Entretanto, el señor de Fontanis, tras el aseo que no hizo sino realzar el brillo de sus sexagenarios encantos, con unas inyecciones de agua de rosas y de lavanda, que en este caso no eran precisamente ornamentos ambiciosos, como dice Horacio, después de todo esto, y tal vez de algunas otras precauciones que no han llegado a nuestro conocimiento, fue a hacer acto de presencia a casa de su amigo, el anciano barón. Se abre la puerta de par en par, se le anuncia y el presidente pasa adentro. Por desgracia para él, las dos hermanas y el conde de d’Olincourt estaban divirtiéndose juntos como verdaderos niños en un rincón de la sala, y cuando apareció esta figura, por más que se esforzaron, les fue imposible evitar tal carcajada que la grave compostura de magistrado provenzal se vio prodigiosamente alterada; largo tiempo había ensayado delante de un espejo su reverencia de presentación y la estaba repitiendo bastante pasablemente cuando la desafortunada carcajada que profirieron nuestros jóvenes casi hizo que el presidente permaneciera curvado en forma de arco mucho más tiempo del que había previsto; se alzó, no obstante; una severa mirada del barón a sus tres hijos les hizo recobrar la seriedad y el respeto y empezó la conversación.
El barón, que quería liquidar de prisa aquel asunto y que ya había hecho todas las composiciones de lugar, no dejó que acabara esta primera entrevista sin anunciar a la señorita de Téroze que ése era el marido que le destinaba y que debería entregarle su mano dentro de ocho días como muy tarde. La señorita de Téroze no contestó nada; el presidente se marchó y el barón volvió a repetir que deseaba ser obedecido. La circunstancia era de las más crueles: no sólo esta hermosa joven adoraba al señor de Elbéne, no sólo le idolatraba, sino que, además, tan frágil como sensible, ya había por desgracia permitido a su delicioso amante cortar esa flor que, muy distinta de las rosas con las que