión, ¿qué lengua bastará a decirlo ni qué pluma escribirlo? Quien supiere que a costa de su cuerpo lo había ganado, podrá ver cuán al de su alma lo sentiría, y más no hallando consuelo en la belleza de su mujer, porque bastaba a desconsolar al mismo Infierno. Si ponía los ojos en ella vía una estantigua; si los apartaba no vía sus vestidos y cadena, y con este pesar se paseaba muy apriesa, así en camisa, por la sala dando palmadas y suspiros.

Mientras él andaba así y doña Isidora se fue al jordán de su retrete y arquilla de baratijas, se levantó Agustín, a quien Inés había ido a contar lo que pasaba, riendo los dos la visión de doña Isidora y la bellaquería de Marcela, y a medio vestir salió a consolar a su tío diciéndole los consuelos que supo fingir y encadenar, más a lo socarrón que a lo necio. Animole con que se buscaría la agresora del hurto, y obligole a paciencia el decirle que eran bienes de Fortuna, con lo que cobró fuerzas para volver en sí y vestirse, y más como vio venir a doña Isidora tan otra de lo que había visto; que casi creyó que se había engañado y que no era la misma.

Salieron juntos don Marcos y Agustín a buscar, por dicho de Inés, las guaridas de Marcela; y en verdad que si no fueran los tuviera por más discretos, a lo menos a don Marcos; que don Agustín para mí pienso que lo hacía de bellaco más que de bobo, que bien se deja entender que no se habría puesto en parte donde fuese hallada. Mas viendo que no había remedio se volvieron a casa, conformándose con la voluntad de Dios a lo santo y con la de Marcela a lo de no poder más, y mal de su grado hubo de cumplir nuestro miserable con las obligaciones de la tornaboda, aunque el más triste del mundo, porque tenía atravesada en el alma su cadena.

Mas, como no estaba contenta la Fortuna, quiso seguir en la prosecución de su miseria. Y fue desta suerte: que, sentándose a comer, entraron dos criados del señor Almirante diciendo que su señor besaba las manos de la señora Isidora, y que se sirviese de enviarle la plata, que para prestada bastaba un mes; que si no lo hacía la cobraría de otro modo. Recibió la señora el recaudo, y la respuesta no pudo ser otra que entregarle todo cuanto había: platos, fuentes y lo demás que lucía en casa y que había colmado las esperanzas de don Marcos. El cual se quiso hacer fuerte diciendo que era hacienda suya y que no se había de llevar, y otras cosas que le parecían a propósito, tanto que fue menester que un criado fuese a llamar al mayordomo y el otro se quedase en resguardo de la plata. Al fin, la plata se llevó y don Marcos se quebró la cabeza en vano; el cual ciego de pasión y de cólera empezó a decir y hacer cosas como hombre fuera de sí. Quejábase de tal engaño y prometía le había de poner pleito de divorcio; a lo cual doña Isidora con mucha humildad le dijo, por amansarle, que advirtiese que antes merecía gracias que ofensas, que por granjear un marido como él cualquiera cosa, aunque tocase en engaño, era cordura y discreción; que, pues el pensar deshacerlo era imposible, lo mejor era tener paciencia. Húbolo de hacer el buen don Marcos, aunque desde aquel día no tuvieron paz ni comían bocado con gusto. A todo esto don Agustín comía y callaba, metiendo las veces que se hallaba presente paz, y pasando muy buenas noches con Inés, con la cual reía las gracias de doña Isidora y desventuras de don Marcos.

Con estas desdichas, si la Fortuna le dejara en paz, con lo que le había quedado se diera por contento y lo pasara honradamente. Mas como se supo en Madrid el casamiento de doña Isidora, un alquilador de ropa, dueño del estrado y colgadura, vino por tres meses que le debía de su ganancia, y asimismo a llevarlo; porque mujer que había casado tan bien coligió que no lo habría menester, pues lo podría comprar y tenerlo por suyo. A este trago acabó don Marcos de rematarse: llegó a las manos con su señora, andando el moño y los dientes de por medio, no con poco dolor de su señora, pues le llegaba el verse sin él tan a lo vivo. Esto, y la injuria de verse maltratar tan recién casada, la dio ocasión de llorar y hacer cargo a don Marcos de tratar así una mujer como ella y por bienes de Fortuna, que ella los da y los quita, pues aun en casos de honra era demasiado el castigo. A esto respondió don Marcos que su honra era su dinero; mas con todo esto no sirvió de nada para que el dueño del estrado y colgadura no lo llevase, y con ello lo que le debía un real sobre otro, que se pagó del dinero de don Marcos, porque la señora, como ya había cesado su trato, no sabía de qué color era.

A las voces y gritos bajó el señor de la casa, la cual nuestro hidalgo pensaba ser suya, porque su mujer le había dicho que era huésped y que le tenía alquilado aquel cuarto por un año, y le dijo que si cada día había de haber aquellas voces, que buscasen casa y fuesen con Dios, que era amigo de quietud.

—¡Cómo ir! —respondió don Marcos—. Él es el que se ha de ir, que esta casa es mía.

—¡Cómo vuestra! —dijo el dueño—. ¡Loco atreguado! Idos con Dios; que yo os juro que si no mirara que lo sois, la ventana fuera vuestra puerta.

Enojose don Marcos, y con la cólera se atreviera, si no se metieran de por medio doña Isidora y don Agustín desengañando al pobre don Marcos y apaciguando al señor de la casa con prometerle desembarazarla otro día.

¿Qué podía don Marcos hacer aquí? O callar, o ahorcase; porque lo demás sería en vano, ni él tenía ánimo para otra cosa, antes le tenían ya tantos pesares como atónito y fuera de sí. Y desta suerte tomó su capa y se salió de casa, y don Agustín, por mandado de su tía, con él, para que le reportase.

En fin, los dos buscaron un par de aposentos cerca de palacio, por estar cerca de la casa de su amo, y, dando señal, quedó la mudanza para otro día, y así, le dijo a Agustín que se fuese a comer, porque él no estaba por entonces para volver a ver aquella engañadora de su tía. Hízolo así el mozo, dando la vuelta a su casa y contando lo sucedido a doña Isidora, y entre ambos trataron el modo de mudarse.

Vino el miserable a acostarse rostrituerto y muerto de hambre. Pasó la noche, y a la mañana le dijo doña Isidora que se fuese a la casa nueva para que recibiese la ropa mientras Inés traía un carro en que llevarla. Hízolo así, y apenas el buen necio salió cuando la traidora doña Isidora y su sobrino y criada tomaron cuanto había y lo metieron en un carro, y ellos con ello, y se partieron de Madrid la vuelta de Barcelona, dejando en casa las cosas que no podían llevar, como platos, ollas y otros trastos.

Estuvo don Marcos hasta cerca de las doce aguardando, y viendo la tardanza dio la vuelta a su casa, y como no los halló, preguntó a una vecina si eran idos. Ella respondió que rato había. Con lo que pensando que ya estarían allá, tornó aguijando por que no aguardasen; llegó sudado y fatigado, y como no los halló se quedó medio muerto, temiendo lo mismo que era, y sin parar tornó donde venía y, dando un puntapié a la puerta (que habían dejado cerrada), y como la abrió y entró dentro y viese que no había más de lo que nada valía, acabó de tener por cierta su desdicha. Empezó a dar voces y carreras por las salas, dándose de camino algunas calabazadas por las paredes. Decía:

—¡Desdichado de mí! Mi mal es cierto: en mal punto hice este desdichado casamiento que tan caro me cuesta. ¿Adónde estás, engañosa sirena y robadora de mi bien y de todo cuanto yo a costa de mí mismo tengo granjeado para pasar la vida con algún descanso?

Estas y otras cosas decía, a cuyos estremos entró alguna gente de la casa, y uno de los criados sabiendo el caso, le dijo que tuviese por cierto el haberse ido, porque el carro en que iba la ropa y su mujer, sobrino y criada, era de camino y no de mudanza, y que él preguntó que dónde se mudaba y que le había respondido que se iba fuera de Madrid.

Acabó de rematarse don Marcos con esto; mas como las esperanzas animan en mitad de las desdichas, salió con propósito de ir a los mesones a saber para qué parte había ido el carro en que iba su corazón entre seis mil ducados que llevaban en él. Lo cual hizo; mas el dueño dél no era cosario, sino labrador de aquí de Madrid (que en eso eran los que le habían alquilado más astutos que era menester), y así, no pudo hallar noticia de nada. Pues querer seguirlos era negocio cansado, no sabiendo el camino que llevaban ni hallándose con un cuarto, si no lo buscaba prestado, y más hallándose cargado con la deuda del vestido y joyas de su mujer, que ni sabía cómo ni de dónde pagarlo.

Dio la vuelta, marchito y con mil pensamientos, a casa de su amo, y viniendo por la calle Mayor encontró sin pensar con la cauta Marcela, y tan cara a cara que aunque ella quiso encubrirse fue imposible, porque, habiéndola conocido don Marcos, asió della, descomponiendo su autoridad, diciéndole:

—¡Ahora, ladrona, me daréis lo que me robastes la noche que os salistes de mi casa!

—¡Ay señor mío! —dijo Marcela llorando—. Bien sabía yo que había de caer sobre mí la desdicha desde el punto que mi señora me obligó a esto. Óigame por Dios antes que me deshonre; que estoy en buena opinión y concertada de casar, y sería grande mal que tal se dijese de mí, y más estando como estoy inocente. Entremos aquí en este portal, y óigame de espacio y sabrá quién tiene su cadena y vestidos; que ya había yo sabido cómo vuesa merced sospechaba su falta sobre mí. Y lo mismo le previne a mi señora aquella noche; pero son dueños, y yo criada. ¡Ay de los que sirven, y con qué pensión ganan un pedazo de pan!

Era don Marcos, como he dicho, poco malicioso, y así, dando crédito a sus lágrimas se entró con ella en el portal de una casa grande, donde le contó quién era doña Isidora, su trato y costumbres y el intento con que se había casado con él, que era engañándole, como ya don Marcos esperimentaba bien a su costa. Díjole asimismo cómo don Agustín no era sobrino suyo, sino su galán, y que era un bellaco vagamundo que por comer y holgar estaba, como le vía, amancebado con una mujer de tal trato y edad; y que ella había escondido su vestido y cadena para dársele junto con el suyo y las demás joyas; que le había mandado que se fuese y pusiese en parte donde él no la viese, dando fuerza a su enredo con pensar que ella se lo había llevado.

Pareciole a Marcela ser don Marcos hombre poco pendencioso, y así, se atrevió a decir tales cosas sin temor de lo que podía suceder; o ya lo hizo por salir de entre sus manos y no miró en más, o por ser criada, que era lo más cierto. En fin, concluyó su plática la traidora con decirle que viviese con cuenta, porque le habían de llevar, cuando menos se pensase, su hacienda.

—Yo le he dicho a vuesa merced lo que me toca y mi conciencia me dicta. Agora —repetía Marcela— haga vuesa merced lo que fuere servido, que aquí estoy para cumplir todo lo que fuere su gusto.

—A buen tiempo me das consejo, amiga Marcela —replicó don Marcos—, cuando no hay remedio. Porque la traidora y el ingrato mal nacido se han ido y llevádome cuanto tenía —y luego le contó todo lo que había pasado con ellos desde el día que se había ido de su casa.

—¿Es posible? —dijo Marcela—. ¿Hay tal maldad? ¡Ay, señor de mi alma, y cómo no en balde le tenía yo lástima! Mas no me atrevía a hablar, porque la noche que mi señora me envió de su casa quise avisar a vuesa merced viendo lo que pasaba, mas temí; que aun entonces, porque le dije que no escondiese la cadena me trató de palabra y obra cual Dios sabe.

—Ya, Marcela —decía don Marcos—, he visto lo que dices; y es lo peor que no lo puedo remediar, ni saber dónde o cómo puedo hallar rastro dellos.

—No le dé eso pena, señor mío —dijo la fingida Marcela—, que yo conozco un hombre, y aun pienso, si Dios quiere, que ha de ser mi marido, que le dirá a vuesa merced dónde los hallará como si los viera con los ojos, porque sabe conjurar demonios y hace otras admirables cosas.

—¡Ay Marcela, y cómo te lo serviría yo y agradecería si hicieses eso por mí! Duélete de mis desdichas, pues puedes.

Es muy proprio de los malos, en viendo a uno de caída, ayudarle a que se despeñe más presto, y de los buenos creer luego: así, creyó don Marcos a Marcela, y ella se determinó a engañarle y estafarle lo que pudiese, y con este pensamiento le respondió que fuese luego, que no era muy lejos la casa.

Yendo juntos encontró don Marcos otro criado de su casa, a quien pidió cuatro reales de a ocho para dar al astrólogo, no por seña, sino de paga, y con esto llegaron a casa de la misma Marcela, donde estaba con un hombre que dijo ser el sabio y a la cuenta era su amante. Habló con él don Marcos y concertáronse en ciento y cincuenta reales y que volviese de allí a ocho días, que él haría que un demonio le dijese dónde estaban, y los hallaría; mas que advirtiese que si no tenía ánimo, que no habría nada hecho; que mejor era no ponerse en tal, o que viese en qué forma lo quería ver, si no se atrevía que fuese en la misma suya. Pareciole a don Marcos, con el deseo de saber de su hacienda, que era ver un demonio ver un plato de manjar blanco, y así, respondió que en la misma que tenía en el Infierno, en ésa se le enseñase; que aunque le vía llorar la pérdida de su hacienda como mujer, que en otras cosas era muy hombre. Con esto y darle los cuatro reales de a ocho se despidió dél y Marcela y se recogió en casa de un amigo (si los miserables tienen alguno, a llorar su miseria). Dejémosle aquí y vamos al encantador (que así le nombraremos), que para cumplir lo prometido y hacer una solene burla al miserable (que ya por la relación de Marcela conocía el sujeto), hizo lo que diré.

Tomó un gato y encerrole en un aposentillo al modo de despensa, correspondiente a una sala pequeña, la cual no tenía más ventana que una del tamaño de un pliego de papel, alta cuanto un estado de hombre, en la cual puso una red de cordel que fuese fuerte; y entrábase donde tenía el gato y castigábalo con un azote, teniendo cerrada una gatera que hizo en la puerta, y cuando le tenía bravo destapaba la gatera y salía el gato corriendo y saltaba a la ventana, donde, cogido en la red, le volvían a su lugar. Hizo esto tantas veces que ya, sin castigarle, en abriéndole, iba derecho a la ventana. Hecho esto, avisó al miserable que aquella noche en dando las once le enseñaría lo que deseaba.

Había (venciendo su inclinación) buscado nuestro engañado lo que faltaba para los ciento y cincuenta reales, prestado, y con ellos vino a casa del encantador, al cual puso en las manos el dinero para animarle a que fuese el conjuro más fuerte. El cual después de haberle apercebido el ánimo y valor, se sentó de industria en una silla debajo de la ventana, la cual tenía ya quitada la red. Era, como se ha dicho, después de las once, y en la sala no había más luz que la que podía dar una lamparilla que estaba a un lado, y dentro de la despensilla el gato, todo lleno de cohetes, y con él un mozo, avisado de darle a su tiempo fuego y soltarle a cierta seña que entre los dos estaba puesta para soltarle aquel tiempo.

Marcela se salió fuera; que ella no tenía ánimo para ver visiones. Y luego el astuto mágico se vistió una ropa de bocací negro y una montera de lo mismo, y tomando un libro de unas letras góticas en la mano (algo viejo el pergamino, para dar más crédito a su burla), hizo un cerco en el suelo y se metió dentro con una varilla en las manos y empezó a leer entre dientes, murmurando en tono melancólico y grave, y de cuando en cuando pronunciaba algunos nombres estravagantes y esquisitos que jamás habían llegado a los oídos de don Marcos, el cual tenía abiertos (como dicen) los ojos de un palmo, mirando a todas partes si sentía ruido para ver el demonio que le había de decir todo lo que deseaba. El encantador hería luego con la vara en el suelo, y en un brasero que estaba junto a él con lumbre echaba sal y azufre y pimienta, y alzando la voz decía:

—Sal aquí, demonio Calquimorro, pues eres tú el que tienes cuidado de seguir a los caminantes y les sabes sus desinios y guaridas, y di aquí, en presencia del señor don Marcos y mía, qué camino lleva esta gente y dónde y qué modo se tendrá de hallarlos. Sal presto o guárdate de mi castigo. ¿Estás rebelde y no quieres obedecerme? Pues aguarda, que yo te apretaré hasta que lo hagas —y diciendo esto, volvía a leer en el libro.

A cabo de rato tornaba a herir con el palo en el suelo, refrescando el conjuro dicho y zahumerio, de suerte que ya el pobre don Marcos estaba ahogándose. Y viendo ya ser hora de que saliese, dijo:

—¡Oh tú, que tienes las llaves de las puertas infernales, manda al Cerbero que deje salir al Calquimorro, demonio de los caminos, para que nos diga dónde están estos caminantes, o, si no, te fatigaré cruelmente.

A este tiempo ya el mozo que estaba por guardián del gato había dado fuego a los cohetes y abierto el abujero, que como se vio arder salió dando aullidos y truenos, acompañándolos de brincos y saltos; y como estaba enseñado a saltar en la ventana, quiso escaparse por ella; y sin tener respeto a don Marcos (que estaba sentado en la silla), por encima de su cabeza (abrasándole de camino las barbas y cabellos y parte de la cara) dio consigo en la calle. Al cual suceso, pareciéndole que no había visto un diablo, sino todos los del Infierno, dando muy grandes gritos se dejó caer desmayado en el suelo, sin tener lugar de oír una voz que se dio a aquel punto, que dijo: «En Granada los hallarás».

A los gritos de don Marcos y maullidos del gato, viéndole dar bramidos y saltos por la calle, respeto de estarse abrasando, acudió gente, y entre ellos la justicia; y, llamando, entraron y hallaron a Marcela y su amante procurando a poder de agua volver en sí al desmayado, lo cual fue imposible hasta la mañana. Informándose del caso el alguacil y no satisfaciéndose, aunque le dijeron el enredo, echaron sobre la cama del encantador a don Marcos, que parecía muerto, y, dejando con él y Marcela dos guardas, llevaron a la cárcel al embustero y su criado (que hallaron en la despensilla), dejándolos con un par de grillos a cada uno a titulo de hombre muerto en su casa.

Dieron a la mañana noticia a los señores alcaldes de este caso, los cuales mandaron salir a visita los dos presos, y que fuesen a ver si el hombre había vuelto en sí o si se había muerto. A este tiempo don Marcos había vuelto en sí, y sabía de Marcela el estado de sus cosas y se confirmaba el hombre más cobarde del mundo. Llevoles el alguacil a la sala, y, preguntado por los señores deste caso, dijo la verdad conforme lo que sabía, trayendo al juicio el suceso de su casamiento y cómo aquella moza le había traído a aquella casa, donde le dijo que le diría los que llevaban su hacienda dónde los hallaría; y que él no sabía más de que después de largos conjuros que aquel hombre había hecho leyendo en un libro que tenía, había salido por un agujero un demonio tan feo y tan terrible que no había bastado su ánimo a escuchar lo que decía entre dientes y los grandes aullidos que iba dando; y que no sólo esto, mas que había embestido con él y puéstole como vían; mas que él no sabía qué se hizo, porque se le cubrió el corazón, sin volver en sí hasta la mañana.

Admirados estaban los alcaldes, hasta que el encantador los desencantó contándoles el caso como se ha dicho, confirmando lo mismo el mozo y Marcela, y gato que trujeron de la calle, donde estaba abrasado y muerto. Y trayendo también dos o tres libros que en su casa tenía, dijeron a don Marcos conociese cuál de ellos era el de los conjuros: él tomó el mismo y lo dio a los señores alcaldes, y, abierto, vieron que era el de Amadís de Gaula, que por lo viejo y letras antiguas había pasado por libro de encantos. Con lo que enterados del caso, fue tanta la risa de todos que en gran espacio no se sosegó la sala, estando don Marcos tan corrido que quiso matar al encantador y luego hacer lo mismo de sí, y más cuando los alcaldes le dijeron que no se creyese de ligero ni se dejase engañar a cada paso. Y así, los enviaron a todos con Dios, saliendo tal el miserable que no parecía el que antes era, sino un loco.

Fuese a casa de su amo, donde halló un cartero que le buscaba con una carta que, abierta, vio que decía desta manera:

A don Marcos Miseria, salud. Hombre que por ahorrar no come, hurtando a su cuerpo el sustento necesario, y por solo interés se casa, sin más información que si hay hacienda, bien merece el castigo que v. m. merced tiene y el que le espera andando el tiempo. V. m., señor, no comiendo sino como hasta aquí, ni tratando con más ventaja que siempre hizo a sus criados, y como ya sabe, la media libra de vaca, un cuarto de pan y otros dos de ración al que sirve y limpia la estrecha vasija en que hace sus necesidades, vuelva a juntar otros seis mil ducados y luego me avise, que vendré de mil amores a hacer con v. m. vida maridable; que bien lo merece marido tan aprovechado.

Doña Isidora Venganza.

Fue tanta la pasión que don Marcos recibió, que le dio una calentura que en pocos días le acabó los suyos miserablemente. A doña Isidora, estando en Barcelona aguardando galeras en que embarcarse para Nápoles, una noche don Agustín y su Inés la dejaron durmiendo, y con los seis mil ducados de don Marcos y todo lo demás que tenían se embarcaron, y llegados que fueron a Nápoles, él asentó plaza de soldado, y la hermosa Inés puesta en paños mayores se hizo dama cortesana, sustentando con este oficio en galas y regalos a su don Agustín. Doña Isidora se volvió a Madrid, donde, renunciando el moño y las galas, anda pidiendo limosna. La cual me contó más por entero esta maravilla, y me determiné a escribirla para que vean los miserables el fin que tuvo éste, y no hagan lo mismo, escarmentando en cabeza ajena.

Con grandísimo gusto oyeron todos la maravilla que don Álvaro dijo, viendo castigado a don Marcos. Y viendo que don Alonso se prevenía para la suya trocando su asiento con don Álvaro, hizo don Juan señas a los músicos, los cuales cantaron así:


Visitas de Antón a Menga,
y en su cabaña también,
a fe, si se ofende Gila,
que tiene mucho por qué.

El anticipar sus quejas
señal sospechosa es;
que quien con darlas previene
quiere que no se las den.

Para mostrarse ofendida
sobrada la causa fue,
que es basilisco un agravio
y no ha de llegarse a ver.

Agradosa y sin amor,
zagales; pero creed
que conversación y agrado
son amagos de querer.

Descuidado el indicio,
no es poco; que ya se ve
que lo que es hablarse hoy
fue diligencia de ayer.

¡Mal fuego en su cortesía!,
que saben los hombres bien
para desmentir lo falso
valerse de lo cortés.

No hay temer si no hay tropiezos,
mas Menga le busca a él:
los dos solos, ella hermosa,
si es tropiezo no lo sé.

Necios llaman a los celos:
mal los conocen, ¡pardiez!,
que antes el celoso peca
de advertido y bachiller.

Esos agrados, Antón,
sólo con Gila han de ser,
porque un crédito en balanzas
muy lejos anda del fiel.

¡Oh, cuán bien saben los hombres
con disculpas ofender!
Mas, pues Amor los descubre,
¡bien haya el amor! Amén.
 

No sé si temeroso don Juan de la indignación de Lisis quiso con este segundo romance disculparse de los agravios que le hacía en el primero, aunque a costa de los enojos de Lisarda, que, enfadada déste cuanto gloriosa del otro, le mostró en un gracioso ceño con que miró a don Juan; de lo que el falso amante se holgaba, porque a no ser así tratara con más secreto y cordura esta voluntad, y no tan a descubierto; que él mismo se preciaba de amante de Lisarda y mal correspondiente de Lisis.

Prestaron luego todos muy grande atención y cuidado a don Alonso, que empezó su maravilla desta suerte:

—Ya suele suceder, auditorio ilustre, a los más avisados y que van más en los estribos de una malicia, caer en lo mismo que temen, como lo veréis en mi maravilla, para que ninguno se confíe de su entendimiento ni se atreva a probar a las mujeres, sino que teman lo que les puede suceder, estimando y poniendo en su lugar a cada una, pues, al fin, una mujer discreta no es manjar de un necio, ni una necia empleo de un discreto. Y para certificación desto digo desta suerte.

Novela cuarta. El Prevenido Engañado

Tuvo la ilustre ciudad de Granada (milagroso asombro de las grandezas de la Andalucía) por hijo a don Fadrique, cuyo apellido y linaje no será justo que se diga, por los nobles deudos que en ella tiene; sólo se dice que su nobleza y riqueza corrían parejas con su talle, siendo en lo uno y lo otro el de más nombre, no sólo en su tierra, sino en otras muchas donde era conocido, no dándole otro que el de rico y galán don Fadrique. Murieron sus padres, quedando este caballero muy mozo, mas él se gobernaba con tanto acuerdo que todos se admiraban de su entendimiento, porque no parecía de tan pocos años como tenía; y como los mozos sin amor dicen algunos que son jugadores sin dinero o danzantes sin son, empleó su voluntad en una gallarda y hermosa dama de su misma tierra, cuyo nombre es Serafina, y un serafín en belleza, aunque no tan rica como don Fadrique, y apasionose tanto por ella cuanto ella desdeñosa le desfavorecía, por tener ocupado el deseo en otro caballero de la ciudad (lástima por cierto bien grande que llegase un hombre de las partes de don Fadrique a querer donde tenga otro tomada la posesión).

No ignoraba don Fadrique el amor de Serafina, mas parecíale que con su riqueza vencería mayores inconvenientes, y más siendo el galán que la dama amaba ni de los más ricos ni de los más principales. Seguro estaba don Fadrique de que apenas pediría a Serafina a sus padres cuando la tendría; mas Serafina no estaba de ese parecer, porque esto del casarse tras el papel, y el desdén hoy y mañana el favor, tiene no sé qué sainete que enamora y embelesa el alma y hechiza el gusto. Y a esta misma causa procuró don Fadrique granjear primero la voluntad de Serafina que la de sus padres, y más viendo competidor favorecido, si bien no creía de la virtud y honestidad de su dama que se estendía a más su amor que amar y desear.

Empezó con estas esperanzas a regalar a Serafina y a sus criadas, y ella a favorecerle más que hasta allí, porque aunque quería a don Vicente (que así se llamaba el querido) no quería ser aborrecida de don Fadrique; y las criadas a fomentar sus esperanzas, por cuanto creía el amante que era cierto su pensamiento en cuanto a alcanzar más que el otro galán. Y con este contento, una noche que las criadas habían prometido tener a su dama en un balcón, cantó al son de un laúd este soneto:


Que muera yo, tirana, por tus ojos,
y que gusten tus ojos de matarme,
que quiera con tus ojos consolarme,
y que me den tus ojos mil enojos;

Que rinda yo a tus ojos por despojos
mis ojos, y ellos, en lugar de amarme,
pudiendo en mis enojos alegrarme,
las flores me conviertan en abrojos;

Que me maten tus ojos con desdenes,
con rigores, con celos, con tibiezas,
cuando mis ojos por tus ojos mueren,

¡Ay dulce ingrata!, que en los ojos tienes
tan grande ingratitud como belleza
contra unos ojos que a tus ojos quieren.
 

Agradecieron y engrandecieron a don Fadrique las que escuchaban la música la gracia y destreza con que había cantado; mas no se diga que Serafina estaba a la ventana, porque desde aquella noche se negó de suerte a los ojos de don Fadrique, que por diligencias que hizo no la pudo ver en muchos días, ni por papeles que la escribió pudo alcanzar respuesta, y la que le daban sus criadas a sus importunas quejas era que Serafina había dado en una melancolía tan profunda que no tenía una hora de salud. Sospechó don Fadrique que sería el mal de Serafina el verse defraudada de las esperanzas que quizá tenía de verse casada con don Vicente, porque no le vía pasear la calle como solía, y creyó que por su causa se había retirado. Y pareciéndole que estaba obligado a restaurarle a su dama el gusto que le había quitado, fiado en que con su talle y riqueza le granjearía la perdida alegría, la pidió a sus padres por mujer.

Ellos que (como dicen) vieron el cielo abierto, no sólo le dieron un sí acompañado de infinitos agradecimientos, mas se ofrecieron a ser esclavos suyos. Y tratando con su hija este negocio, ella, que era discreta, dio a entender que se holgaba mucho, y que estaba presta para darles gusto si su salud la ayudase; que les pedía entretuviesen a don Fadrique algunos días hasta que mejorase, que luego se haría cuanto mandaban en aquel caso. Tuvieron sus padres de la dama esta respuesta por bastante, y a don Fadrique no le pareció mala, y así, pidió a sus suegros que regalasen mucho a su esposa para que cobrase más presto salud, ayudando él por su parte con muchos regalos, paseando su calle aun con más puntualidad que antes, tanto por el amor que la tenía cuanto por los recelos con que le hacía vivir don Vicente. Serafina tal vez se ponía a la ventana, dando con su hermosura aliento a las esperanzas de su amante, aunque su color y tristeza daban claros indicios de su mal, y por esto estaba lo más del tiempo en la cama; y las veces que la visitaba su esposo (que con este título lo hacía algunas) le recebía en ella y en presencia de su madre, por quitarle los atrevimientos que este nombre le podían dar.

Pasáronse algunos meses, al cabo de los cuales don Fadrique, desesperado de tanta enfermedad y resuelto en casarse, estuviese con salud o sin ella, una noche que como otras muchas estaba a una esquina velando sus celos y adorando las paredes de su enferma señora, vio a más de las dos de la noche abrir la puerta de su casa y salir una mujer, que en el aire y hechura del cuerpo le pareció ser Serafina. Admirose, y casi muerto de celos se fue acercando más, donde claro conoció ser la misma, y sospechando que iba a buscar la causa de su temor, la siguió y vio entrar en una como corraliza en que se solía guardar madera, y por estar sin puertas sólo servía de esconder y guardar a los que para algunas travesuras amorosas entraban dentro. Aquí, pues, entró Serafina, y don Fadrique ya cierto de que dentro estaría don Vicente, irritado a una colérica acción, como a quien le parecía que le tocaba aquella venganza, dio la vuelta por la otra parte y, entrando dentro, vio como la dama se había bajado a una parte en que estaba un aposentillo derribado, y que, tragándose unos gemidos sordos, parió una criatura, y los gritos desengañaron al amante de lo mismo que estaba dudando.

Pues como Serafina se vio libre de tal embarazo, recogiéndose un faldellín se volvió a su casa, dejándose aquella inocencia a lo que sucediese. Mas el Cielo, que a costa de la opinión de Serafina y de la pasión de don Fadrique quiso que no muriese sin bautismo por lo menos, movió a compasión a don Fadrique: llegó donde estaba llorando en el suelo y, tomándola, la envolvió en su capa haciéndose mil cruces de tal caso. Y coligiendo que el mal de Serafina era éste y que el padre era don Vicente, por cuyo hecho se había retirado, y dando infinitas gracias a Dios, que le había sacado de su desdicha por tal modo, se fue con aquella prenda a casa de una comadre y le dijo que pusiese aquella criatura como había de estar y le buscase una ama, que importaba mucho que viviese.

Hízolo la comadre, y, mirándola con grande atención, vio que era una niña, tan hermosa que más parecía ángel del cielo que criatura humana. Buscose el ama, y don Fadrique luego el siguiente día habló con una señora deuda suya para que en su propia casa se criase Gracia, que aqueste nombre se le puso en el bautismo. Dejémosla criar, que a su tiempo se tratará de ella como de la persona más importante desta historia, y vamos a Serafina, que, ya guarecida de su mal, dentro de quince días viéndose restaurada en su primera hermosura, dijo a sus padres que cuando gustasen se podía efetuar el casamiento con don Fadrique.

El cual temeroso y escarmentado de tal suceso, se fue a la casa de su parienta (la que tenía en su poder a Gracia) y le dijo que a él le había dado deseo de ver algunas tierras de España y que en eso quería gastar algunos años, y que le quería dejar poder para que gobernase su hacienda; que hiciese y deshiciese en ella, que sólo le suplicaba tuviese grandísimo cuidado con doña Gracia, haciendo cuenta que era su hija, porque en ella había un grandísimo secreto; y que si Dios la guardaba hasta que tuviese tres años, que le pedía encarecidamente la pusiese en un convento donde se criase, sin que llegase a conocer las cosas del mundo, porque llevaba cierto desinio que andando el tiempo le sabría. Y hecho esto, haciendo llevar toda su ropa en casa de su tía, tomó grandísima cantidad de dineros y joyas, y, escribiendo este soneto, se le envió a Serafina, y con solo un criado se puso a caballo, guiando su camino a la muy noble y riquísima ciudad de Sevilla.

Recibió Serafina el papel, que decía:


Si cuando hacerme igual a ti podías,
ingrata, con tibiezas me trataste,
y a fuerza de desdenes procuraste
mostrarme el poco amor que me tenías;

Si a vista de ojos de las glorias mías
el premio con engaños me quitaste,
y en todas ocasiones me mostraste
montes de nieve en tus entrañas frías,

Ahora, que no puedes, ¿por qué quieres
buscar el fuego entre cenizas muertas?
Déjale estar, ten lástima a mis años.

Imposibles me ofreces: falsa eres.
no avives esas llamas, que no aciertas;
que a tu pesar ya he visto desengaños.
 

Este papel, si bien tan ciego, dio mucho que temer a Serafina, y más que, aunque hizo algunas diligencias por saber qué se había hecho la criatura que dejó en la corraliza, no fue posible; y confirmando dos mil sospechas con la repentina partida de don Fadrique, y más sus padres (que decían que en algo se fundaba), viendo que Serafina gustaba de ser monja ayudaron su deseo. Y así, se entró en un monasterio, harto confusa y cuidadosa de lo que había sucedido, y más de el desalumbramiento que tuvo en dejar allí aquella criatura, viendo que si había muerto o la habían comido perros, que cargaba su conciencia tal delito, motivo para que procurase con su vida y penitencia no sólo alcanzar perdón de su pecado, sino nombre de santa, y así, era tenida por tal en Granada.

Llegó don Fadrique a Sevilla tan escarmentado en Serafina que por ella ultrajaba todas las demás mujeres, no haciendo excepción de ninguna: cosa tan contraria a su entendimiento, pues para una mala hay ciento buenas. Mas, en fin, él decía que no había de fiar dellas, y más de las discretas, porque de muy sabias y entendidas daban en traviesas y vicio sas, y que con sus astucias engañaban a los hombres; pues una mujer no había de saber más de hacer su labor y rezar, gobernar su casa y criar su hijos, y lo demás eran bachillerías y sutilezas que no servían sino de perderse más presto. Con esta opinión, como digo, entró en Sevilla y se fue a posar en casa de un deudo suyo, hombre principal y rico, con intento de estarse allí algunos meses gozando de las grandezas que se cuentan desta ciudad.

Y como algunos días la pasease en compañía de aquel su deudo, vio en una de las más principales calles della, a la puerta de una hermosísima casa, bajar de un coche una dama en hábito de viuda, la más bella que había visto en toda su vida: era, sobre hermosa, muy moza y de gallardo talle, y tan rica y principal (según le dijo aquel su deudo) que era de lo mejor y más ilustre de Sevilla; y aunque don Fadrique iba escarmentado de el suceso de Serafina, no por eso rehusó el dejarse vencer de la belleza de doña Beatriz (que este es el nombre de la bellísima viuda). Pasó don Fadrique la calle dejando en ella el alma, y como la prenda no era para perder, pidió a su camarada que diesen otra vuelta. A esta acción le dijo don Mateo (que así se llamaba):

—Pienso, amigo don Fadrique, que no dejaréis a Sevilla tan presto. Tierno sois. A fe que os ha puesto bueno la vista desta dama.

—Yo siento de mí lo mismo —respondió don Fadrique—, y aun gastaría, si pensase ser suyo, los años que el Cielo me ha dado de vida.

—Conforme fuere vuestra pretensión —dijo don Mateo—. Porque la hacienda, nobleza y virtud desta dama no admite si no es la de el matrimonio, aunque fuera el pretendiente el mismo Rey, porque ella tiene veinte y cuatro años; cuatro estuvo casada con un caballero su igual, y dos ha que está viuda, y en este tiempo no ha merecido ninguno sus paseos doncella, ni su vista casada ni su voluntad viuda, con haber muchos pretendientes de este bien. Mas si vuestro amor es de la calidad que me sinificáis y queréis que yo le pro ponga vuestras partes, pues para ser su marido no os faltan las que ella puede desear, lo haré. Y podrá ser que entre los llamados seáis el escogido. Ella es deuda de mi mujer, a cuya causa la hago algunas vesitas. Y ya me prometo buen suceso, porque veisla allí se ha puesto en el balcón, que no es poca dicha haber favorecido vuestros deseos.

—¡Ay, amigo —dijo don Fadrique—, y cómo me atreveré yo a pretender lo que a tantos caballeros de Sevilla ha negado, siendo forastero! Mas si he de morir a manos de mis deseos sin que ella lo sepa, muera a manos de sus desengaños y desdenes: habladla, amigo, y, demás de decirle mi nobleza y hacienda, le podréis decir que muero por ella.

Con esto dieron los dos vuelta a la calle, haciéndole al pasar una cortés reverencia, a la cual la bellísima doña Beatriz (que al bajar del coche vio con el cuidado que la miró don Fadrique), pareciéndole forastero y viéndole en compañía de don Mateo, con cuidado, luego que dejó el manto ocupó la ventana, y viéndose agora saludar con tanta cortesía, habiendo visto que mientras hablaban la miraban, hizo otra no menos cumplida. Dieron con esto la vuelta a su casa muy contentos de haber visto a doña Beatriz tan humana, quedando de acuerdo que don Mateo la hablase otro día en razón de el casamiento; mas don Fadrique estaba tal que quisiera que luego se tratara.

Pasó la noche, y no tan apriesa como el enamorado caballero quisiera. Dio priesa a su amigo para que fuese a saber las nuevas de su vida o muerte, y así lo hizo. Habló, en fin, a doña Beatriz proponiéndole todas las partes del novio; a lo cual respondió la dama que le agradecía mucho la merced que le hacía, y a su amigo el desear honrarla con su persona; mas que ella había propuesto el día que enterró a su dueño no casarse hasta que pasasen tres años, por guardar más el decoro que debía a su amor, que por esta causa despedía cuantos le trataban desto; mas que si este caballero se atrevía a aguardar el año que le faltaba, que ella le daba su palabra de que no fuese otro su marido; porque, si había de tratar verdad, le había agradado su talle sin afectación, y sobre todo las muchas partes que le había propuesto, porque ella deseaba que fuese así el que hubiese de ser su dueño.

Con esta respuesta volvió don Mateo a su amigo, no poco contento, por parecerle que no había negociado muy mal. Don Fadrique cada hora se enamoraba más, y si bien le desconsolaba la imaginación de haber de aguardar tanto tiempo, se determinó de estarse aquel año en Sevilla, pareciéndole buen premio la hermosa viuda, si llegaba a alcanzarla. Y como iba tan bien bastecido de dineros, aderezó un cuarto en la casa de su deudo, recibió criados y empezó a echar galas para despertar el ánimo de su dama, a la cual visitaba tal vez en compañía de don Mateo, que menos que con él no se le hiciera tanto favor. Quiso regalarla, mas no le fue permitido, porque doña Beatriz no quiso recebir un alfiler: el mayor favor que le hacía, a ruegos de sus criadas (que no las tenía el granadino mal dispuestas, porque lo que su ama regateaba el recebir ellas lo hicieron costumbre, y así, no le desfavorecían en este particular su cuidado), era, cuando ellas le decían que estaba en la calle, salir al balcón dando luz al mundo con la belleza de sus ojos, y tal vez acompañarlas de noche, por oír cantar a don Fadrique, que lo hacía diestramente.

Y una entre muchas que le dio música cantó este romance, que él mismo había hecho porque doña Beatriz no había salido aquel día al balcón, enojada de que le había visto en la iglesia hablar con una dama. En fin, él cantó así:


Alta torre de Babel,
edificio de Nembrot,
que pensó subir al cielo
y en un grande abismo dio.

Parecen mis esperanzas,
que, según entendí yo,
al cielo de mis deseos
llegara su pretención.

Mas, como fue su cimiento
el rapacillo de Amor,
sin méritos para ser
reverenciado por dios.

Mudó, como niño al fin,
su traviesa condición,
siendo ciego para ver
de mi firmeza el valor.

¡Ay mal logrados deseos,
caídos como Faeton,
porque quisistes subiros
al alto carro del Sol!

¡Esperanzas derribadas,
marchitas como la flor!
¡Horas alegres, que agora
seréis horas de dolor!

¿Dónde pensabas subir,
gallarda imaginación,
si tus alas son de cera
y este signo es de Leon?

Bien pensaste que te diera
mano y brazos afición;
vano fue tu pensamiento,
si en eso se confió.

En el balcón del Oriente
hoy ha salido mi Sol,
encubriendo con nublados
la luz de su perfección.

Caros vende Amor sus gustos,
y si los da es con pensión;
que son censos al quitar,
que es la desdicha mayor.

¡Mueras quemado en mi fuego,
ciego lince, niño dios!
Mas, perdona, Amor, mi ofensa,
que humilde a tus pies estoy.
 

El favor que alcanzó don Fadrique esta noche fue oír a doña Beatriz, que dijo a sus criadas que ya era hora de recoger, dando a entender con esto que le había oído, con lo que fue más contento que si le hubieran hecho señor del mundo.

En esta vida pasó nuestro amante más de seis meses, sin que jamás pudiese alcanzar de doña Beatriz licencia para verla a solas, cuyos honestos recatos le tenían tan enamorado que no tenía punto de reposo. Y así, una noche que se halló en la calle de su dama, viendo la puerta abierta, por mirar de más cerca su hermosura se atrevió con algún recato a entrar en su casa, y sucediole tan bien que sin ser visto de nadie llegó al cuarto de doña Beatriz y desde la puerta de un corredor la vio sentada en su estrado con sus criadas, que estaban velando; y dando muestras de querer desnudarse para irse a la cama, le pidieron ellas (como si estuvieran cohechadas de don Fadrique) que cantase un poco. A lo que doña Beatriz se escusó con decir que no estaba de humor, que estaba melancólica; mas una de las criadas, que era más desenvuelta que las demás, se levantó y entró en una cuadra, de donde salió con una arpa, diciendo:

—A fe, señora, que si hay melancolía este es el mejor alivio. Cante vuesa merced un poco y verá cómo se halla más aliviada.

Decir esto y ponerle la arpa en las manos fue todo uno, y ella, por darles gusto, cantó así:


Cuando el Alba muestra
su alegre risa;
cuando quita alegre
la negra cortina
al balcón de Oriente,
por que salga el día.

Cuando muestra hermosa
la madeja rica,
derramando perlas
sobre clavellinas.

Y, en fin, cuando el campo
vierte alegría,
llora, ausente de Albano,
celos Marfisa.

Cuando alegre apresta
la carroza rica
a Febo, que viene
de las playas indias.

Cuando entre cristales
claras fuentecillas
murmuran de engaños,
aljófar destilan.

Cuando al son del agua
cantan las Ninfas,
llora, ausente de Albano,
celos Marfisa.

Cuando entre claveles
con sus claras linfas,
guarnición de plata
en sus ojos pinta.

Cuando dan las aves
con sonoras liras
norabuena a Febo
de su hermosa vista.

Cuando en los serranos
mil gustos se miran,
llora, ausente de Albano,
celos Marfisa.

Fue aquesta zagala
monstruo de la villa,
de los ojos muerte,
de la muerte vida.

Fiero basilisco,
causa de desdichas,
porque con sus desdenes
veneno tenía.

Cuando a sus donaires
que eran sal decían,
llora, ausente de Albano,
celos Marfisa.

Rindió sus desdenes
a la bizarría
de un serrano ingrato
que ausente la olvida.

Y cuando él alegre
nueva prenda estima,
bellezas defiende,
finezas publica,

Hermosuras rinde
y a glorias aspira,
llora, ausente Albano,
celos Marfisa.
 

Dejó con esto la harpa, diciendo que la viniesen a desnudar, dejando a don Fadrique (que le tenía embelesado el donaire, la voz y dulzura de la música) como en tinieblas. No tuvo sospecha de la letra, porque como tal vez se hacen para agradar a un músico, pinta el poeta como quiere. Y viendo que doña Beatriz se había entrado a acostar, se bajó al portal para irse a su casa; mas fue en vano, porque el cochero, que posaba allí en un aposentillo, había cerrado la puerta de la calle, y, seguro de que no había quien entrase ni saliese, se había acostado. Pesole mucho a don Fadrique, mas viendo que no había remedio se sentó en un poyo para aguardar la mañana, porque aunque fuera fácil llamar que le abriesen, no quiso, por no poner en opinión ni en lenguas de criadas la honra de doña Beatriz, pareciéndole que mientras el cochero abría, siendo de día, se podría esconder en una entrada de la cueva.

Dos horas habría que estaba allí cuando, sintiendo ruido en la puerta del cuarto de su dama (que desde donde estaba sentado se vía la escalera y corredor), puso los ojos donde sintió el rumor y vio salir a doña Beatriz: nueva admiración para quien creía que estaba durmiendo. Traía la dama sobre la camisa un faldellín de vuelta de tabí encarnado, cuya plata y guarnición parecían estrellas, sin traer sobre sí otra cosa más que un rebosillo del mismo tabí, aforrado en felpa azul, puesto tan al desgaire que dejaba ver en la blancura de la camisa los bordados de hilo de pita; sus dorados cabellos cogidos en una redecilla de seda azul y plata, aunque por algunas partes descompuestos, para componer con ellos la belleza de su rostro; en su garganta dos hilos de gruesas perlas, conformes a las que llevaba en sus hermosas muñecas, cuya blancura se vía sin embarazo, por ser la manga de la camisa suelta, a modo de manga de fraile.

De todo pudo el granadino dar bastantes señas, porque doña Beatriz traía en una de sus blanquísimas manos una bujía de cera encendida en un candelero de plata, a la luz de la cual estuvo contemplando en tan angélica figura, juzgándose por dichoso si fuera él el sujeto que iba a buscar. En la otra mano traía una salva de plata, y en ella un vidrio de conserva y una lemetilla con vino, y sobre el brazo una toalla blanquísima.

—¡Válgame Dios! —decía entre si don Fadrique, mirándola desde que salió de su aposento hasta que la vio bajar por la escalera—. ¿Quién será el venturoso a quién va a servir tan hermosa maestresala? ¡Ay si yo fuera, y cómo diera en cambio cuanto vale mi hacienda!

Diciendo esto, como la vio que, habiendo acabado de bajar, enderezaba sus pasos hacia donde estaba, se fue retirando hasta la caballeriza, y en ella, por estar más encubierto, se entró; mas viendo que doña Beatris encaminaba sus pasos a la misma parte, se metió detrás de uno de los caballos del coche. Entró, en fin, la dama en tan indecente lugar pa ra tanta belleza, y sin mirar en don Fadrique, que estaba escondido, enderezó hacia un aposentillo que al fin de la caballeriza estaba. Creyó don Fadrique de tal suceso que algún criado enfermo despertaba la caridad y piadosa condición de doña Beatris a tal acción, aunque más competente era para alguna de las muchas criadas que tenía, que no para tal señora: mas, atribuyéndolo todo a cristiandad, quiso ver el fin de todo. Y saliendo de donde estaba caminó tras ella hasta ponerse en parte que veía todo el aposento, por ser tan pequeño que apenas cabía una cama. Grande fue el valor de don Fadrique en tal caso, porque así como llegó cerca y descubrió todo lo que en el aposento se hacía, vio a su dama en una ocasión tan terrible para él que no sé cómo tuvo paciencia para sufrirla.

Es el caso que en una cama que estaba en esta parte que he dicho estaba echado un negro, tan atezado que parecía su rostro hecho de un bocací. Parecía en la edad de hasta veinte y ocho, años, mas tan feo y abominable que, no sé si fue la pasión o si era la verdad, le pareció que el Demonio no podía serlo tanto. Parecía asimismo en su desflaquecido semblante que le faltaba poco para acabar la vida, con lo que parecía más abominable. Sentose doña Beatris, en entrando, sobre la cama, y poniendo sobre una mesilla la vela y lo demás que llevaba, le empezó a componer la ropa, pareciendo en la hermosura ella un ángel y él un fiero demonio. Púsole tras esto una de sus hermosísimas manos sobre la frente, y con enternecida y lastimada voz le empezó a decir:

—¿Cómo estás, Antón? ¿No me hablas, mi bien? Oye, abre los ojos, mira que está aquí Beatriz. Toma, hijo mío: come un bocado de esta conserva. Anímate por amor de mí, si no quieres que yo te acompañe en la muerte como te he querido en la vida. ¿Óyesme, amores? ¿No quieres responderme ni mirarme?

Diciendo esto, derramando por sus ojos gruesas perlas juntó su rostro con el del endemoniado negro, dejando a don Fadrique, que la miraba, más muerto que él, sin saber qué hacerse ni qué decirse, unas veces determinándose a perderse y otras considerando que lo más acertado era apartarse de aquella pretención.

Estando en esto abrió el negro los ojos, y mirando a su ama, con voz debilitada y flaca le dijo (apartándola con las manos el rostro, que tenía junto con el suyo):

—¿Qué me quieres, señora? ¡Déjame ya, por Dios! ¡Qué es esto, que aun estando ya acabando la vida me persigues! ¿No basta que tu viciosa condición me tiene como estoy, sino que quieres que cuando ya estoy en el fin de mi vida acuda a cumplir tus viciosos apetitos? ¡Cásate, señora, cásate! Y déjame ya a mí, que ni te quiero ver ni comer lo que me das.

Y diciendo esto, se volvió de el otro lado sin querer responder a doña Beatriz, aunque más tierna y amorosa le llamaba, o fuese que se murió luego o no quisiese hacer caso de sus lágrimas y palabras.

Doña Beatriz cansada ya, volvió a su cuarto la más llorosa y triste del mundo. Don Fadrique aguardó a que abriesen la puerta, y apenas la vio abierta cuando salió huyendo de aquella casa, tan lleno de confusión y aborrecimiento cuanto primero de gusto y gloria. Acostose en llegando a su casa, sin decir nada a su amigo, y saliendo a la tarde dio una vuelta por la calle de la viuda por ver qué rumor había, a tiempo que vio sacar a enterrar al negro. Volviose a su casa, siempre guardando secreto, y en tres o cuatro días que volvió a pasear la calle, ya no por amor, sino por enterarse más de lo que aún no creía, nunca vio a doña Beatris; tan sentida la tenía la muerte de su negro amante. Al cabo de los cuales, estando sobremesa hablando con su amigo, entró una criada de doña Beatris y, en viéndole, con mucha cortesía le puso en las manos un papel que decía así:

Donde hay voluntad poco sirven los terceros. De la vuestra estoy satisfecha, y de vuestras finezas pagada, y así, no quiero aguardar lo que falta del año para daros la merecida posesión de mi persona y hacienda. Y así, cuando quisiéredes se podrá efetuar nuestro casamiento con las condiciones que fuéredes servido, porque mi amor y vuestro merecimiento no me dejan reparar en nada. Dios os guarde.

Doña Beatris.

Tres o cuatro veces leyó don Fadrique este papel y aún no acababa de creer tal, y así, no hacía más que darle vueltas y en su corazón admirarse de lo que le sucedía; que ya dos veces había estado a pique de caer en tanta afrenta, y tantas le había descubierto el Cielo secretos tan importantes. Y como viese claro que la determinada resolución de doña Beatriz nada de haber faltado su negro amante, en un punto hizo la suya y se resolvió a una determinación honrada. Y diciendo a la criada que se aguardase, salió a otra sala y, llamando a su amigo, le dijo estas breves razones:

—Amigo: a mí me importa la vida y la honra salir dentro de un hora de Sevilla, y no me ha de acompañar más que el criado que traje de Granada. Esa ropa que ahí queda venderéis después de haberme partido y pagaréis con el dinero que dieren por ella a los demás criados. El porqué no os puedo decir, porque hay opiniones de por medio. Y agora, mientras escribo un papel me buscad dos mulas y no queráis saber más.

Y luego escribiendo un papel a doña Beatriz y dándole a la criada que le llevase a su ama, y habiéndole ya traído las mulas, se puso de camino y, saliendo de Sevilla tomó el de Madrid con su antigua tema de abominar de las mujeres discretas, que, fiadas en su saber, procuran engañar a los hombres.

Dejémosle ir hasta su tiempo y volvamos a doña Beatriz, que, en recibiendo el papel, vio que decía así:

La voluntad que yo he tenido a v. m. no ha sido sólo con deseo de poseer su belleza, porque he llevado la mira a su honra y opinión, como lo han dicho mis recatos. Yo, señora, soy algo escrupuloso, y haré cargo de conciencia en que v. m., viuda de anteayer, se case hoy. Aguarde v. m. siquiera otro año a su negro malogrado, que a su tiempo se tratará de lo que v. m. dice, cuya vida guarde el Cielo.

Pensó doña Beatriz perder con este papel su juicio; mas viendo que ya don Fadrique era ido, dio el sí a un caballero que le habían propuesto, remediando con el marido la falta del muerto amante.

Por sus jornadas contadas (como dicen) llegó don Fadrique a Madrid, y fuese a posar a los barrios del Carmen, en casa de un tío suyo que tenía allí casas propias, Era este caballero rico, y tenía para heredero de su hacienda un solo hijo, llamado don Juan, gallardo mozo, y, demás de su talle, discreto y muy afable. Teníale su padre desposado con una prima suya muy rica, aunque el matrimonio se dilataba hasta que la novia tuviese edad, porque la que en este tiempo alcanzaba era diez años. Con este caballero tomó don Fadrique tanta amistad que pasaba el amor del parentesco, que en pocos días se trataban como hermanos. Andaba don Juan muy melancólico, en lo cual reparando don Fadrique, después de haberle obligado con darle cuenta de su vida y sucesos sin nombrar partes, por parecerle que no es verdadera amistad la que tenía reservado algún secreto a su amigo, le rogó le dijese de qué procedía aquella tristeza. Don Juan que no deseaba otra cosa (por sentir menos su mal comunicándole), le respondió:

—Amigo don Fadrique: yo amo tiernamente una dama desta corte, a la cual dejaron sus padres mucha hacienda con obligación de que se casase con un primo suyo que está en Indias. No ha llegado nuestro honesto amor a más que una conversación, reservando el premio dél para cuando venga su esposo, porque agora ni su estado ni el mío dan lugar a más amorosas travesuras, pues aunque no gozo de mi esposa, me sirve de cadena para no disponer de mí. Deciros su hermosura será querer cifrar la misma belleza a breve suma, pues su entendimiento es tal que en letras humanas no hay quien la aventaje. Finalmente, doña Ana (que este es su nombre) es el milagro desta edad, porque ella y doña Violante su prima son las sebilas de España: entrambas bellas, discretas, músicas y poetas; en fin, en las dos se halla lo que en razón de belleza y discreción está repartido en todas las mujeres. Hanle dicho a doña Ana que yo galanteo una dama cuyo nombre es Nise, porque el domingo pasado me vieron hablar con ella en San Ginés, donde acude. En fin, muy celosa me dijo ayer que me estuviese en mi casa y no volviese a la suya. Y porque sabe que me abraso de celos cuando nombra a su esposo, me dijo enojada que en sólo él adora, y que le espera con mucho gusto y cuidado. Escribile sobre esto un papel, y en su respuesta me envió otro, que es éste, porque en hacer versos es tan estremada como en lo demás.

Esto dijo sacando un papel, el cual tomándole don Fadrique, vio que era de versos, a que naturalmente era aficionado, y que decía así:


Tus sinrazones, Lisardo,
son tantas, que ya me fuerza
mi agravio a darte la culpa
y quedarme con la pena.

Mas no me quiero poner
con tu ingratitud en cuentas,
porque siempre los ingratos
ceros por números dejan.

Preside apetito solo,
Lisardo, y es bien que tema;
que cuentas de obligaciones
a todas horas las niega.

Y así, no quiero traerte
a la memoria mis penas,
pues jamás diste recibo
de cosa que tanto pesa.

Vayan al aire suspiros,
pues lo son, y no se metan
en contar, pues no los llaman,
cuantos sus millares sean.

Las lágrimas a la mar,
los cuidados a mis quejas,
y mi afición a tu yelo,
para que quede sin fuerza.

Decir, Lisardo, que yo
por entretener ausencias
esfuerzo mi voluntad,
engáñante tus quimeras.

Si quisiera entretenerme,
pastores tiene el aldea
que, aunque les doy disfavores,
mis pobres partes celebran.

En quien pudiera escoger
alguno que me tuviera
con amor entretenida
y con interés contenta.

Y tú, Lisardo, aunque alcanzas
favores que otros desean,
tan sólo no los estimas,
sino que ya los desprecias.

Lisardo: creyera yo
que de mujer de mis prendas
Con sólo un mirar suave
favor y premio te diera.

Mas, como siempre quisiste
ser ingrato a mis finezas,
ni estimas mi voluntad
ni con la tuya me premias.

Que no sabes qué es amor
tengo por cosa muy cierta:
no has entrado en los principios
y ya los fines deseas.

Lo que da lugar mi estado
te favorezco: no quieras
que me alargue a más, si el tuyo
tiene a mi gusto la rienda.

Ya temes que el mayoral,
que ha de ser mí dueño, venga:
si tu remedio aborreces,
Lisardo, ¿de qué te quejas?

Pides salud, y si aplico
el remedio desesperas;
eso es querer que te sangren
sin que te rompen la vena.

Lo cierto es que ya, Lisardo,
te mata nueva belleza
y haces mi amor achacoso:
ya lo entiendo, no soy necia.

¡Maldiga, Lisardo, el Cielo
a quien con gracias ajenas
a lo que adora enamora!
Tal como a mí le suceda.

Canta el músico en la calle,
hace versos el poeta:
apasiónase la dama
y olvida al que la requiebra.

Ya conozco tus engaños,
ya conozco tus cautelas;
mas, pues yo te alabé a Nise,
¿qué mucho que tú la quieras?

Goces, ingrato Lisardo,
mil años de su belleza;
tantos favores te rinda
como a mí me matan penas.

Bebe sus dulces engaños,
los míos amargos deja;
que yo al templo de mi fe
pienso colgar la cadena.

Desde allí estaré mirando,
como el que mira al que juega,
el naipe en que aventuras,
tu verdad y tu cautela.

No me quejo deste agravio,
Lisardo, porque mis quejas
no te volverán amante,
y es darte venganza en ellas.

Tú estás muy bien empleado,
porque sus tinadas hebras
es ébano en que se engasta
su hermosura y tus finezas.

Sus ojos, negros luceros,
en cuyas niñas traviesas
hallará tu guerra paz
y bonanza tu tormenta.

Tú vestirás sus colores,
con que saldrás, aunque negras,
más galán que con las mías,
pues con gusto las desprecias.

Podrás tomar por devoto,
para alivio de tus penas,
al glorioso San Ginés,
que es de tu Nise la iglesia.

Con esto pido al Amor
de tu inconstancia se duela.
Dios te guarde. De mi casa,
la que tu gusto desea.
 

—No hay mucho que temer a este enemigo —dijo acabando de leer el papel don Fadrique—, porque, a lo que muestra, más rendida está que furiosa. La mujer escribe bien, y si, como decís, es tan hermosa, hacéis mal en no conservar su amor hasta coger el premio dél.

—Esto es —respondió don Juan— una tilde, una nada, conforme a lo que hay en belleza y discreción, porque ha sido muchas veces llamada la sebila española.

—Por Dios, primo —replicó don Fadrique—, que temo a las mujeres que son tan sabias más que a la muerte; que quisiera hallar una que ignorara las cosas del mundo al paso que ésa las comprehende; y si la hallara, vive Dios que me había de emplear en servirla y amarla.

—¿Lo decís de veras? —dijo don Juan—. Porque no sé qué hombre apetece una mujer necia, no sólo para aficionarse, mas para comunicarla un cuarto de hora. Pues dicen los sabios que en el mundo son más celebrados, que el entendimiento es manjar del alma, pues mientras los ojos se ceban en la blancura, en las bellas manos, en los lindos ojos y en la gallardía del cuerpo, y, finalmente, en todo aquello digno de ser amado en la dama, no es razón que el alma no sólo esté de balde, sino que no se mantenga de cosas tan pesadas y enfadosas como las necedades, pues, siendo el alma tan pura criatura, no la hemos de dar manjares groseros.

—Ahora dejemos esta disputa —dijo don Fadrique—, que en eso hay mucho que decir; que yo sé lo que en este caso me conviene, y respondamos a doña Ana. Aunque mejor respuesta fuera ir a verla, pues no la hay más tierna y de más sentimiento que la misma persona; y más que deseo ver si me hace sangre su prima, para entretenerme con ella el tiempo que he de estar en Madrid.

—Vamos allá —dijo don Juan—; que, si os he de confesar verdad, por Dios que lo deseo. Mas advertid que doña Violante no es necia, y si es que por esta parte os desagradan las mujeres, no tenéis que ir allá.

—Acomodareme con el tiempo —respondió don Fadrique.

Con esto, de conformidad se fueron a ver las hermosas primas. De las cuales fueron recebidos con mucho gusto, si bien doña Ana estaba como celosa zahareña, aunque tuvo muy poco que hacer don Juan en quitarle el ceño. Vio don Fadrique a doña Violante, y pareciole una de las más hermosísimas damas que hasta entonces había visto, aunque entrasen en ellas Serafina y doña Beatriz. Estábase retratando (curiosidad usada en la corte), y para esta ocasión estaba tan bien aderezada que parece que de propósito para rendir a don Fadrique se había vestido con tanta curiosidad y riqueza. Tenía puesta una saya entera, negra, cuajada de lentejuelas y botones de oro, cintura y collar de diamantes, y un apretador de rubíes.

A cuyo asunto, después de muchas cortesías, tomando don Fadrique una guitarra, cantó este romance:


Zagala cuya hermosura
mata, enamora y alegra,
siendo del cielo milagro
y gloria de nuestra aldea.

¿Qué pincel habrá tan sabio,
supuesto que Apeles sea
el que le gobierna y rige,
para imitar tu belleza?

¿Qué rayos, aunque el del Sol
nos dé los de su madeja,
que igualen a la hermosura
desas tus castañas trenzas?

¿Qué luces a las que miro
en esas claras estrellas
vislumbres, que a los diamantes
elipsan sus luces bellas?

¿Qué azucenas a tu frente?
¿Qué arcos de amor a tus cejas?
¿Qué viras a tus pestañas?
A tu vista, ¿qué saetas?

¿Qué rosas Alejandrinas
a tus mejillas, pues quedan
a su encarnado vencidas,
a su hermosura sujetas?

¿Qué rubíes con esos labios?
Sin duda, zagala, que eran,
con los finos de tu boca,
falsos los de tu cabeza.

Tus palabras son claveles,
y tus blancos dientes perlas
de las que, llorando el Alba,
borda los campos con ellas.

Cristal tu hermosa garganta:
coluna en que se sustenta
un cielo donde Amor vive,
si como dios se aposenta.

¿Qué nieve iguala a esas manos,
en cuyas nevadas sierras
los atrevidos se pierden
cuando pasarlas intentan?

De lo que encubre el vestido,
zagala hermosa, quisiera
decir muchas alabanzas,
mas no se atreve mi lengua.

Que si, cual otra Campaspe,
mostráis tan divinas prendas,
¡ay del Apeles que os mira,
y sin esperanzas dellas!

Decid, zagala, al Apeles
cuyos pinceles se emplean
en trasladar de ese cielo
vuestra hermosura a la tierra.

Que él y yo seremos cortos:
pincel y plumas se quedan
sin saber sacar la estampa
que al natural se parezca.

Pues el molde en que os formó
la sabia naturaleza
ya el mundo no le posee,
por que otra cual vos no tenga.

Diamantes, oro, cristal,
luceros, rosa, azucenas,
cielos, estrellas, rubíes,
claveles, jazmines, perlas,

todo en vuestra presencia
pierde el valor
y sin belleza queda.

¿Qué pincel ni qué pluma
harán de tal belleza
breve suma?
 

Encarecieron doña Ana y su prima la voz y los versos de don Fadrique, y más doña Violante, que como se sintió alabar empezó a mirar bien al granadino, dejando desde esta tarde empezado el juego en la mesa de Cupido; y don Fadrique tan aficionado y perdido que por entonces no siguió la opinión de aborrecer las discretas y temer las astutas, porque otro día, antes de ir con don Juan a la casa de las bellas primas envió a doña Ana este papel:


Por cuerda os tiene Amor en su instrumento,
Bella y divina prima; y tanto estima
vuestro suave son, que ya de prima
os levanta a tercera y muda intento.

Discreto fue de Amor el pensamiento,
y con vuestro valor tanto se anima
que, siendo prima, quiere que se imprima
en vuestro ser tan soberano acento.

Bajar a prima suele una tercera;
mas, siendo prima, el ser tercera es cosa
divina, nueva, milagrosa y rara.

Y digo que si Orfeo mereciera
hacer con vos su música divina,
a los que adormecía enamorara.

Mas, pluma mía, para;
que desta prima bella,
Amor, que la posee cante della.

Lo que yo le suplico
es que, siendo tercera,
diga a su bella prima que me quiera.
 

La respuesta que doña Ana dio a don Fadrique fue decirle que en eso tenía ella muy poco que hacer, porque doña Violante estaba muy aficionada a su valor. Con esto quedó tan contento que ya estaba olvidado de los sucesos de Serafina y Beatriz. Pasáronse muchos días en esta voluntad, sin estenderse a más los atrevimientos amorosos que a sólo aquello que sin riesgo del honor se podía gozar, teniendo estos impedimentos tan enamorado a don Fadrique que casi estaba determinado a casarse. Aunque Violante jamás trató nada acerca desto, porque verdaderamente aborrecía el casarse, temerosa de perder la libertad que entonces gozaba.

Sucedió, pues, que un día, estándose vistiendo los dos primos para ir a ver las dos primas, fueron avisados por un recado de sus damas cómo su esposo de doña Ana era venido, tan de secreto que no habían sido avisadas de su venida, y que esta acción las tenía tan espantadas (creyendo ella que no sin causa venía así, sino que le había obligado algún temeroso designio), que era fuerza, hasta asegurarse, vivir con recato; que les suplicaban que, armándose de paciencia, como ellas hacían, no sólo no las visitasen, mas que escusasen el pasar por la calle hasta tener otro aviso. Nueva fue esta para ellos pesadísima y que la recibieron con muestras de mucho sentimiento, y más cuando supieron dentro de cuatro días cómo se había desposado doña Ana, poniendo el dueño tanta clausura y recato en la casa que ni a la ventana era posible verlas, ni ellas enviaron a decirles más palabra, ni aun a saber de su salud, doña Ana por la ocupación de su esposo, y doña Violante por lo que se dirá a su tiempo.

Aguardando nuevo aviso, con impacientes ansias y penosos pensamientos pasaron don Juan y don Fadrique un mes bien desesperados; y viendo que no había memoria de su pena se determinaron a todo riesgo a pasear la calle y procurar ver a sus damas o alguna criada de su casa. Anduvieron, en fin, un día y otro, en los cuales vían entrar al marido de doña Ana en su casa, y con él un hermano suyo estudiante, mozo y muy galán; mas no fue posible verlas, ni a ellas ni aun una sombra que pareciese mujer. Algunos criados sí; mas como no eran conocidos no se atrevían a decirles nada. Con estas ansias madrugaban y trasnochaban, y un domingo muy de mañana fue su ventura tal que vieron salir una criada de doña Violante, que iba a misa, a la cual don Juan llegó a hablar, y ella con mil temores, mirando a una parte y a otra, después de haberles contado el recato con que vivían y la celosa condición de su señor, tomando un papel que don Juan llevaba escrito para cuando hallase alguna ocasión, se fue con la mayor priesa del mundo. Sólo les dijo que anduviesen por allí otro día, que ella procuraría la respuesta.

Ella le llevó a su señora, y, leído, decía así:

Más siento el olvido que los celos, porque ellos son mal sin remedio, y él le pudiera tener si durara la voluntad. La mía pide misericordia: si hay alguna centella del pasado fuego, úsese della en caso tan cruel.

Leído el papel por las damas, dieron la respuesta a la misma criada, que como vio a los caballeros se le arrojó por la ventana. Y, abierto, decía estas palabras:

El dueño es celoso y recién casado, tanto que aun no ha tenido lugar de arrepentirse ni descuidarse. Mas él ha de ir dentro de ocho días a Valladolid a ver unos deudos suyos: entonces pagaré deudas y daré disculpas.

Con este papel, a quien los dos primos dieron mil besos, haciéndole mil devotas recomendaciones como si fuera oráculo, se entretuvieron algunos días; mas viendo que ni se les avisaba de lo que él se prometía ni había más novedad que hasta allí en casa de sus señoras, porque ni en la calle ni en la ventana era imposible verlas, tan desesperados como antes de haberle recebido, empezaron a rondar de día y de noche.

Pues un día que acertó don Juan a entrar en la iglesia del Carmen a oír misa vio entrar a su querida doña Ana (vista para él harto milagrosa), y como viese que se entró en una capilla a oír misa, le fue siguiendo los pasos, y a pesar de un escudero que la acompañaba se arrodilló a su mismo lado, y después de pasar entre los dos largas quejas y breves disculpas (conforme lo que da lugar la parte donde estaban), le respondió doña Ana que su marido, aunque decía que se había de ir a Valladolid, no lo había hecho; mas que ella no hallaba otro remedio para hablarle un rato despacio si no era que aquella noche viniese, que le abriría la puerta. Mas que había de venir con él su primo don Fadrique, el cual se había de acostar con su esposo, en su lugar. Y que para esto hacía mucho al caso el estar enojada con él, tanto que había muchos días que no se hablaban, y que, demás de que el sueño se apoderaba bastantemente dél, era tanto el enojo, que sabía muy cierto que no echaría de ver la burla. Y que aunque su prima pudiera suplir la falta, era imposible, respeto de que estaba enferma, y que si no era desta suerte, que no hallaba modo de satisfacer sus deseos.

Quedó con esto don Juan más confuso que jamás: por una parte vía lo que perdía, y por otra temía que don Fadrique no había de querer venir en tal concierto. Fuese con esto a su casa, y después de largas peticiones y encarecimientos le contó lo que doña Ana le había dicho. A lo cual don Fadrique le respondió que si estaba loco, porque no podía creer que si tuviera juicio dijera tal disparate. Y en estas demandas y respuestas, suplicando el uno y escusándose el otro, pasaron algunas horas; mas viéndole don Fadrique tan rematado, que sacó la espada para matarse, bien contra su voluntad concedió con él en ocupar el lugar de doña Ana al lado de su esposo, y así, se fueron juntos a su casa. Y como llegasen a ella, la dama, que estaba con cuidado, conociendo de su venida que don Fadrique había acetado el partido, les mandó abrir. Y entrando, en fin, en una sala antes de llegar a la cuadra donde estaba la cama, mandó doña Ana desnudar a don Fadrique, y, obedecida de mal talante, ya descalzo y en camisa, estando todo sin luz se entró en la cuadra y, poniéndole junto a la cama, le dijo paso que se acostase, y en dejándole allí, muy alegre se fue con su amante a otra cuadra.

Dejémosla y vamos a don Fadrique, que así como se vio acostado al lado de un hombre, cuyo honor estaba ofendiendo él con suplir la falta de su esposa y su primo gozándola, considerando lo que podía suceder estaba tan temeroso y desvelado que diera cuanto le pidieran por no haberse puesto en tal estado, y más cuando, suspirando entre sueños el ofendido marido, dio vuelta hacia donde creyó que estaba su esposa y, echándole un brazo al cuello, dio muestras de querer llegarse a ella, si bien como esta acción la hacía dormido no prosiguió adelante. Mas don Fadrique que se vio en tanto peligro, tomó muy paso el brazo del dormido y, quitándole de si, se retiró a la esquina de la cama, no culpando a otro que a sí de haberse puesto en tal ocasión por solo el vano antojo de dos amantes locos.

Apenas se vio libre desto cuando el engañado marido estendiendo los pies, los fue a juntar con los del temeroso compañero, siendo para él cada acción déstas la muerte. En fin, el uno procurando llegarse, y apartarse el otro, se pasó la noche, hasta que ya la luz empezó a mostrarse por los resquicios de las puertas, poniéndole en cuidado el ver que en vano había de ser lo padecido si acababa de amanecer antes que doña Ana viniese. Pues considerando que no le iba en salir de allí menos que la vida, se levantó lo más presto que pudo y fue atentando hasta dar con la puerta, que como llegase a intentar abrirla, encontró con doña Ana, que a este punto la abría, y como le vio, con voz alta le dijo:

—¿Dónde vais tan apriesa, señor don Fadrique?

—¡Ay, señora! respondió con la voz baja—. ¿Cómo os habéis descuidado tanto, sabiendo mi peligro? Dejadme salir por Dios, que si dispierta vuestro dueño no lo libraremos bien.

—¡Cómo salir! —replicó la astuta dama—. Por Dios que ha de ver mi marido con quien ha dormido esta noche, para que vea en qué han parado sus celos y sus cuidados.

Y diciendo esto, sin poder don Fadrique estorbarlo, respeto de su turbación y ser la cuadra pequeña, se llegó a la cama y, abriendo una ventana, tiró las cortinas, diciendo:

—Mirad, señor marido, con quién habéis pasado la noche.

Puso don Fadrique los ojos en el señor de la cama, y en lugar de ver al esposo de doña Ana vio a su hermosísima doña Violante, porque su marido de doña Ana ya caminaba más había de seis días. Parecía la hermosa dama al Alba cuando sale alegrando los campos. Quedó con la burla de las hermosas primas tan corrido don Fadrique que no hablaba palabra; ni la hallaba a propósito, viéndolas a ellas celebrar con risa el suceso, contando Violante el cuidado con que le había hecho estar.

Mas como el granadino se cobrase de su turbación, dándoles lugar doña Ana cogió el fruto que había sembrado, gozando con su dama muy regalada vida, no sólo estando ausente el marido de doña Ana, sino después de venido; que por medio de una criada entraba a verse con ella, con harta envidia de don Juan, que como no podía gozar de doña Ana le pesaba de las dichas de su primo.

Pasados algunos meses que don Fadrique gozaba de su dama con las mayores muestras de amor que pensar se puede (tanto que se determinó a hacerla su esposa si viera en ella voluntad de casarse; mas, tratándole de mudar estado, lo atajaba con mil forzosas escusas), al cabo de este tiempo, cuando con más descuido estaba don Fadrique de tal suceso, empezó Violante a aflojar en su amor, tanto que escusaba lo más que podía el verle, y él celoso, dando la culpa a nuevo empleo, se hacía más enfadoso. Y, desesperado de verse caído de su dicha cuando más en la cumbre della estaba, cohechó con regalos y acarició con promesas una criada y supo lo que diera algo por no saberlo; porque la traidora le dijo que se hiciese malo y que diese a entender a su señora que estaba en la cama, por que, descuidada de su venida, no estuviese apercebida como otras noches, y que viniese aquella noche, que ella dejaría la puerta abierta. Podía hacerse esto con facilidad, respeto que Violante desde que se casó su prima posaba en un cuarto apartado, donde estaba sin inter venir con doña Ana ni con su marido, cuya condición llevaba mal doña Violante, que, ya enseñada a su libertad, no quería tener a quien guardar decoro, si bien tenía puerta por donde se correspondía con ellos y comía muchas veces, obligando su agrado a desear su esposo de doña Ana su conversación.

Saliole a pelo el fingimiento a don Fadrique, porque Violante lo creyó. Y dando lugar a lo que le estorbaba el no darle a don Fadrique el que siempre había tenido, se recogió más temprano que otras veces. Es el caso que el hermano del marido de doña Ana, como todo lo demás del tiempo asistía con él y su cuñada, se aficionó de doña Violante, y ella obligada de la voluntad de don Fadrique, no había dado lugar a su deseo; mas ya, o cansada de él o satisfecha de las joyas y regalos de su nuevo amante, dio al través con las obligaciones del antiguo, cuyo nuevo entretenimiento fue causa para que le privase de todo punto de su gloria no dando lugar a los deseos y afectos de don Fadrique. Pues esta noche, que le pareció que por su indisposición estaba segura, avisó a su amante, y él vino al punto a gozar de la ocasión.

Pues como don Fadrique hallase la puerta abierta y no le sufriese el corazón esperar, oyendo hablar llegó a la de la sala, y entrando, halló a la dama ya acostada y al mozo que se estaba descalzando para hacer lo mismo. No pudo en este punto la cólera de don Fadrique ser tan cuerda que no le obligase a entrar con determinación de molerle a palos, por no ensuciar la espada en un mozuelo de tan pocos años; mas el amante que vio entrar aquel hombre tan determinado y se vio desnudo y sin espada, se bajó al suelo y, tomando un zapato, le encubrió en la mano, como que fuese un pistolete, y, diciéndole que si no se tenía afuera le mataría, cobró la puerta, y en poco espacio la calle, dejando a don Fadrique temeroso de su acción.

Pues como Violante, ya resuelta a perder de todo punto la amistad de don Fadrique, le viese quedar como helado mirando a la puerta por donde había salido su competidor, empezó a reír muy de propósito la burla del zapato. Desto más ofendido el granadino que de lo demás, no pudo la pasión dejar de darle atrevimiento, y, llegándose a Violante, la dio de bofetadas, que la bañó en sangre, y ella perdida de enojo le dijo que se fuese con Dios; que llamaría a su cuñado y le haría que le costase caro. Él, que no reparaba en amenazas, prosiguió en su determinada cólera, asiéndola de los cabellos y trayendo a mal traer, tanto que la obligó a dar gritos, a los cuales doña Ana y su esposo se levantaron y vinieron a la puerta que pasaba a su posada. Don Fadrique temeroso de ser descubierto, se salió de aquella casa, y llegando a la de don Juan (que era también la suya) le contó todo lo que había pasado y ordenó su partida para el reino de Sicilia, donde supo que iba el duque de Osuna a ser Virrey. Y acomodándose con él para este pasaje, se partió dentro de cuatro días, dejando a don Juan muy triste y pesaroso de lo sucedido.

Llegó don Fadrique a Nápoles, y aunque salió de España con ánimo de ir a Sicilia, la belleza desta ciudad le hizo que se quedase en ella algún tiempo, donde le sucedieron varios y diversos casos, con los cuales confirmaba la opinión de que todas las mujeres que daban en discretas destruían con sus astucias la opinión de los hombres. En Nápoles tuvo una dama, que todas las veces que entraba su marido le hacía parecer una artesa arrimada a una pared. De Nápoles pasó a Roma, donde tuvo amistad con otra, que por su causa mató a su marido una noche y le llevó a cuestas metido en un costal a echarle en el río. En estas y otras cosas gastó muchos años, habiendo pasado diez y seis que salió de su tierra. Pues como se hallase cansado de caminar y falto de dineros, pues apenas tenía los bastantes para volver a España, lo puso por obra.

Y como desembarcase en Barcelona, después de haber descansado algunos días e hecho cuenta con su bolsa, compró una mula para llegar a Granada, en que partió una mañana solo, por no haber ya posible para criado. Poco más habría caminado de cuatro leguas cuando pasando por un hermoso lugar, de quien era señor un duque catalán casado con una dama valenciana, el cual por ahorrar gastos estaba retirado en su tierra, al tiempo que don Fadrique pasó por este lugar, llevando propósito de sestear y comer en otro que estaba más adelante, estaba la Duquesa en un balcón, y como viese aquel caballero caminante pasar algo de priesa y reparase en su airoso talle, llamó un criado y le mandó que fuese tras él y de su parte le llamase. Pues como a don Fadrique le diesen este recaudo y siempre se preciase de cortés, y más con las damas, subió a ver qué le mandaba la hermosa Duquesa.

Ella le hizo sentar y preguntó con mucho agrado de dónde era y por qué caminaba tan apriesa, encareciendo el gusto que tendría en saberlo, porque desde que le había visto se había inclinado a amarle, y así, estaba determinada que fuese su convidado, porque el Duque estaba en caza. Don Fadrique, que no era nada corto, después de agradecerle la merced que le hacía le contó quién era y lo qué le había sucedido en Granada, Sevilla, Madrid, Nápoles y Roma, con los demás sucesos de su vida, feneciendo la plática con decir que la falta de dinero y cansado de ver tierras le volvía a la suya con propósito de casarse, si hallase mujer a su gusto.

—¿Cómo ha de ser —dijo la Duquesa— la que ha de ser de vuestro gusto?

—Señora —dijo don Fadrique—: tengo más que medianamente lo que he menester para pasar la vida, y así, cuando la mujer que hubiera de ser mía no fuere muy rica, no me dará cuidado, como sea hermosa y bien nacida. Lo que más me agrada en las mujeres es la virtud. Ésa procuro; que los bienes de Fortuna Dios los da y los quita.

—Al fin —dijo la Duquesa—, si hallásedes mujer noble, hermosa, virtuosa y discreta, presto rindiérades el cuello al amable yugo del matrimonio.

—Yo os prometo, señora —dijo don Fadrique— que por lo que he visto y a mí me ha sucedido, vengo tan escarmentado de las astucias de las mujeres discretas que de mejor gana me dejaré vencer de una mujer necia, aunque sea fea, que no de las demás partes que decís. Si ha de ser discreta una mujer, no ha menester saber más que amar a su marido, guardarle su honor y criarle sus hijos, sin meterse en más bachillerías.

—Y ¿cómo —dijo la Duquesa— sabrá ser honrada la que no sabe en qué consiste el serlo? ¿No advertís que el necio peca y no sabe en qué, y siendo discreta sabrá guardarse de las ocasiones? Mala opinión es la vuestra; que a toda ley una mujer bien entendida es gusto para no olvidarse jamás, y alguna vez os acordaréis de mí. Mas, dejando esto aparte, yo estoy tan aficionada a vuestro talle y entendimiento que he de hacer por vos lo que jamás creí de mí.

Y diciendo esto se entró con él a su cámara, donde por más recato quiso comer con su huésped, de lo cual estaba él tan admirado que ninguno de los sucesos que había tenido le espantaba tanto. Después de haber comido y jugado un rato, convidándoles la soledad y el tiempo caloroso, pasaron con mucho gusto la siesta, tan enamorado don Fadrique de las gracias y hermosura de la Duquesa que ya se quedara de asiento en aquel lugar, si fuera cosa que sin escándalo lo pudiera hacer. Ya empezaba la noche a tender su manto sobre las gentes cuando llegó una criada y le dijo cómo el Duque era venido. No tuvo la Duquesa otro remedio sino abrir un escaparate dorado que estaba en la misma cuadra, en que se conservaban las aguas de olor, y entrarle dentro, y cerrando después con la llave, ella se recostó sobre la cama.

Entró el Duque, que era hombre de más de cincuenta años, y como la vio en la cama le preguntó la causa. A lo cual la hermosa dama respondió que no había otra más de haber querido pasar la calurosa siesta con más silencio y reposo. Venía el Duque con alientos de cenar, y diciéndoselo a la Duquesa, pidieron que les trujesen la vianda allí donde estaban. Y después de haber cenado con mucho espacio y gusto, la astuta Duquesa, deseosa de hacerle una burla a su concertado amante, le dijo al Duque si se atrevía a decir cuántas cosas se hacían del hierro, y respondiendo que sí, finalmente, entre la porfía del sí y no, apostaron entre los dos cien escudos. Y tomando el Duque la pluma, empezó a escribir todas cuantas cosas se pueden hacer del hierro, y fue su ventura de la Duquesa tan buena para lograr su deseo, que jamás el Duque se acordó de las llaves. La Duquesa que vio este descuido, y que el Duque, aunque ella le decía mirase si había más, se afirmaba no hacerse más cosas, logró en esto su esperanza, y poniendo la mano sobre el papel, le dijo:

—Ahora, señor, mientras se os acuerda si hay más que decir, os he de contar un cuento el más donoso que habréis oído en vuestra vida. Estando hoy en esa ventana pasó un caballero forastero, el más galán que mis ojos vieron, el cual iba tan depriesa que me dio deseo de hablarle y saber la causa. Llamele y, venido, le pregunté quién era: díjome que era granadino, y que salió de su tierra por un suceso, que es éste —y contole cuanto don Fadrique la había dicho y lo que le había pasado en las tierras que había estado—, feneciendo la plática con decirme que se iba a casar a su tierra si hallase una mujer boba, porque venía escarmentado de las discretas. Yo después de haberle persuadido a dejar tal propósito, y él dádome bastantes causas para desculpar su opinión, pardiez, señor, que comió conmigo y durmió la siesta. Y como me entraron a decir que veníades, le metí en ese cajón en que se ponen las aguas destiladas.

Alborotose el Duque, empezando a pedir apriesa las llaves. A lo que respondió la Duquesa con mucha risa:

—¡Paso, señor, paso! Que esas son las que se os olvidan de decir que se hacen del hierro, que lo demás fuera inorancia vuestra creer que había de haber hombre que tales sucesos le hubiesen pasado, ni mujer que tal dijese a su marido. El cuento ha sido por que os acordéis, y así, pues habéis perdido, dadme luego el dinero; que en verdad que lo he de emplear en una gala, para que lo que os ha costado tanto susto y a mí tal artificio luzga como es razón.

—¡Hay tal cosa! —respondió el Duque—. Demonios sois. ¡Miren por qué modo me ha advertido en mi olvido! Yo me doy por vencido —y volviendo al tesorero, que estaba delante, le mandó que diese luego a la Duquesa los cien escudos.

Con esto se salió fuera a recibir algunos de sus vasallos que venían a verle y saber cómo le había ido en la caza. Entonces la Duquesa, sacando a don Fadrique de su encerramiento (que estaba temblando la temeraria locura de la Duquesa), le dio los cien escudos ganados y otros ciento suyos y una cadena con un retrato suyo, y abrazándole y pidiéndole la escribiese, le mandó sacar por una puerta falsa; que cuando don Fadrique se vio en la calle no acababa de hacerse cruces de tal suceso. No quiso quedar aquella noche en el lugar, sino pasar a otro dos leguas más adelante, donde había determinado ir a comer si no le hubiera sucedido lo que se ha dicho. Iba por el camino admirando el astucia y temeridad de la Duquesa, con la llaneza y buena condición del Duque, y decía entre sí:

—¡Bien digo yo que a las mujeres el saber las daña! Si ésta no se fiara en su entendimiento no se atreviera a agraviar a su marido, ni a decírselo. Yo me libraré desto si puedo, o no casándome o buscando una mujer tan inocente que no sepa amar ni aborrecer.

Con estos pensamientos entretuvo el camino hasta Madrid, donde vio a su primo don Juan ya heredado, por muerte de su padre, y casado con su prima, de quien supo cómo Violante se había casado y doña Ana ídose con su marido a las Indias. De Madrid partió a Granada, en la cual fue recebido como hijo, y no de los menos ilustres della. Fuese en casa de su tía, de la cual fue recebido con mil caricias. Supo todo lo sucedido en su ausencia: la religión de Serafina, su penitente vida (tanto que todos la tenían por una santa), la muerte de don Vicente, de melancolía de verla religiosa. Arrepentido del desamor que con ella tuvo, debiéndole la prenda mejor de su honor, había procurado sacarla del convento y casarse con ella, y, visto que Serafina se determinó a no hacerlo, en cinco días, ayudado de un tabardillo, había pagado con la vida su ingratitud.

Y sabiendo que doña Gracia, la niña que dejó en guarda a su tía, estaba en un convento antes que tuviera cuatro años, y que tenía entonces diez y seis, la fue a ver otro día acompañando a su tía, donde en doña Gracia halló la imagen de un ángel: tanta era su hermosura, y al paso della su inocencia y simplicidad, tanto que parecía figura hermosa, mas sin alma. Y en fin, en su plática y descuido conoció don Fadrique haber hallado el mismo sujeto que buscaba. Aficionado en estremo de la hermosa Gracia, y más por parecerse mucho a Serafina su madre, dio parte dello a su tía, la cual desengañada de que no era su hija, como había pensado, aprobó la elección. Tomó Gracia esta ventura como quien no sabía qué era gusto ni disgusto, bien ni mal; porque naturalmente era boba: agravio de su mucha belleza, siendo esto lo mismo que deseaba su esposo.

Dio orden don Fadrique en sus bodas, sacando galas y joyas a la novia y acomodando para su vivienda la casa de sus padres, herencia de su mayorazgo, porque no quería que su esposa viviese en la de su tía, sino de por sí, por que no se cultivase su rudo ingenio. Recibió las criadas a propósito, buscando las más ignorantes, siendo este el tema de su opinión, que el mucho saber hacía caer a las mujeres en mil cosas. Y, para mi, él no debía de ser muy cuerdo, pues tal sustentaba, aunque al principio de su historia dije diferente, porque no sé qué discreto puede apetecer a su contrario; mas a esto le puede disculpar el temor de su honra, que por sustentarla le obligaba a privarse deste gusto.

Llegó el día de la boda. Salió Gracia del convento admirando los ojos su hermosura y su simplicidad los sentidos. Solenizose la boda con muy grande banquete y fiesta, hallándose en ella todos los mayores señores de Granada, por merecerlo el dueño. Pasó el día y despidió don Fadrique la gente, no quedando sino su familia, y quedando solo con Gracia, ya aliviada de sus joyas y, como dicen, en paños menores, sólo con un jubón y un faldellín, y resuelto a hacer prueba de la ignorancia de su esposa, se entró con ella en la cuadra donde estaba la cama y, sentándose sobre ella, le pidió le oyese dos palabras, que fueron estas:

—Señora mía: ya sois mi mujer, de lo que doy mil gracias al Cielo. Para mientras viviéremos conviene que hagáis lo que agora os diré. Y este estilo guardaréis siempre, lo uno por que no ofendáis a Dios, y lo otro para que no me deis disgusto.

A esto respondió Gracia, con mucha humildad, que lo haría muy de voluntad.

—¿Sabéis —replicó don Fadrique— la vida de los casados?

—Yo, señor, no la sé —dijo Gracia—. Decídmela vos, que yo la aprenderé como el Avemaría.

Muy contento don Fadrique de su simplicidad, sacó luego unas armas doradas, y poniéndoselas sobre el jubón, como era peto y espaldar, gola y brazaletes, sin olvidarse de las manoplas, le dio una lanza y le dijo que la vida de los casados era que mientras él dormía le había ella de velar paseándose por aquella sala. Quedó vestida desta suerte tan hermosa y dispuesta que daba gusto verla, porque lo que no había aprovechado en el entendimiento lo hacía en el gallardo cuerpo, que parecía con el morrión sobre los ricos cabellos y con la espada ceñida una imagen de la diosa Palas. Armada como digo la hermosa dama, le mandó velarle mientras dormía, que lo hizo don Fadrique con mucho reposo, acostándose con mucho gusto, y durmió hasta las cinco de la mañana. Y a esta hora se levantó, y después de estar vestido, tomó a doña Gracia en sus brazos y con muchas ternezas la desnudó y acostó, diciéndola que durmiese y reposase; y dando orden a las criadas no la despertasen hasta las once, se fue a misa y luego a sus negocios, que no le faltaban, respecto de que había comprado un oficio de veinticuatro.

En esta vida pasó más de ocho días, sin dar a entender a Gracia otra cosa, y ella, como inocente, entendía que todas las casadas hacían lo mismo. Acertó a este tiempo a suceder en el lugar algunas contiendas, para lo cual ordenó el Consejo que don Fadrique se partiese por la posta a hablar al Rey, no guardándole las leyes de recién casado la necesidad del negocio, por saber que como había estado en la corte, tenía en ella muchos amigos. Finalmente, no le dio este suceso lugar para más que para llegar a su casa, vestirse de camino y, subiendo en la posta, decirle a su mujer que mirase que la vida de los casados la misma había de ser en ausencia suya que había sido en presencia. Ella lo prometió hacer así, con lo cual don Fadrique partió muy contento. Y como a la corte se va por poco y se está mucho, le sucedió a él de la misma suerte, deteniéndose no sólo días, sino meses, pues duró el negocio más de seis.

Prosiguiendo doña Gracia su engaño, vino a Granada un caballero cordobés a tratar un pleito a la Chancillería, y andando por la ciudad los ratos que tenía desocupados, vio en un balcón de su casa a doña Gracia las más tardes haciendo su labor, de cuya vista quedó tan pagado que no hay más que encarecer más de que, cautivo de su belleza, la empezó a pasear. Y la dama, como ignorante destas cosas, ni salía ni entraba en esta pretención, como quien no sabía las leyes de la voluntad y correspondencia, de cuyo descuido sentido el cordobés, andaba muy triste. Las cuales acciones viendo una vecina de doña Gracia, conoció por ellas el amor que tenía a la recién casada, y así, un día le llamó, y, sabiendo ser su sospecha verdadera, le prometió solicitarla (que nunca faltan hoyos en que caiga la virtud).

Fue la mujer a ver a doña Gracia, y después de haber encarecido su hermosura con mil alabanzas le dijo cómo aquel caballero que paseaba su calle la quería mucho y deseaba servirla.

—Yo le agradezco, en verdad —dijo la dama—; mas ahora tengo muchos criados, y hasta que se vaya alguno no podré cumplir su deseo. Aunque si quiere que yo se lo escriba a mi marido, él por darme gusto podrá ser que lo reciba.

—¡Que no, señora! —dijo la astuta tercera, conociendo su ignorancia—. Que este caballero es muy noble, tiene mucha hacienda, y no quiere le recibáis por criado, sino serviros con ella, si le queréis mandar que os envíe alguna joya o regalo.

—¡Ay amiga! —dijo doña Gracia—. Tengo yo tantas, que muchas veces no sé dónde ponerlas.

—Pues si así es —dijo la tercera—, que no queréis que os envié nada, dadle por lo menos licencia para que os visite, que lo desea mucho.

—Venga norabuena —dijo la boba señora—. ¿Quién se lo quita?

—Señora —replicó ella—: ¿no veis que los criados, si le ven venir de día, públicamente, lo tendrán a mal?

—Pues mirad —dijo Gracia—: esta llave es de la puerta falsa del jardín, y aun de toda la casa, porque dicen que es maestra. Llevadla, y entre esta noche, y por una escalera de caracol que hay en él subirá a la propria sala donde duermo.

Acabó la mujer de conocer su ignorancia, y así, no quiso más batallar con ella, sino, tomando su llave, se fue a ganar las albricias, que fueron una rica cadena. Y aquella noche don Álvaro (que este era su nombre) entró por el jardín como le habían dicho, y, subiendo por la escalera, así como fue a entrar en la cuadra vio a doña Gracia armada, como dicen, de punta en blanco, y con su lanza, que parecía una amazona. La luz estaba lejos, y no imaginando lo que podía ser, creyendo que era alguna traición volvió las espaldas y se fue.

A la mañana dio cuenta a su tercera del suceso, y ella fue luego a ver a doña Gracia, que la recibió con preguntarle por aquel caballero, que debía de estar muy malo, pues no había venido por donde le dijo.

—¡Ay mi señora —dijo ella—, y cómo que vino! Mas dice que halló un hombre armado, que con una lanza se paseaba por la sala.

—¡Ay Dios! —dijo doña Gracia, riéndose muy de voluntad—. ¿No vé que soy yo, que hago la vida de los casados? Ese señor no debe de ser casado, pues pensó que era hombre. Dígale que no tenga miedo, que, como digo, soy yo.

Tornó con esta respuesta a don Álvaro la tercera; el cual la siguiente noche fue a ver a su dama, y como la vio así le preguntó la causa. Ella respondió, riéndose:

—Pues ¿cómo tengo de andar sino desta suerte, para hacer la vida de los casados?

—¡Qué vida de casados, señora! —respondió don Álvaro—. Mirad que estáis engañada, que la vida de los casados no es ésta.

—Pues, señor, esta es la que me enseñó mi marido. Mas si vos sabéis otra más fácil, me holgaré de saberla, que esta que hago es muy cansada.

Oyendo el desenvuelto mozo esta simpleza, la desnudó él mesmo y, acostándose con ella, gozó lo que el necio marido había dilatado por hacer probanza de la inocencia de su mujer. Con esta vida pasaron todo el tiempo que estuvo don Fadrique en la corte, que como hubiese acabado los negocios y escribiese que se venía, y don Álvaro hubiese acabado el suyo, se volvió a Córdoba.

Llegó don Fadrique a su casa y fue recebido de su mujer con mucho gusto, porque no tenía sentimiento como no tenía discreción. Cenaron juntos, y como se acostase don Fadrique, por venir cansado, cuando pensó que doña Gracia se estaba armando para hacer el complimiento de la orden que la dejó, la vio salir desnuda y que se entraba con él en la cama, y admirado de esta novedad, le dijo:

—Pues ¡cómo! ¿No hacéis la vida de los casados?

—¡Andad, señor! —dijo la dama—. ¡Qué vida de casados, ni qué nada! Harto mejor me iba a mí con el otro marido; que me acostaba con él y me regalaba más que vos.

—Pues ¡cómo! —replicó don Fadrique—. ¿Habéis tenido otro marido?

—Sí, señor —dijo doña Gracia—, después que os fuistes vino otro marido tan galán y tan lindo, y me dijo que él me encenaría otra vida de casados mejor que la vuestra —y finalmente le contó cuanto le había pasado con el caballero cordobés, mas que no sabía qué se había hecho, porque así como vio la carta de que él venía no le había visto.

Preguntole el desesperado y necio don Fadrique de dónde era y cómo se llamaba; mas a esto respondió doña Gracia que no sabía, porque ella no le llamaba sino otro marido. Y viendo don Fadrique esto, y que pensando librarse había buscado una ignorante, la cual no sólo le había agraviado, mas que también se lo decía, tuvo su opinión por mala y se acordó de lo que le había dicho la Duquesa. Y todo el tiempo que después vivió alababa las discretas que son virtuosas, porque no hay comparación ni estimación para ellas; y si no lo son, hacen sus cosas con recato y prudencia. Y viendo que ya no había remedio, disimuló su desdicha, pues por su culpa sucedió; que si en las discretas son malas las pruebas, ¿qué pensaba sacar de las necias?

Y procurando no dejar de la mano a su mujer por que no tornase a ofenderle, vivió algunos años. Cuando murió, por no quedarle hijos, mandó su hacienda a doña Gracia si fuese monja en el monasterio en que estaba Serafina, a la cual escribió un papel en que le declaraba cómo era su hija. Y escribiendo a su primo don Juan a Madrid, le envió escrita su historia de la manera que aquí va. En fin, don Fadrique, sin poder escusarse, por más prevenido que estaba, y sin ser parte las tierras vistas y los sucesos pasados, vino a caer en lo mismo que temía, siendo una boba quien castigó su opinión. Entró doña Gracia monja con su madre, contenta de haberse conocido las dos (porque, como era boba, fácil halló el consuelo), gastando la gruesa hacienda que le quedó en labrar un grandioso convento, donde vivió con mucho gusto. Y yo le tengo de haber dado fin a esta maravilla, para que se avisen los ignorantes que condenan la discreción de las mujeres que donde falta el entendimiento no puede sobrar la virtud; y también que la que ha de ser mala no importa que sea necia; ni la buena, el ser discreta, pues siéndolo sabrá guardarse. Y adviertan los que prueban a las mujeres al peligro que se ponen.

A los últimos acentos estaba don Alonso de su entretenida y gustosa maravilla, y todos absortos y elevados en ella, cuando los despertó deste sabroso éxtasis el son de muchos y muy acordados instrumentos que en una sala antes de llegar a esta en que estaban se tocaron. Y volviendo a ver quién hacía tan dulce armonía vieron entrar hasta doce mancebos vestidos de vaqueros y monteras de raso morado y guarnición de plata, con hachas blancas encendidas en las manos, danzando diestrísimamente, y después de haber hecho un concertado paseo, se dividieron en dos órdenes, y uno dellos, el más airoso y galán, empezó a danzar solo, con su hacha en la mano, y después de dar la vuelta por la sala se fue a la hermosa Lisarda y con una cortés reverencia la sacó a danzar.

Obedeció la dama, y después de ponerla en su puesto volvió el airoso mozo a la discreta Matilde, y tras della a Nise, y tomando por compañero a don Juan, como en la danza de la hacha se usa, la danzaron con grandísimo desenfado y donaire. Y dejando la hacha a Lisarda, vueltas las otras dos damas a sus asientos, prosiguió la dama sacando a don Miguel, don Lope y don Diego. El cual yendo por la sala, suplicó a Lisarda sacase a su prima, y ella, como a quien no le estaba mal esta voluntad, se llegó a la camilla donde Lisis estaba y con una hermosa reverencia y muy corteses palabras la suplicó que se sirviese de honrar la fiesta, pues sus cuartanas eran tan corteses que desde el primer día que se empezó no la habían molestado. Obedeció Lisis, más por dar gusto a don Diego que a su prima, y danzó tan divinamente que a todos dio notable contento, y más a don Diego, que mientras duró la danza y al volverla a su asiento le dio a entender su voluntad, y ella a él cuán agradecida estaba, juntamente con licencia para tratar con su madre y deudos su casamiento.

Finalmente, mientras los criados de don Diego se aderezaban para el ridículo entremés no quedó caballero ni dama en la sala que no danzase. Empezose a representar, y como para dar lugar se mudasen algunos asientos, vinieron a sentarse don Diego y don Juan juntos. Y don Juan, como agraviado, le dijo a don Diego:

—Favorecido estáis de Lisis; y si bien por haber sido pretensor suyo me pesa, por no verme molestado de sus quejas lo doy por muy bien empleado. Mas bueno fuera haberme dado parte desto, pues soy mejor para amigo que para enemigo.

—Así es —replicó don Diego con enfado—; que un poeta, si es enemigo, es terrible, porque no hay navaja como su pluma. A Lisis deseo servir, y como ella es libre, yo con su beneplácito me contento. Lisarda es vuestro cuidado: debéis contentaros con ella, y no querer una para estimar y otra para maltratar. Licencia tengo de Lisis para pedirla a su madre para mi esposa, y si desto os agraviáis, aquí estoy para daros la satisfación que quisiéredes y como quisiéredes.

—Soy contento —replicó don Juan—. Ya no por Lisis, que pues ella quiere ser vuestra, yo no quiero sea mía, acabada es sobre esto la quistión; sino por que sepáis que si soy poeta con la pluma, soy caballero con la espada.

—Sea así —dijo don Diego—. Mas no es razón que perturbemos el gusto a estas damas atajando su fiesta. Tres días faltan: dejemos que se acaben y después trataremos desto donde fuéredes servido.

—Soy contento —dijo don Juan— y con esto se volvieron a ver el entremés, que andaba en los últimos fines.

Bien oyó Lisis lo que había pasado, y aunque quisiera remediallo se sufrió, viendo que don Juan y don Diego dejaban su desafío para después de la fiesta y que había lugar para impedir su intento.

Noche tercera

Tenían tan picado el gusto todos aquellos señores y señoras de las dos sabrosas noches que habían pasado, que apenas llegó la tarde de la tercera cuando ya empezaron a juntarse en casa de la hermosísima Lisis, la cual les recibió a todos con su acostumbrada cortesía, y, haciendo señal a los músicos, cantaron este soneto, cuyo asumpto fue el Rey nuestro señor don Felipe Cuarto:


Sol que en la cuarta esfera al Sol le quita
valor, grandeza, luz y resplandores;
perla que tuvo ser en los amores
del sol Felipo y nácar Margarita;

Fénix que en nuestra España resucita
para darle más ser, glorias mayores;
jardín de hermosas y purpúreas flores,
pues que tal flor de lis en ella habita;

Júpiter que gobierna el sacro coro
y en dulce ambrosía como en luz le baña,
siendo a sus ninfas músico sonoro.

Y si la vista a la verdad no engaña,
tierno Cupido con arpones de oro,
es Felipe, sol nuestro y rey de España.
 

De industria la hermosa Lisis quiso, como ya desengañada de don Juan y agradecida a don Diego, mudar de estilo en sus versos, por que no causase el tratar de amor ni desamor más disgusto en los dos competidores. Los cuales se miraron a lo falso, si bien Lisarda tenía tomada la palabra a don Juan de que gustando don Diego serían amigos.

Pues viendo Nise que le tocaba a ella la quinta maravilla en esta tercera noche, ocupando el asiento que para este caso estaba prevenido, empezó así:

—La fuerza del amor ninguno hay que la ignore, y más si se apodera de nobles pechos; porque Amor es como el Sol, que hace los afetos conforme por do pasa. En mi maravilla se verá más claro, la cual es desta suerte.

Novela quinta. La Fuerza del Amor

En Nápoles, insigne y famosa ciudad de Italia por su riqueza, hermosura y agradable sitio, nobles ciudadanos y gallardos edificios, coronados de jardines y adornados de cristalinas fuentes, hermosas damas y gallardos caballeros, nació Laura, peregrino y nuevo milagro de naturaleza, tanto que entre las más gallardas y hermosas fue tenida por celestial estremo, pues habiendo escogido los curiosos ojos de la ciudad entre todas ellas once, y de estas once tres, fue Laura de las once una, y de las tres una. Fue tercera en el nacer, pues gozó del mundo después de haber nacido en él dos hermanos, tan nobles y virtuosos como ella hermosa. Murió su madre del parto de Laura, quedando su padre por gobierno y amparo de los tres gallardos hijos, que, si bien sin madre, la discreción de el padre suplió medianamente esta falta.

Era don Antonio (que este es el nombre de su padre) del linaje y apellido de Garrafa, deudo de los duques de Nochera y señor de Piedra Blanca. Criáronse don Alejandro, don Carlos y Laura con la grandeza y cuidado que su estado pedía, poniendo su noble padre en esto el cuidado que requerían su estado y riqueza, enseñando los hijos en las buenas costumbres y ejercicios que dos caballeros y una tan hermosa dama merecían, viviendo la bella Laura con el recato y honestidad que a mujer tan rica y principal era justo, siendo los ojos de su padre y hermanos y la alabanza de la ciudad.

Quien más se señalaba en querer a Laura era don Carlos, el menor de los dos hermanos, que la amaba tan tierno que se olvidaba de sí por quererla; y no era mucho, que las gracias de Laura obligaban, no sólo a los que tan cercano deudo tenían con ella, mas a los que más apartados estaban de su vista. No hacía falta su madre en su recogimiento, demás de ser padre y hermanos vigilantes guardas de su hermosura; y quien más cuidadosamente velaba esta señora eran sus honestos pensamientos: si bien cuando llegó a la edad de discreción no pudo negar su compañía a las principales señoras sus deudas, para que Laura pagase a la desdicha la que le debe la hermosura.

Es uso y costumbre en Nápoles ir las doncellas a los saraos y festines que en los palacios de el Virrey y casas particulares de caballeros se hacen, aunque en algunas tierras de Italia no lo aprueban por acertado, pues en las más dellas se les niega hasta el ir a misa, sin que basten a derogar esta ley que ha puesto en ellas la costumbre las penas que los ministros eclesiásticos y seglares les ponen. Salió, en fin, Laura a ver y ser vista, tan acompañada de hermosura como de honestidad, aunque a acordarse de Dina no se fiara de su recato. Fueron sus bellos ojos basiliscos de las almas; su gallardía, monstro de las vidas, y su riqueza y nobles partes cebo de los deseos de mil gallardos y nobles mancebos de la ciudad, pretendiendo por medio del casamiento gozar de tanta hermosura.

Entre los que pretendían servir a Laura se aventajó don Diego Pinatelo, de la noble casa de los duques de Monteleón, caballero rico y galán, y de tanta envidia de partes, que no hiciera mucho que, fiado en ellas, se prometiera las de la bella Laura y dar cudicia a sus padres para desear tan noble marido para su hija. Vio, en fin, a Laura, y rindiole el alma con tal fuerza que casi no la acompañaba sino sólo por no desamparar la vida: tal es la hermosura mirada en ocasión. Túvola don Diego en un festín que se hacía en casa de un príncipe de los de aquella ciudad, no sólo para verla, sino para amarla, y después de amarla darla a entender su amor, tan grande en aquel punto como si hubiera mil años que la amaba.

Úsase en Nápoles llevar a los festines un maestro de ceremonias, el cual saca a danzar a las damas y las da al caballero que le parece. Valiose don Diego en esta ocasión de el que en el festín asistía. ¿Quién duda que sería a costa de dinero, pues apenas calentó con ellos las manos del maestro cuando vio en las suyas las de la bella Laura el tiempo que duró el danzar una gallarda? Mas no le sirvió de más que de arderse con aquella nieve; pues apenas se atrevió a decir «Señora: yo os adoro», cuando la hermosa dama, fingiendo justo impedimento, le dejó y se volvió a su asiento, dando que sospechar a los que miraban y que sentir a don Diego, el cual quedó tan triste como desesperado, pues en lo que quedaba de el día no mereció que Laura le favoreciese siquiera con los ojos.

Llegó la noche, y bien triste para don Diego, pues con ella Laura se fue a su casa y él a la suya, donde, acostándose en su cama (común remedio de tristes, que luego consultan las almohadas), dando vueltas en ella empezó a quejarse tan lastimosamente de su desdicha (si lo era haber visto la belleza que le tenía tan fuera de sí), que si en esta ocasión fuera oído de la causa de su pena fuera más piadosa que había sido aquella tarde.

—¡Ay —decía el lastimado caballero—, divina Laura, y con qué crueldad oíste aquella tan sola como desdicha palabra que te dije! Como si el saber que esta alma es más tuya que la misma que posees fuera afrenta para tu honestidad y linaje, pues es claro que si pretendo emplearla en tu servicio ha de ser haciéndote mi esposa, y en esto no pierdes opinión. ¿Es posible, amado dueño, que siendo la vista tan agradable sea el corazón tan cruel que no te deja ver que después que te vi no soy el que era primero? Ya vivo sin alma y siento sin sentido, y finalmente, todo cuanto soy lo he rendido a tu hermosura. Si en esto te agravio cúlpala a ella, que los ojos que la miran no pueden ser tan cuerdos que se aparten de desearla si una vez la ven. Mas ¿qué mayor cordura que amarte? Nunca más cuerdo y bien entendido. ¡Ay de mí, y qué sin causa me quejo, pues fuera bien mirar que estaba Laura obligada a tratarme ásperamente si pone los ojos en su honestidad y obligación, pues no fuera razón admitir mi deseo tan presto como nació, pues apenas fue criada la voluntad cuando fue dicha! Rico soy, mis padres en nobleza no deben nada a los suyos. Pues ¿por qué me falta esperanza? Pidiéndola por mujer a su padre, no me la ha de negar. ¡Ánimo, cobarde corazón, que bien se ve que amas, pues tanto temes; que no ha de ser mi desdicha tan grande que no alcance lo que deseo!

En estos pensamientos pasó don Diego la noche, ya animado con la esperanza, ya desesperado con el temor, mientras la hermosa Laura, tan ajena de sí cuanto propria de su cuidado, llevando en la vista la gallarda gentileza de don Diego y en la memoria el «yo os adoro» que le había oído, ya se determinaba a querer, y ya pidiéndose estrecha cuenta de su libertad y perdida opinión (como si en solo amor se hiciese yerro), arrepentida se reprehendía a sí misma, pareciéndole que ponía en condición, si amaba, la obligación de su estado, y si aborrecía, se obligaba al mismo peligro. Con estos pensamientos y cuidados empezó a negarse a sí misma el gusto y a la gente de su casa la conversación, deseando ocasiones para ver la causa de su cuidado y dejando pasar los días (al parecer de don Diego con tanto descuido, que no se ocupaba en otra cosa sino en dar quejas contra el desdén de la enamorada señora).

La cual no le daba, aunque lo estaba, más favores que los de su vista, y esto tan al descuido y con tanto desdén que no tenía lugar ni aun para poderle decir su pena; porque aunque la suya la pudiera obligar a dejarse pretender, el cuidado con que la encubría era tan grande que a sus más queridas criadas guardaba el secreto de su amor, aunque su tristeza no sólo les daba sospecha de alguna grave causa, mas ponía en temor a su padre y hermanos, y más a don Carlos, que como la amaba con más terneza reparaba más en su disgusto y, fiado en su amor, la preguntaba muchas veces la causa de su tristeza, casi sospechando, en ver los continuos paseos de don Diego, parte de su cuidado, si bien Laura, dando culpa a su poca salud, divertía el que podían tener, fiados en su mucho recato y bien entendimiento, mas no tanto que no anduviesen hechos vigilantes espías de su honor.

Sucedió que una noche de las muchas que a don Diego le amanecían a las puertas de Laura, viendo que no le daban lugar para decir su pasión trajo a la calle un criado que con un instrumento fuese tercero della, por ser su dulce y agradable voz de las buenas de la ciudad, procurando declarar en un romance su amor y los celos que le daba un caballero muy querido de los hermanos de Laura y que por este respeto entraba a menudo en su casa. En fin, el músico, después de haber templado, cantó el romance siguiente:


Si el dueño que elegiste,
altivo pensamiento,
reconoce obligado
otro dichoso dueño.

¿Por qué te andas perdido,
sus pisadas siguiendo,
sus acciones notando,
su vista pretendiendo?

¿De qué sirve que pidas
ni su favor al Cielo,
ni al Amor imposibles
ni al tiempo sus efectos?

¿Por qué a los celos llamas,
si sabes que los celos
en favor de lo amado
imposibles han hecho?

Si a tu dueño deseas
ver ausente, eres necio;
que por matar matarte
no es pensamiento cuerdo.

Si a la discordia pides
que haga lance en su pecho,
bien ves que a los disgustos
los gustos vienen ciertos.

Si dices a los ojos
digan su sentimiento,
ya ves que alcanzan poco,
aunque más miren tiernos.

Si quien pudiera darte
en tus males remedio,
que es amigo piadoso
siempre agradecimiento.

también preso le miras
en ese ángel soberbio,
¿Cómo podrá ayudarte
en tu amoroso intento?

Pues si de tus cuidados,
que tuvieras por premio
si tu dueño dijera:
«De ti lástima tengo»,

¿Miras tu dueño, y miras
sin amor a tu dueño,
y aun este desengaño
no te muda el intento?

A Tántalo pareces,
que el cristal lisonjero
casi en los labios mira
y nunca llega a ellos.

¡Ay Dios, si merecieras
por tanto sentimiento
algún fingido engaño,
porque tu muerte temo!

Fueran de Purgatorio
tus penas; pero veo
que son, sin esperanza,
las penas del Infierno.

Mas, si elección hiciste,
morir es buen remedio,
que volver las espaldas
será cobarde hecho.
 

Escuchando estaba Laura la música desde el principio della por una menuda celosía, y determinó a volver por su opinión, viendo que la perdía en que don Diego por sospechas, como en sus versos mostraba, se la quitaba; y así, lo que el amor no pudo hacer hizo este temor de perder su crédito, y aunque batallando su vergüenza con su amor, se resolvió a volver por sí, como lo hizo, pues, abriendo la ventana, le dijo:

—Milagro fuera, señor don Diego, que siendo amante no fuerais celoso, pues jamás se halló amor sin celos. Mas son los que tenéis tan falsos que me han obligado a lo que jamás pensé, porque siento mucho ver mi fama en lenguas de la poesía y en las cuerdas de ese laúd, y lo que peor es, en boca de ese músico, que, siendo criado, será fuerza ser enemigo. Yo no os olvido por nadie; que si alguno en el mundo ha merecido mis cuidados sois vos, y seréis el que me habéis de merecer, si por ello aventurase la vida. Disculpe vuestro amor mi desenvoltura, y el verme ultrajar mi atrevimiento; y tenelde desde hoy para llamaros mío, que yo me tengo por dichosa en ser vuestra. Y credme que no dijera esto si la noche con su obscuro manto no me escusara la vergüenza y colores que tengo en decir estas verdades, engendradas desde el día en que os vi y nacidas en esta ocasión, donde han estado desde entonces sin haberlas oído ninguno sino vos, porque me pesara que nadie fuera testigo dellas sino el mismo que me obliga a decillas.

Pidiendo licencia a su turbación, el más alegre de la tierra, quiso responder y agradecer a Laura el enamorado don Diego, cuando sintió abrir las puertas de la propria casa y saltearse tan brevemente de dos espadas, que a no estar prevenido y sacar también el criado la suya pudiera ser que no le dieran lugar para llevar su deseos amorosos adelante. Laura que vio el suceso y conoció a sus dos hermanos, temerosa de ser sentida cerró la ventana y se retiró a su aposento, acostándose más por disimular que por desear el reposo.

Fue, pues, el caso que como don Alejandro y don Carlos oyesen la música se levantaron a toda priesa y salieron, como he dicho, con las espadas desnudas en las manos; las cuales fueron, sino más valientes que las de don Diego y su criado, a lo menos más dichosas, pues, saliendo herido de la pendencia, hubo de retirarse quejándose de su desdicha. Aunque más justo fuera llamarla ventura, pues fue fuerza que supiesen sus padres la causa, y viendo lo que su hijo granjeaba con tan noble casamiento, sabiendo que era este su deseo, pusieron terceros que lo tratasen con su padre de Laura. Y cuando pensó la hermosa Laura que las enemistades serían causa de eternas discordias, se halló esposa de don Diego.

¿Quién verá este dichoso suceso y considerare el amor de don Diego, sus lágrimas, sus quejas y los ardientes deseos de su corazón, que no tenga a Laura por muy dichosa? ¿Quién duda que dirán los que tienen en esperanzas sus pensamientos?, «¡Oh, quién fuera tan venturoso que mis cosas tuvieran tan dichoso fin como el desta noble dama!». Y más las mujeres, que no miran en más inconvenientes que su gusto. Y de la misma suerte, ¿quién verá a don Diego gozar en Laura un asombro de hermosura, un estremo de riqueza, un colmo de entendimiento y un milagro de amor, que no diga que no crio otro más dichoso el Cielo? Pues por lo menos, estando las partes en todo tan iguales, ¿no será fácil de creer que este amor había de ser eterno? Y lo fuera, si Laura no fuera como hermosa desdichada, y don Diego como hombre mudable, pues a él no le sirvió el amor contra el olvido ni la nobleza contra el apetito, ni a ella le valió la riqueza contra la desgracia, la hermosura contra el desprecio, la discreción contra el desdén ni el amor contra la ingratitud, bienes que en esta edad cuestan mucho y se estiman en poco. ¿Qué le faltaba a Laura para ser dichosa? Nada, sino haberse fiado de Amor y creer que era poderoso para vencer los mayores imposibles; que harto lo era pedir a un hombre firmeza.

Fue el caso que don Diego antes que amase a Laura había empleado sus cuidados en Nise, gallarda dama de Nápoles, si no de lo mejor della, por lo menos no era de lo peor, ni sus partes tan faltas de bienes de naturaleza y fortuna que no la diese muy levantados pensamientos, más de lo que su calidad merecía, pues los tuvo de ser mujer de don Diego, y a ese título le había dado todos los favores que pudo y él quiso. Pues como los primeros días y aun meses de casado se descuidase de Nise, que todo cansa a los hombres, procuró con las veras posibles saber la causa, y diose en eso tal modo en saberla que no faltó quien se lo dijo todo; demás que, como la boda había sido pública y don Diego no pensaba ser su marido, no se recató de nada.

Sintió Nise con grandísimo estremo ver casado a don Diego, mas al fin era mujer y con amor, que siempre olvidan agravios, aunque sea a costa de su opinión. Procuró gozar de don Diego, ya que no como marido, a lo menos como amante, pareciéndole no poder vivir sin él, y para conseguir su propósito solicitó con palabras y obligó con lágrimas a que don Diego volviese a su casa, que fue la perdición de Laura; porque Nise supo con tantos regalos enamorarle de nuevo, que ya empezó Laura a ser enfadosa como propria, cansada como celosa y olvidada como aborrecida. Porque don Diego amante, don Diego solícito, don Diego porfiado, y finalmente don Diego que decía a los principios ser el más dichoso del mundo, no sólo negó todo esto, mas se negó a sí mismo lo que se debía, pues los hombres que desprecian tan a las claras están dando alas al agravio, y llegando un hombre a esto, cerca está de perder el honor. Empezó a ser ingrato faltando a la cama y mesa; libre en no sentir los pesares que daba a su esposa, desdeñoso en no estimar sus favores, y su desprecio en decir libertades, pues es más cordura negar lo que se hace, que decir lo que no se piensa. ¿Qué espera un hombre que hace tales desaciertos? No se sí diga que su afrenta.

Pues como Laura conoció tantas novedades en su esposo empezó con lágrimas a mostrar sus pesares y con palabras a sentir sus desprecios, y en dándose una mujer por sentida de los desconciertos de su marido, dese por perdida. Pues como era fuerza decir su sentimiento, daba causa a don Diego para no sólo tratarla mal de palabra, mas a poner las manos en ella. Sólo por cumplimiento iba a su casa la vez que iba: tanto la aborrecía y desestimaba, pues le era el verla más penoso que la muerte. Quiso Laura saber la causa destas cosas, y no faltó quien le dio larga cuenta de ellas. Lo que remedió Laura en saber las suyas fue el sentirlas más viéndolas sin remedio, pues no le hay cuando las voluntades dan traspié, que por eso dice el proverbio moral: «No hay voluntad, si se trueca, que vuelva a su ser primero», pues si el remedio no viene de la parte que hace el daño no hay cura en tan grande mal, y por la mayor parte los enfermos de amor pocos o ningunos desean ser sanos. Lo que ganó Laura en darse por entendida de las libertades de don Diego fue darle ocasión para perder más la vergüenza y irse más desenfrenadamente tras sus deseos; que no tiene más recato el vicioso que hasta que es su vicio público.

Vio Laura a Nise en una iglesia, y con lágrimas le pidió desistiese de su pretención, pues con ella no aventuraba más que perder la honra y ser causa de que ella pasase mala vida. Nise, rematada de todo punto, como mujer que ya no estimaba su fama ni temía caer en más bajeza que en la que estaba, respondió a Laura tan desabridamente que con lo mismo que pensó la pobre dama remediar su mal y obligarla, con eso la dejó más sin remedio y más resuelta a seguir su amor con más publicidad. Perdió de todo punto el respeto a Dios y al mundo, y si hasta allí con recato enviaba a don Diego papeles, regalos y otras cosas, ya sin él ella y sus criadas le buscaban, siendo estas libertades para Laura nuevos tormentos y fierísimas pasiones; pues ya vía en sus desventuras menos remedio que primero. Pasaba sin esperanzas la más desconsolada vida que decir se puede. Tenía, en fin, celos, ¡qué milagro!, como si dijésemos rabiosa enfermedad. Notaba su padre y hermanos su tristeza y deslucimiento, y viendo la perdida hermosura de Laura vinieron a rastrear lo que pasaba y los malos pasos en que andaba don Diego, y tuvieron sobre el caso muchas rencillas y disgustos, hasta llegar a pesadumbres declaradas.

Desta suerte pasó la hermosa Laura algunos días, siendo mientras más pasaban más las libertades de su marido y menos su paciencia. Como no siempre se pueden llorar desdichas, quiso una noche que la tenían bien desvelada sus cuidados y la tardanza de don Diego, cantando divertirlas (si se puede creer que se divierten, que yo pienso que se aumentan), y no dudando que estaría don Diego en los brazos de Nise, tomó una arpa, en que las señoras italianas son muy diestras, y unas veces llorando y otras cantando, disimulando el nombre de don Diego con el de Albano, cantó así:


Por qué, tirano Albano,
si a Nise reverencias
y a su hermosura ofreces
de tu amor las finezas.

Por qué, si de sus ojos
está tu alma presa,
y a los tuyos su cara
es imagen tan bella.

Por qué, si en sus cabellos
la voluntad enredas,
y ella a ti agradecida
con voluntad te premia.

Por qué, si de su boca,
caja de hermosas perlas,
gustos de amor escuchas
con que tu gusto aumentas.

¿A mí, que por quererte
padezco inmensas penas,
con deslealtad y engaños
me pagas mis firmezas?

Y, ya que me fingiste
amorosas ternezas,
dejárasme vivir
en mi engaño siquiera?
Emplearas tu gusto
tu memoria y potencias,
en adorarla, ingrato,
y no me lo dijeras.

¿No ves que no es razón
acertada ni cuerda
despertar a quien duerme,
y más si, amando, pena?

¡Ay de mí, desdichada!
¿Qué remedio me queda,
para que el alma mía
a este su cuerpo vuelva?

Dame el alma, tirano.
Mas ¡ay, no me la vuelvas!
Que más vale que el cuerpo
por esta causa muera.

Mas ¡ay, que si en tu pecho
la de tu Nise encuentra,
aunque inmortal, es cierto
que se quedara muerta!

¡Mal haya, amén, mil veces,
Celio tirano, aquella
que en prisiones de amor
prender su alma deja!

Lloremos, ojos míos,
tantas lágrimas tiernas
que del profundo mar
se cubran las arenas.

Y al son de aquestos celos
Instrumento de quejas,
cantaremos llorando
lastimosas endechas.

Oíd atentamente,
nevadas y altas peñas,
y vuestros ecos claros
me sirvan de respuesta.

Escuchad, bellas aves,
y con arpadas lenguas
ayudaréis mis celos
con dulces cantilenas.

Mi Albano adora a Nise
y a mí penas me deja;
éstas sí son pasiones
y aquéstas sí son penas.

Su hermosura divina
amoroso celebra,
y por cielos adora
papeles de su letra.

Qué dirás, Adriadna,
que lloras y lamentas
de tu amante desvíos,
sinrazones y ausencias?

Y tú, afligido Feníceo,
aunque tus carnes veas
con tal rigor comidas
por el águila fiera.

Y si, atado al Caucaso,
padeces, no lo sientas;
que mayor es mi daño,
más fuertes mis sospechas.

Desdichado Exión,
no sientas de la rueda
el penoso ruido,
por que mis penas sientas.

Tántalo, que a las aguas,
sin que gustarlas puedas
llegas, y no la alcanzas,
pues huye si te acercas:

Vuestras penas son pocas,
aunque más se encarezcan,
pues no hay dolor que valga,
si no es que celos sean.

¡Ingrato! ¡Plegue al Cielo
que con los celos te veas
rabiando como rabio,
y que cual yo padezcas!

Y esta enemiga mía
tantos te dé, que seas
un Midas de cuidados,
como él de las riquezas.
 

¿A quién no enterneciera Laura con quejas tan dulces y bien sentidas sino a don Diego, que se preciaba de ingrato? El cual entrando al tiempo que ella llegaba con sus endechas a este punto, y las oyese y entendiese el motivo dellas, desobligado con lo que pudiera obligarse y enojado de lo que fuera justo agradecer y estimar, empezó a maltratar a Laura de palabra, diciéndolas tales y tan pesadas que la obligó a que, vertiendo cristalinas corrientes por su divino rostro, le dijese:

—¿Qué es esto, ingrato? ¿Cómo das tan largas alas a la libertad de tu mala vida, que sin temor del Cielo ni respeto te enfades de lo que fuera justo alabar? Córrete de que el mundo entienda y la ciudad murmure tus vicios, tan sin rienda que parece que estás despertando con ellos tu afrenta y mis deseos. Si te pesa de que me queje de ti, quítame la causa que tengo para hacerlo o acaba con mi cansada vida, ofendida de tus maldades. ¿Así tratas mi amor? ¿Así estimas mis cuidados? ¿Así agradeces mi sufrimiento? Haces bien, pues no tomo a la causa destas cosas y la hago entre mis manos pedazos. ¡Ay de mí, que a tal desdicha he venido! Y digo mal decir «¡Ay de mí!», pues fuera más acertado decir «¡Ay de ti!», que vas con tus maldades despertando la venganza que el Cielo te ha de dar y abriendo camino para tu perdición, pues Dios se ha de cansar de sufrirte y el mundo de tenerte. Tomen escarmiento en mí las mujeres que se dejan engañar de promesas de hombres, pues pueden considerar que si han de ser como tú, que más se ponen a perder que a vivir. ¿Qué espera un marido que hace lo que tú, sino que su mujer, olvidando la obligación de su honor, se le quite? No porque yo lo he de hacer, aunque más ocasiones me des; que el ser quien soy y el grande amor que por mi desdicha te tengo no me darán lugar; mas temo que has de darle a los viciosos como tú para que pretendan lo que tú desprecias, y a los maldicientes y murmuradores para que lo imaginen y digan. Pues ¿quién verá una mujer como yo y un hombre como tú, que no tengan tanto atrevimiento como tú descuido?

Palabras eran éstas para que don Diego, abriendo los ojos de el alma y del cuerpo, viese la razón de Laura; pero como tenía tan llena el alma de Nise como disierta de su obligación, acercándose más a ella y encendido en una tan infernal cólera, que le empezó a arrastrar por los cabellos y maltratar de manos, tanto que las perlas de sus dientes presto tomaron forma de corales, bañados en la sangre que empezó a sacar en las crueles manos; y no contento con esto, sacó la daga para salir con ella de yugo tan pesado como el suyo, a cuya acción las criadas, que estaban procurando apartarle de su señora, alzaron las voces, dando gritos llamando a su padre y hermanos, que desatinados y coléricos subieron al cuarto de Laura, y viendo el desatino de don Diego y a la dama bañada en sangre, creyendo don Carlos que la había herido, arremetió a don Diego, y quitándole la daga de la mano, se la iba a meter por el corazón, si el arriesgado mozo, viendo su manifiesto peligro, no se abrazara con don Carlos, y Laura haciendo lo mismo le pidiera que se reportase, diciendo:

—¡Ay hermano, mira que en esa vida está la de tu triste hermana!

Reportose don Carlos, y metiéndose su padre por medio apaciguó la pendencia. Y volviéndose a sus aposentos, temiendo don Antonio que si cada día había de haber aquellas ocasiones sería perderse, se determinó no ver por sus ojos tratar mal una hija tan querida. Y así, otro día tomando su casa, hijos y hacienda se fue a Piedrablanca, dejando a Laura en su desdichada vida, tan triste y tierna de verlos ir, que le faltó poco para perderla. Causa por que, oyendo decir que en aquella tierra había mujeres que obligaban con fuerza de hechizos a que hubiese amor, viendo cada día el de su marido en menoscabo, pensando remediarse por este camino encargó que le trajesen una.

Hay en Nápoles en estas supersticiones tanta libertad que públicamente se usan, haciendo tantas y con tales apariencias de verdades, que casi obligan a ser creídas; y aunque los confesores y el Virrey andan en esto solícitos, como no hay freno de la Inquisición, los demás castigos no los amedrentan. No fue perezoso el tercero a quien Laura encargó que le trajese la embustera, y así, vino una, a quien la hermosa Laura, después de obligarla con dádivas (sed de semejantes mujeres), enterneció con lágrimas y animó con promesas, contándole sus desdichas. Y en tales razones le pidió lo que deseaba:

—Amiga: si tú haces que mi marido aborrezca a Nise y vuelva a tenerme el amor que al principio de mi casamiento me tuvo, cuando él era más leal y yo más dichosa, tú verás en mi agradecimiento y liberal satisfación de la manera que estimo tal bien, pues pensaré que quedo corta con darte la mitad de toda mi hacienda. Y cuando esto no baste, mide tu gusto con mi necesidad y señálate tú misma la paga deste beneficio; que si lo que yo poseo es poco, me venderé para satisfacerte.

La mujer asegurando a Laura de su saber contando milagros en sucesos ajenos, facilitó tanto su petición que ya Laura se tenía por segura. A la cual la mujer dijo que había menester (para ciertas cosas que había de aderezar para traer consigo en una bolsilla) barbas, cabellos y dientes de un ahorcado, las cuales reliquias con las demás cosas harían que don Diego mudase la condición de suerte que se espantaría; y que la paga no quería que fuese de más valor que conforme a lo que le sucediese.

—Y creed, señora —decía la falsa enredadora—, que no bastan hermosuras ni riquezas a hacer dichosas sin ayudarse de cosas semejantes a éstas; que si supieses las mujeres que tienen paz con sus maridos por mi causa desde luego te tendrías por dichosa y asegurarías tus temores.

Confusa estaba Laura viendo que le pedía una cosa tan difícil para ella, pues no sabía el modo como viniese a sus manos, y así, dándole cien escudos en oro, le dijo que el dinero todo lo alcanzaba; que los diese a quien le trajese aquellas cosas. A lo cual replicó la taimada hechicera (que con esto quería entretener la cura para sangrar la bolsa de la dama y encubrir su enredo) que ella no tenía de quien fiarse, demás que estaba la virtud en que ella lo buscase y se lo diese. Y con esto, dejando a Laura en la tristeza y confusión que se puede pensar, se fue.

Pensando estaba Laura en cómo podía buscar lo que la mujer pedía, y hallando por todas partes muchas dificultades, el remedio que halló fue hacer dos ríos caudalosos sus hermosos ojos no hallando de quien fiarse, porque le parecía que era afrenta que una mujer como ella anduviese en tan civiles cosas. Con estos pensamientos no hacía sino llorar; y hablando consigo misma decía, asidas sus manos una con otra:

—¡Desdichada de ti, Laura, y cómo fueras más venturosa si como le costó tu nacimiento la vida a tu madre, fuera también la tuya sacrificio de la muerte! ¡Oh amor, enemigo de las gentes, y qué de males han venido por ti al mundo, y más a las mujeres, que como en todo somos las más perdidosas y las más fáciles de engañar, parece que sólo contra ellas tienes el poder, o por mejor decir, el enojo! No sé para qué el Cielo me crio hermosa, noble y rica, si todo había de tener tan poco valor contra la desdicha, sin que tantos dotes de naturaleza y Fortuna me quitasen la mala estrella en que nací. O, ya que lo soy, ¿para qué me guarda la vida, pues tenerla un desdichado más es agravio que ventura? ¿A quién contaré mis penas que me las remedie? ¿Quién oirá mis quejas que se enternezca? Y ¿quién verá mis lágrimas que me las enjugue? Nadie por cierto, pues mi padre y hermanos por no oírlas me han desamparado, y hasta el Cielo, consuelo de los afligidos, se hace sordo por no dármele. ¡Ay don Diego!, y ¿quién pensara tal? Mas sí debiera pensar si mirara que eres hombre, cuyos engaños quitan el poder a los mismos demonios, y hacen ellos lo que los ministros de maldades dejan de hacer. ¿Dónde se hallará un hombre verdadero? ¿En cuál dura la voluntad un día, y más si se ven queridos? ¡Mal haya la mujer que en ellos cree, pues al cabo hallará el pago de su amor, como yo le hallo! ¿Quién es la necia que desea casarse, viendo tantos y tan lastimosos ejemplos? ¿Cómo es mi ánimo tan poco, mi valor tan afeminado y mi cobardía tanta, que no quito la vida, no sólo a la enemiga de mi sosiego, sino al ingrato que me trata con tanto rigor? Mas ¡ay, que tengo amor, y en lo uno temo perderle y en lo otro enojarle! ¿Por qué, vanos legisladores del mundo, atáis nuestras manos para las venganzas, imposibilitando nuestras fuerzas con vuestras falsas opiniones, pues nos negáis letras y armas? El alma ¿no es la misma que la de los hombres? Pues si ella es la que da valor al cuerpo, ¿quién obliga a los nuestros a tanta cobardía? Yo aseguro que si entendierais que también había en nosotras valor y fortaleza no os burlaríais como os burláis; y así, por tenernos sujetas desde que nacemos vais enflaqueciendo nuestras fuerzas con los temores de la honra y el entendimiento con el recato de la vergüenza, dándonos por espadas ruecas y por libros almohadillas. Mas ¡triste de mí! ¿De qué sirven estos pensamientos, pues ya no sirven para remediar cosas tan sin remedio? Lo que ahora importa es pensar cómo daré a esta mujer lo que pide.

Diciendo esto, se ponía a pensar qué haría, y luego volvía de nuevo a sus quejas. Quien oyere las que está dando Laura, dirá que la fuerza de Amor está en su punto, mas aún faltaba otro estremo mayor; y fue que viendo cerrar la noche, y viendo ser la más escura y tenebrosa que en todo aquel invierno había hecho, posponiendo a su pretención su opinión, sin mirar a lo que se ponía y lo que aventuraba si don Diego venía y la hallaba fuera, diciendo a sus criadas que si venía le dijesen que estaba en casa de alguna de las muchas señoras que había en Nápoles, poniéndose un manto de una dellas, con una pequeña linternilla se puso en la calle y fue a buscar lo que ella pensaba había de ser su remedio.

Hay en Nápoles, como una milla apartada de la ciudad, camino de Nuestra Señora del Arca (imagen muy devota de aquel reino), y el mismo por donde se va a Piedra Blanca, como un tiro de piedra del camino real, a un lado dél, un humilladero de cincuenta pies de largo y otros tantos en ancho, la puerta del cual está hacia el camino, y enfrente della un altar con una imagen pintada en la misma pared. Tiene el humilladero estado y medio de alto, el suelo es una fosa de más de cuatro en hondura, que coge toda la dicha capilla, y sólo queda al rededor un poyo de media vara de ancho, por el cual se anda todo el humilladero. A estado de hombre, y menos, hay puestos por las paredes unos garfios de hierro en los cuales cuelgan a los que ahorcan en la plaza, y como los tales se van deshaciendo caen los huesos en aquel hoyo, que, como está sagrado, les sirve de sepultura. Pues a esta parte tan espantosa guio sus pasos Laura, donde a la sazón había seis hombres que por salteadores habían ajusticiado pocos días había; la cual llegando a él, con ánimo increíble (que se lo daba Amor) entró dentro, tan olvidada del peligro cuanto acordada de sus fortunas, pues no temía, cuando no la gente con quien iba a negociar, el caer dentro de aquella profundidad, donde si tal fuera jamás se supiera della.

Ya he contado como el padre y hermanos de Laura, por no verla maltratar y ponerse en ocasión de perderse con su cuñado, se habían retirado a Piedrablanca, donde vivían, si no olvidados della, a lo menos desviados de verla Estando don Carlos acostado en su cama, al tiempo que llegó Laura al humilladero despertó con riguroso y cruel sobresalto, dando tales voces que parecía se le acababa la vida. Alborotose la casa, vino su padre y acudieron sus criados. Todos confusos y turbados, solenizando su dolor con lágrimas le preguntaban la causa de su mal, la cual estaba escondida aun a el mismo que padecía. El cual vuelto más en sí, levantándose de la cama y diciendo «¡En algún peligro está mi hermana!», se comenzó a vestir a toda diligencia, dando orden a un criado para que luego al punto le ensillasen un caballo, el cual apercebido, saltó en él, y sin querer aguardar que le acompañase ningún criado, a todo correr dél partió la vía de Nápoles con tanta priesa que a la una se halló enfrente del humilladero, donde paró el caballo de la misma suerte que si fuera de piedra.

Procuraba don Carlos pasar adelante, mas era porfiar en la misma porfía, porque atrás ni adelante era imposible volver; antes, como arrimándole la espuela quería que caminase, el caballo daba unos bufidos que espantaba. Viendo don Carlos tal cosa y acordándose del humilladero, volvió a mirarle, y como vio luz (que salía de la linterna que su hermana tenía) pensó que alguna hechicería le detenía, y deseando saberlo de cierto, probó si el caballo quería caminar hacia allá; y apenas hizo la acción cuando el caballo sin apremio ninguno hizo la voluntad de su dueño, y llegando a la puerta con la espada en la mano, dijo:

—Quien quiera que sea quien está ahí dentro, salga luego fuera; que si no lo hace, por vida del Rey que no me he de ir de aquí hasta que con la luz de el día vea quién es y qué hace en tal lugar.

Laura, que en la voz conoció a su hermano, pensando que se iría y mudando cuanto pudo la suya, le respondió:

—Yo soy una pobre mujer que por cierto caso estoy en este lugar. Pues no os importa el saber quién soy, por amor de Dios que os vais. Y creed que si porfiáis en aguardar me arrojaré en esta sepultura, aunque piense perder la vida y el alma.

No disimuló Laura tanto la habla que su hermano (que no la tenía tan olvidada como ella pensó), dando una gran voz acompañada con un suspiro, dijo:

—¡Ay hermana, grande mal hay, pues tú estás aquí! Sal fuera, que no en vano me decía mi corazón este suceso.

Pues viendo Laura que ya su hermano la había conocido, con el mayor tiento que pudo, por no caer en la fosa, salió arrimándose a las paredes, y tal vez a los mismos ahorcados, y llegando donde su hermano lleno de mil pesares la aguardaba, y no sin lágrimas, se arrojó en sus brazos, y apartándose a una parte supo de Laura en breves razones la ocasión que había tenido parar venir allí, y ella dél la que le había traído a tal tiempo. Y el remedio que don Carlos tomó fue ponerla sobre su caballo y, subiendo asimismo él, dar la vuela a Piedra Blanca, teniendo por milagrosa su venida; y lo mismo sintió Laura, mirándose arrepentida de lo que había hecho.

Cerca de la mañana llegaron a Piedra Blanca, donde, sabido de su padre el suceso, haciendo poner un coche y metiéndose en él con sus hijos y hija se vino a Nápoles, y derecho al palacio del Virrey, a cuyos pies arrodillado, le dijo que para contar un caso portentoso que había sucedido le suplicaba mandase venir allí a don Diego Pinatelo su yerno, porque importaba a su autoridad y sosiego. Su Excelencia lo hizo así, y como llegase don Diego a la sala del Virrey y hallase en ella a su suegro, cuñados y mujer, quedó absorto, y más cuando Laura en su presencia contó al Virrey lo que en este caso queda escrito, acabando la plática con decir que ella estaba desengañada de lo que era el mundo y los hombres, y que, así, no quería más batallar con ellos, porque cuando pensaba lo que había hecho y dónde se había visto no acababa de admirarse, y que, supuesto esto, ella se quería entrar en un monasterio, sagrado poderoso para valerse de las miserias a que las mujeres están sujetas.

Oyendo don Diego esto y llegándole al alma el ser causa de tanto mal, en fin, como hombre bien entendido, estimando en aquel punto a Laura más que nunca y temiendo que ejecutase su determinación, no esperando él por sí alcanzar della cosa ninguna, según estaba agraviada, tomó por medio al Virrey, suplicándole pidiese a Laura que volviese con él, prometiendo la enmienda de allí adelante. Hízolo el Virrey, mas Laura, temerosa de lo pasado, no fue posible que lo acetase, antes más firme en su propósito dijo que era cansarse en vano, que ella quería hacer por Dios, que era amante más agradecido, lo que por un ingrato había hecho; con que ese mismo día se entró en la Concepción, convento nobre, rico y santo. Don Diego, desesperado, se fue a su casa y, tomando las joyas y dinero que halló, se partió sin despedirse de nadie de la ciudad, donde a pocos meses se supo que en la guerra que la majestad de Felipe Tercero tenía con el duque de Saboya había acabado la vida.

Con grandes admiraciones oyeron todos la discreta maravilla que la hermosa Nise había referido, y habiéndose sosegado el aplauso y cantado los músicos, comenzó la hermosa Lisis su maravilla en esta forma.

Novela sexta. El Desengaño Amando, y Premio de la Virtud

En la imperial ciudad de Toledo, silla de reyes, y corona de sus reinos, como lo publica su hermosa fundación, agradable sitio, nobles caballeros y hermosas damas, hubo no ha muchos años un caballero, cuyo nombre será don Fernando. Nació de padres nobles y medianamente ricos, y él por sí tan galán, alentado y valiente, que si no desluciera estas gracias de naturaleza con ser mucho más inclinado a travesuras y vicios que a virtudes, pudiera ser adorno, alabanza y grandeza de su patria. Desde su tierna niñez procuraron sus padres criarle e instruirle en las costumbres que requieren los ilustres nacimientos para que lleven adelante la nobleza que heredaron de sus pasados; mas estos virtuosos estilos eran tan pesados para don Fernando, como quien en todo seguía su traviesa inclinación sin vencerla en nada, y más que al mejor tiempo le faltó su padre; con que don Fernando tuvo lugar de dar más rienda a sus vicios. Gastó en esto alguna parte de su patrimonio, falta que se vía mucho, como no era de los más abundantes de su tierra.

En medio destos vicios y destraimientos de nuestro caballero, le sujetó Amor a la hermosura, donaire y discreción de una dama que vivía en Toledo, medianamente rica y sin comparación hermosa, cuyo nombre será doña Juana. Sus padres habiendo pasado desta a mejor vida, la habían dejado encomendada a solo su valor, que en Toledo no tenía deudos, por ser forasteros. Era doña Juana de veinte años, edad peligrosa para la perdición de una mujer, por estar entonces la bella vanidad y locura aconsejadas con la voluntad, causa para que, no escuchando a la razón ni al entendimiento, se dejen cautivar de deseos livianos. Dejábase doña Juana servir y galantear de algunos caballeros mozos, pareciéndole tener por esta parte más seguro su casamiento. Desta dama se aficionó don Fernando con grandes veras. Solicitole la voluntad con papeles, músicas y presentes: balas que asestan luego los hombres para rendir las flacas fuerzas de las mujeres.

Miraba bien doña Juana a don Fernando, y no le pesaba en verse querida de un caballero tan galán y tan noble, pareciéndole que si le pudiese obligar a ser su marido sería felicísimamente venturosa, puesto que no ignoraba sus travesuras, y decía, como dicen algunas (dicen mal), que era cosas de mozos; porque el que no tiene asiento a los principios poco queda que aguardar a los fines. Era don Fernando astuto, y conocía que no se había de rendir doña Juana menos que casándose, y así, daba muestras de desearlo, diciéndolo a quien le parecía que se lo diría, en particular a las criadas, las veces que hallaba ocasión de hablarlas. La dama era asimismo cuerda, y para amartelarle más se hacía de temer, obligándole con desdenes a enamorarse más, pareciéndole que no hay tal cebo para la voluntad como las asperezas. Las cuales sentía don Fernando sobremanera, o porque si al principio empezó de burlas ya la quería de veras, o por haber puesto ya la mira en rendirla y le debía de parecer que perdía de su punto si no vencía su desdén, y más conociendo de su talle ser poderoso para rendir cualquiera belleza.

Pues una noche del verano con otros amigos, le trajo Amor, como otras veces, a su calle. Les pidió que cantasen, y, obedeciendo los músicos, cantaron así:


De dos penas que ha querido
dar Amor a un desdichado,
mayor que ser olvidado
es el ser aborrecido;
que el que olvida, aquel olvido
en amor puede volver;
Mas quien llega a aborrecer,
cuando se venga a acordar
será para maltratar,
que no para bien querer.

El olvido es privación
de la memoria importuna:
consiste en mala fortuna,
pero no es mala intención.
Mas quien, ciego de pasión,
contra la ley natural,
aborrece en caso igual,
más que olvido es el desdén,
pues, sobre no querer bien,
está deseando mal.

Y si, en fin, aborrecer
es agraviar, bien se infiere
que el que, ingrato, aborreciere
está cerca de ofender.
Y si hay quien quiera querer
ser antes aborrecido,
tome por suyo el partido;
que si me han de maltratar,
por no verme despreciar
quiero anegarme en olvido.
 

No cantó don Fernando con tan poco acierto estas décimas (si bien dichas sin propósito, pues hasta entonces no podía juzgar de la voluntad de su dama si se inclinaba a quererle, si a aborrecerle), que no hallasen lugar en su pecho sus gracias, que a caer sobre menos travesuras lucieran mucho. Mas, ya determinada a favorecerle, se dejó ver (que hasta entonces había oído la música encubierta), y le dio a entender con palabras lo que había estimado sus versos asistiendo al balcón mientras se cantaron.

Con el favor que doña Juana hizo a don Fernando aquella noche, se partió el más contento qué imaginar se puede, pareciéndole que para ser el primero no había negociado mal, respeto del desdén con que siempre le había tratado; y continuando sus paseos y perseverando en su amor, acrecentando los regalos, vino a granjear de suerte la voluntad de la dama, que ya era la enamorada y perdida, y don Fernando el que se dejaba amar y servir (condición de hombre amado y ventura de mujer rendida), porque aunque don Fernando quería bien a doña Juana, no de suerte que se rematase ni dejase por su amistad las demás ocasiones que le solían venir a las manos (suerte de amante falso), porque ya se sabe que los que gozan y poseen son los que saben más de engaños y menos de amor, pues nunca se vio mudable desdichado ni firme dichoso. Venció don Fernando y rindiose doña Juana; y no es maravilla, pues se vio obligar con la palabra que le dio de ser su esposo: oro con que los hombres disimulan la píldora amarga de sus engaños.

Vivía su madre de don Fernando, y este fue el inconveniente que puso para no casarse luego, diciendo que temía disgustarla, y que por no acabarla del todo a fuerza de disgustos era necesario disimular hasta mejor ocasión. Creyole doña Juana, y desta suerte sufría con gusto las escusas que le daba, pareciéndole que ya lo más estaba granjeado, que era la voluntad de don Fernando, con la cual se aseguraba de cuantos temores se le ofrecían mientras la Fortuna se inclinaba a favorecerla, o porque ya no podía vivir sin su amante, que era lo más cierto. En esta amistad pasaron seis meses, dándola don Fernando cuanto había menester y sustentándole la casa como pudiera la de su misma mujer, porque con tal intento era admitido.

En este tiempo que doña Juana amaba tan rendida y don Fernando amaba como poseedor, y ya la posesión le daba enfado, sucedió que una amiga de doña Juana, mujer de más de cuarenta y ocho años, si bien muy traída y gallarda y que aun no tenía perdida la belleza que en la mocedad había alcanzado de todo punto, animándolo todo con gran cantidad de hacienda que tenía y había granjeado en Roma, Italia y otras tierras que había corrido, siendo calificada en todas por grandísima hechicera (si bien esta habilidad no era conocida de todos, porque jamás la ejercitaba en favor de nadie sino en el suyo, por cuya causa también doña Juana la ignoraba, si bien por las semejanzas no tenía entera satisfación de Lucrecia, que este era el nombre desta buena señora, porque era natural de Roma, mas tan ladina y españolada como si fuera nacida y criada en Castilla), ésta, pues, como era muy familiar en casa de doña Juana, con quien se daba por amiga, se enamoró de don Fernando, tanto como puede considerar quien sabe lo que es voluntad favorecida del trato, pues no era éste el primer lance que en este particular Lucrecia había tenido.

Procuró que su amante supiese su amor continuando las visitas a doña Juana y el mirar tierno a don Fernando, del cual no era entendida, porque le parecía que ya Lucrecia no estaba en edad para tratar de galantería ni amores. Ella que ya amaba a rienda suelta, viendo el poco cuidado de don Fernando y el mucho de doña Juana, que sin sospecha de su traición era estorbo de su deseo, porque como amaba no se apartaba de la causa de su amor, se determinó la astuta Lucrecia a escribir un papel, del cual prevenida hasta hallar ocasión, aguardó tiempo, lugar y ventura, que, hallando, se le dio. El cual decía así:

Disparate fuera el mío, señor don Fernando, si pretendiera apartaros del amor de doña Juana, entendiendo que había de ser vuestra mujer; mas viendo en vuestras acciones y en los entretenimientos que traéis que no se estiende vuestra voluntad más que a gozar de su hermosura, he determinado descubriros mi afición: yo os quiero desde el día que os vi; que un amor tan determinado como el mío no es menester decirle por rodeos. Hacienda tengo con que regalaros; desta y de mí seréis dueño, con que os digo cuanto sé y quiero.

Lucrecia.

Leyó don Fernando el papel, y como era vario de condición y los tales tienen el remudar por aliño (porque, cansados de gozar una hermosura, desean otra, y tal vez apetecen una fealdad), acetó el partido que le hacía acudiendo desde el mesmo día a su casa, no dejando por esto de ir a la de doña Juana, disfrazando sus visitas para con Lucrecia, que le quisiera quitar de todo punto dellas con sus obligaciones.

Doña Juana, que por las faltas que hacía su amante y haber visto en Lucrecia acciones de serlo, y también en verla retirada de su casa, sospechando lo mismo que era dio en seguirle y ascudriñar la causa, y a pocos lances descubrió toda la celada y supo con la franqueza que Lucrecia le daba su hacienda para que gastase y destruyese. Tuvo sobre esto la dama con su ingrato dueño muchos disgustos, mas todos sirvieron de hacerse más pesada, más enfadosa y menos querida; porque ni don Fernando dejaba de hacer su gusto ni la pobre señora de atormentarse. La cual viendo que no servían los enojos más qué de perderle, tomó por partido el disimular hasta ver si conseguía su amor el fin que deseaba, pues no vivía sin don Fernando, cuya tibieza la traía sin juicio. Lucrecia se valía de más eficaces remedios, porque acontecía estar el pobre caballero en casa de doña Juana y sacarle della, ya vestido, ya desnudo, como lo hallaba el engaño de sus hechizos.

Viendo, en fin, doña Juana cuán de caída iban sus cosas, quiso hacerle guerra con las mismas armas, pues las de su hermosura ya podían tan poco; y andando inquiriendo quién la ayudaría en esta ocasión, no faltó una amiga que le dio noticia de un estudiante que residía en la famosa villa de Alcalá, tan ladino en esta facultad que solo en oírlo se prometió dichoso fin. Y para que los terceros no dilatasen su suerte, quiso ser ella la mensajera de sí misma; para lo cual fingiendo haber hecho una promesa, alcanzada la licencia de don Fernando (que no le fue muy dificultosa alcanzar) para hacer una novena al glorioso san Diego en su santo sepulcro, se metió en un coche y fue a buscar lo que le pareció que sería su remedio con cartas de la persona que le dio nuevas del estudiante. Del cual, como llegó a Alcalá y a su casa fue recebida con mucho agrado, porque con las cartas le puso en las manos veinte escudos.

Contole sus penas la afligida señora, pidiéndole su remedio, a lo cual respondió el estudiante que cuanto a lo primero era menester saber si se casaría con ella, y que después entraría el apremiarle a que lo hiciese; y para esto le dio dos sortijas de unas piedras verdes y le dijo que se volviese a Toledo, y que aquellos anillos los llevase guardados y que no los pusiese hasta que don Fernando la fuese a ver, y, en viéndole entrar, los pusiese en los dedos, las piedras a las palmas, y, tomándole las suyas le tratase de su casamiento y que advirtiese en la respuesta que le daba; que él sería con ella dentro de ocho días y le diría lo que había de hacer en eso; mas que le advertía que se quitase luego los anillos y los guardase como los ojos, porque los estimaba en más que un millón.

Con esto, dejándole memoria de su casa y nombre para que no errase cuando la fuese a buscar, la más contenta del mundo se volvió a Toledo. Así como llegó avisó a don Fernando de su venida, el cual recibió esta nueva con más muestras de pesar que gusto, si bien el estar cargado de obligaciones le obligó a disimular su tibieza, y así, fue luego a verla, por no darle ocasión para que tuviese quejas. Pues viendo doña Juana la que le ofrecía su fortuna, y poniéndose luego sus anillos, conforme a la orden que tenía, tomó las manos a don Fernando, y entre millares de caricias le empezó a decir que cuándo había de ser el día en que pudiese ella gozarle en servicio de Dios. A esto respondió don Fernando, algo más tierno que nunca (porque como Lucrecia sabía que doña Juana estaba fuera y no sabía que había venido, no le apretaba entonces con sus hechizos), que si pensara no dar disgusto a su madre aquella misma noche la hiciera suya; mas que el tiempo haría lo que le parecía que estaba tan imposible.

Con esta respuesta y quedarse allí aquella noche, le pareció a doña Juana que ya estaba la Fortuna de su parte y que don Fernando era ya su marido. Quitose sus sortijas y dióselas a la criada, que las guardase. La fregona que las vio tan lindas y lucidas, púsoselas en las manos, sacó agua del pozo, fregó y otro día las llevó al río, dando pavonada con ellas, no sólo éste, mas todos los otros que faltaban hasta venir el estudiante, quitándolas sólo para ir delante de su señora, por que no las viera. Al cabo deste tiempo vino el estudiante a Toledo y fue bien recebido de doña Juana, la cual después de haberle regalado le volvió sus sortijas y le dijo lo que don Fernando había respondido. El estudiante agradecido a todo, se partió otro día, dejándole dicho que él miraría con atención su negocio y le avisaría qué fin había de tener.

Mas apenas salió el miserable una legua de Toledo cuando los demonios que estaban en las sortijas se le pusieron delante y, derribándole de la mula, le maltrataron dándole muchos golpes, tanto, que poco le faltaba para rendir la vida. Decíanle en medio de la fuga:

—¡Bellaco, traidor, que nos entregaste a una mujer que nos puso en poder de su criada, que no ha dejado río ni plaza donde no nos ha traído, sacando agua, fregando con nosotros! De todo esto eres tú el que tienes la culpa, y así, serás el que lo has de pagar. ¿Qué respuesta piensas darle? ¿Piensas que se ha de casar con ella? No por cierto, porque juntos como están acá están ardiendo en los infiernos, y de esa suerte acabarán sin que ni tú ni ella cumpláis vuestro deseo.

Y diciendo esto le dejaron ya por muerto, y tal que daba mil lástimas verle, porque en todo su cuerpo no tenía cosa que no estuviese hecha un cardenal. Otro día por la mañana unos panaderos que venían a Toledo le hallaron ya casi espirando, y movidos de compasión le pusieron en una mula y le trujeron a la ciudad y pusieron en la plaza para ver si lo conocía alguna persona, porque el pobre no estaba para decir quién era ni dónde le habían de llevar. Acertó en este tiempo a ir la criada de doña Juana a comprar de comer, y al punto le conoció, con cuyas nuevas fue a su señora, que, en oyéndolo, tomó su manto y se fue a la plaza, y como le conoció, le mandó llevar a su casa para hacerle algunos remedios. Hízolo así, y acostándole en su cama y llamando los médicos, le hicieron tal cura, que mediante ella fue Dios servido que volviese en sí.

El cual en el tiempo que duró su mal contó a doña Juana la causa dél y la respuesta que los demonios le habían dado de su negocio. Causó en la dama tal temor el decirle que estaba en el Infierno como en el mundo, que bastó para irla desapasionando de su amor. Y, desapasionada, miró su peligro, y así, procuró remediarle tomando otro camino diferente del que hasta allí había llevado. Sanó el estudiante de su enfermedad, y antes de partirse a su tierra le pidió doña Juana que, pues su saber era tanto, que le ayudase a su remedio. A lo cual el mozo agradecido, le prometió hacer cuanto en su mano fuese.

Es, pues, el caso que al tiempo que don Fernando se enamoró della la servía y galanteaba un caballero ginovés, hijo de un hombre muy rico que asistía en la corte, que con sus tratos y correspondencias en toda Italia había alcanzado con grandes riquezas el título de caballero para sus hijos. Era segundo, porque su padre tenía otro mayor, y dos hijas, la una casada en Toledo y la otra monja. Pues este mancebo, cuyo nombre era Otavio (que por gozar de la vista de doña Juana lo más del tiempo asistía en la ciudad con sus hermanas, y su padre lo tenía por bien, respeto del gusto que ellas tenían con su vista), como a los principios, por no haber entrado don Fernando en la pretención, se había visto más favorecido, y después que doña Juana cautivó su voluntad le empezase a dar de mano y Otavio supiese que él era la causa de no mirarle bien su dama, determinó quitarle de por medio; y así, una noche que don Fernando con otros amigos estaba en la calle de doña Juana salió a ellos con otros que le ayudaron, y tuvieron unas crueles cuchilladas, de las cuales salieron de la una y otra parte algunos heridos. Otavio desafió a don Fernando, el cual ya en este tiempo gozaba a doña Juana con palabra de esposo. Pues como la dama supo el desafío, temerosa de perder a don Fernando escribió un papel a Otavio diciéndole que el mayor estremo de amor que podía hacer con ella era guardar la vida de su esposo más que la suya misma; porque hiciese cuenta que la suya no se sustentaba sino con ella, y otras razones tan discretas y sentidas, de que el enamorado Octavio recibió tanta pasión que le costó muchos días de enfermedad. Y para guardar más enteramente el gusto y orden de doña Juana, después de responder a su papel mil ternezas y lástimas, le dio palabra de guardarle, como vería por la obra. Y esa misma tarde, vestido de camino, el más galán del mundo (que a no estar la voluntad de doña Juana tan prendada de don Fernando bastara para hallar lugar en ella), le dijo, viéndola en un balcón, casi con lágrimas en los ojos: Ingrata mía, basilisco hermoso de mi vida: a Dios para siempre. Y dejando con esto a Toledo, se fue a Génova, donde estuvo algunos días, y de allí se pasó a servir al Rey en el reino de Nápoles.

Pues como doña Juana, dando crédito a lo que el estudiante le decía y pareciéndole que si Otavio volviera a España sería el que le estaría más a propósito para ser su marido, y así, dándole cuenta al estudiante desto, le pidió, obligándole con más dádivas a que le hiciese venir con sus conjuros y enredos. El estudiante, escarmentado de la pasada burla, le respondió que él no había de hacer en eso más de decirle lo que había de hacer para que consiguiese su deseo, y que dentro de un mes volvería a Toledo, y que conforme le sucediese le pagaría. Diole con esto un papel, y ordenole que todas las noches se encerrase en su aposento y hiciese lo que él decía. En fin, gratificado y regalado, se volvió el estudiante a Alcalá, dejando a la dama instruida en lo que había de hacer. La cual, por no perder tiempo, desde esa misma noche empezó a ejercer su obra.

Tres serían pasadas, cuando (o que las palabras del papel tuviesen la fuerza que el estudiante había dicho, o que Dios, que es lo más cierto, quiso con esta ocasión ganar para sí a doña Juana) estando haciendo su conjuro con la mayor fuerza que sus deseos la obligaban, sintiendo ruido en la puerta puso los ojos en la parte donde sonó el rumor, y vio entrar por ella, cargado de cadenas y cercado de llamas de fuego, a Otavio, el cual le dijo con espantosa voz:

—¿Qué me quieres, doña Juana? ¿No basta haber sido mi tormento en vida, sino en muerte? ¡Cánsate ya de la mala vida en que estás! Teme a Dios y la cuenta que has de dar de tus pecados y destraimientos, y déjame a mí, que estoy en las mayores penas que puede pensar una miserable alma que aguarda en tan grandes dolores la misericordia de Dios. Porque quiero que sepas que dentro de un año que salí de esta ciudad fue mi muerte saliendo de una casa de juego, y quiso Dios que no fuese eterna. Y no pienses que he venido a decirte esto por la fuerza de tus conjuros, sino por particular providencia y voluntad de Dios, que me mandó que viniese a avisarte que si no miras por ti, ¡ay de tu alma!

Diciendo esto, volvió a sus gemidos y quejas, arrastrando sus cadenas, y se salió de la sala dejando a doña Juana, que hasta allí le había escuchado, llena de temor y congojas, no de haber visto a Otavio (que una mujer que ama para todo tiempo tiene valor), sino de haberle oído tales razones, teniéndolas por avisos del Cielo, pareciéndole que no estaba lejos su muerte, pues tales cosas le sucedían. Considerando, pues, esto y dando voces a sus criadas se dejó caer en el suelo vencida de un cruel desmayo: entraron a los gritos, no sólo las criadas, mas las vecinas, y aplicándole algunos remedios tornó en si para de nuevo volver a su desmayo, porque apenas se le quitaba uno cuando le volvía otro, y desta suerte, ya sin juicio, ya con él, pasó la noche, sin atreverse las que estaban con ella a dejarla.

Vino en estas confusiones el día, sin que doña Juana tuviese más alivio, aunque a pura fuerza le habían desnudado y metido en la cama; y como era de día vino don Fernando. Tan admirado de su mal cuanto lastimado dél, sentándose sobre su cama le preguntó la causa dél, y asimismo qué era lo que sentía. A lo cual la hermosa doña Juana, siendo mares de llanto sus ojos, le contó cuanto le había sucedido, así con el estudiante como con Otavio, sin que faltase un punto en nada, dando fin a su plática con est as razones:

—Yo, señor don Fernando, no tengo más de un alma, y, ésta perdida, no sé qué me queda más que perder. Los avisos del Cielo ya pasan de uno: no será razón aguardar a cuando no haya remedio. Ya conozco de vuestras tibiezas, no sólo que no os casaréis conmigo, mas que la palabra que me distes no fue más de por traerme a vuestra voluntad: dos años ha que me entretenéis con ella, sin que haya más novedad mañana que hoy. Yo estoy determinada de acabar mi vida en religión, que según los prodigios que tengo no durará mucho; y no penséis que por estar defraudada de ser vuestra mujer escojo este estado; que os doy mi palabra que aunque con gusto vuestro y de vuestra madre quisiérades que lo fuera, no acetara tal, porque desde el punto que Otavio me dijo que mirase por mi alma propuse de ser esposa de Dios y no vuestra. Así lo he prometido. Lo que sólo quiero de vos es que, atento a las obligaciones que me tenéis y lo que os he querido, que no ha sido poco, pues me he puesto en tales ocasiones como estáis oyendo, que, pues sabéis que mi hacienda es tan corta que no bastará a darme el dote y lo demás que es necesario, me ayudéis con lo que faltare y negociéis mi entrada en la Concepción; que este sagrado elijo para librarme de los trabajos deste mundo.

Calló doña Juana, dejando a los oyentes admirados, y a don Fernando tan contento que diera la misma vida en albricias: tal le tenían los embustes de Lucrecia; y abrazando a doña Juana y alabando su intento y prometiendo hacer en eso mil finezas, se partió a dar orden en su entrada en el convento. La cual se concertó en mil ducados, que los dio don Fernando con mucha liberalidad, con los demás gastos de ajuar y propinas, porque otros mil que hizo doña Juana de su hacienda los puso en renta para sus niñerías, Y pagando a sus criadas y dándoles sus vestidos y camisas, que repartió con ellas junto con las demás cosas de la casa, antes de ocho días se halló con el hábito de religiosa, la más contenta que en su vida estuvo, pareciéndole que había hallado refugio adonde salvarse y que escapando del Infierno se hallaba en el Cielo.

Libre ya don Fernando desta carga, que a su parecer no era de menos consideración, por conocer que si milagrosamente no hubiera apartádose doña Juana, él no podía dejar de casarse con ella, respeto de las obligaciones que le tenía, acudió a casa de Lucrecia con más puntualidad. Y ella viéndole tan suyo y que ya estaba libre de doña Juana, no apretaba tanto la fuerza de sus embustes, pareciéndole que bastaba lo hecho para tenerle asido con su amistad, con lo que don Fernando tuvo lugar de acudir a las casas de juego, donde jugaba y gastaba largo. Desta suerte se halló en poco tiempo con muchos ducados de deuda, pareciéndole que con la muerte de su madre se remediaría todo, creyendo que según su edad no duraría mucho.

La cual sabiendo que ya estaba libre de doña Juana, cuyos sucesos no se le encubrían, trató de casarle, creyendo que esto sería parte para sosegarse; y con el parecer de don Fernando (que, como he dicho, no estaba tan apretado de los hechizos de Lucrecia viendo que ya no tenía a quien temer) puso la mira en una dama de las hermosas que en aquella sazón se hallaban en Toledo, cuyas virtudes corrían parejas con su entendimiento y belleza. Esta señora, cuyo nombre es doña Clara, era hija de un mercader que con su trato calificaba su riqueza, por llegar con él, no sólo a toda España, sino pasar a Italia y a las Indias. No tenía más hijos que a doña Clara, y para ella, según decían, gran cantidad de dinero, si bien en eso había más engaño que verdad, porque el tal mercader se había perdido, aunque para casar su bija conforme su merecimiento disimulaba su pérdida.

En esta señora, como digo, puso la madre de don Fernando los ojos, y en ella los tenía asimismo puestos un hijo de un título, y no menos que el heredero y mayorazgo, no con intento de casarse, sino perdido por su belleza, y ella le favorecía de suerte que ni en Toledo alcanzaba fama de liviana ni tampoco la tenía de cruel. Dejábase pasear y dar músicas, estimar y engrandecer su belleza, mas jamás dio lugar a otro atrevimiento, aunque el Marqués (que por este título nos entenderemos) facilitara en más su virtud que su riqueza. Puso, en fin, su madre de don Fernando terceros nobles y cuerdos para el casamiento de su hijo, y fue tal su suerte que no fue muy dificultoso el alcanzarlo con su padre de la dama; y ella, como no estimaba al Marques en nada, por conocer su intención, dio luego el sí, con que, hechos los conciertos y precediendo las necesarias diligencias, se desposó con don Fernando, dándole luego el padre de presente seis mil ducados en dineros, porque lo demás dijo estar empleado, y que, pues no tenía más hijos que a doña Clara, cosa forzosa era ser todo para ella. Contentose don Fernando, por tapar con este dinero sus trampas y trapazas, entrando en poder del lobo la cordera, que así lo podemos decir.

Dentro de un mes casada doña Clara vio su padre que era imposible cumplir la promesa de tanta hacienda como había prometido en dote a su hija. Juntando lo más que pudo después de los seis mil ducados que dio, se ausentó de Toledo y se fue a Sevilla, donde se embarcó para las Indias, dejando por esta causa metida a su hija en dos mil millares de disgustos; porque como don Fernando se había casado con ella por sólo el interés, y los seis mil ducados se habían ido en galas y cosas de su casa, y pagar las deudas en que sus vicios le habían puesto, a dos días sin dinero salió a plaza su poco amor, y se fue trocando el que había mostrado, que era poco, en desabrimiento y odio declarado, pagando la pobre señora el engaño de su padre, si bien la madre de don Fernando, viendo su inocencia y virtud, volvía por ella y le servía de escudo.

Supo Lucrecia el casamiento de don Fernando a tiempo que no lo pudo estorbar, por estar ya hecho; y por vengarse, usando de sus endiabladas artes dio con él en la cama, atormentándole de manera que siempre le hacía estar en un ¡ay!, sin que en más de seis meses que le duró la enfermedad se pudiese entender de dónde le procedía, ni le sirviesen los continuos remedios que se le hacían de más que de gastar su hacienda. Hasta que, viendo esta Circe que el tenerle así más servía de perderle que de vengarse, dejó de atormentarle, con lo que don Fernando empezó a mejorar; mas, mudando la traidora intento, encaminó sus cosas a que aborreciese a su mujer, y fue de suerte que, estando ya bueno, tornó a su acostumbrada vida, pasándola lo más del tiempo con Lucrecia. El Marques, desesperado de ver a doña Clara casada, también había pagado con su salud su pena, y, ya mejor de sus males, aunque no de su amor, tornó de nuevo a servir y solicitar a doña Clara, y ella a negarle de suerte sus favores que ni aun verla era posible, con cuyos desdenes se aumentaba más su fuego. En este tiempo murió su madre de don Fernando, perdiendo en ella doña Clara su escudo y defensa, y don Fernando el freno que tenía para tratarla tan ásperamente como de allí adelante hizo, porque se pasaban los días y las noches sin ir a su casa, ni verla, lo cual sentía la pobre señora con tanto estremo que no había consuelo para ella, y más cuando supo la causa que traía a su marido sin juicio.

No ignoraba el Marqués lo que doña Clara pasaba, mas era tanta su virtud y recogimiento que jamás podía alcanzar de ella ni que recibiese un papel ni una joya, con ser su necesidad bien grande (porque las deudas, los continuados juegos y el poco acudir a granjear su hacienda la fue acabando de suerte que no había quedado nada, tanto que ya se atrevía a sus joyas y vestidos), sustentando dos niñas que en el discurso de cuatro años que había que se había casado tenía, y una criada con el trabajo de sus manos, porque don Fernando no acudía a nada. Y con todo esto no había acabar con ella, ni algunas amigas ni su criada, que recibiese algunos regalos que el Marqués le enviaba con ellas; antes a cuanto acerca desto le decían daba por respuesta que la mujer que recebía cerca estaba de pagar.

Pasando todo este tiempo, la justicia de oficio, como era público el amancebamiento de don Fernando y Lucrecia, dio en buscarla, y, siguiéndole a él los pasos, no faltó quien dio desto aviso a Lucrecia, la cual no tuvo otro remedio sino poner tierra en medio: tomó su hacienda y, acompañada de su don Fernando, que ya había perdido de todo punto la memoria de su mujer y hijas, se fue a Sevilla, donde vivían juntos, haciendo vida como si fueran marido y mujer. Sintió doña Clara este trabajo como era razón, tanto que fue milagro no perder la vida, si no la guardara Dios para mayores estremos de virtud. La cual sin saber de su marido, estuvo más de año y medio pasando tantas necesidades que llegó a no tener criada, sino, puesta en traje humilde, demás de trabajar de día y de noche para sustentarse a sí y sus dos niñas, a servirse su casa y ir ella misma a llevar y traer la labor a una tienda: remedio que en esta ciudad de Toledo está más próximo que en otras partes.

Sucedió en este tiempo hallarse velando una noche para acabar un poco de labor que se había de llevar a la mañana, forzada del amor, del dolor, de la tristeza y soledad, o lo más cierto, por no dejarse vencer de el sueño, cantó así:


Fugitivo pajarillo
que por el aire te vas,
inconstante a mis finezas,
ingrato a mi voluntad:

Si estuvieras por la tuya
prendado, no hay que dudar
que una prisión tan suave
pudiera cansar jamás.

Nunca presumí ignorancia,
porque, de saber amar,
supe conocer tu amor:
agradecido no más.

Jamás se engaña quien ama,
aunque se deja engañar;
que Amor también en su corte
razones de estado da.

¿Qué puede hacer el que adora,
aunque sepa que le dan
disimulado el veneno,
sino beber y callar?

Dejé engañar mis temores,
aunque conocí mi mal;
pero como tú fingías,
te cansaste de engañar.

Tan remontado te miro,
tan tibio y tan desleal,
que aunque el reclamo te llama
no le quieres escuchar.

Escucha, pájaro libre,
las ternezas con que está
llamándote en tono triste,
oye las voces que da.

Pajarillo lisonjero,
¡vuelve, vuelve! ¿Dónde vas?
A la jaula de mi pecho
ten, de mis penas, piedad.

Cuando me miras cautivo,
pretendes tu libertad;
paga prisión con prisión,
y así perfecto serás.

En lágrimas de mis ojos,
que son, por tu causa, un mar,
hallarás tierna bebida,
sin que te pueda faltar.

Mi corazón por comida,
por cárcel mi libertad,
y por lazos estos brazos
que ya aguardándote están.

¿Huyes sin oír mis quejas?
¡Plega a Dios que donde vas
como me tratas te traten,
sin que te quieran jamás!

Que yo llorando mi engaño
la vida pienso acabar,
sintiendo en tus sinrazones
mi muerte y tu libertad.

Esto dijo a un pajarillo
que de su prisión se va,
un pecho de amor herido,
una firmeza leal.

Y al fin de sus tristes quejas,
instrumento sin templar,
cantó a su pájaro libre
que fugitivo se va:

Pájaro libre, tú te perderás,
que el regalo que dejas no lo hallarás.
 

Era la sala en que estaba doña Clara baja, y correspondía una reja a la calle, a la cual estaba escuchando don Sancho, que este es el nombre del marqués su amante, si se puede decir así quien tan pocas esperanzas tenía para serlo, y como oyese las quejas, y en un corazón que ama es aumentar su pena oír la pena de otros, tan enternecido como amante, porque le tocaban en el alma los pesares de doña Clara, llamó a la reja, a cuyo ruido la dama alterada, preguntó quién era.

—Yo soy, hermosa Clara —dijo don Sancho—, yo soy. Escúchame una palabra. ¿Quién quieres que sea, o quién te parece que podía ser, sino el que adora tu hermosura y estimando tus desdenes por regalados favores anima con esperanzas su vida?

—No sé de qué las podéis tener, señor don Sancho —dijo doña Clara—, ni quién os las da, pues después que me casé no he dado lugar ni a vuestros deseos ni a quien los ha solicitado para que vivan animados. Y si os fiáis en la cortesía con que antes de tener marido me dejé servir de vos, advertid que aquella fue galantería de doncella, que sin ofensa de su honor pudo, ya que no amar, dejarse amar. Ya tengo dueño: justo o injusto, el Cielo me le dio. Mientras no me le quitare le he de guardar la fe que prometí. Supuesto esto, si me queréis, la mayor prueba que haré deste amor será que escuséis lo que la vecindad puede decir de un hombre poderoso y galán como vos pasear las puertas de una mujer moza y sin marido, y más no inorando la ciudad mi necesidad, pues creerán que habéis comprado con ella mi honor.

—Ésa quiero yo remediar, hermosa Clara —dijo don Sancho—, sin otro interés más de haber sido el remedio de vuestros trabajos. Servíos de recebir mil escudos y no me hagáis otro favor; que yo os doy palabra, como quien soy, de no cansaros más.

—No hay deudas, señor don Sancho —respondió doña Clara—, que mejor se paguen que las de la voluntad. Efeto della es vuestra largueza, yo no me tengo de fiar de mí misma ni obligarme a lo que nunca he de poder pagar. Yo tengo marido: él mirará por mí y por sus hijas; y si no lo hiciere, con morir, ni yo puedo hacer más ni él me puede pedir mayor fineza.

Con esto cerró la ventana, dejando a don Sancho más amante y más perdido, sin que dejase por eso de perseverar en su amor, ni ella en su virtud.

Año y medio había pasado desde que don Fernando se ausentó de Toledo sin que se supiese dónde estaba, hasta que, viniendo a Toledo unos caballeros que habían ido a Sevilla a ciertos negocios, dijeron a doña Clara cómo le habían visto en aquella ciudad: nuevas de tanta estima para doña Clara que no hay ponderación que lo diga, y desde este punto se determinó a ir a ponérsele delante y ver si le podía obligar a que volviese a su casa. Y andando a buscar dónde dejar sus niñas mientras hacía este camino, doña Juana (que, ya profesa y con muy buena renta la más contenta del mundo, no ignorando estos sucesos, dando gracias a Dios porque no había sido ella la desdichada, estaba en su convento haciendo vida de una santa) supo la necesidad de doña Clara y cómo buscaba donde dejar las niñas, que en aquel tiempo tenía la una cuatro años y la otra cinco. Le envió a llamar, y después de decirle quién era, por si no lo sabía, y las mercedes que el Cielo la había hecho en traerla a tal estado, lo que le pesaba de sus trabajos y en lo que estimaba la virtud y prudencia con que los llevaba, le dijo cómo estaba informada que quería ir a Sevilla y que buscaba quien le tuviese sus hijas; que se las trajese, que ella las recebiría por suyas, y como a tales, en siendo de edad, las daría el dote para que fuesen religiosas en su compañía, y que creyese que esto no lo hacía por amor que tuviese a su padre, sino por lástima que la tenía. Agradeció doña Clara la merced que le hacía, y por no dilatar más su camino, el poco aparato de casa que le había quedado (como era una cama y otras cosillas) llevó con sus hijas a doña Juana, la cual tenía ya licencia del Arzobispo para recebirlas. Y al tiempo que abrió la portería para que entrasen, apretando entre los brazos a doña Clara con los ojos llenos de lágrimas, le metió en las manos un bolsillo con cuatrocientos reales en plata; y, despidiéndose della, esa misma tarde se puso en camino en un carro que iba a Sevilla, dejando a doña Juana muy contenta con sus nuevas hijas.

Llegó doña Clara a Sevilla, y como iba a ciegas, sin saber en qué parte había de hallar a don Fernando, y siendo la ciudad tan grande y teniendo tanta gente, fue de suerte que en tres meses que estuvo en ella no pudo saber nuevas de tal hombre. En este tiempo se le acabó el dinero que llevaba, porque pagó en Toledo algunas deudas que tenía y no le quedaron sino cien reales. Pues, viéndose morir (como dicen) de hambre, ya desafuciada de no hallar remedio, y que volver a Toledo era lo mismo, determinó de quedarse en Sevilla, hasta ver si hallaba a don Fernando. Y para esto procuró una casa donde servir, y, encomendándola a algunas personas, particularmente en la iglesia, le dijo una señora que ella le daría una donde se hallaría muy bien, para acompañar a una señora, ya mujer mayor, si bien temía que por tener el marido mozo y ser ella de tan buena cara no se habían de concertar. Doña Clara, con una vergüenza honesta, le dijo que le dijese la casa, que probaría suerte. Diole la señora las señas y un recado para la tal señora, que era su amiga, con las cuales doña Clara se fue a la casa, que era junto a la iglesia mayor, y, entrando en ella, la vio toda muy bien aderezada (señal clara de ser los dueños ricos), y como hallase la puerta abierta, se entró sin llamar hasta la sala del estrado, donde en uno muy rico vio sentada a Lucrecia, la amiga de su marido (que luego la conoció, por haberla visto una vez en Toledo), y junto a ella don Fernando, desnudo, por ser verano, con una guitarra cantando este romance, que por no impedirle no quiso dar su recado, admirada de lo que vía, y más de ver que no la habían conocido:


Ya por el balcón de Oriente
el Alba muestra sus rizos,
vertiendo la copia hermosa
sobre los campos floridos.

Ya borda las bellas flores
de aljofarado rucío,
de cuya envidia las fuentes
vierten sus cristales limpios.

Ya llama al querido hermano
que está alumbrando a los indios,
y en la carroza dorada
siembra claveles y lirios.

Ya retozan por las peñas
los pequeños corderillos
a la música divina
que entonan los pajarillos.

Ya, mirándose los cielos
en los bulliciosos ríos,
vuelven los blancos cristales
en turquesados zafiros.

Ya es el invierno verano,
y primavera el estío;
hermosos cielos, los valles,
y los campos paraísos.

porque su frescura pisan
de Anarda los pies divinos,
dulce prisión de las almas,
de la villa basilisco.

Siguiendo viene sus pasos
un gallardo pastorcillo
que por ser Narciso en gala,
será su nombre Narciso.

Por quien Venus olvidada
ya de su Adonis querido,
sólo por verle bajara
de sus estrados divinos.

Y por quien Salmacis bella
tomara por buen partido
en su amada compañía
ser eterno hermafrodito.

Engañando los recelos
de un sospechoso marido
salió Anarda de su aldea
a verse con su Narciso.

Llegando a una clara fuente
que adornan sauces y mirtos,
agradables se reciben,
amándose agradecidos.

Enternecidos se sientan
junto aquel árbol divino,
triunfo del señor de Delo
y de su Dafne castigo.

Y, sedientos de favores,
en este agradable sitio
beben de su aliento el néctar
en conchas de coral fino.

Al campo cerró las puertas
el rapaz de Venus hijo;
que poner puertas al campo
sólo pudiera Cupido.

Lo demás que sucedió
vieron los altos alisos,
haciendo sus hojas ojos
y sus cogollos oídos.
 

Como acabó de cantar don Fernando Lucrecia preguntó a doña Clara si buscaba alguna cosa, a lo cual respondió que la señora doña Lorenza su amiga le enviaba para que su merced viese si valía algo para el efecto que buscaba de criada. A esto puso don Fernando los ojos en ella (que ya Lucrecia la había mandado sentar enfrente dél); mas aunque hizo esta acción no la conoció más que si en su vida no la hubiera visto, de lo cual doña Clara estaba admirada, y daba entre sí gracias de haber por tal modo hallado lo que tan caro le costaba el buscarlo, sintiendo en el alma verle tan desacordado y fuera de sí, conociendo, como discreta, de la causa que procedía tal efecto, que eran los hechizos de aquella Circe que tenía delante. Preguntole Lucrecia, agradada de su cara y honestidad, que de dónde era.

—De Toledo soy —respondió doña Clara.

—Pues ¿quién os trajo a esta tierra? —replicó Lucrecia.

—Señora —dijo doña Clara—: aunque soy de Toledo no vivía en él, sino en Madrid. Vine con unos señores que iban a las Indias, y al tiempo del embarcarse caí muy mala y no pude menos de quedarme, con harto sentimiento suyo; en cuya enfermedad, que me ha durado tres meses, he gastado cuanto tenía y me dejaron. Y viéndome con tan poco remedio pregunté hoy a la señora doña Lorenza, que por suerte la vi en la iglesia, si quería una criada para acompañar, como en esta tierra se usa, y su merced me encaminó aquí. Y así, si vuesa merced no ha recebido ya quien la sirva, crea de mí que sabré dar gusto, porque soy mujer noble y honrada y me he visto en mi casa con algún descanso.

Agradose Lucrecia con tanto estremo de Clara, viendo su honestidad y cordura, que sin reparar la una ni la otra en el concierto, ni más demandas ni respuestas, se quedó en casa, contenta por una parte y por la otra, como era razón que estuviese quien vía lo mismo que venía a buscar tan fuera de sí que sin conocerla hacía delante de sus ojos regalos y favores a una mujer que no los merecía. Entregole Lucrecia a su nueva criada las llaves de todo, dándole el cargo de el regalo de su señor y el gobierno de dos esclavas que tenía. Sólo un aposento que estaba en un desván no le dejó ver, porque reservó sólo a su persona la entrada en él guardando la llave, sin que ninguna persona entrase con ella cuando iba a él, con tanto cuidado que aunque Clara procuraba ver lo que había en él no le fue posible. Bien es verdad que siempre estaba con sospechas de que era aquel aposento la oficina de los embustes con que tenía a don Fernando tan ciego, que no sabía de sí ni cuidaba de más que de querer y regalar a su Lucrecia, haciendo con ella muy buen casado, tanto que con la mitad se diera Clara por contenta y pagada.

En esta vida pasó más de un año, siendo muy querida de sus amos, escribiendo cada ordinario a doña Juana los sucesos de su vida, y ella animándola con sus cartas y consuelos para que no desmayase ni la dejase hasta ver el fin. Al cabo deste tiempo cayó Lucrecia en la cama de una grave enfermedad, con tanto sentimiento de don Fernando que parecía que perdía su juicio. Pues como las calenturas fuesen tan fuertes que no la diesen lugar a levantarse poco ni mucho, al cabo de tres o cuatro días que estaba en la cama llamó a Clara y con mucha terneza le dijo estas palabras:

—Amiga Clara, un año ha que estás conmigo. El tratamiento que te he hecho más ha sido de hija que de criada, y si yo vivo, de hoy adelante será mejor, y en caso que muera, yo te dejaré con que vivas. Estas obligaciones, y más en ti, que eres agradecida, bien serán parte para que me guardes un secreto que te quiero decir: toma, hija, esta llave y ve al desván, donde está un aposento que ya le habrás visto. Entrando dentro, donde hallarás un arcaz grande destos antiguos, en él esta un gallo: échale de comer, porque allí en el mismo aposento hallarás trigo. Y mira, hija mía, que no le quites los antojos que tiene puestos, porque me va en ello la vida; antes te pido que si deste mal muriere, antes que tu señor ni nadie lo vea hagas un hoyo en el corral, y como está, con sus antojos y la cadena con que está atado, le entierres, y con él el costal de trigo que está en el mismo aposento; que este es el bien que me has de hacer y pagar.

Oyó Clara con atención las razones de su ama y en un punto revolvió en su imaginación mil pensamientos, y todos paraban en un mismo intento. Y por que Lucrecia no concibiese alguna malicia de su silencio, le respondió agradeciéndole la merced que le hacía en fiar de ella un secreto tan importante y de tanto peso, prometiendo de hacer con puntualidad lo que le mandaba. Y, tomando la llave, se fue a ver su gallo. Subió al desván y, abriendo el aposento, entró en él, y llegando cerca del arcaz, como considerase a lo que iba y la fama que Lucrecia tenía en Toledo, la cubrió un sudor frio y un temor tan grande que casi estuvo por volverse; mas animándose lo más que pudo, abrió el arcaz, y así como le abrió vio un gallo con una cadena asida de una argolla que tenía a la garganta, y en otra, que estaba asida al arcaz, asimismo preso, y a los pies unos grillos, y luego tenía puestos unos antojos a modo de los de caballo, que le tenía privada la vista.

Quedose Clara, viendo esto, tan absorta y embelesada que no sabía qué le había su cedido; por una parte se reía, por otra se hacía cruces; y sospechando si acaso en aquel gallo estaban hechos los hechizos de su marido, a cuya causa estaba tan ciego que no la conocía; y pues lo más cierto es desear las mujeres lo mismo que les privan, le dio deseo de quitarle los antojos, y apenas lo pensó cuando lo hizo. Y, habiéndoselos quitado, le puso la comida, y, cerrando como estaba primero, se volvió adonde su ama la aguardaba, que como la vio le dijo:

—Amiga mía, ¿diste de comer al gallo? ¿Quitástele los antojos?

—No, señora —respondió Clara—. ¿Quién me metía a mí en hacer lo que vuesa merced no me mandó? —añadiendo a esto que creyese que la servía con mucho gusto, y así hacía lo que mandaba con el mismo.

Llegose en esto la hora de comer y vino don Fernando a su casa, y después de haber preguntado a Lucrecia cómo se sentía se sentó a la mesa, que estaba cerca de la cama. Metieron las esclavas la comida, porque Clara estaba en la cocina poniéndola en orden y en viando los platos a la mesa, hasta que al fin della salió adonde estaban sus amos, y apenas puso don Fernando los ojos en ella cuando la conoció, y con admiración la dijo:

—¿Qué haces aquí, doña Clara? ¿Cómo veniste? ¿Quién te dijo donde yo estaba? ¿Qué hábito es éste? ¿Dónde están mis hijas? Porque o yo sueño o tú eres mi mujer, a quien por ser yo desordenado dejé en Toledo pobre y desventurada.

A esto respondió doña Clara:

—¡Buen descuido es el tuyo, esposo mío!, pues al cabo de un año que estoy en tu casa sirviéndote como una miserable esclava, merced a los engaños de esa Circe que está en esa cama sales con preguntarme qué hago aquí.

—¡Ay traidora —dijo a esta sazón Lucrecia—, y cómo le quitaste los antojos al gallo! Pues no pienses que has de gozar de don Fernando, ni te han de valer nada tus sutilezas.

Y diciendo esto saltó de la cama con más ánimo que parecía tener cuando estaba en ella, y sacando de un escritorio una figura de hombre hecha de cera, con un alfiler grande que tenía en el mismo escritorio se le pasó por la cabeza abajo hasta escondérsele en el cuerpo, y se fue a la chiminea y la echó en medio del fuego, y luego llegó a la mesa y, tomando un cuchillo, con la mayor crueldad que se puede pensar se lo metió a sí misma por el corazón, cayendo junto a la mesa, muerta. Fue todo esto hecho con tanta presteza que ni don Fernando ni doña Clara ni las esclavas la pudieron socorrer. Alzaron todos las voces, dando gritos a cuyo rumor se llegó mucha gente, y entre todos la justicia, y asiendo de don Fernando y de las demás, empezaron a hacer información tomando su confesión a las esclavas. Las cuales declararon lo que habían visto y oído a don Fernando, diciendo cómo Lucrecia era su amiga y lo que con ella le había pasado desde el día en que la conoció hasta aquel punto. Al decir doña Clara su dicho, dijo que no había de decir palabra si no era delante del asistente, y que importaba para la declaración de aquel caso no ir ella a su presencia, sino que viniese el asistente a aquella casa. Fueron a darle cuenta de todo y decirle lo que aquella mujer decía, y como lo supo vino luego, acompañado de los más principales señores de Sevilla, que, sabiendo el caso, todos le seguían.

En presencia de los cuales dijo doña Clara quién era y lo que le había sucedido con don Fernando y con la maldita Lucrecia, sin dejarse palabra por decir. Y haciendo traer allí el arca en que estaba el gallo, abrió ella misma con la llave que estaba debajo de la almohada de Lucrecia, donde todos pudieron ver el pobre gallo con sus grillos y cadena, y los antojos que doña Clara le había quitado, allí junto a él. El asistente, admirado, tomó él mismo los antojos y se los puso al gallo: al punto don Fernando quedó como primero, sin conocer a Clara más que si en su vida la hubiera visto; antes viendo a Lucrecia en el suelo bañada en sangre y el cuchillo atravesado por el corazón, se fue a ella, y tomándola en sus brazos decía y hacía mil lástimas pidiendo justicia de quien tal crueldad había hecho. Tornó el asistente a quitar al gallo los antojos, y luego don Fernando volvió a cobrar su entero juicio.

Tres o cuatro veces se hizo esta prueba y tantas sucedió lo mismo, con que el asistente acabó de caer en la cuenta y creyó ser verdad lo que todos decían. Y mandando echar fuera la gente, cerró la puerta de la casa, y mirando cofres y escritorios, hasta los más apartados rincones y agujeros, hallaron en el escritorio de Lucrecia mil invenciones y embelecos, que causaban temor y admiración, con que Lucrecia parecía a los ojos de don Fernando gallarda y hermosa. En fin, satisfecho de la verdad (si bien, por ver si las esclavas eran parte en aquellas cosas, las puso en la cárcel), dieron a don Fernando y doña Clara por libres, confiscando la hacienda para el Rey, y públicamente quemaron todas aquellas cosas, el ga llo y lo demás, con el cuerpo de la miserable Lucrecia, cuya alma pagaba ya en el Infierno sus delitos y mala vida, siendo la muerte muy parecida a ella.

Acabados de quemar los hechizos enfermó don Fernando, yéndose poco a poco consumiendo y acabando. Vendió doña Clara un vestido y algunas cosillas que había granjeado en casa de Lucrecia, y con esto y lo que por orden de la justicia se le dio en pago de lo que había servido, se metieron en un coche ella y don Fernando, que ya estaba muy enfermo, y dieron la vuelta a Toledo, creyendo que, por ser su natural, con los aires en que había nacido cobraría salud, según decían los médicos. Mas fue cosa sin remedio, porque como llegó a Toledo cayó en la cama, donde a pocos días murió, habiendo dado muchas muestras de arrepentimiento. Sintió doña Clara su pérdida con tanto estremo que casi no había consuelo para ella; y estuvo bien poco de seguir el mismo camino, porque aunque le tenía enfermo y estaba con tanta necesidad, quisiera que viviera muchos años, ayudándola a este sentimiento el ver lo que don Fernando la quería el poco tiempo que le duró la vida. Hallose, sobre todo esto, sin remedio sino de solo Dios para enterrarle, ni se atrevía a ir con esta necesidad a doña Juana, considerando que harto hacía en tenerle y sustentarle sus hijas. Determinose, pues, a vender su pobre cama, aunque no tuviese después en que dormir.

Mas no estaba a este tiempo Dios olvidado de la virtud y sufrimiento de doña Clara, y así, ordenando que don Sancho (que todo el tiempo que ella había estado fuera de Toledo había estado en su estado, que ya le había heredado por muerte de su padre, sin haberse querido casar, aunque se le habían ofrecido muchas ocasiones conforme a quien era) supiese por cartas de un criado que en Toledo estaba casado lo que pasaba, y deseoso de volver a ver al querido dueño de su alma, amante firme, y no fundado en el apetito, vino a la ciudad y entró en ella el día en que estaba doña Clara en esta desdicha. Y como supiese lo que pasaba no pudo sufrir el enamorado mozo tal cosa; y así, se entró por las puertas de la dama, y después de haberle dado el pésame breve y amorosamente, ordenó el entierro de don Fernando con la mayor grandeza que pudo, llevándole con tanto acompañamiento como si fuera su padre, acompañándole él mismo, y a su imitación los caballeros de Toledo. Dada sepultura al cuerpo y vuelto con toda aquella ilustre compañía a la pobre casa de doña Clara, en presencia de todos le dijo estas palabras:

—Hermosa Clara: yo he cumplido con lo que a caridad debo dando sepultura al cuerpo de tu difunto esposo. La voluntad con que lo he hecho bien sabes tú y sabe esta ciudad que no ha sido fomentada más que con mis deseos, por no haberse jamás los tuyos alargado a más que a un agradecimiento honesto. Y esto fue antes que tuvieses dueño; que, en teniéndole, ni aun tu vista merecí, no habiéndome faltado a mí por diligencias, mas todas sin provecho respeto de tu virtud, de la cual si antes me enamoraba tu hermosura, hoy me hallo más enamorado. Ya no tengo padre que me impida, ni tú ocasión para que no seas mía: justo es que pagues este amor y deudas en que estás a mi firmeza con un solo sí que te pido. Y yo a ti, y no sólo yo, sino todos los hombres del mundo deben a las mujeres que a fuerza de virtudes granjean las voluntades de los que las desean. No dilates mi gloria ni te quites a ti el premio que mereces: tus hijas tendrán padre en mí, y tú un esclavo que toda la vida adore tu hermosura.

No tuvo otra respuesta que dar doña Clara a don Sancho más que echarse a sus pies diciendo que era su esclava y por tal la tuviese. Con esto, los que habían venido a dar los pésames dieron las norabuenas. Siguiéronse las órdenes de la Iglesia en amonestaciones y lo demás, estando doña Clara mientras pasaban en casa del Corregidor, que era deudo de don Sancho, donde, cumplido el tiempo, se desposaron, alcanzando don Sancho licencia del Rey para hacer su casamiento, que todo sucedió como quien tenía al Cielo de su parte, deseoso de premiar la virtud de doña Clara.

Hiciéronse, en fin, las bodas, dotando don Sancho a las hijas de doña Clara, que quisieron quedarse monjas con doña Juana, cuya discreta elección dio motivo a esta maravilla para darle nombre de Desengaño amando; que no es poca cordura que quien ama se desengañe. Doña Clara vivió muchos años con su don Sancho, de quien tuvo hermosos hijos que sucedieron en el estado de su padre, siendo por su virtud la más querida y regalada que se puede imaginar, porque desta suerte premia el Cielo la virtud.

Noche cuarta

La noche siguiente, vueltos a juntar estos caballeros y todas estas damas, viendo don Miguel que a él le tocaba la maravilla de aquella noche, comenzó desta suerte.

Novela séptima. Al fin se paga todo

Estando la corte del católico rey don Felipe Tercero en la rica ciudad de Valladolid, nombre y atributo que dan los que han gozado de su belleza, salió de una casa de conversación, a más de las doce, donde fue a entretener las largas y pesadas noches del mes de diciembre, un caballero de los más nobles hijos que tuvo la villa de Madrid, que, viuda entonces de su amado dueño, a fuerza de sus desdenes y olvido le parecía que por enviarle a sus ojos las nobles prendas que de su grandeza le habían quedado, le había de obligar a que le pagase en amor el amor que le tenía. Al atravesar por una de las principales calles de la ciudad para venir a su posada, al doblar de una esquina, que hacía una encrucijada, vio abrir una puerta de una casa, entre principal y humilde, y a empellones y porrazos arrojar por ella un bulto blanco (que como estuviese de la otra parte y la calle fuese ancha y espaciosa, no pudo divisar qué fuese, aunque le pareció ser persona), que de un apresurado salto (que de un escalón que la puerta tenía dio consigo un grandísimo golpe en el suelo, que a causa de helar fortísimamente estaba como he cho de jaspe). Vio tras esto que cerraron de golpe la puerta, y también cómo aquel bulto que por ella había salido estaba sin menearse, sólo que en bajos sollozos decía:

—¿Qué es esto, Cielos? ¿A mi desdicha estáis sordos, a mis quejas ingratos, y a mis lágrimas sin sentimiento?

Procuraba tras esto levantarse, mas del tormento de la caída no era posible. Moviole a don García (que este era el nombre del caballero) a lástima estas quejas, y llegándose más cerca le preguntó qué tenía y le ofreció su persona.

¡Ay, señor hidalgo! —respondió el caído—. Por la pasión de Dios, si hay en vos más piedad que en los que me han puesto deste modo, que me ayudéis a levantar y me pongáis en alguna parte donde tenga más segura la vida que aquí la tengo, porque os aseguro que tengo contra ella más enemigos que amigos.

Oyendo esto don García, espantado por parecerle mujer la que hablaba, se llegó más cerca, y a la poca claridad que la luna daba, por estar anublada y con poca luz, vio cómo no era engañosa su sospecha, porque era mujer, y desnuda en camisa: causa de más admiración. Y deseoso de saber más por entero el caso le dio la mano, y luego quitándose el ferreruelo, se le echó encima, aunque la pobre dama estaba tan maltratada que casi no se podía tener en pie. Ayudola don García cargándose el lastimado cuerpo sobre sus piadosos brazos, y, animándola cuanto pudo, la llevó hasta sacarla de aquella calle. Y viendo la dama que se paraba para saber qué pensaba hacer de su persona, le dijo con tiernas lágrimas y suspiros:

—Señor caballero: no es tiempo de desmayar en el bien que habéis empezado a hacerme: mi vida está en muy gran peligro si soy hallada, y a esta hora ya habrá muchos que me busquen. Si tenéis alguna parte secreta y segura adonde ampararme esta noche, hasta que mañana dé orden de entrar en un monasterio…

—Señora mía: yo soy recién llegado a esta corte —replicó don García—, que os doy mi palabra que no ha quince días que estoy en ella, y no conozco persona de quien fiar la vuestra si no es de mí mismo Si gustáis de venir a mi posada y no os receláis de poneros en poder de un hombre mozo y forastero, con ella os podré servir. Y si esto no os agrada, decidme dónde gustáis que os lleve, que no saldré en nada de vuestra orden.

—Vamos, señor, a vuestra posada —replicó la dama—, que las partes donde yo puedo ir todas son sospechosas. Y sea antes que nos hallen y pague yo sin culpa la que pensé cometer, si bien a los ojos del vulgo me la han de dar por haber restaurado mi honor, y vos el deseo que tenéis de ayudarme.

Y diciendo esto caminaron a la posada de don García, si bien con mucho trabajo, porque la dama no podía tenerse aunque más se animaba. Desta suerte, ayudándola don García llegaron a su posada, y como en ella hubiese dejado luz (quiero decir, en la cuadra donde dormía, que en lo demás vivía la dueña de la casa y otros huéspedes), entrando dentro tuvo lugar de ver el hallazgo que se había hallado, y mirando su nueva camarada creyó sin duda que no era mujer, sino ángel: tanta era su belleza y la honestidad y compostura de su rostro. Era al parecer de veinte y cuatro años, y tan hermosa que, sin ser parte el guardarla, le robó el alma con la belleza de sus ojos, tanto que si no se le pusiera por delante la fe que debía guardar a quien se había fiado dél, casi se atreviera a ser Tarquino de tan divina Lucrecia; mas favoreciendo don García más a su nobleza que a su amor, a su recato que a su deseo, y a la razón más que a su apetito, procuró con muchas caricias el reposo de aquella hermosísima señora.

A la cual, por estar maltratada y desnuda, como don García no tenía por el presente vestidos y ser hora de acudir más a la quietud que al desvelo, la suplicó se acostase en su cama. Hízolo a más no poder la dama, y dándole don García lugar para que reposase, sin querer preguntarle por entonces nada de su persona ni la causa de haberla hallado así, se salió cerrando la puerta por defuera y se fue al aposento de otro huésped que estaba en la misma casa, con quien había tratado amistad, dándole a entender que había perdido la llave de su aposento y que hasta otro día, que se descerrajase, era imposible entrar dentro. Desta suerte pasó lo que faltaba de la noche, que a su parecer fue un siglo; tanto le tenía rendido la hermosa dama y deseaba saber la causa que la había puesto en tal desdicha.

Y así, apenas fue de día cuando se vistió, y dando a entender que había parecido la llave entró en su aposento y halló a su bella huéspeda que al parecer había dormido muy poco, antes a lo que mostraban sus ojos, parecía que había pasado la noche llorando, no siendo parte esto para disimular su divina hermosura; que, pues con los pesares salía, claro es que con los gustos no tendría comparación. Sentose don García sobre la cama, y después de preguntarle cómo se hallaba, y ella dádole gracias por el bien que le había hecho, le preguntó qué había de nuevo en Valladolid, si acaso había salido por ella.

—No, señora —respondió don García—, porque, si os he de decir la verdad, no me ha dado lugar el deseo de veros y saber vuestras penas; y así, os suplico que no me tengáis más confuso, porque lo estoy tanto como el caso requiere.

—No me espanto, señor don García —replicó la dama, que ya sabía su nombre—, que mis cosas admiren a quien las ve, y más cuando sepáis desde el principio mi historia, que es tal que más os parecerá fábula que caso verdadero. Una mujer soy, que ayer era la estimación de Valladolid y hoy soy será su escándalo y asombro. Y para que no estéis más confuso os la contaré desde el principio de mi niñez, para que tengáis qué contar en vuestra tierra cuando Dios fuere servido de llevaros a ella. Sólo os pido en cambio desto que esté la puerta cerrada y que no sepa nadie que estoy aquí, porque no estaré segura en sabiéndose mi desdicha.

—Mi nombre, señor, es Hipólita. Por éste sabréis antes de la noche mi calidad y nobleza, para que si de mi boca no la creyéredes, la fama, que en las cosas de asombro nunca es mentirosa, os dirá en las lenguas de todos lo que de mí no creyéredes, y así tendréis entera satisfación de quién soy. Nací en esta ciudad, de padres tan ricos como nobles, y nació conmigo la desdicha, que siempre sigue a las hermosas; que por tenerme por tal toda esta tierra me atrevo a hacerme yo misma esta lisonja. Apenas llegué a los años en que florece la belleza, gallardía, discreción y donaire de una mujer, cuando ya tenían mis padres infinitos pretendientes, que deseaban por medio mío, a titulo de mi belleza más que al de su riqueza, emparentar con ellos; que aunque ésta era mucha, más por la hermosura que por los bienes de Fortuna deseaban mi casamiento.

Entre los muchos que desearon esto fueron los que más se señalaron dos caballeros vecinos nuestros (tanto que entre su casa y la mía no haba más división que la de una pared), entrambos hermanos y entrambos con el hábito de Alcántara en los pechos: calificación de su nobleza. Y como yo hasta entonces no sabía de amor ni hasta dónde llegaba su poder y jurisdición, no me inclinaba a más de lo que mis padres quisiesen escoger; los cuales satisfechos de lo bien que me estaba cualquiera de los dos hermanos, eligieron a don Pedro que era el mayor, quedando don Luis, que era el menor y debía de ser el que me amaba mas, pues fue el más desdichado. Estimó esta ventura don Pedro como hombre que conocía cuánto había alcanzado en mi valor, y así lo conocí en sus caricias y regalos. Pluguiera a Dios hubiera yo sido cuerda y supiera agradecer este amor, y hubiera escusado las desdichas que padezco y las que temo me faltan por padecer.

Ocho años gocé de las caricias de mi esposo, y él de un amor muy verdadero, porque me enseñaba a quererle en las importunaciones de mi cuñado, que aún no tuvieron fin con verme casada con su hermano; el cual, como me quería, las veces que hallaba ocasión me lo decía, no creo yo que con intención de remedio, porque era cristiano y cuerdo, si bien Amor derriba cualquiera prevención déstas; y así pienso ahora que sucedía en él, supuesto que en ocasiones que pudo, casándose, apartarse deste amor, no lo hizo, aunque le ofrecí una prima mía, más rica y más hermosa que yo. Llevaba yo esto con la mayor cordura que podía: unas veces, dándole a entender que comprehendía sus intentos, y otras reportándolo y reprendiéndole, y dándole en ocasiones los más sabios y virtuosos consejos que mi entendimiento alcanzaba; tal vez riñéndole y afeándole su atrevimiento, jurando decírselo a su hermano si no se abstenía de tal maldad y locura. Con lo cual don Luis, unas veces triste y otras alegre, y siempre amante y celebrador de mi belleza, pasó todo este tiempo sustentando su vida con sola mi vista, trato y conversación; que por ser las casas juntas eran muy ordinarias sus visitas, y crecía a cada paso su amor con ellas.

En este tiempo se vino, como veis, la corte a esta ciudad. Pluguiera a Dios hubiera oído los gemidos, clamores y lágrimas de los que, sintiendo esta mudanza, clamaban sin ser oídos, pues con esto se hubieran escusado mis desdichas; que fue el principio dellas, y el venir entre los muchos pretendientes que siguen la corte uno, cuyo nombre es don Gaspar, portugués de nación y en la profesión soldado, que, deseoso de alcanzar premios de los muchos servicios que había hecho a su Rey en Flandes y otras partes, siguió a todos los demás que vinieron tras los Consejos, o por mejor decir, tras este caos de confusión, que tal es la corte y los que la siguen. Y como los negocios no se despachasen a gusto de los pretendientes y es fuerza aguardar un mes y otro mes, un año y otro año, y los de don Gaspar fuesen de espacio, empezó, travieso, a buscar las casas de juego donde destruir su opinión y hacienda, y, ocioso, algún sujeto con que entretenerse.

Y fuilo yo, por mi desdicha; porque, viéndome un día en Nuestra Señora de San Llorente, dijo que cautivé su alma, y lo que pensaba buscar por entretenimiento hubo de solicitar por pasión de voluntad; y fue lo cierto, porque él me robó la voluntad, la opinión y el sosiego, pues ya para mí acabó en una hora. Era su gallardía, entendimiento y donaire tanto, que sin tener las demás gracias que el mundo llama dones de naturaleza, como son música y poesía, bastara a rendir y traer a quererle cualquiera dama que llegase a verle, cuanto y más la que se vio solicitada, pretendida y alabada. ¡Ay de mi, y cuán presentes están en mi alma sus gracias, ya no para estimarlas, sino para sentir que fueron ellas las que me tienen en el estado que estoy; tan fuera de parecer quien soy cuanto de volver a verme en la vida dichosa que gocé antes de conocerle!

Supe su amor por medio de una criada (esfinge fiera y astuta perseguidora de mi honor), y él supo della misma mi agradecimiento y voluntad escribiéndonos por su medio algunas veces; que, imposibilitados de vernos por el recato de mi marido, entreteníamos de esta suerte nuestros amorosos deseos. Sentía don Gaspar sumamente el verme casada, y yo más que él, porque no hay mayor desdicha para quien ama que tener dueño, y más si se aborrece; que esto era ya fuerza en mí, supuesto que quería a don Gaspar; y cuando no fuera por esto, por lo menos por estorbo de mi amor no me había de ser de mucho gusto su compañía. Decíame sobre esto don Gaspar, la vez que me hablaba, que era en la iglesia, mil lástimas, acompañadas de tantas ternezas que ya cuanto más apriesa subía mi amor bajaba mi honor y daba pasos atrás; y en sus papeles más por entero, porque en ellos se habla sin el estorbo del recato y dícense las razones más sentidas. Acuérdome que una noche que quiso que fuese yo testigo de su divina voz, fue con unas endechas; que si gustáis de oírlas las diré, para que me disculpéis de mi yerro, pues no es milagro que se rinda la fragilidad de una mujer a unas quejas bien dichas.

A esto respondió don García (ya de todo punto rendida su voluntad a la belleza y donaire con que la hermosa Hipólita contaba su tragedia) que antes le pedía que no pasase en silencio nada, porque la oía con tanto gusto que quisiera que su historia durara un siglo.

—Pues si es así —respondió la dama—, las endechas yo las aprendí de memoria, y creo no se me olvida ninguna. Ellas decían así:


Un imposible adoro,
por éste me atormento,
por él doy mil suspiros,
por él lágrimas vierto.

Por él dejo los gustos,
por él las penas quiero,
apetezco los males
y los bienes desprecio.

¡Ay desdichadas quejas!
¡Ay amor verdadero,
suspiros mal logrados,
cuidados sin efecto!

Dichoso pastorcillo,
de la ventura estremo,
por quien celoso lloro
y despreciado temo.

El día que los ojos
de mi ingrata te vieron,
o cegaran los suyos,
o yo naciera ciego.

Si para darme penas
crió tu gracia el Cielo,
que yo nunca naciera
fuera piadoso intento.

Y, pues hay en la Villa
otros rostros tan bellos,
exceptando a mi ingrata
pudieras triunfar dellos.

Mas, si nací cuitado,
sin ventura, ¿que espero?
sin razón me lastimo
y sin causa me quejo.

Gózala. Mas ¡qué digo!
No la goces, que muero
solo en pensar que tuya
la llama todo el pueblo.

Caminen mis suspiros
a mi ingrata derechos,
y en su pecho de mármol
se conviertan en fuego.

Mas, si la quiero ¿cómo
tan mal la deseo?
Mejor es que yo muera,
que soy el que padezco.

Así cantó, llorando
imposibles desvelos,
pasadas sinrazones
y rigurosos celos.

Un zagalejo amante,
su ganado siguiendo,
perdido por ganarle
su ganado el deseo.
 

No pudo la terneza de mi pecho ni la fuerza de mi voluntad sufrir el ver padecer a don Gaspar sin alentar su amor siquiera con un día de favor y contento, para que pudiese con él llevar con gusto tantos pesares como los que había de padecer respeto de las pocas ocasiones que me daba mi esposo; porque aunque vivía seguro de mi, o fuese respeto de su honor o fuerza de su amor, receloso como cuerdo, picaba tal vez en celoso necio. Mas Amor, que algunas veces, apiadado de ver padecer a sus súbditos, les trae por los cabellos algún breve gusto, ordenó que convidase a mi esposo un caballero su amigo para ir a caza, en cuyo ejercicio se habían de entretener dos o tres días Aceptó don Pedro el viaje, y yo, aunque me alegré sumamente, fingí desabrimiento estrañando la novedad.

En fin, él se partió a su caza, y aquella secretaria de mi flaqueza a dar aviso a don Gaspar desta venturosa suerte, a quien dijo por un papel viniese aquella noche por la puerta falsa de un jardín que caía a las espaldas de mi casa, que allí me hallaría, y por señas la puerta abierta; porque no me atreví a que entrase por la principal, respeto que mis padres, en cuya casa yo vivía con mi esposo, no lo sintiesen. Era verano, y para aguardar a mi amante hice sacar al jardín dos colchoncillos de raso y ponerlos debajo de unas parras, tomando por achaque el calor, y era la causa el retirarme de las demás criadas, que si me vieran vestida no se entraran a acostar; y no era eso lo que yo quería, pues más deseaba la soledad que la compañía, aguardando sola la de mí amante. En fin, ellas dejándome desnuda, y a su parecer dormida, se entraron a recoger. Sólo quedó conmigo la que sabía mis cosas, y esto con orden de irse luego y dejarme en el lugar donde había de combatir mi amor y mi honor, quedando éste vencido y aquél triunfante y vencedor; cuando est ando con la puerta abierta (que por no ser el jardín muy grande lo podía hacer sin que entrase nadie que no fuese visto), llegaron las criadas a decirme que su señor y mi esposo era venido; que habiendo el que iba en su compañía dado una gran caída y lastimádose mucho, se volvieron, no pudiendo proseguir la caza.

Pues como yo viese a don Pedro en casa y la dicha de mi mano en no haber venido don Gaspar, y el peligro en que estaba su vida y la mía si acertase a venir, mandé a mi secretaria que cerrase la puerta por donde había de entrar, con llave, pareciéndome que cuando viniese y la hallase cerrada se volvería, y que a la mañana avisándole lo que pasaba quedaría satisfecho, como era razón lo estuviese, pues con el legitimo dueño no hay escusa. Hecho esto, llegó don Pedro con los brazos abiertos, a quien hube de recebir con los mismos, aunque con ánimo diferente, y él alabando el lugar y la cama para remedio del calor, me dio cuenta de su venida y, desnudándose, se acostó, ocupando el lugar que estaba para mi amante.

El cual, como dentro de poco tiempo que sucedió esto llegase a la puerta y la hallase cerrada, cosa tan fuera de nuestro concierto, concibiendo desta acción pesados y locos celos, no pudiendo pensar que fuese la ocasión que le estorbaba su entrada sino otra ocupación amorosa (porque, siendo una mujer fácil, hasta con los mismos que la solicitan se hace sospechosa), ayudándole un criado saltó las tapias, que no eran muy altas, y paso a paso, por no ser sentido, se vino a buscar la causa de su atrevimiento. Había a este tiempo acabado la Luna su carrera y escondídose en su primera casa, con que estaba todo en confusas tinieblas y nosotros rendidos al sueño, y así, tuvo lugar de, rodeando el jardín, venir a dar junto a la cama en que yo y mi esposo estábamos; y como en la vislumbre viese que en ella había dos personas, no creyendo fuese don Pedro se bajó y puso de rodillas, diciendo entre sí que no era su sospecha van. Y llevado de la cólera sacó una daga, y como quisiese dar con ella a mi inocente dueño, el Cielo, que mira con más piedad las cosas, permitió que a este punto, dando don Pedro vuelta en la cama, suspiró, con lo que conoció don Gaspar su engaño y coligió lo que podía ser; y dando gracias al Cielo de su aviso, se puso de mi lado y, dando lugar a esto el sueño de don Pedro y su atrevimiento, me despertó. Yo conociendo su temeridad en tal caso, le pedí por señas que se fuese, lo cual hizo viendo mi temor, llevando en prendas con mis brazos las flores de mis labios: fruto diferente del que él pensó coger aquella noche.

Con esto, tornando a saltar las tapias don Gaspar (que por la parte de dentro eran más bajas), se volvió a su posada con la pena que se puede creer; y otro día recebí este papel que me envió, que con esto quiso hacer alarde de su gracia y de lo que sentía el verse en tal estado. El cual hizo en mí tal efeto, que, a no estar tan perdida, pudiera acabar de perderme: tan bien me parecían sus cosas.


¿Quién puede contra el Cielo
tener cólera y rabia,
que, si con ella escupe,
no le caiga en la cara?

¿Quién, si está desatinado,
contra aquel que trae armas,
de vitoria seguro
puede entrar en batalla?

¿Quién contra un poderoso,
siendo de humilde casta,
aunque viva ofendido,
podrá tomar venganza?

¿Qué pobre contra un rico,
en banquetes y galas
podrá en igual fortuna
pasar la vida larga?

¿Quién, si Amor le persigue,
contra quien no le ama,
aunque de amar se precie,
tendrá cierta esperanza?

¿Quién contra un venturoso,
si en posesión se halla,
podrá, si es desdichado,
salir con lo que aguarda?

¡Ay Cielo, cuando quise
gozar tu hermosa cara,
en poder de otro dueño
mi desdicha te halla!

Marchita mi ventura,
dudosa mi esperanza,
propria al dueño que tiene
posesión de tus gracias.

¿A quién le ha sucedido
tan notable desgracia,
que entrando a poseerte,
sin posesión se halla?
 

Como fue tan desgraciado mi amor en la primera ocasión, temía aventurarme en la segunda; mas eran los ruegos de mi amante tantos y con tantas veras que hube de determinarme; y así, aconsejándome con aquella criada secretaria de mi amor, me respondió que se espantaba de una mujer que decía tenerle, que tuviese tan poco ánimo y se aventurase tan poco; que viniese don Gaspar y entrase de noche antes de cerrarse las puertas, que ella le tendría escondido en su aposento, y que yo después de acostado don Pedro podría, fingiendo algún achaque, levantarme de su lado. Concedí con el entrar y verme en su estancia con él. Avisé a don Gaspar del concierto, ordenándole el modo que había de tener. Vino la noche, y con ella mi cuidado, porque don Gaspar y mi esposo casi entraron a un tiempo. Escondió mi criada en su aposento a don Gaspar, y yo fingiendo sueño y alguna indisposición, hice recoger la gente y acostar a mi esposo, harto desconsolado de verme indispuesta.

Estando, pues, aguardando que se durmiese para levantarme, oí grandes voces en la calle, y consecutivamente llamaban a la puerta diciendo: «¡Que se quema esta casa! ¡Fuego, fuego! ¡Señor don Pedro, mire que se abrasan! ¡Pónganse en salvo, que por la parte de arriba salen grandes llamas!». Levanteme alborotada, y apenas salí a un corredor cuando vi arder mi casa, siendo el incendio tal que el humo y fuego no dejaba ver el cielo. Y como conociese el peligro empecé a dar gritos llamando a don Pedro, y él a los criados para que acudiesen al remedio. Y fue el caso que una negra que tenía a cargo la cocina pegó una vela a un madero, junto a su cama, y, quedándose dormida se cayó la vela sobre ella, y, encendiéndose la ropa, pagó con la vida el descuido.

Estas desgraciadas nuevas, junto con mi peligro, me quitaron de suerte el sentido que cuando volví en mí fue cerca de la mañana, hallándome en casa de mi cuñado don Luis, donde me pasaron para salvarme la vida. El fuego aplacado, si bien quemada gran parte de mi hacienda, envié a saber si mi criada había escapado de tal desdicha, por saber si le había tocado algo della a don Gaspar. En fin, ella vino adonde yo estaba, de quien supe que entre los que acudieron al fracaso pudo don Gaspar librarse sin ser sentido.

Pasado este alboroto del fuego, como el de mi corazón era mayor, envié a saber de don Gaspar, el cual no acabando de encarecer su desdicha, lastimadísimo de mi indisposición, me escribió un papel con mil tiernas quejas, al cual respondí mil locuras, dándole palabra de que a la primera ocasión se vengaría de todas estas desventuras. Algunos días se pasaron en reparar el daño del fuego y aderezarse la casa, estando yo en casa de mi cuñado, como he dicho, y entreteniéndonos mi amante y yo con papeles, hasta que, vuelta a la mía y enternecida de sus ruegos y olvidada de los pasados estorbos que me ponía el Cielo para escusar en lo que ahora me veo, di orden de ejecutar el concierto pasado, en cuya conformidad avisé a don Gaspar viniese como la vez pasada. Mas fue la suerte que esta noche vino don Pedro más temprano que don Gaspar; y fue la causa que andaban por prender a un amigo de mi esposo por una muerte, y como por ser tan principal se respetaba mi casa como la de un embajador, le trujo consigo, y por estar más seguro mandó, en entrando, cerrar las puertas, no dejando a ninguno el cuidado de responder ni abrir a los que llamasen, sino tomándole para sí; de suerte que cuando don Gaspar vino ya la puerta estaba cerrada y todos recogidos.

Hallando tan mala suerte, hizo una contraseña, a la cual salió mi criada a un balcón y, culpando su tardanza le contó lo que pasaba, y que si por una ventanilla que estaba en un aposento bajo no entraba, era imposible abrir ya la puerta. Agradecióselo don Gaspar con mil palabras y promesas, y la rogó que bajase a abrir la ventana, la cual por caer a una callejuela sin salida y ser pequeña, estaba sin reja. Hízolo así mi tercera, previniéndole de que no podía entrar por ella; mas él, que con su amor lo hallaba todo fácil, pareciéndole bastante se entró por ella; y entrando la cabeza y hombros, se quedó atravesado en el marco por la mitad del cuerpo, de suerte que ni atrás ni adelante fue posible pasar. Viéndose mi criada en esta tribulación, y que si no era desencajando el marco era imposible salir, fue a llamar otra compañera, dándole a entender que era requiebro suyo; y entre las dos y el criado que traía don Gaspar, con las dagas y otros hierros sacaron el marco de la pared; mas no tan sin ruido que, oyéndolo los criados, dieron voces pensando ser ladrones, a las cuales se alborotó la casa, siendo fuerza a don Gaspar el correr, metido en su marco, y a mis criadas recogerse. Estaba yo descuidada que fuese mi amante el ladrón que alborotó la casa, porque como decían que un hombre había sido hallado quitando el marco de la ventana no hice más diligencia en saberlo, hasta que, saliendo de casa mi esposo, entró mi criada a darme de vestir, la cual me dio cuenta del suceso.

Y como las desdichas no empiezan por poco, creyendo que don Pedro no vendría tan presto, ya determinada de dar a don Gaspar el premio de tantos trabajos y fatigas, le envié volando a llamar con mi criada, y por ser todo cerca, vino luego, y, entrando donde estaba, le recebí con los brazos, siendo este el segundo favor que en el discurso de un año que nos duró este entretenimiento le di, porque el que alcanzó la noche que quiso matar a mi esposo fue el primero. Estando los dos solenizando con mucho gusto la entrada de la ventana, mi criada, que estaba en una de las de mi casa sirviendo de atalaya y espía, entró alborotada, diciendo:

—¡Ay señora mía, perdidos somos; que mi señor viene; y tan apriesa que a esta hora está dentro de casa!

Con tales nuevas, aunque pudiera enflaquecer mi ánimo, no lo hice; antes abriendo un baúl grande que estaba en un retrete más adentro, saqué de presto cuanto había dentro y, echándolo sobre una rima de colchones, hice entrar en él a don Gaspar. A este punto entró don Pedro pidiendo a gran priesa en qué hacer las necesidades ordinarias; que ese desconcierto le había vuelto a casa. En esto y en tomar unos bizcochos, por no haberse desayunado, se entretuvo más de hora y media, y aun creo que no saliera tan presto si no oyera tocar a misa y como salió de casa, yo con el mayor gusto del mundo, viendo que ya de aquella vez no podía la Fortuna quitarme el bien de gozar de mi amante, abrí el baúl; mas fue en vano, porque don Gaspar estaba muerto. Viéndole, en fin, que no bullía pie ni mano, le puse desatendadamente la mano sobre la boca, y, asegurada de mi desventura sintiéndole falto de aliento, en esto y en verle frío me aseguré de todo punto que estaba ahogado.

Entró a este punto mi criada, que no con menos lástimas que yo había cerrado el baúl, y me sacó fuera, pidiéndome ella a mí, y yo a ella, con lágrimas y suspiros consejo para tener modo de sacarle de allí, porque en todo hallábamos mil dificultades. Estando, pues, las dos solenizando lastimosamente la muerte del mal logrado de don Gaspar entró mi cuñado don Luis. El cual como me halló tan ansiada y llorosa, empezó a preguntarme la ocasión, la cual le dije, fiada en el grande amor que siempre me había tenido, aun antes de ser mujer de su hermano; y así, rematada, y casi desesperada de la vida, le dije:

—Señor don Luis: a mí me ha sucedido la mayor desdicha que a mujer en el mundo ha sucedido, la cual es tan sin remedio de mi parte que por eso me atrevo a daros cuenta della —en fin, le dije cuanto os he dicho, concluyendo con estas palabras—. Caballero sois: si me queréis socorrer, oblígueos mi desdicha, suponiendo que es Dios testigo, por quien os juro que no he ofendido a mi marido de obra, si bien con el pensamiento no ha podido ser menos. Y si sois tan cruel que no lo creéis y se lo queréis decir, haced lo que quisiéredes; que con una vida que tengo pagaré, sin quedar a deber más.

Admirado don Luis, me dijo que me quietase, y, llamando un hombre, hizo cargar el baúl y llevarlo en casa de un amigo suyo, a quien dio cuenta del caso. Abrieron el baúl y, sacando dél a don Gaspar, le echaron sobre una cama y desnudaron, y, tentándole el pulso, vieron que no estaba muerto: acostáronle en la misma cama y, poniéndole paños de vino en las narices y en los pulsos, y calentadores que ponían dentro de la cama, conocieron en él señales de vida. Viendo esto, le cerraron con llave, dejándole solo (porque todo esto lo supe yo después). Volvió don Gaspar en sí cerca ya de la noche, y como se hallase en aquella casa, desnudo en la cama, y conociese que no era la en que estaba la mía, acordándose que yo le había puesto en el baúl empezó a discurrir buscando la verdad; mas por más que pensaba hallarla no acertaba con ella. Estando en esto sintió abrir la puerta, y atendiendo a ver quién entraba, conoció a don Luis, el cual suceso le dio tal susto que fue milagro no morirse de veras, y más cuando llegándose don Luis a él y sentándose sobre la cama, le dijo:

—¿Conoceisme, señor don Gaspar? ¿Sabéis que soy hermano de don Pedro y cuñado de doña Hipólita?

—Sí por cierto —respondió don Gaspar.

—¿Sabéis —prosiguió don Luis— mi calidad y la suya? ¿Acordaisos de lo que ha pasado hoy? Pues os juro por está cruz —y diciendo esto puso la mano en la que traía en el pecho— que el día que supiere que volvéis a las mismas pretenciones pasadas, o pasáis por su calle, he de hacer la venganza que ahora dejo de hacer por haberse una miserable y loca mujer fiado de mí y estar enterado de que la ofensa de mi hermano no se ha ejecutado de obra, si bien los deseos eran merecedores del castigo.

Prometió don Gaspar obedecerle, asegurándole con mil juramentos y agradeciéndole con mil sumisiones el darle la vida, que había estado y estaba en su mano quitarle. Y, vistiéndose, se fue, determinado a no verme jamás, como lo hizo, porque fue mi nombre a sus oídos la cosa más aborrecible que tuvo, como sabréis en lo que falta de este discurso.

Yo cuidadosa de lo que había sucedido, sin tener atrevimiento de preguntarle a don Luis qué cobro había puesto en aquel desgraciado cuerpo, viendo que él no me decía nada encargué a mi secretaria el informarse en la posada de don Gaspar diestramente qué se había hecho; y fue tan a tiempo que le halló pasando su ropa a otra posada bien lejos de aquellas calles, por cumplir la palabra que había dado a don Luis. El cual apenas vio a Leonor (que así se llama la criada secretaria de mis devaneos) cuando le dijo que se fuese con Dios; que ya bastaban mis enredos y engaños y sus desdichas. Y dándole cuenta en breves palabras de cuanto le había pasado, y la que había dado a don Luis, concluyó con decirle que me dijese que mujer tan ingrata y traidora como yo hiciese cuenta que en su vida le había visto; que bien echaba de ver que había sido traza mía esta y las demás para traerle al fin que pudiera tener, a no dolerse el Cielo de su miseria. Y diciendo esto se fue, dejando a Leonor confusa; mas con todo le siguió por saber la casa a que se pasaba. Con estas nuevas volvió a mí, que el contento de la vida de don Gaspar se me volvió en tristeza, viéndome inocente en la culpa que me daba y aborrecida de un hombre que tanto quería y por quien tantas veces me había visto con la muerte al ojo y la espada a la garganta.

Con estos pensamientos di en melancolizarme, poniendo a mi esposo en gran cuidado el verme tan triste y ajena de todo gusto. Y viéndome perseguida de don Luis (que, habiéndole dado alas el saber mi flaqueza, empezó a atreverse a decirme su voluntad sin rebozo, pidiendo sin respecto de Dios y de su hermano el premio de su amor), estas cosas me traían tan fuera de mí que me quitaron de todo punto las fuerzas, dando conmigo en la cama de una gravísima enfermedad, que si Dios permitiera llevarme della hubiera sido más dichosa.

Más de un mes me olvidé en la cama, con bien pocas esperanzas de mi vida; mas no quiso el Cielo que la perdiese para más atormentarme con ella. Visitábame muy a menudo mi cuñado don Luis, y ya con amenazas, ya con regalos, ya con caricias, procuraba traerme a su voluntad.

Considerad, señor don García, mi confusión, que era en esta ocasión la mayor que mujer tuvo: por una parte me vía despreciada de don Gaspar, amándole por esta causa más que hasta entonces, si bien quebradas las alas de mis deseos, porque aunque él me quisiera, ya en mí no había atrevimiento para ponerme en más peligros que los pasados; por otra me vía amada y solicitada de mi cuñado, y amenazada dél, de suerte que me decía, viéndome abrir la boca para refrenarle y reprehenderle, que pues había querido a don Gaspar le había de querer a él; por una parte temerosa, cerrando los ojos a Dios, quería darle gusto, y por otra consideraba la ofensa que al Cielo y a mi marido hacía; y de todo esto no esperaba remedio sino con la muerte.

Ya os dije que su casa y la mía estaban juntas, que sola una pared las dividía. Pues sabréis que por un desván que estaba junto con otro mío, tan a trasmano que raras veces se entraba en él, en un tabique que le dividía abrió una pequeña puertecilla, cuanto podía entrar una persona, y esa misma noche, después de habernos recogido, entró por la parte que digo en mi casa, y como quien tan bien la sabía, tomó las llaves y abrió la puerta de la calle, seguro de cualquier impedimento, como ladrón de casa, y, abierta, se fue a la caballeriza y soltó los caballos que había en ella, que eran seis, dos de rúa y cuatro del coche; los cuales empezaron a hacer grandísimo ruido, al cual despertó el criado que cuidaba dellos, y a grandes voces empezó a pedir ayuda para recogerlos, que andaban sueltos corriendo por la calle.

Mi marido que lo oyó, se levantó y, tomando una ropa, llamó a los demás criados y salió a la calle, riñendo al mozo por el descuido que había tenido. Don Luis, que desnudo en camisa estaba en parte que lo pudo ver salir, aguardó un poco y luego se vino a la cama donde yo estaba, y fingiendo ser mi esposo se entró en ella, llegándose a mí con muchos amores y ternezas. Pues como el tiempo es tan frio como veis, porque este fue antenoche y el traidor había estado desnudo, venía tan helado que me obligó a decirle:

—¡Jesus, señor! Y ¿cómo venís tan helado?

—Hace mucho frio —respondió el cauteloso don Luis, disimulando cuanto pudo la voz.

—¿Recogistes los caballos? —repliqué yo.

—Allá andan en eso —dijo mi traidor cuñado.

Y diciendo esto y cogiéndome en sus brazos, gozó todo cuanto deseaba, deshonrando a su hermano, agraviándome a mí y ofendiendo al Cielo. Hecho esto, viendo que ya era hora de volver su hermano, dándome a entender que iba a ver si acababan los criados de recoger los caballos se levantó, sin que en mí cayese sospecha de malicia ninguna, y se volvió a entrar en su casa por la parte que había salido.

No tardó mucho en venir don Pedro, dejando ya quieto el alboroto de los caballos y recogidos los criados; y entrándose en la cama, como venía traspasado de yelo, se quiso llegar a mí, y así, le dije, reportándole algo de su deseo:

—¡Válgame Dios, señor, y qué travieso que estáis esta noche; que no ha un instante que estuvistes aquí, y agora pretendéis lo mismo!

—Sueñas, Hipólita —respondió don Pedro—. ¿Yo he vuelto aquí desde que salí a recoger los caballos?

Respuesta fue ésta que me dejó muy confusa, como quien sabía tan bien que no era sueño; y así, pensando en el caso, casi sospeché la traición, y aun me quitó el sueño pensar en ella, si bien no me atreví a replicar a don Pedro. Amaneció aun más tarde de lo que mi desasosiego permitía, y habiéndome vestido, me fui a misa, y al entrar en la iglesia ayer por la mañana, porque antenoche fue la tragedia de mi honra, hallé a don Luis junto a la pila del agua bendita, el cual como me vio llegó, tan galán como ufano, a darme el agua; y como el contento no le cabía en el cuerpo, o por mejor decir, su traición misma disponía los instrumentos de mi venganza, al tiempo que yo cortés y severa tomé el agua de su mano, apretándome la mía, me dijo paso y con mucha risa:

—¡Jesus, señor! Y ¿cómo venís tan helado?

Con cuya palabra acabé de caer en la cuenta de todo. Volví a mi casa después de haber oído misa con la inquietud que podéis pensar, y, en comiendo, como don Pedro se salió fuera no dejé paso ni lugar en toda mi casa, por escondido que fuese, que no busqué, ventana que no miré, puerta que no hice prueba della. Y como lo hallase todo cerrado y sin mácula, sospechando que con ayuda de alguna criada mía había hecho tal atrevimiento, subí al desván, más por acabar de enterarme que porque creyese hallar en él lo que hallé, que fue la pequeña puerta, la cual no había cerrado, quizá para venir por ella otras veces. Con esto ya de todo punto satisfecha, sin decir palabra me volví a mi aposento, y pensando el modo de mi venganza estuve hasta que mi esposo don Pedro vino a cenar, y como fuese ya hora, ser acostó, y yo con él, aguardando con mucho sosiego la quietud de todos los criados.

Viendo, pues, a mi esposo dormido, me levanté y vestí, y tomando su daga y una luz me subí al desván y, entrando por la pequeña puerta, llegué hasta el mismo aposento de don Luis, al cual hallé dormido, no con el cuidado que su traición pedía, sino con el descuido que mi venganza había menester, porque como ya había cumplido sus deseos dormía su apetito sin darle cuidado; y, apuntándole al corazón, de la primera herida dio el alma, sin tener lugar de pedir a Dios misericordia: y luego tras esto le di otras cinco puñaladas, con tanta rabia como si con cada una le hubiera de quitar la vida. Volvime a mi aposento, y, no mirando si por esto le podía venir a mi inocente esposo algún daño, porque por una parte mi furor y por otra mi turbación me tenían fuera de mí, puse la daga en la vaina sin limpiarle la sangre ni mirar el desacierto que hacía, pues cuando la justicia me prendiese la verdad había de ser de mi parte, y la maldad de don Luis testigo de mi abono.

Abrí un escritorio y puse en un lienzo todas mis joyas, que valdrían más de dos mil ducados; y abriendo las puertas, sin ser sentida ni dar a ninguno cuenta de mi locura, me salí de casa y fui a la posada de don Gaspar, que ya otras veces me había informado de mi criada dónde era. Llamé a la puerta, la cual me abrió un criado que ya sabía nuestras desdichas. Como me vio, espantado me dijo que su señor no había venido, porque estaba jugando.

—No importa —dije yo—; que yo le aguardaré.

Y así lo hice; sabe Dios que fue con harto temor. Vino al fin don Gaspar, y como en trando me viese, haciéndose mil cruces, con una cólera increíble me dijo:

—¿Qué libertad es ésta, señora doña Hipólita? ¿Qué buscáis en mi casa? ¿No bastan los trabajos que me costáis y los peligros en que me habéis puesto? Y el más cruel y de mayor afrenta el último en que estuve, pues con intento traidor y cruel me enviasteis a llamar para ponerme en poder de vuestro cuñado y amante.

Habíale yo dado cuenta al ingrato de cómo don Luis me quería, y por esta causa sospechó tal ingratitud de mí; y así, por que no pasase adelante en su dañada intención, con un mar de lágrimas le dije:

—¡Ay, don Gaspar, señor mío, y qué diferente es todo de lo que imagináis de lo que es! Porque entregaros a mi cuñado bien veo que fue desconcierto de mi turbación; mas ¿qué podía hacer una mujer que se vía con un hombre muerto, que tal creí que estabais, y aguardando a su marido? Bien parece que no sabes lo que pasa: a don Luis dejo muerto por mis manos, para lavar con su sangre la mancha de mi afrenta, la cual intentó y consiguió como amante desesperado; mi casa puesta en el peligro que se dirá mañana, y yo no fuera dél. Lo que importa es que al punto me saques de Valladolid y me lleves a Lisboa; que joyas traigo para todo.

—¡Ah traidora liviana! —dijo don Gaspar—. Ahora confirmo mi pensamiento, que fue entregarme a tu galán para que me diese la muerte, cansada de mi firme amor, enfadada de mis importunaciones. Y ahora que te has hartado de él, cual otra Lamia lasciva y adúltera Flora, cruel y desleal Pandora, le has quitado la vida y quieres que yo también acabe por tu causa. Pues ahora verás que como hubo amor habrá aborrecimiento, y como tuviste mal trato habrá castigo.

Y diciendo esto, me desnudó hasta dejarme en camisa, y con la pretina me puso como veis —diciendo esto, la hermosa dama mostró a don García lo más honesta y recatadamente que pudo los cardenales de su cuerpo, que todos o los más estaban para verter sangre—, sin ser bastante su criado para que dejase su crueldad, hasta que ya, de atormentada, caí en el suelo, tragándome mis propios gemidos por no ser descubierta. Y viéndome el traidor así, abrió la puerta y me arrojó en la calle, diciendo que no me acababa de matar por no ensuciar su espada en mi vil sangre. Donde, a no llegar vuestra piedad, a esta hora estuviera, si no muerta, a lo menos en las manos de los que ya me deben andar buscando. Esta es, piadoso don García, mi desdichada historia. Ahora es menester que me aconsejéis qué podrá hacer de sí una mujer causa de tantos males.

—Por cierto, hermosa Hipólita —dijo don García, tan lastimado de verla bañada en lágrimas como enamorado de su belleza—, que estoy tan airado contra el ingrato don Gaspar cuanto sentido de tus desdichas. Pluguiera a Dios que estuviera en mi mano el remediarlas, aunque pusiera en cambio mi vida. No puedo yo creer que en don Gaspar hay noble sangre, pues usó contigo tal vileza; pues cuando no mirara lo que te había querido y verte rendida en su poder, por mujer pudiera guardarte más cortesía. Mas yo te prometo que él no se quede sin castigo, pues el Cielo tiene cargo de tus venganzas, como hizo la de don Luis. Reposa ahora; que quiero, con tu licencia y las señas de tu casa, ir a ella y saber en qué ha parado tu falta y su muerte, y luego tomaremos el mejor acuerdo.

Agradecióselo la dama con los mayores encarecimientos que pudo, con lo que don García, obligado y en algo pagado de su amor, se fue a casa doña Hipólita por ver qué había de nuevo; y apenas llegó a ella cuando vio sacar a don Pedro, que le llevaban preso a titulo de matador de su hermano, cuyos indicios confirmaba la puerta que se halló en el desván, la daga, que estaba dentro de la vaina, llena de sangre, y el decir las criadas que su señora era amada de don Luis; diligencias que supo muy bien hacer la justicia visitando la casa y lo demás, y tomando su confesión a los criados y criadas.

De todas estas cosas estaba el pobre caballero tan inocente como embelesado de ver la falta de su mujer, que en faltar asimismo las joyas y el manto y haber hallado abierta la puerta daba más que sospechar; y así, sin dar disculpa ni razón fue llevado a la cárcel, dejando guardas en las casas, tanto del muerto como del preso, sin perdonar de ningún modo los criados y criadas, ni aun a sus padres de doña Hipólita. Lleno de compasión el noble don García de ver tal espectáculo, y encendido en cólera, con intento de castigar la bajeza de don Gaspar, a cuya venganza le daba fuerza el amor que en Hipólita había puesto, pareciéndole que con su vida pagaría el haberla maltratado y quitado sus joyas, llegó a su posada y, preguntando por él, le dijo la huéspeda que aquella misma mañana se había partido por la posta a Lisboa, donde le había dicho su criado que iban, porque estaba su padre muy malo.

Pues viendo don García el poco fruto que tenía su deseo y que era fuerza poner cobro en aquella dama por su peligro y el suyo, si fuese hallada en su poder (porque a esta hora ya se daban pregones que a quien dijese della darían cien escudos, y en cuyo poder se hallase pena de muerte), por esto, y más por su amor, que le tenía tan loco que no se atrevía a fiarse de sí mismo (tanto que casi disculpaba a don Luis de su yerro), se fue a la ropería y, tomando un gallardo y rico vestido, y con él los demás adherentes que eran menester para que doña Hipólita pudiese salir de allí, lo llevó él mismo y, sin querer fiarse de nadie se volvió a su posada, contando a la bella Hipólita lo que pasaba y cómo se decía que querían dar tormento a su marido: nuevas que sintió tanto que, determinada y loca, se quiso ir a poner en poder de la justicia, para que por su ocasión no padeciese el noble don Pedro y tantos inocentes criados. Mas don García reprobando su determinación, la reportó.

Y haciéndola vestir y comer un bocado, fue por una silla, y en ella la llevó a un convento de religiosas, pagando liberalmente cuanto era menester; y estando allí le aconsejó que negociase la libertad de su marido, pues estaba inocente. Hízolo la dama, escribiendo un papel al Presidente en que decía que si quería saber el agresor de la muerte de don Luis viniese a verla, que ella se lo diría. El Presidente deseoso de saber caso semejante, como todos eran principales, y aun ella deuda suya, vino con otros señores del Consejo al monasterio, a los cuales contó doña Hipólita todo lo que queda dicho, declarándose ella por matadora de su aleve cuñado y diciendo que su marido y criados estaban inocentes, y también los del muerto. Con esta relación fue el Presidente a hablar a su Majestad, el cual viendo cuan justamente se había vengado doña Hipólita, la perdonó y dio por libre, y asimismo a su marido y todos los demás presos, que antes de cuatro días se vieron en su libertad.

Sola doña Hipólita no quiso volver con su marido, aunque él lo pidió con hartos ruegos, diciendo que honor con sospecha no podía criar perfeto amor ni conformes casados; no por la traición de don Luis, que ésa, vengada por sus manos, estaba bien satisfecha, sino por la voluntad de don Gaspar, de quien su marido entre el sí y el no había de vivir receloso. Lo que le pidió fueron sus alimentos, que el noble don Pedro le concedió liberalmente. Este disgusto trujo al pobre caballero a tanta tristeza que, sobreviniéndole una grande enfermedad, antes de un año murió, dejando a su mujer y hija heredera de toda su hacienda, de quien no se tenía por ofendido, antes el tiempo que vivió la visitaba en todas ocasiones.

Viéndose doña Hipólita libre, moza y rica, y en deuda a don García de haberla amparado, visitado y animado todo el tiempo que estuvo en el convento, en el cual la regalaba con muchísima puntualidad, y más obligada del amor que sabía que la tenía (de que en el convento le había dado claras muestras), agradada de su talle y satisfecha de su entendimiento, cierta de su nobleza y segura de que estimaría su persona, se casó con él, haciéndole señor de su belleza y de su gruesa hacienda; que sola ésta le faltaba para ser en todo perfecto, pues aunque tenía una moderada pasadía, no era bastante a suplir las faltas que siendo tan noble era fuerza tuviese. El cual agradecido al Cielo y querido de su hermosa Hipólita vive hoy, con hijos que han confirmado su voluntad y estendido su generosa nobleza.

Andando el tiempo trajeron a Valladolid preso un hombre por salteador, y éste estando ya al pie de la horca, confesó que, sin el delito por que moría, merecía aquel castigo por haber muerto camino de Lisboa a su señor don Gaspar por quitarle gran cantidad de joyas que él había quitado a una dama que se había venido a valer dél, contando el suceso de doña Hipólita en breves razones; por donde se vino a conocer que el Cielo dio a don Gaspar el merecido castigo por la mano de su mismo criado, que era este que se castigaba.

Este suceso pasó en nuestros tiempos, del cual he tenido noticia de los mismos a quien sucedió, y yo me he animado a escribirle para que cada uno mire lo que hace, pues al fin se paga todo.

Dio tanto gusto la maravilla referida por don Miguel que la celebraron con mil alabanzas, dándole las gracias con agradecidos encarecimientos. Y como don Lope estuviese satisfecho de que la suya no daría menos gusto que la de su compañero, se empezó a prevenir para decirla. La cual comenzó desta suerte:

Novela octava. El Imposible Vencido

Salamanca, Ciudad nobilísima y la más bella y amena que en la Castilla se conoce, donde la nobleza compite con la hermosura, las letras con las armas, y cada una de por sí piensa aventajarse y dejar atrás a cuantas hay en España, fue madre y progenitora de don Rodrigo y doña Leonor, entrambos ricos y nobles. Era don Rodrigo segundo en su casa, culpa de la desdicha, que quiso por esta parte quitarle los méritos que por la gallardía y discreción tenía merecidos, y que por lo menos fuese defecto que quitase el emprender famosas empresas, pues lo era para él doña Leonor, única y sola en la de sus padres y heredera de un riquísimo mayorazgo. Eran vecinos, y tan amigos los unos de los otros que casi se hacía el amistad sangre, siendo la de los padres causa de que los hijos desde sus más tiernos años se amasen, hasta que llegando a los de discreción, cansado Amor de las burlas, solicitó llevar plaza de veras. Y halló en esto a favor de su paladar cuanto quiso y pudo desear, porque los dos amantes habían nacido en la estrella de Píramo y Tisbe, por cuyo ejemplo puesto en los ojos de sus padres de doña Leonor, empezaron a temer, no el fin, sino el principio; y porque les parecía que atajado éste no tendría lugar el otro, procuraron estorbar en cuanto les fue posible la comunicación de doña Leonor y don Rodrigo, pues por lo menos quitaron que no fuese con la llaneza que en la niñez.

Y como Amor, cuando trata cosas de peso, él mismo se recata y recela de sí mismo, empezaron estos dos amantes a recelarse hasta de sus mismos pensamientos, buscando para hablarse los lugares más escondidos, tomando Amor de las niñerías entera posesión de las almas, y más viendo el estorbo que les hacían sus padres, aumentando de tal suerte la voluntad que ya no trataban sino del efeto de su amor y cumplimiento de sus deseos, determinándose los dos juntos y cada uno de por sí a morir primero que dar paso atrás en su voluntad. Las dádivas facilitaron la fidelidad de los criados, y Amor el modo de verse, supliendo tal vez los amorosos papeles las ocasiones de hablarse, hablando en ellos con tanta llaneza que, sin recato de la vergüenza, que siempre malogra muchos deseos, se declaraban los más íntimos pensamientos.

Pues como a la hermosura de doña Leonor, que cada día iba en mayor aumento, se le ofrecían a cada paso a don Rodrigo mil competidores que, deseosos de su casamiento, se declaraban por sus pretendientes, temeroso que alguna vez no le quitasen a fuerza de merecimientos la prenda que más estimaba, se determinó, fiado en los suyos (que, aunque menor en su casa, eran muchos) de pedírsela a sus padres, poniendo por solícitos terceros para ello a los suyos, que, satisfechos de su nobleza y bienes de Fortuna con que, demás del mayorazgo, podían dar algunos a su hijo, se prometieron buen suceso. Mas salioles tan al revés esta confianza que, llegando al fin del negocio, se vieron de todo punto defraudados della; porque los de doña Leonor respondieron que su hija era única heredera de su casa, y que aunque don Rodrigo merecía mucho, no era prenda para un menor, y que esto solo hacía estorbo a sus deseos, los cuales, si el mayor no fuera casado, se lograran con mucho gusto de todos; demás que doña Leonor estaba prometida por mujer a un caballero de Valladolid cuyo nombre era don Alonso, el cual por hallarse en aquella sazón en la corte en la pretención de un hábito por premio de sus servicios, se dilataban las bodas.

Sintieron esto los padres de don Rodrigo, pareciéndoles agravio preferir a ninguno más que a su hijo, y desto nació entre los deudos de una parte y otra una grandísima enemistad, tanto que no se trataban como primero. Quien más lo sintió fue don Rodrigo, tanto que perdía el juicio, haciendo tantos estremos como los de su amor le obligaban, y más cuando supo que para acabar de todo punto este negocio y que muriese el amor a fuerza de ausencia, trataron sus padres de enviarle a Flandes, haciéndole trocar por esta ocasión los hábitos de estudiante en galas de soldado, mostrando con ellas más los dones de naturaleza; que a ser tan colmados los de Fortuna no viera su amor tan malogrado como a este punto le vía.

Inocente y descuidada estaba doña Leonor deste suceso, que don Rodrigo no le había querido dar parte de su determinación por que no la estorbase, temiendo lo mismo que había de responder su padre, por tener más puesta la mira en la hacienda que en su gusto; hasta que el mismo día que don Rodrigo tuvo la respuesta desgraciada de su infeliz pretención y se determinó su partida, escribió a doña Leonor este papel, en que daba cuenta de la resolución de sus padres, y de la brevedad de su viaje.

El sentimiento de doña Leonor con estas nuevas quede a la consideración de los que saben qué pena es dividirse dos que se quieren bien. Y en lo que mostró más largamente el que tenía fue caer en la cama de una repentina enfermedad que puso a todos en cuidado. Mas, animándose, una mañana que le dio su madre (con haber salido fuera) lugar para escribir, respondió a su amante desta suerte:

La pena deste soceso os dirá mi enfermedad; el remedio no le hallo, porque, demás de no haber en mí atrevimiento para dar a mi padre este disgusto, la brevedad de vuestra partida no da lugar a nada. No perdáis el ánimo, pues yo no le pierdo. Dad gusto a vuestros padres, que yo os prometo de no casarme en tres años, aunque aventure en ello la vida. Ésos lleváis de término para que alcancéis con vuestras valerosas hazañas, no los méritos para merecerme, que de esos estoy pagada y contenta, sino los bienes de Fortuna, que es en sólo lo que repara la cudicia de mi padre. El Cielo os dé vida para que yo vuelva a veros tan firme y leal como siempre.

Leyó don Rodrigo este papel con tantos suspiros y lágrimas como doña Leonor desperdició al escribirle, que fueron hartas (que llorar los hombres cuando los males no tienen remedio no es flaqueza, sino valor), y así, la tornó a suplicar, en respuesta, que, aliviándose algún tanto, diese orden que la viese, para que por lo menos no llevase este dolor en tan largo destierro. Procuró doña Leonor dar gusto a su amante, y así, engañando el mal, o que fuese Amor quien hizo este milagro, a pesar de los médicos y de sus padres se levantó el mismo día que don Rodrigo se había de partir, y para que más pudiese gozarle pidió a su madre que fuesen a oír misa a una imagen que en esta ocasión se señalaba en Salamanca con muchos milagros. Cumpliole este deseo la desdicha, que tal vez deja que sucedan algunas cosas bien para que después se sientan más los males y penas que continuamente vienen tras las alegrías.

Aguardaba don Rodrigo el coche en que iba su dama con su madre, cerca de la iglesia, tan galán como triste y tan airoso como desdichado. Llegó el coche al lugar de la muerte, que tal se puede llamar éste, pues había de ser en el que se habían de apartar las almas de los cuerpos, siendo la despedida sola una vista; y como doña Leonor iba con el cuidado que es justo, luego Amor le encaminó la suya adonde estaba su dueño, guisado (como dicen) para partir, con botas y espuelas, de que recibió tanta alteración, considerando que en el mismo instante que le vía le había de perder, que en respuesta de la cortesía que don Rodrigo le hizo con una cortés y amorosa reverencia, le dio un pesar harto grande, pues le recibió el amante viéndola caer en los brazos de su madre sin ningún sentido. La noble señora inocente destos sucesos, por no haberle dado su marido parte de las pretenciones de don Rodrigo, dando la culpa al haberse levantado, hizo dar la vuelta el coche para volverse a casa; de suerte que cuando doña Leonor volvió de su desmayo ya estaba en su cama y cercada de médicos y criadas, que con remedios procuraban darle la vida que creían tener perdida.

Aunque don Rodrigo tenía prevenida su partida, no le dio lugar Amor para hacerla dejando su sol eclipsado, y así, la suspendió hasta que por la esclava tercera de su amor supo cómo doña Leonor, más aliviada de su mal, aunque no de su pena, estaba reposando. Con cuyas nuevas se partió el mismo día, quedando la dama al combatidero de las persuasiones de su padre, que, como discreto, no ignoraba de qué podía proceder el mal y disgusto con que siempre la vía, teniendo el ausencia de don Rodrigo por el autor de todo. Mas no por eso dejaba de prevenir lo necesario para que cuando don Alonso viniese no hallase impedimento en su casamiento, si bien la dama le impedía y entretenía con decir que sus pocos años no la consentían aceptarle hasta tener más edad y más salud, para que con más acuerdo y discreción llevase la carga del matrimonio.

Llegó don Rodrigo a Flandes y fue recebido del duque de Alba, que a este tiempo gobernaba aquellos estados, con el gusto que podía tener un caballero tan noble como don Rodrigo, a quien desde luego comenzó a ocupar en cargos y oficios convenientes a su persona y calidad, sucediendo a cada paso ocasiones en que don Rodrigo mostraba su valor y hazañas, de las cuales el Duque satisfecho y contento, cada día le hacía mil honras y favores, siendo su gala y persona, discreción y nobleza, los ojos de la ciudad, no quedando dama en ella que no los pusiese en él, unas para amarle por galán, otras para quererle para marido; y él, aunque correspondía, cuerdo, con algunas, en lo secreto de su alma amaba su ausente Leonor, a quien quería tan tierno y deseaba tan firme y constante, que pudiera resucitar en su amor el dorado siglo.

Sucedió en este tiempo que estando un día con el duque de Alba, no sólo don Rodrigo, sino todos los más nobles y principales caballeros y valerosos soldados del ejército, entró una principal señora flamenca y, arrodillada a los pies del Duque, le pidió que oyese un caso portentoso y notable que venía a contarle. El Duque, que conocía la nobleza y calidad de doña Blanca (porque había estado casada con un valeroso caballero español que había servido a su Majestad con mucho acierto la plaza de Maese de campo, demás de traer ella consigo la causa para ser respetada y estimada, que era una incomparable belleza adornada de honestísima gravedad), se levantó y la recibió con aquella acostumbrada cortesía de que tanto se preció y era dotado; y, haciéndola sentar, le dijo que dijese el suceso que tanto encarecía.

Entonces doña Blanca contó en presencia de los circunstantes cómo desde a un año muerto su marido se oyó en su casa un grandísimo ruido que duró muchos días, y que habría cuatro meses que se vía en ella una fantasma, tan alta y temerosa que no tenía ella y sus criadas otro remedio más que, en dando las once de la noche (que es la hora en que siempre se vía), encerrarse en un retrete y aguardar allí hasta que, dadas las doce, se tornaba a desparecer, porque nunca jamás entraba en aquella parte donde ellas se retiraban. Acabó su plática con pedirle que mandase hacer en este caso alguna diligencia. El Duque, que como sabio consideró que si fuera fantasma (como doña Blanca decía) no tuviera lugar separado, ni llaves ni cerraduras que le impidieran el entrar adonde doña Blanca se recogía, y discurriendo en estas imaginaciones un poco, mandó a todos los que estaban allí guardar en aquel caso secreto; y como en varias ocasiones tenía experiencia del valor, ánimo y prudencia de don Rodrigo, le mandó que asistiese a la casa de doña Blanca y viese qué fantasma era aquella que la inquietaba. Besó don Rodrigo la mano al Duque por la merced que le hacía en elegirle a él para aquel caso, habiendo en la sala personas más beneméritas y de más valor que él: humildades que más hacían lucir su valerosa condición.

Volviose doña Blanca a su casa con orden que no dijese en ella que don Rodrigo había de ir a verse con aquella figura temerosa que en ella se vía, porque en esto le pareció al Duque que consistía el saber qué era. Vino la noche, y con más espacio que el animoso don Rodrigo quisiera: tal era el deseo con que estaba de ver el fin deste negocio. El cual se fue en casa de doña Blanca bien armado y prevenido, y después de haber estado en conversación basta las diez sin que en este tiempo hubiese tratado de la causa a que iba, como vio que ya podía prevenirse, la habló aparte, informándose del modo que la fantasma venía, y después de haberla ordenado que llamase un criado de los que la servían, para que le acompañase, sin que el tal entendiese para qué era llamado, concedió doña Blanca en todo, tan aficionada a la gallardía de don Rodrigo que bien le hiciera dueño de su persona y de todo cuanto tenía, diciéndole tales razones que casi se lo daba a entender.

Venido el criado, ignorante de todo, le ordenó doña Blanca que previniese una hacha, y creyendo que era para ir alumbrando aquel caballero, lo hizo, y como estuvo encendida bajó don Rodrigo con él y cerró la puerta de la calle, guardando él mismo las llaves. Vuelto arriba, sin dejar un punto el criado ni darle lugar a que se apartase dél, le dijo a doña Blanca que se fuese a recoger con sus mujeres; la cual obedeciendo, se encerró con ellas en el retrete acostumbrado, que estaba consecutivo a la sala en que don Rodrigo con su compañía quiso aguardar la fantasma. Todas estas cosas tenían admirado al criado de doña Blanca, y más se admiró cuando don Rodrigo, juntando la puerta de la sala, le mandó que se sentase, porque le había de hacer compañía, de que quisiera escusarse, mas no tuvo remedio; antes con esto confirmó más la sospecha de don Rodrigo, si bien el mozo disculpaba su turbación con su miedo; pero, ya determinado en lo que había de hacer, aguardó su buena o mala suerte.

Tenía por orden de don Rodrigo el hacha encendida en la mano, y como dieron las once se empezaron a oír unos grandes y espantosos golpes y dar unos temerosos gemidos, los cuales se venían encaminando adonde estaban, de cuyo temor el mozo empezó a temblar. Don Rodrigo, que no era necio, con más ciertas sospechas que nunca, le dijo, embrazando un broquel y desenvainando la espada:

—Gentilhombre: cuenta con la luz, que la fantasma conmigo lo ha de ver, o mirad lo que hacéis, porque no soy hombre de burlas.

A este tiempo viendo entrar aquella figura, el mozo, fingiendo un desmayo, se dejó caer en el suelo con propósito de matar de esta suerte la luz (como después se supo); mas no le sucedió tan bien, porque aunque la hacha cayó en el suelo, no se mató. Lo cual visto por don Rodrigo, acudió con mucha presteza a ella y, tomándola en la mano en que tenía la rodela, embistió con la fantasma, que ya a este tiempo estaba en medio de la sala, y de la estatura de hombre que entró por la puerta, se había hecho tan alta y disforme que llegaba al techo, y con un bastón que traía en las manos, del cual pendía cantidad de cadenas, daba golpes con que amedrentaba a las inocentes y flacas mujeres.

Don Rodrigo, que con la luz y su espada se había llegado cerca y pudo notar que en las manos traía guantes, le tiró un golpe a las piernas, que no fue menester más para rendirle, porque como venía fundado sobre unos palos muy altos, y este cimiento era falso, dio el edificio en tierra una terrible caída. A cuyo golpe doña Blanca y sus mujeres (que ya por el ruido se habían venido hacia la puerta) salieron fuera con una vela encendida, porque la hacha que tenía don Rodrigo se había muerto con el aire del golpe; el cual acudiendo al caído, le halló tan aturdido y desmayado que dio lugar a que le viese quién era, porque, en quitándole unos lienzos en que venía envuelto, fue conocido de don Rodrigo, porque era un caballero flamenco su vecino, que, enamorado della, desde que murió su marido la solicitaba y perseguía, al cual la hermosa doña Blanca había despedido ásperamente por ser casado.

Acudieron con agua, aplicándosela al rostro para que volviese del desmayo; y vuelto dél, harto avergonzado del suceso, viendo descubierta su maraña, le dijo don Rodrigo:

—¿Qué disfraz es ese, señor Arnesto, tan ajeno de vuestra opinión y trato?

—¡Ay, señor don Rodrigo! —replicó Arnesto—. Si sabéis qué es amor no os maravilléis desto que hago, sino de lo que dejo de hacer. Y pues ya es fuerza que lo sepáis, deste embeleco y disfraz, como vos le habéis llamado, es la causa mi señora doña Blanca, a la cual me inclinó a amar mi desdicha; y como el ser yo casado y ser ella quien es estorba y ataja mi ventura, harto de solicitarla y pretenderla y de oír ásperas palabras de su boca, me aconsejé con ese criado que está caído en el suelo, y entre los dos dimos esta traza, metiéndome él en su aposento desde prima noche, para que con el miedo de mis aullidos y golpes se escondiesen estas criadas y yo pudiese haber a mi voluntad a la causa de mis desatinos. Y aunque ha muchos días que hago esta invención sin fruto, todavía perseveré en ella por ver si alguna vez la Fortuna me daba más lugar que hasta aquí he tenido. Esta noche vine, como las demás, descuidado de hallar quien me descubriese; que aunque este mozo me avisaba de todo, y lo hizo de que estabais aquí cuando previno la hacha, como lo vi todo en silencio creí que os habíais ido y que todo estaba seguro; porque aunque él no volvió al aposento, pensé que era ido a sus ocupaciones, como hace otras veces, y así, me atreví a perderme como lo he hecho, pues, descubierto este enredo, es fuerza que no tenga yo buen suceso.

Más piadoso que admirado escuchaba don Rodrigo al apasionado flamenco, disculpando su yerro con su amor, y al uno y al otro la hermosura de doña Blanca; y a no ser casado el amante, hiciera todo su poder por conformar sus voluntades y lograr su amor. Mas esto, y ser el delicto tan grave por ser el dueño tan noble, le atajaba todos sus disinios, y así, le dijo que le tenía mucha lástima, por padecer sin remedio, como el ser quien era aquella señora lo decía; mas que ya no era tiempo de esas consideraciones, sino de ir delante del Duque a darle cuenta del caso, pues que por su mandado había venido a descubrirle. Esto sintió más Arnesto que la misma muerte, y así, con buenas palabras advirtió a don Rodrigo de su peligro. Él se escusó con decir que no podía hacer menos, mas que le daba su palabra de hacer cuanto pudiese por librarle.

Con esto, abriendo don Rodrigo una ventana y sacando por ella una hacha encendida, hizo señas a cuatro amigos que tenía prevenidos, hombres de ánimo y valor, que, visto la seña, fueron todos en la puerta, la cual abierta por don Rodrigo, cogiendo en medio a Arnesto y asiendo al criado de doña Blanca se fueron al palacio del Duque, que aún no estaba acostado. El cual en sabiendo la venida de don Rodrigo salió a recebirle, y como le viese tan acompañado al punto conoció la causa, y más viendo al flamenco, a quien conocía y sabía que era vecino de doña Blanca. Y como supo por entero el caso, contándole don Rodrigo cómo había pasado, coligiendo del delito no ser merecedor de perdón, por querer un hombre casado con tal invención forzar una señora tan principal y noble como doña Blanca, sin admitir los ruegos de don Rodrigo y sus amigos mandó poner en una torre a Arnesto, y en la cárcel pública a su compañero. Donde estuvieron hasta que, sustanciado el proceso y verificando el delicto con su confesión y declaración de las criadas de doña Blanca, y estando ella firme en pedir justicia, antes de ocho días la hicieron de los dos, degollando al uno y ahorcando al otro: justo premio de quien se atreve a deshonrar mujeres de tal valor y nombre como la hermosa doña Blanca.

La cual quedó tan enamorada de don Rodrigo, que por prevenciones que hacía para apartarle de su memoria, era imposible, hallándose cada día más enamorada. Era doña Blanca, demás de ser tan hermosa, muy moza, muy principal y rica, partes que, a no estar don Rodrigo tan prendado en Salamanca, pudiera muy bien estimar para casarse; mas las memorias de doña Leonor le tenían tan fuera de sí que lugar de vivir en su ausencia aun era milagro tenerle, si bien por no parecer descortés, ni tan para poco que viéndose querer estuviese tímido, tibio y desdeñoso, procedía en la voluntad de doña Blanca agradecido más que amante. Con lo cual la hermosa dama, unas veces favorecida y otras despreciada, vivía una vida ya triste y ya alegre; porque las finezas de un hombre, más cortés que amante son penas del Infierno a quien las padece sin remedio, que se sienten y no se acaban.

Visitábala don Rodrigo, unas veces obligado con ruegos y regalos (que aunque regateaba el recebirlos, muchas veces los tomaba por no parecer ingrato, sacando de deuda a su atrevimiento con enviar otros de más valor), y otras por no dar motivo a quejas y desesperaciones, que en una mujer despreciada suelen ser de mucho sentimiento. ¡Ay de ti, doña Blanca, qué mármol conquistas y con qué enemigos peleas! ¿Amante prendado de otra hermosura, quieres para ti?

Pues un día en que don Rodrigo fue a pagar las finezas que doña Blanca con él tenía, la halló cantando este romance, que, a lo que en él se ve, se había hecho al particular de su amor y de don Rodrigo, de quien sin duda sospechaba que amaba en otra parte:


Oíd, selvas, mis desdichas
si acaso sabéis de amor;
escuchad las sinrazones
de aqueste tirano dios.

Un tirano dueño adoro,
si bien en mi corazón
tuve secreto este fuego,
por venganza y por temor.

Era el sujeto que amaba
tan sujeto o otra afición,
que temí poner la mía
en contraria condición.

Con solo amarle pagaba
al alma lo que perdió
de gusto, reposo y sueño,
amando sin galardón.

¡Pluguiera al Cielo que el alma
muda estuviera hasta hoy!,
que experimentar desdenes
sirve de mayor dolor.

Declareme, selvas mías,
la voluntad se engañó,
pues he ganado tibiezas,
conquistado disfavor.

Satisfizo agradecido;
mas ¡ay de mí, que fingió!,
que si me amara de veras
no estuviera como estoy.

Si adoras, tirano dueño,
a la divina Leonor,
pedir favor es pedir
tinieblas al mismo Sol.

Lloremos, selvas amigas,
este mal logrado amor,
estos celos sin remedio,
cantando con triste voz.

Desdichado es amor
cuando empieza con celos su pasión.
 

Era la hermosa doña Blanca hija de español y de flamenca, y así, tenía la belleza de la madre y el entendimiento y gallardía del padre, hablando, demás desto, la lengua española como si fuera nacida en Castilla, y así, cantó con tanto donaire y destreza que casi dejó a don Rodrigo rendido a quejas tan bien dichas y mejor sentidas, oyendo bien y estimando más sus alabanzas en la boca de tan hermosa dama (porque jamás le sonaron mal a hombre, y más cuando la lisonja la ejercita la hermosura); y tengo para mí que a estar doña Blanca sola como estaba acompañada de sus criadas, no le guardara don Rodrigo tanto decoro a su ausente señora. Mas Amor, que estaba entonces de parte de la hermosa Leonor más que de la favorecida doña Blanca, quizá obligado de algunos sacrificios que la ausente dama le hacía, estorbó esta afición; que desde este día se empezaba a entender desta manera.

Había en la ciudad un caballero español cuyo nombre era don Beltrán, tan igual en nobleza y bienes de naturaleza a la hermosa doña Blanca cuanto corto en los de Fortuna, aunque tenía un buen entretenimiento y alguna hacienda que sus padres, que habían muerto en la misma tierra, le habían dejado; mas era tan estimado y tan bien recebido que cuando los ánimos ociosos trataban de casar las damas mozas de la ciudad, de común parecer empleaban a la hermosa doña Blanca en el galán don Beltrán, el cual la amaba con tanto estremo que casi perdía por ella el juicio. No miraba mal doña Blanca a don Beltrán hasta que llegó a ver a don Rodrigo, mas en el punto que Amor cautivó su voluntad olvidó de suerte a don Beltrán que hasta su nombre aborrecía.

Pues como anduviese deseoso de saber la causa desta mudanza, y las dádivas pueden más que la fidelidad de las criadas, por ser en guardar secreto poco fieles, supo de una de las que la servían cómo su dama quería a don Rodrigo y cómo él correspondía con ella más por cortesía que por voluntad; y fiándose en esto, no quiso llevarlo por valentías y bravatas, hasta ver si por buenas razones le obligaba. Y esa noche, al tiempo que don Rodrigo salía de casa de doña Blanca más agradecido a su amor que otras veces, se llegó a él y le suplicó le oyese dos palabras. Conociole don Rodrigo, porque los soldados, ya que no sean todos amigos, se conocen unos a otros, y con mucha cortesía le respondió que su posada estaba cerca, que si quería ir a ella o era negocio que requería otro lugar.

—Vuestra posada es a propósito, señor don Rodrigo —respondió don Beltrán—, que con los amigos no son menester esos lugares que pensáis.

Con cuya respuesta se fueron juntos a su posada de don Rodrigo, y entrando en ella y sentados juntos, don Beltrán le dijo estas razones:

—Bien sé, señor don Rodrigo, que sabéis amar y que no ignoráis las penas a que está sujeto un corazón que no alcanza lo que desea, y después que con amar, servir, solicitar y callar ha alcanzado méritos para que sea suya la prenda que estima. Y así, me escucharéis piadoso y os lastimaréis tierno de mis desdichas; que siendo vos, como sois, la causa dellas, espero, si no remedio, a lo menos favor para vencerlas. Yo, señor don Rodrigo, no os quiero cansar en contaros mi nobleza, pues con deciros que soy hijo de uno de los más calificados caballeros de Guadalajara se dice todo; sólo os digo que amé desde mis tiernos años a la hermosa doña Blanca, pues aún antes que se casase la adoraba. Fui correspondido de su voluntad en todo aquello que una principal señora, sin desdorar su opinión, pudo favorecerme, si bien no debía de ser su amor con las veras que yo juzgaba, pues en una ausencia que hice a España a tratar mis acrecentamientos dio la mano a su difunto esposo, con quien apenas vivió casada un año. Murió, en fin, y como Amor vivía aún en medio de los agravios, viendo muerto al dueño de mi prenda empezaron a alentarse mis esperanzas, volviendo a verme tan favorecido de mi dama como primero, y cuando pensé verme en su compañía atado con el yugo del matrimonio se trocó su voluntad de la suerte que sabéis, pues la tiene puesta en vos desde el día que vencistes aquella fantasma, inventada para mi desdicha; de la cual yo triunfara, quitándoos a vos y al Duque de cuidado, si doña Blanca me diera de su traición parte. Aconsejábame mi cólera que quitase de por medio vuestra persona; y lo hiciera, no porque me confieso más animoso y valiente que vos, mas porque un cuidadoso puede triunfar fácilmente de un descuidado. Mas puse los ojos en mi señora doña Leonor, que, según he sabido, es y ha de ser vuestra prenda, y así, me determiné veniros a pedir por su vida, pues la estimáis en tanto, tengáis lástima de mis desdichas, y pues doña Blanca no ha de ser para vos, que sea para mí, haciendo cuenta que con su belleza compráis un esclavo, que lo seré mientras viviere.

Con esto y algunas tiernas lágrimas dio fin don Beltrán a sus razones, dejando no menos obligado que compasivo a don Rodrigo, que como era diestro en amar hubo menester poco para enternecerse, y menos para creerle. Y después de darle a entender que quisiera querer mucho a doña Blanca para hacer más en dársela de lo que entonces hacía, supuesto que jamás había correspondido con su voluntad sino con una discreta afición y prudente correspondencia, le ofreció hacer por él cuanto le fuese posible; mas que le parecía que doña Blanca estaba en estado, según se mostraba su amante, que si no se valían de algún engaño sería por demás el reducirla. Y así, quedaron de concierto que don Rodrigo prosiguiese con su amor con muestras de agradecimiento, hasta poner a don Beltrán en posesión de la cruel dama, como lo hizo, visitándola otro día, hallándola muy ufana con los favores que la noche antes había recebido.

Don Rodrigo, que si algún deseo había tenido, viéndose obligado de don Beltrán, con haberse sujetado a pedirle remedio se le había olvidado, viendo a doña Blanca tan puesta en favorecerle la suplicó que esa noche le viese sin tantos testigos, pues Amor no los ha menester, y que se atrevía a pedirle este favor primero que se casasen porque no quería que el Duque imaginase ni supiese que mientras durase la guerra él mudaba estado. Aceptó doña Blanca el partido por no perder ocasión, y así, le dijo que viniese a las once, hora en que sus criadas y gente dormía, y que por seña, si era músico, cantase alguna cosa, porque quería gozar de sus gracias; y que ella misma le abriría la puerta para que, mediante su palabra, tomando posesión conociese su amor. Pidiole don Rodrigo, después de besarle muchas veces las manos, licencia para que le acompañase un amigo, de quien se fiaba y a quien quería hacer testigo de su ventura. Concedió en todo doña Blanca, porque como ganaba, a su parecer, un tesoro, desperdiciaba apriesa favores.

Despidiose don Rodrigo de su engañada dama y fue a buscar a don Beltrán para darle cuenta de lo que estaba trazado, que le recibió con el gusto que tales nuevas le daban. Y así, juntos, a la hora señalada se fueron adonde la dama, ya recogida su gente, los aguardaba en un balcón. Entrados en la calle, empezó don Beltrán, haciendo alarde de una divina voz de que era dotado, la seña concertada, con un laúd, y este romance:


Selvas que fuistes testigos
de mis dichas algún tiempo,
cuando yo fui más dichoso
y más constante mi dueño.

Si alguna vez, por ventura,
os obligó mi deseo,
os aduló mi alabanza
y os alabaron mis versos.

Haced vuestras hojas ojos
para verme cómo vuelvo
a obligaros con mi llanto
a mil nuevos sentimientos.

Segunda vez, selvas mías,
aqueste llanto os ofrezco
para que aumentéis con él
vuestros mansos arroyuelos.

Quiero a Laura; y no os espante
que no diga que la quiero,
porque quisiera obligarla
diciendo que la aborrezco.

Deprendí a tener amor
amándola, porque fueron
verdaderas mis finezas,
y mis cuidados inmensos.

Tratome como sabéis,
que repetirlo no quiero:
mi estrella tuvo la culpa,
o mi fineza a lo menos.

Que a un amor verdadero
le siguen penas y le matan celos.
 

Estaba ya doña Blanca tan olvidada de don Beltrán, que aunque había oído otras veces su voz no le conoció, y creyendo ser el que cantaba don Rodrigo, bajó a abrirle, y al entrar le preguntó la dama si entraba para ser su esposo. El galán que no deseaba otra cosa, le dio un sí con los brazos, y llamando al amigo, que estaba en la calle un poco apartado, prometió serlo delante dél, quedando con esto, según las costumbres de Flandes, tan confirmado el matrimonio como si estuvieran casados. Y con esta seguridad, creyendo que el que entraba era don Rodrigo, le dejó doña Blanca gozar cuanto quiso y había conquistado con tanta perseverancia, entreteniendo en esto alguna parte de la noche; que como donde estaban no había luz por más seguridad, pudo doña Blanca engañarse creyendo que el que estaba con ella era don Rodrigo, y no don Beltrán.

El cual pareciéndole que era descortesía tener tanto tiempo a su amigo en la calle y viendo que casi quería amanecer, se despidió de su esposa, y bajando juntos a la puerta, al ruido de la llave llegó don Rodrigo, que, viendo ser tiempo de descubrir su engaño, se dio a conocer a la dama, descubriéndole quién era el que tenía por él, suplicándole encarecida mente perdonase su yerro; que las pasiones de don Beltrán y su crueldad con él le habían obligado a tal; demás que él no se podía casar sino con la hermosa doña Leonor, a quien tenía hecho cédula de ser su esposo Con harto sentimiento y lágrimas escuchó la hermosa doña Blanca el suceso; mas viendo que era sin remedio, se despidió de ellos pidiendo a don Rodrigo que, pues había sido el tercero de aquel engaño, hablase a sus deudos y al Duque para que con gusto de todos se hiciese el casamiento con don Beltrán.

En este estado estaba don Rodrigo, negociando el bien de su nuevo amigo (en que se dio tan buena maña que antes de tres días los tenía ya desposados con general gusto de todos), mientras doña Leonor en Salamanca pasaba una vida bien triste y sin consuelo, por ver que no sólo se habían pasado los tres años puestos por concierto entre ella y don Rodrigo, sino que para llegar a los cuatro faltaba bien poco, entreteniendo su amor con algunas cartas que de tarde en tarde recibía, porque aunque don Rodrigo conocía el peligro en que estaba, ni se atrevía a pedir licencia al Duque, por no haberse acabado la guerra (ni él se le diera en tal ocasión), y a sus padres, con su poca edad y menos salud (que a fuerza de tristezas la tenía bien gastada), y ellos a su esposo (que ya estaba, un mes había, en la ciudad) con las mismas escusas, no atreviéndose a disgustar a su hija (que por no tener otra la querían tiernísimamente), si bien andaban tan cuidadosos que no perdían las ocasiones que podían alcanzar para asegurarse de las sospechas que tenían de que la ausencia de don Rodrigo era la mayor causa de su tristeza.

Pues un día que la hermosa dama, combatida de sus padres, apretada de su amor y desesperada desta ausencia, se hallase sola en un retrete, no pensando que había quien la escuchase, soltando las corrientes de sus divinos ojos empezó a quejarse desta suerte:

—¿Qué rigores y castigos son éstos, Amor, con que así consumes y acabas mi paciencia? ¿Cómo tratas tan mal a los que te sirven y atormentas a los que te obedecen? ¿En que te ofende mi constancia? ¿En qué te desagrada mi firmeza, que así gustaste de traerme al punto en que estoy, derribándome del dichoso estado que gozaba cuando con las inocencias de la niñez no me privabas de lo que ahora que la discreción sabe conocer y estimar me hizo perder mi desdicha? ¿Con qué te alientas, esperanza mía? ¿Con qué crecéis, deseos, y con qué aumentáis, pasiones amorosas, si ya no solamente ausente vuestro dueño no vuelve a cumplir la promesa que hizo en su partida, sino que aun las cartas con que se animaban mis flacas fuerzas os niega aquel ingrato que es causa dellas? ¡Ay don Rodrigo, y cuán diferente haces de lo que decías! ¿Tú eres el amante, el firme, el leal y el que decía que aun después de muerto vivirían en ti las memorias de mi amor? Tres años llevaste de término para volver a confirmar con tus obras tus palabras. Fiada en ellas he resistido un mar de desdichas, un siglo de importunaciones, y más que arenas de la mar ni estrellas el cielo de amenazas y penas; no sólo en los tres años de nuestro concierto, sino en el cuarto, que ya está casi al fin. Y yo más que él, pues ya ni puedo entretener a mis padres ni olvidarte a ti. ¿Qué escusas les daré ya que sean bastantes? ¿Qué medios tomaré que sean lícitos? Pues si los obedezco te pierdo, y si los disgusto no te gano, pues aún todavía vives ausente y olvidado de mí, cuando yo estoy metida en un caos de confusión, donde amor y obediencia, ausencia y constantia combaten, consumen y amenazan mi vida. ¡Ay hombres engañosos, y qué desdichada es la que os cree! Si os despedimos, a la vergüenza llamáis crueldad; al recato, desdén; a la honestidad, ingratitud, y a los pensamientos honrados, desvíos. Pues si os admitimos, no os fundáis sino en engaños, no nos rendís sino con mentiras. Si nos rendimos y negándonos a nosotras mismas os ponemos en posesión, luego desestimáis y entibiáis el gusto, pensáis desabrimientos y tratáis con despegos. Si estáis celosos, injuriáis; si cansados, ofendéis; si aborrecidos, dais pesares, y finalmente, si os veis queridos, vivís descuidados. Y cuando ya queréis sacudir la cerviz del yugo cerrando los ojos a todas las obligaciones, luego halláis testimonios con que pagáis cuanto por vosotros habemos hecho. ¡Y que seamos tan necias que no tomemos ejemplo unas de otras y nos aventuremos al mismo peligro que hemos visto padecer a la parienta o amiga! Y luego, por cubrir vuestras faltas os quejáis de nuestra inconstancia, os ofendéis de nuestra firmeza, llamando perseguiros a lo que es amaros. ¿Quién pensara, don Rodrigo ingrato, que en tan tiernos años, en tanta nobleza y en tanto recato como vivo, habías de ser tú el motivo, no sólo de mi tormento, sino del conocimiento de las falsedades de los hombres? ¿En qué ofendió Dafne a Apolo, que en lugar de llamarla honesta y recatada la llamó ingrata y desconocida? ¿En qué Olimpa a Vireno, que por amarle negó sus padres, patria y honor, para darle tan cruel pago como al fin la dio? Y ¿en qué te ha desagradado a ti mi fineza, mi constancia, mi perseverancia y firmeza, para que trates tan ingratamente mi amor? ¿Qué les podré decir a mis padres que sea creída, ni qué disculpa daré que me la admitan? ¿Dejareme vencer de sus importunaciones? Sí, que son padres y no pueden desearme cosa que no me esté muy bien; y cuando me estuviese mal, déboles el ser y el mayor amor que pensar se puede. Pues ¿en qué podré pagarles sino en obedecerles y darles gusto? Mas si se le doy, ¿cómo cumpliré con mi amor? ¿Cómo con mi don Rodrigo? El cual puede ser que alguna forzosa ocasión no le ha dado lugar a venir al tiempo señalado. ¿Podré vivir sin él? No. Pues si he de morir perdiendo a don Rodrigo, morir quiero, sin que otro dueño ocupe ni el alma ni el lugar que como a esposo le he dado en mi imaginación. Contradiré a mis padres, sufriré sus rigores, no huiré sus castigos, y si muriere, moriré constante; que no puede ser sino que mi esposo, si ahora me olvida, después de muerta por sólo su causa me agradezca mi firme amor. ¿Qué son cuatro años ni cuatro mil? ¿He de tener yo menos valor que Penélope, que no he de bastar a persuadir a los que me obligan a casarme para que me dejen aguardar a mi querido esposo? No por cierto; y caso que no haya otro remedio, la muerte es lo último.

Con estas palabras la hermosa Leonor cobró tanto valor que casi le pareció poco todo el poder del mundo para torcerla de su propósito. Y así, enjugando sus lágrimas se fue con sus criadas más consolada con haber desfogado sus pasiones; que todo fuera muy a su gusto si desde que se entró en el retrete a decir sus quejas, su madre (que, como he dicho, andaba muy cuidadosa de saber la causa de sus tristezas) no la hubiera oído y sacado por ellas quién fuese la causa de no querer casarse su hija. Y para más asegurarse, esa misma noche, en sintiéndola dormida, le cogió las llaves de un escritorio y en él halló bastante desengaño con las cartas de don Rodrigo. Las cuales después de leídas dejó como estaban, y, tornando a cerrar, puso la llave adonde la había hallado.

Habló del caso a su padre, y viendo los dos que persuadirla, amando, era escusado, ordenaron entre los dos una carta, poniéndola en nombre de un criado que don Rodrigo había llevado y ellos conocían, en que le avisaba cómo su señor se había casado con una señora flamenca muy rica y hermosa, cuyo dote había venido a su propósito. Esta carta se dio a sus padres de don Rodrigo, los cuales, aunque no lo tuvieron por muy cierto, por no avisarle su hijo dello, con todo esto la divulgaron por la ciudad, de suerte que, como las nuevas en siendo malas no se encubren, llegaron a los oídos de doña Leonor, que, midiendo la inconstancia de los hombres con su desdicha y viendo que el tiempo que decían había que se había casado era el mismo, poco más o menos, que don Rodrigo no la escribía, las creyó luego; y desesperada de remedio cuanto deseosa de venganza, pareciéndole que no la podía tomar mayor de sí misma y de su amante que con rendirse a un tirano dueño (que así llamaba al esposo que sus padres le daban), si bien llorosa y triste, en sabiendo su desdicha dio la mano a don Alonso, celebrándose en Salamanca sus bodas.

Quien viere a doña Leonor casada hoy con diferente dueño del que sus pasiones prometían, parece que podrá culpar la inconstancia de las mujeres, pues habrá quien diga que no debiera creerse tan de ligero de la primera información; mas desta culpa la absuelve el haber pasado un año más del concierto. Pero lo que más disculpará y hará verdadero su amor será el suceso que del casamiento resultó. Y así, en tanto que goza a su disgusto los enfadosos regalos de su esposo (a quien aborrecía aún antes de casarse, porque no tan sólo en dándole la mano se arrepintió, mas aún antes de habérsela dado), de cuyo disgusto se dejó vencer de una tan profunda melancolía que tenía no sólo a su marido, mas a sus padres enfadados, pásela, pues creyó un engaño tan grande, que yo me paso a Flandes, donde don Rodrigo inocente y temeroso deste suceso, después de ver a doña Blanca y a don Beltrán en posesión de su amor, el galán más enamorado y la dama muy contenta, siguiendo valerosamente en su ejercicio de la guerra y teniendo el Duque en esta ocasión muy valerosos soldados en su compañía, y viendo ser don Rodrigo de los que más señaladamente se aventajaban en todas ocasiones, le honró con una compañía de caballos, en cuyo ejercicio hizo valerosas hazañas.

Sucedió en este tiempo el señalado saco de Amberes, tan solenizado y sabido de todos, y viendo don Rodrigo que a traer la nueva a la católica y prudente majestad del rey don Felipe Segundo había de venir algún caballero, y considerando que esta ocasión era la misma que él siempre deseaba, fiado en sus valerosos hechos pidió por merced al Duque le honrase con este cargo. Concediole el Duque esta petición, y mucho más que pidiera, por conocer ser merecedor de mayores acrecentamientos, con lo cual más contento que en su vida estuvo se puso por la posta en España.

Llegó a la corte, dio las nuevas, y en albricias dellas, después de haberle hecho su Majestad mil honras, le hizo merced de un hábito de Santiago y cuatro mil ducados de renta. Y con estas grandezas, fenecida la ocasión de estar en la corte, se fue a descansar a su patria con intento de pedir por esposa a su querida señora, o en caso que se la negasen, mostrando la cédula sacarla por el vicario. Llegó a Salamanca, y después de haber desengañado a sus padres de las falsas nuevas que de su casamiento habían tenido, con pedirles que de nuevo tornasen a tratar sus bodas con la bellísima doña Leonor, y oído dellos una respuesta tan cruel como la de haberse casado, el más desesperado, triste y confuso que en su vida estuvo, harto de lastimarse y sentir tal desdicha y cansado de atormentarse con imaginaciones, se salió de casa con intento de hablar a doña Leonor y, en diciéndole su sentimiento, culpando su poca lealtad, dar la vuelta a Flandes y morir sirviendo al Rey.

Llegó a su casa a tiempo que estaba la triste señora en un balcón della, más rendida que nunca a sus tristezas y melancólicos pensamientos; porque, demás de haberse casado (como he dicho, por parecerle, irritada de cólera, que se vengaba así de su ingrato dueño, y estos casamientos hechos con tales designios siempre paran en aborrecimiento), era el marido celoso, y no de mejor condición que otro, y tras esto, amigo de seguir sus apetitos y desconciertos, sin perdonar las damas ni el juego: causas para que doña Leonor le hubiese del todo aborrecido, y él viendo su despego, no la trataba muy amorosamente, y estas cosas la traían sin gusto.

Pues como don Rodrigo la vio tan triste se paró muy turbado a mirarla, tanto que la dama tuvo lugar, volviendo de su suspensión, de reparar en aquel soldado, que tan galán y cuidadoso la miraba, y conociendo a don Rodrigo, dando un grandísimo grito se cayó de espaldas en el suelo, dando con el cuerpo un grandísimo golpe, dejando a don Rodrigo tan turbado que le pesó mil veces de haberse puesto delante de sus ojos, por no darle tal pesar. Al ruido que hizo con la caída acudieron su madre y criados, y hallándola a su parecer sin ningún sentido, creyendo ser algún desmayo la llevaron a la cama y, desnudándola, la pusieron en ella y con toda priesa enviaron criados, unos a buscar a su marido y otros a traer los médicos. Y éstos venidos, haciéndole mil diligencias y remedios sin provecho, ya con unturas y fomentos, ya con crueles garrotes, cansados de atormentarla declararon que era muerta: nueva bien rigurosa, no sólo para su casa, sino para toda la ciudad; que como se publicó su repentino fin, generalmente la lloraba, sintiendo todos como propria suya la pérdida de tan hermosa dama. Pues si a los que no le tocaba esta desdicha la sentían, ¿qué sería a quien la tenía en el alma, que era don Rodrigo, que aún no había salido de la calle, esperando saber de algunos el suceso de tan cruel desmayo?

De que le desengañaron presto los gritos que en casa de la dama se daban; mas, queriendo más por entero saber suceso tan lastimoso, lo preguntó a un criado que salía, que como le dijo que su señora se había caído muerta fue milagro no morir también. Recogiose a su casa luego que supo que por orden de los médicos la aguardaban treinta y seis horas, donde hacía y decía las lástimas que en tal caso se puede pensar. Pasó el término señalado, y, visto que era en vano aguardar más, la llevaron a la iglesia mayor, donde tenía su capilla y entierro, y poniéndola en una caja de terciopelo negro, como todos los de su linaje, la metieron en la bóveda, que era una hermosa sala debajo de tierra, con unos poyos donde ponían las cajas. Tenía en la testera un rico altar de un devoto crucifijo, en el cual se decían muchas misas.

Supo don Rodrigo cómo su querida Leonor estaba ya en la bóveda, y con las ansias amorosas que le apretaban el corazón, apenas fue de noche cuando se fue a la iglesia, donde halló al sacristán que estaba cerrando con llave la puerta de la bóveda, porque subía de encender las lámparas; y después de muchos ruegos le dio una cadena de valor de cien escudos y pidió que le dejase ver a la hermosa doña Leonor. No fue muy dificultoso el alcanzarlo del sacristán, visto el interés, a quien todo es fácil, y así, cerrando la iglesia se bajaron juntos a la funesta estancia y, descubriendo la caja, empezó el amante caballero a abrazar el difunto cadáver, como si tuviera algún sentimiento, a quien, bañado en lágrimas, empezó a decir:

—¿Quién pensara, querida Leonor, que cuando habías de estar en mis brazos había de ser a tiempo que no tuvieras alma ni sentimiento para oírme? ¡Ay de mí, y cómo has pagado bien el yerro que hiciste en casarte, siendo yo vivo! Cruel estuviste en hacerlo, mas mucho más lo has estado en darme tan crecida venganza. Vivieras tú, hermoso dueño mío, aunque fuera en poder ajeno; que a mí me bastara sola tu vista para vivir alegre.

Diciendo estas y otras palabras de tanto sentimiento, que ya el sacristán que le acompañaba le ayudaba con muchas lágrimas, volvió los ojos al altar en que estaba el devoto crucifijo, y como ni por amante ni por desdichado perdiese la devoción, se arrodilló delante dél, y después de haberle pedido perdón de haber en su presencia hablado con aquella difunta de aquella suerte, con una devota y fervorosa oración le pidió su vida, pues para darla a los muertos había ofrecido la suya en la cruz, proponiéndole una promesa de gran valor. ¡Oh fuerza de la oración que tanto alcanzas! ¡Oh piadoso Dios que así oyes a los que de veras te llaman! Pues apenas acabó don Rodrigo de pedir con piadoso y devoto afecto cuando fue oído con misericordia, porque, sintiendo ruido en el ataúd en que estaba doña Leonor, volvió la cabeza y vio que, alzando la dama las manos, se las puso en el rostro con un ¡ay! muy debilitado, a cuyo sentimiento acudió don Rodrigo y el sacristán, y vieron que, aunque no había abierto los ojos, empezaba a cobrar aliento; y así, determinaron sa carla de allí, por que si volviese de todo punto no se hallase en tan temerosa parte.

Y con esto, dando don Rodrigo gracias a Dios, cargó con el amable peso, mandando al sacristán cerrase la caja como estaba, y, subiendo con él a la iglesia, le puso sobre una alfombra, pidiendo al sacristán le fuese por un poco de vino y biscochos para darle algún aliento si volviese del todo. Fue el sacristán, y apenas le vio don Rodrigo fuera de la iglesia cuando, tomando en brazos a su dama se fue con ella a su casa, donde la quitó el hábito en que estaba metida y la acostó en Su cama. Cuando el sacristán volvió y no halló al caballero ni la dama, y no conociese el ladrón de el amoroso hurto, no hizo más que cerrar la iglesia y subirse a su aposento con lo que pudo recoger de vestidos y camisas; y dejando las llaves colgadas de un clavo se fue en casa de un amigo, donde estuvo retirado hasta ver en qué paraba este suceso.

Don Rodrigo muy contento por ver que doña Leonor iba cobrando apriesa con el calor la vida, la empezó a llamar por su nombre, rociándole el rostro con vino y aplicándola paños mojados, y lo mismo a las narices, con que acabó de cobrar sentido. Y como abriendo los ojos vio a don Rodrigo, sin que otra persona estuviese a su cabecera sino él, admirada de verse allí, como quien mejor sabía dónde se había visto (como después se dirá), le preguntó, estrañando el lugar, dónde estaba (porque hasta entonces no sabía dónde había estado). A lo cual don Rodrigo satisfizo contándole lo que queda dicho, confirmando doña Leonor el milagro de haber vuelto a este mundo con lo que adelante se verá.

Concertaron los amantes de irse otro día a Ciudad Rodrigo, donde don Rodrigo tenía deudos, y desde allí, sacando recados para sus amonestaciones, desposarse pasados los términos dellas. Para lo cual, antes de ponerlo por obra, consultó don Rodrigo el caso con un teólogo, el cual le dijo que lo hiciese, haciendo leer sus amonestaciones en Salamanca, teniendo por sin duda que Dios había vuelto a doña Leonor a este mundo para que cumpliese la primera palabra. Dio don Rodrigo a entender a sus padres que se iba a Ciudad Rodrigo a divertirse con sus deudos; y con esta licencia y su dama se partió esa noche misma, siendo la segunda de haber cobrado doña Leonor la vida. La cual había cobrado el ánimo, mas no la color; que ésa jamás volvió a su rostro.

En estando en Ciudad Rodrigo nuestro caballero, envió a sus padres un proprio pidiéndoles que para cosas que importaban a su quietud se viniesen por ocho días a aquella ciudad; que, venidos a ella, con lo que sabrían le disculparían de tal petición. Ellos, que ya otras veces solían hacer este viaje cuando iban a ver a sus parientes y holgarse con ellos, se pusieron en un coche y se fueron a ver con su hijo; que como entrasen en su posada (que era la casa de una hermana de su madre, viuda muy rica) y viesen a doña Leonor, no dando crédito a sus ojos le preguntaron quién fuese, satisfaciendo don Rodrigo a su pregunta con decirles lo que queda dicho, y todos juntos daban muy contentos gracias a Dios, que tantas mercedes les había hecho. Sacáronse los recados para amonestarse y enviáronlos a Salamanca, al cura de la iglesia mayor, que era la parroquia de todos; el cual, aunque echó menos al sacristán, como halló la plata y ornamentes de la iglesia cabal, creyó que le hubiese sucedido algún caso que le movió a ausentarse; mas no se echó menos la dama.

Sucedió que todas tres veces que se leyeron las amonestaciones estaban en la iglesia sus padres y marido de doña Leonor; mas aunque oyeron el nombre de su hija y los suyos mismos, estando seguros de que era muerta y la habían enterrado no cayeron en ello, creyendo que en una ciudad tan grande como en Salamanca habría otro del mismo apellido y nombre. Pues como los términos de las amonestaciones pasaron sin haber impedimento ninguno, aunque de industria se leían públicamente, se desposaron, gozando don Rodrigo de su amada prenda. Y quedando de concierto de allí a un mes venirse a velar a Salamanca, y porque entonces se habían de hacer unas fiestas muy grandiosas de toros y cañas, se volvieron sus padres a su casa a prevenir lo necesario para las bodas.

Llegado el aplazado día, habiendo cuatro que don Rodrigo y su esposa con muchas damas y caballeros habían llegado de secreto a Salamanca y aposentádose en casa de sus padres, cubiertos todos de galas y riquezas entraron en la iglesia para velarse a tiempo que los padres y marido de la novia estaban en ella oyendo misa, porque don Alonso aficionado a una dama que asistía en ella, era muy puntual en el galantearla: pues como viesen una boda de tanto aparato y grandeza pusieron los ojos en la bien aderezada y gallarda novia, y como naturalmente la conociesen, por ser los unos sus padres y el otro su marido, aún no creyendo sus mismos ojos, cada uno por su parte preguntaron quién era, porque al novio ya le habían conocido. Y como les dijesen el nombre, más admirados, engañándose a sí mismos y no pudiendo creer que fuese la misma, por haberla visto muerta, entre el sí y el no dieron lugar que se velasen.

Había en este tiempo don Alonso salídose de la iglesia a llamar algunos amigos y avisar la justicia, enterado de que era su mujer la misma que había visto casar. Pues como se quisiesen los nuevos casados y su acompañamiento salir de la iglesia, su madre de doña Leonor con menos sufrimiento que los demás, se levantó y, llegándose cerca della, la estuvo mirando atentamente, y como de todo punto la conociese, con pasos desatentados se fue a abrazar con ella, diciendo:

—¡Ay querida Leonor, hija mía! Y ¿cómo es posible que tu corazón puede sufrir el no hablarme?

Doña Leonor que vio a su madre tan cerca de sí, abrazándose con ella empezó a llorar. Llegó en esto su padre y el de don Rodrigo, y visto que allí era alborotar la gente, procurando saber el fin deste caso las apartaron, y todos juntos se entraron en los coches, donde mientras tardaron de llegar a una casa que en la plaza tenían aderezada para comer y ver las fiestas, supieron el caso como queda dicho; y sabiendo que don Rodrigo y sus padres no determinarían de hacer tal sin acuerdo de teólogos y letrados, considerando los caminos que Dios tiene para efetuar su voluntad y descubrir sus secretos, le dieron muchas gracias, disponiéndose a defender por justicia la causa, si don Alonso, como pensaban, les pusiese pleito.

Llegando, en fin, donde les esperaban las mesas, y habiéndose servido la comida, se salieron a los balcones a ver las fiestas, donde en uno muy aderezado y guarnecido se sentaron los novios. Don Alonso, que sólo esto aguardaba, cercado de sus amigos, todos a caballo pasearon la plaza, siendo siempre el blanco y paradero de sus paseos enfrente del balcón en que estaban los recién casados, ya recelosos de lo que don Alonso intentaba. El cual, como con sus amigos, y entre ellos el Corregidor, se acabaron de resolver de que aquella dama era su misma mujer, la que habían visto muerta y la que habían enterrado dos meses había, don Alonso pidió justicia al mismo Corregidor, dando querella de doña Leonor y don Rodrigo; y con esto la gente comenzó a alborotarse. Hizo el Corregidor su embargo, a lo cual don Rodrigo, que no aguardaba otra cosa, se puso de pechos sobre el balcón, y dijo:

—Señores: yo no niego que esta dama es doña Leonor, hija de los señores don Francisco y doña María, que están presentes, y mujer que fue del señor don Alonso; mas también advierto que estoy legítimamente casado con ella. El cómo me casé con ella diré en otro lugar. Vuesas mercedes se sosieguen y dejen pasar las fiestas; que pues esto ha de constar por información, yo la tengo tan en mi favor que no recelo siniestra sentencia.

Daba voces don Alonso que depositasen a doña Leonor en parte segura. Hízolo el Corregidor, mandando a su mujer, que estaba en la plaza, que llevase consigo a doña Leonor. Con esto, y quitar las espadas a don Alonso y don Rodrigo, y mandarles sobre su palabra que pasadas las fiestas tuviesen por prisión su casa, otro día, los padres de don Rodrigo, viendo que aquel pleito era más de la justicia eclesiástica que de la seglar, pidieron al Obispo por una petición que pidiese los presos. El cual lo hizo, y tomando su confesión a don Alonso, que ya había hecho su pedimento ante él, dijo que doña Leonor, que era la misma que don Rodrigo llamaba su mujer, era suya, a la cual, vencida de un desmayo, por engaño de los médicos habían enterrado; y que supuesto que faltaba de la bóveda donde la habían puesto, y estaba viva, que él quería que antes de todas cosas se le entregase la dama, y con ella su dote, de que estaba despojado por las falsas nuevas de su muerte.

Presentó información. A lo cual respondió don Rodrigo que doña Leonor era legítimamente su mujer por una cédula, la cual no había cumplido por la fuerza que sus padres la habían hecho, engañándola diciendo que él se había casado en Flandes. Y cuando sin engaño se hubiera casado, que ya no podía el primer marido tener derecho, porque la muerte disuelve el matrimonio; y respeto desto aquella señora era suya, y no de don Alonso, porque ella había sido verdaderamente muerta, y no desmayada, como constaba de la declaración de tres médicos y haberla tenido treinta y seis horas después de muerta, doce mas de las que manda la ley. Y que él viéndola enterrar, había vencido con dineros la fidelidad del sacristán, deseoso de ver en sus brazos muerta la que no había merecido viva, y que, por fin, había entrado en la bóveda, donde, cansado de llorar, se había vuelto a un devoto Cristo que allí estaba, a quien fervorosamente había pedido su vida; y que su divina Majestad, como el más justo juez, se lo había concedido, como vían, dándole nueva vida para que él como legítimo dueño la gozase. Y de que era verdadero poseedor lo decían sus diligencias, siendo con justo titulo su mujer, pues para su casamiento, demás de haberse aconsejado con teólogos, habían precedido todas las solenidades que pide el santo concilio de Trento.

Mandó el Obispo venir a doña Leonor y que hiciese su declaración; la cual dijo que ella era verdadera mujer de don Rodrigo por muchas causas. La primera, que ella le había dado palabra, la cual no había cumplido por haberla forzado sus padres con amenazas y darle a entender que se había casado; y que por esta causa había dado el sí forzada, como lo podía decir el mismo don Alonso, pues jamás había podido acabar con ella que consumasen el matrimonio, por cuya causa habían tenido entre los dos muchas rencillas y disgustos, obligándola a disimular la cudicia de la hacienda. Demás desto, que ella naturalmente había sido muerta, refiriendo algunas cosas que bastaron a hacer patente esta verdad (que por no ser de importancia al suceso se ocultan), y últimamente, que ella estaba en poder de don Rodrigo, al cual conocía por marido, y no a otro.

Visto esto, y el parecer de muchos teólogos y letrados, mandó el Obispo que la dama se entregase a don Rodrigo, desposeyendo a don Alonso de la mujer y hacienda, con lo cual el dicho don Rodrigo gozó de la hermosa doña Leonor muchos años, aunque pocos según su amor, si bien por señal de su muerte jamás la dama cobró su hermosa color. Murió doña Leonor primero que su marido, si bien se llevaron el uno al otro pocos meses, dejándole un hijo que hoy vive, casado, siendo en su tierra muy querido. Con que se verá en esta verdadera y octava maravilla el mayor imposible vencido.

Noche quinta

Para lisonjear la quinta noche de la bien sazonada fiesta que a la hermosa Lisis habían hecho aquellas Pascuas sus amigas, amaneció el día el más alegre que pudiera pensar entendimiento humano, porque siendo diciembre parecía mayo, y siendo invierno, primavera. Y con esto, todas aquellas damas alegres y satisfechas se adornaron rica y costosamente; que como el arte cayese sobre tanta hermosura, poco es decir que parecían estrellas. Digamos era cada una un cielo, donde los soles de sus ojos daban vida a cuantos los miraban. Se fueron a la posada de Lisis, que, agradecida al Cielo de verse libre de sus enfadosas cuartanas (en nombre de voto a la Virgen del Carmen), había sacado una costosa y nueva gala: era la basquiña, jubón y escapulario de lama de plata noguerada, y sobre ella, bordado con entorchados de plata, muchas memorias y cifras, que hacían en el campo noguerado vistosos lazos; la ropa, de lama blanca, bordada de las mismas memorias, salvo que los entorchados eran de seda noguerada, y de lo mismo guarnición de alamares; cinta de diamantes, y al cuello una imagen de moderada grandeza, cuyo manto blanco eran diamantes, por ser el vestido leonado. Estaba Lisis tan hermosa y bien aderezada, que pudiera desearla por su prenda el rey de la tierra, y pudieran ser buenos testigos la tristeza de don Juan y el contento de don Diego.

En oír misa y recebir los convidados se pasó la mañana y llegó la hora de comer, que, sentados a las mesas, fue la comida de las más suntuosas y regaladas que pudo pedir el gusto ni ofrecer la imaginación. Levantadas las mesas, gastaron la tarde en juegos y bailes; hasta que, cerrando la noche, siendo ya hora de empezar las maravillas, tomando Lisis su instrumento y los músicos los suyos, prevenidos todos que los versos que se habían de cantar eran ajenos (por que no creyesen que a los pasados devaneos se habían hecho ni que ya tenía memoria dellos), en fin, callando todos, cantaron así:


Ya por el balcón de Oriente
muestra la madeja riza
el Alba, quitando al Sol
de la noche la cortina.

Ya vierte la copia hermosa,
de olorosas flores rica,
y con aljófar y perlas
los floridos campos pisa.

Ya el Sol fulminando rayos
dora las peñas altivas,
borda los soberbios montes,
mira las playas vecinas.

Ya brota el suelo claveles,
acantos y maravillas,
madreselvas, alhelíes,
azucenas, clavellinas.

Los pajarillos se alegran,
cantando amorosas liras
saltan los mansos arroyos,
murmuran las fuentecillas.

Sólo llora Marfisa,
cuando los campos vierten alegría.

Adora un ingrato dueño,
cuya condición esquiva
los más libres pechos prende,
mata las más libres vidas.

«¡Qué es esto, campos hermosos!
(con lágrimas les decía).
Parece que de mi pena
nace vuestra gloria misma!

Si porque lloro os reís,
detened, campos, la risa,
pues es más piadoso oficio
llorar las pasiones mías.

Selvas que escuchando estáis
los pesares que en mí habitan,
y a mis muertas esperanzas
cubrís con cenizas frías:

si estas lágrimas que veis
a lástima no os obligan,
cuando yo os llamare ingratos
la culpa es vuestra, no mía».

Así llora Marfisa,
cuando los campos vierten alegría.
 

Habiendo dado fin a la música y no al romance, porque de acuerdo de Lisis y los músicos dejaron la otra mitad para la última maravilla, ocupó don Juan su asiento, y en él los ojos todos aquellos caballeros y damas, y más Lisarda, que como amante solenizaba todos sus aciertos. Viendo, pues, don Juan que todos callaban, empezó su maravilla desta suerte.

Novela novena. El Juez de su Causa

Tuvo entre sus grandezas la nobilísima ciudad de Valencia por nueva y milagrosa maravilla de tan celebrado asiento la sin par belleza de Estela: dama ilustre, rica, y de tantas partes, gracias y virtudes, que cuando no tuviera otra cosa de que preciarse sino de tenerla por hija, pudiera alabarse entre todas las ciudades de el mundo de su dichosa suerte. Era Estela única en la casa de sus padres, y heredera de mucha riqueza que para sola ella les dio el Cielo, a quien agradecidos alababan por haberles dado tal prenda. Entre los muchos caballeros que deseaban para honrar con las hermosas de Estela su nobleza, fue don Carlos: mozo noble y rico, y de las partes que pudiera Estela elegir un noble marido, si bien Estela, atada su voluntad a la de sus padres, como de quien sabía que procuraban su acrecentamiento, aunque entre todos se agradaba de las virtudes y gentileza de don Carlos, era con tanta cordura y recato que ni ellos ni él conocían en ella este deseo, pues ni despreciaba cruel sus pretensiones ni admitía liviana sus deseos, favoreciéndolos con un mirar honesto y un agrado cuerdo. De lo cual el galán satisfecho y contento, seguía sus pasos, adoraba sus ojos y estimaba su hermosura, procurando con su presencia y continuos paseos dar a entender a la dama lo mucho que la estimaba.

Había en Valencia una dama de más libres costumbres que a una mujer noble y medianamente rica convenía; la cual viendo a don Carlos pasar a menudo por su calle, por ser camino para ir a la de Estela, se aficionó de suerte que sin mirar en más inconvenientes que a su gusto se determinó a dárselo a entender del modo que pudiese. Poníasele delante en todas ocasiones, procurando despertar con su hermosura su cuidado; mas como los de don Carlos estuviesen tan ocupados y cautivos de la belleza de Estela, jamás reparaba en la solicitud con que Claudia (que este era el nombre de la dama) vivía; que como se aconsejase con su amor y el descuido de su amante, y viese que nacía de alguna voluntad, procuró saberlo de cierto, y a pocos lances descubrió lo mismo que quisiera encubrir a su misma alma por no atormentarla con el rabioso mal de los celos. Y conociendo el poco remedio que su amor tenía, viendo al galán don Carlos tan bien empleado procuró, por la vía que pudiese, estorbarlo, o, ya que no pudiese más, vivir con quien adoraba, para que su vista aumentase su amor o su descuido apresurase su muerte: condición propria de amantes, o conseguir su deseo o morir en su imposible. ¡Locura grandísima desestimar la vida por un devaneo y desear la muerte por un gusto liviano!

Para lo cual, sabiendo que a don Carlos se le había muerto un paje que de ordinario le iba acompañando y le servía de fiel consejero de su honesta afición, aconsejándose con un antiguo criado que tenía, más cudicioso de su hacienda que de su hermosura y quietud, le pidió que diese traza como ella ocupase la plaza del muerto siervo, dándole a entender que lo hacía por procurar apartarle de la voluntad de Estela y atraerle a la suya, ofreciéndole, si lo conseguía, gran parte de su hacienda. El cudicioso viejo que vio por este camino gozaría de la hacienda de Claudia, se dio tal maña en negociarlo que el tiempo que pudiera gastar en aconsejarla lo contrario ocupó en negociar lo de su traje en el de varón y en servicio de don Carlos; y su criado con la gobernación de su hacienda y comisión de hacer y deshacer en ella. Venció la industria los imposibles, y en pocos días se halló Claudia paje de su amante, granjeando su voluntad de suerte que ya era archivo de los más escondidos pensamientos de don Carlos; y tan valido con él que solo a él encomendaba la solicitud de sus deseos.

Ya en este tiempo se daba don Carlos por tan favorecido de Estela, habiendo vencido su amor los imposibles del recato de la dama, que a pesar de los ojos de Claudia, que con lágrimas solenizaba esta dicha de los dos amantes, le hablaba algunas noches por un balcón, recibiendo con agrado sus papeles y oyendo con gusto algunas músicas que le daba su amante algunas veces. Pues una noche que entre otras muchas quiso don Carlos dar una música a su querida Estela, y Claudia con su instrumento había de ser el tono de ella, en lugar de cantar el amor de su dueño quiso con este soneto desahogar el suyo, que, con el lazo al cuello, estaba para precipitarse.


Goce su libertad el que ha tenido
voluntad y sentidos en cadena,
y el condenado en la amorosa pena,
el dudoso favor que ha pretendido.

En dulces lazos (pues leal ha sido),
de mil gustos de amor el alma llena,
el que tuvo su bien en tierra ajena
triunfe de ausencia sin temor de olvido.

Viva el amado sin favor celoso
y venza su desdén el despreciado,
logre sus esperanzas el que espera,

con su dicha se alegre el venturoso,
y con su prenda el vitorioso amado,
y el que amare imposibles, cual yo, muera.
 

Bien notó el galán don Carlos el despropósito del soneto, porque en esta ventura, como gozaba con los favores de su dama, quejarse de imposibles era escusado; mas pareciole o que Claudio (que así le dijo llamarse Claudia), como hombre, amaba en alguna parte, o que se le había ofrecido el cantar estos versos por no acordarse de otros, y así, lo pasó sin decirle nada.

En este estado estaban estos amantes, aguardando don Carlos licencia de Estela para pedirla a sus padres por esposa, cuando vino a Valencia un conde italiano mozo y galán. Pues como su posada estaba cerca de la de Estela y su hermosura tuviese jurisdición sobre todos cuantos la llegasen a ver, cautivó de suerte la voluntad del Conde que le vino a poner en puntos de procurar remedio, y el más conveniente que halló, fiado en ser quien era, demás de sus muchas partes y gentileza, fue pedirla a sus padres, juntándose este mismo día con la suya la misma petición por parte de don Carlos, que acosado de los amorosos deseos de su dama, y quizá de los celos que le daba el Conde viéndole pasear la calle, quiso darles alegre fin. Oyeron sus padres los unos y los otros terceros, y viendo que aunque don Carlos era digno de ser dueño de Estela, codiciosos de verla condesa, despreciando la pretención de don Carlos se la prometieron al Conde, y quedó asentado que de ahí a un mes fuesen las bodas.

Sintió la dama como era razón esta desdicha, y procuró desbaratar estas bodas; mas todo fue cansarse en vano, y más cuando ella supo por un papel de don Carlos cómo había sido despedido de ser suyo. Mas como Amor cuando no hace imposibles le parece que no cumple con su poder, dispuso de suerte los ánimos destos amantes que, viéndose aquella noche por la parte que solían, concertaron que de ahí a ocho días, preveniendo don Carlos lo necesario, la sacase y llevase a Barcelona, donde se casarían, de suerte que cuando sus padres la hallasen fuese con su marido, y tan noble y rico como pudieran desear, a no haberse puesto de por medio tan fuerte competidor como el Conde y su codicia. Todo esto oyó Claudia, y como le llegasen tan al alma estas nuevas, recogiose en su aposento y, pensando estar sola, soltando las corrientes a sus ojos, empezó a decir:

—Ya, desdichada Claudia, ¿qué tienes que esperar? Carlos y Estela se casan. Amor está de su parte y tiene pronunciada contra mí cruel sentencia de perderle. ¿Podrán mis ojos ver a mi ingrato en brazos de su esposa? No por cierto. Pues lo mejor será decirle quién soy y luego quitarme la vida.

Estas y otras muchas razones decía Claudia quejándose de su dicha, cuando sintió llamar a la puerta de su estancia, y, levantándose a ver quién era, vio que el que llamaba a la puerta era un gentil y gallardo moro que había sido de su padre de don Carlos y, habiéndose rescatado, no aguardaba sino pasaje para ir a Fez, donde era natural; que como le vio, le dijo:

—¿Para qué, Hamete, me vienes a inquietar ni estorbar mis quejas?. Si las has oído y por ellas conoces mi grande desdicha y aflición, déjamelas padecer; que ni tú eres capaz de consolarme ni ellas admiten ningún consuelo.

Era el moro discreto, y en su tierra noble (que su padre era bajá muy rico), y como hubiese oído quejar a Claudia y conoció quién era, le dijo:

—Oído he, Claudia, cuanto has dicho. Y como, aunque moro, soy en algún modo cuerdo, quizá el consuelo que te daré será mejor que el que tomas; porque en quitarte la vida, ¿qué agravio haces a tus enemigos sino darles lugar a que se gocen sin estorbo? Mejor sería quitar a Carlos a Estela, y esto será fácil si tú quieres. Y para animarte a ello te quiero decir un secreto que hasta hoy no me ha salido del pecho. Óyeme, y si lo que quiero decirte no te pareciere a propósito no lo admitas. Mujer eres, y dispuesta a cualquier acción, como lo juzgo en haber dejado tu traje y opinión por seguir tu gusto. Algunas veces vi a Estela, y su hermosura cautivó mi voluntad; mira qué de cosas te he dicho en estas dos palabras. Quéjaste que por Carlos dejaste tu reposo, dasle nombre de ingrato, y no andas acertada; porque si tú le hubieras dicho tu amor quizá Estela no triunfara del suyo ni yo estuviera muriendo. Dices que no hay remedio porque tienen concertado el robarla y llevarla a Barcelona; y te engañas, porque en eso mismo, si tú quieres, está tu ventura y la mía. Mi rescate ya está dado, mañana he de partir de Valencia, porque para ello tengo prevenida una galeota que anoche dio fondo en un escollo cerca del Grao, de quien yo solo tengo noticia. Si tú quieres quitarle a don Carlos su dama y hacerme a mí dichoso, pues ella te da crédito a cuanto le dices fiada en que eres la privanza de su amante, ve a ella y dile que tu señor tiene prevenida una falúa en que pasar a Barcelona como tiene concertado, y que, por ser segura, no quiere aguardar al plazo que entre los dos se puso; que para mañana en la noche se prevenga. Señala la hora misma, y dándola a entender que don Carlos la aguarda en la marina, la traerás donde yo te señalare, y llevándomela yo a Fez tú quedarás sin embarazo, donde le podrás persuadir y obligarle a amarte, y yo iré rico de tanta hermosura.

Atónita oyó Claudia el discurso del moro, y como no mirase en más que en verse sin Estela y con don Carlos, acetó luego el partido, dando al moro las gracias, quedando de concierto en efetuar otro día esta traición, que no fue difícil; porque Estela dando crédito, pensando que se ponía en poder del que había de ser su esposo, cargada de joyas y dineros, antes de las doce de la siguiente noche ya estaba embarcada en la galeota; y con ella Claudia, que Hamete le pagó desta suerte la traición.

No sintió Estela su desdicha; que así como se vio rodeada de moros, y entre ellos el esclavo de don Carlos, y que él no parecía, y conoció que a toda priesa se hacían a la vela, considerando su desdicha, aunque ignoraba la causa, se dejó vencer de un mortal desmayo que le duró hasta otro día: tal fue la pasión de verse ansí. Y más cuando otro día, volviendo dél, oyó lo que entre Claudia y Hamete pasaba; porque creyendo el moro ser muerta Estela, teniéndola Claudia en sus brazos, le decía al alevoso moro:

—¿Para qué, Hamete, me aconsejaste que pusiese esta pobre dama en el estado en que está, si no me habías de conceder la amada compañía de don Carlos, cuyo amor me obligó a hacer tal traición como hice en ponerla en tu poder? ¿Cómo te precias de noble si has usado conmigo este rigor?

—Al traidor, Claudia —respondió Hamete—, pagarle en lo mismo que ofende es el mejor acuerdo del mundo, demás que no es razón que ninguno se fíe del que no es leal a su misma nación y patria: Tú quieres a don Carlos y él a Estela; por conseguir tu amor quitas a tu amante la vida quitándole la presencia de su dama; pues a quien tal traición hace como dármela a mí por un vano antojo, ¿cómo quieres que me asegure de que luego no avisarás a la ciudad y saldrán tras mí y me darán la muerte? Pues con quitar este inconveniente llevándote yo conmigo, aseguro mi vida y la de Estela, a quien adoro.

Estas y otras razones como éstas pasaban entre los dos cuando Estela, vuelta en sí, habiendo oído estas razones, o las más, pidió a Claudia que le dijese qué enigmas eran aquellas que pasaban por ella. La cual se lo contó todo como pasaba, dándole larga cuenta de quién era y por la ocasión que se vían cautivas. Solenizaba Estela su desdicha vertiendo de sus ojos mil mares de hermosas lágrimas, y Hamete su ventura, consolando a la dama en cuanto podía y dándola a entender que iba a ser señora de cuanto él poseía, y más en propriedad si quisiese dejar su ley: consuelos que la dama tenía por tormentos y no por remedio, a los cuales respondió con las corrientes de sus hermosos ojos.

Dio orden Hamete a Claudia para que, mudando traje, sirviese y regalase a Estela. Y con esto, haciéndose a lo largo se engolfaron en alta mar la vuelta de Fez. Dejémoslos ahora hasta su tiempo y volvamos a Valencia, donde, siendo echada menos Estela de sus padres, locos de pena procuraron saber qué se había hecho. Buscando los más secretos rincones de su casa con un llanto sordo y semblante muy triste, hallaron una carta dentro de un escritorio suyo, cuya llave estaba sobre un bufete, que, abierta, decía así:

Mal se compadece amor e interés, por ser muy contrarios el uno del otro. Y por esta causa, amados padres míos, al paso que me alejo de el uno me entrego al otro: la poca estimación que hago de las riquezas del Conde me lleva a poder de don Carlos, a quien solo reconozco por legítimo esposo: su nobleza es tan conocida, que a no haberse puesto de por medio tan fuerte competidor no se pudiera para darme estado pedir más ni desear más. Si el yerro de haberlo hecho deste modo mereciere perdón, juntos volveremos a pedirle. Y en tanto pediré al Cielo las vidas de todos.

Estela.

El susto y pesar que causó esta carta podrá sentir quien considerare la prenda que era Estela y cuánto la estimaban sus padres. Los cuales dando orden a su gente para que no hiciesen alboroto ninguno, creyendo que aún no habrían salido de Valencia (porque la mayor seguridad era estarse quedos) y que haciendo algunas diligencias secretas sabrían dellos, dando aviso al Virrey de el caso, la primera que se hizo fue visitar la casa a don Carlos, que, descuidado de suceso tan triste para él, estaba durmiendo en su cama, cuyo sueño saltearon los ministros de la justicia, y aun del mismo Virrey, por ser toda muy calificada y rica. Lleváronle a un castillo a título de robador de la hermosa Estela y escalador de la nobleza de sus padres, siendo las partes ellos y su esposo, que ansí se intitulaba el Conde. Estaba don Carlos inocente de la causa de su prisión y hacía mil instancias para saberla; y como le dijesen que Estela faltaba y que conforme a una carta que se había hallado de la dama él era el autor de este robo y el Júpiter de esta bella Europa, que él había de dar cuenta de ella, viva o muerta, pensó acabar la vida a manos de su pesar, y más cuando se vio puesto en el aprieto que el caso requería, porque ya le amenazaba la garganta el cuchillo, y a su inocente vida la muerte, si bien su padre, como tan rico y noble, defendía como era razón las partes y inocencia de su hijo.

Quédese así hasta su tiempo, que la historia dirá el suceso, y vamos a Estela y Claudia, que en compañía del cruel Hamete navegaban con próspero viento la vuelta de Fez; que como llegasen a ella fueron llevadas las damas en casa del padre del moro, donde la hermosa Estela empezó de nuevo a llorar su cautiverio y la ausencia de don Carlos; porque como Hamete viese que por ruegos ni caricias no podía vencerla, empezó a usar de la fuerza, procurando con malos tratamientos obligarla a querer por no padecer, tratándola como a una miserable esclava, mal comida y peor vestida sirviéndole la casa. En la cual tenía su padre de Hamete cuatro mujeres con quien estaba casado, y otros dos hijos menores. De estos dos el mayor se aficionó con grandes veras de Claudia, la cual segura de que si como Estela no le admitiese la tratarían como a ella, y viéndose también excluida de tener libertad ni de volver a ver a Carlos, cerrando los ojos a Dios renegó de su santísima fe y se casó con Zaide (que este era el nombre de su hermano de Hamete), granjeando en ella Estela otro nuevo y cruel verdugo.

Con lo cual la pobre dama pasaba triste y desesperada vida, la cual pasó un año, y en él mil desventuras, si bien lo que más la atormentaban eran las persecuciones de Hamete, porque viéndose el moro en ocasión, no la perdía. Desesperado, pues, de remedio, pidió a Claudia con muchas lástimas diese orden de que por lo menos usando de la fuerza pudiese gozarla. Prometióselo Claudia, y así un día que estaban solas, porque las demás eran idas al baño, le dijo la traidora Claudia estas razones:

—No sé, hermosa Estela, cómo te diga la tristeza y congoja que padece mi corazón en verme en esta tierra y en tan mala vida como estoy, donde veo el alma tan a peligro que si la muerte me coge en ella me he de condenar; y, demás desto, el verme ausente de mi patria y entre estos perros infieles que tan sin respeto de Dios viven y me están haciendo vivir, me trae muy desconsolada. Yo, amiga Estela, estoy determinada a huirme; que no soy tan mora que no me tira más el ser cristiana, pues el haberme sujetado a esto fue más de temor que de voluntad. Cincuenta cristianos tienen prevenido un bajel en que hemos de partir esta noche a Valencia: si tú quieres, pues venimos juntas, que nos volvamos juntas, no hay sino que te dispongas y que nos volvamos con Dios; que yo espero en Él que nos llevará en salvamento; y, si no, mira qué quieres que le diga a Carlos, que de hoy en un mes lo pienso ver. Y en lo que mejor puedes conocer la voluntad que te tengo es en que estando sin ti puede ser ocasión de que Carlos me quiera, y para lo contrario me ha de ser estorbo tu presencia. Mas con todo eso me obliga más tu miseria que mi gusto.

Arrojose Estela a los pies de Claudia, y le suplicó que, pues era ésta su determinación, que no la dejase, y vería con las veras que la servía. Finalmente quedaron de concierto de salir juntas esta noche, después de todos recogidos; para lo cual juntaron sus cosas, por no ir desapercebidas. ¡Quién le dijera a Estela: Inocente dama, ¿qué haces? ¿Cómo no miras de quién te fías? Si la primera vez te engañó Claudia cristiana, ¿qué puede hacer ahora Claudia renegada? Si para entregarte en las manos de Hamete te sacó de Valencia, mira que para volverte a poner en ellas te lleva al campo!

Avisó Claudia a Hamete del concierto y a la parte donde pensaba llevar a Estela, y con esto dejaron caminar las horas, que ni a los ojos de los unos ni de los otros caminaban tan apriesa como quisieran. Las doce serían de la noche (que parece que para esta ocasión hacía luna más clara que la del mes de mayo) cuando Estela y Claudia, cargadas de dos pequeños líos en que llevaban sus vestidos y camisas y otras cosas necesarias a su viaje, se salieron de casa y caminaron hacía la marina, donde decía Claudia que estaba el bergantín o bajel en que había de escapar, y en su seguimiento Hamete, que desde que salieron de casa las seguía. Y como llegasen hacia unas peñas, en que decía que habían de aguardar a los demás, tomando un lugar el más acomodado y seguro que a la cautelosa Claudia le pareció más a propósito para el caso, se asentó, animando a la temerosa dama, que cada pequeño rumor le parecía que era Hamete. Desta suerte estuvieron más de una hora; que Hamete, aunque estaba cerca dellas, no se había querido dejar ver por que estuviese más segura. Al cabo desto llegó Hamete (vista para la hermosa Estela bien cruel y aborrecible), y como las viese, fingiendo una furia infernal, les dijo:

—¡Ah perras mal nacidas! ¿Qué fuga es ésta? Ya no os escaparéis con las traiciones que tenéis concertadas.

—No es traición, Hamete —dijo Estela— procurar cada uno su libertad; que lo mismo hicieras tú si te vieras de la suerte que yo: maltratada y abatida de ti y de todos los de tu casa. Demás, que si Claudia no me animara no hubiera en mí atrevimiento para emprender esto; sino que ya mi suerte tiene puesta mi perdición en sus manos y así me ha de suceder siempre que fiare della.

—No lo digas burlando, perra —dijo a esta ocasión la renegada Claudia—. Porque quiero que sepas que el traerte esta noche no fue con ánimo de salvarte, sino con deseo de ponerte en poder del gallardo Hamete, para que por fuerza o por grado te goce, advirtiendo que le has de dar gusto, y con él posesión de tu persona, o has de quedar aquí hecha pedazos.

Dicho esto se apartó algún tanto, dándole lugar al moro, que, tomando el último acento de sus palabras, prosiguió con ellas, pensando persuadirla ya con ternezas, ya con amenazas, ya con regalos, ya con rigores. A todo lo cual Estela, bañada en lágrimas, no respondía sino que se cansaba en vano, porque pensaba dejar la vida antes que perder la honra. Acabose de enojar Hamete, y trocando la terneza en saña, empezó a maltratarla dándole muchos golpes en su hermoso rostro, amenazándola con muchos géneros de muertes si no se rendía a su gusto. Y viendo que nada bastaba, quiso usar de la fuerza batallando con ella hasta rendirla.

El ánimo de Estela en esta ocasión era mayor que de una flaca doncella se podía pensar; mas como a brazo partido anduviese luchando con ella, ya rendidas las débiles fuerzas de Estela, se dejó caer en el suelo y, no teniendo facultad para defenderse, acudió al último remedio, y al más ordinario y común de las mujeres, que fue dar gritos. A los cuales Jacimín, hijo del rey de Fez, que venía de caza, movido dellos, acudió a la parte donde le pareció que los oía, dejando atrás muchos criados que traía; y como llegase a la parte donde las voces se daban, vio patente la fuerza que a la hermosa dama hacía el fiero moro. Era el Príncipe de hasta veinte años, y, demás de ser muy galán, tan noble de condición y tan agradable en las palabras que por esto, y por ser muy valiente y dadivoso, era muy amado de todos sus vasallos. Era ansimismo tan aficionado a favorecer a los cristianos, que si sabía que alguno los maltrataba los castigaba severamente. Pues como viese lo que pasaba entre el cruel moro y aquella hermosa esclava (que ya a este tiempo se podía ver, a causa de que empezaba a romper el alba), y la mirase tendida en tierra con una liga atadas las manos, y que con un lienzo le quería tapar la boca el traidor Hamete, y con la claridad del día (que empezaba a esclarecer) viese tan vil y dehonesta acción, con una colérica voz le dijo:

—¿Qué haces, perro? ¿En la corte del Rey de Fez se ha de atrever ninguno a forzar las mujeres? ¡Déjala al punto! Si no, por vida de el Rey que te mate —decir esto y sacar la espada todo fue uno.

A estas palabras se levantó Hamete y metió mano a la suya, y, cerrando con él, le diera la muerte, si el Príncipe, dando un salto, no le hurtara el golpe, y con grande furor volvió diciendo:

—¡Ah traidor perro! ¿A tu Príncipe te atreves?

Mas Hamete, que ya, ciego de cólera, no miraba en nada, tornó segunda vez sobre él con otro golpe, del cual el Príncipe muriera si no le reparara con la espada; mas no fue con tanta presteza que no quedase herido en la cabeza. Conociendo, pues, el valiente Jacimín que aquel moro no le quería guardar el respeto que justamente debía a su Príncipe, se retiró un poco y, tocando una cornetilla que traía al cuello, todos sus caballeros se juntaron con él a el mismo tiempo que Hamete con otro golpe quería dar fin a su vida. Mas siendo, como digo, socorrido de los suyos, fue preso el traidor Hamete, dando lugar a la afligida Estela, con quien ya se había juntado la alevosa y renegada Claudia, a que se echase a los pies del príncipe Jacimín; que como el gallardo moro viese más de espacio su hermosura, no agradado della, sino compasivo de sus trabajos, le preguntó quién era y la causa de estar en tal lugar.

A lo cual Estela, después de haberle dicho que era cristiana, con las más breves razones que pudo contó su historia y la causa de estar donde la vía. De lo cual el piadoso Jacimín enojado, mandó que a todos tres los trajesen a su palacio, donde antes de curarse dio cuenta al Rey su padre del suceso, pidiéndole venganza del atrevimiento de Hamete. Curose el Príncipe, y si bien la herida no era de peligro, por el atrevimiento y desacato de Hamete fue condenado a muerte él y Claudia, y ese mismo día fueron los dos empalados.

Hecha esta justicia, mandó el Príncipe traer a su presencia a Estela, y después de haberla acariciado y consolado, le preguntó qué quería hacer de sí. A lo cual la dama, arrodillada ante él, le suplicó que la enviase entre cristianos para que pudiese volver a su patria. Concediole el Príncipe esta petición, y habiéndole dado dineros y joyas y un esclavo cristiano que la acompañase, mandó a dos criados suyos la pusiesen donde ella gustase.

Sucedió el caso referido en Fez a tiempo que el César Carlos Quinto, Emperador y Rey de España, estaba sobre Túnez contra Barbarroja. Sabiendo, pues, Estela esto, mudando su traje mujeril en el de varón, cortándose los cabellos, acompañada sólo de su cautivo español que el príncipe de Fez le mandó dar, juramentado de que no había de decir quién era y habiéndose despedido de los dos caballeros moros que la acompañaban, se fue a Túnez, hallándose en servicio del Emperador y siempre a su lado en todas ocasiones, granjeando no sólo la fama de valiente soldado, sino la gracia del Emperador, y con ella el honroso cargo de capitán de caballos.

Hallose, como digo, no sólo en esta ocasión donde el Emperador restituyó el reino de Túnez a Roselo su príncipe, a quien Barbarroja arrojó al mar, sino en otras muchas, o por mejor decir, en todas cuantas el Emperador tuvo, y en Italia y Francia, donde hallándose en una refriega a pie, por haberle muerto el caballo, nuestra valiente dama, que con nombre de don Fernando era tenida en diferente opinión, le dio su caballo, y le acompañó y defendió hasta ponerle en salvo. Quedó el Emperador tan obligado que empezó con mu chas mercedes a honrar y favorecer a don Fernando; y fue la una un hábito de Santiago, y la segunda una gran renta y título.

No había sabido Estela en todo este tiempo nuevas ningunas de su patria y padres, hasta que un día vio entre los soldados del ejército a su querido don Carlos, que como le conoció todas las llagas amorosas se le renovaron, si acaso estaban adormecidas, y empezaron de nuevo a verter sangre. Mandole llamar, y disimulando la turbación que le causó su vista, le preguntó de dónde era y cómo se llamaba. Satisfizo don Carlos a Estela con mucho gusto, obligado de las caricias que le hacía, o por mejor decir, al rostro, que con ser tan parecido a Estela traía cartas de favor; y ansí, la dijo su nombre y patria y la causa por que estaba en la guerra, sin encubrirle sus amores y la prisión que había tenido, diciéndole cómo cuando pensó sacarla de casa de sus padres y casarse con ella se había desaparecido de los ojos de todos ella y un paje de quien fiaba sus secretos, poniendo en condición su crédito. Porque tenía para sí que por querer más que a él al paje había hecho aquella vil acción, dándole a él motivo a no quererla tanto y desestimarla; si bien en una carta que se había hallado escrita de la misma dama para su padre decía que se iba con don Carlos, que era su legítimo esposo. Cosa que le tenía más espantado que las demás; porque irse con Claudio y decir que se iba con él le daba que sospechar, y en lo que paraban sus sospechas era en creer que Estela no le trataba verdad con su amor, pues le había dejado en ocasión de perder la vida por justicia, porque después de haber estado por estos indicios preso dos años, pidiéndole no sólo el robarla y haber escalado una casa tan noble como la de sus padres, viendo que muerta ni viva no parecía, le achacaban que después de haberla gozado la había muerto. Con lo cual le pusieron en grande aprieto, tanto que muriera por ello si no hubiera valídose de la industria, la cual le enseñó lo que había de hacer, que fue romper las prisiones y quebrantar la cárcel, fiándose más de la fuga que de la justicia que tenía de su parte; y que otro año había gastado en buscarla por muchas partes, mas que había sido en vano, porque no parecía sino que la hubiese tragado la tierra.

Con grandes admiraciones escuchaba Estela a don Carlos, como si no supiera mejor que nadie la historia; y a lo que respondió más apresuradamente fue a la sospecha que tenía della y del paje, diciéndole:

—No creas, Carlos, que Estela sería tan liviana que se fue con Claudio por tenerle amor ni engañarle a ti; que en las mujeres nobles no hay esos tratos. Lo más cierto sería que ella fue engañada, y después quizá le habrán sucedido ocasiones en que no haya podido volver por sí; y algún día querrá Dios volver por su inocencia y tú quedarás desengañado. Lo que yo te pido es que mientras estuvieres en la guerra acudas a mi casa; que si bien quiero que seas en ella mi secretario, de mí serás tratado como amigo. Por tal te recibo desde hoy; que yo sé que con mi amparo, pues todos saben la merced que me hace el César, tus contrarios no te perseguirán; que acabada esta ocasión daremos orden para que quedes libre de sus persecuciones. Y no quiero que me agradezcas esto con otra cosa sino que tengas a Estela en mejor opinión que hasta aquí, siquiera por haber sido tú la causa de su perdición. Y no me mueve a esto más de que soy muy amigo de que los caballeros estimen y hablen bien de las damas.

Atento oyó Carlos a don Fernando (que por tal tenía a Estela), pareciéndole no haber visto en su vida cosa más parecida a su dama; mas no llegó su imaginación a pensar que fuese ella. Y viendo que había dado fin a sus razones, se le humilló pidiéndole las manos y ofreciéndose por su esclavo. Alzole Estela con los brazos, quedando desde este día en su servicio, y tan privado con ella que ya los demás criados andaban envidiosos. Desta suerte pasaron algunos meses, acudiendo Carlos a servir a su dama, no sólo en el oficio de secretario, sino en la cámara y mesa, donde en todas ocasiones recebía della muchas mercedes, tratando siempre de Estela, tanto que algunas veces llegó a pensar que el Duque la amaba, porque siempre le preguntaba si la quería como antes, y, si viera a Estela, si se holgara con su vista, y otras cosas con que más aumentaba la sospecha de don Carlos, satisfaciendo a ellas unas veces a gusto de Estela y otras veces a su descontento.

En este tiempo vinieron al Emperador nuevas cómo el Virrey de Valencia era muerto repentinamente, y habiendo de enviar quien le sucediese en el cargo, por no ser bien que aquel reino estuviese sin quien le gobernase, puso los ojos en don Fernando, de quien se hallaba tan bien servido. Supo Estela la muerte del Virrey y, no queriendo perder de las manos esta ocasión, se fue al Emperador y, puesta de rodillas, le suplicó la honrase con este cargo. No le pesó al Emperador que don Fernando le pidiese esta merced, si bien sentía apartarle de si, pues por esto no se había determinado; pero viendo que con aquello le premiaba se lo otorgó, y le mandó que partiese luego, dándole la patente y despachos. ¡Ve aquí a nuestra Estela virrey de Valencia, y a don Carlos su secretario! Y el más contento del mundo, pareciéndole que con el padre alcalde no tenía que temer a su enemigo, y así se lo dio a entender su señor.

Satisfecho iba don Carlos de que el Virrey lo estaba de su inocencia en la causa de Estela, con lo cual ya se tenía por libre y seguro de sus promesas. Partieron, en fin, con mucho gusto, y llegaron a Valencia, donde fue recebido el Virrey con muestras de grande alegría. Tomó su posesión, y el primer negocio que le pusieron para hacer justicia fue el suyo mismo, dando querella contra su secretario. Prometió el Virrey de hacerla. Para esto mandó se hiciese información de nuevo, examinando segunda vez los testigos. Bien quisieran las partes que don Carlos estuviera más seguro y que el Virrey le mandara poner en prisión; mas a esto los satisfizo con decir que él le fiaba, porque para él no había más prisión que su gusto. Tomose, como digo, este caso tan a pechos que en breves días estaba de suerte que no faltaba sino sentenciarle.

En fin, quedó para verse otro día. La noche antes entró don Carlos a la misma cámara donde el Virrey estaba en la cama, y arrodillado ante él, le dijo:

—Para mañana tiene vuestra excelencia determinado ver mi pleito y declarar mi inocencia, Demás de los testigos que he dado en mi descargo y han jurado en mi abono, sea el mejor, más verdadero y seguro, un juramento que en sus manos hago, pena de ser tenido por perjuro; de que no sólo no llevé a Estela, mas que desde el día antes no la vi, ni sé qué se hizo ni dónde está: porque si bien yo había de ser su robador, no tuve lugar de serlo con la priesa con que mi desdicha me la quitó, o para mi perdición o la suya.

—Basta, Carlos —dijo Estela—. Vete a tu casa y duerme seguro. Soy tu dueño: causa es para que no temas. Más seguridad tengo de ti de lo que piensas, y cuando no la tuviera, el haberte traído conmigo y estar en mi casa fuera razón que te valiera. Tu causa está en mis manos, tu inocencia ya la sé, mi amigo eres: no tienes que encargarme más esto, que yo estoy bien encargado dello.

Besole las manos don Carlos, y así, se fue dejando al Virrey pensando en lo que había de hacer. ¿Quién duda que desearía don Carlos el día que había de ser el de su libertad? Por lo cual se puede creer que apenas el Padre universal de cuanto vive descubriría la encrespada madeja por los balcones del Alba cuando se levantó y adornó de las más ricas galas que tenía y fue a dar de vestir al Virrey para tornarle a asegurar su inocencia. A poco rato salió el Virrey de su cámara, a medio vestir, mas cubierto el rostro con un gracioso ceño, con el cual y una risa a lo falso, dijo, mirando a su secretario:

—¡Madrugado has, amigo Carlos! Algo hace sospechosa tu inocencia tu cuidado, porque el libre duerme seguro de cualquiera pena, y no hay más cruel acusador que la culpa.

Turbose don Carlos con estas razones; mas, disimulando cuanto pudo, le respondió:

—Es tan amada la libertad, señor excelentísimo, que cuando no tuviera tan fuertes enemigos como tengo, el alborozo de que me he de ver con ella por mano de vuestra excelencia era bastante a quitarme el sueño; porque de la misma manera que mata un gran pesar lo suele hacer un contento, de suerte que el temor del mal y la esperanza del bien hacen un mismo efecto.

—¡Galán vienes! —replicó el Virrey—. Pues ¿el día en que has de ver representada tu tragedia en la boca de tantos testigos como tienes contra ti, te adornas de las más lucidas galas que tienes? Parece que no van fuera de camino sus padres y esposo de Estela en decir que debiste de gozarla y matarla, fiado en los pocos o ninguno que te lo vieron hacer. A fe que si pareciera Claudio, vil tercero de tus travesuras, que no sé si probaras inocencia. Y, si va a decir verdad, todas las veces que tratamos de Estela muestras tan poco sentimiento y tanta vileza que siento que me debe más a mí tu dama que no a ti, pues su pérdida me cuesta cuidado, y a ti no.

¡Oh, qué pesados golpes eran éstos para el corazón de don Carlos! Ya desmayado y desesperado de ningún buen suceso, le iba a dar por disculpa el tiempo, pues con él se olvida cualquiera pasión amorosa, cuando el Virrey, con un severo semblante y airado rostro, le dijo:

—Calla, Carlos, no respondas. Carlos: yo he mirado bien estas cosas, y hallo por mi cuenta que tú no estás muy libre en ellas, y el mayor indicio de todos es las veras con que deseas tu libertad.

Diciendo esto, hizo señas a un paje, el cual saliendo fuera, volvió con una escuadra de soldados, los cuales quitaron a don Carlos las armas, poniéndose como en custodia de su persona. Quien viera en esa ocasión a don Carlos no pudiera dejar de tenerle lástima: mudada la color, los ojos bajos, el semblante triste, y tan arrepentido de haberse fiado de la varia condición de los señores, que sólo a sí se daba la culpa de todo.

Acabose de vestir el Virrey, y sabiendo que ya los jueces y las partes estaban aguardando, salió a la sala en que se había de juzgar este negocio, trayendo consigo a Carlos, cercado de soldados. Sentose en su asiento, y los demás jueces en los suyos; luego el relator empezó a decir el pleito, declarando las causas y indicios que había de que don Carlos era el robador de Estela, confirmándolo los papeles que en los escritorios del uno y del otro se habían hallado, las criadas que sabían su amor, los vecinos que los vían hablarse por las rejas; y quien más le condenaba era la carta de Estela en que rematadamente decía que se iba con él.

A todo esto los más eficaces testigos en favor de don Carlos eran los criados de su casa, que decían haberle visto acostar la noche que faltó Estela aun más temprano que otras veces; y su confesión, que declaraba debajo de juramento que no la había visto. Mas nada desto aligeraba el descargo, porque a eso alegaba la parte que pudo acostarse a vista de sus criados y después volver a vestirse y sacarla; y que los había muerto aseguraba el no parecer ella ni el paje, secretario de todo y que sería cierto que por lo mismo le habrían también muerto; y que en lo tocante al juramento, claro es que no se había de condenar a sí mismo.

Viendo el Virrey que hasta aquí estaba condenado Carlos en el robo de Estela, en el quebrantamiento de su casa, en su muerte y la de Claudio, y que solo él podía sacarle de tal aprieto, determinado, pues, a hacerlo, quiso ver primero a Carlos más apretado, para que la pasión le hiciese confesar su amor y para que después estimase en más el bien. Y ansí, Estela le llamó y, como llegase, en presencia de todos le dijo:

—Amigo Carlos, si supiera la poca justicia que tenías de tu parte en este caso, doite mi palabra, y te juro por vida del César que no te hubiera traído conmigo, porque no puedo negar que me pesa; y pues lo solenizo con estas lágrimas, bien puedes creerme. Siento en el alma ver tu vida en el peligro en que está, pues si por los presentes cargos he de juzgar esta causa, fuerza es que por mi ocasión la pierdas, sin que yo halle remedio para ello. Porque, siendo las partes tan calificadas, tratarles de concierto en tan gran pérdida como la de Estela es cosa terrible y no acertada y muy sin fruto. El remedio que aquí hay es que parezca Estela, y con esto ellos quedarán satisfechos y yo podré ayudarte; mas de otra manera, ni a mí está bien ni puedo dejar de condenarte a muerte.

Pasmó con esto el afligido don Carlos; mas, como ya desesperado, arrodillado como estaba le dijo:

—Bien sabe vuestra excelencia que desde que en Italia me conoció siempre que trataba desto lo he contado y dicho de una misma suerte, y que si aquí como a juez se lo pudiera negar, allá como a señor y amigo le dije la verdad. Y de la misma manera la digo y confieso agora. Digo que adoré a Estela…

—Di que la adoras —replicó el Virrey algo bajo—; que te haces sospechoso en hablar de pretérito y no sentir de presente.

—Digo que la adoro —respondió don Carlos, admirado de lo que en el Virrey vía—, y que la escribía, que la hablaba, que la prometí ser su esposo, que concerté sacarla y llevarla a la ciudad de Barcelona. Mas si la saqué, ni la vi: aquí donde estoy me parta un rayo del cielo. Bien puedo morir; mas moriré sin culpa ninguna, si no es que acaso lo sea haber querido una mudable, inconstante y falsa mujer, sirena engañosa que en la mitad de el canto dulce me ha traído a esta amarga y afrentosa muerte. Por amarla muero, no por saber della.

—Pues ¿qué se pudieron hacer esta mujer y este paje? —dijo el Virrey—. ¿Subiéronse al cielo? ¿Bajáronse al abismo?

—¡Qué sé yo! —replicó el afligido don Carlos—. El paje era galán y Estela hermosa; ella mujer y él hombre: quizá…

—¡Ah traidor —respondió el Virrey—, y cómo en ése quizás traes encubiertas tus traidoras y falsas sospechas! ¡Qué presto te has dejado llevar de tus malos pensamientos! Maldita sea la mujer que con tanta facilidad os da motivo para ser tenida en menos, porque pensáis que lo que hacen obligadas de vuestra asistencia y perseguidas de vuestra falsa perseverancia, hacen con otro cualquiera que pasa por la calle. Ni Estela era mujer ni Claudio hombre; porque Estela es noble y virtuosa, y Claudio un hombre vil, criado tuyo y heredero de tus falsedades Estela te amaba y te respetaba como a esposo, y Claudio la aborrecía porque te amaba a ti. Y digo segunda vez que Estela no era mujer, porque la que es honesta, recatada y virtuosa no es mujer sino ángel; ni Claudio hombre, sino mujer, que, enamorada de ti, quiso privarte della quitándola delante de tus ojos. Yo soy la misma Estela, que se ha visto en un millón de trabajos por tu causa, y tú me lo gratificas en tener de mí la falsa sospecha que tienes.

Entonces contó cuanto le había sucedido desde el día que faltó de su casa, dejando a todos admirados del suceso, y más a don Carlos, que, corrido de no haberla conocido y haber puesto dolo en su honor, como estaba arrodillado, asido de sus hermosas manos, se las besaba, bañándoselas con sus lágrimas, pidiéndole perdón de sus desaciertos. Lo mismo hacía su padre y el de Carlos; los unos por los otros se embarazaban por llegar a darla abrazos, diciéndole amorosas ternezas.

Llegó el Conde a darle la norabuena y pedirla se sirviese de cumplirle la palabra que su padre le había dado de que sería su esposa. De cuya respuesta colgado el ánimo y corazón de don Carlos, puso la mano en la daga que le había quedado en la cinta, para que si no saliese en su favor matar al Conde y a cuantos se lo defendiesen, o matarse a sí antes que verla en poder ajeno Mas la dama, que amaba y estimaba a don Carlos más que a su misma vida, con muy corteses razones suplicó al Conde la perdonase, porque ella era mujer de Carlos, por quien y para quien quería cuanto poseía, y que le pesaba de no ser señora del mundo para entregárselo todo, pues sus valerosos hechos nacían todos de el valor que el ser suya le daba, suplicando tras esto a su padre lo tuviese por bien. Y, bajándose del asiento, después de abrazarlos a todos se fue a Carlos y, enlazándole al cuello los valientes y hermosos brazos, le dio en ellos la posesión de su persona. Y de esta suerte se entraron juntos en una carroza y fueron a la casa de su madre, que ya tenía nuevas del suceso y estaba ayudando al regocijo con piadoso llanto.

Salió la Fama publicando esta maravilla por la ciudad, causando a todos notable novedad oír decir el Virrey era mujer, y Estela. Todos acudían, unos a palacio y otros a su casa. Despachose luego un correo al Emperador, que estaba ya en Valladolid, dándole cuenta del caso, el cual más admirado que todos los demás, como quien la había visto hacer valerosas hazañas, no acababa de creer que fuese así, y respondió a las cartas con la norabuena y muchas joyas. Confirmó a Estela el estado que le había dado, añadiendo a él el de princesa de Buñol, y a don Carlos el hábito y renta de Estela y el cargo de Virrey de Valencia. Con que los nuevos amantes ricos y honrados, hechas todas las ceremonias y cosas acostumbradas de la Iglesia, celebraron sus bodas, dando a la ciudad nuevo contento, a su estado hermosos herederos, y a los historiadores motivos para escribir esta maravilla con nuevas alabanzas al valor de la hermosa Estela, cuya prudencia y disimulación la hizo severo juez, siéndolo de su misma causa; que no es menor maravilla que las demás que haya quien sepa juzgarse a sí mismo en mal ni en bien; porque todos juzgamos faltas ajenas y no las nuestras propias.

Novela décima.El Jardín Engañoso

No ha muchos años que en la hermosísima y noble ciudad de Zaragoza, divino milagro y glorioso trofeo del reino de Aragón, vivía un caballero noble y rico, y él por sus partes merecedor de tener por mujer una gallarda dama, igual en todo a sus virtudes y nobleza. Diole el Cielo por fruto de su matrimonio dos hermosísimos soles, que tal nombre se puede dar a dos bellas hijas; la mayor llamada Costanza, y la menor Teodosia, tan iguales en belleza, discreción y donaire, que no desdecía nada la una de la otra. Eran estas dos bellísimas damas tan acabadas y perfetas que eran llamadas por renombre de su riqueza y hermosura las dos niñas de los ojos de su patria. Llegando, pues, a los años de discreción, cuando en las doncellas campea la belleza y donaire, se aficionó de la hermosa Costanza don Jorge, caballero asimismo natural de la misma ciudad de Zaragoza, mozo galán y rico, único heredero en la casa de sus padres, que aunque había otro hermano, cuyo nombre era Federico, como don Jorge era el mayorazgo le podemos llamar así.

Amaba Federico a Teodosia, si bien con tanto recato de su hermano que jamás entendió dél esta voluntad. No miraba Costanza mal a don Jorge, porque, agradecida a su voluntad, le pagaba en tenérsela honestamente, pareciéndole que, habiendo sus padres de darla esposo, ninguno en el mundo la merecía como don Jorge. Y, fiada en esto, estimaba y favorecía sus deseos, teniendo por seguro el creer que apenas se la pediría a su padre cuando tendría alegre y dichoso fin este amor, si bien le alentaba tan honesta y recatadamente que dejaba lugar a su padre para que en caso que no fuese su gusto el dársele por dueño, ella pudiese, sin ofensa de su honor, dejarse desta pretención.

No le sucedió tan felizmente a Federico con Teodosia, porque jamás alcanzó della un mínimo favor, antes le aborrecía con todo estremo; y era la causa amar perdida a don Jorge, tanto que empezó a trazar y buscar modos de apartarle de la voluntad de su hermana. Andaba con estos disfavores Federico tan triste, que ya era conocida, sino la causa, la tristeza. Reparando en ello Costanza, que por ser afable y amar tan honesta a don Jorge no le cabía poca parte a su hermano, y casi sospechando que sería Teodosia la causa de su pena, por haber visto en los ojos de Federico algunas señales, la procuró saber, y fuele fácil, por ser los caballeros muy familiares amigos de su casa, que, siéndolo, también los facilitaba cualquiera inconveniente. Tuvo lugar la hermosa Costanza de hablar a Federico, sabiendo dél a pocos lances la voluntad que a su hermana tenía y los despegos con que ella le trataba, mas con apercebimiento que no supiese este caso don Jorge, pues, como se ha dicho, se llevaban mal. Espantose Costanza de que su hermana desestimase a Federico, siendo por sus partes digno de ser amado; mas como Teodosia tuviese tan oculta su afición, jamás creyó Costanza que fuese don Jorge la causa, antes daba la culpa a su desamorada condición, y así se lo aseguraba a Federico las veces que desto trataban, que eran muchas, con tanto enfado de don Jorge que casi andaba celoso de su hermano, y más viendo a Costanza tan recatada en su amor que jamás, aunque hubiese lugar, se lo dio de tomarle una mano.

Estos enfados de don Jorge despertaron el alma a Teodosia a dar modo como don Jorge aborreciese de todo punto a su hermana, pareciéndole a ella que el galán se contentaría con desamarla y no buscaría más venganza, y con esto tendría ella el lugar que su hermana perdiese: engaño común en todos los que hacen mal, pues sin mirar que le procuran al aborrecido, se le dan juntamente al amado. Con este pensamiento, no temiendo el sangriento fin que podía tener tal desacierto, se determinó decir a don Jorge que Federico y Costanza se amaban. Y, pensado, lo puso en ejecución; que amor ciego, ciegamente gobierna y de ciegos se sirve, y así quien como ciego no procede, no puede llamarse verdaderamente su cautivo.

La ocasión que la Fortuna dio a Teodosia fue hallarse solos Costanza y don Jorge, y el galán enfadado, y aun, si se puede decir, celoso de haberla hallado en conversación con su aborrecido hermano, dando a él la culpa de su tibia voluntad. No pudiendo creer que fuese recato honesto el que la dama con él tenía, la dijo algunos pesares, con que obligó a la dama que le dijese estas palabras:

—Mucho siento, don Jorge, que no estimes mi voluntad y el favor que os hago en dejarme amar, sino que os atreváis a tenerme en tan poco que, sospechando de mí lo que no es razón, entre mal advertidos pensamientos me digáis pesares celosos, y, no contento con esto os atreváis a pedirme más favores que los que os he hecho, sabiendo que no los tengo de hacer. A sospecha tan mal fundada como la vuestra no respondo, porque si para vos no soy más tierna de lo que veis, ¿por qué habéis de creer que lo soy para vuestro hermano? A lo demás que decís quejándoos de mi desabrimiento y tibieza, os digo, para que no os canséis en importunarme, que mientras no fuéredes mi esposo no habéis de alcanzar más de mí. Padres tengo: su voluntad es la mía, y la suya no debe de estar lejos de la vuestra, mediante vuestro valor. En esto os he dicho lo que habéis de hacer si queréis darme gusto, y en lo demás será al contrario.

Y diciendo esto, por no dar lugar a que don Jorge tuviese algunas desenvolturas amorosas, le dejó y entró en otra sala, donde había criados y gente. No aguardaba Teodosia otra ocasión más que la presente para urdir su enredo, y, habiendo estado a la mira y oído lo que había pasado, viendo quedar a don Jorge desabrido y cuidadoso de la resolución de Costanza, se fue adonde estaba y le dijo:

—No puedo ya sufrir ni disimular, señor don Jorge, la pasión que tengo de veros tan perdido y enamorado de mi hermana, y tan engañado en esto como amante suyo; y así, si me dais palabra de no decir en ningún tiempo que yo os he dicho lo que sé y os importa saber, os diré la causa de la tibia voluntad de Costanza.

Alterose don Jorge con esto, y sospechando lo mismo que la traidora Teodosia le quería decir, deseando saber lo que le había de pesar de saber (propria condición de amantes), le juró con bastantes juramentos tener secreto.

—Pues sabed —dijo Teodosia— que vuestro hermano Federico y Costanza se aman, con tanta terneza y firme voluntad que no hay para encarecerlo más que decir que tienen concertado de casarse: dada se tienen palabra, y aun creo que con más arraigadas prendas. Testigo yo, que sin querer ellos que lo fuese, oí y vi cuanto os digo, cuidadosa de lo mismo que ha sucedido. Esto no tiene ya remedio: lo que yo os aconsejo es que, como tan bien entendido, llevéis este disgusto, creyendo que Costanza no nació para vuestra y que el Cielo os tiene guardado sola la que os merece.

Con esto dio fin Teodosia a su traición, no queriendo por entonces decirle nada de su voluntad, por que no sospechase su engaño, y don Jorge principio a una celosa y desesperada cólera, porque en un punto ponderó el atrevimiento de su hermano y la deslealtad de Costanza, y haciendo juez a sus celos y fiscal a su amor, juntando con esto el aborrecimiento con que trataba a Federico aun sin pensar en la ofensa, dio luego contra él rigurosa y cruel sentencia. Mas disimulando, por no alborotar a Teodosia, le agradeció cortésmente la merced que le hacía, prometiendo el agradecimiento della, y por principio tomar su consejo y apartarse de la voluntad de Costanza, pues se empleaba en su hermano más acertadamente que en él, despidiéndose della y dejándola en extremo alegre, pareciéndole que, defraudado don Jorge de alcanzar a su hermana, le sería a ella fácil el haberle por esposo. Mas no le sucedió así; que un celoso, cuando más ofendido, entonces ama más.

Apenas se apartó don Jorge de la presencia de Teodosia cuando se fue a buscar su aborrecido hermano, si bien primero llamó a un paje, de quien fiaba mayores secretos, y, dándole cantidad de joyas y dineros, con un caballo, le mandó que le aguardase fuera de la ciudad en un señalado puesto. Hecho esto, se fue a Federico y le dijo que tenía ciertas cosas que tratar con él, para lo cual era necesario salir hacia el campo. Hízolo Federico, no tan descuidado que no se recelase de su hermano, por conocer la poca amistad que le tenía. Mas la Fortuna, que hace sus cosas como le da gusto, sin mirar méritos ni inorancias, tenía ya echada la suerte por don Jorge contra el miserable Federico, porque apenas llegaron a un lugar a propósito, apartado de la gente, cuando, sacando don Jorge la espada, llamándole robador de su mayor descanso y bien, sin darle lugar a que sacase la suya le dio una cruel estocada por el corazón (que la espada salió a las espaldas), rindiendo a un tiempo el desgraciado Federico el alma a Dios y el cuerpo a la tierra, muerto el malogrado mozo por la mano de el cruel hermano.

Don Jorge acudió adonde le aguardaba su criado con el caballo, y subiendo en él, con su secretario a las ancas, se fue a Barcelona, y de allí, hallando las galeras que se partían a Nápoles, se embarcó en ellas, despidiéndose para siempre de España. Fue hallado esta misma noche el malogrado Federico, muerto, y traído a sus padres, con tanto dolor suyo y de toda la ciudad que a una lloraban su desgraciada muerte, inorándose el agresor della. Sintió mucho Costanza la ausencia de don Jorge, mas no de suerte que diese que sospechar cosa que no estuviese muy bien a su opinión.

En este tiempo murió su padre, dejando a sus hermosas hijas con gran suma de riqueza y a su madre por su amparo. La cual ocupada en el gobierno de su hacienda, no trató de darlas estado en más de dos años, ni a ellas se les daba nada, ya por aguardar la venida de su amante y parte por no perder los regalos que de su madre tenían, sin que en todo esto tiempo se supiese cosa alguna de don Jorge, cuyo olvido fue haciendo su acostumbrado efecto en la voluntad de Costanza. Lo que no pudo hacer en la de Teodosia, que, siempre amante y siempre firme, deseaba ver casada a su hermana, para vivir más segura si don Jorge pareciese.

Sucedió en este tiempo venir a algunos negocios a Zaragoza un hidalgo montañés, más rico de bienes de naturaleza que de Fortuna, hombre de hasta treinta o treinta y seis años, galán, discreto y de muy amables partes, llamado Carlos. Tomó posada enfrente de la casa de Costanza, y a la primera vez que vio la belleza de la dama le dio en pago de haberla visto la libertad, dándole asiento en el alma con tantas veras que sola la muerte le pudo sacar desta determinación. Víase nuestro Carlos pobre y fuera de su patria, porque aunque le sobraba de noble lo que le faltaba de rico, no era bastante para atreverse a pedirla por mujer, seguro de que no se la habían de dar; mas, como no hay amor sin astucias ni cuerdo que no sepa aprovecharse dellas, imaginó una que fue bastante a darle lo mismo que deseaba. Y para conseguirla empezó a tomar amistad con Fabia (que así se llamaba su madre de Costanza) y a regalarla con algunas cosas que procuraba para este efecto, haciendo la noble señora en agradecimiento lo mismo. Visitábalas algunas veces, granjeando con su agrado y linda conversación la voluntad de todas, tanto que ya no se hallaban sin él.

En teniendo Carlos dispuesto este negocio tan a su gusto, descubrió su intento a una ama vieja que le servía, prometiéndole pagárselo muy bien, y desta suerte se empezó a fingir enfermo, y no sólo con achaque limitado, sino que de golpe se arrojó en la cama. Tenía ya la vieja su ama prevenido un médico, a quien dieron un gran regalo, y así, comenzó a curarle a titulo de un cruel tabardillo. Supo la noble Fabia la enfermedad de su vecino, y con notable sentimiento le fue luego a ver y le acudía como si fuera un hijo. Creció la fingida enfermedad, a dicho del médico y congojas del enfermo, tanto que se le ordenó que hiciese testamento. Todo lo cual se hizo en presencia de Fabia, que sentía el mal de Carlos en el alma, a la cual el astuto Carlos, asidas las manos, estando para hacer testamento dijo:

—Ya veis, señora mía, en el estado que está mi vida, más cerca de la muerte que de otra cosa. No la siento tanto por haberme venido en la mitad de mis años cuanto por estorbarse con ella el deseo que siempre he tenido de serviros después que os conocí. Mas para que mi alma vaya con algún consuelo deste mundo, dadme licencia para descubriros un secreto.

La buena señora le respondió que dijese lo que fuese su gusto, seguro de que era oído y amado como si fuera un hijo suyo.

—Seis meses ha, señora Fabia —dijo Carlos—, que vivo enfrente de vuestra casa, y esos mismos que adoro y deseo para mi mujer a mi señora doña Costanza, vuestra hija, por su hermosura y virtudes. No he querido tratar dello, aguardando la venida de un caballero, deudo mío, a quien esperaba para que lo tratase; mas Dios, que sabe lo que más conviene, ha sido servido de atajar mis intentos de la manera que veis, sin dejarme gozar este deseado bien. La licencia que ahora me habéis de dar es para que yo le deje toda mi hacienda y que ella la acepte, quedando vos, señora, por testamentaria, y después de cumplido mi testamento, todo lo demás sea para su dote.

Agradeciole Fabia con palabras amorosas la merced que le hacía, sintiendo y solenizando con lágrimas el perderle. Hizo Carlos su testamento, y, por decirlo de una vez, él testó de más de cien mil ducados, señalando en muchas partes de la Montaña muy lucida hacienda. De todo dejó por heredera a Costanza, y a su madre tan lastimada que pedía al Cielo con lágrimas su vida.

En viendo Fabia a su hija, echándole al cuello los brazos le dijo:

—¡Ay hija mía, en qué obligación estás a Carlos! Ya puedes desde hoy llamarte desdichada, perdiendo como pierdes tal marido.

—No querrá tal el Cielo, señora —decía la hermosa dama, muy agradada de las buenas partes de Carlos y obligada con la riqueza que le dejaba—, que Carlos muera, ni que yo sea de tan corta dicha que tal vea. Yo espero en Dios que le ha de dar vida para que todas sirvamos la voluntad que nos muestra —con estos buenos deseos madre y hijas pedían a Dios su vida.

Dentro de pocos días empezó Carlos (como quien tenía en su mano su salud) a mejorar, y antes de un mes a estar del todo sano; y no sólo sano, sino esposo de la bella Costanza, porque Fabia viéndole con salud le llevó a su casa y desposó con su hija, granjeando este bien por medio de su engaño; y Costanza tan contenta, porque su esposo sabía granjear su voluntad con tantos regalos y caricias que, ya muy seguro de su amor, se atrevió a descubrirle su engaño, dando la culpa a su hermosura y al verdadero amor que desde que la vio la tuvo.

Cuatro años serían pasados de la ausencia de don Jorge, muerte de Federico y casamiento de Costanza, en cuyo tiempo la bellísima dama tenía por prendas de su querido esposo dos hermosos hijos, con los cuales más alegre que primero, juzgaba perdidos los años que había gastado en otros devaneos sin haber sido siempre de su Carlos, cuando don Jorge, habiendo andado toda Italia, Piamonte y Flandes, no pudiendo sufrir la ausencia de su amada señora, seguro (por algunas personas que había visto por donde había estado) de que no le atribuían a él la muerte del malogrado Federico, dio la vuelta a su patria y se presentó a los ojos de sus padres. Y si bien su ausencia había dado que sospechar, supo dar tal y color a su fuga, llorando con fingidas lágrimas y disimulada pasión la muerte de su hermano, haciéndose muy nuevo en ella, que dislumbró cualquiera indicio que pudiera haber. Recibiéronle los amados padres como quien de dos solas prendas que habían perdido en un día hallaban la una cuando menos esperanza tenían de hallarla, acompañándolos en su alegría la hermosa Teodosia, que, obligada de su amor, calló su delito a su mismo amante, por no hacerse sospechosa en él.

La que menos contento mostró en esta venida fue Costanza, porque, casi adivinando lo que le había de suceder, como amaba tan de veras a su esposo se entristeció de lo que los demás se alegraban; porque don Jorge, aunque sintió con las veras posibles hallarla casada, se animó a servirla y solicitarla de nuevo, ya que no para su esposa, pues era imposible, a lo menos para gozar de su hermosura, por no malograr tantos años de amor. Los paseos, los regalos, las músicas y finezas eran tantas que casi se empezó a murmurar por la ciudad; mas a todo la dama estaba sorda, porque jamás admitía ni estimaba cuanto el amante por ella hacía, antes las veces que en la iglesia o en los saraos y festines que en Zaragoza se usan la vía y hallaba cerca della, a cuantas quejas de haberse casado le daba ni a las tiernas y sentidas palabras que le decía, jamás le respondía palabra; y si alguna vez, ya cansada de oírle, le decía alguna, era tan desabrida y pesada que aumentaba mucho más su pena.

La que tenía Teodosia de ver estos estremos de amor en su querido don Jorge era tanta que, a no alentarla los desdenes con que su hermana le trataba, mil veces perdiera la vida. Y tenía bastante causa, porque aunque muchas veces le dio a entender a don Jorge su amor, jamás oyó dél sino mil desabrimientos en respuesta, con lo cual vivía triste y desesperada. No ignoraba Costanza de dónde le procedía a su hermana la pena, y deseaba que don Jorge se inclinase a remediarla, tanto por no verla padecer como por no verse perseguida de sus importunaciones; mas cada hora lo hallaba más imposible, por estar ya don Jorge tan rematado y loco en solicitar su pretención que no sentía que en Zaragoza se murmurase ni que su esposo de Costanza lo sintiese.

Más de un año pasó don Jorge en esta tema, sin ser parte las veras con que Costanza escusaba su vista, no saliendo de su casa sino a misa, y esas veces acompañada de su marido, por quitarle el atrevimiento de hablarla, para que el precipitado mancebo se apartase de seguir su devaneo, cuando Teodosia, agravada de su tristeza, cayó en la cama de una peligrosa enfermedad, tanto que se llegó a tener muy poca esperanza de su vida. Costanza que la amaba tiernamente, conociendo que el remedio de su pena estaba en don Jorge se determinó a hablarle, forzando por la vida de su hermana su desapegada y cruel condición. Así, un día que Carlos se había ido a caza le envió a llamar. Loco de contento recibió don Jorge el venturoso recado de su querida dama, y por no perder esta ventura fue a ver lo que el dueño de su alma le quería.

Con alegre rostro recibió Costanza a don Jorge, y, sentándose con él en su estrado, lo más amorosa y honestamente que pudo, por obligarle y traerle a su voluntad, le dijo las razones siguientes:

—No puedo negar, señor don Jorge, si miro desapasionadamente vuestros méritos y la voluntad que os debo, que fui desgraciada el día que os ausentastes desta ciudad, pues con esto perdí el alcanzaros por esposo, cosa que jamás creí de la honesta afición con que admitía vuestros favores y finezas; si bien el que tengo es tan de mi gusto que doy mil gracias al Cielo por haberle merecido. Y esto bien lo habéis conocido en el desprecio que de vuestro amor he hecho después que vinistes; que aunque no puedo ni será justo negaros la obligación en que me habéis puesto, la de mi honra es tanta que ha sido fuerza no dejarme vencer de vuestras importunaciones. Tampoco quiero negar que la voluntad primera no tiene gran fuerza, y si con mi honra y la de mi esposo pudiera corresponder a ella, estad seguro de que ya os hubiera dado el premio que vuestra perseverancia merece. Mas, supuesto que esto es imposible, pues en este caso os cansáis sin provecho aunque amando estuvieseis un siglo, me ha parecido pagaros con dar en mi lugar otro yo que de mi parte pague lo que en mí es sin remedio. En concederme este bien me ganáis, no sólo por verdadera amiga, sino por perpetua esclava. Y para no teneros suspenso, esta hermosura que en cambio de la mía os quiero dar es mi hermana Teodosia, la cual desesperada de vuestro desdén está en lo último de su vida, sin haber otro remedio para dársela sino vos mismo. Ahora es tiempo de que yo vea lo que valgo con vos, si alcanzo que nos honréis a todos dándole la mano de esposo. Con esto quitáis al mundo de murmuraciones, a mi esposo de sospechas, a vos mismo de pena y a mi hermana de las manos de la muerte. Y yo, teniéndoos por hermano, podré pagar con agradecimientos lo que ahora niego por recato.

Turbado y perdido oyó don Jorge a Costanza, y precipitado en su pasión amorosa, la respondió:

—¿Este es el premio, hermosa Costanza, que me tenías guardado al tormento que por ti paso y al firme amor que te tengo? Pues cuando entendí que, obligada dél, me llamabas para dármele, ¿me quieres imposibilitar de todo punto dél? Pues asegúrote que conmigo no tienen lugar tus ruegos, porque otra que no fuere Costanza no triunfará de mí. Amándote he de morir, y amándote viviré hasta que me saltee la muerte: mira si cuando la deseo para mí se la escusaré a tu hermana.

Levantose Costanza, oyendo esto, en pie, y en modo de burla le dijo:

—Hagamos, señor don Jorge, un concierto; y sea, que como vos me hagáis en esta placeta que está delante de mi casa, de aquí a la mañana, un jardín tan adornado de cuadros y olorosas flores, árboles y fuentes, que ni en su frescura ni belleza, ni en la diversidad de pájaros que en él haya, desdiga de los nombrados pensiles de Babilonia, que Semíramis hizo sobre sus muros, yo me pondré en vuestro poder y haré por vos cuanto deseáis; y, si no, que os habéis de dejar de esta pretención, otorgándome en pago el ser esposo de mi hermana. Porque si no es a precio deste imposible no han de perder Carlos y Costanza su honor, granjeado con tanto cuidado y sustentado con tanto aumento. Este es el precio de mi honra: manos a la labor; que a un amante tan fino como vos no hay nada imposible.

Con esto se entró donde estaba su hermana bien descontenta del mal recado que llevaba de su pretención, dejando a don Jorge tan desesperado que fue milagro no quitarse la vida. Saliose asimismo loco y perdido de casa de Costanza, y con desconcertados pasos, sin mirar cómo ni por dónde iba, se fue al campo, y allí maldiciendo su suerte y el día primero que la había visto y amado, se arrojó al pie de un árbol ya cuando empezaba a cerrar la noche, y allí dando tristes y lastimosos suspiros, llamándola cruel y rigurosa mujer, cercado de mortales pensamientos, vertiendo lágrimas estuvo un rato, unas veces dando voces como hombre sin juicio y otras callando. Estando en esto, se le puso (sin ver por dónde ni cómo había venido) delante un hombre, que le dijo:

—¿Qué tienes, don Jorge? ¿Por qué das voces y suspiros al viento pudiendo remediar tu pasión de otra suerte? ¿Qué lágrimas femeniles son éstas? ¿No tiene más ánimo un hombre de tu valor que el que aquí muestras? ¿No echas de ver que, pues tu dama puso precio a tu pasión, que no está tan dificultoso tu remedio como piensas?

Mirándole estaba don Jorge mientras decía esto, espantado de oírle decir lo que él apenas creía que sabía nadie; y así, le respondió:

—Y ¿quién eres tú, que sabes lo que yo mismo no sé, y que asimismo me prometes remedio cuando le hallo tan dificultoso? ¿Qué puedes tú hacer, cuando aun al Demonio es imposible?

—Y si yo fuese el que dices —respondió el mismo que era—, ¿qué dirías? Ten ánimo. Y mira qué me darás si yo hago el jardín que tu dama pide.

Juzgue cualquiera de los presentes qué respondería un desesperado, que a trueque de alcanzar lo que deseaba, la vida y el alma tenía en poco. Y así le dijo:

—Pon tú el precio a lo que por mí quieres hacer, que aquí estoy presto a otorgarlo.

—Pues mándame el alma —dijo el Demonio— y hazme dello cédula; que antes que amanezca podrás cumplir a tu dama su imposible deseo.

Amaba el mal aconsejado mozo, y así, no dificultó hacer lo que el Demonio le pedía: hízole la cédula en la manera que el Demonio la ordenó y firmando sin mirar lo que hacía ni que por precio de un desordenado apetito daba una joya tan preciada y que tanto le costó al divino Criador della. ¡Oh mal aconsejado caballero! ¡Oh loco mozo! ¿Qué haces? Mira cuánto pierdes y cuán poco ganas; que el gusto que compras se acabará en un instante, y la pena que tendrás será eternidades. Nada mira el deseo de ver a Constanza en su poder, mas él se arrepentirá cuando no tenga remedio.

Hecho esto, don Jorge se fue a su posada y el Demonio a dar principio a su fabulosa fábrica. Llegose la mañana, y don Jorge creyendo que había de ser la de su gloria, se levantó al amanecer y, vistiéndose lo más rica y costosamente que pudo, se fue a la parte donde el jardín se había de hacer, y llegando a la placeta que estaba en frente de la casa de la hermosa Costanza el más contento que en su vida estuvo, vio la más hermosa obra que jamás había visto; que a no ser mentira, como el autor della, pudiera ser recreación de cualquier monarca. Entrose dentro, y paseando por sus hermosos cuadros y vistosas calles estuvo aguardando un buen rato que saliese su dama a ver cómo había cumplido su deseo. Carlos, que aunque la misma noche que Costanza habló con don Jorge había venido de caza cansado, madrugó aquella mañana para acudir a un negocio que se le había ofrecido, y como apenas fuese de día abrió una ventana que caía sobre la placeta, poniéndose a vestir en ella; y como, en abriendo, se le ofreciese a los ojos la máquina ordenada por el Demonio para derribar la fortaleza del honor de su esposa, casi como admirado estuvo un rato creyendo que soñaba. Mas viendo que ya que los ojos se pudieran engañar, no lo hacían los oídos, que estaban absortos a la dulce armonía de tantos y tan diversos pajarillos como en el deleitoso jardín estaban, habiendo en el tiempo de su elevación notado la belleza dél, empezó a dar voces llamando a su esposa y los demás de su casa, diciéndoles que se levantasen y verían la mayor maravilla que jamás se vio.

A las voces que Carlos dio se levantó Costanza y su madre, y cuantos en casa había, bien seguros de tal novedad, porque la dama ya no se acordaba de lo que le había pedido a don Jorge, segura de que no lo había de hacer; y como descuidada llegase a ver qué la quería su esposo y viese el jardín, precio de su honor, tan adornado de flores y árboles (que aun le pareció que era menos lo que había pedido según lo que le daban, pues las fuentes y hermosos cenadores ponían espanto a quien los vía), y viese a don Jorge tan lleno de galas y bizarría pasearse por él, y en un punto considerase lo que había prometido, sin poderse tener en sus pies se dejó caer en el suelo. A cuyo golpe acudió su esposo y los demás, pareciéndoles que estaban encantados según los prodigios que vían, y tomándola en sus brazos, como quien la amaba tiernamente, con gran priesa pedía que llamasen los médicos, pareciéndole que estaba sin vida, por cuya causa su marido y hermana solenizaban con lágrimas y vices su muerte. A cuyos gritos acudió mucha gente (que se había juntado a ver el jardín que en la plaza estaba), y entre ellos don Jorge, que luego imaginó lo que podía ser.

Media hora estuvo la hermosa señora desta suerte, haciéndosele innumerables remedios, cuando, estremeciéndose fuertemente, tornó en sí. Y viéndose en los brazos de su amado esposo, cercada de gente, y entre ellos don Jorge, llorando amarga y hermosamente, los ojos en Carlos, le empezó a decir:

—Ya, señor mío, si quieres tener honra, y que tus hijos la tengan y mis nobles deudos no la pierdan, sino que tú se la des, conviene que al punto me quites la vida; no porque a ti ni a ellos he ofendido, mas porque puse precio a tu honor y al suyo, sin mirar que no le tiene. Yo lo hiciera imitando a Lucrecia, y aun dejándola atrás, pues si ella se mató después de haber hecho la ofensa, yo muriera sin cometerla; mas soy cristiana, y no es razón que, ya que sin culpa pierda la vida, y te pierda juntamente a ti, que lo eres mía, pierda el alma, que tanto costó a su Criador.

Más espanto dieron estas razones a Carlos que lo demás que había visto, y así, le pidió que dijese la causa por que las decía y lloraba con tanto sentimiento. Entonces Costanza, aquietándose un poco, contó públicamente cuanto con don Jorge le había pasado, desde que la empezó a amar hasta el punto en que estaba, añadiendo por fin que, pues ella había pedido a don Jorge un imposible y él le había cumplido, que en aquel caso no había otro remedio sino su muerte. Con la cual dándosela su marido, como el más agraviado, tendría todo fin y don Jorge no podría tener queja della.

Viendo Carlos un caso tan estraño, considerando que por su esposa se vía en tanto aumento de riqueza (cosa que muchas veces sucede ser freno a las inclinaciones de los hombres la desigualdad, pues el que escoge mujer más rica que él no lleva mujer, sino señora), y asimismo más enamorado que jamás lo había estado de la hermosa Costanza, le dijo:

—No puedo negar, señora mía, que hicistes mal en poner precio a lo que en realidad de verdad no le tiene ni puede tener, porque la virtud y castidad de la mujer no hay en el mundo con que se pueda pagar, pues aunque os fiastes de un imposible, pudiérades considerar que no lo hay para un amante que lo es de veras, y el premio de su amor le espera alcanzar con cometer imposibles y hacerlos. Mas esta culpa ya la pagáis con la pena en que os veo; por tanto, ni yo os quitaré la vida ni os daré más pesadumbre de la que tenéis: el que ha de morir es Carlos, que, como desdichado, ya la Fortuna, cansada de subirle, le quiere derribar.

Y diciendo esto sacó la espada y fuésela a meter por los pechos, sin mirar que con esta desesperada acción perdía el alma, al tiempo que don Jorge, temiendo lo mismo que él quería hacer, había de un salto juntádose con él, y asiéndole el puño de la violenta espada, diciéndole «¡Tente, Carlos, tente!» se la tuvo fuertemente, y así como estaba prosiguió contando cuanto con el Demonio le había pasado hasta el punto que estaba. Y pasando adelante dijo:

—No es razón que a tan noble condición como la tuya haga yo ninguna ofensa, pues sólo con ver que te quitas la vida por que yo no muera (pues no hay muerte para mí más cruel que privarme del bien que tanto me cuesta, pues he dado por precio el alma) me ha obligado de suerte que, no una, sino mil perdiera por no ofenderte. Tu esposa está ya libre de su obligación, que yo le alzo la palabra: goce Costanza a Carlos, y Carlos a Costanza, pues el Cielo los crió tan conformes que solo él es el que la merece y ella la que es digna de ser suya; y muera don Jorge, pues nació tan desdichado que no sólo ha perdido el gusto por amar, sino la joya que le costó a Dios morir en una cruz.

A estas últimas palabras de don Jorge se les apareció el Demonio con la cédula en la mano, y dando voces les dijo:

—No me habéis de vencer aunque más hagáis, pues donde un marido, atropellando su gusto y queriendo perder la vida, se vence a sí mismo dando licencia a su mujer para que cumpla lo que prometió, y un loco amante obligado desta suelta a palabra que le cuesta no menos que el alma, como en esta cédula se ve, que me hace donación della, no he de hacer menos yo que ellos. Y así, para que el mundo se admire de que en mí pudo haber virtud, toma, don Jorge: ves ahí tu cédula. Yo te suelto la obligación; que no quiero alma de quien tan bien se sabe vencer —y diciendo esto le arrojó la cédula, y dando un gran estrallido se desapareció, y juntamente el jardín, quedando en su lugar un espeso y hediondo humo.

Al ruido que hizo (que fue tan grande que parecía hundirse la ciudad), Costanza y Teodosia, con su madre y las demás criadas, que como absortas y embelesadas habían quedado con la vista del Demonio, volvieron sobre sí, y viendo a don Jorge hincado de rodillas dando con lágrimas gracias a Dios por la merced que le había hecho de librarle de tal peligro, creyendo que por secretas causas sólo a su Majestad divina reservadas había sucedido aquel caso, le ayudaron haciendo lo mismo.

Acabando don Jorge su devota oración, se volvió a Costanza y le dijo:

—Ya, hermosa señora, conozco cuán acertada has andado en guardar el decoro que es justo al marido que tienes; y así, para que viva seguro de mí, pues de ti lo está y tiene tantas causas para hacerlo, después de pedirte perdón de los enfados que te he dado y de la opinión que te he quitado con mis importunas pasiones, te pido lo que tú ayer me dabas, deseosa de mi bien, y yo como loco desprecié, que es a la hermosa Teodosia por mujer; que con esto el noble Carlos quedará seguro, y esta ciudad enterada de tu valor y virtud.

En oyendo esto Costanza, se fue con los brazos abiertos a don Jorge y, echándoselos al cuello, casi juntó su hermosa boca con la frente del bien entendido mozo (que pudo por la virtud ganar lo que no pudo con el amor), diciendo:

—Este favor os doy como a mi hermano, siendo el primero que alcanzáis de mí cuanto ha que me amáis.

Todos ayudaban a este regocijo, unos con admiraciones y otros con parabienes. Y ese mismo día fueron desposados don Jorge y la bella Teodosia, con general contento de cuantos llegaban a saber esta historia; y otro día, que no quisieron dilatarlo más, se hicieron las solenes bodas, siendo padrinos Carlos y la bella Costanza. Hiciéronse muchas fiestas en la ciudad solenizando el dichoso fin de tan enredados sucesos, en las cuales don Jorge y Carlos se señalaron dando muestras de su gentileza y gallardía. Vivieron muchos años, con hermosos hijos, sin que jamás se supiese que don Jorge hubiese sido el matador de Federico, hasta que después de muerto don Jorge Teodosia contó el caso, como quien tan bien lo sabía.

A la cual cuando murió le hallaron escrita de su mano esta maravilla, dejando al fin della por premio al que dijese cuál hizo más de estos tres, Carlos, don Jorge o el Demonio, el laurel de bien entendido. Cada uno lo juzgue, si le quiere ganar, que yo quiero dar aquí fin al Jardín engañoso, título que da el suceso referido a esta maravilla.

Dio fin la noble y discreta Laura a su maravilla, y todas aquellas damas y caballeros principio a disputar cuál había hecho más, por quedar con la opinión de discretos y porque la bella Lisis había puesto una joya para el que acertase. Cada uno daba su razón: unos alegaban que el marido y otros que el amante, y todos juntos que el Demonio, por ser en él cosa nunca vista el hacer bien. Esta opinión sustentó divinamente don Juan, llevando la joya prometida, no con pocos celos de don Diego y gloria de Lisarda, a quien la rindió al punto, dando a Lisis no pequeño pesar.

En esto entretuvieron gran parte de la noche, tanto que, por no ser hora de representar la comedia, de común voto se quedó para el día de la Circuncisión, que era el primero día del año, en que se habían de desposar don Diego y la hermosa Lisis; y así, se fueron a las mesas, que estaban puestas, y cenaron con mucho gusto, dando fin a la quinta noche. Y yo a mi Honesto y entretenido sarao prometiendo segunda parte, y en ella el castigo de la ingratitud de don Juan, mudanza de Lisarda y bodas de Lisis, si, como espero, es estimado mi trabajo y agradecido mi deseo, y alabado no mi tosco estilo, sino el deseo con que va escrito.


Publicado el 18 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.
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